EL TRAJE DE ÁNGEL
Como siempre me sucede al cabo de un día que ha sido deprimente —no por un motivo concreto que pudiera tener remedio, sino debido a la mera actividad estéril e incesante—, fui a parar, como en tantas otras ocasiones, a aquel edificio que conozco de memoria, configurado por un número inacabable de inmensas estancias en fila comunicadas entre sí, que dan a un jardín cuyos linderos no se ven a causa de los viejos tilos, crecidos sin orden ni concierto y cuyas ramas se entrelazan y enredan delante de las ventanas. Es una casa como no creo que haya muchas hoy en día. Sólida a la vez que frágil, construida en piedra sobre un enorme esqueleto de vigas que parecen no estar sometidas al paso del tiempo, pero que, precisamente por eso, están llenas de una vida que imperceptiblemente las hace vibrar, chirriar, crujir y emitir, de vez en cuando, inexplicables alaridos —como los de un animal lastimado— con modulaciones sordas, enfermas y difíciles de descifrar. La escayola y la ornamentación, que alguna vez, en tiempos pasados, debieron de contribuir a la belleza de las salas, no son hoy más que un medio para determinar su antigüedad; son un argumento propio de la decrepitud mantenida aún en pie, de la que el polvo se levanta al más mínimo soplo o roce y está a punto de desprenderse hasta el total desvanecimiento de las formas. El parquet y las puertas, las baldosas y los marcos de las ventanas se encuentran igualmente anclados en un tiempo determinado; al fin y al cabo, no tan lejano. Cada vez que observo todo esto me doy cuenta de que las casas de este tipo no debieron de edificarse en nuestro país antes de mediados del siglo pasado. Sin embargo, un cierto aire de frialdad, ajeno al edificio, o tal vez sólo el abandono acentuado por su permanente soledad, lo alejan en el tiempo y le dan el derecho a sentirse ofendido, si alguien se atreviera a asignarle un mero siglo de existencia. En realidad, los muebles no pueden pertenecer a una época más lejana que la transición entre las postrimerías del siglo pasado y los albores del presente. Esparcidos aquí y allá en los cuartos, o amontonados a veces en un rincón, en algunas ocasiones parecen haber sido armados para deslizarse sobre un plano inclinado, obtenido mediante la elevación de una esquina de la habitación, mientras que en otras se diría que no se han movido jamás, a lo largo de toda su vida, del lugar donde solían estar desde antaño. Pese a todo, están tan llenos de soledad, que la muerte misma no es más que un punto de referencia de su propio vacío ya superado. Siempre que visito la casa —y, curiosamente, parece que siempre lo hago como si pensara mudarme allí—, la presencia de los muebles me cohibe impidiéndome tomar una decisión, puesto que siempre me siento obligada a aceptarlos con el inmueble, y esta pesada herencia me intimida y me hace dudar. De hecho, lo que me confunde es que no sé si tengo o no alguna relación con todos estos sabios pedazos de madera muerta en épocas lejanas. El edificio no me provoca dudas, me he acostumbrado a él, y aunque no me resultó familiar desde el primer instante, mis repetidas idas y venidas y mis preguntas nos han hermanado a lo largo de los años. Por mucho que al principio existiera un instante —que, en realidad, no recuerdo— en el que me pareció ajeno, con el tiempo hemos creado nuestra propia historia común, a la que puedo volver, y que en los momentos de desorientación me proporciona unos delicados puntos de apoyo. Así pues, me basta con recordar las repetidas ocasiones en las que intenté saber a qué ciudad pertenecía esta casa, para que así, a pesar de que jamás he llegado a ninguna conclusión, esa pregunta siempre recurrente e igual de imperativa deje de espantarme. Al fin y al cabo es más fácil de soportar un terror que ha llegado a ser familiar.
