Viernes 16 de septiembre
—¿Alguno de ustedes toca un instrumento?
El profesor de música es nuevo: se llama señor Bricart. Ya en la primera hora de clase, escribió su nombre en el pizarrón. Si hizo esa pregunta enseguida, es porque la clase está compuesta únicamente por alumnos voluntarios. La música, cuando uno tiene quince o dieciséis años, se vuelve optativa. Ya no es algo importante, como las matemáticas o la física… Uno puede, en teoría, vivir sin ella. Yo no.
Esperé, sin embargo, unos segundos antes de levantar la mano. Así, no me hacía notar demasiado. Y menos todavía, porque había llegado tarde a clase. Y, en consecuencia, había tenido que sentarme adelante de todo.
La sonrisa del señor Bricart se había ensanchado. Ay, no había duda: me estaba hablando a mí.
—¿Su nombre?
—Dhérault. Daniel Dhérault.
Me di vuelta.
¡Cómo! ¿Treinta y dos alumnos de todas las divisiones de tercer año habíamos elegido la clase optativa de música, y yo era el único que tocaba un instrumento?
Pensé en el viaje del año pasado a Berlín, en Alemania, que hicimos con la señora Lefleix. (La señora Lefleix es la profesora de alemán, la tengo de vuelta este año). En el programa de ese día se había previsto una visita a uno de los colegios de la ciudad. Entramos a una sala; hay treinta alumnos con su profesor de música, que nos recibe con un saludo cordial e incomprensible. Para darnos la bienvenida, les pide a los alumnos no sé qué cosa, pero bueno, todos obedecen. Cada uno saca de su estuche un instrumento: flauta, violín, clarinete… Una chica se sienta al piano. Los otros se ponen de pie. Y el profesor da la señal de largada, levantando las dos manos a la vez. Comienza entonces un verdadero concierto sinfónico. Como en la Pleyel[1]. La perfección. Nos sentimos chiquititos. Hasta yo estaba impresionado. En Alemania, la excepción es, forzosamente, que alguien no toque un instrumento.
Acá, en París, en el Colegio Chaptal, esta mañana, la excepción era yo. El año pasado, tendría que haber aceptado ingresar a una clase especial para músicos, como me había recomendado Amado.
Eché una mirada furiosa a Lionel. Se dio cuenta. Le dijo al profesor, como para justificarse:
—Yo toco el bajo, un poco. En una banda de amigos. Pero no solfeo. Daniel, en cambio, es casi un profesional.
En el aula, se produjo un murmullo alegre. Una especie de risa educada. La de todos los principios de año.
—¿Qué instrumento toca, señor Dhérault?
—El piano.
—¿Desde hace mucho?
—Sí.
—¡Desde hace más de diez años, profe! —lanzó a mis espaldas Lionel, a quien no le había preguntado nada—. Su padre es músico.
Bricart frunció las cejas negras y gruesas, verdaderos acentos circunflejos con un cráneo liso encima, donde se sacuden tres pelos perdidos. Se sacó los anteojos de carey. Era para pensar mejor. De repente, sus grandes ojos de miope se convirtieron en dos bolitas ridículas.
—Espere —murmuró—. ¿Usted acaso es pariente de Jean-Louis Dhérault?
Con eso, Bricart se estaba luciendo. Porque el nombre de Jean-Louis Dhérault hay que pescarlo cuando desfila a toda velocidad por la pantalla del televisor. Y sí, Jean-Louis Dhérault compuso, sobre todo, música para series televisivas. Y también algunos arreglos, como dice. No está muy orgulloso de eso.
—Es mi padre.
Pensé que iba a encontrar en el rostro de Bricart la sonrisita de desprecio habitual. Pero el profesor se volvió a poner los anteojos para declarar a toda la clase, haciendo como si nada:
—Daniel Dhérault nos muestra el ejemplo clásico de lo que es un músico o un intérprete: suele ser hijo de alguien que se dedica a la música. El padre de Johann Sebastian Bach, el de Mozart, de Beethoven.
—¡El de Jean-Michel Jarre! —agregó Lionel, animado.
—¿Eso significa según ustedes que la música se transmite por los genes? —preguntó Bricart.
Miraba fijamente a Lionel como para invitarlo a responder a la pregunta, y agregó:
—¿Que un hijo de músico tiene naturalmente más talento que otro?
Modesto, Lionel. Veía la trampa en la que necesariamente iba a caer. Quiso ganar tiempo:
—Bueno, tal vez…
—¡Claro que no! —afirmó el profesor—. Significa simplemente que un hijo de músico está inmerso en la música desde su más temprana edad. De este modo, cuenta con las mejores condiciones para desarrollar su posible don. Wolfgang se convirtió en Mozart sólo gracias a las lecciones de su padre. Claro que, sin duda, tenía disposiciones excepcionales. Pero si el viejo Leopold hubiera sido… digamos… comerciante o agricultor, con seguridad hoy no tendríamos ni Don Juan ni La flauta mágica. ¡En cuanto a Beethoven, sabemos que su padre le hizo entrar el solfeo a golpes en los dedos!
Un silencio respetuoso pesó de pronto en el aula y vino a concentrarse sobre mis hombros. Listo, iban a pensar que yo era un chico golpeado.
—Este año —dijo Bricart—, les propongo completar mis cursos con clases especiales que podrán preparar libremente, sobre el tema que elijan… ¿Alguien se ofrece para el viernes que viene?
Un verdadero problema, esa pregunta: todos los alumnos bajaron la cabeza. De haberse atrevido, Lionel se hubiera escondido debajo de la mesa.
—Bueno, voy a elegir a algunos voluntarios. Usted, el del bajo… sí, usted, ¿cómo es su nombre?
—Lionel Gentil.
—Y bueno Lionel, sea gentil: prepárenos para el viernes una clase especial sobre su instrumento… o sobre la banda de la que forma parte.
Conozco bien a Lionel. Desde hace dos años. Provocador, pero nada valiente. Pude medir su pánico en su repentina falta de réplica.
—Profesor, por favor, la semana próxima no: la otra, se lo prometo.
—Dentro de dos semanas. Queda anotado. Entonces, el viernes que viene, le toca exponer a…
Bricart simuló concentrarse en la lista de alumnos. Fingimiento inútil. Como él, yo sabía de antemano a quién le iba a tocar.
—… Daniel Dhérault. Sobre el tema que elija.
Alzó hacia mí su gruesa mirada fuera de foco. Debe haber confundido mi mueca con una sonrisa resignada.
Ese trabajo era un clavo, aunque en el fondo estaba contento de sacármelo de encima rápido: dentro de una semana, iba a estar tranquilo por una buena cantidad de tiempo. Mientras tanto, no quedaba otra que hacerlo.
En la vida, tengo un problema: no sé expresarme bien. No encuentro las palabras para decir todo lo que tengo en el corazón y en la cabeza. Soy un discapacitado del verbo, un malhablante, podría decirse. A los que ven mal, se los perdona. Es una discapacidad reconocida, es como ser sordo o manco. Pero cuando uno es un inválido de la palabra, es una verdadera tara, un vicio, un defecto que se supone que uno adquirió como consecuencia de malos hábitos.
Hay personas que, cuando hablan, parecen estar leyendo. Forman frases de estilo, tipo Luis XV, llenas de doraduras. Pero si uno pudiera hurgar en su cabeza, se sentiría a veces decepcionado: sus palabras son un decorado que esconde a menudo cosas vulgares, pensamientos e intenciones que han pintado por encima para dar una buena impresión.
Conmigo sucede más bien al revés: el interior es tierno y suave, pero cuando quiero hacerlo salir, se vuelve áspero y tonto. Entonces, como el embalaje es engañoso, desconfían de mis palabras. Las toman con pinzas. O si no, las dejan en el borde de la conversación, sin abrirlas.
Por el contrario, toco bien el piano. Bricart tenía razón, no es un don, aprendí a hacerlo.
Hay que decir que además de la música, no me gustan muchas otras cosas en la vida. Es normal. Me sumergí en ella cuando era chico. No fue difícil, todo el mundo se dedicaba a eso en mi casa. Pero cuidado, no cualquier música. La de los conciertos y del domingo. La que llaman seria como si fuera aburrida. La llamada clásica, como si uno no la encontrara más que en el museo. La que llaman la gran música, como si las otras fueran un poco más pequeñas.
La música que me gusta es la que permanece y que mira pasar a las otras: al rock y al funk, al pop y al rap, al gump y al punk y a alguna otra tecno de nombre corto y complicado.
Se cree que la gran música es un lujo. Como si hubiera que ser rico para escucharla. Sin embargo, esta música no cuesta más plata que las otras. ¿Por qué privarse de ella, entonces?
Martes 20 de septiembre
Al salir del colegio, me fui a sentar en mi banco; se encuentra en la explanada llena de plátanos que une la estación de subte Rome con la Place Clichy.
Desde sexto grado, este banco es mi refugio, mi escondite. En París, uno consigue el lugar que puede. Y yo no soy muy difícil de disimular: en la calle, en el patio, en la clase, paso casi inadvertido. Los profesores se dan cuenta de que existo cuando toman lista y cuando completan los boletines.
Una o dos veces por semana, vengo entonces a instalarme en mi banco. La mayor parte del tiempo, está libre; en este barrio, todo el mundo corre, tanto los turistas como los transeúntes. Ahí, a menudo, escribo mi diario porque no es siempre fácil hacerlo en casa.
Sí, escribo. Cuando están en el papel, tengo la impresión de que mis palabras son más verdaderas que las que digo, que fijan todo lo que no supe expresar.
Nunca tengo apuro por volver a casa. Primero, porque vivo a diez minutos a pie del colegio, en la calle Capron, un pasaje algo leproso encajonado entre un taller mecánico y el gran cementerio del norte. Luego, porque mi mamá es discapacitada. En cuanto llego del colegio, debo terminar antes de la cena todo lo que ella no pudo hacer durante el día.
Acababa de sentarme en mi banco cuando llegó un viejo vagabundo. No, no tan viejo después de todo. Cuando alguien es pobre o está desocupado, parece siempre mayor de lo que es. Llevaba un sobretodo gastado grande, como alas de vampiro, y enormes zapatos de payaso. Me pidió una moneda y se la di. Después, se sentó en el banco que estaba enfrente de mí.
No estaba escribiendo mi diario. Estaba transpirando de tanto pensar en ese famoso trabajo que debo presentar el viernes próximo. Elegí a Schubert, que es mi músico preferido. Pero me levanté enseguida. Por el olor. Aquel pobre hombre tenía tan mal olor que hasta las palomas lo evitaban.
Entonces llegó una chica. Quince años, rubia, limpia y sonriente como una publicidad. Respiraba felicidad y salud. Hay, en la vida, chicas extraordinarias que pasan y sabemos que no se detendrán. Pareciera que se mueven por una pantalla de cine: podemos mirarlas, oírlas, pero es inútil intentar comunicarse con ellas. Forman parte de otra dimensión, de un universo tabú y cerrado.
Sin embargo, se trataba con toda seguridad de una alumna de mi colegio.
Sin molestarse, mi vagabundo la increpó para pedirle plata. Entonces, ella se paró para buscar en su monedero. Pero al abrirlo, se cerró su sonrisa. No sé qué le dijo al hombre pero supongo que se olvidó de respirar, si no se hubiera ido corriendo en seguida. Y luego oí que el tipo murmuraba:
—Bah, no importa, señorita. ¡Lo que vale es la intención, como dicen! Yo, cuando pido una moneda, es nada más para charlar un poco…
Ella pareció tranquilizarse de inmediato. Ahí me di cuenta de que era realmente linda: parecemos siempre más lindos, creo, cuando estamos contentos. Y justamente, ella había vuelto a sonreír. Se sentó en el banco, revolvió dentro de su bolso. Sacó un paquete de galletitas con cara de haber ganado al loto. Parecía más contenta que el hombre. Por su aspecto, pienso que él hubiera preferido un sándwich con un vaso de vino.
Pero ella hizo como si nada. Comió las galletitas con él, charlando; en fin, estaban de gran reunión. El vagabundo se distendió. Yo los miraba con un enorme hueco en la panza. Como si también hubiera tenido hambre.
Creo que debo haberme reído, para mis adentros por supuesto. Tenía que estar tocada esa chica para preferir conversar con él en vez de hacerlo conmigo. Pero en el fondo, bien en el fondo esta vez, sabía que ella tenía razón. Creo que el coraje es eso: hacer lo que sabemos que es verdadero y justo, burlándonos de la mirada de los otros y del qué dirán.
Por último, se levantó y se alejó. La seguí con los ojos hasta el final. Hasta que cruzó la calle a la altura de la vieja fuente Wallace, y tomó una de las callecitas perpendiculares al bulevar Des Batignolles.
Me sentía solo, ridículo. Muy digno, el vagabundo se metió en el bolsillo lo que quedaba del paquete de galletitas; luego se recostó en el banco y se durmió. Después de esto, ¿cómo hablar de Schubert? Schubert vivió mal y murió en la miseria. Era feo y desgraciado en el amor. Yo estaba con Schubert como esa chica con el vagabundo: le brindaba al músico interés y consuelo, pero doscientos años después de su nacimiento.
Es tanto más fácil querer a la gente a la distancia.
Viernes 23 de septiembre
Creía estar a salvo después de haber concluido mi exposición. ¡Qué error!
—Señor Dhérault —dijo Bricart al final de la hora—, le agradezco mucho. Estuvo muy bien.
Y, con seguridad, hasta demasiado. Lo mejor es a veces enemigo de lo bueno, dice mi padre. En este caso estaba por provocar un conflicto.
Había concebido mi clase especial como una especie de concierto-conferencia. Y sí, cuando estoy frente al piano, nunca busco las palabras, sino que desafino sobre todo cuando hablo. Entonces hablé poco: daba breves informaciones sobre la vida de Schubert, su música, sus cuartetos, sus óperas, sus lieder… Luego, cuando sentía que las palabras se agotaban y las frases se vaciaban de a poco, me precipitaba sobre el piano; interpretaba el movimiento de la sonata de la que acababa de hablar, o interpretaba el tema de una sinfonía. Para ilustrar la idea del Rey de los alisos que me sentía incapaz de comentar, mostré cómo el piano imitaba el galope del caballo…
Y funcionó.
Todo el mundo estaba encantado, cuando, en realidad, en una hora apenas había leído una página y media. Para convencer, lo importante no es realmente lo que se dice: es sobre todo el tono y la música; tiene que ser armonioso, bien medido y construido… Con mi exposición, había hecho trampa para gustar. Un número de ilusionista, en definitiva.
Pero jamás hay que pedirle a un mago que repita un truco que le salió bien. Sólo que Bricart no era un espectador cualquiera; era más bien como el director de la sala…
En el momento en que mis compañeros salían de la clase, me pidió que me quedara. Sus cejas no paraban de hacer olas en su frente y, debajo, su mirada se balanceaba como un barco ebrio.
—Fue notable. Una exposición en el tono justo, apasionante… y original. Además, toca muy bien. Y lamento que un trabajo así termine acá. ¿Aceptaría volver a dar su exposición ante otra clase del colegio? ¿O, quizás, ante alumnos de la primaria? Puede decir que no, Daniel. Pero si quiere un día ser profesor… a propósito, ¿qué quiere hacer más adelante?
Cuando me hacen esta pregunta, siempre tengo ganas de contestar: «ser feliz». Pero parece que eso no es un trabajo. Una profesión de fe, a lo sumo.
Le dije simplemente:
—Dedicarme a la música.
En Francia, hay menos de cien pianistas que viven de su arte. Si uno quiere vivir de su instrumento, formar parte de una orquesta, hay que aprender a tocar el violín, el clarinete o el fagot. ¡Pero no precisamente el piano! Mi padre vivió esta amarga experiencia.
Bricart consultó su agenda. Me sentí como si estuviera en lo del dentista. Salvo que ahora era más complicado: era necesario que él tuviera clase y que yo, por mi parte, estuviera libre.
—El martes a la mañana, de ocho a nueve, ¿qué tiene que hacer?
«Quedarme en la cama», estuve a punto de responder.
—Nada. Tengo física a las nueve.
—Entonces, ¡hasta el martes que viene, Daniel!
Miércoles 28 de septiembre
Ahí estaba ella.
Sí, la chica del otro día estaba ahí y asistió a mi clase. Fue algo inesperado y catastrófico.
Los problemas comenzaron a las ocho, cuando Bricart constató que la sala de música estaba ocupada.
—¡No importa! Hará la exposición sin piano. El aula 38 está libre, vamos.
Dóciles, los veinticinco alumnos de 2.º B lo siguieron. Yo quise discutir con el profesor: mi exposición sin piano era como una demostración de natación sin pileta, como una clase de dibujo sin lápices ni pinceles… Pero no quiso oír nada.
En cuanto llegué, me instaló en el escritorio. Se fue al fondo del aula. Luego dijo de lejos, cuestión de ponerme del todo cómodo:
—Buenos días. Siéntense. Les presento a Daniel Dhérault, un compañero de tercer año que va a dar una clase sobre Schubert. Les agradecería que tomaran apuntes… Bien, Daniel: ¡le toca a usted!
Miré las frases que parecían mezclarse en la hoja. Sin embargo, no había tantas. Pero ahora formaban un rompecabezas. Pasaba como en Los números y las letras, pero multiplicado por cien: tenía tan sólo una página con palabras y una hora para unirlas como corresponde.
Entonces, levanté los ojos y la vi. Estaba ahí, ya no sentada en un banco, sino en la primera fila de la clase. Y en vez de un monedero y de una caja de galletitas, sacó de su bolso una carpeta, hojas, una lapicera. Luego clavó sobre mí sus grandes ojos claros como si estuviera por contarle cosas apasionantes. Me aclaré la voz y comencé a hablar dominando mi pánico.
Yo sé por qué los profesores nos piden que demos clases especiales: es para hacernos tomar conciencia de que su trabajo es difícil. En el fondo, para que los escuchemos, tendrían que ser tan charlatanes como Antoine de Gaunes, Nagui y Christophe Dechavanne juntos[2]. Los espectadores no pueden interrumpirlos: la tele es impermeable a los sarcasmos y al ruido. Pero ahí, arrinconado entre un escritorio de madera falsa y un auténtico pizarrón negro y gastado, frente a esa manada atenta y crítica, me sentía vulnerable y desnudo.
Con los profesores pasa lo mismo que con el ejército: aunque no lleven uniforme, sabemos que pertenecen a los altos grados. Pero un alumno es el ideal de segunda clase. Y si lo ponen en primera línea, él solo se deja abatir.
Bueno, es verdad, sobreviví y no demasiado humillado. Hubo una o dos tentativas de diversión, en el centro, pero la chica de la primera fila se dio vuelta enseguida, como si quisiera oír lo que estaba diciendo. Eso me dio valor. Seguí mi exposición para ella. Tan bien que yo mismo me la creí:
—Beethoven murió adulado, en plena gloria, a los cincuenta y siete años. Su mayor admirador formaba parte del cortejo fúnebre; tenía tan sólo treinta años y poco más de un año de vida. Era totalmente desconocido… Se llamaba Franz Schubert. Era feo, gordito y petiso. Ninguna mujer alzó los ojos hacia él. Sin embargo, su música da prueba…
Ahí debía interpretar los primeros compases del segundo movimiento de La Doncella y la Muerte. La doncella era ella y yo estaba muerto de vergüenza, privado del piano que me hubiera permitido, justamente, traducir mi angustia.
Enfrente de mí, la chica escuchaba con una atención distraída y educada. Su compañera de banco se inclinó en un momento dado para susurrarle algo en el oído. Se rieron un poco. Exactamente lo que necesitaba para perder el hilo del texto.
En vez de una hora completa, mi clase duró veinte minutos. Una maratón que algunos alumnos intentaron celebrar con aplausos. Bricart, tomado por sorpresa, me dijo:
—Hasta pronto, Daniel. Y gracias otra vez.
Me escapé para ir a rumiar mi bronca. Vamos, no era momento de enamorarse. O entonces tenía que elegir a otra chica, accesible. En mi clase hay quince. Sólo que tengo la impresión de que soy en el amor como en la música: apunto siempre a lo que está por encima de mis medios. Por ejemplo, desde hace tres meses, estoy trabajando duro con las Variaciones Goldberg de Bach que me cuestan mucho.
No, no tengo derecho a pensar en chicas. Todavía no. Dejo esa actividad para Lionel, que le dedica tiempo por dos. Por otra parte, mi padre me lo había advertido. Hace siete u ocho años, cuando le anuncié que quería seguir con el piano, me dijo: «De acuerdo. Pero te acercas a un recorrido largo, difícil, doloroso. Te condenas cada día a varias horas de ejercicios; se terminaron, por años, la distracción, el deporte, la tele. A partir de ahora, despídete de tus amigos y más tarde, de las chicas. Vivirás con tu instrumento de tortura. Sabiendo que tienes una ocasión entre mil de vivir del piano».
A los ocho años, estaba seguro de mí mismo. No tenía amigos. Ya no teníamos tele. Distracciones, nunca había tenido. No me gustan los juegos de mi edad. Nací viejo, es así. A veces, ese desfasaje me molesta. No es del todo fácil tener cabeza de adulto y vida de escolar. Creo que es más fácil llevar una vida de adulto cuando se sigue siendo un chico.
Cuando llegué a casa, mi madre me esperaba acostada en su dormitorio. Mala señal. Tenía cara de cansada y la voz seca. Cuando siente dolores, se pone de mal humor. Ser discapacitado es difícil para todo el mundo, pero cuando además se tiene mal carácter, la cosa se complica; y mi madre, aunque no es su culpa, se altera. La verdad es que volverse impotente no puede hacer feliz a nadie.
—La señora Griffon no pudo venir. Tienes que ir a hacer las compras.
—¡Pero tengo clase en lo de Amado a las seis y media!
—Ya sé. Te queda poco tiempo.
Desde el comienzo de la semana, mi padre está en Barcelona poniendo a punto el sonido de una serie televisiva. Durante su ausencia, la señora Griffon hace las compras y se ocupa un poco de la casa.
No me acuerdo del accidente de mi madre. Fue hace doce años, un verano. Estaba acompañando a mi padre en una gira con su pequeña orquesta. Ella se encontraba en una camioneta que transportaba a los seis músicos con sus instrumentos. El vehículo volcó en la autopista. Mi madre fue la más perjudicada: las piernas y la columna vertebral.
Ahora vive en una silla de ruedas. Está obsesionada por su inmovilidad forzada, su carrera de cantante interrumpida y las molestias que nos impone a mi padre y a mí. Es mucho para digerir y mi madre no puede.
Eché una mirada a mi reloj: las cinco y veinte. O sea, teóricamente, media hora para las compras, una hora para los ejercicios y tres cuartos de hora para el trayecto hasta lo de Amado. Era difícil acumular todo en setenta minutos.
Sin embargo, después de haber liquidado las compras, me instalé frente al teclado. Algunas gamas para respirar. Arpegios para desquitarse. Y luego, por placer, un pequeño Impromptu de Schubert. Parece que algunos autores no pueden dejar de escribir: cada día, tienen que redactar algunas líneas. Sin duda, para no «perder la mano». Yo, sin mi música cotidiana, perdería la cabeza y los oídos. Y encima tengo un juguete lujoso. Un magnífico piano de cola. Un Bösendorfer. Una maravilla, encontrada en un remate, en Draguignan, hace diez años. Este instrumento es nuestro Rolls Royce. No nos abandona. Mucha gente compra una casa y alquila un piano para poner adentro. Nosotros hemos comprado el piano y alquilamos un departamento que lo rodea: una especie de loft, como en las películas norteamericanas. La ventaja es que está alejado de los edificios vecinos.
Llegué tarde a lo de Amado. No se dio cuenta. Estaba de gran conversación con Jean Jolibois, su agente artístico.
