4
La lógica con que funciona el mundo
—¿Cómo? ¿Nunca has trabajado en un caso así? —preguntó Balilty sorprendido—. Estaba convencido de que habías trabajado en el caso de los relojes robados del Museo Islámico. Es igual, échales un vistazo —sacó unas cuantas fotografías de un sobre amarillo acolchado, las fue pasando rápidamente como si fueran las cartas de una baraja y colocó dos de ellas ante Michael Ohayon, quien examinó la fachada de un edificio de apartamentos grande y de aspecto imponente, con picaportes de bronce en las enormes puertas y una amplia entrada de coches delante.
—Está en el extranjero, en algún país de Europa —conjeturó Michael—. ¿En Suiza?
—Zurich —confirmó Balilty.
La otra fotografía era de un espacio interior donde se veían buzones y una fila de timbres junto a los que alcanzaban a leerse los nombres de los inquilinos. Uno de ellos estaba rodeado por un círculo rojo.
Balilty jadeó a la vez que se inclinaba sobre la fotografía desde el otro lado de la mesa, empotrando en ella la barriga. Estaban en el pequeño despacho que hasta hacía poco usaba la secretaria de Emanuel Shorer, jefe del Departamento de Investigación y Lucha contra el Crimen, un despacho que en tiempos había pertenecido a Michael. Un tabique estucado separaba el despacho, que ahora era de Balilty, del que le habían asignado a Michael tras su reincorporación. Michael se preguntaba cómo podría arreglárselas para sustraer cualquier secreto a los aguzados sentidos de Balilty estando tan cerca de él. Aunque el tabique proporcionaba un buen aislamiento contra el ruido y Michael ni siquiera oía el timbre del teléfono de Balilty, la proximidad física exacerbaba su sensación de estar asediado, de que su vida iba a convertirse en un libro abierto, con lo que Balilty, y el resto del mundo a través de él, podría hojearla a su antojo.
—Un lugar como éste, por ejemplo, ¿qué crees que es? —preguntó Balilty, recostándose en la silla—. A primera vista, ¿qué tenemos aquí? Una galería de arte. Bien establecida, respetable, legal, una empresa que representa a diversos artistas y a sus agentes. ¿Quiere usted echar un vistazo a los cuadros que puede comprar? Basta con llamar para concertar una cita. Nadie entra aquí sin una cita previa. Te hacen pasar a una gran sala. Quizá haya una silla, un sillón y un gran caballete para mostrar los cuadros. Te sientas cómodamente, puede que te ofrezcan un café o un té, o una copa, y así, sin más, ya eres un cliente —sacó un palillo del bolsillo de la camisa, lo introdujo entre sus dientes y lo retiró para seguir hablando—: Pero hay clientes y clientes, y cuadros y cuadros. Negocios declarados y negocios reservados.
Michael cogió las demás fotografías extraídas del sobre y las fue dejando sobre la mesa una a una. Las colocó en semicírculo ante él, de derecha a izquierda. La primera era una ampliación de la puerta de una casa, con la cerradura rota marcada con un círculo rojo, y en la siguiente se veía una habitación muy desordenada. A continuación puso la fotografía de un sillón vacío. Observó el círculo de tiza trazado por los peritos en torno al sillón, donde habían hallado el cadáver de Felix van Gelden. Un trozo de cuerda, con el que aparentemente le habían maniatado, colgaba aún del estilizado brazo de madera del sillón. Luego Michael observó las fotografías de una cama de matrimonio con la ropa revuelta y de un armario con las puertas abiertas junto al que había un montón de ropa, zapatos, una vieja cámara fotográfica y álbumes de fotos. A continuación venían la fotografía de unos cajones volcados y la de un ancho y ornamentado marco dorado. Lo habían arrojado en un rincón después de retirar el lienzo.
—Un lugar así es ideal para cualquier cuadro que no sea un Rembrandt —comentó Balilty en tono de experto a la vez que agitaba la foto del edificio de Zurich—. Aquí acuden personas con peticiones especiales. Digamos, alguien que quiere determinado cuadro holandés del siglo XVII, propiedad de un tal Van Gelden de Jerusalén que se niega a venderlo. Y ellos saben cómo ayudarlo. No es necesario que entre en grandes detalles, basta con que pague, y pague bien, y conseguirá lo que quiere. Ellos se encargan de hacerse con el cuadro y entregárselo, y después el nuevo propietario puede guardarlo en algún escondite, en algún sótano… yo qué sé. Hasta que amaine el temporal.
—Pero ningún museo lo comprará ni aun después de que amaine el temporal. La noticia del robo sin duda circulará por todo el mundillo del arte —dijo Michael.
—¡No estés tan seguro! El conservador del Museo de Tel Aviv me explicó ayer que ni siquiera los museos son muy escrupulosos. Pueden realizar una compra con inocencia real o fingida, y luego guardar el cuadro en los sótanos. Los conservadores de museos también son humanos. —Balilty soltó una risita—. No dejarán pasar la oportunidad de dar un buen golpe. No te olvides de que son coleccionistas compulsivos. Y, para colmo, se pueden justificar aludiendo al bien público. ¡Y no digamos ya los coleccionistas privados! Eso es todo un mundo. Son una raza aparte. Esas personas necesitan poseer las cosas. Tienen castillos en Suiza o en sitios por el estilo, y casas de veraneo en el campo, yo qué sé… No es una cuestión de dinero, ni de imagen… No acabo de entenderlo —reconoció.
—Es un asunto extraño, desde luego —masculló Michael—. Hay que reflexionar mucho para comprenderlo.
—¿Qué hay que comprender? —replicó Balilty—. No es tan complicado. La codicia, la avaricia, el ansia de poder… todo lo relacionado con el dinero y las propiedades en general es aplicable también en este caso —dijo con desdén—. El hecho de que se trate de cuadros, de obras de arte, te hace pensar que detrás del asunto hay impulsos más nobles, pero no es así. Creer en motivaciones más elevadas es un error. No es más que simple codicia, avaricia, en un terreno que nos inspira respeto. Basta sustituir la palabra «cuadro», y encima cuadro del siglo XVII, por, digamos, «diamantes», para poner las cosas en su sitio.
—Yo no lo veo así —dijo Michael—. Tú mismo has dicho que no obtienen ningún beneficio. Es algo más complejo. Está relacionado con el amor a la belleza, con la comunión íntima con la belleza, con el deseo de estar cerca de la belleza, en contacto directo con ella, de incorporarla casi, se podría decir. Y es precisamente el secreto lo que da sentido a poseerla. Es muy complicado, ciertamente. Supongo que los psicólogos tienen mucho que decir al respecto —concluyó con una voz cada vez más tenue.
Balilty había adoptado un gesto de escepticismo. Michael encendió un cigarrillo, sabedor de que la conversación iba girando cautelosamente en torno al asunto del que no hablaban, del que evitaban hablar. Tzilla y él llevaban un par de días cavilando sobre cómo abordar a Balilty. Ella lo había esperado esa mañana a la entrada de las dependencias policiales.
—No vamos a poder mantenerlo en secreto —le dijo—. Ya estoy recibiendo llamadas. Quieren saber cómo se lo está tomando Nita. «En la Agencia de Bienestar Infantil concedemos extrema importancia a la salud mental de la madre adoptiva» —repitió sarcásticamente, e hizo una mueca—. Ve preparándote para recibir más visitas suyas —le advirtió—. Están «desconcertados», es un asunto «sin precedentes». Eso han dicho.
—¿Y qué hay de la madre? ¿Se ha descubierto algo? —preguntó Michael inquieto.
—Nada en absoluto —respondió Tzilla—. Carecen de pistas porque la niña no es una recién nacida y no saben cuándo ni dónde nació. Tratar de localizarla en los registros de nacimientos del país de los últimos dos meses es como querer encontrar una aguja en un pajar. Y eso es precisamente lo que están haciendo. No infravalores a Malka, no es tan torpe como parece. Y es muy concienzuda.
—Puede que diera a luz en casa. No tiene por qué haber sido en un hospital —señaló Michael.
