coolCap21

BERTA Cool, con el semblante arrebatado por la ira, dijo a Elsie Brand:

—Tome un telegrama para Donald.

«Tu último telegrama, absoluta, completa estupidez. He hablado con Josefina Dell, que dice hombre perfecto caballero, llevóla su casa, mostrándose sumamente solícito. Puedo pensar yo misma muchas tonterías que no coincidan con hechos sin necesidad pagar mensajes que contengan teorías idiotas. Sugiero dediques atención exclusivamente a ganar la guerra. No te preocupes más por caso. Todos han concertado un acuerdo, prescindiendo completamente de nuestros servicios».

Berta vaciló un momento y luego dijo a Elsie:

—Léame lo que acabo de dictar.

Elsie lo hizo.

—Páselo a máquina y tráigamelo para firmarlo —indicó Berta—. Y…

Se interrumpió al ver que se abría la puerta de la oficina.

El individuo alto, solemne y de movimientos suaves que representaba a la Compañía Intermutual de Indemnizaciones, saludó con una grave inclinación de cabeza.

—Buenos días, señora Cool.

—¿Usted de nuevo?

—Se ha desarrollado una situación sumamente infortunada. ¿Puedo hablar con usted ahora mismo?

—Pase a mi despacho —dijo Berta.

—¿Envío el telegrama? —preguntó Elsie.

—Sí, páselo a máquina, pero deseo leerlo de nuevo antes de despacharlo. Llame a un mensajero.

Berta Cool precedió al visitante.

Fosdick, el amanerado representante de la Intermutual, sentóse cómodamente en el sillón que Berta le indicara, colocó la cartera de cuero sobre sus rodillas y cruzó los brazos encima.

—Se ha producido una situación sumamente infortunada —repitió.

Berta no despegó los labios.

Después de un momento, Fosdick añadió:

—¿Conocía usted, por casualidad, a un hombre llamado Jerry Bollman?

—¿Qué tiene que ver eso con nuestro asunto?

—Nos prometió lograr un arreglo completo… por nuestra propia cifra: mil dólares. Nos hizo prometerle que no nos ocuparíamos en forma alguna de lo que hiciera con el dinero. En otras palabras, se proponía entregar sólo una parte del mismo a la persona afectada. A nosotros no nos interesaba ese detalle, por cuanto nos aseguraba que nos proporcionaría un descargo completo y pleno, de acuerdo con todos los preceptos legales. Una vez la persona afectada hubiese firmado el descargo, podía repartir el dinero que recibiera en la forma que considerase mejor, o permitir que otra persona lo cobrara por ella si así lo deseaba. El señor Bollman se mostraba absolutamente confiado en poder obtener el referido descargo. Creo que estaba en relaciones con su compañera de apartamento y se proponía contraer enlace con ella en fecha próxima.

—¿Bollman le dijo eso?

Fosdick asintió.

—¿Le dio algunos nombres?

—No. Se refirió a la joven como «la parte interesada» y a la otra joven como «su compañera de apartamento». Narró, sin embargo, una historia muy convincente y verosímil.

—¿Y usted la creyó?

Fosdick alzó las cejas, como si afirmara.

—Usted es todavía muy joven —afirmó Berta—. Acaba de salir de Harvard o de alguna otra Universidad, lo que le da un complejo de superioridad. Cree que todo lo sabe. ¡En nombre de Dios, diga lo que tenga que decir sin demorarlo más!

—Le ruego me perdone, pero…

—¡Hable de una vez!

El aspecto de Fosdick era sin duda alguna el de un mártir. Logró dar la impresión de que el cliente siempre tiene razón, de que ni siquiera trataría de defenderse. Dijo con aire resignado:

—No tengo duda alguna de que el señor Bollman podría haber sustanciado su relato. Infortunadamente, sin embargo, he visto en los periódicos de esta mañana que anoche fue asesinado. Es lamentable, por supuesto, desde el punto de vista de la sociedad en general, y de…

—… y de los parientes del muerto —puntualizó Berta—, pero en lo que se refiere a ustedes, constituye una verdadera calamidad. Bien; no creo que Bollman hubiese hecho más que tratar de engañarle, dejándole finalmente con un palmo de narices. Usted sabe demasiado bien que no se puede arreglar un caso como éste con sólo un millar de dólares.

