13
Et homo factus est
—Hace tres años —dijo Yuval cuando ya llegaban a Zichron Yaakov— gané el primer premio en un concurso de violín muy importante. Toqué el concierto de Mendelssohn. Y en la primera clase que tuvimos después del concurso, se lo toqué a Dora. Cuando terminé, me dijo: «Está bien, pero Shlomo Mintz lo ha interpretado mucho mejor que tú». Me eché a reír y ella dijo: «¿De qué te ríes? Tienes que tocarlo tan bien como él». No entendí por qué me tenía que decir que Mintz lo tocaba mejor que yo. Me pareció una bobada. Yo tenía trece años y Mintz llevaba siglos trabajando en el concierto de Mendelssohn.
Miró a Michael en espera de una reacción. Al ver que no reaccionaba, Yuval prosiguió:
—Muchas personas se sienten ofendidas por Dora. Yo nunca me he ofendido. A veces me enfada, pero no me siento insultado. Por ejemplo, una vez que estábamos escuchando a Bach, de pronto me preguntó que quién tocaba mejor, Milstein o yo. Bueno, pues si se me hubiera ocurrido criticar a Milstein, Dora se habría echado las manos a la cabeza y habría dicho: «¿Quién te has creído que eres para criticar a Milstein?». Pero si hubiera dicho que Milstein es maravilloso, me habría gritado: «¿Qué dices? ¡No deberías hablar así! Tienes que pensar que tú eres maravilloso, que eres mejor que Milstein». Cosas así —dijo Yuval a la vez que se volvía hacia Michael y sonreía con inocencia—. Es evidente que no soy capaz de tocar como Milstein y, por otro lado, tampoco me gusta todo lo que él hace. Tengo que darle mil vueltas a lo que voy a decir cuando escucho música con ella. Lo mejor es no preocuparme de lo que quiere que diga. A veces parece que está en la luna —dijo, e inmediatamente se asustó de sus palabras—. No porque sea mayor, no se vaya a creer. Tiene muy bien la cabeza —le aseguró a Michael—. Siempre ha sido así, hace veinte años era igual, me lo han contado los alumnos mayores. Un día te puede decir que has tocado mejor que otro día y al día siguiente te dice lo contrario. A veces da la sensación de que está poniendo a prueba tus nervios.
—A mí me ha dicho que para ser artista hay que tener un ego muy fuerte —murmuró Michael a la vez que introducía el coche en un espacio libre, entre un par de grandes olivos, y apagaba el motor.
—Pues yo debo de tenerlo —dijo Yuval tranquilamente, y sacó las piernas por la puerta—. Nunca ha conseguido que pierda los nervios, y eso que aún no he cumplido los diecisiete. Cuando se queja de mi manera de tocar, practico de la mañana a la noche, y la siguiente vez siempre toco mejor. Además sé que esto —dijo en pie junto a la puerta abierta del coche— me prepara para enfrentarme a otras dificultades. En la vida de un músico hay muchas tensiones, mucha inseguridad. Me han contado muchas cosas, hasta violinistas muy buenos, y estar con Dora te prepara para eso.
—¿Crees que lo hace conscientemente, a propósito, para prepararte? —preguntó Michael a la vez que se inclinaba y volvía a abrir la puerta para cerciorarse de que había apagado el radiotransmisor.
—No sé si siempre se da cuenta de lo que hace, si forma parte de un plan. A veces puede resultar muy destructivo. Uno de sus alumnos, un violinista famoso, lo pasaba fatal cada vez que tenía que actuar porque al subir al escenario se acordaba de los sermones y los gritos de Dora y perdía la confianza.
—Así que lo pasas mal con ella —dijo Michael mientras caminaban hacia el edificio principal del Beit-Daniel; bajó la vista hacia las agujas de pino que alfombraban la tierra seca y compacta, la alzó hacia las copas de los cipreses. Sus ojos se detuvieron en la conocida furgoneta con el logotipo de la Compañía Eléctrica. Se sintió aliviado al saber que Theo y Nita ya habían llegado. Le parecía que en aquel lugar Nita estaba a salvo. Pero no podría relajarse hasta que la viera con sus propios ojos. Sintió además una punzada de dolor; porque precisamente allí, bajo aquel pino, se podría extender una manta y acostar encima a una nena, de espaldas, de manera que viera el cielo y el árbol; y uno se podría tumbar junto a ella y escuchar sus alegres gorgoritos. Se podría hacer eso, sí, se podría.
—No es para tanto —dijo Yuval—. Sin ella, lo tendría mucho más difícil. Ahora mismo es la persona más importante de mi vida. Si no la tuviera a mi lado… creo… me temo que no seré capaz de tomar ninguna decisión relacionada con la música sin su aprobación. Me sentiré totalmente perdido si muere.
—Dime, Yuval… —Michael disfrutaba pronunciando aquel nombre, el mismo que el de su hijo. Durante el trayecto a Zichron Yaakov, tal vez a causa de la vista del mar desde la cima de la colina que rebasaron camino del Beit-Daniel, había imaginado por un instante que era el otro Yuval a quien tenía a su lado. Ya había pasado una semana desde su última conversación telefónica, breve y frustrante, una sucesión de «¿Cómo estás?» y «¿Va todo bien?». Eran las únicas preguntas que conseguía hacerle, y las había repetido una y otra vez durante los meses que Yuval llevaba vagando por Latinoamérica. Las postales de su hijo eran concisas y prosaicas. Y él no había mencionado a la nena. No podía contarle algo así durante una conversación telefónica cuyo propósito básico era que el hijo informase al padre de que aún existía. («Hola papá, estoy vivo», le había anunciado Yuval en su última llamada. «¿Vivo y bien?», preguntó Michael. «Estupendamente», le aseguró Yuval sin entrar en detalles. Michael hablaba con la niña en brazos. Con la cabeza reclinada entre su cuello y su hombro, ella emitía leves ronquidos en la oreja libre de Michael. Le habría gustado hablarle de ella a su hijo, pero ya no era necesario). Yuval, calculó, estaría a punto de salir de México en dirección a Estados Unidos. Pero no tenía ni idea de cuál era su destino concreto—. Dime, Yuval, ¿no crees que ésa es una debilidad suya como profesora? ¿Puedes independizarte si te sientes tan dependiente de ella?
Quedamente, sin vacilar, Yuval dijo:
—Creo que todo irá bien. Sé que cuando la deje para ir a estudiar al extranjero, o cuando comience a dar conciertos por todo el mundo, seré independiente. Al principio me resultará duro. Es la idea que me he formado hablando con sus antiguos alumnos. Con el tiempo, se liberan de ella… No es fácil de explicar… Es como si no hubiera más remedio que aceptarla tal como es, con gritos incluidos.
—Por lo visto, la educación no funciona sin un componente de terror —dijo Michael, y sonrió a la vez que abría la puerta de madera de la angosta entrada y observaba a Yuval, que ascendía los anchos peldaños delante de él, balanceando el estuche del violín.
El vestíbulo estaba desierto. Un gran cuenco lleno de manzanas, platos de papel con corazones de manzana y vasos de plástico con restos de café descansaban sobre un larga mesa de formica.
—Ya ha terminado el descanso —dijo Yuval—. Me he perdido la primera conferencia, pero no importa. Tengo que irme corriendo al otro edificio —explicó, agradeció a Michael que lo hubiera llevado y salió a toda prisa.
Michael se quedó observando por un ventanal cómo Yuval se alejaba por un camino de tierra y desaparecía tras un recodo. Encontró una cabina telefónica junto a los lavabos, situados en un estrecho pasillo que salía del vestíbulo. Mientras revolvía sus bolsillos en busca de monedas, se asomó a una gran sala. Sólo alcanzaba a ver un tramo de pared y una ancha estantería con algunos libros y revistas. De pronto oyó las notas de un piano, a las que se sumaron una voz y luego un chelo.
—¿Dónde demonios estás? —preguntó Balilty, iracundo, por el teléfono—. ¿Por qué no te has llevado el móvil? ¿Por qué has apagado la radio? ¡No había manera de dar contigo!
—Acabo de llegar al Beit-Daniel. Te estoy llamando desde una cabina —dijo Michael al tiempo que examinaba la fotografía colgada a su lado: dos hombres en pie ante una orquesta. El pie de foto decía que eran Arturo Toscanini y el violinista Bronislaw Hubermann, fundador, en 1936, de la Filarmónica Palestina, como antaño se llamara. Dio un paso atrás para mirarla mejor.
—¿Has hablado ya con Eli? ¡Habla con Eli! Y no les quites la vista de encima. Le he explicado a Eli todo lo que te tiene que decir. Los Van Gelden están con él, y en lugar de… —Balilty tragó saliva—, en lugar de a Dalit he mandado a un tipo nuevo, un jovencito. ¿Lo has visto?
—No, acabo de llegar.
—Te caerá bien —comentó Balilty, soltando una risita—. Tiene un aire parecido al que tenías tú hace unos veinte años. Alto y delgado, con esos ojos especiales, cejas espesas, el tipo de hombre que gusta a las chicas, pero no es… no tiene… es menos… es más normal —declaró al fin—. Es un novatillo directamente salido de su moshav, sin tonterías en la cabeza. Cuentas con gente suficiente para mantenerlos bajo vigilancia constante. No quiero que el maestro se quede solo ni un segundo. Ni que tenga ninguna conversación larga con su hermana.
—¿Hay alguna novedad? —preguntó Michael, y volvió la cabeza en ambas direcciones, creyendo haber oído pisadas. Pero no había nadie, y la música también había cesado. Oyó entonces una voz potente que hablaba en inglés, procedente de una sala cercana.
—Unas cuantas. Eli te pondrá al día. No quiero meterme en explicaciones ahora. Por teléfono no. Pero sí puedo decirte que hemos encontrado a la canadiense. Y niega haber estado con él ese día. Reconoce que estuvo en Israel, en el Hilton o como se llame ahora, pero no con él. Eli te lo explicará mejor.
—¿Así que también mintió sobre eso?
—¿Quién? ¿Dalit?
Michael no dijo nada.
—Sí —respondió Balilty fríamente.
—Tendremos que repasar con lupa todo lo que haya tocado —le advirtió Michael.
—Ya lo estamos haciendo —replicó Balilty sin rechistar—. Hemos verificado lo de la canadiense. Yo mismo hablé con nuestro hombre en Nueva York. Dalit no había cruzado ni una palabra con él. Se lo inventó todo. No quiero más comentarios sobre eso de momento. El tipo de Nueva York, Shatz, te conoce. Dice que os visteis hace unos años. Me va a mandar por fax la transcripción del interrogatorio de la canadiense, y la cinta por correo urgente. La tendremos aquí mañana.
—Es increíble que haya gente que… que pueda pasar algo así… —masculló Michael—. Por lo visto, las personas son una caja de sorpresas inagotable —como Balilty no decía nada, añadió—: Todos cometemos errores.
—Tú lo has dicho —confirmó Balilty indiferente—. Dejémoslo ya. ¿Quieres decirme algo más? ¿Qué tal tu cita en Jolón con la vieja dama?
—Muy interesante —dijo Michael—. Y a la luz de los hechos, de los tuyos y los míos, quiero una orden de registro para las oficinas del auditorio. Los despachos del director administrativo y del director artístico. Y también para el piso de Theo van Gelden. Y para revisar los documentos de la caja fuerte de Felix van Gelden… es decir, para todo. Los documentos de Gabriel también. Quiero examinarlo todo.
—¿También para el piso de Theo? Puede que nos dé permiso sin necesidad de una orden de registro, como la otra vez…
—No, ya no podemos dar nada por sentado —replicó Michael con severidad.
—¿Por lo de la canadiense?
—Y por otros motivos. ¿Qué hay de la otra mujer?
Balilty chasqueó los labios sonoramente.
—Hoy nos estamos andando con muchos misterios —bromeó.
—Es porque estamos hablando por teléfono —se excusó Michael—. Te explicaré todo en cuanto nos veamos. Pero ¿qué hay de la otra mujer? También tenemos que hablar con ella, después de…
—Ya está aquí, esperando fuera —lo interrumpió Balilty—. Puedo cometer algún que otro error, pero todavía me funciona el cerebro, ¿sabes? Que Eli te ponga al día de todo lo demás, porque por teléfono no…
Michael no alcanzó a oír las últimas palabras de Balilty porque reparó en que una joven vestida con chaqueta y pantalón negros lo observaba desde el vestíbulo.
—¿Es usted la persona a la que esperan los dos hombres que han venido con el señor Van Gelden? —le preguntó la joven—. Me han pedido que saliera a recibirlo.
—Volveré a llamarte —dijo Michael por el teléfono, y, sin prestar atención al torrente de instrucciones que Balilty comenzaba a darle, colgó y se volvió hacia la mujer. Le devolvió la sonrisa, rechazó el café que le ofrecía, aceptó un vaso de agua fría y la siguió a una gran sala. Pasó entre una serie de mesas rectangulares dispuestas para el almuerzo, y junto a un piano con la tapa levantada, una butaca floreada y un taburete; tropezó en el borde de una desgastada alfombra persa y echó una ojeada a un par de partituras encuadernadas en negro que reposaban sobre una bandeja de cobre, junto al piano—. Estoy buscando a la señorita Van Gelden —le dijo a la joven.
—Está en la conferencia del señor Van Gelden.
