9
Mejor, diría yo

La visión del centelleante medallón de oro que se balanceaba rítmicamente ante los ojos de Nita le hacía sentirse como si estuviera participando en un rito ancestral. No tendría esa sensación, se dijo en son de burla, si aquello fuera una prueba poligráfica y él mismo estuviera a cargo de hacer las preguntas. Se encontraba en un rincón de la amplia sala, lejos del medallón. El psiquiatra, de espaldas a él, le impedía ver el rostro de Nita. Siguiendo con sus reflexiones, Michael pensó que el propio instrumental, el rasgueo de la aguja del detector de mentiras y los gráficos que trazaba, la objetividad de las mediciones, todo ello neutralizaba el ambiente ritual evocado por el reluciente medallón, que, pendiendo de una mano firme, oscilaba ante la mujer anhelante de redención. La voz, serena y monótona, tan autoritaria como sugerente, declaró: «Está usted cansada… Le pesan los párpados… Quiere dormir… Se le cierran los ojos». Estas palabras abolían el tiempo y dibujaban imágenes de cuevas insalubres, selvas, brujería tribal. Al propio tiempo, Michael sabía que la hipnosis era una simple técnica. Elroi le había explicado tiempo atrás cómo funcionaba. Y hacía pocos minutos, Ruth Mashiah le había dado una conferencia al respecto. La ancha espalda del psiquiatra ocultaba el rostro de Nita, pero no sus pies enfundados en estrechos zapatos pálidos, que se levantaron por la punta cuando ella estiró las piernas, al parecer totalmente relajada.

—No lo estimo posible —les dijo Elroi esa misma mañana a Ruth Mashiah y a Michael, que habían ido a verlo a su despacho. La habitual expresión de reserva y serenidad del psiquiatra ocultaba su agitación. Sólo su manera de sacudir la cazoleta de la pipa sobre la papelera, desparramando distraídamente por el suelo los restos de tabaco ennegrecido, delataba su desasosiego—. Ya sabéis que, aparte de ser inaceptable como evidencia, es ilegal. Olvidadlo —dijo casi con repugnancia a la vez que se ponía en pie.

Ruth Mashiah, que se había empeñado en acompañar a Michael a ver a Elroi, apoyó la barbilla en las palmas de las manos.

—Se trata de una mujer que está sufriendo mucho —dijo—, y dado que contamos con su voluntad absoluta de cooperar, no estimo que pueda considerarse ilegal.

—Mira Ruth —dijo Elroi en el tono de voz que le había creado fama de condescendiente—, nos conocemos desde hace mucho y sé que eres una persona para quien la ética, la ética profesional, posee una importancia capital —le reprochó.

Ruth Mashiah no le comentó a Michael que Elroi y ella eran antiguos compañeros de universidad hasta que llegaron a la puerta del despacho. «Salimos juntos de jóvenes», explicó con una sonrisa antes de llamar a la puerta, «y ahora él es psicólogo de la policía».

—Voy a decirte unas cuantas cosas. Ante todo, y esto también lo sabes tú —dijo haciéndole una seña a Michael—, el uso de pentotal, o de cualquier otra sustancia de las que se denominan suero de la verdad, está prohibido, no se permite siquiera para identificar a un violador. Y la hipnosis también lo está en la mayoría de los casos. Por lo que me habéis contado, es evidente que la señora en cuestión es una de las sospechosas. Al menos de momento —se apresuró a añadir al ver que Michael se disponía a rebatirle—. De momento está entre los sospechosos —dijo—. No se trata de una simple testigo de la que se pretenda obtener una identificación. Ninguna persona de este departamento se prestaría a hacerlo. Nadie recurriría a la hipnosis en este caso —golpeó la pipa contra el borde de un cenicero redondo de cristal y miró a Michael—. Pareces muy implicado en el caso —dijo con tacto—. ¿Tienes algún interés especial en esta mujer? Me refiero a un interés personal.

Hubo un momento de silencio. Ruth Mashiah rescató a Michael de la labor de responder al afirmar rotundamente:

—Lo importante es que lo está pasando muy mal. Está muy angustiada y hemos creído que podríamos matar dos pájaros de un tiro…

—¡Ni pensarlo! —exclamó Elroi, y volvió a tomar asiento—. Si está angustiada, enviadla a un especialista, y, después, si él decide que le conviene la hipnosis como parte del tratamiento —extendió los brazos—, adelante. Yo sería el último en oponerme. No te costará encontrar a la persona adecuada, Ruth. Conoces a mucha gente de la profesión y sería mejor que fuera un psiquiatra quien recomendase la hipnosis. Pero ¿qué opina la señorita Van Gelden?

—Ella no… —tartamudeó Michael.

—Se encuentra en un estado deplorable —intervino rápidamente Ruth Mashiah—. Se prestará a cualquier cosa que pueda reportarle algún alivio.

Elroi hizo un gesto escéptico. Cuadró los hombros, ya de por sí muy cuadrados.

—¿Y quieres emplear los resultados de la hipnosis en la investigación? —Michael se encogió de hombros y Elroi pegó una chupada a la pipa apagada—. Ya sé que recurres a todo tipo de tretas con tus sospechosos —dijo, y desvió la vista.

—Aún no es una sospechosa —protestó Michael.

