4

Asombrados, Tosca y sui marido contemplaban al carabinero salido de no se sabía dónde. La cara rubicunda de Silio atestiguaba un júbilo intenso. Volvió ligeramente la cabeza para gritar:

—¡Puede venir, mariscal! ¡Ya los tengo!

Prudentemente, mirando desconfiado a derecha e izquierda, Carlo Corrado entró en la habitación, pero a la vista de Tosca, levantó el torso, alisó su mostacho con dedo ágil antes de preguntar con autoridad:

—Entonces, ¿han caído en la trampa, eh? Creían que se podrían ir tranquilamente, pero eso era sin contar con Corrado, ¿eh?

Demasiado orgulloso de su hazaña para haber vuelto a su timidez, Morano protestó:

—¡Y sin mí, mariscal!

Cario fulminó a su subordinado con una mirada altiva:

—Usted es el brazo y yo la cabeza. Morano, no lo olvide nunca, ¿eh? Todo lo que hace usted, yo lo he pensado antes. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, mariscal...

Morano no comprendió que no sería tampoco esta vez cuando haría admirar su medalla a sus amigos de Garugano. Corrado ya no se ocupaba de él y volvía a sus prisioneros.

—¿Dónde están las víctimas?

Faliero explotó:

—¿Las víctimas? ¡Pero si las víctimas somos nosotros!

El mariscal se rio:

—¡A mí con esas, signore! ¡Conozco todas las astucias criminales! ¡Ustedes han disimulado los cadáveres y se disponían a largarse cuando he aparecido para ponerme en su camino con una audacia, un desprecio del peligro que no se encuentra más que en los carabineros, cuerpo de élite! ¡Lástima que no haya un periodista o dos, eh! Ma qué! ¡la oscuridad conviene al soldado fiel a su deber!

Pálido, Santo cortó el discurso de Corrado:

—¿Va a acabar pronto?

El mariscal se sobresaltó. Silio, con la emoción —¡un civil hablando así a su superior!—, dejó caer el fusil. Se disparó y la bala se metió en la cabecera de la cama. Todos se contemplaron mutuamente, asustados por el peligro que acababan de correr. Cario no pudo decir más que, con voz estrangulada:

—Carabinero...

Avergonzado, Morano recogió su arma.

—Perdón, mariscal...

—Y si me hubiese matado, imbécil, sería a mi cadáver a quien pediría perdón, ¿eh?

Viendo el teléfono en la mesilla de noche, Cario se precipitó sobre él, cogió el aparato, compuso el número:

—¡Aló! ¿Antonina?... Es tu Cario... ¡Una carnicería! ¡Acabo de escapar milagrosamente a la muerte! Pero el cielo no quería privarte de tu esposo, ángel mío... Sólo te llamaba para tranquilizarte... Puedes dormir, pobrecita, ¡yo continúo! ¿Qué? ¿No dormirás?... Ma qué! La mujer de un soldado debe saber vivir en la inquietud... Sí, te lo prometo. ¡Seré digno de ti! Hasta pronto, si Dios quiere, ¿eh?

Exasperado, Santo cogió al mariscal por el brazo.

—¿Ya ha acabado, no?

—¡Atención! ¡La agresión a un carabinero en el ejercicio de sus funciones, puede llevarles lejos! ¿Dónde están los cuerpos?

—¿Qué cuerpos?

—¡Los de los desgraciados que han asesinado! ¿El conde Matuzzi, por ejemplo?

Tosca gritó:

—¿Han matado a mi padre?

Corrado la miró:

—¿Su padre? ¿Quién es usted, signora?

—Tosca Faliero, la hija del conde Matuzzi.

—La... ¿Y ése?

—Santo Faliero, ¡mi marido!

—¡Ah! Entonces, quizá ha sido un error, ¿eh? Y un error cuando es de buena fe, siempre se puede arreglar, ¿eh? ¿Dónde está el signor Vacchi?

—En Bolonia. Nos ha dejado su casa unos días.

—¡Ah!...

El mariscal miró a su carabinero y, con voz cuya dulzura escondía poco todo un mundo de resentimientos:

—Será necesario que tengamos una explicación, Morano...

Volviendo a Tosca:

—¿Decía, signora?

—Nos hemos casado esta mañana, mariscal, es nuestra noche de bodas.

—¿De verdad?

Faliero se metió en la conversación:

—¿Sabe lo que es una noche de bodas, mariscal?

—¡Tenemos nuestros recuerdos, signore! ¡Ah! ¡signora, los mejores momentos de la vida de una mujer! La crisálida se hace mariposa... Una noche que no se olvida nunca, signora, ¡nunca! Mire, a menudo, mi Antonina me dice: «Cario —soy yo— Cario, ¿te acuerdas?...»

—¡Nos importa un pito!

—Al signor Faliero no le gusta la poesía, parece. Lo lamento por usted, signora, porque una existencia sin poesía no vale la pena de ser vivida... Signora, permítame que le salude respetuosamente. El carabinero y yo nos retiramos, para dejarles saborear en paz esta alegría embriagadora... ¡única!

Con un perfecto «firmes», Cario Corrado saludó, ejecutó una admirable media vuelta a derecha y se dirigió a la puerta, con la cabeza alta. Morano, preguntó:

—¿Y qué hago yo, mariscal?

—¡Me sigue, imbécil!

Cuando salieron, Tosca, agotada, se dejó caer en la cama.

—¡Nunca había oído tantos disparos en mi vida y tiene que ser en mi noche de bodas!

Santo quiso abrazarla. Ella se debatió furiosa de repente:

—¡Déjame! ¡No vales más que los demás! Me habías jurado que contigo, si no la pasión, tendría una existencia tranquila y, en cambio, ¡me llevas a mitad de una batalla!

Para calmarla, Faliero cogió a su mujer en sus brazos. Ella se defendió:

—¡Déjame! ¡Te digo que me dejes!

—Y si la deja tranquila, signor, ¿eh?

Sonriente, el mariscal estaba de nuevo en el umbral de la habitación. Detrás de él, en la oscuridad, brillaba el cañón del fusil del carabinero. Después de un momento de silencio, Tosca cayó en la cama llorando y gimiendo, casi con una verdadera crisis de nervios. Santo iba a socorrerla, mas el mariscal le adelantó:

—¡Permítame! ¡Ya tengo costumbre, signor, no soy un principiante!

