TREINTA Y CINCO

El jueves, mucho más temprano de lo habitual, sonó la alarma del despertador y ya estaba apagado antes de que Roberto, perdido entre las brumas del sueño, pudiera siquiera levantar una mano y darle un manotazo.

Luego oyó unos pasos furtivos camino de la ducha, y el ruido del agua al correr, y se obligó a sí mismo a levantarse, y buscar una toalla, y esperar plantado ante la ducha a que saliera Jimena, mojada y, esta vez, enfadada.

Los minutos se le hicieron eternos. Tenía miedo de que le rechazara y lo dejara ahí, con los brazos extendidos como un muñeco de lata oxidada, y pintada en la cara la sonrisa de bobo que pide perdón.

Pero no lo hizo. Enfurruñada todavía, con cierta desgana, se dejó abrazar y frotar. Aceptó el gesto más como una reina egipcia a la que sus criados —en este caso él— le debían la pleitesía de secarla y acicalarla además de considerar aquel acto un privilegio que, como solía ocurrir en sus mañanas relajadas de fin de semana, como una ronroneante gatita mimosa y satisfecha.

Roberto estaba a su espalda, masajeando suavemente sus hombros cubiertos por la toalla. Respiró fuerte, aspiró el olor de su pelo. Y tuvo miedo.

—Por favor, no te vayas —le rogó abrazándola por detrás, con la voz muy baja contra su nuca y sus brazos rodeándola tan fuerte que él mismo temió haberle causado daño sin querer. Casi esperó de manera inconsciente el crujido de sus huesecillos fracturados por ese modo desesperado de sus manos aferrándose a ella.

—Tengo que hacerlo —fue su única respuesta, y su tono frío, seco, cortante, le atemorizó más todavía que el miedo a que le hicieran daño en esa aventura alocada, en esa investigación absurda que ahora tanto se arrepentía de haber llegado a sugerir.

—No te vayas, por favor —fue lo único que acertó a repetir.

—Si fuera un hombre no me lo pedirías —le acusó girándose entre sus brazos y encarándose con él con los ojos en llamas y el alma en ruinas—. Y si no se tratase de Aitor —escupió ahora—, tampoco.

Y como el agua entre los dedos se escabulló de su cerco con agilidad, dejándole con la toalla húmeda en las manos. Ella se alejó desnuda hacia el armario, y se vistió a toda prisa con un par de vaqueros y una camiseta blanca; se recogió el pelo en una cola de caballo que la hacía parecer aún más niña y tomó su ligera bolsa de viaje, el bolso de bandolera y el maletín del ordenador portátil. Se marchó sin despedirse, sin besarle, sin mirar atrás.

Roberto, abandonado, se arrastró como pudo hasta la cama y se dejó caer sobre ella abatido, derrumbado. Se arrebujó como un niño bajo la sábana, en posición fetal, y se abrazó a lo único que le quedaba de ella además de su recuerdo: la toalla mojada que aún conservaba su olor, que todavía la recordaba.