El hallazgo del cuerpo sin vida de una joven en el interior de la catedral de Santiago de Compostela cae como un aldabonazo en la ciudad. Al mismo tiempo desaparece de la Biblioteca de la Universidad un manuscrito de Prisciliano, el gran hereje gallego. El subcomisario Lois Castro, viejo conocedor del oficio, se enfrenta a ambos casos con la inesperada colaboración de dos periodistas de raza: Laura Márquez, una joven becaria flacucha, de ojos castaños y con malas pulgas que llega a la ciudad huyendo de sus propios fantasmas y Villamil, un veterano reportero, correoso y medio anarcoide que ha conocido días mejores en la profesión.

Una trama de ritmo creciente en la que se cruzan ecologistas, peregrinos de paso, profesores universitarios, tiburones de las finanzas y curas que hacen sus propias apuestas de salvación en una ciudad levítica donde nada es lo que parece. La huella del hereje es un adictivo thriller que insta al lector a viajar en el tiempo y traslada la atmósfera amenazante y brumosa de la mejor novela negra a las calles inolvidables de Santiago de Compostela.

Susana Fortes

La huella del hereje

© 2011

En recuerdo del club de los cinco

Para mis hermanos: Alberto,

Xavier, Belén. Y Carlos

(in memóriam)

Peregrinus ego sum.

Existe la serpiente común o «de jardín», llamada así porque su aparición en este mundo tuvo lugar en un jardín del Eufrates. Desde aquella primera vez, sus proporciones han mermado considerablemente, pero su influencia en la tierra ha aumentado de un modo inexplicable. Se encuentra en todas partes y en numerosas variantes. A lo largo de los siglos el hombre siempre ha mantenido una vinculación muy estrecha con los ofidios. A su pesar. Lo que se dice una relación de amor-odio. El bicho tiene su propia leyenda. Han sido numerosos y a veces crueles los métodos de exterminio utilizados por los doctores de la Iglesia para aplastar a tan singular criatura dondequiera que asome la cabeza. Un esfuerzo inútil. La especie muda de piel varias veces al año, un rasgo biológico que la diferencia del resto de los seres vivos. Muchas culturas antiguas han relacionado este mecanismo con el renacimiento o la reencarnación. No cabe, sin embargo, ninguna duda acerca de su poder.

I

«¡Santísimo sacramento!» Ésa fue la exclamación utilizada por el padre Barcia mientras se echaba las manos a la cabeza, cuando descubrió un charco negro en las losas de mármol junto al altar mayor. Pero hasta que el potente foco de una linterna iluminó aquella esquina de la capilla nadie reparó en la muerta. Estaba apoyada contra el respaldo de madera del coro, con la cabeza doblada sobre el hombro en una torsión excesiva, como descoyuntada, el pelo echado hacia un lado. Melena larga y pelirroja. Tenía un pequeño hematoma violáceo en el cuello y los ojos abiertos. Sus facciones no estaban convulsionadas, como sería de esperar en alguien que experimenta terror u otra emoción intensa antes de morir, sino más bien todo lo contrario, su expresión era plácida. Si acaso un poco cansada. Parecía muy joven, no más de veinte años. Llevaba un piercing en la ceja izquierda. Por su indumentaria no aparentaba ser la clase de chica que uno podría imaginarse rezando el rosario en la catedral. Iba vestida de modo informal, como la mayoría de las estudiantes de esa edad. Chupa de cuero con cremalleras, falda corta, leggings de rayas rojas y unas zapatillas Converse muy usadas. Una costra de sangre seca le asomaba por la comisura de la boca, como si en el último momento le hubiera sobrevenido un vómito de sangre. La hemorragia debió de ser importante, a juzgar por el charco del suelo y los coágulos que habían salpicado la alfombra. Tal vez un mecanismo reflejo del cuerpo en el estertor final. La sangre también había manchado un reclinatorio y empapado por completo la camiseta de algodón con la cara del Che Guevara que la chica llevaba puesta.

– La han reventado por dentro -dijo el forense después de echarle el primer vistazo. El acento gallego delataba su origen rural. Cerrado pero sutil, como un dilema.

Era un hombre corpulento, de unos cincuenta y tantos, envuelto en un ancho anorak verde oscuro, con el pelo prematuramente blanco que le daba a su cabeza un aspecto escarpado de pedernal de cuarzo. Había algo en sus cejas que le confería un gesto socarrón. Más que un médico forense, parecía un labrador. Ojos pequeños y astutos, a menudo recelosos, como de campesino que barrunta el pedrisco, el aire campechano, la piel curtida del norte y unas manos anchas que acostumbraba a llevar siempre metidas en los bolsillos.

– Entonces, ¿la marca del cuello…? -preguntó el comisario.

– No sé. Lo que puedo decirte es que el estrangulamiento no provoca una hemorragia interna de estas características -contestó despegándose con un chasquido desagradable los guantes de goma-. Probablemente perdió el conocimiento antes del final -añadió en voz baja, como si, más que una opinión pericial, estuviera expresando un deseo privado, la esperanza de que el desvanecimiento le hubiera servido de anestesia y no hubiera sufrido mucho.

Arias no era un tipo impresionable. Por su oficio estaba acostumbrado a ver de todo. Pero la juventud de la muchacha, con aquella expresión como de princesa de cuento, le había tocado la fibra.

El comisario Lois Castro lo conocía lo suficiente para adivinar sus pensamientos. Aunque no era creyente, tampoco él se sentía bien allí dentro. Tenía cierta sensación de profanación, con sus policías moviéndose a sus anchas por aquel recinto sagrado con olor a incienso, tomando huellas y sacando fotografías desde todos los ángulos. Uno de los ábsides parecía hallarse en obras, con un andamio situado justo frente al retablo. Las voces de los agentes resonaban enaltecidas por el eco de los flashes bajo la bóveda de crucería. El comisario chistó una sola vez para que bajaran el tono, y los chicos obedecieron confusos. Castro era un tipo con autoridad. A ello contribuía sin duda su voz grave y su reputación de sabueso al cabo de la calle. Flaco, de huesos largos y cara de pocos amigos. Llevaba el pelo cortado a navaja y todavía mojado como la gabardina que conservaba echada sobre los hombros al tiempo que daba instrucciones a un lado y a otro mientras caminaba a grandes trancos de un extremo a otro de la capilla mayor de la catedral, presidida por una talla sedente del apóstol vestido de peregrino, con esclavina y bordón de plata.

– ¿Cuánto tiempo lleva muerta? -le preguntó al forense.

– Es pronto para saberlo -Arias se inclinó sobre el cuerpo con aire taciturno-, pero así a ojo yo le echaría unas diez horas aproximadamente.

El comisario extendió el brazo para consultar el reloj.

– Eso nos sitúa más o menos alrededor de las nueve de la noche de ayer.

El propio deán de la catedral había dado aviso a la comisaría a las siete de la mañana cuando se encontró de sopetón el cadáver mientras se preparaba para el primer oficio religioso del día. O bien la chica se había agazapado en algún escondite dentro de la catedral cuando los guardias de seguridad hicieron la ronda antes de cerrar las puertas o, por el contrario, logró entrar más tarde desde fuera, lo que en principio parecía menos probable. Tal vez alguien le hubiera franqueado la entrada al recinto por alguna razón, quizá su presunto asesino. No cabían muchas más posibilidades.

El padre Barcia todavía estaba allí, pequeño y ceñudo, con sus zapatones de cura viejo, la sotana raída y una expresión de cansancio extremo que igual podía deberse al susto que a la exasperación que le producía ver a tantos policías campando a sus anchas por sus dominios. Se hallaba en una esquina, con la espalda apoyada contra el muro de piedra, callado y ensimismado, como uno más de aquellos exvotos de cera que reposaban en las hornacinas de las ofrendas.

– Será mejor que se vaya a casa y se tome algo caliente -le ordenó amablemente Castro cuando reparó en él, dándole una suave palmada en el hombro. El alzacuello entorpecía el ligero temblor del mentón que el anciano no podía controlar. Además, tenía los ojos empañados por un velo de linfa, lo que acentuaba todavía más su aspecto de desamparo senil-. Me temo que hoy vamos a tener que cancelar los oficios -continuó el comisario-, ya le avisaremos para tomarle declaración.

Dos policías de uniforme habían precintado el crucero y la entrada de la capilla con cintas amarillas de plástico. Del mismo modo, habían cerrado el paso lateral por el deambulatorio de la girola, al que accedían los peregrinos para darle el tradicional abrazo al apóstol por la espalda. Menos mal que no era año santo. Al menos durante un par de días el culto en la catedral iba a verse seriamente afectado. No es que eso fuese a causar un gran incordio a la vida pastoral de la ciudad, pero tratándose de Santiago de Compostela, mejor no tentar al diablo. Al menos así pensaba Castro, por eso mandó al más diplomático de sus hombres a parlamentar con un pequeño grupo de mujeres mayores que, como cada mañana a la misma hora, se situaba en los bancos traseros de la nave lateral para oír misa.

De pie detrás del baldaquino barroco, el juez instructor dictaba las diligencias a su secretario, que escribía con el ordenador portátil sobre las rodillas, sentado en un peldaño de la escalera que subía al camarín del apóstol y que por el otro lado descendía hasta la cripta donde, según la tradición, reposaban las reliquias del santo en una urna de plata. El tecleo punteaba su voz monocorde haciendo una relación de todos los detalles, hasta los más insignificantes. Sin embargo ninguno se percató de la rareza que emanaba de los pies de la muerta hasta que Arias cayó en la cuenta de que llevaba las zapatillas Converse calzadas del revés, la del pie derecho en el izquierdo y la del izquierdo en el derecho. Un pormenor sin importancia aparente, pero que al juez instructor le hizo torcer el bigote. Había un libro de filosofía en el suelo y un bloc de anillas con las tapas azules y una pegatina del grupo de hip-hop Violadores del Verso. Castro le echó un vistazo al interior.

Una chica aplicada, pensó para sí al ver los apuntes perfectamente fechados por día con una caligrafía primorosa. Ordenó incluir el cuaderno en el sumario y fue a reunirse con el forense que acababa de asomarse a la puerta para encender un cigarrillo. Era una entrada de servicio que daba a la tienda de souvenirs, en la plaza de la Quintana, donde se vendían conchas de vieira, postales, medallitas, botafumeiros en miniatura y otros objetos por el estilo. La verdadera Puerta Santa se encontraba unos metros más allá, cerrada siempre a cal y canto, salvo en año santo. Allí era donde antiguamente se concedían las cédulas que acreditaban a los peregrinos y les permitían alojarse gratis en el Hospital Real.

– ¿Qué te parece? -le preguntó al llegar a su lado.

Arias tardó en responder el tiempo necesario para cerrarse la cremallera del anorak hasta el cuello. La curva de la girola aumentaba el efecto de las corrientes de aire en aquella esquina.

– Nada -contestó con un carraspeo.

La prudencia de juicio era un rasgo de profesionalidad que el forense solía llevar hasta sus últimas consecuencias; eso, unido a su condición de gallego, significaba que de allí no lo movía ni Cristo.

– ¿Cómo que nada? -se revolvió Castro, inquieto-. Algo te parecerá. No encontramos chicas muertas en la catedral todos los días.

– ¿Qué quieres que te diga? -le respondió Arias. Se colocó un pitillo entre los labios y buscó el mechero-. Ni siquiera sabemos cómo se llamaba…

– Patricia Pálmer -contestó Castro de inmediato-, estudiante de tercer curso de filosofía; acabo de verlo en su cuaderno de apuntes. Al parecer, la última clase a la que asistió trató sobre la teoría de los mitos y los símbolos.

El forense esbozó un gesto con las cejas que podía interpretarse como interés o curiosidad, pero no se mostró muy dispuesto a hacer cábalas.

– Con la autopsia sabremos más -farfulló mientras se rascaba una ceja.

El comisario se volvió hacia él resoplando como un toro de lidia.

– Ya sé que con la autopsia sabremos más -le soltó, destemplado. A veces Arias lo sacaba de quicio-. Lo que quiero es que me des una primera impresión. Alguna tendrás… -Castro golpeó varias veces los pies contra el suelo para sacudirse el frío, resignado a sacar sus propias conclusiones mientras blasfemaba en silencio con los ojos clavados en la trama de rombos que formaban los baldosines.

Cuando ya daba por descontado que no iba a obtener ninguna respuesta, el forense miró de nuevo hacia el interior, donde se hallaba el cadáver de la chica, tendido ahora sobre un hule de plástico, y expulsó todo el humo de golpe.

– No me gusta -dijo-, si quieres saberlo.

Había dejado de llover, pero el aire todavía era denso, con restos de humedad y jirones de niebla. Castro miró intranquilo hacia las ventanas enrejadas y grises del convento de San Pelayo con su clausura de siglos. Tanto la plaza de la Quintana como su escalinata se hallaban desiertas a aquella hora de la mañana, iluminadas sólo a ráfagas por el azul de una sirena policial que destellaba intermitente desde la esquina de los soportales.

Fue entonces cuando se acordó de la canción del peregrino:

Todos los caminos del mundo acaban en ti.

En tus piedras llevas sangre de siglos que mueren aquí.

– Joder -dijo-. Menuda manera de empezar el día.

II

Febrero es un mes tranquilo en la redacción de un periódico local, aunque lo cierto es que el resto de los meses tampoco pasa nada especial. Ésta es una ciudad apacible, con su catedral, su casco histórico y sus placitas de piedra donde a media tarde, si no llueve, las madres sacan a sus niños a pasear y se sientan en los bancos a hablar de pañales y de papillas infantiles. Las campanas le dan un toque medieval que tiene su punto, pero para una aspirante a periodista que forjó su vocación leyendo El americano impasible digamos que Santiago de Compostela no era precisamente el corazón del mundo. El primer día que Laura Márquez empezó a trabajar como becaria en El Heraldo Gallego supo que no era la clase de destino con el que habría soñado Graham Greene. Llamó con los nudillos al despacho del director, asomó la cabeza y recibió la primera lección importante de periodismo.

– ¿Y ésta quién es? -preguntó el director dirigiéndose al tipo que tenía al lado con un fax en la mano y una corbata de color mostaza con la efigie de Bugs Bunny.

– La nueva -le contestó el de la corbata.

– Soy Laura Márquez -se presentó ella adelantándose unos pasos y alargando la mano, esforzándose por saludar con cortesía-. Acabo de incorporarme.

– Muy bien, Laura Márquez. Para empezar, ¿por qué no nos subes un par de cortados? -le soltó el jefe, y continuó hablando con el otro como si ella se hubiera vuelto invisible.

Fue una bienvenida en toda regla. De eso hacía exactamente cinco meses, tres semanas y un día. Y en todo ese tiempo la chica había llegado a la conclusión de que se puede sobrevivir titulando teletipos en la sección de cultura.

¿Cómo había llegado hasta allí? Bueno, ésa es una historia más larga. Hay que decir que arrastraba la leyenda negra de haber publicado una novelita. Nada, apenas ciento cincuenta páginas. Una historia sobre un marinero al que no conocía nadie. Pero eso en el entorno del periodismo es fatal. Todo el mundo lo sabe. Al escritor que es periodista se le supone una terrible lucha interna, como si trabajara con partes distintas del cerebro al escribir un cuento o un reportaje. Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Se le considera un agente doble. Nadie se fía de él, y lo más fácil es que acabe redactando la sección de cine y espectáculos de una ciudad perdida con campanas y soportales. Vale, no era la clase de vida que ella había imaginado en la facultad: Hemingway y Martha Gellhorn en la guerra civil española, Woodward y Bernstein, los héroes del Washington Post, Kapuscinski, Manu Leguineche y todos los demás. Con veinte años cualquiera cree en la inmortalidad. Luego viene la vida y sus rebajas. Y a fin de cuentas, ahí era adonde había ido a parar la juventud dorada del país: a la sección de cultura de los periódicos locales, que es como decir al limbo, un cajón de sastre donde se acaba destinando a los que nadie sabe muy bien adónde enviar. Jóvenes versátiles que lo mismo pueden cubrir una rueda de prensa que escribir un pregón de fiestas o la necrológica de una vieja gloria local si se tercia. Chicos listos, irónicos, con una ironía algo adolescente, tímidos, poco sociables, en ocasiones amorales y casi siempre solitarios. Tienen sus mitos dentro de la profesión como todo el mundo, conocen la máxima de Dylan Thomas según la cual un buen periodista debe procurar por encima de todo ser bien recibido en el depósito de cadáveres. Sienten debilidad por algunos poetas, como T. S. Eliot, al que pueden citar de corrido: «Agua caliente a las diez. Y si llueve, un coche cerrado a las cuatro.» Incluso llegan a escribir sus propios versos en los ratos libres, que por supuesto firman con seudónimo y a veces se quedan absortos mirando el remolino que forma la espuma en el fregadero sin pensar en nada, como solía pasarle cada vez con más frecuencia a Laura Márquez. Una generación sin mucho futuro. Aunque no sé por qué demonios hay que meter a su generación en esto. Cada cual ya tiene bastante con sus propios asuntos.

El director del periódico le pidió que les subiera un par de cortados, por esa parte iba. Lo suyo habría sido obedecer, pero la chica acababa de llegar a la ciudad y no sabía dónde se acostumbraba a pedir los cafés en la redacción. Así que se escabulló lo más discretamente que pudo, regresó a su mesa de trabajo y simuló una concentración intensísima en la pantalla del ordenador.

El tipo con la corbata del conejo de la suerte resultó llamarse Villamil. Era un gallego de Caldas de Reis, medio asilvestrado, no muy alto y flaco como un sarmiento. Acostumbraba a vestir con un peculiar desaliño indumentario que le daba cierto aire al teniente Colombo. Tenía gustos imposibles. Podía combinar un plato de pulpo a feira y un batido de vainilla con la misma soltura con la que era capaz de meter en la misma conversación a Rosa Luxemburgo y al obispo de Mondoñedo. A las pocas semanas Laura se dio cuenta de que su afición por las corbatas extravagantes iba en serio. Tan en serio como su sentido del humor, lo que le confería un vago atractivo. En la profesión era todo un referente. Debía de pasar de los cuarenta años que aparentaba porque presumía de haber empezado en el oficio cuando los periodistas todavía llevaban visera y manguitos. Ya saben, esa época fascinante de los talleres con olor al plomo de las linotipias y las botellas de leche al lado de la máquina. Probablemente exageraba. En la redacción se contaba que en el año 1973, en plena dictadura, había conseguido el cese del jefe superior de la Policía, lo que en aquella época, tal como debió de ser esa ciudad, tenía más mérito que lo de Woodward y Bernstein con el Watergate. El asunto por lo visto había empezado con un pastor alemán que mordió a un profesor de filosofía en la arboleda de Santa Susana y le causó una desgarradura importante a la altura de la pantorrilla. El propietario se limitó a llamar al animal por su nombre, sin atender al herido. El individuo que mostró tan alto comportamiento cívico resultó ser, ni más ni menos, que el jefe superior de la policía, un ultraderechista de tomo y lomo que la tenía tomada con los profesores de instituto interesados en enseñar a sus alumnos el imperativo categórico de Kant. La investigación iniciada por El Heraldo Gallego se leyó como un thriller trepidante. Hasta los lectores más reaccionarios devoraban la sección cada mañana con el desayuno, como A sangre fría de Truman Capote. Tiempos heroicos.

Villamil era un tipo de afectos espontáneos. Fue lo que debió de ocurrirle con Laura. Una muchacha callada, con el pelo corto y pinta de enclenque en un antro de tipos resabiados que pasaban de los cincuenta y estaban de vuelta de todo, le hizo despertar probablemente su instinto paternal. Aquel día, cuando salió del despacho del director, se acercó a su mesa.

– No hagas caso, Márquez -dijo guiñándole un ojo mientras señalaba con la barbilla el despacho del jefe-, normalmente no muerde. -Y a continuación le dio lo que podría interpretarse como una palmadita de bienvenida en el hombro. Fue el comienzo de una extraña amistad.

A ella le gustó lo de «Márquez». No es que renegase de su nombre propio, Laura es un nombre prestigioso. Pero en aquella redacción de periodismo precario, donde ya estaba resignada a hacer desde necrológicas hasta partes del tiempo, que alguien se dirigiera a ella por su apellido no estaba mal. No estaba nada mal.

Villamil la adoptó. Le enseñó a poner ladillos y a titular con menos de diez palabras. También intentó inculcarle algunas ideas de cómo debía trabajar. Ella lo escuchaba con mucha atención y después hacía lo que le daba la gana. Pero de todo lo que logró aprender de él en los primeros meses, lo más importante se lo dijo en voz baja a pesar de que en aquel momento estaban solos él y ella en la redacción. La chica se había quejado de lo aburrido que era el reportaje en el que estaba trabajando sobre los petroglifos en el arte rupestre. Entonces el veterano periodista se dirigió a ella como el maestro Po de la serie «Kung Fu».

– No olvides, pequeño saltamontes, que el hecho más irrelevante puede esconder dentro una piedra de toque -le dijo.

A ella le gustaban las frases lapidarias, y aquélla, por algún motivo, se le quedó grabada. Desde entonces se esforzó por no bajar la guardia ni ante los anuncios publicitarios.

Esa misma actitud expectante tenía aquel incierto domingo de febrero. Llovía. Desde la ventana de la redacción, la calle parecía ganada por el invierno. Ni un alma. Sólo piedra gris y cielo de plata. Se había estropeado la caldera de la calefacción, por eso llevaba puestos los guantes de lana y el cuello del jersey subido hasta la nariz como si acabara de regresar de una expedición ártica. Su aspecto en general tenía bastante de exploradora, con los tejanos descoloridos, los movimientos sigilosos y la mirada a menudo perdida en sus lejanías. Una cicatriz de dos centímetros le partía la ceja izquierda con una curiosa media luna. No era precisamente el tipo de mujer de curvas sinuosas que hace volver la cabeza a los hombres por la calle, pero observada a la distancia adecuada, ganaba bastante. Tenía un hoyuelo en la barbilla, los ojos castaños y unos pómulos altos que le daban cierto aire de guerrera samurái con la que mejor no encontrarse por el pasillo según qué días. Otra de sus características es que llevaba siempre puestos los auriculares del mp3 como medida disuasoria. Eso la libraba de no pocas conversaciones insustanciales. En la redacción tenía fama de bicho raro. Le llamaban la China, aunque no tenía antepasados orientales, que ella supiera. Bien mirado, su rostro tenía una claridad especial de piel limpia que acentuaba su aspecto aniñado. Nunca llevaba maquillaje, salvo un bálsamo de labios transparente con sabor a vainilla. Vestía de un modo bastante descuidado, con prendas deportivas: botines de básquet, vaqueros muy desgastados y una trenca azul marino con trabillas de húsar y capucha que casi siempre llevaba puesta, como si quisiera protegerse de algo u ocultar su identidad. Un especialista en psicología indumentaria habría sacado la conclusión de que a la chica no le gustaba llamar la atención. Pero a la pregunta de si le gustaba o no le gustaba pasar desapercibida, la respuesta que sin duda ella habría dado habría sido del tipo «y a ti qué demonios te importa», como solía contestar a quien metía demasiado las narices en sus asuntos.

Le había tocado trabajar en fin de semana y estaba tecleando en el ordenador con los guantes puestos confiando en llegar al cierre con un reportaje sobre las escuelas rurales en el que llevaba enfrascada varios días. Era increíble la cantidad de niños que estudiaban todavía en esas viejas escuelas unitarias. Más de dos mil quinientos sólo en Galicia. Un único maestro para niños de edades diferentes. Aulas de aldea rodeadas de brezos y caballos salvajes. Un paraíso, según se mire. Encendió la grabadora y volvió a escuchar por segunda vez la conversación con el maestro.

Tenía un dolor en el hombro. Se levantó de la mesa y se masajeó las cervicales. Odiaba los domingos. Siempre le habían parecido días desterrados del infinito. Seguía lloviendo, pero con menos intensidad. Una llovizna oblicua, como rayada a lápiz. Se preguntaba cómo podían los gallegos convivir con aquel tiempo. Le gustaba el paisaje, pero echaba de menos la luz mediterránea. Llueve para que yo sueñe, pensó recordando vagamente unos versos. Y, de repente, leyó aquel teletipo de la Agencia EFE. Fue como una revelación. Todo pareció adquirir sentido: la lucecita roja de la grabadora encendida como una señal de alarma, aquella sucesión de nubes avanzando por el cielo como el bosque de Birnam hacia Dunsinane, la fortaleza de Macbeth. Y en ese mismo momento supo que alrededor de aquella noticia iban a girar los próximos días de su vida. No lo supo con la razón, sino con otra parte de la inteligencia difícil de precisar. Sus ojos castaños pestañearon un par de veces con rapidez.

La noticia no era nada del otro mundo: la desaparición de un manuscrito del siglo IV cedido por el archivo diocesano a la biblioteca de la universidad, el Liber apologeticus. Los robos de mapas y códices antiguos estaban a la orden del día, y muchos anticuarios vivían del suculento mercado generado alrededor. Hacía apenas unos meses, la directora de la Biblioteca Nacional había tenido que dimitir de su cargo a raíz de la sustracción de una réplica del siglo XV de un mapa atribuido a Ptolomeo.

Lo que llamó la atención de Laura no fue el robo propiamente dicho, sino el comunicado oficial de monseñor Souto Gadea en el que alertaba a las autoridades de la imperiosa necesidad de que ese documento volviera a la mayor brevedad posible al archivo, de donde nunca debería haber salido. Como si se tratara de algo absolutamente inexcusable o encerrara una alusión velada a cierta clase innombrable de peligros. En caso contrario -afirmaba el escrito-, la Iglesia no dudaría en recurrir al AF para hacer valer sus derechos. Laura no tenía ni la más remota idea de qué diablos era el AF, pero sintió una especie de escalofrío, como si su cuerpo hubiera reaccionado por anticipado ante algo que su mente ignoraba por completo.

De su faceta de novelista había aprendido a fiarse de sus instintos, y había algo muy retorcido en aquella nota. Algo urgente, incuestionable, perentorio, que llamaba poderosamente su atención, aunque no habría sabido definir de qué se trataba exactamente. Una parte de ella pensó, tal vez con una pizca de acierto, que quien la hubiese escrito lo había hecho con aprensión. Volvió a leerla despacio. El tono áspero y vagamente acusatorio del comunicado sugería un conflicto larvado entre la universidad y el arzobispado que a Laura no le pasó desapercibido. La expresión «de donde nunca debería haber salido», decía algo más. Algo sobre el carácter del libro y quizá sobre el carácter de monseñor. Pero la referencia al AF parecía encerrar una amenaza en toda regla. Era una de esas frases que abría una ventana indiscreta al patio de atrás.

Laura sabía perfectamente que en pleno siglo XXI los poderes de la Iglesia estaban muy mermados. Ya no había hogueras ni excomuniones, pero tenía otros recursos para arrojar a sus enemigos a las tinieblas exteriores. Por su cabeza pasaron muy rápidamente imágenes documentales vistas en televisión, en un reciente «Informe Semanal» emitido en el aniversario de varios sacerdotes asesinados en América Latina: el padre Ellacuría y cinco jesuitas en El Salvador, otro misionero en Sao Paulo, dos más en Rio de Janeiro y Bahía…, todos ellos miembros destacados de la Teología de la Liberación, gente díscola con Roma. Estaba claro que en ninguna de esas muertes la Iglesia había apretado el gatillo directamente, para eso estaban los escuadrones de la muerte, pero cualquier periodista, por joven que fuera, sabía que la Santa Madre Iglesia había oficiado en el asunto. Eso sin contar otros muertos derivados de turbios asuntos financieros relacionados con las cuentas del Vaticano.

Laura repasó el teletipo una vez más, línea a línea, y anotó en su cuaderno las siglas AF. Tenía la sensación de que un tornado hubiera pasado por su cabeza, tomando la forma de un pensamiento fugaz que por un instante estuvo a punto de cuajar en una idea concreta, aunque finalmente no lo hizo. Sin embargo, algo que llevaba demasiado tiempo dormido en su interior se despertó. Lo hizo de un modo casi imperceptible pero crucial. Y, por extraño que pueda parecer, se sintió responsable de lo que a partir de ese momento pudiera ocurrir.

La piedra de toque.

III

El comisario Castro permanecía sentado a su mesa sin reparar en lo tarde que era cuando de pronto oyó las campanadas de las diez en la catedral y cayó en la cuenta de que se le había pasado por completo llamar por teléfono a casa. Hacía dos años que estaba divorciado, y desde entonces se había impuesto la obligación de no dejar pasar un solo día sin hablar con su hija. A aquella ahora la niña debía de estar ya metida en la cama con el pijama de Pocahontas, abrazada a su tigre de peluche.

– ¡Joder! -masculló, cabreado-, si es que con este trabajo no hay manera de llevar una vida normal, ni de tener familia, ni plantas, ni perro, ni niños, ni nada…

Se pasó una mano por la cara, hundiendo los dedos en el pelo con un gesto involuntario de extenuación. Llevaba toda la tarde metido en su despacho entre archivadores de fotografías y legajos, revisando una y otra vez los informes periciales, densas páginas mecanografiadas que, a pesar del tono aséptico del lenguaje jurídico, conservaban intacto el espanto del crimen. La muerte de una muchacha pelirroja, muy joven, una estudiante con cara de Virgen renacentista, vestida como para ir a un concierto de heavy metal.

Se dirigió hacia la ventana y se quedó allí de pie mirando la lluvia con indiferencia, el pavimento negro y mojado, los edificios del otro lado de la calle, el rótulo del bar Las Vegas, donde acostumbraba a tomar café, y el breve espacio arbolado delante de la comisaría frente al que se alineaban los taxis con las luces verdes encendidas. Estaba tan cansado que ya no podía pensar. El análisis de estupefacientes había dado negativo. La chica estaba limpia. Según el dictamen del forense, había muerto de un golpe en el abdomen que le reventó el bazo en el acto. La hemorragia abdominal fue tan intensa que le provocó un vómito de sangre. Murió desangrada. Semejante contundencia sólo podía haber sido causada por una persona de gran fortaleza física o por un objeto muy pesado. Pero no había señales exteriores de lucha o violencia en su cuerpo, a excepción del pequeño moratón que lucía en la parte izquierda del cuello. Castro volvió a mirar la fotografía tomada por Arias, la piel muy blanca como el alabastro de los sepulcros, los ojos abiertos y extrañamente serenos.

Alguien debía de guardar necesariamente en su memoria el recuerdo de ese rostro en el instante final antes de que lo petrificara la muerte, la mirada inerte de quien ha descubierto el último secreto que ya nunca podrá revelar, un novio o un ex novio, quizá. Tal vez un acosador anónimo, alguien obsesionado con ella, la joven tenía una belleza extraña y había mucho loco suelto por el mundo. Eso Castro lo sabía de sobra. En el último año, las denuncias por malos tratos en el ámbito doméstico se habían multiplicado por diez. Tipos cobardes y acomplejados «que quieren llegar con la navaja a donde no les llega la polla», como había dicho en el último juicio una campesina de Vilarchán de cuarenta y dos años que, harta de recibir palizas de su marido, un día le cortó las dos manos de cuajo, mientras dormía, con una hoz de desbrozar malas hierbas. El comisario recordaba un poema de Rosalía de Castro que hablaba de algo parecido, «A xusticia pola man». Ésa era otra de sus peculiaridades, le gustaba la poesía del XIX, una excentricidad tratándose de un policía. Se alegró de que a la mujer le hubieran caído sólo dos años, con el eximente de defensa propia. Últimamente se daban tantos incidentes de violencia doméstica que fue en lo primero que pensó. Pero en realidad no había nada en el caso de Patricia Pálmer que hiciera pensar en un crimen de ese tipo. Al menos de momento. Tampoco parecía haber ningún componente sexual, ni el asesino tenía por qué ser necesariamente un hombre. Podía tratarse de una mujer, una amiga, una vecina, una compañera de clase despechada… Podía haber sido cualquiera. Lo más extraño, de todos modos, seguía siendo el lugar. Los crímenes en sagrado parecían algo más propio de la Edad Media que del siglo XXI. Aunque, después de todo, Santiago era una ciudad medieval, de cultos subterráneos, de falsos milagros, de misterios bíblicos. Y de herejes.

Mucha gente estaba convencida de que los restos que iban a adorar los miles de peregrinos que hacían el camino cada año no eran los del apóstol, sino los de un mártir gallego de ideas heterodoxas llamado Prisciliano. Un obispo pan teísta ajusticiado por herejía hacía más de quince siglos en Tréveris a la edad de treinta y tres años, el Cristo español. Según la tradición, cuatro años después de que lo decapitaran, un grupo de seguidores gallegos exhumó el cadáver para darle sepultura en su tierra. Lo demás era vox pópuli. No en vano se decía que el monacato en pleno y la casi totalidad de los ilustrados gallegos pertenecían o habían pertenecido a una sociedad secreta que seguía los mandamientos heréticos. Castro, como la mayoría de los santiagueses, había oído muchas historias al respecto, pero no era un tipo crédulo, y desde luego no ponía la mano en el fuego por ningún hombre aunque fuera santo. Hacía tiempo creía en cosas, la bondad hacia el prójimo, el perdón de los pecados, el amor universal y cosas así. Al fin y al cabo, había estudiado el bachillerato en los hermanos maristas, pero entonces era sólo un adolescente ingenuo y de buen corazón. Ahora tenía cincuenta y dos años y la vida le había retorcido bastante el colmillo. Al menos lo suficiente para no fiarse ni de Cristo. Sabía perfectamente que el éxito de cualquier investigación policial radicaba en no dar nada ni a nadie por descontado.

Desde la ventana se fijó en un hombre corpulento que cruzaba la plaza con el paraguas abierto y el paso apurado. Reconoció a Arias por la manera de andar como un campesino de tierra de montes. A Castro le gustaba mirar a la gente a distancia. La mayor parte de sus conocimientos sobre la condición humana le venía de haber pasado muchas horas dedicado a la observación. Se sentaba en una terraza igual que en el palco de un teatro, mirando el ir y venir de las personas como en una representación a escala. Sus gestos, sus costumbres, sus conversaciones… A fuerza de vigilar durante mucho tiempo los movimientos de cualquier sospechoso, llegó a saber calcular como en una partida de ajedrez cada uno de sus pasos.

Alguien caminaba ahora mismo por la ciudad libre de toda sospecha, emboscado bajo los soportales, cruzando impunemente las calles, entre iglesias de piedra con capiteles románicos y pórticos y canalones cubiertos de musgo con gárgolas obscenas y motivos eróticos muy explícitos: arpías, dragones alados, brujas, demonios, arcángeles y condenados arrojados a las llamas del infierno tras sus excesos orgiásticos. Podía tratarse de cualquiera, un honrado padre de familia, un profesor, un delincuente, un estudiante de los muchos que llenaban las tabernas del Franco al salir de la facultad con su alboroto juvenil y algo bronco.

«No sé quién coño eres -pensó Castro para sus adentros-, pero voy a por ti.» Toc, toc… Un ligero toque en la puerta lo sacó de sus cavilaciones.

Arias traía todavía puesta, debajo del anorak, la bata blanca de cuando estaba en el depósito. Caminaba arrastrando un poco los pies, con andares lentos.

– Creí que ya te habrías ido a casa -dijo.

Castro hizo un gesto vago con las palmas de las manos hacia arriba.

El forense sonrió con complicidad. Sacó el paquete de cigarrillos y se sentó en el borde de la mesa.

– Me han dicho los chicos que habéis conseguido un margen de veinticuatro horas antes de comunicarlo a la prensa.

– No quiero ni pensar en el circo mediático que se va a montar -respondió Castro mientras se acomodaba en su sillón giratorio y cruzaba las manos tras la nuca. El comisario no tenía precisamente una buena opinión de los periodistas. Pensaba que, con sus cámaras, sus micrófonos, sus cables y sus antenas, lo único que hacían era entorpecer el trabajo-. Lo siento por la familia. No los van a dejar en paz…

– ¿Ya habéis hablado con los padres?

Castro movió los hombros bebiendo a sorbos cortos la coca-cola que tenía encima de la mesa, sin articular palabra. Su rostro reflejaba energía, algo persistente y hermético, pero mantenía la vista baja, perdida en ese lugar de la conciencia muy retirado hacia adentro donde un policía siempre está solo.

– Sí. Han identificado el cadáver -dijo con voz pausada.

Eso era lo que más odiaba de aquel trabajo. El momento de tocar al timbre de una casa y asistir a la expresión invariable de horror y de miedo que adquieren los rostros humanos cuando son alcanzados por un hachazo. La manera que tienen los cuerpos de encogerse dentro de sí mismos, los movimientos enguatados, como a cámara lenta, las manos en la cabeza, el grito como un aullido gutural, la negación muda con la cabeza, los pasos hacia atrás, incrédulos, el retraimiento del cuerpo hasta caer desmadejado en el sofá. Un sofá barato, estampado con flores japonesas. Castro recordaba su propia voz en un tono muy bajo, semejante al que se utiliza en un velatorio o en la antesala de un enfermo grave, y casi no la reconocía. Recordaba las caras arrasadas de los padres, incrédulas al principio. Ella, de unos cincuenta años, sin dejar de sollozar y de balbucear cosas incongruentes. Llevaba unos zapatos feos, de cordones, de esos que usan las mujeres con los huesos de los pies deformados. Él, algo mayor, mirando absorto las baldosas del suelo. Vestía una chaqueta de lana marrón muy gastada. Castro pensó que debía de ser un hombre que pasaba muchas horas sentado con los codos apoyados en la mesa. Un pueblo pequeño como la horma de un zapato, situado a menos de treinta kilómetros de Santiago, donde debían de conocerse todos, con una bonita iglesia parroquial y un balneario de aguas termales. Una casa como tantas, con fotos enmarcadas de la primera comunión de la niña y paños de ganchillo encima del televisor y ceniceros con la concha del peregrino. Gente humilde.

Castro alargó la mano hacia el paquete de Winston que Arias había dejado encima de la mesa y encendió un cigarrillo. Hacía tres meses que había dejado de fumar, pero de pronto experimentó una repentina necesidad de nicotina.

– ¿Hay alguna posibilidad de que la rotura del bazo se produjera de forma natural? -preguntó.

– Ninguna -respondió el forense-. A veces puede romperse la membrana que lo recubre y producirse una pérdida gradual de sangre, pero en ningún caso una hemorragia mortal tan inminente. Ésta sólo se explica por un impacto muy violento, un golpe, un accidente de coche…, algo así. También pudo haber sido atacada con un objeto contundente envuelto en tela -dijo, aunque no tenía ni idea de por qué un asesino iba a querer amortiguar el golpe envolviendo el arma homicida con un trozo de tela.

– ¿Y podría haberse producido el impacto en otro lugar y luego haber trasladado el cuerpo hasta la catedral?

El forense aspiró una bocanada profunda. Hablaban con distancia profesional. Establecían conjeturas pero lo hacían fríamente, evitando pensar en el cadáver helado y recosido de Patricia Pálmer, que yacía en un frigorífico de aluminio en el instituto anatómico forense.

– No lo creo. Entre el golpe y la hemorragia no debió de transcurrir mucho tiempo, unos minutos como mucho. Además, ten en cuenta que a la hora que barajamos para la muerte todavía hay gente por la calle. Precisamente es cuando los bares del Franco suelen estar más llenos. Alguien los habría visto.

– O sea, que tú crees que fue una muerte violenta y que ocurrió en el mismo lugar donde apareció el cuerpo.

– Pues sí, parece lo más probable a la vista de lo que tenemos.

Castro soltó un bufido.

– No tenemos una mierda -dijo de malhumor.

– Los de la científica han tomado huellas dactilares de toda la capilla -replicó el forense-. Han rastreado el lugar en el que apareció el cuerpo palmo a palmo. Hay cabellos y rastros de ADN por todas partes…

– Claro -respondió el comisario con sorna-. Aunque no te lo parezca, las capillas suelen ser lugares muy frecuentados. Lo malo es que las personas que los frecuentan no acostumbran a tener antecedentes penales. Vamos, que me juego la cabeza a que las muestras de ADN que nos envíen del laboratorio pertenecerán a encantadoras viejecitas de comunión diaria.

– No te fíes de las viejecitas -ironizó el forense-. Nunca se sabe.

Después se quedó callado y Castro leyó en sus ojos que deseaba decirle algo más. Siempre que se acariciaba la barbilla dubitativo con los dedos índice y pulgar significaba que iba a anunciarle o consultarle algo y no sabía muy bien cómo hacerlo. Arias miró fugazmente por la ventana como si estuviera buscando las palabras adecuadas. Y, cuando por fin dio con ellas, dijo:

– Además, es posible que contemos con un dato nuevo.

El comisario lo enfiló con la mirada. Su rostro en aquel momento se parecía mucho al de un perro de caza con una oreja al acecho y la pata delantera en alto.

– Soy todo oídos -dijo.

– Puede que no signifique nada, pero…

– No me jodas, Arias. Vete al grano.

– Bueno, parece que poco antes de morir la chica mantuvo relaciones sexuales.

– ¿Quieres decir que fue violada?

– No. No hay indicios de violencia. Ni desgarros, ni sangre, ni señal alguna de resistencia. Debió de ser un contacto consentido.

– Eres la hostia, y ¿cuándo pensabas decírmelo? -el tono no era precisamente el de felicitarle las Pascuas.

– ¿Para qué crees que he venido a verte? -se defendió Arias-. Pensé que de momento preferirías no airear el asunto.

Castro tomó aire y lo dejó salir despacio de los pulmones, como un silbido largo y grave.

– Genial, era lo que nos faltaba para este caso -sentenció con sarcasmo-. ¿Tenemos el ADN del esperma?

– Me temo que la identificación genética no va a ser pan comido -respondió el forense arrastrando las palabras-. La muestra es insuficiente y de baja calidad. Es probable que en el último momento recurrieran al preservativo.

Castro chasqueó los labios, un gesto de contrariedad que hacía a menudo. Sus ojos brillaban ahora como ascuas, pero no de enfado, sino de pura adrenalina. Le ocurría lo mismo que al perro de Pavlov. Al fin y al cabo, también él se había pasado media vida husmeando, rastreando y estableciendo asociaciones. Aquello abría la hipótesis de un posible crimen pasional, aunque Arias tenía razón: de momento lo más sensato sería mantener el dato en secreto.

– ¿Crees que lo hicieron en la catedral?

– A tanto no llego. Puede que sí, pero también es posible que no…

– Vale… -resopló Castro, sabiendo que no iba a obtener una respuesta más concisa del forense ni sometiéndolo al tercer grado.

– ¿Qué quieres que te diga? Hay lugares más idóneos para una cita romántica.

– También para cometer un crimen -le cortó Castro-. Lo que intento saber es si existe alguna relación entre los dos hechos.

Arias venció la tentación de continuar el diálogo por aquel camino que no llevaba a ninguna parte, y se aventuró a hacer una reflexión en voz alta.

– En el noventa por ciento de los casos el lugar de los hechos aporta alguna información esencial para la investigación.

– No me digas -Castro profirió una risita sobrada-. Tengo la impresión de que en esta ocasión no vamos a encontrar muchas pistas en el lugar de los hechos -el comisario hizo una pequeña pausa para aspirar una bocanada de humo entre enigmático y evasivo-, a no ser, claro… -añadió como saliendo de uno de sus trances-, la del lugar mismo.

– ¿Qué quieres decir?

– Hasta ahora el único dato importante que tenemos y lo que convierte esta muerte en un suceso realmente extraño es que no se produce en una casa particular, ni en una discoteca, ni en un parque, ni en el extrarradio, sino dentro de la catedral. Sólo nos queda encontrar el vínculo entre la persona y el lugar y sabremos por dónde empezar a tirar del hilo. ¿Qué demonios hacías allí, Patricia Pálmer? -dijo como si hablara solo.

Castro llevaba trabajando como policía casi la mitad de su vida. Había estado seis años haciendo radiopatrulla municipal en Vigo antes de realizar el curso de formación en La Coruña y aprobarlo con el número uno. Después había ascendido a inspector jefe de la Brigada de Investigación Criminal, la famosa BIC, y un par de años más tarde lo nombraron jefe de homicidios de la comandancia de Santiago de Compostela. Durante los últimos cinco años había participado en alrededor de una veintena de investigaciones de asesinatos. O sea, que no era ningún recién llegado. Sabía perfectamente que en cualquier crimen existe una cadena lógica y sólo hay que saber seguirla. Si un chaval de diecisiete años es hallado muerto por arma blanca en el polígono industrial de Elviña, se trata de hacer indagaciones entre los camellos que estuvieron vendiendo droga en la zona durante las últimas horas. Si el chico lleva una cazadora llena de cadenas y la cabeza rapada, entonces hay que dirigir la investigación hacia las pandillas de skinheads y punkies que rondan por los alrededores de la discoteca Nebraska. Sin embargo, si se trata de otro tipo de locales como Las Quintas o Cielito Lindo, conviene centrarse en las bandas de Latin Kings. Si en la barra de un bar de Cambados o de Vilagarcía de Arousa matan a un tipo descerrajándole dos tiros por la espalda, la investigación debe dirigirse a los clanes del narcotráfico gallego. Si un ama de casa normal y corriente aparece carbonizada en su propia vivienda, atada de pies y manos a la cama, lo primero que hay que averiguar es dónde se hallaba su marido la noche anterior. Había tenido tantos casos de ese tipo que podía decidir los trámites de la investigación con el piloto automático. Pero el asesinato de una estudiante de filosofía en plena catedral se salía de la pauta habitual, era algo a lo que hasta ahora nunca se había enfrentado. No tenía ni idea de por dónde empezar la investigación. Pero en el fondo le encantaba estar otra vez metido de lleno en un caso. La sensación se parecía mucho a saborear un buen whisky escocés, fuerte, seco y cálido en una vieja taberna de pescadores antes de salir a faenar.

Se dirigió de nuevo hacia la mesa y descolgó el auricular.

– Romaní, quiero que Zárate y tú os hagáis con alguna fotografía de la chica y se la enseñéis a los compañeros de clase. Quiero saberlo todo de Patricia Pálmer, desde su expediente académico hasta su talla de sujetador. Un informe completo. ¿Entendido?

A aquellas alturas ya estaba claro que el caso iba a requerir bastante trabajo de calle.

Después colgó el auricular y se volvió hacia Arias.

– Vamos -dijo mientras cogía al vuelo la gabardina del perchero-. Necesito un poco de aire.

No había mucha gente por la calle a aquella ahora, empleados que regresaban a casa tarde después de una jornada prolongada, una mujer con un carrito de niño forrado de plástico entrando en una farmacia, dos tipos con pinta de profesores universitarios saliendo de uno de esos bares de tapeo con banquetas de madera y fuentes de mejillones y empanada de berberechos, un jubilado paseando al perro, una señora de mediana edad cerrando la persiana metálica de una mercería, un barbudo muy alto con zamarra de cuadros y coleta cargando con un instrumento musical, estudiantes encapuchados de camino hacia algún pub donde matar el tiempo.

– Por ahí anda -dijo Castro-, mezclado entre la gente que va de un sitio a otro.

Pensaba en un rostro vacío al que habría que ponerle cara, aunque simplemente fueran las facciones rudimentarias de un retrato robot. El comisario sabía que la mayoría de los perfiles de asesinos se construyen a partir de patrones de comportamiento. Uno de los momentos más emocionantes en cualquier investigación era precisamente ése, el de ver surgir el rostro de un criminal en la pantalla del ordenador. Los cálculos numéricos podían resultar de gran utilidad a la hora de identificar a un sospechoso. Distancia entre los ojos, coordenadas de la nariz, ancho de la boca… Luego los ordenadores se encargaban de comparar la imagen digital con las fotografías de delincuentes que tenían en sus archivos. Eso siempre y cuando el tipo estuviera fichado, claro.

Cada cual tiene sus propios métodos a la hora de establecer una línea de investigación. Esa clase de técnica nunca es infalible. De hecho Castro no tenía una idea muy clara de cómo lo hacía, le gustaba improvisar y despotricar contra los del departamento informático. Pero lo cierto es que nada le estimulaba tanto como empezar de cero. Para algunos polis no existe en el mundo una sensación más poderosa. Algo perverso e irresistible, como un círculo que empieza a expandirse en torno a un montón de preguntas sin respuesta.

– ¿Qué crees que podía estar haciendo una estudiante de filosofía a esas horas de la noche en la catedral?

– Rezando -dijo Arias en un murmullo-. Cosas más raras se han visto.

Habían atajado por la travesía de Fonseca hasta la rúa del Franco, mientras caía una lluvia muy fina como una restitución lenta del invierno, una lluvia que casi no mojaba, por eso iban sin paraguas, agradeciendo esa sensación de refresco que da la humedad en el rostro. Fue entonces, a la entrada de la plaza de O Toural, cuando Castro se dio cuenta de que al muchacho que caminaba delante de ellos con una mochila al hombro y un montón de libros bajo el brazo se le había caído algo.

– Eh, chico… -llamó.

Como el increpado no se daba por aludido, tuvo que apurar dos o tres zancadas para devolverle el papel algo mojado que había recogido del suelo.

– Se te ha caído esto -le dijo poniéndole una mano en el hombro.

Ahora sí pareció percatarse. Volvió la cabeza con un gesto de sobresalto y al hacerlo se le bajó de golpe la capucha, dejándole el rostro al descubierto. Entonces, el comisario cayó en la cuenta de que no era un muchacho, sino una chica muy joven, de rasgos algo orientales, con el pelo corto y los auriculares puestos.

– Gracias -respondió ella, sorprendida, quitándose los cascos del mp3.

IV

Lo primero que hizo Laura Márquez al llegar a casa fue colgar la trenca en el perchero de la entrada, encima del radiador, y dejar los libros sobre la mesa. Después secó cuidadosamente con una toalla la hoja del teletipo que se le había caído en la calle y la clavó con una chincheta en el corcho que había en la pared, a un lado de la ventana. Era un apartamento pequeño que había alquilado por mediación de Villamil en la plaza de O Toural, al lado de la óptica Feijóo.

– Al menos no es el típico piso de estudiantes con calentador de butano y muebles de formica -le había dicho-. Además está a un paso del periódico.

Pagaba casi doscientos euros más de lo que costaba un alquiler en la zona nueva, pero valía la pena. Calefacción central, suelo de madera, el espacio interior dividido en dos partes por un arco de mampostería y grandes ventanales que daban a los tejados del casco histórico, con sus chimeneas humeantes. Lo había amueblado por cuatro duros con alfombras portuguesas, lamparitas morunas y estanterías de Ikea. En la parte del fondo había colocado la cama, un futón con edredón nórdico azul marino y estrellitas blancas, donde a veces le gustaba tumbarse boca arriba mirando al techo, mientras la voz de Cesária Évora la llevaba muy lejos, suspendida por el aire. Sangue de Beirona…

De la pared lateral de la habitación colgaba un curioso escudo montado sobre un tapiz de franela escarlata con dos floretes de duelo cruzados, entreverados por un peto y una careta con los bordes de cuero. Lo cierto es que la panoplia habría lucido más en una vieja mansión señorial que en aquel apartamento de ochenta metros cuadrados, pero cada cual tiene su código de lealtad hacia los objetos. Uno de los floretes era antiguo, de puño francés, y tenía la cazoleta un poco abollada. Cuando se sentía muy contrariada con el mundo, acostumbraba a desfogarse trazando quiebros silbantes en un gimnasio ubicado en un antiguo almacén de ultramarinos, donde un capitán retirado le enseñaba a batirse el cobre. Salía de allí nueva, con los músculos flexibles y una fiera sonrisa de duelista. Debajo del escudo se veía una silla de lona con ropa deportiva apoyada en el respaldo, pantalón y chaqueta de esgrima de color gris plata y unos guantes de reglamento de la marca Fuji.

