coolCap16

LA avenida Fairmead, junto al 1600, donde quedaba la casa cuya dirección había dado el ciego a Berta, estaba casi despoblada, hallándose bastante lejos de los lugares más edificados de esa zona.

Las condiciones de oscurecimiento parcial a causa de la guerra obligaron al chófer a marchar con gran cautela y a detenerse con frecuencia para consultar un plano que sacó del bolsillo.

—Debe quedar cerca de aquí —dijo—. En algún sitio al otro lado de la calle y un poco más allá del centro de la manzana.

—Bajaré aquí, entonces —dijo Berta—. Me será más fácil encontrarla casa a pie que yendo de esta manera.

—Pero es más conveniente hacerlo así, señora.

—Y más caro —replicó Berta—. Detenga el automóvil.

El chófer detuvo el vehículo, bajó, y abrió la portezuela para que Berta descendiera.

—Cuidado al bajar, señora.

Berta extrajo de su bolso una pequeña linterna eléctrica cuya luz pasaba por una gruesa lente de color púrpura.

—Espéreme aquí —dijo, encendiendo la linterna. Recorrió la manzana, fijándose en los números, y descubrió que el 1672 era un bungalow típico, situado a bastante distancia de la acera.

El sendero que llevaba a ese bungalow era de cemento, con una delgada guía de hierro, colocada a algunos centímetros de altura, del lado derecho. La parte interior de esa guía estaba pulimentada por el roce del bastón del ciego cuando salía de la casa o regresaba a ella.

Berta subió los dos escalones de madera de la galería exterior cubierta y oprimió el botón del timbre. Oyó el ruido estridente de la campanilla en el interior, que la sorprendió un poco por su intensidad.

En ese momento Berta advirtió por primera vez que la puerta estaba entreabierta, sujeta por unas cuñas de goma, en forma tal que quedaba una abertura de veinte o veinticinco centímetros. Ésa era la razón por la cual había oído tan bien el sonido del timbre.

Berta avanzó hasta la puerta y gritó:

—¡Hola! ¿Hay alguien en la casa?

No obtuvo respuesta.

Berta retiró con el pie una de las cuñas de goma, buscó a tientas una llave de la luz, y la hizo girar.

No pasó nada. La habitación continuó sumida en absoluta oscuridad.

Berta Cool dirigió el débil rayo de luz violácea de su linterna hacia el techo. Del mismo pendía una araña, con racimos de portalámparas para las lamparillas eléctricas. Pero no había ninguna lamparita.

Asombrada, Berta bajó la linterna, pero casi en el mismo instante se le ocurrió la única explicación posible. Un ciego para nada necesita luces.

Entró en la casa, paseando el rayo de luz de su linterna por la habitación.

—Soy la señora Cool —dijo una vez—. ¿No hay nadie aquí?

Tuvo la sensación de que algo se movía en las tinieblas. Una sombra grande, sin forma definida, apareció en el cielo raso, deslizándose silenciosamente por el mismo y se desvaneció. Berta dio un salto hacia atrás. Algo se movió cerca de su rostro; luego, sin el menor sonido, algo chocó en su pecho.

Berta alzó el brazo y golpeó con fuerza. Con una irritación cuyo origen principal era el terror, lanzó un juramento.

De repente, la cosa se alejó. Por un momento quedó enfocada por la luz de la linterna. Era un murciélago con las alas desplegadas, un murciélago que proyectaba su sombra contra la pared opuesta, en forma tal que parecía monstruosamente grande, fantasmagórico y siniestro.

—¡Que me conserven en salmuera! —exclamó Berta, y trató de golpear con toda su rabia al murciélago, que eludió fácilmente el ataque y desapareció en la oscuridad.

Pasaron por lo menos diez segundos antes de que Berta recuperara la serenidad, y se dispuso a examinar la primera habitación de la casa.