Sin embargo, con los muebles nunca he entablado ningún tipo de relación. Desde el principio tuve la sensación de que les era antipática, y no he podido comportarme con ellos de otra forma. A diferencia del edificio, los muebles son terriblemente feos, macizos y sin gracia. Eso les hace carecer de la última brizna de vida que, a través de la belleza, pudiera persistir aún en sus tablas, en las que hasta la carcoma habrá muerto en tiempos lejanos.
Todos los cajones estaban vacíos. Las puertas de los muebles se abrían sin misterio, dejando entrever las cavidades oscuras de los estantes. Y, no obstante, había algo agradable y verdaderamente atractivo incluso en aquellas camas repugnantes y voraces, o en los armarios de copete decorados con guirnaldas de metal casi mortuorias, y ese algo, imperceptible y difícil de definir, pero cada vez más intenso y más sugestivo, era el olor. Un olor que parecía ir en aumento de una visita a otra y que, de manera ambigua pero cada vez más decidida, se erigía en el portador evidente de un mensaje; un mensaje que, no tanto por su falta de fuerza como por la falta de refinamiento de mi percepción, me impedía aprehender su compleja composición, así como descifrar sus sabias e intraducibies verdades. Además de un aroma a madera vieja había también una fragancia a miel cristalizada en cuencos y, aún más intensamente, un perfume de pétalos secos que habrían pertenecido a no se sabe qué flores, que ahora ennoblecen ya el universo mineral. Esta confusión entre los distintos reinos, que no era sino la obra del paso del tiempo, me fascinaba sobremanera y me hacía entreabrir las puertas para inspirar, como en un homenaje, esta esencia de muerte aromatizada por su propia antigüedad.
Aquella vez sucedió lo mismo. Después de darme cuenta de que me encontraba en aquella casa y no en otra, después de comprobar que todo estaba tal y como lo recordaba de otras ocasiones, y de que nada había cambiado, ni siquiera mi obligación de decidir si iba a vivir allí o no, entreabrí la puerta chirriante de un armario y aspiré, como en un último signo de reconocimiento, la oscuridad impregnada exclusivamente por el olor del tiempo pasado. Pero el armario no estaba ya vacío. Sobre un estante había un bulto blanquecino y crujiente, de una materia indefinible, pero conocida, que me recordaba algo. Era la primera vez que encontraba una cosa en los interiores vacíos, completamente vacíos de unos muebles que he examinado en infinidad de ocasiones. Y, antes de alegrarme de que aquello me perteneciera —porque, no lo dudo, aquella materia blanquecina la había visto ya en alguna otra ocasión, la conocía bien y era mía—, sentí satisfacción por su misma existencia, ya que, por muy insignificante que fuera, era más que nada. Luego supe. Lo supe incluso antes de extenderla y ver su forma, desde el mismísimo instante en que, al tocarla, percibí que, doblada y más tarde ahuecada, de una manera artificial, aunque no casual, aquella materia era papel crepé. Lo recordé enseguida con tanta exactitud que ni siquiera me di prisa en mirarla a la luz. A lo largo de mi infancia su sitio estuvo siempre encima del armario del vestíbulo, dentro de una maleta de cartón arrumbada y transformada en ataúd improvisado. Aquel montón de papel crepé era mi traje de ángel. Pensándolo bien, debería reconocer que, por mucho que retrocediera en el tiempo, no podía atribuir al traje de ángel otro estatus más que el de una evocación. Por muy remota que fuera la época en que lograra evocarlo, su presente se había terminado en otro tiempo todavía más lejano. Su función se había agotado. Quiero decir que no era capaz de recordar cuándo me lo puse, sino sólo las ocasiones en que pedía permiso a mi madre para bajarlo del armario a fin de revivir los momentos en los que lo había llevado. Era, pues, un recuerdo dentro de otro recuerdo, una evocación de segundo grado, o incluso una especie de material didáctico a través del cual aprendía la noción de recuerdo. Contemplaba aquel montoncito blanquecino y polvoriento sobre el anaquel del armario y experimentaba aún el sentimiento físico de orgullo que viví en aquella época, súbitamente reconstruido ahora con una minuciosidad que atestiguaba su intensidad inicial. Subida en una silla, ya que no tenía paciencia para bajar la maleta del armario, levantaba un poco la tapa para ver la prueba material de mi historia. Estaba orgullosa de eso: de poseer una historia.
