2
A pesar de que la entrada era ancha, se quedaron los tres uno detrás del otro. El primero en aparecer había sido el padre, que iluminó la lápida y luego a ella con su enorme linterna, para a continuación volverse hacia atrás y susurrarle algo a su hijo; después deslumbró al vigilante nocturno, que permanecía allí de pie echándose hacia atrás su abundante pelo gris que se le había revuelto. Rajela no había esperado que fuera a quedarse. Creyó que aprovecharía la ocasión para salir huyendo y librarse de toda responsabilidad. Pero ni siquiera parecía asustado, sino que permanecía ahí, clavado al suelo, con una mano por encima de los ojos a modo de visera para protegerse de la luz, mientras ella seguía con la vista a su padre, que avanzaba con precaución hacia donde ellos estaban. Los tres habían aparecido como si estuvieran al acecho, como si se pasaran las noches en estado de alerta y espiándola. La luz de la linterna la deslumbró también a ella, a pesar de lo cual pudo notar el alivio que reflejaba el rostro de su padre por el hecho de haberla encontrado sana y salva, y también por la decisión que éste había tomado de afrontar todo aquello con calma, de dominar la situación y arreglar las cosas. Mishka era muy conocido por saberse manejar en situaciones de emergencia.
Apartó la mano de la pistola que llevaba entre el cinturón y el cuerpo, y se fue acercando a su hija despacio, como si a pesar de llevar la linterna tanteara el camino, como si se preparara para cualquier reacción inesperada de ella, no fuera a ser que le saltara encima o cometiera cualquier otra locura. Cuando dirigió el haz de luz hacia la superficie desnuda y humeante que hasta hacía un momento había sido un arriate florido, Rajela pudo ver que el rostro de su padre había adoptado aquella expresión de gravedad que se reservaba para las situaciones realmente difíciles y que se manifestaba al cerrar los ojos un instante y hacer una mueca con toda la cara: se chupaba las mejillas como si se las estuviera mordiendo por dentro y tragaba saliva rápidamente, de manera que su abultada nuez se movía de arriba abajo. Rajela no podía negar que sentía un irrefrenable deseo —escuchaba con asombro aquel suave latido en su interior— de echársele a los brazos y dejarse llevar finalmente por la explosión de llanto que todos esperaban de ella impacientes. No porque hubiera oído a Zeev Spigel explicarle a su mujer: «Tendría que sacarlo fuera y desahogarse, no es sano guardárselo todo dentro, necesita llorar, no es normal que una persona no llore cuando le sucede una desgracia como ésa», sino porque siempre había sido una mujer que lloraba con facilidad —unas veces de pura emoción, de alegría o al ver algo inesperadamente bello, y otras, de rabia o por sentirse ofendida, por cuestiones importantes o nimias—, y que sabía muy bien que el llanto era una válvula de escape. Pero ahora esa solución le parecía humillante por ser demasiado simple, y además se contradecía con lo que tenía intención de hacer, de modo que se rebelaba en su interior ante la necesidad que sentía de dejarse acariciar la cabeza por su padre, de que la consolara y le asegurara que todo iba a ir bien si se le daba tiempo al tiempo. Eran precisamente los firmes pasos de él y el saber con bastante certeza lo que iba a decir —diría, por ejemplo, que las lápidas vecinas que se habían roto las arreglarían en una semana, le prometería hablar con las familias, se comprometería a arreglar el asunto con la comisión funeraria y con el departamento de los caídos del Ministerio de Defensa, lo arreglaría todo para que les permitieran mantener la escultura donde estaba y no intentaría convencerla esa misma noche de que modificara la inscripción, porque eso empezaría a hacerlo empleando todo tipo de machaconas artimañas transcurridos unos cuantos días— lo que le facilitaba vencer la tentación de volver a ser su niñita: no, no pensaba ceder ni un milímetro ante las posibles buenas palabras que trataran de aplacar el odio que sentía.
