Capítulo 2

Esa mañana, Micah Drummond llegó temprano a su despacho. Desde que concluyera el caso que había girado en torno a Belgrave Square ese verano y producido tanto horror y escándalo —y que al propio Drummond le había proporcionado un descubrimiento que afectaba a toda su vida—, ya no estaba satisfecho con sus propios pensamientos. El trabajo le suponía cierto alivio, aun cuando con demasiada frecuencia le recordara el tortuoso entramado de obligaciones del que había pasado a formar parte sin saberlo cuando aceptó ingresar en la asociación secreta del Círculo Interior.

Eleanor Byam era otra cuestión. La única forma de mantener su mente apartada de ella era ocupándola en los urgentes y complicados problemas de los demás.

Se hallaba de pie junto a la ventana, a la tenue luz del sol otoñal, cuando Pitt llamó a la puerta.

—Adelante —dijo Drummond esperanzado. No había mucho trabajo en su escritorio, y lo que había estaba zanjado. Ya lo había estudiado y delegado convenientemente. Lo único que podía hacer ahora era pedir cada cierto tiempo más informes que lo mantuvieran al corriente de cada nuevo giro de los acontecimientos, algo que podía suponer más interferencias de las que sus agentes merecían—. Adelante —repitió con mayor brusquedad.

La puerta se abrió y Pitt apareció en el quicio, los cabellos muy ensortijados, la chaqueta arrugada y el nudo de la corbata en peligro inminente de deshacerse por completo. Drummond lo consideró una visión notablemente tranquilizadora, familiar y, sin embargo, siempre portadora de alguna sorpresa. Sonrió.

—¿Sí, Pitt?

Este entró cerrando la puerta tras de sí.

—Anoche fui al teatro. —Hundió las manos en los bolsillos y se colocó frente al escritorio, todo menos firme. De haberse tratado de otro hombre, a Drummond le habría molestado su actitud, pero Pitt le agradaba demasiado para querer reafirmar su autoridad.

—¿Ah sí? —Drummond estaba sorprendido. No era una de las aficiones de Pitt.

—Invitación de mi suegra —explicó—. El juez Samuel Stafford murió en su palco —prosiguió—. Lo vi ponerse enfermo y acudí a ofrecer ayuda. —Sacó una petaca de plata del bolsillo de la chaqueta, un bello y reluciente objeto.

Drummond la observó, luego miró a Pitt a los ojos, a la espera de una explicación.

El inspector dejó la petaca en la sobremesa de piel verde del escritorio.

—Aún no tenemos el informe médico, naturalmente, pero se parecía demasiado a un envenenamiento por opio para pasar por alto la posibilidad. El juez Ignatius Livesey también se encontraba allí. Estaba en el palco contiguo y acudió para ayudar. Lo cierto es que fue él quien se percató de que podía tratarse de un envenenamiento. Vio a Stafford beber de la petaca, de modo que se la sacó del bolsillo y me la dio para que la examinaran.

—Samuel Stafford —repitió Drummond lentamente—. Es juez del tribunal de apelación, ¿no? —No se trataba de una pregunta, sino de una observación—. Pobre hombre. —Frunció el entrecejo—. ¿Veneno? ¿Opio? No parece probable.

Pitt se encogió de hombros y una sombra de tristeza anidó en sus ojos.

—No, no lo parece a primera vista —reconoció—. El caso es que hice algunas averiguaciones sobre sus actividades durante el día y han salido a la luz algunas cosas interesantes. ¿Recuerda el caso Blaine/Godman, hará unos cinco años?

—¿Blaine/Godman? —Drummond se aproximó un poco más al escritorio. Profundas arrugas surcaron su rostro, pero al parecer no recordaba nada.

—Un hombre crucificado en una puerta, en Farrier’s Lane —añadió Pitt.

—¡Oh! —Drummond se estremeció—. Sí, por supuesto que me acuerdo. Un asunto terrible, absolutamente espeluznante. Se armó una buena. Uno de los casos más horribles que recuerdo. —Miró al inspector con gesto adusto—. ¿Qué tiene que ver la muerte de Stafford la pasada noche en el teatro con Farrier’s Lane? Al que lo hizo ya lo ahorcaron en su día.

—Sí —dijo Pitt. La ira y la compasión se reflejaban en su rostro. Reprobaba los ahorcamientos, fuera cual fuese el crimen. Solo agravaban una barbaridad sumándole otra, y el discernimiento humano era falible con demasiada frecuencia; los errores, demasiado fáciles de cometer; los conocimientos, demasiado escasos—. Stafford fue uno de los jueces que desestimaron la apelación de Godman —continuó—. Su hermana, la actriz Tamar Macaulay, ha estado tratando de volver a abrir el caso desde entonces. Cree que su hermano no era culpable.

—Es natural —le interrumpió Drummond—. A la gente le cuesta aceptar que sus parientes, sus amigos incluso, puedan ser culpables de algo tan atroz. Seguro que ella estaba actuando, ¿no? Es poco probable que tuviera la oportunidad de verter veneno en la petaca de… lo que quiera que fuera… ¿whisky?

—No tengo ni idea. —Pitt la cogió, desenroscó el tapón y se la llevó con cuidado a la nariz—. Sí, es whisky. Sí, estaba actuando cuando él murió, pero fue a verlo antes, ese mismo día, a su casa. —Enroscó el tapón y volvió a dejar la petaca en el escritorio.

—¡Oh! —Drummond estaba sorprendido y preocupado. El panorama comenzaba a ensombrecerse—. Pero ¿por qué iba ella a matar a Stafford? ¿En qué modo ayudaría eso a la causa de su hermano? ¿O acaso ha perdido la razón, además de las entendederas?

Pitt sonrió.

—¡No tengo ni idea! Me limito a contarle lo que ocurrió anoche y a entregarle la petaca para que se la dé a quien vaya a encargarse de la investigación, si es que la hay.

—El señor Samuel Stafford. —Drummond le devolvió la sonrisa, una expresión encantadora que alteró por completo la gravedad y las facciones un tanto ascéticas de su rostro—. Juez del tribunal de apelación de Su Majestad. Un personaje importante, a decir verdad. Un caso digno de su talento, Pitt. Un caso delicado, extremadamente político —añadió—. Requerirá una investigación discreta y concienzuda, en caso de que resulte ser un asesinato. Creo que será mejor que se encargue usted de ella… desde luego. Sí… delegue lo que tenga entre manos en este momento y ocúpese de esto. —Tomó la petaca del escritorio y se la devolvió a Pitt observándolo con expresión divertida, desafiante.

El inspector le miró de hito en hito, luego tendió la mano y cogió la petaca.

—Manténgame informado —ordenó Drummond—. Si se trata de un asesinato, será mejor que actuemos con rapidez.

—Será mejor que estemos en lo cierto —corrigió Pitt, furioso, y al ver la cara de ansiedad de Drummond esbozó una amplia y repentina sonrisa—. Y que seamos diplomáticos —añadió.

—¡Váyase! —exclamó Drummond con una sonrisa burlona, no porque el caso tuviera nada de divertido, fuera o no un asesinato, sino porque, contra toda lógica, experimentó una oleada de calor en su interior, la reafirmación de que lo extraño, lo excéntrico, lo ingobernable, lo honesto, eso que movía a risa y a compasión, eso que era fundamentalmente humano, resultaba mucho más importante que la conveniencia política o las normas sociales. Sin quererlo, le vino a la cabeza el rostro de Eleanor, pero con mucho menos dolor que antes y sin un ápice de triste desesperanza.

A Pitt le sorprendió que le hubieran asignado el caso aunque, bien mirado, no debería. Drummond había sido franco con él cuando Pitt renunció al ascenso porque no quería sentarse a un escritorio y decir a los demás cómo hacer un trabajo para el que él mismo poseía un indudable talento y que amaba a pesar del salario relativamente inferior. Un aumento de sueldo habría significado mucho para él. Lo habría aceptado, por Charlotte, por los niños, por todo cuanto habría supuesto, pero fue Charlotte quien se negó, sabedora de lo mucho que el trabajo significaba para él.

Drummond le había dicho que a partir de entonces le asignaría los casos políticos y los más delicados, una especie de ascenso paralelo, el modo que tenía Drummond de recompensarlo pese a sí mismo, y posiblemente también de sacar el mejor partido de sus dotes.

