XV
Aves negras
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a puerta de la casa del carpintero se abrió de repente. Un olor intenso a azufre se coló e impregnó el ambiente. Algunas velas se apagaron. Daniel, que masticaba un trozo de pan, enseguida notó un sabor agrio en él.
- ¿Qué es esto?
El carpintero no contestó. Su mujer apareció de entre las sombras y se dirigió hacia la puerta abierta. La cerró y se sentó al lado del joven.
- La casa es vieja y hay visitas que no siempre son bienvenidas. –Dijo ella-.
- ¿A qué te refieres?
La mujer acarició la cabeza del joven, se levantó y se dirigió a su rincón, donde su figura desapareció otra vez.
- ¿Qué ha querido decir con eso? ¿Acaso estoy abusando de vuestra hospitalidad? –Preguntó Daniel-.
- Uno de los grandes misterios de la vida es el conocimiento de las mujeres. –Repuso él evitando la pregunta-.
- Pero… pero.
- ¿Sabes cuál fue el mayor milagro de todos? -Preguntó el carpintero reclamando su atención-.
- La resurrección.
- ¿Y por qué?
- Porque es cuando Jesús vence a la muerte.
- Exacto.
“A pesar del bondadoso comportamiento del tiempo, la piel de Jesús se había tostado y sus heridas, cubiertas por costras, le dolían mucho más. Se habían infectado. Amar a la humanidad incondicionalmente conllevaba ese castigo, ya que esta no era merecedora de un amor tan puro y profundo.
Tres cuervos se posaran en lo alto de cada cruz. Los graznidos de las aves negras resonaron tan fuerte que incluso los que trabajaban alejados del Gólgota pudieron escucharlos. La madre de Jesús que vigilaba a su hijo en todo momento, se levantó del suelo y se abalanzó para ahuyentarlos.
Jesús negó con la cabeza.
- ¿Es que no has sufrido bastante? –Sollozó ella-.
- No debes preocuparte por mí. –Contestó con un agonizante susurro-.
- Eres carne de mi carne y sangre de mi sangre, ¿cómo no voy a preocuparme por ti?
El cuervo que estaba descansando en la cruz de Jesús, voló hasta los brazos de María y frotó su cabeza en ellos; graznó una vez más y se alejó volando hasta perderse tras las murallas de la ciudad. Los otros dos, que ahora permanecían callados, se lanzaron sobre los dos ladrones y empezaron a morderles y a arrancarles trozos de piel reseca. Cuando probaron el amargor de la carne se fueron hacia los ojos, mientras que con cada pisada les clavaban sus afiladas garras.
- ¡Noooooo! –Gritó uno-.
- Que Dios me perdone. –Susurró el otro-.
El cuervo que estaba con el ladrón que gritó, movió con fuerza el cuello y le hincó el pico en las pupilas comiéndole los ojos. El otro cuervo, el que merodeaba por el rostro de aquel que supo que era culpable y mostró arrepentimiento, sencillamente picoteó un mechón de su pelo y alzó el vuelo sin hacerle más daño”.
*
- El poder del arrepentimiento. –Dijo Daniel-.
- No mi joven visitante. El poder de la conciencia. –Rectificó el carpintero-. No se trata únicamente de pedir perdón y así salvarte, sino de algo mucho más importante. Se trata de reconocer tus errores y estar dispuesto a lidiar con las consecuencias. Disculparse es algo que cualquiera puede hacer, asumir la culpa de tus acciones, es una virtud que sólo se encuentra en el corazón de los más valerosos.
*
“Los segundos transcurrían como horas atrapadas por el día y se asemejaban a una eternidad. El simple hecho de no haberse vuelto loco, era de por sí otro de los milagros obrados por Jesús. La noche del segundo día se acercaba, aunque él poca esperanza podía vislumbrar en las sombras de sus pensamientos. Los momentos felices vividos junto a su madre, sus discípulos y María Magdalena, luchaban por mantenerse de una sola pieza en el entramado de recuerdos que vagaban por su cabeza. Un amable gesto de uno, una sutil caricia de otra, unas palabras de admiración. Su espíritu deseaba abandonar la cárcel que suponía para él su cuerpo, pero su conciencia le dictaba que aún no había llegado el momento.
El nacimiento de las estrellas llamaba al sueño y a las intimidades de la noche. Los sonidos de la ciudad se apagaban con ella, aunque sus habitantes no dejaban de llorar su mala suerte. El aire se respiraba más cargado que nunca y las gargantas se endurecían al tragar, séase comida o cualquier líquido. No se celebraban festejos de ningún tipo e incluso en el palacete de Poncio Pilato el sepulcral silencio había encogido sus corazones.
Y fue entonces, en el titilar de la noche, cuando una tenue luz iluminó la puerta de la casa que Tomás utilizaba para dormir.
- ¿Estás loco? ¿Qué haces aquí a estas horas? –Preguntó exaltado Tomás-.
- Es muy urgente. No podía esperar. –Contestó Flavio-.
- Pero no te quedes ahí fuera, entra antes de que alguien se dé cuenta de que estás aquí.
Tomás tiró de su amigo con fuerza hacia el interior de la casa mientras inspeccionó la calle en busca de curiosos.
