7
Las tres caras del mal
La expresión desabrida de los dos hombres del laboratorio móvil de la policía, aparcado a una manzana del edificio donde vivía Gabriel, revelaba inequívocamente que llevaban mucho tiempo esperando. Michael aparcó a su lado y se apeó del coche.
—¿Es usted el superintendente Ohayon? —preguntó el mayor de los dos, que ocupaba el asiento del copiloto. Michael asintió con la cabeza.
—Estábamos esperándolo —dijo el conductor, un joven de espesas cejas y tez picada que se rascaba la oreja—. ¿Subimos con usted?
—No. Tendrán que esperar un poco más —replicó Michael.
—Avísenos cuando nos necesite —dijo el joven.
El mayor se enjugó su congestionado rostro con el dorso de la mano.
—¿Va a tardar mucho? —le dijo a Michael cuando ya se alejaba.
Michael volvió la cabeza y se encogió de hombros.
—Espero que no, pero nunca se sabe —se preguntó si no se habría precipitado al llamarlos. Pero era mejor que fueran ellos quienes lo esperasen y no al revés, concluyó.
—Podría habernos llamado más tarde —se quejó el hombre sudoroso de semblante enrojecido.
Sin responder, Michael siguió avanzando hacia el edificio de tres plantas y fachada redondeada. Se detuvo a la entrada y alzó la vista. En una ventana de la tercera planta brillaba una luz amarilla. Hacía unas semanas que habían cambiado el horario y él seguía sin acostumbrarse. A las seis y media ya era de noche.
Siempre que lo embargaba la emoción al ver a alguien llorando desconsoladamente la pérdida de un ser querido, siempre que se enfrentaba a las expresiones de conmoción, perplejidad e incredulidad que precedían a la asimilación de los hechos, Michael se extrañaba de su incapacidad para acorazarse, algo que debería haberle enseñado la costumbre. No sólo no se había inmunizado, comprendió una vez más, sino que cada vez parecía más vulnerable, más expuesto al dolor ajeno. «Dicho de otro modo, cada vez más débil», se acusó mientras se sentaba, tenso, frente al hombre que sollozaba en silencio. Una mesa de cristal con una sola pata metálica los separaba. Izzy Mashiah reposaba en medio de un sofá de cuero negro; Michael, en una butaca amplia y mullida, también tapizada de suave cuero. Se afianzó sobre los anchos brazos para no hundirse más en las profundidades de la butaca, y escudriñó las reacciones de Izzy, a la vez que reprimía sus emociones y se apresuraba a clasificar al hombre que tenía delante en la categoría de los emocionalmente contenidos: aquellos que no abruman a quienes los rodean con chillidos ni alaridos, aquellos que lloran con pudor, civilizadamente. Pero lloran en lugar de quedarse petrificados, no se cubren como otros con una máscara impenetrable, esa que revela que han abandonado nuestra compañía, que sus espíritus han huido porque no pueden soportar el peso de la realidad. Este tipo de personas entran en el estado que el psicólogo de la policía, Elroi, denominó una vez «ausencia absoluta como protección contra los excesos de la emoción». Michael se advirtió que debía anular o rechazar el impacto del dolor en su propia persona, la punzada de lástima que sentía, y se inclinó lentamente para poner en marcha la grabadora y colocarla sobre la mesa de cristal mientras Izzy salía de la habitación.
De la otra parte del piso llegó claramente el sonido de agua corriendo, sollozos roncos, lloros, de nuevo el agua, y luego un silencio largo e inquietante. Izzy reapareció al fin, encorvado, y se sentó en medio del sofá negro, sin comentar nada sobre el zumbido de la grabadora, que rompía el silencio compartido.
Aunque lloraba como quien está acostumbrado a las lágrimas, no había nada de afeminado en aquel hombre cuyo trabajo Michael había interrumpido al llamar al timbre. Cuando Izzy abrió la puerta, aún sin saber la noticia, se veía a las claras que se había levantado apresuradamente de una mesa ocupada por un rimero de papeles impresos y un ordenador con la pantalla llena de tablas y columnas de números. Izzy Mashiah abrió la puerta como si hubiera estado esperando ansiosamente que el timbre sonara. Despegó los labios para decir algo, pero quedó paralizado contemplando a Michael, con un gesto de sorpresa que no tardó en convertirse en manifiesto desengaño. Resultó que estaba esperando al fontanero, que debía arreglar un escape del sistema central de calefacción. Bajo la blanca tubería, un cuenco de plástico recibía el grueso chorro de agua turbia y herrumbrosa. Llevaba esperando al fontanero desde la hora de comer, le explicó a Michael antes de preguntarle qué deseaba. Luego sonrió al reconocerlo, lo recordaba de la visita de pésame que había hecho a Nita tras la muerte de su padre. Invitó a entrar a Michael con amplio ademán y comentó con un suspiro que ya se sabía que los fontaneros no eran de fiar. Consultó el reloj y dijo que Gabi llegaría en cualquier momento. No tenía ni idea de dónde se había metido, añadió con gesto perplejo, y, señalando la butaca de cuero negro, le sugirió a Michael que se sentara a esperarlo.
Michael comprendió desde el primer momento que a Izzy Mashiah no le sorprendía en absoluto su visita, ya que daba por hecho que había venido a ver a Gabi para hablar o bien de la muerte de Felix van Gelden, o bien de Nita. Teniendo en cuenta tal suposición, Michael temía que interrogar a Izzy sobre lo que había hecho durante el día resultara absurdo. A pesar de todo, le preguntó un par de veces si había visto a Gabi por la mañana, si había estado en el ensayo y si Gabi y él habían hablado a lo largo del día. Izzy le contó sin el menor reparo que había hablado por teléfono con Gabriel sobre la una de la tarde, durante un descanso del ensayo. Gabi le había contado que Teddy Kollek los había interrumpido y que, por ello, el ensayo se prolongaría más de lo previsto. Gabi estaba muy nervioso, comentó Izzy con preocupación, como si disfrutara exhibiendo un conocimiento íntimo del estado de ánimo de su compañero.
—Tenía por delante un día muy duro —explicó a la vez que torcía los finos labios y chasqueaba la lengua, lo que no sirvió para disimular su orgullo.
En tono de indignada queja contra las cargas que el mundo le imponía a su amigo, aclaró, sin que se lo preguntaran, que Gabi estaba nervioso a causa de las reuniones que iba a mantener tras el ensayo con los candidatos a incorporarse al grupo que estaba formando, y muy en especial por la prevista confrontación con una violinista, segundo violín de la gran orquesta. Con esto se refería a la orquesta que dirigía Theo. La violinista estaba empeñada en que Gabi la contratase, y se amparaba en su antigüedad y en que necesitaba dinero extra («Los derechos que se arrogan algunas personas son increíbles», masculló Izzy).
—Supongo que Gabi aún no ha llegado por culpa de esa mujer —comentó Izzy riéndose—. Esa furia lo habrá retenido.
Se estremeció. A Theo también le daba problemas; ella pretendía que la transfiriese a la sección de primeros violines. Izzy la había oído una vez perorando en el vestíbulo, ante un nutrido grupo de músicos, sobre la frustración y la angustia de los instrumentistas que ocupan las últimas filas y quedan fuera del alcance de la vista del público. La mujer exigía rotación, cuando menos en la disposición de los puestos.
—De hecho, Theo tiene la costumbre de rotar los puestos. Cada pocos meses, según me dijo, los cambia de sitio, sobre todo a la sección de cuerda. Traslada hacia delante a los violinistas más antiguos para favorecer la motivación. Le estoy contando todo esto porque Nita dice que usted es casi como de la familia —explicó—. Por eso he entrado en tanto detalle… —dijo azarado, y su voz se apagó—. Gabi no tardará en llegar —volvió a decir, y le ofreció a Michael una bebida, fría o caliente.
Michael miró incómodo a su alrededor y, penosamente consciente de su paradójica y poco envidiable situación, examinó la sala, donde reinaban un orden y una limpieza exquisitos, y un cálido ambiente familiar, gracias entre otros detalles al gran ramo de florecillas rojas que adornaba la ventana.
Desde el rellano de la escalera había oído una música coral. Aunque le sonaba familiar, no fue capaz de identificarla. Los cantos cesaron cuando entró en la sala, que también hacía las veces de estudio. Vio por el rabillo del ojo el equipo de música. Izzy sopló cuidadosamente sobre el disco de vinilo, lo guardó en su funda y bajó la tapa transparente del tocadiscos mientras Michael contemplaba admirado el clavecín que ocupaba el rincón próximo a la mesa de trabajo. Era un instrumento de madera de nogal que parecía de la misma familia que el mueble del cuarto de estar de Nita, aunque no estaba decorado con querubines voladores sino con una fila de leones dorados. Tenía la tapa abierta y había una partitura en el atril, sobre el teclado.
—¿Qué estaba cantando el coro? —aventuró Michael. Siempre le daba miedo revelar su ignorancia en aquel campo.
Izzy sonrió.
—Son sólo cuatro voces —dijo agitando la funda del disco—. El Stabat Mater de Pergolesi. ¿Lo conoce? —preguntó sorprendido.
Michael meneó la cabeza y, para ganar tiempo, dirigió una mirada a la funda.
—¿Sólo cuatro voces? —se maravilló—. Sonaba como si…
Izzy le dirigió una mirada condescendiente.
—Es una interpretación maravillosa —comentó secamente, con su voz baja y agradable, y una marcada pronunciación eslava de las erres.
Izzy Mashiah era más bien bajo, ancho de hombros y robusto. Tenía ese bronceado rojizo de las personas de tez clara que pasan mucho tiempo al sol. Llevaba el cabello, ondulado y gris, peinado hacia atrás, dejando al descubierto una frente alta y suave. Su barbilla, redondeada y escurrida, le daba una expresión de melindrosa debilidad y, a la vez, de ansias de agradar.
Su primera reacción al enterarse de la muerte de Gabi fue hacer una mueca convulsiva, semejante a una sonrisa; luego su estrecha boca se frunció y emitió un sonido extraño, casi una risa, que se tornó gruñido al oír la palabra «asesinado». Se quitó las gafas de montura de asta mientras escuchaba la sucinta explicación que Michael le dio tras haberle planteado una serie de preguntas. Ya antes, Izzy le había explicado que no había salido de casa porque al día siguiente debía presentar un proyecto de investigación, en el que tendría que trabajar toda la noche, y añadió que, por otra parte, estaba esperando al fontanero. Una vez que le hubo facilitado toda la información, Izzy osó expresar su sorpresa ante aquella pregunta.
