Abby entro al elevador y las puertas se cerraron con el sonido de una pala levantando canto rodado. De pronto sintio el perfume de alguien mas y tambien de un limpiador con aroma de limon. El elevador se movio unos cuantos centimetros hacia arriba. Y ahora era demasiado tarde para cambiar de idea y salir: con el metal de las paredes presionandola, comenzo a caer por el vacio. Abby se dio cuenta de que acababa de cometer el peor error de su vida… En medio del caos de la manana del 9/11, el negociante Ronnie Wilson ve la oportunidad de su vida. Para salir de sus deudas, desaparecera y se re-inventara a si mismo en otro pais. / Abby stepped in the lift and the doors closed with a sound like a shovel smoothing gravel. She breathed in the smell of someone else's perfum, and lemon-scented cleaning fluid. The lift jerked upwards a few inches. And now, too late to change her mind and get out, with the metal walls pressing in around her, they lunged sharply downwards. Abby was about to realize she had just made the worst mistake of her life…Amid the tragic unfolding mayhem of the morning of 9/11, failed Brighton businessman and ne'er-do-well Ronnie Wilson sees the chance of a lifetime, to shed his debts, disappear and reinvent himself in another country.Six years later, the discovery of the skeletal remains of a woman's body in a storm drain in Brighton, leads Detective Superintendent Roy Grace on an enquiry spanning the globe, and into a desperate race against time to save the life of a woman being hunted down like an animal in the streets and alleys of Brighton. 'One of the most fiendishly clever crime fiction plotters'

Peter James

Las Huellas Del Hombre Muerto

Dead Man's Footsteps (2008)

Roy Grace 4

Para Dave Gaylor

Parte de esta historia se desarrolla durante los días en torno a los terribles sucesos del 11-S. Con el máximo respeto a las víctimas y a todas las personas que perdieron a un ser querido.

1

Si al despertarse aquella mañana Ronnie Wilson hubiera sabido que al cabo de sólo un par de horas estaría muerto, habría planeado el día de una forma algo distinta.

Para empezar, quizá no se habría molestado en afeitarse. O no habría malgastado tantos de esos preciados minutos engominándose el pelo y luego arreglándoselo hasta quedar satisfecho. Tampoco habría empleado tanto tiempo en sacar brillo a los zapatos o en ajustarse el nudo de la cara corbata de seda hasta que estuvo perfecta. Y seguro que no habría pagado la cantidad exorbitante de dieciocho dólares -que en realidad no podía permitirse- para que le plancharan el traje en una hora.

Decir que era felizmente ajeno al destino que le esperaba sería una exageración: todas las formas de alegría habían desaparecido de su paleta de emociones hacía tanto tiempo que ya ni sabía qué era ser feliz. Ya ni siquiera sentía felicidad durante esos fugaces segundos finales del orgasmo, en las raras ocasiones en que él y Lorraine hacían el amor. Era como si sus huevos estuvieran tan adormecidas como el resto de su cuerpo.

De hecho, últimamente -y para incomodidad de Lorraine- cuando la gente le preguntaba cómo estaba, le había dado por contestar encogiéndose brevemente de hombros y decir: «Mi vida es una mierda».

La habitación del hotel también era una mierda. Era tan pequeña que si te caías ni siquiera tocabas el suelo. Era la habitación más barata del W, pero al menos la dirección le ayudaba a guardar las apariencias. Una persona que se hospedara en un W en Manhattan era alguien, aunque durmiera en el cuarto de la limpieza.

Ronnie sabía que debía adoptar una actitud y un humor más positivos. La gente reaccionaba a las vibraciones que transmitían los demás, en particular cuando pedían dinero. Nadie iba a prestar dinero a un perdedor, ni siquiera a un viejo amigo; al menos no la cantidad que él necesitaba en estos momentos. Y, sin duda, no este viejo amigo en particular.

Miró por la ventana para ver qué tiempo hacía, estirando el cuello hacia el escarpado precipicio gris del edificio que había al otro lado de la calle 39 hasta que consiguió ver la franja estrecha de cielo. Comprobar que hacía una mañana espléndida no sirvió para subirle la moral. Sólo sentía como si todas las nubes hubieran abandonado ese vacío azul y ahora estuvieran en su corazón.

Su reloj Bulgari de imitación le dijo que eran las 7.43. Lo había comprado en Internet por 40 libras, pero bueno, ¿quién podía distinguir que no era auténtico? Había aprendido hacía mucho tiempo que los relojes caros transmitían un mensaje importante a la gente que intentabas impresionar: si un detalle como el tiempo te preocupaba lo suficiente como para comprarte uno de los mejores relojes del mundo, seguramente te preocuparías igual por el dinero que iban a confiarte. Las apariencias no lo eran todo, pero importaban mucho.

Bueno, las 7.43. Hora de ponerse en marcha.

Cogió su maletín Louis Vuitton -también de imitación-, lo colocó encima del trolley y se marchó de la habitación arrastrando el equipaje. Salió del ascensor en la planta baja y pasó por delante del mostrador de recepción intentando pasar desapercibido. Sus tarjetas estaban tan fundidas que seguramente no tenía crédito suficiente para pagar la factura del hotel, pero ya se preocuparía de aquello más tarde. Estaban a punto de embargarle el BMW -el ostentoso descapotable azul con el que a Lorraine le gustaba pasearse, para impresionar a sus amigas- y el banco iba a ejecutar la hipoteca sobre su casa. La reunión de hoy, pensó sombríamente, era su última oportunidad. Iba a reclamar una promesa. Una promesa hecha diez años atrás.

Sólo esperaba que no hubiera caído en el olvido.

Sentado en el metro, con las maletas entre las piernas, Ronnie se percató de que algo se había torcido en su vida, pero no sabía exactamente qué. Muchos de sus compañeros de colegio habían cosechado grandes éxitos en sus campos, pero él había ido de traspiés en traspiés, desesperándose cada vez más. Asesores financieros, promotores inmobiliarios, contables, abogados… tenían sus enormes casas fardonas, sus esposas trofeo, sus hijos perfectos. ¿Y qué tenía él?

A la neurótica de Lorraine, que se gastaba el dinero que su marido no tenía en infinidad de tratamientos de belleza que no necesitaba en absoluto, en ropa de diseño que no podían permitirse de ningún modo y en almuerzos ridículamente caros a base de hojas de lechuga y agua mineral con sus amigas anoréxicas, muchísimo más ricas que ellos, en el restaurante chic que se hubiera puesto de moda aquella semana. Y a pesar de desembolsar una fortuna en tratamientos de fertilidad, seguía siendo incapaz de darle el hijo que tanto deseaba. En realidad, el único gasto que él había aprobado fue que se pusiera más tetas.

Pero por supuesto, Ronnie era demasiado orgulloso para reconocer el lío en el que se había metido. Y como era optimista hasta la médula, siempre creía que la solución estaba a la vuelta de la esquina. Igual que un camaleón, se confundía perfectamente en su entorno. Como vendedor de coches usados, luego de antigüedades y agente inmobiliario, solía vestir de punta en blanco y tenía el don de la palabra, que era, por desgracia, mejor que su visión para las finanzas. Después de que el negocio de la agencia inmobiliaria se fuera a pique, se pasó rápidamente a la promoción inmobiliaria, donde estaba convincente en vaqueros y americana. Luego, cuando los bancos ejecutaron la hipoteca sobre su urbanización de veinte casas, que se quedó encallada por problemas de planificación, se reinventó una vez más a sí mismo como asesor financiero para gente rica. Ese negocio también se hundió.

Ahora estaba aquí con la esperanza de convencer a su viejo amigo Donald Hatcook de que conocía el secreto para ganar dinero con la próxima gallina de los huevos de oro: el biodiésel. Se rumoreaba que Donald se había embolsado más de mil millones de dólares con los derivados -fuera lo que fuese eso- y sólo había perdido unos míseros doscientos mil al invertir en la agencia inmobiliaria de Ronnie diez años atrás. Tras afirmar que aceptaba la responsabilidad de su amigo por el fracaso de la empresa, había asegurado a Ronnie que algún día volvería a respaldarlo.

Sin duda, Bill Gates y todos los demás emprendedores del planeta estaban buscando el modo de entrar en el nuevo mercado de los biocombustibles respetuosos con el medio ambiente -y disponían del dinero para invertir y convertirlo en una realidad-, pero Ronnie creía haber encontrado un nicho de mercado. Lo único que tenía que hacer esta mañana era convencer a Donald. Este era astuto, lo vería. Se apuntaría. Como decían en Nueva York, debería ser pan comido.

De hecho, a medida que el metro avanzaba hacia el centro, mientras ensayaba mentalmente el discurso que había preparado para Donald, la confianza de Ronnie iba en aumento. Se sentía metiéndose en la piel del personaje de Michael Douglas en Wall Street: Gordon Gecko. Y tenía su mismo aspecto, igual que la docena de profesionales de Wall Street vestidos impecablemente que había sentados a su alrededor en ese vagón que no dejaba de dar bandazos a un lado y a otro. Si cualquiera de ellos tenía sólo la mitad de sus problemas, los ocultaban bien. Qué seguros parecían todos de sí mismos, maldita sea. Si se hubieran molestado en mirarle habrían visto a un tipo alto, delgado, guapo y con el pelo engominado hacia atrás que parecía igual de seguro que ellos.

Decían que si no habías triunfado a los cuarenta no ibas a triunfar nunca. Dentro de sólo tres semanas, Ronnie cumpliría cuarenta y tres años.

Estaba llegando a su parada, Chambers Street. Quería ir caminando las últimas manzanas.

Salió a la espléndida mañana de Manhattan y se orientó con el mapa que le había dado anoche el conserje del hotel. Luego consultó su reloj: las 8.10. Por su experiencia previa circulando por los bloques de oficinas de Nueva York, calculó que debía darse quince minutos de margen como mínimo para llegar al despacho de Donald una vez entrara en el edificio donde trabajaba el hombre. Y desde aquí tenía cinco minutos largos a pie, le había dicho el conserje, suponiendo que no se perdiera.

Después de pasar por delante de un cartel que le informaba de que estaba en Wall Street, dejó atrás un Jamha Juice a la derecha y una tienda que ofrecía «Sastrería y arreglos expertos» y entró en el Downtown Deli, que estaba abarrotado.

El lugar olía a café cargado y huevos fritos. Se sentó en un taburete de piel roja en la barra y pidió un zumo de naranja recién exprimido, un latte y huevos revueltos con bacon y tostadas de trigo. Mientras esperaba la comida, hojeó una vez más el plan de negocios y, luego, mirando de nuevo el reloj, calculó mentalmente la diferencia horaria entre Nueva York y Brighton.

En Inglaterra eran cinco horas más. Lorraine estaría almorzando. Le hizo una llamada rápida al móvil y le dijo que la quería. Ella le deseó suerte con la reunión. Las mujeres eran fáciles de contentar, bastaba sólo con unos pocos arrumacos de vez en cuando, algún que otro verso poético y una o dos joyas que parecieran caras, pero no con demasiada frecuencia.

Veinte minutos después, mientras pagaba la cuenta, oyó un estruendo enorme a lo lejos. Un tipo sentado en el taburete a su lado dijo:

– Dios santo, ¿qué ha sido eso?

Ronnie recogió el cambio y dejó una propina aceptable, luego salió a la calle para proseguir con su camino hacia el despacho de Donald Hatcook, que, según la información que le había enviado por correo electrónico, se encontraba en la planta 87 de la Torre Sur del World Trade Center.

Eran las 8.47 de la mañana del martes 11 de septiembre de 2001.

2

Octubre de 2007

Abby Dawson había elegido este piso porque le parecía seguro. Al menos, tan seguro como le parecería cualquier otro lugar en estos momentos.

Aparte de la escalera de incendios de atrás, que sólo podía abrirse desde dentro, y una salida de incendios en el sótano, el edificio sólo tenía una entrada. Estaba ocho pisos más abajo y las ventanas le ofrecían una panorámica despejada de toda la calle.

Dentro, había convertido el piso en una fortaleza: bisagras reforzadas, blindajes de acero, tres cerraduras en la puerta y en la escalera de incendios situada al fondo del minúsculo lavadero y una cadena de seguridad doble. Cualquier ladrón que intentara introducirse aquí se iría a casa con las manos vacías. Salvo que condujera un tanque, nadie iba a entrar a menos que ella le invitara.

Pero como refuerzo, por si acaso, tenía un spray de pimienta Mace muy a mano, una navaja y un bate de béisbol.

Era irónico, pensó, que la primera vez en su vida que podía permitirse una casa lo bastante grande y lujosa como para recibir a invitados, tuviera que vivir sola, en secreto.

¡Y había tantas cosas de las que disfrutar allí dentro! El entarimado de roble, los enormes sofás color crema con sus cojines blancos y marrón chocolate, los cuadros modernos y perspicaces en las paredes, el sistema home cinema, la cocina de alta tecnología, las camas inmensas y deliciosamente cómodas, la calefacción debajo del suelo en el baño y el elegante servicio de invitados que todavía no había utilizado -al menos no para lo que estaba pensado.

Era como vivir en una de esas casas de diseño que solía codiciar cuando hojeaba las páginas de las revistas de moda. Cuando hacía buen tiempo, el sol entraba a raudales por la tarde y los días ventosos, como hoy, abría una ventana y podía saborear la sal en el aire y escuchar los chillidos de las gaviotas. A tan sólo unos doscientos metros del final de la calle, y del cruce con la concurrida Marine Parade de Kemp Town, estaba la playa. Podía caminar por ella kilómetros y kilómetros hacia el este o el oeste.

También le gustaba el barrio. Había tiendecitas cerca, que eran mucho más seguras que un supermercado grande porque siempre podía mirar primero quién había dentro. Bastaba con que sólo una persona la reconociera.

Sólo una.

El único punto negativo era el ascensor. Extremadamente claustrofóbica en el mejor de los casos, y más propensa que nunca últimamente a los ataques de pánico, a Abby nunca le había gustado montarse sola en un ascensor a menos que no tuviera más remedio. Y la cápsula inestable del tamaño de un ataúd vertical para dos personas que subía hasta su piso, y que se había quedado parado un par de veces en el último mes -por suerte con otra persona dentro-, era una de las peores que había utilizado en su vida.

Así que normalmente subía y bajaba a pie, hasta hacía dos semanas, cuando los obreros que reformaban el piso de abajo habían convertido la escalera en una carrera de obstáculos. Era un buen ejercicio, y si llevaba bolsas de la compra pesadas era fácil: las metía en el ascensor solas y ella subía por las escaleras. En las raras ocasiones en que se encontraba con alguno de sus vecinos, cogía el ascensor hombro con hombro con él. Pero la mayoría eran tan mayores que no salían demasiado. Algunos parecían tan viejos como la propia finca.

Los pocos inquilinos jóvenes, como Hassan, el sonriente banquero iraní que vivía dos pisos más abajo y que a veces organizaba fiestas que duraban toda la noche -y cuyas invitaciones siempre rechazaba educadamente- parecían estar fuera casi siempre, en algún otro lugar. Y los fines de semana, a menos que Hassan se hubiera quedado en casa, el ala oeste del edificio estaba tan silenciosa que parecía habitada sólo por fantasmas.

En cierto modo, ella también era un fantasma, lo sabía. Únicamente abandonaba la seguridad de su guarida de noche, con el pelo que en su día fue rubio y largo ahora muy corto y teñido de negro, gafas de sol y el cuello de la chaqueta subido. Era una extraña en esta ciudad donde había nacido y crecido, donde había trabajado en bares, ejercido de secretaria temporal, tenido novios y, antes de que le entrara el gusanillo de viajar, incluso fantaseado con formar una familia.

Ahora había regresado. A escondidas. Una desconocida en su propia vida. Desesperada por que nadie la reconociera. Volviendo la cara las pocas veces que se cruzaba con algún conocido o veía a un viejo amigo en un bar y tenía que marcharse de inmediato. Maldita sea, ¡qué sola se sentía!

Y tenía miedo.

Ni siquiera su propia madre sabía que había vuelto a Inglaterra.

Había cumplido 27 años hacía tres días y la fiesta de cumpleaños había sido fantástica, pensó con ironía. Tirada allí sola con una botella de Moét & Chandon, una película erótica en Sky y un vibrador con las pilas agotadas.

Solía estar orgullosa de su belleza natural. Rebosante de confianza, podía ir a cualquier bar, discoteca o fiesta y escoger a quien quisiera. Era buena conversadora, buena seductora, buena haciéndose la vulnerable, algo que había aprendido hacía tiempo que era lo que les gustaba a los hombres. Pero ahora era vulnerable de verdad, y no era nada divertido.

No era divertido ser una fugitiva.

Aunque no fuera para siempre.

En las estanterías, las mesas y el suelo del piso se amontonaban libros, CD y DVD comprados en Amazon y Play.com. Durante los dos últimos meses que llevaba huyendo había leído más libros y visto más películas y televisión que nunca. Ocupaba gran parte del resto del tiempo en un curso de español por Internet.

Había vuelto porque creía que aquí estaría a salvo. Dave estuvo de acuerdo en que éste era el único lugar donde él no se atrevería a asomar la cara. El único lugar del mundo. Pero no podía estar segura al cien por cien.

Tenía otra razón para regresar a Brighton, una parte importante de sus planes. La salud de su madre empeoraba poco a poco y tenía que encontrarle una residencia privada bien dirigida donde pudiera disfrutar de cierta calidad de vida los años que le quedaban. Abby no quería que acabara en una de esas horribles salas geriátricas de la Seguridad Social. Ya había localizado una casa preciosa en el campo, cerca de allí. Era cara, pero ahora podía permitirse mantener allí a su madre durante años. Lo único que tenía que hacer era pasar inadvertida un poquito más.

De repente, su móvil pitó y recibió un mensaje. Miró la pantalla y sonrió cuando vio de quién era. Lo único que la ayudaba a aguantar eran estos mensajes que recibía cada pocos días.

La ausencia debilita los amores pequeños y fortalece los grandes, igual que el viento apaga la vela y aviva la hoguera.

Se quedó pensando unos momentos. Uno de los beneficios de disponer de tanto tiempo libre era que podía navegar por Internet durante horas sin sentirse culpable. Le encantaba recopilar citas y envió una de las que había guardado.

El amor no es mirarse a los ojos. El amor es mirar juntos en la misma dirección.

Por primera vez en su vida había conocido a un hombre que miraba en la misma dirección que ella. Ahora mismo sólo era un nombre en un mapa, imágenes descargadas de la red, un lugar que visitaba en sueños. Pero pronto los dos irían allí de verdad. Sólo debía tener un poco más de paciencia. Los dos debían tenerla.

Cerró la revista The Latest, donde había estado mirando casas de ensueño, apagó el cigarrillo, apuró la copa de Sauvignon e inició sus comprobaciones antes de salir de casa.

Primero se acercó a la ventana y miró a través de las persianas a la amplia hilera de casas estilo Regencia. El resplandor sódico de las farolas inundaba de naranja todas las sombras. Estaba lo bastante oscuro y el viento huracanado otoñal mandaba ráfagas de lluvia contra las ventanas con la fuerza de un perdigón. De niña, le asustaba la oscuridad. Ahora, irónicamente, hacía que se sintiera segura.

Conocía todos los coches que aparcaban regularmente en ambas aceras, con sus pegatinas de estacionamiento para residentes. Examinó cada uno con la mirada. Antes era incapaz de distinguir una marca de otra, pero ahora las conocía todas. El Golf GTI negro, mugriento y lleno de cagadas de pájaro; el monovolumen Ford Galaxy de la pareja que vivía con sus gemelos llorones en un piso al otro lado de la calle y que parecía pasarse la vida cargando bolsas de la compra y cochecitos plegables escaleras arriba y abajo; el Toyota Yaris pequeño y extraño; un Porsche Boxter antiguo que pertenecía a un joven que había decidido que era médico -seguramente trabajaba en el Royal Sussex County Hospital, que estaba cerca-; la furgoneta Renault blanca oxidada con los neumáticos desinflados y un cartel de SE vende escrito con tinta roja en un trozo de cartón marrón pegado a la ventanilla del copiloto. Había unos doce coches más a cuyos propietarios conocía de vista. Nada nuevo allí abajo, nada de qué preocuparse. Y no vio a nadie merodeando entre las sombras.

Apareció una pareja corriendo, los brazos en torno a un paraguas que amenazaba con doblarse hacia fuera en cualquier momento.

«Cerrar el pestillo de las ventanas del dormitorio, del cuarto de invitados, del baño, del salón comedor. Activar temporizadores en luces, televisión y radio de cada habitación. Pegar con Blu-Tack el hilo de coser, a la altura de la rodilla, de punta a punta del recibidor, justo delante de la puerta de entrada.

«¿Paranoica? Moi? ¡Como lo oyes!»

Descolgó el impermeable largo y el paraguas del perchero del vestíbulo estrecho, se acercó al umbral y observó por la mirilla. La recibió el resplandor amarillo pálido y frío del vestíbulo vacío.

Descorrió las cadenas de seguridad, abrió la puerta con cautela, salió y percibió al instante el olor a madera cortada. Cerró la puerta y giró las llaves en cada una de las tres cerraduras.

Luego, se quedó escuchando. Abajo, en algún lugar, en alguno de los otros pisos, sonaba un teléfono que nadie contestó.

Abby se estremeció mientras se ponía el impermeable ribeteado de borreguillo; todavía no se había acostumbrado a la humedad y el frío después de vivir años en un clima cálido. Todavía no se había acostumbrado a pasar un viernes por la noche sola.

El plan de hoy era ver una película, Expiación, en los multicines de la Marina, luego comer algo -quizá pasta- y, si reunía el valor suficiente, ir a un bar a tomar un par de copas de vino. Al menos así podía sentir el consuelo de mezclarse con otros seres humanos.

Iba vestida discreta, con unos vaqueros de diseño, botines y un jersey de cuello alto negro debajo del impermeable. Quería estar guapa, pero sin llamar la atención si acababa yendo a un bar. Abrió la puerta cortafuegos que daba a la escalera y vio para su desgracia que los obreros la habían dejado bloqueada para todo el fin de semana con placas de yeso y un montón de tablas de madera.

Los maldijo, sopesó si intentar pasar por en medio o no y luego, tras pensarlo mejor, pulsó el botón del ascensor y se quedó mirando la puerta metálica llena de rayones. Unos segundos después, oyó el ruido, las sacudidas y botes mientras el aparato subía obedientemente y llegaba a su piso con un sonido discordante. Entonces la puerta exterior se abrió con un golpe parecido a una pala allanando gravilla.

Entró y la puerta se cerró de nuevo con el mismo sonido, junto con las puertas dobles del ascensor, y quedó aprisionada. Olió el perfume de otra persona y el líquido limpiador de limón. El ascensor subió unos centímetros con una sacudida, tan violenta que Abby casi se cayó.

Y ahora, cuando ya era demasiado tarde para cambiar de idea y salir, y mientras las paredes metálicas se cerraban sobre ella y un espejo pequeño, casi opaco, reflejaba un atisbo de pánico en su rostro prácticamente invisible, el ascensor descendió con brusquedad.

Abby estaba a punto de descubrir que acababa de cometer un grave error.

3

Octubre de 2007

El comisario Roy Grace, sentado a la mesa de su despacho, colgó el teléfono y se recostó en la silla con los brazos cruzados, inclinándola hasta que tocó la pared. Mierda. Las cinco menos cuarto de la tarde de un viernes y su fin de semana acababa de echarse a perder literalmente. De irse por el desagüe, en todo caso.

Además, anoche había tenido una racha pésima en su partida de póquer semanal con los chicos y había perdido casi trescientas libras. «Nada como un viajecito al campo hasta un desagüe un viernes por la tarde lluvioso e inhóspito para ponerte de un humor de perros», pensó. Le llegó la ráfaga helada de viento que se colaba por las ventanas mal instaladas de su pequeño despacho y se quedó escuchando el repiqueteo de la lluvia. No era día para salir.

Maldijo al operador de la sala de control que acababa de llamar para comunicarle la noticia. Sabía que era cargarse al mensajero, pero lo había planeado todo para pasar la noche de mañana en Londres con Cleo, para tener un detalle con ella. Ahora tendría que cancelarlo por un caso que sabía instintivamente que no iba a gustarle, y todo porque era el investigador jefe de guardia en sustitución de un compañero que se había puesto enfermo.

Los asesinatos eran lo que hacía interesante este trabajo. En Sussex se producían entre quince y veinte al año, muchos de ellos en el municipio de Brighton y Hove y alrededores; eran más que suficientes para que cada investigador jefe se encargara de uno y tuviera ocasión de demostrar sus habilidades. Sabía que era un poco cruel pensar de esa manera, pero era un hecho que dirigir con éxito una investigación de asesinato brutal y destacada era una buena oportunidad para hacer carrera. Recibías la atención de la prensa y los ciudadanos, de tus compañeros y, lo más importante, de tus jefes. Conseguir una detención y una condena proporcionaba una satisfacción inmensa. Era algo más que un trabajo hecho, porque permitía a la familia de la víctima cerrar un capítulo, pasar página. Para Grace, éste era el factor más importante.

Le gustaba trabajar en asesinatos en los que había un rastro caliente, vivo, donde podía meterse en la acción con un subidón de adrenalina, pensar con rapidez, impulsar a su equipo a trabajar veinticuatro horas al día siete días a la semana y tener muchas probabilidades de atrapar al culpable.

Pero por el informe del operador, el hallazgo en el desagüe indicaba cualquier cosa menos un asesinato reciente: eran restos óseos. Tal vez ni siquiera fuera un asesinato, podría tratarse de un suicidio, quizás aun de una muerte natural. Incluso existía la remota posibilidad de que fuera un maniquí de escaparate, algo que ya había sucedido antes. Estos restos podían llevar décadas allí, conque un par de días más no habrían supuesto una gran diferencia, maldita sea.

Sintiéndose culpable por aquel destello repentino de rabia, miró las veintitantas cajas azules que, en pilas de dos y tres, abarrotaban casi todas las zonas del suelo enmoquetado de su despacho que no estaban ocupadas ya por la pequeña mesa de reuniones y las cuatro sillas.

Cada caja contenía expedientes clave de un asesinato sin resolver: eran casos abiertos. El resto de archivos atestaban los armarios situados en otras partes de la central del Departamento de Investigación Criminal, o estaban cerrados bajo llave, cogiendo polvo, en un garaje húmedo de la policía en el área donde tuvo lugar el asesinato, o archivados en un sótano olvidado, junto con todas las pruebas, etiquetadas y guardadas en bolsas.

