7
Gabriele Valecchia estaba convencido de que Dios le había puesto en la tierra on el único fin de consolar a las mujeres desgraciadas o solitarias y no para pasar el tiempo en otras ocupaciones menos agradables. Guapo, encontraba que pocas eran crueles y sabía sacar discretos beneficios de ternuras a veces atrevidas. De vez en cuando, cedía a sus inclinaciones y le hacía la corte a una signora o signorina sin el menor espíritu de lucro. Así que, cuando en la esquina de la vía San Stefano y de la vía Guerrazzi vio a una deliciosa morena que bajaba del coche, sintió que se le salía el corazón del pecho y se lanzó tras los pasos de esa encantadora persona. La cartera que la desconocida aguantaba fuertemente le hizo pensar que se trataba de mujer de negocios y, otra vez por costumbre, esperó unir lo útil a lo agradable.
Valecchia se acercó a la joven cuando ésta remontaba la vía Guerrazzi con paso decidido. Confiando en una estrategia puesta en práctica hacía tiempo, Gabriele empezó a murmurar mil amabilidades a la desconocida que, sorprendida, le miró. Aprovechó para insertar su más bella sonrisa, la que hacía caer a las virtudes más rebeldes, a fin de tomar la plaza sin pérdida de tiempo. Pero, contrariamente a lo que esperaba, Natacha —ya que era ella— le rogó secamente que la dejase tranquila. Gabriele sonrió de nuevo, puesto que, muy a menudo, las defensas femeninas no son más que ánimos para seguir. Luego, sin tener en cuenta el ruego de la signorina, siguió su discurso que prometía felicidad sin límites a aquella que había tenido la suerte de ser vista por él. Seguro de ser comprendido, se puso a la altura de Natacha, quien abrió su cartera y metió la mano dentro. El se apoyaba ligeramente en ella y ella no parecía reaccionar, le pasó un brazo por el talle. Pero sintió inmediatamente un objeto duro en el flanco, mientras con voz áspera le afirmaba:
—No grite, signore... ¡No intente ningún gesto o disparo!
Entonces Gabriele se dio cuenta de que era el cañón de un revólver lo que le molestaba en el costado. Estupefacto, no comprendiendo nada de la situación, empezó a faltarle el aire mientras el sudor le empapaba la camisa. Estúpidamente, abriendo mucho los ojos, no podía más que repetir:
—Ma qué?... Ma qué?... Ma qué? Ma qué?...
—¡Váyase, signore, y rápido! ¡Si no, cuidado!
—Usted..., usted no disparará, signorina, ¿eh?
—No, ¡si desaparece rápidamente!
Valecchi empezó a correr tan rápidamente que los viandantes se volvieron casi al unísono preguntándose qué le podía ocurrir a ese chico que veían correr a una velocidad tal que sobrepasaba al autobús, cuyo conductor no pudo reprimir su admiración ante este éxito deportivo.
Al llegar a su casa, Gabriele se metió en la cama, sintiendo ya los primeros efectos de la enfermedad que debía ocasionarle una de las más serias crisis de su joven carrera.
Aún temblando ante la audacia del joven súbdito de un país capitalista Natacha empujó la puerta del comercio del zapatero Karel Cekan, un checo refugiado en Italia para escapar al régimen de Novotny, pero que, en verdad, pertenecía al Partido y servía de intermediario entre el consulado soviético y los agentes lanzados por la sección 3.a del G.R.U. En la vía Guerrazzi, todo el mundo quería al viejo Karel e incluso los comunistas no le tenían en cuenta que gruñese cuando se hablaba en su presencia del camarada Kruschev. No se le puede tener en cuenta a un hombre que lo ha perdido todo.
La gran afluencia, al local de Cekan, era a la hora de cierre de los despachos. Por el momento, había una cierta calma que le permitía trabajar con entusiasmo, silbando El canto del Moldau, que el barrio se sabía ya de memoria. Al ver entrar a Natacha, Karel se quitó cuidadosamente los clavos de la boca y, mostrando la cartera con el mango del martillo, dijo:
—¿Has tenido éxito, camarada Natacha Andreievna?
—Sí, camarada.
—Está bien, pequeña... Estoy orgulloso de ti... Eres una buena obrera del marxismo-leninismo... Espérame aquí, voy a telefonear donde tú sabes para anunciarles la noticia y pedir instrucciones... Creo que avanzarás, Natacha Andreievna...
Una vez sola, la joven irguió el busto. Estaba contenta. ¿Quizá la enviarían un mes o dos de vacaciones a la U.R.S.S.? ¿Quizá sería convocada al Kremlin para recibir felicitaciones? Perdida en sus sueños de grandeza, no se dio cuenta de la vuelta de Karel Cekan, cuya voz recriminatoria la arrancó brutalmente de sus sueños embriagantes:
—¡Natacha Andreievna, nos has traicionado!
—¿Qué?
—No hay elección posible. ¡O eres tonta, o eres una traidora pasada al servicio de los capitalistas!
—Yo?
La pobre Natacha estaba tan sofocada que no encontraba palabras.
—Acabo de telefonear a Jozef Baiski. ¿Imaginas qué me ha dicho?
—¡No!
—Que una empleada de Giorgio Luppo trabajando para nosotros, le ha telefoneado para decirle que la cartera de Soubray no contenía más que un falso dossier y que no era, en total, más que un anzuelo para llevar a la policía italiana hasta mí, de entrada, y hasta Baiski luego. Y, gracias a tu imbecilidad, ¡su plan quizá ha tenido éxito! ¿Te das cuenta, Natacha Andreievna, de lo que has hecho?
Estupefacta, la joven se dejó caer en una silla.
—No...
—¿Y qué impedirá a nuestros jefes pensar que, ganada, pervertida por las influencias malsanas de los reaccionarios, has bebido la leche de las ubres capitalistas?
Ella se levantó gritando:
—¡Es falso!