Al otro lado se hallaba la salita con un sofá cubierto por una tela beige y una cómoda de roble que ya estaba en la casa antes de que ella la alquilara. Frente a la ventana había instalado una mesa de caballete donde había puesto el almacenador de discos compactos, varios archivadores y cuadernos, un ordenador portátil y una impresora de inyección de tinta. Tenía también un televisor de veinticinco pulgadas y una minicadena musical situada justo debajo del corcho, donde había ido clavando con chinchetas algunas postales y fotografías de sus viajes. En una de ellas un chaval moreno de gafas se estaba comiendo un plato de espaguetis en una terraza con cara de guasa. En otra aparecía ella de pie en la estación de tren de Santa Apolonia, con un libro bajo el brazo, una bolsa de cuero colgada al hombro y una mano en alto, diciéndole adiós a alguien.

«Trenes que no has de tomar déjalos pasar», recordó de pronto esas palabras de Wilby con tanta claridad que le pareció que por la ventana entraba una luz. El acento sudamericano, el timbre grave y cálido con una ligerísima entonación musical. Wilberth Santos era chileno, con buenos reflejos verbales. Le encantaba cambiar los refranes y hacer pareados. Un poeta de la experiencia, según el argot de los suplementos literarios, aunque él detestaba que lo encasillaran. Lo de la poesía de la experiencia le sonaba como la función clorofílica o el envasado al vacío. Lo suyo era mucho más simple, escribía sus versos fuera del horario laboral, normalmente sin haber dormido, cuando podía, como cualquier hijo de vecino. Pero, clasificaciones al margen, el chico era bueno con las palabras. A veces incluso muy bueno, aunque tendía a abusar demasiado de su ingenio. La Fundación Gulbenkian los había invitado a un congreso de jóvenes escritores en Lisboa. Y allí se fueron los dos, a hablar en uno de esos ateneos con poco público y mucho fondo a que tan aficionados son los portugueses. Ella, con su novela recién publicada, y él, con sus poemas de Saturday Evening. Días de paseos al mediodía por el cañón embodegado de la Alfama bajo balcones con macetas y mujeres asomadas a la ventana que los veían pasar de la mano, él con chaqueta de pana y gafas de trotskista, y ella con unos tejanos muy gastados y una bufanda roja, subiendo a grandes trancos los escalones de piedra, declamando versos como poetas bragados; tardes de siesta y literatura y de tranvías amarillos en los que subían a última hora hasta la cresta de luces del castillo de San Jorge y bajaban de nuevo hacia la boca del estuario para caminar entre soportales y atrios con escaleras que hundían sus peldaños en el agua y con gaviotas que sobrevolaban los tejados; imágenes para el olvido: Wilberth haciendo el ganso sentado a la puerta del café A Brasileira, al lado de la estatua de Pessoa; ella hojeando un libro en una librería de viejo del Chiado, traduciendo mentalmente del portugués, muy concentrada con el ceño fruncido; los dos juntos a última hora en un antiguo almacén de especias de la Alcántara reconvertido en pub nocturno, bailando música caboverdiana, muy pegados el uno al otro, mirándose seriamente, en silencio, como al principio de conocerse. Sangue de Beirona. Todo muy parecido a estar recién enamorados. Lisboa y sus trenes que no has de tomar.

Laura había tenido que regresar a España con unos días de antelación para presentarse al examen de un máster de periodismo, y él le había hecho la foto en el andén. Una fotografía feliz, aparentemente. Es lo que tienen las fotos, que detienen el tiempo en un instante aislado, el de decir adiós. La cabeza ligeramente ladeada, el flequillo despeinado por el viento, el hoyuelo de la barbilla. Una despedida más de las miles de despedidas que tienen como escenario una estación ferroviaria, a no ser porque una nunca sabe cuándo se está despidiendo para siempre.

Aprobó el examen, por supuesto, y a los seis meses le salió aquella sustitución en El Heraldo Gallego. En medio ocurrió algo de lo que nunca había hablado con nadie.

Un túnel negro. Dadas las circunstancias, Santiago de Compostela le pareció un lugar tan bueno como cualquier otro para desaparecer del mapa.

Afuera seguía lloviendo, la lluvia repiqueteaba en los cristales con insistencia y las gotas de agua descomponían en reflejos la débil luz exterior. En noches como aquélla, Wilby era su fantasma favorito. En el interior del apartamento, de pie, inmóvil bajo el arco de mampostería, Laura se detuvo un instante al acecho de sus recuerdos como si dudara en qué parte de la estancia prefería situarse en aquel momento. No lo pensó mucho. Se enfundó los guantes de esgrima, descolgó el florete y, echando el brazo atrás, se dejó caer tres veces consecutivas sobre la pierna derecha flexionada, como si lanzara tres estocadas a fondo contra las sombras. No podía decirse que tuviera el estilo del gran don Jaime Astarloa, [1] pero se sintió mucho mejor después de hacerlo. Luego fue a la cocina, se preparó un sándwich de jamón y queso, encendió el flexo de su mesa de trabajo y se puso manos a la obra. Desde que el teletipo de la Agencia EFE, con la noticia de la desaparición de un manuscrito del archivo diocesano había irrumpido en su vida, no había dejado de darle vueltas. Era obsesiva, sugestionable e intuitiva, y se agarró a aquel asunto como a un clavo ardiendo. Cuando la procesión va por dentro, no hay nada como un buen estímulo externo para salir del atolladero. Tomó carrerilla y se tiró de cabeza a la red. Lo primero que tecleó en el buscador de Google fue «Liber apologeticus». Rápidamente miles de documentos empezaron a llenar la pantalla. Era increíble la cantidad de archivos de diferentes autores de la Iglesia que respondían a ese epígrafe. Había libros apologéticos de un tal Tertuliano, de Idacio, de Flavio Clemente, de Eusebio, de Juan Crisóstomo, de san Agustín… Laura se sintió momentáneamente desorientada. Tratando de centrar mejor la búsqueda, añadió el dato cronológico del siglo IV al que también hacía referencia el teletipo. El número de documentos disminuyó considerablemente, pero todavía seguían siendo muchos. De todos modos, comprobó que los archivos más fiables en PDF remitían a un manuscrito atribuido a un tal Prisciliano que había sido condenado por hereje en el Concilio de Burdeos. Así que decidió buscar información sobre él en la página web del archivo diocesano.

Prisciliano, obispo de Ávila (Gallaecia, ¿352? – Civitas Treverorum, 385).

Lo que más llamó su atención fue la curiosa xilografía que daba inicio a la página. Se trataba de un óvalo que encerraba dentro un extraño animal con cabeza de rey o de gallo y cuerpo de gladiador. La composición seguía los principios de la perspectiva egipcia: torso de frente y rostro de perfil. Llevaba un escudo en la mano izquierda y un látigo enroscado con forma de serpiente en la derecha. Lo rodeaba un círculo con las letras del alfabeto griego y en cada una de las cuatro esquinas figuraban los doce signos del zodíaco. Aries, Leo y Sagitario en la parte superior izquierda; Tauro, Virgo y Capricornio en la derecha. Géminis, Acuario y Libra en la esquina inferior izquierda. Y en el otro extremo, Cáncer, Escorpio y Piscis. Debajo de la xilografía figuraba una inscripción críptica con símbolos geométricos, espirales, triángulos y cruces que a Laura le recordaron unas fotografías que había tomado recientemente para un reportaje sobre el arte rupestre gallego.

Tras una primera criba del material archivado, decidió centrarse sólo en los documentos en español y en inglés. Tras la segunda, más concienzuda y meticulosa, se quedó con lo que realmente le interesaba. Navegar por la red era una de las pocas cosas, además de la esgrima, que la reconciliaban con el mundo. Como explorar un continente ignoto. Todavía no sabía a ciencia cierta si aquellos ficheros guardaban alguna relación con lo que estaba buscando pero, por si acaso, creó una carpeta nueva para guardarlos. Cuando el cursor se detuvo en el espacio en blanco reservado para dar nombre al archivo, Laura se quedó un instante pensativa mirando la oscuridad, y al cabo de un segundo sonrió para sus adentros con un gesto evocador, recordando una de sus lecturas favoritas, y tecleó cinco letras con un solo dedo: «R-O-S-A-E.» Genitivo singular. Conociéndola, no hacía falta ser un gran adivino para deducir la asociación de ideas que le llevó a bautizar el documento con «El nombre de la rosa».

A los ocho años, leyendo un libro infantil sobre los griegos y los romanos, en Toulouse, en casa de su abuelo, Laura Márquez había descubierto un grabado de Eneas con su padre Anquises cargado a hombros, abandonando Troya por la Puerta Escea. Durante años ese grabado fue para ella la demostración palpable de que Homero no había mentido. Hay una edad en que las ilustraciones tienen tal poder de sugestión que pueden despertar la mente de una cría ensimismada y huraña hasta límites insospechados. La clarividencia de la imaginación. Fue en aquella época cuando Márquez empezó a manifestar la misma predilección por los libros y las láminas antiguas que un pirata por el mapa del tesoro. Desde entonces su única máxima en la vida había sido encontrar lo que buscaba. Aunque no siempre supiera exactamente qué era.

Debía de ser la una de la madrugada cuando se desconectó de Internet. Seguía lloviendo y la plaza de O Toural brillaba acharolada por los reflejos de las farolas. A esas alturas ya sabía que el manuscrito había estado custodiado por el archivo diocesano hasta el mes de febrero, en que había sido cedido temporalmente para su estudio a la biblioteca de la Universidad de Santiago, merced a un acuerdo con la Dirección de Patrimonio Histórico.

De momento, desde el punto de vista periodístico el asunto revestía dos vertientes de interés. Una, el posible valor del manuscrito en el mercado de arte, que, al tratarse de un ejemplar único, no debía de ser moco de pavo. Tal vez cincuenta o sesenta mil euros, calculó a ojo. Yotra, la posible guerra encubierta entre la Iglesia y la Xunta de Galicia; a fin de cuentas, la cuestión del patrimonio artístico y su conservación dependían directamente de la Consellería de Cultura. Pero, más que eso, lo que a Laura le encandilaba del asunto a efectos estrictamente personales era que el tema tal vez tuviera que ver con los grandes misterios de los libros raros. O peligrosos. Ejemplares cuya lectura había sido considerada actividad sospechosa por todos cuantos a lo largo de la historia habían recelado de la libertad de los demás, empezando por la Iglesia, con su Index librorum prohibitorum et expurgatorum. Afuera remaba el silencio y Márquez no pudo sustraerse a la inevitable asociación de ideas. Miró las fachadas de piedra con los escudos arzobispales y pensó que probablemente en otro tiempo la ciudad habría visto arder allí mismo piras con los ejemplares prohibidos. Aquél era un capítulo que Laura tenía bien aprendido. Al fin y al cabo había crecido entre libros. Desde que se quedó huérfana a los cinco años, se había criado en Toulouse en una casa con cerca de diez mil volúmenes. Su abuelo materno, Isaac Montaner, había sido un conocido bibliófilo que la enseñó a amar desde niña las letras capitulares, el olor del pergamino y los floretes antiguos. Además, el primer hombre del que Laura Márquez había estado seriamente enamorada había sido fray Guillermo de Baskerville. [2] Con tales antecedentes, no era difícil comprender su fascinación.

Cierto que en los últimos tiempos había vivido bastante alejada de esas preocupaciones. En realidad podría decirse que había estado fuera del mundo, encerrada en una especie de burbuja defensiva y silenciosa semejante a la de esos animales que duermen durante el invierno. Su limbo particular. Cuando llegó a Santiago no conocía a nadie, tampoco mostraba mucho interés por hacer amigos. Sólo aspiraba a que el mundo la incordiara lo menos posible, manteniéndose al margen de todo lo que le molestaba o le importaba literalmente un comino, que eran unas cuantas cosas. Callada y hosca. De su corazón a sus asuntos, como cuando antiguamente los duelistas se ponían de perfil para ofrecer el menor flanco posible al adversario. Una de las enseñanzas que le había aportado la esgrima. Aparte de Villamil, apenas se relacionaba con sus compañeros. Tampoco ayudaba mucho a sus relaciones sociales la manera insolente que tenía de mirar a los demás y no dar explicaciones. Era su jodido carácter.

Fuera del cono azul de luz que proyectaba el flexo y la pantalla del ordenador, la habitación se hallaba completamente envuelta en sombras. Miró hacia la ventana como si esperara descubrir algo en la plaza, pero todo continuaba en silencio, la fuente con su cántaro de piedra, el pazo de Bendaña rematado en un atlante que sostenía sobre sus espaldas el peso del mundo, las torres lejanas de la catedral. Afuera seguía lloviendo y, de no ser por la tenue cruz verde de una farmacia parpadeando en la oscuridad, la plaza podía pasar perfectamente por un escenario medieval.

Se inclinó hacia atrás en el respaldo de la silla, bostezó y estiró los músculos entumecidos de los brazos. El silencio nocturno era denso y el frío exterior dejaba un cerco helado en los cristales. Pensó en irse a la cama pero estaba segura de que no podría dormir, así que volvió a sentarse frente al ordenador. Mejor sería hacer un repaso mental de sus conclusiones para plantear bien el tema en la reunión de redacción del periódico a la mañana siguiente. Ya estaba viendo el titular: «Desaparece un manuscrito del gran hereje gallego.» Sólo siete palabras. No estaba mal. Villamil le daría el visto bueno.

Lo que había sacado en claro de la información consultada era que el mártir había empezado a ejercer su labor pastoral en una época en que las revueltas campesinas eran moneda corriente en las tierras gallegas. Al parecer, su doctrina estaba inspirada en una tradición de carácter libertario y comunal basada en el principio de la pobreza que condenaba expresamente la esclavitud y la corrupción de los funcionarios de Roma. Tal vez por eso su mensaje caló tan hondo en las clases populares gallegas, poco admiradoras del Imperio. Acostumbraba a celebrar las reuniones en los bosques y el baile formaba parte importante de la liturgia como en los ritos paganos anteriores a la llegada de los romanos. Sus adversarios le acusaban de abogar por la libre interpretación de las Escrituras y de permitir que las mujeres participaran en los oficios en pie de igualdad con los hombres, concediéndoles un destacado papel intelectual en el grupo. También le recriminaban su negación del dogma de la Trinidad, sustituir las especies eucarísticas del pan y el vino por leche y uvas; o una acusación que todavía sorprendió más a Laura: la de llevar el pelo largo o andar descalzo, «nudis pedibus incedere».

Una especie de hippy que repartía flores, pensó para sí mientras echaba un vistazo hacia la noche que acechaba fuera. Y en cierto sentido no se equivocaba.

De pronto le vino a la memoria una noticia que había publicado el periódico en la sección de sucesos hacía algunos meses: un acto de vandalismo en una pequeña iglesia rural en las afueras de Santiago. No recordaba exactamente el nombre de la parroquia. Cristales rotos, pintadas con aerosol, destrozos en los bancos, un trapo con gasolina lanzado por la ventana que no llegó a arder gracias a la rápida actuación del párroco y los vecinos. La cosa no había pasado de ser una gamberrada sin mayores consecuencias, pero a Laura le había parecido raro.

Cierto que los curas no se estaban ganando precisamente la simpatía de la gente, pero de ahí a quemar iglesias había un trecho. O eso pensaba Márquez.

Se sobresaltó porque en medio de esas cavilaciones oyó gritar a alguien debajo de su ventana. Se incorporó de golpe y pudo ver a un tío con una gorra de tweed desgañitándose junto a la persiana metálica de la farmacia. Alguna urgencia nocturna, pensó. La inclinación de los balcones era demasiado pronunciada para descubrir a alguien que se ocultase debajo. Al poco rato volvió a oír el grito de nuevo. Alto. Espeluznante. Y esta vez mucho más cerca. La punzada de un presentimiento la hizo ponerse en guardia. Escudriñó el exterior con la frente pegada a la ventana. Sintió el tacto frío del cristal en la piel. Al cabo de unos segundos algo negro y grueso chocó contra el ventanal, aleteó desmañadamente, golpeándose la cabeza varias veces. Márquez retrocedió espantada. Luego el animal regresó de nuevo a las tinieblas batiendo las alas con torpeza. No había visto un bicho más feo en toda su vida.

Márquez no era supersticiosa, pero no lograba quitarse de encima la impresión de mal agüero que le había causado aquel pájaro moribundo. Estaba temblando, aturdida y desorientada como si hubiera tenido una pesadilla. De pronto sintió la necesidad imperiosa de tomar algo dulce que le templara el cuerpo. Se dirigió a la cocina, puso leche a calentar y llenó hasta arriba un tazón de Cola Cao con Kellogg's. Estuvo un buen rato removiendo la taza con una cuchara hasta que logró tranquilizarse.

Luego volvió al trabajo como quien hace un esfuerzo por sobreponerse, regresando a la normalidad de las cosas. Cogió un bolígrafo y se puso a apuntar datos y fechas en un bloc de hojas cuadriculadas. Empezó por el año 385, momento en el que Prisciliano, harto de que los obispos le hicieran la vida imposible, decidió acudir al emperador, Máximo, para que terciase a su favor en la persecución desatada dentro de la Iglesia contra él y sus seguidores.

Malos tiempos para pedir ayuda a Roma, pensó Laura. El emperador de Occidente tenía un panorama ciertamente complicado, con los bárbaros campando a su antojo por todas partes. Y, por si eso fuera poco, su colega de Oriente, temeroso de su poder, no le quitaba el ojo de encima, como si quisiera tomarle las medidas y no precisamente para hacerle una estatua ecuestre. Mantener semejante equilibrio de poderes no debía de ser moco de pavo. En tales condiciones, oponerse a los obispos no parecía lo más aconsejable. Todo el mundo conocía el rechazo de los priscilianistas a la unión de la Iglesia con el Estado imperial y sus mordaces críticas al enriquecimiento de la jerarquía. Por otro lado, a la Iglesia católica le interesaba más que nunca el respaldo del emperador para enfrentarse a los numerosos movimientos disidentes, que florecían hasta debajo de las piedras: arrianos, binionitas, maniqueos, ofitas, novacianos, nicolaítas, catafrigios y, para acabar de liarla -concluyó para sus adentros-, el Prisciliano de los cojones.

Además de hippy, ingenuo, pensó. En efecto, el gallego no se dio cuenta de que entre el poder terrenal y el espiritual estaban a punto de tenderle una trampa. Con público y picadores.

Tenía razón. El tal Prisciliano debería haberlas visto venir. Pero si los corderos estuvieran dotados del mismo olfato que los lobos, el mundo no sería lo que es. Un tipo algo menos santo pero más avispado se habría dado cuenta del peligro enseguida. El peligro se huele, es algo que sabe cualquiera. Por experiencia o por instinto. A Laura no le faltaba ninguna de las dos cosas, sin embargo carecía de suspicacia. Era demasiado joven. No tenía ni la más remota idea de dónde estaba a punto de meterse. Siempre es más fácil descubrir la trampa en el redil de un mártir muerto hace más de mil seiscientos años que ver la celada en el camino propio. El mundo de hoy vive de espaldas al peligro y sólo reacciona cuando ya es demasiado tarde, mientras que en el siglo IV las cosas en ese sentido estaban más claras. O conmigo o contra mí.

O sea -continuó ella con su informe particular-, que entre los obispos y el emperador consiguen hacerle al gallego una cama de cuatro por cuatro. Nada más llegar a Tréveris lo detienen y lo acusan de maleficium, práctica de rituales mágicos, uso de hierbas abortivas y dominio de la astrología y la cabalística, delitos todos ellos expresamente tipificados y condenados por las leyes romanas.

Total, que el hippy es decapitado junto a algunos de sus seguidores, convirtiéndose así en el primer hereje ajusticiado por la Iglesia católica a través del brazo de hierro del Estado. Un precedente temprano de la Santa Inquisición.

Laura sintió una ligera corriente de simpatía hacia un tipo que tenía enemigos tan peligrosos. También tuvo la impresión de haber colocado su ficha en la primera casilla de un tablero cuyas reglas del juego no conocía. Lo que Márquez no sopesó fue que, una vez empezada la partida, quizá no pudiera echarse atrás.

V

Castro tenía aspecto de haber dormido poco. Iba vestido con una camisa gris sin corbata y americana de mezclilla. Miró el reloj de reojo. Eran las nueve y diez y las cosas no iban al ritmo que le habría gustado. Se echó hacia atrás en la silla y dirigió la mirada a los dos policías que tenía sentados frente a él en su despacho. Ambos iban vestidos con el uniforme de faena, jersey azul marino y pantalón de lona metido por dentro de las botas. Romaní y Zárate. El primero, flaco, de gafas, con dientes de conejo y algunas canas en las sienes; el otro, más joven, veintitrés o veinticuatro años, leonés, de La Bañeza, con el pelo rubio rapado casi al cero como un soldado y complexión musculosa que le daba cierto aire al personaje de Russell Crowe en L. A. Confidential. De hecho, ése era su mote entre los compañeros, Raselcrau, aunque maldita la gracia que le hacía que le llamaran así.

– ¿Y bien? -preguntó el comisario.

Fue el subinspector Romaní quien depositó encima de la mesa un dossier mecanografiado en cuya cabecera se podía leer en letras mayúsculas el nombre de PATRICIA PÁLMER BARREIRO.

Castro hojeó el informe mecanografiado que contenía más de diez folios DIN A-4 y algunas fotografías. Se fijó especialmente en una de tamaño carné en la que la chica aparecía con el pelo recogido en una coleta y el gesto serio y concentrado. Su mente tardó unos segundos en asociarla con la muerta que había visto en la catedral, el rostro lívido a la luz de las linternas, la postura forzada, con la cabeza como descoyuntada con respecto al cuerpo. Nunca le habían impresionado los cadáveres. Estaba habituado. Para él eran simples piezas de un puzle que había que resolver. Sin embargo, cada detalle nuevo que iba conociendo de la víctima le hacía perder distancia. La visión del cuerpo sin vida de la chica no le había supuesto ningún problema, pero la contemplación de aquellas fotos le obligó a tragar saliva. Había una de 15 x 10 en la que estaba sentada en la escalera de la plaza de la Quintana tocando la guitarra, rodeada de un grupo de amigos de su misma edad. Llevaba la melena pelirroja suelta sobre los hombros y un fular de color violeta. Se la veía sonriente y relajada. No parecía la misma. Guapa -pensó Castro para sí-, pero de una belleza rara, como de medallón antiguo. Había también otras fotos familiares: una junto al árbol de Navidad con un gorro de Papá Noel, otra en la que iba disfrazada del rey Melchor y repartía caramelos a los críos en una cabalgata de Reyes, otra jugando con un perro labrador…

– ¡Vaya putada! -la exclamación le salió a Castro de dentro. No le dolía la muerte, le dolía la vida que tarde o temprano acababa emergiendo tras la investigación de un asesinato. Volvió a guardar cuidadosamente las copias en la carpeta-. Ya lo estudiaré después con calma -dijo-. Ahora me gustaría que me hicieseis un resumen de vuestras conclusiones -el comisario miraba directamente al poli flaco.

– Jefe, permítame que le diga que es un informe pormenorizado pero generalista -respondió Romaní-. Usted dijo que quería saberlo todo sobre la muchacha, pero no especificó nada en particular. Así que nos ceñimos a los datos. Quiero decir que, a lo mejor, si supiéramos exactamente lo que buscamos, podríamos enfocar el estudio de una manera más eficiente.

– De momento no sabemos nada, subinspector. La liebre puede saltar donde uno menos se lo espera, y los que salen de caza nunca la ven dormir en el erial.

El policía joven arrugó el ceño preguntándose qué demonios habría querido decir Castro. Zárate se sentía a menudo desconcertado con la labia del comisario. Lo consideraba un intelectual, y no estaba seguro de que eso fuera una buena cualidad tratándose de un policía, pero se fiaba de él. Se pasó la mano por el pelo con ademán reflexivo. Lo llevaba tan corto que apenas se le apreciaban algunos brillos dorados en la nuca.

Su compañero, sin embargo, encajó la metáfora con una sonrisa de conejo al cabo de la calle.

– Bien, jefe. -Carraspeó un par de veces para aclararse la voz, se ajustó las gafas con un dedo en el puente de la nariz y empezó por el principio-. Patricia Pálmer nació en la localidad de Caldas de Reis el 12 de marzo de 1988. O sea, que aún no había cumplido los veinte años. El padre era técnico reparador de instalaciones eléctricas, está jubilado, y la madre se dedica a las labores domésticas y a cultivar un pequeño huerto que tienen en las afueras del pueblo, en un lugar llamado Sietecoros. Son gente trabajadora. Tienen otro hijo, diez años mayor que Patricia, que es informático y trabaja en una empresa de comunicación en Edimburgo. Parece que se llevaba bien con su hermana. Le pagaba cursos de inglés, algún capricho, viajes y cosas así. Solía venir dos veces al año, en Navidad y en verano. Creo que ya lo han avisado y, si no está aquí, estará a punto de llegar.

– Ya debe de haber llegado -apuntó el leonés-. El entierro será mañana a las cinco en la parroquia de Caldas… Bueno, eso es lo que nos dijeron. La familia no quiere esperar más, creo que…, ya sabe, para acabar cuanto antes, por el revuelo de la prensa, supongo.

Castro levantó las cejas, compresivo, al tiempo que se acercaba a la cafetera exprés situada sobre una repisa, junto a la ventana. Todo el despacho tenía un aire austero y funcional. Una amplia mesa de trabajo, estanterías de oficina, varios armarios metálicos con llave y, como concesión particular, un cómodo sillón giratorio de cuero negro donde el comisario acostumbraba a leer los informes policiales cuando estaba a solas, con los pies sobre la mesa, bajo un flexo articulado. Al otro lado de la ventana la calle ofrecía su imagen habitual, con los taxis parados y la gente caminando de prisa, de un lado para otro. Castro sacó las tazas del armario. Pulsó el interruptor del agua, esperó dos minutos hasta que la máquina empezó a emitir un ligero silbido mientras soltaba el vapor y a continuación el aroma del café inundó toda la estancia.

– ¿Azúcar? -preguntó.

– No, gracias -respondieron los dos policías al unísono.

Después de depositar la bandeja en la mesa, el comisario le hizo un gesto con la mano a Zárate invitándolo a continuar.

– Pues, como le iba diciendo, se trata de una familia normal y corriente. La chica estudió el bachillerato en el instituto Rosalía de Castro. No se le daban muy bien las matemáticas, pero aprobaba todo en junio y en el último curso incluso sacó un par de matrículas en Filosofía e Historia. No sé si le interesa esa etapa de su vida. Era una cría.

– Me interesa todo lo que os haya llamado la atención. ¿Hay algo que os haya parecido importante o distinto de cualquier adolescente de su edad?

– Bueno… -respondió dubitativo el policía rubio-, iba a misa. Eso no es muy habitual que digamos. O sea…, entre las chicas de su edad.

– ¿A misa? -repitió Castro incorporándose bruscamente en la silla-. ¿Quieres decir que acudía a la iglesia los domingos?

– No sólo los domingos, señor. Solía ir a la parroquia con mucha frecuencia, pero no a rezar, bueno…, quiero decir que hay muchas maneras de creer. O sea, que parecía algo importante para ella… No sé, pero creo que… Bueno, que procuraba hacer cosas por la gente. El párroco de Caldas es un cura de esos que van sin sotana. Siempre está organizando actividades para los chavales…, conciertos de rock, partidos de futbito, reciclaje y cosas así. En los años duros consiguió sacar de la droga a unos cuantos muchachos del pueblo por medio de una asociación, el Proyecto Vida, creo que se llama. La gente del pueblo lo aprecia.

– De hecho será él quien oficiará el funeral por Patricia -intervino Romaní.

Castro se pasó la mano por la barbilla y anotó algo en un papel.

– Bien, sigamos con su etapa universitaria -dijo-. ¿Continuaba siendo tan asidua a la parroquia?

– No tanto, tenga en cuenta que ya no vivía en el pueblo. Compartía un piso en Santiago con otros estudiantes, en la calle Honduras, muy cerca de la plaza Roja -explicó Romaní-. Pero siempre que volvía a casa en vacaciones o los fines de semana iba a hacerle una visita al párroco.

– ¿Y en Santiago qué clase de vida hacía?

– Pues como todos. Asistía a clase con regularidad, sacaba buenas notas dentro de lo que cabe, tenía buena relación con sus compañeros y con los profesores, lo típico… También salía de marcha los jueves, al principio se reunía a tocar con un grupo en un garaje que tenían alquilado en la zona nueva, pero enseguida lo dejó. Después empezó a meterse en política. Tenía relación con un grupo ecologista, El Arca de Noé, una asociación minoritaria. Pasó una noche en comisaría junto a otros miembros de la organización cuando el incendio de las oficinas de la empresa Ferticeltia, la del vertido -explicó el policía-, pero todos fueron puestos en libertad sin cargos. Al parecer, el incendio fue fortuito.

A Castro le sonaba vagamente el asunto. El año anterior, seis o siete chavales se habían encadenado a la verja de una nave de productos químicos y fitosanitarios de la empresa Ferticeltia, próxima a Caldas de Reis, con una pancarta pintada con una calavera. El hecho no habría pasado de una simple anécdota de no ser porque ese mismo verano la citada empresa produjo uno de los peores vertidos tóxicos que había sufrido Galicia: oxileno, tetracloroetileno, benceno y otros derivados del petróleo altamente cancerígenos. Se había montado una buena. En un informe del Seprona se había llegado incluso a señalar la presencia de uranio entre los residuos derivados de la fabricación de abonos. El río Umia quedó para el arrastre. Hubo que construir a toda velocidad un dique para evitar que el vertido desembocase en la ría y contaminase la zona marisquera. Hasta el ejército tuvo que movilizarse y acudieron más de cincuenta camiones de diferentes puntos de España y Portugal para construir los diecisiete kilómetros de tuberías necesarios para suministrar agua potable a las zonas afectadas por el vertido. Prácticamente toda la comarca del Saines. La hostia, y luego nada. Ni los auditores de la Xunta de Galicia, ni el Parlamento, ni el Seprona, ni los plenos municipales, ni las asociaciones de vecinos. Nada. Una multa administrativa y un acuerdo de inversión del grupo en las principales entidades financieras de la comunidad, y ahí seguía la empresa Ferticeltia como si tal cosa.

Vaya, Patricia Pálmer. Parece que te gustaban las causas perdidas. ¿No me saldrás una especie de Erin Brockovich, verdad?, pensó Castro, recordando una película de Julia Roberts que había visto recientemente. [3] Castro no era apolítico, pero digamos que mantenía sus reservas respecto a los representantes de los partidos, asociaciones y demás organismos institucionales. Y si había votado en las últimas elecciones autonómicas era más por vergüenza torera que por convicción. Según su punto de vista, nada podía ser peor para Galicia que otros cuatro años de Fraga como presidente de la Xunta. Pero eso no significaba que tuviera claras sus preferencias. Los nacionalistas le parecían en el fondo gente muy conservadora y tan antigua como un pantano del Mesozoico. Era gallego por los cuatro costados. De Corcubión. Incluso había vivido de crío su etapa de pasión por los tiranosaurios y los cefalópodos, que tanto abundaron en el Jurásico. Pero en pleno siglo XXI no creía que haber nacido en la provincia de La Coruña supusiera a priori más méritos para nadie que ser de Albacete, por poner un ejemplo. Ya bastante difícil era aguantar la vida a palo seco siendo del Dépor, para encima complicar las cosas con otras cuestiones existenciales. Por otra parte, tampoco creía que los socialistas hubieran demostrado la energía esperada en desmantelar los andamios del caciquismo rural y sus viejas servidumbres, ahí estaban los escándalos de financiación, concesión de licencias, el caso Aneiro, etc. La historia de siempre: cambiar algo para que todo siga igual.

– ¿Habéis comprobado si la chica estuvo detenida en alguna otra ocasión aparte de ésa?

– No hay constancia -respondió el poli flaco-. Parece que su militancia ecologista se limitaba a colocar alguna pancarta y asistir a manifestaciones. Ya sabe que los movimientos antiglobalización tienen mucho predicamento entre los estudiantes universitarios. Pero no parece que haya estado metida en ningún altercado serio.

– Ya… Bueno, de todas formas habrá que hacer un seguimiento más exhaustivo -apuntó Castro con una ceja levantada mientras miraba hacia la ventana. El sol acababa de salir de detrás de una nube y todo el despacho se iluminó de golpe-. No creo en las coincidencias. ¿Qué opinas tú, Zárate?

El policía se incorporó en la silla, nervioso.

– ¿Yo, señor? -balbuceó-. Pues creo que hay que tenerlo todo en cuenta… Quiero decir que… Bueno, es lo que usted dijo antes, o sea, que el sitio donde la liebre duerme en el erial es donde puede estar agazapada la sorpresa, ¿no?

Castro sonrió a medias, tamborileando pensativamente sobre la mesa. Fue una sonrisa de complicidad que por un momento lo hizo parecer más joven, como cuando acababa de llegar al cuerpo y se creía el Llanero Solitario, un simple peón de veintipocos años con muchos arrestos y pocos recursos que pensaba que desde su humilde casilla de ajedrez podía cambiar el mundo. A veces echaba de menos esos tiempos, patrullar hasta las tantas por calles anochecidas, atravesar la ciudad con una especie de energía interior o exaltación vital, recorrer las afueras, las ganas de agarrarse a golpes en situaciones flagrantes, los bares recién abiertos cuando la atmósfera todavía estaba fresca y limpia, antes de comprender que la ley no siempre es sinónimo de justicia, ni dos y dos suman siempre cuatro, ni siempre se manda al trullo a alguien por lo que ha hecho. Le caía bien aquel aprendiz de policía. Era callado y cabal, con el ceño siempre un poco fruncido, como si le molestara la luz. Puro músculo a fuerza de muchas horas de ejercicio físico. No tenía experiencia ni grandes dotes de oratoria, evidentemente, pero era concienzudo y se tomaba el trabajo tan en serio como un campesino viejo.

Había salido de la academia hacía sólo cuatro meses y desde entonces Castro lo había asignado a la sección de homicidios con el subinspector Romaní para que lo desbravara. De momento, el tándem no parecía funcionar mal.

– Exacto, agente. En otras palabras, las cosas no tienen por qué parecer siempre lo que son, por eso no conviene funcionar con ideas previas. Los prejuicios son los peores enemigos de una buena investigación. Hasta el momento no sabemos mucho de este asunto, salvo que probablemente tendrá una enorme repercusión. Esta noche el telediario de TVG dará la primicia en el informativo de las ocho, y mañana lo sacarán en portada todos los medios. Eso significa que vamos a tener que trabajar en unas condiciones de enorme presión. No me gustaría que eso afectara al rigor de la investigación.

– Entiendo lo que quiere decir -respondió Romaní, poniéndose en pie como si supusiera que aquella advertencia marcaba el final de la conversación.

Pero Castro lo invitó a sentarse de nuevo con un gesto de la mano.

– Todavía no hemos acabado, subinspector. Nos falta el capítulo de las relaciones personales.

– Usted dirá…

– Quiero la lista completa de las amistades de Patricia Pálmer. Nos convendría saber si frecuentaba algún foro social tipo Facebook o Tuenti. Si tenía novio, alguna relación especial, algún secreto que ocultar…

– Por Dios, jefe, estamos hablando de una chiquilla, no de Mata-Hari.

– No te fíes, Romaní, hay niñas de trece años que tienen más secretos que un jefe de Estado.

– Todavía no ha aparecido su teléfono móvil y aún no hemos podido dar con su ordenador. Pero parece que salía con un chaval de su facultad, si es lo que quiere saber, un tal Roberto Caamaño. Éste -indicó el subinspector señalando la foto de grupo en la que Patricia estaba tocando la guitarra en la escalera de la Quintana.

Castro acercó la lupa y se fijó en un chaval de rizos encaracolados, moreno como un arcángel núbil, con cazadora de cuero y una mirada insolente que no dejaba entrever sentimientos demasiado cálidos.

El comisario alargó el brazo y miró el reloj. Las diez y media. El tiempo corría más que sus pesquisas.

– Buen trabajo, chicos. Quiero que mañana asistáis al entierro y tengáis los oídos bien abiertos. Necesito un resumen completo de la homilía de ese párroco, con puntos y comas incluidos. -Después, guiñándole un ojo al leonés, añadió-: Y recuerda, Zárate: los que salen de caza nunca ven dormir a la liebre en el erial.

Aún no se había puesto de pie cuando sonó el teléfono del despacho.

– Oye, Castro, ven enseguida, si puedes. Hay algo que quiero que veas. -El comisario reconoció la voz del forense al otro lado de la línea. Tampoco le pasó desapercibida una ligera inflexión en la entonación de la frase que lo mismo podía ser de sorpresa que de alarma. Pero, tratándose de Arias, cualquiera sabía.

– ¿De qué se trata?

– Mejor te lo cuento cuando llegues. Estoy en el laboratorio. Ya sabes, segundo piso, pasillo de la izquierda, la primera puerta.

– De acuerdo, voy para allá.

VI

Laura Márquez estuvo un rato removiendo el café, absorta en sus dudas. Pasaba la cucharilla mecánicamente por el poso de la taza, se la llevaba a la boca untada de un resto de azúcar líquido, traslúcido, igual que el caramelo fundido, y la saboreaba con cierta glotonería infantil. Al fin miró alrededor, estremeciéndose como si el frío de la mañana acabara de penetrarle a través de la trenca que llevaba abrochada hasta arriba. Era temprano y todavía no había nadie a aquella hora. Le gustaba esa atmósfera interior de los bares a primera hora, con olor a café fuerte y a cruasanes recién horneados. Un lugar tranquilo donde poner en orden la agenda del día. Por la noche era otra cosa, barra de madera y niebla en los espejos. «Tierra de hadas», recordó que había escrito una vez Wilberth refiriéndose a uno de aquellos locales del Pacífico en caserones de finales de siglo, derruidos, abandonados, convertidos en pensiones de mala muerte con botes de colores en la bahía y huellas de pájaros en la arena. Qué lejos, todo. Chiringuitos que llevaban por nombre Donde el Negro Veliz, El Cinzano o The Looker On. Camareros filósofos, noches de pisco con coca-cola, allá en el otro mundo donde Wilberth Santos le había dicho muchas veces que volverían a encontrarse. Pero ¿quién iba a tomarlo en serio entonces? Una noche lo vio así asomado a la ventana, fumando, con el torso desnudo, eludiendo sus preguntas, mirando al vacío, y se asustó. Era huérfano, igual que ella. Bueno, a su padre en realidad nunca llegó a conocerlo. Pero la muerte de su madre no había sido precisamente accidental. Vivía obsesionado con eso. Los huérfanos suelen desarrollar una intensa vida interior, aunque Wilby no era de los que malgastan su tiempo dedicándose a echar de menos todo lo que han perdido. A veces se quedaba callado como si estuviera en otro mundo, pero pasaba pronto. ¿Quién iba a pensar entonces en algo como lo que ocurrió?

Laura intentaba alejar aquello de su mente para siempre pero los recuerdos estaban ahí, acechando tras la puerta cerrada para deslizarse por los resquicios en el momento menos pensado. Había creído que era posible, incluso fácil, aislarse de todo con los cascos del mp3, marcar las distancias, instalarse en una ciudad desconocida con su catedral y sus soportales, en un apartamento con estanterías de Ikea y un escudo con dos floretes cruzados colgado de la pared; quedarse tumbada boca arriba en la cama, con los ojos abiertos, y pensar que podía soportarlo muy bien sola, incluso aunque durase toda la vida, que era suficientemente fuerte para acostumbrarse a todo. A veces uno piensa que tiene el horror controlado, bien a raya y, en cuanto se descuida, aparece de nuevo, bajo la forma más insospechada. La barra de un bar que recuerda extrañamente a otro, un verso rescatado del olvido, una radio sonando en alguna parte, una muchacha muerta en extrañas circunstancias… Y todo vuelve a empezar de nuevo.

La reunión matinal del periódico se había adelantado a las nueve y media. En general Laura no solía acudir. Era su privilegio de novata. En contrapartida tenía que cargar con los asuntos que los demás dejaban de lado. Pero aquel día era distinto. Por eso cuando apareció en la reunión con cara de sueño y su mochila colgada al hombro, los cuatro redactores la miraron sorprendidos, incluido Villamil, que se hallaba en un rincón de la mesa pendiente del monitor de televisión.

En aquel momento el canal autonómico ofrecía en la pantalla una foto de carné de Patricia Pálmer con los ojos muy abiertos, como si la hubiera deslumbrado el flash, y el pelo recogido en una cola de caballo.

– Joder! -exclamó Villamil dando un bote en la silla-. Yo a esa cría la conozco.

Fue el pistoletazo de salida. A partir de aquel momento la presencia del crimen cayó sobre la redacción con un escalofrío febril de actividad. En las horas siguientes, a través de las noticias toda la ciudad se contagió de aquel sobrecogimiento de calles de piedra batidas por una lluvia fina que goteaba en los canalones de cinc y obligaba a salir con paraguas, impermeable y botas de goma. Como si la muerte formara parte indisoluble de aquella estación invernal, con su paisaje de cámaras de televisión tapadas con plásticos improvisados o bolsas de supermercado. Las riadas de periodistas de todos los medios se instalaron en la plaza del Obradoiro como una colonia de aves rapaces, con sus unidades móviles llegadas desde Madrid y sus furgonetas coronadas por antenas parabólicas y cables y micrófonos con los que asaltaban al primer incauto que osara acercarse a la catedral, dando pábulo a todo tipo de rumores. Unos mantenían que la muchacha había sido violada, otros, que la habían estrangulado. Se decía que la policía sospechaba del novio de la chica, que había un testigo… Castro se había quedado corto en sus previsiones. Una joven muerta en la catedral era un bocado demasiado suculento para la codicia de las grandes cadenas sensacionalistas.

Villamil conocía bien el paño, tenía sus propias fuentes y le gustaba cazar solo. Por supuesto el asunto le fue adjudicado, y durante una semana quedó liberado de cualquier otra labor en El Heraldo. El resto de la redacción se repartió las ruedas de prensa municipales, la comisión de cuentas del Parlamento, el escándalo de la adjudicación de plazas en una oposición a funcionarios de la Consellería de Sanidad y el resto de la agenda. Así que Laura no tuvo el menor problema para ocuparse de su Liber apologeticus. Nadie le prestó mucha atención.

– Al menos es mejor que los petroglifos -le dijo Villamil con cierta sorna. Le había decepcionado que Márquez no hubiera mostrado más interés por lo que a todas luces era la noticia del día.

No es que a ella el asunto de la chica muerta no le despertase interés periodístico o morboso, como a los demás; lo único que ocurría era que su pensamiento ya había tomado una determinada dirección y no le apetecía variar el rumbo. Una chica de piñón fijo. Su particular concepción del azar incluía respetar el orden natural de las cosas, y si el manuscrito de un hereje gallego se había cruzado en su camino, por algo sería. Además, le gustaban los enigmas que le obligaban a pensar en cosas sobre las que nunca había pensado antes.

Metió en la mochila su bloc de notas, una grabadora Sony y un pendrive. Se subió la capucha de la trenca y, con el sigilo de un fraile benedictino, se dirigió directamente a la biblioteca de la universidad. La movía una nostalgia extraña de tierras sin ley.

Lo más probable era que el manuscrito desaparecido nunca hubiera estado a disposición del público general. Los fondos especiales se hallaban en el piso de abajo, en una dependencia contigua al laboratorio en el que se realizaban los trabajos de encuadernación y restauración de los códices, un cuarto cerrado con poca luz para no dañar los pergaminos al que sólo tenían acceso los especialistas acreditados. Sin embargo, confiaba en que hubiera versiones digitales de algunas de sus páginas en los estudios monográficos realizados por otros autores. Fue a esa información a la que Laura intentó acceder desde uno de los ordenadores de la biblioteca.

La sala era amplia, rodeada por dos pisos de estanterías con vitrina y unas veinte hileras de sólidas mesas de castaño con sillas tapizadas de color verde musgo. Había poco más de una docena de usuarios a aquella hora, la mayoría estudiantes con sus apuntes y su lata de coca-cola encima de la mesa; también había una mujer de mediana edad con suéter gris y aspecto de monja teresiana, un erudito de pelo blanco algo estrafalario que consultaba vehementemente sus reseñas bibliográficas, y un individuo alto de cuarenta y tantos con pinta de profesor que Laura no dudó en calificar como un tipo bastante sexy. Gafas con montura dorada, camisa azul celeste, chaqueta de ante y barba corta de perilla. Estaba en una de las mesas laterales donde se hallaban los monitores de consulta, a menos de metro y medio de donde ella se encontraba. Visto de perfil, tenía un aire a Indiana Jones que a Laura no le desagradaba en absoluto.

Después de demorarse unos segundos en la contemplación del paisaje, decidió centrarse en la pantalla. La imagen que ahora tenía delante correspondía a una de las páginas centrales del Liber apologeticus, el tono del soporte recordaba el color de la piel de una pandereta. «Vitela de agnus nonato», explicaba una nota a pie de página. El texto en latín estaba distribuido en dos anchas columnas de treinta y dos líneas cada una y comenzaba con una profesión de fe: «Peregrinus ego sum…» Los márgenes eran amplios y se distinguían claramente las letras de inicio de párrafo por el color dorado en contraste con el resto del texto escrito con tinta negra. En algunos tramos había palabras desvaídas de color humo, apenas comprensibles, que, probablemente debido al deterioro, la luz infrarroja no había logrado digitalizar.

Por lo que pudo averiguar, no se trataba del ejemplar original del siglo IV, sino de una copia renacentista, impresa en Alcalá en 1670. Llevaba el sello del impresor, Miguel de Eguía, en la página del título con una serpiente enroscada que se mordía su propia cola. Contaba con dos apéndices que aportaban algunos textos eclesiásticos donde se rebatía su doctrina, entre ellos el de su enemigo acérrimo, el obispo Itacio de Ossonoba, y otro en el que se incluía una transcripción de las actas del Concilio de Burdeos (Burdigalia), donde fue acusado de herejía. En total, setenta y siete páginas incluida la cubierta y las ilustraciones. Sin embargo, la copia complutense no incluía el opúsculo que, según sus datos, debía de figurar en la versión original. A Laura le sorprendió que el libro hubiera podido imprimirse en pleno auge de la Inquisición, especialmente cuando todas las obras del autor formaban parte del índice de títulos prohibidos desde hacía más de un siglo. Un privilegio que, al parecer, Prisciliano había compartido con Descartes, Galileo, Pascal, Voltaire y otros pensadores insignes.

Al fondo de la sala se oyó un sonido gripado, como si el motor de los montacargas que servían para trasladar los pedidos del sótano a la primera planta no acabara de arrancar. Laura apenas prestó atención, estaba absolutamente encandilada con la lectura del texto en castellano que aparecía en la introducción.

Quiero desatar y quiero ser desatado. / Quiero salvar y quiero ser salvado. / Quiero ser engendrado… / Soy lámpara para ti, que me ves. / Soy puerta para ti, que llamas a ella. / Tú ves lo que hago. No lo menciones. / La palabra engañó a todos, pero yo no fui completamente engañado.

Parecía una especie de himno o cántico de fuerte inspiración gnóstica, dedicado quizá a Jesucristo, a juzgar por los párrafos que venían a continuación.

El autor del texto decía haber constituido en Burdeos una comunidad de pensadores que se dedicaban entre otras muchas labores a la recolección de piedras abraxas en las antiguas cuevas prehistóricas de Aquitania, y utilizaban una concha de vieira como símbolo de hermandad. Vestían de blanco y oraban a la luz de la luna para incrementar la luminaria del fuego, tal como hacían los antiguos celtas, que adoraban el plenilunio. Tenían una visión panteísta de la naturaleza y en ello se consideraban descendientes directos de los druidas. «Dios asienta su trono sobre los bosques y sobre las lluvias, alimenta su espíritu de las aguas calmas o tempestuosas; del corazón del roble, del silencio de la nieve y del arco iris…» Esos salmos le trajeron a Laura recuerdos infantiles muy lejanos. Tendría seis o siete años y estaba sentada en un trineo con una boina de cuadros escoceses durante una excursión a los Alpes con su abuelo. Se acordaba de la boina porque le daba mucha vergüenza ponérsela debido a la borla de color rojo chillón; temía que se rieran de ella en el patio del colegio. Se obligaba a llevarla como un reto, igual que aguantar la respiración bajo el agua. Al final se había dado cuenta de que era una de esas prendas con poderes especiales como la capa de Superman: le daba valor para ser diferente. Recordaba un bosque de abetos y delante una llanura resplandeciente, blanca e inmensa como nunca antes había visto ninguna. Jamás había sentido tanto frío. Dentro de los mitones de lana le crujían los dedos. La sensación era parecida a tener una mano enterrada en el hielo durante mucho rato. El color azul del cielo tenía un matiz metálico. De las matas colgaban hilos de escarcha que captaban la luz y la descomponían en extraños arco iris. La claridad le hacía lagrimear. Estaba deslumbrada, pero también sobrecogida ante aquella extensión inmensa, pura y vacía. Probablemente entonces no había alcanzado a entender aquella sensación, pero ahora no le cabía ninguna duda. Se trataba de pánico. Simple y verdadero pánico. En algún libro había leído que los griegos temían al dios Pan, que se manifestaba en plena naturaleza. Pánico y panteísmo tenían a fin de cuentas la misma raíz. «El cosmos y la naturaleza tienen sus leyes inmutables y necesarias dentro de un orden de Dios. Si el hombre quiere actuar en contra de este orden, no es un Dios ofendido y furioso quien le castigará, sino el mismo orden de la naturaleza.» Aquella vinculación de Dios con la naturaleza le resultó realmente curiosa. Laura siempre había relacionado la conciencia sobre el medio ambiente con organizaciones ecologistas surgidas a partir de los años setenta como Greenpeace, pero nunca había contemplado la posibilidad de que la defensa de la «madre tierra» pudiera formar parte de un testimonio cristiano tan antiguo. «Dios asienta su trono sobre los bosques…»

«Vaya -pensó-, nunca se sabe… Realmente nunca se sabe.» Recogió sus cosas. Apagó el monitor y se dirigió al mostrador del registro con la intención de comprobar quién o quiénes habían consultado el manuscrito en las semanas anteriores a su desaparición.

El mostrador de registro se hallaba en un extremo del pasillo, frente a los ascensores. La secretaria era una mujer de mediana edad con unas uñas artificiales de porcelana.

– Hola, me llamo Laura Márquez. Estoy trabajando en una tesis de historia medieval -mintió-, y me vendría bien consultar los fondos protegidos. ¿Podría informarme de los requisitos necesarios para acceder a la planta baja?

– Lo primero es un informe de tu director de tesis, después tienes que rellenar el formulario que figura en la página web y cursar una solicitud al director del archivo.

– ¿No podría proporcionarme usted una fotocopia del impreso? -preguntó con la esperanza de hacerla abandonar su puesto durante unos minutos, los suficientes, esperaba, para que le diese tiempo a consultar el registro.

