8
Quienes desean vivir al margen de la vida

El recuerdo del rostro de Joanne Woodward en Las tres caras de Eva volvió a asaltar a Michael en plena reunión, mientras Tzilla repartía entre los presentes, por orden —primero Balilty y luego Michael, y después Dalit, antes de Eli y Abraham—, los cafés y los bocadillos de tortilla que Zippo había traído del puesto yemení de la esquina de la calle Jaffa. Zippo había regresado de la misión sin aliento, resollante, y había depositado las bolsas en medio de la mesa. Sacó de una de ellas un pequeño recipiente, retiró la tapa de cartón con gesto ceremonioso y se empeñó en que todos aspirasen el aroma del auténtico hilbé yemení. Tzilla desvió la cabeza con repugnancia y él le recordó las virtudes medicinales de aquella olorosa especia, muy valiosa para potenciar la virilidad. Con la atención dividida, Michael observó el bocadillo envuelto en papel blanco y grasiento que Tzilla le ponía delante. Mientras contemplaba las manchas de grasa, vio la cara de Joanne Woodward ocupando toda la pantalla, imagen que no sabía a ciencia cierta si aparecía en la película.

La cara se crispó, se contorsionó, transformándose por completo. La protagonista de la película no tenía conciencia de lo que hacía, pensó Michael con pánico mientras la cara se difuminaba y él volvía a ver la mancha de grasa. Las personalidades de la mujer eran independientes. Convivían en un cuerpo, en un alma incluso, sin que la «buena» supiera nada de la «mala». Aunque había vuelto a ver la película hacía pocos años en la televisión, Michael apenas guardaba de ella un recuerdo vago. Pero la manera de hablar de la protagonista cuando interpretaba a su ser maligno le había calado hondo, y el eco de su risa de contralto, ronca y burlona, resonó ahora en sus oídos. Creía recordarla diciendo: «Ella no sabe nada de mí, pero yo lo sé todo sobre ella». En ese momento reparó en que estaba revolviendo y revolviendo el azúcar de su taza y derramando negras gotas sobre la documentación que había preparado Eli. Zippo zampaba ruidosamente y alababa la picante salsa verde a la vez que se la ofrecía a los demás con gesto generoso. Chascó los labios, mascó estruendosamente y se enjugó las puntas del bigote. Dalit estaba sentada entre Michael y Balilty, y este último, a la cabecera de la mesa, dirigía la reunión. Michael tuvo por un momento la impresión de tener a Dalit demasiado cerca, de que la distancia entre ellos se iba acortando, y le pareció que ella avanzaba el codo en su dirección y le rozaba con la rodilla como por casualidad. Quizá era por casualidad, se regañó a la vez que echaba un vistazo disimulado al perfil de la chica, que parecía totalmente ajena a sus contactos. Había sido una buena idea hacer una pausa para tomar un café, pensó Michael mientras masticaba sin entusiasmo el bocadillo empapado en aceite de freír. El descanso había contribuido a disipar el ambiente de tensión que se creó tras el estallido de Bahar contra Balilty.

La infatigable jocosidad de Balilty era en verdad irritante. Incluso tras una noche en vela, no cesaba de soltar chistes ni de interrumpir a todo el mundo con comentarios irónicos sobre las almohadas de pluma.

Entre los papeles repartidos por Tzilla había un resumen del informe del laboratorio, y todos habían estudiado en silencio las fotografías ampliadas de las partículas de plumón. Esas partículas, adheridas al esparadrapo que sirvió para amordazar a Felix van Gelden, eran idénticas a las plumas de su almohada. Los comentarios de Balilty resultaban crispantes, entre otras cosas, porque delataban la vergüenza que le causaba su despiste.

Michael parpadeó para disipar el recuerdo opresivo de Las tres caras de Eva y trató de concentrarse en lo que se comentaba sobre la presunta muerte por asfixia de Felix van Gelden.

—No se requiere mucho tiempo ni mucha fuerza, un minuto basta —dijo Eli Bahar—. Con su enfisema, un minuto de presión con la almohada habrá sido suficiente. Podría haberlo hecho un niño, o una mujer, sin ningún problema.

—Lo que no entiendo es por qué tuvieron que matarlo si sólo pretendían robar el cuadro. Habría sido mucho más sencillo llevárselo cuando él no estaba en casa —dijo Michael.

Balilty asintió con la cabeza, masculló algo, se revolvió en la silla, y después señaló que el propio Van Gelden había encargado a expertos que examinaran el cuadro y que su autenticidad estaba fuera de toda duda, pigmentos incluidos. Luego preguntó con gesto preocupado si podían «concluir que los dos asesinatos eran obra de la misma persona». Sus ojillos se entrecerraron como si le molestara la luz.

—A la vista de la situación, la conexión entre ambos casos no está clara. Puede que Mashiah tenga algo que ver con el cuadro, quizá esté implicado —dijo Dalit con optimismo, y extrajo delicadamente una rodaja de tomate y una tira de pepino de su bocadillo. Señaló con la cabeza el pasillo de fuera, donde Izzy Mashiah aguardaba a que su ex mujer le trajera el pasaporte.

—Tantas complicaciones nos han hecho olvidar las preguntas más simples —dijo Balilty—. Como por ejemplo: ¿quién puede salir ganando? Me refiero al dinero, a las cosas más sórdidas. ¿Quién sale ganando? Aún no hemos visto el testamento de Gabriel, si es que existe. Enseguida lo sabremos. Pero algo es seguro: al quitar de en medio a Gabriel, lo que antes tenía que dividirse entre tres, la casa del viejo en Rehavia, la tienda, todo, se dividirá ahora entre dos. No sé de qué vive la hija. ¿De qué vive?

—De sus ahorros y de una asignación que le pasaba su padre. Pero tiene la intención de retomar la enseñanza, los conciertos y las grabaciones —respondió Michael fríamente, como quien facilita un dato histórico.

—Y su padre le dejó a ella el cuadro. Eso no hay que olvidarlo —dijo Balilty—. ¿Y él?

—¿Quién?

—El maestro.

—Yo en tu lugar no me preocuparía de él. Gana dinero a espuertas, no le falta nada.

—Y también tiene ex mujeres y gastos, igual que Izzy Mashiah, quien quizá será el beneficiario del testamento de Gabriel, si ha dejado testamento.

—Medio millón de dólares no son moco de pavo —reflexionó Zippo en voz alta—. Tienen su importancia.

—La prueba poligráfica demuestra a las claras que Izzy Mashiah no sabe nada del cuadro. Nada que no sepamos nosotros, al menos —señaló Eli secamente.

—Pero también demuestra a las claras, como tú has dicho, que su relación se había torcido, que habían tenido una crisis —les recordó Tzilla. La arruga de su labio superior se veía más pronunciada que otras veces, como si hubiera decidido hacerse indeleble, y confería a la boca una expresión adusta, severa.

—De eso tendremos que ocuparnos, esta misma mañana, tal vez —barbotó Eli, y dirigió la vista hacia Balilty, como en espera de una explosión. Esa cuestión había sido la causante del arrebato de ira de antes del descanso.

—¿Qué crisis? —había argumentado Balilty—. No es más que un pequeño desacuerdo que estás tratando de exagerar para crear una pista.

Eli había inflado los carrillos y expelido el aire ruidosamente. Lo que bastó para que Balilty perdiera el dominio y dijera:

—Ve acostumbrándote a la idea de que ahora soy yo quien está a cargo de la investigación, y yo no hago las cosas como su Majestad —y señaló con un movimiento de cabeza a Michael, quien no dijo nada.

—La dificultad la plantea —reflexionó ahora Michael, tras apartar los restos del bocadillo y encender otro cigarrillo, pese a su resolución de moderar el consumo de tabaco— el dinero que está en juego. Resulta difícil aceptar la idea de que el robo del cuadro no haya sido más que una maniobra de despiste. Que el asesinato de Felix van Gelden haya sido premeditado y motivado por otras causas.

Balilty lo miró largamente.

—¿Así lo ves tú? —preguntó con expresión seria y concentrada.

—Es una posibilidad que debemos tener en cuenta, incluso si ha sido alguien cercano a él, o precisamente por eso.

—¡No lo creo! —exclamó Dalit.

—Nadie te ha preguntado tu opinión —barboteó Tzilla con la vista fija en la mesa.

—No se me ocurre otra explicación si pensamos que el robo, que fue un trabajo bien planeado, profesional, basado en mucha información, se produjo justo cuando estaba en casa. Eso sin mencionar el hecho de que primero lo asfixiaron.

—¡Pero podría haber otra explicación! —protestó Zippo—. Tal vez el viejo los sorprendió con las manos en la masa.

—Tal vez —dijo Michael, haciendo una mueca.

—En todo caso, tú te empeñas en ver una relación entre los dos casos, lo que significa que la muerte del viejo también ha sido un asesinato premeditado —dijo Balilty.

—¿Y tú? —replicó Michael—. ¿De verdad desdeñas la relación entre ambos casos? ¿Se te ocurre una explicación mejor?

Michael vio que Balilty entornaba aún más los ojos, como si fuera muy consciente de las implicaciones del énfasis que Michael había dado a aquel «de verdad», como si estuviera leyéndole el pensamiento: «Tú también te empeñarías en ver una relación entre los dos casos si no hubieras cometido ese estúpido error».

—Si es así, hay que tachar a los dos hijos de la lista —meditó Balilty en voz alta—. Tienen coartadas para la hora en que fue asesinado el viejo —dirigió a Michael una mirada penetrante—. Y en cuanto a la hija —continuó, dirigiendo la vista hacia la ventana que tenía enfrente—, ella estaba en la peluquería. Relájate.

—No estoy tan seguro de que podamos tacharlos. En todo caso, ése no es el motivo de que considere que ambos casos están relacionados —replicó Michael enfadado; plantó el codo sobre la mesa y apoyó la mejilla en la mano, como si quisiera ocultar la tensión de su boca, la dolorosa compresión de las mandíbulas—. Y vuelvo a preguntar: ¿qué hay de las cuerdas?