Convencida de que la misma estaba vacía, volvió a la galería exterior, guiada por la débil luz de su linterna.

Entonces fue cuando advirtió por primera vez una mancha negruzca que se extendía por el suelo. A primera vista pensó que se trataba simplemente de una mancha en la alfombra. Luego, mientras su corazón aceleraba sus latidos, comprendió que era alguna clase de líquido… un charquito, una mancha sinuosa, otro charquito, otra mancha sinuosa. En el momento en que se dio cuenta del significado de aquella pista siniestra, descubrió el cadáver. Estaba tendido de bruces cerca de una ventana, en el extremo más apartado del cuarto.

Al parecer, el hombre había sido herido de un balazo cuando se encontraba cerca de la puerta, y habíase arrastrado unos cuantos centímetros cada vez, con frecuentes detenciones, tratando de reunir las fuerzas, que se le escapaban con más rapidez de lo que él mismo creía, hasta que finalmente la pausa cerca de la ventana había sido lo suficiente para determinar el fin de la lucha, rubricado por el gran charco de sangre, que parecía negra como la tinta a la escasa luz violácea de la linterna de Berta Cool.

Casi instantáneamente, Berta comprendió el posible significado de la puerta abierta y de la casa en silencio. Percatóse de la posibilidad de que el asesino estuviese al acecho en alguna de las otras habitaciones, confiando en no ser descubierto, pero dispuesto asimismo a abrirse paso a balazos si lo descubrían. El lugar estaba sumido en una oscuridad impenetrable, en la que sólo se veía la fantasmagórica luz de la linterna de Berta Cool. Y aquella linterna, destinada a ser usada durante los oscurecimientos completos, no emitía un haz de luz definido que permitiese iluminar algo de pronto. Más bien disolvía una zona reducida de oscuridad densa en una semioscuridad, que permitía ver los objetos lo suficiente para no llevárselos por delante. Pero no había seguridad de que disipara las sombras en las que un criminal podía estar al acecho.

Berta Cool encaminóse resueltamente a la puerta. Su pie tropezó en un alambre delgado, que tiró con fuerza de algún objeto, haciéndolo mover. Berta bajó la linterna y pudo ver un trípode con una escopeta de regular calibre que apuntaba hacia la puerta. El alambre estaba sujeto al gatillo. La marcha de Berta convirtióse en una retirada, y luego en una fuga precipitada. Los escalones de madera de la galería resonaron ruidosamente bajo sus pies, y la luz de la linterna se agitó con violencia de un lado a otro mientras corría por el sendero.

El chófer había apagado los faros, y Berta sabía solamente que el automóvil estaba en alguna parte más abajo de la calle. Mientras corría por la acera, volvió varias veces la cabeza.

De pronto aparecieron las luces de estacionamiento del vehículo, encendidas por el chófer. Éste, mirándola con curiosidad, le preguntó:

—¿Terminó ya, señora?

Berta no se sentía con ganas de hablar en ese momento. Se introdujo rápidamente en la seguridad del automóvil y cerró la portezuela. Su cuerpo se sacudió cuando el chófer puso el motor en marcha y comenzó a maniobrar para dar la vuelta.

—No, no —exclamó Berta.

El chófer volvióse para mirarla, intrigado.

—Hay un… tengo que avisar a la policía.

—¿Qué sucede?

—En esa casa hay un hombre muerto.

La curiosidad en los ojos del chófer fue reemplazada de súbito por una expresión de fría y calculadora sospecha. Miró el reflejo de metal en la mano derecha de Berta Cool.

Berta, nerviosa, metió la linterna en su bolso.

—Vamos hasta el teléfono más cercano —dijo—, y no me mire de esa manera.

El automóvil se puso rápidamente en movimiento, pero Berta advirtió que el chófer la observaba por el espejo, que había ajustado a escondidas en forma tal que le permitía ver todo cuanto hacía. Cuando llegaron a una farmacia, el chófer no la dejó ir sola hasta el teléfono, sino que fue junto a ella, permaneciendo a su lado mientras daba aviso a la policía, y esperó hasta que oyeron los toques tranquilizadores de la sirena de un automóvil policíaco.

