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Años de experiencia no le habían enseñado al juez Neuberg a identificar la intranquilidad que lo asaltaba durante los días que precedían a la redacción de la resolución judicial. Ni él mismo sabía que ese desasosiego y el hecho de encerrarse en sí mismo, el modo en que captaba el mundo de fuera, como un zumbido turbio y molesto y, con todo, el estado de alerta casi sobrenatural de todos sus sentidos, como si se encontrara bajo los efectos de una droga, tenían su origen en el estado psíquico y en la tensión que le provocaba el hecho de ir aproximándose el momento de tener que ponerse a escribir. A pesar de que sus resoluciones judiciales y sus sentencias definitivas habían sido utilizadas ya como precedentes, y aunque las enseñaban en las facultades y los estudiantes las estudiaban a conciencia, de entrada, nunca estaba seguro de que de nuevo fuera a ser capaz de formular la próxima resolución de un juicio, que fuera a poder dar importancia a las cosas en su justa medida, o extraer de la frase un significado que sobrepasara los límites de su contexto momentáneo y concreto. Aunque comprendía que ninguna gran catástrofe iba a suceder si alguna vez llegaba a escribir una resolución simplemente correcta, que se refiriera exclusivamente a aquel caso particular, que se limitara a lo tratado en el juicio, la sensación que lo amenazaba de haber perdido una oportunidad, no lo dejaba reconciliarse con esa posibilidad en la que, en realidad, veía un resbalón. Y no porque persiguiera el honor y la gloria, sino por la profunda fe que tenía en el poder de las resoluciones para dar una victoria a la razón, en la que veía la única materialización posible del «bien». Las resoluciones, si se encontraban redactadas debidamente, de eso estaba el juez Neuberg seguro, permitían realmente una visión amplia y global, casi divina, de las pequeñeces del día a día. Por eso, siempre cada vez, dedicaba todas las energías de su espíritu y de su mente a escribirlas, sumergiéndose en ellas por completo. Unos días antes de que acometiera el trabajo de la escritura propiamente dicho, se encontraba ya sumido en una actitud de despiste hacia todo lo exterior, pero extremadamente atento a los pajarillos lingüísticos que revoloteaban en su interior en forma de expresiones y términos jurídicos, que cantaban en su cabeza todo el día al ritmo del ruido del motor de su coche.

Esta vez se trataba de fragmentos de oraciones como «delito por omisión en relación con la pena por daños» y «la relación entre los aspectos físicos y los aspectos normativos», que no lo dejaban en paz y que ya llevaban molestándolo unas cuantas semanas, sobre todo por las noches, antes de dormir. Y cuando finalmente conseguía conciliar el sueño, se despertaba a medianoche, saltaba de la cama a la librería, y sacaba de ella los tratados de derecho que tenía en casa, porque le parecía haberse acordado de algo que le sería de gran provecho para la formulación de la resolución. Como asaltado por un frenético ataque de locura, rebuscaba en los libros pasando las hojas a toda velocidad —a veces se sorprendía al descubrir que recordaba algún lejano precedente relacionado con el asunto del juicio— y, mordiéndose los labios, garabateaba todo tipo de anotaciones en unos papelitos cuadrados de colores que su mujer dejaba junto al teléfono para apuntar los recados. Después se volvía a la cama de puntillas, para no perturbarle el sueño a su mujer, y todavía durante un buen rato seguía dándose la vuelta una y otra vez en su intento por encontrar la postura que le permitiera relajar el cuerpo, tan tenso que hasta le dolía, y la mente, que trabajaba febrilmente sin descanso. Por la mañana, mientras desmigajaba las rebanadas de pan del desayuno y las amasaba entre los dedos hasta convertirlas en bolitas, revisada los papelitos de colores de la noche, esforzándose por descifrar aquellos garabatos que parecían haber sido escritos por las manos de un sonámbulo que hubiera intentado dejar constancia de sus sueños a medianoche.