—Tal vez —dijo Tzilla dubitativa—. Y quizá la madre se ha ido de Israel —añadió—. Tal vez es una beduina o una árabe que dio a luz en su aldea. A veces tienen hijos de piel muy clara. Puede que el padre sea un judío. En cualquier caso, yo no trataría de ocultárselo a Balilty.
—¿Qué opina Eli? ¿Se lo has contado? —Michael suponía que Tzilla se lo habría contado a su marido. Los tres habían trabajado juntos durante muchos años, y Michael había sido testigo de las vicisitudes de su relación, desde los tiempos en que Eli cortejaba a Tzilla discreta y persistentemente, hasta su boda y el nacimiento de sus dos hijos. Confiaba en la lealtad de Eli. Pero una cierta vergüenza inspirada por el deseo de quedarse a la niña le impedía abordar el asunto sin rodeos.
—Él opina lo mismo —dijo Tzilla, bajando la vista.
—¿Qué opina?
—Que debes confiar en Balilty.
—Con esa lengua que tiene —reflexionó Michael en voz alta.
—Yo lo he visto comportarse con discreción. Además, no tienes alternativa —dijo Tzilla—. Sería complicarte la vida. Y, al final, lo descubrirá. Siempre lo descubre todo.
Michael volvió a sentir un nudo en el estómago, un nudo vibrante para el que no había justificación objetiva. Aun cuando Balilty se enterase de la existencia de la niña y del acuerdo con Nita, jamás se le ocurriría ir a denunciar a la Agencia de Bienestar Infantil que no eran una verdadera pareja. Entonces, ¿de qué tenía miedo? Del mero hecho de que lo supiera, se dijo Michael mientras miraba por la ventana y pegaba una calada. De una implacable intromisión en sus flaquezas. Balilty se burlaría de su sentimentalismo. «Que te pongan en ridículo y te hagan pasar por tonto… eso es lo que te da miedo», se dijo.
De pronto lo atenazó el pánico al pensar que el mundo exterior iba a inmiscuirse en su intimidad: el rostro de la nena, sus mejillas cada vez más redondeadas, sus grandes ojos que lo contemplaban mientras le daba el biberón o la sujetaba en alto. Desde hacía un par de días, Michael había creído percibir incluso un atisbo de gesto, una especie de espasmo de los labios, que él habría identificado sin lugar a dudas con una sonrisa, si no fuera por el empeño de Nita en que aún era demasiado pronto para que la nena sonriera. De no ser por su relación con Nita, no se vería ahora en este atolladero. Pero sin su relación con Nita, no habría superado la prueba de la familia adoptiva. Hablaría con Balilty, sí, tomó esa decisión mientras Tzilla le daba una palmadita en el brazo y, volviendo la cabeza, le decía:
—Me voy corriendo. Como llegue tarde, me matan.
Y se alejó a largas zancadas, sus zapatillas deportivas rechinando con cada paso. Tenía que asistir a una reunión del Equipo Especial de Investigación dedicado a un caso que venía ocupando los titulares desde hacía seis semanas. Una pareja que había sido hallada estrangulada dentro de su coche.
Y ahora, a la vez que echaba la ceniza sobre los posos del café, Michael se ratificó en la decisión de hablar con Balilty, e incluso tal vez de recabar su ayuda. Al final la madre sería descubierta. Era imposible ocultar la desaparición de una niña. Salvo, quizá, en caso de abandono del país, muerte o cambio de identidad.
—Sí, no es una cuestión de dinero —dijo Balilty meditabundo—, y los cuadros ni siquiera se coleccionan como inversión —salió de su ensimismamiento y añadió—: Pero ¿de qué estamos hablando? ¿De la psicología de los coleccionistas? ¿De eso querías hablar conmigo?
Balilty había adoptado un gesto impasible, como si pretendiera defenderse de antemano de posibles manipulaciones. No tenía sentido continuar eludiendo el asunto. De pronto, se hizo patente que Balilty lo sabía. Como los jefes de un par de clanes de beduinos dispuestos a posponer una discusión decisiva con ayuda de sus ritos tradicionales, Michael y Balilty se demoraban sentados a ambos lados de la mesa, con sendos cafés delante.
—Estás trabajando con la Interpol —dijo Michael, en un intento de conseguir una prórroga.
Balilty se encogió de hombros.
—Por estos pagos no hay mucho que hacer. Necesito información de Europa, es evidente.
—Hacía mucho que no te veía tan pesimista sobre un caso —señaló Michael. Hablaban en tono relajado, como si no tuvieran ningún asunto urgente en el orden del día.
—¿Qué voy a hacer desde aquí? —dijo Balilty, desdeñoso, a la vez que daba vueltas a la taza de café con su manaza y examinaba el contenido cual adivino concentrado en leer los posos—. Algunos extremos no están claros en absoluto. Principalmente que no aprovecharan un momento en que Van Gelden no estuviera en casa. Eso es lo que más llama la atención. Era un hombre de costumbres, podrían haberlo hecho sin matarlo. Es muy raro que unos profesionales de este estilo se impliquen en un asesinato. Y ni siquiera ha sido por un Picasso.
—Pero no tenían intención de asesinarlo. Ha sido un accidente. Un accidente de trabajo.
—No estoy tan seguro. Habrían podido evitar el accidente entrando en otro momento. Los peritos aseguran que quien desmontó el lienzo fue un profesional, alguien que sabía muy bien lo que se traía entre manos. No ha quedado ni un hilo en el marco. No era el marco original, si no también se lo habrían llevado. Van Gelden conservó el cuadro durante toda la guerra. Era su fortuna. El matrimonio y el hijo mayor, que nació durante la guerra, se escondieron en un pueblecito holandés. Y el cuadro con ellos. Era propiedad de la familia desde hacía tres o cuatro generaciones. Para él era como… como la cortina de la Torá que un viejo judío rescataría de la sinagoga de su pueblo polaco antes de huir. Los ladrones lo desmontaron con sumo cuidado. Y quitaron la cerradura de la puerta una vez que ya estaban dentro. Y aunque se llevaron el dinero y las alhajas, y pusieron todo patas arriba, papeles tirados, cajones volcados, libros barridos de las estanterías, está bien claro que eso lo hicieron para despistar. Las únicas huellas dactilares corresponden a personas con razones legítimas para haber estado allí. Los hijos, la hija, la mujer de la limpieza. Ya he puesto sobre aviso a todos los marchantes y expertos en arte del país, y ni un asomo de pista. Nada de nada. Todos tienen coartada, todos la misma, se celebraba el bar mitzvá del nieto de Gozlan —explicó con una risita siniestra—, y asistieron todos, hasta el último. Ninguno ha oído nada. Les he encargado que hagan pesquisas, pero un marchante que está en deuda conmigo ya me ha asegurado que ha sido un trabajo extranjero. Y, así las cosas, no me queda más que hablar con nuestro contacto en Europa que trabaja con los suizos y la Interpol.
Michael guardó silencio.
—¿Por qué me miras así con esos ojos tuyos, como si fuera un sospechoso? —exclamó Balilty con indignación—. ¿Qué pasa? ¿Es que he dicho algo malo?
Michael continuaba callado.
—¿Me quieres preguntar algo? —lo apremió Balilty.
Michael quería hablar, pero apoyó la barbilla en la mano y quedó a la espera. Tenía la boca seca. Quería hablar pero no podía. Quería hablar con sencillez, contarle a Balilty lo de la niña, pero de repente no le parecía el lugar adecuado para esa conversación. La atmósfera estaba cargada en el despacho. Sobre la mesa que los separaba descansaban dos tazas de café. Una mosca revoloteaba de una a otra zumbando, y, por la ventana, abierta al fresco aire otoñal, se oía el trinar de los pájaros. Todo parecía preparado para que hablara, pero no encontraba las palabras.
