Inspirado por la misma contemplación aséptica e implacable de la naturaleza y de la sociedad humanas, el Diccionario del diablo es fruto de un constante trabajo que, sobre todo en su labor periodística, Ambrose Bierce (1842-1914?) fue alumbrando desde 1868 hasta 1911. Este libro singular, en el que la precisión quirúrgica de la expresión y la agudeza conceptual brillan con fuerza, conoció un éxito instantáneo, además de encontradas opiniones, desde el mismo momento de su publicación y es uno de los grandes libros satíricos de todos los tiempos.<

Todas las puertas y ventanas del palacete permanecían cerradas y las gruesas y tupidas cortinas, corridas, de forma que mirado desde el exterior se veía tan oscuro que cualquiera podía pensar que se hallaba deshabitado; sin embargo, no era así. El palacete de la duquesa Carla Giacomonova era un ascua de luces, candelabros y arañas encendidas, cientos de velas que llameaban, velas todas ellas rojas mientras en el gran salón sonaban carcajadas y voces, cuchicheos, interjecciones soeces, casi brutales, que arrancaban más carcajadas.<

El chirrido de la tapa del ataúd, al levantarse,resultaba escalofriante. Sin embargo, la tapa se alzaba lentamente mientrasvarios pares de ojos la miraban de forma obsesiva. De un instante a otroaparecería lo desagradable, lo espeluznante, lo que provocaría el terror.<

Cuando llegó a la puerta, a lo lejos y merced a la claridad de un plenilunio que conseguía filtrar sus rayos, a través de las nubes, vio cómo descendían el ataúd al interior de la fosa recién cavada. Se escuchó un golpe sordo y luego comenzaron a echarle encima paladas de tierra. Las cuatro muchachas, como si estuvieran en un verdadero aquelarre, danzaron alrededor de la tumba. Yiddy ya no sabía si reír o gritar. Se acercó a la sepultura donde se había organizado la orgía macabra, cayó y siguió a patas. Notó que se le subían encima y le hacían avanzar como si fuera una bestia de tiro. Yiddy se rió y lo empujaron. Otra vez cayó al suelo y la muchacha que se le había subido a la espalda, también. Yiddy logró llegar hasta la fosa y metió su mano en ella, pero continuaron echando tierra, y a él, la noche se le hizo más y más negra. Tuvo la sensación de que le empujaban al interior de la sepultura y caía y caía sin llegar jamás al fondo mientras arriba reían y reían.<

Llegar en el tren a la Gare du Nord en un atardecer invernal, con el cielo de París cubierto por unas nubes que han precipitado la noche sobre la villa, llegar con la sensación de humedad y frío, el suelo mojado, con una fina lluvia cayendo sobre la ciudad, y ver cómo la gente apresura el paso y los coches circulan aprisa, ya con los faros encendidos, no es una situación agradable. No es el París primavera que suelen encontrar los turistas de medio mundo que ansían visitar el Louvre, subir a la Tour Eiffel y, por la noche, encerrarse en el Lido frente a una copa de «champagne». —¡Taxi, taxi! Ava había levantado la mano y con ella su busto y también la gabardina que ceñía a su cintura. En el suelo, unas maletas y, tras ella, juntas y un poco asustadas, dos niñas, casi dos muchachas, exactamente iguales, pues eran gemelas.<

El hombre era magro de carnes, diríase que reseco, huesudo todo él. Cabellos, barba y bigotes blancos, pero no de un blanco limpio, sino de un blanco paja. Tenía los ojos muy hundidos y siempre cubría su cabeza con una gorra oscura de marino. Usaba chaqueta también marinera y tenía ante sí un vaso de barro conteniendo whisky.<

La debilidad por pérdida de sangre hacía presa en él y todas las imágenes se confundían. Veía mal, borroso y hasta doble. Así, vio cómo la calavera se multiplicaba en sus retinas. Miró hacia el exterior del ventanuco y allí estaba el cielo, un cielo encapotado y negro, pero un cielo que pretendía alcanzar con sus manos cuyos dedos se curvaban como garfios tratando de asir el pequeño alféizar para escapar de la buhardilla. No habría de conseguir la salvación, pues cayó sobre los cristales rotos donde fue debilitándose mientras la sangre escapaba de su cuerpo y se encharcaba a su alrededor. Ya no veía aquella calavera que él parecía haber sacado del infierno, pero sí seguía escuchando su siniestra e infrahumana carcajada, como si hubiera de acompañarle a las más profundas e ignotas simas del averno.<

Preparó el tazón. Puso la leche y luego tomó con repugnancia la botella de la sangre. La agitó y vertió el líquido rojo oscuro con algunos grumos, no cuajado del todo, ya que Circe debía de verter algo dentro de la botella para que la sangre no se coagulara. Mezcló la sangre con la leche, sintiendo náuseas y luego jaló del cajoncito que había debajo de las rejas del tonel. Puso la taza en su interior y regresó el cajón a su posición normal. La gata Nataly aulló lastimera. Salió del fondo, acercándose al tazón. Se inclinó sobre la bebida y metió la lengua en ella. —Aunque ella me lo jure, yo no creo que sea Nataly —masculló Antoine. Entonces, la gata levantó la cabeza y se lo quedó mirando fijamente, a través de las rejas. Estaban a muy corta distancia el rostro del hombre y el de la bestia silvestre allí enjaulada. Y Antoine Rolage comenzó a sentir que sus manos sudaban copiosamente, mientras de los ojos de la gata resbalaban unas lágrimas, sin dejar de mirarle. —¡Nataly, Nataly, no, Dios mío, no!<

