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Todo aquel que en Bolonia se decía o presumía de ser amigo del conde Matuzzi, se apretaba en el ayuntamiento. Los diarios del día anterior se habían extendido en elogios sobre este matrimonio que unía la riqueza y la ciencia. Los conservadores alababan el espíritu nuevo que animaba los medios reaccionarios de antaño y los liberales veían la promesa de un porvenir social, basado en una comprensión recíproca.
La sala de honor del ayuntamiento, abierta para este matrimonio excepcional, estaba a tope. En la primera fila, el conde Ludovico, una especie de gigante con el pelo blanco, muy americanizado en su vestir y en su actitud. A su lado, su mujer Domenica, aún muy bella y de una elegancia que suscitaba la envidia en el corazón de todas las invitadas. Dino Vacchi, el hermano de Domenica, a pesar de haber pasado la cincuentena, permanecía fiel al género bohemio de los cafés literarios de los alrededores del 35. Dado que estaba emparentado con los Matuzzi, la gente se esforzaba en verle el garbo. Al otro lado del pasillo central, el profesor Faliero parecía un oso al que se hubiese tenido dificultad para vestir de hombre. No sabía llevar el chaqué y, visiblemente, ignoraba lo que convenía hacer con su chistera. Lidia, su mujer, atraía la simpatía por su aire encantador. A pesar de la reputación de su marido, uno de los italianos más conocidos en el mundo de los sabios internacionales, se adivinaba que ese día significaba, verdaderamente, para Lidia la consagración definitiva. Entraba con todos los derechos en la alta sociedad boloñesa. El placer que irradiaba toda su persona escondía la vulgaridad.
Por fin, juntos y de cara a la mesa del alcalde, aún desierta, Tosca, con su vestido blanco y su velo y Santo, con el chaqué perfectamente ajustado, no daban pie a la crítica. Tosca, toda ella delgadez y fragilidad, suscitaba la simpatía general. Se la veía, a pesar de ser la hija de Ludovico Matuzzi, tan emocionada como cualquier joven en las mismas circunstancias. Aquellas que no pierden detalle notaban, sin embargo, una cierta tristeza en sus ojos. Santo, un chico más flaco que delgado, cuyo color de pelo oscilaba entre el rubio y el pelirrojo, respondía a la imagen que se tiene comúnmente de los hombres de estudio y no se asombraría nadie al saber que había pasado la noche anterior a la boda en su laboratorio. Las íntimas de Tosca se preguntaban qué había podido seducirla en ese joven de físico banal, puesto que no pensaban que su amiga fuese sensible a las cualidades intelectuales. Sin embargo, su boda parecía confirmar esta opinión.
Toda la asistencia se levantó cuando el alcalde y sus adjuntos entraron en la sala por una puerta lateral que les permitió llegar directamente a la mesa. El magistrado —el Commandatore don Feliciano Grattipola—, de pie, saludó a la asistencia con una inclinación de cabeza hacia el lado de los Matuzzi, y con un gesto invitó a todo el mundo a sentarse. Luego, la ceremonia se desarrolló según el rito habitual.
Durante este tiempo, Jacques se abría difícilmente camino entre la masa aglomerada en los alrededores inmediatos al ayuntamiento. Habiendo entrado en el edificio y no pudiendo presentar su tarjeta de invitación, se encontró con múltiples problemas que consiguió vencer multiplicando sus artimañas, pero que le costaron unos preciosos minutos. Se introdujo en la sala de honor cuando el alcalde preguntaba:
—Tosca Matuzzi, ¿acepta usted por esposo a Santo Faliero?
Sin reflexionar más, Jacques gritó:
—¡No!
Tomada de imprevisto, la concurrencia no reaccionó en seguida y los ujieres, atónitos por un incidente que sobrepasaba su imaginación, dudaron en intervenir. Soubray aprovechó este instante de indecisión para lanzarse por el pasillo central, al final del mismo el alcalde estaba demasiado estupefacto para protestar. No fue hasta el momento en que Jacques apareció detrás de los futuros esposos, cuando dijo con una voz donde vibraba una indignación espantada:
—Ma signore, ¡es una profanación!
A la vista de Soubray, Tosca no pudo controlarse y gritó:
—¡Jacques!
El la tomó de las manos y sin preocuparse de nadie le rogaba que no le abandonase. Recuperado de su sorpresa, Santo Faliero se lanzó sobre Soubray tratando de apartarlo de Tosca.
—¿Con qué derecho? Ma qué! ¿Pero dónde se cree usted que está?
Luego, llamando a los ujieres que no osaban intervenir:
—¡Sáquenlo de aquí, si no lo mato!
Pero los ujieres no conseguían pasar entre toda la aglomeración, seducida por el escándalo y cuyas últimas filas querían ver qué pasaba. El novio se dirigió entonces a los invitados:
—Entonces, ¿no me detienen? ¿Quieren que lo deje seco, eh?
Jacques no quería dejar a la joven.
—¡No puedes hacerme esto, Tosca mía! ¡Sabes que yo te quiero y que tú me quieres!
—¿Que me quieres? ¡Si me quisieras me habrías telefoneado hace tres meses como te pedí y no me habrías dejado sin noticias tuyas!
Quizá habrían conseguido disipar el malentendido que les separaba si los demás no se hubiesen mezclado. Después de Santo que saltaba en su sitio, su madre —viendo que la intervención del francés podía ser una amenaza para la realización definitiva de sus sueños— protestó:
—¡Un hombre sin educación, eso es lo que es el signor Soubray!
Y tomando a los demás por testigos:
—¡Estos hombres del Norte se creen aún en el tiempo de Barbarroja y se toman por unos conquistadores!
Esta discreta alusión a la historia causó impresión, pero no incitó a los invitados a moverse. Para una vez que se divertían en esta clase de ceremonia... Lidia sacudió a su marido.
—Y tú, ¿no dices nada? ¿Quieren impedir a tu sobrino que se case con su elegida y no dices nada?
El profesor emergió de un sueño interior que debía llevarle por los espacios intersiderales para preguntar:
—¿Qué pasa Lidia? ¿Qué estamos haciendo aquí?
—¡Se casa tu sobrino!
— Ah Bien! Perfecto... ¿no?
La signora Faliero levantó los brazos al cielo par tomarlo como testigo y la asistencia se puso a reís ya sin disimular. En un instante de calma se oyó a Dino Vacchi que le confiaba a su hermana, la madre de Tosca:
—Se divierte uno más de lo que me esperaba...