Se sentó en la cama al lado de la chica, acariciándole suavemente el cabello, los brazos, la espalda:

—Sí... sí... sí..., palomita..., gorrioncillo mío... Respira tranquilamente..., cierra los ojos, dulce niña de Dios...

Con los ojos exorbitados, Santo contemplaba la escena. Abrió la boca como para gritar, pareció arrepentirse y se sentó en una silla, la mirada vacía, el labio colgante.

—¡No es verdad!... ¡Hay algo trucado en alguna parte!... Me caso y porque me caso, a la vista de todo el mundo y con la aprobación de mis padres, todo se precipita... Un energúmeno me insulta en el ayuntamiento..., me pegan en la iglesia... Me refugio en la montaña para estar tranquilo con mi mujer... Un tipo al que no he visto en mi vida me pega una tunda, me ata a una silla... Mi rival vencido reaparece y me hace picadillo la cara... Los disparos suenan como en otros sitios los petardos y cuando espero librarme de esta banda de locos, ¡un mariscal de carabineros se pone a acariciar a mi mujer delante de mí! Ustedes dirán lo que quieran; aquí hay algo que no funciona...

Severo, Corrado le reprendió:

—Yo no acaricio a su mujer, signore, ¡la cuido! ¡Hay una diferencia! Y vea, ya está más calmada... Es que la mano de Cario Corrado, ¡es conocida! Y, entre nosotros, ¡hay más de una que le gustaría quedársela! ¡Pero está mi Antonina! ¡Le soy fiel! Fiel a su mujer y a la patria, ¡así es el mariscal Corrado!

Faliero, ya recuperado, reaccionó:

—¡Pues bien!, ¡el mariscal Corrado estaría muy inspirado yéndose, y a toda velocidad!

—¡Un momento!

—¿Cómo?

—¡Digo que un minuto, signore! Porque en fin, están los tiros... ¿Y si hablamos un poco de esos tiros, eh? ¡Son sospechosos esos tiros, si quiere mi opinión!

—¡Desde luego que lo son!

—¡Ah! ¿Confiesa? Y luego me contará que han venido aquí a pasar la noche de bodas...

—Es la verdad.

—¡Eso es lo que necesito que me demuestre, signore! He oído hablar de mandolinas, de guitarras, de acordeones, de flautas, de harpas, incluso de clarinetes o de trompetas cuando se tiene un espíritu marcial, para alegrar una noche de bodas, ¡pero nunca disparos! En América, los salvajes, ¡pero nunca en este país! Además, ¡está su cara!.

—¿No le gusta?

—Es repugnante, signore, positivamente repugnante. ¡Es el rostro de un vampiro que no se hubiese lavado la cara después de su última comida!

—¡Le prohíbo que me hable en ese tono!

—Perdone, signore, ¡no soy yo, es su madre!

—¿Mi madre?

—¡Italia, que reencarno en este uniforme! Para finalizar, he oído a esta joven, que usted trataba de violentar, ¡gritarle que la dejase!

Ma qué! ¡Es mi mujer!

—Eso está por probar y aunque así fuera, signore, ¡un hombre galante no se impone! ¡Morano!

—¿Mariscal?

—Vigíleme a esta pareja, que no digo que sea culpable —entérese, carabinero—, quizá ni siquiera sospechosa, ¡sino rara! ¡Esa es la palabra, carabinero! ¡Rara!..., mientras echo un vistazo por las demás habitaciones, a ver si descubro quizá —dese cuenta, carabinero, que digo quizá— el corpus delicti...

—¿El qué, mariscal?

—¡Demasiado para usted, Morano! No insista, sería de mal gusto... Signore, signora, hasta ahora, ¿eh?

Después de un amable saludo y una ligera inclinación del busto, en la más pura tradición de la cortesía italiana, Carlo Corrado volvió al living-room, donde estuvo un momento, probando los sillones uno detrás de otro y soñando que podía regalarle unos iguales a su Antonina. Inspeccionó la segunda habitación vacía, luego fue a la cocina donde delante del cuadro que se ofrecía a sus ojos, se quedó un instante paralizado por la emoción. Volviendo precipitadamente a la habitación ocupada por los Faliero, inquirió:

—Vengo de la cocina... ¡Prodigioso! Me ha recordado el único terremoto del que pude constatar los efectos en Calabria... ¿Qué horrible escena se ha desarrollado, pues, en esa cocina?

—¡Hace media hora que intento explicárselo!

—Pues bien, signore, le escucho.

Faliero empezó a contar los sucesos que habían pasado en la villa desde su llegada en compañía de Tosca. Cuando terminó de exponer los hechos, el mariscal alisó pensativamente su mostacho.

Signore, supongo que no se atreverá usted a burlarse de un mariscal de carabineros, ¿eh?

—¿Por qué me pregunta esto?

—Porque su historia es difícilmente creíble...

—Lo reconozco y si no tuviese mi rostro para probarme que no lo invento, ¡me imaginaría haber tenido una pesadilla!

Ma qué! Ese forzudo que les perseguía en motocicleta, que ha tratado de matarle, que le ha torturado, ¿no lo había visto nunca?

—¡Nunca!

—¿Y usted, signora?

—¡Nunca!

—¿Y ese Soubray qué buscaba?

Entonces, tuvieron que explicarle al mariscal quién era Jacques, la razón de su descabellada conducta a lo largo de todo el día. A medida que Tosca avanzaba en su narración, Corrado daba signos evidentes de un entusiasmo cada vez más difícilmente contenido. Al fin, no pudiendo aguantar más:

Signora, ¿cómo ha podido usted desesperar a ese chico hasta ese punto? ¡Ese desgraciado la ama con locura! ¡Ah, signora, permítame decirle respetuosamente que ha actuado mal!

Y, apuntando con el dedo al techo:

—...¡Se arriesga a que le guarden rencor, allá arriba!

Faliero no aceptó este arranque lírico por una mala causa.

—Mariscal, ¡le ruego que preste atención a lo que está diciendo! ¡Es a mi mujer, a la signora Faliero, a quien está hablando!