Michael hubo de contenerse para no preguntarle si estaba segura, e incluso se demoró junto a la estantería, manoseó los volúmenes añejos de una edición francesa de Voltaire y luego examinó un panfleto en hebreo sobre los asentamientos de los colonos en la Margen Occidental. Entonces se dio cuenta de que estaba haciendo esperar a la joven. Se disculpó y la siguió a través de una puerta lateral. Recorrieron varios despachos vacíos, en uno de los cuales un enjambre de moscas zumbaba en torno a un tarro abierto de mermelada. Salieron al exterior y echaron a andar por el camino por el que Yuval había desaparecido.
Junto al tronco retorcido y nudoso de un olivo grisáceo, sobre el césped descuidado y amarillento, Eli Bahar descansaba en una silla blanca de plástico, no muy lejos de un somier de hierro que alguien había abandonado en el jardín. A su espalda había un porchecito desde el que descendían unas escaleras, y de aquella dirección procedía la melodía de un piano acompañada por un coro bastante nutrido. La joven de negro sonrió cortésmente y les preguntó si podía dejarlos solos, y luego les comunicó que tenían sitios reservados para comer. Les aconsejó que entraran en la sala de uno en uno, para no molestar.
—Se ha cancelado la clase de canto con acompañamiento de chelo, y en su lugar, los cantantes y el señor Van Gelden trabajarán con acompañamiento de piano. Y, a petición del señor Van Gelden, también se ha suspendido la retransmisión para el canal educativo, simplemente se realizará una grabación sonora —explicó la joven, como si Eli y Michael fueran dos participantes más. No se había mencionado la palabra «policía». Michael se preguntó qué sabría la chica de ellos.
Eli Bahar aguardó a que se fuera y, con un movimiento perezoso, dio la vuelta a una silla que estaba patas arriba sobre el césped agostado y dio unas palmadas en el asiento.
—Me he quedado a esperarte aquí fuera para que pudiéramos hablar. Ahí dentro no se puede, y mientras Theo esté dando clase nadie puede hacerles nada —dijo Eli—. No hay necesidad de asistir a la clase.
Michael tomó asiento y encendió un cigarrillo.
—Es la primera vez que estoy aquí —musitó Eli—. Ni siquiera sabía que existía este lugar. Es precioso, pero mira qué abandonado está.
Michael trató de recordar lo que Nita le había contado de la familia Bentwich y asintió con un gesto.
—Hace unos meses trataron de restaurarlo —explicó Eli—, pero esa chica, la directora, me ha dicho que tuvieron que dejarlo a medias. Los obreros volvieron a poner las ventanas viejas en lugar de otras nuevas y ya ves en qué estado está la pintura y todo lo demás. Es una pena, ¿verdad?
Michael asintió con la cabeza.
Ante él, la luz del sol bañaba un retazo de césped. Una vez más, Michael extendió mentalmente una manta sobre la hierba y puso encima a la nena, boca abajo. ¿Quién la tendría en brazos en esos momentos? ¿Quién estaría aspirando la fragancia de sus mejillas?
—Aquí se organizan conciertos y otras actividades. ¿Habías venido alguna vez?
—Una vez, hace mucho —murmuró Michael, y volvió la cabeza hacia el edificio Beit-Lillian, no muy alejado de donde estaban, y adonde había acudido con Avigail hacía algo más de dos años, una tarde de otoño durante las fiestas de Sukot, pocos meses antes de su ruptura. Aquel día se interpretaba el quinteto La trucha de Schubert. Avigail había permanecido inmóvil, una expresión pétrea en el rostro medio oculto por unas grandes gafas de sol, sin sonreír ni reaccionar de ninguna otra forma ante la música que fluía del auditorio. Se había empeñado en que se quedaran fuera. No era cierto eso de que la tristeza no deja huellas. La alegre obra de Schubert había quedado ligada para siempre en el recuerdo de Michael al abatimiento y el dolor de Avigail, que se negó a quitarse las gafas de sol incluso después del crepúsculo. De su cara sólo se veía su bonita boca fruncida, con los labios secos. Tenía las largas mangas blancas bien abotonadas. De noche, en el hotel, Avigail lloró. El amor que Michael sentía por ella no bastaba para rescatarla de la aflicción.
—¿Dónde está Nita? —preguntó Michael, saliendo de su ensueño, y Eli se encogió de hombros.
—Dentro, en la sala de conferencias. Al menos su cuerpo está ahí… su espíritu, sólo Dios lo sabe. Su hermano no ha parado de hablar desde Jerusalén hasta Zichron Yaakov y ella no ha dicho ni una palabra. Iba mirando por la ventanilla. Él no ha cerrado la boca. Hablaba y hablaba como si ella le escuchara. Pero a mí me daba la impresión de que Nita no oía nada. Se quedó dormida durante un rato. Yo creo que la tienen dopada. Y el niño… ¡no fue fácil convencerla de que se separase de él! No entiendo por qué… en fin, el hermano se empeñó en que viniera. Le lavó el cerebro con la idea de que ahora tienen que estar siempre juntos. Al menos, hasta que se celebre el entierro. Nita está ahí dentro. La directora me ha dicho que han suspendido su clase magistral. Y están esperando a una gran estrella, un cantante.
—Balilty me ha dicho que ha mandado a un tipo joven en lugar de a Dalit.
—Está dentro también. No lo conozco, pero tiene buena pinta. Es novato, pero al menos no es un psicópata. Se llama Ya’ir. Tzilla ha trabajado con él en el caso Arbeli. Como han reestructurado todo el equipo, nos lo han transferido por recomendación de Tzilla. No tiene mucha experiencia, pero al menos no es un embustero. Apenas habla.
—Por lo visto, el informe sobre la canadiense también era una invención —dijo Michael.
—¿No te parece increíble? —Eli se enderezó y giró la mitad superior del cuerpo hacia Michael—. Lo que te comenté esta mañana, lo dije por decir, no es que lo creyera. Pero cuando llegué a la oficina, Balilty ya estaba hablando con nuestro hombre en Nueva York. ¡Y no había hablado con ella!
—¿Con quién?
—Con Dalit, nuestro hombre en Nueva York. No era cierto que se hubiera puesto en contacto con él. ¿Tú lo comprendes?
—A decir verdad, no. No lo comprendo —dijo Michael pensativo. Escuchó distraídamente los cantos del coro. Otra parte de su ser estaba concentrada en las señales de desintegración de la pared desconchada que tenía enfrente. Sobre la alta hierba dorada se derramaban parches grises y amarillos de luz solar—. Se podría decir que está enferma, pero eso no explica nada. Tampoco es necesario comprender todo lo que ocurre en el mundo —se recordó a sí mismo—. Todo tiene un límite.
—Y luego está el asunto de la llave. Dalit tampoco ha hablado con Izzy Mashiah y la llave en cuestión no existe —prosiguió Eli—. Mashiah no sabe nada de ninguna llave de la casa de Herzl. Me tiene pasmado, pero al menos esto ha valido para algo.
—¿Sí? ¿Para qué?
—Balilty. Se le han bajado un poco los humos. Ya no está tan seguro de ser el rey del universo. Y ha sido Shorer, que se quedó cuando tú te fuiste, quien me ha enviado aquí. Cesó a Dalit fulminantemente. Y la espantó diciéndole no sé qué.
—¿Cómo? ¿Lo van a dejar correr como si nada? —se escandalizó Michael.
—No tengo ni idea de lo que piensan hacerle, pero ya no es asunto nuestro —dijo Eli Bahar, y entornó los ojos para protegerse del sol—. La han mandado a ver a Elroi. Lo primero que hacen siempre es mandarlos al psicólogo… Pero seguro que luego se emplean a fondo con ella. Habrá una investigación, un expediente disciplinario, y, en todo caso, Dalit se ha hundido con todo el equipo. Yo pensaba que quizá se había quedado colgada de Theo. Y que quizá por eso… Pero si ése fuera el motivo, no explicaría cómo encontró a Herzl ni todo lo demás. No sólo es que esté loca. En su locura no hay ningún método.
—Sí, sí lo hay. La loca ambición de tener éxito. Y de sabotear lo que se le ponga por delante. Para lograr poder y fama, por un lado, y para destruirse a sí misma y destruirlo todo, por otro. E incluso para sufrir un castigo por ello, ya ves que ni se molestó en borrar sus huellas. ¿Qué ha dicho Theo de la canadiense?
—No me ha dicho nada. Sigue pensando que le sirve de sólida coartada —dijo Eli con satisfacción—. Eso te lo dejo a ti. Pero no hay prisa, vamos a pasar aquí todo el día. No va a salir corriendo. Ya lo arrestaremos mañana.
—Su arresto no está justificado. Todavía no. En primer lugar, hay que ver qué pasa con la otra mujer. En segundo lugar, no tenemos un móvil. No está nada claro; incluso si pensáramos en la herencia, ¿por qué precisamente él y precisamente ahora? Me gusta dejar todos los cabos bien atados antes de practicar un arresto. Si es posible.
Eli Bahar hizo una mueca.
—En eso nunca he estado de acuerdo contigo. Terminas por prolongar demasiado las situaciones. Siempre te lo digo. ¿Qué hay de malo en que lo detengas y luego lo sueltes si nos hemos equivocado?
—Y yo siempre te explico que, llegados a un punto como éste, se puede ganar mucho no deteniendo a un sospechoso. Todavía confía en nosotros y aún no le hemos sonsacado todo lo que queremos —argumentó Michael—. Nos quedan muchos cabos sueltos. Ni siquiera sabemos de dónde procede la cuerda…
—Hay cabos que siempre se quedan sueltos —opinó Eli Bahar filosóficamente—. Y hay pistas que no llevan a ningún lado y sólo sirven para perder el tiempo. Como el cuadro ese detrás del que Balilty lanzó a un montón de expertos. Husmeó en todos los rincones del hampa sin llegar a nada. Y luego va y lo encuentra en un armario de cocina, detrás de un bote de cacao. Y puede que todo el asunto sea una falsa alarma, ni siquiera eso lo sabemos con seguridad. Pero Balilty pasó no sé cuántas semanas con expertos sacados de aquí y de allá. ¿Has descubierto tú algo nuevo?
—Quizá —dijo Michael, y se detuvo titubeando—. Pero es algo tan etéreo, tan complicado y quizá tan absurdo, que de momento más vale no mencionarlo.
Eli Bahar guardó silencio, expectante. Su mirada siguió el movimiento de la mano de Michael, que apagó el cigarrillo al borde del césped, se levantó y se acercó a la papelera de la entrada del edificio.
—Como quieras —dijo Eli al fin, un tanto enfurruñado—. ¿Cuándo vas a plantarle cara con lo de la canadiense?
—Más tarde —dijo Michael—. Ahora está dando una conferencia, ¿no es así?
—Sí, todavía tiene para una hora, más o menos, y luego viene la comida. A lo mejor ése sería un buen momento… —apuntó esperanzado.
—A lo mejor —convino Michael—. Quiero entrar. ¿Te quedas tú aquí?
—No tengo nada que hacer ahí dentro —dijo Eli sombrío—. Esperaré aquí. He tenido una noche muy agitada —se caló unas gafas de sol—. Despiértame si me duermo.
—Pásame una cinta virgen. La que tengo en la grabadora está casi llena.
Michael abrió la puerta de una sala mucho menor de lo que había imaginado. Justo frente a él, ante unos ventanales que daban a un porche embaldosado, Nita reposaba en una desfondada butaca de raído brocado. Su cuerpo exánime estaba hundido en la butaca y daba la impresión de que sería una tarea ingente que recobrara el movimiento. Su mirada se cruzó con la de Michael. Él sintió un enorme alivio al verla viva. Lo dominó la emoción y un impulso irrefrenable de tocarla, de oír su voz, de estar a su lado. Ella lo miró un instante, con ojos opacos, inexpresivos. En sus profundidades verde azuladas se encendió una chispa de disgusto, luego los ojos se entornaron hasta quedar casi cerrados. Nita tenía la tez muy pálida. No se movió. No le sonrió, y además tensó los labios y giró la cabeza para mirar a su hermano. Unos quince músicos jóvenes, de ambos sexos, ocupaban la sala, todos los ojos atentos y fijos en Theo, quien les dirigía la palabra sentado frente a ellos, con las piernas cruzadas, en el banco de un pequeño piano de cola con la tapa levantada. Cuando Michael cerró la puerta tras de sí y tomó asiento en una silla al fondo de la sala, Theo lo miró, sorprendido, lo saludó con un gesto de la cabeza, y siguió hablando sin alterar el tono relajado de su voz. Un leve rubor pareció teñir sus mejillas. Sus ojos, de un verde oscuro acentuado por las ojeras, chispearon. Entrelazó las manos sin lograr disimular su temblor. Se recostó en el piano. A los pies de los jóvenes había fundas de instrumentos. Yuval estaba cerca de Nita, junto a un joven de tez aceitunada, sentado muy tieso con los brazos cruzados, que, según dedujo Michael con plena seguridad, era el nuevo miembro del equipo.
—Es imposible definir con precisión todos los aspectos del estilo clásico —dijo Theo con una sonrisita forzada—, es decir, del estilo que maduró con Haydn y Mozart —los rostros jóvenes lo contemplaban con tensa expectación. Un chaval sentado junto al piano echó un vistazo a la gran grabadora que tenía a su lado, en el suelo.
