9

Mientras Joe Linder se bajaba del coche la radio comenzó a emitir un sonido crepitante. El jefe lo estaba buscando, quería verlo en su despacho inmediatamente, estaban esperándolo, dónde demonios se había metido, le preguntó una voz familiar desde el Centro de Control.

—No tardo ni un minuto en llegar —respondió Michael mientras aparcaba el coche junto a la iglesia griega ortodoxa, cuya cúpula le llamó la atención por su tono verde apagado. Se le antojó que el verde dorado de la cúpula estaba desvaneciéndose al mismo ritmo que las esperanzas de las familias árabes que aguardaban acuclilladas junto a la tapia que rodeaba la iglesia y junto al viejo edificio de piedra del tribunal.

Subió las escaleras de dos en dos y se dirigió directamente al despacho del comisario jefe, el mayor del edificio. En la pequeña antesala cogió la mano de la secretaria de tal manera que ella pensó que se la iba a besar. Se inclinó y se la besó, aunque no había tenido intención de hacerlo, y le comentó algo sobre su nuevo y atrevido esmalte de uñas. Una parte de él estaba observando burlonamente la escena, que parecía sacada de una película de James Bond. Pero a pesar de su ironía, siempre se preocupaba de estar en buenos términos con las secretarias. Era la niña de los ojos de todas las mujeres del Control. No le hacía falta hacer promesas ni decir mentiras, le bastaba con ser agradable y escuchar lo que le contaban para recordarlo cuando las viera la próxima vez. Las trataba con una actitud bastante paternalista y, a veces, sin saber por qué, le inspiraban pena. No era una actitud calculada (sus pequeñas atenciones surgían espontáneamente) pero, ciertamente, de ella se derivaban algunas ventajas. En aquel momento Gila, la secretaria del comisario jefe, le entregó un gran sobre marrón.

—Eli Bahar te lo ha dejado aquí.

Michael abrió el sobre y sacó de él el informe del laboratorio de patología y una nota de Eli resumiendo lo que le habían explicado en el Instituto de Investigación Criminal.

—Tendrás que esperar un par de minutos. El jefe está hablando por teléfono. Ven, siéntate si quieres —dijo Gila a la vez que retiraba una abultada carpeta archivadora de la silla que había junto a su mesa.

En el informe, Michael encontró todo lo que esperaba encontrar: una fotografía de la difunta sentada en el sillón, un bosquejo que mostraba su posición exacta, un primer plano de la herida, una descripción del ángulo de tiro. Hojeó rápidamente el informe del forense, que situaba la muerte de la doctora entre las siete y las nueve del sábado por la mañana; habían encontrado restos del desayuno en su estómago. Michael detestaba aquellas estimaciones concernientes a la hora de la muerte basadas en el contenido del estómago. Por otra parte, desconfiaba de su precisión. También habían tenido en cuenta la temperatura de la habitación y la postura del cadáver. El informe estaba plagado de términos médicos, que Michael había aprendido a pasar por alto, y de consideraciones sobre la distancia a la que se había efectuado el disparo.

La información adicional, en una hoja aparte, tenía todo el aspecto de haber sido recogida por Eli al dictado de algún empleado del Instituto de Investigación Criminal. No se habían descubierto huellas dactilares claras en el cuerpo de la víctima, pero había huellas de guantes en su mejilla y en su mano. Todo parecía indicar que la víctima ya estaba muerta cuando la colocaron donde había sido encontrada. Había indicios de que el cuerpo había sido arrastrado desde la puerta al sillón, pero no se había descubierto ningún rastro de sangre. En la habitación se había encontrado un hilo azul cerca del cadáver, un hilo que podría haberse caído de una prenda de vestir. Las palabras «estimado», «probable» y «presumible» salpicaban toda la explicación. Desde luego no había forma de saber si el hilo estaba relacionado con el asesinato. Había que tener en cuenta que en el Instituto sólo se hacía limpieza una vez a la semana, los miércoles. En todos los picaportes se habían encontrado numerosas huellas. Todo lo hallado en las habitaciones podía pertenecer a cualquiera.

En la taza con posos de café encontrada en la cocina había restos del lápiz de labios usado por la víctima.

El arma de fuego utilizada se había identificado, aunque todavía sin plena certeza, como perteneciente al doctor Joe Linder. Un examen superficial indicaba que la bala extraída del cuerpo de la víctima era idéntica a la extraída de la pared del hospital Margoa y a las balas que quedaban en la recámara del arma.

Michael entró en el despacho, donde el comisario del subdistrito de Jerusalén, Ariyeh Levy, estaba sentado tras un gran escritorio, examinando las copias del informe y de las fotografías tomadas en el escenario del crimen. Sin decirle nada a Michael, que tomó asiento frente a él, le fue pasando las fotografías una a una. El superior directo de Michael, Emanuel Shorer, director del departamento de Investigación de Jerusalén, entró y se sentó. Michael le entregó el sobre marrón y Shorer comenzó a inspeccionar su contenido.

El superintendente Emanuel Shorer estaba a punto de ser ascendido y se rumoreaba que su ascenso no tardaría más de dos meses en anunciarse. Michael Ohayon era el candidato evidente para ocupar su puesto: eso también estaba en boca de todos en los pasillos del barrio ruso. Ambos se habían entendido bien y se habían cobrado afecto desde el principio. A pesar de la brusquedad de los modales de Shorer y de que no se mordía la lengua al hablar, Michael lo apreciaba y lo admiraba. Cuando Tzilla se quejó de él en cierta ocasión, Michael le dijo: «Bajo su piel de rinoceronte se esconde una gran delicadeza de espíritu; algún día lo descubrirás. Basta con que tengas paciencia».