—Tú no estás dispuesto a considerarla sospechosa —le corrigió Elroi con frialdad—, pero tú mismo, por lo que me has contado, me has llevado a pensar que sí lo es. Sin darte cuenta. Pretendiendo lo contrario —y en un tono fatigado, como si supiera que su esfuerzo era vano, repitió—: Ya sabes que sólo usamos la hipnosis con los testigos, e incluso en ese caso no se admite como prueba puesto que no se pueden distinguir con seguridad los recuerdos auténticos de lo que ha quedado registrado en la memoria reprimida. Cuestión aún más espinosa cuando se trata de un sospechoso. No es admisible ni siquiera cuando se pretende recuperar el recuerdo de un rostro —reflexionó en voz alta—, por ejemplo, el de un violador —le explicó a Ruth Mashiah—. La víctima de una violación es capaz de reprimir el recuerdo de la cara de su agresor. Tampoco se emplea el suero de la verdad. Aunque, según la leyenda, los Servicios de Inteligencia lo utilicen. Eso ni merece la pena comentarlo.

—El problema es —alegó Michael— que no disponemos de tiempo. Tengo que enterarme hoy mismo de si estamos tratando con una testigo o con una sospechosa, y es la única forma de averiguarlo.

—¿Por qué hoy? ¿Por qué con tanta urgencia? —inquirió Elroi.

Michael no sabía cómo salir del atolladero. Cómo explicar la importancia de la cita que tenía con Shorer aquella tarde. Se limitó a decir:

—Le he prometido a Emanuel Shorer que hoy mismo lo aclararía.

—¿Sabe Shorer que estamos hablando de hipnosis? —preguntó Elroi atónito—. ¿Ha dado su visto bueno?

—No lo sabe —lo tranquilizó Michael—. No hemos comentado los métodos, pero las conclusiones deben…

—¿Y su hija? ¿Ha dado ya a luz? Ya debe de haber tenido el niño —recordó Elroi, pero no esperó a que le respondieran—. Prefiero que no entres en detalles —se apresuró a decir—. Tengo la clara sensación de no querer saber más de lo que sé. Este asunto me da muy mala espina —continuó, volviéndose hacia Ruth Mashiah—. Pero si quieres remitirla a alguien para que la ayude, asumiendo tú la responsabilidad, no tengo inconveniente en facilitarte algún nombre. Hay varias posibilidades. Simplemente recuerda que yo no sé nada de esto.

Ruth Mashiah hizo un gesto negativo. Encontrar a la persona adecuada no era mayor problema, ella también sabía quiénes trabajaban con seriedad, dijo, y por primera vez mencionó el nombre del doctor Schumer.

—Yo también había pensado en él —reconoció Elroi de mala gana—. Para la cuestión de la hipnosis. Pero estoy convencido de que él…

—Él podrá asesorarnos bien, podemos confiar en su ética y en su responsabilidad, y tiene mucha experiencia —dijo Ruth Mashiah, alzando su menuda cabeza de pelo encrespado—. Recurrieron a él para despertar a aquella chica que llevaba una semana sumida en un trance hipnótico del que no conseguían sacarla. ¿Lo recuerdas?

Elroi hizo un rápido gesto de asentimiento, como si pretendiera que ella no dijera nada más. Pero Ruth Mashiah prosiguió, decidida a exponer su opinión:

—También es uno de los responsables de la formulación de la ley de la hipnosis. Y a él le debemos que se prohibiera su uso como espectáculo.

—Sí, sí —dijo Elroi, y posó la vista en Michael—. Pero si pretendes emplear esos datos como evidencia…

—Todavía no sé lo que pretendo. Depende de cuáles sean los resultados —dijo Michael.

—Sólo es posible hacerlo si se renuncia a la confidencialidad médica —le advirtió Elroi—. Sólo cuando el tribunal obliga al terapeuta, al hipnotizador, a prestar declaración.

—Bueno, bueno, ya veremos —dijo Michael impaciente—. Primero tenemos que hablar con el tal doctor Schumer.

—Y también con la señorita Van Gelden —le recordó Elroi.

—Desde luego —intervino Ruth Mashiah—. Sin su consentimiento, sería imposible.

Poco después, ante la visión de la puerta del dormitorio de Nita cerrándose tras Ruth Mashiah, Michael sintió un vago horror. Le daba miedo que Nita se viniera abajo. Le daba miedo lo que Ruth Mashiah pudiera descubrir, hasta el punto de que temía que le quitaran el niño a Nita. Se tranquilizó un poco al ver salir a Ruth Mashiah, quien, tras cerrar la puerta con ademán seguro, le hizo un gesto de ánimo. Luego, mientras ella se ocupaba de hablar con el psiquiatra, Michael imaginó a Shorer diciéndole, sereno pero muy disgustado: «¿Cómo has sido capaz? ¡Te has saltado todas las normas sin siquiera mencionarlo en la reunión! Tienes relaciones con Nita y, para colmo, no sabes nada de Ruth Mashiah. ¡Pero si ella también está entre los sospechosos!». Una hora después, Michael recordó estas palabras nunca pronunciadas mientras observaba a Nita, quien, en pie junto a los ventanales, miraba de hito en hito a su hijo, que gorjeaba a la vez que hacía arduos esfuerzos por mantenerse firme sobre rodillas y manos en la alfombra.

—¡Nita! —exclamó Michael—. ¿Lo has visto? ¡Ha gateado!

Ella se volvió hacia la ventana y asintió con un gesto.

—Sí, lo he visto, qué maravilla —dijo con indiferencia; se estremeció y volvió a posar la vista en Ido. Luego masculló lo que venía repitiendo desde hacía una hora—: ¿Qué va a pasar? ¿Qué va a pasar?