Michael observó los listones de la persiana desvencijada que había junto a la cristalera y los restos de cinta adhesiva, vestigios de la Guerra del Golfo, aún pegados en el cristal.
—Porque, como todo en general —continuó Theo pensativo, mirando por la ventana—, esa definición no puede quedar restringida al campo de la música y, en definitiva, ha de dar cabida al medio social, a la manera en que la gente, rica y pobre, vivía día a día. Tal como es imposible comprender la música rock sin conocer el mundo en que vivimos, tampoco se puede comprender a fondo el estilo clásico sin saber cuál era su contexto.
Michael contempló la cara de Yuval. El chico escuchaba con toda su atención, inclinado hacia delante en la dura silla. Un rayo de sol aislado iluminó la pelusa de su mejilla y luego arrancó un destello a la flauta plateada de una chica que jugueteaba con un mechón de su lisa melena. Nita tenía los ojos cerrados. Michael comprendió que estaba resentida con él, que le estaba haciendo el vacío, que lo veía como a un enemigo.
—El periodo que nos ocupa, como sabéis, se centra aproximadamente en la segunda mitad del siglo XVIII —dijo Theo—, y el clasicismo parece ser el estilo musical más sistemático y contenido que nunca haya existido. A nosotros, desde la perspectiva de nuestro siglo, nos resulta encantador —dijo sardónicamente—. A veces demasiado encantador. Encantador hasta la idiotez —de pronto rompió a silbar el comienzo de Eine kleine Nachtmusik; se interrumpió y continuó—: A veces nos preguntamos: ¿por qué están tan contentos? —volvió a silbar entonadamente—. En esta música hay una alegría incomprensible, y cuando no es alegre, posee una belleza que puede parecer exagerada, una belleza excesivamente bella. Conozco personas que aborrecen el clasicismo porque les resulta falso por esto que os comento, como un museo de cartón piedra de un mundo caduco.
Yuval sonrió al oír esa expresión y la chica de la flauta se echó a reír a carcajadas y se interrumpió de golpe. Michael había reparado en el tono inocente y un tanto teatral de Theo, que hacía prever que luego desmontaría la argumentación que estaba exponiendo.
—Se considera que el clasicismo surgió tras el periodo barroco, y en estrecha relación con él en tanto en cuanto viene a refutarlo, se desarrolla en oposición a él, realiza la transición de la polifonía y las complejidades del contrapunto al mundo más sencillo de la homofonía. Y la forma musical básica —Theo hizo una pausa y se pasó la mano por el pelo, al parecer haciendo un esfuerzo de concentración— que se perfecciona en el periodo clásico es la sonata. Pero todo esto ya lo sabéis, así que mi intención es hablar de un asunto más profundo, del estilo musical en sí mismo —dijo Theo; se quitó las gafas, las dejó sobre el piano y se frotó los ojos—. ¿Qué tipo de metáfora del ser humano, qué estado de ánimo, que sentimientos expresa la música clásica? Ésa es la pregunta fundamental. Los románticos consideraban que la música del periodo clásico era abstracta. Pero al escucharla hoy, lo primero que se nos ocurre, y así lo reconoceremos si somos sinceros, es preguntarnos: ¿es triste o alegre? Sabemos que, entonces igual que ahora, se estimaba que las tonalidades menores expresan tristeza, y eso ya no es una abstracción.
Theo hizo una pausa, como en espera de que sus oyentes ratificaran lo que había dicho. Los jóvenes mostraban expresiones meditabundas y algunos movieron la cabeza en señal de asentimiento. Theo se puso las gafas.
—Ahora bien, hay una manera de descubrir qué sentimientos pretendían expresar los compositores con su música, y esa manera es examinar la música que componían para acompañar un texto. O incluso una palabra aislada. Si revisamos las misas y las misas de réquiem compuestas desde finales de la Edad Media hasta nuestros tiempos, vemos que las mismas palabras latinas se acompañan con músicas muy distintas, y esto, naturalmente, refleja los distintos mundos en que vieron la luz las diversas obras musicales. Todas las misas arrancan con una plegaria, el Kyrie, luego viene el Gloria y a continuación la parte principal, el Credo.
Los jóvenes, inmóviles, guardaban un silencio respetuoso y cargado de suspense.
—El Credo es el núcleo de la confesión de fe de los católicos —explicó Theo—. Comienza con la declaración de que se cree en Dios y también, aunque esto os pueda sonar absurdo, en las otras dos personas de la Trinidad: Jesucristo, hijo de Dios, y el Espíritu Santo, que se encarnó en Jesús a través de la Virgen María. Jesús bajó de los cielos para salvarnos, y fue crucificado y resucitó de entre los muertos. Ascendió al cielo y está sentado a la derecha de Dios. Esto es lo que dice el Credo de las misas compuestas en cualquier siglo.
Un chico pecoso sonrió. Nita apretó las manos y miró fijamente un punto en la lejanía. A Michael le pareció que se esforzaba en eludir su mirada, y, por un instante, creyó que iba a levantarse y a irse. «¿Qué daño te he hecho yo?», le imploraba con los ojos, tratando de abrirse camino hacia ella, pero los ojos de Nita rehuían los suyos. Continuó mirándola. Era consciente de lo que le había hecho. Sabía muy bien que había desaparecido inopinadamente de su casa y que la niña también se había esfumado con la misma brusquedad. Y que no hablaba con ella desde la víspera. Pero sin saber por qué creía, con convencimiento incluso, o quizá quería creer, que ella tenía confianza en él. Suficiente confianza para comprender que a Michael no le había quedado otro remedio, que para seguir adelante con la investigación se había visto obligado a apartarse de ella. Él había pensado que su separación sería temporal, que tan sólo duraría unos días. Pero después de verla, comprendió que no se había dado tiempo para pensar las cosas a fondo. No había analizado la situación ni las posibles reacciones de Nita. No había tenido en cuenta cómo se tomaría ella su ausencia, prefiriendo aferrarse a la vaga convicción de que comprendería lo que estaba en juego, como si pudiera leerle el pensamiento, como si pudiera comprender por sí sola todo lo que había que comprender.
Ella lo miró de pronto y un apagado rubor se extendió por sus lívidas mejillas. Algo semejante a una sonrisa se pintó en las comisuras de sus labios contra su voluntad. Puede que fueran imaginaciones suyas, pero a Michael le pareció que a sus ojos asomaba una chispa de comprensión, e incluso tal vez de alivio por verlo allí.
Theo se dirigió al equipo de música, colocado en un estante ante una pared de ladrillos, junto a una chimenea y una pila de leña, sacó un disco compacto del reproductor y lo examinó atentamente.
—Lo que quiero que hagamos ahora —dijo distraído, volviendo a meter el disco en el equipo— es que comparemos la adaptación mozartiana de un pasaje que hemos oído hace unos minutos en el Credo de la Misa en si menor de Bach, las palabras Et homo factus est: «Y el hombre fue hecho». Y, en particular, que comparemos la música que cada compositor le pone a la palabra «hombre». Con esa música, cada compositor revela, queriéndolo o no, lo que significa para él ser hombre, y no sólo eso —Theo agitó un brazo con entusiasmo—, al poner música a esa palabra también expresan su concepción de lo que le sucedió a Dios al convertirse en hombre, si ese hecho fue bueno o malo.
Michael advirtió que Yuval tenía la boca entreabierta y la mirada fija en el rostro de Theo.
—La versión musical más interesante es, desde mi punto de vista, la de Mozart. Vamos a escuchar el Et incarnatus est de su Misa en do menor, K 427, compuesta a comienzos de la década de 1780, después de que Mozart se trasladara de Salzburgo a Viena y empezase a trabajar por su cuenta —oprimió el botón y la sala se inundó del sonido de flautas, oboes, fagots y de la voz de una soprano.
Michael tuvo la impresión de que todos contenían el aliento. Theo tomó asiento para dar ejemplo de la manera de escuchar, sin que el nuevo fichaje de la policía le quitara la vista de encima, como si le atrajera una fuerza magnética.
—¿Cómo describiríais el tono emocional de este pasaje? —preguntó Theo con curiosidad una vez que hubo detenido la música. Michael escuchó distraído las respuestas, que insistieron, entre otras cosas, en la belleza y el optimismo que transmitía la flauta. Luego se sorprendió escuchando orgulloso y atento cuando Yuval dijo que para él la soprano, sobre todo en esta interpretación, que oía por primera vez, era «la esencia de la pureza». Prosiguió diciendo que eso significaba que «para Mozart, el hombre es un ser puro y hermoso, una fuente de esperanza, y eso se nota especialmente al comparar su versión musical con la de Bach».
Theo pareció sorprenderse, pero se apresuró a decir:
—No toda la Misa de Mozart es así —hizo un gesto admonitorio con el índice—. También es una obra dura y amarga. Fijaos, por ejemplo, en el inicio. En el Et incarnatus est el estilo varía por completo —su voz se alzó dramáticamente y luego descendió casi hasta el susurro cuando añadió—: En la Misa de Bach, ese pasaje y el Crucifixus son muy lentos —hizo una pausa, dándoles tiempo para recordar—. Así compuso Bach el pasaje donde Dios se hace hombre.
Michael desvió la mirada del retorcido y anciano olivo cuyas hojas grisáceas tocaban la ventana hacia el estuche azul de un violín que reposaba cerca de los pies de Nita, muy pegados el uno al otro.
—Para Bach, la encarnación es un motivo de tristeza —dijo Yuval en alta voz.
Theo sonrió. Alabó la observación de Yuval y luego comenzó a explicar, retomando el tono de narrador de cuentos:
—Lo que genera ese sentimiento doloroso, y a la vez confirma que ésa es la intención de Bach, es la presencia de un basso ostinato a la manera de un lamento. El lamento —continuó con entusiasmo un tanto forzado—, que se cultivó en Italia a lo largo de trescientos años, es una imitación del llanto. Es la manera en que mueren los protagonistas de las óperas, tanto hombres como mujeres, desde el Renacimiento hasta el periodo romántico. Para Bach, la idea de que Dios descienda a la tierra es a priori algo malo. Durante el descendimiento del Espíritu Santo, el lamento se va tornando más y más grave, creando una metáfora sonora de lo que le está acaeciendo a la divinidad, algo muy peligroso en opinión de Bach. Según él, la encarnación es el preludio inmediato de la Crucifixión. Et homo factus lleva directamente a la Crucifixión. En su opinión, el hecho de que Dios venga a la tierra es la causa misma de la Crucifixión. El momento en que Dios se convierte en hombre está conectado con la catástrofe, la lamentación, la tragedia. En la misa Nelson de Haydn, el Et incarnatus, como recordaréis, se pone en voz de un solista. Se oye la palabra «hombre» —su voz se alzó casi hasta el grito—, pero cada cual es libre de escoger su propia versión del hombre, y Mozart escoge a una soprano, a una mujer.
Theo volvió a hacer una pausa ante los ojos que lo contemplaban con manifiesta admiración; sonrió.
—Un romántico diría que el tipo de virtuosismo que Mozart le pide a su solista es de lo más inapropiado para el texto. Suena como una especie de concierto para varios instrumentos. Pero ved qué concierto florece al pronunciarse las palabras «y el hombre fue hecho». —Theo dijo entonces que iban a escuchar el pasaje de nuevo y, mientras preparaba el equipo, declamó la frase Et incarnatus est de Spiritu Sancto ex María Virgine, et homo factus est. Alzó la mano y exhortó a los jóvenes—: Y ahora escuchad, comenzamos con el ho… mo, que se prolonga en una lenta coloratura, y termina con las palabras factus est. Luego se repiten las palabras del principio. ¿De acuerdo?
Sin esperar a que nadie respondiera, pulsó el botón; volvió a oírse el pasaje y Theo apagó el equipo antes de que concluyera.
—Y luego, después del acorde que acompaña al fa de factus, llega la sorprendente cadencia de la soprano, semejante en sí misma a un concierto, con acompañamiento de tres instrumentos de viento. ¿Comprendéis lo que significa esto?
En la sala se hizo el silencio. Un silencio abochornado porque era evidente que nadie sabía lo que aquello significaba. El joven detective relajó los brazos y los cruzó de nuevo sobre el pecho. Nita tenía los ojos cerrados, el rostro inmóvil. Parecía dormida.
—Desde el momento en que se pronuncia la palabra «hombre» —dijo Theo con manifiesta emoción—, la música adopta una forma ideal, se convierte en una concepción particular de la belleza. En este pasaje hay multitud de ecos, de simetrías; Mozart comprime en él todo lo que sabía. Este pasaje es uno de los ejemplos más depurados de la belleza del clasicismo. Mozart considera que el descendimiento del Espíritu Santo libera al mundo, a diferencia de Bach, para quien ese descendimiento pone en marcha otro proceso. En ambos casos, el hombre es la solución, podríamos decir, del misterio divino.