—No iré de ninguna manera —refunfuñaba Amado sacudiendo la cabeza—. Estoy demasiado cansado en este momento.
—¡Ese concierto tendrá lugar dentro de dieciocho meses! —insistía Jolibois mostrando todos sus dientes.
Jean Jolibois era un hombre alto y elegante, sonriente y muy delgado. De hecho, una curiosa mezcla: tiene la amabilidad de Bourvil, la vivacidad de Louis de Funès y la sonrisa de Fernandel[3]. Pero así y todo, se toma a sí mismo muy en serio. Su fuerza es el optimismo y el buen humor, su trabajo. Por otra parte, Amado le dice a menudo a Jolibois que le paga más que nada para que resuelva los problemas.
—Ma, ma… ¿mi quiere matare?
Cuando Amado está perturbado o carece de argumentos, le sale su acento. Una coquetería que sólo conocen los íntimos. Pues Amado, en público, habla poco.
—¡Más adelante, Jolibois! Daniel está esperando para su lección.
—¡Ah, Daniel! ¿Cómo está?
Jean Jolibois me estrechó la mano con vigor, me sonrió hasta las orejas y agregó en un susurro:
—¡Trate de convencerlo!
¿Se imaginará que tengo la más mínima influencia sobre el maestro? Cuando se fue Jolibois, Amado se dejó caer en un sillón. Ordenó:
—¡Miroirs!
Ejecuté la orden. O más bien ejecuté la obra de Ravel. (Raro, por otra parte, ese verbo que quiere decir «dar muerte», mientras que cuando se trata de una obra, ejecutar sería más bien hacerla renacer…).
Hace ya tres meses que ensayamos esta Suite para piano. Digo «nosotros» porque Amado también la trabaja. La puso en el repertorio del concierto que da el próximo sábado en la sala Pleyel.
Amado Riccorini es un gran pianista. Uno de los mejores. No soy el único que lo piensa. Grabó decenas de discos, lo llaman de las salas de concierto de todo el mundo. El departamento en el que vive en París, además, es sólo uno de los que es propietario; tiene otros dos, en Nueva York y en Tokio, creo.
Amado es muy rico, pero no lo sabe. O mejor dicho, no le importa.
Hace dos años, el día en que recibí el premio de excelencia en el Conservatorio, mi profesor de piano vino a felicitarme. Estaba en compañía de un viejo hombre un poco encorvado, con una sonrisa llena de simpatía y arrugas. No lo reconocí en seguida: las fotos de las tapas de sus discos lo muestran con veinte años menos.
—Amado, aquí está Daniel Dhérault, el joven con el que querías hablar…
Había tocado sin saber que Riccorini estaba en la sala. Amado y mi profe eran amigos de infancia. Frente a ese virtuoso, yo me sentía muy pequeño.
—Muchacho, estuvo bien. Tiene, tiene… ¿cómo se dice? Capacidades. Pero su mano izquierda… aún está un poco pesada. Ma… mire: venga a mi casa. Yo voy a mostrarle.
Me extendió la mano y una tarjeta personal. Mi padre todavía guarda esa tarjeta. Por poco no la encuadra como una entrada al paraíso. Y el paraíso, él se lo había perdido, se bifurcó hacia el purgatorio y no se movió más de ahí.
Un mes más tarde, estaba en lo del maestro Riccorini, frente al teclado de su piano y con mis pequeños zapatos. Amado quería que entrara al Conservatorio Nacional Superior de París, donde enseña con una docena de pianistas. Ese Conservatorio es el Olimpo, la Academia. Se entra sólo por concurso. Y ese concurso, un año más tarde, lo aprobé. Me convertí en alumno de Riccorini y asistí a las seis horas de clases oficiales y semanales. No le bastó: quería que mejorara y que fuera a su casa una o dos veces por semana.
Los consejos de un virtuoso como él no son gratuitos. Riccorini, por su parte, no prestaba atención a eso. Con gusto me habría regalado sus clases. Pero el tiempo que dedica a los alumnos representa conciertos suprimidos. Un día, delante de mí, Jolibois le dijo, muy enojado:
—Amado, esto no puede seguir así, hay que elegir: los conciertos, las giras, las clases en el Conservatorio, las que le das de más a Daniel… No, no puedes hacer todo, y aún menos trabajar a cambio de nada.
Amado llamó a mi padre:
—Mire, no quiero que se vuelva una cuestión de precio. ¡Ma… este chico debe ser solista! ¿Cuánto podría pagar?
Mi padre hubiera dado lo que llevaba puesto. Amado dijo una cifra al azar. A sus ojos, irrisoria: tal vez el equivalente de treinta segundos de concierto. Para mi padre, una jornada de trabajo.
En realidad, le pago a Amado una hora de clase y voy a su casa dos veces dos horas por semana.
—¿Ma… Daniel, estás soñando? ¡No está nada bien! Desde hace un minuto, tu mano izquierda no hace más que acompañar. Con Ravel, la mano izquierda no es nunca un bajo continuo. Tocan las dos manos, ¿comprendes? Hasta en este pasaje de Pájaros tristes, la mano izquierda desgrana un canto fúnebre… ¡Escucha!
Amado se sentó al piano. Es verdad: tocan sus dos manos, es decir que se entretienen juntas y las dos voces se responden diciendo dos cosas diferentes. Parece normal. Natural. Evidente. Sobre todo, cuando se lo escucha.
Un día, Amado vino a casa. Le afirmó a mi padre que su música no era mala en sí:
—La mala música no existe. Pero hay, sobre todo, malas formas de tocar…
Se sentó al piano. Le gusta mucho nuestro piano a Amado. Y tocó Claro de luna. Sorpresa: ya no sonaba para nada infantil sino ingenuo y extraño, falsamente inocente. Volvía a ser la melodía de Lully.
Ayer a la noche, Amado se enojó consigo mismo. Hasta lo que tocaba no llegaba a satisfacerlo.
—¡Ah, no, no va más! ¡Estoy tocando mal! ¿Qué me pasa? ¡Y ese maldito concierto, dentro de cuatro días! Vas a ir, ¿no?
Sí, el próximo sábado, estaré con Amado sobre el escenario: daré vuelta las páginas cuando él interprete a Berio y a Stockhausen. Amado interpreta casi todo de memoria, salvo la música contemporánea. Las dos piezas del sábado las conoce de memoria, por supuesto. Pero tener la partitura ante los ojos lo tranquiliza. Es su pequeña rueda de auxilio en caso de incidente en el recorrido.
Y yo estoy encantado de ser el mecánico. Así, estoy en el vehículo y viajo gratis en el mejor lugar.
Domingo 2 de octubre
El concierto de anoche ha sido la sinfonía de las sorpresas.
Llegué a la Pleyel a las veinte horas. Fui a buscar enseguida a Michel, el encargado de los maquinistas. Junto con tres acólitos, como un empleado de mudanzas, arrastraba el gran Steinway hasta el centro del escenario. Sacó para mí, de un rincón de los bastidores, una silla plegadiza. Ahí empecé el deber de matemáticas que tengo que entregar el lunes. El bombero de servicio, Paul, entendió que estaba ocupado. No era cuestión de ponerse a charlar conmigo. Le dirigí una sonrisa de disculpas:
—Un trabajo urgente… ¿Qué tal, Paul?
—Bien… Esta noche no hay fuego.
Es su pequeño chiste habitual. Pero era falso: estaba sentado en un barril de pólvora y ni siquiera lo sabía. Hacia las veinte y treinta, Jean Jolibois dio la primera alerta.
—¡Daniel! ¿Sabe si Amado está en su casa? ¿Lo vio hoy?
—No. Lo vi por última vez hace cuatro días. Recuerde, usted estaba ahí.
El agente artístico estaba acompañado por un hombre bajo y arrugado: el director de la sala, señor de La Nougarède. Transpiraba gotas gruesas y me extendió una manito húmeda.
Amado no estaba en la sala.
De costumbre, llega con el afinador, después de que se haya transportado el piano de cola al escenario. Regula el asiento a su medida y, como suele decir, «calienta su instrumento». Luego, da luz verde al régisseur para que hagan entrar al público y se va a los bastidores a conversar con Jolibois y de La Nougarède, mientras espera el comienzo del concierto. Pregunté:
—¿Llamó a su casa?
—Da ocupado. No entiendo. Gracias. Discúlpeme.
Jolibois trataba de sonreír, así nomás, para dar tranquilidad. Pero su mueca hubiera hecho huir a doscientos hipopótamos. En cuanto al señor de La Nougarède, perdía un litro de sudor por minuto. Su mirada rebotaba de la sala al escenario y de los bastidores a su reloj.
Me puse la camisa y el moño. No estaba preocupado. Amado había colgado mal su teléfono. Su taxi estaba detenido en un embotellamiento. O si no, su hermana le contaba sus penas de amor desde Nápoles.
Oía llenarse la sala. Una sala es como el agua que se está calentando: siempre se agita antes de hervir.
El régisseur vino a interrumpir la ronda que el director hacía entre el patio y el jardín:
—Señor de La Nougarède… ¿Qué hacemos con los técnicos de la radio?
Vi arriba del piano la cantidad de micrófonos: el concierto de esa noche iba a grabarse.
—¿Qué quiere que le diga? —murmuró el señor de La Nougarède secándose la frente con una mano y señalando con la otra el escenario vacío. ¿Eh? ¿Qué quiere que le diga?
A las nueve menos diez, Jean Jolibois apareció en los bastidores. Como un tigre enjaulado. Su cara hubiera podido servir de publicidad para una película de terror. Con un sonido completamente alterado:
—Hablé con… Amado… no, con el médico… El médico está en lo de Amado… Tiene… ¡Está todo mal! Delira… tiene más de cuarenta… El médico cree que es… ¡hepatitis! ¡No podrá de ningún modo… venir a tocar esta noche!
De La Nougarède, por el contrario, parecía casi aliviado: la llave del misterio, por fin descubierta, abría una serie de puertas, desenrollaba un hilo que no habría de detenerse más.
—Bueno… Vamos entonces a devolver el dinero de las entradas. Pero sólo de una parte de la sala: esta noche, muchos espectadores han sido invitados. Personalidades del espectáculo, colegas, periodistas, agentes artísticos extranjeros. Gente de la radio y de la televisión. Todos aquellos que podían hacer una buena publicidad de la temporada. Mañana, en sus boletines, ¿qué tendrán para anunciar? Nada. O sí, más bien: «A causa de una indisposición de Amado Riccorini, se suspendió anoche el concierto en la Pleyel». Negativo. Ridículo. Irrisorio.
Reflexionó profundamente, como para madurar una decisión inesperada. Por último, anunció:
—Es una catástrofe.
Parecía claro y definitivo.
Miré a Jolibois que me estaba clavando su mirada. No me gustaba para nada esa mirada. Ni su extraña expresión que se transformaba poco a poco en una sonrisa: una cámara lenta inquietante, como esas que, en las películas norteamericanas, descomponen las explosiones, los asesinatos y los espectaculares choques de autos.
—Aunque… habría quizás una solución…
En ese segundo, comprendí. Comprendí lo que preparaba en su cabeza. Como si hubiera estado dentro de ella.
Sé lo que tendría que decir, conozco esas expresiones consagradas: «Un vértigo de alegría se apoderó de mí», «Me asaltó una loca esperanza»… Y bueno, para nada. De golpe, se abrió un abismo. El terror. El espanto absoluto.
La mirada del señor de La Nougarède siguió a la de Jolibois. Es decir, se fijó sobre mí. Luego, sobre el agente artístico. Después, de nuevo sobre mí. De repente, su gimnasia ocular había cambiado de objetivo.
—¡Daniel! —exclamó Jolibois—, usted conoce la mayoría de las obras que están en el programa de esta noche, ¿no es cierto?
—¡No! —exclamé yo a la vez—. No. Solamente Miroirs. Y encima…
—¡Pero Miroirs es una parte esencial del programa! ¿Y seguramente usted tiene algunos fragmentos importantes en su repertorio?
¿Mi qué? ¿Mi repertorio? ¡Jolibois hablaba como si yo diera un concierto todas las noches! Pérfido, insistió:
—Lo sé. Lo escuché más de una vez. Es verdad —le repitió a de La Nougarède señalándome con el dedo.
Difícil de negar: desde que soy alumno de Amado, Jolibois sigue mis progresos. Sabe de qué soy capaz. Pero conoce mis límites. Esa noche, me parecían más que nunca insuperables. Y bien, ¡los barrió de una vez!
Sólo el señor de La Nougarède podía sacarme de esa situación. Lo tomé como testigo entregándole las partituras que tenía en la mano.
—¡De estos fragmentos de Stockhausen y de Berio, no conozco siquiera la primera nota!
—¿Quién le pide que los toque? —dijo Jolibois encogiéndose de hombros—. Díganos qué fragmentos domina bien. Los que pueda tocar de memoria. Conoce una buena cantidad. Elija. ¿No es verdad, Marcel? ¿Qué piensa usted?
Marcel se había puesto a pensar nuevamente, es decir, a transpirar. De repente, un timbre continuo resonó en la sala y en los bastidores.
—Tenemos diez minutos, Marcel.
De La Nougarède sopesaba los pro y los contra. Y a juzgar por el sudor que perdía, debía pesarle mucho. Mi opinión, con toda evidencia, no pesaba en absoluto.
—No sé —masculló—. Parece usted tan seguro, Jolibois…
Me hundí en esa falla y afirmé:
—¡Pero yo no estoy para nada seguro de mí mismo!
—Daniel —me lanzó a la cara Jolibois, sin sonreír—, ¡es la oportunidad de su vida!
Oh, ya sé: la historia está llena de artistas oscuros que, como se dice, «gracias a la indisposición de la estrella, se revelaron de pronto ante el público». Hay menos publicidad (¡y con razón!) sobre todos aquellos que, en las mismas circunstancias, resultaron un fiasco definitivo.
Yo no imaginaba un fracaso irremediable y total. Haría una prestación mediocre, eso es todo. Era suficiente para retroceder. En una conversación, mientras uno no diga nada, puede hacer suponer a los demás que es un genio. Pero si uno toma la palabra para enunciar una burrada, está definitivamente perdido para opinar.
Esa noche me daban la palabra de improvisto, y sentía unas ganas furiosas de callarme.
Encontré una salida hipócrita:
—¿Reemplazar a Amado? ¡Sería una traición!
—¡Claro! —replicó Jolibois, mientras contenía su cólera—. Claro, si usted fuera malo, sería traicionarlo, porque el público se vería decepcionado. Por eso mismo usted va a estar de maravillas, Daniel. Y Amado estará orgulloso de usted.
Tenía razón. Los grandes como Amado no tienen competencia. Una vez que su talento se consagra, la mayoría busca formar a sus alumnos más talentosos.
—Si usted se niega a tocar —me amenazó Jolibois—, Amado va a enterarse. ¿Cree que se lo perdonará?
Como un personaje de Corneille, hiciera lo que hiciese, saldría perdiendo. Pero, tal vez, no perdido. Debía salir venciendo. Aceptar el desafío. Salvar el honor, aun si no era en verdad el mío.
El timbre se detuvo y mi corazón dejó de latir. De golpe, oí mejor, preciso y familiar, el murmullo alegre del público. Pensé en los juegos del circo romano: en suma, yo era un espectador inocente al que le anunciaban de repente que debía entrar a la arena para enfrentar a doscientos leones. Y con un piano por única arma.
Miré mi reloj; eran las nueve y diez.
—Nos quedan sólo tres minutos —refunfuñó de La Nougarède—. Tiene que decidirse, Daniel. De todas maneras, debo anunciar algo. ¿Qué? ¿Que se suspende todo?
—¡No! —respondió en seguida Jolibois sacando del bolsillo un cuadernillo de apuntes—. Anuncie al público la indisposición de Amado. Su reemplazo excepcional por uno de sus alumnos. Y algunas modificaciones en el programa: terminaremos con Miroirs de Maurice Ravel, como estaba previsto. A modo de prólogo, ¿qué propone, Daniel?
De La Nougarède había dicho tres minutos. Yo tenía un segundo para decidirme. Por la inconsciencia o la cobardía.
—Una sonata de Mozart —respondí en un suspiro—. La N.º 11 en La mayor.
Listo. Ya estaba casi aliviado.
—Perfecto —dijo Jolibois súbitamente conciliador—. Entonces, Ravel para terminar y Mozart para empezar. Lindo sándwich. Falta un jamón de más o menos media hora, Daniel. Algo consistente. Algo clásico. ¿Una sonata de Beethoven? ¿Un nocturno de Chopin?
—Bach. Su Partita en Si bemol mayor.
Jolibois tomaba nota febrilmente. Arrancó la hoja.
—¡Perfecto! ¡Vaya, Marcel! Y anuncie a Daniel Dhérault.
—¡Por favor, no! ¡A Daniel Dhérault no!
Me precipité encima de ese último salvavidas antes de irme a pique: si el concierto era un fracaso, mi nombre no debía quedar asociado a él.
—Mi padre es Jean-Louis Dhérault. Es músico, es conocido. No quiero que…
—Comprendo —dijo Jolibois sin discutir—. Pero necesitamos un nombre. ¿Cuál?
De nuevo, un segundo para elegir. Con su cuadernillo en la mano, Jolibois pataleaba. A tres metros, Paul, el bombero, me lanzó una mirada húmeda: esa noche, había fuego, y nadie podría apagarlo.
—¡Paul! —dije—. ¡Paul… Personne!
—¡No: es un guitarrista, un cantante!
—Entonces Niemand… ¡Paul Niemand![4]
Jolibois garabateó ese nombre en otra hoja. De La Nougarède (también llamado Marcel) se lanzó hacia el escenario. Lo aplaudieron con fervor.
—Señoras y señores, buenas noches. No soy Amado Riccorini. Víctima de una indisposición bastante seria, el Maestro no está en condiciones de presentarse en el concierto de esta noche…
Una agitación provino desde el público: decepción, contrariedad, cólera… una mezcla de reacciones amables que acabó por ponerme muy cómodo. Jolibois me tomó de los hombros.
—Todo va a andar bien, Daniel. ¡Sí, querido, todo va a salir bien!
Decía eso para tranquilizarse, cosa que me preocupaba aún más.
—Uno de sus alumnos, Paul… (Marcel consultó el cuadernillo, estirando los brazos, lo más lejos posible de sus ojos) Paul Newman…
Primero, la risa del público fue discreta. Luego, abierta. Pronto se propagó crescendo a lo largo de las filas. De La Nougarède hurgaba dentro de sus bolsillos en busca de sus anteojos. Un auténtico número de circo. La próxima atracción iba a ser yo.
—No, perdón, Paul Niemand va a presentarse en el concierto de esta noche con, por cierto, algunas modificaciones en el programa. Antes de Miroirs, de Maurice Ravel que Paul… que el señor Niemand interpretará tal como estaba previsto, oirán…
Respiré profundamente. Pensé en mi madre, que estaba leyendo tranquilamente en su cama, en mi padre, que se encontraba a dos mil kilómetros. No, nadie vendría a ayudarme.
Ah, un sueño: ¡presentarme en el concierto y que todo el mundo lo olvide inmediatamente después!
—Desde ya —continuaba el director—, los espectadores que deseen que el dinero les sea devuelto…
Algunos se levantaron. Yo, lejos de estar ofendido, les gritaba dentro de mi cabeza: «Pero sí, tienen razón, váyanse. ¡Abandonen la sala!». No debo haber pensado demasiado fuerte: sólo ocho o diez personas parecían haberme escuchado.
Como en clase: ¡el túnel! Entonces, bajé la cabeza. Y vi sobre un velador una peluca castaña: la de uno de los miembros del Quator.
El Quator es un grupo de músicos cómicos que se había presentado ese mismo día en la Pleyel. No sé lo que me agarró: me apoderé de la peluca para ponérmela así nomás sobre el cráneo.
Cuando me vio Jolibois, casi no me reconoce.
—¿Qué hace? ¡Es ridículo, está loco!
Ridículo, seguro: me parecía más a un cocker de pelo largo que a un pianista de concierto. Pero no tan loco: así disfrazado, ni siquiera Amado me hubiera identificado.
—¡Aquí está pues, Paul Niemand! —concluyó de La Nougarède.
Jolibois me empujó hacia el escenario y me dijo a media voz:
—¡No se olvide del entreacto! ¡Justo después de Mozart y la Partita!
Me crucé con el director en el momento en que volvía a los bastidores; no habría puesto otra cara si se hubiera encontrado con un marciano. Los espectadores seguían aplaudiendo, no sé muy bien si todavía a él o ya a mí.
Me adelanté hasta el borde del escenario, cosa de saludar al público. Morituri te salutant[5]. Es lo que decían los gladiadores al emperador en la arena. Y ahí, con la cabeza gacha bajo mi falso cabello castaño, la reconocí. No, no era el César… ¡sino la chica de 2.º B!
No había duda, era ella, con una camisa rosa, en la segunda fila, de frente. En la platea para presenciar mi derrota.
En un segundo, comprendí que dependía de mí transformar esa pesadilla en un sueño… Después de todo, la situación estaba en mis manos. Ya no podía tartamudear penosamente. Ni quedarme sentado en mi banco.
Esa noche, iba a tocar. Para ella. Exclusivamente. Fui a sentarme al piano. Mi corazón latía como un metrónomo. Catástrofe: ¡el asiento tenía como diez centímetros más de altura! Bueno, ya sé: Glenn Gould, toda su vida, tocó sentado en una mísera silla de paja, demasiado baja y estropeada. Pero no soy Glenn Gould. ¿Dar a mi asiento la altura correcta, ahora? Imposible, el silencio se había instalado. Necesitaba un arranque fuerte. Y, sobre todo, ninguna sonata de Mozart, sino una verdadera proeza para comenzar. Y algo de Schubert para la chica de 2.º B.
El hilo de mis reflexiones se desenrolló a cien kilómetros por hora en mi cabeza. Un segundo más tarde, asesté los siete primeros acordes de la Wanderer Fantasie[6], como quien da tres golpes. La estupefacción del público transpiró casi hasta mí: no, no era Ravel, sino Schubert, señoras y señores. ¿Decepcionados? ¿Sorprendidos? Lo siento.
Esta fantasía no es la obra de Schubert más fácil de interpretar: es necesario modular su fuerza sin cesar, atemperar la energía de los acordes. Si no, el primer movimiento se convierte en una abominable marcha militar. Para seducir, esta obra no era la ideal: lo mismo que hacer una declaración de amor con una caja de herramientas. Pero mi caja era un Steinway, un instrumento mucho más sutil que el desdichado pianoforte que tenía Schubert en 1820.
Durante el adagio, tuve un momento de pánico. Estaba «llevando Schubert a Chopin», como me lo reprochaba a menudo Amado. Con Schubert, jamás desbordar, jamás buscar un efecto: tocar lo que está escrito. La emoción debe venir del texto mismo, no de los adjetivos, los silencios, los matices que el solista juzga oportuno agregar.
Al principio, temía que la peluca me molestara; en realidad, era una pantalla necesaria. Con ella, yo era otro. No era yo el que tocaba, sino las manos de un tal Paul Niemand, que recibía órdenes de Daniel Dhérault.
Después de la coda del allegro final, levanté del piano, en un mismo movimiento, pies y manos. Como un piloto de Fórmula 1 que acaba de terminar la carrera.
Siguió un momento corto e interminable. El segundo que precede al enunciado del veredicto. El que se toma el profesor antes de revelar la nota. Y uno ignora si el deber que entregó es bueno o desastroso.
Permanecí inmóvil, con la cabeza gacha. Por fin, cayeron los aplausos. Abundantes. Densos. Unánimes. Alcé la cabeza, incrédulo, y me levanté, oh, no para saludar, sino para regular el asiento. Cuando me senté de nuevo, suspiré de alivio: tenía la altura correcta, el concierto podía comenzar de verdad.
