3

No faltaba mucho para la media noche. Alrededor de los jóvenes esposos y de sus padres se encontraban todavía una veintena de personas además de Soubray, que a pesar de todos los consejos se había negado a abandonar el lugar. Sentado en un sillón cerca de la puerta, permanecía solo, contentándose en seguir a Tosca con los ojos y ésta, sintiendo esa mirada perpetuamente posada en ella, tenía los nervios de punta. Dos criados, llevando bandejas donde burbujeaba el champán en sus copas, se pusieron a circular a través de los últimos grupos para un último brindis por los nuevos esposos. Cuando se fueron los criados, se vio a Jacques deslizarse de uno a otro para susurrarles en la oreja de cada persona abordada:

—Perdone... ¿No siente usted nada?

Cada vez, el interpelado, sorprendido, reclamaba explicaciones complementarias:

—No entiendo el sentido de su pregunta, signore.

—¿No le quema el estómago? ¿Ganas de vomitar? ¿Vértigo?

—¿Está usted loco?

Y, con un suspiro, el rostro aparentemente deshecho, Soubray confesaba:

—Debería estarlo en este momento...

Se encogían de hombros creyendo que se trataba de una broma de mal gusto, pero, de todas formas, se quedaban intrigados y una cierta ansiedad comenzó a pellizcar el corazón de los amigos de la familia Matuzzi. Puesto al corriente de las preguntas de Soubray, el conde Ludovico olió la trampa, y deteniendo a Jacques en mitad del salón, le pidió en alta e inteligible voz que dijese a qué venía esta farsa ridícula. Temiendo lo peor, sin tener la menor idea de lo que pasaba, Tosca se acercó del brazo de su marido, seguida de Domenica, mientras Dino Vacchi, que dormitaba, se despertó, convencido que la velada, aburrida hasta el presente, iba a terminarse en fuegos artificiales gracias al espíritu inventivo del francés. Congestionado, el conde trataba de expresarse pausadamente:

—¡Soubray!... Usted se ha introducido en mi casa sin mi permiso y ahora, se permite... ¿Qué pretende con las groseras preguntas que les hace a mis invitados?

—Tranquilizarme.

—¿Lo que significa?

—Que siento remordimientos...

—¿A propósito de qué?

Se rodeaba al dueño de la casa y a su adversario. Este último se dirigió a todos.

Signore, signori, deben saber que quiero a Tosca Matuzzi y que ella me quiere... ¡Se ha casado con Santo Faliero por error!

Las mujeres se indignaron de esta falta de tacto. Los hombres —aunque sorprendidos— sonrieron. Esta tozudez del francés tenía un sentimiento que les llegaba hasta el fondo. Sólo Lidia Faliero quiso protestar, mas el conde la detuvo con un gesto:

—Se lo ruego, querida amiga, ¡déjele terminar su número antes de que le eche fuera!

Con el mismo aire desgraciado, Soubray proseguía, gimiendo:

—Verán... lo que está hecho, hecho está.

Para vengarme, había decidido morir para que Tosca tuviese que pasar por encima de mi cadáver antes de salir de viaje de bodas...

Mientras su hija estallaba en sollozos, el conde Matuzzi aseguraba que Soubray había tenido una excelente idea y que sentía mucho que no la hubiese llevado a efecto. Jacques se defendió quejumbroso:

—Pero si precisamente he empezado... ¡a ejecutarla!

Se pusieron más atentos.

—Hace un momento, he tirado el contenido de un frasco de veneno en la copa que estaba resuelto a beber, pero me ausenté unos segundos y cuando volví, me di cuenta de que la bandeja había desaparecido. Entonces, ¿cómo podía reconocer mi vaso entre los que les ofrecían a sus invitados?

Bruscamente un pesado silencio sucedió a las risas. El conde, con la boca seca, expresó la inquietud general.

—¿Quiere dar a entender que alguien, aquí, ha bebido la copa envenenada que se había reservado?

—Exactamente. Lo siento mucho... Aunque, si es Santo Faliero...

Jacques no pudo acabar, Ludo vico tirándose sobre él, le agarró la garganta, y Domenica tuvo que llamar a los criados para separar a los dos hombres. Pero ya dos damas se desvanecían, y persuadidas de haber absorbido el veneno, desviaban la atención. Afirmaban sentir intolerables quemaduras. Un cuadragenario de una palidez cadavérica que se había dejado caer en un sillón, suplicaba que se fuese a buscar un doctor ya que se creía en su última hora.

No se le escuchó demasiado; el temor a la muerte vaciaba el espíritu de todos de cualquier deseo de dignidad, de respetabilidad. Se peleaba cerca de los teléfonos para llamar a su médico particular. Ahora ya eran siete jurando que sentían los síntomas característicos del envenenamiento. Enloquecida, Domenica Matuzzi corría de uno a otro, reconfortando a éste, calmando al otro. El conde luchaba con el deseo de muerte que le sublevaba. Lidia Faliero gritaba que era necesario llamar a la policía. Su marido, despertado de golpe, trataba de saber si el barco naufragaba.

Ma qué! ¡No se trata de un barco, Pietro, vamos! ¡Estamos en casa de los Matuzzi!

—¿Se ha incendiado?

—No... ¡Han envenenado a alguien!

—¿A quién?

—¡No se sabe!

—¡Ah!...

Y el profesor Faliero, estimando que el comportamiento de los hombres le resultaría siempre incomprensible, se volvió a dormir. Santo se superaba ayudando a sus suegros a tratar de restablecer un poco de calma, y Tosca observaba, pasmada, esta especie de pandemónium desarrollándose en el salón. Jacques, en quien ya no se interesaba nadie, consiguió acercarse a ella:

—¿Entonces, querida? ¿No encuentra que empieza bien su pequeña existencia tranquila?

