Capítulo 35

Navegamos toda la noche con rumbo sur, porque le había pedido a Hands que encontrara una bahía resguardada tras los arrecifes de coral, por la parte donde daba el viento, para que nadie nos molestara. Yo estaba casi siempre en el timón mientras Hands navegaba satisfecho, sondando, escudriñando el horizonte, tomando el ángulo de demarcación de la estrella Polar y anotando el rumbo en la pizarra que había montado antes de zarpar. Todavía estaba molesto por tener que llevar a bordo a aquellos marineros de agua dulce y a una mujer, pero cumplía con su obligación. Yo, por mi parte, por una vez en la vida, estaba satisfecho de mí mismo y de la situación.

Al fin y al cabo, cuando uno hace las cuentas pocas veces tiene tal tranquilidad de espíritu, o así me ha pasado a lo largo de la vida. No; por lo visto, he sido un diablo inquieto, me doy cuenta ahora, del principio al fin. Y tampoco he sido muy alegre por lo general, si debo fiarme de mi memoria.

¿Cómo podía estar Dolores tan tranquila y tan impasible? Se quedó y facheó conmigo el resto de su vida, pero apenas me hablaba. Parecía como si creyera que ya lo había dicho todo a este lado de la tumba. Nunca la obligué ni tampoco intenté convencerla para que abriera la boca; de todos modos, ¿de qué me habría servido? Era una mujer que hacía que los hombres fueran más castos que las monjas, quisieran o no.

Recuerdo lo que pasó cuando le di la noticia de que Scudamore había sido colgado en cabo Corso después de haber sido traicionado por los negros que llevaba a bordo. Dolores se echó a reír con sus argentinas y perladas carcajadas, capaces de lograr que cualquiera se imaginara que la vida valía la pena de ser vivida. Estuvo riéndose casi un día entero, dando palmas de auténtica alegría y bailando de excitación y de agradecimiento. No había olvidado que Scudamore la había manoseado con sus dedos sebosos sin su permiso.

Bueno, seguramente fui el único que la pudo tocar con su consentimiento. Y ni siquiera yo pude entrar dentro de ella más que una sola vez, la primera noche en la isla; supongo que fue un acto de agradecimiento. Después tuve que conformarme con acariciarla y ser acariciado por todas partes, eso sí, no porque fuera pudorosa o mojigata como la gente de bien, pero me dijo que si la quería a mi lado toda la vida, tenía que ser sin descendencia. Estuve de acuerdo con sus condiciones, que eran lógicas para un tipo como yo. ¿Qué crío con sentido común iba a quererme a mí como padre? Y la existencia de John Silver... Bueno, de eso me ocupo yo mismo aquí sobre el terreno, por escrito.

Así pues, dejé que Dolores hiciera su voluntad sin protestar. La savia salía de mí de vez en cuando, de su mano o de la mía propia, de una manera u otra. Claro que probablemente yo era el único caballero de fortuna que se limitó a una sola mujer en tierra, con excepción de algunos que se habían quedado en Madagascar, aunque ellos tenían casi siempre un harén.

«¡Eres un tipejo insólito!», acostumbraba a decirme George Merry, cada vez que yo exponía alguno de mis puntos de vista en público y se escuchaba mi discurso.

Desde mi presente perspectiva las palabras de George cobraban sentido. Yo no pertenecía ni siquiera al grupo de caballeros de fortuna más variopintos.

¿Por eso se quedó Dolores conmigo? No tengo respuesta. Claro que compré su libertad, pero ¿acaso no tenía derecho a algo bueno en este mundo? ¿Por qué se sentía atraída por un tipo como yo? ¿Por qué nunca pude saber lo que pensaba?

Estuvo a mi lado toda la noche, al salir de aquella isla Saint Thomas en que había trabajado cortando caña de azúcar durante cuatro años, pero ¿decir algo? No, ni una palabra. Jack y los demás dormían en cubierta, directamente sobre la tablazón, pues ya tenían el cuerpo acostumbrado. Hands juraba y maldecía cuando tenía que pasar a izar la sonda y se veía obligado a mirar dónde ponía los pies, pero los dejó en paz.