En éste venía el sargento Frank Sellers, al que Berta conocía un poco por encuentros anteriores, y mucho por reputación. Al sargento Sellers no le resultaban muy simpáticos los detectives privados. Toda su actitud, cuando se trataba de resolver un problema policíaco, era de franco escepticismo. Como un colega había expresado una vez a Berta, «mira a la gente masticando su cigarro. Sus ojos parecen acusar a todos de ser unos condenados mentirosos, pero no despega los labios».

El sargento Sellers parecía no tener mucha prisa por dirigirse hacia el lugar del crimen, sino más bien estar ansioso de que Berta le narrara hasta el último detalle todo lo que sabía.

—Bien ahora pongamos las cosas en claro —manifestó, masticando su cigarro en la comisura izquierda de la boca—: Usted fue a ver a ese ciego, ¿verdad?

—Sí.

—¿Le conocía?

—Sí.

—¿Había ido a verle y la había contratado para efectuar una averiguación?

—Sí.

—¿Y usted la hizo?

—Sí.

—En ese caso… ¿para qué quería verle de nuevo?

Esta pregunta sorprendió un poco a Berta.

—Por otro asunto —dijo.

—¿Qué asunto?

—Deseaba que me aclarara algunos puntos.

—¿Usted había hecho ya aquello para lo cual él la había contratado?

—Sí… en cierto modo.

—¿Qué quiere decir con eso? ¿Qué no había hecho usted?

—Hice todo lo que él deseaba. Pero se presentó algo más, para lo cual yo necesitaba su ayuda, algo que yo quería que él me aclarara.

—Ya veo —dijo Sellers con manifiesta incredulidad—. Usted quería que un ciego le ayudara en alguno de sus problemas, ¿no es así?

—Deseaba hablar con él —exclamó Berta, recobrando un poco su acostumbrada belicosidad—, y no voy a decirle a usted para qué quería verle. Es un asunto enteramente distinto, y no tengo por qué referirme a eso. ¿Está claro ahora?

—Absolutamente claro —dijo el sargento, como si la declaración de Berta Cool la convirtiese definitivamente en el sospechoso número uno del caso—. Y el ciego yacía muerto en el piso, ¿verdad?

—Sí.

—¿De bruces, dijo usted?

—Sí.

—¿Había sido asesinado de un balazo?

—Eso creo.

—¿No lo sabe?

—No. No le hice la autopsia. Allí había una escopeta. No me detuve a examinarla. Vi lo que había ocurrido y me marché.

—¿Se había arrastrado por la alfombra desde el lugar donde fue herido hasta el lugar donde murió?

—Sí.

—¿Qué distancia recorrió?

—No lo sé a punto fijo. Unos tres o cuatro metros.

—¿Arrastrándose?

—Sí.

—¿Y murió mientras se arrastraba?

—Puede haber muerto mientras descansaba —dijo Berta Cool.

—Lo sé, pero estaba en posición de arrastrarse, con el estómago sobre la alfombra, ¿verdad?

—Sí.

—¿Con la cara hacia un lado?

—Creo que no. Me parece que tenía la cara contra la alfombra. Le vi la parte posterior de la cabeza.

—Entonces, ¿cómo sabe que era el ciego?

—Vaya… por la forma del cuerpo. Además, ése es el domicilio del ciego.

—¿No volvió el cadáver?

—No. No toqué el cuerpo. No toqué nada. Salí de la casa y llamé a la policía por teléfono.

—Muy bien —dijo Sellers—. Vamos allá. ¿Tiene usted un taxi?

—Sí.

—Será mejor que venga conmigo. Saber que era el ciego, cuando admite usted que no le vio el rostro, hace que las cosas parezcan un poco raras.