—¡Jacques!... ¿Cómo se ha atrevido usted a hacer una cosa parecida? ¡Asesinar a un desgraciado con el solo fin de vengarse de mí! ¡Es usted un monstruo!

Dino Vacchi, pasando por allí, la oyó y se puso a reír. Ella volvió su cólera contra él:

—A a usted, tío, ¿esto le divierte?

—Mi pequeña, ¿no me digas que has creído un instante lo que contaba tu enamorado?

Ella miró a Soubray y comprendió que le habían tomado el pelo como a los demás. El alarido que dio impuso silencio a todos los lamentos, a todos los gemidos, e incluso los que se creían a punto de morir se levantaron. Jacques consideró que había llegado el momento de eclipsarse. En el hall, Emil le esperaba:

—Hemos asistido a la escena, señor. ¡De gran clase! Nuestros invitados no olvidarán fácilmente esta velada... Sin embargo, aconsejaríamos al señor que se pusiese al abrigo de la búsqueda durante algunos minutos, ya que juzgando lo que oímos, el señor podría pasar unos instantes difíciles en el caso de que el señor Conde y sus amigos le pongan la mano encima...

Antes de dirigirse al reducto donde el mayordomo le invitaba a esconderse, Jacques fue a recuperar su cartera al guardarropa y, un poco avergonzado, se confesó que había olvidado completamente la misión confiada por Giorgio Luppo. Se consoló pensando que los otros debían buscarle por los alrededores del Palazzo del Genio Civile y que se arriesgaban a esperarle bastante. Telefonearía al alba a su jefe para anunciarle que se dirigiría a él por la mañana. Era evidente que sería abatido antes de llegar, lo que por lo demás, le era totalmente igual porque la vida sin Tosca...

Apenas se cerró la puerta de su retiro, se abrió la del salón empujada por Ludovico Matuzzi y sus huéspedes, que informados por Tosca, se lanzaban en persecución de Soubray. Emil, interrogado, respondió que el pesado bromista se había largado sin más. Los invitados, avergonzados del triste espectáculo que se habían dado unos a otros, fueron a su vez despidiéndose fríamente de los Matuzzi, algunos incluso sin saludar al dueño de la casa.

Durante algún tiempo, resonaron por la mansión las imprecaciones y amenazas que el conde dirigía a Jacques, jurando que se tomaría una venganza clamorosa. Luego, la calma se hizo poco a poco. Tosca, una vez cambiada, se despidió de sus padres y suegros para irse del brazo de Santo. Jacques, fuera de la mansión, se escondía en un rincón para ver la partida de su amada. Estuvo a punto de intervenir cuando vio a la joven pareja subir a su propio coche y arrancar. Cuando la familia volvió al interior, Jacques se precipitó sobre Emil, que se había quedado en la acera:

—¿Les ha dejado coger mi coche, Emil?

—El señor nos perdonará, pero está equivocado. Su coche está un poco más lejos. El señor y la señora Faliero han subido en el que el señor Conde les ha ofrecido como regalo de bodas. Se parece mucho al del señor.

En ese momento, un hombre subido en una motocicleta pasó delante de ellos.

—Ya hace más de una hora que ese motorista da vueltas alrededor de la mansión, señor... ¿A quién espiaba y por qué parece lanzarse en persecución de los recién casados? A menos...

—¿A menos?

—¿A menos que también él se haya equivocado tomando el coche de los Faliero por el del señor?

—¿Y por qué cree usted que me seguiría?

—¿Quizás un cliente del señor que no ha quedado satisfecho con las pastas que el señor le ha servido?

—Emil... ¿Se está burlando de mí?

—¡Oh!, señor... No nos lo permitiríamos... ¿El señor quizá se alegrará de saber que el señor y la señora Faliero van a pasar su noche de bodas en la villa que el señor Vacchi ha puesto a su disposición en Cá Capuzzi?

—¿Y cree que me importa?

—Pensamos, señor, que sería una lástima que le pasase algo grave a la señorita Tosca... por equivocación.

Al principio no dijeron nada. Santo se esforzaba en conducir bien y Tosca, pensando aún en las peripecias de la velada, no tenía ganas de hablar. Cuando dejaron el centro de Bolonia, Faliero se relajó y encendió un cigarrillo. Ofreció uno a su mujer que lo rechazó, y luego gruñó:

—Si ese golfo de Soubray se había jurado estropearnos la boda, ¡puede jactarse de haberlo conseguido!

—Jacques no es un golfo... Un exaltado, como mucho...

—¡Me sorprendes, Tosca!

—Debes comprenderle, Santo, ¡es desgraciado!

Ma qué! ¡Eso no es una excusa! Si se molestase a todas las chicas que se casan con el pretexto de que se las amase y que ellas nos aman...

—¡Qué torpe eres, Santo!

Se corrigió estrechando con su mano derecha el brazo de Tosca:

—Perdóname, querida... Todas estas historias me hacen perder mi sangre fría...

—¿Has visto al motorista que nos sigue?

—¿Qué dices?

—Desde que hemos dejado la vía San Vítale, un hombre sobre una moto se mantiene a una centena de metros detrás nuestro. ¿No te parece raro?

—Sabes, Tosca, la carretera es de todo el mundo... y todos tienen derecho a volver a su casa a la hora que quieran...

Tosca no respondió y Santo, a pesar de lo seguro de sus explicaciones, empezó a vigilar la carretera por el retrovisor. A lo largo de la vía Saragozza, luego de la vía Poretanna, rectilíneas, desiertas, apretó el acelerador y creyó despistar al que les seguía. No obstante, en la salida de Casalecchio, la moto estaba de nuevo cien metros detrás. Santo echó una ojeada a su esposa y le pareció que sonreía. Entonces, comprendió y preguntó secamente:

—¿Soubray tiene una motocicleta?

—Es posible...