¿Cuántos años tendría cuando me acostumbré a extender suave y cuidadosamente sobre la alfombrita del vestíbulo el traje de papel crepé con abundantes volantes, ribeteados con estaño y alargadas alas de cartón, salpicadas con estrellas de purpurina? ¿Ocho, diez, doce? Seguramente no muchos más, porque no había alcanzado aún la adolescencia. Me encontraba todavía en plena infancia y, precisamente, eso me encantaba y me llenaba de orgullo: el hecho de que a pesar de ser sólo una niña había dejado tras de mí una historia de la que no podía dudar, ya que sus pruebas, amarillentas por el paso del tiempo, estaban delante de mí. Porque no conviene olvidar que ya entonces el blanco del papel crepé y del cartón se habían transformado en un amarillo grisáceo, en el que las estrellas, envejecidas y pintadas con rápidas pinceladas, ponían de relieve su resplandor. ¿Cuántos años tendría, si incluso en aquel entonces la época en la que había llevado el traje me resultaba remota y perdida en el tiempo? ¿Y, sobre todo, cuántos años tendría cuando me lo puse? ¿Dos? ¿Tres? No; muchos más, porque también recité un texto, un poema bastante largo, que me aprendí de memoria con tanta facilidad que, durante largos años, mi madre seguía orgullosa de mí; un orgullo que, de manera extraña, sentí siempre como una especie de acusación, como si se dirigiera contra mí, que había crecido entretanto y que ya no podía impresionar más con proezas así. ¿Cuatro? ¿Cinco? Sé que en algún tiempo me llegó hasta el suelo. Mi madre, y no yo, recordaba que estuve a punto de tropezar en el escenario, y me enseñaba el lugar en el que había pisado el borde del traje y donde el papel estaba un poco ajado y el estaño desprendido. No tenía en absoluto el aspecto de una túnica larga. Parecía más bien un camisón que llegara por encima de las rodillas o un traje de juguete de papel recortable, de aquellos que se sujetaban mediante una especie de pestañas dobladas sobre el cuerpo de muñecas de cartón también recortables. Jamás llegué a saber la edad exacta en la que fui un ángel y, en realidad, tampoco sé qué tipo de obra era aquella en la que interpreté ese papel. Quizás por eso el traje de papel poseía para mí un aura de misterio, a la que me gustaba volver, de vez en cuando, para atribuirle cada vez más significados.
Aquella vez comencé de nuevo, con los mismos gestos de mi infancia, a sacar y extender el traje de ángel sobre la tarima asombrosamente limpia de la estancia. Tras el primer instante —en el que temía que todo pudiera evaporarse, al igual que el contenido de las tumbas antiguas conservadas durante milenios y volatilizadas irreversiblemente por el contacto con el aire y el presente—, después de ese primer momento, el papel se dejó abrir con el susurro armonioso y polifónico de todo un bosque y apareció moldeado como para recibir la forma de un cuerpo al que intenta imitar con candidez a través de sus vuelos. Aunque estaba arrugado y con los volantes plisados por la presión de los años, con las cintas descolocadas y el estaño deshecho, el traje conservaba algo vivo y encantador en su línea, pretenciosa pero infantil, y en su candor, descolorido por el tiempo. Las alas, en cambio, se habían muerto hacía mucho, las puntas caídas estaban dobladas, las estrellas apenas se intuían, mates, sobre la superficie de cartón que en otros tiempos había sido brillante. Difícilmente se podían contar aún las puntas, que me fascinaban por el desorden —tal vez no desprovisto de significado— de su número: el pincel había esbozado, deprisa, cuatro, cinco, seis, siete e incluso diez puntas distribuidas de forma desigual en torno a algún centro igualmente hipotético, creando, tal vez, a causa de esta aproximación, una impresión de brillo incontrolado, indómito, del que no había quedado más que la torpe indisciplina de algunas manchas casuales. La goma que en otros tiempos las había sujetado a los hombros, colgaba ahora inane por el desuso, incapaz de infundir la más mínima ilusión de vuelo.
