LA IGLESIA FANTASMA
Existen tantas modalidades de lo fantástico que no es de extrañar que algunas de ellas puedan dar en ocasiones el salto a la realidad. A veces, la realidad misma sobrepasa arrogantemente sus fronteras y, entonces, las zonas superpuestas permanecen ambiguas durante años, decenios y aun siglos, y resulta incierto a qué dominio pertenecen. Después, por no se sabe qué casualidad, o simplemente por la erosión del tiempo, su doble naturaleza difumina uno de sus aspectos y la franja que antes era equívoca acaba cayendo a uno de los dos lados de la frontera, acompañada únicamente por el asombro de que antes las cosas hubieran podido parecer de otra manera. Claro está que, para un ojo avezado y capaz de ver más allá de las apariencias, ni el fluir de la realidad en los moldes de lo fantástico, ni la penetración de lo fantástico en el terreno de la realidad pueden conducir a conclusiones de mucha importancia, y el mero acontecer de un hecho no es capaz de sacarlo fuera del perímetro de lo imaginario, de la misma manera que las sombras fantásticas de un acontecimiento tampoco bastan para sustraerlo del imperio de la eficacia. Entre la realidad y la irrealidad hay una línea divisoria trazada desde la creación del mundo, y la transgresión de esta línea no supone su anulación, sino el poner a prueba su fuerza, de la misma manera que tomar una droga no significa menospreciarla, sino experimentarla. Lo real y lo irreal coexisten en mundos paralelos, independientes, y la mayor parte del tiempo son incluso indiferentes entre sí. Pero es verdad que, en los escasos momentos en que se funden, su unión resulta doblemente reveladora: un elemento fantástico, a través del tamiz de la realidad, regresa a lo imaginario, fortalecido por la autoridad de esta comprobación, mientras que un elemento objetivo que se vuelve irreal va adquiriendo significados capaces de transfigurar su existencia, de la que se ha evadido sólo por un instante.
El extraordinario viaje de la iglesia de madera que salió de la aldea de Subpiatra[28] (en la sierra de Bihor) a finales del siglo XVIII, más exactamente en el invierno del año 1778, forma parte de esos acontecimientos que, aunque reales, pertenecen por su propia naturaleza a lo fantástico, y que pasados por la realidad, aunque bajo el signo de lo milagroso, brindan a la irrealidad un prestigio incuestionable y, a la vez, totalmente innecesario.
El comienzo, históricamente demostrable, de este acontecimiento fue el siguiente:
Ya que, de acuerdo con las leyes vigentes en aquella época, los siervos de Subpiatra no tenían derecho a construirse una iglesia, decidieron traer a su pueblo una iglesia ya construida. Quizás esta idea insólita no se les hubiera ocurrido si a unos diez kilómetros, en el valle del Criș Repede, en el pueblo de Lugosu de Jos, no hubiera existido, abandonada, una iglesia de madera, antiguo lugar de culto de un pueblo de campesinos libres que habían conseguido edificar una iglesia nueva de piedra. Trasladar unos diez kilómetros más lejos y unos cientos de metros más arriba una iglesia completa, con pórtico, torre, tejado, atrio, nave y altar, estrados, iconostasio, e incluso iconos colgados de las paredes, hoy en día puede parecer una idea exclusivamente literaria, un símbolo ingenioso, siempre que no se tome en serio y se considere una aberración, pero en aquel entonces, a finales del siglo XVIII, antes de la sublevación de Horea[29], a la gente que iba a participar en ella todo esto pudo parecerle algo posible y digno de llevarse a cabo. La leyenda, dotada de bastantes detalles épicos, no cuenta, sin embargo, si al principio hubo voces que dudaran de la posibilidad de realizar aquel traslado, y se limita a describir con precisión las negociaciones de la compra de la iglesia, la complicada consecución del dinero y la construcción, aún más dificultosa que el desplazamiento en sí, de una inmensa sierra, tan larga como el ancho de la iglesia, con la que iban a despegarla del lugar donde había sido levantada hacía más de un siglo. Porque fue así como desprendieron la iglesia de sus cimientos originarios de pilares gruesos, hundidos en el suelo al igual que unas raíces profundas: con la sierra, como si se tratara de un árbol. Así de sencillo.
La cortaron del suelo como un abeto, como uno de aquellos numerosos abetos con los que sus antiguos dueños la habían ensamblado, sin clavos, en su lejano nacimiento. Y lo verdaderamente difícil no fue, al parecer, cortarla con los movimientos suaves de la hoja de la sierra, sino conseguir que una vez desprendida siguiera en pie, que la flecha afilada de la torre no se inclinara y que las columnas del pórtico siguieran sujetando el tejado, infinitamente alto. Y necesitaron de la secular destreza de los leñadores para uncir de una forma increíblemente complicada veinte pares de bueyes, dispuestos en tres direcciones alrededor de la construcción, y conseguir arrancar la iglesia de sus antiguos cimientos, a fin de deslizaría centímetro a centímetro con suavidad, sin volcarla. El viaje, o mejor dicho, su primera parte, duró casi un año. No podían avanzar más que unos pocos metros diarios, y eso sólo los días en que la tierra estaba seca. Para que el viaje fuera más corto, el trayecto era recto. No seguía una ruta serpenteante, sino que, trazado y marcado de antemano con sabiduría, pasaba a través de laderas y bosques, de manera que el avance de la iglesia requirió trabajos previos de deforestación a fin de abrir el camino. El pesado cuerpo de la iglesia, hincado en el suelo, lo araba profundamente, dejando tras de sí una huella ancha, como una cicatriz, indeleble hasta hoy, en el rostro antiguo de la tierra. Convertida con el tiempo en camino, incluso en carretera (una especie muy rara de carretera, hundida en el suelo, con terraplenes inexplicablemente altos), aquella huella, actualmente asfaltada, conserva aún el nombre, un tanto absurdo para el que desconozca su historia, de Surco de la Iglesia. Desde Lugosu de Jos hasta Subpiatra se puede llegar, hoy en día, de dos maneras: por el Camino, el antiguo camino vecinal por el que ya no transita nadie y en el cual la hierba crece idílica por los cauces ahondados durante siglos por las ruedas, y por el Surco de la Iglesia, es decir, por la carretera asfaltada, mucho más corta y más abrupta, que divide el bosque en dos.