—¡Estoy seguro de que es él quien nos sigue!

Ella ahogó una carcajada antes de responder:

—Podría ser... Es lo bastante loco para eso...

De golpe su marido se enfureció:

—¿Y eso te divierte? ¡Pues bien! ¡Te juro que este Soubray no me molestará por demasiado tiempo!

Las casas de Torricella estaban todas cerradas cuando el coche de los Faliero atravesó el pueblecito con el motor rugiendo, ya que la carretera ascendía. Llegaron a Moglio y cogieron el camino que llevaba a Cá Capuzzi. Detrás de ellos, el motorista tomó la misma dirección. Furioso, Santo subrayó:

—¿Te convences ahora?

—¡Pero si eras tú quien no querías creer que nos seguían!

De repente, un golpe seco atravesó la noche. Faliero juró:

—¡Sólo faltaría que se estropease el coche!

—¿Y qué otra cosa podría ser?

Sonó otro golpe seco, luego otro y el cristal de detrás del coche se rompió. Esta vez la duda ya no era posible. Todavía incrédulo, Santo exclamó:

Ma qué! ¡Nos está disparando! ¡Este imbécil nos va a matar!

Tosca, estupefacta, no encontraba nada que replicar. Su marido frenó brutalmente. El coche se detuvo y Santo saltó a tierra después de coger una llave inglesa.

—¡Si quiere explicaciones, las tendrá! ¡Agáchate, Tosca!

El motorista llegaba. Santo abrió los brazos en cruz, mas el otro, sin pararse, le disparó. Falló porque en ese momento el ángel guardián de Santo Faliero puso una piedra justo delante de la rueda de la moto de Mike Morton, obligándole a apartarse, lo que salvó la vida de el marido de Tosca. Morton desapareció en la noche y Santo, agarrado a su coche, trataba de no desvanecerse. ¡Nunca había visto la muerte tan cerca! Su mujer trataba de consolarle, pero, sin oír lo que le decía, no dejaba de repetir:

—Un asesino... es un asesino... un asesino... es un asesino...

Tosca le mojaba las sienes con agua de colonia.

—¿Sabes que no era Jacques?

—¿Estás segura?

—¡Este era mucho más grande y más gordo!

Santo se estiraba los cabellos:

Dio mió! ¡Si incluso la gente que no conozco trata de matarme, pronto serás viuda, Tosca!

—¡No te pongas nervioso, Santo!

—Ya lo intento... ¡pero me quieren asesinar! Hay para ponerse nervioso, ¿no?

Subieron al coche y acabaron el resto del trayecto sin intercambiar una palabra. Tosca pensó que su pequeña existencia tranquila tan deseada empezaba mal.

La villa de Dino Vacchi era el sitio ideal para pasar una luna de miel. La proximidad de los árboles de los que los oídos italianos perciben siempre sutiles armonías, y una soledad que aseguraba el silencio hacían un nido perfecto para ocultar una felicidad que no necesitaba testigos. Encima de un garaje y de un taller —donde Vacchi trabajaba—, el primer piso, rodeado por un balcón de madera, sobresalía a un jardín algo descuidado. El sonido suave de un chorro de agua cayendo en una fuente de bronce ponía una nota clara en la calma de la noche. El lugar pareció devolver el control de los nervios a Santo.

—Tosca... olvidemos todas nuestras dificultades de estas últimas horas y no pensemos más que en ser felices.

No le pareció al joven que la respuesta de su mujer tuviese todo el calor deseado. No insistió y se ocupó de entrar el coche en el garaje mientras Tosca subía al piso. Parándose en el balcón para contemplar el paisaje nocturno, se confesaba, con lágrimas en los ojos, que todo le habría parecido más bello si Jacques hubiese estado a su lado. Santo llegó en seguida e insistió absolutamente en tomarla en sus brazos para cruzar el umbral de la pieza en que entraban, una especie de living-room en el que se abrían a la izquierda la cocina, a la derecha el cuarto de baño y al fondo dos habitaciones. Encendieron la luz y el joven exclamó:

—¡Sí que vive bien, el tío Dino!

Tosca tuvo un pensamiento emocionado para la oveja negra de la familia que no se parecía a nadie y que llevaba, gracias a la liberalidad de su hermana, una existencia conforme a sus gustos. La decoración acogedora incitaba a la pereza y, hundida en un gran sillón, la joven admitía que hubiese hecho falta un alma más templada que la de su tío para encontrar el valor de dejar aquella estancia, aislada del mundo, para irse a encerrar en un despacho o un laboratorio. Evidentemente, Santo no lo podía comprender... Para él, sólo contaba el trabajo y Tosca estaba segura que, desde mañana, añoraría su rutina.

—Sabes que es muy tarde, querida... Haríamos bien acostándonos.

Tosca no mostró tener mucha prisa.

—Se está bien aquí...

—No digo que no, pero...

Balbució algo y se calló. La joven le agradeció su silencio, incluso si era involuntario.

—Tosca, yo no soy quizás el amante que soñabas, pero te quiero mucho... mucho.

La torpeza de su marido la ablandó.

—No sé expresarme... los discursos no han sido nunca mi fuerte, el romanticismo tampoco... Cuando se vive en cifras, entre fórmulas...se adquiere el hábito de hablar tan secamente como un manual científico... Me doy cuenta que no es exactamente lo que convendría... Tosca, todo lo que puedo prometerte es que seré un buen marido...

Emocionada, ella cogió sus manos entre las suyas. Ahora, estaba segura de haber escogido bien. La fantasía de Jacques sólo convenía en primavera. Pero hay verano, otoño e invierno... sobre todo el invierno que llega pronto, mucho más pronto de lo que la gente se figura generalmente. ¿Cómo podría una mujer esperar guardar a Soubray al lado de la chimenea? Santo sí se quedaría, en zapatillas, fumando su pipa. No brillante, pero sólido y, para los bambini que vendrían, más valía un papá con quien se pudiese contar. Ella dijo:

—Seremos felices, Santo...