Michael no percibió intranquilidad alguna oculta tras la sorpresa. Se diría que ignoraba por completo los hechos. La alta frente de Izzy se arqueó en un interrogante que no formuló por cortesía, y explicó sin protestar que no había nadie que pudiera testificar que no había salido de casa, salvo, quizá, la secretaria de departamento del Instituto, con quien había hablado un par de veces durante el día. «La primera vez me llamó ella, y la segunda, la llamé yo», dijo, y miró a Michael con creciente perplejidad por su proceder inquisitorial. Cuando Michael le pidió que dijera a qué hora exacta lo había llamado la secretaria, la inquietud comenzó a aflorar a su voz y empezó a juguetear con su anillo de oro, que le daba tres vueltas al dedo y estaba rematado por una cabeza de serpiente con una pequeña gema verde a modo de ojo; Michael recordó que un anillo similar adornaba el anular de la mano izquierda de Gabriel van Gelden.
Izzy se quitó el anillo y lo dejó sobre la mesa de cristal, volvió a arquear la frente y preguntó sorprendido:
—¿Es necesario que lo sepa con exactitud? —miró a Michael, que asintió; Izzy reconoció que no lo recordaba—. Aunque podría deducirlo —añadió de pronto— gracias a la radio —se puso el anillo—. Me llamó cuando en La voz de la música ponían el Quinteto para piano e instrumentos de viento de Mozart —dijo con alegría, y se apresuró a coger el periódico, cuidadosamente doblado junto al sofá, y lo hojeó—. Aquí lo tenemos —anunció aliviado, como si hubiera recuperado el control sobre el caos—. Como primero pusieron una sinfonía de Bruckner, que dura unos cuarenta y cinco minutos, y la composición de Mozart terminó al mediodía, porque fue la última pieza del concierto matinal, y la secretaria me llamó durante el segundo movimiento, un momento en el que a mí no se me ocurriría llamar a nadie, por cierto; pues bien, podemos decir que debió de llamarme sobre las doce y veinte, más o menos. Pero ¿por qué le interesa saberlo? —se atrevió al fin a preguntar, y ya había un leve temblor de inquietud en su voz y una arruga entre sus cejas, sobre la montura marrón de las gruesas lentes, que se había vuelto a poner. No, casi nunca asistía a los ensayos generales, sobre todo si los dirigía Theo. Con sonrisa congraciadora, señaló—: No lo paso bien con Theo, sobre todo cuando está dirigiendo. A Gabi tampoco le gusta que asista; y, en todo caso, un día como hoy no habría podido ir, con todo lo que tenía que hacer.
—¿Es usted matemático? —quiso saber Michael.
—Qué va —respondió Izzy sorprendido—. Soy epidemiólogo. ¿Qué le ha llevado a pensar que soy matemático? —luego se apresuró a añadir que trabajaba para el Instituto Weizmann y también para el Hospital Universitario.
—Theo comentó algo en ese sentido —explicó Michael.
—Ah, Theo —dijo Izzy—. Apenas me conoce. El prójimo no le interesa en absoluto. Aunque alguien le hubiera contado a qué me dedico, no se acordaría. Gabi prefiere que no nos veamos, Theo y yo, porque, cuando estoy delante, Theo sufre lo que Gabi llama «ataques de afabilidad». Gabi no soporta esos intentos forzados de Theo por mostrarse amigable conmigo. Ya lo conoce. No sé si Theo le tratará a usted afablemente. Sí sé que Gabi aprecia mucho lo que está usted haciendo por Nita. Pero no sé qué opinión tiene Theo —quedó a la espera de una respuesta.
Michael señaló que había pasado muy poco tiempo en compañía de Theo y que no tenía elementos de juicio.
—Pues conmigo hacía esfuerzos especiales, según decía Gabi, porque quería aparentar que no tenía prejuicios, con respecto a Gabi y a mí, me refiero. Las personas con prejuicios suelen hacer lo imposible por demostrar que no los tienen —añadió con una sonrisa—, ya me entiende. Pero ante todo trataba de ser amistoso conmigo porque yo le ataqué, y en ese sentido también consideraba importante no aparentar prejuicios, mostrarse abierto a la crítica. Le expresé algunas opiniones sobre su manera de interpretar la música… ¿Le interesa a usted la música?
Michael cabeceó.
—Me interesa —dijo incómodo—, pero soy un ignorante.
—En fin, no sé por qué dije aquellas cosas. No era mi intención, pero surgió así durante una conversación sobre Wagner —dijo Izzy con una sonrisa que revelaba unos dientes blancos muy grandes y un hueco en la parte izquierda que mermaba su resplandor. Dijo todo esto con su voz profunda y agradable, y, a medida que hablaba, se iba pronunciando más y más el frunce vertical entre sus pobladas cejas; mientras Izzy se acariciaba delicadamente la oreja, Michael se fijó en una gran cicatriz que la flanqueaba. Tenía el rostro bien rasurado y sus ojillos claros relucían y parpadeaban, lo que a Michael le recordó el parpadeo de Gabi; y la visión del semblante de Gabi, con los ojos abiertos fijos en el techo, y de su cuerpo tendido al pie del pilar, arrastró a un primer plano la imagen de su cuello prácticamente hendido de lado a lado. Sintió una repentina debilidad en las rodillas, y precisamente por eso, se obligó a insistir en la pregunta de si Izzy no había salido de casa en todo el día.
—Ni siquiera para ir al ultramarinos —le aseguró Izzy Mashiah, y extendió la fina mano sobre el pecho. Sus dedos morenos, largos y delicados resaltaban sobre la sudadera negra que vestía, y su anillo despidió un centelleo verde. Fue entonces cuando, como si despertase de un sueño, se quitó las gafas, se frotó los ojos, que adquirieron un tinte rosado, y preguntó cauta y cortésmente por qué quería saberlo y qué había ocurrido. Sus hombros se tensaron y se enderezó, separándose del respaldo del mullido sofá.
Michael le informó de los hechos. Tuvo buen cuidado de no mencionar la cuerda, los guantes, la postura del cuerpo de Gabi. «Un corte en la garganta» fueron las palabras que empleó para describir el motivo de la muerte. Procuró hacer acopio de desapego para escudriñar a Izzy, para identificar posibles rastros de falsedad en su estallido emocional, en el hundimiento que estaba presenciando. Algún día tendría que recopilar sus impresiones sobre la primera reacción ante la noticia de la muerte de un ser querido.
Se podía clasificar a las personas en categorías. En primer lugar, distinguir a quienes se refrenaban de quienes daban rienda suelta a sus sentimientos. Esta clasificación no era ajena, tal vez, a los orígenes del doliente; así, por ejemplo, el dolor de las gentes de extracción polaca es contenido y silencioso, aunque también solapado, nada más opuesto a la vocinglería de los marroquíes, para quienes se diría que el momento exacto en que lanzan los alaridos está marcado por la etiqueta ritual. Habría que hacer un subgrupo con los llorones contenidos, y otro con los imperturbables, quienes no derraman ni una lágrima y además, en cuanto oyen la noticia, parecen desprenderse de su espíritu, que sale volando hacia remotas regiones mientras su rostro se convierte en una máscara. Si se les pregunta qué sienten, no saben responder. Era a éstos a los que se refería Elroi, el psicólogo, al hablar del estado de ausencia. También existía una diferencia entre quienes lloran en seco y quienes derraman lágrimas. Hay quienes hablan —incesante, compulsivamente, como Theo— y quienes quedan en absoluto silencio. Y luego están los que lloran en silencio y cuyas lágrimas te calan hondo a pesar de la fuerza de la costumbre y de los esfuerzos por mantenerte al margen. Te pulsan las fibras sensibles, como Izzy Mashiah en esos momentos.
Izzy tenía el rostro sepultado en las manos y sus hombros temblaban. Preguntó un par de veces si era verdad y cómo y cuándo había sucedido, y si Gabi había sufrido.
Michael omitió los detalles. Dio una respuesta concisa y vaga. Volvió a recordarse, a la luz de la determinación de Izzy por conocer los detalles, que toda coartada puede refutarse, que cualquiera es un sospechoso en potencia. No te podías permitir que las preferencias y manías determinasen a quién considerabas un asesino y a quién no. La compasión que le inspiraba el dolor de Izzy era una debilidad. Hubo de advertírselo como se lo habría advertido a cualquiera, y como Tzilla o Eli, y sin lugar a dudas Balilty, también lo habrían señalado.
—¡Teníamos tantos planes! —sollozó Izzy, y volvió a cubrirse el rostro con las manos. Continuó con voz amortiguada—: Estaba convencido de que yo sería el primero en morir, y ahora tengo que enterrarlo a él, y seguir viviendo —de pronto, se retiró las manos de la cara y dijo con voz seca—: No sé quién ni qué ha podido provocar esto, pero le juro por mi vida que Gabi no se ha suicidado. ¡Eso téngalo por seguro! —sacudió la cabeza y trató de cobrar aliento.
—Supongamos que no ha sido un suicidio —dijo Michael lentamente—, y no hay motivos para deducir que lo haya sido. ¿Se le ocurre quién ha podido asesinarlo?
Izzy soltó una risotada desabrida y negó con la cabeza.
—Nadie, nadie podía querer matar a Gabi —dijo en un tono de profunda convicción, y quedó en silencio.
—No ha sido un accidente —replicó Michael—. Ha sido un asesinato premeditado, deliberado, y la persona que lo ha cometido se ha arriesgado mucho. No queda más remedio que suponer que alguien tenía enormes deseos de matarlo.
Izzy se cubrió de nuevo el rostro durante unos segundos, luego resolló, se enjugó la cara, se pasó los dedos por el pelo y asintió.
—No hay más remedio —repitió—. ¡Pero no tengo ni idea! —exclamó con súbita vehemencia—. ¡No puedo ni imaginarlo! ¿Tendrá algo que ver con su padre? —se estremeció.
—¿En qué sentido? —preguntó Michael, y se inclinó hacia delante con interés.
—¡Ni idea! Parece algo lógico, pero no sé cómo.
—Voy a formular la pregunta de otra manera, se lo diré sin rodeos: ¿quién puede haber salido beneficiado del asesinato de Gabi?
—No lo sé, de verdad. No puedo creerlo.
—¿Podría usted haber salido beneficiado?
—¿Yo? ¿Beneficiado? —Izzy volvió a soltar una carcajada desabrida—. Usted no entiende nada —susurró con voz ronca a la vez que inclinaba la cabeza.
—¿A quién pertenece este piso?
—¿A qué se refiere? ¿Legalmente?
Michael asintió con un gesto.
—A Gabi, pero teníamos intención de… —dirigió una mirada sobresaltada a Michael y luego esbozó una sonrisa amarga. Su voz se transformó al decir quedamente, con incredulidad—: ¿Me está interrogando?
Michael no respondió.
—¡Está de servicio! —exclamó Izzy atónito—. ¿Cómo es posible si está viviendo con Nita? ¿Está permitido? Disculpe que se lo pregunte, ¿es un interrogatorio oficial?
—Es un interrogatorio, pero extraoficial.
—¿Qué quiere decir eso?