Aquel año la primavera se adelantó. La Semana Santa llegó pronto, y por San Jorge la tierra estaba seca, profusamente recubierta de hierba. Los siervos comenzaron el traslado justo el día del patrón de la iglesia, el veintitrés de abril. No podían recorrer más que unos cuantos metros al día; sin embargo, el día de la Ascensión consiguieron sacarla fuera del cementerio, y para Pentecostés habían alcanzado el lindero de arriba del pueblo. La iglesia se deslizaba más suave de lo que esperaban. La arrastraban con mucha piedad, para que no se le desgastara la planta del pórtico, que, a un palmo por encima del corte, tenía un zócalo tallado. De hecho, no tenían prisa, no había ningún motivo para alcanzar el río antes de la época de las heladas, porque sólo en el valle completamente helado podrían deslizaría como un trineo. Pero hasta entonces quedaban los largos meses de verano. Entre tanto, la iglesia iba avanzando sin tambalearse y ocultando su propio movimiento en su desplazamiento lento e imperceptible. Si no fuera por el surco profundo que dejaba y por los bueyes vencidos por el esfuerzo, enredados entre los yugos y las cuerdas, mirando sólo la cruz que se cimbreaba en el cielo, se podría pensar que la iglesia subía la montaña por sí sola. Cuando entraron en el bosque y avanzaron por la pista previamente deforestada, esta impresión se hizo más fuerte, ya que, tanto desde el pueblo abandonado en el valle como desde el de arriba todavía sin alcanzar, sólo se veía la torre de la iglesia, inverosímilmente afilada por encima de las copas de los abetos. No surgía como un objeto que se resistiera a las leyes de la gravedad, sino como un ser que había brotado también de la tierra, deslizándose él mismo por encima de las copas de los demás árboles, que carecían del adorno de la cruz. Así pues, con el paso del tiempo, a medida que transcurrían las semanas y los meses del traslado, aunque nadie olvidaba el esfuerzo (no podían olvidarlo, ya que todos participaban en él), la gente se acostumbró a considerar el desplazamiento de la iglesia como algo milagroso. De modo que en las grandes fiestas llegaban de los pueblos vecinos gran cantidad de fieles, o simplemente curiosos, e incluso grupos que venían en misión de reconocimiento, como delegaciones de más allá de las montañas. En realidad, habría sido difícil decir si los que llegaban desde lejos homenajeaban con su presencia la milagrosa mudanza de la iglesia o, al contrario, el esfuerzo humano que la había propiciado; pero la fama de la iglesia, que iba viajando de una aldea a otra, crecía como la espuma, y su leyenda empezó a fraguarse ya desde entonces, cuando nada fantástico había sucedido aún. Los días de fiesta, la iglesia hacía un alto en el camino y, en medio de una muchedumbre que rebasaba con creces el número de los que la trasladaban, el cura celebraba misa en los peldaños del pórtico; sus barbas de color castaño ondeaban al viento y su voz rebotaba de árbol en árbol. El día de la Asunción llegaron al claro de arriba, un claro auténtico, grande y luminoso, una especie de elegante antecámara de los pastos alpinos, con el suelo cubierto de hierba corta y dura como un cepillo, donde desde hacía siglos se juntaban los rebaños y se celebraban las fiestas de los pastores. En aquella ocasión, al ver congregada en torno a la iglesia a una muchedumbre que ya no cabía en el calvero y que se desbordaba abigarrada y respetuosa entre los abetos, la gente de Subpiatra empezó a creer en el milagro de aquel desplazamiento y, sumida en un asombro aterrador, contempló con nuevos ojos al padre Nicola, que era quien había tenido la idea. Todo lo que sucedió a continuación no extrañó a nadie, e incluso se podría decir que en cierto modo todos lo habían presentido como un hecho inminente, en cuya realización ya no se podía intervenir.
La iglesia llegó a la ribera del Criș, tal y como habían calculado, con la llegada del invierno. Sólo faltaba esperar a que el río se helara para poder deslizaría a la otra orilla y desde allí seguir hacia arriba, aprovechando la caída de la nieve, de manera que sólo faltaría que en primavera, por San Jorge, la iglesia alcanzara el lugar de su futura eternidad y concluyera así su viaje. Pero, quizás porque aquel año las nevadas, más abundantes y engañosas, se adelantaron, o quizás porque hasta entonces todo había salido tan bien que la gente se había acostumbrado a dejar parte de la responsabilidad y de los cuidados a cargo del milagro, o bien porque al acercarse las fiestas navideñas querían que su iglesia estuviera ya dentro de los lindes del pueblo, no le dieron tiempo suficiente al Criș para que se helara, y así, entre la agitación nerviosa del agua y el sueño tranquilizador de la nieve, el hielo no llegó a endurecerse suficientemente. Después de haber soportando el peso de decenas de bueyes, con sus yugos adornados con ramas de abeto e hilos de lana, el río resistió sólo unos momentos más bajo el peso de la insólita carga y, luego, con un ruido prolongado y siniestro, como un crujir ante su propia impotencia, empezó a agrietarse, de un modo imperceptible al principio, a rajarse después, hasta llegar a abrirse, dejando que la iglesia se sumergiera insegura, inclinándola irremisiblemente hacia un lado y depositándola con delicadeza, ante la mirada de la gente aterrada y exaltada de admiración, en el lecho del río. Unos minutos después, la esbelta torre temblaba todavía como una rama de la que alguien ha tirado hacia abajo y sigue vibrando tiempo después de soltarla hasta que recobra su posición original; enseguida, el caudal de agua rodeó la iglesia como a una isla que aparece de repente y que es aceptada incondicionalmente. De hecho, el agua sólo llegaba a dos de los tres peldaños del pórtico, mientras del zócalo tallado aún conseguía salir a la superficie una hilera de flores a manera de soga retorcida alrededor de la iglesia. Ya en la ribera, los bueyes intentaban mirar hacia atrás sin comprender por qué no seguían arreándolos. Sobreponiéndose al terror, como si alguien los despertara de un sueño, algunos hombres se precipitaron a desuncirlos. Cualquier movimiento podría desequilibrarlo todo de nuevo. De todas formas, empezaba a oscurecer y tuvieron que esperar hasta el siguiente día. Pero, por la mañana, la iglesia parecía haber estado construida allí desde siempre. Después de una noche en la que cayó la helada más cruda de todas las de aquel invierno, el hielo la había amurallado sólidamente, abrazándola con celo como un regalo al que no quería renunciar.
Ya nada más se podía hacer hasta la primavera, de modo que celebraron las fiestas de Navidad y la Epifanía allí mismo, en medio del Criș, donde la voz del padre Nicola, acompañada por el embate de las aguas bajo el hielo, se alzaba aún más fuerte con el rugir del viento y la ventisca. A pesar de la intemperie, el Padre tuvo que celebrar la misa en el pórtico para que pudiera oírlo la muchedumbre que se había congregado en el cauce del río en torno a la iglesia, ya famosa. Este suceso, imprevisto y no deseado por nadie, fue rápidamente interpretado como un signo de su insólito destino.
El padre Nicola era el único que no parecía dejarse dominar por aquel halo cada vez más poderoso, que parecía ser el único responsable de la marcha y el devenir de las cosas. Por el contrario, se comportaba como un administrador atento, vigilando de cerca su hacienda, acometiendo arreglos sin parar aquí y allá, con una destreza que nadie hubiera sospechado en él y ante la cual la gente se asombraba sobremanera, propensa a pensar que era fruto del milagro. Todo el invierno trabajó en la reparación del suelo de la iglesia, reemplazándolo, de hecho, por otro nuevo de tablas largas, cuidadosamente engrasadas y unidas sin que apenas se notara el ensamblaje. Trabajaba solo, sin pedir ayuda a nadie, pero tampoco rechazaba a los que se ofrecían a traerle alguna herramienta que necesitara. Y es que, una vez superado el primer desconcierto y las primeras preguntas inquietantes acerca de los viajes diarios del Padre a la iglesia apresada por los hielos, después de que un primer grupo de curiosos se aventurara a través de las nevadas para ver qué era lo que sucedía, el público no faltó ningún día; en grupos más reducidos o más numerosos, pero siempre con la misma expectación temerosa, la gente llegaba ávida por descubrir otro significado, más allá del evidente, en el intenso trabajo del cura y en su asombrosa destreza. La conclusión a la que llegaron en el pueblo, donde ya no se hablaba de otra cosa, era que el Padre sabía algo que nadie entendía; tenía que haber un sentido en todo esto que ellos todavía no comprendían, pues de otro modo ¿por qué iba a trabajar el cura con aquel frío, pasando largas horas en la nieve, que le llegaba hasta la cintura, a veces sin regresar siquiera a casa y quedándose a dormir allí, en el suelo desnudo de la iglesia, tapado solamente con la zamarra? Claro que también hubo voces —aunque más bien tímidas— que aventuraron que, al no tener ni familia ni hacienda, el Padre se aburría en el pueblo, mientras que el trabajo en la iglesia apresada por los hielos le llenaba el tiempo, y así vencía el tedio. Pero, evidentemente, tan ridicula explicación no podía tomarse en serio; el misterio adquiría, casi, cuerpo ante sus ojos, y no se podía disociar ya de la silueta alta y un poco combada del cura.