Balilty se cruzó de brazos y clavó en él la vista. Se diría que ambos estaban representando una escena escrita por el propio Michael. Años atrás, Michael le había enseñado a Balilty lo valioso que era el silencio. Y él mismo había pulido y perfeccionado la teoría de Shorer sobre el ritmo de los silencios y los frutos de la paciencia. Quien fuera capaz de soportar mejor el silencio, se alzaría con la victoria. Era como si estuviera viendo girar los engranajes del cerebro de Balilty y oyera la vocecita interior que le susurraba: «Mantén la boca cerrada». Michael solía repetirle cuando trabajaban juntos: «La gente no aguanta los silencios prolongados. En general, todos queremos caer bien. Hasta los psicópatas, o la mayoría de ellos. Si te quedas callado un buen rato, terminarán por hablar, sólo para que vuelvas a dirigirles la palabra». Balilty lo miraba a los ojos sin decir nada. Si el miedo no lo hubiera tenido paralizado, Michael habría sonreído.
Fue Balilty quien se rindió.
—Creía que éramos amigos —dijo ofendido—. Pero ya veo que no confías en mí.
—No es cuestión de confianza —replicó Michael, recuperada la voz—, y ya sabes que he venido para contarte algo. Pero es que tu velocidad me deja sin habla… —añadió admirativamente—. Sólo llevas un par de días en el caso y ya lo sabes.
—Bueno, bueno —dijo Balilty, quitándole importancia—. Llevo mucho tiempo enterado del asunto —se le veía incómodo, y en absoluto burlón.
—¿Desde antes del asesinato de Van Gelden? —exclamó Michael atónito.
—Naturalmente.
—¿Cómo? ¿Has estado siguiéndome?
—¡Por favor! Lo descubrí por pura casualidad.
—¿Cómo que por casualidad? —Michael estaba alarmado—. ¿Se comenta el asunto por aquí? ¿Lo sabe todo el mundo? Si llega a oídos de Bienestar Infantil, si descubren que nosotros, que Nita y yo no somos en realidad…
—¿No somos en realidad? —repitió Balilty sorprendido—. ¿Qué quieres decir?
—Nita y yo… Nosotros… no hay nada entre nosotros. —Michael se revolvió y sintió que se sonrojaba—. Es decir, no lo que quizá puedas creer —cada palabra acrecentaba su incomodidad. Se censuró en silencio: «¿Dónde has dejado tu astucia? ¿Quién te ha preguntado si había algo entre vosotros? ¿Desde cuándo te dedicas a facilitar información sobre tu vida amorosa? ¿Qué más te da lo que piensen los demás? Sea como fuere, no puedes explicarle lo de la nena. ¿Qué le vas a decir? ¿Vas a hablarle de la segunda oportunidad? ¿De la fantasía de hacerlo todo de otra forma esta vez?».
En las comisuras de los labios de Balilty se dibujó una sonrisa traviesa mientras decía:
—No recuerdo haber insinuado nada. No sé qué hay entre vosotros, sólo sé que estás viviendo con ella…
—Eso no es del todo exacto —dijo Michael, y sintió que se hundía más y más en la trampa que él mismo se había tendido.
—Y que vivís con su hijo, y que nadie sabe quién es el padre —añadió Balilty con naturalidad—. Y con la niña que encontraste, a la que vas a adoptar, según tengo entendido.
—¿Lo comenta la gente? ¿Lo sabe todo el mundo? —Michael se odió por haberlo preguntado.
—Sólo lo sé yo —le aseguró Balilty—. Y no se lo he dicho a nadie.
—¿Y cómo lo sabes?
—Ha sido una casualidad. Ya te lo he dicho, esta vez ha sido por pura casualidad.
Michael enarcó las cejas.
—¿Qué más da? —dijo Balilty, disfrutando descaradamente de la perplejidad de Michael.
—Balilty —lo conminó Michael.
—¿Recuerdas al pediatra? ¿El que fue a visitaros después de las fiestas?
Michael asintió con un gesto.
—Su mujer.
—¿Y bien?
—Es prima de mi cuñada.
—¿Y?
—Pues el pediatra coincidió contigo en nuestra casa una vez. O ella, uno de los dos, no recuerdo quién. En fin, que sabe que trabajamos juntos. Me hizo prometerle que no te lo contaría, ni se lo contaría a nadie, pero el hombre sentía curiosidad por lo que le había ocurrido a la niña. Creía que yo lo sabría porque pensaba que tú y yo éramos amigos. Y cuando descubrió que no era así, que no lo sabía, ¡se arrepintió de habérmelo dicho!
—Lo mataría —masculló Michael.
—Tienes la suerte de que haya sido yo. De que sea yo el único que lo sabe —dijo Balilty con mirada inocente—. Por mí, nadie lo va a descubrir.
—Su hijo —dijo Michael— no es mío. Yo no soy el padre —esas palabras lo hicieron sentirse un traidor.
Balilty callaba.
—Te digo que no soy el padre —insistió Michael contra su voluntad—. ¿Por qué iba a mentir?
—Bueno, bueno. Cuéntamelo todo y ya está.
Michael le habló de cómo había encontrado la caja de cartón, de la Agencia de Bienestar Infantil, del Departamento de Asuntos Sociales, de Nita.
Balilty escuchaba con atención.
—¿Ya está? ¿Eso es todo? —preguntó al final, y Michael sacó otro cigarrillo del paquete y asintió con la cabeza.
—Ahora ya lo sabes todo —dijo, y se escudriñó para ver si se sentía aliviado. Pero la opresión continuaba allí, quizá más poderosa que antes.
—¿Por qué siempre tienes que complicarlo todo tanto? —se quejó Balilty—. Se trata de una mujer. Es muy sencillo. Yo la he visto. Es joven, una profesional de éxito, guapa, agradable, saludable… todo lo que se podría desear. Si quieres un hijo, pues ten un hijo. ¿Por qué tiene el hijo con otro y tú te buscas a una niña en la calle? ¿Cómo te las arreglas para complicar tanto la situación? Podrías haber tenido… a la mujer que quisieras. Las vuelves locas a todas. ¿Por qué tiene que ser así?
Michael bajó los ojos.
—Buena pregunta —dijo al cabo.
—No se lo contaré a nadie —prometió Balilty, y se llevó la mano al corazón—. Nadie oirá nada de mis labios —declaró solemnemente—, pero es imposible mantener en secreto algo así durante mucho tiempo. Y además sabes tan bien como yo que no puedes criar tú solo a una niña. Perdona que te lo diga.
—¿Por qué no? —le retó Michael, y se apretó con la mano el nudo del estómago.
Los claros ojillos de Balilty se abrieron de par en par, reflejaban una mezcla de sorpresa y de lástima.
—Porque desde el instante en que te asignen un caso —dijo sin rodeos—, sea cual sea, no te quedará ni un minuto libre, estarás a disposición de la policía veinticuatro horas al día. Y criar a una niña, como muy bien sabes, es un trabajo de jornada completa. ¿No lo sabemos los dos? ¿No has criado a Yuval? ¿No recordamos cuánto tenía que esperarte y esperarte?
—Puede que ahora sea diferente —masculló Michael.
Balilty suspiró.
—Está todo al revés. Al revés de como debería estar.
Michael sintió un escalofrío. La conversación lo asustaba porque no había esperado algo así. No veía en Balilty el menor rastro de burla, habría preferido que se burlase de él.
—A nuestra edad —reflexionó Balilty en voz alta a la vez que partía un palillo con los dedos— hemos aprendido que la manera de actuar de la mayoría de la gente no es absurda. O sea, que a veces el camino sencillo y convencional es el más lógico. Y es justo al revés; es decir, primero te enamoras de una mujer, encuentras a una mujer adecuada, y luego tienes un hijo y lo crías. Ése es el orden correcto. Es lógico. Así es como funciona el mundo, y no le falta lógica, y tú lo sabes.
Michael se mordió los labios y asintió.
—Bueno, ya veremos, ya veremos qué sucede —le dijo al aire, y miró por la ventana abierta, escuchó el canto de los pájaros y el bordoneo de las moscas, aspiró el aroma del otoño.
—¿Cómo lo lleva la chica? El asunto de su padre —preguntó Balilty en tono impersonal.
Michael abrió los brazos.
—No muy bien, pero nunca se sabe.
