coolCap11

BERTA Cool oprimió con el pulgar el botón del timbre junto al cual estaba el nombre de Josefina Dell, levantó el auricular y colocó los labios cerca de la bocina para estar en condiciones de responder tan pronto como oyese una voz. Después de algunos segundos Berta volvió a apretar el botón, mientras que en su rostro aparecía una expresión preocupada.

Cuando la tercera presión del pulgar sobre el botón no dio por resultado respuesta alguna, Berta apretó el botón del timbre unto al cual se leía: «Encargado».

Al cabo de unos segundos, una mujer muy gruesa cuyo cuerpo parecía no tener más consistencia que gelatina puesta en una fuente, abrió la puerta y sonrió.

—Tenemos algunos apartamentos desocupados muy bonitos y convenientes —dijo en una voz aguda, como si recitara algo aprendido de memoria—. Hay uno muy hermoso que da al Sur, otro en el lado Este. Ambos son muy soleados, y…

—No busco apartamento —dijo Berta Cool—. Venía a ver a la señorita Josefina Dell.

La cordialidad desapareció del rostro de la encargada como si hubiese levantado una mano para sacarse una máscara.

—En ese caso —replicó en tono irritado—, ahí tiene el botón. Apriételo.

—Ya lo hice. Pero parece que no está en casa.

—Muy bien. ¿Qué quiere que haga yo entonces?

Volvióse como para retirarse.

—Aguarde un instante —dijo Berta Cool—. Necesito obtener algunas informaciones acerca de ella.

—¿Qué quiere saber?

—Es muy importante que me ponga en contacto con esa muchacha. Se trata de algo muy urgente.

—Yo nada puedo hacer.

—¿No podría decirme dónde está, dónde puedo encontrarla o indicarme la forma de hacerle llegar un mensaje? ¿No le ha dejado algo dicho?

—Absolutamente nada. En su apartamento vive otra joven, Myrna Jackson. Si alguien sabe dónde está, es ella.

—¿Cómo puedo encontrar a la señorita Jackson, en ese caso?

—¿No está?

—No. Nadie contesta al timbre.

—Entonces no está. Qué quiere que le haga. Buenos días.

Cerró dando un portazo.

Berta escribió una nota en el reverso de una de sus tarjetas:

«Señorita Dell, hábleme inmediatamente por teléfono. Es muy importante. Hay dinero para usted».

Echó la tarjeta en el buzón, y se alejaba ya, cuando un taxi dio la vuelta en la esquina y se detuvo ante el edificio.

El individuo que había acudido a la oficina de Berta por el aviso en que se pedían testigos del accidente, bajó del automóvil, miró el taxímetro, y de espaldas a la casa, buscó dinero para pagar al chófer.

Berta fue resueltamente hacia él.

El chófer pensó al verla acercarse que se le presentaba otro viaje, y dejando el asiento, dio la vuelta por la parte posterior del automóvil para abrir la portezuela.

Berta estaba a un metro del pasajero cuando éste se volvió y la reconoció.

—Bien… esto es lo que pensaba que haría usted —dijo Berta con aire y tono de satisfacción—. Pero de nada le servirá. Yo llegué primero.

En el rostro del otro se pintó la consternación.

—¿Adónde, señora? —preguntó el chófer.

Berta le dio la dirección de su oficina, y volvióse para sonreír al otro con expresión de triunfo.

—¿De modo que me deja fuera del asunto?

—En efecto.

—¿Cuánto le ofrecieron?

—No le importa —replicó Berta.

—Yo le di la dirección de la muchacha en la inteligencia explícita de que usted no iba a representarla.

—Lo siento, pero no puedo evitar que una Compañía de Seguros se presente ante mí e introduzca nuevos elementos en mis actividades.

—Eso es desleal hacia mí.

—Tonterías —dijo Berta—. Usted trató de utilizar a los dos extremos contra el centro.

—Tengo pleno derecho a intervenir en esto.

El chófer dijo a Berta:

—¿Está dispuesta a partir, o debo esperar y bajar la bandera?