Balilty suspiró.

—La hija no recuerda si tenía dos o tres cuerdas, ya lo sabes, y lo que yo opino, y ya lo opinaba ayer, es que debemos poner en el punto de mira a todos los que no tienen una cuerda de repuesto fina… No recuerdo cuál es, ¿cómo la llaman?

—La cuerda la. Pero antes hay que esperar a que llegue la respuesta del laboratorio —dijo Michael, y súbitamente sintió que la sangre se le congelaba en las venas y el corazón se le desbocaba. La había dejado sola con la nena. Pero no estaba sola, recordó. Y, además, se reconvino, no había sido ella.

—Ya tenemos la respuesta del laboratorio. La recibí a las cinco de la mañana. Era la cuerda más fina de un chelo —anunció Balilty abruptamente—. Ahora mismo la están comparando con las otras cuerdas de la hija. Usa unas cuerdas especiales.

Sólo el mascar de Zippo rompió el silencio que se hizo en torno a la mesa.

—Bien —dijo Michael pensativo. Sentía un gran vacío en su interior. ¿Y si hubiera sido ella? Si había sido ella, ya todo daba igual.

—La cuerda la de un chelo —repitió Balilty con la vista fija en Michael— es la cuerda que estaba en el piano y la del asesinato. Ayer había allí otros ocho chelistas además de Nita. Y, gracias a que tuvimos el buen sentido de verificar el asunto de las cuerdas al interrogarlos, sabemos que sólo dos de ellos tenían cuerdas de repuesto de ese estilo —consultó rápidamente el papel que tenía en la mano—. Cuerdas la. Lo he comprobado en las notas de Tzilla esta madrugada. Buen trabajo, Tzilla. Pero todos declararon que seguían teniendo el mismo número de cuerdas que cuando salieron de casa. Así que ¿quién sabe?

—¿Qué tal una poligrafía? ¿Y si les hacemos a todos una prueba poligráfica?

Balilty suspiró.

—Sí, sí, ya lo haremos. Antes de nada el laboratorio tenía que confirmarnos si era el arma asesina, porque, gracias a Dios, como dice tu amigo Kestenbaum —lanzó una mirada a Michael—: «Todo contacto deja huella». Células, fragmentos de piel, yo qué sé. Lo importante es que lo han confirmado.

—¿Y Nita van Gelden? ¿Qué cuerdas de repuesto tiene en la funda de su instrumento? —preguntó Eli Bahar expectante.

—Ésa es la cuestión, no tiene las cuerdas re ni la. Sólo tiene… —Balilty volvió a consultar las notas—, la sol y la do, pero, según dice, le parece recordar que utilizó la cuerda la de repuesto hace unos días, y que tú… —señaló a Michael— estabas allí cuando se le rompió.

—Pero yo no sé —dijo Michael, cambiando de postura— si fue una cuerda la, re, sol o do la que se rompió. Estoy tratando de recordar si ella comentó algo, pero sólo recuerdo que me preguntó: «¿Es una quinta?». No dijo más que eso —declaró, y se preguntó si sería su imaginación o realmente veía desconfianza en los rostros de los demás—. Ni siquiera sé leer una partitura —dijo con voz ahogada—. Todos esos términos no significan nada para mí. Ni siquiera «quinta»… en realidad no sé qué significa.

Fue Balilty quien al fin rompió el opresivo silencio.

—No hay por qué apresurarse a sacar conclusiones —dijo en tono paternal—. Aun suponiendo, y no es más que un suponer, que la cuerda fuera suya, de su chelo, y eso no sé cómo puede demostrarse —tragó saliva—, aun suponiéndolo, cualquiera podría haber… —hizo una pausa—. Sobre todo cualquiera que estuviera en su casa, digamos…

—Si estás pensando en Theo —lo interrumpió Michael—, por regla general él nunca ha estado a solas con ella en la casa. Yo he pasado allí mucho tiempo últimamente y más o menos sé quién ha ido de visita. Podrían haberle sustraído la cuerda en el auditorio. Lo que no significa que Theo esté por encima de toda sospecha…

—Debemos verificar de nuevo la historia del maestro —desde que comentaran a primera hora de la mañana que Theo se había resistido a entregarles el pasaporte, Balilty se refería a él llamándolo el maestro («¿Cree que soñaría siquiera con salir del país en un momento como éste?», se había quejado Theo en casa de Nita. «Ni siquiera iría a Japón», añadió sombrío, y volvió a mencionar sus compromisos en Extremo Oriente)—. Por lo que se refiere a Gabriel van Gelden, nunca lo sabremos.

—¿Qué es lo que nunca sabremos? —preguntó Zippo.

—Nunca sabremos dónde estaba cuando asesinaron a su padre —explicó Dalit, y su mirada rebotaba alerta entre Balilty y Michael.

—Claro que lo sabremos —aseguró Michael con firmeza—. Lo sabremos hoy.

—¿Cómo? ¿Cómo nos vamos a enterar? —inquirió Zippo, atusándose el bigote.

—Nos lo dirá su hermano. Theo lo debe de saber.

—¿Cómo lo sabes tú? —preguntó Balilty asombrado.

Michael no respondió. Intentaba reconstruir la situación y los sonidos que había oído mientras estaba en la cocina. Recordaba claramente que Theo imploró: «Puedes explicármelo a mí, por lo menos».

Una vez más, se hizo un silencio opresivo. Balilty tamborileaba con la pluma sobre la mesa, siguiendo un compás de tres por tres. Luego miró a Michael con suspicacia y dijo:

—Prosigamos.

Balilty dirigía las reuniones como si fueran rituales de la Pascua judía. Delegaba tareas, cedía el turno de palabra, se atenía a todas las normas prescritas, y de tanto en tanto le hacía una seña a Dalit y decía: «¿Has tomado nota de eso? ¡Toma nota!». Y Dalit asentía con vehemencia, mordisqueaba su bolígrafo con gesto de concentración y luego se inclinaba hacia Balilty y le susurraba unas palabras al oído. Sus asiduos esfuerzos por hacerse indispensable parecían ir rindiendo fruto. Michael se dio cuenta ya al principio de la reunión de que Balilty comenzaba a depender de ella. Había reparado en cómo Balilty deslizaba la mirada por sus nalgas y sus piernas mientras ella se ponía de puntillas para cerrar la ventana cuando estalló un alboroto entre las mujeres árabes reunidas afuera que reclamaban a unos arrestados desaparecidos, justo en el momento en que empezaban a repicar las campanas de la iglesia ortodoxa. Dalit lo tenía todo en la memoria. Ahora que Abraham les informaba sobre los guantes, el delgado semblante de la chica se volvió inescrutable mientras, con los ojos bajos, anotaba diligentemente todos los datos. Sus mejillas se veían hundidas bajo los prominentes pómulos, lo que le confería un aire austero, casi ascético. Imagen que se desvanecía, o al menos quedaba en entredicho, cuando uno se fijaba en su boca, cuando se contemplaban aquellos hermosos labios llenos que otorgaban una sensualidad sorprendente a su rostro. La barbilla puntiaguda casi desmentía aquella sensualidad, o al menos la teñía de cierta frialdad, de crueldad incluso. Michael se dio un toque de atención para prestar oídos a Abraham. Dalit abrió mucho los ojos y se retiró la mano de la barbilla.

—Cuéntales cómo era el sitio —le indicó a Abraham, como una esposa atenta le recuerda a su marido un detalle importante de un chiste que está contando—. Háblales de la taquilla —le recordó luego, cuando Abraham apenas si había comenzado su relato.

—Ahora iba a llegar a ese detalle —dijo Abraham, y se sonrojó. Como siempre que se ruborizaba, las venillas azules de su cara se pusieron incandescentes y una de ellas empezó a palpitarle en la sien, y, como siempre que le embargaba la timidez, empezó a tartamudear.

Tzilla dirigió una mirada rápida, penetrante y hostil a Dalit, como si estuviera tomando nota mentalmente de que debía incluir aquella imagen en el expediente que estaba compilando en su contra.

—Pero no hay motivos para pensar que Margot Fischer esté implicada en el asunto —dijo Abraham, ya menos ruborizado—. Como he dicho antes, como os he contado, y como se demuestra en las pruebas poligráficas, todo el mundo estaba al tanto de la existencia de los guantes. Alguien debió de quitárselos.

Al principio de la reunión habían hablado mucho sobre aquella contrabajista, Margot Fischer, que llegó sin aliento, confirmó que los guantes eran suyos, quiso saber por qué estaban en manos de la policía y se refirió brevemente a una enfermedad crónica que padecía.

—La enfermedad de Raynaud, se llama —dijo Abraham—. Siempre tiene las manos frías.

La contrabajista había hecho alusión a las bromas de que eran objeto sus guantes de gamuza, que formaban parte del folclore de la orquesta. Se los había regalado una colega de la orquesta de la radio alemana, otra contrabajista que padecía problemas circulatorios. Margot Fischer era de corta estatura, con los brazos excepcionalmente largos, y Michael recordaba que prácticamente desaparecía tras su instrumento.

Abraham habló de sus manos, muy grandes y desproporcionadas con respecto al cuerpo.

—Pero no tan grandes como las de un hombre —observó Abraham, y añadió que los guantes debían de quedarle grandes—. Guardaba los guantes en su taquilla —dijo—, y todo el mundo lo sabía —luego explicó que las taquillas estaban junto a las oficinas—. No —dijo en respuesta a una pregunta de Eli—, cada cual tiene la llave de su propia taquilla, pero además hay una llave maestra. Ella no tiene ni idea de cómo pudieron salir los guantes de la taquilla, pero cuando la presionamos reconoció que puede que ayer se olvidara de cerrarla con llave, porque tenía otras preocupaciones.