Desnuda como Dios la trajo al mundo —no sé cómo pudo Dios crear a una mujer como ella y a un tipo como Butterworth a la vez— permaneció a mi lado toda la noche. A veces me acariciaba para asegurarse de que todo aquello era real y de que había dejado de ser esclava. El agua estaba tan llena de fosforescencias que la mar chisporroteaba como si navegáramos en el firmamento. La noche era tan calurosa que los vientos alisios, entre las islas, daban justo el frescor que nosotros deseábamos. Por una noche así se puede vivir mucho, estoy seguro.

Anclamos justo después del amanecer con la risa perlada de Dolores, su primer sonido después de abandonar Saint Thomas. Despertó a los demás y logró que hasta el propio Hands se sonriera antes de pensarlo mejor. Hands preparó un desayuno a base de tocino, pan y un vaso de ron de la bodega del gobernador para quien quisiera. Cuando todos estuvieron satisfechos y contentos, tomé la palabra y les expuse cómo estaban las cosas; les dije que había comprado su libertad de una vez por todas, tras lo cual les mostré los certificados.

—Me gustaría hacerlos pedazos —dije—, pero no es tan fácil ser libre en el mundo. ¿Quién iba a creeros a ninguno de vosotros si fuerais por ahí afirmando que sois hombres libres? Os tomarían por esclavos fugitivos y por mentirosos, con las marcas a fuego que lleváis. Si queréis ser libres, tenéis que acompañarme hasta Jamaica. Allí arreglaré los papeles para que seáis hombres de nuevo. Sin papeles ni documentos, debéis saber que siempre sospecharán lo peor. Por otra parte, así es la vida que vais a vivir a partir de ahora a este lado del Atlántico. Si me preguntáis cómo, os diré que será casi como antes, en las plantaciones o en las casas de los amos; seréis burros de carga en el puerto, aunque a cambio de un sueldo miserable y sin látigo. Iréis de rodillas el resto de vuestras vidas si os quedáis aquí, por muy libres que seáis.

Me quedé callado.

—¿Qué propones tú? —preguntó Jack al darse cuenta que yo me guardaba un as en la manga.

—Lo siguiente. Volvemos a Jamaica y os convierto en hombres libres, y también a la mujer. Eso lo primero. Después, por lo pronto os ofrezco sitio en este barco. Hands y yo tenemos la intención de unirnos a un caballero de fortuna que de un tiempo a esta parte causa estragos por estas aguas. Con él podemos hacernos todos ricos y comprar la libertad para el resto de nuestros días, porque eso es lo que hacen los hombres blancos. Al final os juro por mi honor, aunque no tenga mucho, que os pondré en tierra allá en Madagascar tan pronto como podamos, y así ha de ser tarde o temprano.

Naturalmente, los negros estaban contentos como unas pascuas.

—No hemos olvidado lo que hiciste por nosotros a bordo de aquel barco. —Jack se levantó y habló por boca de todos—. Y ahora nos has hecho hombres de nuevo. Los sakalava siempre serán tus hermanos.

—Gracias, gracias —dije—, pero no hay ningún motivo para hacerlo tan solemne. «Dar y tomar», ése es mi lema.

Miré a Dolores por el rabillo del ojo.

—John Silver —dijo de pronto—, ¿por qué has comprado nuestra libertad?

—¿Por qué?

Dolores no dijo nada más. Estaba esperando mi respuesta.

—Para tener a alguien a mano, por si alguna vez lo necesito —dije con cierta incomodidad, pero intentando ser fiel a la verdad, claro que sí, aunque lo cierto es que nunca lo había pensado.

La mujer sonrió.

—¿No fue por compasión? —preguntó—. ¿No fue porque te daban pena estos pobres esclavos?