El pesar no la envolvía más que como un jirón de ligera niebla. Se persuadió de que se disolvería completamente. Se levantó.

—Voy a arreglarme... Hasta ahora.

—Supongo que el tío Dino habrá puesto champán en el refrigerador... ¿No beberías una copa antes de acostarnos?

—Dé acuerdo...

Ella entró en la habitación donde Vacchi había puesto flores en todas las esquinas. En una mesilla, apoyada contra un vaso de Urbino, vio una carta a su nombre. Intrigada, la abrió. Era de tío Dino.

Querida sobrina. Cuando leas esta carta (¡ya ves que empiezo como en las novelas!) habrás roto con la niña que he tratado de divertir durante veinte años. Te deseo, de todo corazón, que seas feliz. ¿Te enfadas si te digo que no estoy seguro de que lo consigas? Mi experiencia me ha enseñado que no se alcanza la felicidad con un hombre cuando se piensa en otro. Espero que me lo desmientas. A la hora en que abras este sobre, estaré en mi habitación preguntándome qué excusa podría encontrar para pedirle dinero a tu madre mañana al despertarse. Di una oración por tu viejo a fin de que el cielo le inspire. Te abrazo, a ti sola, porque, decididamente, mi sobrino no me gusta demasiado. Me aburre. Reencuentro en él a los buenos alumnos cuyo ejemplo constantemente citado estuvieron a punto de estropear mi juventud perezosa. ¡Suerte que no les dejé!

DINO

¡Querido tío Dino, tan amoral y tan gentil! Evidentemente, Santo no era el tipo de hombre que él admiraba. El hubiese preferido a Jacques... Rompió rabiosamente la epístola del viejo niño. En el momento en que lograba no pensar más en Jacques, tenían que recordárselo, le obligaban a llevar sus pensamientos hacia él. A pesar de sus flores, de sus delicadas atenciones, Tosca se enfadó con su tío y se enfadó aún más por tener razón.

Vestida con la lencería vaporosa que su madre había insistido en comprarle ella misma y con una bata regalo del tío Dino (pero pagada por Domenica), Tosca se dio cuenta de que Santo y su champán no aparecían. ¡Decididamente, no se podía decir que este joven casado tuviese mucha prisa! A menos que su timidez... su delicadeza... El sentimiento oscuro de que quizá ocupaba el sitio de otro le paralizaban. Pensando que esperaba en el living-room una llamada que no llegaba, Tosca sonrió apiadada. Vamos, tenía que acabar de sacarse a Jacques del pensamiento. Secó sus lágrimas, se puso un poco de polvo en la cara tratando de reparar los desperfectos, se obligó a sonreír y entró en el living-room donde no había nadie.

Sorprendida, dudó un momento y juzgando que su marido estaría en la cocina peleándose con la botella de champán, empujó la puerta y se quedó en el umbral demasiado atónita por el espectáculo que se ofrecía a sus ojos para gritar. Santo, atado sobre una silla, despeinado, un ojo medio cerrado —evidentemente por un golpe— parecía no interesarse por nada. Al fin, Tosca, recobrando el uso de la voz, gritó: «¡Santo!» y quiso precipitarse a él con la loable intención de liberarlo. Mas cuando se lanzó, una mano se posó en su hombro, quitándole el impulso. Se volvió para encontrarse en presencia de un gran tipo forzudo en quien adivinó al motorista que había estado a punto de matar a su marido. Se atrevió a sonreír a Tosca, que cayó al suelo desvanecida.

Cuando se recobró, tardó un cierto tiempo en tener una noción exacta de las cosas, pero la evidencia estaba ahí: se encontraba, como su marido a su lado, atada a una silla de cocina y ese horroroso hombre continuaba mirándola sonriendo, sin por eso dejar el revólver.

—Entonces, signora, ¿vuelve con nosotros?

Ella encogió los hombros, sin dignarse a contestar. El se rio, luego se acercó a ella, con aspecto súbitamente malvado y dijo:

—He tenido que sacudir un poco a su esposo... ¿Vuelvo a empezar o consiente en decirme en seguida dónde está?

—¿Quién?

—Soubray.

—¿Soubray?

El se volvió.

—No es lo suficientemente astuta. La habría creído más inteligente. En fin, si el juego le divierte... Cada cual sus gustos, ¿eh?

Dirigiéndose a Santo:

—¿Ha decidido hablar, signor Faliero?

El pobre Santo, con su ojo tumefacto, inspiraba piedad. Gimió, desesperado:

—¿Pero cómo quiere que sepa dónde está Soubray?

—Lástima...

A toda velocidad, el desconocido abofeteó a Santo, cuya cabeza oscilaba bajo los golpes, mientras las lágrimas que no podía aguantar corrían por sus mejillas. Trastornada, Tosca gritó:

—¡Bandido! ¡Cobarde! ¡Asesino!

El gigante se volvió a ella.

—Trate de calmarse, pequeña, ¡antes de que me enfade de verdad! Si desea que deje de trabajar a su esposo, no tiene más que confiarme dónde está escondido Soubray.

—¡Le juro que lo ignoramos! Estamos en viaje de bodas... ¡No íbamos a traerlo con nosotros!

El tipazo sacudió la cabeza, parecido al papá delante de la obstinación de su niño:

—Ustedes lo han querido... Me ocupo todavía un poco del signore y, si se empeña, me veré en la obligación de dedicarme a usted, signora. ...Si la quiere, le evitará cosas muy desagradables decidiéndose a revelarme dónde está ese condenado chico. ¿Comprende?

—¡No!

Era Santo quien había respondido. Su torturador encogió los hombros.