—Lo sé, signore, lo sé. Ma qué! ¡Me pongo en el lugar del poverello a quien le han robado la chica que ama! Si me hubiesen quitado a mi Antonina, ¡habría prendido fuego de un extremo a otro de la península! ¡Y habría matado al raptor, al seductor, al sobornador!

—¿Pero qué está diciendo?

—Si no hubiese sido carabinero, naturalmente... Y ahora, ¿y si me enseña sus papeles, eh?

Santo le dio el libro de familia, y sus carnets de identidad que el mariscal examinó cuidadosamente.

—¿Está convencido ahora?

—¡Lo estoy! Signora Faliero, tengo el honor de saludarla respetuosa y rápidamente... Comprendo la pasión devoradora del francés. Sólo contemplándola, se siente uno turbado, emocionado...

Faliero le hizo volver a tierra de nuevo.

—¡Cálmese usted, mariscal, y ayúdenos a salir!

—¿Para ir a dónde, signor?

—¡Volvemos a Bolonia!

—¡Imposible! No tengo derecho a dejar mi circunscripción y se arriesgan a que les ataquen en la carretera. Pasarán la noche aquí en esta agradable habitación. Yo velaré, con el carabinero, sobre su sueño y sus amores.

—Pero...

—¡Es una orden, signor Faliero! ¡Una orden que me dicta mi responsabilidad! ¡Piense que quizás el francés llora por los alrededores inmediatos la pérdida de su amada! ¡Los amantes desesperados son capaces de todo, signor el Buenas noches, signora... Buenas noches, signore... No se preocupen de nada: ¡Corrado está aquí! ¡Venga, Morano! ¡Y tacto! Discreción, chico...

Cuando se encontraron solos, Tosca susurró:

—No estamos locos el uno y el otro, ¿verdad?

—No, querida mía...

—Entonces, ¿ese carabinero existe?

—¡Desgraciadamente!

—¿Y si telefoneo a papá?

—No te creerá y me pondrías en ridículo: aunque debo estarlo bastante a tus ojos, ya...

—No, Santo, no... Hemos sido víctimas de algo monstruoso, impensable... Tratemos de dormir, pero con todos los peligros que nos rodean, yo no me desnudo.

Tosca se quitó los zapatos, imitada por su marido. Se estaba quitando su blusa para ponerse la bata cuando, una vez más, entró el mariscal. La joven dio un grito y se escondió bajo las mantas. Corrado saludó después de una nueva inclinación.

—¡Saludo a la belleza y al pudor signora!

En calcetines —lo que le quitaba peso a su cólera— Faliero gritó:

—¡Lárguese usted!

—Está delante de una dama, signore, cuide sus expresiones, ¿eh? Una simple llamada telefónica a mi Antonina, para tranquilizarla. Estoy seguro de que la señora lo comprenderá... la solidaridad entre mujeres, ¿eh?

Mientras el mariscal se dirigía al teléfono, Santo miraba a su mujer de la que sólo se veían los ojos, luego separó los brazos en un gesto de impotencia.

—¡Hola! ¿Antonina? Es tu Cario... Todavía intacto, corazón mío, ¡y siempre amante! He estado muy bien en una situación difícil, por no decir delicada... Tú me conoces, miel de mis días, soy más bien modesto, ¿eh? Si te aseguro que he estado bien, puedes creerlo... ¿Dónde estoy? En el dormitorio de dos jóvenes que se disponen a iniciar su noche de bodas... Si la vieses, Nina, ella es casi tan bonita como tú lo eras... ¿Qué? ¡Oh! Nina, ¿cómo puedes pensar algo así?

Puso una mano discreta en el micrófono y lanzó a Tosca, con aire de intenso júbilo:

—¡Está celosa!

Luego volvió a su mujer.

—No continúes, Antonina, me darías pena y ya sabes en qué estado me pongo cuando me das pena, ¿eh? Entonces, ¡no insistas más!... Claro, la dejo con su marido... No, no creo que sea tu tipo, al menos eso pienso..., mucho menos guapo que yo... y luego sin ese andar marcial que tanto te gusta, ¿eh? Buenas noches, muñequita mía... Te beso en el cuello, bajo tus rizos... ¡Ah!, ¡ah!, ¡ah!

—¡Espero no haber sido indiscreto!

Estaban estirados uno al lado del otro en la cama, con la colcha sobre sus piernas. Trataban de dormir, y no lo conseguían. A Santo, con fiebre por los golpes recibidos, le dolía todo. Oyó a Tosca llorar suavemente. Torpemente, le cogió la mano con la suya:

—No llores, Tosca...

—No puedo impedirlo cuando pienso en todo lo que esperaba... No pedía demasiado, tampoco... La menor empleadilla de Bolonia tiene derecho a esa existencia tranquila que todo el mundo se pone de acuerdo en negarme. ¿Por qué? Estoy segura de que, desde que existe el mundo, ¡nunca una mujer ha tenido una noche de bodas como la mía!

—¡La culpa es de Soubray!

—Santo, ese hombre que deseaba tanto encontrarlo, ¿crees que lo habría asesinado?

—¡Eso espero!

—¡Oh!

—Escucha, Tosca, no me gustaba demasiado Soubray, pero después de hoy, ¡le odio! Jamás olvidaré lo que nos ha hecho y me pregunto cómo puedes todavía pensar en él sin asco.

—Quizá porque he pensado demasiado tiempo en él con ternura... Tú lo sabes, Santo.

—Sí..., pero lo que no sé, es por qué no hay llave en ninguna de las puertas.

—El tío Dino sufre claustrofobia... Le tiene horror a estar encerrado. Viviendo solo, teme siempre estar enfermo y que no se pueda llegar a él.

—¡Por culpa del tío Dino, no tenemos la posibilidad de encerrarnos! ¡Nos lo podría haber dicho!

—¿Quién habría podido prevenir lo que nos esperaba aquí? Santo, ¿crees que los carabineros nos velan?

—¿Y qué otra cosa podrían hacer?

—¿Dormir?

—¡Los carabineros, no! Pero tú deberías tratar de descansar...

—Buenas noches, Santo.

—Buenas noches. Tosca.