La secretaria la miró de arriba abajo con ojos escrutadores, pero finalmente accedió a su petición. Mientras se dirigía de mala gana a las oficinas de administración, Laura miró hacia uno y otro lado del pasillo. Le faltaba el aire como si hubiera estado corriendo, pero estaba demasiado emocionada para darse cuenta. El taconeo de la funcionaría marcaba su tiempo como la banda sonora de una película de suspense. No podía permitirse perder un solo compás. Se inclinó sobre el teclado del ordenador con el corazón latiéndole en el pecho como una ranita enjaulada y pulsó el código de Liber apologeticus, C 407 PR. La lista parecía larga. Tuvo que cliquear varias veces, temiendo que no le diera tiempo de llegar al final. Oyó en la estancia contigua el lento chirrido de una manilla al girar y luego el clic de la puerta. El tiempo se detuvo un instante. Alguien parecía estar manteniendo una charla sobre la reparación del tóner en la sala de fotocopias. Hizo clic de nuevo y por fin aparecieron los datos relativos al último mes. Fue entonces cuando sintió el estallido de un relámpago en el centro mismo del cerebro, como si de pronto se hubiera iluminado una ciudad entera dentro de su pensamiento.

– ¡Hostia! -exclamó casi en voz alta antes de apuntar a toda velocidad los datos y salir de allí corriendo tan de prisa que casi se estampa de narices contra el tipo con pinta de Indiana Jones, que se hallaba en ese momento en la puerta de los ascensores.

– ¿Se encuentra bien, señorita?

– Sí -balbuceó sin detenerse. Pero todo le daba vueltas. La sorpresa le había producido una sensación de vértigo, parecida a cuando un barco da un bandazo.

Afuera el cielo estaba gris y bajo, lo que acentuaba su sensación de hallarse en el interior de un naufragio. No sabía qué hacer. Desde la marquesina de un café hizo una llamada al móvil de Villamil.

– El número marcado no se encuentra disponible. Si quiere dejar un mensaje…

La sensación de inestabilidad iba a más, como si al alargar la mano en busca de un asidero no lo encontrara donde se suponía que debía estar. De modo que tomó aire y procuró tranquilizarse recordando la máxima del capitán del Nan-Shan en Tifón: lo fundamental es poner proa al viento y no perder la cabeza, se dijo. Si a un personaje de Conrad le había servido para dominar un barco con doscientos culis chinos a bordo, a ella también le debería funcionar para controlar sus emociones. Entró en el café y se sentó en una esquina, tratando de poner orden en sus ideas. Al otro lado de la cristalera unos estudiantes charlaban animadamente. Miró el reloj: las 13.05. Volvió a llamar a Villamil sin éxito. Dejó un mensaje en su buzón de voz.

Al fin, pasados diez minutos, sonó su móvil.

– Aleluya, ¿dónde te habías metido? -le espetó, desabrida, por todo saludo.

– En una sauna balinesa, si te parece -respondió Villamil-. ¿No ves los telediarios o qué, Márquez? Estoy hasta arriba con el asunto de la muerta.

– Pues de eso quería hablarte.

– ¿Qué pasa?

– Adivina quién fue la última persona que solicitó consultar el Liber apologeticus… -Laura prolongó el silencio todo lo que pudo-. ¡Patricia Pálmer! -exclamó al cabo de unos segundos tratando de controlar la adrenalina-. Tengo el número de su carné de biblioteca: B-5326/Y.

– ¡No puede ser! -respondió Villamil, incrédulo-. ¿Estás segura? ¿Cuándo?

– Yo tampoco me lo podía creer. Fue el 25 de febrero a las 17.35. El mismo día en que murió.

– La hostia puta, niña. ¿Hay alguien más que sepa esto?

– Nadie. Bueno, eso creo.

– Vale. Tardo menos de media hora en llegar al periódico. Espérame allí. Y no hables con nadie. ¿De acuerdo?

– Bien.

Laura se quedó un rato con el móvil en la mano después de cortar. Al otro lado de la calle había una pequeña iglesia románica con el portón verde. Sobre la clave de la triple arquivolta destacaba una escultura sedente de la Virgen en avanzado estado de gestación. Había pasado cientos de veces por delante, pero nunca hasta ahora se había fijado en ese detalle.

VII

El instituto anatómico forense era un edificio nuevo y anodino que se hallaba detrás de la Facultad de Medicina, a diez minutos de la comisaría, y allí se encontraban también algunas de las dependencias de la policía científica. En un cuartito del segundo piso, al lado del laboratorio, estaba el locutorio de sonido, en el mismo pasillo que los despachos, una habitación pequeña e insonorizada como los estudios de una emisora de radio. De un gancho colgaban los cascos de audición y una bolsa amarilla de supermercado llena de cables. Castro se colocó los auriculares.

– Rebobina otra vez -dijo el forense. Estaba de pie, al lado de la mesa de grabación, con los zuecos blancos que usaba siempre en el laboratorio.

Una agente rubia y atractiva con los labios delicadamente pintados de un tono rosa transparente subió el mando del ecualizador y pulsó la tecla roja. El forense había encendido un cigarrillo, su expresión era grave, pero mantenía la mirada serena tras el humo.

Lo primero que se oyó fue una voz de mujer joven, una estudiante sin duda: «Patri, soy Elena. Que no he ido hoy a clase de Fidelius. Ya te contaré… Pero necesito que me pases los apuntes. Si puedes, tráemelos al Moore's esta noche, ¿vale? Un beso.» A continuación vino una voz de hombre, grave, con un marcado acento gallego, que preguntaba si había recibido ya la transferencia para el piso.

– Ése es su padre -dijo Castro reconociendo la voz.

El siguiente mensaje también procedía de una voz masculina, pero más joven e irónica: «¿Dónde te has metido? ¿Vas a volar el planeta o qué? Llámame, tengo buenas noticias.» No se despedía, ni decía quién era, como si no hiciese falta. Alguien de confianza, sin duda.

– Atento ahora -dijo Arias mientras le hacía un gesto a la agente para que subiera el volumen.

Al principio se oyó un sonido que podía ser el chasquido de una lengua, y luego una voz rara, difícil de identificar en cuanto a edad o sexo, ya que forzaba artificialmente los agudos, como suele hacer todo el mundo de un modo inconsciente cuando está asustado o implora algo: «No vayas, no sabemos de qué va ese tío. Por favor, déjame hablar contigo.» Castro se apartó un poco el auricular del oído y entonces le pareció que la persona que había dejado el mensaje respiraba de un modo entrecortado, como si estuviera corriendo o haciendo algún esfuerzo físico que le debilitaba la voz, o quizá estuviera llorando: las lágrimas también consumen gran cantidad de energía y modifican el tono haciéndolo más estridente e infantil. Durante unos segundos la comunicación entró en una zona de interferencias o baja cobertura en la que resultaba imposible comprender nada. Se trataba de palabras fragmentadas, inconexas: «…-amos…, -ave», aunque también podía ser «sabe», o tal vez «cabe». Al final la conexión volvió a restablecerse: «Por favor, Patri, por favor, por favor, por favor…», continuaba la voz implorante como una letanía cada vez más débil, hasta quedar completamente oculta por un claxon de tráfico tan estridente que a Castro le sonó como un trallazo en el oído.

– Hemos limpiado el fondo para identificar desde dónde se hizo la llamada -explicó Arias-. Y debió de ser desde una de las rondas de circunvalación. Hay sonidos de camiones y vehículos pesados.

– Los de la científica ya están rastreando las llamadas a través del estudio de los repetidores BTS. Dentro de unas horas la tendremos localizada casi al milímetro.

El comisario consultó el gráfico donde figuraba el horario de llamadas, con el número registrado y la compañía. La primera llamada relacionada con los apuntes se había realizado el 25 de febrero a las 13.05 desde un móvil de la compañía Amena. Castro subrayó el número. La segunda se produjo una hora después y correspondía a un teléfono fijo de Caldas de Reis, que, tal como el comisario había supuesto, correspondía al número del domicilio familiar. El tercer mensaje, el de las buenas noticias sin firma, tuvo lugar a las 16.28 desde un móvil Movistar. Castro también lo subrayó. Y el último número era el 628 828 532 de la compañía Amena, la llamada había tenido lugar apenas tres horas antes del momento probable de la muerte según el informe de Arias. O sea, a las 18.30. Castro rodeó el número con un círculo rojo.

– Al parecer, la chica mantuvo el móvil apagado o fuera de cobertura al menos desde el mediodía. -El comisario se pasó la mano por el mentón, tratando de deducir en la serie de llamadas alguna señal que arrojara luz sobre el día fatídico.

No había muchas cosas en claro, pero sí unos cuantos cabos por dónde empezar a tirar.

– Será mejor que vayamos a mi despacho -sugirió Arias después de darle las gracias a la agente-. ¿Seguro que no quieres ver por última vez el cadáver? -propuso al pasar por delante de la cámara frigorífica-. Enseguida pasarán a recogerlo para devolverlo a la familia.

– No hace falta -dijo Castro-. Pero me gustaría echarles un vistazo a sus objetos personales.

– De acuerdo.

Era una sala muy aséptica con un zócalo de azulejos sanitarios. Suelo enlosado. Dos mesas de acero inoxidable. Cajones clasificadores de varios tamaños. Un lavabo y una mesa de disección en perfecto estado de revista iluminada por un foco fluorescente como el de los quirófanos y varios estantes con tarros de cristal etiquetados. La camiseta con la cara del Che, la falda y los leggings de rayas que Patricia Pálmer llevaba puestos cuando la mataron estaban cuidadosamente doblados sobre una de las mesas metálicas de la Unidad de Inspección Ocular. La cazadora de cuero se hallaba extendida a un lado, junto al sujetador, unas braguitas tipo tanga en las que todavía se distinguía la etiqueta de H &M y los botines Converse.

Los agentes de la científica eran en su mayoría mujeres. A Castro le gustaba trabajar con ellas, eran meticulosas hasta el extremo, profesionales, y tenían un instinto que las llevaba a reparar en detalles que normalmente a los hombres les pasaban inadvertidos.

Julia Barrios era de las más eficientes. Castro le sonrió mientras ella se acercaba con una bandeja metálica. En ella había varias bolsitas de plástico cerradas herméticamente. Una contenía una pinza del pelo con forma de mariposa y algunos cabellos sueltos como hilos largos de cobre. Tenía una pequeña etiqueta identificativa escrita con rotulador que decía «cabellos víctima». Otra contenía un solo pelo negro, duro y muy corto, que al parecer no respondía a ningún ADN humano. En la tercera bolsa había dos llaves unidas por una arandela de metal. La llave más grande parecía de un armario o de una vitrina antigua con la cabeza formando un dibujo de tréboles entrelazados. La pequeña podría haber sido de un trastero o un garaje. Y todavía había otra bolsa, con una correa de cuero y un pequeño colgante de porcelana blanco y azul, de la fábrica Sargadelos. Era una figura rara, una especie de búho con cresta de gallo y cuerpo de gladiador con una serpiente enroscada en el brazo.

– Es un amuleto -aclaró la agente Barrios-. Para el mal de ojo y cosas así, ya sabe que aquí…

– Sí, ya sé… -convino Castro.

– Aunque ahora la gente joven lo lleva más bien por adorno -especificó la agente. Luego se llevó la bandeja a un estante y regresó con otra bolsa hermética de un tamaño mayor que las anteriores. Contenía únicamente un teléfono móvil, modelo Samsung X510-. Éste es el hallazgo del día -dijo-. Ya ha escuchado la grabación.

– Sí -asintió Castro-. Vamos a necesitar una copia de las llaves y de momento nos quedamos el teléfono. El resto de los objetos personales puede devolverlos a la familia cuando vengan a recoger el cuerpo.

La agente Barrios le entregó un dossier con la transcripción de las llamadas.

– Buen trabajo -dijo Castro a modo de despedida.

– No lo hemos encontrado nosotros -contestó ella refiriéndose al teléfono móvil.

– Estaba en una nave lateral -intervino el forense, que hasta ese momento había permanecido en silencio-, junto a la pila de agua bendita, a bastante distancia de donde apareció el cuerpo. Acaba de traerlo una mujer que vino de parte del padre Barcia. Es una señora mayor y está bastante nerviosa -añadió con voz queda mientras abría la puerta para salir al pasillo. Había un vago olor a productos químicos que recordaba la atmósfera de un quirófano-. He pensado que sería mejor que la entrevistases aquí, en mi despacho, en lugar de en la comisaría, ya sabes cómo es la gente…

El forense tenía razón. La mujer estaba sentada en los asientos del pasillo, una de esas sillas de plástico de color anaranjado, atornilladas a la pared, como las de las salas de espera de los hospitales. Sostenía en el regazo un bolso negro con las manos anudadas como raíces. Castro siempre había sentido cierta lástima por esas mujeres enlutadas de aspecto insalubre que se pasan la vida en la iglesia, rezando el rosario o rogando por sus difuntos, siempre de negro, enlazando una desgracia con otra, cada vez más encorvadas, con los nudillos artríticos. La vio allí empequeñecida y asustada y le pareció conocerla de toda la vida. Estaba habituado a tratar con las mujeres de los pueblos cuando iban a renovar el carné de identidad o a sacar un certificado para un hijo, los zapatos de punta roma, con los tacones muy desgastados, las rodillas juntas, el rostro bajo con esa actitud concentrada de las personas que están habituadas a rezar y a esperar, y que sienten un respeto reverencial hacia cualquier clase de autoridad. Cada vez que se abría la puerta acristalada de la calle, la mujer giraba la cabeza y veía aparecer siluetas de funcionarios que entraban cerrando el paraguas y maldiciendo el tiempo, pero ninguno era policía. Cuando vio aparecer al comisario acompañado por el forense, lo reconoció por la televisión. Le sorprendió que fuera vestido de paisano, pero se levantó y se dirigió hacia él sin dejar de apretar el bolso, obstinada y nerviosa.

– Pase conmigo -le dijo Castro con la mayor amabilidad de que fue capaz, cediéndole el paso en la puerta hacia el interior del despacho de Arias.

– Verá -empezó diciendo la mujer cuando el forense los dejó a solas-, el viernes yo estaba en la catedral y vi a esa chiquilla como lo estoy viendo a usted ahora mismo. Dios mío, cuando ayer reconocí su cara en los telediarios casi me da un vuelco el corazón. -La mujer se santiguó. Parecía estar realmente afectada por lo sucedido-. Siempre suelo ir al oficio de las cinco, pero el viernes no me dio tiempo, porque tuve que ir a la estación de autobuses a recoger un paquete que me envió mi hermana por el Castromil.

– Pensé que ya no existía esa empresa -la interrumpió el comisario, que sabía que la mítica línea de transporte había pasado a mejor vida.

– Bueno, toda la vida se le ha llamado Castromil… -replicó la mujer-. No entiendo por qué hay que andar siempre cambiándoles el nombre a las cosas… Pero, a lo que iba, el caso es que por recoger el dichoso paquete tuve que ir a la misa de siete y llegué por los pelos. Apenas había nadie, cuatro o cinco personas, tal como está este tiempo… Antes ya podían caer chuzos que la gente cumplía con el precepto, pero ahora… el tiempo trae y lleva las cosas, todo el mundo está muy ocupado, qué le voy a contar. Sólo quedamos los viejos. La mujer levantó los ojos hacia el comisario, que permanecía de pie, apoyado en el borde de la mesa. No lo miraba para buscar su aquiescencia, sino como si quisiera cerciorarse del efecto que le causaban sus palabras-. Por eso me fijé en la chiquilla -continuó diciendo-. Ya le digo, no es frecuente ver a personas tan jóvenes en la iglesia. Iba vestida como van los chicos ahora, que parecen mendigos. Pero se la veía respetuosa, no como esos turistas que a veces entran en la catedral como elefantes en una cacharrería. No hizo la genuflexión, pero bajó la cabeza al cruzar por delante del altar. Parecía como si estuviera buscando a alguien, andaba mirando a un lado y a otro. Pasó varias veces junto a los confesionarios. Se ve que no estaba familiarizada con los horarios de la catedral porque, a partir de las siete, salvo excepciones, no se imparte el sacramento. Ya le digo yo que andaba un poco despistada. Si hubiera preguntado… -La mujer se detuvo como si de pronto se hubiera dado cuenta de que no procedía el comentario. Cuando se decidió a proseguir, en su voz había una especie de zozobra contenida-. Y fue ahí, junto a los confesionarios, donde se le debió de caer el teléfono, muy cerca de la pila de agua bendita. -Castro escuchaba en silencio, sin mover un solo músculo del rostro, con las pupilas muy concentradas. La mujer interpretó que en el fondo de su expectación había un punto de recelo-. Guardé el aparato en el bolso con la intención de entregárselo al padre Barcia. Yo ni siquiera sé cómo funcionan esos chismes -se excusó, como si temiera que el inspector pudiera pensar mal de ella-. Pero era ya tarde, y el padre suele retirarse pronto, así que creí que sería mejor devolverlo otro día. -La mujer se detuvo de nuevo. Iba sopesando sus palabras, como si dudase-. ¿Quién iba a pensar que ocurriría una cosa así?, pobre chiquilla. Ni siquiera a la mañana siguiente, cuando acordonaron la capilla, imaginé que pudiera tratarse de un crimen. Pensar que podría haberme cruzado con el asesino -la mujer se santiguó con aprensión-. ¡Virgen santísima! ¡Y todavía anda por ahí…!

– No se preocupe, señora -la tranquilizó Castro sobreactuando un poco-, cogeremos a ese tipo.

La incredulidad de la mujer no tenía que ver con el asesino, fuera quien fuese, ni con Patricia Pálmer ni con los detalles escabrosos de su muerte, sino con la evidencia de que un crimen de esas características hubiese ocurrido en plena catedral, y en una ciudad como Santiago, bendecida por el apóstol, donde nunca pasaba nada. Eso situaba el crimen en el mismo plano de la realidad en que todos vivían, y no en la televisión, en la sombra de una película de cine negro, ni en uno de esos reportajes de sucesos que se ven a veces, sino en las mismas calles de piedra por las que todos caminaban a diario: rúa de Válgame Dios, el Franco, el callejón de las Trompas, las Algalias, el Preguntoiro, Tránsito de los Gramáticos, Sal si Puedes…, calles siempre llenas de estudiantes vinculados desde entonces a aquel misterio, a la crueldad abstracta que había aniquilado a Patricia Pálmer. Muchos la conocían, otros le habían dado clase o habían sido sus compañeros, o habían tomado café con ella. Así, el tejido del crimen abarcaba las aulas de la universidad, los bares: El Gato Negro, O Galo, el Tumba a Dios, donde servían unas tapas de patatas bravas y tigres rabiosos que cortaban el aliento; el palacio de Fonseca, los comercios de ropa, las tiendas de ultramarinos, donde no se hablaba de otra cosa. Lo mismo ocurría en Caldas de Reis, el lugar donde había nacido la chica. Esa clase de sobrecogimiento que reina en los lugares golpeados por un aldabonazo brutal: puertas con crespones negros, lluvia en los tejados, campanadas de funeral en la torre de la iglesia cuya resonancia lenta se va extendiendo como una sombra por toda la explanada del cementerio con sus cruces de piedra, mujeres de luto, paraguas abiertos, coronas de flores, coches mal aparcados en el arcén todo a lo largo de la carretera principal. Un día de entierro en un pueblo pequeño conmocionado por la muerte violenta de una chica muy joven, conocida por todos. Una de los suyos. Las palabras del párroco, recordándola, miles de rostros callados y cabizbajos que hacían sus propias cábalas en el camino seguido por el cortejo fúnebre. Gestos de recelo ante cualquier desconocido en la confusión de coches, paraguas y cámaras de televisión. Miradas furtivas, palabras pronunciadas en voz muy baja junto al nicho cubierto por un tejadillo bajo en el que figuraba el nombre de la familia, casas cerradas a cal y canto. Amigos, sospechosos, policías, cada uno en su lugar, pero todos cobijados bajo la misma intemperie invernal. La cercanía de una desgracia alienta un curioso sentimiento de pertenencia que no tiene que ver con la compasión, sino más bien con un sórdido afán de notoriedad. Cualquiera se sentía inmiscuido y presumía de tener información confidencial, o de conocer a la familia, o de saber de buena tinta. Así se extendían los rumores. Eso Castro lo sabía de sobra.

Pero había también otra parte, una parte que le atañía directamente porque estaba relacionada con la investigación, con el análisis de las huellas, con las tres bolsas de plástico herméticamente cerradas. Era verdad que los avances científicos habían facilitado considerablemente el trabajo policial en los últimos años, pero Castro opinaba que el mundo no había cambiado tanto, y sabía por experiencia que la mayor parte de los casos seguía resolviéndose, no por la vía de la investigación, sino por la delación. Pensaba en Roberto Caamaño, el novio de la chica, del que no se sabía nada. Lo del método analítico o deductivo para descubrir al criminal era cosa de escritores, Conan Doyle, Agatha Christie y todos los que vinieron después. De eso precisamente hablaba con Arias al abandonar el edificio de los laboratorios.

– Las novelas son las novelas y la vida es la vida. Además, Sherlock Holmes no es un policía, es un adivino, un descifrador de secretos. Jamás se ha capturado a un solo criminal utilizando sus métodos. Ningún policía ha recurrido nunca a ellos.

– Así os va -le respondió Arias. El forense era un holmesiano convencido. Bajaban por la travesía de Fonseca hacia la comisaría, alentados por la niebla de aquel invierno que tenía algo de londinense por la chica muerta y el asesino fantasma que había actuado impunemente sin dejar señales materiales ni huellas que pudieran ser rastreadas-. No me has dicho qué opinas de la cinta.

– ¿Qué voy a opinar? Está claro que hay que investigar el ámbito más próximo de Patricia Pálmer. Una persona al menos, si no dos, sabía el riesgo que corría. -Castro pensaba sin duda en la última llamada realizada inteligible sólo a tramos, la voz implorante, alterada, como coaccionada por una amenaza inminente: «Por favor, Patri, por favor, por favor, por favor…»-. ¿En qué demonios andaría metida esa niña?

VIII

– Pero, bueno, no puedo creer que me estés hablando en serio -el director de El Heraldo permanecía sentado en el despacho, jugando con la estilográfica entre los dedos. Villamil le había explicado el descubrimiento de Laura Márquez en la biblioteca y llevaba diez minutos intentando convencerlo para que dejara a la chica entrar en el caso-. ¿De verdad me estás pidiendo que deje un asunto como éste en manos de una becaria? Por el amor de Dios, Moncho.

Se conocían desde hacía tiempo, cuando las linotipias y todo eso. Los dos eran veteranos en el oficio. Habían entrado juntos en El Heraldo y, aunque cada uno aceptaba su lugar en la cadena de mando, en privado siempre habían hablado sin trabas.

– Lo único que te pido es que la dejes trabajar conmigo. Vamos a medias en esto. Al fin y al cabo fue ella quien estableció la conexión.

– Mira, si necesitas refuerzos, no hay problema. Coge a Piñeiro o a Garraigós, pero no me hables de Márquez. Acaba de aterrizar en el periódico, no tiene experiencia, y encima es más rara que un perro verde. Además, no tengo nada claro que esté en sus cabales. No tiene amigos, va a su puta bola, no habla con nadie…

– Conmigo sí que habla -le cortó Villamil con voz firme-. Además, prefiero a la gente callada a la que va dándole el parte a toda la parroquia, como Curra Miralles.

El director de El Heraldo hizo un gesto de resignación al oír el nombre de la encargada de los ecos de sociedad, una vieja gloria que el periódico arrastraba como un lastre. No había conocido a nadie más cotilla en toda su vida.

– Míralo como quieras, Moncho, pero Márquez muy normal no es.

– Si no te fías de ella, ¿por qué la has contratado?

– Sabes tan bien como yo que no tuve otro remedio. Con la baja de Marisa, nos quedamos en cuadro. Tiene un buen expediente, eso sí que te lo reconozco. Pero de la misma manera te digo que algo le pasa. -El director dejó su estilográfica en la mesa y se echó hacia atrás en la silla como si quisiera darle un nuevo rumbo a la conversación-. Y no es sólo por lo que se comenta en la redacción.

– ¿Qué es lo que se comenta? -preguntó Villamil con cara de póquer.

– Lo del altercado y todo eso…

La expresión del periodista no era simulada. En realidad no sabía nada del asunto.

– Bueno -dijo el director antes de que Villamil tuviera tiempo de reaccionar-, parece que protagonizó un incidente serio en Portugal. Estuvo detenida varios días, en Lisboa o en el Algarve, no sé bien. Debió de armar una buena… Tuvo que intervenir la embajada.

– ¿Y eso quién lo dice?, ¿Curra Miralles?

– Tiene buenas fuentes, ya lo sabes.

– ¿Cuál fue el motivo del altercado, si puede saberse? -se interesó Villamil.

– Vete a saber… -cortó el director, dando a entender que si sabía algo del asunto no pensaba soltar prenda.

Villamil frunció el ceño, no tenía ni idea de aquello. No se imaginaba a Márquez perdiendo los estribos. Precisamente lo que le había llamado la atención en ella desde el principio era su desapego, como si le diera igual ocho que ochenta. Una actitud de indolencia que no encajaba bien con montar una bronca de tanto calibre. Pero, por alguna razón, decidió aparcar el dato en la recámara de su cerebro, quizá para evaluarlo más adelante y de momento siguió en sus trece.

– Mira, si a estas alturas no eres capaz de distinguir dónde hay una buena periodista, tal vez deberías replantearte tu trabajo -dijo en un tono ostensiblemente irritado. Que alguien hubiera estado hurgando en los antecedentes penales de una chavala de veintitrés años no le había gustado ni un pelo. Apoyaba las dos manos en el filo de la mesa con toda contundencia, enseñando el colmillo-. Tienes una redacción obsoleta. Mira a Piñeiro, que se ha tomado una semana para hacer un reportaje sobre el tema de las licencias ilegales y ha escrito una mierda burocrática que aburre hasta a las ovejas. Lo sabes perfectamente. Ni una palabra sobre las escuchas telefónicas, ni de las deudas de juego del delegado de turismo, ni nada de nada. Por no hablarte de Elenita de Tomás, con sus recetas dominicales del brazo de gitano o de las críticas literarias de Luis Airoso, que va de fino estilista y cada vez que pone a caldo una novela al autor le dan el Pulitzer o el Cervantes. Lo que se dice tener ojo clínico. Si ésos son tus periodistas experimentados, estamos jodidos. El Heraldo se va al carajo. ¿Cuándo fue la última vez que agotamos la edición?

– Precisamente por eso -replicó el director-. Ahora tenemos un buen tema, y ¿qué se te ocurre? Ni más ni menos que darle cancha a la nueva. Acojonante. Si no fuera porque le doblas la edad, pensaría que la chica te pone.

– No me jodas -rió Villamil, sarcástico, aflojándose el nudo de la corbata de color azul con dibujos de Pixie y Dixie-. Te equivocas con Márquez. Puede que no sea la persona más indicada para enviar a una recepción diplomática, pero es capaz de averiguar lo que sea, escribe como Dios y tiene olfato. Además, podría camuflarse perfectamente entre los amigos de Patricia Pálmer como una estudiante más. Solamente te pido que le des una oportunidad. Ahora bien, si quieres seguir desperdiciando sus facultades y teniéndola de chica de los recados o poniendo ladillos, bien, allá tú… -dijo con énfasis. Era su última carta, y la jugó con cuidado, intercalando un silencio significativo-. Pero no cuentes conmigo entonces para el asunto. Tengo mis reglas. Ella descubrió la relación entre la chica muerta y el manuscrito. O vamos a medias, o yo también estoy fuera.

El director de El Heraldo permaneció en silencio un par de minutos, con los dientes apretados y los ojos fijos en la primera página de la edición impresa con la foto de Patricia Pálmer. Era la misma foto de carné que había aparecido en TVG y en el resto de los medios. Al final levantó la mirada.

– Vale -dijo blandiendo la estilográfica en alto como si estuviera amonestándolo-. Tenéis cinco días. Ni uno más. Si en ese tiempo no conseguís material para una edición especial, os envío a los dos a galeras. Además, te hago responsable de lo que le pueda pasar a Márquez. Y ahora, lárgate.

Villamil sonrió sin decir palabra, como un zorro viejo.

Media hora más tarde Laura Márquez y él se dirigían a Caldas de Reis en un Fiat Punto de color gris por una carretera comarcal con muchas curvas entre campos flanqueados por muros de piedra. Había vacas pastando a uno y otro lado, y algunas casas dispersas. El limpiaparabrisas marcaba el compás de la lentitud, que es el tiempo de la espera. Dejaron atrás una fábrica de leche. Márquez parecía ensimismada. Villamil la miraba de reojo, el pelo mojado, el ceño fruncido, la rodilla huesuda al lado de la caja de cambios. No es que tuviese pinta de mosquita muerta, pero tampoco se la imaginaba batiéndose con la Guardia Nacional portuguesa en plan Lara Croft. A lo lejos asomaba la silueta azulada de los montes de Saiar.

– Nunca me cuentas nada.

Márquez se giró y lo observó con recelo instantáneo. Luego volvió a mirar hacia el frente con determinación.

– ¿Y eso a qué viene ahora? -Su rostro, vuelto hacia la lluvia, resultaba insondable-. No hay nada que contar -zanjó al tiempo que subía el volumen de la radio.

– Vale. Sólo preguntaba -se defendió él.

No tenía ni idea de por qué, pero Márquez le caía de puta madre. Envuelta siempre en aquella especie de albur que le iba y le venía. En las últimas semanas había descubierto que tenerla cerca despertaba en él una sensación insólita, no exactamente agradable, pero inesperada. Como sentirse algo tierno por dentro, lo que por otro lado no dejaba de fastidiarle un poco.

La carretera transcurría ahora entre bosques de acacias y eucaliptos. «Todos tenemos nuestro propio abismo», pensó Villamil. Al cabo de unos segundos de silencio incómodo, levantó la mano del volante y le revolvió el pelo en son de paz.

– Quita, quita… -lo apartó ella de un manotazo-. A veces eres un poco capullo -le soltó sin rencor.

Villamil sonrió y decidió que lo mejor sería cambiar de tercio.

– Pontecesures -dijo imitando el tono de un guía turístico y señalando el valle que se extendía a un lado de la carretera-, la cuna del priscilianismo.

No esperaba que Márquez estuviera muy puesta en el asunto. Al fin y al cabo la chica era de fuera, y para los no gallegos Prisciliano era un perfecto desconocido. Sin embargo, tuvo que reconocer que se había hecho una composición de lugar bastante aproximada sobre el autor del liber apologeticus y todo el corpus ideológico de su doctrina.

– No está mal -reconoció cuando ella le hizo un resumen de sus indagaciones en la red. El comentario, dicho por él, sonaba bastante halagador. No era muy dado que digamos a las alabanzas-. Como ves, el tipo fue una especie de precursor del cambio climático. Según su teoría, el Edén no era un jardín perdido, sino un auténtico paraíso terrenal que el hombre va camino de mandar a tomar por saco.

– Lo que no acabo de entender -titubeó Márquez como si pensara en voz alta- es cómo pasó de ser demonizado a convertirse en santo.

– Bueno, del martirio a la santidad no hay un trecho tan largo. Por supuesto los curas y las autoridades nunca reconocieron a Prisciliano como santo, pero los curas y las autoridades no tienen ni puñetera idea de esas cosas. El pueblo ya lo había canonizado por su cuenta y riesgo. Luego vino lo del traslado del cuerpo a Galicia para darle cristiana sepultura, las luces misteriosas en su tumba, la capilla y todo lo demás. Así se construyen los mitos.

Era cierto. No es que en Galicia no tuviera predicamento la religión oficial. Pero si algo caracterizaba a los gallegos era una actitud de perro escaldado que los llevaba a encomendarse con una vela a Dios y con otra al diablo. Por si acaso. De ahí venía el culto a los exvotos, a los difuntos, a las almas en pena. Ya los muertos.

Pasaban por una calle con edificios de cuatro alturas. La mayoría de las ventanas lucían crespones negros. Cruzaron un puente con la barandilla de hierro forjado, la corriente gris del Umia bajaba crecida, casi a la altura de los pontones. A la izquierda se veía un antiguo molino; a la derecha, el balneario de aguas termales.

– Ya estamos cerca -dijo Villamil.

– ¿Estás seguro de lo que vamos a hacer?

– Absolutamente -respondió él-. Si hay alguien que puede darnos la conexión entre los dos únicos cabos que tenemos, es él -se refería a la persona que iban a entrevistar-. Probablemente conocía a Patricia. En Caldas nos conocemos todos. Mira, allí está la capilla -dijo señalando un edificio románico de piedra con el tejado a dos aguas y un pequeño campanario porticado que daba al cementerio.

– ¿Le has adelantado algo de lo que sabemos?

– Algo, sí, claro. Lo justo para ponerlo un poco al corriente. Prisciliano, el manuscrito desaparecido y poco más. Supongo que piensa que estamos haciendo un reportaje cultural para el suplemento del domingo. Nos espera en la casa rectoral. Es un pazo precioso, ya verás. Lo ha restaurado él solo, bueno, con la ayuda de algunos vecinos. Está ahí, a la vuelta del camino de tierra.

– No me gustan los curas.

– Éste te gustará -sonrió Villamil-. Es amigo mío.

– ¿Cómo has dicho que se llama?

– Antón.

La radio autonómica acababa de emitir unas declaraciones del padre de Patricia Pálmer pidiendo justicia. A continuación, la locutora hizo un balance de los acontecimientos sin ahorrarse detalles: «Los investigadores aún no han localizado el objeto que presuntamente causó la muerte de la estudiante. La policía sólo tiene la certeza de que la muerte se produjo con un objeto contundente pero no punzante. El inspector encargado del caso, Lois Castro, declinó hacer declaraciones a la prensa…»

– Nadie sabe lo que nosotros sabemos -el tono de Laura Márquez era neutro, pero contenía una nota casi inapreciable de desafío. Miraba a través de la ventanilla como si se desentendiera del asunto-. Podrían acusarnos de ocultación de pruebas. Quizá deberíamos contárselo a la policía.

– Lo haremos a su debido tiempo -respondió el periodista-. ¿O no quieres saber qué pintaba Patricia Pálmer en la biblioteca de la universidad consultando un libro de Prisciliano pocas horas antes de que la asesinaran?

Márquez sonrió de medio lado sin responder. Un gesto cómplice que en su caso equivalía casi a una rendición en toda regla. Con Villamil no le valían trucos. Se los sabía todos, como si la viera pensar. Por eso se hallaban en un pueblo de veinte mil habitantes con balneario de aguas termales, mientras el resto de los periodistas permanecían congregados a la puerta de la comisaría y en los alrededores de la catedral. Estaban a treinta kilómetros del lugar de los hechos. Aquello empezaba a parecerse a Bernstein y Woodward.

IX

La cría estaba sentada en un cojín con la cabeza inclinada sobre la libreta, concentrada en el dibujo. Todo el espacio de la mesa estaba ocupado por sus cosas, el estuche rosa de Hello Kitty con sus lápices, la goma de borrar, las tijeras, el sacapuntas, cada cosa en su sitio. Castro la observaba desde el sofá mientras leía el periódico, el pelo rubio sujeto en una cola de caballo, el suéter de rayas marineras, el peto vaquero, la lengua curvada sobre el labio superior, como siempre que estaba muy concentrada en algún trabajo, el lápiz apretado con fuerza entre los dedos para no salirse de las dos rayas del cuaderno.

– A ver qué estás escribiendo, Candela.

– Un cuento -respondió la niña.

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo es ese cuento?

– Pues es un cuento de un mago -contestó la niña sin levantar la cabeza del cuaderno, ensimismada, sin concederle mucha atención a su padre.

Castro pensó en todas las veces que él también se había desentendido de sus asuntos. «Ahora no, Candela, que papá está ocupado», le decía. Llevaba varios días sin prestarle atención, absorbido por el asunto de la estudiante muerta, y la cría le pasaba factura.

– Me encantan los magos -insistió tratando de recuperar el terreno perdido-. ¿Por qué no me lo cuentas?

La niña lo miró condescendiente, mordisqueando el extremo del lápiz entre los dientes.

– Bueeeeno… -dijo, poniendo cara de infinita paciencia, y empezó su relato-: Éste era un mago, tan mago, tan mago, tan mago que hasta lo perseguía la policía…

Castro sonrió débilmente con una expresión extraña en la comisura de los labios y permaneció en el sofá con las piernas cruzadas atendiendo al cuento como el buen padre que nunca había logrado ser, mientras en el tocadiscos sonaba Tears in heaven, de Eric Clapton, y él pensaba en los laberintos de la vida. Le gustaba aquella canción. El hijo de Clapton había muerto a los cinco años al caerse por la ventana de un rascacielos, y la canción hablaba de un hombre que pierde a su hijo y quiere saber cómo sería reencontrarse con él en el cielo. «Would you know my name, if I saw you in heaven…» No debía de ser fácil superar la pérdida de un hijo. No quería ni imaginar lo que él sería capaz de hacer si alguna vez le ocurriese algo a Candela. Volvió a mirarla con su suéter marinero y los ojos agrandados, moviendo mucho las manos al contar la historia del mago. Pero nadie puede proteger siempre a otra persona. Algún día dejaría de ser una niña y tendría que aprender a enfrentarse al mundo sola. Muchas veces lo pensaba cuando veía a esos adolescentes de diecisiete años que salían deshidratados de las discotecas, con la mirada perdida, igual que si salieran de un túnel y el mundo fuera un lugar desconocido y hostil, o a las cuadrillas de chavales de instituto que los sábados se juntaban para hacer botellón junto a la explanada de la estación de autobuses y dejaban el terraplén lleno de litronas de cerveza. ¿En qué momento exactamente dejaba de haber magos en la cabeza de los niños y su rastro era reemplazado por todos los atributos abstractos de la noche o del crimen? Tal vez Patricia Pálmer había tenido también su mago con un vestido verde, como el que había pintado Candela, y una chistera llena de estrellas. Castro no tenía ni idea de cuáles eran los laberintos por los que podía perderse una estudiante de filosofía, pero de lo que no le cabía ninguna duda a aquellas alturas era de que la chica se había metido por propia voluntad en la boca del lobo.

De los interrogatorios realizados el día anterior a sus compañeras de piso había sacado la conclusión de que la semana antes de su muerte sus hábitos habían cambiado radicalmente.

Hasta el momento la documentación del caso comprendía cinco dossiers, que incluían el informe de la autopsia, álbumes de fotos, objetos personales, la agenda de Patricia Pálmer, sus cuadernos de apuntes de la facultad y dos carpetas más con los resultados de los interrogatorios a las personas de su entorno, incluida la homilía del párroco de Caldas de Reis en el funeral. En total más de cien folios mecanografiados a doble espacio. La labor de investigación estaba siendo muy exhaustiva comparada con cualquier otro homicidio. Se habían seguido todas las hipótesis, tanto las más plausibles como las menos prometedoras, sin embargo los resultados dejaban bastante que desear, y no es que no hubiera hilos de dónde empezar a tirar, es que había demasiados y cada uno llevaba a un camino diferente y contradictorio con el anterior. Hacía ya tres días de la aparición del cuerpo de la chica y seguían sin tener un solo sospechoso, si se descartaba como tal al novio de la chica, Roberto Caamaño, estudiante de Biológicas, no de Filosofía como habían pensado en un principio, con el que hasta el momento nadie había conseguido dar, pese a todos los esfuerzos realizados. Desde la extraña llamada que había efectuado desde la ronda de circunvalación al teléfono de Patricia escasas horas antes de su muerte advirtiéndola de alguna clase de peligro extraño y difuso, nada se sabía de él. Su móvil estaba muerto. Castro había dado la orden de peinar los hospitales de la comarca y registrar todos los partes de ingresos del día 25 de febrero. Había escuchado la cinta más de diez veces. El mensaje de voz se interrumpía con el sonido prolongado de un claxon. Eso fue lo que le hizo pensar que el chico podría haber sufrido un accidente, un atropello o algo así. Pero no había nadie que respondiera a su descripción ni en los hospitales públicos ni en las clínicas privadas. Literalmente se lo había tragado la tierra.

Por lo que se refería al párroco de Caldas, Zárate y Romaní habían realizado un buen trabajo. Era evidente que la chica tenía una buena sintonía con el cura. Un tipo raro, sin embargo, con informes bastantes desfavorables por parte del episcopado, que en más de una ocasión había intentado quitárselo de encima destinándolo a un pueblo perdido de la sierra de O Caurel. Pero la rotunda oposición de los feligreses los había obligado a dar marcha atrás. Estaba claro que la vertiente religiosa del caso no debía desestimarse en absoluto. Al menos una de las mujeres interrogadas que asistían al rosario de la tarde en la catedral aseguraba haber visto con anterioridad a Patricia Pálmer merodeando por la sacristía en alguna ocasión. Quizá no estaría de más una entrevista con el representante del arzobispado sobre el asunto, pensó Castro mientras tomaba nota en su agenda.

Ése era otro punto oscuro de la investigación, la agenda de Patricia Pálmer, un bloc de gusanillo con papel reciclado donde apuntaba las fechas de los exámenes, los seminarios del cuatrimestre, los días de entrega de los trabajos y cosas por el estilo. Cada página empezaba con un espacio reservado al santoral, donde a veces la chica escribía un pequeño comentario sobre un libro que había leído o un diálogo de una película que había visto. Tenía su propio sistema de valoración de una a tres estrellas. Por ejemplo, a Los amantes del círculo polar, de Julio Medem, le había puesto tres estrellas; sin embargo, a La dalia negra le había puesto sólo una. A Castro le sorprendió. No había visto la película, pero había leído el libro y le había gustado bastante. El viernes 25 de febrero Patricia Pálmer no apuntó ningún título en el círculo mágico, sino unas frases extrañas:

Siempre en estado de alerta,

siempre arenas movedizas

y la ilusión hecha trizas, un día más,

si pongo un ritmo demasiado fuerte,

hoy sólo me puede parar la muerte…

Castro no sabía si aquello tenía algún significado, si respondía a su estado de ánimo o simplemente a la chica le gustaba hacer versos y escribir letras de canciones. A continuación, en la parte correspondiente al dietario, las tres primeras horas del día estaban en blanco. Castro había comprobado que coincidía con su horario de clases. Después había varias anotaciones, pero eran aparentemente cosas normales, domésticas, como una lista de la compra que solía hacer en el supermercado Froiz, que estaba a menos de cincuenta metros de su casa: pasta de dientes, compresas Evax con alas, Fairy, naranjas de zumo, huevos, y un paquete de pan Bimbo. A las 16 horas había estado en la peluquería Sheyla haciéndose la cera en las piernas. Ese dato Castro no sabía cómo interpretarlo. No tenía ni idea de las costumbres de las mujeres en relación con la depilación. No sabía si lo normal era depilarse todas las semanas, todos los meses, o dependía de tener en perspectiva alguna cita especial. Fuera como fuese, no había olvidado el dato de la autopsia que confirmaba que Patricia Pálmer había mantenido relaciones sexuales presumiblemente consentidas pocas horas antes de su muerte.

Después de pasar por el salón de belleza, la chica todavía tuvo tiempo de fotocopiar los apuntes sobre teoría de los mitos y los símbolos que había tomado esa mañana en clase. Castro suponía que las fotocopias podían ser para la estudiante que había dejado el primer mensaje en su buzón de voz, una tal Elena, que por algún motivo no había podido asistir a la facultad. Tampoco Patricia pudo llevarle nunca los apuntes al Moore's, como seguramente se había propuesto. A juzgar por su agenda, no parecía que Patricia hubiera previsto una jornada tan complicada como la que finalmente acabó siendo. Nadie, sabiendo que tiene problemas serios, se toma muchas molestias en comprar pan Bimbo o en pasarle los apuntes a una amiga. A las 18.30 recibió la última llamada desde la ronda de circunvalación, y media hora más tarde fue vista en la catedral. Desde entonces hasta las 21.15, hora aproximada de la muerte, había una laguna completa en sus movimientos. Dos horas largas y decisivas en las que nadie la había vuelto a ver y en las que, además, había estado incomunicada, sin su móvil, y probablemente se había acostado con alguien que tal vez fuera su asesino.

El juez instructor del caso había encargado también un rastreo de los foros de Internet en los que la chica participaba como estudiante de filosofía. Pero no había nada especialmente reseñable, a excepción de su conciencia por la defensa del medio ambiente, que a veces, en opinión de Castro, rozaba tintes un poco exagerados o apocalípticos. No obstante, junto a eso había también datos científicos que demostraban que la chica se había tomado al menos la molestia de investigar el asunto, por ejemplo, cuando aseguraba que la cantidad de cadmio en la patata cultivada superaba el doble de los límites permitidos por la OMS, o que el nivel de plomo en la población había aumentado un 98,7 por ciento en los últimos años, en su mayor parte a través de la alimentación. Castro había tenido la prevención de contrastar los datos, y sus cálculos eran asombrosamente precisos.

Al principio no le dio más importancia. ¿A ver quién, a esa edad, no ha querido salvar el mundo? Pero de pronto se acordó de que, según sus informes, Patricia Pálmer había tomado parte en las protestas contra el vertido tóxico, así que pensó que, aunque ya había transcurrido más de un año, tal vez no estaría de más pedirle a la Consellería de Medio Ambiente el dossier completo del caso Ferticeltia. Al parecer, la empresa disponía de todos los permisos legales para la utilización de sustancias químicas y de todas las certificaciones necesarias en materia de control medioambiental. Además, poseía una póliza de seguros que incluía daños al medio ambiente. La propia aseguradora fue la encargada de llevar a cabo la depuración de las aguas con un tratamiento de carbón activo. Castro sabía que el asunto no había llegado a la fiscalía, así que no esperaba grandes resultados del dossier pero, tal como estaban las cosas, cualquier información relacionada con Patricia Pálmer, por tangencial que fuera, era mejor que nada.

Se le había pasado el día sin enterarse. Afuera habían empezado a encenderse las luces de la calle. Miró con indiferencia el semáforo del cruce, los edificios del otro lado, bloques de pisos con balcones cerrados de aluminio. Había alquilado aquel apartamento después de su divorcio. Un espacio cómodo y funcional, pero aún no había conseguido darle un aire propio. Todavía olía un poco a pintura y a barniz de muebles nuevos. Se sentía bien teniendo un territorio suyo por donde andar descalzo, ver películas en blanco y negro de madrugada y preparar huevos fritos con beicon a las cinco de la mañana, cosas todas ellas bastante difíciles de compatibilizar con la vida en pareja. La libertad de elección conlleva siempre una cierta idea de la soledad. Sin embargo era feliz cuando Candela se quedaba a dormir.

Castro fue a la cocina y preparó la cena de la niña. Una tortilla francesa con jamón de York, un Petit Suisse de fresa y un tazón de Cola Cao con Krispies. Luego le puso su pijama favorito de Pocahontas, se la llevó a caballito a la cama y se quedó sentado en el borde, leyéndole un cuento hasta que se durmió con ese olor a yogurcito tierno que tienen los críos cuando están soñando.

Después volvió a la salita y sacó una cajetilla de tabaco del cajón que había bajo el estante de los CD. Se dejó caer en el sofá, buscó el mechero y se colocó el cigarrillo entre los labios. Era el primero de la tarde y lo saboreó con placer. «Si uno fuera capaz de fumar solamente los cigarrillos que le apetecen…», pensó.

En la pared de enfrente había un fotomural magnífico del puente de Brooklyn de noche, bajo la nieve, con los edificios iluminados de Manhattan al fondo y un tipo fumando en primer plano. La fotografía era en blanco y negro y estaba envuelta en esa neblina que tienen algunas películas de los años cincuenta. Medía 150 x 110, y estaba firmada por Eddie Sheridan. Se la había regalado un famoso abogado que había llevado un caso relacionado con el narcotráfico, César Sueiro. El tipo había metido en la trena a varios peces gordos y estaba seriamente amenazado por uno de los clanes más peligrosos de Vilagarcía, por eso había pedido protección policial. Castro estaba destinado entonces en la unidad de vigilancia. Se convirtió en su ángel de la guarda. Después de ser su sombra durante más de dos meses, una noche de confidencias ambos hablaron y bebieron más de la cuenta. El resultado acabó siendo una amistad sellada con Jack Daniel's en la que juraron ser hermanos de sangre hasta que la muerte resolviera el asunto. Afortunadamente no hubo que llegar hasta ese extremo. El abogado acabó trasladándose a un famoso bufete de Nueva York, desde donde le envió aquel regalo enmarcado. Fue lo único que Castro quiso salvar de sus gananciales. Le gustaba aquella foto. Un farol encendido y solitario, los copos de nieve cayendo despacio, un tipo fumando en el puente… La imagen se aproximaba bastante a su idea de la amistad, al menos hasta donde recordaba.

«Las oraciones interrogativas son siempre subordinadas -le había dicho Sueiro en una ocasión-. Cuando hay demasiadas incógnitas, lo que hay que buscar es la oración principal.» Pero en el caso que ahora le preocupaba a Castro el interrogante más flagrante afectaba a la propia víctima: ¿quién demonios era en realidad Patricia Pálmer?

Cuantas más vueltas le daba al caso, más importante le parecía conocer la psicología de la víctima y de su entorno más próximo. Era como si los presentimientos se fueran imponiendo sobre los datos objetivos y las reflexiones. Castro era un tipo metódico, reflexivo. Nunca antes le había ocurrido algo así. Lo único que tenía claro era que el asesinato de Patricia Pálmer no había sido espontáneo ni fruto del azar, y que la persona que lo había llevado a cabo, por propia iniciativa o cumpliendo órdenes, no había sido un loco, ni un violador, ni un delincuente habitual, sino alguien con una razón concreta y probablemente poderosa para hacerlo. Si supiera el motivo, no tendría el menor problema en dar con el asesino. Pero ¿por qué una chica de apenas veinte años, una simple estudiante, iba a suponer para alguien una amenaza tan seria que acabase llevando al asesinato?

Desde la ventana de su apartamento Castro vio las luces encendidas de los edificios de enfrente. Cada ventana iluminada representaba un enigma, igual que en el universo los planetas desconocidos. La llegada de la noche solía provocarle un cansancio gradual que no era únicamente físico. Tenía que ver con cierto desaliento y el olor a nuevo de la casa en la que vivía solo. Apagó con cuidado el cigarrillo en el cenicero que sostenía en la mano izquierda y se puso a revisar de nuevo las carpetas con los informes de los interrogatorios realizados a los amigos y las compañeras de piso de Patricia Pálmer. Lo hizo con suma concentración, con un lápiz rojo en la mano, para que no se le escapara ningún detalle. Al cabo de diez minutos volvió atrás, a la segunda hoja del informe, como si hubiera encontrado allí algo relevante. Se trataba de un párrafo que ya conocía con las declaraciones de una compañera de piso, Nerea Pintos, a las que en principio no había dado mucha importancia porque no aportaban nada sobre el día del asesinato, pero sí en cambio sobre el carácter de Patricia. «¿Habías notado algún cambio en su comportamiento durante los últimos días?», rezaba la encuesta policial. «No, bueno, no sé… Ella era así. Siempre procuraba mantenerse a la altura de… a la altura de todo lo que afirmaba.» «¿Qué quieres decir?» «Era algo que últimamente se interponía de repente entre tú y ella, una forma de estar por encima o marcar las distancias. Yo creo que era por Robin. Desde que salía con él estaba como en otro mundo. Todas cambiamos cuando nos enamoramos de un tío.» Ésa fue la frase que subrayó el comisario. O sea, que Patricia Pálmer había cambiado, y ese cambio supuestamente tenía que ver con Roberto Caamaño, estudiante de biológicas, hasta la fecha en paradero desconocido. Y, a falta de algo mejor, principal candidato a encabezar la lista de sospechosos.

