Capítulo 3

El sol sale por el horizonte y hace que la aguas de la bahía de Ranter brillen y resplandezcan como todas las piedras preciosas de Madagascar juntas. Esto es lo que llaman belleza, pero ¿qué me importa a mí todo eso? No me quejo porque sí, aunque debo aclarar que no me queda gran cosa a lo que dedicar la vida.

Llegué aquí en 1737 con Dolores, mi loro, Jack y los esclavos rescatados del invencible pueblo de los sakalava. Me escapé hasta aquí, hasta la antigua ciudad asilo de Plantain, después de la maldita catástrofe de la expedición en busca del tesoro de Flint. He venido aquí, a la Gran Isla, al antiguo paraíso de los aventureros, a naufragar como si fuera el último de mi raza y condición. Voy a vivir aquí hasta que llegue la hora de que todo acabe. He empezado a escribir mi cuaderno de bitácora; eso es casi todo. He contado muchas historias y he estafado a mucha gente. Así fue como llegué a ser alguien en el mundo. Siempre he sabido responder por mí. Nadie más lo hacía.

Ahora ya no queda nadie a quien estafar. Ni el loro llamado Flint, ni mi mujer, que no sé ni cómo se llamaba. La llamaba Dolores, porque de alguna manera tenía que llamarse. Dolores y Flint murieron casi a la vez: primero Dolores, sin soltar un gemido, sin avisar, sin dejar rastro de vida tras de sí, como una estela en el mar o el rocío de la mañana. De repente desapareció, como si nunca hubiera existido. Y yo me quedé solo como un idiota, sin encontrarle sentido a nada.

Al día siguiente se fue Flint, pero lo hizo con bravura. No sé qué edad tendría, eso nadie lo sabe. Quizá cien años. Había navegado con todos los grandes capitanes, con Morgan, l'Olonnais, al que le llamaban el Sanguinario con toda la razón; con Roberts, con England y La Bouche. Pero Flint fue el último capitán, y además dio nombre al loro, porque al payaso de Smollett, al mando del Hispaniola, no lo cuento. Durante toda su vida el loro había cerrado el pico, dicho sea de paso, a mediodía, cuando apretaba el calor. Pero aquel día chilló y se desgañitó desde muy temprano hasta bien entrada la noche. Dijo todas las palabras soeces y las retahílas que sabía, que no eran pocas. Recitó el nombre de todas las monedas más extrañas que hay en el mundo, y eso que hay unas cuantas. Después me miró, inclinó la cabeza y sus ojos estaban tan tristes que me eché a llorar, yo, Long John Silver, me puse a llorar por un insignificante loro. Al final, el loro enderezó la cabeza con sus últimas fuerzas y susurró, como sólo un loro puede susurrar.

—Quince hombres van en el cofre del muerto. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡La botella de ron!

Y después se acabó. Cien años o más de loro a la tumba, como si no hubiera pasado nada de todo lo que él había vivido. Y yo me quedé solo. Solo, con algunos esclavos rescatados y un guardaespaldas que no tenía más vida que guardar que un agrietado casco lleno de riquezas. Es vergonzoso, pero cierto. Yo, que toda la vida he sido yo mismo y san para mí, ya no sabía ni de qué había servido.

Conté mis monedas sin saber por qué. Me acosté con algunas criadas del lugar, pero en mí la savia había dejado de circular para siempre. Deliraba sobre una cosa y otra, pero nadie me escuchaba.

Hasta que un día empecé a contar mi historia como mejor me pareció, la historia de mi pata de palo y la historia de mi apodo. ¿Quién iba a creer lo que pasaría? La aventurera y verdadera historia de John Silver, llamado Barbacoa por sus amigos, si es que tuvo alguno, y por sus enemigos, de los que anduvo sobrado. Se acabaron los juegos, las tonterías y las quimeras. Se acabaron los engaños y las trampas. Por primera vez las cartas estaban boca arriba. Sólo la verdad desnuda, sin segundas intenciones y sin trucos. Tal como era y nada más. ¡Y pensar que iba a ser eso, que sólo eso me iba a mantener cuerdo y sano una temporada más!