PATRICIA CORNWELL
Port mortuary
Scarpetta Nº18
Traducción de Alberto Coscarelli
RBA
Título Original: Port mortuary
Traductor: Coscarelli, Alberto
Autor: Cornwell, Patricia
©2012, RBA
Colección: Serie negra, 228
ISBN: 9788490063774
Generado con: QualityEbook v0.58
UNA NOTA PARA MIS LECTORES
Si bien esta es una obra de ficción, no es ciencia ficción. Los métodos médicos y forenses, las tecnologías y las armas que está a punto de conocer existen en la actualidad, incluso mientras lee este libro. Algunas de las cosas que está punto de encontrarse son muy inquietantes. Todo esto es posible.
También reales y operativas en el momento de escribir esta obra son varias entidades, incluidas las siguientes:
Port Mortuary, en la base de las Fuerzas Aéreas en Dover Forense de las Fuerzas Armadas (AFME, Armed Forces Medical Examiner) Laboratorio de Identificación del ADN de las Fuerzas Armadas (AFDIL, Armed Forces DNA Identification Laboratory) Instituto de Patología de las Fuerzas Armadas (AFIP, Armed Forces Institute of Pathology) Departamento de Defensa (DoD, Department of Defense) Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada para la Defensa (DARPA, Defense Advanced Research Projects Agency) Instituto Real de Servicios Unidos (RUSI, Royal United Services Institute) Sistema de Armas Especiales para la Observación, Reconocimiento y Detección (SWORDS, Special Weapons Observation Remote Direct-Action System)
Aunque absolutamente dentro del reino de lo posible, el Centro Forense de Cambridge (CFC, Cambridge Forensic Centre), la prisión de mujeres de Georgia, Otwahl Technologies y el Mortuary Operational Removal Transport (MORT) son producto de la imaginación de la autora, como también lo son todos los personajes de este relato y la trama.
Mi agradecimiento a:
Todos los hombres y las mujeres del Sistema Forense de las Fuerzas Armadas y el Instituto de Patología de las Fuerzas Armadas, que han tenido la bondad, durante mi trabajo, de compartir sus percepciones y muy avanzados conocimientos, y me han impresionado con su disciplina, integridad, y amistad.
Como siempre, estoy en deuda con el doctor Staci Gruber, director del Centro de Neuroimágenes Clínicas y Cognitivas del Hospital McLean, y profesor asistente del Departamento de Psiquiatría de la Harvard Medical School.
Por supuesto, mi gratitud a la doctora Marceña Fierro, antigua jefa médico forense de Virginia, y el doctor Jamie Downs, médico forense de Savannah, Georgia, por sus conocimientos en todos los temas de patología.
PARA STACI
TIENES QUE VIVIR CONMIGO
MIENTRAS YO LO VIVO
1
En el interior del vestuario de mujeres arrojé mi traje quirúrgico sucio dentro de un recipiente biosanitario y me quité el resto de prendas y los zuecos. Me pregunté si, la misma mañana que volviese a Nueva Inglaterra, retirarían el «coronel Scarpetta» que estaba escrito en tinta negra en la puerta de mi taquilla. Aquella idea no se me había ocurrido hasta ahora, y me preocupaba. Una parte de mí no quería abandonar este lugar.
La vida en la base de la Fuerza Aérea Dover tiene sus comodidades, a pesar de los seis meses previos de duro entrenamiento y la tristeza inherente al hecho de tener que ocuparse de muertos todos los días por encargo del Gobierno de Estados Unidos. Mi estancia aquí ha sido sorprendentemente fácil. Incluso podría calificarla de agradable. Voy a echar de menos levantarme antes del amanecer en mi sencilla habitación, vestirme con un pantalón de faena, polo y botas, y caminar en la fría oscuridad por el aparcamiento hasta el restaurante del campo de golf para tomar un café y comer algo antes de conducir hasta Port Mortuary, donde no tengo ninguna responsabilidad de mando. Cuando estoy de servicio para el Forense de las Fuerzas Armadas (AFME), carezco completamente de mando. De hecho, estoy por debajo de muchas personas y no me corresponde a mí tomar las decisiones críticas, incluso en el dudoso caso de que me consultasen. No será así cuando vuelva a Massachusetts, donde todos dependen de mí.
Es lunes 8 de febrero. El reloj de la pared encima de los resplandecientes lavamanos blancos señala las 16:33 en color rojo, como si fuese una advertencia. Se supone que en menos de noventa minutos debo aparecer en la CNN y explicar qué es un patólogo radiólogo forense, o PatRad, y por qué me he convertido en una, y qué relación guarda eso con Dover, el Departamento de Defensa y la Casa Blanca. En otras palabras, supongo que diré que ya no soy una simple forense, y tampoco una reservista en la AFME. Desde el 11-S, desde que Estados Unidos invadió Irak, y ahora con el envío de tropas a Afganistán —repaso el esquema de los puntos que voy a tratar—, la línea entre el mundo militar y el civil se ha borrado para siempre. Un ejemplo que quizá cite: el pasado noviembre, durante un período de 48 horas, trajeron por vía aérea trece soldados muertos en combate desde Oriente Medio, y la misma cantidad de víctimas llegaron desde Fort Hood, Texas. Las muertes en masa no están restringidas al campo de batalla, aunque en realidad ya no estoy muy segura de lo que es el campo de batalla. Quizá todos los lugares lo sean, diré en la televisión. Nuestros hogares, nuestras escuelas, nuestras iglesias, los aviones comerciales, y donde trabajamos, compramos y vamos de vacaciones.
Busco entre los artículos de tocador mientras escojo los comentarios que haré acerca de la radiología tridimensional, el uso de la tomografía computarizada (TC), los escáneres en la misma morgue, y me recuerdo a mí misma que debo recalcar que, si bien mi nueva oficina central en Cambridge, Massachusetts, es la primera instalación civil en Estados Unidos que hace autopsias virtuales, Baltimore será la siguiente, y después la tendencia se propagará. El tradicional examen post mórtem de diseccionar sobre la marcha y tomar fotografías esperando no perderte nada o introducir artefactos puede mejorar enormemente gracias a la tecnología y hacerlo más preciso. Y así debe ser.
Lamento no estar presente esta noche en World News, porque ahora que lo pienso lo más probable es que la entrevista sea con Diane Sawyer. Mi problema es que, al ser una habitual en la CNN, la familiaridad puede crear un cierto rechazo; tendría que haberlo pensado antes. No sería de extrañar que la entrevista entrara en el terreno personal. Debería comunicarle esa posibilidad al general Briggs. Tendría que haberle dicho lo que pasó esta mañana cuando la furiosa madre de un soldado muerto me puso de vuelta y media por teléfono, me acusó de discriminación y amenazó con llevar sus quejas a los medios.
Cuando cierro la puerta de la taquilla, el metal suena como una detonación. Camino por el suelo de baldosas marrones que siempre está fresco y suave bajo mis pies descalzos, con un neceser cargado con el champú de aceite de oliva, el acondicionador, la esponja exfoliante de algas marinas fosilizadas, una maquinilla de afeitar, un bote de espuma de afeitar para pieles sensibles, jabón líquido, una manopla de baño, enjuague bucal, cepillo de dientes, cepillo de uñas y el fragante aceite Neutrógena que utilizaré cuando acabe. En el interior de un cubículo abierto, acomodo mis efectos personales en la repisa de cerámica y espero a que salga el agua caliente al máximo que puedo soportar. El chorro me golpea mientras me voy moviendo para empaparme toda; primero levanto el rostro, después miro hacia abajo, hacia mis pies pálidos. Dejo que el agua me golpee en la nuca y la cabeza con la ilusión de que mis tensos músculos se relajarán un poco, mientras mentalmente entro en el armario de mi alojamiento de la base y busco con qué vestirme.
El general Briggs, John, como le llamo cuando estamos a solas, quiere que vista el uniforme de combate, o mejor todavía, el azul de las Fuerzas Aéreas, pero yo estoy en desacuerdo. Debo vestir prendas civiles, las que la gente suele ver la mayoría de las veces cuando me entrevistan en televisión; posiblemente un traje sencillo y una blusa de color marfil, con el sencillo reloj Breguet con correa de cuero que me regaló mi sobrina Lucy. Nada del lujoso Blancpain, con su enorme esfera negra y el bisel de cerámica, que también me regaló ella, porque está obsesionada con los relojes, de hecho, con cualquier cosa técnicamente complicada y cara. Y nada de pantalones, mejor una falda y tacones para presentarme como una persona accesible y nada amenazadora, un truco que aprendí hace mucho tiempo en los juzgados. Por alguna razón, a los jurados les gusta verme las piernas mientras describo con gráficos los detalles anatómicos de las heridas mortales y los últimos momentos de agonía de la vida de una víctima. Briggs desaprobará mi elección de vestuario, pero de todas formas anoche le recordé durante el partido de la Super Bowl, mientras tomábamos unas copas, que un hombre no debe decirle a una dama cómo debe vestir, a menos que sea Ralph Lauren.
El vapor en el cubículo de la ducha se desplaza, perturbado por una corriente de aire. Creo haber oído entrar a alguien. Me enfado al instante. Podría ser cualquiera, personal militar o sanitario, o cualquier persona que esté autorizada para estar en estas instalaciones de entrada restringida que tenga necesidad de utilizar el baño, desinfectarse o cambiarse de ropa. Pienso en los colegas con los que acabo de estar en la sala de autopsias, pero tengo la sensación de que se trata de nuevo de la capitana Avallone. Durante gran parte de la mañana, mientras realizábamos las tomografías computarizadas, ha sido una presencia omnipresente, como si yo no supiese cómo hacer un escáner. Durante toda la jornada me ha tenido bajo control, moviéndose a mi alrededor como una niebla baja y persistente. Seguro que es ella la que acaba de entrar. Siempre es ella. El resentimiento me invade, pero intento liberarme de él.
—¿Doctora Scarpetta? —llama con su conocida voz, una voz blanda y carente de pasión que parece seguirme a todas partes—. Tiene una llamada.
—Acabo de entrar en la ducha —le grito por encima del ruido del chorro de agua.
Es mi manera de decirle que me deje en paz. Un poco de intimidad, por favor. No quiero ver a la capitana Avallone ni a nadie más ahora mismo, y no tiene nada que ver con estar desnuda.
—Lo siento, señora. Pero Pete Marino necesita hablar con usted. —Su voz átona se acerca.
—Tendrá que esperar —grito.
—Dice que es importante.
—¿Puede preguntarle qué quiere?
—Solo dice que es importante, señora.
Prometo llamarle cuanto antes. Es probable que haya sonado algo grosera, pero a pesar de mis buenas intenciones, no siempre puedo ser encantadora. Pete Marino es un investigador con quien he trabajado la mitad de mi vida. Espero que nada terrible haya ocurrido en casa. No, él se aseguraría de que yo supiese que se trataba de una emergencia, si le había ocurrido algo grave a Benton, mi marido, o a Lucy, o si había surgido algún problema en el Centro Forense de Cambridge (CFC), del cual soy la directora. Marino haría algo más que pedirle a alguien que me informara de que está al teléfono y es importante. No es nada más que su escasa capacidad para controlar sus impulsos. Cuando se le ocurre una idea, siente la necesidad de compartirla conmigo de inmediato.
Abro la boca de par en par para eliminar el sabor a carne quemada en descomposición adherido en el fondo de mi garganta. El hedor del cadáver con el que he trabajado hoy se me ha metido hasta el fondo de la nariz, las moléculas de la pútrida biología me acompañan en la ducha. Me froto debajo de las uñas con jabón antiséptico que vierto directamente del bote, el mismo jabón que utilizo con los platos o para descontaminar las botas en un escenario, y me enjuago los dientes, las encías y la lengua con Listerine. Me limpio el interior de las fosas nasales hasta donde puedo llegar, limpio cada centímetro cuadrado de mi carne. Luego me lavo el pelo, no una, sino dos veces, y el hedor continúa ahí. Al parecer no puedo librarme de él.
El nombre del soldado muerto del que me acabo de ocupar es Peter Gabriel, como la legendaria estrella del rock, solo que este Peter Gabriel era un soldado de primera clase del Ejército que no había estado ni un mes en la provincia de Badghis, en Afganistán, cuando una bomba colocada junto a la carretera, fabricada con un tubo de plástico relleno de PE-4 y cerrada con una placa de cobre, atravesó el blindaje de su Humvee, creando una tormenta de fuego en el interior. Estuve ocupándome de sus restos la mayor parte de mi último día aquí, en este enorme complejo de alta tecnología donde patólogos y científicos de las Fuerzas Armadas se encargan de casos que la mayoría del público no asocia con nosotros: el asesinato de JFK, o la reciente identificación del ADN de la familia Romanov y los tripulantes del H. L. Hunley, un submarino que se hundió durante la guerra civil. Somos una noble pero poco conocida organización cuyas raíces se remontan hasta 1862, al Museo Médico del Ejército, en el que los cirujanos trataron a un Abraham Lincoln herido de muerte y luego realizaron su autopsia. Todo esto es lo que debería contar en la CNN. Concentrarme en lo positivo. Olvidar lo que dijo la señora Gabriel. No soy un monstruo ni una intolerante. No puedes culpar a la pobre mujer por sentirse alterada, me digo siempre a mí misma. Acaba de perder a su único hijo. Los Gabriel son negros. ¿Cómo te sentirías tú, por el amor de Dios? Por supuesto que no eres racista.
De nuevo intuyo una presencia. Alguien acaba de entrar en el vestuario, que he conseguido llenar de vapor, como un baño turco. Mi corazón late deprisa debido al calor.
—¿Doctora Scarpetta? —La capitana Avallone suena menos titubeante, como si tuviese noticias.
Cierro la ducha, salgo del cubículo y cojo una toalla para envolverme. La capitana Avallone es una presencia fantasmagórica que se mueve entre la bruma cerca de los lavabos y los secadores de manos. Lo único que distingo de ella es su pelo oscuro y sus pantalones caquis y un polo negro que tiene bordado el escudo dorado y azul de la AFME.
—Pete Marino... —comienza a decir.
—Lo llamo en un minuto. —Cojo otra toalla del estante.
—Está aquí, señora.
—¿Qué quiere decir con «aquí»?
Casi espero ver que se materialice en el vestuario, como una criatura prehistórica que emerge de la niebla.
—Le espera en el aparcamiento, señora —me informa—. La llevará al Eagle's Rest para que pueda recoger sus cosas. —Lo dice como si fuera el FBI que viene a recogerme, como si hubiese sido arrestada o cesada—. Mis instrucciones son acompañarla hasta él y ayudarla en todo lo que sea necesario.
El nombre de pila de la capitana Avallone es Sophia. Es del Ejército, acaba de terminar su residencia de radiología, y siempre es tan condenadamente militar y obsequiosamente cortés mientras espera dando vueltas. Ahora mismo no es el momento. Cojo el neceser, camino descalza por los azulejos y ella me pisa los talones.
—Se supone que no me marcharé hasta mañana. Acompañar a Marino no formaba parte de mis planes de viaje —le digo.
—Yo me ocuparé de su vehículo, señora. Tengo entendido que no conducirá...
—¿Le ha preguntado de qué demonios va todo esto? —Cojo el cepillo del pelo y el desodorante de mi taquilla.
—Lo intenté, señora —dice ella—. Pero no quería colaborar.
Un Galaxy C-5 vuela sobre nuestras cabezas, maniobrando para aterrizar en la 19. Como de costumbre, el viento viene del Sur.
Uno de los muchos principios aeronáuticos que he aprendido de Lucy, que, entre otras cosas, también es piloto de helicópteros, es que los números de las pistas corresponden a las direcciones en una brújula. Diecinueve, por ejemplo, es 190, lo que significa además que el lado opuesto, donde acabará la pista, es 01. Y se orienta de esa manera a causa del principio de Bernoulli y las leyes del movimiento de Newton. Todo ello tiene que ver con la velocidad del aire necesaria para que fluya sobre el ala de un avión, con aterrizar y despegar en condiciones de viento, que en esta parte de Delaware sopla desde el mar, desde altas presiones a bajas presiones, desde el Sur hacia el Norte. Un día sí y otro también, los aviones de transporte traen a los muertos y se los llevan por una cinta negra que corre como el río Estigia detrás de Port Mortuary.
El avión de transporte Galaxy de color gris tiburón mide de largo como un campo de fútbol. Es tan enorme y pesado que apenas parece moverse en el pálido cielo de nubes esponjosas, que los pilotos llaman colas de yegua. Sé qué clase de avión es sin mirar, reconozco el tono agudo de su rugido y su silbido, conozco perfectamente el sonido de sus motores, que producen 78.000 kilopondios de potencia. Puedo identificar un C-5 o un C-17 desde kilómetros de distancia, y también reconozco los helicópteros y los aviones con rotores basculantes, puedo distinguir a un Chinook de un Black Hawk o un Osprey. Cuando hace buen tiempo y dispongo de tiempo libre, me siento en un banco fuera del edificio destinado a vivienda y miro las máquinas voladoras de Dover como si fuesen criaturas exóticas, como los manatíes, los elefantes o los pájaros prehistóricos. Nunca me canso de su aspecto y de su tremendo rugido, de las sombras que proyectan cuando pasan sobre mi cabeza.
Las ruedas se posan sobre el suelo levantando nubes de humo tan cercanas que siento el retumbar en mis órganos mientras camino a través de la zona de recepción, con sus enormes cuatro muelles de carga, el alto muro que los oculta y los generadores de reserva. Me acerco a una furgoneta azul que nunca he visto antes, y Pete Marino no hace ningún gesto para saludarme o abrirme la puerta. De todas formas, no es que esto me extrañe. No suele malgastar sus energías en modales, porque ser amable nunca ha sido una prioridad para él desde que lo conozco. Han pasado más de veinte años desde que nos conocimos por primera vez en Richmond, Virginia, en la morgue. O quizás era en la escena de un crimen cuando nos vimos por primera vez. En realidad ahora no lo recuerdo.
Subo y cierro la puerta. Acomodo el macuto entre mis botas. Tengo el pelo todavía húmedo por la ducha. A juzgar por su expresión, piensa que tengo un aspecto horrible. Siempre lo sé por sus miradas de soslayo, que me repasan de pies a cabeza, deteniéndose en ciertos lugares que no son de su incumbencia. No le gusta que vista prendas de investigador del AFME, los pantalones de faena, el polo negro y la chaqueta táctica, y las pocas veces que me ha visto con uniforme creo que le asusto.
—¿Dónde has robado la furgoneta? —le pregunto mientras Marino da marcha atrás.
—Un préstamo de Aviación Civil. —Por su respuesta deduzco al menos que nada grave le ha sucedido a Lucy.
La terminal privada en el extremo norte de la pista es utilizada por el personal no militar autorizado para aterrizar en una base de las Fuerzas Aéreas. Mi sobrina ha traído a Marino hasta aquí, y se me pasa por la mente que han venido para darme una sorpresa. Se han presentado aquí sin anunciarse para evitarme un vuelo comercial mañana, para escoltarme por fin a casa. Es más un deseo que otra cosa. Sé que no puede ser, y busco respuestas en las facciones ásperas de Marino, observo su apariencia general de la misma manera que lo hago con un paciente a primera vista. Calzado deportivo, tejanos, su chaqueta Harley-Davidson que tiene de toda la vida, una gorra de béisbol de los Yankees que usa pese al riesgo, considerando que ahora está en la república de los Red Sox, o sus poco elegantes gafas con montura de metal.
No puedo decir si se ha afeitado la cabeza con el poco pelo gris que le queda, pero se le ve limpio y bien arreglado, y su cara no tiene el rubor de haber bebido whisky ni tiene panza cervecera. Sus ojos no están inyectados en sangre. Sus manos no tiemblan. No huele a tabaco. Todavía se mantiene firme en su período de abstinencia; de hecho, abstinencia de muchas cosas. Marino tiene demasiados vicios, y es lo suficientemente listo para no sucumbir a ellos, toda una caravana que se abre paso con dificultad a través de los inquietos territorios de sus inclinaciones aborígenes. Sexo, alcohol, drogas, tabaco, comida, profanaciones, intolerancia, descuido. Sin duda también tendría que agregar la mendacidad. Cuando le conviene, es evasivo, o miente descaradamente.
—Supongo que Lucy está con el helicóptero —comienzo a decir.
—Ya sabes cómo son las cosas en este tugurio cuando estás trabajando en un caso, peores que la maldita CIA —me dice mientras entramos en Purple Heart Drive—. Tu casa se puede estar quemando y nadie dice una mierda. Debo de haber llamado ya unas cinco veces. Así que tomé una decisión ejecutiva, y Lucy y yo vinimos hasta aquí.
—Sería útil que me dijeses por qué estáis aquí.
—Nadie te quería interrumpir mientras estabas con el soldado de Worchester —dice para mi sorpresa.
El soldado Gabriel era de Worchester, Massachusetts, y no puedo entender cómo es que Marino sabe algo acerca de este caso. Nadie debería habérselo dicho. Todo lo que hacemos en Port Mortuary es extremadamente discreto, sino estrictamente confidencial. Me pregunto si la madre del soldado muerto hizo realidad sus amenazas y había llamado a los medios. Si le dijo a la prensa que la forense militar blanca encargada de la autopsia de su hijo era racista.
Antes de que pueda preguntar, Marino añade:
—Al parecer, es la primera baja de guerra de Worchester, y la prensa local no habla de otra cosa. Hemos recibido algunas llamadas, supongo que la gente empieza a estar confusa y piensa que cualquier cadáver con una vinculación con Massachusetts acaba en nosotros.
—¿Los periodistas suponen que hicimos la autopsia en Cambridge?
—Bueno, el CFC también es un port mortuary. Será por eso.
—Los medios deberían saber ya a estas alturas que todas las bajas en un escenario de guerra vienen aquí, a Dover —afirmé—. ¿Estás seguro de que esa es la razón del interés de los medios?
—¿Por qué? —Me mira—. ¿Sabes de alguna otra razón que yo desconozca?
—Solo pregunto.
—Todo lo que sé es que hemos recibido unas cuantas llamadas y se las hemos pasado a Dover. Tú estabas ocupada con el chico de Worchester y nadie quería ponerte al teléfono. Finalmente llamé al general Briggs cuando estábamos a unos veinte minutos de aquí, en una parada para repostar en Wilmington. Mandó que la capitana Avallone te fuese a buscar a la ducha. ¿Es soltera o canta en el coro de Lucy? Porque no es fea.
—¿Cómo sabes qué aspecto tiene? —pregunto, asombrada.
—Tú no estabas cuando pasó por el CFC de camino a visitar a su madre en Maine.
Intento recordar si alguna vez me han hablado de ello, y al mismo tiempo recuerdo que no tengo ni idea de lo que ha estado pasando en la oficina que se supone que dirijo.
—Fielding actuó de perfecto anfitrión y le hizo toda la gira. —A Marino no le gusta mi jefe delegado, Jack Fielding—. La cuestión es que intenté ponerme en contacto contigo. No era mi intención presentarme así sin más.
Marino se muestra evasivo. Lo que me está contando es un cuento. Es inventado. Por alguna razón consideró necesario aparecer sin más por aquí, sin previo aviso. Lo más probable es que quiera estar seguro de que voy a acompañarlo sin demora. Me huelo un problema grave.
—El caso Gabriel no puede ser la razón de que te presentes aquí sin más —señalo.
—Me temo que no.
—¿Qué ha pasado?
—Tenemos un problema. —Mira hacia delante—. Le dije a Fielding y a todos los demás que de ninguna manera el cuerpo iba a ser examinado hasta que tú llegases.
Jack Fielding es un patólogo forense con experiencia que no acepta órdenes de Marino. Si mi jefe delegado optó por mantenerse aparte y pasármelo a mí, es probable que eso signifique que tenemos un caso que podría tener implicaciones políticas o hacer que nos demanden. Me preocupa mucho que Fielding no haya intentado llamarme o mandarme un e-mail. Consulto de nuevo mi iPhone. Nada.
—Alrededor de las tres y media de ayer por la tarde en Cambridge —dice Marino, mientras pasamos por Atlantic Street a poca velocidad, atravesando la base en casi total oscuridad—. Norton's Woods en Irving, a menos de una manzana de tu casa. Es mala suerte que no estuvieses allí. Podrías haber ido a la escena del crimen caminando, y quizá las cosas hubiesen sido muy diferentes.
—¿Qué cosas?
—Un hombre blanco, de unos veintitantos años. Al parecer estaba paseando el perro y cayó muerto de un ataque fulminante, ¿correcto? Para nada —continúa mientras pasamos por delante de hileras de edificios de cemento y metal, hangares y otras construcciones que tienen números en lugar de nombres—. Es un domingo por la tarde a pleno día, y hay mucha gente por allí porque están celebrando un evento en lo que sea aquel edificio, aquel con el gran tejado de metal verde.
Norton's Woods es donde está la Academia Americana de las Artes y las Ciencias, una finca arbolada con un precioso edificio de madera y cristal que se alquila para funciones especiales. Está unas cuantas casas más allá de nuestra vivienda. Benton y yo nos mudamos la primavera pasada para que yo pudiera estar cerca del CFC y él pudiese disfrutar de la cercanía de Harvard, donde trabaja en el Departamento de Psiquiatría de la Facultad de Medicina.
—En otras palabras, muchos ojos y muchos oídos —continúa Marino—. Una maldita combinación que puede cargarse a cualquiera.
—Creí que habías dicho que había sufrido un ataque cardíaco. Excepto que si es joven, es probable que te refieras a una arritmia cardíaca.
—Sí, eso fue lo que se creyó. Un par de testigos le vieron de pronto llevarse las manos al pecho y caer. Por lo que se supone, cayó fulminado en el acto. Fue transportado directamente a nuestra oficina y pasó la noche en la nevera.
—¿Qué quieres decir con «se supone»?
—A primera hora de esta mañana, Fielding fue a la nevera y vio gotas de sangre en el suelo y mucha sangre en la bolsa donde reposaba el cuerpo, así que fue a buscar a Anne y a Ollie. Al tipo muerto le ha salido sangre por la boca y la nariz, que obviamente no estaba allí la tarde anterior cuando lo declararon muerto. No había sangre en la escena, ni una gota, y ahora está sangrando, y es obvio que no son fluidos corporales, porque salta a la vista que no se está descomponiendo. La sábana que lo cubre está ensangrentada y hay casi un litro de sangre en la bolsa, y todo es una mierda. Nunca he visto una persona muerta comenzar a sangrar de esa manera. Así que dije que teníamos un puto problema y que todos mantuviesen la boca cerrada.
—¿Qué dijo Jack? ¿Qué hizo?
—Me tomas el pelo, ¿no? Vaya delegado que tienes. No me tires de la lengua.
—¿Ha sido identificado, y por qué Norton's Woods? ¿Vive cerca? ¿Es un estudiante de Harvard, quizá del Divinity School?
—Está a la vuelta de la esquina de Norton's Woods—. Dudo que fuese a asistir al dichoso evento. Si llevaba el perro con él no lo creo posible.
Hablo con mucha más calma de la que siento mientras mantenemos esta conversación en el aparcamiento del hotel Eagle's Rest.
—No sabemos mucho todavía, pero al parecer era una boda —dice Marino.
—¿El domingo de la Super Bowl? ¿Quién organiza un casamiento el mismo día de la Super Bowl?
—Puede que no quisieran que viniera ningún invitado. O quizá no eran estadounidenses o eran antiamericanos. Yo qué sé, pero no creo que el tipo muerto fuera un invitado a la boda, y no solo por el perro. Llevaba una Glock de nueve milímetros debajo de la americana. Ninguna identificación y escuchaba una radio satélite portátil, así que es probable que ya hayas adivinado dónde quiero ir a parar.
—Es probable que no.
—Lucy te dirá más sobre la radio satélite, pero al parecer estaba haciendo una vigilancia, espiando, y quizá la persona a la que estaba jodiendo decidió devolverle el favor. Deducción, creo que alguien le hizo algo a él, le provocó una herida que de alguna manera no vio el personal de emergencia, y el servicio de transporte tampoco. Así que lo metieron en la bolsa y comenzó a sangrar durante el transporte. Bueno, no podía haber ocurrido a menos que tuviese presión sanguínea, y eso significa que aún estaba vivo cuando fue entregado a la morgue y encerrado en nuestra maldita nevera. Cuarenta y cinco grados bajo cero allí adentro. Habría muerto por hipotermia antes de esta mañana, si es que no lo hizo desangrado.
—De haber tenido una herida tendría que haber sangrado externamente —señalo—. ¿Por qué no sangró en la escena?
—Dímelo tú.
—¿Durante cuánto tiempo trabajaron con él?
—Quince, veinte minutos.
—¿Es posible que durante los esfuerzos para reanimarlo le pinchasen alguna vena? —pregunto—. Las heridas anteriores y posteriores a la muerte, si son bastante severas, pueden causar una hemorragia importante. Por ejemplo, quizá durante la resurrección cardiopulmonar se fracturó una costilla y eso causó una herida punzante o cortó una arteria. ¿Le colocaron quizá algún tubo en el pecho que pudo causarle una herida y la hemorragia que describes?
Pero mientras voy formulando las preguntas, ya sé las respuestas. Marino es un veterano detective de homicidios y ha investigado muchas muertes. No hubiese llamado a mi sobrina y su helicóptero, ni hubiera venido hasta Dover sin previo aviso si hubiera una explicación lógica, o al menos creíble. Y por supuesto, Jack Fielding habría distinguido una herida proveniente de una maniobra accidental. ¿Por qué no sabía nada de él?
—El cuartel general de los bomberos de Cambridge está a kilómetro y medio de Norton's Woods, y un equipo se presentó en cuestión de minutos —explica Marino.
Estamos sentados en la furgoneta con el motor apagado. Ya es casi noche cerrada, el horizonte y el cielo se funden el uno en el otro con solo una débil línea de luz por el Oeste. ¿Cuándo se ha ocupado Fielding de un desastre sin mí? Nunca. Se ausenta. Deja que otros arreglen sus líos. Por eso no ha intentado ponerse en contacto conmigo. Seguro que se ha largado del trabajo una vez más. ¿Cuántas veces más tendrá que hacerlo antes de despedirlo?
—Según ellos, murió en el acto —añadió Marino.
—A menos que un artefacto explosivo improvisado vuele a alguien en centenares de pedazos, no existe en realidad eso de morirse en el acto —respondo, y detesto cuando Marino hace declaraciones tontas. Morirse en el acto. Caerse muerto. Muerto antes de tocar el suelo. Veinte años de estas generalidades, y no importa la cantidad de veces que le he dicho que las paradas cardíacas y respiratorias no son causas de muerte, sino síntomas de morirse, y la muerte clínica al menos tarda unos minutos. No es instantánea. No es un proceso simple. Le recuerdo una vez más este hecho médico porque no se me ocurre nada más que decir.
—Solo te informo de lo que me han dicho, y de acuerdo con ellos no pudo ser reanimado —responde Marino, como si el personal de emergencias supiese más de la muerte que yo. No respondo—. Es lo que figura en su informe.
—¿Los has entrevistado?
—A uno de ellos. Por teléfono. Esta mañana. No tenía pulso, nada de nada. El tipo estaba muerto. O es lo que dice el ATS. ¿Pero qué otra cosa iba a decir, que no estaban seguros pero que de todos modos lo enviaron a la morgue?
—Y entonces tú le dijiste por qué preguntabas.
—Diablos, no, no soy un retrasado. No quiero que el asunto salga en la primera página del Globe. Si esto sale en las noticias, ya puedo volver al Departamento de Policía de Nueva York, o quizás buscar un trabajo con Wackenhut, excepto que nadie te contrata.
—¿Qué procedimiento seguiste?
—Yo no seguí una mierda. Fue Fielding. Por supuesto, afirma que lo hizo todo según las normas, que el Departamento de Policía de Cambridge le dijo que no había nada sospechoso en la escena, al parecer una aparente muerte natural con testigos. Fielding dio permiso para que trasladasen el cuerpo al CFC, siempre que los polis tomasen en custodia el arma y la llevasen a los laboratorios de inmediato para averiguar a nombre de quién estaba registrada. Un caso rutinario, y no es culpa nuestra si los ATS la jodieron, o eso dice Fielding, ya sabes cuál es mi opinión. No importa. Nos echarán la culpa. La prensa irá a por nosotros como fieras y dirán que nos volvamos a Boston. ¿Te lo puedes creer?
Antes de que el CFC comenzase a atender sus primeros casos el pasado verano, la oficina del forense del estado estaba ubicada en Boston, y siempre estaba asediada por problemas políticos y económicos, y por los escándalos, una presencia habitual en los medios. Se perdían los cuerpos, los enviaban a las funerarias equivocadas, los cremaban sin un examen a fondo, y al menos en una muerte que se suponía por abuso infantil, se analizaron los globos oculares equivocados. Los jefes se iban sucediendo y las oficinas de distrito se fueron cerrando debido a la falta de fondos. Pero jamás se había dicho nada tan negativo de aquella oficina que se pudiese comparar a lo que Marino sugería de la nuestra.
—Prefiero no imaginar nada. —Abrí la puerta—. Prefiero centrarme en los hechos.
—Ese es el problema, dado que no parece que tengamos ninguno con mucho sentido.
—¿Le has dicho a Briggs lo que me acabas de contar a mí?
—Le dije lo que necesitaba saber —responde Marino.
—¿Lo mismo que me dijiste a mí? —Repito mi pregunta.
—Casi.
—No tendrías que haberlo hecho. Me correspondía a mí decírselo. Era yo quien debía decidir lo que él necesita saber. —Estoy sentada con la puerta del copiloto abierta y entra el viento. Aún húmeda de la ducha, estoy helada—. No puedes decir las cosas a tu manera solo porque yo estoy ocupada.
—Tú estabas hasta el cuello, y se lo dije.
Salgo de la furgoneta y me digo a mí misma que el proceso que acaba de describir Marino no debe de ser exacto. Los ATS de Cambridge nunca hubiesen cometido un error tan desastroso, e intento encontrar una explicación de por qué una herida mortal no sangra en la escena del fallecimiento y después sangra profusamente. Contemplo la idea de computar la hora de la muerte, o incluso la causa, a alguien que perece en el interior de la nevera de una morgue. Estoy confusa. No tengo ninguna pista, pero sobre todo me preocupo por él, por ese joven entregado en mi puerta, al parecer muerto. Lo imagino envuelto en una sábana y metido dentro de una bolsa; es un tema que pertenece a los horrores atávicos. Alguien que despierta dentro de un ataúd. Enterrado vivo. Nunca he visto algo tan espantoso, ni siquiera cercano, ni una sola vez en toda mi carrera. No conozco a nadie que lo haya visto.
—Al menos no hay señales de que intentase salir de la bolsa. —Marino intenta que ambos nos sintamos mejor—. Nada que te indique que pudo haber despertado en algún momento y comenzado a tener pánico. Ya sabes, como tratar de abrir la cremallera, dar puntapiés, o algo así. Supongo que si hubiera forcejeado habría adquirido una posición extraña en la plataforma cuando lo encontramos esta mañana, o quizá se habría caído. Claro que, ahora que lo pienso, me pregunto si puedes asfixiarte en una de esas bolsas. Supongo, dado que aparentemente son herméticas. Pese a que gotean. Pero muéstrame una bolsa que no gotee. Y esa es otra cosa. Manchas de sangre en el suelo que van desde el aparcamiento a la nevera.
—¿Por qué no continuamos más tarde? —Es la hora de la entrada. Hay mucha gente en el aparcamiento cuando caminamos hacia la entrada sencilla pero moderna del hotel, y Marino tiene una voz tan sonora que parece como si estuviera hablando en un anfiteatro.
—Dudo que Fielding se haya molestado en ver la grabación —añade Marino de todas maneras—. Dudo que haya hecho nada. No he visto u oído nada de ese hijo de puta desde primera hora de esta mañana. Una vez más ha desaparecido en acción, como las otras veces. —Abre la puerta de cristal—. Espero que no acabe consiguiendo que nos cierren el chiringuito. ¿No sería irónico? Tú le haces un puto favor y le das un trabajo, después de haber huido del último, y él destruye el CFC antes del despegue.
En el vestíbulo, con sus vitrinas de premios y recuerdos de las Fuerzas Aéreas, sus sillas cómodas y una pantalla de televisión panorámica, un cartel da la bienvenida a los huéspedes al hogar de los Galaxy C-5 y los Globemaster III C-17. En la recepción espero en silencio detrás de un hombre que viste uniforme de combate del Ejército, con el camuflaje de las opacas rayas de tigre, mientras compra crema de afeitar, agua y varios botellines de whisky Johnny Walker. Le digo al recepcionista que me marcho antes de lo planeado, y sí, recordaré devolver mis llaves, y por supuesto, comprendo que me cargarán la tarifa habitual del gobierno de treinta y ocho dólares por día, aunque no me quede a pasar la noche.
—¿Cómo dice el dicho ese? —continúa Marino—. Ninguna buena acción se salva de ser castigada.
—Vamos a intentar no ser tan negativos.
—Tú y yo renunciamos a buenos puestos de trabajo en Nueva York, y cerramos la oficina de Watertown, y ahora esto es lo que nos queda.
No digo nada.
—Espero que no hayamos arruinado nuestras carreras —añade.
No le respondo porque ya he oído suficiente. Pasado el centro comercial y las máquinas expendedoras, subimos las escaleras hasta el segundo piso, y es entonces cuando me informa de que Lucy no está esperando con el helicóptero en la terminal aérea civil. Está en mi habitación. Está haciendo las maletas, toca mis pertenencias, decide sobre ellas, vacía mi armario, mis cajones, desconecta mi ordenador, la impresora y el router. Ha esperado para decirme esto porque sabe muy bien que en circunstancias normales esto me cabrearía muchísimo; no me importa si es mi sobrina, una genial informática y antigua agente federal a la que he criado como si fuese mi hija.
Las circunstancias son cualquier cosa menos normales, y me tranquiliza que Marino esté aquí y que Lucy esté en mi habitación, que hayan venido a buscarme. Necesito ir a casa y poner todo en orden. Caminamos por el largo pasillo de moqueta roja, pasamos la terraza decorada con reproducciones coloniales y un sillón electrónico de masajes colocado estratégicamente para los pilotos cansados. Inserto la tarjeta magnética en la cerradura de mi habitación, y me pregunto quién ha dejado entrar a Lucy, y después pienso de nuevo en Briggs y en la CNN. No me puedo imaginar apareciendo en la televisión. ¿Qué pasa si los medios se han enterado de lo que ha sucedido en Cambridge? A estas alturas ya lo sabría. Marino lo sabría. Mi administrador, Bryce, lo sabría, y me lo habría dicho de inmediato. Todo saldrá bien.
Lucy está sentada en mi cama bien hecha, ocupada en cerrar mi neceser. Huelo el limpio aroma a cítricos de su champú cuando la abrazo y siento cuánto la he echado de menos. El mono de vuelo negro acentúa los atrevidos ojos verdes y el pelo corto y dorado, las facciones bien marcadas y su delgadez, y vuelvo a pensar en lo hermosa que es de esa forma tan poco habitual, de chico pero muy femenina, atlética pero con pechos pronunciados, tan intensa que parece una fiera. No importa si se muestra divertida o cortés, mi sobrina tiende a intimidar y tiene pocos amigos, quizá ninguno, excepto Marino; sus amantes nunca duran mucho. Ni siquiera Jaime, aunque no he manifestado mis sospechas. No he preguntado. Pero no creo nada de eso de que se marchó de Nueva York para venir a Boston por motivos económicos. Incluso si su empresa de investigación en informática forense estaba de capa caída, y eso tampoco me lo creo, seguro que ganaba más en Manhattan de lo que ahora le paga el CFC, que es nada. Mi sobrina trabaja, para mí gratis. No necesita el dinero.
—¿De qué va eso de la radio satélite? —La observo con atención, intento interpretar sus señales, que siempre son sutiles y desconcertantes.
Suenan las pastillas mientras cuenta cuántos Advil quedan en el frasco, decide que no son suficientes para llevárselas, y arroja el frasco a la papelera.
—Tenemos aviso de mal tiempo, así que me gustaría salir de aquí lo antes posible. —Quita la tapa a un frasco de Zantac, y también lo arroja a la papelera—. Hablaremos mientras volamos, y necesitaré de tu ayuda como copiloto, porque va a ser complicado esquivar las tormentas de nieve y la lluvia helada en ruta. Se supone que estaremos a un tiro de piedra si salimos antes de las diez.
En lo primero que pienso es en Norton's Woods. Necesito hacer una visita al escenario del fallecimiento, pero para cuando lleguemos allí estará todo cubierto de nieve.
—Vaya mala suerte —comento—. Lo más probable es que la escena del crimen jamás sea investigada.
—Le dije a la policía de Cambridge que fueran allí esta mañana. —La mirada de Marino recorre toda la habitación como si necesitase ser revisada—. No encontraron nada.
—¿Te preguntaron por qué querías que fueran a echar un vistazo? —De nuevo aquella preocupación.
—Dije que había cabos sueltos. Les recordé lo de la Glock. Han limado el número de serie. Supongo que me he olvidado de comentártelo —añade mientras sigue mirando cualquier cosa de la habitación menos a mí.
—Las armas de fuego se pueden tratar con ácido, veremos si podemos recuperar el número de serie de esa manera. Si todo lo demás falla, podemos probar con el microscopio de escaneo electrónico —decido—. Si queda algún indicio, lo encontraremos. Le pediré a Jack que vaya a Norton's Woods y haga una retrospectiva.
—Vale. Estoy seguro de que irá de inmediato —dice Marino en un tono irónico.
—Puede tomar fotografías antes de que comience a nevar —añado—. O algún otro. Quien sea que esté de servicio...
—Es una pérdida de tiempo —afirma Marino, interrumpiéndome—. Ninguno de nosotros estuvo allí ayer. No sabemos cuál es el lugar exacto; solo que estaba cerca de un árbol y un banco verde. Lo cual no es de gran ayuda cuando hablamos de tres hectáreas de árboles y bancos verdes.
—¿Qué hay de las fotografías? —pregunto mientras Lucy continúa ocupándose de mi pequeño botiquín de ungüentos, analgésicos, antiácidos, vitaminas, gotas para los ojos y jabones de mano desparramados sobre la cama—. La policía tuvo que tomar fotos del cuerpo in situ.
—Todavía estoy esperando a que el detective me las envíe. El tipo que acudió a la escena trajo la pistola esta mañana. Lester Law, también conocido como Les Law, aunque en la calle se le conoce como Lawless,1 lo mismo que su padre y su abuelo antes que él. Los polis de Cambridge se remontan al puto Mayflower. No lo había visto antes.
—Creo que ya está todo —anuncia Lucy y se levanta de la cama—. Quizá quieras comprobar que no me he dejado nada —me dice.
Las papeleras están a rebosar, y mis maletas están hechas y colocadas junto a la pared, las puertas del armario abiertas de par en par sin nada en el interior excepto las perchas vacías. El ordenador, los archivos impresos, los artículos y los libros han desaparecido de mi mesa, y no queda nada en el cesto de la ropa sucia, en los cajones del baño o del tocador, que compruebo. Abro la pequeña nevera y está vacía y limpia. Lucy y Marino comienzan a llevarse mis pertenencias, y yo marco el número de Briggs en mi iPhone. Miro hacia el edificio de tres plantas al otro lado del aparcamiento, a la gran ventana acristalada en mitad del tercer piso. Anoche estuve en aquella habitación con él y otros colegas, para ver el partido, y la vida era buena. Aplaudimos a los New Orleans Saints y a nosotros mismos, y brindamos por el Pentágono y su Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada para la Defensa (DARPA), que ha hecho que las autopsias virtuales asistidas por ordenador sean posibles en Dover y ahora también en el CFC. Celebramos la misión cumplida, un trabajo bien hecho, y ahora esto, como si la noche pasada no fuese real, como si la hubiese soñado.
Respiro hondo y pulso el botón en mi iPhone, y siento un vacío por dentro. Briggs no puede estar contento conmigo. Las imágenes pasan en la pantalla plana de televisión colocada en la pared de la sala de estar, y luego camina por delante del cristal, vestido con el uniforme de combate del Ejército, verde y marrón arena con el cuello mandarín, que viste siempre cuando no está en la morgue o en una escena. Lo observo mientras atiende el teléfono y vuelve a su gran ventanal, donde se detiene, para mirarme directamente. Desde la distancia estamos cara a cara, una extensión de asfalto y coches aparcados entre el jefe médico forense de las Fuerzas Armadas y yo, como si estuviésemos a punto de batirnos en duelo.
—Coronel. —Su voz me saluda en un tono sombrío.
—Me acabo de enterar. Te aseguro que me voy a ocupar de esto. Estaré en el helicóptero dentro de una hora.
—Ya sabes lo que siempre digo. —Su voz suena profunda y autoritaria en mi auricular, e intento detectar el grado de su malhumor y lo que él hará—. Hay respuesta para todo. El problema es encontrarla y buscar la mejor manera de hacerlo. La manera correcta y apropiada de hacerlo. —Está tranquilo. Es cauteloso. Está muy serio—. Haremos esto en otra ocasión —añade.
Se refiere a la reunión final que debíamos tener. Estoy segura de que también se refiere a la CNN, y me pregunto qué le habrá dicho Marino. ¿Qué le habrá dicho exactamente?
—Estoy de acuerdo, John. Deberíamos cancelarlo.
—Ya está hecho.
—Muy inteligente por tu parte. —Mi tono práctico. No voy a permitir que note mis inseguridades y sé que las está buscando. Sé muy bien que lo está haciendo—. Mi primera prioridad es determinar si la información que me han comunicado es correcta. Porque no veo cómo puede haber pasado.
—No es un buen momento para que salgas al aire. No hace falta que Rockman nos lo diga.
Rockman es el secretario de prensa. Briggs no necesita hablar con él porque ya lo ha hecho. Estoy segura.
—Comprendo —respondo.
—Un tempo increíble. Si yo fuese paranoico, podría pensar que alguien ha orquestado alguna especie de estrambótico sabotaje.
—Basándome en lo que me han dicho, no veo cómo puede ser eso posible.
—He dicho si yo fuese paranoico —señala Briggs, y desde donde estoy, veo su formidable figura sólida pero no puedo ver la expresión de su rostro. No necesito verla. No sonríe. Sus ojos grises son acero galvanizado.
—El tempo puede ser una coincidencia o no —digo—. Es el principio básico en la investigación criminal, John. Siempre es uno o lo otro.
—No trivialicemos este asunto.
—De ninguna manera.
—Si han metido a una persona viva en tu maldita nevera, creo que no existe nada peor —dice con una voz monótona.
—No sabemos...
—Solo es una verdadera lástima después de todo lo que hemos alcanzado. —Es como si todo lo que hubiésemos construido a lo largo de los últimos años estuviera ahora al borde de la ruina.
—No sabemos si lo que han informado es correcto... —comienzo a decir.
—Creo que lo mejor sería traer el cuerpo aquí —me interrumpe de nuevo—. El AFDIL puede ocuparse de la identificación. Rockman se ocupará de que la situación esté bajo control. Tenemos todo lo que necesitamos aquí mismo.
Estoy asombrada. Briggs quiere enviar un avión a Hanscon Field, la base de las Fuerza Aéreas afiliada al CFC. Quiere que el Laboratorio de Identificación del ADN de las Fuerzas Armadas (AFDIL) y también sin duda otros laboratorios militares y alguien, además de mí, se ocupe de lo que ha pasado porque no cree que sea competente. No confía en mí.
—No sabemos si estamos hablando de jurisdicciones federales —le recuerdo—. A menos que tú sepas algo que yo no sé.
—Escucha, estoy intentando hacer lo que es mejor para todos los involucrados. —Briggs tiene las manos detrás de la espalda, las piernas un tanto separadas, y me mira a través del aparcamiento—. Sugiero que enviemos un C-17 a Hanscon. Podemos tener el cuerpo aquí a medianoche. El CFC también es un Port Mortuary, y eso es lo que hacen los Port Mortuary.
—No es lo que hacen los Port Mortuary. La cuestión no es transferirlos a otras partes para las autopsias y los análisis de laboratorio. El CFC no fue creado para que sirviese de primer filtro para Dover, una investigación preliminar antes de que aparezcan los expertos. Ese nunca fue mi mandato, y no fue lo acordado cuando se gastaron treinta millones de dólares en la instalación de Cambridge.
—Tendrías que quedarte en Dover, Kay, y nosotros traeremos el cuerpo aquí.
—Te estoy pidiendo que no intervengas, John. Ahora mismo este caso pertenece a la jurisdicción del jefe médico forense de Massachusetts. Por favor no me desafíes a mí o a mi autoridad.
Una larga pausa, después una declaración, más que una pregunta.
—De verdad quieres esa responsabilidad.
—Es mía la quiera o no.
—Estoy intentando protegerte. Lo he estado intentando.
—No. —No es lo que está intentando. No confía en mí.
—Puedo enviar a la capitana Avallone para que te ayude. No es una mala idea.
Tampoco me puedo creer que esté sugiriendo semejante cosa.
—No será necesario —respondo con firmeza—. El CFC es perfectamente capaz de ocuparse de esto.
—Queda constancia de haberlo ofrecido.
¿Queda constancia con quién? Se me ocurre que alguien más está en la línea o al alcance del oído. Briggs continúa ante su ventana. No puedo saber si hay alguien más en la habitación con él.
—Lo que tú decidas —dice entonces—. No voy a pasar por encima de ti. Llámame tan pronto como sepas algo. Despiértame si es necesario. —No dice adiós o buena suerte o que fue agradable tenerme aquí durante medio año.
2
Lucy y Marino han abandonado mi habitación. Mis maletas, macutos y cajas han desaparecido, ya no queda nada. Es como si nunca hubiese estado allí, y me siento sola de una manera como no me he sentido en años, quizá décadas.
Miro alrededor una última vez, para asegurarme de que no me olvido nada; me fijo en el microondas, la pequeña nevera y la cafetera, la ventana con sus vistas del aparcamiento y el apartamento iluminado de Briggs, y, más allá, el cielo negro sobre el vacío del campo de golf desierto. Unos densos nubarrones pasan por delante de la luna oblonga, haciendo que se encienda y se apague intermitentemente, como si estuviese regulando el tráfico y me estuviese haciendo señales para que continúe o no. No puedo ver ninguna estrella. Me preocupa que el mal tiempo avance tan rápido, llevado por el mismo fuerte viento del Sur que trae a los grandes aviones y su triste carga. Debería darme prisa, pero me distrae el espejo del baño, la persona que veo en él, y hago una pausa para mirarme en el resplandor de las luces fluorescentes. ¿Quién eres ahora? ¿Quién eres en realidad?
Decido que mis ojos azules y el pelo rubio corto, la vigorosa forma de mi rostro y figura, no son tan diferentes, son básicamente las mismas, considerando mi edad. Me he conservado bien en todos esos lugares de cemento y acero inoxidable sin ventanas, y buena parte de ello se debe a la genética, a una voluntad heredada de prosperar en una familia tan trágica como una ópera de Verdi. Los Scarpetta son una campechana estirpe del norte italiano, con facciones prominentes, de piel blanca y pelo rubio, con músculos bien definidos y huesos que resisten con tenacidad el tiempo y los abusos de la autoindulgencia que la mayoría de las personas no asociarían conmigo. Pero las pasiones también están ahí, por la comida, la bebida, por todas las cosas deseadas por la carne, no importa lo destructivas que sean. Admiro la belleza y soy una persona sensible, pero también albergo la aberración: puedo ser fría e insensible. Puedo ser inmutable e implacable, y estos comportamientos son aprendidos. Creo que son necesarios. No son naturales en mí, y tampoco en nadie de mi volátil y melodramática familia, y conozco mis orígenes. Del resto no estoy tan segura.
Mis antepasados eran campesinos y trabajaban para los ferrocarriles, pero en estos últimos años mi madre ha añadido artistas, filósofos, mártires y Dios sabe qué a la mezcla desde que se ocupa de averiguar nuestra genealogía. Según ella, desciendo de los artesanos que construyeron el altar mayor y los bancos del coro e hicieron los mosaicos de la basílica de San Marcos y crearon el techo de frescos de la Chiesa dell'Angelo San Raffaele. De alguna manera tengo unos cuantos frailes y monjes en mi pasado, y más recientemente —aunque no sé aún en qué se ha basado para llegar hasta ahí— comparto sangre con el pintor Caravaggio, que fue un asesino, y tengo algún vínculo tenue con el matemático y astrónomo Giordano Bruno, que fue quemado en la hoguera por herejía durante la Inquisición romana.
Mi madre todavía vive en su pequeña casa de Miami y está obsesionada por explicármelo todo. Soy la única médica en el árbol familiar que ella sepa, y no entiende por qué he escogido pacientes que están muertos. Ni mi madre ni mi única hermana, Dorothy, podrían entender que en parte estoy influenciada por los terrores de una infancia consumida en atender a mi padre, un enfermo terminal, antes de convertirme en cabeza de familia a la edad de doce años. Por intuición y entrenamiento, soy experta en violencia y muerte. Estoy en guerra con el sufrimiento y el dolor. De alguna manera, siempre acabo siendo responsable o soy culpable. Nunca falla.
Cierro la puerta de lo que ha sido mi casa durante seis meses, aunque en realidad ha sido más que eso. Briggs se las ha apañado para recordarme de dónde vengo y adónde voy. Es un rumbo que fue fijado mucho antes de este pasado julio, allá por 1987, cuando sabía que mi destino sería el servicio público y no sabía cómo pagar mi deuda por los estudios de Medicina. Permití que algo tan mundano como el dinero, algo tan vergonzoso como la ambición, lo cambiase todo de forma irrevocable y no de una manera natural; ciertamente, fue de la peor de las maneras. Pero era joven e idealista. Era orgullosa y quería más, sin comprender entonces que más es menos, si no puedes sentirte saciada.
Después de haber pasado por la escuela de la parroquia, después por Cornell y luego Georgetown Law, podría haber comenzado mi carrera profesional sin la carga de pagar las deudas. Pero rechacé la Bowman Gray Medical School porque quería entrar en la Johns Hopkins con toda mi alma. Lo quería como no había querido otra cosa. Como fui a parar allí sin el beneficio de la ayuda financiera, acabé debiendo lo imposible. Mi único recurso era aceptar una beca militar, como habían hecho otros de mis compañeros, incluido Briggs, al que conocí cuando estaba en la primera etapa de mi profesión, cuando fui asignada al Instituto de Patología de las Fuerzas Armadas (AFIP), la organización padre del AFME. Briggs me lo pintó como una tranquila etapa, en la que revisaría informes de autopsias militares en el Centro Médico de la Armada Walter Reed, en Washington, y en cuanto mi deuda estuviese saldada, podría pasar a una posición sólida dentro de la medicina legal civil.
Lo que no planeé fue Sudáfrica en diciembre de 1987, verano, dado que está en el hemisferio Sur. Noonie Pieste y Joanne Rule estaban filmando un documental y tenían más o menos mi misma edad cuando fueron atadas a una silla, golpeadas y maltratadas, hasta el punto de meterles botellas rotas en la vagina y destrozarles la tráquea. Crímenes por motivos raciales contra dos jóvenes estadounidenses. «Irás a Ciudad del Cabo —me dijo Briggs—. Para investigar y traerlas a casa». Propaganda del Apartheid. Mentiras y más mentiras. ¿Por qué ellas? ¿Y por qué yo?
Mientras bajo las escaleras en dirección al vestíbulo, me digo a mí misma que ahora mismo no debo pensar en eso. ¿Por qué estoy pensando en esto? Pero sé por qué. Esta mañana me han gritado al teléfono. Y lo que pasó hace más de dos décadas vuelve a estar ahora delante de mí. Recuerdo que desaparecieron informes de las autopsias y que rebuscaron mi equipaje. Recuerdo estar convencida de que aparecería muerta, un accidente oportuno o un suicidio, o un asesinato escenificado, como el de aquellas dos mujeres que todavía veo en mi cabeza. Las veo con tanta claridad como entonces, pálidas, rígidas sobre las mesas de acero, su sangre escurriéndose por los desagües en el suelo de una morgue tan primitiva que tuvimos que utilizar sierras de mano para abrirles los cráneos; ni siquiera había una máquina de rayos X, y tuve que llevar mi propia cámara.
Dejo mi llave en la recepción, repaso la conversación que acabo de tener con Briggs, y se hace la luz. No sé cómo no me di cuenta de la verdad de inmediato; pienso en su tono remoto, en su frialdad deliberada, mientras lo observo a través del cristal. Le he oído hablar antes de esa manera, pero por lo general dirigiéndose a otros cuando hay un problema de una magnitud que lo sitúa fuera de sus manos. Esto es algo que va más allá de la opinión personal que tiene de mí. Es algo que va más allá de sus típicos cálculos y nuestro conflictivo pasado.
Alguien ha llegado hasta él y no ha sido el secretario de prensa, ni nadie en Dover, sino alguien de mucho más arriba. Tengo la seguridad de que Briggs habló con Washington después de que Marino divulgase la información, se fuese de la lengua y soltase sus locas especulaciones antes de que yo tuviese la oportunidad de decir una palabra. Marino no tendría que haber hablado del caso de Cambridge o de mí. Ha puesto algo en marcha que no entiende, porque hay muchas cosas que no comprende. Nunca ha sido militar. Nunca ha trabajado para el Gobierno federal y no tiene ni idea de asuntos internacionales. Su idea de la burocracia y las intrigas son las políticas de los departamentos de policía locales, lo que él califica como gilipolleces. No conoce el concepto del poder, la clase de poder que puede cambiar una elección presidencial o comenzar una guerra.
Briggs no hubiese sugerido enviar un avión militar a Massachusetts para transportar un cuerpo a Dover, a menos que tuviese una autorización del Departamento de Defensa (DdD), es decir, el Pentágono. Se ha tomado una decisión y yo no soy parte de ella. En el exterior, en el aparcamiento, cuando subo a la furgoneta no miro a Marino. Estoy muy furiosa.
—Cuéntame más de la radio satélite —le digo a Lucy, porque tengo la intención de llegar al fondo del asunto. Pretendo descubrir qué sabe Briggs o qué se le ha hecho creer.
—Una Sirius Stiletto —responde Lucy desde la oscuridad del asiento trasero. Aumento la potencia del calefactor porque Marino siempre tiene calor y los demás nos helamos—. No es más que un almacén para archivos, además de la batería. Por supuesto, también funciona como una radio portátil XM, para lo que ha sido diseñada, pero los auriculares son creativos. No ingeniosos, pero técnicamente creativos.
—Tienen incorporada una cámara y un micrófono —aporta Marino mientras conduce—. Por eso creo que el muerto estaba vigilando a alguien. ¿Acaso podía no saber que tenía un sistema de grabación audiovisual en sus auriculares?
—Quizá no lo sabía. Es posible que alguien le estuviese espiando y él no tuviese ni idea —me dice Lucy, y tengo la sensación de que ella y Marino lo han estado discutiendo—. La cámara está en la parte superior de la sujeción, pero en el borde, y es difícil de verla. Incluso si la ves, difícilmente se te ocurriría que en el interior lleva una cámara inalámbrica más pequeña que un grano de arroz, un transmisor de audio no más grande y un sensor de movimientos que hiberna tras noventa segundos sin movimiento. Este tipo estaba caminando con una microwebcam que grababa en el disco duro de la radio y en una tarjeta SD de ocho gigas adicionales. Es demasiado pronto para decir si lo sabía; en otras palabras, si lo había instalado él mismo. Sé que es lo que cree Marino, pero yo no estoy tan segura.
—¿La tarjeta SD viene con la radio, o fue añadida después? —pregunto.
—Añadida. Para tener mucho más espacio de almacenamiento. Lo que me gustaría saber es si los archivos eran descargados de forma periódica en alguna otra parte, como, pongamos, sus ordenadores. Si podemos encontrarlos, quizá sabríamos de qué va todo esto.
Lucy está diciendo que los archivos de vídeo que ha visto hasta ahora no nos aportan mucho. Tiene razones para sospechar que el muerto tenía un ordenador conectado en casa, quizá más de uno, pero no ha encontrado nada que pueda decirnos dónde vivía o quién era.
—Lo que está almacenado en el disco duro y en la tarjeta SD llega solo hasta el 5 de febrero, o sea, hasta el viernes pasado —añade—. No sé si eso significa que la vigilancia acababa de empezar o, lo más probable, que los archivos de vídeo son grandes y ocupan mucho espacio en el disco duro. Es probable que los descargase en alguna parte, y lo que está en el disco duro y la tarjeta SD se va grabando encima. Por lo tanto, lo que está aquí puede ser solo la grabación más reciente, pero no significa que no haya otras.
—Entonces es probable que estos videoclips se descargasen de forma remota.
—Es lo que yo haría en su lugar —dice Lucy—. Me conectaría con la webcam de forma remota y descargaría lo que quiero.
—¿Y qué me dices de ver la acción en tiempo real? —pregunto.
—Por supuesto. Si lo espiaban, la persona que lo hacía podía conectarse a la webcam y mirarle mientras sucedía.
—¿Para seguirlo?
—Esa sería la razón lógica. O para recoger información para espiar. Como algunas personas hacen cuando sospechan que su pareja les está engañando. Cualquier cosa que imagines, es posible.
—Entonces es posible que sin darse cuenta haya grabado su propia muerte. —Veo una luz de esperanza y al mismo tiempo me siento muy perturbada por el pensamiento—. Digo sin darse cuenta porque no sabemos a qué nos enfrentamos. Por ejemplo, no sabemos si grabó premeditadamente su propia muerte, y por lo tanto es un suicidio. De momento no puedo descartar nada.
—Un suicidio seguro que no es —afirma Marino.
—Por el momento, no podemos descartar nada —repito.
—Como un terrorista suicida —dice Lucy—. Como Columbine y Fort Hood. Quizás estaba dispuesto a cargarse a tantas personas como pudiese en Norton's Woods y después matarse a sí mismo, pero algo ocurrió y nunca tuvo la oportunidad.
—No sabemos a qué nos enfrentamos —repito.
—La Glock tiene diecisiete balas en el cargador y otra en la recámara —me comunica Lucy—. Una gran potencia de fuego. Desde luego suficiente para arruinar la boda de alguien. Necesitamos saber quién se casaba y quiénes asistieron.
—La mayoría de esas personas llevan cargadores extra —comento, y lo sé por experiencia, por el tiroteo en Fort Hood, en Virgina Tech, en demasiados lugares, donde los asaltantes abren fuego sin importarles necesariamente a quienes matan—. Por lo general, estas personas llevan munición en abundancia y más armas si tienen planeado un asesinato en masa. Pero estoy de acuerdo contigo. La Academia Americana de las Artes y las Ciencias es un lugar importante; debemos averiguar quién se casó allí ayer y quiénes eran los invitados.
—Supongo que tú serás socia —me dice Marino—. Quizá tengas un contacto para conseguir una lista de los socios y un calendario de los acontecimientos.
—No soy socia.
—Bromeas.
No le explico que no he ganado un premio Nobel, ni un Pulitzer, ni siquiera tengo un doctorado, solo la licenciatura y un titulo preuniversitario, y eso no cuenta. Podría recordarle que la Academia puede no ser relevante en ningún sentido, porque las personas que no son socias pueden alquilar el edificio. Lo único que hace falta son conexiones y dinero. Pero no me siento con ganas de darle a Marino explicaciones detalladas. No tendría que haber llamado a Briggs.
—Buenas noticias y no tan buenas sobre las grabaciones. —Lucy pasa la mano por encima del respaldo del asiento y me da su iPad—. La buena noticia, como he señalado, es que al parecer no se ha borrado nada, al menos recientemente. Lo que podría indicar que era él quien realizaba el espionaje. Si alguien lo tuviese vigilado y tuviese algo que ver con su muerte, sin duda se habría conectado a la dirección Web y habría borrado el disco duro y la tarjeta SD antes de que personas como nosotros pudiésemos verlo.
—¿Si lo seguían o intentaban cazarlo, o quien quiera que fuese que se lo cargó, por qué no se llevó la maldita radio y los auriculares de allí? —pregunta Marino—. Bueno, de haber sido yo, habría cogido los auriculares y la radio y habría seguido caminando. Por lo tanto, apuesto a que era él quien estaba grabando. No creo que fuese ningún otro. Apuesto a que ese tipo estaba involucrado en algo y sea cual sea la razón para el equipo de espionaje, era el único que lo sabía. Lo malo es que no hay ninguna grabación del autor, de quien fuese el que se lo cargó, lo cual es un inconveniente. Si alguien se le enfrentó mientras paseaba el perro, ¿por qué no lo registraron los auriculares?
—Los auriculares no lo grabaron porque él no vio a la persona —dice Lucy—. No estaba mirando al autor.
—Siempre que hubiese una persona que de alguna manera causó su muerte —les recuerdo a ambos.
—Correcto —admite Lucy—. Los auriculares recogen casi todo aquello que el usuario está mirando, con la cámara situada en la coronilla, apuntando directamente, como un tercer ojo.
—Entonces quien se lo cargó se le acercó por detrás —declara Marino de forma concluyente—. Ocurrió tan rápido que la víctima ni siquiera se volvió. Eso, o fue obra de un francotirador. Quizá le dispararon con algo desde lejos. Un dardo con veneno. ¿No hay venenos que causan hemorragias? Parece rebuscado, pero mierdas como esas ocurren. ¿Recordáis al espía del KGB asesinado con un paraguas que tenía ricino en la punta? Estaba esperando en la parada del autobús, y nadie vio nada.
—Era un disidente búlgaro que trabajaba para la BBC, y no está comprobado que fuese un paraguas. Te estás perdiendo cada vez más en el bosque y sin mapa —le digo.
—En cualquier caso, el ricino no te haría caer fulminado —señala Lucy—. La mayoría de los venenos no lo hacen. Ni siquiera el gas de cianuro. No creo que lo envenenasen.
—Esto no ayuda en nada —opino.
—Mi mapa es mi experiencia como poli —me dice Marino—. Estoy utilizando mis capacidades deductivas. No me llaman Sherlock porque sí. —Se toca la gorra de béisbol con un grueso dedo índice.
—Nadie te llama Sherlock —afirma la voz de Lucy desde atrás.
—Esto tampoco ayuda —repito, y miro su corpachón mientras conduce, sus grandes manos en el volante, que le roza la tripa incluso cuando él considera que su físico es de combate.
—¿No eres tú la que siempre me dice que piense en lo que hay fuera de la caja? —Ponerse a la defensiva hace que su tono resulte duro.
—Las adivinanzas no ayudan. Conectar las pistas que pueden ser las equivocadas es una insensatez, y tú lo sabes —le digo.
Marino siempre tiene tendencia a apresurarse en sacar conclusiones, pero la cosa ha ido a peor desde que aceptó el trabajo en Cambridge, desde que vuelve a trabajar para mí. Yo lo achaco a la presencia militar constante en nuestras vidas, como los enormes aviones que vuelan bajo sobre Dover. Puntualizando aún más, le echo la culpa a Briggs. Marino está ridículamente enamorado de ese poderoso patólogo forense que es además general en el Ejército. Mi vinculación con los militares nunca le ha importado, ni siquiera la ha reconocido, al menos no cuando era parte de mi pasado, o cuando se me llamó para formar parte de un equipo especial después del 11-S. Marino siempre ha hecho caso omiso de mis filiaciones gubernamentales, como si no existiesen.
Mantiene la mirada al frente. Las luces de un coche que se acerca iluminan su rostro, tocado por una cierta inquietud y una clara falta de comprensión que forma parte de él. Siento pena por él debido a un afecto que no puedo negar, pero no ahora. No en estas circunstancias. No dejaré entrever que estoy inquieta.
—¿Qué más has compartido con Briggs, aparte de tus opiniones? —le pregunto a Marino.
Como no responde, Lucy lo hace por él.
—Briggs vio lo mismo que vas a ver tú —me dice—. No fue idea mía, y no las envié por e-mail, así que estamos limpios.
—¿Qué es lo que no enviaste por e-mail? —Pero lo sé, y mi incredulidad crece. Marino le entregó las pruebas a Briggs. Es mi caso, y Briggs ha recibido la información primero.
—Quería saber —protesta Marino, como si fuese razón suficiente—. ¿Qué se supone que debía decir?
—No tendrías que haberle dicho nada. Pasaste por encima de mí. No es su caso —respondo.
—Sí que lo es —afirma Marino—. Ha sido nombrado por el Forense general y eso significa que ha sido contratado por el presidente, y para mí eso significa que tiene un rango superior a todos los que estamos en esta furgoneta.
—El general Briggs no es el jefe médico forense de Massachusetts, y tú no trabajas para él. Tú trabajas para mí. —Escojo con cuidado las palabras y la forma en que las digo. Intento parecer razonable y tranquila, de la misma manera que actúo cuando un abogado hostil intenta desmantelarme en el banquillo de los testigos, igual que lo hago cuando Marino está dispuesto a estallar en una exhibición de sonoros insultos y portazos—. El CFC tiene una jurisdicción mixta y puede ocuparse de casos federales en determinadas situaciones. Comprendo que resulte un tanto confuso. La nuestra es una iniciativa conjunta entre el Gobierno estatal, el federal y el MIT de Harvard. Me doy cuenta de que es un concepto sin precedentes y muy difícil, y por esa razón tendrías que haber dejado que yo me ocupase del asunto, en vez de puentearme. —Intento parecer tranquila y práctica—. El problema de involucrar al general Briggs antes de tiempo, de involucrarme precipitadamente, es que las cosas pueden cobrar vida propia. Pero lo que está hecho, hecho está.
—¿A qué te refieres? ¿Qué está hecho? —Marino suena menos seguro de sí mismo. Detecto una nota de ansiedad, y no voy a ayudarle. Necesita pensar en lo que ha hecho, porque ha sido quien lo ha hecho.
Me vuelvo y le pregunto a Lucy:
—¿Cuáles son las malas noticias?
—Echa una ojeada —contesta—. Son las últimas tres grabaciones, incluidos algunos minutos sueltos cuando los auriculares se han puesto en marcha por la presencia de los ATS, los polis, y esta mañana yo misma cuando comencé a observarlos en mi laboratorio.
La pantalla del iPad brilla con fuerza y colorido en la oscuridad, y toco el icono para ver el primer archivo de vídeo que ella ha seleccionado, que comienza a funcionar. Veo lo que el hombre muerto estaba viendo ayer a las tres y cuatro minutos: un galgo negro y blanco enroscado en un cojín azul en una sala de estar que tiene un suelo de pino y una alfombra azul y roja.
La cámara se mueve mientras el hombre se mueve porque tiene los auriculares puestos y están grabando: una mesa de centro cubierta con libros y papeles bien ordenados, y lo que parece una hoja de papel vegetal con un lápiz encima; una ventana con persianas de madera cerradas, una mesa con dos pantallas de ordenador y dos MacBooks color plata, un teléfono móvil conectado a un cargador, probablemente un iPhone, y una pipa de vidrio ámbar en un cenicero; una lámpara de pie con pantalla verde; una cama para perros y juguetes dispersos. Veo una puerta que tiene un cerrojo y una cadena, y en una pared fotos enmarcadas y carteles que pasan demasiado rápido para que vea los detalles. Esperaré a observarlos más tarde.
Hasta ahora no veo nada que me diga quién es el hombre o dónde vive, pero tengo la impresión de que es un pequeño apartamento o quizá la casa de alguien a quien le gustan los animales, que está en una situación acomodada y se preocupa por la seguridad y la intimidad. El hombre, asumiendo que sea su casa y su perro, es muy evolucionado intelectual y técnicamente, es creativo y organizado, es probable que fume marihuana, y ha escogido una mascota que es un compañero necesitado, no un trofeo, sino una criatura que ha sufrido cruelmente en el pasado y no puede defenderse por sí mismo. Me siento inquieta por el perro y me preocupa lo que pueda haberle pasado.
Desde luego los ATS y la policía no dejaron ayer a un galgo indefenso en Norton's Woods, perdido y solitario en la pésima climatología de Nueva Inglaterra. Benton me dijo que hacía cinco grados bajo cero esta mañana en Cambridge, y antes de que llegase la noche nevaría. Quizás el perro esté en el cuartel de bomberos, bien alimentado y atendido a todas horas. Quizás el investigador Law se lo llevó a casa o lo hizo algún otro poli. También es posible que nadie se diese cuenta de que el perro pertenecía al hombre muerto. Dios bendito, eso sería terrible.
Me siento obligada a preguntar:
—¿Qué le ha pasado al galgo?
—No tengo ni idea —responde Marino para mi desconsuelo—. Nadie lo sabía hasta esta mañana cuando Lucy y yo vimos lo que estás mirando. Los ATS no recuerdan haber visto a un galgo suelto, no es que estuviesen buscándolo, pero la verja que da a Norton's Woods estaba abierta cuando llegaron allí. Como es probable que sepas, la verja nunca se cierra y está abierta la mayor parte del tiempo.
—No puede sobrevivir con estas temperaturas. ¿Cómo es posible que la gente no viese al pobre perro suelto y perdido? Porque puedo imaginarme que estuvo corriendo por el parque al menos unos minutos antes de salir por la reja abierta. El sentido común me dice que cuando su amo cayó, el perro no escapó de pronto hacia los bosques y la calle.
—Mucha gente les quitan las correas a sus perros y los dejan sueltos en los parques como Norton's Woods —dice Lucy—. Yo lo hago con Jet Ranger.
Jet Ranger es su viejo bulldog, y desde luego no corre.
—Así que quizá nadie lo viese porque no parecía algo fuera de lo normal —añade Lucy.
—Además, creo que todos estaban preocupados por un tipo que cayó fulminado. —Marino declara lo obvio.
Miro los edificios militares en la carretera mal iluminada, los aviones brillantes y grandes como planetas en el cielo nublado. No consigo entender lo que me están diciendo. Me sorprende que el galgo no se quedase cerca de su amo. Quizás el perro se espantó o hay alguna otra razón para que nadie se fijase en él.
—El perro tiene que aparecer —continúa Marino—. De ninguna manera, en una zona como aquella, la gente deja de hacer caso a un galgo que vagabundea solo. Yo diría que posiblemente lo tiene uno de los vecinos o algún estudiante. A menos que sea posible que al chico lo matasen y el asesino se llevase al perro.
—¿Por qué? —pregunto, intrigada.
—Como tú has venido diciendo, necesitamos tener la mente abierta —responde—. ¿Cómo sabemos que quien hizo esto no estaba vigilando de cerca? Y entonces, en un momento oportuno, se llevó al perro como si le perteneciese.
—¿Pero, por qué?
—Podría ser la prueba que llevase al asesino por alguna razón —sugiere Marino—. Quizá podría conducir a una identificación. Un juego. Una emoción. Un recuerdo. ¿Quién demonios lo sabe? Pero verás en los videoclips que en algún momento le quitan la correa, ¿y sabes qué? No ha aparecido. No la entregaron con los auriculares, o el cuerpo.
El nombre del perro es Sock. En la pantalla del iPad, el hombre camina y chasquea la lengua, le dice a Sock que es hora de salir. «Vamos, Sock», lo anima con una agradable voz de barítono. «Vamos, perro haragán, es hora de dar un paseo y cagar». Detecto un ligero acento, quizá británico o australiano. Podría ser sudafricano, lo que sería extraño, una extraña coincidencia; necesito quitarme Sudáfrica de la mente. Concéntrate en lo que tienes por delante, me digo a mí misma mientras Sock salta del sofá, y veo que no lleva collar. Sock —un macho, supongo, por el nombre— es delgado, se le ven las costillas, lo que es típico de los galgos, y es mayor, posiblemente viejo; una de sus orejas está rasgada como si una vez se la hubiesen roto. Estoy segura de que se trata de un perro rescatado de los canódromos, y me pregunto si llevará un microchip. Si es así y podemos encontrarlo, podremos rastrear de dónde viene y con un poco de suerte quién lo adoptó.
Un par de manos aparecen en el encuadre cuando el hombre se agacha para pasar un collar con la correa roja alrededor del largo y delgado cuello de Sock, y veo un reloj de acero con un taquímetro en el bisel y un destello de oro amarillo, un anillo de sello, quizás un anillo de universidad. Quizá si el anillo seguía en el cuerpo, podría ser una ayuda, porque podría estar grabado. Las manos son delicadas, con los dedos finos y una piel morena clara, y atisbo una cazadora verde oscuro y pantalones de uniforme de faena negros y amplios, y la puntera de una vieja bota marrón.
La cámara se fija en la pared encima del sofá, el papel castaño y la parte inferior de un marco metálico, y luego cuando el hombre se levanta aparece a la vista un cartel o una litografía, y veo con claridad una reproducción de un dibujo que me resulta conocido. Reconozco el boceto del siglo XVI, de Leonardo da Vinci, un aparato con alas, una máquina voladora, y recuerdo varios años atrás; ¿cuándo fue exactamente? El verano anterior al 11-S. Llevé a Lucy a una muestra en la London's Courtauld Gallerie, «Leonardo, el inventor», y pasamos muchas horas encantadoras escuchando las conferencias de algunos de los más importantes científicos del mundo, mientras estudiábamos los dibujos conceptuales de Da Vinci de máquinas acuáticas, terrestres y de guerra: el tornillo aéreo, el equipo de buceo y el paracaídas, la ballesta gigante, el carro autopropulsado, y el caballero autómata.
El gran genio del Renacimiento creía que el arte es ciencia y la ciencia es arte, y la solución a todos los problemas se podía encontrar en la naturaleza, si uno era meticuloso y observador, si uno buscaba fielmente la verdad. He intentado enseñarle a mi sobrina estas lecciones durante la mayor parte de su vida. En numerosas ocasiones le he repetido que nos educamos con lo que está alrededor de nosotros si somos humildes, discretos y tenemos coraje. El hombre que veo en el pequeño aparato que sostengo entre las manos tiene las respuestas que necesito. A ver. Dime. ¿Quién eres y qué pasó?
Camina hacia la puerta que tiene echados el cerrojo y la cadena, y la perspectiva cambia de pronto, la cámara cambia de ángulo y me pregunto si ha acomodado los auriculares. Quizá no los tenía colocados del todo sobre las orejas y ahora está a punto de poner la música en marcha mientras sale. Pasa junto a algo metálico de aspecto burdo, como una grotesca escultura hecha con deshechos metálicos. Me detengo en la imagen pero no consigo ver bien qué es, y decido que cuando tenga tiempo volveré a ver los videoclips todas las veces que haga falta y observaré cada detalle a fondo, o si es necesario, haré que Lucy aumente las imágenes. Pero ahora mismo debo acompañar al hombre y a su perro a la finca arbolada que no está ni a una manzana de nuestra casa. Debo ser testigo de lo que ocurrió. Dentro de unos minutos estará muerto. Muéstramelo y conseguiré deducirlo. Descubriré la verdad. Deja que cuide de ti.
El hombre y el perro bajan cuatro pisos por una escalera mal iluminada, las pisadas suenan ligeras y rápidas sobre la madera sin alfombrar, y ambos salen a una bulliciosa calle. El sol está bajo, y los montones de nieve se ven endurecidos, con tierra negra por encima que me recuerda a galletas Oreo aplastadas; allí donde mira el hombre, veo asfalto y baldosas mojadas, y la arena y la sal donde han quitado la nieve. Los coches y las personas se mueven a sacudidas mientras él mueve la cabeza, mira mientras camina, y la música suena de fondo. Annie Lennox en la radio satélite, y solo oigo lo que es audible fuera de los auriculares, lo que está siendo recogido por el micro instalado en la parte superior del soporte de los auriculares. El hombre debe tener el volumen muy alto; eso no es bueno, porque quizá no pueda oír si alguien se le acerca por detrás. Si está preocupado por su seguridad, tan preocupado que cierra con doble llave la puerta de su apartamento y lleva un arma, ¿por qué no le preocupa no oír lo que está pasando a su alrededor?
Pero en estos tiempos las personas no son muy listas. Incluso las personas razonablemente precavidas hacen múltiples tareas de una forma ridícula. Escriben mensajes, o leen el correo electrónico cuando conducen o manejan otras máquinas peligrosas, o cruzan una calle con mucho tráfico. Hablan por el móvil montados en bicicleta, sobre patines o incluso cuando vuelan. Cuántas veces le digo a Lucy que no responda el teléfono del helicóptero, no importa que sea Bluetooth y de manos libres. Veo lo que el hombre ve e identifico por dónde está caminando, por la avenida Concord, a buen paso con Sock, pasa por delante de edificios de apartamentos, del Departamento de Policía de Harvard y de la marquesina roja oscura del hotel Sheraton Commander al otro lado de la calle del Cambridge Common. Vive muy cerca de Common, en un edificio de apartamentos antiguo que tiene al menos cuatro plantas.
Me pregunto por qué no lleva a Sock al Common. Es un parque popular para perros, pero él y el galgo pasan por delante de estatuas y cañones, farolas, robles pelados, bancos y coches aparcados delante de los parquímetros a lo largo de la calle. Un Labrador dorado persigue a una ardilla gorda, y Annie Lennox canta «Nunca más te amaré... tenía demonios en la habitación por la noche...». Soy los ojos y oídos del hombre en el momento en que los auriculares graban, y no tengo razones para sospechar que él sepa de la existencia de la cámara y el micro ocultos, o que tales cosas ocupen su mente.
No tengo la percepción de que tenga un plan siniestro o esté espiando mientras pasea a su perro. Excepto porque tiene una Glock semiautomática cargada con dieciocho balas de calibre nueve milímetros debajo de la cazadora verde. ¿Por qué? ¿Va de camino a dispararle a alguien, o el arma es para defenderse, y si es así, qué teme? Quizá sea una costumbre suya, una rutina normal ir armado. Hay otras personas que lo hacen. Personas que no se lo pensarían dos veces. ¿Pero por qué limó el número de serie de la Glock, o hizo que alguien realizara la operación? Se me ocurre que el mecanismo de grabación oculto en los auriculares puede ser un experimento propio, o un proyecto de investigación. No obstante, Cambridge y su entorno son la Meca de la innovación tecnológica, y por eso el Departamento de Defensa, la Commonwealth of Massachusetts, la Universidad de Harvard y el MIT acordaron establecer el CFC en la ribera norte del río Charles, en un edificio biotecnológico ubicado en Memorial Drive. Quizás el tipo era un licenciado. Tal vez era un científico o un ingeniero informático. Miro lo que está en la pantalla del iPad, imágenes abruptas y temblorosas de los apartamentos Mather Court, un parque infantil, Garden Street, y las lápidas gastadas y torcidas del Old Burying Ground. En Harvard Square su atención se fija en el quiosco de periódicos de Crimson Corner, y parece que piensa ir en aquella dirección, quizá para comprar un periódico de la muy bien provista colección que a Benton y a mí nos encanta. Este es nuestro barrio, donde salimos a tomar café, visitar los restaurantes étnicos, comprar libros y periódicos y a acabar con comida para llevar y brazadas de cosas maravillosas para leer que apilamos en la cama los fines de semana y las vacaciones cuando estoy en casa. El New York Times, Los Angeles Times, el Chicago Tribune, y el Wall Street Journal, y si a uno no le importa que tengan un día o dos de antigüedad, están los gruesos periódicos de Londres, Berlín y París. Algunas veces encontramos La Nazione y L'espresso, y entonces leo en voz alta para los dos sobre Florencia y Roma, leemos los anuncios de casas en alquiler y nos imaginamos viviendo como los lugareños, visitando ruinas y museos, la campiña italiana y la costa de Amalfi.
El hombre se detiene en la concurrida acera y parece cambiar de opinión acerca de algo. Él y Sock cruzan la calle al trote, ahora van por la avenida Massachusetts; sé adónde se dirigen, o creo saberlo. Doblan a la izquierda en Quincy Street y caminan con más energía. El tipo lleva una bolsa de plástico en la mano, como si Sock no se fuese a aguantar mucho más. Pasan la Lamont Library y la Georgian Revival, el Harvard Faculty Club, el Fogg Museum y la iglesia gótica del Nuevo Jerusalén, y giran a la derecha por la avenida Kirkland. Somos tres. Voy con ellos, cruzo por Irving, y sigo a la izquierda por allí, a unos minutos de Norton's Woods, a unos minutos de mi casa, escuchando a Five for Fighting en la radio satélite: «Incluso los héroes tienen derecho a sangrar...».
Siento una creciente sensación de urgencia con cada paso mientras nos movemos hacia la muerte del hombre y el perro perdido en el terrible frío, y me domina la desesperación porque no quiero que ocurra. Camino con ellos como si les estuviese guiando a lo que sé que hay delante y ellos no, y quiero detenerlos, hacer que vuelvan. Entonces aparece la casa; está a nuestra izquierda, de tres plantas, blanca, con persianas negras y tejado de pizarra, estilo federal, construida en 1824 por un trascendentalista que conocía a Emmerson, Thoreau, y al Norton de Norton Anthology y Norton's Woods. En el interior de la casa, nuestra casa, de Benton y mía, están las maderas y las molduras originales, los techos enlucidos con vigas vistas, y en los rellanos de la escalera principal hay unas magníficas vidrieras francesas con escenas de la vida salvaje que se iluminan como gemas con los rayos del sol. Un Porsche 911 está en el angosto camino de ladrillos, y el humo sale de los tubos de escape cromados.
Benton está dando marcha atrás con su coche deportivo, los pilotos traseros brillan como los ojos de una fiera, cuando frena para esperar que pasen un hombre y su perro; el hombre tiene los auriculares vueltos hacia Benton, quizás admirando el Porsche, un turbo cabriolé negro con tracción en las cuatro ruedas que mantiene brillante como el charol. Me pregunto si él recordará al joven con la cazadora verde y su galgo negro y blanco, por si alguna vez se vieron en ese instante, pero conozco a Benton. Se obsesionará, quizá tanto como lo estoy yo misma por ese hombre y su perro; rebusco en mi memoria lo que hizo Benton ayer. A última hora de la tarde fue a su despacho en McLean, porque se había olvidado de traer a casa la historia clínica del paciente que tiene que evaluar hoy. Unos pocos grados de separación, un joven y su viejo perro, que están a punto de separarse para siempre, y mi marido solo en el coche para ir al hospital a recoger algo que se olvidó. Miro todo esto mientras se desarrolla como si fuese Dios, y si esto es ser como Dios, debe de ser terrible. Sé lo que va a suceder y no puedo hacer nada por evitarlo.
3
Me doy cuenta de que la furgoneta se ha detenido y Marino y Lucy se bajan. Hemos aparcado delante de la terminal de aviación civil John B. Wallace, pero yo no me muevo. Continúo viendo lo que pasa en el iPad mientras Lucy y Marino comienzan a descargar mis pertenencias.
El aire frío entra por el portón trasero abierto y me pregunto por la decisión del hombre de caminar con Sock por Norton's Woods, en lo que se llama Mid-Cambridge, casi en Somerville. ¿Por qué aquí? ¿Por qué no más cerca de donde vivía? ¿Tenía que encontrarse con alguien? Una verja negra llena la pantalla; está parcialmente abierta y su mano la abre del todo. Entonces me doy cuenta de que acaba de ponerse unos gruesos guantes negros, que parecen guantes de motociclista. ¿Tiene las manos frías o hay alguna otra razón? Quizá tiene un plan siniestro. Quizás intenta utilizar el arma. Me imagino tirando hacia atrás la corredera de la pistola de nueve milímetros y apretando el gatillo con esos abultados guantes, y parece ilógico.
Lo oigo abrir la bolsa de plástico, y entonces lo veo cuando él baja la mirada y atisbo algo más, lo que parece una pequeña caja de madera. Una caja de tabaco, creo. Algunas de ellas están hechas de cedro, incluso tienen un pequeño higrómetro como un humidificador, y recuerdo la pipa de cristal ámbar en la mesa, dentro del apartamento. Quizá le gusta pasear a su perro en Norton's Woods porque es lejano y por lo general muy discreto, y de poco interés para la policía, a menos que haya algún personaje o un acontecimiento de alto nivel que requiera seguridad. Quizá le gusta venir aquí y fumar hierba. Le silba a Sock, se agacha y le quita la correa, y oigo decir: «Eh, chico, ¿recuerdas nuestro lugar? Enséñamelo». Luego dice algo ahogado. No alcanzo a entenderlo del todo. «Y para ti», me parece que dice, seguido por, «¿Quieres enviar un...?» o «Enviaste un...». Después de oírlo dos veces sigo sin entender lo que está diciendo, y quizás es que está agachado y habla al cuello del abrigo.
¿Con quién está hablando? No veo a nadie cerca, solo al perro y las manos enguantadas, y entonces el ángulo de la cámara se alza cuando el hombre se levanta y miro de nuevo el parque, una vista de árboles y bancos, y a un lado un sendero de piedras cerca del edificio con tejado de metal verde. Veo atisbos de personas y llego a la conclusión, por la manera cómo van abrigadas para protegerse del frío, que no son invitados a la fiesta de la boda, sino que lo más probable es que estén paseando por el parque, igual que mi sujeto. Sock trota hacia los arbustos para aliviar su carga, y su amo se adentra en el precioso bosque de antiguos olmos y bancos verdes.
Silba y dice: «Eh, chico, sígueme».
En las zonas umbrías alrededor de los macizos de rododendros la nieve es profunda y está mezclada con hojas secas, piedras y ramas quebradas que me hacen pensar mórbidamente en tumbas clandestinas, en pieles arrancadas y huesos secos que han sido roídos y desparramados. Él observa, mira en derredor, y la cámara oculta se detiene en el tejado verde de tres niveles superpuestos del edificio de cristal y madera que veo desde la galería de mi casa. Cuando el tipo gira la cabeza, veo una puerta en la planta baja que da al exterior, y la cámara se detiene de nuevo en una mujer de pelo gris que está de pie junto a la puerta. Viste un traje y un abrigo de cuero marrón largo y habla por el móvil.
El hombre silba y hace un sonido rasposo cuando camina por el sendero de lajas de pizarra hacia Sock, para recoger lo que el perro ha dejado... «y esta soledad llena mi corazón...», canta Peter Gabriel. Pienso en el joven soldado con el mismo nombre que se quemó en su Humvee, y aún lo huelo como si sus hediondos olores todavía estuviesen atrapados dentro de mi nariz. Pienso en su madre, en su dolor y su furia por el teléfono cuando me llamó esta mañana. Los patólogos forenses no siempre reciben agradecimiento, y, de hecho, hay ocasiones en que los familiares vivos actúan como si yo fuese la razón de que sus seres amados estén muertos, e intento recordarlo. «No te lo tomes como algo personal».
Las manos enguantadas sacuden de nuevo la bolsa de plástico arrugada, de esas que te dan en el supermercado, y entonces algo ocurre. La mano enguantada del hombre vuela hacia su cabeza, y oigo el golpe de su mano cuando pega en los auriculares como si estuviese espantando algo, y exclama: «¿Qué demo...? ¡Eh...!» de una forma jadeante y sorprendida. O quizás es un grito de dolor. Pero no veo nada ni a nadie, solo el bosque y las figuras distantes en la arboleda. No veo a su perro, y no le veo a él. Retrocedo la grabación y la repito. Su mano con el guante negro aparece de nuevo en el encuadre, y él exclama: «¿Que demo...?», y después «¡Eh...!». Decido que suena asombrado e inquieto, como si algo le hubiese dejado sin aliento.
Vuelvo a ver las imágenes, escucho atenta por si hay algo más, y lo que detecto en su tono es una protesta y quizá miedo, y, sí, dolor, como si alguien le hubiese dado un codazo o hubiese chocado con él con fuerza en una acera concurrida. Luego las copas de los árboles desnudos se empiezan a mover. Aparecen trozos de pizarra que se van haciendo más grandes cuando la cámara se acerca al suelo, o bien está tumbado boca arriba o los auriculares se han soltado. La pantalla está fija en una imagen de ramas peladas y cielo gris, y luego el dobladillo de un abrigo negro largo pasa, agitándose como si alguien caminase deprisa, y se escucha otro sonoro zarandeo y la escena cambia de nuevo. Ramas desnudas y un cielo gris, pero son otras ramas diferentes que se ven entre los listones de un banco verde. Ocurre tan deprisa, tan increíblemente deprisa, y luego las voces y los sonidos de la gente aumentan.
«¡Que alguien llame al nueve-uno-uno!».
«Parece que no respira».
«No tengo móvil. ¡Llamen al nueve-uno-uno!».
«¿Hola? Hay... eh, sí, en Cambridge. Sí, Massachusetts. ¡Jesús! Deprisa, deprisa, me tiene en espera. ¡Jesús! ¡Deprisa, deprisa, joder, me han puesto en espera! No me lo puedo creer. Sí, sí, un hombre, acaba de desplomarse y no parece que respire... Norton's Woods en la esquina de Irving y Bryant... Sí, alguien está intentando reanimarlo. Sí me quedaré... sí me quedo. Sí, me refiero, yo no... Pregunta si sigue sin respirar. ¡No, no, no respira! No se mueve. ¡No respira!... En realidad no lo vi. Solo miré en su dirección y vi que estaba en el suelo, de pronto estaba en el suelo...».
Aprieto el botón de pausa y salgo de la furgoneta. Hace mucho frío y sopla un viento muy fuerte cuando camino a paso rápido hacia el interior de la terminal. Es pequeña, con aseos y una sala de espera; un viejo televisor está encendido. Por un momento veo Fox News y aprieto la tecla de avance rápido del iPad, mientras Lucy se apoya en el mostrador de recepción y paga la tarifa de aterrizaje con una tarjeta de crédito. Continúo mirando las imágenes de las ramas desnudas que se ven entre los listones de madera pintada de verde, segura ahora de que los auriculares acabaron debajo del banco, la cámara fija hacia arriba mientras en la radio XM suena... «La dama oscura se ríe y baila...». La música es más fuerte porque los auriculares no están presionando contra la cabeza del hombre, y parece una incongruencia absurda estar escuchando a Cher.
Las voces de fuera de la cámara suenan asustadas y excitadas, y oigo los sonidos de pisadas y el aullido distante de una sirena mientras mi sobrina charla con un hombre mayor, un piloto de combate retirado que le explica muy contento que ahora trabaja a jornada parcial en Dover como un operador de tierra.
—...en Vietnam. ¿Entonces qué pilotaba, un F-4? —Lucy charla con él.
—Oh, sí, y el Tomcat. Fue lo último que piloté. Pero los Phantom todavía continuaban en servicio, casi hasta los ochenta. Si los construyes bien, duran una eternidad. Mire cuánto tiempo llevan los C-5 en servicio. Y todavía quedan algunos Phantom en Israel, si no me equivoco. Quizás en Irán. Los que quedan en Estados Unidos, los utilizamos como blancos no tripulados. Un avión de la hostia. ¿Alguna vez ha visto uno?
—En Belle Chasse, Luisiana, en la base de la fuerza aérea naval. Fui con mi helicóptero para ayudar con lo del Katrina.
—Han estado haciendo experimentos para romper los huracanes con los Phantoms, haciendo que vuelen en el ojo del huracán. —El hombre asiente.
La pantalla en el iPad se pone negra. Los auriculares ya no graban, y estoy convencida de que cuando el hombre cayó al suelo tuvieron que acabar debajo de algún banco a cierta distancia. El sensor de movimiento no detectó actividad suficiente así que hibernaron, y eso me llama la atención. ¿Cómo se desprendieron los auriculares y acabaron donde lo hicieron? Quizás alguien los apartó de un puntapié. Podría haber sido un mero accidente, si es que ocurrió así; quizá por la persona que intentaba ayudarle, o pudo haber sido deliberado, pudo ser la persona que estaba grabándolo en secreto, que lo seguía. Pienso en el dobladillo del abrigo negro que aletea al pasar, y voy adelantando de forma intermitente, a la búsqueda de nuevas imágenes, escucho los sonidos, pero nada hasta las cuatro y treinta siete, cuando los árboles y el cielo oscuro se sacuden violentamente y las manos desnudas se hacen grandes y el papel cruje mientras los auriculares se colocan en el interior de una bolsa, y oigo una voz que dice: «... Colts sin lugar a dudas». Y otra voz opina: «Los Saints ganarán. Tienen...». Luego la oscuridad, voces ahogadas y nada.
Encuentro el mando a distancia del televisor en el brazo de un sofá dentro de la terminal. Cambio de canal y pongo la CNN. Escucho las noticias y observo la cinta informativa en la parte baja de la pantalla, pero no hay una sola palabra sobre el hombre de los videoclips. Vuelvo a preguntarme por Sock. ¿Dónde está el perro? No es aceptable que nadie lo sepa. Miro a Marino que entra en la sala de espera y finge no verme porque está de malhumor, o quizá lamenta lo que hizo y se siente avergonzado. Rehúso preguntarle nada, y me parece como si la desaparición del perro fuese culpa suya, como si todo fuese culpa de Marino. No quiero perdonarle que le enviase los vídeos a Briggs por e-mail, por hablar con él primero. Si no le perdono al menos una vez, quizás aprenda la lección por fin. El problema es que nunca soy capaz de convencerme a mí misma sobre las acusaciones que monto contra él, de hecho contra nadie a quien aprecio. La culpa católica. No sé por qué, pero ya comienzo a ablandarme con respecto a Marino, mi decisión se debilita. Siento cómo ocurre mientras cambio de canales en el televisor, atenta a las noticias que puedan perjudicar al CFC, y Marino se acerca a Lucy, dándome la espalda. No quiero pelearme con él. No quiero herir sus sentimientos.
Me aparto del televisor, convencida de que al menos por el momento los medios no saben nada del cuerpo que me espera en la morgue de Cambridge. Razono que algo tan sensacional sin duda tendría que ocupar los titulares. Los mensajes tendrían que llegar como un aluvión a mi iPhone. Briggs ya se habría enterado y me habría dicho algo al respecto. Incluso Fielding me habría alertado. Excepto que no he oído nada de Fielding sobre nada en absoluto, e intento llamarlo de nuevo. No responde al móvil y no está en la oficina. Por supuesto que no, nunca trabaja hasta tan tarde, por el amor de Dios. Intento llamarle a su casa en Concord y me sale el contestador.
—¿Jack? Soy Kay. —Dejo otro mensaje—. Estamos a punto de despegar de Dover. Quizá puedas enviarme un mensaje de texto o un e-mail con las novedades. Supongo que el detective Law no ha llamado. Todavía seguimos esperando las fotos. ¿Has oído algo de un perro perdido, un galgo? El perro de la víctima, se llama Sock, fue visto por última vez en Norton's Woods. —Mi voz tiene un tono duro. Fielding me está eludiendo, y no es la primera vez. Es un maestro desapareciendo, y ese título lo tiene bien merecido. Ya ha hecho muchísimas—. Bueno, intentaré llamarte de nuevo cuando aterricemos. Supongo que te reunirás con nosotros en el despacho, en algún momento entre las nueve y media y las diez. Le he enviado mensajes a Anne y Ollie, y quizá puedas asegurarte de que estén allí. Tenemos que ocuparnos de esto esta noche. ¿Podrías llamar al Departamento de Policía de Cambridge para preguntar por el perro? Puede que tenga un microchip...
Suena ridículo dar más detalles sobre Sock. ¿Qué demonios puede saber Fielding al respecto? No se molestó en ir a la escena, y Marino tiene razón. Alguien tendría que haber ido.
El Bell 407 de Lucy es negro con cristales oscuros en la parte trasera. Mientras el viento sacude la rampa, ella abre las puertas y el compartimento de equipajes.
Una manga de viento apunta rígida al norte como una señal de tráfico horizontal; eso es bueno y malo a la vez. El viento lo tendremos de cola, pero también el frente de la tormenta, lluvias fuertes mezcladas con aguanieve y nieve. Marino comienza a cargar mi equipaje mientras Lucy camina alrededor del helicóptero para inspeccionar las antenas, los puertos estáticos, las palas del rotor, los flotadores de emergencia y las botellas de nitrógeno que las inflan, y luego la cola de aluminio, la caja de cambio, la bomba hidráulica y el depósito.
—Si alguien le espiaba, si le filmaba en secreto, y comprendió que estaba muerto, seguro que la persona tuvo algo que ver con lo sucedido —le comento sin referirme a nada en particular—. ¿Pero no cabría esperar que la persona borrase por control remoto los archivos de los vídeos registrados por los auriculares, al menos borrarlos del disco duro y la tarjeta SD? ¿No querría asegurarse esa persona de que no encontrásemos ninguna grabación o tuviésemos una pista?
—Depende. —Se sujeta a un asa del fuselaje y coloca la punta de la bota en un escalón para subirse.
—Si lo estuvieses haciendo tú —pregunto.
—¿Si fuese yo? —Abre los cierres y levanta un panel de aluminio ligero—. Si yo creyese que no había nada significativo que me incriminase en las grabaciones, no las borraría. —Con una pequeña pero potente linterna SureFire, inspecciona el motor y los montantes.