—Yo, estoy casi seguro, pero... ¿los otros, Natacha Andreievna? ¿Los de Moscú?
Se puso a llorar.
—Esto te puede costar una veintena de años en Siberia por sabotaje... ¡pequeña mía!
Asustada, ella le suplicó:
—¿Usted no irá a abandonarme, Karel Cekan?
—Abandonarte..., abandonarte... ¿Cómo te figuras que he sobrevivido hasta ahora si no es abandonando a los gafes?
—Entonces, ¡no tengo más que morir!
—Antes, tienes que intentar arreglarlo.
—¿Cómo?
—Desembarazándote de esta cartera, pero no dejándola no importa dónde..., sería demasiado fácil... Tienes que confiársela a alguien sobre quien puedan recaer las sospechas de la Policía, ¿comprendes?
—Sí, pero...
—¡No hay peros para una comunista sincera, el «pero» es burgués! Y, naturalmente, cuando te hayas desembarazado de esta cartera y volverás a Cá Capuzzi.
—¿Para qué?
—¿Has olvidado que estás encargada de recuperar el dossier Faliero que Soubray quitó a nuestros agentes?
—¿Pero y si Soubray ya no está en Cá Capuzzi?
—Todavía está... Acaban de decírmelo.
De nuevo en la Vía Guerrazzi, Natacha andaba como una sonámbula. No veía ni oía nada. Había sufrido tal golpe que no conseguía volver a colocar las ideas en su sitio. Desde el principio, no comprendía por qué razones la metían en el asunto Faliero. Ella no había robado el dossier la primera vez, sin embargo, parecía que querían ocultar a la persona que había actuado, guardarla al abrigo de toda sospecha. ¿Por qué volverla a enviar a Cá Capuzzi, si había fracasado? Todo era demasiado complicado. ¡Incluso Karel no parecía preocuparse demasiado por ella, cuando había imaginado que la consideraba como a su hija!... Darle la cartera a alguien, es muy bonito, ¿pero a quién y con qué pretexto? Natacha sentía unas serias ganas de morir para escapar a estas historias que la sobrepasaban. En ese momento, una voz familiar susurró justo detrás de ella:
—Encantado de volverla a ver, Natacha... Hacía bastante rato que la buscaba...
Ella se volvió para encontrarse en presencia de Ronald Hunter.
—¿Qué quiere usted?
—Simplemente su cartera... la de Soubray.
Natacha no se atrevía a creer aún en su suerte. Temía ceder demasiado rápidamente.
—¿Y si me niego?
—¿Ve usted ese coche parado cerca de la acera? Su motor gira... la puerta está entreabierta. Saltaría nada más haberle disparado... ¡y cogido la cartera!
—Sin duda, usted no escaparía, Hunter, pero yo estaría muerta, o, por lo menos, gravemente herida... Entonces, tenga... ¡cójala!
Ronald dudó:
—Verdaderamente, usted...
—Cójala, es suya...
El inglés se apoderó de la cartera que le tendían e, indeciso, no sabía muy bien cómo comportarse. Natacha le sacó de su embarazo:
—¡Y permítame desearle buena suerte, Hunter!
Antes de poder prever lo que iba a pasarle (Hunter afrontaba siempre escrupulosamente todas las hipótesis, excepto la buena), la joven le saltó al cuello y le besó largo rato en los labios, a la rusa, antes de irse y perderse entre la gente, dejando al pobre Ronald completamente desamparado.
De vuelta a una más clara apreciación de los acontecimientos, Hunter decidió que el alma eslava y sus reacciones quedarían siempre impermeables al racionalismo británico. Fue a su coche, despidió al hombre que se encontraba al volante y se fue solo hacia la vía Ugo Bassi, donde residía la modista Feliksa Spalek, una polaca instalada en Bolonia desde hacía siete años y que había conseguido sólidas relaciones con los hombres del MI5 durante su larga estancia en Londres, entre 1939 y 1954. Los empleados de la signora Spalek consideraban a Ronald como el amigo serio de su patrona. Cuando el inglés venía a ver a Feliksa, le introducían en seguida en el despacho de la polaca, donde no le gustaba nada que la molestasen, porque allí diseñaba y componía sus modelos.
Una vez la puerta cerrada a sus espaldas, y antes incluso de que Hunter tuviese tiempo de saludar, Feliksa saltó:
—Así, ¿la ha cogido usted?
El marido de Daisy se aclaró la garganta:
—¡Ya ve usted!
—Decididamente, mi pobre Ronald, ¡está usted maduro para el retiro!
—¿Pero qué dice usted?
—Nuestro agente que trabaja en el consulado soviético nos ha telefoneado para advertirnos que la cartera de Soubray no contenía más que falsos documentos y constituía una trampa para obligar a los agentes extranjeros a desenmascararse... y, naturalmente, ¡usted ha caído en la trampa!
De golpe, Ronald comprendía la actitud de Natacha y ese beso que le daba las gracias de liberarla del molesto fardo. ¡Se había portado como un imbécil!
—No podía adivinar...
—Sí, justamente. ¡Un agente de calidad huele la trampa! ¿No le pareció extraño que Soubray se pasease, ante todo el mundo, con su precioso equipaje?
—Hombre, sí..., un poco...
—¿Y eso no le inquietó?
—No, ya que Morton y Natacha tomaban parte en el asunto.
—No son más inteligentes que usted, ¡eso es todo! Decididamente, se da uno cuenta que Bolonia es una ciudad de provincia... ¡el personal es de segunda categoría!
—¡Gracias!
—No se ofenda, Ronnie... Le hablo francamente; en realidad, usted no está hecho para este oficio... Confiese que sería más feliz en Cockermouth, cerca de Daisy y los chicos...
La respuesta salió antes de que pudiese controlarse:
—¡Ah! ¡Sí, claro!