Cuando alcé las manos por encima del teclado, los aplausos cesaron al unísono, sin diminuendo alguno. Un nuevo silencio se instaló. No, no era en verdad un silencio: una espera. Tan espesa que hubiera podido tocarla.
Por lo demás, ¿qué le había anunciado a Jolibois? ¡Imposible recordarlo! ¡Rápido, había que improvisar! ¿Qué elegir después de la Wanderer Fantasie, de por sí muy consistente? Un concierto se organiza como una buena comida: nada de tarta después del «paté de foie». Sino una ensalada fresca. Algo mágico. Un poco de Ravel… sí, ¿por qué no?
Con los primeros trinos de Gaspar de la noche, sentí que había encontrado el enganche justo.
Entre las cortinas de los bastidores, emergía una cabeza de marioneta. Era Jolibois. Levantaba el pulgar y las cejas, mirando hacia mí, y parecía aprobarme, encantado.
Gaspar de la noche es mi interpretación de arrojo. Es la que me valió el premio. Una suite de tres poemas para piano. Un paseo lleno de cabriolas y de fantasía. Un recorrido familiar que llevé a cabo sin error.
Cuando se apagaron las últimas notas del scarbo, decrescendo, un ¡bravo! surgió en el fondo de la sala. Otros brotaron como un eco encima de un océano de aplausos continuos.
Me quedé petrificado en mi asiento. ¿Era realmente yo el responsable de esa alegre tormenta? Jolibois, entre los bastidores, hacía molinetes patéticos con los brazos. Ah, sí, me tenía que levantar.
Fui hasta el borde del escenario a saludar. Tenía los ojos llenos de pelos y de luz. En la segunda fila, la chica de 2.º B aplaudía frenéticamente. Sin embargo, lo que acababa de hacer era más simple que la clase especial.
Tras volver al piano, ataqué al instante la Marcha fúnebre, de Franz Liszt. Ahí iba a tener que batirme con el teclado. Después de algunos segundos de introducción, pesados y lentos, el solista no tiene un instante más para respirar; declina el tema en todos los registros, con un virtuosismo tanto más delicado cuanto que debe ser contenido. Liszt es un músico de circo: sus partituras están llenas de fieras, de ilusionistas, de payasos y de malabaristas. Pero todo debe interpretarse en el trapecio, sin red.
Una vez terminado el fragmento, unos flashes me ametrallaron. Estaba empapado de sudor. En los bastidores, Jolibois y su amigote Marcel golpeaban sus relojes con obstinación. Si se habían parado, ésa no era la manera de hacerlos andar de vuelta… ¡Cielos! ¡Me había olvidado de la hora! Y de los Miroirs prometidos.
Con Liszt, se puede engañar al público, deslumbrarlo. Pero con Ravel, ya no: Miroirs, es algo solapado… muy huidizo, cambiante, ligero y complicado a la vez. Una ecuación de tercer grado para los dedos.
Y volví a ser muy rápidamente el alumno de Amado. Mis Miroirs eran chatos, pálidos, sin reflejos. Si hubiera tenido las manos desocupadas, me habría dado cachetadas.
Estaba tocando de manera ordinaria. El público hizo como si no se diera cuenta. Yo estaba casi decepcionado. Acababa de terminar la velada con un desempeño escolar y académico. En música, todo está permitido. Salvo la banalidad.
Me escapé hacia los bastidores ignorando la ovación. Había burlado al público, había engañado su oído, no el mío. Cuando uno se decepciona a sí mismo, no se lo puede perdonar.
Jolibois me recibió entre sus brazos.
—¡Estuve mal! —exclamé.
—¡Al contrario, estuvo excelente! ¡Un triunfo, Daniel!
Era fácil de satisfacer. Repitió:
—Un triunfo… ¡Se ha superado a usted mismo! ¡Vamos, compóngase!
Encima de todo, yo estaba sollozando. Jolibois me empujó hacia el escenario. Los aplausos habían cobrado un ritmo único, obstinado: dos mil manos que golpeaban en cadencia.
—¡Un bis! Quieren un bis. Vaya. Tóqueles algo.
Es cabeza dura el público. ¿Qué hacer, solo contra mil? Tenía un sólo medio para calmarlo: volver al piano. Sentarme. Me imitaron con un gran bullicio respetuoso. La sala había aplaudido de pie, todavía no me había dado cuenta.
Un bis… ¿Pero qué?
Los virtuosos no improvisan. Están abonados al éxito. Tienen siempre en la manga un pequeño fragmento elegido para el cierre.
De golpe, la evidencia se impuso: debía cerrar el círculo esbozado y concluir con una sonata de Schubert. Sí. El primer movimiento de la Sonata en Si bemol mayor Deutsch 960.
Me lancé, temerario, inconsciente de la distancia por recorrer… Esta sonata es una obra lancinante y trágica. Schubert sabe que va a morir. Quiere expresar su sufrimiento y traducir su enojo. En cuanto se rebela, se deja ganar por la resignación. Una última vez el músico duda de su genio; termina su vida sin haber sido amado ni comprendido.
La obra no tiene más que un defecto, es larga. Ahora bien, un bis de concierto debe ser la frutilla de la torta, como se dice; yo, a modo de frutilla, estaba sirviendo una canasta de frutas. Pero era demasiado tarde. Entonces me concentré.
Cuando mis últimos acordes murieron, no se alzó aplauso alguno. Nadie se atrevía a dar la señal del ruido. Me dio una sensación rara ese recogimiento del público. Ese silencio subrayaba la emoción compartida.
Me levanté, saludé, corrí a refugiarme entre los bastidores. Mi mecanismo se había roto. Imposible ya por esa noche hacer algo más.
—¡Vuelva a saludar! —me ordenó el director de la sala.
Él parecía estar en forma. Se tropezó con el taburete.
—¡Debe ir a saludar! —le repitió de La Nougarède a Jolibois.
—¡Ah, Marcel, déjelo en paz!
Como un entrenador, Jolibois me reconfortaba. Sin duda alguna, en una noche, me había convertido en un atleta. Un campeón de la música categoría piano.
—¡Fabuloso! ¡Estuvo fabuloso, pequeño! Pero qué locura ese bis interminable: veinte minutos…
—Sí, ya son más de las once y media —dijo de La Nougarède.
Esta vez, parecía contrariado e incluso agregó:
—Cuando pienso que ni siquiera hubo entreacto…
¡El entreacto! Me lo había olvidado. Entendí por qué entonces Jolibois me hacía señas, un rato antes.
—¿Y entonces, Marcel? ¿Qué más puede pedir?
El agente artístico señaló la sala. Aclamaba en vano, se impacientaba, golpeaba con los pies.
El régisseur se acercó.
—Señor director, ¿qué hacemos con la prensa? Están esperando en la puerta del camarín del solista.
Eché a Jolibois una mirada de condenado a muerte. Y le puse entre las manos la peluca, que estaba empapada como una fregona. Era un argumento convincente.
—De ninguna manera —declaró Jolibois—. Por esta noche, se terminó.
En tres horas, me había vuelto alguien un poco más importante. La prueba es que Jolibois quiso a toda costa llevarme a mi casa en auto. Sin embargo, en el subte, creo que nadie me hubiera reconocido. Le pregunté cuáles eran las causas del descontento del señor de La Nougarède.
Al volante, Jolibois desbordaba de júbilo:
—¡Ah, Daniel, ha alterado los horarios de la Pleyel! La sala estaba alquilada por cuatro horas y usted se sobrepasó. Hay que pagar la luz, horas extra al personal: al bombero, al encargado del guardarropas, a los electricistas… Suprimiendo el entreacto, ha impedido que se produjeran ganancias por las consumiciones del bar. Además, el recital fue grabado por France-Musique, en diferido. El equipo de la radio permaneció una hora de más. ¡Y tiene una grabación mucho más larga de lo previsto!
En suma, había provocado un revuelo.
—Señor Jolibois, lo siento…
Pero para él, eran problemas típicos de «agente artístico»:
—Oh, estoy encantado. Y Marcel también, por más que él diga otra cosa. Yo me encargo de esas pavadas. Usted salvó la situación. Mejor aún: ha revelado un talento de verdad al público. A partir de ahora, Paul Niemand existe. Y su idea de la peluca fue genial. Vamos a explotarla.
—Espere… ¿Qué quiere decir?
Giró la cabeza hacia mí. Con una sonrisa carnívora.
—No es cuestión de detenerse aquí, Daniel. Esta noche, acaba de comenzar una carrera. Interrumpirla sería criminal. ¡Déjeme ocuparme de la continuación!
Martes 4 de octubre
La continuación llegó ayer bajo la forma de artículos de diario. Fueron los que probaron a mi madre que no había mentido ni soñado.
¡Claro que no estuve en la primera plana de la prensa nacional! Pero en la página de Cultura de algunos periódicos, los periodistas rivalizaban con títulos elogiosos: «HA NACIDO UNA ESTRELLA», «REDESCUBRIENDO A RAVEL», «UN JOVEN VIRTUOSO DE TALENTO REEMPLAZA A RICCORINI INDISPUESTO».
Algunos elogios eran exagerados, lo sabía. Por ejemplo, el crítico del Quotidien afirmaba que desde la desaparición de Samson François, ningún joven prodigio de la dimensión de Paul Niemand se había revelado al público.
Todas esas comparaciones eran halagadoras. Pero sobre todo, temibles.
Compré la revista Sinfonía. Allí, el célebre y despiadado crítico musical Raoul Duchêne me había dedicado un artículo, prudentemente titulado:
UN CONCIERTO PROMETEDOR
Amado Riccorini es un grande. Nada sorprendente entonces que forme alumnos entre los cuales uno estuviera tentado de encontrar la marca de un auténtico solista. Uno de ellos, el joven Paul Niemand, ha dado la sorpresa en la Pleyel el sábado pasado. Este desconocido reemplazó de improviso a su maestro, víctima de una hepatitis. Por cierto, su modo vigoroso y espectacular de abordar a Franz Liszt no deja de recordar la interpretación asombrosa de Georges Cziffra. Y su dominio en la interpretación de dos obras mayores de Maurice Ravel (sobre todo, Gaspar de la noche) puede sorprender.
Sin embargo, es con Schubert cuando Paul Niemand se presenta como el más innovador. Con Schubert, sabemos, el defecto de gran cantidad de intérpretes es hacer de más. No todo el mundo tiene la perfección de un Alfred Brendel o de un Vladimir Ashkenazy. Paul Niemand podría poseer esas cualidades en germen —y otras que no piden más que crecer—.
Sabemos cómo Glenn Gould, en su tiempo, ha revolucionado la visión académica de ciertas obras de Bach. Y cada uno de nosotros recuerda su sorprendente visión de las Variaciones Goldberg. A su manera, Paul Niemand podría desempeñar con Schubert el mismo rol: ilumina sin traicionar, renueva sin alterar. A partir de ahora, conviene seguir con la mayor atención lo que este Paul Niemand nos reserva.
Leí el artículo tres veces. Raoul Duchêne, con indulgencia, había silenciado mis Miroirs. Aquella misma noche, Amado me llamó. Desde hacía tres días, yo le estaba dejando mensajes en el contestador automático. Su voz no parecía muy convencida.
—¿Parece entonces que protagonizaste una desgracia?
—¡Amado! ¿Cómo está?
—Mejor. Me sacaron del problema. ¿Sabes que estuve a punto de pasar al otro lado? La fiebre está bajando. Pero tengo el hígado del tamaño de un poroto. Prohibido salir de la habitación antes de fin de mes. Oye, Daniel… ¡debo felicitarte! Según lo que leo un poco en todas partes, yo no hubiera estado mejor que tú la otra noche.
—Se está burlando de mí. Intenté… hacerle honor.
—Me lo contaron Jolibois y de La Nougarède. Están encantados. Yo también. Tengo prisa por escuchar tu concierto. ¿Sabes que lo transmiten el sábado a la noche? Daniel… ¿por lo menos no te agrandaste?
—¡Oh, no!
Volví a pensar en Alexandre Lagoya, el gran guitarrista. Justo antes de retirarse, dio un concierto cerca de Gogolin, en la Provenza, en el castillo de la Garcinière, donde tuve la suerte de concurrir con mi padre. El público era muy reducido, pues el concierto tenía lugar en el pequeño patio del castillo, al aire libre. Y el maestro, entre cada fragmento, conversaba con nosotros, cómplice. Hubo un momento mágico: su interpretación de Recuerdos de Alhambra, de Francisco Tarrega. Fue perfecta. Divina. Sublime.
Lagoya nos había confiado:
—Para tocar correctamente la guitarra, se necesitan unos diez años por cuerda. Afortunadamente, este instrumento no tiene más que seis. Empiezo a tocar ahora más o menos bien.
Respondí a Amado, midiendo mis palabras:
—Creo que puedo llegar a ser un buen pianista. Dentro de algunos años, sí, tal vez.
—Mientras tanto, no debes conformarte con aprender. Es necesario que comiences a organizar tu carrera. Dando algunos conciertos. Preparándolos con cuidado.
—¡No estoy preparado, Amado!
—Ma… ¿Qué crees? ¡No se elige! Hubiera preferido tocar en tu lugar, en vez de estar clavado en la cama…
Del otro lado del teléfono, Amado se rió. Yo estaba más serio que él.
—De todos modos, estoy en tercer año. No voy a interrumpir mis estudios.
—Pero tampoco los terminarás.
Amado dejó pesar el silencio, y a mí me costaba soportarlo.
—Daniel, escúchame bien: ¿qué quieres hacer en la vida? ¿Derecho? ¿Medicina? Bien, de acuerdo, en ese caso, abandona inmediatamente el piano. Pero si quieres iniciar una carrera de solista, no tienes que ponerte a pensarlo el año que viene. Es ahora. Entonces mira: Jean Jolibois está aquí, a mi lado. Tiene propuestas para hacerte. Se trata de dos presentaciones. Una para reemplazarme, en la sala Gaveau, el 12 de abril del año que viene…
—¿Reemplazarlo? ¡Pero va a estar curado!
—Escucha, Daniel: para el 12 de abril, me había reservado la respuesta porque debía partir para Pascuas a los Estados Unidos. Jolibois acaba de llamar al director de la sala: irás tú o no irá nadie. Créeme, ha elegido rápidamente. Tienes seis meses para preparar ese concierto.
—¡Pero es usted a quien el público espera!
—Tenía dos conciertos en Alemania la semana próxima. Jolibois acaba de anularlos. Allí es imposible que me reemplaces. Primero porque no creo que estés en condiciones de preparar en seis días la parte solista del Segundo Concierto, de Saint-Saëns. Y luego porque el público quiere escuchar a Riccorini, es verdad. Pero te paso la posta, Daniel. Y si no la tomas, no vale la pena en verdad que vengas a mi casa. Te mando un abrazo.
Cortó.
Mi padre llegó en ese instante. Volvía de Barcelona con una sonrisa, una valija y algunos regalos. Me encontró en llanto.
—Es una gran alegría —dijo mi madre—. Ven, Jean-Louis, te voy a explicar.
Un poco más tarde, mi padre vino a verme a mi dormitorio. No me dijo nada, pero me tomó entre sus brazos. Sería espantoso que lo decepcionara, en este momento. Riccorini, el público, mis padres… ¡Tanta gente confía en mí! Cuando pienso que el sábado toqué para deslumbrar a la chica de 2.º B…
Y ni siquiera sabe quién soy.
Miércoles 5 de octubre
Ocurrió. La volví a ver. O más bien, esta vez, fue ella la que me vio.
Me encontraba en el banco, escribiendo mi diario. Y luego, de repente, percibí una presencia. Exactamente la impresión que se tiene en el momento que precede al llamado del profesor.
Nuestras miradas se cruzaron. Comprendí que me había reconocido, en fin, que había reconocido al alumno del colegio.
Ya no sé quién saludó primero al otro. Creí que no se iba a detener. Sin embargo, el milagro se produjo: se paró, me sonrió y dijo:
—Sabes, me gustó mucho tu clase especial sobre Schubert.
Era una verdadera declaración de amor. Schubert había sido mi mejor intérprete. Para quedar bien, contesté:
—Fue muy mala. Si hubiera podido tener el piano de la sala de música…
—¿Por qué, tocas el piano?
En ese instante, confieso que estuve a punto de flaquear, como Superman, cuando su amiga periodista está cerca de adivinar su identidad. Por otra parte, fue ese recuerdo lo que me hizo vacilar. Me acordé de cómo tratan, en la película, al bobo de anteojos: ¿él, Superman? ¡Imposible!
Yo, ayer, en mi banco, era el Superman del teclado: si le hubiera declarado que era Paul Niemand, se habría reído en mi cara. Pensé también en Lagoya. Y le respondí:
—Un poco.
—¿Entonces quizás conoces la Wanderer Fantasie?
—¡Por supuesto!
Con eso creí adivinar que ella era música. Y que íbamos a hablar el mismo idioma. Además, siguió con el concierto del sábado, con Amado Riccorini y su reemplazo por aquel desconocido alumno.
Hipócrita, arriesgué:
—¿Y qué tal estuvo?
—¡Fabuloso!
Me hubiera gustado que lo dijera menos fuerte para pedirle que lo repitiera. Ninguna duda: había oído bien. Pero comprendí muy rápidamente que no sabía de música. Además, después de esa confesión, ya no tenía nada para contar. Es una lástima, la hubiera escuchado durante horas decirme cuánto le había gustado el concierto.
En vez de eso, me reprochó:
—Sin embargo, lo que tocó no correspondía a lo que anunciaba el programa.
—Entonces te habrás decepcionado…
—¡Para nada! Pero no conozco ninguna de las obras que tocó.
¡Difícil hablar de música con alguien que es incapaz de identificar a Ravel o a Schubert! Lo mismo da enseñar cálculo a un niño que ignora los números.
—Y me gustaría conseguirlas.
—Ningún problema. Escucha France-Musique el sábado. Darán el concierto en diferido.
Había hablado demasiado rápido.
—Pero… ¿cómo lo sabes?
—Oh, no voy mucho a los conciertos, pero consulto los programas. Y la música, la escucho por la radio.
Me miró de golpe como si nos conociéramos desde hace años.
—De hecho —me explicó—, conseguí un lugar gratis en la sala Pleyel gracias a Oma, mi abuela. Había ganado un concurso en la radio. Ese concierto…
Vaciló y me murmuró como quien confía un gran pecado:
—Fue una revelación. Hasta ahora, de la música clásica, yo no tenía idea. Ese pianista extraordinario me dio ganas de descubrirla. Al día siguiente, compré la sonata Wanderer Fantasie.
—¿Entonces el fragmento de Schubert lo habías reconocido?
—No. La gente que estaba sentada al lado mío lo identificó. El disco me decepcionó: el pianista no toca tan bien como el solista del sábado a la noche.
—¿Quién toca en tu disco?
—Alfred Brendel, creo.
Me estaba deleitando. ¡Y al mismo tiempo, comprendía que no sabía nada de música! El día que interprete a Schubert tan bien como Alfred Brendel, seré yo quien dé lecciones a Amado Riccorini.
Su confesión era inesperada. Como la de un enfermo que sabe que tiene una enfermedad grave. Y justamente, tenía ganas de desempeñar el papel del médico:
—Brendel es uno de los más grandes. Pero uno se deja influenciar mucho por la primera interpretación de una obra.
—Tendrías que escuchar buenos discos. Si quieres, te puedo prestar algunos. Sobre todo de 33… ¿tienes tocadiscos?
Suspiró:
—No. Mi hermano me prestó su discman, que es de mala calidad.
—Mira… El martes me encontrarás aquí, en este banco. La semana próxima, te voy a traer algunos compacts. Si te dan ganas…
A mí me daban muchísimas ganas. La pelota estaba en su área.
—De acuerdo. Gracias. Chau, tengo que irme.
Se levantó, me hizo un gesto con la mano, se alejó por el camino, desapareció. El tiempo, que había quedado suspendido, volvió a transcurrir de repente. Era como si me despertara después de un sueño extraordinario.
En mi vida, hasta ahora, no había pasado nunca nada. Pero la llegada simultánea de esta chica y del éxito me daba de golpe un gran vértigo y una loca certeza: esos dos acontecimientos estaban relacionados. De lo único que tenía ganas era de que prosiguieran su camino juntos y que llegaran muy, muy lejos.
Domingo 9 de octubre
Escuché mi concierto en France-Musique.
Es terrible oírse. Una grabación acentúa siempre los defectos. Como una lupa. Bueno, con Schubert no estoy mal, lo admito. Pero mi interpretación de Miroirs rompió todo. Pensé: estoy listo para siete años de mala suerte…[7]
Justo después de la transmisión, me llamó Amado. En medio de todos sus elogios, puso el dedo en mi nota desafinada:
—Pero me decepcionaste un poco en… ¿sabes dónde?
—Sí, Amado: en Miroirs.
—¡Ah, tu mano izquierda! ¡Demasiado pesada! Y además, con Miroirs, hay que ser… aéreo, poético, ligero, ligero. Ma… has estado…
—Escolar.
—¡No! —matizó—. No: estaba bien pero…
Cuando Amado dice «bien», no hay que fiarse de la palabra, sino de la modulación y del tono. Aquí, su «bien» quería decir: «No estaba mal, sino insuficiente. Debe mejorar».
Mi padre, por su lado, encontró a Amado muy duro. Grabó el concierto en un casete. Sé que lo va a escuchar una y otra vez en el auto. Por causa de él también, estoy condenado al éxito.
Martes 11 de octubre
En el Chaptal, no se mezclan los dos últimos años con el resto del secundario. Los alumnos tienen los mismos profesores, pero diferentes patios para los recreos. Espié a la chica de 2.º B toda la semana. En el comedor, en la biblioteca, en los pasillos. Imposible verla. Esta mañana, para asegurarme, me escapé a la sala de música unos minutos antes de las nueve, cosa de verificar que no había estado soñando. Ninguna duda: a través de la puerta de vidrio, la vi en la primera fila, enfrente de Bricart.
Esta tarde, tengo mucho miedo de que no venga. Que se haya olvidado de nuestra cita. O que haya pensado demasiado.
Miércoles 12 de octubre
Vino. Es maravilloso e inquietante; cuando un milagro se vuelve a producir, uno se acostumbra rápidamente.
Se llama Jeanne. Jeanne Lefleix. Su apellido me despertó un eco:
—Eh… ¿no eres la hija de la profe de alemán?
—Sí. En fin, casi.
Me dio una justificación complicada:
—Mi madre murió y mi padre se volvió a casar, ¿comprendes?
Comprendí que había puesto el dedo en un doble engranaje. La señora Lefleix es mi profesora de alemán desde hace dos años. Ignoraba que su hija (en fin, casi) se encontrara en el colegio. Frecuentar a la hija (o al hijo) de un docente es siempre un problema. Los hijos de los profes, quieran que no, son siempre espías. A veces, hasta dobles agentes. Los peores se niegan a admitirlo.
—No lo hice a propósito —me dijo.
Tenía razón: yo soy el hijo de Jean-Louis Dhérault y no es siempre muy cómodo.
—¿Si habláramos de otra cosa que mi madre?
Hablamos del concierto. En fin, ella sobre todo. La voz de Jeanne tiene un timbre muy particular. Resonaba en mi cabeza como una cuerda de violonchelo, al punto tal que escuchaba la melodía sin preocuparme demasiado por sus palabras. Era, por otra parte, una lástima: estaba elogiando a Paul Niemand. Según ella, un genio de la música.
Casi celoso, bromeé:
—Y bueno… ¡vas a tener que presentármelo!
—A propósito, ¿te acordaste de traerme los discos?
Le había seleccionado unos diez discos. Sobre todo la Wanderer Fantasie, por Amado Riccorini. Me lo devolvió:
—Ah, ya sabes que éste me lo compré.
No me animé a insistir. Pero en realidad, no tiene el mismo disco, porque la interpretación es diferente.