Un renovado torrente de furia la inundaba al ver a su marido junto a la tumba, porque aquel cuerpo tenso y los brazos cruzados mostraban de forma clara su reprobación mientras observaba la escultura sin pronunciar ni una sola palabra. Rajela sabía con absoluta precisión lo que él estaba pensando, y lo primero era que no había contado con él, que no le había dicho nada, que no habían acudido juntos a la sepultura para, también juntos, colocar la escultura. Tampoco reconocería ahora que si ella lo hubiera hecho partícipe de sus intenciones, si le hubiera pedido ayuda, él se lo habría impedido de la forma que fuera. Porque le habría dicho, de la misma manera que lo hizo cuando se cumplieron los treinta días de duelo, con esa voz quebrada e inexpresiva que tenía desde que les dieron la noticia, que debía tranquilizarse y no seguir adelante con su propósito. Como se lo había dicho, aunque con otras palabras, cuando ella había salido huyendo del cementerio al ver la lápida que les habían traído. «No tiene ninguna importancia», había intentado conmoverla, «si de cualquier modo él ya no está aquí, Rajela, las personas no somos sólo un cuerpo, también tenemos alma. Siempre has dicho que el cuerpo no es más que una jaula de carne. Alguien como tú no debería aferrarse de ese modo a los símbolos externos y una lápida y una tumba no son más que algo externo, si tú misma lo has dicho un sinfín de veces. Tú misma has dicho también que los Efrati cuidan de la sepultura de Yuval como verdaderos idólatras». «Déjalo estar», le habría dicho si se le hubiera ocurrido contárselo, «ni hablar de volarla, ¿te has vuelto loca o qué? Lo que podemos hacer, si te empeñas, es seguir luchando por la vía convencional». Y si ella le hubiera recordado —aunque él lo sabía muy bien— que el caso de su requerimiento ante el Tribunal Superior de Justicia se vería aplazado sine die, por lo que sus posibilidades eran nulas, tal y como se lo había expuesto el abogado, entonces él le habría dicho: «De todas maneras vamos a seguir esperando hasta que nos concedan el permiso por la vía legal y si eso no es posible, lo dejaremos y acataremos la sentencia, porque lo que no vamos a hacer es quebrantar la ley como unos hooligans cualquiera. El hecho de que ellos sean unos criminales no nos da derecho a nosotros a serlo también; ahí están las leyes y los jueces, así es que al final la verdad saldrá a la luz. No te olvides de que no estamos solos, en el comité funerario en memoria del soldado hay otros padres que han perdido a sus hijos, igual que nosotros, y que también tienen sus deseos, mientras que la inscripción de la lápida no es importante, nada es importante, porque hemos perdido a Ofer y nada nos lo va a devolver». Sintió una punzada de piedad al verlo, con su enorme cuerpo, agacharse, inclinarse hacia delante, soltar los brazos, que hasta entonces había tenido cruzados, y apoyar la frente en el rostro del muchacho de piedra. Permaneció así, sin decir nada, como se había quedado el día en el que depositaron allí a Ofer, sin moverse, sin hacer un gesto, ni siquiera cuando aquel hombrecillo del traje negro y manchado le había rasgado la ropa en señal de duelo, con delicadeza, cuando con unas tijeras le había cortado el cuello de la camisa azul, tampoco entonces había pestañeado, hasta que lo llamaron para recitar la oración fúnebre, oración que leyó muy despacio y bajito, con la voz inexpresiva que le había brotado la mañana que vinieron a decírselo. Pero se arrancó de raíz la piedad que acababa de sentir por él, antes de que consiguiera ablandarla y despertarle unas dudas que en estos momentos no se podía permitir, precisamente el día antes de que se iniciara el juicio.
