Capítulo 29

El capitán Skinner significó el principio del fin de England. Por lo general se mantenía apartado, sentado en su camarote, pensativo, y dejaba que yo me ocupara del barco salvo en los asuntos de navegación y en los combates, momentos en los que hacía acto de presencia para refrenar la crueldad y los desmanes. Era como si se hubiera querido liberar ante la eternidad y poner a resguardo su conciencia salvando cuantas vidas le fuera posible.

Yo, por mi parte, a veces intentaba hacerle comprender que a estas alturas nadie se lo agradecería, ni siquiera si Dios existiera, pero todo era en vano. A England se le había metido en la cabeza envenenarse el resto de sus días con reproches y arrepentimientos.

Después de lo del Cadogan fondeamos en una bahía para carenar. No lejos de allí había un poblado indígena, y cuando terminamos con el trabajo del barco los hombres se fueron allí como energúmenos. Echaron a los hombres y se follaron a las mujeres desde la mañana hasta la noche durante varios días seguidos. Tenían que recuperar lo que no habían conseguido desde las Antillas, seis meses antes, disfrutar de antemano de lo que no tendrían hasta muchos meses después. Y ocurrió lo que era de esperar. Después de unos días volvieron los hombres con refuerzos y atacaron por todas partes. Matamos a un par de docenas y perdimos a unos cuantos. Ninguno de nosotros lo lamentó. Había sido un precio bajo, decían, por una orgía como aquélla.

England se había pasado la mayor parte del tiempo en su camarote, como si no quisiera saber lo que ocurría, pero subió cuando levamos anclas y sacamos el barco de la bahía. De todas formas, hay que decir que England, con el tiempo, se había convertido en un capitán especialmente hábil. Hacía tiempo que no confundía babor y estribor, tampoco calculaba mal la deriva y sabía cuándo era preciso ordenar aflojar velas. Pero para gobernar un barco tampoco es preciso ser un genio: con la gente England sí tenía dificultades, con todo el mundo salvo con los muertos, claro.

Nos fuimos a Malabar, en las Indias Orientales, y en menos de un mes nos hicimos con siete buenos botines. Al final llevábamos tanta carga que nos vimos obligados a cerrar las compuertas de los cañones cuando había la menor marejada. Y el consejo votó por Madagascar, adonde llegamos al cabo de un mes. Llenamos la despensa de carne y vendimos una parte de los botines a los caciques, a los que pagamos con oro, plata y piedras preciosas. Esta vez los hombres se comportaron. Entendían muy bien que no podíamos navegar con tanta carga sin peligro para el barco.

Después pusimos rumbo a Johanna, al noroeste de la Gran Isla, donde habíamos acordado encontrarnos con La Bouche, quien le regaló un loro a England. El animal, que bautizaron con el nombre de Capitán Flint, pasó a ser de mi propiedad tiempo después. A falta de otra cosa, en aquel tiempo England dedicaba tanto tiempo al loro como al barco y a nosotros.

Camino de Johanna nos tropezamos con Taylor, que iba al mando del Victory, y nos unimos a él. England habría preferido evitarlo, porque Taylor era un salvaje sin remedio. La tripulación del Victory lo admiraba y estaba de acuerdo con él, porque su crueldad era desmesurada y por todos conocida: al final, sólo Low y Flint fueron peores que Taylor. Y lo mismo sucedía con la mayor parte de las tripulaciones: sólo admiraban a los que eran peor que ellos. Era el único perdón de los pecados que les interesaba.

Con Taylor a remolque nos dirigimos directamente a Johanna, pero ¿qué anclas nos esperaban allí, sino tres comerciantes, dos ingleses, el Cassandra y el Greenwich, además de un bergantín de Ostende con veintidós cañones? Nosotros llevábamos sesenta y cuatro, treinta con Taylor y treinta y cuatro nosotros. No tardamos mucho en preparar el barco y después entramos en la bahía en contra de los deseos de England, pero le habíamos ganado en la votación.

