6

Joe Linder no lograba conciliar el sueño. Un hecho que en sí no tenía nada de raro, pero que aquella noche le estaba resultando más difícil de sobrellevar que habitualmente. Desde su lado de la cama, junto a la ventana, cuya persiana había dejado levantada, veía caer las gotas de lluvia desde las ramas de un ciprés casi tan alto como el tejado.

Veía el rayo de luz que proyectaba la farola del bulevar Agnon, esa luz a la que su hijo Daniel, de cuatro años, también acusaba de no dejarlo dormir. Con bastante impaciencia, Joe le había aconsejado cuando se acostó esa noche, y no por primera vez, que contara elefantes blancos hasta que llegara el Hombre de la Arena, que espolvoreaba arena en los ojos de los niños para que se durmieran. Su hijo protestó. La historia del Hombre de la Arena le daba miedo, la arena le daba miedo, nunca había visto un elefante blanco, sólo sabía contar hasta veinte y, sobre todo, sentía que su padre no estaba allí con él, sino muy lejos. Pero Joe se puso severo y no quiso sentarse junto a la cama de Daniel. Los acontecimientos del día no le permitían relajarse y quedarse quieto junto a su hijo.

Cada vez que cerraba los ojos volvía a enfrentarse con la expresión del rostro de Hildesheimer cuando el anciano salió del cuarto pequeño.

Cogió el despertador de la mesilla de noche y vio que eran las dos de la mañana. Suspirando, se levantó de la cama procurando no hacer ruido. Echó un vistazo al semblante de su mujer y comprobó con alivio que Dalya ni se había movido. Lo último que le apetecía en aquel momento era una charla íntima sobre qué le estaba impidiendo dormir en esa ocasión.

Ni él mismo lo sabía muy bien. La muerte de Eva Neidorf no le había causado dolor ni aflicción, porque Neidorf nunca le había caído bien y hasta le inspiraba cierto miedo. Era consciente de que si ella le hubiera demostrado un mínimo de cordialidad, quizá la habría visto con otros ojos. Pero, en aquel momento, no era el sentimiento de culpa el que predominaba en él. No, no se sentía culpable, ni siquiera después de la muerte de Neidorf. El sentimiento más fuerte que su colega seguía inspirándole era de resentimiento, porque Neidorf nunca había dejado de demostrarle de diversas formas los recelos que le inspiraba ni su falta de confianza en sus capacidades como psicoterapeuta. Lo había llevado a creer que lo rechazaba de plano y que nada podría alterar esa situación.

Joe estaba convencido de que Hildesheimer no le habría impedido convertirse en analista instructor de no ser por la decidida e inapelable oposición de Neidorf; ella, que había llegado mucho más lejos que Linder en el Instituto a pesar de haberse incorporado a él varios años más tarde, le hacía sentirse en su presencia como un niño cuyos desesperados esfuerzos por agradar eran notorios para cualquiera.

Para ser sincero, incluso sentía cierta satisfacción malévola porque hubiera muerto, y quizá hasta por cómo había muerto. Y la idea de que entre ellos hubiese un asesino no le llenaba de ansiedad: sentía una pizca de aprensión, pero sobre todo curiosidad.

Siempre había partido de la base de que cualquiera, excepción hecha de Hildesheimer, era capaz de cualquier cosa. Pensar en Hildesheimer, en la desolación del anciano, le producía una alegría maliciosa e infantil, enturbiada por el regusto amargo de su propia mezquindad. Joe Linder, que tenía por costumbre felicitarse a sí mismo por su inquebrantable honradez, a quien nadie aventajaba cuando se trataba de autocriticarse, que siempre sostenía apasionadamente que estaba dispuesto a encarar el peor de sus pensamientos, no se atrevía a reconocer ante sí mismo que, en realidad, no sentía afecto por el anciano.

Nunca había tenido el valor de decir una sola palabra en contra de Hildesheimer. Proclamaba, aun ante sí mismo, que el anciano era el epítome de la perfección, esto es, como psicoanalista y como cabeza visible del Instituto. Mas lo cierto era que le costaba mucho disimular el disgusto de que el anciano no lo estrechara entre sus brazos y lo escogiera como sucesor, o, al menos, siguiera mostrando algún interés por él.