Una vez que acabó de arreglar el suelo, el Padre empezó a tallar un iconostasio nunca visto hasta entonces y la sillería del coro con respaldos altos, como los tronos de los vaivodas[30]. Después pidió a las mujeres que tejieran gran cantidad de tela blanca y muy resistente. Era la señal de que la reparación y la ornamentación de la iglesia iban a tocar a su fin y, además, la garantía de que el Padre no dudaba ni por un instante de que, en primavera, iban a sacar la iglesia del cauce del río. Las mujeres pensaban que la tela iba a cubrir el altar y las ventanas y se pusieron a tejer apasionadamente, alegres y nada sorprendidas ante la solicitud del cura. Más tarde, mucho más tarde, desde tierras lejanas, recibirían noticias acerca de la iglesia que superaban con creces su imaginación, y entonces interpretaron de un modo distinto, retrospectivamente, el significado de aquella tela, y tomaron el encargo del Padre como prueba de una ciencia o saber ocultos.
Antes de la llegada del delirante deshielo las mujeres acabaron de tejer la tela y la llevaron a la iglesia. Desde hace doscientos años la gente de Subpiatra viene contando la historia del deshielo, y aunque naturalmente ya no existe nadie que viera con sus propios ojos lo sucedido, los hechos se cuentan hasta el día de hoy con todo detalle, y cualquier narrador se siente obligado a ofrecer todos los pormenores propios de un testigo ocular. La minuciosidad del relato es tal, y se incrementa tan rápidamente, que con el tiempo, escuchándolo, uno comienza a preguntarse si alguna vez ha existido algún testimonio directo, y si la extraordinaria historia de la iglesia no se desarrolla, cada vez y únicamente, en el preciso instante de su narración, ante los ojos del narrador, fascinados por lo que ellos mismos ven. Pero no, lo que cuenta la gente de Subpiatra se apoya en los nombres que se introdujeron hace dos siglos en la toponimia del lugar; el vado del Criș Repede se llama en aquel punto el Hoyo de la Iglesia, y el colorido excesivo de este episodio se debe exclusivamente a que, a pesar de ser real, no tiene ninguna de las dimensiones de la realidad; muy segura de su verdad, la gente, al contar este relato, percibe su inverosimilitud y empieza a acumular detalles de apoyo que atestigüen su veracidad, y son precisamente estos detalles los que hacen que la realidad se desplome en lo fantástico. Parece que en el deshielo de aquel año no hubo nada inesperado. Al contrario, las señales que anunciaban la llegada de la primavera aparecieron pronto, y mucho antes de que empezara el deshielo la iglesia se encontraba ya anclada con cuerdas atadas a los gruesos abetos de las riberas y a los postes introducidos con dificultad en el suelo helado. Con el deshielo, sólo había que reemplazar los postes por los bueyes, a fin de mover la planta de la iglesia sobre el fondo del río, después de que las aguas nuevas de la primavera la hubieran movido del lugar de su varadura. Desde hacía semañas todos anhelaban ansiosamente el momento de arrancarla. La gente se turnaba vigilando en las riberas y el padre Nicola ya no abandonaba la iglesia ni de día ni de noche. Las mujeres del pueblo cuidaban de él y le llevaban alguna que otra olla con cocido o mamaligă[31], que encontraban casi intacta después de un día o dos cuando volvían para llevarle otra. En aquellos últimos días el padre Nicola estaba cada vez más callado, presa de una inquietud que parecía mayor que la provocada simplemente por la suerte de la iglesia; con las barbas salvajemente crecidas, parecía poseído por un temor que sólo él experimentaba, de modo que las gentes, y sobre todo las mujeres, lo miraban intimidadas por el sufrimiento que no entendían, y al que pronto atribuyeron todo el peso del misterio, apresurándose, después de consumados los hechos, a ver en ello un presagio, o tal vez una preparación, de los acontecimientos venideros.
Durante los últimos días, la capa de hielo se debilitó hasta llegar a ser translúcida, y el sol, asomándose de vez en cuando por entre las escasas nubes, observaba fijamente los puntos del río donde iban abriéndose grietas. Una vez liberada, el agua empezaba a fluir por encima de la superficie del hielo, brotando desde las profundidades como un manantial; luego, durante la noche, volvía a helar, pero incluso esa misma helada, débil y presurosa, demostraba que el frío ya no tenía fuerza y que aquellos eran sus últimos coletazos. La última mañana, el agua comenzó a salir a borbotones en torno a la iglesia, y esta hizo, por dos veces, amagos de inclinarse. Una hora escasa antes de que llegara la riada, el padre Nicola salió al pórtico de la iglesia y llamó en voz alta a los hombres que vigilaban las riberas para que fueran donde él se encontraba. Sin embargo, a las mujeres que estaban a punto de subir a una barca para traerle la comida les pidió que se quedaran donde estaban. Su voz, brotando terrible de entre la barba agitada por el viento, era áspera y fuerte, y sus ojos escrutaban con impaciencia aguas arriba como si esperaran ver algo. Los hombres subieron a las barcas, apresurándose a obedecer, poseídos a su vez por la misma impaciencia, que, sin entender cómo, se les había contagiado. Esta fue la última imagen que quedó grabada en los ojos de las mujeres antes de que todo se confundiera: las barcas llenas de hombres chocando contra los témpanos de hielo en su apresuramiento por llegar hasta el cura, quien, con las barbas revueltas por el viento, escrutaba impaciente e inquieto río arriba. Nadie ha sabido nunca qué les dijo el padre Nicola a los doce hombres que había llamado. En la orilla, las mujeres esperaron, al principio pacientes, luego angustiadas por las aguas, que parecían crecer como la masa del pan, y por los témpanos, que se deslizaban ya no como losas colocadas en la superficie del agua, sino puestos en pie, rebelados, crujiendo con un sonido hostil al chocar salvajemente entre sí y saltando como peces grandes y relucientes por el aire, para después caer con un estrépito amenazador. Cuando comenzaron a gritar, era ya tarde. El estruendo del río era más poderoso que las voces de las mujeres. Todo había cambiado en el transcurso de una hora, a partir del momento en que los hombres se embarcaron. Gritando y llorando con todas sus fuerzas, ensordecidas por su propio llanto y el fragor delirante y enloquecido de las aguas, las mujeres nunca supieron si los hombres las habían oído y no quisieron contestar o si, al contrario, ellas no fueron capaces de entender la respuesta que los hombres, a su vez, les habrían dado a voz en grito.
Este era el momento más largamente argumentado de la historia, la fase que se prestaba a las más diversas interpretaciones, el punto en el que los narradores tenían que tomar posición definitivamente ante su propio relato: bien tratando de comprender los hechos, bien enorgulleciéndose casi de su ininteligibilidad, como si la nobleza de la epopeya fuera directamente proporcional al misterio que encerraba. Tras este instante, que marcaba la opción de cada uno, seguía, como una conclusión natural, la hora de la verdad: el desenlace.