Fue el delirio. Se burlaban de la situación en que se veía el conde Matuzzi, quien al borde de la apoplejía dijo rudamente a su cuñado:
—¡Cállate ya, imbécil!
Mas Diño contestó:
—¡Decididamente, tienes más dinero que educación, Ludovico!
Fuera de sí, el conde se acercó al alcalde:
—¿Y usted? ¿Qué espera para expulsar a ese individuo? ¿Será necesario que le enseñe su oficio?
Bruscamente, se hizo el silencio e incluso Jacques se calló. Don Feliciano era alguien en Bolonia. Ambicioso, contaba un poco con esta boda para asegurar su posición y empujarse en la política. Había, incluso, preparado un importante discurso que se aprendió de memoria y que repetía desde hacía una semana en el silencio de su despacho. No obstante, al verse tratar así en presencia de la mejor sociedad de la ciudad perdió su sangre fría. Con el pulgar, deshizo el cuello que le ahogaba para poder gritar:
—Ma qué! ¿Quién soy yo aquí, don Ludovico? ¿Es mi ayuntamiento o el suyo, eh? ¡Venga, póngase en mi sitio puesto que quiere regentarlo todo! ¡Así son los insignes! ¡Así es el código! ¡Venga! ¡Reempláceme puesto que se cree capaz de darme lecciones! ¡Bonito ejemplo da al pueblo, don Ludovico! ¡Yo, me vuelvo a mi casa!
Horriblemente molesto, el conde se excusó:
—Perdóneme usted, don Feliciano... Estoy nervioso por este escándalo que ya dura demasiado... Le presento mis excusas.
—En estas condiciones... ¡Ujieres, llévense al perturbador! La ceremonia continúa.
Cuando volvió a encontrar la pista de Soubray, Mike Morton penetró en la sala de la boda en el mismo instante en que Ronald Hunter se introducía y justo cuando Natacha, seguida de los matones que acababan de disparar sobre Jacques en la vía San Vítale, entraban. Todos, y al mismo tiempo, vieron la cartera que Soubray había abandonado en un banco del fondo para correr a la mesa del alcalde. Se precipitaron y llegaron juntos a la meta. Al verse los unos a los otros, se detuvieron en seco y en seguida se llevaron las manos a los bolsillos y al interior de la americana para coger las armas. La situación era extremadamente tensa. El más anodino movimiento podía desencadenar el tiroteo. De repente, empujando a éste, pidiendo perdón a aquél, excusándose con un tercero, Emil Laub apartó este círculo de muerte, tomó tranquilamente la cartera y dijo con una sonrisa:
—Estoy seguro de que el señor Soubray está ya buscándola...
Se inclinó ligeramente para saludar a los presentes, demasiado estupefactos para pensar en reaccionar.
Mientras el alcalde se volvía a poner el cuello en su sitio y arreglaba su vestimenta, los ujieres habían agarrado a Soubray y le empujaban suavemente. Antes de llegar al final del pasillo central, Jacques se volvió de golpe hacia el primer magistrado de Bolonia y gritó:
—Signor Podestà!...
La fuerza del hábito que fijaba a los ujieres en su sitio cuando oían el respetado título suspendió su acción.
—¡Usted no puede casar a Tosca con Santo Faliero!
—¿Y por qué, signor?
—¡Porque es mi mujer ante Dios!
Una profunda sensación suspendió la respiración de la mayoría de los asistentes. Cuando se habla de Dios en Italia, se está seguro de ser escuchado. El magistrado no faltó a la regla y a pesar del evidente malhumor de Ludovico Matuzzi y de la cólera expansiva de la signora Faliero, protestó:
—¡Un aserto muy osado, signore! ¿Qué prueba puede usted darnos?
—¡Espera un hijo y yo soy el padre!
A pesar de la solemnidad del lugar, la asamblea entera explotó. Los unos indignados, los otros encantados del escándalo que manchaba a una familia envidiada. Algunos periodistas salieron furtivamente. El alcalde, no sabiendo ya qué actitud adoptar, miró a Tosca que, aturdida, se preguntaba si había oído bien... si era en efecto el Jacques que ella conocía quien trataba de deshonrarla delante de todo el mundo. Linda Faliero cayó desvanecida sobre su marido que la sostuvo, al tiempo que preguntaba a los que le rodeaban:
—¿Qué tiene? ¿Qué es lo que pasa?
Dino Vacchi estaba doblado en dos por una risa inextinguible. Su hermana se precipitó hacia la hija:
—¡Oh! ¡Tosca! ¿Por qué no me habías dicho nada?
Desde su sitio, Ludovico Matuzzi gritaba:
—¿Vamos a acabar de una vez?
Ultrajado, el alcalde respondió:
—¡Si hay un impedimento legal al matrimonio, lo cambia todo!
Los Faliero juntos ofrecían —con Lidia ya recuperada— una imagen viva de familia escarnecida. Pero Tosca, desprendiéndose de los brazos maternos, se dirigió al alcalde:
—¡Miente, signor! ¡Miente para tratar de impedir mi boda! ¡Y quiere impedirla porque me quiere y porque sabe que le quiero!
Santo Faliero chilló:
—¡Tosca!
Desde su sitio, Ludovico Matuzzi preguntó:
—¿Estás loca?
Con pertinencia, Dino Vacchi señaló:
—Pequeña, debes equivocarte en algún lado... o sobre tus sentimientos, o sobre los del que quieres que le aprovechen, ¿eh?
Colgada del brazo de su marido, Lidia Faliero, al borde de la crisis de nervios, gemía:
—¡Una vergüenza! ¡Estamos deshonrados!
Enternecida, Domenica Matuzzi tomaba al alcalde por testigo:
—Las jóvenes de hoy son terriblemente complicadas, ¿no lo encuentra así usted, don Feliciano?
Completamente perdido, el alcalde veía su prestigio irse a la deriva. Reaccionó como el hombre que está a punto de ahogarse y trata de salir del agua donde se hunde.
—Sí, eso encuentro, signora condesa, ¡pero no es razón suficiente para que todos los Matuzzi de la creación me tomen por paño de lágrimas! ¡Signorina Matuzzi, le ordeno que respete mis funciones y este local! Sí o no, ¿consiente usted en tomar por esposo a Santo Faliero aquí presente?