Por la manera en que Abraham se inclinaba sobre sus anotaciones, se diría que le había cobrado cierto afecto a Margot Fischer y le daba credibilidad. El día del asesinato, explicó en nombre de la contrabajista, ella no había usado los guantes. Llegó tarde al ensayo y no le dio tiempo a detenerse en las taquillas. Theo van Gelden no soportaba los retrasos y siempre tenía listas unas palabras duras e hirientes para quienes incurrían en ellos. Así pues, Margot Fischer se precipitó al escenario con las manos desnudas y forzó los rígidos dedos hasta que se calentaron y ya no echó en falta los guantes.

—Los días malos —dijo Abraham compasivo— tiene que dejárselos puestos hasta que le llega el turno de tocar.

—Dentro de los guantes no había sangre ni huellas dactilares —se lamentó Balilty—. En el laboratorio opinan que debieron de usar otros guantes de plástico debajo, o quizá una bolsa de plástico. Encontraron un pedacito de plástico dentro, demasiado pequeño para revelar huellas, pero quizá estaba ahí por casualidad. Era muy pequeño —concluyó mirando por la ventana.

—Pero no has comentado nada de las relaciones de Fischer con la víctima —señaló Zippo dramáticamente. Se mordisqueó el labio inferior con sus dentarrones amarillentos a la vez que consultaba las notas que tenía delante.

—No tiene mucho contacto con los demás músicos —explicó Abraham—. Les saca unos cuantos años a la mayoría de ellos. Si la vierais os daríais cuenta de que no puede interesarle relacionarse con ellos. No es… como los demás. Es un poquito rara. Eso que antes se llamaba una solterona chiflada. Tiene un no sé qué de infantil. Parece una solitaria. Theo van Gelden la llama Glenngoulda —dijo tímidamente, como si estuviera traicionando una confidencia a su pesar—. Ella me explicó que la llama así por un famoso pianista que se cuidaba mucho las manos y siempre llevaba guantes. Negros. Ya ha muerto. Me dijo que el pianista se volvió loco, pero tenía las manos aseguradas en millones de dólares.

—No sabemos mucho de ella —indicó Tzilla—. Los guantes son suyos. En este mundo ocurren cosas muy raras, puede que haya actuado como cómplice de otra persona.

—No hay ni que pensar en eso, te lo aseguro —dijo Abraham.

—No han encontrado huellas en el interior, pero la cuerda rasgó el cuero —les recordó Balilty—. Y tenemos como pista ese trocito de plástico.

—Yo he hablado con ella —intervino Eli Bahar—. La interrogué sobre sus relaciones con los hermanos Van Gelden. Me dio la impresión de que no da el tipo. Se ve enseguida que no se complica la vida. Es sencilla, como una kibbutznik. Esa especie de mujer que vive sola con su madre enferma. Por eso fue al aeropuerto, para recoger al hermano de su madre, que viene de América un par de veces al año para visitarla.

—Sí —se apresuró a ratificar Abraham—, eso también lo hemos verificado. Se marchó en cuanto terminó el ensayo, porque llegaba tarde al aeropuerto. Es decir, creía que llegaba tarde. Pero el avión se retrasó hasta altas horas de la madrugada. Una avería en un motor. Hemos verificado la hora de llegada y la lista de pasajeros.

—Quería pasar a ver a su madre después del ensayo, pero renunció a la idea porque llegaba tarde —añadió Eli Bahar—. Se ve que no es el tipo de persona que pueda involucrarse en nada extraño. Es una mujer responsable —explicó.

La mirada de Balilty oscilaba entre Eli y Abraham.

—¿Os habéis quedado colgados de ella o qué? —dijo bruscamente—. Estáis hablando como quinceañeros, los dos. Pero ¿qué pasa aquí? Todo el mundo se enamora de la persona a quien tiene que investigar —echó una rápida ojeada a Michael y se volvió hacia otro lado—. Llegó a casa tardísimo y dejó en la estacada a su madre, y a nosotros también.

—¡Pero si fue a ella a la que dejaron en la estacada! —protestó Eli Bahar—. Lo que le pasó —explicó en tono ofendido— fue que tuvo que quedarse en el aeropuerto hasta que llegó el vuelo de su tío. Estuvo allí horas y horas, sin saber cuándo podría regresar. Cuando por fin llegó a casa, estábamos esperándola a la puerta, en un coche patrulla, y se asustó creyendo que le había pasado algo a su madre, que llevaba sola muchas horas. Se le veía a la legua, no sabe nada de nada —aseguró.

—Y luego, cuando se lo contamos —prosiguió Abraham—, se vio que para ella era un golpe, estaba claro que hasta entonces no se había enterado del asesinato de Gabriel van Gelden.

—Le tenía afecto y lo admiraba mucho, y dio el visto bueno a la prueba poligráfica sobre la marcha —lo interrumpió Eli—. Estamos perdiendo el tiempo con ella, creedme. Era evidente que no sabía nada de nada y que estaba disgustada. No tiene ningún móvil. Si hasta había aceptado participar en su grupo, en el nuevo, ese grupo barroco del que nos has hablado —le explicó a Michael—. Aquí está su declaración, mirad lo que dice —se inclinó sobre los papeles que tenía delante y los hojeó—. ¿Dónde estará? La tenía aquí mismo.

—«Su concepción de la música antigua me parece muy interesante y atractiva» —leyó Tzilla de su copia—. «Y consideraba un honor trabajar a las órdenes de Gabriel van Gelden». —Tzilla alzó la vista y miró a su alrededor—. ¿A qué se refiere exactamente con eso de «concepción de la música antigua»? —preguntó con la vista puesta en Michael.

—Ya nos lo explicará en otro momento —intervino Balilty con frialdad—. Es algo de la música, una especie de teoría. Lo que nos interesa es que le confiscaste el pasaporte.

—Tenemos que averiguar si los guantes le quedan bien a alguien —reflexionó Tzilla en voz alta.

—No se trata de un par de zapatos. Son unos guantes grandes, pueden quedarle bien a cualquiera —dijo Abraham.

—No tenemos el menor motivo para sospechar de ella —insistió Eli Bahar.

—Pero no hay que olvidar que, a veces, las personas que parecen haber renunciado a la vida y a todo, también hacen cosas inesperadas —opinó Dalit, y estiró los brazos. Sus pequeños senos se alzaron bajo la ceñida camiseta.

—¿Qué cosas? —preguntó Tzilla, y su expresión hostil reveló algo muy próximo a la curiosidad.

—Las personas sepultan sus deseos durante años y años, se tragan los insultos, y de pronto estallan —explicó Dalit con gesto lánguido—. Una vez tuvimos una vecina… De pronto, un día, sin previo aviso, cuando ya todo el mundo había dejado de pensar en ella como en un ser humano, cuando sólo se dedicaba a cocinar, a limpiar y a sentarse a remendar ropa delante de la tele por la noche, un día se puso en marcha y…

—¿Cuándo vas a ver a Shorer? —le preguntó Balilty a Michael.

—Hoy mismo, si su hija no se pone de parto —dijo Michael, cabeceando, a la vez que emitía un suspiro inaudible—. O si da a luz y todo sale bien. Tengo que llamarlo por teléfono.

—Tenemos que encontrar al socio de la tienda de música, ése del que nos hablaste —dijo Tzilla.

Michael asintió con la cabeza.

—No era un socio, sino un empleado —explicó, y dirigió una mirada interrogante a Balilty.

—¿Qué hizo esa vecina tuya? —le preguntó Tzilla a Dalit.

—Se escapó de casa —repuso Dalit a la vez que engullía el último trozo de su bocadillo—, con todos los ahorros de la familia. Su marido la estuvo buscando durante muchos años.

—Estamos buscándolo —dijo Balilty, y se encogió de hombros—. No es fácil dar con alguien que vive solo y no habla con los vecinos. Todas las personas implicadas en este caso son especiales, diferentes. ¡Artistas! —infló los carrillos—. Pero este viejo ni siquiera es artista. Su piso está cerrado a cal y canto, como si llevara años deshabitado.

—Desapareció hace bastante tiempo —dijo Michael, y oyó en un eco la voz de Nita exigiendo que le comunicaran la noticia a Herzl—. Hace meses que nadie sabe nada de él.

—Tampoco asistió al entierro del padre —dijo Balilty—. Estuvimos muy atentos.

—Y tenía la llave de casa de Van Gelden —interpuso Eli—, del padre, quiero decir.

—Es fundamental encontrarlo —concluyó Balilty.

—¿Quién se va a encargar de eso? —preguntó Zippo.

—Tú —repuso Balilty—. A partir de ahora, es tarea tuya. Dalit te dará todos los datos.

—Localizar el cuadro va a ser imposible —en la voz de Tzilla sonó una nota desesperada—. Puede que ni siquiera lo hayan sacado del país. Podría estar en cualquier sitio, incluso en el armario del empleado ese, Herzl.

—No sabemos nada con seguridad —masculló Eli—. Apenas tenemos datos. Podría ser al contrario. No hemos hablado con suficientes personas. Aún no hemos recibido el informe oficial del laboratorio.

—¿Qué significa que puede ser al contrario? —preguntó Dalit a la vez que se enderezaba.

Eli Bahar bajó sus largas pestañas.

—Nada especial —repuso, enjugándose la cara—. Se me ha ocurrido otra posibilidad; que alguien supiera que Gabriel estaba al tanto de lo del cuadro, del robo y el asesinato, y que el culpable se haya puesto nervioso y haya querido eliminarlo… Pero aún no tenemos datos de los que se pueda deducir eso.

—¿Y llegó a encontrarla el marido? —le preguntó Tzilla a Dalit de un lado a otro de la mesa.

—En Bogotá, ni más ni menos —repuso Dalit a la vez que recogía las miguitas en el envoltorio del bocadillo—. Había montado un taller de costura, con empleadas a su cargo. Se había convertido en una señora.