Rastreó el resto de los informes, buscando más datos subliminales sobre el muchacho, pero lo único que consiguió sacar en limpio es que no gozaba de muchas simpatías entre el grupo de amistades de Patricia. Al parecer era un chico que la acaparaba demasiado, bastante guapo y un poco friki, según la expresión utilizada por otro de los interrogados. Coleccionaba culebras, salamandras y otros reptiles. Castro enarcó una ceja. «Excelentes mascotas para alguien que ha decidido desaparecer del mapa -pensó-. No hay que preocuparse de a quién dejárselos cuando uno se larga una temporada.» Los ofidios se las apañan muy bien solos. Tal como están los precios de los hoteles para animales, no deja de ser una ventaja.

X

La casa rectoral era un antiguo pazo de granito con un palomar y un enorme portón de madera. Una motocicleta vieja estaba arrumbada encima de los escalones de la entrada. A un lado del edificio había un poste con una canasta de baloncesto pintada de rojo. Al otro, un huerto con árboles frutales y un gallinero. El camino de acceso era muy estrecho, lo justo para que cupiera el coche. Aparcaron al lado de una especie de leñera. Un tipo alto les salió al encuentro con uno de esos paraguas negros que pueden albergar debajo a una parroquia entera. Le acompañaba un perro labrador que ladraba empapado bajo la lluvia.

– Menudo día habéis escogido.

Cincuenta y pocos años le calculó Laura al verlo inclinarse sobre la ventanilla. Debía de medir más de un metro ochenta. Llevaba un suéter grueso de color crudo, unos vaqueros viejos manchados con pequeñas gotas de pintura y botas de agua. Villamil y él se saludaron con una palmada campechana en la espalda. Parecía cualquier cosa menos un cura. Llevaba el pelo canoso demasiado largo y rizado, un poco a lo afro, y tenía una sonrisa jovial que mantuvo mientras observaba a Laura de arriba abajo con curiosidad.

– Te presento a Laura Márquez, el nuevo fichaje de El Heraldo -dijo Villamil una vez que estuvieron a resguardo de la lluvia en la entrada de la casa-. Es la chica de la que te hablé.

– No me esperaba que fuese tan joven -dijo con amabilidad pero sin dejar de observarla.

Márquez le tendió la mano sin mucha convicción, no le había hecho gracia el comentario sobre su edad, pero él se la estrechó con firmeza. No era la mano blanda de un seminarista, sino una mano curtida de dedos ásperos y grandes en los que se podía percibir la fuerza del trabajo físico. Desde que se apearon del coche hasta que llegaron al porche, el perro los siguió sin dejar de ladrar.

– Calla, Nelson -le ordenó el cura. Y el animal obedeció.

– Lo tienes bien adiestrado -dijo Villamil mientras intentaba ganarse su confianza con unas carantoñas.

Pero el animal retrocedió precavido. Sin embargo, cuando Laura le tomó la cabeza entre las manos, el perro se dejó acariciar moviendo el rabo y lamiéndole las manos.

– Veo que te llevas bien con los animales -le dijo el cura, sorprendido-. Éste no hace migas con cualquiera.

– Me gustan los perros -respondió ella.

– Pues como lo dejes, te va a poner perdida.

Laura subió la escalera, sacudiéndose los vaqueros que las patas del animal habían llenado de barro. Tampoco la casa parecía por dentro una residencia rectoral, sino más bien una antigua comuna hippy, techos altos con bonitas molduras de escayola en las puertas y un balcón que daba a una galería modernista con cristales emplomados haciendo dibujos geométricos. Un círculo rojo en el centro, de un tono rubí muy fuerte con rombos verdes y amarillo limón formando un aspa o una cruz. La composición remataba con pequeños triángulos de color añil en las esquinas. A Laura le recordó los rosetones de las iglesias góticas, que creaban una atmósfera sobrenatural en el interior. Cuando diera el sol seguramente los listones de madera del suelo se iluminarían como un caleidoscopio. Uno de los cristales de la galería estaba roto y pegado con esparadrapo. En la salita a la que los había dirigido a través de una escalera de piedra había varios carteles de Greenpeace clavados con chinchetas en las paredes, un póster de Manu Chao firmado por el cantante, estanterías llenas de libros y una gran estufa ferroviaria en el centro alrededor de la cual se disponían varias colchonetas a modo de asientos cubiertos con mantas portuguesas y cojines de distintos colores. El ambiente estaba caldeado allí dentro y olía al café que empezaba a borbotear encima de la plancha de hierro de la estufa. Laura pidió permiso para colocar la grabadora encima de la mesita moruna. Una concha de vieira hacía las veces de cenicero. Tenía los bordes amarilleados de nicotina. Había varias distribuidas por todo el cuarto. Márquez la cogió con curiosidad.

– El símbolo del peregrinaje jacobeo -dijo sopesándola en la mano-. Según tengo entendido, también fue el emblema de los seguidores de Prisciliano.

– Veo que estás bien informada -sonrió el párroco-. Puestos a señalar coincidencias, sabrás también que el camino de vuelta a Galicia emprendido por los discípulos de Prisciliano con el cuerpo del mártir sigue el mismo itinerario que con el paso de los siglos se convertiría en la ruta jacobea.

– No, no lo sabía…

– Aunque también hay quien piensa que el camino reproduce una ruta druida anterior -añadió el cura como quien no quiere la cosa-. Como ves, hay teorías para todos los gustos. Respecto a lo que dices de la concha de vieira -continuó-, fue su discípula, Prócula, quien adoptó ese símbolo cuando los priscilianistas tuvieron que refugiarse en Galicia después de ser expulsados de Aquitania.

– De poco debió de servirles el refugio. También aquí fueron perseguidos.

– Desde luego -convino el párroco, moviendo la cabeza un par de veces arriba y abajo-, pero nunca consiguieron acabar con ellos. Todo el noroeste era suyo, y la Iglesia lo sabía. La hermandad se transformó en una sociedad secreta con un enorme poder. Tanto que el papa Inocencio I, en el año 404, tuvo que pedir ayuda al emperador Honorio para evitar su expansión.

El cura se concedió una pausa para mirar a la chica con atención, intentando catalogarla en alguna de las especies de periodistas conocidas por él: la detective aficionada, la aprendiz de historiadora, la cazadora de primicias… Cogió el paquete de Winston de encima de la mesa. Villamil vio cómo deshacía minuciosamente el envoltorio de plástico y se llevaba un cigarrillo a la boca. El cura se tomó su tiempo para saborear la primera calada y, antes de continuar, expulsó todo el humo de golpe. Se le veía a sus anchas; parecía estar disfrutando con la conversación.

– El priscilianismo era la bestia negra de la Iglesia -afirmó con el rostro iluminado-. No se contentaron con perseguir a sus seguidores; querían borrar su rastro de la historia, como si nunca hubieran existido. Intentaron destruir todos sus escritos, empezando por el Liber apologeticus. Precisamente aquí, en Caldas de Reis, Aquis Caelenis, tuvo lugar un sínodo donde a los heterodoxos no les quedó más remedio que aparentar admitir la doctrina oficial para salvar el pellejo, pero en privado continuaron con sus creencias. Fue un grave error de cálculo por parte de la Iglesia.

– ¿Por qué lo dice?

– Lo único que consiguieron así fue que la herejía se hiciera fuerte en Galicia y fuera cerrándose en su concha como una sociedad secreta que acabó atrapando dentro a la propia curia. Desde mi punto de vista, habría sido mejor para ellos dejar a los priscilianistas fuera que tenerlos camuflados dentro de los seminarios. La prueba es que ya nunca volvieron a estar tranquilos. Tenían el enemigo en casa.

– Antón es de los que creen que quien está enterrado en la catedral es Prisciliano, y no Santiago -dijo Villamil mirando a Laura con connivencia.

El cura inclinó los hombros hacia adelante, esbozando una sonrisa maliciosa de complicidad.

– Todo el mundo sabe que el apóstol Santiago fue decapitado por Herodes en Jerusalén en el año 42 y enterrado en Palestina -afirmó el párroco-. Con la prueba del carbono 14 sería muy fácil probar que los restos de la catedral no pertenecen a un hombre del siglo I, pero nunca se ha hecho. Nos cargaríamos el negocio. Santiago es un santo turístico. ¿Cuántos peregrinos pueden llegar a Santiago en un año normal? ¿Un millón? ¿Dos millones? Si es año santo, la cifra se dispara hasta cinco millones. ¿A ver quién es el valiente que se atreve a mover los cimientos que sostienen todo ese tinglado económico, espiritual o como queráis llamarlo?

– La historia del hereje y la del apóstol se solaparon -intervino Villamil mirando a Laura como si quisiera refrendar las palabras del párroco.

– De hecho al principio fue la propia Iglesia quien negó que Santiago pisara jamás tierras españolas -continuó el cura-, pero poco a poco el mito compostelano fue ganando adeptos entre los obispos, supongo que por el beneficio que generaba una multitud de peregrinos que debían comer, beber, dormir, comerciar, etc. Hasta que, por fin, en el siglo XIX, el papa León XIII decidió respaldar oficialmente la leyenda del apóstol. Así se consuma la estafa. Los huesos del líder espiritual de la heterodoxia se santifican y el hereje se convierte en santo.

– Una jugada maestra -comentó Villamil.

– Sí, pero de doble filo -le rebatió el cura-. Probablemente a la Iglesia siempre le quedó la duda de si no estaría contribuyendo con todo aquello a ensalzar de algún modo a un hereje ajusticiado. En el fondo temían que algún día todo el asunto se les pudiera volver en su contra.

A Laura le vinieron a la cabeza unos misteriosos versos atribuidos al hereje: «Soy lámpara para ti, que me ves. / Soy puerta para ti, que llamas a ella. / Tú ves lo que hago. No lo menciones. / La palabra engañó a todos, pero yo no fui completamente engañado.» No le extrañaba que el episcopado no las tuviera todas consigo.

– Imaginaos cómo sería la cosa -continuó el párroco con sorna-, que hasta hace nada la Iglesia condenaba como lacra priscilianista el pecado muy extendido entre la clerecía gallega de no cortarse el pelo.

Efectivamente, Antón Fraguas, con su melena leonada, era un buen ejemplo de ello. Villamil se rió bajito y aprovechó el comentario para darle un giro a la conversación y llevarla a su terreno.

– Entonces, ¿crees que la desaparición del Liber apologeticus puede tener que ver con la antigua pretensión episcopal de enterrar en el olvido los escritos priscilianistas? -El periodista pensaba en el comunicado de monseñor Souto Gadea reclamando que el incunable volviera a los fondos del archivo diocesano.

– A estas alturas, no creo, pero siempre puede haber algún venado que emprenda una cruzada por su cuenta…

– Quizá tenga más sentido que el robo haya sido obra de algún priscilianista -apuntó Márquez, pensativa, mientras se acercaba a los labios la taza de café-. Al fin y al cabo, para ellos es una especie de libro sagrado.

Villamil la miró de reojo. Aquello se salía de lo pactado. Se suponía que era él quien debía llevar las riendas. Últimamente Márquez no dejaba de sorprenderlo. Hacía las cosas a su manera, era orgullosa e indisciplinada, y no se parecía en nada a las mujeres que a lo largo de la vida le habían hecho perder el sueño; sin embargo, le gustaba su manera de improvisar. Jovencita y todo, demostraba tener el instinto bien adiestrado, con su trenca y su aire de escolar indefensa. La jodida niñata.

El cura también la observó unos instantes, silencioso, reflexivo, con las manos apoyadas en la pernera del pantalón.

– Podría ser -concedió-, pero no me parece lo más probable.

– ¿Qué es entonces, según usted, lo más probable? -quiso saber ella.

– Pues, teniendo en cuenta los tiempos que corren, yo pensaría en el mercado de incunables, un coleccionista de códices o algo así… Y no me trates de usted, que no soy tan mayor. -Los ojos del párroco brillaron con un reflejo extraño, y Márquez tuvo la impresión de que no estaba diciendo ni mucho menos todo lo que sabía.

– Tal vez tenga razón… -admitió ella antes de cambiar de tercio-. Pero, en cualquier caso, lo que nos preocupa no es quién pudo hacer desaparecer el manuscrito, sino por qué estaba interesada en él Patricia Pálmer.

Tocado y hundido. El nombre de la chica muerta actuó como un cortocircuito. Fue como si el sol se hubiera escondido detrás de una nube. El semblante del párroco se transformó por completo. Se incorporó en el asiento, y Villamil advirtió que por primera vez desde que habían iniciado la conversación mostraba síntomas de cierto nerviosismo, tamborileando en el brazo de la silla.

– A Patricia siempre le interesaron los temas bíblicos, desde niña -dijo. El tono irrisorio y la impostura habían desaparecido de su voz. Sus palabras sonaban vacilantes, como si estuviera hablando sin estar convencido de querer hacerlo. Hablaba con tiento-. Le llamaban la atención las sectas raras y esas cosas. Supongo que es normal a una edad. Aunque a ella el interés le duró más. Quería estudiar la especialidad de teología en Roma cuando acabara sus estudios en Santiago.

– ¿La conocías bien, entonces? -quiso saber Villamil.

Una ráfaga de viento hizo tintinear los cristales de la galería. Sonó como un dientecito de leche dentro de una caja de lata. Márquez se levantó y miró hacia afuera. El cielo tenía el color de un calcetín desteñido por muchos lavados. Le pareció ver una sombra moviéndose entre los árboles, pero no estaba segura.

– Supongo que sí -continuó el cura mirando de refilón hacia la ventana como si al otro lado se difuminara un horizonte muy lejano-. Todo lo bien que se puede conocer a una chica de veinte años. Antes de irse a Santiago, venía por aquí con mucha frecuencia. Me ayudaba con las actividades de la parroquia, organizábamos excursiones con los chavales del pueblo, partidos de futbito… Una vez trajimos a los Violadores del Verso. Le encantaba ese grupo. -Al decir eso cayó durante unos minutos en el mutismo, como si se hubiera abismado en el pozo de los recuerdos, pero se recobró enseguida-. Le gustaba participar en todo -continuó-. Era muy entusiasta. Y valiente.

– ¿Valiente?

– Sí. No se arredraba ante nada ni ante nadie. No tenía noción del peligro.

A Márquez se le encendió el piloto automático.

– ¿Insinúa que debería haber tenido miedo de algo?

– Bueno, hubo una época en que sufrimos algunas amenazas en la parroquia. Siempre hay alguien a quien no le gusta lo que haces: te pinchan las ruedas del coche, pintadas en las paredes y esa clase de cosas… En una ocasión casi queman la iglesia, tiraron un trapo envuelto en gasolina por la ventana… Pero afortunadamente la cosa no pasó de ahí.

– ¿Y no lo denunciaron?

– Hace mucho tiempo que dejé de ir a la policía a poner denuncias. No sirve de gran cosa. Nunca se puede demostrar nada por mucho que sepas quién ha sido. Pero tendríais que haber visto a Patricia entonces, parecía Agustina de Aragón, yo creo que, si los coge por banda, los hace picadillo. -El párroco hizo un gesto con la mano ahuyentando el recuerdo, como quien tira una piedra a un pozo y después se aleja-. La mayoría de los cristianos buscamos desligarnos de nuestras responsabilidades concretas, pero ella no. Creía que todas las iglesias debían encargarse de lo más urgente.

– Tengo entendido que militaba en una organización ecologista -terció Villamil.

– Sí, El Arca de Noé -confirmó el cura-, bueno, más que una organización era un club de amigos. A veces celebraban aquí sus reuniones o en algún cobertizo que les dejaban. Muchos jóvenes consideran que el ahorro energético debería ser doctrina de fe. Quizá tengan razón. Es una generación que se educó en el respeto al medio ambiente. Ya en la guardería les enseñaban a plantar pinos y a ahorrar agua. Patricia era toda una activista del reciclaje. Hace mucho tiempo que ya no organizamos nada de eso -se lamentó-. Todos los de su quinta se han ido. Me he quedado sólo con los viejos.

El cura se interrumpió, posiblemente para tomar aliento o para medir lo que había contado hasta entonces. Tal vez le pareció que había hablado más de la cuenta.

– ¿Y no has vuelto a verla desde entonces? -La conversación había entrado en terreno sensible, y ahora Villamil no estaba dispuesto a soltar las riendas.

– Sí, claro que sí. Siempre que volvía al pueblo venía a verme. -El tono del párroco se había vuelto ahora marcadamente melancólico, como si hablara para sus adentros. Márquez advirtió que podía pasar de un estado de ánimo a otro con suma rapidez sin parecer fingido, aunque tampoco totalmente franco-. A veces venía también su novio -dijo-, un chaval flaco e introvertido, se quedaba siempre jugando en la canasta mientras nosotros hablábamos de lo divino y lo humano; Robin, creo que se llama el chico. Algún fin de semana los invité a quedarse en la rectoral, pero les daba reparo dormir aquí por los vecinos, supongo, preferían irse al galpón que tiene la familia de Patricia en Sietecoros. Desde luego, es un lugar más preservado. La última vez que Patricia vino a verme fue esta Navidad. Ya se lo dije a la policía. Se disfrazó de rey Melchor en la cabalgata que organizamos para los críos, pero estaba con la cabeza en otra cosa. Yo se lo notaba. Había algo que le preocupaba. Era muy impaciente, como cualquiera a los veinte años. Le faltaba esa templanza de saber esperar. «No se hizo el mundo en un día», le decía yo para meterme con ella cuando la veía así. Pero cada edad tiene su punto, y ella estaba en la edad de no hacer concesiones.

– ¿Crees que podía estar metida en algún lío?

El cura volvió a mirar hacia la ventana y, mientras lo hacía, sus ojos volvieron a ausentarse. Cuando se quedaba así callado, a Laura le recordaba un poco al actor negro Morgan Freeman. Tenía el mismo pelo encrespado y también algo en los ojos, una mirada de negro o de perro apaleado. Tal vez era de esa clase de personas que sólo comprenden el significado real de las cosas cuando las recuerdan.

– No lo sé -dijo el párroco encogiéndose de hombros, pero en realidad fue como si dijera «¿qué más da ya todo?»-. Todavía no puedo hacerme a la idea de que esté muerta -concluyó.

Hubo un súbito silencio, una especie de hueco de silencio que no procedía de la conversación, sino que parecía haber entrado allí desde fuera. Laura pulsó una tecla de la grabadora y la luz roja se apagó.

– Cada vez se hace tarde más temprano -sentenció Villamil poniéndose de pie. Una de sus típicas frases que lo mismo podían servir como fórmula de despedida o simple expresión de lo que le ardía dentro de la cabeza. Los periodistas veteranos suelen tener un sexto sentido para saber el momento en el que deben marcharse.

Cuando salieron al recibidor, la lluvia había amainado. Bajo el hueco de la escalera había un arcón de herramientas abierto: destornilladores, serruchos, una llave inglesa, un mazo de carpintero, una pala, una Black & Decker… Había también una caña arrumbada de mala manera con un impermeable verde y un cesto de truchas.

– ¿Te gusta pescar? -preguntó Laura tuteando al párroco con familiaridad por primera vez. Se sentía un poco obligada a compensarlo, aunque no sabía muy bien por qué.

– Antes sí -respondió-, pero desde el vertido todo el río está envenenado. Ya no hay peces.

Márquez caminaba tan ensimismada que Villamil intentó bromear, bajándole la capucha de la trenca por delante de la cara, pero ella se la sacudió de nuevo hacia atrás con cara de malas pulgas. Había dejado de llover.

Desde que salieron de la casa hasta que llegaron al coche, el perro los acompañó brincando alrededor. Ladraba, saltaba y salía disparado en cualquier dirección para girar en redondo a los pocos metros y regresar al galope. Parecía loco de contento moviendo el rabo hacia los lados, tratando de lamerle las manos a Laura y de subirle al regazo.

– Sólo lo he visto comportarse así con otra persona -dijo el párroco.

No añadió nada más, pero Márquez y Villamil entendieron que se estaba refiriendo a la chica muerta.

XI

Lois Castro estaba en su despacho, con la mesa repleta de papeles, tazas de café y envoltorios de comida rápida esparcidos por encima. No le había dado tiempo de salir a almorzar. Tenía un bolígrafo Inoxcrom en la mano y jugaba a encenderlo y apagarlo con cierta desazón, dándole al clic con el pulgar. Por fin habían conseguido localizar a la familia de Roberto Caamaño, un matrimonio mayor de Cuntis, una localidad cercana a Caldas de Reis. Los padres no habían sabido nada de él desde el día de autos. El chico vivía solo en Santiago en una pensión barata de la rúa Calderería, aunque según la dueña a veces pasaba largas temporadas sin aparecer por allí. Desde lo ocurrido no se le había vuelto a ver por ningún lado. Su foto figuraba en numerosos carteles policiales repartidos por toda Galicia, en comercios, estaciones y quioscos de prensa. Dar con él era sólo cuestión de tiempo. Nadie desaparece del mapa así como así.

Otra cuestión que preocupaba a Castro era el caso Ferticeltia. Se había pasado la mañana revisando el dossier de Medio Ambiente, y allí no acababa de ver ningún indicio que permitiera solicitar una nueva inspección. El asunto del vertido parecía agua pasada. Y la cruzada de Patricia Pálmer y sus amigos de El Arca de Noé no aparentaba tener mucho fundamento. La empresa había entonado el mea culpa y había corrido con todos los gastos derivados de la depuración de los residuos tóxicos. Además estaba catalogada entre las más dinámicas del sector. Invertía una parte importante de los beneficios en I + D y recibía una subvención de la Xunta. Sólo había una pequeña cuestión que a Castro no acababa de encajarle: un sulfato fitosanitario para vides llamado Agromax, el producto estrella de la firma. La empresa había conseguido registrar el producto y agilizar todos los trámites administrativos para su comercialización en el tiempo récord de un día. Tanta rapidez resultaba mosqueante en un país donde lo habitual era que la gente que solicitaba una fe de vida no la obtuviera hasta después de muerta.

El cartel del producto podía verse en grandes vallas publicitarias en todas las carreteras gallegas. Consistía en una fotografía de un viñedo realizada con gran angular y un primer plano de un vendimiador en mangas de camisa con un sombrero de paja y un racimo de uvas soleadas en la mano. El nombre del producto estaba escrito en la parte inferior con letras de imprenta de color verde intenso: AGROMAX. Con tan escaso margen de tiempo era imposible que se hubieran realizado los análisis necesarios que marcaba la Ley de Productos Químicos, con vistas a su eventual peligrosidad. Castro comprobó que según esa normativa todos los productos químicos fabricados a partir de los años noventa debían ser analizados y sometidos a un período de prueba por sus posibles efectos secundarios, pero los anteriores a esa fecha estaban exentos. Agromax pertenecía a la segunda categoría, aunque había un sulfato anterior a la prohibición, de composición y nombre muy similar que tal vez podría haberle servido a la empresa para burlar la norma. El lobby de la industria química se las sabía todas. Hecha la ley, hecha la trampa, pensó Castro, que conocía el percal.

De todas formas el asunto le parecía demasiado tangencial. Estaba investigando el posible asesinato de una estudiante, no una trama de corrupción administrativa. No había nada que hiciera pensar que entre esos dos acontecimientos pudiera existir alguna clase de relación. Cerró el dossier, cansado, y miró al otro lado de la ventana, donde se alineaban las luces verdes de los taxis.

Luego volvió a mirar el dossier. No sabía muy bien por qué, pero de pronto le vino a la cabeza un pensamiento fugaz. El hilo que unía a Patricia Pálmer y a su chico con la empresa Ferticeltia era demasiado débil. Sin embargo Castro sintió una repentina emoción. Los polis suelen tener extraños cables dentro de la cabeza. Se levantó de golpe, cogió las llaves del coche del cajón de su escritorio y salió disparado hacia el garaje.

Siguió la carretera nacional rumbo a Padrón. Pasó la fábrica de paraguas, un cementerio, el pazo de Escravitude y después tomó la desviación por una carretera comarcal estrecha y medio cubierta de vegetación, con el firme en mal estado. La fábrica Ferticeltia se hallaba a veintisiete kilómetros de Santiago, en las proximidades de Caldas de Reis. Conducir le ayudaba a pensar. Sabía que, tratando con sus paisanos, la distancia más corta entre dos puntos no siempre era la línea recta. Si empezaba a hacer preguntas directamente a los operarios de la fábrica, no conseguiría más que levantar la liebre y ponerlos en guardia. Eso, en caso de que realmente tuvieran algo que ocultar. Así que optó por echar un vistazo por los alrededores de las naves y preguntar a los campesinos de la zona.

La fábrica no era muy grande, quedaba en la margen izquierda del río. Los almacenes se hallaban situados en dos naves en forma de L con estructura de hormigón y cubierta de uralita. También formaba parte del complejo un depósito de agua y un poste de alta tensión. Rodeaba todo el recinto una alambrada de espino y una verja negra cerrada con una cadena de hierro de varias vueltas y un candado. A varios metros de distancia, en el meandro del río, se veía un cobertizo abandonado que podría haber sido en tiempos una granja de animales. Castro detuvo el coche junto a un matorral que ocultaba su vista desde el camino. Buscó el paquete de tabaco que guardaba en el bolsillo trasero de los tejanos y empezó a caminar por la orilla del regato. A cincuenta metros había un paisano pescando con caña.

– ¿Pican? -preguntó llevándose el cigarrillo a la boca.

– Pssee… -contestó el viejo.

– Dicen que hay poca pesca.

– Mucha no hay -concedió el paisano arrancando un carraspeo. Iba vestido con un impermeable verde y llevaba la capucha calada, aunque en aquel momento no llovía.

– Creía que aquí ya no pescaba nadie. Por lo del vertido, digo -aclaró Castro.

– De alguna manera hay que matar el tiempo.

Castro tuvo la impresión de que no iba a obtener mucha más información. Señaló un sendero pegado al muro de una finca donde pastaban algunas vacas.

– ¿Adónde va ese camino?

– No va a ninguna parte -respondió el viejo, categórico-. Ese camino siempre ha estado ahí.

Castro apretó el cigarrillo entre los dientes mientras se alejaba en dirección al sendero. Por más que conociera a sus paisanos, sus respuestas siempre terminaban provocándole una sonrisa de zorro escaldado.

No debía de haber dado ni cinco pasos cuando oyó a su espalda la voz del hombre:

– Si de lo que quiere saber es de la chica muerta, mejor pregúntele al párroco. Él también pesca.

– Gracias -dijo Castro maldiciendo en voz baja. Siempre había pensado que cuando a un policía se le nota tanto el oficio, está acabado.

– Nada, jefe, a mandar -le respondió el otro.

Olía a hierba mojada y a humo de leña. Castro detectó también otro olor más ácido que no acabó de identificar. No le costó mucho dar con la casa rectoral. Llamó varias veces al timbre pero no obtuvo respuesta. Dio una vuelta alrededor de la finca, miró a través de una ventana y le pareció percibir un ligero movimiento en el interior, así que volvió a llamar a la puerta, primero con los nudillos y después aporreando la madera directamente con la palma de la mano.

Una mujer de negro pasó por el camino cargando una caldereta de leche recién ordeñada y se lo quedó mirando con desconfianza.

– ¿Vive aquí el párroco? -le preguntó Castro señalando la puerta.

– Vive -le confirmó la mujer mientras apoyaba la carga en el suelo.

– ¿Y sabe si está en casa?

– Supongo que no -dijo ella antes de continuar su camino-. Sordo no es.

«Vale -pensó Castro para sus adentros-. No sé para qué coño pregunto nada.»

Decidió esperar un rato a que volviera el cura, al fin y al cabo no tenía nada mejor que hacer. Vio un balón viejo junto a la leñera e intentó meterlo en la canasta roja que había a un lado de la entrada. Falló. Volvió a intentarlo desde una distancia más corta. Y volvió a fallar. Al cabo de un rato se cansó de esperar, cogió el mismo sendero paralelo a las fincas por donde había venido y subió una pequeña pendiente hasta lo alto de una loma desde la que se divisaba toda la parte baja del pueblo y algunas aldeas limítrofes.

A un lado había un bosque de eucaliptos bastante intrincado. Se detuvo con el pulso demasiado acelerado y se sentó en un peñasco saliente a recuperar el aliento mientras se hacía el firme propósito de volver al gimnasio y dejar de fumar. Frente a él se extendía el típico paisaje gallego de minifundios y casas dispersas que llegaban hasta un lugar llamado Sietecoros. El nombre le sonaba de haberlo leído en el dossier mecanografiado que le había entregado el subinspector Romaní. Durante el trayecto se había fijado en el letrero de carretera que indicaba la desviación hacia ese lugar. En dirección sur descendía una ladera de viñedos desnudos y recién podados en aquella época del año. No sabía muy bien qué pintaba allí, pero le gustaba la vista.

De repente oyó un impacto seco y cayó al suelo. Luego sintió un dolor intenso a la altura de la sien, se llevó la mano a la cabeza y, al retirarla, vio que estaba completamente empapada de sangre. Se quedó paralizado. No sabía si alguien le había disparado o le había caído un meteorito del cielo. Tampoco tuvo mucho tiempo para detenerse a analizarlo. El segundo impacto llegó con la misma puntería que el primero. Comprobó con cierto alivio que no se trataba de una bala, sino de una piedra aunque de tamaño bastante considerable y lanzada con la misma puntería que un misil de crucero. Tuvo el tiempo justo para tirarse al suelo medio escorado como si fuera a parar un penalti. A continuación asistió a una lluvia de pedruscos que lo habrían dejado seco si no hubiera tenido los reflejos de parapetarse detrás del muro que flanqueaba el camino. Por lo visto, a alguien no le hacía mucha gracia que un forastero anduviera merodeando por allí. Estaba desarmado y tenía la sensación de que iba a perder el conocimiento de un momento a otro. El golpe en la cabeza le había desbaratado el sentido del equilibrio. Tenía una manga del jersey empapada de sangre. Lentamente levantó la mirada unos centímetros por el borde del muro en dirección al lugar de donde procedían las piedras. Una mole de granito rebotó en la esquina del muro y le cayó de lleno en el pie izquierdo.

– ¡Hostia! -blasfemó cerrando los ojos con tanta fuerza como si hubiera recibido una descarga eléctrica, pero era más por efecto del cabreo consigo mismo que por el dolor. Le fastidiaba haberse dejado sorprender sin su arma reglamentaria, sin móvil y sin una maldita linterna, como si hubiera salido al campo de picnic, en lugar de a investigar un asesinato-. ¡Te voy a joder vivo! -dijo en voz baja mirando en la dirección de la que procedían las piedras.

En otras condiciones habría optado por perseguir a su atacante pero, tal como estaban las cosas, lo más sensato era ponerse a cubierto. Volvió a agachar la cabeza y se arrastró como pudo hacia el bosque de eucaliptos. Esperó unos minutos oculto entre la maleza. No sabía si el tipo se había retirado o seguía allí al acecho, esperando a que él se dejara ver. Empezaba a oscurecer, lo que le daba cierta ventaja. Si el enemigo no lo veía, difícilmente podría alcanzarlo. La parte negativa era que probablemente su agresor tuviera un conocimiento del terreno del que él carecía. Lo que le pedía el cuerpo era salir tras él, pero le costaba mantenerse en pie y no era capaz de fijar bien la vista por efecto de la conmoción. Aguardó unos minutos más aguzando el oído. Oyó un crujido en el bosque, a unos diez metros del lugar en el que se encontraba, y al poco rato sintió un bisbiseo serpenteante entre las ortigas. Se le puso todo el vello de punta. Estaba tumbado boca abajo en el suelo junto a un pequeño rastro de sangre en una zona de abundante maleza. Durante un tiempo que le pareció una eternidad, permaneció inmóvil, sin capacidad de reaccionar, como un boxeador noqueado. El dolor le obligó a abrir los ojos de nuevo. Intentó concentrarse en la situación y pensar racionalmente. Salir a campo traviesa por en medio de los pastos no le pareció una buena idea, porque lo convertía en un blanco demasiado fácil, pero tampoco podía esperar allí eternamente. Decidió tomar la iniciativa y se lanzó pendiente abajo pegado al muro, cojeando. En dos ocasiones creyó oír un crujido a sus espaldas y se volvió, pero no había nadie. Luego silencio. No hubo más pedradas.

Cuando estuvo a una distancia que le pareció suficiente, tomó el camino que conducía al pueblo. Se detuvo unos metros antes de llegar a las primeras casas para recobrar el aliento. Consultó el reloj. Pasaban ya de las siete y era noche cerrada. Hacía rato que habían empezado a encenderse algunos puntos de luz en la colina, como pequeñas luciérnagas. También la casa rectoral estaba iluminada y, al pasar junto a ella, vio una sombra que atravesaba la galería. ¿Cuánto tiempo llevas ahí?, pensó para sí. Pero no era el momento más adecuado para ponerse a hacer averiguaciones.

Bajó como pudo hasta el regato donde había aparcado el coche. Antes de ponerlo en marcha, se miró en el espejo retrovisor. Tenía una brecha de cuatro centímetros que presentaba un aspecto horrible. Se sentía realmente mal. Se ató un pañuelo a la frente para detener la hemorragia y confió en poder mantenerse al volante hasta llegar al ambulatorio más cercano, aunque no estaba en absoluto seguro de poder lograrlo.

XII

El aula era amplia, con un ventanal corrido en la pared de atrás y cubierto por una cortinilla gris metalizada para tamizar la luz. De pie en la tarima delante de la pizarra digital, el profesor encendió su ordenador portátil. A pesar de que se hallaba sentada en la última fila de pupitres, Laura Márquez lo reconoció al momento. Un tipo sexy no se le despintaba así como así. Las gafas de montura dorada, la chaqueta de ante, barba de perilla y un tono de piel curtido, inusual en quien se supone que pasa las horas de estudio en archivos y bibliotecas. También su complexión atlética parecía más propia de un aventurero a lo Indiana Jones que de un teórico en filosofía pura.

«Vaya -pensó para sí-, el mundo es realmente un pañuelo.»

– Para enlazar con nuestro último tema sobre la teoría de los mitos y los símbolos -dijo el profesor abarcando con la mirada a toda la clase-, hoy les presentaré a la serpiente «de jardín», llamada así porque su primera aparición en este mundo tuvo lugar en un jardín del Éufrates. -Mientras hacía su introducción, la pantalla se iluminó con un grabado antiguo en el que aparecía una culebra común, identificada en letras cursivas con un nombre en latín: Tentator hortensis-. No es mi intención en una simple clase confundirlos a ustedes con oscuros tecnicismos propios de esta ciencia que sólo entienden aquellos que la han estudiado largos años. Tan sólo pretendo mostrarles, empleando un lenguaje lo más sencillo posible, las diferentes especies de demonio con las que es más probable que se encuentren. Especialmente -añadió con una sonrisita irónica- aquellas de ustedes que acostumbran a frecuentar las discotecas.

La clase le agradeció la broma con una sonora carcajada. Daba la impresión de que el tipo conocía a la perfección las claves de su auditorio, sobre todo del femenino. A juzgar por las miraditas que le lanzaban, debía de tener a todas las alumnas rendidas a sus pies.

– No se rían -replicó sin abandonar el registro irónico-. El conocimiento de los ofidios es de la máxima utilidad. Hay gente que va por ahí confundiendo a verdaderos cocodrilos de tomo y lomo con cándidos lagartos y después pasa lo que pasa. Cuando uno es joven e inocente, todas las escamas parecen iguales.

Tuvo que cortar la segunda oleada de risas con un ligero carraspeo para continuar con la clase.

A Laura le pareció demasiado seguro de sí mismo. Una actitud un tanto engreída, nada extraño tratándose de un profesor universitario.

– El siguiente espécimen en importancia de esta interesante rama de la ciencia que sedujo a grandes poetas es el demonio medieval. -Ahora la ilustración de la pantalla había sido sustituida por el Diabolus Faunalius, un animal de aspecto grotesco, armado con un tridente. El grabado procedía de un códice del siglo XI-. Como ven, su aspecto, con cuernos, cola y garras, contrasta notablemente con la forma serpentina del primer tipo. Tanto es así que muchas autoridades en la materia la consideran una categoría completamente diferente de la especie común o de jardín, y la conectan con un animal de forma similar ya extinto, conocido como Fauno o Pan, natural de muchas zonas de la Arcadia. -El profesor se dio la vuelta para contemplar la cara expectante de sus alumnos-. Los prejuicios que los clérigos y otros hombres de Dios sienten contra este notable ejemplar son desproporcionados y en exceso crueles -añadió con una media sonrisa-, ya que, si no fuera por ese ser al que pretenden destruir, se quedarían sin trabajo… Y, sin embargo, hacen lo imposible por aniquilar a esta simpática criaturita y aplastarla dondequiera que asome la pezuña. Hay gente que no tiene corazón.

Los alumnos volvieron a reírle la gracia. Durante los siguientes minutos el profesor se dedicó a analizar unos versos del famoso poema épico El paraíso perdido, en el que John Milton habla de la caída de Lucifer, la desobediencia del hombre y su consiguiente exilio del Edén.

Toc, toc, toc… Unos discretos golpecitos en la puerta del aula interrumpieron su disertación. Toda la clase volvió la cabeza hacia allí. El profesor bajó de su tarima para abrir y permaneció unos segundos bajo el umbral de la puerta intercambiando unas palabras en voz baja con el tipo que había llamado, un hombre bastante grueso, calvo y con una mancha roja en la frente como la de Gorbachov. Era otro de los profesores del departamento, según pudo enterarse Laura por el murmullo de los estudiantes. Después los dos subieron juntos a la tarima y el recién llegado se dirigió al aula con un tono más bien solemne.

– Bueno, supongo que ya se habrán enterado todos de la triste noticia. Una alumna de esta facultad, Patricia Pálmer, ha muerto en circunstancias que todavía están por esclarecer. Ni que decir tiene que todos lamentamos profundamente esa muerte, que ha venido a alterar la tranquila existencia de nuestra Universidad. -El hombre bajó la cabeza y su voz adquirió un tono más afectado e íntimo-: Mis más sinceras condolencias a aquellos de ustedes que la conocieron personalmente. Sólo quería anunciarles que en señal de duelo mañana quedarán suspendidas las clases en todo el distrito universitario y se celebrará una misa funeral en la capilla del campus a las 19.30. Nos gustaría contar con su asistencia. Nada más. -A continuación le hizo un gesto con la mano a su colega en señal de que podía continuar con la clase.

Esta vez al profesor le costó unos cuantos carraspeos volver a recuperar la atención de los alumnos, que comentaban entre sí la noticia en medio de un murmullo creciente que amenazaba con convertirse en un auténtico alboroto. Quizá algunos de ellos no se habían enterado todavía, a juzgar por las caras de afectación o sorpresa, aunque a Laura le pareció raro, después del despliegue mediático que se había montado. O tal vez lo que comentaban eran los nuevos detalles del caso, que se iban filtrando por aquí y por allá, entre los pasillos y el bar de la facultad. Eso precisamente era lo que Márquez había ido a averiguar.

Después de la entrevista al cura de Caldas, Villamil y ella habían acordado una estrategia en dos frentes. Mientras el veterano periodista de El Heraldo se centraba en el ámbito policial, donde tenía sus contactos, ella debía camuflarse en el entorno estudiantil de Patricia Pálmer, entre sus profesores y sus compañeros de clase. Ambos estaban convencidos de que ahí podrían encontrar alguna información sustancial.

Laura miró a su alrededor con todos los sentidos alerta. Se preguntaba cuántos de aquellos estudiantes que abarrotaban el aula sabían algo. Había un temblor en el aire, como un millar de alas. Tenía la impresión de hallarse dentro de un avispero.

Finalmente el profesor consiguió que las aguas volvieran a su cauce y continuó la clase con su peculiar tratado de demonología. La pantalla mostraba ahora a un apuesto diablo rojo con una pluma de pavo real en el sombrero. Parecía una xilografía renacentista y, al igual que las anteriores, incluía una nomenclatura en latín.

– Diabolus Mephistopheles -puntualizó el profesor-. Este singular espécimen mide casi dos metros de alto y fue descubierto por un culto y emprendedor naturalista alemán llamado Wolfgang von Goethe, del que ustedes sin duda habrán oído hablar. Goethe publicó una interesante historia sobre este personaje, tan entretenido como impredecible. El ejemplar fue criado en casa de su compatriota, el doctor Fausto, que, como saben, llegó a hacer un interesante pacto con el diablo.

Esta vez el comentario no suscitó ninguna sonrisa de complicidad entre los alumnos. El ambiente no parecía muy propicio para las bromas y el profesor continuó la explicación con un tono neutro, algo contrariado, como el niño al que le han estropeado su juguete.

Antes de que sonara el timbre, Laura Márquez ya sabía que se llamaba Fidel Dalmau, aunque todos sus alumnos le llamaban Fidelius, y que su despacho estaba en el tercer piso, junto al Departamento de Psicología Aplicada. Dudó si abordarlo al final de la clase o hacerlo en el piso de arriba, pero finalmente se inclinó por la segunda opción. No quería suscitar comentarios entre los estudiantes, que ya empezaban a lanzarle miradas de curiosidad.

Antes de salir del ascensor, se miró de refilón en el espejo: vaqueros negros, sudadera gris, una bolsa de lona al hombro y una carpeta llena de pegatinas. Parecía una estudiante más de los cientos que deambulaban por las aulas aquella mañana. Se arregló un poco el flequillo con los dedos e hizo un gesto de aprobación, como si considerase su indumentaria un camuflaje suficientemente convincente para su incursión al otro lado de las líneas enemigas.

El pasillo era largo, con los tubos de la calefacción a la vista en el techo, pintados de un color amarillo chillón. Las ventanas estaban a la derecha y daban a las pistas del polideportivo; las puertas de los distintos departamentos se hallaban al lado izquierdo y estaban pintadas del mismo color amarillo. Laura tomó aire antes de llamar.

– ¿Sí? -preguntó una voz desde dentro.

– Hola… -dijo ella tímidamente-. ¿Podría hablar con usted un momento?

– Lo siento, no tengo horario de consulta… -se disculpó el profesor señalando el cartel con sus horas de atención a los alumnos.

– Sólo serán dos minutos.

El profesor Dalmau accedió sin mucho convencimiento. No dijo nada, pero la invitó a sentarse con un gesto de la mano.

– Verá, soy estudiante de historia antigua -mintió ella-. Estoy preparando un trabajo y…, bueno, me gustaría que me orientara un poco con la bibliografía.

– ¿Qué pasa? ¿Que en la Facultad de Historia no tienen ustedes profesores?

– Claro que sí, lo que ocurre es que… -Laura dudó un momento-. Bueno…, no son tan competentes.

El profesor Dalmau sonrió de medio lado. Debía de estar muy acostumbrado a que las alumnas se inventaran las excusas más peregrinas para acercarse a él. La de Márquez lo era por partida doble. Se quedó mirándola, intrigado.

– ¿Cómo ha dicho que se llama?

– No lo he dicho. Me llamo Laura Márquez.

– Bien, señorita Márquez -se había quitado las gafas y las miraba al trasluz para comprobar la limpieza de los cristales-, y ¿sobre qué asunto trata su trabajo?

– Estoy haciendo una tesis sobre la influencia del priscilianismo en las comunidades campesinas.

El profesor se ajustó las gafas y la observó con renovada atención, aunque Laura no pudo discernir si el interés era consecuencia del tema de su trabajo o de secretas reflexiones personales.

– Interesante… -dijo sin abandonar la concentración del gesto-. Pero me temo que no voy a poder ayudarla. No sería muy correcto por mi parte dejar a mis colegas de historia sin trabajo, ¿no le parece?

– Comprendo -se excusó Laura encajando la negativa con aparente resignación, como si ya contara con ella de antemano-. Lamento haberlo molestado -dijo mientras le echaba un último vistazo a la mesa: algunos libros, una pila de trabajos amontonados, una fotografía enmarcada en la que el profesor aparecía fumando en pipa con una gorra de doble visera y capelina de tweed a lo Sherlock Holmes al lado de un perro labrador negro al que sujetaba del collar. La foto estaba tomada junto a un típico hórreo gallego, no parecía el lugar más indicado para una fiesta de disfraces.

A Márquez le habría gustado quedarse husmeando por allí un rato más, pero era el momento de decir adiós, muy buenas. Así que recogió su carpeta y salió del despacho cerrando la puerta muy despacio, igual que cuando uno abandona el lugar donde olvida algo sin saber muy bien de qué se trata.

No había dado ni cinco pasos cuando el profesor Dalmau asomó otra vez la cabeza al pasillo y la llamó. Laura no tenía la menor idea de la razón por la que había cambiado de opinión, pero alguna era sin duda.

– Entonces dice usted que está interesada en el priscilianismo… -le preguntó el profesor mientras con un gesto de la mano le indicaba que tomara asiento.

– Sí, me interesa la influencia de la religión en el mundo, las herejías y todo eso.

– ¿Es usted creyente?

– No.

– No es creyente pero le interesa la religión…

– Eso es.

– Y ¿por qué le interesa precisamente el priscilianismo? Hay otras muchas corrientes de pensamiento heréticas dentro de la Iglesia.

– Lo sé, pero me gusta su manera de relacionar la divinidad con la naturaleza. Me parece una tendencia de pensamiento muy moderna que conecta con el ecologismo. Hoy en día muchos de nosotros defendemos la naturaleza como lo hacían los paganos, y ni siquiera sabemos por qué.

– Ya… ¿Y es ésa la única razón?

– No -respondió Laura. Su pulso latía ahora con la misma aceleración que la del jugador que acaba de tirar un dado y espera ver salir su número-. También lo hago por… -hizo una pausa para medir muy bien el efecto de sus palabras-. También lo hago por amistad.

– ¿Por amistad? -se extrañó el profesor.

– Bueno, no sé muy bien cómo explicarlo, pero debo terminar el trabajo empezado por otra persona, que no pudo acabarlo.

Era un globo sonda demasiado obvio, pero no disponía de otro mejor. Además, de algún modo, no dejaba de ser verdad. Desde el principio no lograba quitarse de encima la incómoda sensación de afinidad con la víctima. Como si en cierta medida todo aquello le atañese a ella personalmente de un modo incuestionable y secreto. Demasiados paralelismos, líneas sesgadas y escurridizas que convergían con aprensión en un punto oscuro de su memoria. Al fin y al cabo no era la primera vez que se hallaba inmersa en un caso de homicidio.

– Entiendo… -respondió el profesor, meditando unos segundos con las dos manos enlazadas sobre la mesa, envolviendo los pulgares en un movimiento circular. Tenía un modo propio de mirar a través de las gafas y asentir despacio, con cierta duda razonable-. Está bien -concedió al final-. ¿Tiene con qué apuntar?

A continuación Fidel Dalmau se dedicó a citar la bibliografía básica sobre Prisciliano y su obra, haciendo especial hincapié en el Liber apologeticus, sobre el que mencionó un estudio muy exhaustivo realizado por George Schepps, que fue quien descubrió casualmente el manuscrito en un rincón olvidado de la Universidad de Wurzburgo. El problema era que el texto estaba descatalogado y resultaba prácticamente imposible de conseguir. Eso limitaba bastante las posibilidades de Márquez. Pero finalmente el profesor encontró unos cuantos títulos con los que estaba seguro de que la chica podría suplir esa carencia, al menos de momento. El primero era un texto clásico del historiador francés Jacques Chocheiras; le seguía una biografía del teólogo gallego José Chao Rego titulada Prisciliano: profeta contra o poder, a continuación, la tesis The making of a heretic, de la americana Virginia Burrus, y por último un interesante ensayo sobre ocultismo y poderes carismáticos en la Iglesia primitiva del famoso teólogo anglicano y profesor de Oxford Henry Chadwick.

– Cuando los haya leído, puede volver aquí -dijo derrochando una amabilidad que nada tenía que ver con su distante actitud inicial-, pero es preferible que lo haga en mi horario de atención a los alumnos: martes y jueves, de 19 a 20 horas -dijo, sonriente, señalando el cartel que había pegado con celo en la puerta.

Laura asintió agradecida.

– Lo prometo.

Lloviznaba cuando salió al exterior. Una lluvia fina, apenas molesta. Todo el campus universitario estaba cubierto de nubes entre las que a veces, momentáneamente, se colaba un rayo de sol que iluminaba parte del césped. A Laura aquel juego de luces y sombras le produjo una sensación antigua, repleta de suspense. Se subió la capucha y dobló por las canchas vacías del polideportivo con la cabeza baja, pensativa. Había una idea que le rondaba la cabeza. En los últimos meses su capacidad de comunicarse verbalmente con sus semejantes se había reducido de forma considerable, sin embargo, era capaz de percibir como nadie el lenguaje corporal. Su instinto había desarrollado al máximo el sentido de la percepción, como los ciegos aguzan el oído o el tacto hasta extremos inalcanzables para los videntes. Podía detectar cualquier señal de tensión. Tics, balbuceos en el habla, sudores… Eran cosas normales. La gente se pone nerviosa en distintas situaciones, le pasa a todo el mundo. No tenía nada de extraño. El problema empezaba cuando la persona intentaba ocultar esa reacción. Era entonces cuando su instinto le decía que debían encenderse todas las alarmas.

Y había un síntoma de tensión que Laura sólo había visto una vez. Una única vez. Y le había costado demasiado caro como para olvidarlo. Fue en Lisboa. Por un momento, el fantasma de Wilberth Santos cobró vida.

Habían bajado de noche hasta el barrio de Alcántara y caminaban por una zona de bares y discotecas en medio de una muchedumbre como de puerto asiático, rostros iluminados por ráfagas de luz azules y rosas, jóvenes que se movían como obedeciendo a los distintos ritmos que fluían a la puerta de cada local, cuyo nombre resplandecía sobre el asfalto en forma de letrero luminoso: Freetown, Yakarta, Bora-Bora, Tongoy…, como si los hubiera llevado hasta allí una turbia nostalgia de sus lugares de origen.

– Espérame aquí -le había dicho Wilberth, dejándola sentada en una esquina de la barra en el Tongoy, música latina, camareros chilenos-. No tardo ni cinco minutos.

Sólo habían pasado tres cuando Laura se volvió en medio de un estruendo de cristales, botellas rotas y sillas que volaban por los aires. Y allí estaba Wilberth, sostenido en vilo por dos guardias de seguridad de cien kilos cada uno, sangrando por la nariz con las gafas rotas y los botones de la camisa arrancados de cuajo. Cuando ella salió en su defensa, la levantaron por el aire sin el menor esfuerzo como quien levanta una pluma.

– Muy brava, tu mina, chileno -dijeron los dos matones mientras los conducían a un despacho en la parte trasera del local.