Finalmente, el momento llegó. Nunca le había parecido que el momento de empezar a escribir tuviera que estar supeditado a cualquier factor externo, como una fecha, y ni siquiera a una decisión voluntaria y consciente. Sino que era como si aquello se decidiera dentro de él sin necesidad de palabras, el sentarse, a la caída de la noche, al escritorio de su despacho del juzgado de distrito, cuando el edificio se encontraba ya a oscuras y sin gente, prepararse con gran meticulosidad y un cuidado fuera de lo normal todos los accesorios que lo iban a ayudar, o eso creía él, a escribir. Si entonces alguien lo hubiera visto, habría creído que se trataba de un hombre malcriado que se entregaba con verdadero infantilismo a satisfacer hasta el más insignificante de sus deseos. Pero se habría equivocado, porque incluso cuando el juez colocaba con toda ceremonia, en un lado de la mesa, la caja holandesa de latón rojo, con los molinos de viento azules pintados en ella, una caja que guardaba en la taquilla de metal cerrada con llave, y en la que había unas bolas de chocolate envueltas en un papel dorado con la cara de Mozart dibujada, ni siquiera entonces dejaba que su mente se desviara hacia el placer que le produciría el degustarlas. Porque aquello sólo formaba parte del ceremonial de ordenar la mesa de cara al trabajo, un ceremonial que se había acostumbrado a llevar a cabo cada vez que tenía que escribir una resolución. Le parecía que sin la caja no podría escribir como es debido, que su presencia era una de las condiciones que, a pesar de habérsela inventado él, a sus ojos le había sido impuesta por unas fuerzas sobrenaturales que eran más fuertes que él, para que pudiera servirle a un fin importantísimo, mucho más importante que él mismo.

Esa caja se la había regalado hacía años su gran maestro, el juez del Tribunal Superior de Justicia Lishinsky, para el que también había trabajado cuando estaba en prácticas. Eso era lo que distinguía a Rafael Neuberg de todo el resto de los pasantes que trabajaban con el juez Lishinsky, quien era conocido por la indiferencia, la frialdad y la distancia con las que trataba a sus ilustres colegas y a los pasantes, a los que, por lo general, ni siquiera distinguía. Pero resulta que una vez, al regresar de pasar las vacaciones en Suiza, le trajo a Rafael Neuberg esa caja holandesa de latón. Aunque Rafael Neuberg no se atrevió a ver en ello ninguna señal de acercamiento personal, sino sólo una manera de sugerirle Lishinsky que estaba satisfecho con su trabajo y puede que incluso de reconocer sus aptitudes, trató enseguida a la caja con verdadera veneración. Al principio ni siquiera se atrevió a abrirla, y después, cuando la abrió y se comieron las pastas que traía dentro, la rellenó de las bolas de chocolate y la fue llevando por todos los despachos en los que trabajaba. Tras la muerte del juez Lishinsky, la caja se convirtió para él en una especie de talismán, y ahora la tenía ahí delante —la pintura se le había ido pelando por las esquinas y el azul de los molinos estaba descolorido—, sobre el enorme escritorio de su despacho del juzgado de distrito, como decretando el comienzo verdadero del proceso de escritura, mientras que él, por su parte, ya había tomado asiento frente al montón de folios blancos y comprobaba la plumilla de la pluma estilográfica con la cual escribía los borradores.

No conocía momento más hermoso que ése, cuando todo el edificio estaba en silencio y a oscuras y sólo su despacho se veía iluminado por la luz amarillenta de su flexo, un momento en el que nadie hablaba y el mundo entero parecía reposar de sus sonidos. Solamente los pitidos de la alarma de un coche que, de repente, se había disparado en la distancia, o alguna ambulancia que pasaba de camino al hospital que había junto al juzgado, rompían de vez en cuando aquel silencio que tanto apreciaba el juez Neuberg. Le echó un vistazo a las fichas que tenía también encima de la mesa, las fichas en las que se había apuntado las citas de las sentencias más relevantes y de la literatura especializada. Las retiró hacia el rincón más apartado, después las volvió a colocar en medio de la mesa, y, golpeándolas por los bordes, las colocó formando un mazo perfecto, y luego las miró como si estuvieran saturadas de los signos extraños de una lengua que no conocía ni jamás entendería. Intentó tamborilear sobre la mesa los ritmos que se habían estado agitando en su interior durante las últimas semanas y que por las noches buscaban una salida en forma de palabras, pero ahora notaba los dedos rígidos y ningún ritmo fluía por ellos. Entonces cogió una hoja de papel en blanco y se puso a garabatear en ella unas cuantas letras, para comprobar si la tinta manaba de la plumilla correctamente: todas las resoluciones las escribía primero con la pluma estilográfica y después las mecanografiaba él mismo. Ahora trazaban los dedos con los que sujetaba la pluma unos pequeños círculos en el aire, por encima de la hoja, como si sopesara con qué palabras comenzar.