Feliksa sonrió. Le gustaba mucho el bueno de Ronnie, tan atado a los suyos. Para ella, cuya familia había desaparecido en Varsovia, y a quien sus cabellos grises impedían esperar fundar otra, Hunter —el Hunter de Cockermouth— representaba una manera de vivir que ella habría probado con gusto.
—Está claro, entonces... Pero no quiero que vuelva a Cockermouth en desgracia. Al contrario, tiene que ser una recompensa.
—¿Qué me va a exigir, miss?
—Simplemente que me traiga el verdadero dossier Faliero que Soubray lleva seguramente encima.
—¿Pero cómo quiere usted que...?
—Empezando por desembarazarse de esta molesta cartera, ya que le señala a la atención de Giorgio Luppo; luego volviendo a subir a Cá Capuzzi para encontrar a Soubray. La vida tranquila con Daisy es con esta condición, Ronnie...
Hunter caía desde lo alto. Había creído conseguir un buen golpe al encontrar a la rusa y para acabarlo de arreglar, Ronald se dio cuenta que tenía pinchado el neumático trasero derecho de su coche. Juró y perjuró y en seguida se mordió los labios. Estaba cogiendo malas costumbres que Daisy no soportaría seguramente cuando estuviera de nuevo con ella. Inclinado sobre el neumático, constataba los desperfectos cuando sintió algo que le picaba bajo el omóplato izquierdo. Se llevó rápidamente la mano y ahogó un nueva exclamación, ya que se había cortado. Quiso levantarse, mas la voz amigable de Mike le aconsejó prudencia:
—Si no quiere que le agujeree, Ronnie, será preferible que se levante lentamente... muy lentamente.
Hunter lo hizo.
—¿Puedo volverme, Mike?
—Vuélvase, viejo, pero sea razonable, ¿eh?
—¿Entonces, Mike?
—Creo que he ganado la segunda vuelta... ¿no le parece?
—Sin duda, ¡pero queda la tercera!
—No habrá tercera, Ronnie, porque me va a dar la cartera y todo se habrá acabado, incluso nuestro encuentro. ¿De acuerdo?
Interiormente, el inglés estaba muy contento. Era seguramente San Jorge quien le enviaba a ese palurdo americano, pero no debía demostrar que no quería otra cosa que desembarazarse de la maldita cartera.
—¡No estoy de acuerdo, Mike!
—¿De verdad? Me molestaría dejar viuda a Daisy, Ronnie...
—No se atrevería, en plena calle...
—¡Suba al coche!
—Pero...
—¡Suba, le digo!
Hunter no esperó a que el cuchillo le pinchase de nuevo la piel. Esto arreglaba tan bien sus problemas que tomó asiento en el coche sin rechistar demasiado. Cuando estuvo instalado al volante y Morton a su lado, la punta del cuchillo volvió a su costado. Fingió miedo:
—¿No podría retirar ese cuchillo, Mike? Le aseguro que es muy desagradable...
—¡Páseme la cartera, Ronnie, y me bajo!
—¡No tengo derecho, Mike!
—Reflexione, Ronnie: si le mato, me apodero de la cartera y el resultado es el mismo, ¿no? Entonces, ¿por qué no evitar llegar hasta ese extremo? Sería mucho más inteligente...
Hunter tomó la cartera con un gesto brusco y se la tendió a Mike.
—¡Váyase rápido! Yo... estoy deshonrado... ¡Desaparezca antes de que me recobre!
Morton no se lo hizo repetir. Agarrando la cartera, saltó fuera del coche, paró un taxi y le ordenó conducirle al hotel Magellan, vía Riccio. Sonriendo, Ronald esperó que se alejase para bajar a su vez y entrar en un café para telefonear a Feliksa.
A Ernst Nuber le gustaba Italia y no recordaba demasiado a su Idaho natal. Habría sido el más feliz de los hombres si el whisky hubiese sido menos caro en Bolonia. Todas las botellas que compraba para su bar, las ponía en lo que él llamaba, justamente, la reserva del patrón. Por fidelidad a su país de origen, había aceptado las ofertas de la CIA, convirtiéndose en el padrazo de todos los agentes USA, de paso por Bolonia, y que no querían mostrarse en el consulado, al cual Nuber transmitía lo que debían comunicarle. Entre ellos, Ernst sentía una simpatía particular por Mike Morton, cuya simplicidad le encantaba y cuya capacidad de absorción le entusiasmaba.
Al ver la cartera que Mike llevaba orgullosamente, Nuber supo que lo había conseguido. Se puso tan contento que abrió una vieja botella de «Bourbon» que guardaba para sus devociones personales. El bar del hotel estaba vacío y los dos hombres se entregaron al alcohol alegremente. En menos de cinco minutos, la mitad de la botella había desaparecido. Entonces solamente, Ernst inquirió:
—¿Ha sido duro?
—Bastante... los ingleses han estado a punto de ganar... ¡Les he dejado con un palmo de narices!
Nuber sirvió otra vez y brindaron por el fracaso de la pérfida Albión, esa vieja querida aliada.
—Y ahora, Mike, voy a telefonear... ¡Creo que habrá una buena prima para usted! Si tiene sed, no le dé vergüenza, ¿eh?
Morton tenía siempre sed. Cuando Nuber volvió, la botella de «Bourbon» tenía ese triste aspecto de las botellas vacías e inútiles. Ernst frunció las cejas y avanzó hacia Mike un rostro amenazante:
—¿Quién le ha permitido acabarse mi botella, Mr. Morton?
Mike creyó que era una broma.
—¡Mi sed, Mr. Nuber! ¡Ella manda, yo obedezco!
—¡Habrá obedecido por cinco dólares, mister Morton!
—¿Cómo?
—¡No se figurará que voy a ver, sin decir nada, cómo un inútil se bebe mi whisky personal, Mr. Morton!
—Pero, Ernie...