Y tenía la sensación, nacida de casi veinte años de experiencia investigando asesinatos, de que lo que le esperaba ahora en el desagüe tenía muchas probabilidades de acabar siendo otra caja azul en el suelo.

Estaba tan saturado de papeleo en estos momentos que apenas había un centímetro cuadrado de su mesa que no estuviera enterrado bajo montones de documentos. Tenía que repasar las cronologías, pruebas, declaraciones y todo lo que necesitaba la fiscalía para dos juicios por asesinato que iban a celebrarse el año próximo. Uno estaba relacionado con un delincuente asqueroso de Internet llamado Carl Venner, el otro con un psicópata llamado Norman Jecks.

Mientras revisaba un documento preparado por Emily Gaylor, una joven de la Unidad de Juicios de Brighton, descolgó el teléfono y marcó una extensión. Estar a punto de arruinarle el fin de semana a otra persona sólo le proporcionó un mínimo de satisfacción.

Contestaron casi de inmediato.

– Sargento Branson.

– ¿Qué estás haciendo?

– Iba a irme a casa, viejo, gracias por preguntar -dijo Glenn Branson.

– Respuesta equivocada.

– No, respuesta correcta -insistió el sargento-. Ari tiene clase de doma y me toca cuidar de los niños.

– ¿Doma? ¿Y eso qué es?

– Algo que hace con su caballo y que cuesta treinta libras la hora.

– Pues tendrá que llevarse a los niños con ella. Te veo en el aparcamiento dentro de cinco minutos. Tenemos que echar un vistazo a un cadáver.

– Preferiría irme a casa, en serio.

– Y yo. E imagino que el cadáver también preferiría estar en casa -contestó Grace-. En casa viendo la tele con una buena taza de té en lugar de descomponiéndose en un desagüe.

4

Octubre de 2007

Al cabo de tan sólo unos segundos, el ascensor se detuvo con una sacudida y se balanceó de un lado a otro, golpeando las paredes con un ruido que resonó como si dos bidones de aceite chocaran entre sí. Luego, se meció hacia delante y tiró a Abby contra la puerta.

Casi al instante, volvió a bajar bruscamente en caída libre. Abby soltó un quejido. Por una milésima de segundo, el suelo enmoquetado se alejó de ella, como si fuera ingrávida. Entonces hubo un estrépito, el suelo pareció subir y le golpeó en los pies con tanta fuerza que se quedó sin respiración y notó como si las piernas le subieran hasta el cuello.

El ascensor se torció, la lanzó como un títere roto contra el espejo de la pared de atrás y volvió a sacudirse antes de quedarse casi parado, columpiándose ligeramente, el suelo inclinado en un ángulo extraño.

– Dios mío -susurró Abby.

Las luces del techo parpadearon, se apagaron, volvieron a encenderse. Percibió un hedor acre a instalación eléctrica quemada y vio pasar una columna fina de humo, despacio, delante de ella.

Aguantó la respiración, atrapando otro grito en su garganta. Era como si aquella maldita cosa estuviera suspendida de un hilo muy fino y desgastado.

De repente, oyó como si algo se desgarrara encima de ella. Metal rasgándose. Sus ojos miraron hacia arriba absolutamente aterrorizados. No entendía mucho de ascensores, pero parecía como si algo estuviera rompiéndose. Poniéndose en lo peor, se imaginó que la argolla que sujetaba el cable al tejado se partía.

El ascensor cayó unos centímetros.

Abby chilló.

Luego descendió unos centímetros más, el suelo estaba cada vez más inclinado.

Dio un bandazo hacia la izquierda con un estrépito metálico, después se hundió un poco más. Oyó un crujido brusco sobre su cabeza, como si algo se soltara.

El ascensor cayó unos centímetros más.

Cuando Abby se movió para intentar recuperar el equilibrio, se cayó y se golpeó el hombro contra una pared, luego la cabeza contra las puertas. Se quedó quieta un momento, con el polvo de la moqueta entrándole en la nariz, sin atreverse a moverse, mirando al techo. Había un cristal opaco en el centro con franjas iluminadas a cada lado. Tenía que salir de esta cosa, lo sabía, tenía que salir deprisa. En las películas, los ascensores tenían una trampilla en el techo. ¿Por qué éste no?

No llegaba al panel de botones. Intentó ponerse de rodillas y alcanzarlo, pero el ascensor comenzó a balancearse con tanta fuerza, golpeando otra vez los lados del hueco como si realmente pendiera de un hilo, que se detuvo, temerosa de que un movimiento más pudiera soltarlo.

Se quedó quieta unos momentos, hiperventilando, presa del terror más absoluto, escuchando cualquier sonido que indicara que alguien acudía en su ayuda. No oyó nada. Si Hassan, su vecino de dos pisos más abajo, estaba fuera, y si el resto de residentes también lo estaban, o en sus pisos con los televisores a todo volumen, nadie sabría lo que estaba ocurriendo.

«La alarma. Debo tocar la alarma.»

Respiró hondo varias veces. Tenía la cabeza tensa, como si el cuero cabelludo le estuviera pequeño. Las paredes se cerraban sobre ella de repente y luego se expandían, alejándose antes de volver a contraerse, como si fueran pulmones. Se acercaban, luego se alejaban otra vez, pulmones que respiraban, que latían. Tenía un ataque de pánico.

– Hola -dijo en voz baja, en un susurro ronco, repitiendo las palabras que le había enseñado su terapeuta para cuando sintiera que iba a tener un ataque de pánico-. Me llamo Abby Dawson. Estoy bien. Sólo es una reacción química chunga. Estoy bien, estoy en mi cuerpo, no estoy muerta, se me pasará.

Se arrastró unos centímetros hacia el botón de alarma. El suelo se meció, giró, como si estuviera sobre una tabla que se mantenía en equilibrio sobre la punta de un palo puntiagudo y fuera a caer en cualquier momento. Esperó a que se estabilizara y volvió a avanzar un poco. Luego un poco más. Otra voluta de humo azul, acre, pasó a su lado, en silencio, como un genio. Alargó el brazo, estirándose tanto como pudo, y clavó con fuerza el dedo tembloroso en el botón metálico gris donde había impresa en rojo la palabra Alarma.

No sucedió nada.

5

Octubre de 2007

La luz del día empezaba a apagarse cuando, sumido en sus pensamientos, Roy Grace giró el Hyundai gris camuflado de la policía en Trafalgar Street. La calle tal vez llevara con orgullo el nombre de una gran victoria naval, pero esta parte era cutre y estaba flanqueada de tiendas y edificios mugrientos y dejados de la mano de Dios y, durante casi todo el día y la noche, de traficantes de drogas. Menos mal que esta tarde el tiempo espantoso los mantenía a todos en casa, menos a los más desesperados. Glenn Branson, vestido elegantemente con un traje marrón de raya diplomática y una corbata de seda inmaculada, estaba sentado a su lado en silencio, taciturno.

A diferencia de lo que era habitual en un coche de policía, el Hyundai casi nuevo todavía no apestaba a caja de comida del McDonald's y a gomina usada, sino que aún olía a coche nuevo. Grace giró a la derecha y avanzó junto a la valla de publicidad de una empresa de construcción. Detrás, una gran zona venida a menos del centro de Brighton estaba inmersa en plena operación de maquillaje: dos viejos almacenes ferroviarios abandonados se transformarían en otra urbanización chic más de la ciudad.

El elegante proyecto del arquitecto ocupaba gran parte de la valla: Urbanización Nueva Inglaterra. Casas y oficinas para un estilo de vida ambicioso, y era igual que todas las urbanizaciones modernas de todos los pueblos y ciudades por las que pasaba, pensó Grace. Todo cristal y vigas de acero vistas, patios salpicados con pequeños arbustos y árboles podados y ni un atracador a la vista. Un día toda Inglaterra sería idéntica y la gente no sabría en qué ciudad o pueblo se encontraba.

«Pero ¿acaso importa en realidad? -se preguntó de repente-. ¿Ya me he convertido en un viejo pesado de treinta y nueve años? ¿Realmente quiero que la ciudad que tanto amo quede detenida en el tiempo, con todas sus imperfecciones?»

En este momento, sin embargo, tenía algo más importante en la cabeza que las políticas del Departamento de Urbanismo de Brighton y Hove. Más importante también que los restos humanos que iban a observar. Algo que le deprimía mucho.

Cassian Pewe.

El lunes, tras una larga convalecencia de un accidente de coche y varios comienzos en falso, Cassian Pewe por fin empezaría a trabajar en la central del Departamento de Investigación Criminal, en el mismo puesto que Grace. Y con una gran ventaja: el comisario Cassian Pewe era el niño mimado de la subdirectora Alison Vosper, mientras que él era poco menos que su bestia negra.

A pesar de obtener lo que él consideraba unos éxitos rotundos en los últimos meses, Roy Grace sabía que sólo hacía falta una pequeña metedura de pata para que lo trasladaran del cuerpo de policía de Sussex a quién sabe dónde. Y él no quería que lo alejaran de Brighton y Hove por nada del mundo. O, aún más importante, de su querida Cleo.

En su opinión, Cassian Pewe era uno de esos hombres arrogantes que eran increíblemente guapos y, a la vez, plenamente conscientes de ello. Tenía el pelo dorado, ojos azules angelicales, un bronceado permanente y una voz tan invasiva como la fresa de un dentista. El hombre se acicalaba y pavoneaba, rezumando un aire de autoridad natural, actuando siempre como si estuviera al mando, incluso cuando no lo estaba.

Roy había tenido un desencuentro con él justo por eso cuando un par de años atrás la policía de Londres, la Met, envió refuerzos para ayudar a la policía de Brighton durante el congreso del Partido Laborista. Con su arrogancia de idiota total, Pewe, que entonces era inspector, detuvo a dos informadores que Roy se había ido ganando cuidadosamente a lo largo de muchos años y después se negó en rotundo a retirar los cargos. Y para enfado de Roy, cuando éste denunció el caso a sus superiores Alison Vosper se puso del lado de Pewe.

Grace no sabía qué demonios le veía a aquel hombre, a menos, como sospechaba secretamente a veces, que tuvieran un lío, por muy improbable que pudiera ser eso. Las prisas de la subdirectora por reclutar a Pewe de la Met y ascenderlo, repartiendo las obligaciones de Grace cuando en realidad era muy capaz de gestionarlo todo él solo, olía a plan oculto.

Normalmente Glenn Branson era un hablador insufrible, pero hoy no había dicho ni una palabra desde que habían salido de la central del Departamento de Investigación Criminal en Sussex House. Quizá sí estuviera cabreado por haberle separado de una noche de viernes en familia. Tal vez se debiera a que Roy no le había propuesto conducir. Entonces, de repente, el sargento rompió su silencio.

– ¿Has visto En el calor de la noche? -le preguntó.

– Creo que no -contestó Grace-. No. ¿Por qué?

– Va de un poli racista en el sur de Estados Unidos.

– ¿Y?

Branson se encogió de hombros.

– ¿Estoy siendo racista?

– Podrías haberle fastidiado a otro el fin de semana. ¿Por qué a mí?

– Porque mi objetivo siempre son los hombres negros.

– Es lo que cree Ari.

– No hablarás en serio.

Un par de meses atrás, Roy había acogido a Glenn cuando su mujer lo había echado de casa. Tras unos días viviendo pegados el uno al otro, estuvieron a punto de asistir al final de una hermosa amistad. Ahora Glenn había vuelto con su mujer.

– Hablo en serio.

– Creo que Ari tiene un problema.

– La secuencia inicial del puente es famosa. Es uno de los travellings más largos de la historia del cine -dijo Glenn.

– Genial. La veré algún día. Escucha, amiguito, Ari tiene que ser realista.

Glenn le ofreció un chicle. Grace lo aceptó y masticó, reanimado por el subidón instantáneo de la menta.

– ¿De verdad tenías que arrastrarme hasta aquí esta noche? -preguntó entonces Glenn-. Podrías haber avisado a otro.

Pasaron por una esquina y Grace vio a un hombre andrajoso vestido con un chándal hablando con un chico que llevaba una sudadera con capucha. Su mirada experimentada le dijo que parecían sospechosos: un camello suministrando material.

– Creía que las cosas estaban mejor entre Ari y tú.

– Yo también. Le compré el puto caballo que ella quería, pero ahora resulta que no era el caballo adecuado.

Por fin, a través de los limpiaparabrisas ruidosos, Grace vio varias excavadoras, un coche de policía, cintas azules y blancas de la escena del crimen en la entrada de un solar en construcción y un agente empapadísimo con cara de pocos amigos que llevaba una chaqueta reflectante amarilla y sostenía una tablilla sujetapapeles envuelta en una bolsa de plástico. La imagen satisfizo a Grace: al menos los policías uniformados de hoy le habían cogido el tranquillo a lo que había que hacer para preservar la escena de un crimen.

Se acercó a la acera, aparcó justo delante de un coche patrulla y se volvió hacia Glenn.

– Las juntas de ascenso a inspector están al caer, ¿no?

– Sí. -El sargento se encogió de hombros.

– Una investigación así podría ser perfecta para tener un tema del que hablar largo y tendido durante tu entrevista. Tienes que pensar en el factor interés.

– Eso cuéntaselo a Ari.

Grace pasó el brazo por el hombro de su amigo. Quería a este tipo, uno de los investigadores más brillantes que había conocido. Glenn poseía todas las cualidades para llegar lejos en el cuerpo, pero tendría que pagar un precio. Y eso era algo que muchos policías no podían aceptar. El horario demencial también destruía muchos matrimonios. Quienes mejor sobrevivían, principalmente, eran los que estaban casados con otro agente, o con una enfermera o alguien que ejerciera una profesión en que fuera habitual tener un horario antisocial.

– Te he elegido hoy porque eres el mejor hombre que podría tener a mi lado. Pero no voy a obligarte. Puedes venir conmigo o irte a casa. Tú decides.

– Claro, viejo, si me voy a casa mañana, ¿qué? Vuelvo a ponerme el uniforme y a detener a gays por conducta indecente en Duke's Mound. ¿Verdad que tengo razón?

– Más o menos.

Grace se bajó del coche. Branson lo siguió.

Agachados bajo la lluvia y el viento huracanado, se pusieron los trajes blancos y las botas de agua. Luego, como una pareja de espermatozoides, se dirigieron hacia el agente que custodiaba la escena y firmaron en el registro.

– Necesitarán linternas -dijo el policía.

Grace encendió la suya, luego la apagó. Branson hizo lo mismo. Un segundo agente, que también llevaba una chaqueta amarilla brillante, les guio bajo la luz mortecina. Caminaron en el barro pegajoso y surcado de huellas de neumático profundas y cruzaron el solar extenso.

Pasaron por delante de una grúa alta, una excavadora silenciosa y pilas de material de construcción protegidas debajo de unos plásticos que se agitaban con el viento. El muro Victoriano de ladrillo rojo desmoronado, que revestía los cimientos del aparcamiento de la estación de Brighton, se levantaba abruptamente delante de ellos. Más allá de la oscuridad, podían ver el resplandor naranja de las luces de la ciudad a su alrededor. Una placa suelta de la valla repiqueteaba y, en algún lugar, dos trozos de metal chocaban entre sí.

Grace examinó el terreno. Estaban colocando los cimientos. Excavadoras pesadas habrían estado trabajando en la zona durante meses. Tendrían que buscar las pruebas dentro del desagüe; las que hubiera fuera habrían desaparecido mucho tiempo atrás.

El agente se detuvo y señaló un cauce excavado seis metros por debajo de ellos. Grace contempló lo que parecía una serpiente prehistórica parcialmente enterrada con un agujero irregular en la espalda. El mosaico de ladrillos, tan viejos que casi habían perdido el color, formaban parte de un túnel semisumergido que se elevaba sobre la superficie del barro en algunos puntos: el desagüe de la vieja línea del ferrocarril de Brighton a Kemp Town.

– Nadie sabía que estaba ahí abajo -dijo el agente-. La excavadora lo partió hoy a primera hora.

Roy Grace retrocedió un momento, intentando superar su miedo a las alturas, incluso a esa distancia relativamente pequeña. Entonces, respiró hondo, bajó como pudo la pendiente empinada y resbaladiza y exhaló aliviado cuando llegó abajo sin caerse e intacto. De repente, el cuerpo de la serpiente parecía mucho mayor y más expuesto que desde arriba. La forma redondeada se curvaba delante de él, hasta casi dos metros de altura, calculó. El agujero del centro parecía oscuro como una cueva.

Avanzó hacia él, consciente de que Branson y el agente estaban justo detrás y sabiendo que necesitaba dar ejemplo.

Encendió la linterna mientras entraba en el desagüe y las sombras brincaron con furia delante de él. Agachó la cabeza, frunciendo la nariz por el fuerte olor fétido a humedad. Aquí dentro era más penetrante de lo que parecía desde fuera; era como estar en un túnel antiguo del metro, sin andén.

– El tercer hombre -dijo Glenn Branson de repente-. Esa película sí que la has visto. La tienes en casa.

– ¿La de Orson Welles y Joseph Cotten? -dijo Grace.

– Sí, ¡buena memoria! Las alcantarillas siempre me la recuerdan.

Grace dirigió el potente haz de luz hacia la derecha. Oscuridad, charcos relucientes de agua, ladrillos antiguos. Luego enfocó hacia la izquierda y pegó un bote.

– ¡Mierda! -gritó Glenn Branson, y su voz resonó alrededor.

Aunque Grace ya se lo esperaba, lo que vio, varios cientos de metros más adelante en el túnel, le asustó igualmente: un esqueleto, reclinado contra la pared, enterrado parcialmente en el cieno. Parecía como si sólo estuviera repantigado, esperándole. Largos mechones de pelo seguían pegados en varias zonas del cuero cabelludo, pero aparte de eso, básicamente eran huesos pelados, roídos o putrefactos, con algunos pedazos minúsculos de carne disecada.

Avanzó hacia él por el barro, con cuidado de no resbalar en el mantillo. Dos puntitos rojos aparecieron un instante y se esfumaron; una rata. Dirigió el haz de luz otra vez hacia el cráneo y su rictus idiota le dio escalofríos.

Y también le estremeció algo más.

El pelo. A pesar de que había perdido su lustre hacía tiempo, tenía el mismo largo y el mismo tono dorado que el cabello de su esposa Sandy, desaparecida muchos años atrás.

Intentando apartar aquel pensamiento de su mente, se giró hacia el agente y le preguntó:

– ¿Ya han registrado todo el túnel?

– No, señor, he pensado que debíamos esperar a los del SOCO.

– Bien.

Grace sintió alivio, se alegraba de que el joven hubiera tenido el sentido común de no arriesgarse a contaminar o destruir ninguna prueba que todavía pudiera quedar aquí abajo. Luego se percató de que le temblaba la mano. Volvió a enfocar la luz hacia el cráneo.

Hacia los mechones de pelo.

El día que él cumplió los treinta, hacía poco más de nueve años, Sandy, la mujer a la que adoraba, desapareció de la faz de la tierra. La había estado buscando desde entonces. Preguntándose todos los días, y todas las noches, qué le habría sucedido. ¿La habían secuestrado y encerrado en algún lugar? ¿Se había fugado con un amor secreto? ¿La habían asesinado? ¿Seguía viva o estaba muerta? Incluso había recurrido a médiums, clarividentes y a casi todos los tipos de parapsicólogos que pudo encontrar.

Recientemente había ido a Múnich, donde cabía la posibilidad de que la hubieran visto. No era descabellado, ya que unos parientes suyos por parte de madre vivían cerca de allí. Pero ninguno había tenido noticias de ella, y todas sus pesquisas, como siempre, habían resultado infructuosas. Cada vez que aparecía una mujer muerta sin identificar que encajaba remotamente en la franja de edad de Sandy, se preguntaba si quizás esta vez era ella.

Y el esqueleto que tenía ahora delante de él, en este desagüe enterrado de la ciudad en la que había nacido y crecido, donde se había enamorado, parecía provocarle, como diciéndole: «¡Ya tardabas!».

6

Octubre de 2007

Abby, tumbada en el suelo duro enmoquetado, miró el cartel pequeño junto al panel de botones en la pared gris. En letras rojas mayúsculas sobre fondo blanco decía:

En caso de averia

yamar al 013 228 7828

o marcar el 112

La mala ortografía no le transmitió demasiada confianza precisamente. Debajo del panel de botones había una puertecita de cristal estrecha con una grieta. Despacio, centímetro a centímetro, se arrastró por el suelo. Sólo estaba a un paso, pero como el ascensor se balanceaba con violencia con cada movimiento, era como si se encontrara en la otra punta del mundo.

Por fin la alcanzó, la abrió y descolgó el auricular, que pendía de un cable enrollado.

No había línea.

Dio unos golpecitos en la horquilla y el ascensor volvió a agitarse con fuerza, pero no hubo ningún sonido. Marcó los números, por si acaso. Nada tampoco.

«Genial -pensó-. Estupendo.» Entonces sacó con cuidado el móvil de su bolso y marcó el 112.

El teléfono le respondió con un pitido agudo. En la pantalla apareció el mensaje: Sin cobertura de red.

– Dios mío, no, no me hagas esto.

Respirando deprisa, apagó el teléfono. Luego, unos segundos después, volvió a encenderlo, observó, esperando a que apareciera sólo una rayita. Pero no pasó nada.

Volvió a marcar el 112 y escuchó el mismo pitido agudo y recibió el mismo mensaje. Volvió a intentarlo, luego otra vez, pulsando las teclas cada vez más fuerte.

– Vamos, vamos. Por favor, por favor.

Volvió a mirar la pantalla. A veces la cobertura iba y venía. Quizá si esperaba…

Entonces gritó, primero tímidamente.

– ¿Hola? ¡Socorro!

Su voz sonó débil, encapsulada.

Se llenó los pulmones de aire y gritó a voz en cuello:

– ¿Hola? ¡Socorro! ¡Ayuda! ¡Me he quedado encerrada EN EL ASCENSOR!

Esperó. Silencio.

Un silencio tan alto que podía oírlo. El zumbido de una de las luces del panel de arriba. Los latidos de su corazón. El sonido de la sangre fluyendo por sus venas. El silbido acelerado de su propia respiración.

Veía las paredes cerrándose sobre ella.

Cogió aire, luego lo soltó. Volvió a mirar la pantalla del móvil. Le temblaba tanto la mano que le resultaba casi imposible leerla.

Los números estaban borrosos. Respiró hondo una vez y luego otra. Marcó de nuevo el 112. Nada. Colgó el teléfono y golpeó con fuerza la pared.

Hubo un estruendo y el ascensor se balanceó de forma alarmante, pegó en una pared del hueco y descendió unos centímetros más.

– ¡Socorro! -chilló Abby.

Incluso ese grito provocó que el ascensor se meciera y chocara otra vez contra uno de los lados. Se quedó quieta. El ascensor dejó de moverse.

Entonces, además de terror, sintió un fogonazo de ira histérica por encontrarse en aquel aprieto. Avanzó unos pasos y empezó a golpear las puertas metálicas y a chillar al mismo tiempo; gritó hasta que le dolieron los oídos por el estrépito y se le secó tanto la garganta que no pudo continuar y comenzó a toser, como si hubiera tragado polvo.

– ¡Quiero salir!

Entonces, de repente, notó que el ascensor se movía, como

si alguien hubiera empujado el techo hacia abajo. Miró deprisa arriba y aguantó la respiración, a la escucha. Pero lo único que oyó fue silencio.

7

11 de septiembre de 2001

Lorraine Wilson estaba en topless sobre una tumbona en el jardín, aprovechando los últimos días de verano, intentando prolongar el bronceado. Oculta tras unas gafas de sol grandes y ovaladas, miró el reloj, el Rolex de oro que Ronnie le había regalado por su cumpleaños, en junio, y que insistía en que era auténtico. Pero ella no se lo creía. Le conocía demasiado bien. No se habría gastado diez mil libras cuando podía comprar algo que parecía igual por cincuenta. Y menos en este momento, con los problemas económicos que tenía.

No es que compartiera sus preocupaciones con ella, pero Lorraine lo sabía por lo estricto que se había vuelto últimamente con todo, comprobando las facturas del supermercado, quejándose por el dinero que gastaba en ropa, peluquería e incluso en los almuerzos con sus amigas. Algunas zonas de la casa estaban tan viejas que daba vergüenza, pero Ronnie se había negado a llamar a los decoradores y le había dicho que tendrían que ahorrar.

Lo quería muchísimo, pero había una parte de él a la que no podía acceder, como si tuviera un compartimento interno secreto donde se encerraba y se enfrentaba a su demonio particular, él solo. Tenía una ligera idea de cuál era ese demonio: su determinación por demostrar al mundo, y en particular a todo aquel que lo conocía, que era un hombre de éxito.

Por eso había comprado esta casa al lado de Shirley Drive que en realidad no podían permitirse. No era grande, pero estaba en uno de los barrios residenciales más caros de Brighton y Hove, una zona tranquila y escarpada de viviendas con jardines grandes en calles flanqueadas de árboles. Y como la casa era moderna, con dos niveles, tenía un aspecto distinto a la mayoría de las residencias eduardianas convencionales de imitación Tudor que eran el pilar de aquel lugar; la gente no se daba cuenta de que en verdad la casa era pequeña. Los tablones de teca y la pequeña piscina exterior le añadían un toque de glamour al estilo Beverly Hills.

Eran las 13.50. Qué bonito que acabara de llamarla. Las zonas horarias siempre la confundían; le resultaba extraño que él estuviera desayunando y ella almorzando requesón y frambuesas. Le alegraba que regresara esta noche. Siempre le echaba de menos cuando estaba fuera, y como sabía que era un mujeriego, siempre se preguntaba qué hacía cuando estaba solo. Pero esta vez era un viaje corto; únicamente tres días, no estaba tan mal.

Esta parte del jardín era totalmente privada, oculta a los vecinos por un enrejado alto entretejido con hiedra adulta y un enorme rododendro descontrolado que parecía ambicionar ser árbol. Contempló el limpiapiscinas electrónico mientras el aparato cruzaba el agua azul arriba y abajo, formando ondas. Alfie, su gato atigrado, parecía haber encontrado algo interesante detrás del rododendro y caminaba despacio por delante, miraba, luego se daba la vuelta, volvía a pasar despacio y miraba un poco más.