El bergantín salió con el rabo entre las piernas, se metió entre los arrecifes y se fue rodeando la costa. Y ¿quién iba a pensar que el capitán del Greenwich fuera tan miserable como para dejar el Cassandra a su suerte? Sin embargo, fue tan descabellado como arrogante quedarnos con el culo al aire como hicimos. El Fancy, con su profundo calado, embarrancó y se quedó varado a mitad de camino. Ni uno de nuestros cañones aguantó mientras el Cassandra, que había anclado de través en el camino, nos golpeaba de costado una y otra vez. Taylor en el Victory, detrás de nosotros, no podía devolver las andanadas sin hundirnos a nosotros con sus disparos, y se vio obligado a anclar y después salir de allí.

Fue un baño de sangre. En veinte minutos perdimos treinta hombres y otros tantos quedaron heridos y mutilados. Sin embargo, England parecía ser el más atormentado de todos. Dado su talante, se echó la culpa por todos los muertos. Era culpa suya, creía, aunque hubiera votado en contra, que el Fancy quedara teñido por la sangre que flotaba a través de los imbornales.

De todas formas, England comprendió que la única forma de acabar con aquello era silenciando los cañones del Cassandra. Él, y yo a su lado, porque yo era así cuando la vida y la muerte estaban en juego, salimos a cubierta como fieras y nos plantamos entre los cadáveres, el griterío, las balas de cañón y las astillas, para que los que habían sobrevivido siguieran luchando por sus vidas y por la mía. England se puso al frente de un grupo de abordaje, cincuenta hombres que salieron con unos gritos de guerra que ponían los pelos de punta, mientras Taylor por fin logró que sus cañones barrieran la cubierta del Cassandra. Eso me dio tiempo a mí y a otros hombres valerosos para desplazar nuestros cañones más grandes, del calibre dieciocho, con los que se podía atinar con tan buena puntería como con pocos cuando los manejaban hombres diestros. Y nosotros teníamos a bordo del Fancy un artillero que era un fuera de serie en su especialidad. Durante la navegación era un idiota y un loco, pero sabía apuntar como nadie con un cañón, aunque parezca increíble. Le pedí, porque alguien tenía que pensar por él, que disparase al cable del ancla del Cassandra y después de tres intentos vimos con alegría cómo viraba y abríamos en sus costados, ya deformados, dos grandes boquetes. Lo hicimos justo a tiempo, porque ya habían hundido uno de nuestros barcos con una bala que convirtió en picadillo a ocho hombres que estaban a estribor.

Los cañones del Cassandra se callaron, para alegría y burla de nuestra gente. Pero ¿cree usted que el Cassandra arrió velas por eso? No, su capitán era de esos que, por su honor, pueden arriesgar a toda la tripulación. La bandera seguía ondeando a popa cuando Taylor preparó sus barcos para zarpar con ciento cincuenta hombres para añadirlos a los cincuenta del Fancy, con un England deseoso de pelea al frente. ¿Por qué diablos no se rendían?, pensé. Seguramente nunca habían encendido una mecha en la santabárbara. Grité y voceé desde nuestra destrozada proa, pero ¿me oyeron? No: los nuestros, en los barcos, creían que los arengaba y se lanzaron al abordaje con unos gritos infernales que pronto se transformaron en ira y decepción.

A bordo del Cassandra sólo había muertos y heridos. Los supervivientes ilesos, entre ellos los oficiales, habían huido escondidos tras el humo de su propia pólvora. Taylor estaba fuera de sus casillas por el error, a pesar de que él no había perdido tantos hombres como nosotros, y quería liquidar lo que quedaba de la tripulación del Cassandra. No, aquel monstruo no tenía límite, y eso que parecía un cordero. Apenas sabía sostener un mosquete y encima se veía obligado a confiar en sus ayudantes, entre ellos el contramaestre y el botero, para hacer los trabajos diarios.