Y allí fue donde apareció el tipo. Laura le echó unos sesenta y algo, cuerpo atlético, por lo menos dos horas semanales jugando al tenis o al golf, piel bronceada y algo grasa, traje oscuro de Armani, camisa con dos iniciales bordadas y ostentosos gemelos de oro macizo en los puños. También era de oro el anillo que lucía en el dedo meñique. Estaba sentado a una mesa de nogal, con los codos apoyados en el tablero y las manos entrelazadas, jugando a envolver los pulgares con una expresión de infinita paciencia.

– Otra vez tú… -le dijo a Wilberth mirándolo de arriba abajo.

– Hijo de puta -le espetó él por todo saludo. Un pronto que, dada la situación en la que se encontraban, a Laura le pareció del todo inconveniente.

– Eh, eh -protestó el del anillo-. ¿Son ésos los modales que te han enseñado en casa? -Parecía divertido con la situación, y su actitud podría decirse que era casi cordial, de no haber sido por un ligero temblor de las aletas de la nariz que lo delataba.

Laura sintió el frío del recuerdo horadándole los huesos. El mismo gesto acababa de notarlo hacía apenas unos minutos en el rostro del profesor. No cuando mencionó el tema de su tesis, sino unos segundos después, exactamente cuando le explicó que debía acabar el trabajo empezado por alguien que no había podido terminarlo.

En ese momento Fidel Dalmau había tomado aire y las aletas de su nariz se habían dilatado, como si el aire no le llegara al fondo de los pulmones, un movimiento reflejo. Mientras la observaba con las manos cruzadas sobre la mesa y los pulgares girando, había respirado de ese modo. Una sola vez. Una inspiración. Luego dejó que el aire saliera lentamente entre los labios, controlándolo, sin hacer ruido.

«Bueno, joder. Puede que no signifique nada -pensó Márquez-. La gente respira, toma aire por la nariz y lo expulsa por la boca. Eso no convierte a nadie en un asesino», se dijo mientras dejaba a un lado el edificio de Económicas con las aulas iluminadas. El césped relucía brillante bajo el cielo encapotado, en completo silencio. Hacía frío y no tenía la menor idea de por dónde empezar su reportaje de investigación. De pronto la invadió una profunda sensación de desánimo. Sin darse cuenta, acababa de meter el pie en un charco.

XIII

– Te han dejado guapo de cojones -Arias miraba al comisario con ojos inquisitivos.

Lo cierto es que Castro no presentaba muy buen aspecto. Sin afeitar y con aquel pijama hospitalario de color verde, cualquiera podía parecer un moribundo.

El forense se sentó en un extremo de la cama sin quitarse el abrigo y leyó en voz alta el parte de ingreso. Según el informe médico, el paciente había ingresado a las 20.15 del día anterior con una herida en la sien de cuatro centímetros y síntomas de conmoción cerebral: dolor de cabeza, somnolencia, estado de confusión general y lentitud de reflejos. Presentaba también una rotura del primer metatarsiano del pie izquierdo, afortunadamente sin desplazamiento, lo que significaba que no habría que operar. La resonancia magnética que se le había practicado para descartar daños cerebrales no había mostrado anomalías neurológicas de relevancia, pero el protocolo recomendaba permanecer al menos veinticuatro horas en observación.

– Lo que me faltaba -refunfuñó Castro incorporándose de golpe con cara de pocos amigos. Parecía realmente cabreado.

– Tranquilo. ¿A qué vienen tantas prisas? -le reconvino el forense tratando de que volviera a recostarse-. De aquí no sales hasta que te den el alta.

– ¡¿Estás de coña?! -respondió Castro con una expresión de perro apaleado al que todavía le quedan bastantes arrestos-. Me largo ahora mismo. ¿Dónde está mi ropa?

Arias atravesó la habitación hasta la ventana enarcando una ceja con un mohín sardónico, apartó el extremo de un visillo y se puso a mirar con resignación hacia el horizonte. La lluvia caía mansa e insondable.

– A veces se me olvida que eres de Corcubión -rezongó haciendo alusión a la fama de tercos como mulas que tienen los de esa comarca-. Te he traído ropa limpia -dijo señalando una bolsa de El Corte Inglés junto a la mesilla de noche.

Lo conocía lo suficiente como para saber que ni con una camisa de fuerza lograría que se quedase en el hospital.

Castro se rió entre dientes. Tenía una risa peculiar, juvenil y atravesada, y cuando reía mostraba los caninos como un perro flaco, que puede resultar a la vez tierno con sus crías o despiadado con los enemigos, según lo requieran las circunstancias. Una de esas risas de las que conviene protegerse por si acaso.

A las 9.30 entró una enfermera joven con la hoja del alta voluntaria, que Castro se apresuró a firmar. Necesitaba volver al trabajo tanto como un alcohólico anhela un trago. Era una chica simpática que miraba al comisario con evidente arrobamiento. Castro no era un tipo especialmente guapo, su rostro, sobre todo de perfil, resultaba tosco, de rasgos demasiado duros, pero había que reconocer que hasta en sus momentos más bajos tenía un gancho infalible con las mujeres.

– ¡Qué cabrón! -le soltó el forense con un guiño cómplice.

La ATS le puso un fuerte vendaje en el pie, le dio unas muletas y se despidió de él con su mejor sonrisa. Media hora más tarde salía del hospital cojeando de un pie y apoyándose en el otro, mientras Arias le abría la puerta del taxi que los llevaría de nuevo hasta la comisaría de policía en la plaza Rodrigo de Padrón en medio de un atasco infernal de viernes lluvioso en hora punta.

El viejo edificio había sido en tiempos casa cuartel de la Guardia Civil y conservaba ese aire recio y algo sombrío de los locales castrenses, pero por dentro estaba totalmente reformado. Castro sonrió con satisfacción al verse de nuevo en su despacho. Se sentó en su sillón giratorio, apoyó el pie vendado encima de la mesa y miró hacia la ventana por encima de los tejados donde se perfilaban las torres barrocas de la fachada del Obradoiro.

Lo primero que hizo fue llamar a su ex mujer para decirle que esa tarde no podría recoger a Candela. A juzgar por la cara del comisario, debían de soplar vientos de fronda al otro lado del hilo. De recién casados eran frecuentes entre ellos las disputas domésticas sobre cómo conciliar el horario laboral y el familiar, pero ahora a Castro no le parecía que esa clase de discusión tuviera mucho sentido. De todos modos, no se lo reprochaba. Si no era fácil ser la mujer de un policía, ser su ex tampoco debía de ser moco de pavo. Lamentaba haberle arruinado su sesión de pilates. Pero, qué demonios, que se hubiera casado con un registrador de la propiedad. El comisario se excusó como pudo sin hacer ninguna alusión a su accidente. Más difícil le resultó convencer a la niña. Sus protestas se oían de fondo. Tuvo que prometer que le compraría en el quiosco unas calcomanías de Shin-Chan y asegurarle que el próximo viernes alquilaría el vídeo de El rey león, su cinta favorita, y se pasarían la tarde juntos viendo películas de Disney en el sofá y comiendo palomitas.

Tras colgar, Castro soltó un bufido y se quedó contemplando el desorden de su mesa. Iba siendo hora de centrarse en el trabajo. Así que intentó ordenar los acontecimientos en una secuencia lógica. Una estudiante de filosofía aparecía muerta en el altar mayor de la catedral. Según la autopsia el fallecimiento se había producido como resultado de un fuerte impacto abdominal equivalente a un choque frontal a gran velocidad, lo que en principio llevaba a descartar las causas naturales. La chica no tenía antecedentes penales, problemas de drogas ni especiales conflictos, salvo un pequeño incidente de alteración del orden público a raíz de un vertido tóxico de la fábrica de productos fitosanitarios Ferticeltia. El percance había desvelado su relación con una minoritaria organización ecologista llamada El Arca de Noé. La fábrica, situada a pocos kilómetros de la localidad de origen de la chica, gozaba del beneplácito de los poderes públicos, y en principio su situación económica y administrativa no presentaba aparentemente ningún problema. Sin embargo, la visita de Castro a la zona donde la empresa tenía las naves de almacenamiento había acabado de un modo bastante abrupto para él, con una agresión de la que no había salido precisamente bien parado. En principio nada permitía relacionar los dos incidentes. En el medio rural había gente muy venada capaz de liarse a machetazos por un linde de fincas o una herencia. Pero Castro no estaba dispuesto a descartar la conexión sin antes haberla investigado. Lo primero era tramitar una orden de registro, mandar una unidad de inspección ocular a la zona y sondear a los vecinos de Sietecoros. No llevaría mucho tiempo: era una parroquia pequeña de apenas treinta familias. Lo segundo era cosa suya.

Descolgó el auricular.

– Romaní, quiero un informe completo del caso Ferticeltia en mi despacho dentro de una hora -el comisario enrollaba inconscientemente el cable del teléfono mientras hablaba y asentía con la cabeza-. Sí, el del vertido tóxico. Por cierto, tampoco nos vendría mal el dossier de lo que salió en prensa. Me parece recordar que El Heraldo hizo un buen trabajo de investigación. ¿Cómo se llama ese periodista…? -Castro chasqueó dos dedos en el aire como si tuviera el nombre en la punta de la lengua. Pero la memoria de Romaní resultó más rápida-. Exacto,Villamil. Consígueme una cita con él lo antes posible.

– De acuerdo, jefe. Le advierto que está como una regadera, pero es un buen periodista. O lo era.

Dos horas más tarde, el veterano reportero de El Heraldo entraba en el despacho de Castro con un tabardo marinero y una corbata de Peter Pan bastante discreta para lo que era su estilo. La conversación transcurrió en términos prácticos. Yo te cuento, tú me cuentas. Nadie ofrece nada gratis, el tipo de trato off the record que un periodista acostumbra a mantener con una fuente oficial que debe permanecer en el anonimato, lo que en algunos momentos le dio a la charla un cariz de curioso duelo verbal. Un observador imparcial habría considerado que el resultado del encuentro acabó en tablas. Tanto Castro como Villamil eran perros viejos y cada uno en su oficio sabía tentarse la ropa.

Estaban sentados en los sillones bajos de lona, uno enfrente de otro, con una pizza margarita y sendas bebidas sobre la mesa. Una coca-cola para Castro y para Villamil un gin-tonic de London, que el comisario había encargado por teléfono al bar Las Vegas, como siempre que tenía invitados.

– ¿Un cigarrillo?

– No, gracias -respondió el periodista-. Mens sana in corpore insepulto.

Castro sonrió con el colmillo retorcido. Un tipo gracioso. Mira tú por dónde.

La conversación siguió el viejo patrón de las aperturas de ajedrez. Comenzó el policía con una salida que podría calificarse de clásica. A lo que el periodista respondió con una defensa siciliana de manual. Los primeros movimientos siempre funcionan con pautas reglamentarias. Es después, una vez que el juego sigue su propio derrotero, cuando se necesita una estrategia.

Durante la primera mitad de la partida, Castro expuso someramente la información que tenía sobre la chica y su círculo de amistades, incluidos los mensajes de voz de su móvil, sin ocultar su militancia ecologista y su detención a raíz del incendio de las oficinas administrativas de Ferticeltia, pero obviando la parte del informe forense que se refería a las relaciones sexuales consentidas que Patricia Pálmer había mantenido con alguien pocas horas antes de su muerte. A Villamil le dio la impresión de que toda la información había sido cuidadosamente calibrada de antemano, lo que no disminuía su interés ni su credibilidad, pero limitaba su alcance. En otras palabras, pensaba que Castro era un policía bregado que dosificaba los datos con cuentagotas según su interés, y que probablemente contaría con una dilatada experiencia en esa clase de negociaciones con huesos bastante más duros de roer. A pesar de ello, se comprometió a no publicar nada sobre el asesinato que no fuera resultado directo de sus propias investigaciones. Al menos, de momento.

Pero Villamil tampoco era un tierno lirio del valle ni nada parecido. Por su parte, se calló lo que sabía sobre la desaparición del Liber apologeticus y la visita de Patricia Pálmer a la biblioteca de la universidad el mismo viernes en que fue asesinada en la catedral. Eso no entraba dentro de su parte del trato, y quizá podría servirle como moneda de cambio en un próximo encuentro. En principio lo único que Castro le había pedido se limitaba al caso Ferticeltia, así que se ciñó al asunto, relatando la información confidencial que tenía sobre la empresa y que no había podido ser publicada por contener algunas lagunas y no estar suficientemente contrastada.

En resumidas cuentas, su informe hacía referencia a un programa oficial de subvenciones destinado a las empresas que, como Ferticeltia, dedicasen parte de sus beneficios a invertir en países del Tercer Mundo en actividades relacionadas con el sector primario, básicamente agricultura y ganadería. En teoría, se trataba de un proyecto de ayuda al desarrollo que por un lado impulsaba las PYMES y por otro permitía a países como Marruecos sanear su economía y a otros como Sudán, Nigeria o Etiopía combatir las plagas de langosta periódicas y sortear las hambrunas. Hasta ahí, nada que objetar.

El problema, según Villamil, radicaba en las denuncias realizadas por algunas ONG y organizaciones ecologistas, que acusaban a esas empresas de utilizar a la población de los países pobres como conejillos de Indias para sus experimentos con sulfatos y abonos químicos altamente tóxicos, bajo la apariencia de ayuda humanitaria. Según los citados informes había datos relevantes sobre el aumento de distintos tipos de cáncer en las comarcas afectadas y malformaciones congénitas en los recién nacidos.

– Vaya, esto empieza a ponerse interesante. O sea, que las supuestas inversiones eran una tapadera para la fabricación ilegal.

– Más o menos -le respondió Villamil dando un trago largo a su gin-tonic-. El problema es que el asunto de las denuncias llegó al Congreso de los Diputados a través de una iniciativa de Izquierda Unida y se montó bastante revuelo en prensa. Alguien en el gobierno se puso nervioso con la notoriedad del caso. Con lo cual, a los pocos meses se suspendió el programa.

– O sea, que se acabaron las subvenciones -dedujo Castro.

– Exacto. Pero el problema para Ferticeltia y otras empresas como Abonos Layer, ACC y Xuncal, S. A., no eran las subvenciones. Para ellos eso era el chocolate del loro. El gran problema era que se quedaban sin campo de pruebas donde ensayar sus productos. Es entonces cuando Ferticeltia aumenta la inversión en Galicia y amplía las naves de almacenamiento contando con la colaboración de alguna entidad bancaria como Caixa Nostra. Generan puestos de trabajo en toda la comarca del Salnés, se ganan a la gente de los pueblos y sacan su producto estrella, Agromax, un abono con altas concentraciones de amoníaco, cadmio y arsénico, saltándose todos los controles sanitarios preceptivos.

– Lo que me imaginaba -le interrumpió Castro-. Pero, si sabían eso, ¿por qué no lo publicaron?

Villamil sonrió con sarcasmo.

– Pues porque no podíamos probar la mitad de las cosas, y porque El Heraldo no es el Washington Post. Existe la publicidad institucional y la privada. Sin esos ingresos, el periódico se iría al garete. No me mire así. Sólo soy un reportero -dijo-. Y… Dios sólo existe para quienes escriben los editoriales -añadió sacando a relucir la famosa máxima del periodismo de guerra.

– Ya. O sea, que Ferticeltia fabrica y comercializa un fertilizante de alto riesgo para los trabajadores de la planta y la gente de los alrededores.

– No son sólo las lesiones para los que están expuestos a un contacto directo. Es también el peligro de contaminación de las aguas y de la capa freática. De hecho dos meses más tarde, como sabe, se produjo el peor vertido que sufrió Galicia después del Prestige. No arrasó la zona marisquera de puro milagro. Sin embargo, apenas trascendió. No se le dio publicidad. Todo el mundo estaba interesado en cubrir el asunto, la Xunta, los bancos, la empresa y su compañía aseguradora, que se apresuró a correr con los gastos de depuración de las aguas, los propios mariscadores, los vecinos… Todo Dios. Bueno, todos menos un grupo de chavales que se encadenaron a la verja y permanecieron allí cuarenta y ocho horas hasta que se hartaron de que nadie les hiciera ni puto caso.

– Patricia Pálmer era una de ellos -dijo Castro.

– Lo sé.

– ¿Y cree que sabía algo de todo esto?

– Hombre, es de suponer. O lo sabía o estaba a punto de descubrirlo. Piénselo: la chica es de Caldas de Reis, un municipio muy cercano al lugar donde está situada la fábrica. Participa en las protestas contra el vertido y milita en una organización ecologista comprometida con la defensa del medio ambiente. Poco después el edificio administrativo de la empresa sufre un incendio aparentemente fortuito. Algunos miembros de la asociación El Arca de Noé son detenidos cautelarmente y puestos en libertad sin cargos. Al cabo de poco tiempo, la chica aparece muerta. No hace falta ser un lince para llegar a la conclusión de que los hechos, de alguna forma, podrían estar relacionados.

Castro añadió a la lista de coincidencias su accidentada visita a la fábrica, pero lo hizo para sus adentros. Tampoco quería darle al Heraldo más bazas de las que ya tenía.

– Si es así, tendríamos un posible móvil del crimen -dijo-. Probablemente la chica ni siquiera era consciente de la amenaza que suponía ni del riesgo que estaba corriendo. Lo que no acaba de encajar en el puzle es la catedral. ¿Por qué en la catedral?

– Usted es el policía. Tendrá que averiguarlo. Patricia Pálmer era creyente. A su manera, claro -dijo Villamil de un modo deliberadamente críptico, manteniendo en alto su defensa siciliana.

No mencionó nada de la obsesión de la chica por el priscilianismo, que podía tener tanto de arrebato místico como de interés filosófico. En ese sentido, tanto la entrevista al cura de Caldas como las indagaciones que Márquez había hecho en la facultad con el profesor Dalmau habían sido bastante ilustrativas de por dónde podían ir los tiros. Ésa era la parte del trabajo que les correspondía a ellos por derecho de conquista. Pero todavía quedaban muchos interrogantes por resolver.

Antes de que Castro pudiera salir al paso del comentario, sonó el teléfono. La interrupción le extrañó. Había dado orden de que no le pasaran llamadas mientras estuviera con el periodista. Se levantó con dificultad, apoyándose en una sola muleta.

– Jefe, perdone que le moleste, pero tengo al otro lado de la línea al padre Barcia -le anunció Romaní-. Insiste en que tenía una cita con usted esta mañana. -Castro se dio un golpe en la frente con la palma de la mano. Se le había olvidado por completo. Por un momento, la imagen del deán con su sotana raída y sus zapatones de cura viejo cruzó por su mente como una sombra-. ¿Le digo que se pase mañana? -preguntó el subinspector ante el prolongado silencio de Castro.

– No, no, no hace falta… -se excusó el comisario con una mueca de contrariedad. Le fastidiaba haber olvidado la agenda del día. Hasta que vio la orden con el requerimiento del juez encima de la mesa no cayó en la cuenta de que había dejado un cabo suelto en la investigación. Con tanto follón no había reparado en el testimonio del deán. Al fin y al cabo él había sido quien había encontrado el cadáver-. Dile que yo me acercaré por su casa esta tarde, a eso de las ocho.

Tras colgar, se quedó un rato con el auricular en la mano, pensando que la conmoción había afectado a sus reflejos. Luego volvió al sofá y todavía continuó un cuarto de hora más hablando con el periodista sobre algo tan abstracto como la ética y las finanzas.

Ambos coincidían en su opinión de que la verdadera delincuencia se movía ahora en las altas esferas económicas, entre individuos que jugaban con el dinero de los demás como si se tratara de una partida de Monopoly.

– Esos tipos han amasado una fortuna en Bolsa con fondos de alto riesgo, y un día va a resultar que los fondos de alto riesgo son exactamente eso: alto riesgo de verdad -sentenció Villamil haciendo tintinear el hielo de su gin-tonic-. Y entonces todo el tinglado se irá a tomar por saco. Si no, al tiempo.

– Lo malo es que pagarán la cuenta los de siempre, la gente que se levanta cada día a las seis de la mañana para ganarse el pan. Es lo que nos espera, me temo.

Villamil pensó que, si aquello no fuera puro sentido común, parecería una afirmación de radicalismo izquierdista. Aunque en su opinión no se podía meter a todos los empresarios en el mismo saco. Una cosa era Ferticeltia, montada en los ochenta con el dinero rápido de la generación del pelotazo, y otra, por ejemplo, el caso de Venancio Portela, un empresario que había salido de la nada a base de esfuerzo y que había conseguido crear puestos de trabajo, dinamizar el sector textil, colocar sus comercios en todos los continentes y situarse entre las principales fortunas del mundo, un ejemplo de self-made man a la gallega.

– De acuerdo, no todos los empresarios son iguales -concedió Castro-, pero tampoco hay que engañarse. Nadie gana honradamente cientos de millones de euros.

En su opinión, la cuestión era sencilla: un empresario, un director de banco, un financiero que especula con los ahorros de la gente en operaciones disparatadas, o que se dedica a blanquear dinero negro, o que incumple la normativa de protección del medio ambiente y que hace negocios con empresas tapadera debía ir a la cárcel y punto.

Villamil no tenía en gran estima al cuerpo de policía, en parte debido a su propia experiencia, pero al final de la charla constató para su sorpresa que aquel comisario flaco con pinta de sabueso, cojo y medio descalabrado, empezaba a caerle bien.

XIV

LOCAL EL HERALDO GALLEGO

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¿Quién mató a Patricia Pálmer?

(R. Villamil y L. Márquez)

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El misterio y las incógnitas siguen rodeando la muerte de la joven estudiante de Filosofía Patricia Pálmer, cuyo cuerpo fue hallado sin vida el sábado pasado en la catedral de Santiago de Compostela. Según fuentes policiales, todavía no ha sido localizada el arma homicida, y tampoco se ha detenido a nadie como sospechoso hasta el momento, aunque las indagaciones parecen aproximarse cada vez más al círculo de jóvenes estudiantes que frecuentaba la víctima. La ciudad sigue conmocionada por el suceso y las conjeturas sobre las posibles razones del lugar del asesinato están dando pie a numerosos rumores. Desde la Edad Media los crímenes en sagrado han sido vinculados en la imaginación popular con sectas diabólicas, alimentando así todo tipo de leyendas. El interés que está generando el caso, unido a la juventud de la víctima, ha llevado a que desde diversas instituciones se pida prudencia en el tratamiento informativo de estos hechos. El conselleiro de Cultura se sumó ayer a esta…

El coche de línea avanzaba con su habitual traqueteo entre los bosques de eucaliptos. Márquez ojeaba en El Heraldo la crónica a tres columnas que Villamil y ella firmaban al alimón en las páginas de local. Una simple recapitulación de los hechos sin grandes novedades pero redactado de forma amena, de modo que el lector apenas lo notaba. También había un par de globos sonda, como la referencia a los círculos universitarios y la alusión a los crímenes rituales, que habían sido colocados subliminalmente con toda la intención. La conversación de Villamil con el comisario de policía le había dado al periodista unas cuantas ideas de por dónde podían ir los tiros. De hecho empezaba a considerar que la aparición del cadáver de Patricia en el altar de la catedral podría ser sólo una forma de desviar la atención sobre la verdadera trama. Pero Márquez también tenía su propia opinión sobre lo que había que hacer, sobre todo después de la entrevista que ambos habían mantenido con el cura de Caldas en la rectoral. Si Villamil esperaba que se quedara cruzada de brazos, iba listo.

La imagen del novio de la chica le venía constantemente a la cabeza tal como el párroco lo había descrito: un chico callado que prefería jugar a la canasta mientras ellos arreglaban el mundo. Tampoco se le había olvidado la referencia al galpón donde, según él, la pareja se quedaba a veces a dormir. Por eso se dirigía a Caldas de Reis, adonde el autobús llegaría en menos de veinte minutos después de realizar una parada en el apeadero de Sietecoros.

El temblor de los cristales de la ventanilla contra la tiniebla rayada y oblicua de la lluvia le producía una relativa sensación de suspense, como en la película Recuerda, la favorita de Wilberth Santos. «Lo que más me gusta de Hitchcock es que siempre sitúa un misterio dentro de otro misterio», le había dicho en una ocasión.

Laura se encasquetó los auriculares, cerró los ojos, pulsó la tecla play en el mp3 que llevaba en el bolsillo del chubasquero y se hundió en el asiento mientras su mente viajaba al ritmo de la música hacia una ciudad con tranvías y garitos nocturnos en antiguos almacenes abandonados. Sangue de Beirona.

La única vez que Laura vio llorar al chileno fue en aquel local de mala muerte, el Tongoy. Llorar, lo que se dice llorar, con fuerza y con torpeza. Wilberth no era aficionado a la bronca, pero cuando las cosas venían mal dadas tampoco era de los que salían corriendo. Aguantaba el tipo. A ella le agradaba ese orgullo masculino, aunque llevara todas las de perder, o quizá precisamente por eso. No le gustaban los poetas de lágrima fácil. Wilberth ni siquiera había sido capaz de llorar cuando murió su madre, y eso que entonces apenas era un crío. A lo mejor fue en ese momento cuando se le averió el mecanismo de las lágrimas.

Lo recordaba exactamente así, sangrando por la nariz, el cuello de la chaqueta levantado, caminando a trompicones junto a los tinglados y las grúas del puerto mientras iba dando patadas a las piedras. Ella había salido mejor parada de la pelea pero todavía notaba el brazo agarrotado. Aquel portero de discoteca o lo que fuera la había tenido sujeta por los codos, apretando los dedos como unos alicates de tornero hasta que apareció el individuo del traje de Armani con sus gemelos de oro y le ordenó soltarla. Tenía la desagradable sensación de haber sido empujada a un escenario sin que nadie le explicara antes el papel que debía representar. Y eso francamente no le había hecho ninguna gracia. Por eso seguía a su chico dos pasos por detrás, cabizbaja, en silencio, con el flequillo delante de los ojos, manteniendo la distancia reglamentaria, con un vacío espantoso en el estómago como cuando alguien en quien confías te cuenta sólo de la misa la media.

– ¿Quién coño era ese hombre? -le preguntó al fin a bocajarro.

– Mi padre -respondió él.

Fue entonces cuando Márquez se dio cuenta de que estaba llorando. Y por la forma en que lo hacía, sin poder parar, pensó que lo mejor sería no decir nada. Ni intentar siquiera consolarlo. Se limitó a adelantar un poco el paso y caminar a su lado, rozando apenas su hombro. En silencio.

El autobús realizó su parada en el apeadero con algunos minutos de retraso. Había un cartel publicitario de Telepizza de color rojo que se bamboleaba de un lado a otro con el viento. Márquez se subió la capucha y se dirigió a la rampa que separaba la carretera del camino que llevaba al pueblo. Siempre le había parecido curiosa la dispersión de población que había en el norte, una casa aquí, otra allá, como si la gente no quisiera incordiarse. Cada cual a sus asuntos. Era una de las cosas que le gustaban de los gallegos. No eran gregarios.

Durante el rato que estuvo deambulando por la aldea no se cruzó con un alma, como si recorriera un pueblo fantasma. Sin embargo, salía humo de todas las chimeneas y olía a brasa de leña mojada. Podía sentir las miradas de los ojos que la observaban desde el interior de las casas. Una sensación incómoda. Había un tractor de color rojo junto a un pajar. Al pasar por allí, espantó a unas gallinas que campaban a sus anchas fuera de sus corrales. Los animales batieron las alas y salieron cacareando por detrás de una esquina. No le costó mucho identificar el galpón de la familia Pálmer junto a un hórreo. Estaba bastante apartado, como había dicho el cura, y además era el único que no permanecía unido al cielo por una humareda gris. Se trataba de una construcción reciente, una especie de granero de unos cuarenta metros cuadrados, techado con teja del país, una puerta central pintada de verde y dos ventanas del mismo color a cada lado. Laura acercó la nariz al cristal pero no consiguió distinguir nada en el interior. Era evidente que nadie se había ocupado de la limpieza de la cabaña en bastante tiempo. Intentó abrir la puerta forzando la cerradura con una pequeña navaja, pero desistió con los nudillos destrozados. También probó a levantar la puerta por las bisagras sin ningún éxito. Finalmente se enrolló la bufanda alrededor del puño como un boxeador y le metió un derechazo al cristal con todas sus fuerzas. Funcionó. Después levantó la presilla a través del boquete y abrió la ventana sin dificultad. El interior estaba revestido con tablones de madera. Se trataba de un espacio único ocupado por una mesa de caballete, una cama estrecha y dos estanterías con baldas desmontables, pero estaba demasiado oscuro allí dentro para distinguir nada más. Márquez encontró el interruptor de la luz a un lado de la puerta. A la derecha había una puerta corredera que daba a un baño minúsculo sin ducha, y a la izquierda estaba la cocina con un pequeño fregadero, una despensa y un hornillo de camping gas.

Aparte de un bote grande de Cola Cao, algunas latas de conserva y un paquete de pan Bimbo caducado con manchas de moho no encontró nada especial en la despensa. En el armario situado bajo el fregadero había unas cuantas tazas, cubiertos y vasos de plástico. También encontró una linterna roja. Laura pulsó un botón para encenderla pero las pilas estaban gastadas.

Más interesante le pareció el contenido de las estanterías. En la balda inferior había varios periódicos atrasados que hacían referencia al vertido de Ferticeltia, entre ellos un número de El Heraldo con un artículo a cuatro columnas firmado por Villamil y una foto de varios chavales encadenados a una verja con una pancarta pintada con una calavera. Laura lo dobló cuidadosamente y se lo guardó en el bolsillo. También había una caja de zapatos que contenía un surtido de pequeños objetos que probablemente habían pertenecido a un niño: un trompo con su cordel de cáñamo, un anzuelo, una navaja pequeña, varios corchos de botella, un muelle, algunos billetes del Monopoly, lápices de cera, un hueso de melocotón, varias canicas de cristal… Márquez creyó que quizá podían pertenecer al hermano de Patricia, aunque luego lo pensó mejor y se acordó de que ella había tenido una buena colección de canicas. ¿Por qué no podía ser aquél el tesoro de una chica? No veía a Patricia Pálmer jugando con Barbies. Y otra vez volvió a sentir una incómoda sensación de empatía con la víctima, como si la conociera de algo.

Continuó el rastreo subida a una silla para llegar a los estantes más altos. Allí estaba casi completa la colección de cómics de Astérix, algunos ejemplares sueltos de la serie «Los Cinco» y «Los siete secretos» de Enid Blyton, Aventura en la isla; Shadow, el perro pastor… Márquez sonrió recordando el nombre de los protagonistas de la serie: Anne, Dick, Julian, su prima Georgina y el perro Tim. También ella había pasado por esas lecturas con aroma a meriendas campestres en bicicleta, a plum-cake y a pastel de jengibre aderezado siempre con algún misterio por descubrir. Los gustos de Patricia Pálmer en cuestiones literarias parecían bastante eclécticos. En sus estanterías convivían sin mayor problema Las mellizas O'Sullivan en Santa Clara con obras clásicas como Memorias de África o Guerra y paz; Agatha Christie con libros de expediciones como Los viajes del capitán Cook. Una colección de novela negra con las cubiertas desvencijadas en las que aparecían chinos, revólveres y rubias asesinas compartía espacio con textos de filosofía, teología y publicaciones científicas. Márquez fue repasando los títulos con el índice: Los siameses escurridizos, Al morir quedamos solos… En el estante del medio había un libro sobre los ofidios con ilustraciones en color, otro sobre astrología, un informe de la OMS sobre fertilizantes químicos, un tocho titulado Los dominios del mal que trataba de los efectos nocivos de la contaminación sobre el medio ambiente, de un tal Jacob Torbeer, y un Antiguo Testamento forrado en piel con letras doradas en el que se podía leer unos versos a modo de dedicatoria que a Márquez no le resultaron en absoluto desconocidos: «… Soy lámpara para ti que me ves. / Soy puerta para ti, que llamas a ella. / Tú ves lo que hago. No lo menciones. / La palabra engañó a todos, pero yo no fui completamente engañado.»

La fecha era de abril de 2005, o sea, hacía casi dos años, calculó Laura, y la firmaba Antón. Algo desconcertada dejó el volumen en su sitio mientras volvían a su mente retazos sueltos de la conversación con el cura: «Patricia sentía fascinación por los temas bíblicos, las sectas raras y cosas así…», recordaba que había dicho él. A juzgar por sus lecturas, también le interesaban bastante los asuntos relacionados con el medio ambiente. Por más vueltas que le daba, Márquez no acababa de ver más relación entre el Liber apologeticus y la muerte de la chica que su militancia ecologista. «Dios asienta su trono sobre los bosques…» Mientras la Iglesia proclamaba la salvación por la fe, el priscilianismo defendía los evangelios apócrifos, lo que evidentemente sacaba de sus casillas a los exégetas dogmáticos de las Sagradas Escrituras. ¿Compartían el párroco y ella una especie de cruzada particular contra la Iglesia o, por el contrario, su lucha iba dirigida contra las empresas químicas? ¿Había encontrado Patricia Pálmer algún tipo de información que la convirtiese en una amenaza para unos u otros? ¿Dónde demonios estaba la piedra de toque en aquel asunto? Por un instante temió verse obligada a profundizar hasta el más mínimo detalle en cuestiones teológicas, ella precisamente, que había recibido una educación laica por expreso deseo de su abuelo. ¿Qué pensaría el viejo anarquista Isaac Montaner si la viese ahora lidiando con apóstoles y evangelistas?

«El cosmos y la naturaleza tienen sus propias leyes inmutables y necesarias dentro de un orden de Dios. Si el hombre quiere actuar en contra de ese orden, no es un Dios ofendido y furioso quien le castigará, sino el mismo orden de la naturaleza.» A Márquez empezaba a caerle bien el tal Prisciliano. Un profeta como la copa de un pino. Que un tipo del siglo IV avanzara en sus previsiones los titulares de un telediario del segundo milenio no estaba nada mal. Hacía menos de un mes que Laura había visto con sus propios ojos en los informativos de la televisión los estragos que cuatrocientos litros de agua por metro cuadrado pueden causar en la estupidez humana. Se socavaban montañas, se alteraban los cauces de los ríos, se construían urbanizaciones a pie de playa, hasta que un buen día la naturaleza se levantaba cabreada y pegaba un zarpazo al azar, llevándose por delante chalets, turistas, jubilados, invernaderos de tomates o lo que se terciara. Causa y consecuencia.

Dio media vuelta y se dirigió a la cocina. No sabía muy bien por qué, pero un presentimiento fugaz le vino de pronto a la cabeza, como si su mente hubiera reaccionado con unos segundos de retardo ante algo que había visto antes sin reparar en ello. Un detalle sin importancia. Sobre el hornillo del camping gas había un cacito de aluminio con un fondo de leche. Tocó el borde y notó que estaba tibio. Sintió el latido de su corazón rápido y a flor de piel en la base de la garganta. Se quedó quieta como un radar en estado de máxima alerta. Oyó un crujido de madera detrás de la puerta del baño. Pero antes de que le diera tiempo a volverse sintió un brazo que le aprisionaba el cuello hasta dejarla sin respiración.

Intentó defenderse con los pies, lanzándole un talonazo directo a la entrepierna. Falló por centímetros. El tipo se movía de prisa como un reptil.

– ¡Mierda!

Notó que se le nublaba la vista cuando el individuo le tiró del pelo hacia atrás y la obligó a doblar las rodillas con una llave clásica de judo que la estampó de bruces contra el suelo. No sintió mucho dolor, pero tras el golpe se hizo un ovillo y sus sentidos quedaron amortiguados. Una especie de neblina turbia le impedía enfocar racionalmente la situación justo en el momento en que más lo necesitaba.

Cuando volvió en sí tenía la boca taponada con un trapo de cocina sujeto con cinta aislante y las manos atadas a la espalda con unas bridas de las que se utilizan para atar las vides a los postes. Intentó revolverse obstinada apoyándose en la cadera, furiosa consigo misma. Con las manos esposadas se sentía torpe y sin equilibrio, pero no iba a tirar la toalla así como así.

– Quieta -oyó decir a su agresor-, no me obligues a hacerte daño.

El timbre de voz era nítido, de alguien indudablemente joven. Ni siquiera había conseguido verle la cara. Quiso girarse pero, con la mejilla contra el suelo, su campo de visión quedaba bastante limitado. Todo estaba en plano torcido y con el desenfoque natural que provoca tener las costillas mal encajadas. Apenas pudo distinguir unos tejanos muy sucios y unas botas de montaña de doble suela de color calabaza con corchetes metálicos y cordones grises.

XV

Castro avanzó dos pasos amortiguados sobre la alfombra apoyándose en una sola muleta. Un día demasiado largo. No había tenido tiempo de afeitarse por la mañana y la barba empezaba a oscurecerle el mentón. Además, sentía en el estómago una ligera molestia parecida a la incertidumbre. Demasiados cabos sueltos. La estancia olía a cerrado de sacristía. De la pared del fondo colgaba un cuadro de grandes dimensiones en el que se veía al apóstol Santiago a lomos de un caballo blanco encabritado, con un sombrero de cowboy. La imagen lo retrotrajo hasta su más tierna infancia. De pronto se vio ante el altar de una capilla rural con apenas seis años, de la mano de su madre, con abrigo y zapatos nuevos, preguntando en voz alta si aquel vaquero era Dios. El comisario sonrió a solas para sus adentros con una mueca torcida. No le gustaba mucho recordar viejos tiempos.

Al otro lado de la sala había un reclinatorio bajo un crucifijo de marfil y una mesa con cuatro sillas de cuero capitoneado. El comisario se detuvo en la pared de la izquierda ante una vitrina antigua de nogal cuyos estantes se curvaban bajo el peso de gruesos volúmenes. Literatura exclusivamente religiosa, comprobó. Códices, epístolas, opúsculos, actas de sínodos y una interesante recopilación de edictos papales. La colección parecía buena. Estuvo tentado de girar la llave de la cerradura para admirar los ejemplares con detenimiento, pero finalmente se limitó a contemplarlos prudentemente a través del cristal. No hacía falta ser un experto en temas evangélicos para hacerse una idea de su valor. Manuscritos, incunables y ediciones muy antiguas encuadernadas en piel con inscripciones en latín y xilografías carolingias doradas en el lomo. Sin duda, más de uno estaría dispuesto a pagar por alguno de aquellos tomos su peso en oro.

– ¿Le interesa la literatura conciliar? -oyó que decía una voz a su espalda.

Un diácono joven lo observaba con curiosidad desde la puerta, esgrimiendo una sonrisa beatífica. Castro le calculó veintipocos años cuando se acercó, treinta a lo sumo. Complexión delgada, traje oscuro de corte impecable, zapatos italianos, camisa gris con alzacuello y una cruz de Santiago bordada en rojo a la altura del pecho.

– Tengo otras lecturas de cabecera -sonrió Castro-, pero admiro la belleza de las viejas ediciones.

– Lástima que se quede sólo en la apariencia -respondió el prelado fingiendo decepción-. El verdadero valor de esos textos está en su interior. Todo el pensamiento cristiano está ahí -dijo señalando las vitrinas-, desde san Agustín hasta el Santo Padre Benedicto XVI, el corpus ideológico con el que a lo largo de los siglos la Iglesia ha combatido las herejías.

– Vaya, siempre creí que de esos menesteres se encargaba directamente la Inquisición -había una jocosa ironía en la voz de Castro.

– Leyendas… -respondió el diácono, dispuesto a seguirle el juego-. Hace muchos años que el Santo Oficio dejó de existir. Ya no quemamos a nadie.

– Lo dice como si lo lamentara.

El diácono se echó a reír, encajando la pulla con buen humor.

– Nada de eso -respondió-, pero convendrá conmigo en que sin autoridad la Iglesia no funciona. Ni yo mismo creería en los evangelios si no me moviera la autoridad de la Iglesia. Usted debería saberlo, al fin y al cabo es policía.

– Veo que no necesito tarjeta de presentación -dijo midiendo con los ojos a su interlocutor.

La luz lateral que entraba por la ventana suavizaba un poco el rostro del religioso: piel sonrosada, casi lampiña, labios demasiado finos que acentuaban su aspecto aniñado. Parecía uno de esos cachorros de buena familia, educado en la universidad pontificia. Tímido, pulcro, algo atildado, con una sonrisa bienintencionada. Un mirlo blanco. Demasiado joven para estar maleado, pero no tanto como para acabar de caerse de un guindo.

– El padre Barcia me avisó de que vendría usted sobre las ocho. Perdone, no me he presentado -se excusó el joven alargando la mano derecha-. Soy Ginés López de Santa Olalla, encantado de saludarle.

– Supongo que es usted el nuevo diácono de la catedral.

– Algo así.

– ¿Cuánto hace que trabaja aquí?

– En realidad hace apenas unos meses. Pero conozco a fondo la diócesis. Estudié en el seminario menor, mi familia es gallega.

– Nadie lo diría. No tiene rastro de acento.

El diácono se encogió de hombros.

– Es que llevo mucho tiempo fuera, pero nunca he dejado de mantener contacto con el cabildo compostelano. Esta ciudad tiene algo especial, ¿no le parece?

– Sí, supongo que sí… -concedió Castro-. Es una vieja ciudad con demasiadas historias y demasiados trapos sucios.

– Comprendo que lo diga -dijo el diácono bajando la vista-. Es horrible lo que ocurrió.

– ¿Se acuerda del día que apareció el cadáver de la chica? -comenzó el comisario en tono rutinario mientras se desabrochaba el abrigo.

– Cómo iba a olvidarlo…

– No estaría usted a cargo de los oficios ese viernes… -continuó Castro con el mismo tono afable y casual, como si se tratara de una nimiedad que acababa de ocurrírsele en ese momento.

– Me temo que no voy a servirle de gran ayuda. Estuve toda la mañana en el archivo, y por la tarde tuve una reunión del patronato. Soy especialista en paleografía y codicología -dijo el religioso con un rastro de vanidad casi infantil-. Reconstruir los textos perdidos o incompletos de los grandes Padres de la Iglesia es parte de mi cometido. Cada día llegan cajas enteras de documentos procedentes de excavaciones arqueológicas o de donaciones que esperan para ser clasificados. Una labor ingente… Compostela es una de las diócesis con mayor número de legajos por transcribir. Por eso me enviaron aquí.

– ¿Quién le envió?

– El Instituto de Derecho Pontificio cuenta con un organismo que se dedica al estudio y la conservación de las fuentes originarias del cristianismo. Se le conoce como AF, el Asertio Fidei.

– Ah, creí que había venido por asuntos pastorales.

– También, por supuesto. El AF no tiene una finalidad exclusivamente documental. Su objetivo es hacer llegar a todas partes el mensaje cristiano a través del apostolado, sobre todo a los jóvenes…

– Entiendo. Seguro que para usted es más fácil llegar a ellos que para el padre Barcia. -El tono de voz de Castro seguía sonando despreocupado, como si hablase por hablar-. ¿Sabía que Patricia Pálmer pertenecía a un grupo de jóvenes cristianos? Imagino que si la hubiera visto antes en alguna ocasión la recordaría…

– Por supuesto -asintió el diácono atentamente, pero su espalda se enderezó de forma casi imperceptible al hacerlo. Hubo un momento de silencio que el comisario encajó con creciente interés-. Le aseguro que no la había visto en mi vida -recalcó sosteniendo la mirada del policía con absoluta convicción.

– Lo suponía -zanjó Castro ligeramente contrariado. La impresión de candor que le causaba el joven diácono le hacía sentirse un poco incómodo.

– Confío en que el padre Barcia pueda serle de más ayuda. Algo atravesó la mirada del diácono, pero desapareció demasiado de prisa como para que ningún policía pudiera interpretarlo-. Siéntese, por favor, no tardará.

Candoroso o no, era evidente que estaba adiestrado para ganarse el favor de la gente. Sin embargo, había en él una nota discordante que Castro no acababa de identificar. El comisario observó la calle con aire distraído, había dejado de llover y el cielo se abría un poco hacia la fachada de Platerías, dejando entrever un claro de luna.

Iba a preguntarle algo cuando unos pasos a su espalda le hicieron volverse. La figura del padre Barcia se recortó bajo el dintel de la puerta, pequeña e inmóvil, con la sotana raída y los zapatones sin lustrar. Su indumentaria contrastaba vivamente con la del joven diácono de diseño.

– Veo que ya se conocen -dijo el anciano.

Había una serie de interrogantes relacionados con el lugar del crimen que a Castro le parecían más extraños conforme pasaban los días. Antes de dirigirse a la casa del canónigo había repasado minuciosamente todo el dossier. Los guardias de seguridad de la catedral habían sido tajantes al afirmar que no quedaba nadie en el templo cuando hicieron la ronda de control antes de cerrar las puertas. Eran profesionales con experiencia de una reputada empresa de seguridad, lo que permitía suponer que habrían desempeñado su labor a conciencia. Un error de ese calibre no parecía muy probable. Por otro lado, no había manera de acceder al recinto desde fuera más que con la llave que se hallaba en poder del deán. No quedaban más posibilidades. A no ser… Castro recordó de pronto la tienda de souvenirs que daba a la plaza de la Quintana, una especie de apéndice de una de las capillas donde se vendían postales, conchas de vieira, botafumeiros en miniatura, medallitas y cosas por el estilo. Arias y él habían salido a fumar allí un cigarrillo el día que apareció el cuerpo de la chica. La tienda tenía una pequeña puerta de servicio que la comunicaba con la girola. ¿Quién demonios se encargaba de abrir y cerrar ese quiosco? ¿Podía alguien ajeno a la catedral haber utilizado esa entrada para burlar los controles? ¿No había visto nada extraño el padre Barcia antes de darse de bruces con el cadáver de Patricia Pálmer?

Castro y el viejo cura llevaban hablando más de veinte minutos a puerta cerrada. El anciano contestaba a las preguntas del comisario con voz vacilante, perdía el hilo con frecuencia y se quedaba pensativo mirando hacia un punto indefinido del espacio con los ojos empañados. Las arrugas de su rostro tenían un aspecto casi vegetal, como grietas en la corteza de un árbol. El comisario sintió compasión por él y lamentó de veras tener que molestarlo. Un hombre de setenta y dos años con principios de párkinson, prematuramente envejecido, que en toda su vida no había hecho más que confesar a beatas y que de repente se veía inmerso en una investigación criminal. No debía de ser un trago fácil. El sacerdote le recordaba además a un antiguo profesor del colegio de los maristas, el hermano Severino, terco como una mula, con los mismos zapatones de cura de pueblo pero fiel a sus convicciones. No le había tratado mal del todo cuando a Castro le dieron la beca para estudiar en el internado, un destino reservado casi exclusivamente a los hijos de la burguesía coruñesa. El buen hombre había dedicado unas cuantas horas extras a poner al día en Latín a aquel huérfano de marinero incorporado a mitad de curso y con menos pedigrí que un conejo de monte: «Rosa, rosae, dominus, domini…» Al comisario le vino a la memoria toda aquella cantinela, mezclada con el sonido de la lluvia en los canalones del patio, el timbre que marcaba el final de cada clase, los corredores sombríos y los pasos lentos de aquel cura mayor que caminaba encorvado hacia él cuando lo encontraba en la sala de estudio de los internos con la barbilla apoyada en las manos mirando aquel mar de la Costa da Morte, que era el único Dios al que desde niño había aprendido a temer. «Vamos, vamos, Castro -solía decirle con la voz cascada-, déjese de pensar en las musarañas y venga a repasar la tercera conjugación: mitto, mittis, mittere, misi, missum.» No es que los dos sacerdotes se parecieran físicamente, pero había algo que los unía, un velo de linfa en los ojos y aquella respiración sorda de animal fatigado que a Castro le provocaba lástima y mala conciencia. Nunca había vuelto a visitar al hermano Severino. Llegó a escribirle alguna postal por Navidad al principio, cuando salió del internado, pero luego dejó de hacerlo prácticamente al mismo tiempo en que dejó de ir a misa. «Seguramente debió de pasar sus últimos años solo -pensó-, con su sotana raída, cada vez más sordo, como aquel Dios al que dedicaba todas sus plegarias. Una historia triste.» Volvió a mirar al padre Barcia y notó que al anciano se le habían aflojado los músculos de la cara. Sin duda el suceso le había afectado más de lo previsto. El rostro y la espalda tienen una manera peculiar de expresar el agotamiento, como si toda la estructura del cuerpo empezara a desmoronarse.

– Si hay algo que pueda decirnos, cualquier cosa, sobre lo ocurrido ese día, por insignificante que le parezca, créame, sería de gran ayuda.

La sala estaba en silencio. Únicamente se oía el débil crujido de la silla que hacía Castro al balancearse. Los ojos del padre Barcia se detuvieron en las cuatro fotografías del cadáver de Patricia Pálmer que el comisario había puesto encima de la mesa. No desvió la vista, aunque era evidente la fuerza de voluntad que le suponía todo aquello. Castro dejó de moverse. El padre Barcia se pasó una mano por la barbilla y miró directamente al policía.

– No recuerdo nada más que lo que le he dicho -dijo-. Lo siento.

Castro soltó todo el aire de golpe y se reclinó contra el respaldo de cuero.

– De acuerdo. Hablemos entonces del padre Santa Olalla.

– Es un joven excelente y un digno sacerdote -había un leve temblor en la barbilla del deán, hacía pausas a cada rato, pero no como si se cansara, sino más bien como si estuviese sopesando sus palabras-. No sé qué sería de mí sin su ayuda, especialmente ahora, con la muerte de esa pobre chica.

– ¿Cuáles son sus obligaciones?

– Las habituales de un diácono -contestó el párroco-: ayuda en el culto, se encarga del rosario de la tarde…, todo menos decir misa, confirmar y dar la extremaunción. El padre Barcia hablaba con conocimiento de causa, pero con cierta desgana que convertía su voz en un hilo discontinuo. Se rascó el pelo a la altura de la sien en ademán pensativo y permaneció así unos segundos. Se le veía algo distraído, pero enseguida retomó el hilo-: También hace de albañil en sus ratos libres, está reparando una grieta en el retablo de la capilla del Espíritu Santo; algunas junturas filtran el agua cuando llueve, y piezas como ésa no las restaura cualquiera -comentó-, es necesario un experto. -Castro recordaba en efecto un andamio en uno de los ábsides de la girola cuando los de la Unidad de Inspección Ocular habían revisado el templo, pero no se había encontrado en el lugar nada de relevancia-. Y todavía saca tiempo para atender la contabilidad del patronato -añadió el anciano.

– ¿La contabilidad? -se extrañó Castro.

– Sí -respondió el párroco captando perfectamente el recelo del comisario-. No todo se arregla con fe, también hacen falta cuartos -la última frase la dijo en gallego, mirando al policía con una leve reprobación-. Se necesita una persona joven para lidiar con los bancos y conseguir ayudas. A los viejos, ya sabe, se nos olvidan las cosas. Yo nací en el año treinta y seis, antes de que empezara la guerra, eche cuentas. En una vida da tiempo a tantas cosas… Bueno, da tiempo y a la vez no da tiempo a nada. He tratado de cumplir mi labor pastoral lo mejor que he podido. Son tantas las distracciones del mundo… Uno ha visto cosas que nadie creería. El diablo es hoy el príncipe de la materia -dijo suspirando con resignación. A Castro le pareció que el aire de la estancia se había vuelto frío de pronto, como si alguien hubiera abierto una ventana a su espalda-. Algunos días me parece imposible estar vivo -continuó el anciano-. Siempre hay demasiados recuerdos. A ciertas edades la memoria está tan llena que, bueno, a veces casi es mejor no recordar nada. Yo de lo de antes me acuerdo de todo, pero ahora… -Se detuvo como si se diese cuenta de que se alejaba mucho de la conversación iniciada, pero su cabeza funcionaba mejor de lo que parecía. No había perdido de vista en absoluto la pregunta del comisario, carraspeó un poco y continuó-: El padre Santa Olalla está muy bien relacionado con los círculos económicos. Se sorprendería de lo que puede hacer una buena gestión.