Jeanne estaba obsesionada por una idea fija. Se sonrojó un poco antes de confesarme:
—Daniel… Me gustaría aprender piano. ¿Qué piensas?
—Claro, es una buena idea. Pero…
—¿Pero qué? Soy demasiado vieja, ¿verdad? Es lo que me dijo mi madre.
Creía que no quería que habláramos de su madre…
—Es cierto que es mejor comenzar de pequeño. Comprendes, es como si me dijeras: «Quiero participar del próximo Tour de Francia, pero todavía no sé andar en bicicleta». Imagina, es mucho trabajo… Salvo si quieres correr simplemente para distraerte.
Me miró con algo que se parecía a la envidia. Yo, a tocar el piano, le habría enseñado de buena gana. Con gusto me habría hecho el Riccorini.
—¿Tienes un piano? ¿Tocas desde hace cuánto?
—Oh, desde hace bastante tiempo.
Suspiró, obstinada:
—Me gustaría tanto tocar un instrumento… Dime, Daniel: ¿cuál?
Miré a Jeanne. Y supe. Sí, como en un sueño premonitorio, nos imaginé a los dos. Yo sentado, bajo la sombra, al piano. Ella de pie, espléndida bajo la luz, expresando en voz alta lo que yo digo con los dedos. Era algo lejano y loco.
—Canta.
—¿Cómo? ¿Qué dices?
—Aprende a cantar, Jeanne.
Sentí que era demasiado pronto. No me escuchaba. Para que Jeanne me preste atención, tengo que tomar los rasgos de un solista sin rostro que le habla con la voz del piano.
Una hora más tarde, iba a lo de Amado. Me abrió Jolibois. Hacía de enfermero y me advirtió al conducirme hasta la cama del pianista:
—No lo fatigue. A las ocho, lo echo.
Amado había perdido seis kilos. Su cara tenía el color de un viejo limón sucio. Insistió para ir hasta la sala, donde Jolibois lo ayudó a instalarse en el gran sillón, junto al piano. Tenía dificultad en quedarse de pie y protestaba, vacilando:
—¡Un mes! Un mes en la cama, Daniel, ma… ¿te das cuenta?
Me señaló el taburete y dijo, gruñón:
—Siéntate. Y escúchanos, especie de borrico. Has dado una linda sorpresa el l.º de octubre. De ahora en más, no tienes derecho al error. Tu segundo concierto tendrá lugar el 12 de abril, en la Gaveau. Vamos a prepararlo cuidadosamente. De dos maneras. La primera, concierne a la publicidad, al contrato, a las relaciones con la prensa y a las discográficas.
—¿Cómo… grabar? ¡Ni se le ocurra!
—Jean y yo, no. Pero Virgin y Erato, sí. Sus representantes estaban en la Pleyel la otra noche. Ya se contactaron con nosotros. Necesitas un agente, Daniel.
Amado me señaló a Jolibois, que estaba ocupado contando las gotas de un medicamento que tenía que diluir en un vaso. Una verdadera madre sobreprotectora.
—Jean es mi agente desde hace más de veinte años. Le tengo confianza. Responde al teléfono y a la correspondencia, negocia mis cachets y las fechas de mis conciertos. Gana una cantidad importante de dinero, porque yo gano mucha plata. Piensa que eres bueno, confió en ti, y ahora aceptaría ocuparse de ti, aun si, en los primeros tiempos, corre el riesgo de que le cuestes caro. ¿Aceptas?
Ni siquiera era una pregunta. Amado continuó:
—Ahora, vamos a trabajar con los fragmentos que interpretarás el 12 de abril. Esta vez, nada de improvisar. Vamos a establecer juntos el programa del concierto. Ya mismo. ¿Quieres Schubert? ¡Bien! Tienes de todo para elegir. Pero necesitamos algo clásico. Y algo contemporáneo. Algo más contemporáneo que Ravel.
Listo. Me iba a proponer Berio, Stockhausen o Michael Lévinas, un verdadero rompecabezas para el que escucha como para el intérprete. Fragmentos que precisan la partitura sobre el atril y la presencia de ánimo constante del pianista.
—Todo el mundo quiere Beethoven, Liszt y Ravel, todo el mundo los toca, todo el mundo los compra. Pero un verdadero pianista se forja una reputación volviéndose el descubridor de obras nuevas.
Arriesgué:
—¿Prokofiev? ¿Los Sarcasmos?
Hubiera sido como tocar sobre terciopelo: sus cinco pequeñas obras para piano, las domino perfectamente.
—¿Por qué no? Los Sarcasmos tienen la ventaja de ser poco conocidos… pero es una obra menor, y demasiado corta.
—¿Entonces, la Sonata N.º 2?
La conocía de memoria. Amado lo sabía. Simuló reflexionar.
—¿La N.º 2? Demasiado conocida. Trabaja más bien con la Sonata N.º 4. Sería más original.
Había comenzado a leerla el año pasado. La Sonata N.º 4, de Prokofiev eran quince minutos de acrobacia: una obra seca, dura, un lindo mecanismo complicado, pero aún así, accesible.
—Queda por elegir la obra principal del concierto. El gran fragmento… Pensé en las Variaciones Goldberg.
—¡Oh, no!
—Ma… ¿habías comenzado a trabajarlas, Daniel?
—Sólo algunas. Diez. Las más fáciles.
—Bueno, pongámonos a trabajar de inmediato. Te escucho.
El tono de Amado no admitía réplica.
Las Variaciones Goldberg son el Antiguo Testamento de la música. Al principio, algo «nimio», como hubiera dicho Mozart: un tema simple, inocente, fácil. Seguido por treinta variaciones que retoman esta aria con tonos, ritmos y modulaciones tan diversas como complejas. Treinta variaciones cuya duración va de treinta segundos a seis minutos. Treinta joyitas que rivalizan en astucia y en complejidad. Para dar correctamente la vuelta a esta obra, un buen pianista necesita tres o cuatro vidas.
—Amado, ¿quiere que la toque tan bien como Rudolf Serkin o como Glenn Gould?
—No te pido que lo hagas tan bien, sino distinto.
—¡Santos! ¿Por qué no mejor?
—¡Deja de subestimarte, Daniel! Cuando Serkin y Gould las han abordado, apenas tenían más de veinte años.
—Acaso otra cosa…
—Imposible: ya están programadas —dijo Jolibois con una sonrisa falsamente preocupada—. Lo logrará, Daniel, lo logrará…
Con la muerte en el alma, me senté al piano.
Miércoles 26 de octubre
Afortunadamente, están los martes.
El martes es mi domingo. Primero, comienzo a las nueve. Al mediodía, cuando vuelvo a casa, la señora Griffon ya hizo las compras y preparó la comida.
A la tarde, tengo clase de alemán. La señora Lefleix ya es un poco Jeanne, por más que sea su madre de rebote. Por suerte, no soy malo en alemán.
Y luego, el martes, termino temprano, a las dieciséis. Allí, en mi banco, espero a Jeanne. Hasta ahora, no faltó a una sola cita. Los discos proporcionaron una excelente excusa. Al punto que a veces me pregunto si Jeanne no viene sólo por ellos. Mi físico no la atrae seguramente: yo, si fuera una chica, creo que no gustaría mucho de mí. Y dudo de que mi conversación la deslumbre. Cuando me dan la palabra, nunca sé mucho qué hacer, entonces la devuelvo enseguida, las palabras me molestan demasiado. Por último, prefiero escuchar, aun si me parece igualmente complicado. Además, a la gente le encanta hablar; escucharla, es difícil, con toda seguridad, puesto que los psicoanalistas cobran muy caro para hacerlo.
Entonces, escucho a Jeanne. Sea cual fuere el tema que evoque, su voz me habla de música.
No sé cómo invitarla al concierto del 12 de abril. Tengo algunos meses para pensarlo. Mientras tanto, he querido familiarizarla con Bach. Será difícil: me devolvió los discos sin siquiera escucharlos hasta el final.
—Esta música me parece difícil, extraña… complicada.
Por el momento, Jeanne me trae menos problemas que Lionel. Lionel era un poco amigo mío. Ahora, cada vez menos. Ayer, me vio en el banco con Jeanne.
—¡Bien pensado! —me dijo esta mañana con una sonrisa cómplice—. Es linda y es hija de una profesora: ¡matas dos pájaros de un tiro!
Dos no: tres. Porque Lionel no volverá a hacerme eso. Si no, lo tacharé de la lista de amigos. Como hay sólo uno y es justamente él, la sustracción será simple.
Sábado 5 de noviembre
Desde que comenzaron las vacaciones por el día de Todos los Santos[8], me bato con Paul Niemand varias horas diarias en el piano. Esta estrella me molesta. Antes, no tenía que rendirle cuentas. Y me molestaría ganar plata con la música.
—Ma… ¿qué crees? —me lanzó Amado la semana pasada—. Todos los artistas tienen el mismo problema: si quieren pasarse la vida cultivando su pasión, tienen que convertir su talento en dinero.
Para nada amable, Amado, esa noche. Por poco no me acusa de alta traición:
—¡Todavía estás a tiempo de ir a lavar copas a Mac Donald’s! Tocarás el piano en tu casa, una hora, a la noche, después de tu jornada de trabajo.
Estoy tocando el piano diez horas por día desde que comenzó la semana. Lo que no me exime de lavar los platos.
Miércoles 23 de noviembre
Amado se curó.
Es una lástima, porque el despliegue de energía es tres veces mayor. Cuando se dirige a Daniel, sigue siendo adorable. Pero se vuelve despiadado cuando Paul Niemand está al piano. Después de cada sesión, Daniel sale enriquecido; pero Paul, aplastado. Con la consigna de trabajar las Variaciones Goldberg una o dos horas por día.
En cuanto a Schubert, Amado también me convenció: ninguna sonata interminable, sino tres pequeños Impromptus.
—El 12 de abril no vas a tocar para ti, ¿comprendes? ¡El público quiere distraerse, emocionarse, transportarse, deslumbrarse, convencerse! A propósito… ¿y Prokofiev?
—Ya retomé su Sonata N.º 4.
—¿Y el bis? ¿Ya lo has pensado?
Amado está convencido de que me van a pedir un bis.
—Justamente: ¿Prokofiev, los Sarcasmos?
—No. Hay que encontrar algo más fuerte, más original. Busca: ahí, te dejo elegir. Pero insisto: algo contemporáneo. Y si es posible, una obra de juventud.
Ésa es una convicción de Amado: se es genial de joven… ¡o nunca!
—Sí, el genio se cultiva. Pero sus primeros gérmenes maduran temprano. No hablemos de Mozart… Bizet tenía dieciséis años cuando compuso su primera sinfonía. Y tú, que tanto aprecias a Schubert, piensa en su lied El Rey de los Alisos, uno de los primeros, uno de los más bellos.
Es verdad: cuando compuso El Rey de los Alisos, Schubert tenía diecisiete años. En cuanto a Mozart, a los doce años estaba escribiendo Bastian y Bastiana y la Finta Semplice, su primera ópera, que se sigue tocando y grabando hoy.
Amado es muy severo conmigo: por poco, a su modo de ver, parezco un atrasado con los dieciséis años que ya tengo.
Miércoles 30 de noviembre
Ayer, Jeanne me fastidió. Mientras me devolvía los discos compactos que le había prestado, me declaró al borde de las lágrimas:
—Cuando pienso en toda la miseria del mundo, me digo que somos unos privilegiados. ¡Y que la música es un lujo muy superfluo!
—¿Qué?
—¡Pero sí, Daniel! Hay tanto por hacer para aliviar a aquellos que, en todas partes, sufren injusticias, guerras, hambre…
No la dejé terminar. Si no, hubiese seguido haciéndose la Madre Teresa y ni siquiera hubiese esperado la Navidad para irse al África con los Médicos Sin Fronteras. Salté, grité y no me pudo detener:
—Mira, Jeanne, no tengo ningún escrúpulo. En la vida, hay gente dañina: dictadores, verdugos, tramposos y sádicos. Y está el resto… Ésos no hacen mal a nadie. La mayor parte del tiempo, sobreviven. Llevan su vida correctamente. ¿Conoces el libro de Robert Newton Peck?
Nunca había leído Vida y muerte de un cerdo. Yo, sí:
—El autor cuenta su infancia. Le dedicó el libro a su padre, «un hombre suave y apacible, de profesión degollador de cerdos». Porque se puede ser a la vez matarife y buen hombre. Yo hago sólo más o menos bien lo que me enseñó mi padre: música. Si mi pasión puede aliviar y distraer, habré cumplido con mi misión. Y, además, no tengo elección: no sé hacer ninguna otra cosa. Se puede ayudar a la humanidad de otras maneras que dando arroz a los hambrientos.
Al principio, Jeanne no respondió nada. Me miró con los ojos abiertos, maravillada. Porque nunca debo haberle dicho tanto de una sola vez. Y después, nada más que para contrariarme, agregó, pérfida:
—La música no es una de las mejores cosas… Los militares también la usan.
No contesté. A veces, tengo la impresión de que Jeanne me exaspera a propósito. Como en el póquer: para ver. Pero no tengo nada para mostrarle. Y poco para decirle. Lionel me había advertido:
—A las chicas lo que les gusta es el verso, las lisonjas. Les hablas, les dices que son bárbaras. Y, sobre todo, uno no tiene miedo de ser repetitivo: en el fondo, siempre quieren más de lo mismo.
Es una lástima. No me gustan los discursos hipócritas. Ni los paquetes para regalo, sobre todo, cuando no contienen nada. A Jeanne le deseo lo mejor, pero no sé por qué habría de ponerle tantas palabras alrededor.
Miércoles 7 de diciembre
Ayer, Jeanne estaba deslumbrante. Y, por eso, yo estaba feliz. La felicidad es una enfermedad contagiosa que no se agarra más que con la gente que uno quiere.
—Imagina, Daniel: ¡para Navidad, me van a regalar un equipo de música! Con un tocadiscos.
—¿Quieres decir para los discos de vinilo? ¡No se fabrican más!
—Sí. Pero me dijiste que me ibas a prestar los tuyos. ¿Tu promesa sigue en pie?
—Por supuesto.
Este tocadiscos es una especie de mano extendida. Una publicidad recomienda: «Dígalo con flores». Yo le confesaré todo con música: los fragmentos que le voy a proponer serán una declaración de amor renovada. Sobre todo, en fa sostenido menor, porque es el tono de la intimidad.
Miércoles 14 de diciembre
Hay martes buenos y malos. Ayer no fue un martes muy logrado. Por varias razones… la principal es que la semana que viene no habrá martes.
En efecto, Amado llamó el domingo; me exige que vaya a su casa dos o tres horas más. Me pidió mis horarios de clase. Ingenuamente, se los di.
—¿Cómo? ¿El martes terminas a las cuatro? ¿Y no me lo has dicho nunca? Te espero antes de las cinco del próximo martes. ¡Es inútil discutir!
Después de ese futuro martes sin banco, sin Jeanne, sin discos que devolver ni prestar, llegarán las vacaciones. Cerca de un mes sin mi chica preferida de 2.º B. Casi una eternidad.
Salvo si no se va de vacaciones, y si acepta venir a mi casa a escuchar discos.
Ayer me encontré entonces con la doble intención de avisar a Jeanne mi ausencia y de invitarla a casa.
Todo se fue a pique.
La vi de lejos. Más linda que nunca, apuraba el paso; estaba roja de excitación y de alegría. Primero creí que sería la perspectiva de verme. Fue caritativa, me desengañó en seguida:
—¡Hice un descubrimiento extraordinario… el domingo… en la baulera de nuestro departamento!
Estaba sin aliento. Seguro que había hallado un cofre con monedas de oro.
—Encontré discos. Centenares de discos. De 33. Todos de música clásica.
—¿Ah, sí?
La dejé sentarse y recobrar el aliento. Jeanne no me miraba, estaba todavía sumergida en su recuerdo. Sentí que se trataba de algo importante. Aún no sabía muy bien por qué, pero esos centenares de discos me aplastaban, de repente. Dije entre dientes:
—Es raro, nosotros, en la baulera, depositamos las bicicletas oxidadas y los muebles viejos. Los discos los guardamos prolijamente en la sala.
—Espera, te voy a explicar. Mi padre era ingeniero de sonido. Durante toda su vida, realizó gran cantidad de grabaciones. Supongo que las discográficas le enviarían un ejemplar en cuanto salían. Durante años, los ha acumulado. Cuando murió…
—Creía que era tu madre la que se había muerto. ¿Tu padre también se murió?
—Sí. Mi madre se murió cuando nací, y mi padre cuando tenía cinco años. Acababa de casarse. Con la que llamo Mutti[9].
—¿La señora Lefleix? ¿Mi profe de alemán?
En ese momento, comprendí que Jeanne era una especie de huérfana. Me lo había ocultado hasta ahora. O más bien, nunca me lo había dicho. Al revelarme su pasado, su alegría se desvaneció. Era, en lo que tenía para decirme, un paréntesis que le hubiera gustado evitar. Tragó como si estuviera tragando un gran comprimido, antes de explicarme:
—Cuando se murió mi padre, Mutti guardó todos sus discos en dos grandes cajas de metal. Los mandó a la baulera, y allí están desde hace más de diez años.
—No deja de ser un lugar curioso, ¿no? ¿Qué era lo que a la señora Lefleix no le gustaba como para arrumbar todos esos discos: la música o… su marido?
Mi pregunta era malvada y estúpida. Suponía recuerdos que eran aún más difíciles de despertar. Jeanne hizo una pausa. Y lanzó un suspiro. Había puesto un bemol a su alegría.
—Es una larga historia.
—Escucha, Jeanne, discúlpame: no quería ser indiscreto…
Desconfío de las confidencias. Para no repetirlas por distracción, no conozco más que una solución: no escucharlas. Lionel me había advertido que las chicas eran complicadas, y que sus confidencias eran la garantía de problemas al cuadrado.
—Déjame explicarte, Daniel. Es necesario si quieres comprender.
Quería. ¡Que Lionel se vaya al diablo!
—Mira, la muerte de mi padre ha sido un drama. Falleció en un incendio accidental de su casa, en la Provenza. En ese entonces, yo era pequeña, no estaba con él, sino en París con Mutti. Se quemó todo. No quedaba prácticamente nada. Sólo quedó en pie un anexo: el auditorio que mi padre había hecho construir y en el cual se encontraban su piano, su material de grabación y sus discos.
Jeanne hablaba y lloraba sin siquiera darse cuenta. Las palabras y las lágrimas corrían en un flujo ya continuo. Me sentía ahogado por su tristeza invasora. Al principio no entendí bien su pena retroactiva: ¿cómo podía llorar por un padre del que, con seguridad, no se acordaba? Jeanne me contó la historia, la conocía bien. Y el revivirla hacía su tristeza más viva.
—Entonces, Mutti vendió todo: la casa, o mejor dicho, el terreno con las ruinas. Puso en venta, en Draguignan todo el material de mi padre. Ella ni siquiera sabía usarlo. Y con la plata del seguro, compró en París el departamento en el que vivimos hoy. Estaba embarazada de Florent. Florent es mi hermano, en fin, es el hijo de Mutti y de padre… Pidió ayuda a su madre, que vivía en Alemania. Ahora, Oma, así es como llamo a mi abuela, vive al lado casa, en un pequeño monoambiente.[10]
Resopló y sus dos manos desaparecieron en busca de pañuelo. No encontró ninguno, le di el mío; secó un poco sus lágrimas y sus sollozos. Recuperé el pañuelo y tomé su mano en la mía. Era simplemente para acercarme a su pena.
Le pregunté con suavidad:
—¿Pero, los discos?
—Mutti quiso olvidarse de todo, el incendio, la muerte de mi padre… Por nosotros tanto como por ella. Jamás habla de ese horrible pasado. Pareciera querer borrarlo. En casa, es un tema tabú. Pero ocurrió el domingo que, en medio de la conversación, Mutti se acordó de golpe de los discos… Los había conservado y guardado en la baulera, en esas famosas cajas.
—¿Pero, por qué?
—Ella afirma que no teníamos lugar suficiente en el departamento y que, además, ya no teníamos equipo de música para escucharlos. La verdadera razón es otra. Si los hubiera tenido a la vista, le habrían hecho recordar sin cesar a mi padre. Por eso los ha enterrado.
—¡Y tú los has encontrado, Jeanne!
Como había compartido su dolor, trataba de compartir su alegría. Era difícil. Sin embargo, amo la música. Pero los discos no dejan de ser, después de todo, un poco como las latas de conserva. Como quien dice, comida recalentada.
—Esos discos son muy importantes. El nombre de mi padre figura en muchos de ellos. Los ha grabado él. Él era el ingeniero de sonido. Un ingeniero de sonido, sabes, es alguien que…
Simuló saberlo, y yo simulé aprenderlo. Pero yo le expliqué que un excelente concierto mal grabado perdía todo su interés. Jeanne parecía encantada de descubrir que el ingeniero de sonido podía ser tan importante como el compositor o el intérprete.
—Te prestaré los discos de mi padre, si quieres.
—Oh, no, podría arruinarlos.
—¿Pero no querías prestarme los tuyos?
—Los míos son menos valiosos. Y además, ahora…
Ya no me escuchaba. Ya escuchaba sus discos, con el pensamiento. Era como esa gente curiosa que jamás vive el presente. Y yo, hubiera querido apresar ese instante, pero se me deslizaba entre los dedos.
—Jeanne… ¿Qué haces durante las vacaciones?
¡Qué pregunta! ¡Iba a ocuparse de sus discos! Yo podía quedarme con los míos. Ya no tenía razón alguna para venir a mi casa. Así y todo, le extendí el papel en el que había escrito mi número de teléfono. Una verdadera botella al mar. Y yo estaba como un náufrago. Tartamudeé tres palabras, a modo de señal de socorro. Pero no me arrojó el salvavidas que esperaba:
—¿Quieres… quieres darme el tuyo, Jeanne?
—¿Eh? ¡Ah, sí, claro!
—Te deseo felices vacaciones. Porque el próximo martes, no podré estar aquí.
No tenía ninguna importancia: ella ya estaba en otra parte.
Viernes 6 de enero
Como cada año, fue una Navidad a cuatro manos: las mías y las de mi padre. Mi padre es un poco como yo: el piano es su segunda voz. Cada año, para la Nochebuena interpretamos algo. Para darnos el gusto. Pero también, para distraer a mi madre que nos escucha desde la silla de ruedas. No hay más que un instrumento, pero es un concierto en trío. Porque somos dos los que tocamos y mi madre es cómplice. Su silencio es música. Y en esos momentos circula mucho amor entre nosotros.
Este año, hemos tocado cinco obras de Érik Satie. Los títulos solos ya son todo un programa: los Preludios blandos (para un perro), luego Traje de caballo, los Resúmenes desagradables, las Tres pequeñas obras montadas y, por último, La bella excéntrica, fantasía seria.
Durante todos esos días libres, Jeanne no dio señales de vida. Pero Amado me dio muchos consejos y Johann Sebastian Bach, gran cantidad de preocupaciones. Tropecé durante mucho tiempo con su Variación Goldberg N.º 5. Si tuviera cuatro manos, como en Navidad, tal vez llegara a tocarla correctamente. Fastidiado, Amado me dijo:
—Por el momento, déjala de lado.
En cuanto al final de la Variación N.º 8, necesita, con seguridad, una mano particular, con tres dedos de más y treinta centímetros de envergadura del pulgar al meñique.
—La trabajarás más adelante —me aconsejó Amado.
Pero la más terrible es la N.º 14. La leo correctamente y la toco más o menos sin errores. En un poco más de dos minutos. Glenn Gould la interpretaba en cincuenta y nueve segundos. Lo verifiqué en el disco. Uno creería que el ingeniero de sonido la grabó acelerada.
—¡Está muy bien! —me dijo Amado—. Lo que importa es la manera de tocar. No la velocidad. Tienes tres meses para entrenarte.