Jacques gritó:
—¡Te lo prohíbo, Tosca!
No tendría que haber dicho eso. Como si la hubiera picado una avispa, Tosca se volvió:
—¡No tiene ningún derecho a prohibirme nada!
Y volviéndose de nuevo hacia el alcalde:
—¡Sí, lo acepto! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!
—Un solo sí es suficiente. Y usted, Santo Faliero. ¿Acepta usted por esposa a Tosca Matuzzi?
—Sí.
—Entonces, ¡os declaro unidos ante la ley! Ahora, signora, signori permítanme que...
Pero todos tenían demasiadas ganas de comentar las espeluznantes escenas, a las que acababan de asistir, para soportar que esta extravagante ceremonia se alargase. Las últimas filas salieron y los de las primeras se dieron prisa para no quedar distanciados en llevar las extraordinarias noticias a los curiosos de la ciudad. Ya sin ninguna exaltación, Soubray dijo a los que le sujetaban:
—Ya pueden dejarme ahora, se acabó...
Había tanto desamparo en su voz que los ujieres obedecieron, persuadidos de que no mentía. Por su parte, Tosca, después de haber fijado su destino, lloraba a raudales, mal consolada por su esposo. El conde Matuzzi, sin preocuparse del alcalde, se acercó a su hija.
—¡Nos has ridiculizado, Tosca! ¡Tardaré bastante en perdonártelo! ¡Venga, vamos a San Petronio!
Jacques se quedó solo en la sala abandonada por el público. Emil Laub se le acercó y le tendió la cartera:
—Nos hemos permitido coger la cartera que el señor había olvidado sin duda.
Soubray se encogió de hombros:
—Encuentro mi cartera pero he perdido a Tosca...
—Hemos asistido al drama, señor.
—¿Me lo echa en cara, Emil?
—¡Le echamos en cara sobre todo al señor el no haber sabido mostrarse suficientemente persuasivo!
—Era muy difícil...
—Creíamos que el señor tenía la costumbre de remontar mayores dificultades.
Otra vez, Jacques tuvo la impresión de que el mayordomo se burlaba de él.
—¿Qué quiere decir exactamente con eso, Emil?
—Queremos decir, señor, que convencer a los yugoslavos, a los checos y a los húngaros de comprar las pastas alimenticias capitalistas debe ser un trabajo delicado... el señor querrá perdonarme pero nuestras ocupaciones nos obligan a ir a la mansión Matuzzi...
Cuando Emil se fue, Soubray, antes de salir, miró hacia la mesa del alcalde y vio a un pobre hombre tirado en su sillón mientras uno de sus ayudantes le abanicaba y el otro le golpeaba respetuosamente las manos. Don Feliciano no se recuperaría jamás de su discurso abortado.
Habiendo olvidado totalmente que le vigilaban para quitarle los documentos que se suponía llevaba, Soubray, dedicado enteramente a su pena se dirigió hacia San Petronio para ver por última vez aquella que acababa de traicionarle. Entró en la iglesia y se deslizó entre los fieles. En la inmensa nave, Tosca allá arriba en el coro, no era más que una mancha de luz. Se celebraba una misa espectacular. Una multitud de clérigos asistían al oficiante. Una coral cantaba a Bach. Las mucetas rojas de los dos cardenales sobresalían resplandecientes entre los oros. Una bonita ceremonia de la que Soubray hacía caso omiso de la pompa. No llegaba a convencerse de que había perdido a Tosca... ¡su Tosca a la que jamás había querido tanto! Con el alma alicaída, se preguntaba qué sería de él. No sentía ya ninguna ilusión por este oficio de agente secreto que le costaba su felicidad y por primera vez desde hacía una hora pensó en la cartera. La sostenía aún, maquinalmente, sin ni siquiera darse cuenta de su peso. ¡Ah! ¡Ya podrían quitársela! ¡Le era totalmente igual! Todo lo que pedía era que le matasen antes de robársela. Así, le librarían de una existencia que ya no le servía para nada puesto que, ahora, Tosca ya no formaría parte de ella.
Cuando se acabó la ceremonia, vio salir al clero, luego a los esposos y las familias llegar a la gran sala que tenían reservada para recibir las felicitaciones de los amigos. Los siguió con la multitud de admiradores de los Matuzzi, con las mejores intenciones del mundo. Quería pedirle perdón a Tosca y desearle toda la felicidad posible. Se puso en la cola y cuando llegó su turno, ya no quedaba demasiada gente. Al ver al joven, Tosca palideció y balbució:
—Jacques...
Santo estaba de espaldas discutiendo con su suegro. El profesor Faliero trataba de extraer, de memoria, una raíz cuadrada que necesitaba para juzgar una idea que había tenido en el recogimiento de la Elevación. En cuanto a su mujer, hablaba con las grandes damas de Bolonia, a las que iba, al fin, poder tratar de igual a igual.
—Tosca... Te pido perdón por lo de antes... pero... soy desgraciado... perderte así... cuando volvía a ti... Ahora no me queda nada...
Trastornada, dándose cuenta de la tontería cometida, estalló en sollozos tan estridentes que todo el mundo la miró. Domenica quiso coger a su hija en sus brazos:
—Pequeña... Cálmate...
Reconociendo a Jacques, Santo saltó.
—¡Otra vez! ¿Pero es que no nos libraremos nunca de él?
El conde Matuzzi, aún no totalmente repuesto de su cólera del ayuntamiento, apretó las mandíbulas y avanzó hacia Soubray con la intención evidente de echarlo fuera. Constantino Garapazzi, el soldado suizo de San Petronio —que paseaba una mirada altiva por la piazza Magiore y permitía a los curiosos, que habían asistido a la salida de los novios, admirar su magnífica vestimenta y sus perfectas piernas— sintió que algo anormal pasaba detrás de él. Volvió hacia los recién casados en el preciso momento en que Jacques cogía a Tosca en sus brazos y la besaba largamente en los labios, bajo los ojos espantados de la signora Faliero que estaba a punto de un nuevo desvanecimiento. Incómoda, Domenica trataba de explicar a los invitados:
—Son amigos casi desde la infancia...