El médico forense era nuevo en el puesto y Pitt aún no lo conocía. Cuando este entró en el laboratorio, aquel se hallaba tras un microscopio en una gran mesa de mármol, el rostro contraído en una expresión intensa, con frasquitos, retortas y viales alrededor. Era fornido, tan alto como Pitt y mucho más corpulento; probablemente no pasaba de los treinta y cinco años. Su brillante cabello rojizo caía en una cascada de pequeñas y apretadas ondas, y su barba parecía un nido caído.

—¡Lo tengo! —exclamó con entusiasmo—. ¡Cielos, lo tengo! Pase y póngase cómodo, quienquiera que sea, y tranquilice su alma ejercitando la paciencia. Estaré con usted en un momento. —Su voz era aguda, con un suave acento escocés de las Highlands, y no apartó los ojos del aparato ni una sola vez.

Habría resultado mezquino mostrarse ofendido, de modo que Pitt obedeció de buen grado y sacó la petaca del bolsillo, dispuesto a cedérsela al joven.

Pasaron unos instantes en silencio, mientras el inspector observaba la caótica abundancia de tarros, platinas y frasquitos que contenían toda suerte de sustancias. Al cabo el forense alzó la vista y sonrió.

—¿Sí? —preguntó con tono jovial—. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Inspector Pitt —se presentó.

—Sutherland —dijo el forense—. He oído hablar de usted. Debería haberle reconocido, disculpe. ¿De qué se trata? ¿Asesinato?

Pitt sonrió también.

—Por el momento de una petaca. Me gustaría saber qué hay en ella. —Se la entregó.

Sutherland la cogió, la abrió y se la llevó con cautela a la nariz.

—Whisky —contestó, mirando a Pitt. La olió de nuevo—. Malta muy mediocre… Caro, pero muy mediocre. Le diré algo más cuando le haya echado un vistazo. ¿Qué espera encontrar?

—Opio quizá.

—Curiosa forma de tomarlo. Pensaba que normalmente se fumaba. No es demasiado difícil conseguirlo.

—No creo que lo tomara intencionadamente —explicó el inspector.

—¡Asesinato! Lo sabía. Le informaré tan pronto como sepa algo. —Alzó la petaca para observarla y leyó el nombre grabado—: «Samuel Stafford». ¿No murió anoche? He oído comentar algo al respecto a los repartidores de periódicos.

—Sí. Manténgame informado.

—Desde luego. Si es opio lo sabré esta noche. Si es alguna otra cosa, o nada, tardaré más.

—¿La autopsia?—preguntó Pitt.

—Es de la autopsia de lo que estoy hablando ahora —contestó Sutherland al instante—. El whisky solo me llevará un momento. No es complicado. Incluso un whisky mediocre. Es fácil de averiguar.

—Bien. Volveré —concluyó Pitt.

—Si no me encuentra aquí, estaré en mi casa —afirmó Sutherland enérgicamente—. Estaré allí a partir de las ocho más o menos.

Y sin decir nada más reanudó su estudio en el microscopio. Pitt dejó su tarjeta con la dirección de la comisaría de Bow Street sobre la mesa de mármol y se dispuso a iniciar la investigación.

Lo primero que había que determinar era si Stafford tenía la intención de volver a abrir el caso Blaine/Godman. No cabía duda de que si se había molestado en visitar a Joshua Fielding y a Devlin O'Neil al menos debía de habérselo planteado. Si el caso fuera a seguir cerrado, ¿se habría tomado el trabajo de contárselo a alguien aparte de a la propia Tamar?

¿O acaso Livesey estaba en lo cierto y su única intención era demostrar, de una vez por todas que Godman era culpable y asegurarse de que no volvieran a plantearse más interrogantes sobre el asunto ni formularse más insinuaciones relativas a un posible fallo de la justicia? Las dudas constantes, por muy triviales que fueran o por mucho que estuvieran basadas en sentimientos, viejas lealtades y amores, alteraban la confianza de la gente en la ley y en la administración de la justicia. Si la ley en sí no era merecedora de respeto, todo el mundo sufría. Sería algo natural y honroso por parte de Stafford.

Al tratar de demostrar la culpabilidad de Godman y justificar la ley, aun cuando fuera ante la propia Tamar, ¿había tropezado sin darse cuenta con alguna irregularidad? ¿Había asustado a alguien culpable de… qué? ¿Otro crimen? ¿Un pecado oculto? ¿Algún tipo de complicidad?

Por muy lamentable que fuera, había de empezar por su viuda. En consecuencia, recorrió la acera a grandes zancadas, cruzándose con elegantes damas de camino a modistas y sombrereros, criados que ejercían de recaderos, oficinistas insignificantes y pequeños comerciantes que atendían sus negocios. Era una mañana fría, gélida, y las calles bullían con el ruido de cascos de caballerías, ruedas de carruajes, gritos de cocheros y vendedores ambulantes, barrenderos, repartidores de periódicos, charlatanes cantando baladas de escándalo y drama popular.

Paró un coche y dio la dirección de la casa de Stafford en Bruton Street, cerca de Berkeley Square, que había obtenido del sargento de guardia de Bow Street. Se acomodó en el asiento a medida que el vehículo se dirigía a toda prisa hacia el oeste por Long Acre y empezó a considerar las preguntas a las que debía encontrar respuesta.

Se le ocurrió una idea de lo más desagradable: si la muerte del juez no tenía relación alguna con el caso Blaine/Godman, entonces, dado que en el momento de su muerte Stafford no estaba inmerso en ninguna otra causa, podría resultar ser un asunto privado, un temor o una venganza personal, que con toda probabilidad tendría que ver con su familia —su viuda—; quizá por dinero.

Al día siguiente sabría más, al menos si Sutherland encontraba opio en el cuerpo y en la petaca. Pero si en realidad Stafford había muerto de una enfermedad de la que nadie estaba al tanto, si su médico particular podía ofrecer alguna explicación, entonces podría olvidarse de todo el asunto. Sin embargo, esa era una esperanza que revoloteaba en algún lugar de su mente, no una solución que esperara.

No resultó difícil encontrar la casa de los Stafford. Oscuras coronas colgaban en la puerta, y crespones negros sobre las cortinas echadas. Una sirvienta pálida con sombrero y abrigo apareció en los peldaños del semisótano y echó a andar por el sendero para hacer algún recado, y un lacayo con brazalete negro cogió un cubo de carbón y cerró la puerta. Era una casa visiblemente de luto.

Pitt se apeó, pagó al cochero y se dirigió a la puerta principal.

—¿Sí, señor? —dijo la camarera con aire dubitativo. Miró a Pitt con desaprobación. A primera vista parecía un buhonero, salvo que no llevaba nada para vender. Sin embargo, sus modales reflejaban cierta seguridad, arrogancia incluso, que desmentía cualquier tentativa de congraciarse con uno. La camarera estaba aturdida y abrumada por los dramáticos acontecimientos. Las criadas eran un mar de lágrimas, el cocinero se había desmayado dos veces, el mayordomo estaba un tanto sensiblero, achispado tras pasar largo rato en la recocina con las llaves de la bodega, y el ayuda de cámara del señor Stafford parecía que hubiese visto un fantasma.

—Lamento importunar a la señora Stafford en un momento así —dijo Pitt con todo el encanto de que era capaz, que era bastante—, pero necesito hacerle unas preguntas sobre los acontecimientos de la pasada noche con el objeto de que todo se pueda solucionar lo más rápida y discretamente posible. ¿Sería tan amable de preguntarle si querría recibirme? —Rebuscó en el bolsillo y le ofreció una tarjeta, un gesto que le había recompensado en numerosas ocasiones.

La sirvienta la tomó, buscó la ocupación del visitante y no la halló. La dejó en la bandejita de plata que utilizaba a tal efecto y le indicó que esperara mientras transmitía su petición.

No pasó mucho tiempo en el sombrío recibidor, con los crespones colocados apresuradamente, antes de que la sirvienta regresara para conducirle la habitación de la parte trasera de la casa donde Juniper Stafford lo recibió. La decoración era cara, con colores cálidos y motivos estarcidos en torno a las puertas que les conferían un toque personal. Sobre una chaise longue tallada había una manta de punto en tonos rojo y ciruela, y nadie había cambiado el centro de crisantemos marchitos de la reluciente mesa.