Cuando se cumplieron los treinta días de duelo y se reunieron junto a la tumba, Yánkele había intentado alejarla de allí. La había agarrado por los hombros cuando ella se puso a gritar de repente: «Mentira, mentira, mentira, todo es mentira, es mentira». La había sujetado con delicadeza, pero el cuerpo de ella ardía y el brazo de él le resultaba demasiado pesado en la piel, su solo contacto la molestaba como si de una quemadura se tratara, así es que se había sacudido para quitárselo de encima. Por otro lado, al oírse a sí misma gritando, se acordó de la promesa que había hecho la mañana en la que les dieron la noticia, que consistía en no dejarse llevar por los nervios. Había tomado la decisión —hasta ella se había sorprendido entonces al darse cuenta de la frialdad con la que actuaba— de no cejar en su empeño hasta que toda la verdad saliera a la luz, y de reservar todas sus fuerzas para esa sola empresa. La tristeza debilita, sólo proporciona la ilusión de sentir un alivio momentáneo, por lo que a su costa desaparecería la contención que protegía la decisión que había tomado. Pero el trigésimo día de duelo aquellas letras habían venido a comunicarle algo a Rajela, unas letras aparecidas debajo del nombre y por encima de la fecha de nacimiento de Ofer según el calendario hebreo —Ofer había nacido en tu bi-shvat, unas cuantas semanas después de que los almendros hubieran adelantado su floración en rosa y en un blanco virginal a causa de aquel invierno tan seco, e incluso los girasoles se habían adelantado por aquel simulacro de primavera, tan falsa, que aquel año llegaba en enero, de manera que ya habían doblado las cabezas el día que lo llevó a casa desde el hospital envuelto en el mantón blanco que pasaba de niño a niño, el mismo en el que también había envuelto a sus hijas—, le habían anunciado que tenía una batalla más que librar, que se le había abierto un nuevo frente del que no había sido consciente hasta el momento en el que se plantó delante del mármol blanco —«estándar», le habían explicado después, sesenta centímetros de largo por cuarenta y uno de ancho tiene la piedra que se erige como estela y que se llama «cabezal»— y vio lo de «Caído en acto de servicio» grabado debajo de su nombre y por encima de las fechas del calendario hebreo. Entonces no sabía que se trataba de «la segunda fórmula», una de las tres versiones fijas y únicas que se graban en la lápida. Distinta de «Caído en combate», y que ellos llaman la primera fórmula, la segunda está reservada para casos de muerte en accidente de maniobras y para los suicidios que resultan por la presión del servicio militar, una fórmula más digna, a los ojos de ellos, que la que dice «Caído en el cumplimiento de su deber», que es la tercera fórmula y la de menos categoría de las tres, porque significa que ha muerto en circunstancias que no tienen nada que ver con el servicio militar, de una enfermedad hereditaria o que se ha suicidado por motivos familiares. Y ante la frase grabada le había brotado, en medio de todas aquellas personas que la miraban asustadas, otro grito que se perdió en el espacio vacío de detrás de la lápida: «Asesinos, lo han asesinado y ahora me dicen que cayó en el cumplimiento de su deber». Sentía en el cuello la pesada respiración de Yánkele. Todos estaban asustados. Ella había quebrantado todas las reglas. Las madres nacidas en el país, las auténticas nativas que pierden a sus hijos, y con mayor motivo si son de origen askenazí, se contienen y se comportan con respeto en los entierros de sus hijos. Todos los presentes saben, en ese momento, que el mundo se les ha venido abajo, pero de eso no se habla. Ante esa certeza no hay nada que hacer. Es demasiado espantosa como para poder expresarla. Se la encubre con todo tipo de recursos espirituales que van sacándole brillo a la glorificación del dolor, a la sutileza de las palabras, hasta convertirse a sus ojos en algo sublime. Lo que ellos quieren es que la madre permanezca ante ellos como una especie de Níobe, petrificada en medio de su dolor, después de que los dioses mataran a sus siete hijos y a sus siete hijas. Quieren que la lengua se le pegue al paladar y que se le convierta en una piedra, que los miembros se le congelen y que la sangre no fluya más por sus venas, que ya no pueda doblar el cuello ni mover los brazos. A las madres que han perdido a sus hijos se les permite, como mucho, derramar unas lágrimas silenciosas que se les hielen en un rostro petrificado. Les está completamente prohibido gritar. Si gritaran algo como «Daría mi vida a cambio de la tuya», entonces sí. A las madres que han perdido a sus hijos también les está permitido querellarse para sus adentros con Dios y echarle en cara lo que haga falta, pero tienen terminantemente prohibido criticar al ejército. A causa del grito que ella había lanzado, las personas que la rodeaban estaban ahora aterradas. Aunque no les veía las caras, porque ella estaba mirando hacia la piedra, y tampoco quería vérselas por la humillación que sentía —las palabras de la lápida lo habían embozado todo—, sin embargo notaba muy bien la confusión, el pavor y la impotencia de todas aquellas personas que parecían haberse convertido en un solo ser que hubiera nacido allí, en la sección militar del cementerio del moshav, una especie de oruga deforme, flácida y pegajosa, que apestaba a miedo y que iba avanzando hasta rodearlo todo, y ese hedor había que cortarlo con un cuchillo, talarlo con un hacha, volarlo por los aires.