—Los interrogatorios oficiales tienen lugar previa citación, en mi despacho. Esto es más bien una conversación, pero, francamente, no puedo decirle que no esté relacionada con la investigación.
—En tal caso —dijo Izzy incorporándose— tengo que contarle unas cuantas cosas. Aunque el piso está registrado a nombre de Gabi, él lo trataba como si fuera de los dos. Y en lo relativo a los seguros, Gabi había suscrito un seguro de vida, por una cantidad muy importante, hace un año, más o menos. Y yo soy el beneficiario. Yo también tengo un seguro, por deseo suyo, pero él no es el beneficiario, también por expreso deseo suyo. Fue él quien rellenó los formularios, yo me limité a firmarlos. Aprovechó una buena oferta que le hizo un agente de seguros… En fin, yo le dije que no tenía más que cuarenta y tres años, pero él se empeñó. E insistió en que mi hija fuera la beneficiaría en lugar de él…
—¿Tiene usted una hija?
—Sí. Estuve casa… Estuve casado diez años antes de… antes de saber, antes de comprender que…
—¿Y ha tenido relaciones con otros hombres aparte de Gabi?
Izzy meneó lentamente la cabeza, como si acabara de comprender algo.
—Creo entender lo que está insinuando, pero nuestra historia no era corriente.
—Ninguna lo es —dijo Michael, odiándose por el tono de superioridad que le había salido—. Todas las historias íntimas resultan especiales cuando se conocen a fondo —prosiguió en un intento de suavizar sus palabras.
—No —dijo Izzy—, no me está comprendiendo. Probablemente usted… no sé qué preferencias tendrá. Imagino que prefiere a las mujeres. Dado lo de Nita… —Michael refrenó el impulso espontáneo de aclarar su situación con Nita—. En fin, supongo que albergará usted los estereotipos habituales sobre el amor homosexual, y probablemente pensará que me dedicaba a rondar por los parques y tenía todo tipo de… Pero no fue así. Primero conocí a Gabi, y después caí en la cuenta…
—¿En serio? —dijo Michael sorprendido—. ¿Hasta entonces creía que le gustaban las mujeres?
Izzy se revolvió en su asiento.
—No es tan fácil de explicar. Ni siquiera sé si me gustan los hombres. A veces pienso que sólo me gusta Gabi, pero por lo visto hay algo más, porque siempre tuve dificultades con las mujeres, siempre fui un hombre problemático… pero no a la manera estereotipada. Nunca tuve relaciones antes de Gabi. Aunque me parece que sus prejuicios sobre los gays le impedirán creerme —concluyó con un deje de indignación.
—Estamos hablando con franqueza —dijo Michael—, y puedo decirle con toda seriedad que ni siquiera sé cuáles son mis prejuicios. Apenas he tenido contacto con la homosexualidad, fuera del trabajo, me refiero.
—Dado el tipo de trabajo que hace, imagino que habrá topado con su cara más sórdida.
—En mi trabajo todo se vuelve sórdido —dijo Michael—. Los asesinatos no dejan mucho espacio para la belleza o la elegancia. Pero debo decirle que hasta ahora nunca había conocido a una pareja de hombres que vivieran juntos. Es algo que nunca se había cruzado en mi camino. En mi vida personal, quiero decir. Y, si he de ser sincero, le diré que en principio su reacción no me parece muy distinta de la de una mujer… —avergonzado, se apresuró a corregirse—, o de un hombre. Es decir, de un cónyuge —concluyó con desasosiego. A él mismo le sorprendía la franqueza y la claridad con que había hablado.
—Ya ve, su manera de rebuscar las palabras delata sus prejuicios.
—También es cuestión de costumbre —replicó Michael—. Es que no estoy acostumbrado a hablar con sinceridad a… sobre este tema con alguien que está implicado… No estoy acostumbrado a hablar con un hombre que ama a otro sobre su relación.
—Lo que me gustaría que entendiese —dijo Izzy con la misma pasión que lo había inflamado antes— es que vivíamos como una pareja en todos los aspectos, una relación plena, de amor, de amistad, de cuidados y… —se le escapó un sollozo; se enjugó los ojos metiendo un dedo tras las gruesas lentes de sus gafas y respiró hondo antes de continuar—. Y tengo una buena relación, buena, no simplemente correcta, con mi ex mujer, y con mi hija, que tiene dieciséis años, y viene a vernos, lo llevamos todo abiertamente, sin tapujos. Tal como lo decidimos. Y el piso está registrado a nombre de Gabi porque lo compró antes de que yo apareciera, antes de que nos conociéramos y viniera a vivir con él. Ni siquiera sé si ha hecho testamento; yo lo quería, nunca habría… nunca… ¿Qué pretende decir con eso de salir ganando? —se acaloró—. ¡No tengo nada que ganar con la muerte de Gabi! Sólo puedo perder. Es… es mi ruina. Para mí, la muerte de Gabi es…
Miró a Michael y los ojos volvieron a anegársele en lágrimas a la vez que se le suavizaba la expresión.
—Ya sé que no lo puede evitar, es su trabajo. Lo comprendo. Estoy tratando de comprenderlo. Pero no debe… me gustaría que se liberase de sus estereotipos y prejuicios y no pensara que todo homosexual es un… —miró a Michael expectante—. En fin, no he salido de casa en todo el día… ¿A qué hora…? ¿A qué hora lo encontró? —preguntó con voz cascada.
—Por la tarde —dijo Michael, eludiendo una respuesta exacta—. Tendremos que revisar el piso… sus papeles, todas esas cosas, y pedirle a usted más información; y me gustaría someterle a una prueba poligráfica, con su permiso, claro está.
Izzy se encogió de hombros.
—¿Es ahora el momento en que debo solicitar un abogado? —masculló—. Pero si no me hace falta un abogado —dijo, e irguió la cabeza—. Se lo repito: lo quería. Él me quería. Estábamos muy unidos. Unidísimos. Usted no lo comprenderá. Haré la prueba poligráfica y todo lo que usted quiera. Eso me da exactamente igual —dijo—, es el hecho de que Gabi… No sé cómo voy a… —volvió a quitarse las gafas y se cubrió el rostro con las manos.
—¿No ha habido ninguna crisis en su relación recientemente? ¿Diferencias de opinión?
—No —repuso Izzy después de retirarse las manos de la cara y de enderezarse—. Querría… querría que me dejara solo —dijo quedamente—. No puedo…
—Me temo que eso es imposible.
—¿No puede esperar un día? ¿Unas horas? Concederme… ya le he contado todo lo que sé.
—Estamos investigando un asesinato. El asesinato del hombre con el que vivía. Al que quería. Lo han asesinado.
—Lo quería… lo quiero. Es todo lo que sé.
—¿Y no sabe quién no lo quería?
—¿Hasta ese extremo? —Izzy negó con la cabeza. Luego respiró profunda y sonoramente. Al fin, miró de frente a Michael con gesto de resignación y dijo—: No había muchas personas que quisieran a Gabi, pero tampoco muchas que lo odiaran. Gabi vivía de una manera que no despertaba emociones extremas ni poderosas. Salvo en mi caso. Para mí conocerlo fue… Theo no… es decir… es complicado, pero no era algo tan exagerado, porque Theo también lo quería, supongo. El concertino, Avigdor, le tenía manía a Gabi, y algunos músicos también le tenían esa manía que suelen inspirar los perfeccionistas. Y luego estaba la cuestión de los contratos personales que Gabi tenía en proyecto, en lugar de suscribir un acuerdo colectivo. Algunos músicos estaban molestos por ese motivo, y Theo tampoco estaba de acuerdo. Había quien decía que Gabi era un hombre duro, exigente, intolerante. Gabi era un músico muy serio. Y muchas personas tomaban por arrogancia su timidez, porque no era un exhibicionista, como Theo. Lo llamaban esnob. Y luego está el tipo ese, Even-Tov, el director del coro, que también quería formar un conjunto barroco, pero la gente prefería a Gabi. Puede que él haya llegado a odiarlo, pero si lo conoce verá que el asesinato queda descartado, es lo último que se puede imaginar en relación con alguien como Even-Tov, es… qué más da.
—¿Y aparte de la orquesta y la música?
Izzy lo miró sorprendido.
—Aparte de la música, no había nada en su vida —explicó—. La música era todo su mundo, fue gracias a la música… gracias a que soy clavecinista… en fin, no exactamente. No es que toque muy bien el clavecín, pero Gabi me oyó una vez tocarlo en la YMCA y fue así como nos conocimos. Gabi no hablaba con quien no estuviera interesado en la música, y eso es aplicable incluso a su ex mujer, que, por lo visto, es una persona horrible; yo no la he conocido, sólo he hablado una vez con ella por teléfono, sobre cuestiones monetarias. Hasta ella se dedica a la música, es una arpista excelente. La música era todo su mundo. Y teníamos muy pocos amigos, algunos compañeros de trabajo míos; Gabi viajaba mucho, y así no resulta fácil mantener las amistades. Acababa de regresar de un viaje largo hace pocas semanas, de una gira.
—¿Por qué era tan complicada su relación con Theo?
Izzy esbozó una sonrisa casi de desdén.
—¿Qué le puedo explicar? Es el típico caso de rivalidad entre hermanos. Pero eso no tiene nada que ver… Theo sentía celos de Gabi, porque Felix quería más a Gabi. Siempre estuvieron más unidos. Theo era el favorito de su madre, pero no se contentaba con eso. Siempre lo quiere todo, Theo, y quería ser el favorito de su padre. Pero es imposible explicarlo en pocas palabras, o describir a Theo con unas cuantas frases. Es una persona compleja. Y también un músico de peso. No se le puede desdeñar en absoluto, sobre todo sus interpretaciones de Bruckner, Mahler o Wagner, para quien le guste esa música. A veces posee una fuerza demoníaca. El carisma de Theo es innegable. Y no es un asesino. Ya puede olvidarse de eso. Pero la relación entre los hermanos era complicada.
—Y Gabi, ¿quería a Theo?
—¿Lo quería? —Izzy parecía desconcertado—. La palabra querer me sugiere cosas agradables, y en su relación no había nada agradable, pero… Sí, tal vez pueda hablarse de amor. Quizá lo quería. Eran muy distintos, pero también estaban muy unidos. Su infancia, en esa casa… Sí, podría decirse que Gabi lo quería. Y también lo repudiaba. Al menos, habría que decir que le inspiraba sentimientos contradictorios. Y Theo, en el fondo Theo también quería a Gabi, a su compleja manera. Cargado de ira. Y también de celos, de miedo, de admiración. Theo trataba de congraciarse con Gabi, y también… habría mucho que decir, pero es evidente que él no lo ha matado.
—¿Por qué no?
Izzy lo miró atónito.