—¿Por qué no?
Antes de que pueda responder, Marino se me acerca y dice sin dirigirse a nadie en particular:
—Tengo que hacer una visita. Si alguien más lo necesita, ahora es el momento. —Como si fuese el comisario de a bordo y recordase que no hay lavabo en el helicóptero. Está intentando hacer las paces conmigo.
—Gracias, estoy bien —le respondo, y él se aleja por la pista oscura de regreso a la terminal.
—Si fuese yo, esto es lo que haría después de que estuviese muerto —continúa Lucy mientras la poderosa luz se mueve sobre las mangueras y las tuberías para asegurarse de que nada esté suelto o dañado—. Descargaría los archivos de vídeo de inmediato, conectándome a la webcam, y si no viese nada que me preocupara, los dejaría.
Sube más arriba para verificar el rotor principal, el mástil y el plato de bielas, y espero hasta que baja a la pista antes de preguntarle:
—¿Por qué los dejarías?
—Piénsalo.
La sigo alrededor del helicóptero donde ella sube y controla el otro lado. Casi parece divertida por mi pregunta, como si le estuviese preguntando cosas obvias.
—Si los borran después de su muerte, alguien tiene que haberlo hecho, ¿no? —dice, mientras mira debajo del capó, buscando con cuidado con la luz.
Luego salta a la rampa.
—Por supuesto, él no podía hacerlo una vez muerto. —Espero a responderle, porque podría herirse subiendo al helicóptero, sobre todo cuando está alrededor del mástil del rotor. No quiero que se distraiga—. Entonces es por eso que los dejarías si fueses tú quien lo estuviese espiando y supieses que estaba muerto o que alguien era responsable de su muerte.
—Si no le estuviese espiando, y lo siguiese para poder matarlo, demonios, sí, dejaría las últimas grabaciones de vídeo registradas y tampoco me llevaría los auriculares de la escena. —Alumbra de nuevo el fuselaje con la potente luz—. Porque si la gente le vio usándolos en el parque o camino del parque, ¿por qué habrían desaparecido entonces? Los auriculares pesan lo suyo y son muy visibles.
Caminamos por delante del morro del helicóptero.
—Y si me llevo los auriculares, también tendría que llevarme la radio satélite, buscar en el bolsillo de su cazadora y sacarla, tener tiempo para tomarme todo ese trabajo con él en el suelo, y confiar en que nadie me viera. ¿Por qué no suponer que los archivos anteriores fueron descargados en alguna parte si es que llevaban tiempo vigilándolo? ¿Cómo se explica eso, si no aparece ningún artilugio grabador y encontramos las grabaciones en un ordenador casero o en un servidor en alguna parte? Ya sabes lo que dicen. —Abre un panel de acceso encima del tubo Pitot y alumbra con la linterna—. Por cada crimen hay dos: el acto en sí mismo y luego lo que haces para taparlo. Es mejor dejar los auriculares, los archivos de vídeo sin tocar, dejar que los polis, o alguien como tú o yo, supongamos que se estaba grabando a sí mismo, que es lo que cree Marino, pero lo dudo.
Vuelve a conectar la batería. Su razonamiento para desconectarla cada vez que deja el helicóptero por algún tiempo es que si alguien consigue entrar en la cabina y comienza a tocar el acelerador y los interruptores, podría poner en marcha por accidente el motor, cosa que no ocurrirá si la batería está desconectada. No importa la prisa que tenga, Lucy siempre hace una revisión a fondo antes de volar, sobre todo si ha dejado el helicóptero desatendido, aunque esté en una base militar. Sin embargo, no escapa a mi atención que está comprobándolo todo de manera más minuciosa que lo habitual, como si sospechase algo o estuviese inquieta.
—¿Todo a punto? —le pregunto—. ¿Todo en orden?
—Me estoy asegurando —me responde, y la noto muy distante. Intuyo sus motivos.
No confía en nadie. No debe hacerlo. Yo tampoco tendría que haber confiado en algunas personas desde el primer día. Las personas que manipulan, mienten y afirman que es por una causa. La causa correcta, divina, o tan solo una causa. Noonie Pieste y Joanne Rule fueron asfixiadas en la cama, probablemente con una almohada. Por eso no había respuesta para las heridas en los tejidos. Los ataques sexuales, los golpes de machete y cortes con cristales rotos, incluso las ligaduras que las sujetaban cuando estaban atadas a las sillas, todo era post mórtem. Una causa divina, una causa justa, en la mente de los responsables. Un acto atroz, y se salieron con la suya. Todavía hoy. No pienses en ello. Concéntrate en lo que tienes delante, no en el pasado.
Abro la puerta delantera izquierda y me subo en un patín, el viento sopla con fuerza. Maniobro para no chocar con los mandos y me instalo en el asiento izquierdo. Me abrocho el cinturón de cuatro sujeciones y oigo a Marino que abre la puerta detrás de mí. Es ruidoso y grande, y noto como el helicóptero bascula con su peso mientras sube en la parte de atrás, donde se sienta siempre. Incluso cuando Lucy vuela solo con él como pasajero, no se le permite estar delante porque hay controles que él puede tocar, golpear o utilizar como apoyabrazos porque no piensa. Así de sencillo, no piensa.
Lucy sube y comienza otra inspección previa. Yo la ayudo sujetando la lista, y juntas la repasamos. Nunca he tenido el deseo de pilotar ninguno de los diversos aviones que mi sobrina ha tenido a lo largo de los años, o montar en sus motocicletas, o conducir sus veloces coches italianos, pero me gusta ir de copiloto, soy hábil con los mapas y la aviónica. Sé cómo sintonizar las radios en las frecuencias adecuadas o meter otras informaciones en el transpondedor o en el sistema de vuelo Chelton. En caso de emergencia, es probable que consiguiese aterrizar con el helicóptero sana y salva, pero no sería agradable.
—...interruptores superiores en la posición de apagado —continúo leyendo la lista.
—Sí.
—Interruptores de circuitos conectados.
—Conectados. —Los dedos ágiles de Lucy tocan todo lo que verifica mientras bajamos por la lista plastificada.
Conecta las bombas elevadoras de presión y mueve el acelerador para poner el motor al ralentí.
—Despejado a la derecha. —Mira por su ventanilla lateral.
—Despejado a la izquierda —anuncio mientras miro la rampa oscura, el pequeño edificio con las ventanas iluminadas y un Piper Cub atado a una distancia prudencial en las sombras, con la lona sacudida por el viento.
Lucy aprieta el interruptor de arranque, y las palas del rotor principal comienzan a girar poco a poco, pesadamente, y después más rápido como los latidos del corazón, y pienso en el hombre.
Pienso en su miedo, en lo que detecté en aquellas tres palabras que exclamó.
«¿Qué demo...? ¡Eh...!».
¿Qué sintió? ¿Qué vio? La parte inferior de un abrigo negro, el faldón suelto de un abrigo negro que pasa. ¿El abrigo de quién? ¿Un abrigo de vestir de lana o una gabardina? No era piel. ¿Quién vestía ese abrigo largo y negro? Alguien que no se detuvo para ayudarle.
«¿Qué demo...? ¡Eh...!». Un sorprendido grito de dolor.
Lo repito en mi mente una y otra vez. El ángulo de la cámara que baja bruscamente, luego se queda fijo apuntando a las ramas desnudas en el cielo gris, luego el dobladillo de un abrigo negro largo que pasa por el cuadro, por un instante, quizás un segundo. ¿Quién pasaría junto a alguien en apuros como si fuese un objeto inanimado como un tronco o una piedra? ¿Qué clase de ser humano no haría caso de alguien que se toca el pecho y se desploma? Quizá la persona que lo provocó. O alguien que no quiso verse involucrado por alguna razón. Como ser testigo de un accidente o un atraco y marcharse a gran velocidad para no formar parte de la investigación. ¿Un hombre o una mujer? ¿Vi los zapatos? No, solo el dobladillo o el faldón de un abrigo aleteando, y luego otro sonido brusco y la imagen reemplazada por otros árboles desnudos que se ven a través de la parle inferior de un banco pintado de verde. ¿La persona del abrigo lanzó los auriculares debajo del banco de un puntapié para que no grabasen nada más?
Necesito ver los videoclips con mayor atención, pero no puedo hacerlo ahora. El iPad está detrás, y no hay tiempo. Las palas baten el aire, y el generador está conectado. Lucy y yo nos colocamos los auriculares. Ella aprieta más interruptores por encima de su cabeza, el controlador de aviónica, los instrumentos de vuelo y navegación. Me pongo el interruptor de mi intercomunicador a «solo tripulación» para que Marino no nos pueda oír y nosotros no lo oigamos, mientras Lucy habla con el controlador de tráfico aéreo. Los estrobos, los pulsadores y las luces de aterrizaje del escáner nocturno resplandecen en la pista, y la pintan de blanco mientras esperamos que la torre nos comunique que podemos despegar. Entro los destinos en la pantalla táctil del GPS y en el mapa de vuelo, y en el Chelton corrijo los altímetros. Me aseguro de que el indicador de combustible digital coincida con la aguja, y hago la mayoría de las cosas al menos dos veces, porque Lucy cree en la redundancia.
La torre nos da la autorización, avanzamos por la pista y nos elevamos con rumbo al noreste, cruzamos el río Delaware a trescientos cincuenta metros de altura. El agua es oscura y está revuelta por el viento, como metal líquido que fluye poco a poco. Las luces de tierra parpadean entre los árboles como pequeñas hogueras.
4
Cambiamos de rumbo y viramos hacia Filadelfia porque la visibilidad disminuye cerca de la costa. Aprieto el interruptor del intercomunicador para que podamos hablar con Marino.
—¿Estás bien ahí atrás? —Ahora estoy más tranquila, demasiado preocupada por el largo abrigo negro y la sorpresa de la víctima como para estar enojada con Marino.
—Será más rápido cortar a través de Nueva Jersey —dice su voz; sabe dónde estamos porque hay un mapa de vuelo en la pantalla de vídeo en el interior del compartimento de pasajeros.
—Niebla y tormenta de hielo, vuelo instrumental en Atlantic City. Y no es más rápido —responde Lucy—. Estaremos en «Solo tripulación» la mayor parte del tiempo para que pueda ocuparme del vuelo.
Marino queda de nuevo apartado de nuestra conversación mientras nos van pasando de una torre a otra. El mapa de sección de Washington está abierto en mi ordenador, y entro en el GPS el nuevo destino a Oxford, Connecticut, para una eventual parada de repostaje. Controlamos el tiempo en el radar meteorológico y vemos los bloques en verde y amarillo que nos rodean desde el Atlántico. Podemos adelantarnos y eludir esta tormenta, dice Lucy, siempre que nos mantengamos tierra adentro y el viento continúe soplando a favor, aumentando la velocidad respecto a tierra, algo que en este momento es nada menos que de ciento cincuenta y dos nudos.
—¿Cómo estás? —Mantengo mi escaneo atento a la presencia de las torres de radiotelefonía móvil y de otros aviones.
—Estaré mejor cuando lleguemos a destino. Estoy segura de que estaremos bien y de que podremos escapar de este desastre. —Señala lo que aparece en la pantalla del radar meteorológico—. Pero si hay la más mínima sombra de duda, aterrizaremos.
No hubiese venido a buscarme si supiese que íbamos a pasar la noche en algún campo. No estoy preocupada. Quizá es porque no puedo preocuparme acerca de nada.
—¿Cómo estás en general? ¿Cómo te va? —pregunto con el micro pegado a los labios—. He pensado mucho en ti durante estas últimas semanas. —Intento que se abra.
—Sé lo difícil que es mantenerse en contacto con las personas, dadas las circunstancias —responde—. Cada vez que creíamos que ibas a volver, algo cambiaba, así que todos renunciamos a esperarte.
Acabar con el pago de mi beca se ha demorado en tres ocasiones por uno u otro asunto urgente. Dos helicópteros abatidos en un mismo día en Irak con veintitrés muertos. El asesinato en masa en Fort Hood, y en fecha más reciente, el terremoto de Haití. Enviaron a los forenses de las Fuerzas Armadas o ninguno de los restantes pudo ser apartado de su trabajo, así que Briggs se negó a dar por terminado mi programa de entrenamiento. Hace unas pocas horas, intentó demorar de nuevo mi partida, con la sugerencia de que me quedase en Dover. Como si no quisiese que me fuese a casa.
—Me dije que cuando llegásemos a Dover descubriríamos que tenías que quedarte otra semana, o dos semanas, o quizás un mes más —añade Lucy—. Pero has acabado.
—Al parecer se han hartado de mí.
—Confiemos en que no llegues a casa solo para dar media vuelta y volver.
—He pagado mi deuda. He acabado. Tengo que dirigir una oficina.
—Alguien tiene que hacerlo. De eso no hay duda.
No quiero escuchar más comentarios negativos referentes a Jack Fielding.
—¿Las cosas funcionan en alguna otra parte? —pregunto.
—Ya casi han terminado el garaje, es lo bastante grande para guardar tres coches incluso con el lavadero. Siempre que aparques en línea. —Ella comenzó la renovación, y me recuerda lo despreocupada que he estado de lo que está pasando en mi propia casa—. El pavimento de caucho está acabado, pero falta instalar el sistema de alarma. No iban a preocuparse por algún ladrón que rompiese los cristales, y les dije que tenían que hacerlo. Por desgracia, uno de los viejos cristales originales del edificio no sobrevivió a las reformas. Así que de momento tienes algo de brisa en el garaje. ¿Sabías algo de eso?
—Benton se ha encargado de ello.
—Bueno, ha estado ocupado. ¿Tienes la frecuencia de Millvile? Creo que es uno-dos-tres-punto-seis-cinco.
Verifico el seccional, tecleo la frecuencia y la entro en Comm 1.
—¿Cómo estás? —pregunto de nuevo.
Quiero saber que me encontraré en casa además del hombre muerto que me espera en el frigorífico de la morgue. Lucy no me dirá cómo está, y además ha acusado a Benton de estar muy ocupado. Cuando dice algo así, no lo dice en sentido literal. Está tensa. No deja de mirar de manera obsesiva los instrumentos, las pantallas de radar, y lo que está fuera de la cabina, como si esperase encontrarse con una batalla aérea, ser alcanzada por un rayo, o por un fallo mecánico. Intuyo que algo va mal en ella, o quizá soy yo la que no está bien.
—Tiene un caso muy importante —añado—. Uno muy malo.
Ambas sabemos a qué caso me refiero. Los medios no dejan de hablar de Johnny Donahue, el paciente de McLean, un estudiante de Harvard que la semana pasada confesó el asesinato de un niño de seis años con una pistola de clavos. Benton cree que la confesión es falsa, y los polis y el fiscal del distrito no están contentos con él. Las personas quieren que la confesión sea auténtica, porque no quieren creer que alguien así aún pueda andar suelto. Me pregunto cómo habrá ido la evaluación de hoy, mientras recuerdo los vídeos que acabo de ver donde se ve el Porsche negro de Benton saliendo marcha atrás de nuestro camino particular. Iba a McLean para recoger el historial de Johnny Donahue, cuando un joven y un galgo pasaron por delante de nuestra casa. Varios grados de separación. La red humana que nos conecta a todo, que conocía a todos los seres humanos sobre la Tierra.
—Vamos a mantenernos en uno-dos-siete-punto-tres-cinco en Comm 2 para que podamos recibir a Filadelfia —dice Lucy—, pero intentaré mantenerme fuera de su Clase B. Creo que podemos, a menos que esa cosa se acerque desde la costa.
Señala las manchas verdes y amarillas en el radar meteorológico donde se ve que las precipitaciones se acercan, como si pretendiesen empujarnos hacia el noreste en dirección al brillante perfil urbano del centro de Filadelfia, llevarnos contra los rascacielos.
—Estoy bien —añade—. Lamento lo de él, porque me doy cuenta de que estás cabreada. —Señala hacia atrás con el pulgar, indicándome que se refiere a Marino—. ¿Qué ha hecho, además de ser el de siempre?
—¿Estabas escuchando cuando habló con Briggs?
—Aquello fue en Wilmmgton. Yo estaba ocupada pagando el combustible.
—No tendría que haber hablado con él.
—Es como decirle a Jet Ranger que no babee cuando saco la bolsa de galletas. Marino tiene un reflejo de Pavlov cuando habla con Briggs, se va de la lengua para impresionarle. ¿Por qué te sorprendes tanto? —Lucy lo pregunta como si ya conociese la respuesta, como si estuviese investigando, buscando algo más.
—Quizá porque causó un problema más grave de lo habitual.
—Le cuento que Briggs quería llevar el cadáver a Dover. Le digo que el jefe forense de las Fuerzas Armadas tiene información que no comparte, o al menos sospecho que está reteniendo algo importante que no me dice. Es probable que por culpa de Marino, digo. Por lo que ha conseguido provocar por haber pasado por encima de mi cabeza.
—Yo no creo que sea eso ni de lejos —opina Lucy; en ese momento dicen por la radio nuestro número de matrícula.
Aprieta el interruptor de la radio en el cíclico y responde, y mientras habla con el control de vuelo, entro la siguiente frecuencia. Vamos saltando de un espacio aéreo a otro, ahora la mayoría de las manchas en el radar meteorológico son amarillas y nos persiguen como perros de caza desde el sudeste; corresponden a lluvias intensas, que a esta altitud crearían condiciones de vuelo muy peligrosas: cuando las partículas de agua a bajísima temperatura golpean los bordes de los rotores, estos se congelan. Busco manchas de vaho en el parabrisas y no veo nada, ni una gota, y me pregunto a qué se refiere Lucy. ¿Qué no es ni de lejos?
—¿Te fijaste en lo que había en su apartamento? —La voz de Lucy suena en mis oídos y supongo que se refiere al muerto y a lo que vi en los videoclips grabados por los auriculares.
—Dijiste que no es todo. —Vuelvo al principio—. Dime a qué te refieres.
—Estoy a punto de hacerlo y no quería decirlo delante de Marino. No se dio cuenta, en cualquier caso no sabría qué era, y no se lo señalé porque quería hablar contigo y no estoy segura de que él deba saberlo.
—¿No le señalaste qué?
—Creo que a Briggs no hará falta que se lo señalen —continúa Lucy—. Ha tenido mucho más tiempo que tú para ver los videoclips, y él o quien fuese a quien se los mostró ha tenido que reconocer el artilugio mecánico junto a la puerta, algo que parece un siniestro cangrejo de seis patas soldado con alambres, compuestos de resinas y piezas, más o menos de la altura de una secadora sobre una lavadora. Pillado por la cámara solo por un segundo cuando el hombre y Sock van de camino a Norton's Woods. Estoy segura de que precisamente a ti no se te pasó por alto.
—Vi algo parecido a una burda estructura de metal. —Es obvio que no he hecho la misma conexión que mi sobrina. Una importante.
—Un robot, y no un robot cualquiera —me informa Lucy—. Un prototipo desarrollado por los militares que se suponía que debía ser un robot de carga táctico para las tropas en Irak, y luego se sugirió otro propósito creativo que se fue a pique en un santiamén.
Un atisbo de reconocimiento y una sensación amenazadora comienzan a abrirse paso desde las tripas, me oprimen el pecho, y crean una alerta y después un recuerdo.
—Ese modelo en particular no duró mucho —continúa Lucy, y creo saber de qué habla.
MORT. Mortuary Operational Removal Transport.
Dios bendito.
—Nunca entró en servicio y ahora ya está obsoleto, por no tildarlo de ridículo, reemplazado por robots con patas de inspiración biológica que pueden transportar cargas pesadas por terrenos escabrosos o resbaladizos —dice ella—. Como el cuadrúpedo llamado Big Dog que aparece en YouTube. Esas cosas pueden cargar centenares de kilos todo el día en las peores condiciones imaginables, saltar como ciervos y recuperar el equilibrio cuando se caen, resbalan o les das un puntapié.
—MORT —me atrevo a decir—. ¿Por qué iba a tener un robot de carga como MORT en su casa? Hay algo que escapa a mi comprensión.
—¿Alguna vez lo viste en realidad cuando estuviste en el Congreso para debatir sobre él? Y no estás malinterpretando mis palabras. Hablo de MORT.
—Nunca he visto a MORT en vivo. —Solo lo vi en unas demostraciones filmadas, y participé en más de una discusión, sobre todo con Briggs—. ¿Por qué iba a tener ese sujeto algo así? —pregunto de nuevo sobre lo que Lucy dice que estaba en la casa del muerto.
—Siniestro como el mismísimo demonio. Como una hormiga mecánica gigante, con motor a gasolina —responde Lucy—. Suena como una sierra mecánica cuando avanza poco a poco sobre sus patas cortas y rechonchas con dos pares de pinzas delante, como Eduardo Manostijeras. Si lo ves venir hacia ti, echas a correr como si hubieses visto a la Muerte, o quizá le lanzas una granada.
—Pero ¿en su apartamento? ¿Por qué? —Recuerdo las demostraciones que me parecieron horribles, y las acaloradas discusiones que se convirtieron en desagradables refriegas con los colegas, incluido Briggs, en el AFME, en Walter Reed y en el Russell Senate Office Building.
MORT. El epítome de la automatización equivocada que se convirtió en fuente de controversia entre la inteligencia militar y la médica. No era la tecnología lo que hizo que fuese una idea terrible, era la sugerencia de cómo se podía utilizar. Recuerdo una calurosa mañana de verano en Washington. El calor se desprendía de la acera llena de niños exploradores, que recorrían la capital mientras Briggs y yo discutíamos. Teníamos calor vestidos con nuestros uniformes, frustrados y estresados, y recuerdo pasar por delante de la Casa Blanca, con gente por todas partes, preguntándome qué vendría después. ¿Qué otras inhumanidades ofrecería la tecnología? Desde entonces había pasado casi una década, casi la Edad de Piedra comparada con hoy.
—Estoy segura —de hecho, más que segura— de que eso estaba aparcado en el apartamento de ese tipo —manifiesta Lucy—. Y no compras algo así en eBay.
—Quizás es una maqueta —sugiero—. Una copia.
—De ninguna manera. Cuando lo amplié, vi las partes de compuestos de resina en detalle, algunos desgastados por el uso, lo más probable como consecuencia de los ensayos en terrenos escabrosos y de ahí las raspaduras. Incluso vi las conexiones de fibra óptica. MORT no era inalámbrico, una más de las muchas cosas que tenía en contra. No es como los robots autónomos actuales, con ordenadores a bordo para recibir información a través de sensores controlados por unidades cargadas por un hombre, en lugar de cargar una voluminosa caja Pelican. Como hacen los militares con sus operadores en el campo, que tienen las manos libres cuando salen con sus escuadras robóticas. Existe un nuevo sistema de procesadores ultraligeros que puedes llevar en el chaleco, con el que puedes guiar un vehículo de tierra no tripulado o un robot armado, como la unidad SWORDS, el Sistema de Armas Especiales para la Observación, Reconocimiento y Detección, que puede ser toda una infantería de robots armados con ametralladoras ligeras M240-9. No es algo que me guste, y sé lo que piensas al respecto.
—No estoy segura de que existan palabras para describir lo que siento —respondo.
—Hay tres unidades SWORDS hasta ahora en Irak, pero aún no han disparado sus armas. Nadie está seguro de cómo conseguir que un robot tenga esa clase de juicio. La inteligencia artificial. Un gran desafío, pero no imposible.
—Los robots tendrían que ser usados para mantener la paz, la vigilancia, como mulas de carga.
—Eso es lo que piensas tú, pero no todos piensan así.
—No deben tomar decisiones sobre la vida y la muerte —continúo—. Sería como un piloto automático que decidiese si debemos volar a través de esas nubes que avanzan hacia nosotros.
—El piloto automático podría si mi helicóptero tuviese sensores de humedad y temperatura. Añádele transductores de fuerza y aterrizará por sí mismo tan suave como una pluma. Si pones más sensores ya no me necesitarás. Subes y aprietas un botón, como los Jetsons. Suena como una locura, pero cuanto más loco, mejor. No tienes más que preguntárselo a la DARPA. ¿Tienes idea de cuánto dinero invierte la DARPA en la zona de Cambridge?
Lucy baja el colectivo, pierde altitud y reduce velocidad mientras otro fantasmal grupo de nubes viene hacia nosotros en la oscuridad.
—¿Aparte de lo que se invierte en el CFC? —añade.
Su comportamiento es diferente, incluso su rostro es diferente, y ya no intenta ocultar lo que la domina. Conozco ese humor. Lo conozco demasiado bien. Es un viejo humor que no he visto desde hace tiempo, pero lo conozco como conozco los síntomas de una enfermedad que ha estado latente.
—Los ordenadores, los robots, la biología sintética, la nanotecnología, cuanto más descabellado, mejor —continúa ella—. Porque ya no existen los científicos locos. No estoy segura de que exista algo así como la ficción científica. Se te ocurre la invención más extrema que puedas imaginar, y es probable que ya esté siendo investigada en alguna parte. Es probable que sea una noticia vieja.
—¿Estás sugiriendo que el hombre que murió en Norton's Woods está vinculado con la DARPA?
—Lo está de alguna manera. No sé si directa o indirectamente —responde Lucy—. MORT ya no está siendo utilizado, no por los militares, ni para ningún otro propósito, pero hace unos ocho o nueve años era un material de la guerra de las galaxias, cuando la DARPA comenzó a financiar las aplicaciones robóticas con propósitos militares y de inteligencia, la ingeniería biotecnológica y la informática. Y otras aplicaciones forenses vinculadas con nuestros muertos de guerra, con lo que ocurre en combate, en el teatro de operaciones.
Fue la DARPA la que financió la investigación y el desarrollo de la tecnología RadPath que utilizamos en las autopsias virtuales en Dover y ahora en el CFC. La DARPA ha financiado mi estancia de cuatro meses, que se acabaron convirtiendo en seis.
—Un porcentaje considerable de las becas de investigación van a los laboratorios de las zonas de Cambridge, a Harvard y el MIT —dice Lucy—. ¿Recuerdas cuando todo se convirtió en un instrumento de guerra?
Cuesta recordar un momento en que eso no fuese verdad. La guerra se ha convertido en nuestra industria nacional, como lo fueron una vez los automóviles, el acero y los ferrocarriles. Vivimos en un mundo peligroso. No creo que vaya a cambiar.
—¿Y la brillante idea de que los robots como MORT podían ser utilizados en el teatro de operaciones para recuperar las bajas, de forma tal de que las tropas no arriesgasen sus vidas por un camarada caído? —me recuerda Lucy.
No era una idea brillante sino desafortunada. La más grande de las estupideces, pensé en su momento, y todavía lo sigo pensando. Briggs y yo no estábamos en el mismo bando en este tema. Nunca me reconoció el mérito de salvarle de un error de relaciones públicas que podría haberle causado graves problemas.
—La idea fue investigada con entusiasmo durante un tiempo y después la dejaron de lado —añade Lucy.
Fue dejada de lado porque utilizar robots para tal propósito supone que una máquina puede decidir cuándo un soldado caído, un ser humano, tiene una herida fatal o está muerto.
—El Departamento de Defensa recibió muchísimas críticas, al menos internamente porque parecía algo inhumano y despiadado —dice ella.
Con toda justicia. Nadie debe morir en las pinzas de algo metálico que lo arrastra fuera del campo de batalla, de un vehículo destrozado, o de los escombros de un edificio que se ha derrumbado.
—Lo que quiero decir es que las primeras generaciones de esa tecnología han sido sepultadas por el Departamento de Defensa, relegadas a un depósito de documentos clasificados o llevadas al desguace para recuperar piezas y partes —dice Lucy—. Sin embargo, el tipo de tu nevera tiene uno de estos robots en su apartamento. ¿Dónde lo consiguió? Tiene una vinculación. Tenía papel vegetal en la mesa de centro. Es un inventor, un ingeniero o algo así, y de alguna manera está involucrado en proyectos clasificados que requieren un alto nivel de autorización de seguridad, pero es un civil.
—¿Cómo puedes estar segura de que es un civil?
—Créeme, estoy segura. No tiene experiencia ni entrenamiento, y a todas luces no es de inteligencia militar, o un agente del Gobierno, o no caminaría por ahí escuchando música a todo volumen y armado con una pistola cara que tiene el número de serie borrado; en otras palabras, es probable que la comprase en la calle. Tiene algo que nunca podría ser rastreado. Algo que utilizas una vez y lo tiras...
—¿No sabemos a quién nos conduce el arma? —Quiero asegurarme.
—No, que yo sepa, todavía no, lo que es ridículo. Ese tipo no es un agente secreto. Demonios, no. Creo que está asustado —afirma Lucy como si lo supiese a ciencia cierta—. Estaba —añade—. Estaba. Y alguien lo tenía sometido a vigilancia —al menos es lo que creo— y ahora está muerto. En mi opinión, no es una coincidencia. Te sugiero que tengas el máximo de precaución cuando hables con Marino.
—Algunas veces comete unos tremendos errores de juicio, pero no intenta perjudicarme.
—Tampoco está en inteligencia médica como tú, y su comprensión solo llega hasta no discutir casos con sus camaradas en la bolera y no hablar con los periodistas. Cree que está muy bien confiar en personas como Briggs, porque no tiene ni idea cuando se trata de jefes militares. —El comportamiento de Lucy es tan inquieto y sombrío, es el mismo que he observado desde hace tanto tiempo que ya no recuerdo cuando comenzó—. En un caso como éste, habla conmigo, habla con Benton.
—¿Le has dicho a Benton lo que me acabas de decir?
—Dejaré que le expliques tú lo de MORT, porque es probable que no entienda de qué se trata. No estaba cuando tú pasaste por todo aquello con el Pentágono. Se lo dices tú, y luego todos podremos hablar. Tú, él, yo y nadie más, al menos por ahora, porque tú no sabes quién es quién, y es mejor que tengas los hechos claros y sepas quiénes somos nosotros y quiénes son ellos.
—Si no puedo confiar en Marino en un caso como este, o ya puestos en cualquier otro caso, ¿para qué lo quiero? —Ponerme a la defensiva afila mi tono, porque Marino también fue idea de ella.
Lucy me alentó a contratarlo como jefe de los operativos de investigación del CFC, y también convenció a Marino, aunque tampoco le costó mucho vendérselo. Él nunca lo admitiría, pero no quiere estar en ningún lugar donde no esté yo, y cuando supo que yo iba a trasladarme a Cambridge, de pronto se sintió desencantado con el Departamento de Policía de Nueva York. Perdió todo interés en la ayudante del fiscal del distrito, Jaime Berger, a cuya oficina estaba asignado. Se peleó con su casero en el Bronx. Comenzó a quejarse de los impuestos de Nueva York, pese a que los llevaba pagando desde hacía años. Dijo que era intolerable no tener un lugar para ir en moto, ni ningún lugar donde aparcar una camioneta, aunque en aquel entonces no tenía ninguna de las dos cosas. Dijo que tenía que largarse.
—No es cuestión de confianza. Se trata de las limitaciones de conocimiento. —Una afirmación caritativa que Lucy no suele manifestar. Por lo general, las personas son malas, inútiles o se merecen el castigo que ella decida.
Mueve el colectivo y hace sutiles ajustes en el cíclico, para aumentar nuestra velocidad y asegurarse de que no nos metemos en las nubes. La noche alrededor de nosotros es de una oscuridad impenetrable, y hay trozos donde no puedo ver las luces en tierra, lo que sugiere que estamos volando sobre árboles. Busco la frecuencia de McGuire para poder controlar su espacio aéreo mientras echando vistazos al sistema para evitar colisiones de tráfico. Muestra que no hay ningún otro avión cerca. Debemos ser los únicos volando esta noche.
—No me puedo permitir el lujo de aceptar limitaciones —le digo a mi sobrina—. Eso significa que quizá cometí un error contratando a Marino. Y es probable que cometiese uno aún mayor contratando a Fielding.
—No digas probable, y no es la primera vez. Jack te dejó colgada en Watertown y se fue a Chicago, y tú tendrías que haberlo dejado allí.
—En honor a la verdad, perdimos la financiación en Watertown. Él sabía que era probable que cerrasen la oficina, y así fue.
—No se marchó por eso.
No respondo, porque tiene razón. No es el motivo. Fielding quería irse a Chicago porque a su esposa le habían ofrecido un trabajo allí. Dos años más tarde, preguntó si podía volver. Dijo que echaba de menos trabajar para mí. Que echaba de menos a su familia. Lucy, Marino, Benton y yo. Una familia grande y feliz.
—No son solo ellos. Tienes un problema con todos los demás —señala Lucy.
—Supongo que no tendría que haber contratado a nadie, incluida tú.
—Es probable que a mí tampoco. No soy lo que se dice una jugadora de equipo. —La despidieron del FBI, del ATF. No creo que Lucy pueda ser supervisada por nadie, incluida yo.
—Bueno, es algo por lo que merece la pena volver a casa —opino...
—Ese es el peligro con una instalación prototipo, que, no importa lo que se diga, es de hecho civil y militar, tiene jurisdicción local y federal, y además vínculos académicos —dice Lucy—. Vamos, que no eres una cosa ni la otra. El personal no sabe exactamente cómo actuar o no son capaces de mantenerse dentro de los límites, suponiendo que alguien alguna vez los comprenda. Te lo advertí hace mucho tiempo.
—No recuerdo que me advirtieses, solo recuerdo que me lo señalaste.
—Vamos a entrar en la frecuencia de Lakehurst y seguiremos las reglas de vuelo visual, porque voy a dejar de seguir las indicaciones de vuelo —decide—. Si vamos todavía más al oeste, tendremos un viento cruzado que nos reducirá la velocidad en más de veinte nudos, y nos encontraremos teniendo que pasar la noche en Harrisburg o Allentown.
5
Los copos de nieve se mueven como polillas enloquecidas entre las luces de aterrizaje y el viento de nuestras palas mientras nos posamos en la plataforma de madera. Los patines apenas tocan y después se apoyan con pesadez cuando se asienta el peso, y cuatro grupos de faros comienzan a moverse hacia nosotros desde la reja de seguridad cerca del edificio de la base.
Los faros se mueven con lentitud a través de la rampa, e iluminan la nieve que cae deprisa. Reconozco la silueta del Porsche todoterreno verde de Benton. Reconozco el Suburban y el Rango Rover, ambos negros. No conozco el cuarto coche, un elegante vehículo negro con una parrilla cromada. Lucy y Marino han tenido que venir por separado y dejado sus todoterrenos con la tripulación de tierra, lo que tiene sentido. Mi sobrina siempre llega al aeropuerto mucho antes que todos los demás para tener preparado el helicóptero, y poderlo revisar desde el tubo de Pitot en el morro hasta el rotor trasero. No la he visto así desde hace un tiempo, y esperamos dos minutos hasta que ella termina de cerrar todo el instrumental. Intento recordar la última vez, señalarlo con exactitud, con la ilusión de deducir lo que está pasando. Porque ella no me lo dice.
No me lo dirá hasta que no encaje en su plan general, y no hay manera de sacarle información cuando ella no está dispuesta a ofrecerla, que puede ser nunca en situaciones extremas. Lucy disfruta con el comportamiento encubierto, le resulta mucho más cómodo ser quién no es que ser quién es. Siempre ha sido así, desde joven. Se nutre del poder del secreto y se siente vigorizada por el drama del riesgo, del verdadero peligro. Cuanto más peligroso, mejor. Todo lo que me ha dicho hasta ahora es que ese robot obsoleto en el apartamento del muerto es un robot de carga llamado MORT, financiado por la DARPA, que en un tiempo se pretendía utilizar para operaciones funerarias en el teatro de operaciones, en otras palabras, retirar los muertos caídos en combate, una parca mecánica. MORT era insensible e inapropiado, y años atrás luché contra él con todas mis fuerzas, pero la peculiaridad de que el muerto tuviese semejante cosa en su apartamento no explica el comportamiento de Lucy.
¿Cuando fue aquella vez que me asustó tanto? No es que haya sido la única vez, pero en aquella ocasión creí que ella podría acabar en la cárcel. Sí, siete u ocho años atrás, cuando ella volvió de Polonia, donde estuvo involucrada en una misión que tenía que ver con la INTERPOL, con operaciones especiales de las que hasta el día de hoy continúo sin tener claras. Nunca sé cuándo me dirá si insisto demasiado, pero no voy a dejar de hacerlo. Aunque en ese caso, he escogido no saber más sobre lo qué hizo allí. Lo que sé es suficiente. Es más que suficiente. Jamás diré eso en cuanto a los sentimientos, la salud o el bienestar general de Lucy, porque me preocupo muchísimo por cada molécula de ella. Ciertamente lo puedo decir acerca de algunos aspectos complejos y clandestinos de su manera de vivir. Por su propio bien y por el mío, hay detalles sobre los cuales no preguntaré. Hay historias que no quiero que me cuenten.
Durante la última hora de vuelo hasta Hanscom Field, se ha mostrado cada vez más preocupada, impaciente, vigilante; es esa alerta lo que tiene un calibre especial. Es eso lo que reconozco. La vigilancia es el arma que saca cuando se siente amenazada y se pone de un humor que temo. En Oxford, Connecticut, cuando nos detuvimos a repostar, no quiso dejar el helicóptero desatendido, ni por un segundo. Supervisó el camión tanque, y me hizo montar guardia en el frío mientras ella iba al interior de la estación aérea para pagar, porque dijo que no confiaba en Marino para que hiciese una guardia como es debido. Me dijo que cuando habían repostado en Wilmington, Delaware, en el vuelo hacia Dover, él había estaba demasiado ocupado en el teléfono para prestar atención a la seguridad o advertir lo que estaba pasando a su alrededor.
Comentó que lo había observado a través de la ventana mientras él paseaba por la pista, hablando y gesticulando, sin duda muy ocupado en contarle a Briggs lo del hombre que supuestamente estaba vivo cuando lo encerraron dentro de mi frigorífico. Lucy me dijo que Marino no miró ni una sola vez hacia el helicóptero. No se dio cuenta de que otro piloto se acercó para echar una ojeada, se puso en cuclillas para inspeccionar el FLIR, el aparato de infrarrojos de barrido frontal (el sol de noche) y le echó un vistazo al interior de la cabina a través del plexiglás. A Marino no se le pasó por la cabeza que las puertas estaban cerradas sin llave, lo mismo que el tapón del depósito de combustible, y por supuesto no había manera de asegurar el capó. Cualquiera puede llegar a la transmisión, al motor, las cajas de velocidad, los órganos vitales de un helicóptero, con solo abrir los cierres.
Basta un poco de agua en el depósito de combustible para que el motor se pare en pleno vuelo. O echar un poco de contaminante en el fluido hidráulico, quizá tierra, aceite o agua, en el depósito, y fallarán los controles, como la dirección asistida en un coche, lo que es un poco más serio, cuando estás a seiscientos metros de altitud. Si de verdad quieres crear un desastre, contaminas el combustible y el fluido hidráulico de forma tal que tengas una parada y un fallo hidráulico al mismo tiempo. Lucy me lo describe con todos los siniestros detalles, mientras volamos con el intercomunicador puesto en «Solo tripulantes» para que Marino no nos oiga. Sería muy desafortunado después del anochecer, comenta, cuando los aterrizajes de emergencia, que ya son bastante difíciles, son mucho peores, porque no puedes ver lo que tienes debajo y más te vale desear que no haya árboles, líneas de alta tensión o alguna otra obstrucción.
Por supuesto, el sabotaje que más le asusta es la colocación de un artefacto explosivo. Está obsesionada en general con los explosivos, para qué se usan en realidad y quién puede utilizarlos contra nosotros, incluido el mismo Gobierno de Estados Unidos si eso le conviene a ciertas agendas. Así que tengo que escuchar esa misma canción durante un rato antes de que continúe deprimiéndome todavía más cuando me explica lo sencillo que sería colocarlo, con preferencia debajo del equipaje o de la alfombrilla en la parte trasera, de forma tal que cuando detonase arrancase el depósito de combustible principal instalado detrás de los asientos traseros. Entonces el helicóptero se convertiría en un crematorio, y eso me hace pensar de nuevo en el soldado del Humvee y su desconsolada madre, que la tomó conmigo por teléfono. Hago un sinnúmero de desafortunadas asociaciones durante el vuelo, porque para bien o para mal cualquier desastre descrito evoca vividos ejemplos de mis propios casos. Sé como muere la gente. Sé exactamente lo que me pasará a mí si lo hago.
Lucy cierra el acelerador y tira del freno del rotor, y en el instante en que las palas dejan de girar, se abre la puerta del conductor del todoterreno de Benton. La luz interior no se enciende. No se encienden en ninguno de los tres todoterreno de la rampa, porque los polis y los agentes federales, incluidos los antiguos, tienen sus manías. No se sientan de espaldas a la puerta. Detestan ponerse el cinturón de seguridad, y no les gustan las luces interiores en sus vehículos. Tienen bien asimilado evitar las emboscadas y las retenciones que puedan impedir sus escapatorias. Se resisten a convertirse en blancos iluminados. Siempre están vigilantes pero no tan alerta como Lucy lo ha estado en estas últimas horas.
Benton camina hacia el helicóptero y espera cerca de la plataforma con las manos en los bolsillos de un viejo abrigo de cuero negro que le regalé hace muchas navidades, su pelo canoso revuelto por el viento. Es alto y delgado contra el fondo de la noche nevada, y sus facciones muestran una expresión alerta en el juego de luces y sombras. Cada vez que lo veo después de una larga separación, observo los ojos de un extraño y me siento atraída de nuevo hacia él, como ocurrió la primera vez hace mucho tiempo en Virginia cuando yo era el nuevo jefe, la primera mujer en Estados Unidos en dirigir una gran organización de médicos forenses, y él era una leyenda en el FBI, el mejor «perfilador» y jefe de lo que entonces era la Unidad de Ciencias del Comportamiento en Quantico. Entró en mi aula, y de pronto me sentí nerviosa e insegura de mí misma, y no tenía nada que ver con los asesinatos en serie que estábamos discutiendo allí.
—¿Conoces a este tipo? —me dice al oído mientras nos abrazamos. Me da un beso suave en los labios, y huelo la fragancia a madera de su loción para después del afeitado. Siento la suavidad del cuero del abrigo contra mi mejilla.
Miro más allá de mi marido al hombre que sale del coche, que ahora veo que es un Bentley azul oscuro o negro que emite el profundo ronroneo de un motor de doce cilindros en uve. Es un tipo grande, con exceso de peso, los carrillos flojos y un flequillo de pelo largo que se agita con el viento. Vestido con un abrigo largo, el cuello subido hasta las orejas, y con los guantes puestos, mantiene una distancia prudente, con el aire indiferente de un conductor de limusina. Pero intuyo que está alerta por nosotros. Parece estar muy interesado en Benton.
—Debe de estar esperando a algún otro —comento cuando el hombre mira el helicóptero, y de nuevo a Benton—. Si no es que se ha confundido.
—¿Puedo ayudarle? —Benton se le acerca.
—Estoy buscando al doctor Scarpetta.
—¿Puedo saber por qué busca al doctor Scarpetta? —Benton es amable pero firme, y no revela nada.
—Me enviaron para hacer una entrega, y las instrucciones que recibí son encontrarme con la persona que viaja en el helicóptero del doctor Scarpetta. ¿A qué cuerpo del servicio pertenece, o quizás es de Seguridad Interior? He visto que tiene un FLIR, un reflector y un montón de equipos especiales. Todo de alta tecnología, ¿qué velocidad alcanza?
—¿Qué puedo hacer por usted?
—Se supone que debo darle algo en mano al doctor Scarpetta. ¿Es usted? Me dijeron que pidiese identificación. —El conductor mira a Lucy y Marino que sacan mis pertenencias del compartimiento del pasajero y de la bodega de carga. El chófer no está interesado en mí, ni siquiera me mira. Soy la esposa del hombre alto y apuesto de pelo canoso. El chófer cree que Benton es el doctor Scarpetta y que el helicóptero es suyo.
—Salgamos de aquí antes de que esto se convierta en una ventisca —dice Benton, y camina hacia el Bentley de una manera que al chófer no le deja otra alternativa que la de seguirle—. He oído que caerán entre quince y veinte centímetros, pero yo creo que caerán más, como si la necesitásemos, ¿no? Vaya invierno. ¿De dónde es usted? No es de aquí. De alguna parte del sur. Supongo que de Tennessee.
—¿Y puede notarlo después de veintisiete años? Supongo que tendré que practicar más el yanqui. Nashville. Me destinaron aquí a la base aérea del ala 66 y nunca más me marché. No soy piloto, pero conduzco bastante rápido. —Abre la puerta del pasajero y se inclina en el interior—. ¿Usted pilota esa cosa? Nunca he volado en uno. Supe de inmediato que su helicóptero no era de las Fuerzas Aéreas. Supongo que si es de la CIA, no me lo dirá.
Sus voces se alejan de mí mientras espero en la rampa donde Benton me ha dejado. Sé que es mejor que lo siga hasta el Bentley, pero estoy poco dispuesta a sentarme dentro de nuestro coche cuando no tengo ni idea de quién es ese hombre, o a qué entrega se refiere, o cómo sabe que alguien llamado Scarpetta estaría en Hanscom, ya fuese en un helicóptero o recibiéndolo, y a la hora que aterrizaría. La primera persona que me viene a la mente es Jack Fielding. Es probable que sepa mi itinerario y miro en mi iPhone. Anne y Ollie han respondido a mi mensaje de texto y ya están en el CFC, esperándome. Pero nada de Fielding. ¿Qué pasa con él? Algo le ocurre, algo serio. Esto no puede ser solamente su típica irresponsabilidad, indiferencia o comportamiento errático. Espero que esté bien, que no esté enfermo, herido o peleando con su mujer, y miro a Benton, que se guarda algo en el bolsillo del abrigo. Viene directo hacia el todoterreno, y ese es su mensaje para mí. Sube y no hagas preguntas en la rampa. Acaba de ocurrir algo que a él no le gusta, a pesar de su actuación relajada y amistosa con el chófer.
—¿Qué es? —le pregunto, mientras cerramos las puertas al mismo tiempo que Marino abre el portón trasero y comienza a cargar mis cajas y maletas.
Benton sube la calefacción y no responde mientras siguen cargando mis pertenencias, y luego Marino viene a mi puerta. Golpea en el cristal con el nudillo.
—¿Qué demonios era eso? —Mira en dirección al Bentley, y la nieve que cae, espesa y fuerte, se congela en la visera de su gorra de béisbol y se funde en sus gafas.
—¿Cuántas personas sabían que tú y Lucy ibais hoy a Dover? —Benton apoya su hombro en mí mientras le habla.
—El general y la capitana como-se-llame, Avallone, cuando intenté dejarle un mensaje a la doctora. Y algunas personas de nuestra oficina lo sabían. ¿Por qué?
—¿Nadie más? Quizás una mención de pasada a los asistentes técnicos sanitarios, o a la policía de Cambridge.
Marino hace una pausa, lo piensa, y una sombra de duda pasa por su rostro. No está seguro de a quién se lo dijo. Intenta recordar, y calcula. Si cometió una tontería, no quiere admitirlo, ya ha oído suficiente sobre lo indiscreto que es. No tiene ganas de que le reprochen de nuevo, aunque para ser justos, no necesita una razón para comportarse como si fuese información clasificada que él y Lucy volasen a Delaware para recogerme. No es un secreto de estado dónde estaba, solo por qué he estado allí, y de todas maneras se suponía que volvía a casa mañana.
—No tiene mucha importancia si lo hiciste. —Benton parece estar pensando lo mismo que yo—. Solo intento averiguar por qué un mensajero sabía que debía esperar aquí la llegada del helicóptero, eso es todo.
—¿Qué clase de mensajero conduce un Bentley? —le pregunta Marino.
—Al parecer de la clase a quien le han dicho tu itinerario, incluido el número de matrícula del helicóptero —responde Benton.
—Condenado Fielding. ¿Qué demonios está haciendo? Está loco perdido, eso es lo que pasa. —Marino se quita las gafas y luego no tiene nada con que limpiarlas, y su rostro parece desnudo y extraño sin las viejas gafas de montura metálica—. Le mencioné a unas cuantas personas que tú probablemente vendrías hoy en lugar de mañana. Me refiero a que es obvio que ciertas personas sabían el problema que teníamos con el tipo muerto sangrando y todo lo demás. —Esto me lo dice a mí—. Pero Fielding era quien sabía con exactitud lo que estabas haciendo, y no hay duda de que conoce el helicóptero de Lucy, dado que ha estado en él antes. Mierda, ni siquiera sabes la mitad de lo ocurrido —añade en un tono sombrío.
—Ya hablaremos en la oficina. —Benton quiere que se calle.
—¿Qué demonios sabemos en realidad de él? ¿En qué cojones está metido? Ya es hora de que dejes de protegerlo. Sin duda no te está protegiendo a ti —me dice.
—Hablaremos de eso más tarde —insiste Benton en un tono de advertencia.
—Te está preparando algo —me dice Marino.
—Ahora no es el momento de entrar en ese tema. —La voz de Benton se vuelve monótona.
—Quiere tu trabajo. O quizá no quiere que tú lo tengas. —Marino me mira y mete las manos en los bolsillos de su chaqueta de cuero y se aparta de mi ventanilla—. Bienvenida a casa, doctora. —Los copos de nieve que entran por la ventanilla los noto fríos y húmedos en mi cara y cuello—. No vale la pena recordarte en quién puedes confiar, ¿verdad? —Me mira mientras subo el cristal de la ventanilla.
Las luces anticolisión destellan rojas y blancas en la punta de las alas de los aviones aparcados, mientras conducimos poco a poco a través de la pista hacia la verja de seguridad, que se acaba de abrir.
Sale el Bentley y nosotros vamos detrás, y advierto que la matrícula de Massachusetts no tiene un sello de empresa, lo que sugiere que el coche no es propiedad de una compañía de limusinas. No me sorprende. Los Bentley son poco habituales, sobre todo por aquí, donde la gente es discreta y conservadora, incluso aquellos que tienen aviones privados. Muy pocas veces veo un Bentley o un Rolls Royce, la mayoría son Toyota o Saab. Pasamos el FBO for Signature, uno de los varios servicios de vuelo en el lado civil del aeropuerto, y apoyo la mano en el suave cuero del bolsillo de Benton sin tocar el sobre blanco crema que apenas se asoma de él.
—¿Querrías explicarme que acaba de pasar? Al parecer te han dado una carta.
—Nadie debería saber que acabas de aterrizar o que podrías estar aquí, no debería saber nada de ti o de tu paradero —dice Benton, y su rostro y voz son duros—. Es obvio que ella llamó al CFC y Jack se lo dijo. Desde luego llamó antes aquí, ¿y a quién sino a Jack?
Lo dice como si en realidad no fuese una pregunta, y no tengo ni idea de a qué se refiere.
—Por el amor de Dios, no entiendo por qué él o cualquier otro querría hablar con ella —continúa Benton, pero no creo que él no entienda de lo que habla. Su tono dice algo del todo distinto. No tengo la impresión de que ni siquiera esté sorprendido.
—¿Quién? —pregunto, porque no comprendo—. ¿Quién llamó al CFC?
—La madre de Johnny Donahue. Al parecer, ese es su chófer. —Indica el coche que tenemos delante.
Los limpiaparabrisas hacen un ruido como de goma de borrar mientras pasan sobre el cristal, apartando la nieve que se ablanda cuando golpea. Miro los pilotos traseros delante de nosotros e intento encontrar algún sentido a lo que Benton me dice.
—Tenemos que ver qué es. —Me refiero al sobre en su bolsillo.
—Es una prueba. Tendrían que abrirlo en los laboratorios —responde.
—Debo saber qué es.
—Acabé la evaluación de Johnny esta mañana —me recuerda Benton—. Sé que su madre llamó al CFC varias veces.
—¿Cómo lo sabes?
—Johnny me lo dijo.
—Te lo dijo un paciente psiquiátrico. Y esa es una información fiable.
—He pasado un total de casi siete horas con él desde que lo ingresaron. No creo que matase a nadie. Hay un montón de cosas que no creo. Pero basándome en lo que sí sé, creo que su madre sí que llamó al CFC —responde Benton.
—Ella no puede creer de verdad que vayamos a discutir el caso de Mark Bishop con ella.
—En estos días las personas creen que todo es información pública, que tienen todo el derecho —afirma, y no es propio de él hacer suposiciones y entregarse a generalidades. Su declaración me suena simplista y evasiva—. La señora Donahue tiene un problema con Jack —añade Benton, y ese comentario sí que me parece auténtico.
—Johnny te ha dicho que su madre tiene un problema con Jack. ¿Por qué tendría opinión sobre él?
—Hay cosas en las que no puedo entrar. —Mira adelante mientras conduce por la carretera nevada. La nieve cae más deprisa, cruza las luces de los faros y golpea contra el cristal.
Sé cuando Benton me oculta algo. Por lo general no me quejo. Ahora mismo no lo hago. Me siento tentada de sacar el sobre de su bolsillo y mirar lo que al parecer la señora Donahue quiere que vea.
—¿Te has encontrado con ella? ¿Habéis hablado? —le pregunto.
—Hasta ahora me las he apañado para evitarlo, aunque ha llamado al hospital, ha intentado dar conmigo, ha llamado varias veces desde que lo ingresaron, pero no es apropiado que yo hable con ella. No es apropiado que hable de un montón de cosas, y sé que tú lo comprendes.
—Si Jack, o alguien más, le ha divulgado detalles sobre Mark Bishop, es algo muy serio —señalo—. Comprendo tu reticencia, o creo que lo hago, pero tengo derecho a saber si lo hizo.
—No sé lo que sabes. Si Jack te ha dicho algo —me dice.
—¿Sobre qué específicamente?
No quiero admitir ante Benton, y sobre todo ante mí misma, que no puedo recordar con exactitud cuándo hablé por última vez con Fielding. Nuestras conversaciones, cuando las hemos tenido, han sido breves y superficiales, y no lo vi cuando estuve en casa varios días durante las vacaciones. Se había ido a alguna parte, al parecer se había llevado a su familia a alguna parte, pero no estoy segura. Hace muchos meses Fielding dejó de compartir conmigo los detalles de su vida personal.
—Específicamente sobre este caso, el caso de Mark Bishop —dice Benton—. Por ejemplo, cuando ocurrió, ¿habló Jack contigo?
El sábado 30 de junio, Mark Bishop, de seis años, estaba jugando en el patio trasero de su casa, más o menos a una hora de aquí, en Salem, cuando alguien le clavó clavos en la cabeza.
—No —respondo—. Jack no habló del caso conmigo.
Yo estaba en Dover cuando el chico fue asesinado, y Fielding se ocupó del caso, algo que era muy extraño, y eso fue lo que pensé entonces. Nunca ha sido capaz de ocuparse de niños, pero por alguna razón decidió ocuparse de este, y me sorprendió. En el pasado, si el cuerpo de un niño iba de camino de la morgue, Fielding se ausentaba. No tenía ningún sentido que Fielding se ocupase del caso de Mark Bishop, y lamento no haber regresado a casa, porque fue mi primer impulso. Tendría que haberlo seguido, pero no quería hacerle a mi segundo al mando lo que Briggs acababa de hacerme a mí. No quería mostrar una falta de confianza.
—Lo he revisado a fondo, pero Jack y yo no hemos hablado del caso, aunque desde luego le indiqué que estaría a su disposición si era necesario. —Siento que me pongo a la defensiva y me detesto cuando lo hago—. Si hablamos en sentido estricto, es su caso. Si hablamos en sentido estricto, yo no estaba aquí. —No puedo evitarlo, y sé que suena débil, como si estuviese inventándome excusas, y me siento enfadada conmigo misma.
—En otras palabras, Jack no intentó compartir los detalles. Diría que no compartió sus detalles —dice Benton.
—Considera dónde he estado y lo que he estado haciendo —le recuerdo.
—No digo que sea culpa tuya, Kay.
—¿Qué es culpa mía? ¿Y a qué te refieres con «sus» detalles?
—Te pregunto si tú le preguntaste a Jack por el caso. Si quizás él evitó hablarlo contigo.
—Ya sabes cómo es cuando se trata de los chicos. En aquel momento, le dejé un mensaje diciéndole que cualquiera de los demás forenses podía ocuparse, pero Jack no aceptó. Me sorprendió que lo hiciese, pero es así como ocurrió. Como te dije, repasé todos los archivos. El suyo, el de la policía, los informes del laboratorio, etcétera.
—Así que en realidad no sabes qué está pasando con el caso.
—Al parecer dices que no lo sé.
Benton guarda silencio.
—¿Saber lo que está pasando además de lo último? ¿La confesión que hizo el chico Donahue? —Intento de nuevo—. Desde luego sé lo que han dicho en las noticias, y que un estudiante de Harvard haya confesado semejante cosa ha salido en todos lados. Es obvio, por lo que dices, que hay detalles que no me han comunicado.
De nuevo Benton no responde. Imagino a Fielding hablando con la madre de Johnny Donahue. Es posible que Fielding le diera detalles sobre dónde iba a estar yo esta noche, y que ella envió a su chófer para entregarme un sobre, aunque el conductor no sabía que el doctor Scarpetta era una mujer. Miro el abrigo negro de Benton. En la oscuridad, alcanzo a ver el vago borde blanco del sobre en su bolsillo.
—¿Por qué alguien de tu oficina tendría que hablar con la madre de la persona que ha confesado el crimen? —La pregunta de Benton suena más como una declaración. No parece requerir una respuesta—. ¿Estamos absolutamente seguros de que no se filtró nada a la prensa sobre que te marchabas de Dover hoy, quizá por este caso? —Se refiere al hombre que murió en Norton's Woods—. Quizás haya una explicación lógica de cómo ella se ha enterado. Una explicación lógica además de Jack. Intento mantener la mente abierta.
A mí no me da la impresión de que esté intentando mantener la mente abierta. Suena como si creyese que Fielding se lo dijo a la señora Donahue por alguna razón, una que yo no acabo de descubrir. A menos que sea lo que Marino dijo hace unos minutos, que Fielding quiere que yo pierda mi trabajo.
—Tú y yo conocemos la respuesta. —Detecto la convicción en mi tono y comprendo lo segura que estoy de lo que Jack Fielding puede ser capaz—. No hay nada en las noticias que yo sepa. Incluso si la señora Donahue lo descubrió de esa manera, no explica cómo sabía el número de registro del helicóptero de Lucy. No explica cómo sabía que yo llegaba en helicóptero o que aterrizaría en Hamscom o a qué hora.
Benton conduce hacia Cambridge y ahora la nieve es una ventisca de copos que se hacen más pequeños. El viento azota el todoterreno, lo sacude y empuja, en la noche volátil y traicionera.
—Excepto que el chófer creyó que tú eras yo —añado—. Lo sé por la manera como trató contigo. Cree que tú eres el doctor Scarpetta, y la madre de Johnny Donahue desde luego debería saber que yo no soy un hombre.
—Es difícil decir lo que ella sabe —señala Benton—. Fielding es el médico forense en este caso, no tú. En un sentido estricto, como dijiste, no tienes nada que ver con el caso. En un sentido estricto, tú no eres responsable.
—Soy la jefa y la responsable final. Al final del día, todos los casos de los forenses de Massachusetts son míos. Tengo que hacer algo al respecto.
—No es a eso a lo que me refiero, pero me alegra que lo digas.
Por supuesto no es a lo que se refiere. No quiero pensar en eso a lo que él se refiere. He estado ausente. De alguna manera se suponía que debía estar en Dover y al mismo tiempo tener al CFC en marcha y funcionando sin mí. Quizá fuera demasiado pedir. Quizá con toda deliberación se estaba preparando todo para que fracasase.
—Estoy diciendo que desde que el CFC abrió, tú has estado invisible —dice Benton—. Perdida y sin noticias.
—Por expreso deseo —afirmo—. El AFME no quiere publicidad.
—Por supuesto que fue con toda intención. No te culpo.
—Fue la intención de Briggs. —Doy voz a lo que sospecho que Benton pretende decir.
No confía en Briggs. Nunca lo ha hecho. Siempre lo he atribuido a los celos. Briggs es un hombre muy poderoso y amenazador, y Benton no se siente poderoso y amenazador desde que dejó el FBI, y luego está el pasado que Briggs y yo compartimos. Es una de las pocas personas que están todavía en mi vida antes de que conociera a Benton. Tengo la sensación de no haber crecido apenas cuando conocí a John Briggs por primera vez.
—El AFME no quiso que concedieras entrevistas sobre el CFC o que hablases públicamente de nada relacionado con Dover hasta que el CFC estuvo montado y tú acabaras con el entrenamiento —continúa Benton—. Eso te mantuvo fuera de los focos durante bastante tiempo. Intento recordar la última vez que estuviste en la CNN. Al menos hace un año.
—Se da la casualidad de que se suponía que yo debía aparecer de nuevo en escena esta noche. Y por una coincidencia, la entrevista en la CNN ha sido cancelada. Es la tercera vez que se cancela, igual que mi regreso aquí fue demorado y demorado.
—Sí. Por coincidencia. Demasiadas coincidencias —dice Benton.
Quizá Briggs me ha comprometido y lo ha hecho con toda intención. Qué brillante sería prepararme para una tarea importante, la tarea más importante hasta ahora, y al mismo tiempo hacerme de forma sistemática menos visible. Para silenciarme. En última instancia, para librarse de mí. La idea es tan sorprendente que no me la creo.
—Las coincidencias de quién, es eso lo que tú necesitarías saber —señala entonces Benton—. No estoy afirmando como un hecho que Briggs hiciese nada maquiavélico. Él no es todo el Pentágono. No es más que un engranaje en una máquina muy grande.
—Sé lo mucho que te desagrada.
—Lo que no me agrada es la máquina. Siempre estará allí. Solo asegúrate de que lo entiendes, si no quieres que te acabe comiendo.
La nieve golpea y rebota contra el cristal mientras pasamos por extensiones de campos abiertos y densos bosques, y la corriente de un arroyo golpea con fuerza contra la barandilla protectora a nuestra derecha cuando pasamos por un puente. El aire aquí debe de ser más frío, los copos de nieve más pequeños y helados mientras lo atravesamos, luego pasamos por tramos de tiempo cambiante que me desconciertan.
—La señora Donahue sabe que el jefe médico forense y director del CFC, alguien llamado doctor Scarpetta, es el jefe de Jack —continúa Benton—. Ella tiene que saberlo si se tomó la molestia de enviarte algo. Pero quizás es todo lo que sabe —resume, como ofreciendo una explicación a lo que acaba de pasar en el aeropuerto.
—Vamos a mirar qué es. —Quiero el sobre.
—Tendría que ir a los laboratorios.
—Ella sabe que soy el jefe de Jack pero no sabe que soy una mujer. —Parece increíble, pero es posible—. Aunque para averiguarlo no tenía más que buscarme en Google.
—No todo el mundo utiliza Google.
Sus palabras me recuerdan lo fácil que es para mí olvidar que hay personas en este mundo que no hacen uso de la informática, incluido alguien que puede tener un chófer y un Bentley. Los pilotos traseros ahora están lejos delante de nosotros en la estrecha carretera de dos carriles, cada vez más pequeños y más distantes mientras el coche circula demasiado rápido para las condiciones meteorológicas.
—¿Le mostraste al conductor tu identificación? —pregunto.
—¿Tú qué crees?
Por supuesto que no.
—Por lo tanto, no sabe que tú no eras yo.
—No por nada que yo haya dicho o hecho.
—Supongo que la señora Donahue continuará creyendo que Jack trabaja para un hombre. Es extraño que Jack le dijese dónde encontrarme y no le indicase a su chófer cómo podría reconocerme, al menos indicarle que no soy un hombre. Ni siquiera utilizar pronombres que podrían indicarlo. Es curioso. No lo sé. —No estoy convencida de lo que estamos conjeturando. No da la sensación de ser acertado.
—No era consciente de que tuvieses tantas dudas sobre Jack. No es que no estén justificadas. —Benton está intentando que me abra. Es el agente del FBI que lleva dentro. No lo había percibido desde hacía tiempo.
—No me digas que ya me la ha jugado dos, tres veces o lo que sea. Por favor —digo resentida—. Ya lo he oído suficiente por hoy.
—Estoy diciendo que no era consciente.
—Y yo solo he sido consciente de mis habituales dudas sobre él —respondo—. No he tenido información suficiente para sentirme más preocupada de lo habitual. —Es mi manera de pedirle a Benton que me dé información suficiente si la tiene, y que no actúe como un poli o un psiquiatra. Le estoy diciendo que no se calle.
Pero él se calla. No dice una palabra. Su atención está puesta en la carretera, su perfil bien marcado en la pobre iluminación de las luces del salpicadero. Así hemos funcionado siempre. Caminamos de puntillas alrededor de la información confidencial y privilegiada. Bailamos alrededor de los secretos. En ocasiones mentimos. Al principio hacíamos trampas, porque Benton estaba casado con otra persona. Ambos sabemos lo que es el engaño. No es algo de lo que me sienta orgullosa, y deseo que no continúe siendo necesario profesionalmente. Sobre todo en este momento. Benton está bailando alrededor de los secretos, y yo quiero la verdad. La necesito.
—Escucha, ambos sabemos cómo es él, y sí, he sido invisible desde que abrió el CFC —continúo—. He estado en un vacío, con la voluntad de hacer todo lo posible para ocuparme de todo a larga distancia mientras trabajaba dieciocho horas al día, sin siquiera un instante para hablar con mi personal por teléfono. Todo el contacto ha sido electrónico, la mayoría por e-mail y PDF. Apenas he visto a nadie. Nunca tendría que haber dejado a Jack al mando dadas las circunstancias. Cuando lo contraté de nuevo y salí de la ciudad, lo dejé todo montado para que ocurriese exactamente lo que ha ocurrido. Tú me lo advertiste, y no eres el único.
—Nunca has querido creer que tienes un grave problema con él —dice Benton de una manera que me intranquiliza todavía más—. Incluso a pesar de haber tenido muchos. Algunas veces no hay suficientes pruebas que nos hagan aceptar una verdad que no podemos soportar. No puedes ser objetiva cuando se trata de él, Kay. No estoy seguro de haber comprendido nunca la razón.
—Tienes razón y lo detesto. —Carraspeo y calmo mi voz—. Y lo siento mucho.
—No sé si alguna vez acabaré de entenderlo. —Me mira con las dos manos en el volante, y estamos solos en la carretera cubierta de nieve y mal iluminada, conduciendo por una oscuridad nevada. Ya no se ve el Bentley delante—. No te estoy juzgando.
—Arruina su vida y me necesita de nuevo.
—No es culpa tuya si él arruina su vida, a menos que haya algo que no me hayas dicho. En realidad, poco importa, seguiría sin ser culpa tuya. Las personas arruinan sus propias vidas. No necesitan de otros para hacerlo.
—Eso no es del todo cierto. Él no escogió lo que le pasó siendo un niño.
—Eso tampoco es culpa tuya —dice Benton, como si supiese más del pasado de Fielding de lo que yo le haya contado, los pocos detalles que tengo. Siempre he tenido mucho cuidado en no investigar a mi personal, sobre todo en no investigar a Fielding. Sé bastante sobre sus primeras tragedias como para tener que entrometerme en aquello de lo que él no quiera hablar.
—Por supuesto suena estúpido —añado.
—Estúpido no. Solo un drama que siempre acabará de la misma manera. Nunca he comprendido del todo por qué sientes la necesidad de representarlo con él. Tengo la sensación de que ocurrió algo. Algo que no me has dicho.
—Te lo digo todo.
—Ambos sabemos que no es verdad para ninguno de los dos.
—Quizá debería ocuparme solo de las personas muertas. —Percibo la amargura en mi tono, el resentimiento que se filtra a través de las barreras que con tanto cuidado he levantado alrededor de la mayor parte de mi vida. Quizá ya no sé cómo vivir sin ellas—. Sé tratar muy bien a los muertos.
—No hables de esa manera —dice Benton en voz baja.
Es porque estoy cansada, me digo a mí misma. Es por lo que ha ocurrido esta mañana cuando la madre negra de un soldado negro muerto me dijo de todo por teléfono, se refirió a mí como quien no sigue la regla de oro sino la regla blanca. Después Briggs quiso pasar por encima de mi autoridad. Es posible que él me haya tendido una trampa. Es posible que quiera que fracase.
—Eso es un maldito estereotipo —entonces dice Benton.
—Una cosa curiosa de los estereotipos. Por lo general están basados en algo.
—No digas estas cosas.
—No habrá más problemas con Jack. El drama se acabará, te lo prometo. En la suposición de que él ya no lo haya acabado, que no haya abandonado el empleo. Desde luego lo ha hecho antes. Hay que despedirlo.
—Nunca fue como tú, nunca lo fue ni lo será, y no es tu maldito hijo. —Benton cree que es así de sencillo, pero no lo es.
—Hay que dejarle marchar —respondo.
—Es un patólogo forense de cuarenta y seis años que nunca se ganó la confianza que le has demostrado, ni se merece nada de lo que haces por él.
—He acabado con él.
—Has acabado con él. Me temo que es verdad y tendrás que dejarle marchar —dice Benton, como si la decisión ya hubiese sido tomada, como si no me correspondiese a mí tomarla—. ¿Qué es lo que te hace sentir tan culpable? —Hay algo en su tono, algo en su comportamiento... No puedo definir qué es—. Es algo que se remonta años atrás, a tus días de Richmond, cuando tú estabas comenzando con él. ¿Por qué la culpa?
—Lamento haber causado tantos problemas. —Eludo su pregunta—. Me siento como la persona que ha fallado a todos los demás. Siento no haber estado aquí. Ni siquiera tengo palabras para manifestar cuánto lo siento. Asumo la responsabilidad por Jack, pero no lo permitiré nunca más.
—Hay algunas cosas de las que no puedes asumir la responsabilidad. Algunas cosas no son culpa tuya, y voy a continuar recordándotelo, y es probable que de todas maneras continúes creyendo que es culpa tuya —manifiesta mi marido, el psicólogo.
No voy a discutir qué es culpa mía y qué no, porque no puedo hablar sobre la razón por la que siempre he sido leal, de una forma irracional, a Jack Fielding. Regresé de Sudáfrica, y mi penitencia fue Fielding. Él era mi servicio público, la condena que me impuse a mí misma como castigo. Estaba desesperada por hacer el bien a través de su persona, porque estaba convencida de que había perjudicado a todos los demás.
—Voy a echar una mirada. —Me refiero a lo que está en el bolsillo del abrigo de Benton—. Sé cómo mirar cartas sin comprometerlas, y necesito saber qué es lo que la señora Donahue ha escrito.
Saco el sobre, lo sostengo con suavidad por los bordes, y descubro que la aleta está sellada con un trozo de cinta adhesiva gris, que cubre en parte una dirección grabada con un tipo de letra antiguo. Ubico la calle como una de Beacon Hill, en Boston, cerca del Public Garden, muy próxima al lugar donde Benton tenía la casa que había pertenecido a su familia durante generaciones. En la parte delantera del sobre está escrito, con una letra elaborada y en tinta Doctor Kay Scarpetta: Confidencial. Tengo cuidado en no tocar nada más con las manos desnudas, sobre todo la cinta adhesiva. Es una buena fuente para huellas digitales, ADN y materiales microscópicos. Las huellas latentes en superficies porosas como el papel solo se pueden obtener empleando un reactivo como la ninhidrina.
—Puede que tengas una navaja a mano. —Coloco el sobre en mi regazo—. Necesito pedirte prestados los guantes.
Benton extiende un brazo y abre la guantera, y en el interior hay una navaja multiuso Leatherman, una linterna, un puñado de servilletas de papel. Saca un par de guantes de cuero del bolsillo del abrigo, y mis manos se pierden en ellos, pero no quiero dejar huellas o borrar las de alguien más. No enciendo la luz de cortesía, porque la visibilidad es mala y empeora. Ilumino lo que hago con la linterna, y meto una hoja pequeña en la esquina del sobre.
La deslizo a lo largo de la parte superior y sacudo el sobre para sacar la carta. Son dos hojas plegadas de un papel de hilo color crema y una marca de agua que no veo con claridad, que parece ser un tipo de emblema o escudo familiar. En el membrete está la misma dirección de Beacon Hill, y las dos páginas están escritas a máquina en letra cursiva, es algo que no he visto en muchos años, quizá por lo menos una década. La leo en voz alta:
Estimado Dr. Scarpetta:
Espero que me perdone lo que sin duda puede ser considerado un gesto inapropiado o presuntuoso por mi parte. Pero soy una madre tan desesperada como solo puede estarlo una madre.
Mi hijo Johnny ha confesado un crimen que sé que no cometió, ni es posible que haya cometido. Desde luego ha tenido en los últimos tiempos unas dificultades que condujeron a buscar tratamiento para él, pero incluso así, nunca ha demostrado ningún problema de comportamiento grave, ni siquiera cuando ingresó en Harvard siendo un chico de quince años muy retraído y maltratado por los compañeros. Caso de tener alguna crisis, creo que no hubiese habido mejor ocasión, porque dejaba el hogar por primera vez y carecía de las capacidades normales para interactuar con los demás y hacer amigos. Lo hizo muy bien hasta el semestre pasado de su último curso cuando su personalidad se alteró de una forma alarmante. Pero no mató a nadie.
El doctor Benton Wesley, un consultor del FBI y miembro del personal del hospital McLean, sabe mucho de los antecedentes de mi hijo y sus obstáculos de desarrollo, y quizá se sienta en libertad de discutir los detalles con usted, dado que no parece inclinado a discutirlo con su asistente, el doctor Fielding. Johnny tiene una historia larga y compleja, y necesito que usted la escuche. Basta decir que cuando le admitieron en McLean el lunes pasado, fue porque se consideró que era un peligro para sí mismo. Él no hizo daño a nadie ni tampoco de la manera como se sugiere que lo hizo. Entonces, de pronto, como surgiendo de la nada, confesó un crimen vil y espantoso, y en cuestión de horas fue transferido a una sala aislada para locos criminales. Yo le pregunto, ¿cómo es posible que las autoridades hayan creído tan rápidamente sus historias absurdas y falsas?
Debo hablar con usted, doctor Scarpetta. Sé que su oficina realizó la autopsia del niño que murió en Salem, y creo que es razonable solicitar una segunda opinión. Por supuesto, usted conoce la conclusión del doctor Fielding de que el asesinato fue premeditado, planeado con mucho cuidado, una ejecución a sangre fría y una iniciación para un culto satánico. Algo tan monstruoso como eso es del todo inconsistente con nada que mi hijo pudiera hacerle a nadie, y nunca ha tenido nada que ver con cultos de ninguna clase. Es una vergüenza suponer que su amor por los libros y películas de terror, sobre hechos sobrenaturales o violentos, pudiera haber tenido alguna influencia para que los representase.
Johnny sufre el síndrome de Asperger. Y está muy bien dotado en algunas áreas, así como es del todo incompetente en otras. Tiene hábitos muy rígidos y rutinas que cumple de forma obsesiva, y el día 30 de enero, él estaba comiendo en el Biscuit con la persona a la cual siente más cercana, una licenciada superdotada llamada Dawn Kincaid, tal como lo hacen todos los sábados por la mañana desde las diez a la una de la tarde. Por lo tanto, no podría haber estado en Salem cuando el niño fue asesinado a media tarde.
Johnny tiene una increíble capacidad para recordar y repetir los más oscuros detalles, y está claro para mí que lo que dijo a las autoridades ha emanado directamente de aquello que le dijeron sobre el caso o que ha aparecido en las noticias. De verdad, parece que él es culpable por razones que no puedo ni siquiera imaginar, e incluso afirma que la «herida punzante» en su mano izquierda fue por uno de los clavos que disparó con la pistola de clavos en el momento de utilizarla contra el niño, algo que es una pura invención. La herida fue autoinfligida, una herida cortante que se hizo con un cuchillo de carne, y una de las muchas razones por las que lo llevamos a McLean. Mi hijo parece decidido a ser severamente castigado por un crimen que no cometió y, por la manera cómo están las cosas, se cumplirá su deseo.
Abajo están los números para ponerse en contacto conmigo. Espero que tenga compasión y que tendré noticias suyas pronto.
Cordialmente,
ERIKA DONAHUE
6
Devuelvo las hojas de papel de hilo al sobre, luego envuelvo la carta en servilletas de la caja de la guantera para protegerla el máximo posible dentro del compartimento de mi bolso. Si he aprendido alguna cosa es que no puedes volver atrás. Una vez que una posible prueba ha sido tocada, contaminada o perdida, es como si una pala de arqueólogo destrozase un tesoro antiguo.
—Parece no saber que tú y yo estamos casados —comento mientras los árboles junto a la carretera se sacuden con el viento, y la nieve cae en un torbellino blanco.
—Puede que no —dice Benton.
—¿Su hijo, lo sabe?
—Yo no hablo de mi vida personal con los pacientes.
—Entonces no debe saber mucho de mí.
Intento deducir cómo es posible que Erika Donahue no le dijese a su chófer que la persona a la que debía entregar la carta es una pequeña mujer rubia y no un hombre alto con el pelo plateado.
—Utiliza una máquina de escribir, eso suponiendo que la mecanografiara ella misma —continuó deduciendo—. Y cualquiera que se tome tanto trabajo para sellar el sobre y asegurar la confidencialidad, sin duda no dejará que ningún otro mecanografíe la carta. Si todavía usa una máquina de escribir, es poco probable que entre en Internet y busque en Google. El papel con marca de agua, la estilográfica, la letra cursiva describe alguien que es un perfeccionista, alguien muy preciso, que tiene una forma rigurosa y precisa de hacer las cosas.
—Es una artista —dice Benton—. Una pianista de música clásica que no comparte los mismos intereses en la alta tecnología que el resto de su familia. Su marido es físico nuclear. El hijo mayor es ingeniero en Langley. Y Johnny, tal como señala, es un superdotado. En matemáticas, ciencias. Escribir esa carta no le ayudará. Desearía que no lo hubiese hecho.
—Pareces muy interesado en él.
—Detesto que las personas que son vulnerables resulten un juicio fácil. Porque alguien que es diferente y no actúa como el resto de nosotros debe ser culpable de algo.
—Estoy segura de que el fiscal del condado de Essex no estará muy contento al oírte decir eso. —He deducido que es quien contrató a Benton para evaluar a Johnny Donahue, pero Benton no está actuando como un consultor, no como alguien de la oficina del fiscal. Está actuando como otra cosa.
—Declaraciones que confunden, falta de contacto visual, falsas confesiones. Un chico con Asperger y su inacabable aislamiento y búsqueda de amigos —dice Benton—. No es nada raro que dicha persona pueda ser influenciada en exceso.
—¿Por qué alguien querría influenciar a Johnny para que se declarase culpable de un crimen violento?
—Lo único que hace falta es la sugerencia de algo sospechoso, algo como puede ser una extraña coincidencia, como podría ser que tú estuvieses hablando como un loco sobre ir a Salem, y que luego asesinasen allí a un niño pequeño. ¿Estás seguro de que te has herido la mano cuando la metiste en un cajón y te pinchaste con un cuchillo, u ocurrió de otra manera y no lo recuerdas? Las personas ven la culpa, y entonces Johnny la ve. Tiene la tendencia a decir aquello que cree que las personas quieren oír y a creer lo que cree que las personas quieren creer. No tiene ninguna comprensión acerca de las consecuencias de su conducta. Las personas con el síndrome de Asperger, sobre todo los adolescentes, destacan en las estadísticas entre las personas inocentes que son apresadas y convictas de un crimen.
Los copos de nieve de pronto son grandes y soplan salvajes, como pétalos de jazmín en un viento violento. Benton reduce la transmisión Tiptronic y apenas si toca los frenos.
—Quizá deberíamos detenernos. —No alcanzo a ver la carretera porque las luces de los faros rebotan en el blanco que nos rodea.
—Un tramo con una tormenta brutal, como un mini estallido. —Se inclina sobre el volante, y mira al frente, mientras las violentas ráfagas de viento nos sacuden—. Creo que lo mejor que podemos hacer es atravesarla.
—Quizá deberíamos detenernos.
—Estamos sobre pavimento. Veo en que carril estamos. Nada que venga de frente. —Mira en el retrovisor—. Nada detrás.
—Espero que tengas razón. —No solo hablo de la nieve. Todo parece amenazador, como si unas fuerzas siniestras nos rodeasen, como si nos estuviesen advirtiendo.
—No ha sido muy inteligente de su parte. Algo emocional, quizás incluso bien intencionada, pero no inteligente. —Benton conduce ahora muy despacio a través del caos blanco—. No es más que un rumor, pero no será útil. Lo mejor será que no la llames.
—Tendré que mostrarle la carta a la policía —respondo—. O al menos mencionársela, para que ellos puedan decidir qué quieren hacer.
—Ella no ha hecho más que empeorar las cosas. —Lo dice como si él fuese quien tomase las decisiones—. No te mezcles en esto llamándola.
—Aparte de intentar influenciar a la oficina del forense, ¿cómo puede empeorar las cosas? —pregunto.
—Hay varios puntos clave que interpreta de forma errónea.
Johnny no lee libros de horror, sobrenaturales o de violencia, ni tampoco ve películas de ese estilo, a menos que yo sepa, y ese detalle no le ayudará en nada. Además, Mark Bishop no fue asesinado a media tarde. Fue más cerca de las cuatro. La señora Donahue quizá no se da cuenta de que acaba de implicar a su hijo —manifiesta Benton, cuando el chubasco blanco acaba con la misma brusquedad que comenzó.
Los copos vuelven a ser pequeños y helados, giran como la arena sobre el pavimento y se acumulan en pequeños montículos en los márgenes de la carretera.
—Es verdad que Johnny estaba en The Biscuit con su amiga —continúa Benton—, pero según él estuvo allí hasta las dos, no hasta la una. Al parecer, él y su amiga habían estado allí muchas veces, aunque no tengo información de que haya mantenido el régimen rígido de ir allí todos los sábados con ella de diez a una.
The Biscuit está en Washington Street, apenas a quince minutos a pie de nuestra casa de Cambridge y pienso en los sábados en que he estado en casa, cuando Benton y yo hemos entrado en el pequeño café, con el menú escrito en una pizarra y los bancos de madera. Me pregunto si alguna vez Johnny y su amiga estuvieron allí al mismo tiempo que nosotros.
—¿Qué dice su amiga de la hora en que salieron del café? —pregunto.
—Ella afirma que se levantó de la mesa alrededor de la una y lo dejó sentado allí, porque él se comportaba de una forma extraña y se negaba a marcharse con ella. De acuerdo con su declaración a la policía, Johnny estaba hablando de ir a Salem para que le leyeran la buena fortuna, hablaba sobre ello de una forma deshilvanada, y continuaba sentado a la mesa cuando ella salió del local.
Encuentro interesante que Benton haya echado una mirada al informe de la policía, o conozca los detalles de lo que había dicho un testigo. Su papel no era determinar la culpa o la inocencia ni siquiera interesarse, sino evaluar si el paciente decía la verdad o estaba mintiendo y era competente para presentarse a juicio.
—Alguien con Asperger tendría problemas con el concepto de que le leyesen la buena fortuna, la lectura de cartas o a cualquier cosa por el estilo —dice Benton, y cuanto más me habla, más perpleja me siento.
Me habla como si él fuese un detective y estuviésemos trabajando juntos en un caso, y no obstante se muestra críptico cuando se trata de Jack Fielding. No hay nada accidental en ello. Mi marido pocas veces deja escapar información, incluso cuando parece que hace lo contrario. Cuando cree que debo saber la información que no puede decirme, busca la manera de que yo la deduzca. Si decide que es mejor que no la sepa, no me ayudará. Es la frustrante manera en que vivimos. Al menos puedo decir que no me aburro con él.
—Johnny no puede pensar en abstracto, no puede comprender las metáforas. Es muy concreto —señala Benton.
—¿Qué pasa con las otras personas del café? —pregunto—. ¿Alguien más puede verificar lo que su amiga dijo o lo que afirma Johnny?
—No hay nada más, aparte de que él y Dawn Kincaid estuvieron allí aquel sábado por la mañana —responde Benton, y no recuerdo haberlo visto tan perturbado por alguien que tiene que evaluar—. No saben nada de que se tratase de una rutina semanal, y cuando Johnny confesó, habían pasado varios días. Es asombroso la mierda de memoria que tiene la gente, y luego comienzan a adivinar.
—Entonces todo lo que tienen es lo que dice Johnny, y ahora lo que su madre dice en esta carta. —Reitero lo que estoy oyendo—. Dice que salió de The Biscuit a las dos, lo que no podría haberle dado tiempo material para llegar a Salem y cometer el crimen alrededor de las cuatro. Pero si su madre dice que se marchó a la una, entonces sí que tendría tiempo suficiente para cometerlo.
—Como dije, no ayuda en nada. Lo que escribe su madre en la carta es muy malo para él. Hasta ahora la única coartada real que alguien puede ofrecer para demostrar que su confesión no vale nada es una cronología problemática. Pero una hora de diferencia lo cambia todo, o podría cambiarlo.
Imagino a Johnny levantándose de la mesa en The Biscuit a la una de la tarde y yendo a Salem. De acuerdo con el tráfico y a qué hora fuera de verdad cuando salió de Cambridge, o Somerville, para ir hacia el norte por la I-95, pudo haber estado en la casa de los Bishop en el distrito histórico alrededor de las dos o dos y media.
—¿Tiene coche? —pregunto.
—No conduce.
—¿Un taxi, el tren? No hay trasbordadores en esta época del año. No comienzan a funcionar de nuevo hasta la primavera, y tendría que haberlo tomado en Boston. Pero tienes razón. Sin un coche, le hubiese llevado más tiempo llegar allí. Una hora puede ser una diferencia importante para alguien que tiene que encontrar un medio de transporte.
—No entiendo dónde consiguió el detalle —dice Benton—. Quizá de él mismo. Puede que cambiase su historia de nuevo. Johnny dijo que salió de The Biscuit a las dos, no a la una, pero quizá cambió el detalle un tanto crítico porque cree que es lo que alguien quiere oír. Sin embargo, sería muy poco usual, muy inusual.
—Tú estuviste con él esta mañana.
—No soy yo quien podría influenciar en él para cambiar un detalle.
Benton está diciendo que el detalle es nuevo y no cree que Johnny haya cambiado su historia sobre la hora en que salió del café. Parece más probable que la señora Donahue cometiese sencillamente un error, pero cuando intento imaginarlo, algo me inquieta.
—¿Cómo pudo conseguir llegar a Salem? —pregunto.
—Pudo haber tomado un taxi, o un tren, pero no hay ninguna prueba de que lo hiciese. Nadie le vio, no hay ninguna factura o billete, nada que pruebe que alguna vez estuvo en Salem, o que tuviera alguna relación con la familia Bishop. Nada, excepto su confesión —manifiesta Benton mientras su mirada se fija en el espejo retrovisor—. Lo que es importante en su historia es que repite palabra por palabra lo que ha dicho en las noticias, y cambia los detalles a medida que cambian las noticias y las teorías. Esa parte de la carta de su madre es cierta. Repite los detalles como un loro. Incluido si alguien sugiere un escenario o una información; en otras palabras, que se lo indique. Ser sugestionable, vulnerable a la manipulación, actuar de una manera que genera sospechas, son señales claras del Asperger. —Vuelve a mirar por el retrovisor—. Y la atención al detalle, con una minuciosidad que a los demás puede parecer estrambótica. Como qué hora es. Siempre ha mantenido que salió de The Biscuit a las dos. Para ser exactos a las dos y tres minutos. Le preguntas a Johnny qué hora es, o a qué hora hizo algo, y te lo dirá casi al segundo.
—¿Entonces por qué cambiaría ese detalle?
—En mi opinión, no lo haría.
—Parecería que sería mucho mejor que dijera que salió más temprano, si en realidad quiere que la gente crea que asesinó a Mark Bishop.
—No es que quiera que otras personas lo crean. Es lo que cree él. No por lo que él recuerda, sino por lo que él no recuerda y por aquello que se le ha sugerido.
—¿Por quién? Suena como si hubiese confesado antes de llegar a ser sospechoso y sometido a interrogatorio. Por lo tanto, no fue la policía quien lo llevó a hacer una falsa confesión.
—No lo recuerda. Está convencido de que sufrió un episodio de disociación al salir de The Biscuit a las dos, de alguna manera llegó a Salem y mató a un niño con una pistola de clavos...
—No lo hizo —le interrumpo—. Eso te lo puedo decir con absoluta certeza. No mató a Mark Bishop con una pistola de clavos. Nadie lo hizo.
Benton no dice nada mientras acelera, de nuevo los copos pequeños suenan como granos de arena cuando golpean el coche.
—Es obvio que la señora Donahue malinterpretó la opinión médica de Jack—. Hablo con convicción mientras otra parte de mí no deja de preocuparse sobre qué voy a hacer respecto a ella. Considero hacer lo que dice Benton y no llamarla. Haré que mi asistente administrativo, Bryce, la llame, a primera hora de la mañana, y le diga que no puedo hablar del caso de Mark Bishop ni de ningún otro caso. Es importante que Bryce no dé la impresión de que estoy muy ocupada, de que no me siento conmovida por la angustia de la señora Donahue, y eso me hace pensar de nuevo en la madre del recluta Gabriel, de las cosas hirientes que me dijo esta mañana en Dover—. Supongo que habrás leído el informe de la autopsia —digo a Benton.
—Sí.
—Entonces sabes que no hay nada en el informe de Jack que mencione una pistola de clavos, solo que las heridas causadas por clavos que penetraron en el cerebro fueron la causa de la muerte. —Decido que no le puedo pedir a Bryce que haga la llamada en mi nombre. La haré yo misma y le pediré a la señora Donahue que no vuelva a ponerse en contacto conmigo. Recalcaré que es por su propia protección. Luego me dominan las dudas, voy y vengo sobre qué hacer con ella, porque ya no estoy segura de mí misma. Siempre he tenido confianza en mi capacidad para tratar con personas devastadas, angustiadas y furiosas, pero no comprendo lo que sucedió esta mañana. La señora Gabriel me trató de racista, nunca nadie me había llamado racista antes.
—La pistola de clavos no ha sido descartada por las personas que cuentan —me informa Benton—. Incluido Jack.
—Me resulta casi del todo imposible de creer.
—Es lo que él ha estado diciendo.
—Es la primera vez que lo oigo.
—Se lo ha estado diciendo a quien quisiera escucharle. No me importa lo que figura en su informe escrito, en los papeles que tú has visto —repite Benton mientras mira por el espejo retrovisor.
—¿Por qué diría algo contrario a los informes del laboratorio?
—Solo repito lo que sé a ciencia cierta que está diciendo; que el arma fue una pistola de clavos.
—Decir que se utilizó una pistola de clavos va del todo en contra de las pruebas científicas y médicas. —En el espejo retrovisor de mi lado veo unos faros muy atrás—. Una pistola de clavos deja marcas de herramienta, que consisten en un único golpe mecánico, similar a la impresión de un percutor en un casquillo. En cambio, lo que tenemos en este caso son marcas de una herramienta en los clavos, que indicarían el uso de un martillo de mano, y hay marcas de martillazos en el cuero cabelludo del niño y un dibujo de contusiones subyacentes. Las pistolas de clavos a menudo dejan un primer residuo similar al residuo de un disparo, pero en las heridas de Mark Bishop no había ningún rastro de plomo, de bario. No se utilizó una pistola de clavos, y de verdad estoy asombrada si lo que estás insinuando es que la policía y el fiscal creen otra cosa.
—No es difícil entender las muchas cosas que las personas prefieren creer en este caso —opina Benton, y acelera para alcanzar la máxima velocidad permitida.
Miro de nuevo por mi espejo retrovisor, y los faros están mucho más cerca. Unas luces blancas azuladas en el espejo. Un todoterreno grande con faros de xenón y faros antiniebla. Marino, me digo. Y detrás de él, espero, estará Lucy.
—Desean creer que la confesión de Johnny es verdad, como ya he dicho —añade Benton—. Desean creer que ha sido un ataque por sorpresa, que Mark Bishop no pudo haber visto al agresor o, si no, se hubiese resistido. Por el amor de Dios, nadie quiere creer que el chico fue tumbado boca abajo, y que sabía lo que le iba a suceder mientras alguien le clavaba clavos en el cráneo con un martillo.
—No tenía heridas defensivas, ninguna evidencia de lucha, ninguna prueba de que lo sujetasen. Está en el informe de Jack. Estoy segura de que lo has visto, y estoy segura de que él se lo explicó todo al fiscal, y a la policía.
—Desearía que tú hubieses hecho la maldita autopsia. —Benton dirige la mirada a sus espejos.
—¿Qué ha estado diciendo Jack más allá de lo que he leído en los informes? Más allá de la posibilidad de una pistola de clavos.
Benton no me responde.
—Quizá no lo sabes —añado, pero creo que sí que lo sabe.
—Dijo que no podía descartar una pistola de clavos —contesta Benton—. Dijo que no es posible decirlo de una forma definitiva. Lo dijo después de que le preguntasen a raíz de la confesión de Johnny. A Jack le preguntaron directa y específicamente si se pudo haber utilizado una pistola de clavos.
—La respuesta definitiva es no.
—Tendría que haberlo discutido contigo. Dijo que en este caso no era posible decirlo de forma definitiva. Dijo que posiblemente fuese una pistola de clavos.
—Te estoy diciendo que no es posible, y es posible decirlo de forma definitiva —señalo—. Esta es la primera vez que oigo hablar de una pistola de clavos, si no cuento lo que se ha colgado en Internet, que he descartado, porque descarto la mayoría de las cosas de las noticias a menos de estar segura de la fuente.
—Él sugirió que si apoyas una pistola de clavos contra la cabeza de alguien, lo que consigues son marcas similares a las de un cañón hechas por una herida a quemarropa. Y es posible que sea lo que estamos viendo en el cuero cabelludo y en el tejido subyacente. Y es por eso por lo que no hay pruebas de resistencia o de que el niño supiese lo que estaba pasando.
—No conseguirías marcas similares a un disparo a quemarropa, y no es posible —insisto—. Las heridas que vi en las fotografías son marcas de martillazos, y solo porque no haya pruebas de una resistencia no significa que el chico no haya sido obligado de alguna manera, convencido o manipulado para que cooperase. A mí me suena como si determinadas personas estuviesen escogiendo pasar por alto los hechos del caso, porque es lo que quieren creer. Eso es muy peligroso.
—Yo creo que es Fielding quien quizás está pasando por alto los hechos de este caso. Tal vez con toda la intención.
—Dios mío, Benton. Pueden ser muchas cosas...
—O es negligencia. Es una cosa o la otra —dice Benton, y tiene algo en mente, por lo menos es lo que creo—. Escucha. Tú has actuado lo mejor posible durante estos seis meses.
—¿Qué se supone que significa eso? —Sé lo que significa. Significa con todas las letras lo que he temido cada día de los que he estado ausente.
—¿Recuerdas cuando él era tu compañero en las épocas oscuras, en Richmond? —Benton se está acercando a una zona que está fuera de límites, aunque es posible que no lo sepa—. Desde el primer día, no fue capaz de hacer las autopsias a niños, es una verdad comprobada, como tú misma has señalado. Si traían el cadáver de un niño, él se escapaba, algunas veces desaparecía durante días. Y tú tenías que salir a dar vueltas por ahí para intentar encontrarlo, ibas a su casa, a su bar preferido, al maldito gimnasio o al taekwondo, dedicado a emborracharse como una cuba o dándole de patadas a alguien. No es a que ninguno de nosotros nos guste ocuparnos de niños muertos, pero él tiene un verdadero problema.
No tendría que haber animado a Fielding a dedicarse a la patología quirúrgica, a trabajar en un hospital de laboratorio, a ocuparse de las biopsias, pero así fue, fui su mentor y lo alenté.
—En cambio, aceptó el caso de Mark Bishop —dice Benton—.
Pudo habérselo pasado a cualquiera de tus otros médicos. Solo espero que no mienta, desde luego espero que no lo haga encima de todo lo demás. —Pero sé que Benton cree que Fielding miente.
—¿Encima de qué más? —pregunto mientras miro por mi espejo retrovisor, y me intriga saber por qué Marino está pegado a nuestro parachoques.
—Espero que alguien no le animase a sugerir la posibilidad de una pistola de clavos pese a saber que no es así. —Benton tiene una manera de mirar por los espejos sin mover la cabeza. Son muchos años de agente secreto, de vigilar su espalda porque de verdad tenía que hacerlo. Algunos hábitos no desaparecen nunca.
—¿Quién? —pregunto.
—No lo sé.
—Pues a mí me suena como si lo supieses. No vas a decírmelo. —Es inútil presionarle. Si no me lo va a decir es porque no puede. Veinte años de baile y nunca ha resultado fácil.
—Está muy claro que los polis quieren resolver el caso cuanto antes —opina Benton—. Quieren que el arma sea una pistola de clavos, porque es lo que Johnny confesó y porque la idea es más fácil de soportar que si fue con un martillo. A mí me preocupa que alguien haya influenciado a Jack.
—¿Alguien lo ha influenciado? ¿O solo estás suponiendo que alguien lo hizo?
—Me preocupa que quizá sea Jack quien esté influenciando a alguien —señala Benton, y es lo que cree de verdad.
—Desearía que Marino se apartase de nuestro parachoques. Me está cegando con sus malditos faros. ¿Qué está haciendo?
—No es Marino —dice Benton—. Su todoterreno no tiene esa clase de faros, y lleva matrícula delantera. Este no. Es de fuera del estado, de un estado que no exige matrícula delantera, o la han quitado o cubierto con algo.
Me vuelvo para mirar y la luz me daña los ojos. El todoterreno está solo a unos pocos metros detrás de nosotros.
—Quizás es alguien que intenta adelantarnos —me pregunto en voz alta.
—Bueno, vamos a ver, pero no lo creo. —Benton reduce la velocidad, y lo mismo hace el todoterreno—. Haré que nos pases, ¿qué te parece? —Le habla al conductor detrás de nosotros—. Toma el número de la matrícula trasera cuando pase —me dice Benton.
Estamos casi detenidos en la carretera, y lo mismo hace el todoterreno. Retrocede rápidamente y hace una vuelta en U, para ir en dirección contraria, y derrapa cuando acelera en la noche nevada en la carretera cubierta de nieve. No alcanzo a leer la matrícula en el parachoques trasero del todoterreno, ni ningún otro detalle excepto que es oscuro y grande.
—¿Por qué nos estaban siguiendo? —le pregunto a Benton como si él pudiese saberlo.
—No sabía que lo estuviese haciendo —responde mi marido.
—Alguien nos estaba siguiendo. Eso es lo que pasaba. Se mantenía demasiado cerca debido al tiempo, porque la visibilidad es tan mala que necesitas mantenerte cerca del otro coche, por si acaso se desvía.
—Sería algún imbécil —afirma Benton—. Nadie sofisticado. A menos que quisiese con toda intención hacernos saber que estaba ahí detrás, o creía que no nos dábamos cuenta.
—¿Cómo es posible? Acabamos de atravesar una ventisca. ¿De dónde demonios vino? ¿Salió de la nada?
Benton coge el móvil y marca un número.
—¿Dónde estás? —le dice a la persona que le responde, y después de una pausa añade—: Un todoterreno grande con faros antiniebla, faros de xenón, sin matrícula delantera, pegado a nuestro parachoques. Así es. Dio una vuelta en U y se alejó a toda velocidad en el otro sentido. Sí, en la ruta 2. ¿Algo así acaba de pasarte? Bueno, es extraño. Ha tenido que doblar otra vez. Bueno, sí... sí. Gracias.
Benton deja el teléfono de nuevo en la consola y me explica:
—Marino está a unos pocos minutos detrás de nosotros, y tiene a Lucy inmediatamente detrás. El todoterreno se esfumó. Si alguien es tan estúpido como para seguirnos, lo intentará de nuevo y nosotros nos daremos cuenta. Si la intención era intimidar, entonces la persona que sea no conocía su objetivo.
—Ahora somos un objetivo.
—Cualquiera con dos dedos de frente no lo intentaría.
—Debido a ti.
Benton no responde. Pero lo que digo es verdad. Cualquiera que sepa algo de Benton tendría claro lo estúpido que sería creer que se le puede intimidar. Siento su parte dura, su aureola de acero. Sé lo que puede hacer si lo amenazan. Él y Lucy son similares cuando se les enfrentan. Lo reciben con alegría. Pero Benton es más frío, más controlador y contenido que mi sobrina.
—Erika Donahue. —Es el primer pensamiento que acude a mi mente—. Ya envió a una persona a interceptarnos, y dudo que se dé cuenta de lo peligroso que es el encantador y apuesto psicólogo de Harvard que tiene su hijo.
Benton no sonríe.
—Eso no tiene sentido.