—Como usted quiera...

Levantaba de nuevo la mano para golpear a Faliero cuando una voz seca ordenó:

—Arriba las manos, Mike... ¡Si la hubieses tocado a ella, ya habría disparado!

Tosca, golpeándole el corazón, vio a Jacques aparecer en el cuadro de la puerta. El también tenía un revólver en la mano. No trataba de adivinar el significado de esta aventura insensata y se contentaba con ser feliz. El llamado Mike, dudó, pero, como viejo en el oficio que sabe reconocer en qué momento la partida está perdida, obedeció y pivotó levemente sobre sí mismo. Jacques le cogió su revólver, le palpó rápidamente y, convencido de que ya no era peligroso, le dejó bajar las manos.

—Qué, Morton, ¿de caza?

Tosca, por reacción natural, se puso a reír nerviosamente.

—¡Oh! ¡Jacques! Es un loco, ¿verdad?

—¿Un loco?... ¿Lo oye, Morton?

El otro gruñó una respuesta indistinta, mientras la joven continuaba:

—¡Ha debido escaparse de algún asilo!...

—Querida Tosca, permíteme que te presente a Mike Morton, agente de los Servicios Secretos americanos...

—¿De los Servicios Secretos?

Arisco, Santo intervino:

—¿Y por qué razones este gran imbécil la ha tomado con nosotros?

—Eso, querido... Venga, Mike, libere a la señora que tan bien ha atado...

El coloso se inclinó sobre la prisionera, pero, cogiendo la silla y la joven sentada encima, de golpe se lo tiró todo a Jacques que, desprevenido, se cayó. Sin soltar el revólver, disparó, pero enterrado con Tosca y la silla en el pecho, falló el disparo y Morton se largó rápidamente. En seguida, el ronquido de una moto les demostró a todos que el americano abandonaba su compañía. Soubray se levantó con dificultad, liberó a Tosca de sus cuerdas y, como lloraba, la tomó en sus brazos y la besó cariñosamente. Santo rugió:

—¡Soubray!

—Oh, perdón, ya no me acordaba que era su mujer...

—¡Desáteme!

—Cuando me lo pida bien.

—¡Desáteme!

—¡No!

Levantando a Tosca, Jacques la llevó al dormitorio, la puso en la cama y luego cerró la puerta para apagar los gritos de Faliero.

—Jacques, ayúdame a levantarme... No es correcto que esté estirada así...

Él le cogió las manos y tiró hacia sí tan bruscamente que ella cayó sobre su pecho, donde la mantuvo.

—Tosca, querida mía...

Ella se debatía:

—¡No! ¡No! ¡Olvidas que estoy casada!

—Es un error...

—Es igual. Soy la signora Faliero... ¡Déjame!

—Tosca, te quiero hoy, como te quería ayer... como te querré mañana... ¡No te dejaré con Santo!

—Es demasiado tarde... Jacques...

—Yo no renuncio nunca, Tosca, sobre todo ahora que estoy seguro de tu cariño.

De nuevo, la tomó en sus brazos. Una vez más, se arrancó de su abrazo.

—¡Estás loco! ¡Mi noche de bodas! ¡Oh!

¡Dios mío!...

—¿Pero qué pasa?

—¡Mi marido! ¡Me había olvidado de mi marido! ¡Qué debe pensar!

—No es difícil de adivinar...

—Ve rápido a desatarlo... Es... Es abominable la forma en que me he conducido... Tengo... ¡Me da vergüenza!

—No deseo en absoluto liberar a Santo... ¡para que venga a molestarnos!

—Está bien, voy a desatarlo yo misma...

—Eso no le impedirá preguntarse por qué no has ido antes...

—Jacques... te lo suplico, ayúdame.

—¿Que te ayude a reunir te con mi rival? ¡Pero qué inconsciente eres, palabra!

—¡No es tu rival, es mi marido!

En su silla, de la que había vanamente intentando liberarse, Faliero reventaba de rabia. ¿Cómo se atrevía Tosca a comportarse de esa manera? Hacía al menos diez minutos que se habían ido los dos, ¡dejándole ahí, despreciando todo respeto humano! Imaginaba terribles proyectos de venganza... Su dignidad le impedía pedir ayuda, pero estaba a punto de olvidarse de su dignidad cuando apareció Soubray.

—Le hemos hecho esperar, viejo, perdónenos... Teníamos un montón de cosas que decirnos...

—¡Canalla!

—Vamos, vamos, Santo... ¿Cree usted que estas expresiones le cuadran a un joven casado?

—¡Le mataré, Soubray!

—¡Le colgarán y Tosca será viuda! ¡Soy capaz de resucitar nada más que para fastidiarle!

Mientras hablaba, Jacques cortaba las cuerdas de Faliero. En cuanto éste estuvo libre, golpeó violentamente en el rostro a Soubray que, cogido desprevenido, fue rodando hasta una esquina, arrastrando en su caída el aparato de radio que había encima del refrigerador. Sin darle tiempo a recuperarse, Santo le saltó encima y se puso a hincharlo a golpes. Atraída por el escándalo, apareció Tosca y en seguida gritó a pleno pulmón. Este grito causó el desconcierto de su marido. Mientras se volvía a ver qué pasaba, Jacques se levantó y cuando Faliero le vio de nuevo la cara, le pegó un derechazo que le envió al cajón de las legumbres, donde cayó entre las zanahorias y las coles. Bajo su apariencia blanda, Faliero se afirmaba poseedor de una buena fuerza. Se lanzó de nuevo al ataque.

En poco tiempo, la cocina del tío Dino dio la impresión de haber sufrido el paso de un tifón. A los dos adversarios les era completamente igual y se pegaban alegremente. Soubray sabía pelear y ponía un cierto placer sádico en estropear el rostro de su antagonista, que con un ojo cerrado por Mike, no veía casi nada con el otro, cuya ceja había reventado. Con los labios tumefactos, la nariz sangrante e inflada, Santo, a pesar de su valor, estaba en las últimas. Se tenía en pie por milagro. Soubray sangraba por un pómulo y había escupido un diente.