Estaba dispuesto a reconocer su anhelo de intimar con Hildesheimer y sus rabiosos celos de Eva Neidorf («Su Alteza», la llamaba, aunque sólo cuando estaba solo o con sus mejores amigos) y de la relación especial que la unía al «viejo Ernst», como Linder lo llamaba a sus espaldas, odiándose mientras lo hacía, porque era consciente de que con esa familiaridad trataba de impresionar a los miembros más jóvenes; y eso también estaba dispuesto a reconocerlo.

Se levantó de la cama, se arropó con su vieja bata de lana, haciendo caso omiso del desagradable olor a sudor rancio que desprendía, y se rindió al monstruo verde de la envidia.

No, el anciano no le inspiraba la menor lástima. Se lo tenía bien merecido. Si le hubiera tomado a él bajo su protección en lugar de a Su Alteza, se habría evitado todo aquel sufrimiento. Joe tenía la convicción de que los ángeles sólo existían en el cielo y, ahora, Eva Neidorf se lo había demostrado. Nadie se habría tomado el trabajo de asesinar a Joe Linder, por ejemplo. Qué habría hecho Neidorf, se preguntó, para desatar tanta violencia en un miembro de un grupo que era el mayor paladín del orden y el control social. Joe siempre había sospechado que las personas que se ocultan tras una fachada de frialdad y formalidad, como Neidorf, debían de tener vicios terribles que esconder. Ni siquiera ahora, después de su muerte, permitirían que Joe se convirtiera en analista instructor. Aun cuando Rosenfeld viera por fin realizado su sueño de llegar a presidir el Comité de Formación, no tendría el valor, ni quizá el deseo, de reconocer la capacidad profesional de Joe.

Hacía frío. Se ciñó el cinturón, se subió el cuello de la bata y entró en la cocina arrastrando los pies. La pila estaba llena de platos, como de costumbre, y una cucaracha gigantesca avanzaba lentamente desde la nevera hacia la barra de mármol. Los platos grasientos se quedarían en la pila hasta que la asistenta llegara el lunes si Joe no los lavaba. Lanzó un juramento al no encontrar ni un solo vaso limpio; después sacó la leche de la nevera y la vertió en un vaso con restos del cacao que Daniel había tomado para cenar y, a continuación, se encaminó al cuarto de estar, que estaba separado de la cocina por un tabique bajo. Se dejó caer en el sillón que había frente a la televisión, estiró las piernas, encendió la lamparita para leer, colocó el vaso sobre la mesa que estaba a su lado y, una vez más, se dispuso a abordar el controvertido libro de Janet Malcolm En los archivos de Freud.

«Sólo alguien que se odia tanto a sí mismo como tú es capaz de leer un libro que le disgusta tanto», le había dicho Dalya aquella mañana. La frase resonó en sus oídos mientras trataba de localizar la página donde había interrumpido la lectura.

Su mujer le había lanzado ese trallazo durante su pelea cotidiana, que Joe había intentado zanjar dándole a entender, al coger el libro, que no quería participar y que el tema lo aburría. Aunque no lograba reconstruir el comienzo de la discusión, recordaba vividamente un par de andanadas de su mujer que le habían dejado sin respuesta, a él, que era famoso por sus réplicas sarcásticas.