Nita abrió los ojos. Dirigió a Theo una mirada penetrante y reconcentrada, como si estuviera meditando sobre algo relacionado con él que acababa de recordar. Por lo visto, Theo sintió esa mirada y, queriendo desviar la atención de Nita, alzó la voz y dijo, haciendo hincapié en todas las palabras:
—La concepción de la música como belleza está en este caso contenida en la palabra «hombre», no es una belleza arquitectónica, sino ese tipo de belleza que actúa como símbolo de las actividades de la vida. La sílaba fa representa a la vez la clave en fa mayor del aria y el verbo italiano «hacer». ¿Recordáis en qué otro lugar utiliza Mozart este fa? —sin aguardar a que le respondieran, Theo se precipitó a decir—: Al final del aria del catalogo de conquistas de Don Giovanni. ¿Os acordáis de lo que dice Leporello? «Voi sapete quel che fa», es decir: «Sabéis lo que ha hecho». Lo que quiere decir, y disculpad la expresión: «Ha follado». Con esto se completa el significado que Mozart atribuye a fa, significado que introduce en la Misa en do menor desde otra perspectiva: la concepción, el nacimiento, la encarnación. Para Mozart, la transformación de Dios en un ser humano es una incorporación a lo más hermoso que existe. Y para expresarlo así, crea con la voz humana y con los instrumentos una especie de burbuja de lo que él, y no sólo él, considera la concepción perfecta de la belleza. Eso es lo que ha hecho Mozart en Et incarnatus.
La punzada de dolor se reavivó, quizá a causa de las palabras «concepción» y «nacimiento», pensó Michael mientras se llevaba la mano al pecho y trataba de imaginar dónde estaría la nena en esos momentos, quién le estaría dando el biberón. Una especie de suspiro colectivo, como si todos los presentes hubieran exhalado al unísono, interrumpió el curso de sus pensamientos. Nadie dijo nada, pero la tensión pareció relajarse. Theo había quedado a la espera, mirando en derredor. Su mirada centelleó al cruzarse con la de Michael. Luego volvió la cabeza hacia Nita, que parecía una figura de cera.
¿Cómo podía permanecer inmóvil tan largo tiempo?, se preguntaba Michael. Apenas le había quitado la vista de encima y, salvo por algún que otro parpadeo, podría haber pensado que estaba inconsciente. Nita abrió los ojos de par en par y, al ver lo dilatadas que tenía las pupilas, a Michael ya no le cupo la menor duda de que estaba fuertemente sedada.
«¿Qué daño te he hecho yo?», pensó amargamente. «¿Por qué no comprendes que las cosas tienen que estar así de momento?». Sabía que aquel día no tendría oportunidad de plantearle esas preguntas.
—Ahora quiero ocuparme de otro asunto que quizá os parezca extraño, pero al final veréis que es relevante. Se trata de los movimientos lentos de las composiciones del clasicismo. Hay quienes se sienten tentados de echar un sueñecito durante esos pasajes en que la música se vuelve lenta y pesada; y, por cierto, eso fue lo que le permitió a Haydn componer la sinfonía La sorpresa. En determinados momentos, hay quienes se quedan dormidos. Los compositores clásicos suelen iniciar los andantes y adagios con una melodía maravillosa, luego vienen el segundo y el tercer tema, y después empieza a imponerse una nota salida del fondo que se repite una y otra vez de manera literalmente monótona, una nota que acaba por cansar.
La chica de la flauta soltó una risita.
—Aquí tenemos la Sonata para piano en la menor de Mozart. Vamos a escucharla durante un rato —se volvió para coger un CD.
—¿Quién la interpreta? —preguntó la flautista.
—Murray Perahia —repuso Theo, y oprimió el botón—. El movimiento lento —tras unos minutos, interrumpió la música y dijo—: Detengámonos aquí, donde vuelven a comenzar las notas repetidas, con un adorno.
Guardó el CD en su caja y cogió otro.
—Ahora, el andante de la Sinfonía Haffner de Mozart —dijo, y al cabo de un rato—: Helas aquí, las notas repetidas obsesivamente —y apagó la música—. Hay muchísimos movimientos lentos cuyo episodio central se construye sobre el fondo de una sola nota repetida que actúa a modo de horizonte tonal. Durante mucho tiempo, he tratado en vano de encontrar —confesó Theo— otro estilo musical, de cualquier tradición del mundo, que utilice notas repetidas de esta manera. No he hallado ninguno. Es algo exclusivo del estilo clásico, y también se encuentra a menudo en los movimientos rápidos —los jóvenes músicos parecían estar haciendo memoria. Alguien se revolvió en su asiento, la chica de la flauta frunció el ceño, Yuval se llevó un dedo a los labios. Todos se preguntaban si Theo tendría razón.
Tras una pausa, Theo prosiguió:
—Cualquiera que toque un instrumento, como es vuestro caso, sabe qué difícil es repetir una y otra vez la misma nota acertadamente. ¿Y qué es este monotono? ¿Es una línea? ¿Es un horizonte? No está aislado, porque posee ritmo y tempo, pero no llega a ser una melodía, ya que la siguiente nota es siempre igual. Tampoco es una nota pedal, que sería su réplica mecánica. Es un lugar de quietud en el centro mismo de la obra. Si no reparamos en eso —continuó, alzando de nuevo la voz con dramatismo—, nos quedamos dormidos. Pero si lo percibimos, entonces nos encontramos en un punto de existencia mínima, enfrentados a ese monotono que, en mi opinión… —hizo otra breve pausa— está íntimamente relacionado con el pulso del hombre.
Yuval abrió la boca.
—Sí, estoy convencido de que tiene una relación directa con los latidos del corazón —añadió Theo.
Yuval se enderezó, muy agitado.
—Desde finales del Renacimiento hasta los tiempos del padre de Mozart —explicó Theo—, muchos músicos adaptaban el tempo del andante al pulso humano: setenta y dos pulsaciones por minuto.
Michael tuvo una momentánea sensación de alivio al recordar a Dora Zackheim hablando del tempo barroco. Las frases de Theo le sonaban familiares, aunque le extrañaba oírlas en sus labios. Michael pensó que habría sido más lógico que la conferencia de Theo versara sobre Wagner. Era extraño oírle hablar con tanto respeto y pasión de la música barroca. Cierto era que Dora Zackheim había aludido a lo brillante que era Theo como teórico, pero Michael no se lo había tomado muy en serio.
—El pulso define el tempo de esta línea de notas, ¡de este hilo de la vida! Aquellos músicos se atrevieron a construir movimientos enteros con un acompañamiento basado en la repetición —exclamó Theo. Y volvió a tomar asiento en el banco del piano—. En el clasicismo, la música deja de ser abstracta por primera vez. ¡Se convierte en una actividad de la vida misma! Recordad cómo en Don Giovanni, Zerlina se lleva la mano de Masetto al pecho y, en esos momentos, el acompañamiento refleja precisamente el ritmo del corazón. ¡Pensadlo bien! ¿Sabéis que Mozart copió este recurso? Esto no es idea mía —dijo Theo con modestia—. H. C. Robbins Landon descubrió que Mozart lo copió de Haydn, quien, por cierto, compuso óperas maravillosas —de pronto carraspeó con fuerza, como si estuviera ahogándose—. Una de ellas… disculpad —dijo, y tosió durante un buen rato—. Il mondo della luna, contiene numerosos pasajes basados en el pulso, porque uno de los personajes sufre un infarto al final, acompañado de una serie de escalas. Lo que se refleja no siempre es el corazón en su función literal de bombeo —dijo sonriente—, son latidos que podrían denominarse moléculas del espíritu.
Michael dudó si dar algún crédito a aquella afirmación sobre las moléculas del espíritu, extrañado en general de que Theo pudiera decir aquella clase de cosas si la idea que de él se había formado era correcta. En todo caso, se decía Michael mientras Theo pedía a sus oyentes que volvieran a escuchar la Sonata en la menor de Mozart, las ideas que había expuesto sobre el ser humano…
El curso de los pensamientos de Michael quedó interrumpido cuando Theo dijo, inclinándose sobre el reproductor de compactos:
—La música del clasicismo es la primera que se desarrolla por completo dentro del «espíritu». Y el corazón, el pulso, la actividad básica de la vida, es la voz oculta y constante de esta música, la música que dio a los latidos un papel tan importante como para convertirlos en una voz independiente. Esto sucede en el lugar «divino», y, por ello, algunos se quedan dormidos al escucharlo.
Dejó el disco compacto y se levantó.
—Hay oyentes que se marean porque ese lugar es en esencia místico, representa una suerte de retorno al seno materno, donde de pronto se oye el latido del corazón materno, y de él pende el mundo entero, toda la existencia sonora. Cuando Haydn y Mozart llegan a este ta-ta-ta-ta —Theo pronunció estas sílabas con voz deliberadamente pareja—, a esta aparente monotonía, se encuentran en el núcleo de su estilo, en el centro del mito de la música clásica. A partir de ese momento se hace evidente que la música ya no es una imagen del orden cósmico, como ocurre en Bach, sino un reflejo del espíritu, del ánimo.
Theo oprimió un botón y Nita cerró de nuevo los ojos. Una línea vertical se marcó entre sus cejas. ¿Habría concebido Theo toda aquella teoría o sería algo comúnmente aceptado? Qué suerte tenían aquellos jóvenes de talento, pensó Michael con una punzada de envidia, la gran suerte de que se les ofreciera la oportunidad de conocer a fondo su campo, de que se les sirviera todo en bandeja, mientras que él… Los jóvenes quedaron en silencio cuando la música cesó. Se fueron poniendo en pie con lentitud. Algunos aplaudieron, otros se acercaron a Theo. Michael aguzó el oído, pero sólo alcanzó a oír el nombre de Wagner y algunas palabras dichas por Theo: «Claro que en El holandés errante no…». Al ver que Michael lo miraba, Theo volvió la cabeza hacia otro lado y bajó la voz. El chico que estaba junto a la grabadora la apagó. El joven sentado entre Yuval y Nita permanecía inmóvil con los brazos cruzados. Nita también continuaba en su sitio. Michael se levantó, se acercó a ella, se inclinó y le puso la mano en el brazo. Nita alzó los párpados. Sus pupilas estaban enormemente dilatadas. Los ojos del joven destellaron.
—Se la llevaron ayer —dijo Nita con voz hueca y apagada, como si le costara hablar—. Y tú también desapareciste.
El detective joven se puso en pie. Michael tuvo la súbita intuición de que al nuevo detective no le habían encargado que vigilara a Theo y a Nita, sino a él, para evitar que estuviera a solas con Nita. Sintió que lo inflamaba la cólera y, a la vez, un cierto bochorno. Rechinó los dientes, furioso contra el joven y contra los procedimientos que le causaban aquella humillación. A punto estaba de exigir que le dijera qué instrucciones había recibido, pero se paralizó al sentir que lo tenía demasiado cerca, escuchando todas sus palabras.
—Ha sido una conferencia asombrosa —le dijo a Nita por decir algo. Nita abrió y cerró la boca—. ¿No es así? ¿No ha sido asombrosa?
Nita se encogió de hombros.
—Para mí no. No ha sido nada nuevo —arrastraba las palabras con fatiga—. Ya lo había oído muchas veces.
—¿Se lo habías oído a Theo? —preguntó Michael, como si así se recordase a sí mismo que eran hermanos—. ¿En casa?
—No sólo a Theo. Son temas de sus discusiones con Gabi —dijo Nita entrecortadamente—. Theo ha pulido sus argumentos en esas discusiones. En algunas cosas estaban de acuerdo. A mí me encantaba escucharles —bisbiseó, y enseguida se llevó la mano a la boca a la vez que miraba al joven detective parado junto a ellos.
Michael la miró fijamente, queriendo transmitirle con los ojos lo que no podía expresar de palabra. Quería decirle que estaba cumpliendo órdenes, que la decisión no había sido suya. Quería pedirle que confiara en él. Quería recordarle los momentos que habían compartido. E incluso hablarle de la nena y de sus esfuerzos por renunciar a ella, ya que, por muy cruel que le resultara, era lo mejor para la nena. También quería hablarle de esos otros momentos en que lo dominaba el convencimiento de que iba a luchar por la niña. Pero el detective no se apartó y por eso Michael se limitó a decir con voz muy queda: «Nita», y le apretó el brazo y la miró a los ojos. Tuvo la impresión de que una tristeza enorme y gris alumbraba aquellos ojos por un instante y de que Nita sabía muy bien cómo se sentía él, compartía esos sentimientos y lo comprendía todo. Entonces se atrevió a dirigirle una mirada interrogante, pidiéndole con los ojos que confirmara sus impresiones. Y ella hizo un gesto de asentimiento. Muy despacio, bajó la cabeza, la levantó y volvió a bajarla.
Los tres policías ocuparon una mesa aparte durante la comida. Fue entonces cuando Eli presentó formalmente a Michael y al sargento Ya’ir. Hablaron poco. Michael estaba de espaldas a una buganvilla roja que trepaba alrededor de la ventana, junto a un retrato de Lillian Bentwich colgado de la pared. En una mesa vecina se habían instalado Theo, Nita y un hombre alto de mejillas arreboladas y rubio cabello entrecano y ondulado, cuyas gafas de montura de asta destellaban ocultando sus ojos, pero cuyo inglés vacilante, voz profunda y risa estrepitosa se oían perfectamente. Tiempo atrás Michael había visto en la carátula de un viejo disco un retrato de aquel hombre, quien, al llegar al centro musical, había abrazado a Nita mientras le acariciaba el pelo, y había estrechado calurosamente la mano de Theo; Michael lo reconoció, era Johann Schenk.