—¿Por qué no?

Berta Cool echóse a reír y dijo:

—Un hombre tan ebrio que apenas podía ver dónde iba, atropella con su automóvil a una muchacha hermosa, le produce una conmoción cerebral, y usted pretende arreglarlo todo con mil dólares.

La voz de Berta destilaba sarcasmo.

—No hacemos admisiones ni concesiones de índole alguna, señora Cool —dijo Fosdick—, pero definitivamente, no estamos de acuerdo en lo concerniente a la declaración de que nuestro asegurado estaba ebrio.

—El cliente de ustedes estaba tan borracho —dijo sarcásticamente Berta—, que ni siquiera puede recordar el nombre y la dirección de la joven a la cual atropelló.

—No me parece que esto sea justo —dijo Fosdick con la lentitud de quien elige cuidadosamente sus palabras—. La joven se puso histérica, y apenas pueden tenerse en cuenta sus declaraciones posteriores.

—Y el cliente de ustedes no puede recordar siquiera donde la llevó —dijo Berta.

—Perdón, señora Cool, pero la joven estaba tan histérica que se negó a permitir al asegurado que la llevara hasta su casa y ni siquiera le dijo dónde vivía cuando bajó del automóvil, a mitad de camino.

Se abrió la puerta del despacho particular y entró Elsie Brand con el telegrama.

—Si quiere comprobar el texto —dijo—, el mensajero está ya aquí.

Berta Cool le arrebató la hoja de papel de la mano y la puso debajo del secador del escritorio.

—Dele diez centavos al muchacho —ordenó—. No voy a enviar este telegrama en este momento.

¿Diez centavos? —preguntó Elsie Brand.

—Bueno —concedió Berta Cool a regañadientes—, que sean quince. Estoy ocupada. No me interrumpa más. Enviaré el telegrama más tarde.

Volvióse hacia Fosdick tan pronto se hubo cerrado la puerta del despacho.

—¿De qué sirve andarse con ambages y rodeos? El cliente de ustedes estaba borracho como una cuba. Demasiado borracho para conducir un automóvil. No sólo atropelló a la muchacha, sino que cuando se ofreció para llevarla a su casa, se hizo tan evidente que estaba demasiado ebrio para guiar el coche, que ella se apeó. Por mi parte, yo diría que tendrán ustedes suerte si salen de este enredo con un desembolso menor de veinte mil dólares.

¡Veinte mil dólares!

—Exactamente.

—¡Señora Cool! ¿Ha perdido el juicio?

—No, estoy perfectamente en mis cabales. Usted, en cambio, da muestras de estar loco. Sé muy bien lo que dirá el Jurado. Al parecer, usted no lo sabe.

—Bien, cierto es que los Jurados, en algunos casos —dijo Fosdick—, se muestran impresionables, y pueden dejar que prevalezca la emoción sobre la lógica de los hechos, pero también es cierto que su conducta está sujeta a cierta supervisión reguladora por parte de la Corte de Apelaciones.

—Un Jurado podría fijar la indemnización en cincuenta mil dólares. Yo no puedo decirlo, ni usted tampoco.

Fosdick echóse a reír.

—Vamos, vamos, señora Cool. Su cliente no sufrió daños de consideración.

—¿No? —exclamó Berta, levantando un poco la voz—. ¿Cree usted que no?

Vio que esto desazonaba a Fosdick, que dijo:

—En esas circunstancias, creemos que será menester que se dé a nuestro propio médico una oportunidad de examinar a esa joven.