Llena de buena voluntad, cerró los ojos y empezó a dormirse, mas un ligero chirrido la arrancó del sopor sosegado por el que se deslizaba. Abriendo los ojos, vio entreabrirse ligeramente la puerta del baño. Luego la puerta se abrió totalmente y una sombra se introdujo en la habitación. Tosca se acordó de que el cuarto de baño tenía una ancha ventana, de vidrio emplomado, que daba al balcón circular. Se lanzó, asustada, sobre Santo, que se sobresaltó:

—¡Eh! ¿Qué pasa?

—Santo... ¡hay un hombre en la habitación!

—¿Un hombre? ¡Estás soñando!

Se volvió y encendió la lámpara. Había un hombre al pie de la cama.

—¡Usted!

—Yo mismo. Una suerte que no sea mi fantasma, ¡con todas las balas que me ha disparado hace un momento!

—¿Y qué es lo que quiere ahora?

—¡De usted nada! ¡Ni siquiera de esa desgraciada que empieza a pagar el precio de su traición!

Como movida por un resorte, Tosca saltó de la cama, ¡y Soubray vio con regocijo que no se había desnudado!

—¡Fuiste tú quien me traicionó!

—¿No tienes vergüenza? Te acabo de encontrar acostada con otro.

—¡Es mi marido!

—¡Ah! ¿Confiesas, eh? Eres tú quien se ha casado, ¡no yo! ¿Y con quién te has casado? ¡No conmigo, supongo!

—¡No, evidentemente!

—Entonces, ¿quién ha traicionado?

Cogiéndose los cabellos con las manos, Tosca se puso a gemir lúgubremente:

—¡Virgen santa! ¡Me están volviendo loca! ¡Tendrán que internarme! ¡Ya no sé con quién me he casado! ¡Ya no sé dónde estoy! ¡Socorro! ¡Socorro!

Despiadado, Jacques sentenció:

—¡Es el principio del castigo!

A su vez, Santo se levantó:

—Soubray, ¡aquí va a haber una desgracia!

—¡Ya ha tenido lugar cuando esta desgraciada ha dicho sí al alcalde, esta mañana!

—¿Qué esperaba usted introduciéndose aquí, en plena noche?

—¡Encontrar mi cartera!

Y, sin más preámbulos, Jacques apartó a Faliero y pasó la mano bajo el colchón para sacar su cartera.

—La había escondido antes de ir a salvarle de ese gorila americano que le tomaba por un punching-ball... He tenido que esperar a que los carabineros se durmiesen y, ahora, no me queda más que desearles las buenas noches...

—¡Espere!

A la orden de Santo, Jacques suspendió su movimiento de retirada.

—Espere, Soubray... ¿Cree usted que tiene el derecho, el poder de intentar hacernos perder la razón, a Tosca y a mí? ¿Se figura usted que vamos a aceptar ser sus víctimas hasta que decida parar? ¡Pues bien! ¡Se equivoca, especie de crápula! ¿Dice usted que le he disparado en el jardín, hace un momento? ¡Pues lo único que siento es haber fallado! Signor Soubray, ¡un error como ese se puede reparar!

Mientras hablaba, Faliero había vuelto a la mesilla de noche para coger su pistola, que ahora apuntaba a Jacques, aún incrédulo.

—¿No me irá a disparar a sangre fría?

—Se ha introducido usted en mi casa en plena noche... me ha golpeado... ¿Quién se atrevería a reprocharme el haberme defendido?

—Tosca no permitiría...

—¡Cuando yo mando, Tosca se calla! Estamos en Italia, signore francese, no en su país, ¡y nuestras mujeres nos obedecen!

Soubray comprendía perfectamente que en el estado de exaltación en que se encontraba su rival, se arriesgaba mucho a morir. La puerta estaba lejos... ¿Llamar a los carabineros? Llegarían demasiado tarde. Se resignaba ya a esta muerte estúpida cuando Tosca —cuyo silencio hubiese debido intrigar a los dos hombres si sus pensamientos no estuvieran atrapados en su propia cólera— se lanzó sobre su marido quien vaciló, desequilibrado, y la bala se alojó en el suelo. Jacques dio un salto hasta el cuarto de baño y desapareció mientras la puerta del living-room se abría de una patada y ordenaban:

—¡Protección de disparo desde el suelo! ¡Cuerpo a tierra, Morano!

El carabinero obedeció:

—Y, ahora, ¡disparo sobre todo lo que se mueva! ¡Fuego a voluntad!... Entonces, ¿qué? ¿Dispara o no dispara, Morano?

—Mariscal, ¡no se mueve nadie!

—¿Hay algún muerto?

—Me parece que no, mariscal...

Cario Corrado avanzó prudentemente la cabeza, lanzó una rápida ojeada por la habitación y, de nuevo, con toda su soberbia dijo:

—¿Quién ha disparado?

—He sido yo.

—¿Usted, signor Faliero? ¿Y sobre quién, eh?

—Sobre el francés.

—¿El francés enamorado de la signora? Un atrevido, ¿eh? ¡No renuncia fácilmente! ¡Un hombre de mi estilo! Me gustaría conocerle...

—¿Y si le persigue?

—Antes, ¿por qué ha intentado usted matarle, signore?

—Porque no me gusta que alguien se introduzca en mi habitación por la noche, mientras duermo, salvo cuando se trata de carabineros, naturalmente...

—¿Y usted no había invitado al francés a entrar?

—Ya he tenido el honor de indicarle que me acabo de casar con la signora, aquí presente, ¡y por extraordinario que parezca, esta es nuestra noche de bodas! Ignoro cómo se hace en su pueblo, mariscal, pero en Bolonia, ¡nos gusta ser sólo dos para esta ocasión!

Con voz resignada, Tosca subrayó:

—Hubiera sido lo mismo irnos a la sala de espera de la estación. No habría habido mucha más gente y habríamos tenido más seguridad...

Cario Corrado saludó, se inclinó y con voz enamorada:

Signorina, ya sabe que no debe temer nada mientras esté cerca de usted.

Tosca encogió los hombros y le dio la espalda.

—¿Tengo la desgracia de no gustarle, signora? ¡Sería la primera vez que una dama se enfada con Cario Corrado!