Cuando vieron que la iglesia se inclinaba ligeramente hacia un lado y que luego volvía a enderezarse, para dejarse caer nuevamente en la dirección opuesta, como en un juego, las mujeres dejaron de gritar. Se quedaron mudas, con las miradas fijas en el movimiento pendular de la torre, oscilando como un badajo invertido que tratara de articular el sonido del cielo y del agua, pero que cambiaba siempre de intención antes de alcanzarlos. Parecía que el propio río hubiera cesado en su estruendo, y en el hueco sobrenatural de silencio se oyó finalmente un largo crujido, parecido a un gemido lanzado desde los abismos por todos los abetos inmolados en el cuerpo de la iglesia, un único sonido doloroso, casi humano; al momento, el bramido del hielo, repentinamente levantado hacia el cielo, se apoderó de todo, arrancó la base de la iglesia y la empujó con furor río abajo. En un instante de asombro la torre se inclinó casi hasta tocar la superficie del agua y descubrió impúdica la base del pórtico; pero, enseguida, como si una experta mano de timonel le diera milagrosamente la vuelta justo cuando ya parecía no haber más esperanza, la iglesia se enderezó, y erguida como una fragata, con la línea del mástil perfectamente vertical, se puso en marcha por el cauce pedregoso del río. Las cuerdas, que mantenían su equilibrio, tensas al máximo, intentaron retenerla, pero hubieron de desistir de inmediato y, soltándose sin esfuerzo de los postes y abetos en que habían anclado la iglesia, la dejaron libre. En este punto todos los testimonios coinciden: las amarras se soltaron sin esfuerzo, casi por sí mismas, e independientemente de cómo explicara cada uno este detalle, ya con inseguridad, atribuyéndolo a la fuerza del empuje de los hielos, o ya desde el asombro orgulloso ante lo inexplicable, nadie pasaba por alto el momento en que, después de intentar retenerla sin convicción, las amarras liberaron de buena gana la iglesia. Pasmadas, más allá de los límites del espanto, las mujeres la siguieron en su desplazamiento por el río. A través del estruendo de la riada y del deshielo les llegaba de vez en cuando algo semejante a voces humanas, voces que sólo podían ser las de los hombres que estaban dentro de la iglesia, y aunque el sentido de aquellas voces sólo podía ser de desesperación y auxilio, las mujeres se empeñaron en sostener, asombradas ellas mismas ante sus propias palabras, que lo que se oía desde la iglesia transportada por el agua eran canciones, y que los hombres que partían cantaban una horă[32].
Con este detalle disparatado, que no resultaría creíble si los narradores mismos no lo presentaran como increíble (lo que paradójicamente aumentaba su grado de verosimilitud hasta su aceptación total e incondicionada), concluye la historia real de la iglesia de Subpiatra, un relato verificado históricamente en sus más extravagantes matices.
Todo lo que he contado hasta aquí fue corroborado por testigos. Actualmente, dan testimonio de ello los cimientos vacíos de la iglesia en el antiguo cementerio de Lugosu de Jos, la carretera profunda llamada el Surco de la Iglesia, el lugar llamado el Hoyo de la Iglesia, extrañamente hondo en el lecho todavía joven del Criș y donde incluso hoy en día se ahoga de vez en cuando algún niño. Por lo tanto, todo lo que he contado hasta ahora ocurrió realmente. El resto es esperanza. Un sueño que no he soñado yo, sino los mismos hombres del pueblo, que fueron los protagonistas y narradores de los primeros sucesos, los realmente acontecidos, y si voy a relatar ese «resto», que conozco también por ellos, con la minuciosidad con la que he contado los sucesos que acaecieron de verdad, es porque lo que me ha fascinado desde el principio de esta historia ha sido precisamente la ausencia de una línea de demarcación entre lo real y lo imaginario, el hecho de que, en virtud de no se sabe qué misteriosas leyes, la realidad desemboque en el sueño de manera inesperada y dramática, tal y como, algunas veces, la hiél se derrama en la sangre.
Al principio, más poderoso aún que el dolor fue el sentimiento de que algo no estaba en orden, no sólo en el sentido de que resultaba incomprensible, sino de que había algo intencionadamente oculto y disimulado a propósito para que nadie pudiera comprenderlo. Es decir, la sensación de lo milagroso, a cuya presencia eufórica se había acostumbrado todo el pueblo, atravesó una crisis de confianza; la gente se inclinaba a dar una explicación, más bien terrenal y perjudicial para todo el mundo, a aquellos hechos que hasta entonces no parecían haber precisado de interpretación alguna. Ocurrió, pues, una extraña inversión: mientras todo había sido indudablemente real, protagonizado por ellos mismos, todos preferían pensar que era fantástico, y en el mismo momento en que, escapándose a su control, los hechos adquirieron un cariz verdaderamente fantástico, comenzaron a analizarlos con desconfianza y a sospechar de su falsedad. La mirada del padre Nicola aguas arriba, como si desde allí hubiera esperado algo, la llamada a los hombres a la iglesia y, sobre todo, la extraña horă de las voces robadas por el agua les hacían pensar en algo incomprensible y premeditado. Es verdad que el desamarre por sí solo de las cuerdas (¿y si las cortó alguien?) y, sobre todo, el fluir seguro de la iglesia por la senda del agua (¿pero hasta dónde?) complicaban aún más las cosas y conferían al dolor del pueblo, que lloraba a sus hombres desaparecidos, un carácter ambiguo en el que se mezclaban extrañamente el sufrimiento con la duda, la rebeldía y la curiosidad. Todos estos elementos fraguaron el terreno fértil y rico en presentimientos en el cual germinó la semilla del sueño siguiente.
Era la primavera del año 1779. Para la gran rebelión de Horea sólo faltaban cinco años, y hasta Subpiatra también llegaron los soldados imperiales y los hombres de los condes húngaros que recorrían las poblaciones de los Cárpatos Occidentales en busca de aquel famoso agitador (ille famosus agitator). Evidentemente, no voy a pretender que los habitantes de Subpiatra no hubieran oído hablar hasta entonces de Horea y que no supieran toda clase de cosas sobre él, florecidas al margen de la realidad de la narración. Sin embargo, pensaban que nunca lo habían visto y que había sido precisamente entonces cuando descubrieron todos los pormenores sobre él, que más tarde iban a repasar detalladamente en auténticas reuniones conspiradoras. De hecho, las tropas imperiales estaban buscando a un tal Nicola Ursu de Albac, llamado Horia, constructor de iglesias y gran maestro en el arte del canto. Cuando les preguntaron si no había pasado también por su pueblo, si no les había propuesto construirles una iglesia o escribir demandas al emperador, si no les había hecho demostración de su arte o no los había instado a que se sublevaran, extrañamente y sin haber concertado nada previamente entre ellos, la gente de Subpiatra no dijo ni media palabra ni sobre el extraordinario viaje de su iglesia ni sobre el padre Nicola. Unicamente después de que los soldados se marcharan, los habitantes de Subpiatra, asombrados de su propia reacción, que sólo podían explicar a través del milagro que se había apoderado de ellos hacía más de un año, comenzaron a relacionar los hechos entre sí y a convencerse, mediante un cambio decidido y repentino en la conciencia colectiva, de que el padre Nicola no era otro que Horia, Nicola Ursu de Albac, y lo hicieron con un alivio evidente, casi luminoso, como si aquella identificación lo hubiera aclarado todo súbitamente, de la forma más lógica posible.