Se oyó el sonido de un chorro de agua procedente de la cocina. Al asomarse por la puerta, Michael vio los delgados y morenos brazos de Sara ajetreándose sobre la pila. Él llevaba en brazos a la nena, que se retorcía molesta por el dolor de estómago que le había diagnosticado el médico. Michael la sujetaba con la tripita apoyada en su hombro y notaba los espasmos a la vez que le palmeaba el trasero y aspiraba la fragancia dé su cuello. Pero su atención se dirigía a otros asuntos.

—La recibirá a la una y cuarto —dijo Ruth Mashiah con alivio, saliendo del dormitorio—. Comprende la urgencia de la situación. ¿La lleva usted? —sin esperar la respuesta continuó—: Nos veremos allí. Le he anotado la dirección —luego desapareció.

—¿Dónde está Dalit? —preguntó Michael a Sara, quien exhibió la blanca sonrisa forzada con la que siempre le respondía cuando se dirigía a ella.

—Se ha ido con el señor —dijo.

—¿Dónde está tu hermano? —preguntó Michael a Nita.

Nita se volvió lentamente hacia él, hizo una mueca y, con dificultad, como si hubiera perdido la voz, dijo:

—Supongo que no debería decir: «No soy la guardiana de mi hermano». ¿O quizá sí?

—¿Con qué señor se ha ido Dalit? ¿Con Theo? —le preguntó Michael a Sara, y ella asintió con vehemencia—. ¿Adónde han ido? —preguntó entonces a Nita, quien alzó lánguida los brazos y los dejó caer pesadamente contra los costados.

—No he oído nada. No sé nada —barbotó.

Michael apretó a la nena contra su hombro. Por un instante, fue vivamente consciente del absurdo de aquella entrañable escena doméstica, de la que cabría deducir que el mundo estaba en orden. En sus oídos resonó la advertencia de Ruth Mashiah: «No diga “mi niña”. ¡No es suya!». Se acercó a Nita, se inclinó sobre ella y le tocó el hombro:

—Estoy seguro de que algo habrás oído. ¿Adónde han ido?

—A buscar a Herzl —respondió Nita somnolienta—. Me han dejado con Sara.

—¿Sabe Balilty que están buscando a Herzl?

Nita no respondió.

Como aún quedaba tiempo hasta la cita con el psiquiatra, Michael lo aprovechó para tratar de localizar a Shorer en el hospital.

—¿Quién es usted? —preguntó la enfermera de la sección de Maternidad—. ¿Qué relación tiene con la paciente? —Michael renunció al intento y colgó.

—No sé nada —dijo la secretaria de Shorer, que respondió a la primera llamada, como si tuviera la mano sobre el teléfono, expectante—. No he recibido noticias desde primera hora de la mañana. Llevo todo el día pegada al teléfono. Ahora haga el favor de dejar libre la línea, después de darme su teléfono.

Michael observó la mancha de humedad que su mano había dejado en el aparato. Lo asaltó una aprensión, rayana en la ansiedad, en relación a Dalit y a su manera de actuar por su cuenta. Volvió a marcar para hablar con Balilty. Pensaba exponerle sus quejas por la desaparición de Dalit, pero nadie sabía dónde estaba Balilty. Eli Bahar le dio respuestas imprecisas a sus preguntas, hablando con frialdad, con hostilidad casi. Sólo cambió de tono para preguntarle a su vez: «¿Te has puesto en contacto con Shorer?». Entonces le tocó a Michael ser impreciso.

—Nada más que asuntos rutinarios —dijo Eli Bahar—. Los músicos de la orquesta han ido desfilando por aquí uno a uno. Balilty se ha marchado a ver al forense. Después tenía que ocuparse de algo relativo al cuadro. Hasta mañana no sabremos de qué se trata —y cuando Michael le preguntó quién estaba interrogando a los miembros de la orquesta, dijo—: Sólo Tzilla y yo.

Nita levantaba y bajaba los párpados, sentada en la mullida butaca frente al medallón oscilante. Estaba muy quieta, relajada. Las arrugas que contorneaban su boca se habían difuminado y la expresión agónica de su rostro, suavizado. El psiquiatra le advirtió varias veces que no se moviera ni dijera nada. Llevaban varias horas en la consulta. Al llegar, el psiquiatra los recibió a los tres, luego se llevó a Nita aparte. Desde la sala de espera, donde Michael fumaba pitillos en cadena, sentado junto a Ruth Mashiah, no se oía nada. Con la cabeza gacha, Michael escuchaba atentamente las explicaciones de su acompañante.

—La hipnosis se basa en el principio —dijo ella con voz seca y cortante— de que nadie está dispuesto a revelar la maravillosa experiencia cósmica vivida por la mente en el útero materno.

—No sabía que el feto tuviera mente —masculló Michael a la vez que alzaba la vista.

—Cómo no la va a tener, está demostrado —replicó Ruth Mashiah—. Los ultrasonidos permiten demostrarlo sin problemas. Sabemos con seguridad que, a partir de los tres meses, la mente del feto ya se ha formado.

—Pero el término mente induce a confusión. No está claro qué significa —dijo Michael a la vez que aplastaba la colilla, que dejó un agujero chamuscado en el vaso de plástico.

—A los tres meses —sentenció Ruth Mashiah—. Los propios sabios talmúdicos lo sabían. Por eso establecieron la norma de que se diera sepultura a los nonatos de tres o más meses. Otro ejemplo es que cuando se pone música a una embarazada de seis meses, se ve bailar al feto.