Intimidados por la presencia de los jóvenes genios que los rodeaban, los policías apenas cruzaban una palabra. El sargento Ya’ir se aplicó a comer con entusiasmo, repitió del repollo hervido y aceptó de buena gana otra porción de pavo curado. Eli tenía aspecto cansado y parecía preocupado por los problemas de lo que él llamaba la división de autoridad en el equipo, sobre los que de tanto en tanto mascullaba algo para el cuello de su camisa; y así Michael quedó en libertad para tratar de escuchar la charla de Theo, Nita y el gran cantante Johann Schenk. La versión de Winterreise que Becky Pomeranz le había enviado veintitrés años atrás, con ocasión del nacimiento de Yuval, no estaba interpretada por Schenk. Pero años después, Michael se había comprado otra versión de esa obra en la que sí era Schenk el intérprete, y la voz cálida, conmovedora y en ocasiones pavorosa del cantante lo había cautivado, sobre todo en la última y desconsolada canción.
Transcurrieron algunos minutos antes de que Michael comprendiera que Johann Schenk hablaba del montaje de Don Giovanni en Salzburgo.
—¡Al commendatore le aplastan la cabeza! —exclamó a voz en grito, y soltó una risotada—. ¡Y doña Elvira! ¡Hay que ver lo que le hace a Elvira! —sus grandes brazos esbozaron una pirueta en el aire para indicar cómo la cantante flotaba sobre la escena atada a un trapecio. Luego Schenk se inclinó sobre su sopa, la apuró y siguió hablando. Michael le oyó mencionar la ciudad de Dresde y a la Stasi, la policía secreta de la República Democrática Alemana, y también algunos nombres. Luego le oyó decir a voz en grito que había exigido ver su ficha policial.
—¿Por qué? —preguntó Theo en voz también muy alta—. ¿Para qué querías verla? ¿No te daba miedo lo que pudiera poner?
Johann Schenk golpeó el borde de la mesa con el tenedor, y, con el rostro encendido, dio una respuesta que resonó claramente en toda la sala, ya que en las demás mesas se hablaba en susurros. No podía seguir viviendo, exclamó, sin saber qué amigos le habían traicionado. Quería enterarse bien de lo que ponía en su ficha de la Stasi, declaró con voz tonante, los ojos fijos en la bandeja del postre donde una gelatina roja relucía en platitos de cristal. Theo se inclinó para susurrarle algo. Johann Schenk miró alarmado hacia la mesa que ocupaban los policías. Nita apartó su plato de postre. Apenas había probado bocado, pensó Michael mientras la veía alargar una mano trémula hacia la jarra de agua, y se preguntó enfadado cómo le había permitido acudir allí en esas condiciones.
—Se lo has permitido porque no podías hacer nada. Ella quería venir y el entierro no se celebrará hasta pasado mañana —dijo Eli. Entonces Michael comprendió que, sin darse cuenta, había hablado en voz alta. Miró a su alrededor con aprensión. Eli examinaba su rostro atentamente—. ¿Cuánto tiempo nos quedaremos aquí? —preguntó.
—Necesito quedarme a solas con ellos cuando Theo y Nita estén trabajando con el cantante —dijo Michael en un susurro apremiante—. Y tengo que hablar con este Johann Schenk —miró de reojo a Ya’ir, que permanecía en silencio.
—Por mí no hay problema —masculló Eli incómodo—. Pero será mejor que antes se lo consultes a Balilty, porque Shorer nos ha dicho, y sobre todo a él —dijo señalando a Ya’ir con la cabeza—, que siempre estemos con ellos de dos en dos —explicó en tono de disculpa, con creciente incomodidad. Se levantó torpemente, se dirigió al mostrador y regresó a la mesa con una jarra de agua. Tan violento se le veía, el torso girado hacia el piano del rincón para no mirar a Michael, que éste sintió lástima de él y también se quedó en silencio, observando una puerta lateral y el retrato de Lillian Bentwich.
—No te preocupes, ahora mismo lo llamo —dijo al fin. Y se puso en pie—. Yo tampoco quiero que Nita se quede sola ni un segundo.
Michael advirtió la mirada de soslayo que le lanzó Johann Schenk mientras pasaba de largo junto a su mesa, y se preguntó qué le habría contado Theo sobre él. Luego se recordó que para un antiguo ciudadano de la República Democrática Alemana, la proximidad de un policía era suficiente motivo de alarma.
Y por lo visto, ese profundo miedo, del que Johann Schenk no lograba liberarse, fue la causa principal de que perdiera los nervios al comienzo de su clase magistral. Sólo un joven pianista, Theo y Nita se reunieron en un principio con Schenk en el gran salón de actos del Beit-Lillian. Mientras los demás se tomaban un descanso, el pianista iba a ensayar con el gran cantante. Nita tomó asiento al fondo del salón, en el rincón derecho. No habían encendido las luces, y el interior del salón contrastaba con la claridad que relumbraba sobre el césped, al otro lado de las puertas abiertas, donde se habían congregado Michael, Eli Bahar y el sargento Ya’ir. Theo se sentó al piano para pasar las páginas al pianista, un chico más o menos de la edad de Yuval, que comenzó a tocar Winterreise.
Estuvo repitiendo los acordes iniciales un buen rato, pues el gran barítono lo interrumpía continuamente para darle explicaciones. Theo también intervenía, pero desde fuera no se alcanzaban a oír los comentarios, tan sólo un eco de las voces y el sonido del piano; al fin, le dejaron interpretar los acordes sin interrupciones.
Johann Schenk empezó a cantar.
Michael se concentró en escucharle. «Llegué como un extraño,/ y como un extraño partiré», aquellas palabras reverberaron en su interior. «No me es dado planear mi viaje,/ ni el momento escoger,/ yo y sólo yo puedo mostrarme/ el camino en la oscuridad de la noche». Estaban a plena luz del día. El amarillo sol abrasaba la hierba, pero el salón quedaba envuelto en una espesa penumbra. Theo pasó rápidamente una página.
«Franqueo la puerta…/ “Buenas noches”, escribo en una nota y la cuelgo de ella,/ para que sepas que he pensado en ti», cantó el gran barítono junto al piano, observando al joven pianista. Luego hizo una pausa.
Michael tuvo la sensación de que interpretaba aquella canción sólo para él. Sintió que una mano fría le asía y estrujaba el corazón. Entró en el salón atraído por la oscuridad. Johann Schenk estaba de espaldas y no reparó en su presencia mientras entonaba la estrofa sobre las gélidas lágrimas. Una vez que hubo concluido el lamento de las lágrimas que fluyen del corazón ardiente, y de cantar la frase «todo el hielo del invierno», hizo al fin una pausa, se sacó del bolsillo un pañuelo bien planchado, se enjugó el rostro y dio media vuelta.
Empezó entonces a dar voces y el muchacho, asustado, dejó de tocar. Theo extendió los brazos.
—¡Ni hablar! —gritaba el gran hombre en su inglés con acento alemán—. ¡Ni hablar! —le espetó a Theo. Luego se volvió hacia Nita—. A ellos no les he invitado y no cantaré si están aquí. ¡Es una sesión privada! —exclamó, y descargó un puñetazo en el costado del piano—. Esto no es un concierto, y es inadmisible que gente de fuera, y encima polizei —aquel término alemán chirrió en medio del peculiar inglés—, estén presentes.
Sofocado, sumido en la consternación, Michael se retiró al rincón del césped donde seguían apostados Eli Bahar y el sargento Ya’ir. Relajó el gesto y serenó su ajetreada respiración. En aquel momento se sentía como si lo persiguiera una maldición. Como si su persona, por el mero hecho de estar allí en el césped, representara la fuerza bruta y la opresión y mancillara la música. Nadie, excepción hecha de Nita, sabía cuánto le gustaba Winterreise. Y para aquel consumado artista, la presencia de un policía a la puerta de la sala era una profanación.
Transcurrió un rato antes de que volviera a oírse la voz del barítono, y más de media hora hasta que Johann Schenk terminase la última canción del ciclo. Entonces se hizo el silencio.
Al aproximarse de nuevo a la puerta, Michael le oyó explicar a Nita, que seguía en el mismo sitio, que no iba a cantar la última canción, Der Leiermann, porque si la cantaba no podría repetirla en el concierto de la noche. Aquella canción, dijo Johann Schenk, dirigiéndose al pianista, jamás debía cantarse más de una vez por semana. Tras ella no podía haber sino silencio.
Y era precisamente esa canción, la más triste de todas, la canción del hombre muerto en vida, la que Michael anhelaba escuchar en aquel momento, en la oscuridad de la sala. Había algo en ella que sintonizaba a la perfección con el estado de ánimo en que se encontraba. Algo relacionado con la fría desesperación y la resignación de la voz triste, casi ahogada, con que el protagonista le pedía al organillero que lo acompañara. Qué gran vacío sentía Michael en los brazos. Otra persona, pensaba, estaría acariciando la dulce piel de su nena. Pero luego, vencido, reflexionó: «¿Su nena? ¿Por qué suya? ¿Cómo que suya?».
Valerosamente, entró de nuevo en el salón. Vio con asombro que el cantante se apresuraba a descender de la tarima para acercarse a él y pedirle disculpas.
—Un ensayo es algo muy íntimo —explicó Johann Schenk con cierto bochorno—. Y para mí, esta lección al joven pianista es una especie de ensayo. Luego habrá una clase magistral, grabada para la televisión, eso no es problema. ¡Pero esto era distinto! —a continuación, comentó una vez más que nadie le había advertido que habría policías presentes mientras cantaba, aunque tendría que haberlo imaginado, añadió con un suspiro, dado lo que le había ocurrido a Gabriel van Gelden. Hasta esa misma mañana no se había enterado del asunto en detalle—. ¡Qué espantosa tragedia! —estaba más que dispuesto a dedicar unos minutos del descanso a la policía, si es que podía ayudarles en algo. El difunto señor Van Gelden era un hombre de gran talento; se habían visto hacía no mucho en Amsterdam.
Alejándose apenas del Beit-Lillian, en un rincón desde el que se divisaba el tejado de una casita, Michael le preguntó a Johann Schenk si Gabi le había pedido que participara en la interpretación de una obra barroca. El barítono lo miró pasmado, y también asustado, con ese característico miedo al contacto con las autoridades que sienten quienes se han criado en un régimen totalitario. Volvió a enjugarse el ancho rostro con su pañuelo, carraspeó y dijo que, en efecto, la última vez que se vieron, hacía algo más de un mes, Gabriel van Gelden le había enseñado dos páginas de la copia moderna de una partitura para él desconocida. Gabriel no había querido revelarle qué era ni de quién, pero le aseguró que se trataba de una obra maestra barroca de inestimable valor. En realidad, se había compuesto para un bajo, pero como en la actualidad no había bajos de peso, se la había ofrecido a él, pese a que era barítono. Schenk quería saber cómo es que Michael estaba al tanto de la existencia de tal obra, un asunto tan confidencial que hasta le habían pedido que firmara un documento comprometiéndose a guardar el secreto.
En lugar de responderle, Michael le preguntó si conservaba aquellas dos páginas. Alarmado, el cantante repuso tajantemente que no. Gabriel van Gelden se había negado a dejárselas.
Michael preguntó entonces si alguien más sabía de aquella entrevista suya con Gabriel.
Schenk negó con la cabeza. Pero él confiaba en Gabriel. Todo el mundo sabía que era un músico muy serio. Y él había trabajado con Theo varias veces en obras de Wagner, y en óperas de Mozart. También a él le tenía un gran respeto. Y a Nita. Se lo tenía a toda la familia, una familia maravillosa. Los veía siempre que actuaban en Europa, incluso antes de que cayera el Muro de Berlín, porque, gracias a su reputación internacional, le concedían libertad de movimientos para asistir a conciertos en el extranjero. Ellos le habían perdonado que fuera alemán, dijo con una media sonrisa, y él se había mostrado dispuesto a comprometerse con el proyecto de Gabriel sin necesidad de que le explicara de qué se trataba. Sólo sabía que se había hecho un descubrimiento que iba a causar un revuelo sin precedentes. Gabriel van Gelden así se lo había asegurado, y Gabriel no era el tipo de persona que hablaba a tontas y a locas. Era un hombre reservado, totalmente de fiar.
Michael regresó junto a Eli Bahar y el sargento Ya’ir, que continuaban paseándose por el césped.
—Un murciélago debió de escupir la semilla aquí —le decía el sargento Ya’ir a Eli, señalando un níspero cercano—. Se ve que no lo han plantado. En nuestro moshav también tenemos nísperos.
—¿Y cómo se llama ése de ahí, el que es como un árbol de Navidad? —preguntó Eli, que aún no había visto a Michael.
—Es un abeto —dijo el sargento Ya’ir.
Michael alzó la vista hacia la copa del árbol, vio las banderas que ondeaban sobre los cables de la electricidad, tosió. Ambos se volvieron a la vez hacia él.
—¿Vamos a tener que quedarnos mucho tiempo más? —preguntó Eli—. ¿Cuánto va a durar esto?
—Se supone que durará hasta las seis —repuso Michael calmoso—, pero yo no me voy a quedar con vosotros. Voy a volver ahora. Lo he acordado con Balilty. Tengo asuntos que resolver en la oficina, vosotros dos os encargaréis de volver con ellos.
Eli se quitó las gafas de sol, a punto de replicar. Pero se lo pensó mejor y volvió a ponerse las gafas sin haber dicho nada.
—Voy a dejarte anotadas unas cuantas preguntas para Nita —le dijo Michael a Eli—. Quiero que se las hagas luego, sin que las oiga su hermano.