Santo se contenía desde hacía demasiado tiempo para no vaciar su corazón de una vez por todas:

—¡Un pelele, eso es lo que es usted, mariscal! ¡Un pelele ridículo, ni siquiera capaz de ejercer su oficio!

Signore, ¡su rival francés me resulta cada vez más simpático!

—¿Sin duda es por eso por lo que le ha dejado escapar?

—Mil perdones, signore, ¡es usted quien le ha disparado... es usted quien ha fallado, luego es usted quien le ha dejado escapar! ¡y además, a mí no me ha hecho nada ese hombre! ¿Por qué quiere usted que le detenga?

—¿Y el estado en que me ha puesto la cara?

—Debe ser que usted le exasperó porque yo, signore, si no llevase mi uniforme, tendría un enorme placer partiéndole la cara... aunque ya se lo han hecho, y me excuso, signora, por la vulgaridad del término. Pero, voy a buscar a su enemigo, ¡contra el que no es capaz de defenderse solo! Si no estuviese la signora... en fin... Entonces, ¿cómo es este empecinado?

—Un tipo banal...

—Perdone, signore... Hablaba con la signora. Tengo la impresión de que ella le conoce mejor que usted... La escucho, signora.

—Es grande... Es moreno... Es guapo...

—¿Mucho?

—¿Perdón?

—Porque, signora, en Italia, los hombres guapos no faltan... Entonces, ese signore es bastante guapo... belleza banal, clásica... en fin, ¿cómo lo ve usted? O, entonces, es verdaderamente bello en el género de las estatuas de Miguel Angel o de Donatello... ¿la belleza con, además, la gracia? O bien es muy bello, ¿cree, signora, que se trata de esa belleza que te corta el aliento y te vuelve esclavo desde la primera mirada que te roza?

—No, tampoco hasta ese punto...

—Entonces ha tenido usted más suerte que Antonina... ¡Pobre corderita!... Había ido a San Gimignano en peregrinaje... Ella había venido con otras chicas toscanas... Cuando nuestras dos procesiones se cruzaron, ¡ah! signora... fue algo terrible, inolvidable... Cuando mi mirada topó con la suya, ella titubeó, cayó de rodillas... y se acabó.

—¿Se acabó?

—Nunca más pudo volverse a levantar. ¡Hace once años que está de rodillas ante mí! Y que es feliz, signora, como le deseo a usted que lo sea... ¿Carabinero?

—¿Mariscal?

—Vamos a buscar cuidadosamente —para calmar a este signore que parece creer que el cuerpo de los carabineros fue creado con el único fin de distraer a las clases pudientes con insomnio— vamos a buscar este hipotético francés que rueda por los...

El primer disparo le cortó la palabra al mariscal. El segundo le hizo mirar con inquietud a sus compañeros. El tercero estuvo a punto de mandarlo a esconderse, mas el grito de Santo Faliero: «¿Lo cree ahora?» le devolvió una clara noción de su deber. Saltó al teléfono:

—¿Antonina? Soy Cario... Quería decirte simplemente que salgo ahora para el combate... Los disparos suenan por todas partes... ¡Sé fuerte, amor mío, como yo lo soy! Y si no vuelvo, ¿me prometes ser fiel a mi memoria? Gracias.

Colgó pausadamente, sacó su pistola, quitó el seguro.

Avanti, carabinieri!

Y salió a paso gimnástico con Morano.

En seguida, los disparos crepitaron: el mariscal y su subordinado parecían decididos a no ahorrar sus municiones.

Tosca preguntó a su marido:

—¿Sobre quién pueden disparar así?

Disparaban sobre todo, y Ronald Hunter, del MI5 británico, sorprendido por este refuerzo inesperado ayudando a Soubray, al que había pensado tener a su merced, se creía de vuelta a la época del desembarco de Dunkerque. Con la nariz en un ramillete de euforbas, dejó pasar la tormenta. Al inglés no le gustaba su oficio; no obstante, lo hacía escrupulosamente, persuadido de que cada misión lograda le acercaba al feliz momento en que tendría, al fin, derecho a volver con Daisy y los niños a Cockermouth. Gracias a esta convicción, Ronald estimaba que su principal preocupación debía ser conservar su esposo a Daisy que hacía tan bien los cakes al chocolate. Con la idea de los «high-teas» de antaño, el pelirrojo sonrió en las euforbas, sin ocuparse más de las fantasías guerreras del mariscal y su carabinero. Llevado por una ola de aromas culinarios evaporados, sin embargo, hacía ya mucho tiempo, el marido de Daisy se perdió en sueños confortables, sonriendo a las escenas caseras a las que el eco de los disparos italianos no les quitaba en absoluto la claridad.

A pesar de su natural optimismo, Ronald Hunter, después de su fracaso en el café de Paolo Chiafino y de su afrenta, había estado a punto de abandonar la partida. Se creía quemado y fue más que nada para calmar su conciencia profesional por lo que, por la noche, decidió rondar el Palazzo del Genio Civile. La vista del equipo soviético le reconfortó. Ella también había fracasado... Pero se inquietó al no ver a Mike Morton. Hacia la medianoche, le advirtieron que Soubray se encontraba en la recepción de los Matuzzi. Cuando llegó a la vía San Vitale, los recién casado acababan de marcharse, seguidos de Morton. El británico tardó demasiado tiempo en enterarse de los últimos acontecimientos y tuvo que utilizar varios medios de locomoción para llegar a Cá Capuzzi. Llegaba, cuando vio salir a un hombre corriendo, con una cartera en la mano. Hunter no había dudado en disparar, pero el otro respondió, y siguió un tiroteo que se complicó con el fuego de los carabineros, salidos de la villa; lo que hacía que el marido de Daisy no comprendiese gran cosa de la situación. Viendo de nuevo al portador de la cartera deslizándose otra vez en la villa, se decidió a penetrar, si antes no caía bajo las balas con las que ese par de imparables continuaban regando el jardín a su alrededor.

—¿Es algo así, la guerra?

—Sabes, Tosca, no tenía más que catorce años cuando se acabó la última, pero me parece que los combates de vanguardia deben parecerse a lo que oímos...