—¿Se le ve? —preguntó Michael atónito. Ruth Mashiah asintió con un gesto y le pidió un cigarrillo—. ¿A qué experiencia cósmica se refería? —preguntó mientras se inclinaba para encenderle el cigarrillo.

—¿Qué? —preguntó ella distraída; inhaló, tosió y lo miró con sorpresa.

—Ha dicho que la hipnosis se basa en…

—Ah sí, o sea que quiere una explicación detallada. Creía que era evidente.

—Pues no lo es —replicó él con cierta irritación mientras aprestaba el oído tratando de enterarse de lo que sucedía en la habitación contigua. Pero no había nada que oír.

Ruth Mashiah cruzó las piernas y se recostó en el respaldo de la silla de plástico. Se frotó la frente.

—No se me quita el dolor de cabeza —murmuró—. Me ha estado fastidiando todo el día. Y no he llamado para ver cómo está Izzy. ¿Sigue en la comisaría del barrio ruso? Además, tenemos que preocuparnos de los preparativos del entierro. Si se piensa, es espantoso. Ir a morir así. Sin motivo. ¿Se ocupan ustedes de los preparativos? —Michael consultó su reloj y ella prosiguió sin esperar la respuesta—: Pues bien, la experiencia cósmica es aquella en la que se siente con total certidumbre la existencia de una protección absoluta. Lo único que tiene que hacer el feto es adaptar sus reacciones reflejas a las presiones del medio. Por su parte, el individuo que se somete a hipnosis recibe un beneficio enorme a cambio de abandonar su voluntad a los dictados ajenos. Obtiene por adelantado el perdón para todo lo relacionado con la conciencia o la moralidad; él hace lo que se le dice, no es responsable ni culpable de nada.

Michael asintió.

—El trance hipnótico es un estado de conciencia en el que el sujeto no es responsable de sus actos. Todas las conexiones nerviosas sensoriales que llevan al sistema nervioso central, incluidas las de la sensibilidad al dolor, se desconectan durante la hipnosis.

—¿Entonces no es psicológica la conexión entre los sentidos y el cerebro? —preguntó Michael, interrumpiendo el didáctico flujo de palabras. Ruth Mashiah ladeó la cabeza, se llevó la menuda mano a la cara y volvió a oprimirse la frente.

—¿No es usted consciente de la unidad entre cuerpo y mente? —preguntó sin asomo de burla—. ¿No sabe que el inconsciente controla lo biológico? La mente rige las funciones biológicas. ¿Cómo se explica que los faquires indios se tumben sobre lechos de clavos? ¿Por qué no sienten dolor? El principio es idéntico al de la hipnosis. El centro receptor del cerebro se cierra. Los nervios reaccionan, pero la información no llega al cerebro. ¿De verdad no está al tanto de estas cosas? —preguntó sorprendida—. Pensaba que cualquier persona bien informada estaba al cabo de la calle, sobre todo quienes se dedican a un trabajo como el suyo.

—Sé algo al respecto, pero no lo tengo tan claro como usted —dijo Michael desconcertado—. No se me habría ocurrido relacionar a los faquires de la India con la hipnosis.

—Por eso es tan poderosa —dijo Ruth Mashiah—. Y ése es también el motivo de que sea imposible hipnotizar a alguien que no da su consentimiento expreso, lo habrá visto en las películas. Sin ese requisito, como mucho se logra dormir a la persona. ¿No ha probado nunca la hipnosis?

—No podría —reflexionó Michael—. Tal grado de abandono… la pérdida de control. Por lo visto, carezco de ese deseo de experiencias cósmicas del que me ha hablado —dijo con sonrisa conciliadora—. No estoy dispuesto a renunciar al dominio sobre mí mismo, ni siquiera por lograr la experiencia fetal. Prefiero la responsabilidad —dijo casi disculpándose.

—No sólo se trata de renunciar al control de la situación —dijo Ruth Mashiah, mirándolo con atención. Sus ojos rasgados se convirtieron en ranuras—. Porque no basta con el mero consentimiento. El sujeto debe estar de acuerdo, pero también debe confiar en el hipnotizador para que éste pueda actuar.

Michael fue presa de un ataque de pánico.

—Ella no va a confiar en él —dijo mirando la puerta de la consulta—. Ya no es capaz de confiar en nadie —concluyó desesperado.

—Yo no estaría tan segura. Es más fuerte de lo que cree. No debería usted pensar en términos absolutos, románticos —lo tranquilizó Ruth Mashiah—. Y no olvide que ella también desea descubrir la verdad. Es un deseo verdadero, una necesidad. Un adulto no pierde la fe en la humanidad por lo que le pasa con una sola persona. Aun cuando desee no volver a confiar nunca en nadie, atenerse a esa decisión no es fácil —dio una calada y expelió una voluta de humo blanco; luego masculló mirando el cigarrillo—: ¿Por qué estoy fumando? —lo tiró en el vaso de plástico vacío que sujetaba Michael. Se lo quitó de las manos, se levantó con presteza y se dirigió a la jarra de agua fría del rincón de la sala de espera para llenar el vaso. Tenía un aire juvenil y andrógino con su holgado conjunto de pantalón y chaqueta, se movía con agilidad. De pronto, Michael se vio abrazando aquel cuerpo y sepultando el rostro en los encrespados rizos. Ella tomó asiento frente a él.