Todo el día había esperado con impaciencia ese momento, y le parecía que lo único que tenía que hacer era dejar que la mano que sostenía la pluma empezara a escribir, porque, en ese momento, todas las palabras que habían sonado en su interior durante las últimas semanas se combinarían y unirían por sí mismas hasta convertirse en frases. Y ahora resultaba que llevaba ya un buen rato sentado frente al folio en blanco, y no sólo no conseguía escribir nada, sino que le daba la impresión de que las palabras lo rehuían, que se descomponían en sílabas y que éstas se metamorfoseaban en fonemas sueltos, mientras su mano revoloteaba por encima del papel en blanco sin atreverse a posar en él la plumilla. El juez Neuberg volvió a repasar las fichas, atrajo hacia sí la caja de latón, encendió un cigarrillo, se lo fumó hasta el final, y solamente entonces, con un profundo suspiro en el que había algo más que una pizca de renuncia por seguir intentando crear el ambiente de sublimidad que deseaba a su alrededor y por la inspiración que había perdido por completo, se puso manos a la obra.

Antes que nada, en los primeros parágrafos, detalló los acontecimientos, las fechas y los hechos, tal como habían sido presentados y probados. Pero estos primeros parágrafos no eran su finalidad, sino los que se ocupaban del debate fundamental, que eran los problemas de la responsabilidad y de la negligencia u omisión. Después de citar el artículo 304 del Código penal y recordar expresamente lo establecido en él, a saber: que «quien provoque sin intencionalidad la muerte de una persona, por falta de precaución, por imprudencia o por dejadez, sin que constituya una negligencia criminal, la pena será de tres años», relacionó estas palabras como se debe hacer con los artículos sobre la reparación de daños y sólo a continuación explicó la relación de todo ello con el aspecto criminal.

Sintió un inmenso placer al releer lo que había escrito en una ficha sobre lo que se refiere al examen de previsión y la relación de causalidad. Dedicó una página entera a elaborar una clara y sencilla presentación —ante él se apareció el rostro avinagrado del teniente coronel Katz y entonces volvió a suspirar, abrió la caja, le retiró el envoltorio dorado a una de las bolas de chocolate y se la metió en la boca— de la cuestión de la obligatoriedad de prevención que pesaba sobre los acusados con respecto a sus subordinados. En este caso copió con total exactitud las palabras del juez Barak acerca de la consideración de proximidad y amistad entre una persona y otra, y añadió, subrayando especialmente las palabras del juez Vitkin, que en su momento lo habían convencido de que «en ocasiones no hay que precipitarse en decidir si alguien es culpable o inocente sino juzgar según la importancia del hecho que provoca una situación de peligro público».

«La obligatoriedad de prevención que en esencia conlleva responsabilidad y afecta solamente a los casos de riesgos no razonables» —escribió el juez Neuberg cuando el enorme reloj que tenía frente a él marcaba las dos de la mañana— y recordó también el factor de la presencia física, destinado a resolver que una persona será responsabilizada de negligencia solamente en los casos en los que se encuentre presenciando el hecho de facto y es de obligado cumplimiento. «Si no intenta impedirlo» —escribió—, «será de su completa responsabilidad». Sintiendo un especial placer citó —completamente consciente de que se apartaba de toda norma establecida, porque ningún juez citaba sino a los de rango superior al suyo propio— la opinión de un juez de primera instancia que en su momento había sido alumno suyo y que explicaba como nadie el término de la expectativa normativa, que desde el principio la había relacionado el jurista con el deber aprehendido y cuya finalidad esencial era la de reducir la responsabilidad en relación con los riesgos ocultos que se encuentran en una observación técnica y eliminar el asunto de la negligencia en el aspecto concreto de todos los riesgos plausibles. El juez de primera instancia recalcaba que «siempre que exista observación técnica, precepto de obligado cumplimiento, debe la observación normativa examinar los límites del alcance de la responsabilidad».