—¡No hay Ernie que valga! ¡Se ha conducido de una manera vergonzosa, Mike Morton!
—¿Bebiéndome el whisky?
—¡También! Pero sobre todo cogiendo una cartera sobre la que todos los servicios de contraespionaje de Bolonia tiene los ojos fijos. ¡Una trampa grosera que nos ha sido señalada por uno de nuestros agentes que trabaja con los ingleses y en la cual usted ha caído, Mr. Morton, como un principiante! Págueme mis cinco dólares y vuelva a subir a toda velocidad a Cá Capuzzi para coger el dossier que Soubray lleva, por lo que parece, encima.
Después de su llamada telefónica a Antonina, el mariscal se encontró con Tosca y su marido, en el living-room. Sin prisas por irse, porque estaba convencido que impresionaba fuertemente a la joven, se instaló en un sillón, lo que enfureció a Santo, cada vez más seguro de que era víctima de una cábala cuyo único fin era no dejarle un instante a solas con Tosca. Mordiéndose las uñas, soportó el interminable monólogo de Corrado hablando de Antonina y de sus éxitos femeninos, de las razones por las que se encontraba en Moglio y no en Bolonia donde su talento habría debido llamarle. Faliero estaba igual de exasperado por la verborrea del mariscal que por el aire de admiración sincera pintado en el rostro de su mujer.
Mientras tanto, el carabinero Silio Morano, sentado en el jardín, soñaba con su Gioconda. Metido de lleno en sus agradables sueños, no comprendió en seguida quién podía ser ese hombre que avanzaba hacia él titubeando. No reconoció a Soubray hasta que estuvo a su lado. Aunque carabinero, Silio Morano detestaba la vista de la sangre y el hilo rojo zigzagueando por la mejilla del francés le dejó paralizado. Morton había golpeado excesivamente y, a medida que le volvía la memoria, Jacques se preguntaba si no tendría el cráneo roto por algún sitio.
La aparición de Soubray herido, seguido del carabinero, puso término al discurso del incansable Corrado. Fue Tosca la primera que vio a Jacques y, dando un grito, corrió hacia él y le obligó a tomar asiento en el sillón que ella abandonaba. Llamado para ayudar, Emil se dio prisa en traer todo lo que hacía falta para curarle. Con sus dedos expertos, el mayordomo palpó el cráneo de Jacques y le convenció de que no veía nada grave, sólo un corte en el cuero cabelludo. No había necesidad de ser un psicólogo famoso para darse cuenta —simplemente por como lo cuidaba— de los sentimientos de Tosca hacia Jacques, y Santo se mordía los labios de rabia.
En cuanto al mariscal, algo contrariado al constatar que otro acaparaba la atención de la signora Faliero, esperó pacientemente que acabasen de cuidar a Jacques para interrogarlo. El francés, todavía un poco en las nubes, contó lo que le había pasado. Emil, constató filosóficamente:
—En total, esa famosa cartera que el signore Soubray ha defendido con tanto ahínco, está igualmente entre las manos de esa joven...
Jacques suspiró:
—Sí, Natacha parece haber ganado la partida...
El mariscal intervino:
—¿Qué partida, signore? ¡Exijo explicaciones!
—No, mariscal... en nuestro trabajo, no se explica jamás...
—¿Qué trabajo, signore, eh?
Al no responder Soubray, Santo informó a Corrado:
—¡Un espía! ¡Eso es lo que es, questo cavaliere! Questo cascamorto! (rompecorazones)
—¿Un espía? ¿Y por cuenta de quién espía usted, signore?
Gentilmente, Jacques aconsejó al mariscal:
—No se meta en esto... Es preferible... para su tranquilidad...
A Cario le gustaba mucho su tranquilidad, pero no quería dar la impresión de no estar a la altura de su cargo. El francés le salvó el prestigio, no dejándole escoger:
—Además, signore mariscal... no estoy verdaderamente en estado de discutir en este momento...
Tosca añadió:
—¡No es humanitario interrogar a un hombre herido!
Corrado protestó:
—No soy un verdugo, signora... ¡Cuídele, mímele, no veo ningún inconveniente... al contrario!
Faliero saltó:
—¡Pero yo sí que lo veo! ¡Mi mujer no tiene que mimar a nadie, salvo a mí!
El mariscal levantó insolentemente su mostacho antes de hacer notar:
—¿Quizás esta perspectiva no le encanta, signore?
—No le permito que...
—Yo le estoy dando simplemente mi opinión, signore.
—¡Pues le prohíbo que tenga opiniones respecto a mi mujer!
Tosca quiso calmar la pelea:
—¡Santo, cálmate! ¡Te pones en ridículo!
—Pero, ¡si eres tú quien me pone en ridículo!
—¿Yo?
—¡Sí, tú! ¡Tú que te comportas como una amante abandonada por este don Giovanni di paccotiglia! ¡Este campioníssimo de los Servicios Secretos que ni siquiera ha sido capaz, mientras lo tenía con él, de devolver a mi tío el dossier de su invención!
—¡Santo, te prohíbo que le hables a Jacques en ese tono!
—¿Te atreves a prohibirme algo, tú?
—¡Exactamente, yo!
—¡Ah! ¡Es el colmo! Pero, puestos a hacer, dime también que le amas.
—Claro que le amo... ¡y lo sabes bien!
—¡Oh!
Gustándole el juego y la vivacidad del diálogo, el mariscal se lanzó a duelo oratorio:
—¡Paren!
Tosca y Santo le miraron.
—¡La situación ha llegado al paroxismo! Ahora, signore, usted no puede hacer más que matar a su rival triunfante o matar a la esposa infiel, ¡o suicidarse! Yo me inclinaría por esta última solución...
—¡Déjeme en paz!
—Signore, usted introduce la grosería en esta tragedia humana... ¡Permítame decirle que es perfectamente inútil e incluso mezquino!