—¿Cuántas personas conocen nuestro paradero? —No sirve de nada intentar aligerar el humor, que sin duda es intenso. Benton tiene su propio calibre de vigilancia. Es diferente al de Lucy, y es mucho más hábil a la hora de ocultarlo—. O mi paradero. ¿Cuántas personas lo saben? —Continúo—. No solo la madre o el chófer. ¿Qué hizo Jack?
Benton acelera de nuevo y no me responde.
—No estarás pensando que Jack tiene alguna razón para intimidarme, o para intentarlo —añado.
Benton no contesta, y conducimos en silencio, y no hay ninguna otra señal del todoterreno con los faros antiniebla y los faros de xenón.
—Lucy sospecha que está bebiendo mucho. —Benton por fin comienza a hablar—. Pero tendría que decírtelo ella. Y también Marino. —Su tono es monótono, y capto que no está dispuesto a perdonar. No siente nada más que desdén por Fielding, aunque guarde silencio al respecto la mayor parte del tiempo.
—¿Por qué mentiría Jack? ¿Por qué intentaría influir en alguien? —Vuelvo al mismo tema.
—Al parecer, llega muchas veces tarde y desaparece, y vuelve a tener los problemas de piel. —Benton no responde a mi pregunta—. Espero que no esté consumiendo esteroides aparte de todo lo demás, sobre todo a su edad.
Me resisto a la habitual defensa de que cuando Fielding está muy estresado, tiene problemas de eczema, de alopecia, y que no lo puede evitar. Siempre ha estado obsesionado con su cuerpo, es un caso clásico de megarexia o dismorfia muscular, y lo más probable es que se pueda atribuir a los abusos sexuales que sufrió siendo un niño. Parece absurdo continuar repasando la lista, y esta vez no voy a hacerlo. Por una vez, no lo haré. Continúo mirando mi espejo retrovisor. Pero los faros de xenón y los faros antiniebla han desaparecido.
—¿Por qué mentiría en este caso? —pregunto de nuevo. ¿Por qué querría influenciar a alguien al respecto?
—No puedo imaginar cómo puedes conseguir que un niño se quede quieto para que le hagan eso —dice Benton, y está pensando en la muerte de Mark Bishop—. La familia estaba en el interior de la casa, y afirman que no oyeron gritos, que no oyeron nada. Afirman que Mark estaba jugando y al instante siguiente yacía boca abajo en el patio. Intento imaginar lo que ocurrió y no puedo.
—De acuerdo. Hablemos de eso, dado que no vas a responder a mi pregunta.
—He intentado imaginarlo, reconstruirlo, y no he conseguido nada. La familia estaba en casa. Es un patio pequeño. ¿Cómo es posible que nadie viese ni oyese nada?
Su rostro es sombrío cuando pasamos por delante de Lanes & Games, donde Marino juega a los bolos en una liga. ¿Cuál es el nombre de su grupo? Spare None. Sus nuevos compañeros, polis y militares.
—Creía haberlo visto todo, pero no se me ocurre cómo sucedió —repite Benton, porque no puede o no quiere decirme lo que tiene en mente sobre Fielding.
—Una persona que sabe exactamente lo que está haciendo. —Yo puedo imaginarlo. Puedo imaginarme con todos los dolorosos detalles lo que hizo el asesino—. Alguien que fue capaz de tranquilizar al niño, quizás atraerlo para que hiciese lo que se le decía. Quizá Mark creyó que era parte de un juego, una fantasía.
—Un extraño aparece en su patio y le hace participar en un juego que consiste en que le clavan clavos en la cabeza, o fingir hacerlo, lo que es más probable —comenta Benton—. Quizá. ¿Pero un extraño? No lo sé. He echado de menos hablar contigo.
—No fue un extraño, o al menos no para Mark. Sospecho que fue alguien de quien quizá no tenía razones para sospechar, no importa lo que se le pidiese. —Baso esto en lo que sé a partir de sus heridas o la falta de ellas—. El cadáver no mostraba ninguna indicación de que estuviese aterrorizado o dominado por el pánico, de alguien que intenta resistirse o escapar. Creo que lo más probable es que conociese al asesino o se sintiese inclinado a cooperar con él por alguna razón. Yo también he echado de menos hablar contigo, pero ahora estoy aquí y tú no hablas conmigo.
—Estoy hablando contigo.
—Uno de estos días te echaré pentotal sódico en la copa, y descubriré todo lo que nunca me has dicho.
—Si funcionase, creo que haría lo mismo. Pero entonces ambos tendríamos graves problemas. No quieres saberlo todo. O no deberías. Y lo más probable es que yo tampoco.
—Cuatro de la tarde del treinta de enero. —Estoy pensando en lo oscuro que estaría cuando asesinaron a Mark—. ¿A qué hora se puso el sol aquel día? ¿Qué tiempo hacía?
—Era noche cerrada a las cuatro y media, hacía frío y el cielo estaba cubierto —responde Benton, que habría averiguado todos estos detalles si hubiese estado investigando el caso.
—Estoy intentando recordar si había nieve en el suelo.
—No en Salem. Mucha lluvia debido a la bahía. El agua calienta el aire.
—O sea que no recuperaron huellas de pisadas en el patio de los Bishop.
—No. Y a las cuatro estaba anocheciendo y el patio estaba en sombras debido a los arbustos y los árboles —dice Benton, como si fuese el detective encargado del caso—. Según ha explicado la familia, la señora Bishop, la madre, salió a las cuatro y veinte para que Mark entrase en casa, y lo encontró tendido boca abajo entre las hojas.
—¿Por qué estamos aceptando que acababan de matarlo cuando lo encontraron? Desde luego, las pruebas físicas no nos permiten señalar la hora exacta de la muerte a las cuatro en punto.
—El hecho de que los padres recordasen haber mirado a través de la ventana alrededor de las cuatro menos cuarto y vieran a Mark jugando —dice Benton.
—¿Jugando? ¿Qué significa eso exactamente? ¿A qué clase de juego?
—No lo sé con precisión. —Benton y de nuevo sus evasivas—. Me gustaría hablar con la familia. —Sospecho que ya lo ha hecho—. Faltan muchos detalles. Pero estaba jugando solo en el patio, y cuando su madre miró a través de la ventana alrededor de las cuatro y cuarto, no le vio. Así que salió para que entrase en casa y lo encontró, intentó resucitarlo, luego lo recogió y se lo llevó a toda carrera al interior. Llamó a emergencias a las cuatro y veintitrés, estaba histérica, dijo que su hijo no se movía ni respiraba, que le preocupaba que se hubiese ahogado con algo.
—¿Por qué creyó que podía haberse ahogado?
—Al parecer, antes de salir a jugar, se llevó unas golosinas de Navidad en el bolsillo, y la última cosa que su madre le dijo cuando él salía por la puerta fue que no comiese caramelos mientras corría o saltaba.
No puedo evitar pensar que este es la clase de detalles que Benton solo pudo conseguir de los Bishop en persona. Tengo la sensación de que habló con ellos.
—¿No sabemos a qué clase de juegos jugaba? ¿Estaba solo, corría y saltaba?
—Me metí en este caso después de que Johnny hiciese su confesión. —Benton de nuevo es evasivo—. Por alguna razón, no quiere hablar de lo que hacía Mark en el patio trasero—. La señora Bishop dijo más tarde a la policía que no vio a nadie en la zona, que no había ninguna señal de que alguien hubiese estado en su propiedad, y hasta que Mark llegó a urgencias no supo que había sido asesinado. Los clavos habían sido clavados hasta el fondo, el pelo los tapaba, y no había sangre. Y habían desaparecido los zapatos. Calzaba un par de Adidas mientras jugaba en el patio. No estaban, y no han aparecido.
—Un niño jugando en el patio casi en la oscuridad. Sigo pensando que es difícil imaginar que cooperase con un extraño. A menos que fuese alguien que representase algo en lo que él confiaba instintivamente —insisto para recalcar ese punto.
—Un bombero. Un poli. Un tipo que conduce el camión de los helados. Esa clase de cosas. —Benton lo dice con naturalidad, como si no hubiese ningún riesgo en hablarlo—. O peor. Un miembro de su propia familia.
—¿Un miembro de su familia lo mataría de una forma tan siniestra y sádica y luego se llevaría sus zapatos? Llevarse los zapatos suena como llevarse un recuerdo.
—O para que se suponga que lo es —dice Benton.
—No soy psicólogo forense —le recuerdo—. Estoy interpretando tu papel, y no debería hacerlo. Me gustaría ver dónde ocurrió. Jack nunca fue a la escena del crimen, y tendría que haber hecho una visita retrospectiva. —Mi humor empeora mientras lo digo. No fue a la escena de Mark Bishop, y tampoco fue a Norton's Woods.
—O cualquier otro chico. Chicos jugando a lo que se convirtió en un juego letal —señala Benton.
—Si fue otro chico —respondo—, estaba muy bien informado sobre anatomía.
Recuerdo las fotografías de la autopsia, la cabeza del niño con el cuero cabelludo levantado hacia atrás. Imagino los escáneres, las imágenes tridimensionales de cuatro clavos de hierro de seis centímetros que penetran en el cerebro.
—Quien quiera que lo hiciera no pudo haber escogido ubicaciones más letales para clavar los clavos —explico—. Tres pasaron a través del hueso temporal por encima de la oreja izquierda y penetraron en el encéfalo. Uno fue clavado en la nuca, en dirección hacia arriba, de forma tal que lesionó la unión cérvico-medular, es decir, en el segmento superior de la médula espinal.
—¿Murió rápido?
—Casi en el acto. El clavo en la nuca lo hubiese matado en minutos, es tan poco tiempo como el que tardas en morir cuando ya no puedes respirar. La herida en la C-uno y la C-dos de la médula espinal afecta a la respiración. A la policía, al fiscal y también al jurado les costaría mucho creer que otro chico podría haberlo hecho. Parece que la intención fue causar la muerte, una muerte casi instantánea, y también premeditada, a menos que el martillo y los clavos estuviesen en la escena, en el patio o la casa, y según todas las indicaciones no estaban. ¿Correcto?
—Había un martillo. Pero en todas las casas hay un martillo. Además, las marcas de la herramienta no coinciden. Pero tú ya lo sabes por los informes del laboratorio. No se encontró ningún clavo como los que se utilizaron. Ni tampoco una pistola de clavos —dice Benton.
—Eran clavos con cabeza en forma de ele, los típicos que se usan para poner suelos.
—Según la policía, no se encontraron clavos de ese tipo en la residencia —repite.
—De hierro, no de acero inoxidable. —Continúo con los detalles de las fotografías, de los informes de laboratorio, y mientras me oigo, soy consciente de que estoy revisando el caso con Benton como si fuese mío. Como si fuese suyo. Como si estuviésemos trabajando de la manera que solíamos trabajar en nuestros primeros días juntos—. Con rastros de óxido a pesar de la capa protectora de zinc, lo que sugiere que no acababan de ser comprados —añado—. Quizás estaban dispersos en alguna parte y expuestos a la humedad, y posiblemente al agua salada.
—No había nada así en la escena. Ningún clavo de suelo con cabeza en forma de ele, ningún clavo de hierro —dice Benton—. El padre ha estado propagando el rumor de una pistola de clavos, al menos públicamente.
—Públicamente. Eso significa que habló con los periódicos.
—Sí.
—¿Pero cuándo? ¿Cuándo se lo dijo a los medios? Es la pregunta importante. ¿De dónde vino el rumor y cuándo? ¿Sabemos a ciencia cierta si comenzó con el padre? Porque si es así, es significativo. Podría indicar que está ofreciendo una coartada al sugerir un arma que no tiene, que está intentando llevar a la policía en una dirección errónea.
—Estuvimos pensando lo mismo —dice Benton—. El señor Bishop lo sugirió a los medios, pero la pregunta es: ¿alguien se lo sugirió a él primero?
Detecto más sutilezas. A mí se me ocurre que Benton sabe cómo comenzó el rumor de la pistola de clavos. Sabe quién lo comenzó, y no es difícil adivinar lo que está suponiendo. Jack Fielding está intentando influir en lo que la gente piensa de este caso. Quizá Fielding es quién está detrás del rumor que aparece en todos los medios.
—Tendríamos que hacer una retrospectiva. Estoy intentando recordar el nombre del detective de Salem. —Hay tanto que hacer, tanto que me he perdido. A duras penas sé por dónde empezar.
—Saint Hilaire. Nombre de pila, James.
—No lo conozco. —Soy una extraña en mi propia vida.
—Está convencido de la culpabilidad de Johnny Donahue, y me preocupa de verdad que solo sea una cuestión de tiempo que sea acusado de asesinato en primer grado. Tenemos que actuar deprisa. Cuando Saint Hilaire lea lo que la señora Donahue acaba de escribirte, será peor. Se convencerá aún más. Tenemos que hacer algo rápido —afirma Benton—. Se supone que no debería importarme lo más mínimo, pero me preocupa porque Johnny no lo hizo y no le caerá bien a ningún jurado. Es inapropiado. No interpreta bien a las personas, y ellos tampoco a él. Creen que es duro y arrogante. Se ríe cuando algo no es gracioso. Es rudo, descortés y no tiene conocimiento. Todo el asunto es absurdo. Un travestismo. Es probable que sea uno de los ejemplos clásicos más evidentes de una confesión falsa.
—¿Entonces por qué todavía está encerrado en una unidad en MacLean?
—Necesita tratamiento psiquiátrico, pero no, no tendría que estar encerrado en una unidad de pacientes sicóticos. Esa es mi opinión, pero nadie me escucha. Quizá tú puedas hablar con Renaud y Saint Hilaire y ellos te escuchen. Iremos a Salem y repasaremos el caso con ellos. Mientras estemos allí, echaremos un vistazo.
—¿Y la crisis de Johnny? —pregunto—. Si debemos creer a su madre, estuvo bien en sus primeros tres años en Harvard y de pronto tuvo que ser hospitalizado. ¿Qué edad tiene?
—Dieciocho. Volvió a Harvard el otoño pasado para comenzar su último año y estaba muy alterado —responde Benton—. Agresivo, verbal y sexualmente, y cada vez más agitado y paranoico. Pensamientos desordenados y percepciones distorsionadas. Síntomas similares a la esquizofrenia.
—¿Drogas?
—Ninguna en absoluto. Se le hicieron las pruebas cuando confesó el asesinato y dio negativo, incluso el pelo dio negativo, ni drogas ni alcohol. Su amiga, Dawn Kincaid, ya licenciada, está en el MIT. Ella y Johnny trabajaban juntos en un proyecto. Se preocupó tanto por Johnny que acabó por llamar a su familia. Esto ocurrió en diciembre. Luego, hace ahora una semana, Johnny fue admitido en McLean con una herida de arma blanca en la mano y le dijo a su psiquiatra que había asesinado a Mark Bishop; afirmó que había tomado el tren a Salem y que llevaba una pistola de clavos en la mochila. Dijo que necesitaba hacer un sacrificio humano para librarse de un ente malvado que se había apoderado de su vida.
—¿Por qué clavos? ¿Por qué no otro tipo de arma?
—Algo que ver con los poderes mágicos del hierro. Y la mayor parte de esto ha sido publicado en las noticias.
Recuerdo haber visto algo en Internet sobre el hueso del diablo y lo menciono.
—Eso es. Así llamaban al hierro en el antiguo Egipto —explica Benton—. Venden huesos del diablo en algunas tiendas de Salem.
—Unidos en una equis que puedes llevar en una bolsa de satén rojo. Los he visto en algunas casas de brujería. Pero no es el mismo tipo de clavos. Los que venden en las tiendas de brujería se parecen más a carramplones, porque se supone que deben parecer antiguos. Pero dudo que estén tratados con zinc, que estén galvanizados.
—Al parecer, el hierro protege contra los espíritus malévolos, y esa es la explicación de que Johnny utilizase clavos de hierro. Esa fue su explicación. Su historia no tiene nada de original, como tú has señalado, es una de las teorías que comentaron en las noticias el día anterior a que confesase el asesinato. —Benton hace una pausa y después añade—: Tu propia oficina ha sugerido como motivo la magia negra, al parecer debido a la conexión con Salem.
—Nuestro trabajo no es ofrecer teorías. Nuestro trabajo es ser imparciales y objetivos, y por lo tanto no sé qué quieres decir cuando dices que nosotros sugerimos semejante cosa.
—Solo te estoy diciendo que se ha discutido.
—¿Con quién? —Pero lo sé.
—Jack siempre ha ido por libre. Pero parece haber perdido el poco control que tenía de sus impulsos —dice Benton.
—Creo que hemos establecido que Jack es un problema que ya no puedo resolver. ¿Qué proyecto? —Vuelvo a lo que Benton mencionó de la amiga de Johnny Donahue en el MIT. ¿Cuál es la licenciatura de Johnny?
—Ciencias informáticas. Desde principios del verano pasado estaba trabajando en Otwahl Technologies, en Cambridge. Como señaló su madre, está excepcionalmente dotado en algunas áreas...
—¿Haciendo qué? ¿Qué hacía allí? —Visualizo mentalmente la sólida fachada de hormigón que se levanta como la presa Hoover no muy lejos de donde acabamos de pasar, la parte de Cambridge donde el todoterreno con los faros de xenón nos seguía antes de desaparecer.
—Ingeniería de software para UGV, vehículos terrestres no tripulados y tecnologías relacionadas —dice Benton, como si no fuese nada importante porque él no sabe lo que yo sobre los UGV.
Unmanned Ground Vehicles. Robots militares como el prototipo MORT en el apartamento del hombre muerto.
—¿Qué está pasando aquí, Benton? —pregunto con pasión—. ¿Por el amor de Dios, qué está pasando aquí?
7
La tormenta ha amainado, así como el viento, y la nieve ya tiene varios centímetros de profundidad. El tráfico es fluido en Memorial Drive; el tiempo no tiene mucha importancia para las personas acostumbradas a los inviernos de Nueva Inglaterra.
Los tejados de los colegios mayores del MIT y los campos de deportes están cubiertos de un manto blanco a la izquierda de la carretera, y al otro lado la nieve se mueve como si fuera humo sobre el carril de bicicletas. Los cobertizos de las embarcaciones desaparecen en la helada negrura del río Charles. Más al este, donde el río desagua en la bahía, el perfil urbano de Boston es una serie de formas rectangulares y manchas de luz en la noche lechosa. No hay tráfico aéreo sobre Logan, ningún avión a la vista.
—Tenemos que encontrarnos con Renaud tan pronto como sea posible. Cuando antes, mejor. —Benton cree que Paul Renaud, el fiscal de distrito del condado de Essex, debería saber que puede haber algo más en la confesión de Johnny Donahue, que de alguna manera el estudiante de Harvard y el hombre muerto en mi frigorífico podrían estar relacionados—. Pero, ¿y si esto involucra a la DARPA? —añade Benton.
—Otwahl recibe financiación de la DARPA. Pero no es la DARPA, no es el Departamento de Defensa. Es civil, es una industria privada internacional —respondo—. Desde luego que está muy vinculada con el Gobierno a través de sustanciales aportaciones, decenas de millones; quizá mucho más que eso después de su tosca invención del MORT.
—La pregunta es en qué están metidos ahora. ¿En qué están trabajando ahora que podría ser significativo en este caso?
—Con toda sinceridad no podría decirlo, no a ciencia cierta. Aunque con solo ver el lugar parece obvio a qué se dedican. —Si tuviésemos que volver hacia Hanscom pasaríamos a menos de un kilómetro y medio de Otwahl Technologies y su instalación de pruebas de superconductores, un enorme complejo con su propia policía privada—. Lo más probable es que sea investigación sobre neutrones, ciencia de los materiales y cómo aplicaría a las nuevas tecnologías.
—Robótica —dice Benton.
—Robots, nanotecnología, ingeniería de software, biología sintética. Lucy sabe algo al respecto.
—Es probable que más que algo.
—Conociéndola, mucho más que algo.
—Es muy probable que estén fabricando malditos humanoides para que nunca nos quedemos sin soldados.
—Puede ser. —No bromeo.
—Y Briggs sabe lo del robot en el apartamento de ese tipo. —Benton se refiere a la casa del muerto—. ¿Debido a los vídeos? ¿Qué más hay al respecto? Me pregunto si le dijo a Jack algo sobre el tema, lo llamó y le alertó con sus preguntas.
Le explico algo más, le brindo un relato más detallado del hombre y las grabaciones que descubrió Lucy; grabaciones que Marino, de forma inapropiada, le mandó por e-mail a Briggs antes de que yo tuviese oportunidad de verlas primero, y cuando tuve la ocasión de verlas, fue solo de forma superficial, de camino a la terminal de aviación civil en Dover. Le cuento a Benton todo lo relacionado con el robot de seis patas, el Mortuary Operational Removal Transport, conocido como MORT, que está aparcado dentro de la casa, al lado de la puerta, y le recuerdo las controversias, los desacuerdos que tuve con ciertos políticos y sobre todo con Briggs sobre el hecho de utilizar esa máquina para recuperar bajas en el teatro de operaciones o en cualquier otra parte.
Describo su inhumanidad, el horror de una construcción metálica accionada por un motor a gasolina que suena como una motosierra que va avanzando para recuperar a seres humanos heridos o muertos, sujetándolos con unas pinzas que parecen las mandíbulas de una hormiga gigante.
—Piensa en el mensaje que recibes si te estás muriendo en el campo de batalla y eso es lo que tus camaradas envían a rescatarte —le digo a Benton—. ¿Qué clase de mensaje le estás enviando a los seres queridos de las víctimas cuando lo vean en las noticias?
—Utilizaste ese mismo lenguaje provocativo cuando hablaste ante el Subcomité del Senado ocupado en los fondos de defensa —afirma Benton.
—No recuerdo lo que dije.
—Estoy seguro de que no hiciste ningún amigo en Otwahl. Es probable que te ganases a unos cuantos enemigos de los que no tienes ni idea.
—No era por Otwahl o ninguna otra compañía tecnológica. Lo único que hizo Otwahl fue crear un vehículo robot autónomo. Fue a los de Pentágono a los que se les ocurrió su utilidad. Creo que en un principio MORT se suponía que iba a ser un robot de carga, nada más. Ni siquiera recordaba que Otwahl fuera la compañía hasta esta noche. Nunca fue una preocupación para mí. Mi desacuerdo era con el Pentágono y estaba dispuesta a defender mi territorio. —Casi digo «esa vez», pero me contengo. Benton no sabe nada de la ocasión en que no defendí mi territorio.
—Enemigos que no han olvidado. Esa clase de enemigos nunca olvidan. Lamento no haberlo sabido cuando estaba sucediendo —dice Benton, porque él no estaba cuando yo estaba haciendo enemigos en el Congreso. Estaba metido en un programa de protección de testigos y no estaba precisamente en posición de darme muchos consejos o asesoramiento, ni siquiera podía asegurarme que no estuviese muerto—. Seguro que guardas algunos archivos sobre el tema, registros que se remontan a entonces.
—¿Por qué?
—Me gustaría echarles una ojeada, ponerme al día. Podrían explicar unas cuantas cosas.
—¿Como qué?
—Me gustaría mirar el material que guardas de entonces —dice Benton.
Transcripciones de mi testimonio, vídeos de los trozos transmitidos en C-SPAN: todo lo que guardo estará en la caja de seguridad en el sótano de Cambridge, junto con ciertos artículos que no quiero que vea. Un grueso archivador de fuelle gris y fotografías que hice con mi propia cámara. Trozos de cartón blanco con manchas de sangre improvisadas, días antes de que existiesen los equipos FTA ADN, porque si la sangre se seca al aire puede durar para siempre, y sabía hacia donde iba la tecnología. Sobres blancos con trozos de uñas, vello púbico y pelo de la cabeza. Muestras orales, anales y vaginales, y bragas rotas ensangrentadas. Una botella vacía de Chablis, una lata de cerveza. Objetos que saqué de contrabando de un continente negro a medio mundo de distancia, hace más de dos décadas, pruebas que no debería tener, objetos que no debería haber analizado de forma privada, pero lo hice. Considero seriamente que si Benton estuviese al tanto de los casos de Ciudad del Cabo, quizá no sentiría lo mismo por mí.
—Ya conoces ese viejo dicho de que la venganza es un plato que se sirve frío —continúa—. Jodiste un proyecto de millones de dólares, un proyecto conjunto entre el Departamento de Defensa y Otwahl Technologies, y pisaste unos cuantos callos, y aunque han pasado muchos años, sospecho que hay personas allí que no lo han olvidado, aunque tú sí. Y ahora estás aquí, trabajando con el Departamento de Defensa en el patio trasero de Otwahl. Una oportunidad perfecta para una venganza calculada, para devolverte el favor.
—¿Devolverme el favor? ¿Un hombre que cae muerto en Norton's Woods es devolverme el favor?
—Solo creo que deberíamos conocer al resto de los personajes...
Luego dejamos de hablar sobre el tema, porque hemos llegado al puente que conecta Cambridge con Boston, el Mass Ave Bridge, o lo que los lugareños llaman el puente Harvard o el puente MIT, según sus lealtades. Delante, mis oficinas se elevan como un faro, en forma de silo con una cúpula de cristal en la parte alta, siete pisos con paredes de titanio reforzado con acero. La primera vez que Marino vio el CFC dijo que se parecía a una bala dumdum, las balas expansivas, y en la nevada oscuridad, supongo que así es.
Dejamos Memorial Drive, nos apartamos del río, y tomamos la primera a la izquierda para entrar en el aparcamiento, alumbrado con luces de seguridad solares y rodeado por una cerca con un recubrimiento de PVC negro que no se puede trepar ni cortar. Saco el mando a distancia de mi bolso y aprieto un botón para abrir la verja. Entramos por encima de unas huellas de neumáticos que casi están recubiertas del todo por un polvo blanco fresco. Los coches de Anne y Ollie ya están ahí, aparcados al lado de las furgonetas de doble tracción y todoterrenos del CFC, y advierto que falta uno, uno de los todoterreno. Tendría que haber cuatro, pero uno de ellos no está y no está ahí desde antes que comenzase a nevar, probablemente el investigador médico legal de guardia.
Me pregunto quién está de guardia esta noche y por qué esa persona ha salido con uno de nuestros vehículos. Estará de servicio fuera, o quizás esté en su casa, y miro alrededor como si no hubiese estado aquí antes. Por encima de la verja a ambos lados hay edificios de laboratorios que pertenecen al MIT, de cristal y ladrillo, con antenas y parabólicas de radar en los tejados, las ventanas oscuras, excepto por algunas donde se ve un débil resplandor como si alguien se hubiese dejado encendida una lámpara de mesa o la luz del techo. La nieve ha dejado sus huellas en el suelo nocturno, y es sonora como el granizo cuando Benton se acerca al edificio, a la plaza designada para el director, junto al aparcamiento de Fielding, que está vacío y cubierto de nieve.
—Podríamos ponerlo en el muelle —dice Benton con ilusión.
—Sería aprovecharse, dado que nadie más puede —respondo—. De todas maneras, no está autorizado. Solo para camionetas y entregas.
—Dover te ha dejado huella. ¿Tengo que saludar?
—Solo en casa.
Bajamos, y la nieve llega a los tobillos de mis botas y no se aplasta debajo porque está demasiado fría, los copos son pequeños y están helados. Marco el código en el teclado junto a una puerta cerrada que comienza a abrirse con mucho ruido mientras Marino y Lucy entran en el aparcamiento. La sala de recepción parece un pequeño hangar sellado con pintura blanca, y montada en el techo hay una grúa monorriel, una grúa motorizada para levantar cuerpos demasiado grandes para ser trasladados a mano. Hay una rampa interior que lleva a una puerta metálica, y aparcada a un lado está nuestra furgoneta blanca para trasladar cuerpos, lo que en Dover llamábamos el camión del pan, diseñada para transportar hasta seis cuerpos en camillas, o en cajas de transferencia y para servir como laboratorio móvil en la escena de un crimen cuando se necesita.
Mientras espero a Marino y Lucy, recuerdo que no voy vestida para Nueva Inglaterra. Mi chaqueta táctica era muy adecuada en Delaware, pero ahora estoy helada. Intento no pensar en lo agradable que sería estar sentada delante de un buen fuego, con una copa de whisky de malta o un bourbon, y ponerme al día con Benton de cosas al margen de las tragedias, la traición y los enemigos con memoria de elefante, de apartarme de todos. Quiero beber y hablar con sinceridad con mi marido, dejar a un lado los juegos y los subterfugios y no preguntarme lo que él sabe. Anhelo un momento normal con él, pero nosotros no sabemos qué es eso. Incluso cuando hacemos el amor tenemos nuestros secretos y nada es normal.
—Ninguna actualización excepto Lawless. —Marino responde a una pregunta que nadie ha formulado mientras la puerta de la sala se cierra detrás de nosotros—. Por fin ha enviado por e-mail las fotografías de la escena. Pero dice que no ha habido suerte con el perro. Nadie ha llamado para informar de un galgo perdido.
—¿Qué galgo? —pregunta Benton.
Estaba demasiado ocupada describiendo a MORT y no mencioné nada más de lo que vi en los vídeos. Me siento como una tonta.
—Norton's Woods —respondo—. Un galgo blanco y negro llamado Sock que al parecer escapó cuando los ATS estaban ocupados con nuestro caso.
—¿Cómo sabes que su nombre es Sock?
Se lo explico mientras tengo el pulgar sobre el sensor de la cerradura biométrica para que pueda escanear mi huella. Abro la puerta que da a la planta del edificio y menciono que el perro puede tener un microchip que nos daría información útil sobre la identidad del propietario. Añado que algunos grupos de rescate colocan microchips a los viejos galgos de carreras antes de darlos en adopción.
—Eso es interesante —dice Benton—. Creo que les vi.
—Te miró cuando tú estabas saliendo del camino en tu coche deportivo alrededor de las tres y cuarto de la tarde de ayer —le explica Lucy cuando entramos en la zona de trabajo, un espacio abierto con una oficina de seguridad, una balanza de suelo digital y una pared de inmensas puertas de acero inoxidable que dan a las salas de enfriamiento y la nevera.
—¿De qué hablas? —pregunta Benton a mi sobrina.
—¿Todo este tiempo los dos en el coche, conduciendo a través de la ventisca, y no lo has puesto al día de todas estas cosas? —me espeta Lucy. No es fácil cuando está de ese humor.
Siento la presencia del enojo, aunque tiene razón. Ella también te conoce, pienso. Te conoce tan bien como tú la conoces a ella. Sabe muy bien cuando algo me preocupa y me empecino en guardarlo para mí misma, y me he sentido preocupada y empecinada desde que dejé Dover. Fue una estupidez por mi parte no entrar en esa clase de detalles con los que Benton podría echar una mano. No conozco a nadie más psicológicamente astuto. Seguro que podría aportar muchas ideas sobre los minutos captados por las cámaras ocultas en los audífonos del muerto.
En cambio, me obsesioné con la DARPA, porque en realidad estaba obsesionada con Briggs. No puedo dejar atrás lo que ha ocurrido hoy, lo que ocurrió hace décadas, y cómo eso que él empezó parece no acabar nunca. Conoce aquel lugar oscuro de mi pasado, un lugar al que no llevo a nadie, y una parte de mí nunca le perdonará haber creado ese lugar. Fue idea suya que fuese a Ciudad del Cabo. Fue su maldito y brillante plan.
—Él y el galgo pasaron por delante de tu camino solo unos minutos antes de morir —está explicando Lucy a Benton, pero su mirada permanece fija en mí—. Si no te hubieses marchado, habrías oído las sirenas. Es probable que hubieses ido allí para ver lo que estaba pasando y quizás ahora tendrías alguna información útil para nosotros.
Me mira como si estuviese viendo ese lugar oscuro. Me consuelo diciéndome a mí misma que no es posible que lo sepa. Nunca se lo he dicho, ni tampoco a Benton, ni a Marino, ni a nadie. Los documentos fueron destruidos, excepto esos que yo conservo. Briggs me lo prometió hace décadas cuando dejé el AFIP y me trasladé a Virginia. Ya sabía que los informes desaparecerían sin que me lo dijesen. Lucy no tiene la combinación de mi caja de seguridad, me recuerdo a mí misma. Benton tampoco. Nadie la tiene.
—Si pasas por mi laboratorio —dice Lucy a Benton—, te mostraré los vídeos.
—Tú no los has visto —digo a Benton, porque no estoy segura. Se comporta como si no los hubiese visto, pero no sé si no es más de lo mismo, más secretos.
—No, no los he visto —responde, y suena como si fuese verdad—. Pero quiero verlos, y los veré.
—Es curioso que aparezcas en ellos —comenta Lucy—. Tu casa aparece en ellos. Es de verdad siniestro. A mí me impresionó cuando lo vi.
El guardia de seguridad del turno de noche está sentado detrás de la ventanilla de cristal y nos saluda con un gesto, pero no se levanta de su mesa. Se llama Ron, es un hombre grande, musculoso, de piel oscura, con el pelo muy corto y ojos pocos amistosos. Parece tenerme miedo, y es obvio que ha recibido instrucciones de mantener su puesto, no ser sociable, no importa quien sea. Solo puedo imaginarme las historias que ha oído, y Fielding vuelve a entrar en mis pensamientos. ¿Qué le ha pasado? ¿Qué problema ha creado? ¿Cuánto daño ha causado a este lugar?
Me acerco hasta la ventanilla del guardia de seguridad y miro el registro de entrada. Desde las tres de la mañana han llegado cuatro cadáveres: un muerto en un accidente de tráfico, un homicidio por arma de fuego, y una asfixia con una bolsa de plástico que está sin determinar.
—¿El doctor Fielding está aquí? —pregunto a Ron.
Policía militar retirado del cuerpo de marines, siempre pulcro y orgulloso en su uniforme azul oscuro con la bandera estadounidense, la insignia de la AFME en los hombros y un placa de latón del CFC enganchada en la camisa. Su rostro es desconfiado y no muestra la menor calidez, detrás de la separación de cristal mientras responde que no ha visto a Fielding. Me comunica que Anne y Ollie están aquí, pero nadie más. Ni siquiera está el investigador legal de decesos. Ron me informa con una voz monótona, y detrás de cada palabra hay un «señora». Eso me recuerda lo frío y condescendiente que los «señora esto» y «señora lo otro» pueden sonar y lo cansada que acabé de oírlo en Dover. Randy está trabajando desde su casa debido al mal tiempo, me explica Ron. Al parecer, Fielding le dijo que estaba bien, aunque no fuese así. Va en contra de las reglas que establecí. Los investigadores de turno no trabajan desde casa.
—Estaremos en la sala de rayos X —digo a Ron—. Si aparece alguien más, nos encontrará allí. Pero a menos que sea el doctor Fielding, primero necesito saber quién es para darle autorización. En realidad, creo que debería saber si el doctor Fielding aparece. Sabe qué, no importa quién sea, tengo que saberlo si aparece.
—Si el doctor Fielding viene, usted quiere que la llame, señora, que la avise —repite Ron como si no estuviese seguro de lo que he querido decirle, o quizás está poniéndome en tela de juicio.
—Afirmativo —digo, para dejarlo bien claro—. Nadie debe entrar sin más, sin importar que trabaje aquí. A menos que yo diga lo contrario, quiero que a partir de ahora todo quede sellado.
—Comprendido, señora.
—¿Alguna llamada de los medios? ¿Alguna señal?
—Continúo vigilando, señora. —Montados en tres de las paredes hay monitores, cada uno dividido en cuadrantes que muestran imágenes cambiantes recogidas por las cámaras de seguridad en el exterior y en zonas estratégicas como los pasillos, los muelles, los ascensores, el vestíbulo y Jas puertas que conducen al edificio—. Sé que hay alguna preocupación por el hombre que encontraron en el parque. —Ron mira a Marino, como si entre los dos hubiese un entendimiento.
—Bien, ya sabe dónde estaremos por ahora. —Abro otra puerta—. Gracias.
Un largo pasillo blanco con el suelo de baldosas grises lleva a una serie de habitaciones ubicadas en orden lógico que facilita el flujo de nuestro trabajo. La primera parada es identificación, donde los cuerpos son fotografiados, se les toman las huellas digitales y se recogen los efectos personales que no han sido retirados por la policía para guardarlos en taquillas. Luego viene la gran sala de rayos X, que incluye el escáner para las tomografías computerizadas, y más allá está la habitación de autopsias, la sala de recogida de ropa sucia y materiales sépticos, la antesala, los vestuarios, las taquillas, el laboratorio de antropología y el laboratorio Bio-4 reservado para casos sospechosos de infecciones o contaminación. El pasillo forma un círculo que acaba donde comienza, en el muelle de recepción.
—¿Qué sabe seguridad de nuestro paciente de Norton's Woods? —le pregunto a Marino—. ¿Por qué cree Ron que existe una preocupación?
—Yo no le he dicho nada.
—Pregunto qué sabe.
—No estaba de servicio cuando nos marchamos. Hoy no le he visto.
—Me pregunto qué le habrán dicho —repito cargada de paciencia porque no quiero discutir con Marino delante de los demás—. Es obvio que esta es una situación muy delicada.
—Ordené antes de marcharme que todos estuviesen alerta a la presencia de los medios —dice Marino, y se quita la cazadora de cuero cuando llegamos a la sala de rayos X, donde la luz roja encima de la puerta indica que se está utilizando el escáner. Anne y Ollie no hubiesen comenzado sin mí, pero es su costumbre para evitar que las personas entren en un lugar donde hay niveles de radiación mucho más altos de lo permitido para los pacientes vivos—. Tampoco fue idea mía que Randy o los demás trabajen desde casa —añade Marino.
No pregunto desde cuándo está ocurriendo o quiénes son los «demás». ¿Quién más ha estado trabajando desde casa? Me entran ganas de decirle que esta es una instalación gubernamental, una instalación paramilitar, no una industria casera.
—Maldito Fielding —murmura Marino—. Lo está jodiendo todo.
No respondo. Ahora no es el momento para discutir lo jodido que está todo.
—Ya sabes dónde estaré. —Lucy camina hacia el ascensor, y con el codo aprieta el botón de gran tamaño. Desaparece detrás de las puertas de acero deslizantes mientras yo paso mi pulgar sobre otro sensor biométrico y se abre el mecanismo de cierre.
Dentro de la sala de control, el radiólogo forense, doctor Oliver Hess, está sentado en su lugar detrás de un cristal con aislamiento de plomo, el pelo canoso desordenado, el rostro somnoliento, como si lo hubiesen sacado de la cama. Poco más allá, a través de la puerta abierta, veo el Siemens Somatom Sensation color blanco crema y oigo el ventilador de su sistema de refrigeración por agua. El escáner es una versión modificada del que usan en Dover, equipado con correaje para sujetar las cabezas y correas de seguridad, el cableado bajo la superficie, el parámetro sellado y la mesa cubierta con una gruesa capa de vinilo para proteger el sistema, que vale millones de dólares, de los contaminantes, como pueden ser los fluidos corporales. Ligeramente inclinado hacia abajo en dirección a la puerta para facilitar el movimiento de los cadáveres, el escáner está preparado para entrar en acción, mientras la técnica Anne Mahoney está colocando marcadores radiopacos TC en la piel del cadáver de Norton's Woods. Tengo una sensación extraña cuando entro. Me resulta familiar, aunque nunca lo he visto antes, solo partes del cadáver en los vídeos que vi en el iPad.
Reconozco el tinte de su piel marrón claro y sus dedos finos, situados a los costados sobre una sábana azul desechable, sus largos y delgados dedos un tanto curvados y duros por el rigor.
En los vídeos oí su voz y vi atisbos de las manos, las botas, las prendas de vestir, pero no he visto su rostro. No estoy segura de lo que imaginé, pero me siento un tanto inquieta ante sus delicadas facciones, el largo cabello castaño rizado y las pecas en sus mejillas suaves. Aparto la sábana. Es muy delgado, de un metro sesenta y ocho de estatura y, como mucho, sesenta y cinco kilos de peso, con muy poco vello corporal. Podría pasar con toda facilidad como un muchacho de dieciséis años, y entonces recuerdo a Johnny Donahue, que no es mucho mayor. Muchachos. ¿Podría ser un común denominador? ¿O lo es Otwahl Technologies?
—¿Hay algo? —le pregunto a Anne, una mujer de treinta y tantos años, de aspecto vulgar, con el pelo castaño áspero y los ojos de color avellana muy expresivos. Es probable que sea la mejor persona de mi equipo, puede hacer de todo, ya se trate de diferentes tipos de radiografías, ayudar en la morgue o en las escenas del crimen. Siempre está dispuesta.
—Esto. Lo vi cuando lo desnudé. —Sus manos con guantes de látex sujetan el cuerpo por la cintura y la cadera, y lo mueven para que vea una pequeña marca en el lado izquierdo de la espalda a nivel de los riñones—. Es obvio que se pasó por alto en la escena porque no sangró, al menos no mucho. ¿Ya sabes lo de su hemorragia, que yo misma presencié con mis dos ojos, cuando iba a escanearlo a primera hora de esta mañana? ¿Que sangró en abundancia por la nariz y la boca después de que lo metiesen en la bolsa y lo transportasen?
—Por eso estoy aquí. —Abro un cajón para coger una lente de aumento, y luego Benton aparece a mi lado con una máscara de cirugía, bata y guantes—. Tiene algo que parece una herida —le digo mientras me acerco al cuerpo y amplío una herida irregular que parece un ojal pequeño—. Está claro que no es el orificio de un disparo. Una herida cortante hecha por una hoja muy angosta, como un cuchillo de deshuesar, pero con dos filos. Algo así como un estilete.
—¿Un estilete en la espalda lo haría caer fulminado? —La mirada de Benton es escéptica por encima de la mascarilla.
—No. No a menos que fuese apuñalado en la base del cráneo y le cortasen la médula espinal. —Pienso en Mark Bishop y en los clavos que lo mataron.
—Como dije en Dover, quizá le inyectaron algo —ofrece Marino cuando entra cubierto de pies a cabeza con prendas protectoras, incluido un visor y un gorro, como si estuviese preocupado por los patógenos aéreos o esporas letales, como el ántrax—. Quizás algún tipo de anestesia. En otras palabras, una inyección letal. Eso sin duda te haría caer en redondo.
—En primer lugar, un anestésico como el pentotal sódico se inyecta por vía intravenosa, como sucede también con el bromuro de pancuronio y el cloruro de potasio. —Me pongo los guantes—. No se inyectan en la espalda de la persona. Lo mismo pasa con el mivacurio y con la succinilcolina. Si quieres matar a alguien de forma definitiva y rápida con un bloqueante neuromuscular es mejor que se lo inyectes por vía intravenosa.
—Pero si se lo inyectas en un músculo, también te mata, ¿no? —Marino abre un armario y saca la cámara. Busca en un cajón y encuentra una regla de plástico de quince centímetros para la referencia de tamaño—. En las ejecuciones, a veces la inyección no encuentra la vena y da en el músculo, y el condenado muere de todas maneras.
—Una muerte lenta y muy dolorosa —respondo—. Según todos los relatos, la muerte de este hombre no fue lenta, y esta herida no ha sido causada por una aguja.
—No digo que los técnicos de la prisión lo hagan adrede, pero ocurre. Bueno, es probable que sea adrede. De la misma manera que algunos enfrían el cóctel para asegurarse de que el condenado sienta el efecto, la mano helada de la muerte —dice Marino para beneficio de Anne, porque se opone con pasión a la pena capital. Su manera de coquetear es ofenderla cada vez que viene.
—Eso es repugnante —afirma Anne.
—Eh. No es que a ellos les importe las personas que matan, ¿no? Ni tampoco les importa que sufran. Acabas recogiendo lo que siembras. ¿Quién ha escondido el maldito marcador de etiquetas?
—Lo hice yo. Me pasé la noche despierta pensando en las maneras de vengarme.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
—Solo por ser como eres.
Marino busca en otro cajón, encuentra el marcador de etiquetas.
—Parece muchísimo más joven de lo que dijeron los ATS. ¿Alguien más se ha fijado en eso? No crees que parece tener menos de veinte y tantos años —pregunta Marino a Anne—. Parece un jovenzuelo.
—Apenas adolescente —asiente ella—. Claro que todos los chicos universitarios empiezan a parecerme así. Parecen bebés.
—No sabemos si era un estudiante universitario —les recuerdo a todos.
Marino quita el papel en el dorso de una etiqueta impresa con la fecha y el número de caso, y la pega en la regla de plástico.
—Recorreré la zona donde se produjo el asalto, veré si alguno de los porteros de los edificios de apartamentos lo reconoce, lo haré yo mismo solo para no dar más material a la fábrica de rumores. Si vive por aquí, y parece lo más probable, basándonos en lo que se ve en los vídeos, alguien tiene que recordarle, a él y al perro. Sock. ¿Qué clase de nombre es ese para un perro?
—Es probable que no sea su nombre completo —dice Anne—. Los criadores de galgos de carreras les ponen unos nombres más largos, como Sock It to Me, Darned Sock o Sock Hop.
—Siempre le insisto en que debe ir a un concurso de preguntas y respuestas —recuerda Marino.
—Es posible que su nombre esté en el registro —comento—. Algún nombre que tenga Sock, eso suponiendo que no tengamos suerte con el microchip.
—Suponiendo que encuentres al maldito perro —dice Marino.
—Espero que ahora mismo estemos buscando sus huellas digitales, su ADN en los registros, ¿no es así? —Benton mira el cadáver con atención como si le estuviese hablando.
—Le tomé las huellas esta mañana, y no ha habido suerte, nada en el AFIS. Nada en el sistema nacional de personas desaparecidas y no identificadas. Tendremos su ADN mañana y lo pasaremos por el CODIS. —Las grandes manos enguantadas de Marino colocan la regla debajo de la barbilla del hombre—. No obstante es curioso lo del perro. Alguien tiene que tenerlo. Creo que deberíamos pasar una información a los medios sobre un galgo perdido y un número para que la gente llame.
—No vamos a decir nada —respondo—. Ahora mismo nos mantendremos apartados de los medios.
—Así es —interviene Benton—. No queremos que los malos sepan que tenemos ni la más remota idea del perro, y mucho menos que lo estamos buscando.
—¿Los malos? —pregunta Anne.
—¿Qué más? —Camino alrededor de la mesa para hacer lo que Lucy llama un «reconocimiento de altura», y miro con mucha atención el cuerpo de cabeza a los pies.
Marino está sacando fotos y dice:
—Antes de ponerlo de nuevo en el frigorífico esta mañana, comprobé sus manos en busca de rastros, recogí cualquier cosa preliminar, incluidos los efectos personales.
—No me dijiste nada de efectos personales. Solo que no parecía tener ninguno —le recuerdo.
—Un anillo de sello, un reloj de acero Casio. Un par de llaves en un llavero. Veamos, ¿qué más? Un billete de veinte dólares. Una caja de madera pequeña, vacía, pero donde busqué rastros de droga. La caja de madera aparece en el vídeo. Se ve durante un segundo mientras la sujeta inmediatamente después de llegar a Norton's Woods.
—¿Dónde la encontraste? —pregunto.
—En su bolsillo. Allí la encontré.
—Así que la sacó del bolsillo en el parque y luego la guardó de nuevo en el bolsillo antes del episodio terminal. —Recuerdo lo que vi en el iPad, la caja pequeña sujeta con el guante negro.
—Yo diría que deberíamos estar buscando en la variedad de lo que se inhala o se fuma —opina Marino—. Yo me decanto por la maría. No sé si te has fijado —me dice—, pero tenía una pipa de cristal en un cenicero de su mesa.
—Ya veremos lo que aparece en toxicología —contesto—. Haremos un análisis de alcohol y un peinado para drogas. ¿Cómo vamos de tiempo por allí?
—Le dije a Joe que nos pusiese en la cabeza de la lista. —Anne se refiere al jefe de toxicología, al que traje conmigo desde Nueva York, tras robárselo de una manera un tanto descarada a los laboratorios del Departamento de Policía de Nueva York—. Tú eres la jefa. Lo único que tienes que hacer es pedirlo. —Me mira a los ojos—. Bienvenida a casa.
—¿Qué clase de sello, y qué aspecto tiene el llavero? —pregunta Benton a Marino.
—Un escudo de armas, un libro abierto con tres coronas —dice Marino, y veo que disfruta al ver a Benton en desventaja. El CFC es terreno de Marino—. Nada escrito, ninguna frase en latín, nada por el estilo. No sé cuáles son los escudos del MIT o de Harvard.
—No es lo que tú describes —responde Benton—. ¿Puedo utilizar esto? —Señala un ordenador en el mostrador.
—El llavero es uno de esos aros de acero con un trozo de cuero que te enganchas en el cinturón —continúa Marino—. Y como todos sabemos, no llevaba billetero, ni siquiera un móvil. Yo creo que eso es poco habitual. ¿Quién sale a pasear sin el móvil?
—Llevaba a pasear a su perro y escuchaba música. Quizá no pensaba estar fuera mucho tiempo y no quería hablar por teléfono —opina Benton mientras escribe las palabras de búsqueda.
Muevo el cadáver sobre el lado derecho y miro a Marino.
—¿Puedes ayudarme?
—Tres coronas y un libro abierto —dice Benton—. Universidad de la Ciudad de San Francisco. —Escribe un poco más—.
Una universidad online que se especializa en ciencias de la salud. ¿Una universidad online tiene anillos de promoción?
—¿En qué taquilla están sus efectos personales? —pregunto a Marino.
—La número uno. Tengo la llave si la quieres.
—La querré. ¿Algo que los laboratorios necesiten analizar?
—No creo.
—Entonces nos quedaremos con sus efectos personales hasta que vayan a la funeraria o a su familia, cuando descubramos quién es —respondo.
—Y después tenemos Oxford —interviene Benton, que continúa buscando en Internet—. Pero si el anillo que llevaba era de Oxford, tendría escrito Universidad de Oxford, y tú dices que no tenía ningún lema ni nada escrito.
—No —dice Marino—. Pero parece como si alguien se lo hubiese encargado, oro liso y grabado con el escudo, así que no sería oficial como el que compras en una escuela, y no lleva un lema ni nada escrito.
—Puede —dice Benton—. Pero si el anillo fue encargado, me cuesta imaginar que sea de la Universidad de Oxford, me sentiría más inclinado a pensar que fue a un colegio universitario online y quería tener un anillo, porque no hay otra manera de conseguir uno, suponiendo que quieras proclamar al mundo que eres alumno de un colegio universitario online. Este es el escudo de armas de la Universidad de la Ciudad de San Francisco. —Benton se hace a un lado para que Marino vea lo que está en la pantalla del ordenador, un elaborado escudo con lambrequines azul y oro, y un búho dorado encima con tres flores de lis doradas, debajo, tres coronas, y en el medio un libro abierto.
Marino sujeta el cuerpo de lado, y mira lo que está en la pantalla desde donde está con los ojos entrecerrados. Se encoge de hombros.
—Quizá. Si llevaba un grabado, si la persona lo mandó hacer para él, quizá no tendría tantos detalles. Podría ser eso.
—Miraré el anillo —prometo mientras examino el cuerpo externamente y tomo notas en una planilla.
—No hay ninguna razón para creer que tuvo una pelea, o que quizá consigamos el ADN del atacante, o del reloj o lo que sea. Pero ya me conoces. —Marino resume lo que me estaba diciendo sobre procesar los efectos personales del muerto—. Tomé muestras de todo. Nada me pareció fuera de lugar excepto que su reloj se había detenido, uno de aquellos automáticos como los que le gustan a Lucy, un cronógrafo.
—¿A qué hora se detuvo?
—Lo tengo escrito. En algún momento después de las cuatro de la mañana. Unas doce horas después de que muriera. Así que tiene una pistola de calibre nueve milímetros con dieciocho balas, pero no lleva móvil —añade—. Vale. Pero podría ser que no se lo dejase en casa y alguien se lo llevase. Quizá también se llevó al perro. Es lo que no dejo de preguntarme.
—Había un móvil sobre la mesa en los vídeos que vi —le recuerdo—. Creo que enchufado a un cargador cerca de uno de los ordenadores. Cerca de la pipa de cristal que mencionaste.
—No podemos ver todo lo que hizo antes de marcharse. Puede que quizá cogiese el teléfono al salir —conjetura Marino—. O quizá tenía más de uno. ¿Quién demonios lo sabe?
—Lo sabremos cuando encontremos su apartamento —dice Benton, mientras pone en marcha la impresora para imprimir lo que ha encontrado en Internet—. Me gustaría ver las fotos de la escena.
—Te refieres a cuando yo encuentre el apartamento. —Marino deja la cámara sobre el mostrador—. Porque soy yo quien irá a buscarlo. Los polis cotillean más que las viejas. Encontraré dónde vive el tipo, luego pediré ayuda.
8
En un diagrama corporal, anoto que a las once y quince de la noche el cuerpo está totalmente rígido y refrigerado. Tiene un esquema de decoloraciones rojo oscuro y zonas blancas posicionales que indican que estaba acostado sobre la espalda con los brazos rectos a los costados, las palmas hacia abajo, totalmente vestido, y con un reloj en la muñeca izquierda y un anillo en el dedo meñique izquierdo por lo menos durante doce horas después de morir.
La hipóstasis post mórtem, mejor conocida como lividez o livor mortis, es una de mis indicaciones favoritas, aunque a menudo es malinterpretada incluso por aquellos que deberían saberlo. Puede parecer un morado debido a un trauma cuando de hecho está causado por el vulgar fenómeno fisiológico de la sangre que no circula amontonándose en las venas pequeñas debido a la gravedad. La lividez es rojo oscuro, o puede ser púrpura con zonas más claras de blanqueo debido a que reposaron sobre una superficie firme, y no importa lo que me digan sobre las circunstancias de la muerte, el cuerpo en sí mismo no miente.
—No hay ninguna marca de livor secundaria que pueda indicar que el cuerpo se movió cuando el livor aún se estaba formando —observo—. Todo lo que veo es consistente con que lo metieron dentro de una bolsa y colocaron el cuerpo sobre una plataforma, sin moverse.
Añado un diagrama corporal a la tablilla y dibujo las impresiones hechas por un elástico, un cinturón, las joyas, los zapatos y los calcetines, zonas claras en la piel que muestran la forma de un elástico, una hebilla, una tela o un tejido.
—Desde luego sugiere que ni siquiera movió los brazos, no forcejeó, y eso es bueno —decide Anne.
—Exacto. De haber despertado, por lo menos tendría que haber movido los brazos. Por lo tanto, eso es estupendo —asiente Marino, y aprieta las teclas cuando una imagen llena la pantalla del ordenador sobre el mostrador.
Tomo nota de que el hombre no lleva piercings, ni tatuajes, y está limpio, con las uñas bien cortadas y la piel suave de alguien que no hace trabajos manuales ni realiza ninguna actividad física que pudiese causar callos en las manos o en los pies. Palpo la cabeza, en busca de defectos, como pueden ser las fracturas u otras heridas, y no encuentro nada.
—La pregunta es si estaba boca abajo cuando cayó. —Marino está mirando lo que el investigador Lester Law le ha enviado por e-mail—. ¿O está boca arriba en estas imágenes porque los ATS le dieron la vuelta?
—Para reanimarlo tuvieron que ponerlo boca arriba, sin duda. —Me acerco más para mirar.
Marino pasa varias fotos, todas mostrando lo mismo pero en diferentes perspectivas: el hombre boca arriba, la cazadora verde oscuro y la camisa abierta, la cabeza girada hacia un lado, los ojos entrecerrados; un primer plano de su rostro, restos pegados a los labios, que parecen ser partículas de hojas muertas, hierba y polvo.
—Amplía eso —le digo a Marino, y con un clic del ratón, la imagen se hace más grande y el rostro juvenil del hombre llena la pantalla.
Vuelvo al cadáver detrás de mí y busco heridas en el rostro y la cabeza, y noto un rasguño en la parte interior de la barbilla. Le bajo el labio inferior y veo una pequeña laceración, lo más probable hecha por los dientes inferiores cuando cayó y se golpeó de cara contra el sendero de grava.
—Eso no puede ser la causa de toda la sangre que vi —dice Anne.
—No, no puede ser —asiento—. Pero sugiere que golpeó el suelo de cara, lo que también sugiere que cayó como una piedra, ni siquiera se tambaleó o intentó interrumpir la caída. ¿Dónde está la bolsa en que lo trajeron?
—Está desplegada en una mesa de la sala de autopsias. Supuse que querrías echarle una ojeada —me dice Anne—. Y sus prendas se están secando allí. Cuando lo desnudé, lo puse todo en el armario junto a tu puesto de trabajo. La número uno.
—Bien. Gracias.
—Quizás alguien le golpeó —propone Marino—. Quizá le distrajo dándole un puñetazo o un codazo en el rostro, y después lo apuñaló por la espalda. Claro que probablemente hubiese quedado registrado, aparecería en los vídeos.
—Tendría algo más que esta laceración si alguien le hubiese dado un puñetazo en la boca. Mira los restos en su rostro y la ubicación de los auriculares. —Estoy de nuevo junto al ordenador, y voy pasando las imágenes para mostrarlas—. Es obvio que cae boca abajo. Los auriculares están ahí, bajo el banco, yo diría al menos a un metro ochenta, una indicación de que cayó con la fuerza suficiente para lanzarlos a esa distancia y desconectarlos de la radio satélite, que creo que estaba en un bolsillo.
—A menos que alguien moviese los auriculares, quizá los apartó de un puntapié —opina Benton.
—Yo también lo he pesando —señalo.
—Quieres decir como si alguien hubiese intentado ayudarle —dice Marino—. La gente se apiña a su alrededor y los auriculares acaban debajo de un banco.
—O alguien lo hizo con toda la intención.
Hay algo más que advierto. Al pasar la serie de fotos, me detengo en una de la muñeca izquierda. Amplío la imagen del reloj taquímetro de acero, me acerco a la esfera de fibra de carbono.
La hora que aparece en la fotografía son las cinco y diecisiete de la tarde, que es cuando el agente de la policía la tomó. Sin embargo, el reloj marca las diez catorce, cinco horas más tarde.
—Cuando tú recogiste el reloj esta mañana —le digo a Marino—, dijiste que parecía haberse detenido. ¿Estás seguro de que no era porque estaba puesto a una hora diferente de nuestra hora local?
—No, estaba detenido —responde—. Como dije, es uno de esos relojes automáticos, y se detuvo en algún momento de la madrugada, alrededor de las cuatro de la mañana.
—Parece marcar cinco horas más tarde que la hora estándar del Este. —Señalo lo que estoy viendo en la foto.
—Vale. Entonces tuvo que haberse detenido alrededor de las once de la noche de nuestra hora local —dice Marino—. Por lo tanto, marcaba mal desde el principio y después se paró.
—Quizás estaba en otra zona horaria porque acababa de volar desde ultramar —sugiere Benton.
—Tan pronto como acabemos aquí, tengo que encontrar su apartamento —dice Marino.
Compruebo los números de calidad de control en el registro pertinente, me aseguro de que la desviación estándar está en cero y el nivel de ruido del sistema o la variación están dentro de los límites normales.
—¿Estamos preparados? —les pregunto a todos.
Estoy ansiosa por hacer el escáner. Quiero ver qué hay en el interior de este hombre.
—Haremos un topograma, luego recogeremos los datos antes de hacer un reconocimiento en tres dimensiones con al menos un cincuenta por ciento de solapado —digo a Anne mientras ella aprieta un botón para deslizar la mesa en el tubo del escáner—. Pero cambiaremos el protocolo y comenzaremos con el tórax, no por la cabeza, excepto, por supuesto, para utilizar la glabela como referencia.
Me refiero al espacio entre las cejas por encima de la nariz que utilizamos para la orientación espacial.
—Una sección transversal del pecho que se correlacione exactamente con la región de interés que has marcado. —Voy repasando la lista mientras volvemos a la sala de control—. Una localización in situ de la herida, aislaremos esa zona y cualquier herida asociada, cualquier pista en el rastro de la herida.
Me siento entre Ollie y Anne, y después Marino y Benton acercan sus sillas detrás de nosotros. A través de la ventana de cristal veo los pies desnudos del hombre en la abertura del tubo del escáner.
—Tomografía automática e inteligente, índice de ruido dieciocho. Rotación de segmento punto cinco, detector de configuración, punto seis dos cinco —ordeno—. Resolución ultra alta en secciones muy delgadas. Colimación diez milímetros.
Oigo los sonidos de la pulsación electrónica cuando los detectores comienzan a girar dentro del tubo de rayos-X. El primer escáner dura sesenta segundos. Lo observo en tiempo real en la pantalla del ordenador, sin estar muy segura de lo que veo, pero no tendría que ser así. Pienso que el escáner está funcionando mal o que está mostrando el escáner de otro paciente, que ha accedido al archivo equivocado. ¿Qué estoy mirando?
—Jesús —dice Ollie por lo bajo, y frunce el entrecejo al ver las imágenes en la cuadrícula, imágenes extrañas que deben de ser un error.
—Orienta en tiempo y espacio, y vamos a alinearnos con la herida de atrás a adelante, de izquierda a derecha, y hacia arriba —dispongo—. Conectad los puntos para conseguir el rastro de la penetración de la herida, bueno, tal como es. Hay un rastro de herida y luego desaparece. No sé qué es.
—¿Qué demonios estamos mirando? —pregunta Marino, asombrado.
—Nada que haya visto antes, desde luego no es un apuñalamiento —respondo.
—Pues para empezar, aire —anuncia Ollie—. Estamos viendo muchísimo aire.
—Estas zonas oscuras aquí, aquí y aquí. —Se las señalo a Marino y Benton—. En este escáner, el aire aparece oscuro. Opuesto a la zona blanca brillante que muestra una mayor densidad. Los huesos y las calcificaciones son brillantes. Os podéis hacer una buena idea de lo que sea por la densidad de los píxeles.
Busco el ratón y muevo el cursor por encima de una costilla para que vean a qué me refiero.
—El número del escáner es mil ciento cincuenta y uno. Mientras que esta zona no tan brillante de aquí —muevo el cursor sobre una zona del pulmón— es cuarenta. Eso tiene que ser sangre. Estas zonas oscuras opacas que estáis viendo son una hemorragia.
Recuerdo las balas de alta velocidad que causan un tremendo aplastamiento y desgarramiento del tejido, similares a las heridas causadas por la onda expansiva de una explosión. Pero esto no es un disparo. Tampoco es producto de la detonación de un aparato explosivo. Por lo que veo, ninguna de las dos posibilidades puede ser verdad.
—Es un tipo de herida que pasa por el riñón izquierdo, sube a través del diafragma y llega al corazón, causando un profundo destrozo a lo largo del trayecto. Todo esto. —Señalo las zonas oscuras alrededor de los órganos internos que están desplazados y rotos—. Más aire subcutáneo. Aire en la musculatura paraespinal. Aire retroperitoneal. ¿Cómo entró todo ese aire en su interior? Aquí y aquí. Heridas en los huesos. Fracturas de costillas. Fractura de un proceso transverso. Hemoneumotórax, contusión en los pulmones, tiene hemopericardio. Y más aire. Aquí, aquí y aquí. —Toco la pantalla—. Aire rodeando el corazón y las cámaras cardíacas, y también en las arterias y venas pulmonares.
—¿Nunca has visto algo así? —me pregunta Benton.
—Sí y no. Un destrozo similar lo causan los fusiles militares, los cañones antitanques, una semiautomática que se utiliza con munición de fragmentación de alta velocidad. Cuanto mayor sea la velocidad, más grande es la energía cinética que se disipa en el impacto y mayor es el daño, en especial a los órganos huecos, como los intestinos y los pulmones, y los tejidos no elásticos, como el hígado y los riñones. Pero en un caso como este, lo que esperas encontrar es un rastro de herida limpia y un proyectil, o fragmentos de uno. Cosas que no estamos viendo.
—¿Qué pasa con el aire? —pregunta Benton—. ¿Es normal encontrar bolsas de aire en casos como este?
—No de esta manera —respondo—. Una onda expansiva puede crear una embolia de aire al forzar aire a través de la barrera aire-sangre, como puede ser en los pulmones. En otras palabras, el aire acaba donde no pertenece, pero lo que vemos aquí es un montón inusitado de aire.
—Muchísimo —afirma Ollie—. ¿Cómo consigues una onda expansiva con un apuñalamiento?
—Haz un corte directamente a través de estas coordenadas —le digo a Ollie, y le indico la región de interés marcada por un brillante punto blanco; el marcador de piel radiopaco que está colocado junto a la herida en el lado izquierdo de la espalda del hombre—. Comienza aquí y continúa moviendo cinco milímetros por arriba y por debajo de la región de interés especificada por los marcadores. Ese corte. Sí, ese es. Vamos a reformatearlo en una representación virtual en tres dimensiones desde el interior hacia fuera. Cortes finos, muy finos, de un milímetro, y los incrementos entre ellos. ¿Qué te parece?
—Punto setenta por punto cinco bastará.
—Vale, de acuerdo. Vamos a ver qué aspecto tiene si podemos seguir virtualmente el rastro, el rastro de lo que sea.
Los huesos son tan nítidos como si estuviesen desnudos delante de nosotros, y los órganos y otras estructuras internas están bien definidos en tonos grises cuando el tronco del hombre, el tórax, comienza a girar lentamente en tres dimensiones en la pantalla de vídeo. Gracias a un software sofisticado, desarrollado en principio para las colonoscopias virtuales, entramos en el cuerpo a través de la pequeña herida con forma de ojal, y viajamos con una cámara virtual como si estuviésemos en una nave espacial microscópica que vuela a baja velocidad a través de unas nubes grisáceas de tejido, más allá del riñón izquierdo destrozado como un asteroide.
Una abertura rasgada se abre delante de nosotros, y pasamos a través de un gran agujero en el diafragma. Nos encontramos con unos desgarros y contusiones tremendos. ¿Qué te pasó? ¿Qué te hizo esto? No tengo ninguna pista. Te domina una sensación de impotencia cuando te encuentras con un daño que parece desafiar las leyes de la física, un efecto sin causa. No hay proyectil. No hay fragmentos, ningún metal que pueda ver. No hay un orificio de salida, solo la entrada en forma de ojal en el lado izquierdo de la espalda. Pienso en voz alta, repito los puntos importantes para asegurarme de que todos entiendan lo que es incomprensible.
—Siempre me olvido de que aquí abajo nada funciona —comenta Benton distraído mientras mira su iPhone.
—Nada salió y nada se ilumina. —Pienso en lo que debemos hacer a continuación—. No hay señales de nada ferroso, pero necesitamos estar seguros.
—No tengo la menor idea en absoluto de qué puede haber hecho esto —declara Benton más que pregunta, mientras se levanta de su silla y se oyen unos ruidos como de hojas secas cuando se le desata la bata desechable—. Ya conoces el dicho de que no hay nada nuevo bajo el sol. Supongo que, como ocurre con otro montón de dichos, no es verdad.
—Esto es nuevo. Al menos para mí —respondo.
Él se inclina y se quita los protectores de los zapatos.
—No hay ninguna duda de que se trata de un homicidio.
—A menos que comiese una comida mexicana muy mala —dice Marino.
Se me pasa por la cabeza la vaga idea de que Benton se está comportando de forma sospechosa.
—Como un proyectil de alta velocidad, pero no hay proyectil, y si salió del cuerpo, ¿dónde está el orificio de salida? —Continúo diciendo lo mismo—. ¿Dónde demonios está el metal? ¿Con qué demonios le dispararon? ¿Con una bala de hielo?
—Vi algo así en MythBusters. Demostraron que es imposible debido al calor —dice Marino, como si yo lo hubiese dicho en serio—. Sin embargo, no lo sé. Me pregunto qué pasaría si cargas el arma y la tienes metida en el congelador hasta que estés preparado para disparar.
—Quizá si eres un francotirador en medio de la Antártida —opina Ollie—. ¿De todas maneras de dónde sale esa idea? ¿Dick Tracy? Pregunto por cosas que sean reales.
—Creo que era James Bond. No me acuerdo de qué película.
—Quizás el orificio de salida no es obvio —me dice Anne—. ¿Recuerdas aquella vez en que al tipo le dispararon en la mandíbula y la bala salió por el orificio nasal?
—¿Entonces dónde está la trayectoria de la herida? —le pregunto—. Necesitamos un contraste mejor entre los tejidos, tenemos que estar seguros de que no estamos pasando por alto nada antes de que lo abra.
—Si necesitáis mi ayuda para ese tema, puedo llamar al hospital —dice Benton mientras abre la puerta. Adivino que tiene prisa, pero no estoy segura de por qué.
No es su caso.
—Si no me necesitáis, voy a hablar con Lucy a ver qué ha encontrado —añade Benton—. Le echaré una ojeada a los vídeos. Comprobaré otro par de cosas. No te importa si utilizo uno de los teléfonos de arriba, ¿verdad?
—Yo me encargo de la llamada —dice Anne a Benton cuando se va—. Hablaré con los del hospital MacLean y me ocuparé del escáner.
Había una posibilidad teórica de que este día llegaría alguna vez. Pero tenemos la autorización de la Junta de Salud, de Harvard y de su hospital asociado, MacLean, que dispone de cuatro magnetos que varían en potencia desde los 1,5 a los 9 Teslas. Hace mucho tiempo me aseguré de que aprobasen los protocolos para hacer resonancias magnéticas de cadáveres en el laboratorio de neuroimágenes de MacLean, donde Anne trabaja a tiempo parcial como técnica de resonancias magnéticas para estudios de investigación psiquiátrica. Es así como la conseguí. Benton la conoció primero y me la recomendó. Él elige bien, sabe juzgar bien a la gente. Tenía que dejarle a él que contratase a mi maldito personal. Me pregunto a quién quiere llamar mi marido. No tengo muy claro de por qué está aquí en absoluto.
—Si quieres, podemos hacerlo ahora mismo —me dice Anne—. No tiene que haber ningún problema. No habrá nadie por allí. Vamos hasta la puerta principal, entramos y salimos.
A esta hora los pacientes psiquiátricos de MacLean no estarán deambulando por el campo. Hay poco riesgo de que ellos se encuentren con un cadáver que meten y sacan de un laboratorio.
—¿No podría ser que alguien le disparase con un cañón de agua? —Marino mira como transpuesto al torso que rota en la pantalla de vídeo, las costillas que se curvan y resplandecen blanquecinas en tres dimensiones—. En serio. Siempre he oído que es el crimen perfecto. Llenan un cartucho de escopeta con agua, y es como una bala cuando atraviesa el cuerpo. Pero no deja rastro.
—Jamás he tenido ninguno de esos casos —respondo.
—Pero podría suceder —dice Marino.
—En teoría. Sin embargo, la herida de entrada no sería como ésta —digo—. Pongámonos en marcha. Quiero hacerlo y mantenerlo fuera de la vista antes de que nadie llegue a trabajar. —Es casi medianoche.
Anne clica el icono de herramientas para tomar medidas y me informa de que el ancho de la huella de la herida antes de que se abra a través del diafragma es de 0,77 a 1,59 milímetros a una profundidad de 4,2 milímetros.
—Entonces eso qué me dice... —comienzo a decir.
—Qué tal si lo dices en pulgadas —se queja Marino.
—Algún tipo de objeto de doble filo, o una hoja que no es mucho más ancha de media pulgada —explico—. Y una vez que penetró en el cuerpo a una profundidad aproximada de dos pulgadas, alguna otra cosa ocurrió que provocó un profundo daño interno.
—Lo que me pregunto es hasta qué punto esta anormalidad que tenemos ante nosotros es iatrogénica —interviene Ollie—. Podría ser causada por los ATS durante los veinte minutos que se ocuparon de él. Probablemente será la primera pregunta que nos formularán. Debemos tener una mentalidad abierta.
—Es imposible. A menos que King Kong se encargase de hacer la reanimación —afirmo—. Al parecer este hombre fue apuñalado con algo que produjo una tremenda presión en su pecho y una enorme embolia de aire. Pudo sufrir horriblemente y morir en cuestión de minutos, lo que es consistente con lo que describieron los testigos, que se llevó la mano al pecho y cayó.
—¿Entonces por qué toda la sangre después de muerto? —pregunta Marino—. ¿Por qué no tuvo una hemorragia al instante? ¿Cómo demonios es posible que no comenzase a sangrar hasta después de que lo declarasen muerto y de camino hacia aquí?
—No sé la respuesta, pero no murió en nuestra nevera. —Al menos estoy segura de eso—. Estaba muerto antes de llegar aquí, murió en la escena del crimen.
—Pero debemos demostrar que comenzó a sangrar después de morir. Y los muertos no comienzan a sangrar como un maldito cerdo degollado. Entonces ¿cómo probamos que estaba muerto antes de llegar aquí? —insiste Marino.
—¿A quién debemos demostrárselo? —le digo.
—No sé a quién se lo dijo Fielding, dado que ni siquiera sabemos dónde demonios está. ¿Qué pasa si se lo dijo a alguien?
Como hiciste tú, pienso, pero no lo digo.
—Es por eso que uno debe tener mucho cuidado sobre divulgar detalles cuando no tenemos toda la información. —No podría ser más razonable.
—No tenemos más alternativa. —Marino no está dispuesto a ceder—. Debemos demostrar por qué una persona muerta comenzó a sangrar.
Recojo mi chaqueta y le digo a Anne:
—Primero una tomografía de cabeza y cuerpo completos. Una resonancia magnética de cuerpo entero, cada centímetro de él, y envíame lo que encuentres. Quiero verlo de inmediato.
—Yo conduzco —le dice Marino.
—Bueno, tráelo al muelle para calentarlo. Coge una de las furgonetas.
—No quiero que se caliente. Es más, creo que pondré el aire acondicionado a tope.
—Entonces podéis ir vosotros dos. Me encontraré con vosotros allí.
—De verdad... Si se calienta, quizá comience a sangrar de nuevo.
—Tienes que dejar de ver Saturday Night Live.
—Dan Aykroyd haciendo de Julia Child. ¿Lo recuerdas? «Necesitarás un puñal, un puñal muy, muy afilado». Y la sangre brota por todas partes.
Los tres bromean.
—Era muy divertido.
—Los viejos eran los mejores.
—Increíbles. Roseanne Roseannadanna.
—Oh, Dios, me encanta.
—Los tengo todos en DVD.
Les escucho reírse mientras me alejo.
Escaneo mi pulgar, y entro en la zona de la primera parada después de Recepción, donde hacemos las identificaciones, una sala blanca con mesas grises que simplemente llamamos ID.
Instaladas en la pared están las taquillas metálicas grises donde se guardan las pruebas, cada una con un número; utilizo la llave que me ha dado Marino para abrir la superior a la izquierda, donde han sido guardados los efectos personales del hombre hasta que los entreguemos a la funeraria o a la familia cuando por fin sepamos quién es y quién lo debe reclamar. En el interior hay bolsas de papel y sobres con etiquetas. Adjuntos a cada sobre están los formularios que Marino rellenó e inició para mantener la cadena de custodia. Encuentro el sobre pequeño que contiene el anillo de sello, escribo mis iniciales en el formulario y anoto la hora en que lo saqué de la taquilla. En uno de los ordenadores, abro el archivo y entro la misma información, y luego pienso en las prendas del muerto.
Debo examinarlas mientras estoy aquí abajo, no esperar a hacer la autopsia, que será dentro de unas horas. Quiero ver el agujero hecho por la hoja que penetró en la parte inferior de la espalda del hombre y creó semejante destrozo en su interior. Quiero ver cuánto pudo haber sangrado por la herida. Salgo de ID y camino por el pasillo de suelo gris en sentido inverso. Paso por la sala de rayos X, y a través de la puerta abierta veo a Marino, Anne y Ollie, todavía allí, que preparan el cuerpo para transportarlo al hospital MacLean; continúan con las bromas y las risas. Los dejo atrás sin que ellos lo adviertan, y abro las puertas dobles de acero que dan a la sala de autopsias.
Es un enorme espacio con las paredes de azulejos blancos y brillantes raíles de acero con focos de luz fría que corren horizontalmente a todo lo largo del techo blanco. Hay once mesas de acero junto a los fregaderos de acero instalados en las paredes, cada uno con un grifo que se abre y cierra a pedal, una manguera de alta presión, un cubo de basura, un canasto para lavar especímenes, y un contenedor de objetos punzocortantes. Los puestos que yo busqué con mucho cuidado y mandé instalar son como salas quirúrgicas minimodulares con sistemas de ventilación que cambian el aire cada cinco minutos, y hay ordenadores, campanas extractoras, carros con instrumentos quirúrgicos, lámparas halógenas de brazo flexible, superficies de disección con tablas de corte, contenedores de formalina con grifos, tubos de ensayo y jarras de plástico para histología y toxicología.
Mi puesto, el puesto del jefe, es el primero, y se me ocurre que alguien lo ha utilizado, y luego me siento ridícula por pensarlo. Por supuesto que lo estarían utilizando mientras yo estaba ausente. Por supuesto que Fielding probablemente lo hizo. No importa, y por qué debería importarme me digo a mí misma mientras veo que los instrumentos quirúrgicos que he dejado no están bien alineados, tal como yo los dejaría. Están colocados al azar en una gran tabla de disección de polietileno blanco, como si alguien los hubiese lavado y no lo hubiese hecho a fondo. Saco un par de guantes de látex de una caja y me los pongo porque no quiero tocar nada con las manos desnudas.
Normalmente no me preocupo, no tanto como debería, porque vengo de la vieja escuela de patólogos forenses que eran estoicos y curtidos y tenían un orgullo perverso de no sentir miedo o asco de nada. De los gusanos, los fluidos o la carne putrefacta que está hinchada y tiene color verde y chorrea, ni siquiera del sida, al menos no las preocupaciones que tenemos ahora cuando vivimos con fobias y reglamentos federales para casi todo. Recuerdo cuando caminaba por la sala sin prendas de protección, fumaba, tomaba café, tocaba a los pacientes muertos como haría cualquier médico, mi piel desnuda contra la de ellos mientras examinaba una herida, observaba una contusión o tomaba una medida. Pero nunca fui descuidada con mi puesto de trabajo o mis instrumentos quirúrgicos. Nunca fui despreocupada.
Nunca devolvería ni siquiera una aguja al carro quirúrgico sin primero lavarla con agua caliente y jabón. El sonido del agua caliente en los fregaderos era algo permanente en las morgues del pasado. Incluso cuando estuve en Richmond —incluso antes, cuando comenzaba en el Walter Reed— sabía del ADN y lo que sería admisible en los juicios y se convirtió en la norma de oro forense, y desde aquel momento en adelante, todo lo que hacíamos en los escenarios del crimen, en las salas de autopsias y en los laboratorios sería cuestionado en el banco de los testigos. La contaminación iba a convertirse en nuestro máximo archienemigo, y aunque en el CFC no empezamos con una rutina de esterilización del instrumental quirúrgico en una autoclave, desde luego no les dábamos un simple enjuague debajo del grifo y luego los arrojábamos sobre una tabla de cortar que tampoco estaba limpia.
Cojo un cuchillo de diseccionar de treinta y seis centímetros y advierto un rastro de sangre seca en el rugoso mango de acero y que la hoja, también de acero, está rayada y marcada en los bordes y con melladuras en el filo en lugar de estar afilada como una navaja y brillante como la plata pulida. Veo sangre en los dientes de una sierra de huesos y manchas de sangre seca en un ovillo de hilo encerado y en una aguja de doble curva. Recojo los fórceps, las tijeras, los alicates de costillas, un formón, una sonda flexible, y me siento desconsolada al ver en el mal estado en que está todo.
Le enviaré a Anne un mensaje para que le dé un manguerazo a mi puesto de trabajo y lave todos los instrumentos antes de que hagamos la autopsia al hombre de Norton's Woods. Mandaré que limpien toda esta maldita sala de autopsias desde el techo hasta el suelo. Haré que inspeccionen todos los sistemas antes de que haya pasado mi primera semana en casa. Mientras saco un par de guantes limpios y camino hasta el mostrador donde hay un gran rollo de papel blanco —lo que llamamos papel de carnicero— en un dispensador atornillado a la pared. El papel hace un ruido muy fuerte cuando corto un trozo y cubro una mesa de autopsias en la mitad del salón, una mesa que parece más limpia que la mía.
Cubro mis prendas de trabajo del AFME con una bata desechable, sin preocuparme de atar los largos cordones en la espalda, y luego vuelvo a mi desordenado puesto de trabajo. Junto a la pared hay un gran armario secador de polipropileno blanco con ruedas de caucho macizo y una puerta de acrílico transparente, que abro introduciendo un código en el teclado digital. Colgados en el interior hay una cazadora de nailon verde con el cuello de piel negro, una camisa azul, pantalones de uniforme de faena negros y un par de calzoncillos bóxer, cada prenda en su percha de acero inoxidable. En una bandeja en el suelo del armario hay unas gastadas botas de cuero negro, y junto a ellas, un par de calcetines de lana gris. Reconozco algunas de esas prendas del vídeo, y siento una sensación inquietante al mirarlas ahora. El extractor centrífugo del armario y los filtros HEPA hacen unos sonidos bajos cuando miro las botas y los calcetines recogiéndolos uno a uno, sin encontrar nada destacable. Los calzoncillos son de algodón blanco con una abertura cruzada y la cintura elástica, y no veo nada raro, ninguna mancha ni defecto.
Despliego la cazadora sobre la mesa cubierta con el papel de carnicero, meto las manos en los bolsillos y me aseguro de que no ha quedado nada en ellos. Cojo un diagrama de prendas y comienzo a tomar notas. El cuello es de piel sintética y está cubierto con tierra, arena y trozos de hojas secas adheridas cuando el hombre cayó al suelo, y los gruesos puños tejidos también están sucios. El nailon es un material muy duro, que parece ser a prueba de rasgaduras, e impermeable gracias a un aislante de fibra negra, nada que se pueda atravesar con facilidad a menos que la hoja sea fuerte y muy puntiaguda. No veo ninguna evidencia de sangre dentro del forro de la chaqueta, ni siquiera alrededor del pequeño rasgón en la espalda, pero las áreas alrededor de la parte exterior, los hombros, las mangas, la espalda están ennegrecidas y rígidas con la sangre que se juntó en la parte interior de la bolsa después de que el hombre fuese metido en ella para transportarlo al CFC.
No sé cuánto tiempo pudo sangrar mientras estaba dentro de la bolsa y luego cuando estaba en el frigorífico, pero no sangró por la herida. Cuando abro la camisa de manga larga, de talla pequeña, que todavía huele un poco a colonia o loción para después del afeitado, solo encuentro una mancha de sangre negra que se ha secado alrededor del corte hecho por la hoja. Lo que Marina y Anne han dicho antes parece ser acertado, que el hombre comenzó a sangrar por la nariz y la boca mientras estaba totalmente vestido en el interior de la bolsa, con la cabeza girada hacia un lado, lo más probable hacia el mismo lado que cuando lo examiné en la sala de rayos X hace un rato. La sangre tuvo que gotear de forma continuada del rostro a la bolsa, se amontonó y goteó, y lo veo con toda claridad cuando examino la bolsa a continuación. Es una bolsa para cadáveres de tamaño adulto, la que se utiliza habitualmente en los servicios funerarios, negra con cremallera de nailon. A los costados tiene asas cosidas con remaches, y ahí es donde a menudo aparece el problema del goteo, siempre que la bolsa esté intacta, sin rasgaduras ni fallos en las costuras soldadas al calor. La sangre chorrea por los remaches, sobre todo si la bolsa es barata, y esta es una de PVC de veinticinco dólares, de las que se compran al por mayor.
Recuerdo lo que vi en el escáner y me doy cuenta de lo rápido que debió de ocurrir el daño en lo que a todas luces fue un ataque relámpago, y la hemorragia no tiene el menor sentido. Tiene todavía menos sentido que cuando Marino me lo dijo en Dover. La enorme destrucción de los órganos internos del hombre tendría que haber producido una hemorragia pulmonar y habría hecho que la sangre saliese por la nariz y la boca. Pero tendría que haber ocurrido casi de forma instantánea. No entiendo por qué no sangró en el escenario del crimen. Cuando los ATS trataron de reanimarlo tendría que haber estado sangrando por el rostro, y eso hubiese sido un indicio claro de que no había muerto por una arritmia.
Cuando dejo la sala de autopsias para ir arriba, recuerdo el vídeo de nuevo y mi pregunta sobre los guantes negros y por qué se los puso en el momento de entrar en el parque. ¿Dónde están? No he visto guantes. No estaban en la taquilla de pruebas ni en el armario de secado; los busqué en los bolsillos de la cazadora pero no los encontré. Basada en lo que vi en las filmaciones hechas por los auriculares del hombre, tenía los guantes puestos cuando murió, y recuerdo lo que vi en el iPad de Lucy, cuando viajaba en la furgoneta hacia la terminal de aviación civil. Una mano con un guante negro apareció en el encuadre como si el hombre estuviese apartando algo y hubo un sonido cuando su mano golpeó los auriculares al tiempo que su voz decía: «¿Qué demo...? ¡Eh...!». Luego los árboles desnudos que se levantaban alrededor, a continuación los trozos de pizarra que se habían hecho más grandes en el suelo y el ruido que hizo al golpear, y después el dobladillo de un abrigo negro largo que pasaba. Luego un silencio roto por las voces de las personas que lo rodeaban y las exclamaciones de que no respiraba.
La puerta de la sala de rayos X está cerrada cuando llego allí. Miro en el interior, pero todos se han ido, la sala de control está vacía y en silencio, el escáner resplandece blanco entre las luces amortiguadas al otro lado del cristal blindado. Hago una pausa para llamar con el móvil, con la ilusión de que Anne responda, pero, si ella ya está en MacLean en el laboratorio de neuroimágenes, será imposible que reciba la llamada a través de las gruesas paredes de cemento de aquel lugar. Me sorprende cuando responde.
—¿Dónde estás? —pregunto, y oigo música de fondo.
—Ahora estamos llegando —contesta. Debe de estar en el interior de la furgoneta con Marino al volante y la radio en marcha.
—Cuando le quitaste las prendas, ¿viste un par de guantes negros? Quizá llevaba un par de guantes negros gruesos.
Una pausa, y luego la oigo decirle algo a Marino, y oigo la voz de él, pero no entiendo lo que se están diciendo el uno al otro. A continuación, ella me responde:
—No, y Marino dice que cuando tuvo el cadáver en ID no tenía guantes. No recuerda haber visto unos guantes.
—Dime exactamente que pasó ayer por la mañana.
—Aguarda aquí, solo es un minuto —oigo que le dice a Marino—. No, allí todavía no podemos, o saldrán los de seguridad. Espera aquí —le dice—. Vale —me dice a mí—. Apenas unos minutos después de las siete de la mañana de ayer, el doctor Fielding vino a rayos X. Como sabes, Ollie y yo siempre venimos temprano, antes de las siete, y en cualquier caso, él estaba preocupado por la sangre. Había visto las gotas de sangre en el suelo delante del frigorífico y también en el interior, y que el cuerpo sangraba o había sangrado. Un montón de sangre en la bolsa.
—El cuerpo todavía estaba vestido.
—Sí. La cazadora estaba abierta y la camisa cortada, eso lo hicieron los ATS, pero estaba vestido cuando lo trajeron y no se hizo nada hasta que el doctor Fielding entró allí para prepararlo para nosotros.
—¿Qué quieres decir con prepararlo?
Primera noticia de que Fielding haya preparado jamás un cuerpo para la autopsia, de que se haya tomado la molestia de sacarlo del frigorífico y llevarlo a la sala de rayos X o de autopsias, al menos no desde los viejos tiempos cuando estaba en los comienzos. Siempre deja lo que él considera tareas vulgares a aquellos a los que él todavía llama la servidumbre, y lo que yo llamo técnicos de autopsias.
—Solo sé que encontró sangre y luego se apresuró a llamarnos porque recibió una llamada del Departamento de Policía de Cambridge, y como sabes, se suponía que la muerte súbita del tipo era natural, como un aneurisma, una arritmia o algo así.
—¿Y luego, qué?
—Luego Ollie y yo examinamos el cadáver y llamamos a Marino. Vino, miró, y se decidió no hacerle ningún escáner o la autopsia.
—¿Le dejasteis en el frigorífico?
—No. Marino quería primero procesarlo en ID, tomarle las huellas dactilares, las muestras, para que pudiésemos comenzar con el IAFIS y el ADN, con cualquier cosa que nos ayudase a descubrir quién era. El punto importante aquí es que no llevaba guantes en aquel momento, porque Marino se los habría sacado para tomarle las huellas dactilares.
—¿Entonces dónde están?
—Él no lo sabe y yo tampoco.
—Por favor, ¿puedes pedirle que se ponga?
Oigo como le pasa el móvil, y él dice:
—Síííí. Abrí la cremallera de la bolsa, pero no lo saqué, y había mucha sangre dentro, como ya sabes.
—¿Y qué hiciste?
—Le tomé las huellas mientras estaba en la bolsa, y de haber habido guantes, desde luego que los hubiese visto.
—¿Es posible que los técnicos le quitasen los guantes en el escenario del crimen y los guardasen dentro de la bolsa y tú no los vieses, y que después se perdiesen de alguna manera?
—No. Como te dije busqué cualquier efecto personal. El reloj, el anillo, el llavero, la caja de madera, el billete de veinte dólares. Lo saqué todo de sus bolsillos, y yo siempre miro dentro de la bolsa por la misma razón que acabas de mencionar. Por si acaso los técnicos o el servicio de recogida guardan algo ahí adentro, como un sombrero, gafas de sol o lo que sea. También los auriculares y la radio satélite. Estaban en una bolsa de papel y vinieron con el cadáver.
—¿Qué pasa con la policía de Cambridge? Sé que el investigador Lawless trajo la Glock.
—La entregó en el laboratorio de armas de fuego alrededor de las diez de la mañana. Fue todo lo que trajo.
—Cuando Anne colgó sus prendas dentro del armario de secado, bueno, es obvio que no tenía los guantes y tú dices que ya no estaban allí.
Le oigo decir algo, y luego Anne está de nuevo al teléfono.
—No —dice—. No vi guantes cuando puse todo lo demás en el armario. Fue alrededor de las nueve de la noche, hace casi cuatro horas, cuando desnudé el cuerpo para prepararlo para el escáner, no mucho antes de que tú llegases al CFC. Limpié el armario para asegurarme de que estuviese esterilizado antes de poner sus prendas en el interior.
—Me alegro de que algo esté estéril. Tendremos que limpiar mi puesto.
—Vale, vale —dice, pero no a mí—. Espera. Jesús, Pete. Espera.
Y entonces la voz de Marino suena en mi oído.
—Había otros casos.
—¿Perdón?
—Ayer por la mañana tuvimos otros casos. Así que quizás alguien le quitó los guantes, pero no tengo ni puñetera idea de quién. A menos que los recogiesen por error.
—¿Quiénes se ocuparon de los casos?
—El doctor Lambotte y el doctor Booker.
—¿Qué hizo Jack?
—Dos casos además del tipo de Norton's Woods —responde Marino—. Una mujer que fue arrollada por un tren y un viejo que carecía de médico. Jack no hizo una mierda, se lo ha llevado el viento —afirma Marino—. No se preocupó del escenario, y por eso nos encontramos con un cadáver que comenzó a sangrar en el frigorífico y ahora tenemos que demostrar que el tipo estaba muerto.
9
Los despachos ejecutivos de lo que se conoce oficialmente como el Centro Forense de Cambridge y Port Mortuary están en la última planta. He descubierto que es difícil decir a las personas cómo encontrarme cuando el edificio es redondo.
Lo mejor que he sido capaz de hacer en las pocas ocasiones en que he estado aquí, es decir a los visitantes que bajen del ascensor en la séptima planta, giren a la izquierda y busquen el número ciento once. Es la puerta junto a la ciento uno. El problema es que se requiere algo de imaginación para comprender que el ciento uno es el número de habitación más bajo en esta planta y el ciento once es el más alto. Por lo tanto, mi despacho ocuparía la esquina al final de un largo pasillo, si hubiese esquinas y largos pasillos, pero no los hay. Aquí arriba solo hay un gran círculo con seis despachos, una gran sala de conferencias, una sala de lectura para dictados de reconocimiento de voz, la biblioteca, la sala de descanso, y en el centro un búnker sin ventanas donde Lucy decidió instalar el ordenador y guardar los documentos de laboratorio cuestionados.
Paso por delante del despacho de Marino, me detengo delante del ciento once, que él llama COMCENT, correspondiente a comando central. Estoy segura de que Marino se inventó el pretencioso apelativo por su cuenta, no porque piense en mí como su comandante, sino porque le gusta pensar que responde a un orden patriótico superior que se acerca a una llamada religiosa. Su culto a todo lo militar es nuevo. Es otra cosa paradójica en él, como si Peter Rocco Marino necesitase otra paradoja para definir su inconsistente y conflictivo ser.
Necesito calmarme con respecto a Marino, me digo a mí misma mientras abro la pesada puerta con revestimiento de titanio. No es tan malo, ni ha hecho nada tan terrible. Era previsible, y no tendría que sentirme sorprendida en lo más mínimo. Después de todo, ¿quién lo entiende mejor que yo? La Piedra Rosetta de Marino no es Bayonne, Nueva Jersey, donde creció peleando en las calles y luego se hizo boxeador, y más tarde poli. La clave ni siquiera es su inútil padre alcohólico. A Marino hay que entenderlo sobre todo por su madre, y luego su novia de la adolescencia, ahora su ex esposa, dos mujeres al parecer dóciles, sumisas y dulces, pero no inofensivas. De ninguna manera.
Aprieto los botones para encender las luces colocadas en las varillas de la cúpula geodésica de cristal, energéticamente eficiente, y me recuerda a Buckminster Fuller cada vez que la miro. Si estuviese vivo el famoso arquitecto inventor, aprobaría mi edificio y posiblemente me aprobaría a mí, pero sospecho que no nuestra sórdida razón de estado, aunque a estas alturas yo también tendría algunas cosillas de poca monta que discutirle. Por ejemplo, no estoy de acuerdo con su creencia de que la tecnología puede salvarnos. Desde luego, no nos está haciendo más civilizados, y en realidad creo que lo opuesto se acerca más a la verdad.
Me detengo un instante en la moqueta gris metálico, apenas pasado el umbral, como si esperase permiso para entrar, o quizá titubeo porque apropiarse de este espacio es abrazar la vida que he dejado de lado gran parte de estos dos años. Si soy sincera conmigo misma, debería decir que lo dejé hace décadas, poco después de entrar en Walter Reed, cuando empecé a ocuparme de mis propios asuntos en un cuartucho sin ventanas, en las oficinas centrales de la AFIT. Briggs entró sin llamar y dejó caer un sobre gris sobre mi mesa con el sello de CLASIFICADO.
Era el 4 de diciembre de 1987. Lo recuerdo con tanta claridad que puedo describir cómo vestía, el tiempo que hacía y lo que comía. Sé que entonces fumaba mucho y había tomado varios whiskys al final del día, porque estaba excitada y horrorizada. El caso de todos los casos, y el Departamento de Defensa me quería a mí, escogida entre todos los demás. O para ser más exactos, Briggs lo hizo. En la primavera del año siguiente, fui dada de baja de las Fuerzas Aéreas muy pronto, y no por buen comportamiento, sino porque la Administración Reagan me quería fuera. Me marché con unas condiciones vergonzosas, que me causan dolor incluso ahora. Ese es mi destino y por eso me encuentro en un edificio redondo. Nada termina ni comienza en mi vida. Lo que estaba muy lejos está ahora a mi lado. De alguna manera todo es lo mismo.
El signo más evidente de mis seis meses de ausencia, de una posición que todavía no he ocupado de verdad, es que el despacho administrativo de Bryce es un cómodo revoltijo mientras que el mío está vacío y desnudo. Aquí se respira una sensación desolada y solitaria, mi pequeña mesa de reuniones de acero pulido está vacía, ni siquiera hay un tiesto en ella, y cuando habito un espacio siempre hay plantas. Orquídeas, gardenias, árboles de interior, como palmeras de areca y de sagú, porque quiero vida y fragancia. Pero las que tenía aquí cuando me instalé han desaparecido por el exceso de riego y demasiado fertilizante. Le di a Bryce instrucciones detalladas y tres meses para que las matase todas. Le llevó menos de dos.
No hay casi nada en mi mesa, una estación de trabajo modular en forma de arco construida con acero y la superficie negra, y un grupo de archivadores a juego y estantes entre las grandes ventanas que miran al Charles y al skyline de Boston. Una encimera de granito negro detrás de mi silla Aeron recorre todo el largo de la pared. Ahí es donde tengo el sistema de microdisección por láser Leica, con sus pantallas de vídeo y demás equipos, y cerca está mi fiel Leica para uso diario, un microscopio de investigación más básico que puedo manejar con una mano y sin software ni programa de ayuda. No hay mucho más, no hay expedientes de casos a la vista, ningún certificado de defunción u otros papeles para que revise e inicialice, ningún correo y muy pocos efectos personales. Decido que no es bueno tener un despacho tan bien arreglado e inmaculado. Preferiría tener un vertedero. Es una sensación peculiar verse enfrentado con un espacio de trabajo tan vacío que te hace sentir abrumada. Guardo la carta de Erica Donahue en una bolsa de plástico. Por fin me doy cuenta de que no soy partidaria de un mundo que se está convirtiendo rápidamente en un mundo sin papeles. Me gusta ver al enemigo, montones de páginas de lo que debo conquistar, y me consuelo con las pilas de páginas de amigos.
Guardo la carta en un armario cuando Lucy aparece silenciosamente como un fantasma, vestida con una voluminosa bata de laboratorio blanca que usa para calentarse y porque puede ocultar cosas debajo, y también porque le gustan mucho los bolsillos grandes. La enorme bata la hace parecer poco amenazadora y mucho más joven, apenas en la treintena, como dice ella, pero siempre será una niña pequeña para mí. Me pregunto si las madres sienten siempre lo mismo respecto a sus hijas, incluso cuando estas llegan a ser madres, o en el caso de Lucy, van armadas y son peligrosas.
Es probable que lleve una pistola metida en la cintura de los pantalones, y me doy cuenta de una manera egoísta de que me siento feliz de que esté en casa. Está de nuevo en mi vida, no en Florida o con gente que debo esforzarme para que me caigan bien.
La fiscal de Manhattan, Jaime Berger, está incluida en ese saco. Mientras miro a mi sobrina, mi única hija sustituta, entrando en el despacho, no puedo evitar una verdad que no le diré. Me alegro de que ella y Jaime hayan acabado. Por eso no he preguntado nada aún.
—¿Benton todavía está contigo? —pregunto.
—Está al teléfono. —Cierra la puerta.
—¿Con quién habla a estas horas?
Lucy coge una silla, recoge las piernas sobre el asiento, y las cruza.
—Con algunos de los suyos —responde, dando a entender que está hablando con sus colegas del MacLean, pero no es eso. Anne se está ocupando del hospital, ella y Marino están allí preparándose para hacer el escáner. ¿Por qué Benton tendría que hablar con ellos o con cualquier otro en el MacLean?
—Entonces aquí solo estamos nosotros tres —comento con mordacidad—. Excepto Ron, supongo. Pero si quieres cerrar la puerta, no creo que pase nada. —Es mi manera de hacerle saber que su comportamiento reservado y supervigilante no se me pasa por alto y deseo que me lo explique. Deseo que me explique por qué considera necesario estar evasiva o directamente mentirme, a mí, su tía, su casi madre, y ahora jefa.
—Lo sé. —Saca una pequeña caja de pruebas del bolsillo de la bata.
—¿Sabes? ¿Qué sabes?
—Que Anne y Marino fueron al MacLean porque quieres una resonancia magnética. Benton me lo dijo. ¿Por qué no has ido tú?
—No me necesitan, no podría ayudar mucho porque las resonancias magnéticas no son mi especialidad. —No hay un escáner de resonancia magnética en el Port Mortuary de Dover, donde la mayoría de los cuerpos son bajas de guerra y vienen con metal—. Pensé que era mejor ocuparme de unas cuantas cosas, y cuando esté convencida de saber lo que estoy buscando, comenzaré con la autopsia.
—Si te paras a pensarlo ese es el proceso inverso —murmura Lucy, con sus ojos verdes fijos en mí—. Tú hacías la autopsia para saber lo que estabas buscando. Ahora es solo una confirmación de lo que ya sabes y un medio de recoger pruebas.
—No del todo. Todavía me llevo sorpresas. ¿Qué hay en la caja?
—Hablando de eso. —Desliza la pequeña caja blanca sobre la superficie despejada de mi ridículamente limpia mesa—. Puedes sacarlo y no necesitas guantes. Pero ten cuidado.
En el interior de la caja sobre un fondo de algodón hay lo que parece ser el ala de un insecto, posiblemente de una mosca.
—Adelante, tócala —me alienta Lucy, y se inclina hacia delante en la silla, el rostro brillante por la excitación, como si yo estuviese abriendo un regalo.