—¿Por qué iba a matarlo? —argumentó—. La pregunta es por qué, no por qué no. No se me ocurre el menor motivo, económico o de otro tipo, que hubiera podido llevarlo a matarlo. Su relación no ha cambiado en los últimos tiempos. No ha sucedido nada para modificarla, así que ¿por qué ahora? ¡Theo ha tenido problemas con Gabi desde hace mil años! —se detuvo y jadeó—. Desde los tiempos en que los dos estudiaban con Dora Zackheim. Desde antes, tal vez. Si quiere comprenderlos, debería hablar con ella. Tengo asma —le advirtió—. Espero no sufrir un ataque ahora.
Michael abrió la ventana. La grabadora seguía en marcha.
—¡No tengo la menor idea! —gritó Izzy desesperado—. Ni idea. Puede haber sido alguien que no conozco. Aparte de Even-Tov, que envidiaba su posición, no le conozco ningún enemigo. Ni siquiera esa violinista a quien mencioné antes. No me haga mucho caso, pero ¿no podría haber sido un psicópata? ¿Una agresión fortuita? ¿Algo casual? —preguntó ingenuamente, la redonda barbilla temblando—. Supongo que no —concluyó con un suspiro.
—¿Y la ex mujer de Gabi?
—¿Ella? ¡Ni pensarlo! ¿Qué iba a conseguir? ¿Quién le va a mandar ahora la pensión? Y, además, está en Munich.
—¿Y su mujer?
—¿Mi mujer? —dijo Izzy perplejo—. ¿Qué tiene ella que ver en esto?
—Pues bien —dijo Michael, manoseando un cigarrillo apagado—, usted la dejó por Gabi.
—¡Hace cinco años! —exclamó Izzy, levantando los dedos de una mano—. ¿Así de pronto? ¿Después de que lleváramos cinco años viviendo juntos?
—¿Cinco? ¿No eran dos?
—Dos años en sentido estricto, aquí en su casa. Pero ya llevábamos juntos tres años… ¿Quién le ha dicho que eran dos años?
Michael no respondió.
—Usted no la conoce —dijo Izzy con mayor suavidad—. Cuando la conozca comprenderá que es impensable. Mi mujer es maravillosa. Una persona fuera de lo común. Las cosas sucedieron así. No tenía elección… No fue por su culpa… yo quería… —una vez más, sepultó el rostro en las manos. Sus hombros temblaban.
Izzy accedió a la petición de Michael de que le enseñara el piso. En el estudio de Gabi había montones de partituras, un violín sobre un piano, una gran mesa de trabajo, geranios rojos y rosas en el alféizar y una gigantesca litografía a tres tintas, negra, marrón y roja, de tres mujeres vestidas a la manera del siglo XVII. Una de ellas, sentada en primer plano, tocaba la flauta; a su espalda, otra pulsaba las cuerdas de un laúd, y la tercera cantaba con un libro de tapas de cuero en las manos. Sobre una cama estrecha, cubierta con una tela negra, había más partituras. Algunas estaban abiertas y en ellas se veían anotaciones. Michael cogió una de cubiertas amarillas donde se leía «Vivaldi».
—¿Le gustaba Vivaldi a Gabi? —preguntó.
Izzy, sentado en el banco del piano, asintió con la cabeza.
—Vivaldi, Corelli, la música barroca en general. Bach, desde luego. De haber podido elegir, él habría preferido vivir a finales del XVII o comienzos del XVIII. A veces yo le comentaba que para él la música terminaba antes de que diera comienzo el periodo clásico. Aunque quizá estuviera dispuesto a incluir los inicios del clasicismo, Haydn y Mozart, sobre todo. Solíamos bromear diciendo que Beethoven y Brahms eran demasiado modernos para él. Pero eran bobadas. Le gustaba escuchar a Brahms en una buena interpretación, y también a Verdi, o incluso a Mahler.
Los dos hombres del laboratorio entraron en la sala y echaron un vistazo en derredor.
—Aquí no hay gran cosa —dijo el de la cara picada y el gesto ceñudo.
—Será mejor que empecemos por allí —dijo el gordo de cara congestionada.
Y se dirigieron al estudio, una de cuyas paredes estaba cubierta por una estantería atestada de libros y partituras.
—Todo lo que hay en esta habitación es suyo —confirmó Izzy—. Era su estudio. Mi espacio de trabajo está en la sala.
El hombre ceñudo recogió libros y partituras y volcó el contenido de los cajones del escritorio en cajas marrones de cartón. El gordo sudoroso cubrió los objetos de polvo para revelar las huellas dactilares y, sin mayores ceremonias, le tomó las huellas a Izzy tras explicarle concisamente que era necesario para distinguirlas de las otras, ya que él tenía acceso legítimo al piso. Michael se interesó por las cuerdas de repuesto e Izzy sacó una caja rectangular del escritorio y se la tendió.
—Es una caja nueva —le explicó a Michael, que pugnaba por levantar la tapa—. En cada sobre tiene que haber cuatro cuerdas.
Michael se detuvo en el umbral del dormitorio y, con cierta incomodidad, contempló la cama. Era una habitación como la de cualquier pareja. A ambos lados de la cama, sendas mesillas de noche; sobre la más próxima a la ventana, en el extremo opuesto de la habitación, unos cuantos libros junto a una lamparilla, entre ellos una voluminosa biografía de Mozart en inglés. A su lado, abierto y boca abajo, reposaba un grueso tomo de tapas negras. Michael lo cogió. Era una historia ilustrada de la fabricación de instrumentos musicales.
—¿Era éste el lado de Gabi? —le preguntó a Izzy mientras hojeaba el libro.
—No —respondió Izzy. Señaló el otro lado de la cama—. Su lado era ése —dijo con voz ahogada.
Sobre la mesilla de noche de Gabriel van Gelden había un rimero de novelas policiacas, todas en inglés, entre ellas una edición en cartoné de Una guerra diferente, de Anthony Price. En el suelo había un libro de bolsillo. Izzy se aproximó a la cama y lo recogió.
—Esto es lo que estaba leyendo anoche —dijo a la vez que acariciaba la tapa—. Le encantaban las novelas de detectives. Sobre todo las de Robert Hans van Gulik, ese escritor holandés que sitúa la acción en la China del siglo VII.
Michael se reprimió para no prohibir a Izzy que tocara el libro o la mesilla de noche, de donde ahora retiraba un vaso de agua medio vacío. De todas formas, habría huellas de Izzy por todas partes. Los hombres del laboratorio ya habían llegado al dormitorio; Izzy señaló la mesilla de noche de Gabriel y ellos vaciaron los cajones en bolsas negras de plástico y las guardaron con cuidado en una caja.
Michael siguió a Izzy al cuarto de estar. Izzy apagó el ordenador y se sentó a su mesa, se acodó en el estrecho espacio que dejaba libre la pantalla y sepultó el rostro en las manos. Michael carraspeó y dijo:
—Ahora tendrá que acompañarme al barrio ruso para prestar declaración.
—¿Declaración sobre qué? ¿Sobre qué tengo que declarar?
—Es el siguiente paso —explicó Michael—. El procedimiento habitual. Tendremos que preguntarle muchas cosas.
Izzy se encogió de hombros.
—Todo parece tan absurdo —dijo—, ya todo da igual. Haré lo que me diga. Declarar, el detector de mentiras, lo que usted quiera.
Hubieron de esperar a que los del laboratorio sacaran las cajas del piso, y cuando el hombre ceñudo le indicó por gestos a Michael que habían concluido, éste le hizo una seña a Izzy. Izzy cerró la puerta con llave y, con paso plomizo, siguió a Michael escaleras abajo y en dirección al coche. Recorrieron las calles en silencio. Izzy miraba al frente con expresión ausente. De tanto en tanto, meneaba la cabeza y lanzaba un quejido, un suspiro, respiraba hondo. Cuando Michael aparcó a la entrada del barrio ruso, Izzy dijo:
—Quiero verlo.
—¿A quién? —preguntó Michael para ganar tiempo.
—A Gabi. Quiero verlo.
—Ahora mismo no es posible —dijo Michael—. Está… su cuerpo está en el Instituto de Medicina Forense. Le están practicando la autopsia —un escalofrío le estremeció la espalda al pensar en que Izzy, con su barbilla infantil y trémula, contemplara el tajo en la garganta, la cabeza casi decapitada. Con objeto de distraer su atención, se apresuró a decir—: ¿Está convencido de que quiere someterse a la prueba poligráfica? Si no está dispuesto de verdad, la prueba no vale de nada.
—¿A mí qué más me da? —murmuró Izzy—. ¿Es necesaria una buena disposición activa o basta con que me preste a hacerlo?
—Basta con que se preste, si es una actitud sincera.
Izzy abrió los brazos y dejó caer la cabeza hacia atrás.
—¿Qué me importa todo eso ahora? —dijo apagadamente—. Me da todo igual.
—En cualquier caso, no sirve de evidencia ante un tribunal —explicó Michael—. Se lo digo por si está considerando consultarlo con un abogado o algo así.
—Entonces ¿para qué lo hacen? —preguntó Izzy mientras se encaminaban al despacho de Michael.
—Le estoy pidiendo que se someta a la prueba para verificar su credibilidad —reconoció Michael con franqueza—. El mero hecho de que se preste a hacerla demuestra su credibilidad, ya que imagino que sabe que, aunque los resultados no puedan presentarse en un juicio, es muy difícil engañar al detector.
—¿En serio? ¿Por qué es tan difícil?
—Hay numerosos indicadores. Ya se lo explicaré cuando nos pongamos con ello.
—Lo que quiero, lo único que de verdad quiero, es verlo una vez más —dijo Izzy con voz desgarrada, y estaba a punto de repetir la súplica cuando el sonido de voces procedentes del despacho de Michael le hicieron enmudecer.
—¡La llamábamos Cuatro-en-Uno! —era Zippo hablando a voces al otro lado de la puerta—. Tú no te acordarás de la loca mística, eres demasiado joven, pero la mujer de este caso me recuerda a ella. Aunque aquélla era un palillo y ésta no es tan flaca, y además los vestidos de Cuatro-en-Uno eran como sacos, y ésta lleva pantalones… —Michael abrió la puerta y la voz de Zippo se extinguió. Sentado a la mesa de Michael, Eli Bahar ordenaba un montón de papeles.
—Tenemos una tonelada de cosas de la orquesta… —dijo—, y los guantes… —quedó en silencio al ver a Izzy parado detrás de Michael.
Mientras se encaminaban hacia allí, Michael había estado cavilando sobre cómo presentar a Izzy. Llegado el momento, dijo sin más:
—Izzy Mashiah, el compañero de Gabriel van Gelden.
A Zippo se le abrió la boca; luego la cerró y se atusó el mostacho de corte militar.
—Empieza a tomarle declaración —le ordenó Michael a Zippo. Y, volviéndose hacia Eli—: Acompáñame ahí fuera un momento —luego, desde la puerta, en espera de que Eli saliera por el estrecho espacio que quedaba entre la mesa y las sillas, en una de las cuales Izzy, empalidecido, ya había tomado asiento, Michael le preguntó a Zippo—: ¿Tienes formularios? —Zippo asintió con un gesto.