Las risas contenidas que salieron por todas partes le demostraron que nadie se lo creía. Ante tal espectáculo, el suizo se quedó sin voz y estuvo a punto de soltar su alabarda. Santo arrancó a Tosca del abrazo de Jacques, pero éste, cogiendo a su feliz rival por la espalda, le obligó a girarse y le pegó un derechazo poniendo todo el peso de su rencor, de su decepción y de su pena. Golpeado en plena frente, el joven Faliero titubeó, se le pusieron los ojos en blanco y salió a reculones para ir a caer sin conocimiento al otro extremo de la sala.
—¡Madre mía! ¡Ya me lo han matado!
La signora Faliero, olvidando su decoro, se tiró sobre el cuerpo de su sobrino mientras Matuzzi se arrojaba sobre el francés, ayudado por los que querían darle coba. Fue una corta y terrible «melée» en la que Dino Vacchi se cuidó de no intervenir, contentándose con decirle a su hermana que abrazaba a Tosca:
—Tu hija no ha tardado en darse cuenta de la tontería que ha cometido...
En cuanto a Constantino Garapazzi, asustado, daba vueltas alrededor del grupo suplicando:
—Signori! ¡Por piedad! Signori! ¡Por decencia!
Si no se hubiera contenido, habría cargado contra ellos con la alabarda, tanta era la indignación que le agitaba. Al fin, Jacques cayó al suelo sin sentido mientras Santo se levantaba y se llevaba a Tosca. Ya en la puerta, en el momento de deslizar su brazo bajo el de su esposo aún no despierto del todo, se volvió hacia el interior para decir:
—¡Jacques!...
Rápidamente, su madre le susurró:
—¡No te olvides, querida, de que tu marido se llama Santo!
El cortejo, después de descender las escaleras de San Petronio, subió a los coches que esperaban. Jacques, en un estado lamentable, recobró la consciencia para ver a una joven vestida modestamente inclinarse sobre él y quitarle la cartera. No tuvo fuerzas para reaccionar y, además, no le importaba. Sentado en el suelo vio a su ladrona llegar a la puerta y luego al hombrecillo pelirrojo, que tenía detrás suyo al subir las escaleras de la Montagnola, precipitarse sobre la joven, traerla otra vez al centro de la nave e intentar arrancarle la cartera. Sin saber demasiado por qué, Jacques se puso a reír. No se sentía con fuerzas para mezclarse en una nueva pelea. El hombrecillo pelirrojo, exasperado por la resistencia de su adversaria, le pegó un puñetazo en la nariz y la pobre chica soltó la cartera para llevarse las manos a su apéndice nasal. El vencedor se agachaba para recoger la cartera cuando un coloso surgió de no se sabía dónde para decir suavemente:
—Hello, Ronnie. ¿Parece que ha sido usted más rápido que yo?
Rabioso, el hombrecillo gritó:
—Apártate de mi camino, Mike, si no...
—¿Si no qué, querido viejo Ronnie?
Sin responder, Ronald se llevó rápidamente la mano al interior de su chaqueta, mas no tuvo tiempo de acabar su gesto porque el gigante le dio un golpe en el estómago que le dobló en dos. Con una sonrisa, el enorme tipo recogió la cartera y acabó a su adversario de un golpe en la nuca que le hizo de entrada caer de rodillas y luego extenderse cuan largo era, de cara al suelo. La joven asaltada por Ronald continuaba secándose la nariz mientras Soubray se levantaba con dificultad, temblándole las piernas. El coloso le dirigió una sonrisa.
—¿Supongo que no quiere que le vuelva a enviar al suelo, my boy?
Constantino Garapazzi, que subía las escaleras se preguntó qué significaba toda esa gente por el suelo, y luego, en seguida, se percató que la cartera del joven que había creado el escándalo se encontraba en manos de un tipo que le daba la espalda. Divirtiéndose, Soubray vio al suizo, y picado por el instinto del juego, dijo en voz alta:
—¡Me está robando mi cartera, signore!
—Lo siento mucho, créame... ¿pero no está usted en estado de defenderla, no es verdad? Pero, yo, si que puedo, ¿eh?
Al mismo tiempo que esta voz llegaba a sus oídos, Mike Morton, de los Servicios Secretos americanos, sintió algo duro y puntiagudo hundiéndose en sus riñones. Sin insistir, dejó la cartera y levantó los brazos. Jacques aprovechó para recuperarla y eclipsarse a toda velocidad por el interior de la iglesia mientras el suizo, encantado de sí mismo, le gritaba:
—Tómese todo el tiempo que quiera signore: si se mueve, lo atravieso, ¿eh?
Natacha Andreievna, a pesar del desconsuelo que sentía, y Ronald Hunter, del Intelligence Service, volviendo en sí, no pudieron contener la risa a la vista de la cara del americano reducido por el suizo de San Petronio quien, sin pensarlo, acababa de dejar en nada los esfuerzos de los agentes de tres grandes potencias.
Molido, sangrante, con la ropa arrugada, Soubray se refugió en el bar que su amigo Paolo Chiafino tenía en la vía San Marcelino. Su entrada produjo sensación. Mientras se apoyaba en el mostrador, el gordo Paolo se acercó:
—Se diría que ha pasado usted bajo un autobús, ¿eh?
—Peor aún, Paolo... Necesito algo fuerte... ¡Acércame la botella de coñac!
—¿La botella? ¿No será demasiado?
—¡No!
Jacques cogió la botella que el dueño del café le puso delante y se sirvió un vaso lleno que se tomó de un trago. Paolo le contemplaba con tristeza.
—Piense en su madre, signore...
—¡Exactamente, Paolo! ¡Mi madre está muerta y voy a reunirme con ella, ya que estoy muerto desde hace dos horas y necesito beber para no darme cuenta de ello!
Soubray se bebió un segundo vaso. Paolo movió la cabeza con conmiseración. Ultrajado, Jacques replicó:
—Paolo, ¿si hubieses asistido a la boda de la joven a quien amas y que deseas sea la madre de tus hijos, no necesitarías una botella de coñac?
—En ese caso, signor Soubray, ¡bajaría a la bodega y no subiría hasta haber olvidado a la infiel!
—La desgracia es que yo no podré olvidar jamás a Tosca... ¡Necesito olvidar que no podré olvidarla!
Entristecido, Paolo volvió a fregar vasos suspirando:
—Nosotros los hombres somos demasiado sentimentales... ¡Y ellas se aprovechan!