Juniper parecía muy cansada esa mañana, y conmocionada, como si empezara a percatarse de la muerte de su esposo, con todos los cambios que ello acarrearía en su vida. A la dura luz del día su piel parecía de papel, y las diminutas manchas naturales, más pronunciadas, pero seguía siendo una mujer atractiva, de rasgos exquisitos y delicados ojos oscuros. Vestía de negro absoluto, pero la excelencia del corte, la perfecta caída del tejido en las caderas y la faja del polisón convertían su atuendo en una prenda de moda y de lo más favorecedora.

—Buenos días, señora Stafford —saludó Pitt con formalidad—. Lamento de veras importunarla de nuevo tan pronto, pero hay algunas preguntas que no pude formularle anoche.

—Por supuesto —repuso al punto—. Me hago cargo, señor Pitt. No es preciso que se explique. He sido la esposa de un juez durante bastante tiempo para comprender las necesidades de la ley. Seguramente aún no han practicado la… —Vaciló en usar la palabra, tan desagradable le resultaba.

—No, aún no. —Le ahorró tener que decir «autopsia»—. Espero que esté lista esta tarde. Entretanto me gustaría confirmar cuál era el propósito del señor Stafford al visitar a los señores O'Neil y Fielding. —Su rostro se entristeció—. Estoy algo confuso respecto a si tenía la intención de reabrir el caso Blaine/Godman o si simplemente trataba de hallar más pruebas para convencer a la señorita Macaulay de la inutilidad de su cruzada.

—Al final le han encargado el caso, ¿no? —preguntó ella, aún de pie, una mano apoyada en el respaldo de la silla tapizada.

—Me lo asignaron esta mañana.

—Me alegro. Habría sido más duro tener que tratar con alguien a quien no conozco.

Era un exquisito cumplido que Pitt aceptó como tal, agradeciéndoselo con su expresión en lugar de con palabras.

Juniper se acercó a la chimenea; sobre la repisa colgaba un óleo holandés especialmente delicado de vacas que pacían en un campo otoñal, un cielo cálido con una luz dorada tras ellas. Lo contempló por un instante antes de volverse hacia el inspector.

—¿Qué puedo decirle, señor Pitt? Mi esposo no me confiaba sus intenciones pero, por lo que dijo, supuse que había encontrado algún motivo para volver a investigar el caso. Si es cierto que lo… asesinaron —pronunció la palabra con dificultad, después de tragar saliva—, entonces he de suponer que existe una conexión entre ambos hechos. Fue un caso horrible, brutal, blasfemo. La gente puso el grito en el cielo en su día. —Se estremeció y el recuerdo le hizo apretar los labios—. Seguro que lo recuerda. Salió en todos los periódicos, según tengo entendido.

—¿Quién era Kingsley Blaine? —preguntó el inspector. No había olvidado la sensación de horror que le sobrevino cuando ella habló de Farrier’s Lane, pero era poco lo que le venía a la memoria, ningún detalle, ningún rostro tras los nombres.

—Un hombre joven bastante corriente de una familia acomodada —contestó la señora Stafford, que permanecía junto a la chimenea y miraba más allá de Pitt, en dirección a la ventana. Las cortinas estaban corridas en señal de luto—. Con dinero, claro está, pero no aristócrata. Él y su amigo, Devlin O'Neil, fueron al teatro esa noche. Hay quien dice que tuvieron alguna diferencia de opinión, pero más tarde se demostró que no fue importante. Se trataba únicamente de dinero, una pequeña deuda o algo similar. Nada cuantiosa. —Se miró el anillo de granates y lo hizo girar lentamente a la luz.

—El señor O'Neil fue sospechoso durante un tiempo, ¿no es así? —inquirió Pitt.

—Pura rutina, creo —respondió ella.

—Pero el señor Stafford le visitó ayer.

—Sí. No sé por qué. Quizá pensaba que tal vez sabía algo. Después de todo, el señor O'Neil estuvo allí aquella noche.

—¿Cuál es el papel de Aaron Godman en esta historia?

Juniper dejó caer las manos y miró de nuevo en dirección a la ventana, como si a través de las cortinas pudiera ver el jardín y la calle.

—Era actor. Aquella noche estaba actuando en el teatro. Dicen que tenía talento. —Su voz se alteró levemente, pero él no podía calibrar el significado de tal cambio—. Blaine tenía una aventura con Tamar Macaulay y se quedó hasta tarde entre bastidores. Cuando se marchaba, alguien le dio una nota en la que se le pedía que se reuniera con O'Neil en una casa de juego. Nunca llegó allí, ya que cuando atravesaba Farrier’s Lane, de camino, fue asesinado y crucificado en la puerta de las caballerizas, con clavos de herrador. —Experimentó un escalofrío y tragó saliva como si se le hubiera obstruido la garganta—. Dicen que lo hirieron en el costado, como a Nuestro Señor —continuó en un susurro—.

En un periódico se afirmaba que confeccionaron una corona de clavos viejos y se la colocaron en la cabeza.

—Ahora me acuerdo —dijo el inspector—.Había olvidado los detalles concretos.

Juniper hablaba con tono reservado, en voz muy baja, contenida, llena de temor, con un retraimiento del cuerpo como si la emoción siguiera siendo tan vivida en ella como debió de haberlo sido cinco años atrás.

—Fue muy desagradable, señor Pitt. Fue como si algo hubiera salido de una pesadilla y adoptado una forma viviente. Toda la gente que conozco quedó tan horrorizada como nosotros. —Incluyó inconscientemente a su esposo—. Hasta que ahorcaron a Godman, apenas si podíamos pensar en otra cosa. Se inmiscuía en todo como una oscuridad, como si pudiera emerger de Farrier’s Lane y ese horrible patio para fustigarnos y crucificarnos a todos. —Se estremeció como si ni siquiera esa sala fuera del todo segura.

—Todo ha terminado, señora Stafford —dijo Pitt con amabilidad—. Ya no hay necesidad de preocuparse, no deje que la atormente.

—¿Es eso cierto? —Se volvió para mirarle a la cara. Abrió de par en par sus oscuros ojos, aún temerosos, y su voz se tiñó de dureza y miedo—. ¿Usted cree? ¿No fue por eso por lo que asesinaron a Samuel?

—No lo sé. El señor Livesey parece pensar que el señor Stafford estaba bastante convencido de que el veredicto fue correcto. Simplemente quería hallar más pruebas a fin de que incluso Tamar Macaulay se persuadiera y lo dejara estar. Por el bien público.

Ella estaba muy quieta, el cuerpo rígido bajo el vestido negro.

—Entonces ¿quién mató a Samuel? —preguntó con voz queda—. Y por el amor de Dios, ¿por qué? Ninguna otra cosa tiene sentido. Ocurrió inmediatamente después de que esa mujer viniera aquí y de que él fuera a hablar con O'Neil y con Joshua Fielding sobre las pruebas. ¿Cree… cree que quizá fue uno de ellos el que mató a Kingsley Blaine y que tenía miedo de que Samuel supiera algo… y de que fuera a demostrarlo?

—Es posible —reconoció Pitt—. Señora Stafford, ¿se le ocurre algo que dijera que pueda ayudarnos a averiguar lo que sabía? Incluso lo que pretendía hacer; eso ayudaría.

Juniper guardó silencio por unos instantes, el semblante grave, ensimismada.

Pitt aguardó.

—Parecía tener la sensación de que era extremadamente urgente —dijo por fin la mujer. Una profunda angustia se reflejaba en su rostro—. No habría vuelto a ver a Devlin O'Neil, alguien tan cercano a la familia del hombre asesinado, y un amigo personal, a menos que supiera que tenía nueva información o pruebas. Yo… yo solo sé, por su conducta, que había averiguado algo. —Miró fijamente al inspector, totalmente concentrada—. Es normal que no me lo comentara. No habría sido correcto, y de todos modos yo desconocía los detalles. Lo que sabía era del dominio público. Todo el mundo hablaba de ello. Era imposible toparse con un amigo o un conocido en alguna parte, en la ópera o en un restaurante, sin que saliera a relucir en la conversación al cabo de unos minutos. Una terrible indignación lo invadía todo, señor Pitt. No fue un crimen común.