Noto la rigidez de los alambres y la delgada membrana transparente. Parece de plástico.
—Artificial. Interesante. ¿Se puede saber qué es y dónde lo has conseguido?
—¿Sabes algo del Santo Grial de los robots voladores?
—Confieso mi total ignorancia.
—Años y años de investigación. Se gastaron millones y millones de dólares en la investigación para construir el robot volador perfecto.
—Sigo tan en blanco como antes. En realidad, no tengo la más remota idea de lo que estás hablando.
—Equipado con microcámaras y transmisores para vigilancias encubiertas; siendo más precisa, para espiar a las personas. O para detectar productos químicos, explosivos y quizá también peligros biológicos. El trabajo se está desarrollando en Harvard, en el MIT, en Berkeley, en muchos lugares de aquí y ultramar, incluso antes de los cyborgs, aquellos insectos con sistemas microelectromecánicos, máquinas-insecto con interfaces. Y después pasaron a hacer mierdas de esas en otros seres vivos, como las tortugas o los delfines. Si quieres mi opinión, no fue uno de los mejores momentos de la DARPA.
Coloco el ala de nuevo en el cuadrado de algodón.
—Volvamos atrás. Comencemos por dónde conseguiste esto.
—Estoy preocupada.
—Las dos lo estamos.
—Cuando Marino lo tenía en ID esta mañana —Lucy se refiere al muerto de Norton's Woods—, quería hablarle del sistema de grabación que descubrí en los auriculares, así que bajé las escaleras. Le estaba tomando las huellas digitales al cadáver, y me fijé en lo que a primera vista parecía el ala de una mosca pegada en el cuello del abrigo del tipo, junto con algunos otros restos, como tierra y trozos de hojas secas como consecuencia de haber caído al suelo.
—No se despegó cuando lo atendieron los ATS —comento—. Cuando le abrieron la cazadora.
—Es obvio que no. Estaba enganchado en la piel, en el cuello de imitación de piel —dice Lucy—. Algo me llamó la atención, ya sabes, tuve una sensación extraña y lo observé con detenimiento.
Cojo una lente de aumento del cajón de mi mesa y enciendo una lámpara. Ante la potente luz, el ala ampliada ya no parece natural. Lo que uno creería que es la base del ala, donde se engancha al cuerpo, es en realidad una especie de juntura flexible y las venas que corren por el tejido del ala son brillantes como cables.
—Es probable que sea un compuesto de carbono. Hay quince uniones en cada ala. Asombroso. —Lucy me describe lo que estoy viendo—. El ala en sí es un marco de polímero electroactivo, que responde a las señales eléctricas y hace que las alas plegadas en abanico se muevan con la velocidad de una mosca de verdad, una mosca cualquiera que tienes en casa. Históricamente, las moscas-robot despegan en vertical como un helicóptero y vuelan como un ángel, lo cual ha sido siempre uno de sus principales obstáculos de diseño. Eso y conseguir un artilugio micromecánico que sea autónomo pero no abultado; en otras palabras, inspirado en la biología y, por lo tanto, que tenga la potencia necesaria para moverse con libertad en cualquier entorno en que lo pongas.
—Inspirado en la biología, como las invenciones conceptualizadas de Da Vinci. —Me pregunto si ella recuerda la exposición a la que la llevé en Londres y si se fijó en el cartel que había en la sala de estar del apartamento del muerto. Por supuesto que lo vio. Lucy lo ve todo.
—El cartel sobre el sofá —dice ella.
—Sí, me fijé en él.
—En uno de los vídeos, cuando le estaba poniendo la correa al perro. ¿No te parece siniestro? —pregunta Lucy.
—No estoy segura de saber por qué es siniestro.
—Bueno, tuve la oportunidad de mirar las grabaciones mucho más a fondo que tú. —Otra vez la conducta de Lucy, los matices que he llegado a reconocer con la misma claridad que los sutiles cambios del tejido vistos a través del microscopio—. Corresponde a la misma exposición a la que me llevaste en Courtauld, incluso tiene la fecha que se corresponde a ese mismo verano —dice con toda calma y con un cierto objetivo en mente—. Quizás estuvimos allí cuando él estaba, si suponemos que fue.
Ese es el objetivo. Es lo que cree Lucy. Una vinculación entre el muerto y nosotras.
—Que tenga el cartel no significa que estuviese —continúa—. Me doy cuenta. No podría aguantarse ante un tribunal —añade con un toque de ironía, como si estuviese haciendo una alusión jocosa a Jamie Berger, la fiscal con la que cada vez tengo más claro que ya no está.
—¿Lucy, tienes alguna idea de quién es ese hombre? —pregunto sin más.
—Solo creo que es extraño pensar que pudo estar en aquella galería cuando estuvimos nosotras. Pero desde luego no estoy diciendo que estuviera. En absoluto.
No es lo que piensa de verdad. Lo veo en sus ojos y lo oigo en su voz. Sospecha que él pudo haber estado allí cuando estuvimos nosotras. ¿Cómo puede comenzar a suponer algo semejante de un muerto cuyo nombre no conocemos?
—No estarás otra vez haciendo de hacker —digo sin rodeos, como si estuviese preguntando si fuma, bebe o tiene algún otro vicio que pudiese ser perjudicial para su salud.
He pensado más de una vez que quizá Lucy siguió el rastro de los vídeos filmados en secreto hasta el ordenador personal de destino o quizá un servidor en alguna parte. Para ella, los cortafuegos y otras medidas de seguridad para proteger la información del usuario no son más que pequeños obstáculos en la carretera que no le impedirán llegar a su destino.
—No soy ninguna hacker —es su escueta respuesta.
Eso no es una respuesta, pienso, pero no lo digo.
—Solo que me parece una coincidencia poco habitual que pudiese haber estado en Courtauld cuando estuvimos nosotras —continúa—. Y creo que es muy probable que tenga ese cartel porque tiene alguna vinculación con la muestra. Ya no se pueden comprar, lo he comprobado. ¿Quién tendría uno a menos que hubiera ido o lo hiciese alguien cercano a él?
—A menos que sea más mayor de lo que aparenta, tendría que haber sido un niño por aquel entonces —señalo—. Fue en el verano de 2001.
Recuerdo que la hora en su reloj estaba cinco horas adelantada respecto a la hora que sería en esta parte del mundo. Estaba puesta en el huso horario del Reino Unido, y la muestra fue en Londres. No prueba nada. Una coincidencia, pero no una prueba, me digo a mí misma.
—Esa exposición es exactamente ese tipo de cosas que le interesaría a un inventor precoz —opina Lucy.
—Lo mismo que a ti —respondo—. Creo que la recorriste cuatro veces. Y compraste la serie de conferencias en CD, estabas tan entusiasmada.
—Da que pensar. Un niño en la galería en el mismo momento que nosotras.
—Lo dices como si fuese un hecho. —Continúo insistiendo en el mismo punto.
—Y casi una década más tarde yo estoy aquí, tú estás aquí y su cadáver está aquí. Para que hablen de seis grados de separación.
Me sobresalta oírle referirse a algo que estaba pensando justo antes. Primero la exposición en Londres, ahora la gran red que formamos todos, la forma en que las vidas de todo el planeta se interconectan de alguna manera.
—Nunca termino de acostumbrarme —prosigue Lucy—. Ver a alguien y que más tarde lo asesinen. No es que pueda imaginarlo como un niño en una galería de Londres, no es que vea el rostro de un niño en mi mente. Pero quizá podría haber estado junto a él o incluso hablado con él. En retrospectiva siempre es duro comprender que de haber sabido lo que te esperaba, quizá podrías haber cambiado el destino de alguien. O el tuyo propio.
—¿Benton te dijo que el hombre de Norton's Woods fue asesinado, o lo has sabido por alguien más?
—Estuvimos poniéndonos al día.
—Y tú le hablaste de la mosca-robot mientras estabas poniéndolo al día en tu laboratorio. —No es una pregunta.
Estoy segura de que ella le habló a Benton del ala de la mosca-robot y de todo lo demás que ella cree que debe saber. Ella es la que se mostró enfática en el helicóptero hace poco cuando dijo que Benton era la única persona en la que confiaba de verdad ahora mismo, aparte de mí. Aunque yo no sienta que recibo su confianza. Tengo la sensación de que está filtrando la información y selecciona lo que ofrece cuando lo que deseo es que no deje de hablar. Deseo que no sea evasiva ni mienta. Pero una cosa que he aprendido de Lucy es que desearlo no hace que sea verdad. Puedo pasarme toda mi vida con ella y eso no cambiará su conducta. No cambiará lo que cree o hace.
Apago la lámpara y le devuelvo la pequeña caja blanca.
—¿A qué te referías con eso de que vuela como un ángel?
—Me refiero a aquellas representaciones artísticas de los ángeles volando. Sé que las has visto. —Lucy coge un bloc de papel y un bolígrafo colocados junto al teléfono—. Sus cuerpos están verticales, como alguien que tiene una mochila con un motor a reacción en la espalda, a diferencia de los insectos y los pájaros, cuyos cuerpos están horizontales en el vuelo. Estas pequeñas moscas-robot vuelan verticalmente, como los ángeles, y ese ha sido uno de sus fallos: ese y su tamaño. Encontrar la solución es lo que yo llamo el Santo Grial. Ha eludido a los mejores y más brillantes.
Dibuja algo para mostrármelo, una figura como un monigote que parece una cruz volando a través del aire.
—Si quieres un insecto que parezca una mosca común para que literalmente sea una mosca en la pared que realiza una vigilancia encubierta —continúa—, debe parecer una mosca, no un pequeño cuerpo que se mantiene vertical con las alas pegadas. Si tengo un encuentro en Irán con Ahmadinejad y algo vuela verticalmente y aterriza verticalmente en el alféizar como una Campanilla minúscula, creo que me daría cuenta y sospecharía algo.
—Si tú te encontrases con Ahmadinejad en Irán, yo sospecharía por un montón de razones. Si me olvido de por qué mi paciente tiene el ala de una de esas cosas en el cuello de su cazadora, y si acepto que esa ala es parte de una mosca-robot intacta... —comienzo a decir.
—No es exactamente una mosca-robot —me interrumpe—. Ni tampoco tiene que ser un robot espía. Es lo que intento decirte. Creo que esto es el Santo Grial.
—Vale, sea lo que sea, ¿para qué se podría utilizar?
—Deja que tu imaginación sea el límite —responde—. Podría hacer una larga lista, pero no saberlo con exactitud, no a partir de un ala, aunque puedo decir unas cuantas cosas significativas. Por desgracia, no pude encontrar el resto.
—¿Te refieres al cuerpo, en la cazadora? ¿Encontrarlo, dónde?
—En el escenario del crimen.
—Fuiste a Norton's Woods.
—Claro —dice ella—. En cuanto comprendí de dónde provenía el ala. Por supuesto que fui allí de inmediato.
—Hemos estado juntas durante horas. —Le recuerdo que podía habérmelo dicho antes—. Solas tú y yo en la cabina todo el camino hasta aquí, desde Dover.
—Tiene que ver con los intercomunicadores. Incluso cuando sé con certeza que está apagado atrás, no estoy del todo segura. No, cuando hay algo que no me puedo permitir que nadie más escuche. Marino no debe saber nada de esto. —Señala la pequeña caja blanca que contiene el ala.
—¿Se puede saber por qué?
—Créeme, mejor que no sepa nada de esto. Es una parte muy pequeña de algo mucho mayor, en muchos sentidos.
Continúa hablando para asegurarme que Marino no sabe nada de que ella fue a Norton's Woods. Él no tiene ni idea de la pequeña ala mecánica o de que fuese un motivo determinante para que se decidiese a traerme a casa desde Dover cuanto antes, para escoltarme en su helicóptero para más seguridad. No mencionó nada de esto hasta ahora, continúa explicándome, porque de momento no confía en nadie. Excepto en Benton, añade. Y en mí. Y tiene mucho cuidado con quién y dónde mantiene ciertas conversaciones. Todos nosotros debemos ser precavidos.
—A menos que el área haya sido limpiada —dice, y a lo que se refiere es a barrida electrónicamente; la conclusión es que mi despacho es seguro o no estaríamos manteniendo esta conversación aquí dentro.
—¿Has barrido mi despacho en busca de aparatos espía? —No me sorprende. Lucy sabe cómo hacer un barrido de un lugar en busca de aparatos ocultos porque sabe cómo espiar. El mejor ladrón es un cerrajero—. ¿Por qué crees que alguien podría estar interesado en poner aparatos espía en mi despacho?
—No estoy segura de quién está interesado en qué o por qué.
—No puede ser Marino —digo.
—Si él lo hiciese sería tan obvio como un oso de peluche con una cámara. Por supuesto que no. No me preocupa que él pueda hacer algo así. Solo me preocupa que no pueda mantener la boca cerrada —responde Lucy—. Al menos no cuando se trata de ciertas personas.
—Hablaste de MORT en el helicóptero. No estabas preocupada por el intercomunicador, por Marino, cuando se trató de MORT.
—No es lo mismo. Ni de lejos —afirma—. No tiene importancia si Marino se va de la lengua con ciertas personas sobre que hay un robot en el apartamento del tipo. Esas otras personas ya lo saben, puedes estar segura de ello. No puedo permitir que Marino hable de mi pequeño amigo. —Mira la pequeña caja blanca—. Aunque no lo haga con mala intención. Pero no comprende ciertas realidades de algunas personas. En especial del general Briggs y la capitana Avallone.
—No sabía que supieses nada de ella. —Nunca mencioné a Sophia Avallone a mi sobrina.
—Cuando estuvo aquí, Jack la acompañó. Marino le trajo la comida, estuvo lamiendo su culo uniformado. Él no sabe comportarse con personas como esas, del puto Pentágono, o alguien que, como un estúpido, cree que es uno de nosotros, ya sabes, es seguro.
Me tranquiliza que lo comprenda, pero no quiero animarla a que desconfíe de Marino, ni por asomo. Han pasado muchas cosas con él y por fin vuelven a ser amigos, tan cercanos como eran cuando ella era una niña y él le enseñaba a conducir su camioneta y a disparar. Ella lo apreciaba muchísimo y el aprecio era mutuo. Ella recibió la ciencia de mis genes, pero ha obtenido de él su afinidad por las cosas de los polis, como lo llama. Él era el grande y duro detective en su vida cuando ella era una niña maravillosa, y él la quería y detestaba de muchas formas diferentes mientras Lucy lo amaba y lo odiaba. Pero ahora son colegas y amigos. Haré lo que sea para que se mantenga así. Ten cuidado con lo que dices, me digo a mí misma. Que haya paz.
—Por lo tanto, deduzco que Briggs no sabe nada de esto. —Señalo la pequeña caja blanca en mi mesa—. Y la capitana Avallone tampoco.
—No pueden saberlo.
—¿Mi despacho tiene micrófonos ahora mismo?
—Nuestra conversación es absolutamente segura —responde, y no es una respuesta.
—¿Qué pasa con Jack? ¿Es posible que sepa algo acerca de la mosca-robot? Tú no se lo dijiste.
—Por supuesto que no.
—A menos que alguien lo llamase para que la buscase. O el ala.
—¿Te refieres a que si el asesino llamó aquí para que buscásemos una mosca-robot perdida? —dice Lucy—. Solo la llamo así para simplificar, pero no es una mosca-robot de la variedad de jardín. Eso sería muy estúpido. Significaría que quien llamaba tenía algo que ver con el homicidio del sujeto.
—No podemos descartar nada. A veces los asesinos son estúpidos —digo—. Si están muy desesperados.
10
Lucy se levanta para ir a mi baño privado, donde hay una cafetera en un mostrador. Oigo que llena el depósito con agua del grifo y busca en la pequeña nevera. Es casi la una de la madrugada, y la nieve no afloja, cae con fuerza y rápido, y cuando los pequeños copos golpean contra la ventana, es como si la arena golpease el vidrio.
—¿Leche descremada o crema? —pregunta Lucy desde lo que se supone que es mi cuarto privado para cambiarme, y que incluye una ducha—. Bryce es la esposa perfecta. Ha llenado tu nevera.
—Sigo bebiéndolo solo. —Comienzo a abrir los cajones, sin tener claro qué busco.
Pienso en mi desordenado puesto de trabajo en la sala de autopsias. Siento que ha habido personas que han estado utilizando aquello que no debían.
—Vale, ¿entonces por qué hay leche y crema? —La voz fuerte de Lucy—. ¿Green Mountain o Black Tiger? También hay leche de avellanas. ¿Desde cuándo tomas leche de avellanas? —Las preguntas son retóricas. Ya sabe las respuestas.
—Nunca —murmuro, y veo lápices, bolígrafos, clips de papel, y en el cajón de abajo un paquete de chicles de menta.
Está a medias, y yo no masco chicles. ¿A quién le gustan los chicles de menta y tendría una razón para ir a mi mesa? No es Bryce. Es demasiado presumido para mascar chicle, y si lo pillase haciéndolo, se lo reprocharía, porque considero de mala educación mascar chicles delante de otras personas. Además, Bryce no se instalaría en mi mesa, no sin mi permiso. No se atrevería.
—A Jack le gusta la leche de avellanas, la vainilla francesa, mierdas por el estilo, y lo bebe con leche descremada a menos que esté siguiendo una de sus dietas de alto contenido en proteínas y grasas —continúa Lucy desde el interior de mi baño—. También consume crema de verdad, crema espesa, como la que está aquí. Supongo que si tienes visitas, si estás esperando visitas, podrías tener crema.
—Nada con sabor, y por favor que sea bien fuerte.
—Es un gran usuario, lo mismo que tú —añade la voz de Lucy—. Sus huellas están por todas partes, en cada cerradura de este lugar, como las tuyas.
Oigo como comienza a salir el agua caliente en la cafetera y lo utilizo como una interrupción bienvenida. Rehúso entrar en la envenenada conjetura de que Jack Fielding ha estado en mi despacho durante mi ausencia, que quizá se acomodó a sus anchas mientras bebía café, mascaba chicle y, quién demonios sabe qué más. Pero al mirar alrededor, no me parece posible. Mi oficina da la sensación de haber estado deshabitada. Desde luego no parece como si alguien hubiese estado trabajando aquí, entonces, ¿qué estaría haciendo?
—Fui a Norton's Woods antes de que fuese la policía de Cambridge, ya sabes. Marino les pidió que volviesen a ir por allí porque habían borrado el número de serie de la Glock. Pero yo fui allí primero. —Lucy habla con voz muy alta desde el interior del baño—. Pero tuve la desventaja de no saber con exactitud dónde había caído el tipo, dónde lo habían apuñalado, y ahora lo sabemos. Sin las fotos de la escena, era imposible tener una ubicación exacta, solo una aproximada, así que peiné cada sendero del parque.
Sale con el café humeante en tazas negras que llevan el curioso escudo del AFME, una doble pareja de ases y ochos, conocida como la «Mano del muerto», la mano que según la leyenda tenía Wild Bill Hickok cuando lo mataron de un disparo.
—Para que hablen de una aguja en un pajar —continúa—. La mosca-robot por lo que parece tiene la mitad del tamaño de un clip de papel pequeño, más o menos del tamaño de, bueno, una mosca real. Nada fácil.
—Solo porque encontrases un ala no significa que el resto estuviese allí —le recuerdo cuando ella deja la taza de café delante de mí.
—Si está allí, está averiada. —Lucy se sienta de nuevo en su silla—. Oculta debajo de la nieve mientras hablamos, y sin un ala. Pero es muy posible que continúe viva, sobre todo cuando se ve expuesta a la luz, si aceptamos que no tiene más daños.
—¿Viva?
—No literalmente. Lo más probable es que esté propulsada por micropaneles solares y no que funcione con una pila, que ya estaría agotada. Le da la luz y abracadabra. Es obvio que todo apunta en ese sentido. Y nuestra pequeña amiga, sea lo que sea, es una futurista obra maestra de una tecnología casi microscópica.
—¿Cómo puedes estar segura cuando no has encontrado la mayor parte? ¿Solo un ala?
—No es un ala cualquiera. El ángulo y las uniones de flexión son ingeniosos y me sugieren una conformación de vuelo diferente. No el vuelo de un ángel, sino uno horizontal, como vuela un insecto real. Sea lo que sea esta cosa y sean las que sean sus funciones, estamos hablando de algo muy avanzado, algo que nunca he visto antes. Nada se ha publicado al respecto, porque tengo casi todas las revistas técnicas que hay en la red, y además he estado realizando búsquedas sin obtener ningún resultado. Por lo que parece, es un proyecto clasificado como de alto secreto. Desde luego espero que el resto esté ahí afuera en alguna parte del terreno, bien protegido bajo la nieve.
—Para empezar, ¿qué estaba haciendo en Norton's Woods? —Recuerdo la mano con el guante negro que entra en el encuadre de la cámara de vídeo oculta, como si el hombre estuviese espantando algo.
—Correcto. ¿La tenía él, u otra persona? —Lucy sopla el café, con la taza sujeta con ambas manos.
—¿Alguien la está buscando? ¿Alguien cree que está allí o que nosotros sabemos dónde está? —pregunto de nuevo—. ¿Alguien te ha mencionado que sus guantes han desaparecido? ¿Los viste tú cuando bajaste las escaleras, mientras Marino le tomaba las huellas al cadáver? Al parecer la víctima se puso unos guantes negros cuando llegó al parque, algo que me pareció curioso cuando miré los vídeos. Creí que había muerto con los guantes puestos, pero entonces, ¿dónde están?
—Eso es interesante —opina Lucy, y no sé si ella ya sabía que los guantes han desaparecido.
No puedo saber lo que ella sabe y si está mintiendo.
—No estaban en el bosque cuando ayer por la mañana caminé por allí —me informa—. Hubiese visto un par de guantes negros, aunque también podrían haberlos dejado por accidente los ATS, el servicio de recogida o los polis. Y, por supuesto, también es posible que estuviesen y cualquiera que estuviese por allí se los haya llevado.
—En los vídeos, alguien que lleva un abrigo negro largo pasa por allí después de que el hombre cayese al suelo. Es posible que quien lo matase se detuviese solo lo suficiente para coger los guantes.
—Te refieres a ellos como si fuesen algún tipo de guantes inteligentes o de datos, los que están usando en combates, guantes con sensores incorporados para sistemas de ordenador corporales, robótica corporal —dice Lucy, como si pensar eso fuera lo más normal de un par de guantes desaparecidos.
—Solo me pregunto por qué sus guantes pueden ser tan importantes para que alguien se los lleve, si es eso lo que ocurrió —manifiesto.
—Si tenían sensores, y controlaba así la mosca-robot, siempre que la mosca-robot fuese suya, entonces los guantes podrían ser muy importantes —dice Lucy.
—¿Tú no preguntaste por los guantes cuando estabas allí con Marino? ¿No se te ocurrió inspeccionar los guantes, la ropa, en busca de sensores que pudieran estar incorporados?
—De haber tenido los guantes, me hubiese resultado mucho más fácil encontrar la mosca-robot cuando fui a Norton's Woods —protesta Lucy—. Pero yo no los tengo ni sé dónde están, si es eso lo que preguntas.
—Lo pregunto porque sería manipular las pruebas.
—No lo hice. Te lo juro. No sé a ciencia cierta si son ciberguantes, pero si lo son, tendría sentido a la vista de otras cosas. Como lo que dice en el vídeo segundos antes de morir —añade con voz pensativa, como si lo estuviese considerando, o quizá ya lo ha hecho, pero me está llevando a creer que lo que dice es un pensamiento nuevo—. El hombre no deja de decir: «Eh, chico».
—Supuse que hablaba con el perro.
—Quizá. Pero tal vez no.
—Dijo otras cosas que no entendí —recuerdo—. «And for you» o «do you send one» o algo así. ¿Una mosca-robot podría entender comandos de voz?
—Es del todo posible. Esa parte se oía mal. Yo la oí también, y me resultó confusa —admite Lucy—. Pero quizá no, si estaba controlando la mosca robot. For you podría ser four-two, quizá. Y and se puede confundir con N, de norte. Lo oiré y haré más amplificaciones.
—¿Más?
—He hecho algunas. No han sido de mucha ayuda. Podría ser que estuviese dando las coordenadas GPS a la mosca-robot, algo que sería bastante común para un artefacto que responde a la voz si, por ejemplo, tú le estás diciendo adónde debe ir.
—Si tú pudieses deducir las coordenadas del GPS, quizás encontrarías su ubicación actual y encontrarías dónde está.
—Lo dudo mucho. Si la mosca-robot era controlada por los guantes, al menos controlada en parte por los sensores, entonces cuando la víctima movió la mano sería probablemente cuando lo apuñalaron.
—Correcto. ¿Entonces, qué?
—No lo sé, pero no tengo la mosca-robot, ni tengo los guantes —me dice Lucy, que me mira con fijeza, sus ojos clavados en los míos—. No los encontré, pero desde luego desearía haberlo hecho.
—¿Marino mencionó que alguien pudo estar siguiéndonos a Benton y a mí después de dejar Hanscom? —pregunto.
—Estuvimos atentos a la aparición de un todoterreno grande con faros de xenón y faros antiniebla. No estoy diciendo que signifique nada, pero Jack tiene un Navigator azul oscuro, comprado en octubre, de segunda mano. Tú no estabas aquí, así que supongo que no lo has visto.
—¿Por qué iba a seguirnos Jack? Y no, no sé nada de que se comprase un Navigator. Creía que tenía un Jeep Cherokee.
—Supongo que lo cambió. —Lucy bebe su café—. No digo que él te siguiera. O que fuera tan estúpido como para pegarse a tu parachoques. Excepto en una ventisca o con niebla, cuando la visibilidad es muy mala, un perseguidor con poca experiencia podría seguirte muy de cerca si la persona no sabe adónde va el objetivo. Pero Jack no tendría que tomarse esa molestia. Lo más lógico es que pensase que venías hacia aquí.
—¿Tienes idea de por qué alguien se tomaría la molestia?
—Si alguien supiera que la mosca-robot ha desaparecido —responde—, él o ella estaría buscándola como loco, y no dejaría de hacer lo que fuese para encontrarla antes de que cayese en manos equivocadas. O en las manos correctas. Depende de quién o a qué nos enfrentemos. Lo digo basándome en el ala. Si es por eso que os siguieron, yo me inclinaría por pensar que quien mató a ese tipo no encontró la mosca-robot. En otras palabras, bien podría continuar desaparecida o perdida. No hace falta que te diga que una invención técnica de alto secreto como esta podría valer una fortuna, sobre todo si alguien puede robar la idea y atribuirse el mérito. Si dicha persona la está buscando y tiene razones para temer que haya venido con el cuerpo, puede que esa persona quisiese ver adónde ibais, qué pretendíais hacer. Él o ella pueden creer que la mosca-robot está aquí en el CFC o quizá que la tienes tú en alguna parte. Incluso en tu casa.
—¿Por qué iba a tenerla en casa? Aún no he estado en casa.
—La lógica no tiene nada que ver cuando alguien está desesperado —responde Lucy—. Si yo fuese la persona que busca podría suponer que le has dicho a tu marido, antiguo agente del FBI, que oculte la mosca-robot en casa. Podría creer todo tipo de cosas. Si la mosca todavía está por ahí, voy a continuar buscándola.
Recuerdo lo que el hombre exclamó, tengo su voz en mi cabeza: «¿Qué demo...? ¡Eh...!». Quizá su reacción de sorpresa no se debió solo al súbito dolor agudo en la parte inferior de la espalda, y la tremenda presión en el pecho. Quizás algo voló contra su cara. Quizá tenía puestos los ciberguantes, y su reacción de sorpresa fue lo que hizo que la mosca-robot se rompiese. Imagino un pequeño artilugio en pleno vuelo y después golpeado por la mano con el guante negro del hombre y aplastado contra el cuello de su chaqueta.
—Si alguien tenía los ciberguantes y buscaba la mosca-robot antes de que comenzase a nevar, ¿es posible que no la hubiese encontrado? —le pregunto a mi sobrina.
—Claro que es posible. Depende de muchas cosas. Por ejemplo, hasta qué punto está dañada. Hubo mucha actividad alrededor del hombre después de que cayese. Si la mosca estaba en el suelo, pudo acabar aplastada o todavía más dañada, y quedar imposibilitada para dar cualquier respuesta. O podría estar debajo de algo, o en un árbol, o bajo un arbusto o en cualquier parte del lugar.
—Supongo que un insecto-robot podría ser utilizado como un arma —comento—. Dado que no tengo la menor pista sobre lo que causó las heridas internas de ese hombre, necesito pensar en todas las posibilidades imaginables.
—Esa es la cuestión —dice Lucy—. En estos días, casi cualquier cosa que imagines es posible.
—¿Te contó Benton lo que vimos en el escáner?
—No creo que un insecto micromecánico pudiese causar un daño interno como ese —responde Lucy—. A menos que a la víctima le inyectasen un artefacto explosivo en miniatura.
Mi sobrina y sus fobias. Su obsesión con los explosivos. Su tremenda desconfianza hacia el Gobierno.
—Desde luego, deseo con toda el alma que no —añade—. En realidad, estaríamos hablando de nanoexplosivos si hay involucrada una mosca-robot.
Mi sobrina y sus teorías de la supertermita. Recuerdo el comentario de Jaime Berger la última vez que la vi el día de Acción de Gracias, cuando todos estábamos en Nueva York y cenamos en su apartamento. «El amor no lo conquista todo», dijo Berger. «No es posible», añadió con demasiado vino en el cuerpo mientras estaba en la cocina discutiendo con Lucy sobre el 11-S y los explosivos utilizados contra las torres, los nanomateriales pintados en las infraestructuras que podían causar una destrucción catastrófica si impactaban aviones grandes a tope de combustible.
He renunciado a razonar con mi fóbica y cínica sobrina, que es demasiado lista en su propio beneficio y no escucha a nadie. A ella no le importa que no hayan suficientes pruebas para dar apoyo a su teoría, solo alegaciones sobre residuos encontrados en el polvo inmediatamente después de la caída de las torres. Luego, semanas más tarde, se recogió más polvo que contenía esos mismos residuos de óxido de hierro y aluminio, un nanocompuesto de gran energía que es utilizado en la fabricación de pirotecnia y explosivos. Admito que se han publicado artículos sobre el tema en revistas científicas serias, pero no los suficientes, y no ofrecen ni la más mínima prueba de que nuestro propio Gobierno ayudó en el atentado del 11-S como una excusa para iniciar una guerra en Oriente Medio.
—Sé lo que opinas sobre las teorías conspirativas —me dice Lucy—. Esa es una gran diferencia entre nosotras. He visto lo que los supuestos tipos buenos pueden hacer.
Ella no sabe nada de Sudáfrica. Si lo supiese, comprendería que no hay mucha diferencia entre nosotras dos. Sé demasiado bien lo que los buenos pueden hacer. Pero no el 11-S. Yo no llegaría tan lejos, y pienso en Jaime Berger e imagino lo difícil que hubiese sido para la poderosa y muy reputada fiscal de Manhattan tener a Lucy como pareja. El amor no lo conquista todo. Es verdad. Quizá la paranoia de Lucy sobre el 11-S y el país en que vivimos la ha llevado a un aislamiento personal que históricamente suele durar mucho tiempo. De verdad creí que Jaime era la indicada, que duraría. Ahora estoy segura de que no. Quiero decirle a Lucy que lo siento y que siempre estaré con ella y que hablaré de cualquier cosa con ella, incluso si va en contra de mis creencias. Pero ahora no es el momento.
—Creo que debemos considerar la posibilidad de que estemos tratando con un científico renegado, o quizá más de uno, dispuesto a nada bueno —me dice Lucy—. Es el gran punto que intento dejar claro. Me refiero a algo muy malo, a algo extremadamente malo, tía Kay.
Me alivia oírla decir tía Kay. Siento que todo está bien entre nosotras cuando me llama así, y ahora lo hace muy de cuando en cuando. No recuerdo la última vez que lo hizo. Cuando soy su tía Kay casi puedo hacer caso omiso de lo que es en realidad Lucy Farinelli, una genio que es marginalmente sociópata, un diagnóstico del que Benton se burla, de manera agradable pero firme. Ser marginalmente sociópata es como estar embarazada marginalmente o marginalmente muerta, dice. Quiero a mi sobrina más que a mi propia vida, pero he llegado a la conclusión de que cuando se comporta bien es un acto voluntario, o solo porque le conviene. La moral tiene muy poco que ver. Me refiero a eso de que el fin justifica los medios.
La observo con mucha atención, aunque no veo lo que hay detrás. Su rostro nunca da información que pueda afectarle.
—Necesito seguir adelante y preguntarte una cosa —le digo.
—Puedes preguntar lo que quieras. —Ella sonríe y no parece capaz de matar a una mosca mucho menos a nadie, a menos que reconozcas la fuerza y la agilidad de sus manos tranquilas y los rápidos cambios en sus ojos mientras los pensamientos pasan detrás de ellos como relámpagos.
—Tú no estás involucrada en esto, ¿verdad? —Me refiero a la pequeña caja blanca y al ala de la mosca-robot en su interior. Me refiero al hombre muerto al que ahora le están haciendo una resonancia magnética en MacLean; alguien con quien quizá nos cruzamos en una exposición de Da Vinci en Londres meses antes del 11-S, que Lucy cree que, por increíble que resulte, fue orquestado por nuestro propio Gobierno.
—No. —Lo dice con toda naturalidad y no tuerce el gesto ni parece en absoluto incómoda.
—Porque ahora estás aquí. —Le recuerdo que ahora trabaja para el CFC, y eso significa que trabaja para mí, y yo respondo ante el gobernador de Massachusetts, el Departamento de Defensa, la Casa Blanca. Le digo que tengo que responder a muchas personas—. No puedo tener...
—Por supuesto que no puedes. No voy a meterte en líos.
—No se trata solo de ti.
—Esta conversación no es necesaria —me interrumpe de nuevo, y sus ojos relampaguean. Son tan verdes que no parecen reales—. En cualquier caso, él no tiene ninguna herida térmica, ¿verdad? Ninguna quemadura.
—Nada que yo haya visto hasta ahora. Eso es correcto.
—Vale. ¿Puede que alguien le tocase con un arma contra tiburones modificada? Ya sabes, uno de esos arpones con algo como un cartucho de escopeta sujeto en la punta, solo que en este caso, es una carga muy pero que muy diminuta, que contiene nanoexplosivos.
Pongo en marcha mi ordenador.
—No se parecería en nada a lo que acabo de ver. Se vería como una herida de contacto con arma de fuego, sin la abrasión hecha por el cañón del arma. Incluso si estamos hablando de utilizar nanoexplosivos como opuestos a algún tipo de munición de arma de fuego en la punta de un arpón, o algo parecido, tienes razón, se vería como una herida termal. Tendría que haber quemaduras en la entrada y también en el tejido subyacente. Supongo que estás diciendo que una mosca-robot podría ser utilizada para llevar nanoexplosivos. ¿Es lo que temes que esté haciendo ese científico renegado o unos cuantos?
—Llevar. Detonar. Nanoexplosivos, drogas, veneno. Como dije, deja que tu imaginación ponga el límite de lo que un artilugio como ese podría ser capaz.
—Necesito echar una ojeada a los vídeos de seguridad donde aparece la bolsa goteando. —Mientras busco los archivos en mi ordenador, añado—: No tendré que ir a ver a Ron para hacerlo, ¿verdad?
Lucy pasa a mi lado de la mesa y comienza a escribir en mi teclado. Entra la clave de administrador del sistema que le da el acceso completo a mi reino.
—Es coser y cantar. —Aprieta una tecla para abrir el archivo.
—Nadie puede entrar en mis archivos sin que tú lo sepas.
—No en el ciberespacio. Pero no puedo saber si alguien ha estado en tu espacio físico, sobre todo dado que no estoy aquí todo el tiempo, de hecho, ni siquiera la mayor parte del tiempo, porque trabajo a distancia cuando puedo. —Eso dice, pero no estoy segura de creer que no lo sabe.
De hecho, no lo creo.
—Pero nadie ha entrado en tus archivos protegidos —dice, y eso lo creo. Lucy no lo permitiría—. Por cierto, puedes controlar las cámaras de seguridad desde cualquier parte. Incluso desde tu iPhone si quieres. Solo necesitas acceder a Internet. Encontré esto antes y lo guardé como archivo. Cinco y cuarenta y dos de la tarde. Es la hora en que fue captado por una cámara de seguridad en el área de recepción.
Aprieta el play y sube el volumen, y veo a dos ayudantes con prendas de invierno que empujan una camilla con una bolsa negra a lo largo del pasillo de suelo gris del nivel inferior.
Las ruedas chirrían cuando detienen la camilla delante de la puerta del frigorífico, y ahora veo a Janelle, regordeta, con el pelo oscuro corto, de aspecto duro y si no recuerdo mal con un sorprendente número de tatuajes. Alguien que Fielding encontró y contrató.
Janelle abre la enorme puerta de acero inoxidable, y oigo como sale el aire.
—Ponlo... —Señala, y veo que va abrigada con la cazadora negra reglamentaria, con la palabra FORENSE escrita en la espalda con grandes letras amarillas. Lleva todo el uniforme para hacer trabajo de campo, incluida una gorra de béisbol del CFC, como si fuese a salir al frío o acabase de entrar.
—¿En esa bandeja de allí? —pregunta un ayudante mientras él y su compañero levantan la bolsa de la camilla. La bolsa se dobla cuando la cargan, el cuerpo en el interior es flexible como si estuviese vivo—. Mierda, está goteando. Maldita sea. Más vale que no tenga sida o algo así. Me ha caído en los pantalones, en mis malditos zapatos.
—La inferior. —Janelle les dice que la pongan en una bandeja en el interior del frigorífico, se aparta y no muestra el menor interés por la sangre que gotea de la bolsa y salpica el suelo gris. No parece darse cuenta.
—Janelle, la magnífica —comenta Lucy, cuando la filmación acaba sin más.
—¿Tienes el registro del IML? —Quiero ver a qué hora el investigador médico legal, en otras palabras, Janelle, vino y se marchó ayer—. Es obvio que estaba de servicio durante la tarde.
—Trabajó doble turno el domingo. Es tan trabajadora —dice Lucy—. Sustituyó a Randy, que tenía el turno de tarde el fin de semana, pero llamó para decir que estaba enfermo. O sea que se quedó en casa para ver la Super Bowl.
—Espero que no.
—Y Dandy Randy no está aquí ahora debido al mal tiempo. Se supone que está de servicio en casa. Debe de ser bonito llevarse un todoterreno como si fuese tuyo y que te paguen por quedarte en casa —opina Lucy. Capto el desprecio en su tono ácido y lo veo en la dureza de su rostro—. Supongo que podría decir que tienen un trabajo hecho a medida. Asumen que nunca dejas de buscarles excusas a las personas.
—No las busco para ti.
—Porque no son necesarias.
Miro el registro que Janelle rellenó ayer, una plantilla en mi pantalla que tiene muy pocos campos rellenados.
—No intento señalar lo que está tan claro como mi nariz, pero en realidad no sabes mucho de lo que está pasando —añade Lucy—. No sabes los puntos débiles del día a día de este lugar. ¿Cómo podrías? —Vuelve a su lado de la mesa y recoge la taza de café, pero no se sienta—. No has estado aquí. Digamos que nunca has estado aquí desde que abrimos.
—¿Esto es todo el registro del domingo?
—Sí, Janelle vino a las cuatro. Si hay que creer en lo que apuntó en el registro. —Lucy está de pie. Bebe un poco de café y me mira—. Por cierto, va con una pandilla que se las trae. Amiguetes forenses. La mayoría de ellos polis, algunos de ellos apuntan datos y hacen trabajos de oficina. Para cualquiera, ella podría ser un héroe. ¿Sabes que está en un equipo de balón prisionero? ¿Qué clase de persona juega al balón prisionero? Alguien con refinamiento.
—Si vino a las cuatro, ¿por qué vestía el uniforme de trabajo de campo, incluida la cazadora, como si acabase de llegar del frío?
—Como dije, siempre que creamos en lo que apuntó en el registro.
—¿Y David estaba antes y tampoco hizo nada? —pregunto—. Jack podía haberle enviado a Norton's Woods. David estaba sentado aquí mismo, ¿entonces por qué Jack no le dijo que fuese al escenario? No está a más de unos quince minutos de aquí.
—Tampoco lo sabes. —Lucy va al baño y lava su taza—. Tampoco sabes si David estaba sentado ahí —dice mientras sale y se acerca a la puerta cerrada de mi despacho—. No quiero ser yo quien te diga...
—Al parecer tú eres la única persona que me cuentas algo. Joder, nadie más me está diciendo nada de nada —respondo—. ¿Qué demonios está pasando aquí? ¿La gente aparece cuando le da la gana?
—Más o menos. Los otros médicos forenses y los investigadores médicos legales entran y salen a su propio compás. Es algo que viene desde la cima.
—Viene desde Jack.
—Al menos en tu ámbito. Los laboratorios son otra historia, porque a él no le interesan. Excepto el de armas de fuego. —Se apoya en la puerta cerrada y mete las manos en los bolsillos de su bata de laboratorio.
—Se supone que él estaba a cargo en mi ausencia. Jack es el director adjunto del Port Mortuary del CFC. —No puedo mantener la protesta apartada de mi tono, la nota de escándalo.
—No le interesan los laboratorios, y en cualquier caso los científicos no le prestan la más mínima atención. Solo el de armas de fuego como dije. Ya sabes lo de Fielding con las armas, los cuchillos, las ballestas, los arcos de caza. No existe un arma que no le guste. Así que se mete con el laboratorio de armas de fuego y marcas de herramientas y ha conseguido joderlos a ellos también. Ha cabreado a Morrow hasta el punto de que está dispuesto a largarse. Sé que está buscando trabajo, y no hay ninguna razón para justificar que su laboratorio no se encargase de la Glock que llevaba el muerto. El número de serie borrado. Mierda. Salió disparado de aquí esta mañana y ni siquiera se molestó.
—¿Salió disparado de aquí?
—Se marchaba cuando yo volvía de Norton's Woods. Fue alrededor de las diez y media.
—¿Hablaste con él?
—No. Quizá no se encontraba bien. No lo sé, pero no entiendo por qué no se aseguró de que alguien se ocupase de la Glock. ¿Utilizar ácido en un número de serie borrado? ¿Cuánto se puede tardar al menos en hacer un intento? Debía de saber que era importante.
—Quizá no lo sabía —señalo—. Si el detective de Cambridge es el único que habló con él, ¿por qué iba a creer que la Glock era importante? En aquel momento, nadie tenía ni idea de que el hombre de Norton's Woods hubiese sido asesinado.
—Supongo que ese es un punto relevante. Morrow probablemente no sabía que íbamos a buscarte, que volvías de Dover. Fielding también desapareció, y él sabía muy bien que había un problema importante que cualquiera con dos dedos de frente hubiese decidido que era culpa suya. Fue él quien cogió la llamada del tipo de Norton's Woods. Fue él quien no fue a la escena del crimen o se aseguró de que alguien lo hiciese. ¿Quieres saber mi opinión de por qué Janelle estaba vestida para salir? No llegó aquí a las cuatro, la hora que apuntó en el registro. Llegó aquí justo a tiempo para dejar entrar a los ayudantes, apuntar la recepción del cadáver y luego dio media vuelta y se marchó. Lo descubriré. El momento en que desconectó la alarma para entrar en el edificio debió de quedar registrado. Todo depende de si quieres hacer de esto un caso federal.
—Me sorprende que Marino no se ocupase de hacerme saber el alcance del problema. —Es lo único que se me ocurre decir. El interior de mi cabeza se ha vuelto oscuro.
—Como el chico que grita que viene el lobo —dice Lucy, y es verdad.
Marino se queja tanto de tanta gente, que casi no le escucho cuando me habla. Ahora estamos de vuelta a mis fracasos. No he prestado atención. No he escuchado. Quizá no habría escuchado independientemente de quién me lo dijese.
—Tengo que ocuparme de unas cuantas cosas. Ya sabes dónde encontrarme —dice Lucy, abre la puerta y la deja abierta cuando se marcha.
Cojo el teléfono y pruebo de nuevo con los números de Fielding. Esta vez no dejo un mensaje, y se me pasa por la cabeza que su esposa tampoco responde al teléfono de casa. Vería el nombre del despacho y el número en el identificador de llamadas. Quizás es por eso que no atiende, porque sabe que soy yo. O quizá su familia ha ido a alguna parte, está afuera de la ciudad. ¿El lunes por la noche en medio de una tormenta de nieve cuando él sabe muy bien que he vuelto a casa desde Dover para ocuparme de un caso de emergencia?
Salgo y escaneo mi pulgar para abrir la puerta a la derecha de la mía. Entro en la oficina de mi director adjunto y la observo como si fuese la escena de un crimen.
11
Yo escogí su despacho, insistí que fuese tan bonito como el mío, muy grande, con ducha privada. Disfruta de una vista del río y la ciudad, aunque tiene las persianas bajadas, algo que me inquieta. Las tuvo que cerrar cuando aún había luz, y no sé por qué lo haría. Pienso que por ninguna buena razón. Sea lo que sea lo que Jack Fielding haya hecho, no pinta bien.
Me acerco y abro todas las persianas. Al otro lado del cristal, que tiene un tinte gris reflectante, distingo las luces borrosas del centro de Boston y las oleadas de humedad helada, una nieve que golpea y muerde como dientes. Las partes superiores de los rascacielos, las torres del Prudential y Hancock se ven oscuras, y las rachas de viento gimen en tonos bajos alrededor de la cúpula por encima de mi cabeza. Abajo, Memorial Drive está hasta los topes de tráfico, incluso a esta hora, y el Charles es una masa informe y negra. Me pregunto qué espesor tendrá ahora la nieve y a qué profundidad llegará antes de que la tormenta se desplace hacia el sur. Me pregunto si Fielding volverá alguna vez a esta habitación que diseñé y amueblé para él, y de alguna manera tengo la sensación de que no lo hará, a pesar de que no hay ninguna prueba de que se haya marchado para siempre.
La mayor diferencia entre nuestros lugares de trabajo es que el suyo está atestado con recuerdos de su ocupante, sus muchos diplomas, certificados y menciones de honor, sus coleccionables en los estantes, pelotas y bates de béisbol autografiados, trofeos y medallas de taekwondo, maquetas de aviones de combate y un trozo de uno de verdad que se estrelló. Me acerco a su mesa y observo las reliquias de la Guerra Civil, la hebilla de un cinturón, una fiambrera, un cuerno de pólvora, unos pocos perdigones que recuerdo haberle visto recoger durante nuestros primeros días en Virginia. Pero no hay fotografías, y eso me apena. En algunos lugares veo lo que ha desaparecido en los espacios en blanco de la pared, donde no se ha molestado en rellenar los pequeños huecos dejados por los ganchos que quitó.
Me duele que ya no muestre imágenes tomadas cuando era mi compañero patólogo forense, fotos instantáneas de nosotros dos en la morgue, o los dos en las escenas del crimen con Marino, el detective de homicidios del Departamento de Policía de Richmond a finales de los ochenta, principios de los noventa, cuando Fielding y yo comenzábamos, aunque de manera del todo diferente. Él era un apuesto doctor que comenzaba su carrera, mientras que yo llevaba la mía hacia al sector privado, en una transición a la vida civil en el papel de jefe, y haciendo todo lo posible por no mirar atrás. Quizá Fielding no mira atrás, aunque no sé por qué. Sus días de antaño eran buenos comparados con los míos. Él no ayudó a ocultar un crimen. Nunca le sucedió nada comparable que necesitase ocultar. No, que yo sepa, pero tengo que ponerlo todo en duda. ¿Qué es lo que sé en realidad?
No mucho, excepto que tengo la sensación de que se ha librado de mí, quizá se ha librado de todos nosotros. Tengo la sensación de que se ha librado de muchas más cosas que antes. Es algo de lo que estoy convencida aunque sin saber muy bien por qué. Desde luego sus pertenencias personales están aquí, la chaqueta Goretex de lluvia en una percha, las botas de caña alta de neopreno, la bolsa con el equipo de submarinismo y la caja para la escena del crimen guardada en el armario, además de su colección de escudos de la policía, distintivos de la policía y militares. Recuerdo ayudándole a trasladarse a este despacho. Incluso le ayudé a acomodar los muebles, ambos quejándonos, riéndonos y luego protestando un poco más mientras movíamos la mesa, luego su mesa de reunión, y después volviéndolas a mover una y otra vez.
—¿Qué es esto, una peli de Laurel y Hardy? —dijo—. ¿Qué harás después, subir a una mula a empujones por las escaleras?
—No tienes escaleras.
—Estaba pensando en comprarme un caballo —comentó él, mientras movíamos las mismas sillas que habíamos movido antes—. Hay una caballeriza a poco menos de dos kilómetros de casa. Podría alojar a un caballo allí, y venir a trabajar en caballo, a las escenas del crimen.
—Lo añadiré al manual de los empleados. Nada de caballos.
Bromeamos y nos lanzamos pullas el uno al otro. Se veía bien aquel día: vital y optimista, los músculos tensos bajo las mangas cortas de la bata. En aquel entonces tenía un físico increíble y se le veía saludable, su rostro todavía con la apostura juvenil, el pelo rubio oscuro desordenado, y no se había afeitado en días. Estaba muy sexy y divertido, y recuerdo los susurros y las risitas de algunas de las empleadas cuando pasaban por delante de su puerta abierta y buscaban una excusa para verlo. Fielding parecía contento de estar aquí conmigo, y recuerdo que ambos colocábamos las fotografías y los recuerdos de nuestros primeros días juntos: fotografías que ahora han desaparecido.
En su lugar hay otras que no recuerdo. Las fotos están colocadas en primer plano en los estantes y paredes, poses formales de él con políticos y jefes militares, una con el general Briggs e incluso con la capitana Avallone, quizá de la visita en la que Fielding la acompañó. Se le ve envarado y aburrido.
En una foto en la que lleva la ropa blanca de taekwondo dando un salto mientras descarga un puntapié contra un enemigo imaginario parece furioso. Se le ve con el rostro enrojecido lleno de odio. Mientras observo unas fotografías de familia más recientes, decido que tampoco se le ve contento en ellas, ni siquiera cuando está abrazando a sus dos hijas pequeñas o pasa el brazo alrededor de su mujer, Laura, una rubia delicada cuya belleza está desapareciendo, como si una existencia agotadora estuviese dejando su rastro físicamente, trazando líneas y surcos en una fotografía que una vez fue grácil y suave.
Ella es el número tres para él, y puedo rastrear su declive mientras observo los momentos fotografiados en orden cronológico. Cuando se casó con ella se le veía enérgico, sin ningún rastro de eczema, y no tenía entradas. Me detengo para admirar lo asombroso que era, descamisado y con un cuerpo duro como la piedra, en pantalón corto, lavando su Mustang, un modelo del sesenta y siete, rojo cereza, con las rayas de Le Mans en el centro del capó. Y luego en fecha tan reciente como el otoño pasado, los michelines, la piel manchada y enrojecida, los mechones de pelo peinados hacia atrás y fijados con gel para ocultar la calvicie. En la competición de artes marciales disputada ni siquiera hace un mes no se le ve en buen estado físico ni espiritualmente equilibrado en su uniforme de gran maestro y cinturón negro. No parece alguien que encuentra alegría en la belleza o la técnica. No parece alguien que honra a otras personas, tiene autocontrol o respeto por nada. Parece disoluto. Parece un tanto desequilibrado. Parece del todo desgraciado.
¿Por qué? le pregunto en silencio a aquella fotografía de él con su precioso coche, cuando era algo digno de contemplar y parecía despreocupado y vital, la clase de hombre de quien resultaría fácil enamorarse, darle una responsabilidad, o confiarle tu vida. ¿Qué cambió? ¿Qué te hizo tan infeliz? ¿Qué fue esta vez? Detesta trabajar para mí. Lo detestaba la última vez, en Watertown, donde no se quedó mucho, y ahora en el CFC es obvio que lo odia todavía más. El verano pasado, cuando comenzó a verse tan mal, es cuando por fin abrimos nuestras puertas a la justicia criminal y aceptamos casos. Por entonces yo ni siquiera estaba en Massachusetts, tan solo fui un fin de semana después del Día del Trabajo. No puedo tener la culpa. Siempre ha sido culpa mía. Siempre me he culpado a mí misma por los fallos de Fielding, y ha cometido tantos que he perdido la cuenta.
Yo lo recojo y él vuelve a caer, solo que cada vez cae más fuerte. Cada vez es más feo. Más sangriento. Una y otra vez. Como un niño que no puede caminar, y yo no lo aceptaré hasta que acabe tan herido que no se le pueda curar. El drama que siempre acabará de una forma previsible, así es como Benton lo describe. Fielding no tendría que haber sido patólogo forense, solo lo es por mí. Hubiese estado mucho mejor si no me hubiese conocido en la primavera de 1988, cuando no estaba seguro de lo que quería hacer en la vida y yo le dije que sabía lo que debía hacer. Deja que te lo muestre. Deja que te lo enseñe. Si él nunca hubiese venido a Richmond, si nunca se hubiese cruzado conmigo, quizás hubiese escogido pasar sus días de una manera más acorde. Su carrera, su vida, la hubiese vivido por él y no por mí.
Ese es en realidad el resultado final, que hace lo mejor que puede en un entorno del todo destructivo para él, y finalmente no puede aguantar más y se descompensa, se desintegra y recuerda por qué es lo que es, quién lo moldeó, y entonces yo aparezco en su vida desgraciada como la culpable. Su respuesta a estas crisis siempre es la misma. Desaparece. Un día desaparece sin más del radar, y lo que encuentras en su estela es terrible. Casos que ha hecho mal o ha desatendido. Informes que muestran su falta de control, su juicio peligroso. Mensajes de voz hirientes que no se ha molestado en borrar porque quiere que yo los oiga. Correos electrónicos dañinos y otras comunicaciones que espera que yo encuentre. Me siento en su silla y comienzo a abrir los cajones. No tengo que buscar mucho.
La carpeta no tiene rótulo y contiene cuatro páginas impresas a las ocho y tres minutos de ayer por la mañana, 8 de febrero, un discurso que está basado en otra información de un titular y la sección de noticias es de la página web del Instituto Real de Servicios Unidos (RUSI). Un think tank británico que tiene un siglo de antigüedad con sucursales estratégicamente colocadas alrededor del mundo. El RUSI está dedicado a innovaciones avanzadas en seguridad nacional e internacional. No me puedo imaginar el interés de Fielding en ello. No puedo entender por qué le interesa una disertación dada por Russell Brown, el secretario de Estado para la Defensa en la sombra, sus opiniones en el «debate de defensa». Echo una ojeada a los comentarios poco sorprendentes del miembro conservador del Parlamento referentes a que el Reino Unido siempre actuará como parte de una alianza y que el impacto económico de la guerra es catastrófico. Hace repetidas alusiones a la desinformación propagada metódicamente, que es lo más próximo a lo que un respetable miembro del Parlamento puede decir al acusar sin tapujos a Estados Unidos de orquestar la invasión de Irak y arrastrar al Reino Unido en la aventura.
No es de extrañar que el discurso sea político, como lo es casi todo ahora mismo en Gran Bretaña, que celebrará elecciones generales dentro tres meses. Se eligen seiscientos cincuenta escaños, y un tema importante de la campaña es que más de diez mil soldados británicos están luchando contra los talibanes en Afganistán. Fielding no es militar, nunca ha prestado mucha atención a los asuntos extranjeros o a las elecciones, y no entiendo por qué tendría el más mínimo interés en lo que está pasando en el Reino Unido. No recuerdo que haya estado nunca en el Reino Unido. No es la clase de persona que se interesaría por unas elecciones generales de aquel país, en el RUSI o cualquier otro «laboratorio de ideas», y conociéndolo tan bien como lo conozco, sospecho que su intención era que yo encontrase este archivo. Quiere que lo vea después de que ha hecho otro de sus numeritos de desaparición. ¿Qué es lo que quiere que sepa?
¿Por qué está interesado en el RUSI? ¿Él mismo encontró el discurso en Internet o se lo envió alguien? ¿Si nadie se lo envió, por qué lo buscó? Considero la idea de decir a Lucy que entre en el correo electrónico de Fielding, pero no estoy preparada para llegar a esos extremos, y no quiero que me pille. Puedo cerrar la puerta, pero mi director adjunto superusuario aún podría entrar, porque no tengo confianza en que Ron u otro mantenga a Fielding en la zona de seguridad si aparece. No tengo fe en que Ron, que se mostró poco amistoso conmigo y parece tenerme muy poca consideración, vaya a detener a Fielding o intente avisarme para pedir autorización. No tengo confianza en que mi personal me sea leal, se sienta seguro conmigo o siga mis órdenes, y Fielding puede reaparecer en cualquier momento.
Eso sería muy propio de él. Desaparecer sin avisar y luego presentarse de forma inesperada y pillarme con las manos en la masa, sentada a su mesa, repasando sus archivos electrónicos. Es solo una cosa más que utilizará en mi contra, y ha utilizado varias a lo largo de los años. ¿Qué ha estado haciendo a mis espaldas? Veamos qué más encuentro, y luego sabré qué hacer. Miro la hora e imagino a Fielding sentado en esta misma silla a las ocho y tres de la mañana de ayer imprimiendo el discurso, mientras Lucy, Marino, Anne y Ollie, mientras todos estábamos desesperados por lo que había en el frigorífico del sótano.
Es extraño que Fielding estuviera aquí en su despacho mientras pasaba todo eso, y me pregunto si llegó a importarle que un hombre todavía con vida pudiese estar encerrado dentro de nuestro frigorífico. Por supuesto, Fielding se hubiese preocupado. ¿Cómo podía ser de otra manera? Si lo peor hubiera sido cierto, él hubiese sido el culpable. En última instancia, hubiese sido yo quien aparecería en las noticias, y con toda probabilidad la que sería despedida del trabajo, pero él caería conmigo. No obstante, estaba aquí en la séptima planta, en su despacho y al margen del fregado, como si ya hubiese tomado una decisión. Se me ocurre que su desaparición podría estar relacionada con otra cosa. Me reclino en su silla y miro alrededor. Mi atención se centra en el bloc donde anota las llamadas y el bolígrafo al lado de su teléfono. Noto que hay unas débiles marcas en la primera hoja del bloc.
Enciendo la lámpara de mesa, recojo el bloc y lo sostengo en diversos ángulos para descifrar las marcas dejadas como una huella cuando alguien escribe una nota en la primera página de un papel que ya no está allí. Una característica de Fielding es que no tiene una mano ligera, cuando usa un escalpelo, escribe en el teclado o escribe algo a mano. Para ser un devoto de las artes marciales, es adusto, se frustra con facilidad y se enfada rápidamente. Tiene una manera infantil de sujetar el lápiz o la estilográfica con dos dedos encima, en lugar de uno, como si estuviese utilizando palillos. Es algo frecuente en él romper la mina o la pluma y es un desastre con los rotuladores.
No necesito del ESDA, el Docustat, una caja de vacío o ninguna otra unidad de recuperación de rastros de escritura para detectar lo que veo con el viejo sistema de la luz oblicua, o con mis propios ojos. La letra apenas legible de Fielding. Lo que parecen ser dos anotaciones separadas. Una es un número de teléfono con el prefijo 508 y «FVM 18/8 Min de Def Diario 2/8». Luego una segunda: «U of Sheffield today @ Whitehall. Corto y fuera». Miro de nuevo, y me aseguro de que he leído las tres últimas palabras correctamente. Corto y fuera. El final de una transmisión de radio, como «Roger Wilco, corto y fuera», pero también una canción interpretada por una banda de heavy metal, que Fielding solía escuchar en su coche todo el tiempo cuando vino por primera vez a Richmond. «Over and Out / Every Dog has its days». Lo que me cantaba cuando amenazaba con renunciar, cuando ya estaba harto o cuando bromeaba, flirteaba y fingía estar harto. ¿Escribió «corto y fuera» en una hoja llevándome en su mente o por alguna otra razón?
Encuentro una hoja de papel en el cajón y escribo lo que acabo de descubrir en su bloc de llamadas. Comienzo a hacer todo lo posible para deducir en qué estaba metido y en qué pensaba Fielding, qué es lo que quiere que yo sepa. Cuando viniese aquí a curiosear, encontraría el discurso impreso y las marcas de escritura. Él me conoce. Pensaría de esa manera, porque sabe muy bien cómo funciona mi mente. La Universidad de Sheffield es una de las instituciones de investigación más grandes del mundo, y Whitehall es donde el RUSI tiene sus oficinas centrales, en lo que era el antiguo Whitehall Palace, la sede original de Scotland Yard.
Abro Intelliquest, un buscador que creó Lucy para el CFC, escribo RUSI, la fecha 8 de febrero y Whitehall. Lo que aparece es el título de un discurso importante, «Colaboración civicomilitar», la disertación a la que Fielding debería estar refiriéndose fue dada en el RUSI a las diez de la mañana, hora del Reino Unido, que para mí es ayer por la mañana. El orador era el doctor Liam Saltz, el controvertido premio Nobel cuyas opiniones catastróficas sobre la tecnología militar lo convirtieron en un enemigo natural de la DARPA. No sabía que él estaba en la facultad de la Universidad de Sheffield. Creía que estaba en Berkeley. Leo en Internet que había estado en Berkeley y que ahora está en Sheffield, y pienso un tanto mareada en la exposición del Courtauld el verano antes del 11-S, cuando Lucy y yo escuchamos la disertación del doctor Saltz. No mucho después de aquello, el doctor Saltz, igual que yo, era un evidente crítico del MORT.
Pienso en el título de la conferencia que el doctor Saltz dio no hace ni veinticuatro horas. Colaboración civicomilitar. Eso desde luego suena a poca cosa para un provocador como el doctor Saltz, suena como una sirena de alarma por sus advertencias de que los más de dos mil millones de dólares destinados por Estados Unidos a los futuros sistemas de combate —para ser más precisos, a vehículos no tripulados— nos ha puesto en el camino de la aniquilación final. Puede parecer que los robots tienen sentido cuando se piensa en enviarlos al campo de batalla, proclama, ¿pero qué pasa cuando vuelven a casa como jeeps usados y otros sobrantes militares? De alguna manera acabarán encontrando su camino en el mundo civil, y lo que tendremos es más policía y más vigilancia, más máquinas insensatas haciendo el trabajo humano, solo que estas máquinas estarán armadas con cámaras y aparatos de grabación.
He visto al doctor Saltz en las noticias, dedicado a pintar terroríficas imágenes de «robocops» que acuden a la escena del crimen y «robocoches» no tripulados que persiguen vehículos para ponerles una multa a los ocupantes por una infracción de tráfico, o llevándose a las personas con órdenes de búsqueda, o, Dios no lo quiera, recibir un mensaje de los sensores para utilizar la fuerza. Robots que nos paralizan con una pistola Taser. Robots que nos matan a tiros. Robots que parecen insectos gigantes que sacan a nuestros heridos y muertos del campo de batalla. El doctor Saltz declarando delante del mismo subcomité del Senado que yo, pero no al mismo tiempo. Ambos creamos un caos para una compañía tecnológica llamada Orwahl que había olvidado del todo hasta hace solo unas horas.
Me encontré con él solo una vez, cuando ambos estábamos en la CNN y me señaló y exclamó en broma: «Roboautopsia».
—Perdón —respondí, y me quité el micro mientras él entraba en el plato.
—Autopsias robóticas. Algún día ellos ocuparán su lugar, mi buena doctora, quizás antes de lo que cree. Deberíamos tomar una copa después del programa.
Era un hombre de ojos brillantes, que parecía un hippie perdido con su cola de caballo larga y gris y el rostro demacrado, pero tenía la energía de un cable de alta tensión. Aquello había sucedido hacía dos años, y yo tendría que haber aceptado su invitación y esperarle fuera de los estudios. Tendría que haber tomado una copa con él. Tendría que haberme enterado mejor de aquello que cree, porque no todo es una locura. No lo he visto desde entonces, aunque no puedo eludir su presencia en los medios, e intento recordar si alguna vez se lo mencioné a Fielding por alguna razón. No lo creo. No se me ocurre por qué iba a hacerlo. Vinculaciones. ¿Cuáles son? Rebusco un poco más.
La Universidad de Sheffield en South Yorkshire tiene una excelente Facultad de Medicina, eso ya lo sé. Su lema es Rerum Cognoscere Causas, descubrir las causas de las cosas, qué exacto, qué irónico. Necesito causas, investigación, y pincho allí. Calentamiento global, degradación del suelo en el mundo, replanteamiento de la ingeniería con software pionero, nuevos hallazgos en los cambios de ADN en células madres de embriones humanos. Vuelvo a las huellas marcadas en el bloc de llamadas.
FVM 18/8/RU MIn de Def Diario 2/8.
FVM es nuestra abreviatura para «fatalidad en vehículo motorizado» e inicio otra búsqueda esta vez en la base de datos del CFC. Entro FVM y la fecha 18/8,18 de agosto del verano pasado, y aparece un archivo, el caso de un joven británico de veintiún años llamado Damien Patten que murió en un accidente en un taxi de Boston. Fielding no hizo la autopsia, la hizo otro de mis forenses, y en la historia veo que Damien Patten era soldado de primera en el 14.º Regimiento de Señales. Estaba de vacaciones y había venido a Boston para casarse cuando murió en el accidente del taxi. Tengo una sensación curiosa. Algo me suena.
Ejecuto otra búsqueda y utilizo las palabras claves 8 de febrero y Diario del Ministerio de Defensa RU. Acabo en el blog oficial de noticias y una entrada en el diario enumera a los soldados británicos muertos en Afganistán ayer. Voy repasando la lista de bajas, busco algo que pueda tener algún significado para mí. Un soldado de primera del 1.erBatallón de los Guardias Coldstream. Un sargento de primera del 1.erBatallón de los Guardias Granaderos. Un soldado del 2.º Batallón del Regimiento Duque de Lancaster. Luego hay un zapador perteneciente a la Fuerza Operacional de Desactivación de Artefactos Explosivos Improvisados, que murió en las zonas montañosas del noroeste de Afganistán, en la provincia de Badghis, donde mi paciente, el soldado Gabriel, murió el domingo 7 de febrero.
Ejecuto otra búsqueda, aunque hay un detalle que sé sin tener que buscarlo y es cuántas tropas de la OTAN murieron el 7 de febrero en Afganistán. En Dover siempre lo sabemos. Es una rutina como la de prepararse para un huracán, un deprimente informe morboso que controla nuestras vidas. Nueve bajas, cuatro de ellas estadounidenses muertos por el mismo artefacto explosivo improvisado junto a la carretera, que convirtió el Humvee del soldado Gabriel en un infierno. Pero aquello fue el día siete, no el ocho. Se me ocurre que el soldado británico que murió el ocho podría haber sido herido el día anterior.
Lo busco y tengo razón. El zapador, Geoffrey Miller, tenía veintitrés años, recién casado, y fue herido por una bomba colocada al lado de la carretera en la provincia de Badghis a primera hora del domingo, pero murió al día siguiente en un centro médico militar de Alemania. Es posible que sea la misma bomba que mató a los estadounidenses de los que nos ocupamos ayer por la mañana en Dover; de hecho, es muy probable. Me pregunto si el zapador Miller y el soldado Gabriel se conocían, y cómo el británico muerto en el taxi, Damien Patten, podría estar relacionado. ¿Conoció Parten a Miller y a Gabriel en Afganistán, y qué tiene que ver Fielding con todo eso? ¿Cómo están vinculados el doctor Saltz, el MORT o el hombre muerto de Norton's Woods? ¿O no lo están?
El cuerpo de Miller será repatriado este jueves, devuelto a su familia en Oxford, Inglaterra. Continúo leyendo, pero no encuentro nada más sobre él, aunque estoy segura de que podré conseguir más información de un soldado británico muerto si la necesito. Puedo llamar al secretario de prensa, Rockman. Puedo llamar a Briggs, y de todas maneras recuerdo que debería. Briggs me pidió —de hecho, me ordenó— que lo mantuviese informado del caso de Norton's Woods, que lo despertarse si era necesario en el momento en que tuviese información. Pero no lo haré. De ninguna manera. Ahora no. No estoy segura de en quién confiar, y mientras este pensamiento cala en mí, me doy cuenta del lío en el que estoy metida.
¿Qué significa el hecho de que no puedas pedir ayuda a las personas con las que trabajas? Lo dice todo. Es como si debajo de mis pies se hubiese abierto un agujero y estuviese cayendo hacia lo desconocido, a un espacio vacío, frío y sin luz, donde ya he estado antes. Briggs quería puentearme, usurpar mi autoridad y transferir el caso de Norton's Woods a Dover. Fielding ha estado haciendo de las suyas en mi ausencia, se ha metido en asuntos que no son de su incumbencia, e incluso ha utilizado mi oficina, y ahora me está eludiendo, o al menos espero que eso sea todo. Mi personal se está amotinando, y muchas personas desconocidas para mí parecen saber los detalles de mi regreso a casa.
Son casi las dos de la mañana. Me siento tentada de marcar el número de teléfono que Fielding apuntó en la hoja de papel y sorprender a la persona que responda, despertarla y quizá conseguir una pista de lo que está pasando. En cambio, me limito a hacer una búsqueda para ver a quién o a qué puede corresponder el número del prefijo 508. El informe me sorprende, y por un momento me quedo muy quieta e intento calmarme. Intento liberarme del desconsuelo y la confusión que me oprimen.
Julia Gabriel, la madre del soldado Gabriel.
En la pantalla delante de mí están la dirección de su casa y el trabajo, su estado matrimonial, el salario que gana como farmacéutica en Worchester, Massachusetts, y el nombre de su único hijo y su edad, que tenía diecinueve años cuando murió en Afganistán, el domingo. He estado al teléfono con la señora Gabriel durante casi una hora antes de hacerle la autopsia a su hijo, e intentado explicarle, con la mayor gentileza posible, la imposibilidad de recoger su esperma, mientras ella me alzaba la voz, me gritaba y me acusaba de elecciones personales que no me corresponde hacer, que no hice y que nunca haré.
Guardar el esperma de los muertos y utilizarlo para inseminar a los vivos no es algo que me cause un dilema moral. No tengo una opinión personal sobre lo que es en realidad una cuestión médica y legal, no religiosa o ética; la elección debe corresponder a los allegados, desde luego no al médico practicante. Lo que a mí me interesa es que el procedimiento, que se ha convertido cada vez en más popular debido a la guerra, se haga correcta y legalmente y en cualquier caso mis supuestas opiniones sobre la reproducción post mórtem no valían nada en el caso del soldado Gabriel. Su cuerpo estaba quemado y en descomposición, su pelvis tan carbonizada que su escroto había desaparecido y con él las vías deferentes que contenían el semen, y yo no estaba dispuesta a decírselo a la señora Gabriel. Fui todo lo compasiva y amable que pude y no me lo tomé como algo personal mientras ella descargaba su dolor y su cólera en el último médico que vería a su hijo en esta tierra.
Peter tenía una novia que estaba dispuesta a tener sus hijos de la misma manera que estaba haciendo su amigo, era un pacto que habían hecho, continuó la señora Gabriel, y yo no tenía ni idea de a qué amigo se refería o de lo que estaba hablando. El amigo de Peter le habló de otro amigo que había muerto en Boston el día de su boda el verano pasado, solo que la señora Gabriel nunca mencionó a Damien Patten por el nombre, el británico muerto en un taxi el pasado 18 de agosto. «Ahora los tres están muertos, tres hermosos jóvenes», me dijo la señora Gabriel por teléfono, y yo no tenía ni idea de lo que me estaba hablando. Creo que ahora sí. Creo que sin duda se refería a Patten, el amigo del amigo con quien el soldado Gabriel había llegado a una especie de pacto. Me pregunto si el amigo de Patten era la otra baja a la que Fielding parece haberme conducido, Geoffrey Miller, un soldado zapador.
Ahora los tres están muertos.
¿Fielding habló del caso Patten con la señora Gabriel?, y ella, ¿con quien habló primero, con Fielding o conmigo? Me llamó a Dover alrededor de las ocho y cuarto. Siempre relleno una planilla con las llamadas, y recuerdo haber apuntado la hora cuando estaba sentada en mi pequeño despacho del Port Mortuary de Dover, ocupada en examinar las tomografías y sus coordenadas que me ayudarían a localizar, con una precisión de GPS, los fragmentos y otros objetos que habían penetrado en el cuerpo calcinado de su hijo. Basándome en lo que ella me dijo, ahora que intento reconstruir aquella conversación, es probable que hablase primero con Fielding. Eso podría explicar sus repetidas referencias a «otros casos».
Alguien le metió la idea en la cabeza de lo que hacemos en otros casos. Tenía la obvia impresión de que extraer semen de las bajas es un trabajo rutinario, y es más, de que nosotros animamos a ese procedimiento. Recuerdo sentirme extrañada, porque el procedimiento tiene que ser aprobado y está plagado de complicaciones legales. No puedo imaginar quién le metió semejante idea en la cabeza. Tal vez podría habérselo preguntado, de no haber estado ella tan ocupada maltratándome e insultándome. ¿Qué clase de monstruo impediría a una mujer tener hijos de su novio muerto o impedir que la madre del hijo muerto sea abuela? ¿Lo hicimos en otros casos, por qué no a su hijo? Llora. «No me queda nadie», grita. «Esto no es más que la puta burocracia, admítalo», me gritó. «Mierda burocrática para cubrir otro crimen racista».
—¿Hay alguien en casa? —Benton está en el umbral.
La señora Gabriel me llamó racista militar. «Lo hace a otros siempre que sean blancos», dijo. «Esa no es la regla de oro, sino la regla blanca», afirmó. «Usted se ocupó de aquel otro chico que murió en Boston, y él ni siquiera era un soldado estadounidense, pero no a mi hijo, que murió por su país. Supongo que mi hijo era del color equivocado», continuó, y no tenía idea de a qué se refería o en qué basaba semejante acusación. No intenté averiguarlo, porque me pareció histeria, nada más, y se lo perdoné en el acto. Pese a que sin duda me hirió mucho y no he sido capaz de olvidarlo desde entonces.
—¿Hola? —Benton entra.
«Otro crimen racista, solo que este se descubrirá y las personas como usted esta vez no serán recompensadas». No me explicó en qué estaba pensando cuando dijo algo tan terrible. Pero no le pedí que se explicase, y no le di a sus ponzoñosos comentarios mucha credibilidad, porque que te griten, maldigan, insulten, amenacen, incluso que te veas atacada por personas que en cualquier otra circunstancia son civilizadas y cuerdas no es una experiencia nueva. No tengo un cristal a prueba de balas en los vestíbulos y en los despachos donde trabajo, porque tenga miedo de que los muertos se cabreen o me asalten.
—¿Kay?
Mi mirada enfoca a Benton, que trae dos tazas de café e intenta que no se vuelquen. ¿Por qué Julia Gabriel llamaría aquí antes de llamarme a Dover? ¿O fue Fielding quien la llamó? Y en cualquiera de los dos casos, ¿por qué hablaría con ella? Entonces recuerdo que Marino me dijo que el soldado Gabriel era la primera baja de Worchester y que los medios llamarían al CFC como si el cuerpo estuviese aquí en lugar de en Dover, de una serie de llamadas telefónicas debido a la vinculación con Massachusetts. Quizá fue así como Fielding se enteró, ¿pero por qué hablaría por teléfono con la madre de un soldado muerto, incluso si ella llamó aquí por error y necesitaba que le recordasen que su hijo estaba en Dover? Por supuesto que ella ya lo sabía. ¿Cómo podía la señora Gabriel no saber que su hijo había sido trasladado a Dover? No veo ninguna razón legítima para que Fielding hablase con ella o lo que posiblemente pudo haberle dicho que sirviese de ayuda, y, lo que es más importante, cómo se había atrevido.
No es militar, ni siquiera un consultor para el AFME. Es un civil y no tiene ningún derecho a investigar detalles relacionados con bajas de guerra, la seguridad nacional o mantener conversaciones sobre dichos temas, que con toda claridad están definidos como clasificados. La inteligencia militar y médica no son asuntos suyos. El RUSI no es asunto suyo. Las elecciones en el Reino Unido tampoco. La única cosa que debería ser asunto de Fielding es que ha sido rematadamente negligente con su enorme responsabilidad aquí en el CFC y su maldita lealtad hacia mí.
—Es muy amable de tu parte —le digo a Benton, con un aire distante—. Me vendrá bien un café.
—¿Dónde estabas ahora mismo? Aparte de en medio de una batalla imaginaria. Tenías cara de querer matar a alguien.
Se acerca a la mesa, y me observa de la manera que hace cuando intenta descubrir lo que estoy pensando porque no confía en lo que digo. O quizá sabe que lo que debo decir es solo el principio y no tengo ni idea del resto.
—¿Estás bien? —Deja las tazas de café en la mesa y acerca una silla.
—No, no estoy bien.
—¿Qué pasa?
—Creo que acabo de descubrir qué significa que alguien alcance una masa crítica.
—¿Cuál es el problema? —pregunta.
—Todo.
12
—Por favor, cierra la puerta. —Se me ocurre que comienzo a comportarme como Lucy—. No sé por dónde empezar, hay tantas cosas que son un problema.
Benton cierra la puerta y yo me fijo en el anillo de platino en el dedo anular izquierdo. Algunas veces todavía me sorprende que estemos casados, gran parte de nuestras vidas consumidas por cada uno, ya fuese juntos o separados, y siempre estuvimos de acuerdo en que no necesitábamos hacerlo de una manera oficial y formal, porque no éramos como las otras personas, y luego acabamos haciéndolo. La ceremonia fue breve y sencilla, no tanto una celebración sino como un juramento, porque lo sentíamos de verdad cuando dijimos hasta que la muerte nos separe. Después de las cosas que habíamos pasado, para nosotros eran más que palabras, más que el juramento de un cargo, una ordenación, o quizás un sumario de lo que ya habíamos vivido. Me pregunto si alguna vez lo lamenta. Por ejemplo, ¿ahora mismo desearía volver a lo que era? No le culparía si pensase en lo que dejó, en lo que ha echado de menos, y en que tenga tantas complicaciones por mi culpa.
Vendió la casa de su familia, una elegante mansión del siglo XIX en el Boston Common, y no puede haber amado algunos de los lugares donde vivimos o nos quedamos a causa de mi profesión y preocupaciones poco habituales, que es una caótica y costosa existencia a pesar de mis mejores intenciones. Mientras que su práctica de psicología forense ha permanecido estable, mi carrera ha sido un sube y baja en estos pasados tres años, con el cierre de una consulta privada en Charleston, Carolina del Sur, luego mi oficina en Watertown, que cerró debido a la crisis económica, y a continuación Nueva York, Washington y Dover, y ahora esto, el CFC.
—¿Qué demonios está pasando en este lugar? —le pregunto como si él lo supiese y no comprendo por qué iba a saberlo. Pero tengo la sensación de que así es o quizá solo lo deseo porque comienzo a sentir desesperación, la horrible sensación de estar cayendo y agitando los brazos en busca de algo a lo que sujetarme.
—Solo y bien fuerte. —Se sienta y desliza la taza de café más cerca—. Y nada de leche de avellanas. Aunque según me han dicho tienes una buena cantidad.
—Jack sigue sin aparecer, y supongo que nadie sabe nada de él.
—Está muy claro que no se encuentra aquí. Creo que tú estás tan segura en su despacho como él lo ha estado en el tuyo —dice Benton como si dijese más de una cosa, y advierto cómo va vestido.
Antes tenía puesto su abrigo de invierno y en la sala de rayos X llevaba una bata desechable, antes de subir al laboratorio de Lucy. De verdad no me fijé en lo que llevaba debajo de las prendas exteriores. Botas negras y pantalones negros de campaña, una camisa de franela rojo oscuro, un reloj de caucho sumergible con la esfera luminosa. Como si estuviese preparado para salir al mal tiempo o ir a un lugar donde pudiese estropearse la ropa.
—Así que Lucy te dijo que al parecer él ha estado utilizando mi oficina —digo—. No sé para qué propósito. Pero quizá tú sí.
—Nadie necesita decirme que se percibe una mentalidad de saqueo en el... ¿Cómo llama Marino a este lugar? ¿CENTCOM? O solo se refiere al sancta sanctórum, o lo que se supone que es tu despacho. Cuando no está el capitán del barco, ya sabes lo que pasa. Se levanta la bandera pirata, los locos dirigen el asilo, los borrachos atienden el bar, si me perdonas la mezcla de las metáforas.
—¿Por qué no dijiste nada?
—Yo no trabajo en el CFC ni para él. Solo soy un invitado en ocasiones —responde.
—No es una respuesta, y tú lo sabes. ¿Por qué no me protegiste?
—Tú te estás refiriendo a la manera en que crees que debería haberlo hecho —dice, porque es ridículo sugerir que él no me protegería.
—¿Qué ha estado pasando aquí? Quizá si me lo dices podría deducir qué debo hacer. —Después añado—: Sé que Lucy te ha estado poniendo al día. Sería de agradecer si alguien hiciese lo mismo conmigo. Con detalles, sin tapujos y sin ocultar nada.
—Lamento que estés furiosa. Lamento que hayas regresado a casa para encontrarte con una situación poco tranquilizadora. Tu regreso a casa tendría que haber sido alegre.
—Alegre. ¿Qué demonios es alegre?
—Una palabra, un concepto teórico. Como una revelación total. Te puedo decir lo que he visto de primera mano, lo que pasó cuando me reuní aquí en varias ocasiones. Discusiones de casos. Ha habido dos en los que he estado involucrado. —Desvía la mirada—. El primero fue el jugador de fútbol americano del BC el otoño pasado, no mucho después de que el CFC se encargase de los casos forenses de la Commonwealth.
Wally Jamison, de veinte años de edad, quarterback estrella del Boston College. Lo encontraron flotando en la bahía de Boston en la madrugada del i de noviembre. La causa de la muerte fue el desangramiento debido a un trauma y múltiples cortes. El caso de Tom Brooker, uno de mis otros forenses.
—Jack no se encargó de ellos —le recuerdo.
—Bueno, si se lo preguntas, quizá tengas una impresión diferente —me informa Benton—. Jack revisó el caso de Wally Jamison como si fuese suyo. El doctor Brooker no estaba presente. Eso fue la semana pasada.
—¿Por qué la semana pasada? No sé nada al respecto.
—Nuevas informaciones. Quisimos hablar con Jack y él parecía ansioso por cooperar, por ofrecer una montaña de información.
—¿Nosotros?
Benton levanta su taza de café, luego cambia de opinión y la deja de nuevo, encima de la desordenada mesa de Fielding, con todos los objetos que están alrededor.
—Creo que la actitud de Jack es que, si bien no hizo la autopsia, solo fue un tecnicismo. Había un contrato de la NFL para esa copia de Ironman que tienes como director adjunto.
—¿Copia de Ironman?
—Supongo que fue mala suerte estar fuera de la ciudad cuando Wally Jamison recibió una paliza y lo apuñalaron hasta la muerte. La suerte de Wally fue un poco peor.
Se creía que lo habían secuestrado y asesinado la noche de Halloween. No se había encontrado la escena del crimen. Ningún sospechoso. Ningún motivo o teoría viable. Solo conjeturas acerca de un rito de iniciación, de un culto satánico. Objetivo: un atleta estrella. Mantenerlo secuestrado en algún lugar clandestino y matarlo de forma salvaje. Charlas en Internet y en las noticias. Cotilleos que se han convertido en el Evangelio.
—Me importan una mierda los sentimientos de Jack, o si tenía un contrato a la vista —dice una parte dura de mí que es antigua y está llena de cicatrices, una parte de mí que está hasta las narices de Jack Fielding.
Me doy cuenta de que estoy furiosa con él. De pronto soy consciente de que en el fondo de mi poca sana relación con él hay un cabreo furibundo.
—Luego Mark Bishop, también la semana pasada. El miércoles fue el jugador. El jueves, el chico —dice Benton.
—Un chico cuyo asesinato podría estar relacionado con alguna iniciación. Una banda, un culto —señalo—. Una conjetura similar a la de Wally Jamison.
—Conjetura es la palabra operativa. ¿La conjetura de quién?
—Mía, no. —Pienso furiosa en Fielding—. No hago suposiciones, a menos que sea detrás de una puerta cerrada con alguien en quien confío. Sé muy bien que no debo comentar nada ahí afuera, porque luego la policía se lo apropia y a continuación los medios lo reproducen. Y antes de que te des cuenta, también se lo cree un jurado.
—Pautas paralelas.
—Estás vinculando a Mark Bishop con Wally Jamison. —Parece increíble—. No alcanzo a ver qué pueden tener en común aparte de las conjeturas.
—Yo estuve aquí la semana pasada para consultar en ambos casos. —La mirada de Benton está fija en mí—. ¿Dónde estaba Jack el pasado Halloween? ¿Lo sabes a ciencia cierta?
—Sé donde estaba yo, y es el único hecho que conozco. Mientras estaba en Dover no sabía nada más y era lo único que se suponía que debía saber. Yo no lo contraté para ser su puta niñera. No sé dónde demonios estaba en Halloween. Supongo que vas a decirme que no estaba en algún sitio acompañando a sus hijos a pedir golosinas.
—Estaba en Salem. Pero no con sus hijos.
—No lo sabía, y no sé por qué tú sí y por qué es importante.
—No ha sido importante hasta hace muy poco —dice Benton.
Miro de nuevo sus botas, sus pantalones oscuros con el forro de franela y los bolsillos en las perneras, y detrás, para los cargadores y las linternas, el tipo de pantalón que utiliza cuando va a hacer trabajo de campo en los escenarios de crímenes, o a algún polígono de tiro o de eliminación de explosivos con los polis, con el FBI.
—¿Dónde estabas antes de venir a recogerme a Hanscom? —le pregunto—. ¿Qué estabas haciendo?
—Tenemos mucho de qué hablar, Kay. Me temo que más de lo que creía.
—¿Ibas vestido con traje de faena cuando me recogiste en el aeropuerto? —Se me ocurre que quizá no lo estaba. Se ha cambiado de ropa. Quizá todavía no ha hecho nada pero está a punto de hacerlo.
—Tengo una bolsa en el coche. Ya lo sabes —dice Benton—. Nunca sé cuándo me pueden llamar.
—¿Para ir adonde? ¿Te han llamado para ir a alguna parte?
Él me mira, luego mira a través de la ventana el borroso skyline de Boston en la oscuridad nevada.
—Lucy dice que has estado al teléfono. —Continúo pinchándole para conseguir una información que sé que no voy a conseguir ahora mismo.
—Estoy asustado. Me asusta que haya más de lo que creía —dice, y no sigue. Es todo lo que va a decir al respecto. Va a alguna parte, tiene que ir a alguna parte. No es un buen lugar. Ha estado hablando con personas y no sobre algo bueno y no va a informarme ahora mismo. Revelación total y alegría. Cuando pasa semejante cosa, es un gusto, una insinuación de lo que no tenemos el resto del tiempo.
—Estuviste reunido el miércoles y luego el jueves. Discutiste los casos de Mark Bishop y Wally Jamison aquí, en el CFC. —Vuelvo a lo de antes—. Supongo que Jack también estuvo presente en la discusión del caso de Mark Bishop. Estuvo involucrado en ambas discusiones. Tú no lo mencionaste hace muy poco, cuando hablamos en el coche.
—No hace tan poco. Hace más de cinco horas. Han ocurrido muchas cosas. Se han producido nuevas circunstancias mientras estábamos en el coche, como tú sabes. Ahora sabemos que hay otro asesinato. El tercero.
—Estás vinculando al hombre de Norton's Woods con Mark Bishop y Wally Jamison.
—Es muy posible. De hecho, diría que sí.
—¿Qué me dices de las reuniones de la semana pasada? ¿Con Jack? Él estaba ahí. —Lo presiono.
—Sí. El miércoles y el jueves pasado. En tu despacho.
—¿Qué quieres decir con mi despacho? ¿Este edificio? ¿Esta planta?
—En tu despacho privado. —Benton señala mi despacho al otro lado de la puerta.
—En mi despacho. Jack mantuvo reuniones en mi despacho. Comprendo.
—Realizó ambas reuniones en tu despacho. En tu mesa de reuniones ahí adentro.
—Tiene su propia mesa de reuniones. —Miro la mesa oval lacada negra con seis sillas ergonómicas que conseguí en una subasta del Gobierno.
Benton no responde. Sabe tan bien como yo que la inapropiada decisión de Fielding de utilizar mi despacho personal no tiene nada que ver con el mobiliario. Pienso en lo que Lucy mencionó acerca de barrer mi despacho en busca de aparatos de vigilancia ocultos, aunque no dijo de forma abierta quién podría estar haciendo espionaje o si alguien lo estaba haciendo. El candidato más probable para hacer pinchar mi despacho y salirse de rositas sería mi sobrina. Quizá motivada por el conocimiento de que Fielding se estaba aprovechando de lo que no era legítimamente suyo. Me pregunto si lo que ha estado pasando en mi espacio privado durante mi ausencia ha sido registrado de forma secreta.
—Nunca me lo has mencionado hasta ahora —continúo—. Podrías habérmelo dicho cuando ocurrió. Podías haberme dicho que estaba utilizando mi maldito despacho como si él fuese el maldito jefe y el director de este maldito lugar.
—La primera noticia que tuve fue la semana pasada cuando me reuní con él. No estoy diciendo que no hubiese oído cosas acerca de él y del CFC.
—Hubiese sido de gran ayuda saber todas estas cosas que oías.
—Rumores. Cotilleos. Nada a ciencia cierta.
—Entonces podrías habérmelo dicho la semana pasada cuando lo sabías a ciencia cierta. Tuviste tu primera reunión el miércoles y descubriste que era en mi despacho, un sitio que Jack no tenía permiso para utilizar. ¿Qué más no me has dicho? ¿Qué nuevas circunstancias?
—Te estoy diciendo todo lo que puedo y cuando puedo. Sé que lo comprendes.
—No lo comprendo. Tendrías que haberme dicho todas estas cosas desde el primer momento. Lucy tendría que haberlo hecho. Marino también.
—No es así de sencillo.
—La traición es muy sencilla.
—Nadie te está traicionando. Marino y Lucy no lo hacen. Y desde luego que yo tampoco.
—Das a entender que alguien lo hace. No solo vosotros tres.
Él guarda silencio.
—Tú y yo hablamos todos los días, Benton. Tendrías que habérmelo dicho —manifiesto.
—Veamos, cuándo podría haberte abrumado con todo esto, abrumado con todo un montón de cosas mientras tú estabas en Dover. ¿A las cinco de la mañana antes de ponerte en marcha en Port Mortuary para ocuparte de nuestros héroes caídos? ¿O a medianoche, cuando por fin te desconectabas de tu ordenador o dejabas de estudiar tus pruebas?
No lo dice a la defensiva o con antagonismo, pero capto su no muy sutil insinuación, y está justificada. Estoy siendo injusta. Estoy siendo hipercrítica. ¿De quién fue idea, cuando virtualmente no teníamos tiempo el uno para el otro, de que no debíamos ocuparnos del trabajo o las minucias domésticas, o es eso todo lo que queda? Como el cáncer, me apresuro a ofrecer mis astutas analogías médicas y brillantes observaciones cuando él es el psicólogo, el que acostumbraba a dirigir la unidad de perfiles del FBI en Quantico, el que está en el Departamento de Psiquiatría de la Facultad de Medicina de Harvard. Pero soy yo la que, con toda mi sabiduría, con todos los profundos ejemplos, comparo el trabajo y los molestos detalles domésticos y las heridas emocionales con el cáncer, con las cicatrices, con la necrosis, y mis demoras. Y si no tenemos cuidado, llegará el día en que no quedará ningún tejido sano y luego vendrá la muerte. Me siento avergonzada. Me siento superficial.
—No, no abordé ciertos temas mientras veníamos hacia aquí, y ahora te estoy diciendo más, te digo lo que puedo —dice Benton con una calma estoica, como si estuviésemos en una de sus sesiones y en cualquier momento anunciará que debemos parar.
No pararé hasta saber lo que necesito. Hay cosas que debe decirme. No es una cuestión solo de justicia, es de supervivencia, y comprendo que me siento insegura ante Benton como si ya no lo conociese. Es mi marido, pero tengo la sensación de que algo se ha alterado, de que un nuevo ingrediente se ha añadido al especial de la casa.
¿Qué es?
Analizo lo que estoy intuyendo como si pudiese saborear lo que ha cambiado.
—Mencioné mi preocupación acerca de que la interpretación que hizo Jack de las heridas de Mark Bishop es problemática —continúa Benton, y lo hace con precaución. Está sopesando cada palabra que dice como si alguien más estuviera escuchando o estuviese informando de nuestra conversación a otros—. Si nos basamos en lo que tú has descrito de las marcas de martillo en la cabeza del chico, la interpretación de Jack está del todo equivocada, no podría ser más errónea, y confirmo lo que sospeché cuando repasaba el caso con nosotros. Sospeché que mentía.
—¿Nosotros?
—Te dije que he oído cosas, pero sinceramente no he estado cerca de Jack.
—¿Por qué dices sinceramente? ¿Cómo opuesto a ser insincero, Benton?
—Siempre he sido sincero contigo, Kay.
—Por supuesto que no lo eres, pero ahora no es el momento de entrar en eso.
—Ahora no lo es. Sabía que lo comprenderías. —Sostiene mi mirada durante un largo momento. Me está diciendo que por favor lo deje correr.
—De acuerdo. Lo siento. —Lo dejaré correr, pero no quiero.
—No le había visto en meses, y lo que vi por mí mismo fue... bueno, era bastante obvio durante las discusiones de la semana pasada que algo no iba muy bien, que estaba mal —resume Benton—. Tenía mal aspecto. Sus pensamientos eran inconexos. Se mostraba charlatán, grandioso, hipomaníaco, agresivo y con el rostro enrojecido como si fuese a explotar. Desde luego sentí que no decía la verdad, que nos estaba engañando con toda deliberación.
—¿Pero a qué te refieres con «nos»? —Y entonces comienzo a entender lo que oigo.
—¿Alguna vez ha estado en un hospital psiquiátrico, en tratamiento, quizá se le diagnosticó algún trastorno de estado de ánimo? ¿Alguna vez te mencionó algo así? —Benton me lo pregunta de una manera que encuentro inesperada y desconcertante, y recuerdo lo que intuí en el coche cuando veníamos hacia aquí. Solo que ahora es más pronunciado, más reconocible.
Está actuando de la forma que solía hacerlo cuando todavía era un agente, cuando tenía la autorización del Gobierno federal para hacer cumplir las leyes. Detecto una autoridad y una confianza que no ha manifestado en años, una seguridad de la que carecía cuando reapareció de su vida encubierta. Volvió sintiéndose perdido, débil, como si tan solo fuese un académico, como se quejaba a menudo. «Castrado», decía. «El FBI se come a los jóvenes, y a mí me han engullido. Es mi recompensa por ir detrás de un cartel del crimen organizado. Por fin me han devuelto mi vida y no quiero lo que queda de ella», afirmaba. «Es una cáscara.
Soy una cascara. Te quiero, pero por favor comprende que no soy lo que era».
—¿Alguna vez ha tenido alucinaciones o se ha mostrado violento? —me pregunta Benton, y no es solo una charla clínica.
Me siento interrogada.
—Él debía saber que tú me dirías que había estado utilizando mi despacho como si fuese suyo. O que lo descubriría. —Pienso de nuevo en Lucy, en el espionaje por grabaciones y filmaciones encubiertas.
—Sé que tiene carácter —dice Benton—, pero hablo de la violencia física posiblemente acompañada de una fuga disociativa, las desapariciones durante horas, días, semanas, sin recordar nada o muy poco. Lo estamos viendo en algunos hombres y mujeres que regresan de la guerra, desapariciones y amnesias provocadas por traumas severos y a menudo confundidos con hacerse los enfermos. De lo mismo que se supone que sufre Johnny Donahue, solo que no estoy seguro de cuánto se le ha sugerido al pobre chico. Me pregunto de dónde vino la idea, si alguien se la sugirió.
Lo dice como si en realidad no se lo preguntase.
—Jack desde luego es famoso por fingir enfermedades, por evitar sus responsabilidades desde el principio de los tiempos —añade Benton.
Yo creé a Fielding.
—¿Hay algo que no me hayas dicho de él? —continúa Benton.
Yo hice a Fielding lo que es. Es mi monstruo.
—¿Un historial psiquiátrico? —dice Benton—. Fuera de límites incluso para mí, incluso para el FBI. Podía haberlo averiguado, pero no quise violar esa frontera.
Benton y el FBI. De nuevo uno y lo mismo. No de nuevo un agente de calle. Eso no me lo puedo imaginar. Un analista de investigación criminal, un analista de inteligencia criminal, un analista de amenazas. El Departamento de Justicia tiene tantos analistas, agentes que son una combinación académica y táctica. Si vas a ir a la cárcel o te han disparado, puede muy bien que haya sido a manos de un poli que tiene una licenciatura.
—¿Qué puedes saber de Jack, tu protegido, que yo no sepa? —pregunta Benton—. Aparte de que es un jodido enfermo. Porque lo es. De alguna manera ya lo sabes, Kay.
Yo soy el monstruo de Briggs y Fielding es el mío. Desde el principio de los tiempos.
—Estoy al tanto del abuso sexual —dice Benton sin ningún énfasis, como si no le importase lo que le ocurrió a Fielding cuando era un niño, como si a Benton en realidad le importase un pimiento.
Estoy segura de que no es el psicólogo sino otra persona la que habla. Los polis, los agentes federales, los fiscales, aquellos que protegen y castigan, están endurecidos ante las excusas. Juzgan a los «sujetos» y «personas de interés» por lo que hacen, no por lo que se les ha hecho a ellos. A las personas como Benton les importa un pimiento el porqué o el si no se pudo evitar, no les importan las definiciones, las deducciones y las predicciones, que ofrecen con tanta astucia, con tanta habilidad. En su corazón Benton no tiene ninguna compasión de las personas odiosas. Sus años como consultor y clínico han sido crueles para él, han sido poco gratificantes, suenan a falsos, como me ha confesado en más de una ocasión.
—Todo eso es cuestión de conocimiento público porque el caso fue a juicio. —Benton siente necesidad de decirme algo que nunca le he preguntado a Fielding.
No recuerdo cuándo o cómo oí hablar por primera vez de la escuela especial a la que Fielding asistió siendo un niño, cerca de Atlanta. De alguna manera lo sé, y todo lo que acude a mi mente son las referencias que él hizo a cierto «episodio» de su pasado, que aquello que experimentó con un «consejero» hace que para él sea terriblemente difícil ocuparse de cualquier tragedia que incluya a niños, sobre todo si han sido víctimas de abusos. Estoy segura de que nunca lo presioné para que me diese los detalles. Sobre todo en aquellos días, no hubiese preguntado.
—Mil novecientos setenta y ocho —dice Benton—, cuando Jack tenía quince años, aunque tenía doce cuando comenzó, y continuó durante varios años hasta que los pillaron manteniendo relaciones en la parte trasera de la furgoneta de ella, aparcada en el borde del campo de fútbol como si ella quisiese que la pillasen. Estaba embarazada. Otra patética historia de internados; esta, gracias a Dios, no con católicos, pero sí con adolescentes con problemas, uno de esas academias-barra-centros de tratamiento privados que tiene la palabra Rancho en su nombre. Lo que la terapeuta hizo para ser condenada por diez cargos de asalto sexual a un menor no es lo que tú me has dicho de Jack.
—No conozco los detalles —acabo por responder—. No todos, ni siquiera la mayoría. No recuerdo su nombre, si es que alguna vez lo supe; tampoco sabía que estaba embarazada. ¿Su hijo? ¿Lo tuvo?
—Revisé las transcripciones del caso. Sí. Lo tuvo.
—No tenía ningún motivo para fisgonear las transcripciones del caso. —No pregunto por qué Benton sí lo tenía. No me lo va a decir ahora, y quizá no me lo diga nunca—. Vaya vergüenza que haya un niño más en el mundo que Jack no crió correctamente. O nada en absoluto —añado—. Qué triste.
—Kathlen Lawler tampoco ha tenido una buena vida —comienza a decir Benton.
—Qué triste —repito.
—La mujer fue condenada por abusar sexualmente de Jack —explica—. No sé nada del bebé, una niña nacida en la cárcel y dada en adopción. Si consideramos su carga genética, es probable que también esté en la cárcel, o muerta. Kathlen Lawler se metió en un follón tras otro, y en la actualidad está en un correccional para mujeres en Savannah, Georgia, condenada a veinte años por homicidio, atropelló a una persona mientras conducía ebria. Jack mantiene el contacto con ella, le escribe a la cárcel como un amigo, por correspondencia, aunque utiliza un seudónimo, y no es eso lo que tú no me has dicho, porque dudo que lo supieses. Al menos no puedo imaginar que lo supieses.