¡Cielos! Lo mismo da afirmar a un campeón que corre los cien metros en veinte segundos que no es demasiado grave, puesto que le quedan diez semanas para reducir el tiempo a la mitad. Y además, a fuerza de dejar de lado todo lo que me molesta, el 12 de abril tocaré seis o siete variaciones en lugar de treinta. Me sorprendería que Raoul Duchêne no sospechara del engaño.
Miércoles 11 de enero
Ayer fue el primer martes después del comienzo de las clases.
¿Jeanne iba a venir? Tuve dos horas para hacerme esta pregunta: después de la clase de alemán, vinieron a avisarnos que el profesor de matemáticas estaba enfermo. Me fui del colegio. ¿Irme y volver al banco a las cuatro y media? ¿Y si uno de los profes de 2.º B también faltaba? Los profes son personas frágiles. Sobre todo en invierno, y cuando tienen cursos difíciles. En suma, no se trataba perderse a Jeanne el día en que iba a desearle un feliz año.
Me instalé en el banco. Estaba tranquilo. Ningún turista, pocos transeúntes. Un cuarto de hora más tarde, comprendí por qué. Comencé a congelarme ahí mismo. Caminé para desentumecerme las piernas. Y diez minutos antes de las cuatro y media, me instalé a escribir, decidido a no levantar la cabeza, convencido de que Jeanne no vendría. Me entregué al infortunio con las alegrías de un suicidado. Algunos se obstinan con la satisfacción; yo, más bien con el dolor.
Llegó, me sonrió y me besó amablemente.
—Feliz año, Daniel. ¡Qué frías tienes las mejillas![11]
En un sentido, Lionel tiene razón: las chicas son una cosa imprevisible. Ese día, Jeanne se mostraba llena de atenciones hacia mí. Tenía toda la vida por delante y tiempo para dedicarme.
—¿Caminamos un poco? Tengo un montón de cosas para decirte…
Yo tenía ganas de escuchar. Se puso muy cerca de mí y me condujo hasta la calle. En esas condiciones, la seguiría hasta el fin del mundo. Me habló de sus discos. De su equipo de música. Tenía cara de complot, me estaba escondiendo algo. Terminó por vaciar su bolso.
—¿Sabes, mis famosas cajas? Bueno, no contenían solamente discos…
Sin lugar a dudas, eran verdaderos cofres llenos de tesoros.
—¿Qué más?
—Cintas magnéticas. No casetes comunes, sino verdaderas cintas de un kilómetro. Como las que se usan en la radio.
—¿Qué contienen?
—No sé. No tengo grabador para escucharlas.
—Mi padre tiene uno. Si quieres…
Se detuvo de repente. Habíamos llegado a la calle del Mont-Doré, adyacente al bulevar Des Batignolles. Me señaló el porche bajo el cual nos habíamos parado.
—Vivo aquí. ¿Tienes un minuto? Me gustaría mostrarte mis discos. Y luego tomarás una de las cintas, para escucharla.
Lo que había estado esperando en vano durante los quince días de vacaciones, ella me lo proponía ahora, como por casualidad, de improviso. Era demasiado bello para ser verdad.
Llamó el ascensor; apenas habría podido contener la mitad de un adulto. Con sólo pensar que me encontraba junto a ella, el pánico se apoderó de mí. Hubiera preferido evitar el incidente y tomar el olivo. Es decir, la escalera.
Apenas entramos al departamento, un chico de diez años vino a darme la mano. Con la seriedad de un padre que recibe a su futuro yerno. Afortunadamente, Jeanne mandó al nene con sus cereales a la cocina.
—Es Florent, mi hermano. ¿Vienes?
Me hizo entrar a su dormitorio. ¡Su dormitorio! Jamás me atreví a pensarlo. Con su armario de pino, sus pilas de libros bien ordenadas, se parecía a ella. Pero allí, encima de la cama, un desconocido me estaba esperando: un extraño chico peludo, de rostro invisible, inclinado sobre un teclado un poco fuera de foco. Una foto de revista en blanco y negro, sostenida por cuatro chinches.
—¿Qué miras? Ah, sí, es la foto de Paul Niemand, el pianista.
—Lo conozco.
Estuve a punto de agregar: «porque soy yo».
Jeanne me presentó a su padre: me mostró el nombre de Oscar Lefleix que figuraba en los discos. Retuve un silbido de admiración. No había mentido, había cosas maravillosas. Entonces, empecé a ponerme celoso de verdad. Al punto que me mostró generosamente la pila:
—Te presto todos los que quieras.
—De ninguna manera.
No se puede escuchar y tocar música al mismo tiempo. Mi concierto del 12 de abril me acapara por completo la mente. Es un objetivo que me obsesiona, una especie de calle de mano única que presenta encima de todas las demás distracciones el cartel «contramano».
—Muéstrame las cintas magnéticas.
Había como diez. De aspecto casi nuevo. Ojalá no fueran vírgenes. Y que nuestro grabador pueda descifrarlas.
Jeanne me confió una y me preguntó de golpe:
—A propósito, ¿tu padre, a qué se dedica?
—A la música.
A mi padre no le gusta que se sepa más. Y además, Jeanne estaba abordando un terreno resbaloso. Tuve el valor de escaparme. En la puerta, Florent me gritó, burlón:
—Chau, Daniel. ¡Hasta la próxima!
Era un vivo.
Antes de ir a lo de Amado para mi clase, me tomé el tiempo de instalar la cinta en el grabador. Tenemos un aparato profesional, de muchas bandas. Después de treinta segundos de silencio, se alzó el sonido de un piano, ralentizado. Modifiqué la velocidad, toqué un poco las bandas. Y encontré finalmente la correcta. Era un fragmento contemporáneo. De un compositor desconocido.
Desgrané veinte nombres seguidos: Daniel Boulez, la Sonata N.º 2. No. ¿La N.º 3? O las Estructuras para dos pianos. Imposible: había un solo piano. ¿Dutilleux? ¿Luciano Berio? ¿Jacques Charpentier?
¡Imposible identificar ese fragmento! Y yo que creía conocer bien la música del siglo veinte…
De repente, la sonata cobró un vuelo que me asaltó el corazón y las entrañas. Era grandiosa, sublime, una mezcla hábil de virtuosismo y de armonía. Algo que cortaba la respiración por su novedad inventiva. Quien había compuesto esto había tomado lo mejor de Messiaen, Boulez y Stockhausen. Se produjo una pausa súbita. Y una resonancia durante la cual oí respirar al pianista.
De repente, mi madre surgió de la habitación derrapando en la entrada. Estaba pálida y despeinada, como si se hubiera despertado en un sobresalto.
—Mamá… ¿Estás bien?
—Sí. Pero… hubiera jurado que estabas en el piano. Creí que estabas componiendo. Me… me he conmovido.
El pianista desconocido y genial se puso a tocar nuevamente.
—¿Yo? ¿El autor de ese fragmento? Ni soñarlo.
—¿De quién es, Daniel? ¡Es magnífico!
—Justamente, no sé nada de nada.
Al cabo de diez minutos, la música se interrumpió. Se produjo una breve tos. El ruido de un piano que se cierra, el sonido de pasos sobre un piso de baldosas, luego el ruido de la cinta virgen. Detuve el grabador y rebobiné la cinta.
—¿Es Amado?
—Pero no, mamá, no sé quién es… ¡Cielos, voy a llegar tarde!
¡Amado! Él, con seguridad, sabría. Saludé a mi madre que aún estaba desconcertada. Agarré la cinta que acababa de rebobinar y me fui corriendo, fascinado y envidioso. Cuando llegué a lo de mi maestro, estaba excitado como un alumno que va a deslumbrar al profe.
—¡Tengo algo para que escuche!
—¡Ah! ¡Por fin! ¿La Variación Goldberg N.º 14?
—No. Un concurso musical.
Amado sigue siendo muy infantil. Su distracción favorita es oír, en la radio o en un disco, un segundo de música poco conocida. Un compás. Una coda. Un acorde. Nueve de cada diez veces, identifica la obra y el compositor. A veces, reconoce hasta al compositor. Así y todo le hice trampa muchas veces con Vivaldi, Telemann o Haendel.
En cuanto saqué la cinta de mi bolso, Amado disfrazó su impaciencia de irritación:
—Te aviso que si adivino, vas a tocar las Variaciones Goldberg completas.
—Apuesto.
Con las primeras notas, estuvo muy intrigado. Contento de ser tomado por sorpresa.
—Ma… no lo conozco… ¡Espera! No, no… no lo conozco. Estaba estupefacto y admirado.
—¡Extraordinario! ¡Es en verdad extraordinario! Dime, ¿quién es?
—Contaba con usted para enterarme. De verdad.
—Tienes que dejarme eso… ¿Tienes la partitura?
—No.
—¿De dónde viene esa cinta, Daniel?
—Me la prestó… una compañera del colegio.
Le resumí lo mejor que pude lo que Jeanne me había contado.
—¿Cómo dijiste? ¿Lefleix? Espera…
Fue a buscar algunos discos en los estantes donde se encuentran, unos tras otros, los centenares de álbumes de su colección.
—Aquí. Grabación: Oscar Lefleix. Pero sí. Hasta yo grabé discos con él. En los años setenta, ochenta…
—¿Y se acuerda de él?
—No, claro que no. Pero él debe conocerme.
En el universo de la música, todo el mundo conoce a Amado. Mientras que él no reconoce a nadie. Cada año, ve desfilar a miles de personas: admiradores, músicos, críticos… Están todos convencidos de que se acuerda de ellos.
—Murió en 1985.
—¿Era compositor? ¡Imposible!
—¿Por qué?
Me señaló la cinta con un gesto de declamación.
—Pero veamos, Daniel, esto es obra de un músico. Que fue al conservatorio. Estudió contrapunto. Digirió la armonía clásica, flirteó con lo serial antes de encontrar un lenguaje original… ¡Por eso sí! Creo que este compositor desconocido no es el ingeniero de sonido, sino uno de sus amigos. Y Lefleix lo grabó mientras trabajaba y componía, ¿comprendes?
No había tenido en cuenta esa hipótesis.
—¿Y conoces a su hija?
Amado no es solamente pianista. También es un psicólogo sutil. O si no, un telépata. Me señaló con el dedo.
—¡Tú estás enamorado!
Me puse aún más colorado e improvisé una respuesta:
—Sí… Esta música me gusta mucho. Ella…
—Blablablá, ¿de qué estás hablando? Yo estoy hablando de esa chica, Jeanne…
—Jeanne Lefleix.
Estaba colorado. Pero esta vez, de furia: ¿después de todo, por qué se metía?
—Cuidado, Daniel, para un futuro solista que tiene que trabajar, el amor es lo peor. Vas a dejar de lado a Jeanne hasta el 12 de abril. ¿De acuerdo?
—No.
Me había salido solo. Que Amado me reproche un mal manejo de los dedos o algunas notas desafinadas, vaya y pase. Pero no era mi padre, no tenía que dirigir mi vida.
Insistí:
—¡No, Amado! Si Paul Niemand existe, si su primer concierto fue un éxito, es justamente gracias a esa chica. Ya no puedo estar sin ella.
De una sola vez, le conté todo: mi clase especial en el Chaptal, la presencia de Jeanne en la Pleyel, mi súbito desafío, el banco, nuestros encuentros, sus descubrimientos y sus confidencias.
El castigo fue penoso: dos horas de Variaciones Goldberg. Pero al despedirse, Amado me abrazó.
—Estoy contento. Muy contento. Eres un chico muy bueno.
Pensé en Jeanne con tristeza: ya no tenía padre, y yo tenía casi dos. Hubiera podido prestarle uno.
Miércoles 18 de enero
Me gustaría morir de amor, pero no morir de frío. Ayer no repetí la hazaña: fui a refugiarme en un café.
A las dieciséis y treinta y cinco, llegó Jeanne al banco, que una ventisca había cubierto de escarcha. La estaba espiando por la ventana. Le dejé tres segundos de perplejidad, cosa de ver qué le daba: impaciencia, ganas de esperar o enojo. Pero salí muy rápidamente, sin tomarme el tiempo para verificar. Hay preguntas cuyas respuestas se temen. Adiviné la de ella y se la respondí antes de que tuviera tiempo de hacerla:
—Es piano. Una obra contemporánea.
—¿De quién?
—Desconocido en el batallón.
—Y… ¿es bueno?
El veredicto le parecía importante. ¿Creía que el autor de ese fragmento era su padre? Yo no tenía dudas: había escuchado esa cinta varias veces y la había grabado en un casete para que Jeanne tuviera una copia. Mi padre se había impresionado mucho, tanto por la calidad de la música como por la de la grabación. Ahora bien, el examen atento de la atmósfera sonora nos había dado muchos datos. El pianista y el autor de la grabación eran la misma persona y ésta estaba sola en una habitación bastante amplia. No exactamente un estudio, sino un ambiente de excelentes cualidades acústicas. El instrumento era un piano de cola, tan bien hecho como nuestro Bösendorfer.
—Sí. Es notable. Me gusta mucho. Jeanne, entonces, buscó en su bolso y sacó tres kilos de partituras. Un verdadero número de ilusionista. Pero vi que eran fotocopias. Me bastó un minuto para leer algunos compases y verificar lo que sospechaba desde el principio: nuestro desconocido compositor era autor de esas notas borroneadas de prisa en papel pentagramado. Reconocí, en los acordes, el uso recurrente de las segundas y de las sextas, firma del pianista que, en la cinta magnética, se había grabado a sí mismo.
—¿Dónde has encontrado esto?
—En las cajas. Había cuatro cofres que no contenían discos, sino estas partituras.
—¿Estás segura de que es tu padre quien…?
—Sí. Mi madre ha reconocido la letra. Además, están firmadas. Cada partitura lleva una fecha y el nombre de una ciudad a modo de título. Una ciudad a la que mi padre fue, poco antes de componer el fragmento correspondiente.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Gracias a sus discos. Al dorso figuran la fecha y el lugar de grabación. Ya verás, los cabos son fáciles.
Parecía muy emocionada. El labio inferior de su boca entreabierta temblaba con delicadeza. Para calmarla, busqué las palabras más bellas.
—Creo que tu padre… era un gran compositor, Jeanne.
Un fracaso: su labio superior también se puso a temblar.
—Daniel… Me gustaría escuchar esta música. ¿Me harás una copia de la cinta en un casete?
La tenía en mi bolsillo. Si se la daba, sería señal de partida inmediata. Me estaba extendiendo un cable inesperado. Lo tomé. Es decir, tomé su mano.
—Ven a casa. Te voy a hacer oír la cinta. Luego te grabaré una copia. Y voy a leer algunos compases de estas partituras.
Su mano se crispó en la mía, su mirada permaneció fija y no dio el primer paso. Esa súbita inmovilidad era su manera de pensar. De sopesar el pro y el contra. Un único argumento de peso haría inclinar hacia mí la balanza.
—Quédate tranquila, mi madre está en casa… ¿Tienes un momento?
Por fin, me sonrió y me siguió. En la mano derecha llevaba el bolso que contenía las partituras de su padre, y en la izquierda, mi mano, que no soltaba.
Nunca lamenté tanto vivir cerca del colegio, en una casa tan fea. En ese barrio, a quinientos metros a la redonda, una sola cosa vale el desvío: nuestro piano de cola. Cuando Jeanne lo vio, no se equivocó, y sus ojos no se separaron de él. Hasta que mi madre, desde su dormitorio, me pregunta con quién estaba.
—¡Con una amiga del colegio!
Más bajo, agregué para Jeanne:
—Ven, hay que ir a saludarla.
Al ver a Jeanne, mi madre casi hizo un esfuerzo para sonreírle. Para romper el hielo, la llevé rápidamente hasta el grabador.
Con las primeras notas, parecía atenta a ese desconocido que se dirigía a ella desde el otro lado del tiempo. Y completamente indiferente a su intermediario presente.
—¿Es todo?
—Sí. Creo que se trata de su última composición. No la ha concluido.
Quiso volver a escucharla, una, dos, tres veces. Parecía desamparada.
—Qué rara esta música: es, al mismo tiempo, familiar y extraña…
Jeanne estaba allí, de pie, inmóvil. Atenta a la voz de su padre que quería traducir. Debía llegar a ella, decirle: «Jeanne, tu padre está muerto. Yo estoy aquí, vivo. Y te amo». Pero no me veía. Estaba en compañía de un rival inaccesible. ¿Qué sentido tenía aceptar el reto? Había perdido de antemano.
Sin embargo, era el único allí que podía comprender y leer aquella voz. Entonces, sin pensarlo, me senté al piano.
Leí con la mirada los primeros compases de una de las partituras. Era como saltar de un trampolín sin saber qué profundidad tenía el agua. Jeanne parecía fascinada y vino a sentarse a mis pies.
De pronto, me turbé, tropecé con una nota, me recuperé y, por último, me detuve. Paul Niemand estaba lejos. Volvía a ser un alumno. O más bien, una especie de ejecutor testamentario: el intérprete de un creador cuya talla me superaba.
—Discúlpame. Es siempre difícil la primera vez. Si no te molestara dejarme estas partituras…
—Claro. Muéstraselas a tu padre. Le preguntarás que opina, ¿verdad?
Mi padre. El de ella. Delicada presentación.
—Él también compone, ¿verdad?
Espantosa comparación. Pero ya que me la estaba sugiriendo, lo mejor era terminar cuanto antes. Le hice escuchar la última grabación de gran éxito del año pasado. El Dhérault de los supermercados. Lo identificó de inmediato:
—¡Ah, Un amor de verano! ¿Tu padre compuso la música? ¿En serio? Cuando se lo cuente a Oma…
Parecía jactarse, conocía al-hijo-del-que-había-compuesto-la-música-de-una-célebre-telenovela.
Sabía que mi padre habría dado toda su música a cambio de la última sonata inconclusa de Oscar Lefleix. Es raro mi padre, pero lo conozco bien; estoy seguro de que preferiría ser un compositor genial, desconocido y muerto antes que un productor talentoso, celebre y aún vivo.
Jeanne me felicitó, como suele hacerse, por la musical de Un amor de verano, como si yo mismo fuera el autor. La fama es terrible: salpica, para mal como para bien. Por eso, Paul Niemand me asusta un poco. Tiene una gran contra; con respecto a Oscar Lefleix: todavía está vivo.
Viernes 20 de enero
Después de la partida de Jeanne, me fui corriendo a lo de Amado con el paquete de partituras. En el subte, las hojeé febrilmente. A simple vista, había treinta o cuarenta sonatas. Todas para piano solo. Cada una llevaba el nombre de una ciudad: Filadelfia, Berlín, Estrasburgo, Enghien, seguido por el nombre de Oscar Lefleix y una fecha, sin duda, la de su composición.
Una o dos veces en la vida, uno ve pasar un tesoro: un cuadro de valor, el manuscrito de un poeta… Adivinaba que tenía en mis manos la obra entera inédita de un verdadero compositor. Tres pequeños kilos de papel que pesaban varios siglos futuros de celebridad.
Amado hojeó durante largo tiempo las partituras. Luego, se instaló al piano. No mucho tiempo:
—Ma… ¡No puedo! Es… Hay una dificultad, aquí, en el compás número doce… ¡Daniel, prueba!
Tomé su lugar.
La sonata se llamaba Bergerac. Imposible respetar el tiempo. Mejor era tomar su propio tiempo y tener una buena visión de conjunto. En cámara lenta. Imagen por imagen.
A pesar de eso, era posible adivinar que la obra era colosal. Oía a Amado comentar:
—Ahí, ahí, escucha Daniel: esos tresillos en arpegio con el staccato invertido en la mano izquierda… ¡Extraordinario! ¡Genial! ¡Vuelve atrás!
Ni siquiera oí el timbre de la puerta. Pero cuando dejé de tocar, Jolibois estaba sentado en el sillón de la sala. Ese tipo es un multiplicador de emoción. Un marsellés del sentimiento.[12] Su asombro superaba en intensidad al nuestro. Los superlativos le faltaban. Entonces, se jugó a la repetición:
—¡Fabuloso, es en verdad… fa-bu-lo-so! No lo conocía… Es… ¿Cómo decirlo? ¡Fabuloso! ¿De quién es?
—¿Nada mal, no? —dijo Amado con un ojo lleno de malicia y el otro ya burlón—. Y encima está mal tocado. Daniel lo está leyendo ahora mismo.
—Ésa es una idea genial —dijo Jolibois, poniéndose de pie.
Se quedó mirándonos, uno tras otro.
—¿Quién la tuvo? ¿Usted Daniel? ¿No, fuiste tú, Amado?
—¿Qué idea?
—¡Ese fragmento! Supongo que es la gran obra contemporánea del concierto de Daniel. ¿Pero quién es el autor? ¿Xenakis? ¿Varèse?
Esa idea genial era el mismo Jolibois quien nos la acababa de dar, sin saberlo.
—Vamos, Daniel —me dijo Amado—. Explícale a Jean.
Le expliqué. Le hablé de Jeanne y de Lefleix.
—Inesperado. ¡Es algo inesperado! —se puso a exclamar Jolibois a medida que le contaba.
Cuando terminé, lanzó a las partituras una mirada de propietario.
—Hay que darle a este acontecimiento todo el brillo necesario. Amado, estás seguro de que todas estas sonatas…
—Sí. Me parece excelente. Claro, habría que oírlas. Pero Daniel va a ocuparse de eso. ¿Verdad?
Jolibois soñaba en voz alta, pero otra cosa:
—Imagina, Amado: dentro de algunos meses, das un gran concierto de gala. «Descubrimiento de Oscar Lefleix».
El maestro ametralló al agente artístico con la mirada:
—Imposible.
Nos indicó que nos sentáramos. Indicación de que Jolibois no habría de tener la última palabra esta vez.
—No, Jean. Para los conciertos, cartón lleno. A menos que quieras acabar conmigo.
Me señaló:
—A nuevo compositor, nuevo intérprete. En este caso, Daniel será el encargado. Tanto más cuanto que esas sonatas le pertenecen un poco… Entonces, esto es lo que propongo: el 12 de abril, Daniel tocará una. Como bis. Sin arriesgarse. Cuestión de medir la reacción del público. Si es positiva, podremos continuar. Pero Daniel seguirá siendo el solista.
Jean vacilaba. Traduje su incertidumbre: si Riccorini tocaba Lefleix, la victoria estaba asegurada y el éxito, garantizado. Porque un gran solista no podía servir de trampolín para un compositor mediocre. Pero que un pequeño Paul Niemand debutante se hiciera el portamúsica de un desconocido, era una doble contra. Si lo superaba brillantemente, ¡qué publicidad! Dos revelaciones al mismo tiempo. Si fracasaba… adiós, Paul Niemand; hasta otra vez será, Oscar Lefleix. ¡Qué riesgo, qué apuesta para un agente artístico!
Pero Amado no le daba a elegir. Jolibois giró hacia mí. Con mirada de manager.
—De acuerdo. ¿Estará bien, Daniel?
La pregunta era superflua. Yo ya no tenía elección.
Domingo 22 de enero
Ayer, volví a ensayar en lo de Amado.
—Aquí tienes tu bis, Daniel.
Reconocí la sonata con la cual me había batido la semana anterior.
—¿Bergerac? No debe ser la más simple.
—No —admitió Amado—. Pero es una de las más bellísimas y la más corta: diez o doce minutos. Es de 1975.
Me senté al piano. A veces, al leer, me detenía, indeciso, retomaba un acorde que vacilaba entre armonía y disonancia.
—¿Sol sostenido? ¿Aquí?
—¡Pero sí! Es curiosa esta química, ¿verdad? Las sonoridades son, a veces, tan extrañas que parecería un piano preparado.[13] ¡Sí, sol sostenido, continúa!
Cuando llegué al final de la sonata, sacudí la cabeza, desanimado, sino perplejo.