—No. —Pitt pensó en el sombrío aire de miedo y prejuicio que soplaría procedente de Farrier’s Lane, manchado de sangre, y se colaría incluso en los salones de Londres y en los circunspectos clubes de caballeros, tapizados de raso, con el tintineo del cristal y el aroma del humo de los puros.

—No lo fue, se lo aseguro. —Ahora había en ella cierta perentoriedad, como si pensara que él dudaba de su palabra—. Nunca he visto semejante furia por un crimen; a excepción de los asesinatos de Whitechapel, naturalmente. Y aun así, en este había un componente de blasfemia que indignó a la gente de forma distinta. Incluso personas benévolas y pías deseaban verlo ahorcado.

—Salvo Tamar Macaulay —observó él.

Juniper hizo una mueca de dolor.

—La idea de que ella pudiera tener razón es abominable, ¿no es cierto?

—-Sí —convino Pitt con una repentina emoción—. En muchos sentidos, mucho peor que el crimen original.

Juniper lo miró sin comprender.

—El asesinato de Kingsley Blaine fue el asesinato de un hombre —explicó el inspector con una sonrisa amarga—. El asesinato, por así decirlo, de Aaron Godman fue la lenta pasión judicial provocada por el miedo y la ira, y también por el error, de una nación y de lo que pretende ser el sistema judicial que practica. Que existan criminales es un triste hecho de la humanidad. Que existan leyes que, llevadas al límite, infligen un castigo irreparable a un inocente para apaciguar nuestros propios temores constituye una tragedia de un orden mucho mayor. Todos nosotros consentimos; todos nosotros estamos involucrados.

Juniper estaba muy pálida, los ojos hundidos, el cuello en tensión.

—Señor Pitt, ¡eso es… es sencillamente espantoso! Pobre Samuel. Si era eso lo que temía, no es de extrañar que se mostrara tan alterado.

—¿Estaba alterado?

—Oh, sí, llevaba algún tiempo nervioso por culpa del caso. —Bajó la vista a la exquisita alfombra—. Como es natural, yo no estaba segura de si simplemente temía que la señorita Macaulay fuese a revivir el caso ante la opinión pública e intentase desprestigiar la ley.

Ni que decir tiene que eso le habría preocupado sobremanera. —Miró a Pitt a los ojos—. Amaba la ley. Le había dedicado la mayor parte de su vida y la reverenciaba sobre todas las cosas. Era como una religión para él.

El inspector vaciló. La siguiente idea que le vino a la cabeza era difícil de expresar sin ofenderla.

Ella lo miraba de hito en hito, a la espera de que hablara, aún con una expresión de miedo en los ojos.

—Señora Stafford —comenzó él con torpeza—, no sé cómo preguntarle… y no deseo ofenderla, pero… pero ¿es posible que… que su esposo pretendiera proteger la reputación de la ley… ante los ojos de la gente…? —Se interrumpió.

—No, señor Pitt —aseguró ella en voz baja—. Usted no conocía a Samuel, de lo contrario no necesitaría hacer esa pregunta. Era un hombre íntegro. Si tenía pruebas adicionales que lo hacían pensar que tal vez Aaron Godman no fuera culpable, lo habría hecho público sin importarle el peligro que ello supusiera para la reputación de la ley, o del abogado concreto o del juez que dictó sentencia, o de sí mismo incluso. Mas si tenía tales pruebas, a buen seguro ya las habría dado a conocer. Creo que quizá solo sospechaba algo, y ahora que se ha… ido… tal vez nunca lleguemos a saber de qué se trataba.

—A no ser que volvamos sobre sus pasos —repuso el inspector—. Y si es necesario, eso es lo que haré.

—Gracias, señor Pitt. —Se obligó a sonreír—. Ha sido usted muy considerado, y tengo fe en que llevará todo este asunto de la mejor manera posible.

—Desde luego lo intentaré —afirmó el inspector, consciente ya de que sus averiguaciones bien podrían alejarse de lo que ella deseaba o preveía. No sería sencillo enterarse de qué había descubierto Samuel Stafford tanto tiempo después del suceso que había causado a alguien semejante terror como para recurrir a su vez al asesinato. Contempló su atractivo rostro, de cejas oscuras y facciones bien proporcionadas, y percibió la calma en sus ojos por vez primera desde que la viera en el palco del teatro mirando al escenario, antes de que enfermara Stafford. Se sintió culpable, pues ella había depositado en él una confianza a la que dudaba fuera capaz de hacer honor.

Se despidió con premura, ya que se sentía incómodo, y tras una enérgica caminata tomó un coche de vuelta a la zona este, hasta el despacho de Adolphus Pryce, abogado de la Corona. Se encontraba en uno de los principales colegios de abogados, cerca de Old Bailey, y el lugar, con las paredes revestidas en roble, bullía de pasantes y subalternos con los dedos manchados de tinta y expresión grave. Un caballero de cierta edad, de largas patillas blancas y aire solemne, salió a su encuentro mirándolo por encima de sus quevedos dorados.

—Dígame, ¿qué podemos hacer por usted? —preguntó—. ¿Señor…?

—Pitt, inspector Thomas Pitt, de la comisaría de Bow Street. Me encuentro aquí en relación con la muerte del juez Stafford la pasada noche.

—Una noticia terrible. —El empleado meneó la cabeza—. Muy repentina, a decir verdad. Ni siquiera sabíamos que el pobre hombre estaba enfermo. ¡Qué conmoción! Y en el teatro… No es el lugar más recomendable para abandonar este valle de lágrimas, no señor, no. No obstante, lo que no se puede cambiar ha de soportarse de la mejor manera posible. Lamentable. Pero… —Tosió secamente—. ¿En qué modo afecta eso a este despacho? El señor Stafford era juez del tribunal de apelación, no abogado. Y en la actualidad no tenemos con él ningún caso, de eso estoy bastante seguro; es mi cometido saberlo.

El inspector cambió de enfoque.

—Sin embargo, lo tuvieron en el pasado, ¿no?

El hombre alzó sus encanecidas cejas.

—Desde luego. Hemos llevado casos ante la mayoría de los jueces de la judicatura, tanto de lo penal como del tribunal de apelación. Supongo que igual que los demás despachos acreditados de Londres.

—Estaba pensando en el caso de Aaron Godman.

De repente se hizo el silencio. Una docena de plumas dejó de moverse y un subalterno con un libro mayor en las manos se quedó inmóvil.

—¿Aaron Godman? —El oficinista repitió el nombre—. ¡Aaron Godman! Ah, eso fue hace algún tiempo, al menos cinco años. Pero está usted en lo cierto, por supuesto. El señor Pryce se encargó de la acusación y obtuvo una condena. Fue al tribunal de apelación, creo que ante el señor Stafford, entre otros. Por lo general hay cinco jueces en la apelación, pero seguro que usted ya lo sabe.

El subalterno del libro mayor reanudó su camino y las plumas empezaron a moverse de nuevo, pero se notaba que la sala permanecía a la escucha, aunque nadie se girara o mirara a Pitt.

—¿Por casualidad se acuerda de quiénes eran? —preguntó.

—Por casualidad no, por memoria —respondió el hombre—. Además del propio señor Stafford, los señores Ignatius Livesey, Morley Sadler, Edgar Boothroyd y Granville Oswyn. Sí, así es. Creo que el señor Sadler ha abandonado la judicatura, y me he enterado de que el señor Boothroyd pasó a la Sala de la Cancillería. Seguro que el caso ya no reviste interés. Si mal no recuerdo, se desestimó la apelación. Realmente no había motivos para que volviera a abrirse el caso, ninguno. No señor, no. El juicio se llevó a cabo con absoluta corrección y no cabe duda de que no había pruebas adicionales.

—¿Está usted hablando de la apelación?

—Naturalmente. ¿De qué si no?

—He oído que el señor Stafford seguía interesado en el asunto y había vuelto a entrevistarse con algunos de los principales testigos en los últimos días.

De nuevo la escritura cesó y se produjo un silencio espinoso.