No había transcurrido una hora cuando Jacques, completamente borracho, contaba sus desgracias a media docena de parroquianos, a quienes su angustia encantaba o se compadecían según su grado de inhibición. De repente, a través de los vapores del alcohol paralizando su cerebro, Soubray vio entrar al pequeño pelirrojo que había dejado en tan mal estado en San Petronio. Su espíritu en desorden ya no podía razonar. Cedía a las impresiones inmediatas. Estalló en carcajadas. Le miraron con sorpresa. Reunió a sus vecinos y reclamando silencio musitó:
—Mi... mirad... ese peli... ese pelirrojo... pelirrojo que... que se sienta...
Paolo se inclinó por encima del mostrador.
—¿Y bien?
—Pues bien, viejo... es un eses... ¡un espía!
Se rieron, pero, tozudo, Jacques insistía:
—Os digo que... que es un... eses... un espía... Le conozco. Desde esta mama... mañana... me sigue... entonces... ¿eh?
Arnaldo Fusato, el carnicero gigante, preguntó:
—Ma qué! ¿Por qué le iba a seguir, signore, eh?
Soubray levantó un dedo sentencioso:
—Para rorro... robarme mimi... mi car... ¡tera!
El dependiente de colmado Ugo Saraceno indicó:
—No parece tan pesada como para guardar un tesoro, ¿eh?
Se rieron, se dieron golpes en la espalda, se golpearon las piernas, y Enrico Tenconi, el oficinista, ofreció una ronda. Pero Jacques no daba su brazo a torcer.
—No es... no es un tesoro... sino uhuh... unos documentos se... ¡secretos!
—¿De verdad? ¿Y por qué los tiene usted?
—Porque yo... también... soy... soy...
—¡Usted está borracho., signor!
—¡Eso... dede... de acuerdo! Estoy borracho... e incluso... incluso enorme... mente borracho... pero eso nono... no impide que yo sea también un eses... ¡un espía!
Esta vez, fue Paolo Chiafino quien pagó la ronda. ¡Hacía tiempo que nadie se divertía tanto! Queriendo continuar la broma, Arnaldo Fusato pidió más precisiones:
—Entonces, signore, ¿quién podría ser ese pelirrojo, eh?
—¡Es... es el ojo de Lonlon... Londres o de Wawa... Washing... ton! Pero los inin... los ingleses o los ahah... america… canos, ¡no han concon... contado con mi ojo!
Doblados por una risa inextinguible, armaban tal follón que Ronald Hunter, el pelirrojo del MI5 británico, levantó la cabeza por encima del periódico que simulaba leer sin, de todas formas, perder de vista la cartera objeto de sus desvelos. Arnaldo Fusato y Ugo Saraceno, generosos por su incipiente borrachera, fueron a la mesa del pelirrojo para invitarle a brindar con ellos. Ronald Hunter no entendía nada, y por ello no osó negarse. Con un guiño a sus amigos, Paolo preguntó:
—¿Qué quiere usted tomar, signore?
—Un Campari con soda.
Le sirvieron. Chocaron amablemente los vasos y el inglés empezó a beber. Paolo, soberbio, declaró:
—Bebo a su salud, signore, ¡y permítame decirle que nunca había visto un espía tan simpático!
Bajo el efecto de la sorpresa, Ronald se ahogó, sacó una parte de su soda por la nariz, estornudó, se sofocó, lloró y todos le golpearon los omóplatos mientras Soubray, ladino, le decía:
—¿Qué coco... colega? ¿Ya le gusgus... gustaría tener mimi... mi cartera, eh?
Habiendo superado la tos, el inglés, muy digno, respondió:
—Si es una broma, signore, no la entiendo.
Ugo Saraceno protestó:
—Ma qué! Yo creía que los espías lo entendían todo.
Enrico Tenconi ponderó:
—¿Quizás el ojo de Londres es miope?
El inglés intentó protestar:
—Pero si yo no soy...
Arnaldo Fusato le golpeó gentilmente la espalda.
—Déjelo estar signare, ¡ya estamos al corriente!
Y Soubray se colgó de su chaqueta para decirle en las narices:
—Usted... usted me gusta... viejo... pero no puedo dada... darle mi cartera... con el dodo... dossier Fafa... Faliero, ¿eh?
Con la mente en desorden, el pelirrojo veía desmoronarse todas las reglas de prudencia, de discreción que tan pacientemente le habían enseñado. Se desvelaba su identidad y estos boloñeses, lejos de molestarse, ¡parecían encontrar el asunto muy divertido! Hunter no había pensado nunca —y sus jefes tampoco— que podría, un día, encontrarse en una situación parecida. Al llegar a Italia, había calculado todo lo que le podía pasar, desde la expulsión pura y simple hasta la prisión de por vida pasando —¿quién sabe?— por la tortura, ¡pero jamás ninguno de sus instructores le había dado a entender que se las vería con una banda de repugnantes borrachos denunciando las actividades secretas de Ronald Hunter, sujeto de Su Graciosa Majestad y nativo de Cockermouth, en Cumberland!
El gigantesco carnicero posó un brazo fraternal en la espalda del inglés.
—¡Gelsomina, mi mujer, no querrá creer que he encontrado un espía! ¡Le gustaría tanto a mi hijo mayor, Giuseppe! ¡No se pierde ni una película de espionaje!
Dividido entre la angustia y la humillación, Hunter estaba a punto de desfallecer. Ugo Saraceno le cogió por el talle y gritó:
—Ma qué! ¿No veis que se encuentra mal? ¿No tendréis piedad de un pobre espía?
Su voz de tenor llegaba hasta la calle y Hunter juzgó que tendría mucha suerte si los servicios del contraespionaje italiano no venían esa noche mismo a cogerle en su cama. Resolvió inmediatamente que debía cambiar de hotel y enviar a alguien a buscar sus maletas. Cerrando los ojos, vio su casa de Cockermouth donde Daisy le esperaba con los niños, Daisy que sería una viuda tan bonita... Las lágrimas le obligaron a abrir los párpados y se percató de que ya no era el centro de interés. Sus torturadores, ocupados escuchando una historia que Paolo les contaba a media voz, le daban la espalda.