A él se le había revelado aquella delicadeza hacía ocho años. Ocurrió durante su primera investigación. Un miembro del equipo encabezado por Shorer había caído en la trampa de dar crédito a una coartada falsa, y la consecuencia fue que la investigación se prolongó mucho más de lo que habría sido necesario. Después de tener una larga charla con él, Shorer concluyó diciendo que había momentos en la vida en los que era preferible confiar en el género humano y no dejarse llevar por unos recelos excesivos. Pero había que distinguir las exigencias profesionales de la propia personalidad y, a veces, actuar en contra de los instintos naturales e «investigar con celo redoblado precisamente aquello que nos inspira mayor confianza». Ni siquiera había recriminado a su subordinado. Con mucha paciencia, había descrito los procedimientos lentos, de una lentitud desesperante en ocasiones, que regían el desarrollo adecuado de una investigación criminal satisfactoria. Michael y Shorer habían vivido juntos situaciones muy duras, y habían pasado juntos días enteros y noches en vela. Nunca les habían faltado intereses comunes sobre los que charlar. Desde el principio, Emanuel Shorer lo había tratado con tolerancia paternal, lo que sacaba de quicio a sus compañeros hasta que llegaron a acostumbrarse. A pesar de la mejora profesional que obtendría gracias al ascenso de su superior, la perspectiva de que dejara de ser su jefe apenaba a Michael.

Por otra parte las relaciones que mantenía con Levy eran tensas. Sin saber cómo ni por qué se había llegado a imponer ese modelo de relación entre ellos, Michael siempre estaba a la defensiva ante Levy y todos sus encuentros acababan dando lugar a enfados y humillaciones. Siempre sentía la misteriosa necesidad de disculparse ante Ariyeh Levy. Y en el futuro tendría que trabajar con él, bajo su dirección, en aquel ambiente tenso y tirante. Una razón más para sentir que Shorer se marchara.

Michael sacó un cigarrillo del paquete que había dejado sobre el escritorio, lo encendió y empezó a hablar, como si estuviera dirigiéndose a sí mismo.

Comenzó por resumir, pausada y tranquilamente, los acontecimientos del sábado por la mañana. Describió la estructura del Instituto, las relaciones formales entre sus miembros y los escasos matices de carácter más sutil que había llegado a comprender. Explicó el significado de los términos «candidato» y «analista instructor» y les habló de las supervisiones y de las reuniones de los sábados. Describió a Hildesheimer y a Linder. Definió el Comité de Formación como «el órgano tanto legislativo como ejecutivo…, el grupo de dirigentes, la verdadera autoridad que rige el Instituto».

Después pasó a hablar de la pistola y de su extraña aparición en el hospital. Levy le interrumpió para preguntarle cuándo sería posible interrogar al paciente, al doctor Baum «o a cualquiera que pueda decirnos algo sobre cómo llegó allí. ¿Y por qué no te presentaste antes en el hospital?».

Michael les refirió su viaje a Tel Aviv, la entrevista con el yerno, la conversación con Hildesheimer y la visita a casa de Neidorf.

—Nuestro problema va a ser el tipo de personas que están implicadas —concluyó a modo de resumen, después de describir la búsqueda de una copia de la conferencia.

—Ya hemos tratado con ese tipo de gente antes —dijo Levy, tamborileando desdeñosamente con los dedos sobre el escritorio. Rememoró el caso del asesinato de la amante de un abogado, que había sido declarado culpable, y otros casos similares resueltos durante los últimos años—. Aunque, pensándolo bien, ahora tendremos que tratar con una panda de sabelotodos de un tipo al que nunca nos hemos enfrentado. Al fin y al cabo, son psicólogos. Tendrás que estar en guardia, Ohayon. Ten cuidado para que no te engañen como a un chino con sus tretas.

—En realidad —dijo Michael— no era a eso a lo que me refería. No se trata de la posición social. Quería decir que forman un grupo muy cerrado, con normas especiales y una estructura de poder particular. Y los pacientes también: Dios sabe lo que ocurre en las sesiones que celebran con los pacientes y los supervisados, todo queda de puertas adentro. Y qué me decís de que la conferencia desapareciera ese mismo día, igual que la lista de todas las personas que estaban en tratamiento con ella. No sé cómo vamos a reconstruir lo que ha sucedido. Pero estoy seguro de una cosa: el asesinato está relacionado con alguien de la esfera profesional de Neidorf. Probablemente, aunque no necesariamente, con alguien del Instituto, pero en cualquier caso con una persona a la que la doctora trataba o supervisaba. Y ahora todo ha desaparecido: la conferencia, la lista de pacientes, las notas que según el anciano la doctora guardaba en el lugar que él me mostró, y el diario. En resumen, todo lo que podría revelarnos algo acerca de sus relaciones profesionales.

Shorer, que hasta entonces no había despegado los labios, dijo:

—Hay algo que no comprendo. ¿Dices que la llave de la casa no estaba en el llavero y que, a pesar de eso, entraron por la fuerza? ¿Cómo te lo explicas?

Michael confesó que todavía no lo sabía, y miró a los ojos a Ariyeh Levy.

—Una llave y un allanamiento de morada —dijo pensativamente Emanuel Shorer—. O tenemos que vérnoslas con dos personas distintas o alguien está tratando de desviarnos de la pista. Quizá haya dos personas implicadas. Y algo más. Si alguien sustrajo la llave en el Instituto, ¿por qué no se llevó el manojo entero? Quizá para evitar que acudiéramos en seguida a la casa. Si no hubieras encontrado las llaves, habrías puesto la casa bajo vigilancia, ¿verdad?

Michael le recordó que no había encontrado las llaves. Hildesheimer se las había entregado por la noche, cuando fue a verlo a su casa.

Levy no fue tan indulgente como Shorer. Dirigiendo una mirada incisiva a Michael, le dijo:

—La verdad es que no entiendo por qué no fuiste directamente a la casa. Por lo visto, la misma persona que la mató y le sustrajo la llave se dirigió inmediatamente a la casa y encontró los papeles que andaba buscando. Es elemental, ¿no te parece? Pero ¿en qué estarías pensando? ¡Olvidarse así de la casa, sabiendo que a la víctima le habían quitado las llaves! ¡Hay que ver! Y después, si no lo he comprendido mal, hubo alguien más que se coló en la vivienda, alguien que iba a buscar algo y que no habría podido introducirse en la casa si hubiera estado vigilada.

Michael trató de defenderse diciendo que, al concentrarse en la escena del crimen, no se le había ocurrido pensar en las llaves, ni en las copias de la conferencia, ni en las notas, y que en el Instituto se había armado un buen barullo, con tanta gente y periodistas por todos lados.