Por el aire distraído con que Balilty asignó y explicó las tareas; por la pregunta: «¿Y yo qué, qué quieres que haga?», planteada por Dalit, y por su gesto de desencanto al recibir la respuesta de Balilty: «Tienes que volver ahí, ahora mismo, no podemos dejar solos a los Van Gelden tanto tiempo»; por la flagrante candidez de los esfuerzos de Balilty por aplacar a Dalit elogiando su capacidad para escuchar, con la que lograría que «el maestro y su hermana hablasen»… por todo esto, Michael tuvo la impresión de que la reunión se desintegraba, se agotaba sin que se hubiera llegado a ninguna conclusión. Al oír que llamaban a la puerta, supo que había llegado el final.

—Ahí fuera está una tal Ruth Mashiah que pregunta por usted —le dijo a Michael desde la puerta un policía uniformado—. Dice que han requerido su presencia y la de su marido.

Michael echó una ojeada a Balilty.

—¿Nos encargamos los dos del asunto? —preguntó Balilty.

—¿Por qué no?

—Cuatro ojos ven más que dos —dijo Balilty mientras se levantaba despacio de la cabecera de la mesa—. ¿Ha traído el pasaporte del marido? —preguntó al policía, quien indicó con una mueca que no tenía ni idea.

—Está lleno de periodistas —dijo el policía de uniforme—, cámaras de televisión, reporteros, de todo. Uno ha pasado aquí toda la noche.

—Esto de que la inspección tenga tan ocupado al comisario nos está dando muchos quebraderos de cabeza. Si él estuviera aquí ya habría concedido una rueda de prensa. ¿Te encargas tú de hablar con ellos? —le preguntó Balilty a Michael.

—Ni lo sueñes —repuso Michael con gesto horrorizado.

—¿Entonces me toca a mí? —preguntó Balilty sin el menor entusiasmo—. Hablar con la prensa no se me da bien, y, además, no quiero ver mi cara en todos los periódicos —barbotó. Su mirada vagó por la mesa y fue a posarse en Dalit. Se detuvo y tensó los labios con aire pensativo.

—Tiene que ser alguien con mucha experiencia —se apresuró a señalar Michael.

—Bahar, ¿te haces tú cargo de la prensa? —preguntó Balilty.

—No es el procedimiento regular —se quejó Eli Bahar—. Por lo general es responsabilidad del jefe del equipo.

—¿Quién lo ha dicho? —le espetó Balilty—. Podemos tomar nuestras propias decisiones sobre los procedimientos. ¿Te haces cargo o no?

Eli se levantó sin despegar los labios.

—Dígales que esperen fuera, a la entrada —le ordenó al policía uniformado.

Pero no esperaron fuera. Las cámaras se dispararon en cuanto se abrió la puerta, un fogonazo cegó por un instante a Michael, quien desvió la cara mientras se abría paso a codazos entre la muchedumbre, sintiendo una quemazón en el pecho y la certidumbre cada vez más clara de que todo iba a salir a la luz, incluida la cuestión de la niña. Balilty lo siguió con expresión severa, ambos sordos a las preguntas con las que los bombardeaban, y, sin prestar atención a los gritos de «¡El público tiene derecho a informarse!» y «¡Es un director de fama mundial!», llegaron al despacho del fondo del pasillo donde Izzy Mashiah esperaba a que su ex mujer llegase con su pasaporte.

Durante su interrogatorio, que concluyó a las cuatro de la mañana, Izzy había dicho que su ex mujer tenía una llave de su casa. Su manera de hablar con ella por teléfono, murmurando por el auricular, la cabeza inclinada y de espaldas a Michael, aparentando estar solo, indicó a éste que se apreciaban y compartían una responsabilidad mutua. «Somos muy amigos», había explicado Izzy Mashiah cuando se empeñó en llamarla y despertarla una hora después de que terminara el interrogatorio, para que no se enterase de la muerte de Gabriel van Gelden por los periódicos o las noticias de las seis de la mañana, que siempre escuchaba compulsivamente. Michael le hizo una seña a mitad de la conversación, Izzy levantó la cabeza, dijo: «Perdóname un momento», escuchó a Michael y repitió por el teléfono la petición de que le trajera el pasaporte.

—No sé para qué —le oyó decir Michael en voz muy alta, indignada, para que él lo oyera bien—. Si lo quieren, por algo será. Eso lo sabes tú —dijo con énfasis—, pero ellos no. ¿Por qué iban a saberlo?

Izzy habló de otros temas con su ex mujer, mencionó a una tal Irit, a quien debían comunicarle con delicadeza la muerte de Gabi.

—¿Quién es Irit? —preguntó Michael cuando Izzy colgó, la mano oscilando sobre el aparato como si estuviera a punto de marcar de nuevo.

—Mi hija —dijo Izzy, y se cruzó de brazos como para demostrar su resignación ante la perspectiva de pasarse las horas en espera de la llegada de su ex mujer y de su pasaporte.

Ahora Michael escudriñaba a la mujer menuda que los miró a los ojos, primero a él y luego a Balilty. Tenía unos ojos castaños pequeños y rasgados, enmarcados por arrugados párpados que pugnaban por mantenerse abiertos, y rodeados de un entramado de finas arrugas. Éstas cubrían también sus mejillas, moteadas de pecas, que salpicaban profusamente su naricilla. Todo en ella era pequeño y arrugado, salvo una zona lisa en torno a su boca. Tenía el pelo castaño claro, corto y rizado, entreverado de gris. Sus apergaminadas manos, punteadas por manchitas de un marrón dorado, descansaban sobre la mesa metálica del despacho, y sus dedos, finos y cortos, de uñas pálidas y aplastadas, tamborileaban sobre ella como sobre un teclado.

Al entrar en el despacho con Balilty, Michael había advertido que la mujer retiraba una mano de las de Izzy y la dejaba sobre la mesa. Sus dedos, incluido un pulgar con la uña amoratada, comenzaron a moverse en cuanto Michael tomó asiento frente a ella. La mujer señaló un sobre que tenía delante.

—El pasaporte de Izzy, tal como me lo ha solicitado —dijo, y dirigió a ambos hombres una mirada de declarada curiosidad. Un fogonazo de rabia alumbró fugazmente sus ojos rasgados y se frotó la frente como si quisiera borrar una mancha invisible.

—Señora Mashiah —dijo Balilty, y ella dejó de frotarse la frente—. También tenemos que hablar con usted.

—Sí, cómo no —dijo ella con voz clara y juvenil—. Ya me lo imaginaba —agregó enfadada, y apretó los labios. Luego los despegó para decir—: Pero tendrán que disculparme si no me concentro mucho —y miró a Michael a los ojos—. Porque me he resbalado en la bañera y me he hecho daño y, además, desde anoche tengo un dolor de cabeza horrible —se señaló el centro de la frente—. Y después, al saber lo de Gabi… —enmudeció, extendió las manos sobre la mesa, miró a Balilty y se quedó a la espera.

Izzy emitió un largo suspiro. Fue el único sonido que se oyó en el despacho durante unos segundos. La señora Mashiah miró en derredor, expectante.

—Entonces, ¿querían hablar conmigo? —dijo con voz autoritaria e impaciente.

Aquella voz le sonó familiar a Michael, creía haberla oído recientemente en un contexto muy distinto. Y esa sensación se hizo más intensa cuando ella añadió un apremiante: «¿Y bien?». Balilty se lanzó primero. Sacó unos formularios de un cajón del archivador. Michael conocía esa técnica, él mismo la había utilizado en más de una ocasión. Balilty se sentó despaciosamente, extrajo un rotulador del bolsillo de su camisa y comenzó a preguntarle los datos personales. Ella comunicó pacientemente su nombre, dirección y ocupación. Oírla decir «asistente social» refrescó la memoria a Michael. De pronto tuvo la clara sospecha de que ya sabía dónde había oído su voz. Con excepcional alarde de formalidad, tal como solía conducirse cuando no pisaba terreno firme, Balilty le preguntó dónde trabajaba. Ella respondió con una sonrisa amable:

—Soy la directora de la Agencia de Bienestar Infantil del Departamento de Asuntos Sociales.

La mano de Balilty, gruesa y sólida, se detuvo sobre el formulario. La habitación comenzó a girar sobre sí misma. Balilty ni siquiera miró a Michael de reojo. Y esa falta de contacto visual delató sus pensamientos. A Michael le costaba concentrarse para recordar lo que sabía de la directora de Bienestar Infantil. Sólo podía basarse en los informes de la sargento Malka, transmitidos por Tzilla, y en una conversación telefónica muy breve. Había tenido lugar antes de la primera visita de la enfermera Nehama, y Michael recordaba la voz clara y juvenil y el tono autoritario a la par que tranquilizador con que le había hablado. Según Tzilla, Malka sentía un respeto rayano en el temor por la directora, y no cesaba de hablar de lo inteligente que era. Michael le había descrito a Balilty la Agencia de Bienestar Infantil como un organismo amenazador, siniestro casi. De la enfermera Nehama no le había contado nada.

Justo antes de la reunión matinal, Tzilla había respondido a la mirada de ansiedad de Michael diciendo:

—Sin novedad. Aún no han descubierto nada —le dijo de mala gana y con amargura, para expresar una vez más los reparos que le inspiraba el asunto.

—De todas formas, ahora no servirá de nada. Me quitarán a la niña aunque no encuentren a la madre.

Y Tzilla se encogió de hombros como quien dice: «La culpa es tuya».

—Aun cuando no estuviera trabajando en el caso. Por mi mera relación con Nita. Ahora no puedo alegar que estoy criando a la niña. Pase lo que pase, estoy perdido.

La expresión de Tzilla se dulcificó.

—Malka me ha dicho que aún no ha recibido noticias de la Agencia de Bienestar Infantil —dijo en tono alentador, queriendo suavizar las críticas previas.

—No lo ha anotado —le advirtió Ruth Mashiah a Balilty, y volvió a frotarse la frente.