—¿Por qué no se las preguntas tú ahora? —dijo Eli a la vez que esbozaba un ademán generoso.
—Porque… es complicado. Te las voy a dejar a ti y quiero que grabes las respuestas.
—Puedes preguntárselo tú —insistió Eli—, y grabar las respuestas ahora mismo —miró al sargento Ya’ir, que bajó la vista—. Dile que salga un momento —le dijo Eli al sargento.
Al salir del edificio, Nita entornó los ojos, heridos por el sol. Parada en el vano de la puerta, a Michael le pareció delgada y frágil. Se precipitó hacia ella. Oyó a sus espaldas los pasos de Ya’ir, pero el sargento no se atrevió a acercarse a ellos.
—No puedo hablar contigo ahora —dijo Michael con voz ahogada—, pero necesito preguntarte algo.
—¿Por qué no puedes hablar conmigo? —preguntó ella, inexpresiva, sombreándose los ojos con la gran mano. Sus facciones se endurecieron.
—Eso tampoco puedo decírtelo. Dime, por favor, si Gabi te habló alguna vez de una misa de réquiem de Vivaldi.
Nita se retiró la mano de la frente y lo miró totalmente defraudada.
—¿Cómo dices? —preguntó anonadada.
—Gabi, un réquiem de Vivaldi. ¿Te habló alguna vez de eso? —insistió Michael, la voz estrangulada, mirando las pupilas muy dilatadas de Nita.
—Vivaldi no ha compuesto ningún réquiem —replicó Nita, y desvió la vista, al parecer demasiado avergonzada de él como para mirarlo a la cara—. ¿No sabes que no existe ningún réquiem de Vivaldi?
—Te lo preguntaré de otra forma, ¿Gabi nunca te comentó nada de esa obra?
—¿Cómo me iba a comentar algo de una obra que no existe? —dijo Nita con voz apagada. Volvió a levantar la mano para protegerse del sol—. ¿Es todo lo que querías?
Michael agachó la cabeza.
—Se han llevado a la niña, se la llevaron de casa.
Michael asintió con un gesto.
Nita lo miró a los ojos, a la busca de una señal.
—¿Eso es todo? —preguntó Nita, y se quedó observándolo mientras él callaba—. Así que no queda nada —masculló, y echó a andar lentamente hacia el edificio. Michael la siguió con la mirada. Unos pasos más atrás, el sargento Ya’ir y, no muy lejos de él, Eli Bahar también la contemplaron mientras se alejaba.
—Es una teoría estupenda. Claro que yo no le veo ni pies ni cabeza, pero aun así es estupenda. ¿Por qué iba a entenderla yo? Basta con que la entiendas tú, que eres el que sabe de estas cosas. A estas alturas, Aryeh Levy ya habría comentado algo sobre tu formación universitaria —dijo Balilty, refiriéndose al antiguo comandante del distrito, ya jubilado—, yo no, a mí no me preocupa tu gran educación. Es todo estupendo. Pero, con el debido respeto —prosiguió, y, con ademán efectista, trazó un floreo en el aire—, entretanto, todo sigue en el aire, es un espejismo.
—Por eso te he pedido que me consigas las órdenes de registro y que pongas a mi disposición todos los papeles. Y también por eso te estoy solicitando más hombres para realizar el registro.
—Y lo he hecho todo —replicó Balilty, sacando un montón de papeles del cajón de su escritorio—. Si no te hubieras pasado por tu casa, ni hubieras perdido media hora hablando con la sargento Malka, a estas horas ya habrías terminado de hablar con Izzy Mashiah.
—No he pasado por casa —protestó Michael—. No sé cuánto tiempo llevo sin pisarla…
—Creía que te habías cambiado de ropa —se disculpó Balilty—. Me pareció que esta mañana llevabas otra camisa.
—Ojalá —masculló Michael—. He venido directamente desde Zichron Yaakov, y a la sargento Malka me la encontré esperándome en el pasillo. Tú mismo lo has visto —se quedó en silencio y miró por la ventana, luchando contra el repentino impulso de no satisfacer la curiosidad de Balilty—. La han encontrado —dijo al fin.
—¿A quién?
—A la madre. La han encontrado. Es decir, no necesitaron encontrarla. Una amiga la convenció de que hablara con una asistente social que trabaja con los inmigrantes recién llegados.
—¿Es una recién llegada?
—Una chica de diecinueve años. Rusa, sola en el mundo.
—¿Y van a devolverle a la niña? —exclamó Balilty, atónito, y añadió enseguida—: No, no se la devolverán. La someterán a juicio. Ha cometido un delito al abandonar a una niña de pecho en el sótano de unos desconocidos.
—No sé qué van a hacer —titubeó Michael—. Según parece, están dispuestos a tener en cuenta las circunstancias especiales. En fin, llegó sola a Israel y se aprovecharon de ella… No sé muy bien cómo. Entretanto, la nena está con una familia de acogida, según me dice Malka; aún no se ha tomado ninguna decisión definitiva.
—¿Quiere conservar a la niña? Si la entregara en adopción, considerando la demanda de bebés que hay aquí, puede que saliera bien librada. Pero si crea problemas… no sé. En cualquier caso, lo más seguro es que archiven el caso. Pero vamos a dejarlo por ahora, ¿de acuerdo?
Michael asintió con un gesto.
—Tendrás que testificar si el caso llega a los tribunales —le espetó Balilty—. Tampoco es que tú te hayas atenido a la ley al pie de la letra, ¿eh?
—Ya veremos —repuso Michael ambiguamente. De pronto, se había quedado sin nada por lo que luchar o contra lo que luchar. Lo cierto es que siempre había creído que no darían con la madre.
—No te preocupes —dijo Balilty—. No te vamos a dejar en la estacada, daremos testimonio de tus virtudes —añadió con una risita—. Y ahora, ¿quieres ir al auditorio o hablar antes con Izzy Mashiah? Lleva esperándote desde por la mañana.
—Lo primero, Izzy Mashiah, creo, pero podemos encargar a los nuestros que comiencen a revisar los papeles desde ahora mismo.
—Eso va a ser un poco difícil —dijo Balilty sardónico—, dado que sólo su Majestad sabe qué andamos buscando.
—Andamos buscando una partitura.
—¡Ah, ya! —exclamó Balilty, y se reclinó hacia atrás; sus ojillos inyectados en sangre le daban aspecto de viejo borrachín—. ¿Qué me dices? ¿Una partitura? ¿Sin más? ¿Has visto cuántas partituras hay? ¿Has perdido el poco juicio que te quedaba? —se inclinó hacia delante y dijo casi en un susurro—: Vas a tener que ser un poco más explícito, si no te importa.
—Una vez que haya hablado con Izzy Mashiah —dijo Michael—. De momento sólo puedo decir que no sé qué aspecto tiene. Sólo que es un papel de más de trescientos años de antigüedad, con notas manuscritas.
—Nadie… —Balilty tragó saliva y tosió durante un buen rato—. A nadie se le ocurriría. Sólo tú eres capaz de pedirme que me ponga a buscar una aguja en un pajar. Podrías tener la amabilidad de… En fin, ¿qué más da?
—Certificados de autenticidad —reflexionó Michael en alta voz—. Tal vez convenga que hagas venir a un experto en documentos del laboratorio para tenerlo a mano.
—¡No haré venir a nadie hasta que no hayamos encontrado algo! —gritó Balilty—. ¡No voy a tener a nadie esperando a lo tonto! ¡Podemos tardar toda la noche, o varios días! ¡Eso si llegamos a encontrar algo!
Balilty contempló su taza de café vacía, golpeó con ella la mesa y luego prosiguió más calmado:
—A mí me basta con lo que ha dicho esa chica. Cantó todo al cabo de diez minutos. Que se suponía que iban a estar juntos, ¿lo oyes? ¡Se suponía! Estuvo esperándolo una hora y luego se marchó. Habían quedado en un café, pero él no apareció. Más tarde se presentó en su casa. Un cuarto de hora antes de que ambos tuvieran que irse. Ella también toca en la orquesta, es violinista. Él le pidió que no le contara a nadie que había llegado tan tarde. Le prometió el oro y el moro a cambio de que mantuviera la boca cerrada. ¿Es idiota o qué? ¿Por qué iba a mentir por él? Dejó de presentar resistencia en cuanto le dije que la iba a arrestar por mentir. No entiendo qué pretendía citándose con una mujer antes de un concierto y presentándose con un cuarto de hora de tiempo. En fin, si quieres mi opinión, con esto tenemos bastante. Se ha quedado sin coartada, ¡podemos detenerlo ahora mismo!
A Michael le apetecía decir: «¡Pues detenlo y acabemos de una vez!». Pero, en cambio, dijo:
—Hazme un favor. Ya sé que eres el jefe del equipo, pero confía en mí, y si me equivoco nunca volveré a discutir lo que digas. Aunque te parezca que se me ha reblandecido la sesera, ya lo sé, no paras de decirlo, confía en mí en esto. Créeme, es mejor hablar con él antes de detenerlo. Todo es aún muy ambiguo, y con los abogados que le defenderán, nos conviene sacarle una confesión de antemano. Y luego…
—¿Vas a sacarle una confesión? —se mofó Balilty—. ¡Antes crecerán pelos aquí! —dijo a voz en grito, y se señaló la palma de la mano. Recobrando la calma, continuó con voz más normal—: Izzy Mashiah está esperando con Tzilla —se levantó torpemente y empujó la silla hacia atrás—. Yo me marcho al auditorio. Las partituras de su casa te las traerán aquí, a tu despacho. Las del auditorio no pienso trasladarlas. Ya he perdido toda la mañana con el otro asunto —dijo, y, volviendo la cara hacia la ventana, se frotó las mejillas.
—¿Qué asunto?
—Ya sabes, la chica esa que… Dalit —explicó con patente vergüenza—. Elroi se está ocupando de eso ahora. Ya ha hablado conmigo. Dalit… Es una enfermedad. ¿Lo sabías? Está enferma —dijo perplejo—. ¿Cómo íbamos a darnos cuenta? —prosiguió tras una pausa, y suspiró—. Parecía de lo más normal. Cualquiera sabe lo que le va a suceder ahora —concluyó mientras se encaminaba a la puerta con las manos hundidas en los bolsillos.
La conversación con Izzy Mashiah duró más de lo previsto, pero apenas proporcionó la información que Michael esperaba escuchar de un hombre a quien suponía deseoso de contar todo lo que sabía para tratar de ganarse simpatía y confianza.
Michael hizo caso omiso de la expresión afligida de Izzy, de la lasitud de sus miembros, del miedo que reflejaban sus ojos. Le preguntó impaciente:
—¿De qué quería hablar conmigo?
—Hay algo que no le he contado —confesó Izzy Mashiah.
—¿De qué se trata?
—Ya sabe que Gabi y yo, durante el último mes, habíamos tenido… dificultades… Ese hombre —señaló el pasillo con un movimiento de la cabeza— me ha dicho que mi poligrafía resultó anormal.
—Resultó de lo más normal —lo corrigió Michael—, pero ha planteado una serie de interrogantes, precisamente por ser tan normal. Ha demostrado que nos ha mentido.
Izzy Mashiah suspiró.
—Hace algún tiempo… hará unos dos meses, empecé a tener la sensación de que Gabi estaba metido en algo.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Michael, poniéndose en tensión.
—Quiero decir que me daba la impresión de que no estaba del todo conmigo. Su cabeza… su corazón… estaban preocupados por algo de lo que no me había dicho nada.
—¿Habló con él de eso?
—Él lo negó. Se justificó diciendo que la formación de su grupo lo tenía estresado. Pero yo sentí una corazonada. Y hace unos dos meses, se marchó a Europa sin mí. Me hacía muchísima ilusión ese viaje —se cubrió la cara con las manos.
Michael golpeteó la mesa con un lápiz, impaciente. Se hizo el silencio y él trató de dominar su impaciencia. Izzy Mashiah se descubrió el rostro. Michael se relajó al ver que no lo tenía húmedo.
—Llevábamos hablando de ir juntos a Europa desde la Pascua, y luego va y se marcha solo. ¡Dos veces! ¡Y ni siquiera se dignó decirme por qué!
Perdieron un buen rato con la descripción detallada de las agonías mentales de Izzy Mashiah. («Además el trabajo me estaba dando muchos quebraderos de cabeza, y otros asuntos de mi vida, y para colmo todas las primaveras me deprimo». Y: «Era el momento en que más lo necesitaba, pero si se lo decía, sólo servía para que se enfadara»). Todo concluyó con una simple declaración de celos:
—Pensé que estaba con otro.
Michael encendió un cigarrillo.
—¿Cómo se lo tomó?
—Empecé a revisar sus papeles, a seguirlo, a espiarlo —repuso Izzy Mashiah, ruborizándose—. Ya sé que suena fatal, pero es que estaba desesperado.
—¿Cómo lo espiaba? —preguntó Michael; contuvo el aliento y trató de poner aire indiferente—. ¿Qué descubrió?
—Miraba su agenda, le abría el correo —musitó Izzy Mashiah—. Y, al final, fui a Holanda para ver con quién estaba… pensaba que tenía una relación en Delft.
—¿Por qué en Delft?
—Llegaron un par de cartas de allí, y… —se quedó en silencio.
—¿Y tenía esa relación?