Faliero ignoró la opinión de Corrado para tomarla con su mujer:
—Tosca, tenemos que poner las cosas en su sitio. ¡De una vez por todas! ¡Desde que ha llegado este francés del diablo, todas las desgracias caen sobre nosotros! ¡Estoy seguro de que nunca un recién casado ha sido tan ridiculizado como lo estoy siendo desde ayer por la mañana!
—¿Y yo? ¿Crees que existe en el mundo alguien que haya tenido una noche de bodas parecida?
—¡Pero no es por mi culpa! ¡Todo es culpa de este individuo!
El individuo en cuestión, aprovechando que nadie se interesaba físicamente por él, se había deslizado a la habitación para llamar a Giorgio Luppo y rendirle cuentas de su fracaso. Mafalda, que le respondió, le dijo que el éxito de los rusos no era más que aparente. Gracias a los cuidados de Luppo, había corrido el rumor de que la cartera no era más que una trampa y de que Soubray llevaba los documentos encima. Le convenía, pues, a este último disimular en su ropa un falso dossier y lo más pronto posible, ya que sus colegas inglés, americano y soviético no iban a tardar en llegar.
Cuando Soubray volvió al salón, Faliero rompía su segundo jarrón. Tosca, llorando, juraba que volvía inmediatamente a casa de su madre, y el mariscal, sentado en un sillón como un espectador en el teatro, seguía la escena con apasionado interés. Emil se dedicaba a sus ocupaciones como si estuviese solo. La entrada de Jacques detuvo las operaciones para despecho de Corrado, que le atestiguó en seguida de su mal humor:
—Ahora que parece estar mejor, signore, ha llegado el momento de que hablemos seriamente. ¿Conoce a sus agresores?
—No.
—¿No? Pero no eran ese americano... ese inglés...
—He sido golpeado por detrás, mariscal... ¡Cómo podría designar a la persona que me ha atacado?
—Signore, tengo la molesta impresión de que se burla de mí y, a través de mi persona, de todo el cuerpo de carabineros, ¿eh? Es un juego peligroso... En todo caso, ¿conoce la identidad de la que le ha robado la cartera?
—Sí.
—¡Ah! ¡Bueno! Naturalmente, pondrá una denuncia y...
—No.
—¿No? ¿Le han robado y no pone una denuncia?
—No, ya que le he gastado una buena broma a esa pobre chica... ¡El dossier que deseaba está en mi bolsillo y no en la cartera!
—¿Qué prueba me da usted de su sinceridad, signore?
—Creo que no tardarán en traérsela ellos mismos...
—¿Quién?
—Los que desean absolutamente cogerme el dossier antes de que se lo lleve a su destinatario... y eso será cuando me encuentre perfectamente.
—En ese caso, signore, yo me quedo también. ¿Carabinero?
Silio llegó corriendo.
—¿Mariscal?
—Podemos ser atacados de un momento a otro. ¡Abra los ojos! Cuento con usted, ¿eh?
Morano salió, el ojo negro, las cejas fruncidas, el fusil a la altura de la cadera, dando a todos la reconfortante impresión de que tendrían que pasar sobre su cuerpo para llegar hasta ellos. Cario se precipitó al teléfono para anunciarle a su Antonina que se preparaba a lanzarse, con la cabeza por delante, a la gloria o a la muerte... y quizás a las dos cosas a la vez. Después de esta confidencia, la demasiado sensible esposa del mariscal tuvo que beber tres tazas de café, una detrás de otra, para encontrar fuerzas para arrastrarse hasta la estatuilla de yeso coloreado representando a San Francisco de Asís, a fin de suplicarle que protegiese a su irreemplazable esposo. Intentó incluso seducirlo con la oferta de una colección de cirios de los que —mujer prudente— Antonina no especificó el grosor.
Natacha llegó la primera a Cá Capuzzi, ganando por poco a Hunter. No tuvo tiempo más que de tirarse detrás de un enorme áloe para no ser sorprendida por su rival. El inglés, lejos de pensar que estaba siendo espiado, reflexionaba sobre la mejor manera de penetrar en la villa sin atraer la atención de sus ocupantes, cuando al ver a Morton que llegaba, las manos en los bolsillos, mascando su chewing-gum, se aceleró su ritmo cardiaco. Seguramente, el americano mantenía hacia él los mismos sentimientos que Hunter hacia Natacha, y por razones idénticas. Para estar preparado a toda eventualidad, Ronald tomó su revólver, pues no quería que Mike le cogiera desprevenido. Desde luego, sentía algunos remordimientos ante la perspectiva de disparar sobre él, mas la vuelta a Cockermouth era a ese precio.
Triunfando sobre sus escrúpulos, Ronald levantó su arma y apuntó cuidadosamente a una pierna de Morton. En el preciso momento en que iba a apretar el gatillo, sonó un disparo y una bala le quitó el sombrero. Se quedó tan sorprendido que ni pensó en tirarse al suelo más que cuando una segunda bala cortó una rama a menos de un centímetro de su nariz. Al oír los disparos, Morton sacó el arma a su vez. El inglés, habiendo situado el lugar desde donde le disparaban, replicó.
Mike adivinó en seguida que sus rivales intentaban matarse mutuamente y aprovechó para subir al muro donde la bala que le dirigió Morano hizo saltar trozos de piedra sobre su cara. Morano apuntaba bien. Sin insistir, el americano se dejó caer en el lugar de donde había salido. Ronald le acogió con una bala que le arrancó el talón de su zapato derecho. Furioso, Morton disparó a su vez y los tres agentes internacionales se dispararon mutuamente durante unos minutos.