Encendió un cigarrillo y trató de comprender por qué lo atraía aquel libro que llevaba varios días alterando la paz de su espíritu. El libro trataba sobre un episodio que había revolucionado el mundo del psicoanálisis. Joe empezó por preguntarse si consideraba que tenía algo en común con Jeffrey Masson, el joven y brillante psicoanalista que protagonizaba la obra, y una vez que se hubo arriesgado a preguntárselo, no tuvo más remedio que responder afirmativamente. Al igual que Masson, Joe había llegado al Instituto desde un área distinta, había causado una gran impresión a todo el mundo, durante los primeros años, al menos, gracias a su erudición, a su encanto, a su ingenio, a su sentido del humor y a la perspicacia, pronta y clarividente, con la que comprendía los problemas de los pacientes. Nunca había tenido la menor dificultad a la hora de identificar los conflictos de otras personas. Incluso ahora, cuando ya había caído en descrédito, nadie ponía en duda su habilidad para el diagnóstico. Joe no entendía por qué las cosas habían comenzado a torcerse ni sabía precisar el momento en que dejó de ser un joven y prometedor analista, el momento en que un poso de amargura había comenzado a impregnar su visión de las cosas en lugar de la compasión que solía sentir antes.

Sabía, sin acabar de comprender el porqué, que el problema radicaba en la monotonía de la rutina diaria, que había sido la soledad de las terapias, la falta de refuerzos, lo que, con el paso de los años, le había abocado al fracaso. Solía repetirse a menudo, en son de guasa pero también con tristeza, una serie de frases altamente reveladoras que había oído de boca de Deutsch justo al principio, en los viejos tiempos. Deutsch tenía la costumbre de repetir una de ellas como si se tratara de un mantra: «En nuestra profesión no hay atajos. Los atajos sólo sirven para alargar el camino. Es un proceso angustiosamente lento; siempre comporta sufrimientos. A veces es como cincelar un bloque de mármol, otras como esculpir un trozo de hielo, pero nunca se puede tomar un atajo».

Joe tenía la vaga sensación de haberse equivocado en su orden de prioridades. No había sido el bien del paciente a lo que había concedido mayor importancia, sino a su propio bien, a sus propias necesidades. Ni él mismo se había dejado engañar por los supuestos «nuevos métodos» que incorporó a sus tratamientos. Y Hildesheimer, que tampoco estaba convencido de la pureza de sus propósitos, le había acusado sin ambages de recurrir a aquellos métodos para disfrazar su propia necesidad de nuevos estímulos y su ansia de emociones.

Pero el rapapolvo más vehemente que Hildesheimer le había dirigido tuvo lugar en un contexto diferente, después de una conferencia sobre la interpretación de los sueños que Joe había pronunciado ante los estudiantes de primer curso del Instituto. «Con idea de romper el hielo», trató de explicarle al anciano más adelante, les había contado a los estudiantes, «que estaban tan tensos y nerviosos que me dieron pena», sus propios sueños íntimos, «para animar un poco el ambiente con un toque cómico… ¿Qué hay de malo en ello? ¿Por qué tiene que ser todo tan solemne?». Ni que decir tiene que sus sueños estaban plagados de incidentes sabrosos y de detalles muy personales. Los candidatos se escandalizaron y comentaron el asunto; Joe nunca supo qué habían dicho al respecto ni cómo le había llegado la información a Hildesheimer, que reaccionó con una indignación sin paliativos.

Joe trató de aplacar el pánico que le infundió el anciano diciéndose que esos estallidos de furia eran típicos de los alemanes y que todo el asunto no tenía nada que ver con él. Nunca antes había visto a Hildesheimer perdiendo hasta tal punto el dominio de sí mismo y levantando la voz. Las críticas fueron muy duras. Entre otras cosas, Hildesheimer dijo: «Está usted perdiendo el criterio por completo y actuando sin otro propósito que gratificar sus propias necesidades. La necesidad de que lo quieran le ha hecho perder el sentido. Esto no puede continuar así. ¿Hasta cuándo, hasta cuándo cree que podrá seguir engañando a sus pacientes? Lo que usted hace no es psicoanálisis…, ¡no es más que una actuación circense!».

Con el corazón en la mano, Joe reconocía que en las acusaciones del profesor había algo de verdad. En su fuero interno estaba harto de oír día tras día a sus pacientes, absortos en sus cuitas personales, de pedirles que realizaran asociaciones, de insistir en sacar a flote la verdad. La frase «¿y a qué le recuerda eso?» le había llegado a sonar hueca y a veces no era capaz de pronunciarla con la entonación correcta. Algunos pacientes lo notaban. No sabría decir en qué momento preciso había empezado a flojear su práctica profesional. Lo cierto era que todavía no tenía ninguna hora libre, pero tampoco tenía una lista de espera, y en los últimos tiempos ningún candidato había solicitado que supervisara su trabajo. Sólo le quedaban dos supervisados, y los dos le venían de tiempo atrás.