—No era nada de lo que me había imaginado —gimió Izzy Mashiah—. Estaba seguro, casi seguro, me daba muchísimo miedo. Lo llamaron por teléfono desde Delft. Un par de veces. Y le enviaron un fax. En su agenda descubrí un nombre con el número de teléfono correspondiente.
—¿Qué ha hecho con su agenda?
—Se la quité —reconoció Izzy Mashiah—. La escondí entre mis papeles, en el trabajo, y él pensó que la había perdido. No tenía otra manera de revisarla. Tuve que… en realidad la robé, y luego no se la pude devolver.
—¿Y después de que muriera? ¿Ha seguido guardándola allí?
Izzy Mashiah negó con la cabeza.
—La he quemado —dijo en tono culpable—. Me daba miedo que… después de la prueba poligráfica, y de ver cómo me miraba el otro policía, tuve un ataque de pánico.
—¿La ha quemado? ¿Cómo?
—¿Qué más da? La he quemado.
—¿Dónde? ¿Cuándo?
—Bueno, no es que la quemara exactamente. —Izzy Mashiah parecía avergonzado, su mirada vagaba inquieta de aquí para allá—. Suena mejor decir que la quemé, pero ¿dónde la iba a quemar? La partí en pedazos.
—¿Cuándo?
—Después de mi primera visita a la comisaría. La partí en pedacitos y…
—¿Y…?
—Y la tiré por el retrete —reconoció. Tenía la cara arrebolada—. Ya sé que parece horrible —tartamudeó—. Ya sé que parece que no he cuidado el recuerdo de Gabi. Que desprecio sus cosas. Pero no es verdad —miró a Michael a los ojos—. No es verdad en absoluto. Créame, no es lo que parece. El problema es que tenía mucho miedo, y vergüenza también. Va en contra de mis principios sobre el respeto a la intimidad. Era la primera vez que hacía algo así, créame.
—¿Y qué ponía en la agenda?
—Los nombres holandeses que he mencionado antes. Todos de hombres. Y sonaban tan… Hans, Johann, sonaban tan extranjeros, holandeses o alemanes… Pensé que se había cansado de mí. Que se había enamorado. Al final, fui a comprobarlo en persona —concluyó a la vez que se le escapaba un sollozo.
—Estuvo usted en Holanda. Eso lo sabemos. Ya nos lo había dicho. Estuvo allí justo antes de que asesinaran a Felix van Gelden.
—Y también estuve en Delft —reconoció Izzy Mashiah—, y me presenté en la dirección de Hans van Gulik.
—Van Gulik, ¿no se llama así el escritor de las novelas de detectives chinas que leía Gabriel? —preguntó Michael en un tono premeditadamente agradable.
—Eso es —dijo Izzy Mashiah sorprendido—. Pero no es el mismo Van Gulik.
—Así que fue a su casa —dijo Michael, retomando el hilo del interrogatorio.
—Era una tienda de antigüedades. Entré. Había un par de empleadas. Es una tienda bastante grande, mayor que la de Felix. Atiborrada de muebles viejos, y también había un viejo. Más o menos de la edad de Felix.
—¿Habló con él?
—Les dije a las mujeres que buscaba a Hans van Gulik —dijo Izzy con voz ronca—. Una de ellas señaló al viejo y dijo: «Ahí tiene al señor Van Gulik».
—¿Y entonces?
—Entonces comprendí que había metido la pata hasta el fondo, pero aun así me dirigí hacia él. Le pregunté… le dije que me enviaba Gabi. Se puso muy tieso y me miró como si hubiera incurrido en una terrible imprudencia. Como si… me apresuré a aclararle que Gabi me lo había recomendado como anticuario de confianza. Que andaba buscando un clavecín antiguo que pudiera restaurar. Hablé por los codos y vi que su actitud se iba transformando por completo. Al principio estaba muy tenso, pero en cuanto aludí al clavecín se volvió muy cortés, y yo comprendía que había gato encerrado. No es que no fuera amable. Me preguntó si conocía a Felix. Incluso preguntó por Herzl.
—¿Conocía a Felix y a Herzl?
—Me contó que era amigo de la infancia de Felix. Quise decirle que yo también formaba parte de la familia, que Gabi y yo… Pero no dije nada.
—¿Y el otro hombre?
—En la agenda sólo ponía «Johann - Amsterdam», y el nombre de un café que no recuerdo.
—¿Se lo contó a Gabi al volver?
—¿Cómo se lo iba a contar? —exclamó Izzy Mashiah—. Después de que su padre muriera así, ¿cómo iba a importunarle con mis miedos? Ni siquiera estaba con él cuando sucedió. Llegué unos días después.
—¿Así que en realidad no asistió a un congreso?
—Sí, claro que asistí. Ustedes mismos lo han verificado. Le traje toda la documentación a esa chica.
—¿Qué chica?
—La rubia de pelo corto. Le entregué toda la documentación el día después de entregarle a usted mi pasaporte. Estuve en el congreso en Francia y luego fui a Holanda sólo por el asunto de Gabi. Lo llamé desde París y le dije que me iba a tomar unos días de descanso. No entré en detalles. Me daba miedo decirle la verdad, y además quería que se reconcomiera un poco —confesó avergonzado—. No sabía que iban a asesinar a su padre en mi ausencia —volvió a sepultar el rostro en las manos.
—¿Y cómo reaccionó ante sus ambigüedades? ¿Él también se puso celoso?
—No. —Izzy Mashiah suspiró—. Tratar de inspirarle celos era una pérdida de energía. Hace mucho tiempo le dije que no se permitía sentir celos, que era un mecanismo de defensa porque tenía miedo a que le hicieran daño. Pero él se echó a reír y me dijo: «Estoy convencido de que nadie puede significar para ti lo que yo significo. Y si llegaras a encontrar a alguien que te importara más, sería una señal de que las cosas tenían que ser así». Yo le envidiaba esa fortaleza. ¡A su lado me sentía débil y vulnerable! Soy absolutamente incapaz de sentirme tan seguro como él. Pero ahora me parece que era un mecanismo de defensa. No se permitía quererme tanto como yo lo quería. Eso me parece ahora.
—En su opinión, los celos son una muestra de amor —concluyó Michael—. ¿De verdad lo cree así?
Izzy Mashiah asintió no sin cierto titubeo, y dijo:
—Mire, no soy tan simplista. Sé que mis miedos no son necesariamente proporcionales a mi amor. Ser tan vulnerable es un problema. La actitud posesiva no tiene por qué estar relacionada con el amor. Pero, a fin de cuentas, son sentimientos humanos. Casi se podría decir que forman parte de la naturaleza humana, y que se manifiestan cuando tenemos encuentros profundos con otras personas. De no ser así, ¿por qué sentiríamos miedo?
Michael guardó silencio.
—El racionalismo de Gabi nunca me convenció. Tenía un gran poder sobre mí, era como si estuviera seguro de que para mí él era…
—¿Odiaba a Gabi cuando fue a Holanda?
Izzy Mashiah lo miró alarmado.
—¿Odiarlo? ¿Cómo iba a odiar a Gabi? Tenía miedo. Ya le he dicho que temía que quisiera dejarme. Que hubiera otra persona. Yo qué sé —continuó con aire introspectivo—, tal vez también lo odiaba. Supongo que sí. En todo caso, lo pasé fatal.
—¿Y una vez que conoció a Hans van Gulik?
—En cierto sentido, eso me tranquilizó. Pero no del todo —reconoció Izzy Mashiah—, porque pensé que quizá el tal Hans le había puesto en contacto con otra persona. Con Johann, por ejemplo. Pero a altas horas de la noche, cuando me desvelaba, pensaba que tal vez fuera otro asunto el que se traía entre manos con él. Un asunto de gran importancia. Tan importante como para que hiciera dos viajes a Holanda sin explicarme nada de ellos. De pronto, me enfurecí con él porque me hubiera dejado al margen. Pero después mataron a su padre, y después de eso…
—¿No sabe qué le tenía tan preocupado?
—Ojalá lo hubiera sabido. Probablemente, me habría ahorrado muchos sufrimientos.
—Dígame una cosa —dijo Michael, pasándose el lápiz de una mano a la otra—, ¿cuánto puede valer un manuscrito antiguo de una obra musical?
—¿Una obra importante?
—Pongamos que sí.
—Depende de su antigüedad. ¿Realmente antiguo?
—Digamos que un manuscrito barroco.
—Podría valer millones. El valor disminuiría un tanto si en lugar de estar firmado por el compositor fuera una copia de la época. Como es natural, lo principal es quién es el autor.
—¿Sabe que el fontanero al que decía estar esperando sí que se presentó en realidad? —preguntó Michael sosegadamente—. Sobre el mediodía.
Izzy no dijo nada.
—Y usted no estaba en casa. El día que asesinaron a Gabriel. ¿Sabe que la poligrafía muestra algo muy poco claro en ese punto?
—Yo no maté a Gabi. Lo quería, créame —dijo Izzy Mashiah con voz sorda—. Pero si, a pesar de todo, sospecha de mí, me da igual. Ya no me queda nada que perder. Por lo que a mí respecta, puede detenerme ahora mismo.
—Estoy hablando de que salió de casa —le recordó Michael—. Usted aseguró haber estado en casa todo el día. ¿Salió o no salió de casa?
—Estuve en las inmediaciones del edificio —respondió Izzy Mashiah en un susurro.
—¿De qué edificio? —preguntó Michael para que se grabara una respuesta más clara.
—Enfrente del auditorio.
Michael encendió un cigarrillo.
—No entré. Le juro que no puse el pie dentro.
—Pero estuvo fuera.
—Quería asegurarme de que realmente… yo… lo estaba siguiendo. —Izzy Mashiah hablaba con los ojos bajos—. Quería comprobar si el coche estaba ahí.
—¿Y estaba?
—No —dijo Izzy Mashiah tristemente—. No estaba. Me había olvidado por completo de que se lo iba a llevar Ruth. Y pensé: «Me está mintiendo». Me dice que está en un sitio y está en otra parte. Mi imaginación empezó a funcionar a toda marcha, me fui montando toda una película hasta que… hasta que vino usted y me dijo que había muerto —dijo con voz destemplada.
—¿Por qué no nos ha contado antes todo esto? —preguntó Michael en un tono amable, paternal—. ¿Porque sentía miedo? ¿Le daba miedo que lo considerásemos sospechoso del asesinato? ¿Por eso no nos contó que estuvo a las puertas del lugar del crimen?
—No —musitó Izzy Mashiah—. No tiene nada que ver con eso. Me da igual que me consideren sospechoso. Me siento como si ya no tuviera nada que perder. No fue por miedo.
—¿Por qué entonces? —insistió Michael.
Con la voz ahogada, desde detrás de las manos que volvían a taparle el rostro, Izzy Mashiah le espetó:
—Fue por vergüenza —lloraba a moco tendido—. Por vergüenza y nada más. Estaba avergonzadísimo —dijo; sollozó y se descubrió la cara, bañada en lágrimas.
Michael aguardó largo rato hasta que se acallaron los sollozos. Le sobró tiempo para formular mentalmente la siguiente pregunta, y, llegado el momento, la planteó en tono autoritario:
—¿Podría identificar un antiguo manuscrito de una composición musical? ¿Del periodo barroco?
—¿Identificar? ¿A qué se refiere? ¿A que diga quién es el autor? —preguntó Izzy Mashiah, confuso.
—Imaginemos que le enseño una partitura original de una obra de Vivaldi, ¿sabría identificarla como un manuscrito de aquel periodo?
—Claro que sí —repuso Izzy Mashiah con confianza—. Son cosas inconfundibles. En Salzburgo, por ejemplo, se exponen partituras originales de Mozart. He visto multitud de partituras de ese estilo en los museos, y también las he visto fotografiadas en los libros.
—¿Podría identificarla entonces? —lo interrumpió Michael—. Sin necesidad de garantizar quién fue el autor.
—Podría decir si tiene aspecto de ser un manuscrito antiguo —repuso Izzy con cautela—. Pero circulan muchas falsificaciones. En realidad, haría falta que lo viera un experto. Pero yo podría decir si parece antiguo. Y usted mismo también podría, en realidad. No es difícil. Porque el papel era muy distinto del que se utiliza ahora.
—¿Conoce la música de Vivaldi?
—Desde luego.
—¿Todo lo que compuso?
—¿Todo? —se echó a reír—. Decir «todo» es un poco exagerado. Compuso centenares de piezas. Pero conozco bien a Vivaldi. Como cualquier músico serio.
—En ese caso —dijo Michael—, acompáñeme.
Obedientemente, Izzy Mashiah se colgó la bolsa al hombro y recogió las llaves del coche y, sin preguntar cómo ni por qué, siguió a Michael.
Cuando llegaron al psiquiátrico, Michael le pidió que lo esperase en el coche. Tras una breve escaramuza con la enfermera («Ya tenemos aquí a un policía», argumentó la mujer. «Debemos pensar en el bienestar de los pacientes y no sólo en sus intereses»), y después de que Zippo saliera de la habitación y se apostara en el pasillo, a Michael le concedieron permiso para entrar a hablar con Herzl.
Una vez más se encontró junto a una persona fuertemente sedada, una persona que tenía los ojos cerrados y se negaba a colaborar. Tras varios intentos fallidos de hacerle reaccionar andándose por las ramas, Michael decidió cambiar de táctica e ir derecho al grano. Tocó el brazo flacucho de Herzl, que abrió los ojos. Antes de que le diera tiempo a retirar el brazo, Michael le preguntó:
—¿Quién trajo a Israel la partitura?