—Sí, pero los de Investigación Criminal tendrían que haber caído en la cuenta y haber sugerido que se enviara un vigilante a la casa o algo así —dijo Shorer, en un intento de desviar la atención del comisario jefe del hecho de que, en su calidad de jefe del equipo especial de investigación, Michael tenía la responsabilidad exclusiva del asunto—. Y además —prosiguió cambiando de tema—, me pregunto por qué en el Instituto… ¿Por qué no la mataron en su casa?

—¡Exactamente! —asintió Michael con vehemencia—. Ahí es donde quería ir a parar al poneros en antecedentes sobre el Instituto. Ha tenido que ser alguien a quien la doctora no quería recibir en su casa. Hay un montón de normas profesionales que explicarían por qué no podía recibir a esa persona en su domicilio.

—Sí —dijo Shorer dubitativamente—, pero, según lo que has dicho, tenía una sala de consultas en casa. ¿Por qué no allí?

—Mira, evidentemente fue Neidorf quien decidió el lugar del encuentro —dijo Michael, sin entender lo que estaba sugiriendo su jefe.

—No. Lo que pretendía decir es que el Instituto es un sitio arriesgado para cometer un asesinato. Piensa en Gold, por ejemplo, que se presentó allí para colocar las sillas; nada le impedía haber ido más temprano. Y es obvio que el asesinato fue planeado con antelación, hacía varias semanas que habían robado la pistola. Una vez que has robado una pistola, se puede suponer que vas a planear las cosas con mayor cuidado.

—Sí —dijo Michael—, pero te olvidas de que Neidorf acababa de regresar del extranjero anteayer. Probablemente no había otra alternativa.

—No, no me olvidaba de eso. Lo recordaba —Shorer apoyó las manos sobre la mesa—, y ése es precisamente el quid del asunto: quienquiera que la haya asesinado debía de tener un motivo apremiante para hacerlo en ese momento y en ese lugar precisos, seguramente quería evitar que Neidorf llegara a hacer algo. Es una cuestión a tener en cuenta a la hora de averiguar el móvil.

Michael asintió con la cabeza. El comisario jefe los miró alternativamente y Michael percibió el momento en que se le hizo la luz.

—En otras palabras, ¿los dos pensáis que debemos concentrarnos en la conferencia? —preguntó Levy confuso, y ambos asintieron por turnos. Michael suspiró y se quejó de que, por si fuera poco que nadie supiese de qué trataba la conferencia, también hubiera dificultades para localizar la lista de personas que estaban tratándose con Neidorf.

Masticando una cerilla gastada, con la vista fija en el ventanal, por donde se veía la hiedra que trepaba hasta la tercera planta, Shorer señaló que si la difunta era tan honrada como todo el mundo aseguraba, debía de tener un contable que dispondría de copias de todas las facturas y los demás datos necesarios para descubrir quiénes eran sus pacientes.

Michael miró a Shorer y sonrió. Era evidente que a él no se le había ocurrido esa idea. Después de una pausa dijo que iría a ver al contable de Neidorf en cuanto hubiera hablado con su hija, que llegaba ese mismo día del extranjero.

—¿De manera que crees que en la conferencia se iba a decir algo que podría haber sido peligroso para alguien? —preguntó Levy a la vez que cogía el teléfono para pedirle a Gila que trajera unos cafés.

—Sí —confirmó Michael—, eso es lo que creo. Pero también cabe la posibilidad de que Neidorf dispusiera de alguna información peligrosa para alguien que quería evitar que la revelara.

—Nos son posibilidades mutuamente excluyentes. Quizá estuviera a punto de dar a conocer alguna información peligrosa en su conferencia —dijo Shorer, y comenzó a partir cerillas en dos.

—Decidme una cosa, mis doctos amigos, ¿estáis afirmando que tenemos que descartar de entrada, todos los móviles habituales, como el dinero o el amor, así sin más? —preguntó el comisario jefe mientras Gila entraba en el despacho y depositaba sobre el escritorio una bandeja de plástico con tres tazas. Michael sonrió y le hizo un guiño invisible. Los otros dos cogieron las tazas sin dar muestras de haber advertido su presencia.

—Todavía no estoy seguro, pero ésa es la impresión que me da —respondió Michael vacilante, contemplando la lluvia que había comenzado a caer en grandes gotas que iban a estrellarse contra la ventana.

—Porque no sería la primera vez, como sabéis, que organizamos todo apuntando en una dirección determinada cuando en realidad…

—Por eso precisamente me he detenido a explicar los asuntos relacionados con el Instituto. Neidorf no se habría citado con una persona extraña un sábado por la mañana, antes de dar una conferencia. Registramos todo y no había señales de que hubieran entrado por la fuerza. O bien la doctora le abrió la puerta a su visitante, o bien éste tenía la llave. Por no hablar de la pistola, de la fiesta, etcétera.

Por una vez el comisario jefe no se tomó a mal que lo interrumpieran. Se había impuesto un ambiente de tranquilidad y cada uno estaba inmerso en sus propios pensamientos. Michael estaba agotado, Shorer parecía deprimido, y Levy se dejó arrastrar por el humor dominante. A lo mejor es el efecto de la lluvia, pensó Michael, consciente de que estaban más relajados de lo habitual.

—¿Qué hay del tal Linder? ¿Quién está verificando su coartada? —preguntó Levy, y después alzó la vista mientras el portavoz de la policía de Jerusalén entraba en el despacho acompañado por un agente del Servicio de Inteligencia que había sido asignado al equipo de manera sumaria. Ambos parecían cansados. Gila entró detrás de ellos trayendo dos tazas más de café y el portavoz, Gil Kaplan, un joven de pelo rubio recién nombrado para el cargo, se acarició el bigote mientras comentaba que la prensa no cesaba de acosarlo exigiendo información sobre los «últimos sucesos».

—No logro sacudírmelos de encima —dijo—, y ya se han enterado de todos los detalles y han comenzado a importunar a la gente… Por una vez debo decir que nadie les ha facilitado la menor información publicable.

Ariyeh Levy señaló fríamente que si hubieran llegado a tiempo a la reunión, quizá habrían podido comprender por qué. En pocas palabras Michael ofreció una visión general de la situación: los pacientes, los procedimientos y la necesidad de guardar una estricta confidencialidad.