Castro se revolvió inquieto en el asiento. Había muchas cosas que al comisario le indisponían contra el estamento eclesiástico. Se trataba al fin y al cabo de una Iglesia que había inventado el derecho divino de los reyes, predicando la sumisión a los poderosos y la mansedumbre ante el insulto. Reglas que, desde luego, él no profesaba. Varios siglos después la misma Iglesia condenaba el uso del preservativo, demostrando con ello que el problema del sida o la pavorosa miseria de cuatro quintas partes del mundo le traían sin cuidado. De pronto el comisario se dio cuenta de que todos sus prejuicios estaban a flor de piel, con riesgo de interferir gravemente en la investigación. Los días pasaban y la necesidad de tener un sospechoso se hacía acuciante. Su malestar había ido en aumento desde el mismo instante que había entrado en la casa rectoral. Hay personas que suscitan nuestro recelo mientras que otras nos inspiran confianza con sólo mirarlas, gente amable, próxima… Pero hasta el más santo puede reaccionar de manera inesperada según lo que se halle en situación de perder. Sabemos muy poco de los cambios que pueden experimentar las personas, aunque se trate de nuestros mejores amigos. No hacía falta ser policía para saberlo, pensó Castro. La gente menos esperada comete los crímenes más insospechados. Encantadoras viejecitas envenenan a familias enteras, chicos de buena familia asaltan farmacias o intervienen en tiroteos, banqueros de trayectoria irreprochable y treinta años de servicio resultan los grandes estafadores del siglo, y abogados de renombre se emborrachan y mandan a sus esposas al hospital. Pero no hay nada más peligroso para un policía que dárselas de experto en la condición humana.

Hizo un esfuerzo por mantener a raya su aprensión.

Estaba cansado. Antes de despedirse del padre Barcia, echó una mirada de reojo a la vitrina del fondo.

– Suerte con su trabajo -le deseó el diácono, que había acudido puntual a la llamada de campanilla del párroco, con un tono educado y comedido que a Castro le puso de los nervios.

Había en él una especie de ansia o afectación que, si no hubiera sido por su juventud, podría haberse interpretado como un exceso de misticismo. Castro lo observó sin saber muy bien a qué atenerse. Esbozó una sonrisa forzada al estrecharle la mano. Una de esas sonrisas de policía que encierran una pequeña arma de efecto retardado que no debe detonarse antes de tiempo. Estaba de un humor de perros.

Después salió a la plaza de Platerías. Apenas quedaba nadie en los alrededores de la catedral. Un grupo de tunos se alejaba rasgando las mandolinas bajo los soportales.

– «¡Clavelitos…!»

– Lo que me faltaba -farfulló Castro entre dientes, y se dispuso a tomar la dirección contraria.

Mientras se dirigía al aparcamiento donde había dejado el coche, fue procesando los datos nuevos y relacionándolos con los que ya tenía, pero había algo que se interponía a sus reflexiones. Y no tenía ni idea de qué era. Al llegar al parking tardó un buen rato en encontrar las llaves del coche, lo que le hizo soltar unas cuantas blasfemias con el ánimo encabronado. Finalmente dio con ellas en un bolsillo interior de la americana. Y, casi al instante, la pieza encajó. La idea le golpeó como un puñetazo imprevisto en la boca del estómago. La llave.

Entre los objetos personales de Patricia Pálmer había dos llaves unidas por una arandela. La de mayor tamaño parecía antigua, como de un armario o una vitrina de época, de unos cuatro centímetros, con la cabeza en forma de tréboles entrelazados. Habían probado a abrir con ella todos los cajones del piso de Patricia en la calle Honduras y el galpón que tenía su familia en Sietecoros sin ningún resultado. Se sentó al volante y cogió un caramelo de menta de la guantera. Recordó el frío que hacía el día que apareció el cuerpo de la chica. Arias y él habían salido a fumar un cigarrillo al saliente de la tienda de souvenirs. La escena apareció de pronto nítida en su memoria igual que un tablero de ajedrez en el que de pronto el adversario hubiese movido ficha. Arrancó y salió del garaje conduciendo muy despacio. Oía latir su corazón de prisa y superficialmente al ritmo del limpia-parabrisas.

XVI

El chico permanecía al lado de la cama, bien plantado sobre sus botas Mountain Guide de color calabaza, los pulgares colgados en los bolsillos de los tejanos, una ceja enarcada, expectante. Márquez le calculó un metro setenta, flaco, y con aquella cazadora de cuero y sus rizos encaracolados tenía un aspecto singular. Le pareció un poco macarra y bastante guapo. Él la miraba con la misma calidez que podría haber en el glaciar Perito Moreno en sus buenos tiempos.

– Si prometes portarte bien, te quito la mordaza -dijo-. No tenemos mucho tiempo.

– ¿Tenemos? -consiguió articular ella, incrédula, con las mandíbulas todavía entumecidas.

– Sí. Las cosas se han complicado un poco.

– Vaya… -se limitó a decir, decidida a seguirle la corriente como a los locos.

– Si has llegado hasta aquí, supongo que ya sabes de qué va este asunto.

El chico le dio la espalda y se acercó a la mesa en la que abrió un botellín de agua mineral que se bebió a grandes tragos sin ofrecerle. Después arrastró una silla hasta el borde de la cama y se sentó a horcajadas.

A Márquez le dolían todos y cada uno de los músculos del cuerpo, y las bridas que llevaba alrededor de las muñecas estaban a punto de cortarle la circulación. De pronto sintió un cansancio infinito y maldijo su profesión, lo que también incluía a Graham Greene y su Americano impasible, e incluso a Woodward y a Bernstein, los chicos malos del Washington Post. ¿Quién cojones la mandaría meterse donde no la llamaban en lugar de obedecer a su redactor jefe? Villamil debía de estar en aquel momento delante de la pantalla de su ordenador, procesando información sobre las actividades del arzobispado y sus movimientos bancarios. Conociéndolo, era probable que también estuviera blasfemando en arameo. El móvil había sonado dos veces, sin duda había estado intentando localizarla.

El chico hablaba demasiado de prisa y sus ojos apenas parpadeaban mientras lo hacía. Eran de un tono castaño claro con pequeños pigmentos amarillos que todavía los volvían más incomprensibles. Su aspecto era el de alguien que vivía a salto de mata y que no se había dado una ducha en bastante tiempo. Márquez imaginó que no debía de haberle sido fácil burlar el cerco policial. Eso la hizo observarlo con cierto arrobamiento y prestar más atención a lo que decía. El chico mencionó una furgoneta, una Volkswagen Crafter de color gris metalizado con cristales tintados y puerta corredera, aparcada junto a la verja de los hangares de la fábrica; habló de un hijo del guarda forestal, un chaval medio sonado, ex boxeador o algo parecido, que había ganado varios concursos levantando piedras y hacía de vigilante nocturno; también dijo algo sobre el trasiego de camiones que rodeaban el meandro que describía el río en la Fuensanta. A Laura le sonaba vagamente el lugar.

– ¿No es ahí donde sitúa la leyenda la cuna de Prisciliano?

– Joder, no me vengas tú también con ésas -resopló el chaval echándose hacia adelante en la silla-. Esto no tiene nada que ver con historias de santos. Estoy hablándote de algo serio. Y peligroso… No sé si te das cuenta. Patricia está muerta, a mí han intentado atropellarme y tirarme por un terraplén. Esos camiones se paraban en la gasolinera a llenar el depósito, maldita sea. -Hablaba a trompicones. A Márquez le dio la impresión de que estaba bastante nervioso e intentaba disimularlo-. Desde aquí se oía el ruido de los motores. Había un cierto ritmo en el paso de los vehículos, uno cada diez minutos más o menos, como si se hubieran puesto de acuerdo para repartirse la noche. Descargaban y volvían.

Había poca luz. La de la bombilla de sesenta vatios que colgaba del techo caía directamente sobre la cama donde estaba Márquez. Durante unos diez segundos el chico la observó con renovado interés, como si de pronto le recordase a alguien. El chubasquero le venía demasiado grande y la hacía parecer una cría con la capucha mojada de lluvia, el pelo corto y un hilo muy fino de sangre que le corría de la nariz al labio superior.

– ¿Te duele? -preguntó él.

Márquez se restregó contra el hombro con gesto estoico.

– No, ya no.

El chico apartó la mirada incómodo y continuó con el relato de una forma atropellada, como si tuviera muchas más cosas que decir que tiempo para hacerlo. Laura apenas podía seguirlo. Habló de desechos radiactivos, de tanques M-60, de plantas potabilizadoras y de rottweilers. También mencionó unos ficheros guardados en una carpeta del ordenador de Patricia, con nombres, fechas y tablas de equivalencia, todo en un relato inconexo del que lo único que ella pudo sacar en conclusión es que quizá habían dado con algo serio.

– Ferticeltia utiliza rocas de fosfato para obtener el ácido fosfórico con el que fabrica el Agromax; los residuos sobrantes los deposita en esa mierda de vertedero, dentro de los límites de su propiedad. Supongo que eso es precisamente lo que transportaban los tanques de los camiones, una sustancia lechosa que acaba endureciéndose como el cemento. Sabíamos que su contenido en metales tóxicos era muy alto, pero de lo que no teníamos ni puñetera idea era de lo del uranio. Conseguimos los resultados de las mediciones de radiactividad realizadas por la propia empresa. Los niveles de concentración son de un gramo por tonelada. Muy por encima de los límites permitidos.

– ¡Joder! ¿Y no lo denunciasteis?

– Pues claro que lo hicimos, al ayuntamiento, a la Consellería de Medio Ambiente… Hubo un informe de El Arca de Noé, distribuimos octavillas, organizamos actos de protesta, nos encadenamos a la verja de la fábrica, pero no sirvió de nada. Entonces fue cuando Patricia decidió cambiar de táctica y actuar por su cuenta.

– A ver si lo he entendido bien. ¿Me estás diciendo que Patricia y tú os metisteis solos en esto?

– Bueno, teníamos nuestros contactos, los de El Arca de Noé nos echaron un cable, y también en la universidad -el rostro del chico se ensombreció repentinamente-. Había un profesor de la facultad con el que Patricia tenía mucha confianza, uno de esos guaperas con mucha labia… -Luego se quedó callado con el ceño fruncido. Parecía un poco herido en su orgullo.

A Márquez empezaban a casarle algunas cosas. Ya no le parecía que el chico estuviera tan loco.

– No la dejaba en paz -soltó él al cabo de un rato-. Esos tipos son todos iguales. Van a lo que van. Además… -añadió con una expresión de infinito desprecio-, si es que podría ser su padre.

– Quizá sólo quería ayudarla…

– ¿Ayudarla? Venga… Las tías es que a veces parecéis gilipollas.

A lo lejos se oyó el traqueteo lejano de un tren, aunque también podía ser el sonido de la lluvia en los árboles. Márquez miró pensativa hacia el cristal roto de la ventana. Sólo se veía la esquina de un hórreo de piedra gris. No fue la típica construcción gallega lo que llamó su atención, sino el encuadre. Tardó unos segundos en darse cuenta, pero de pronto la imagen emergió de su memoria como de una cubeta de revelado. Era una fotografía en blanco y negro. El tipo iba vestido de Sherlock Holmes con una gorra de doble visera y capelina de tweed y sujetaba a un perro por el collar. La foto estaba hecha probablemente desde la ventana con un gran angular. Fidel Dalmau mantenía en ella una pose tan estudiada y simétrica que a Laura le dio que pensar.

– ¿Crees que el profesor estaba al tanto de vuestras investigaciones? -preguntó. Su cerebro continuaba funcionando en el mismo rumbo de forma infatigable y callada, y quizá también con una pizca de aprensión.

– Por mí, no, desde luego… -el chaval miró ceñudo al suelo-, pero vete a saber qué le contó Patri. -Hizo una pausa que a Márquez le pareció eterna-. Basta que una persona desaparezca para que te des cuenta de lo poco que sabías de ella -añadió, pensativo, con voz amortiguada. Parecía realmente decepcionado-. Ella siempre se quedaba un poco por encima de la situación, o aparte, no sé cómo explicarlo. Había algo en su forma de hacer las cosas que te hacía dudar. No sé…, como si en algún lugar tuviera un compartimento secreto en el que no dejaba entrar a nadie. La veías hablar, reír como si nada, tomarse una cerveza y, de repente, le descubrías en los ojos esa mirada, ¿sabes? Una expresión extraña, como si estuviera pensando en otra cosa. Le gustaba el riesgo. Traté de advertirla del peligro en muchas ocasiones, la última vez ni se dignó cogerme el puto móvil. Si lo hubiera hecho, tal vez aún estaría viva. Pero ella iba a la suya. Nunca tenías la sensación de que estaba contigo al ciento por ciento. Hay personas así, que sólo te cuentan de la misa la media.

De eso Márquez sabía más que un poco. De compartimentos secretos, de gente en la que confías y a quien realmente no conoces, de sueños compartidos con fantasmas, de silencios abruptos de madrugada con la ventana abierta, de pasados que pesan como un muerto, de hoy por ti y mañana… si te he visto, no me acuerdo. Wilberth Santos era su única cuenta pendiente. De pronto sintió una extraña simpatía por el chaval.

– ¿Por qué no acudes a la policía?

– ¿A la poli? No, gracias. Ya acudí antes, cuando todo esto podría haberse evitado, y no me hicieron ni puto caso. Imagínate ahora, que creen que soy culpable… Además, si quieren cogerme, que se lo curren un poco. No me voy a ofrecer en bandeja. Antes quiero saber quién lo hizo y por qué. ¿Vas a ayudarme o no?

– Con las manos atadas, difícilmente -respondió Márquez Tras un momento de duda, el chico fue al baño, volvió con una toalla empapada y se la puso en la nuca.

– Echa la cabeza hacia atrás -le ordenó-, o seguirás sangrando. -Después le soltó las bridas de las manos.

– Lo que me extraña es que no hayan venido todavía por aquí -dijo ella estirando los dedos para desentumecerlos.

– Lo hicieron, registraron el galpón de arriba abajo. Dos polis, uno flaco y otro bastante corpulento. Menos mal que antes me dio tiempo de llevarme el portátil.

– ¿Dónde está?

– Tranquila -exclamó ufano-, lo tengo en un lugar seguro.

Márquez apoyó la cabeza en las manos un poco aturdida todavía, tratando de hacer recopilación de datos y establecer asociaciones. Tenía la impresión de que algo se le estaba yendo de las manos en todo aquello, parecido a contemplar un paisaje desde la perspectiva equivocada. A juzgar por lo que decía el chico, la actitud de Patricia planteaba nuevos interrogantes. Tal vez las cosas no fueran exactamente lo que parecían. Había algo en el asunto de los vertidos que no le acababa de encajar, como si fuera una trama demasiado burda, de película de serie B con empresarios taimados y tratos bajo mano que resultaba un tanto irreal, no porque no pudiese ser cierta, sino precisamente porque sonaba demasiado obvia. Como si alguien se hubiera aprovechado de la militancia ecologista de la chica para hacer que su muerte pareciera un ajuste de cuentas o algo por el estilo. Fue entonces cuando, por primera vez, se le ocurrió la idea de que tal vez alguien estuviera interesado en desviar la atención de la catedral. Imaginaba unas cuantas cuestiones que requerían respuesta y trataba de situarlas por orden de importancia. Después de unos segundos, preguntó:

– ¿Sabes si Patricia andaba detrás de un libro raro?

– ¿Un libro? -repitió él como si le hubiera preguntado por un objeto volador no identificado.

– Sí, un manuscrito antiguo o algo así.

– No lo sé, pero tampoco me extrañaría. Esa clase de chorradas eran típicas de ella. Le encantaban las sectas raras y cosas así. De todos modos, todo lo que tenía está en sus archivos. Como te he dicho, era muy meticulosa. Si quieres verlos, puedo enseñártelos.

El chico salió del galpón y se adentró en unos matorrales que había a la izquierda del camino de tierra. Cuando regresó arrastraba una moto entre las zarzas, empujándola por el manillar. Soltó unos cuantos tacos mientras trataba de hacerla arrancar a patadas.

Minutos después, ambos se dirigían a Santiago por una pista forestal en una motocicleta Honda de 125 centímetros cúbicos. Les pareció más prudente evitar la carretera nacional; además, la pista los llevaba prácticamente hasta la entrada de la ciudad.

Vistos a distancia parecían dos jinetes inclinados hacia adelante cabalgando en mitad de la lluvia, sin casco, avanzando contra viento y marea a lomos de una pequeña moto en la oscuridad como tantos adolescentes de diecisiete o dieciocho años que se puede encontrar uno la noche del sábado por las carreteras rurales dirigiéndose a una discoteca próxima o a unos recreativos, el que va de paquete pegado a la espalda del compañero para ofrecer menor resistencia al viento, frágiles y valientes en una carretera negra y plagada de trampas mortales, jugándose literalmente el tipo. Por sentido de la aventura, por amistad, por una chica, por una película, por lo que sea…

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó ella.

– Robin.

– ¿Como Robin de los Bosques?

– Exacto.

XVII

Lois Castro no conocía a Márquez ni tenía la más remota idea sobre la investigación que llevaba a cabo para El Heraldo en torno a la desaparición de un manuscrito del siglo IV. Y hasta aquella mañana ni siquiera sabía que el Liber apologeticus era una obra atribuida a Prisciliano. De haberlo sabido, seguro que no estaría en aquel momento contemplando el desorden de su mesa y golpeando inconscientemente con el lápiz el borde del tablero.

Tener que enterarse por el veterano periodista de El Heraldo no le había hecho pizca de gracia. Villamil y él se habían citado a primera hora en El Derby, uno de los cafés míticos de Santiago, situado justo al comienzo de la zona vieja. El comisario había tardado más de diez minutos en atravesar cojeando la plaza de Galicia con un viento siberiano que cortaba hasta los pensamientos. Al entrar en el local sintió esa clase de vaho condensado con olor a café y a aguardiente que tanto le recordaba a los bares de Corcubión, una atmósfera cargada y profundamente masculina que se quebraba de pronto como una exhalación con una ráfaga de aire helado cada vez que alguien abría la puerta de la calle. Vio al periodista sentado a una mesa lateral junto a la ventana que daba a la calle Huérfanas. Vestía una chaqueta de pana marrón y una inconcebible corbata serigrafiada con la cara del gato Félix.

«Por el amor de Dios… -pensó Castro- que era un tipo serio, mientras se desanudaba de mala gana la bufanda y la dejaba con el tres cuartos en el perchero de la entrada.»

– ¿Cómo va eso? -preguntó Villamil a modo de saludo.

– Va -respondió el comisario lacónico.

– ¿Es cierto lo que se dice por ahí?

– No sé…, ¿qué se dice?

– Que ha venido un inspector de Madrid a hacerse cargo de la investigación.

– ¿Ah, sí?

Villamil tuvo la impresión de que, si quería obtener alguna información, iba a tener que soltar algún lastre. Bajó un momento la mirada antes de decidirse a abordar el tema. Después torció la boca en un gesto que traslucía cierta dificultad de síntesis. Reflexionó unos instantes como si necesitara hacer acopio de fuerzas y luego se dirigió al comisario con una nueva determinación en la voz.

– Voy a contarle el asunto a mi manera, ¿vale? Es como una historia en dos partes. Una es larga y oscura, pero responde a una lógica comprensible. La otra es más extraña y, bien pensado, podría tratarse de una locura, sin embargo, creo que una y otra están estrechamente relacionadas. Lo único que le pido es que me preste atención hasta el final, luego puede hacerme todas las preguntas que quiera. ¿De acuerdo?

Castro asintió con la cabeza y a continuación pidió un café.

– Como sabe, en El Heraldo estamos llevando a cabo nuestra propia investigación sobre la muerte de Patricia Pálmer…

– ¿Estamos? ¿Usted y quién más? -le interrumpió el comisario.

– Me ayuda una periodista de local, pero eso no importa ahora. La cuestión es que el asunto ha tomado una deriva inesperada que creo que debe conocer.

– Soy todo oídos…

– Supongo que recuerda la conversación que mantuvimos en su despacho, todo aquel asunto del vertido y las denuncias de organizaciones ecologistas…

– Perfectamente.

– Vale, pues después de aquello, la empresa intentó lavar su imagen y se hicieron algunos cambios que al parecer no gustaron a todos los socios. A partir de entonces Ferticeltia se convirtió en un nido de víboras como cualquier sociedad en la que se establece una lucha a muerte por el poder.

– Pero la familia sigue controlando la mayor parte de las acciones, ¿no?

– Sí, pero no es un bloque monolítico. El hermano mayor, Evaristo López, de unos cuarenta y tantos, es actualmente el director ejecutivo, un bala perdida, ambicioso, bastante incompetente, juerguista, y sin dos dedos de frente. En realidad, la que toma las decisiones importantes es su mujer, una coruñesa hija de un pez gordo de la banca gallega. Él sólo se dedica a las relaciones sociales. Fue presidente durante un par de años del Salnés Fútbol Club, también es habitual de los locales de alterne de la comarca, amigo de narcotraficantes, en fin, una joya. Luego está el segundo hijo, Gerardo, que estudió administración y dirección de empresas en Vigo y durante un tiempo intentó hacer su trabajo lo mejor posible, especialmente buscando financiación, pero carece del gen emprendedor del padre. No es tan frívolo como su hermano, pero no sirve para los negocios y odia a su cuñada. Está casado, tiene tres hijos y vive convencido de que su familia se la va a jugar con la herencia. Quiero decir que, llegado el momento, quizá estaría dispuesto a hablar.

– Está usted en todo -dijo Castro sonriendo de medio lado-. Esto ya empieza a parecerse a un caso. Continúe…

– Todavía nos queda un tercero en discordia. El benjamín de la familia, fruto según las malas lenguas de un desliz del viejo con una de las criadas. El chico se crió en casa. Debe de tener unos veintinueve o treinta años. Aparentemente es el que vive más apartado de la empresa, un muchacho introvertido y tímido. De pequeño sufrió varias crisis nerviosas y luego en la adolescencia se obsesionó con la religión. Anduvo metido en alguna secta de ésas y llegó a iniciar estudios en el seminario menor, aunque abandonó en el segundo año y la familia movió sus influencias para que continuara su formación en Roma.

El rostro de Castro se había afilado con una oreja levantada como un perro de presa. Una luz diminuta parpadeaba a toda velocidad en el interior de su cerebro. Antes de que el periodista tuviera tiempo de ser más explícito, lo adivinó.

– ¿No irá a decirme que es el nuevo diácono de la catedral?

– En efecto -respondió el periodista-. Ginés López de Santa Olalla, uno de los mayores expertos en códices antiguos que tiene la curia compostelana.

– ¿Y?

– Joder, pues todavía no lo sé. El poli es usted -resopló Villamil pasándose la mano por el pelo con ademán de cansancio-. Pero el caso es que uno de esos códices ha desaparecido. Y ahora viene la segunda parte de la historia. Se trata de un manuscrito atribuido a Prisciliano, el Liber apologeticus. ¿Ha oído hablar de él?

Castro negó con la cabeza. Muy a su pesar tuvo que reconocer que el asunto empezaba a intrigarle de veras.

– Bueno, es un tratado donde el profeta expone sus teorías sobre el bien y el mal con postulados condenatorios contra la propiedad, el poder y la propia Iglesia. El texto es bastante revolucionario incluso para esta época. De hecho, se ha puesto de moda entre los jóvenes. Muchos reivindican al tal Prisciliano como si fuera el Che Guevara o algo parecido.

Villamil hizo una pausa y pareció ensimismarse en sus propios pensamientos con ostensible incomodidad. No sabía muy bien cómo contarle aquello. Luego se dirigió al comisario con una nueva entonación en la voz y le dijo lo que tenía que decirle.

– Patricia Pálmer tuvo en sus manos ese manuscrito pocas horas antes de morir.

Castro adelantó el colmillo en una mueca incrédula. Pensó muchas cosas al mismo tiempo sin una secuencia lógica. Encendió un cigarrillo y estuvo un buen rato observando al periodista con ojos escrutadores y desdeñosos. No le cabía la menor duda de que Villamil ya conocía esa información el día que se habían entrevistado en su despacho. Si se lo hubiera dicho entonces, tal vez podría haber ganado un par de días. Quizá más.

Pensaba en todo ello ahora, en su despacho, mientras golpeaba inconscientemente el borde del tablero con el lápiz. Uno de los tubos fluorescentes del techo estaba estropeado y titilaba constantemente. Era obvio que las cosas no marchaban como debían. El recuerdo de la conversación con el diácono se interponía constantemente en sus reflexiones como una inquietud irracional. La atmósfera se le antojaba demasiado densa allí dentro. El novio de la chica seguía en paradero desconocido y, por si eso fuera poco, todavía nadie había podido hacer las comprobaciones necesarias con la maldita llave. Algunos casos parecían tender señuelos en varias direcciones con el único fin de disimular el anzuelo que se había quedado enredado en el medio La llave era la última oportunidad. Castro estaba seguro, más allá de toda lógica, de que si conseguía encajar esa pieza todo lo demás se colocaría en su sitio con la misma precisión que rige el mecanismo de los relojes suizos. El agente Zárate y el subinspector Romaní entraban en el turno de tarde, por lo que había tenido que enviar a dos policías de servicio a realizar un discreto registro en la catedral aprovechando que el diácono se hallaba en una reunión del patronato. Santa Olalla desempeñaba sus funciones a conciencia. Al parecer, la junta se había retrasado una hora, lo que los obligó a posponer el registro hasta el mediodía. Castro había preferido no encargarse él personalmente del asunto para dar la impresión de que se trataba de una inspección rutinaria, pero le parecía que ya estaban tardando demasiado. Su desazón había ido en aumento conforme pasaban las horas. Sabía que la hipótesis de que la llave de Patricia Pálmer correspondiera a la puerta de acceso a la tienda de souvenirs era sólo una posibilidad remota, pero se había aferrado a ella como a una tabla de salvación, lo que en cierto modo le hacía sentirse igual que un principiante. Estaba agotado, cabreado con todo el mundo y bastante frustrado.

Encendió el ordenador, accedió a su correo personal e imprimió los documentos sobre Ferticeltia que había pedido al Departamento de Hacienda. Sólo en el año 2006 la empresa había obtenido contratos por valor de un millón quinientos cuarenta mil euros. La mayoría, a cuenta de otras sociedades que en realidad eran holdings de su propiedad, como Viajes Sar, S. L., que pertenecía al director ejecutivo de Ferticeltia, Evaristo López; la consultora Even Faster, especializada en estudios de demoscopia, que estaba a nombre de su mujer y a la que le fueron adjudicados más de cincuenta contratos sin acudir a concurso; Fitmar, Agro Galego, Inmobiliaria Rías Baixas, S. A… Todas eran sociedades tapadera relacionadas de algún modo con los miembros del consejo de administración de Ferticeltia. Según el informe se trataba de un grupo de empresas que utilizaba como práctica habitual el soborno a funcionarios de la Xunta para obtener contratos ventajosos y saltarse todo tipo de prohibiciones en materia urbanística y medioambiental. Las empresas se nutrían de fondos públicos y evadían parte de los beneficios a través de patronatos y donaciones.

Allí estaba todo. Un informe pormenorizado de cuentas que incorporaba también la lista de todo el personal contratado por la empresa en los últimos seis meses, incluidos los guardias jurados encargados de vigilar las instalaciones. 127 folios. Esa línea de investigación era precisamente la que les había absorbido la mayor parte del tiempo dedicado al caso, y resulta que ahora aparecía el puñetero manuscrito de un profeta y todo el trabajo se iba a tomar por saco. Montones de horas destinadas a seguirle la pista a cada una de las empresas y descubrir quién se hallaba detrás, para estar casi como al principio. Evidentemente allí había más de un delito grave: soborno, blanqueo de capital, fraude fiscal… Pero Castro no acababa de ver el cargo de asesinato por ningún lado. A no ser que apareciera alguna prueba de que Patricia Pálmer conociese esa información y la hubiese utilizado para presionar a alguien, lo más que podía hacer con todo el dossier era pasárselo a los de Delitos Fiscales y que ellos se llevaran las medallas. Otro puto caso que, independientemente de cómo acabara, los de homicidios tenían todos los números de la rifa para perder. El comisario resopló, irritado. Ordenó los folios, luego los metió en una carpeta azul plastificada y, sin saber a ciencia cierta cuándo regresaría -ni siquiera si iba a regresar-, se largó de la oficina.

En la plaza del Obradoiro sólo quedaban un par de cámaras de televisión y algunos cruceristas con chubasqueros amarillos que avanzaban cubiertos con sus capuchas hacia la entrada norte de la catedral. Castro enfiló hacia la rúa del Franco y se detuvo en un quiosco para comprar El Heraldo y las calcomanías de Shin-Chan que le había prometido a Candela. De pronto se le ocurrió ir a ver a la niña a casa de su ex, que vivía en un pequeño chalet del paseo de la Rosaleda. No solía ir por allí muy a menudo. Tampoco lo pensó mucho. Tal vez era el momento de hacer algo que no le hiciese sentirse peor que no pensar en nada.

– Parece que te haya atropellado un autobús -dijo su ex nada más abrir la puerta y verlo con un esparadrapo en la frente. Ya caminaba sin muleta, pero todavía llevaba una férula azul marino de termoplástico en el pie izquierdo-. Pasa, anda -añadió al verlo parado en el umbral con una expresión de inseguridad y desamparo, como si temiera que no fuera a dejarlo entrar.

A veces, sobre todo cuando estaba quieto, Castro daba la impresión de ser un tipo casi tímido, lo que en determinadas situaciones podía ser una ventaja. Siempre había un compañero dispuesto a invitarle a una copa extra, un testigo resuelto a hacerle una última confidencia, o una mujer resignada a adoptarlo en el acto. Un don o una estratagema inconsciente, pero casi siempre peligrosa para quien se dejara seducir por ella.

La niña corrió hacia él desde el pasillo con unas botitas azules y un descolorido chándal de color rojo pálido con Tintín y Milú en la parte delantera.

– En serio, ¿qué te ha pasado? -insistió su ex. Era una mujer alta, de pelo castaño, con una mirada luminosa que a veces a Castro todavía lo ponía contra las cuerdas.

– Ahora, no, Inés; otro día. ¿Por qué no me invitas a un café?

– Vale, pero podrías habérmelo dicho, ¿no? -protestó ella con una pizca de mala conciencia. Aún recordaba la bronca que le había montado por teléfono cuando él le había dicho que no podría recoger a Candela.

Mientras ella desaparecía en la cocina, Castro y la niña se sentaron en el sofá con la bolsa de las calcomanías de Shin-Chan. Prometía ser un rato familiar y casi enternecedor de pareja divorciada reunida en torno al tresillo, una sensación vagamente anestésica que a Castro le hacía sentirse tan hueco como los espacios entre las estrellas. Alguna vez se había planteado volver a casa, pero estaba seguro de que no funcionaría. Se pasaba las veinticuatro horas del día intentando correr detrás de algo que nunca lograba alcanzar. Había una barrera que separaba aquel universo familiar y ordenado del mundo ululante de las ambulancias y las sirenas policiales donde la gente moría o quedaba mutilada bajo las pesadas ruedas de un camión, donde una chica de veinte años era golpeada, tal vez violada y asesinada. Un mundo peligroso. Fascinante. Vivo. Y habitable en la misma medida en que son comestibles las criadillas del cerdo. Cuestión de gustos. O de hambre. Todo dependía de en qué lugar de la barrera se encontrara uno o de dónde estuviera sentado. A Castro en aquel momento el tresillo de color beige tostado donde se hallaba sentado le pareció un limbo bastante aceptable. Al fin y al cabo todo hombre necesita una tregua. Pero antes de que su ex mujer regresara de la cocina con el café, oyó vibrar el móvil en el bolsillo de la americana y vio el número de la centralita en la pantalla.

– Castro -contestó.

– Jefe, soy el agente Alonso -oyó al otro lado-. Bingo. La llave encaja en la cerradura como un guante. Tenía razón. Alguien debió de dársela a la chica, y quien lo hizo, desde luego, sabía que ella iba a ir allí. Es muy probable que estuviera esperándola. Necesitamos una orden de registro de la casa rectoral lo antes posible junto con un equipo del departamento.

– Voy para allá -respondió Castro, y colgó.

Cuando su mirada se encontró con la de Inés, ella enarcó una ceja y se limitó a empujar la puerta de la cocina con un golpe de cadera y regresar con la bandeja por donde había venido sin soltar palabra. Hay cosas que nunca cambian.

XVIII

– Joder! -exclamó Márquez dando un respingo. Casi se cae de bruces al oír el chirrido de la puerta y encontrarse con aquel esqueleto articulado y fosforescente colgando del techo.

– Un regalo de cumpleaños -se excusó el chico-. Tengo amigos muy bromistas.

Después de su peculiar recorrido de motocross, aquello no era precisamente lo más gratificante. Habían atravesado kilómetros bajo la lluvia para llegar al punto exacto donde Robin guardaba los secretos informáticos de su princesa, pero el lugar distaba mucho de ser un castillo de hadas.

La casa estaba en un solar de tres plantas de la rúa do Home Santo, cerca del parque de San Domingos de Bonaval. El portón de entrada tenía un llamador de bronce con una mano bastante tétrica que sostenía una bola. En el interior la decoración estaba acorde con el motivo gótico de la entrada. En las paredes del pasillo, tapando los desconchones, había varias fotos de contenido naturalista muy ilustrativas sobre la reproducción del murciélago, la costumbre de algunos plantígrados de devorar a sus propias crías, la dieta alimenticia del buitre africano y cosas por el estilo. También había un póster de una actuación de Marilyn Manson en Cincinnati. El piso estaba prácticamente a oscuras. La única iluminación procedía de una bombilla desnuda que colgaba del vestíbulo. Robin hizo un gesto con la mano para que ella lo siguiera hasta el dormitorio. Márquez todavía no había visto lo mejor, una estantería metálica repleta de botes de cristal con distintos ejemplares de reptiles en su interior: salamandras, lagartijas, sapos, culebras, cada una con su nombre científico: Elaphe guttata, Coronella girondica, y cosas peores. Olía a cerrado, como la tumba de un faraón.

– ¿Cómo puedes vivir aquí? -dijo Márquez arrugando la nariz.

– No vivo aquí. Sólo guardo mis cosas. La casa era de mi abuela. Está abandonada y hace tiempo que no vive ningún vecino en el edificio, así que pensé que sería un lugar seguro. Nunca he traído a nadie, ni siquiera a Patri. Eres la primera persona que entra en mi guarida.

– Ya… ¿Ya qué debo el honor, si puede saberse?

– A qué estás muy buena, no te jode.

Márquez observó al chico con renovada desconfianza. Se movía por el cuarto con una cautela de animal acosado que le daba un aura interesante. Sus ojos amarillos brillaban en la penumbra con un matiz vagamente luciferino. Lo siguió con paso firme tratando de aparentar un aplomo que estaba muy lejos de tener. Pensó que hacía más de veinticuatro horas que no aparecía por el periódico, y supuso que Villamil estaría hecho una furia, pero era demasiado tarde para volverse atrás. Lo cierto era que el muchacho, con su aire de arcángel caído, tenía la extraña virtud de hacerle olvidar todo lo demás.

Robin volvió a sonreír un poco otra vez con gesto cómplice.

– Me gustan los bichos -dijo señalando los botes de cristal-. ¿A que no sabías que los indios akikujas tienen la costumbre de casar a las jovencitas con grandes serpientes? Y las mujeres huicholes, cuando bordan sus tejidos, lo hacen con una serpiente bien grande enroscada a la frente para que les inspiren bellos dibujos. Son modos de vida.

– Tú estás loco, chaval.

Márquez dejó la mochila en el suelo y dio una vuelta sobre sí misma intentando orientarse en aquella semipenumbra de techos altos.

– Como una cabra -añadió.

Todo el mobiliario parecía sacado de un anticuario cutre, una cama de matrimonio desvencijada, un secreter con tres cajones y un espejo de estilo Luis XVI, cuatro sillas con las patas acabadas en garras de león cuyo tapizado de terciopelo verde estaba completamente raído, un par de cuadros con escenas bucólicas, una porcelana de Lladró que mostraba a una niña dando de comer a un cisne y una mesa de comedor cuadrada que sostenía un ordenador portátil, modelo Acer TravelMate 5720 de color negro. Márquez lo observó con admiración: pantalla de 15,4 pulgadas y 5 GB de memoria RAM, lector de tarjetas, cámara web incorporada, micrófono, altavoces y tres puertos USB.

– El ordenador de Patricia, supongo…

El chico asintió con la cabeza. Conectó un módem ADSL a uno de los puertos y al instante una luz verde empezó a parpadear.

– Adelante -dijo-, empecemos.

– No me digas que no has entrado en sus archivos desde lo que pasó.

– ¿Y cuándo querías que lo hiciese? Te recuerdo que he estado bastante ocupado últimamente tratando de que no me echaran el guante -dijo con actitud condescendiente-. Pero, tranquila, creo que podré orientarme sin problemas -añadió, y acto seguido hizo doble clic en el icono «Mi maletín».

Márquez arrimó una silla a la mesa. No sabía qué demonios se iba a encontrar allí, pero cuando la pantalla se iluminó sintió que también su memoria se activaba con un chispazo y recordó una de las típicas frases raras de Villamil: «Cuando uno no sabe adónde va, hay que ir con mucho cuidado, porque podría llegar.» El periodista a veces tenía un ingenio digno de los hermanos Marx en versión gallega.

El chico manipulaba el teclado en silencio, con el ceño fruncido y una seguridad sorprendente para un estudiante en busca y captura que figuraba en todos los informes policiales como el principal sospechoso del asesinato de su novia. Definitivamente Robin Hood funcionaba con sus propios códigos.

– Aquí está -dijo al cabo de unos segundos señalando un archivo zip de 250 Kb.

En el interior de la carpeta había dos documentos de Word y algunas fotos jpg de baja resolución que mostraban determinados tramos del río Umia a su paso por Caldas en las que se veían claramente las estratificaciones blancuzcas de sedimentos formadas en los embalsamientos de la orilla.

El primer documento era un informe demoledor del Consejo Superior de Investigaciones Científicas contrario a la utilización de fosfoyesos para uso agrícola. Incluía una tabla de equivalencias de radiactividad, publicada en la página web de El Arca de Noé, con un estudio de la organización ecologista sobre la incidencia de esos vertidos en el organismo y su relación con distintos tipos de cáncer. El texto incluía además una resolución de la Comisión Europea abogando porque los citados fosfoyesos fueran declarados residuos y tratados como tales, en lugar de subproductos, como pretendía la Consellería de Medio Ambiente.

– Lo hemos cotejado -dijo el chico-, y los cabrones superan con creces los límites permitidos. Están tirando entre treinta y cuarenta toneladas al día.

Márquez arrugó la nariz. Aquello no era lo que andaba buscando. Estaba segura de que tenía que haber algo más y necesitaba encontrarlo. A través de la ventana ascendía la claridad anaranjada de las farolas de la calle, y su luz mortecina hizo que le invadiera un profundo desánimo. Iba a cerrar la sesión cuando de pronto se fijó en una carpeta que llevaba por título «L. A. Confidential». No fue el título de la película lo que llamó su atención, aunque le había gustado mucho, sino las iniciales L. A., las mismas del Liber apologeticus.

– Pincha aquí -dijo señalando el archivo con el índice.

La ilustración que apareció en la pantalla mostraba una xilografía antigua con forma de óvalo que representaba un animal con cabeza de gallo y un látigo enroscado con forma de serpiente en la mano. Márquez sintió que una corriente de aire gélido le recorría la columna vertebral. La imagen era muy parecida a la que ella había encontrado en la página web del archivo diocesano, pero no exactamente igual. No habría sabido decir dónde estaba la diferencia. Quizá en la colocación de los signos del zodíaco, pensó, esforzándose como cuando de cría jugaba a descubrir los siete errores en la colección de los juegos de lógica que le compraba su abuelo. Con ocho años era muy buena con los acertijos, los laberintos y las sopas de letras, pero aquello no era precisamente un pasatiempo para niños, sino un libro por el que en pleno siglo XXI todavía había gente dispuesta a matar y a morir. Chasqueó la lengua con un ademán de fastidio sin lograr detectar la diferencia. El documento estaba escaneado de un libro con registro de la biblioteca de la universidad y constaba de cincuenta y dos páginas. Márquez fue pasándolas una a una deteniéndose en cada detalle y, al hacerlo, sonreía para sus adentros, como si fuese reconociendo cosas que esperaba encontrar.

– Es el libro que decías, ¿no? -había cierto orgullo triunfal en la voz del chico.

Márquez no le contestó. Toda su atención estaba concentrada en la pantalla.

– Sí -asintió al cabo de interminables segundos-. Es el Liber apologeticus -su voz había sonado distinta, como si surgiera del interior de una cripta oscura y peligrosa.

– Ni que fuera el Santo Grial -resopló el chico con desdén; sin duda el hallazgo lo había irritado, lo que le hacía parecer mucho más joven-. Sólo se trata de un puñetero libro…

– Es un texto religioso muy antiguo. Te sorprendería lo que alguna gente es capaz de hacer por sus creencias. La fe lleva a estados inexplicables. La gente se obsesiona… Tal vez tu chica fuera una iluminada.

– ¿Qué dices? -salió él en su defensa como un lince salvaje-. Patricia podía ser más terca que una mula, pero no era una fanática ni nada por el estilo.

– Tal vez no -concedió ella-. Puede que sólo fuera una cristiana un poco peculiar. Pero no hay que olvidar que el Liber apologeticus fue en su momento el símbolo de una herejía que llegó a socavar profundamente el poder de la curia. -La conversación con el párroco de Caldas volvió a su memoria con absoluta nitidez-. Para muchos todavía continúa representando una seria amenaza. -De repente frunció el entrecejo y de forma casi imperceptible la expresión de su rostro cambió, como si en su interior estuviera ocurriendo alguna clase de revelación-. También cabe la posibilidad -apuntó- de que alguien se aprovechara de ella.

– ¿Qué quieres decir?

Márquez levantó las cejas con un gesto de incertidumbre.

– No sé… Alguien con ascendiente sobre ella. Tu chica no tenía un pelo de tonta, pero me extraña que llegara ella sola a todo esto. Lo más probable es que alguien la ayudara. Un experto en códices antiguos, el párroco de Caldas, un profesor, tal vez tú mismo…

– Y una mierda… -soltó él con un bufido.

– Escucha -dijo ella mirándolo fijamente-, por alguna razón que se me escapa ese libro significaba mucho para demasiada gente. Es probable que Patricia hubiese contactado con ellos en otras ocasiones. Puede que esos contactos hubieran tenido lugar en la catedral, o puede que no. Pero de lo que no cabe ninguna duda es que ese manuscrito se había convertido en una amenaza para alguien. Y me da igual que te guste o no, pero voy a averiguar por qué, ¿entendido?

El chico se quedó observándola sin pestañear. Su argumentación parecía haberle afectado más de lo que estaba dispuesto a admitir. Márquez copió el archivo en un pendrive y lo envió al correo de Villamil. Con aquello tenían asegurado un reportaje a doble página en el suplemento dominical. Desde algún lugar, Bernstein y Woodward le guiñaban un ojo.

– ¿Puedes entrar en el correo de Patricia? -preguntó de pronto con gesto impaciente. La adrenalina estaba haciendo que su mente funcionase a toda velocidad, se sentía en lo alto de la pendiente, como una montaña rusa. Y le gustaba.

– No sé… Solía cambiar su contraseña con frecuencia. Déjame ver… -El chico tecleó una palabra, pero el resultado fue erróneo-. ¡Mierda! -exclamó.

Volvió a intentarlo un par de veces más sin conseguirlo.

– Piensa un poco -dijo Márquez-. ¿Qué era lo que más le importaba a Patricia?…, algo que ella quisiera mucho…

– Oye, no soy adivino, ¿vale?

Márquez se quedó pensativa, como si estuviese considerando distintas posibilidades. «Prisciliano» era una opción, pero le pareció poco inteligente impedir el acceso a su correspondencia privada con el nombre del profeta como contraseña. Pensó en «arcadenoe», «7coros» e incluso en el nombre del chico, «robin», pero ninguna le convenció como clave. Demasiado obvio -opinó-. No creo que ella cometiera esa clase de torpezas. De pronto, por una extraña asociación de ideas, recordó que la contraseña que Villamil tenía en el periódico era «scooby-doo», el perro detective de los dibujos animados. Todo el mundo tiene sus manías y, si se conoce a la persona, cualquiera puede acabar descubriendo sus claves sin necesidad de ser un experto en psicología ni nada parecido, pero aquella chica parecía toda una incógnita. Como había dicho el cura de Caldas, era demasiado joven, demasiado entusiasta, se lo tomaba todo demasiado en serio. Márquez se vio a sí misma saliendo de la casa rectoral con la capucha puesta al lado de Villamil mientras el perro corría de un lado a otro como loco, moviendo el rabo y lamiéndole las manos. Tenía la vista fija en la pantalla del ordenador y su expresión era como una pequeña fisura en aquella superficie luminosa. Si ella fuese Patricia, tal vez elegiría esa contraseña.

– Prueba con «nelson» -dijo por si sonaba la flauta.

El chico tecleó los seis caracteres. En la pantalla aparecieron los consiguientes asteriscos y al momento se produjo el «ábrete sésamo».

– ¡Lo conseguimos! -Robin levantó los dos brazos a la vez, como impulsado por un resorte automático-. ¡Somos la hostia!

En la bandeja de entrada había más de treinta mensajes sin abrir, fechados en la última semana. La mayoría eran correos basura, pero Márquez seleccionó uno del viernes 25 de febrero que correspondía a una dirección de la Facultad de Filosofía: f-campus.online@usc.es. Se trataba de un extraño acuse de recibo, el texto decía:

Mensaje recibido. Has hecho muy bien en encriptar el PDF. Chica lista. El L. A. es perfecto. No vuelvas a cuestionar mi extremada inteligencia, soy infalible. Ya sabes el dicho: sabe más el diablo por viejo que por diablo. Por cierto, el demonio azul es uno de los más interesantes: Caeruleus Lugubrius. Como sabes, se cría muy bien entre empresarios y exitosos hombres de negocios, aunque por su cautela y su silencio es también una mascota idónea para clérigos y demás personas respetables. Te recojo a las cinco donde siempre. Esta vez no podemos permitirnos ningún error. No olvides que se trata de un libro al que la propia Iglesia le ha atribuido poderes sobrenaturales y que ha sido perseguido, robado y guardado en secreto per saecula seculorum hasta que una princesa lo rescató de las tinieblas. Bravo.

Firmaba un tal «F.» que Márquez no tuvo la menor duda en identificar. Así que Indiana Jones estaba en el ajo. El mensaje, sin embargo, contenía una posdata bastante más explícita.

P. D. Ten cuidado. Te quiero entera, pelirroja, desde el escote hasta la cintura, para lo que tú ya sabes. Y no puedo esperar.

– ¡Así que era eso! -La expresión del chico había cambiado de un tajo, como si de pronto tomara conciencia de lo absurdo y estúpido que había sido. Su rostro tenía el color de una pared a punto de venirse abajo-. Lo sabía… -murmuró entre dientes.

– ¿Qué es lo que sabías? -preguntó Márquez-. ¿Que tu chica tenía un romance con su profesor?

Las dudas volvieron de nuevo a enturbiar su confianza. Como móvil del crimen, los celos no eran un asunto muy original, pero había que reconocer que estadísticamente era tan antiguo como la avaricia o la traición. El chico no parecía nervioso ni asustado. Al parecer, la irritación era su sentimiento general frente al mundo. Básicamente no actuaba como un culpable, aunque cualquiera sabía… A Márquez unas le iban y otras le venían.

– Patri se creía muy lista, pero era igual que todas -dijo él-. Nunca jugo limpió y, al final, tuvo lo que andaba buscando. -Sus ojos estaban cargados de pólvora, como si asomaran tras un rifle en medio del monte.

Se levantó y se acercó a la ventana. Estuvo así un rato, de espaldas, sin decir nada, sólo mirando hacia afuera mientras la cólera le avivaba los recuerdos: el tiempo transcurrido desde la primera vez que se habían visto en un concierto de Violadores del Verso, la noche de septiembre en que se atrevió a declararse en la escalera de la Quintana, su sonrisa renacentista, las primeras reuniones en casa de Antón, la forma que tenían los demás de asentir cuando ella exponía las cosas, también él la habría seguido hasta el mismo infierno si lo hubiese dejado, pero ella tenía sus propios planes. Le gustaba volar sola. Había algo en su forma de actuar que debería haberle puesto en guardia, sus conversaciones secretas con el cura, las llamadas al móvil en mitad de la noche, aquella forma suya de estar con un pie aquí y otro a miles de kilómetros, incluso cuando se despertaba a su lado en la cama tibia y somnolienta con el pelo revuelto. Puede que fuera su naturaleza o que no tuviera otra elección, pero lo cierto era que Patricia Pálmer jamás le había revelado más que una pequeña parte del juego. Se sentía dolido.

– ¿Qué quieres decir con que no jugó limpio? -preguntó Márquez.

– Nunca me contó nada. No tenía ni la más remota idea de la existencia de ese puto manuscrito -dijo con un rastro de odio, e hizo una pausa en la que pareció ensimismarse en sus propias reflexiones.

– Quizá lo hizo para protegerte -intercedió Laura-. A veces, cuanto menos sepa uno, mejor.

Márquez había aprendido por experiencia que algunos secretos acaban convirtiéndose en trampas mortales contra uno mismo, pero ya no se sentía con derecho a juzgar a nadie. Pensaba en Wilberth Santos, claro, en su cuerpo sin vida en una camilla del instituto anatómico forense de Lisboa. Otro que jugaba a dos bandas. Otro que tejía sus propias telas de araña en solitario. Otro que tal.

Robin se había acuclillado en un rincón; su gesto no era de decepción o ira, sino de cansancio, como cuando uno confirma sus sospechas y alcanza una certeza muchas veces intuida. Ya no sentía rencor, ni siquiera curiosidad. De pronto comprendió que todo había estado delante de sus ojos desde el principio, en forma de silencios y señales que no quiso o no supo ver. Afuera anochecía y nadie podía remediar ya nada.

Al cabo de un rato se incorporó.

– ¿Sabes qué te digo? -se había vuelto hacia Márquez, con una nueva determinación en la voz-. Que me importa un carajo lo que ese tipo le metiera a Patricia en la cabeza. La religión sólo existe para obligar a la gente a hacer cosas que no haría de otro modo. Yo no creo en la Iglesia, en ninguna. Tampoco creo en ningún gobierno, son todos iguales. Lo único que sé es que ella y yo estábamos juntos en esto antes de que apareciera ese profesor dándoselas de detective. Fueron muchos días de bajar hasta la Fuensanta para inspeccionar los vertidos, de espiar a los camiones, de entrar de noche en las oficinas para rastrear sus informes esquivando las pedradas del hijo del guarda forestal; el cabrón tenía una puntería de francotirador, en una ocasión casi me parte el cráneo con un pedrusco de tres kilos -dijo señalándose una brecha en la frente-. Pero teníamos una causa, algo concreto por lo que pelear, no una historia de santos ni de profetas, algo real que está jodiendo a la gente de verdad. Cadmio, arsénico, uranio… ¿Tienes idea del tipo de lesiones que su acumulación puede provocar en el organismo humano? Eso era importante para ella. Me pidió que le echara una mano, y lo hice. Y no pienso volverme atrás ahora. Se lo prometí. Voy a conseguir cerrar esa puta fábrica aunque sea lo último que haga. Si quieres ayudarme, vale. Si no, puedes largarte -dijo dando un portazo.