Balilty se inclinó precipitadamente sobre el formulario y garrapateó unas notas. Luego alzó la cabeza, miró a Michael y dijo:

—Me voy a llevar a este caballero a otro despacho para poder charlar a solas, ustedes quédense aquí —habló en un tono conspiratorio, como si estuviera despejando el campo para un encuentro íntimo, incluso romántico. Michael estaba a punto de protestar, pero Balilty le dirigió una mirada admonitoria y señaló la puerta con un gesto.

—Tendrán que disculparnos un momento —se apresuró a decir Michael.

Se levantó de un salto y salió seguido de Balilty. En el pasillo, conferenciaron en susurros, y luego Balilty, después de girar la cabeza en todas direcciones como una veleta y de echar un vistazo al rellano superior de la escalera, alerta ante posibles peligros, dijo sin mirar a Michael:

—No estoy dispuesto a meterme en esto. Primero pon los asuntos en orden con ella, o manda a alguien en tu lugar, a Tzilla, por ejemplo. Si no lo haces, me interrogará sobre tu relación con Nita y al final me la cargaré yo. Sabe cómo te llamas, no se le escapa nada. Tú mismo la has visto… no hay quien la engañe. ¿Cuándo vas a ver a Shorer?

—Shorer no va a resolverlo. Es demasiado tarde para que Shorer haga nada —dijo Michael con amargura—. Ya no hay quien lo arregle. Pero quiero que me digas si lo sabías.

—¿El qué? —preguntó Balilty confuso—. ¿Si sabía qué? ¿Que te iban a quitar a la niña?

—No, que era la directora de la Agencia de Bienestar Infantil.

—¿Te has vuelto loco? —replicó Balilty ofendido—. ¿Cómo quieres que lo supiera? ¿No has visto el susto que me he llevado? Tú mencionaste un apellido distinto, nada que ver con Mashiah. ¿Quieres que le pida a Tzilla que la interrogue?

—No —dijo Michael, y una serenidad extraña, onírica casi, descendió sobre él. Un sentimiento fatalista—. Haremos lo que tú has dicho. Tú comentas con él los resultados de la prueba poligráfica y yo hablo con ella. No veo la dificultad por ningún lado. Me considero perfectamente apto para interrogarla.

Y así lo hicieron. Izzy Mashiah siguió a Balilty cabizbajo y, al llegar a la puerta, dirigió una mirada de desesperación a su ex mujer, que lo tranquilizó con un gesto como quien da ánimos a un niño al que se deja en el colegio por primera vez. Luego se frotó la frente y se volvió para mirar a Michael. Durante unos minutos guardaron silencio, luego ella lo rompió al decir con mucha calma:

—Izzy me ha hablado de usted. Yo conozco su caso desde otro punto de vista. ¿Es usted la persona que vive con Nita van Gelden y su hijo y la niña que encontró? —planteó la pregunta con naturalidad, como si fuera lo más normal del mundo—. En vista de su interés en el caso, me sorprende verlo implicado en la investigación. En nuestra profesión somos muy estrictos a la hora de separar la vida privada del trabajo. ¿No lo consideran también importante en la policía?

Michael no dijo nada.

—Ya que sabe a qué me dedico, sería de esperar que respetase mis horarios y no me tuviera aquí durante horas y horas. Es evidente que Izzy no tiene nada que ver con este asunto, y yo tampoco, desde luego.

—Yo la conozco como Ruth Zellnicker, no como Ruth Mashiah —dijo Michael a la defensiva.

—Es mi apellido de soltera. Entré en la agencia antes de casarme y me siguen conociendo por ese nombre —explicó a la vez que se enderezaba.

—¿Estuvo en algún momento en las inmediaciones del auditorio ayer, día del asesinato? —preguntó Michael como si ella no hubiera dicho nada—. ¿Vio ayer a Gabriel van Gelden?

Ruth Mashiah lo miró con gravedad y ladeó la cabeza. Tenía un cuello largo, fino y muy arrugado. Luego respiró hondo, se recostó en el respaldo y empezó a hablar. Sí, había estado cerca del auditorio la víspera, por la mañana. Por lo visto, a la hora del ensayo.

—Pero no entré —dijo con énfasis—. Y la última vez que vi a Gabriel fue… hace unos días, una semana quizá, acerqué a mi hija a su casa. Y le llevé unos libros.

Como tenía el coche en el taller y necesitaba salir de la ciudad, explicó, fue a recoger el coche de Izzy al auditorio, porque ese día lo estaba utilizando Gabi. Para facilitar las visitas de su hija, ella tenía un juego de llaves del coche de Izzy y también la llave de la casa de la pareja. Sus relaciones con Gabi eran muy correctas, añadió, e incluso le tenía afecto. Irit, su hija, estaba muy unida a él. Ella no había hablado mucho con él. A Theo apenas lo conocía. Sólo lo había visto una vez, en la celebración de la circuncisión del hijo de Nita. Gabi solía consultarle su opinión con respecto a Nita, y lo había hecho sobre todo durante el embarazo, cuando Nita parecía a punto de venirse abajo. «Me contó que había abandonado completamente la música, y eso nunca había sucedido antes». Ella se había mostrado en contra de un aborto, sobre todo debido a la edad de Nita. «No es conveniente abortar la primera vez que te quedas embarazada si ya tienes treinta y siete años. Además, Nita deseaba tener el niño». Había hablado con ella y le había sugerido que solicitase ayuda profesional, psicológica, ese tipo de cosas.

A Felix van Gelden no lo había conocido. Lo había visto alguna vez pero sin llegar a hablar con él. «Excepto en la tienda», añadió con un leve y sarcástico encogimiento de hombros. Como era una buena chica, que escuchaba música y tocaba el piano, iba a comprarle la música a él. Además recordaba a la madre, la había impresionado mucho por su altura y su pelo rubio recogido hacia atrás en un moño. «Tenía planta de aristócrata», reflexionó en voz alta. «¿No conocía usted a la madre?».

Michael negó con la cabeza. Decidido a que la conversación no se saliera de los límites marcados por el caso, mantenía a raya todo indicio de familiaridad, pero, mientras la escuchaba con esfuerzo, mucho se iba temiendo que no tardarían en saltarse esos límites.

Estaba conmocionada, cómo no, dijo Ruth Mashiah con su gutural acento sabra[3] y la franqueza que había caracterizado su manera de hablar desde el principio. Pero no se podía permitir dar rienda suelta a sus sentimientos en un momento así, estando Izzy al borde del colapso. Miedo le daba pensar cómo iba a asimilar la muerte de Gabi, sobre todo una muerte así, considerando lo unido que estaba a él. Por su parte, prosiguió, ella había presenciado tantos horrores, en el trabajo y fuera de él, que para ella era una segunda piel mantener las distancias y ser reservada en la expresión de sus sentimientos. «Y a veces incluso en el propio sentimiento», añadió con una sonrisa que rejuveneció su rostro al apretar el entramado de arruguitas de sus mejillas y poner un centelleo en sus ojos, revelando de pronto el encanto juvenil que antaño debió de poseer. «Puedes llegar a trastornarte si no tienes cuidado», dijo, y la sonrisa se desvaneció. A pesar de que Izzy era relativamente joven —ella le sacaba unos cuantos años—, continuó con voz preocupada, padecía graves problemas de salud.

—Se derivan en parte del asma y las alergias que sufre. La gente no sabe hasta qué punto puede ser grave el asma. Mortal, a veces.

—Cuénteme, por favor —dijo Michael—, cómo han logrado mantener una relación tan amistosa. ¿No le molestó que la abandonara por un hombre?

Ella adoptó un aire pensativo.

—¿En contraposición a que me abandonara por una mujer, quiere decir? —preguntó.

Michael la miró y vio que sus ojos lo observaban con gran seriedad.

—No lo sé —reconoció, consciente del interés que le había suscitado la pregunta de Ruth Mashiah—. En parte, quizá. Pero, en general, me refería al hecho de ser abandonada. Por cualquiera.

—No sé si tiene importancia que el agente externo sea un hombre o una mujer. Supongo que sí. Aunque, a decir verdad, en nuestro caso al menos, la dificultad principal fue desmantelar una estructura de vida, deshacer la familia.

—Continúe —dijo Michael.

—Por lo que se refiere a la relación de hombre y mujer, o, dicho de otro modo, al aspecto romántico, nuestro matrimonio se había agotado mucho antes de que Izzy conociera a Gabi. Éramos buenos amigos, nada más. En cuanto se conocieron supe lo que iba a pasar, desde el principio. Pero eso está relacionado con cuestiones íntimas en las que no quiero entrar ahora. Sólo estoy dispuesta a decir que la separación me permitió, o me obligó, más bien, a realizarme como persona y a enfrentarme a mi propia realidad. Izzy nunca me engañó. No tengo motivos para guardarle rencor —volvió a frotarse la frente, se estiró la comisura de los ojos, como si pretendiera enderezarlos, posó las manos en el regazo, ladeó la cabeza y dijo—: Usted está divorciado.

Michael asintió con un gesto. Muchos años atrás había comprendido que, con objeto de crear un ambiente de franqueza en un interrogatorio, y en especial en uno de aquellas características, era necesario que él también se abriera.

—¿Tiene hijos?

—Un hijo. Ya es mayor.

—¿Cuántos años tenía cuando se divorciaron?

—Seis.

—¿Y lo ha criado usted?

Michael se encogió de hombros.

—En parte. Todo lo posible.

—Un divorcio hostil —dijo ella comprensiva—. No fue una separación amistosa.

—No particularmente —reconoció Michael—. Pero en estos últimos años… la situación ha mejorado.

—Pues bien, a usted le resultará difícil comprenderlo. El caso es que nuestra hija ha sido un factor decisivo. Había que hacer un esfuerzo por ella. Y, además, básicamente nos tenemos afecto —tomó aliento y agregó—: Y todos estos años, hasta que conoció a Nita, ¿ha vivido solo?

