Capítulo 38
Sí, Jim; por lo visto, a ti también te olvido tal como olvidé a Defoe, que era a él a quien hablaba. No siempre es fácil tenerlo todo en la cabeza cuando se ha llegado a una edad tan respetable como la mía.
Tendría que haberte contado lo de Flint. Pensé que le podía interesar a un tipo como tú. Sí, quería contar que también nosotros éramos a pesar de todo personas, incluso yo: nosotros, la escoria y los parásitos a los ojos de la gente. Por lo menos quería dejar dicho que nos podíamos poner de acuerdo, tener consideración y gobernar un barco durante varios años sin retorcernos el pescuezo unos a otros. ¡Ciento treinta hombres en una carraca tan pequeña que ni siquiera podíamos acostarnos todos a la vez! Quizás eso también lo he dicho, pero ya no estoy muy seguro.
Luego hablé con Jack y descubrí que podía pasarme una vida entera escribiendo para relatar la época que pasé con Flint. ¡Imagínate! Pero esa vida ya no la tengo. Es verdad que mientras vivía he resucitado entre los muertos un par de veces, pero ahora se acabó, y es tan verdad como el Evangelio y como que me llamo John Silver, lo que a la larga he aprendido a aceptar.
Además, a Jack ya le he referido toda la historia de Flint, aunque no escuchara. Y debes saber que después me sentí vacío y hueco por dentro. No es agradable contar historias y descubrir en plena narración que no te escucha nadie, ni siquiera el hombre en quien más confías. Una vida como la mía es larga, quizá demasiado larga, a pesar de todo.
Y después... Sabes que no soy miedoso. Un león no es nada comparado con el viejo Long John, así se decía, y era la pura verdad. ¿No fui yo el único que permanecí sereno cuando Ben Gunn intentó asustarnos con lo de la aparición de Flint? No, nunca tuve miedo de Flint. Nunca atacaba a uno de los suyos por la espalda. Iba cara a cara, ése era su estilo. Claro que ayer noche fue otra cosa, Jim. Volví a soñar con Flint. Apareció como lo hacía al final, cuando ya estaba borracho perdido y se había percatado de que ya no podía desestabilizar el mercado ni darle miedo a nadie, a pesar de todos los barcos que saqueara, los capitanes por la gracia de Dios que matara o los botines que apresara. Habíamos conseguido que el precio de las mercancías se doblara en nuestras aguas, pero eso era todo. Flint no podía acabar por sí solo con las patrullas del mundo entero. Éramos y seguíamos siendo un mosquito venenoso que picaba y escocía durante un día, pero nada más. Los barcos navegaban cada vez con más escolta, y Flint se oponía con terquedad a apostarlo todo contra una escolta mientras estuviera en sus cabales. Teniendo en cuenta lo que pensaba y quería Flint, arriesgar el Walrus con toda su tripulación para obtener un botín no tenía sentido.
Algunos intentaban hacerle cambiar de opinión, e hicieron patente que deberíamos desmantelar la compañía y contentarnos con las riquezas que habíamos reunido. Decían que él mismo se daba cuenta del poco daño que podíamos ocasionar.
Estas palabras enfurecían a Flint, y algunos cayeron por eso. En parte fue por eso por lo que Flint navegó hacia lo que tú llamabas la isla del Tesoro y enterró el tesoro. Porque los caballeros de fortuna no eran tan tontos como para enterrar las libras ganadas con el sudor de su frente. ¿De dónde hubieran sacado el tiempo y las ganas? No, por lo que yo sé, además de Flint sólo Kidd cogió la pala, y Kidd tenía sus motivos, igual que Flint.
¿Sabes una cosa? Los seis que se llevó Flint a la isla para cavar, los seis a los que luego quitó la vida con sus propias manos, bueno, ya oíste qué aspecto tenía Flint cuando volvió, pero eran justo los seis que habían amenazado con llamar a consejo si Flint no hacía las cosas bien. No entendieron que un tipo como Flint no cambiaría de opinión jamás en la vida.
De todas formas, cuanto más tiempo pasaba, más siniestro y más loco se volvía. Al final probablemente yo era el único que podía decirle las cosas y controlarlo, yo y Darby M'Graw, que le suministraba el ron a Flint. Una nueva norma se añadió al reglamento de Flint: nadie más que M'Graw tenía permiso para tocar su ron.
—¡Quieren matarme, todos! —rugía Flint cuando entraba en su camarote—. Esos malditos miserables quieren que me muera, que me rinda, y malgastar sus vidas con las putas, darse a la buena vida en tierra. Por encima de mi cadáver, Silver, recuérdalo bien. Lucharemos hasta el final. Arruinaremos a todos los malditos armadores. ¿Te enteras, Silver?
—Con lo que grita e insiste, capitán, creo que se han enterado hasta en Londres.
—Está bien —balbucía—. Maldita sea, que se van a enterar de que están vivos.