– Espera… -le grito Márquez desde el rellano, y cogió su mochila al vuelo.

XIX

El día amaneció encapotado con ráfagas de viento que rodeaban las esquinas de las calles con un silbido parecido al de la teja de los lobos. De vez en cuando, un rayo relampagueaba sobre el Pico Sacro, y al cabo de pocos segundos el rugido del trueno hacía retumbar los cristales de la comisaría. A pesar del mal tiempo Castro estaba de un humor excelente, ahora que algunas piezas empezaban a encajar. No había rastro del arma homicida ni estaba claro el móvil del crimen, pero al menos tenían un sospechoso principal. La llave había sido de capital importancia en las últimas horas. Además del padre Barcia sólo había otra persona que tuviera una copia que le permitiera el acceso a la tienda de souvenirs, y casualmente se daba la circunstancia de que era uno de los mayores expertos en códices paleocristianos.

Dos agentes de la secreta se habían convertido en la sombra de Ginés de Santa Olalla, y su investigación había resultado bastante esclarecedora, especialmente en lo que se refería a los vínculos del diácono con ciertos sectores empresariales más bien turbios. Según sus informes, al menos el nombre de uno de los empleados contratados por Ferticeltia para servicios de vigilancia coincidía con el de uno de los guardias jurados de la catedral. Se trataba de Andrés Nigrán Corbeira, alias O Culebra. Cráneo afeitado, treinta y siete años, un metro ochenta y tres y noventa y dos kilos de peso. Había trabajado como estibador en el puerto de Vigo y después como vigilante de costas. Era amigo personal del presidente del consejo de administración de Ferticeltia, Evaristo López. No tenía antecedentes aunque había sido arrestado en dos ocasiones, una por conducir ebrio y otra por un altercado en un club de alterne; en ambas había sido puesto en libertad sin cargos. Un tipo con buenos abogados. Sus ingresos mensuales rondaban los dos mil euros, un sueldo bastante decente pero insuficiente para explicar el chalet de cuatrocientos metros cuadrados con piscina climatizada y pista de tenis que tenía a su nombre en una urbanización de lujo de O Grove. A Castro le bastó una llamada a Nueva York para confirmar sus sospechas. «Es un tipo peligroso -le había dicho su amigo el abogado César Sueiro desde su despacho de Flatbush Avenue, en Brooklyn-, en tiempos trabajó para el clan de los Miñocas. Nunca conseguimos entrarle. Es frío, eficaz y sin escrúpulos.» De momento el comisario no había querido dictar orden de detención contra él por ver hasta dónde podía llevarle. El tipo se había entrevistado en dos ocasiones con el diácono de la catedral en el restaurante O Gaiteiro. El padre Ginés de Santa Olalla había acudido a las dos citas, de las que había fotos, vestido de seglar con gabardina Burberry azul oscuro y paraguas negro. Por otra parte, las pruebas apuntaban a que Ferticeltia había aportado importantes sumas en concepto de donaciones al patronato catedralicio.

No hacía falta ser Sherlock Holmes para llegar a la conclusión de que todos los hilos formaban parte de la misma tela de araña. Eso era lo que más le gustaba a Castro de su trabajo, la estrategia del cazador, el momento de establecer conexiones, de casar los indicios que, trazados a modo de red con flechas azules y rojas encima de la mesa de su despacho, orientaban la dirección de la investigación, igual que un marino que despliega sobre la mesa la primera carta náutica del viaje y va uniendo puntos con regla y compás para calcular el rumbo. Al comisario le gustaba ese momento, sentía en las venas una vibración parecida a la del capitán de un barco cuando percibe bajo cubierta el rugido de las máquinas y saborea en el puente la primera taza de café del día. Le hacía sentirse vivo, el instinto afilado, los músculos tensos, la cabeza despejada… El trabajo constituía para él un reducto de lógica que le proporcionaba la modesta esperanza de que algunas cosas hechas con destreza y precisión podían mejorar de algún modo el caos en el que vivimos y restablecer cierto orden por infinitesimal que fuera. Sin esa pulsión Castro era un hombre a la deriva, como todos, ni más listo ni mejor que otro cualquiera, quizá más callado que los demás cuando se quedaba pensativo asomado a la ventana de su apartamento fumando el último cigarrillo del día, echando cuentas que nunca le cuadraban, como un marino sin barco o un cura sin fe.

Lo más llamativo de los informes realizados por la policía secreta era la intensa actividad llevada a cabo por el arzobispado en los últimos tres o cuatro meses. Sobre todo en lo relativo a una organización promovida personalmente por el padre Santa Olalla a través de la congregación compostelana y el Instituto de Derecho Pontificio. Al parecer, algunos de sus miembros eran conocidos políticos, profesores universitarios y gente del mundo empresarial. Tenían un inmueble en la calle Jerusalén y contaban con varias publicaciones, revistas y programas de radio para realizar su función de apostolado. El joven diácono era un declarado partidario de los medios de comunicación de masas. En el editorial de una de las publicaciones, Fe y Negocios, se afirmaba que el éxito del apostolado radicaba en concienciar a las clases más pudientes de ser una élite llamada por Dios para una misión especial. En algunos casos los donativos llegaban a rondar los cien millones de euros al año. Nadie entrega tanto dinero a cambio de nada, pensó Castro.

Desde que Villamil había sacado a relucir el asunto del libro no había parado de darle vueltas. Esa misma mañana, durante el registro que él mismo había efectuado en el archivo diocesano, había encontrado en el catálogo de referencias una serie de adquisiciones calificadas de primera importancia, entre ellas, el Liber apologeticus. A principios de año la universidad había pedido un préstamo temporal para su estudio, que había sido denegado varias veces y finalmente aceptado por una gestión directa del rector con el Vaticano. Fue entonces cuando el libro desapareció misteriosamente.

Sin embargo, lo más significativo para Castro no era tanto la desaparición del manuscrito como los argumentos empleados por el arzobispado para la denegación del oficio. Un discurso que recordaba demasiado a los viejos tiempos de verborrea inquisitorial: «El libro está escrito con la elocuencia del Maligno, que conoce los artificios del verbo y los utiliza para dar la vuelta a los evangelios en diabólica transfiguración. En él se eleva la naturaleza a la categoría de Dios, como en los peores ritos paganos; se exhorta a la danza y a la coyunda carnal; se ataca el celibato apoyando el matrimonio de monjes y clérigos y, lo que es todavía peor, se abren las puertas de la liturgia a las mujeres. Durante siglos hemos tenido que combatir el peligro priscilianista dentro de los propios seminarios. No hay que olvidar que el obispo gallego fue el líder espiritual de la heterodoxia española, y de algún modo todavía sigue siéndolo. ¿No son acaso el celibato y la participación de la mujer en el culto los grandes debates que amenazan hoy la cohesión interna de la Iglesia?»

Si aquello no era el Asertio Fidei, se le parecía bastante. El oficio dejaba meridianamente claro que, para algunos sectores dentro de la Iglesia, el Liber apologeticus era el símbolo mismo de una herejía peligrosa que había socavado la curia por dentro y todavía continuaba representando una seria amenaza, lo que desde el punto de vista policial podía ser considerado como un móvil más que probable. El interés que podía tener Patricia Pálmer en el manuscrito ya era harina de otro costal. Aunque, bien mirado, tampoco era tan extraño que la chica hubiera elegido a un profeta antisistema para culminar su particular cruzada anticapitalista. A ciertas edades uno es romántico, apasionado, cree en el poder de los símbolos… Quizá pensaba que se podía cambiar el mundo con un libro. Castro continuaba callado con la mirada perdida en la maraña de líneas azules y rojas. En todo aquello había algo que no cuadraba. Pero, puestos a jugársela, apostaría doble contra sencillo a que el libro se hallaba en la casa rectoral, dentro de una vitrina de cristal, camuflado entre cientos de opúsculos y actas de sínodos, bajo la custodia del propio apóstol Santiago con sombrero de cowboy a lomos de un caballo blanco.

Quizá al fin había llegado el momento de la verdad, pensó Castro, que se había girado hacia la ventana. Ginés López de Santa Olalla atravesaba en ese momento la plaza Rodrigo de Padrón con las manos enfundadas en los bolsillos y los hombros proyectados hacia adelante, tratando de ofrecer resistencia al viento. El comisario le había telefoneado a media mañana desde su despacho para decirle si le importaría acercarse por allí cuando le viniera bien. Su voz había sonado casual y despreocupada, «es sólo para ponerle al corriente de los últimos avances, a ver si puede echarnos una mano con la investigación», le había dicho. Y allí estaba el diácono, como una silueta confusa zarandeada por las ráfagas racheadas que agitaban los faldones de su gabardina mientras caminaba directamente hacia su propia ratonera.

Al recibirlo, Castro tuvo la misma sensación que había sentido en la casa rectoral, un malestar ambiguo difícil de explicar. Castro ya había decidido que la entrevista no tuviera lugar en su despacho, sino en un cuarto pequeño y cableado con un circuito interno de megafonía, porque eso permitiría a sus agentes seguir la conversación y hacer sobre la marcha las comprobaciones que fueran necesarias. La pared del fondo estaba ocupada por un gran panel con fotografías de Patricia Pálmer viva y muerta, planos de la catedral, análisis de laboratorio y recortes de prensa. La escenografía es una pieza fundamental a la hora de enfrentar a un asesino con su crimen.

Tras unos instantes de duda, el diácono se quitó la gabardina y tomó asiento en la silla que Castro le ofrecía de cara a la pared. Al ver las fotos, tensó la mandíbula, pero no hizo ningún comentario. Su aspecto seguía siendo el de un joven aspirante a sacerdote, tímido, servicial y bienintencionado, dispuesto a prestar su colaboración a las fuerzas del orden público cuando le fuera requerido. Castro sabía cómo aprovechar esa baza psicológica a su favor. En gran medida fue sincero con él. Le hizo un resumen bastante ajustado de la situación eludiendo sólo algún que otro detalle. Le habló de las pistas que habían seguido, de los mensajes del móvil de Patricia, del novio desaparecido, de la relación de la chica con organizaciones ecologistas y movimientos antiglobalización. El diácono lo escuchaba en silencio, sin desviar la vista, mientras Castro estudiaba cada uno de sus gestos con curiosidad de entomólogo. Santa Olalla tenía las mandíbulas apretadas y su tez estaba blanca como el yeso. Al comisario no le cabía duda de que sabía algo. Dejó para el final intencionadamente la obsesión de la chica por Prisciliano y el asunto del Liber apologeticus. La mención del manuscrito hizo que el diácono pestañeara un par de veces, pero nada más.

– ¿Está intentando decirme algo, comisario? -preguntó. El tono seguía siendo amable, pero algo en la actitud del religioso denotaba un atisbo de callada indignación.

– He intentado explicarle el camino que hemos seguido para llegar hasta aquí. A lo largo de la investigación hemos descartado algunos elementos y al final lo que hemos sacado en limpio es que Patricia Pálmer fue asesinada en la catedral por alguien que le facilitó la llave y a quien probablemente conocía. Tenemos razones para pensar que, además, esa persona tenía un conocimiento profundo de bibliografía religiosa, lo cual, como podrá imaginar, reduce bastante nuestro campo de acción. Usted es toda una autoridad en la materia y, si no recuerdo mal, el día que murió Patricia, reconoció haber pasado toda la mañana en el archivo ocupado en la transcripción de un códice. ¿No es así?

– Sí -respondió el diácono-, que yo sepa, no es ningún delito.

– Desde luego que no. Lo único que intento decirle es que hemos hecho grandes avances en los últimos días para llegar a donde estamos. Así que, si hay algo que deba decirnos, éste es el momento.

El diácono no respondió de inmediato. Se hizo un silencio seco, prolongado, roto sólo por las respiraciones de ambos. Ginés de Santa Olalla miró de nuevo hacia la pared con las fotos de Patricia Pálmer. En una de ellas se veía su cadáver desnudo y recosido después de la autopsia. Después se pasó la mano por el cuello con cansancio, cruzó los brazos encima de la mesa y miró de nuevo a Castro.

– Puede pensar lo que quiera, comisario -dijo cuadrando dignamente los hombros-, pero jamás había visto a esa chica.

Castro tomó aire. Todo el caso había estado tan enrevesado desde el principio que necesitaba una confesión como fuera.

– De acuerdo -dijo haciendo acopio de paciencia-. Volvamos al principio. El cadáver de Patricia Pálmer fue descubierto por el padre Barcia la mañana del sábado 26 de febrero. Eso quiere decir que el asesinato se produjo en algún momento de la tarde o noche del viernes 25. ¿Me sigue?

– Le sigo, pero no sé adónde quiere llegar.

– Vamos, padre, lo sabe de sobra, ese mismo día desapareció un importante manuscrito de Prisciliano del archivo diocesano. La chica se convirtió en una amenaza para algunos sectores dentro de la curia, tenemos pruebas de ello.

El rostro del diácono pareció reanimado por un soplo de aire. Fue un gesto de alivio involuntario que por un momento desconcertó a Castro, haciéndolo pensar que tal vez había errado el blanco. Apenas duró una décima de segundo. El religioso cambió de registro demasiado de prisa para poder sacar conclusiones -Pero ¿qué está insinuando?… Está usted loco, comisario -dijo furioso.

– Tenemos a una chica asesinada en plena catedral y un incunable desaparecido, el liber apologeticus. Tenemos la llave de la puerta de acceso a la tienda de souvenirs que Patricia Pálmer utilizó para entrar en la catedral. Y tenemos a un hombre justo en el medio de los dos escenarios, un religioso con profundos conocimientos de literatura teológica: usted. Si no tiene una buena explicación para eso, quizá debería decirnos dónde pasó la tarde del viernes 25 de febrero.

– Esto es increíble… El diácono respiraba pesadamente por la nariz. Se había puesto en pie, levantando el índice como un pantocrátor bizantino-. Lo haré con mucho gusto -dijo con voz crispada-. Estuve en una reunión del patronato en La Coruña, en compañía de más de siete personas que pueden confirmarlo. La reunión, como otras veces, tuvo lugar en una sala del hotel N. H., en los jardines de Méndez Núñez, donde solemos alojarnos, y se prolongó desde las cinco hasta las nueve aproximadamente. Después fuimos a cenar a la marisquería Noray, en la plaza de María Pita. Abandonamos el restaurante alrededor de las diez y media y a continuación regresamos juntos al hotel. Dígales a sus hombres que comprueben la coartada. Y la próxima vez, antes de acusar a nadie, moléstese en hacer primero su trabajo. Para eso le pagan, ¿no? -La voz del diácono sonaba extrañamente serena. Nada en sus facciones dejaba traslucir su indignación.

Se levantó, cogió su gabardina y fue hacia la puerta. Por un momento pareció que fuera a añadir algo más, pero finalmente no lo hizo. Se limitó a lanzar hacia el interior una mirada fría y profundamente despreciativa.

Castro permaneció sentado aguantando la humillación. Tenía un brazo apoyado en la mesa y un hilo de humo salía del cigarrillo olvidado entre sus dedos. Había forzado el interrogatorio al máximo y la había jodido. Por un instante sintió como si le hubieran tirado a la cara un jarro de agua fría. Una coartada como aquélla significaba prácticamente que Santa Olalla no había tenido relación material alguna con la muerte de Patricia Pálmer, al menos en ningún sentido que pudiera considerarse como prueba, lo que le obligaba a barajar otra hipótesis sobre el posible asesino. Al comisario estaba empezando a ocurrirle con aquel caso algo que no le hacía maldita gracia.

Varios coches patrulla se alineaban al otro lado de la calle, a la puerta de la comisaría. Ya no llovía, pero el viento seguía soplando fuerte; un viento del norte, molesto, rápido y helado que levantaba polvo y papeles de periódico por el aire. Castro, como todo hijo de la Costa da Morte, odiaba el viento. Cada cual tiene sus demonios. Un árbol había caído en medio de la vía férrea, interrumpiendo el servicio entre Santiago y Padrón durante varias horas, se habían suspendido las clases en los colegios y en la universidad, y a lo largo de la mañana el servicio de emergencias había tenido que intervenir en casi una decena de incidencias: desprendimientos de cornisas, caídas de andamios, la voladura de una cubierta de uralita en un polideportivo de Labacolla… Con tanta llamada de emergencia, estaban en cuadro. El comisario no había tenido más remedio que cambiar el orden del día, distribuir las tareas a sus efectivos e interrumpir momentáneamente las pesquisas, pero su cabeza continuaba funcionando implacablemente en la misma dirección.

A las 13.20, el subinspector Romaní dobló en la esquina del monasterio de San Martín Pinario y entró en la calle Jerusalén. El inmueble se hallaba pegado a la iglesia de San Miguel dos Agros, un edificio de tres plantas con las ventanas de color marrón y sólidas paredes de granito. El viento levantaba remolinos de polvo y hojas por el aire. El policía se protegió los ojos con unas gafas Ray-Ban. Le sorprendió un fuerte olor a meados de perro en el portal. Llamó al telefonillo y al otro lado le respondió una voz de mujer muy dulce. Ecuatoriana o boliviana, dedujo por el acento.

– Necesito hablar con la persona encargada de la congregación -pidió.

– Lo siento, la hermana Isabel no se encuentra ahorita.

– Pues si ella no está, usted me vale -le cortó Romaní, tajante-. Soy policía y traigo una orden de registro.

Subió la escalera y esperó unos minutos en el rellano del primer piso. Oyó un trasiego de pasos al otro lado.

Cuando al fin se abrió la puerta comprobó que el piso estaba prácticamente a oscuras. Las ventanas se hallaban tapiadas y la escasa iluminación se reducía a unas cuantas luces laterales de baja potencia. Olía a cerrado y todo estaba en silencio. La chica que apareció en el umbral no tendría más de diecisiete años. Morena, con unos ojos enormes que no levantó del suelo ni un solo momento. En el recibidor no había muebles, ni imágenes de santos, ni lámparas, ni cortinas. Nada. Las habitaciones estaban al lado derecho, y eran todas del mismo tamaño. Se trataba más bien de celdas en las que sólo cabía una cama estrecha y una pila de azulejo. Los cubrecamas eran de un tejido áspero de color carmelita, y todas tenían un crucifijo encima de la cabecera. Había unas diecisiete celdas en cada piso. Romaní aguzó el oído frente a una de las puertas y oyó que alguien sollozaba bajito al otro lado.

Tardó casi dos horas en completar el registro. Cuando abandonó el edificio agradeció el golpe del viento en el rostro, como si hubiera salido de una sucursal del infierno.

Media hora más tarde entraba en el bar Las Vegas. El comisario Castro y Arias se hallaban de espaldas, acodados en la barra, esperando.

– Ya era hora… -le espetó el comisario.

– No ha sido un asunto fácil, jefe. Ni agradable.

– ¿Y bien…?

– Formalmente se trata de una organización seglar, jefe, pero la influencia del arzobispado es tan grande que en la práctica puede considerarse una orden religiosa. Ideológicamente son fanáticos preconciliares, especialmente en el asunto del celibato y del sacerdocio femenino. Dependen a todos los efectos del seminario menor, que viene a ser más o menos como el buque insignia de la orden. Por otro lado, el liderazgo del padre Santa Olalla es incuestionable. El tipo se encarga personalmente del adoctrinamiento de los acólitos. La mayoría de los internos son chicas de origen latinoamericano, pero también hay algunos chicos. Todos muy jóvenes, sin apenas formación. Viven prácticamente en un régimen de clausura. Según parece, cada uno tiene asignado un mentor y sólo les está permitido el contacto con él.

– Una especie de Opus -dedujo Castro.

– No exactamente, pero algo parecido. Son chicas muy jóvenes, casi adolescentes. Ecuatorianas, peruanas, brasileñas, mexicanas… Hasta hay una de la selva amazónica. Mi impresión es que se trata de una orden medio religiosa, medio seglar, como esa de los Legionarios de Cristo o algo por el estilo. Prácticamente las tienen como esclavas. Las recluían igual que en un casting. Jóvenes, dóciles, muy sonrientes, buena presencia, modales educados. Ya sabe…, la gente sencilla acostumbra a sentirse atraída por la Iglesia.

– Ya la Iglesia le encanta tener poder sobre la gente sencilla -le respondió Castro.

– Muchas de las chicas son prácticamente analfabetas -continuó el subinspector-, aunque también las hay de buena familia. Éstas tienen la obligación de donar todos sus bienes a la orden. Desde que entran rompen todo el contacto con el exterior. Sólo se les permite llamar a casa una vez al año, por Navidad, y en presencia de un superior. Además están obligadas a no cuestionar ninguna norma y a delatar a cualquiera que se atreva a hacerlo. Ordenes de Santa Olalla. Los castigos físicos son capítulo aparte. No me mire así, jefe, es una de las cosas de las que se quejan las chicas. Menos mal que el agente Zárate no me acompañaba, ya sabe cómo es… -El poli se pasó la mano por el pelo-. Le aseguro que a mí también me costó mantener la calma. Llámeme mente calenturienta si quiere, jefe, pero aquello tiene toda la pinta de ser un harén formado por crías indefensas de fe ciega, regentado por un proxeneta fanático y sin escrúpulos.

Castro se acarició el mentón pensativo. Le tenía ganas al diácono, pero no quería precipitarse otra vez.

– ¿Crees que podríamos contar con algún testimonio ante un tribunal?

– Ya le he dicho que esas chicas están aterrorizadas. Basta con que alguien les tienda una mano y lo soltarán todo.

Castro resopló con la cabeza baja, como un toro a punto de embestir. ¿Habría tenido algo que ver Patricia Pálmer con esa secta?

El caso estaba llegando a su punto más delicado. Ese momento en que todo policía tiene que decidir entre aguantar la investigación en secreto, ocultando sus cartas con la esperanza de llegar más lejos, o intervenir ya, alertando al objetivo. Castro se debatía en ese dilema. Que Santa Olalla tuviera una coartada sólida como una roca lo eximía de la acusación de asesinato, pero desde luego no significaba que fuera un corderillo inocente. Con aquello tenía motivos suficientes para detenerlo y someterlo a un interrogatorio en toda regla. Sin embargo, su instinto de cazador le decía que la situación todavía no estaba suficientemente madura para practicar detenciones. Aspiraba a poder cazar la liebre durmiendo en el erial, aunque conocía todos los riesgos que implicaba la espera. O casi todos.

En honor a la verdad hay que decir que entre las peores hipótesis que barajaba el comisario no estaba la de encontrarse con otra muerte más.

XX

A la luz de la linterna, los camiones habían dejado de ser siluetas intuidas en la oscuridad y se mostraban como una guarnición, inmóviles, con las lonas echadas y los motores alineados en dirección a la orilla del río. Márquez no tenía una idea muy clara de cómo se había dejado arrastrar hasta allí. A la izquierda de la pista forestal se hallaba una nave que parecía haber sido en tiempos una granja de animales y todavía conservaba un viejo canal de desagüe de excrementos. Fue precisamente a través de la compuerta de ese canal por donde Márquez y el chico consiguieron introducirse en el recinto abandonado de la antigua fábrica. Dentro todavía olía un poco a establo, había rastrillos, palas, una guadaña y otros aperos que, por su aspecto oxidado debían de llevar muchos años sin ser utilizados. También había un montón de sacos de plástico de color butano con el logotipo de Ferticeltia y marcados con un código numérico apilados al fondo, contra la pared.

Todo iba a confluir en aquel lugar llamado la Fuensanta. Allí, según la tradición, había nacido el priscilianismo, y a partir de ahí se había expandido por todo el valle a través de comunidades campesinas de base.

La nave estaba situada a menos de cien metros del bosque, aunque la noche siempre altera la noción de las distancias. La claridad entraba desde arriba por una especie de ojo de buey. Era una luz fría de luna nueva clavada como una uña en el cielo. El viento había barrido las nubes, y a través de la abertura se podían ver con nitidez las primeras estrellas. No debían de ser aún las ocho de la tarde, pero lejos de la ciudad la sensación de nocturnidad resultaba mucho más acusada. Delante de la nave se extendía una explanada donde se alineaban los camiones junto a una franja de barro grisáceo de color cemento que bordeaba la laguna. Más allá las puntas negras de los eucaliptos se agitaban embravecidas, como el bosque animado de los cuentos infantiles. Se encontraban dentro del término municipal de Caldas de Reis, no muy lejos de Sietecoros.

– Si alguna vez vuelvo a caer en la tentación de dejarme convencer por tus brillantes ideas, por favor, átame a un poste hasta que recupere el sentido común -dijo Márquez. Recorrer sigilosamente una nave abandonada en medio de un estercolero no era uno de sus pasatiempos preferidos.

Pero el chico había dejado de escucharla. Su concentración requería toda la energía. Se movía con la máxima cautela.

– No sé qué esperas encontrar aquí -continuó Márquez en voz baja dirigiendo la linterna con aprensión a derecha e izquierda.

Las revelaciones de las últimas horas la habían sumido en un estado de confusión similar a cuando los árboles no te dejan ver el bosque. Pero el contacto con aquel lugar le devolvió de golpe a la realidad, recordándole que alguien había asesinado a Patricia de un modo despiadado, golpeándola con tal fuerza que le había reventado los intestinos, igual que si la hubiera aplastado un tanque. Y eso no era una maldita hipótesis, ni algo que hubiera leído en una novela barata, ni que alguien le hubiera contado.

Márquez miró alrededor. Le pareció que la capa de aire allí era más densa. Hay lugares donde han ocurrido cosas extraordinarias o terribles en que la atmósfera queda alterada para siempre. Conocía la historia. Todas las leyendas empezaban igual: con una luz. El párroco de Caldas lo había dejado bien claro el día que Villamil y ella habían estado en su casa. Fueron los discípulos de Prisciliano quienes llevaron el cuerpo del mártir de Burdeos a Galicia siguiendo la Vía Láctea y lo enterraron junto a una fuente. El punto exacto nunca se supo. Más tarde un anacoreta gallego llamado Pelagio creyó ver lenguas de fuego sobre las ruinas de un viejo castro en algún lugar entre Padrón y el Monte Sacro. El tipo oyó o creyó oír cantos angelicales o demoníacos, y el obispo de la zona, Teodomiro, ni corto ni perezoso, comunicó el milagro a sus superiores, señaló el lugar y decidió que tenía que corresponder a la tumba del apóstol Santiago. A partir de ese momento empezaron a llegar locos o místicos de todas partes del mundo. Y hasta hoy.

No dejaba de resultar paradójico que el mayor movimiento de masas de la historia tuviera su origen en semejante equívoco. O tal vez no hubiera ningún equívoco y Santiago y Prisciliano no fueran en realidad más que las dos caras de una misma moneda. A aquellas alturas Laura Márquez ya no sabía muy bien qué pensar. Cuantas más vueltas le daba, más difícil le resallaba entender que una estudiante de veinte años pudiera obsesionarse con aquellas historias. Pero ¿quién era ella para juzgar las obsesiones de nadie? ¿Acaso no había creído también alguna vez en el poder de los símbolos? Un viejo florete con la empuñadura abollada, una ciudad varada frente al océano, una melodía del otro lado del mar. Sangue de Beirona.

«Cada uno sabe lo suyo -pensó-. Hay quien necesita fe para estar en paz con el mundo, un horario fijo, una familia, derecho de voto y cosas por el estilo. A otros les basta con un cajón lleno de corbatas raras o unos cuantos cabos sueltos por dónde empezar a tirar.» Sonrió de medio lado. Los gallegos eran raros de narices. Debía de ser cosa del clima. El viento y la lluvia incidían en el carácter y trazaban perfiles singulares. Villamil tenía su punto excéntrico, y eso a Márquez le encantaba porque le hacía sentir que, por una vez, la friki no era ella. Sonrió al acordarse de su compañero. Le debía unos cuantos favores que en principio no creía que pudiera devolverle y algún que otro valioso consejo profesional. Como a cualquier periodista de raza, a Villamil el trabajo era lo único que le mantenía vivo. Todo lo demás le traía sin cuidado. Seguramente si alguien le hubiera preguntado el motivo, no habría sabido explicar por qué, pero así eran las cosas. Quien más y quien menos tenía su Santo Grial.

Márquez recordó que llevaba demasiado tiempo sin dar señales de vida. Sacó el teléfono móvil de la bolsa de lona que llevaba cruzada al hombro y marcó el número del periodista, pero al momento pensó que no sabía muy bien cómo demonios explicarle qué estaba haciendo con un sospechoso de asesinato en un descampado y a aquellas horas, así que prefirió dejar las explicaciones para más adelante. Cortó la llamada y continuó recorriendo la nave como si tal cosa. El local parecía completamente abandonado.

– Te lo he dicho- exclamó al cabo de un rato-. Aquí no hay nada.

Pasados unos segundos de duda, salieron a la penumbra lunar. Márquez caminaba muy inclinada hacia adelante para ofrecer resistencia al viento con sus escasos cincuenta kilos. De pronto el bosque le pareció inquietante y amenazador. En algún punto entre los árboles, se oyó un sonido, y el chico le dio la mano con un gesto instintivo de protección. Avanzaron hacia los camiones siguiendo el haz de luz de la linterna, aunque la claridad de la luna les habría permitido prescindir de ella. Husmearon bajo las lonas. Sólo había bidones metálicos como los que utilizan los ganaderos para almacenar leche.

Márquez se acercó a la orilla de la laguna para comprobar su profundidad. Llevaba la bufanda de lana tapándole la nariz y la boca para defenderse del olor nauseabundo que emanaba de aquel lugar, una mezcla de huevos podridos y fermentos ácidos. Cogió del suelo una rama de un metro aproximadamente e intentó clavarla en el borde grisáceo de los sedimentos, pero la tierra se la fue engullendo centímetro a centímetro, sin dejar rastro.

– ¡Hostia! -exclamó-. Si te caes aquí, te traga la tierra. -Y mientras lo decía sintió que un escalofrío le recorría la espalda.

– Mira esto -dijo el chico unos pasos por detrás de ella. La linterna señalaba un círculo de luz en el suelo. Se agacharon los dos al filo de la claridad de la linterna.

Las cabezas muy juntas, las manos tanteando entre las raíces y el humus negro de las hojas. Era un reloj de hombre con números romanos grabados en oro-. ¡Un Rolex! -dijo cogiéndolo por la correa con un pañuelo.

Márquez lo observó con una mezcla de curiosidad y ligera guasa, como si de pronto se hubiera acordado de algo divertido.

– ¿Te sabes el chiste de los dos vascos que salen a buscar setas?

El chico negó con la cabeza.

– Pues son dos de Bilbao que van al monte con un cesto para recolectar robellones, uno de ellos se encuentra en el suelo un Rolex de oro y enseguida se lo dice a su compañero. Entonces el otro lo mira con cara de decepción y le suelta: «Joder, Patxi, ¿a qué andamos?, ¿a setas o a Rolex?» Los dos se rieron. Era una risa nerviosa, para conjurar el miedo. Pero al instante a ambos se les debió de ocurrir la misma idea, porque miraron hacia la laguna a la vez. La sonrisa se les borró de golpe. De repente oyeron un crujido en el bosque. Permanecieron quietos un minuto, con los nervios a flor de piel.

– Es el viento -dijo Márquez.

Pero el chico alzó una mano en señal de cautela mirando fijamente hacia los eucaliptos. Sus ojos brillaban en la noche como los de un gato montés.

– Espera -dijo.

Márquez vio cómo su silueta se movía sigilosamente entre los troncos blanquecinos de los eucaliptos hasta que lo perdió de vista. Se mordió el labio inferior. La situación no le gustaba un pelo. Las fuertes ráfagas de aire la golpearon y estuvieron a punto de tirarla al suelo. Empezó a recular hacia la nave por instinto. Dos pasos, tres pasos, cuatro pasos…, hasta que consiguió apoyar la espalda contra la pared de hormigón. Luego trató de encontrar de nuevo el canal de desagüe rodeando el perímetro del recinto.

El corazón le dio un vuelco cuando sintió por detrás el peso de una mano en el hombro. De no ser por el viento, habría percibido la vibración en el aire de una respiración más fuerte que la suya o las pisadas de goma que se acoplaban parejas a sus pasos. Pero no notó nada hasta apenas una fracción de segundo antes, al percibir una tensión refleja en su flanco derecho, que era el más vulnerable, ya que el izquierdo lo tenía protegido por la pared. Fue eso lo que alertó a su instinto y la hizo girarse de golpe. Si no hubiera empezado ya a volverse y a intuir el peligro antes de sentir el contacto en el hombro, probablemente no habría llegado a saber lo que estaba a punto de sucederle y tal vez habría muerto allí mismo sin tener siquiera tiempo de ver la cara de su asesino.

Era un tipo alto, más de metro ochenta y algo, con complexión de guardaespaldas o de jugador de rugby. Cráneo afeitado y bíceps de acero. Las aletas de su nariz estaban tan dilatadas como las de un caballo preparado para la guerra.

Márquez intentó asestarle una patada a la entrepierna, pero fue como pegarle un puntapié a un muro de hormigón. Después sólo sintió un mazazo en el estómago que la dejó sin aire y la obligó a hacerse un ovillo en el suelo, protegiéndose con la bolsa que aún llevaba colgada al hombro. Notó un sabor acre que le subía por el esófago y eso le hizo acordarse por un momento de Patricia Pálmer. Según el informe de la autopsia le habían reventado el bazo de un golpe. La fuerza de aquel tipo no era normal. Márquez todavía intentó alcanzarlo desde abajo con un pie en la cara justo cuando el otro le pasaba por encima, pero el movimiento, demasiado débil, se perdió en el vacío. El individuo parecía divertido con la situación, se inclinó sobre ella y le dio un violento tirón de la correa del hombro. A continuación se puso a hurgar en su bolsa de lona, parte de cuyo contenido quedó esparcido por el suelo. El móvil y la grabadora fue lo único que se guardó en el bolsillo de la zamarra militar que llevaba puesta encima de un mono de invierno acolchado.

Márquez soltó un alarido cuando notó un puñetazo seco y profesional en los riñones. El golpe sonó como un crujido de silla astillada. Estaba segura de que aquel bestia le había roto algo. A partir de ese momento la noche se volvió turbia, y las sensaciones exteriores se fueron distanciando, como si estuviera contemplándolas a cámara lenta entre la humedad de la laguna y la niebla de su cerebro: el cielo estrellado, los árboles, el tejado de uralita de la nave, los camiones, el río…, como si todo formara parte de un mal sueño del que, de un momento a otro, fuera a despertarse. Pero cuando volvió a abrir los ojos la situación no había hecho más que empeorar. Tenía una mano enorme alrededor del cuello, apretada como un grillete, y una pistola apuntándole a bocajarro.

– ¡Arriba! -le ordenó él con voz cortante.

Intentó incorporarse, pero las piernas no la sostenían. De un solo movimiento el tipo la levantó por el aire como una marioneta de trapo y la sostuvo así unos segundos, pataleando en el vacío. Después, sin soltarla, empujó con la cadera el portón de la nave y la lanzó al interior como quien tira un fardo ligero. Los sacos de plástico de color butano amortiguaron el golpe. Luego atrancó la puerta.

– ¿Ves lo que trae andar metiendo las narices donde no te llaman? -la miraba con expresión apenada, como si realmente lamentara tener que castigarla.

Márquez trató de hacerse una idea de sus posibilidades mirando alrededor. Vio las herramientas apoyadas en un rincón a pocos pasos. Si solamente fuera capaz de mantenerse en pie. Se apoyó en un saco e hizo amago de levantarse.

– ¡Quieta! -gritó él con severidad, volviendo a sacarse el arma de la cinturilla del pantalón-. No se te ocurra hacer ninguna tontería si no quieres que te arranque la cabeza. ¡Joder!, pero ¿con quién cojones os creéis que estáis tratando?

– Otra muerte no haría más que empeorar las cosas -le soltó ella, desafiante. Su única posibilidad era ganar tiempo. Tenía que hablar, decir lo que fuera…-. No creerá que la policía va a dejar esto así como así, ¿verdad?

– Francamente, chica, creí que eras más lista.

– Un cadáver siempre es un problema -continuó Márquez-. Fue lo que les ocurrió con Patricia Pálmer, ¿no es cierto? Tal vez no habían pensado matarla, sólo asustarla un poco, pero estas cosas nunca se sabe cómo terminan. No es muy difícil hacerse una idea de lo que sucedió. -Márquez no podía parar de hablar-. Planearon deshacerse del cuerpo tirándolo a la laguna, pero algo salió mal en el último momento, ¿verdad? Dígame, ¿qué fue lo que ocurrió? ¿Se les olvidó algo? ¿No contaron con que podía haber otro testigo? ¿Cómo les sentó saber que habían dejado un cabo suelto?

El tipo se llevó un índice a la sien y lo hizo girar como si Márquez no estuviera en sus cabales.

– Dígame, por curiosidad -siguió ella como si tal cosa-, ¿por qué motivo eligieron la catedral? ¿Querían que pareciera un asesinato ritual o es que buscaban la bendición del apóstol?

– Estás como un auténtico cencerro… -dijo él.

Una chica de rasgos medio orientales metida en un chubasquero de talla XL con capucha de franciscano que hablaba por los codos no era exactamente lo que esperaba encontrar. Estaba acostumbrado a otra clase de encargos.

– Lo que más me intriga, sin embargo, es el asunto del manuscrito -siguió Márquez-. ¿Por qué les interesaba el Liber apologéticas? Es difícil entender cómo un simple libro puede causar tantos problemas…

– ¡Qué libro ni qué cojones! -exclamó el tipo con cara de haber agotado hasta la última gota de su paciencia-. Mira, guapa, no tengo la más remota idea de qué me estás hablando, pero me importa una mierda. Así que mejor cállate la boca de una puta vez, ¿de acuerdo? Tengo cosas en las que pensar.

Ambos se midieron la mirada en silencio. Luego el individuo encendió un cigarrillo con la izquierda sin soltar la pistola.

– ¿Estamos esperando algo? -preguntó Márquez.

– Una llamada -contestó él con calma, sacando un teléfono móvil del bolsillo delantero del mono-. Pero, tranquila, no serán más que unos minutos -añadió con sorna.

Márquez sintió que una arcada le subía a la boca. Había poco futuro en todo aquello. El cuerpo le pesaba como plomo. Miró de soslayo las herramientas junto al portón. Tenía que intentarlo. Estaba apoyada con una mano y una rodilla en el suelo, como esos boxeadores noqueados que no son capaces de ponerse en pie mientras el árbitro cuenta hasta diez. El tipo la observaba lleno de curiosidad, como si se preguntara qué sería lo próximo que se le iba a ocurrir hacer.

– Hay que reconocer que arrestos no te faltan -dijo.

En ese momento Márquez intuyó un movimiento al fondo, cerca del canal de desagüe, y se quedó parada. No distinguía muy bien la silueta, pero le pareció que era Robín quien se acercaba por detrás con una barra de hierro. Se movía con el sigilo del último guerrero salvaje de la última tribu perdida. Márquez parpadeó con asombro al verlo levantar la barra por el aire como un lanzador de jabalina y estrellarla contra la cabeza del matón. Fue un golpe brutal, y ella aprovechó la situación para arrastrarse a gatas hasta donde estaban las herramientas. Cogió la guadaña, tomó impulso y se dispuso a embestir al tipo por el costado derecho, bajo el brazo con el que sostenía la pistola. A continuación sonó el impacto de un disparo.

– ¡Corre! -oyó que gritaba el chico mientras se desplomaba con una mancha oscura de sangre borrándole el rostro.

Márquez intentó ponerse en pie con dificultad. El tipo se volvió hacia ella. Ahora o nunca, pensó. Obstinada, cogió la guadaña en un último esfuerzo y se abalanzó sobre él. Le pareció que el individuo levantaba las manos para protegerse la cabeza, pero no estaba segura de haberle dado. Volvió a intentarlo de nuevo, giró el cuerpo en semicírculo y describió una curva de abajo hacia arriba recordando las enseñanzas de su profesor de esgrima respecto a la distancia y al juego de pies. Esta vez, el filo de la hoja penetró en el cuerpo en diagonal.

Lo oyó blasfemar entre dientes sangrando como un carnero por el cuello, pero todavía sostenía la pistola. El primer disparo le rozó en la parte exterior de la cadera. El tipo estaba tocado, ya no era capaz de apuntar con precisión. Márquez pensó que si conseguía guarecerse detrás de los sacos tal vez tuviera alguna posibilidad. Pero la segunda bala la alcanzó de lleno bajo el hombro izquierdo.

El tiempo se detuvo. Ya no se movió. Cayó de rodillas. Se quedó quieta, sorprendida de no sentir dolor, instalada en el interior de una burbuja sin aire, esperando a que el tipo se acercara más para rematarla. La tercera bala ya no la oiré, pensó como si no fuera con ella, con una clarividencia parecida a esos momentos fugaces de racionalidad que surgen a veces en medio de un sueño. Sintió el contacto del acero en la sien y cerró los ojos.

Después oyó muy cerca un ruido metálico y seco que al principio no supo identificar, pero al pasar los segundos se dio cuenta de que no podía ser otra cosa que el gatillo de una pistola encasquillada.

Con la cara contra el suelo todos los sonidos se oyen amplificados, los latidos fuertes y desacompasados de la sangre en la sien, las pisadas de un topo escarbando la tierra, el golpe de un cuerpo derribado a plomo encima de ella, la señal musical de un móvil que no para de sonar. La sintonía era conocida, una de esas canciones que se oyen en las romerías gallegas y las fiestas populares. Luego sólo silencio.

Oscuridad.

XXI

Castro observó con curiosidad el artilugio. Estaba formado por un mango de boj de unos cincuenta centímetros engarzado a presión en una pieza rectangular de madera maciza con los bordes romos.

– ¿Qué cojones es esto? -preguntó.

– Es un mazo de entallador, jefe -explicó el agente Alonso-. Se emplea para restaurar retablos y meter cuñas en la madera dañada para asegurar el armazón al muro. También puede emplearse con otros fines menos artísticos. Es contundente, preciso y, utilizado con saña, puede llegar a ser letal. Tenemos razones para pensar que se trata del arma homicida.

La puerta del despacho estaba abierta y el comisario estaba sentado en el borde de la mesa con tejanos descoloridos y una camisa remangada, observando el artefacto como si simulara estar impresionado. En realidad lo que estaba era impaciente y harto del puñetero caso en su conjunto. En la comisaría todo el mundo sabía que si Castro contaba con uno de los índices más altos de resolución de casos en la brigada, se debía básicamente a que, por mucho que se complicaran las cosas, su nivel de frustración o cabreo nunca le impedía perder de vista la estrategia que debía seguir.

Y las cosas ciertamente se habían complicado. La caída de un poste de alta tensión había dejado sin luz a los vecinos de la comarca, y a última hora de la noche el tráfico ferroviario todavía no había podido ser restablecido. Las incidencias por el temporal de viento habían desbordado a los bomberos y a la Guardia Civil de la zona, que había tenido que pedir refuerzos a la central de Santiago. Castro había aprovechado la ocasión para enviar a Zárate y a Romaní a Caldas con indicaciones muy precisas. Con viento o sin viento, para él las prioridades estaban claras.

El coche patrulla pasó por delante de la reja del cementerio y se detuvo un momento con el motor en marcha y las luces largas iluminando las cruces de piedra. El agente Zárate se quedó mirando. Un pasillo central de gravilla y dos más angostos a cada lado flanqueados por cipreses. Había algunos panteones decorados con esculturas, pero la mayor parte de los nichos estaban colocados unos sobre otros en los muros de piedra, formando pequeñas columnas cubiertas por un tejadillo bajo el que figuraba el nombre de la familia. En algunos aparecía la fotografía del fallecido junto a la fecha de nacimiento y defunción. Casi todos personas mayores. Encima sobresalían las cruces de distintos tamaños. El leonés distinguió a la izquierda la tumba con flores frescas donde hacía apenas una semana había sido enterrada Patricia Pálmer. Una sepultura sencilla de mármol con un ángel custodio.

– Son bonitos los cementerios de aquí -murmuró en voz baja.

– Hombre, bonitos… -le replicó el subinspector Romaní mirándolo de reojo como si fuera un necrófilo o algo por el estilo.

El agente sonrió. Poco a poco iba pillándoles el tranquillo a los gallegos.

La radio estaba dando en ese momento el parte meteorológico de las ocho de la tarde. Al llegar a Sietecoros cogieron el desvío hacia una antigua granja de cerdos, propiedad de la empresa Ferticeltia, y doblaron por una pista angosta encajonada entre eucaliptos que discurría hacia la Fuensanta. No llevaban orden de registro, pero en una noche como aquélla confiaban en poder moverse a su antojo por los alrededores sin que nadie les pidiera papeles. Estaban a menos de doscientos metros del lugar cuando oyeron la detonación.

El subinspector Romaní frenó en seco y ambos salieron disparados del coche. Los faros seguían encendidos iluminando la explanada. A escasos metros había una motocicleta arrumbada de mala manera. Retiraron los seguros de sus pistolas automáticas, avanzaron con cautela hacia el portón de la nave y aguzaron el oído. Nada. El único ruido que se oía era el rumor del viento en los árboles de la laguna. Romaní intentó hacer palanca en la cerradura pero no pudo forzarla.

– ¡Mierda! -murmuró por lo bajo, mirando de soslayo al agente Zárate-. A ver si tú eres capaz de abrir esta maldita puerta.

En ese momento se oyó al fondo la señal de un móvil con la sintonía de una rianxeira.

El subinspector Romaní levantó una mano en señal de espera, pero nadie contestó a la llamada. Al cabo de unos segundos volvió a oírse de nuevo la sintonía: «Ondiñas veñen, ondiñas veñen, ondiñas veñen e vaaan…»

El leonés retrocedió un paso, echó el cuerpo hacia atrás para tomar impulso y lanzó una patada que desencajó la puerta y arrancó de cuajo las bisagras.

– ¡Alto! ¡Policía! -gritó.

El subinspector Romaní lo cubría desde la puerta. En el interior la claridad de la luna entraba por un ventanuco circular situado muy arriba y los faros del coche creaban una zona de semipenumbra fantasmal. El agente Zárate hizo un barrido con la mirada. La nave, en efecto, estaba abandonada, algunos sacos apilados al fondo, herramientas amontonadas junto a la entrada. Avanzó dos o tres pasos moviéndose en círculo, sin bajar el arma. Con la mano izquierda sacó del bolsillo una pequeña linterna y achicó los ojos para ver mejor.

– ¡Redióoos! -exclamó con los ojos desorbitados al tropezar con el cuerpo del chico. Cuando lo enfocó con la linterna, ni siquiera pudo distinguir sus rasgos. El rostro estaba oculto por una capa informe de sangre muy oscura-. Llama a una ambulancia -gritó, afónico. Tardó varios segundos en descubrir los otros dos cuerpos al fondo. Olía a tasajo de carnicería fresca. El hombre tenía el cuello seccionado con un corte profundísimo a través del cual colgaban los tendones. La chica estaba debajo, aplastada por aquella mole de noventa kilos y cubierta por un lodazal de sangre. Parecía una cría. Tenía al menos un orificio de bala en la caja torácica a dos centímetros del corazón. El agente Zárate le puso dos dedos en el cuello sin encontrarle el latido, pero percibió un ligero movimiento en sus labios. La oyó susurrar unas palabras que no pudo entender.

– Llama a la centralita -pidió a su compañero-. ¡Rápido! ¡Pide refuerzos! ¡Que vengan todos!

En la comisaría de la calle Rodrigo de Padrón reinaba cierto ambiente de final de trayecto. El padre Barcia esperaba desde media tarde para ser interrogado en uno de los bancos de espaldar rígido donde solían sentarse esposados los prisioneros antes de tomarles declaración. Tenía la cabeza echada hacia atrás, apoyada contra la pared de azulejos en la que había pegado un cartel con fotografías en color de varios terroristas de ETA. Junto a la puerta, dos policías de guardia fumaban escuchando en la radio el partido de fútbol del Dépor. La voz del locutor y el fragor del estadio de Riazor se mezclaban con los mensajes de la emisora policial.

– Dos a cero, jefe -dijeron cuando entró Castro-, nos están machacando.

El comisario hizo un gesto de cansancio mientras se disponía a atravesar el vestíbulo hacia la sala de interrogatorios. Necesitaba tiempo, no mucho, quizá sólo unas horas, para interrogar al deán e intentar atar los cabos que aún quedaban sueltos antes de que se pusieran en marcha los mecanismos del procedimiento judicial. Sabía que cuando la prensa se hiciera eco de la noticia, a la mañana siguiente, ya no habría nada que hacer. Había esperado con ganas ese momento, pero ahora que había llegado la sensación era muy parecida a la decepción, una especie de sequedad de boca que todo buen policía sabe reconocer cuando se acerca el final de una investigación.

De todos los resultados posibles, aquél era el que en el fondo más le indignaba al comisario desde el punto de vista personal, hasta el extremo de haber estado a punto de poner en peligro la resolución del caso. Desde el principio había apostado por Santa Olalla. No sólo porque hubiera algo en el joven diácono que le irritara especialmente, como cabría pensar, sino porque cumplía a rajatabla el perfil del sospechoso. Culto, maquiavélico, bien relacionado con el poder…, la clase de individuo que maneja los hilos detrás del telón. El padre Barcia, por el contrario, parecía más una víctima propiciatoria que ninguna otra cosa. Algo en el fuero interno del comisario se resistía a admitir como contrincante a un hombre mayor y enfermo, a punto de jubilarse. Desde el punto de vista de su prurito profesional, Santa Olalla era un adversario que estaba a su altura, mientras que el padre Barcia no pasaba de ser un anciano fanático que había perdido con los años los últimos rastros de lucidez. El orgullo suele jugar malas pasadas incluso a los mejores policías.

Castro aún no lo sabía, pero aquélla iba a ser una noche muy larga. Se estiró la americana, se atusó el pelo y se preparó para el desenlace como el actor veterano que se dirige al último acto. Por más errores que pudiera haber cometido en el transcurso de la investigación, el último combate debía librarse limpiamente. El interrogatorio es un arte de temple. Nada debe interferir en él. Ni el cansancio ni la piedad. Un último baile sin máscara ejecutado con precisión, de un modo implacable.

– Vamos allá -se dijo encaminándose por el pasillo hacia la sala de interrogatorios mientras se colocaba la camisa por dentro del pantalón y ponía el reloj en hora. Pasaban unos minutos de las siete de la tarde.

El padre Barcia estaba encogido en su silla con los hombros hundidos, sin probar el vaso de agua que un agente le había puesto encima de la mesa. Sobre la pared del fondo seguían las fotografías de Patricia Pálmer, que también habían servido de escenografía para el interrogatorio improvisado de Ginés de Santa Olalla.