—Están muy unidos, los hermanos y ella —dijo Balilty, y sacó una gran fotografía en color del cajón de su mesa—. Éste es el cuadro. ¿Lo habías visto? Mira. Es una fotografía que Van Gelden recibió de un museo holandés que había enviado a un experto a fotografiarlo. Nos costó horas dar con ella, estaba entre un montón de fotografías en medio del revoltijo que quedó hecha la casa.
La calavera relumbraba bajo una luz dorada, sobre un rimero de libros. En el extremo inferior derecho había una pequeña flauta de madera rojiza. Los libros estaban apilados sin orden ni concierto y en el lomo del de abajo se veían unos caracteres góticos. Los desgastados lomos dorados de los dos libros que reposaban sobre él estaban meticulosamente pintados. El libro de arriba, abierto, parecía en equilibrio inestable. Entre la flauta y la calavera rosada y grisácea flotaba el fino rostro de una mujer con el cabello cobrizo cayéndole por los hombros. Tenía un hombro descubierto y de él emanaba una radiante luz blanca. Aquel rostro, pensó Michael, hacía resaltar el carácter inanimado y reseco de la calavera.
—Vanitas —dijo en voz alta—. Un bodegón.
—Medio millón de dólares, y está sin asegurar —señaló Balilty.
—¿Sin asegurar?
—Sí. El viejo Van Gelden se negaba a tomar las precauciones necesarias: puerta blindada, rejas en las ventanas. Por eso nadie quiso asegurar el cuadro. En la vieja casa de Rehavia donde vivía Van Gelden la puerta era de madera y tenía un par de cerrojos normales, uno sobre otro, que se abrían con un par de vueltas. Y no había alarma antirrobos. No confiaba en los bancos, según nos ha dicho su hijo, guardaba el dinero en casa, en divisas, y tampoco confiaba en las puertas blindadas. Era todo un carácter, el viejo. ¿No lo conocías?
Michael hizo un gesto negativo.
Balilty consultó su reloj.
—Estoy esperando una llamada de Suiza —explicó—. Pero aún es demasiado pronto, sólo han pasado dos días. Si los ladrones se han ido de Israel, es probable que aún estén de viaje. No debe de haberles costado mucho sacar el cuadro del país en una maleta o una bolsa de mano.
—Puede que lo viera una vez, hace años, en la tienda de música. Yuval necesitaba partituras para la guitarra. Luego dejó de tocar, y también de poner el tocadiscos. Casi no me acuerdo del aspecto de Van Gelden. Sólo sé que era alto.
—Yo lo conocía bien —anunció Balilty, y empezó a pestañear como resultado del esfuerzo de poner una voz natural y disimular su orgullo—. Lo conocí años atrás, en la logia.
—¿Qué logia?
—La logia, ya sabes —repuso Balilty entre toses—. La logia masónica. Era maestro de la masonería. Yo ingresé hace veinte años a través de mi padre. Al principio iba por darle gusto a él, pero después de su muerte continué asistiendo. Y veía a Van Gelden con regularidad.
—No tenía ni idea de que aquí existiera la masonería, ni de que tú fueras masón. —Michael estaba perplejo.
—No, no lo sabías —ratificó Balilty—. No es que sea un gran secreto. No voy contándolo por ahí. Pero tampoco lo guardo en secreto.
—¿Veinte años?
—Diecinueve, casi veinte.
—Yo… para mí, los masones, aunque sé que siguen en activo en Europa y en Norteamérica, son algo legendario. Algo que dejó de existir después de Alejandro Dumas, o de Mozart.
—¿Qué tiene que ver Mozart en esto? —preguntó Balilty.
—Era masón, en Viena, hace doscientos años. ¿Conoces La flauta mágica?
—Algo he oído —dijo Balilty un tanto avergonzado—, pero la organización se ha transformado mucho en estos doscientos años.
—¿Desde cuándo existe en Israel?
—Desde el Mandato Británico. Fueron los británicos quienes la trajeron aquí. En Jerusalén hay varias logias.
—¿Y todavía existe? ¿Activamente? ¿Todavía ingresan jóvenes?
—Pues claro que está en activo —dijo Balilty—. Y hay bastantes miembros de mi edad. Nos reunimos una vez al mes, con la regularidad de un reloj.
—¿Y todavía hay un guardián y todas esas cosas? ¿Máscaras? ¿Y túnicas, delantales, medallas?
—Hay un guardián —respondió Balilty muy serio, con cierta reserva—, y no deja que entre cualquiera. Echa un vistazo por la mirilla y, si no puede identificar a quien llama, le pide que diga la contraseña. Ya no se utilizan máscaras, desde luego, ni túnicas, pero sí hay una vestimenta especial, una especie de delantal para los dirigentes, para el presidente de la logia. Van Gelden fue presidente hace un par de años. Y también tenemos una calavera —dijo de pronto, riéndose—. Sobre un pedestal. Para que nos recuerde en todo momento quiénes somos y adónde vamos. Mira, si te interesa, si te apetece venir a verlo, unirte a nosotros, puedo llevarte de invitado a una reunión. El último comisario jefe de la policía era masón. Y hay muchos profesores de universidad, personas muy cultas, cargos públicos importantes; en nuestra logia tenemos a un juez, a científicos. En fin, fue así como conocí a Van Gelden. Y, a veces, también iba a su tienda para consultarle sobre Sigi. Ya sabes que tiene una voz preciosa. Yo quería que le sacara provecho. Ha heredado la voz de mi madre. Van Gelden me sirvió de guía. Le buscamos unas clases de canto, y de solfeo, pero todo quedó en nada. La tienda de Van Gelden era algo especial.
—Sólo recuerdo montones de papeles y de extraños instrumentos musicales.
—Él sabía muy bien dónde lo tenía todo —dijo Balilty—. Nunca se olvidaba de nada. Parecía un chiflado, pero tenía los pies bien puestos en la tierra. Y cuando no sabía algo, ahí estaba su ayudante, Herzl Cohen, el espantapájaros.
—¿Qué ayudante?
—Tenía un ayudante en la tienda. Su mano derecha. Lo sabía todo. Que te cuente tu amiga.
Michael recordó el empeño de Nita en encontrar a Herzl, pero algo le dijo que no lo comentase.
—¿Y por qué el ayudante en cuestión no está en escena?
—¿Ahora? ¿Quieres decir que dónde está? Pues bien, estamos buscándolo.
—¿También lo veías en plan de amigos? ¿Fuera de la logia? ¿A Van Gelden? ¿Fuiste alguna vez a su casa?
Balilty soltó una risotada.
—Ése no es el estilo de los masones. En este caso hay un par de cosas que no encajan —dijo pensativo—. Por ejemplo, el hecho de que en realidad no tuviera cita con el dentista. —Balilty tenía la vista fija en los posos pegados a los costados de la taza—. Van Gelden no tenía cita con el dentista, pero les dijo a sus hijos que la tenía. Así que, ¿dónde estaba? ¿A quién fue a ver en lugar de ir al dentista? He consultado a los hijos dónde pudo haber ido. No saben gran cosa de él. Ni siquiera Gabriel, el más joven, que era con el que tenía más confianza.
—¿Dónde opinas tú que podría haber estado? —preguntó Michael. Le hormigueaban los dedos, como si se le hubieran dormido.
Balilty se encogió de hombros.
—No tengo la menor idea —dijo con una sonrisa—. Ni idea de qué va este asunto. Sería lógico pensar que los hijos de un hombre de su edad, un hombre como él, estuvieran más al tanto de la vida de su padre, y más siendo figuras públicas como ellos. Pero era el viejo quien no perdía ripio. En la tienda pasaba lo mismo. Él era el único que sabía dónde estaba todo. Siempre había que esperarlo, consultarle a él; era lo que le gustaba, mantenerlo todo bajo control. Sería holandés, pero tenía el espíritu de un judío alemán. Ya los conoces, siempre tan racionales y sin prejuicios. Pero se negaban a hacer negocios con los alemanes, el viejo y su Herzl, que parece un espantapájaros, con el pelo de punta, así. —Balilty enroscó un papel y se lo colocó en la cabeza—. Herzl desapareció hace algún tiempo. No sé de qué discutirían después de cuarenta años juntos. Tampoco lo sabe ninguno de los hijos. Ya te he dicho que ahora mismo estamos tratando de localizarlo. Puede que él sepa algo.