Tosca, paralizada por el terror, se preguntaba si iban a matarse verdaderamente. Al principio, había intentado intervenir, pero en el fuego de la acción, un golpe destinado a Jacques la había alcanzado en el estómago y se había caído sentada, abriendo desesperadamente la boca para encontrar su respiración. Ahora, un poco alelada, bloqueada la mente, se repetía que para ser una noche de bodas, ¡era verdaderamente una curiosa noche de bodas!

Faliero fue abatido por un directo de izquierda y ya no pudo levantarse. Jacques resopló, se pasó la mano por la nariz ligeramente tumefacta y declaró:

—Más bien coriáceo, el marido...

Con un tono lúgubre, Tosca aseguró:

—No te lo perdonaré nunca...

—¿Hubieses preferido que me dejase destrozar?

—¿Por qué has venido aquí?

—¡Tienes poca memoria, querida! ¡Me parece que cuando he llegado, estabais más bien en una delicada situación!

—¡Por tu culpa! ¡Siempre por tu culpa! ¡Ese americano no nos ha atacado más que por tu culpa!

—Ya te había prevenido que por lo que respecta a la pequeña existencia tranquila, ¡podías olvidarte mientras estuviese vivo!

Vehemente, Tosca levantó los brazos como para quejarse al cielo.

—Dios mío, ¿por qué razones no tengo derecho a la quietud, como todo el mundo? Las mujeres que iban a casa de mi madre me han hablado siempre del día de su boda con acento emocionado. ¡Tenía derecho a pensar que conocería la misma felicidad! Pero mi boda civil desata un escándalo, mi boda religiosa se termina en pugilato, mi noche de bodas empieza por un episodio de novela negra y para acabar, en vez de ocuparse de mí, ¡mi marido se pelea como un golfo y héteme aquí transformada en enfermera! ¿Y encuentras que es normal? ¿Que es justo?

—¡Tan normal y justo como abandonar al hombre que se ama, para casarse con el hombre que no se ama!

—¿Qué te permite pretender que te amo?

—Tú, querida mía, ¡nadie más que tú!

—¡Vete, Jacques! Te lo suplico, ¡vete o me vuelvo loca!

—¿Y quién se ocupará de él?

—¡Yo!

—¿Y si vuelve el americano cuando no esté aquí?

—En fin, no te irás a quedar con nosotros toda la noche.

—¿Por qué no?

—Es... es impensable... absolutamente impensable...

Soubray mostró a Faliero todavía sin conocimiento y dijo con aire desprendido:

—Por lo demás, te aseguro que en el estado en que está, eso ya no tiene ninguna importancia.

Transportaron a Santo a la habitación y le tendieron en la cama, mientras Jacques comentaba:

—Me pregunto si voy a dejar de mimaros a uno detrás de otro.

—¡Mimar! Tienes cada palabra...

Durante el cuarto de hora que siguió, se relevaron poniendo compresas en la cara de Santo y se emplearon a fondo deteniendo hemorragias. Cuando el herido empezó a dar signos de vida, Tosca tomó a Jacques por el brazo:

—Es mejor que desaparezcas antes de que abra los ojos...

—Reflexiona, Tosca. No puedo dejarte sola con un hombre que no está en condiciones de defenderte, dado el caso.

—¡Me es igual! ¡Vete!

—Bueno... Como quieras...

Su aceptación la aliviaba y, al mismo tiempo, la vejaba un poco. El le tomó la mano, la besó:

—Buenas noches, querida. ¡Felices sueños!

Ella le habría abofeteado.

En la comisaría de Moglio, el carabinero Silio Morano, aunque de servicio, dormitaba tranquilamente cuando la llamada del teléfono le sobresaltó. Descolgó y, con voz pastosa, preguntó:

—Comisaría de Policía de Moglio, diga... ¡Espere! ¡Espere!... ¿De dónde llama usted?... ¿Del puesto de socorro de Cá Capuzzi?

A medida que su corresponsal le hablaba, Morano abría cada vez más los ojos.

—¿La hija del conde Matuzzi?... ¿en casa del señor Vacchi?... ¿Un ataque a mano armada?... Pero... ¿pero quién es usted?... ¿Qué?... ¿Uno de los bandidos con remordimientos? ¿Se está burlando de mí?

Rabiosamente, el carabinero colgó. Si hubiese tenido al imbécil que se permitía estas bromas, ¡habría pasado un mal cuarto de hora! Quiso coger de nuevo el sueño, mas no lo consiguió. ¿Y si, contra todo pronóstico, la historia fuese verdad? Murano conocía a los Matuzzi de nombre y Dino Vacchi era familiar de Moglio. ¿Debía o no telefonear a su jefe, el mariscal Corrado? Se arriesgaba a pasar por un imbécil... ¿pero, por otro lado?...

Durante este tiempo, seguro de que su llamada telefónica acabaría por alertar a las autoridades locales, Jacques dejó discretamente la villa, escondiéndose en el jardín, ya que no estaba seguro que los que querían apoderarse de su cartera no viniesen a buscarlo, otra vez, hasta aquí.

Santo tardó bastante en recobrar el conocimiento, pero en cuanto volvió a comprender las cosas, el ojo que tenía aún intacto resplandeció. Hizo un esfuerzo para sentarse, gritando:

—¿Dónde está?

Poniéndole la mano en la frente, Tosca le obligó a estirarse de nuevo.

—Se ha ido... ¡Cálmate!

—¡Pondré una denuncia contra él y será condenado! ¿Cómo te pudiste interesar por ese individuo?