- ¿Qué ha pasado? Sabes que a estas alturas no podemos arriesgarnos a que nos vean juntos.
- Tenemos un grave problema. –Dijo Flavio cabizbajo-.
- Cuéntame.
- Esta tarde ha llegado desde Roma el sobrino del comandante de la guardia.
- ¿Y?
- Que el comandante quiere que sea él quien le acompañe durante la jornada de mañana.
- ¡De mañana! –Exclamó Tomás-. Eso no puede ocurrir. Mañana es el día más importante de todos; si tú no estás con el comandante, todo nuestro trabajo y el sacrificio de Jesús, habrá sido en vano.
- Lo sé, por eso estoy aquí. Tienes que hacer algo, porque yo no puedo acercarme al sobrino del comandante. Si por un momento creen que yo soy el responsable de hacerle algo, me meterán en el calabozo sin dudarlo, o puede que me maten al instante. La traición no está muy bien vista.
- Te comprendo.
Tomás se sentó y apoyó el codo sobre la mesa que estaba situada en la esquina de la habitación. Apretó su frente con la mano y cerró los ojos para pensar con claridad.
- No te preocupes por nada. –Dijo-. Tú vete y estate preparado para lo de mañana, del sobrino del comandante me encargaré yo.
- Recuerda que no puedes matarle. Si muere, el comandante no subirá a inspeccionar el estado de Jesús.
- No tengo intención de matar a nadie. Como ya te he dicho, tú vete y despreocúpate.
*
No se lo pensó dos veces. Tomás se vistió a toda prisa y, cobijado por la noche, salió de su casa en busca de Pedro. Quería tener una segunda opinión antes de tomar una decisión que pusiera en peligro el plan. A pesar de que la noche anterior resultaba más fácil y menos sospechoso pasear, la indignación popular por el sufrimiento que padecía Jesús hizo que los romanos su pusieran algo nerviosos. Espero no cruzarme con alguno. –Pensó Tomás-.
Sus pasos, aunque cuidadosos, dejaban un eco por las paredes de las calles más desiertas de la ciudad. Toda sombra le alertaba, todo ruido atraía su mirada, todo pensamiento le atormentaba. El sudor frío que resbalaba por su frente, era producto de su ansiedad más que del esfuerzo físico. ¿Qué puedo hacer, qué puedo hacer? –Se preguntaba en silencio-.
Aceleraba el paso de la misma forma que su pulso también se aceleraba. La casa donde Pedro se alojaba estaba muy cerca de la suya y en otras circunstancias le hubiera resultado un sencillo y agradable paseo, pero ahora el camino se le antojaba largo.
- Espero que mañana no haya disturbios.
Una voz, parecida a la de un niño, le hizo detenerse.
- Y yo. No me gustaría tener que matar a nadie; no con ese tipo al que llaman “Hijo de Dios” observando desde lo alto.
La voz del segundo hombre era menos afable y más curtida. Ya no tenía ninguna duda… se trataba de guardias.
- ¿Le tienes miedo? –Preguntó el más joven-.
- No sé si le tengo miedo o no, pero si resulta ser quien dicen que es, ten por seguro que arderemos en el infierno.
Tomás se mordió los labios. ¿Cómo es posible que los romanos pensasen que Jesús era el Mesías y, aun así, hubieran permitido crucificarle? Quiso mirar de reojo por si conseguía reconocer alguno de los guardias. Se pegó a la pared y se deslizó con mucho cuidado por su superficie para no hacer ruido; inclinó su cuerpo hacia un lado y justo cuando se disponía a mirar, un pensamiento le vino a la cabeza. ¿Para qué quiero saber quiénes son? –Pensó-. Se apartó de nuevo y se dirigió hacia la otra parte del edificio para tomar un camino distinto y así dar un rodeo. Le llevaría un poco más de tiempo, pero merecía la pena.
Sabiendo dónde patrullaba la guardia de la zona caminó más despreocupado, aunque sin dejar de estar atento. Cuando llegó a la casa de Pedro se acercó a su puerta e intentó abrirla. Por suerte estaba abierta. Gracias a que Pedro siempre seguía las enseñanzas de Jesús, y de esa forma él dejaba la puerta de su casa abierta para que los más necesitados pudieran acudir a ella, Tomás no tuvo que hacer ningún ruido.
- Pedro. –Susurró fuertemente-.
Estiró los brazos en busca de posibles obstáculos y continuó susurrando.
- Pedro… ¿me escuchas?
- ¿Quién anda ahí?
- Sssshhhh. No grites que despertarás a los vecinos. Soy yo, Tomás.
La llama de una vela iluminó la humilde entrada de la casa.
- ¿Qué haces aquí? –Preguntó Pedro-.
Tomás se sentó e intentó tranquilizarse.
- Hace poco Flavio vino a mi casa.
- ¿Se ha vuelto loco? –Dijo con tono de enfado-.
- Ha surgido un problema y debemos solucionarlo ahora mismo.
La cara de preocupación que Pedro vislumbró en su compañero, hizo que sus ojos se abrieran de par en par.
- Cuéntame lo que ha pasado”.