Me hubiera gustado tener cerca a un niño para prenderle las alas en los hombros y comprobar si aún funcionaban, porque recuerdo exactamente (lo rememoro yo misma, no es una falsa evocación nacida de las repetidas narraciones de mi madre) el movimiento que lograba transmitirles mediante la rotación de los omoplatos, una gimnasia bastante sofisticada aprendida entonces con gran esfuerzo antes del espectáculo, y que me proporcionó luego, junto al orgullo del éxito, la emocionante sensación de un simulacro de vuelo. En realidad, también me hubiera gustado ver el traje puesto en el cuerpo de un niño; lo que, claro está, era imposible. Sabía que estaba sola, completamente sola en toda la casa. Observé los papeles arrugados, pero no carentes de cierta compostura y de cierta dignidad. Estaban a mis pies, semejantes a una sombra mucho más corta que mi estatura, dibujada por un sol que aún se encontraba en el cénit. A decir verdad, la idea de la sombra me vino sólo después de haber dado un paso, al ir más lejos, saltando por encima para no pisarlos. En ese momento pensé que no estaba bien eso de pisar tu propia sombra.
Como en tantas otras ocasiones, me hallaba en aquella casa con el fin de decidir si quería vivir en ella o no, y tenía que explorarla y examinarla. Y la pausa provocada por aquel descubrimiento, prolongada y sospechosa por su insistencia, podía constituir sólo una prueba para convencerme de que me quedara y para demostrarme que tenía motivos para hacerlo. Al fin y al cabo, ¿cómo había llegado el contenido de la maleta que estaba encima del armario del vestíbulo de mi infancia a aquella casa mucho más próxima a la muerte que a la vida, que solía visitar únicamente después de días vacíos? ¿Existía algo en común, por muy insignificante y superfluo que fuera, entre la casa imperturbable del sueño y la otra casa inmóvil del recuerdo? Tal vez la frondosidad de los tilos delante de las ventanas, o ni siquiera eso… O, tal vez… ¡Espera un poco!… Intentaba recordar, vacía, la casa entera… Nosotros vivíamos sólo en tres habitaciones exteriores, mientras que el resto del inmenso edificio tenía los cristales de las ventanas recubiertos por una pintura de aceite, y era, de hecho, el depósito secreto de una biblioteca cerrada al público, una jungla seductora, conformada exclusivamente por libros prohibidos… La misma disposición sucesiva de las estancias, comunicadas entre sí, en una cadena interminable, la misma planta baja extremadamente alta, que con sus doce peldaños anchos despreciaba la tierra y parecía desprenderse, desligarse de ella… Y las dependencias de la biblioteca, que nunca logré atravesar, y que ni siquiera entrevistas a través de la cerradura, insólitamente grande, desvelaban nada, salvo montones misteriosos de libros, ¿no se habrían parecido, si las hubiera visto vacías, a aquellas salas que había examinado tantas veces? O, yendo incluso más lejos con la imaginación, ¿no es posible que se tratara del mismo edificio? La verdad, ¿qué importancia podía tener?… El requerimiento de mudarme a esta casa, que se repite imperioso en momentos de desorientación, de cansancio y de absurdo, constituye una invitación más allá del presente, más allá de la vida, hacia el pasado. Incluso el hecho de descubrir que se trata de mi propio pasado no cambia demasiado las cosas…
Volví súbitamente la cabeza —recuerdo la brusquedad intencionada del gesto—, como si hubiera querido desenmascarar algo, como si no me hubiera extrañado no encontrar ya aquella mancha blanca que era el traje abandonado, o como si hubiera querido sorprenderla mientras desaparecía. Pero no, el traje estaba allí, quieto, extendido sobre la tarima, con las alas inmóviles recogidas a lo largo del cuerpo inexistente, con estrellas de cuatro, cinco, seis y diez puntas que se percibían con sorprendente claridad.