—¿Es gay? —preguntó Eli fríamente, ya fuera del despacho.
—Sí, pero no es de los que… Llevaban juntos cinco años, los dos últimos viviendo como una pareja casada. Debes tratarlo como si fuera el cónyuge.
—Sí, pero ¿como al marido o a la mujer? Nunca he comprendido cómo lo ven ellos. Por cierto, he oído comentar que le has cedido a Balilty… que está al frente del equipo o algo así.
—Es por lo del robo.
—Han traído el expediente de Felix van Gelden. Lo solicitaste tú, ¿recuerdas? —dijo Eli Bahar.
—¿Dónde está Tzilla?
—En el lugar de los hechos, con Raffy y Abraham. No nos sobra el tiempo, y yo no he parado de revolver papeles. Me he convertido en el coordinador del equipo —dijo descontento—. Soy el secretario. Y la Dalit esa está con Balilty. Bueno, eso ya lo sabes, pediste que enviaran a una mujer. Tendrías que verla trabajar. ¡Cómo trabaja! Es ambiciosa como ella sola, te lo aseguro. Ya ha telefoneado tres veces. Aún no te he dicho que los guantes son de la mujer que toca el contrabajo.
—¿Cómo dices? ¿Son unos guantes de mujer?
—De una mujer de manos grandes. Tzilla ha llamado para decírmelo. Los músicos lo comentaron. La contrabajista usa guantes porque tiene la tensión baja y se le quedan frías las manos. En fin, que tiene un par de guantes como ésos.
—¡Pero si estamos en septiembre!
—Por lo visto, tiene varios pares iguales. Éste lo guardaba en el auditorio. Hay aire acondicionado y tiene que usarlos. En fin, que un percusionista y un oboísta los han identificado, y otros también los reconocieron, por el color, color mostaza lo llama Tzilla, y porque siempre los lleva puestos. Le toman el pelo por eso. Todo el mundo los conoce.
—¿Y dónde está la contrabajista? ¿Por qué no está aquí?
—Ahí tenemos un problema. No damos con ella. Salió hacia el aeropuerto justo después del ensayo, a recoger algo o a alguien, no está claro. Vive con su madre, que es muy mayor y no se entera de nada, no hay manera de aclarar las cosas. Abraham se ha hecho cargo de buscarla. La traerá en cuanto la encuentre.
—¿Dónde guarda los guantes?
—Tienen taquillas, pero al parecer ella los guarda en otro sitio. No lo sabremos hasta que no hablemos con ella. Aún no han terminado de examinar los guantes. Todavía no han pasado por el laboratorio.
—Vamos a echar un vistazo al expediente —dijo Michael.
—No vas a renunciar al caso, ¿verdad?
—¿Qué caso?
—El de Gabriel van Gelden. ¿No has meditado lo que te dije? ¿No vas a renunciar a él?
—De momento, no.
—De momento —repitió Eli enfurruñado—. ¿Y qué hay de Balilty? —añadió de pronto.
—Conseguiréis arreglároslas —trató de calmarlo Michael.
—Claro que nos las arreglaremos —dijo Eli Bahar—, pero me pregunto si tú lo conseguirás.
—Vamos a dejarlo —dijo Michael con creciente irritación—. Ahora no quiero preocuparme de eso. Mientras Zippo rellena los formularios con Mashiah, quiero revisar el expediente de Felix van Gelden.
—Está en el despacho de Balilty.
—Aquí lo tienes —dijo Eli, señalando un sobre grande. Habían tomado asiento a ambos lados de la mesa del despacho de Balilty—. Ahí está todo, todo lo que se ha descubierto sobre el caso.
—¿Se sabe algo más sobre la cuerda?
—No —respondió Eli—. Me he puesto al habla con un experto, y él me ha explicado que hay una serie de talleres que las fabrican. Es imposible deducir de qué instrumento concreto procede. Ninguno de los músicos ha dicho que echara de menos alguna cuerda. Sólo nos queda hablar con Nita van Gelden. Balilty se ocupará de eso.
—¿A ella todavía no la han interrogado sobre eso? —preguntó Michael asombrado—. ¿Precisamente a ella?
—Puede que sí —replicó Eli, desviando la cara con vergüenza—. Supongo que sí. Pero Balilty no me lo cuenta todo. ¿Quieres que me informe?
—Ahora no —masculló Michael, y vació el sobre en la mesa. Lo que tenía que hacer era dejar en manos de Balilty la cuestión de las cuerdas de Nita y no inmiscuirse más, pensó a la vez que repasaba despacio el contenido del sobre. Echó una ojeada a las bolsitas de plástico, leyó los informes, manoseó las cuerdas con las que habían atado al viejo Van Gelden—. ¿Qué es esto? —quiso saber, y colocó a contraluz una bolsita transparente.
—Parece… —Eli Bahar recogió la etiqueta que se había desprendido de la bolsa—. Es el esparadrapo que usaron para amordazarlo. Eso dice aquí.
—¿Qué más dice?
—Nada.
—¿Cómo que nada? ¿No han descubierto nada en el laboratorio?
Eli ojeó los papeles y ratificó:
—No.
—¿No lo han examinado en el laboratorio?
—¿Qué quieres que te diga? Pregúntaselo a Balilty —replicó Eli molesto.
—Eso es exactamente lo que voy a hacer —dijo Michael. Repiqueteó impaciente con el bolígrafo hasta que Theo respondió a la llamada. Pidió que se pusiera Balilty sin preguntar por Nita ni por los niños. Oía ruidos y voces de fondo, y transcurrieron unos segundos antes de que Balilty dijera:
—¡Señor!
—El esparadrapo con el que amordazaron a Felix van Gelden…
—¿Qué pasa con él? —la respiración acelerada y superficial de Balilty resonaba con fuerza, como si tuviera la boca pegada al auricular.
—¿No lo has enviado al laboratorio?
—¿Para qué? No hacía falta.
—Así que no lo has enviado.
—No, no lo he enviado —replicó Balilty desafiante—. ¿Por qué opinas que debería haberlo hecho? ¿Plantea alguna incógnita?
—No lo sabremos hasta que no lo hayamos verificado.
—Pues envíalo tú.
—Eso mismo voy a hacer ahora mismo. ¿Alguna novedad?
—Nada especial —dijo Balilty sombrío—. Estoy tomando nota de todo. ¿Lo hablamos en la reunión de equipo de mañana? ¿O quieres enterarte antes?
—Cuando haya terminado con lo que estoy haciendo, veremos.
—¿Piensas esperar ahí toda la noche la respuesta del laboratorio? ¿Con respecto al esparadrapo?
—Aparte de eso, he traído a Izzy Mashiah —dijo Michael.
—¿Quién es Izzy Mashiah? Ah sí, el novio… ¿Quieres que llevemos a los otros dos esta tarde? ¿Para interrogarlos? ¿Quieres que los interroguemos en la comisaría esta noche? —preguntó Balilty.
—Decídelo tú —dijo Michael. Y añadió nervioso—: ¿Has verificado lo de las cuerdas de Nita?
—Pues sí —dijo Balilty en un tono precavido, neutro—. Se podría decir que existe la posibilidad de que el objeto fuera suyo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Michael, y se enjugó el sudor que le había empapado súbitamente la frente—. ¿Es suya la cuerda?
—Podría serlo —masculló Balilty—, pero no es seguro. Aún estamos indagando. Hay problemas de memoria.
—¿No recuerda cuántas cuerdas tenía? —inquirió Michael.
—Más o menos —repuso Balilty con hostilidad—. ¿Podríamos hablar de esto en otro momento? Aún no he terminado.
—¿Te has puesto ya al habla con tu hermana? —preguntó Eli una vez que Michael terminó de hablar con el policía de servicio en el laboratorio de Criminalística.
—Aún no, es tarde y…
—¿Cómo que es tarde? ¡Si sólo son las diez! ¿Es que Yvette se va a la cama a la vez que las gallinas?
Michael lo miró atónito. En todos los años que llevaban trabajando juntos, Eli nunca le había hablado con tanta rudeza y agresividad.
—Lo siento —dijo Eli—, todo este asunto me está destrozando los nervios. ¿Quién está interrogando a Nita? No has comentado nada de ella. ¿La está interrogando Balilty? Este asunto me está volviendo loco.
—¿Te refieres al asunto de la niña?
—A todo. La niña, tu amiga… todo el barullo. No sé si tú… si yo… si es posible… y Shorer, ¡es el colmo! —parpadeó. Las largas y oscuras pestañas taparon el brillo verde de sus ojos. Manchas plateadas salpicaban su barba incipiente.
Michael no dijo nada. Al escudriñarse por dentro, al enfrentarse a sus verdaderos pensamientos y sentimientos, el corazón se le caía a los pies. Temía perder a la nena. Quién sabe si volvería a gozar del placer de ver la boquita expectante ante el biberón, de las sonrisas inesperadas, del dulce aroma de la nena. A la hora de comer, ya en casa, de vuelta del auditorio, la nena se había quedado dormida mientras succionaba rítmicamente el biberón. Michael pasó largo tiempo contemplándola dormida. Observó la espesa pelusa de su cabeza, oscurecida en los últimos días, y le rozó la arrebolada mejilla con el dedo. La nena se despertó antes de que saliera a trabajar, cuando la niñera llamó al timbre. Tumbada boca abajo, levantó la cabeza y echó una mirada desenfocada a su alrededor, hasta que sus ojos toparon con la cara de Michael y él se quedó prendido de su luz azulada. Una vez que Michael la hubo sentado en la sillita, y después de que colgara a su lado el conejillo que creía su juguete favorito, la niña volvió la cabeza y sonrió con evidente orgullo, según le pareció a Michael, despertando exclamaciones de admiración de la niñera.
Ahora, Michael miró a Eli Bahar implorante.
—Apóyame en esto. Dame un poco de… ¿De acuerdo?
Eli Bahar bajó los ojos avergonzado, frunció los labios y se quedó en silencio.
—Es difícil. Complicado. No digo que no lo sea. —Michael oía su voz como en un eco. Y percibía una leve nota falsa, pero no sabía de dónde procedía la presunta falsedad ni qué era, aunque estaba dispuesto a revelársela a Eli Bahar. Pero ni él mismo era capaz de explicárselo en aquel momento. En su interior bullía un torbellino de sentimientos—. Es como una lavadora —dijo al fin.
—¿Qué es como una lavadora? —preguntó Eli asustado—. ¿De qué lavadora hablas?
—Mi cabeza, mis pensamientos, están dando vueltas como en una lavadora, sin parar… Todo está revuelto y no sé…
—Dejémoslo estar por el momento —sugirió Eli Bahar—. Pero ¿hablarás pronto con Shorer?
Michael asintió.