—¿Qué puede saber? La tienda lleva seis meses cerrada.
—Pregúntale a la hija. Herzl estaba muy unido a la familia. Incluso tenía una llave de la casa.
—O sea que es un posible sospechoso. Podría estar implicado en el asunto del cuadro —dijo Michael sorprendido.
—¡Ya te he dicho que nadie sabe dónde está! —se quejó Balilty—. Y los Van Gelden opinan que no hay ni que pensar en eso. Es un hombre de fiar al cien por cien. Y, además, está medio pirado. El dinero y los cuadros no significan nada para él. Los hijos lo descartan de entrada. Y no me vengas ahora con que nunca se sabe de dónde van a venir las sorpresas. Ya te he dicho que, en todo caso, estoy buscándolo.
—¿A qué hora exacta murió Van Gelden? ¿Qué dice el laboratorio?
—El forense sitúa la muerte por la tarde… a partir de las cuatro, las cuatro y media, las cinco, las seis, no más tarde de las siete.
Michael titubeó. La pregunta que iba a formular era en cierto modo una traición.
—¿Dónde estaban en esos momentos los hijos?
—Tú ya sabes dónde estaba ella —dijo Balilty, proyectando los labios hacia delante—. En la peluquería.
—¿Y los otros?
Balilty entornó los ojos, encendió el mechero y examinó la llama.
—¿Para qué meternos en eso? —preguntó reticente a la vez que alzaba la vista y la posaba en Michael—. No hace falta que te metas en eso. ¿De verdad quieres saberlo?
Michael se encogió de hombros.
—Theo van Gelden es el número uno de los folladores de la ciudad, y perdóname la expresión. Esa tarde estaba citado con una mujer de cincuenta años y con una chica de diecinueve. Se lo hace con las dos… —el gesto que hizo con la mano y el codo no dejó duda posible sobre la naturaleza de las actividades que Theo van Gelden desarrollaba con las mujeres en cuestión—. Y su hermano, su hermano también tiene lo suyo —el semblante de Balilty se ensombreció.
—Se negó a decir dónde había estado —comentó Michael indiscretamente.
—Se negó porque no quería que sus hermanos se enterasen de que estaba citado con el abogado de su padre. Y ninguno de los dos, ni él ni el abogado, está dispuesto a decir de qué asunto trataron. De momento no tengo medios para obligarlos.
—Hay un escocés por ahí… —dijo Michael.
Balilty tamborileó sobre la mesa.
—Tengo noticias de él. Se llama McBrady —dijo—. Supe de su existencia la primera noche, pero resulta que está ingresado en un hospital de Edimburgo. Es diabético y le han amputado una pierna. En estos momentos no le interesan los cuadros. ¿Qué quieres que te diga? Es mejor ser joven y tener salud que ser viejo y estar enfermo. Aunque tengas dinero.
—¿Qué posibilidades ves de resolver el caso?
—No muchas —reconoció Balilty—. Y no es que no me interese, teniendo en cuenta lo de la logia y todo lo demás. Pero si es un trabajo extranjero, no hay mucho que hacer. A no ser que ocurra algo imprevisto. Como tú solías decir: «La realidad nunca dejará de sorprendernos». Puede que ocurra algo.
Michael consultó su reloj.
—Tengo que marcharme —dijo incómodo—. He prometido llevar…
—Hay que ver cómo estás —dijo Balilty riéndose—. Te has convertido en padre de familia de la noche a la mañana.
—Hoy me toca sustituir a la niñera temprano. —Michael se sintió enrojecer mientras se encaminaba a la puerta.
Balilty se puso en pie y se apresuró a abrirla. Echó un vistazo hacia ambos lados del pasillo, cogió a Michael del brazo y le preguntó en tono conspiratorio:
—¿No le has contado nada a Shorer?
—Ni una palabra —repuso Michael consternado—. ¡Y no vayas a decirle nada!
—¿Yo? —exclamó Balilty ofendido—. Sólo quería saber si le habías dicho algo. Creía que lo sabía todo sobre tu persona —concluyó con inconfundible sonrisa de satisfacción.
La niñera cerró tras de sí la puerta de la casa mientras Michael le cambiaba el pañal a Ido. El niño pataleaba y gorjeaba alegremente. Se oyó el timbre de la puerta. Michael se apresuró a pegar las tiras adhesivas del pañal y, con Ido en brazos, le abrió la puerta a la enfermera Nehama, que lo miró sorprendida, jadeante.
—Acabo de hablar con la niñera hace media hora. ¿No se lo ha dicho?
Michael estuvo a punto de atragantarse del susto. Hubo de contenerse para no preguntarle si había venido a llevarse a Noa. Abrió más la puerta y le sonrió con esfuerzo.
—Está pálido —dijo ella, preocupada, y se hundió en el mismo sillón que había ocupado durante la primera visita—. Debe de resultarle duro —añadió con evidente simpatía—. Lo que les ha sucedido es terrible.
Michael se sentó junto a la enfermera en una silla, con Ido en sus rodillas. El niño, fascinado por el largo collar de la enfermera, estiró hacia él sus manitas. Nehama le tendió los brazos.
—¿Quieres venir con Nehama? —le dijo en un arrullo—. Ven con Nehama —y se quitó el collar y la cadena de la que colgaban sus gafas.
Ido siguió con la mirada el collar, que Nehama dejó sobre la mesa. Ya en brazos de la enfermera, el niño se revolvió para tratar de echar mano a las verdes cuentas. Nehama se lo devolvió a Michael.
—Noa acaba de quedarse dormida —dijo Michael cuando al fin recuperó la voz.
—¿Qué tal está la nena? —preguntó la enfermera al tiempo que giraba los hombros y se frotaba la nuca para aliviar la tensión. Luego se puso el collar y la cadena.
—Creo que está bien —dijo Michael, y se reprendió por la parálisis que lo había acometido—. Tengo la impresión de que lo sucedido no le ha afectado en absoluto —aventuró.
—No hay medio de que sepamos lo que sienten —sentenció la enfermera Nehama—. No nos pueden decir nada —continuó, parpadeando y chascando la lengua—. La cuestión es si ha cambiado de comportamiento. ¿Come bien? ¿Duerme? ¿Está tranquila?
Michael asintió, pero inmediatamente se dio cuenta de que eso no bastaría.
—Venga a verla —dijo, y se puso en pie con Ido en brazos—. Yo la veo fenomenal —dijo persuasivamente desde el umbral. Trató de ver con los ojos de la enfermera Nehama la minúscula habitación, sin espacio suficiente para encajar dos cunas.
—¡Conque durmiendo, eh! —Nehama lanzó una risa retumbante—. ¡Está despabiladísima! Mírela.
La nena estaba tumbada boca arriba, hablando en gorgoritos con el conejo que colgaba de la capota del cochecito. La enfermera tiró de la cuerda que accionaba el juguete. Al oírse las primeras notas de la Nana de Brahms, la nena agitó los brazos. La enfermera Nehama exclamó admirada:
—¡Cómo se ha desarrollado en las dos semanas que llevo sin verla! Ha crecido muchísimo, y está tranquila y atenta. Es cierto que parece que nada le hubiera ocurrido. Lástima que no pueda ver a la madre. ¿No están celebrando aquí la shivá? —inquirió bruscamente.
Michael masculló algo ininteligible. Luego consiguió decir:
—Hemos procurado hacerlo lo mejor posible. No queríamos que se montara aquí tanto jaleo. Ya sabe que los hermanos son muy…
—Sí, me lo imagino —dijo la enfermera con respeto.
«Ya ves que la deslumbran las personas importantes», se tranquilizó Michael. Pero su cuerpo se negaba a aquietarse, las rodillas le temblaban.