El agente del Servicio de Inteligencia, Danny Balilty, quería saber que había ocurrido con Linder y la pistola, y se le informó de que tenía una coartada.

—Gil —empezó a decir Balilty en defensa del portavoz— ha llegado tarde porque los periodistas no le dejaban marcharse; como dependemos de su buena voluntad para que no publiquen el nombre de la víctima, debemos andar con tiento para no molestarlos, y tengo algo que deciros —tras una breve pausa para tomar un sorbo de café, hizo una mueca y continuó hablando—, nunca había visto nada semejante. Entre todas las personas implicadas, absolutamente todas, del primero al último de los psicólogos involucrados en el caso, ninguno tiene antecedentes. ¡Nada de nada! Ni una denuncia, ni una multa de tráfico; unas cuantas licencias de armas, eso es todo. Sólo he descubierto una demanda interpuesta por la compra de una propiedad: alguien compró una casa y llevó a pleito al que se la vendió. Aparte de eso no hay nada sobre ninguno de ellos. Si alguien me hubiera dicho que había tantos ciudadanos respetuosos de la ley en este país, le habría preguntado por qué tenemos tanto trabajo. —Balilty terminó su café y se secó los gruesos labios con el dorso de la mano. Después se levantó, se estiró los pantalones, remetió los faldones de su camisa bajo el cinturón, por encima del cual sobresalía una discreta barriga, y volvió a sentarse, aplastando con cuidado un rizo sobre su incipiente calva. Cruzó los brazos, suspiró y dijo—: ¡Menudo caso nos ha caído en suerte!

Una expresión de fastidio cruzó el semblante del comisario jefe mientras le preguntaba a Balilty qué les podía contar sobre Linder. Balilty dijo que en cuanto se supo que la pistola pertenecía a Linder había emprendido una investigación exhaustiva sobre él. La fecha de nacimiento y la de inmigración desde Holanda, la dirección de su clínica, su dirección particular, el nombre de su primera mujer…

—Todos sus datos —prosiguió diciendo—, pero aparte de eso no he descubierto nada. Su mejor amigo… ¿Queréis saber quién es su mejor amigo?, ¿cómo se llama? Yoav Alon, el coronel Alon, ¡el gobernador militar de Edom! ¿Qué se podría decir en contra de un tipo así? Ninguno de ellos milita en un partido. Ni de izquierdas ni de derechas.

—Bueno, tal como están las cosas, vas a tener que examinar con lupa la coartada de todos los asistentes a la fiesta que celebró Linder, incluida la de Linder, y las de los que no fueron a la fiesta también: las de todos los relacionados con el caso. En fin, puede ser una labor de varios años —dijo Shorer, y tiró un puñado de cerillas a la papelera que había debajo del escritorio.

—¡No disponemos de varios años! —Levy hizo un esfuerzo para dominarse y, echando chispas, se volvió hacia Michael—. Y no empieces a soltarme la cantinela de que hay que meterse en sus cabezas. Sabes perfectamente que tengo que redactar un informe para mis superiores ahora mismo, y no hace falta que te diga cómo es Avital. Por no hablar de la prensa. ¿Te imaginas cómo piensan ponerse las botas con este asunto? Así que no empieces a jugar a los profesores, esto no es la universidad, ¿sabes?

Al oírle repetir las cosas de siempre, Michael casi sintió alivio. La última frase, empleada por Levy a la menor oportunidad, indicaba que la reunión estaba próxima a finalizar.

Tras un breve silencio el inspector jefe Ohayon explicó que, tal como veía las cosas en ese momento, lo primero que tenía que hacer era visitar al contable de la víctima, pasarse por el hospital Margoa otra vez e iniciar los preparativos para interrogar a todos los implicados. En cuanto supiera quiénes eran los sospechosos, presentaría una solicitud para que los vigilaran e intervinieran teléfonos; mientras tanto sólo quería que el anciano profesor estuviera protegido día y noche.

Ariyeh Levy se levantó, echó su sillón hacia atrás y ordenó por el teléfono interno que localizaran al agente de Investigaciones Interdepartamentales y lo enviaran a su despacho. No darían por terminada la reunión, anunció, hasta que se les ocurrieran algunas ideas más.

—¿Qué móvil puede haber tenido Linder? —preguntó el agente de Inteligencia—. ¿Qué móvil puede haber tenido cualquiera de ellos?

Michael les habló del resentimiento de Linder en el plano profesional. El portavoz comentó que dudaba mucho que ese tipo de rencores pudieran llevar a cometer un asesinato. Michael convino en ello, pero explicó que, hasta el momento, ése era el único tipo de tensiones que habían aflorado.

—¿Y qué nos puedes decir de ella, de Eva Neidorf? —le preguntó el comisario jefe a Danny Balilty, quien, después de revolver sus papeles, comenzó a relatar la vida de la doctora: lugar de nacimiento, estudios secundarios en Tel Aviv, servicio militar, matrimonio, hijos, estilo de vida, trabajo, conversaciones con sus vecinos, situación económica y relaciones sentimentales: ninguna. Nadie le preguntó dónde había obtenido esa información.

Michael se felicitó por tener en su equipo al mejor agente de Inteligencia de la historia de la fuerza policial. Balilty se había convertido en una figura legendaria desde el principio. De pronto Michael tomó conciencia de todo el cansancio acumulado, recordó que llevaba veinticuatro horas sin pisar su casa, sin comer algo decente y sin cambiarse de ropa. Tenía por delante una jornada de trabajo muy larga, dijo. Y, antes, era imprescindible que fuera a su casa.

Emanuel Shorer salió con él del despacho, le dio unas palmaditas de ánimo en el hombro y dijo:

—¿Te acuerdas del asesinato de aquella comunista? ¿Recuerdas cómo nos atascamos con ese caso? ¿Pensaste en algún momento que llegaríamos a resolverlo? —después volvió a palmearle el hombro—. Y también quería decirte otra cosa. Feliz cumpleaños, inspector jefe Ohayon. ¿Cuántos cumplimos?

—Treinta y ocho —contestó Michael confuso. Lo había olvidado por completo. Ni siquiera recordaba que fuera domingo.