La lanzadera transbordador quedó nítidamente visible en pantalla, su imagen cada vez fue mayor. —Atención, les habla Senglar, comandante de la cosmonave Tralla 29-1. Bienvenidos a bordo. La presión interior es de setecientos sesenta y cinco milímetros, la humedad de un cuarenta por ciento y la temperatura, veinte grados Celsius. —Aquí Nina, guía y jefe de servicios de la Misión Esperanza. —Saludos, Nina, y saludos al resto de los viajeros. —Aceptados. Ruego control estricto de constantes físico-ambientales…<

El coche, un viejo «Peugeot» que debía haber pasado por más de cuatro manos, comenzó a runrunear quejumbroso. Sean, al volante, veía que el vehículo perdía potencia a marchas forzadas; hundía el pedal del gas hasta el fondo y el motor respondía con unos ruidos nada optimistas. Oscurecía y el cielo plomizo no vaticinaba una noche tranquila. El asfalto se veía negruzco, pero todavía seco; sin embargo, las márgenes de tierra ya se podían ver húmedas a simple vista por otras lluvias recientes.<

Michy puso una sonrisa en su boca que llegó de oreja a oreja. Pese a su juventud, sus dientes estaban algo amarillentos y el rostro aparecía barbado con descuido, el mismo descuido que mostraban sus largos cabellos.<

De pronto, se sintió atraída por una edificación que no estaba muy lejos de donde se encontraba, pero sí mucho más abajo, puesto que aquel edificio no se elevaba del suelo en más de cinco pisos. Sabía que aquello era un hospital, el Old Hospital. Tuvo la impresión de que desde una de las ventanas de su último piso, que ella no podía ver pero sí sentir, alguien la observaba, lo que aún parecía más absurdo.<

No quería demostrar que aquel ser, sin duda de otro mundo al que yo no pertenecía, me producía auténtico terror. Era fácil, muy fácil decir 'Yo no tengo miedo', pero cuando uno se encuentra solo en la noche y frente a un ser cuyo aspecto inspira terror y honda repugnancia, los instintos se desatan. Como respuesta, comenzó a gruñir con una voz hueca que sonaba como un terremoto a gran distancia. No entendía nada. De súbito, un mueble aparador que estaba a mi derecha y sobre el que yo había depositado varios libros, comenzó a saltar hasta que, con gran estrépito, se partió por la mitad. Una butaca comenzó a girar sobre sí misma, se elevó y salió por la ventana, destrozándola. Tuve la impresión de que las paredes se movían y parte del techo se me venía encima.<

Se pasó la yema del dedo anular derecho por la base del párpado inferior derecho y luego hizo lo propio con el izquierdo, mientras se observaba en el espejo como si quisiera quitarse algo. Sabía que era bonita, pero su belleza no la preocupaba en aquellos momentos. Se volvió hacia la cama, una cama austera con barrotes de hierro pintados de color blanco; sobre ella estaba la maleta de piel. No era muy grande y tampoco estaba a rebosar de prendas. La cerró y, al hacerlo, suspiró, era como si cerrara también una etapa de su vida.<

Anoche, anoche, con el catalejo, vi a un muerto salir de su tumba. Sí, estoy segura, ahora estoy segura, salió de su tumba. Abandono el cementerio y vino a la pensión… Estoy segura de que es él, las ropas son las mismas, aunque antes no tenía ojos y ahora sí. Su piel estaba repugnante, pero tenía que oler como huele éste ahora. ¿Es que no os dais cuenta? ¡Huele a cadáver, huele a cadáver!<

Podía decirse que cuantos se hallaban en la taberna de Cromwell tenían un rostro y un aspecto general patibulario, pero si alguien concreto inspiraba más desconfianza que el resto, ése era el individuo que se hallaba sentado a un extremo del largo mostrador de madera de roble, de tres pulgadas de grueso, un mostrador que tenía tantos años como la taberna misma y habría resultado muy difícil averiguar cuándo había sido construida ésta. No es que aquel sujeto llevara barba, sino que hacía días que no se afeitaba. El rostro era alargado y la extremada delgadez se lo había estirado más, marcándole los huesos de la mandíbula y de los pómulos.<

No lo sabemos todavía. Podría ser un lobo, un oso o también un jabalí. Hay jabalíes que tienen muy mala sangre y como son omnívoros, es decir, que pueden comer de todo, podría ser uno de ellos. Al encontrarla en el suelo, la ha destrozado y ha comido del cadáver. La policía no da valor alguno a las manifestaciones de los espiritistas, pues los consideraban unos alucinados. Y si cuentan que una muerta va por ahí devorando a personas ya cadáveres, se creará una situación de pánico…<

Un vuelo de recreo nocturno en avioneta para contemplar la belleza de Viena y el Danubio a la luz de la luna, se convierte en la más horrible pesadilla de terror y muerte para el grupo de ocho personas que lo emprenden.Un ancestral culto a un dios sediento de sangre pone en peligro sus vidas…<

Avanzó entre las mesas de la redacción. El edificio era ya viejo, cargado de años sobre sus muros y la redacción del Week Life Magazine ocupaba la primera planta del mismo. La redacción no estaba, como en los edificios modernos, instalada en una amplísima nave como sí lo estaba en el Washington Post americano; allí había muchas paredes y muchos despachitos, Herbert Perkins era un hombre que rondaba los cuarenta pero deseaba aparentar menos años y tenía elegancia innata. Solía comentar, con más sarcasmo que ironía, que había nacido en buena cuna, pero que lo enterrarían en mala tumba.<

Ottilie cerró los ojos, vivamente impresionada por el relámpago que a poca distancia se había desparramado por el cielo, iluminando la noche en medio de la tormenta. Rosemarie, que conducía el «Volkswagen», suspiró. «Menos mal que no falta mucho para llegar», pensó.<

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