Comenzó a advertir que en cuanto abría la boca para decir algo, antes de haber pronunciado una sola palabra, en las caras de sus oyentes aparecía una sonrisa, y comprendió que poco a poco habían llegado a adjudicarle el papel de bufón de la corte. Aún no se habían puesto en tela de juicio sus facultades perceptivas ni su agudeza para el diagnóstico. Nadie sonreía cuando venía a consultarle, oficiosamente, claro está, el caso de algún paciente especialmente problemático, y todo el mundo reconocía que siempre daba en el clavo. Pero últimamente había llegado al convencimiento de que la decadencia se había iniciado y de que ya iba cuesta abajo.

Además de todo eso, o antes que todo eso, le preocupaba la certeza de que su matrimonio estaba al borde de la ruptura, y el hecho de que fuera su segundo matrimonio intensificaba la sensación de desesperación, el cinismo y el pesimismo que envolvían hasta el más mínimo detalle de su vida cotidiana.

A sus cincuenta años, con un hijo de cuatro… ¿Cuántas veces se podía recomenzar la vida para volver a descubrir que el camino elegido era un callejón sin salida? Eso es lo que desde hacía tiempo venía preguntándose todas las mañanas cuando se miraba al espejo para afeitarse.

Cada vez que pensaba en la profesión que desempeñaba antes y en su primer matrimonio, se veía obligado a reconocer que ni siquiera había nadie a quien pudiera echarle las culpas. Había gozado de todas las oportunidades posibles y la responsabilidad de haber echado las cosas a perder era suya y nada más que suya.

Le quedaba el recurso de culpar a Deutsch de no haber hecho un buen trabajo, pero saber que el psicoanálisis al que se había sometido no había resuelto todos sus problemas no era ningún consuelo.

Y para colmo, noche tras noche, no se libraba del recuerdo de su primera mujer ni de la pregunta de qué habría ocurrido si no la hubiera dejado marcharse, si no se hubiera empeñado en que abortara, si no se hubiese negado en rotundo a ser padre. Su primera mujer, que, tal como lo descubrió años más tarde, había sido su oportunidad perdida, rehízo su vida con éxito. Si al menos hubiera comprendido hasta qué punto su matrimonio dependía de él, de su habilidad para aceptar las cosas (las cosas que más deseaba, en realidad), para asumir el profundo compromiso en el que ella pretendía basar su vida en común, para apreciar la sencillez de su esposa, su buen sentido, su optimismo; si lo hubiera comprendido, la habría retenido. Nunca la habría dejado marcharse.

No debería haberse empeñado en que abortara. Ni siquiera se acordaba ya de los argumentos que había esgrimido para justificar su decisión de no traer hijos a este mundo. Pero sí recordaba, como si fuera ayer, el día en que la trajo a casa, pálida y débil, hecha un mar de lágrimas, al apartamento sin calefacción donde estuvo tiritando en la cama durante dos días mientras él le llevaba tazas de té que no conseguían hacerla entrar en calor. No había tenido la presencia de ánimo necesaria para tocarla.

Dos meses más tarde, cuando la llevó al aeropuerto, su mujer tenía un rictus decidido en la boca. Se fue a Nueva York. Y dos años después Joe no puso ningún obstáculo cuando ella le comunicó que quería «oficializar la situación» y que pensaba volver a Israel para divorciarse. Había algo en su expresión que le impidió sugerir que se reconciliaran. Su mujer no lo había perdonado.

Lo cierto era, pensó Joe con la mirada fija en la tapa del libro, que la había amado mucho, a su manera infantil y limitada, pero se lo había demostrado de una forma tan retorcida que todo proyecto de recomenzar de nuevo quedó condenado al fracaso desde el principio.