—¿Quién más estaba en la reunión de la semana pasada? —Tengo tanto frío que mis uñas están azules. Debería haber traído mi chaqueta. Veo una bata de laboratorio colgada detrás de la puerta de Fielding.
—Se me cruzó por la mente mientras estábamos sentados en tu despacho —dice Benton, el antiguo agente del FBI, el antiguo testigo protegido y maestro de los secretos, que ya no está actuando como antiguo.
Está actuando como si estuviese investigando un caso, no solo como consultor. Estoy convencida de que lo que sospecho es verdad. Está de nuevo con los federales. Las cosas acaban donde empiezan y comienzan donde acaban.
—Un desorden afectivo. Lo he pensado a fondo, he intentado recordar cómo era en los viejos tiempos. He hecho un montón de reflexiones sobre los viejos tiempos. —Benton habla en un tono neutro, como si no tuviese sentimientos por lo que está divulgando, acusándome—. Nunca ha sido normal. Es lo que quiero señalar. Jack tiene una significativa patología subyacente. Por eso lo enviaron al internado. Para que aprendiese a controlar su cólera. Tenía seis años cuando apuñaló a otro niño en el pecho con un bolígrafo. Cuando tenía once le pegó a su madre en la cabeza con un rastrillo. Luego lo enviaron al rancho cerca de Atlanta, donde únicamente se puso más furioso.
—No tenía idea de lo que hizo cuando estaba creciendo —respondo—. No es una práctica común realizar extensas investigaciones sobre antecedentes en los médicos que uno puede contratar, de hecho, era algo desconocido cuando yo comenzaba, cuando él comenzaba. No soy un agente del FBI —señalo en un tono mordaz—. No averiguo todo lo que puedo de las personas y voy preguntándole a los vecinos con los que crecieron. No interrogo a sus maestros. No rastreo a sus amigos por correspondencia.
Me levanto de la mesa de Fielding.
—Aunque es probable que debiera haberlo hecho. Es probable que lo haga a partir de ahora. Pero nunca lo he protegido —continúo—. Nunca lo he encubierto de esa manera. Admito que le he perdonado demasiado. Admito que he arreglado sus desastres o lo he intentado. Pero nunca lo encubrí por algo que no debía, si es eso lo que estás insinuando que he hecho. Nunca haré nada antiético por él o por nadie. —«Nunca más», añado para mis adentros. Lo hice una vez pero nunca más, y nunca lo hice por Jack Fielding. Ni siquiera por mí misma, sino por la más alta ley de la tierra.
Cruzo el despacho, helada, cansada y avergonzada de mí misma. Cojo la bata de laboratorio de Fielding colgada en el gancho en lo alto de la puerta cerrada.
—No sé qué es lo que crees que no te he dicho, Benton. No tengo ni idea de en qué o con quién estaba involucrado. Tampoco de sus alucinaciones, estados disociativos o en blanco. Nunca ocurrió en mi presencia, y nunca compartió esa información, si es verdad.
Me pongo la bata de laboratorio, y es enorme, y detecto el leve olor a eucalipto, como de Vicks o Bengay.
—Quizás un trastorno de ánimo con un toque de narcisismo e intermitentes explosiones de cólera. —Benton continúa como si yo no hubiese dicho nada—. O, como de costumbre, podrían ser las drogas, sus malditas drogas para mejorar el rendimiento físico, pobre cabrón. No representa bien al CFC, lamento muchísimo quedarme tan corto, y no se le pasó por alto a Douglas y David. Eso puso al CFC en una situación comprometida desde principios de noviembre, cuando se involucraron en el secuestro y asesinato de Wally Jamison. Ya puedes imaginarte lo que llegó a oídos de Briggs y otros. Jack está a un paso de arruinarlo todo, y eso abre una puerta para los oportunistas. Como dije, crea una mentalidad de saqueo.
Me detengo delante de una ventana y miro la calle oscura y nevada como si pudiese encontrar algo allí que me recordase quién soy. Algo que me dé fuerzas, algo que me consuele.
—Ha hecho mucho daño —declara la voz de Benton detrás de mí—. No puedo decirte si ha sido intencionado. Pero sospecho que sí lo ha sido, en parte debido a su complicada relación contigo.
La nieve cae en un ángulo muy agudo, golpea la ventana casi de forma horizontal y hace un rápido repiqueteo que me recuerda el sonido inquieto de las uñas sobre la mesa, de algo perturbador. Cuando miro la nieve golpeando el cristal, me mareo. Me da vértigo mirarla y luego mirar abajo.
—¿Se trata de eso, Benton? ¿De mi complicada relación con él?
—Necesito saberlo. Es mejor que te lo pregunte yo en lugar de algún otro.
—Estás diciendo que todo está dañado y estropeado debido a esa relación. Que es la raíz de todo lo que va mal. —No me vuelvo sino que miro al exterior, abajo, hasta que no puedo seguir mirando los copos de nieve, luego carretera abajo, el río oscuro o la volátil noche de invierno—. Es lo que crees. —Necesito que confirme lo que acaba de decirme. Quiero saber si lo que se dañó y estropeó cuando yo estaba ausente nos incluye a Benton y a mí.
—Únicamente necesito saber cualquier cosa que no me hayas dicho —responde él sin embargo.
—Estoy segura de que tú y los demás necesitáis saberlo. —No lo digo de una forma agradable y se me acelera el pulso.
—Comprendo que las cosas del pasado no se resuelven con facilidad. Comprendo las complicaciones.
Me vuelvo y sostengo su mirada, y lo que veo en ella no solo son casos, personas muertas, mi personal amotinado o mi desequilibrado director adjunto. Veo la desconfianza de Benton en mí y mi pasado. Lo veo dudando de mi carácter y de quién soy para él.
—Nunca me acosté con Jack —le digo—. Si es eso lo que estás tratando de averiguar para que algún otro se evite la incomodidad de preguntármelo. ¿O lo que te preocupa es mi incomodidad? Nunca lo hice. Nunca lo he mencionado porque nunca ha ocurrido. Si eso es lo que estás intentando preguntarme, ya tienes la respuesta. Puedes comunicárselo a Briggs, al FBI, al fiscal general, o a quién demonios quieras.
—Lo comprendería cuando Jack era tu compañero, cuando ambos estabais comenzando en Richmond.
—Intento no hacer una costumbre de mantener relaciones sexuales con las personas que tutelo —digo con un sorprendente estallido de irritación—. Me gustaría creer que no tengo ninguna similitud con, como se llame Lawler, la antigua terapeuta encerrada en Georgia.
—Jack no tenía doce años cuando le conociste.
—Nunca ocurrió. No lo hago con personas de las que soy tutora.
—¿Y con las personas que son tus tutores? —La mirada de Benton está fija en mí mientras estoy de pie junto a la ventana.
—Si John Briggs y yo tenemos un problema no es precisamente por ese motivo —respondo, furiosa.
13
Vuelvo a la mesa de Fielding y me siento de nuevo en su silla mientras toco algo pegajoso y delgado en uno de los bolsillos de su bata. Saco un cuadrado de plástico transparente delgado como un papel.
—El CFC no necesitaba causar una primera mala impresión en los federales, pero estoy seguro de que tú lo solucionarás —dice Benton como si lamentase lo que acaba de preguntarme, como si le doliese haberme confrontado con la línea del deber.
Huelo lo que Fielding debía haber quitado de un parche analgésico con aroma de eucalipto, y pienso resentida: «Sí, por supuesto, los federales. Me alegra que pueda cambiar lo que los malditos federales puedan pensar de mí».
—No quiero que te sientas negativa por todo lo que pasa aquí, por todo lo que te has encontrado —continúa Benton—. No serviría de nada si lo estás. Hay mucho de lo que ocuparse, pero lo conseguiremos. Sé que lo haremos. Lamento que nuestra conversación haya tenido que moverse en ciertas direcciones. En serio, lamento que tuviésemos que entrar en todo eso.
—Hablemos de Douglas y David. —Le recuerdo los nombres que ha citado unos momentos antes—. ¿Quiénes son?
—No tengo dudas de que resistirás y harás que este lugar funcione, que sea todo lo que se pretendía, que sea estelar y único en su clase. Mejor de lo que tienen en Australia, en Suiza, incluso en cualquier otro lugar donde lo hayan hecho primero, incluido Dover, ¿correcto? Tengo la más absoluta y plena confianza en ti, Kay. No quiero que lo olvides nunca.
Cuanto más me asegura Benton su confianza, menos me la creo.
—Las fuerzas de la ley te respetan, los militares también —añade. Eso aún me lo creo menos.
Si fuese verdad, no tendría que decirlo. ¿Qué más da?, pienso luego con una hostilidad que parece venir de la nada. No necesito caerles bien a las personas, o que me respeten. No es un concurso de popularidad. ¿No es eso lo que Briggs siempre dice? «No es un concurso de popularidad, coronel», o si está siendo más personal: «No es un concurso de popularidad, Kay», y sonríe con ironía, con un brillo acerado de picardía en sus ojos. Le importa una mierda si cae bien a alguien, y de hecho disfruta con no caerles bien a las personas. Voy a comenzar a hacer lo mismo. Al demonio con todos. Sé lo que necesito hacer: algo. Haré algo. Oh, sí, lo voy a hacer. ¿Se han creído que volvería a casa para encontrarme con esto y aceptarlo, que no iba a hacer nada al respecto, que iba a dejar que se salieran con la suya? No. Diablos, por supuesto que no. Eso no va a ocurrir. Cualquiera que piense eso está muy claro que no me conoce.
—¿Quiénes son Douglas y David? —pregunto de nuevo, y sueno irritada.
—Douglas Burke y David McMaster —responde Benton.
—No los conozco. ¿Qué significan para ti? —Ahora soy yo quien hace el interrogatorio.
—Delegación del FBI en Boston. Seguridad Interior Metropolitana de Boston. No has conocido a los agentes locales, no a los importantes, pero lo harás. Incluido a los guardacostas. Voy a ayudarte a conocer a todos los de por aquí, si me lo permites. Por una vez podría ser útil. He echado de menos ser útil para ti. Sé que estás alterada.
—No estoy alterada.
—Tienes el rostro enrojecido. Se te ve alterada. No pretendía alterarte. Lamento haberlo hecho. Pero es algo que necesitaba saber por varias razones.
—¿Ya estás satisfecho?
—Es difícil saber dónde quedas tú en todo esto y quién eres dentro del conjunto —dice mientras sujeto el delgado trozo de plástico, un cuadrado que tiene el tamaño de un paquete de cigarrillos.
Lo levanto a la luz y veo las grandes huellas digitales de Fielding en el papel transparente y otras más pequeñas que deben de ser mías. Fielding está siempre haciéndose esguinces, siempre dolorido, sobre todo cuando abusa de los esteroides anabólicos. Cuando vuelve de nuevo a sus viejos malos hábitos huele como una maldita pastilla de mentol.
—¿Qué tiene que ver la Seguridad Interior, la guardia costera con lo que estamos hablando? —Abro los cajones de la mesa, busco Nuprin, Motrin o parches Bengay, bálsamo de Tigre, cualquier cosa que pueda confirmar lo que sospecho.
—El cadáver de Wally Jamison fue encontrado por los guardacostas en la bahía, en el CSI, el Comando de Soporte Integrado. Allí mismo, debajo de sus narices. Creo que era intencionado —responde Benton mientras me mira.
—Puede que la única intención fuese aprovechar que ese muelle está desierto al anochecer. Es uno de los pocos muelles de la zona donde puedes entrar con coche. Conozco bien la zona. Y tú también. La conocemos perfectamente. Y es muy probable que algunas de las personas que trabajan allí nos reconozcan, después de caminar por allí tantas veces, al lado mismo de donde nos alojamos de Pascuas a Ramos cuando podemos alejarnos para estar a solas y ser educados el uno con el otro. —Sueno sarcástica y malvada.
—Solo puede entrar personal autorizado. ¿Puedo preguntar qué estás buscando? Estoy seguro de que es algo que está a plena vista.
—Es mi despacho. Todo este lugar es mi despacho. Buscaré lo que me salga de las narices. Esté a la vista o no. —Tengo el pulso disparado y me siento agitada.
—El muelle no está abierto al público. No puede entrar cualquiera con un coche —dice Benton observándome con atención, preocupado—. Nunca pretendí alterarte tanto.
—Caminamos por allí a todas horas y nadie nos pidió identificación. No estaban allí con metralletas. Es una zona turística. —Me siento con ganas de discutir y pelear, y no quiero hacerlo.
—El Comando de Soporte Integrado no es una zona turística. Hay una reja vigilada por la que tienes que pasar para entrar en el muelle —dice Benton con mucha calma, muy razonable, y continúa mirando su iPhone. Lo mira y después me mira a mí, una y otra vez, leyéndonos a los dos.
—Lo echo de menos. Vayamos a pasar unos días allí en cuanto podamos. —Intento mostrarme agradable pero me siento horrible—. Solo nosotros dos.
—Sí. Lo haremos. Pronto —dice Benton—. Hablaremos y lo pondremos todo en orden.
Me lo imagino con una sorprendente claridad, nuestra habitación favorita, que se introduce por encima de la superficie del agua, como un dedo, en el hotel Fairmont, en Battery Wharf, al lado mismo del CSI de los guardacostas. Veo la agitada agua verde oscura de la bahía y la oigo golpeando contra los pilotes como si estuviese allí. Oigo el crujido de los muelles, el tintineo de los aparejos contra los mástiles, los tonos bajos de las sirenas que los grandes barcos hacen sonar, como si todo eso fuera audible dentro del despacho de Fielding.
—Sin teléfonos, iremos a caminar y pediremos que nos sirvan la comida en la habitación, y miraremos los barcos, los remolcadores, los buques-tanque desde nuestra ventana. Me encantaría. ¿A ti no? —Pero no sueno agradable mientras lo digo. Sueno furiosa.
—Lo haremos este fin de semana. Si podemos —dice él mientras lee algo en su iPhone, cambiando la pantalla con el pulgar.
Aparto mi taza de café y la esquina de la mesa parece redondeada, no cuadrada. Demasiada cafeína y mi corazón late con fuerza. Me siento con la cabeza un tanto perdida y nerviosa.
—Detesto cuando miras tu teléfono continuamente —protesto sin poder contenerme—. Sabes lo mucho que lo detesto cuando estamos hablando.
—No lo puedo evitar ahora mismo —responde mi marido sin apartar la mirada de la pantalla.
—Sales de la 93, vas por Comercial Street y estás allí mismo. —Vuelvo a discutir—. Una buena manera de librarse de un cadáver. Vas allí en coche y lo arrojas a la bahía. Desnudo, así que cualquier prueba de rastros que pudiera haber del maletero del coche, por ejemplo, acabará lavada. —Cierro el cajón de abajo y me suena extraño a mí misma mientras murmuro distraída—: No hay parches analgésicos. Tampoco veo ninguno en los cajones de mi mesa. Solo chicles. Nunca he masticado chicles. Bueno, cuando era pequeña. Chicles globo en la noche de Halloween, con el envoltorio amarillo retorcido en las puntas.
Lo veo. Lo huelo. Se me hace la boca agua.
—Te confesaré un secreto que nunca le he dicho a nadie. Los reciclaba. Los masticaba y después los volvía a envolver. Durante días hasta que ya no tenían sabor.
Tengo la boca llena de saliva, y trago varias veces.
—Dejé de masticar chicle cuando dejé de ir a pedir caramelos. Verás, tú me has recordado lo de ir a pedir caramelos, algo que no había pensado en muchos años. No puedo creer que acabe de aparecer sin más en mi cabeza. Algunas veces me olvido de que alguna vez fui niña. Joven, estúpida y confiada.
Mis manos se sacuden.
—Si no te lo puedes permitir, mejor no tenerlo, así que dejé de masticar chicles.
Estoy temblando.
—Es mejor no aparentar que te has criado en la clase baja, sobre todo si has crecido en la clase baja. ¿Cuándo me has visto masticar chicles? No lo hago. Es de clase baja.
—No hay nada en ti que sea de clase baja. —Benton me observa con cuidado, alerta, y veo lo que hay en sus ojos. Le asusto.
Pero no puedo detenerme.
—He trabajado muy duro en la vida para no parecer de clase baja. Tú no me conocías cuando empecé y no tenía ni idea de cómo eran de verdad las personas, las personas que tienen un poder absoluto sobre ti, personas que en realidad respetas, y que son capaces de atraerte a hacer algo que tendrá como consecuencia que nunca volverás a sentirte de la misma manera contigo misma. Y entonces lo entierras como si enterrases aquel corazón latente debajo de las tablas del suelo, en el cuento de Edgard Alan Poe, pero tú siempre sabes que está allí. Y no puedes decírselo a nadie. Incluso cuando no te deja dormir por la noche. Ni siquiera puedes decirle a la persona más cercana que hay un corazón helado y muerto debajo de las tablas del suelo, y que es culpa tuya que esté ahí.
—Por Dios, Kay.
—Es extraño que todo lo que amamos parece estar muy cerca de algo odioso y muerto —lo digo porque es lo que me pasa por la cabeza—. Bueno, no todo.
—¿Estás bien?
—Estoy bien. Solo estresada, ¿y quién demonios no lo estaría? Nuestra casa está a un tiro de piedra de Norton's Woods, donde alguien fue asesinado ayer, y quizás estuvo en la Courtauld al mismo tiempo en que Lucy y yo fuimos allí el verano antes del 11-S, que, por cierto, cree que fue causado por nosotros. Liam Saltz también estaba allí, en Courtauld. Era uno de los conferenciantes. Yo no lo conocía entonces, pero Lucy lo tiene en CD. No recuerdo de qué habló.
—Me intriga saber por qué le mencionas.
—Un vínculo con una página que Jack estaba mirando por alguna razón.
Benton no dice nada, y no aparta la mirada de mí.
—Tú y yo vamos a The Bisquik cuando estoy en casa los fines de semana, quizás hemos estado allí al mismo tiempo que Johnny Donahue y su amiga del MIT —continúo, y no puedo mantenerme a la par con mis pensamientos—. Nos encanta Salem, los aceites y las velas que venden en las tiendas, las mismas tiendas que venden clavos de hierro, huesos del diablo. Nuestro refugio favorito en Boston está junto al lugar donde encontraron el cadáver de Wally Jamison, a la mañana siguiente de Halloween. ¿Alguien nos está vigilando? ¿Alguien sabe todo lo que hacemos? ¿Qué estaba haciendo Jack en Salem la noche de Halloween?
—El cuerpo de Wally llegó allí en una embarcación, no por el muelle —señala Benton, y no sé dónde ha conseguido esa información.
—Todas esas cosas en común. Cualquiera creería que vivimos en un pueblucho.
—No tienes buen aspecto.
—Aseguras que fue en una embarcación. Tengo la sensación de que voy a tener un golpe de calor. —Me toco la mejilla, aprieto la mano contra ella—. Señor. Lo que me faltaba. Tengo tantas cosas pendientes.
—Más relevante es el hecho de que alguien arrojó el cadáver con toda intención donde los barcos están anclados con guardias a bordo. —Benton observa cada uno de mis movimientos—. A partir del alba, el personal de servicio y otros llegan al trabajo y el muelle es un aparcamiento. Todas estas personas bajan de sus coches y ven un cuerpo mutilado flotando en el agua. Es descarado. Matar a un niño en su propio patio, mientras sus padres están en el interior de la casa, es descarado. Matar a alguien el domingo de la Super Bowl en Norton's Woods mientras se celebra la boda de un VIP es descarado. Hacer todo esto en nuestro propio barrio es descarado.
—Primero sabes que es un barco. Luego sabes que era un casamiento VIP, no una boda sin más, sino una VIP. —No pregunto sino que afirmo. Él no lo diría si no lo supiese—. ¿Por qué estaba Jack en Salem? ¿Qué hacía allí? Ni siquiera puedes conseguir una habitación de hotel en Salem durante la noche de Halloween. No puedes ni ir en coche, hay demasiadas personas.
—¿Estás segura de que te sientes bien?
—¿Crees que esto es personal? —pregunto, mientras me obsesiono por lo pequeño que es el mundo—. Vengo a casa y esta es mi bienvenida. Ver que me echan toda esta crueldad, muerte, engaño y traición a la cara.
—Hasta cierto punto, lo es —dice Benton.
—Bueno, gracias por decírmelo.
—He dicho hasta cierto punto. No todo.
—Dijiste que crees que es personal. Quiero saber hasta qué punto es personal.
—Intenta calmarte. Respira poco a poco. —Intenta cogerme la mano, y no dejo que me toque—. Poco a poco, poco a poco, Kay.
Me aparto, y él devuelve la mano a su regazo, al iPhone que destella rojo continuamente mientras llegan los mensajes. No quiero que me toque. Es como si no tuviese piel.
—¿Hay algo de comer en este lugar? Puedo llamar para que nos traigan algo —dice Benton—. Quizá sea un bajón de azúcar. ¿Cuándo comiste por última vez?
—No. Ahora mismo no podría. Estaré bien. ¿Por qué dijiste VIP? —Me oigo a mí misma preguntar.
Él mira su teléfono de nuevo, la pequeña luz roja destella para avisar de los mensajes.
—Anne —me dice, mientras lee lo que acaba de llegar—. Viene de camino, estará aquí en unos minutos.
—¿Qué más? Puedo descargar el escáner aquí mismo, echar una ojeada.
—No lo envió. Intentó llamarte. Es obvio que tú no estabas en tu mesa. Había agentes secretos en la boda. Protegían a un VIP, pero es obvio que no era él quien lo necesitaba —dice Benton—. Nadie se preocupó del que sí necesitaba protección. Nosotros no sabíamos que él iba a estar allí.
Respiro hondo una vez más, e intento diagnosticar un ataque cardíaco, como si fuese a tener uno.
—¿Los agentes vieron qué pasó? —Mount Auburn es el hospital más cercano. No quiero ir a un hospital.
—Los que estaban apostados junto a las puertas exteriores no le miraban y no lo vieron. Vieron a la gente correr a su alrededor cuando cayó. No había ninguna razón para que fuese de su interés, y los agentes mantuvieron sus puestos. Tenían que hacerlo. Por si acaso se trataba de una maniobra de distracción. Siempre mantienes tu puesto cuando estás haciendo una escolta; con raras excepciones, no te distraes.
Me centro en el malestar en el centro de mi pecho y mi respiración entrecortada. Estoy sudando y noto que se me va la cabeza, pero no siento dolor en los brazos. Ni tampoco en la espalda. Ningún dolor en la mandíbula. Ningún dolor radial, y los ataques cardíacos no alteran el pensamiento. Me miro las manos. Las sostengo delante de mí como si pudiese ver lo que pasa en ellas.
—¿Cuándo viste a Jack la semana pasada, olía a mentol? —pregunto, y luego digo—: ¿Dónde está? ¿Se puede saber qué ha hecho?
—¿Qué pasa con el mentol?
—Parches de Nutril extrafuertes, parches Bengay, algo así. —Me levanto de la mesa de Fielding—. Si los llevaba continuamente y apestaba a eucalipto, a mentol, por lo general es una indicación de que estaba abusando físicamente de sí mismo, se estaba destrozando a sí mismo en el gimnasio, en los torneos de taekwondo, tiene dolores musculares crónicos y agudos en las articulaciones. Esteroides. Cuando Jack toma esteroides, bueno... Siempre ha sido el preludio de otras cosas.
—Basándome en lo que vi la semana pasada, estaba tomando algo.
Ya me estoy quitando la chaqueta de laboratorio de Fielding. La pliego en un cuadrado y la dejo encima de su mesa.
—¿Hay un lugar donde puedas acostarte? —pregunta Benton—. Creo que deberías acostarte. La sala de guardia en la planta baja. Hay una cama. No puedo llevarte a casa. No puedes ir allí ahora. No quiero que salgas de este edificio, no sin mí.
—No necesito acostarme. Acostarme no me ayudaría. Empeoraría las cosas. —Entró en el baño de Fielding y cojo una bolsa de basura de la caja debajo del lavabo.
Benton está de pie, mira lo que hago, me observa mientras guardo la bata de laboratorio doblada dentro de la bolsa de basura y vuelvo al baño. Me lavo las manos y el rostro con jabón y agua caliente. Me lavo todas las partes de la piel que pudieron haber entrado en contacto con la película de plástico que encontré en el bolsillo de la bata de laboratorio de Fielding.
—Drogas —anuncio cuando me vuelvo a sentar.
Benton vuelve a su silla, tenso, como si fuese a levantarse de un salto.
—Algo subcutáneo que desde luego no es Nutril ni Motril. No sé qué es, pero lo descubriré —le hago saber.
—El trozo de plástico que tocabas.
—A menos que tú envenenases mi café.
—Quizás un parche de nicotina.
—Tú no me envenenarías, ¿verdad? Si no quieres seguir casado hay soluciones más sencillas.
—¿Pero por qué tomaría nicotina? A menos que fuese como estimulante. Supongo que sí. Algo por el estilo.
—No es nada por el estilo. Yo solía utilizar parches de nicotina y nunca me sentí de esta manera, ni siquiera cuando encendía un cigarrillo con un parche de veintiún miligramos puesto. Una auténtica adicta. Así era yo. Pero nada de drogas, no lo que pueda ser esto. ¿Qué ha hecho?
Benton mira la taza de café. Sigue con el dedo sobre el escudo del AFME en la cerámica negra. Su silencio confirma lo que sospecho. Cualquier cosa en la que Fielding está involucrado, tiene relación con todo lo demás: conmigo, con Benton, con Briggs, con un jugador de fútbol muerto, con un niño pequeño, con un hombre en Norton's Woods, con los soldados muertos de Gran Bretaña y Worchester. Como aviones iluminados por la noche, conectados a una torre, conectados en un esquema, que en algún momento parecen estar inmóviles en el aire oscuro, pero que han estado en alguna parte y van a alguna otra, fuerzas individuales que son parte de algo más grande, algo inmensamente grande.
—Necesitas confiar en mí —dice Benton en voz baja.
—¿Briggs ha estado en contacto contigo?
—Están ocurriendo cosas desde hace tiempo. ¿Estás bien? No quiero marcharme sin asegurarme de que estás bien.
—Es para esto para lo que fui preparada, para lo que hice tantos sacrificios. —Decido aceptarlos. La aceptación hace que me resulte más fácil saber qué hacer—. Seis meses de estar lejos de ti, de estar lejos de todos, de renunciar a todo para poder volver a casa, a algo que estaba pasando desde hace un tiempo. Una agenda.
Casi añado «como al principio», cuando apenas era una patóloga forense y era demasiado ingenua para tener una pista sobre lo que estaba sucediendo. Cuando era rápida en saludar a la autoridad, y peor, confiar en ella, y mucho peor aún, respetarla, e incluso peor que eso, admirarla, y lo peor de todo, admirar tanto a John Briggs. Yo hubiese hecho cualquier cosa que él me hubiera pedido, absolutamente todo. En cierto modo me las he apañado para acabar en la misma situación. Lo mismo de nuevo. Una agenda. Mentiras y más mentiras, y personas inocentes que son desechables. Crímenes que se cometen con una frialdad como nunca he visto. Joanne Rule y Noonie Pieste están gráficamente en mi mente, más reales que nunca.
Las veo en las viejas camillas con manchas de óxido en las soldaduras y ruedas que se enganchan, y recuerdo mis pies enganchándose mientras camino a través de un viejo suelo de piedra blanca, que era imposible mantener limpio. Siempre había sangre en la morgue de Ciudad del Cabo, con cuerpos amontonados por todas partes, y las semanas que estuve allí vi casos tan extremos en su aspecto grotesco, como el continente es extremo en su magnífica belleza. Personas arrolladas por trenes, arrolladas en la autopista, y muertes domésticas, por drogas en las chabolas, y un ataque de un tiburón en False Bay, y un turista que murió de una caída en Table Mountain.
Tengo la idea irracional de que si bajo las escaleras y entro en mi frigorífico, los cuerpos de las dos mujeres asesinadas me estarán esperando de la misma manera que lo estaban aquella mañana de diciembre después de haber volado diecinueve horas en un pequeño asiento supletorio para llegar hasta ellas. Solo que ya habían sido examinadas en el momento en que yo me presenté, y hubiese sido así aunque hubiese volado en el Concorde a velocidad Mach II, o estado a tan solo unas manzanas de distancia de ellas cuando fueron asesinadas. No me fue posible llegar lo bastante rápido. Sus cuerpos podrían haber estado en un plató cinematográfico, de tan bien que estaba preparada la escena. Jóvenes inocentes asesinadas para beneficio de una noticia, para beneficio del poder, la influencia y los votos, y yo no pude evitarlo.
No solo no pude detenerlo, ayudé a que sucediese, porque hice posible que sucediese, y vuelvo a recordar lo que la madre del soldado Gabriel dijo sobre los crímenes racistas y ser recompensados por ellos. Mi despacho en Dover está al lado mismo de la sala de mando de Briggs. Recuerdo que alguien pasó por delante de mi puerta cerrada varias veces cuando hablaba con ella. El que fuese se detuvo al menos dos veces. Se me pasó por la cabeza en aquel momento que alguien estaba esperando para entrar, pero que podía oír a través de la puerta que yo estaba al teléfono y no quería interrumpir. La respuesta más obvia es que alguien estaba escuchando. Briggs ha comenzado algo, o alguien aliado con él lo ha hecho, y Benton tiene razón, llevaba en marcha desde hacía tiempo.
—Entonces estos últimos seis meses no han sido más que una maniobra política. Qué triste. Qué vulgar. Qué desilusión. —Mi voz es firme, y suena del todo calmada, de la manera como lo hago antes de hacer algo.
—¿Estás bien? Porque deberíamos ir abajo si estás bien. Anne está allí. Debemos hablar con ella y luego yo tengo que marcharme. —Benton se ha levantado y está cerca de la puerta, me espera con el teléfono en la mano.
—Deja que adivine. Briggs se aseguró de que yo obtuviese este cargo para mantenerlo abierto a quien él tuviera de verdad en mente —digo, y mi corazón ha contenido la alteración de los latidos, mis nervios están más firmes, como si estuviesen funcionando de nuevo con normalidad—. Querían que mantuviese la silla caliente. ¿O fui la excusa para que construyesen este lugar, para conseguir al MIT, para conseguir a Harvard, para subirlos a todos al barco, para justificar treinta millones en asignaciones?
Benton lee algo más mientras los mensajes vienen del aire, uno tras otro.
—Se podría haber evitado muchísimos problemas —opino mientras me levanto de la mesa.
—Tú no vas a renunciar —dice Benton, que lee algo que alguien le acaba de enviar—. No les des esa satisfacción.
—Ellos. Entonces hay más de uno.
Él no me responde mientras teclea con los pulgares.
—Bueno, siempre ha habido más de uno. Tú escoges —digo mientras salimos juntos.
—Si renuncias, les darás lo que ellos quieren. —Lee y va pasando el texto en la pantalla.
—Las personas así no saben lo que quieren. —Cierro la puerta de Fielding y me aseguro de que esté cerrada con llave—. Solo creen que lo saben.
Comenzamos nuestro descenso de mi edificio con forma de bala, que en las noches oscuras y los días nublados tiene el color del plomo.
Le cuento a Benton lo de las marcas de escritura en el bloc de notas cuando bajamos en un ascensor que yo misma he buscado y elegido porque reduce el consumo de energía en un cincuenta por ciento.
—No puede ser una coincidencia que Fielding estuviese interesado en una importante conferencia que el doctor Liam Saltz acababa de dar en Whitehall —digo, mientras los números cambian en la pantalla digital, y bajamos de piso en piso en el suave resplandor de los lámparas Led, en mi máquina ecológica que, por lo que he oído, nadie de los que trabajan aquí saben apreciar en lo más mínimo. La mayoría se queja porque es lenta.
—Él está en un extremo, y la DARPA desde luego en el otro. Ninguno de ellos tiene siempre toda la razón, eso seguro. —Describo al doctor Saltz como un científico informático, ingeniero, filósofo, teólogo, cuyo deporte, cuyo arte, a todas luces no es la guerra. Detesta las guerras y aquellos que las hacen.
—Lo sé todo sobre él y su arte. —Benton no lo dice de una forma positiva cuando nos detenemos con suavidad y las puertas de acero se abren casi sin sonido—. Desde luego lo recuerdo de aquella vez en la CNN, cuando tú y yo discutimos por culpa de él.
—No recuerdo haber tenido una discusión. —Nos encontramos de nuevo en la zona de recepción, donde Ron está muy alerta detrás de su mampara de vidrio, tal como lo dejamos hace horas.
En las pantallas de vídeo divididas veo los coches aparcados en el estacionamiento detrás del edificio. Todoterrenos que no están cubiertos de nieve y que tienen los faros encendidos. Policías o agentes secretos, y recuerdo las ventanas iluminadas de los edificios del MIT que se alzan por encima de la cerca del CFC, recuerdo haberlo advertido en el momento en que Benton nos traía aquí, y ahora sé la razón. El CFC ha estado sometido a vigilancia, y ahora el FBI y la policía no están haciendo ningún esfuerzo por disimular su presencia. Tengo la sensación como si el CFC estuviese sitiado.
Desde que salí de Port Mortuary en Dover he estado siempre acompañada o encerrada en un edificio seguro, y la razón no es lo que parecía, al menos no la única razón. Nadie estaba intentando que volviese a casa lo más rápido posible porque un cuerpo sangraba en el interior del frigorífico. Era una prioridad, pero desde luego no la única, y quizá ni siquiera la más importante. Algunas personas lo han utilizado como una excusa para escoltarme, alguna persona, como mi sobrina, que iba armada y jugaba a guardaespaldas, y no puedo creer que Benton no estuviese involucrado en esa decisión, no importa lo que hizo o lo que no sabía en ese momento.
—Quizá recuerdes que intentaba ligar contigo —dice Benton mientras caminamos por el pasillo gris.
—Pareces creer que me acuesto con todos.
—No con todos —dice.
Sonrío. Casi me río.
—Te sientes mejor —comenta, y me toca el brazo con ternura mientras camina conmigo.
Sea lo que sea lo que se ha introducido en mi cuerpo, ya ha pasado. Desearía que no fuese esta hora de la mañana. Desearía que alguien estuviese en el laboratorio de pruebas para que pudiésemos echar una ojeada a la película de plástico a la que estuve expuesta, intentar primero con un escaneo del microscopio electrónico, luego la transformación infrarroja de Mourier o cualquier otro detector para descubrir qué hay en los parches analgésicos de Fielding. Nunca he tomado esteroides anabólicos y no sé de primera mano qué se siente, pero no puedo imaginar que fue lo que sentí arriba. No tan rápido.
Cocaína, metanfetamina cristalizada, LSD, cualquier cosa de esas se ha podido meter en mi sistema de forma instantánea y subcutánea, aunque espero que no haya sido nada de eso. De todas formas, ¿cómo podría yo saber qué se siente? No es un opiáceo como el fentanilo, el narcótico más común que se aplica con los parches. Un analgésico fuerte como el fentanilo no hubiese hecho que reaccionara de la manera que lo hice, pero una vez más, no estoy segura. Nunca he utilizado fentanilo. Todo el mundo reacciona de forma diferente a las medicaciones, y las sustancias incontroladas pueden estar contaminadas con impurezas y tener dosis variables.
—De verdad. Vuelves a parecer tú misma. —Benton me toca de nuevo—. ¿Cómo te sientes? ¿Seguro que estás bien?
—Ya ha pasado, fuese lo que fuese. No me encargaría del caso si no me sintiese bien, si estuviese disminuida en lo más mínimo —le respondo—. Supongo que vienes a la sala de autopsias. —Dado que vamos hacia allí.
—Solo un trago. Correcto. —Vuelve a lo de Liam Saltz—. Se cruzó contigo en la CNN y te invitó a una copa con él a medianoche. No es que eso sea muy normal.
—No estoy segura de cómo interpretarlo. Pero no me siento halagada.
—Su reputación con las mujeres está a la par con la de ciertos políticos que permanecerán anónimos. ¿Cuál es la palabra de moda estos días? Una adicción sexual.
—Bueno, si es que vas a tener una.
Pasamos por delante de la sala de rayos X. La puerta está cerrada, la luz roja apagada porque no se está utilizando el escáner. El nivel inferior está vacío y silencioso, y me pregunto dónde está Marino. Quizás está con Anne.
—¿Desde entonces ha tenido algún contacto contigo? ¿Cuándo fue aquello, hace unos dos años? —pregunta Benton—. ¿O quizá ha tenido contacto con alguno de tus colegas en el Walter Reed o en Dover?
—Conmigo no. No sé con los demás, excepto que nadie relacionado con las Fuerzas Armadas es partidario del doctor Saltz. No se le considera un patriota, algo que en realidad no es justo, si analizas lo que dice de verdad.
—El problema es que nadie parece comprender ya lo que dice nadie. Las personas no escuchan. Saltz no es comunista. No es terrorista. No ha cometido traición. Solo que no sabe cómo controlar su entusiasmo y poner freno a su bocaza. Pero no es de interés para el Gobierno. Bueno, no lo era.
—De pronto lo es. —Supongo que es eso lo que Benton me dirá a continuación.
—No estaba en Whitehall ayer. Ni siquiera estaba en Londres. —Benton espera hasta ahora para informarme de esto cuando hacemos una pausa delante de las puertas de acero cerradas de la sala de autopsias—. No creo que hayas encontrado esa parte en Internet cuando estabas intentando encontrarle algún sentido a las marcas de la escritura de Jack —añade Benton en un tono que está cargado de otro significado. Un rastro de hostilidad no dirigida a mí, sino a Fielding.
—¿Cómo sabes dónde estaba Liam Saltz? —pregunto al mismo tiempo que pienso en lo que Benton mencionó en la planta alta. Se refirió al acontecimiento en Norton's Woods como una boda VIP y mencionó la presencia de agentes de Seguridad. Me habló de agentes secretos, aunque fue en un intervalo en el que no estaba pensando con tanta claridad como debería.
—Hizo su discurso vía satélite en una gran pantalla de vídeo. En Whitehall asistió una gran audiencia —dice Benton como si hubiese estado allí—. Tuvo una complicación, un asunto de familia, y tuvo que dejar el país.
Pienso en el hombre del otro lado de estas puertas de acero cerradas. El hombre cuyo reloj, cuando murió, quizá marcaba la hora del Reino Unido. Un hombre con un viejo robot llamado MORT dentro de su casa, el mismo robot contra el que disertamos Liam Saltz y yo, para persuadir a los que tenían el poder que no autorizasen su uso.
—¿Por eso lo buscaba Jack, miró en el RUSI, o lo que fuese que estaba mirando a primera hora de ayer por la mañana? —pregunto mientras abro la cerradura de la sala de autopsias.
—Me pregunto qué pasó, si recibió una llamada y luego lo buscó, o quizá sabía que estaba en Cambridge por alguna razón —responde Benton—. Me pregunto un montón de cosas que con un poco de suerte no tardarán en ser respondidas. Lo que sé es que el doctor Saltz estaba aquí para la boda. La hija de su actual esposa, cuyo padre biológico se suponía que debía acompañarla al altar y luego enfermó de gripe.
—Te envié un mensaje de texto —me dice Anne, vestida de azul mientras trabaja en el ordenador que está en un cubículo de acero inoxidable a prueba de agua, con el teclado sellado y a una altura adecuada para poder escribir de pie. Detrás de ella está la mesa de autopsias del puesto número uno, que ahora se ve limpio y brillante, con el hombre de Norton's Woods.
—Lo siento —le contesto distraída con el pensamiento puesto en Liam Saltz, y me preocupa cuál podría ser su vinculación con el hombre muerto, más allá de los robots, en particular del MORT—. Mi teléfono está en mi oficina y no estaba allí —le digo a Anne. Luego le pregunto a Benton—: ¿Tiene más hijos?
—Se aloja en el Charles Hotel —contesta Benton—. Alguien va de camino para hablar con él. Pero para responder a tu pregunta, sí, tiene más. Tiene varios hijos e hijastros de múltiples matrimonios.
—Quiero que sepas que no me sentí muy cómoda cuando te envié los escáneres por e-mail —me dice Anne—. No sé a qué nos enfrentamos y me pareció mejor actuar sobre seguro. Si vas a estar por aquí, tienes que cubrirte. —Eso se lo dice a Benton—. No tengo ni idea de a lo que ha estado expuesto este, pero no ha disparado ninguna alarma. Al menos no es radiactivo. Lo que sea que lo mató no lo es, gracias a Dios.
—Supongo que todo estuvo tranquilo en el hospital. Ningún incidente —le dice Benton—. No me quedo.
—Seguridad nos escoltó al entrar y al salir, y no vimos a nadie más; en cualquier caso, ningún paciente ni nadie del personal.
—¿Has encontrado algo? —le pregunto.
—Rastros de metal. —Las manos enguantadas de Anne se mueven en el teclado del ordenador y clica el ratón, ambos recubiertos con una nueva capa de silicona industrial. La chapucera presencia de Fielding ha desaparecido de la sala de autopsias. Veo el agua en el fregadero del puesto uno —mi puesto— y una gran esponja, los instrumentos quirúrgicos resplandecientes bien acomodados en la tabla de disección. Veo un mocho que no estaba allí antes y una piedra de afilar en la encimera.
—Estoy asombrada —le digo mirando a mi alrededor.
—Ollie —responde, y clica el ratón—. Le llamé, vino y se encargó de todo.
—Bromeas.
—No es que no lo hayamos intentado mientras tú no estabas. Jack estuvo utilizando este espacio de trabajo, y aprendimos a mantenernos apartados.
—¿Cómo es posible que el metal no apareciese en la tomografía? —Benton mira mientras ella pasa los archivos que creó en el laboratorio de neuroimágenes, y busca las imágenes que quiere de la resonancia magnética.
—Sí, si es realmente pequeño. —Le explico cómo es posible—. Un tamaño de menos de medio milímetro. No contaba con que fuese detectado por la tomografía. Por eso quisimos descartar la posibilidad utilizando la resonancia magnética. Al parecer ha sido una buena idea.
—Pero no si hubiese estado vivo —comenta Anne, y clica en un archivo—. Las personas vivas no deben tener ningún fragmento ferromagnético, porque se girará. Se moverá. Como las virutas de metal en los ojos de los que se dedican a profesiones que los exponen a que ocurran cosas así. Quizá no lo sepan hasta que les hacen una resonancia magnética. Entonces lo saben, vaya si lo saben. O si tienen piercings corporales que no mencionan. Lo hemos visto en muchas ocasiones —le dice a Benton—. O, y eso sí que es peor, un marcapasos. El metal se desplaza y se calienta.
—¿Teorías? —le pregunto, porque no puedo imaginar un episodio o un arma que pueda crear lo que acaba de llenar la pantalla de vídeo.
—Tus opiniones son tan buena como las mías —me responde mientras estudiamos las imágenes de alta resolución del daño interno del muerto, una zona oscura distorsionada de vacíos de señal que comienzan inmediatamente después de la herida con forma de ojal y se hace cada vez menos pronunciada cuanta mayor es la penetración dentro de los órganos y las estructuras de tejido blando del pecho.
—Debido al campo magnético, aparecen incluso con lo que pueden ser partículas minúsculas. Ahí mismo —se lo señalo a Benton—. Estas zonas muy oscuras y distorsionadas donde no hay señal de penetración. Tienes todo ese montaje que se va abriendo a lo largo de la trayectoria de la herida, lo que queda de la trayectoria de la herida, porque la señal ha sido borrada por el metal. Tiene alguna especie de cuerpos extraños ferromagnéticos en su interior, no hay duda.
—¿Qué podría ser? —pregunta Benton.
—Voy a tener que recuperar una parte, analizarlo. —Pienso en lo que Lucy dijo de la termita. Podría ser ferromagnético como las balas, porque ambos compuestos metálicos tienen en común el óxido de hierro.
—¿Medio milímetro? ¿El tamaño del polvo? —Los ojos de Benton parecen distraídos por otros pensamientos.
—Un poco más grande —responde Anne.
—Más o menos del tamaño del residuo de un disparo, granos de pólvora no quemada —añado.
—Un proyectil como una bala podría reducirse a fragmentos no más grandes que los granos de la pólvora —dice Benton, y sé que está intentando vincular lo que digo con algo más. Pienso en mi sobrina y me pregunto exactamente qué le contó a Benton cuando estaban antes en su laboratorio. Pienso en el arma contra tiburones y en los nanoexplosivos, pero no hay heridas cerca, ninguna quemadura. No tendría sentido.
—No es ningún proyectil que yo haya visto —dice Anne, y yo asiento—. ¿Sabemos algo más de quién puede ser? —Se refiere al cuerpo en la mesa—. No pretendía espiar.
—Con un poco de suerte, muy pronto —contesta Benton.
—Suena como si tuvieses una idea —le dice Anne.
—Nuestra primera pista fue que apareció en Norton's Woods al mismo tiempo en que el doctor Saltz estaba en el interior del edificio. Eso fue algo que debíamos investigar, porque hay ciertos intereses que estos dos individuos pueden compartir. —Sospecho que se refiere a los robots.
—A mí Saltz no me suena de nada —dice Anne.
—Un científico que ganó el premio Nobel, un expatriado —le explica Benton. Mientras le observo hablar con Anne, recuerdo que son colegas y amigos. Él la trata con familiaridad, con una confianza que no muestra con otras personas—. Y si él —Benton señala al muerto— sabía que el doctor Saltz venía a Cambridge, la pregunta es cómo.
—¿Sabemos si él lo sabía? —pregunto.
—Ahora mismo no lo sabemos a ciencia cierta.
—Así que el doctor Saltz estaba en la boda. Pero este no iba vestido para una boda. —Anne señala al cadáver desnudo en la mesa—. Tenía a su perro con él. Y una pistola.
—Lo que sé hasta ahora es que la novia es la hija de otro matrimonio —dice Benton, como si ese detalle hubiese sido verificado con cuidado—. El padre de la hija, que debía acompañarla hasta el altar, enfermó. Así que ella se lo pidió a su padrastro, el doctor Saltz, en el último minuto, y él no podía estar físicamente en dos lugares a la vez. Llegó por avión a Boston el sábado e hizo su aparición en Whitehall vía satélite. Un sacrificio por su parte. La última cosa que le apetecía hacer, estoy seguro, era volver a Estados Unidos y aparecer en Cambridge.
—¿Los agentes secretos? —pregunto—. ¿Por él? ¿Si es así, por qué? Sé que tiene enemigos, ¿pero por qué el FBI le ofrecería protección a un científico civil del Reino Unido?
—Esa es la ironía —manifiesta Benton—. La seguridad de esta boda no era por él, era por los que asistían a la boda, la mayoría de ellos del Reino Unido debido a la familia del novio. El novio es David, el hijo de Russell Brown. Ruth, la hijastra de Liam Saltz, y David fueron a la Facultad de Derecho de Harvard. Esa es una de las razones por las que la boda se celebró aquí.
Russell Brown. El secretario de estado en la sombra, cuyo discurso acabo de leer en la página web del RUSI.
—Se presenta en un evento como ese y va armado —digo mientras me acerco a la mesa de acero—. ¿Un arma con el número de serie borrado?
—Correcto. ¿Por qué? —pregunta Benton—. ¿Para protegerse a sí mismo, o era un asaltante en potencia? ¿Para protegerse a sí mismo por una razón no relacionada con la boda y las personas que acabo de mencionar?
—Lo más posible es que estuviese involucrado en tecnologías de alto secreto —sugiero—. Una tecnología que vale muchísimo dinero —añado—. Una tecnología por la que algunas personas estarían dispuestas a matar.
—Y quizá lo hayan hecho —dice Anne con la mirada puesta en el joven muerto.
—Con un poco de suerte, pronto lo sabremos —afirma Benton.
Miro al hombre muerto, rígido boca arriba, con los dedos curvados y la posición de brazos, piernas, manos y cabeza tal como estaban antes, no importa lo mucho que lo hayan movido durante el transporte y los escáneres. El rigor mortis es completo, pero no se me resistirá mucho mientras lo examino, porque es delgado. No tiene mucha fibra muscular para que los iones de calcio quedasen atrapados después de que dejasen de funcionar los neurotransmisores. Puedo romperlo con facilidad. Puedo doblarlo a voluntad.
—Tengo que irme —me dice Benton—. Sé que deseas ocuparte de esto cuanto antes. Necesitaré tu ayuda en algo cuando puedas marcharte de aquí. Y recuerda que no debes salir sola. Asegúrate de que me llame —le pide a Anne mientras ella etiqueta los tubos de ensayo y los recipientes de especímenes—. Llámame a mí o a Marino —añade—. Avísanos con una hora de antelación.
—¿Marino está aquí contigo...? —comienzo a preguntar.
—Estamos trabajando en algo. Él ya está allí.
Ya no pregunto a qué se refiere Benton cuando dice nosotros, y él me mira una vez más, su mirada se encuentra con la mía con la intimidad de un contacto que se prolonga, y sale de la sala de autopsias. Oigo como se alejan sus pasos enérgicos por el pasillo con suelo de cerámica, luego su voz y otra voz cuando habla con alguien, quizá Ron. No entiendo ni una palabra de lo que dicen, pero el sonido es grave antes de que el silencio vuelva bruscamente. Imagino que Benton ha dejado la zona de recepción. Su presencia me sorprende en una de las pantallas de vídeo. Pillado por las cámaras de seguridad, cruza el muelle mientras se cierra la chaqueta de cuero que le regalé hace tanto tiempo que ya no recuerdo el año, solo que fue en Aspen, donde tenía una casa.
Miro en el circuito de televisión cerrado como abre la puerta lateral que está junto a la enorme puerta del muelle, y entonces otra cámara lo muestra en el exterior del edificio caminando más allá de su todoterreno verde aparcado en mi plaza. Sube a otro todoterreno oscuro y grande, con faros enormes que la nieve corta, con los limpiaparabrisas en funcionamiento, y no veo quién conduce. Miro el todoterreno en mi aparcamiento cubierto de nieve, que da marcha atrás, avanza, y se detiene en la gran reja, y finalmente se pierde de vista, en el mal tiempo a las cuatro de la madrugada, con mi marido en el asiento del pasajero, conducido por algún otro, quizá su amigo del FBI Douglas, ambos con un destino que por alguna razón a mí no me han dicho.
14
En la antesala me preparo para la batalla de la manera que siempre hago. Me visto con una armadura hecha de plástico y papel.
Nunca me siento como un médico, ni siquiera como un cirujano, mientras me preparo para realizar un examen post mórtem. Sospecho que la gente que se gane la vida con los muertos puede entender a qué me refiero. Durante mi residencia en la Facultad de Medicina no era diferente a los demás doctores, atendía a los enfermos y heridos en sala y en las salas de urgencia, ayudaba en los procedimientos quirúrgicos en los quirófanos. Por tanto, sé lo que es hacer una incisión en cuerpos calientes que tienen presión sanguínea y algo vital que perder. Lo que me dispongo a hacer no podría ser más diferente de aquello. La primera vez que inserté la hoja de un escalpelo en la carne fría e insensible, cuando hice la incisión en Y en el primer paciente muerto, renuncié a algo que nunca más he recuperado.
Descarté cualquier idea de que podría ser como un Dios, una heroína o una persona más dotada que el resto de los mortales. Rechacé la fantasía de que podía sanar a cualquier criatura, incluida a mí misma. Ningún médico tiene el poder para hacer que la sangre coagule, que los tejidos o los huesos se regeneren, o los tumores disminuyan. No creamos, solo animamos a las funciones biológicas para que trabajen o no trabajen adecuadamente por su cuenta, y en ese aspecto los médicos estamos más limitados que un mecánico o un ingeniero que construye algo de la nada. Mi elección de esta especialidad médica, que mi madre y mi hermana todavía consideran morbosa y anormal, es probable que me haya hecho más sincera que la mayoría de los médicos. Sé que cuando administro mi toque sanador a los muertos, ellos no se conmueven por mí o por mis modales. Permanecen muertos como estaban antes. No me dan las gracias, no me envían postales de vacaciones o bautizan a sus hijos con mi nombre. Por supuesto, era consciente de todo eso cuando me decidí por la patología forense, pero eso es como decir que sabes lo que es el combate cuando te alistas en los marines y te envían a las montañas de Afganistán. La gente no sabe de verdad lo que es hasta que les ocurre de verdad.
Nunca he podido oler el olor acre, aceitoso y penetrante del formaldehído sin diluir, por no mencionar lo ingenua que era al creer que la disección de un cadáver donado a la ciencia con fines educativos se parece a la autopsia de una persona no embalsamada, en la que la causa de la muerte está por determinar. Mi primera autopsia fue en la morgue del hospital Hopkins, un lugar rudimentario comparado con lo que hay al otro lado de esta habitación donde estoy en este momento plegando mis prendas del AFME y colocándolas en un banco, sin preocuparme de la taquilla o el decoro a esta hora. La mujer cuyo nombre todavía recuerdo solo tenía treinta y tres años, y dejaba atrás dos hijos pequeños y un marido cuando murió por una complicación posquirúrgica de una apendicetomía.
Hasta el día de hoy lamento que ella fuera mi proyecto de ciencias. Lamento que ella acabase convertida en el proyecto de cualquier residente de patología forense, y recuerdo haber pensado lo absurdo que era que un ser humano joven y sano hubiese sucumbido a una infección provocada por la extirpación de una bolsa con aspecto de gusano, un tanto inútil, del intestino grueso. Quería hacerla mejor. Mientras trabajaba en ella, practicaba en ella, quería que ella despertase y se bajase de la mesa de acero en el centro del sucio suelo de aquella lóbrega sala subterránea que olía a muerte. La quería viva, sana, y sentir que yo había tenido algo que ver con ello. No soy cirujana. Lo que hago es excavar para poder resolver mi caso, cuando voy a la guerra con los asesinos, o de forma menos dramática pero más típica con los abogados.
Anne tuvo la cortesía de encontrarme un traje recién lavado, de tamaño medio y del verde institucional al que estoy acostumbrada. Me lo pongo. Encima me pongo también una bata desechable, que me ato bien a la espalda antes de sacar las fundas de zapatos de un dispensador y cubrirme unos zuecos de goma que Anne ha encontrado en alguna parte. Sigo después con las mangas protectoras, un gorro para el pelo, una máscara, un visor, y por fin me pongo dos pares de guantes.
—Quizá podrías escribir por mí —le digo a Anne cuando vuelvo a la sala de autopsias, un amplio y vacío panorama de blanco resplandeciente y acero brillante. Solo estamos los tres, si incluyo al sujeto de la primera mesa—. Es posible que luego no pueda redactar el informe, porque al parecer tengo que marcharme.
—No sola —me recuerda.
—Benton se llevó las llaves del coche —le recuerdo.
—Eso no te detendría. Tenemos varios vehículos, así que no intentes engañarme. Cuando sea la hora lo llamaré, y no admito ninguna discusión. —Anne puede decir casi cualquier cosa sin parecer irrespetuosa o descortés.
Ella se encarga de hacer las fotografías mientras yo tomo muestras de la herida de entrada en la parte inferior de la espalda. Luego tomo muestras en los orificios ante la remota posibilidad de que este homicidio pueda suponer un asalto sexual, aunque es bastante difícil si nos basamos en lo ya descrito.
—Porque estamos buscando a un unicornio. —Guardo las muestras anales y orales en sobres de papel, los etiqueto y escribo mis iniciales—. No es algo que pase todos los días, y en cualquier caso, no me voy a creer nada, de ninguna manera, dado que no estuve en el escenario del crimen.
—Nadie ha estado —dice Anne—. Lo que es una vergüenza.
—Incluso si alguien hubiese estado, todavía seguiría buscando al unicornio.
—No te culpo. Yo no confiaría en lo que se dice, si fuese tú.
—Si fueses yo. —Coloco una hoja nueva en un escalpelo mientras ella llena una jarra de plástico etiquetada con formalina.
—No soy yo quien debería hablar —responde sin mirarme—. Yo no mentiría, robaría o me aprovecharía de cosas que no son mías. Yo nunca trataría este lugar como si me perteneciera. No importa. No quiero entrar en ello.
No dejaré que entre en ello. No es necesario ponerla en una posición como esa, que traicione a las personas que me han traicionado. Sé lo que se siente al verse en una posición semejante. Es una de los peores sentimientos que hay y promueve las mentiras, en secreto o por omisión, y también conozco ese sentimiento. Una mentira que se aloja intacta en el corazón de tu ser, como el trigo no digerido en las momias egipcias. No hay manera de librarse de esa cosa, de deshacerla, sin entrar para sacarla, y no estoy segura de tener el coraje de hacerlo mientras pienso en los gastados escalones de madera que bajan al sótano en una casa de Cambridge. Pienso en las paredes de piedra bajo tierra y la caja fuerte de setecientos cincuenta kilos con una puerta de cinco centímetros de espesor y triple cerradura.
—Supongo que habrás oído algún rumor sobre dónde se han metido todos —digo a continuación—. Cuando estuviste con Marino en el McLean. —Comienzo la incisión en Y, corto de clavícula a clavícula, y luego un corte recto y profundo hacia abajo con un leve desvío alrededor del ombligo para terminar en el hueso púbico, en la parte inferior del abdomen—. ¿Tienes alguna idea de quiénes están en nuestro aparcamiento y de qué es lo que está pasando? Dado que al parecer estoy sometida a arresto domiciliario, por razones que nadie se ha mostrado muy dispuesto a dejar del todo claras.
—El FBI. —Anne no me dice nada que yo no sepa mientras camina hacia la pared donde las tablillas portapapeles cuelgan de ganchos junto a hileras de estantes de plástico para los formularios en blanco y los diagramas—. Hay al menos dos agentes en el aparcamiento, y otro que nos siguió. Alguien lo hizo. —Recoge todas las hojas que necesita y selecciona un portapapeles después de asegurarse de que el bolígrafo sujeto a él por un cordel funcione—. Un detective, un agente. No sé quién nos siguió al hospital, pero fue alguien que sin duda avisó a seguridad antes de que llegásemos allí. —Vuelve a la mesa—. Cuando entramos con la camilla en el laboratorio de neuroimágenes, había tres tipos de seguridad del McLean, la mayor diversión que han tenido en años. Y luego esa persona en un todoterreno, un Ford azul oscuro, un Explorer o un Expedition.
Quizás era el mismo todoterreno en el que Benton acaba de marcharse y le pregunto a Anne:
—¿El agente se bajó del todoterreno? ¿Supongo que no hablaste con quien fuese? —Aparto el tejido blando. El hombre es tan delgado que solo tiene una capa muy fina de grasa amarilla antes de que el tejido se vuelva rojo.
—Era difícil de ver, y no iba a acercarme para mirar. El agente continuaba sentado en el todoterreno cuando nos marchamos y nos siguió hasta aquí.
Coge los seccionadores de costillas del carro quirúrgico y me ayuda a quitar el frontal del tórax, para dejar a la vista los órganos y una hemorragia considerable, y veo como las células comienzan a descomponerse, un leve indicio de lo que promete ser pútrido y repugnante. Los olores emanados por el cuerpo humano cuando se descompone son muy desagradables, no se pueden comparar con nada. No es como un pájaro, o el más grande de los mamíferos en que uno pueda pensar. En la muerte somos tan diferentes de las otras criaturas como lo somos en vida. Reconocería el hedor de la carne humana podrida en cualquier parte.
—¿Cómo quieres hacerlo? ¿En bloque? ¿O quieres ocuparte del metal cuando tengas los órganos en la tabla de disección? —pregunta Anne.
—Creo que necesitamos sincronizar lo que estamos haciendo centímetro a centímetro, paso a paso. Alinear los órganos con los escáneres lo mejor que podamos, porque no estoy segura de que vaya a ser fácil ver los cuerpos electromagnéticos extraños a menos que los esté mirando directamente con una lente de aumento. —Me limpio los guantes ensangrentados con una toalla y me acerco a la pantalla de vídeo, que Anne ha dividido en cuadrantes para permitirme que escoja entre las imágenes de la resonancia magnética.
—Distribuida en gran parte como pólvora de un disparo —sugiere—. Aunque no podemos ver las partículas de metal porque cancelaron la señal.
—Es verdad. Un artefacto que se amplía, más vacío en el principio que al final. La mayor cantidad en la entrada. —Señalo la pantalla con el dedo del guante ensangrentado.
—Pero no hay residuos de nada en la superficie —dice ella—. Eso lo diferencia de una herida de arma de fuego, de una herida de contacto.
—Todo en este caso difiere de una herida de bala —señalo.
—Se puede ver que, sea lo que sea esa cosa, comienza aquí. —Indica la herida de entrada en la parte inferior de la espalda—. Pero no en la superficie. Justo debajo, quizás un centímetro o poco más por debajo, lo que de verdad es extraño. Intento imaginármelo y no puedo. Si aprietas algo contra la espalda y disparas, encuentras residuos del disparo en la ropa y en la herida de entrada, no a dos centímetros hacia dentro y luego a más profundidad.
—Examiné antes su ropa.
—Ni quemaduras ni hollín, ninguna prueba de residuos de un disparo.
—No a primera vista —la corrijo, porque no ser capaz de ver el residuo de un disparo no significa que no esté.
—Exacto. Nada visual.
—¿Qué me dices de Morrow? No creo que bajase ayer mientras Marino tenía el cuerpo en ID para tomarle las huellas dactilares y recoger sus efectos personales. Supongo que nadie pensó en pedirle a Morrow que hiciese una prueba de presunta presencia de nitratos en las prendas, dado que no sabíamos en aquel momento que podría haber residuos de un disparo, o incluso de que hubiese una herida de entrada que se relacione con los cortes en las prendas.
—No, que yo sepa. Y se marchó temprano.
—Eso oí. Siempre podemos hacer la prueba, pero de verdad me sorprendería a tenor de lo que estamos viendo en la resonancia magnética. Cuando Morrow o quizá Phil lleguen, les diremos que hagan la prueba de Griess solo para satisfacer mi curiosidad antes de que pasemos a alguna otra cosa. Apuesto a que será negativa, pero no es destructiva, así que no se pierde nada.
Es un procedimiento sencillo y rápido que utiliza un papel fotográfico desensibilizado tratado con una solución de ácido sulfanílico, agua destilada y alfanaftol en metanol. Si el papel se apoya en las zonas de las prendas en estudio y luego se expone al vapor, cualquier residuo de nitrato se vuelve naranja.
—Por supuesto, haremos un análisis mediante microscopio electrónico de barrido —añado—. Pero tal como van las cosas lo mejor es hacer más de una prueba, dado que, poco a poco, pero inevitablemente, el plomo, que es muy tóxico para el entorno, va a ir desapareciendo de la munición, y la mayoría de estas pruebas se basan en el plomo. Por lo tanto, necesitamos investigar en busca de zinc y compuestos de aluminio, además de varios estabilizadores y plastificantes que se añaden a la pólvora durante la fabricación. Por lo menos aquí en Estados Unidos. No tanto en combate, donde contaminar el medio ambiente con metales pesados está considerado una buena idea, dado que el objetivo es crear bombas sucias, cuanto más sucias mejor.
—No es nuestro objetivo, espero.
—No, no lo es. No hacemos esas cosas.
—Nunca sé qué creer.
—Yo sí sé qué creer, al menos sobre algunas cosas. Sé lo que recibimos cuando nuestros soldados vuelven a Dover —respondo—. Sé lo que hay dentro de ellos. Y lo que no hay. Sé qué hemos fabricado nosotros y qué han fabricado otros, la insurgencia iraquí, los talibanes, los iraníes. Es una de las cosas que hacemos, análisis de materiales para descubrir quién está haciendo qué, quién lo está suministrando.
—Así que cuando oigo esas cosas sobre armas o bombas hechas en Irán...
—Es allí de donde vienen. Así es como Estados Unidos se entera. La inteligencia de nuestros muertos, lo que nos enseñan.
Dejamos aquí nuestra charla sobre la guerra, porque se trata de una guerra muy diferente la que ha matado a este hombre demasiado joven para morir. Un hombre que llevó a un viejo galgo a dar un paseo en el mundo civilizado de Cambridge y acabó bajo mi custodia.
—Han desarrollado una tecnología muy interesante en Texas que quiero que estudiemos a fondo. —Vuelvo a los residuos de arma de fuego porque es un tema mucho más seguro—. Combinan la fase de microextracción de los sólidos con la cromatografía de gases, unida a un detector de nitrógeno fosforoso.
—Es lógico que lo hayan hecho en Texas, dado que todo el mundo lleva armas gracias a una ley estatal. ¿O es que las armas de fuego se pueden deducir de los impuestos, como se hace aquí con la agricultura o la cría de ganado?
—No creo —respondo—. Pero lo que está claro es que tenemos que hacer algo similar en el CFC, porque espero una creciente presencia de munición verde en todas partes.
—Por supuesto. No contamines el ambiente mientras disparas desde un coche en movimiento.
—Lo que los científicos han encontrado en la Universidad Sam Houston puede detectar algo tan pequeño como una partícula de pólvora. De hecho no es relevante en este caso, dado que sabemos que este hombre tiene metal en el cuerpo, casi a un nivel microscópico, pero en abundancia. En cualquier caso, de forma preliminar, Marino ha tenido que utilizar su equipo de detección de residuos de pólvora por lo menos en las manos, porque este tipo iba armado.
—Sé que lo hizo antes de tomarle las huellas dactilares —dice Anne—. Debido al arma, aunque no había ninguna señal de que hubiese sido disparada, pero vi que estaba haciendo las pruebas en las manos cuando entré un momento en ID.
—Pero no en la herida, porque la descubriste después. No se tomaron muestras.
—No hice nada. Ni lo hubiese hecho. No es mi departamento.
—Yo me ocuparé cuando le demos la vuelta —decido—. Vamos a sacar el bloque para que pueda utilizar el papel secante en las superficies abiertas de la trayectoria de la herida. Voy a utilizar la resonancia magnética como mapa y recogeré con el papel secante todo el metal que pueda, con la esperanza de que, incluso sin verlo, estemos consiguiendo algo. Sabemos que es metal. La pregunta es: ¿Qué clase de metal y a qué pertenece?
En los armarios de acero con puertas de cristal montados en la pared encuentro una caja de papel secante, mientras Anne levanta el bloque de órganos fuera del cuerpo y lo coloca en la tabla de disección.
—Ni te imaginas hasta donde alcanza el problema de las personas con metal en el cuerpo hoy en día —comenta mientras recoge los fragmentos de órganos de la cavidad torácica abierta y vacía como una taza de porcelana. Las costillas presentan un brillo mortecino a través del tejido rojo resplandeciente—. Y aquí incluyo las viejas balas del tipo no ecológico. Recibimos a esos sujetos que se presentan voluntarios para la investigación, después de que el hospital haya pedido voluntarios, claro, y me refiero a tipos normales, por supuesto. Todas esas personas que vienen y son tan normalitos como un día cualquiera, que no tienen nada extraño que destacar en el informe preliminar. Vale, muy bien, perfecto. Como si fuera tan normal tener una vieja bala alojada dentro de ti.
Devuelve los fragmentos del riñón izquierdo, el pulmón izquierdo y el corazón a su posición anatómica correcta en el bloque de órganos, como si estuviese armando un rompecabezas.
—Ocurre con más frecuencia de lo que crees —continúa—. Bueno, no tan a menudo como alguien como tú podría creer, dado que vemos cosas como esas en la morgue todos los días. Y luego sigues la vieja rutina de que las balas son de plomo, como el plomo no es magnético, no hay problema alguno en escanear a la persona. Por lo general puede tratarse de cualquiera de los psiquiatras que no tienen ni idea y parecen no recordar las veces anteriores que se han vuelto a equivocar. El plomo, el hierro, el níquel, el cobalto. Todas las balas, los perdigones, son ferromagnéticos. No importa que los llamen ecológicos, se van a mover debido al campo magnético. Eso podría ser un problema grave si alguien tiene un fragmento en el cuerpo cerca de una vena o una arteria, o un órgano. Y por supuesto mejor no pensar que algo así se ha quedado alojado en el cerebro de alguna pobre persona que recibió un disparo en la cabeza hace siglos. El Paxil, el Neurotontin o cosas parecidas de poco le van a servir para mejorar su estado de ánimo si una vieja bala se desplaza al lugar equivocado.
Lava un trozo de riñón y lo coloca en la tabla de disección.
—Tenemos que medir cuánta sangre hay en el peritoneo.
—Miro el agujero en el diafragma que vi horas antes cuando seguí la trayectoria de la herida durante la tomografía—. Diría que son por lo menos trescientos mililitros, que salieron a través del diafragma lacerado, y al menos cincuenta mililitros en el pericardio, que normalmente podría sugerir un intervalo antes de la muerte debido a cuánto sangró. Pero la severidad de estas heridas es similar a la de las heridas de un estallido. No tuvo tiempo de supervivencia. Solo lo que tardaron el corazón y la respiración en detenerse. Si tuviese que utilizar el término muerte instantánea, esta sería una buena ocasión para ello.
—Esto es poco habitual. —Anne me pasa un pequeño fragmento de riñón que está endurecido y de color marrón con una decoloración castaña y los bordes contraídos—. Quiero decir, ¿qué es esto? Parece como fijado, cocinado o algo así.
Hay más. Acerco una luz, miro el bloque de órganos, y advierto los fragmentos duros y secos del lóbulo inferior del pulmón izquierdo y el ventrículo izquierdo del corazón. Con un cucharón de acero, recojo la sangre encharcada y el hematoma fuera del mediastino, o la sección media de la cavidad torácica, y encuentro más fragmentos y pequeños, duros e irregulares coágulos de sangre. Al mirar con más atención el riñón izquierdo destrozado veo la hemorragia perirrenal y el enfisema intersticial, y más pruebas de los mismos cambios anormales en el tejido en zonas cercanas a la trayectoria de la herida, las zonas más susceptibles de dañarse por un estallido. ¿Pero qué estallido?
—Esto me recuerda al tejido que ha sido congelado, casi liofilizado —digo mientras etiqueto páginas de papel secante con la abreviatura que indica el lugar de donde proviene la muestra. LII para lóbulo inferior izquierdo, RI para riñón izquierdo y VI para ventrículo izquierdo del corazón.
Con la potente luz de una lámpara quirúrgica y la ampliación de una lente de aumento, apenas si puedo ver unas motas plateadas oscuras de lo que sea que estalló dentro de este hombre cuando fue apuñalado por la espalda. Veo fibras y otros restos que no serán discernibles hasta que los mire a través del microscopio, pero tengo esperanzas. Algo se depositó probablemente sin que lo pretendiese el autor, pruebas que podrían darme información sobre el arma y la persona que la utilizó. Pongo la campana extractora en la potencia más baja para que solo haya poco más que un cambio de aire, y comienzo a utilizar el papel secante con mucha suavidad.
Apoyo el papel estéril en la superficie de tejido fragmentado y los bordes de las heridas, y una tras otra voy dejando las hojas en el interior de la campana, donde el aire en circulación favorecerá la evaporación, el secado de la sangre sin perturbar nada que esté adherido. Recojo muestras del tejido que tiene apariencia de haber sido liofilizado y lo guardo en cajas plastificadas y también en pequeños frascos de formalina. Luego comunico a Anne que vamos a necesitar un montón de fotografías porque voy a pedirles a mis colegas que examinen las imágenes de los daños internos y del duro tejido marrón. Les preguntaré si han visto algo así antes, y mientras digo todo esto, me pregunto a quién me refiero. No a Briggs. No me atrevería a enviarle nada a él. Desde luego no a Fielding. A nadie que trabaje aquí. No me viene ninguno a la mente, excepto Benton y Lucy, cuyas opiniones no me ayudarán o poco importarán. Me toca a mí, me guste o no.
—Vamos a darle la vuelta —digo. Sin los órganos, es ligero en el torso y pesado en la cabeza.
Mido la herida de entrada, describo lo que parece y el lugar exacto donde está, y examino la trayectoria de la herida a través del bloque de órganos, encuentro todas las zonas que fueron perforadas por lo que ahora estoy segura de que fue una hoja estrecha con doble filo en un canto de la hoja y filo único en el otro.
—Si miras la herida, ves con claridad los dos bordes agudos, las esquinas del ojal hechas por dos bordes afilados —le explico a Anne.
—Lo veo. —Sus ojos muestran una expresión de duda detrás de las gafas de plástico.
—Pero, mira aquí, donde la trayectoria de la herida termina en el corazón. ¿Ves que los dos extremos de la herida son idénticos, ambos puntiagudos? —Acerco la luz y le entrego la lente de aumento.
—Un poco diferente de la herida de la espalda —opina.
—Sí. Porque cuando la hoja llegó al músculo del corazón, no penetró con tanta profundidad, solo entró la punta. Al contrario que en estas otras heridas. —Se lo muestro—. La punta penetró y fue seguida por el largo de la hoja, y como puedes ver, un extremo de la herida está un poco romo y un tanto ensanchado. Se ve sobre todo aquí, donde atravesó el riñón izquierdo y continuó entrando.
—Creo ver lo que estás diciendo.
—No es lo que esperarías de una navaja, un cuchillo de deshuesar, una daga; todos ellos tienen el canto de la hoja con dos filos, ambos lados de la hoja afilados desde la punta a la empuñadura. Esto recuerda a algo como una punta de lanza afilada por los dos lados pero después con un único filo, como he visto en algunos puñales de combate o, en particular, algo así como un cuchillo Bowie o una bayoneta, donde la punta de la hoja ha sido afilada en ambos lados para hacer más fácil la penetración en el apuñalamiento. Por lo tanto, lo que tenemos es una entrada de un centímetro; ambos extremos de la herida son agudos, con uno un poco más romo que el otro. Y el ancho se expande hasta un centímetro y medio. —Mido, y Anne lo anota en el diagrama corporal.
—Así que la hoja tiene un centímetro en la punta, y en su punto más ancho un centímetro y medio. Eso es muy estrecho, casi como un estilete —opino.
—Pero un estilete es de doble filo a lo largo de toda la hoja.
—¿Algo casero? ¿Una hoja que inyecta algo que explota?
—Sin causar una herida termal, sin causar quemaduras. De hecho, lo que vemos es más consistente con la congelación, en la que el tejido se nota duro y está descolorido —le recuerdo mientras mido la distancia desde la herida en la espalda del hombre hasta lo alto de la cabeza—. Sesenta y cinco centímetros, y cinco centímetros a la izquierda de la columna vertebral. La dirección es hacia arriba y anterior, con un extenso enfisema subcutáneo y de tejido a lo largo de la trayectoria, que perfora el proceso transverso en la duodécima costilla izquierda paraespinal. Perfora el músculo paraespinal, la grasa perirrenal, la glándula adrenal izquierda, el riñón izquierdo, el diafragma, el pulmón izquierdo, el pericardio y termina en el corazón.
—¿Qué longitud debe tener la hoja para conseguir perforar todo eso?
—Por lo menos doce centímetros.
Ella enchufa la sierra de autopsias, y volvemos a poner el cuerpo boca arriba. Coloco un reposacabezas debajo de la nuca y corto el cuero cabelludo de oreja a oreja, siguiendo la línea del pelo de forma tal que después no se vean las suturas. La parte superior del cráneo es blanca como un huevo cuando tiro hacia atrás el cuero cabelludo y le bajo la cara como un calcetín; como algo triste, las facciones se arrugan como si estuviese llorando.
15
No me doy cuenta de que el sol ha salido y el frente ártico se ha marchado hacia el Sur hasta que abro la puerta de mi despacho y me encuentro con el cielo azul despejado al otro lado de los ventanales.
Miro siete pisos abajo, y hay pocos coches, que circulan a marcha lenta por la carretera, con la nieve surcada por las marcas de neumáticos, y en la otra dirección, un camión quitanieves con la pala amarilla en alto como la pinza de un cangrejo mientras avanza en busca del punto correcto, y luego baja la pala con estrépito. No puedo oírlo desde aquí arriba y comienza a rascar el pavimento, que no va a quedar del todo limpio debido al hielo.
La ribera está blanca, y el Charles tiene el color de una vieja botella de vidrio azul y ondulado por la corriente. Más allá, en la distancia, el skyline de Boston recibe las primeras luces, con la torre John Hancok que se levanta muy por encima de los otros rascacielos, maciza e imponente, como una solitaria columna que queda de pie en las ruinas de un antiguo templo. Pienso en café, y es una urgencia momentánea cuando entro en el baño y miro la cafetera en la encimera junto al lavabo y las cajas de cápsulas K-Cups con leche de avellanas.
Estoy más allá de la ayuda de los estimulantes, poco segura de que pueda notar los efectos de la cafeína excepto en el estómago, que está vacío. De vez en cuando siento náuseas, luego hambre, después nada en absoluto, solo el entumecimiento por la falta de sueño y la persistente insinuación de un dolor de cabeza que parece más recordado que real. Me arden los ojos y los pensamientos se mueven poco a poco, pero empujan con fuerza como una pesada marejada que golpea contra las mismas preguntas sin respuesta y las tareas pendientes. Si puedo elegir, no esperaré a nadie. No puedo esperar. No hay alternativas. Me saltaré los límites si es necesario y ¿por qué no puedo hacerlo? Los límites que fijé han sido pisoteados por los demás a diestro y siniestro. Haré las cosas a mi manera, las cosas que sé cómo hacer. Estoy sola, más sola de lo que estaba, porque he cambiado. Dover me ha cambiado. Haré lo que sea necesario y quizá no sea lo que la gente quiere.
Son las siete y media. He estado abajo todo este tiempo porque Anne y yo nos hemos ocupado de otros casos después de haber acabado con el hombre de Norton's Woods, cuyo nombre seguimos sin saber, o si se conoce, no he sido informada. Sé detalles íntimos de él que no deberían ser de mi incumbencia, pero no los hechos más importantes: quién es, qué era y en qué esperaba convertirse, sus sueños, lo que amaba y odiaba. Me siento a mi mesa y compruebo las notas que Anne tomó por mí abajo. Añado unas cuantas propias y me aseguro de que recordaré más tarde que él había comido algo con semillas de amapola y queso amarillo poco antes de morir. La cantidad total de sangre y coágulos en el hemitórax izquierdo era de mil trescientos mililitros y tenía el corazón roto en cinco fragmentos irregulares todavía sujetos a nivel de las válvulas.
Se me ocurre que querré enfatizar todo esto a la fiscalía, porque estoy pensando en un juicio. Para mí todo termina allí, al menos en el lado civil de mi vida. Imagino al fiscal utilizando un lenguaje apasionado que yo no puedo usar, diciéndole al jurado que este hombre comió un panecillo con semillas de amapola y queso y que llevó a su viejo perro rescatado a dar un paseo, que algo le rompió el corazón en varios pedazos, lo que le provocó una hemorragia de casi tres unidades de sangre o más de una tercera parte de toda la sangre de su cuerpo en cuestión de minutos. La autopsia no reveló el propósito de su muerte, aunque al menos provisionalmente la causa es simple, y la anoto distraída mientras continúo pensando y meditando y haciendo planes.
Punción/puñalada atípica en la espalda abajo a la izquierda.
Un diagnóstico patológico que parece trillado después de lo que he visto, y que me daría que pensar si me lo encontrase en alguna otra parte. Lo encontraría críptico, casi burlón y evasivo, como un chiste malo porque sabes cómo acaba, la destrucción de los órganos como si se hubiese tratado de una explosión masiva y que la muerte es un homicidio cruel y calculado. Recuerdo el dobladillo de un abrigo largo negro que pasa deprisa y lo que debió haber ocurrido segundos antes, cuando la persona que lo vestía clavó un puñal en la parte inferior de la espalda de la víctima. Por un instante él sintió la respuesta física, la sorpresa y el dolor mientras exclamaba «¡Eh...!», se sujetaba el pecho, y caía de bruces sobre el sendero de pizarra.
Imagino a la persona del abrigo negro que se agacha deprisa para recoger los guantes negros del hombre y que se aleja a paso enérgico, quizás ocultando el puñal en la manga o en un periódico doblado, o no lo sé. Pero mientras lo imagino, creo que la persona del abrigo negro es el asesino y que fue grabado en secreto por los auriculares del hombre, y eso me lleva a preguntarme de nuevo quién lo estaba espiando. ¿El asesino colocó los artilugios micrograbadores en los auriculares de la víctima para poderle seguir? Me imagino a una figura con un largo abrigo negro caminando deprisa a través de los bosques en sombra, que se acerca por detrás a la víctima, que no podía oír nada debido a la música en los auriculares cuando fue apuñalado por la espalda, y cayó demasiado rápido para poder darse la vuelta. Me pregunto si murió sin saber quién se lo hizo. ¿Y después? ¿Es lo que propuso Lucy? ¿La persona del abrigo negro vio los archivos de vídeo y decidió que no era necesario borrarlos desde un ordenador situado en alguna parte, que de hecho era más inteligente dejarlos donde estaban?
«Hay razones para todas las cosas», me digo a mí misma, algo que siempre ha sido cierto, pero que nunca aparece de esa manera mientras estoy sumergida en el problema. Hay respuestas, y las encontraré, y aunque la manera en que la herida fatal fue ejecutada pueda parecer difícil de adivinar, me aseguro a mí misma de que hay huellas que el asesino dejó atrás. He capturado sus pisadas en el papel secante. Las seguiré hasta el autor del crimen. «No te saldrás con la tuya», pienso, como si estuviese hablando con la persona del abrigo negro largo. «Espero que quien quiera que seas, no tengas nada que ver conmigo, que no seas alguien a quien yo le enseñé a ser meticuloso y listo». He llegado a la conclusión de que Jack Fielding se ha dado a la fuga o está bajo custodia. Incluso entra en mi mente que quizás esté muerto. Pero estoy exhausta. Tengo sueño. Mis pensamientos no son tan disciplinados como deberían ser. No puede estar muerto. ¿Por qué iba a estar muerto? He visto a los muertos abajo, y él no estaba entre ellos.
Mis otros pacientes de la mañana fueron muy sencillos y pidieron muy poco de mí mientras los atendía: una víctima de un accidente de tráfico, que olía a alcohol y tenía la vejiga llena, como si hubiese estado bebiendo hasta el momento de salir del bar y se sentó al volante en medio de una tormenta de nieve que le llevó a estrellarse contra un árbol; un muerto de un disparo en un motel ruinoso, y los rastros de las agujas y los tatuajes de la prisión en uno más de entre nosotros que murió de la manera como vivió; una asfixia, con una bolsa de lavandería atada alrededor del cuello de una vieja viuda con una vieja cinta de satén rojo, quizás guardada después de unas vacaciones en tiempos mejores, el estómago lleno de las píldoras blancas disueltas y junto a la cama un frasco vacío de unas pastillas de benzodiacepina recetadas para la ansiedad y el insomnio.
No hay mensajes en mi móvil ni en el teléfono del despacho, ningún e-mail que me importe en este momento y en estas circunstancias. Cuando voy al laboratorio de Lucy, ella no está, y cuando pregunto a seguridad, descubro que incluso Ron se ha marchado, y ha sido reemplazado por un guardia que nunca he visto, gangoso y con orejas como asas a lo Ichabod Crane, alguien llamado Phil que dice que el coche de Lucy no está en el aparcamiento y que las instrucciones son que los guardias no deben dejar entrar a nadie en el edificio, ni siquiera por el nivel inferior o por el vestíbulo, sin pedirme autorización. No es posible, le digo a Phil. Los empleados ya tendrían que estar llegando, o estarán aquí en cualquier momento, y no puedo hacer de portero. Deje entrar a todos los que tengan derecho a estar aquí, le digo antes de subir. Excepto al doctor Fielding, y cuando añado eso, me doy cuenta de que no era necesario. El guardia llamado Phil parece tener muy claro que Fielding no aparecerá sin más o quizá que no es capaz de hacerlo, y además, el FBI domina mi aparcamiento. Veo sus todoterrenos con tanta claridad como el día brillante y frío que aparece en la pantalla de vídeo de mi mesa.
Giro mi silla hacia la encimera de granito negro pulido detrás de mí, a mi arsenal de microscopios y lo que los acompaña. Me pongo un par de guantes, abro uno de los sobres blancos que sellé con cinta adhesiva blanca inmediatamente antes de subir, y saco una hoja de papel secante que está teñida con una generosa mancha de sangre seca que corresponde a la zona del riñón izquierdo, donde en la resonancia magnética aparecía una densa colección de cuerpos metálicos extraños. Enciendo la lámpara del microscopio destinado a materiales, un microscopio Leica del que he dependido durante años, y muevo con cuidado el papel en la platina. Acomodo los oculares en un ángulo de visión que no me fuerce el cuello y los hombros y me doy cuenta de que han cambiado los ajustes para alguien mucho más alto que yo, diestro, y sospecho que es alguien que toma café con crema y masca chicles de menta. También han cambiado el foco ocular y la distancia interocular.
Paso a la operación de mano izquierda y ajusto la altura que más me conviene. Comienzo con un aumento de 50X. Manipulo la perilla del foco con una mano mientras utilizo la otra para mover la hoja de papel secante en la platina, alineo la mancha de sangre hasta que encuentro lo que busco, unas esquirlas y escamas plateadas brillantes en una constelación de otras partículas que son tan minúsculas que cuando subo la ampliación a 100X sigo sin ver sus características, solo los bordes ásperos y las estrías en las partículas más grandes, que parecen patatas chip de metal no quemadas y limaduras que han sido torneadas por una máquina o una herramienta. Nada de lo que veo me recuerda al residuo de un disparo, ni siquiera se parece remotamente a las escamas, los discos, o las bolas que asocio con la pólvora o los fragmentos rotos, o las partículas de un proyectil, o de su funda.
Más curiosos son los otros restos mezclados con la sangre y sus elementos obvios, el colorido confeti de detritos que constituye el polvo de cada día mezclado con glóbulos rojos apilados como monedas, y leucocitos granulares que recuerdan a una ameba, atrapados como si hubiesen sido congelados en el tiempo, que nadan y hacen piruetas como una pulga y un piojo que a tamaño ampliado me recuerdan por qué el Londres del siglo XVII se sintió dominado por el pánico cuando Robert Hooke publicó Micrografía y mostró las afiladas mandíbulas y garras de lo que infectaba a los gatos y los colchones. Veo los hongos y las esporas que parecen esponjas y frutos, los espinosos trozos de patas de insectos y cáscaras de huevos de insectos que parecen las delicadas cáscaras de nueces o cajas esféricas talladas en madera porosa. Mientras muevo el papel por la platina, encuentro más apéndices peludos de monstruos muertos hace tiempo, como mosquitos, ácaros y los grandes ojos compuestos de una hormiga decapitada, la plumosa antena de lo que quizás era un mosquito, las escamas superpuestas de pelo animal, quizá de un caballo, un perro o una rata, y las escamas rojizo anaranjadas de lo que podría ser óxido.
Cojo el teléfono y llamo a Benton. Cuando responde, oigo voces de fondo y la conexión es mala.
—Un puñal afilado o una hoja trabajada en un torno, lo más posible una hoja oxidada en un taller o sótano, probablemente en una vieja despensa subterránea donde hay hongos, insectos, verduras podridas, también probablemente una alfombra húmeda —digo de inmediato mientras comienzo una búsqueda en Internet en mi ordenador: escribo «puñal» y «gases explosivos».
—¿Qué era afilado? —pregunta Benton, y luego le dice algo a otro, algo como «Necesito la llave» o «Necesito llevar»—. Me estoy moviendo, no es un buen sitio —me dice a mí.
—El arma utilizada para apuñalarlo. Un torno, una piedra de amolar, muy posiblemente vieja o poco cuidada, con rastros de óxido, basándome en las limaduras de metal y partículas muy finas que estoy viendo. Creo que pulieron la hoja, quizá para hacerla más delgada y afilarle la punta en ambos lados, para convertir la punta en una lanza, busca cualquier cosa que pudiese haber sido utilizada para afilar y pulir, una escofina, una lima.
—Hablas de herramientas a motor viejas y oxidadas. ¿Un montón de óxido?
—Máquinas para trabajar metal de algún tipo, no necesariamente herramientas a motor; no estoy en posición de ser tan detallista. No soy experta en el trabajo en metales y no sé cuánto óxido. Solo que encontré lo que parecen ser escamas de óxido. «Intestinos reventados. Cómo limpiar tus bujías. Gases comunes asociados con el trabajo en metales y cuchillos hechos a mano». Leo en silencio lo que está en la pantalla de mi ordenador y luego le digo a Benton—: No es que pretenda ser una analista de pruebas de rastros, pero microscópicamente no es nada que haya visto antes explotar en un cuerpo. Pero puede que en realidad nunca haya mirado igual que ahora. Nunca he tenido una razón para buscar algo como esto, no estoy acostumbrada a utilizar papel secante de forma interna cuando alguien ha sido apuñalado. Supongo que podría haber toda clase de fibras invisibles, residuos, partículas inyectadas en el interior de las personas a las que les han disparado, apuñalado o Dios sabe qué.
Escribo «cuchillo de inyección» en el campo de búsqueda porque mientras me escucho a mí misma, recuerdo los dardos y las armas propulsadas por CO2 para disparar, lo que es básicamente un dardo paralizante, o un misil tranquilizador con una pequeña carga explosiva y una aguja hipodérmica. ¿Por qué no se podría hacer lo mismo con un puñal, siempre que tenga un propulsor y un canal estrecho perforado a lo largo de la hoja con una salida cerca de la punta?
—Estoy a punto de entrar en el coche —dice Benton—. Estaré aquí dentro de cuarenta y cinco minutos o una hora si el tráfico no se complica demasiado. Las carreteras no están mal. La 128 no está tan mal.
—Bien, no ha sido tan difícil. —Estoy desilusionada. Nada capaz de hacer un daño tan letal debería ser tan fácil de encontrar.
—¿Qué no ha sido difícil? —pregunta Benton, mientras miro la imagen de un cuchillo de acero de combate con una salida de gas cerca de la punta y un mango de neopreno en una caja de plástico con forro de espuma.
—Un cartucho de CO2 se atornilla en la empuñadura... —Leo en voz alta—. Clave la hoja de acero inoxidable de doce centímetros en el objetivo al tiempo que utiliza el pulgar para apretar el botón de descarga, que aparece como parte del guarda gatillo...
—¿Kay? ¿Hay alguien contigo ahora mismo?
—Inyecta una bola de gas a muy baja temperatura, del tamaño de una pelota de baloncesto, o más de seiscientos cincuenta y cinco centímetros cúbicos a sesenta y siete kilos de presión por centímetro cuadrado —continúo, sin apartar la mirada de las imágenes de una página web muy bien hecha mientras me pregunto cuántas personas tienen esta arma en sus casas, en sus coches, en su equipo de acampada, o la llevan atada a un costado.
Debo admitir que es ingeniosa, posiblemente una de las cosas más aterradoras que haya visto—. Puede tumbar a un mamífero grande de un solo golpe...
—¿Kay, estás sola?
—Congela el tejido alrededor de la herida al instante, y por consiguiente demora la hemorragia que atrae a otros depredadores. Si tiene que defenderse, por ejemplo, del ataque del gran tiburón blanco, no comenzará a sangrar en el agua atrayendo a otros tiburones hasta que esté lejos del lugar. —Ojeo, resumo y me siento enferma—. Se llama WASP. Lo puede añadir a su carro de compra por menos de cuatrocientos dólares.
—Hablaremos de eso cuando te vea —me dice Benton por teléfono.
—Nunca había oído hablar de él. —Leo un poco más sobre un cuchillo de inyección de gas comprimido que puedo pedir ahora mismo siempre que tenga más de dieciocho años de edad—. Recomendado para Operaciones Especiales, SWAT, pilotos que han caído al agua, buceadores. Al parecer desarrollado para matar a grandes depredadores marinos; como dije, tiburones, mamíferos, quizá ballenas y aquellos con traje de neopreno...
—¿Kay?
—También osos grizzly, por ejemplo, mientras tú te ocupas de lo tuyo en un tranquilo paseo por las montañas. —No hago ningún esfuerzo para evitar el sarcasmo en mi tono, para evitar la furia que siento—. Y por supuesto, militar, pero nada que haya visto en las bajas militares...
—Estoy en un móvil —me interrumpe Benton—. Preferiría que no mencionases esto a nadie más. A nadie de tu oficina, ¿o ya lo has hecho?
—No, no lo he hecho.
—¿Estás sola? —me pregunta de nuevo.
«¿Por qué no iba a estarlo?», pienso, pero respondo:
—Quizá podrías borrarlo de tu historial de búsqueda, vaciar tu caché, por si acaso alguien decide mirar tus últimas búsquedas.
—No puedo evitar que Lucy lo haga.
—No me importa si Lucy lo hace.
—No está aquí. No sé dónde ha ido.
—Yo sí —dice él.
—Cojonudo, entonces. —Por lo visto no me dirá donde está ella o donde está cualquiera—. Me ocuparé de las pruebas, me ocuparé de todo lo que pueda y me reuniré contigo abajo cuando llegues aquí. —Cuelgo e intento razonar sobre todo lo que acaba de suceder. Intento no sentirme herida por él mientras aplico la lógica e intento razonar.
Benton no parecía sorprendido ni preocupado. No parecía alarmado por lo que he descubierto, sino por el hecho de que lo haya descubierto y la posibilidad de que pudiese habérselo dicho a alguien, y eso probablemente significa lo mismo que he estado intuyendo desde que volví a casa desde Dover. Quizá no soy yo quien está encontrando cosas. Quizá solo soy la última en saberlo y nadie quiere que descubra nada. Qué inesperado predicamento en el que estoy, algo sin precedentes, pienso, mientras hago lo que Benton me pidió. Vacío el caché y borro el historial, y se lo pongo difícil a cualquiera que quiera ver lo que he buscado en Internet. Mientras lo hago me pregunto quién me lo ha pedido en realidad: ¿mi marido o el FBI? ¿Quién acababa de hablar conmigo y me decía lo que debía hacer como si yo no lo supiese?
Son casi las nueve. La mayoría de mi personal ya está aquí, aquellos que no se valen de la nieve como un excusa para quedarse en casa o ir a alguna otra parte donde prefieran estar, como esquiar en Vermont. En el monitor de seguridad he visto cómo los coches entraban en el aparcamiento y a algunas personas entrar por la puerta de atrás, pero muchos más llegando por la entrada civilizada de la planta baja, a través del vestíbulo de piedra con sus formidables tallas y banderas, para evitarse el siniestro dominio de los muertos en el nivel inferior. Los científicos solo en contadas ocasiones necesitan encontrarse con los pacientes cuyos fluidos corporales, pertenencias y otras pruebas analizan. Entonces oigo los ruidos de mi administrador, Bryce, que abre la puerta en el pasillo que da a su despacho junto al mío.
Guardo el papel secante en un sobre limpio y abro un cajón para recoger otros objetos que he mantenido seguros mientras intento no hundirme en un espacio oscuro, rumiando oscuros pensamientos sobre lo que acabo de ver en una página web y lo que implica hacia los seres humanos y su capacidad para crear maneras imaginativas de hacer daño a otras criaturas. En nombre de la supervivencia, se me pasa por la mente, pero en raras ocasiones es en realidad para seguir vivo; en cambio, es para asegurarse de que alguna otra cosa no lo consiga, y con el poder que siente la gente cuando puede imponerse, dañar, matar. Qué terrible, qué siniestro, y no tengo dudas sobre lo que le pasó al hombre de Norton's Woods, que alguien se le acercó por detrás y lo apuñaló con un puñal de inyección, descargó una bola de gas comprimido en sus órganos vitales, y si era CO2, no hay ninguna prueba que nos lo diga. El dióxido de carbono está en todas partes, literalmente tan presente como el aire que exhalamos, imagino lo que vi en la tomografía, las bolsas oscuras de aire que habían sido inyectadas en el pecho y lo que debió haber sentido, y cómo responderé a la misma pregunta que siempre formulo.
¿Sufrió?
La respuesta verdadera es que nadie lo sabe excepto la persona que está muerta, pero yo diría que no, que no sufrió. Diría que lo sintió. Sintió que le ocurría algo catastrófico. No estuvo consciente lo suficiente para sufrir durante los agónicos últimos momentos de su vida, pero debió de haber sentido un puñetazo en la parte superior de la espalda acompañado por una tremenda presión en el pecho mientras estallaban sus órganos, todo ocurrió a la vez. Sería la última cosa que sintió, excepto, con toda probabilidad, un destello, el relámpago de un pensamiento de terror de que estaba a punto de morir. Dejo de pensar en el tema, porque obsesionarse e imaginar más allá sería inútil. Una teoría autoindulgente es paralizante y nada productiva. No puedo ayudarle si estoy alterada.
No le sirvo a nadie si siento lo que siento, de la misma manera que ocurrió cuando atendía a mi padre y me convertí en una experta en apartar las emociones que brotaban dentro de mí como una criatura desesperada que intentaba salir. «Me preocupa lo que has aprendido, mi pequeña Katie», me decía mi padre cuando yo tenía doce años y él era un esqueleto en el dormitorio de la parte trasera, donde el aire siempre estaba demasiado caliente y olía a enfermedad y la luz se colaba débilmente a través de las persianas que mantenía cerradas la mayor parte de sus últimos meses. «Has aprendido cosas que nunca hubieses tenido que aprender y menos a tu edad, mi pequeña Katie», me decía mientras le hacía la cama con él acostado, después de aprender a lavarle con esmero para que no se llagase, a cambiarle las sábanas sucias moviendo su cuerpo, un cuerpo que parecía vacío y muerto excepto por el calor de la fiebre.
Balanceaba con suavidad a mi padre para ponerlo de lado, lo sujetaba de un lado, luego del otro, lo apoyaba contra mí porque no podía levantarse de la cama, ni siquiera podía sentarse. Estaba demasiado débil para ayudarme a moverlo durante lo que su doctor llamaba la fase final de su leucemia mieloide crónica. A veces entra en mi mente y siento su peso contra mí cuando estoy vestida con las ropas de protección, y miro a través de un visor el trabajo en mi mesa de acero.
Lleno las peticiones de análisis del laboratorio que tendrán que firmar cada uno de los científicos a los que les envían diversos objetos para mantener intacta la cadena de pruebas. Luego me levanto de mi mesa.
16
Llamo una vez y abro la puerta que da al despacho de Bryce.
Nuestra entrada compartida está en el lado opuesto a la puerta de mi baño privado, que he aprendido a mantener entreabierta. Cuando ambas puertas de metal gris están cerradas tengo tendencia a confundirme y entrar en el despacho de Bryce cuando lo que me interesa es el café, lavarme o verme a mí misma a punto de entregar un documento a un lavabo y un váter. Bryce está en su mesa con la silla echada hacia atrás y se ha quitado el abrigo, que está colgado en el respaldo, pero aún tiene puestas sus grandes gafas de sol de diseño que parecen ridículamente pesadas, como si estuviesen dibujadas con un rotulador grueso marrón oscuro. Está peleando con un par de botas de nieve L. L. Bean que no pegan nada con su atildado conjunto, hoy consiste en un jersey de cachemira, vaqueros negros ajustados, un polo negro de cuello cisne y un cinturón de cuero con una enorme hebilla de plata que representa un dragón.
—Estaré al teléfono y no se me puede molestar —le digo como si hubiese estado aquí todos los días durante estos últimos seis meses, como si nunca me hubiese marchado—. Luego tendré que marcharme.
—¿Alguien va a decirme lo que está pasando aquí? Y bienvenida a casa, jefa. —Me mira, sus ojos ocultos por las grandes gafas de sol—. No creo que los coches sin identificar de los aparcamientos sean una fiesta sorpresa, porque sé que no voy a dar ninguna. No es que no quisiera y que no tenga la intención de hacerlo en algún momento, pero sean quienes sean, no están aquí por mi culpa, y cuando le pedí a uno de ellos que fuese tan amable de darme una explicación, y que por favor moviese el culo para que pudiese aparcar en mi plaza, digamos que se mostró ¿irascible?
—El caso de ayer por la mañana —comienzo a decir.
—¿Ah, es por eso? No es de extrañar. —Su rostro se ilumina como si le hubiera comunicado una muy buena noticia—. Sabía que iba a ser importante. De alguna manera lo sabía. Pero no, en realidad no murió aquí, por favor dime que no es verdad, que no encontraste nada que sugiera nada tan escandaloso, o tendré que comenzar a buscar otro trabajo ahora mismo y le diré a Ethan que no vamos a comprar aquel bungaló que estuvimos mirando. Conociéndote, supongo que ya habrás descubierto lo que pasó. Es probable que lo descubrieses en cinco minutos.
