DOS
A Camila no le había sentado nada bien el desayuno, pero peor le había sentado la llamada de su Negro informándole de que hoy tampoco podría comer con ella. «Empieza ya a aburrirse, seguro, y por eso me da esquinazo», se dijo rabiosa. Pero luego se preocupó cuando se dio cuenta de que tenía toda la hora de la comida y la tarde libre por delante y apenas amigas en la ciudad con las que salir.
Todas estaban fuera, huyendo de los calores veraniegos cada vez más intensos de un Madrid asolado por el efecto invernadero. Se habían ido a descansar a sus casas de la sierra o de la playa mientras ella se asaba, mano sobre mano, esperando que su «novio» se dignase hacerle un hueco en su agenda.
Aunque tampoco podría decirse que se tratara de un novio al uso. Más bien era un amante, sonrió saboreando ese pensamiento. Sí, decidió, ese era el término más adecuado, ya que, a fin de cuentas, el suyo era un romance prácticamente secreto; no tanto como oculto porque ninguno de los dos tomaba tantas precauciones semejantes a las que se adoptan cuando se está cometiendo adulterio, pero sí llevado con la discreción suficiente como para que sus hijos y personas allegadas no pusieran el grito en el cielo. Y es que quién podría pensar que una señora digna como ella, de tan alta cuna y de tan arraigado apellido, se metía en la cama día sí y noche también —no tantas como ella quisiera, eso era cierto, pero sí muchas más de las que cualquier mujer de su edad aspiraba a disfrutar en su rutina habitual—, con un hombre bastante más joven que ella, más próximo a la edad de sus hijos que a la suya.
Por esta relación, sólo por ella, se dijo, valía la pena pasar calor y dejarse morir al borde de la piscina a la espera de que él decidiera visitarla. Se había colgado hasta tal punto con este jovencito que hacía caso omiso de las llamadas de las compañeras de bridge que la reclamaban en Sotogrande y que no se cansaban de repetirle por teléfono cuánto la echaban de menos.
Que se fastidien, se dijo, y levantó la mano en un gesto imperativo para indicar al mayordomo que la atendiera. Necesitaba que le acercara el teléfono y otro gin tonic; debía efectuar unas cuantas llamadas para entretener la tarde y hacer fructífera la espera. Primero a la masajista, luego a la peluquería y, finalmente, a ese nuevo ZENtro de masajes asiáticos en el que la última vez le hicieron sentirse en el cielo. Se había marchado con ganas de probar un nuevo tratamiento, ese en el que te embadurnan el cuerpo con chocolate; y también el de la vinoterapia.
«Que tenga su comida de trabajo en paz —se dijo—. Que charle con sus amigotes y decidan entre todos el futuro del país, de las finanzas y de un buen puñado de empresas. Que trabaje y charle y coma y se fume su buen par de puros. Que se prepare porque todavía el Negro no sabe que si me he quedado en Madrid es para disfrutar de él y no para estar sola. ¡Se va a enterar esta noche!», pensó.