El sargento Sellers volvióse hacia el chófer.

—¿Cómo se llama usted?

—Harry Simms.

—¿Qué sabe usted de este asunto?

—Absolutamente nada. Llevé a esta señora allí. Sabía el número de la casa, pero no dónde quedaba. A causa de las restricciones del oscurecimiento parcial, no hay luces en la calle. Tengo un plano que me indicó dónde estaba el lugar… es decir, la manzana en que está la casa. Estaba muy oscuro, y la señora se alumbró con una linterna de poca luz. Cuando llegamos a la manzana donde se halla la casa, le dije dónde podía estar situada. Me ordenó que detuviera el automóvil, y se alejó a pie. No sé cuánto tiempo estuvo ausente… de cinco a diez minutos, me parece.

—¿Le cobró por aguardarla?

—No. Se mostró muy decidida respecto a eso. Le dije entonces que esperaría un cuarto de hora, para el caso que quisiera volver en el automóvil. Transcurrido ese tiempo, le cobraría por aguardarla, o me volvería. Hacemos eso de vez en cuando si creemos que casi con seguridad tendremos un viaje de regreso a la ciudad.

El sargento Sellers asintió con la cabeza.

—¿Usted se quedó en el automóvil?

—Sí.

—¿Qué hizo?

—Estar sentado y esperar.

—¿Hay radio en su coche?

—Sí.

—¿Qué escuchó? ¿Música?

—Sí, señor.

—En ese caso, no habría oído un disparo, ¿verdad?

—No, me parece que no… a la distancia de la casa en que la señora me hizo detener.

Cuando Berta comprendió plenamente las complicaciones que podía ofrecer esta circunstancia, expresó:

—¿Qué se propone usted? No hubo disparo alguno.

—¿Cómo lo sabe?

—De haberlo, yo lo hubiese oído.

Los ojos del sargento Sellers examinaron a Berta Cool con fría apreciación, en la que no había simpatía alguna, lo mismo que si hubiera tratado de calcular el valor de un edificio.

—¿Eso es todo lo que sabe? —preguntó al chófer.

—En efecto.

—Sí, ¿eh?

—Sí, señor.

—Veamos su patente.

El conductor le entregó su libreta de registro. El sargento Sellers anotó el número de la patente del automóvil y manifestó:

—Muy bien. No hay razón alguna para que vuelva allá. Eso es todo. Suba usted a mi automóvil, señora Cool.

—El taxi marca uno con ochenta y cinco —dijo el chófer.

—¿Qué quiere decir? —exclamó Berta—. Marcaba solamente setenta y cinco centavos cuando llegamos allá y…

—Tiempo de espera.

—Pensé que no iba a cobrármelo.

—No allá. Pero sí aquí, mientras telefoneaba a la policía y esperábamos el automóvil policíaco.

—¡Pues no lo pagaré! —gritó Berta indignada—. ¿Cómo se le ocurrió cobrarme mientras aguardábamos en un asunto como éste, que…?

—¿Qué esperaba que hiciera? ¿Abrir la boca y dar vueltas mientras estaba fuera de circulación? Usted tomó el automóvil y…

—Dele uno con ochenta y cinco —dijo el sargento Sellers a Berta.

—¡Así me maten si lo hago! —tronó Berta. Sacó un dólar y medio del bolsillo, se los entregó al chófer, y afirmó—: Tómelo o déjelo. Es todo lo que llevo encima.

El chófer vaciló un momento, miró al sargento, luego cogió el dólar y medio. Cuando el dinero estaba seguro en su bolsillo, expresó con mala intención:

—Estuvo bastante rato en la casa, sargento. Cuando salió, corría precipitadamente, pero puedo asegurarle que pasó bastante tiempo en esa casa.

—Gracias —contestó Sellers.

Berta miró al conductor como si pensara en la posibilidad de aplicarle una bofetada con toda su alma.