—En marcha —repuso Berta.

—¡Un momento! —exclamó el otro—. Este taxi es mío.

—No, no lo es —replicó Berta—. Ya encargué el viaje.

—¿Conversó con ella, y logró que le firmara algo? —inquirió el hombre.

Berta sonrió con aire satisfecho. En el acto el otro metióse de un salto en el coche, al lado de Berta, y espetó:

—Muy bien, iré con usted. Es necesario que hablemos.

El chófer cerró la portezuela y fue a sentarse detrás del volante.

—Nada tengo que conversar con usted —dijo Berta.

—Creo que sí.

—Le digo que no.

—De no haber sido por mí, no habría entrado en este asunto.

—¡Sandeces! Puse un anuncio en los diarios. Usted pensó que podía sacar algo de eso. En todo momento ha tratado de mezclarse para conseguir dinero.

—Le ofrecieron mil dólares, ¿verdad?

—¿Qué le hace pensar eso?

—Me lo dijo el representante.

—¡Ah! Entonces, le siguió desde mi oficina y le sonsacó…

—Bajé con él en el ascensor.

—Me imaginé que lo haría.

—Bueno… Hablando en serio, usted no puede hacerme eso.

—¿Por qué no?

—Puede conseguir mucho más de mil dólares si lleva bien el asunto. Apuesto a que antes de diez días le ofrecen por lo menos dos mil quinientos dólares.

—Me conformo con los mil dólares —respondió Berta— y mi cliente también. Después de todo, mil dólares por un dolor de cabeza no son de despreciar.

—Pero ella puede obtener mucho más. Yo presencié todo el asunto.

—¿De quién fue la culpa?

—No me sonsacará eso. Pero le afirmo que ella tiene derecho a mucho más. Sufrió una conmoción.

—¿Quién se lo dijo?

—Su compañera de apartamento.

—Bueno, no interesa. Ahora todo está arreglado —le dijo Berta—, de manera que no tiene por qué preocuparse.

—Sea como sea, tengo que sacar algún beneficio. A usted no le causaría perjuicio alguno darme participación… siquiera de unos cien dólares.

—Pues bien, le haré exactamente la misma proposición que le hice al principio. Veinticinco dólares, y usted se olvida de todo el asunto y hace mutis por el foro.

El otro se reclinó en el asiento, lanzando un suspiro.

—Bueno —dijo—. Es un atraco a mano armada, pero usted me ha ganado la delantera.

Berta Cool entró en la oficina y dijo a Elsie Brand:

—Elsie, prepare un recibo para que lo firme este hombre. Veinticinco dólares en efectivo, por toda compensación de cuantas reclamaciones de cualquier suerte, naturaleza o descripción pueda presentarme, y que cubre las contingencias que puedan surgir en el desarrollo futuro del caso de Josefina Dell. Guíese por el recibo que Donald Lam hizo para que lo firmara aquel individuo del caso de hace un par de meses.

Elsie Brand sacó de la máquina la carta que estaba escribiendo, extrajo una hoja de papel del cajón del escritorio, la puso en el rodillo y preguntó:

—¿Cómo se llama el señor?

—Maldito si lo sé —respondió, volviéndose hacia el individuo.

—¿Cuál es su gracia?

—Jerry Bollman.

—Siéntese. Voy a traerle los veinticinco dólares.

Berta entró en su despacho privado, abrió el escritorio, sacó la caja, extrajo de ella veinticinco dólares, y esperó hasta que la máquina de Elsie Brand hubo dejado de repiquetear. Entonces fue a la oficina exterior, cogió el recibo que le tendía la mecanógrafa, lo leyó atentamente, lo puso ante Jerry Bollman y dijo:

—Muy bien, firme esto.

El individuo leyó el recibo y exclamó:

—¡Por Dios! Esto es lo mismo que vender mi alma.

—Más que eso —observó irónicamente Berta—. Su alma sola no valdría los veinticinco dólares.