En cuanto a Soubray, dormitaba a medias, y la cartera abandonada estaba al lado de la mano del inglés que no osaba creer en su suerte. Dirigió una oración tan ferviente como muda a San Jorge, que era, desde siempre, especialista en cuidar dé los ciudadanos de Gran Bretaña y, suavemente, inclinó el busto hacia delante, tendió la mano a la cartera y... recibió tal bofetada en el trasero que, perdiendo el equilibrio, cayó sobre Soubray quien, saliendo de su sopor, le rodeó con sus brazos murmurando:
—¿Tú ya sabes, sin embargo, que... que yo no... no quiero a nadie más que a ti?
Rojo de vergüenza, Hunter se arrancó del abrazo de Jacques mientras detrás suyo, los bromistas rugían de contento. El inglés comprendió que había caído en una trampa y, no teniendo más cartas en la mano, esperó, resignado, que llamaran a la policía. Pero el gran carnicero le llevó gentilmente hacia la barra y, poniendo su enorme dedo bajo su nariz, le riñó afectuosamente:
—¿A quién han pillado en flagrante delito, eh? ¿Tanto le interesa, pues, saber lo que hay en esa cartera?
Ronald ya no sabía dónde estaba. Se sentía como un tapón movido por una ola, sin necesidad ninguna de manifestar su voluntad. Fraternal, Arnaldo Fusato le confiaba:
—¡No queremos que se vaya enfadado, signor! Y sólo para que se quede contento le vamos a enseñar lo que hay en la cartera de nuestro amigo...
Por reflejo del profesional que no desea que los aficionados se inmiscuyan en el terreno que tienen reservado, el inglés estuvo a punto de protestar, pero renunció. ¿Para qué? Y, con los ojos dilatados, la boca seca, contempló al carnicero apoderarse de la cartera y hurgar en los papeles que una media docena de Servicios Secretos se disputaban a precio de oro y de ya bastante sangre.
—Bonos de pedido de lasaña, de tagliatelas, de spaghettis... ¿Qué, lo encuentra apasionante, signore? ¡Venga! Confiese que su amigo y usted, han querido engañarnos, ¿eh? ¡De todas formas, son muy buenos actores! ¡Sólo que aún no ha nacido el que les tomará el pelo a los boloñeses! ¿Tomamos un último vaso?... Yo pago... Les debemos eso: ¡Nos han divertido mucho!
Ronald tuvo que tomarse un Campari antes de obtener permiso para retirarse. Y Ugo Saraceno creyó que era su deber acompañarle hasta la puerta, que abrió gritando con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Hagan sitio al espía preferido de Su Muy Graciosa Majestad Elisabeth II!
Mudo de horror, dando traspiés, Hunter pensó en aquellas personas que en la Edad Media, exponían, en picota, a los insultos del pueblo. Un agente se acercó. El esposo de Daisy se persuadió de que vivía sus últimos segundos de libertad; sin embargo, el representante del orden, por encima de la cabeza del inglés, apostrofó a Saraceno:
—¡A ver si te calmas, Ugo! Si no ya te enseñaré yo a estarte tranquilo, ¿eh?
Luego, saludando a Ronald:
—Perdónele, signore, ¡es más tonto que malvado!
No consiguiendo convencerse de la realidad de su suerte, el hombre del MI5 no pensó en dar las gracias a su salvador y se alejó tan rápido como le fue posible, sin llamar la atención.
Soubray salió de su sopor hacia las cinco y se encontró extendido en la cama de su apartamento en la vía Vascelli. No adivinaba cómo había llegado y tampoco comprendía la presencia del dueño del café Paolo Chiafino en su cabecera. Este último acercó su enorme cabeza.
—¿Qué? ¿Ya va mejor?
—¿Qué me ha pasado, Paolo? ¿Qué hago en mi cama?
—¡Calmar una borrachera de todos los diablos! Cuando le he traído en el taxi, estaba como un cadáver...
Soñador, Paolo afirmó:
—No es por darle coba, signore, ¡pero es una de las borracheras más bonitas de mi carrera y la Madona sabe cuántas he visto! ¡Una especie de campeón en el género, palabra! Y, conociendo su dirección, he creído mi deber traerle y velar su sueño... Ya hace tres horas de todo esto...
—¡Tres horas!
Y, a Jacques estupefacto, Paolo le contó la escena que se había desarrollado en el café con la complicidad del pelirrojo que tan bien había hecho su parte. De color verde, Soubray, oyó que su amigo le confiaba:
—¡Lo que nos ha hecho reír cuando ha querido persuadirnos de que era un espía y que transportaba documentos ultrasecretos en su cartera que el pequeño pelirrojo esperaba quitarle! ¡No hay nadie más divertido que usted cuando ha bebido, signore!
Con voz ahogada, Soubray preguntó:
—Ese... ese pelirrojo... ¿Ha cogido la cartera?
—¡Qué va! Entre nosotros, no sé si ese pelirrojo es un buen amigo suyo, ¡pero, no ha parecido comprender demasiado la broma!... De todas formas, no le habríamos dejado. No queríamos que usted perdiese sus órdenes de pedido...
—¿Mis órdenes de...?
—Arnaldo ha mirado lo que había en su cartera, ¡para divertirse, vamos! Pero lo ha dejado todo en su sitio, ¡yo le vigilaba!
—¿Dónde está mi cartera?
—Debajo de su mesilla de noche.
Jacques se aseguró y respiró aliviado. Antes de dejarle, Paolo le preparó café muy fuerte, del que le hizo beber gran cantidad, le ayudó a llegar al cuarto de baño donde se duchó con agua fría y cuando, al fin, el buen samaritano consintió en abandonar el lugar, Soubray, envuelto en su bata, se recuperaba fumando un cigarrillo.
Un poco embrutecido todavía, puso la radio en marcha; relataron la crónica de la ciudad. El reportero hablaba con entusiasmo de la boda que, en San Petronio, había unido a Tosca Matuzzi, hija del conde Matuzzi, uno de los bienhechores de Bolonia, con Santo Faliero, sobrino del ilustrísimo sabio que el mundo entero envidiaba a Italia, y sabio él mismo. No se permitió ninguna alusión al doble escándalo del ayuntamiento y de la iglesia, aunque recordó que antes de salir de viaje de novios, los jóvenes esposos recibirían a sus amigos en la mansión Matuzzi, desde las ocho.