Ahora Yánkele estaba ahí, mirando al muchacho de mármol, observándole los pies —había que reconocer que los pies le habían salido muy bien—, pero sin pronunciar palabra. Tampoco aquella mañana, cuando llegaron de repente, había dicho nada. «Mudo, más que mudo, di algo». Aquella mañana caían pesadas unas silenciosas gotas de lluvia, y ella había podido oír con toda claridad el ruido de un motor que le hizo volver la cabeza y ver un vehículo desconocido que llegaba salpicando el barro del camino. Salió precipitadamente a su encuentro porque creyó que se trataba de los técnicos que venían a arreglar la máquina clasificadora que se había averiado, pero en cuanto salió se dio cuenta de que no se trataba de los técnicos. Eran tres, un hombre y una mujer vestidos de militares y otro hombre de civil. En un primer momento no se le ocurrió que pudiera tratarse de ellos, porque no tenía ningún motivo por el que estar preocupada ya que Ofer estaba realizando un cursillo muy seguro en una base del Ejército del Aire cerca del moshav. Pero, todavía distraída, cuando se acercó al cobertizo de los tractores, la asaltó el temor de que pudieran haber venido por algún asunto que no fuera a entender y que tuviera que verse obligada, como ya le había pasado antes, a permanecer delante de ellos limitándose a asentir con la cabeza, por lo que tendría que ir a buscar a Yánkele, que ahora estaba en los naranjales, para que él hablara con ellos. El hombre del uniforme militar, que tenía la graduación de teniente coronel y que llevaba la pechera adornada con otras insignias, señaló la casa y le preguntó si vivía ahí la familia Avni y si ella era Rajel Avni, y al contestarle afirmativamente a ambas preguntas fue la soldado, una pelirroja con pecas con la graduación de mayor, la que le pidió que entraran en la casa. Ella no les preguntó de inmediato ni por qué ni para qué, aunque mientras los guiaba hacia la entrada de atrás y pasaban los cuatro por el estrecho pasillo entre la gata y tres pares de botas de goma negras, presintió algo, pero todavía no ataba cabos, porque no acababa de convertir la situación en palabras mientras su cuerpo avanzaba con pesadez, como si caminara en medio de un sueño, y bajo la piel los dedos le empezaban a latir por las puntas, como si la sangre se le retirara hacia dentro, desde los pies hacia el vientre, el corazón le palpitaba con fuerza y su respiración era agitada. Extendió el brazo para indicarles el camino hacia la sala de estar y los tres pasaron delante de ella esquivando a los perros, que estaban tendidos en el suelo de la cocina, primero el teniente coronel, tras él, con paso vacilante, la oficial, y después el hombre vestido de civil que aún no había pronunciado ni una palabra.
Los dos militares se quedaron con los abrigos puestos y sólo el hombre de civil —después, cuando la cogió de la mano para tomarle el pulso, resultó que él era el médico, naturalmente— se quitó el abrigo corto de lana negra que llevaba puesto y lo dejó a su lado, en el sofá. Rajela, a quien se le había nublado la vista y ante cuyos ojos correteaban unos puntitos rojos y negros que conocía muy bien, porque aparecían cuando se incorporaba demasiado rápido, asintió con la cabeza. De pronto se había quedado sin voz. No le salía ni para preguntar por lo que había pasado. Fue el teniente coronel quien se lo dijo. Primero de forma breve y luego detalladamente.
El trigésimo día de duelo, cuando se encontraba junto a la piedra de forma rectangular intentando arrancarla de la tumba con sus grandes manos —la furia le daba una fuerza que nunca se había imaginado que tuviera, aunque la piedra, de todos modos, no se moviera—, oyó como surgiendo de la niebla la voz de Talia, su hija mayor, una voz suplicante, «mamá, mamá, basta, mamá, mamá», mientras Yaeli, su hija pequeña, le tiraba del brazo. Junto al grupo de soldados que permanecía firme a un lado, estaba tirado el azadón grande, ella hizo ademán de ir a cogerlo, pero Talia, como si adivinara sus intenciones, se interpuso en su camino con sus brazos gordezuelos y blandos y aquel vientre que apuntaba hacia delante con sus seis meses de embarazo, mientras les hacía señas a su hermana y a su hermano. Así, la vergüenza siguió allí sobre el polvo mientras su marido, su padre y sus hijos vivos la arrastraban, empleando una enorme fuerza, para sacarla del cementerio.