—Más o menos. Ha habido unos cuantos experimentos fallidos —respondió Michael sin pensarlo. Por un momento, el rostro de Avigail revoloteó tristemente ante sus ojos. Luego se desvaneció.

Ruth Mashiah lo miraba con los ojos muy abiertos.

—Quiere quedarse con la niña —dijo al fin.

Michael intentó tragar saliva. Tenía la boca como la lija. Asintió con un gesto.

—¿Y usted no es el padre del hijo de Nita?

—No, no lo soy —reconoció.

—De hecho, lleva muy poco tiempo con Nita. Nita se lo contó a Gabi y él se lo contó a Izzy. No sabía que Izzy me lo contaría a mí.

—¿Por qué no lo sabía? —Michael se enderezó.

—¿Quién? ¿Gabi? —sonrió—. ¿Es que no sabe nada de las parejas? ¿No se da cuenta de que mi relación con Izzy inspiraba sus reservas a Gabi? A veces sentía celos. No le gustaba que Izzy me lo contara todo, o casi todo.

—Pensaba que entre hombres habría más… yo qué sé.

—Las parejas son parejas. En este sentido, no hay diferencias entre las parejas heterosexuales y las otras. A decir verdad, me da la impresión de que en su caso los celos a veces son más agudos. Entre ellos hay más dependencia mutua, tal vez debido al aislamiento al que se creen condenados. La relación de Izzy y Gabi era así. En fin, a lo que iba, sé que lleva usted muy poco tiempo con Nita.

—Eso no tiene importancia —arguyó Michael.

—Así, de pronto, ¿quiere tener una familia instantánea? ¿Con una niña hecha a medida?

—¿Qué hay de malo en ello? —objetó Michael, tragando saliva a duras penas.

—No hay nada malo en ello. En principio. Salvo que tenemos una larga lista de espera y no soporto que nadie se cuele. Además, usted es padre soltero, y si contaba con Nita como compañera, ahora mismo no está a la altura de las circunstancias. Y, lo que es más importante, y a esto no me referiré más que aquí entre nosotros, para que no me tomen por loca, lo que es más importante, como decía, es que usted es policía, detective, y, según tengo entendido, es muy bueno en su trabajo.

—¿Qué tiene que ver eso? —estaba pasmado. Se había preparado para que le hablaran del estado mental alterado de Nita, de la relación de Nita con dos asesinatos, e incluso de que era una presunta sospechosa, y sobre todo esperaba un veredicto, formulado en términos profesionales, sobre la falta de estabilidad emocional dadas las circunstancias.

—Tiene mucho que ver. Siempre tenemos en cuenta la situación laboral de las familias adoptivas. Comprenderá que lo importante no es que alguien quiera un niño, sino el bienestar del niño.

—Pero si hasta la enfermera Nehama dijo que…

—No estoy diciendo que no hayan cuidado bien a la niña. Hasta ahora, por lo menos —dijo Ruth Mashiah. Su expresión se tornó dura, concentrada, agresiva. Adoptó un tono crítico para decir—: La información que nos facilitó no era precisa.

Michael no dijo nada.

—Pero lo importante, como he dicho, y sin que salga de aquí, es que usted es detective.

—¿Por qué? —su voz se alzó con indignación—. Cuento con ingresos fijos, pagas extras…

—Si Nita hubiera podido proporcionar un equilibrio… Pero ella tampoco goza de estabilidad. Cuando esto termine, reanudará sus giras por el extranjero… Y es imposible predecir cuánto va a durar su relación. Es dudoso que logre sacarla adelante.

—¿Qué es lo que tengo que sacar adelante? —Michael percibió el tono agresivo de su voz y se llamó al orden.

—¿Considera una coincidencia que haya vivido solo todos estos años? Me he enterado de unas cuantas cosas sobre usted, ¿sabe?

—¿Se refiere a los horarios de trabajo cambiantes y…?

—También a los horarios —lo interrumpió Ruth Mashiah—. Pero eso queda en segundo plano comparado con todo lo que he averiguado sobre usted en estos últimos días. He leído su historial de cabo a rabo. Los padres solteros lo tienen muy difícil, y oficialmente usted es padre soltero. ¿Me va a decir que su plan es vivir con Nita?

—En un principio no era mi intención —reconoció Michael, tras decidir que ser honrado y sincero era lo mejor en aquellas circunstancias—. Pero las cosas cambian.

—No es un fundamento suficientemente sólido —afirmó ella—. Estamos hablando de una niña que tiene toda la vida por delante, y usted no puede proporcionarle estabilidad.

—Eso no hay manera de que lo sepa —protestó enfadado.

—¿Por qué no? ¿No se puede saber nada de los demás? ¿No se pueden sacar conclusiones a partir de lo que se sabe de ellos y de su personalidad? Le estoy diciendo que he leído toda la documentación de los archivos policiales relativa a usted.

—¡Es información confidencial, para uso interno exclusivamente!

—Desde el momento en que nos presentó su solicitud, renunció usted a la confidencialidad —le recordó ella serenamente—. Incluida la confidencialidad médica. Convendrá usted conmigo en que hay que verificar estos extremos antes de abandonar a su suerte a una niña de ocho semanas.

—¡Abandonar a su suerte!

—Si la adecuación de la familia adoptiva no es óptima, podría considerarse abandono. Le repito que, por lo que he averiguado de usted, sé que comprende muy bien lo que estoy diciendo. Es más que capaz de ver las cosas desde mi punto de vista. Su personalidad, y disculpe que sea tan directa, su personalidad no es adecuada para formar una familia adoptiva uniparental.

—No entiendo qué le confiere el derecho a sacar conclusiones tan precipitadas, sin siquiera haber hablado conmigo —alegó Michael mientras trataba de contener el pánico, el dolor y la ira que lo inundaban.

—Su dedicación al trabajo es obsesiva, hasta el extremo del agotamiento. Pasa días enteros sin pisar su casa. Además, nos hemos informado sobre su personalidad, su gusto por la soledad, su reserva, su perfeccionismo; he leído los informes que redacta; todo ello es inherente al carácter de un detective auténtico.

—¡No lo puedo creer! —barbotó Michael—. No tengo ni idea de qué me está hablando. La tenía por una mujer racional. No comprendo qué insinúa.

—Conque no, ¿eh? ¿No le gustan las novelas de detectives?

Michael la miró para asegurarse de que hablaba en serio, de que esperaba una respuesta a su pregunta.

—No me gustan las novelas de detectives —dijo al fin—. No veo qué relación tiene eso…

—¿No le gustan? ¿Cómo es posible? Qué lástima. Yo soy adicta a ellas —confesó—. Y Gabi también. Era una de las cosas que teníamos en común. Intercambiábamos libros y… —suspiró—. Hace pocos días le dejé uno de un escritor holandés que le gustaba mucho. Sitúa la acción en la China del siglo VII. No se imagina cuánto se aprende de China en sus libros. Se puede aprender mucho de las historias detectivescas en general.

—Oiga —dijo cansinamente Michael—, Dostoievski no estimaba necesario recurrir a esos métodos de enseñanza.

—Pues sí —prosiguió, testaruda, Ruth Mashiah—, el holandés del que le hablo fue diplomático en Extremo Oriente, y aunque puede que no sea un escritor excelente, su protagonista es fascinante, un fiscal llamado Dee, que también vive solo. ¿Por qué no le gustan las novelas de detectives?

Michael se encogió de hombros. Aquella conversación le parecía surrealista, pero, aun así, sentía la necesidad de responder con franqueza, como si el mero esfuerzo de responder a todas las preguntas con sinceridad fuera a impresionarla favorablemente y a transformar la situación.

—Me resultan de lo más irreal. No tengo paciencia para leerlas. Se adivina el final desde el principio. Queda todo muy forzado. Salvo en el caso de Crimen y castigo y en La nieve estaba sucia de Simenon. Ésas sí podría releerlas.

—¡Pero si Crimen y castigo no es una historia de detectives! —argumentó ella.

—Mi profesor de literatura del colegio decía que era un clásico de la ficción policiaca —dijo Michael con una media sonrisa, avergonzado por sus patentes esfuerzos, casi infantiles, para cautivarla.

—No es una historia policiaca porque se centra en los problemas de conciencia del asesino. Lo que interesa al lector de Crimen y castigo no es quién ha matado a la anciana, ni tampoco si van a atrapar al asesino, aunque esto proporcione la clave del suspense. Lo interesante es cómo vivirá Raskolnikov el resto de su vida tras el asesinato. Cómo llegará a asimilar lo que ha hecho.

—Con eso me demuestra que conoce los puntos débiles de las novelas de detectives. La nieve estaba sucia está en la misma línea de Dostoievski. Las novelas detectivescas normales nunca hablan de lo que sucede en la mente del asesino. —Michael titubeó, sin saber hasta qué punto podría ser beneficioso enfrascarse en una charla de ese tipo. ¿Lograría deslumbrarla si hablaba con seriedad? La necesidad de deslumbrarla lo llenó de rabia una vez más. Además, ¿cómo saber lo que podía impresionarla? Ruth Mashiah no era una mujer simple, nada que ver con la enfermera Nehama, por ejemplo. Y precisamente por eso, se sentía impulsado a hablar de una manera superficial, provocadora casi—. Los sospechosos de la ficción policial no son muchas veces más que un recurso para urdir la trama. No son personajes reales. Y siempre se produce un asesinato. Y al final siempre se da una solución. Pero nunca se sabe qué les sucede después a los personajes. Salvo cuando el asesino muere al final, lo que resulta muy cómodo. Y en este tipo de literatura apenas se toca la cuestión de las dificultades que presenta probar un caso en los tribunales, y cuando se toca, como en las novelas de Perry Mason, todo resulta muy ficticio. Las cosas se resuelven siempre muy deprisa. Y, por lo general, se consigue aclarar todo.

—¿Qué problema ve en eso? —preguntó Ruth Mashiah sorprendida—. ¿No le gustan las reglas del juego? Gabi solía decir que veía muchos puntos en común entre las novelas de detectives y la ópera, una lógica compartida.

