BERTA Cool estaba de pie en su escritorio, sujetando el telegrama abierto con la pesada palma de su mano, como si temiera que pudiese escapársele. Apretó el botón del timbre para llamar a Elsie.
—Tome una carta para Donald, Elsie:
«Querido Donald: Has estado tanto tiempo en la Marina que te has atiborrado de alubias. Llevé el testamento al mejor perito de caligrafía de la ciudad, y le pedí que comparara las firmas. Las firmas son auténticas. Tal vez no se te haya ocurrido que el cambio peculiar en el estilo se produce en la segunda página. Ésa es la página que contiene las firmas. Por consiguiente, si hay algo fraudulento en esa página, las firmas tendrían que haber sido falsificadas. Las tres».
—¿Ha puesto eso, Elsie?
—Sí, señora Cool.
—Muy bien. Ahora le haremos probar lo de la otra alforja.
«Aparentemente, tu permanencia en la Marina ha hecho que tu cerebro se haya enmohecido. No me importa un comino si la segunda página de ese testamento es genuina o no, y no hay posibilidad alguna de que haya sido falsificada. Admito que Paul Hanberry no me resulta muy digno de confianza, pero en cambio, ocurre todo lo contrario con Josefina Dell. Cuando te encuentres en el océano, sin nada en qué pensar, excepto bombarderos en picado, torpedos, submarinos y minas, comprenderás que el cliente de Berta recibe la bofetada en el rostro en la primera página. A Berta le importa un cuerno lo que suceda en el resto del testamento. El testador podría haber dejado el resto de su dinero a los oficiales navales retirados, por lo que a mí concierne. Si piensas continuar enviándome telegramas pagaderos a su destino, procura por lo menos que haya en ellos algo constructivo y que merezca la pena. Te echo de menos, pero dada la forma en que pierdes de vista todos los puntos importantes de un caso, tal vez no me quede otro remedio que disolver la sociedad. Gracias, sin embargo, por haber tratado de ayudarme. No te preocupes más del asunto. Berta se hará cargo del mismo. Concentra todos tus esfuerzos contra los japoneses. Te deseo muy buena suerte».
Berta arrugó el telegrama de Donald y lo echó al cesto de los papeles.
Luego miró por un momento la pelotilla arrugada, la sacó del cesto, alisó el papel y dijo a Elsie:
—Póngalo en el archivo. Es la primera vez que sorprendo en un renuncio a ese pillastre, y tener la prueba escrita no hará mal a nadie.
Como si tuviera otro pensamiento dijo:
—Muy bien. Hoy es sábado. Hemos tenido una semana endemoniada. Cerremos la tienda hasta el lunes.