Yánkele había visto la escultura incluso antes de que Rajela hubiera terminado de cincelar y de pulir el mármol. Una noche, hacía dos semanas, cuando Rajela abrió los ojos en su lecho, en el estrecho banco de madera sobre el que había extendido una fina colchoneta con la que se había hecho una especie de canapé en el que relajar un poco los músculos y dar reposo a los tobillos que se le hinchaban de estar tantas horas de pie —porque no podía tumbar la piedra por la altura—, lo había visto ahí delante, mirando la figura y sujetando con la mano el paño rojo con el que ella todas las noches, al terminar de trabajar, cubría al muchacho. No lo había oído entrar, porque por lo visto se había quedado dormida y una mano ancha y fuerte le había embutido entre los labios un puñado de tierra, no, no era tierra sino cal, no exactamente cal sino piedra machacada, puede que polvo de mármol, una mano que le llenaba la boca una y otra vez mientras la otra le sujetaba la nuca con fuerza para evitar que moviera la cabeza. Intentaba apretar los labios, pero aquellos potentes dedos se los abrían y le metían dentro más y más polvo y la boca se le iba llenando de esa cosa, aunque todavía quedaba espacio, como si el abismo que se le había abierto no tuviera fondo. Abrió los ojos, movió la cabeza y vio a Yánkele junto a la escultura. En un primer momento no supo dónde se encontraba.
—Nosotros tenemos la culpa —le dijo de pronto, con unas palabras que le brotaron en ese instante tomando la forma de una nube opresiva—. También nosotros tenemos la culpa —se corrigió—, no lo educamos como es debido. Lo criamos sin enseñarle a renunciar a caer bien. No sabía rebelarse ni llevarles la contraria a sus mandos —Yánkele agachó la cabeza y no dijo nada—. Eso no me lo puedo perdonar —añadió ella muy bajito.
Él, entonces, tensó los labios con una mueca que casi consiguió ser sonrisa y sentenció:
—Todos los padres que pierden a un hijo creen que no han hecho lo suficiente por él y, como no les falta razón, los detalles no tienen ninguna importancia —esas palabras de él vinieron a decirle que sentía lo mismo que ella.
La lluvia golpeaba el techo de latón, las gotas emitían un sonido de percusión y después resbalaban, una tras otra, hasta verterse en el cubo que Rajela había colocado bajo la gotera del techo. Yánkele posó la mano sobre el rostro del muchacho, como si quisiera cerrarle los ojos que ella le había dejado abiertos. El lugar del sueño, una casa grande y vacía con la fachada agrietada, ése era el lugar al que ella realmente pertenecía. Transcurrieron largos segundos hasta que se palpó los costados y recordó cómo había llegado a aquel estrecho banco de trabajo. A través de la ventana veía ahora la oscuridad. La vieja estufa de queroseno ardía con un fuego rojizo y unas manchas negras cubrían el enrejado. Los vapores del petróleo flotaban en el aire y una sequedad muy grande le enronquecía la garganta.
—Hay que abrir una ventana —dijo Yánkele, mientras observaba el cazo que ella había puesto sobre la estufa, agua con cáscaras de naranja, para humedecer y perfumar el aire. Un olor dulzón y pesado a cáscaras de naranja quemadas, mezclado con olor a polvo, impregnaba la estancia. Rajela notaba el cuello rígido y dolorido, y al levantar la cabeza, miró a su alrededor y vio que el agua del cacito se había evaporado, las cáscaras se habían secado hasta encogerse ennegrecidas y que en el fondo del cazo se había solidificado una costra marrón. Se levantó de un salto y, en medio del vértigo que le produjo el haberse incorporado tan deprisa, la golpeó la conciencia de quién era y de cuál era su vida, y la tenebrosa angustia de antes se le volvió a instalar en el pecho y en las caderas, que le dolían como si alguien estuviera encima de ella arrancándole las vísceras y haciéndolas pedazos. Alrededor de la escultura, que a sus ojos seguía siendo un bloque de mármol lleno de errores, se alineaban los cinceles, el martillo y el escarpelo en perfecto orden, como al final de un día de trabajo. Yánkele se le acercó y posó su mano sobre la de ella—. Es preciosa, Rajela —dijo—, pero… las medidas, habría que reducirlo, dejarlo en las medidas que nos han dicho, porque, si no, no nos van a permitir ponerlo; si lo dejas así va a romper con la línea… ya sabes cómo son… —y después escondió el rostro entre las manos.