England, no obstante, se opuso a Taylor y dijo que ya había suficientes muertos. Se habían perdido setenta hombres de England y veinte más arriarían velas debido a las heridas.

—¿No es suficiente? —rugió England en el mismo momento en el que yo me encaramaba a cubierta.

Taylor no movió ni un músculo, se limitó a parpadear y a esbozar un gesto flemático con su mano deformada. Era una señal, porque antes de que England se diera cuenta de lo que pasaba, el botero de Taylor había levantado su machete para liquidar a tres heridos del Cassandra. A bordo se hizo un completo silencio que sólo duró un instante. Después, England lanzó un grito que hizo que incluso Taylor retrocediera un paso; England sacó el machete y con un movimiento majestuoso, como sólo él sabía hacer, casi partió al botero en dos mitades iguales, ninguna de las cuales estaba más viva que la otra. Taylor sonrió como experto que era, pero nadie se movió del sitio.

—Cualquiera que ataque a un herido o a un prisionero acompañará a este diablo a la tumba —dijo England exhibiendo su imponente caja torácica—. ¿Queda claro? ¿Hay alguien que se oponga?

Nadie.

—England tiene razón —dije yo en un tono claro y conciso—. Los hombres del Cassandra no pelean voluntariamente, lo sabéis tan bien como yo. Y hemos perdido a setenta. Necesitamos a todos los que puedan andar. ¿Estamos de acuerdo, señor? —añadí en dirección a Taylor poniéndome frente a él, a un palmo de distancia, y mirándole a los ojos mortecinos—. ¿Verdad que sí?

Taylor parpadeó y abrió la boca, pero sus manos deformadas no se movieron.

—¿Verdad que sí? —tuve que repetir y ahora en un tono que sobrecogió a la mayoría.

Taylor asintió lentamente y sus ojos, en aquel mundo al revés que era el suyo, volvieron a la vida, porque el miedo también es una forma de vida.

Les dijo a los suyos y a los nuestros con voz hueca que siempre se debía escuchar a los tipos como yo.

—El botín antes que nada —añadió para que diera la impresión de que pensaba por sí mismo—. Lo primero es asegurar la presa y nuestro botín ante los valientes hombres del Cassandra. Eso es. El señor Silver tiene toda la razón.

Los hombres me miraron con admiración cuando pasé por su lado. England había perdido la cabeza y la razón, eso le podía pasar a cualquiera, pero yo, con calculada valentía, le había plantado cara a la firme intervención de Taylor, si se me permite decirlo. Eso merecía un respeto.

Me fui hacia England, que estaba solo y cabizbajo. Por mi parte, procuré no demostrar que me producía cierta alegría, que yo tenía razón y que England estaba en un error. Y es que él, sólo con sus manos, acababa de matar a un tipo, aunque el mundo bien pudiera prescindir de él.

—¿Lo ves, Edward? —le dije amablemente—. Me necesitas si quieres mantener la vida y la salud durante un tiempo. Con Taylor no se puede jugar, bien lo sabes.

—John —contestó England, y fue la primera vez después de lo de Skinner que me llamaba por mi nombre. Me importa un carajo Taylor, la vida y la salud. He matado a una persona que estaba viva. ¿Entiendes lo que eso significa?

—Tenías todo el derecho, Edward. Ha sido por un buen motivo.

—No, John, te equivocas. Esos motivos no existen, lo he comprendido ahora, aunque sea demasiado tarde. No quitar la vida a nadie, John: eso es lo principal. Matar es el peor crimen de todos.

—¿Aunque hayas salvado la vida de media docena o más de los hombres del Cassandra, a los que el botero de Taylor hubiera cortado la cabeza si hubiera podido llevar a cabo sus planes?