—Que yo sepa, no —contesté.

—Está bien —fue lo único que dijo.

Claro que no entendí lo que quiso decir, aunque no hubiera problemas de idioma. Hablaba inglés como un nativo, con perdón, y por tanto había entendido todo lo que hasta entonces había dicho yo, incluso desde el día en que fue apresada a bordo del Libre de penas.

Levamos anclas a mediodía y tan pronto como salimos a mar abierta, Hands vino hacia mí atacando.

—¿Te has vuelto loco, John? ¡Estás desperdiciando una fortuna, ni más ni menos! ¡Darles la libertad! ¿De qué va a servir? ¡Y además la mujer! ¿No creerás que los piratas que estamos buscando la iban a aceptar a bordo? Sí, ya sé que las cosas fueron bien con Anne Read y con Mary Bonnet. Yo también he oído todas esas historias, pero eran mujeres blancas y se comportaban como hombres de verdad. No eran una mierda de tías. Nunca lo habría creído de ti, que no en vano has sido contramaestre de England y de Taylor. Piensa en tu reputación, Silver. La gente honrada como yo se reirá de ti si vas arrastrando a una mujer.

Le dejé que hablara un rato y que argumentara todo lo que quisiera. Le reconcomía mi silencio, así que al final empezó a soltar tonterías e injurias en mi propia cara. Me harté pronto. Los negros también lo habían oído, y Jack estaba dispuesto a tomar partido. Le hice una señal; en un abrir y cerrar de ojos, Hands se encontró sentado y rodeado por tres negros. Estuve moviendo suavemente el timón, saqué el cuchillo y me puse a jugar con él encima de Hands, le hice cosquillas en la garganta y conseguí que abriera su bocaza poniendo la hoja en sus labios.

—Hands —dije con una sonrisa—, yo no voy por ahí diciéndote lo que tienes que pensar ni lo que tienes que hacer. Por eso mismo, te ha de importar unos cojones lo que yo haga con mi vida, con mi dinero y con mi reputación. ¿Está claro?

Los ojos, desmesuradamente abiertos, clavados en el cielo y muertos de miedo, le giraban en las órbitas. No podía ni asentir si no quería que la bocaza se le hiciera el doble de grande.

—Una cosa más. A lo mejor ahora te das cuenta de qué sirve tener a mano a unos cuantos negros.

Hands, deseoso de hacer las paces, asintió con la cabeza, el muy idiota, y si no hubiera separado el cuchillo no sé de qué manera hubiese vuelto a hablar. Lo único que pasó es que el filo le hizo un corte superficial en las comisuras de los labios.

—No era con mala intención —dijo Hands babeando sangre.

De nuevo le hice una señal a Jack, que soltó a Hands.

—Era por tu propio bien —balbució.

—Ya lo sé, viejo amigo —asentí—. Pero ahora ya sabes cómo estar a buenas con John Silver.

Claro que sí. Lo había entendido y no lo olvidó nunca, menos cuando perdía el control con las borracheras. Claro que nunca llegó a entender a la gente, ni antes ni después. ¡Creer que me podía levantar la voz teniendo cerca trece esclavos cuya libertad yo acababa de comprar! ¿Cómo se puede ser tan lerdo? Además, me quedó agradecido por no haberle cortado el cuello sin más ni más. Había olvidado por completo que lo necesitaba para navegar de vuelta a Port Royal. Así pues, se sintió tan ligado a mí como los demás, pero fue un alivio no tener que aguantar sus tonterías por un tiempo, porque durante varias semanas apenas pudo abrir aquella bocaza.

Llegamos a Port Royal sin habernos tropezado con piratas ni con nadie. Me puse mis mejores atavíos, me puse en contacto con el gobernador y liberé a los esclavos para su sorpresa y la de otros muchos.

—Me permito preguntarle qué se propone con esta acción —preguntó el gobernador—. Comprenderá que no es un buen ejemplo para los esclavos de la isla.