—No hablemos más de esto, Santo, por favor...

—De todas formas confesarás que, gracias a ese personaje, hemos tenido una curiosa noche de bodas, ¿eh?

—Desde luego... Es un poco culpa mía y te pido perdón...

—¡No! Tendría que haberlo hecho detener esta mañana, en el ayuntamiento.

—Había perdido la cabeza...

—¿Ahora le defiendes?

Movido por la indignación, Faliero se había levantado de nuevo y, esta vez, se quedó sentado.

—El me ama y sufre... ¡Ponte en su lugar!

—¿Para que él se ponga en el mío, quizás?

—¡Oh! ¡Santo!...

—Perdóname, querida, estoy tan furioso que ya no sé lo que digo... ¿Quieres acercarme el espejo que hay sobre la cómoda?

Ella obedeció. El se miró y gimió:

Ma qué! ¡En menudo estado me ha puesto ese asesino! ¡Estoy asqueroso! ¡Repugnante!

Sin demasiada convicción, ella protestó:

—No... no...

Faliero se cogió la cabeza con las manos.

—¿Cómo quieres que te hable de amor con esta cara? ¡Sólo de verme, ya me dan náuseas!

—No tiene importancia... Me hablarás mañana... Y además, tenemos toda la vida para hablar.

—¡Eres una buena chica, Tosca! ¿Y si igualmente nos bebemos esa botella de champán?

Atenazado por la duda el carabinero Silio Morano continuaba preguntándose cuál era su deber. Pero como pertenecía a un cuerpo de élite y tenía una cierta grandeza de alma, acabó convenciéndose de que era mejor pasar por un imbécil que no socorrer a gente que quizá tenía necesidad de ello, sobre todo cuando esa gente eran parientes del conde Matuzzi. Decidió despertar a su jefe.

El mariscal Cario Corrado dormía con el sueño de los hombres que tienen la conciencia tranquila, al lado de Antonina, su mujer, cuando sonó el teléfono. Antonina, que soñaba con su país natal, la Toscana, se veía todavía pastora, guardando sus rebaños, cortejada por pastores vestidos de carabinero y que tocaban temas militares en una flauta de Pan. Uno de ellos vino a tocar la flauta hasta su oreja y con una insistencia que la irritó hasta el punto de hacerla despertar para darse cuenta de que estaba en el lecho conyugal y que sonaba el teléfono. Descolgó.

Pronto?

—¿Es usted, signora Corrado? Aquí Morano, para servirla... Lamento molestarla a estas horas, Ma qué! Tengo que hablar con el mariscal, ¡eh!

—¿Es urgente?

—Peor que eso, signora, ¡es grave!

—¡Jesús! ¿No será peligroso, al menos?

—En nuestro oficio, signora, ¿quién podría decir dónde está el peligro y cuándo se mostrará, eh?

Más aún que estas palabras, el tono del carabinero impresionó a Antonina y respondió con voz temblorosa:

—Espere un momento... Tengo que despertarle suavemente, si no tendrá su dolor de cabeza...

—Espero respetuosamente, signora, ¡y mil perdones!

Antonina dio la luz, y contempló, enamorada como el primer día, a su bello mariscal que, durmiendo de espaldas, le mostraba el perfil. Enternecida, notó que a cada expiración, la extremidad inferior del mostacho de Cario se levantaba... Sin saber por qué, tuvo ganas de llorar. Tiernamente, delicadamente, acarició la mejilla de su marido, acentuando la presión hasta que acabó abriendo un ojo de una fijeza inquietante. Ella susurró:

—Cario. amor de mi vida...

El mariscal se volvió hacia ella:

—¿Qué te ocurre a estas horas, Antonina?

—Te llama Morano.

—¿Morano? ¡Pásame el teléfono!

Obedeció, y medio acostado encima de ella, ya que el hilo no era demasiado largo, dijo con su tono de mando:

—¿Qué es este capricho, Morano, eh? ¿Molestar el reposo de su superior? No tiene miedo, ¿eh? ¿Qué pasa?

El carabinero le contó la advertencia recibida, pero le calló sus temores. Corra do empezó por preguntar a su subordinado si se estaba burlando de él y quiso prevenirle de la serie de catástrofes que le esperaban si era ese su propósito. El desgraciado invocó a los santos de su pueblo de Garugano para que garantizasen su sinceridad y su buena fe. El mariscal le cortó:

—¡Entonces es usted un imbécil, Murano, y un imbécil no tiene derecho a llevar nuestro uniforme!

Casi llorando, el carabinero hipó:

—Ma qué... mariscal... Me ha parecido hacer bien... la hija del conde Matuzzi... A mí, eso me ha llamado la atención, ¿eh?

—¿Qué, el conde Matuzzi? ¿Qué pinta en esta historia?

Aterrado, Silio Morano se dio cuenta de que había olvidado darle a su jefe las precisiones concernientes a los ocupantes de Cá Capuzzi. Lo hizo tan precipitadamente que el mariscal, al otro lado del hilo, comprendió que se estaba desarrollando un drama político en Cá Capuzzi y que el conde Ludovico Matuzzi acababa de ser asesinado por su cuñado.

—¡Ni una palabra más, Morano! ¡No es el momento de hablar sino de actuar! Diga a Grinda que ocupe su sitio y venga inmediatamente a buscarme en el jeep. ¡Ejecución!

El mariscal colgó y se quedó un instante reflexionando sin darse cuenta de que seguía estirado a través del cuerpo de su mujer.

—Antonina... ¡Un asunto terrible! ¡Muertos de la alta sociedad! ¡Necesitaré tacto e iniciativa! ¡Exactamente lo que me conviene!

Sorprendido de que su esposa no lo aprobase como tenía por costumbre, Cario le echó una ojeada y, advertido al fin por el rostro violáceo de su compañera, comprendió que la ahogaba. Se levantó de un salto, salió de la cama con ese aire juvenil que encantaba a la que Dios le había dado por compañera, y socorrió a la desgraciada.