Nunca sabías qué pensaban los gatos, pensó de repente. En realidad, Alfie era un poco como Ronnie.

Dejó el plato en el suelo y cogió el Daily Mail. Tenía una hora y media antes de salir para la peluquería. Iba a darse reflejos y luego a hacerse la manicura. Siempre quería estar guapa para él.

Deleitándose con los cálidos rayos del sol, pasó las páginas. Dentro de unos minutos, se levantaría y plancharía sus camisas. Quizá Ronnie comprara relojes falsos, pero siempre compraba camisas buenas y siempre en Jermyn Street, en Londres. Le obsesionaba que estuvieran perfectamente planchadas. Ahora que la mujer de la limpieza se había marchado, como parte del recorte de gastos, tenía que encargarse ella de todas las tareas domésticas.

Sonriendo, recordó sus primeros tiempos con Ronnie, cuando realmente le gustaba lavarle y plancharle la ropa. Hacía diez años, cuando se conocieron, ella trabajaba de demostradora de productos en el duty free del aeropuerto de Gatwick y Ronnie estaba recomponiendo los pedazos rotos de su vida después de que su hermosa pero estúpida mujer lo abandonara y se fuera a Los Angeles a vivir con alguien que había conocido una noche de fiesta con sus amigas en Londres, un director de cine que iba a convertirla en una estrella.

Recordó sus primeras vacaciones juntos, en un pequeño piso alquilado a las afueras de Marbella con vistas a Puerto Banús. Ronnie bebía cerveza en el balcón, mirando con envidia los yates, y le prometió que algún día ellos tendrían el más grande del puerto. Sabía cómo galantear a una mujer, sí señor. Era un maestro.

Nada le había gustado más que lavarle la ropa. Sentir en sus manos sus camisetas, bañadores, ropa interior, calcetines y pañuelos. Aspirar sus olores masculinos. Era sumamente satisfactorio planchar aquellas camisas preciosas y luego vérselas llevar, como si vistiera una parte de ella.

Ahora hacer estas tareas era una lata y vio que le molestaba la mezquindad de Ronnie.

Retomó el artículo sobre la terapia hormonal sustitutiva que había comenzado a leer: el debate actual sobre si reducir los síntomas de la menopausia y preservar la belleza juvenil compensaba los riesgos adicionales de padecer cáncer de mama y otras sorpresas desagradables. Una avispa zumbó alrededor de su cabeza y la apartó con la mano, luego se quedó mirando su propio torso. Le quedaban dos años para cumplir los cuarenta y todo comenzaba ya a mirar hacia abajo, excepto sus carísimos pechos.

Lorraine no era una belleza perfecta y atractiva, pero siempre había sido, en palabras de Ronnie, monísima. Debía su cabello rubio a su abuela noruega. No hacía muchos años, como millones de rubias más de todo el planeta, había copiado el clásico peinado de la princesa Diana de Gales, y en un par de ocasiones incluso le habían preguntado si era ella.

«Ahora tendré que hacer algo con el resto de mi cuerpo», pensó con tristeza.

Recostada en la silla, su abdomen parecía la bolsa de un canguro. Era como la tripa de las mujeres que habían tenido varios hijos y que habían perdido tono muscular o cuya piel había estado permanentemente tensada. Y tenía celulitis en la parte superior de los muslos.

Su cuerpo sufría todo ese desastre a pesar -y para disgusto de Ronnie por el gasto que suponía- de ejercitarse tres veces a la semana con un entrenador personal.

La avispa regresó, zumbando alrededor de su cabeza.

– Joder -dijo, apartándola con la mano otra vez-. Vete.

Entonces sonó el teléfono. Se agachó y cogió el inalámbrico. Era su hermana, Mo, y su voz habitualmente alegre parecía extrañamente turbada.

– ¿Tienes la tele puesta?

– No, estoy fuera en el jardín -contestó Lorraine.

– Ronnie está en Nueva York, ¿verdad?

– Sí… Acabo de hablar con él. ¿Por qué?

– Ha pasado algo horrible. Está en todos los canales. Un avión se ha estrellado contra una de las Torres Gemelas.

8

Octubre de 2007

La lluvia arreció, repiqueteando insistentemente en el techo de acero de la furgoneta del departamento de apoyo científico del SOCO (agentes especializados en la escena del crimen), con tanta fuerza como si cayera granizo. Las ventanillas eran opacas para que entrara la luz pero para impedir las miradas de los curiosos. Sin embargo, fuera ya estaba oscureciendo, sólo quedaba la desolación del anochecer lluvioso, manchado con el color del óxido de diez mil farolas.

A pesar de las grandes dimensiones externas de la Ford Transit larga, los asientos estaban abarrotados. Tras finalizar una llamada de móvil, Roy Grace presidió la reunión, con el libro de estrategias policiales que había sacado de su bolsa abierto delante de él.

Aparte de Glenn Branson, apretujados alrededor de la mesa estaban el jefe de la escena del crimen, un asesor de registros de la policía, un agente experimentado del SOCO, uno de los dos policías uniformados que vigilaban la escena y Joan Major, la arqueóloga forense de la policía de Sussex. Recurrían regularmente a ella para que los ayudara en la identificación de esqueletos y también para que determinara si los huesos que se hallaban de vez en cuando en los solares de las obras, o que algún niño encontraba en el bosque, o que desenterraba algún jardinero, pertenecían a un ser humano o a un animal.

Dentro de la furgoneta hacía frío y humedad y el aire apestaba a vapores sintéticos. Había paquetes de rollos de cinta de plástico de la escena del crimen en una sección de la estantería metálica hecha a medida, las bolsas para cadáveres estaban en otra y además contaban con material de acampada y sábanas impermeables, cuerdas, cables, martillos, sierras, hachas y botellas de plástico con sustancias químicas. Había algo macabro en estos vehículos, pensaba siempre Grace. Eran como caravanas, pero nunca iban a ningún camping, sólo a escenarios de muertes.

Eran las 18.30.

– Nadiuska no está disponible -informó al equipo recién reunido, mientras se guardaba el móvil.

– ¿Significa eso que tenemos a Frazer? -respondió Glenn, abatido.

– Sí.

Grace vio que todo el mundo ponía cara larga. Nadiuska De Sancha era la patóloga del Ministerio del Interior con quien todo el Departamento de Investigación Criminal de Sussex prefería trabajar. Era rápida, interesante y divertida, y guapa, como bonificación añadida. Por el contrario, Frazer Theobald era adusto y lento, aunque su trabajo era meticuloso.

– Pero el problema que tenemos de verdad en estos momentos es que Frazer está terminando una autopsia en Esher. No podrá llegar antes de las nueve.

Glenn y él se miraron. Los dos sabían qué significaba aquello: trasnochar.

Grace revisó la primera página del libro de estrategias: «Informe antes de la escena. Viernes 19 de octubre. 18.30 h. In situ. Urbanización Nueva Inglaterra».

– ¿Puedo sugerir algo? -preguntó Joan Major.

La arqueóloga forense era una mujer agradable de cuarenta y pocos años, pelo castaño largo y recto y gafas modernas que hoy vestía un jersey negro de cuello alto, pantalones marrones y botas robustas.

Grace hizo un gesto con la mano.

– Sugiero que hagamos una breve evaluación ahora, pero tal vez no sea necesario comenzar el trabajo esta noche, sobre todo porque ya ha oscurecido. Estas cosas siempre son mucho más fáciles de día. Parece que el esqueleto lleva ahí abajo un tiempo, así que un día más no supondrá una gran diferencia.

– Bien pensado -dijo Grace-. Pero lo que sí debemos tener en cuenta es la obra que se está construyendo aquí. -Miró directamente al asesor de registros de la policía, un hombre alto con barba, tez curtida, que se llamaba Ned Morgan-. Tendrás que hacer de enlace con el encargado, Ned. Tendrás que parar el trabajo alrededor del desagüe.

– He hablado con él al llegar. Está preocupado porque tienen penalización de tiempo -explicó Morgan-. Casi le ha dado un jamacuco cuando le he dicho que podríamos estar aquí una semana.

– El solar es grande -dijo Grace-. No tenemos que cerrarlo todo. Tienes que decidir en tu plan de registro dónde hay que parar la obra. -Entonces se volvió hacia la arqueóloga forense-. Pero tienes razón, Joan, mañana será mejor, a la luz del día.

Llamó por teléfono a Steve Curry, el inspector de distrito responsable de coordinar a los agentes de esta zona de la ciudad, y le advirtió de que necesitarían un vigilante para la escena del crimen hasta próximo aviso, algo que no emocionó al inspector. Este tipo de vigilantes eran un gasto importante de recursos.

Grace se volvió hacia el jefe de la escena del crimen, Joe Tindall, que había ascendido al cargo a principios de año. Éste le ofreció una sonrisa de autosuficiencia.

– A mí me da lo mismo, Roy -dijo con su acento de los Midlands-. Ahora que soy jefe llego a casa a una hora decente. Los días en que tú y tus colegas investigadores jefe me fastidiabais los fines de semana quedan lejos ya. Ahora soy yo quien estropea a otros el fin de semana.

En el fondo, Grace lo envidiaba. En realidad los restos podrían esperar fácilmente hasta el lunes, pero ahora que se habían descubierto y se había denunciado el caso a la policía, ya no tenían esa opción.

Diez minutos después, ataviados con la ropa protectora, penetraron en el desagüe. Grace iba en primer lugar, seguido de Joan Mayor y Ned Morgan. El asesor de registros de la policía había avisado a los miembros del otro equipo para que se quedaran en el vehículo, pues quería contaminar lo mínimo la escena del crimen.

Los tres se detuvieron a poca distancia del esqueleto, iluminándolo con sus linternas. Joan Major movió la suya arriba y abajo, luego avanzó hasta que estuvo lo bastante cerca como para tocarlo.

Roy Grace, que notaba un nudo en la garganta, volvió a mirar la cara. Sabía que las probabilidades de que fuera Sandy eran muy reducidas, pero aun así… Los dientes estaban intactos; buenos dientes. Sandy tenía una buena dentadura; era una de las muchas cosas que le habían atraído de ella: dientes bonitos, blancos, regulares y una sonrisa que hacía que se derritiera cada vez.

La voz le salió agarrotada, como si fuera otra persona la que hablara.

– ¿Es un hombre o una mujer, Joan?

La arqueóloga estaba mirando el cráneo.

– La inclinación de la frente es bastante vertical, los hombres tienden a tener la frente mucho más inclinada -respondió, y su voz resonó de manera inquietante. Luego, sujetando la linterna con la mano izquierda y señalando la parte trasera del cráneo con el índice de la mano derecha enguantada, prosiguió-: la cresta nucal es muy redondeada. -Le dio unos golpecitos-. Si te tocas la parte de atrás del cráneo, Roy, verás que es mucho más pronunciado, en los hombres normalmente lo es. -Entonces miró la cavidad del oído izquierdo-. De nuevo, el proceso mastoideo indicaría que se trata de una mujer, en los hombres es más pronunciado. -A continuación, pasó el dedo por delante de los ojos-. Fíjate en las protuberancias de la frente. Cabría esperar que fueran más prominentes si se tratara de un hombre.

– Entonces, ¿estás razonablemente segura de que es una mujer? -preguntó Grace.

– Sí. Cuando examinemos la pelvis podré asegurártelo al cien por cien, pero estoy bastante segura. También tomaré algunas medidas. Por lo general, el esqueleto masculino es más robusto, las proporciones son distintas. -Dudó un momento-. Hay algo de interés inmediato… Me gustaría saber qué piensa Frazer.

– ¿Qué es? Joan señaló la base del cráneo.

– El hueso hioides está roto.

– ¿Hioides?

La arqueóloga forense volvió a señalar, un hueso suspendido de una franja minúscula de piel disecada.

– ¿Ves este hueso con forma de U? Es el que sujeta la lengua. Podría indicar la causa de la muerte. El hioides suele romperse durante un estrangulamiento.

Grace absorbió la información. Se quedó mirando el hueso unos momentos, luego observó de nuevo esos dientes perfectos, intentando recordar todo lo que había aprendido en el último examen de restos óseos al que había asistido, un par de años atrás como mínimo.

– ¿Qué me dices de su edad?

– Podré decírtelo mejor mañana -contestó-. En una evaluación rápida, parece que estaba en la flor de la vida. De 25 a 40 años.

«Sandy tenía veintiocho cuando desapareció», pensó Grace mientras seguía mirando el cráneo. Los dientes. Por el rabillo del ojo, vio que Ned Morgan enfocaba su linterna en una dirección del desagüe y luego en la otra.

– Tendríamos que llamar a un ingeniero del ayuntamiento, Roy -dijo el asesor de registros de la policía-. A un experto en el alcantarillado de la ciudad. Hay que averiguar qué otros desagües conectan con éste. Puede que el agua haya arrastrado por ellos algunas de sus prendas o pertenencias.

– ¿Crees que este desagüe se inunda? -le preguntó Grace.

Morgan enfocó la linterna hacia arriba y abajo pensativamente.

– Bueno, está lloviendo con fuerza y lleva todo el día igual. Ahora no hay mucha agua, pero es bastante probable. Seguramente construyeron este desagüe para impedir que el agua inundara la vía del tren, o sea que sí. Pero… -Dudó.

Joan intervino.

– Parece que el esqueleto lleva aquí algunos años. Si el desagüe se inundara, seguramente se habría movido arriba y abajo y se habría partido. Está intacto. Además, la presencia de piel disecada indicaría que lleva un tiempo aquí seco. Pero no podemos descartar que se inunde de vez en cuando.

Grace contempló el cráneo, todo tipo de emociones recorrían su cuerpo. De repente no quiso esperar a mañana; quería que el equipo comenzara a trabajar ahora, enseguida.

Con muchísima reticencia, le dijo al vigilante de la escena del crimen que sellara la entrada y protegiera todo el solar.

9

Octubre de 2007

Abby no podía creerlo: necesitaba orinar. Miró su reloj. Habían pasado una hora y diez minutos desde que había entrado en este maldito ascensor. «¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué había sido tan rematadamente estúpida?»

Por los putos obreros del piso de abajo, por eso.

«Dios santo.» Se tardaban treinta segundos en bajar por las escaleras y era un buen ejercicio. «¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?»

Y ahora esta urgencia aguda y punzante en la vejiga. Había ido al baño minutos antes de salir del piso, pero era como si desde entonces se hubiera bebido cinco litros de café y cinco más de agua.

«Ni de coña, no me voy a mear, no voy a permitir que los bomberos me encuentren en un charco de orina. No voy a tolerar esa indignidad, gracias.»

Se apretó la tripa, juntando las piernas, temblando, esperando a que pasara el momento, luego volvió a mirar al techo del ascensor, al panel de luces opaco. Escuchando. Esperando oír de nuevo ese paso que estaba segura de haber oído.

O había sido su imaginación…

En las películas, la gente separaba las puertas de los ascensores o subía por las trampillas del techo. Pero en las películas los ascensores no se movían como éste.

Se le pasaron las ganas de orinar; volverían, pero de momento estaba bien. Intentó ponerse de pie, pero el ascensor volvió a balancearse con fuerza, chocó contra una de las paredes del hueco y luego una vez más, con ese estrépito profundo que resonaba por todas partes. Aguantó la respiración, esperando a que dejara de moverse, rezando para que el cable resistiera. Entonces se arrodilló, cogió el teléfono móvil del suelo y marcó otra vez. El mismo pitido agudo, el mismo mensaje de «Sin cobertura de red».

Puso las manos en las puertas, intentó meter los dedos en la ranura del centro, pero no se movieron. Abrió el bolso y hurgó en su interior para buscar algo que pudiera introducir en la minúscula rendija. No tenía nada salvo una lima de uñas metálica. La deslizó entre las puertas, pero después de introducirla unos cuatro centímetros, chocó con algo sólido y no penetró más. Intentó moverla hacia la derecha, luego con fuerza hacia la izquierda. La lima se dobló.

Pulsó todos los botones del panel sucesivamente, luego, frustrada, golpeó la pared del ascensor con la palma de la mano.

Genial.

¿Cuánto tiempo le quedaba?

Escuchó otro crujido que no auguraba nada bueno. Imaginó el cable de alambres retorcidos desenrollándose, cada vez más fino. Y los tornillos fijados al techo cediendo, uno a uno. Recordó una conversación en una fiesta algunos años atrás sobre qué hacer si el cable de un ascensor se rompía y éste se precipitaba al vacío. Varias personas dijeron que había que saltar justo antes de que llegara abajo. ¿Pero cómo se sabía cuándo llegabas abajo? Y si el ascensor se desplomaba a unos 160 kilómetros por hora, la persona caería a la misma velocidad. Otra gente sugirió tumbarse, luego algún genio dijo que, para empezar, la mejor opción de sobrevivir era no estar en el ascensor.

Ahora estaba de acuerdo con ese genio.

Oh, Dios mío, qué irónico era. Recordó todo lo que había pasado antes de llegar a Brighton. Los riesgos que había asumido, las precauciones que había tomado para no dejar ningún rastro.

Y ahora tenía que ocurrirle esto.

De repente, pensó en cómo darían la noticia. Mujer sin IDENTIFICAR MUERE EN EXTRAÑO ACCIDENTE DE ASCENSOR.

No. Ni de coña.

Miró el panel de cristal del techo, se estiró y lo tocó con el dedo. No se movió. Presionó más.

Nada.

Tenía que moverse. Se estiró tanto como pudo, consiguió alcanzarlo con las yemas de los dedos de ambas manos y presionó con todas sus fuerzas. Pero sus esfuerzos no consiguieron más que provocar que el ascensor volviera a balancearse. La caja chocó una vez más contra el hueco y con el mismo estrépito apagado.

Y entonces oyó un chirrido encima de ella. Un chirrido largo, muy claro, como si alguien estuviera allí arriba y hubiera acudido a rescatarla.

Escuchó de nuevo, intentando no hacer caso al rugido sibilante de su respiración y al latido martilleante de su corazón. Escuchó durante lo que debieron ser dos minutos enteros, los oídos taponados como cuando a veces iba en avión, aunque en esas ocasiones era por la altura y ahora era por el miedo.

Lo único que oyó fue el chirrido continuo del cable y, de vez en cuando, el chasquido desgarrador del metal partiéndose.

10

11 de septiembre de 2001

Agarrando el teléfono inalámbrico y con un remolino terrible de penumbra en lo más profundo de su ser, Lorraine saltó de la tumbona. Corrió por el entablado, casi tropezó con Alfie y cruzó las puertas del patio. Sus pies se hundieron en el pelo blando de la alfombra blanca y las tetas y la pulsera dorada del tobillo le botaron al correr.

– Está allí -dijo a su hermana que estaba al teléfono, un susurro tembloroso en la voz-. Ronnie está allí ahora.

Cogió el mando y pulsó el botón. Apareció la BBC Uno. A través de la imagen de una cámara al hombro, reconoció al instante las Torres Gemelas altas y plateadas del World Trade Center. La sección superior de una de ellas escupía un humo negro y denso que casi la tapaba por completo. Arriba, la antena blanca y negra se alzaba hasta el cielo despejado azul cobalto.

«Oh, Dios mío. Oh, Dios mío. Ronnie está ahí. ¿En qué torre tenía la reunión? ¿En qué planta?»

Apenas oía la voz agitada de un locutor estadounidense que decía: «No es una avioneta, es un avión grande. ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!».

– Ahora te llamo, Mo -dijo Lorraine-. Ahora mismo te llamo.

Pulsó frenéticamente el número de móvil de Ronnie. Segundos después sonó el tono de comunicando. Volvió a intentarlo. Luego otra vez. Y otra.

«Oh, Dios mío, Ronnie, por favor, que no te haya pasado nada. Por favor, cariño, que no te haya pasado nada, por favor.»

Escuchó el quejido de las sirenas en la televisión. Vio gente mirando arriba. Había un montón de gente por todas partes, hombres y mujeres con ropa elegante y ropa de trabajo, todos quietos, inmóviles en un retablo extraño, algunos tapándose la cara con la mano, otros con cámaras. Luego las Torres Gemelas otra vez. Una de ellas escupiendo humo negro, ensuciando el azul hermoso del cielo.

Un escalofrío recorrió su cuerpo. Se quedó quieta.

Las sirenas sonaban más alto.

Casi nadie se movía. Sólo algunas personas corrían ahora hacia el edificio. Vio un coche de bomberos con una escalera larga, oyó las sirenas ululando, gimiendo, atravesando el aire.

Volvió a marcar el número de Ronnie. Comunicaba. Otra vez: comunicaba. Siempre comunicaba.

Volvió a llamar a su hermana.

– No consigo hablar con él -dijo llorando.

– Estará bien, Lori. Ronnie es un superviviente, no le habrá pasado nada.

– ¿Cómo…? ¿Cómo ha sucedido algo así? -preguntó Lorraine-. ¿Cómo ha podido hacer un avión algo así? Quiero decir…

– Seguro que está bien. Es horrible, increíble. Es como una de esas… Ya sabes… esas películas… esas películas de desastres.

– Voy a colgar. Puede que esté intentando hablar conmigo. Volveré a llamarle.

– ¿Me llamarás cuando consigas hablar con él?

– Sí.

– ¿Me lo prometes?

– Sí.

– No le ha pasado nada, cielo, te lo aseguro.

Lorraine volvió a colgar, paralizada por las imágenes que veía en el televisor. Se quedó mirándolas mientras marcaba el teléfono de Ronnie otra vez. Pero sólo consiguió pulsar la mitad del número.

11

Octubre de 2007

– ¿Soy el amor de tu vida? -le preguntó ella-. ¿Lo soy, Grace? ¿Lo soy?

– Sí.

Sonrieron.

– No me mientes, ¿verdad, Grace?

Habían comido y bebido mucho en La Coupole en St. Germain, luego habían paseado por el Sena esa tarde gloriosa de junio antes de regresar al hotel.

Parecía que siempre hacía buen tiempo cuando estaban juntos. Igual que ahora: Sandy estaba delante de él, en su bonito dormitorio, bloqueando la luz del sol que entraba a raudales por las ventanas con postigos. Sus mechones rubios caían a cada lado de su rostro pecoso, rozándole las mejillas. Luego sacudió el cabello delante de él, como quitando el polvo a su cara.

– ¡Eh! Tengo que leer este informe de la fiscalía… Yo…

– Qué aburrido eres, Grace. ¡Siempre tienes que leer! ¡Estamos en París! ¡De fin de semana romántico! -Le dio un beso en la frente-. ¡Trabajo, trabajo, trabajo! -Le dio otro-. ¡Eres tan, tan, tan aburrido!

Sandy bailó hacia atrás, alejándose de sus brazos extendidos, provocándole. Llevaba un vestido de tirantes brevísimo y los pechos casi le salían por arriba. Vislumbró sus piernas largas y bronceadas mientras se subía el dobladillo por los muslos y, de repente, se puso muy caliente.

Ella avanzó hacia él, acercándose, y le cogió la polla.

– ¿Es toda para mí, Grace? ¡Me encanta! ¡Esto sí que es estar duro!

De repente, el brillo del sol hizo que resultara difícil verle la cara. Entonces, todos sus rasgos desaparecieron por completo y Roy se descubrió mirando un óvalo negro sin expresión, enmarcado por una cabellera rubia ondulada, como un eclipse de sol. Sintió una punzada de pánico, incapaz por una milésima de segundo de recordar siquiera la cara de Sandy.

Entonces la vio con claridad.

Grace sonrió.

– Te quiero más que a nada en…

Entonces fue como si el sol se ocultara detrás de una nube. La temperatura bajó en picado. Se quedó totalmente pálida, como si estuviera enferma, muriéndose.

Grace pasó los brazos alrededor de su cuello y la estrechó con fuerza.

– ¡Sandy! ¡Sandy, cariño! -dijo con insistencia.

Olía raro. Tenía la piel dura y, de repente, vio que no era la piel suave de Sandy. Olía a rancio, a descomposición, a tierra y a naranjas amargas.

Entonces la luz se apagó del todo, como si alguien hubiera desenchufado la lámpara.

Roy oyó el eco de su voz en el aire frío y vacío.

– ¡Sandy! -gritó, pero el sonido quedó atrapado en su garganta.

Entonces volvió a encenderse la luz. La luz severa de la sala de autopsias. Miró sus ojos otra vez. Y chilló.

Estaba mirando los ojos de un cráneo. Sujetando un esqueleto entre sus brazos, un cráneo de dientes perfectos que le sonreía.

– ¡Sandy! -gritó-. ¡Sandy!

En ese instante la luz cambió: un resplandor amarillo suave. Un muelle crujió y oyó una voz.

– ¿Roy?

Era la voz de Cleo.

– ¿Roy? ¿Estás despierto?

Grace estaba mirando al techo, confuso, parpadeando, sudando a mares.

– ¿Roy?

Estaba temblando.

– Yo… Yo…

– Estabas gritando muy fuerte.

– Lo siento. Lo siento.

Cleo se incorporó con su larga cabellera rubia alborotada en torno a su rostro, que estaba pálido del sueño y el susto. Apoyada sobre un brazo, lo miró con una expresión extraña, como si Grace le hubiera hecho daño. Sabía lo que iba a decirle antes incluso de que volviera a hablar.

– Sandy. -Había reproche en su voz-. Otra vez.

Grace la miró. El mismo tono de pelo que Sandy, el mismo azul de ojos; quizás un toque más de gris que Sandy, un toque más de acero. Había leído una vez que los hombres afligidos o divorciados se enamoraban a menudo de alguien que se parecía a su mujer. Hasta ahora no se le había ocurrido pensar en ello. Pero no se parecían en nada. Sandy era guapa, pero más dulce, no tenía una belleza clásica como la de Cleo.

Grace miró el techo blanco y las paredes blancas del dormitorio de Cleo. Miró el tocador de madera lacado en negro que estaba muy deteriorado. A ella no le gustaba ir a casa de Roy, porque notaba demasiado la presencia de Sandy, y prefería que se vieran aquí, en su casa.

– Lo siento -dijo él-. Sólo era un mal sueño. Una pesadilla.

Cleo le acarició la mejilla con ternura.

– Tal vez deberías volver a ver a ese loquero que tenías antes.

Grace sólo asintió y al final se sumió en un sueño agitado, inquieto; le daba miedo volver a soñar.