—Todo a su debido tiempo —declaró Berta.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que soliciten una orden del tribunal para hacerlo.

—¡Pero nosotros no deseamos ir a los tribunales!

—Cuando se hayan visto en la necesidad de ir, podrán obtener una orden para que mi cliente sea revisada por el facultativo que ustedes designen.

—¿No nos obligarán a ir a los tribunales?

—No pensarán ustedes que vamos a permitir que ese individuo haga una cosa semejante y luego salga del apuro con el envío de una caja de bombones o un regalo de cumpleaños, ¿verdad?

—¿No es usted un poco intransigente, señora Cool?

—No me lo parece.

—Bien. Supongamos que arreglamos este asunto sobre una base que represente realmente algún dinero para usted. Los daños sufridos por su cliente no ascienden a tanto, pero por razones obvias, nos desagrada infinitamente ir a los tribunales. ¿Qué le parece si decimos tres mil dólares, en efectivo y al contado?

Berta echó la cabeza hacia atrás y empezó a reír.

—Le diré lo que voy a hacer —dijo Fosdick, inclinándose hacia delante—. Le ofreceré cinco mil dólares.

Berta, temerosa de que le viera los ojos, dijo:

—¿No comprende usted que se está poniendo en ridículo?

—¡Pero… cinco mil dólares! No se le escapará, señora Cool, que ésta es una oferta enorme.

—¿Le parece?

—¿Qué espera usted obtener?

Berta le miró entonces.

—Todo lo que se pueda —respondió.

—Ya tiene usted nuestra oferta —dijo Fosdick, poniéndose en pie—. Es el límite extremo. Iba a llegar hoy hasta tres mil dólares, para subir a los cinco mil sólo después de que se hubiera iniciado el juicio. Ésas eran las instrucciones que tenía. Tomé la responsabilidad de hacerle el último ofrecimiento hoy mismo. Esto es todo.

—Muy generoso por su parte —comentó Berta.

—Tiene usted mi tarjeta —anunció Fosdick solemnemente—. Puede telefonearme cuando esté dispuesta a aceptar.

—No se moleste en aguardar junto al teléfono.

—Y no es preciso añadir —dijo Fosdick— que le he hecho un ofrecimiento de compromiso. Esto no se admitiría como evidencia en un juicio. No es una admisión de culpabilidad, y, a menos que sea aceptado dentro de un plazo razonable, será retirado.

Con deliberada lentitud, Berta dijo:

—Retírelo ahora mismo si lo desea. Tanto me da.

Fosdick pareció no haberla oído, pero salió del despacho muy estirado y serio.

Berta Cool esperó solamente hasta que tuvo la seguridad de que había llegado al ascensor; entonces irrumpió en la oficina exterior.

—Elsie, tome un telegrama para Donald.

—¿Otro?

—Sí.

Elsie Brand mantuvo el lápiz sobre el bloc.

Berta Cool empezó a dictar el telegrama:

«Querido Donald: Has sido muy bueno y amable al enviarme todas tus ideas. Mi agradecimiento más profundo. Donald de mi alma: dime por qué Josefina Dell puede haber mentido acerca accidente. ¿Por qué estaba dispuesta a sacrificar un cuantioso arreglo para evitar decirme exactamente qué ocurrió en momento accidente? Telegrafíame pagadero destino. Muchos cariños y que la suerte te acompañe siempre».

—¿Eso es todo? —preguntó Elsie Brand secamente.

—Sí, todo.

—¿Y el otro telegrama? El que quedó sobre el escritorio, creo, ¿no quiere enviarlo?

—¡Cielos, no! —dijo Berta—. Rómpalo y échelo al cesto. Rompa también la hoja de su bloc en la que lo tomó. Debo haber estado terriblemente enojada cuando lo dicté. Ese Donald es, sin duda alguna, un tunante muy inteligente y muy listo.

La sonrisa de Elsie era enigmática.

—¿Alguna otra cosa?

—No, nada más —contestó Berta.