Se quita la otra bota, las aparta ambas a un lado y advierto que se ha peinado el pelo como con púas y se ha afeitado el bigote y la barba que llevaba cuando lo vi por última vez. De constitución compacta, Bryce es delgado pero fuerte, con la belleza de un niño rubio dé coro, para usar un cliché, pero resulta que es verdad. No es él con barba, lo que probablemente es lo que pretendía, parecer algún otro, verse transformado en un personaje formidable y viril como James Brolin, o que se le tome en serio como Wolf Blitzer, sus héroes. Mi administrador jefe y fiable mano derecha tiene muchísimos famosos amigos imaginarios de los que habla con toda familiaridad, como si el acto de sintonizarlos en uno de sus grandes televisores, o grabarlos en DVD, los convirtiera en tan reales como los vecinos de al lado.
Muy bueno en mi opinión, con licenciaturas en Derecho Criminal y Administración Pública, Bryce Clark, a primera vista parece estar mal ubicado, como si se hubiese escapado del plató de E!, algo que he utilizado en mi propio beneficio durante los pocos años que lleva trabajando para mí. Los visitantes e incluso las personas que trabajan aquí nunca han comprendido que mi jefe de personal, que es un mormón renegado, charlatán compulsivo y que se pirra por la ropa, no es alguien a quien tomar a la ligera. En realidad es un chismoso y le encanta, como dice él, «ponerme al día». No hay nada que le guste más que recoger información como una urraca y llevársela a su nido. Es peligroso si te detesta. Es poco probable que te enteres. Su charla y su deliberada afectación son un bunker donde oculta su más peligroso ser. En eso me recuerda a mi antigua secretaria, Rose. Los que cometieron el error de tratarla como a una vieja ridícula se encontraron un día que les faltaba un miembro.
—¿El FBI? ¿Seguridad Interior? Nadie que haya visto antes. —Bryce está inclinado en su silla para abrir una bolsa de gimnasia de nailon.
—Es probable que sean del FBI... —Pero no está dispuesto a dejarme terminar.
—El que fue tan descortés desde luego hacía honor al personaje, pura agresión con un traje gris y un abrigo de pelo de camello. Creo que el FBI despide a las personas si engordan. Bueno, que tengan buena suerte contratando en América. Un tipo guapísimo, eso se lo reconozco. ¿Lo has visto? ¿Sabemos su nombre y en qué delegación está? No es nadie que conozca de Boston. Quizás es nuevo.
—¿Quién? —Mis pensamientos han chocado contra una pared.
—Señor, sí que estás cansada. El agente de aquel enorme Expedition Ford negro, es la viva imagen de un jugador de fútbol en la serie Glee; oh, es probable que tampoco la veas. Se trata solo de la mejor serie de televisión, simplemente es imposible que no te encante Jane Lynch, a menos, claro, que no sepas quién es, dado que probablemente tampoco sigues The L Word. Pero quizá ves Best in Show o Talladega Nights, ¿no? Dios, qué divertido. El chico del FBI en el Ford negro se parece muchísimo a Finn...
—Bryce...
—En cualquier caso, vi toda la sangre, aquella enorme cantidad que había sangrado del cuerpo de Norton's Woods dentro de la bolsa. Fue horrible y pensé para mis adentros: «Ya está. Es el fin de este lugar». Mientras tanto, Marino maldiciendo y renegando, a punto de echar la casa abajo, con uno de esos cabreos que solo Marino puede tener por alguien que es traído vivo y muere en el frigorífico. Así que le dije a Ethan que más nos valdría comenzar a ahorrar nuestros dinerillos porque quizá me quedaba sin empleo. ¿Y como está el mercado laboral ahora mismo? Un diez por ciento de desempleados o una pesadilla parecida, y dudo mucho que Doctor G me vaya a contratar porque todos los trabajadores de morgue de este planeta quieren estar en su programa, pero yo te pediría que cogieses el teléfono y me recomendases a ella, por favor, si este lugar se va a tomar viento. ¿Por qué no podemos hacer un reality? Quiero decir, de verdad. Tú tuviste tu propio programa en la CNN hace unos años, ¿por qué no podemos hacer algo así?
—Necesito hablar contigo de... —Pero es inútil cuando se pone de esa manera.
—Me alegro de que estés aquí, pero lamento que hayas vuelto para encontrarte con algo tan horrible. Me pasé toda la noche despierto preguntándome qué les iba a decir a los periodistas. Cuando vi todos aquellos todoterrenos detrás del edificio, creí que eran los medios, yo esperaba encontrarme con las furgonetas de la televisión...
—Bryce, necesito que te calmes y quizá si te quitases las gafas de sol...
—Pero nada en las noticias que yo sepa, y ni un solo periodista me ha llamado o dejado un mensaje aquí ni nada...
—Necesito repasar unas cuantas cosas. De verdad, tienes que callarte, por favor —le interrumpo.
—Lo sé. —Se quita las gafas de sol y se calza una zapatilla de baloncesto negra—. Solo estoy un poco nervioso, doctora Scarpetta. Ya sabes cómo me pongo cuando estoy nervioso.
—¿Has sabido algo de Jack?
—¿Dónde está la boca de la verdad cuando la necesitas? —dice mientras se ata los cordones de las zapatillas—. No me pidas que finja, y con todo respeto te pediré que le informes que ya no respondo directamente ante él. No ahora que estás tú en casa, gracias a Dios.
—¿Por qué lo dices?
—Porque lo único que hace es darme órdenes como si yo trabajase en la ventanilla del drive-in en Wendy's. Ladra y chilla mientras se le cae el pelo, y entonces me pregunto si le va a dar un puntapié a alguien, quizás a mí, o a estrangularme con su enésimo cinturón negro, o lo que sea qué coño tenga, perdona mi vocabulario. Y cada vez ha ido peor. Se suponía que no debíamos molestarte en Dover. Les dije a todos que te dejasen en paz. Todos les dijeron a todos que te dejasen en paz o tendrían que responder ante mí. Acabo de darme cuenta de que has estado en pie toda la noche. Tienes un aspecto horrible. —Sus ojos azules me miran de arriba abajo, observan la manera como voy vestida, que son los mismos pantalones de uniforme caquis y un polo negro con el escudo del AFME que me puse en Dover.
—Vine directamente aquí y no tengo nada para cambiarme. —Por fin consigo meter una palabra—. No sé por qué te molestas en cambiar tus L. L. Bean por un viejo par de Converse que usaste en unas jornadas de baloncesto.
—Sé que tienes mejor ojo y que sabes que nunca he ido a ningunas jornadas de baloncesto, porque todos los veranos voy a unas jornadas de música. Hugo Boss, a mitad de precio en Endless.com, además el envío es gratis —añade, y se levanta de la silla—. Voy a preparar café, seguro que quieres. Y no, no sé nada de Jack. Y no necesitas decirme que hay un problema y que podría tener algo que ver con los agentes de nuestro aparcamiento, quienes obviamente tienen un desorden de personalidad. No sé por qué no pueden hacer el esfuerzo de ser amables. Si yo llevase un pistolón y pudiese arrestar a la gente, sería Miss Sonrisas para todos, sonreiría y sería amable. ¿Por qué no? —Bryce pasa a mi lado, entra en mi despacho, desaparece en el baño—. Puedo pasar por tu casa y recogerte unas cuantas cosas si quieres. Solo dímelo. ¿Un traje chaqueta o algo informal?
—Si me tengo que quedar aquí... —comienzo a decir que quizá le tome la palabra.
—En realidad necesitamos que tengas un armario para ti, algo de alta costura en las oficinas centrales. ¿O un vestuario? —canta su voz mientras prepara el café—. Ahora que si tuviésemos nuestro propio show, tendríamos vestuario, peluquería, maquillaje y nunca te encontrarías vestida con las mismas prendas sucias y oliendo a muerte, no es que esté diciendo que sea así... bueno, en cualquier caso. Lo mejor de todo sería que fueses a casa y te metieses directamente en la cama. —Mientras, el chorro del agua caliente cae sonoramente a través de la cápsula—. O yo podría salir y traerte algo de comer. Encuentro que cuando estoy cansado y privado de sueño... —Sale de mi baño con dos tazas de café y dice—: Grasa. Hay un tiempo y un lugar para todo. Dunkin' Donuts, su cruasán con salchicha y huevo, ¿qué te parece? Podrías necesitar dos. En realidad se te ve un tanto delgada. La vida en la milicia no te sienta bien, querida jefa.
—¿Sabes si una mujer llamada Erica Donahue ha llamado aquí? —le pregunto camino de mi mesa con un café que no estoy segura de que debiera tomar. Abro un cajón y busco Advil con la ilusión de que pueda haber un frasco oculto en alguna parte.
—Lo hizo. Varias veces. —Bryce sorbe el café caliente con cuidado, apoyado en el marco de la puerta que nos comunica.
Cuando no dice más, le pregunto:
—¿Cuándo llamó?
—Comenzó después de lo que apareció en las noticias sobre su hijo. Eso fue hace una semana, creo, cuando confesó el asesinato de Mark Bishop.
—¿Hablaste con ella?
—Las últimas veces lo único que hice en realidad fue pasarle sus llamadas a Jack, de nuevo, cuando ella te buscaba.
—¿De nuevo?
—Esa parte tendrías que preguntárselo a él. No sé sus detalles —dice Bryce, y no es muy propio de él ser precavido conmigo. De pronto es cauteloso.
—Pero él habló con ella.
—Eso fue, déjame ver... —Tiene la costumbre de mirar la cúpula como si allí estuviesen las respuestas a todas las cosas. También es una táctica favorita suya para demorar la respuesta—. El jueves pasado.
—Y tú hablaste con ella, antes de pasarle la llamada a Jack.
—Más que nada, oí.
—¿Cuál era su comportamiento y qué dijo?
—Muy cortés, sonaba como la mujer inteligente de clase alta que es, por lo que pude oír. Me refiero que hay una montaña de cosas sobre la familia Donahue y Johnny Hinckley júnior. Es casi así de famoso... «y cuando él vio lo que había hecho, enfundó su fiable pistola de clavos...», pero es probable que tú no leas toda esa mierda en páginas dedicadas al horror como Morbosilla, Trivia, Sangrepedia, Notasdelacripta, o lo que sea. Yo tengo que seguirlas como parte de mi trabajo, para estar informado sobre lo que se está diciendo ahí afuera en la sensacional ciberlandia amante del pecado.
Ahora se siente cómodo de nuevo. Solo se incomoda cuando le pregunto por Fielding.
—La madre era casi una famosa concertista de piano en una vida anterior, tocaba en una orquesta sinfónica. Creo que en San Francisco —continúa Bryce—. Leí algunas notas en Twitter sobre que ella había aprendido con Yundi Li, pero dudo mucho que Li dé lecciones, y solo tiene veintiocho años, así que no me lo creí ni por un momento. Por supuesto, está cabreadísima, ¿te lo puedes imaginar? Dice que su hijo es un genio, que tiene esa estrambótica habilidad de reconocer los dibujos de los neumáticos. El detective de Salem, Saint Hilaire, que no lo es en absoluto, y tú todavía no lo conoces, hablaba al respecto. Al parecer, Johnny Donahue puede mirar la huella de un neumático en un aparcamiento de tierra y decir: «Es la huella de una Bridgestone Battle Wing de la rueda delantera de una moto». Se me acaba de ocurrir porque Ethan tiene una de esas en su BMW, que desearía que no quisiese tanto, porque para mí son todas motos de donantes. Al parecer, Johnny puede resolver problemas matemáticos mentalmente, y no hablo de que si un plátano cuesta ochenta y nueve centavos, ¿cuánto cuestan media docena? Más Einsteiniano, como cuánto es nueve veces ciento tres elevado a la raíz cuadrada de siete o algo por el estilo. Pero probablemente ya sabes todo esto. Estoy seguro de que has estado siguiendo el caso.
—¿Qué es exactamente lo que quería hablar conmigo? ¿Te lo dijo? —Conozco a Bryce. Él no se sacaría de encima a alguien como Erica Donahue sin dejarla hablar hasta que se quedase sin palabras o paciencia. Es demasiado curioso, su mente es un tesoro de cotilleos.
—Es obvio que él no lo hizo, y si alguien mirase de verdad los hechos sin tener una idea preconcebida vería todas las inconsistencias: los conflictos —responde Bryce, que sopla su café sin mirarme.
—¿Qué conflictos?
—Dice que habló con él el día del asesinato alrededor de las nueve de la mañana, antes de que fuese a aquel café en Cambridge, que ahora se ha hecho tan famoso, a la vuelta de la esquina de tu casa —continúa Bryce—. ¿The Biscuit? Hay colas en la puerta debido a la publicidad. Nada como un asesinato. En cualquier caso, aquel día no se sentía bien, según mamá. Tiene unas alergias terribles o algo así, y se quejaba de que sus píldoras, inyecciones o lo que fuese ya no estaban funcionando, que las estaba tomando en cantidad y se sentía hecho un asco, esa es la palabra que ella usó. Por lo tanto, supongo que si a alguien le arden los ojos y le gotea la nariz, no va a matar a nadie. No quise decirle que el jurado no pondría mucha fe en una defensa basada en un resfriado...
—Tengo que hacer unas llamadas y luego mis rondas —lo interrumpo antes de que siga charlando el resto del día—. Puedes llamar a Pruebas y ver si está Evelyn, y si es así, por favor dile que tengo unas cuantas cosas urgentes. Lo que necesito es comenzar con ella, y después las huellas dactilares, el ADN, toxicología, y además un objeto en particular vendrá aquí, al laboratorio de Lucy. No había nadie allí hace un rato. ¿Qué pasa con Shane, lo estamos esperando?, porque voy a necesitar una opinión sobre un documento.
—A ver, no somos un equipo de rugby perdido en la nieve de los Andes que está a punto de recurrir al canibalismo, por el amor de Dios.
—La tormenta de anoche fue de aúpa.
—Has estado demasiado tiempo en el sur. ¿Cuánto nevó? ¿Quince centímetros? Un poco de hielo, pero nada que preocupe por aquí —opina Bryce.
—Mejor todavía si pudieses pedirle a Evelyn que suba de inmediato y la hagas pasar al despacho de Jack. —Decido que no voy a esperar cuando recuerdo la bata del laboratorio plegada en el interior de la bolsa de basura.
Le explico a Bryce lo que había en el bolsillo y que quiero que lo analicen de inmediato en el microscopio electrónico de barrido y también quiero un análisis químico no destructivo.
—Pero ten mucho cuidado en no abrir la bolsa ni tocar nada —le digo a Bryce—. Dile a Evelyn que hay huellas dactilares en la película de plástico. Y eso significa que también habrá ADN.
Con mi administrador en silencio y a distancia al otro lado de nuestra puerta compartida y cerrada, decido postergar la llamada a Erica Donahue hasta tener la oportunidad de pensar en lo que voy a hacer. Necesito pensar en todo.
Quiero releer su carta y asegurarme de sus intenciones, y al pensar recuerdo lo que ha pasado desde que dejé Dover. Cuando miro el cielo azul brillante del nuevo día, sé que todavía tengo la resaca de la última madre con la que he tratado. Me siento envenenada por el recuerdo de Julia Gabriel en el teléfono y de que alguien escuchaba al otro lado de mi puerta cerrada en Port Mortuary. Las cosas que me llamó y de las que me acusó eran amargas y viles, pero en realidad no dejé que me afectaran de una manera que le dieran poder a sus palabras, hasta que encontré lo que encontré en el despacho de Fielding. Desde entonces, una sombra helada y oscura como la parte oculta de la luna está en el fondo de mis pensamientos y humores. No sé lo que se dice o decide sobre mí, o lo que ha resucitado como una gota de sangre fría que nunca murió y que ahora se está moviendo.
¿Qué archivos se han encontrado y cómo se ha sabido aquello que he guardado en secreto durante todos estos años y además olvidado? Aunque la verdad siempre estuvo ahí, como algo oculto en un armario, algo que nunca busqué pero que sí me recuerdan. Sé que está porque nunca se tiró o devolvió a su legítimo propietario, que nunca tendría que haber sido yo. Pero el horrible asunto me fue adjudicado como si fuera mío. Y se dejó colgado. Mientras lo que se hizo en Sudáfrica permaneciera oculto en mi armario en lugar de adonde pertenecía, estaría bien, era el mensaje que recibí cuando regresé al Walted Reet después de trabajar en aquellas dos muertes y recibir el agradecimiento por mis servicios al AFIP, a las Fuerzas Aéreas, y me vi libre para marcharme antes. La deuda pagada en su totalidad. Tenían el lugar ideal para mí en Virginia, donde prosperaría siempre y cuando recordase la lealtad y me llevase mi ropa sucia conmigo.
¿Ha ocurrido de nuevo? ¿Briggs me ha hecho de nuevo lo mismo y muy pronto me dirá que haga las maletas? ¿Adónde esta vez? Un retiro anticipado pasa por mi mente. Todo está saliendo a la luz mucho más horrible que antes, y decido que a eso no se puede sobrevivir, porque no sé qué más pensar. Briggs se lo dijo a alguien, y alguien se lo dijo a Julia Gabriel, que me ha acusado de odio, prejuicios, dureza, deshonestidad, y debo recordar que este miasma venenoso empapa cualquier decisión que pueda tomar ahora mismo. Eso y la fatiga. «Ten muchísimo cuidado. Usa la cabeza. No te entregues a las emociones, tú tranquila como la seda», pasa por mi mente. Lo que Lucy dijo sobre las filmaciones de seguridad. Cojo el teléfono y llamo a Bryce.
—Sí, jefa —saluda en un tono alegre, como si no hubiésemos hablado en semanas.
—Nuestras filmaciones de seguridad de las cámaras de circuito cerrado instaladas en todas partes —digo—. ¿Cuándo estuvo aquí la capitana Avallone de Dover? Tengo entendido que Jack la acompañó en una visita.
—Oh, Señor, eso fue hace tiempo. Creo que en noviembre.
—Recuerdo que viajó a su casa de Maine la semana del día de Acción de Gracias —añado—. Sé que no estaba en Dover aquella semana porque tuve que quedarme. Estábamos escasos de personal.
—Eso me parece correcto. Creo que estuvo aquí aquel viernes.
—¿Estuviste con ellos en la gran visita?
—No. No me invitaron. Jack pasó mucho tiempo con ella en tu despacho, solo para que lo sepas. Con la puerta cerrada. Comieron aquí, en tu mesa.
—Esto es lo que necesito que hagas —le digo—. Busca a Lucy, envíale un mensaje de texto o lo que se te ocurra, pero hazle saber que quiero repasar todos los vídeos de seguridad donde aparecen Jack y Sophia, incluido mi despacho.
—¿En tu despacho?
—¿Cuánto tiempo lo ha estado usando?
—Bueno...
—Bryce, ¿cuánto tiempo?
—Casi todo el tiempo. Uno se sirve a placer cuando quiere impresionar a la gente. Me refiero a que no lo utiliza para su trabajo muy a menudo, la mayoría de las veces está haciendo algo ceremonial...
—Dile a Lucy que quiero las grabaciones de mi despacho. Ella sabrá a qué me refiero. Que quiero ver de qué hablaron Jack y la capitana.
—Qué delicioso. Ahora mismo me pongo.
—Estoy a punto de hacer una llamada importante, así que por favor no me interrumpas —añado. En el momento de colgar, comprendo que Benton no tardará en llegar.
Pero resisto la tentación de darme prisa. Será prudente demorar, dejar que los pensamientos y las percepciones se clasifiquen, buscar la claridad. «Estás cansada. Ve con precaución y hazlo de una manera inteligente porque estás muy cansada». Solo una única manera correcta de hacerlo. Todas las demás son erróneas. No sabrás el camino correcto hasta que suceda, y no lo reconocerás si estás nerviosa y confusa. Voy a coger la taza de café pero cambio de opinión también en eso. No me ayudará en este punto, me pondrá más nerviosa y me revolverá el estómago todavía más. Saco otro par de guantes de la encimera de granito detrás de mi mesa, saco el documento de la bolsa de plástico donde lo sellé.
Deslizo las dos hojas plegadas de papel grueso fuera del sobre que abrí en el todoterreno de Benton, mientras conducíamos a través de una nevada que ahora parece que ocurrió hace un siglo, pero pasó hace doce horas tan solo. A la luz de la mañana y después de que hayan sucedido tantas cosas, me parece muy extraño que esta pianista clásica, que Bryce describió como inteligente y razonable, hubiese utilizado esparadrapo en su lujoso papel con marca de agua. ¿Por qué no una cinta adhesiva transparente en lugar de esta feo trozo de esparadrapo color gris plomo en la lengüeta? ¿Por qué no hacer lo que hago yo cuando meto una carta privada en un sobre y después firmas con tus iniciales en la solapa? ¿Qué temía Erica Donahue que ocurriese? ¿Que su chófer quisiera leer lo que le había escrito a alguien llamado Scarpetta, de quien él parecía no haber oído hablar nunca?
Aliso las páginas con mi mano cubierta con un guante de algodón, e intento intuir lo que la madre de un estudiante universitario que ha confesado ser autor de un asesinato transfirió a la teclas de su máquina de escribir, como si lo que ella sintió y creyó mientras componía sus súplicas hacia mí fuera un producto químico que pudiera absorber y se metiera en mi mente. Se me ocurre que he llegado a semejante analogía debido a la película de plástico que encontré en el bolsillo de la bata de laboratorio de Fielding. Horas después de esta inquietante experiencia con una droga, comprendo lo malo que fue, que no fui yo misma con Benton y lo incómodo que tuvo que ser para él. Quizás es por eso que está siendo tan reservado y me llama la atención sobre el riesgo de divulgar información a cualquiera que esté cerca, como si yo, precisamente yo, no lo supiese. Quizá no confía en mi juicio y autocontrol, y teme que los horrores de la guerra me hayan cambiado. Quizá no está muy seguro de que la mujer que ha vuelto a casa desde Dover sea la que él conocía.
«No soy quien tú pensabas conocer», pasa por mi mente. «No estoy segura de que alguna vez me conocieses», es un susurro en mis pensamientos, y mientras leo las pulcras hileras mecanografiadas a un solo espacio, me parece notable que en las dos páginas no haya ni un solo error. No veo ninguna prueba del uso de una cinta correctora o tachadura, ningún error ortográfico ni ninguna falta de gramática. Cuando pienso en la última máquina de escribir que utilicé, una IBM Selectric rosa oscuro, que tenía en Richmond los primeros años que estuve allí, recuerdo mi enfado crónico con las cintas que se rompían o que tenía que sacar el elemento que parecía una bola de golf cuando quería cambiar de tipo de letra, y ocuparme de la platina sucia que dejaba manchas en el papel, por no mencionar mis propios dedos que con la prisa se equivocaban de tecla, y si bien mi ortografía y mi gramática son buenas, desde luego no soy infalible.
Como solía decir mi secretaria Rose, cuando entraba con mi último esfuerzo tecleado en aquella maldita máquina, «¿y en qué página está esto en el manual de Strunk y White, o quizá está en el libro de estilo MLA y yo no lo puedo encontrar? Lo volveré a escribir, ¿pero por qué te empeñas en mecanografiarlo tú misma? Y movía su manos en aquel gesto característico tan suyo que indicaba «¿Por qué te molestas?». Dejo de lado esos pensamientos porque me entristece pensar en ella. He echado de menos a Rose cada día desde que murió. Si estuviese aquí ahora, de alguna manera las cosas serían diferentes. Por lo menos las sentiría diferentes. Ella era mi claridad. Yo era su vida para ella. Nadie como Rose tendría que desaparecer de esta tierra, todavía sigo sin creérmelo. Ahora no es un buen momento para pensar en el joven rubio con zapatillas de baloncesto negras sentado en el despacho al otro lado de la puerta, en lugar de ella. Necesito concentrarme en Erica Donahue. ¿Qué voy a hacer con esta mujer? Tengo que hacer algo, pero debo ser astuta.
Ella debió escribir la carta más de una vez, todas las veces que fuesen necesarias para dejarla impecable. Recuerdo que cuando su chófer llegó en el Bentley no parecía saber que la receptora del sobre sellado con esparadrapo era una mujer, y desde luego pareció creer que el hombre de pelo plateado era yo. Me recuerdo a mí misma que la madre de Johnny Donahue tampoco parecía saber que el psicólogo forense que lo evaluaba, ese mismo hombre de pelo plateado, es mi marido, y que tampoco, al contrario de lo que dice su carta, hay una unidad para «locos criminales» en el hospital MacLean, ni nadie ha diagnosticado que Johnny sea un loco criminal, que es un término legal y no un diagnóstico. Según Benton, también se ha equivocado en otros hechos.
Ha confundido detalles que bien podrían perjudicar a su hijo, y podrían desmontar la coartada que potencialmente es su mejor baza. Afirmar que dejó The Biscuit en Cambridge a la una en lugar de las dos de la tarde, como sostiene Johnny, hace que sea mucho más creíble que él pudo haber encontrado un medio de transporte y llegar a Salem a tiempo para asesinar a Mark Bishop alrededor de las cuatro de la tarde. Luego está la referencia de que su hijo lee novelas de terror y disfruta con las películas de horror y los entretenimientos violentos, y por último lo que dice de Jack Fielding, la pistola de clavos y el culto satánico, ninguna de estas cosas son correctas o han sido probadas.
¿De dónde sacó esos peligrosos detalles? ¿De dónde, en verdad? Supongo que Fielding pudo haberle puesto tales ideas en su cabeza cuando habló con ella por teléfono, si es verdad que es él quien está propagando esos rumores, que está mintiendo, que es lo que Benton parece creer. Más allá de lo que Fielding hizo o dejó de hacer, o de sus verdades, sus mentiras o sus razones para lo que sea que está ocurriendo, mis preguntas vuelven a la madre de Johnny Donahue. Me hacen volver a ella, porque no alcanzo a vislumbrar si es una motivación lógica. Que me enviase la carta a mí en realidad no cuadra en absoluto. Parece un error, un despropósito.
Para alguien tan meticuloso con la mecanografía y la construcción de las frases, por no mencionar la atención que debe prestar a su música, me llama la atención que ella no parezca preocuparse tanto como debería sobre los hechos de la confesión de su hijo como autor de uno de los más siniestros actos de violencia de los últimos tiempos. Todos los detalles cuentan en un caso como este, y ¿cómo puede ser que una mujer inteligente y sofisticada, con abogados muy caros, no lo sepa? ¿Por qué arriesgarse a divulgar nada a alguien como yo, una total desconocida, sobre todo por escrito, cuando su hijo se enfrenta a verse encarcelado por el resto de su vida en una institución psiquiátrica forense como Bridgewater o, peor aún, en una cárcel, donde un asesino de niños convicto con Asperger, un supuesto genio que puede resolver mentalmente los problemas matemáticos más difíciles, pero que es un discapacitado cuando se trata del comportamiento social de la vida cotidiana, no podría sobrevivir por mucho tiempo?
Me recuerdo a mí misma todos estos hechos y los puntos relevantes al mismo tiempo que comprendo que me siento y me comporto como si me importase. No debería. Se supone que soy objetiva. «Tú no tomas partido, y no es tu trabajo preocuparte», me digo a mí misma. «A ti no te importan Johnny Donahue o su madre, de ninguna manera, y no eres un detective o el FBI», pienso con severidad. «No eres el abogado defensor de Johnny o su terapeuta, y no hay ningún motivo para que te involucres», me digo después varias veces con la misma severidad, porque no me siento convencida. Estoy luchando contra unos impulsos que se han vuelto muy fuertes, y no estoy segura de cómo apartarlos, si puedo, o debería. Sé que no quiero hacerlo.
Parte de aquello a lo que me he acostumbrado no solo en Dover, sino en asuntos relacionados con no combatientes que son jurisdicción del AFMF., o lo que es básicamente competencia del jefe médico forense federal, es demasiado compatible con mi verdadera naturaleza, y no quiero volver a la vieja manera de hacer las cosas. Soy militar y no lo soy. Soy civil y no lo soy. He estado entrando y saliendo de Washington, he estado viviendo en una base de las Fuerzas Aéreas y he sido enviada, como algo rutinario, a misiones de recuperación de accidentes aéreos y accidentes durante los ejercicios de entrenamiento y muertes en instalaciones militares o fatalidades que suceden a las fuerzas especiales, el servicio secreto, un juez federal, o incluso un astronauta en los últimos meses, ocupada en multitud de situaciones comprometidas de las que no puedo hablar. Lo que siento es no ser parte de la ecuación. No soy una cosa, y no me siento inclinada a rendirme a las limitaciones, a sentarme con las manos cruzadas porque algo no es de mi departamento.
Como oficial vinculada la inteligencia médica, se espera que investigue ciertos aspectos de la vida y la muerte que van mucho más allá de las habituales determinaciones clínicas. Materiales que saco de los cadáveres, los tipos de lesiones y las heridas de bala; las bondades y los fallos de los blindajes, y las infecciones, las enfermedades, las lesiones, ya sean por parásitos o moscas, por el calor extremo, la deshidratación o el aburrimiento, la depresión, las drogas, todos ellos son asuntos de la defensa y la seguridad nacional. Los datos que recojo no solo son para el bien de la familia y por lo general están destinados a la justicia criminal, pero pueden tener una importancia en las estrategias de guerra y lo que nos mantiene seguros en el campo doméstico. Se espera que formule preguntas. Se espera que siga pistas. Se espera que pase información al cirujano general, al Departamento de Defensa, que sea muy trabajadora y activa.
«Ahora estás en casa. No quiero presentarme como un coronel o un comandante, y tampoco como una prima donna. No quiero tener un caso nulo o descartado ante el tribunal. No quiero causar problemas. ¿No hay ya demasiados? ¿Por qué quieres buscar más? Briggs no te quería a aquí. Ten cuidado en no justificar su posición. Tu propio personal no parece quererte aquí o saber que estás aquí. No se lo pongas fácil no estando. Tu único propósito legítimo para contactar a Erica Donahue es pedirle con amabilidad que no te llame a ti ni a nadie de este despacho de nuevo, por su propio bien, por su propia protección».
Decido utilizar estas mismas palabras y casi creo en mis motivos cuando marco el número de teléfono que aparece mecanografiado al final de la carta.
17
La persona que atiende no parece comprender lo que digo, y tengo que repetirme dos veces, explicar que soy la doctora Kay Scarpetta y que respondo a una carta que acabo de recibir de Erica Donahue, y si ella está disponible, ¿por favor?
—Perdón —dice la voz bien modulada—. ¿Quién es? —Una voz de mujer, estoy casi segura, aunque es baja, casi con el registro de tenor. Podría pertenecer a un joven. En el fondo se oye un piano, sin acompañamiento, un solista.
—¿Hablo con la señora Donahue? —Comienzo a tener una sensación incómoda.
—¿Quién es, y por qué llama? —La voz se hace más dura y pronuncia con claridad.
Repito lo que dije mientras reconozco un estudio de Chopin, y recuerdo un concierto en el Carnegie Hall. Mijail Pletnev, asombroso en su maestría técnica en una composición que es muy difícil de interpretar. La música de alguien detallado y meticuloso que le gusta que todo sea así. Alguien que no es descuidado y no comete errores. Alguien que no ensuciaría un sobre de papel de hilo pegándole un trozo de esparadrapo. Alguien que no es impulsivo sino muy estudioso.
—No sé quién es —dice la voz, que ahora creo que es la voz de la señora Donahue, dura y plagada de desconfianza y dolor—. Tampoco sé cómo ha conseguido este número, dado que no figura en la guía y no se publica. Si esto es una broma pesada, es del todo escandaloso, y sea quien sea, debería usted sentirse avergonzada...
—Le aseguro que no es una broma pesada —la interrumpo antes de que me cuelgue mientras pienso que ella está escuchando a Chopin, Beethoven, Schumann, preocupándose como loca, sufriendo por un hijo que, probablemente, ha causado su angustia desde que le dio a luz—. Soy la directora del Centro Forense de Cambridge, la jefe médica forense de Massachusetts —le explico con autoridad pero con calma, la misma voz que utilizo con las familias que están a punto de perder el control, como si ella fuese Julia Gabriel y estuviese a punto de gritarme—. He estado fuera de la ciudad, y cuando llegué al aeropuerto ayer por la noche su chófer me entregó una carta suya, que he leído con mucha atención.
—Eso es del todo imposible. No tengo chófer y no le he escrito ninguna carta. No le he escrito a nadie de su despacho y no tengo ni idea de qué demonios está hablando. ¿Quién es? ¿Quién es de verdad, y qué quiere?
—Tengo la carta delante de mí, señora Donahue.
La miro encima de mi mesa y la vuelvo a alisar, con cuidado y deliberación mientras me incordia preguntarle a ella por Fielding, por qué le llamó y lo que él le dijo a ella. Me molesta desear que ella no me odie o crea que soy poco sensible o cualquier otra cosa aparte de sincera. Es posible que Fielding me criticase de la misma manera que sospecho que hizo con Julia Gabriel. Estoy a punto de preguntárselo, pero me detengo. ¿Qué le han dicho y qué le han hecho creer a Erica Donahue? Pero no ahora. «Contrólate», me digo a mí misma.
—¿Y qué se supone que digo? —pregunta la señora Donahue, indignada.
—Es un papel de hilo con una marca de agua. —Sostengo la primera página a la luz de la lámpara de mesa y ajusto la pantalla para que la bombilla alumbre a través del papel y muestre la marca de agua con claridad. Se parece a las partes interiores de un cangrejo de cáscara blanda vistas a través de la piel perlada—. Un libro abierto con tres coronas —digo, y me asombro.
No dejo que reconozca el asombro en mi voz. Me aseguro de que ella no pueda notar lo que está pasando por mi mente mientras le describo lo que veo, como un holograma, en la hoja de papel que sostengo ante la luz: un libro abierto entre dos coronas, con una tercera corona debajo, y arriba tres flores de cinco pétalos. Son las flores que Marino se olvidó mencionar en lo que a todas luces no es el escudo de armas de Oxford, ni tampoco el escudo de armas de la Universidad de la Ciudad de San Francisco online. Lo que estoy viendo no es lo que Benton encontró a primera hora de esta mañana en Internet, cuando todos nosotros estábamos en la sala de rayos X, pero es lo que vi en el anillo de sello de oro que saqué del armario de pruebas antes de subir, después de mirar en las prendas del muerto.
Abro el pequeño sobre y saco el anillo para dejarlo caer en mi mano enguantada. El oro refleja la luz y brilla contra el algodón blanco cuando lo muevo de distintas maneras para observarlo. Veo que está muy rayado y en el fondo de la banda está muy gastado. Para mí el anillo se ve muy viejo, como una antigüedad.
—Parece mi escudo y mi papel. Lo admito —dice la señora Donahue por teléfono, y luego le leo la dirección de Beacon Hill impresa en el sobre y en la cabecera, y ella confirma que también es suya—. ¿Mi papel de carta personal? ¿Cómo es posible? —Suena furiosa, de la manera que se ponen las personas cuando están asustadas.
—¿Qué puede decirme acerca de su escudo? ¿Le importaría explicármelo? —pregunto.
Miro el escudo idéntico grabado en el anillo de oro que ahora sostengo debajo de una lente de aumento. Las tres coronas y el libro abierto se ven muy grandes a través de la lente, y el grabado casi ha desaparecido en algunos puntos, las flores de cinco pétalos, los cinco folios en particular, solo son una sombra de lo que una vez estaba bien grabado debido a la antigüedad del anillo, que ha sido sometido a un uso incesante por alguien, o quizá por varias personas, incluido el hombre de Norton's Woods, que lo llevaba en el dedo meñique de la mano izquierda cuando fue asesinado. No puede ser un error que lo llevase encima, el anillo vino con el cuerpo. No hubo ningún error por parte de la policía, el hospital, una funeraria. El anillo estaba allí cuando Marino sacó los efectos personales del hombre ayer por la mañana y los guardó y se quedó con las llaves hasta que me lo entregó a mí.
—El nombre de mi familia es Fraser —explica la señora Donahue—. Es el escudo de armas de mi familia. Ese blasón en particular pertenece a Jackson Fraser, un bisabuelo que al parecer cambió el diseño para incorporar elementos como el azul en la base, un borde de oro y una tercera corona de gules, que no puede ver a menos que estuviese mirando una réplica de un escudo de armas que muestra las tintas, tal como el que está enmarcado en mi sala de música. ¿Me está diciendo que alguien escribió una carta en mi papel de carta y que mandó a un chófer para que se la entregase en mano a usted? No veo ni entiendo cómo es posible, y no sé qué significa o por qué alguien haría algo así. ¿Qué clase de coche era? Desde luego no tenemos chófer. Yo tengo un Mercedes viejo y mi marido conduce un Saab y ahora mismo él no está en el país, y nunca hemos tenido un chófer. Solo utilizamos chóferes cuando viajamos.
—Me pregunto si el escudo de armas de su familia está en algo más. Bordado, grabado, además de estar enmarcado en la pared de su sala de música, en cualquier otro lugar donde pueda aparecer. Si es conocido o público, si alguien pudo habérselo apropiado. —No importa como lo diga, suena como una pregunta peculiar.
—¿Apropiárselo para hacer qué? ¿Con qué objetivo?
—Su papel de carta, por ejemplo. Pensemos en eso y cuál podría ser el objetivo final.
—¿Lo que usted tiene es grabado o impreso? —pregunta después—. ¿Puede diferenciar entre grabado e impreso con lo que tiene delante?
«Tú no sabes quién es», pienso. «No sabes si el hombre que murió llevando el anillo era un miembro de tu familia, un pariente». Recuerdo que Benton dijo que Johnny Donahue tenía un hermano mayor que trabaja en Langley. ¿Podría ser que ayer estuviese en Cambridge, alojado en un apartamento cerca de Harvard, quizás en el apartamento de un amigo que tiene un obsoleto robot de carga, un amigo con un galgo, un amigo que quizá trabaja en un laboratorio de robótica? ¿Qué pasa si el hermano mayor o algún otro hombre significativo para la señora Donahue estaba en ultramar, en el Reino Unido, y ha vuelto aquí de forma inesperada, y ahora resulta que está muerto y ella no lo sabe, la familia Donahue no lo sabe? ¿Qué aspecto tiene el hermano de Johnny?
«No se lo preguntes».
—El papel de carta está grabado —respondo a la pregunta de la señora Donahue.
¿Qué pasa si su familia de alguna manera estaba relacionada con Liam Saltz o con alguien que pudo haber asistido a la boda de su hija el domingo? ¿Quizá los Donahue tienen una vinculación con un miembro del Parlamento llamado Brown?
«Mantente apartada».
—Bueno, no puedes fabricar papel de carta con un sello grabado como si lo sacases de una chistera, que te lo hagan en un minuto —dice la señora Donahue.
Vuelvo a mirar el sobre, el esparadrapo en la parte de atrás que no he cortado, que pensé en preservar.
—Especialmente si no tienes las planchas —añade ella.
Utilizamos esparadrapo todo el tiempo para recoger rastros de pruebas de las alfombras, la tapicería, fibras, escamas de pintura, fragmentos de vidrio, residuos de disparos, minerales, incluso ADN y huellas dactilares de toda clase de superficies, incluidos los cuerpos humanos. Cualquiera lo sabe. Basta con ver la tele. Basta con buscar en Google «técnicas de investigación y equipos para las escenas del crimen».
—¿Alguien se hizo con mis planchas? ¿Pero quién? ¿Quién podría tenerlas? —protesta—. Sin ellas, se tardarían semanas. Y si pides pruebas de imprenta, que por supuesto hago, se añaden otras varias semanas. Esto no tiene sentido.
Ella no pondría esparadrapo en la parte de atrás de un elegante sobre que se tarda muchas semanas en grabar. No esta precisa y orgullosa mujer que escucha estudios de Chopin. Si algún otro lo hizo, entonces quizá yo pueda tener una idea de por qué. Sobre todo si fue alguien conocido para mí o que sabe cómo pienso.
—Sí, el escudo aparece en muchas cosas. Ha estado en mi familia durante siglos —añade ella, porque quiere hablar. Hay demasiados cosas dentro de ella, y quiere soltarlas.
«Déjala».
—Escocés, pero es probable que ya lo haya usted adivinado por el nombre —continúa—. Enmarcado en la pared de la sala de música, como mencioné, y grabado en algunas de las platerías de la familia, y una vez una ama de llaves nos robó varias piezas de plata. La despedimos pero nunca pudimos acusarla de nada porque no pudimos probarlo para satisfacción de la policía de Boston. Supongo que la plata de mi familia pudo haber acabado en alguna tienda de empeños de por aquí. Pero no veo qué tendría que ver eso con mi papel de carta. Suena como si usted estuviese insinuando que alguien pudo haber encargado papel de carta grabado idéntico al mío con el objetivo de hacerse pasar por mí. O que alguien lo robó. ¿Está sugiriendo un robo de identidad?
«¿Qué debo decir? ¿Hasta dónde puedo llegar?».
—¿Hay alguna cosa más que pudo haber sido robada, alguna otra cosa con el escudo de su familia? —No quiero preguntarle sin más por el anillo.
—¿Por qué lo pregunta? ¿Hay algo más?
—Tengo una carta que supuestamente es de usted —reitero en lugar de responder a su pregunta—. Está escrita a máquina.
—Todavía utilizo una máquina de escribir —confirma ella y parece asombrada—. Por lo general, escribo las cartas a mano.
—¿Puedo preguntarle con qué?
—Por supuesto, con una estilográfica.
—Y el tipo de letra de su máquina de escribir, ¿de qué modelo es? Pero quizá no conozca el modelo. No todos lo saben.
—No es más que una Olivetti portátil que tengo desde hace siglos. La letra es cursiva, como manuscrita.
—Una máquina manual que debe ser muy vieja. —Mientras miro la carta, con la letra cursiva hecha con barras metálicas que golpean en una cinta.
—Era de mi madre.
—Señora Donahue, ¿sabe dónde está su máquina de escribir?
—Voy a acercarme al armario de la biblioteca, que es donde la guardo cuando no la uso.
La oigo moverse a otra parte de la casa, y suena como si acabase de dejar un teléfono inalámbrico sobre una superficie dura. Luego se abren unas puertas, quizá las puertas de un armario, y un momento más tarde vuelve al teléfono y casi no tiene aliento cuando dice:
—No está. Ha desaparecido.
—¿Recuerda cuándo la vio por última vez?
—No lo sé. Hace semanas. Quizás por Navidad. No lo sé.
—¿Y no podría estar en algún otro lugar? Quizá la movió o alguien se la pidió prestada.
—No. Esto es terrible. Alguien se la ha llevado y probablemente también se llevó mi papel de carta. El mismo que le escribió a usted haciéndose pasar por mí. Yo no lo he hecho. Se lo aseguro.
La primera persona que se me viene a la cabeza es su hijo Johnny. Pero él está en el McLean. Es imposible que haya cogido la máquina de escribir, la estilográfica, el papel de carta, y después alquilado a un hombre y un Bentley para entregarme la carta. Eso aceptando que sabía dónde y cuándo llegaría yo anoche a bordo del helicóptero de Lucy, y tampoco voy a preguntárselo a su madre. Cuánto más le pregunto, más información doy.
—¿Qué hay en la carta? —insiste ella—. ¿Qué escribió esa persona haciéndose pasar por mí? ¿Quién se ha podido llevar mi máquina de escribir? ¿Debemos llamar a la policía? ¿Qué estoy diciendo? Usted es la policía.
—Soy médico forense —la corrijo en un tono natural mientras se acelera el tempo de Chopin. Un estudio diferente—. No soy la policía.
—Pero usted lo es de verdad. Los doctores como usted investigan como la policía y actúan como la policía, y tienen poderes de los cuales pueden abusar como la policía. Hablé con su ayudante, el doctor Fielding, sobre la acusación contra mi hijo, como usted bien sabe. Ya debe de saber que llamé a su oficina por el tema y por qué. Usted debe de saber por qué y lo erróneo que es. Suena como una mujer sensata. Sé que no estaba aquí, pero debo decir que no comprendo lo que ha sido condonado, ni siquiera a distancia.
Me giro en mi silla, y miro la pared curva detrás de mí que no es nada más que un cristal, mi despacho con la misma forma que el edificio si lo tumbas de lado, cilíndrico y redondo en un extremo. El cielo matinal es de un azul brillante, lo que Lucy llama un claro severo, y advierto algo que se mueve en el vídeo de seguridad, un todoterreno negro que aparca en la parte de atrás.
—Me dijeron que usted llamó para hablar con él —respondo, porque no puedo decir lo que está a punto de escapar de mi boca. ¿Qué es lo que no ha sido justo? ¿Qué he condonado? ¿Cómo supo que yo no estaba aquí?—. Comprendo su preocupación, pero...
—No soy una ignorante —me interrumpe la señora Donahue—. No soy una ignorante en estos temas, aunque nunca he estado involucrada antes en algo tan terrible, pero no había ninguna razón para que él fuese tan grosero conmigo. Estaba en mi derecho de preguntar lo que pregunté. No alcanzo a comprender cómo usted lo puede condonar y quizá de verdad no lo ha hecho. Tal vez no conoce todo este sórdido embrollo, ¿pero cómo puede no saberlo? Usted está al mando, y ahora que la tengo al teléfono, quizá pueda explicarme cómo puede ser justo y apropiado, o incluso legal, para alguien de su posición estar involucrado en esto y tener tanto poder.
La palabra «cuidado» destaca en mi mente, como si fuera una luz de advertencia en mi cabeza que se enciende con una luz roja intermitente.
—Lamento mucho si sintió que era descortés o estaba poco dispuesto a ayudar. —Me atengo a mi propia advertencia y soy cuidadosa—. Usted comprenderá que no podemos discutir casos con...
—Doctora Scarpetta. —Las notas agudas del piano suenan como si le respondiesen a ella o al revés—. Yo nunca lo haría y de ninguna manera lo hice —dice con pasión—. ¿Me disculpa un momento mientras bajo el volumen? Es probable que no conozca usted a Valentina Lisitsa. Si solo pudiese escuchar y no tener todos estos otros horribles sonidos sonando en mi cabeza, como bombos y platillos. Mi papel de carta, mi máquina de escribir. ¡Mi hijo! Oh, Dios. Oh, Dios. —Cuando cesa la música añade—: Yo no le formulé al doctor Fielding preguntas por curiosidad sobre alguien que fue asesinado, mucho menos acerca de un niño. Si es eso lo que le ha contado de por qué le llamé, es del todo falso. Bien, acabo de decírselo. Una mentira. Una maldita mentira. No me sorprende.
—Usted llamó para hablar conmigo —digo, porque es todo lo que sé de verdad aparte de sus comentarios a Bryce referentes a Johnny, su inocencia y sus alergias. Es obvio que no sabe que no he hablado con Fielding, que al parecer nadie lo ha hecho. Y cuanto menos caso haga de lo que está diciendo o directamente lo ignore, más fuerte hablará y más se soltará.
—A finales de la semana pasada —dice con energía—. Porque usted está al cargo, y yo no llegué a ninguna parte con el doctor Fielding. Por supuesto, comprenderá mi preocupación, y de verdad que es inaceptable si no criminal. Así que quería quejarme, y lamento que se haya encontrado con esto a su regreso. Cuando comprendí quién era, que esta no era la llamada de algún loco, mi primera idea fue la de presentar una queja, en su despacho, nada tan oficial como estoy haciendo que suene, al menos no todavía, aunque mi abogado desde luego lo sabe y el consejo legal del CFC desde luego también lo sabe. Pero ahora quizá no tenga que presentar nada. Todo depende de lo que usted y yo acordemos.
¿Acordemos sobre qué? Pienso, pero no lo pregunto. Ella sabía que volvía a casa, y no encaja con lo que supuestamente me escribió. Pero encaja con un chófer que fue a encontrarse conmigo en Hanscom Field.
—¿Qué dice la carta? ¿Puede leérmela? ¿Por qué no lo hace? —dice de nuevo.
—¿Es posible que alguien de su familia pueda haberme escrito en su papel y tomado prestada su máquina de escribir? —sugiero.
—¿Y firmado con mi nombre?
No respondo.
—Supongo que supuestamente firmé lo que usted ha recibido, o no tendría razón para creer que es mía, aparte de la dirección grabada, que podría ser la de mi esposo, quien inevitablemente está en Japón por un asunto de negocios. Ha estado allí desde el viernes, aunque es el momento más inoportuno para ausentarse. En cualquier caso, él no escribiría semejante cosa. Por supuesto que no lo haría.
—La carta pretende ser de usted —respondo, y no le digo que está firmada Erica por encima de su nombre escrito en cursiva y que el sobre está escrito con una letra adornada con tinta negra y una estilográfica.
—Esto es muy inquietante. No sé por qué no me la lee. Tengo derecho a saber lo que alguien ha dicho haciéndose pasar por mí. Supongo que nuestro abogado tendrá que tratar con usted después de todo, el abogado que representa a Johnny, y supongo que la carta habla de él. Esa carta es una mentira, un fraude. Lo más probable es que sea una sucia treta de los mismos que están detrás de todo esto. Él estaba muy bien hasta que fue allí, y entonces se convirtió en mister Hyde, que es algo muy duro de decir de tu propio hijo. Pero es la única manera que se me ocurre decirlo para que usted entienda lo mucho que lo han alterado. Drogas. Tuvieron que ser las drogas, aunque las pruebas dieron negativas, según nuestro abogado, y Johnny nunca las tomaría. Tiene sentido común. Sabe lo que es un terreno peligroso donde ya ha patinado debido a sus rarezas. No sé qué más podría ser excepto las drogas, que alguien lo condujo a hacer algo que lo cambió, que tuvo un efecto terrible, para destruir con toda intención su vida, para tenderle una trampa...
Ella continúa hablando sin pausa, cada vez más alterada, cuando alguien llama a mi puerta, pero nadie intenta girar el pomo, al mismo tiempo que Bryce abre nuestra puerta común y sacudo la cabeza para decirle que no. Ahora no. Entonces me susurra que Benton está ante la puerta y que si puede dejarle entrar. Asiento. Él cierra la puerta y abre la otra.
Pongo la llamada de la señora Donahue en el altavoz.
Benton cierra la puerta y yo levanto la carta para indicarle con quién hablo. Coge una silla y se sienta cerca de mí mientras la señora Donahue continúa hablando y yo escribo una nota en un bloc.
«Dice que no la ha escrito ella, y tampoco no tiene chófer ni un Bentley».
—...en aquel lugar. —La voz de la señora Donahue resuena en mi despacho como si estuviese aquí.
Benton se sienta y no tiene ninguna reacción, su rostro se ve pálido, vacío y agotado. No tiene buen aspecto y huele a humo de madera.
—Nunca he estado allí porque no permiten visitantes, a menos que tengan algún evento especial para el personal... —continúa su voz.
Benton coge un bolígrafo y escribe en la misma hoja: «¿Otwahl?». Pero parece tan solo un trámite cuando lo hace. No parece tener mucha curiosidad.
—Y además las medidas de seguridad están a la par de las de la Casa Blanca, o puede que incluso sean más extremas —prosigue la señora Donahue—, no es que yo lo sepa de primera mano, sino por mi hijo que estaba asustado y hecho un desastre los últimos pocos meses que estuvo allí. Desde luego desde el verano.
—¿De qué lugar me habla? —le pregunto mientras le escribo otra nota a Benton.
«La máquina de escribir no está en su casa».
Él mira la nota y asiente como si ya supiese que la vieja Olivetti de Erica Donahue ha desaparecido, posiblemente robada, suponiendo que lo que ella me acaba de decir sea verdad. O quizá de alguna manera sabe que ella me lo ha dicho, y entonces aparece en mis pensamientos que quizá mi oficina tenga micros. Lucy dijo que había barrido mi despacho en busca de artilugios de vigilancia y quizás eso significa que ella los colocó, y mi atención se mueve por la habitación, como si pudiese encontrar las cámaras diminutas y los micrófonos ocultos en libros, estilográficas, pisapapeles o el teléfono desde el que hablo. Es ridículo. Si Lucy ha pinchado mi oficina, no voy a saberlo. Para ser más exactos, Fielding no lo hubiese sabido. Confío en que pueda pillarlo diciéndole cosas a la capitana Avallone, sin darse cuenta de que los dos están siendo grabados en secreto. Confío en pillarlos a los dos en el momento de conspirar para arruinarme, para echarme del CFC.
—...donde estaba haciendo su período de prácticas. Aquella compañía tecnológica que fabrica robots y cosas que se supone que nadie debe saber... —dice la señora Donahue.
Miro a Benton que entrelaza las manos en el regazo, entrelaza sus dedos, como si estuviese cómodo y relajado, cuando dista mucho de ello. Conozco el lenguaje de cómo se sienta y mueve los ojos y puedo leer su inquietud en lo que parece la absoluta quietud de su cuerpo y ánimo. Está estresado y agotado, pero hay algo más. Ha ocurrido algo.
—...Johnny tuvo que firmar contratos y un montón de acuerdos legales jurando que no hablaría de Otwahl, ni siquiera de lo que significa su nombre. ¿Se lo puede imaginar? Ni siquiera algo así, lo que significa Otwahl. ¡No me asombra! Lo que estas condenadas personas hacen. Enormes contratos secretos con el gobierno, y la codicia. Una codicia infinita. ¿Y a usted le sorprende que puedan desaparecer cosas, que unas personas se hagan pasar por otras, que se roben las identidades?
No tengo ni idea de lo que significa Otwahl. Supuse que era el nombre de una persona, la que fundó la compañía. Alguien llamado Otwahl. Miro a Benton. Él mira con expresión distante a través de la habitación, y escucha a la señora Donahue.
—...No sobre lo que sea, desde luego no lo que pasa allí, y cualquier cosa que hizo allí les pertenece a ellos y se queda allí. —Ahora habla deprisa, y su voz suena como si estuviese saliendo de su diafragma y no desde muy arriba en su garganta—. Estoy aterrorizada. ¿Quiénes son esas personas, qué le han hecho a mi hijo?
—¿Por qué cree que le han hecho algo a Johnny? —le pregunto mientras Benton en silencio y con calma escribe una nota en la hoja, sus labios apretados en una línea delgada y firme, el aspecto que tiene cuando se pone de esa manera.
—Porque no puede ser una coincidencia —responde ella, y su voz me recuerda a la letra cursiva de su vieja Olivetti. Algo elegante que se está deteriorando, apagando, que es menos claro y algo borroso—. Estaba bien y después no, y ahora está encerrado en un hospital psiquiátrico y confiesa un crimen que no cometió. Y ahora esto —dice con voz ronca y carraspea—. Una carta en mi papel o lo que parece ser mi papel, y que por supuesto yo no escribí y no tengo ni idea de quién se la entregó. Y mi máquina de escribir ha desaparecido...
Benton desliza la hoja hacia mí y veo lo que ha escrito en su letra clara.
«Lo sabemos».
Lo miro y frunzo el entrecejo. No le entiendo.
—...¿Por qué querrían acusarlo de algo que no hizo, y cómo se las apañaron para lavarle el cerebro y convencerlo de que asesinó a aquel niño? —pregunta la señora Donahue, y después agrega—: Drogas. Solo puedo pensar en drogas. Quizás uno de ellos mató a aquel niño y necesitaban una cabeza de turco. Y allí estaba mi pobre Johnny, que es un crédulo, que no interpreta las situaciones como los demás. Qué mejor persona para escoger que un adolescente con Asperger...
Miro la nota de Benton. «Lo sabemos». Como si leyéndola más de una vez me ayudara a comprender lo que sabe, o lo que él y los otros invisibles, esos entes al que se refiere como «nosotros», saben al respecto. Pero mientras estoy sentada aquí, y me concentro en la señora Donahue e intento descifrar lo que de verdad está diciendo a medida que le saco con cautela más información, tengo la sensación de que Benton no escucha de verdad. Apenas si parece interesado, no está como siempre alerta y vigilante. Lo que detecto es que él quiere que acabe la llamada y me marche con él, como si algo se hubiese acabado y solo fuera una cuestión de liquidar lo que ya ha terminado, una cuestión de solucionar los cabos sueltos, de hacer la limpieza final. Es la manera como solía comportarse cuando un caso que lo había tenido ocupado durante meses o incluso años, finalmente se había resuelto, o se había abandonado, o el jurado había llegado a un veredicto, y de pronto todo se detiene y él se queda cansado y deprimido.
—¿Cuándo comenzó a notar la diferencia en su hijo? —Ahora no voy a renunciar, no importa lo que Benton sabe o lo cansado que esté.
—Julio, agosto. Seguro que en septiembre. Comenzó las prácticas en Otwahl el pasado mayo.
—Mark Bishop fue asesinado el 30 de enero. —Es lo más cerca que me atrevo de señalar lo obvio, que sus afirmaciones de que a su hijo le han tendido una trampa no tienen sentido, la cronología no encaja.
Si su personalidad comenzó a cambiar el verano pasado cuando trabajaba en Otwahl y Mark Bishop no fue asesinado hasta el 30 de enero, lo que ella sugiere significaría que alguien programó a Johnny para que se declarase culpable de un asesinato que no había ocurrido y que no ocurriría durante varios meses. El caso de Mark Bishop no encaja con algo meticulosamente planeado, sino como un violento ataque insensato y sádico contra un niño pequeño que estaba en su casa, jugando en el patio, a última hora de la tarde de un fin de semana mientras oscurecía y nadie miraba. A mí me suena como el crimen de un oportunista, un asesinato por emoción, el juego cruel de un depredador, posiblemente de alguien con tendencias pedófilas. No fue un asesinato. No fue el acto de un terrorista. No creo que su muerte fuese premeditada y ejecutada con un objetivo determinado en mente, como la seguridad nacional, el poder político o el dinero.
—...las personas que no entienden el Asperger suponen que quienes lo sufren son violentos, casi inhumanos, no sienten las mismas cosas que el resto de nosotros, o no sienten nada. La gente se imagina toda clase de cosas por lo que yo llamo rarezas, no enfermedad o desequilibrio, sino rarezas. Esa es la desventaja a la que me refiero. —La señora Donahue habla deprisa y sin una secuencia ordenada de sus pensamientos—. Usted señala cambios de conducta que son alarmantes y otras personas creen que él es así. Solo porque Johnny debido a sus rarezas, que en realidad es una triste desventaja, como si él necesitase todavía otra desventaja. Bueno, no es esto, no tiene nada que ver con sus rarezas. Algo horrible comenzó cuando fue a aquel lugar, Otwahl, el pasado mayo...
También entra en mi mente lo que Benton mencionó horas antes, que la muerte de Mark Bishop podría estar vinculada con las otras: el jugador del BC, que fue encontrado en la bahía de Boston en noviembre pasado, y también el hombre asesinado en Norton's Woods. Si Benton tiene razón, entonces a Johnny Donahue tendrían que haberle acusado de esos tres homicidios, ¿y cómo podría ser? Él era un paciente en el McLean cuando ocurrió el asesinato en Norton's Woods. Sé que no pudo cometer ese homicidio, y no alcanzo a ver cómo pudo ser convencido para que aceptase la culpa a menos que no estuviese en la sala del hospital, a menos que estuviese suelto y armado con un puñal a inyección.
Benton escribe una nota. «Tenemos que irnos». Y la subraya.
—¿Señora Donahue, su hijo toma alguna medicación? —pregunto.
—En realidad, no.
—¿Medicamentos recetados o quizá de venta libre? —pregunto sin ser insistente, y requiere un esfuerzo de mi parte porque se me agota la paciencia—. Quizás usted pueda decirme si tomaba algo antes de que lo hospitalizasen o tuviese cualquier otro problema médico.
Casi digo «quizá tuvo» como si estuviese muerto.
—Un aerosol nasal. En los últimos tiempos.
Benton levanta las manos como para decir que eso no es ninguna novedad. Conoce la medicación de Johnny. A él también se le agota la paciencia y las señales comienzan a aparecer a través de su imperturbabilidad. Quiere que cuelgue el teléfono y me vaya con él ahora mismo.
—¿Por qué en los últimos tiempos? ¿Tenía problemas respiratorios? ¿Alergias? ¿Asma? —pregunto mientras saco un par de guantes de la caja y se los doy a Benton, luego le doy el sobre que contiene el anillo.
—Pelos de animal, polen, polvo, gluten, todo lo que se imagine, es alérgico a todo, ha sido tratado por alergólogos la mayor parte de su vida. Estaba muy bien hasta el verano pasado, y luego nada pareció funcionar bien. Fue una mala estación para el polen, y el estrés empeora las cosas, y él estaba cada vez más estresado —me explica—. Comenzó a utilizar de nuevo un aerosol con un tipo de cortisona. El nombre se me ha olvidado...
—¿Corticosteroides?
—Sí. Eso es. Me pregunté si podía afectar a su comportamiento. Su ánimo. Cosas como el insomnio, la irritabilidad, que, como usted sabe, se volvió extrema y que culminó con los momentos en blanco, las alucinaciones, y en última instancia la hospitalización.
—¿Comenzó a utilizarlo de nuevo? ¿Así que había utilizado el corticosteroide antes?
—Desde luego, a lo largo de los años. Pero no desde que comenzó un nuevo tratamiento, que significaba que ya no necesitaba las inyecciones. Durante un año fue como una cura mágica; luego empeoró de nuevo y volvió al aerosol nasal.
—Hábleme del nuevo tratamiento.
—Estoy segura que usted conoce las gotas debajo de la lengua.
Sé que la inmunoterapia sublingual aún tiene que ser aprobada por la EDA, y pregunto:
—¿Su hijo forma parte de un ensayo clínico? —Escribo otra nota para Benton.
«Aerosol y gotas al laboratorio stat.». Subrayo «Stat.», que significa «statim», o inmediatamente.
—Así es, a través de su alergólogo.
Miro a Benton para ver si sabe algo de esto, y él mira mi nota mientras se pone los guantes, y después consulta su reloj. Va a mirar el anillo solo porque se lo he pedido. Es como si ya lo hubiese visto o ya supiese que no es importante o ya hubiera tomado una decisión. Algo ha acabado. Algo ha ocurrido.
—...lo que se llama un uso sin etiqueta que su médico supervisa, pero se acabaron los viajes todas las semanas a su consultorio para las inyecciones —dice la señora Donahue, y parece calmada por el momento mientras habla de las alergias de su hijo en lugar de todo lo demás, con su dolor en remisión, pero no durará.
Si alguien ha estado manipulando los medicamentos de Johnny, esto podría explicar por qué sus alergias han empeorado de nuevo. Lo que se estaba poniendo debajo de la lengua o rociando su nariz podría haber alterado suficientemente la química para convertir la medicación en ineficaz, por no decir en extremo perjudicial. Miro a Benton mientras observa el anillo de sello. No hay ninguna expresión en su rostro. Levanto una hoja de papel de la carta para que vea la marca de agua. No hay ninguna reacción visible, y advierto una telaraña en su pelo. Acerco la mano y se la quito. Él devuelve el anillo al sobre. Me mira a los ojos y los abre de la manera que hace en las fiestas y las cenas cuando me está telegrafiando: «Vayámonos ya».
—...Johnny se ponía varias gotas debajo de la lengua todos los días, y por un tiempo tuvo unos resultados excelentes. Luego dejó de funcionar, y en ocasiones se sentía fatal. Este agosto pasado volvió al aerosol pero pareció empeorar, y unido al uso del aerosol aparecieron aquellos perturbadores cambios de su personalidad. Fueron advertidos por los demás, y se metió en problemas por su mal comportamiento, lo expulsaron de clase, como usted sabe, pero él no hubiese hecho daño a aquel niño. No creo que Johnny ni siquiera lo conociese, y mucho menos quería hacerle daño...
Benton se quita los guantes y los arroja a la papelera. Le señalo el sobre y él sacude la cabeza. «No le preguntes a la señora Donahue por el anillo». No quiere que lo mencione, o quizá no es necesario que se lo mencione debido a lo que sabe Benton y que yo no sé, y luego advierto sus botas negras de campaña. Están cubiertas con un polvo gris que no tenían antes cuando hablamos en el despacho de Fielding. Las perneras de sus pantalones negros también están polvorientas, y las mangas de su cazadora de cuero están sucias, como si se hubiese rozado con algo.
—...era la cuestión principal que quería preguntar, un asunto más personal dirigido a él como un hombre que enseña artes marciales y se supone que sigue un código de honor —dice la señora Donahue y vuelve a captar mi atención. Me pregunto si he entendido mal. No es posible que haya oído lo que acabo de oír—. Fue eso más que lo otro, no en absoluto lo que usted cree, o lo que él le dijo. Miente, estoy segura, porque como dije, si él afirma que lo llamé para preguntarle detalles sobre lo que le hicieron a aquel pobre niño, entonces mintió. Prometí no preguntar por Mark Bishop, al que, por cierto, no conocíamos personalmente. Solo lo vimos allí en algunas ocasiones. No pedí información sobre él...
—Señora Donahue, lo siento. Pero se corta la comunicación. —No es del todo verdad, pero necesito que repita lo que dijo y para aclararme.
—Estos teléfonos inalámbricos. ¿Así está mejor? Lo siento. Camino mientras hablo, camino por toda la casa.
—Gracias. Por favor, ¿podría repetirme lo último que ha dicho? ¿Qué pasa con las artes marciales?
Escucho con otra sacudida de incredulidad mientras me recuerda lo que ella supone que sé, que su hijo Johnny conoce a Jack Fielding a través del taekwondo. Cuando llamó a este despacho varias veces para hablar con Fielding, y acabar por quejarse a mí, era debido a esa relación. Fielding era el instructor de Johnny en el Cambridge Tae Kwon Do Club. Fielding era el instructor de Mark Bishop, enseñaba en la clase de Tigres Pequeños, pero Johnny no conocía a Mark, y desde luego no estaban en la misma clase, no aprendían juntos. La señora Donahue es muy clara al respecto, y le pregunto cuándo comenzó Johnny a tomar clases. Le digo que no estoy segura de los detalles y que necesito un relato preciso si tengo que ocuparme apropiada y justamente de su queja contra mi director adjunto.
—Empezó las clases en mayo —dice la señora Donahue mientras mis pensamientos se dispersan y rebotan como pelotas—. Es fácil comprender por qué mi hijo, que nunca ha tenido amigos, podría ser influenciado con suma facilidad por alguien al que idolatra y respeta...
—¿Idolatra y respeta? ¿Se refiere al doctor Fielding?
—No, en absoluto —dice con tono acre, como si de verdad odiase al hombre—. Su amiga del MIT estaba involucrada al principio, lo había estado durante algún tiempo. Al parecer, muchas mujeres se toman muy en serio el taekwondo, y cuando ella comenzó a trabajar con Johnny y se hicieron amigos, lo animó. Ojalá no la hubiese escuchado. Eso y, por supuesto, Otwahl, ese lugar y lo que sea que ocurre allí. Mire cómo acabó. Pero desde luego usted puede imaginarse por qué Johnny querría ser poderoso y capaz de protegerse a sí mismo, sentirse menos agredido. Aunque, por supuesto, la ironía del asunto es que para él aquellos días ya habían acabado. Nadie lo maltrataba en Harvard...
Ella continúa, divaga, ahora es menos precisa que autoritaria, y su desesperación es palpable. Lo noto en el aire dentro de mi despacho cuando me levanto de mi mesa.
—...cómo se atrevió. Como mínimo constituye una violación de su juramento hipocrático. Cómo se atreve a continuar a cargo del caso de Mark Bishop a la vista de lo que todos sabemos que es la verdad —afirma.
—¿Puede ser más específica sobre la verdad a la que se refiere? —Miro a través de la ventana la cegadora luz de la mañana. El sol y el resplandor son tan fuertes que me lloran los ojos.
—Sus prejuicios. —Su voz suena detrás de mí, en el altavoz—. Nunca le tuvo aprecio a Johnny ni fue en particular amable con él, le hacía comentarios carentes de tacto delante de los demás. Decía cosas como: «Tienes que mirarme cuando te hablo, y no mirar el maldito interruptor». Como ya sabrá, debido a las extrañezas de Johnny, su atención se centra en cosas que no tienen sentido para los demás. Tiene un mal contacto visual y eso puede ser ofensivo, porque las personas no comprenden que así funciona su cerebro. ¿Sabe usted algo sobre el Asperger, o su marido...?
—No sé gran cosa. —No pretendo entrar en lo que Benton me ha dicho o no.
—Johnny se fija en detalles que no tienen significado para nadie más y los mira mientras le hablan. Yo le puedo estar diciendo algo importante y él mira un broche o un brazalete que llevo, o hace algún comentario, o se ríe cuando no debe. El doctor Fielding lo regañó por reírse inapropiadamente. Lo recriminó delante de todos, y ahí fue cuando Johnny intentó darle un puntapié. Este hombre que tiene no sé cuantos grados de cinturón negro, y mi hijo, que pesa setenta kilos, intentó darle un puntapié. Fue entonces cuando se vio obligado a dejar la clase. El doctor Fielding le prohibió volver y amenazó con impedirle que se apuntase en cualquier otra parte.
—¿Cuándo ocurrió? —me oigo a mí misma preguntar como si hablase otra persona.
—La segunda semana de diciembre. Tengo la fecha exacta. Lo tengo todo anotado.
«Seis semanas antes del asesinato de Mark Bishop», pienso, mareada, como si fuese yo quien hubiese recibido el puntapié.
—Usted le sugirió al doctor Fielding... —comienzo a decirle al teléfono de mi mesa, como si estuviese mirando a la señora Donahue y ella pudiese verme.
—¡Desde luego que sí! —exclama, excitada, desafiante—. Cuando Johnny comenzó a decir aquellas tonterías de haber matado a un niño durante uno de sus episodios en blanco y que el instructor de taekwondo de ambos fue quien hizo la autopsia. ¿Se puede imaginar mi reacción?
El instructor de taekwondo de ambos. ¿A quiénes se refiere? ¿A la amiga de Johnny en el MIT, o hay otros? ¿A quién más enseñaba Fielding, y qué pudo hacer que Johnny Donahue confesase un crimen que Benton creía que no había cometido? ¿Por qué Johnny creería que hizo algo tan horrible durante un supuesto blanco? ¿Quién le influenció hasta el extremo de admitirlo y ofrecer detalles como que el arma era una pistola de clavos cuando yo sé a ciencia cierta que no es verdad? Pero no le voy a preguntar a la señora Donahue nada más. He llegado demasiado lejos, todo ha ido demasiado lejos. Le he preguntado más de lo que debía, y Benton ya conoce las respuestas a cualquier cosa que se me pueda ocurrir. Lo sé por la manera en que está sentado en su silla, mirando el suelo, el rostro duro y oscuro como la piel metálica de mi edificio.
18
Cuelgo el teléfono y me quedo de pie delante de la pared curva de cristal mirando el retazo de tejas de pizarra y nieve atravesado pollos campanarios de las iglesias que se extienden delante de mí en el reino del CFC.
Espero que se reduzcan los latidos de mi corazón y que mis emociones se calmen. Trago con fuerza para empujar el dolor y la furia garganta abajo. Mientras estoy dentro de mi imperio de muchas ventanas, contemplando la visión del MIT, y más allá Harvard, y todavía más lejos, contemplando lo que se supone que debo manejar cuando a la gente le ocurre lo peor, empiezo a comprender. Comprendo por qué Benton está actuando de la manera que lo hace. Comprendo lo que ha acabado. Ha acabado Jack Fielding.
Recuerdo vagamente que Fielding mencionó no mucho antes de venir aquí desde Chicago que se había ofrecido voluntario en algún club de taekwondo y que no siempre estaría disponible para ocuparse de casos los fines de semana, o fuera de horas, debido a su dedicación a enseñar a lo que él se refirió como su arte, su pasión. En ocasiones tendría que ir a torneos, me dijo, y daba por hecho que podría gozar de «flexibilidad». Reiteró que como director responsable durante mis largas ausencias, esperaba flexibilidad, casi como si me estuviese sermoneando. La misma flexibilidad que yo tendría si estuviese aquí, manifestó, como si fuese un hecho sabido que tengo flexibilidad cuando estoy en casa.
Recuerdo haberme sentido desconcertada por sus demandas, porque había sido él quien me había llamado para pedirme un empleo en el CFC. La posición que como una tonta acepté darle superaba con creces cualquiera que hubiera tenido en el pasado. En Chicago no tenía un estatus destacado, era uno más de los seis médicos forenses y no estaba en la cola para ninguna promoción, me contó su jefe cuando hablamos de contratar a Fielding. Sería una estupenda oportunidad profesional y muy buena para él personalmente al estar junto a su familia, añadió el jefe. Yo me sentí profundamente conmovida de que Fielding pensase en mí como la familia. Me complació que él me hubiese echado de menos y quisiera volver a Massachusetts, para trabajar conmigo como en los viejos tiempos.
La ironía que tendría que haberme enfurecido, y que desde luego hubiese debido señalarle a Fielding en lugar de perdonarle como siempre, era esa noción de flexibilidad, como si yo fuese y viniese a placer, como si me tomase vacaciones y me largase a los torneos y desapareciese varios fines de semana cada mes, debido a algún arte o pasión que tengo más allá de lo que hago en mi profesión, más allá de lo que hago cada maldito día. Mi pasión es lo que vivo cada maldito día, y las muertes de las que me ocupo cada maldito día y las personas que los muertos dejan detrás y cómo se levantan y continúan, y cómo les ayudo de alguna manera a que lo hagan. Me oigo a mí misma, comprendo que he estado diciendo estas cosas en voz alta, y siento las manos de Benton en mis hombros mientras está detrás de mí y yo me enjugo las lágrimas. Él apoya la barbilla en mi cabeza y me rodea con los brazos.
—¿Qué he hecho? —le pregunto.
—Has aguantado mucho con él, demasiado, pero no eres tú la que ha hecho nada. Lo que él consumía, lo que tomaba y probablemente negociaba... Bueno. Tuviste un contacto con lo que fue antes, así que ya te lo puedes imaginar. —Se refiere a las drogas que Fielding pudo haber utilizado para saturar sus parches analgésicos, y las drogas que quizá vendía.
—¿Lo habéis encontrado? —pregunto.
—Sí.
—¿Está bajo custodia? ¿Lo han arrestado? ¿O solo lo están interrogando?
—Lo tenemos, Kay.
—Supongo que es lo mejor. —No sé qué más preguntar excepto cómo está Fielding, pregunta a la que Benton no responde.
Me pregunto si han tenido que sujetarlo con esposas en pies y manos, o quizás encerrarlo en una habitación acolchada. No me lo puedo imaginar en cautiverio. No me lo puedo imaginar en la cárcel. No durará. Se matará lanzándose contra los barrotes como una polilla asustada, si alguien no lo mata antes. También me pasa por la mente que está muerto. Luego siento que sí lo está. El sentimiento se afirma y noto que me pesa, me entumece, es como si me hubiesen dado un bloqueador nervioso.
—Tenemos que marcharnos. Te lo explicaré lo mejor que pueda, lo mejor que sabemos. Es complicado, y es mucho —oigo que me dice Benton.
Se aparta, y ya no me toca más. Es como si nada me sujetase al edificio y pudiese salir volando por la ventana, y al mismo tiempo está la pesadez. Tengo la sensación de haberme convertido en algo metálico o de piedra, en algo que ya no vive ni es humano.
—No pude decírtelo antes, a medida que se aclaraba, y tampoco es que ya esté aclarado del todo —continúa Benton—. Me duele cuando tengo que ocultarte cosas, Kay.
—¿Por qué él, por qué cualquiera...? —comienzo a formular preguntas que nunca podrán ser contestadas de forma satisfactoria, las mismas preguntas que siempre formulo. ¿Por qué las personas son crueles? ¿Por qué matan? ¿Por qué obtienen placer haciendo daño a los demás?
—Porque podía —responde Benton con las mismas palabras de siempre.
—¿Pero por qué? —Fielding no era así. Nunca había sido diabólico. Sí inmaduro, egoísta y disfuncional. Pero no malvado. No mataría a un chico de seis años por diversión y después disfrutaría endosándole el crimen a un adolescente con Asperger. Fielding no está equipado para orquestar un juego a sangre fría como ese.
—Dinero. Control. Adicciones. Corregir errores que se remontan al principio de los tiempos. Y descompensación. En última instancia destruirse a sí mismo, porque es en realidad lo que hacía cuando destruía a los demás. —Benton lo tiene todo resuelto. Todos lo han resuelto excepto yo.
—No lo sé —murmuro, y me digo a mí misma que debo ser fuerte. Tengo que ocuparme de esto. No puedo ayudar a Fielding. No puedo ayudar a nadie si no soy fuerte.
—No ocultó las cosas bien —añade Benton cuando me aparto de la ventana—. Una vez que dedujimos dónde teníamos que buscar, resultó cada vez más obvio.
Alguien tendiéndole trampas a la gente, montándolo todo. Por eso no está bien escondido. Por eso resulta obvio. Se supone que es obvio, para hacernos creer que ciertas cosas son verdad cuando quizá no lo son. No aceptaré que la persona que está detrás de todo esto es Fielding hasta que lo vea por mí misma. «Debes ser fuerte. Tienes que ocuparte de esto. No llores por él ni por nadie. No puedes».
—¿Qué necesito llevar? —Cojo mi chaqueta de la silla, la chaqueta militar de Dover que no abriga lo suficiente.
—Allí tenemos de todo —responde—. Solo trae tus credenciales por si alguien pregunta.
Por supuesto que allí tienen de todo. De todo y todos están allí excepto yo. Recojo mi bolso colgado detrás de la puerta.
—¿Cuándo lo dedujisteis? —pregunto—. ¿Cuándo dedujisteis lo suficiente para conseguir una orden para buscarlo? ¿O qué sucedió?
—Cuando descubriste que el hombre de Norton's Woods fue asesinado, eso lo cambió todo, por decir algo. Ahora Fielding estaba vinculado a otro asesinato.
—No sé cómo —señalo mientras salimos juntos. No le digo a Bryce que me marcho. En este momento no quiero enfrentarme a nadie. No estoy de humor para conversar, para ser cordial o siquiera educada.
—Debido a la Glock que desapareció del laboratorio de armas de fuego. Sé que no te informaron, y muy pocas personas lo saben —dice Benton.
Recuerdo los comentarios de Lucy de haber visto a Morrow en el aparcamiento de atrás alrededor de las diez y media de la mañana de ayer, una media hora más tarde después de recibir la pistola en su laboratorio, y según Lucy, él no se quiso ocuparse del arma. Si ella sabía de la Glock desaparecida, había retenido aquella información crucial, y le pregunto a Benton si me mintió por omisión deliberadamente, a mí que soy su jefa.
—Porque ella trabaja aquí —le digo mientras esperamos que el ascensor suba a nuestro piso. Está detenido en el nivel inferior, como si alguien estuviese manteniendo la puerta abierta abajo, algo que hace el personal cuando están cargando o descargando muchas cosas—. Ella trabaja para mí y no puede ocultarme información. No puede mentirme.
—Ella entonces no lo sabía. Marino y yo sí, y no se lo dijimos.
—Y sabías de Jack, Johnny y Mark. Del taekwondo. —Estoy segura de que Benton lo sabía, y es probable que Marino también.
—Hemos estado vigilando a Jack, averiguando lo que hacía. Sí. Desde que Mark fue asesinado la semana pasada y descubrí que Jack les había enseñado a él y a John.
Pienso en las fotografías ausentes del despacho de Fielding, los pequeños agujeros en la pared de donde quitaron los ganchos.
—Comienza a tener sentido que Jack asumiese el control de ciertos casos. El caso de Mark Bishop, por ejemplo, pese a que detesta coger casos de niños —continúa Benton, que mira alrededor para asegurarse de que nadie que esté cerca nos pueda oír—. Qué oportunidad perfecta para encubrir sus propios crímenes.
«O los crímenes de otra persona», pienso. Fielding es de la clase que encubriría a algún otro. Necesita con desesperación sentirse poderoso, ser el héroe, y entonces me recuerdo a mí misma que debo dejar de defenderlo. «No lo hagas a menos que tengas pruebas». Aceptaré la verdad sea cual sea. Se me ocurre que las fotos desaparecidas del despacho de Fielding pueden haber sido imágenes de grupos. Eso me suena conocido. Casi puedo verlas. Quizá de las clases de taekwondo. Fotos donde aparecen Johnny y Mark.
Me pregunto, pero no lo digo, si Benton retiró aquellas fotos o si lo hizo Marino, mientras Benton continúa explicando que Fielding hizo lo imposible para manipular a todo el mundo y hacer que creyesen que Johnny Donahue mató a Mark Bishop. Fielding utilizó a un adolescente comprometido y vulnerable como cabeza de turco, y luego tuvo que aumentar sus manipulaciones después de eliminar al hombre de Norton's Woods. Esa es la frase que utiliza Benton. «Eliminar». Fielding lo eliminó y luego se enteró de la Glock encontrada en el cuerpo y comprendió que había cometido un grave error táctico. Todo se venía abajo. Lo estaba perdiendo, descompensaba como Ted Bundy hizo inmediatamente antes de ser atrapado, dice Benton.
—El error fatal de Jack fue entrar en el laboratorio de armas de fuego ayer por la mañana y preguntar a Morrow por la Glock —continúa Benton—. Un poco más tarde había desaparecido y también Jack. Eso fue impulsivo, temerario y del todo estúpido por su parte. Hubiese sido mejor dejar que rastreasen el arma hasta él y afirmar que la había perdido o que se la habían robado. Cualquier cosa hubiese sido mejor que lo que hizo. Demuestra lo fuera de control que estaba cuando se llevó la condenada pistola del laboratorio.
—¿Estás diciendo que la Glock que tenía el hombre de Norton's Woods era de Jack?
—Sí.
—Con toda claridad es de Jack —repito, y ahora el ascensor se mueve, hace un montón de paradas en la subida, y me doy cuenta de que es la hora de comer. Los empleados bajan al comedor o salen del edificio.
—Sí. El muerto tiene un arma que puede ser rastreada hasta Fielding una vez que utilizaron el ácido en el número de serie borrado —dice Benton, y está claro para mí que sabe quién es el muerto.
—Se hizo la prueba. Aquí no. —No quiero pensar en algo más que se hizo y yo no sé dentro de mi edificio.
—Hace horas. En la escena del crimen. Nos encargamos de la identificación allí mismo.
—Lo hizo el FBI.
—Era importante saber de inmediato a quién conducía el arma. Para confirmar nuestras sospechas. Luego vino aquí al CFC y está guardada en el laboratorio de armas de fuego. Para nuevos exámenes —explica Benton.
—Si Jack es quien lo asesinó, tendría que haber comprendido el problema de la Glock cuando lo llamaron por el caso el domingo por la tarde —opino—. Sin embargo, esperó hasta el lunes por la mañana para preocuparse por un arma que sabía que podía ser rastreada hasta él.
—Para evitar sospechas. Si comenzaba a formular a la policía de Cambridge un montón de preguntas sobre la Glock, antes de que el cadáver fuese transportado al CFC, o a exigir que la pistola fuese traída de inmediato cuando los laboratorios estaban cerrados, hubiese parecido peculiar. Se hubiesen levantado todas las antenas. Fielding lo consultó con la almohada y para el lunes por la mañana probablemente estaba desesperado y planeaba lo que iba a hacer una vez que trajesen el arma. La cogería y escaparía. Recuerda que no ha sido lo que se dice racional. Es importante tener presente que ha estado debilitado cognitivamente por el abuso de sustancias.
Pienso en la cronología. Reconstruyo los pasos de Fielding ayer por la mañana, según la información del cajón de su mesa y la escritura marcada en el bloc. Poco después de las siete de la mañana al parecer habló con Julia Gabriel antes de que ella me llamase a Dover. Una media hora más tarde entró en el frigorífico y minutos más tarde le dijo a Ollie y a Anne que el cuerpo de Norton's Woods sangraba sin ningún motivo aparente. Parece más lógico considerar que fue en ese momento cuando Fielding reconoció al muerto y comprendió que la Glock de la que había oído hablar a la policía sería rastreada hasta él. Si no reconoció al muerto hasta el lunes por la mañana, entonces Fielding no lo mató, le digo a Benton, que me responde que Fielding tenía un motivo que es imposible que yo sepa.
El padrastro del muerto es Liam Saltz —me informa Benton. Lo confirmaron hace muy poco cuando un agente del FBI fue al hotel Charles, habló con el doctor Saltz y le mostró una foto que Marino le sacó al hombre de Norton's Wood en Identificación. Se llamaba Eli Goldman, de veintitrés años, un licenciado del MIT y empleado en Otwahl Technologies, que trabajaba en proyectos especiales micromecánicos. Los vídeos de los auriculares de Eli fueron rastreados hasta una página en el servidor de Otwahl, me dice Benton, pero no explica quién hizo el rastreo, si pudo hacerlo Lucy.
—¿Él modificó los auriculares? —pregunto cuando por fin llega el ascensor y se abren las puertas.
—Es lo más probable. Le encantaba trastear los aparatos.
—¿Y MORT? ¿Dónde lo consiguió? ¿Para qué? ¿Más trasteos? —Sé que sueno cínica.
Sé cuando las personas ya han tomado una decisión, y no estoy preparada para aceptarla. Nada tendría que ser decidido tan rápidamente.
—Una maqueta, un modelo que hizo cuando era un niño —explica Benton—. Basado en las fotos que su padrastro había hecho de la cosa real cuando luchaba contra ella hace ocho o nueve años, cuando tú y el doctor Saltz prestasteis declaración ante el subcomité del Senado. Al parecer, Eli hacía maquetas de robots e inventaba cosas desde que llevaba pañales.
Bajamos poco a poco, de piso en piso, mientras pregunto por qué Otwahl contrataría al hijastro de un detractor como Liam Saltz, y quiero saber qué significa Otwahl, porque la señora Donahue dijo que el nombre significaba algo.
—O.T.WAHL —responde Benton—. Un juego de palabras, porque el apellido del fundador de la compañía es Wahl. «On the Wall», como la mosca en la pared, y el apellido de Eli no es Saltz —añade Benton, como si no le hubiese oído cuando me dijo que era Goldman. Eli Goldman. Pero le señalo que Otwahl tuvo que hacer una investigación de sus antecedentes. Desde luego tenían que saber quién es su padrastro, incluso si los apellidos no son los mismos.
—MORT fue hace mucho tiempo —dice Benton cuando las puertas del ascensor se abren en la planta baja—. Y no sé que Otwahl tuviese ninguna pista de que Eli y su padrastro compartían una misma filosofía.
—¿Durante cuánto tiempo trabajó allí?
—Tres años.
—Quizás Otwahl no haya estado haciendo nada que pudiese preocupar a Eli o a su padrastro en estos tres últimos años —sugiero mientras caminamos por el pasillo de azulejos grises, y Phil, el guardia de seguridad, nos mira desde detrás de su tabique de cristal. No lo saludo. No me muestro amistosa.
—Bueno, Eli estaba preocupado y llevaba meses preocupado —comenta Benton—. Estaba a punto de hacerle a su padrastro una demostración de una tecnología que él no iba a aprobar en absoluto, un artilugio que podía ser una mosca en la pared, espiar y detectar explosivos o transportarlos, o llevar drogas, venenos o vete a saber qué.
«Nanoexplosivos o drogas peligrosas transportados por algo tan pequeño como una mosca», pienso a nuestro paso entre el personal que no he visto en meses. No me detengo a charlar. No hago un gesto ni digo hola y ni siquiera hago un contacto visual.
—Estaba a punto de darle a su padrastro una información importante como esa y muy convenientemente muere —afirmo.
—Así es. El motivo que mencioné —dice Benton—. Drogas —repite, y luego me dice más, me da detalles que el FBI conoció de boca de Liam Saltz solo unas pocas horas antes.
Me siento triste y alterada de nuevo mientras imagino lo que Benton dice de un hombre joven tan enamorado de su famoso padrastro, hasta el punto de que cada vez que iban a verse, Eli siempre sincronizaba su reloj con el suyo, imitaba la zona horaria del doctor Saltz en anticipación a su encuentro, una peculiaridad que tenía sus raíces en el doloroso pasado de Eli de hogares destrozados y figuras paternas que desaparecían en combate y adoradas por él en secreto. Recuerdo lo que vi en los vídeos, Eli y Sock caminando hacia Norton's Woods, y luego imagino al doctor Saltz saliendo del edificio casi en la oscuridad después de la boda a la que Eli no había sido invitado. Imagino al premio Nobel mirando a su alrededor y preguntándose dónde estaría su hijastro, sin tener idea de la terrible verdad. Metido dentro de una bolsa y sin identificar. Un joven, apenas un poco más que un muchacho. Alguien con quien Lucy y yo pudimos habernos cruzado en una exposición en Londres el verano de 2001.
—¿Quién lo mató, y por qué? —digo al pasar por delante de una plaza vacía, perteneciente al camión de recogida de cuerpos del CFC, que no está—. Y no veo cómo lo que tú acabas de decir explica que Eli fuese asesinado por Jack.
—Todo apunta en la misma dirección. Lo siento. Pero así es.
—No veo por qué y para qué. —Abro la puerta que da al exterior y el día es demasiado hermoso y soleado para ser tan frío.
—Sé que esto es duro —dice Benton.
—¿Un par de ciberguantes? —pregunto. Comenzamos a caminar a través de la nieve que está endurecida y resbaladiza—. ¿Una mosca micromecánica? ¿Quién lo apuñalaría con un puñal de inyección, y por qué?
—Drogas. —Benton vuelve a lo mismo—. De alguna manera Eli tuvo la desgracia de involucrarse con Jack, o a la inversa. Drogas para aumentar el rendimiento, drogas muy peligrosas. Es probable que consumiese y vendiese, y Eli era el proveedor, o lo era alguien de Otwahl. No lo sabemos. Pero que matasen a Eli cuando estaba allí con una mosca-robot y a punto de encontrarse con su padrastro, no fue una coincidencia. Quiero decir que es el motivo.
—¿Por qué iba a estar interesado Jack en una mosca-robot o en un encuentro? —pregunto. Caminamos muy lentamente, un paso cada vez, mis pies a punto de resbalar—. Una maldita pista de hielo —me quejo, porque el aparcamiento no ha sido limpiado, es necesario que echen arena. Nadie ha estado dirigiendo este lugar de la manera como se debe hacer.
—Lo siento, el coche está por allí. —Vamos paso a paso hacia la verja trasera—. Pero es todo lo que había. La conexión de las drogas —dice Benton—. Nada de drogas callejeras. Esto tiene que ver con Otwahl. Se trata de una enorme cantidad de dinero. De la guerra, de una violencia potencial a una escala mundial y masiva.
—Entonces, si lo que dices es correcto, parece indicar que Jack espiaba a Eli. Instaló las cámaras ocultas en los auriculares y lo siguió a Norton's Woods. Tendría sentido si el asesinato fuera para evitar que Eli le mostrase a su padrastro la mosca-robot o se la diese. ¿Cómo sabía Jack sino lo que iba a hacer Eli? Tuvo que estar espiando, o alguien lo hizo.
—Dudo que Jack tuviese algo que ver con los auriculares.
—Es lo que quiero señalar. Jack no podía estar interesado en una tecnología como esa, ni ser capaz de utilizarla, y no estaría interesado en un lugar como Otwahl. No estás hablando del Jack que conozco. Él es demasiado impulsivo límbicamente, es demasiado impaciente, demasiado simple, para hacer lo que acabas de describir. —Casi digo «demasiado primitivo», porque eso siempre ha sido una parte de su encanto. Su físico, su hedonismo, su manera lineal de enfrentarse a las cosas—. Y los auriculares no tienen sentido —insisto—. Los auriculares me hacen pensar que alguien más puede estar involucrado.
—Comprendo lo que sientes. Comprendo por qué quieres aceptarlo.
—¿El doctor Saltz sabía que su hijastro, al que tanto quería, tomaba drogas y llevaba un arma ilegal? —pregunto—. ¿Mencionó los auriculares u otras personas con las que podría haber estado involucrado Eli?
—No sabía nada de los auriculares y muy poco de la vida de Eli. Solo que Eli estaba preocupado por su seguridad. Como dije, llevaba preocupado varios meses. Sé que esto es doloroso, Kay.
—¿Podías ser más específico? ¿Qué le preocupaba? —pregunto mientras caminamos poco a poco. Alguien va a acabar herido aquí. Alguien va a resbalar y se romperá un hueso y demandará al CFC. Solo nos faltaría esto.
—Eli estaba involucrado en proyectos peligrosos y rodeado de malas compañías. Así es como lo describió el doctor Saltz —dice Benton—. Hay mucho que explicar y no es lo que tú te imaginas.
—¿Sabía que su hijastro tenía un arma, un arma ilegal? —repito mi pregunta.
—No lo sabía. Supongo que Eli no se lo habría mencionado.
—Todos parecen estar haciendo muchas suposiciones. —Me detengo y miro a Benton, nuestros alientos se congelan en el resplandor y el frío. Ya estamos en el fondo del aparcamiento, cerca de la verja, en lo que yo llamo los arrabales.
—Eli sabía lo que opinaba el doctor Saltz de las armas —dice Benton—. Es probable que Jack le vendiese la Glock o se la diese.
—O alguien lo hizo —reitero—. De la misma manera que alguien pudo darle el anillo de sello con el escudo de los Donarme. No creo que Eli también estuviese involucrado en el taekwondo. —Miro los todoterrenos que no pertenecen al CFC, pero no veo a los agentes en su interior. No miro a nadie mientras me protejo los ojos del sol.
—No —responde Benton—. Tampoco el jugador de fútbol, Wally Jamison, pero utilizaba el gimnasio donde se daban las clases, utilizaba el mismo gimnasio que Jack. Quizás Eli también estuvo en ese mismo gimnasio.
—Eli no parece alguien que utilizase un gimnasio. Casi no tenía un músculo en el cuerpo —comento. Benton apunta con un mando a distancia a un Ford Explorer negro que no es el suyo y las puertas se abren con un chasquido—. ¿Y si Jack lo mató, cuál fue el motivo? —pregunto de nuevo, porque para mí no tiene sentido, pero quizá sea la fatiga. Falta de sueño y demasiados traumas. Tal vez estoy demasiado cansada para comprender la cosa más sencilla.
—O quizá la vinculación tiene que ver con Otwahl y Johnny Donahue y otras actividades ilegales en las que estaba involucrado Jack, de las que acabarás por enterarte. Lo que estaba haciendo en el CFC, cómo se ganaba su dinero mientras tú no estabas. —La voz de Benton es dura mientras dice esto al tiempo que me abre la puerta—. No lo sé todo pero sí suficiente, y tenías razón al preguntar qué estaba haciendo Mark Bishop en su patio trasero cuando lo mataron. ¿A qué estaba jugando? Casi no me lo podía creer cuando me lo preguntaste, y no te lo podía decir entonces. Mark estaba en una de las clases de Jack, como dijo la señora Donahue, para chicos de tres a seis años. Acababa de empezar en diciembre y estaba practicando el taekwondo en el patio cuando alguien, y creo que ahora sabemos quién, apareció, y de nuevo, es probable que tuvieses razón sobre cómo pasó.
Él da la vuelta para subir por la puerta del conductor. Busco en mi bolso las gafas de sol, impaciente y frustrada cuando la barra de carmín, el bolígrafo y un tubo de crema de manos caen sobre la alfombra de plástico. Seguro que me las he dejado en alguna parte. Quizás en mi despacho de Dover, donde apenas si recuerdo haber estado alguna vez. Me parece que fue hace siglos, y ahora mismo estoy más hastiada de lo que es posible describir a cualquiera. No me complace oír que tenía razón en nada. Me importa un rábano quién tiene razón, alguien la tiene, pero yo creo que nadie la tiene. Sencillamente, no me lo creo.
—Una persona de la que Mark no tenía razones para desconfiar, como su instructor, que lo llevó a una fantasía, un juego, y lo asesinó —continúa Benton. Pone en marcha el todoterreno—. Luego se inventó la manera de echarle la culpa a Johnny.
—Yo no dije eso. —Guardo de nuevo los objetos en el bolso, cojo el cinturón de seguridad y me lo abrocho, y después decido quitarme la chaqueta, así que me desabrocho el cinturón.
—¿Qué parte? —Benton entra una dirección en el GPS.
—Nunca dije que Jack encontrase la manera de que Johnny creyese que había clavado clavos en la cabeza de Mark Bishop —respondo. El interior del todoterreno todavía conserva algo del calor de cuando Benton llegó aquí y el sol que atraviesa el cristal del parabrisas es caliente.
Me quito la chaqueta y la arrojo al asiento trasero, donde hay una caja con la etiqueta de FedEx. No sé para quién es y no me interesa, probablemente para algún agente que Benton conoce, lo más probable para el tal Douglas, y supongo que no tardaré en averiguarlo. Me vuelvo a abrochar el cinturón y lo aprieto tanto que casi no puedo respirar. El corazón me late con fuerza.
—No me refería a que esa parte te la oí a ti. Hay un montón de preguntas. Necesitamos que nos ayudes a responder todo lo que sea posible —dice Benton.
Comenzamos a dar marcha atrás, salimos de mi plaza de aparcamiento y esperamos a que se abra la verja. Me siento manipulada. Siento que me siguen la corriente. No estoy segura de recordar cuándo me sentí tan poco importante en una investigación, como si yo fuese un obstáculo y una molestia con la que hay que ser políticamente correcto debido a mi posición, pero a la que no hay que tomar en serio.
—Creía que lo había visto todo. Te lo advierto, es malo, Kay. —La voz de Benton no tiene energía cuando lo dice. Suena hueca, como algo forzado.
19
La casa de estructura gris con los cimientos de piedra y una despensa subterránea en la parte trasera fue construida por un capitán de mar hace siglos. La propiedad ha sido blanqueada y erosionada por las inclemencias del tiempo, expuesta a todo lo que sopla del mar, y está sola al final de una calle estrecha y nevada que ha sido cubierta de arena por los equipos de emergencia de la ciudad. En los lugares donde las ramas se han quebrado por el peso, el hielo aparece destrozado sobre la tierra helada, brillando como cristales rotos bajo un sol que no ofrece ningún calor, solo un resplandor cegador.
Se oye el sonido rasposo de la arena contra los bajos del todoterreno mientras Benton conduce muy despacio, atento a un lugar donde aparcar. Contemplo la brillantez de la carretera arenosa, el azul oscuro del oleaje y el azul más claro del cielo sin nubes. Ya no siento la necesidad de dormir, ni creo que pudiese si lo intentase. Me levanté a las cinco y cuarto de la mañana del día anterior en Delaware. Llevo despierta unas treinta horas desde entonces, algo que no es infrecuente en mí. En realidad, no es destacable si me detengo a calcular lo a menudo que sucede en una profesión donde las personas no tienen la simple cortesía de matar o morir durante las horas de trabajo. Pero este es otra clase de insomnio. Es extraño, poco familiar, con la excitación añadida que raya la histeria tras haber sido informada, al menos implícitamente, de que he vivido gran parte de mi vida junto a alguien letal y que yo soy la razón de que con el tiempo se volviese mortal.
Nadie me dice tal cosa con esas palabras exactas, pero sé que es verdad. Benton es diplomático, pero lo sé. No dice que sea culpa mía que hayan matado a unas personas con la mayor brutalidad y de que muchísimas más hayan sido agraviadas y profanadas, por no mencionar a los afectados por las drogas, personas cuyos nombres quizá nunca sabremos, cobayas o «ratones de laboratorio», como las llama Benton, para un malévolo proyecto científico que utiliza un esteroide anabólico muy potente o testosterona, mezclado con un alucinógeno, para crear fuerza y masa muscular y aumentar la agresividad y la temeridad. Para crear máquinas asesinas, para convertir a seres humanos en monstruosidades sin corteza frontal, sin ninguna conciencia de las consecuencias, autómatas humanos que matan de una forma salvaje y no sienten remordimiento, no sienten casi nada en absoluto, incluido el dolor. Benton ha estado repitiendo lo que Liam Saltz le dijo al FBI esta mañana, un pobre hombre desconsolado y aterrorizado.
El doctor Saltz sospecha que Eli se vio vinculado a una traicionera y no autorizada tecnología en Otwahl, que se encontró en medio de una investigación de la DARPA que salió mal, que salió terriblemente mal, y estaba a punto de advertir a su humanitario padrastro laureado con el Nobel, de darle pruebas y rogarle que le pusiese fin. Fielding tuvo que detenerlo porque él estaba utilizando esas peligrosas drogas, quizás ayudando a distribuirlas, pero sobre todo porque mi director adjunto, con su sempiterno anhelo de la fuerza y la belleza física y sus dolores crónicos, era un adicto. Esa es la teoría que hay detrás de los viles crímenes de Fielding. No me creo que sea así de sencillo, ni siquiera que sea verdad. Pero sí que creo los otros comentarios que Benton continua haciendo. He sido demasiado buena con Fielding. Siempre he sido demasiado buena con él. Nunca lo había visto cómo realmente es, ni había aceptado su capacidad para hacer daño de verdad, y por lo tanto se lo he permitido.