A las cuatro de la mañana, cuando llegó a la valoración de la medida de la negligencia y de sus consecuencias en el caso concreto que tenía delante, y a la presentación de la personalidad del acusado y de su pasado, a la descripción de las especiales circunstancias en las cuales fue cometido el delito, y señaló que sería necesario considerarlas todas, porque también era común considerar esos razonamientos en la determinación de las penas a los soldados que el tribunal militar había dictaminado imponer por delito de negligencia cometido durante y como consecuencia de su estancia en el ejército, empezó a notar un desasosiego desconocido en él, el desasosiego de la duda. De repente se toparon sus ojos, que andaban vagando en una y otra dirección, con el volumen Fundamentos del Código penal, de Sh. Z. Peler, que colocado con descuido sobresalía de la fila de libros en uno de los estantes de la librería. Se levantó con desgana, tomó el volumen entre sus manos y estuvo hojeándolo mientras miraba a la vez hacia el gran ventanal, tan oscuro, para después regresar al pesado libro, y vuelta otra vez. De vez en cuando sus ojos atrapaban fragmentos de frases como «la relación de dependencia de la preparación de un delito tipificado», o «la correlación, en caso de que ésta se dé, entre “el delito de negligencia civil” y el término “negligencia” en el terreno criminal». Hasta que por fin encontró lo que en realidad buscaba, los artículos que recordaba vagamente acerca del lugar que ocupa el componente psíquico en la estructura del delito, volvió a leer con gran esfuerzo las líneas sobre «el componente psíquico como eslabón de unión entre el ejecutante y la acción desde el punto de vista de los valores», y volvió a leer unas cuantas veces más el artículo que dice que «el comportamiento antisocial del delito emana exclusivamente del hecho de haber sido cometido desde una relación subjetiva que conlleve la clase de culpabilidad necesaria para constituirse en delito». Finalmente, su dedo se deslizó rápidamente a lo largo de dos líneas en las que se decía que «el patrón de componente psíquico… se encuentra supeditado a la regularidad en su relación subjetiva con la persona para con el plano de la obligación y el plano del deseo…». Después cerró el libro de golpe, consciente de lo asqueado que ya estaba.

Ahora lo que se proponía era escribir sobre las normas tan enraizadas en el Tsahal que determinan que se debe ser extremadamente meticuloso en lo referente a las normas de seguridad exigidas durante la instrucción y los ejercicios prácticos, y sobre la igualdad que existe entre los fundamentos cuya existencia se establece como condición para la constitución de un delito de negligencia según el artículo 304 del Código penal, y los componentes de la falta de negligencia según la pena por daños, y explicar también que la jurisprudencia en «el paraguas civil», adoptada por la Ley de enjuiciamiento criminal en lo referente a los delitos de negligencia, se refiere a los criterios que rigen para una persona «razonable», o «civilizada», o «corriente» o «racional». Sobre todo eso se proponía escribir ahora, pero en lugar de eso se encontró a sí mismo observando fijamente una ficha marcada en una de las esquinas con un círculo rojo y en otra esquina con el número 7 anotado, por encima de la cita minuciosamente copiada del libro del profesor Sh. Z. Peler. Ante sus ojos se erigió la locución «el modelo abstracto de una persona con potencial intelectual y capacidad perceptiva media», destinada a definir a la persona razonable. Debajo de esa ficha descubrió el margen de la siguiente, que también estaba marcada con un círculo rojo y que contenía, lo recordaba muy bien, las citas del libro de Levi y Lederman Fundamentos de responsabilidad criminal, y de Y. Kedmi, de su obra Sobre derecho criminal. Primera parte: ampliaciones y actualizaciones. Se vio acometido por una horrible sensación de derrota e impotencia, así es que retiró aquellas fichas y las dejó en el lugar más apartado de la mesa. El placer de verse ocupado en asuntos jurídicos fundamentales, que siempre había sido su destino durante aquellas noches, lo había abandonado por completo, porque notaba que sus pensamientos vagaban por otros derroteros.