Cario Corrado no era un miedoso, pero, como a todos los latinos, su imaginación le inclinaba a temer la idea del peligro mucho más que el peligro en sí. Bajo la amenaza de un fusil o de un revólver, veía —es exactamente el término que conviene— la ambulancia, el hospital, la sala de cirugía, la última visita del sacerdote. No era el miedo lo que le ponía las lágrimas en los ojos, sino el representarse a su Antonina con las ropas de luto. Una vez pasado este momento de emoción, cuando el deber al mismo tiempo que el honor ponían al mariscal en la obligación de actuar, lo hacía sin sombra de duda. Fue por eso por lo que el eco del primer disparo le empujó a agarrar convulsivamente los brazos de su sillón. El segundo, el tercero, le asustaron haciendo desfilar en su espíritu todo tipo de imágenes fúnebres, pero el sonido del fusil del carabinero le devolvió su sangre fría. Se levantó y, sacando su pistola, dijo:
—Creo, signore francés, que sus visitantes se anuncian... ¡Vamos a recibirlos!
—¡Gracias, mariscal! Mientras tanto, voy a irme por detrás y llegar a Bolonia.
—¡De acuerdo! ¡Buena suerte!
—¡Buena suerte a usted también, mariscal!
En el jardín, Cario Corrado se unió al carabinero.
—Silio, podría telefonear pidiendo refuerzos, ¿pero qué dirían Gioconda y Antonina? Mostremos a esos salvajes del Norte lo que valen los carabineros, ¿eh?
—¡A sus órdenes, mariscal!
—Entonces, escucha, Silio... Yo salgo por detrás de los cipreses, los cojo por la espalda. Si se rinden, los traigo y nos los llevamos. Si no obedecen, los destrozo. Tú, no te muevas de aquí. Les esperas. ¿De acuerdo?
Embriagado como su jefe por el perfume de la batalla, Morano se sobrepasaba a sí mismo y no se parecía en nada al joven tembloroso que la noche anterior había entrado, con el arma en la mano, en la villa de Cá Capuzzi. Llevados por el entusiasmo, Silio Morano y Cario Corrado se daban a ellos mismos una representación heroica en la que eran, al mismo tiempo, los actores y los espectadores. Mientras actuaban, se veían a sí mismos y se aplaudían. Borrachos, forzaban su talento; los héroes —en todos los países del mundo— sobrepasan siempre la medida.
El mariscal, cubierto por el arma del carabinero, se deslizó hasta los cipreses en el mismo instante en que Soubray se despedía de Tosca y de Santo. No quería que sus adversarios la tomasen con los dueños de la casa. Emil le acompañó hasta el balcón, por el cuarto de baño, pero Faliero, no queriendo que su mujer se preocupase, se ofreció para proteger la retirada de Jacques.
Por su parte, después de haberse disparado inútilmente, Morton, Hunter y Natacha decidieron pasar a una acción más positiva y, tomando cada uno un camino particular, llegaron a saltar al jardín de la villa cuando salía el mariscal y Soubray se disponía a hacer lo mismo. Carlo Corrado pasó tan cerca de Natacha que habría podido oírla respirar y, al mismo tiempo, pasó —sin pensarlo— muy cerca de la muerte. El inglés, la rusa y el americano convergían lentamente, reptando, hacia la casa, la vista fija en el carabinero que también estaba ojo avizor. En este sorprendente juego, los adversarios cambiaban de campo inconscientemente, aplicándose cada uno en entrar en casa del enemigo mientras este último ocupaba la plaza desocupada por el invasor. Mas, fatalmente, debían encontrarse en el vaso de bronce detrás del cual esperaba el carabinero. El mariscal, que había llegado sin dificultades al árbol donde su amor propio había sufrido tanto, inició un bonito movimiento rotatorio que le llevaba hacia la casa y debía permitirle sorprender, por detrás, a los que esperaba poner fuera de juego.
Emil trataba sin salir de su papel de criado de estilo, de tranquilizar a Tosca.
—Si la signora nos autoriza a dar nuestra opinión, le diremos que se equivoca preocupándose... El signore Faliero no arriesga nada.
—¿Pero, y Jacques?
La joven había replicado sin reflexionar y enrojeció hasta las orejas. El mayordomo bajó los ojos, contentándose con hacer notar:
—Conocemos suficientemente al signore Soubray para saber que saldrá perfectamente de su misión.
—¿De verdad, Emil? ¿Lo cree sinceramente?
—Estamos persuadidos, signora.
—Gracias...
El americano, el inglés, la rusa y el carabinero se vieron al mismo tiempo y dispararon en el mismo segundo. Eran todos excelentes tiradores. A Mike le tocó la bala de Natacha en la pierna, mientras la joven encajaba la de Morton en la espalda. Un poco más lento, Hunter falló a Morano que, él, no falló y le situó su bala en la pierna. El americano se dio prisa en retirarse comprimiéndose la herida con un pañuelo. Esperaba llegar al hospital antes de quedarse totalmente desangrado. Natacha le imitó y se fue hacia la salida. Sólo, Hunter, incapaz de moverse, fue agarrado por el carabinero que le puso las esposas. Con lágrimas en los ojos, Ronald pensó que transcurrirían muchos años antes de que se reuniese, en Cockermouth, con Daisy y los chicos.
Cuando Silio hubo traído a su prisionero al living-room, Tosca —ayudada por Emil— se puso a vendar al inglés, a quien la dulzura de la joven imponía aún más cruelmente el recuerdo de Daisy, con lo que estalló en sollozos. Tuvieron que ponerse los tres, incluido el carabinero ya carcomido por el remordimiento, a consolarle.
El eco de las detonaciones alertó al mariscal que, no queriendo estar ausente en el combate en curso, se precipitó; aunque se detuvo en seco y se lanzó tras un matorral al ver derrumbarse a Soubray bajo el golpe que le asestaba alguien que, inmediatamente, se inclinó sobre él para cogerle el dossier que tenía en la chaqueta. Corrado apoyó su revólver en una rama para disparar mejor, puesto que la distancia era grande, tan grande que no reconocía, o mal, al agresor del francés. Desgraciadamente, antes de que apretase el gatillo, el ladrón desapareció.
