coolCap25

BERTA Cool hizo subir a Kosling a una silla, y dijo:

—Ahora, mantenga el equilibrio… Levante la mano… No, la otra. Quédese quieto, porque voy a soltarle.

Retiró suavemente las manos.

—Muy bien —dijo el ciego—. Ahora estoy perfectamente.

Berta, observando el efecto, manifestó:

—Pero no puedo dejarle con el brazo en alto de esa manera. Espere un segundo… Voy a darle algo para que se apoye.

Arrimó un sillón de respaldo alto diciendo:

—A ver… Ponga la mano aquí… Permítame que le guíe… Ya está, ahora, quédese quieto, mientras subo un poco el dobladillo.

Sacó alfileres de un papel delgado, se los puso en la boca, con la cabecilla para adentro, y dio la vuelta al ciego, recogiendo el dobladillo.

Cuando concluyó, alejóse un poco para apreciar mejor el resultado, y dijo:

—Creo que ahora está muy bien. Ahora, abajo.

Ayudó al ciego a bajar de la silla, le sacó el vestido por la cabeza, y, sentándose en el borde de la cama, cosió rápidamente el dobladillo.

—¿No cree que sería mejor que me presentase a la policía? —inquirió Kosling—. No sabía qué hacer cuando oí ese anuncio por la radio, pero cuanto más pienso, más inclinado me siento a…

Con perceptible exasperación en el tono, Berta dijo:

—Hablemos claramente… Pongamos de una vez las cosas en su sitio. Usted posee alguna información que vale exactamente cinco mil dólares. De esa cantidad, yo voy a obtener dos mil quinientos dólares. Algo de lo que usted dijo a Bollman le dio una pista valiosa. Fue a su casa, y cayó en una trampa preparada para usted. La policía está interesada en averiguar quién puso esa trampa y por qué. Yo tengo sumo interés en saber qué buscaba Bollman. Una vez que la policía le eche el guante a usted, le coserá dentro de un saco. Para mí, dos mil quinientos dólares son dos mil quinientos dólares. ¿Me entiende?

—Pero no puedo imaginarme cuál puede ser esa información.

—Tampoco yo —admitió Berta—. Pero a partir de este momento, usted es para mí una mina de oro ambulante, de modo que voy a pegarme a usted más que una hermana, hasta que todo se haya aclarado. ¿Me comprende ahora?

—Sí, la comprendo muy bien.

—Entonces, estamos de acuerdo. Eso es todo lo que necesita saber. Ahora, vamos. Saldremos de aquí, ya que todavía estamos a tiempo. Usted es mi madre. Ha sufrido un ligero ataque. Salimos a dar un paseo. No tendrá necesidad de hablar con nadie, y en el caso de que alguien hable, su parte en la conversación será una dulce sonrisa. Muy bien, adelante.

Berta dio unos toques finales al conjunto, cogió del brazo a Kosling y dijo:

—Ahora deseo que usted se apoye en mí. No lo haga en forma que parezca que le estoy guiando. Trate de aparentar que le presto ayuda. Una persona ciega necesita guía. Una persona débil, necesita apoyo. ¿Entiende lo que quiero decir?

—Me parece que sí. ¿De este modo?

—No —dijo Berta—. Se echa hacia delante… Inclínese un poco hacia el lado. Eso es. Muy bien. Vamos ya.

Berta condujo a Kosling hasta la puerta, salieron a la habitación, cerró con llave y murmuró:

—Como mi habitación está en el tercer piso, tendremos que bajar la escalera. ¿Cree que podrá hacerlo?

—Sí, por supuesto.

—Tenga cuidado con la falda —advirtió Berta—. La he arreglado para que llegue casi hasta el suelo. De esa manera, no se verán tanto sus zapatos, ni la parte inferior de sus pantalones.

—¿No los llevo subidos?

—Sí, pero de todas maneras la falda es bastante larga. Cuidado con los escalones.

Bajaron la escalera sin inconvenientes. Berta fue por el corredor hasta el ascensor, oprimió el botón, y, cuando apareció el único ascensor del hotel, dijo:

—Cuidado, mamá… No tropieces al entrar en el ascensor.

Entraron sin dificultades, pero Kosling, olvidándose del sombrero de mujer de ala ancha que llevaba, casi lo aplastó en el tabique posterior del ascensor.

—Por favor, no baje muy rápido —dijo Berta al ascensorista.

El hombre echóse a reír y contestó:

—No pase cuidado, señora… Este ascensor tiene una sola velocidad… y le aseguro que no hace daño a nadie.

Llegaron al vestíbulo de la planta baja. El encargado contempló solícitamente a la «madre» de Berta. El ascensorista, muy atento, mantuvo abierta la puerta del frente para que pasaran, y Berta Cool, manteniéndose detrás de Kosling para que su propia falda ocultara cualquier atisbo de las piernas de Kosling, ayudó a éste a subir al automóvil, cerrando luego la puerta. Dio las gracias al ascensorista con una sonrisa solamente, fue alrededor del automóvil y subió por el lado opuesto.

El automóvil se puso en marcha.

—¿Adónde vamos? —preguntó Kosling.