—¿De veras? No tenía noticia. —El empleado parecía bastante desconcertado—. No acierto a comprender qué significa eso. Sin embargo, no concierne a este despacho, señor… eh… señor Pitt, ¿no es así? Eso es… señor Pitt. Nosotros llevamos la acusación, no la defensa. De eso se encargó, si mal no recuerdo, el señor Barton James, de Finnegan, James y Mulhare, en Fetter Lane. —Frunció el entrecejo—. De todos modos es curioso que el señor Stafford estuviera investigando este asunto. Si en verdad salieran a la luz nuevas pruebas, me atrevería a pensar que debería hacerse cargo de ellas el señor James. Si es que son relevantes.

—La señorita Macaulay, la hermana de Godman, apeló personalmente al señor Stafford —explicó Pitt.

—Cierto, qué lástima. Una joven de lo más tenaz, totalmente equivocada. —El hombre meneó la cabeza—. Lamentable. Actriz, creo. Muy lamentable. Bien, señor Pitt, ¿qué podemos hacer por usted?

—¿Podría ver al señor Pryce, si se encuentra disponible? Se hallaba en el teatro anoche y el señor Stafford también le visitó por la tarde. Tal vez pueda facilitarnos alguna información que arroje más luz sobre la muerte del juez.

—Ciertamente. Era amigo personal del señor y la señora Stafford; es posible que el señor Stafford le confiara sus preocupaciones por su salud. En este momento está con un cliente, pero no creo que tarde mucho. Si tiene la bondad de tomar asiento, le notificaré que está usted aquí. —Y diciendo eso hizo una ligera reverencia, un movimiento rígido, como un cuervo negro que estuviera a punto de picotear algo y cambiara de opinión.

Pitt lo vio alejarse entre los escritorios, los legajos, los taburetes de altos respaldos en los que jóvenes aplicados se inclinaban sobre libros, garabateando diligentemente. Ninguno alzó la vista al pasar él.

El empleado tardó más de un cuarto de hora en volver para informarle de que el señor Pryce ya estaba libre y conducirlo hasta el despacho, profusamente ornado, en el que cómodas y librerías de roble talladas albergaban una biblioteca de libros de leyes, y el tenue brillo de la madera encerada reflejaba la calidez del fuego. Dos ventanas provistas de pesados cortinajes asomaban a un pequeño patio sombreado. El único árbol lucía ya los brillantes colores otoñales y la hierba pedía a gritos una siega.

La luz del sol incidía en un escritorio muy formal, con incrustaciones de piel, provisto de tinteros de ónice y cristal, y un soporte para plumas, sellos, abrecartas, velas y arenilla. Un expediente, anudado con un lazo, descansaba aún en una de las relucientes esquinas de la mesa.

Adolphus Pryce parecía nervioso. Vestía a la última, con levita negra, pantalones de rayas y chaleco de corte exquisito. Poseía una elegancia natural y un porte que hacían parecer sus ropas aún más costosas de lo que probablemente eran.

—Buenas tardes, señor Pitt —saludó con un amago de sonrisa que, sin embargo, se extinguió en sus labios casi antes de nacer. Tenía aspecto de haber dormido poco—. Withers me ha dicho que ha venido por lo del pobre Stafford. No estoy seguro de que pueda contarle nada más, pero naturalmente tendré mucho gusto en intentarlo. Se lo ruego, tome asiento. —Señaló con la mano el gran sillón de piel verde cercano a Pitt.

Este aceptó, se reclinó y cruzó las piernas como si tuviera intención de quedarse algún tiempo. Vio que la preocupación se intensificaba en el rostro de Pryce cuando también él se sentó.

—El señor Stafford vino a verle, ayer —comenzó el inspector, sin estar seguro de cuál era el mejor modo de obtener la información que quería, sin estar seguro, a decir verdad, de si Pryce la tenía—. ¿Puede decirme el motivo? Soy consciente de que no puede violar el derecho a la confidencialidad de un cliente, pero el propio señor Stafford ha muerto, y el caso Godman es de dominio público.

—Por supuesto. —Pryce se recostó un tanto en el asiento y juntó la yema de los dedos en actitud pensativa—. A decir verdad vino solo por el caso Godman. Ni que decir tiene que intercambiamos las cortesías de rigor. —Volvió a sentirse incómodo por un instante—. Nosotros nos… nos conocemos desde hace algún tiempo. Pero el motivo de su visita fue su preocupación… mejor dicho, su intención de actuar con respecto a ese caso.

—¿Actuar? ¿Le dijo eso?

—Sí… así es. —Pryce le miró fijamente. Era un hombre de considerable encanto y aplomo, rasgos aristocráticos y la suficiente personalidad para perdurar de forma inconfundible en la memoria.

—¿Volver a estudiar la apelación? —insistió Pitt—. ¿Basándose en qué?

—Ah, no lo mencionó, al menos no de forma explícita.

—¿Por qué acudió a usted, señor Pryce? ¿Qué quería que hiciera?

—Nada. Nada en absoluto. —Pryce se encogió de hombros ligeramente—. En realidad se trataba de una muestra de cortesía, ya que fui el fiscal en su momento, y supongo que tal vez se preguntaba si yo mismo albergaba alguna duda.

—Si tenía la intención de volver a estudiar la apelación, señor Pryce, o bien había hallado alguna infracción de la debida diligencia en el juicio original o nuevas pruebas, ¿no es cierto? De lo contrario no habría motivo para volver a sacar a la luz este asunto.

—Cierto. Muy cierto. Le aseguro que el juicio se llevó a cabo con absoluta corrección. El juez fue el señor Thelonius Quade, un hombre de la máxima integridad y talento más que suficiente para no cometer un desafortunado error. —Suspiró—. Por lo tanto, la conclusión inevitable parece ser que el señor Stafford había hallado nuevas pruebas. Sí me dio a entender que tenía que ver con el testimonio médico del primer juicio, pero no me dijo de qué se trataba. Asimismo insinuó que tenía la sensación de que había algo más sin resolver, pero no dio más explicaciones.

—¿Las pruebas de la autopsia de Blaine?

—Supongo. —Pryce alzó exageradamente las cejas—. Se me ocurre que es posible que se refiriera a algún reconocimiento de Godman, si bien ignoro cuál podría ser la relación.

Pitt se sorprendió.

—¿Es que había pruebas médicas de Godman?

—Oh, algo muy inquietante. Cuando acudió al juicio se hallaba en un estado lamentable. Presentaba algunas magulladuras y laceraciones en extremo desagradables en el rostro y los hombros, y una grave cojera.

—¿Una pelea? —Pitt estaba abrumado. Nadie había hablado de defensa propia; a él ni siquiera se le había ocurrido—. ¿No lo mencionó Barton James durante el juicio?

—No. La alegación de la defensa fue que no era culpable, que no lo hizo Godman, sino otra persona o personas desconocidas. Ni siquiera se hizo la más mínima insinuación de que Blaine y Godman se pelearan y el primero muriera a consecuencia de la trifulca. —La repugnancia asomó a su rostro—. A decir verdad, resultaría difícil justificar que Godman claveteara al pobre desgraciado a la puerta de las caballerizas. Es un acto macabro… espantoso. Creo que cualquier jurado del país lo encontraría indefendible, independientemente de la provocación, fuera del tipo que fuese.

—¿Es eso lo que usted habría hecho de haber estado en la defensa en lugar de en la acusación, señor Pryce? —preguntó el inspector—. ¿Habría afirmado que no fue su cliente y silenciado lo de la pelea?

Pryce se mordió el labio superior, pensativo.

—Es difícil de decir, señor Pitt. Creo que, en general, habría recurrido a la defensa propia; habría tenido más posibilidades que declarándose no culpable. Godman fue visto en la zona en torno a la hora del asesinato. Una florista lo identificó y él no negó que se encontrara allí, se limitó a decir que en realidad había sido media hora antes. Otros incluso lo vieron salir de Farrier’s Lane momentos después del asesinato, y con sangre en la ropa.

—¡Sin embargo el señor Barton James optó por negarlo rotundamente! —Pitt no daba crédito. Era incomprensible—. ¿Deseaba el señor Stafford reabrir el caso basándose en la incompetencia de la defensa? No cabe duda de que ahora difícilmente se puede rectificar. Las únicas personas que podrían decirnos si se produjo una pelea, y lo que sucedió, son Blaine y Godman, y ambos están muertos.