El juez Neuberg se levantó y fue hasta la taquilla de metal para sacar de ella la botella de coñac que tenía allí guardada para los momentos en que sentía, después de un fructífero rato de trabajo, que se merecía una copa. Esta vez tenía la esperanza de que el coñac lo ayudara a volver a la senda tan amada y segura de siempre, y es posible que su deseo se hubiera visto colmado si no hubiera vuelto a leer, sin proponérselo de antemano, la carta de Rajel Avni. Esa carta, que creía haber roto y cuya existencia se había borrado ya de su mente, resultaba que ahora, ahí, completamente por casualidad —para los que crean en las casualidades—, había caído en sus manos, literalmente, al abrir la taquilla metálica, que estaba llena a reventar, e intentar sujetar, dando un nervioso resoplido, un montón de papeles que acabó por caerse al suelo. Completamente abstraído, le echó una mirada a algunas de las hojas amarillas que se le habían quedado en la mano, y al resultar que eran las cuatro cuartillas de aquella carta, volvió con ellas a su butaca y se sentó para leerlas de nuevo.

Y no es que hasta ese momento se hubiera visto libre de pensar en Rajel Avni. Al contrario, pues cuando había retirado un grupo de fichas para coger el siguiente, se le interpuso el rostro abatido de ella en la mente; el recuerdo de aquella desesperación al sujetarlo por el brazo y su voz al hablarle esa vez, allí de pie, desde fuera del coche, y todo eso le había martilleado el pensamiento repetidas veces y también ahora, durante esa noche, aunque lo había expulsado fuera de sí una y otra vez, cerrándose a él para no permitir que se le abrieran otros frentes de reflexión que le impidieran concentrarse en lo que, a su parecer, era la cuestión central del asunto. No se molestó en cuestionarse si también ahora debía anteponer a cualquier otra cuestión el tema por el cual se encontraba allí esa noche. Igualmente se negó a considerar que pudiera encerrar algún significado oculto el hecho de haber encontrado la carta de Rajel Avni, porque no en vano se consideraba un hombre racional, y tan sólo lo asustó por un momento el poder de la casualidad, tan caprichosa, que lo había obligado a volver a sentarse a su escritorio para leerla por segunda vez.

Esta vez la leyó con más atención, como si esperara extraer de ella inspiración para ponerse a escribir. Con todas sus fuerzas intentó aplastar en su interior la semilla del dolor que empezaba a brotarle en el corazón, pero a pesar de ello no pudo regresar al fichero de trabajo. Se levantó y volvió a dirigirse a la taquilla de metal, se sirvió una copa de coñac, se asomó a la ventana para ver que empezaba a clarear ligeramente, tomó un buen trago, y entonces nació en él una convicción aterradora —quizá era la primera vez que se la formulaba con palabras— y es que, para que su resolución llegara a resultar realmente significativa, tenía que tratar en ella los asuntos sobre los que había escrito Rajel Avni. Las citas que acababa de preparar le parecieron ahora completamente ajenas a la larga lista de otras cuestiones de peso que él mismo se había propuesto ignorar hasta ahora. Veía ante sus ojos el rostro de Rajel Avni y los de sus compañeras, las madres que habían perdido a sus hijos, y también el torturado rostro del padre del acusado Noam Lior, y quizá por primera vez en su vida profesional se permitió a sí mismo meditar largamente qué es lo que sentía por los culpables y quién era realmente el responsable de que aquella desgracia hubiera podido ocurrir. Se encontró a sí mismo analizando en profundidad el problema principal, que ahora creía haber detectado en cierta negligencia en la elaboración del acta de acusación. Estuvo pensando en la manera más adecuada de formular la cuestión de la responsabilidad de los altos mandos, mientras en su cabeza resonaban las protestas del teniente coronel Katz sobre la moda del momento, que consistía en no responsabilizar de sus actos a los oficiales de menor graduación. Con la mayor franqueza y una humildad que nunca antes había conocido en él, se preguntó si realmente no tendría razón Rajel Avni cuando decía que el teniente coronel Katz lo único que pretendía era salvar el honor de los altos mandos.