—Le voy a decir la verdad —dijo ella, e hizo un alto para tomar aliento—. Ésta no es una visita oficial. Pero en la oficina hemos pensado que podían necesitar ayuda —echó una mirada en torno suyo—. Asesoramiento, algo por el estilo. Dentro de un par de días vendrá una inspectora de la Agencia de Bienestar Infantil, ella es la que tomará la decisión. ¿Y qué tal se encuentra la señora Van Gelden? Podemos enviarle un psicólogo si la policía no…
—Está muy bien —aseguró Michael—. Incluso ha vuelto a tocar el chelo. Todo sigue como siempre —dijo, y sintió que se había propasado—. Hablando en términos relativos, claro está —se apresuró a añadir—. Es muy duro para ella, desde luego. Probablemente la policía pondrá a su disposición un psicólogo. Ya se lo han comentado —se quedó mirando la lámpara de hito en hito. ¿Hasta qué punto debía estar Nita afectada por el asesinato de su padre para parecer normal y a la vez no dar motivos de que les quitaran a la nena? Dejó a Ido sobre la alfombra y cogió a Noa en brazos.
—Habíamos pensado que si les resulta difícil la situación, tal vez prefieran entregar a la niña…
—¡En absoluto! —gritó Michael, y se asustó de la potencia de su grito—. Mire —dijo, y agarró por el brazo a la enfermera Nehama—, para nosotros la niña es un consuelo, una alegría inmensa, una ayuda magnífica. Si nos la quitaran ahora, nos dejarían destrozados —la miró directamente a los ojos, tan entrecerrados que parecían un par de ranuras—. Nos destrozarían, en serio. Sobre todo a Nita. Sé que usted me comprende, me he dado cuenta de que nos ha cobrado afecto —dijo. Confirió a su voz la mayor desesperación de que fue capaz y, una vez más, miró intensamente los inexpresivos ojos pálidos de la enfermera. Ella los abrió de par en par.
—Me alegro de que se haya dado cuenta —dijo, y dio media vuelta para salir, irguiéndose cuan alta era con porte digno—. Es cierto, ustedes y su caso me inspiran gran simpatía. Le prometí que todo iría bien, ¿no es así? Y sigo prometiéndoselo, claro que no depende sólo de mí. La inspectora se pasará por aquí dentro de uno o dos días. La niña es verdaderamente adorable. No tiene por qué haber problemas.
—Estamos muy unidos a ella, queremos ocuparnos de ella —imploró Michael, sintiendo que la cara le ardía.
—Como suele decirse, sólo nos queda confiar en la providencia —dijo la enfermera Nehama—. Estoy convencida de que por lo general las situaciones se resuelven a satisfacción de todos los implicados —concluyó, y se encaminó a la puerta—. Seguiremos en contacto —prometió tranquilizadora. Se colgó el bolso del hombro con mucha decisión y estiró los labios en una sonrisa radiante, profesional.
«Te lo tienes merecido», se dijo Michael mientras vestía a Ido y lo colocaba en su silla. «Te lo tienes merecido», repitió mientras preparaba a Noa para salir. Cuando se deseaba algo, lo que fuera, tan desesperadamente, uno se convertía en presa fácil. Ahora cualquiera podía inmiscuirse en su intimidad. Balilty y la enfermera Nehama no eran más que el comienzo. ¿Qué quería en realidad? «¿Qué quiero en realidad?», le dijo en voz alta a Noa mientras pegaba las tiras de su peto de pana azul. Ella lo miró gravemente, con unos ojos que parecían haberse vuelto mayores y más oscuros en los últimos días. Habían adquirido un tono azul castaño. Y, de pronto, la nena sonrió. No fue el mismo espasmo que la hacía separar los labios la semana anterior, sino una auténtica sonrisa con la que mostraba las encías y en la que también participaban los ojos, fijos en él.
Transcurrió un segundo antes de que Michael dijera:
—Me estás sonriendo, ya me conoces —le devolvió la sonrisa con los ojos húmedos—. Tengo que anotarlo —anunció mientras la metía en el capazo, ya desmontado del cochecito—. Tengo que tomar nota de que hoy, el ¿veinte?, ¿veintiuno?, de septiembre de 1994, a la edad de, digamos, seis semanas, me has sonreído de verdad por primera vez —trasladó a ambos niños hasta la puerta—. Vamos —dijo solemnemente—, vamos a contarle a Nita que me has sonreído. A lo mejor también le sonríes a ella.
Accedió a la sala de conciertos por la entrada de artistas, empujando con el hombro la pesada puerta de madera, las manos ocupadas con la silla de Ido y el capazo de Noa, debajo del cual había metido una bolsa de pañales, biberones y el resto del equipo de los niños. Tomó asiento en la segunda fila, en el extremo más próximo a las puertas de la sala en penumbra, y colocó a uno y otro lado la sillita y el capazo. Luego observó el escenario. El ensayo debería haber terminado hacía unos minutos, pero parecía en pleno fragor. En torno a él, los asientos estaban ocupados por fundas de diversos instrumentos, y en el de enfrente una funda de violín abierta dejaba ver fotografías pegadas en la tapa y un sobre semitransparente con cuerdas de repuesto en un rincón del espacio destinado al instrumento. Una chaqueta de color claro se desparramaba sobre otra funda en la butaca de atrás. La orquesta tocaba a pleno volumen. Algunos músicos habían dejado sus estuches bajo las sillas y otros al pie del escenario.
De cara a la orquesta, sentado en un taburete alto y estrecho, Theo van Gelden pegó una patada en el suelo y dio unas palmadas.
—Señoras, caballeros —dijo a pleno pulmón—. No nos marcharemos hasta haber logrado que salgan bien las síncopas.
Del fondo del escenario se alzó un murmullo de protesta. El concertino, un hombre canoso con las gafas encaramadas sobre la despejada frente, golpeó varias veces la caja de su violín con el arco.
—Señoras, caballeros —dijo en un eco—, no podemos dar por concluida la sesión hasta que los técnicos de la radio no hayan terminado las pruebas de sonido. Pero mañana empezaremos tarde.
El sordo clamor de protesta no se acalló, y un hombre muy joven se acercó a Theo, clarinete en mano, y, volviéndose hacia la orquesta, gritó:
—¿Por qué os comportáis como tímidos burócratas?
Un violinista de la fila de atrás dijo algo que levantó risas a su alrededor.
—¡Vaya con el novato! —exclamó un trompetista desde el fondo—. Nosotros también éramos así, hace mucho tiempo.
Volvieron a oírse risas.
Poniéndose una mano sobre los ojos, Nita dirigió la vista hacia la sala y saludó a Michael con la otra. Gabriel y ella estaban en la parte delantera de la escena, muy cerca de Theo. Desde lejos, la mitad inferior del cuerpo de Nita, envuelta en la holgada falda en la que se hundía el chelo, parecía una colina azul. Viéndola allí, a Michael le pareció muy hermosa, radiante. Por un instante sintió una fugaz vaharada del aroma de su nuca. Dos días antes, al toparse con ella en la puerta de la cocina, le había dado impulsivamente un beso en la boca. Sus labios eran suaves, y la absoluta entrega con que ella se los ofreció lo tomó por sorpresa. Nita tenía por costumbre tocar a quienes la rodeaban. A partir de ese momento había empezado a hacerle breves caricias a todas horas, rozándolo apenas. Cuando se vieron a la mañana siguiente, ella lo miró con el rostro iluminado por una luz delicada, complaciente, y las señales placenteras que transmitía su cuerpo, tan distintas de la reserva de Avigail, encerraban grandes promesas. Nita podría proporcionarle un hogar, pensó ahora Michael con gozosa sorpresa, y saberse tan próximo a ella lo llenó de orgullo.
Gabriel frotaba con resina el violín, sujeto entre el hombro y la mejilla. Uno de los músicos tropezó con la funda del chelo, colocada en el suelo entre Gabriel y Nita.
—¿La puedo quitar de aquí? —preguntó en voz muy alta.
Nita asintió con un gesto y él retiró la funda del escenario. Theo miraba con impaciencia a su hermano. Gabriel guardó la resina en la funda del violín y dejó ésta bajo su silla. El concertino, en pie junto a Theo, lo miraba expectante.