Otra vez con la tristeza que la borrachera había adormecido un momento, Jacques volvió a pensar en Tosca. Convencido de que ella le amaba —¿no se lo había gritado al alcalde?— no admitía que pudiese construir su vida con otro. De nuevo, el dossier Faliero se alejaba de sus preocupaciones presentes. ¡Poco le importaba descubrir a tal o cual agente enemigo sólo para quedar bien con Giorgio Luppo, cuando le estaban quitando a su Tosca! Sus ardores belicosos de la mañana reaparecían, y se juró que los Faliero y los Matuzzi aún no habían acabado con él. Para empezar, decidió ir a la recepción del conde Ludovico, a pesar de no estar invitado. Contaba con la complicidad de Emil para introducirse en la fortaleza de la vía San Vitale.
A las ocho y cuarto, Soubray, vestido de esmoquin —pero con su querida cartera en la mano— se mezcló con un grupo de última hora para entrar en la mansión Matuzzi. Emil —que anunciaba a los que llegaban en la puerta del gran salón— le hizo signos a Jacques de aguardar en el salón pequeño donde no tardó en unirse a él.
—Creemos que no sorprenderemos al señor diciéndole que hemos recibido órdenes formales para prohibirle la entrada en esta casa en caso de tener la audacia —estamos repitiendo los términos de que se ha servido el señor Conde— de presentarse. Si el señor es tan amable de salir sin provocar escándalos...
—¿Me echa usted, Emil?
—...A fin de volver a entrar en cuanto le demos la espalda... y esto el señor lo comprenderá, con el único fin de no traicionar la confianza del señor Conde... Añadiremos que la habitación de la señorita Tosca —¡perdón!, de la señora Faliero— sirve de vestidor para las damas y que sería un lugar ideal para un encuentro con la señorita Tosca —¡perdón!, señora Faliero— si, como suponemos, el señor ha venido con la esperanza de un último encuentro.
—¡Emil, es usted un tipo sorprendente!
—Tenemos la debilidad de creerle, señor.
—Pero Tosca no querrá venir... ¡No osará!
—Podríamos susurrarle a la señorita Tosca —que no nos resignaremos jamás a llamar señora Faliero— que hemos visto al señor y que el señor nos habría confiado su firme voluntad de poner fin a sus días y dejar su cadáver en la canastilla de boda. Es quizás un poco grosero, pero si las boloñesas son románticas al venir al mundo, ¿por qué no aprovecharse?
Lo que se ha convenido en llamar una brillante asamblea se apretaba en el salón de la gran casa. Ludovico Matuzzi se mostraba de una amabilidad diplomática, luciendo esa sonrisa desengañada de los que no oyen a su alrededor más que fórmulas repetidas. Su mujer, siempre bella y majestuosa, no podía desprenderse de esa melancolía que le iba tan bien; el signor Faliero parecía aburrirse profundamente en el rincón al que él mismo se había relegado, mientras que Lidia Faliero resplandecía, disfrutando de una de las más grandes alegrías de su existencia. Santo, más habituado a manejar los tubos de ensayo que el compás, parecía un poco rígido entre esas ropas elegantes y esas charlas que no le eran en absoluto familiares. Sin embargo, resultaba simpático a la mayoría de los invitados. Se envidiaba su suerte, mas tampoco demasiado.
En cuanto a Tosca, a pesar de todos sus esfuerzos, no conseguía parecer alegre. No conseguía olvidar los gritos de Jacques y ya no se preguntaba si había cometido una tontería: ¡estaba persuadida! Suerte que su tío, el eternamente joven Dino Vacchi, se encontraba allí poniendo un poco de animación. De vez en cuando, su hermana le miraba sonriendo. Le estaba agradecida, a pesar de todos sus defectos, de mantener la tradición de un mundo desaparecido.
Tosca bebía una copa de champán en compañía de sus mejores amigas que la felicitaban, cuando al levantar la cabeza, su mirada se cruzó con la del mayordomo y comprendió que deseaba llamar su atención. Intrigada, se excusó de sus huéspedes y se dirigió hacia Emil que salió al hall donde ella le alcanzó.
—¿Algo no funciona, Emil?
Laub, representando a la perfección al hombre bajo el efecto de una fuerte emoción, balbució:
—¡Ah!, signora... Tenemos miedo...
—¿Miedo? ¿Usted?... ¡No es posible Emil! ¿Y de qué tiene usted miedo?
—Del signor Soubray, signora...
Tosca se puso roja:
—¿No estará aquí?
—Ha aprovechado que acompañábamos a unos invitados al salón, para deslizarse al hall... No hemos osado echarle por miedo a provocar un nuevo escándalo...
—Ha actuado bien, ¡pero no quiero verle! ¿Dónde está?
—En su habitación, signora.
—¿En mi habitación? ¡Qué audacia! ¿Y por qué razón?
—Nos ha gritado su intención de poner fin a sus días.
—¿Qué?
Rápidamente Tosca corrió hacia la escalera y la subía tan deprisa como se lo permitía su vestido de cola que había recogido. Emil la seguía. Llegaron juntos delante de la puerta que el mayordomo abrió y la joven estuvo a punto de gritar al ver el cuerpo de Soubray balanceándose del enorme clavo que aguantaba las gruesas cortinas de terciopelo. En seguida Emil se precipitó diciendo:
—¡Ah! ¡Santa Madona! ¡El desgraciado! ¡Se ha colgado!
No creyó necesario añadir que había sido él quien, tan cuidadosamente, había colgado a Jacques y que este último podía quedarse indefinidamente agarrado a su cadalso de ocasión sin arriesgarse demasiado. Por eso era indispensable que fuese él, también, quien le descolgase.
Jacques, los ojos cerrados, extendido en la cama, hacía su papel a la perfección. Con voz sepulcral, Emil anunció que volvía al salón para ver si podía prevenir discretamente al médico.
—Creemos acordarnos, signora, que el doctor Camusso se encuentra entre los invitados.
Al cerrarse la puerta, Tosca se inclinó sobre el pseudo suicidado.
—¡Jacques!... ¡Mi Jacques!... ¿Por qué lo has hecho?
Este último no respondió, a pesar de las ganas que tenía de estrecharla en sus brazos. Llorando, Tosca proseguía sus lamentaciones:
—Si me querías hasta ese punto, ¿por qué no me llamaste hace tres meses, y por qué razones no me diste noticias tuyas? Creía que no querías saber nada de mí, que te habías escapado... Y, ¡miseria de mi vida! Cuando Santo pidió mi mano, dije que sí, porque eso quería mi padre... Para mí, él u otro, me era igual... ¡puesto que no eras tú!