Veinte años habían transcurrido desde entonces, y siete desde que se casó con Dalya, que le comunicó su embarazo cuando ya era demasiado tarde para tomar ninguna medida al respecto. Siempre que miraba a su hijo, Daniel le inspiraba amor y alegría, pero también una enorme ansiedad, sobre todo cuando se despertaba a media noche y se levantaba para ver si el chico seguía vivo. Sólo su hijo, pensó Joe, mirando el libro que tenía sobre las rodillas, le transmitía la emoción y la seguridad de sentirse amado incondicionalmente. Y, algunas veces, también Yoav.

Su relación con Yoav, que, para él, era una de las maravillas de su vida, constituía una fuente de tensiones continuas con Dalya. Su mujer solía preguntarle retóricamente, por lo general de madrugada y vuelta de espaldas hacia la pared:

—¿Y por qué las cosas son tan distintas con Yoav? ¿Sólo porque es más joven que tú y te admira sin reservas? ¿Porque te acepta tal como eres? ¿No será que nuestro ex don Juan tiene alguna pequeña rareza que ocultar? Porque, en el fondo, ¿no es eso lo que eres?

Joe sonreía. Como cualquier otra persona de su profesión, daba por sentado que en todo el mundo hay una inclinación homosexual latente, un elemento femenino en todo hombre, un elemento masculino en toda mujer, y un cierto grado de atracción hacia las personas del mismo sexo. Y así se lo había explicado a Dalya:

—Todos llevamos dentro un poco de todo, de todos los abundantes dones de la creación: la homosexualidad y la autodestrucción, el rencor y la malevolencia, el sadismo y el masoquismo…, lo que quieras. La cuestión es cuánto de cada cosa posee cada persona: ésa es la única diferencia entre los enfermos y los sanos, la medida en que se poseen las cosas. Y a mí me gustan las mujeres. Los hombres también, lo reconozco, pero la homosexualidad no es el factor dominante de mi personalidad. Ése no es el problema.

Dalya prefirió no darse por enterada de lo que Joe pretendía decir con esas palabras.

La primera acusación que le había lanzado esa mañana contenía cierta dosis de dolorosa verdad, aunque, como de costumbre, Dalya no había dicho nada nuevo. Yoav Alon, que era diez años menor que Joe, lo admiraba sin reservas, estaba muy unido a él y dependía de él. Evidentemente, Joe representaba para Yoav una figura paterna, era como su hermano mayor. Nunca lo habían comentado explícitamente.

En su relación con Joe, Yoav conservaba la autoestima haciéndose cargo de las cuestiones prácticas (Joe no sabía ni cambiar un fusible) y manteniéndolos al tanto de lo que sucedía en el mundo (Joe nunca leía el periódico, y la frase «se lo preguntaremos a Yoav» se convirtió en una pieza más del juego del toma y daca: «Yo soy el experto en las interioridades del ser humano y tú eres el responsable del mundo exterior»).

Se habían conocido cuando, poco después de su divorcio, Joe tuvo una aventura con la hermana de Yoav. Fue ella quien lo llevó al piso de Arnona, donde Joe vivía muchos años antes de que la zona se pusiera tan de moda, y dos meses después, cuando la hermana de Yoav siguió su camino, él continuó presentándose allí con obstinada regularidad, sin previo aviso, y se pasaba las horas escuchando en silencio las conversaciones de las personas que siempre llenaban la casa. También empezó a quedarse a dormir, cuando Joe no tenía alguna visita femenina, y su amigo se quedaba levantado hasta muy tarde charlando con él y animándolo a que le contara sus cosas.

Yoav había llevado a Osnat a casa de Joe para que la conociera incluso antes de presentársela a sus padres. Dalya lo veía como una parte integrante del mundo de su marido y como tal lo aceptaba, pero desde hacía un año había comenzado a quejarse del delicado vínculo que existía entre su marido y el militar tostado por el sol, aquel israelí de nacimiento que se quitaba la coraza cuando estaba en compañía de su maduro amigo.