—Es demasiado bello para ser verdad.
—¿Qué quieres decir, Daniel?
—Me parece inverosímil. ¿Este genio compuso en la sombra? ¿Y su hija descubre su obra ahora? ¡Inverosímil!
—Oh, no es para tanto.
Amado me señaló las pilas de partituras, junto al piano:
—Sin el descubrimiento, a fines del siglo diecinueve, de los manuscritos de Vivaldi que Johann Sebastian Bach había copiado cuidadosamente, el autor de Las Cuatro Estaciones hubiera caído en el olvido. ¡La historia de la música está llena de este tipo de hallazgos, Daniel!
Amado parecía seguro de sí: Oscar Lefleix era un músico de genio. Desconocido. Y finalmente, a la luz.
Hablaba de lo falso para conocer lo verdadero. Me volvía, como se dice, el abogado del diablo. De hecho, tenía fe. En Oscar y en Jeanne.
Miércoles 25 de enero
Ayer, Jeanne vino al café. En un momento, creí que no iba a entrar. Vino hacia mi mesa, en la pequeña sala del fondo, llena de vacilaciones. Le devolví sus partituras sin decirle que Amado había sacado fotocopia de ellas. Pero quería aclarar las cosas:
—Jeanne, tienes que explicarme quién era tu padre, exactamente. Tienes que darme detalles.
Vaciló, me miró, escrutó a los clientes indiferentes. Habría preferido, con seguridad, otro lugar, otro momento.
Me dijo lo que sabía. No mucho: su padre nació en 1940, como el mío. Trabajó en la Casa de la Radio, viajó mucho. El departamento de Oma le servía durante sus estadías en París, pero vivía en una gran casa, en la Provenza. Allí hizo construir su auditorio, donde sin duda han sido grabadas las cintas magnéticas.
Lloraba de vuelta, sin siquiera darse cuenta. Repetía el relato que ya conocía. Con algunos detalles nuevos. Y la misma gran pena. Me sentía tan impotente como sus lágrimas. Tan perdido como su enojo.
Diez años más tarde, el acontecimiento seguía conmoviéndola. Sin embargo, el día del drama, ella se encontraba en París. Con una tal Grete, la nueva mujer de su padre. Oscar Lefleix la había conocido en Alemania, donde ella vivía. Esta mujer era la señora Lefleix, mi profe. Me costaba mucho hacer la relación. Los profes son gente tan impersonal y abstracta…
—Perdóname que insista. Pero aunque tú no hubieras nacido, debes tener una idea de lo que él ha hecho entre los años sesenta y los ochenta: sus estudios, sus amigos, su interés por la música…
—¡Nada! ¡No tengo nada!
Sollozó con fuerza.
—¿Sus padres?
—Murieron deportados, durante la guerra. Mi padre ya no tenía familia. ¡Y todos los documentos desaparecieron en el incendio! ¿Comprendes?
Su desconsuelo me hacía mal.
—¡Ni siquiera tengo una foto de él! ¡Ni siquiera sé a quién se parecía! Sólo me quedan sus partituras y sus discos. ¿Comprendes por qué me importan tanto?
Comprendía. Pero lo que más me costaba admitir era el silencio total que había seguido a la muerte de ese hombre.
—Así y todo… ¡La señora Lefleix debe tener algunos datos!
—¿Mutti? Lo poco que sabe lo esconde o lo olvida. Por propia voluntad. Estuvo con mi padre uno o dos años. El tiempo que necesitaron para tener un hijo.
Claro: Florent. Todo cerraba, desgraciadamente. Una vez que se volvió a casar, Oscar Lefleix se había mostrado discreto sobre su vida anterior. Cuando las ruinas son dolorosas, uno las esconde con facilidad.
—¿Tu padre componía cuando eras chica?
La mirada de Jeanne se volvió vaga, húmeda, lejana.
—Sí, me acuerdo del auditorio. Me veo sentada a sus pies, debajo del gran piano.
Pero después de su segundo matrimonio, Oscar Lefleix había abandonado con seguridad su viejo piano de cola para dedicarse a su joven mujer.
—¿La señora Lefleix… Mutti no sabía que él componía?
—Nunca se lo había contado. Al menos, eso es lo que me dice. Sabes, Mutti no es una apasionada de la música. Recuerda que mi padre se encerraba, a veces, en el auditorio. Después de su muerte, todo lo que quedó fue liquidado, regalado, vendido.
Me miró fijamente durante un momento, en silencio.
—Mi padre, Daniel, no tiene rostro.
Saqué el casete de mi bolsillo.
—A partir de ahora, tiene voz.
Miércoles 8 de febrero
Jeanne me entregó las otras cintas de su padre. En tres de ellas hay otras sonatas para piano. Obras inconclusas: temas, esbozos, bosquejos. Borradores, de cierta manera. Las últimas son auténticas grabaciones de conciertos, de la época en que France-Musique todavía se llamaba France IV, y cuando los comentadores declamaban con voz vestida de gala: «El concierto de esta noche ha sido transmitido por Oscar Lefleix». Se trataba, sobre todo, de música contemporánea: Gyorgy Ligeti, Olivier Messiaen, Luigi Nono, Daniel Schaeffer… En suma, una parte de los archivos del compositor. Su pequeña biblioteca sonora para la mesa de luz.
Poco a poco, entre la música que había grabado en discos, la que había conservado en cintas y la que había compuesto para piano, comenzaba a conocer lentamente a Oscar Lefleix, por dentro. La música engaña menos que las palabras o las imágenes. Pues la gente nunca es lo que dice o lo que parece: la verdad de un individuo es íntima. La de los artistas transpira con facilidad.
Tocando la sonata Bergerac, compongo por poderes: reencarno en Oscar Lefleix. Además, tengo un punto en común con él: amo a Jeanne.
Domingo 5 de marzo
Ayer, ensayo completo. En el programa, las sonatas del 12 de abril. Y el bis de Oscar Lefleix.
La sala estaba completa. Es decir que en la sala Riccorini estaban sentados Amado y Jean Jolibois.
Después de ese concierto de bolsillo, el veredicto de mi agente artístico fue breve:
—¡Ah, Daniel…! Está bien.
—Está incluso muy bien —agregó Amado en voz baja (que es su manera particular de decir las cosas muy fuerte).
Sonreían, satisfechos, poco locuaces. Jolibois fue a descorchar una botella de champaña. Era vender la piel del oso antes de haberlo cazado. Me negué a brindar.
—¿Qué quieres? ¿Felicitaciones? —me dijo Amado en un tono arrogante.
—No… Consejos. ¡Dígame cómo mejorar! Suspiró:
—¡Envejece, Daniel!
No comprendía. De costumbre, siempre encontraba algo que agregar. Levantó su copa hacia mí.
—¿Qué crees, Daniel? Ya no tengo mucho más para enseñarte. Tocas tan bien como un chico talentoso de dieciséis años. Hasta Schubert, que tocas tan bien, lo interpretarás mucho mejor dentro de diez años. Ahora, te falta lo que no puedo darte: un poco de reflexión y mucha experiencia. Las alegrías y los dolores de lo cotidiano. Para componer, estos artistas han vivido, amado, sufrido. Todo eso se transparenta en su música. Debes pasar por eso para estar en comunión con ellos.
—Pero justamente, me siento en comunión con…
—Falso. ¿Todavía crees que su música traduce su pensamiento, sus emociones, verdad?
—Y bueno…
—En realidad, es el que escucha, y en primer lugar el intérprete, el que recrea la obra en su integridad por medio de su propia sensibilidad. Si no tiene nada en el corazón ni en la cabeza, la música será una bella caja vacía. Cada fragmento es una caja de resonancia, Daniel. No lo olvides: lo importante no es la obra en sí sino el eco que provoca en el que la percibe. Y el eco supone una distancia. La del espacio y el tiempo.
Amado llenó mi copa y me obligó a brindar. Bebí a la salud de Jeanne. Y pensé también en su padre que, sin saberlo, me había dado el medio para conquistarla.
Miércoles 15 de marzo
Para prepararme para el concierto, Amado me impuso tres horas de ejercicios diarios. Sin contar las dos tardes semanales en su casa para retocar las Variaciones Goldberg. Tocar música a ese ritmo permite evitar las notas desafinadas, pero trae muchas malas notas, hablo de las del colegio, claro. Y sí, estoy en caída libre, salvo en alemán y en música, pero me temo que además de esas dos materias hay otras en el examen del bachillerato, dentro de dos años.[14]
La semana pasada, Amado estaba contento de mí. En el momento en que estaba por irme, me deslizó un pequeño paquete entre las manos. Con cara de quien se desprende de un objeto inútil.
—¿Qué es?
—Un regalo.
A Amado no le gusta la zalamería. Regalar lo pone incómodo.
Reconocí la caja, ya me la había regalado el año pasado: la colección completa de la música para piano de Schubert tocada por él. Creí que no se acordaba. Los artistas son distraídos. Ahora bien, Amado era más que atento, solícito. Precisó:
—Un regalo para tu novia. ¡Sé perfectamente que tú tienes todos mis discos!
La expresión «novia» no era la que más convenía a Jeanne. Pero estaba seguro de que el regalo habría de convenirle por completo.
Jueves 23 de marzo
Amado tuvo buen olfato: ayer, Jeanne me invitó. Claro, a modo de ramo de flores le llevé los discos. La música de Schubert, a pesar de sus casi doscientos años, está muy lejos de marchitarse.
Jeanne se mostró muy emocionada. Para mi incomodidad, me besó, amablemente, en las dos mejillas. Gracias Schubert, gracias Amado. Quiso a cualquier precio hacerme escuchar una de las sonatas inconclusas de su padre que le había grabado en casete. Para saber mi opinión. ¡Para mí, la audición y la opinión ya estaban hechas desde hacía rato! Pero Jeanne no conoce la música contemporánea, la despista. Para su oído, era abstracta y enigmática.
Intenté explicarle que la música es como la gente: para que nos parezca amable y familiar, hay que vivir sin cesar a su lado, mientras evoluciona y cambia. Hoy, la música de su padre le mostraba un rostro extranjero. ¿Cómo colmar ese vacío?
—Además, me gustaría que me ayudaras a clasificar las partituras de mi padre.
A menudo, ese trabajo es una tarea de entomólogo. Con Bach, ¡qué jungla! Los exploradores de su obra han tenido que armarse de paciencia para abrirse el correcto camino cronológico entre todas sus partituras dispersas.
Con Oscar Lefleix, terminamos en un cuarto de hora, ya que la mayoría de las obras llevaban una fecha y un título. La clasificación fue fácil.
—Mira aquí, Daniel: Dordrecht no está fechada.
—Seguramente, tu padre estuvo en Dordrecht. Ésta es la partitura que le corresponde: basta con que verifiques en tus discos cuándo viajó a esa ciudad.
—¿Y este fragmento? ¿1979?
—Y bueno, tendrás que encontrarle un título. En función de las ciudades en las cuales, ese año, haya grabado.
Jeanne estaba reconstituyendo un rompecabezas. Treinta y siete obras. Más tres cintas, inconclusas, que yo había transcripto. Y que estaba terminando. Pero ése era mi secreto.
En vez del término opus, preferí el de «Jeanne». Escribí treinta y siete veces su nombre seguido de un número, en lápiz. Jeanne se asombró y se sonrojó.
—¿Pero por qué no usar simplemente el término opus?
—Se hace así. El que descubre y clasifica una obra entera, escribe a menudo su nombre junto a los números.
De repente, me extendió una partitura.
—Daniel, ¿podrías intentar trabajar en tu casa una de estas sonatas?
Era justamente lo que estaba haciendo. ¡Pero no podía decírselo! Tradujo mal mi perplejidad y creyó que temía algún obstáculo.
—¡La obra de mi padre es muda! Si nadie la interpreta, ¿cómo darla a conocer?
—Como un libro: publicándola.
Jeanne me rogó que le diera la dirección de Durand. Intenté disuadirla:
—Dudo de que logres algo, Jeanne. Para editar música, es necesario que primero sea interpretada. Y para tocar música, es necesario comprar la partitura.
Jeanne me respondió que era tan absurdo como la historia del huevo y la gallina: todavía hoy no sabemos cuál de los dos vino primero.
Lo que no impide que las gallinas ni la música existan.
Miércoles 29 de marzo
¡Tenía que suceder!
Ayer, Jeanne me habló del concierto del 12 de abril. Dio con el anuncio de página entera del último Télérama[15].
—¿Viste? ¡Paul Niemand! ¡De ninguna manera voy a perderme ese concierto, Daniel! Y he pensado…
Lo veía venir. Hubiera podido apostar lo que iba a agregar y no me equivoqué:
—… que podríamos ir juntos.
Si a Corneille le hubiera faltado imaginación, yo habría podido brindarle un tema. Si aceptaba la propuesta de Jeanne, tiraría de la manta; si la rechazaba, era como correr la cara para evitar el beso que me estaba ofreciendo. Era como Rodrigo, dividido entre su padre y Jimena.[16] Por ambas partes, mis males eran infinitos y mi mal, impotente. O mejor dicho, mi mal infinito y mis palabras, impotentes… ¡Es curioso que la palabra males sea el plural del man.![17]
Nada fácil. Entonces me hice el inocente:
—El 12 de abril, pero eh… ¿estamos de vacaciones, no?
—Sí, ¿por qué? ¿No estarás en París?
Respondí con un suspiro falsamente afligido. Me expreso tan mal que mis frases hacen que la verdad se vuelva un poco renga. Una mentira, entonces, la habría hecho tropezar. Pero mi silencio dejaba sobreentender que prefería ir a pasar quince días en otro lado antes que una velada con ella. Seguramente, no me lo perdonará jamás. En todo caso, yo en su lugar todavía estaría resentido.
Domingo 9 de abril
Gran briefing en lo de Amado, ayer. ¿Por el concierto del 12 de abril? No, para nada. Ese concierto ya casi forma parte del pasado. Al menos, teóricamente, dado que todo lo que me queda es darlo. El tema eran otros conciertos futuros para los cuales Jolibois había reservado su respuesta:
—El 3 de junio en Toulouse, en la famosa Halle Aux Grains y el 24 de junio, en la Pleyel: el concierto de fin de temporada. Luego vendrán los festivales de verano. Tengo muchos pedidos. Habría que…
Habría que ver si mi desempeño del 12 de abril será bueno. Si no, Jolibois se va a encontrar como la lechera que hacía castillos en el aire.[18] Pero ni Amado ni Jean parecían preocuparse. Ya establecían mi itinerario de fin de año mientras yo apenas tenía mi licencia para conducir.
—Para Toulouse —dijo Amado—, no escaparás de Beethoven, de su sonata Aurora, opus 53. Ni de Liszt con su gran Sonata en si menor. Las dominas bien.
Dos monumentos gigantescos. Casi una hora en total. ¿Y qué más?
—¿Por qué no Cuadros de una exposición, para terminar? —sugirió Jolibois.
—Demasiado clásico y demasiado largo. No. ¡Algo contemporáneo! Tiene que ser la especialidad de Niemand, su firma… Es necesario, sobre todo, que el último fragmento del concierto condicione al público para el bis, que será, con toda evidencia, Lefleix: la sonata Jeanne 40.
Había terminado esa sonata con el apoyo y los consejos de Amado. Antes de ese bis inédito, ¿qué me preparaba mi maestro? Entonces, le gané de mano:
—La Pieza para piano XI, de Stockhausen.
—¡Bien pensado, Daniel! Esta obra ofrece una especie de continuidad a las Variaciones Goldberg, que habrás tocado en abril.
—Sí —agregó Jolibois—. Y justo antes de la sonata de Oscar Lefleix, marca un verdadero punto de inflexión. Es la campana fúnebre de lo serial y la puerta abierta para lo aleatorio. ¿Y para el concierto del 24 de junio en París?
No vacilé ni un segundo:
—Oscar Lefleix.
—Claro —dijo Jean Jolibois—. ¿Pero qué más?
—Más Oscar Lefleix. ¡Sí, nada más que Oscar Lefleix!
Sobre eso, no cedería. Obstinado, les expliqué:
—Una de dos, señor Jolibois. O me presento el 12 de abril y transformo en ensayo el 3 de junio, o me hundo suavemente en el ridículo o el olvido.
—No se asuste —dijo Jean dejando de sonreír—. ¡Debe presentarse, Daniel!
—Y transformarás —agregó Amado—. Si no, que me corten una mano.
No dijo qué mano, pero no importa. Un pianista manco ya no sirve para mucho más que para tocar los Conciertos para la mano izquierda, de Ravel y de Prokofiev. Agregué:
—Y el 24 de junio revelo al público las sonatas de Oscar Lefleix y el rostro de Paul Niemand.
Divertido, Amado aprobaba sin decir nada. Jean Jolibois me escuchaba con una atención aguda. Mis argumentos parecían tener un peso inesperado.
—¡Compro! —murmuró, tomándome de los hombros—. Ve hasta el final, pequeño. Ignoro lo que te lleva a…
—Se llama Jeanne —dijo Amado muy seriamente.
Jueves 13 de abril
Un concierto es algo tan absorbente y tan rápido como una carrera a pie. El corredor no tiene tiempo de pensar. De ninguna manera puede darse vuelta, reflexionar, ni preguntarse cómo y dónde va a apoyar los pies.
En este tipo de espectáculo, el mejor lugar está entre las gradas. Yo, ay, estaba solo en primera fila.
Jeanne, lo sabía, estaba allí, inaccesible, en los últimos asientos de la platea. Inútil intentar verla. Ni siquiera vi a mis padres, en la primera fila.
Comprendí mi victoria con los primeros aplausos después de las Variaciones Goldberg que me habían llevado tres cuartos de hora. ¿Ocupado? Sí, no estaba para nadie, salvo para Bach.
Cuando uno toca ciertos fragmentos, el público desaparece. Es una especie de diálogo entre el intérprete y el creador. Con Bach, ocurre que Dios se interpone. El intérprete, por otra parte, lo necesita. No creo en Dios. Pero ayer, hice una pequeña excepción de dos horas. Y él me ha mostrado que no es demasiado rencoroso.
—¡Fue algo divino! —me confirmó Jolibois en el entreacto.
Había evitado el uso de la segunda persona. «Fue algo» no significaba para nada «tú has estado». «Fue algo» probaba que yo no tenía nada que ver. El genio se resume tal vez con poco: muchísimo trabajo y luego, por casualidad, la Gracia… el cruce milagroso de la suerte y el talento.
—¿Has visto cómo te aplaudió Amado?
De los bastidores donde estábamos, Jolibois me señaló a mi maestro que se levantaba de su asiento para el entreacto. El público lo había reconocido y había servido de amplificador a su entusiasmo. Si Amado protestó por sus aplausos, mi fracaso estaba asegurado.
El concierto recomenzó. Con Schubert, no tuve ningún mérito: estaba ganado de antemano. La tensión volvió con Prokofiev. Pero esa tensión me servía para interpretar su Sonata N.º 4. Ese fragmento es un paquete de nervios, una construcción compleja; una especie de juguete mecánico que uno hace andar a cuerda. Y me presté al juego, llevado por la atención densa que se había anudado en la sala.
Me hicieron una verdadera ovación.
Cuando regresé a bastidores después de varios llamados del público, Jean me dijo, de golpe, más angustiado que yo:
—Escucha, te aclaman.
Era verdad, gritaban mi nombre. O más bien, el de Niemand.
—Esta vez, toca el bis. ¡Vamos, anda, pequeño!
Volví al escenario para sentarme directamente al piano. ¿Quién, entre el público, podía sospechar que para mí el concierto comenzaba ahora? Quizás, tan sólo Amado.
Bergerac sorprendió. Despistó. Para el bis, la gente espera una obra conocida, un guiño de ojo, una señal. Y yo le ofrecía un enigma. Un signo de interrogación extravagante.
Pero los espectadores respondieron con exclamaciones entusiastas, plebiscitaron sin reservas esa obra con forma de pregunta. Busqué a Jolibois lo más rápido posible entre bastidores. Parecía nadar en la felicidad. Grité para cubrir las ovaciones de la sala:
—¿Les gusta? ¿Aplauden sin saber qué es?
—Pero sí, Daniel, has estado excelente durante casi dos horas. ¡Ahora confían en ti!
En el fondo, era muy injusto; si hubiera hecho una presentación execrable, la sonata Bergerac habría caído en el olvido.
Me saqué la peluca empapada. Apareció el régisseur:
—¿Para los periodistas?
—¡Paul Niemand no recibe a nadie! —gritó Jean Jolibois. Espere, voy a explicarle yo mismo.
Desapareció. Lancé una mirada a la sala. Imposible ver a Jeanne. Sin embargo, Riccorini estaba siendo literalmente asaltado. A falta de entrevistar al alumno, estaban intentando conseguir las confidencias de su maestro.
Domingo 23 de abril
A pesar de las vacaciones de Pascuas, Amado no me perdonó ninguna hora de clase. La primera vez que lo volví a ver después del concierto del 12 de abril, me señaló el sillón:
—Siéntate. Lee.
Me extendió un cuaderno donde había pegado unos artículos. Todos dedicados a Paul Niemand. Todos eran ditirámbicos.
—¿Y entonces? ¿Qué dices de esto?
Amado se estaba deleitando, se frotaba las manos, gorjeaba de placer como si hubiera sido el autor de una buena broma. Leí y releí esas críticas como si hablaran de otra persona: Paul Niemand, un talento que se confirma… De Bach a Prokofiev: ¡una interpretación sorprendente!
—Respecto de la sonata de Lefleix… ¿leíste?
—Sí, la mayoría de los críticos piensa que soy el autor. Incluso, Raoul Duchêne.
—Una obra original y fuerte. ¡Duchêne se pronuncia! A ciegas. Es valiente de su parte. ¡Pero su juicio es certero! Bueno, hay que continuar con tu lanzamiento, Daniel. ¡Vamos, no hay tiempo que perder! ¡Espero La Aurora!
Pasé del sillón al taburete y de Niemand-Lefleix a Beethoven. Casi dos siglos en tres metros. Un abismo. Pero los pianistas son los alpinistas de la música.
Miércoles 3 de mayo
Dentro de un mes, es el concierto de Toulouse. Estoy con Beethoven y con Liszt hasta el cuello. En un sentido, Stockhausen me asusta menos: su Pieza para piano XI todavía no ha sido tocada muchas veces. Es la ventaja de las obras nuevas, no se pueden comparar las interpretaciones.
—¿Y Oscar? ¿Piensas en él?
Desde Pascuas, es la letanía de Amado. Para él, el concierto del 3 de junio no es más que una formalidad. Casi tiene razón, pues en cuanto haya pasado, me quedarán apenas tres semanas para preparar las siete sonatas del gran concierto Lefleix.
Ayer, he visto a Jeanne en nuestro banco. No está muy contenta, me doy cuenta. No me perdona mi ausencia del 12 de abril. No comprende que desaparezca así de circulación y me machaca los oídos con Paul Niemand.
Este juego de escondidas es perverso: perfecciono a Niemand en detrimento de Daniel. Cuanto más admira a uno, más desprecia al otro. Me pregunto a cuál elegirá cuando comprenda que no son más que uno.
Martes 9 de mayo
Ayer, Amado me dio dos entradas para un concierto en la Casa de la Radio.
—Es mi amigo Raphaël Frubeck de Burgos quien dirige.
Principalmente La Consagración, de Stravinsky.
¡La Consagración de la Primavera! Uno de los monumentos del siglo veinte.
—Gracias, Amado. ¿Y usted?
—¿Yo? Estaré en el escenario. Oh, sólo media hora: el Segundo Concierto de Saint-Saëns. Rutina. No te regalo entradas muy a menudo, debes trabajar. Pero ahora… pienso que puedes permitirte un recreo. Al menos, ¿puedes hacer uso de ellas? ¿Sabes con quién aprovecharlas?