12

Octubre de 2007

Los espasmos empeoraban por segundos, se volvían más y más dolorosos y llegaban a intervalos cada vez más frecuentes. Ahora cada pocos minutos. Quizá fuera una sensación parecida a dar a luz.

Su reloj marcaba las 3.08 de la madrugada. Abby llevaba casi nueve horas en el ascensor. Tal vez estaría aquí encerrada hasta el lunes, si el aparato no se soltaba y se precipitaba al suelo.

«De puta madre, joder. ¿Qué tal el fin de semana? Yo lo he pasado en un ascensor. Estuvo guay. Tenía un espejo y un panel de botones y un techo de cristal sucio con bombillas y un rayón en la pared que parecía como si alguien hubiera comenzado a grabar una esvástica pero luego hubiera cambiado de opinión. Y un cartel de algún capullo que no sabía escribir y que evidentemente tampoco sabía mantener el puto aparato en buen funcionamiento.»

En caso de averia

yamar al 013 228 7828

o marcar el 112

Estaba temblando de rabia y tenía la garganta seca, dolorida de tanto gritar, y casi se había quedado sin voz. Tras un descanso, se puso en pie una vez más. Ya no le importaba provocar que el aparato se balanceara y desplazara, tenía que salir de allí y no quedarse esperando a que el cable se rompiera o los grilletes cedieran, o lo que fuera a provocarle la muerte al precipitarse al vacío.

– Lo estoy intentando, cabrones -dijo con la voz ronca, mirando el cartel, sintiendo que las paredes se cerraban sobre ella de nuevo. Se acercaba otro ataque de pánico.

El teléfono del ascensor seguía sin dar señales de vida. Sujetaba el móvil junto a su cara, respirando hondo, intentando calmarse, deseando con todas sus fuerzas que apareciera una señal, maldiciendo a la compañía telefónica, maldiciéndolo todo. Notaba el cuero cabelludo tan tenso alrededor del cráneo que se le nublaba la vista y ahora las malditas ganas de mear habían vuelto. Era como si un tren cruzara a toda velocidad sus entrañas.

Juntó las piernas y cogió aire. Le temblaban los muslos, uno contra otro. Sintió un dolor atroz en la barriga, como si le hubieran clavado el filo caliente de un cuchillo y lo estuvieran retorciendo. Doblada en posición fetal contra la pared, gimoteó, tragando aire, le temblaba todo el cuerpo. No iba a poder aguantar mucho más, lo sabía.

Pero perseveró, abrazándose -todo era cuestión de voluntad-, luchando contra su propio cuerpo, resuelta a no sucumbir ante nada que su cerebro no quisiera hacer. Pensó en su madre, que tenía incontinencia por culpa de la esclerosis múltiple desde los cincuenta y tantos.

– Yo no tengo incontinencia, joder. Sólo sacadme de aquí, sacadme de aquí, sacadme de aquí -lo dijo siseando en voz baja como un mantra hasta que la urgencia llegó a su punto máximo y, luego, despacio, jodidamente despacio, comenzó a remitir.

Al final, por fin pasó y volvió a tumbarse en el suelo, exhausta, preguntándose cuánto tiempo podía alguien aguantarse el pis antes de que le explotara la vejiga.

A veces la gente sobrevivía en el desierto bebiéndose su propia orina. Quizá podía orinar en una de sus botas, pensó a lo loco, utilizarla de contenedor. ¿Provisión de bebida de emergencia? ¿Cuánto tiempo se podía aguantar sin agua? Le pareció recordar haber leído en alguna parte que una persona podía resistir semanas sin comer, pero sólo unos pocos días sin agua.

Equilibrándose en el suelo inestable, se quitó la bota derecha, luego saltó tanto como pudo y golpeó el panel del techo con el tacón cuadrado. No sirvió de nada. El ascensor sólo se balanceó con fuerza, volvió a golpear y rebotar en el hueco y Abby se cayó hacia un lado. Aguantó la respiración. Esta vez algo iba a romperse, sin duda. El último hilo de cable desgastado que se interponía entre ella y el olvido…

Había momentos en que realmente quería que se rompiera y caer los pisos que quedaran. Sería una solución a todo. Poco elegante, sí, pero una solución al fin y al cabo. Qué irónico sería, ¿verdad?

Como respondiendo a su pregunta, las luces se apagaron.

13

11 de septiembre de 2001

Una vez se quemó una casa en la calle donde se crio Ronnie Wilson, en Coidean, Brighton. Recordaba el olor, el ruido, el caos, los coches de bomberos, estar fuera en batín y pantuflas de noche, observando. Recordaba sentir fascinación y miedo al mismo tiempo. Pero principalmente recordaba el olor: una peste terrible a destrucción y desesperación.

Ahora había el mismo olor en el aire. No era el aroma dulce y agradable del humo de la madera o el tufillo acogedor a ceniza del carbón, sino un hedor intenso y áspero a pintura quemada, papel calcinado, goma chamuscada y gases acres de vinilo y plásticos derretidos. Era una peste asfixiante que hacía que le picaran los ojos, que quisiera taparse la nariz, darse la vuelta, huir de allí, volver sobre sus pasos hacia el deli que acababa de dejar.

Pero se quedó inmóvil.

Como el resto de la gente.

Era un momento de silencio surrealista en la mañana de Manhattan, como si alguien hubiera pulsado el botón de pausa sobre todas las personas que había en la calle. Sólo los coches seguían moviéndose y entonces un semáforo rojo los detuvo también a ellos.

La gente contemplaba algo. Ronnie tardó unos momentos en ver qué. Al principio miró a nivel de calle, más allá de una boca de incendios y de unas mesas de caballetes delante de una tienda con montones de revistas y guías turísticas, más allá del toldo de un local donde un cartel anunciaba Mantequilla y huevos. Miró más allá de una mano roja iluminada que indicaba No cruzar y de la torre de señalización que sujetaba un semáforo suspendido sobre el cruce de Warren Street y de la caravana de vehículos y sus luces traseras encendidas.

Entonces se dio cuenta de que todo el mundo miraba hacia arriba.

Siguiendo la dirección de la mirada de la gente, al principio lo único que vio, alzándose por encima de los rascacielos a unas manzanas de donde se encontraba él, fue una densa columna de humo negro, tan compacta que parecía salir de la chimenea de una refinería petroquímica.

Estaba ardiendo un edificio, comprendió. Luego, a pesar del shock y el horror, se le cayó el alma a los pies cuando se percató de qué edificio era: el World Trade Center.

«Mierda, mierda, mierda.»

Paralizado y confuso como todo el mundo, se quedó clavado en su sitio, todavía incapaz de creer lo que veían sus ojos o comprender lo que estaba contemplando.

El semáforo cambió a verde y, cuando los coches y las furgonetas y un camión comenzaron a avanzar, se preguntó si tal vez los conductores no se hubieran dado cuenta, si tal vez no pudieran ver más arriba de los parabrisas.

Entonces la columna de humo se hizo menos espesa por unos momentos. A través de ella, alzándose alta y orgullosa delante del azul magnífico del cielo, estaba la antena de radio blanca y negra. Era la Torre Norte, la identificó por una visita anterior. Sintió alivio. El despacho de Donald Hatcook estaba en la Torre Sur. Bien. Perfecto. Todavía podrían celebrar su reunión.

Escuchó el gemido de una sirena. Luego un nino-nino-nino, cada vez más fuerte, ensordecedoramente fuerte, que resonaba por todas partes en el silencio. Se dio la vuelta y vio un coche patrulla azul y blanco de la policía de Nueva York con tres ocupantes dentro. El tipo que iba detrás estaba inclinado hacia delante, estirando el cuello hacia arriba. El coche pasó a toda velocidad en dirección prohibida y las sirenas del techo lanzaron destellos rojos sobre las puertas de tres taxis amarillos en fila. Entonces, frenando bruscamente, con un chirrido de los neumáticos, asomando el morro, serpenteó entre una camioneta de reparto de una panadería, un Porsche parado y otro taxi amarillo y cruzó la intersección.

– ¡Dios mío! ¡Madre mía! ¡Dios mío! -decía una mujer cerca de él, por detrás-. ¡Dios mío, ha chocado contra la torre! ¡Oh, Dios!

La sirena se perdió en la distancia, audible sólo en otro silencio prolongado. Chambers Street se había sumido en la quietud. De repente, la calle estaba vacía. Ronnie vio a un hombre que cruzaba. Llevaba una gorra de béisbol, un anorak fino, botas de obrero y una bolsa de plástico que bien podía contener su almuerzo. Podía oír sus pasos. El hombre miraba con cautela la calle, como si le preocupara que lo atropellara un segundo coche de policía.

Pero no apareció ninguno. Sólo había silencio, como si el que acababa de pasar bastara y pudiera encargarse de la situación porque se trataba de un accidente menor.

– ¿Lo ha visto? -dijo la mujer de detrás.

Ronnie se giró.

– ¿Qué ha pasado?

Tenía el pelo largo y castaño y los ojos saltones. Dos bolsas de la compra descansaban en la acera, una a cada lado de ella, los envases de cartón y las latas de comida desparramados en el suelo.

Le temblaba la voz.

– ¡Un avión! Dios mío, ¡ha sido un puto avión! Ha chocado contra la puta torre. No puedo creer lo que he visto. Era un avión. ¡Ha chocado contra la puta torre!

– ¿Un avión?

– Ha chocado contra la torre. Ha chocado contra la puta torre.

Era obvio que estaba en estado de shock.

Ahora escuchó otra sirena. Distinta a la del coche patrulla, un pitido grave. Un coche de bomberos.

«¡Genial! -pensó Ronnie-. ¡Es la puta hostia, joder! Justo la mañana que tengo la reunión con Donald, a un capullo de mierda se le ocurre estrellar un avión contra el puto World Trade Center!»

Miró el reloj. ¡Mierda! ¡Eran casi las 8:55! Había salido del deli justo a menos cuarto, con tiempo de sobra. ¿De verdad llevaba aquí diez minutos? La secretaria estirada de Donald Hatcook le había dicho que tenía que ser puntual, que Donald sólo disponía de una hora antes de salir hacia el aeropuerto para coger un avión a alguna parte; Wichita, creía que había dicho. O tal vez fuera Washington. Sólo una hora. ¡Una ventana de sólo una hora para soltarle el discurso y salvar su negocio!

Escuchó otra sirena. «Mierda.» Iba a armarse un buen caos, seguro. Quizá los malditos servicios de emergencia acordonaran toda la zona. Tenía que llegar antes que ellos. Tenía que llegar a esa reunión.

«Tenía que llegar.»

¡No iba a permitir por nada del mundo que un capullo de mierda que había estrellado un avión le jodiera la reunión!

Arrastrando el equipaje, Ronnie echó a correr.

14

Octubre de 2007

Había un olor desagradable en el desagüe que no había percibido ayer. Un animal putrefacto, seguramente un roedor. Roy lo advirtió cuando llegó, poco antes de las nueve de la mañana, y ahora, una hora después, arrugó la nariz cuando volvió a entrar en el desagüe, con dos bolsas de plástico llenas de bebidas calientes que un agente de apoyo a la comunidad muy servicial había comprado en una tienda Costa cercana.

La lluvia caía implacablemente, transformando cada vez más el terreno en un lodazal, pero el nivel del agua todavía no había subido, se percató Grace. Se preguntó cuánta lluvia haría falta. Por lo que recordaba del cadáver de un joven que habían hallado en la red de alcantarillado de Brighton algunos años atrás, sabía que todos los desagües acababan en una cloaca principal que desembocaba en el mar en Portobello cerca de Peacehaven. Si este desagüe se había inundado, era probable que la corriente hubiera arrastrado gran parte de las pruebas, en particular la ropa de la víctima, hacía mucho tiempo.

Haciendo caso omiso a un par de comentarios sarcásticos sobre su nuevo papel como chico del café, con los nervios destrozados por una noche agitada y pensamientos de preocupación acerca del esqueleto, Roy comenzó a distribuir los tés y cafés entre el equipo, como a modo de disculpa -o expiación- por fastidiarles el fin de semana.

El desagüe era un hervidero. Ned Morgan, el asesor de registros de la policía, varios agentes entrenados en inspecciones y miembros del SOCO, todos con sus trajes blancos, se habían dispersado por el túnel. Estaban registrando el mantillo centímetro a centímetro en busca de zapatos, ropa, joyas, cualquier hebra o retazo, por pequeño que fuera, que la víctima pudiera llevar encima cuando la dejaron allí abajo. El cuero y las fibras sintéticas tendrían las probabilidades más altas de haber sobrevivido a este entorno húmedo.

A cuatro patas en el lúgubre desagüe de ladrillo, en el resplandor claroscuro y las sombras que proyectaban las luces instaladas a intervalos, el equipo ofrecía una imagen inquietante.

Joan Major, la arqueóloga forense, que también iba ataviada de los pies a la cabeza en un traje blanco, trabajaba en silencio muy concentrada. Si este caso llegaba alguna vez a juicio tendría que presentar al tribunal una maqueta precisa en tres dimensiones del esqueleto en el lugar donde lo habían encontrado. Justo acababa de entrar y salir corriendo, luchando contra la ausencia de señal del GPS que utilizaba para establecer y registrar las coordenadas de los restos óseos, y ahora estaba haciendo un boceto de la posición exacta del esqueleto en relación al desagüe y el cieno. Cada pocos instantes saltaba el flash de la cámara del fotógrafo del SOCO.

– Gracias, Roy -dijo Joan casi ausente. Cogió el latte grande que le entregó y lo dejó sobre la caja de madera con su material que había colocado encima de una estructura apoyada en un trípode para que no se mojara.

Grace había decidido que le bastaría con un equipo reducido durante el fin de semana y que reclutaría más personal el lunes por la mañana. Para alivio inmenso de Glenn Branson, le había dado el fin de semana libre. Trabajaban a «ritmo lento»; no había la urgencia que habrían empleado si la muerte hubiera sido más reciente: días, semanas, meses o incluso un par de años. El lunes por la mañana habría tiempo suficiente para dar la primera rueda de prensa.

Tal vez él y Cleo aún pudieran aprovechar la reserva para cenar en Londres esta noche y salvar parte del fin de semana romántico que Grace había planeado, si -lo cual aún estaba por ver- Joan terminaba el mapa y el proceso de recuperación y el patólogo del Ministerio del Interior era capaz de realizar la autopsia deprisa. Había esperanza con Frazer Theobald, lo sabía. De hecho, ¿dónde diablos estaba? Tendría que haber llegado hacía una hora.

Como esperando el momento justo, todo de blanco igual que el resto de la gente que estaba en el desagüe, el doctor Frazer Theobald hizo su entrada con cautela, sigilosamente, como un ratón olisqueando un queso. Era un hombre bajo y fornido, mediría menos de metro sesenta, tenía el pelo hirsuto y desgreñado y lucía un bigote grueso a lo Adolf Hitler debajo de su nariz aguileña. Glenn Branson había dicho una vez que lo único que le faltaba para ser el doble de Groucho Marx era un cigarro grueso.

Disculpándose porque le había costado arrancar el coche de su mujer y había tenido que llevar a su hija a clase de clarinete, el patólogo rodeó deprisa el esqueleto, sin acercarse demasiado y lanzándole una mirada recelosa, como si lo desafiara a que se declarara amigo o enemigo suyo.

– Sí -dijo a nadie en particular-. Ah, bien. -Entonces se volvió hacia Roy y señaló el esqueleto-. ¿Éste es el cadáver?

Grace siempre había pensado que Theobald era un poco peculiar, pero nunca se lo había parecido tanto como en este momento.

– Sí -contestó, algo anonadado por la pregunta.

– Estás moreno, Roy -observó el patólogo. Luego se acercó un paso más al esqueleto, tanto que podría parecer que le formulaba a él la pregunta-. ¿Has estado fuera?

– En Nueva Orleans -respondió Grace, sacando la tapa de su latte y deseando estar todavía allí-. Asistí a un simposio de la Asociación Internacional de Investigadores de Homicidios.

– ¿Cómo va la reconstrucción de la ciudad? -preguntó Theobald.

– Despacio.

– ¿Aún se ven muchos daños causados por las inundaciones?

– Muchos.

– ¿Había mucha gente tocando el clarinete?

– ¿El clarinete? Sí. Fui a algunos conciertos. Vi a Ellis Marsalis.

Theobald le ofreció una sonrisa extraña de placer.

– ¡Al padre! -dijo con aprobación-. Vaya, ¡tuviste suerte de escucharle! -Luego se volvió hacia el esqueleto-. Bueno, ¿qué tenemos aquí?

Grace le puso al día. Luego, Theobald y Joan Major entablaron un debate acerca de si debían retirar el cuerpo intacto, un proceso largo y laborioso, o trasladarlo en segmentos. Decidieron que, como lo habían hallado intacto, sería mejor conservarlo así.

Durante unos momentos, Grace contempló el diluvio que caía sin parar a través de la sección rota del desagüe, a poca distancia de donde se encontraba. Bajo el haz de luz, las gotas parecían motas de polvo alargadas. «Nueva Orleans», pensó, soplando el humo de su café y dando un sorbo tímido, intentando evitar quemarse la lengua con el líquido caliente. Cleo le había acompañado y se tomaron una semana de vacaciones justo después de la conferencia. Se quedaron allí y disfrutaron de la ciudad y el uno del otro.

Parecía que todo era mucho más fácil entre ellos entonces, lejos de Brighton. De Sandy. Se relajaron, disfrutaron del calor, hicieron un recorrido por las zonas devastadas por las inundaciones que aún no estaban rehabilitadas. Comieron gumbo, jambalaya, pasteles de cangrejo y ostras Rockefeller, bebieron margaritas, mojitos y vinos de California y Oregón y escucharon jazz en el Snug Harbor y otros clubes todas las noches. Y Grace se enamoró aún más de ella.

Se sintió orgulloso de lo bien que se desenvolvió Cleo en la conferencia. Al ser una mujer hermosa que ejercía una profesión sin ningún glamour fue el blanco de la curiosidad, de bastantes bromas y algunas frases realmente vergonzosas para ligar procedentes de quinientos de los mejores inspectores del mundo, los más duros y, en su mayoría, masculinos, que llevaban puesto el chip de la fiesta. Siempre respondía bien, y consiguió que a todo el mundo se le salieran los ojos de las órbitas vistiendo su metro ochenta de estatura y piernas largas con su habitual estilo excéntrico y sexy.

– Anoche me preguntaste su edad, Roy -dijo la arqueóloga forense, interrumpiendo sus pensamientos.

– ¿Sí? -Pasó a estar plenamente concentrado al instante, mientras miraba el cráneo.

– La presencia de las muelas del juicio nos dice que tiene más de dieciocho años -dijo Joan señalando la mandíbula-. Hay pruebas de algunos trabajos dentales, empastes blancos, que eran más comunes durante las últimas dos décadas, y más caros. Es posible que fuera a un dentista privado, lo que podría reducir la búsqueda. Y lleva una funda en un incisivo superior-. -Señaló un diente arriba a la izquierda.

Grace se puso nervioso. Sandy se había partido un dienta delantero izquierdo en una de sus primeras citas, al morder un fragmento de hueso en un steak tartar, y se había puesto una funda.

– ¿Qué más? -preguntó.

– Yo diría que el estado general y el color de los dientes in -dican que su edad coincide con la franja que calculé ayer: entre los veinticinco y los cuarenta años.

Miró a Frazer Theobald, que asintió con cara de póquer, como si simpatizara con sus conclusiones pero no estuviera necesariamente de acuerdo de un modo incondicional. Entonces señaló el brazo.

– El hueso largo crece en tres partes: dos epífisis y el cuerpo. El proceso por el que se unen se denomina fusión epifisiaria y normalmente se completa alrededor de los treinta y cinco años. Aquí no está del todo completada. -Señaló la zona del hombro-. Lo mismo sirve para la clavícula. Puede verse la línea de la fusión en la parte media. Se une hacia los treinta. Podré darte un cálculo más preciso en la sala de autopsias.

– Así que tendría unos treinta, ¿estás bastante segura? -dijo Grace.

– Sí. Y mi intuición me dice que no son muchos más. Incluso podría ser más joven.

Roy se quedó callado. Sandy era dos años menor que él. Había desaparecido el día que Grace cumplió los treinta, cuando ella sólo tenía veintiocho. El mismo pelo, la funda en el diente.

– ¿Estás bien, Roy? -le preguntó de repente Joan Major.

Al principio, absorto en sus pensamientos, sólo oyó su voz como un eco distante e incorpóreo.

– ¿Roy? ¿Estás bien?

Grace volvió a prestarle toda su atención.

– Sí, sí. Estoy bien, gracias.

– Se diría que has visto un fantasma.

15

11 de septiembre de 2001

Ronnie corrió por West Broadway, cruzó Murray Street, Park Place y luego Barclay Street. Las Torres Gemelas estaban justo delante de él, en el otro extremo de Vesey Street, los dos monolitos plateados alzándose hacia el cielo. Los olores del incendio eran mucho más intensos aquí, y tiras de papel quemado flotaban en el aire mientras caían escombros que se estrellaban contra el suelo.

A través del denso humo negro vio algo carmesí, como si la torre sangrara. Luego fogonazos de color naranja brillante. Llamas. «Dios santo -pensó, sintiendo un miedo oscuro y terrible en la tripa-. Esto no puede estar pasando.»

La gente salía por la entrada a trompicones, mirando hacia arriba aturdida, hombres con trajes y corbatas elegantes sin chaqueta, algunos pegados a sus móviles. Durante un segundo observó a una joven morena y atractiva con un traje chaqueta que se tambaleaba porque había perdido un zapato. De repente, la chica se llevó las manos a la cabeza, con cara de dolor, como si le hubiera caído un objeto encima, y Ronnie vio una gota de sangre deslizándose por su mejilla.

Dudó. No parecía seguro seguir adelante. Pero necesitaba esa reunión, la necesitaba desesperadamente. «Tendré que arriesgarme -pensó-. Correr como un poseso.» Tosió, le picaba la garganta por el humo, y se bajó de la acera. Era más alta de lo que había imaginado y cuando las ruedas de la maleta aterrizaron con un golpe, el mango se retorció en su mano y el trolley cayó.

«¡Mierda! No me hagas esto.»

Luego, justo mientras se agachaba y cogía el mango de la maleta, oyó el silbido de un avión.

Volvió a mirar arriba. Y no pudo creer lo que veían sus ojos. Una milésima de segundo después, antes de que tuviera tiempo de asimilar de forma inteligible lo que estaba viendo, se produjo una explosión. Un estallido metálico fortísimo, como si chocaran dos cubos de basura cósmicos. Un ruido que pareció resonar en su cerebro y siguió resonando, retumbando descontrolado dentro de su cráneo hasta que quiso meterse los dedos en los oídos para acallarlo, ahogarlo. Entonces llegó la onda expansiva, que sacudió todos los átomos de su cuerpo.

Una bola enorme de llamas naranjas, que lanzaron chispas plateadas y humo negro, envolvió la parte superior de la Torre Sur. Por un momento fugaz se quedó sin habla, contemplando la belleza de la imagen: el contraste de colores -el naranja, el negro- resaltaba marcadamente en el azul intenso del cielo.

Era como si un millón, un billón de plumas, flotara en el aire alrededor de las llamas, descendiendo sin prisa hacia el suelo. Todo en cámara lenta.

Entonces le golpeó la realidad.

Pedazos de madera, cristal, sillas, mesas, teléfonos, archivadores rebotaban en la calle delante de él y quedaban hechos añicos. Un coche patrulla frenó, justo un poco más adelante de donde estaba él, y las puertas se abrieron antes de detenerse siquiera. A sólo unos cien metros más o menos a su derecha, en Vesey Street, lo que al principio parecía un ovni de fuego se precipitó al suelo con un gran estruendo, formó un cráter profundo y luego rebotó y despidió trozos de la carcasa y las entrañas, expulsando llamas. Cuando por fin se quedó quieto, siguió ardiendo con fiereza.

Absolutamente horrorizado y petrificado, Ronnie se percató de que era el motor del avión.

De que era la Torre Sur.

El despacho de Donald Hatcook estaba allí. En la planta 87. Intentó contar los pisos.

Dos aviones.

El despacho de Donald. Por sus cálculos rápidos, el despacho de Donald se encontraba justo donde se había producido el impacto.

«¿Qué diablos está pasando? Dios mío, ¿qué diablos ocurre?»

Contempló el motor en llamas. Notaba el calor. Vio a los policías alejándose de su coche.

El cerebro de Ronnie le decía que no iba a celebrarse ninguna reunión, pero intentó no hacerle caso. Su cerebro se equivocaba, sus ojos se equivocaban; conseguiría sacar adelante esa reunión, como fuera. Tenía que seguir avanzando. Avanzando. «Puedes celebrar la reunión. Todavía puedes celebrar la reunión. ¡¡Necesitas esa puta reunión!!»

Y otra parte de su cerebro le decía que si bien un avión chocando contra las Torres Gemelas era un accidente, dos era algo distinto. Dos no auguraban nada bueno.

Propulsado por una desesperación absoluta, agarró el asa de la maleta y caminó con determinación.

Segundos después oyó un ruido apagado, como si cayera un saco de patatas. Notó una bofetada húmeda en la cara. Entonces vio algo blanco y destrozado que rodaba por el suelo hacia él y se detenía a unos centímetros de sus pies: era un brazo humano. Algo mojado se deslizaba por su mejilla. Deprisa, se llevó la mano a la cara y sus dedos tocaron algo líquido. Los miró y vio que estaban manchados de sangre.

Se le revolvió el estómago como cemento húmedo en una hormigonera. Se dio la vuelta y vomitó el desayuno allí mismo, casi ajeno a otro ruido que se oía a unos pasos de allí. Las sirenas gemían, eran sirenas que salían de las profundidades del infierno. Sirenas en cada rincón, por todas partes. Luego otro ruido, otra salpicadura en la cara y las manos.

Miró hacia arriba. Llamas y humo y figuras del tamaño de hormigas y vidrios y un hombre, en mangas de camisa y pantalones, dando vueltas en el aire en caída libre. Perdió un zapato, que giró y giró. Se centró en él, rodando una y otra vez, una y otra vez. Personas del tamaño de soldados de juguete y escombros, indistinguibles los unos de los otros al principio, caían del cielo.