—Al hipnotizador no se le debe escapar el momento en que el sujeto comienza a rendirse. Es entonces cuando tiene que abalanzarse sobre él.

—Abalanzarse —repitió Michael. Imaginó a una serpiente tragándose un conejo.

—Aprovechar el momento, decir en el instante preciso: «Se le cierran los ojos, quiere dormir». ¡Así empieza la hipnosis! ¿Nunca lo ha visto?

—Lo he visto —respondió Michael—. En las películas, y una vez en la comisaría. Pero nunca he llegado a comprenderlo bien.

En ese momento se abrió la puerta y el doctor Schumer le indicó por señas a Michael que pasara. Ruth Mashiah se apresuró a levantarse.

—Sólo él —dijo el psiquiatra.

Durante un rato que se le hizo eterno, Michael permaneció sentado frente a la mesa del psiquiatra junto a Nita, quien parecía menos tensa, tranquilizada tal vez por la perspectiva de abandonarse a unas manos de fiar que la protegerían contra sí misma. El doctor Schumer le resumió el meollo de la conversación que habían mantenido. Repitió en tono reservado los datos facilitados por Nita y su deseo expreso de descubrir la verdad. A Michael le dio la impresión de que esto último lo decía de mala gana. Pero en el rostro inexpresivo del psiquiatra, nada delataba sus sentimientos. Luego aludió a que Nita había solicitado que Michael estuviera presente durante el proceso. Explicó lo que era habitual y lo que no lo era, mencionó la confidencialidad médica e hizo un comentario sobre el hecho de que se hubieran borrado los límites entre las responsabilidades profesionales de Michael y su relación con Nita.

—Esto se sale por completo de lo prescrito —declaró, y comprimió los labios. Miró a Nita, que pareció encogerse—. ¿Por qué no se va con Ruth un momento, señorita Van Gelden?

Michael siguió con la mirada los movimientos espasmódicos con que Nita se ponía en pie y caminaba hacia la puerta a la vez que retorcía con los dedos la tela floreada de su holgada falda. Dio un portazo al salir, como si no fuera totalmente dueña de sus movimientos. Una vez a solas con el médico, Michael tensó el cuerpo, aprestándose para rechazar cualquier intento de volver a abordar las cuestiones éticas, pero el doctor Schumer no insistió en ellas. En una ocasión dijo: «Tengo entendido que, además, están ustedes muy unidos». Michael reprimió el impulso de preguntarle a qué se refería con ese «además». El psiquiatra habló fundamentalmente de que Nita tenía la fijación de que la hipnosis sería una especie de redención.

—Pero no es una solución para los problemas reales —advirtió—. Así se lo he dicho, y le he explicado algo que usted también debe saber: la represión es un mecanismo de defensa, deseable y necesario en algunas ocasiones. A veces afloran problemas muy espinosos. Debo decirle asimismo —prosiguió carraspeando— que no me da la impresión de que tenga un problema de desdoblamiento de la personalidad. Aunque me ha contado no sé qué cosas de una película americana que ahora no recuerdo bien. No obstante, comprendo muy bien sus miedos, dadas las circunstancias, tan especiales y terribles. Sea como fuere, es importante que tenga usted en cuenta… —la voz del psiquiatra se tornó severa y autoritaria, la expresión de su fino y extraño rostro, dura y decidida. El doctor Schumer tenía los ojos muy próximos y una frente estrechísima, de la que parecía brotar directamente su espeso cabello—. Si por un solo instante, el bienestar emocional de la paciente entra en contradicción con el deseo de usted de descubrir los hechos, su bienestar emocional primará. El aspecto policial del asunto no me interesa en absoluto y me niego a cooperar con esa finalidad. Deseo que quede bien sentado. ¿De acuerdo?

Michael asintió con un gesto.

—Cuando surja algún asunto conflictivo, usted mismo se dará cuenta. Si en un principio la conciencia de Nita registró ese material en la categoría de lo que está prohibido recordar, tal vez reaccionará con señales de angustia, porque la hipnosis puede provocar un conflicto interno muy poderoso. Puede desencadenar ataques histéricos e incluso psicóticos. Se lo advierto de antemano: si ocurre algo así, interrumpiré la sesión de inmediato. No estoy dispuesto a someterla a ningún riesgo. Ni a mí mismo. Sacar a la luz material reprimido es algo muy peligroso. ¿Lo comprende?

Michael asintió con la cabeza.

—Ella ha solicitado que esté usted presente mientras la hipnotizo. Puede que no sea mala idea, así me podrá echar una mano con las preguntas. A fin de cuentas, yo apenas sé nada sobre ella ni sobre las circunstancias.

Michael asintió de nuevo.

—Lo más importante, al menos hasta que se suma en un trance profundo, es que guarde usted un silencio absoluto —dijo el psiquiatra ya de pie, con la mano en el picaporte—. Su presencia no debe dar lugar al menor estímulo. Estoy seguro de que lo comprende —sin aguardar a que le respondiera, abrió la puerta y le pidió a Nita que entrara.