—En efecto —reconoció Pryce con tristeza—. Me temo que son meras conjeturas y no se me ocurre modo alguno de que pueda ir más allá.

—Sin embargo, afirma que el señor Stafford parecía pensar que tenía sentido perseverar —señaló Pitt—. Por cierto, ¿por qué se supone que Godman mató a Blaine? ¿Qué motivo tenía?

—Oh, sórdido. —Pryce frunció levemente el entrecejo—. Era judío, ya lo sabe, como también lo es su hermana. Blaine tenía una aventura con ella, o al menos eso se dijo. No cabe duda de que la cortejaba con cierto empeño, y esa misma noche le había regalado un collar de considerable valor que había pertenecido a su suegra. —Su rostro se ensombreció—. Una estupidez, de pésimo gusto. Bien, a Godman le ofendían sobremanera las atenciones de Blaine hacia su hermana, consciente como era de que no tenía la menor intención de casarse con ella… Aparte del hecho de que ella era judía, y actriz, el propio Blaine ya estaba casado.

—¿Y Godman llegó a ese extremo en defensa de su hermana? —Pitt estaba sorprendido. Conociendo a Tamar Macaulay, le resultaba difícil imaginarla como una víctima romántica, necesitada de la protección de su hermano. Pero, pensándolo bien, el amor puede poner en ridículo incluso a la gente más firme, y la fortaleza de carácter o la determinación no suponen protección alguna; de hecho, en ocasiones el más poderoso puede ser el más vulnerable.

—Así es. —Pryce asintió con la cabeza—. Fue un asunto de honor familiar y también de honor religioso y racial. Igual que a nosotros nos horrorizaría que una de nuestras hijas mantuviera una relación con un judío, parece ser que a ellos les espanta que uno de los suyos se relacione con alguien no judío. —Se acomodó algo más en la silla—. Con un poco de imaginación supongo que podríamos comprender su punto de vista. Sea como fuere, esa es la razón por la que Godman mató a Blaine; y seguro que no sería el primero en apuñalar al seductor de su hermana.

—No —concedió el inspector—. Desde luego que no. Sin embargo, eso no se utilizó nunca en su defensa, ¿no es así?

Pryce sonrió.

—Dudo que la sociedad hubiese aceptado la virtud de la señorita Macaulay como motivo suficiente para justificar el asesinato, señor Pitt. Me temo que hubiese sido objeto de chanza fuera del tribunal.

—¿Tan mancillada está su reputación?

—En absoluto. Es la reputación de las actrices en general. Y no creo que un jurado no judío contemplara con benevolencia la excusa de que él no quería que ella aceptara los favores de un amante no judío porque eso contaminaría la pureza de su sangre. —En su rostro se dibujó una expresión desabrida—. Si hubiera que crucificar a todo el que ha cortejado a una judía atractiva, necesitaríamos más cruces de las que hay en Roma… ¡y nuestros bosques se verían amenazados!

—Sí. —Pitt se metió las manos en los bolsillos—. Un caso extremadamente desagradable, en resumidas cuentas, y que no goza en absoluto de la compasión ajena. Me sorprende que la señorita Macaulay se salvara de la quema y aún siga teniendo público en el teatro.

Pryce se encogió de hombros.

—Creo que lo pasó mal durante un tiempo, pero cuando ahorcaron a Godman y nadie afirmó que ella tuviera algo que ver, la gente quedó satisfecha y decidió perdonarla. —Tendió la mano distraídamente y sus largos dedos acariciaron la suave superficie de la escribanía de jaspe—. Y contra toda lógica, eran muchos los que admiraban en secreto la lealtad hacia su hermano, aun cuando al mismo tiempo desearan colgarlo de la horca más alta del país. Si le hubiera dado la espalda, la habrían tachado de traidora. Parecía que ella realmente creía en la inocencia de su hermano, y la gente optó por aceptar que la señorita Macaulay era inocente de todo salvo de enamorarse de un hombre que nunca se habría casado con ella.

—Perdió a su amante y a su hermano en un acto —sentenció Pitt, ceñudo.

—Eso parece —convino Pryce.

—Pero usted ha dicho que aceptó una valiosa joya de él, una reliquia de familia.

—Ella sostiene que la lució aquella noche, en la cena, y que luego insistió en que él se la quedara.

—¿Y se la quedó? —preguntó Pitt.

Pryce pareció sorprendido.

—No tengo ni idea. No la llevaba encima. Quizá la señorita Macaulay se deshiciera de ella para dar credibilidad a su historia. Que yo sepa, no se ha vuelto a saber nada de ese collar desde entonces. —En su rostro apareció un atisbo de esperanza—. Quizá Stafford averiguara algo al respecto. Tendría bastante más sentido que lo de unas pruebas puramente médicas de Godman que nunca podrán verificarse. A decir verdad, es una idea bastante plausible.

—¿Quién estaba al tanto de lo del collar? —preguntó el inspector, cuya mente pergeñaba posibilidades, nuevos hilos de los que Stafford pudiera haber tirado hasta aproximarse a una verdad oculta hasta entonces y asustar a alguien tanto como para cometer un asesinato—. No pudo transcurrir mucho tiempo desde que se lo dio hasta que Blaine abandonó el teatro.

—No, es cierto —corroboró Pryce al instante—. Así lo atestiguó la ayudante de camerino de la señorita Macaulay, Primrose Walker. Ella vio cómo Blaine se lo entregaba y le oyó decirle que llevaba años en su familia; de hecho, había pertenecido a su suegra. La señorita Macaulay afirma que ese es el motivo por el que se lo devolvió pero, para su desgracia, no hay pruebas que lo respalden. A menos, por supuesto, que Stafford hallara algo.

—¿No se lo habría dicho a usted?

—No tenía por qué. Yo era el fiscal, señor Pitt, no el defensor. Bien podría haber pensado en decírselo a Barton James tan pronto como estuviera seguro de los hechos. A decir verdad, sí mencionó que tenía la intención de ir a ver a James próximamente. —Miró a su interlocutor con gravedad, pero su rostro reflejaba un creciente entusiasmo—. Eso explicaría muchas cosas que de lo contrario resultan de lo más extrañas. —Calló, como si temiera haber dicho demasiado, y esperó a que Pitt hablara.

—¿No se percató la policía de la ausencia del collar en su momento? —inquirió el inspector, que seguía dando vueltas a los hechos en la cabeza.

—No, no que yo recuerde —respondió Pryce lentamente—. Tal vez se percatara, pero no apareció entre las pruebas durante el juicio. La señorita Macaulay afirmó que se lo había devuelto a Blaine y creo que simplemente no la creyeron, suponiendo que se lo había quedado (era bastante valioso), o bien que lo había dicho para ayudar en la defensa de su hermano.

—¿Sirvió de algo?

Pryce se encogió de hombros con tristeza.

—En absoluto. Como le he dicho, no la creyeron. Tal vez le debamos una disculpa. —Su rostro reflejaba remordimiento, incluso cierto dolor—. Me temo que en su momento insinué que era de dudosa reputación en ese aspecto y que diría cualquier cosa para intentar sembrar la duda sobre la culpabilidad de su hermano. Dadas las circunstancias, no es una suposición descabellada, pero quizá no sea cierta después de todo. —Torció el gesto—. Es una idea muy desagradable, señor Pitt, pensar que uno pueda haberse servido del propio talento para llevar a la horca a un hombre inocente. El argumento de que así es este trabajo no siempre resulta satisfactorio.

Pitt sintió por él una instintiva compasión, y le vinieron a la memoria con absoluta claridad recuerdos propios de lo más hirientes. Le caía bien Pryce, y sin embargo había algo que lo inquietaba, algo apenas perceptible, demasiado amorfo para nombrarlo.

—Lo entiendo —dijo—. Yo me enfrento a lo mismo.

—Claro, claro —convino Pryce—. Ojalá pudiera decirle más, pero eso es todo cuanto sé. Dudo que el señor Stafford supiera mucho más, pues de lo contrario lo habría mencionado. —Se interrumpió. Una sombra en sus ojos deslucía la natural serenidad de su semblante—. Yo… eh… lo siento. Era un amigo íntimo.