—Muy bien —dijo el sargento a Berta—. Vamos…

Berta subió al automóvil, sentándose en el interior, donde le indicó Sellers. El sargento sentóse junto a ella. Había un policía junto al chófer y otro al lado del sargento Sellers en el asiento posterior. Berta Cool no conocía a ninguno de ellos, y el sargento no demostró la menor intención de presentárselos.

El conductor guió con suma destreza y rapidez, pese a haber tenido que aminorar considerablemente la velocidad cuando llegaron al terreno elevado donde se encontraba la zona sujeta a estrictas limitaciones para los automóviles que se dirigían hacia la costa del océano.

—Creo que queda después de la próxima calle —observó Berta.

El automóvil disminuyó la velocidad, aproximándose al borde de la acera, hasta que Berta indicó:

—Es aquí…

Los hombres descendieron.

—¿Es preciso que baje yo también? —inquirió Berta.

—No, ahora no. Espere aquí.

—Muy bien. Esperaré.

Berta abrió su bolso, extrajo el paquete de cigarrillos y preguntó:

—¿Van a tardar mucho?

—No puedo decírselo —expresó el sargento Sellers—. Hasta luego.

Los hombres se alejaron y entraron en la casa. Uno de ellos salió a los pocos segundos para ir a buscar una máquina fotográfica, un trípode y algunos focos eléctricos. Unos minutos después volvió a salir refunfuñando:

—No hay corriente eléctrica en ninguna parte de la casa.

—El hombre era ciego —explicó Berta—. Para nada necesitaba la luz.

—Bueno, pero el caso es que yo necesito corriente eléctrica para los focos.

—¿No puede arreglarse con la luz de las linternas?

—Tendré que hacerlo —repuso el otro—. Aunque eso no sirve para la clase de trabajo que el sargento quiere que haga. No es posible graduar la iluminación del mismo modo que con los focos. Se pierde más tiempo, y algunas veces salen reflejos en la fotografía, que les hacen perder nitidez y precisión.

Poco después salió el sargento Sellers.

—Bien —dijo—. Aclaremos algunos puntos. ¿Cómo se llamaba ese hombre?

—Rodney Kosling.

—¿Sabe algo acerca de su familia?

—No. Dudo mucho de que la tuviera. Parecía estar muy solo.

—¿Sabe cuánto tiempo hace que vivía aquí?

—No.

—En resumidas cuentas, no sabe mucho que digamos acerca de él.

—Es verdad.

—¿Qué fue lo que le encargó que hiciera? ¿Cómo se puso en contacto con usted?

—Deseaba que encontrara a alguien.

—¿A quién?

—Una mujer a la que estaba unida por vínculos de afecto.

—¿Mujer?

—Sí.

—¿Ciega?

—No.

—¿Joven?

—Sí.

—¿La encontró?

—Sí.

—¿Qué sucedió entonces?

—Le di la información.

—¿Quién era la mujer?

Berta Cool movió la cabeza, negándose a contestar.

—¿Estaba emparentada con él?

—No.

—¿Está segura?

—Virtualmente segura.

—¿No podría ser que esa mujer estuviese emparentada con él y se hubiera visto en algún enredo con un hombre, y que Kosling hubiese deseado hacer algo por ella?

—No.

—No proporciona usted una gran ayuda, señora Cool.

—Hago todo lo que puedo —manifestó Berta—. Le comuniqué que había encontrado el cadáver, ¿verdad? Hubiera podido marcharme sin decir una palabra a nadie de lo que había visto.

—Apuesto a que eso sería lo que hubiera hecho —gruñó Sellers— de no haber sido por el chófer. Usted sabía perfectamente bien que una vez que se hubiese descubierto el cadáver, el chófer habría recordado que la trajo aquí, dando a la policía una buena descripción de su persona.

Berta Cool mantuvo un silencio lleno de dignidad.