Pero Joe tenía la impresión de que también Yoav se había distanciado de él durante el último año.

—¿Qué te preocupa tanto últimamente? —se había atrevido a preguntarle en una ocasión.

Y Yoav, después de aparentar que no comprendía de qué le estaba hablando su amigo, acabó por sonrojarse y decirle:

—Es este maldito trabajo mío; me está chupando la sangre.

Joe intentó sondearlo más, pero Yoav esquivó sus preguntas. Ahora pasaban mucho tiempo en silencio o hablando de banalidades. Aun sabiendo que el retraimiento de Yoav no tenía nada que ver con él, a Joe le dolía tanto que no tenía el ánimo necesario para intentar derribar las nuevas barreras. Trataba a su amigo con tanta delicadeza y tacto como si fuera un adolescente y se guardaba para sí sus sentimientos heridos.

Joe Linder no concebía un sacrificio mayor que ése: querer a alguien y dejarle ser como era.

Pero no podía evitar que también eso le pareciera un elemento más del proceso global de su decadencia, un síntoma de cómo la gente empezaba a cansarse de su compañía. Ya no le restaban energías para cambiar nada. No poseía la envidiable capacidad de Eva Neidorf para confiar en su poder para alterar el curso de su propia vida y de las vidas ajenas.

El ritmo de sus pensamientos se detuvo. Miró el libro y después el cigarrillo que se consumía en el cenicero, casi un cilindro de ceniza. En la habitación hacía un frío intenso y, cuando se levantó y se encaminó al armarito para servirse un whisky, dando gracias a cualesquiera que fueran los poderes supremos porque los vasos de vino estaban limpios, su dolor crónico de espalda le pegó un latigazo. Regresó al sillón y al sentarse aplastó un extraño bulto, que resultó ser el patito de goma de Daniel. Le acarició la cabeza con la mano que tenía libre. Cuando el día estaba despejado, desde el gran mirador del cuarto de estar se divisaban las colinas de Judea. Pero eran las tres de la madrugada y, en ese momento, no había nada que ver salvo el cielo negro. Desde que en 1967 se iniciara un desarrollo urbanístico acelerado, el piso, situado en un edificio de cuatro plantas que hasta entonces se alzaba solo en una isla de quietud, había perdido todo su encanto. Sólo de noche se recuperaba parte de la antigua magia del lugar y Joe pasaba largas horas contemplando la inmensa oscuridad del exterior. Algunas noches se sentaba en el sillón frente a la ventana hasta que la luz despuntaba en el cielo.

También había noches diferentes. No abundaban, pero las había.

A veces disfrutaba teniendo gente a su alrededor, mucha gente. Hacía dos semanas había celebrado una fiesta en honor de Tammy Zvielli, el sábado en que a Tammy le tocó hacer la presentación de un caso, después de la votación. Acudieron todos y Joe preparó su ponche especial, que, como de costumbre, tuvo un efecto desinhibidor. Dalya cumplió con su papel de anfitriona. Fue una breve tregua. Joe abrazaba a todo el mundo y los quería a todos; hasta su dolor de espalda se desvaneció a pesar del frío y de que estuvo sentado en la terraza. Fue como si las bromas y el sentimiento de compañerismo caldearan la atmósfera.

Hildesheimer no había ido (nunca participaba en los acontecimientos sociales, porque «ése es precisamente el tipo de situación que echa a perder la transferencia» y, en las fiestas de Joe, siempre había algún paciente) y Eva tampoco fue, con lo que Joe no estuvo cohibido.

Ya de madrugada llegó el momento culminante de la fiesta, cuando sólo quedaban los jóvenes, la gente que todavía veía a Joe como un objeto digno de admiración. Entonces dio lo mejor de sí mismo: estuvo ingenioso, ocurrente y desbordante de humor. Incluso a Yoav, que también había ido porque era amigo de Tammy, se le veía animado. Ni siquiera el momento en que todos se retiraron y Joe se quedó solo entre los vasos de papel y los restos del ponche le entristeció. Revivió el placer de sentirse admirado sin reservas y se regodeó con su triunfo.