—Haz el favor de sonreír —le ordenó Shorer—. Eres un niño de pecho. Tienes toda la vida por delante. ¿Qué sabrás tú de eso? Pregúntaselo a un viejo como yo, que llegó a los cuarenta hace tanto tiempo que ya ni siquiera recuerda cuándo ocurrió.

Michael todavía estaba sonriendo cuando abrió la puerta de su despacho. Encontró en la mesa una rosa roja dentro de un vaso de plástico y una nota: «Estaré en casa si quieres hablar conmigo. Voy a tratar de recuperar el sueño atrasado. Feliz cumpleaños. Más adelante te informaré en persona de lo que le he sonsacado a su mujer y a los vecinos. Todo confirmado. Está libre de sospecha». Era la letra de Tzilla.

Junto al edificio de apartamentos donde vivía Michael no quedaba ningún sitio libre para aparcar y, aunque fue corriendo del coche a la puerta, llegó calado hasta los huesos. Su piso estaba en la planta baja, aunque en realidad no era un piso bajo. El edificio se alzaba en la ladera de Givat Mordechai y la planta baja era luminosa y permitía divisar un panorama de verdes colinas y casas en la lejanía.

En cuanto abrió la puerta sintió la presencia de alguien. Tras cerrarla sin hacer ruido, entró y escudriñó el pequeño salón, el butacón azul, el sofá, el teléfono, la estantería y la alfombra de rayas. Allí no había nadie. Después pasó al dormitorio y vio a Yuval, tumbado en la gran cama, con los pies colgando por fuera. Aunque el muchacho aparentaba estar dormido, sabiendo que tenía un sueño muy ligero, Michael no se dejó engañar. Se sentó a su lado y le acarició el cabello rizado mientras observaba los pelitos aislados que afloraban en su barbilla. No cabía duda, se estaba haciendo mayor, pensó. La voz que emergió de las profundidades de la almohada vino a confirmárselo: era la voz destemplada de un adolescente.

—No basta con darle a alguien la llave de tu casa —dijo Yuval sin abrir los ojos—, también es necesario que estés en casa alguna vez. Pero ¿qué clase de padre tengo?

—Bueno, ¿qué clase de padre tienes? —preguntó Michael suspirando. Podía imaginar cómo acabaría aquella conversación. Comenzó a desvestirse y el chico levantó la cabeza y se quedó mirándolo sin responder—. Vamos, Yuval, dame un respiro; hoy ha sido un día muy duro, y ayer también. Ten corazón.

—Sólo quería darte una sorpresa, te he traído un regalo de cumpleaños. Porque hoy es tu cumpleaños, ¿verdad? —dijo el chico, y se sentó—. Creía que estábamos citados ayer noche. ¿No habíamos quedado en que me llamarías?

—Estoy encantado de verte, de verdad. Gracias por el regalo, siento lo de anoche, pero surgió un imprevisto y no pude ir a verte, ni siquiera llamarte —se arrepintió de todas sus palabras mientras las decía. Sabía que no era eso lo que Yuval quería oír, pero el frío, el cansancio y el hambre le inducían a un estado de ánimo irritado que no lograba dominar.

—Por lo menos dime la verdad, dime que te olvidaste y no me vengas con que no pudiste —dijo Yuval con una expresión dolida en la cara—. Nunca hay nada imposible… Si te hubiera interesado, lo habrías hecho.

Era un ritual conocido y ambos sabían a quien estaba citando Yuval. Michael rompió a reír y el chico también sonrió.

—Ya ves que las frases de tu madre a veces vienen como anillo al dedo —dijo Michael encaminándose a la ducha. Yuval se quedó en el pasillo mientras su padre se duchaba—. Entra si quieres —le dijo alzando la voz mientras cerraba el grifo, y el chico se sentó en el borde de la bañera y se quedó mirando cómo se afeitaba su padre, encorvándose para verse en el espejo. Se había envuelto en una amplia toalla de baño y de vez en cuando usaba una puntita para desempañar el espejo, en el que se iba acumulando vapor continuamente.

—¿Qué tal está tu madre, por cierto? —preguntó Michael, que tenía por costumbre no hablar nunca con su hijo de su ex mujer y que no sabía por qué en aquella ocasión estaba rompiendo su habitual silencio.

—Está bien —dijo Yuval, guardándose para sí la sorpresa que quizá sintió—. Quiere irse de vacaciones al extranjero. Cinco semanas. ¿Te parece que podría quedarme aquí?

—Y a ti, ¿qué te parece? —replicó su padre, quitándose un poco de espuma de la cara para pegársela en la punta de la nariz a su hijo, que sonrió tímidamente y después se secó la nariz—. ¿Cuándo se supone que va a ocurrir eso exactamente? —preguntó Michael mientras se quitaba el resto de la espuma de la cara.

—En abril —dijo Yuval.

—¿Cómo que en abril? ¿No va a estar para el séder?

El chico repuso que no.

—Y tu abuelo, ¿qué dice de eso? —preguntó el padre, arrepintiéndose de sus palabras aun antes de haberlas pronunciado.

—Él corre con los gastos, ya sabes cómo son las cosas —dijo el muchacho suspirando; y Michael, que sabía muy bien cómo eran las cosas, continuó limpiándose la cara sin decir nada.

La cena de la primera noche de Pascua era un acontecimiento inolvidable en casa de su ex suegro, situada en el barrio residencial de nuevos ricos de Neve Avivim. La vajilla de cristal se sacaba de las vitrinas y el comerciante de diamantes y su esposa, Fela, se devanaban los sesos para invitar al mayor número posible de gente. Nira había tenido que asistir a la celebración año tras año, acompañada de su hijo y de su marido. Michael no había pasado esa festividad en casa de su madre ni una sola vez desde que se casó; había sido incapaz de soportar las presiones. Nira siempre lo llevaba a casa de su padre y Youzek lo recibía con esa expresión que parecía decir: «Después de todo lo que he hecho por ti a lo largo de estos años». La propia boda había sido un asunto penoso, pues se celebró fundamentalmente por «el qué dirán».

—Si le preocupaba tanto que Nira abortara —le desafió Michael en cierta ocasión—, podría haberla ayudado a tener el niño; y si no quería que nadie se enterase, podría haberla ayudado a abortar. Pero no, no paraba de repetir que Nira era todo lo que tenía en este mundo y, a la vez, no dejaba de quejarse de lo que iba a decir la gente. Tenía que salirse con la suya en todo así que Nira no pudo abortar y yo tuve que casarme con ella.