—Lo entiendo muy bien, señor —contesté cortésmente—. El caso es que los voy a utilizar en el mar. A bordo hay que castigar a los marineros si uno quiere que todo funcione como es debido. Ya sabe usted cómo son ese atajo de individuos reacios, vagos, duros y tercos. Hay que domarlos como si fueran caballos salvajes. Lo que pasa es que no se puede castigar a los blancos delante de los esclavos. Eso induce al amotinamiento. Ya lo ve, mi idea es sencilla pero eficaz. Libero a los esclavos para después tratar a todos por igual.

Al gobernador se le iluminó la cara.

—Quizá no sea tan mala idea —dijo—. Bien pensado, capitán Johnson, vale la pena probarlo.

—¿Verdad que sí? —contesté recogiendo los documentos que acreditaban que mis esclavos tenían todo el derecho a vivir una vida igual de miserable que la mayoría.

Vestí a los negros de marinero. Di órdenes a Hands para que llenara la despensa con ayuda de Jack. Después se pintaría el barco, carenaríamos el casco y los negros aprenderían las artes de marear. Lo puse todo en manos de Hands, con perdón, en especial porque ya no podía jurar y maldecir como acostumbraba con sus comisuras heridas, sino que tenía que contentarse señalando y mostrando.

Entonces fue cuando me hice cargo de la mujer. Le conseguí ropa para que se cubriera la desnudez, porque había estado completamente desnuda desde que subió a bordo. Después la llevé a una taberna donde pedí la mejor comida y la mejor bebida que había. No protestó, pero en todo momento adoptó un rictus irónico, como si quisiera dejar bien claro que a ella no le tomaban el pelo. ¡Nada más lejos de mi intención! El caso es que ella era así: tenía una coraza muy difícil de atravesar, por si alguien quiere saberlo.

Aseguro que yo, que siempre tengo algo que decir, balbucía las palabras atropelladamente y no sabía a qué atenerme. Lo peor era que se reía en mis propias narices cuando me quedaba mudo.

Aquello no fue divertido para un tipo como yo, pero de todas formas no lo tomé a mal. Tartamudeando, le conté la historia de mi vida y le dije sin rodeos lo que pretendía hacer, esto es, que deseaba que fuera mi mujer en tierra, que cuidara de mis negocios y que fuera mi punto de anclaje en la tierra.

—La mayor parte de la gente como yo no tiene a nadie así, aunque tampoco le importa —expliqué—. El día de mañana les importa tres cojones, y del ayer lo han olvidado todo. Flotan por los océanos como barcos sin remos, pero yo tengo cuidado con mi pellejo y pienso continuar con ello hasta que muera, y no será con la soga al cuello ni ahogado entre mis vómitos. Por eso necesito a alguien como tú, una persona a la que no se la puede comprar ni por todo el oro del mundo.

Por una vez me miró con seriedad.

—Sin exigencias ni condiciones —continué—, ni siquiera estarás obligada a compartir mi cama cuando esté en tierra. Nada de agradecimientos porque te haya comprado la libertad. Tú te encargas de lo mío y de lo tuyo como te parezca mejor.

Fue entonces cuando abrió su boca deliciosa para soltar el discurso más largo que le oí en todo el tiempo que estuve a su lado.

—Sí —dijo—. Tú, John Silver, eres un tipo que necesita a una persona como yo, aunque te las compongas solo casi siempre, igual que yo. En eso tienes razón. He crecido entre esclavos por una parte y soldados de la Marina y oficiales por otra. De vosotros los blancos y de vuestra llamada civilización sé mucho más de lo que nunca sabréis vosotros mismos. Sé que tú no eres como los demás. Eres como yo, aunque no tienes mi orgullo. Te inclinas ante mí porque me necesitas y me quieres tener, pero alguien como tú debería mantenerse apartado del amor. No lo soportas, no eres feliz con ello. Ser libre es lo único que cuenta para ti. Sí, sí quiero ser tu mujer, pero no quiero que te rindas ante mí. Sería tu muerte, y así ¿qué habrías ganado?

