XIX
Vivir
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os obreros que trabajaron en las dos tumbas que Tomás había conseguido, no sólo las acondicionaban. –Continuó el carpintero-. Construyeron un túnel que atravesaba la roca y las unía. Para ser más exactos, partía desde la placa donde se coloca al muerto hasta una placa idéntica al otro lado.
- ¡No me lo puedo creer! –Exclamó Daniel-.
- La noche antes de abrir la tumba, Pedro y Tomás, junto a algunos amigos de confianza, entraron en la tumba contigua, atravesaron el túnel y entre todos se llevaron el cuerpo de Jesús y sus pertenencias. Pero lo más importante de todo no es eso.
El joven dejó sobre la mesa la copa de vino que rozaba sus labios.
- Cuéntame.
- La más importante es que Jesús no estaba muerto.
- ¿¡Cómo es posible!?
- Todo formaba parte de su plan. ¿Recuerdas el agua que Flavio le ayudó a beber con una esponja clavada en su lanza?
- Sí.
- Pues no había mezclado calmantes como en las otras ocasiones, sino las mismas hierbas que Judas tomó cuando simuló su suicidio para que pareciera que había muerto.
- Pero si después Flavio le clavó la lanza en el costado.
- Una lanza hueca. Eso fue lo que Tomás le había entregado unos días antes. Cuando apretó la punta contra su cuerpo, esta se hundió hacia dentro soltando un chorro de sangre de cabra para que pareciera real.
- ¿Y todos esos días que Jesús pasó en la tumba?
- Tenía medicamentos, comida y agua suficiente. La verdad es que no esperaba recibir tanto castigo, y muchos temieron por su vida, pero al final lo consiguió.
- Entonces no venció a la muerte.
- ¿Por qué dices eso? ¿Se te ocurre mejor forma de vencer a la muerte que seguir viviendo?
- No… pero eso no es lo que se esperaba. –Dijo algo decepcionado-.
- Pareces algo triste. –Comentó el carpintero-.
- Es que yo… creí en sus milagros.
- Y debes de seguir creyendo. Que conozcas la verdad no significa que no sea el hombre en quien depositaste tu fe y tus esperanzas.
- Y… y… todos los milagros… los milagros entonces no existen. –Tartamudeó-.
- Los milagros sí que existen. Emanan de nosotros, de la bondad, de la unión, del buen hacer.
El joven, decepcionado, agachó la cabeza.
- Así es cómo conseguiste La Primera Corona. –Afirmó-.
- ¿Aún la quieres?
- Sí.
- ¿Por qué? –Preguntó el carpintero-.
- Tú mismo lo has dicho, es la idea que vive en ella lo que le da un gran poder.
- Veo que has aprendido la lección.
- ¿Entonces, me la puedo llevar?
- Puedes, pero primero has de saber una cosa.
- ¿Qué?
- Que sólo aquél que es digno de ella, puede ser su portador.
El joven se levantó y, con las dos manos, cogió la corona. De repente comenzó a perder su firmeza y un olor a marchito envolvió la habitación. ¡Dios santo! –Exclamó Daniel-. Soltó la corona sobre la mesa y se quedó atónito al ver como se deshacía, convirtiéndose en ramas secas, espinas dobladas y polvo grumoso.
- Ya te dije que sólo quien es digno de ella puede portarla. –Dijo el carpintero-.
- ¿Qué he de hacer para ser digno?
El carpintero se levantó y se dirigió hacia él.
- Debes de reconocer los milagros en cada sorbo de vida, en cada soplo de pensamiento puro y en cada acción realizada, por muy insignificante que esta te parezca.
Sorprendido, el joven Daniel se echó hacia atrás.
- Pequeños milagros. –Susurró-.
- Durante todo este tiempo has estado bebiendo vino, sin que nadie rellenase la jarra, y has comido pan, sin que nadie te trajese más. Y sin embargo, la jarra sigue estando llena y el pan sigue intacto.
Daniel tembló. Miró a su alrededor y enseguida se dio cuenta de que el titilar de las velas se acentuaba cada vez más y la habitación se iluminaba. El rostro de aquel hombre, marcado por los años, cada vez se distinguía con más claridad.
Acarició con respeto los restos de la corona, ahora deshecha, y un resplandor emanó de las motas de polvo. El tiempo se paralizó, y mientras el dedo del carpintero dibujaba remolinos de aire imaginario, la corona se recomponía. Las ramas rejuvenecían como si las hubieran regado aun estando con vida, las espinas recuperaron su firmeza y el polvo se adhirió al lugar donde le correspondía.
- ¡Un milagro! –Musitó Daniel-.
Ya no podía retroceder más. La pared de la habitación se lo impedía y la luz desvelaba cada rincón de ella. En una esquina, decorada con velos de seda amarillos y pañuelos de muchos colores, la mujer que le había atendido le miraba con una sonrisa dibujada en su rostro.
- Ya te dije que sólo quien es digno de ella puede ser su portador.
Ahora el carpintero se encontraba frente a él, también sonriéndole. Su frente estaba marcada con las cicatrices de la corona, sus manos, que ahora parecían brillar, estaban agujereadas.
Daniel tembló, se estremeció de la sensación de libertad y paz que sintió y, sin pensárselo, agachó la cabeza y se arrodilló.
- Yo soy su dueño y el de su destino. El único portador de la corona. Porque… yo soy Jesús de Nazaret.