—Sí, incluso así. Te voy a decir una cosa, John: el botero tiene su conciencia que acallar y yo tengo la mía. Y ¿cómo podemos estar seguros de que el botero realmente hubiera matado a los demás? ¿Acaso se lo pregunté antes de perder la cabeza? ¡Fíjate! Si no hubieras aparecido tú, Taylor habría lanzado a todos sus hombres contra mí y contra cualquiera que me hubiera defendido. Podría haber sido un baño de sangre aún peor que el que yo intentaba evitar. No, sólo hay un Mandamiento: «no matarás». Y yo lo he transgredido. Estoy acabado como hombre, John.

Por una vez en la vida parecía estar muy seguro de lo que decía. Miraba al frente con ojos mortecinos, desprovistos de aquella vida que él consideraba sagrada.

Tardamos dos semanas en limpiar los restos de la debacle del Cassandra, enterrar a los muertos, acarrear el bote del Fancy, inventariar y repartir la rica carga del Cassandra y ponerlo todo a punto. El Fancy estaba tan dañado que lo dejamos allí y dedicamos nuestras fuerzas al Cassandra, que iba a ser nuestro nuevo barco.

No se puede decir que hubiera buen ambiente. England cumplía con su cometido, pero tenía un aspecto triste. Taylor estaba casi siempre a bordo del Victory. Primero tuvimos una pelea por los medicamentos del Cassandra, porque la mitad de la gente de Taylor se estaba pudriendo de gonorrea y de sífilis. Yo intervine diciendo que la gente de Taylor, con un capitán así de loco, necesitaba toda la ayuda que le pudiéramos dar. Con el mercurio del Cassandra, dije, a lo mejor sentían cierto alivio en el infierno en que se encontraban y podían darse por satisfechos de no estar aún condenados a muerte.

Después, cuando el viento soplaba de donde estaba Taylor, se oían sus juramentos y maldiciones por la blandenguería y el poco carácter de algunos, es decir, de aquellos que no deberían estar a las órdenes de Jolly Roger, los que eran la vergüenza y la deshonra del orgulloso gremio de los caballeros de fortuna, los que arrastraban por los suelos su reputación, que era tan preciada para asustar a la mayoría. No pasó mucho tiempo hasta que de nuevo empezaron las murmuraciones entre nuestros propios hombres. Yo defendía a England, por supuesto, y les recordaba que con él nos habíamos enriquecido bastante, y que no eran muchos los que podían presumir de estos éxitos. «Mirad a Taylor», les dije: no hacía más que jurar y obstinarse. Era pura envidia. Quería apropiarse de nuestro botín haciéndose elegir capitán, pues ¿qué había conseguido Taylor, sino un puñado de desgraciados barcos de cabotaje y nada más? Éste era el único idioma que entendían. Estuvieron tranquilos durante un tiempo, y sólo replicaban cuando los hombres de Taylor se mofaban de ellos porque habían elegido como capitán a un pobre cobarde como aquél, que no soportaba ver la sangre.

Nunca llegaron más allá de algunas escaramuzas, y habríamos podido largarnos de allí de no haber sido por el capitán Mackra, capitán del Cassandra, que de pronto salió con una petición de salvoconducto para sí y para lo que quedaba de su tripulación. ¡Pedir un salvoconducto y que le devolviéramos su barco, después de haber matado a cuatro veintenas de los nuestros! De no ser por England, no me habría opuesto a que se diera una muerte lenta y cruel al capitán Mackra, tal como deseaba la tripulación.

Mackra tuvo suerte cuando supuso que England era el lugarteniente del Cassandra. Taylor había prometido una recompensa de diez mil dólares de plata a aquel que, indígena o aventurero, le sirviera a Mackra en un plato, vivo o muerto. De mala gana, England admitió a Mackra a bordo, pero era evidente que éste no había entendido la forma de hacer negocios de los caballeros de fortuna para provecho de todos. Mackra se imaginaba que England podía decidir, cuando quisiera y según le pareciera mejor, que era un elegido de Dios, igual que Mackra.

—Señor Mackra —dijo England—, creo que desgraciadamente no ha entendido con quién está tratando. Estos hombres odian a los capitanes, a todos los capitanes, incluso a los suyos propios, menos a los más crueles como Taylor. A usted lo detestan especialmente porque le hacen responsable de ochenta muertes.