Ahora Nita reposaba en la butaca con los ojos cerrados. En la habitación reinaba un silencio absoluto. Michael observó el brazo enfundado en blanco que depositaba el medallón en una esquina del gran escritorio. Vio la expresión relajada que se extendía por el semblante de Nita. Tenía los labios entreabiertos y las señales de angustia se difuminaban poco a poco de sus facciones. Michael estaba tenso como un arco y había evitado deliberadamente seguir el movimiento del reluciente medallón, pero, aun así, por su mente cruzó la idea, y luego el deseo, de que las instrucciones del doctor también hubieran tenido efecto sobre él. Quizá estuviera hipnotizado, bajo la acción de un hechizo del que no era consciente. El doctor Schumer tomó asiento frente a Nita y le dijo que abriera los ojos. Michael permaneció en pie, recostado en la pared, observando los ojos de Nita. Habían adquirido un tono gris oscuro. Parecían profundas lagunas. Tenía un aspecto tan despierto que resultaba difícil creer que estuviera dormida. El médico repitió unas cuantas veces: «Se siente cómoda, segura». Los brazos de Nita reposaban flácidos en los de la butaca.

—Está usted en el ensayo del concierto —dijo el hipnotizador—. El Doble concierto de Brahms. Va a comenzar a tocar.

Nita sonrió. Una sonrisa ancha, radiante, que borró sus ojeras. Sus ojos centellearon. Separó las piernas, y Michael tardó un instante en darse cuenta de que Nita sujetaba entre ellas un chelo imaginario.

—Theo la interrumpe por primera vez —dijo el psiquiatra después de echar un vistazo al papel donde había anotado el curso de los acontecimientos según la reconstrucción hecha por Michael.

Nita retiró la mano del chelo imaginario y la dejó en el aire, como si sujetara el arco.

—¿Cuántas veces la interrumpe? —preguntó el doctor Schumer.

—Muchas. —Nita soltó una risita—. Está discutiendo con todo el mundo. Con Gabi también. Por el tempo. Como siempre —sonrió.

—¿Le agrada que discutan? —preguntó el psiquiatra.

—No —se estremeció—. ¡Lo detesto!

—Pero también es una situación agradable.

—Estamos trabajando juntos. Los tres. Como en los viejos tiempos. Estamos haciendo música —dijo Nita, y su rostro resplandeció de nuevo—. Tocando. Como antes. Las discusiones son lo de menos. Forman parte de nuestro trabajo —de pronto, se le torció la boca y empezaron a manar lágrimas de sus ojos—. Papá ha muerto —dijo, y emitió un sollozo ahogado. Se enjugó los ojos con los puños y sorbió por la nariz.

—¿Le agrada que Theo la interrumpa?

—A veces aprendo de sus interrupciones. Theo sabe mucho —dijo con voz infantil.

A Michael le resultaba familiar aquella forma de expresarse pero, al mismo tiempo, la encontraba exagerada hasta lo grotesco.

El psiquiatra dirigió una mirada rápida a Michael.

—¿Quiere preguntarle algo? —dijo con voz normal, y Michael se preguntó por qué no habría susurrado. Hizo un gesto de asentimiento y se acercó.

—Ahora se toma un descanso —dijo el doctor Schumer.

Nita dejó el inexistente chelo a sus pies y miró en derredor.

—¿Estará la funda entre bastidores? —se preguntó, y se levantó de la butaca ágilmente—. Ha venido Ido —dijo feliz—. Lo ha traído Michael. Y a Noa también. Lleva un peto naranja. Antes era de Ido. Y en el cochecito hay una caja de música; Ido está mordisqueando a Matilda, su conejita.

—Ya ha terminado la interrupción provocada por Teddy Kollek. ¿Qué pasa después? —preguntó Michael.

—Ido se ha marchado —dijo Nita sorprendida—. Estaba aquí, pero ya no está. Michael se ha llevado a los niños.

—Y todo el mundo regresa al escenario —le recordó Michael.

—Todos vuelven —convino Nita, y se inclinó como para recoger el chelo.

—¿Ensayáis todo el concierto?

—El segundo movimiento —repuso ella como en un sueño—. Sólo queda tiempo para el segundo movimiento. Theo ya no pega tantos gritos —volvió a sonreír, con dulzura—. Está contento, pero no lo dice. Él es así. Le gusta cómo tocamos. Dice: «Todo bien, de momento». No mira a Gabi. ¡Gabi está tocando espléndidamente! ¡Es una auténtica maravilla! —bajó la vista y, al levantarla, miró a Michael a los ojos. Pero él tuvo la sensación de que no lo veía en absoluto—. Yo también toco bien. Sí, muy bien —dijo con claridad y sin afectación, como quien reconoce un hecho evidente, y sus mejillas se arrebolaron.

—Theo dice que ha terminado el ensayo. Y ahora ¿qué? ¿Guardas tu instrumento?

—Sí, como todo el mundo. Hay mucho alboroto. La señora Agmon está en el pasillo. Cerca del escenario.

—¿Y quién hay en el escenario? ¿Ves cómo se van yendo?

Michael la observó cabecear, como si estuviera haciendo un esfuerzo.

—¿Está Gabi en el escenario?

—Gabi se va. Tiene algo que hacer —sus ojos se achicaron. Una sombra oscura invadió las lagunas—. Sale del escenario.

—¿Quién más se marcha? —preguntó Michael, y oyó la respiración profunda del psiquiatra, que no retiraba la vista de Nita.

—No lo recuerdo… —su cara se crispó, cerró los ojos, abrió la boca, se retorció las manos, sus piernas se convulsionaron, palideció—. Gabriel se va —dijo jadeante—. Tiene que… —se le desplomó la cabeza hacia atrás.

—Está perdiendo la conciencia —dijo el psiquiatra—, tenemos que dejarlo. Está dando claras muestras de angustia.

—Una pregunta más —suplicó Michael—. Sólo una.

El psiquiatra alzó la mano con gesto decidido.