Exhaló un suspiro y se levantó del sillón. Se dirigió automáticamente hacia la estantería y, casi sin mirar, cogió un libro de suaves tapas de cuero cuyos desgastados cantos habían sido dorados en su día. Había memorizado todas sus páginas, hasta la última línea. Circulaba la leyenda de que Deutsch le había puesto como condición para aceptarlo en el Instituto que aprendiera alemán. Y, por su parte, Joe Linder cultivaba de buena gana cualquier fantasía que lo convirtiera en centro de atención y proyectara una imagen suya especial e interesante. La fluidez con que hablaba alemán era motivo de admiración general en el Instituto. Pero, en realidad, el alemán era su lengua natal, la lengua que hablaba con sus padres, un matrimonio judeoalemán que había emigrado a Holanda.

En sus momentos más bajos Joe se refugiaba en la poesía alemana, era su consuelo secreto. El libro se abrió por el poema de Hölderlin «La mitad de la vida»; se lo sabía de memoria, pero le gustaba contemplar las letras góticas, los versos, y acariciar el papel fino y delicado.

Joe tenía dos secretos, dos islas radiantes: el amor que le inspiraba su primera mujer, perdida para siempre, y su amor a la poesía.

Pero en esta ocasión Hölderlin no le trajo ningún consuelo y sintió un nudo en la garganta mientras contenía las lágrimas, unas lágrimas para las que no hallaba salida.

A las tres y media de la mañana vio en su pequeña agenda que no tenía ninguna cita antes de las nueve. La idea de tomar una pastilla para dormir se convirtió en decisión. Marcó el 174 y, a continuación, el teléfono de su casa, y pidió que lo despertaran; después entró en el dormitorio con un vaso de agua en la mano y abrió el cajón de la mesilla de noche donde guardaba los somníferos.

Encendió la lamparita y estiró los dedos buscando a tientas las pastillas. Rosenfeld le abastecía regularmente de ellas sin dejar de repetirle: «En casa del herrero, cuchillo de palo. ¿No podrías ir a ver a alguien en lugar de vivir a base de esta porquería?».

En esta ocasión Joe Linder sentía que estaba obrando con toda rectitud: hacía dos semanas que no recurría a los somníferos. Había sido una jornada dura, pensó mientras se tragaba la pastilla y volvía a colocar el bote en el cajón. Después apagó la luz y aguardó a que se produjera el milagro.

Pero cuando se disponía a esperar que la pastilla hiciera efecto se dio cuenta de que había notado algo extraño mientras tentaba el contenido del cajón. Algo con lo que siempre solía topar no estaba en su sitio.

Más adelante, Joe Linder diría que, con el paso de los años, iba advirtiendo cuánta razón había tenido Freud al afirmar que nada era accidental. Sólo el determinismo podía explicar por qué recordó la pistola esa noche y no la noche anterior.

En cuanto comprendió qué era lo que faltaba, volvió a encender la luz, se levantó de la cama, sacó el cajón y lo vació. No encontró lo que estaba buscando. Ni tampoco lo halló en el segundo cajón, ni en ningún otro sitio del dormitorio.

Pero el somnífero comenzaba a hacerle efecto y su cuerpo se iba relajando y volviéndose pesado. Mientras regresaba a la cama pensó que podía dejarlo todo para la mañana siguiente y se durmió con la segunda estrofa de «La mitad de la vida» reverberándole en la cabeza: ¡Ay de mí!, ¿dónde recogeré flores en invierno? ¿Dónde el resplandor del sol y las sombras de la tierra? Los muros se alzan mudos, fríos, y las veletas chirrían en el viento… Durmió profundamente hasta que lo despertó el timbre del teléfono, que en su sueño se fundió con la alarma del coche que le estaban robando.

Levantó el auricular y le informaron de que eran las siete y treinta y uno; se quedó sentado en la cama, meditando cómo iba a anular su primera cita de la mañana para tener tiempo de ir a la comisaría a dar parte de la desaparición de la pistola.