—A Riverside —dijo Berta—. Tomaremos habitaciones contiguas en un hotel.

Comenzaba a oscurecer. Berta encendió las luces del automóvil y redujo la velocidad. Al llegar a Riverside, fue a uno de los hoteles más viejos, firmó en el registro como señora L. M. Chushing e hija, pidió dos habitaciones contiguas, con baño, y efectuó algunas ceremonias para llevar a Kosling a las habitaciones y dejarle allí en seguridad.

—Ahora —dijo Berta— usted va a quedarse aquí, y vamos a hablar.

Al cabo de una hora, cuando Kosling tenía la impresión de haber dicho todo lo que sabía, Berta ordenó una comida a un restaurante cercano. Una hora después, fue a un teléfono público, llamó al hotel en San Bernardino, y dijo:

—Habla la señora Cool. Lo que temía que sucediera ha sucedido. Mi madre ha sufrido otro ataque. No podré volver a retirar mis cosas. Sírvanse guardar mi maleta. He pagado la cuenta y podrán comprobar que no hay llamadas telefónicas ni otros extras.

El encargado le aseguró que lamentaba el motivo que le impedía regresar, que confiaba en que la madre tuviera un pronto y completo restablecimiento, y aseguró a Berta que no se preocupara por lo relativo a su equipaje.

Berta le dio las gracias, volvió al hotel, y por espacio de otras dos horas «exprimió» al ciego, procurando obtener algún indicio interesante, y pasando revista a los acontecimientos de la última semana con irritante monotonía.

Por último, Kosling sintióse cansado y descontento.

—Le he dado todo lo que puedo darle; le he dicho todo lo que sé —afirmó enfáticamente—. Ahora voy a acostarme. Mi más ferviente deseo sería no haberla conocido jamás y no haberme interesado en momento alguno por esa muchacha. A fin de cuentas, ella…

Iba a añadir algo, pero se contuvo.

—¿Qué iba a decir? —inquirió Berta, instándole a que concluyera la frase.

—Nada.

—Iba a hacer algún comentario.

—¡Oh! Nada de importancia… Sólo que esa muchacha me ha desilusionado.

—¿Qué muchacha?

—Josefina Dell.

—¿Por qué?

—Porque no tuvo la atención de ir a verme. Ya que estaba en condiciones de volver a trabajar, lo menos que hubiese podido hacer habría sido pasar por el sitio donde yo estoy siempre para decirme unas palabras.

—Cambió de empleo —manifestó Berta—. Cuando Harlow Milbers falleció, trabajaba en ese edificio antiguo que queda cerca de esa esquina, pero después de la muerte de aquél, no tuvo ocasión de volver allí.

—Pero todavía no me explico por qué no fue a verme.

—Le envió un valioso regalo, ¿verdad? Dos, en realidad.

—Sí. La caja de música representa mucho para mí. Esa joven tendría que haber supuesto que yo deseaba darle las gracias personalmente.

—¿No puede escribirle?

—Mi escritura no es muy buena. No sé escribir a máquina, y tengo que arreglarme con un lápiz. Me desagrada profundamente escribir.

—Entonces, ¿por qué no le habla por teléfono?

—Ahí está lo malo… Lo hice. Pero se negó a atenderme. No quiso perder unos minutos conmigo.

—Un momento —dijo Berta—. Esto es algo nuevo. ¿Dice que no quiso perder tiempo con usted?

—La llamé por teléfono, pero no me atendió. Hablé con una mujer, y le expliqué quién era. Me contestó que la señorita Dell estaba sumamente ocupada en ese momento, pero que le daría cualquier recado de mi parte. Le dije que quería agradecer los regalos a la señorita Dell, y que esperaría en ese número hasta que la señorita Dell me llamara.

—Bien. ¿Qué más? —preguntó Berta.

—Aguardé y aguardé… durante más de una hora. No me llamó.

—¿Adónde llamó usted? ¿Al apartamento de ella?

—No, a la casa donde está trabajando… a la residencia del hombre para el cual trabajaba. Ya lo sabe, Milbers.

—¿Hasta qué punto conocía usted a esa joven? —inquirió Berta.

—¡Oh! Bastante bien… en cierto modo. Por hablar con ella.

—¿Cuando se detenía a hablar con usted?

—Eso es.

—No hay muchas probabilidades de establecer una amistad profunda con eso sólo —murmuró Berta.

—Hablamos muchas veces, aunque a decir verdad, sólo algunas frases en cada ocasión. Para mí era un poco de luz en mi oscuridad eterna, y ella lo sabía. Bien… Al ver que no me llamaba, volví a llamar y pregunté por la señorita Dell. La persona que contestó quiso saber si era un amigo de ella, y me dijo que estaba muy ocupada. Recuerdo que traté de hacerme el gracioso. Dije que era un hombre que jamás la había visto en su vida, y que no tenía la esperanza de verla. La llamaron al teléfono, y entonces dije: «¡Hola, señorita Dell! Soy su amigo ciego. Quiero darle las gracias por la caja de música». Ella contestó: «¿Qué caja de música?». Le dije que la que me había enviado. Entonces me aseguró que sólo me había enviado flores, y que tenía mucho que hacer, y por lo tanto la disculpara, y cortó la comunicación. Me he estado preguntando si el accidente no habrá afectado su memoria, en forma que no recuerde ciertas cosas.