—¿No se le ocurrió pensar que ese individuo podía ser un mistificador? —dijo el sargento.

—¿Qué quiere decir?

—Que no era ciego.

—De ningún modo —replicó Berta—. Era ciego. Lo sé muy bien.

—¿Por qué se muestra tan segura?

—En primer término por algunas de las cosas que me dijo acerca de las personas… de lo que deducía por los sonidos, las voces, los pasos, y cosas así. Solamente un ciego puede desarrollar sus facultades de esa manera. Además… examiné la casa. Ni una luz.

—¡Ah! ¿De modo que lo advirtió?

—Sí.

—¿Trató de encender la luz?

—Efectivamente.

—Resulta un poco raro que una persona se meta en una casa extraña, ¿no es cierto?

—Bien… La puerta estaba abierta.

—Si dice la verdad, puede dar gracias al cielo de que el ciego haya llegado a la casa antes que usted.

—¿Qué quiere decir?

—Alguien preparó una trampa con una escopeta, de manera que cuando una persona entrara en la casa, tropezara con un alambre fino, que tiraba del gatillo de esa escopeta, calibre cuatrocientos diez. La moraleja de esto sería: «No te introduzcas en domicilios ajenos simplemente porque la puerta esté abierta».

—¿Por qué matar a un hombre de esa manera?

—Probablemente para preparar una buena coartada.

Berta quedó pensativa.

—Bien —dijo el sargento Sellers—. Tendrá que acompañarme para echarle un vistazo e identificarle. ¿Qué edad dijo usted que parecía tener ese hombre?

—De cincuenta y cinco a sesenta años.

—No me pareció tan viejo. Además, parece haber tenido una vista completamente normal.

—¿Cuánto hace que ha muerto?

El sargento la miró y sonrió:

—¿Cuánto hace que estuvo usted aquí?

—¡Oh!, hará media hora o cuarenta minutos.

Sellers movió la cabeza.

—Pues yo diría que ha muerto hace poco más o menos ese tiempo.

—Quiere insinuar que…

—Quiero decir —la interrumpió el sargento— que el hombre ha muerto hace menos de una hora. Si usted estuvo aquí hace cuarenta y cinco minutos, es muy posible que haya sido asesinado poco más o menos en el momento de su llegada. No se moleste en decir nada, señora Cool. Nada más que entrar y mirar el cadáver.

Berta le siguió por el sendero hasta la casa. Al parecer, los policías habían completado su investigación, y se hallaban sentados en un banco de madera en el extremo más apartado de la galería cubierta. Berta pudo verles como bultos confusos, marcados por tres brasitas rojas, los extremos de los cigarrillos encendidos, que subían y bajaban ocasionalmente cuando los hombres retiraban los cigarrillos de sus labios.

—Por aquí —dijo el sargento Sellers, encendiendo una poderosa linterna eléctrica de cinco pilas, que disipó las tinieblas con su brillo deslumbrador.

El cadáver había sido colocado encima de la mesa, y ofrecía un aspecto escalofriante en su inmovilidad.

El haz luminoso de la linterna del sargento recorrió las ropas del muerto, deteniéndose por un momento en el sitio por el cual había penetrado la bala, coloreado de rojo, y luego se posó en el rostro del hombre.

La exclamación de sorpresa de Berta dio al sargento Sellers la respuesta que necesitaba.

—¿No es Kosling? —preguntó.

—No —contestó Berta.

El haz luminoso de la linterna se separó bruscamente del rostro del cadáver y enfocó de lleno las facciones de Berta.

—Muy bien —dijo el sargento—. ¿Quién es, pues?

Berta respondió en tono emocionado, y sin detenerse a reflexionar:

—Un individuo vividor y chantajista de tres al cuarto, llamado Bollman. Corrió la suerte que se merecía al venir aquí… ¡y sáqueme esta condenada luz de la cara si no quiere que le haga pedazos la linterna!