Ronnie se quedó quieto mirando. Le vino a la mente una colección de sellos de correos que había cambiado un día que conmemoraba la representación de la muerte y el infierno del pintor holandés El Bosco. Es lo que era esto: el infierno.

Ahora, el aire asfixiante y fétido estaba lleno de ruidos: gritos, sirenas, lloros, el batir de las palas de un helicóptero en el cielo. Policías y bomberos corrían hacia los edificios. Un coche de bomberos con las palabras Escalera 12 se detuvo delante de él obstruyéndole la vista. Lo rodeó por la parte de atrás mientras los bomberos, protegidos con cascos, salían corriendo.

Hubo otro ruido sordo. Ronnie vio a un hombre rollizo con traje que aterrizaba sobre su espalda y explotaba.

Volvió a vomitar, balanceándose atolondradamente, luego cayó sobre una rodilla, tapándose la cara con las manos, y se quedó allí unos momentos, temblando. Cerró los ojos, como si así fuera a desaparecer todo aquello. Entonces se dio la vuelta de repente, presa del pánico, por si alguien le había robado el trolley y el maletín. Pero ahí estaban, justo detrás de él: su elegante maletín Louis Vuitton de imitación. Nadie iba a preocuparse en estos momentos por quién diablos lo había fabricado, o de si era auténtico o falso.

Al cabo de unos minutos, Ronnie se recuperó y se levantó. Escupió varias veces intentando quitarse el sabor a vómito de la boca. Entonces sintió que un destello de ira se transformaba en unos segundos en una cólera violenta. «¿Por qué hoy? ¿Por qué no otro día, joder? ¿Por qué ha tenido que pasar todo esto hoy?»

Vio un río de gente que salía de la Torre Norte, algunas personas cubiertas de polvo blanco, otras sangrando, caminando despacio, como en trance. Entonces oyó un nino-nino-nino distante de otro coche de bomberos. Luego otro, y otro más. Alguien delante de él sujetaba una cámara de vídeo.

«Las noticias -pensó-. La televisión.» La estúpida de Lorraine estaría alarmada si veía aquello. Se alarmaba por todo. Si había un choque en cadena en una autopista le llamaba al instante para asegurarse de que estaba bien, incluso cuando tendría que saber, sólo si hubiera pensado un poco, que era imposible que estuviera a ciento cincuenta kilómetros del accidente.

Sacó el móvil del bolsillo y marcó su número. Recibió un pitido agudo, luego apareció un mensaje en la pantalla: Red OCUPADA.

Volvió a intentarlo, dos veces más, luego se guardó el teléfono en el bolsillo.

Un poco más tarde comprendería, al reflexionar sobre ello, la suerte que había tenido de que esa llamada no se cursara.

16

Octubre de 2007

«¡Tendrías que iluminarte, joder!» En la oscuridad total, negra como el carbón, Abby se acercó el reloj a la cara hasta que notó el acero frío y el cristal en su nariz; aun así, no vio un pijo.

«¡Pagué por un reloj con luz, maldita sea!»

Acurrucada en el suelo duro, tenía la sensación de haber dormido, pero no sabía cuánto rato. ¿Era de día o de noche?

Notaba los músculos como agarrotados y tenía el brazo dormido. Lo agitó en el aire, intentando que volviera a circular la sangre. Era como un peso plomo. Se arrastró unos centímetros y volvió a agitarlo, luego se estremeció de dolor al chocar contra un lado del ascensor con un ruido apagado.

– ¡Hola! -dijo con voz ronca.

Volvió a dar golpes, luego otra vez y otra.

Notó que el ascensor se balanceaba con sus esfuerzos.

Dio otro golpe. Otro. Otro.

Le volvieron a entrar ganas de mear. Ya había llenado una bota. El hedor a orina estancada era cada vez más intenso. Tenía la boca seca. Cerró los ojos, luego volvió a abrirlos, se acercó el reloj hasta que notó el frío en la nariz. Pero seguía sin poder ver la hora.

Retorciéndose por un pánico repentino, se preguntó si se habría quedado ciega.

¿Qué hora era, joder? La última vez que había mirado, antes de que se apagaran las luces, eran las 3.08 de la madrugada. En algún momento después, había meado en la bota. O al menos hizo lo que pudo a oscuras.

Se había sentido mejor y había podido pensar con claridad, pero ahora las ganas de mear volvían a embotar sus pensamientos. Intentó alejar de su mente aquella urgencia. Hacía algunos años había visto un documental en televisión sobre personas que habían sobrevivido a desastres. Una mujer joven de su misma edad había sido una de las pocas supervivientes de un accidente de un avión que tuvo que realizar un aterrizaje de emergencia y se incendió. La mujer creía haber sobrevivido porque mantuvo la calma cuando el resto de la gente se dejó llevar por el pánico, pensó con lógica e imaginó a pesar del humo y la oscuridad dónde se encontraba la salida.

Todos los demás supervivientes repitieron la misma idea: mantener la calma, pensar con claridad. Era lo que había que hacer.

Pero del dicho al hecho…

Los aviones tenían salidas de emergencia, y azafatas con expresión de mujeres perfectas que señalaban las salidas y sostenían los chalecos salvavidas naranjas y tiraban de las máscaras de oxígeno, como si en todos los vuelos se dirigieran a una convención de sordomudos con retraso mental. Ahora que Inglaterra se había convertido en un maldito estado paternalista, ¿por qué no se había aprobado una ley que garantizara una azafata en todos los ascensores? ¿Por qué no había una rubia estúpida que te entregara una tarjeta plastificada donde estuvieran señalizadas las puertas? ¿Que te diera una chaleco salvavidas naranja por si el ascensor se inundaba cuando estabas dentro? ¿Que te colocara una máscara de oxígeno en la cara?

De repente, escuchó dos pitidos agudos.

¡Su teléfono!

Hurgó en el bolso. Estaba iluminado. ¡Su móvil funcionaba! ¡Había señal! Y, por supuesto, el teléfono tenía reloj, ¡lo había olvidado por completo por culpa del pánico!

Lo sacó y se quedó mirándolo. En la pantalla leyó las palabras: Mensaje recibido.

Lo abrió, apenas era capaz de contener la emoción.

El remitente no se identificaba, pero las palabras eran claras: Sé dónde estás.

17

Octubre de 2007

Roy Grace tembló de frío. Aunque llevaba vaqueros gruesos, jersey de lana y botas forradas debajo del traje de papel, la humedad que había dentro del desagüe y la lluvia que caía fuera estaban calando sus huesos.

Los miembros del SOCO y los agentes encargados del registro, que tenían la desagradable tarea de inspeccionar cada centímetro del desagüe, a gatas la mayoría, habían encontrado algunos esqueletos de roedores, pero nada de interés. O la mujer muerta estaba desnuda cuando la depositaron aquí o su ropa había sido arrastrada por el agua, se había podrido o incluso algún animal se la había llevado a su refugio. Trabajando minuciosamente despacio con paletas, Joan Major y Frazer Theobald estaban retirando el cieno alrededor de la pelvis y metían en bolsas de celofán y etiquetaban por separado cada capa de suciedad. A este ritmo les quedarían dos o tres horas, calculó Grace.

Y todo el tiempo se sentía atraído por el cráneo sonriente, por la sensación de que el espíritu de Sandy estaba aquí con él. «¿Podrías ser tú realmente?», se preguntó, mirándolo con intensidad. Todos los médiums a quienes había consultado durante los últimos nueve años le habían dicho que su mujer no estaba en el mundo de los espíritus, lo que significaba que seguía viva, si les creía. Pero ninguno había podido decirle dónde estaba.

Un escalofrío recorrió su cuerpo. Esta vez no fue por el frío, sino por otra cosa. Había decidido tiempo atrás pasar página y seguir adelante con su vida. Pero cada vez que lo intentaba ocurría algo que sembraba la duda en él, y ahora había vuelto a suceder.

Las interferencias de su radio le sacaron de su ensoñación. Se lo llevó al oído y dijo con sequedad:

– Roy Grace.

– Buenos días, Roy. Tu carrera se va por el desagüe, ¿verdad? -Entonces oyó la risita gutural de Norman Potting.

– Muy gracioso, Norman. ¿Dónde estás?

– Con el vigilante de la escena. ¿Quieres que me emperifolle y baje?

– No, ya salgo yo. Espérame en la furgoneta del SOCO.

Grace agradeció la excusa de poder salir un rato. Estrictamente, no le necesitaban allí abajo y podría estar en su despacho perfectamente, pero le gustaba que su equipo lo viera liderando la operación desde primera línea. Si sus hombres iban a pasar el sábado en un desagüe frío, húmedo y horrible, al menos verían que su día no era mucho mejor.

Fue un alivio cerrar la puerta a los elementos y sentarse en la tapicería blanda frente a la mesa de trabajo de la furgoneta, aunque eso significara estar confinado en un espacio reducido con Norman Potting, una experiencia que nunca le había encantado. Percibía el humo de pipa rancio que desprendía la ropa del hombre mezclado con un aliento fuerte a ajo de la noche anterior.

El sargento Norman Potting tenía la cara estrecha, bastante gruesa, llena de venas rotas, los labios prominentes y el pelo ralo, un poco de punta ahora por culpa de la acción de los elementos. Tenía cincuenta y tres años, aunque las personas que le detestaban habían hecho correr el rumor de que se había quitado varios años para poder seguir más tiempo en el cuerpo porque le aterraba jubilarse.

Grace nunca había visto a Potting sin corbata y esta mañana no fue ninguna excepción. El hombre llevaba un anorak con piezas de lana, largo y mojado, sobre una chaqueta de tweed, una camisa de Viyella y una corbata verde de punto gastada, pantalones de franela gris y zapatos de cuero. Respirando con dificultad, pasó detrás de la mesa, se sentó en el banco delante de Grace y, con expresión triunfal, sacó una carpeta de plástico grande que chorreaba.

– ¿Por qué la gente siempre elige lugares tan horribles para que la maten o para aparecer muerta? -preguntó, inclinándose hacia delante y exhalando directamente en la cara de Roy.

Intentando no hacer ninguna mueca cuando le envolvió un horno de olores calientes y rancios, Roy decidió que seguramente era una sensación parecida al aliento de un dragón en la cara.

– Tal vez deberías trazar algunas directrices -contestó irritado-. Un código de cincuenta puntos para que las víctimas de asesinato lo cumplan.

La sutileza nunca había sido el punto fuerte de Norman Potting y tardó un momento en percatarse de que el comisario estaba siendo sarcástico. Entonces esbozó una sonrisa ancha y le mostró los dientes torcidos y manchados, como lápidas en un terreno hundido.

Levantó un dedo.

– Estoy bastante lento esta mañana, Roy. Menuda noche tuve ayer. ¡Li parecía un maldito tigre!

Hacía poco, Potting se había «agenciado» una novia tailandesa y regalaba constantemente a cualquiera que estuviera cerca los detalles de su recién descubierta destreza en la cama con ella.

Cambiando de tema rápidamente, Grace señaló la carpeta de plástico.

– ¿Tienes los planos?

– ¡Cuatro veces anoche, Roy! Y es una guarra, me hace de todo. ¡Guaaaau! ¡Me hace muy feliz!

– Genial.

Por un breve momento, Grace se alegró mucho por él. Potting nunca había tenido demasiada suerte en el amor. Era un veterano con tres matrimonios a sus espaldas y varios hijos a los que apenas veía, reconoció una vez con arrepentimiento. La menor era una niña con síndrome de Down de quien había intentado obtener la custodia, pero no se la habían otorgado. No era malo ni estúpido, Roy lo sabía -era un policía muy competente-, pero carecía de las habilidades sociales esenciales para ascender en el cuerpo si así lo hubiera deseado. Aun así, Norman Potting era una bestia de carga sólida y de confianza que a veces mostraba una iniciativa sorprendente y, en su opinión, esos aspectos eran mucho más importantes en cualquier investigación relevante.

– Deberías planteártelo, Roy.

– ¿El qué?

– Echarte una novia tailandesa. Hay cientos de ellas que suspiran por un marido inglés. Te daré la página web. Son maravillosas, tío, hazme caso. Cocinan, limpian, te planchan toda la ropa, te dan el mejor sexo de tu vida… Tienen unos cuerpecitos preciosos…

– ¿Los planos? -dijo Grace, haciendo caso omiso al último comentario.

– Ah, sí.

Potting sacó varias fotocopias grandes de mapas de calles y dibujos de redes eléctricas de la carpeta y las extendió sobre la mesa. Algunos se remontaban al siglo XIX.

El viento meció la furgoneta. Fuera, a lo lejos, sonó la sirena de un vehículo de emergencias y luego se perdió. La lluvia repiqueteaba en el techo sin parar.

A Roy nunca le había parecido fácil interpretar planos, así que dejó que Potting le explicara las complejidades del alcantarillado de Brighton y Hove, utilizando los papeles e información que le había proporcionado aquella mañana un ingeniero municipal. El sargento pasó un dedo con una uña mugrienta por cada uno de los documentos, primero hacia abajo, luego hacia arriba, mostrando cómo corría el agua, siempre colina abajo, hasta que al final llegaba al mar.

Roy se esforzó por seguirle, pero media hora después no sabía más que antes de empezar. Le parecía que todo se resumía en que el peso del cuerpo de la muerta la había clavado en el cieno, mientras que el agua habría arrastrado por el desagüe todo lo demás, por la trampilla hasta el mar.

Potting estuvo de acuerdo con él.

El teléfono de Grace volvió a sonar. Se disculpó, contestó y se le cayó el alma a los pies de inmediato cuando escuchó la voz taladrante del comisario Cassian Pewe, el canalla de la Met a quien su jefa había reclutado para quitarle el puesto.

– Hola, Roy -dijo Pewe. Incluso en la distancia telefónica, Grace tuvo la impresión de que la cara petulante de niño guapo de Pewe estaba pegada claustrofóbicamente a la suya-. Alison Vosper me ha sugerido que te llamara, para ver si necesitabas que te echara una mano.

– Bueno, eres muy amable, Cassian -contestó Grace- Pero en realidad no, el cadáver está intacto… Tengo sus dos manos aquí.

Hubo un silencio. Pewe emitió un sonido parecido a cuando un hombre orina en una valla electrificada, una especie de carcajada forzada.

– Vaya, muy gracioso, Roy -dijo con condescendencia. Luego, después de un silencio extraño, añadió-: ¿Tienes todos los miembros del SOCO y agentes de registros que necesitas?

Grace notó que se tensaba. De algún modo logró contenerse y no decirle al hombre que se buscara otra cosa que hacer este sábado.

– Gracias -contestó.

– Bien. Alison se alegrará. Se lo diré.

– Bueno, ya se lo diré yo -dijo Grace-. Si necesito tu ayuda se la pediré a ella, pero de momento nos las apañamos perfectamente. Además, creía que no empezabas a trabajar hasta el lunes.

– Sí, por supuesto, Roy, correcto. Alison pensaba que ayudarte durante el fin de semana podría ser una buena forma de aclimatarme.

– Aprecio su preocupación -logró decir Grace antes de colgar. Le hervía la sangre.

– ¿El comisario Pewe? -le preguntó Potting con las cejas levantadas.

– ¿Le conoces?

– Sí, le conozco. Conozco a los de su calaña. Dale suficiente cuerda a un capullo presuntuoso y se ahorcará. Nunca falla.

– ¿Tienes alguna cuerda por ahí? -le preguntó Grace.

18

11 de septiembre de 2001

Ronnie Wilson había perdido totalmente la noción del tiempo. Estaba inmóvil, paralizado, sujetando el asa de su maleta como si fuera una muleta y contemplando cómo se desarrollaba ante sus ojos algo que no podía comprender.

Del cielo caían cosas sobre la plaza y las calles de los alrededores. Llovían del cielo un aguacero interminable de escombros, separadores de despachos, mesas, sillas, cristales, cuadros, marcos de fotos, sofás, pantallas de ordenador, teclados, archivadores, papeleras, retretes, lavabos, confeti blanco de hojas DIN-A4. Y cuerpos. Caían cuerpos. Hombres y mujeres que estaban vivos en el aire y luego explotaban y se desintegraban al aterrizar contra el suelo. Quería darse la vuelta, gritar, correr, pero era como si un dedo enorme de plomo le presionara la cabeza hacia abajo, obligándole a quedarse quieto, a observar en silencio y petrificado.

Tenía la sensación de estar contemplando el fin del mundo.

Parecía como si todos los bomberos y policías de Nueva York corrieran hacia las Torres Gemelas. Un torrente infinito entraba en los edificios abriéndose paso a empujones entre la marea de hombres y mujeres desconcertados que se alejaba a media marcha, tambaleándose como si salieran de otro planeta, cubiertos de polvo, despeinados, algunos con los brazos o las caras manchados de sangre, la expresión contraída por el shock. Muchos de ellos llevaban el móvil pegado a la oreja.

Entonces hubo el terremoto. Al principio sólo fue una ligera vibración bajo sus pies, luego se volvió más rotunda y tuvo que agarrarse con fuerza al asa de la maleta para no caer.

De repente, los zombies que salían de la Torre Sur parecieron despertar y acelerar el paso.

Echaron a correr.

Ronnie miró hacia arriba y vio por qué, pero por un momento pensó que tenía que ser un error. ¡Era imposible! Era una ilusión óptica. Tenía que serlo.

El edificio estaba derrumbándose como un castillo de naipes, salvo que…

De repente, un coche de policía quedó aplastado a poca distancia delante de él.

Luego también un coche de bomberos quedó sepultado.

Una nube de polvo avanzó hacia él como una tormenta de arena del desierto. Oyó un trueno. Un trueno que se aproximaba, resonaba, lo envolvía todo.

Un torrente de gente desapareció debajo de los escombros.

La nube gris oscuro se elevó en el aire como un enjambre de insectos furiosos.

El trueno le anestesió los oídos.

No era posible.

La puta torre estaba desplomándose.

La gente corría para salvar la vida. Una mujer perdió un zapato, siguió caminando renqueando sobre un pie, luego se quitó el otro. Se oyó un ruido atroz en el aire que ahogó las sirenas, como si un monstruo gigante estuviera partiendo el mundo por la mitad con sus zarpas.

La gente pasaba corriendo por delante de él. Una persona, luego otra, y otra, el pánico grabado en sus rostros. Algunas llevaban máscaras blancas, otras estaban empapadas por el agua de los sistemas de aspersión, otras chorreaban sangre o estaban cubiertas de cristales. Eran actores secundarios en un extraño carnaval matinal.

De repente, un BMW saltó por los aires a cientos de metros de donde se encontraba Ronnie y aterrizó del revés sin el capó. Entonces vio que la nube negra se levantaba y avanzaba directa hacia él como un tsunami.

Agarrando el asa del trolley, se dio la vuelta y siguió a la gente. Sin saber adónde iba, simplemente corrió, poniendo un pie delante del otro, arrastrando la maleta, sin estar seguro de si el maletín aún estaba encima, aunque tampoco le importaba.

Corría para seguir por delante de la nube negra, de la torre que se desmoronaba y del ruido que oía rugiendo, retumbando en sus oídos, en su corazón, en su alma.

Corría para salvar su vida.

19

Octubre de 2007

Ahora el ascensor parecía vivo, como una criatura sobrenatural. Cuando Abby respiraba, el aparato suspiraba, crujía, gemía. Cuando ella se movía, se balanceaba, retorcía, mecía. Tenía la boca y la garganta secas; notaba la lengua y el interior de la boca como si fuera un papel secante que absorbía al instante cada gota minúscula de saliva que producía.

Una corriente fría y persistente le soplaba en la cara. Hurgó en la oscuridad buscando el cursor de su teléfono móvil, luego lo pulsó para activar la luz de la pantalla. Lo hacía cada pocos minutos, para comprobar si había señal y para aportar un rayo pequeño pero desesperadamente bienvenido a su celda inestable y bamboleante.

No había señal.

La hora en la pantalla marcaba las 13.32.

Intentó llamar al 112 una vez más, pero la señal débil había desaparecido.

Con un escalofrío, volvió a leer el mensaje que había recibido: Sé dónde estás.

A pesar de que el remitente había ocultado su número, sabía quién era; sólo había podido enviarlo una persona. ¿Pero cómo había conseguido su teléfono? Aquello era lo que la preocupaba de verdad. «¿Cómo diablos sabes mi número?»

Era un móvil de tarjeta que había pagado en efectivo. Había visto suficientes series policiacas en televisión como para saber qué era lo que hacían los criminales para impedir que rastrearan sus llamadas; eran los teléfonos que utilizaban los traficantes de droga. Lo había comprado para estar en contacto con su madre, que ahora vivía en el cercano Eastbourne, para saber si se encontraba bien mientras fingía ante ella que seguía en el extranjero y estaba perfectamente. Casi igual de importante era que el teléfono le permitía estar en contacto con Dave y, de vez en cuando, mandarle fotos. Resultaba difícil estar separada tanto tiempo de alguien a quien amabas.

De repente le asaltó un pensamiento: ¿habría ido a visitar a su madre? Pero aunque lo hubiera hecho no habría conseguido su número. Siempre tenía cuidado y lo ocultaba. Además, cuando la llamó ayer, su madre no comentó nada y parecía estar bien.

¿La habría seguido, habría visto dónde había comprado el móvil y habría conseguido así el número? No. Imposible. Lo adquirió en una tienda pequeña en un callejón junto a Preston Circus, donde pudo asegurarse doblemente de que nadie la observaba. Al menos lo mejor que pudo.

¿Estaba ahora en el edificio? ¿Y si era el responsable de que estuviera atrapada aquí dentro y estaba utilizando el tiempo para entrar en su piso…? ¿Y si estaba ahora en el piso, registrándolo?

¿Y si encontraba…?

Era improbable.

Volvió a mirar la pantalla.

Las palabras la asustaron más y más. El miedo se arremolinaba en su interior. Se levantó presa del pánico, volvió a pulsar el cursor cuando la luz se apagó e introdujo los dedos en la ranura entre las puertas por millonésima vez, intentando abrirlas con todas sus fuerzas, llorando de frustración.

No se movieron.

«Por favor, por favor, abríos. Dios mío, abríos, por favor.»

El ascensor volvió a balancearse enérgicamente. Le vino a la mente la imagen fugaz de unos submarinistas en una jaula contra tiburones con un gran tiburón blanco golpeando los barrotes. Así era él: un gran tiburón blanco, un depredador frío e insensible. Debía de estar loca cuando aceptó hacer esto, decidió.

Si en algún momento de su vida le había faltado la determinación para triunfar y habría regalado de buena gana todo lo que tenía para dar marcha atrás en el tiempo, era ahora.

20

Octubre de 2007

¡Las moscardas y moscas azules -o «moscas de culo azul», como las llaman en Australia- pueden oler un cadáver a veinte kilómetros de distancia, así que tienen bastantes cosas en común con los periodistas de sucesos, le gustaba decir siempre a Grace a los miembros de su equipo. Las moscas se alimentan de las proteínas fluidas de las excreciones que emanan de los cuerpos en descomposición; en eso tampoco se diferenciaban demasiado de los periodistas de sucesos, le encantaba añadir.

Y no era ninguna sorpresa que en estos precisos momentos ya hubiera uno delante de la puerta de la furgoneta del SOCO, el reportero de sucesos más persistente del Argus -y el mejor informado, había que decir-, Kevin Spinella. Demasiado bien informado, a veces.

Grace le dijo al vigilante de la escena del crimen que le había llamado por radio para informarle de la presencia del periodista que hablaría personalmente con Spinella, así que salió a la lluvia, aliviado por alejarse del aliento fétido de Norman Potting. Mientras se acercaba al reportero, observó a dos fotógrafos merodeando por el solar.

Spinella no llevaba paraguas, tenía las manos en los bolsillos y vestía una gabardina empapada de detective privado con trabillas y cinturón y con el cuello subido. Era un hombre menudo de rostro delgado, veintipocos años y ojos atentos, y masticaba afanosamente un chicle. Tenía el pelo negro y fino, peinado y engominado hacia delante, apelmazado por la lluvia.

Grace vio que debajo del abrigo el reportero llevaba un traje oscuro y una camisa que le quedaba una talla grande, como si todavía no hubiera crecido lo suficiente para llenarla. El cuello le caía descuidado, a pesar de llevar apretado el nudo grande y torpe de la corbata de poliéster carmesí. Sus ostentosos zapatos negros estaban cubiertos de barro endurecido.

– Llegas un poco tarde, viejo amigo -dijo Grace a modo de saludo.

– ¿Tarde? -El periodista frunció el ceño.

– Las moscardas te han ganado por años.

Spinella le ofreció la sonrisa más mínima, como si no estuviera seguro de hasta qué punto Grace le estaba tomando el pelo.

– Me preguntaba si podría hacerle unas preguntas, comisario.

– Celebraré una rueda de prensa el lunes.

– ¿Puede avanzarme algo mientras tanto?

– Yo creía que quizá podrías decirme algo tú. Normalmente pareces mejor informado que yo.

De nuevo, el periodista pareció no estar seguro de su actitud. Con una sonrisa tímida de reconocimiento dijo:

– He oído que han encontrado un esqueleto, una mujer, en un desagüe justo allí, en la obra. ¿Es correcto?

El modo informal en que formuló la pregunta, como si fueran restos sin ninguna importancia, enfureció a Grace. Pero no debía perder los nervios, no ganaba nada enfadándose con Spinella; vista su experiencia con la prensa, siempre era mejor ser mesuradamente amable.

– Los restos son humanos -contestó-. Pero de momento no hemos podido determinar el sexo de forma concluyente.

– He oído que no hay duda de que es una mujer.

Grace sonrió.

– ¿Ves? Ya te he dicho que estabas mejor informado que yo.

– Entonces… mmm… ¿Lo es?

– ¿En quién quieres confiar, en tus fuentes o en mí?

El periodista se quedó mirando a Grace unos instantes, como si intentara leerle el pensamiento. Se formó una gota encima de su nariz, pero no intentó secarla.

– ¿Puedo preguntarle algo más?

– Si es rápido…

– He oído que el lunes empieza a trabajar un nuevo compañero en Sussex House, un policía de la Met, ¿es el comisario Pewe?

Grace notó que se tensaba. Un comentario petulante más e iba a quitarle esa gota de la nariz de un puñetazo.

– Has oído bien.

– Tengo entendido que la Met es el primer cuerpo de policía del Reino Unido que va a reducir la burocracia.

– ¿Ah, sí?