Apelotonados los dos en la cama, escuchaban el cambio de disparos del que no llegaban a comprender las razones. Resignada, Tosca ya no lloraba. Aceptaba lo absurdo de la situación.

—¿Te parece que va a durar mucho tiempo, Santo?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

—¿Hubieras creído que el hecho de decirle «sí» al alcalde podía desencadenar toda esta serie de sucesos?... ¡Se diría que innumerables fuerzas se han unido contra nosotros para impedirnos disfrutar del más mínimo instante de reposo!

—Quizá, Tosca, ¡pero te juro que, a partir de ahora, se acabó!

Dejó su revólver para tomarla en sus brazos.

—Ten confianza en mí, nadie vendrá a molestarnos, ¡no lo permitiría!

Emocionada por el acento convincente de Santo, cansada también, Tosca iba a abandonarse cuando mandaron brutalmente:

—¡Arriba las manos o disparo!

Se separaron y, volviéndose hacia el cuarto de baño, vieron a un pequeño pelirrojo que les amenazaba con su revólver. Santo juró groseramente; Tosca, al borde de la locura, estalló en risas y no recobró la respiración más que para decirle al intruso:

—¡Entre pues, por favor!

Hunter dudó, un poco desorientado por la inesperada acogida, mientras Faliero decía a su mujer:

—¿En qué estás pensando, Tosca, para invitar a este individuo a entrar aquí?

—Mejor tomar las cosas por el lado bueno, Santo. Sin duda está escrito que todo el mundo nos visitará en nuestra noche de bodas...

—Allá tú si quieres aceptar las cosas con resignación, ¡yo no!

Y empezó un gesto tratando de atrapar su pistola. La voz del inglés le clavó en su sitio:

—Mejor no lo intente, signare... Disparo bien.

—En fin, ¿qué es lo que quiere usted? Y, de entrada, ¿de dónde sale?

—Eso no le importa. Lo que quiero, es que me digan dónde se esconde.

—¿Quién?

Tosca cogió el brazo de su marido y dirigiéndose a Hunter:

—Un minuto, signore, déjeme adivinar. ¿No se tratará, por un sorprendente, un increíble azar, de Jacques Soubray?

—Sí.

Triunfalmente, la joven le gritó a su esposo:

—¡Estoy progresando, Santo! ¡Verás cómo acabo comprendiendo algo de lo que pasa!

—Yo, hace tiempo que he comprendido que mientras Soubray no repose a seis pies bajo tierra, no tendremos paz. Usted, pelirrojo, ¿está buscando a Soubray, eh?

—Sí.

—¡Entonces encuéntrele, amigo! Y cuando lo haya atrapado, ¡si necesita que le eche una mano para mandarlo al otro mundo, llámeme!

A Ronald Hunter no le gustaba mucho esta pasión.

—¿Es que no le gusta?

—¡Es lo menos que se puede decir!

—Entonces, ¿por qué no le busca usted por su cuenta?

Faliero señaló a Tosca.

—Porque no quiero dejarla sola: ¡sería capaz de raptármela!

—Ya veo...

En verdad el inglés no veía nada en absoluto, pero, en su oficio, hay que hacer ver.

—...Y, en su opinión, ¿por qué lado se escondería?

—Detrás de la fuente, en el jardín, en dirección del muro y los cipreses.

Cuando el pelirrojo volvía al cuarto de baño, para llegar al balcón, y luego al jardín, Tosca le detuvo:

Signore... ¿usted detesta a Soubray?

—¿Yo? ¡Vaya idea!

—¿Pero si creía que tenía intención de matarlo?

—¡Sólo si estoy obligado! Es un colega... No tenemos ningún interés en molestar si no estamos obligados.

Se fue dejando a la joven perpleja.

—Santo... Me habían enseñado que el matrimonio y lo que seguiría me darían una nueva visión del mundo. Más bien tengo la impresión de actuar, a pesar mío, en un film surrealista donde la lógica no tiene ninguna importancia, donde las reglas sociales se toman a broma... Santo, ¿se ha visto alguna vez mujeres encerradas, el día siguiente de su boda, en un sanatorio siquiátrico?

—Lo ignoro, querida... ¿por qué me preguntas esto?

—¡Porque creo que es la suerte que me espera

—¡Estás loca!

—¡Lo ves!

—En fin, ¡no es eso lo que quiero decir. Tosca! estoy loca, ¿lo entiendes? ¡Loca! ¡Loca!

—Te lo suplico, querida, ¡cálmate!

—Y a ti, Santo Faliero, ¡te detesto! ¡Eres un mal hombre! Delante de mí, ¡has osado decirle a ese pelirrojo desconocido que matase a Jacques si podía!

—¿Pero, qué es lo que necesitas para abrir los ojos y obligarte a admitir que ese maldito Jacques es el origen de todo?

Sin responder, la joven saltó sobre la pistola de su marido que se había quedado sobre la mesa.

—Si el pelirrojo mata a Jacques, ¡te mato, Santo!

—Pero, yo soy tu esposo ante Dios y ante los hombres, Tosca.

—Verdaderamente, ¡no es el momento de recordármelo!

—Acabarás por hacerme creer que te arrepientes de nuestra unión.

—¡Y cómo! Si esto es el matrimonio, ¡no se lo aconsejaría ni a a mi peor enemiga!

—Veamos, Tosca mía, eres lo bastante inteligente para comprender que todo lo que estamos sufriendo no tiene nada que ver con nuestro matrimonio... con el sacramento... Es una venganza de Soubray complicada de sucesos cuya significación se me escapa.

—Pero, Santo, ¿estás de acuerdo en afirmar que el coloso que te ha golpeado, el pequeño pelirrojo, los carabineros, no son indispensables para nuestra noche de bodas?

—¡ Evidentemente!

—¿Entonces por qué están aquí? Faliero separó los brazos para significar su incapacidad total para responder, para encontrar una explicación. Estaba tan divertido que Tosca no pudo dejar de hacer notar:

—Pareces un pingüino, Santo...

Mas, como había desamparo en los ojos de su marido, añadió, amablemente:

—...Pero, me gustan mucho los pingüinos...