—Todo está al servicio de la trama, del misterio —perseveró Michael—. No queda espacio para respirar, ni para la belleza. Ni para las digresiones del tema central. Todo es funcional. Una conversación como la que estamos manteniendo no podría aparecer en una historia de detectives, porque no es funcional. No tengo paciencia para leerlas. Mi trabajo ya me proporciona suficientes misterios. Y, pase lo que pase, el desenlace siempre es decepcionante. O bien sabes con excesiva antelación quién es el asesino, o bien tienes la impresión de que te han timado, de que el escritor se ha sacado un as de la manga.

—¡A nadie le gustan las novelas de detectives sólo por el componente de misterio!

—¿No? ¿Entonces por qué gustan?

—Por muchas cosas. El suspense, el misterio, no es más que una parte del pacto, del acuerdo entre el escritor y sus lectores, y lo cierto es… —Ruth Mashiah enmudeció a la vez que Michael despegaba los labios para hacer un comentario sobre los pactos secretos; comentario que al final se tragó.

Durante los segundos de silencio que siguieron, Michael cavilaba si realmente ella sería capaz de arrebatarle a la nena. ¿Cómo es posible que no comprenda que yo, y solamente yo, puedo darle muchísimas cosas? Una idea opuesta se mofaba de aquella queja. «Buscan a alguien convencional», se recordó, «una familia cariñosa y normal». ¿Qué iba a hacer si le quitaban a la niña?, se preguntaba aterrorizado mientras observaba a Ruth Mashiah, que lo escudriñaba con la cabeza ladeada. ¿Qué haría con todo lo que había comprado, con la cuna que había encargado, el armarito de la nena, los juguetes? Esa preocupación mezquina lo sorprendió y avergonzó. No iban a quitársela, se tranquilizó, no se la iban a quitar tan deprisa. Lucharía hasta el final.

—Por encima de todo, es el sentimiento de inocencia el que lleva a la gente a leer historias de detectives.

—¿El sentimiento de inocencia? Ah, claro, ¡el sentimiento de inocencia!

—Sí, eso creo yo. Todos cargamos con un sentimiento de culpa —dijo ella sin tomar en cuenta las burlas de Michael.

—¿Ya qué se debe ese sentimiento?

—No sé si aceptará lo que voy a decirle —dijo ella con un suspiro—. Pero, dicho en pocas palabras, el sentimiento de culpa emana del deseo de matar al padre. Al menos en el caso de los hombres.

—¡Edipo, ay, Edipo! —exclamó Michael, y se quedó en silencio un largo rato—. Pues bien, no es de extrañar que a mí no me haga falta ese sentimiento de inocencia. Mi padre murió cuando yo era pequeño —luego, al ver desencanto en los ojos de ella, y cómo tensaba el cuerpo aprestándose a explicarle lo que él ya sabía, es decir, que no había relación alguna entre el hecho real de la muerte del padre y el sentimiento de culpa, y también a causa del exceso de simplificación en que había incurrido, exceso del que de pronto se avergonzaba, y movido asimismo por la rabia que le inspiraban aquellas explicaciones psicológicas de tres al cuarto, añadió—: ¿Está diciendo que el lector de novelas de detectives se siente aliviado de sus sentimientos de culpa porque no es el asesino?

—Se identifica por completo con el detective y su sentido de la justicia. Mientras está embebido en la novela, se cree uno de los buenos. Además, está tan solo y tan condenado a la eterna soledad como el detective. Al menos, hasta que se desvela la verdad.

—¡No sé de qué me habla! —le espetó Michael de pronto. Para su sorpresa, las palabras de Ruth Mashiah despertaban en él mayor inquietud que si le hubiera planteado las previsibles cuestiones relativas al tiempo que podría dedicarle a la nena, a su capacidad para superar las crisis familiares, a Nita.

—Le estoy hablando de que le he analizado y tiene usted la típica mentalidad de detective. Un detective no se puede permitir casarse, y si se casa, se mete en problemas. Y, en todo caso, es incapaz de crear una familia. Así han sido las cosas desde Sherlock Holmes, tal vez incluso desde Edgar Allan Poe.

—De joven leía novelas de detectives —dijo Michael enfadado—, y no recuerdo que plantearan nada de eso.

—Pero tal vez sí recuerde la soledad del detective de las novelas —comentó ella con un deje de burla—. En la ficción se exagera más, sin duda, pero ahí está la idea, siempre presente. Incluso en el inspector Maigret. Estoy segura de que ese personaje de Simenon le gusta.

Michael asintió con un gesto.

—Y hay una señora Maigret —recordó de pronto.

—Sí —ratificó ella—, está ahí para traerle las zapatillas por la noche y servirle la sopa. ¿Recuerda que Maigret hable en serio con ella una sola vez? Viven como dos desconocidos.

—¿Porque él es detective? ¿Qué tiene que ver con que sea detective? La señora Maigret es una mujer simple, mientras que el inspector…

—No puede saber si es simple o no. No la conoce en absoluto. Sólo sabe que cumple con sus funciones de ama de casa y que Maigret ni siquiera se ha enamorado en los últimos años. Sentirse atraído por alguien es lo máximo a lo que ha llegado, y fundamentalmente por curiosidad y por el deseo de descubrir la verdad. Los detectives no se enamoran de verdad. Sienten una atracción pasajera y nada más. En la mayoría de los casos, al menos.

—Suponiendo que tenga razón —se rindió Michael al fin—, ¿qué tiene eso que ver con mi niña?

—No diga «mi niña». ¡No es suya! —dijo ella abruptamente—. Usted es una solución temporal. La policía está buscando a la madre. Debe estar preparado para despedirse de ella.

—No puedo ni pensarlo —dijo él con la cabeza gacha.

—Tiene que pensar en lo que es mejor para ella. Tal vez no está usted hecho para ser padre de familia —le explicó. Al verle despegar los labios, añadió—: Discúlpeme. Quizá ya está preparado para serlo, pero es demasiado pronto para saberlo. Los detectives casi nunca tienen relaciones íntimas. Les falta la confianza de base. La manera en que usted trabaja también indica que no confía en los demás.

Michael se sintió palidecer de ira.

—Estamos en la vida real —dijo con voz estrangulada—. ¡Debería aplicar unos criterios serios! ¡Aunque esto sea una conversación entre usted y yo! Cómo es posible que, basándose en noveluchas de detectives… una persona de su categoría profesional… hable con tanta irresponsabilidad…

—¿Noveluchas por qué? —protestó ella—. ¿Son noveluchas las obras de Simenon? ¿O las de Chandler? En ellas se muestra la tragedia esencial de la figura del detective. El precio que ha de pagar por conocer la verdad.

—Estoy harto de hablar de novelas de detectives —dijo Michael, nervioso pero tajante—. Me ha dejado pasmado al afirmar que no valgo para padre de familia. Es una irresponsabilidad, por no decir una impertinencia —dijo alzando la voz.

—Está enfadado porque sabe que quizá tenga razón —replicó ella serena.

Michael sintió un hondo temor al darse cuenta de que se encontraba en una de esas raras ocasiones en que un interrogatorio se le escapaba de las manos. Al mirar a aquella mujer menuda, los ojos rasgados que lo observaban con fijeza, los pequeños y hábiles dedos, el pulgar amoratado, sentía que ella no pretendía tenderle una trampa, que hasta cierto punto merecía su confianza, mas no por ello dejaban de hacerle daño sus palabras. Se reafirmó en su impresión de que las rotundas aseveraciones lanzadas por su interlocutora no reflejaban en absoluto sus más vivos deseos. Quería hablarle de lo que pretendía decir al acusarla de «impertinente» e «irresponsable», quería hablarle de Avigail, de aquella relación predestinada al fracaso. Quería contarle que no había sido culpa suya, que él no había tomado la decisión de romper. Pero esos deseos quedaban en un segundo plano en comparación con el de protegerse de ella y reencauzar el interrogatorio por la vía normal. Al propio tiempo, sabía que la vía normal no existía. Sintió súbitamente que aquella conversación irrelevante, tan amenazadora para él, podría llevarlo a lugares que desconocía por completo.

—Explíqueme qué pretende decir y luego dejaremos el tema. Dígame por qué no soy…

—Pretendo decir que los detectives de verdad se caracterizan por un peligroso idealismo. Su trabajo se basa en la premisa de que existe un mundo que se rige por unas leyes determinadas, un mundo casi utópico. Están imbuidos de la firme creencia de que su misión en el mundo es descubrir a toda costa la verdad. Se creen capaces de devolver el orden al mundo. Y, a la vez, están expuestos en todo momento al contacto con las motivaciones más crueles y oscuras del ser humano, y, con objeto de protegerse, de no contaminarse, se ven obligados en cierto modo a vivir al margen de la vida. No hay nada más raro que un detective felizmente casado, con dos o tres hijos, que vuelve a casa por la…

—Eso es lo que pasa en los libros —la interrumpió Michael airadamente—. ¡No sabe de lo que habla! Pero si en esta misma investigación, en este caso, participa una pareja casada, muy buenos amigos míos, y…

—Yo me refería más bien a la mentalidad de detective clásica. Por lo visto, sus amigos no están cortados por el mismo patrón que usted. Sabe muy bien a qué me refiero. Le delatan sus ojos. Incluso Gabi, una persona bastante fría, le dijo a Izzy, que a su vez me lo contó a mí, que le daba la impresión de que era usted un hombre triste, si no trágico, y bastante solitario. Me impresionó mucho esa opinión, viniendo de Gabi. Tal vez estaba repitiendo palabras de Nita. Gabi no se fijaba mucho en los demás, y, ciertamente, no los analizaba en profundidad. Su comentario me impresionó tanto que me impulsó a revisar su pasado inmediatamente. Un bebé necesita una familia adoptiva que esté bien presente y viva, que se vuelque.