Pero ella, en lugar de estrecharlo entre sus brazos, en lugar de acariciar con suavidad su pelo lanoso y gris, le dijo con dureza:
—Creo que puede llegar a quedar bien, pero todavía no es bonita. Tengo que trabajarla más, y no tengo ninguna intención de preguntarles nada a ellos. No pienso permitir que nacionalicen mi sufrimiento —después apagó la estufa y cogiendo el cazo lo metió en el fregadero donde chisporroteó durante un instante, miró a su alrededor, se puso el anorak, las botas de goma y se quedó en la puerta, expectante. Yánkele salió con paso lento y, en silencio, caminó junto a ella por el camino estrecho y embarrado, pasando por delante de la secretaría y de la escuela, y desde allí, apretando el paso a causa de la lluvia, hasta el cobertizo, y luego hasta la puerta de atrás de la casa.
Un vago regusto a cal acompañaba a Rajela mientras hollaba el barro en su pesado caminar hacia la puerta. La distancia que había desde el cobertizo —donde se encontraban los tractores y la máquina clasificadora a cubierto de la lluvia y junto a los cuales resplandecía el Chevrolet del año cincuenta y cuatro en el que Yánkele llevaba meses trabajando para restaurarlo y que dejó abandonado aquella mañana— hasta la casa la salvaron a la carrera. Primero ella, y él siguiéndola. Hay parejas, pensó cuando llegó a la oscura entrada de atrás, mientras se quitaba las botas de goma negras apoyada en el marco de la ancha puerta, a las que el dolor une, y hay otras a las que separa. Hay parejas, como Efrati y su mujer, Julia, en las que los dos van juntos al cementerio, de la mano, dos veces por semana, a regar los rosales, y que organizan juntos las ceremonias de duelo de los aniversarios, a la vez que conservan el contacto con los chicos de la unidad en la que servía su querido Yuval. Noche tras noche se meten en su cama de matrimonio sobre la que Yuval, enmarcado en negro, les sonríe mientras vela el sueño y el sufrimiento de ellos; y hay parejas cuyos miembros se van alejando en silencio el uno del otro, se encierran en sí mismos y caminan cada uno por su lado, hasta el punto de que si un día uno quisiera de pronto tocar al otro, al que había estado tan unido en el pasado, o refugiarse en sus brazos, la sensación de alejamiento entre ambos ya es tan grande y ruge con tal fuerza que no son capaces de dar un solo paso. A Yánkele no le gustaban sus salidas nocturnas al cementerio y todavía le hacía menos gracia el hecho de que ella quisiera ir sola. Pero ella deseaba ir sola a causa del odio que sentía, para mantenerlo y no ceder ni un milímetro ante la pena y la reconciliación. Así es que, cada vez que se plantaba delante de los dos mil cuatrocientos sesenta centímetros cuadrados de mármol blanco y leía lo que ellos denominaban la segunda fórmula, se afianzaba más en ella la certeza de que el camino que había tomado era el único posible. Mientras que si Yánkele la hubiera acompañado, lo habría compadecido, y todos sus proyectos se habrían venido abajo.
—Habrá que acordarse de cambiar la bombilla fundida, no vaya a ser que alguien se rompa algo —se había dicho a sí misma un par de semanas antes—, y engrasar la puerta, que rechina espantosamente desde hace semanas cada vez que se abre, y también —volvió a recordárselo a sí misma, cuando ya se encontraba en el escalón más alto de la cocina, que estaba abierta a la sala— hay que cambiar la pantalla de pergamino de la lámpara de pie, porque la raja que tiene en la parte de atrás cada día es más grande —y eso que gracias a esa raja aparecía un halo de luz cálida a su alrededor. El resto de la sala se hallaba a oscuras, excepto el rincón más alejado, junto al sofá, el rincón de Yánkele, con la lamparita de lectura, donde ahora estaba sentado mirando el reloj.