—Espera un minuto, Avigdor —dijo Theo.
—¿Desde el principio? —preguntó el concertino. Y aunque Michael aguzó al máximo el oído, apenas distinguió el murmullo de respuesta de Theo, que se quitó la chaqueta de los hombros y la dejó a sus pies—. Primer compás —anunció el concertino.
—¿Cómo? ¿Desde el principio? —protestó la mujer que estaba en pie tras el timbal.
—Número uno —dijo Theo, levantando las manos—. Cuatro compases tutti y luego el solo de chelo. Repasaremos el primer movimiento completo y luego ya veremos.
Dos técnicos tendieron unos cables por la sala y se detuvieron al pie del escenario. Michael volvió la cabeza. Al fondo de la sala, por encima de la última fila de butacas de la galería, brillaba una luz tras una gran cristalera. Como criaturas en un acuario, tres figuras se movían silenciosas en la cabina de grabación, haciendo señas a un técnico que las miraba desde abajo. El técnico se puso de rodillas y metió unos cables bajo el escenario. Theo van Gelden bajó las manos y la orquesta al completo tocó las primeras notas de la pieza. Mientras resonaba la última de las notas fuertes, Ido sacudió la cabeza, abrió los ojos y la boca. Michael se apresuró a acariciarle la mejilla a la vez que con la otra mano buscaba el chupete y, una vez encontrado, se lo introducía en la boca. El cuerpo de Ido se relajó, pero mantuvo los ojos bien abiertos. Parecía escuchar con suma atención la entrada del chelo, que comenzaba a tocar su primer solo.
Theo interrumpió a Nita tras algunos compases.
—¿Qué ha pretendido hacer aquí Brahms? —preguntó retóricamente—. Tiene el estilo de un recitativo, pero siempre en tempo. Sin tantas libertades, Nita, por favor. ¡Desde el principio!
Dio una palmada y la orquesta interpretó de nuevo los primeros compases. Nita, los labios apretados, repitió las notas que llevaba tocando día y noche durante las últimas dos semanas, veintidós compases en total, al final de los cuales, como bien sabía Michael, ya que Nita no cesaba de comentarlo, había un fa sostenido que descendía a mi. A continuación se incorporaron las cuatro trompas y el clarinete, y Theo los detuvo tras un par de compases. Noa se revolvió en el capazo. Michael le posó la mano en el vientre.
—Una vez más —dijo Theo—, el solo de chelo desde el fa, del fa al mi, que entre de nuevo.
Esta vez los dejó completar la frase sin interrupciones. Gabriel colocó el arco sobre el violín, lo deslizó sobre las cuerdas y acometió el tema en un tono claro, cálido. Nita le había contado que Gabi podría haber hecho una gran carrera como solista si no le hubiera asaltado lo que ella llamaba «la manía por las interpretaciones históricas con instrumentos de época». Michael recordaba asimismo que le había dicho: «Ya no soporta a Brahms. Para él sólo existe la música barroca. El siglo XIX le pone enfermo, pero va a retomarlo por nosotros. Se ha prestado a interpretar el Doble concierto con nosotros».
A Michael le pareció muy hermoso el sonido del violín de Gabriel, pero no le calaba hondo en el corazón como la interpretación de Oistrakh en la grabación que conocía desde hacía años. Se reprochó su intolerancia. En ese momento toda la orquesta se incorporó a la presentación del tema. Al cabo de unos segundos, Theo se dio una palmada en el muslo y gritó:
—¡No! ¡No! ¡No!
La orquesta cesó de tocar. Un técnico subió al escenario, ajustó los micrófonos e hizo una seña a los hombres de la cabina.
—¿Qué tenemos aquí? —preguntó Theo, y bajó del alto taburete—. Tresillos en los violines y las flautas. ¡En el tiempo de dos negras hay que meter tres notas! ¡Por favor! Tendrán que disculparme —dijo inclinándose hacia las violas— que les trate como a párvulos. Olvídense de las emociones y de Brahms por un instante. ¡Tan sólo les pido que aprendan a contar! ¡Oboes, clarinetes, trompetas y violas! —hizo una pausa y señaló los instrumentos de viento—. ¡Están arrastrándolos a tocar las dos negras a la vez que los tresillos en lugar de tocarlas en contrapunto! ¡Son dos contra tres! Permítanme que se lo recuerde una vez más: no presten atención a los tresillos de las flautas y los violines. ¡No los escuchen! Abraham —prosiguió, inclinándose hacia el primer violín—, ¿ha oído lo que he dicho? ¡No preste atención a los tresillos! —el primer violín asintió con la cabeza y se volvió hacia la sección de músicos que tenía detrás para repetir las instrucciones. Theo continuó—: ¡Basta con que cuenten! ¡Háganme el favor de contar! Una vez más desde el cincuenta y siete, desde el final de los solos de violín y de chelo. Gabriel, quiero un violín poderoso, no un violín histórico.
Gabriel replicó algo. Theo se bajó del taburete y se aproximó a su hermano.
—Gabriel —dijo Theo con voz tonante y amenazadora—. ¿Qué pretendes que haga? ¿Lo mismo que hizo Leonard Bernstein antes de la interpretación con Glenn Gould? ¿Dirigirme al público para explicar que estoy dirigiendo con tu tempo en contra de mi propio criterio y de mi manera de entender la música? ¿Es eso lo que pretendes? —en el proceder de Theo había algo artificial, se diría que tenía prevista la escena para darse la oportunidad de contar la anécdota sobre Bernstein y Gould.
Gabriel volvió a replicar algo.
—En el próximo ensayo —dictaminó Theo.
Gabriel infló los carrillos, se mesó la barba y expulsó el aire ruidosamente.
—¡Una vez más! —gritó Theo.
Habían interpretado unos cuantos compases cuando las grandes puertas de madera se abrieron de golpe, las luces se encendieron y todos quedaron paralizados. Con gesto de perplejidad, Theo volvió la cabeza hacia la entrada y se quedó mirando de hito en hito al nutrido grupo de personas que irrumpían, junto con las cámaras y los focos de la televisión, en pos de una mujer que iba del brazo del alcalde de Jerusalén, Teddy Kollek. El alcalde entró en la sala con paso lento y pesado, arrastrando los pies y con la cabeza inclinada, como si quisiera asegurarse de no errar el paso sobre el suelo de mármol. Sin mirar ni a derecha ni a izquierda, con su arrugada chaqueta azul de algodón tremolando, ascendió cuidadosamente los escalones que conducían a una fila de asientos en el centro de la sala. La joven lo llevaba asido del brazo y hablaba a voces. Kollek se desplomó en una butaca. Lo seguían un par de cámaras y dos hombres vestidos de mono gris que arrastraban unos focos inmensos.
—Con su permiso, ¿qué pasa aquí? —preguntó Theo con firmeza a la vez que se quitaba las gafas y bajaba del escenario de un salto.
La nena se revolvió en el capazo, Ido succionó el chupete sonoramente y se frotó los ojos con los puños.
—¿Qué pasa aquí? —repitió Theo. Se había detenido junto a la fila de butacas donde estaba acomodado el alcalde.
Teddy Kollek lo saludó con jovialidad y agitó la mano en dirección al escenario. «¡Hola a todos!», dijo con distraída condescendencia. Dejó caer el brazo sobre el de la butaca.
—¡Pero si estamos ensayando! —gritó Theo enfurecido.
—¿No se lo ha advertido nadie? —preguntó la joven a la vez que se alisaba el borde de la chaqueta color crema—. La televisión alemana va a entrevistar aquí al señor Kollek. La entrevista se programó hace un par de semanas —añadió con indignación.
—¡Nadie me lo ha dicho! —declaró Theo en un tono mitad de ira, mitad de incredulidad.
—No tardaremos mucho —dijo la mujer—, como mucho media hora —prometió.
Theo extendió los brazos. Teddy Kollek cruzó los suyos y se quedó mirando al frente con palpable indiferencia.