Volvió a atraer hacia sí el mazo de fichas, se puso delante una de ellas y ojeó una cita de una sentencia de Jason Lawrens y las observaciones que él había garabateado junto a la cita, en las que explicaba que, a pesar de que no se podía sacar de esta cita ninguna enseñanza definitiva ni excesivamente valiosa, sí se desprendía de ella que todo juego peligroso conlleva la obligación de que los participantes tomen las medidas de seguridad necesarias los unos para con los otros, puesto que no todo comportamiento que encierra una situación de peligro se convierte al instante en un comportamiento culpable. Sólo un comportamiento que conlleve un riesgo más allá de lo razonable se encontrará dentro de esa categoría «con la condición de que hubiera estado en manos del actuante haber seguido otro camino distinto al que tomó»; con la sensación de un inmenso vacío leía ahora las frases que con tanta atención y tanto amor había copiado de la sentencia del caso de Jason Lawrens: «El tribunal tiene la obligación de advertir de la existencia de juegos que ponen en peligro la vida humana, como es el caso de la “ruleta rusa”, y de censurar ese fenómeno. Sería impensable que un tribunal contribuyera —con su silencio— a perpetuar la existencia de un juego tan mortal. El tribunal tiene que expresar una postura inequívoca de oposición a ese juego ya que los ojos de la sociedad están puestos en sus decisiones». También en él, como representante del tribunal, estaban puestos en este momento todos los ojos, pensó con temor, ahora que el eco de la voz de Rajel Avni volvía a resonar en sus oídos. Y al oír el carraspeo del testigo teniente coronel Malka, como si aquel hombre se encontrara en persona allí mismo, intentó envolverse de nuevo con todo el material que tenía delante y leyó una observación que había anotado en una ficha marcada con un círculo azul —que significaba que la cita requería ser meditada de nuevo por si no era adecuado utilizarla— sobre las reflexiones de un juzgado de primera instancia en las que aportaba algunos ejemplos de veredictos de otros países en los que los tribunales se habían abstenido de condenar a los acusados de resultado de muerte en casos similares al que él trataba. Después dejó la ficha en un rincón de la mesa, en el montón de las que eran dudosas.

Con todo lo que le había dicho a la señora Avni acerca de la ausencia de relación entre el juicio y la justicia, la verdad es que sería deseable y necesario que hubiera cierta correspondencia entre ambas cosas. Porque era inadmisible que sólo tuviera ante sí la ley y nada más que eso. Aunque la señora Avni no tenía razón del todo desde el punto de vista humano —porque no cabía duda de que también los mandos de baja graduación tenían su parte de responsabilidad con sus subordinados—, cierto era que los modelos de conducta y las normas morales había que fijarlas a partir del ejemplo personal que daban los altos mandos. De nuevo empezaban a bullir en él los pensamientos que había logrado acallar en el juzgado, que se materializaban en la pregunta «¿En qué nos hemos convertido?», y que ahora amenazaban con no abandonarlo jamás. Se tomó el coñac que le quedaba en el vaso, suspiró, se obligó a reaccionar y se recordó a sí mismo el lugar que ocupaba en el mundo. El impulso del comienzo interrumpido, el placer que había conocido al escribir las resoluciones, todas esas cosas, ahora lo reconocía, no eran más que ritos vacíos a los que había que renunciar. Desde una profunda humildad, como quien está obligado —porque para él no hay elección—, iba ahora a cumplir con lo que tenía encomendado. Y no disponía de más idioma para lucirse que el lenguaje seco de la esfera judicial, el mismo que hasta hacía pocas horas todavía creía que encerraba cierta belleza.

Ya brillaba plenamente la luz del día cuando el juez Neuberg introdujo los veinte folios, escritos con tinta negra y una letra redonda y clara, en su vieja cartera de piel marrón. Sabía que, aunque no hubiera aportado innovaciones esenciales, había terminado de escribir la parte más difícil de su resolución, la parte fundamental, la judicial, la que trataba las cuestiones de la relación de la ley con temas como la previsión, la precaución, la responsabilidad, la seguridad, la comparecencia y, sobre todo, el tema más complicado de todos: el de la compensación; porque en los delitos con consecuencias hay que mostrar la relación causal entre el incumplimiento de una obligación y los daños, y en este caso los daños tuvieron una consecuencia mortal. El ruido del motor del camión de la basura se impuso ahora al canto de los pájaros y el espíritu del juez Neuberg no hallaba reposo: a pesar de que esa noche ya había demostrado que existía una relación de hecho entre la negligencia determinada más arriba y las consecuencias, durante la noche siguiente tendría que reunir todas sus fuerzas para redactar observaciones fundamentales acerca de las normas de seguridad en el Tsahal y, sobre todo, en lo referente a la decisión de no llevar a juicio al comandante de escuadrilla y al comandante de la base, porque de eso iba a resultar imposible seguir escapando.