—Puede que todavía lleguemos al final de las noticias —y apretó el botón del mando a distancia.
Ella, con sus calcetines militares de color gris, ahí de pie sobre la alfombra roja, junto al sofá, miraba al hombre que aparecía en la pantalla y que se cubría la cara con las manos. Se quedó escuchando a la entrevistadora, que se dirigía ahora a los telespectadores para recordarles que se cumplía un año del atentado del cruce de carreteras en el norte, y después pronunció el nombre del hijo de aquel hombre, que había muerto en el atentado. El hombre apartó las manos del rostro y dijo que no tenía ninguna queja para con nadie. En ese momento la cámara enfocó a la entrevistadora, que inclinando la parte superior del cuerpo hacia delante y mirando fijamente a la lente como se mira a los ojos de alguien con el que se está hablando en la intimidad, dijo con una entonación a la que había insuflado una más que forzada dosis de emoción y dramatismo: «Pero usted devolvió al ejército su graduación de capitán y las condecoraciones de guerra, ¿por qué lo hizo?». El hombre permaneció en silencio, de manera que la entrevistadora le preguntó si no estaba de acuerdo con la negativa del ejército de concederle a su hijo una mención de honor por la actitud heroica que había demostrado al apresurarse a rescatar a los heridos, que fue lo que le causó la muerte al ser detonada la segunda carga explosiva, porque ¿acaso no era por eso por lo que él había renunciado a su grado de militar y a las condecoraciones?
Yánkele suspiró en voz alta y apagó el televisor. Pero ella se apresuró a volverlo a encender, justo en el momento en el que la cámara se dirigía hacia el ancho rostro de la mujer que estaba sentada enfrente del hombre y se centraba en unos ojos de expresión borrosa a causa del destello de las gruesas lentes de sus gafas, para acabar luego captando el movimiento rítmico de su cabeza, que movía de un lado a otro. Yánkele, sin volver la vista, opinó que mejor sería que no vieran aquello. Pero Rajela, con la gata frotándose contra sus tobillos con la esperanza de que la acariciara, no era capaz de dejar de mirar. Oyó, pues, que el hombre decía: «No tengo ninguna queja y tampoco quiero nada. Sigo sirviendo al ejército desde la reserva sin eludir mis responsabilidades». Y añadió con voz ahogada: «Amo a este país y también amo al ejército. O lo amaba». La entrevistadora volvió a insistir: «Pero usted ha renunciado a lo que había alcanzado en él», le dijo, mientras con un gesto lleno de encanto se retiraba unos dorados bucles de la frente. Él respondió: «He llegado a la conclusión de que aquí todos se lavan las manos, que no hay con quién hablar, que al fin y al cabo todo esto no es más que una gran junta, el ejército, el gobierno y todos los demás». Rajela se quedó mirando cómo la cámara se aproximaba a las mechas doradas del cabello de la entrevistadora, a la expresión intencionada de profundo interés que irradiaban aquellos ojos que seguían clavados en el entrevistado hasta el punto de que éste se vio obligado a bajar la mirada. En un rincón de la sala el perro emitía una especie de suaves gruñidos, hasta que se levantó cojeando, se subió al sofá y apoyó la cabeza en el regazo de Yánkele, que había vuelto a apagar el aparato.
—Una junta —le dijo ella, con una voz en la que ella misma detectó cierta amargura mezclada con la satisfacción de un «Yo lo sabía y ya lo había dicho»—. Yo también te lo dije, te puedes imaginar la de vueltas que le habrán hecho dar, lo habrán mandado de aquí para allá sin que nadie le haya dicho que no, aunque sin concederle lo que pide —pero Yánkele le preguntó nervioso que para qué quería aquel hombre esa mención de honor o una medalla para su hijo.