—¿Dónde está el representante? ¿Dónde está Zissowitz? ¿Por qué nadie se ha preocupado de ponerse de acuerdo conmigo? —dijo Theo. Tenía el semblante demudado. Se acercó hasta el escenario, dirigió una mirada a la orquesta y luego se volvió para mirar a Kollek, quien plantó el codo en el brazo de la butaca y apoyó la pesada cabeza en su manaza. Tenía los ojos entrecerrados. En la sala resonaron frases en alemán pronunciadas por la joven mientras la cámara le tomaba un primer plano. Theo alzó los brazos y los dejó caer junto a sus costados con gesto de impotencia—. ¡Descanso! —anunció, y se puso las gafas.
El concertino se apresuró a levantarse, se inclinó hacia Theo y le susurró algo.
—¡Señoras y señores! —dijo Theo—, ya sé que se nos ha hecho tarde, pero quiero ensayar una hora más hoy, así que nos retrasaremos una hora más. Hoy debemos rematar el primer movimiento.
En los rostros de algunos músicos se pintaron inequívocos gestos de malhumor. La timbalista se estiró la holgada camiseta y revolvió con intencionado estrépito en una bolsa de plástico que tenía oculta entre los timbales. Poco a poco, los músicos se fueron levantando. Michael agarró las asas del capazo con una mano y la sillita con la otra, y salió a buen paso de la sala.
Nita lo siguió. Soltó la hebilla que afianzaba una correa en torno a la tripa de Ido y lo cogió en brazos. El niño reclinó la cabeza en el hombro de Nita y quedó en reposo un segundo, luego echó la cabeza atrás y empezó a revolverse. Tras una breve deliberación, decidieron que Michael esperaría hasta que terminase el ensayo. Nita volvió a entrar en la sala para darle el biberón a Ido entre bastidores, con la esperanza de que luego se durmiese. Michael se quedó sentado en un sillón de terciopelo rojo del vestíbulo. Noa dormía. Unos cuantos músicos salieron al vestíbulo y se acomodaron cerca de él.
—Es un terrorista —masculló la timbalista mientras extraía un voluminoso sándwich de la bolsa de plástico.
—Va en contra del reglamento —rezongó el clarinetista que antes había hablado a voces desde el escenario. Se sirvió un café de un termo azul.
—No os quejéis —intervino un hombre alto y fondón con marcado acento ruso—. Trabajar con su hermano va a ser más duro todavía.
—¿Vas a trabajar con él? —preguntó la timbalista con la boca llena—. ¿Vas a pasarte a su grupo?
—Nu —dijo el ruso—, las condiciones serán mejores. Paga mejor. Pero habrá que trabajar más. Nos pagará por ensayo —soltó un eructo—. ¡El capitalismo! —explicó con una sonrisa—. No es una plaza en propiedad —añadió.
—Yo no me arriesgaría —dijo la timbalista a la vez que doblaba pulcramente la bolsa de plástico—. Te puede despedir de un día para otro, y te quedarás en la calle.
—Nu, ya despidió a Sonia hace un par de semanas. Y también a Itzik.
—¿Qué Itzik? —preguntó el clarinetista mientras enroscaba la taza, todavía chorreante, en el termo.
—¡Nu, Itzik!
—Hay dos Itziks —insistió la mujer—. ¿El trompetista o el violinista?
—El violinista, el violinista —dijo el ruso.
—¿Ha despedido a Itzik? —exclamó ella, horrorizada—. ¿Cómo ha podido despedir a Itzik?
—Lo que yo no entiendo es cómo alguien que está montando una orquesta barroca puede haber contratado a Itzik —comentó el clarinetista entre risas.
—Nu, va a ser un grupo muy bueno —dijo el ruso, mirando a Michael—. Aquí nunca se ha visto un conjunto barroco de tendencia histórica igual.
—¿Hasta qué punto puede ser bueno si no es más que un trabajo complementario para los músicos de primera fila? —preguntó el clarinetista.
—Nu, no seguirá siendo un trabajo complementario durante mucho tiempo —aseguró el ruso—. No para de realizar audiciones.
Un hombre salió al vestíbulo y dio unas palmadas.
—Ya han terminado. Empezamos —dijo a voces desde la entrada.
Los músicos empezaron a afluir a la sala. El ruso sujetó las grandes puertas de madera mientras Teddy Kollek, acompañado de la joven alemana que lo llevaba del brazo, salió arrastrando los pies, seguido por los cámaras y los técnicos de iluminación. Los músicos iban saliendo de entre bastidores y Theo van Gelden ya ocupaba su puesto en el alto taburete. Nita le hizo una seña a Michael desde la entrada. Le dejó a Ido en los brazos.
—Ahora se quedará dormido —prometió a la vez que le hacía una caricia a Michael en el brazo—. Pero si no se duerme, si te da problemas, llévatelos a casa y yo volveré por mis propios medios cuando termine el ensayo.
Michael regresó a su asiento junto al pasillo del fondo y colocó a Ido a su derecha y a Noa a su izquierda. Todos ocuparon sus puestos y Theo dijo:
—Desde el veintiséis en adelante —lo cual significaba desde la entrada del violín hasta la presentación completa del tema principal del primer movimiento. Al cabo de unos cuantos compases, Theo interrumpió a los músicos—. ¿Son ustedes de la banda de la policía o qué? —les dijo a los instrumentistas de viento y percusión—. ¿Es que no ven lo que está escrito? ¿No ven que todo el mundo toca en fortissimo… salvo quién? Las trompas, las trompetas y los timbales. ¡Para ellos sólo forte! ¡Forte, no fortissimo! —suavizando la voz, añadió—: Brahms pretendía que la orquestación estuviera equilibrada, que se oyeran los violines y los clarinetes. Si las trompetas y los timbales suenan demasiado, parece la banda de la policía.
En aquel momento, sin previo aviso, Noa rompió a llorar a pleno pulmón. Se levantaron risas de la orquesta y Theo se volvió con expresión adusta, pero no dijo nada. Michael se precipitó hacia la salida con los niños. Consultó el reloj y decidió esperar en el vestíbulo a que terminase el ensayo. A través de las puertas cerradas alcanzó a escuchar el primer movimiento completo, interrumpido de tanto en tanto por los gruñidos de Theo. Los músicos repitieron los pasajes una y otra vez mientras Michael daba el biberón a Noa. Él escuchaba la música al mismo tiempo que los sonidos que hacía la nena al succionar y los suspiros que emitía entre chupada y chupada. Ido se durmió, y Michael pudo levantarse con Noa en brazos para aproximarse a las puertas, junto a las que se paseó escuchando la música hasta que oyó que Noa echaba el aire. Nunca había imaginado que presenciaría el trabajo preparatorio de una representación musical, con sus momentos prosaicos, llenos de crujidos de bolsas de plástico, gruñidos y quejas. Más tarde, por la noche, bajo la luz de los resplandecientes focos, aquel trabajo haría aflorar lágrimas a los ojos de personas como Becky Pomeranz.
«¡Está bien! ¡Basta por hoy!», oyó decir a Theo, y se retiró de la puerta. Tomó asiento en un rincón y quedó a la espera hasta que Nita salió al vestíbulo cargada con el chelo.
—No me esperes más —le dijo—. Probablemente ha sido un error obligarte a venir con los niños. Tenemos que quedarnos a resolver algunas cosas más, y cuando Theo dice «algunas cosas más» nunca se sabe cuánto se va a tardar. Si no me pueden llevar a casa Gabriel ni Theo, cogeré un taxi —agregó al ver los titubeos de Michael—. No te preocupes, estoy bien. Mientras trabajo me encuentro bien.
Unas horas más tarde, arrodillado junto al cadáver de Gabriel, Michael pensó en algo que no dejaría de atormentarlo durante muchos días. Menos de tres horas mediaron entre el momento en que Michael silbaba el tema principal del primer movimiento del Doble concierto y aquel en que se formulaba la torturante pregunta: ¿podrían haberse desarrollado los acontecimientos de otra forma si no hubiese hecho caso a Nita? ¿Podría haber evitado algo de lo sucedido si se hubiera quedado esperándola en el lugar donde sería asesinado Gabriel van Gelden?