—¡No responda a eso! —ordenó—. Olvide la pregunta. Vuelve a estar al final del ensayo —continuó con dulzura, y el cuerpo de Nita se relajó—. Abra los ojos y olvide la pregunta. —Nita alzó la cabeza y abrió los ojos.

—¿Está despierta o dormida? —preguntó Michael.

—Ha vuelto al estado de hipnosis profunda —repuso el psiquiatra tras unos segundos de silencio—. No estoy dispuesto a hacerla pasar por la misma situación.

—Pero si no sabemos nada que no supiéramos —dijo Michael desesperado—. ¡Nada! Tengo que intentar…

El psiquiatra lo miró escéptico.

—Por su bien. Debemos darle una respuesta a la pregunta de si fue ella quien lo hizo.

—Estoy dispuesto a darle otra oportunidad. Pero no de la misma manera. Formularemos la pregunta de otra forma —dijo el psiquiatra mientras echaba otro vistazo a sus notas—. Quizá sea mejor que ahora se lo pregunte yo.

—Pero antes pregúntele cuántas cuerdas de repuesto tenía en casa antes del ensayo —dijo Michael, con la respiración acelerada.

—¿Cuántas cuerdas de repuesto tenía en casa antes del ensayo? —preguntó mecánicamente el doctor Schumer.

Nita frunció el entrecejo.

—Tres —dijo—. La cuerda la se rompió y la cambié.

—¿Tres antes de cambiarla o después? —susurró Michael.

Schumer repitió la pregunta.

—Antes —dijo ella titubeando—. Tres antes de cambiarla.

—Una vez más, ¿qué cuerda cambió? —preguntó Michael, el corazón desbocado, y oyó a Schumer repitiendo sus palabras.

—La cuerda la —dijo ella con seguridad.

—¿Tiene otra cuerda la en casa? —siseó Michael, y Schumer repitió la pregunta.

—Puede que sí —respondió pensativa—. En el armario, en el maletero, donde guardo mi antiguo chelo. Hace años que no lo toco. Allí hay cuatro cuerdas en un sobre cerrado.

Michael tragó saliva con esfuerzo y reprimió el impulso de salir corriendo hacia casa de Nita para verificar de inmediato la existencia de las cuerdas.

—Ahora pregúntele qué pasó después del ensayo —insistió inflexible.

Tras un instante de vacilación, el psiquiatra dijo sosegadamente:

—El ensayo ha terminado.

Nita asintió con la cabeza.

—¿Qué hace ahora?

Nita abrió mucho los ojos.

—Dejo el chelo en el suelo. Quiero guardarlo. Pero la funda no está aquí. Tengo que buscarla. Se lo pregunto a Avigdor. La funda… la han guardado ahí detrás.

—¿Se retira detrás del escenario?

Nita hizo un gesto de asentimiento.

—¿Con el chelo en la mano?

Nuevo gesto de asentimiento.

—¿Encuentra la funda?

—Está al otro lado de la pared. Tengo que guardar el chelo en el despacho de Theo. No puedo dejarlo por ahí tirado. Es mi chelo. Mi Amati.

—¿Entra en el despacho de Theo?

—Entro en el despacho de Theo —afirmó Nita con seguridad—. La puerta está abierta. No han echado la llave.

—¿Está allí Theo?

—Está al teléfono. Sí, hablando por teléfono. Dice: «Eso ni pensarlo». Al verme, se calla. Espera a que salga. Guardo el chelo en el armario grande. Como antes. Como siempre —la perplejidad y el esfuerzo la llevaron a juntar las oscuras cejas.

—Y luego, ¿sale usted del despacho?

—Theo dice: «Volveré a llamar», y cuelga.

—¿Salen juntos entonces?

—Tengo que hacer pis —dijo ella de pronto.

—¿Justo en ese momento?

—Justo en ese momento. Al llegar a la puerta, me doy cuenta de que necesito hacer pis. Quiero usar el lavabo de Theo.

—¿Hay un lavabo en el despacho de Theo?

—No, al lado. Está limpio.

—¿Y Theo?

—Cierra el despacho con llave. Le digo que me espere. Pero, cuando salgo, se ha ido —dijo sorprendida—. Lo llamo: «¡Theo! ¡Theo!», pero no me oye. No me responde. Voy hasta el fondo del pasillo.

—¿Camino del escenario?

Nita sacudió la cabeza vigorosamente.

—No. Hacia el otro extremo.

—¿Qué otro extremo? —preguntó Michael atónito, sin prestar atención a la mirada admonitoria del psiquiatra.

—A la puerta del fondo. Porque quizá Theo se ha ido en esa dirección —de pronto, la recorre un estremecimiento.

El psiquiatra volvió a tomar las riendas del interrogatorio.

—¿Está allí?

—No. No hay nadie —dijo como una niña defraudada.

—¿Y ve a Gabi?

—No. Gabi tampoco está allí. Y la luz no funciona.

—¿Qué quiere decir? ¿Cómo que no funciona? ¿Está a oscuras?

—Está todo oscuro. No se ve nada. Las cortinas están echadas. Así que regreso.

—¿Al despacho de Theo?

—No. Theo lo ha cerrado con llave —dijo Nita como una niña que explica algo obvio—. Caminé hacia la luz.

—¿Le da miedo la oscuridad? —preguntó el psiquiatra con dulzura.

—Es todo tan raro —dijo, y comenzó a revolverse.

—Regresa al escenario por el camino habitual —dijo el psiquiatra. Ella se relajó.