—Sólo cumplí con mi obligación —declaró el capitán Mackra con vehemencia.

Yo, que estaba sentado representando a los hombres, solté una carcajada.

—Si quiere salir con vida de ésta —dije—, acepte un buen consejo. No pronuncie nunca más la palabra «obligación». Con ciento veinte muertos sobre su conciencia, sería una locura.

—¿Sobre mi conciencia? —exclamó Mackra, molesto—. ¿Quién fue el que atacó? ¿Acaso no tenía todo el derecho y la obligación de defenderme?

—No —replicó England con sequedad.

—Pero habrían descuartizado hasta el último hombre —replicó Mackra.

—¿Y usted qué sabe? —espetó England, como cabía esperar—. Le voy a decir una cosa, capitán: la única obligación que tiene el hombre es guardarse la vida. Sólo por eso voy a hacer todo lo que esté en mi mano para que se pueda ir de aquí con sus hombres, pero no espere de mí misericordia ni compasión. No se merece usted ni lo uno ni lo otro, igual que nosotros.

Mackra miró a England sin comprender lo que pasaba.

—No será fácil —continuó England—. Voy a hacer lo que pueda, pero usted también tendrá que ablandar a Taylor si es que pretende salir bien librado.

—Y ¿cómo? —preguntó Mackra.

England dejó caer los brazos.

—¡Eso sólo el Diablo lo sabe! —dijo—. Pero pregunte a Silver: nadie conoce a esos bárbaros mejor que él.

Mackra se dirigió hacia mí.

—Lo mejor sería que Taylor decidiera si va a colgarlo o a partirlo en dos —contesté después de reflexionar un momento—. Es posible que se ablandara, de manera que sus hombres quedasen liberados. Claro que eso no es ninguna solución. England se opondría, y usted mismo no tiene lo que hay que tener. Así pues, propongo que invite a Taylor, lo atiborre de ron, le demuestre el respeto y admiración que se merece un capitán como él y confíe en lo mejor. No puedo hacer nada más.

Taylor subió a bordo ese mismo día, ya más tarde. Estaba de un humor de perros; gritaba y juraba cuando lo subieron a bordo. Con sus inútiles manos no podía subir él solo por la escala. Ni England ni yo lo ayudamos, porque a Taylor le molestaba y le humillaba que se notase su incapacidad ante los que no estaban a sus órdenes, es decir, ante los que no podía amenazar con la muerte cuando le viniera en gana.

—¿Dónde demonios está el cobarde de Mackra? —gritó tan pronto como puso los pies en cubierta—. Le voy a cortar las orejas a ese diablo.

Claro que esto era para la galería. Ni siquiera Taylor podía pensar que Mackra fuera tan imbécil como para haberse vuelto con las manos vacías.

Le arreó una patada a la puerta del camarote y gritó de manera que nadie dejara de oírlo.

—Por todos los demonios, England, ¿aún no le has partido el cuello a esa carroña?

Sin embargo, cerró la puerta tras de sí para saber cuál era la propuesta de Mackra antes de tomar medidas. Yo me puse en un vento en el castillo de popa para oír bien todo lo que pasara.

Mackra se sentía envalentonado, protegido por sus cañones, pero se puso de rodillas y se deshizo en halagos hacia Taylor, Éste no dijo mucho; no hizo más que beber un vaso de ron tras otro esperando el mensaje de Mackra. Pero no hubo nada de eso, y al final Taylor perdió la paciencia.

—Habla de una vez —gritó—. ¿Qué es lo que quieres?

Y Mackra, sin haber entendido nada, contestó que necesitaba un barco, el que fuera, para poder irse a casa con sus hombres.

—Vaya —dijo Taylor, dulce como el almíbar—. Y ¿qué recibiríamos a cambio? ¿El señor capitán nos puede pagar de alguna manera?