Incluso hoy, cuando ya habían pasado ocho años desde que se divorciaron, Michael sentía arrebatos de una furia casi incontrolable cuando recordaba las lamentables escenas de su capitulación ante el peor chantaje con el que había topado en su vida.

Youzek, con su cuerpecillo rechoncho y sus ojos pequeños y redondos como cuentas, era un hombre lo suficientemente astuto como para tratar de ganárselo con dinero y promesas de hacerle socio de su empresa. Se citaron en un café de Ramat Gan, justo enfrente del mercado de diamantes. Toda la calle estaba embalsamada por el aroma de chocolate que desprendía la fábrica de Elite Candy. Youzek no paró de insistir en que sabía que Michael era «un muchacho decente y responsable» y que sentía algo «por nuestra Nira, que es todo lo que tenemos», etc., etc. Después de aquel encuentro la boda se perfiló como la única salida posible. Michael no podía hacerles frente, sobre todo a Youzek. Trató de argumentar que Nira y él no se amaban pero le respondió con desdén: «El amor, vaya tontería: la vida de casado se basa en la costumbre y en el compromiso; toda la palabrería sobre el amor no dura ni cinco minutos. Sé de lo que estoy hablando, créeme». Aunque Michael no le creyó, y a pesar de que a sus veinticuatro años ya sabía que la vida de casado de Youzek no era el único modelo disponible y que había otras posibilidades, la boda tuvo lugar poco después. La novia, toda de blanco, hija única de un comerciante de diamantes, y el novio, un estudiante universitario de segundo curso venido de Marruecos, se encontraron juntos en el hotel Hilton de Tel Aviv, con vistas al mar Mediterráneo.

Trataron de convencerlo de que se cambiara el apellido, pero la mención de su «difunto padre» logró que desistieran avergonzados. Lo presentaron a sus conocidos del mundo de los negocios y a sus parientes lejanos diciendo que era un hombre de letras muy dotado, un intelectual brillante. Cuando la lista de licenciados, en la que figuraba «Ohayon, Michael, Historia (sobresaliente)», se publicó en la prensa, la recortaron. Pero cuando su nombre apareció en la lista de doctores ya no guardaron el artículo, aunque era uno de los tres estudiantes que habían conseguido el cum laude. En aquel entonces ya comenzaba a hablarse de un posible divorcio.

Michael volvió a mirar a Yuval, cuya concepción había sido el motivo de tantos infortunios, y le preguntó mientras le acariciaba el pelo:

—Así que te has acordado de mi cumpleaños. E incluso me has traído un regalo. ¿Y ahora me vas a castigar sin dármelo? ¿Qué me has comprado?

Con orgullo mal disimulado el chico le entregó un paquete, y Michael lo abrió con curiosidad. Era La chica del tambor de John Le Carré y en la guarda había algo escrito con letra infantil: «Para papá, el maestro del tambor, de su hijo Yuval, el pequeño tambor».

Este chico es demasiado sentimental, se dijo Michael por enésima vez.

—Dijiste que te gustaba —dijo Yuval, con señales de inquietud aflorándole en el rostro.

Michael dejó el libro sobre el sofá del salón y le alborotó el pelo a su hijo, le acarició la barbilla y le estrechó entre sus brazos. Los esfuerzos de Yuval por agradarle lo conmovían profundamente. Recordaba los dibujos que le hacía cuando era pequeño y todos aquellos extraños collages que el chico se pasaba días y días confeccionando con recortes de revistas que pegaba sobre un papel.

Michael le preguntó con mucho tacto qué significaba la dedicatoria.

—Ya la entenderás cuando lo hayas leído —dijo Yuval muy convencido, y Michael le preguntó si el libro no le había resultado difícil—. Sí, no fue fácil, hasta que me metí en él. Si te refieres a mi edad, no, en ese sentido no me ha resultado difícil en absoluto —la voz se le quebró al final de la frase; sonrojándose, se encogió de hombros y guardó silencio.

Michael comenzó a leer la primera página del libro, fingiendo que se desentendía de Yuval; los desmañados movimientos de su hijo y su voz desentonada le inspiraban un poderoso deseo de abrazarlo y decirle que aquello no era más que una fase, que él también había pasado por eso, por la torpeza y el acné, por sentirse preso de vagos anhelos físicos. Pero el respeto que sentía por la dignidad del muchacho le impedía obrar así, de manera que no podía ofrecerle otra protección que aparentar que no se daba cuenta de que su cuerpo estaba creciendo y su voz cambiando.

Una mujer con la que había tenido una breve aventura durante su último año de matrimonio lo acusó una vez de que nunca era espontáneo, de que calculaba todos y cada uno de sus actos. Pero no supo qué responder a su pregunta: «¿Para qué los calculo?», y sólo se le ocurrió decir que Michael hacía las cosas para agradar a los demás.

En aquel entonces se sintió dolido, pero luego había recordado muchas veces aquellas palabras, sobre todo cuando la gente lo miraba con sorpresa y le decía, de palabra o sólo con los ojos: «¿Cómo te has dado cuenta?». Nada lo hacía tan feliz como recibir esa sorprendida mirada de agradecimiento.

De pequeño, Yuval a veces lo miraba con esa expresión. Pero últimamente Michael había comenzado a notar un destello de escepticismo en sus ojos, aunque siempre se apresuraba a bajar la vista cuando descubría a su padre observándolo. Y también habían empezado a tener escenitas, las típicas de la adolescencia. Recientemente a Yuval le había dado por acusar a su padre de ser hipócrita. Después le pedía disculpas, pero Michael sabía que estaba refiriéndose a lo mismo de lo que aquella mujer cuyo nombre ni siquiera recordaba lo había acusado hacía tantos años.

El teléfono sonó. Yuval lo miró con odio, suspiró, levantó el auricular, escuchó un momento y, sin despegar los labios, se lo pasó a su padre, que lo sujetó con una mano mientras con la otra intentaba tocar a su hijo, que lo esquivó y se tiró sobre el sofá, donde se quedó tumbado clavando una mirada de desesperación en el techo.