—Un momento —dijo Berta Cool—. ¿Está seguro de que ella le envió la caja de música?

—Completamente seguro. Es la única persona con la que había hablado de eso, diciéndole cuánto me agradaban. Me imaginé que tal vez estuviera peor de lo que creía, y resolví ir a verla…

—¿Qué impresión le causó su voz por el teléfono? ¿Parecía la de siempre?

—No. Su voz era áspera y estridente. En realidad, creo que no está del todo bien. Su memoria…

—¿Le contó todo esto a Bollman?

—¿A qué se refiere?

—A las conversaciones telefónicas, la caja de música, y la pérdida de memoria de Josefina Dell.

—Déjeme pensar un poco… Sí, creo que sí.

Berta se mostraba excitada.

—Recibió la caja de música poco después de que ella sufriera el accidente, ¿verdad?

—Sí, al cabo de un día o dos.

—¿Y cómo le llegó?

—Me la trajo un mensajero.

—¿Y de dónde le dijo el mensajero que procedía?

—Del establecimiento donde estaba en venta… algún anticuario, seguramente. He olvidado el nombre. Dijo que había recibido instrucciones de entregármela, de parte de una joven que había pagado una señal, y que recientemente había completado…

—¿Dijo esto a Bollman? ¿A quién más se lo contó?

—A Thinwell, el chófer que nos lleva y…

—¡Que me aspen! —exclamó Berta, poniéndose de pie de un salto.

—¿Qué ocurre? —inquirió Kosling.

—¡Vaya una cabeza! ¡Qué idiota!

—¿Quién?

—Yo.

—No entiendo… —dijo Kosling.

—¿Había alguna etiqueta en la caja de música, algo que pudiera indicar…?

—No sabría decirle —manifestó Kosling—. La conozco sólo por el tacto. Es extraño que usted me pregunte a quién más le dije lo de que Josefina Dell había perdido la memoria a causa de ese accidente. Ahora recuerdo que Jerry Bollman me hizo la misma pregunta.

—¿Le dijo que había hablado con Thinwell?

—Sí. Tengo un amigo médico, y Thinwell me sugirió que lo llevara para que viese personalmente a la señorita Dell, y la interrogara, sin decirle que era médico… Pero antes que nada, quiero decir que me siento absolutamente seguro de que ella fue quien me envió la caja de música. Thinwell dijo que pudiera haber sido otra persona. Pero no es posible… No, jamás hablé a nadie acerca de…

—¿No había nota alguna que acompañara a la caja? —preguntó Berta.

—No. La nota estaba con las flores. La caja de música me fue entregada como le dije, sin nada.

Berta fue nerviosamente hacia la puerta, se contuvo, volvióse, estiró los brazos, bostezó deliberadamente y dijo:

—Bien… Después de todo, me parece que ya le he molestado demasiado… Debe estar fatigado.

—¿No ha descubierto algo por lo que le dije? Me pareció que se sentía excitada…

—Por un momento me imaginé que sí —dijo Berta, bostezando de nuevo—. Pero creo que se trató de una falsa alarma. ¿No sabe usted cuánto pagó esa joven por la caja?

—No, no lo sé… Pero me figuro que debe haber sido una suma bastante elevada… Es muy hermosa y está decorada. Tiene algún paisaje, pintado al óleo.

—¿No se hizo describir alguna vez ese paisaje?

—No… No hice más que tocarlo con las yemas de los dedos.

Berta ahogó otro bostezo prodigioso.

—Bueno, me voy a la cama. ¿Le agrada dormir hasta tarde?

—Cuando puedo, sí.

—Yo no me levanto habitualmente antes de las nueve o nueve y media. ¿No será demasiado tarde para usted? —inquirió Berta.

—Con lo cansado que me siento, creo que podría dormir doce horas de un tirón.

—Bien, pues, en ese caso, hágalo si gusta… Que descanse —le dijo Berta—. Hasta mañana.

Le guió hasta la puerta del baño que ponía en comunicación las dos habitaciones, le ayudó a sacarse el vestido de mujer, luego, le acompañó a su habitación, para indicarle dónde estaban las cosas, dejó el bastón junto a la cama, donde pudiera alcanzarlo con facilidad, y le dijo:

—Que duerma como un santo… Yo trataré de hacer lo propio.

Atravesó el baño, cerró la puerta, escuchó un momento, luego cogió su sombrero y su abrigo, movióse silenciosamente a través de la habitación, fue de puntillas hasta el ascensor, y diez minutos después, iba a toda velocidad en su automóvil por la carretera a Los Ángeles.

Hasta después de haber dejado atrás Pomona, no se le ocurrió que estaba haciendo exactamente lo que Jerry Bollman había hecho veinticuatro horas antes… y probablemente con el mismo propósito. Y en esos momentos, Jerry Bollman yacía rígido en una mesa de mármol.