Lo que diferencia en mi historia onírica los sueños en torno a esta casa de los demás sueños es la capacidad de los primeros de conservar un continuo aspecto realista de la acción y de no permitirme olvidar en ningún momento que se trata de un sueño. Pero de un sueño tan sólido e indiscutible como la realidad misma, que podía abandonar y reencontrar invariable, ya que contiene en sí su propio sistema de recuerdos y de referencias y no duda en proclamar con cierta insolencia su estatus de sueño. Otros sueños refuerzan sus fuentes de terror haciéndose pasar por la realidad, mientras que estos otros no se refugian en la cobardía del disfraz, porque no requieren de las amenazas del terror. Al contrario, son autosuficientes, tienen su propio contenido, que les basta, y su propio estilo, impuesto con el tiempo. Sin embargo, en una ocasión, al pasar de un cuarto a otro, descubrí, con asombro, una escalera que llevaba a una especie de buhardilla, cuya existencia no había sospechado hasta entonces; la buhardilla estaba bañada por una luz de un verde brillante, y desde la ventana, sorprendentemente ancha, casi como una pantalla, divisé, estupefacta, muy cerca, el mar. Claramente, la lógica interna de la historia se había roto, ya que desde la ventana de la buhardilla, situada en la misma parte que los restantes ventanales del edificio, se deberían haber visto las mismas ramas de los tilos. Por supuesto, nada impedía que el sueño tuviera sus propias extravagancias, pero mi asombro, o quizás sólo el sentido común, consciente del respeto que se debía a sí mismo, provocó un retroceso imperceptible. Dotado de la sensibilidad de un animal de raza, el sueño sintió que la infracción de su propia coherencia era no sólo una falta de gusto, sino también una pérdida de credibilidad. Y retrocedió. Así que, sin dejar de mirar, empecé a advertir que lo que me había parecido una ventana hacia el mar se transformaba, difuminándose, en un cuadro inmenso y extrañamente sugestivo, en una marina casi fulgurante. No insistí. La situación tampoco volvió a reproducirse. Por lo demás, lo que constituía el encanto y la intensidad de estos sueños era precisamente el hecho de repetirse de forma invariable, sin ninguna dimensión épica. Había una casa, siempre la misma, que yo atravesaba a intervalos irregulares, pero casi previsibles. Después de un día deprimente podía predecir, con un mínimo margen de error, la reaparición de la casa en el sueño; una casa que no tenía nada de espantoso; todo lo contrario, estaba impregnada de nostalgia y de encanto, y lograba inquietarme sólo por su tenacidad para no desaparecer al final del sueño y por su invitación impertérrita, reiterada y segura de que acabaría aceptándola. La aparición del traje de ángel fue una derogación de esta sobria ley; era, tal vez, un signo de cansancio por parte del sueño, una prueba de que empezaba a perder la confianza en su fuerza lapidaria de persuasión y de que intentaba enriquecerse de manera sospechosa, apelando a la realidad.
No me convenció. No podía tomar una decisión. Creo que me permitía siempre aplazar la respuesta precisamente porque estaba segura de que la invitación se repetiría. Si se me hubiera anunciado que ya no iba a soñar más con esta casa, su pérdida me hubiera espantado con toda seguridad mucho más que la insistente invitación de ahora. Pero nadie me había amenazado con eso, y yo, girando por última vez la cabeza, contemplé largamente la forma cada vez más difusa del traje de ángel, intentando grabar en la memoria el lugar en el que estaba, para comprobar en el siguiente sueño si lo encontraría en el mismo sitio.