Por lo demás, muy pronto comenzaron a llegar noticias, tanto más increíbles cuanto más rápida y entusiásticamente se transmitían. Primero oyeron que en el curso bajo del Criș había sido vista una iglesia surcando las aguas como un navio cuyas velas hinchadas por el viento estaban atadas a la torre-mástil. También entonces supieron que Horia había ido al emperador con las demandas. Ya no había duda alguna. Las mujeres recordaron las telas que habían tejido por orden del padre Nicola y se sintieron muy orgullosas de ser parte de una aventura tan temeraria. Los hechos se relacionaban entre sí y adquirían una configuración que —cada vez era más evidente— había sido trazada de antemano por el padre Nicola. Pronunciaban el nombre del cura, del que ya nadie dudaba que fuera el mismo Horia, con un verdadero placer conspirador, no sólo como un símbolo del misterio que los unía entre sí, sino también de la indiscutible importancia que este misterio les otorgaba. Después de haber llorado largamente, las mujeres cuyos maridos fueron llamados al interior de la iglesia eran ahora respetadas, y se las consideraba, por su propio sufrimiento, las partícipes más próximas de los preparativos de la expedición. Nadie dudaba ya de que su iglesia había sido elegida desde un principio para el viaje que desde el Criș al Tisa, y desde el Tisa al Danubio, hasta Viena, iba a llevar a la delegación de los moți[33] ante el emperador. Por supuesto, el milagro de la transformación de una iglesia en nave, el milagro de su avance por el cauce estrecho de las aguas no se volvía por este motivo menos importante, pero, inscrito dentro del milagro realmente extraordinario de la aparición de un jefe, ya no exigía una aceptación o una credibilidad expresas: bastaba con creer en los poderes de Horia para que todo lo que se relacionaba con sus hazañas o con su persona se convirtiera en una verdad incuestionable, como un axioma.
Las leyendas de Subpiatra no dicen nada acerca de la vuelta de los hombres que partieron con la iglesia, cuando Horia, al regresar de Viena, incitó a la gente a la rebelión. Los documentos de la sublevación mencionan, sin embargo, un número insólitamente grande de rebeldes procedentes de este pueblo de los Cárpatos Occidentales que siguieron a su jefe hasta el final de los combates, en el terrorífico invierno de 1785. Cuando todo terminó, los supervivientes oriundos de Subpiatra regresaron silenciosos a sus casas, como si hubieran despertado de un sueño que habían creído real y al cual no querían renunciar, prefiriendo tomar la realidad por un sueño pesado e incomprensible. Las noticias de la ejecución en Alba Iulia los encontraron parapetados, con todos los puentes levantados, encerrados en un silencio inexpugnable, mirando hacia fuera con una mirada segura y desconfiada que, sin que sus labios se despegaran, decía, sin embargo, con bastante claridad: «Os esforzáis en balde por espantarnos. Bien sabemos que todo eso ocurre exclusivamente dentro de esta pesadilla. La realidad es la otra, esa de donde acabamos de venir y donde las cosas son totalmente diferentes». Y únicamente cuando estaban a solas, más allá del último valladar de silencio que los protegía de sí mismos, cerraban los párpados atreviéndose a mirar hacia aquel lugar profundo y resbaladizo donde, encadenada y amordazada, seguía viviendo, a pesar de todo, la duda, que balbuceaba incansablemente: «Pero ¿cuál es la realidad?».
Y justo cuando había pasado demasiado tiempo como para que la duda encadenada pudiera seguir oculta, precisamente cuando, después de crecer imperceptiblemente en sus escondrijos resbaladizos y profundos, amenazaba de un momento a otro con romper las cadenas e irrumpir en el silencio podrido de la incertidumbre de aquella realidad que era fundamentalmente distinta y difícil de sostener, aunque fuera la única aceptable, precisamente entonces, un buen día llegó una noticia que volvió a ponerlo todo en tela de juicio.
Un viajero de las tierras de Valaquia y Moldavia, llegado desde lejos, había visto la iglesia flotando Danubio abajo, con las velas hinchadas por el viento y atadas al mástil rematado por una cruz, y contaba el suceso como se cuenta un milagro, sin saber ni siquiera que la iglesia en cuestión era la de ellos.
La había visto una noche lo bastante serena como para distinguirla sobre la superficie lenta del agua: vio no solamente el pórtico con pilares tallados y el zócalo como una soga retorcida que recorría la base de la iglesia, sino también las velas encendidas en el interior como el Domingo de Resurrección. No se veía gente dentro, añadió el viajero con un asombro muy parecido al espanto, ni habría sospechado que la hubiera… Todo era tan suave y luminoso que habría parecido desierto si no hubiera sido porque se oían aquellas voces graves, masculinas, entonando algo que no era un canto religioso y que te perseguía con una especie de inquietud que entendías sólo más tarde, cuando te dabas cuenta de que lo que cantaban las voces de aquellos hombres invisibles en el interior de la iglesia flotante, iluminada como para el Domingo de Resurrección, era una horă. La noticia de este viajero desconocido, que continuó su camino sin imaginar el impacto desencadenado en el alma de sus atentos oyentes, la noticia, recibida con la avidez con la que siempre acogen el milagro los que carecen sistemáticamente de esperanza, configuró el alma de aquella aldea de moți, un alma que incluso hoy en día, al cabo de dos siglos, es distinta de las almas de los pueblos que la rodean. Un orgullo discreto, pero inflexible, surgido de un misterio que no se podía desvelar, pero capaz de iluminarlo todo interiormente, concede hasta el presente cierta gracia a las mujeres de por allí, y a los hombres les otorga un vigor un tanto misterioso, que incluso llega a ser desafiante. Y aun hoy, cuando la sublevación no es más que una historia lejana y el viaje de la iglesia una leyenda para turistas, la gente de Subpiatra (en su mayoría guardas forestales, obreros de una fábrica de muebles que se desplazan diariamente para trabajar hastaȘtei o Beiuș, gente con prisa, apretujada en polvorientos autobuses desvencijados, gente para quien la Historia ya no existe más que en los libros de texto olvidados hace mucho tiempo o en el televisor, delante del cual se quedan dormidos antes de que acabe el programa), incluso hoy, un algo misterioso y difícil de definir, propio de esta gente de montaña de pocas palabras y de mirada profunda, parece decir: «Sí, todo es tal como se ve; no está bien, ni se puede hacer nada, pero eso no tiene mucha importancia. Existe la otra realidad, en la que las cosas son totalmente distintas».
Evidentemente, nadie se percata de esto, y ellos serían los primeros en asombrarse de la frase que acabo de formular, como también se sorprenderían si les hablara del aire desafiante de sus gestos, saludos y andares, tan distintos de los de los demás. Pero es igualmente cierto que, sin que ellos lo sepan, en sus propias fibras permanece algo del impacto de aquella asunción definitiva del milagro como un estado primordial, frente al cual la realidad no es más que una derivación secundaria, una proyección desdeñable. Los que cuentan con ironía y apenas conmovidos la historia del viajero desconocido y la influencia de aquel testimonio sobre la psicología del pueblo a finales del siglo XVIII siguen conservando todavía, sin saberlo, en su psicología y comportamiento, las huellas de aquella felicidad por la aceptación incondicional de aquel relato.
Precisamente, siempre me ha fascinado esto de aquel lugar, esta imposibilidad de delimitar los hechos de manera absoluta, el sentimiento de que cualquier cosa, por muy simple e incuestionable que sea, pueda adquirir sombras alambicadas, interpretaciones contradictorias o inversiones de significados a la luz de aquel inconsciente y desconcertante desafío. En una historia trágica y exenta de esperanzas, que fluye sin cesar por valles paradisíacos por encima de los cuales los picos de las montañas chocan entre sí, esta conciencia absurda y profundamente optimista de que el milagro no está, sin embargo, excluido, ha logrado finalmente engendrar una y otra vez el milagro.