Y le susurró al oído:
—¡Pero yo no querré a nadie más que a ti, Jacques... que a ti!
No pudiendo aguantar más, Soubray se levantó bruscamente y abrazó a la joven que tuvo un gesto de espanto. Los acontecimientos iban, evidentemente, a precipitarse en una pendiente fatal para el honor de Santo Faliero si Domenica Matuzzi no hubiese entrado en ese preciso momento. Contemplando la escena que se ofrecía a su vista, dijo con voz tranquila:
—¿No piensas que es de todas formas un poco pronto, Tosca?
Rápidamente desembriagada, ésta se arrancó de los brazos de su amante y se refugió cerca de su madre, quien se dirigió a Soubray:
—¡No le falta una cierta audacia, Jacques! No le digo que me moleste: ¡pero si mi marido se enterase, sería terrible!
Tosca, dándose cuenta que había sido engañada por el falso suicidio de Jacques, se arrebataba:
—¡Me ha vuelto a mentir, mamá! ¡Me ha hecho creer que se había colgado por amor! ¡Es un monstruo!
—¡Tampoco exageres por el otro lado, niña! Te quiere y ya está. De todas formas tendría que haberse declarado más pronto, mi pequeño Jacques.
—¡No podía suponer que Tosca me traicionaría para casarse con esa especie de pera sin madurar de Santo!
—¡Es usted quien me ha traicionado! ¡Pera o no, Santo es mi marido y me dará la existencia regular que deseo!
—¡Eso lo veremos! ¡No ha terminado conmigo, Tosca Matuzzi!
—¡Signora Faliero, por favor!
—¡Para mí, usted será siempre Tosca Matuzzi!
La joven salió dando un portazo. Domenica encendió un cigarrillo mientras Jacques arreglaba su esmoquin un poco arrugado.
—Vaya lío, pequeño... Supongo que no le sorprenderé confiándole que le hubiera preferido como yerno a Santo y sus ecuaciones... Sin contar que su madre me horripila... Pero ya está todo acabado...
—Siempre se puede deshacer lo que se ha hecho...
—¡Si se imagina que Tosca se divorciará, se equivoca!
—¡Entonces mataré a Santo!
—Evidentemente es una solución, pero no se lo aconsejo. Venga al salón después de haber dejado, por lo menos, la cartera en el guardarropa. Entrará de mi brazo y Ludovico no osará decir nada.
Al ver Soubray, el conde Matuzzi enrojeció de cólera y la asistencia esperó con curiosidad su reacción. Domenica se acercó a su marido.
—Ludovico... en este día tan hermoso, creo que no hay sitio para el rencor. Jacques ha venido a presentarnos sus excusas por los incidentes de esta mañana... Espero que le perdonarás.
A regañadientes, el conde tendió la mano al joven. Un suspiro de decepción corrió entre los invitados. Tosca pretendió no encontrarse jamás cerca de Jacques. Al contrario. Santo trató de reconciliarse
—Soubray pongo su locura de esta mañana a cuenta de su extravío ¿quiere usted que no hablemos más? Le ofrezco mi amistad.
—La acepto, pero con una condición: ¡pruébemela usted en seguida!
—¡De acuerdo! ¿Qué debo hacer?
—¡Suicidarse!
—¿Qué?
—Desaparecer de una manera u otra, pero definitivamente, a fin de que Tosca y yo podamos reparar el lío que su estúpida iniciativa ha creado. ¡Ella no le amará nunca, viejo, que tiene que persuadirse de ello! Tosca —la conozco bien— es mujer de un solo amor y ese amor, aunque le pese, Santo Faliero, ¡soy yo!
—¿De verdad?
—¡De verdad!
Se amenazaban con la mirada, cuando Domenica, pasando cerca de ellos cogió a cada uno de un brazo para susurrarles:
—Soy feliz al ver que os entendéis bien y estoy convencida de que Tosca estará contenta...
Sin responder, Santo se arrancó bruscamente al abrazo amigable de su suegra para buscar a su mujer a quien llevó a un rincón. Sorprendida, Domenica inquirió:
—¿Qué tiene?
—¡Un carácter imposible!
—Jacques, ¡sea franco! ¿Qué le ha dicho?
—¿Yo?... Nada... en fin, casi nada. Simplemente le he pedido que se suicide a fin de que pueda casarme con su viuda lo más pronto posible... Pero no era más que un consejo... una oración... No le obligaba. No tengo los medios, ¡por desgracia!
—Jacques, ¿cuándo será usted formal?
—Soy lo bastante para ser desgraciado.
En ese momento, Santo llegó hasta ellos en compañía de Tosca. Imaginándose ya el escándalo. Domenica les llevó al salón pequeño y, dirigiéndose a su yerno:
—¿Qué le pasa, Santo?
—Me pasa que quiero poner las cosas en su sitio. Aquí tenemos un individuo que, desde esta mañana, nos persigue, a Tosca y a mí, ¡con el pretexto de que quiere a mi mujer y de que ella le quiere! ¡Quiero que Tosca le responda ella misma! ¿Quizás entonces lo comprenda y nos deje en paz?
Domenica insinuó:
—Lo que usted intenta hacer es peligroso, Santo... y muy desagradable para todo el mundo.
—¡Tanto peor! ¡Debemos acabar! Venga, Tosca...
La joven, con la cabeza ligeramente inclinada hacia el suelo, dijo con voz que, por momentos, se quebraba:
—Jacques, sea razonable... Santo es mi esposo ahora, y nada puede separarnos... Le he esperado bastante tiempo... ¡pero prefería galopar por montes y valles! ¡Pues bien! ¡Continúe corriendo, Jacques, y déjenos, a Santo y a mí, llevar nuestra pequeña vida tranquila!
Pivotando sobre sus talones, salió corriendo. Hubo un instante de embarazo. Santo quiso fanfarronear:
—¿Está prevenido, Soubray? En su lugar, yo me iría...
A su vez, abandonó el salón pequeño. Jacques se quedó con Domenica.
—¿Está usted apenado, Jacques?
—¿Lo dudaba?
—Tosca es una tonta... Le había repetido que no se apresurase a casarse con Santo, pero estaba tan desengañada por su silencio... ¿Qué va a hacer ahora?
—¡Morir!
Domenica sonrió. ¡Este francés se había convertido verdaderamente en un italiano!