Muy perspicaz, Amado. Pues sus invitaciones caen justo para intentar un acercamiento con Jeanne. Espero que no sea tarde.
A la noche, en la mesa, dije evasivamente:
—¡Ah! Amado me regaló entradas para un concierto, el sábado que viene…
—¡Formidable! —exclamó mi padre—. ¿Irás con mamá?
Difícil. Tanto más cuanto que mi madre no lo desmintió.
—Bueno… Pensaba más bien ir con alguien del Chaptal.
—¡Excelente idea! —lanzó mi madre sin mirarme—. Dan La Consagración, ¿verdad? El concierto será transmitido por France-Musique. Está bien que tomes un poco de aire sin mí. Aquí ya estoy bastante encima de ti.
—Ah, bueno… ¿entonces están de acuerdo?
Mi padre parecía satisfecho. Es particularmente conciliador y torpe. Le encanta dar el gusto a todo el mundo. Por otra parte, así es como siempre encuentra enemigos.
—¿Y con quién irás?
Mi madre simulaba querer rellenar la conversación.
—Con una amiga.
Estaba seguramente colorado. Me habría dado cachetadas, pero no hubiera arreglado nada.
—¡Ah! —dijo mi madre sirviéndose más queso—. ¿Con Jeanne?
Me quedé sin habla. ¿Cómo había adivinado? Mi padre creyó acudir en mi ayuda:
—¿Jeanne Lefleix? ¿La hija de ese famoso Oscar con el que nos machacas los oídos? Deberías presentárnosla.
Hundí la nariz en el plato, decidido a permanecer en silencio dado que me había salido con la mía.
—Un gran hombre, el tal Oscar Lefleix. Cuando pienso que sin duda lo he conocido…
—¿Cómo? ¿Qué dices?
Mi padre señaló el mueble donde están guardados nuestros discos.
—Pero veamos, Daniel, ¡es evidente! Yo también trabajé en la O.R.T.F. en 1970. Frecuenté el I.R.C.A.M., conocí a Daniel Schaeffer. Y seguramente, traté al padre de tu amiga.
—Mira —prosiguió mi madre—, ¿por qué no la invitas el miércoles a la tarde? Podrías incluso estar aquí, Jean-Louis, ¿verdad?
—¡Ah, qué idea excelente!
Aquella improvisación sutil olía a complot. Pero ya había caído en la trampa.
—¿Puedes preguntarle? ¿Cuándo ves a Jeanne?
—Mañana.
Sí, caía demasiado bien.
Jeanne estaba en el lugar de nuestra cita.
No quería importunarla arrojándole dos invitaciones de una vez. Sugerí de puntas de pie la posibilidad de que en la tarde del día siguiente…
Primero sonrió. Agregué de inmediato:
—Mis padres van a estar. Pero eso no nos impedirá escuchar música.
—¿Por qué no? Si no te llamo esta noche para decirte que no…
Son las once de la noche. El teléfono ha estado mudo.
Jueves 11 de mayo
Cuando Jeanne llegó, apenas la reconocí. Un verdadero personaje de Truffaut salido de Besos robados o del Último metro. Le abrió mi padre:
—¿Señorita Lefleix? Estoy en verdad muy contento de conocerla. Pero entre…[19]
Se hacía lío a fuerza de tanta amabilidad. La acumulación de cortesía termina por atascar los gestos. Comenzamos a bailar un curioso ballet entre la mesa ratona y el piano. Por último, todo el mundo se decidió a sentarse. Desaparecí en la cocina. Cosa de hacer el té, de vigilar y de ocuparme de las masitas.
Cuando regresé, mi padre animaba la conversación evocando la Casa de la Radio. Al principio, Jeanne desempeñó bien su rol de invitada atenta. Pero al cabo de un cuarto de hora, olvidó su texto de muda y bombardeó a mi padre a preguntas:
—¿Usted conoció a mi padre? ¿En verdad?
—Es probable. Pero no me acuerdo de él. Los dos tendríamos hoy la misma edad.
—Tenemos muchos discos grabados por su papá —agregó mi madre.
Giró en seco hacia la entrada y anunció en un tono definitivo:
—Bueno, ahora los dejamos.
La huida de mis padres no me asombró en absoluto, con toda seguridad formaba parte de su programa. Un minuto más tarde, Jeanne y yo nos encontramos solos en la gran sala con una mesa para levantar, algunos platos para lavar y tres horas para pasar juntos. Un paréntesis de libertad cuyos instantes quería saborear.
Por lo tanto, nada de improvisar; el día anterior, había ensayado la escena durante mucho tiempo, había instalado los decorados y compuesto el ambiente sonoro.
—Siéntate, Jeanne. Y escucha. Escuchar música es un placer. Sin embargo, conozco uno más intenso: compartirla con alguien que amamos.
Con los primeros acentos de la Tercera Sinfonía de Mahler, comprendí que había apuntado bien.
—¿Qué piensas?
—Es extraordinario. Pero la calidad de tu equipo influye mucho.
No le dejé oír el segundo movimiento:
—Jeanne, ¿imaginas lo que puede ser un concierto sinfónico? ¿Con un centenar de músicos, y ya no con un piano o dos infelices parlantes?
Aprobó, intrigada, a la defensiva. Di la estocada:
—Escucha, tengo dos entradas para un concierto, para el próximo sábado. ¿Aceptarías venir conmigo?
Para rematar precisé, con precaución:
—Es en la Casa de la Radio.
Jeanne no decía nada. Me miraba demasiado amablemente, creo que no era a mí a quien veía. Estaba en otra parte, como tantas veces, allí donde yo ansiaba poder unirme a ella un día. Tuve que balbucear:
—Sabes, siento mucho lo del concierto fallido del 12 de abril. ¡Me gustaría tanto resarcirme!
—Gracias, Daniel, eres muy bueno.
Tomó mi mano, se acercó a mí y entonces estuve a punto de besarla como en las películas. Pero puse pausa justo a tiempo, porque tenía demasiado miedo de que censurara la escena y que la película se terminara con un cartel de «fin».
Opté por jugarme a la prolongación poniendo otro disco. Era la contralto Kathleen Ferrier. Estoy muy enamorado de ella. El problema es que nació en 1912 y se murió a los cuarenta años.
Jeanne parecía estar durmiendo, pero era para escuchar mejor. Entonces, para prolongar su sueño y la música que se apagaba, me senté al piano. Comencé a tocar la penúltima sonata de su padre, Jeanne 9, Castillon; y levanté las manos justo donde se terminaba la grabación. Jeanne se despertó enseguida. Con ojos estupefactos.
—¡Tú! ¿Tú estabas tocando, Daniel?
—Sí.
—Pero cómo has logrado…
—Oh, no ha sido difícil: escuché la cinta de tu padre, de la que había hecho una copia. Y poco a poco retranscribí la música. Si quieres la partitura, tómala.
Parecía muy emocionada. Pasaba los dedos sobre las notas manuscritas como un ciego que trata de captar las palabras. Luego, se escapó hacia la puerta.
—Daniel, me tengo que ir. Pero quería decirte… Ya estaba en el umbral, vacilante como un funámbulo. A mí me hubiera gustado que se cayera, estaba listo para recibirla. De repente, posó sus labios sobre los míos.
Cuando comprendí que no había soñado, ella ya había desaparecido en la sombra de la escalera.
Domingo 14 de mayo
El día antes del concierto, llamé a Jeanne por teléfono: teníamos que acordar un lugar y una hora para nuestro encuentro. Por supuesto, me atendió la señora Lefleix. Al reconocer su voz, sentí el susto que tiene el alumno cuando su profesor lo llama a pasar al frente.
—Hola señora. Habla Daniel… Daniel Dhérault. Un amigo de Jeanne.
Mal comienzo. Daniel Dhérault es el nombre de uno de sus alumnos, nada más. Le estaba dando una mano, mientras esperaba que Jeanne se pusiera del otro lado del teléfono. Pero no hay nada peor que un profe que se niega a entender.
—¡Ah, Daniel! ¿Está bien? ¿Qué pasa? ¿Nada grave?
Fingía creer que la estaba llamando por un problema de traducción. Puesto que quería saberlo todo, me tiré a la pileta:
—¡Oh, no! Llamo… llamo por el concierto de mañana a la noche. ¿Jeanne, sin duda, la puso al tanto?
—¿El concierto? Pero no. ¿De qué se trata?
Si algún día debo pedir la mano de alguien, no voy a sentirme más incómodo de lo que estaba aquella noche del otro lado de la línea. Farfullé algunas explicaciones que debe haber desenredado sin dificultad. Un profe tiene la costumbre de descifrar borradores.
—Es muy amable, Daniel. ¡Qué buena idea! Pero sí, claro, estoy de acuerdo.
En ese momento, sentí angustia: creí que se imaginaba que la estaba invitando. No respiré en verdad, sino cuando me pasó a Jeanne. Era, por lo demás, inútil. La señora Lefleix había arreglado todo en su lugar.
Ayer a la noche, cuando toqué el timbre de su departamento, temí por un momento que la señora Lefleix nos acompañara. Pero me abrió Jeanne. Tenía, por lo menos, tres centímetros y dos años más que de costumbre. Durante todo el trayecto, me quedé crispado. Como si la ropa me apretara demasiado.
Comencé a distenderme al llegar a la Casa de la Radio. Jeanne, para darme el gusto, hacía de novicia deslumbrada.
En el programa figuraba primero Escales, de Jacques Ibert. Le expliqué a Jeanne que el compositor, como su padre, había dado el nombre de una ciudad a cada una de sus obras para orquesta: Roma, Palermo, Túnez, Nefta, Valencia. Jeanne se quedó boquiabierta. Era un placer verla. Aplaudía como una nena y, señalando al pianista que acababa de aparecer en el escenario, me dijo:
—Espera… Me parece haberlo visto ya…
—Sí. En un afiche. Es Amado Riccorini.
Estuvo excelente, como de costumbre. Y yo, espantado. Para llegar a esa maestría, a ese virtuosismo, tenía aún un largo camino por recorrer. Eso es un buen pianista: alguien que toca con facilidad aparente. Que, como ha dicho Chopin, «en un último esfuerzo, borra hasta la marca del esfuerzo».
Al final del Concerto de Saint-Saëns, Amado vino a saludar al público. De repente, alzó los ojos hasta la primera fila del palco. En dirección de los lugares que ocupábamos Jeanne y yo, y que eran los mejores de la sala. Vi que me reconoció, hasta llegó a dirigirme una seña. Sí, una seña particular, que mezclaba la mano y los ojos: «Perfecto, estás aquí, con ella, y ella no sabe quién eres, pero yo… ¡ah, yo sé quién eres!».
Fue tan rápido como una fusa. Pero no se engaña a un músico.
Rellené los veinte minutos del entreacto reemplazando las notas con palabras. Era inútil, Jeanne no me escuchaba. El escándalo del estreno de La Consagración le resultaba indiferente. Me tomó la mano para hacerme callar y decirme:
—Es una noche extraordinaria, Daniel.
Con los ojos a medio cerrar, parecía estar saboreando el instante. Sin embargo, en el centro del concierto, había un silencio: el ojo del ciclón. O mejor dicho, un momento de alegre bullicio, el del público impaciente que vuelve a su lugar conversando y de los músicos entre bastidores afinando sus instrumentos.
Luego, durante treinta y cinco minutos, La Consagración estalló en el escenario. Pero la primavera estaba en la sala, arrinconada entre nuestros dos asientos, en nuestras manos intensamente soldadas.
Después, la primavera estuvo en la noche que nos envolvió de regreso y que murmuraba las palabras de amor que no nos atrevíamos a decirnos. La primavera estaba en mi corazón que latía junto al de ella cuando tuvimos que despedirnos, y cuando nos besamos.
Amado tenía tal vez razón, no había escuchado nada, ya no tenía ganas de tocar. Estaba sumergido por completo en la felicidad de aquella noche que no sé prolongar sino con ayuda de las palabras.
Miércoles 17 de mayo
Ayer, Jeanne estaba en el banco antes que yo. Y le había prometido a Amado que llegaría un poco antes. Nos hemos visto apenas diez minutos. Cuando nos despedimos, era como el principio de un poema súbitamente destrozado.
En el momento en que hubiéramos necesitado pasar juntos días enteros, su próximo examen y mi próximo concierto nos reducen el tiempo con cuentagotas.[20]
Jueves 1.º de junio
La primavera dura tan sólo un momento. Y había olvidado las tormentas. Entre Jeanne y yo, estalló antes de ayer a la tarde. Un malentendido inesperado: un intruso surgió entre nosotros, en el banco. Siempre el mismo…
—Daniel, es en serio. Esta vez, te necesito. De verdad.
Estaba preparado. Por Jeanne, hubiese ido hasta el fin del mundo. Pero esta vez, era más lejos de lo que me imaginaba.
—Tienes que acompañarme. Debo ir a un concierto.
Creo haber comprendido de inmediato. Conciertos hay en Francia varias decenas todos los días. Había una oportunidad entre mil. Y, por supuesto, cayó justo:
—El sábado que viene. El 3 de junio. En Toulouse.
Estuve a punto de confesarle todo. Era el momento quizás. Vacilé durante el segundo necesario. No, imposible, era demasiado precipitado. Jeanne venía a importunar mis planes; el momento justo sería el 24 de junio. Como Amado, Jean y yo lo habíamos decidido. Porque ese día tomaríamos a Paul Niemand en serio. Y porque él iba a revelar de una vez por todas la obra de Oscar Lefleix.
—¿Dudas? ¿No puedes?
No. No podía ir a Toulouse a asistir al concierto en la Halle Aux Grains. No podía estar, a la vez, con Jeanne en la sala y al piano sobre el escenario.
—Vamos, Jeanne… ¿pero qué quieres ir a hacer a Toulouse?
Sabía la respuesta:
—Paul Niemand dará un concierto.
Era eso. Paul Niemand. Era él a quien Jeanne amaba. Él a quien ella admiraba. Adulaba. ¡Una imagen de revista! Habría de decepcionarse, sin duda, cuando conociera la identidad del modelo. Mientras tanto, Niemand me hacía sombra. Me robaba protagonismo y el amor de quien yo amaba. Para negarme a ese viaje, había un montón de pretextos. Comencé por el más grande:
—Escucha, Jeanne, imagina la reacción de tu madre si yo le dijera…
—¡Ah, mi madre!
—Jeanne, tienes quince años. Yo tengo dieciséis. Y Toulouse queda a mil kilómetros.
No sabía si debía multiplicar o dividir todos esos números. Pero fuera cual fuese la manera de combinarlos, llegaban a un resultado absurdo: era una operación imposible de efectuar…
—Sé razonable…
Razonar es lo último que se le puede pedir a alguien que quiere cometer una locura. Y Jeanne estaba loca. Loca por Paul Niemand. Reprimió un sollozo y se fue. Sin una mirada, sin siquiera despedirse.
Domingo 4 de junio
Amado no ha podido acompañarme a Toulouse. Solamente me dijo por teléfono, riéndose:
—¡Ahora eres grande, mi pequeño! ¿Y además, supongo que no me ves sobre el escenario, a tu lado, dando vuelta las hojas de tu partitura?
El 2 de junio a la noche, Jean Jolibois pasó a buscarme por casa. Nos fuimos juntos en avión. Mi agente artístico —es así como debo llamarlo de ahora en más— aprovechó para establecer conmigo el programa de verano: concierto en La Chaise-Dieu, en Entrecasteaux, en Sarlat, Domme y Monpazier por el festival de Périgord. Un verdadero Tour de Francia para un futuro campeón-pianista.
—¿Y si mi concierto de mañana fuera un fracaso?
—¡Ah, Daniel, no hables de desgracias!
Jean buscaba con desesperación en el avión algo de auténtica madera[21] para conjurar la mala suerte.
—El director de Erato estará en la sala. La semana próxima, ¡firmas contrato con él! No es momento de flaquear.
El sábado a la tarde, ensayando en un escenario ante una sala aún vacía, logré sacarme a Jeanne de la memoria en provecho de Beethoven, Liszt y Stockhausen. Pero Lefleix volvió rápidamente a la carga cuando ensayé el bis, la sonata Jeanne 40.
A la noche, me sentía perdido. Mi padre estaba grabando en Londres; mi madre, en casa; Amado, en París y Jeanne, en penitencia. Sólo Jean, entre bastidores, podía reconfortarme frente al gran rumor que llenaba la Halle Aux Grains. Era un pianista inmigrante confrontado a espectadores en territorio conquistado.
Después de La Aurora de Beethoven, el público se mostró simplemente cortés. Comenzó a entibiarse al final de la Sonata en si menor, de Liszt.
En el entreacto, desalentado, me saqué la peluca. Ya estaba castigado como un boxeador al final de un match.
—Jean, ¿usted qué dice? ¿Sigo?
Se enojó:
—¿Es un chiste? ¡Has estado perfecto!
—Pero el público…
—¿Qué esperas? ¿Ovaciones en medio del concierto?
Jolibois tenía razón. El éxito sucesivo terminó por volverme exigente. Me empujó hasta el ring para que enfrentara a Stockhausen.
Me lo tomé con gusto y yo mismo me sorprendí.
Con la ovación que siguió a mi interpretación de la Pieza para piano XI, comprendí que el público no vino sino por eso: la música contemporánea. Aun sin quererlo, conté la cantidad de veces que los aplausos me hacían volver al escenario para saludar, cinco… seis… Ahora, las palmadas al unísono reclamaban un bis.
Lo ejecuté y tuve la nítida impresión de que la atención se agudizaba. Lo que interesaba a los espectadores de Toulouse no era ni Beethoven ni Liszt, sino lo que Paul Niemand sacaría esa noche de la galera. Otra vez fue Lefleix, pero ellos no lo sabían.
Cuando concluyó la sonata Jeanne 40, el triunfo esperado surgió. Hasta el punto de que cuando regresé a los bastidores por séptima vez, Jolibois me dijo, falsamente irritado y francamente encantado:
—¡Ahí tienes! ¿Oyes? ¿Estás tranquilo ahora?
El director de la sala vino a rogarme que fuera a mi camarín para enfrentar a los periodistas. Como si los mil espectadores no me hubieran bastado. Jolibois, como convenido, me empujó hacia la derecha murmurando:
—Yo me ocupo. Ve a unirte de incógnito a los espectadores. Nos vemos en el hotel dentro de una hora.
Una vez que me puse mi impermeable y me deshice de la peluca, borrarme fue un juego de niños.
La sorpresa tuvo lugar una hora más tarde, cuando Jolibois golpeó a mi puerta, entró y tiró su moño sobre la cama:
—Felicitaciones, Daniel. Es muy linda.
—¿Cómo? ¿Pero quién…?
—Jeanne. La hija de Oscar Lefleix. Se había mezclado entre los periodistas. Quería verte a toda costa. No había manera de despegármela.
Estaba anonadado. ¡Así que Jeanne había venido a Toulouse! ¿Pero cómo? ¿Con quién? ¿Y por qué esa insistencia para acercarse a Paul Niemand?
—¡Es imposible, Jean! Cómo puede estar seguro de que…
—¡Cielos, me dijo quién era! Me explicó su historia, que ya conocía de memoria. Llevaba bajo el brazo las partituras de su padre. Quería dármelas a la fuerza. Para que el célebre Paul Niemand las descubra y las ponga en su repertorio.
Esta vez, mi horizonte se aclaraba.
Imaginé la cara que debía haber puesto Jeanne unas horas antes, en la sala, al reconocer una de las sonatas de su padre. Empalidecí. Sin saberlo, Paul Niemand la había traicionado.
—¿Pero… qué hizo usted, Jean?
—Le dije que se fuera, por supuesto. ¿Me equivoqué?
Entonces, Jeanne estaba allí. En Toulouse. Tal vez, en el mismo hotel en que yo estaba esa noche. Y mañana, en el mismo avión.
—¿Daniel… se siente bien?
—Sí. Ha hecho bien. Y me sentiré mejor más adelante.
Particularmente, después del concierto del 24 de junio.
Miércoles 7 de junio
Ayer, me encontré con Jeanne en el banco. No me habló de Toulouse. Yo tampoco, evidentemente. Si uno de nosotros hubiera preguntado, el otro habría contestado. Y el hilo se hubiese desenrollado con tres semanas de anticipación.
Frente a su desasosiego, me sentía desarmado; y frente a su silencio, mudo. Estábamos allí, haciendo equilibrio al borde de nuestras confidencias. Tenía palabras de amor para darle por toneladas, pero cada vez que abría la boca, reventaban como burbujas.
Entonces nos contentamos con algunas banalidades: los exámenes se acercan, qué lástima estudiar, verse tan poco, sí, sobre todo cuando el tiempo está tan lindo, me tengo que ir, chau, hablamos…
Pero de común acuerdo, no nos besamos. Porque hay demasiada gente y lo que no hay es ánimo.
Viernes 9 de junio
Las críticas del concierto de Toulouse llegan de todas partes. Mi padre las persigue comprando todos los diarios; mi madre las recorta y las pega. Amado y Jean Jolibois las seleccionan para mi futura carpeta de prensa.
Son todas excelentes. Hasta Raoul Duchêne, en Sinfonía, parece convencido del todo:
A partir de ahora, se afirma una certeza: Paul Niemand es un auténtico intérprete. ¿Se esconde en él un gran compositor? Según las palabras de su agente artístico, el pianista, en su concierto de cierre del 24 de junio, revelará no sólo su identidad y su rostro, sino también el nombre del autor de esas sonatas. Apostamos a que se trata de la misma persona…
Perdido. Raoul Duchêne habrá de decepcionarse.
Martes 13 de junio
Hoy no hemos tenido clase. Me quedé en casa para ensayar Lefleix. Al mediodía, sonó el teléfono. ¿Jeanne? No, ay, Amado. Llamaba porque sí, con un pretexto: preguntarme cuántas invitaciones quería para mi concierto del 24. Agregó:
—¿Estás libre? ¡Ven a casa!
Entonces tomé el subte y cambié de piano. Pero me perdí a Jeanne. A las dieciséis y treinta, Amado se dio cuenta de que estaba sacando la nariz de las partituras.
—¿Te está esperando? ¿En su banco? ¡Está pensando en ti! ¡Trabaja para ella! Y repite ese acorde legato, por favor. Y piensa en Oscar Lefleix.
Jueves 15 de junio
Ayer era el día de mi primer ensayo general. Jean Jolibois llegó con una pila de diarios a modo de programa. Me reprochó mi rostro taciturno y mi mirada oscura:
—No pongas más esa cara, Daniel. ¿Has leído toda la publicidad en torno de la velada del 24 de junio?
Sacó de su reserva una pila de afiches. Reconocí la silueta de Paul Niemand:
GRAN CONCIERTO DE FIN DE TEMPORADA
MÚSICA CONTEMPORÁNEA:
SIETE SONATAS
EN EL PIANO: PAUL NIEMAND
—¿Sin nombre del compositor?
—¿Para qué precisarlo? ¡Nadie conoce a Oscar Lefleix! Puede llegar a alejar al público.
—¿Y usted cree que la sola mención del nombre de Paul Niemand va a llenar la sala?
—Ya no hay más localidades, Daniel. Y la venta se ha suspendido la semana pasada, cartón lleno; ¡has llenado la sala!
De acuerdo. Pero si se vendieron todas las localidades, falta realizar el recorrido. Mil pasajeros… ¡qué responsabilidad para el capitán!
—Creo saber por qué, Jean: mi talento poco tiene que ver con esto. La gente simplemente quiere ver la cara de Niemand. Si usted no hubiera dicho a los periodistas, en Toulouse…
—¿Cómo? —tronó Jolibois—. Ah, no, Daniel, recuerda: ¿quién es el autor de este golpe mediático? La peluca, el seudónimo… al principio ha sido idea tuya, ¿no? ¿Y quién ha sugerido levantar la máscara el 24 de junio?