Me miraba fijamente con sus ojos turbios, enrojecidos como tomates podridos. La cicatriz de la isla del Tesoro se le pintaba blanquecina en la cara abotargada y amarillenta. Una de sus manos estaba agarrada al machete como si fueran un solo elemento.
Con aquel aspecto se presentaba en mis sueños, Jim, armado hasta los dientes. Yo estaba sentado a mi mesa escribiendo estos últimos suspiros de mi vida. Flint se ponía detrás de mí y leía por encima de mi hombro. Y entonces se echaba a reír. Aquel diablo se reía a carcajadas. Un perverso regocijo asomaba a sus ojos con tal fuerza que yo creía estar ya ardiendo en los infiernos. Me tapaba los oídos para no oír y cerraba los ojos para no ver, pero era como si no tuviera manos ni párpados. Y cuando Flint veía cómo me encogía y me asustaba, aumentaba el volumen de su risa burlona hasta que al final sólo había un gran bocazas riéndose.
Me sentía muy mal, tengo que reconocerlo, y me preguntaba cómo podía combatir a aquel diablo. ¿Iba yo a rendirme ante un tipo como Flint? ¿Es que no era yo mejor que él en todos los sentidos? ¿Por qué me iba a preocupar? ¡Déjalo estar con su risa burlona! ¿Qué me importaba a mí lo que él opinara de una vida como la mía? No me afectaba en absoluto.
Así pues, cogí la pluma, la mojé en el tintero, la apoyé sobre el papel y escribí la primera palabra de mi relato sobre el mencionado Flint. Y cuando Flint vio su nombre sobre el papel se calló de golpe, para soltar luego tal alarido de rabia que habría puesto los pelos de punta al mismísimo Diablo. Después, Flint sacó su machete ensangrentado y lo blandió con todas sus fuerzas redobladas por su furia, te lo juro.
—¡Anónimo! —gritaba—. ¡Anónimo! Ningún diablo puede echarle mano a mi nombre.
Y el machete cayó.
Me desperté, Jim, bañado en un sudor frío y temblando como un borracho. Maldita sea, era mucho peor tratar a Flint muerto que vivo, ésa era la verdad. Sí, reconozco que pensé que iba a morir, y eso me aterró. Durante toda la vida he tenido cuidado de mi pellejo, es verdad, pero nunca me había colmado un miedo como el de ahora, al creer que me llegaba el fin. Una y otra vez veía el machete de Flint hendiendo el aire. Tan despierto estaba que esperaba sentir el tajo de la afiladísima hoja en mi nuca.
Pero no pasó nada. Entonces se me ocurrió que Flint no iba tras de mí, y que su machete no apuntaba en absoluto a mi nuca. Era al otro John Silver al que pensaba cortarle la cabeza con el machete. Era el John Silver del papel, el que desgranaban las palabras, el que de nosotros dos tenía una vida de la que hablar: a ése sí quería eliminarlo para siempre.
A partir de entonces no fue divertido escribir acerca de Flint. Cada vez que cogía la pluma veía el machete ante mis ojos. Podía soportar la risa burlona si era necesario, y olvidarla después, pero el machete, y el olvido después, era insoportable imaginarlo.
A pesar de todo, ya lo he descrito y ya lo he relatado y he tenido el valor de decir esto último aunque sea en voz baja, el valor que tuve durante mis buenos años con Flint a bordo del Walrus. Navegamos primero por las Antillas, después por la tradicional ruta del comercio de esclavos. Fue seguramente al tercer año cuando llegamos a Madagascar. Puse en tierra a Jack y a sus sakalava tal como había prometido, con la exasperación de Flint y de los demás, porque la ley de Flint en el Walrus era que nadie se podía ir si la compañía no se desmantelaba. No obstante, a estas alturas nadie se atrevió a ir contra mí, ni siquiera Flint, y mucho menos la gente mezquina como George Merry, Dick Anderson o el adulador de Ben Gunn. Jack y ¡os demás se llevaron mi parte, con la excepción de las piedras preciosas y el dinero contante y sonante, y se aposentaron en el acantilado de la bahía de Ranter, contentos como críos, a esperarme.
Fue en el viaje de regreso a las Antillas cuando pesqué a Deval e hice algo. Estaba cansado de sus miradas atravesadas y llenas de odio y había decidido silenciarlo para siempre si fuera necesario. El vaso se colmó el mismo día en que avistamos Barbados. De la boca de Israel Hands, ahora ya curada pero siempre demasiado grande, había oído Deval como todos los demás la historia de la compra de mis esclavos y de mi mujer en tierra. Estaba yo acodado en la amura, pensativo, maldita sea, recordando a Dolores, cuando oí que la voz chillona de Deval tarareaba una cantinela:
Once I had an Irish girl,
she wasfat and lazy.
Now, I've got a negro one,
she drives me almost crazy