El aspecto del deán había empeorado considerablemente en los últimos días, llevaba el alzacuello medio caído, como si su cuerpo hubiera perdido peso y consistencia, y la sotana llena de manchas. Contestó al saludo del comisario con un imperceptible movimiento de cabeza.

– En su declaración original -comenzó Castro- aseguró usted que nunca había visto a Patricia Pálmer antes de que apareciera su cuerpo en la catedral, ¿no es cierto, padre?

– Así es -asintió el sacerdote con un carraspeo.

– ¿Está seguro? Piénselo bien -dijo el comisario despegando algunas de las imágenes de la pared del fondo-. Mire la foto. ¿Seguro que no recuerda haberla visto alguna vez en misa, en la sacristía o por algún lugar?… No era una chica que pasara desapercibida. Alta, pelirroja…

El sacerdote miraba hacia un punto indefinido del espacio por encima de los hombros del comisario.

– No la había visto nunca, ya se lo he dicho.

– De acuerdo.

Castro bebió un trago de agua fría. Era el comienzo que esperaba. Uno de los testigos, una mujer que asistía habitualmente al rosario de la tarde, había reconocido a la chica y aseguraba haberla visto hablando en la sacristía con el padre Barcia al menos en dos ocasiones. A partir del primer renuncio, obtener una confesión era sólo cuestión de tiempo. El comisario volvió a depositar el vaso sobre la mesa y desvió hábilmente la conversación hacia cuestiones cotidianas a las que el sacerdote pudiera responder cómodamente sin ponerse a la defensiva.

Un cuarto de hora después, conforme al plan previsto, un agente entró en la sala de interrogatorios y se acercó a Castro para comentarle algo al oído. Acto seguido el comisario abandonó la sala por unos minutos. Cuando volvió a entrar, su rostro tenía una expresión adusta.

– Padre Barcia -dijo inclinándose hacia él con voz solemne-, acaban de confirmarme del departamento técnico que uno de los objetos hallados en el registro de su domicilio podría corresponder al arma del crimen. Se trata de un mazo de entallador. -Castro pulsó un timbre y un policía de uniforme entró con la herramienta y la depositó encima de la mesa-. ¿Lo reconoce?

Los ojos opacos del sacerdote miraron al vacío con desamparo. Después de unos segundos interminables asintió con la cabeza sin pronunciar palabra.

– Bien, vamos a ir al grano, si le parece. Usted sabe perfectamente por qué le hemos traído aquí, ¿verdad? Patricia Pálmer no forzó ninguna cerradura para entrar en la catedral porque alguien le dio una llave de la puerta de acceso. Santa Olalla conserva la suya; sin embargo, usted parece haberla extraviado. ¿Qué cree que puede significar eso?

– Usted sabrá…

– Vamos, padre… Esto no va a ser fácil para ninguno de los dos, pero de usted depende que acabemos lo antes posible. Su coartada para el día de autos, siento decírselo, es bastante endeble. La mujer de la limpieza que trabaja en su casa no pudo responder por usted, como le habría gustado, por la simple razón de que en el intervalo de tiempo que estamos investigando no se hallaba en la casa rectoral. Mire, padre, yo sé que usted es un hombre de fe -dijo Castro con mucha suavidad-. Ha dedicado su vida a Dios. Estoy seguro de que no quería hacerlo. Usted nunca mataría a nadie si no lo creyera necesario.

Las manos del sacerdote empezaron a temblar incontroladamente y trató de ocultarlas bajo la mesa. El comisario se levantó de la silla y comenzó a dar vueltas alrededor de la mesa, tomándose su tiempo.

– ¿Qué fue lo que le hizo esa chica, padre? -dijo inclinándose sobre su silla.

El sacerdote estaba conteniendo la respiración. Su rostro había adquirido la rigidez del cuero viejo y sus labios empezaban a amoratarse.

– Era un demonio -dijo al fin soltando todo el aire de golpe.

– ¿Qué quiere decir?

– Tenía la marca de Satanás -exclamó el cura con aprensión. Una rápida asociación de ideas le hizo recordar a Castro que la chica llevaba las zapatillas calzadas del revés-. Soy un hombre mayor, comisario -continuó el anciano-, he visto muchas cosas a lo largo de mi vida. Y créame -dijo aferrándose al brazo de Castro-, estoy acostumbrado a reconocer las argucias del Maligno cuando se presenta bajo cualquier apariencia. Fíjese si sería el diablo que al principio casi consiguió engañarme. Parecía un ángel… -El sacerdote se llevó la mano a la frente con un ademán evocador y permaneció así unos segundos, como si se hubiera abstraído, pero enseguida retomó el hilo-. Fingió interesarse por nuestra orden. La dejamos asistir a las ceremonias reservadas exclusivamente a nuestros fieles, como una más de nosotros. -Castro se preguntó qué clase de ceremonias serían ésas, y si se celebrarían en el convento de la calle Jerusalén, pero prefirió no interrumpir al anciano-. Debería haberme dado cuenta de su verdadera naturaleza la primera vez que mencionó el libro del hereje -continuó el sacerdote-. Los lobos tienen sus madrigueras, y el buen pastor nunca puede bajar la guardia. Pero hasta que se presentó en la catedral y la oí hablar por boca de su maestro no supe que estaba poseída.

– ¿Su maestro? -se interesó el comisario, siguiéndole la corriente.

– Sí. Uno de esos filósofos de pericia diabólica que adiestran a sus alumnos en los principios del mal. Cuando la universidad pidió el manuscrito para su estudio, hice cuanto pude para impedir que cayera en sus manos, pero a pesar de ello obtuvieron el permiso del arzobispado. El enemigo es poderoso y tiene aliados hasta en el Vaticano.

– Así que fue usted quien redactó el oficio de denegación…

– Era mi deber. Bien sabe Dios que el priscilianismo fue el origen de todos nuestros males… -El anciano miró hacia arriba, como quien pone a Dios por testigo-. No pude evitar que el libro saliera de nuestro archivo, pero al menos conseguí ocultarles el opúsculo, que es la parte más venenosa, donde el hereje esparce a los cuatro vientos la semilla del diablo; donde acerca el sacerdocio a la mujer, que es la esencia del pecado, la causa de la expulsión del Paraíso, el comienzo del cautiverio, un ser vil, pérfido, fallido. El rostro del sacerdote se iba amoratando. Conforme aumentaba su ira, se iba envalentonando. Ya no parecía un anciano desamparado, sino un sumo sacerdote imbuido de la cólera divina-. Razón tenía san Agustín: «Femina est mas occasionatus» -citó como un profeta-. Cada palabra escrita por el hereje ha destruido una parte de la fe que la Iglesia ha necesitado siglos para construir, pero en ese opúsculo su lengua bífida adquiere la fuerza destructiva de mil serpientes. Si su mensaje llegase a oídos de la gente, sería como entregarle en mano a Satán el arma con la que aniquilarnos. Sería el triunfo del averno. ¿Qué quería que hiciese? Usted no puede entenderlo, pero a veces el pastor se ve obligado a sacrificar alguna oveja para salvar el rebaño…

El sacerdote se calló. El silencio en el interior de la sala parecía una burbuja hermética. Después del arrebato místico, el padre Barcia arqueó por completo la espalda y dejó caer la cabeza hasta tocar el pecho con la barbilla, un síntoma de cansancio que Castro conocía perfectamente. No se trataba de algo físico, sino moral, una especie de decaimiento que había percibido muchas veces en los interrogatorios cuando el sospechoso estaba a punto de venirse abajo en el instante previo a la confesión. Por un segundo el silencio pareció solidificarse y la sala se volvió más fría, como si hubiera entrado una corriente de aire por la ventana. El comisario supo que había llegado el momento. Pero entonces, de pronto, el timbre de alarma de la centralita le estalló en los oídos como un trallazo.

A continuación se produjo un estrépito de pasos a la carrera, de voces alarmadas y puertas que se abrían y se cerraban. Varias cabezas se agolparon al mismo tiempo en la sala de transmisiones, una oficina pequeña con una mesa de sonido llena de mandos y luces intermitentes, igual que una emisora de radio.

– ¿Qué pasa?

– Son Romaní y Raselcrau, jefe -dijo un agente joven de gafas con los auriculares colgados al cuello.

– ¿Rasel qué? -preguntó Castro.

– Perdón, señor, el agente Zárate, quería decir. Parece que hay varios muertos.

La comisaría se convirtió en un enjambre de actividad febril. El padre Barcia, entretanto, permanecía sentado sin que nadie le hiciera mucho caso. Alguien le tomó las huellas digitales y luego le dio un paño sucio que olía a alcohol para que se limpiara. Otro agente le hizo bajar por una escalera y lo llevó a una habitación blanca donde le tomaron fotografías de frente y de perfil. Lo llevaban y lo traían de un lado a otro como un fardo con el que nadie sabe muy bien qué hacer. Su importancia había pasado a segundo plano.

La voz de Castro llamó por megafonía a todas las unidades. Cuatro coches patrulla esperaban con los motores en marcha en la plaza Rodrigo de Padrón. El comisario dio las órdenes pertinentes y subió al primer coche, conducido por un policía veterano de rostro sanguíneo. Metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y extrajo un paquete de Winston. Así no había Dios que dejara de fumar.

– Vamos -ordenó escuetamente.

Desde el asiento del acompañante iba dirigiendo por radio todo el operativo. El trayecto hasta Sietecoros se le hizo eterno. La carretera serpenteaba sinuosa y negra como una culebra en la noche ventosa. Castro tuvo tiempo de repasar mentalmente los elementos del sumario del caso: un manuscrito del siglo IV desaparecido en extrañas circunstancias, una estudiante pelirroja asesinada; un cura iluminado que manejaba las penas del infierno como un inquisidor; una empresa fraudulenta con más tentáculos que un pulpo; un diácono metido a tiburón de las finanzas o a algo peor, y, para acabar de completar el panorama, una periodista de El Heraldo que había desaparecido del mapa sin dejar rastro. La voz de alarma sobre la reportera la había dado Villamil a primera hora con cierta preocupación paternalista. En un primer momento Castro no le dio más importancia. Bastante tenían ya con lo suyo como para ocuparse encima de una becaria desmandada. Pero ahora pensaba en ello soliviantado por un presagio siniestro, con el cigarrillo casi consumido, la brasa quemándole entre los dedos. Aplastó la colilla contra la suela de su zapato y la tiró por la ventanilla. Después marcó el teléfono de Villamil.

El periodista se hallaba cenando en la cocina de su casa, con un sándwich de jamón y pepinillos entre dientes y una película de fondo cuando oyó el móvil que se estaba cargando en el enchufe de la tostadora eléctrica. No había tenido ni un minuto para comer. Lo que se dice un día de perros. Hay días así; todo el mundo los tiene. Días en que el tiempo se desliza por la pendiente como un patín de hielo, en que nadie encuentra la pieza que busca, en que la redacción de un periódico se convierte en un corral de gallos donde hasta los becarios en prácticas van a su puta bola, sin dignarse dar señales de vida. En días como ésos, un periodista no aspira en absoluto a arreglar el mundo, sino sólo a que éste le dé por saco lo menos posible. Para Villamil la mejor forma de conseguirlo era encerrarse en su cubículo como un perfecto ermitaño antisocial rodeado de comida basura y latas de cerveza y ponerse en el vídeo su western preferido. En ésas estaba cuando sonó el teléfono. El periodista se levantó de mala gana al oír la llamada y, sin apartar la vista de la pantalla, se colocó el móvil entre el hombro y la oreja.

– ¿Sí? -respondió mientras los malos le daban estopa a John Wayne en Río Bravo.

– Ha habido un tiroteo en Sietecoros -soltó Castro sin más preámbulos-. Parece que hay una chica entre los heridos.

Si se hubiera tratado de un bombardeo aéreo, Villamil no habría reaccionado más de prisa. Se enfundó la cazadora de cuero y salió disparado hacia el garaje. Conocía la carretera como la palma de su mano. Desde Escravitude tomó un atajo a través de la pista forestal y llegó al lugar apenas siete minutos después que la policía.

Había varios agentes con perros siguiendo un rastro alrededor de la laguna, a unos doscientos metros de la granja. Los destellos azules de las sirenas cruzando sus haces en diagonales de luz con un recuerdo de reflectores antiaéreos, el viento, las linternas moviéndose entre los troncos finos de los eucaliptos, las siluetas de los policías horadando apenas la noche, entrando y saliendo de la nave, etiquetando sus hallazgos en bolsas de plástico. Había tanta gente deambulando de un sitio a otro que Villamil no sabía hacia a dónde mirar. De pronto se fijó en dos enfermeros que transportaban una camilla con un cuerpo envuelto en una funda hermética y plateada, cerrada con cremallera. Por un momento se le paralizó el corazón.

– La chica está ahí -dijo Castro acompañándolo hasta otra ambulancia situada unos metros más atrás-. No sé exactamente qué ha pasado, pero parece que se ha cargado a un hombre de los Miñocas.

– ¡¿Márquez?! -preguntó Villamil sin poder dar crédito a lo que estaba oyendo.

Junto a la camilla, un médico bajito y rubio le estaba colocando una vía en el brazo. Había un armazón para el gotero con una bolsa de plástico llena de un líquido transparente. Márquez tenía el chubasquero lleno de sangre y la cara completamente lívida, los labios sin pizca de color. Parecía muy joven y muy sola.

– No sabía que ahora contrataran ustedes a menores de edad -soltó Castro al verla de cerca.

– No me joda -gruñó el periodista mientras se acomodaba en un hueco al lado de la camilla con el corazón alojado en la boca.

Apenas sabía nada de Márquez aparte de que era singular y de que estaba sola en el mundo. Sin embargo, pocas personas lo habían conmovido tanto en su vida como aquella periodista flaca que vivía en su propio mundo. No se parecía en nada a su ideal de chica lánguida y femenina que deshojaba una flor a la orilla de un lago. Márquez pertenecía a otra estirpe ingobernable y testaruda. Pero había una desproporcionada osadía en su modo de funcionar. Hacía las cosas a su manera, impulsada por estímulos y pensamientos más complejos de lo que permitían suponer su edad y su apariencia. El pelo corto, los andares de muchacho, aquella manera suya de entrar en batalla, por su cuenta y riesgo, sin encomendarse a nadie, era algo que a Villamil lo desarmaba por dentro.

– Te pondrás bien -dijo sin ninguna convicción mientras le apartaba con un dedo el flequillo de la frente.

– Ro… bin… -trató de decir Márquez. Su voz sonaba ronca, como si saliera del fondo de una caverna.

El comisario señaló con un gesto seco del mentón otra ambulancia que salía en aquel momento, rompiendo con sus destellos anaranjados la negrura del bosque.

– El chico era el novio de Patricia Pálmer -le explicó Castro al periodista-. Iba por libre. Ojalá lo hubiéramos encontrado antes.

Cuando la segunda ambulancia arrancó también hacia el Hospital Provincial, Márquez todavía seguía moviendo los labios. Villamil se inclinó sobre ella. Su boca emanaba un lejano aroma a vainilla. La chica hablaba tan bajo que tuvo que acercarse mucho para entender lo que decía. Le costaba demasiado esfuerzo componer cada palabra.

– No te cabrees -consiguió articular ella por fin en voz muy baja. Presentaba un aspecto en extremo demacrado, como si el dolor le hubiera pegado la piel a los huesos de los pómulos, como un guerrero samurái caído en combate.

– ¡Que no me cabree…! -le contestó Villamil mordiéndose el labio inferior pero sin dejar de acariciarle la frente. La ternura, el dolor, la impaciencia, lo irremediable o lo que demonios fuese que sintiera en ese momento le hizo estremecerse hasta las yemas de los dedos. Nadie nunca le había hecho sentirse así-. ¡Me cago en tus muertos, Márquez! -La otra mano la tenía fuertemente entrelazada entre los dedos de ella-. ¡Me cago en tus putos muertos!

XXII

El corazón y la noche. Al principio eran sólo sensaciones borrosas, como ondas en la superficie del agua; luego, igual que cuando se lanza una moneda a un pozo, las ondas cesaron. Márquez cerró los ojos y la imagen quedó claramente definida en el fondo.

En el sueño hay una luz blanca muy intensa que se clava en los ojos como un cuchillo. Es verano. El sol cae verticalmente, deslumbrante. El río es probablemente un riachuelo de las afueras de Toulouse, un meandro poco profundo del Garona. Dos críos juegan en el embarcadero con los pies en el agua. Hay una mujer sentada en una manta sobre la hierba trenzando mimbre. Está tejiendo una cesta con juncos tiernos. Las voces de los niños se mezclan con el murmullo del río. El niño es muy moreno, con el pelo ensortijado como un arcángel. Tiene algo en las manos, un objeto que destella cuando el sol incide en él. Parece de cristal. Es un tarro de mermelada. La niña observa fascinada cómo enrosca la tapa. Dentro hay algo que se mueve. Una culebra negra de río. Cuando la niña acerca su nariz al cristal, el animal se cimbrea y saca su lengua bífida. Curiosamente en ese instante Márquez se da cuenta de que está soñando y murmura algo para sí: «Tentator hortensis.» Después agarra fuertemente el tarro de mermelada como un trofeo y abre con cuidado los ojos.

Enfrente hay una pared blanca de azulejo y una puerta del mismo color. El olor a formol y desinfectante le provoca una arcada. Oye un pitido en el monitor al que la mantienen conectada. El sonido le abre un agujero de dolor en la cabeza. No está sola en la Unidad de Cuidados Intensivos. Alguien permanece de pie a su lado con la boca cubierta por una mascarilla verde. Le cuesta reconocer a Villamil. Su rostro parece un eclipse de sol rodeado de manchas negras como bolas de alquitrán. No ve bien. Le cuesta tragar saliva. La lengua se le pega al paladar.

– Agua…

– Todavía no puedes beber, chiquilla -la voz de Villamil suena rara.

Nunca antes lo había oído hablar tan dulce.

«¡Joder! Debo de estar muriéndome», piensa ella.

Ya no le duele la cabeza pero tiene las manos heladas. Otra vez nota que empieza a moverse el agua en la superficie del pozo. Mientras se hunde hacia abajo, todo es cada vez más profundo y más frío.

A través del pasillo del hospital oye cómo se aleja el tintineo de un carro empujado por una enfermera que hace la ronda de las habitaciones. Es un sonido metálico, como el de un cuchillo que se afila en la cocina. Para y vuelve a arrancar. La asociación de ideas le hace recordar el vaivén de los tranvías con sus raíles, poleas y engranajes chirriantes. Está en Lisboa. La sensación es la de estar viajando en una noria de cristal que se desliza llena de pasajeros por las calles, deteniéndose en cada parada y volviendo a arrancar, tocando casi las ventanas abiertas de las casas: un salón con una mecedora de mimbre y una jaula de pájaros azules, los brazos gruesos de una mujer tendiendo una sábana mientras habla con una vecina, en la Alfama, una radio sonando en alguna parte, la vitrina cerrada de un comedor con fotografías antiguas… Está sentada en la parte de atrás del tranvía. A su lado, Wilberth Santos mira sin ver a través del cristal. Esta vez ella no necesita preguntar nada. Porque todo está allí, dentro de la memoria. El Informe Valech sobre los crímenes de la dictadura chilena y los llamados comandos antisubversivos. Al fin había llegado al compartimento secreto de Wilby.

La mujer es de clase media, barrio de Ñuñoa, estudiante de bellas artes, ni siquiera es una militante de izquierdas, sólo alguien que tiene amigos metidos en eso, un simple enlace. Rosario Santos. Veintidós años. Detenida por primera vez el 27 de marzo de 1983 y confinada en el centro de detención General Borgoño, en la avenida República, acusada de colaboración con el MIR. Interrogada, violada y torturada por el brigadier Norberto Urich. Puesta en libertad a los siete meses en avanzado estado de gestación. Secuestrada de nuevo el 15 de noviembre de 1984 por un grupo paramilitar de ex miembros de la DINA cuando se dirigía a su trabajo como ilustradora de libros infantiles en una imprenta de la avenida Grecia, 77. Una más de las miles de detenciones encubiertas. Otras doce mujeres quedaron también embarazadas de sus violadores. Todas desaparecidas o muertas en extrañas circunstancias poco antes de que el Ministerio del Interior diera a conocer los lugares usados por el CNI como centro de detención ilegal. 1.132 cárceles clandestinas. Cuarteles, bases navales y aéreas, comisarías, escuelas, retenes, prefecturas, escuelas militares, barcos de la Armada, barcos mercantes, estadios, casas patronales, universidades, estaciones de trenes… El informe es exhaustivo. No deja lugar a dudas. Incluye testimonios de hijos producto de la violación y detalla una relación de los militares implicados en las torturas, algunos de ellos huidos al extranjero y afincados con identidades falsas en países mediterráneos, sobre todo España, Grecia y Portugal. Como el brigadier Norberto Urich. Complexión atlética. Piel bronceada, traje oscuro de Armani. Camisa con las iniciales bordadas y gemelos de oro macizo en los puños.

Demasiado tarde. El conocimiento llega siempre demasiado tarde. El chileno sólo intentaba encajar las piezas del collage de su propia vida, pero ella estaba demasiado extasiada con su historia de amor para darse cuenta. Había pagado el precio con creces. Hay recuerdos incurables que destruyen por dentro. Márquez salió del suyo con los síntomas propios de un trauma de manual: pesadillas nocturnas, dificultad de concentración, pérdida de peso, aislamiento, sobresaltos cada vez que sonaba un claxon a su espalda y sensación de culpa o deuda.

Ahora tiene la impresión de haber estado vagando durante horas por calles empinadas sobre cuyo pavimento brillan los raíles curvos de los tranvías, como el día en el que reconoció el cadáver de Wilberth Santos en el instituto anatómico forense de Lisboa con el cuello roto, pero en realidad no se ha movido del sitio. Está inmovilizada en una cama de hospital. Nunca antes le había contado todo aquello a nadie. Ni siquiera ahora es consciente de haberlo hecho. Un accidente de tráfico, dijeron. El chico cruzó la calle por donde no debía. Lisboa y sus trenes que no has de tomar.

El dolor vuelve a martillearle. Cada vez que toma aire siente una contracción en el pecho. Abre los ojos. La habitación ha cambiado. Ahora las paredes no son de azulejo, sino de un tono crema. A su lado hay una cama vacía. A su izquierda, una ventana con persianas Gradulux y encima un reloj grande. Ve cómo tiembla la aguja del minutero cada vez que da el salto hacia la siguiente línea. Son las 8.20 de la mañana, pero no sabe de qué día. Mira alrededor con los ojos entreabiertos. Hay un jarrón con flores encima de la mesita. Hortensias azules. También un oso de peluche grande de color miel que lleva puestos los auriculares de su mp3. Está envuelto en papel de celofán con un lazo rojo junto a otros regalos. Tiene el vago recuerdo de haber visto pasar una procesión de caras conocidas del periódico: Piñeiro, el redactor de cultura, Luis Airoso, Curra Miralles, Elenita de Tomás y hasta el cabrón del director. Recuerda su nariz delgada y huesuda como un dedo cuando se inclinó sobre la cama, murmurando: «Como no te pongas bien, me vas a oír, Márquez.» Estar a punto de morir tiene sus ventajas. Los compañeros te miran de otra forma, incluso los jefes se vuelven algo más comprensivos, aunque sin exagerar.

Pero al tipo de la gabardina con el pelo cortado a navaja que permanece de pie junto a la ventana no lo reconoce. Desde luego no es del periódico. Juega con la varilla de la persiana. Abre y cierra. Cierra y abre. Aunque va vestido de paisano, tiene un aire inconfundible de policía.

Una enfermera con pantalones blancos y zuecos le cambia la cánula del brazo y le remete las sabanas por debajo del colchón. Pregunta si han localizado ya a algún pariente.

– No. Ni padres, ni hermanos, ni familia. -La voz que responde es la de Villamil, y su tono suena seco y reconcentrado. Lleva varios días al pie de su cama como un leal centinela-. No tiene a nadie.

– Pues necesitará que alguien se ocupe de ella cuando le den el alta -apunta la enfermera-. Tardará en recuperarse del todo.

– Yo me hago cargo -responde el periodista sin vacilar.

– Espero que no sea peligrosa -insinúa la enfermera.

– ¿Por qué lo dice?

– He oído que ha matado a un hombre, y como han mandado ponerle vigilancia en la puerta…

– Tranquilícese, no está detenida -responde el policía, dejando de jugar con la varilla del Gradulux-. Sólo es una medida preventiva. Necesitamos tomarle declaración en cuanto los médicos nos den permiso para hacerlo. Es nuestra única baza -añade mirando a Villamil-. El chico ha muerto.

Márquez traga saliva. Ha oído perfectamente. Sabe que se refiere a Robin. ¿Será una maldición? ¿Estará condenada a perder a aquellos a quienes intenta ayudar durante toda su puta vida? Dos muertos son demasiados muertos. Intenta decir algo pero no le salen las palabras. Quiere comunicarse de alguna manera. Mueve la cabeza hacia los lados en señal de negación y levanta violentamente sus brazos huesudos con los dedos abiertos, como si quisiera romper algo. El vaso de cristal que había en la mesilla se deshace en añicos contra el suelo.

– ¿Quieren hacer el favor de hablar más bajo? -protesta la enfermera mientras le administra un tranquilizante por vía intravenosa.

Ahora Márquez se siente mucho mejor. Puede respirar sin que le duela pero sigue teniendo las manos frías. La inyección la va sumiendo en un remanso de paz. Tengo que cerrar los ojos un momento -piensa-. Luego los volveré a abrir. Sólo necesito dormir un poco. Arrebujada entre las sábanas, intenta conciliar el sueño hasta que poco a poco su subconsciente va llevándola a un paisaje de novela gótica poblado de campesinos descalzos, obispos taimados y demonios con cabeza de gallo. Ante ella se abre la página de un cuaderno infantil lleno de inscripciones petroglíficas. No es más que una cría de ocho años que juega a adivinar acertijos. Una cosa que cuanto más grande es menos se ve. La oscuridad. Alto, alto como un pino y pesa menos que un comino. El humo. Hay dos ilustraciones casi idénticas en el cuaderno, pero por más que se esfuerza no es capaz de encontrar las diferencias entre una y otra. Se trata de dos xilografías antiguas con forma de óvalo que representan el mismo animal con cabeza de gallo, portando un látigo y un escudo. Márquez levanta la cabeza y se ve reflejada en un espejo con las ojeras muy marcadas. Dentro del azogue Robin sonríe un poco mientras se encoge de hombros. Ella desliza las manos por su espalda hasta revolverle el pelo. Ricitos. Luego se mira las manos y ve que las tiene llenas de sangre. Al chico le han reventado la cabeza de un disparo. Es entonces cuando se da cuenta de la realidad, como si todo encajara. La vida y los sueños, la verdad y su reflejo. Lo comprende de golpe al ver invertida la posición que ocupan ambos en el espejo. El corazón le golpea dentro del pecho como un puño.

Sus pulmones tratan de coger aire desesperadamente. Busca la mesilla de noche a tientas y enciende la lámpara. Son las cuatro y veinte de la madrugada. Villamil dormita a su lado echado en el sofá.

XXIII

Desde el pórtico de la Gloria, las esculturas miran al peregrino con cierta sorna. Las piedras están vivas. Respiran. Hablan por sí solas. Hay que saber escucharlas. Los veinticuatro ancianos del Apocalipsis abren los labios, cuchichean entre sí, se intercambian desde hace siglos los secretos de la catedral bajo las lámparas medievales con olor a sebo de ballena. La sonrisa del profeta Daniel lo dice todo. Todo empezó con una conjunción astral en la noche de los siglos. Después vino la conexión entre las luminarias y las piedras. Así se descubrió la tumba del mártir que creía en la naturaleza. Sobre ese misterio se construyó el mundo. La catedral.

Su creador fue un constructor de puentes, el maestro Mateo, que seguía a los profetas y a los músicos cuando volvían de las tabernas con sus instrumentos. Bajaban por el callejón de las trompas con los carrillos enrojecidos por el vino y saludaban por el camino a los cortejos medievales que recorrían las calles. Los pantalones peludos, las máscaras en el rostro y las sandalias del demonio. Después el escultor ascendió a toda la comitiva al pórtico de la Gloria.

Castro no era un tipo de fe, pero tenía sensibilidad para captar la poesía. De niño su madre lo había llevado a la catedral para que chocara su cabeza con la del maestro Mateo como cualquier crío gallego al tener uso de razón. El contacto con la piedra matriz. Nadie supo nunca si el maestro creía o no creía o en qué creía. La imagen del escultor está a ras del suelo en la parte posterior del parteluz, mirando hacia el altar. No es ningún santo que figure en el santoral, pero el pueblo lo ha canonizado por cuenta propia y sigue religiosamente ese ritual pagano desde hace siglos. A ver qué más milagro quieren los curas que semejante pórtico de piedra.

El comisario paseaba solo por la nave central del templo en dirección a la capilla mayor, donde hacía casi tres semanas había aparecido el cuerpo sin vida de Patricia Pálmer contra el respaldo de madera del coro. En aquel momento no había pensado ni por asomo que el caso pudiera complicarse tanto.

Cuando llegaba al final, le gustaba recapitular a solas. Buscó el frescor y el silencio de la catedral. Estaba convencido de que una investigación policial sólo servía para explicar las cosas en parte. Estaba claro que había llegado al fondo de la verdad en algunas cosas, pero desde luego no a toda la verdad.

La otra parte de la investigación se hallaba ahora en manos de Delitos Fiscales. El informe de la policía científica sobre el caso Ferticeltia no dejaba lugar a dudas. Empezaba por el Agromax. Historial del producto, residuos y efectos medioambientales. Continuaba con los sobornos a funcionarios de Sanidad con los que se había conseguido la validación del mismo, compra de registros y licencia de exportación. Lo de los vertidos era un asunto feo, pero había cosas peores. Entre otras lindezas había constancia documental probada de la costosa campaña de presentación del abono en una lujosa casa rural de Cambados a la que no faltó ninguno de los hombres fuertes de los Miñocas, principal clan familiar de las Rías Baixas. Ostras, percebes, whiskys selectísimos, compañía femenina y masajistas tailandesas contratadas especialmente para la ocasión. Sólo con aquello había munición suficiente para empapelar a la empresa por corrupción, colaboración con el narcotráfico y delito contra la salud pública, lo que de momento significaba echar el candado a la fábrica por una larga temporada.

El comisario no tenía una mente novelesca, sino especulativa. Formulaba hipótesis y planteaba interrogantes, pero no adelantaba juicios. Las preguntas sin respuesta se las llevaba a casa como parte del bagaje del oficio. Investigaciones que se quedaban a medias. Informes atrasados. Amenazas anónimas. Una licencia concedida por el ayuntamiento de O Grove a la inmobiliaria Rías Baixas, S. A.; compra de terrenos a la misma sociedad por parte de una congregación religiosa auspiciada por Ginés López de Santa Olalla para la edificación de un colegio de élite patrocinado por el Sínodo de Obispos; programas de provisión de fondos destinados a un proyecto pastoral de la Fundación JUVE, centrada en captar vocaciones religiosas en el ámbito universitario; desviación de subvenciones de la Xunta en materia de cooperación con el Tercer Mundo y ayuda al desarrollo agrícola hacia iniciativas privadas, como la financiación de un campo de golf a cargo de don Epifanio Cuestas, directivo de Caixa Nostra y suegro de Evaristo López… Piezas sueltas de un puzle que nunca llegaba a encajar del todo.

Castro se pasó la mano por el pelo. Empezaban a salirle algunas canas en las sienes. Miró el reloj. Las dos y cuarto. Había quedado en encontrarse con Arias para picar algo antes de entrar en el turno de tarde.

Salió por la puerta del Obradoiro, pensativo, con las manos en los bolsillos de la gabardina y la cabeza baja. Parecía que anduviera con el Apocalipsis a cuestas, como un toro a punto de embestir.

El bar Las Vegas estaba abarrotado. Muchos policías tenían la costumbre de comer allí porque estaba a un paso de la comisaría. Como cada día predominaban los uniformes azules de faena.

– ¿Aún hay mesa? -preguntó Castro desde la barra levantando la voz sobre el barullo de conversaciones cruzadas.

– Lo esperan en la del fondo, jefe -le contestó la camarera señalando una mesa junto a la ventana donde ya estaba sentado el forense con una botella de albariño-. Lo de siempre, ¿no?

La chica no tardó ni tres minutos en aparecer con una fuente de pimientos de Padrón y una tabla de pulpo a feira recién condimentada. Se veían los cristales de sal gruesa brillando entre el aceite de oliva y el rojo del pimentón.

– Tráiganos también una ración de chocos en su tinta -pidió Arias.

– Ya veo que has perdido el apetito -soltó Castro con sorna.

La sintonía del telediario les hizo girar a ambos la cabeza hacia el televisor de plasma donde acostumbraban a ver los partidos del Dépor.

En la pantalla varios efectivos de la policía y de la Guardia Civil con trajes especiales de nailon, guantes y mascarilla rastreaban el fondo de la laguna. Se hizo un silencio repentino en el local mientras la voz de la periodista Ana Blanco abría el informativo con la noticia:

– Están ustedes viendo el momento en el que un grupo de agentes del cuerpo especial de rescate en montaña saca el primero de los cinco cadáveres aparecidos en la laguna de la Fuensanta, en los alrededores de una nave abandonada, propiedad de la empresa Ferticeltia, en la localidad gallega de Sietecoros.

»La aparición del cuerpo sin vida de la joven estudiante Patricia Pálmer en la catedral de Santiago hace ya veinte días fue el arranque de una exhaustiva investigación policial que puso al descubierto una intrincada trama de corrupción empresarial y administrativa vinculada a uno de los clanes más peligrosos del narcotráfico gallego. Los narcos utilizaban las instalaciones de la empresa para ocultar sus operaciones delictivas.

»Patricia Pálmer, estudiante de filosofía, pertenecía a un minoritario grupo ecologista llamado El Arca de Noé. La organización mantenía contacto con corrientes cristianas vinculadas al priscilianismo y muy críticas con la Conferencia Episcopal. La muerte de la chica a manos del sacerdote integrista Salustiano Barcia se produjo en la propia catedral mientras ambos pugnaban por un manuscrito atribuido a Prisciliano. La investigación sobre el posible móvil del crimen sacó a relucir la red de extorsión. Según fuentes policiales, la chica habría puesto a la empresa contra las cuerdas al hacerse con un dossier interno que contenía revelaciones que implicaban a altos funcionarios de la Xunta, a la Confederación de Empresarios Galegos (CEG) y al propio patronato de la catedral.

»La noticia ha causado un profundo impacto en la localidad de Caldas de Reis, de donde era la estudiante. En el dispositivo especial han participado efectivos de la policía y de la Guardia Civil y para el dragado de la laguna ha sido necesaria la participación de equipos especiales en rescates de espeleología y alta montaña.

»Ayer culminaron las labores de identificación de los cinco cadáveres hallados en avanzado estado de descomposición en el fondo de la fosa de vertido que rodea la antigua granja. A las 17.30, las autoridades judiciales procedieron al levantamiento de los cuerpos, y un equipo de la policía científica se encargará de la identificación de los cadáveres presuntamente relacionados con ajustes de cuentas entre clanes rivales. Al balance de víctimas hay que añadir, además, los nombres del guardia jurado Andrés Nigrán Corbeira y del estudiante de veintidós años Roberto Caamaño. Una periodista de El Heraldo, Laura Márquez, se encuentra en estado muy grave en el Hospital Provincial de Compostela.

»Hasta el momento la operación se ha saldado con doce detenidos, pero el comisario Lois Castro no descarta que se puedan producir más detenciones en el marco de la investigación. El juzgado de instrucción número 3 de Santiago ha decretado el secreto de sumario… Les seguiremos informando de cualquier novedad que se produzca en relación con este caso que ha provocado una profunda consternación en la localidad de Caldas de Reis y en toda Galicia…

– Así que, después de todo, la muerte de la chica no guardaba una relación directa con el caso Ferticeltia -comentó Arias mientras llenaba los vasos.

– Bueno, según se mire -respondió Castro-. La chica peleaba en los dos frentes, el económico y el religioso. En cierto sentido puede decirse que era una agente doble. Eso nos hizo creer que el asesino podría pertenecer a la red de extorsión. Era la hipótesis más razonable, ¿quién iba a pensar a estas alturas en un cura martillo de herejes? Seguimos un planteamiento equivocado pero, al final, una cosa nos llevó a la otra. Como decían los hermanos maristas: Dios escribe recto con renglones torcidos.

– No entiendo qué demonios pensaba encontrar en el manuscrito.

– Es probable que Patricia Pálmer supiera que el Liber apologeticus original contaba con un opúsculo, conocido sólo por unos pocos eruditos, que por lo visto no figuraba en la copia renacentista impresa en Alcalá que le fue cedida a la universidad por el arzobispado.

– ¿Un opúsculo?

– Sí. Al parecer, en ese texto Prisciliano defendía a capa y espada la participación de las mujeres en la liturgia. Si lo piensas, es la rehostia -dijo Castro alzando una ceja-. ¿Sabías que la Congregación para la Doctrina de la Fe incluye la ordenación sacerdotal de una mujer entre los delitos más graves que pueden cometer los eclesiásticos, al mismo nivel que la pornografía infantil o la pederastia…?

– Manda cojones…

– No me explico cómo a día de hoy la Iglesia continúa marginando a las mujeres si son ellas prácticamente las únicas que van a misa. Que yo sepa, cuando prendieron a Cristo, mientras los apóstoles huían despavoridos, las mujeres fueron las únicas que permanecieron a su lado hasta el final, con la Magdalena al frente.

– A lo mejor la misoginia viene de ahí… -sentenció Arias-. Hay comparaciones difíciles de soportar.

– Es posible… El padre Barcia ha resultado ser un misógino de catecismo, si es que puede decirse algo así -apuntó Castro por el colmillo-. Pertenece a una orden tradicionalista que tiene su sede en la calle Jerusalén. Representan el sector más rancio de la Conferencia Episcopal. Para ellos el sacerdocio femenino es el peor de los anatemas. El viejo cura acusa a la mujer de todos los males, desde la expulsión del Paraíso por culpa de Eva, la dichosa manzana y toda esa vaina… Tendrías que haberlo oído…

Castro se quedó callado. La luz grisácea de la ventana endurecía su perfil angosto. Aquel caso le había llevado a un círculo cerrado de pensamientos. En lo más profundo de su mente no conseguía librarse de la sensación de que el deán no era en el fondo más que un chivo expiatorio sacrificado en la particular guerra de sectas que se estaba librando dentro de la propia curia. El forense lo conocía lo suficiente para adivinar su estado de ánimo.

– ¿No vas a contarme nada más? -dijo para sacarlo de su hermetismo.

– No hay mucho que contar -soltó Castro con resignación-. La chica debía de conocer el contenido del opúsculo, por eso buscó acercarse al deán para ganarse su confianza. Se introdujo en la orden y se hizo pasar por una de ellos, hasta que descubrió que el anciano escondía el texto prohibido junto con otros documentos en una gaveta oculta bajo el retablo del altar mayor. Lo demás es fácil de imaginar.

– Mucho saber me parece ése para una simple estudiante.

– Bueno, en realidad quien supervisaba la búsqueda era su profesor de teoría de los mitos, un tal Fidel Dalmau, Fidelius para los amigos. Toda una eminencia en simbología religiosa que, sin embargo, a la hora de la verdad resultó ser de los que saben nadar y guardar la ropa. El tipo estaba casado y mantenía con ella una relación clandestina. Para evitar el escándalo la facultad ha decidido concederle repentinamente un año sabático. Fue él quien le marcó el camino. Llevaba tiempo detrás de ese manuscrito. Al parecer estaba trabajando en una tesis con la que pretendía obtener una cátedra en la Sorbona. Cuando se dio cuenta de que el texto cedido a la universidad no incluía el opúsculo, debió de atar cabos… Hay individuos expertos en lograr que otros se jueguen la vida para conseguir lo que ellos no tienen cojones de hacer.

– Tampoco debió de serle muy difícil convencerla -argumentó Arias-. A la chica parecían gustarle esa clase de causas. A fin de cuentas estaba obsesionada con Prisciliano. ¿Quién sabe qué fuego ardía dentro de su enigmática cabeza?

– Sin duda habría sido una buena sacerdotisa. En cualquier caso, si su intención era hacerse con el texto original, no le sirvió de mucho -se lamentó el comisario-. Lo que realmente ocurrió en esos encuentros sólo ellos lo saben. La confesión del padre Barcia parece sacada del Apocalipsis. Según todos los indicios, la chica estuvo a punto de conseguir su objetivo. Estaba familiarizada con los evangelios. No debió de serle muy difícil llevar al cura a su terreno. Una vez dentro se convirtió en un auténtico peligro. Según ellos, Patricia Pálmer era la encarnación misma de Satanás, con toda su inteligencia y sus artes diabólicas. Vete a saber qué delirio llegó a imaginar el anciano en su locura. Cuando se dio cuenta de que les había engañado y había descubierto el escondite del libro, se le debieron de cruzar todos los cables. Fue entonces cuando en un arrebato de ira mesiánica cogió el mazo de las obras de restauración de una de las capillas y se abalanzó sobre ella por sorpresa. A Dios rogando y con el mazo dando…

– Una reacción primaria -apostilló el forense.

– Sí -matizó Castro con el colmillo retorcido-, quizá demasiado previsible en un hombre de su carácter.

– ¿Qué quieres decir?

– No sé… Tal vez alguien previo que en determinadas circunstancias el padre Barcia actuaría exactamente como lo hizo. Es sólo una suposición, sin embargo, no dejo de darle vueltas. Lástima que no podamos contar con la versión de la chica. Me habría gustado charlar con ella de un par de cosas.

El forense se levantó a coger un cestillo con pan de pueblo que la camarera le pasaba por entre las mesas. Durante unos segundos permaneció con la mirada fija en la fuente de los chocos. Los acontecimientos se habían precipitado en las últimas horas y todavía quedaban algunas cosas bajo la tinta negra del calamar.

– Lo que no acabo de entender es qué papel desempeñaba exactamente el diácono en todo el asunto.

– En un individuo con sus estudios y ambición el destino natural habría sido el Vaticano. De hecho formaba parte de la Comisión Pontificia para los Bienes Culturales de la Iglesia. Un tipo demasiado listo para mancharse las manos. Pero Santa Olalla ya no es asunto mío -dijo el comisario encogiéndose de hombros, aunque algo en el tono de su voz parecía indicar que no le había hecho ni pizca de gracia que lo hubieran dejado fuera de esa parte de la investigación.

Castro sabía que lo que tenían contra el diácono hasta el momento no era en modo alguno suficiente, por lo que lo más probable era que toda esa parte del asunto quedase en agua de borrajas. Para entrar a saco en ese capítulo sería necesario un juez decidido a llegar hasta el final, cosa poco probable, sobre todo teniendo en cuenta que el propio Vaticano había removido Roma con Santiago, nunca mejor dicho, para llevar a cabo la investigación sobre la congregación. La política de lavar la ropa sucia en casa.

– Por lo que respecta a nuestro caso -continuó Castro-, las cosas se le complicaron al aceptar encargarse de las maltrechas finanzas compostelanas. Cuando Evaristo López pasó a presidir el consejo de administración de Ferticeltia, vio el cielo abierto. Fue el gran momento de expansión de la orden. Utilizaron Galicia como punta de lanza para extenderse por el resto de España y América Latina con la ayuda de algunos políticos afines. Abrieron colegios de élite como Edelweiss o El Pinar, en la ría de Arousa, montaron sucursales, emprendieron proyectos conjuntos destinados a introducirse en distintos ámbitos económicos y financieros para ampliar la captación de fondos. Ciertamente cuando se tiene dinero y se saben manejar los recursos vaticanos, se pueden obrar milagros.

– Un caso perfecto de simbiosis entre el poder terrenal y el espiritual… -ironizó el forense.

– Y que lo digas… El tal Evaristo López es un verdadero gánster. Tenía todos los hilos bien amarrados. Los narcos con los que contactó a través del club de fútbol; la Caixa Nostra, a la que podía acceder por vía consorte, y la Iglesia por medio de su parentesco con Santa Olalla. A partir de ahí le vino todo rodado. Con lo que no contó fue con que una cristiana pelirroja y ecologista fuese a caer sobre sus planes como un auténtico misil de crucero.

– ¿Y qué crees que va a pasar con el diácono?

Castro se encogió de hombros.

– Habrás visto El padrino III, supongo. En cuestión de delitos económicos, la Iglesia cuenta con una larga tradición. Lo más probable es que Santa Olalla salga de ésta tan libre como el Espíritu Santo. Para el derecho canónico no cuenta el delito, sino el pecado que se castiga con el infierno. Y una vez en el infierno…, échale un galgo -Castro arqueó las cejas significativamente. No podía ocultar su desazón. Oficialmente la investigación había sido un éxito. El caso estaba resuelto, habían detenido a un asesino confeso, habían librado a la sociedad de unos cuantos malhechores y todo había salido bien a efectos internos, de estadísticas anuales, titulares en los medios de comunicación y medallas pertinentes con palmaditas en la espalda y música de final feliz.

Sin embargo, un buen poli sabe perfectamente cuándo las cosas se quedan a medias. Entonces arquea las cejas, maldice para sus adentros y se pide un whisky doble para conjurar la sensación de fracaso. A nadie le gusta abandonar a la suerte de un tribunal eclesiástico a unas adolescentes extranjeras sometidas a clausura y casi analfabetas. Pero un comisario de policía tampoco es Dios.

– ¿Y el otro cura, el de Caldas? -se interesó el forense.

– Ah…, Antón Fraguas. Bueno, ése es otro cantar. La Conferencia Episcopal daría cualquier cosa por verlo expulsado de su parroquia. Hace años que el cura de Caldas es la pesadilla particular de monseñor Souto Gadea. Estoy seguro de que estaba al tanto del asunto del manuscrito, pero no soltó prenda. Se acogió al secreto de confesión. Es un priscilianista convencido, igual que la chica. Actúan como una logia. Juran la inviolabilidad de los secretos del grupo aun a costa de mentir. «Iura, periura, secretum prodere noli» -dijo recordando las clases de latín de los hermanos maristas-. Pero hay que reconocer que, desde un punto de vista doctrinal, algunas de sus tesis son fascinantes.

– No te hacía tan aficionado a las cuestiones teológicas.

– Digamos que en ciertas circunstancias me caen bien los perdedores. Ya lo dijo alguien: los santos son herejes que tienen éxito, y los herejes son santos fracasados. Prisciliano puso en cuestión demasiadas cosas y le tocó perder. Así es la vida -el comisario moduló una sonrisa de perro viejo-. Estoy seguro de que si la ciencia moderna probara que en la urna de plata no están los huesos del apóstol Santiago, la fe de los peregrinos no cambiaría ni un ápice. A la gente le trae sin cuidado quién demonios está enterrado en la catedral.

– En eso tienes razón.

Un grupo de turistas extranjeros con impermeables amarillos y mochilas atravesaba la plaza en ese momento en dirección a la catedral siguiendo un plano de viaje. Mujeres de edad intermedia, cuarenta o cincuenta años, y hombres rubios fornidos. Noruegos o suecos, sin duda. Algunos portaban el bastón con la concha del peregrino.

– Mira -dijo Castro entre dientes mientras encendía un cigarrillo-. Apuesto a que ésos no han oído hablar de Prisciliano en su puta vida.

El forense siguió al grupo con la mirada a través del cristal por toda la plaza, donde el sol acababa de encontrar un hueco entre las nubes.

25 de mayo de 2007

Estación de Santa Apolónia, Lisboa

Bullicio matinal de llegadas y salidas. Hebras de luz blanca filtrándose a través de la estructura metálica modernista, llenando el vestíbulo de un aire abierto y cosmopolita. Carros de equipaje, paneles informativos, rostros en fuga de viajeros saliendo a la mañana ajetreada y laboral.

El expreso procedente de Santiago hizo su entrada por la vía uno del andén principal en medio de una vaharada densa, profundamente ferroviaria. Márquez bajó del tren con una pequeña mochila a la espalda y las cicatrices todavía frescas. Estaba flaca como un silbido. Llevaba puestos unos tejanos muy gastados, una camiseta de algodón y un jersey de color crudo atado a la cintura. Aquellos arcos de hierro ejercían un poderoso magnetismo sobre ella. Villamil le había dicho en una ocasión que algunas personas llevan un hilo oscuro cosido en su interior. El periodista la seguía con una bolsa de cuero cruzada al hombro y esa especie de condescendencia escéptica que lo caracterizaba.

El sol relumbraba con brillos primaverales en todas las esquinas, una estampa de cierta felicidad al alcance de cualquiera, como ver a la gente leyendo en los parques cuando el sol calienta los bancos de madera. Mientras se dirigían a la parada de taxis, ella se puso unas gafas de sol de color tostado que parecían alargar insólitamente la perspectiva de las calles con el tono sepia de los recuerdos. Durante un tiempo había creído olvidar todos los rostros, todos los nombres… Pero, claro, es un decir. Nada se olvida.

Estaba de buen humor. Un par de veces pasó su brazo por el hombro del periodista con un gesto espontáneo y franco, como si buscara un punto de apoyo. Todavía cojeaba un poco. Lo hizo de un modo natural, igual que dos viejos camaradas de armas que regresan juntos al campo de batalla.

Se acomodaron en el asiento trasero del taxi, mirando el tráfico de alrededor a través de la ventanilla como un territorio sin conquistar pero no del todo desconocido. Lisboa. A Márquez le agradaba esa sensación de dejarse conducir por una ciudad extranjera. Era lo más parecido a una tregua con el mundo exterior. Durante el trayecto todo quedaba momentáneamente aplazado, en suspenso. A la espera.

Echó la cabeza hacia atrás contra el respaldo del asiento, hundió las manos en los bolsillos de los vaqueros y empezó a silbar una vieja canción caboverdiana. Sangue de Beirona.

Si había algo que no le gustaba era ir dejando cuentas pendientes por el camino.

NOTA DE LA AUTORA

Tanto la historia como los personajes de esta novela son pura ficción. Que nadie busque por tanto relación con nombres, noticias, hechos o situaciones que puedan resultarle vagamente familiares. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Algunos locales, calles, carreteras han existido pero ya no existen, como la vieja comisaría de la plaza Rodrigo de Padrón; otros han sido convenientemente alterados con la libertad que es privilegio del novelista. Me he tomado también algunas licencias con el Cuerpo Nacional de Policía de Galicia, pero la historia parecía requerir un jefe atípico como Lois Castro. Tampoco quedan ya periódicos como El Heraldo, ni reporteros como Villamil o Laura Márquez. Juntos forman un tándem del estilo Lisbeth Salander y Mikael Blomkvist a la gallega, con todo lo que ello puede tener de homenaje y de parodia. No son piratas informáticos ni mucho menos, pero hacen lo que pueden. Ambos pertenecen a una especie en extinción. Sin embargo, a la hora de la verdad su instinto de supervivencia funciona. A personajes así no se les quita de en medio tan fácilmente. Quizá vuelvan. Que lo hagan o no es sólo cuestión de tiempo. Y ganas. Al fin y al cabo son personajes ficticios. Si hay algo real en la novela es el escenario en el que transcurren los hechos. Los lectores que conozcan Santiago estarán de acuerdo conmigo: ni Dios sería capaz de inventar una ciudad como Compostela.

Susana Fortes

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