—Ya han recibido ustedes mi barco, el Cassandra, con toda su carga. ¿No es suficiente pago?

—¿Recibido? —gritó Taylor, lleno de ira y desprecio—. ¡Recibido! Lo hemos apresado, al precio de ochenta expertos marineros muertos. Hemos pagado cien veces más de lo que vale esta maldita chatarra. Y creéis que podéis comprar el salvoconducto con algo que ya es de nuestra propiedad. ¿Habéis perdido el juicio?

Taylor dio una patada en el suelo, como siempre que estaba furioso, ya que no podía cerrar el puño y dar un golpe en la mesa.

England estaba sentado en silencio. Entonces oí que Taylor se levantaba y se dirigía hacia la puerta.

—Mackra —dijo cuando se iba—, si de verdad piensas que te debemos algo, estás muy equivocado. Mis hombres te odian como a la carroña que eres, así que nos lo pagarás muy caro.

Le dio una patada a la puerta.

—Taylor —dijo England con voz autoritaria—, por una vez estoy de acuerdo contigo. El capitán Mackra no se ha hecho merecedor de clemencia. Tiene en su conciencia ochenta muertes, pero en eso ni tú ni yo somos mucho mejores. Ya lo he dicho una vez sin que me escucharas. Ya hemos visto suficiente sangre en esta maldita bahía. Te estoy diciendo, Taylor, que si le pones la mano encima a Mackra será por encima de mi cadáver.

Se hizo el silencio y después oí resoplar a Taylor.

—Será como dices, England. Por encima de tu cadáver. ¡Aquí el contramaestre! —añadió Taylor.

En su enfurecimiento, había olvidado que no se encontraba a bordo de su barco. Sin embargo, yo me dirigí hacia el camarote con una expresión que podía asustar al más valiente.

—¿Dónde está Mackra, el capitán del Cassandra? -bramé.

Mis palabras iluminaron la cara de Taylor. Mackra se encogió y England me miró como si fuera una aparición. Saqué mi machete y lo clavé en la mesa con tal fuerza que la empuñadura quedó temblando. El miedo se pintó en los ojos de Mackra; ni siquiera Taylor estaba tranquilo. Sabía, o al menos eso creía él, lo que pretendía yo con mi aparición, y sintió el miedo mezclado con el entusiasmo.

Me acerqué a Taylor; él a su vez no pudo evitar retroceder un paso. Después llené de ron cuatro vasos bien grandes y alcé uno de ellos.

—Un brindis por un capitán valeroso.

Taylor me miraba dubitativo, pero a pesar de todo comprendió que no me refería a él.

—Un brindis por un capitán al que ha abandonado su propia gente —continué—, y que de todas formas se defiende con el triple de fuerza. Bien distinto es de todos vosotros, mariconazos, que no os atrevéis a acercaros a una mosca sin ser diez contra un solo enemigo.

Miré durante un rato bastante largo a England y a Taylor.

—Es decir, un brindis por el capitán Mackra —bramé con la mano en el machete.

Primero Taylor, de golpe, y después England, despacio, con un asomo de sonrisa en los labios, levantaron los vasos y brindaron.

—¡Que nos sobreviva a todos! —exclamé yo después de haber apurado de un trago el vaso, dejándolo en la mesa con tal fuerza que se hizo añicos.

—¡Por todos los diablos! —dijo Taylor lleno de admiración.

Tenía buen olfato para aquel tipo de actuaciones, no cabía ninguna duda.

Aquellos capitanes piratas tan crueles en el fondo casi siempre eran así de veletas. Iban a acabar con medio mundo, rugían, y al momento siguiente ya se habían esfumado las ganas, el afán y el entusiasmo. Perdían todo el interés, permitían que los capitanes de la peor ralea siguieran con vida, cuando habían jurado que morirían entre atroces sufrimientos. No, nunca fueron buenos asesinos, aunque pareciera lo contrario, y habrían sido unos malos verdugos porque enseguida se habrían cansado de un trabajo tan monótono. Y así van las cosas cuando uno no sabe qué quiere ni para qué sirve. Si me lo preguntan, diré que Taylor, Flint y Low están a la misma altura de grandes personajes como Cromwell y santo Domingo. Permítame decírselo, señor Defoe, ya que no hizo usted tales comparaciones; permítame decírselo a todos los que claman venganza contra tipos como yo.