Esta historia de la iglesia flotante por el curso del río, que salvaba a sus héroes del martirio y a la fe de las dudas, la oí por primera vez hace mucho, al acompañar a mi padre, un cura transilvano, en uno de aquellos viajes que marcan el encanto estremecedor de mi infancia. Todo lo que descubrí entonces permanece aún en mí intacto e intangible, con el doble y difuso halo del milagro y de la incertidumbre. Cuando, de mayor, regresé por primera vez a Subpiatra, lo hice nerviosa ante la posibilidad de no encontrar nada de aquel relato que había enriquecido mi infancia: todo podría haber sido sólo el fruto maduro de la antecámara del sueño. No habría sido la primera vez que descubría la total inadecuación a la realidad de algunos de mis recuerdos, convencidos de su propio realismo. Era consciente de mi propensión (que disimulaba y a la que amaba como a un vicio) a dejar que la fantasía se mezclara ilícitamente con las verdades del ambiente, adquiriendo su color e imitando su forma (hasta que ninguna mirada ajena, por muy atenta que fuera, pudiera distinguirlas); así, pasé los años que separan la infancia de la adolescencia con un continuo sentimiento de culpa, con el miedo perpetuo a que se descubriera mi intervención, que, de tan compleja como era, había logrado que yo tampoco lograra diferenciar la fantasía de la realidad. Me acostumbré a pasar revista, antes de acostarme por la noche o a la espera del sueño obligatorio de la siesta, a todo lo que había sucedido durante el día, corrigiendo los aspectos vergonzosos o penosos, de modo que en aquella narración coherente, preparada a propósito para ser registrada en el recuerdo, el personaje central, que era nada menos que yo misma, salía ganando en inteligencia, bondad y audacia, sin perder por ello su verosimilitud. Luego me dormía, y en el sueño todo se fijaba definitivamente bajo aquella forma ligeramente revisada, cuyo borrador real olvidaba yo, también, poco después, no sin conservar la confusa aureola de culpabilidad, que iluminaba, llena de emociones, mi infancia y que, de vez en cuando, incluso ahora, no deja de deslumbrarme con sus rayos de seda.
Pero, para mi sorpresa, esta bella historia no existía sólo en mi mente. La persona adulta que soy, preparada para las más prosaicas revelaciones, la descubrió casi sin cambios en las narraciones que la gente de Subpiatra cuenta hoy a los turistas. Me encantó volver a este relato tan improbable, que, quizás debido a su propia inverosimilitud, había tenido la valentía y la precaución de armarse con multitud de argumentos acerca de su veracidad. Me entusiasmó pasar en coche por el Surco de la Iglesia y bañarme en el Hoyo de la Iglesia junto a los alpinistas de la Alemania Occidental que solían hacer un alto en su camino. La existencia de estas huellas, jalones en el camino de la suprarrealidad, me infundió un estimulante sentimiento de certeza, como si de la credibilidad de este acontecimiento clave dependiera también el crédito que podía concederme a mí misma en otros momentos, mucho más íntimos y particulares. Sin embargo, a pesar de la atención que prestaba a la psicología de los narradores y al color que mis propios recuerdos daban a la configuración fantástica del relato, yo creía sólo en el espíritu, y no en la letra, de esta narración, y miraba con ternura y admiración su ingenuidad misteriosa y estática. Bajo este signo de superioridad adulta y nostálgica se desarrolló el último episodio del serial de este viaje de la iglesia de Subpiatra en el que se mezclan lo posible y lo imposible.
En un septiembre extraordinariamente suave de hace algunos años me encontraba en el delta del Danubio, a donde había ido con intención de escribir algo para una revista de divulgación extranjera acerca de los encantos del Danubio rumano. Pero, más que la fuerza y la grandeza inigualables de las aguas y de aquellos parajes, de las aves y los peces sobre los que debía escribir para atraer autobuses llenos de norteamericanas setentonas y escandinavos tambaleantes con el fin de que, agradecidos, dejaran sus dólares en nuestros restaurantes y mercados, lo que de veras me impresionó fueron los habitantes permanentes de estas tierras blandas, que apenas aspiraban a la consistencia de la tierra firme; barbudos y callados, inmunes no sólo a la civilización, sino también a la historia, seguían leyes misteriosas que coincidían muy poco con las leyes del resto del mundo y que en no pocas ocasiones se diferenciaban vehementemente de ellas. Lo que me fascinaba ahora con respecto a aquellas aldeas tan seguras de sus creencias, situadas en unas tierras tan inseguras, era el modo en que no lograba encontrar ningún punto de unión entre mi silencio, siempre interrogante, y su silencio, cerrado herméticamente como una puerta tras un portazo. Un día salí de pesca por la noche, poco después de las dos de la madrugada, tras el ocaso de la luna, con el grupo de los Timofte, formado por el padre, los hijos y los yernos. Mi presencia parecía resultarles indiferente, con la indiferencia casi insultante que los colectivos cerrados manifiestan ante los forasteros. No podría decir, sin embargo, que el silencio en el que me abandonaron me molestara. Estaba agradecida porque me habían aceptado entre ellos y no podía pretender más. Seguían hablando sin hacerme caso, y les traía sin cuidado si no entendía nada. De hecho, lo único que comprendí era que algo los angustiaba, que había una razón, desconocida para mí, de inquietud, y no sé qué me hizo suponer que aquella razón tenía, sin embargo, una naturaleza misteriosa, insólita y sobrenatural, incluso para ellos.
—Stepan la vio —decía uno—, jura que la vio y que, antes de verla, llevaba dos días sin probar ni una gota de vodka.
—Anoche estaba borracho como una cuba —replicó otra voz más incrédula y, al parecer, más desapasionada.
—Sí, pero no bebió nada hasta después. Lo jura por lo más sagrado —insistió el primero, como si algo muy importante para todos ellos dependiera de la credibilidad de las palabras de Stepan.
—¡Lo jura por Frusina! —se rio de manera inesperadamente simpática una tercera voz, pero sin continuar de modo alguno este principio de alegría.
Estaba de espaldas, mirando al Danubio, en el que se mecía el reflejo del ocaso de la luna, e intentaba adivinar, como en un juego, de qué se trataba, sin que, en un principio, su inquietud tuviera poder sobre mí.
—También la ha visto Víctor —dijo, tras un silencio que duró varios minutos, la voz del viejo, una voz que identifiqué enseguida no sólo por su tono ronco y hueco, sino también por el silencio respetuoso que se instaló después. Pero no era sólo eso. Yo también sentía que no era sólo por respeto hacia el viejo por lo que lo escuchaban estremecidos. Lo que había dicho el viejo los había conmovido inesperadamente a todos, como si el hecho de que Víctor también hubiera visto lo que había visto Stepan cambiara de pronto la gravedad de los acontecimientos.
—¿Cuándo? —preguntó alguien, y todos se quedaron callados aprobando la pregunta.
—Esta noche.
Parecía que ya no quedaba nada por decir. El silencio que siguió fue tan largo que, sin querer, volví la cabeza para ver qué pasaba. Todos estaban mirando río abajo, escudriñando con intensidad, unos de pie y otros inclinados hacia delante, aunque estaba claro que, río abajo, si hubiera existido algo no habrían podido verlo. Con el ocaso de la luna, las estrellas, que ahora se veían más luminosas, no tenían la fuerza suficiente como para revelar nada.
—Tal vez sería mejor que regresáramos —dijo uno, pero nadie le contestó y la propuesta quedó suspendida en la noche, que empezaba a diluirse angustiada. Todavía hacía buen tiempo y, evidentemente, ninguna tormenta parecía ser el motivo de su inquietud. Y precisamente porque yo no era más que una espectadora a quien no brindaban ninguna posibilidad de integrarse en los sentimientos de aquel escenario, sólo podía regocijarme con la complejidad del espectáculo. El suspense únicamente podía aumentar el valor de la representación.
—¿También lo oyeron? —preguntó otro, especificando enseguida—: ¿Lo oyó también Víctor? —Como no escuché ninguna respuesta, supuse que alguien había asentido o negado con la cabeza.