La sonrisa maliciosa del reportero era casi insoportable, como si conociera todo tipo de secretos que no quería revelar. Por un momento absurdo, Grace incluso pensó que tal vez Alison Vosper le hubiera filtrado información confidencial.

– Están contratando a funcionarios civiles para registrar las detenciones y que sus agentes puedan volver directamente a patrullar, en lugar de pasarse horas rellenando formularios -dijo Spinella-. ¿Cree que el departamento de investigación criminal de Sussex aprenderá algo del comisario Pewe?

Conteniendo el enfado, Grace fue cuidadoso con su respuesta.

– Estoy seguro de que el comisario Pewe será un miembro valioso del equipo del Departamento de Investigación Criminal de Sussex -contestó.

– Puedo citar sus palabras, ¿verdad? -La sonrisa era cada vez peor.

«¿Qué es lo que sabes, mierdecilla?»

La radio de Roy se activó. Se la acercó al oído.

– ¿Roy Grace?

Era uno de los miembros del SOCO que estaban en el túnel, Tony Monnington.

– Roy, he pensado que querrías saber que, al parecer, hemos encontrado nuestra primera posible prueba.

Grace se disculpó educadamente con el periodista y regresó al desagüe mientras llamaba a Norman Potting para decirle que tardaría unos minutos en regresar. Era extraño cómo las cosas que pasaban en la vida te hacían cambiar constantemente, pensó. Hacía un rato se moría por salir del desagüe. Ahora, cuando las alternativas eran estar bajo la lluvia y hablar con Spinella o volver a encerrarse en la furgoneta del SOCO con Norman Potting, de repente parecía que el desagüe había sumado muchos puntos a su favor.

21

Octubre de 2007

Fue la compañera de habitación de Abby, Sue, quien cambió su vida sin querer. Se conocieron trabajando en un bar a orillas del río Yarra en Melbourne y se hicieron amigas al instante. Tenían la misma edad y, como Abby, Sue se había marchado de Inglaterra a Australia en busca de aventuras.

Una noche, hacía casi un año, Sue le dijo a Abby que un par de chicos guapos, un poco mayores que ellas pero encantadores, habían estado en el bar charlando con ella. Dijeron que el domingo iban a una barbacoa con un grupo de gente divertida y que la invitaban si estaba libre, que se llevara a una amiga si quería.

Como no tenían ningún plan mejor, fueron. La barbacoa era en la casa elegante de un soltero, un ático de lujo en uno de los distritos más modernos de Melbourne con unas vistas espléndidas de la bahía. Pero durante esas primeras horas embriagadoras, Abby apenas asimiló lo que la rodeaba, porque se enamoró instantánea y locamente de su anfitrión, Dave Nelson.

Había unas veinte personas más en la fiesta. Los hombres, que tenían de diez a sesenta y pico años más que ella, parecían extras de una película de gánsteres y las mujeres, bastante enjoyadas, parecían todas recién salidas de un salón de belleza. Pero en ellas tampoco se fijó demasiado. De hecho, apenas intercambió una palabra con nadie más desde el momento en que cruzó la puerta.

Dave era un diamante en bruto alto y delgado de unos cuarenta y cinco años con un buen bronceado, pelo corto engominado y rostro hastiado que seguramente había sido guapísimo de joven, pero que ahora parecía bastante curtido, aunque cómodo consigo mismo. Y así se sintió ella con Dave al instante: cómoda.

Se movía por el apartamento con una elegancia fácil, animal, y estuvo toda la tarde sacando generosamente botellas grandes de Krug. Dijo que estaba cansado porque se había pasado tres días enteros seguidos jugando al póquer en un torneo internacional, el Aussie Millions, en el casino Crown Plaza. Había pagado una cuota de entrada de mil dólares y había sobrevivido cuatro rondas, en las que acumuló más de cien mil dólares antes de caer eliminado. Un trío de ases, le había dicho a Abby compungido. ¿Cómo iba a saber que el tipo tenía dos ases en la mano? Si él tenía tres reyes, dos ocultos, ¡por el amor de Dios!

Abby nunca había jugado al póquer. Pero esa noche, después de que el resto de los invitados se marchara, Dave la hizo sentar y le enseñó. Le había gustado recibir su atención, el modo como la miraba todo el tiempo; le decía lo bonita que era, luego lo guapa que era, luego lo bien que se sentía sólo estando allí con ella. Sus ojos apenas se apartaron del rostro de Abby durante todas las horas que pasaron juntos, como si no importara nada más. Tenía unos ojos bonitos, marrones con un toque de verde, vigilantes pero teñidos de tristeza, como si hubiera sufrido una pérdida que le dolía en lo más profundo de su ser. Hizo que quisiera protegerle, mimarle.

Le encantaban las historias que le contaba sobre sus viajes y sobre cómo había amasado su fortuna comerciando con sellos raros y jugando al póquer, principalmente por Internet. Manejaba un sistema de apuestas que parecía muy obvio, cuando se lo explicó, y muy inteligente.

Las partidas de póquer por Internet se celebraban en todo el mundo, veinticuatro horas al día siete días a la semana. Utilizaba las zonas horarias y se registraba en las partidas que se jugaban en lugares donde era de madrugada y la gente estaba cansada y, a menudo, un poco bebida. Observaba un rato y luego se sentaba a participar. Eran ganancias fáciles para un hombre que estaba bien despierto, sobrio y alerta.

Abby siempre se había sentido atraída por hombres mayores y le fascinó este tipo que parecía tan duro pero que era un apasionado de los sellos minúsculos, delicados y hermosos, y se entusiasmaba al hablarle de sus vínculos con la historia. Para una chica de origen británico y sobria como ella, Dave era una persona totalmente distinta a cualquiera que hubiera conocido. Y aunque transmitía vulnerabilidad, al mismo tiempo había algo intensamente fuerte y masculino en él que hacía que se sintiera segura a su lado.

Por primera vez en su vida, infringiendo su propia norma con total despreocupación, se acostó con Dave esa misma noche. Y se trasladó a vivir con él tan sólo un par de semanas después. La llevaba de tiendas, animándola a comprar ropa cara, y a menudo llegaba a casa con joyas o un reloj nuevo o un ramo de flores demencialmente generoso si había tenido un buen día en el póquer.

Sue hizo todo lo posible para disuadir a Abby de aquella relación, aduciendo que era mucho mayor que ella, que tenía un pasado algo incierto y reputación de donjuán -o, para expresarlo más cruelmente, que era un follador en serie.

Pero Abby no hizo caso de nada de aquello, y rompió su amistad con Sue y posteriormente con los otros amigos que había hecho desde su llegada a Melbourne. Le gustaba quedar con el círculo de gente mayor y -en su opinión- mucho más glamurosa e interesante. Siempre le había atraído el dinero y estas personas lo gastaban a mansalva.

De niña, cuando llegaban las vacaciones escolares, a veces iba a trabajar con su padre, que tenía un pequeño negocio de alicatado de suelos y baños. Le encantaba ayudarle, pero sentía una atracción mayor por las casas de la gente rica, algunas realmente increíbles. Su madre trabajaba en la biblioteca pública de Hove y la pequeña casa pareada donde vivían en Hollingbury con su jardín impecable, que sus padres cuidaban amorosamente, constituía el máximo de sus aspiraciones.

Al crecer, Abby fue sintiéndose cada vez más coartada, y limitada, por la modesta educación que había recibido. De adolescente, leyó con avidez las novelas de Danielle Steel, Jackie Collins y Barbara Taylor Bradford y de todas las demás escritoras que relataban las vidas de la gente rica y glamurosa, además de devorar las revistas OK! y Helio! todas las semanas de cabo a rabo. Secretamente, albergaba el sueño de poseer una riqueza inmensa y las casas y yates espléndidos en países cálidos que podría permitirse. Anhelaba viajar y sabía, en el fondo, que algún día llegaría su oportunidad. Cuando tuviera treinta años, se prometió, sería rica.

Cuando un amigo de Dave fue detenido acusado de cometer tres asesinatos se quedó horrorizada, pero no pudo evitar sentir un escalofrío de emoción. Luego otro hombre de su círculo de amistades murió de un disparo en su coche, delante de sus hijos gemelos, mientras veía un entrenamiento de fútbol infantil. Comenzó a percatarse de que ahora formaba parte de una cultura muy distinta de aquella en la que se había criado y que antes comprendía. Pero a pesar de la impresión que le causó la muerte del hombre, el entierro le pareció emocionante. Estar allí formando parte de toda aquella gente, ser aceptada por ellos, era lo más excitante que le había pasado en la vida.

Al mismo tiempo, comenzó a preguntarse en qué más andaba metido Dave en realidad. A veces le veía adulando a unos tipos, según él eran los jugadores más importantes para intentar hacer alguna clase de negocio con ellos. Una mañana le escuchó hablando por teléfono diciéndole a alguien que comerciar con sellos era una forma estupenda de blanquear dinero, de moverlo por el mundo, como si intentara venderle la idea.

Aquello no le gustó tanto. Era como si durante todo aquel tiempo no le hubiera importado vivir al margen de la ley, saliendo de bares y de fiesta con esa gente. Pero, en realidad, que Dave hiciera negocios con ellos -que casi les suplicara que le dejaran hacer negocios con ellos- lo rebajaba a sus ojos. Y, sin embargo, en el fondo de su corazón, tenía la sensación de que tal vez pudiera ayudarle, si lograba atravesar el muró que parecía haber construido a su alrededor. Porque, después de varios meses con él, se dio cuenta de que no sabía más sobre su pasado que el día que lo había conocido, aparte de que se había casado dos veces y que los dos divorcios habían sido muy dolorosos.

Entonces, un día de repente, Dave soltó la bomba.

22

Septiembre de 2007

La camioneta Holden azul metálico se dirigía hacia el oeste, alejándose de Melbourne. MJ, un joven alto de veintiocho años con el pelo negro azabache y cuerpo de surfista que llevaba una camiseta amarilla y bermudas, conducía con una mano en el volante y el brazo libre rodeando los hombros de Lisa.

El coche se asentaba sobre los amortiguadores, sobre las llantas anchas calzadas con unos neumáticos que se agarraban bien en las curvas de la carretera sinuosa. Este vehículo era el orgullo y la alegría de MJ, quien escuchaba con satisfacción el ronroneo del motor V8 de 5,7 litros por los tubos de escape mientras conducían por el campo grande y abierto. A su derecha se extendían kilómetros de llanuras de vegetación quemada. A su izquierda, a media distancia detrás de una alambrada de púas raída, se elevaban las montañas marrones onduladas, resecas y áridas, cortesía de seis años de sequía casi ininterrumpida. Había algunas hileras delgadas de árboles desperdigadas al azar, como pelos de barba olvidados por la maquinilla de afeitar.

Era sábado por la mañana y durante dos días enteros MJ podía olvidarse de sus estudios intensivos. Dentro de un mes tenía que hacer los duros exámenes de corredor de Bolsa, que tenía que aprobar para asegurarse un empleo fijo en su empresa actual, Macquarie Bank. Este año, a pesar de la sequía, la primavera había tardado mucho en llegar y este fin de semana prometía ser el primero con un tiempo verdaderamente estupendo después de los deprimentes meses de invierno. Estaba decidido a sacarle el máximo partido.

Conducía con tranquilidad. Como le quedaban sólo seis puntos en el carné, procuraba no sobrepasar los límites de velocidad. Además, no tenía ninguna prisa. Estaba contento, muy contento, sólo con estar allí con la chica a la que quería, disfrutando del viaje, del paisaje, de aquella sensación de sábado por la mañana cuando se tiene todo el fin de semana por delante.

Estaba dándole vueltas a algo que había leído un día: «La felicidad no es conseguir lo que quieres. Es desear lo que tienes».

Dijo la frase en voz alta a Lisa y ella comentó que eran unas palabras muy bonitas y que estaba de acuerdo totalmente. Le dio un beso.

– Dices cosas tan bonitas, MJ. -Él se ruborizó.

Lisa pulsó un botón y la música de los Whitlams resonó a todo volumen en el equipo de sonido carísimo que había instalado. El material de cámping y las latas de cerveza VB comenzaron a retumbar atrás en la cabina debajo de la lona reforzada con listones, y su corazón también retumbaba. Era agradable estar aquí, sentirse tan vivo, sentir en la cara el aire cálido que entraba por la ventanilla abierta, oler el perfume de Lisa, sentir sus rizos rubios en su muñeca.

– ¿Dónde estamos? -preguntó ella, aunque no le importaba demasiado. También estaba disfrutando del viaje. Disfrutaba descansando de su rutina semanal visitando a médicos como comercial de medicamentos para la hemofilia del gigante farmacéutico Wyeth. Disfrutaba llevando sólo una camiseta ancha blanca y unos pantalones cortos rosa, en lugar de los trajes chaqueta que debía llevar durante la semana. Pero principalmente disfrutaba del tiempo valioso que estaba pasando con MJ.

– Casi hemos llegado -dijo él.

Pasaron por delante de una señal hexagonal amarilla con una bicicleta negra y se detuvieron en un cruce en forma de T, junto al tronco esquelético de un pino radiata coronado por un macizo grueso de agujas, como un tupé horroroso. Justo delante de ellos se levantaba una colina pelada y empinada, con arbustos aislados que parecían pegados con velcro.

Lisa, que era inglesa, sólo llevaba dos años en Australia. Se había marchado de Perth a Melbourne hacía unos meses y el terreno era totalmente nuevo para ella.

– ¿Cuándo estuviste aquí por última vez? -le preguntó.

– Hace años, diez quizá. Veníamos aquí de cámping con mis padres, cuando era pequeño -respondió-. Era nuestro lugar preferido. Te va a encantar. ¡Yujuuu!

Con un estallido repentino de euforia, pisó el acelerador. El coche salió propulsado hacia delante y tomó una curva a la izquierda en la autopista con un chirrido de neumáticos y un rugido atronador de los tubos de escape.

Al cabo de unos minutos, pasaron por delante de un cartel en un poste que ponía Río Barwon. Entonces MJ redujo y comenzó a mirar a la derecha cuando dejaron atrás otro cartel que decía Stonehaven y Fuerte Pollocks.

Un rato después, frenó bruscamente y giró a la derecha en un camino de arena.

– ¡Estoy seguro de que es aquí! -dijo.

Avanzaron dando botes durante quinientos metros más o menos. Campo abierto a su derecha, arbustos a su izquierda y un terraplén que acababa en un río que no podían ver. Pasaron por delante de un puente de vigas de acero montado sobre viejos contrafuertes de ladrillo a su izquierda, luego unos arbustos densos les taparon la vista. De repente, el camino descendía abruptamente, luego volvía a subir al final. Al cabo de unos minutos se ensanchaba unos metros y terminaba, y se convertía en hierba detrás de la cual había una densa maleza.

MJ detuvo el coche y puso el freno de mano. Una nube de polvo se arremolinó sobre ellos.

– Bienvenida al paraíso -dijo.

Se besaron.

Luego, unos momentos después, bajaron a un silencio cálido y total. El motor chisporroteó. El aroma a hierba seca flotó en el aire. Un ave del paraíso emitió un sonido como si alguien silbara «¡Yuuju!», luego calló. Abajo, serpenteando a lo lejos, estaba el agua brillante y, más allá, bajo el sol implacable del mediodía, había colinas marrones peladas con alguna acacia y algún eucalipto. El silencio era tan intenso que por un momento se sintieron como si fueran las únicas personas del planeta.

– Dios mío -dijo Lisa-, esto es precioso.

Una mosca zumbó delante de su cara y ella la apartó con la mano. Llegó otra y también la apartó.

– Las viejas moscas de siempre -dijo MJ-. ¡Es justo aquí!

– ¡Es obvio que se acuerdan de ti! -dijo Lisa cuando una tercera mosca se posó sobre su frente.

MJ le dio un puñetazo juguetón, antes de agitar la mano deprisa varias veces delante de su cara, brindando un saludo a la australiana para apartar a las moscas que seguían molestándole. Luego, rodeándola con el brazo, MJ guio a Lisa hasta una abertura en la maleza.

– Aquí era donde botábamos la canoa -explicó.

Lisa vio una ladera empinada y arenosa llena de helechos que formaba una grada natural hasta el río, más de unos treinta metros hacia abajo. El agua, de unos veinte metros de ancho, estaba quieta como un espejo. Sobre la superficie se habían posado algunos caballitos del diablo que se alimentaban de larvas de mosquito o ponían huevos, y había más rondando por encima. Los reflejos de la maleza en la otra orilla aparecían bien enfocados.

– ¡Guau! -exclamó Lisa-. ¡Guaaaaau! Esto es increíble.

Entonces se fijó en los palos blancos plantados a lo largo de la grada. Cada uno tenía unas marcas precisas en negro.

– Cuando era pequeño -dijo MJ-, el nivel del agua llegaba hasta aquí arriba. -Señaló el marcador más alto.

Lisa contó ocho palos descubiertos que llegaban hasta el agua.

– ¿Tanto ha bajado?

– El maravilloso calentamiento global -contestó él.

Entonces Lisa vio la cuerda atadas la rama larga de un árbol grueso como la pata de un elefante.

– ¡Saltábamos desde allí! -dijo MJ-. Era una caída corta.

Ahora habría unos cinco metros buenos.

Se quitó la camiseta.

– ¿Vienes?

– ¡Primero montemos la tienda!

– ¡Joder, Lisa, tenemos todo el día para montar la tienda! ¡Tengo calor! -Siguió desvistiéndose-.Y las moscas odian el agua.

– Dime cómo está… ¡Me lo pensaré!

– ¡Eres una blandengue!

Lisa se rio. MJ se quedó desnudo, luego desapareció unos momentos en la maleza. Un instante después, lo vio trepando por la rama larga. Alcanzó la cuerda, que parecía peligrosamente desgastada, se dio la vuelta y se agarró a ella.

– ¡Ten cuidado, MJ! -gritó Lisa, alarmada de repente.

Sujetándose con un brazo, se golpeó el pecho con el otro y dio un par de gritos a lo Tarzán. Entonces se columpió sobre el río, sus pies descalzos tocaron la superficie del agua. Se balanceó adelante y atrás varias veces, luego soltó la cuerda y se lanzó con un chapuzón ruidoso.

Lisa observó preocupada. Unos momentos después, MJ salió a la superficie y sacudió la cabeza para apartarse el pelo mojado de la cara.

– ¡Está buenísima! ¡Métete, cobardica!

Se puso a nadar, hizo un par de brazadas de crol poderosas y, luego, de repente, levantó la cabeza con cara de pánico.

– ¡Joder! -masculló-. ¡Mierda! ¡Auchh! ¡Me he dado un golpe en un dedo del pie!

Lisa se rio.

MJ se sumergió. Unos momentos después, asomó la cabeza fuera del agua y su rostro reflejaba pánico.

– ¡Mierda, Lisa! -dijo-. ¡Aquí abajo hay un coche! ¡Hay un puto coche en el río!

23

11 de septiembre de 2001

Lorraine miraba incrédula y petrificada. Había olvidado el cigarrillo apagado que sostenía entre los dedos. Una joven reportera, que hablaba con urgencia a la cámara, parecía ignorar totalmente que la Torre Sur, tan sólo a unos cientos de metros detrás de ella, estaba derrumbándose.

Estaba cayendo directamente del cielo, desapareciendo sobre sí misma, con pulcritud, con una pulcritud casi insoportable, como si por un breve instante Lorraine presenciara el truco de magia más increíble jamás representado. La periodista seguía hablando. Detrás de ella, los coches y la gente desaparecían debajo de los escombros y del remolino de polvo. Otras personas corrían para salvar su vida, corrían por la calle hacia la cámara.

«Dios mío, ¿es que no se da cuenta?»

Todavía ignorante, la reportera continuó leyendo el teleprompter o recitando lo que le decían por el pinganillo.

«¡¡Mira detrás de ti!!», quiso gritarle a la mujer.

Entonces, la reportera por fin se dio la vuelta. Y perdió por completo el hilo. Dio un paso a un lado, asustada y tambaleándose, luego otro. La gente pasaba corriendo junto a ella, empujándola, casi tirándola al suelo. Ahora la nube de polvo, que crecía desenfrenadamente, era tan alta como el propio cielo, tan ancha como la ciudad, y avanzaba hacia ella como una avalancha. Mirando en estado de shock, perpleja, dijo unas palabras más, pero no las acompañó ningún sonido, como si el cable se hubiera desconectado. Entonces la imagen se convirtió en un remolino gris de figuras imprecisas y caos cuando la cámara fue engullida.

Lorraine, que todavía llevaba sólo la parte de abajo del bikini, oyó varios gritos. La imagen en la pantalla cambió a un plano movido de un bloque de acero y cristal y escombros que se estrellaban contra un coche de bomberos rojo y blanco. Atravesó la escalera y luego aplastó toda la parte del medio, como si fuera un camión de juguete de plástico que un niño acabara de pisar.

– ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! -chillaba una voz de mujer, una y otra vez.

Se oían lloros. Hubo un segundo de oscuridad, luego otro plano: un joven que cojeaba y sujetaba una toalla empapada en sangre sobre la cara de una mujer. La ayudaba a caminar, intentando que avanzara más deprisa, por delante de la nube que se les echaba encima.

Entonces apareció un plató del telediario. Lorraine observó al locutor, un hombre de unos cuarenta años con chaqueta y corbata. Las imágenes que Lorraine había visto estaban en los monitores que había detrás de él. Parecía taciturno.

– Nos informan de que la Torre Sur del World Trade Center se ha derrumbado. Dentro de unos minutos también les ofreceremos las últimas noticias sobre la situación en el Pentágono.

Lorraine intentó encender el cigarrillo, pero le temblaba demasiado la mano y se le cayó el mechero al suelo. Esperó, incapaz de apartar los ojos de la pantalla ni siquiera un segundo por si se perdía una imagen fugaz de Ronnie. En la televisión salía ahora una mujer nerviosa gritando de manera ininteligible. Vio a una joven atractiva con un micrófono delante de una pantalla de humo negro y denso moteado de llamas naranjas, a través de las cuales podía distinguir la silueta baja del Pentágono.

Marcó el número de móvil de Ronnie y una vez más oyó el pitido de comunicando.

Volvió a intentarlo, otra vez y otra. El corazón se le revolvía en el pecho y estaba temblando, desesperada por escuchar su voz, por saber que estaba bien. Y todo el tiempo, en su cabeza, tenía presente que la reunión de Ronnie era en la Torre Sur. La Torre Sur se había desmoronado.

Quería más imágenes de Manhattan, no del puto Pentágono, Ronnie estaba en Manhattan, no en el puto Pentágono. Cambió de canal y puso Sky News. Vio otro plano movido, esta vez de tres bomberos con cascos cubiertos de polvo que se llevaban a un hombre de pelo gris y aspecto estropeado, sus brazaletes amarillos brincaban mientras avanzaban a toda prisa.

Entonces vio un coche ardiendo. Y una ambulancia también en llamas. Unas figuras aparecieron en la penumbra detrás de ellos. ¿Ronnie? Se inclinó hacia delante, pegada a la enorme pantalla. ¿Ronnie? Las figuras emergieron de entre el humo como caras en una fotografía revelándose. No vio a Ronnie.

Luego volvió a marcar su número. ¡Por un momento fugaz pareció como si fuera a sonar! Entonces la señal de comunicando la llenó de frustración una vez más.

Sky News pasó a Washington. Lorraine cogió el mando y pulsó otro botón. Ahora parecía que todas las cadenas mostraban las mismas imágenes, el mismo material informativo. Vio una repetición del choque del primer avión, luego del segundo. Volvieron a reproducirlas. Y una vez más.

Sonó el teléfono. Pulsó la tecla para contestar con un estallido repentino de alegría, casi demasiado emocionada para hablar. -¿Diga?

Era el técnico de la lavadora, que llamaba para confirmar la cita de mañana.

24

Octubre de 2006

El objetivo se llamaba Ricky. Abby se lo había encontrado alguna vez en alguna fiesta y siempre parecía ir derechito hacia ella para tratar de ligársela. Y había que reconocer que lo encontraba atractivo y que disfrutaba del flirteo.

Era un tipo guapo de unos cuarenta años, un poco misterioso y muy seguro de sí mismo, con el aire relajado de un surfista mayor. Igual que Dave, sabía cómo hablar con las mujeres, preguntando más de lo que respondía. También comerciaba con sellos, a gran escala.

No todos los sellos eran suyos. Su valor ascendía a cuatro millones de libras, para ser exactos. Había cierta polémica sobre quién era el propietario. Dave le contó que él y Ricky habían hecho un trato para dividirse los beneficios al cincuenta por ciento, pero que Ricky había incumplido su promesa y ahora quería el noventa por ciento. Cuando Abby le preguntó a Dave por qué no había acudido a la policía, él sonrió. La policía, al parecer, era zona prohibida para ambos.

En cualquier caso, tenía un plan mucho mejor.

25

Octubre de 2007

Incluso con la ayuda de la luz directa del halógeno, Roy Grace seguía esforzándose para ver el objeto minúsculo que Frazer Theobald sujetaba con las pinzas de acero inoxidable. Lo único que podía distinguir era algo azul y borroso.

Entrecerró los ojos, reacio a reconocerse a sí mismo que estaba llegando a una edad en que necesitaba gafas. Sólo cuando el patólogo puso un papelito cuadrado detrás de las pinzas y le pasó una lupa, Roy lo vio con más claridad. Era un tipo de fibra, más fina que un cabello humano, como un hilo delgadísimo de telaraña. Parecía traslúcido un momento y luego azul claro, y los extremos se movían por el temblor mínimo de la mano de Theobald y la brisa helada que soplaba en el desagüe.

– Quien mató a esta mujer hizo todo lo posible para no dejar pruebas -dijo el patólogo-. Diría que la dejó aquí abajo con la esperanza de que en algún momento el agua la arrastrara por el alcantarillado y luego la echara al mar por el desagüe, pensando que la distancia que hay de la alcantarilla al mar sería suficiente para deshacerse de un cadáver.

Grace volvió a mirar el esqueleto, incapaz de quitarse de la cabeza la posibilidad de que se tratara de Sandy.

– Tal vez el asesino no previera que el desagüe no se inundaría -prosiguió Theobald-. No pensó que se quedaría encallada en el cieno y, como el nivel freático estaba bajo, no ha circulado corriente suficiente por el alcantarillado para liberarla. O tal vez el desagüe cayera en desuso.