De esta manera salvé la vida de Edward England y también la del capitán Mackra, porque a partir de entonces Taylor quiso estar a buenas conmigo, como si yo fuera el más importante de mi territorio. A Mackra le dieron el viejo y desvencijado Fancy y le dejaron hacer lo que quisiera o lo que pudiera con él. Consiguió levantar un palo de emergencia y se hizo con provisiones y agua para llegar a Malabar. Allí le hicieron toda clase de honores, lo nombraron gobernador y después lo enviaron al frente de una escuadra a la caza y destrucción de los piratas. Una cosa es bien segura: si en algún momento me lo hubiera encontrado con el Walrus, no me habría costado nada acabar con su preciosa vida. Y el diablo sabrá si incluso Edward England, que a estas alturas está en el Cielo o en el Infierno, si es que existe, no me lo hubiera agradecido, a pesar de todo. En el fondo, Edward England no era mal hombre.

Lo que pasa es que no fue suficiente para continuar como capitán, desde luego que no. Nos dirigimos hacia la isla Mauricio en compañía de Taylor, pero sin encontrar presa alguna. Los hombres lo tomaron como pretexto, llamaron a consejo y despidieron a England. En el libro de a bordo se inscribió, pues éramos muy cuidadosos con eso, que England había demostrado demasiada humanidad en el caso de Mackra y que por tanto no servía para ser capitán. En caso de lucha entre la vida y la muerte, alegó alguno, no se podía tener un capitán con esa debilidad por el bien y el mal de la gente. «Sería muy peligroso», se dijo, no sin cierta razón.

A England se le dejó en un pequeño bote para que llegara a Madagascar si es que podía, pero sin su loro. Me lo tuve que quedar yo.

Naturalmente, se eligió a Taylor capitán tanto del Victory como del Cassandra. Yo fui elegido su contramaestre y me enfrentaba a él cada vez que había una queja de la tripulación, pero también era yo el que castigaba en su nombre, como dictaba la costumbre. Y así fueron las cosas también por aquí, me temían y me respetaban en todos los sentidos. Insobornable: ésa era mi reputación, la de un tipo que no se podía comprar ni por dinero ni por otra cosa.

Navegué con Taylor medio año. Nos hicimos con importantes presas y éramos crueles como pocos ahora que England ya no estaba. Me hice rico, igual que muchos otros, cuando apresamos al virrey de Goa en persona y pudimos pedir rescate. Ya era casi un potentado cuando tocamos puerto en Madagascar, y no tenía demasiados ánimos de seguir aquella vida monótona.

No porque en su lugar dispusiera de otra. Me licencié en la isla de Sainte-Marie con permiso del consejo, y por eso me dieron la parte que me correspondía del botín, a pesar de que el grupo no se había disuelto. Iba en contra de las reglas, pero creo que la mayoría quedó contenta al poder deshacerse de mí, la única conciencia con que se podían encontrar. Me fui a Plantain, en la bahía de Ranter, que era donde había conseguido England su último refugio, y allí le vi morir. Si mi compañía le alegró algo, no me lo demostró. Yo era y seguí siendo su espíritu malo, el que lo había llevado a la ruina.

Lo cierto es que fue un hombre recto. No se rindió ante nadie, dejó siempre que cada uno viviera a su antojo, pero fue en su propio detrimento, de verdad: tan cierto como que me llamo John Silver. Porque si alguien tuvo una muerte dolorosa y desdichada, por los remordimientos de conciencia y la angustia, ése fue Edward England. Sin provecho ni alegría para nadie.