Mientras Emil hacía beber un vaso de grappa a Hunter, Faliero proponía alertar a Bolonia, a fin de que los agresores fueran arrestados al entrar en la ciudad. El mayordomo le disuadió, habiendo oído decir siempre que este tipo de historias no debían nunca ser desveladas ni llevadas al conocimiento del público. Además, el signore Soubray conocía a sus adversarios y, si lo consideraba útil, podría hacerlos prender cuando quisiese. Tosca tenía la misma opinión, que al menos tenía el mérito de dispensarles a unos y otros de cualquier acción. Pero, mostrando al herido, Santo —que no estaba del todo de acuerdo con su mujer— protestó:
—¿Y éste?
—Creo que, a éste también, deberíamos dejarle irse...
Faliero siguió protestando, ya que no admitía que personas habiendo agitado su quietud, estropeado su noche de bodas, y que se habían permitido golpearle pudiesen irse sin rendir cuentas. Se disponía a lanzarse a una violenta demostración de sus íntimos sentimientos cuando apareció el mariscal, llevando a Soubray a hombros. En seguida, Tosca gritó:
—¡Jacques!...
Y, sin preocuparse de su marido que quería retenerla, se precipitó hacia su amado para ayudar a Emil y Corrado a tenderlo en el diván. Hunter aprovechó el tumulto para deslizarse hacia la puerta y desaparecer. Perdiendo toda noción de la realidad, Tosca cubría de besos el rostro de Jacques a pesar de las imprecaciones de su esposo que se destrozaba los pulmones gritando:
—Tosca, ¡es escandaloso! Per Bacco! ¡Me estás deshonrando! ¡Y delante de todos estos hombres! Pero, ¡tú estás loca! Tosca, ¡te lo prohíbo!...
Sin embargo. Tosca ya no entendía nada. Para ella, sólo contaba una cosa: con sus ojos cerrados, su rostro lívido, y la sangre corriendo por sus cabellos, Soubray parecía muerto, y esto ella no lo aceptaba. Respetuosamente, Emil tomó a la joven por los hombros y la apartó suavemente a fin de inclinarse sobre Jacques, a quien palpó de nuevo el cráneo, bajo la mirada de los otros que todavía no se habían percatado de la desaparición del inglés, salvo el carabinero, que al darse cuenta, se precipitó al jardín. Al fin el mayordomo se levantó:
—Pensamos que, esta vez, tampoco hay fractura... ¡decididamente tiene un sólido cráneo! Pero si continúan golpeándole en la cabeza, acabarán volviéndole idiota... Le han golpeado con una pistola.
Faliero intervino:
—¡No es posible! ¡Le he acompañado hasta la verja y, cuando nos hemos estrechado la mano, estábamos solos!
El mariscal levantó un dedo sentencioso:
—¡Justamente, signore, justamente!
—Justamente, ¿qué?
—Puesto que estaba usted solo con el signore francés, es obligatoriamente usted quien le ha golpeado.
—¿Yo?
Ya Tosca, con el rostro endurecido, se dirigía hacia él:
—¿Has hecho eso, Santo? ¿Te has atrevido a hacer eso?
—Pero, veamos, Tosca, ¿tú me conoces? Este imbécil de carabinero está totalmente loco. ¿Por qué habría tratado de asesinar a Soubray?
—¡Por celos!
Santo se rio:
—Te quiero mucho; Tosca, ¡pero no hasta el punto de acabar mis días en prisión por tus ojos bonitos!
—¡Oh!
El mariscal protestó:
—Usted acabará seguramente sus días en prisión, signore, ¡porque yo le he visto golpear al francés!
—¿Usted me ha visto?
—Bueno, creo haberle visto.
—¡Ah! ¡Eso me gusta más!
—En todo caso, signore, hay una manera muy simple de disculparse. Muéstrenos que no tiene en el bolsillo de su chaqueta el dossier que llevaba el francés.
—¡Es inadmisible! ¿Con qué derecho se atreve...?
Pero, impasible, Corrado continuaba:
—Y luego, me da su revólver... Me gustaría examinarlo.
Entonces, bajo los ojos aterrorizados de Tosca e interesados de los otros, el dulce rostro de Santo Faliero se descompuso literalmente. Su boca se torció en una especie de rictus, sus maxilares resaltaron y su mirada, volviéndose más fría, más rencorosa, acabó una transformación inesperada. Desesperada, Tosca balbució:
—Santo...
Santo la tomó con ella:
—¡Es por tu culpa, especie de idiota, por lo que ha pasado todo! Podría no haber pasado nada, ¡pero has tenido que seguir queriendo a ese francés!
—Santo, te lo suplico... No es verdad,
¿no es así? ¿No has golpeado a Jacques para quitarle sus papeles?
El alzó los hombros:
—¿Qué te parece?
—No lo sé... ya no lo sé...
El mariscal avanzó:
—Yo sí que lo sé, signore.
Santo reculó rápidamente y, sacando su revólver dijo:
—Es usted demasiado inteligente, mariscal... En su oficio, es peligroso. Que no se mueva nadie... Lo que me molesta, es que voy a tener que mataros... No quiero dejaros detrás de mí, ¿eh? Pero dejaré mi arma cerca del francés con sus huellas y espero que se piense que él es el autor de estas muertes a las que yo he escapado por milagro, golpeándole... En cuanto al dossier, ¡habrá vuelto a coger el camino del país donde Soubray creyó inteligente ir a buscarlo!
Tosca se llevó precipitadamente la mano a su boca como para ahogar un grito; luego dijo con voz átona:
—Entonces eras tú... tú, Santo, quien robaste a tu tío. ¡Pero, por qué? ¿Por qué?
—¡Por unas razones que tu pequeño cerebro burgués no podría comprender! ¡Las invenciones de mi tío no deben servir para el triunfo del capitalismo, ni siquiera retrasar su caída!