—El porqué no importa, pero si no se hubiera adentrado en todo esto no habría descubierto lo que realmente son, y él… es de nuestra generación… también él los creía estupendos… que nosotros y ellos… que estaban de nuestra parte —le contestó ella, y en ese punto volvió a apretar el botón, de manera que Yánkele dejó el mando a distancia en el borde del sofá, renunciando, justo en el momento en el que la voz de la mujer de las gafas de los cristales gruesos, una voz clara y ponderada, decía: «A mí no me importa, entiéndame, no me importa en absoluto, porque ¿qué más me da a mí que le otorguen una medalla o le concedan una mención de honor a mi hijo? Nadie me lo va a devolver, pero tengo otro hijo más pequeño, y por él, creí… Para que sepa que su hermano fue un héroe, que murió por salvar a otros…». La voz se le debilitó y la cámara enfocó entonces el rostro del padre, sus penetrantes ojos, los labios apretados, y finalmente bajó hasta las manos, cuyos dedos mantenía fuertemente entrelazados, momento en el que prorrumpió diciendo: «Lo tratan a uno como si fuera un estorbo, y eso en el mejor de los casos, porque además le hacen entender a uno que es una especie de loco lleno de obsesiones». En la pantalla aparecieron los ramos de flores que habían sido depositados en el lugar del atentado.
Yánkele le dijo entonces, como si hablara consigo mismo:
—Hay que ver qué padres, no puedo seguir viendo cómo son capaces de ir a la tele para que les hagan creer que si los escuchan van a llegar a alguna parte, cuando la verdad es que esto no tiene solución y que no les van a hacer ni caso.
Desde que Ofer murió Rajela se había pasado a dormir a la habitación de Nadav, en realidad para poder entrar y salir a voluntad sin despertar a Yánkele. Y por la fiesta de Hanukka, cuando todos los hijos acudieron para encender la primera vela, Yánkele le había recordado que además de Ofer tenían otros tres hijos, que también tenían una vida que había que rehacer y a la que había que hacerle un sitio, simplemente porque no les quedaba más remedio que seguir viviendo. «¿Qué alternativa tenemos?», intentó explicarle el día que ella volvió del abogado con la versión definitiva de la apelación que pensaba interponer contra la comisión funeraria en memoria del soldado del Ministerio de Defensa, «si uno no muere, tiene que vivir». Ahora estaba ahí de pie, junto a la tumba desnuda, entre los pedazos de mármol diseminados alrededor, mirando aquella estatua a la luz de la linterna del padre de ella.
—Boris, ven un momento —le dijo el padre al vigilante. Lo llevó a un lado y le hizo señas a Yánkele para que se acercara a ellos. Rajela sabía que le pedirían que les contara lo que había sucedido, «poniéndote en el lugar de una persona objetiva» le diría su padre, y seguro que Boris les contaría lo que hubiera visto, cualquiera sabía qué era exactamente lo que había visto y desde cuándo estaba allí. No veía la expresión de Boris, ni sus ojos, pero no mostraba ningún temor. Lo que reflejaban era cierto embarazo por haber aterrizado en aquella escena familiar y privada, aunque él sabía que ella ni se imaginaba hasta qué punto su corazón estaba de su parte, precisamente por lo sola que se la veía ante aquellos tres hombres que la mantenían al margen para que no se enterara de lo que le iban a preguntar ni lo que él les respondería.
Con ella ya no hablaban, porque consideraban que había sobrepasado todo límite. Yánkele se volvió hacia atrás, la miró y dijo con voz ahogada:
—Rajela, yo ya no puedo más. No puedo con esto —y se enjugó los ojos. El padre de ella se apresuró hacia él y posó una mano sobre su hombro.
Ella permanecía ahí sola, repudiada por todos. Sabía que lo mejor era quedarse callada y, sin embargo, le brotó con fuerza la siguiente pregunta:
—¿Cómo? ¿Con qué no puedes más?
Y él, agachando la cabeza, tartajeó:
—Con… con… —y extendió el brazo hacia el desastre que ella había provocado—. Con la batalla que estás librando contra ellos, como si… como si fueran nuestros enemigos… sólo piensas en ti. Has roto también las lápidas de los Cohen, de los Davshuni y de los Efrati, y todas las plantas que tanto cuidaban… mira el destrozo que has causado. ¿Por qué no eres capaz de pensar también en ellos? ¿Qué le voy a decir a Julia Efrati? ¿Cómo voy a poder mirar a Meir a los ojos? Yo ya no puedo seguir con esto.
—Pues déjalo —le dijo ella en un tono muy duro—, yo no te he pedido nada. Me las puedo arreglar sola. Déjalo todo y déjame en paz a mí también de una vez. No necesito ninguna ayuda.
Nadav, que había salido de la penumbra, se acercó a ella y le dijo:
—Ven, vámonos de aquí, mamá, que te llevo a casa.