—Sí —dijo Michael—. Me alegro de que hayas conseguido localizarme, estoy aquí por casualidad.

—Estoy en una cabina de Rehavia. Sólo quería darte el parte de que no ha sucedido nada sospechoso antes de que llegara el relevo. Ya he informado al Control de que todo está en orden.

—¿Nada de nada? —preguntó Michael a uno de los dos hombres que estaban montando guardia en casa de Hildesheimer.

—Ha habido mucho movimiento; toda la mañana ha estado entrando y saliendo gente, a intervalos de una hora, pero tengo entendido que eso es lo normal. Y acabo de ver al sujeto en cuestión, más sano que una manzana, hablando con una chica muy atractiva en la calle.

—¿Una chica muy atractiva? —Michael Ohayon repitió la expresión, que no encajaba en la imagen que tenía del doctor Hildesheimer.

—Sí, una señorita que ha estado rondando por la calle, paseándose arriba y abajo frente a su casa. Hildesheimer salió para ir a la tienda de ultramarinos y volvió con una barra de pan, no hará ni un minuto de eso, y se la encontró en la calle. Un verdadero bombón: lleva un vestido rojo y tiene el pelo negro.

El ruido de un autobús se introdujo en la línea y Michael formuló una pregunta mientras esperaba a que el autobús pasara de largo: ¿Habían entrado juntos en la casa? Cuando le respondieron negativamente preguntó si Hildesheimer se había dado cuenta de la situación.

—¿El viejo? Ni por asomo. Iba andando con la vista fija en el suelo, casi se choca con un árbol. La vio cuando la chica lo abordó. No alcanzamos a oír lo que decían, estaban demasiado lejos. Pero el doctor está vivito y coleando y nadie ha tratado de agredirlo. —Michael no dijo nada—. Así que nos marchamos —dijo el policía a modo de conclusión—. Nos veremos mañana, ¿verdad?

Michael contestó afirmativamente y colgó el teléfono.

Eran las cuatro de la tarde. Si el avión de Nueva York no se había retrasado, Nava, la hija de Neidorf, debía de haber aterrizado hacía una hora.

—Oye, Yuval —dijo volviéndose hacia su hijo, que estaba repantingado en el sofá con los ojos medio cerrados—. Tengo que resolver algunos asuntos, luego volveré a verte. Iremos al cine. ¿Qué te parece? —el chico se encogió de hombros, pero Michael no se dejó engañar por aquella muestra de indiferencia y dijo—: De acuerdo, entonces. Ahora son las cuatro. Tengo que hacer una llamada más, luego me tengo que ir, y estaré de vuelta sobre las ocho. ¿A qué hora entras en el cole mañana?

—La primera clase empieza a las siete y veinte —gruñó Yuval. Iba al mismo colegio en el que había estudiado Michael. Aunque ya casi no quedaba ninguno de los antiguos profesores, Michael sentía un gran afecto hacia aquel colegio de Bayit V’gan donde había pasado seis años interno y al que atribuía casi todos sus éxitos en la vida—. Tenemos matemáticas a primera hora, con el tiempo que hace —dijo Yuval—. Hasta los internos llegan tarde.

La tercera parte de los alumnos eran internos. Se les seleccionaba cuidadosamente entre los niños de todo el país. Y se les presentaba como «niños muy dotados de familias desfavorecidas» ante los donantes estadounidenses.

—¿Tienes deberes para hacer? —preguntó Michael mientras empezaba a marcar el teléfono del Margoa. La voz de la telefonista del hospital, a la que pidió que le pusiera con el doctor Baum, le impidió oír la respuesta de Yuval. El doctor le prometió que lo esperaría en su despacho.

Yuval se levantó y le preguntó si podía acompañarlo. En su voz resonó una nota implorante e infantil y Michael se sintió tan acongojado como la primera vez que lo había dejado solo en la guardería. Le dijo que era imposible, pero que cumpliría fielmente su promesa de volver a las ocho.

—Para entonces ya te habrá dado tiempo de terminar tus tareas. Sé por experiencia que os ponen una tonelada de deberes, ¿a que sí? Tienes deberes para mañana, ¿verdad? —desconsoladamente, Yuval hizo un gesto de asentimiento. Sus ojos grises de largas pestañas miraron recelosos a Michael.

—¿Estás seguro de que podrás estar de vuelta a las ocho?

No pudo contener una sonrisa cuando su padre le respondió:

—Palabra de scout —y levantó la mano imitando el saludo de los scouts.

Michael no logró estar de vuelta a las ocho y Yuval lo recibió señalando su reloj y diciéndole:

—Podemos olvidarnos de ir al cine.

—No te preocupes, llegaremos a tiempo —dijo Michael, y se lo llevó al coche a toda prisa. Aunque se detuvieron por el camino para comprar una bolsa enorme de palomitas, llegaron justo cuando empezaba la película de ciencia ficción Alien, que Yuval estaba como loco por ver.

Una vez que el muchacho se hubo acomodado en su butaca, Michael al fin pudo relajarse y pensar en su cuerpo dolorido y su mente agotada. No tenía esperanzas de quedarse dormido, porque la visita al hospital lo había dejado tenso. Baum le había permitido ver a Tubol, pero tal como el médico predijo, no lograron extraerle ni una palabra. Aunque era la primera vez que Michael pisaba un hospital psiquiátrico, mantuvo su habitual impasibilidad facial y una perfecta compostura, incluso cuando se vio sentado junto a la cama de un psicótico mudo y enroscado sobre sí mismo. Acosado por las imágenes de la clínica psiquiátrica, no prestó atención a los primeros quince minutos de la película.

Al principio la enfermera, Dvora, insistió en que no tenía ni idea de cómo habría ido a parar la pistola a manos de Tubol. Pero después de pedirle repetidas veces que intentase imaginar adonde podría haber ido el paciente, Baum, que estaba sentado acariciándose el bigote, apuntó la posibilidad de que Tubol se hubiera encontrado con el jardinero.