Jerry Bollman sonrió de mala gana y dijo:

—Usted es muy hábil, ¿no es cierto?

Cogió la estilográfica que Berta Cool le tendía, suscribió el recibo, añadiendo su rúbrica, y lo ofreció con la mano izquierda, mientras extendía la derecha para recibir los dos billetes de diez y el billete de cinco que Berta tenía en la mano.

Berta entregó el recibo a Elsie Brand.

—Archívelo —indicó.

—Si trabajase para usted me arruinaría —observó Bollman.

—La mayor parte de los testigos declaran lo que saben nada más que por honestidad y decencia —replicó Berta.

—Ya lo sé —dijo Jerry con aire desolado—. Pero yo me curé de eso hace tiempo. Bien… Me compraré una caja de cigarrillos. Eso, y los gastos que he tenido consumen por completo los veinticinco dólares. Bueno, que les vaya bien. Tal vez algún día podamos hacer algún negocio mejor que éste.

—Tal vez —dijo Berta, mirándole mientras se marchaba—. Gracias a Dios que no quiso darnos la mano —dijo a Elsie Brand—. Ahora, llama a la casa de Harlow Milbers. Pregunta por la señora Nettie Cranning, y dile que Berta Cool desea hablar con ella. Pásame la comunicación al despacho cuando la consigas.

Entró en su despacho privado y colocó un cigarrillo en su larga boquilla de marfil labrado. Cuando oyó el zumbido, levantó el receptor y dijo:

—¿Hola?

—¿Cómo está, señora Cool? —respondió la voz de la señora Cranning.

Instantáneamente, Berta irradió cordialidad:

—Muy bien, señora Cranning. ¿Cómo se encuentra usted? Lamento muchísimo verme en la necesidad de molestarla, pero deseaba ponerme en contacto inmediatamente con Josefina Dell. Pensé que tal vez estuviese aún allí. Confío en que no la habré incomodado.

—De ningún modo —repuso la señora Cranning con igual cordialidad—. La señorita Dell estuvo aquí hasta hace media hora. Un hombre la llamó por teléfono, y le dijo que necesitaba hablar con ella acerca de un asunto muy importante y de suma urgencia. No sé muy bien de qué se trata, pero creo que se refiere a un accidente de automóvil.

—¿Un hombre? —preguntó Berta.

—Sí.

Berta Cool frunció el ceño.

—¿No dijo cómo se llamaba?

—Sí, pero me he olvidado. Recuerdo que ella lo anotó. Espere un segundo… Eva, ¿cómo se llamaba el señor que llamó por teléfono a Josefina Dell? ¿Cómo? Bien, gracias. La señora Cool deseaba saberlo… Señora Cool… El nombre es Jerry Bollman. Josefina Dell salió para encontrarse con él en alguna parte.

—Muchísimas gracias, y disculpe la molestia —dijo Berta, y colgó el auricular. Estaba ya a mitad de camino en la oficina exterior cuando advirtió lo inútil de su salida.

—¿Qué sucede? —inquirió Elsie Brand.

—Ese asqueroso, maldito estafador del demonio… ¡Mal rayo le parta!

—¿Qué ha hecho?

—¿Qué ha hecho? —repitió Berta Cool, con los ojos llameantes de ira—. ¡Gastó cincuenta centavos en taxímetro para despojarme de veinticinco dólares! Sabía dónde encontrarme. Probablemente me siguió. Cuando le vi bajar del taxi y buscar el dinero en el bolsillo, pensé que estaba un paso detrás de mí, pero en cambio, estaba dos pasos delante.

—No comprendo… —dijo Elsie.

—En este momento, ese bribón consigue seguramente que Josefina Dell estampe su firma en una línea de puntos, lo que le representa una tajada de por lo menos quinientos dólares. Me imaginé que le había engañado al aparentar que salía del departamento de Josefina Dell. Quise hacerle creer que me había firmado un acuerdo. Pero él sabía positivamente que la muchacha no estaba en casa. ¡Me ha estafado, el muy sinvergüenza!