La nieve se convierte en una lluvia helada cuando el océano calienta el aire. El suministro eléctrico continúa interrumpido como consecuencia de las líneas caídas en esta zona de Salem Neck llamada Winter Island, donde Jack Fielding es propietario de una finca histórica de la que no sabía nada. Para llegar tienes que pasar por delante de la Plummer Home for Boys, una preciosa mansión verde musgo que se alza en una gran extensión de cara al mar, con vistas a la lejana rica comunidad veraniega de Marblehead. No puedo sino pensar en la manera en que las cosas comienzan y acaban, la manera en que las personas tienden a correr sin moverse realmente del mismo sitio, a flotar a merced del agua para en realidad no ir más allá de donde todo comenzó.
Fielding detuvo su vida donde se la arrebataron de forma tan precipitada, en un entorno pintoresco, para jóvenes con problemas, que ya no pueden vivir con sus familias. Me pregunto si fue deliberado escoger un lugar que está a un tiro de piedra de un hogar para chicos, si fue un factor subconsciente cuando decidió comprar una propiedad adonde, según me cuentan, tenía la intención de retirarse o quizá venderla para obtener una ganancia en el futuro cuando el mercado inmobiliario se recupere, después que terminar las reformas pertinentes. Él mismo se ha encargado del trabajo en la casa y en el anexo. Lo ha hecho mal. Casi puedo ver la manifestación de su mente desorganizada y caótica, el trabajo manual de alguien profundamente fuera de control, como me ha comunicado Benton. Estoy a punto de ver cómo vivió y acabó mi protegido.
—¿Todavía estás aquí? Sé que estás cansada —dice Benton y me toca el brazo.
—Estoy bien. —Me doy cuenta de que ha estado hablando y yo no lo he estado escuchando.
—No tienes buen aspecto. Todavía estás llorando.
—No lloro. Es el sol. No puedo creer que me dejase las gafas de sol en alguna parte.
—Te dije que podías usar las mías. —Sus gafas oscuras se vuelven hacia mí mientras avanza poco a poco por la carretera cubierta de arena en el sol resplandeciente.
—No, gracias.
—Por qué no me dices lo que te pasa, porque no vamos a tener ocasión de hablar durante un tiempo. Estás furiosa conmigo.
—Tú solo estás haciendo tu trabajo, sea el que sea.
—Estás furiosa conmigo porque estás furiosa con Jack, y tienes miedo de estar furiosa con él.
—No tengo miedo de lo que siento por él. Tengo más miedo de todos los demás —respondo.
—¿A qué te refieres?
—Es algo que intuyo, y tú no estás de acuerdo, así que deberíamos dejarlo correr —le digo y miro a través de la ventanilla, hacia el frío y azul océano y el horizonte distante, donde alcanzo a divisar las casas en la costa.
—Tal vez deberías ser un poco más específica. ¿Qué intuyes? ¿Es un nuevo pensamiento?
—No lo es. Es algo que nadie quiere oír —le respondo con la mirada puesta en la tarde resplandeciente mientras continuamos buscando un lugar donde aparcar.
En realidad no le estoy ayudando a buscar. Sobre todo estoy sentada y miro a través de la ventanilla y dejo que mi mente vaya adonde quiere ir, como un pequeño animal que corre en busca de un lugar seguro. Es probable que Benton piense que soy bastante inútil. Ha ayudado y reconocido mi inutilidad esperando todo este tiempo para venir a buscarme, para mostrarme algo que lleva ocurriendo desde hace horas. Aparezco cuando ya ha comenzado la función, como si esto fuese un musical o una ópera, y no me importa mucho entrar durante el intermedio o hacia el final, según el acto en que estén.
—Esto es ridículo. Pensaba que se les habría ocurrido reservarnos una plaza. Tendría que haberle dicho a Marino que pusiese conos, que reservase un lugar. —Benton escupe su cólera contra los coches aparcados y la calle angosta y luego me dice—: Quiero oír lo que tengas que decir. Tanto si es una nueva idea como si no. Y tiene que ser ahora, mientras tenemos un minuto a solas.
No tiene ningún sentido decirle el resto, explicarle de nuevo lo que intuyo, que hay una lógica calculadora y cruel detrás de lo que les hicieron a Wally Jamison, Mark Bishop y Eli Goldman, detrás de lo que le ha ocurrido a Fielding, detrás de todo, una agenda precisa muy bien formulada, aunque no haya salido como se planeaba. No es que conozca el plan en su totalidad, quizá ni siquiera la mayor parte, pero lo que intuyo es palpable e innegable, y no dejaré que me convenzan de lo contrario. «Confía en tus instintos. No confíes en nadie más. Esto va del poder. El poder para controlar a las personas, para hacerlas sentir bien, o asustadas, o sufrir de forma terrible. El poder sobre la vida y la muerte». No voy a repetir lo que estoy segura que suena como irracional. No voy a decirle todo esto de nuevo a Benton, que intuyo una insaciable sed de poder, intuyo la presencia de un ente asesino que nos mira desde un lugar oscuro y permanece al acecho. Algunas cosas se han acabado, pero no todo, y no le digo nada de todo esto a él.
—Voy a aparcarlo aquí, y los demás que se apañen. —En realidad no está hablando conmigo, sino consigo mismo, y se acerca lo más posible a un muro de piedra para que no sobresalgamos en la resbaladiza carretera cubierta de arena—. Esperemos que ningún idiota me dé. Si es así, se llevará una sorpresa muy desagradable.
Supongo que se refiere a que no será divertido comprender que la puerta que has abollado, el parachoques que has raspado o el lateral que acabas de rayar es propiedad del FBI. El todoterreno es el típico vehículo del Gobierno, negro con cristales tintados y asientos con tapizado de tela, luces de emergencia ocultas detrás de la parrilla, y en el suelo, en la parte trasera, dos tazas de café bien acomodadas en su lugar dentro de una caja de cartón para llevar, junto con una bolsa de comida hecha una bola. El vehículo de guerra de un agente ocupado es pulcro, pero no siempre está en un lugar conveniente para arrojar los desperdicios. No sabía que Douglas era una mujer hasta que Benton se refirió al agente especial que tiene asignado este coche como «ella» hace unos minutos, mientras me decía que ella había buscado la matrícula del Bentley que nos recibió en Hanscom anoche, un Flying Spur de cuatro puertas negro, del año 2003, propiedad personal del director ejecutivo de una compañía de servicios de Boston que ofrece «unos chóferes discretos» que conducirán cualquier vehículo solicitado, y explica por qué la matrícula del Bentley no es una matrícula de coche de alquiler.
La reserva fue hecha por Internet, por alguien que utilizó una dirección de e-mail que pertenece a Johnny Donahue, un paciente ingresado en el McLean sin acceso a Internet cuando enviaron el e-mail, ayer, desde una dirección IP que corresponde a un cibercafé cerca del Salem State College, que está muy cerca de aquí. La tarjeta de crédito utilizada pertenece a Erica Donahue. Que se sepa, ella jamás hace ninguna transacción online, de hecho, ni siquiera tocaría un ordenador. Huelga decir que ni el FBI ni la policía creen que ella o su hijo alquilaran el Bentley o el chófer.
Creen que lo hizo Fielding, que lo más probable es que consiguiese acceso a la tarjeta de crédito de la señora Donahue por los pagos que hizo en el club de taekwondo mientras su hijo estuvo matriculado, hasta que le dijeron que no volviese más después de intentar darle un puntapié a su instructor, mi director adjunto, un gran maestro con el séptimo dan de cinturón negro. Aún no se ha descubierto cómo accedió Fielding a la cuenta de correo de Johnny, a menos que de alguna manera hubiese manipulado al vulnerable y crédulo adolescente para que le diese la contraseña en algún momento, o quizá se enteró por otros medios.
El chófer, que no es sospechoso de nada excepto de no preocuparse de saber quién era la doctora Scarpetta antes de entregarle la carta, recibió el encargo de su oficina, y según dijeron, nadie que trabaje en la compañía de transporte de élite llegó a ver a la supuesta señora Donahue o habló con ella por teléfono. En la sección de notas de la reserva online se solicitó «un coche de lujo exótico» para un «recado», con la explicación de que nuevas instrucciones y una carta serían depositados en las oficinas centrales de la compañía privada de chóferes. Alrededor de las seis de la tarde echaron un sobre en el buzón de la puerta principal, y unas tres horas más tarde, el chófer se presentó en Hanscom Field con la carta y decidió que Benton era el doctor Scarpetta.
Salimos al aire frío y limpio, y el hielo está por todas partes, reflejando el sol como si estuviésemos en el interior de un candelabro de cristal iluminado. Me protejo los ojos con la mano. Miro cómo el mar azul oscuro se expande y contrae como un músculo, lanzándose tierra adentro para aplastarse y hervir contra una deshabitada costa llena de rocas. Aquí mismo un capitán de barco contempló una vez un paisaje que dudo mucho que haya cambiado en centenares de años, hectáreas de costa escarpada y playas con bosquecillos achaparrados, intocables y deshabitadas debido a que es parte de un parque marítimo, que resulta tener un embarcadero.
Un poco más allá, pasada la zona de acampada, donde el río Neck gira hacia la bahía de Salem, hay un embarcadero de yates donde el Mako de Fielding, de seis metros de eslora, está envasado al vacío con plástico y colocado en un remolque donde la policía lo encontró esta mañana. Yo tengo un vago recuerdo de que él tenía una embarcación que utilizaba cuando salía a bucear porque se lo oí mencionar, pero no sabía dónde la guardaba. Nunca hubiese imaginado, hace veinticuatro horas, que podría convertirse en el foco de una investigación de homicidio, al igual que su todoterreno, un Navigator azul oscuro con la placa delantera ausente, y su pistola Glock con el número de serie borrado. De hecho, la situación es para todo lo que Fielding posee y ha hecho a través de toda su existencia.
Por encima de nuestras cabezas, un helicóptero Dauphine naranja, un HH-65A, también conocido como Delfín, vuela bajo a través del frío cielo azul, y su rotor trasero de diez palas hace un característico sonido modulado que se describe como un sonido bajo pero que para mí es muy agudo, un lamento amenazador, que me recuerda un poco a un C-17 de Seguridad Interior realizando una vigilancia aérea. No sé por qué las fuerzas de la ley federal han tomado tierra, mar y aire, a menos que exista una preocupación por la seguridad de la bahía de Salem, un puerto importante con una gran central eléctrica. He oído a Benton mencionar la palabra terrorismo y también a Marino cuando hablé con él por teléfono hace unos minutos, pero en estos días escucho esa palabra con demasiada frecuencia. De hecho, la escucho continuamente. Bioterrorismo. Terrorismo químico. Terrorismo doméstico. Terrorismo industrial. Nanoterrorismo. Tecnoterrorismo. Si me paro a pensar, todo es terrorismo. Como todos los crímenes violentos, ciertamente es odioso y aborrecible.
Continúo pensando en Otwahl, todo me lleva de nuevo a Otwahl, mis pensamientos transportados por el ala de una mosca-robot o, como dice Lucy, no una simple mosca-robot, sino el Santo Grial de las moscas-robot. Luego pienso en mi vieja némesis MORT, un modelo de tamaño real, aparcado como un gigantesco insecto mecánico dentro de un apartamento de Cambridge, alquilado por Eli Goldman, y después me preocupo por el controvertido científico doctor Liam Saltz, que debe de estar desconsolado. Quizá se vio atrapado sin más en una de aquellas terribles coincidencias que ocurren en la vida, la trágica desgracia de ser padrastro de un brillante joven que se metió en la ciencia equivocada, en las drogas equivocadas y en las armas ilegales.
Un chico demasiado listo para su propio beneficio, como dice Benton, asesinado cuando llevaba un viejo anillo de sello que desapareció de la casa de Erica Donahue, lo mismo que desapareció su papel de carta, su máquina de escribir y una estilográfica, artículos que Fielding tuvo que agenciarse de alguna manera. Tuvo que sacarle toda clase de cosas al rico estudiante de Harvard al que maltrató, Johnny Donahue, y no importa si todo esto me parece erróneo. No puedo demostrar que Fielding no intercambió el anillo de oro por drogas. No puedo probar que no intercambió la Glock por drogas. No puedo negarlo porque Eli tenía el anillo y el arma; pero seguro que debe de haber alguna otra razón mucho más nefasta y peligrosa de la que Benton y los demás proponen.
Puedo decir, y dije, que Eli Goldman era una obstrucción en el mercenario progreso de una compañía como Otwahl, y Otwahl es el común denominador de todo, más que el taekwondo o Fielding. Hasta donde me concierne, si Fielding es el único y directo responsable como dicen todos, entonces deberíamos mirar a fondo y desde otro ángulo a Otwahl. Deberíamos preguntarnos qué relación tenía con ese lugar, más allá de ser un usuario, un objeto de ensayo, o incluso alguien que ayudó a distribuir unas drogas experimentales, que a la postre lo condujeron a su completa aniquilación.
«Otwahl y Jack Fielding», le dije a Benton hace unos minutos. Si Fielding es culpable de asesinato, de manipular un caso, de obstrucción a la justicia y de toda clase de mentiras y conspiraciones, entonces estaba íntimamente vinculado con Otwahl, hasta su aparcamiento, donde es probable que anoche estacionase su Navigator fuera de la vista durante la tormenta. «Tienes que hacer esa conexión de una manera significativa», le repetí varias veces a Benton durante nuestro viaje a este desolado lugar, que posee una belleza extraordinaria y no obstante está en ruinas, como la misma propiedad de Fielding, una fea mancha en una marina exquisita.
—Otwahl Technologies y una casa del siglo XVIII de un capitán de barco en Salem Neck —le digo a mi marido, y le pregunto su opinión, su opinión sincera y objetiva. Después de todo, él tendría que estar muy bien informado y tener una opinión del todo objetiva debido a su leal alianza con un «nosotros», muy bien informados y del todo objetivos, como declaro, estos anónimos camaradas suyos, los fantasmagóricos rangos de un FBI al que ya no pertenece, según afirma, aunque por supuesto yo no le creo. Él es el FBI, sin duda, tan reservado y motivado, como lo recuerdo de hace muchos años, y quizá podría comprenderlo si no me sintiese tan absolutamente sola.
Ya ni siquiera me escucha cuando hace unos minutos atrás comenté que Fielding podía tener algún vínculo con Otwahl, más allá de enseñar artes marciales a unos pocos estudiantes sesudos que están haciendo prácticas en el gigante tecnológico. La vinculación tiene que ser algo más que solo drogas, afirmo. Unos parches analgésicos impregnados con drogas no pueden ser la única explicación para lo que estoy a punto de encontrar en el interior de un pequeño edificio auxiliar de piedra que Fielding estaba convirtiendo en una habitación para huéspedes, antes de que, al parecer encontrase otro uso que ha conseguido varios nombres nuevos.
«La casa de la muerte», pienso sombría y amargamente. «La casa del semen», pienso con cinismo.
Destinada a ser la atracción más novedosa en Salem durante Halloween, que dura todo octubre, con un millón de personas haciendo el peregrinaje hasta aquí desde todos los confines del país. Otro ejemplo de un lugar que ha adquirido la fama gracias a atrocidades que ya no parecen reales, cuentos chinos, casi de tebeo, como la bruja montada en su escoba que forma parte del emblema de Salem, que está en los escudos de la policía e incluso pintada en las puertas de sus coches. Ten cuidado con lo que odias y asesinas, porque algún día se apoderará de ti. La Ciudad de las Brujas, como la gente ha bautizado el lugar, cuyos hombres y mujeres eran traídos hasta aquí a lo que ahora se llama Gallows Hill Park, un lugar similar a este donde Fielding compró la casa del capitán de barco. Lugares que no han cambiado mucho. Lugares que ahora son parques. Solo que Gallows Hill es feo, como debe ser. Un campo abierto y estéril azotado por el viento. En su mayor parte no hay nada más que rocas, hierbajos y algunos trozos de una hierba dura. Allí no crece nada.
Estos pensamientos son como estallidos solares, que crecen y se expanden con una cronología que al parecer no puedo controlar, mientras Benton toca mi codo, y luego lo sujeta con firmeza, cuando cruzamos el final de la calle sin salida cubierta de arena, que se ha convertido en un aparcamiento para vehículos de las fuerzas de la ley, con identificación y sin identificación, algunos con el emblema de Salem, siluetas de brujas montadas en sus escobas. Aparcada muy cerca de la casa del capitán, casi pegada a la parte trasera, está la furgoneta blanca del CFC que Marino condujo hasta aquí horas antes, mientras yo estaba en la sala de autopsias y luego arriba, sin tener idea de lo que estaba ocurriendo a unos cincuenta kilómetros al noreste. La puerta trasera de la furgoneta está abierta, y Marino está en el interior, con las botas de goma verde, un casco amarillo brillante y un traje anticontaminación amarillo brillante, que nosotros utilizamos para trabajos que requieren protección contra peligros biológicos y químicos.
Unos cables serpentean sobre el suelo de acero y salen por las puertas metálicas abiertas, cruzan el helado camino de entrada sin pavimentar, y desaparecen a través de la fachada del edificio de piedra, que debió de ser un encantador y cómodo edificio auxiliar antes de que Fielding lo convirtiese en un solar en construcción con los cimientos sobresaliendo de un suelo helado de color gris. La zona detrás de la casa del capitán es una visión espantosa de cemento derramado, pilas de madera y ladrillos tumbados, herramientas oxidadas, tejas, materiales aislantes y clavos por todas partes. Una carretilla está cubierta con una lona suelta que se agita al viento. Todo el perímetro está rodeado con la cinta de plástico amarilla de la escena del crimen que se sacude y salta en el viento.
—Tenemos energía suficiente para abastecer las luces, pero es lo que hay; disponemos de unos ciento veinte minutos de electricidad —me dice Marino mientras busca en el interior de una de las cajas.
Se refiere al generador auxiliar que mantiene el sistema eléctrico de la furgoneta funcionando cuando el motor está apagado, y suministra una cantidad limitada de electricidad de emergencia.
—Eso suponiendo que no vuelva la electricidad. Quizá tengamos suerte. He oído que puede suceder en cualquier momento. El problema principal son los postes derribados por los árboles abatidos, que sin duda habéis visto al pasar por Derby Street cuando veníais hacia aquí. Pero incluso si vuelve la electricidad, no será de mucha ayuda allí —dice señalando el edificio auxiliar de piedra—. Ahí no hay calefacción. Hace un frío de cojones, y solo te digo que al cabo de un rato se te mete en los huesos —me explica desde el interior de la furgoneta. Benton y yo estamos fuera, soportando el viento. Me subo el cuello de la chaqueta—. Tan frío como nuestro maldito frigorífico de la morgue, siempre que puedas imaginarte trabajando allí durante horas.
Como si yo nunca hubiese trabajado en un escenario con un tiempo helado y no conociese lo que es el frigorífico de una morgue.
—Por supuesto, tiene sus ventajas cuando se va la electricidad, algo común en estos lugares cuando hay tormentas, y no tienes un generador de reserva —continúa Marino. Se refiere a que Fielding no lo tenía—. Puedes perder un montón de dinero si el congelador deja de funcionar. Por eso conectar un calefactor y ponerlo al máximo era obviamente para estropear el ADN, para que nunca supiésemos a quién le había sacado la mierda. ¿Crees que es posible? —me pregunta.
—Depende de a qué parte... —comienzo a decir.
—Para que no podamos identificarlos. ¿Es posible que no podamos? —Marino continúa hablando sin parar, como si hubiese estado tomando café desde la última vez que lo vi. Tiene los ojos inyectados en sangre y vidriosos.
—No —respondo—. No creo que sea posible. Creo que lo averiguaremos.
—Entonces no crees que es tan inútil como la tapioca.
—Joder —exclama Benton—. Me lo podrías haber evitado. Desearía que dejases de hacer esas putas analogías con la comida.
—Se necesitan pocas copias. —Le recuerdo a Marino que podemos conseguir un perfil de ADN de algo tan pequeño como tres células humanas. A menos que todas las células estén degradadas, no pasará nada, le aseguro.
—Así es si lo intentamos en serio. —Marino me habla a mí como si Benton no estuviese aquí, me dirige todos sus comentarios como si él fuese el responsable, no quiere que le recuerden que mi marido es del FBI o un antiguo agente del FBI—. ¿Me refiero a qué pasaría si fuera tu hijo?
—Estaría de acuerdo en que tendríamos que identificarlos y comunicárselo a sus familiares más cercanos —respondo.
—Y que nos demanden, ahora que lo pienso —reconsidera Marino—. Quizá no tendríamos que decírselo a nadie. A mí me parece que solo necesitamos saber de quiénes provino. ¿Por qué decírselo a los familiares y remover el avispero?
—Divulgación total —dice Benton en un tono de ironía como si de verdad supiese que es eso. Mira su iPhone, lee algo en la pantalla y añade—: Porque es probable que muchos de ellos ya lo sepan. Estamos aceptando que Fielding arregló con ellos un pago adelantado por el servicio que ofrecía. No es posible ocultar nada.
—No lo vamos a hacer —respondo—. No ocultamos cosas. Y punto.
—Pues te diré una cosa. Estoy pensando que en realidad deberíamos instalar cámaras dentro de nuestro frigorífico, no solo en el vestíbulo, en el muelle y en algunas salas, también allí dentro —me dice Marino, como si siempre hubiera sido de la opinión de que deberíamos tener cámaras en el frigorífico, probablemente dentro también del congelador. De hecho, nunca me mencionó la idea antes—. Me pregunto si las cámaras funcionarían en el interior de un frigorífico... —continúa.
—Funcionan en el exterior. Hace más frío en invierno por aquí que en el interior de un frigorífico —comenta Benton con voz sorda, casi sin escuchar a Marino, tan pagado de sí mismo, que disfruta de su papel en el drama que ha ocurrido. A él nunca le ha gustado Fielding. No podría imaginar un «Ya te lo dije» más sonoro.
—Tenemos que hacerlo —me dice Marino—. Cámaras y basta de esta mierda, de gente haciendo cosas que creen que podrán hacer sin que nadie los pille.
Miro detrás de nosotros las botas y los zapatos alineados en el exterior de la abertura que lleva al interior de la casa. La Casa de la Muerte, la Casita del Semen. Algunos polis la llaman la Pequeña Tienda de los Horrores.
—Cámaras —oigo que dice Marino mientras miro la casa de piedra—. Si las tuviésemos en el frigorífico, podríamos tenerlo todo en vídeo. Demonios, podría estar muy bien. Mierda, imagina si algo como eso comienza a filtrarse y acaba en YouTube. Fielding haciéndole eso a todos aquellos cadáveres. Joder. Apuesto a que tenéis cámaras así instaladas en Dover.
Nos da unos trajes amarillos brillantes plegados como el suyo.
—Dover debe de tener cámaras en los frigoríficos, ¿no? —continúa—. Estoy seguro de que el Departamento de Defensa lo aceptaría, y nada mejor que este momento para pedirlo, ¿no te parece? A la vista de las circunstancias. No creo que nada se pueda descartar cuando se trata de aumentar la seguridad en nuestro chiringuito...
Me doy cuenta de que Marino todavía me habla a mí, y no le respondo porque me preocupa lo que hay en la cabina de la camioneta. De pronto me siento abrumada por la pena mientras estoy de pie en el frío, el viento y el resplandor, con mi traje de protección plegado y sujeto debajo del brazo. Benton se pone el suyo.
Marino continúa muy alegre, como si esto fuese un carnaval.
—...como dije, es una suerte que haga frío. Soy incapaz de imaginarme lo que sería trabajar uno de esos días de cuarenta grados como teníamos en Richmond, donde podías sacar agua del aire y nada se movía. Quiero decir, qué cerdo de mierda. Ni se te ocurra mirar el lavabo ahí adentro; probablemente la última vez que vaciaron el depósito fue cuando todavía quemaban brujas por aquí...
—Las ahorcaban —me oigo a mí misma responder.
Marino me mira con una expresión en blanco en su gran rostro, y tiene la nariz y las orejas rojas, el casco en lo alto de su cabeza calva, como la caperuza de una boca de incendios amarilla.
—¿Cómo está? —Señalo la cabina de la furgoneta y lo que hay dentro.
—Anne es toda una doctora Dolittle. ¿Sabías que quería ser veterinaria antes de convertirse en Madame Curie? —Todavía dice «curry», como la especia, no importa las veces que le haya dicho que es «Curíí», como el elemento curio, que fue nombrado en honor a Madame «Curíí».
—Te diré otra cosa —prosigue—. Es una suerte que la calefacción de esta casa no estuviese apagada más de cinco o seis horas antes de que alguien llegase aquí. Ese pobre perro no tiene mucho más pelo que yo. Se metió debajo de las mantas en la ratonera que es la cama de Fielding y así y todo temblaba como si tuviese el mal de San Vito. Por supuesto, estaba aterrado con todos esos polis y el FBI entrando al asalto con su equipo táctico, vaya un montaje. Además, según he oído, a los galgos no les gusta estar solos, tienen lo que se llama «ansiedad de separación».
Abre otro recipiente y me da un par de botas, porque sabe mi número sin preguntar.
—¿Cómo sabes que es la cama de Jack?
—Su mierda está por todas partes. ¿De quién más podría ser?
—Tenemos que comprobarlo todo. —Sigo repitiéndolo—. Él estaba aquí en mitad de la nada. Sin vecinos, sin nadie que lo viese u oyese, y el parque desierto en esta época del año. ¿Cómo sabes a ciencia cierta que él estaba solo aquí? ¿Cómo puedes estar absolutamente seguro de que no recibió ayuda?
—¿De quién? ¿Quién demonios podría ayudarle a hacer algo como esto? —Marino me mira y puedo ver en su gran rostro lo que piensa. No puedo ser racional con Fielding. Eso es lo que piensa Marino, lo que con toda probabilidad piensan todos.
—Necesitamos mantener una mente abierta —respondo, y luego señalo de nuevo la cabina de la furgoneta y pregunto otra vez por el perro.
—Está bien —dice Marino—. Anne le trajo algo de comer, pollo y arroz de aquel restaurante griego en Belmont, le hizo una buena cama y la calefacción está a tope, en la cabina hace más calor que en un horno, suficiente para mantener su culo flaco caliente. ¿Quieres verlo?
Nos da unos gruesos guantes negros y otros desechables de nitrilo, y Benton se frota las manos para calentarlas mientras continúa enviando mensajes de texto y leyendo los que recibe en su teléfono. No parece interesado en nada de lo que decimos Marino y yo.
—Deja que primero me ocupe de todo —le digo a Marino, porque no quiero en este momento ver a un perro abandonado que fue dejado solo en una casa a oscuras y sin calefacción, después de que su amo fuese asesinado por la persona que lo robó. Por lo menos, eso es lo que sostiene la teoría.
—Esta es la rutina —dice Marino, y coge dos cascos amarillos brillantes y nos los da—. Allí, donde veis aquellos bidones de plástico para la descontaminación. —Señala una zona de tierra cerca de una plancha de contrachapado que hace las veces de puerta principal de la casa—. Mejor no salir más allá del perímetro. Los trajes y las botas se ponen y quitan allí mismo.
Apoyados junto a tres bidones de plástico llenos de agua hay una botella de lavavajillas e hileras de calzado, las botas y los zapatos de las personas que están en el interior, entre ellas las que reconozco como unas botas de combate marrones, de medida de hombre. Basándome en lo que estoy viendo, hay por lo menos ocho investigadores trabajando en el escenario, entre ellos alguien que podría ser del Ejército, quizá Briggs. Marino se inclina para comprobar la pantalla de estado del generador auxiliar, en la parte de atrás de la furgoneta, y luego baja los escalones de acero para salir al resplandor y el hielo que cubre los árboles desnudos como si hubiesen sido sumergidos en cristal. Colgados por todas partes hay largos y afilados carámbanos que me recuerdan a clavos y lanzas.
—Mejor que te pongas el equipo —dice Marino. Se dirige solo a mí porque Benton se ha alejado, ocupado con su teléfono, comunicándose con alguien, sin prestarnos atención.
Marino y yo comenzamos a caminar hacia la casa, con mucho cuidado de no resbalar en el hielo desnivelado por las rodadas, el barro y los escombros que Fielding nunca limpió.
—Deja los zapatos aquí —me dice Marino—, y si necesitas utilizar el baño o salir a tomar un poco de aire fresco, asegúrate de cambiarte las botas antes de volver a entrar. Hay un montón de mierda ahí dentro que mejor que no la esparzas por todas partes. Ni siquiera sabemos qué mierda es, podría ser una mierda de la que nada sabemos. Pero lo que sí que sabemos es que es mejor no esparcirla por todas partes. Ya sé que dicen que el virus del sida no puede vivir mucho tiempo post mórtem o lo que sea, pero mejor no averiguarlo.
—¿Qué se ha hecho hasta ahora? —Despliego mi traje, y el viento casi me lo arranca de las manos.
—Cosas que tú no querrías hacer y no deberían ser tu problema. —Marino mete sus grandes manos en un par de guantes rojos.
—Mi trabajo es hacer cualquier cosa que haga falta —le recuerdo.
—Vas a necesitar los guantes de goma gruesos si comienzas a tocar muchas de las cosas que hay ahí adentro. —Marino se los pone a continuación.
Tengo ganas de replicarle que no estoy aquí de visita turística. Por supuesto que tocaré cosas. Pero no voy a rebajarme a decir que me he presentado a trabajar en una escena del crimen como si fuese uno de los polis que informan a Marino y después lo saludan. No es que no comprenda la actitud de Marino, la de Benton, la de todos los que están metidos en este caso. Por una de esas ironías, nadie quiere que sea culpable de lo mismo que la señora Donahue acusó a Fielding. No es que yo quiera tener un conflicto, y comprendo que no debería ser yo quien examinara a alguien que trabajó para mí, y con quien, según el rumor, tuve relaciones sexuales en algún momento de mi vida.
Lo que no entiendo es por qué no estoy más preocupada de lo que lo estoy. La única tristeza de la que soy consciente ahora es la que siento por un perro llamado Sock, que duerme sobre unas toallas en la cabina de la furgoneta del CFC. Tengo miedo de que si veo al perro me vendré abajo, y no podré pensar en otra cosa que no sea él. ¿Adónde irá? No a un refugio de animales. No lo permitiré. Tendría sentido que Liam Saltz se lo llevase, pero él vive en Inglaterra, y cómo podría llevarse el perro al Reino Unido si no es en la bodega de un avión, y eso tampoco lo permitiré. La pobre criatura ya ha pasado suficiente en esta vida.
—Solo ten cuidado. —Marino continúa advirtiéndome, como si yo no tuviese la más mínima idea de lo que está pasando por aquí—. Y para que lo sepas, la furgoneta está haciendo más viajes de ida y vuelta que un yo-yo.
Sí, lo sé. Soy yo quien lo montó. Veo a Benton que vuelve hacia la furgoneta, hablando con alguien por el móvil, y me siento olvidada. Me siento apartada. Siento que no soy de ayuda o interés para nadie.
—Casi sin parar, ya casi hay treinta o cuarenta muestras de ADN en los laboratorios, muchas que no están del todo descongeladas, así que quizá tengas razón y tengamos suerte. La furgoneta ya ha hecho un viaje con pruebas y volvió de inmediato, y ahora mismo está regresando de nuevo mientras hablamos —dice Marino.
Me agacho y desabrocho los cordones de una de mis botas.
—Anne conduce como un demonio. No lo sabía. Siempre creí que conduciría como una viejecita, pero entra y sale de aquí como si la maldita furgoneta tuviese esquís. Es digno de ver —comenta Marino, como si ella le gustase—. En cualquier caso, todo el mundo está trabajando más que los ayudantes de Papá Noel. El general dice que podrá traer científicos de refuerzo desde Dover. ¿Estás segura?
En este momento no sé lo que quiero. Excepto la oportunidad de evaluar la situación por mí misma, y eso ya lo he dejado claro.
—No es tu decisión —le respondo a Marino y desabrocho la otra bota—. Yo me ocupo.
—A mí me parece que sería útil que viniesen los del AFDIL. —Marino habla de una manera que despierta mi suspicacia y miro las botas de combate marrones junto a los bidones de descontaminación.
Resulta bastante incómodo tener a Briggs por aquí, y se filtra en mi mente que quizá no sea el único que ha venido desde Dover.
—¿Quién más? —pregunto a Marino mientras me apoyo en los ladrillos para mantener el equilibrio—. ¿Rockman o Pruitt?
—El coronel Pruitt.
Otro hombre del Ejército. Pruitt es el director del Laboratorio de Identificación del ADN de las Fuerzas Armadas, el AFDIL.
—Él y el general vinieron juntos —añade Marino.
No le he pedido a ninguno de los dos que vinieran, pero no necesitaban que yo se lo pidiese, y además Marino sí que lo hizo, al menos ha admitido haber invitado a Briggs. Me lo dijo por teléfono mientras veníamos hacia aquí. Por cierto, dijo como de pasada que esperaba que a mí no me importase que se tomara esa libertad, máxime cuando Briggs supuestamente me había estado llamando y yo no le había respondido, así que Briggs buscó a Marino. El general quería información acerca de Eli, el hombre de Norton's Woods, y Marino le explicó lo que se sabía sobre el caso, y luego le dijo «todo lo demás». Y esperaba que a mí no me importase.
Respondí que me importaba, pero lo hecho, hecho está. Me parece que estoy diciendo eso demasiadas veces ya. Se lo dije a Marino también al teléfono mientras veníamos hacia aquí. Le dije todas las cosas que se han hecho porque Marino las había ordenado, y que no puedo dirigir una oficina de esta manera. De todas formas, lo que estaba implícito, pero no se dijo, era que Briggs está aquí por esa misma razón. Está aquí porque no puedo dirigir una oficina. No de esta manera. En absoluto. Si pudiese dirigir el CFC como el Gobierno, el MIT y Harvard y todos lo demás esperaban, nadie estaría trabajando en esta escena del crimen, porque no existiría.
El traje amarillo es duro y se me clava en la barbilla mientras me pongo las botas de goma verdes. Marino aparta la improvisada puerta de contrachapado fuera del camino. Detrás hay una gruesa hoja de plástico transparente clavada a la parte superior del marco, colgando como una cortina.
—Que quede bien claro, mantendré la cadena de custodia. —Le digo a él lo mismo que dije antes—. Haremos esto de la misma manera que lo hemos hecho siempre.
—Si tú lo dices.
—Lo digo.
Tengo derecho a decirlo. Briggs no está por encima de la ley.
Tiene que hacer honor a la jurisdicción, y para bien o para mal, este caso es de la jurisdicción de Massachusetts y de los distritos donde han ocurrido los crímenes.
—Solo creí que cualquier ayuda que pudiéramos conseguir... —dice Marino.
—Sé lo que creíste.
—Mira, no es como si fuera a haber un juicio —añade—. Fielding le ahorró a la Commonwealth un montón de puto dinero.
20
El aire está cargado con el olor de humo de madera, y veo que el hogar de la chimenea, en la pared más lejana, está lleno de trozos de madera quemados en parte y cubiertos por esponjosas nubes de ceniza blanca gris, delicada, como tejida por una araña, pero en capas. Algo que quema limpio, como la tela de algodón, pienso, o un papel muy caro que no tiene un alto porcentaje de pulpa de madera.
Quien quiera que encendió el fuego, lo hizo con el tiro cerrado. La primera suposición es que lo hizo Fielding, pero nadie está muy seguro de por qué, a menos de que estuviese loco o confiara en que eventualmente su Pequeña Tienda de los Horrores se quemaría hasta los cimientos. Pero si esa era su intención, desde luego no se aplicó a hacerlo de la manera correcta. Tomo nota de que hay un bidón de gasolina en una esquina y cubos de aguarrás, trapos y pilas de leña. En todos los lugares donde miro veo la oportunidad de iniciar un incendio con suma facilidad, como si la chimenea no tuviese ningún sentido a menos que estuviese tan desequilibrado al final como para no pensar con claridad. O quizá no intentaba quemar el edificio, sino librarse de algo, destruir pruebas. O alguien quiso hacerlo.
Miro alrededor bajo la luz desigual y dura de las lámparas de bajo consumo que cuelgan de ganchos o están montadas en palos, con las bombillas encerradas en jaulas. Desparramadas encima de un viejo banco de trabajo manchado de pintura hay herramientas de mano, sargentos, brocas, mandriles, pinceles, cubos de plástico con clavos en forma de ele y tornillos, y herramientas eléctricas, como un taladro con un destornillador montado, una sierra circular, una pulidora y un torno sobre un pedestal metálico. Hay virutas de metal, algunas brillantes, y serrín en el banco y el suelo de cemento, todo sucio y oxidado, sin nada que proteja la inversión de Fielding en la reforma de la casa para protegerla del aire marino y las inclemencias del tiempo más allá de las telas de plástico y más planchas de contrachapado, grapadas sobre las ventanas. Al otro lado de la habitación hay otra puerta abierta de par en par. Oigo voces y otros sonidos que suben por la escalera que conduce al sótano.
—¿Qué habéis recogido aquí? —pregunto a Marino mientras miro alrededor y recuerdo lo que vi en el microscopio. Si pudiese ampliar las muestras del lugar de trabajo de Fielding, sospecho que me encontraría con un montón de escamas de óxido, fibras, hongos, tierra y partes de insectos.
—Es obvio, cuando miras las virutas de metal, que algunas son recientes, porque no se han oxidado y brillan de verdad —responde Marino—. Por lo tanto, recogimos las muestras que se han llevado al laboratorio para averiguar a través del microscopio si se parecen a lo que tú encontraste en el cuerpo de Eli Saltz.
—Su apellido no es Saltz —le recuerdo por enésima vez.
—Para comparar las marcas de las herramientas —continúa Marino—. No es que haya muchas razones para dudar de lo que hizo Fielding. Encontramos la caja.
La caja donde vino el WASP.
—Un par de cartuchos usados de CO2, más empuñaduras, incluso el libro de instrucciones —añade Marino—. Todo. Según la compañía, Jack lo pidió hace dos años. Quizá para sus inmersiones. —Encoje sus grandes hombros en su gran traje amarillo—. No lo sé, excepto que no lo pidió hace dos años para matar a Eli. Eso está muy claro. Hace dos años Jack estaba en Chicago, y supongo que tú podrías preguntar para qué necesitaba un WASP. —Marino camina con sus grandes botas verdes, y sigue mirando la puerta de acceso a las escaleras que bajan, como si tuviese curiosidad por lo que se está diciendo y lo que se hace allí abajo—. Que yo sepa la única cosa que te puede matar en los Grandes Lagos es el mercurio de los peces.
—Todo esto es nuestro. ¿Tenemos la caja y los cartuchos de CO2 ¿Lo tenemos todo? —Quiero saber cuáles son los laboratorios. Quiero asegurarme de que Briggs no está enviando mis pruebas a los laboratorios del AFME en Dover.
—Sí, lo tenemos todo. Excepto el cuchillo que estaba en la caja. El WASP es lo que todavía no ha aparecido. Yo creo que lo tiró después de apuñalar al tipo, quizá lo arrojó desde un puente o algo así. No es de extrañar que no quisiese que nadie fuese a la escena de Norton's Woods, ¿verdad? —Los ojos inyectados en sangre de Marino me miran, y después miran distraídos alrededor, de la manera como miran las personas cuando nada de lo que ven es nuevo. Ha estado aquí muchas horas antes de que yo apareciese.
—¿Qué me dices de lo que hay aquí? —Me pongo en cuclillas delante del hogar. Es abierto y está construido con viejos ladrillos refractarios que con toda probabilidad son los originales—. ¿Qué han estado haciendo aquí? —El casco continúa deslizándose sobre mis ojos; me lo quito y lo dejo en el suelo.
—¿Qué hacemos con la chimenea? —Marino me mira desde donde está.
Muevo mi dedo enguantado hacia las cenizas blancas, y no pesan nada, se mueven y se levantan con el movimiento del aire, como si mis pensamientos las moviesen. Pienso en la mejor manera de preservar lo que estoy viendo. Las cenizas son demasiado frágiles para moverlas en conjunto. Estoy bastante segura de saber lo que ha ocurrido en esta chimenea, o al menos una parte. Lo he visto antes, pero no hace poco, quizá unos diez años. Los documentos que se queman en estos días, por lo general están impresos, no mecanografiados, y se imprimen en un papel barato con un gran contenido de pulpa de madera que quema de forma incompleta, lo que deja un montón de ceniza negra. Un papel con un alto contenido de algodón tiene un aspecto del todo diferente cuando se quema. Lo que me viene a la mente de inmediato es la carta de Erica Donahue que afirma no haber escrito nunca.
—Lo que recomiendo —le digo a Marino— es tapar el hogar para que las cenizas no se dispersen. Necesitamos fotografiarlas tal como están antes de moverlas de cualquier manera. Eso es lo que haremos antes de recogerlas en botes de pintura para el laboratorio de documentos.
Sus grandes pies calzados se acercan.
—¿Para qué? —pregunta.
Lo que de verdad pregunta es si estoy actuando como un investigador de la escena del crimen. Mi respuesta, si tuviese que dársela, algo que no haré, es porque alguien tiene que hacerlo.
—Vamos a acabar esto de la manera como se debe hacer, la manera como sabemos y siempre hacemos las cosas. —Sostengo su mirada vidriosa, y lo que le estoy diciendo de verdad es que nada se ha acabado. No me importa lo que crean los demás. No se acaba hasta que se acaba.
—Veamos lo que tienes. —Se pone en cuclillas a mi lado, y nuestros trajes amarillos hacen un sonido plástico cuando nos movemos. Su débil olor me recuerda a una cortina de baño nueva.
—Letras mecanografiadas en la ceniza. —Se las señalo, y las cenizas se mueven de nuevo.
—Ahora resulta que eres mentalista. Deberías conseguirte un trabajo en una de esas tiendas de magia de por aquí, si puedes leer algo en todo esto quemado.
—Puedes leer una parte porque el papel caro se quema de una manera limpia, se vuelve blanco, y se ven los caracteres entintados hechos por una máquina de escribir. Ya hemos visto cosas como estas antes, Marino. Solo que hace mucho tiempo. ¿Ves lo que estoy viendo? —Señalo, y el aire se mueve y las cenizas se mueven un poco más—. Puedes ver el grabado del membrete, o una parte. Boston y parte de un código postal. El mismo código postal de la carta que recibí de la señora Donahue, aunque ella dice que no la escribió y que su máquina de escribir desapareció.
—Hay una en la casa. Una verde, una vieja portátil en la mesa del comedor. —Se levanta y flexiona las piernas como si le doliesen las rodillas.
—¿Hay una máquina de escribir verde en la otra casa?
—Creí que Benton te lo había dicho.
—Supongo que no pudo decírmelo todo en una hora.
—No te cabrees. Es probable que no pudiese. No creerías el montón de mierda que hay en la otra casa. Al parecer cuando Fielding se trasladó aquí nunca se preocupó de colocar su mierda. Hay cajas por todas partes. Hay toda una montaña.
—Dudo que tuviese una máquina portátil. Dudo mucho que sea suya.
—A menos que se hubiese compinchado con el chico Donahue. Esa es la teoría para explicar de dónde proviene buena parte de la mierda.
—Por lo que dice su madre, eso es poco probable. Johnny detestaba a Jack. ¿Entonces cómo puede ser que Jack tuviese la máquina de escribir de la señora Donahue?
—Si es de ella. No lo sabemos. También están las drogas —señala Marino—. Es obvio que Johnny las tomaba más o menos desde el momento en que comenzó a asistir a las clases de taekwondo con Fielding. Uno más uno suman dos, ¿no?
—Vamos a averiguar qué suma y qué no. ¿Qué me dices del papel de carta?
—No he visto sobres ni papel.
—Excepto el que parece estar aquí. —Le recuerdo que quizá pudieron quemar parte o todo el papel de carta de Erica Donahue, las hojas de papel y los sobres que sobraron después de mecanografiar la carta que alguien me escribió, fingiendo ser ella.
—Escucha... —Marino no acaba lo que está a punto de decir.
No necesito que lo haga. Sé lo que va a decir. Va a recordarme que no puedo ser razonable cuando se trata de Fielding, y Marino cree que lo sabe muy bien. Debido a nuestra propia historia. Marino también estaba en aquellos primeros días. Recuerda cuando Fielding era mi compañero patólogo forense en Richmond, mi protegido, y en las mentes de un montón de personas, al parecer, mucho más que eso.
—¿Esto estaba aquí en esta posición? —pregunto y le indico un rollo de esparadrapo gris en el banco de trabajo.
—Sí, claro —responde mientras se agacha junto a una maleta abierta de la escena del crimen que hay en el suelo y saca una bolsa de pruebas, porque se puede comparar el extremo cortado del rollo de esparadrapo con el borde del último trozo cortado—. Ahora dime, ¿cómo demonios pudo haberse hecho con ella y para qué?
Se refiere a Fielding. ¿Cómo hizo Fielding para conseguir la máquina de escribir de Erica Donahue y cuál era su propósito al escribir una carta supuestamente suya y hacer que me la entregase en mano un chófer de alquiler, que por lo general trabaja para fiestas como los bar mitzvah y las bodas? ¿Johnny Donahue le dio a Fielding la máquina de escribir y el papel de carta? Y si es así, ¿por qué? Quizá Fielding manipuló a Johnny sin más. Le tendió una trampa.
—Quizás un último esfuerzo para acusar al chico —añade Marino, que responde a su propia pregunta y da voz a lo que estoy pensando y a punto de desecharlo como una posibilidad—. Una buena pregunta para Benton.
Pero Benton está en alguna parte, habla por teléfono o quizá conversa con sus compañeros del FBI, quizá con la agente Douglas. Me preocupa cuando pienso en ella, y espero que solo esté comportándome como una paranoica, que no tenga razones de verdad para preocuparme por la naturaleza de su relación con la agente especial Douglas. Espero que la otra taza de café en la parte de atrás del todoterreno de ella no fuese de Benton, que no ha estado yendo con ella, pasando un montón de tiempo con ella, mientras yo estaba en Dover y luego, antes de aquello, en y fuera de Washington. No solo soy permisiva y una mala tutora, ahora se me ocurre que también soy una mala esposa. Todo parece estar destrozado, acabado. Parece como si estuviese trabajando en la escena de mi propia muerte, como si la vida que conocí antaño de alguna manera no haya sobrevivido mientras estaba ausente, y ahora estoy investigando, intentando reconstruir qué me mató.
—Esto es lo que vamos hacer ahora mismo —le digo a Marino—. Supongo que nadie ha tocado la máquina de escribir. ¿Sabes si es una Olivetti?
—Hemos estado muy ocupados aquí. —Me está diciendo que la policía tiene asuntos más importantes que ocuparse de una vieja máquina de escribir—. Encontramos al perro allí abajo, como te dije. Y un dormitorio que al parecer utilizaba Fielding. Puedes pensar que iba y venía de un edificio a otro, pero aquí es donde ocurrió. —Indica el edificio auxiliar donde estamos—. La máquina de escribir está dentro de su maletín, en la mesa del comedor. Lo abrí para ver qué había dentro, pero nada más.
—Toma muestras de las teclas para buscar el ADN antes de recogerla y transportarla a los laboratorios. Quiero que las muestras salgan con la próxima remesa de pruebas que se lleve la furgoneta. Quiero que primero analicen esas pruebas porque nos dirán quién me escribió la carta.
—Creo que ya sabemos quién.
—Después la máquina irá a Documentos para que podamos comparar los tipos con los de la carta que tengo, en letra cursiva, y analizaremos el esparadrapo que está en el sobre y veremos si procede del mismo rollo que acabamos de encontrar y los rastros que hay en él, el ADN, huellas dactilares, cualquier cosa. No te sorprendas si señala a los Donahue. Si el rastro es desde su casa, o las huellas dactilares, y si el ADN es de esa fuente.
—¿Por qué?
—Para acusar al hijo.
—No sabía que Jack fuese tan rematadamente listo —opina Marino.
—No digo que le tendiese una trampa a nadie. No le he juzgado y condenado a él, ni a nadie —respondo con voz monótona—. Tenemos su perfil de ADN y sus huellas dactilares para propósitos de exclusión, de la misma manera que tenemos los nuestros. Por lo tanto, tiene que ser fácil incluirlo o excluirlo, y a cualquier otro perfil. ¿Y si hay alguno más, si encontramos ADN de más de una fuente, que es algo que, por supuesto, podemos esperar perfectamente? Pues confrontaremos los perfiles con el CODIS de inmediato.
—Claro. Si es eso lo que quieres.
—Los haremos de inmediato, Marino. Porque sabemos dónde está Jack, pero ¿y si alguien más está involucrado, incluidos los Donahue? No podemos perder tiempo.
—Desde luego. Lo que tú digas —dice Marino, y puedo leerle los pensamientos.
«Esta es la casa de Jack Fielding. Es la Casa de la Muerte, su Pequeña Tienda de los Horrores. ¿Por qué tomarse tantas molestias?». Pero Marino no lo dirá. Supone que estoy negando la evidencia. Que sostengo la remota esperanza irracional de que Fielding no mató a nadie, que alguien estuvo utilizando su propiedad y sus pertenencias como por arte de magia, y que es el responsable de todo esto, alguien al margen de Fielding, que es la víctima y no el monstruo que ahora todo el mundo cree que es.
—No sabemos si su familia estuvo aquí —le recuerdo a Marino con paciencia y en voz baja, pero en un tono severo—. Su esposa, sus dos niñas pequeñas. No sabemos quién ha estado en la casa y tocó las cosas.
—No a menos que viniesen aquí desde Chicago para estar en esta pocilga.
—¿En qué fecha exacta se marcharon de Concord? —Era allí donde su familia vivía con él, en una casa que Fielding había alquilado y que yo le había ayudado a buscar.
—El otoño pasado. Eso encaja con todo. —Marino hace otra suposición—. El jugador de fútbol y lo que pasó después de que la familia de Fielding volviese a Chicago y él viniese aquí, para reformar este lugar mientras vivía en él como un vagabundo. Pudo haberte enviado un maldito e-mail y hacerte saber que aquí las cosas no le funcionaban muy bien. Que su esposa y sus hijas se largaron, no mucho después de que el CFC comenzara a aceptar casos.
—No me lo dijo. Lamento que no lo hiciese.
—Sí, bueno, yo tampoco colaboré en ello. —Marino sella la bolsa de pruebas de plástico con el rollo de esparadrapo—. Pero no era asunto mío. No iba a comenzar mi nueva carrera aquí chivándome del personal y diciéndote que Fielding lo ha estado jodiendo todo y que eso es lo que tú deberías haber esperado de él cuando lo que en realidad creías es que era una idea brillante traerlo de vuelta.
—¿Esto es lo que debía esperar? —Sostengo la mirada resentida en los ojos inyectados en sangre de Marino.
—Ponte el casco antes de bajar. Hay un montón de mierda colgando del techo, con todas esas malditas luces colgadas como si fuese Navidad. Tengo que volver a la furgoneta, y sé que tú necesitas un minuto.
Me ajusto la correa del casco y la aprieto. La razón de que Marino no baje a la bodega conmigo no es porque necesito un minuto. No es porque sea lo bastante sensible como para ofrecerme la oportunidad de prepararme para lo que está ahí abajo a solas, sin él soplándome en el cogote. Esa es la idea a la que ha llegado, de lo que se ha convencido a sí mismo, pero mientras lo oigo llegar junto a los bidones al otro lado de la puerta, chapoteando con sus botas en el agua, solo puedo imaginar lo desagradable que una escena como esta puede ser para él. Tiene poco que ver con los desagradables fluidos corporales que se calientan y descomponen, o incluso con su aprensión ante la hepatitis, o el sida, o cualquier otro virus, y todo lo que tiene que ver con cómo llegaron allí los fluidos corporales. Las abluciones de Marino en los bidones de plástico llenos de agua y lavavajillas son su intento de limpiarse a sí mismo de la culpa que sé que siente.
Él nunca ha visto a Fielding hacer nada de todo esto. Ese es el problema al que se enfrenta Marino. Lo que piensa al respecto es que debería haberse dado cuenta. Como le he explicado a Benton cuando veníamos hacia aquí y luego le expliqué a Marino por teléfono, la extracción de esperma no es muy diferente a una vasectomía, excepto que cuando dicho procedimiento se realiza en un cadáver, es todavía más rápido y sencillo, por razones obvias. No hace falta la anestesia local y el doctor no tiene que preocuparse de cómo se sentirá el paciente, si puede arrepentirse o cualquiera otra respuesta emocional.
Todo lo que Fielding tenía que hacer era una pequeña punción en un lado del escroto e inyectar una aguja en los tubos deferentes para extraerle el semen. Podía hacerlo en minutos. Lo más probable es que no lo hiciese durante la autopsia, pero sí antes de meterlo en el frigorífico cuando no había nadie cerca, y asegurarse de acceder al cadáver tan rápidamente después de la muerte como fuera posible, lo que en retrospectiva podría explicar por qué vio que el hombre de Norton's Woods sangraba antes que cualquier otro. Fielding entró en el frigorífico en cuanto llegó al edificio a primera hora del lunes por la mañana para conseguir su última donación involuntaria de esperma, y fue entonces cuando vio la sangre en la bandeja debajo de la bolsa. Así que fue a paso rápido por el pasillo y avisó a Anne y a Ollie.
Si alguien hubiese advertido que algo así estaba pasando durante los seis meses que estuve en Dover, sería Anne, le dije a Marino. Ella nunca vio lo que Fielding hacía, y sabemos que extrajo esperma de por lo menos un centenar de pacientes, a tenor de lo que se ha encontrado en un congelador de la bodega y todos los restos esparcidos por el suelo. Potencialmente, unos cien mil dólares, quizá mucho más, dependiendo de cuánto cobrase y si lo hacía en escala descendente, si tomaba en cuenta lo que la familia o cualquier otro interesado podía pagar. Oro líquido, como lo llaman los polis, era lo que Fielding vendía en un mercado negro de su propia creación. No puedo dejar de pensar en la elección de Eli como donante involuntario, suponiendo que esa fuese la intención de Fielding. Nunca sabremos la verdad.
Pero a la hora en que Fielding fue al frigorífico ayer por la mañana, solo había un joven cuerpo masculino lo bastante fresco para ser candidato adecuado para la extracción de esperma, y ese era Eli Goldman. El otro caso masculino era mayor, y era poco probable que sus seres queridos hubiesen estado interesados en comprar su semen. El tercer caso era una mujer. Si Fielding asesinó a Eli con el cuchillo de inyección, ¿sería después tan atrevido y temerario para sacar el esperma del joven? Y ¿a quién pensaba vendérselo sin incriminarse a sí mismo? Si intentó hacer algo así, daba lo mismo que confesase el homicidio.
Continúa dándome vueltas por la cabeza que Fielding no sabía quién era el joven muerto y no identificado, cuando le informaron del caso el domingo por la tarde. Fielding no se molestó en ir a la escena del crimen, no estaba interesado, y no tenía ninguna razón en ese momento para estarlo. Continuó sin saber quién era hasta que entró en el frigorífico, y entonces reconoció a Eli Goldman porque de alguna manera estaban vinculados. Quizá por las drogas. Por eso Eli tenía una de las armas de Fielding. Quizá Fielding le había dado o vendido la Glock a Eli. Desde luego, alguien lo hizo. Drogas, el arma, quizás algo más. Ojalá hubiese podido meterme en la mente de Fielding cuando entró en aquel frigorífico, poco después de las siete de la mañana de ayer. Entonces lo sabría. Lo sabría todo.
Aparto una lámpara que cuelga en mi camino para que no me golpee en el casco, cuando bajo los escalones de piedra con mi voluminoso traje amarillo y las grandes botas de goma.
Un sudor frío me corre por los costados. Me preocupa Briggs y qué pasará cuando me enfrente con él, y me preocupa un galgo llamado Sock. Me preocupo por todo lo que me pueda preocupar porque no puedo soportar lo que estoy a punto de ver. Pero es mejor de esta manera. Por mucho que me queje de Marino, él hizo lo correcto. Yo no hubiese querido que transportasen el cuerpo de Fielding al CFC. No hubiese querido verlo por primera vez metido en una bolsa sobre una camilla de acero o una bandeja. Marino me conoce lo bastante bien para decidir que, si yo pudiera elegir, exigiría ver a Fielding de la manera que murió, para convencerme a mí misma de que fue tal como parece, y lo que Briggs determinó cuando examinó el cuerpo horas antes es lo mismo que observo yo, y que Briggs y yo compartimos la misma opinión sobre la causa y el modo de la muerte.
El sótano es de piedra encalada con el techo abovedado y sin ventanas. Es un lugar demasiado pequeño para tanta gente, todos ellos vestidos como yo, de amarillo brillante con gruesos guantes negros, botas de goma verdes y resplandecientes cascos amarillos. Algunos llevan visores, otros, mascarillas quirúrgicas. Identifico a mis propios científicos, tres del laboratorio de ADN, que están recogiendo muestras en una parte del suelo de piedra que está cubierto de tubos de ensayo rotos y sus tapones de plástico negro.
Cerca está el calefactor que mencionó Marino, y un congelador criogénico de acero inoxidable, de la misma marca y modelo del que utilizamos en los laboratorios cuando debemos guardar muestras biológicas a temperaturas ultrabajas.
La puerta del congelador está abierta de par en par, los estantes movibles del interior, vacíos, porque alguien, al parecer Fielding, sacó todos los especímenes y los destrozó en el suelo de piedra, y luego puso en marcha el calefactor. Veo las etiquetas rotas pegadas a los fragmentos de cristal en el suelo, que por lo demás está limpio. El sótano parece blanqueado con algo no brillante, como una pintura de imprimación, como la bodega de un vinatero que ha sido reconvertida en un laboratorio, con un fregadero y una encimera de acero, soportes para tubos de ensayo y grandes tanques de acero de nitrógeno líquido. En el centro de la habitación principal en la que estoy hay una larga mesa metálica, que Fielding utilizó con toda probabilidad para preparar los envíos, y varias sillas, una de ellas un tanto apartada, como si alguien hubiese estado sentado en ella. Miro primero la silla y busco sangre, pero no veo nada.
La mesa está cubierta con papel blanco de carnicero y sobre él hay unos guantes criogénicos, ampollas, rotuladores, corchos grandes y varillas medidoras para recipientes de almacenamiento. Debajo están apiladas las cajas blancas de cartón, las que se denominan cubos criogénicos, que consisten en unos termos criogénicos baratos que utilizamos para enviar materiales biológicos colocados dentro de un recipiente de aluminio, donde pueden permanecer congelados a ciento cincuenta grados centígrados bajo cero hasta cinco días. Estos contenedores especiales también se pueden utilizar para el envío de semen congelado, y de hecho, a menudo se les llama «tanques de semen». Son muy utilizados por los criadores de animales.
Solo puedo suponer que el equipo y los materiales de Fielding para su ilegal y escandalosa industria casera fueron sacados del CFC, en la oscuridad de la noche o fuera de hora. De alguna manera consiguió llevarse lo que quería de los laboratorios sin que el personal de seguridad pestañease. O es posible que simplemente pidiese lo que necesitaba y nos lo cargase a nosotros, pero se lo hiciese enviar aquí, a la casa del capitán de barco. Incluso mientras intento deducir lo que pudo haber hecho, él está tan cerca de mí que casi podría tocarlo, debajo de una sábana azul desechable en su limpio suelo pintado de blanco, ahora manchado de sangre en el borde del papel plastificado, una mancha de sangre que es parte de un charco más grande que por lo que sé está debajo de su cabeza. Desde donde estoy, veo que la sangre ha comenzado a separarse y coagularse. Está en la primera etapa de descomposición, un proceso que podría haberse demorado mucho debido a la temperatura ambiente en el sótano. Hace tanto frío que puedes ver tu aliento, tanto frío como en el frigorífico de la morgue.
El flash de una cámara se dispara y se vuelve a disparar mientras un hombre de hombros anchos, vestido de amarillo, toma fotografías de una zona de la pared encalada que está ennegrecida y sucia, donde está montado un aparato en un trípode amarillo brillante. Es un sistema electro-óptico de medición de distancias, que, me digo, ya ha confeccionado un mapa de la escena, con las coordenadas de todos los detalles, incluidos los que está fotografiando el coronel Pruitt. Advierte que lo miro y baja la cámara a un lado cuando me acerco a la pared donde huelo la muerte, el débil hedor mohoso y acre de la sangre que se ha descompuesto y secado a lo largo de meses en un entorno frío y sin sol. Huelo moho. Huelo polvo. Veo pilas de trozos de una alfombra roñosa, y madera contrachapada cerca de otra pared, y puedo decir, por el polvo y la tierra en el suelo blanco, que la alfombra y la madera fueron arrastradas hace poco hasta donde están.
Atornillados a la pared a la altura de mi cabeza hay una serie de grilletes que asocio con unas poleas que se usan para levantar. A partir de los rollos de cuerdas, engrasadores, grapas, una carretilla de carga, garfios y anillas en el techo, deduzco que Fielding diseñó un ingenioso aparejo para mover los pesados tanques de nitrógeno líquido, y que en algún momento el sistema fue pervertido por otro propósito que sospecho que nunca fue su intención cuando comenzó con la extracción y la venta de semen.
—Por lo que puedo deducir hasta ahora, el objeto utilizado fue una de esas hachas que cortan y martillan, lo que justificaría la fuerza bruta y las heridas cortantes. —Pruitt comienza sin ni siquiera decir hola, como si nuestro encuentro aquí fuese normal, nada más que una continuación de nuestro tiempo juntos en Dover—. En otras palabras, un hacha de mango largo con cabeza de martillo atrás y el filo delante. Estaba bajo la alfombra y la madera, junto con una cazadora del Boston College, un par de zapatillas y otros artículos de ropa que creemos que pertenecían a Wally Jamison. Todo este trozo de suelo estaba debajo de aquello. —Señala la alfombra y la madera que han movido, que, como había supuesto, se utilizaron para ocultar la escena del crimen—. Todo, incluido el hacha, por supuesto, ha sido empaquetado y enviado a sus laboratorios. ¿Has visto ya el arma? —pregunta Pruitt sacudiendo la cabeza.
—No.
—No puedo imaginar que alguien venga a por mí con algo así. Jesús. El recuerdo de Lizzie Borden. Trozos de cuerda ensangrentada donde lo colgaron. —Señala los grilletes y las anillas atornilladas en las piedras cubiertas con unas costras negras de sangre, y casi imagino el olor del miedo aquí abajo, el inimaginable terror del jugador de fútbol torturado y asesinado la noche de Halloween.
—¿Por qué no limpió todo esto? —Formulo la primera pregunta que me viene a la cabeza mientras miro la escena, que no parece haber sido tocada después de que Wally Jamison fuera brutal y sádicamente asesinado aquí abajo.
—Supongo que siguió la ley del mínimo esfuerzo y se limitó a cubrirlo todo con los tableros de contrachapado y la vieja alfombra —responde Pruitt—. Por eso hay tanta tierra y fibras por todas partes. Al parecer, después del homicidio no se molestó en lavar las cosas en absoluto. Solo amontonó la vieja alfombra encima y apoyó todos estos tableros contra la pared. —Señala de nuevo la pila de trozos de alfombra de diferentes colores, y cerca, los grandes tableros de madera contrachapada apilados en el suelo blanco, al lado de una puerta de acceso cerrada que da al exterior del sótano.
—No sé por qué no lavó todo esto —repito—. Esto ocurrió hace tres meses. ¿Se limitó a dejar la escena del crimen como si fuese una cápsula del tiempo? ¿Solo echó una alfombra y maderas encima?
—Una teoría es que se regodeaba con ello. Como las personas que fotografían o filman lo que hacen para poder continuar disfrutando después del hecho. Cada vez que venía aquí abajo, sabía qué había detrás de los tableros y la alfombra, lo que estaba oculto debajo, y se divertía.
«O alguien lo hacía», pienso. Jack Fielding nunca obtenía placer del horror. Para ser un patólogo forense, en realidad era un tanto impresionable. Benton dirá que era por la influencia de las drogas. Es probable que todos digan eso, y quizá sea verdad. Fielding estaba alterado, no lo pongo en duda.
—Algunos de nosotros podemos ayudarte con esto, ya lo sabes —añade Pruitt, y me mira a través del visor de plástico que se nubla intermitentemente cuando respira el aire frío del sótano. Sus ojos castaños se ven alerta y amables cuando me mira, pero está preocupado. Cómo podría alguien no estarlo. Me pregunto si él intuye lo que estoy pensando. Me pregunto si nota en las tripas que algo no funciona en todo esto. Me pregunto si se formula la misma pregunta que ahora mismo me estoy haciendo cuando miro la ennegrecida pared encalada con los grilletes negros de óxido atornillados en la piedra.
«¿Por qué Jack Fielding haría algo así?».
Extraer semen para vendérselo a las desconsoladas familias es casi comprensible. Se puede echar la culpa con toda facilidad a la codicia o incluso al ansia de gratificación, el poder que debió sentir cuando podía devolver la vida allí donde había sido arrebatada. Pero mientras recuerdo las fotos, las grabaciones de vídeo y los escáneres que he visto del cuerpo mutilado de Wally Jamison, recuerdo lo que pasó por mi mente en aquel momento. Su asesinato parecía tener un motivo sexual y emocional, como si la persona que descargó el arma en él tuviese sentimientos hacia él, desde luego una furia que no cesó hasta que Wally quedó lacerado, troceado, cortado y contusionado más allá del reconocimiento, y sangró hasta morir. Después, su cuerpo desnudo fue transportado, lo más probable en una embarcación, lo más probable en la embarcación de Fielding, y arrojado en la bahía, junto a la base de los guardacostas, un acto que Benton describe como atrevido, una provocación a las fuerzas de la ley. Eso tampoco parece propio de Fielding. Para ser un gran maestro, fuerte y musculoso, era bastante cobarde.
—Gracias. Ya veremos qué se necesita —le respondo a Pruitt.
—Necesitas el ADN. Ya tenemos centenares de muestras, no solo del semen que ha de ser vinculado con el donante, sino de todas las demás muestras que se han recogido.
—Lo sé. Es un trabajo enorme y continuará durante bastante tiempo porque no sabemos qué ha ocurrido aquí. Solo una parte. Lo que había en el congelador y luego lo que supongo que tuvo que haber sido el homicidio del estudiante del BC, Wally Jamison. —Cuando digo su nombre me lo imagino, la mandíbula cuadrada, el pelo negro rizado, los brillantes ojos azules y de constitución fuerte. Luego lo que parecía más tarde—. ¿A qué hora habéis llegado aquí?
—John y yo volamos temprano, llegamos hace unas siete horas.
No pregunto dónde está Briggs ahora.
—Ha hecho el examen externo y repasará los detalles contigo cuando estés preparada —añade Pruitt.
—¿Nadie lo ha tocado? —Encontraron el cuerpo de Fielding poco después de las tres de la madrugada. Eso es al menos lo que me han dicho.
—Cuando John y yo llegamos aquí, el cuerpo estaba cubierto como está ahora. La Glock no está aquí. Después de que el FBI restauró el número de serie borrado, el arma se guardó en una bolsa de pruebas y está en sus laboratorios. —Pruitt me explica lo que ha hecho Benton.
—No sabía de todo esto hasta hace muy poco tiempo. Cuando me traían hacia aquí.
—Mira. Si yo hubiese estado aquí a las tres de la mañana y me hubiese tocado a mí... —Comienza a decir que me hubiese explicado todo lo que estaba pasando—. Pero el FBI quería retener el asunto porque nadie estaba seguro de si era un lobo solitario. —Se refiere a que si Fielding lo era—. Debido a todos los otros factores, como el doctor Saltz, el miembro del Parlamento y otros. El miedo al terrorismo.
—Sí. Solo que no es la clase de terrorismo del que, por lo general, tiene que preocuparse el FBI. Esta es una clase diferente de terrorismo —comento—. Se intuye como algo personal. ¿No lo sientes como personal? ¿Qué piensas de todo esto?
—Nadie tocó el cuerpo cuando la policía, el FBI lo encontró. —Pruitt no quiere decirme lo que piensa—. Sé que entonces estaba a la misma temperatura que la habitación, que llevaba tiempo aquí, pero tendría que hablarlo con John.
—Dices que el cuerpo estaba a la misma temperatura del aire ambiente a las tres de la madrugada.
—Algo así de cinco grados más o menos. Quizás un poco más caliente debido a todas las personas que estaban aquí abajo. Pero mejor le preguntas los detalles a John.
Pruitt mira el montículo con forma humana envuelto en una sábana azul al otro lado del sótano, cerca del congelador, cerca de los fluidos que se descongelan en el suelo de piedra, donde los investigadores llevan rodilleras. Recogen los trozos de vidrio uno a uno, toman muestras y empaquetan cada objeto por separado en sobres de papel que etiquetan con rotuladores permanentes. No haré los cálculos hasta revisar el cuerpo, pero lo que oigo ahora se suma a lo que sospecho. Algo no cuadra.
21
La mancha en la pared encalada es fea y oscura. Está a un metro ochenta por encima del suelo de piedra, seguramente donde estaba la cabeza y el cuello de Wally Jamison cuando le colocaron los grilletes y le golpearon y sajaron hasta matarlo.
A partir de la mancha más grande hay una constelación de salpicaduras como cabezas de alfiler, diminutas marcas negras que vistas de cerca son alargadas, anguladas, por la sangre desprendida del arma cuando se movía repetidamente, cuando se ensangrentaba una y otra vez al impactar en la carne humana. Imagino el hacha que mencionó Pruitt y estoy de acuerdo con él. Qué terrible manera de morir. Luego pienso en el cuchillo de inyección. Otra horrorosa manera de morir. Sadismo.
—Sin duda tenía un sistema para registrar las muestras —le digo a Pruitt con la mirada puesta en los investigadores de amarillo brillante, que se mueven a gatas, algunas de ellos personas que no conozco. Quizá Saint Hilaire de Salem. Quizá Lester «Lawless» Law de Cambridge. No estoy segura de quién está aquí, solo que el FBI está trabajando junto a un grupo especial de trabajo formado por investigadores de varios departamentos, miembros del North Eastern Massachusetts Law Enforcement Council, el NEMLEC—. Si de verdad estaba vendiendo semen extraído —continúo con mi línea de razonamiento—, diría que tenía un sistema para registrar los especímenes. —Dirijo su atención a los trozos de etiquetas todavía adheridos a los cristales rotos del suelo—.
Encontrar dicha información nos ayudaría con la identificación, quizá nos daría una información preliminar que después verificaríamos a través del ADN. Si todos estos especímenes vinieron de casos del CFC, tendríamos que tener el ADN en las tarjetas con la sangre en el expediente de cada caso.
—Sé que Marino se ocupa de eso, tiene a alguien buscando todos los casos de hombres jóvenes que pudieran haber sido candidatos viables. Sobre todo si Fielding hizo las autopsias.
—Con el debido respeto, la orden la he dado yo, no Marino. —Oigo el tono defensivo que no puedo evitar en mi voz, pero ya estoy un tanto harta de mi nuevo autodesignado jefe Pete Marino. He oído demasiadas referencias que implican que él está al mando de mi oficina.
—Todavía no hemos encontrado un registro —añade Pruitt—. Pero Farinelli se está encargando del ordenador de Fielding, que estaba tan muerto como lo estaba él cuando llegamos aquí. Quizás el registro esté allí.
Siempre me resulta extraño cuando los investigadores se refieren a mi sobrina por su apellido. Lucy debe de estar en la casa vecina, donde no hay luz ni calor, a menos que haya vuelto la electricidad. Me doy cuenta de que aquí abajo podría no saberlo, dado que estamos utilizando luces de emergencia traídas y montadas. Me acerco a una caja abierta cerca del pie de las escaleras donde encuentro una linterna, y vuelvo a la pared para alumbrar la mancha de sangre y ver qué más me puede decir antes de mirar a la persona que supuestamente las causó, mi director adjunto, que trabajaba solo en su Casita de la Muerte. «Mi director adjunto, el lobo solitario que no tuvo ayuda en todo esto», pienso con escepticismo y cada vez más furiosa con la policía, el FBI, con todos los que comenzaron a trabajar en la escena sin mí.
Debajo de la mancha oscura de la pared encalada está la correspondiente zona oscura en el suelo blanco, una miríada de gotas que se combina para formar una mancha sólida, que puedo decir que era un charco de sangre casi negro y escamoso. Una parte se ha filtrado en las piedras porosas. Algunas de las gotas en el borde de la zona manchada son círculos perfectos, con solo una pequeña distorsión en los bordes por la aspereza de la piedra, salpicaduras pasivas de la hemorragia de la víctima. Otras manchas están desparramadas porque alguien, lo más lógico el atacante, las pisó, o arrastró algo sobre ellas cuando todavía estaban frescas. Supongo que quizás arrastró la alfombra y los tableros de madera por encima de ellas. Las únicas manchas de sangre que muestran la dirección de trayectoria son aquellas en la pared y en el techo, negras y alargadas o en forma de lágrimas, y creo que la mayoría de ellas fueron proyectadas por los repetidos movimientos e impactos del arma.
La víctima estaba de pie cuando sangró, al parecer esposada a la pared, y lo que no puedo decir es en qué momento se produjo al menos uno de los golpes mortales. ¿Ocurrió al principio o más tarde? «Cuanto antes mejor». No dejo de pensar en lo que imagino que se hizo, y reconstruyo el dolor, el sufrimiento y por encima de todo su terror. Espero que no haya estado sometido al abuso durante mucho tiempo cuando le cercenó una arteria, lo más probable la carótida en el lado izquierdo del cuello. La característica huella en la pared es de sangre arterial, que mana a gran presión gracias a los latidos del corazón. Recuerdo las fotografías que vi, los profundos cortes en el cuello.
Wally Tamison solo hubiese vivido apenas unos minutos después de recibir semejante herida. Me pregunto durante cuánto tiempo duraron los cortes y los golpes después de que fuese demasiado tarde para hacerle más daño. Me pregunto por la rabia. Y por cuál pudo haber sido la vinculación entre Wally Jamison y Jack Fielding. Tiene que ser algo más que solo el hecho de ir al mismo gimnasio. Wally iba a las clases de artes marciales, y hasta donde se sabe, no conocía a Johnny Donahue, Eli Goldman o Mark Bishop. Tampoco trabajaba o estaba de prácticas en Otwahl, y al parecer no tenía nada que ver con la robótica y otras tecnologías. Lo que sé de Wally Jamison es que era de Florida, un estudiante en su último año en el BC, donde estudiaba historia y gozaba de cierta celebridad gracias al fútbol, a las fiestas y a ser lo que se llama un galán. No se me ocurre ninguna razón por la que Fielding pudiera conocerlo, a menos que fuese en algún encuentro casual, quizá a través del gimnasio y luego quizás las drogas, el cóctel hormonal que Benton mencionó.
El análisis toxicológico de Wally Jamison dio negativo para drogas ilegales o terapéuticas, y para el alcohol. Pero no buscamos esteroides porque no forma parte de la rutina, solo se buscan si se tiene una razón para sospechar que la muerte puede estar relacionada con ellos. La causa de la muerte de Wally no estaba en duda. No había ninguna razón para creer que los esteroides lo habían matado, al menos no de forma directa, y ahora quizás es demasiado tarde para volver atrás. No vamos a conseguir otra muestra de su orina, aunque podemos intentar analizar su pelo. Las moléculas de las drogas, incluidos los esteroides, pueden haberse acumulado en el interior del cabello. Un análisis como ese requeriría tener mucha suerte para detectar esteroides, y no nos va a decir si Wally los consiguió de Fielding, si lo conocía o si fue asesinado por él. Pero estoy dispuesta a investigar cualquier cosa, porque mientras miro este sótano y veo la forma del cuerpo de Fielding debajo de una sábana en el suelo, quiero saber por qué. Quiero saberlo y no aceptaré que la causa fue su locura, que había perdido el juicio. No es suficiente.
Vuelvo a la caja cerca de las escaleras, encuentro unas rodilleras y me las pongo antes de arrodillarme junto a la sábana azul redondeada. Cuando la aparto del rostro de Jack Fielding no estoy preparada para lo real que parece. Esa es la palabra que viene a mi mente, «real», como si todavía estuviese aquí, como si estuviese dormido pero no se sintiese bien. No hay nada vital o vibrante en él, y mi cerebro recorre los detalles que veo, los mechones de pelo rígidos por el gel que utiliza para disimular la calvicie, las manchas rojas en su rostro, que está hinchado y pálido. Quito la sábana que cruje cuando la aparto de mi camino, me siento sobre los talones de mis botas de goma y lo miro en su totalidad, me fijo en su pelo castaño claro que ralea en la coronilla, en las partes calvas, y en la sangre seca alrededor de la oreja y encharcada debajo de la cabeza.
Imagino a Fielding apuntando el cañón de su Glock hacia el interior de su oreja izquierda y apretando el gatillo. Intento entrar en su mente, intento conjurar sus últimos pensamientos. ¿Por qué haría eso? ¿Por qué la oreja? El costado de la cabeza es algo habitual en los suicidios con arma de fuego, pero no la oreja, ¿por qué la izquierda y no la derecha? Fielding era diestro. Yo solía tomarle el pelo diciendo que tenía lo que yo llamaba una «manitis aguda» porque no podía hacer nada útil con la mano izquierda, nada que requiriese algún grado de destreza o habilidad. Desde luego, no se disparó en la oreja izquierda empuñando la pistola con la mano derecha, a menos que se hubiese convertido en un contorsionista en mi ausencia. Posiblemente esta conjetura se les habrá ocurrido a todos. Pero necesito comprobar el ángulo. Apunto mi dedo derecho a mi oreja izquierda lo mejor que puedo, finjo que mi dedo índice es el cañón de la Glock.
—Las cosas en realidad no están tan mal —dice una voz profunda—. No hemos llegado hasta ese extremo, ¿verdad? —pregunta el general John Briggs.
Lo miro de pie a mi lado, con las piernas separadas, las manos a la espalda, grande y voluminoso en su traje amarillo brillante, pero no lleva visor, guantes ni casco. Su rostro de facciones duras no deja de ser atractivo, algunos lo describen como el de un gavilán, con una sombra de barba. Es un hombre que siempre parece barbudo, y no importa lo a menudo que se afeite, siempre parece que necesita un afeitado. Sus ojos son del mismo gris oscuro que el revestimiento de titanio de mi edificio, y su pelo es negro, abundante, con muy poco gris para su edad, que es de sesenta años.
—Coronel —añade, y se arrodilla a mi lado. Recoge la linterna que estuve usando antes y que he dejado apoyada en el suelo—. Imagino que se pregunta lo mismo que yo. —Enciende la luz.
—Lo dudo mucho —respondo cuando alumbra en el interior de la oreja izquierda de Fielding.
—Me pregunto dónde estaba —dice Briggs—. ¿Buscas la mancha de alta velocidad, algo que señale que estaba aquí mismo, que te indique el porqué? ¿Estaba junto a su congelador criogénico y sin más apretó el arma en su oreja?
Cojo la linterna y enfoco las partes que me interesan cuando miro en el interior de la oreja de Fielding. Casi todo lo que veo es una costra de sangre oscura y seca, pero al acercarme veo el pequeño orificio de entrada, negro, una herida de contacto que es alargada. Traza un ángulo. Hay una gran cantidad de sangre debajo de la cabeza, un charco seco que es grueso y parece pegajoso porque el sótano es húmedo. Huelo la sangre que comienza a descomponerse, el débil olor dulzón y fétido, y detecto el alcohol. No me sorprendería que al final Fielding estuviese bebiendo. Tanto si se disparó a sí mismo como si lo hizo algún otro, es probable que estuviese ebrio. Recuerdo el gran todoterreno con los faros de xenón que nos siguió a mí y Benton hace unas dieciséis horas cuando conducíamos a través de una tormenta de nieve hacia el CFC. La suposición actual es que Fielding iba en aquel todoterreno, que era su Navigator y que quitó la matrícula delantera para que no pudiéramos saber quién estaba detrás de nosotros. Nadie ha podido explicar satisfactoriamente por qué decidió seguirnos o cómo se las arregló para desaparecer al instante, al parecer en la nada, después de que Benton se detuviese en mitad de la carretera nevada, con la ilusión de que quien fuese que iba pegado a nuestro parachoques nos adelantase.
Yo parezco ser la única persona preocupada por el hecho de que Otwahl Technologies esté muy cerca del lugar donde desapareció el gran todoterreno con los faros de xenón y los antiniebla. Si tenía un mando a distancia o un código para entrar en ese lugar, o quizás si era conocido por la seguridad privada, esa persona pudo haber guardado el Navigator allí, algo así como desaparecer en la Batcueva. Así es como se lo describí a Benton, que no pareció impresionado. «¿Por qué Jack Fielding tendría esa clase de acceso a Otwahl?», le pregunté a Benton durante nuestro viaje hacia aquí. «Incluso suponiendo que estaba involucrado con algunas de las personas que trabajan allí, ¿tendría acceso a su aparcamiento? ¿Pudo haber entrado tan rápido y estar seguro de que la policía privada que vigila las instalaciones estaría de acuerdo en ello?».
—Con todas estas superficies blancas que hay aquí —Briggs me está diciendo—, cualquiera creería que podríamos encontrar algo que nos pudiese indicar dónde se efectuó el disparo.
Miro las manos de Fielding. Están frías como las piedras del sótano, y están completamente rígidas. Musculoso como es, es como mover los brazos de una estatua de mármol cuando alumbro con la linterna sus grandes y fuertes manos. Las examino, me fijo en las uñas limpias y bien cortadas, y me sorprende. Esperaba verlas sucias, tan locas y fuera de control como todos parecen creer que estaba. Advierto los callos, que siempre ha tenido por el uso de las pesas en el gimnasio, por trabajar en sus coches o hacer reparaciones domésticas. Al parecer murió sujetando la pistola con la mano izquierda, o se supone que debe parecer que lo hizo así, sus dedos apretando muy fuerte y la impresión en la palma hecha por la culata con las cachas punteadas antideslizantes de la Glock. Pero no veo la delgada película de la salpicadura de sangre que pudo haberse proyectado sobre la piel cuando apretó el gatillo.
La rociadura de retroceso es algo que no se puede evitar o falsear.
—Haremos la prueba de residuos de un disparo en sus manos —comento, y veo que Fielding no lleva el anillo de boda. La última vez que lo vi lo llevaba, pero aquello fue en agosto, y todavía, por lo que tengo entendido, vivía con su familia.
—El cañón del arma tiene sangre —me dice Briggs—. Manchas en el interior del cañón cuando la sangre fue aspirada.
El fenómeno es provocado por los gases explosivos cuando el cañón de un arma es presionado contra la piel y se aprieta el gatillo.
—¿El casquillo fue eyectado? —pregunto.
—Está allí. —Señala un lugar en el suelo blanco a metro y medio de la rodilla derecha de Fielding.
—¿Y el arma? ¿En qué posición? —Deslizo las manos debajo de la cabeza de Fielding y palpo el duro bulto del metal aplastado debajo del cuero cabelludo por encima de la oreja derecha, donde la bala salió del cráneo y está atrapada debajo de la piel.
—Todavía sujeta en su mano izquierda. Estoy seguro de que habrás visto la manera como tiene curvados los dedos y la marca de la empuñadura en la palma. Tuvimos que quitarle el arma de la mano a la fuerza.
—Ya lo veo. Así que se disparó con la mano izquierda a pesar de ser diestro. No es imposible, pero sí poco habitual, si no estaba tumbado aquí mismo en el suelo cuando lo hizo o cayó con el arma todavía sujeta en la mano. Un espasmo cadavérico y la sujetó con más fuerza. Cayó limpiamente de espaldas como está aquí. Bueno, es algo que cuesta de imaginar. Tú me conoces y sabes lo que opino de los espasmos cadavéricos, John.
—Ocurren.
—Como ganar a la lotería —respondo—. También ocurre. Solo que nunca me toca a mí.
Noto cómo se mueve el hueso roto debajo de mis dedos cuando palpo con suavidad la cabeza de Fielding e imagino la trayectoria de la herida: hacia arriba y ligeramente de atrás hacia delante, la bala alojada más o menos a unos ocho centímetros del ángulo inferior de la mandíbula derecha.
—¿Se disparó de esta manera? —Convierto de nuevo mi mano izquierda en un arma, y apunto mi dedo índice enfundado en el guante de nitrilo rojo en un ángulo forzado, como si fuese a dispararme a mí misma en la oreja izquierda—. Incluso si sujetó la pistola con la mano izquierda cuando no era zurdo, es un tanto forzada y poco habitual la manera como mi codo tiene que ponerse por debajo y detrás de mí, ¿no te parece? Y yo esperaría una mínima salpicadura de retroceso en la mano. Desde luego, estas cosas no son verdades como templos —digo en el interior del sótano de piedra pintado de blanco de Fielding.
»Algo curioso sobre dispararte a ti mismo en la oreja —comento—, es que las personas por lo general son remilgadas por el miedo al estampido que oirán, algo que no es racional, porque de todas maneras vas a morir, pero así es la naturaleza humana. Es como dispararte en un ojo. Casi nadie lo hace.
—Tú y yo tenemos que hablar, Kay —dice Briggs.
—Y, sobre todo, a qué hora abrieron el congelador criogénico —continuo— y pusieron en marcha el calefactor, y lo que se quemó arriba, probablemente el papel de carta de Erica Donahue. Si Jack hizo todo eso antes de matarse, ¿entonces por qué no hay semen o cristales rotos debajo de su cuerpo? —Manipulo el pesado cuerpo de Fielding. Es un peso muerto, totalmente rígido y poco voluntarioso cuando lo muevo un poco para inspeccionar el suelo debajo del cuerpo que está blanco y limpio—. Si vino aquí abajo y rompió todos estos tubos de ensayo, y luego se disparó a sí mismo en la oreja, tendría que haber cristales y semen debajo de su cuerpo. Está todo a su alrededor, pero no hay nada debajo. Hay un trozo de cristal enganchado en el pelo. —Lo cojo y lo miro—. Alguien rompió esto después de que él estuviese muerto, después de que ya estuviese tumbado en el suelo.
—Pudo ser que el cristal se le enganchase en el pelo cuando rompió los tubos de ensayo, cuando lo destruyó todo con gran violencia —dice Briggs, y suena paciente y amable para ser quien es. Casi parece sentir piedad de mí. De nuevo mis inseguridades.
—¿Ya has tomado una decisión, John? ¿Tú y todos los demás? —Lo miro a la cara.
—Tú me conoces muy bien —responde—. Tenemos mucho de qué hablar, y preferiría no hacerlo aquí delante de los demás. Cuando estés lista, estaré aquí al lado.
La electricidad volvió a Salem Neck alrededor de las dos y media de la madrugada, más o menos para la hora en que estaba acabando con Jack Fielding, de rodillas a su lado en aquel suelo de piedra hasta que mis pies comenzaron a entumecerse y mis rodillas a dolerme y a arder a pesar de las rodilleras que llevaba.
Las lámparas de pared en la anticuada cocina están encendidas, la casa muy fría pero con la promesa de calor en el aire de la ventilación forzada que noto que sale de las rejillas del suelo cuando camino con mis botas, las prendas de campaña y la chaqueta, después de haberme quitado el equipo protector, excepto los guantes desechables. El fregadero de loza blanca está lleno de platos y en el agua espumosa flota una mancha de grasa amarillenta coagulada. La cortina amarilla que cubre la ventana sobre el fregadero está manchada y descolorida.
Allí donde miro encuentro restos de comida, basura y botellas de licor. Me recuerda la miseria de innumerables escenas en las que he trabajado, de su podredumbre y deterioro, de sus olores mohosos, de lo a menudo que la vida que precede a la muerte es el verdadero crimen. Los últimos meses de Fielding en la tierra fueron mucho más torturados de lo que se merecía, y no puedo aceptar que no quisiese nada de lo que hizo para sí mismo. Esto no es lo que programó para su destino final, no es para lo que había nacido, y continúo pensando en aquella frase favorita suya cuando me recordaba que no había «nacido para» esto o «nacido para» aquello, sobre todo cuando le pedía que hicieses cosas que le parecían desagradables y aburridas.
Hago una pausa junto a la mesa de madera con dos sillas de madera debajo de una ventana que da a la calle helada y, más allá, al agua azul oscuro del mar revuelto. La mesa está cubierta con periódicos y revistas que desparramo con mi mano enguantada. El Wall Street Journal, el Boston Globe, el Salem News, de fechas tan recientes como el sábado. Recuerdo haber visto varios periódicos cubiertos de hielo en la acera, como si los hubiesen arrojado allí y nadie los hubiese traído al interior de la casa antes de la gran tormenta. Hay alrededor de media docena de revistas Men's Health, y veo que las etiquetas con la dirección corresponden a la dirección de Fielding en Concord. Los números de enero y febrero fueron enviados aquí, como también un montón del resto de la correspondencia en la pila que reviso. Recuerdo que el contrato de alquiler de Fielding de la casa de Concord comenzó hace más de un año, y según el amontonamiento y los muebles que reconozco como suyos y lo que me han dicho de sus problemas domésticos, tendría sentido que no renovase el alquiler. Se instaló en una fría casa antigua que carece de todo encanto debido a su estado ruinoso, y si bien puedo imaginar lo que él vio cuando se enamoró del lugar, algo cambió para él.
«¿Qué te pasó?». Miro la miseria que dejó en su estela. «¿Quién eras tú al final?». Veo sus manos muertas y recuerdo su frialdad, su rigor y lo pesadas que se notaban cuando las sujeté. Estaban limpias, las uñas bien cuidadas, y ese pequeño detalle no parece encajar con todo lo demás que estoy viendo. «¿Hiciste tú todo este tremendo desastre? ¿O lo hizo algún otro? ¿Alguna otra persona que es desordenada y loca estuvo en tu casa?». Pero sé también que la consistencia es en realidad como el duende de las pequeñas mentes, que aquello que Ralph Waldo Emerson escribió es verdad. Las personas no se explican y definen con facilidad, y lo que hacen no siempre es consistente. Fielding bien pudo estar cayéndose a trozos junto con todo lo demás a su alrededor, pero aún era lo bastante vanidoso para mantener una buena higiene personal. Podría ser verdad.
Pero no voy a saberlo. Su tomografía computerizada, su autopsia no me lo dirán. Hay tanto que no sabré, incluido por qué nunca me habló de este lugar en Salem. Benton dice que Fielding compró la casa en cuanto se trasladó a Massachusetts, que hizo un año el pasado enero, pero nunca me lo mencionó. No estoy segura de que estuviese ocultando nada delictivo, que lo estuviese haciendo o que intentara hacerlo, sino que tengo la sensación de que deseaba algo que solo fuese suyo, algo que no tuviese ninguna vinculación conmigo, donde yo no tuviese opinión al respecto y que no fuese a ayudarle a mejorar o cambiar. No quería que yo lo controlase cuando se disponía a convertir la casa de un capitán de barco del siglo XVIII en suya, en una inversión o lo que fuese que en un principio había imaginado tener solo para él.
«Si esa es la verdad, entonces qué triste», pienso. Miro el agua que brilla como zafiros, las olas que llegan y se estrellan contra la rocosa costa gris al otro lado de la calle helada y cubierta de arena. Paso a través de la amplia abertura que una vez tenía puertas correderas a un comedor con las vigas de roble oscuro a la vista, con un techo pintado de blanco que tiene manchas de agua. Me fijo en el latón manchado de la lámpara con forma de cebolla, que debería estar en una entrada y no encima de una mesa de nogal polvorienta y rodeada por sillas que no hacen juego y que necesitan un tapizado nuevo. No culpo a Fielding por no quererme aquí. Soy demasiado crítica, demasiado segura de mi maldito buen gusto y de mis opiniones informadas, y no es de extrañar que lo volviese loco. No solo soy una persona permisiva sino también una mala madre, cuando en realidad no tengo derecho siquiera a ser una buena. No era mi sitio ser para él nada más que un jefe responsable, y si él estuviese aquí le diría que lo siento. Le pediría que me perdonase por conocerlo y preocuparme, porque ¿qué ayuda era esa? ¿Qué maldito bien le hice?
Me concentro en un lugar donde el polvo está removido en un extremo de la mesa, donde alguien estuvo comiendo o trabajando, quizá donde estaba la máquina de escribir Olivetti, y la silla delante está en mejor estado que las demás. Su tapizado de terciopelo rojo se ve descolorido y gastado, pero está intacto y puede que sea segura para sentarse. Pienso en Fielding aquí tecleando. Intento ubicarlo en esta mesa y las viejas ventanas. La vista desde aquí no es más que un triste camino de gravilla. Es imposible para mí imaginarlo inclinado en una silla pequeña debajo de una lámpara colgante, escribiendo una carta de dos páginas una y otra vez en un papel con marca de agua hasta que consiguió la versión final impecable.
Fielding y sus grandes dedos impacientes. Nunca fue un buen mecanógrafo, aprendió por su cuenta, lo que él llamaba «cazar y coger» en lugar de «buscar y picotear». Y el motivo de aquel documento supuestamente escrito por Erica Donahue es ilógico si vino de él. Si consideramos la situación en que estaba Fielding, basándonos en lo que Benton vio cuando se reunió con él la semana pasada en mi despacho, a mí no me parece creíble que mi director adjunto pudiese llegar a tales extremos para tenderle una trampa a un estudiante de Harvard y hacer que lo acusasen del homicidio de Mark Bishop. ¿Por qué Fielding mataría a un niño de seis años? No me creo lo que Benton dice, que Fielding se estaba matando a sí mismo como niño cuando clavó los clavos en la cabeza de Mark Bishop. Fielding estaba poniendo fin a los abusos de su propia niñez, me dijo Benton, pero yo no estoy convencida.
Debo recordarme a mí misma que hay muchas cosas en la vida que tienen sentido para las personas que las hacen, mientras que el resto de nosotros nunca conseguimos entenderlo. Incluso cuando se nos dicen los motivos, las explicaciones no parecen encajar con cualquier patrón que tenga ritmo o razón. Me detengo delante de una de las ventanas, todavía poco dispuesta a dejar esta habitación y pasar a la siguiente, donde oigo a Briggs caminando con sus botas de combate. Habla con alguien por el móvil. Saco el mío para comprobar los mensajes de texto y veo que hay uno de Bryce.
«¿Puedes llamar a Evelyn?».
La llamo al laboratorio de pruebas y me atiende otro microscopista, un joven científico llamado Matthew.
—¿Está cerca de algún ordenador? —La voz de Matthew suena confiada y tensa por la excitación—. Evelyn acaba de ir al lavabo, pero queríamos enviarle algo del todo extraño. No dejo de pensar que es un error o la contaminación más estrambótica. Usted sabe que un cabello mide unos ochenta mil nanómetros, ¿verdad? Así que imagínese algo de cuatro nanómetros. En otras palabras, un pelo sería veinte mil veces el diámetro de lo que hemos encontrado. Y no es orgánico, aunque la huella elemental es casi carbono puro, pero también hemos detectado residuos de lo que parece ser fenciclidina...
—¿Ha encontrado PCP? —interrumpo su charla agitada.
—PCP, polvo de ángel, en realidad solo un rastro, una cantidad minúscula. Utilizamos la espectroscopia de infrarrojos transformada de Fourier. A una ampliación de cien aumentos, con un sencillo microscopio de luz, ves los gránulos y otro montón de residuos microscópicos, en especial fibras de algodón, en la parte de atrás del parche analgésico, ¿vale? Probablemente alguna de sus estructuras granulares son PCP, quizá también Nutrin o Motrin, lo que fuese que el parche original llevaba, además de otros compuestos químicos.
—Matthew, cálmate.
—Bueno, a ciento cincuenta mil aumentos con el SEM verá que de lo que le hablo, lo que queremos enviarle, es tan grande como una panera, doctora Scarpetta.
—Adelante, envíalo, y si es necesario, iré a la furgoneta y me conectaré allí. Prueba de enviarlo también como un PDF e intentaré abrirlo con mi iPhone. ¿De qué estamos hablando exactamente?
—Algo así como unas bolitas imantadas, como una pesa hecha de bolitas imantadas pero con patas. Está muy claro que está hecho por el hombre, pero del tamaño de una cadena de ADN, como dije, de cuatro nanómetros y carbono puro, excepto por lo que fuese que debía suministrar. También hay rastros de polietilenglicol, que hemos conjeturado que era el revestimiento exterior de lo que debía suministrar.
—Explica esa parte de lo que debía suministrar. ¿Algo construido a una escala nanométrica para suministrar una cantidad mínima de PCP o qué?
—Como es obvio, esta no es mi especialidad, y no tenemos aquí un AFM, un microscopio atómico. Porque yo diría que acabamos de entrar en una nueva era, en la que tendremos que comenzar a buscar cosas como estas, cosas que tienes que ampliar millones de veces. Y en mi opinión, tuvieron que utilizar algo así como un microscopio atómico para montar esto, para hacer el nanomontaje, para manipular los nanotubos, las nanopartículas, mientras intentas unirlas utilizando una nanosonda o lo que sea. Es probable que podamos ocuparnos de muchos de estos casos con el SEM, pero un microscopio atómico sería una buena idea si es esto lo que se avecina y está a punto de darnos en la cabeza, doctora Scarpetta.
—No sabes lo que has encontrado, pero es un nanorobot de algún tipo, y en tu opinión se utilizó para suministrar droga o drogas. ¿Encontraste uno en el dorso de la película que estaba en la bata de laboratorio? —No le digo la bata de laboratorio de quien.
—Solo uno mezclado con las partículas, las cintas y otros restos debido a que no analizamos toda la película, solo el espécimen que había en un trozo. El resto de la película de plástico está ahora mismo en huellas dactilares, y luego irá a ADN, después pasará al espectrómetro de masa y cromatografía de gases —responde Matthew—. Además, está roto o degradado.
—¿El qué?
—El nanorrobot. Parece roto, o quizá se está deteriorando, porque se supone que tiene ocho patas, pero solo veo cuatro en un lado y dos en el otro. Ahora se lo estoy enviando por e-mail, un par de fotos que hicimos para que usted pueda verlas por sí misma.
Puedo descargar las imágenes desde mi iPhone. Es una sensación inexplicable advertir la siniestra simetría que penetra en mi mente de que el nanorrobot parece una versión molecular de una mosca micromecánica. No puedo saber si el Santo Grial de la mosca-robot de Lucy tiene el aspecto de este nanorrobot ampliado miles de veces, pero la estructura artificial en la foto es de un insecto con su cuerpo alargado de bolitas magnéticas grises. Las delicadas piernas o patas de nanoalambre que están todavía intactas aparecen dobladas en ángulos rectos con apéndices como pinzas en las puntas, posiblemente para sujetarse a las paredes de las células o abrirse paso en las venas o los órganos, para encontrar el objetivo, en otras palabras, y adherirse a él mientras suministran una medicina, o quizá drogas ilegales destinadas a ciertos receptores del cerebro.
Se me ocurre que no debe extrañarme que el análisis para drogas de Johnny Donahue fuese negativo. Si los nanorrobots fueron añadidos en las gotas sublinguales para las alergias o, mejor todavía, en su aerosol nasal de corticosteroides, las drogas pudieron haber estado por debajo del nivel de detección. Todavía más sorprendente, las drogas pudieron no haber penetrado en absoluto la barrera sangre-cerebro, pero habrían sido programadas para unirse a los receptores en la corteza frontal. Si las drogas nunca entraron en el torrente sanguíneo, no podían ser excretadas por la orina. No hubiesen acabado en el pelo, y ese es el objetivo del uso de la nanotecnología en medicina, para tratar enfermedades y trastornos con drogas que no son sistémicas, y, por lo tanto, menos dañinas. Como sucede con todo lo demás, todo lo que se pueda utilizar para el bien sin duda acabará siendo utilizado para el mal.
La sala de estar de Fielding tiene las paredes y el suelo desnudos. Apiladas hasta el techo hay unas cajas marrones polvorientas, todas del mismo tamaño, con el logo de la compañía de mudanzas Gentle Giant's en los costados, decenas de cajas en pilas cúbicas como si nunca hubiesen sido tocadas desde que las trajeron aquí.
En el centro de este búnker de cartón está sentado Briggs. Me recuerda a la imagen que vi de Matthew Brady en una fotografía, un general de la Guerra Civil, con su traje de combate verde y arena, sus botas, un portátil Mac en el regazo, su espalda de anchos hombros recta contra la silla de respaldo recto. Decido que sería muy propio de él seguir sentado y hacerme permanecer de pie. Coreografiar nuestra conversación para que me sienta pequeña y sumisa, pero él se levanta, y yo le digo que no, gracias, me quedaré de pie. Así que ambos lo hacemos, nos acercamos a una ventana donde él coloca el ordenador en el alféizar.
—Me parece interesante que tuviese Internet inalámbrico aquí —comienza Briggs de inmediato, y mira la vista del océano y las rocas al otro lado de la calle helada cubierta de arena—. ¿Con todo lo que has visto, quién iba a pensar que tuviese Internet?