—¿Cómo se atreve a presuponer tantas cosas sobre mí sin… sin…?

—Tengo mucha experiencia. ¿Sabe cuántas personas han pasado por mi despacho? —y, una vez más, pese a la crueldad de sus palabras, pese a la sensación, o más bien certidumbre, molesta como un dolor de muelas, de que estaba embebida en un ejercicio puramente narcisista, como si hubiera estado esperando la oportunidad de decir aquellas cosas sólo porque se le habían ocurrido, a pesar de todo, el tono con que hablaba era amable, incluso dulce y compasivo—. Parto del supuesto de que es usted inteligente y sincero consigo mismo. En cierto modo, debía de saber que la cosa no iba a salir bien incluso antes de que asesinaran a Gabriel van Gelden.

—No es cierto —replicó Michael con firmeza—. No veía ningún motivo que pudiera impedir que saliera bien. Y sigo sin verlo. Sé que puedo darle a la niña cosas que… Y me siento más que capaz de vivir… de vivir con Nita. Puede ser una relación duradera, para toda la vida.

—Para toda la vida —repitió Ruth Mashiah desdeñosa—. No es propio de usted recurrir a esos tópicos. ¿Qué podemos saber del rumbo que tomarán nuestras vidas?

Michael desvió la vista sin decir nada.

—Gabi le dijo a Izzy que su unión no era del tipo romántico —señaló ella con delicadeza—. Esto queda entre nosotros. No he utilizado esta información reservada. Gabi se lo contó a Izzy sin saber que Izzy me lo contaría a mí. Por lo visto, Izzy se olvidó de cuál es mi trabajo. Si es que a eso se le puede llamar olvido. —Michael la miraba en silencio—. Tenía la intención de llamarlo a mi despacho para hablar con usted, pero luego ha sucedido esto —se estremeció.

—Gabi no sabía nada de su hermana. Y, además, las cosas cambian —se defendió como un niño.

—No tiene tanta importancia —dijo ella con suavidad—. Usted no me parece la persona adecuada, pero quizá encontremos a la madre… El simple deseo no lo capacita para ser padre. La niña sólo tiene dos meses —luego le reprochó—: Todavía puede tener un hijo si quiere. ¿Sabe cuántos años llevan esperando montones de parejas que no pueden tener hijos? ¡Diez años! ¡Y he aquí una niña saludable de dos meses! ¡Cómo quiere que se la entregue a un hombre que vive solo y, para colmo, es detective!

Había llegado el momento de atacar, se dijo Michael.

—Ha dicho que Izzy se lo cuenta todo.

—Muchas cosas —lo corrigió ella—. Como sin duda sabe, nunca se cuenta todo a nadie.

—Está bien, muchas cosas. Por ejemplo, ¿sabe usted dónde estaba Gabriel cuando fue asesinado su padre?

Ruth Mashiah frunció el ceño y se apretó un punto en el centro de la frente.

—Fue el día del concierto que inauguraba la temporada, ¿verdad? Izzy estaba en un congreso en Europa. No. No sé nada de eso.

—¿Y sobre la crisis por la que había pasado su relación últimamente?

—¿Crisis? —parecía sinceramente sorprendida—. ¿Qué crisis?

—De los resultados del interrogatorio, de la prueba poligráfica, se desprende que habían sufrido una crisis.

Las delicadas cejas se unieron de nuevo sobre los rasgados ojos castaños, que parecieron volverse hacia dentro en un esfuerzo de concentración. A Michael le recordaron los ojos de su ex marido.

—No sé nada de eso. Yo diría que, dadas las circunstancias, la situación de su padre y todo lo demás, Gabi estaba de un humor casi maníaco antes de que muriera su padre. Y luego, como es natural, después de la muerte de su padre…

—Está bien, llámelo humor si quiere. Pero ¿sabe usted qué problemas le pusieron de ese humor?

—Asuntos de familia, relacionados con el padre de Gabi —parecía esforzarse en recordar—. Tiene que comprender —dijo inclinándose hacia delante, las manos sobre la mesa y los menudos dedos entrelazados— que en algunos aspectos Izzy es como un niño. A veces Gabi le daba miedo. Sobre todo cuando Gabi se ensimismaba, entonces Izzy pensaba que ya no lo quería, que estaban al borde de la ruptura. Según lo ve Izzy, el amor puede desaparecer de un día para otro. Es como un niño. Algunas veces me sacaba de quicio ver cómo se desvivía por agradar a Gabi.

—Así que no hay diferencias entre las parejas homosexuales y… —reflexionó Michael en voz alta.

—¿Qué se creía? —dijo Ruth Mashiah sorprendida—. Ya le he dicho antes que la dinámica es la misma que la de cualquier pareja. A veces Izzy me pedía que no le contara a Gabi que nos habíamos visto. Sobre todo cuando lo habíamos pasado bien. Pongamos por caso, si habíamos disfrutado de una buena comida en un restaurante. En cierta ocasión, después de que se me ocurriera comentarle a Gabi que había estado con Izzy en un restaurante italiano de Tel Aviv, Izzy se puso furioso conmigo porque Gabi lo había acusado de que, al no contárselo él, le hacía sentirse como un monstruo celoso.

—Pero si me había dicho que tenían una relación idílica —le reprochó Michael.

—¡Porque era idílica! —exclamó ella con sorpresa—. ¿Cómo piensa que son los idilios en el mundo real? En el mundo real, en las relaciones íntimas de a dos, casi siempre hay un componente de engaño. El miedo lo provoca, sí, sobre todo el miedo. Miedo a los celos, miedo a herir al otro, y, por encima de todo, miedo a perder al ser amado. Usted lo sabe muy bien. Por eso vive solo —dijo bajando la voz—. Y yo también —añadió en un susurro—. Es duro aceptar este tipo de cosas. Pero entre ellos había amor.

—Y dependencia. Y miedo. Y secretos —añadió Michael.

Ella se encogió de hombros.

—¿Qué ha ocurrido recientemente entre ellos?

—El primer cambio fue el nuevo grupo. La labor de formarlo tenía absorbido a Gabi. No le quedaba tiempo para nada. Y luego la truculenta muerte de Felix van Gelden. Gabi estaba muy, muy unido a su padre, y el hecho de que muriera, y de esa forma… creo que estaba deprimido. Muy dolido, con toda seguridad. Y, aparte de eso, y sumándolo a todo lo demás, Izzy se sentía culpable por no haber estado aquí cuando ocurrió. A pesar de que adelantó su vuelta, dejó el congreso a medias para regresar. Aparte de eso… Hace unos días Izzy me dijo que Gabi estaba preocupado por algo y no quería contarle el motivo. Que un abogado o alguien por el estilo lo había llamado desde Amsterdam —volvió a frotarse la frente—. Me duele la cabeza —se excusó.

—¿Desde Amsterdam? —Michael echó una ojeada a la grabadora y se preguntó cómo iba a ponerles la cinta a sus compañeros de equipo. Decidió que borraría la primera parte de la conversación.

—Es lo que me dijo Izzy hace unos días. Pero no lo recuerdo bien, porque no siempre tengo la paciencia necesaria para escuchar todos los detalles de lo que le preocupa. A veces parece una chismosa —sonrió—. Es imposible no caer en los estereotipos —dijo, disculpándose.

—¿Qué efecto tendrá en su vida la muerte de Gabriel? —preguntó Michael sin rodeos.

Ruth Mashiah cabeceó y suspiró, como si hubiera estado esperando aquella pregunta.

—Desde el punto de vista económico no supondrá ningún cambio —reflexionó en voz alta—. Desde el punto de vista emocional, me pondrá las cosas más difíciles. Izzy se volverá más dependiente que nunca, y puede que incluso… que incluso quiera volver a vivir conmigo, y yo… —sus ojos vagaron ausentes por la habitación y, por primera vez, pareció perder la confianza, la omnisciente certidumbre.

Alentado por la debilidad que delataba aquella mirada, oscilante entre él y la puerta, Michael aventuró:

—¿Le gustaría que volviera?

—En realidad, no —repuso ella tras un largo silencio—. Ya me he acostumbrado a la libertad de vivir sola. Y también he tenido relaciones con otros hombres… Nada serio —reconoció—. Pero al menos tenían un aire de normalidad, ya me entiende. A veces se me pasa por la cabeza la idea de recuperar lo perdido, de restablecer la estructura que se destruyó, ese tipo de cosas. Pero no, en realidad no —afirmó tajante—. La muerte de Gabi es un desastre para mí, y para Irit.

Michael la observó en silencio.

—Hasta ahora no me había dado cuenta de eso. No era consciente, tengo que pensármelo —explicó Ruth Mashiah sorprendida—. Pero le aseguro que no lo maté yo —dijo de pronto—. No sé hasta qué punto puede usted creerme en este momento, pero me siento en la necesidad de decírselo. No lo maté y no tengo ni idea de quién lo hizo ni por qué —apretó los labios un instante. Su dedo oprimió el centro de la frente—. Y tampoco ha sido Izzy —añadió.

Una vez dicho esto, Ruth Mashiah dio de inmediato su consentimiento a la prueba poligráfica, convino en que examinaran sus cuentas bancarias, estampó su firma en una serie de papeles, declinó el derecho a solicitar un abogado y prometió firmar la declaración que Michael redactaría.

—Haré todo lo que pueda para ayudar —dijo a la vez que se levantaba, y se apresuró a agregar—: en lo relativo al asesinato de Gabi —al llegar a la puerta, se detuvo y, dándose la vuelta, añadió—: Pero si necesita ayuda para Nita, dado su estado emocional, haré lo que esté en mi mano con mucho gusto. ¿Cómo se encuentra realmente? —preguntó preocupada, y se acercó a la mesa.

Michael apagó la grabadora y, llevado por la desesperación, queriendo satisfacer un peligroso anhelo, hizo oídos sordos a la escandalizada voz que en su fuero interno le prevenía contra esa temeridad y se lo contó.