—¿Qué cantaban? —susurró una voz que aún no había hablado. Y el viejo contestó casi gruñendo:
—Lo de siempre.
No tenía forma de adivinarlo, y el no poder hacerlo me gustaba e incitaba como en una aventura. Incluso hubiera deseado no haber adivinado nunca el miedo ante aquella evidente y misteriosa inquietud, para llevar dentro de mí el complejo silencio de aquellos pescadores como uno de esos regalos que el misterio impenetrable del universo, absurdamente fragmentado en verdades ridiculas, decide hacerme de vez en cuando. No fue así. Sin embargo, el desenlace superó con creces mi sed de milagro.
No había amanecido todavía, pero la noche se había difuminado ya lo bastante como para perfilar los contornos en el plasma oscuro del aire. Las riberas del río empezaron a dibujarse de una manera confusa y extrañamente expresiva, y el aire tenía un olor más frío y salado. Nos acercábamos al mar. Hacía más de una hora que nadie pronunciaba palabra alguna, sólo se oía el ruido del motor, su runrún irritado y a veces histérico; después, sin que nadie dijera nada, lo detuvieron y se pusieron a remar. En aquel silencio marcado por el chapoteo de los remos alzados en el aire pardo y luego sumergidos con un golpe casi placentero en el agua, comenzó a oírse la canción. Al principio no me di cuenta, pensé que había alguna radio pequeña en el barco, o simplemente no pensé en nada; el sonido de una canción en un barco es una realidad banal que ya no exige ningún esfuerzo a nuestra mente desgastada. Sólo la extraña tensión que sentí a mis espaldas y la forzada suspensión de los remos en el aire, me hizo escucharla aún mejor; por lo demás, se apreciaba cada vez más, en un crescendo un tanto raro, como si de manera intencionada alguien hubiera aumentado lenta, pero ininterrumpidamente, el volumen de un aparato, y entonces me percaté de que no había ningún motivo para que se oyera, porque en nuestro barco no cantaba nadie nada, y ni río abajo ni río arriba se veía otro barco.
—Es ella —oí la voz del viejo casi susurrada, pero inesperadamente sonora sobre el fondo creciente de la canción, y lo que me extrañó fue, no tanto el tono mediante el cual la revelación y aun la alegría parecían haber suplantado al espanto, sino aquel femenino, utilizado para designar una realidad que por sí sola no tenía nada de femenino. La canción que se oía, de hecho una melodía acerca de la que difícilmente se habría podido decir si ocultaba alguna letra bajo sus inflexiones confusas, aquella canción, la cantaban voces graves de hombres, en una octava tan baja que, algunas veces, parecía no ser más que un murmullo inusitadamente amplificado por la noche y el viento. Volví la cabeza para mirarlos. La luz era más intensa, y suficiente como para ver, no sólo sus rostros, sino también las expresiones que permitían ahora penetrar en lo profundo de aquellas caras, cubiertas en sus tres cuartas partes por las barbas sin afeitar, las cejas tupidas y los cabellos caídos sobre la frente, pero con unos ojos brillantes por debajo de la masa rebelde y mate del pelo. Miraban intensamente hacia adelante, evidentemente para ver lo que sólo se podía oir, y sus ojos expresaban, sin miedo y sin angustia, la tensión, la espera y el presentimiento de una revelación. Para mí estaba claro que el misterioso pronombre femenino no se refería a la canción que se percibía, que no era más que un mero acompañamiento secundario, sino a la inminente aparición, algo que temían, aunque, al mismo tiempo, no podían dejar de alegrarse de ver. Empujado por el Danubio, el barco se deslizaba lentamente por la senda del agua cuando, de repente, cambió de rumbo, siguiendo el curso del río. De espaldas a la dirección de la marcha, comprendí que el recodo brusco del río había revelado algo. Los ojos de los pescadores se agrandaron, iluminados por el acontecimiento, traspasados al mismo tiempo por el espanto. Pero era un terror lleno de felicidad, si eso se puede decir, un miedo exultante porque finalmente podía manifestarse. Al mirarlos supe que ellos veían algo ya, y me di la vuelta para verlo yo también.
Eran, creo, las cuatro de la mañana y el día que despuntaba se mezclaba aún confusamente con la noche y mostraba un aspecto hosco y confuso. Bajo el cielo gris claro, sin pliegues, en el aire casi fluorescente, que emanaba una luz perlada, a la vez que reluciente y turbia, el paisaje aumentó considerablemente, el río separó sus riberas y lejos, en el horizonte, allí donde entre el agua y el aire ya no hay línea divisoria, respiraba el mar, parecido a un animal al que no se debe despertar. Allí, donde el paisaje finalizaba para que comenzara el ensueño, se dibujaba en el cielo y en el agua una iglesia. Su contorno me era tan conocido que en el primer momento no me sorprendió ni me asustó, sino que, casi inconscientemente, miré más adelante, buscando. Sólo un segundo después me di cuenta de que aquella iglesia de los Cárpatos Occidentales, con pórtico y una torre infinitamente delgada, no tenía por qué estar allí, en la desembocadura del Danubio, mecida por la brisa matutina. Y en el mismo momento en que comprendí, recordé. No sé si el sol que salía le encendió las ventanas o si su luz procedía quizás de dentro, de las llamas de las velas, pero en el color ceniciento del alba, la silueta negra de la iglesia que se balanceaba sobre las olas ardía desde el interior como en las grandes fiestas, sin que el fuego gozoso consiguiera consumirla, y parecía marcar el trayecto imaginario de una horă, aquella horă que nos inundaba, inquietante, desde una iglesia que parecía desierta.
No tuve la menor duda de que era la iglesia de Subpiatra, y me puse a examinarla mientras nos aproximábamos a una velocidad sorprendentemente rápida (¿se aceleró de repente el curso del agua o la impresión de velocidad se debía a que ella también se nos acercaba al mismo tiempo?); le dediqué una mirada familiar, como si la hubiera visto antes, como si la conociera muy bien y ahora ella se me revelara como a un pariente, como a uno de los suyos. Quiero decir que, por muy raro que parezca, aunque no podía explicar cómo estaba allí, seguía sin extrañarme, como si hubiera esperado tal aparición, como si hubiera creído desde el principio en la historia de su viaje. Se nos acercó tanto que su avance creaba un gran oleaje que hacía subir y bajar nuestro barco como si se tratara de una cáscara de nuez. Y, frenética, la melodía se oía con nitidez (era, sin duda alguna, una horă, entonada con mucho ritmo, cuya ejecución sugería los movimientos y las síncopas de la danza), mientras el interior, iluminado para las grandes fiestas, se veía límpido y vacío. Cuando pasó a nuestro lado, tan cerca que, si hubiera extendido la mano, creo que la habría alcanzado, parecía inimaginablemente alta en comparación con nuestro barco, y, sin querer, incliné la cabeza hacia atrás para verla entera. Para mi gran asombro, no muy por encima del pórtico había una vela inmensa, hinchada por el viento, que hasta entonces no había visto. Sólo me quedaba suponer que no se notaba desde lejos o que la habían izado tan sólo en el último momento, al adentrarse río arriba. Y es que, indudablemente, la iglesia iba subiendo aguas arriba, lo suficientemente deprisa como para que su movimiento se notara a simple vista, y con tanta dificultad que la resistencia del agua producía olas inmensas que nos empujaban hacia la ribera. Al deslizarse, su punta se mecía de un modo imperceptible, y sólo una o dos veces, al inclinarse con fuerza, hizo que toda la construcción se doblase peligrosamente; entonces, desvelada desde las profundidades de las aguas, pude ver la vieja madera de la iglesia cubierta de musgo y de conchas. No sé si este detalle, esta mirada un tanto indiscreta, que revelaba los aspectos íntimos de lo que para mí era la iglesia de Subpiatra, me impresionó más que su desplazamiento, porque mientras su fluir no era más que un milagro, aquellas vigas viejas, forradas con musgo húmedo, constituían un detalle revelador que me obligaba finalmente a repensarlo todo de manera lógica, como una concatenación sin interrupciones. Se me quedó grabada en la mirada aquella superficie de madera de montaña sorprendentemente revestida de algas y conchas, hasta que recordé con exactitud los tocones de los que había sido talada la iglesia (como si hubieran talado un árbol vivo) allá lejos, en Lugosu de Jos, tapizados también ellos por un musgo grueso parecido a la piel de cordero; esta asociación me dio, de repente, la medida cabal de los hechos. En todo caso, algo estaba bien claro: nada en el paso de la iglesia a nuestro lado hacía pensar en una visión subjetiva; nada parecido a un fluir ideal e inconsistente se insinuaba a través de la navegación penosa, río arriba, de una iglesia de madera con la torre transformada en mástil. Todo era real, existía de verdad, y solamente aquella realidad indiscutible podía ser considerada milagrosa o no.