Grace asintió, mirando el hilo tembloroso otra vez.

– Es una fibra de alfombra, creo. Podría equivocarme, pero creo que el análisis del laboratorio demostrará que es una fibra de alfombra. Es demasiado dura para ser de un jersey o una. falda o una funda de cojín. Es una fibra de alfombra.

Joan Major asintió con la cabeza.

– ¿Dónde la has encontrado? -preguntó Grace.

El patólogo forense señaló el brazo derecho del esqueleto, que estaba parcialmente enterrado en el cieno. Los dedos estaban a la vista. Señaló la punta del dedo corazón.

– ¿Ves eso? Es una uña postiza, de uno de esos salones de uñas.

Grace notó que un escalofrío recorría su cuerpo. Sandy se mordía las uñas. Cuando veían la televisión se las mordisqueaba y hacía un ruidito como un hámster. Le ponía histérico. Y a veces también lo hacía en la cama. A menudo, cuando intentaba dormirse, se roía las uñas, como si la inquietara algo que no pudiera o no quisiera compartir con él. Luego, de repente, se las miraba y se enfadaba consigo misma y le decía que tenía que avisarla cuando se las mordiera y ayudarla a dejarlo. E iba a un salón de belleza a ponerse unas uñas postizas caras sobre las mordidas.

– Un componente de plástico, pegado encima, que impidió por alguna razón que el agua no se llevara las uñas cuando la piel de debajo se pudrió -dijo Frazer Theobald-. La fibra estaba debajo de ésta. Es posible que el agresor la arrastrara por una alfombra y ella clavara las uñas. Es la explicación más probable. Hemos tenido suerte de que el agua no la arrastrara.

– Suerte, sí -dijo Grace con aire distraído. Los pensamientos se agolpaban en su cabeza. Arrastrada por una alfombra. Una fibra de alfombra azul. Azul claro. Azul cielo.

En casa había una alfombra azul claro. En el dormitorio. El dormitorio que él y Sandy compartieron hasta la noche que desapareció.

De la faz de la tierra.

26

11 de septiembre de 2001

Ronnie llevaba corriendo quizás un minuto cuando el día se transformó en noche, como si hubiera habido un eclipse de sol total instantáneo. De repente, estaba tambaleándose en un vacío asfixiante, apestoso, con un sonido ensordecedor, un trueno que se elevaba desde el suelo.

Era como si alguien hubiera vaciado billones de toneladas de harina negra y gris maloliente y amarga en el cielo, justo encima de él. Le picaban los ojos, le entró en la boca. Tragó un poco y la sacó tosiendo e inmediatamente tragó más. Formas grises fantasmagóricas pasaban a su lado. Se dio un golpe en el dedo con algo y se hizo daño -una boca de incendios, se percató al tropezarse- y se cayó hacia delante, con fuerza, al suelo. Un suelo que se movía. Vibraba, temblaba, como si un monstruo gigantesco se hubiera despertado y estuviera liberándose de las entrañas de la Tierra.

«Tengo que salir de aquí. Alejarme de aquí.»

Alguien chocó con su pierna y se cayó encima de él. Oyó la voz de una mujer, que maldijo y se disculpó, y luego le llegó una ráfaga fugaz de un perfume delicado. Se deshizo de ella, intentó levantarse y de inmediato alguien le golpeó en la espalda y lo tiró otra vez al suelo.

Hiperventilando, presa del pánico, se puso de pie con dificultad y vio que la mujer se levantaba; parecía un muñeco de nieve gris con un par de zapatos de salón en la mano. Entonces un hombre obeso con el pelo alborotado chocó con él, soltó un taco, le apartó de un golpe y siguió corriendo tropezándose para que se lo tragara la niebla.

Entonces, volvió a caer al suelo. «Tengo que levantarme. Levanta. ¡Levanta!»

En su mente se arremolinaban recuerdos de haber leído sobre gente que moría aplastada en avalanchas desencadenadas por el pánico. Se esforzó por ponerse de pie otra vez, se dio la vuelta y vio más figuras blanquecinas emergiendo de la penumbra. Una lo empujó hacia un lado. Buscó el trolley y el maletín entre las piernas, los zapatos y los pies descalzos que se acercaban a él, los vio, se agachó, los cogió y entonces recibió otro golpe en la espalda.

– ¡Gilipollas! -gritó.

Un tacón de aguja pasó por encima de su cabeza como una sombra puntiaguda.

Luego, de repente, llegó el silencio.

El estruendo paró. El ruido atronador calló. El suelo dejó de vibrar. Las sirenas también enmudecieron.

Por un instante sintió euforia. ¡Estaba bien! ¡Estaba vivo!

Ahora la gente pasaba más despacio, más ordenadamente. Algunas personas iban cojas. Algunas se agarraban las unas a las otras. Algunas tenían fragmentos de vidrio en el pelo, como cristales de hielo. La sangre aportaba el único toque de color a un mundo gris y negro.

– Esto no está pasando -dijo una voz masculina cerca de él-. Esto no está pasando.

Ronnie vio la Torre Norte y luego, a la derecha, una colina de restos retorcidos, asimétricos, escombros, marcos de ventanas, coches rotos, vehículos en llamas, cuerpos destrozados inmóviles en el suelo manchado. Entonces vio cielo donde tendría que estar la Torre Sur.

Donde estuvo la Torre Sur.

Había desaparecido.

Estaba allí hacía unos minutos y ahora ya no. Parpadeó, para comprobar que no fuera una especie de truco, una ilusión óptica, y más polvo seco le entró en los ojos, que le lloraron.

Temblaba, todo él temblaba. Pero principalmente temblaba por dentro.

Algo llamó su atención, algo que caía, agitándose, se levantó un momento, atrapado en una corriente ascendente, y luego continuó su descenso. Un trozo de tela. Parecía uno de esos tejidos de fieltro que vienen con los portátiles nuevos para evitar que la pantalla se raye cuando la cierras.

Lo observó mientras bajaba hasta el suelo como una mariposa muerta. Aterrizó a unos metros escasos delante de él y, por un instante, entre todo lo que se arremolinaba en su mente, se preguntó si valía la pena cogerlo, porque había perdido hacía tiempo el que venía con su portátil.

Pasaron más personas, caminando con dificultad. Una hilera infinita, todas en blanco y negro y gris, como una película de guerra antigua o un documental que mostraba la marcha de unos refugiados. Le pareció oír un teléfono. ¿Era el suyo? Presa del pánico, comprobó su bolsillo. Su móvil seguía ahí, ¡menos mal! Lo sacó, pero no sonaba y tampoco tenía ninguna llamada perdida. Intentó llamar otra vez a Lorraine, pero no había cobertura, sólo un pitido hueco, que quedó ahogado al cabo de unos segundos por el ruido de las aspas de un helicóptero que volaba justo encima de él.

No sabía qué hacer. Tenía la cabeza hecha un lío. Había gente herida y él estaba bien. Tal vez tuviera que ayudar. Quizás encontrara a Donald. Debían de haber evacuado el edificio. Habrían sacado a todo el mundo antes de que se desplomara, seguro. Donald estaba allí en algún lugar, quizá deambulando, buscándolo. Si pudieran encontrarse, podrían ir a un café o a un hotel y celebrar su reunión…

Un coche de bomberos pasó disparado a su lado, casi lo atropello, y luego desapareció con una ráfaga de luces rojas, sirenas y bocinazos.

– ¡Cabrones! -gritó-. Un poco más y me matáis, capullos…

Un grupo de mujeres negras teñidas de gris, una con una cartera, otra frotándose la nuca de su cabeza con rastas, avanzaba hacia él.

– ¿Disculpen? -dijo Ronnie, colocándose delante de ellas.

– Siga caminando -contestó una.

– Sí -dijo la otra-. ¡No vaya hacia allí!

Pasaron más vehículos de emergencia a toda velocidad. El suelo crujió. Ronnie vio que tenía un manto de nieve de papel bajo los pies. «La sociedad electrónica -pensó con cinismo-. Después hablan de la sociedad electrónica.» Toda la calle estaba cubierta de papeles grises. El cielo estaba cargado de hojas que caían zigzagueando, en blanco, escritas, hechas trizas, de todas las formas y tamaños imaginables, como si alguien hubiera vaciado el contenido de millones de archivadores y papeleras desde una nube.

Se quedó quieto un momento, intentando pensar con claridad. Pero el único pensamiento que tenía en la cabeza era: «¿Por qué hoy? ¿Por qué hoy, joder? ¿Por qué esta mierda ha tenido que pasar hoy?».

Nueva York estaba sufriendo una especie de ataque terrorista, eso saltaba a la vista. Una voz débil dentro de su cabeza le decía que debía tener miedo, pero no lo tenía, sólo estaba cabreado.

Caminó hacia delante, pisando el papel, dejando atrás a una persona perpleja tras otra que venían de direcciones distintas. Luego, mientras se acercaba al caos de la plaza, lo pararon dos agentes de la policía de Nueva York. El primero era bajito y rubio con el pelo muy corto; tenía la mano derecha sobre la culata de su Glock mientras que con la izquierda sujetaba una radio pegada al oído. Dio un informe a gritos y luego escuchó. El otro policía, mucho más alto, tenía hombros de jugador de fútbol americano, la cara picada de viruela y una expresión que en parte era de disculpa y en parte decía «no me jodas que ya estamos todos bastante jodidos».

– Lo siento, señor -dijo el policía alto-. No puede pasar, necesitamos este espacio.

– Tengo una reunión de negocios -dijo Ronnie-. Yo… Yo… -Señaló-. Tengo que ver a…

– Creo que tendrá que cambiar el día. No creo que hoy se celebre ninguna reunión.

– Pero es que esta noche tengo un vuelo a Reino Unido. En serio, necesito…

– Señor… Creo que comprobará que su reunión y su vuelo han sido cancelados.

Luego, el suelo comenzó a retumbar. Se oyó un crujido terrible. Los dos policías se giraron al mismo tiempo y miraron arriba, directamente a la pared plateada de la Torre Norte. Se movía.

27

Octubre de 2007

El ascensor se movía. Abby notó que el suelo le presionaba los pies. Estaba elevándose, con sacudidas, como si alguien lo subiera a pulso. Entonces se detuvo con brusquedad. Oyó un ruido sordo, seguido del sonido de un líquido vertiéndose.

«Mierda.»

La bota había caído. La bota letrina.

De repente, el ascensor se balanceó, como si lo hubieran empujado con fuerza, y chocó contra un lado del hueco. Ella perdió pie, salió disparada hacia la pared y cayó al suelo mojado. «Dios mío.»

Se oyó un golpe fortísimo en el techo. Algo lo aporreó con la fuerza de un mazo. El sonido resonó y le dolieron los oídos. Hubo otro estrépito. Luego otro. Mientras intentaba ponerse de pie, el ascensor dio un bandazo violento y golpeó con tanta fuerza el hueco que notó la onda expansiva en las paredes de acero. Entonces la caja se ladeó y la lanzó por el pequeño espacio hasta que se empotró en la pared opuesta.

Luego hubo otro estruendo en el techo.

«Dios mío, no.»

¿Estaba ahí arriba Ricky, intentando entrar a golpes para llegar hasta ella?

El ascensor volvió a elevarse unos centímetros, luego se balanceó con fuerza otra vez. Abby gimoteó aterrada. Sacó el móvil y pulsó el cursor. La luz se encendió y vio una pequeña hendidura en el techo.

Luego hubo otro golpe y la hendidura se hizo mayor. Motas de polvo se filtraron alocadamente.

Luego otro golpe. Y otro. Y otro. Más polvo.

Después silencio. Un largo silencio. Más tarde se oyó un sonido distinto: un ruido sordo. Era su corazón palpitando. Bum-bum… Bum-bum… Bum-bum. El rugido de su sangre circulando por las venas atronaba en sus oídos, como un océano embravecido dentro de ella.

La luz del móvil se apagó. Pulsó el cursor y volvió a encenderse. Estaba pensando, pensando desesperadamente. ¿Qué podía utilizar como arma contra él cuando entrara? Tenía un bote de espray de pimienta en el bolso, pero con eso sólo lograría aturdirle un momento, tal vez un par de minutos si le apuntaba a los ojos. Necesitaba algo con que noquearle.

Lo único que tenía era la bota. La cogió, consciente de que la piel suave estaba mojada, y tocó el tacón cubano. Su dureza le inspiró confianza. Podía esconderla detrás de su cuerpo, esperar a que asomara la cara y entonces lanzarla hacia arriba. Sorprenderle.

Un montón de preguntas daba vueltas en su cabeza. ¿Tenía la certeza de que Ricky se encontraba allí dentro? ¿La había esperado en la escalera y luego parado el ascensor de alguna forma cuando vio que lo cogía?

El silencio continuó. Sólo oía ese latido rápido de su corazón, como un guante de boxeo golpeando un saco de arena.

Entonces, a pesar del miedo, sintió un fogonazo de ira.

«¡Tan cerca, tan cerca, maldita sea! ¡Mis sueños están tan tentadoramente cerca! Tienes que salir de aquí dentro. ¡Tienes que salir de aquí como sea!»

De repente, el ascensor comenzó a elevarse despacio otra vez y entonces se paró con otra sacudida repentina.

El chirrido del metal contra el metal.

Luego la punta angulosa de una palanca penetró rechinando en la ranura de las puertas.

28

Septiembre de 2007

El gemido chirriante del cabrestante. El ruido del motor diesel de la grúa T &K del servicio de remolque 24 horas.

Lisa apartó con la mano una maldita nube de moscas.

– ¡Fuera, joder! -les gritó-. Largaos, ¿vale?

El ruido se transformó en un rugido cuando el cable de acero se tensó y el tipo de la cabina aceleró para dar más potencia al cabrestante.

Lisa estaba intrigada por saber qué pasaría a continuación, por descubrir para empezar qué hacía el coche allí abajo.

– Nadie conduce tres kilómetros por un camino de tierra y luego cae a un río por accidente -dijo MJ. Luego añadió-: Ni siquiera una mujer.

El comentario le valió una patada en la espinilla de Lisa.

Uno de los policías locales de Geelong que había aparecido, el más bajito y tranquilo de los dos, les dijo que seguramente el coche se había utilizado en un delito y luego lo habían despeñado. Quien lo hubiera dejado allí no había contado con que la sequía provocaría que el nivel del agua bajara tanto.

Una mosca se posó en la mejilla de Lisa. Se dio un bofetón en la cara, pero el insecto era demasiado rápido. El tiempo era distinto para las moscas, le había dijo un día MJ. Un segundo para un humano era como diez para una mosca, lo que significaba que la mosca lo veía todo como a cámara lenta. Disponía de todo el tiempo del mundo para escapar de una mano.

MJ lo sabía todo sobre moscas. No era sorprendente, pensó, si vivías en Melbourne y te gustaba ir al monte. Te convertías en un experto más deprisa de lo que jamás habrías creído posible. Se reproducían en el estiércol, le había contado la última vez que habían ido de camping, lo que implicaba que nunca más volvería a comer nada sobre lo que se hubiera posado una mosca.

Lisa miró el coche patrulla blanco con su franja a cuadros azules y blancos y la furgoneta blanca de la policía pintada igual, ambos con sus luces azules y rojas en el techo. De pie abajo entre los arbustos a orillas del río, había dos buzos de la policía con trajes de neopreno y aletas y máscaras en la cabeza, observando cómo el cabo de acero tenso salía sin pausa del agua.

Pero las moscas también tenían su función: ayudaban a quitar de en medio cosas muertas: pájaros, conejos, canguros y también seres humanos. Eran unos de los pequeños ayudantes de la Madre Naturaleza, sólo que resultaba que tenían unos modales horribles en la mesa, como vomitar en la comida antes de ingerirla. En general no eran buenos invitados a cenar, decidió Lisa.

Le caían gotas de sudor por la cara debido al calor. MJ la rodeaba con un brazo y en la otra mano sostenía una botella de agua que compartían. Lisa había pasado su brazo alrededor de la cintura de él, los dedos metidos en la cinturilla, notando el sudor en su camiseta húmeda. A las moscas les gustaba beber el sudor humano, ése era otro dato valioso que le había proporcionado MJ. No contenía muchas proteínas, pero sí los minerales que necesitaban. El sudor humano era el equivalente para las moscas de Perder, o Badoit, o cualquier otra marca de agua embotellada.

El río se convirtió en una masa repentina de remolinos justo delante de donde había entrado el cable. Era como si el agua estuviera hirviendo. Las burbujas explotaban en la superficie y se transformaban en espuma. El policía más alto y nervioso no paraba de gritar instrucciones que a Lisa le parecían innecesarias, ya que todo el mundo parecía saber qué debía hacer. Tenía el pelo muy corto y la nariz aguileña y Lisa supuso que tendría unos cuarenta y pocos años. Tanto él como su compañero más joven vestían de uniforme: camisa abierta con charreteras y un escudo tejido de la policía de Victoria en una manga, pantalones azul marino y zapatos resistentes. Las moscas también se divertían con ellos.

Lisa observó la parte trasera de un turismo verde oscuro rompiendo la superficie y el agua cayendo a borbotones de él.

El ruido anulaba el rugido del cabrestante y el bramido del motor de la grúa. Leyó la matrícula, OPH 010, y la leyenda que había escrita debajo: Victoria – El lugar donde estar.

¿Cuánto tiempo llevaba ahí abajo?

No era experta en coches, pero algo sí sabía; lo suficiente como para reconocer que se trataba de un Ford Falcon antiguo, de más de cinco años o quizás incluso diez. Pronto apareció el parabrisas trasero, luego el techo. La pintura brillaba con el agua, pero todo el cromo se había oxidado. Los neumáticos estaban casi desinflados y se agitaron sobre el terreno árido y arenoso cuando el coche fue arrastrado por detrás por la pendiente pronunciada. El agua salía del interior vacío a través de las ranuras de las puertas y los arcos de las ruedas.

Era una imagen estremecedora, pensó Lisa.

Al cabo de varios minutos, el Falcon por fin estuvo en terreno llano, inmóvil sobre las llantas, los neumáticos como panzas negras. Ahora el cable estaba flojo y el conductor de la grúa se había arrodillado debajo de la puerta trasera para desengancharlo. El chirrido del cabrestante había parado y el motor de la grúa calló. Sólo se oía el agua que caía del vehículo.

Los dos policías rodearon el coche, observando con cautela por las ventanillas. El alto y nervioso tenía la mano sobre la culata de la pistola, como si esperara que alguien saltara de dentro en cualquier momento y le desafiara. El más bajito apartó algunas moscas más con la mano. El ave del paraíso volvió a cantar en el silencio renovado.

Entonces el policía más alto pulsó el botón de apertura del maletero. No pasó nada. Volvió a intentarlo, tirando de la puerta al mismo tiempo. Se levantó unos centímetros con un chirrido agudo de protesta de las bisagras oxidadas. Entonces lo abrió del todo.

Y retrocedió un paso, impactado al oler lo que había dentro antes incluso de verla.

– ¡Oh, Dios mío! -dijo, se dio la vuelta y le entraron arcadas.

29

Octubre de 2007

El gris era el color por defecto de la muerte, pensó Roy Grace. Huesos grises, cenizas grises cuando te incineraban, lápidas grises, radiografías dentales grises, las paredes grises del depósito de cadáveres. Te pudrieras en un ataúd o en un desagüe, todo lo que al final quedaba de ti sería gris.

Los huesos grises sobre una mesa de autopsias de acero gris analizados por instrumentos de acero grises. Incluso la luz era gris aquí dentro, una luz etérea extrañamente difusa que se filtraba por las ventanas grandes y opacas. Los fantasmas también eran grises; damas grises, hombres grises. Había muchos en la sala de autopsias del depósito de cadáveres municipal de Brighton y Hove. Los fantasmas de miles de personas desafortunadas cuyos restos habían acabado aquí, en estas instalaciones sombrías con sus paredes grises y rugosas, para descansar detrás de las puertas de acero gris de los congeladores antes de iniciar su penúltimo viaje a la funeraria, luego al entierro o la incineración.

Se estremeció, no pudo evitarlo. A pesar de que últimamente le importaba menos venir aquí, porque la mujer a quien amaba era la encargada, este lugar todavía le ponía los pelos de punta.

Le ponía los pelos de punta ver el esqueleto, con sus uñas postizas y mechones de pelo dorado todavía pegados al cráneo.

Y le ponía los pelos de punta ver a todas esas figuras con batas verdes presentes en la sala: Frazer Theobald, Joan Major y Barry Heath, la última incorporación al equipo de la oficina del forense de la zona. Era un hombre bajito, bien vestido y con cara de póquer que se había retirado hacía poco del cuerpo de policía. Su sórdido trabajo no consistía sólo en acudir a las escenas de los crímenes, sino también a las escenas de muertes repentinas, como en el caso de las víctimas de accidentes de tráfico y suicidios, y luego asistir a las autopsias. También estaba el fotógrafo del SOCO para registrar cada paso del proceso. Y Darren, el ayudante de Cleo, un chico de veinte años perspicaz, guapo y de carácter agradable, con el pelo negro de punta muy moderno, que había comenzado su vida laboral trabajando de aprendiz de carnicero. Y también Christopher Ghent, el odontólogo forense alto y aplicado que estaba ocupado sacando moldes de arcilla de los dientes del esqueleto.

Y finalmente Cleo. No estaba de guardia, pero había decidido que como a él le tocaba trabajar, ella también lo haría.

A veces a Roy le costaba creer que de verdad estuviera saliendo con aquella diosa.

La observó ahora, alta y de piernas largas y casi increíblemente hermosa con su bata verde, botas de agua blancas y la melena rubia recogida. Se movía por la sala, su sala, su territorio, con gracia y soltura, sensible pero al mismo tiempo impermeable a todos sus horrores.

Pero no dejó de preguntarse si, por efecto de alguna ironía terrible, estaría contemplando a la mujer que amaba amortajando los restos de la mujer que había amado.

La sala apestaba a desinfectante. Estaba amueblada con dos mesas de autopsias de acero con ruedas, una fijada a la otra, en las que ahora descansaban los restos de la mujer. Había un torno hidráulico azul junto a una hilera de neveras con puertas del suelo al techo. Las paredes estaban alicatadas en gris y un desagüe recorría todo el perímetro de la sala. En una pared había una fila de fregaderos con una manguera amarilla enrollada; en la otra una superficie de trabajo ancha, una tabla de cortar metálica y una vitrina de cristal llena de instrumentos, algunos paquetes de pilas Duracell y recuerdos truculentos que nadie más quería y que habían extraído de las víctimas -principalmente marcapasos.

Junto a la vitrina había un gráfico de pared en el que figuraba el nombre del fallecido, con columnas para el peso del cerebro, los pulmones, el corazón, el hígado, los riñones y el bazo. De momento, lo único que aparecía escrito en él era: Anón. Mujer.

La sala era bastante grande, pero esa tarde parecía abarrotada, como siempre que un patólogo del Ministerio del Interior practicaba una autopsia.

– Hay tres empastes -dijo Christopher Ghent a nadie en particular-. Una incrustación de oro. Un puente, superior derecho, del sexto al quinto. Un par de empastes de composite. Una amalgama.

Grace escuchaba, intentando recordar qué tipo de arreglos odontológicos se había hecho Sandy, pero la explicación era demasiado técnica para él.

De un maletín grande, Joan Major estaba sacando una serie de modelos de escayola. Estaban ahí, en pedestales cuadrados de plástico negro, como fragmentos arqueológicos rotos recuperados de una excavación importante. Los había visto antes, pero siempre le había costado comprender las diferencias sutiles que ilustraban.

Cuando Christopher Ghent acabó de recitar su análisis odontológico, Joan comenzó a explicar de qué manera cada modelo mostraba la comparación de las distintas etapas del desarrollo óseo. Concluyó declarando que los restos pertenecían a una mujer de unos treinta años de edad, tres años arriba, tres abajo.

Así que todavía encajaba con la franja de edad que tenía Sandy cuando desapareció.

Grace sabía que debía apartar aquella idea de su cabeza, que no era profesional dejarse influir por su vida personal. Pero ¿cómo podía evitarlo?

30

11 de septiembre de 2001

El suelo temblaba. Docenas de llaves ciegas, colgadas en filas de unos ganchos en la pared de la tienda, tintineaban. Varias latas de pintura cayeron de una estantería. La tapa de una saltó al chocar contra el suelo y la pintura de magnolia se derramó. Una caja de cartón se volcó y los tornillos de latón se retorcieron como gusanos por el linóleo.

Estaba oscuro en la ferretería estrecha y profunda situada a unos cientos de metros del World Trade Center en la que Ronnie se había refugiado siguiendo al policía alto. Unos minutos antes se había ido la corriente, sólo había encendida una luz de emergencia conectada a una batería. Un tornado de polvo rugiente pasó por delante del escaparate, más negro por unos momentos que la noche.

Una mujer descalza que llevaba un traje caro, y que no parecía haber estado en una ferretería en su vida, lloraba. Una figura delgada con un mono marrón y pelo gris atado en una coleta estaba detrás del mostrador que ocupaba todo el largo de la tienda, presidiendo la penumbra en un silencio lúgubre e impotente.

Ronnie todavía sujetaba con fuerza el asa de su trolley. Milagrosamente, el maletín todavía descansaba encima.

Fuera, un coche patrulla pasó girando boca abajo, como una peonza, y se detuvo. Tenía las puertas abiertas y la luz de dentro estaba encendida. Dentro no había nadie y el micrófono de la radio pendía del cable enrollado.

Una grieta apareció de repente en la pared a su izquierda y un grupo de estanterías, cargada de cajas de pinceles de distintos tamaños, cayó al suelo. La mujer que lloraba gritó.

Ronnie retrocedió un paso pegándose al mostrador, pensando. Una vez estaba en un restaurante en Los Ángeles y hubo un terremoto pequeño. Su compañero le dijo que los marcos de las puertas eran las estructuras más resistentes. Si el edificio se desmoronaba, la mejor opción para sobrevivir era ponerse debajo de uno.

Se dirigió hacia la puerta.

– Yo no saldría ahora, amigo -dijo el policía.

Entonces una avalancha de cascotes, cristales y escombros se desplomó justo delante del escaparate y sepultó el coche patrulla. La alarma antirrobo de la tienda se disparó, un aullido penetrante y quejumbroso. El tipo de la coleta desapareció un momento y el sonido calló, igual que el tintineo de las llaves.