—Comprendo sus sentimientos. —Pitt habló porque la situación parecía requerirlo. No solía sentirse incómodo o falto de palabras. Se había enfrentado tantas veces a las pérdidas de los demás que, aunque nunca habían dejado de importarle, había aprendido a saber qué decir. Había algo en Pryce que lo confundía, al igual que lo había, pensándolo bien, en Juniper Stafford. Quizá solo fuera el natural afán de dar con la solución lo antes posible, de evitar el escándalo, las conjeturas desagradables o estúpidas, de modo que la gente pudiera recordar a Stafford con honor y afecto, y el horrible hecho del asesinato pudiera desvanecerse en alguna otra cosa, una tragedia de la que se hiciera cargo la ley.

—Gracias por su tiempo, señor Pryce. —El inspector se puso en pie—. Ha sido muy generoso y me ha dado mucho en que pensar. No cabe duda de que el señor Stafford habría tenido motivo para seguir la pista a ciertos aspectos del caso Blaine/Godman y de que hay pruebas que indican que eso es lo que pretendía. Si el informe del forense así lo requiere, yo mismo los analizaré.

Pryce también se levantó y le tendió la mano.

—No hay de qué. Por favor, hágame saber si le puedo ser de más ayuda, si hay algo más que necesite saber del caso.

—Naturalmente. Gracias.

Pryce lo acompañó hasta la puerta, la abrió y el obediente oficinista lo condujo hasta la calle.

No obstante, cuando Pitt visitó al juez Livesey en su despacho a primera hora de la tarde, se topó con una respuesta completamente distinta. Livesey lo recibió de buena gana; a decir verdad parecía estar esperándolo. Sus habitaciones eran espaciosas, el sol otoñal se reflejaba en el lustroso mobiliario con incrustaciones, un buró de exquisita marquetería de maderas tropicales, sillones de piel color vino, dos jarrones con crisantemos. Una librería baja sostenía dos magníficos bronces, y sobre la repisa de la chimenea descansaba un reloj engastado en mármol.

—Me temo que todo eso no es más que un disparate —comentó Livesey con una sonrisa en respuesta a las primeras observaciones de Pitt sobre el caso. Se reclinó en su sillón y lo miró con aire tolerante—. Stafford era un hombre inteligente y profundamente responsable. Un hombre versado en leyes, que comprendía su deber. Un juez, en particular un juez del tribunal de apelación, desempeña un papel de especial importancia, señor Pitt. —Tenía una expresión de profunda, reposada seguridad—. Somos el último recurso con que cuenta el convicto para obtener clemencia o la reparación de una sentencia en exceso severa o errónea. Asimismo, somos la voz final del pueblo para sellar un veredicto por siempre jamás. Se trata de una responsabilidad monumental y no podemos permitirnos un error. Stafford era consciente de ello, como lo somos todos nosotros. —Miró a Pitt con una creciente sonrisa en los labios—. No sé por qué la gente dice que sin la ley no seríamos mucho mejores que los salvajes. Seríamos mucho peores. Los salvajes tienen leyes, señor Pitt, leyes por lo general muy estrictas. Hasta ellos entienden que no hay sociedad alguna que pueda funcionar sin ellas. Sin ley reina la anarquía, el diablo arrasa la tierra, nos aniquila uno a uno, al débil y al fuerte por igual. —Apretó los labios—. Todos nosotros somos vulnerables en ocasiones. No se trata solo de justicia; a fin de cuentas se trata de la propia supervivencia. —Sus ojos serenos no se apartaban del inspector—. Sin ley, ¿quién protegerá a la madre y al hijo, la fuerza del mañana? ¿Quién protegerá a los genios, al inventor, al artista que enriquece al mundo pero que carece del poder económico o de la capacidad física para defenderse? ¿Quien protegerá a los sabios que han envejecido y podrían sucumbir ante los poderosos y los necios? ¿Y quién protegerá a los fuertes de sí mismos?

—He pasado toda mi vida adulta al servicio de la ley, señor Livesey —afirmó Pitt sosteniéndole la mirada—. No es preciso que me convenza de su importancia. Tampoco dudo del servicio que le prestó el señor Stafford.

—Lo siento —se disculpó Livesey—. No me he explicado bien. No está familiarizado con el caso Godman, que fue más desagradable que de costumbre. Si lo conociera tanto como yo, también usted estaría seguro de que recibió un trato justo y correcto en su momento. —Desplazó un tanto su imponente peso en el sillón—. No hubo vicio alguno en el veredicto, y Stafford lo sabía, al igual que todos nosotros. Se hallaba alterado porque Tamar Macaulay no estaba dispuesta a dejar el asunto. —Su rostro se ensombreció—. Una mujer muy imprudente, por desgracia. Obsesionada con la idea de que su hermano no era culpable, cuando todos los demás tenían claro que lo era. De hecho, no había ningún otro sospechoso importante.

—¿Ni siquiera su amigo…? —Pitt se vio obligado a hacer una pausa para recordar su nombre—. ¿El señor O'Neil? ¿No se peleó con Blaine aquella noche?

—¿Devlin O'Neil? —Livesey abrió los ojos como platos; eran de un azul claro poco común en un hombre de su edad—. No cabe duda de que tuvieron discrepancias, pero «pelea» es una palabra excesiva. Tuvieron sus diferencias con respecto a quién había ganado o perdido una apuesta trivial. —Movió su pesada, poderosa mano rechazando la idea—. Solo se trataba de unas pocas libras, una cantidad que cualquiera de ellos podía permitirse de sobra. No es algo por lo que un hombre asesine a su amigo.

—¿Cómo lo sabe? —inquirió Pitt, igualmente afable.

—Yo era uno de los jueces del tribunal de apelación —afirmó Livesey frunciendo ligeramente el entrecejo—. Huelga decir que estudié atentamente las pruebas del juicio.

La pregunta del inspector le había dejado perplejo, tan obvia parecía la respuesta.

Pitt sonrió, paciente.

—Me hago cargo, señor Livesey. Quería saber de quién es el testimonio, ¿de O'Neil?

—Naturalmente.

—Eso no prueba gran cosa.

Una sombra de oscuridad y sorpresa atravesó el rostro de Livesey. Obviamente no se lo había planteado de esa forma.

—No había razón para dudar de él —aseguró con cierta irritación—. Sus diferencias de opinión fueron presenciadas por otras personas que declararon ante la policía cuando investigaba el asesinato. Se pidió a O'Neil que diera una explicación, lo que hizo para satisfacción de todo el mundo, salvo al parecer de usted.

—O posiblemente del señor Stafford; quería volver a ver a O'Neil.

—Eso no significa que dudara de él, señor Pitt. —Se encogió un tanto de hombros—. Como ya le he dicho, Stafford no pretendía en modo alguno reabrir el caso Blaine/Godman. No hay motivo para cuestionar ningún aspecto del mismo. El juicio se desarrolló de forma ejemplar y no existe ninguna prueba nueva. —Sonrió al tiempo que tamborileaba con los dedos en la sobremesa de piel del escritorio—. Stafford no contaba con pruebas nuevas. Él mismo habló conmigo ayer. Tenía la intención de volver a demostrar la culpabilidad de Godman, más allá incluso de la capacidad de Tamar Macaulay para ponerla en tela de juicio. —Miró fijamente a Pitt—. Por el bien de todos, incluso el suyo propio, la señorita Macaulay debería aceptar de una vez por todas la verdad y permitirse a sí misma centrar su atención en su propia vida, su profesión o lo que quiera que considere valioso. En cuanto al resto de nosotros, deberíamos dejar de dudar de la ley y de cuestionar su eficacia o su integridad.

—¿Eso le dijo? —preguntó Pitt, invadido por la incertidumbre, sopesando lo que habían dicho Juniper Stafford y Pryce—. ¿Ayer mismo?

—No exactamente ayer —aclaró Livesey con paciencia—. A lo largo del tiempo, y ayer no cambió nada. Lo reafirmó, tanto por lo que dijo como por lo que dejó de decir. No había cambiado de opinión y no cabe duda de que no había descubierto nada nuevo.

—Entiendo. —Pitt habló solo para demostrar que había oído. En realidad no entendía nada. Pryce se mostraba tan seguro de que Stafford tenía la intención de volver a abrir el caso… y ¿por qué iba a estar interesado en que Pitt lo creyera si no era cierto? Pryce había llevado la acusación y parecía sentirse en cierto modo responsable de la condena. No querría que ahora fuera revocada.