—¿Y Balilty? Si Balilty está al mando —prosiguió Eli—, no puedo contar con Rafi, aunque nos haga falta. Y tampoco es que yo me lleve muy bien con él. No sé qué va a pasar. No es fácil tratar con él, ya lo sabes.
—Ya veremos —dijo Michael—. Mañana lo veremos. Ahora vamos a liberar a Izzy Mashiah de Zippo. Por cierto, ¿podrías decirme qué demonios pinta Zippo en todo esto?
—No soportaba verlo así, descolgado, dando vueltas sin nada que hacer, buscando público para sus historias mientras espera la jubilación. Ahora me está contando cómo eran los viejos tiempos en Jerusalén. Antes de mi época. Me habla de todos los tipos extraños que pululaban por aquí. Cuando llegaste estaba hablándome de la tía del rabino Levinger, la loca a la que todo el mundo llamaba Cuatro-en-Uno, que por lo visto se paseaba por el centro de Jerusalén pegándoles etiquetas a los transeúntes. Creía que Buda, Jesucristo, Moisés y Mahoma eran una sola persona. Recuerdo las historias de mi tío, y ahora me las está repitiendo Zippo. Dice que va a escribir un libro sobre todos esos locos. ¿Por qué no le dices a él que lleve el esparadrapo?
Y así, Zippo, a quien nadie llamaba por su verdadero nombre, Isaac Halevi, sino simplemente Zippo, debido a una anécdota sobre su mechero, anécdota que él mismo relataba de muy buena gana a cualquiera, demostrase o no interés, pues bien, Zippo se marchó a llevar la prueba al laboratorio de Criminalística del cuartel de la policía nacional y Michael regresó a su despacho y se sentó frente a Izzy Mashiah. Eli Bahar tomó asiento en la silla que estaba junto a la puerta.
—¿Está seguro de que quiere hacerlo? —preguntó Michael.
—Ya se lo he dicho —replicó, impaciente, Izzy.
—Entonces sólo resta explicarle de qué se trata. ¿Se ha sometido alguna vez a una prueba poligráfica?
—¿Yo? —exclamó Izzy horrorizado—. Si nunca había pisado una comisaría.
—Hay dos métodos —explicó Michael—. Nosotros no empleamos uno de ellos.
Por el rabillo del ojo vio que Eli Bahar abría la boca y la cerraba y que un gesto de protesta se asentaba en su cara mientras Michael proseguía:
—Ese método ha demostrado ser un fracaso absoluto. Se basa en preguntas con truco, preguntas que… —titubeó, percibiendo las ondas de oposición que emanaban de Eli, quien nunca había visto con buenos ojos la sinceridad que empleaba Michael con los sospechosos y, en más de una ocasión, había expresado sus objeciones y el miedo a que, algún día, su jefe se pasara de la raya.
Izzy aguardaba en silencio.
—Pues bien, digamos que se formulan una serie de preguntas cuyas respuestas se conocen de antemano. Por ejemplo, si se llama Izzy Mashiah, si ha nacido en Jerusalén, si su padre se llama, pongamos por caso, Moisés, si su mujer se llama Shula, si es cierto que ayer lo sorprendieron en la cama con el vecino de arriba.
Izzy se enderezó y cruzó las manos.
—De pronto, se hace una pregunta chocante. Y luego se extraen conclusiones de la reacción que ha tenido el interrogado ante ese cambio abrupto. Estamos en contra de este método porque consideramos que no indica nada. El mínimo cambio, como una luz que se enciende o un lagarto que corretea por el suelo, influye en las reacciones de la persona que está sometiéndose a la prueba. Estamos a favor del segundo método.
Eli Bahar apoyó el codo en la mesa y reposó la barbilla en la mano.
—Explícaselo tú —le pidió Michael—, yo voy a hablar con la técnica en poligrafía.
—Estoy al lado de la puerta —replicó Eli a la vez que se levantaba de un salto—. Iré yo a hablar con ella.
—El segundo método, el que preferimos —continuó Michael—, se basa en el supuesto de que muy pocas personas son capaces de engañar al detector. Así pues, es mejor informar de antemano al sujeto de cuáles van a ser las preguntas, antes de conectarlo al polígrafo. Yo le diré qué le vamos a preguntar y luego lo conectarán. Las diversas variables, la tensión, el sudor, la adrenalina, nos revelarán lo demás.
—¿Cuánto durará?
—Diez minutos, a lo sumo un cuarto de hora.
—¿Hace daño? ¿Pincha?
Michael reprimió una sonrisa. A punto estuvo de murmurar: «¡Ay, las tiernas inquietudes de los supervivientes! Nuestro mundo ha quedado destruido, nuestro amado está tendido en una mesa del Instituto de Medicina Forense con el cuerpo abierto en canal, y seguimos preocupándonos por un pinchazo».
—No hace daño —tranquilizó a Izzy—. Es como cuando te conectan a un aparato para hacerte un electro. Estamos dispuestos a que se lo hagan en otro lugar, y aceptaremos las conclusiones. Muchos sospechosos se prestan a hacer la prueba si les dejamos acudir a una institución privada.
—No es necesario —dijo Izzy.
Respirando rápida y superficialmente, pidió que le dijera las preguntas. Michael las enumeró. No le pasó desapercibido el aceleramiento del parpadeo de Izzy ante la pregunta de si en los últimos tiempos se había producido alguna crisis o algún cambio en su relación.
—¿Quién me va a interrogar? ¿Usted? ¿El otro policía? ¿El técnico?
—Yo. El técnico nunca hace las preguntas. Ni siquiera tiene que estar presente. Hoy es una mujer, y su única función será comprobar que el aparato funciona bien, que va registrando adecuadamente los movimientos de la aguja y que ningún cable se suelta. Yo haré las preguntas y, como ya le he dicho, comenzaré por las que no plantean problemas y cuyas respuestas ya conocemos. Luego, gradualmente, pasaré a las complicadas.
—No es más que un proceso mecánico —dijo Izzy con franco alivio—. Una especie de test psicológico. No tiene ningún misterio. Cualquier imbécil puede hacer las preguntas.
—Exactamente —dijo Michael sin pestañear. No le habló a Izzy del extremado cuidado que ponía en el ritmo y la formulación de las preguntas. No le explicó que el problema era que la prueba poligráfica no se parecía en absoluto a un test psicológico puesto que en ella era imposible abordar un tema desde distintos ángulos. Y tampoco le dijo que la brevedad del tiempo disponible exigía virtuosismo en la redacción de las preguntas y el control en el ritmo. Los temas se tocaban una sola vez y luego era imposible retomarlos.
—Ya está, sin problemas —dijo Eli desde la puerta—. Está preparada, nos espera.
Michael se levantó, pero Izzy Mashiah no se movió.
—Entonces, ¿por qué no sirve como evidencia en un juicio, si es un proceso tan mecánico e inequívoco?
—Ah, eso —dijo Michael, y volvió a sentarse. Cruzó una rápida mirada con Eli, quien se acercó una silla y se sentó con resignación—. ¿Quiere que se lo explique?
Izzy Mashiah se encogió de hombros, pero no se levantó.
—La prueba poligráfica no vale como evidencia porque hay situaciones en que las personas se sienten con licencia para mentir. Si la persona examinada no es consciente de que está mintiendo, sus reacciones carecen de significado.
—¿A qué se refiere con eso de licencia para mentir?
Michael miró a Eli Bahar.
—Explícale lo de la conferencia —dijo.
—¿Ahora mismo? —se quejó Eli.
Michael no respondió.
—Si insistes —dijo Eli de mala gana—. Una vez asistí a una conferencia en la que el conferenciante le pidió a una policía que subiera al estrado, le enseñó una serie de tarjetas, las pinchó en un corcho y luego le dijo que leyera los números impresos en las tarjetas. En voz alta, del uno al siete. Pero le indicó que al llegar al cinco dijera «siete». Y eso es lo que hizo la policía. La conectaron a un detector de mentiras y, al llegar al número cinco, dijo siete. Y la aguja no se movió porque ella no tenía la sensación de estar mintiendo. Simplemente estaba siguiendo las instrucciones del conferenciante. Es lo que se llama licencia para mentir.
—La cuestión es qué autoridad ha concedido ese permiso para mentir —añadió Michael—. Es algo que no se ha investigado, pero estoy convencido de que si se estudiaran las reacciones de los judíos ortodoxos sometidos a pruebas poligráficas, se descubriría que no tienen el menor reparo en mentir si el rabino les ha dicho que lo hagan o si creen que están cumpliendo la voluntad divina.
—No le has explicado sus derechos —siseó Eli, manoseando la cinta de la conversación de Michael con Izzy Mashiah mientras la técnica lo conectaba a la máquina.
—No lo he estimado necesario —reconoció Michael—. Creo que no hay motivos y, además, mientras no se demuestre lo contrario, parece que no ha salido de casa en todo el día. Ni siquiera ha solicitado un abogado.
—Pero no hay testigos que corroboren que no ha salido —dijo Eli.
—Habrá que preguntárselo.
—¡Dos veces! —exclamó excitado Eli Bahar, ya en el pasillo—. ¡Ha mentido dos veces!
—No sé yo —dijo Michael, que examinaba de nuevo el gráfico—. La primera vez está claro, cuando le pregunté sobre crisis o cambios recientes en su relación. Pero la segunda vez, cuando le pregunté si había salido de casa, no es inequívoco.
—¡Dos veces! —insistió Eli—. ¿Quieres que lo retengamos?
—De momento, sí —dijo Michael pensativo. Trató de reprimir el sorprendente desengaño que le inspiraban los resultados de Izzy—. Puedes ponerte con él ya mismo, yo me voy a hablar con Balilty y luego vuelvo. Empieza tú, los demás no tardarán en volver del lugar de los hechos, enseguida llegarán refuerzos.
Pasada la una de la mañana, Michael llegó a casa de Nita. Todas las luces estaban encendidas. Se inclinó sobre la niña, dormida en el cochecito y se dio cuenta de que no tardaría en quedársele pequeño. Había crecido tanto durante el último mes que pronto sería necesario trasladarla a una cuna, incluso cuando estuviera en casa de Nita. Recordó de pronto que no había llamado a su hermana Yvette. Tal vez había sido mejor así, pues resultó que Dalit, la policía, había localizado y hecho venir a una chica etíope de resplandeciente sonrisa que estaba dispuesta a quedarse de interna para cuidar a los niños. En los ojos de Dalit relucía el orgullo, la conciencia de saberse indispensable, cuando se apresuró a explicar cómo había dado con la chica. Supo de la existencia de la etíope, que se llamaba Sara, por casualidad, y se enteró de que estaba libre hasta el comienzo del curso universitario. También por casualidad, Dalit estaba al tanto de las virtudes de Sara, que había trabajado de ayudante en la guardería Wizo, donde los niños la adoraban. Y sabía asimismo que Sara estaba buscando casa y que no tenía dinero.