—¡Antonina!... ¡Luz de mis ojos! Miserable de mí, ¡pero si he estado a punto de matarte!...

La signora Corrado fijó en su esposo una mirada tierna aunque bastante congestionada.

—Es verdad que pesas, Cario mío...

—¿Pero por qué no me has dicho nada?

Entonces. Antonina dijo, juntando las manos en gesto de fervor:

—¡Estás tan guapo dando órdenes!...

Santo, con los labios inflados, cortados, tuvo todas las dificultades del mundo para conseguir beber su copa de champán. Trató de sonreír a su joven esposa, pero no le dirigió más que una espantosa mueca.

—Tosca mía, ¿no crees que ya es hora de descansar?

—Santo, tengo un poco de miedo... Con todo lo que ha pasado desde que hemos llegado... Nada nos dice que no haya todavía gente escondida alrededor de la villa.

—¿Con qué fin?

—No lo sé... pero lo que hemos sufrido hasta aquí nos dispensa, creo yo, de buscar razones.

Habiendo encontrado su equilibrio, Santo se levantó:

—Espérame aquí, Tosca. Voy a asegurarme de que no hay nadie en el jardín.

—¿Me dejas sola?

—En caso de peligro, estarás mejor en esta habitación.

—¿Y te vas con las manos vacías contra personas que tienen revólveres?

Ma qué! ¡Yo también tengo el mío!

Y, de su maleta, Faliero sacó un Beretta.

—Mi tío y yo tenemos derecho a tener armas; desde el robo de los dossiers no me separo nunca de él. Si lo hubiese llevado encima hace un momento... Hasta ahora, querida.

Tosca no tuvo fuerzas para contestar. Nunca habría imaginado que su boda arrastrase tamañas complicaciones. Sin hablar de Jacques, ¡esa violencia, esos golpes, esas heridas, esos insultos! No, ¡las cosas no podían continuar así! ¡Era simplemente monstruoso! Desde mañana, volvería a casa de sus padres y se instalaría con su marido. A la sombra del severo Ludovico Matuzzi y de la dulce Domenica, se sentiría segura.

En el jardín, Santo avanzaba prudentemente, el ojo y el oído vigilantes, el dedo en el gatillo de su pistola. Agachado detrás de un pilón, Jacques le había visto salir de la casa, ignoraba que estuviese armado y se preguntó qué era lo que emprendía su victorioso rival. Intrigado, se levantó fuera de su escondite. Santo, al ver la sombra, disparó, y la bala rozó el rostro del aturdido Jacques. Una segunda bala golpeó el vaso de bronce haciéndolo cantar. Soubray gritó:

—¡Soy yo, Faliero!

En respuesta, Santo disparó aún dos veces su arma y Soubray le debió la vida a un reflejo que le tiró vientre a tierra. ¡Ese imbécil parecía decidido a matarle! A su vez, Jacques disparó teniendo cuidado en apuntar a otro lado, con el solo fin de calmar el ardor de Faliero.

Destrozando un pañuelo entre sus apretados dientes, Tosca, aterrorizada, escuchaba el eco de los disparos.

A la orden de Corrado, el carabinero paró el jeep.

—¿Lo oye usted, Morano?

—Sí, mariscal...

—En su opinión, ¿qué es?

—¡Disparos, mariscal!

—Lo mismo creo yo. ¡La masacre continúa! ¡Va usted a tener ocasión de cubrirse de gloria, Morano!

—¿Yo, mariscal?

—¡Sí, usted, carabinero! ¡Es justo que se aproveche de la posibilidad que se le ofrece de distinguirse! No me lo agradezca, es natural que usted merezca esta clase de confianza, ¿eh?

El carabinero Silio Morano pensaba en todo, salvo en darle las gracias a su jefe. Nunca se había sentido tan lejos de Garugano.

En el jardín, Jacques consiguió escapar al encolerizado Santo que, para calmar su conciencia sin duda, envió una última bala en la dirección en que Soubray desaparecía.

Morano paro el jeep a una veintena de metros de la entrada de la villa.

—Entonces, ¿qué decidimos mariscal, eh?

—El fusil en posición del vigía a la búsqueda del enemigo... penetra en el jardín y avanza lentamente en dirección a la casa. Yo le cubro.

—Usted... ¿no cree, mariscal, que sería mejor que fuésemos lado a lado?

—Y si le pasa algo, Morano, ¿quién señalará que ha caído usted en cumplimiento del deber, eh?

Cuando Santo entró en la habitación, Tosca, con los nervios a flor de piel, estuvo a punto de gritar.

—¿Qué significaba ese tiroteo?

—Había alguien... Nos hemos disparado mutuamente... Ignoro si le he dado.

—¿No sería Jacques, al menos?

—Seguramente no... Permíteme que te diga Tosca, que tu emoción me sorprende. ¡Sobre mí también han disparado!

—Ya no sé dónde estoy, pero lo que sé, ¡es que no me quedaré aquí un minuto más!

—¿Y dónde vas a ir?

—¡A casa de papá!

El carabinero, con la garganta seca, el estómago en la boca, y las piernas titubeantes, avanzaba a pasitos a través del jardín. Estuvo a punto de disparar sobre el vaso que tomó, de entrada, por un adversario espiándole. Detrás de él, aunque bastante lejos, el mariscal, revólver en mano, tenía los ojos fijos en la silueta de su subordinado.

Tosca y su marido habían vuelto a cerrar sus maletas, apagaron las luces antes de abrir la puerta de su habitación y saltaron hacia atrás en perfecto acuerdo: en el umbral, un carabinero les apuntaba con su fusil gritando:

—¡No se muevan o disparo, eh!