Herzl abrió la desdentada boca, se manoseó los cuatro pelos que le crecían en la cabeza y a sus ojos asomó un destello de gran lucidez, de lucidez y pánico. Miró en derredor, se convenció de que no había nadie más en la habitación, se incorporó en la cama y miró a Michael. De pronto, pidió un cigarrillo. Michael se apresuró a ofrecerle uno, se inclinó para encendérselo, luego encendió otro para él, dio una calada y volvió a preguntar:
—¿Quién trajo la partitura?
—Es usted policía, ¿verdad? —afirmó Herzl sin rodeos. Parecía en pleno dominio de sus facultades.
—Soy policía —ratificó Michael—. ¿Quién trajo la partitura?
—Usted ni siquiera reconocería esa música —masculló Herzl despectivo, con desconfianza.
—Explíqueme usted qué es —replicó Michael amablemente, y le ofreció un vaso de plástico para que echara la ceniza.
—Aquí no nos dejan fumar —se quejó Herzl y, sin la menor pausa, añadió—: Felix quería regalársela a Gabi. Decía que tenía que ser para él. Le serviría para alcanzar la reputación que se merecía.
—¿La trajo él de Holanda?
Herzl meneó la cabeza.
—Felix no, fui yo. La traje yo. Él no podía ir, por Nita. Estaba a punto de dar a luz. Felix fue más adelante. Para revisar los documentos de autenticidad. Pero, al recibir la primera llamada, fui yo quien viajó allí. Me envió Felix. Siempre me enviaba a mí. Felix y yo —Herzl cruzó los dedos— éramos uña y carne. Yo lo comprendía. Pero luego cometió un error —cabeceó—. Un error muy grave.
Michael escuchó durante largo rato el tortuoso discurso, con sus digresiones, descripciones pormenorizadas, asociaciones y regresiones, hasta que al fin logró captar el meollo de la cuestión. («Le dije: “¿Por qué Gabi en vez de Theo? ¿Por qué no se lo cuentas a Theo? Él también tiene derecho”. Se puso furioso. Se enfadó muchísimo porque le dije que si él se lo contaba a Gabi, yo se lo contaría a Theo antes. Y yo también me enfadé. Al final le retiré la palabra. Por eso cerramos la tienda. Y después… después murió», dijo casi con sorpresa). Con un torrente de palabras en el que incluyó una descripción detallada de la ciudad de Delft y de su enorme iglesia, y del anticuario amigo de la infancia de Felix, Herzl se refirió a un viejo órgano de iglesia que el anticuario en cuestión había comprado para Felix, quien pretendía restaurarlo. Habló a continuación de cómo habían desmontado el órgano, de que tenía dos tableros superpuestos y del manuscrito.
—¿Dentro del órgano? ¿La partitura estaba dentro del órgano? —preguntó Michael en tono neutro a la vez que aquietaba el temblor de su mano.
—El anticuario se dio cuenta rápidamente de que era asunto para un experto. Vio que los papeles, que estaban atados con una cuerda, eran antiguos. Pero no sabía qué eran. Sólo entendía de muebles —explicó Herzl—. Por eso llamó a Felix. Él no podía ir. Y no sabíamos que era algo tan, tan…
—¿Cómo se llama el holandés?
—No le facilitaré nombres —declaró Herzl—. No es usted de la familia —explicó en tono amistoso—. Nada de nombres.
—¿Estaba Nita al tanto de esto?
—A Nita no se lo contamos. ¿Para qué?
—Y usted mató a Gabi para que Theo pudiera quedarse con la partitura —con esa jugada, Michael aspiraba a sobresaltar a Herzl e impulsarlo a revelar más datos.
Herzl lo miró perplejo, como si Michael hubiera perdido la razón.
—¿Yo? —exclamó atónito, y miró a Michael casi con lástima—. ¿Por qué iba a hacer algo así? Estoy en contra del asesinato. Nunca mataría a nadie.
—Pero salió del hospital el día en que murió Felix.
—Claro que sí —replicó Herzl orgullosamente al tiempo que estiraba el descarnado cuello—. Era el día del concierto. ¿Cómo me iba a perder el primer concierto de la temporada, sabiendo que iban a tocar los tres?
—¿Estuvo en el concierto? —sobreponiéndose a la sorpresa, Michael preguntó—: ¿Cómo entró? ¿Había sacado una entrada?
Herzl hizo un ademán desdeñoso.
—No necesito ninguna entrada. Pasé por la puerta lateral, como siempre.
—¿Por la entrada de los músicos?
—Subí las escaleras que están al fondo del pasillo trasero —dijo como si fuera obvio.
—¿Lo vio alguien?
—¿Quién? —preguntó Herzl con indiferencia.
—¿Recuerda a la flautista?
—Interpretó a Vivaldi —rememoró Herzl—. El concierto La notte. Estuvo bien.
—¿Sólo bien?
—He oído esa pieza unas cuantas veces en mi vida. No fue nada especial —dijo Herzl impaciente.
—¿Recuerda cómo iba vestida?
Herzl le lanzó una mirada de incredulidad.
—Es usted una persona extraña —dijo fríamente—. ¿Qué le importa cómo fuera vestida? No era un concurso de belleza.
—Pero era una chica muy guapa —replicó Michael, e inmediatamente se arrepintió. «¿Por qué no dejas de tratarlo como a un niño?», se reconvino, «y le pides sin rodeos que te aporte una prueba, algún testigo».
—Llevaba un vestido azul, con brillos —murmuró Herzl—. Como la piel de un pez —y de pronto se estremeció.
—La televisión retransmitió el concierto —le recordó Michael.
—En el hospital no nos dejan verla hasta tan tarde. Y en casa no tengo televisión.
—¿Vio a Felix en la sala?
—No, no lo vi —repuso Herzl enfadado—. Y aunque lo hubiera visto, ¡que se molestara él en buscarme! ¿Por qué iba a ir yo a buscarlo? Felix estaba equivocado.
—Pero ¿estaba sentado en su localidad habitual?
—No. Estaban ocupadas por otras dos personas —contestó Herzl ofendido—. Les habían dado nuestras localidades a otras personas. Por eso me senté en la fila diecisiete. Pero allí también se estaba bien.
Michael le ofreció otro cigarrillo y Herzl lo agarró con avidez y se puso a darle chupadas como si fuera un pezón. Se recostó en la cama, agachó el largo y pálido semblante y se subió la manta.
—¿Cómo podía saber que iba a morir? —se lamentó—. Pasé seis meses sin hablar con él. Me decía a mí mismo, si quiere verme, que venga él. Después de la muerte de la madre, no quedó nadie que se preocupara de Theo. Sólo de Gabi. No es justo dárselo todo a un solo hijo. ¿No le parece? ¿Tengo razón o no? —alzó la cabeza.
—Hemos encontrado el cuadro en su casa —dijo Michael, haciendo un alarde de sangre fría.
—¿Qué cuadro? —preguntó Herzl inocentemente.
—La Vanitas que estaba en casa de Felix. El cuadro holandés.
—¿El de la calavera? ¿En mi casa? —preguntó Herzl sorprendido. Con manifiesta curiosidad, sin la menor traza de miedo, preguntó—: ¿Cómo llegó hasta allí?
—Lo encontramos en el armarito de la cocina, entre el cacao y el coñac.
—¿Quién lo puso allí? —insistió Herzl.
—Eso quizá lo sepa usted.
—No lo sé —dijo Herzl atónito—. No es un buen sitio para guardar un cuadro. A veces hay humedades en esos armarios. Nunca los abro.
—¿Quién tenía la llave de su casa?
—Felix y nadie más —dijo Herzl con resentimiento—. Después de que no me diera la razón en lo de Theo, quería quitársela, pero preferí no hablar con él. Habría pensado que era una excusa para retomar el contacto —explicó.
En cualquier momento podía producirse un estallido inesperado, Michael lo sabía. El flujo claro e indiferente de palabras podía quedar interrumpido. Como quien camina de puntillas por un campo minado, Michael se cuidaba mucho de no pronunciar las palabras «réquiem» ni «Vivaldi», y Herzl tampoco facilitaba nombres. Algo le decía que era mejor mantenerse en un terreno ambiguo hasta que llegara a comprender a fondo la cuestión.
—Gabi vino a verme —dijo de pronto Herzl con gran fatiga, y recostó la trémula cabeza en la almohada de rayas—. Vino a verme aquí. Por eso estaba yo tan enfadado con Theo. Él no se preocupó de buscarme para decirme que Felix había muerto. Sólo vino Gabi. Quería saber lo mismo que quiere saber usted. Felix le había hablado del manuscrito hacía algún tiempo. Fueron a ver a Meyuhas, que es un abogado especializado en derechos de autor. Yo ya sabía que Felix se lo había contado a Gabi. Felix me lo contaba todo. No mentía.
—¿Y Theo? ¿A Theo no se lo contó?
—Se lo conté yo —confesó Herzl, y dirigió una mirada medrosa a su alrededor.
—¿Cuándo? ¿Cuándo se lo contó a Theo?
—Antes… la última vez que vino a verme. Después de que cerráramos la tienda. Cuando Felix se negó a llegar a un acuerdo. Hace dos o tres o cuatro meses, creo.
—¿Y Gabi ya lo sabía?
—Se lo conté a Theo porque Felix llevó a Gabi a ver al abogado. Por eso se lo conté.
—Un manuscrito así valdrá millones, ¿verdad?
Herzl se encogió de hombros.
—Claro —dijo con indiferencia.
—¿Le dijo usted que era de Vivaldi? ¿Qué le dijo exactamente?
Herzl se incorporó de golpe y miró a Michael como si acabara de darse cuenta de que lo habían envenenado.
—No voy a hablar más con usted —anunció—. Usted no sabe nada ni comprende nada. No diré una palabra más. Ni una. Ni aunque me mate. ¿Qué podría hacerme? —dijo desafiante.
—¿Dónde está ahora el manuscrito? —preguntó Michael.
Herzl se tumbó con los ojos cerrados y apretó los labios.
Michael dejó el paquete de tabaco junto a la cama. Herzl abrió los ojos, echó una mirada de reojo, meneó la cabeza, hizo como si no hubiera visto el tabaco y volvió a cerrar los ojos.
—Ya sabe que han asesinado a Gabi —aventuró Michael. Pero Herzl no se movió—. ¿Quiere que asesinen también a Theo?
Herzl tensó los finos labios y empezó a respirar rítmicamente.
—¿Tienes una grabadora? —le preguntó Michael a Zippo, quien, junto al puesto de enfermeras, leía las notas clavadas en un tablón de anuncios.
Zippo se palpó el bolsillo.
—Pues claro. La traje esta mañana, no doy un paso sin ella.
—Pues ponía en marcha y ve a sentarte a su lado. ¿Habla contigo?
—Desde luego. Todo el rato.
—¿Cómo? —Michael estaba perplejo—. ¿De qué habláis?
—De muchas cosas —respondió Zippo—. De su infancia en Bulgaria. ¿Sabías que estuvo en un orfanato hasta los seis años? —Zippo chasqueó la lengua para demostrar su pena—. Pobre hombre. No tiene a nadie en el mundo. Hablamos de todo un poco. De mujeres, de por qué no le dejo fumar. En realidad, es un tipo muy agradable. Y no tiene un pelo de tonto. Entiende todo lo que le dices. Yo le hablo del Jerusalén de los viejos tiempos. Ya sabes, los tiempos en que…
—¿Y has grabado vuestras conversaciones? —lo interrumpió Michael.
—Pues no, no las he grabado. —Zippo agachó la cabeza—. No sabía que tenían importancia…
—¡Todo tiene importancia! —masculló Michael con la voz ahogada—. ¿Me oyes? ¡Todo!
Zippo se atusó las guías del bigote con patente incomodidad y miró a Michael nervioso.
—Han sido charlas de lo más normal —alegó implorante—, créeme, de las que tienen dos personas comunes y corrientes.
—Ahora vas a volver ahí dentro —dijo Michael.
Zippo se apresuró a asentir.
—Y entablas conversación con él otra vez. Haz que te hable de la familia Van Gelden, de Felix van Gelden, y de Theo y de Gabi. Y de su viaje al extranjero. Que te cuente cosas de Holanda. ¿Conoces Holanda?
—Holanda no —reconoció Zippo—. Hace un año, mi mujer y yo fuimos en un viaje organizado a Londres y París. Fue muy bonito. Un par de semanas. Lo vimos todo. Pero no fuimos a Holanda. Lo dejamos para el año que viene, quizá…
Michael recobró la compostura y refrenó su impaciencia.
—Qué bien —dijo—. Pues pregúntale qué lugares de Holanda merece la pena que visites cuando vayas. Cosas así. Y que te hable de la ciudad de Delft.
—Delft —repitió Zippo.
—Haz que te hable de su última visita a Delft. Tendrás que emplear la astucia —le advirtió Michael.
—No hay problema —dijo Zippo, con una sonrisa de oreja a oreja.
—Y que te hable con detalle de la iglesia de Delft, y de los anticuarios de la ciudad a los que conoce. Grábalo todo, hasta la última palabra, ¿entendido?
—No hay problema —volvió a tranquilizarlo Zippo—. Delft —repitió para sí—. Qué nombres tan curiosos tienen por ahí. ¡Delft!