Dirigiendo mentalmente un último adiós a Jacques, fue a abrazarse con Faliero quien cerró sus grandes brazos alrededor de ella mientras el mariscal Cario Corrado entraba en la habitación y, llevándose la mano a la visera de su gorra, dijo:

Scussi... signora, signore... ¡Vengo a rendir cuentas!

Santo quiso protestar, pero le fallaron las fuerzas. Le tocó a Tosca calmarle:

—Era evidente, amigo mío... Es suficiente que nos acerquemos mutuamente para que las puertas se abran...

Impávido, el mariscal continuaba:

—Creo poder asegurar a la signora que ya no tiene nada que temer. ...El individuo ha dado la impresión de huir más allá de los límites de la propiedad... Cuando se haga de día, buscaremos las huellas. ¿Me permiten?

Descolgó una vez más el teléfono:

—¿Aló?... ¡Ah!, ¿estás ahí, Antonina? ¿Estás de guardia cerca del aparato? Está bien. Estoy orgulloso de ti, mi palomita valiente. No haces más que tu deber, pero lo haces brillantemente, ¡te lo dice un mariscal!... Aquí, esto se calma. Hemos tenido un furioso encuentro. Gracias a Dios, todo está en calma por el momento... Creo que el carabinero Morano, y yo mismo, volveremos por la mañana. Cuento con calentarme en tus brazos, ¡oh, Antonina! ¡Ah! Sí, habría querido que hubiese muchos más adversarios, alma mía, ¡sólo para abatirlos en tu nombre!

Con el aparato en la oreja, Cario Corrado se volvió ligeramente para sonreír a Tosca, mas su sonrisa se colapso, ya que en el umbral de la puerta del cuarto de baño, un hombrecito con pinta de ser terriblemente malvado apuntaba al mariscal su pistola. Cario suspiró estranguladamente y, en el otro extremo del hilo, esta onomatopeya tuvo sobre Antonina el efecto de un SOS desesperado. Gritó, inquieta:

—Cario mío, ¿qué está pasando?

De color verde, el mariscal balbució:

—Caído en la trampa, Nina... la muerte me mira... Adiós, amada mía...

Desde la cama donde estaban sentados, contemplando el espectáculo que ya no les emocionaba, Tosca y Santo oyeron a través del aparato el ruido de la caída de Antonina en el suelo de su habitación. El mariscal se levantó y, habiendo puesto el teléfono en su sitio, se dirigió al pelirrojo:

—¿Entonces, signore?

Mientras lanzaba esta pregunta, Corrado bizqueaba del lado de la puerta del living-room que vio abrirse suavemente. Respiró a sus anchas, deseando que el carabinero se diese un poco de prisa.

—¿Dónde está el hombre sobre el que disparaban hace un momento?

—Lo ignoro, signore... ¡Sin duda ha escapado!

—Si hubiese escapado, ¡habríamos oído el motor de su coche!

El mariscal, asqueado, se dirigió a Santo y Tosca:

—Me habían dicho un moreno grande...

—¡Si no es él, mariscal!

—Entonces, ¿toda la población de la Emilia se ha dado cita aquí, esta noche? Faliero confesó lamentablemente:

—Empiezo a creerlo.

Tosca dejó oír una risa cantarína cuyos trinos se enredaron en las ramas de los árboles respondiendo a la canción del chorro de agua en el vaso de la fuente. Ronald Hunter odiaba esta alegría italiana —que no sabía nunca si era sincera o simulada— y gritó:

—¡Basta!...

Se callaron, contemplándole como a un bicho raro.

—¡La situación es grave y parece que ni lo sospechan! Están en juego enormes intereses, intereses delante de los cuales la muerte de un hombre, de una mujer, o de un mariscal de carabineros, ¡no tendría más que una importancia relativa!

Cario intentó protestar:

—Permítame, signore...

—¡No! Tengo que encontrar a Soubray, o a su cadáver... ¡y rápido!

—Tenga cuidado, signore, si no deja su arma sobre la cama, es su propio cadáver a quien se arriesga a encontrar, ¿eh?

El inglés se sobresaltó, mas, siguiendo la dirección de la mirada del mariscal, vio a un carabinero que le apuntaba con su fusil. Hunter, buen padre de familia, tiró su arma en la cama que debía ser nupcial. Cario carraspeó. La situación le volvía a sonreír. Alzando ligeramente el mostacho con un golpe de pulgar algo arrogante, comentó la coyuntura:

—Entonces, signore, ¿qué dice usted de esto, eh? Tendré que cachearle; ¿querrá perdonarme? Morano, mantenga el dedo en el gatillo de su arma y al menor gesto sospechoso... ¿Comprendido?

—¡Sí, mariscal!

—Y, al menos, dado el caso, apunte bien, ¿eh?

—¡Cuente conmigo, mariscal!

Silio Morano estaba tan ensimismado en su labor que no oyó abrirse la puerta detrás de él. Bruscamente, se sintió levantado por los aires y antes de tener tiempo de preguntarse nada llegaba, con la cabeza por delante, sobre la pareja Faliero. Santo, al recibir la masa del carabinero en el estómago, se desinteresó en el acto de la continuación de los acontecimientos. En cuanto a Tosca, aplastada bajo el peso del soldado, se contentó con señalar:

—¿Le parece a usted que así se comporta un carabinero?

El mariscal, no habiendo asistido al vuelo de su subordinado, sólo lo vio cuando estaba tirado en la cama. Gritó, ultrajado:

—¡Morano!

Ronald Hunter aprovechó la ocasión y, de un empujón, envió a Cario Corrado a reunirse con el carabinero y los Faliero, sobre la cama, donde se formó un extraño nudo gordiano, mientras Tosca, nerviosa, abofeteaba todo rostro que se presentaba ante ella. El inglés se fue hacia la puerta del living-room donde se encontró, bajo la forma de un directo clásico, el puño de Mike Morton, lo que tuvo como resultado inmediato no sólo parar su impulso, sino incluso hacerle recular hasta la cama donde cayó sobre el mariscal que se levantaba. De golpe, este último volvió a caer sobre Tosca quien le recibió con una nueva bofetada. Cario juró, anunció terribles sanciones y ordenó a Morano que le sacase rápidamente de esta molesta situación si no quería tener noticias suyas.