Si antes nunca me podía quedar callado, en ese momento me quedé mudo. Cuando se dio cuenta de lo preocupado y lo pasmado que estaba, se echó a reír con aquella risa cristalina y única, capaz de hacerte saber que estabas vivo.

—¡No seas tan solemne! —dijo, utilizando las mismas palabras que yo usaba con Jack y los demás—. Estás sorprendido por mis palabras, quizá sólo porque he cavilado y tienen sentido. ¿No es así? No es tan raro. Fui a la escuela por decisión de mi padre, un blanco que era coronel del Ejército; me bautizaron y me llenaron de vuestro Dios, el de los cielos y el de la verdad de la vida. Me pusieron a servir en las mejores casas de las colonias. Crecí y fui dotada con un cuerpo bello y ágil, como has visto, y fui objeto del placer salvaje y del deseo, sí, incluso del de mi padre. Mi madre me enseñó lo más importante, el orgullo: no olvidar nunca que me habían marcado a fuego como una esclava, y que esa marca no se podía eliminar ni esconder. Un día, cuando mi padre me puso las manos encima, le clavé un cuchillo. Después me vendieron como esclava en otro sitio, porque nadie se atrevía a tocarme, ni siquiera para ponerme una soga al cuello. Ya ves, John Silver; no tengo nada que envidiarte y nada que admirarte, aunque después de todo lo que he oído sobre la esclavitud en el Libre de Penas, después de lo que he visto en las subastas de Charlotte Amalia y después de lo de la insurrección en la plantación de los curas, si me quedo con alguien para que me respete y me deje en paz, ése es John Silver.

Eso me dijo Dolores como si fuera una declaración, la más larga que me han hecho en vida. Era de una gracia monosilábica, ni más ni menos. Por lo que pude juzgar, no dijo más que lo imprescindible.

Dolores estuvo conmigo durante diecinueve años, hasta que murió sin decir palabra. Incluso yo mismo podría echarme a llorar por eso. Muy al contrario, he intentado reírme como sólo ella se reía, pero no me sale. A veces me he preguntado si, de no haber sido por ella, habría sobrevivido y habría salvado el pellejo durante tanto tiempo. Como enemigo de la humanidad, hay que tener un sitio adonde ir y alguien en quien confiar, quizá no sólo por sobrevivir, sino para no volverse loco, que ya es una especie de muerte. Lo vi con claridad cuando se disolvió la cuadrilla de Flint, y alguna que otra vez, aparte de oír hablar de lo mismo en cientos de ocasiones, cuando los piratas huían de la horca y de las persecuciones con las manos vacías, indecisos como los huérfanos, aturdidos y confusos como las gallinas. No podían sentirse seguros en ningún sitio. Antes que dejarse cazar y ser perseguidos, corrían al encuentro de la muerte. Se convirtieron en sus propios verdugos. Cualquier cosa era mejor que estar completamente solo en la tierra y ser una presa legítima para cualquiera y para todos a la vez.

Sí, Jim; parece ser que me estoy consumiendo y me he convertido en un llorón en mi última etapa. John Silver va pendiente abajo, es la verdad. Escribir sobre uno mismo, Jim, es envejecer constantemente. Debes saber que esto me ha convertido en un diablo sin sangre en las venas. Sólo espero que el otro John Silver, el que he puesto sobre papel, haya recibido algo de aquella chispa crepitante que tenía yo cuando quería. Claro que ni siquiera esto es seguro, y así toda la empresa carece de sentido, porque para tener perspectivas, uno debe estar vivo, ser de carne y hueso. Es lo primero. Pero ¿cómo voy a saber que estoy vivo si apenas me tengo en pie?