Con redoblada atención, Michael preguntó qué relación mantenía el jardinero con los pacientes y Baum cantó las alabanzas de Alí largo y tendido. Cuando Michael quiso saber cómo podría localizar al jardinero, repuso que no tenía ni idea; sólo sabía que Alí vivía en Dehaisha. Ohayon se estremeció al pensar en las degradantes condiciones de aquel campo de refugiados, que estaba a sólo media hora de Jerusalén. El encargado de mantenimiento, le dijeron, sabría cómo localizar a Alí. Pero el encargado terminaba su jornada a las tres. Sí, podían llamar a su casa. Llamaron y Michael habló con él, y el hombre le dijo que así, de repente, no recordaba ningún detalle. «¿Ni siquiera cómo se apellida?», preguntó Michael impacientándose. No. En el registro estaba todo, pero no podía ir a consultarlo en ese momento; estaba solo en casa con su hijo pequeño. No, a esa hora del día no había nadie más que pudiera buscar la información que precisaba. No, no podía sacar al bebé de casa para ir al hospital con el tiempo que hacía. Sí, Alí trabajaba los sábados, y al decirlo el encargado de mantenimiento se puso agresivo: era un asunto interno que no le concernía a nadie. Alí no trabajaba los domingos, pero estaría en el hospital el lunes. «¿Es tan urgente?».

Michael dominó su frustración y mantuvo un tono cortés y una expresión paciente para dar buena impresión al doctor Baum y a la enfermera. Sí, dijo el encargado, suponía que podría ir al hospital un poco más tarde, aproximadamente dentro de un par de horas, cuando su mujer volviera.

Michael retomó el tema de la doctora Neidorf. No, ni el doctor Baum ni la enfermera Dvora tenían ningún contacto con el Instituto. La doctora Neidorf había trabajado como especialista en el hospital y en las consultas externas, pero la conocían muy superficialmente.

Baum dio a entender que sí conocía a alguien del hospital que había tenido una relación profesional con Neidorf. Una vez que Michael hubo explicado la importancia que hasta el más pequeño detalle tenía para la investigación, la enfermera Dvora le dirigió una mirada cómplice a Baum y éste comenzó a describir minuciosamente lo que había sucedido el sábado, haciendo mención de la doctora Hedva Tamari y contando cómo se había desmayado y cómo él se había enterado de que Hedva había sido paciente de la doctora Neidorf. Anotó el número de teléfono de Hedva en una hojita de un recetario y Michael se la guardó en el bolsillo.

Al final, el encargado de mantenimiento, un hombre flaco y nervioso, con gafas, se las arregló para presentarse en el hospital. Les comunicó que tenía que estar de vuelta en casa dentro de media hora, ya que había dejado a su niño al cuidado de un vecino; no quería entorpecer la labor de la policía, sobre todo teniendo en cuenta que se sentía responsable del jardinero, que trabajaba los sábados con su permiso; confiaba en que Alí no hubiera hecho nada malo.

Gracias al registro supieron que el apellido de Alí era Abú Mustafá, y nada más. Se dieron repetidas explicaciones de por qué trabajaba el sabbath. Vendría a trabajar al día siguiente, lunes, por la mañana. Sí, informarían puntualmente de su llegada al inspector jefe Ohayon. También lo mantendrían informado de cualquier cosa que ocurriera. Si alguno de los pacientes hablaba, dijo la enfermera Dvora, llamaría inmediatamente al teléfono que le había dado. Baum contemplaba con escepticismo la posibilidad de que eso ocurriera. Ambos subrayaron la importancia de que Michael no acudiera al hospital de uniforme, «para no alterar a los pacientes sin necesidad, y lo mismo le digo con respecto a mañana por la mañana», dijo Baum mientras acompañaba afuera a Michael, palpándose el vendaje que asomaba por encima de su jersey negro de cuello vuelto. Estaba lloviendo a cántaros y había anochecido.

Nava Neidorf-Zehavi había llegado, pero su bebé no había parado de llorar desde Chicago hasta Nueva York y desde Nueva York hasta Israel, y Nava estaba mareada y exhausta. Su marido le rogó a Michael que la dejara dormir y esperase hasta después del entierro para hablar con ella.

Le anotó el nombre de los contables de Neidorf, Zeligman y Zeligman, en una hojita de papel. En la oficina no cogían el teléfono y Michael probó suerte llamando a su casa. El Zeligman que respondió estaba a punto de salir, pero le prometió que tendría el archivo listo a primera hora de la mañana siguiente.

Después de repasar todos estos sucesos mentalmente, Michael estiró las piernas y echó una mirada furtiva a Yuval. El muchacho estaba hipnotizado por lo que sucedía en la pantalla. Aunque su padre no distinguió su expresión, vio que su cuerpo estaba tenso y que no había tocado las palomitas que tenía sobre las rodillas. Michael comenzó a prestar atención a la película y al cabo de unos minutos estaba inmerso en el argumento: siete habitantes de la tierra descubren durante un vuelo espacial que se les ha sumado un octavo pasajero, un ser de otro planeta. En realidad no es un ser, sino una presencia maligna, imposible de identificar porque tiene la capacidad de ir cambiando de aspecto. Uno a uno va matando a todos los seres humanos, que no pueden combatirlo porque no les es posible prever en quién de ellos se manifestará.

La remota esperanza de pasar durmiendo la siguiente hora se desvaneció. Por lo general a Michael le aburrían las películas de ciencia ficción. Tal como le había explicado humorísticamente a Yuval en una ocasión, lo que le interesaba era el pasado, no el futuro. Pero al ver aquella película lo embargó un sentimiento de terror fuera de lo común, que él atribuyó a su agotamiento; todo lo que veía le recordaba los sucesos de los dos últimos días. Al observar los recelos y miedos de los siete pasajeros de la nave espacial, no pudo por menos de acordarse de lo que Hildesheimer había dicho al final de la reunión del Comité de Formación: «No podemos seguir conviviendo en tanto que este asunto no se resuelva. Son demasiadas las personas que están a nuestro cargo como para que podamos permitirnos no saber quién de nosotros es capaz de cometer un asesinato».

Al salir del cine, Yuval le preguntó a su padre si le había gustado la película.

—Es la película más terrorífica que he visto en mi vida respondió Michael sin pararse a pensar. Antes de que le diera tiempo a retirar sus palabras, vio que una expresión de satisfacción se extendía por el rostro de su hijo.

—Pues las hay peores todavía —dijo Yuval.