Sin embargo, si Stafford no pretendía reabrir el caso, ¿por qué alguien habría de matarlo?

Quizá no lo habían asesinado y se trataba de alguna extraña enfermedad con síntomas similares a los del envenenamiento que ni él mismo conocía o bien había decidido ocultar a su esposa, posiblemente sin ser consciente de su gravedad.

Livesey parecía estar leyéndole el pensamiento. Su rostro se tornó grave, todo rastro de impaciencia se desvaneció, como si hubiese sido trivial, algo momentáneo y carente de importancia. Ahora había vuelto a la realidad, una realidad que le preocupaba.

—Si no iba a reabrir el caso, ¿por qué habrían de matarlo? —inquirió Livesey con voz queda—. Una pregunta justificada, señor Pitt. No tenía previsto reabrir el caso, e incluso si hubiera pensado hacerlo, no hay nadie que tenga motivos para temerlo, salvo la propia Tamar Macaulay, ya que ello habría vuelto a despertar el clamor popular, para deshonra de su hermano, y la gente volvería a recordar todo el asunto. No es posible que ella quiera eso cuando no cabe esperar una exculpación. —Sonrió sin humor, sin ganas, tan solo consciente de la pérdida y las lágrimas derramadas—. Creo que la pobre mujer ha estado tan inmersa en su propia cruzada durante todos estos años que esta ha cobrado su propio ímpetu, al margen de toda realidad. Ha dejado de tener presente la verdad del caso —prosiguió— y ya no piensa en las pruebas, solo en el deseo de vindicar a su hermano. El amor, incluso el amor familiar, puede ser ciego. Es fácil que veamos solo aquello que queremos ver, y con la persona ausente, como sucede con los muertos, no hay nada que nos recuerde la realidad. —Apretó los labios—. La visión consume. Se ha convertido en una religión para ella, tan importante que no puede dejarlo estar. La ha embriagado. Ha ocupado en ella el lugar del esposo y del hijo. Realmente es muy trágico.

Pitt ya había visto esa obsesión. No era imposible creerlo. Sin embargo, no respondía a la pregunta de quién había asesinado a Stafford, si es que lo habían asesinado.

—¿Cree que Stafford le dijo todo eso? —inquirió, mirando a Livesey.

—¿Y que ella lo mató por haberla decepcionado? —Livesey se mordió el labio, con el entrecejo fruncido—. Un exceso de credulidad, seamos francos. Está obsesionada, cierto, pero no creo que su desequilibrio llegue hasta tal punto. Habría que demostrarlo sin lugar a dudas para que yo lo aceptara.

—Entonces ¿qué? —preguntó Pitt—. La señora Stafford dijo que en la actualidad no estaba inmerso en ninguna otra apelación. ¿Venganza por algún viejo asunto?

—¿De un juez del tribunal de apelación? —Livesey se encogió de hombros—. Poco probable… muy poco probable. He oído a condenados amenazar a testigos, al agente de policía que los arrestó, al fiscal o a su propio abogado defensor si creen que es incompetente, incluso al juez que los condenó, y en una ocasión al jurado, pero nunca a los jueces del tribunal de apelación. En cualquier caso, hay al menos cinco. Parece inverosímil, señor Pitt.

—Entonces ¿quién?

El rostro de Livesey se ensombreció.

—Lamento decir esto, pero no tengo alternativa. Todo indica que queda poco, salvo su vida privada. La mayor parte de los asesinatos se cometen durante un robo o bien son domésticos, como sin duda sabrá.

El inspector lo sabía.

—¿Qué motivo iba a tener la señora Stafford para desear la muerte de su esposo? —preguntó sin apartar la vista del rostro de Livesey.

Éste alzó la mirada del escritorio y exhaló un profundo suspiro.

—Me desagrada sobremanera tener que repetir esto. Decir algo así de un colega o de su familia es vil e indigno. El caso es que la relación de la señora Stafford con el señor Adolphus Pryce es mucho más estrecha de lo que podría parecer a primera vista.

—¿Indecorosa? —Por un instante Pitt quedó sorprendido, luego le vinieron a la memoria pequeños recuerdos: una mirada, un repentino rubor, un ansia, un momento embarazoso, timidez sin una causa aparente.

—Lamento decirlo… pero sí —respondió Livesey, la mirada clavada en el rostro de Pitt—. No pensaba que fuera más que una aventura temeraria, un deseo pasajero que acabaría apagándose, como suele suceder en esa clase de pasiones. Pero quizá sea más que eso. No le envidio, señor Pitt, pera me temo que quizá se vea obligado a investigar esa posibilidad.

Por desagradable que fuese, respondía muchas preguntas.

Livesey estaba observándolo.

—Veo que usted también lo ha pensado —agregó—. Si Adolphus Pryce trató de convencerle de que Stafford iba a reabrir el caso Blaine/Godman, bien podría saber usted por qué. Ni que decir tiene que tanto él como la señora Stafford preferirían que usted creyese que fue una parte culpable y temerosa de aquel caso la que cometió el asesinato del esposo, en lugar de que los investigue a ellos.

—Naturalmente. —Pitt experimentó una opresión irrazonable. Era absurdo. Sabía que lo que Livesey había dicho era cierto. Ahora que se daba cuenta, sabía que había actuado a la ligera al no haberse percatado de las pequeñas señales antes. Se puso en pie y echó hacia atrás la silla—. Muchas gracias por dedicarme su tiempo esta tarde, señor Livesey.

—No hay de qué. —Livesey también se levantó—. Es un asunto muy grave y le garantizo que le proporcionaré toda la ayuda que me sea posible. No tiene más que decírmelo.

Dicho eso, Pitt se excusó y se marchó. Caminó despacio, con la mente en funcionamiento. Caía la tarde, el sol estaba bajo tras los tejados de las casas y en las calles húmedas se levantaba la neblina, el humo tintaba de gris la palidez del cielo, su rancio olor se esparcía al avivar la gente sus fuegos para hacer frente al frío helador de la noche.

Tal vez el forense tuviera ya los resultados de la autopsia. O al menos quizá supiera si había veneno en la petaca. Todo el caso podía desvanecerse, un juicio apresurado, un temor no materializado. Avivó el paso y recorrió a grandes zancadas la calle hasta la vía principal para hallar un coche.

La luz seguía encendida en el despacho del forense, y cuando Pitt llamó a la puerta lo invitaron a entrar.

Sutherland estaba en mangas de camisa, el cabello encrespado por donde se había pasado los dedos. Tenía un lapicero detrás de cada oreja y otro en la mano, el extremo mordisqueado y astillado. Levantó la vista de los papeles que estaba mirando y observó a Pitt con vivo interés.

—Opio —dijo sin más—. La petaca estaba llena. Más que suficiente para matar a cuatro hombres, no digamos a uno.

—¿Es lo que acabó con Stafford? —preguntó Pitt.

—Sí, eso me temo. Tenía razón, envenenamiento por opio. Fácilmente reconocible si uno sabe lo que está buscando, y usted me lo dijo. Repugnante.

—¿Podría haber sido accidental, que pretendiera simplemente…?

—No —dijo Sutherland con rotundidad—. Nadie toma opio con whisky de ese modo. Lo normal es fumarlo. Y cualquiera que lo tomara regularmente sabría de sobra que una dosis así sería mortal. No, señor Pitt, pretendía ser exactamente lo que fue: letal. Se trata de un asesinato, no cabe duda.

Pitt no dijo nada. Era lo que se temía, y sin embargo una parte de él aún albergaba la esperanza de que no fuera así. Ahora era concluyente. Al juez Samuel Stafford lo habían asesinado… y al parecer no por el caso Blaine/Godman. ¿Habían sido Juniper Stafford y Adolphus Pryce? ¿Uno de ellos… o los dos? ¿Así de simple… de horrible?

—Gracias —dijo a Sutherland.

—Lo pondré todo por escrito —afirmó este arrugando la frente— y se lo enviaré a la comisaría.

—Gracias —repitió Pitt, percatándose de la mirada de triste comprensión de Sutherland—. Buenas noches.

—Buenas noches. —Sutherland cogió el lapicero y continuó garabateando el papel que tenía ante sí.