Y pensar que siempre me he opuesto a las prisas y al trabajo hecho con precipitación... ¿Cuántos caballeros de fortuna no se fueron por los caminos del mundo sólo porque no podían aguantar y esperar? Todo lo tenían que coger de antemano, la vida y la muerte, esto, aquello y lo de más allá. Y aquí estoy, inquieto, por si se me va a agotar el tiempo sin poder ponerle punto final a la vida antes de que suene mi hora, una vida que ya no es más que lo que se diga de ella.

Es una suerte, lo prometo, que Dolores no me vea. Se habría reído en mis propias narices. De todas maneras, en vida no me dejó jamás en ridículo, eso seguro. En realidad, tampoco me dio mucho calor, pero yo de eso siempre tuve para dar y vender.

Instalé a Dolores confortablemente en Port Royal antes de irnos en busca de Flint. Para no despertar sospechas, compré una taberna. En la segunda planta había tres habitaciones en las que se instaló Dolores agradecida, aunque nunca lo demostró. Estaba lejos de tener un espíritu tan inquieto como el mío, que sólo podía estar sentado un rato cuando fuera cuestión de vida o muerte. Claro que ella tampoco necesitaba guardarse las espaldas a cada instante como yo.

Tienes que saber, Jim, que yo ya no podía estar tranquilo en ningún sitio, ni siquiera en Port Royal. Cierto es que igual que antes del gran terremoto que enterró a dos mil de los mejores canallas de la tierra, si hay que creer lo que se dice, Port Royal era un enjambre de marineros, esclavos, libertos, contrabandistas, comerciantes de diversa catadura, estibadores, borrachos, mendigos, soldados licenciados y otra ralea igual de irresponsable.

Sin embargo, la ciudad ya no estaba, como se había dicho, igual de enferma que un hospital, ya no era tan peligrosa como la peste, tan calurosa como el infierno y tan pecadora como el mismísimo Diablo. En los buenos tiempos había refugios como Port Royal para tipos como yo, pero eso se había acabado. En Port Royal estaban esparcidos los restos del naufragio de las antiguas bandas piratas que se acogieron a la amnistía, o que eran tan miserables que no valía la pena ni colgarlos. Claro que eso no habría sido un castigo, más bien una mitigación y un alivio. Además, Taylor se había ido a las Antillas, y cualquiera de su vieja tripulación que siguiera con vida con mucho gusto habría denunciado a un tipo como yo para ganarse unos cuartos.

Y eso no era todo. Entre las tabernas de Port Royal, entre los burdeles y los descuidados locales de comercio, los cobertizos y algunas casas de piedra más dignas para las autoridades y el gobernador, el Almirantazgo había instalado uno de sus juzgados, la antesala del Infierno para mí y para mis camaradas. Encima de la puerta colgaba un cartel: «¡La verdad desnuda!», así rezaba. Y ¿cuál era la verdad desnuda de aquellos abogados charlatanes? Testimonios, denuncias, cotilleos, rumores y calumnias, a eso llamaban verdad, y a que, según la ley, un miserable testimonio fuera suficiente para condenar a un tipo como yo. El único crimen en que se exigía algo más era la traición. En realidad, es con credibilidad, y no con verdad pura y dura como se pretexta, con lo que la gente se defiende tanto en la vida como en la muerte. Y si ni credibilidad había, era fácil acabar los días de uno encadenado en la Punta de la Horca, el patíbulo recién construido de Port Royal.

Fue también un alivio soltar amarras y salir en busca de Flint cuando todo estuvo arreglado a mi plena satisfacción. Dolores en su segura morada y yo en mi inseguro navío, aunque así lo había querido. ¿Qué era arriesgar la vida de vez en cuando a bordo, comparado con el constante temor de perder el pellejo o terminar en la horca, tanto de día como de noche? No, por lo que alcanza mi memoria, en tierra no he tenido nunca un momento tranquilo en mi larga vida; lo mismo da que haya tenido las manos sin marcas o que no, o que haya tenido las espaldas cubiertas o no.