En cuanto a Santo, fuera de combate por el cabezazo involuntario del carabinero, se dejaba llevar por la refriega hasta el momento en que cayó al suelo, lo que le despertó de su inconsciencia.

Abrió los ojos, vio el techo, no perdió tiempo en preguntarse qué le había pasado, se levantó y tuvo que apoyarse en la pared para no caer de nuevo bajo el choque emocional que le infligió el espectáculo de su mujer legítima peleándose contra tres hombres... ¡en su cama! La paciencia, aunque sea conyugal, tiene un límite. Fuera de sí, Faliero agarró el bello vaso de Urbino del tío Vecchi y lo rompió con todas sus fuerzas sobre la primera cabeza que se le presentó, precisamente la del mariscal.

El bello Cario cayó bajo la embestida. El carabinero, cogido por el cuello, fue sacado de la cama invadida abusivamente. A su vez, el pobre Silio, ahora furioso, saltó sobre el inglés, todavía no del todo de vuelta del país de los sueños donde le había mandado la derecha del americano, y lo catapultó a un rincón de la habitación, luego se precipitó en socorro de su jefe, pero tuvo que pasar por delante de Santo que, esta vez, se sirvió de un candelabro para dejarlo K.O. Mike, que contemplaba el espectáculo con aspecto de divertirse mucho, ordenó entonces:

—¡Calma! Signor Faliero, ¿dónde está el signor Soubray?

Antes de que su marido respondiese, Tosca dijo:

—¡Es verdad, no está aquí! ¡Has faltado a todos tus deberes, Santo! ¡Sólo falta él! ¡No está bien dejarlo ausente en este rally que tenía nuestra habitación como final! ¡En cuanto a usted, gorila, deje su arma en su bolsillo, si no quiere que tengamos una desgracia!

La joven volvió a ponerse sus zapatos y el gigante, divertido por esta insolencia, la miró venir hacia él, tan interesado por su bonito rostro enfurecido que no se percató que aguantaba en la mano la pistola de Ronald Hunter. Al llegar cerca del americano, Tosca le propinó una sólida patada en la tibia. Mike dio un rugido y mientras se inclinaba sobre su pierna golpeada que cogía con ambas manos, la joven, con todas sus fuerzas, le abatió la culata de la pistola en el cráneo y Morton, de la CIA americana, se derrumbó en silencio.

Entonces, Tosca lanzó un largo grito de guerra y, a su marido estupefacto, le espetó:

—¡La noche de bodas continúa!

Inquieto ante esta exaltación, Santo le aconsejó que no se pusiese más nerviosa.

—Ve con cuidado, Tosca, no estás en tu estado normal...

Con amplio gesto, ella mostró la decoración que la rodeaba:

—¿Por qué crees que todo esto es normal? Cuatro hombres además de mi marido, esta noche, ¿y debo pensar sin duda que todo está muy bien? Se pelean en mi cama... Recibo golpes... Los devuelvo... y ahora, ¿quieres hablarme de claros de luna y de estrellas? ¡Nunca! ¡Se acabó! Mi noche de bodas ¡quiero pasarla en un ring! ¡Me oyes, en un ring!

Los combatientes volvían poco a poco a la realidad. Santo tomó a su mujer por la mano y se la llevó al living-room.

—Dejemos que se aclaren... Ven, vamos a tomar algo caliente.

Entraron en la cocina y un doble grito se escapó de sus labios. Después de poner un poco de orden, Jacques Soubray comía tranquilamente. Se levantó para invitarlos:

—Entrad... pero cerrad la puerta detrás de vosotros. Toda esta gente es decididamente demasiado ruidosa. ¿Queréis beber algo?

El furor ahogaba tanto la garganta de Faliero que no consiguió más que susurrar:

—Sou...bray...

—Veo que le falla la conversación como siempre. ¿Y tú. Tosca? ¿Qué tal la noche de bodas? ¿Inolvidable?

—Creo que, en efecto, es la palabra que conviene; pero, si sigues hablando, voy a tener una crisis y tendréis que ponerme cuanto antes una camisa de fuerza...

Recobrando la respiración, Santo amenazó:

—Soubray, voy a...

Pero su mujer le impuso silencio:

—¡Ya basta, Santo! ¡Mejor ayuda a Jacques a preparar el desayuno!

Mike Morton fue el primero en volver en sí. Habiéndose asegurado de que no había indicios de la cartera que buscaba en la habitación, no quiso —por espíritu de solidaridad— dejar a Hunter en manos de los carabineros y le despabiló con ayuda de vigorosas bofetadas. De pie, los dos hombres se recuperaban antes de tomar una decisión en cuanto a la iniciativa de irse o no del lugar. El inglés se encogió de hombros.

—Si quiere mi opinión, Mike, Soubray debe estar ya en el despacho de Giorgio Luppo con el dossier. Hemos perdido, viejo hermano...

—No estoy seguro... Si ha venido aquí, es que tenía alguna razón... y nada nos prueba que esta razón que ignoramos le permita volverse a ir.

—¿Entonces?

—Entonces, nos vamos a esconder afuera, para observar las idas y las venidas.

Al volante de su pequeño Fiat, Emil Laub subía gallardamente por el camino de Cà Capuzzi. Por orden de la condesa, venía a velar por el confort de los jóvenes esposos. Mostró alguna sorpresa al constatar que varios vehículos estacionaban alrededor de la villa de Dino Vacchi. En el momento en que llegaba, vio a dos hombres saliendo furtivamente de la casa. No le gustó todo esto y se precipitó al jardín, donde estuvo a punto de caer, al derrapar en un casquete de bala. Esta vez, verdaderamente inquieto, corrió y entró en el living-room donde, al no percibir nada anormal, prestó atención y creyendo oír el ruido de respiraciones alternadas en la habitación, se dirigió de puntillas hacia la cocina cuya puerta abrió bruscamente para ser acogido por una triple exclamación de sorpresa:

—¡Emil! ¡Emil! ¡Emil!

Laub tenía suficiente oficio para no traicionar su sorpresa ante esta reunión matinal en una cocina que parecía haber sido el teatro de un ajuste de cuentas e, inclinándose, dijo:

—¿Podemos permitirnos preguntarle a la signora y al signor Faliero si han pasado una buena noche?