Para terminar de hundirme, Amado vino a rescatar a nuestro doble agente:
—Si no tuvieras ningún talento, Daniel, no llenarías la sala. Un artista mediocre que quiere permanecer en el anonimato no interesa a nadie. ¡Ma… demasiado tiempo perdido! Te cronometro. Comienza con Enghien. No te interrumpo.
Dos horas y doce minutos más tarde, cayó el veredicto. Primero el de Jolibois, admirado, tímido, beatificado.
—Ah, estuvo bien. Estuvo…
Mi maestro, con la mirada casi húmeda, lo confirmó al venir a darme el espaldarazo:
—Sí. Estuvo todavía mucho mejor.
Viernes 16 de junio
Ayer al mediodía tuvo lugar la reunión de profesores de 2.º B. Era fija, Fui a verificar. Y sabía que Jeanne era subdelegada. Entonces, iría a la reunión.
A las dieciséis, dejé mi piano para ir a esperar a Jeanne a nuestro banco. Cuando me vio a lo lejos, sonrió. Buenas noticias, seguramente pasaba a tercero.
Se sentó a mi lado como si tuviera toda la vida por delante. Y es cierto que desde hacía una hora, había puesto fin a su año escolar. La reunión de profesores para mí era el concierto del 24 de junio. Justamente, estaba intentando traer ese concierto a la conversación. Pero formaba muchos nudos, como de costumbre. Entonces, para apoyar lo que tenía que decirle, saqué las entradas del bolsillo.
—Son dos invitaciones. Para un concierto de Paul Niemand.
—¿Paul Niemand? Ah…
Parecía contrariarla que yo hablara del tema. Ese pianista, me explicó, era para ella, sobre todo, un motivo de decepción.
—Se volvió famoso y demasiado pretencioso. No quiero oír más hablar de él.
—Pero pensé que te gustaba.
Me miró como si hubiera dicho una enormidad y me respondió con una frase todavía más gigantesca.
—No, Daniel. Tú me gustas.
Lo había dicho, había oído bien. Pero era tan extraordinario que me las arreglé para que lo repitiera de otra manera. Le fastidiaba que yo dudara. Se apretó contra mí. Sin responder a mi primera pregunta, capital:
—Al concierto del 24, Jeanne… ¿vas a venir?
—Pero claro que sí, tonto. No estoy del todo feliz sino cuando estoy contigo.
Era cierto. Jeanne, sin saberlo, me había seguido hasta la otra punta de Francia. Pero iba a atraparla yo. En la Pleyel.
Lunes 19 de junio
Largo y último fin de semana ensayando las siete sonatas de Lefleix… ¿Solo? No, para nada: mis padres, esta vez, hicieron de espectadores críticos. Claro, estarán en la sala el sábado que viene. Por primera vez desde hacía varios años, mi padre me aconsejó. Con miles de recaudos enternecedores. Cuando mi padre teme herirme, es increíble cómo me conmueve. Y además, ayer a la noche, mientras mi madre dormitaba, me apartó, como para contarme un secreto.
—Daniel, tengo dos cosas para decirte. Empecemos por la más importante: estoy muy orgulloso de ti.
Ya lo sabía. Pero me hizo bien oírlo. Un halago de mi padre es más importante que veinte ovaciones del público.
—La segunda tiene que ver con la madre de Jeanne y su hermano. ¿Has pensado en ellos?
Ay, no. Di prioridad a Oscar. No veía muy bien adonde quería llegar mi padre.
—Yo iré a la Pleyel el próximo sábado. Porque mi hijo va a estar en la tapa de todos los diarios. Pero vas a compartir el protagonismo, Daniel. Con el marido de la señora Lefleix y el padre de su hijo, el pequeño…
—Florent.
—¿No crees que su lugar está en la sala? ¿Que deberías invitarlos? ¿Contarles la sorpresa que tienes preparada?
Mi padre tenía razón.
De repente, pensé también en el señor Bricart, mi profe de música, y en Lionel Gentil, su enemigo personal, que sigue siendo, de todos modos, un poco amigo mío. Tendría que darles dos invitaciones. Sin ninguna explicación.
—Es una buena idea, en efecto.
En cuanto a la señora Lefleix, me faltaba ponerla rápidamente al tanto. Creí que mi padre se haría cargo. Le abrí el juego. Pero se negó a jugar:
—Ah, no, Daniel. ¿Conoces a la señora Lefleix? ¿Es tu profesora de alemán o no? Supongo que tienes su número de teléfono.
Con el corazón en la boca, llamé esta mañana. Estaba seguro de que no iba a dar con Jeanne porque hoy y mañana tiene exámenes. Entonces, también cabía la posibilidad de que mi profe estuviera tomando examen. Pero fue ella quien atendió el teléfono:
—¿Señora Lefleix? Habla Daniel Dhérault. Bueno, resulta que… tengo algo muy importante para decirle.
—¿Se trata de Jeanne?
Se produjo un silencio helado. Temía no sé qué catástrofe.
—No. Es a propósito de su marido.
El silencio prosiguió, pero más bien en un estilo estupefacto. Su marido había muerto diez años atrás. Él ya no debía temer lo peor.
—¿Mi marido? No entiendo.
Intenté explicarle el problema, pero no sabía por qué lado abordarlo. Cuando uno conoce sobre todo la solución, es difícil encontrar los pasos por seguir.
Fastidiada, repitió.
—No entiendo, Daniel. Oiga, tengo que salir a hacer una compra. Estaré de vuelta en un cuarto de hora. ¿Quiere pasar por mi casa? Me explicará mejor todo esto.
Cuando toqué el timbre, me abrió Florent. Me dijo, muy superado:
—¿Ah, eres tú? Qué tal…
Con tono de viejo amigote de regimiento. Su madre lo detuvo con un gesto.
—Déjanos, ¿de acuerdo? Tenemos que conversar.
Una manera de decir. Pues me cedió enseguida la palabra. Y era para tenerla mucho tiempo. Durante los diez minutos del trayecto, había esbozado un plan, como para una monografía literaria. Pero entonces, tomado de sorpresa con una lección oral, fallé en la introducción:
—Así es. Tengo que decirle primero: el pianista Paul Niemand… no sé si oyó hablar de él…
Emitió un suspiro mayúsculo. Evidentemente, con Jeanne, ese maldito nombre le resultaba familiar.
—Bueno, soy yo.
—¿Cómo? ¿Qué dice?
Le costaba tragarlo. Me sentí descubierto como si me hubiera copiado en clase durante todo el año.
—Sí. Toco el piano desde hace mucho tiempo. Mi profesor es Amado Riccorini. El día en que Jeanne me hizo escuchar las cintas magnéticas de su padre, de su marido…
Creí que se iba a desmayar. Pero se repuso de golpe y me preguntó como si fuera muy urgente:
—¿Quiere tomar algo?
De repente, ascendía de grado. Pasaba al nivel de invitado. El jugo de naranjas que me trajo era por completo superfluo. Pero el coñac que se sirvió debía ser completamente necesario. Lo bebió de a traguitos, y mientras yo le revelaba que se había casado con un compositor genial, murmuraba, como para digerir mejor el conjunto:
—Mi Dios… Mi Dios… ¡Ay, Señor querido…! No, ¿es posible?
Pero ahí, contrariamente a lo que pasaba en clase, no me sentía obligado a responder y, mucho menos, a traducir. Sin embargo, mi conclusión no terminaba con eso, tanto más cuanto que la señora Lefleix me interrumpía cada vez más con observaciones al margen:
—¿Pero entonces, el sábado que viene, cómo hará para estar al mismo tiempo en el escenario y en la sala? Y si ya vendieron todas las entradas, cómo Florent, mi madre y yo…
—Oh, quédese tranquila, tengo todo previsto.
Saqué dos, no, tres invitaciones del bolsillo.
—Pero eso sí, señora, estarán al fondo con mis padres. Mi madre está en silla de ruedas. Si puede no decirle nada a Jeanne y venir a escondidas al concierto, búsquenos recién cuando haya terminado.
—¡Por supuesto! ¡Por supuesto! Ah, Daniel…
Se levantó y me tomó las manos. Ahí la señora Lefleix ya no era para nada mi profesora. Era la madre de Jeanne. Y, sobre todo, la viuda de Oscar.
—¿Usted sabe que Jeanne está escribiendo esta historia? La de un pianista desconocido. O la de un padre desaparecido. No puedo decirle mucho, pues no la he leído. ¡Pero ahora, conozco el final!
Sacó un pañuelo justo a tiempo. Las lágrimas, en los Lefleix, deben ser un rasgo dominante. Y después me miró casi con timidez y arriesgó:
—Daniel, ¿me permite darle un beso?
Se arrojó en mis brazos para un saludo germánico, donde el afecto es proporcional a la fuerza física.
En ese momento entró una mujer bajita, un poco apergaminada y muy simpática. Entendí que se trataba de Oma.
—¿Grete?… ¿Qué sucede?
Se lanzaron en un diálogo en alemán donde las réplicas eran mucho más rápidas que en el método audiovisual. Tuve que darle la mano a la abuela y aprobar todo lo que madre e hija se decían con repetidas sonrisas.
Cuando logré escabullirme hasta la salida, di con un Florent nada contento:
—¿Y a mí quién me pone al tanto?
Lo llevé a un rincón:
—Oye, ¿puedes guardar un secreto?
Se sonrojó de placer e hizo como si escupiera al piso. Un cuarto de hora más tarde, lo tenía en el bolsillo; no revelaría nada, ni siquiera bajo tortura.
Domingo 25 de junio
Dicen que hay ciertos días que deben marcarse con una piedra blanca. El de ayer quedará grabado en mi memoria con fuego candente. Y no dejo de repasar todos los instantes en mi cabeza para retocar cada detalle.
Anoche pasé a buscar a Jeanne muy temprano, bastante antes de las veinte. Me abrió la señora Lefleix. Se parecía a Marlene Dietrich y, cómplice, me guiñó el ojo a escondidas.
Tomé a Jeanne de la mano y desaparecimos. Para ella, era una noche cualquiera. Simplemente, sentía curiosidad por saber lo que iba a tocar Paul Niemand. Yo estaba, más que nada, angustiado.
La multitud se agolpaba ya en el hall de la sala Pleyel. Amado, rodeado de admiradores, simuló no verme.
Fuimos unos de los primeros en entrar. Cuando nos instalamos en la segunda fila de la platea, Jeanne exclamó:
—¡Daniel, no vas a creerme! ¡Cuando vine aquí el l.º de octubre, estuve sentada en el mismo lugar!
Le creía, tanto más cuanto que yo, por supuesto, había elegido nuestros asientos. Sabiendo que no habría de ocupar el mío. Pues en cuanto instalé a Jeanne, me alejé haciéndole una seña, como si tuviera algo urgente que hacer.
En efecto, tenía que ir lo más rápido posible a los bastidores. Pasando a toda velocidad por el hall, vi a mi madre, en su silla de ruedas, de gran conversación con las señoras Lefleix. Mi padre reía junto a Florent. Fui a saludar a todos, sorprendido:
—¿Cómo? ¿Todavía no fueron a sentarse?
—No hay peligro —dijo mi padre—. El solista no está listo.
El señor De La Nougarède me esperaba en la entrada de los bastidores, acompañado por el gran Jolibois. Una verdadera dupla de cine. Pero yo era el protagonista. Jean me extendió la peluca, y su amigote Marcel me cuchicheó:
—Espero que antes de desaparecer, Paul Niemand recuerde a Daniel Dhérault su debut aquí… Ah, Daniel, será siempre bienvenido en la Pleyel, sobre todo como solista.
A las veinte y treinta, todavía era, por parte del director, una invitación de alto riesgo. Pero cuando fui a espiar al público por un costado del telón, tuve la impresión de que había ganado. Reinaba en la sala una fiebre alegre, una tensión feliz. Tenía entre el público demasiados cómplices como para estar, en verdad, angustiado. En la segunda fila, al lado de un asiento desesperadamente vacío, una joven espectadora lanzaba miradas desamparadas. Alguien me tomó de los hombros: era Michel, el encargado de los maquinistas.
—¿Daniel, todo está como quieres? ¿Verificaste la altura de tu asiento? El telón no tardará en levantarse.
Regresé a los bastidores, donde Paul, el bombero, me deslizó al oído el «mierda» ritual a modo de aliento.
Se levantó el telón, el bombero se sentó; Jolibois me abrazó antes de empujarme al escenario.
Alea jacta est[22]. Saludé al público.
Aplaudió de un modo tan fuerte como breve. También parecía impaciente por terminar, por descubrir qué tenía yo de tan nuevo para servirle.
Me lancé: Enghien. Y todo se desarrolló sin que yo tuviera conciencia. Estaba, como Jeanne a menudo, en otra parte. Otro lado. Y en otro tiempo. Quizás hasta era, en el fondo, otra persona. Ya no era Dhérault, ni Niemand, ni solista. Era Oscar Lefleix componiendo. Bajo mis dedos renacían los secretos de sus gestos.
Entre cada una de las sonatas de la primera parte, el público aplaudió a más no poder. Pero sin desbordes. Era una respiración en forma de ovación controlada.
Cuando regresé a los bastidores para el entreacto, el personal me recibió uniendo sus aplausos a los del público. A veces, los músicos de una orquesta felicitan así a su director al final de un concierto.
—Eres un fenómeno —me dijo Paul, el bombero.
—Ha ocurrido algo grandioso —murmuró Jolibois con los ojos llenos de emoción—. ¿Verdad, Marcel?
De La Nougarède me tomó las manos, como para apilar todos los elogios que se agolpaban en su boca.
—Daniel, estoy tan orgulloso… Orgulloso de…
Agregó de qué y de quién, y la lista me pareció larga. El fin del entreacto lo obligó, además, a acortarla. Jolibois, súbitamente preocupado, me llevó aparte diez segundos:
—¿Qué tal, Daniel? ¿Vas a aguantar? ¿Sabes que nunca has estado tan bien como esta noche?
Tenía que estar aún mejor.
La segunda parte del concierto fue breve y espectacular. Demasiado breve. Con los últimos acordes, volví de repente a la realidad: ya estaba, el concierto terminaba, ahora todo había acabado. Estúpido, permanecí sentado en el silencio que se prolongaba.
El clamor brutal que surgió me hizo alzar la cabeza. La sala estaba de pie y hacía tanto ruido que el público parecía haber duplicado su volumen. En la segunda fila, Jeanne, mi Jeanne, gritaba «bravo», aún más fuerte que el resto. Delante de ella, Riccorini tenía las manos levantadas y juntas, en un piadoso aplauso en imagen detenida. Tuve que retenerme para no volver a sentarme en mi lugar al lado de Jeanne.
Durante largos minutos, dejé gritar al público su admiración por aquél cuya sombra ya planeaba sobre el escenario: Oscar Lefleix. Fui y volví de los bastidores al escenario sin poder calmar a los espectadores. No conocía más que una manera de imponerles silencio. Sentarme otra vez al piano.
Interpreté la sonata Castillon, que lleva el número Jeanne 39.
Seis minutos. Un verdadero bis. Lejos de calmar al público, ese pequeño plus tuvo un efecto enorme. Inmóvil en el escenario, ya no sabía cómo bajar de ese pedestal que me habían construido a fuerza de aplausos desenfrenados. Jolibois, desde los bastidores, me hacía señas de no moverme. Finalmente, pedí socorro a De La Nougarède. Comprendió mi desamparo, vino hacia mí y, tomándome de los hombros, comenzó a hablar en medio de la algarabía decreciente:
—… Y cedo a Paul Niemand la atención de dar las explicaciones que todos están esperando esta noche.
De La Nougarède había tomado la palabra para precisar que me la dejaba. Era amable y cruel. Yo, que me pongo incómodo cuando me dirijo a veinte compañeros de clase, tenía que dar explicaciones ante mil doscientos espectadores. Se trataba de otra cosa.
Había regresado el silencio, y yo debía rellenarlo. Desde el fondo de la sala, un espectador acudió en mi ayuda gritando:
—¡La peluca!
Sí, tenía razón. Había que empezar por ahí. Por primera vez desde el principio del recital, miré a Jeanne. Y me saqué la peluca.
Mil flashes me encandilaron: los de los periodistas de la primera fila.
—Y bueno, ya está. En realidad, me llamo Daniel Dhérault…
De repente, estaba desnudo. El público, atento, quería más.
—Quisiera agradecer aquí a quien me formó: mi Maestro…
Señalé y aplaudí a Amado Riccorini. El público me imitó, forzosamente: había vuelto a abrir, por imprudencia, la canilla de los aplausos. Extendí la mano a Amado para que subiera conmigo al escenario. Allí, en vez de saludar a la sala, giró hacia mí para aplaudirme a su vez. Era demasiado. Grité:
—Estos bravos no me están destinados… Hay que dirigírselos al autor de todas las obras que han escuchado esta noche. Se trata del compositor…
El público había vuelto a hacer silencio. Un breve descanso del que aproveché para gritar, como para hacerlo venir hasta nosotros:
—… ¡Oscar Lefleix!
Aquel nombre, aunque desconocido, provocó una nueva ovación. El público, desatado, reclamó pronto: «LE-FLEIX, LE-FLEIX», golpeando las manos acompasadamente. Le avisé de inmediato:
—Oscar Lefleix murió hace más de diez años…
Se produjo un movimiento de decepción y casi el principio de un minuto de silencio.
—Pero si pude, esta noche, interpretar sus sonatas, fue gracias a quien las sacó del olvido… ¡su hija Jeanne!
Por fin, me sentí con derecho de extender la mano hacia ella. Jeanne, a tres metros de mí, parecía deslumbrada, fascinada, prisionera de un sueño del que ya no podía escapar.
—¡Jeanne… Jeanne!
Me miraba, pero sin reconocerme; trataba de acomodar, de asociar a Daniel y a Paul. De poner un nombre sobre un rostro. Por último, titubeó hacia el proscenio, como una sonámbula, y la abracé. Después, aprovechando los proyectores que la encandilaban y que nos hacían una pantalla de luz, la besé. Me imagino que nos deben haber visto, porque los aplausos redoblaron.
En todo caso, ese beso público y plebiscitado era mejor que una participación oficial. Ninguna necesidad de avisar a las familias, puesto que se encontraban en la sala.
Ahora sé a quién se dirigía la ovación: no era ni a Oscar, ni a Paul Niemand, ni a Daniel Dhérault o a Riccorini: era a Jeanne y a Daniel reunidos.
Mucho tiempo, mucho tiempo después, el señor de La Nougarède invitó a los espectadores a retirarse. Pero hubo que asustarlos bajando las luces de la sala; retrocedieron, como mariposas de noche, hacia las de la entrada.
Luego, la familia se encontró en uno de los salones de la Pleyel. Una familia extendida al círculo de los críticos y de los periodistas.
Reconocí entre la multitud al terrible Raoul Duchêne que trataba de abrirse paso hasta mí. Arrancó a Jeanne de mi lado para tomarme bruscamente por los hombros. Eso tenía, a la vez, algo de asalto y de secuestro; pero a modo de amenaza, le bastó decirme, bastante fuerte para que lo escucharan todos los invitados:
—Joven, lo felicito. Estoy orgulloso de estrecharle la mano.
En realidad, me estaba haciendo trizas el omóplato. Al lado de él, una voz familiar que dejaba despuntar una pizca de orgullo agregó de repente:
—Sabe, señor Duchêne, Daniel es alumno mío… En fin, solamente de mi clase de música, en el colegio.
—¡Y Daniel es mi amigo!
Lionel estaba ahí, acompañado por mi profe de música. ¿Juntos? Evidentemente, no pudieron separarse uno del otro ya que les había dado dos lugares juntos. Dos horas de concierto habían surtido más efecto sobre ellos que todo el año escolar. Parecían haberse vuelto los mejores amigos del mundo.
Lionel me dijo al oído:
—Estoy contento por vos. ¡Esta noche, todo te salió bien!
Me señaló a Jeanne que se arrojaba a los brazos de su madre. Me vi de vuelta rodeado de una jauría de cortesanos llenos de cuadernillos por completar, fotos por sacar y preguntas por hacer.
Me sometí. Tenía además un cómplice, una especie de guardaespaldas, Jean Jolibois. Terminó por empujarnos a todos hacia afuera y hacernos subir a su auto. De yapa, hizo de chofer particular. En menos de un minuto, Jeanne y yo estábamos en la parte trasera, uno junto al otro, mientras París desfilaba al lado nuestro.
Miércoles 28 de junio
Ayer era martes, las clases habían terminado. Pero a las cuatro y media, regresé al banco. Jeanne ya estaba allí. Ahora no imagino más venir a sentarme sin ella. Este banco es nuestro refugio, nuestro departamento. París está lleno de estos lugares que tienen, para muchos transeúntes, una historia particular.
Alguien más había acudido a la cita. Sin embargo, no lo había invitado. Era el vagabundo al que Jeanne se había acercado uno de los primeros días de comienzos de clase, en septiembre. Con la llegada del verano, los sin techo reaparecen. Éste había elegido domicilio muy cerca de nuestro colegio. Se había aclimatado de lo mejor en el banco que estaba frente al nuestro.
—Jeanne… Espera un segundo.
De repente, acababa de comprender todo lo que debía a ese hombre. Entonces, intenté devolverle la partida. Bajo la forma de algunas palabras de agradecimiento que no entendió y de un billete grande que le deslicé en el bolsillo. Pareció sorprendido. Como si se tratara de un error.
—Daniel… ¿Qué fuiste a hacer?
—Tenía una deuda con él.
El vagabundo se había ido sin pedir mayores explicaciones ni comprender mi gesto. Había adivinado que necesitábamos intimidad.
—¡Cuántos misterios! —exclamó Jeanne—. ¿Acaso no crees que también debes rendirme cuentas? Si me explicaras…
Cometí la última imprudencia. La miré y las palabras que tenía preparadas se me derritieron en la boca. Si me hubiera puesto a hablar, habría sido una verdadera papilla. Por suerte, había tomado apuntes. Es normal para un músico. Le extendí la carpeta. Aquélla en la que había escrito, día tras día, nuestra historia.
—Oh, Daniel… ¡no quiero ser indiscreta!
—¡Me escondí durante tanto tiempo! Todo lo que quieres saber, Jeanne, está consignado aquí adentro.
Antes de confiarle mi diario, había arreglado el texto. Cuando uno invita a alguien a su casa, tiene que sacar el polvo y guardar en los cajones todo lo que anda dando vueltas.
Jeanne abrió la carpeta y murmuró:
—Entonces… ¿es nuestra historia?
—No. Es la mía.
—Desde hace casi un año, es un poco mía también, ¿no?
Nuestra historia se volvía doble, ya que se la podía considerar desde la sala o el escenario. Pero una historia nunca es simple. Un hecho no existe al desnudo. ¿Y si hubiera tantos acontecimientos como individuos?
—Es raro —confesó, comenzando a dar vuelta las páginas—. Yo también comencé a contar nuestra aventura. Pero debe ser muy diferente.
Tuvo una sonrisa enigmática. Luego, a su vez, sacó de su bolso un cuaderno. Sin duda, el que disimulaba lejos de las miradas de su madre.
—Te lo debo, Daniel. Te lo regalo.
Y, sin explicarme nada más, me dejó ahí plantado… Sí, empezó a leer mi diario.
La observé un rato largo, le dejé unos cuantos metros de ventaja. Jeanne estaba leyendo… Oh, ya estaba muy lejos, había vuelto al pasado septiembre, pero sabía que no me abandonaría. Y estaba decidido a caminar con sus pasos.
Rehacíamos juntos el recorrido que nos había reunido, pero que habíamos llevado a cabo separados.
Por último, abrí su cuaderno; yo entraba en escena desde la primera página, puesto que había escrito:
EL PIANISTA SIN ROSTRO
Entonces, empecé a leer. Pero ésa es otra historia…