En pie junto a la cuna de Ido, Balilty cabeceaba.
—Es imposible hablar con ella, con tu amiga. Dice que no está segura, que no recuerda. Puede que siga bajo los efectos del sedante que le dio el médico. Si continúa así, tendremos que llamar a otro médico. Me da la impresión de que está a punto de perder la cabeza. He pensado en pedir ayuda a Elroi.
—¿Qué hay de las cuerdas? —preguntó Michael—. Lo demás no es tan urgente.
—Ahí está el problema. —Balilty escudriñaba las baldosas del suelo—. No lo recuerda, y su hermano dice no saber nada. Ella no se comunica. Theo justo al revés. Si le das cuerda luego no hay manera de que se calle. Pero inténtalo tú con ella, sólo para ponerla en situación, lo básico. Luego hablamos.
—¿Estás partiendo de la base de que ha sido la misma persona en los dos casos? —preguntó Michael.
—¿Con qué me vienes ahora? ¿Crees que, así, por casualidad, dos personas distintas iban a matar a dos miembros de la misma familia en un periodo de tiempo tan corto? ¡No me hagas reír! —dijo Balilty, y luego preguntó qué había resultado del interrogatorio de Izzy.
En ese momento se abrió la puerta del dormitorio y apareció Dalit, una figura delgada en vaqueros. Cruzó los brazos bajo los pequeños senos y se reclinó, posando, contra el marco de la puerta.
—¿Sí? —dijo Michael.
—Pensaba que querrían… ponerme al día —dijo con una mezcla de vehemencia y vulnerabilidad, y se pasó una titubeante mano por el rubio cabello corto.
—Enseguida —dijo Balilty—. De momento, puedes preparar otra ronda de cafés.
—Su niña se ha despertado —anunció ella con una sonrisa forzada.
—Tengo que prepararle el biberón —dijo Michael. Y a Balilty—: Acompáñame a la cocina. Podemos seguir hablando allí.
—Ya los he preparado yo —dijo Dalit—. Dos biberones.
Michael le preguntó cómo, siendo tan joven, sabía preparar biberones.
—Nita me ha explicado cómo se hace —respondió Dalit con desenvoltura.
—No sé qué habríamos hecho sin ella —comentó Balilty admirativamente—. Esta chica es un tesoro.
—Tenemos cuidadora para los niños —dijo Michael en tono animoso a la vez que se sentaba en la cama de matrimonio donde reposaba Nita y le acariciaba la mano.
Estaban solos por primera vez desde el descubrimiento del cadáver. Cuando al fin Nita despegó los labios, su voz sonó ronca, como si hubiera pasado horas desgañitándose. Con los ojos fijos en la alfombra azul de pie de cama, musitó:
—Es como despertarse sobresaltado una y otra vez de una pesadilla. Como si estuviera haciéndose realidad.
Michael no comprendió de qué le hablaba y no dijo nada. Nita frotó el borde del edredón con la mano libre, sin retirar la vista de la alfombra.
—¿Quieres saber qué me resultó más difícil en el primer momento? —preguntó.
Michael asintió con un gesto. Ella alzó la cabeza y estudió la expresión de Michael, como para asegurarse de que realmente quería saberlo. Antes de volver a posar la vista en la alfombra, le advirtió:
—Lo que te voy a contar es espantoso —él redobló la presión sobre su mano—. No te lo había contado. No podía contártelo. No sabía cómo expresarlo. Ahora ya lo sé. Es algo que me ha atormentado durante mucho tiempo, durante meses, todos los días, casi a todas horas, minuto a minuto a veces, sobre todo hasta que nació Ido, pero después también. Una imagen recurrente, una pesadilla recurrente, una especie de visión que nunca me abandonaba, ni dormida ni despierta. Era como ver una película. La tenía ante los ojos todo el rato.
Se quedó callada. Su mano, en la de Michael, estaba fría, pegajosa. Michael no se movió. Tras unos segundos de silencio, Nita dijo:
—Era la imagen de mi cabeza cortada. Me veía sujetando los extremos de una cuerda con las manos. Me la llevaba a la parte de arriba del cuello y tiraba con todas mis fuerzas. Luego veía cómo me cortaba el cuello. Era como si me desdoblara. Era la persona decapitada y, a la vez, la que decapitaba. La sangre comenzaba a manar, regueros de sangre, ríos de sangre, y mi cabeza se desprendía —se tragó un sollozo y quedó en silencio.
Michael inclinó la cabeza y cerró los ojos. Se estremeció. Abrió los ojos y la miró. Nita estaba inmóvil. Sus ojos seguían fijos en la alfombra azul, como si a ella hubieran afluido los regueros y ríos de sangre.
—Probablemente tiene algo que ver con la sensación de haber sido una imbécil, de merecer un castigo. Como si la estúpida cabeza mereciera que la cortaran por ser tan crédula a pesar de todo lo que sabía.
—Por eso dejaste de tocar durante tanto tiempo. —Michael expresó en un susurro lo que acababa de comprender. Le dio la impresión de que lo decía a gritos.
—Por eso no tocaba —corroboró Nita—. Todos creían que estaba deprimida por el desengaño amoroso. Pero no era eso, sino que tenía miedo. ¡Me moría por tocar! No sabes cómo… Pero en cuanto veía el chelo, veía las cuerdas, y al verlas pensaba en la cabeza cortada, y eso acababa con el placer de la música. Ese miedo me ha echado a perder la música.
Conmovido, horrorizado, Michael se oyó decir:
—¿Por qué no me lo has contado antes?
—No podía. Aun antes de conocerte empecé a… pensé que me estaba librando de esa imagen. Luego, al aparecer tú, las cosas mejoraron. Cuando mi padre… cuando mi padre murió, comenzó a acosarme de nuevo. Pero me dije que desaparecería por sí sola. No podía, no podía expresarlo con palabras —alegó—. Era algo tan nítido y real que…
Michael soltó la mano de Nita y la miró: el tinte amarillento de su piel, los ojos hundidos en las cuencas, las oscuras medias lunas bajo los iris gris azulados perfilados en negro, la suave luz que la envolvía. Tenía los labios trémulos, profundas arrugas marcaban las comisuras de su boca. Una sombra retinta anegaba sus mejillas chupadas. Sólo le temblaba la barbilla. El resto de su rostro parecía tan apretado como un puño.
—Y hoy —susurró Nita—, al ver a Gabi, no ha sido sólo que Gabi… que Gabi… que ya no iba a tenerlo a mi lado, eso todavía no he empezado a asimilarlo; ni tampoco que la imagen que he visto no es como para olvidarla; además de todo eso, me dio la impresión de que estaba viéndome a mí misma en el suelo. De que me habían plagiado la imagen, esa visión de la que nunca había hablado a nadie. Pero, de alguna manera, alguien estaba enterado de la imagen y la hizo realidad en Gabi en lugar de en mí. Por error. Lo de Gabi ha sido un error. —Nita levantó la cabeza, se inclinó hacia Michael y lo miró a los ojos—: ¡Yo debería haber estado ahí tirada, con la garganta abierta! ¡Yo y no Gabi! —Michael volvió a tomarle la mano y sintió que las suyas se enfriaban. El terror crecía en él minuto a minuto—. Así, de pronto, vi cómo era en realidad. Qué habría ocurrido si lo hubiera hecho en realidad. Creo… me siento como si le hubiera enseñado a alguien a hacerlo. O… o como si lo hubiera hecho yo.
En ese preciso momento, el espanto de Michael comenzó a desvanecerse. La lucidez, una frialdad sobria, empezó a sustituirlo.
—¿A qué te refieres con que lo has hecho tú? —preguntó en un tono firme, distante—. ¿Lo has hecho tú?
—Creo que no —musitó Nita a la vez que levantaba la vista hacia él—. No podría haberlo hecho, digo yo. Es imposible, ¿no crees? No es posible que lo haya hecho sin darme cuenta, ¿verdad? ¿Verdad? —preguntó espantada mientras apretaba el brazo de Michael con todas sus fuerzas. Michael se había dividido en dos: uno de sus seres desbordaba de pánico, de terror, era presa de un torbellino de emociones contradictorias que apenas podía controlar, pero su otro ser preguntó con una voz fría, severa, comedida:
—¿De verdad crees que has sido tú?
—Ya te he dicho que no. Es imposible. Ya sabes cuánto quería a Gabi. Pero ¿cómo es posible que otra persona haya reconstruido con tanta precisión algo que estaba en mi cabeza y sólo ahí? No lo comprendo. Quizá la única respuesta posible es que lo hice yo inconscientemente.
—Inconscientemente —repitió Michael—. Inconscientemente —dijo de nuevo, y se quedó en silencio.
—Una vez oí una entrevista a un hipnotizador profesional —susurró Nita—, y decía que no se puede obligar a nadie a hacer algo de lo que está totalmente en contra, ni siquiera bajo hipnosis profunda.
—Es cierto —dijo Michael—. De eso no hay duda. Es un asunto que siempre se aborda al hablar de la hipnosis y sus posibles riesgos. Un hombre que no tenga tendencias homicidas no cometerá un asesinato si lo hipnotizan. Pero ahora tú no estás hablando de hipnosis sino de algo diferente. De lo que tú hablas sí hay precedentes. Se puede cometer un asesinato en un arrebato de locura y después olvidarse.
El rostro de Nita se demudó, sus manos temblaban.
—¿Es posible entonces? —susurró con voz ahogada—. ¿Que ocurra algo así? En ese caso, soy un peligro para todos y deberían… no me puedo quedar a solas con Ido, con los niños… —se puso en pie, asiéndose la garganta con ambas manos, y se tambaleó. Michael se levantó a su vez y la sujetó con firmeza—. Tienes que detenerme, alejarme de aquí, porque puedo haber sido yo… debo de haber sido yo… —se le pusieron los ojos en blanco y empezó a convulsionarse.
Michael le pegó una bofetada y empezó a hablar a toda velocidad. Le parecía que todo dependía de lo que pudiera recordar sobre las pérdidas de memoria en circunstancias similares.
—¡Escúchame! —dijo secamente—. ¡Escúchame bien! ¿Me estás escuchando? —Nita no se movió—. Escúchame. Las cosas no son como tú crees. Conozco a un chico que mató a sus padres y a sus hermanos en un arrebato de locura. No recuerda nada. Nada de nada. Ni el momento en que empuñó el Uzi ni el instante en que los tiroteó. Se le han borrado veinticuatro horas de la memoria. No sólo el momento preciso, sino todo lo que lo precedió y lo siguió. Tu caso es distinto. Tú recuerdas todo lo que has hecho a lo largo del día. Vamos, cuéntame qué has hecho, verás cómo lo recuerdas. Todo lo que rodea al momento en que encontraste a Gabi. Habla despacio. Con respecto a los niños no tienes por qué preocuparte. No te voy a dejar sola, ni con ellos ni sin ellos —le posó la mano en el brazo—. Hasta que no hayamos llegado al fondo de este asunto, no te quedarás nunca sola —le prometió—. Pero ahora cuéntame todo lo que recuerdas hasta el momento en que viste a Gabi, y lo que ocurrió después. Todo, con detalle.