El mariscal respiró al ver la silueta del carabinero que volvía con las manos vacías de su caza al inglés. Pero, Corrado no supo disimular su satisfacción, con lo que Faliero se volvió para acoger a Morano. El mariscal aprovechó para sacar su pistola y disparó antes de que el marido de Tosca, consciente del peligro, disparase. Faliero abrió mucho los ojos como si el acontecimiento le causase una enorme sorpresa. Intentó volver a levantar su arma, pero Corrado apretó de nuevo el gatillo. Santo vaciló. Se llevó lentamente la mano al pecho. Se adivinaba que ponía toda su voluntad para no caer. Paralizada por el miedo y la pena, Tosca era incapaz de moverse. De golpe, su marido se derrumbó. Emil se inclinó sobre él para levantarse inmediatamente:
—Se acabó.
Corrado subrayó:
—No podía actuar de otra manera, ¿eh? El mayordomo lo aprobó:
—Sin ninguna duda, signore mariscal... La signora y yo le debemos la vida...
Corrado se precipitó entonces al teléfono para llamar a su Antonina y decirle que había abatido a un enemigo de Italia, en particular, y del mundo libre en general. Sin duda esto le pareció algo enorme a la signora Corrado que se perdió en peticiones de explicaciones. Para convencerla, el mariscal llamó a Tosca que venía a buscar un chal a la habitación y le rogó que confirmase sus palabras a su mujer:
—Espera, dulzura de mi alma, te paso un testigo...
Estupefacta, no comprendiendo muy bien lo que deseaba Corrado, y quién se encontraba al otro extremo del hilo, la joven cogió el aparato y murmuró maquinalmente:
—Pronto?
—Signora, ¿es verdad lo que me dice Cario a propósito de esa terrible batalla?
El mariscal guiñó el ojo a Tosca y le dio a entender que se trataba de Antonina.
—Su marido es un héroe, signora...
Tendió el aparato al mariscal que se inclinó profundamente para agradecérselo antes de preguntar a su mujer:
—¿Entonces? ¿Has oído, palomita mía? Y sabes, ¡no puedes poner en duda la sinceridad de la que acaba de hablarte!
—¿Por qué?
—Porque es la viuda...
—¿La viuda? ¿Qué viuda?
—A la que acabo de matarle el marido, ¿eh?
La noche de ese mismo día, Tosca y Jacques tomaban el té en el living-room de la villa de Cá Capuzzi que iban a abandonar para volver a Bolonia. Los carabineros regresaron a Moglio y los servicios interesados habían venido a buscar el cuerpo de Faliero. La joven no conseguía tomar conciencia de la verdad. A pesar de la escena a la que había asistido, no llegaba a creer que el dulce, el modesto Santo, hubiese podido ser ese hombre cínico y duro, ese fanático dispuesto a sacrificarlo todo por la causa que defendía.
—¿Lo sospechabas, Jacques?
—Habría debido... Desde su desaparición, no hago más que pensar en los indicios que me daba, sin que yo prestase atención... Al principio de la última noche, cuando os dejé solos y él vino a buscarme al jardín, declaró haberme disparado sin reconocerme... Pero, yo le había hablado... Era pues, evidente que ya, en ese momento, trataba de suprimirme... No podían ser más que él o Emil quien liberó a Natacha... ¿Cómo sabía Santo que había unos ladrones y que trabajaban para la URSS, y por quien la rusa conocía el escondite de la cartera en la cocina? Otra vez, solamente Santo y Emil podían saber que la había disimulado en la lavadora. Además, en el entorno del profesor, se sospechaba de todos sus colaboradores, excepto de su sobrino... Mas, ¿quién estaba mejor situado que Santo para robar el dossier? Su astucia fue dar la alarma él mismo cuando creyó estar seguro de que sus amigos estaban fuera de alcance... Perdóname, Tosca, tengo que telefonear a mi jefe para anunciarle que nuestra trampa resultó y que Santo Faliero era el hombre que buscaba...
Como de costumbre, fue Mafalda quien respondió. Puesta al corriente, aseguró que haría lo necesario para que Faliero muriese oficialmente de una crisis cardiaca. Sólo las dos familias conocerían la verdad, y seguramente guardarían el secreto para escapar al deshonor...
Soubray, que le contaba esta corta llamada a Tosca, concluyó:
—Y todo el mundo en Bolonia llorará al tan gentil Santo Faliero que tenía tan buen porvenir y consolará a su pobre viudita...
—Es verdad... soy viuda... sin haber estado verdaderamente casada...
Soubray la cogió en sus brazos:
—¿Acaso crees que eso me da pena, querida mía?
Ella protestó débilmente:
—Vamos, Jacques... No debes hablar así... Santo ha muerto apenas hace unas horas... ¿Qué debe pensar Emil?
—Emil tiene demasiado estilo como para oír lo que decimos y, de todas formas, sabe perfectamente que no amabas a tu marido, que él tampoco te amaba, ¡mientras que yo, te amo y tú también me amas! En un año y un día, nos casaremos, si me quieres todavía.
—¡No si continúas este horrible oficio que te hace arriesgar la vida sin cesar!
—Te lo prometo, Tosca... Trataré de descubrir al fin dónde se esconde Giorgio Luppo y le explicaré que tiene que devolverme la libertad.
—¿Pero quién es entonces Giorgio Luppo?
—De quien dependo... Espero que admita que yo quiera vivir un poco como todo el mundo.
—¡Estoy seguro que lo admitirá si sabes explicarle cómo nos amamos!
—Estamos persuadidos, signora.
Tosca y Jacques se volvieron, un poco sorprendidos, hacia el mayordomo. Soubray sonrió:
—Gracias por remontarnos la moral, Emil, ¿pero cómo diablos puede ser usted tan afirmativo?
—Porque yo soy Giorgio Luppo.