—Quizá no era la única persona que vivía aquí.
—Tal vez.
—Al menos tú aceptas la posibilidad. Es más de lo que parecen estar haciendo todos los demás. —Coloco mi iPhone en el alféizar para que pueda ver lo que está en la pequeña pantalla. Él la mira, y después desvía la mirada.
—Imagina dos tipos de nanorrobots —dice, como si estuviese hablando con alguien al otro lado de la vieja ventana, como si su atención estuviese allí afuera en la luz del día y el agua resplandeciente, y no en la mujer de pie a su lado, la mujer que siempre se siente joven e insegura con él, sin importa su edad o en quién se haya convertido.
—Un nanorrobot que es biodegradable —continúa—, que desaparece en algún momento después de suministrar una minúscula dosis de alguna droga psicoactiva, y luego un segundo tipo de nanorrobot que se autorreplica.
Siempre me siento como otra persona con Briggs, alguien que no soy yo, y mientras estoy a su lado, con nuestras mangas tocándose y sintiendo su calor, pienso en las maneras maravillosas y terribles en que me modeló.
—El autorreplicante es el que más nos preocupa. Imagínate si tienes algo así dentro de ti —dice, y lo que está dentro de mí es la fuerza irresistible del general John Briggs. Ahora comprendo lo que Fielding sintió y lo mucho que debió de quererme.
Comprendo lo terrible y maravilloso que es sentirse abrumado por alguien. Se me ocurre que es como una droga. Una adicción de la que deseas librarte con desesperación, y al mismo tiempo deseas con desesperación no perderla. Creo que Briggs siempre tendrá ese mismo efecto en mí. No lo superaré en esta vida.
—Y el nanorrobot autorreplicante permite la descarga continuada de algo como la testosterona —señala Briggs. Siento su energía, su intensidad, y soy consciente de lo cerca que estamos el uno del otro, atraídos el uno hacia el otro, como siempre hemos estado y nunca deberíamos haber estado—. Una droga como el PCP no podría replicarse, por supuesto, así que eso sería un callejón sin salida, solo se repetiría si el sujeto continuara utilizando el aerosol nasal, las inyecciones o se aplicara un parche impregnado con nanorrobots biodegradables. Pero se podría programar para que se replicase algo que tu cuerpo produce de forma natural, así que el nanorrobot se replica, fluye libremente a través de tus arterias, se engancha a los objetivos, como la corteza frontal de tu cerebro, sin la necesidad de una batería. Es autopropulsante y replicante.
Briggs me mira. Sus ojos son duros, pero hay algo en ellos que siempre han tenido para mí. Un vínculo que es constante y al mismo tiempo conflictivo. Recuerdo con claridad quiénes éramos en Walter Reed, cuando nuestros futuros contenían misteriosas e ilimitadas posibilidades, cuando él era mayor y profundamente formidable para mí, y yo era un prodigio. Me llamaba Prodigio Mayor, y luego volví de Sudáfrica y fui a Richmond y no me llamó en absoluto, no durante años. Lo que teníamos el uno con el otro era complejo e insondable, y lo recuerdo en su totalidad cuando estoy con él.
—Ya no necesitaríamos más guerras —comenta—. No la clase de guerras que tú y yo conocemos, Kay. Estamos en las puertas de un nuevo mundo donde nuestras viejas guerras parecerán sencillas y humanas.
—Jack Fielding no era de esa clase de científicos —respondo—. No fabricaba esos parches y es probable que se hubiese mostrado extremadamente resistente e inquieto si alguien intentó tentarlo para que utilizase drogas suministradas por nanorrobots. Me extrañaría incluso que supiese qué es un nanorrobot, o que tuviera la más mínima idea de que era eso lo que se estaba metiendo en su sistema. Lo más probable es que creyese que estaba tomando algún tipo nuevo de esteroide, un esteroide de diseño, algo que podía ayudarle a desarrollar su físico, ayudarle a aliviar sus dolores crónicos durante décadas de abusos, ayudarle a luchar contra la vejez. Detestaba hacerse viejo. Envejecer no era una opción para él.
—Bien, ahora ya no tendrá que preocuparse por eso.
«No, no tendrá que preocuparse por eso, está claro», pienso. Lo que digo en voz alta es:
—No acepto que se matase porque no quería envejecer. No acepto que se matase a sí mismo y tengo grandes dudas al respecto.
—Tengo entendido que has estado expuesta a uno de sus parches —prosigue Briggs—. Lo lamento de veras, pero si no lo hubieses hecho, no sabrías todo el resto. Kay Scarpetta colocada. Vaya, es toda una novedad. Lamento no haber estado allí para verlo.
Benton debió de decírselo.
—Esto es a lo que nos enfrentamos, Kay —señala Briggs—. Nuestro valiente nuevo mundo, lo que yo llamo neuroterrorismo, lo que el Pentágono llama el gran miedo. Haz que nos volvamos locos y ganarás. Conviértenos en unos locos y nos mataremos a nosotros mismos, evitaremos a los malos tomarse el trabajo. En Afganistán, dales opio a nuestras tropas, dales benzodiacepinas, dales alucinógenos, algo que los aleje de su aburrimiento, y entonces ya verás lo que ocurre cuando suben a los helicópteros y aviones de combate, tanques y Humvees. Mira lo que pasa cuando vuelven a casa convertidos en adictos, vuelven a casa enloquecidos.
—Otwahl —comento—. ¿Estamos desarrollando armas como esas?
—Nosotros no. No es para eso para lo que la DARPA está pagando tantos millones, maldita sea. Pero alguien en Otwahl lo está haciendo, y no creemos que sea solo uno. Una célula de supercerebros ocupados en un experimento no autorizado o aprobado, y con todo lo peligroso que puede ser.
—Supongo que sabes quién.
—Unos condenados mocosos —responde, con la mirada puesta en la tarde brillante—. Diecisiete, dieciocho años, con unos cocientes de inteligencia que se salen de las tablas y llenos de pasión pero nada más aquí arriba. —Se toca la frente—. No necesito decirte nada sobre los jóvenes, sobre sus lóbulos frontales sin acabar, como galletas a medio hornear hasta que cumplen los veintitantos, y sin embargo ahí los tienes, jodiendo en los laboratorios de nanotecnología, con los superconductores, la robótica, y la biología sintética, todo lo que te puedas imaginar. Ya es complicado darles un arma y hacer que piloten bombarderos invisibles al radar, pero tenemos reglas —afirma en un tono áspero—. Tenemos estructuras, regímenes, liderazgos, la más estricta de las supervisiones, ¿pero qué demonios crees que está pasando en un lugar como Otwahl, donde el objetivo no es la seguridad nacional y la disciplina sino el dinero y la ambición? Por el amor de Dios, esos malditos genios que están allí, como Johnny Donahue y su grupo, no saben una mierda de Afganistán, Pakistán o Irak. Nunca han puesto un pie en una base militar.
—No veo la vinculación de Jack con nada de eso, más allá de enseñar artes marciales a un puñado de chicos. —El cielo es un tejido azul turquesa y debajo el océano azul se encrespa.
—Se mezcló con ellos, y diría que de forma involuntaria se convirtió en un proyecto científico. Tú sabes muy bien lo que pasa con los proyectos de investigación y las pruebas clínicas, pero solo el tipo que nosotros conocemos, supervisados y controlados estrictamente por juntas de revisión de estudios humanos. ¿Entonces, dónde consigues voluntarios, si eres un ingeniero técnico de dieciocho años de Harvard o el MIT que trabajas en Otwahl? Solo podemos suponer que Jack hizo sus contactos a través del gimnasio, a través del taekwondo. Todos nosotros tenemos muy claros sus problemas de toda la vida con el abuso de sustancias, sobre todo esteroides, así que ahora alguien le va a entregar el elixir de la vida, la fuente de la juventud a través de unos parches analgésicos. Pero lo que sin duda no recibió fue lo prometido. Tampoco Wally Jamison, Mark Bishop o Eli Goldman.
—Wally Jamison no trabajaba en Otwahl.
—Durante un tiempo salió con alguien que si lo hace. Dawn Kincaid, otra de los neuroterroristas de allí.
—La mejor amiga de Johnny Donahue —digo—. ¿Dónde está ahora mismo? —pregunto—. Al parecer todos los que has mencionado están muertos, excepto ella. —Siento que una alarma se dispara en mi interior.
—Desaparecida en combate —dice Briggs—. No se presentó en Otwahl ayer ni hoy, al parecer está de vacaciones.
—Estoy segura.
—Exacto. La encontraremos y conseguiremos saber el resto de la historia, porque no hay duda de que ella será quien nos la dirá. Dado su experiencia en la nanoingeniería, la síntesis química a nanoescala. Basándonos en lo que sabemos, es probable que estuviese desarrollando estos asquerosos nanorrobots que encontraron su camino dentro de Jack Fielding y lo convirtieron en un mister Hyde, por decir lo mínimo.
—Mister Hyde —repito—. Lo mismo que Erica Donahue dijo que le ocurrió a su hijo —señalo—. Solo que dudo que Johnny matase a nadie.
—Él no mató a aquel chico.
—Estás convencido de que lo hizo Jack.
—Fuera de control, chapucero —dice Briggs.
—Y después mató a Eli. —Mi comentario flota en el aire, y me pregunto si suena tan hueco para Briggs como lo suena para mí. Me pregunto si puede oír con qué fuerza no lo creo.
—Piensa que esto lo sabemos gracias a la maldita gripe porcina. —Continúa mirando el día al otro lado del cristal polvoriento—. Si el padre biológico de la hijastra no hubiese caído enfermo, Liam Saltz no hubiese tenido el placer de acompañarla al altar en su boda, y no hubiese venido a Estados Unidos, a Cambridge, a Norton's Woods, en el último minuto. Y Jack no hubiese tenido que apuñalar a Eli por la espalda con el maldito cuchillo de inyección.
—Me estás diciendo que evitó que Eli hablase con el doctor Saltz.
—Por desgracia, no podemos preguntárselo a Jack.
—Quizá lo entendería si Eli iba a decírselo al doctor Saltz, o a alguien a quien Jack estaba vendiendo el semen que robaba de los cadáveres. Quizás ese sería un motivo.
—No sabemos lo que Eli sabía. Pero es probable que conociera la vinculación de Jack con las drogas. Es obvio que lo conocía lo bastante como para tener una de sus armas. Tuvo que darse un susto de cuidado cuando Jack se enteró por la policía de Cambridge de que el muerto llevaba una Glock con el número de serie borrado.
—Al parecer Marino te ha informado a fondo. Te relató todo esto como si fuese la historia de un caso irrefutable. No lo es. Es una teoría. No tenemos ninguna prueba tangible de que Jack matase a nadie.
—Sabía que estaba metido en un lío. Creo que eso se puede decir sin conjeturas —responde Briggs.
—Como todo lo que se puede decir. Estoy de acuerdo en que no hubiese sacado la Glock del laboratorio de no haber temido un problema. Mi pregunta es si se estaba cubriendo a sí mismo o a alguien más.
—Sabía muy bien que restauraríamos el número de serie y que podríamos seguir la pistola hasta él.
—Nosotros —señalo—. Últimamente estoy escuchando mucho esa palabra.
—Sé cómo te sientes al respecto. —Briggs apoya las manos en el alféizar y se inclina hacia delante, como si le doliese la cintura—. Crees que estoy intentando quitarte algo. Tú lo crees. —Sonríe a pesar de todo—. La capitana Avallone vino aquí el otoño pasado.
—¿Alguien de tan poco rango? ¿Para no levantar sospechas?
—Así es, para que pareciera algo natural, una visita informal mientras iba de camino a alguna otra parte. Cuando la realidad es que estábamos oyendo cosas que no nos gustaban sobre la manera como tu director adjunto estaba dirigiendo el CFC. No necesito decirte que tenemos un interés importante. El AFME lo tiene, el Departamento de Defensa lo tiene, hay un montón de personas que lo tienen. No es tuyo para que lo destruyas.
—No es mío en absoluto —respondo—. Es obvio que lo hice fatal antes de siquiera comenzar...
—No has hecho nada malo —me interrumpe—. Yo también soy culpable. Tú escogiste a Jack, o mejor dicho, cediste a su deseo de regresar, y no me interpuse en su camino. Estoy seguro de que debería haberlo hecho. No quería pasar por encima de ti, y tendría que haber pasado por encima de ti para tomar esa decisión. Me dije que en cuatro meses estarías de vuelta en casa, y con toda sinceridad no imaginé el desastre que ese hombre podía causar en tan poco tiempo, pero estaba mezclado con la pandilla de Otwahl Technologies, consumiendo drogas y echándose a perder.
—¿Por eso demoraste mi partida de Dover? ¿Para poder encontrar un reemplazo que liderara el CFC? ¿Tener tiempo para reemplazarme? —le digo con todo el coraje que puedo.
—Todo lo contrario. Para mantenerte apartada. No quería que te vieses salpicada. Te retrasé todo lo que pude sin llegar a un secuestro abierto, y luego el padre de la novia de Londres pesca la maldita gripe porcina y un cadáver comienza a sangrar. Y tu sobrina aparece con su helicóptero en Dover y yo intento conseguir que te quedes ofreciéndote transportar el cadáver allí, pero no quisiste, y ahí se acabó todo. Ahora aquí estamos de nuevo.
—Sí, de nuevo.
—Ya hemos tenido nuestros líos antes. Y es probable que los volvamos a tener.
—Tú no enviaste a Lucy a recogerme.
—No lo hice. No creo que esté dispuesta a aceptar órdenes de mí. Gracias a Dios que nunca pensó en alistarse. Hubiese terminado en Leavenworth.
—Tú no le pediste que pusiese micros y cámaras en mi despacho.
—Una sugerencia hecha de pasada para saber exactamente qué hacía Jack.
—Cuando tú haces una sugerencia de pasada es como un caníbal que invita a alguien a cenar —afirmo.
—Bonita analogía.
—Las personas prestan atención a tus sugerencias, y lo sabes.
—Lucy presta atención cuando le conviene.
—¿Qué pasa con la capitana Avallone? ¿Conspiró con Jack contra mí?
—Nunca. Te dije por qué se presentó en noviembre para su gira. Te es muy leal.
—Tan leal que le habló a Jack de Ciudad del Cabo. —Me sorprendo a mí misma al decirlo en voz alta.
—Eso nunca ocurrió. Sophia no sabe nada de Ciudad del Cabo.
—¿Entonces cómo lo supo Julia Gabriel?
—¿Cuando te gritó? Comprendo —dice como si acabase de responder a una pregunta que yo no supiese que él habría formulado—. Me detuve delante de tu puerta para hablar contigo y te oí hablar por teléfono, me di cuenta de que estabas muy involucrada. Ella también habló conmigo. Habló con muchísimas personas después de enterarse por los rumores que hacíamos extracciones de semen en Dover, que todos los médicos forenses lo hacen de forma rutinaria, lo que es una mentira total. Nunca haríamos semejante cosa a menos que fuese absolutamente correcta y estuviese aprobada. Ella se llevó esa impresión porque Jack lo estaba haciendo en secreto en el CFC y lo había hecho en el caso de un hombre que se mató en un taxi de Boston el día de su boda. Alguien relacionado con el hijo de la señora Gabriel. Creo que tú puedes entender de dónde sacó la idea de que su hijo Peter debería recibir el mismo tratamiento especial.
—Ella no sabe nada de mi persona. No se refería a mí de forma personal. ¿Estás seguro?
—¿Por qué crees que estas cosas negativas que dijo de ti son algo personal? —pregunta.
—Creo que tú sabes por qué, John.
—De ninguna manera se estaba refiriendo a nada específico. Era una mujer enérgica y furiosa y solo estaba descargándose cuando te llamó las mismas cosas que me llamó a mí y a varias personas más en Dover. Intolerantes. Racistas. Nazis. Fascistas. Un montón de personal fue bautizado con un montón de nombres muy desagradables aquella mañana.
Briggs se aparta de la ventana y recoge el ordenador del alféizar. Es su manera de decirme que quiere marcharse. No puede tener una conversación que dure más de veinte minutos, y de hecho la que acabamos de mantener es larga para él, ha puesto a prueba su paciencia y ha llegado demasiado cerca de muchas otras cosas.
—Un favor que podrías hacer por mí y que te agradecería muchísimo —dice—. Por favor, deja de decir a la gente que yo creía que MORT era la mejor opción desde la sopa de ajo.
«Benton», pienso. Adivino que estos dos se han hecho muy amigos.
—No es así, pero comprendo que tú lo recuerdes de esa manera, y lamento que topásemos en ese tema —continúa Briggs—. Sin embargo, ¿hay que elegir entre un robot que arrastre un cadáver fuera del campo de batalla y un ser vivo que arriesgue su vida para hacerlo? Eso es lo que yo llamo la decisión de Sophie. No es una buena elección, sino dos malas. Tú no tenías razón, y yo tampoco.
—Entonces lo dejaremos así —respondo—. Ambos tomamos malas decisiones.
—No es como si no lo hubiésemos hecho antes —murmura.
Me acompaña hacia la salida de la casa del capitán de barco, pasamos por habitaciones en las que ya he estado. Todos los espacios parecen vacíos y deprimentes, como si nunca nadie hubiese habitado la casa. No existe la sensación de que Fielding haya vivido aquí, solo de que ha estado aquí mientras trabajaba enloquecido en la reforma y lo que hacía en secreto en el sótano. No entiendo qué lo incitaba. Quizás fuera el dinero. Siempre había querido tener más dinero y nunca iba a conseguirlo en nuestro oficio, y eso también era algo que me echaba en cara. Me va mejor que a la mayoría. Planifico bien y Benton tiene su herencia, y después está Lucy, que es inmensamente rica por las tecnologías informáticas que ha estado vendiendo desde que no tenía más edad que los neuroterroristas de los que me acaba de hablar Briggs. Gracias a Dios las invenciones de Lucy son legales.
Ella está en el interior de la furgoneta del CFC con Marino y Benton. Se han quitado los trajes amarillos y los cascos, y todos parecen cansados. Anne acaba de marchar de nuevo en la furgoneta para hacer otra entrega a los laboratorios mientras más pruebas la esperan aquí, cajas blancas llenas con bolsas de pruebas de papel blanco.
—Hay un paquete para ti en tu coche —me informa Briggs delante de los demás—. El último modelo de chaleco antibalas de nivel 4A, específicamente diseñado para las mujeres en el teatro de operaciones, lo que estaría muy bien si ustedes, señoras, se preocupasen por los blindajes.
—Si el chaleco no es cómodo... —comienzo a decir.
—Creo que lo es, pero claro mi constitución física es un poco diferente de la tuya. El problema es que no cierra del todo en los costados. Lo hemos visto en demasiadas ocasiones, y los proyectiles encuentran esa maldita abertura.
—Lo probaré por ti —me propone Lucy.
—Bien —dice Marino—. Tú te lo pones, y yo comienzo a disparar para ver cómo funciona.
—O el trauma de la fuerza bruta, que es lo que la mayoría de las personas parecen olvidar —le comento a Briggs—. La bala no penetra en el blindaje, pero si la fuerza bruta del impacto va más allá de los cuarenta y cuatro milímetros, no sobrevives.
—Hace tiempo que no voy al polígono de tiro. —Lucy continúa su charla con Marino—. Quizá nos permiten utilizar el de Watertown. ¿Has estado en el nuevo?
—Juego a los bolos con el encargado del polígono.
—Ah, sí, tu equipo de cretinos. ¿Cómo se llama? Bolas de Alcantarilla.
—No Dejes Ninguno. Alguna vez tendrías que venir a jugar a los bolos con nosotros —le dice Marino a Briggs.
—¿Sería aceptable para ti, si el AFDIL envía a un equipo de científicos de apoyo para ayudar en el CFC? —me está diciendo Briggs—. Dado que al parecer tenemos una avalancha de pruebas que no paran de llegar.
—Cualquier ayuda será bienvenida —respondo—. Probaré el chaleco ahora mismo.
—Primero duerme un poco. —Briggs lo dice como una orden—. Tienes un aspecto de mierda.
22
El Hospital Veterinario de Massachusetts tiene un servicio de emergencia de veinticuatro horas, y aunque Sock no parece sufrir ninguna angustia mientras duerme enrollado como una bola, como si fuese un chihuahua o un caniche que puede caber en el bolso, necesito averiguar todo lo que pueda sobre él. Es casi de noche, y Sock está en mi regazo, los dos en el asiento trasero del todoterreno prestado, y viajamos en dirección norte por la I-95.
Tras haber identificado al hombre que fue asesinado cuando paseaba a Sock, intento dedicar el mismo interés al galgo de carreras rescatado, porque nadie parece saber de dónde ha salido. Liam Saltz no lo sabe y tampoco sabía que su hijastro Eli tuviese un galgo o ningún animal doméstico. El conserje del edificio de apartamentos, cerca de Harvard Square, le dijo a Marino que no se permitían animales. A todas luces, cuando alquiló su apartamento allí la primavera pasada no tenía perro.
—En realidad no es necesario hacer esto esta noche —me dice Benton mientras viajamos y yo acaricio la cabeza sedosa del galgo y siento una profunda piedad por él. Tengo cuidado con sus orejas rasgadas porque no parece que le guste que se las toquen y tiene viejas cicatrices en su hocico afilado. Está tranquilo, como algo mudo. «Si pudieses hablar», pienso.
—Al doctor Kessel no le importa. Es mejor hacerlo ahora ya que estamos fuera —respondo.
—No pensaba en si le importaba al veterinario o no.
—Sé que no lo hacías. —Acaricio a Sock y tengo la sensación de que quizá podría quedármelo—. Intento recordar el nombre de la mujer que cuida a Jet Ranger.
—No sigas por ahí.
—Lucy tampoco está nunca en casa, y funciona muy bien. Creo que se llama Annette, o quizá Lannette. Le preguntaré a Lucy si Annette o Lannette podría pasarse durante el día, quizás a primera hora de la mañana. Recoger a Sock y llevarlo a la casa de Lucy para que él y Jet Ranger puedan hacerse compañía. Entonces Annette o como se llame podría traer a Sock de regreso a Cambridge durante la noche. ¿Por qué tiene que ser tan difícil?
—Le encontraremos a Sock un hogar cuando sea el momento. —Benton toma la salida de Woburn y la señal se ilumina con un verde iridiscente cuando nuestros faros la alumbran. Reduce la velocidad en la rampa.
—Vas a tener una casa preciosa —le digo a Sock—. El agente secreto Wesley acaba de decirlo. Acabas de oírlo.
—La razón por la que no puedes tener un perro es la misma razón de siempre: es una mala idea —añade la voz de Benton desde la oscuridad del asiento delantero—. Tu cociente de inteligencia baja unos cincuenta puntos.
—Entonces sería un número negativo. Menos diez o algo así.
—Por favor no comiences a hablar como un bebé, a decir sandeces, o lo que sea que dices cuando hablas de animales.
—Intento recordar dónde podemos detenernos para comprarle comida.
—¿Por qué no te dejo y voy yo a alguna tienda o supermercado a comprar algo? —sugiere Benton.
—Nada envasado. Necesito investigar primero sobre las marcas, quizá lo mejor será una ración pequeña para perros adultos porque no es ningún polluelo. Ya que hablamos de pollo, prepararemos pechuga, arroz y algo de pescado blanco, como bacalao, quizás algún cereal saludable, como la quinoa. Pero me temo que entonces tendrás que ir a un supermercado de verdad. Creo que en algún lugar de por aquí hay un Whole Foods.
En el interior del hospital veterinario me llevan por un pasillo muy largo y bien iluminado hasta los consultorios. La técnica que nos acompaña es muy amable con Sock, que se retrasa un poco. Camina suavemente sobre sus pies pequeños, se mueve con lentitud por el pasillo como si nunca hubiese corrido una carrera en su vida, como si no hubiese podido incluso.
—Creo que está asustado —le digo a la técnica.
—Son perezosos.
—¿Cómo pensar eso de un perro que puede correr a setenta kilómetros por hora? —comento.
—Cuando tienen que hacerlo, pero no quieren hacerlo. Prefieren dormir en el sofá.
—No quiero arrastrarlo. Tiene el rabo entre las patas.
—Pobrecillo. —La técnica se detiene casi cada segundo para acariciarlo.
Sospecho que el doctor Kessel avisó al personal de las tristes circunstancias del galgo, y no nos han mostrado nada más que consideración, compasión y muchísima atención, como si Sock fuese famoso, y de todo corazón espero que no lo sea. No le ayudaría en nada si las noticias sobre él se hacen públicas, se convierte en tema de charla en Internet, motivo de curiosidad, o de las habituales bromas desagradables que parecen crecer a mi alrededor. ¿Llevo a Sock a la morgue? ¿Sock está siendo entrenado como un cadáver de perro? ¿Qué hace Sock cuando llego oliendo a cadáver?
No tiene fiebre y sus dientes y encías están sanos, el pulso y la respiración son normales, y no hay ninguna señal de problemas de corazón o deshidratación, pero no le permito al doctor Kessel que le extraiga sangre y orina. Sugiero que esperemos un tiempo para una revisión a fondo, porque el perro no necesita más traumas. «Quiero que primero me conozca antes de asociarme con el dolor y el sufrimiento», le digo al doctor Kessel, un hombre delgado que parece demasiado joven para haber acabado la carrera de veterinaria. Utiliza un pequeño escáner, que él llama una varita, para localizar cualquier microchip que pudiese haber sido implantado debajo de la piel del lomo huesudo de Sock, mientras el perro está sentado en la camilla y yo lo acaricio.
—Tiene uno, un bonito chip RFID, aquí, donde debería estar, encima de los hombros —dice el doctor Kessel mientras mira lo que aparece en la pantalla de la varita—. Lo que tenemos es un número de identificación. Permítame que haga una llamada rápida al Registro Nacional de Animales Domésticos y descubriremos a quién pertenece.
El doctor Kessel hace la llamada y toma nota. Al cabo de unos minutos me da un trozo de papel con un número de teléfono y el nombre Lost Sock.
—Es todo un nombre para galgo de carrera, ¿no, chico? —le dice el veterinario al perro—. Quizás hizo honor al nombre y es por eso que lo mandaron a pastorear. Un código de zona siete-siete-cero. ¿Alguna idea?
—No lo sé.
Va al ordenador que está en una encimera, escribe el código de zona en el campo de búsqueda y dice:
—Douglasville, Georgia. Es probable que sea el consultorio veterinario. ¿Quiere llamar desde aquí y averiguar si está abierto? Pareces estar muy lejos de casa —le dice a Lost Sock, y yo ya sé que no lo llamaré así.
—Nunca más te volverás a perder —le digo cuando volvemos al coche, porque no quiero hacer la llamada delante de una audiencia.
La mujer que responde solo dice hola, como si hubiese llamado a un número particular. Le digo que llamo por un perro que tiene este número de teléfono en el microchip.
—Entonces es uno de nuestros rescatados —explica con un deje sureño—. Es probable que sea de Birmingham. Aquí van a parar muchos de ellos cuando se retiran de las pistas. ¿Cómo se llama?
Se lo digo.
—Negro y blanco, de cinco años.
—Sí. Es correcto —respondo.
—¿Está bien? ¿Está herido? No lo habrán maltratado.
—Duerme en mi regazo. Está bien.
—Es un encanto, pero todos lo son. Lo bueno de este es que es tolerante con los gatos y los perros pequeños, y se lleva muy bien con los niños siempre que no le tiren de las orejas. Si tiene un minuto, lo buscaré en mi ordenador y veré lo que puedo averiguar sobre dónde se supone que debe estar y con quién. Recuerdo un estudiante que se lo llevó, pero no puedo recordar su nombre. En algún lugar del norte. ¿Lo han encontrado perdido o qué? ¿Desde dónde me llama? Sé que ha sido entrenado y socializado, pasó por el programa con buenas notas, así que de verdad tiene un magnífico perro, y estoy segura de que su propietario debe de estar desesperado buscándolo.
—¿Entrenado y socializado? —pregunto mientras pienso en que Sock era propiedad de un estudiante—. ¿Qué programa? ¿Su grupo de rescate se ocupa de algún programa especial que lleva a galgos a comunidades de retiro, hospitales o algo así?
—Prisiones —me dice—. Fue sacado de las carreras el pasado julio, y pasó por nuestro programa de nueve semanas donde los internos hacen el entrenamiento. En su caso, fue a la cárcel para mujeres de Georgia en Savannah.
Recuerdo que Benton me habló de una mujer encarcelada en una prisión ubicada en Savannah, la terapeuta sentenciada por molestar a Jack Fielding cuando él era un adolescente con problemas y fue enviado a vivir en un rancho cerca de Atlanta.
—Nos relacionamos con ellos porque entrenaban perros para detectar, explosivos, y pensamos ¿por qué no ver si quieren hacer algo un poco más cálido y amoroso como ocuparse de estas preciosas criaturas? —continúa la mujer. Conecto el altavoz y subo el volumen—. Las internas aprenden a tener paciencia y responsabilidad, y lo que es ser amada sin condiciones, y el galgo aprende las órdenes. En cualquier caso, Lost Sock fue entrenado por una interna en la prisión para mujeres de Georgia que dijo que lo quería para ella cuando por fin saliese, pero me temo que eso no será posible por un tiempo. Entonces fue adoptado por la persona que ella nos recomendó, la joven de Massachusetts. ¿Tiene algo con que escribir?
Ella me da el nombre de Dawn Kincaid y varios números de teléfono. La dirección es donde acabamos de estar en Salem, la casa de Jack Fielding. Dudo mucho que Dawn Kincaid viviese allí todo el tiempo, pero quizás ha estado allí a menudo. También dudo de que estuviese viviendo con Eli Goldman, pero podría ser que él le cuidase el perro. Es obvio que la conocía, ambos estaban en Otwahl, y recuerdo que Briggs dijo que la especialidad de Dawn Kincaid era la síntesis química y la nanoingeniería. Cualquiera que sea un experto en nanoingeniería podría considerar un juego de niños colocar unos micrófonos ocultos y una microcámara de vídeo en un par de auriculares. Es probable que tuviese un acceso fácil a los auriculares de Eli y la radio satélite portátil. Trabajaba con él. Su perro estaba en su apartamento, y eso significa que quizás era una visitante frecuente. Pudo haber estado ahí. Puede que tuviese una llave.
Bryce todavía está en el CFC cuando le llamo. Le digo que haga una fotocopia de la carta de Erica Donahue antes de enviarla a los laboratorios, y por favor, que encuentre el archivo y lea los números de teléfono. Los acabo de anotar y le pregunto qué pasa en el laboratorio de ADN.
—Trabajan a contrarreloj —responde Bryce—. Espero que no se te ocurra venir aquí esta noche. Descansa.
—¿El coronel Pruitt regresó a Dover o está en los laboratorios?
—Lo vi hace un rato. Está aquí con el general Briggs y algunos de los de su gente que vienen de Dover. Bueno, supongo que también son tu gente.
—Ve a ver al coronel Pruitt y pregúntale si, tal como dispuse, los perfiles de la máquina de escribir han ido al CODIS de inmediato, antes que cualquier otra cosa. ¿Lo han hecho ya? Él sabrá a qué me refiero. Pero lo importante de verdad es que quiero una búsqueda familiar, comprobar cualquier perfil con el ADN excluyente de Jack Fielding, y una búsqueda familiar hecha en CODIS que incluya una comparación con el perfil de una interna en la prisión para mujeres de Georgia en Savannah. Su nombre es Kathleen Lawler. —Le deletreo el nombre—. Es una delincuente habitual.
—¿Dónde?
—En la prisión para mujeres cerca de Savannah, Georgia. Su ADN tendría que estar en la base de datos del CODIS...
—¿Qué tiene eso que...?
—Ella y Jack tuvieron un bebé, una niña. Quiero una búsqueda familiar para ver si tenemos una coincidencia con cualquier cosa recuperada...
—¿Qué? ¿Que tuvo qué con quién?
—Y las huellas latentes en la película de plástico... —comienzo a decir.
—Vale. Ahora me estás trastornando el cerebro...
—Bryce. Pon en orden el cerebro y cállate, y es mejor que anotes todo lo que te estoy diciendo.
—Lo estoy haciendo, jefa.
—Quiero que comparen las huellas dactilares de la película con las de Fielding y conmigo, y quiero que también hagan el ADN cuanto antes. Para ver quién más pudo tocar la película. Quizá quien lo hizo alteró el parche de donde vino la película. Yo diría que Otwahl podría tener las huellas dactilares de sus empleados, tener las huellas archivadas. Un lugar tan preocupado por la seguridad. Es realmente muy importante que sepamos con exactitud quién suministró estos parches manipulados. El coronel Pruitt y el general Briggs lo entenderán.
Luego llamo a Erica Donahue mientras Benton conduce a través de Cambridge, por las mismas calles que recorrió Eli un domingo, la última vez que caminó con Sock, en su camino para encontrarse con su padrastro para chivarse de Otwahl Technologies a un hombre que podía hacer algo al respecto.
—¿Una huésped bienvenida que les visitaba con qué frecuencia? —le pregunto a la señora Donahue cuando por el altavoz me comenta que Dawn Kincaid ha estado en la casa de los Donahue en Beacon Hill muchas veces y que siempre es una huésped bienvenida. Los Donahue la adoran.
—A cenar, o solo a estar aquí, sobre todo los fines de semana. No sé si sabe que tuvo una infancia muy dura, que todo lo que ha conseguido tuvo que ganárselo a pulso. Su vida ha sido un cúmulo de desgracias, su madre muerta en un accidente de coche y después su padre que murió de una manera trágica, pero he olvidado cómo. Una chica adorable, y siempre es tan dulce con Johnny... Se conocieron cuando él comenzó a trabajar en Otwahl la primavera pasada, aunque ella es mayor, está en un programa para licenciados en el MIT, transferida desde Berkeley, creo, e increíblemente brillante y tan atractiva. ¿Cómo la conoció?
—No nos conocemos. No he tenido la oportunidad.
—En realidad, es la única amiga de Johnny. Desde luego la más íntima que ha tenido. Pero nada romántico, aunque lo he deseado, pero no creo que eso llegue a suceder. Creo que ella se ve con algún otro en Otwahl, un científico con el que trabaja allí.
—¿Sabe su nombre?
—Lo siento, no lo recuerdo, si es que lo supe. Creo que él también era de Berkeley, y acabó aquí por el MIT y Otwahl. Un sudafricano. Oí a Johnny referirse a él de una forma un tanto grosera, como el empollón afrikaans que sale con Dawn, y otros nombres que no repetiré. Y antes de eso, un gilipollas musculitos, según mi hijo, que estaba un poco celoso.
—¿Un gilipollas musculitos? —pregunto.
—Una cosa muy grosera para decirla de alguien que murió de una forma tan trágica. Es parte de su rareza.
—¿Recuerda el nombre del hombre que murió?
—No lo recuerdo. Aquel jugador de fútbol que encontraron en la bahía.
—¿Johnny habló del caso con usted?
—No va a sugerir que mi hijo tuvo algo que ver con...
La tranquilizo con calma de que no estoy sugiriendo nada por el estilo, y acabo la llamada cuando el todoterreno cruza la entrada cubierta de nieve helada de nuestro camino particular en Cambridge. Al final, debajo de las ramas desnudas de un gran roble, está la cochera de carruajes, nuestro garaje remodelado, con las puertas dobles de madera iluminada por nuestros faros.
—¿Ya te habías enterado? —le digo a Benton.
—No significa que Jack no lo hiciese. No significa que no matase a Wally Jamison, Mark Bishop y Eli Goldman —afirma—. Debemos tener cuidado.
—Por supuesto que debemos tener cuidado. Siempre tenemos cuidado. ¿No sabías nada de esto?
—No te puedo decir lo que me dijo un paciente. Pero vamos a decirlo de esta manera: lo que la señora Donahue acaba de decir es interesante, y no digo que estoy convencido acerca de Fielding. Solo digo que debemos tener cuidado porque ahora mismo no sabemos ciertas cosas a ciencia cierta. Pero lo sabremos. Te lo prometo. Todo el mundo está buscando a Dawn Kincaid. Les pasaré esta última información —dice Benton, y lo que está diciendo en realidad es que no podemos hacer nada al respecto o nada que debamos hacer al respecto, y tiene razón. No podemos salir como una partida de dos y rastrear a Dawn Kincaid, que probablemente está a mil quinientos kilómetros de aquí en estos momentos.
Benton detiene el todo terreno y apunta al garaje con el mando a distancia. Una puerta de madera se levanta y una luz se enciende en el interior para dejar a la vista su Porsche descapotable negro y otras tres plazas vacías. Mete el todoterreno junto a su coche deportivo y yo deslizo la correa por encima del largo y delgado cuello de Sock. Lo ayudo a bajarse de mi falda, y luego a salir del asiento trasero y pasar al interior del garaje, donde hace mucho frío debido a la ventana que falta en la parte de atrás. Llevo a Sock por el suelo de caucho y miro a través del agujero negro abierto nuestro patio trasero cubierto de nieve. Está oscuro, pero veo la nieve revuelta, un montón de pisadas, los chicos del vecindario que utilizan una vez más nuestra propiedad como un atajo, y esto tiene que acabarse. Tenemos un perro, y yo haré que tapien el patio trasero o pongan una cerca. Seré la vecina amargada y quejica que no permite intrusos.
—Vaya broma —le comento a Benton cuando salimos del garaje separado y caminamos por la calzada resbaladiza y nevada, la noche muy fría, blanca e inmóvil—. Decides poner un sistema de alarma en el garaje, y ahora tenemos uno que no funciona y cualquiera puede entrar. ¿Cuándo vamos a poner una ventana nueva?
Vamos hacia la puerta de atrás y caminamos con cuidado sobre la nieve. A Sock no le gusta, levanta las patas como si estuviese caminando sobre ascuas y tiembla. Los árboles oscuros se sacuden con el viento, el cielo nocturno salpicado de estrellas, la luna pequeña y de color blanco hueso muy por encima de los techos y árboles de Cambridge.
—Es una mierda —dice, y pasa las bolsas de la compra a su otro brazo para buscar la llave de la puerta—. Me aseguraré de que vengan mañana. Es que no he estado por aquí y alguien tiene que estar en casa.
—¿Qué te parece si ponemos una cerca atrás para Sock? De forma que lo podamos soltar y no preocuparnos de que se escape.
—Dijiste que no le gustaba escaparse. —Benton abre la puerta de la galería acristalada.
Más allá están las siluetas oscuras de los árboles de Norton's Woods. El edificio de madera con su tejado metálico de tres niveles es una mole sombría contra el telón de la noche, ninguna luz en el interior. Siento pena cuando miro las oficinas centrales de la Academia Americana de Artes y Ciencias y pienso en Liam Saltz y su hijastro asesinado. Me pregunto si la mosca-robot averiada todavía estará en algún lugar de por allí, enterrada y congelada, ya no viva, como dice Lucy, porque el sol no la puede encontrar. Tengo la curiosa sensación de que alguien la tiene. Decido que quizás el FBI. Quizá la gente de la DARPA, del Pentágono. Quizá Dawn Kincaid.
—Creo que necesitaremos ponerle botas —digo—. Fabrican unas botas pequeñas para perros. Necesita algo por el estilo, así no se lastimará las patas en el hielo y la nieve helada.
—No irá muy lejos con este frío. —Benton abre la puerta y la alarma comienza a pitar—. Confía en mí. Te costará lo tuyo hacer que salga con este tiempo. Espero que esté acostumbrado a estar dentro de una casa.
—Necesita un par de abrigos. Me sorprende que Eli, Dawn o quien fuese no tuviese abrigos para él. Aquí los galgos los necesitan. A decir verdad esta no es la mejor parte del mundo para los galgos, pero es lo que hay, Sock. Vas a estar caliente, bien alimentado y muy a gusto.
Benton teclea el código en el teclado y vuelve a conectar la alarma en el instante que cierra la puerta detrás de nosotros, y Sock se apoya contra mis piernas.
—Tú enciende el fuego y yo serviré las copas —le digo a Benton—. Luego prepararé el pollo y el arroz y quizás haga bacalao y quinoa, pero no ahora mismo. Lleva comiendo pollo y arroz todo el día, y no quiero que se ponga enfermo. ¿A ti qué te apetece? ¿O quizá debo preguntar qué hay en casa?
—Queda algo de pizza en el congelador.
Enciendo las luces, y los vitrales en el hueco de la escalera son oscuros pero se verán preciosos desde el exterior, iluminados por las luces dentro de la casa. Imagino escenas de la vida campestre francesa iluminadas brillantemente cuando saque a Sock por la noche y lo alegre que será. Me imagino jugando con él en el patio de atrás en primavera y verano, cuando hace calor, y ver las vibrantes ventanas encendidas por la noche y lo pacífico y civilizado que será. Vivir al costado de Harvard y venir a casa después del despacho para encontrarme con mi viejo perro. Plantaré una rosaleda en el patio de atrás, y pienso en lo bonito que suena.
—Nada de comer para mí ahora mismo —dice Benton y se quita el abrigo—. Vamos por orden. Por favor, una copa bien fuerte.
Va a la sala de estar, y las uñas de Sock golpean contra la madera dura, luego no hacen ruido en las alfombras cuando pasamos de habitación en habitación y vamos a la cocina, donde lo siento apoyado contra mis piernas cuando abro los armarios de color cerezo oscuro que hay sobre los electrodomésticos de acero inoxidable. Cada vez que me muevo, él se mueve y se aprieta contra mí, apoyándose contra mis pantorrillas mientras saco los vasos, luego los cubitos del congelador y una botella de nuestro mejor whisky escocés, un Glenmorangie de veinticinco años, regalo de Navidad de Jaime Berger. Se me parte el corazón cuando sirvo las bebidas y pienso en la separación de Lucy y Jaime, las personas muertas, lo que Fielding ha hecho con su vida, y que ahora está muerto. Se ha estado matando a sí mismo desde el principio, y luego alguien lo remató, apoyó una Glock en su oreja izquierda y apretó el gatillo, probablemente cuando estaba de pie cerca del congelador criogénico donde guardaba el semen robado antes de enviarlo a esposas, madres y amantes de los hombres que murieron jóvenes.
¿En quién confiaría tanto Fielding como para permitirle entrar en su bodega, compartir su empresa ilegal, dejar que utilizase su casa del capitán de barco y probablemente todo lo que tenía? Recuerdo lo que su antiguo jefe me dijo, el jefe de Chicago. Comentó que se alegraba de que Jack fuese a Massachusetts para estar cerca de la familia, solo que no se refería a Lucy, Marino, ni a mí, a ninguno de nosotros, ni siquiera a su actual esposa y sus dos hijos. Tengo la sensación de que el jefe se refería a alguien que yo nunca supe que existía antes de ahora, y si yo no hubiese sido tan egoísta, quizás la idea se me hubiese ocurrido antes.
Qué típico de mí asumir tanta importancia en la vida de Fielding, cuando él no estaba pensando en absoluto en mí cuando le dijo a su antiguo jefe lo que dijo sobre la familia. Lo más probable es que Fielding se refiriese a la hija de su primer amor, probablemente la primera mujer con la que había estado, la terapeuta del rancho cerca de Atlanta que dio a luz a su hija, y luego renunció a ella de la misma manera que Fielding había renunciado. Una niña con una carga genética, como dijo Benton, que acabaría por conducirla a la cárcel, o tal vez a la muerte. Ella se trasladó aquí el año pasado desde Berkeley, y luego Fielding vino aquí desde Chicago.
—Mil novecientos setenta y ocho —digo cuando entro en la oscura y cómoda sala de estar, con las librerías empotradas en las paredes y las vigas del techo a la vista. Las luces están apagadas, el fuego crepita en el hogar de ladrillos y vuelan las chispas mientras Benton mueve un tronco con un atizador—. Debe de tener más o menos la edad de Lucy, alrededor de los treinta y uno. —Le doy la copa de whisky, una generosa cantidad con solo un par de cubitos de hielo. El whisky parece cobrizo a la luz del fuego. ¿Crees que es ella? ¿Qué Dawn Kincaid es su hija biológica? Porque yo sí. Y espero que tú no lo supieses ya.
—Te prometo que no. Si es que es verdad.
—Tú no estabas centrado en Dawn Kincaid o el bebé que Fielding tuvo con la mujer de la cárcel.
—De verdad que no. Piensa en lo reciente que ha sido todo esto, Kay. —Nos sentamos uno al lado del otro en el sofá, y entonces Sock se acomoda en mi regazo—. Fielding no estaba en el radar de nadie hasta la semana pasada, al menos no por algo delictivo, nada violento. Pero yo tendría que haberme tomado la molestia de seguir la pista del bebé adoptado —añade Benton. Parece un tanto enfadado consigo mismo—. Sé que habría acabado por hacerlo. No lo había hecho todavía porque no me pareció importante.
—No lo era en el gran esquema global, ni tampoco en ese momento. No estoy intentando ponerte a la defensiva.
—Sé por los archivos que revisé que el bebé, una niña, fue dado en adopción cuando su madre estaba en la cárcel por primera vez. Una agencia de adopciones en Atlanta —explica—. Quizás intentó buscar a sus padres biológicos como hacen otros niños adoptados.
—Con lo lista que es, sin duda no le resultó muy difícil.
—Joder. —Benton bebe un sorbo de whisky—. Siempre acaba siendo eso que creías que no importaba, la única cosa que crees que puede esperar.
—Lo sé, lo sé. Es así como funciona casi siempre. Ese detalle acerca del cual no te quieres tomar ninguna molestia.
Estamos sentados en el sofá, miramos el fuego. Sock está enroscado encima de mí. Se ha pegado a mí. No deja que me pierda de vista. Tiene que tocarme, como si estuviera seguro de que desapareceré y él volverá a verse abandonado en una casa ruinosa donde ocurren cosas terribles.
—Creo que existen muchas probabilidades de que será eso precisamente lo que nos dirá el ADN de Dawn Kincaid —continúa Benton en un tono apagado—. Ojalá lo hubiese sabido antes, pero no encontré ninguna razón para investigarlo.
—No hace falta que continúes repitiéndolo. ¿Por qué razón ibas a investigarlo? ¿Qué relación podía tener un bebé que él tuvo cuando era un adolescente con lo que ha estado pasando?
—Es obvio que podía tenerla.
—Eso lo dices en retrospectiva.
—Sé que le escribía a Kathlen Lawler, que le enviaba e-mails, pero no había nada criminal en eso, ni siquiera nada sospechoso, y ninguna mención de nadie con el nombre de Dawn, solo un interés que tenían en común. Recuerdo esa frase, el interés que compartían. Pensé que se estaba refiriendo a un crimen, su viejo crimen y cómo les había cambiado para siempre, que ese era el interés que tenían en común —dice como lamentándose, e intenta deducirlo mientras habla—. Ahora tengo que preguntarme si el interés que compartían pudo ser su hija, y si esta es Dawn Kincaid. Por desgracia, Jack nunca pudo dejar atrás esa parte de su vida. Continuaba vinculado a Kathlen Lawler y con toda probabilidad ella a él. Luego una hija que heredó su inteligencia, sus partes buenas y malas. También las partes buenas y muy malas de su madre. Vete tú a saber todos los lugares en los que ha estado su hija. Pero que nunca vivió con su padre y sospecho que nunca supo quién era mientras crecía. Por supuesto, todo esto no son más que conjeturas.
—No te creas. Es como una autopsia. La mayor parte del tiempo me dice lo que ya sé.
—Temo lo que podamos saber. De verdad que lo temo. Se trata de una historia de horror. Para que después hablen de la mala semilla y los pecados del padre.
—Alguien diría que en este caso fueron los pecados de la madre.
—Debería hacer algunas llamadas —dice Benton mientras bebe y se sienta delante del fuego, mirándolo.
Está furioso consigo mismo. No puede tolerar no haber visto esa cosa, como él la llama. En su mente tendría que haber hecho que fuese de la máxima prioridad buscar al bebé dado a luz por una mujer en la cárcel hace más de treinta años, y ciertamente es poco razonable. ¿Por qué iba a creer que era importante?
—Jack nunca me mencionó a Dawn Kincaid o a una hija que había sido dada en adopción, absolutamente nada por el estilo.
No tenía ni idea. —El whisky me ha entonado. Acaricio a Sock, noto los bultos de sus costillas como una tabla de lavar, y siento la tristeza que se ha calado en mi interior y no se va—. De verdad, dudo mucho que alguna vez haya vivido con él hasta hace muy poco. No veo ninguna posibilidad. No en Richmond, de ninguna manera. Y es muy poco probable que sus esposas hubiesen tolerado que una hija de una primera relación delictiva fuese parte de sus vidas, suponiendo que lo supiesen. Lo más probable es que no se lo dijese, excepto la alusión a sus dificultades con casos relacionados con niños muertos. Si es que alguna vez llegó a decírselo a las mujeres de su vida.
—Te lo dijo a ti.
—Yo no era una mujer en su vida. Yo era su jefa.
—Eso no es todo.
—Por favor no empieces otra vez, Benton. De verdad. Comienza a ser ridículo. Sé que estás de malhumor y ambos estamos cansados.
—Pienso que no fuiste sincera conmigo. No me importa lo que hiciste entonces. No tengo derecho a inmiscuirme en lo que hiciste antes de que estuviésemos juntos.
—Vale, te importa, y tienes todo el derecho a que te importe cualquier cosa que quieras. ¿Pero cuántas veces te lo tengo que decir?
—Recuerdo la primera vez que nos encontramos.
—Qué anticuado suena. Como dos personas un domingo por la noche en los años cincuenta. —Busco su mano.
—Mil novecientos ochenta y ocho, aquel sitio italiano en el Fan. ¿Te acuerdas de Joe's?
—Cada vez que salía con los polis, siempre acabábamos allí. Nada como aquel enorme plato de espaguetis después de una escena de un homicidio.
—No hacía mucho que eras jefa. —Benton le habla al fuego, y acaricia mi mano con suavidad, nuestras manos apoyadas en Sock—. Te pregunté por Jack porque tú te mostrabas tan diligente con él, tan atenta, tan pendiente, y me pareció que era poco habitual. Cuanto más te preguntaba, más evasiva te mostrabas. Nunca lo he olvidado.
—No era por él —respondo—. Era por la manera como me sentía hacia mí misma.
—Debido a Briggs. No es un hombre fácil del cual recibir órdenes. Y no me refiero a la manera como salieron las cosas. No que tú tuvieses que estar debajo de él o de nadie. Quizás encima.
—Por favor, no seas sarcástico.
—Bromeo, y los dos estamos muy cansados y molestos para bromas. Te pido disculpas.
—De todas maneras, lo que ocurrió es culpa mía. No lo culpo a él ni a nadie —continúo—. Pero en aquel entonces él era Dios para alguien como yo. De verdad, estaba muy protegida. Creo que no había hecho nada más que ir a la escuela, estudiar, consumida por las residencias. Dios, cuántos años, como un largo sueño de trabajar duro y dormir de cuando en cuando, y por supuesto hacer lo que me ordenaban las personas con autoridad. Los primeros días casi sin protestar. Porque sentía que no merecía ser médico. Tendría que haberme ocupado de la pequeña tienda de comestibles de mi padre, ser esposa y madre, vivir con sencillez como todos los demás de mi familia.
—John Briggs era la persona más poderosa con la que te habías cruzado. Comprendo la razón —señala Benton, e intuyo que él quizá conoce a Briggs mejor de lo que me había imaginado. Me pregunto cuánto habrán hablado en estos pasados seis meses, no solo de Fielding sino de todo.
—Por favor, no te sientas amenazado por él —digo y me pregunto qué sabe Benton de Briggs y, sobre todo, qué sabe Benton de mí—. Mi pasado con él ya no importa. Y de todas maneras era mi percepción. Necesitaba que él fuese poderoso. En aquel entonces lo necesitaba.
—Porque tu padre era todo menos poderoso. Todos aquellos años que estuvo enfermo, contigo cuidándolo, haciéndote cargo de todo. Necesitabas a alguien que cuidase de ti por una vez.
—Y cuando por fin consigues lo que quieres, adivina lo que pasó. John se ocupó muchísimo de mí. Aunque creo que sería más acertado decir que yo misma cuidé de mí. Sabía —mejor dicho, fui persuadida— que iba contra mi conciencia, y dejé que me llevasen a hacer algo que no estaba bien.
—Política —dice Benton como si lo supiese.
—¿Qué sabes tú de lo que ocurrió entonces? —Lo miro, y las sombras se mueven en su rostro apuesto iluminado por el fuego.
—Creo que son algo así como dos años de servicio por cada año de facultad de medicina o derecho pagados por los militares. Así que a menos que mi aritmética esté muy equivocada, tú le debías al Gobierno de Estados Unidos ocho años de servicios en las Fuerzas Aéreas, para ser más precisos, en el AFIP y en el AFME.
—Seis. Acabé Hopkins en tres años.
—Vale, así es. Pero serviste cuánto, ¿un año? Y cada vez que te lo preguntaba, me contabas la misma historia sobre el AFIP, que deseaba montar un programa de becas en Virginia y que decidieron ponerte allí de jefa.
—Comenzamos un programa de becas del AFIP. En aquellos días no había tantas oficinas si eras del AFIP y querías especializarte en ciencias forenses. Así que añadimos Richmond. Y ahora, por supuesto, nosotros. El CFC. Nos estamos preparando para eso muy pronto. En cualquier momento lo tengo que poner en marcha.
—Política —repite Benton, y bebe un sorbo de whisky—. Siempre te has sentido culpable por algo, y cuanto más lo pensaba, más creía que era Jack. Porque tú habías tenido una aventura con él, habías repetido su herida original. Una mujer poderosa responsable de él que había mantenido relaciones sexuales con él, convirtiéndolo de nuevo en víctima, devolviéndolo a la escena del crimen original. ¿Y qué significaba eso para ti? Hubiese sido imperdonable.
—Excepto que no lo hice.
—Lo juras.
—Lo juro.
—En cualquier caso, hiciste algo. —No parará hasta que lo tengamos delante de nosotros.
—Sí, lo hice, pero fue antes de Jack —respondo.
—Tú hiciste lo que te ordenaron, Kay. Tienes que dejarlo correr —dice, porque lo sabe. Es obvio.
—Nunca se lo dije a las familias —añado, y Benton no dice nada—. Las dos mujeres asesinadas en Ciudad del Cabo. No podía llamar a las familias y contarles cómo había ocurrido de verdad. Creían que se trataba de un crimen racial, cosa de las bandas durante el Apartheid. Decir que un gran número de blancos eran asesinados por los negros porque en aquel entonces les convenía a ciertos líderes políticos. Querían que fuese verdad. Cuantos más, mejor.
—Aquellos líderes ya no están, Kay.
—Tendrías que ocuparte de hacer esas llamadas telefónicas, Benton. Llama a Douglas o a quien sea y háblales de Dawn Kincaid, de quién es probablemente y de los análisis que he ordenado.
—La Administración Reagan acabó hace años, Kay. —Benton hará que hable de aquello, y estoy convencida de que ya lo ha tratado antes. Es probable que Briggs le dijese algo, porque Briggs sabe muy bien hasta qué punto me persigue todo aquello.
—Lo que yo hice no se ha acabado —afirmo.
—Tú no hiciste nada malo. No tuviste nada que ver con sus muertes. No necesito saber todos los detalles para afirmarlo —manifiesta Benton, que entrelaza sus dedos con los míos, y nuestras manos unidas suben y bajan con suavidad al ritmo marcado por la respiración de Sock.
—Tengo la sensación de que todo tiene que ver con eso —respondo.
—No es verdad —dice Benton—. Lo hicieron otras personas, y tú te viste obligada a guardar silencio. ¿Sabes con cuánta frecuencia no puedo decir lo que sé? Toda mi vida ha sido así. La alternativa es hacer las cosas peor. Esa es la prueba. Decirlo empeora las cosas y hace que los demás sean perseguidos y mueran. Primum non nocere. Lo primero es no causar daño. Ese es siempre el rasero de medir, y estoy segurísimo de que tú haces lo mismo.
Ahora mismo no necesito una lección.
—¿Crees que ella lo hizo? —pregunto, mientras Sock respira tranquilo, contento, como si hubiese vivido aquí siempre y fuese su hogar—. ¿Los mató a todos?
—Es lo que me pregunto. —Mira su copa, y la bebida toma el color de la miel con la luz del fuego.
—¿Sacar a Jack de su miseria?
—Es probable que lo odiase —dice Benton—. Por eso debió sentirse atraída hacia él, quería conocerlo como adulta, si es eso lo que hizo.
—Pues yo no creo que él esposase a Wally Jamison en el sótano y lo matase a hachazos. Si Wally fue a la casa de Salem por propia voluntad, es probable que fuese por invitación de Dawn, para verla. Quizá para participar en alguna fantasía, un juego, un macabro juego sexual en Halloween. Quizás ella hizo lo mismo con Mark Bishop, y cuando los tuvo bajo su control, bajo su hechizo, tal como quería tenerlos, atacó. Un subidón, una emoción, para alguien así de diabólico.
—La segunda esposa de Liam Saltz, la madre de Eli, es sudafricana —me explica Benton—. Como lo es su esposo de un matrimonio anterior, el padre biológico de Eli. Y Eli llevaba el anillo que con toda probabilidad fue sustraído de la casa de los Donahue, puede que se lo llevase junto con la máquina de escribir y el papel de carta. Quizás utilizó el esparadrapo para recoger fibras, rastros, ADN de la casa de los Donahue cuando estuvo allí. Conseguir que la carta pareciese que había sido enviada por la madre, asegurarse de que la coartada de Johnny se debilitaba todavía más.
—Ahora estás pensando de la misma manera irracional que yo —digo con voz irónica—. Eso es lo que creo que sucedió, o algo muy parecido.
—El juego —musita Benton en el tono que utiliza cuando detesta lo que alguien hace—. Juegos y más juegos, unas tragedias muy elaboradas e intrincadas. No veo la hora de encontrarme con esa maldita puta. De verdad que no puedo esperar.
—Quizás hayas tomado demasiado whisky.
—Ni siquiera la mitad. ¿Quién mejor para manipular a Johnny Donahue que alguien así, una mujer que es mayor y con un cerebro fantástico? ¿Plantar la idea en la cabeza de ese pobre chico de que él asesinó a un niño de seis años, mientras alucinaba y tenía lapsus de memoria debido a las drogas que ella añadía en su medicación? Que añadió a los parches de Fielding y quién sabe a quién más. Una mujer ponzoñosa que destruye personas a las que se supone que ama, les hace pagar por cada crimen cometido contra ella, y si a eso le sumas su predisposición genética y quizás el mismo cóctel que le suministraba a Fielding.
—Como se suele decir, esa sería la tormenta perfecta.
—Veamos la clase de máquina asesina que puedo ser y salirme con la mía —comenta Benton en ese tono tan propio, y si pudiese mirar a sus ojos, sé que allí también estaría. Un desprecio total—. Y cuando se acaba, no queda nadie en pie excepto ella. A prueba de balas.
—Puede que tengas razón. —Recuerdo la caja que dejé en el coche—. ¿Por qué no haces tus llamadas telefónicas?
—Esquiva, sádica, manipuladora, narcisista.
—Supongo que hay personas que pueden ser todo eso. —Dejo mi copa en la mesa de centro y levanto a Sock de mi regazo y lo dejo en la alfombra.
—Algunas personas lo son.
—Me olvidé la caja que Briggs dejó para mí —digo y me levanto del sofá—. Me llevo a Sock conmigo. ¿Estás listo para hacer tus cosas? —le pregunto al perro—. Luego calentaré la pizza. Supongo que no debe de haber nada para preparar una ensalada. ¿Qué demonios has estado comiendo todo el tiempo que he estado ausente? Deja que adivine. Has ido al restaurante chino de comida para llevar y has estado comiendo de eso durante tres días.
—Pues no estaría mal para cenar ahora.
—Incluso es probable que lo hayas estado haciendo toda la semana.
—Mejor tu pizza, por supuesto.
—No intentes hacerme la pelota —respondo.
Voy a la cocina a buscar la correa de Sock y se la paso alrededor del cuello. Encuentro una linterna en un cajón, una vieja Maglite que Marino me dio hace años, de aluminio, larga y negra, con pilas grandes, que trae a mi memoria los viejos tiempos, cuando la policía llevaba unas linternas del tamaño de porras en lugar de que todo fuese tan pequeño, o las linternas SureFire que prefiere Lucy y que Benton guarda en su guantera. Desactivo el sistema de alarma y me empiezo a preocupar por Sock, por el frío que hace, y entonces, cuando bajamos los escalones de atrás, en la oscuridad, me percato de que no me he puesto abrigo, y advierto que el sensor de luces adosado al garaje está desconectado. Intento recordar si estaba apagado hace una hora o poco más cuando llegamos a casa, pero no estoy segura. Hay demasiadas cosas que reparar, demasiadas cosas que cambiar, tanto que hacer. ¿Por dónde comenzaré cuando llegue mañana?
Benton no cerró la puerta del garaje, porque ¿qué sentido tendría con una ventana rota del tamaño de una pantalla grande? En el interior de la cochera remodelada está oscuro y hace frío. El aire sopla a través del cuadrado negro que apenas si alcanzo a ver. Enciendo la linterna y no funciona. Las pilas deben de estar casi agotadas. Un poco estúpido por mi parte no haberlo comprobado antes de salir de casa. Apunto con el mando a distancia al todoterreno y la cerradura se abre pero la luz interior no se enciende porque es un maldito coche del FBI, y el agente especial Burke no tiene una luz interior que se encienda. Busco en el asiento trasero la caja, que es bastante grande, y me doy cuenta de que no será fácil de cargar y al mismo tiempo ocuparme de Sock. De hecho, no puedo hacerlo.
—Lo siento, Sock —le digo al sabueso cuando lo siento temblar contra mis piernas—. Sé que aquí hace frío. Solo dame un minuto. Lo siento. Me parece que estás descubriendo que soy una persona muy estúpida.
Utilizo la llave del coche para cortar la cinta adhesiva en la parte superior de la caja y saco un chaleco que me es conocido pese a que no he analizado esta marca en particular, pero reconozco el tacto del nailon grueso y la rigidez de las placas cerámicas de Kevlar, que Briggs o alguien colocó en los bolsillos interiores. Quito las cintas de Velcro en los costados para abrir el chaleco y poder colgármelo del hombro. Noto el peso del chaleco colgado mientras cierro la puerta del coche, y Sock se aparta de mí como un conejo asustado. Me arranca la correa de la mano.
—No es nada más que la puerta del coche, Sock. No pasa nada, ven aquí, Sock... —comienzo a llamarlo al mismo tiempo que algo más se mueve en el interior del garaje cerca de la ventana abierta. Me vuelvo para ver qué es, pero está demasiado oscuro.
—¿Sock? ¿Eres tú el que está ahí?
El aire oscuro y frío se mueve a mi alrededor. El golpe a mi espalda es como un martillazo que me pega entre los omóplatos, como si un dragón furioso me estuviese atacando, y pierdo el equilibrio.
Oigo un alarido agudo y un siseo, y una niebla caliente y húmeda me salpica la cara mientras caigo contra el todoterreno y ataco con la linterna con todas mis fuerzas. La linterna golpea como un bate contra algo duro, que cede a causa del golpe y luego se mueve. Repito el movimiento y le pego a algo de nuevo, algo que se nota diferente. Huelo el olor a hierro de la sangre y la pruebo en mis labios y en mi boca mientras golpeo una y otra vez al aire. Entonces se encienden las luces. El resplandor me deslumbra. Estoy cubierta con una fina película de sangre como si me hubiesen rociado. Benton está en el garaje, apuntando con una pistola a una mujer con un gran abrigo negro que yace boca abajo en el suelo de goma. Veo la sangre que se amontona debajo de la ensangrentada mano derecha, y cerca, la punta de un dedo amputada con una uña postiza francesa. No muy lejos hay un cuchillo con una delgada hoja de acero y un grueso mango negro con un botón de descarga en la brillante guarda metálica.
—¿Kay? ¿Kay? ¿Estás bien? ¡Kay! ¿Estás bien?
Me doy cuenta de que Benton me grita mientras estoy en cuclillas junto a la mujer, le toco el costado del cuello y le encuentro el pulso. Me aseguro de que respira y después le doy la vuelta para mirar sus pupilas. Ninguna de la dos está fija. El rostro está bañado en sangre como consecuencia de los golpes de la linterna. Me sorprende el parecido, el pelo rubio oscuro corto, las facciones fuertes y el labio inferior grueso, muy parecido al de Jack Fielding. Incluso las orejas pequeñas y pegadas a los costados son como las suyas. Noto la fuerza en su tronco, en los hombros, aunque no es una persona grande, quizás un metro sesenta y cinco, o sesenta y siete, delgada, pero con huesos grandes como su padre muerto. Todo esto inunda mis sentidos mientras le digo a Benton que vaya corriendo a la casa y llame a urgencias, y traiga un cubo de hielo.
23
Un frente cálido ha llegado durante la noche y ha traído más nieve, esta vez una nieve suave que cae en silencio, apaga todos los sonidos, cubre todo lo que es feo, agudo y duro con suaves montículos.
Me siento en mi cama en el dormitorio de la segunda planta de la casa en Cambridge, mientras la nieve sigue cayendo y se apila sobre las ramas desnudas de un roble al otro lado de la gran ventana más cercana a mí. Hace un momento estaba allí una ardilla gris y gorda en un equilibrio perfecto en la rama más pequeña y nos miramos a los ojos. Ella movía sus mandíbulas mientras me miraba a través de la ventana y yo pasaba las hojas y las fotos en mi regazo. Huelo el papel viejo, el polvo, el olor a medicinas de los bastoncillos que utilicé con Sock, que sospecho que no le habían limpiado los oídos desde hacía mucho, quizá nunca, no de la manera que se los he limpiado yo. Al principio no le gustó, pero lo convencí con una voz suave y con un trozo de boniato que Lucy trajo cuando me dio el recipiente con los bastoncillos que utiliza con su bulldog. El miconazol clorhexidina es bueno para la paquidermitis, pero cometí el error de mencionárselo a mi sobrina a primera hora de esta mañana cuando se detuvo para visitarme.
Jet Ranger no agradecerá que le llamen paquidermo, protestó Lucy. No es un elefante o un hipopótamo, y no se puede hacer mucho más respecto a su peso. Ahora lo tiene sometido a una nueva dieta para perros adultos, pero no puede hacer mucho ejercicio debido a su dolor en las caderas. Además, la nieve le produce un sarpullido en las patas por alguna razón, y sus patas son demasiado cortas para una nieve tan profunda, así que no puede salir ni siquiera para el más breve de los paseos en esta época del año, continúa y continúa, como si la hubiese ofendido de verdad. Pero así es como se pone Lucy cuando está preocupada y asustada. Está asustada principalmente porque no estuvo anoche aquí. Está furiosa porque no estuvo aquí para enfrentarse con Dawn Kincaid, pero no lo lamento en lo más mínimo. Puedo decir que estoy orgullosa de mí misma por provocarle a alguien una fractura lineal en el cráneo y una contusión, pero si Lucy hubiese estado en el garaje en mi lugar, entonces hubiese habido otra persona muerta. Mi sobrina hubiese matado a Dawn Kincaid, lo más probable es que le hubiese pegado un tiro, y ya tenemos suficientes muertos.
También es posible que Lucy no hubiese sobrevivido al encuentro, no me importa lo que diga. Todo dependió de dos detalles que marcaron la diferencia entre que yo todavía esté aquí y Dawn Kincaid esté encerrada en una sección forense de un hospital. No creo que ella esperase verme entrar en el garaje. Creo que estaba acechando al otro lado de la ventana abierta a la espera de que sacase a Sock al patio, a oscuras. Pero la sorprendí al entrar primero en el garaje para buscar lo que había dejado en el coche, y para cuando ella consiguió entrar por el gran espacio donde se suponía que debía estar la ventana, yo ya había abierto la caja y me había colgado el chaleco antibalas sobre el hombro. Cuando me apuñaló en la espalda con el cuchillo de inyección, golpeó contra la placa de Kevlar recubierta de nailon, y la terrible sacudida provocada por el brusco frenazo hizo que sus dedos se deslizasen a lo largo de la hoja. Se cortó tres dedos hasta el hueso y se amputó la punta del meñique al mismo tiempo que soltaba el CO2, y me roció una nube de su sangre.
Mi propósito es recalcarle a Lucy que si Dawn no hubiese perdido la ventaja de la sorpresa en el ataque y que si Lucy no hubiese llevado puesto un chaleco antibalas o por lo menos llevase uno colgado sobre el torso, quizá no hubiese tenido tanta suerte como yo. Por tanto, creo que mi sobrina debería dejar de decir que es una maldita vergüenza que no estuviese aquí anoche, y también dejar de afirmar que ella se hubiese hecho cargo el asunto sin ninguna duda, como si yo no lo hubiese hecho, porque lo hice, aunque fuese por pura suerte. Creo que me ocupé de las cosas muy bien y solo espero poder ocuparme de un asunto mucho más importante, que aún no me ha matado, pero que en ocasiones desde luego tengo la sensación de que podría hacerlo.
—Me comentó que las habían insultado —me dice la señora Pieste por el teléfono cuando repaso con ella el caso de su hija—. Que la llamaban boer. Les decían boers marchaos a casa. Usted ya sabe que en afrikáans significa campesino, pero en realidad es un término despectivo para todos los sudafricanos blancos. Yo no dejaba de decirle al hombre del Pentágono que poco me importaba la razón, que daba lo mismo que Noonie y Joanne fuesen blancas, norteamericanas o que supusieran que eran sudafricanas. Que, por supuesto, no lo eran. No importa por qué. Pero no podía creer que hubieran sufrido como él me acaba de describir.
—¿Recuerda quién era el hombre del Pentágono? —pregunto.
—Un abogado.
—¿No era un coronel del Ejército? —Mi esperanza suena muy clara.
—Era un abogado joven del Pentágono que trabajaba para el secretario de Defensa. No recuerdo su nombre.
Entonces no era Briggs.
—Un charlatán —añade la señora Pieste en un tono de despecho—. Recuerdo que no me gustó. Pero con las cosas que me dijo, dudo que alguien pudiese gustarme.
—El único consuelo que puedo ofrecer a todo esto —repito—, es que Noonie y Joanne no sufrieron de la manera que a usted le hicieron creer. No puedo decir con absoluta certeza que no se dieron cuenta de que las estaban asfixiando, pero es muy probable que no, porque las habían drogado.
—Pero sin duda eso hubiese tenido que aparecer en las pruebas —dice la voz de la señora Pieste. Tiene acento de Massachusetts, pero no puede pronunciar las erres, y no me di cuenta de que ella nació en Andover. Después del asesinato de Noonie, los Pieste se mudaron a New Hampshire, como acabo de descubrir.
—Señora Pieste, creo que usted comprende que nada se investigó de la manera como debía hacerse —señalo.
—¿Por qué no lo hizo usted?
—El médico forense en Ciudad del Cabo...
—Pero usted firmó los certificados de defunción, doctora Scarpetta. Y los informes de la autopsia. Tengo copias que me envió el abogado del Pentágono.
—Yo no los firmé. —Rehusé firmar unos documentos que sabía que eran mentiras, pero saber que era una mentira me hacía culpable de todas maneras—. No tengo copias, por mucho que le cueste creerlo —añado—. No me las dieron. Lo que tengo son mis propias notas, mis propios registros, que envié a Estados Unidos antes de dejar Sudáfrica porque me preocupaba que revisasen mi equipaje, y así fue.
—Pero usted firmó lo que tengo.
—Le juro que no lo hice yo —respondo con calma, pero con firmeza—. Supongo que ciertas personas se ocuparon de falsificar mi firma en aquellos documentos falsos por si acaso decidía hacer lo que hago ahora.
—Si se decidiese a decir la verdad.
Resulta muy duro oírlo con tanta claridad. La verdad. Implica que todo lo que dije, o no he dicho a lo largo de los años, me convierte en una mentirosa.
—Lo siento —repito—. Tenía usted derecho a saber la verdad entonces, en el momento de la muerte de su hija. Y la muerte de su amiga.
—Entiendo por qué no dijo usted nada entonces —dice la señora Pieste, y solo suena un poco alterada. En gran medida parece interesada y más tranquila al hablar de algo que ha dominado gran parte de su vida—. Cuando las personas hacen cosas como esas, no hay manera de saber cuándo pararán. Bueno, no hay límite. Otras personas sin duda también resultaron heridas. Incluida usted.
—Yo no quería que nadie más resultase herido —declaro, y me siento peor, como si ella estuviese diciendo que guardé silencio por miedo a mi propia seguridad. He tenido miedo a muchas cosas y a muchísimas personas que no podía ver. Tenía miedo de que muriesen otras personas. Que otras personas fueran acusadas falsamente.
—Espero que comprenda que cuando leí los certificados de defunción y el informe de la autopsia, no entendí la mayor parte de los términos médicos, y cualquiera hubiese creído que los hallazgos eran suyos —dice la señora Pieste.
—No lo eran en absoluto, y son falsos. No había respuesta de los tejidos a las heridas. Todo aquello fue post mórtem. De hecho, pasó horas después de las muertes, señora Pieste. Lo que hicieron con Noonie y Joanne ocurrió muchas horas después de que muriesen.
—¿Si no hicieron análisis de drogas, entonces cómo puede estar segura de que les dieron algo? —continúa su voz, y oigo el sonido cuando levantan otro teléfono.
—Soy Edward Pieste —dice una voz de hombre—. Yo también estoy al teléfono. Soy el padre de Noonie.
—Siento mucho su pérdida. —Suena débil, del todo insípido—. Desearía tener las palabras correctas para hablar con ustedes dos. Siento mucho que les mintiesen y que yo lo permitiese, aunque no quiero disculparme...
—Comprendemos por qué no puede usted decirnos lo que pasó —dice el padre—. Los sentimientos de aquella época, con nuestro Gobierno en complicidad secreta con aquellos que querían mantener viva la segregación. Era el tema del documental que estaba realizando Noonie. No permitieron que el equipo de filmación entrase en Sudáfrica. Cada una de ellas tuvo que entrar en el país como si fuesen turistas. Un secreto tan grande como sucio, lo que nuestro Gobierno estaba haciendo para dar apoyo a las atrocidades que se cometían allí.
—No era un secreto tan grande, Eddie —protesta la voz de la señora Pieste.
—La Casa Blanca puso muy buena cara.
—Estoy segura de que le hablaron del documental que estaba rodando Noonie. Tenía tanto futuro —me dice la señora Pieste mientras miro una foto de su hija que no querría que los Pieste viesen nunca.
—Sobre los chicos del apartheid —respondo—. Lo vi cuando lo pasaron aquí.
—Las maldades de la supremacía blanca —dice ella—. O de cualquier supremacía.
—Me he perdido la primera parte de vuestra conversación —señala el señor Pieste—. Estaba quitando la nieve del camino.
—No me hace caso —protesta la esposa—. Un hombre de su edad quitando la nieve, pero es testarudo. —Lo dice con un triste afecto—. La doctora Scarpetta me decía que Noonie y Joanne fueron drogadas.
—De verdad. Pues ya es algo —lo dice sin energía en su tono.
—Fui al apartamento varios días después de las muertes e hice una retrospectiva. Era un montaje, por supuesto, la escena del crimen era un montaje —les digo—. Había latas de cerveza, vasos de plástico, y una botella de vino en el cubo de la basura, una botella de vino blanco de Stellenbosch. Conseguí llevarme las latas, la botella y los vasos junto con otros artículos, y los hice enviar de vuelta a Estados Unidos, donde hice las pruebas. Encontramos grandes niveles de GHB en la botella de vino y en dos de los vasos. Ácido gamma hidroxibutirato, lo que se conoce vulgarmente como éxtasis líquido o droga de la violación.
—Dijeron que las habían violado —dice el señor Pieste con el mismo afecto pasivo.
—No sé a ciencia cierta si las violaron. No había señal física, ninguna herida excepto las falsas que se hicieron post mórtem, y las muestras que hice analizar en privado aquí en Estados Unidos dieron negativas para esperma —explico, y sigo repasando las fotos de los cuerpos desnudos amarrados a las sillas; sé que las mujeres no estaban sentadas cuando las asesinaron. Miro los primeros planos que muestran un livor mortis que me dice que las mujeres estuvieron tumbadas en la cama sobre las sábanas arrugadas durante unas doce horas después de la muerte.
Voy pasando las fotos que tomé con mi propia cámara de los cortes y las heridas que apenas sangraron, y las ligaduras que apenas dejaron una marca en la piel, porque los brutos que había detrás de todo esto eran demasiado ignorantes para saber qué demonios estaban haciendo, alguien alquilado o enviado por el Gobierno o los militares para echar droga en una botella de vino local y beber con las mujeres, lo más probable un amigo, o alguien que ellas creían que era amigo o una persona de fiar, cuando, por supuesto, era todo lo contrario, y les digo que las pruebas de serología que hice después de volver indicaban la presencia de un varón. Más tarde, cuando hice las pruebas de ADN, obtuve el perfil de un europeo, o un varón blanco, que permanece desconocido. No puedo decir con seguridad cuál es el perfil del asesino, pero añado que era alguien que estuvo bebiendo cerveza en el interior del apartamento.
Hasta donde buenamente se puede reconstruir lo que pasó, les digo a los Pieste lo que creo que sucedió, que después de drogar a Noonie y Joanne y esperar a que estuviesen atontadas e inconscientes, el asaltante las ayudó a acostarse y las asfixió con una almohada, y baso esto en las hemorragias y otras heridas. Luego, por alguna razón, esa persona debió marcharse. Quizá quería volver más tarde con otros vinculados a la conspiración, o podría ser que esperase en el interior del apartamento a que llegasen sus compatriotas. No lo sé. Pero para la hora en que las mujeres fueron atadas, sajadas y mutiladas con tanto salvajismo, llevaban muertas hacía tiempo, y no podía ser más obvio para mí cuando por fin las vi.
—Por aquí arriba ya tenemos unos diez centímetros —dice el señor Pieste al cabo de un rato, como si ya hubiese oído suficiente—. Eso encima del hielo. ¿Tienen hielo por ahí en Cambridge?
—Supongo que deberíamos quejarnos de esto a alguien —señala la señora Pieste—. ¿Importa cuánto tiempo ha pasado?
—Nunca importa cuánto tiempo ha pasado cuando se habla de la verdad —respondo—. No hay un estatuto de limitación para el homicidio.
—Solo espero que no hayan encerrado a alguien que no tendría que haber sido condenado —dice entonces la señora Pieste.
—Los casos permanecen sin resolver. Se atribuyeron a un grupo de negros, pero no ha habido arrestos —les digo.
—Pero es probable que fuese alguien blanco —opina ella.
—Un blanco estuvo bebiendo cerveza en el apartamento, eso lo puedo decir con una razonable certeza.
—¿Sabe usted quién lo hizo? —pregunta.
—Porque nos gustaría que los condenasen —dice el marido.
—Solo sé la clase de personas que probablemente lo hicieron. Personas cobardes, interesadas solo por la política y el poder. Yo creo que ustedes deberían hacer lo que sienten, lo que está en su corazón.
—¿Eddie, tú qué opinas?
—Le escribiré una carta al senador Chappel.
—Ya sabes de qué serviría.
—Entonces a Obama, Hilary Clinton, Joe Biden. Les escribiré a todos.
—¿Qué puede hacer nadie al respecto ahora? —pregunta la señora Pieste a su marido—. No creo que pueda revivir de nuevo todo esto, Eddie.
—Tengo que ir a limpiar el camino de nuevo —dice él—. Tengo que mantenerme por delante de la nieve, y ahora nieva mucho. Muchas gracias por su tiempo y las molestias, señora —me dice a mí—. Por contárnoslo todo. Sé que no fue una decisión fácil, y estoy seguro de que mi hija lo apreciaría si estuviese aquí para decírselo ella misma.
Cuelgo el teléfono. Permanezco sentada en la cama durante un rato. Luego guardo los papeles y las fotos de nuevo en el archivador de acordeón gris donde han estado durante más de dos décadas. Guardaré el archivador en la caja blindada del sótano. Pero ahora no. No me siento con ganas de bajar al sótano y acercarme a aquella caja ahora mismo, y creo que alguien acaba de aparcar en nuestro camino. Oigo el crujido de la nieve, y no estoy con ánimos para ver quién es. Me quedaré aquí arriba un rato más. Quizás haciendo una lista de la compra, pensando en los recados o acariciando a Sock durante un par de minutos.
—No puedo llevarte a dar un paseo —le digo.
Está acurrucado junto a mí, la cabeza en mi muslo, sin molestarse por la triste conversación que acaba de oír y sin tener idea del mundo donde vive. Pero él conoce la crueldad, quizá la conoce mejor que el resto de nosotros.
—Nada de paseos sin abrigo —continúo, lo acaricio, y él bosteza y me lame la mano. Oigo el pitido de la alarma cuando la desconectan, y luego que se cierra la puerta principal—. Creo que lo intentaremos con las botas —le digo a Sock mientras las voces de Marino y Benton llegan desde la entrada—. Es probable que no te gusten estos zapatitos que hacen para perros y es probable que te enfades mucho conmigo, pero te prometo que es una buena idea. Bueno, tenemos compañía. —Reconozco las pesadas pisadas de Marino en las escaleras—. Lo recuerdas de ayer, en la furgoneta grande. El hombre grande de amarillo que me pone de los nervios la mayor parte del tiempo. Pero para futuras referencias, no tienes ningún motivo para tenerle miedo. No es una mala persona, y puede que ya sepas que las personas amigas desde hace mucho tiempo tienden a ser más rudas las unas con las otras de lo que lo son con las personas que les gustan mucho menos.
—¿Hay alguien en casa? —El vozarrón de Marino le precede en el dormitorio cuando gira el pomo, y llama mientras abre la puerta—. Benton dijo que estabas visible. ¿Con quién hablabas? ¿Estabas al teléfono?
—Entonces eres clarividente —respondo desde la cama, bien arrebujada debajo de las mantas, sin nada más que el pijama—. No estaba al teléfono ni hablaba con nadie.
—¿Cómo está Sock? ¿Cómo estás, chico? —añade Marino, antes de que pueda responder—. ¿Cómo es que tiene ese olor? ¿Qué le has echado, spray antipulgas? ¿En esta época del año? Se te ve bien. ¿Cómo te sientes?
—Le limpié las orejas.
—¿Cómo estás, doc?
Marino se me acerca, y su presencia parece más grande de lo habitual, porque lleva su pesado abrigo, la gorra de béisbol y los botines, mientras que yo no llevo nada más que un pijama de franela, y estoy modestamente debajo de una manta y un edredón. Lleva en la mano una pequeña maleta negra que reconozco como el iPad de Lucy, a menos que haya conseguido hacerse con uno, algo que dudo.
—Salí ilesa. No me pasa nada. Solo me he quedado en la cama esta mañana para ocuparme de unas cuantas cosas —le digo—. Supongo que Dawn Kincaid está bien. La última noticia que tuve era que estaba estable.
—¿Estable? ¿Bromeas, no?
—Hablo de su estado físico. De que le curasen el dedo y el daño en el resto de la mano, los otros dedos que sufrieron unos cortes muy profundos. Es probable que haya sido una suerte para ella que hiciese tanto frío en el garaje. Y, por supuesto, pensamos en envolverle la mano y el dedo amputado en hielo. Espero que eso ayudara. ¿Sabes una cosa? No he oído ni una palabra. ¿Cuál es su estado? No he oído ningún informe desde que la admitieron anoche.
—Estás de broma, ¿verdad? —Los ojos de Marino me miran, y están inyectados en sangre, como lo estaban ayer en Salem.
—No bromeo. Nadie me ha dicho ni una palabra. Benton me dijo antes que llamaría, pero no creo que lo haya hecho.
—Ha estado al teléfono con nosotros toda la mañana.
—Quizá tendrías la bondad de llamar al hospital y preguntar.
—Como si me importase un carajo si pierde un dedo o todos —dice Marino—. ¿A ti qué te importa? ¿Tienes miedo de que te demande? Tiene que ser eso, y ¿no sería la hostia? Es probable que lo haga. Te demandará por quizá perder el uso de su mano de forma tal que no podrá seguir construyendo nanorrobots o lo que sea, una psicópata como esa. Supongo que los psicópatas están estables en el sentido enfermizo de la palabra. ¿Puedes estar loco y ser un psicópata? ¿Y todavía estar lo bastante bien como para trabajar en un lugar como Otwahl? Su caso va a ser un gran problema. Si ella sale, bueno, ¿te lo puedes imaginar?
—¿Por qué iba a salir?
—Solo te estoy diciendo que el caso va a ser un problema. No estarás segura si la vuelven a soltar. Ninguno de nosotros lo estará.
Se sienta a los pies de la cama y la cama se hunde. De pronto tengo la sensación de estar sentada en una pendiente cuando él se pone cómodo, acaricia a Sock y me informa de que la policía y el FBI encontraron la ratonera que Dawn Kincaid había alquilado, un apartamento de un solo dormitorio en Reveré, en las afueras de Boston, donde se alojaba cuando no estaba con Eli Goldman, o su padre biológico, Jack Fielding, o con quien fuese que tuviese enganchado en su telaraña en algún momento. Marino saca el iPad de la caja y lo enciende mientras me hace saber que él, Lucy y varios de los otros investigadores han estado buscando en la ratonera durante horas, han entrado en el ordenador de Dawn y todo lo que tiene, incluido todo lo que ha robado.
—¿Qué pasa con su madre? —pregunto—. ¿Alguien ha hablado con ella?
—Dawn ha estado en contacto con ella durante años, y la visitaba en la cárcel de Georgia de vez en cuando. Volvió a conectar con ella y Fielding a lo largo de los años. Llamaba cuando necesitaba algo, una manipuladora de primera clase.
—¿Pero su madre sabe lo que ha pasado aquí?
—¿Por qué te importa lo que piense una abusadora de niños?
—Su relación con Jack no era tan sencilla. No se explica con tanta facilidad como tú acabas de decir con tanta elocuencia. Detesto que ella se entere de lo que le pasó por las noticias.
—¿A quién le importa una mierda?
——Nunca he querido que nadie se entere de esa manera —contesto—. No me importa quién sea. Su relación con él no era sencilla —repito—. Relaciones como esas nunca lo son.
—Para mí son claras y sencillas. Blanco y negro.
—Si ella lo oye en las noticias... —respondo, y comprendo que me reitero—. Siempre he odiado que eso ocurra. Es algo muy inhumano que la gente se entere de cosas terribles como esas así. Me preocupa.
—Una cleptómana —dice entonces Marino, porque su único interés en este caso es aquello que los investigadores han estado descubriendo en el apartamento de Dawn Kincaid.
Al parecer, es una auténtica cleptómana, para citar a Marino. Alguien que parece llevarse un recuerdo de toda clase de personas, añade, incluidos objetos robados a personas de las que no tenemos ni idea. Pero entre todo lo que los investigadores han encontrado hasta ahora han identificado joyas y monedas antiguas de la casa Donahue, y también varias partituras musicales autografiadas, que la señora Donahue no sabía que faltaban de la biblioteca de la familia.
En un cofre cerrado dentro de un armario en el apartamento de Dawn recuperaron armas que se cree que pertenecían a la colección de Fielding, y su anillo de bodas. En el mismo cofre había también una bolsa de artes marciales, me dice, y en el interior una faja de satén negro, un uniforme blanco, equipo de entrenamiento, una bolsa llena con viejos clavos de suelo con cabeza en ele, un martillo, un par de zapatillas Adidas para niño que se cree que eran las que llevaba Mark Bishop cuando practicaba puntapiés en su patio trasero aquella tarde que lo mataron. Aunque nadie está seguro de cómo, Dawn engañó al niño para que se tumbase boca abajo y le permitiese jugar a un siniestro juego que incluía «fingir» clavarle clavos en la cabeza, o más específicamente el primer clavo.
—Entró directamente por aquí. —Marino continúa conjeturando, y señala un espacio detrás de la nuca y la base del cráneo—. Eso lo hubiese matado de forma instantánea, ¿verdad?
—Si debemos utilizar esa frase —respondo.
—Me refiero a que ella probablemente le ayudó en algunas de las clases para los Tigres Pequeños de Fielding —continúa desarrollando su historia—. Así que el chico la conoce, la mira, y está muy buena, quiero decir que es preciosa. Si hubiese sido yo, le hubiese dicho al niño que le iba a enseñar un nuevo movimiento o algo así y que se tendiese boca abajo en el patio. Y por supuesto el chico hará cualquier cosa que le diga el experto, lo que le dice alguien que le enseña, y él se tumba boca abajo, es casi de noche y entonces pum. Se acabó.
—Alguien así nunca podría salir —afirmo—. Volvería a hacerlo y la próxima vez sería mucho peor, si es eso posible.
—Lo niega todo. No habla excepto para decir que Fielding lo hizo todo y que ella es inocente.
—Él no lo hizo.
—Estoy contigo.
—Le costará muchísimo explicar lo que había en su apartamento —señalo, y continúo mirando las fotografías. Marino debe de tener centenares.
—Es guapa, encantadora y lista como un demonio. Y Fielding está muerto.
—Incriminatorias. —Lo he dicho muchas veces mientras miro las fotos en el iPad—. Deberían ser muy útiles para el fiscal. No estoy segura de saber por qué crees que el caso será un problema.
—Lo será. La defensa se lo cargará todo a Fielding. La maldita psicópata conseguirá un montón de abogados de primera, y ellos harán que el jurado crea que Fielding lo hizo todo. —Marino se inclina hacia mí, y la pendiente de la cama vuelve a cambiar. Sock ronca muy suave, poco interesado en su anterior dueña o en su ratonera, que tenía una cama para perros. Marino me la muestra.
Se acerca todavía más, y pasa varias fotos de la cama del perro a cuadros y varios juguetes, y yo le digo que preferiría mirar las fotos por mi cuenta. Lo tengo a él y a Sock encima, y me siento asfixiada.
—Solo pensé que me tocaba mostrártelas, dado que soy yo quien las ha tomado —dice Marino.
—Gracias. Ya me las arreglaré. Has hecho un muy buen trabajo con las fotos.
—Es obvio que el perro se quedaba ahí. —Marino se refiere a que Sock se quedaba en la ratonera de Dawn Kincaid—. Y también con Eli y Fielding —añade—. Hay que reconocerle el mérito. Supongo que le gustaba el perro.
—Lo dejó en casa de Jack solo y sin calefacción. —Voy pasando las fotos que son con toda claridad incriminatorias.
—Nada le importa una mierda a menos que le convenga. Cuando no es así, se libra de una manera o de otra. Se preocupó por él cuando le convino.
—Es la historia más probable —asiento.
Miro las fotos de una cama de matrimonio deshecha, y luego otras fotos de un dormitorio pequeño que está lleno de trastos, como si a Dawn Kincaid le gustase acumularlos.
—Además, tenía otra razón para dejarlo —continúa Marino—. Si deja el perro en casa de Fielding, entonces quizá nosotros creemos que los mató a todos, y luego se mató a sí mismo. El perro está allí. La correa roja está allí. La embarcación que probablemente se utilizó para arrojar al agua el cuerpo de Wally Jamison está allí, y las prendas de Wally y el arma asesina están en el sótano de Fielding. El Navigator sin la placa de matrícula delantera está allí. Se supone que vas a creer que te seguía a ti y a Benton cuando yo salí de Hanscom. Que Fielding está loco. Que te vigila. Que te sigue, en un intento por intimidarte, espiarte, o quizá dispuesto también a matarte.
—Estaba muerto en el momento en que nos siguieron. Aunque no puedo señalar la hora exacta de la muerte, calculo que llevaba muerto desde el lunes por la tarde, lo más probable es que fuese asesinado no mucho después de llegar a casa en Salem, con la Glock que sacó del laboratorio del CFC. Era Dawn al volante del Navigator la que nos siguió el lunes por la noche. Ella es la desequilibrada. Se pegó a nuestro parachoques para asegurarse de que supiésemos que nos seguía, y luego desapareció, yo diría que desapareció de la vista en el aparcamiento de Otwahl. Nosotros acabaríamos creyendo que era Jack, quien de hecho ya había sido asesinado por ella con una pistola que supongo que después dio a su amigo, Eli, antes de asesinarlo. Pero tienes razón, es probable que ella intentase acomodar las cosas para que todo recayese en Jack, que no estaba para defenderse a sí mismo. Tendió a Jack una trampa para que pareciese que él le había tendido una trampa a Johnny Donahue. Es terrorífico.
—Tienes que conseguir que el jurado se lo crea.
—Ese es siempre el desafío, no importa el caso.
—Es malo que el perro estuviese en casa de Fielding —repite Marino—. Lo vincula con el asesinato de Eli. Demonios, en el vídeo se ve a Eli paseando al perro cuando lo mataron.
—El microchip —le recuerdo—. Lleva hasta Dawn, no hasta Jack.
—No significa nada. Él mata a Eli y luego coge al perro, y el perro conoce a Fielding, ¿no? —dice Marino, como si Sock no estuviese a unos centímetros de él, durmiendo con la cabeza apoyada en mi pierna—. El perro conocía a Fielding porque Dawn estaba allí en Salem, tenía al perro en la casa de Fielding parte del tiempo o lo que fuese. Así que Fielding mata a Eli y luego se lleva al perro cuando se va, o eso es lo que Dawn quería hacernos creer.
—No es lo que ocurrió. Jack no mató a nadie —mientras llego a la conclusión de que el apartamento de Dawn contiene el mismo tipo de miseria que observé en la casa de Fielding en Salem.
Desorden y cajas por todas partes. Prendas apiladas en montañas y dispersas en los lugares más curiosos. Los platos amontonados en el fregadero. La basura que rebosa. Montañas de periódicos, hojas impresas, revistas y, sobre la mesa del comedor, un gran número de objetos etiquetados y colocados allí por la policía, incluido un reloj deportivo con GPS que es del mismo modelo que le regalé a Fielding para su cumpleaños hace varios años, y un equipo de cirugía militar de la Guerra Civil en una caja de palo santo que es idéntica a una que le di cuando trabajaba para mí en Richmond.
Hay un primer plano de unos guantes negros, uno de ellos con una pequeña caja negra en la muñeca, que Marino describe como unos ciberguantes ligeros y flexibles con acelerómetro, treinta y seis sensores, y un receptor transmisor ultraplano integrado. Solo tengo que deducir todo esto, buscar entre sus palabras mal pronunciadas y descripciones mezcladas. Los guantes, que fueron examinados con atención por Briggs y Lucy en la escena, sirven con toda claridad para un control robótico basado en gestos, para controlar la mosca-robot que Eli tenía con él cuando fue asesinado, por la mujer que le había regalado el anillo de sello robado, que él llevaba cuando su cuerpo llegó al CFC.
—Entonces la mosca-robot estaba en el apartamento de ella —conjeturo—. ¿Benton te ha ofrecido café?
—Estoy de café hasta la coronilla. Algunos todavía no nos hemos ido a la cama.
—Estoy trabajando en la cama. No significa que haya dormido.
—Debe de ser bonito. Me gustaría quedarme en casa y trabajar en la cama. —Coge el iPad y busca entre los archivos.
—Quizá podríamos acomodar tu descripción de trabajo. Podrías trabajar en la cama cierto número de días al año, según la edad y decrepitud, que tendríamos que evaluar. Supongo que seré yo la encargada de evaluarla.
—¿Ah, sí? ¿Y quién evaluará la tuya? —Encuentra la foto que quiere que vea.
—La mía no necesita una evaluación. Es obvia para todos.
Me muestra un primer plano de la mosca-robot, solo que a primera vista es difícil de saber qué es, no es más que un objeto de alambre reluciente en un cuadrado de papel blanco en la mesa del comedor de Dawn Kincaid.
Se me ocurre que el artilugio micromécanico podría ser un pendiente. Un pendiente de plata que fue pisoteado, que es lo que se sospecha, me dice Marino. Lucy cree que la mosca robot fue pisoteada cuando los técnicos sanitarios se ocupaban de Eli. Luego Dawn la encontró cuando volvió a Norton's Woods, probablemente vestida con el mismo abrigo de lana negro largo que llevaba en mi garaje, un abrigo que creo que era de Fielding. Un testigo afirma haber observado a un joven o una joven, la persona no está segura, con un gran abrigo negro que caminaba por Norton's Woods con una linterna varias horas después que Eli Goldman muriese allí. El individuo con el abrigo grande estaba allí solo, y la persona que lo vio creyó que era algo curioso porque él, o ella, no iba con ningún perro, y parecía estar buscando algo mientras hacía gestos extraños con la mano.
—Tenía que venirle grande y prácticamente lo arrastraba por el suelo —dice Marino y se levanta de la cama—. No estoy diciendo que intentase parecer un hombre, pero con el pelo corto y el abrigo largo, con un sombrero y gafas o lo que sea. Siempre que no le mires las tetas. Tiene unas tetas estupendas. Tenía eso en común con su padre, ¿no?
—Nunca supe que Jack tuviese las mamas grandes.
—Me refiero que ambos tenían la misma constitución.
—Por lo tanto, volvió cuando supuso que era seguro hacerlo, y a pesar de que incluso la mosca-robot estaba muy dañada, respondió a las señales de radiofrecuencia enviadas por los ciberguantes. —Apago el iPad y se lo devuelvo.
—Creo que ella lo vio en el suelo, supuso que reflejaría la luz de la linterna y lo encontró de esa manera. Lucy dice que el artilugio estaba muerto en el lugar. Aplastado.
—¿Sabemos con exactitud lo que hace o lo que se supone que hace?
Marino se encoge de hombros, de nuevo imponiéndose sobre mí, todavía con su abrigo, que no se ha molestado en desabrocharse, como si no tuviese la intención de permanecer mucho tiempo.
—Ya sabes que no es un tema que domine. No entendí ni la mitad de lo que hablaban Lucy y el general. Solo sé que lo que se supone que esta cosa es capaz de hacer es algo que debe preocuparnos, y el Departamento de Defensa está dispuesto a realizar una inspección en Otwahl, para ver qué demonios está pasando de verdad allí. Pero no estoy seguro de que finalmente sepamos con exactitud qué diablos está pasando.
—¿Qué quieres decir?
Guarda el iPad en la caja y me responde.
—Me refiero a que me preocupa que el Gobierno sabe muy bien qué clase de investigación y desarrollo hacen allí pero no quiere que nadie más lo sepa, y después tienes a unos chicos descontrolados y la mierda que se desparrama. Creo que entiendes adónde quiero ir a parar. ¿Cuándo vuelves al trabajo?
—Es probable que hoy no —le contesto.
—Pues tenemos una montaña de cosas que hacer y deshacer —dice.
—Gracias por el aviso.
—Llámame si necesitas algo. Llamaré al hospital y te diré cómo le va a la psicópata.
—Gracias por la visita.
Espero hasta que el sonido de sus fuertes pisadas se detiene en la puerta principal, luego la puerta vuelve a cerrarse, hay una pausa, y Benton vuelve a conectar la alarma. Oigo sus pisadas, que son mucho más suaves que las de Marino, cuando pasa por delante de las escaleras, para ir hacia la parte de atrás de la casa, donde tiene su despacho.
—Venga, vamos a levantarnos —le digo a Sock, que abre los ojos, me mira y bosteza—. ¿Sabes lo que significa «adiós»? Supongo que no. No te lo enseñaron en la cárcel, solo quieres dormir, ¿no? Bueno, tengo cosas que hacer, así que vamos. Sabes, eres muy perezoso. ¿Estás seguro de que alguna vez has ganado una carrera o siquiera participado en una? No me lo creo.
Le aparto la cabeza y pongo mis pies en el suelo. Decido que debe de haber una tienda para animales por aquí cerca, que tenga todo lo que necesito para cuidar un viejo sabueso delgado y haragán, con este tiempo tan desapacible.
—Vamos a dar una vuelta. —Hablo con Sock mientras busco mis zapatillas y una bata—. Vayamos a ver qué está haciendo el agente secreto Wesley. Qué te apuestas a que está en su despacho otra vez al teléfono. Sabes, siempre está al teléfono, y estoy de acuerdo en que es muy irritante. Quizá nos lleve de compras, y entonces voy a preparar una pasta muy buena, pappardelle caseros con una salsa boloñesa bien fuerte, carne de ternera picada, vino tinto, y un montón de champiñones y ajo. Debo avisarte de antemano que tú solo comerás la mejor cocina canina. Es la regla de la casa. Estoy pensando que hoy comerás quinoa y bacalao. —Continúo hablando mientras bajamos las escaleras—. Será un bonito cambio después de tanto pollo y arroz del restaurante griego.
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La doctora Kay Scarpetta, recién nombrada directora de uno de los centros de estudios forenses más avanzados de Estados Unidos, deberá enfrentarse al caso aparentemente más sencillo pero a la vez más crucial de toda su carrera.
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