—¿Estás convencido de que no he sido yo? —musitó Nita con cierto alivio.
Su respiración se aquietó. Había superado la crisis de ansiedad. Ni el propio Michael sabía de dónde emanaba su certidumbre. Si Balilty lo hubiera oído, sin duda habría arqueado las cejas y habría soltado algún comentario sarcástico, y Shorer le habría dicho que quizá fuera una técnica muy ingeniosa, pero que él nunca había oído hablar de ese método. «¿Hasta qué punto la conoces?», le habría preguntado Shorer burlón. ¿Era acaso posible conocer a cualquiera hasta el punto de predecir todos sus actos? «Una vez más, te estás basando en la intuición», se decía Michael. «Y en cuanto se abra la menor grieta, todo se desmoronará como un castillo de naipes». En El sueño eterno, Humphrey Bogart, en el papel de Philip Marlowe, se enamora de una asesina. Pero él no estaba enamorado, y Nita no era una asesina. Tampoco se encontraban en una sórdida oficina de detectives neoyorquina, y él no estaba hundido hasta los codos en botellas de whisky. Estaban en una casa normal y corriente. La lógica fría y penetrante de Balilty dominaba en la habitación contigua… y el llanto de un bebé. Philip Marlowe no tenía un bebé. Ni tampoco la mujer de la que se enamoraba. Y, además, él no estaba enamorado de Nita.
Nita empezó a hablar lentamente, concentrándose con todas sus fuerzas. Llamaron a la puerta.
—Ahora no —dijo Michael.
Nita se estremeció. Revivió paso a paso el ensayo. Después de describir la interpretación del último movimiento del Doble concierto, dijo con esfuerzo:
—Y, a partir de entonces, no recuerdo nada.
Michael quiso que le hablara de cómo habían recogido los instrumentos, de quiénes se habían quedado en el escenario. Le preguntó si había reparado en que Gabi se retiraba detrás del escenario. Ella alzó las cejas en un gesto de concentración. Con una voz hueca, inanimada casi, dijo que no lograba recordarlo, y siguió hablando en un tartamudeo entrecortado, como en sueños. Juntó las cejas sobre su menuda nariz.
—¿Recuerdas haber visto en el escenario a Avigdor, el concertino, en esos momentos? —Nita lo negó con un desmayado gesto de la cabeza—. ¿O a la señora Agmon, la violinista que estaba buscando a Gabi?
—Nada —barbotó Nita, cubriéndose el rostro con las manos—. Nada. Se me ha borrado por completo.
—La señora Agmon quería hablar con Gabi de su marido —dijo Michael, tratando de refrescarle la memoria.
Pero Nita hizo un vehemente gesto negativo y dijo que tenía un agujero negro en la memoria. No tenía la sensación de haber andado por el escenario, no estaba segura de si era allí donde estaba en aquellos momentos, pero tampoco recordaba haber estado en ningún otro lado.
—Es como si fuera algo sucedido en la infancia —dijo lentamente—, algo de lo que en realidad no te acuerdas salvo por lo que te han contado, por lo que has visto en un álbum de fotos. No tiene nada que ver con haberlo experimentado de verdad. Es la impresión que me ha quedado hasta el momento en que… vi a Gabi —en ese instante, las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas demacradas—. Hay toda una parte —dijo sollozando— que no recuerdo. Como si en medio se hubiera abierto un abismo —se puso rígida de pronto. Se enderezó.
—¿Qué te pasa? —preguntó Michael en tensión.
—Una vez… recuerdo… en un hotel de Columbus, Ohio, donde me alojé tras un concierto de música de cámara, vi en la televisión una película titulada Las tres caras de Eva. ¿Has oído hablar de ella?
—¿Las tres caras de Eva? —preguntó Michael atónito—. La conozco. Joanne Woodward, una interpretación maravillosa.
—Tiene dos personalidades, y una de ellas no es consciente de la otra. Me aterrorizó incluso entonces. No logré pegar ojo en toda la noche.
—Tenía un final feliz: una tercera personalidad terminaba por hacerse con la situación —dijo Michael como en un sueño, recordando que en el cine, su tío Jacques, el hermano menor de su madre, lo sentó en una butaca de madera en el centro de una fila, echó un vistazo a su reloj, le comunicó que tenía que hacer una llamada telefónica, prometió volver pronto y no regresó hasta las últimas escenas. Michael pasó un miedo espantoso.
—La Eva negra, la que sale de la Eva blanca, le pasa una cuerda por el cuello a su hija pequeña y trata de estrangularla —dijo Nita con aire ausente, y se rodeó el cuerpo con los brazos—. Por fortuna, cuando la pequeña chilla, aparece el marido, y entonces la mujer se desmaya y al volver en sí es la Eva blanca, el ama de casa que padece dolores de cabeza y no recuerda nada. Yo también he sufrido fuertes dolores de cabeza en este último año.
Michael le acarició el brazo sin decir nada.
—Eva le dice al médico que no ha hecho nada. No se acuerda de nada. Está convencida de su inocencia —dijo Nita agitada.
Michael recordaba el rostro de buena esposa de Joanne Woodward contorsionado de dolor, las manos aferradas al cuello de encaje. También se acordaba de cierto sombrero de pésimo gusto.
—Es una suerte que hayas visto la película —masculló Nita—. Al menos no piensas que estoy loca. El médico le explica que no está aquejada de una enfermedad mental, sino que tiene doble personalidad.
Michael callaba. Se recordaba viendo la película; la preocupación de que el tío Jacques no volviera y de que la butaca de al lado estuviera vacía; su primera experiencia de una gran interpretación.
—Estaba maravillosa —se oyó decir—. Totalmente convincente.
En un susurro ronco, Nita dijo:
—Lo importante es que se puede pasar de una personalidad a otra sin ser consciente de ello. Rodeó el cuello de su hija con una cuerda y tiró con todas sus fuerzas, así. —Nita levantó los puños y separó los brazos.
—Nita —dijo Michael a la vez que fruncía la colcha con los dedos—. ¿Te acuerdas de que hace unos días se te rompió una cuerda y la cambiaste?
Nita asintió con un gesto.
—¿Recuerdas cuántas cuerdas de repuesto tenías?
—Ya me lo han preguntado —dijo con desesperación—. No recuerdo si tenía dos o tres. Una no, de eso estoy segura, ni tampoco cuatro.
Michael la condujo al cuarto de los niños y la hizo tomar asiento en la cama plegable, junto a la cuna de Ido. Sara, arrodillada en un rincón, desplegó su sonrisa sosegada, radiantemente blanca. No aparentaba más de trece años.
El dormitorio se convirtió en sala de reuniones.
—¿Cómo está? —preguntó Balilty, sentado junto a Michael en la cama de matrimonio. Luego comentó que la actuación de Dalit había sido excelente, pese a su falta de experiencia. Suspiró—. Theo van Gelden no recuerda cuándo se fue del escenario a telefonear, ni cuánto tardó —se quejó—. Da la sensación de que nadie tiene ningún móvil. Y tampoco hemos descubierto nada nuevo sobre Gabriel. ¿Has hablado con el tipo ese?
—Sí. Y ya tenemos su prueba poligráfica. Y también la respuesta del laboratorio con respecto al esparadrapo.
—¿Y bien? ¿Me has pillado en un descuido? —dijo Balilty sarcástico.
—Y tanto que sí —respondió Michael, y observó, no sin regocijo, cómo el gordinflón rostro de Balilty quedaba petrificado.
—¿Lo dices en serio? —dijo al cabo Balilty. En sus ojillos relucía la desconfianza.
—¡Totalmente! —dijo Michael—. El esparadrapo tenía pegados restos de plumón.
—¡No lo puedo creer! —exclamó Balilty, pero se notaba que los engranajes de su cerebro estaban girando a toda velocidad—. ¿Plumón?
—¡Plumón!
—¿Como el relleno de una almohada? ¿De un edredón? ¿Ese tipo de plumón?
—Sí.
—¿En el esparadrapo?
—En el trozo de esparadrapo con el que amordazaron a Van Gelden.
—¿De una almohada?
—Eso parece. Están comparándolo con el plumón de la almohada del viejo. Por la mañana tendremos más información.
—¿Estás tratando de decirme que primero lo asfixiaron con una almohada?
—No estoy tratando de decirte nada. Los hechos hablan por sí solos.
Balilty le dirigió una mirada rápida y luego miró hacia la puerta.
—¿Todavía no se lo has dicho?
—No, además es mejor que no se enteren todavía —le advirtió Michael.
—¡No, claro que no! —dijo Balilty. Parecía horrorizado—. ¿Qué puedo decirte? Menuda metedura de pata.
—Tú lo has dicho.
—Sí, sí, lo reconozco. ¿A ti no te habría pasado?
—¿Cómo quieres que lo sepa? —dijo Michael—. Quiero pensar que no. Pero, con franqueza, no lo sé.
—Parecía un robo normal —arguyó Balilty—. ¿Cómo iba yo a suponer que primero lo asfixiaron y luego lo amordazaron?
—Las apariencias no valen de nada en nuestra profesión —exclamó Michael, y, al ver la expresión abatida de Balilty, se arrepintió de su tono autoritario y condescendiente—. Discúlpame —dijo.
—Bueno, ya he reconocido que he tenido un descuido. ¿Qué quieres que haga ahora?
—Replantéatelo todo desde el principio.
—Está bien, ya me lo estoy replanteando. Y mi conclusión es que debemos hablar de ello en la reunión de mañana. ¿Te das cuenta de que así quedan libres de sospecha? —preguntó señalando con la cabeza en dirección al cuarto de estar.
—¿Por qué?
—Tenían el concierto. Y antes todos estaban ocupados. No les faltan coartadas.
—Eso es lo que parece.
—Tú mismo llevaste a Nita a la peluquería antes del concierto. Eso es lo que me dijiste.
—Sí, pero no a sus hermanos.
—Uno de ellos ya no está en este mundo.
—Pero entonces sí estaba en este mundo. Y el otro está totalmente en este mundo. De momento, al menos.
—¿Crees que…? —Balilty parecía preocupado—. Tendremos que asignarles protección. Varios turnos. Veinticuatro horas al día.
—Eres tú el que dirige el equipo, ¿no es así?
Balilty asintió distraídamente.
—Pues dirígelo.
Balilty lo miró sin comprender.
—¿Por qué le das tanta importancia a eso?
—Porque si doy yo la orden de que se les ponga bajo vigilancia continua, podría comentarse que Nita y la nena son las únicas que me preocupan y cosas por el estilo.
—Ya ves —dijo Balilty—. Ya se te empieza a ver el plumero. Y esto es sólo el principio.