Después del paso de la iglesia, mis acompañantes parecían exhaustos y desorientados, como si hubieran recibido un mensaje cuya importancia sobrepasaba sus fuerzas y con el que no sabían qué hacer. Me senté frente a ellos, convencida de que la extrañeza que había hecho que nos sintiéramos súbditos de distintos reinos ya no podía resistir a la prueba de fuego de esta aparición. De hecho, para ser totalmente sincera conmigo misma, me dejó atónita no tanto la aparición de la iglesia (que me era familiar y conocida desde hacía mucho) como su importancia en este mundo neutral y distinto del mío. Me asombraba no sólo que la vieran también ellos, sino el hecho de que perteneciera a su vida y que hubiera adquirido unos significados y una importancia que yo no lograba intuir. Tampoco podía adivinar en qué medida se conocía la historia, la verdadera historia de la iglesia, y en qué medida permanecía inalterada por las condiciones, distintas, del alma colectiva. Me era difícil imaginarme a la brigada de los Timofte hablando sobre Horea y albergando alguna idea, siquiera aproximada, sobre aquel pueblo de los Cárpatos Occidentales, al que pertenecía por derecho su fantasma. Porque, sin lugar a dudas, bastaba con mirar hacia los ojos nuevamente ensombrecidos de los pescadores para comprender que habían visto un fantasma que para ellos parecía tener un significado claro y de mal augurio. Sorprendentemente, al preguntarles, me contestaron con naturalidad, sin reticencias, como si el haber visto juntos la iglesia flotante nos hubiera emparentando y me hubiera integrado en su universo, como si, a su vez, ellos también se extrañaran de que a mí también me fuera permitido verla. Cuando, más tarde, a la primera ocasión, volví a los Cárpatos Occidentales como a una fuente a la que tenía que informar acerca de los parajes en los que había reconocido sus aguas, la gente de Subpiatra se quedaba pasmada al oír que su milagrosa iglesia se llamaba, en la desembocadura del Danubio, «la Iglesia Muerta». Para ellos, lo que distinguía su iglesia de otras era precisamente su alto grado sobrenatural de vitalidad, porque la iglesia flotante era no sólo una iglesia viva, sino también redentora de la muerte. Mientras que para los danubianos representaba un espectro mortal, la morada de los difuntos y el presagio de la muerte, para la gente de Subpiatra era una anulación de la muerte, capaz de dejar sin efecto la ejecución en el Cerro de las Horcas de Alba Iulia. Me apresuré a contarles lo que había visto, convencida de que se iban a alegrar por esta confirmación, pero descubrí que más bien los entristeció, porque no precisaban confirmación alguna, sino reconocimiento.
Un dulce atardecer, con olor a humo, a leche recién ordeñada y a mamaligă (aquel olor que para mí ha sido siempre la más inefable de las definiciones de la vida en el campo, y que mientras exista hará posible la pervivencia de la aldea, a pesar de que sus habitantes se hayan transformado en gente que a diario se desplaza lejos, hasta el lugar de trabajo) me encontraba en el pórtico de la casa parroquial de Subpiatra hablando con el joven cura, un flamante licenciado en teología que, con su melena rubia, barba cerrada y camisa de manga corta a cuadros, se parecía más a un artista que a un párroco.
Había nacido en aquella misma casa de la que ahora era dueño, y justo cuando estaba a punto de acabar la carrera de arquitectura había tomado la brusca y sorprendente decisión de seguir en el púlpito a su padre, que fue durante más de cuarenta años el cura del pueblo, en el que, a su vez, había nacido también él, como hijo del cura del pueblo. Tales dinastías no eran inusuales en Transilvania, pero su continuación hoy es menos frecuente. Al cura actual lo conocía desde mi infancia, teníamos más o menos la misma edad, e incluso hoy recuerdo el prestigio que se ganó ante mis ojos cuando después de escuchar por primera vez la historia de la iglesia me enseñó los lugares que daban testimonio de ella: el hoyo, el vado, los antiguos cimientos desmochados. Desde entonces lo recordaba, y me consideraba un tanto emparentada con él a través del relato.
—Lo que para algunos es la vida, para otros es la muerte, de la forma más natural, sin que cambie ninguno de los datos reales del problema —dijo mirando hacia adelante, hacia la iglesia del pueblo, que estaba en lo alto de una colina, rodeada por el cementerio, entre cuyas cruces se ponía el sol decorosamente—. La rebeldía que supone la muerte y que conduce sólo a través de ella a la inmortalidad, es decir, a la vida, se presta, sin violentar en absoluto el significado, a ambas interpretaciones.
Lo que me decía me sonaba extraño y familiar al mismo tiempo. Me parecía que lo había oído más veces, o que lo había pensado yo misma. Y, sin embargo, sentía que la historia de la iglesia era mucho más compleja que este resumen, que la iglesia llevada por las aguas era el símbolo de la derrota de la sublevación y, al mismo tiempo, de su profunda y difícilmente aprehensible victoria. De cualquier forma, todos sus significados yacían definitivamente en la épica elíptica e inflexible de la leyenda. El resto no era más que ideología. Seguí la mirada del joven. Su pequeña iglesia de madera proyectaba un perfil increíblemente frágil y esbelto sobre el horizonte rojo del crepúsculo, con los pilares del pórtico artísticamente tallados, con la esbelta torre, parecida a un estilete largo y acabada en una cruz, que anulaba su punta afilada, y con un zócalo ancho tallado en bajorrelieve que la circundaba como una soga retorcida. Era exactamente igual a como me había imaginado siempre la otra.
—No se lo he preguntado nunca —le dije a mi interlocutor, usando aquel tono de conversación ocasional que se adopta siempre al final de las conversaciones serias, precisamente para hacer hincapié en la conclusión—. Se me ha olvidado preguntarle: ¿cuándo construyeron la actual iglesia del pueblo?
—No la construyeron —me contestó con naturalidad, y un poco sorprendido por mi extraña pregunta—, la trajeron.
Me volví hacia él sin comprender qué quería decir, y sin atreverme luego a llevar mi pensamiento hasta el final. Pero él me miraba casi divertido por mi desconcierto, sin creer que no entendía lo que me estaba diciendo a la vez que intentaba captar el significado psicológico del momento.
—Evidentemente, es esa —se sonrió, y sólo más tarde, realmente sorprendido, añadió—: ¿Nunca le han contado la historia hasta el final?