—Regreso.

—¿Ves a Gabi? —preguntó Michael.

—Gabi está recostado en el pilar, como siempre —dijo ella sonriente—. Está hablando con alguien. Oigo la voz de Gabi.

—¿Qué dice? —preguntó Michael; sintió que su cuerpo se tensaba y se ponía rígido, la sangre le palpitaba en las sienes.

—Dice: «Vivaldi es mi campo. Vivaldi es mi campo». Está enfadado.

—¿Con quién está hablando? —preguntó el psiquiatra.

El semblante de Nita volvió a crisparse y a palidecer. Sus cejas se anudaron.

—No lo veo —dijo en un susurro—. No alcanzo a distinguirlo. Están detrás del pilar —repentinamente, lanzó un alarido espeluznante.

—¡No conteste! ¡No debe contestar! —dijo el psiquiatra muy deprisa. Un fuerte temblor había acometido a Nita—. No recuerda lo que vio. Da igual quién estuviera allí —dijo el doctor Schumer con voz firme y serena. Michael vio que las piernas de Nita se relajaban y que el color le volvía a la cara. A él lo abrumaba una honda frustración. Y un violento deseo de sacudirla, que le hacía sentirse culpable.

—Está usted en el pasillo —dijo el psiquiatra una vez que ella tuvo los ojos bien abiertos y la respiración acompasada—. ¿Tiene una cuerda en la mano?

Nita negó con la cabeza.

—No, no tengo ninguna cuerda —dijo con apatía—. Las he dejado en la funda del chelo.

—Cuando oye hablar a Gabi, recostado contra el pilar, ¿se queda usted allí?

—No tengo que escuchar eso —dijo—. No tengo que escucharlo.

—¿No se queda allí?

—Me alejo muy deprisa. De puntillas, para que no se percaten de que los he oído… —Nita se contorsionó en la butaca. Empezó a sacudir la cabeza de lado a lado.

—Se aleja deprisa. ¿Hacia dónde?

—Hacia el escenario. Todo el mundo sigue en el escenario —dijo sorprendida. Aún tenía el ceño fruncido, pero su cuerpo había cesado de convulsionarse—. Están recogiendo y charlando, y la señora Agmon, la violinista, no para de dar gritos.

—¿Qué grita?

Nita sonrió. Una sonrisita tristona. Sin hoyuelos.

—Grita: «¡No hay derecho! ¡No se puede uno portar así! ¡Hoy no se me va a escapar!».

—¿Quiénes siguen en el escenario? —preguntó Michael, y observó los esfuerzos de Nita por reavivar su memoria.

La escuchó enumerar al concertino, la oboísta, los clarinetistas, los bajistas y los violistas.

—Mucha gente —concluyó fatigada.

—¿Dónde está Gabi? —intervino el psiquiatra.

—Allí no, no está allí —dijo ella con amargura, y apretó los puños.

—¿Y Theo?

—Él tampoco está —dijo con la misma inflexión de voz, y relajó las manos.

—¿Pero usted sí está allí? —se apresuró a preguntar el psiquiatra.

—Yo estoy allí. En un rincón.

—¿Y ve a Gabi con vida?

—Recostado en el pilar —le recordó ella en tono de reproche.

—Hablando. Gabi está hablando —dijo el psiquiatra.

Nita empezó a pestañear a toda velocidad.

—¿Está usted detrás de él con una cuerda en las manos?

—No, qué va —dijo Nita sorprendida—. Él está allí y yo estoy aquí.

¡Ya lo ve!, pareció decir el psiquiatra con un ademán.

—Hemos acabado de momento —dijo en voz alta—. Voy a despertarla.

—Pero… Pregúntele una vez más con quién está hablando Gabi… ¡Al menos si es un hombre o una mujer! —suplicó Michael.

—Creía haber acordado con usted que su bienestar estaba por encima de todo. ¿No ve hasta qué punto le resulta cruel esa pregunta? Ya hemos llegado demasiado lejos. Lo que pretendía usted saber, ya lo sabe. Y también sabemos lo que ella quería saber. Esto no es un caso de desdoblamiento de la personalidad. No ha matado a nadie. De momento, nos basta con eso —sentenció, y se volvió hacia Nita.

Michael escuchó sin prestar mucha atención las instrucciones que el doctor Schumer iba dando con voz tranquilizadora a la par que autoritaria.

—Se acordará de todo, salvo de la pregunta sobre con quién estaba hablando Gabi —dijo un par de veces—. Ahora la voy a despertar. Estará más relajada. Se sentirá bien. Descansada. Ahora sabe que no ha hecho nada malo. No ha matado a nadie. No se ha valido de una cuerda para nada. No eran más que fantasías suyas.

Michael escuchó la cuenta atrás y se puso en tensión al oír el sonido de una palmada. Lentamente, a regañadientes, Nita regresó al mundo. Cerró y abrió los ojos, palpó los brazos de la butaca.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó el médico, y ella lo miró con ojos tristes, serenos.

—Bien —dijo sorprendida—. Mejor, diría yo —hablaba con su voz habitual.

—¿Qué recuerda? —preguntó el psiquiatra.

Nita miró a Michael y su boca se relajó.

—No lo hice yo —dijo, y se frotó la frente con un gesto similar al de Ruth Mashiah—. Yo me limité a guardar el chelo en el despacho de Theo, fui al baño, busqué a Theo al fondo del pasillo y, como la luz no funcionaba, volví al escenario.