El suelo ya no temblaba.

Hubo un silencio muy largo. Fuera, la tormenta de polvo comenzó a despejarse bastante deprisa, como si despuntara el alba.

Ronnie abrió la puerta.

– Yo no saldría ahí fuera, ¿sabe qué quiero decir? -repitió el policía.

Ronnie lo miró, dudando. Entonces empujó la puerta y salió, arrastrando el trolley tras él.

Salió a un silencio total. El silencio de un alud al amanecer. Había nieve gris por todas partes.

Silencio gris.

Entonces empezó a oír los sonidos: alarmas de incendio, alarmas antirrobo, alarmas de coches, gritos de personas, sirenas de vehículos de emergencias, helicópteros.

Figuras grises pasaban tropezándose en silencio a su lado, una fila interminable de mujeres y hombres con rostros inexpresivos y hundidos. Algunos caminaban, otros corrían; muchos pulsaban frenéticamente las teclas de sus teléfonos. Los siguió, tambaleándose a ciegas a través de la niebla gris que hacía que le picaran los ojos y le obstruía la boca y la nariz.

Simplemente los siguió, arrastrando la maleta. Los siguió, manteniendo el ritmo. Las vigas de un puente se elevaban a ambos lados. «El puente de Brooklyn», pensó, según sus escasos conocimientos de Nueva York. Corriendo, tambaleándose, cruzando el río. Cruzando un puente interminable a través de un infierno gris interminable, revuelto, asfixiante.

Ronnie perdió la noción del tiempo y de adónde se dirigía.

Simplemente siguió a los fantasmas grises. De repente, por un instante fugaz, percibió el olor a sal, y luego otra vez los olores a quemado, a carburante, pintura, goma. En cualquier momento podía chocar otro avión.

Comenzaba a asimilar la realidad de lo que había sucedido. Esperaba que Donald Hatcook estuviera bien. Pero ¿y si no era así? El plan de negocio que había ideado era formidable. Podían ganar millones en los próximos cinco años. ¡Millones, joder! Pero si Donald había muerto, ¿qué?

Vio siluetas a lo lejos, altas e irregulares. Brooklyn. No había estado en Brooklyn en su vida, sólo lo había visto desde el otro lado del río. Se acercaba más a cada paso que daba. El aire también era mejor, bocanadas más prolongadas de aire salado del mar. La bruma se diluía.

Y de repente, se encontró bajando por una pendiente hacia el otro extremo del puente. Se detuvo y se dio la vuelta. Algo bíblico le vino a la mente, un recuerdo sobre la mujer de Lot dándose la vuelta, convirtiéndose en una estatua de sal. Es lo que le parecía la fila interminable de personas que pasaban delante de él: estatuas de sal.

Se agarró a una barandilla metálica con una mano y volvió a mirar. Abajo, la luz del sol moteaba el agua. Un millón de puntitos brillantes blancos bailaban sobre las ondas. Luego, más allá, todo Manhattan parecía estar en llamas. Una cortina de columnas de humo gris, marrón, blanco y negro se elevaba hacia el cielo azul intenso y envolvía los rascacielos.

Ronnie temblaba sin control y necesitaba desesperadamente ordenar sus pensamientos. Hurgó en los bolsillos, sacó el paquete de Marlboro y encendió uno. Dio cuatro caladas profundas y rápidas, pero no le supieron bien por todo lo que tenía en la garganta, así que tiró el cigarrillo al agua. Estaba mareado, todavía notaba el cuello más reseco.

Se reincorporó a la procesión de fantasmas, siguiéndoles hasta una calle donde parecieron dispersarse en distintas direcciones. Volvió a detenerse cuando le vino un pensamiento a la cabeza y, mientras lo asimilaba, de repente quiso paz y tranquilidad. Se desvió y caminó por una calle lateral que estaba desierta. Pasó por delante de una hilera de edificios de oficinas, las ruedas del trolley seguían trotando detrás de él.

Totalmente absorto, anduvo mucho rato por calles prácticamente desiertas antes de encontrarse frente a la rampa de entrada a una autopista. A poca distancia delante de él, había una valla publicitaria alta que se elevaba hasta el cielo, con la palabra Kentile estampada en rojo. Entonces oyó el rugido de un motor y al momento siguiente, una camioneta roja de cuatro puertas se detuvo a su lado.

Se bajó la ventanilla y un hombre con una camisa a cuadros y una gorra de los Yankees de Nueva York le miró.

– ¿Quieres subir, amigo?

Ronnie se paró, sobresaltado y confuso por la pregunta, y sudando como un cerdo. ¿Subir? ¿Quería subir? ¿Para ir adónde?

No estaba seguro. ¿Quería?

Vio figuras dentro. Fantasmas apiñados.

– Hay sitio para uno más.

– ¿Adónde vas? -preguntó sin convicción, como si tuviera todo tipo de opciones.

El hombre tenía la voz nasal, como si los graves de sus cuerdas vocales estuvieran al máximo.

– Hay más aviones. Habrá más aviones en cualquier momento. Tenemos que salir de aquí. Diez aviones más, quizá más. Mierda, tío, esto no ha hecho más que empezar, joder.

– Yo… Eh… Tengo que reunirme… -Ronnie se calló. Miró la puerta abierta, los asientos azules, el mono del hombre. Era un tipo mayor con una nuez prominente y cuello de tortuga. Tenía la cara arrugada y amable.

– Entra. Te llevaré.

Ronnie dio la vuelta y subió delante, junto al hombre. Tenía puestas las noticias a todo volumen. Una mujer decía que la zona de Wall Street de Manhattan y Battery Park estaba intransitable.

Mientras Ronnie buscaba a tientas el cinturón, el conductor le pasó una botella de agua. De repente se percató de la sed que tenía y la apuró agradecido.

– Yo limpio ventanas, ¿sabes? En el Center, ¿sabes?

– Ya -dijo Ronnie distraído.

– Todas mis putas herramientas de limpieza están en la Torre Sur, ¿me entiendes?

Ronnie no lo sabía, no exactamente, porque sólo le escuchaba a medias.

– Ya -contestó.

– Supongo que tendré que volver después.

– Después -repitió Ronnie, con indiferencia.

– ¿Estás bien?

– ¿Yo?

La camioneta avanzó. El interior olía a perro y café.

– Tenemos que salir de aquí. Han alcanzado el Pentágono. Hay unos diez aviones ahí arriba, joder, viniendo hacia nosotros. Esto es tremendo. ¡Tremeeendo!

Ronnie giró la cabeza. Miró a las tres figuras apiñadas detrás de él. Ninguna lo miró.

– Los á-ra-bes -dijo el conductor-. Los á-ra-bes han hecho esto.

En el portavasos, Ronnie vio un vaso de plástico de Starbucks con una servilleta de papel manchada de café alrededor. Al lado había una botella de agua.

– Esto, esto sólo es el principio -continuó el conductor-. Suerte que tenemos un presidente fuerte. Suerte que tenemos a George Bush.

Ronnie no dijo nada.

– ¿Estás bien? ¿No estás herido ni nada?

Se dirigían a la autopista. Sólo un puñado de vehículos iba en dirección contraria, por un tramo elevado. Delante de ellos había una señal verde dividida en dos. En la parte de la izquierda decía Salida 24 Prospect Expwy Este. En la parte de la derecha decía Verrazano Br 278 Oeste, Staten Is.

Ronnie no contestó porque no le oyó. Volvía a estar sumido en sus pensamientos.

Puliendo la idea. Era una locura, un mero producto de su estado convulso, pero no podía quitársela de la cabeza. Y cuanto más pensaba en ello, más empezaba a preguntarse si podría sostenerse. Era un plan alternativo a Donald Hatcook.

Un plan todavía mejor quizá.

Apagó el móvil.

31

Octubre de 2007

Aterrorizada, Abby observó la punta de la palanca de hierro. Se movía bruscamente, a ciegas, a derecha e izquierda, separando las puertas, sólo unos cinco centímetros cada vez antes de que volvieran a cerrarse de golpe y aprisionaran la punta.

Hubo otro golpe enorme en el techo y esta vez sí pareció como si alguien hubiera saltado encima. El ascensor se balanceó, golpeó contra el lateral del hueco, la desequilibró y al intentar evitar chocar contra la pared el bote de spray de pimienta le cayó de la mano con un ruido sordo.

Con un fuerte chirrido metálico, las puertas empezaron a abrirse.

La invadió un terror frío.

Ahora no se abrían cinco centímetros, sino más, mucho más.

Abby se agachó y buscó desesperadamente el spray en el suelo. La luz lo iluminó todo. Vio el bote y lo cogió, presa del pánico. Entonces, sin perder un segundo para mirar, se lanzó hacia delante, apretando el disparador, apuntando directamente al espacio cada vez más ancho entre las puertas.

Directamente a los brazos fuertes que la agarraron y la sacaron del ascensor y la dejaron en el descansillo.

Ella gritó, retorciéndose con desesperación, intentando soltarse. Cuando volvió a apretar el disparador, no salió nada.

– Cabrón-gritó-. ¡Cabrón!

– No pasa nada, guapa. Ya está, amiga.

No reconoció la voz. No era la de él.

– ¡Suéltame! -chilló, golpeándole con los pies descalzos.

El hombre la agarraba con mucha fuerza.

– ¿Amiga? ¿Señorita? Cálmese. Está a salvo. No pasa nada. ¡Está a salvo!

Una cara debajo de un casco amarillo le sonrió. Un casco de bombero. Un mono verde con franjas fosforescentes. Oyó las interferencias de una radio.

Más arriba había dos bomberos con casco, otro esperaba unos peldaños más abajo.

El hombre que la sujetaba volvió a sonreír para tranquilizarla.

– Está bien, querida. Está a salvo -dijo.

Abby estaba temblando. ¿Eran reales? ¿Se trataba de una trampa?

Parecían bomberos de verdad, pero siguió agarrando con fuerza el spray de pimienta. Ricky era capaz de todo.

Entonces vio la cara hosca del viejo conserje polaco, que subía las escaleras asfixiado con su sudadera mugrienta y pantalones marrones.

– A mí no pagar para trabajar fines de semana -refunfuñó-. Culpa administradores. ¡Yo meses diciendo ascensor mal! ¡Meses! -Miró a Abby y frunció el ceño. Señaló hacia arriba con un dedo con una uña negra-. Piso 82, ¿verdad?

– Sí -contestó ella.

– Administradores -dijo con su acento gutural, resollando-. No sirven. Yo digo, todos los días yo digo.

– ¿Cuánto tiempo llevaba encerrada ahí dentro, guapa? -le preguntó su salvador.

Era atractivo, tenía unos treinta años, aire de adolescente de grupo de pop y las cejas negras casi demasiado perfectas para ser naturales. Abby lo miró con cautela, como si fuera demasiado guapo para ser bombero, como si todo fuera parte del engaño elaborado de Ricky. Entonces se percató de que temblaba casi demasiado para poder hablar.

– ¿Tiene agua?

Momentos después le pusieron una botella de agua en la mano. Bebió a tragos ansiosos, derramó un poco y le cayó por la barbilla deslizándose hasta el cuello. Se la terminó antes de hablar.

– Gracias.

Alargó la botella vacía y una mano oculta la cogió.

– Desde anoche -dijo-. Llevo en este maldito trasto… desde… creo… Desde anoche. ¿Hoy es sábado?

– Sí. Son las cinco y veinte de la tarde del sábado.

– Desde ayer. Justo pasadas las seis y media de ayer. -Miró furiosa al conserje-. ¿No comprueba que funcione la puta alarma? ¿O el puto teléfono del aparato?

– Administradores. -Se encogió de hombros, como si se les pudieran achacar todos los problemas del universo.

– Será mejor que la llevemos al hospital para que le hagan un reconocimiento -dijo el bombero guapo.

Aquello la aterrorizó.

– No… No… Estoy muy bien, gracias. Yo… Yo sólo…

– Llamaremos a una ambulancia.

– No -dijo Abby con contundencia-. No. No necesito ir a ningún hospital.

Miró las botas caídas, que seguían en el ascensor, y la mancha húmeda en el suelo. No olía nada, pero sabía que ahí dentro tenía que apestar.

La radio volvió a emitir interferencias y Abby oyó una llamada. El bombero respondió.

– Estamos aquí. La persona atrapada está a salvo. No requerimos asistencia médica. Repito. No requerimos asistencia médica.

– Yo… Pensaba que iba a caerse, ¿sabe? En cualquier momento. Pensaba que iba a caerse… Y que yo iba a…

– No, no hay peligro. Se ha roto una polea, pero no se habría caído. -Su voz se apagó y por un momento pareció pensativo, dirigiendo rápidamente su mirada al techo del ascensor-. ¿Vive aquí?

Abby asintió.

– Debería comprobar los gastos de la comunidad -dijo, y dejó de agarrarla tan fuerte-. Asegurarse de que el mantenimiento del ascensor consta en ellos.

El conserje hizo un comentario, algo más sobre los administradores, pero apenas lo oyó. El alivio que sentía por ser liberada fue breve. Era genial haber salido del maldito ascensor, pero eso no significaba en absoluto que estuviera fuera de peligro.

Se agachó para intentar alcanzar sus botas sin volver a entrar en el ascensor, pero no llegaba. El bombero se inclinó y las rescató con el dorso del hacha. Estaba claro que no era tan estúpido como para entrar.

– ¿Quién les ha avisado? -preguntó Abby.

– Una mujer del… -Hizo una pausa para leer una nota en su libreta-. Del piso 47. Intentó llamar al ascensor varias veces esta tarde, luego informó de que había oído a alguien pidiendo socorro.

Mientras anotaba mentalmente darle las gracias algún día, Abby miró con cautela las escaleras, cubiertas con fundas para protegerlas del polvo que levantaban los obreros y plagadas de placas de yeso y materiales de construcción.

– Debería comer algo en cuanto pueda -le recomendó el bombero-. Algo ligero solamente, una sopa o algo así. Subiré a su piso con usted, para asegurarme de que está bien.

Abby le dio las gracias, luego miró su spray Mace y se preguntó por qué no había funcionado. Se dio cuenta de que no había quitado el seguro. Se lo guardó en el bolso y, con las botas en la mano, comenzó a subir las escaleras, sorteando con cuidado el caos de los obreros. Pensando.

¿Había saboteado Ricky el ascensor? ¿Y el teléfono y la alarma? ¿Era demasiado rocambolesco pensar que lo había hecho él?

Cuando llegó a la puerta descubrió aliviada que todas las cerraduras estaban como las había dejado. Aun así, después de darle las gracias otra vez al bombero, entró con cautela, comprobando que el hilo del recibidor estuviera intacto antes de cerrar la puerta con llave y pasar las cadenas de seguridad. Luego, sólo para asegurarse, comprobó todas las habitaciones del piso.

Todo estaba bien. No había entrado nadie.

Fue a la cocina a prepararse un té y cogió un Kit-Kat de la nevera. Acababa de meterse un trozo en la boca cuando sonó el timbre, seguido de inmediato por un golpe seco en la puerta.

Masticando, y con los nervios de punta por si era Ricky, se acercó deprisa y con cautela a la puerta y miró por la mirilla. Vio a un hombre menudo de rostro delgado y unos veintipocos años, moreno, con el pelo peinado hacia delante y vestido de traje.

¿Quién diablos era? ¿Un vendedor? ¿Un testigo de Jehová -pero normalmente no iban en pareja-? O tal vez tuviera algo que ver con el cuerpo de bomberos. Ahora mismo, muerta de cansancio, temblorosa y hambrienta, sólo quería prepararse una taza de té, comer algo, apurar varias copas de vino tinto y sobar.

Saber que el hombre habría tenido que pasar por delante del conserje y de los bomberos para llegar hasta aquí apaciguó un poco sus miedos. Tras comprobar que las dos cadenas de seguridad estaban bien puestas, giró la llave y abrió la puerta los pocos centímetros que cedió.

– ¿Katherine Jennings? -le preguntó con voz aguda e invasiva. Notó su aliento cálido en la cara, olía a chicle de menta.

Katherine Jennings era el nombre con el que había alquilado el piso.

– ¿Sí? -contestó Abby.

– Kevin Spinella, del periódico Argus. Me preguntaba si podría dedicarme unos momentos de su tiempo.

– Lo siento -dijo ella, e intentó cerrar la puerta de inmediato. Pero el hombre la atascó con el pie.

– Sólo quiero unas palabras rápidas para citarlas.

– Lo siento -respondió-. No tengo nada que decir.

– ¿No está agradecida al cuerpo de bomberos por rescatarla?

– No, yo no he dicho…

«Mierda.» Ahora el hombre escribía algo en su libreta.

– Mire, señorita… ¿Señora Jennings?

Abby no mordió el anzuelo.

El periodista prosiguió.

– Tengo entendido que acaba de pasar por una experiencia terrible… ¿Le parece bien que le envíe a un fotógrafo?

– No, no me parece bien -dijo-. Estoy muy cansada.

– ¿Mañana por la mañana tal vez? ¿A qué hora le iría bien?

– No, gracias. Y quite el pie, por favor.

– ¿Creyó que su vida corría peligro?

– Estoy muy cansada -contestó-. Gracias.

– Bien, entiendo, ha sido muy duro. Le diré qué haremos. Me pasaré mañana con un fotógrafo. ¿Sobre las diez de la mañana le parece bien? ¿No será demasiado pronto para un domingo?

– Lo siento, no quiero publicidad.

– Bien, bueno, la veré por la mañana entonces. -Quitó el pie.

– No, gracias -dijo Abby con firmeza, luego cerró la puerta y giró la llave con cuidado. Mierda, era lo último que necesitaba, maldita sea, su foto en el periódico.

Temblando, y con una vorágine de pensamientos arremolinándose en su mente, sacó los cigarrillos de su bolso y encendió uno. Entonces, entró en la cocina.

Un hombre que estaba sentado en la parte trasera de una vieja furgoneta blanca, aparcada en la calle de abajo, también se encendió un cigarrillo. Luego abrió una lata de cerveza Foster's, procurando no salpicar el caro equipo electrónico que tenía al lado, y bebió un sorbo. Gracias a la lente insertada en el minúsculo agujero que había perforado en el techo de la furgoneta, normalmente gozaba de una vista perfecta de su piso, aunque en estos momentos quedaba parcialmente tapado por un coche de bomberos que bloqueaba la calle. Aun así, pensó, aliviaba la monotonía de su larga vigilia.

Y vio con satisfacción, por la sombra que se movía detrás de la ventana, que ella estaba en casa.

«Hogar dulce hogar», pensó para sí, y sonrió con ironía. Casi le pareció gracioso.

32

11 de septiembre de 2001

Lorraine, que todavía llevaba solamente la parte de abajo del bikini y la pulsera de oro en el tobillo, estaba sentada en un taburete en la cocina, mirando el pequeño televisor montado sobre la encimera, esperando a que hirviera el agua. Delante de ella, en el cenicero, había media docena de colillas. Acababa de encenderse otro cigarrillo y estaba dando una calada honda cuando se acercó el teléfono a la oreja para hablar con Sue Klinger, su mejor amiga.

Sue y su marido, Stephen, vivían en una casa que Lorraine siempre había codiciado, una mansión impresionante en Tongdean Avenue considerada por muchos como una de las residencias más elegantes de Brighton y Hove, con vistas a toda la ciudad que se extendían hasta el mar. Los Klinger también tenían un chalet en Portugal y cuatro hijos preciosos. A diferencia de Ronnie, Stephen era un rey Midas. Ronnie le había prometido a Lorraine que si Sue y Stephen vendían la casa alguna vez, encontraría la forma de reunir el dinero para comprarla. «Sí, seguro. Ni en sueños, cariño.»

Repitieron las imágenes de los dos aviones chocando contra las torres otra vez, y luego una vez más, y otra y otra. Era como si quien produjera o dirigiera el programa tampoco pudiera creer lo que había pasado y tuviera que repetirlas para asegurarse de que era real. O tal vez alguien en estado de shock pensara que si reproducía las imágenes las veces suficientes, al final los aviones errarían el blanco y seguirían volando tranquilamente, y sólo sería un martes por la mañana normal en Manhattan, como si no hubiera ocurrido nada. Lorraine observó la repentina bola de fuego naranja, las densas nubes negras, y cada vez se sentía más y más mareada.

Ahora volvieron a mostrar las torres derrumbándose. Primero la sur, luego la norte.

El agua comenzó a hervir, pero Lorraine no se movió, no quería apartar los ojos de la pantalla por si se le escapaba una imagen de Ronnie. Alfie se restregó contra su pierna, pero ella no le hizo caso. Sue estaba diciéndole algo, pero no la oyó porque miraba el televisor con intensidad, estudiando cada cara.

– ¿Lorraine? ¿Hola? ¿Sigues ahí?

– Sí.

– Ronnie es un superviviente. Estará bien.

El hervidor de agua se apagó con un clic. «Un superviviente.» Su hermana también había utilizado esa palabra.

Un superviviente.

«Mierda, Ronnie, será mejor que sea así.»

Un pitido le dijo que tenía una llamada en espera. Apenas capaz de contenerse, gritó emocionada:

– ¡Sue, podría ser él! ¡Ahora te llamo!

«Oh, Dios mío, Ronnie, por favor, tienes que estar al teléfono. Por favor. ¡Por favor, que seas tú!»

Pero era su hermana.

– Lori, acabo de oír que han cancelado todos los vuelos de Estados Unidos. -Mo era azafata de vuelos transoceánicos de British Airways.

– ¿Qué…? ¿Qué significa eso?

– Que no dejan despegar ni aterrizar ningún vuelo. Yo tenía que volar a Washington mañana. Se ha cancelado todo.

Lorraine sintió una nueva oleada de pánico.

– ¿Hasta cuándo?

– No lo sé… Hasta próximo aviso.

– ¿Significa que Ronnie podría no volver mañana?

– Me temo que sí. Sabré más cosas dentro de un rato, pero han mandado regresar a todos los aviones que están volando hacia Estados Unidos, lo que significa que no aterrizarán donde debían. Será un caos.

– Genial -dijo Lorraine desanimada-. Es genial, joder. ¿Cuándo crees que podría volver?

– No lo sé… Te lo diré en cuanto sepa algo.

Lorraine oyó que un niño gritaba y que Mo decía:

– Un minuto, tesoro. Mamá está hablando por teléfono.

Lorraine apagó el cigarrillo. Entonces se bajó del taburete de un salto y, mirando todavía el televisor, sacó una bolsita de té y una taza y vertió el agua. Aún sin apartar la vista de la pantalla, retrocedió unos pasos, se dio un golpe en la cadera con la esquina de la mesa de la cocina y se hizo daño.

– ¡Mierda! ¡Joder!

Bajó la mirada un momento. Vio la marca roja nueva entre los moratones irregulares, algunos negros y recientes, otros amarillos y casi invisibles. Ronnie era listo, siempre le pegaba en el cuerpo, nunca en la cara. Siempre le hacía morados que ella podía ocultar fácilmente.

Siempre se echaba a llorar y le suplicaba que lo perdonara después de uno de sus ataques de furia, cada vez más frecuentes, provocados por el alcohol.

Y ella siempre lo perdonaba.

Lo perdonaba por lo inepta que se sentía ella. Sabía cuánto quería lo único que Lorraine no había sido capaz de darle, de momento: el niño que tanto deseaba.

Y porque le aterraba perderle.

Y porque le quería.

33

Octubre de 2007

No había sido el mejor fin de semana de su vida, pensó para sí mismo Roy Grace a las ocho de la mañana del lunes, mientras se sentaba en la sala de espera minúscula y abarrotada del dentista, hojeando las páginas de la revista Sussex Life. De hecho, no tenía en absoluto la sensación de que la semana anterior hubiera terminado.

La autopsia del doctor Frazer Theobald se había hecho interminable y acabó por fin sobre las nueve de la noche del sábado. Y el domingo Cleo, que durante la autopsia estaba normal, parecía molesta con él, algo atípico en su carácter.

Los dos sabían que no era culpa de nadie que sus planes para el fin de semana se hubieran estropeado, pero por alguna razón Grace sentía que Cleo le responsabilizaba a él, igual que Sandy solía culparle cuando llegaba a casa tarde o tenía que cancelar algún plan en el último minuto porque surgía una emergencia. Como si fuera culpa suya que un tipo que hacía footing hubiera descubierto un cadáver en un desagüe el viernes por la tarde a última hora en lugar de en un momento más oportuno.

Cleo sabía lo que había. Conocía el mundo de la policía y sus horarios erráticos mejor que la mayoría, pues los suyos no eran muy distintos. Podía recibir una llamada de trabajo a cualquier hora del día o de la noche, y era algo que sucedía a menudo. ¿Qué le había picado, pues?

Incluso se enfadó con él cuando se marchó a casa un par de horas a cortar el césped, que estaba muy crecido.

– No habrías podido cortar el césped si hubiéramos ido a Londres -le había dicho-. ¿Por qué tienes que ir ahora?

Su casa era el verdadero problema, Grace lo sabía. Su casa -y la casa de Sandy- todavía tenía un efecto enfurecedor sobre ella. Aunque últimamente había sacado muchas de las pertenencias de Sandy Cleo iba muy pocas veces y siempre parecía incómoda cuando lo hacía. Sólo habían hecho el amor allí una vez y no había sido una buena experiencia para ninguno de los dos.

Desde entonces, siempre dormían en casa de Cleo. Cada vez pasaban más noches juntos y ahora él tenía allí sus bártulos para afeitarse y asearse, además de un traje oscuro, una camisa blanca limpia, una corbata sencilla y un par de zapatos oscuros, su uniforme de trabajo.

Era una buena pregunta y él no le contestó la verdad porque habría empeorado las cosas. La verdad era que aquel esqueleto le había afectado. Quería estar solo unas horas, para reflexionar.

Para pensar en cómo se sentiría si se trataba de Sandy.

Su relación con Cleo había ido lejos, mucho más lejos que cualquier otra que hubiera tenido desde la desaparición de su mujer, pero era consciente de que, a pesar de todos sus esfuerzos por pasar página, Sandy seguía siendo una brecha que los separaba. Hacía unas semanas, en una cena en la que los dos bebieron demasiado, Cleo dejó caer su preocupación por que su reloj biológico se quedara sin pila. Grace sabía que ella empezaba a querer un compromiso y tenía la sensación de que creía que, con Sandy por medio, nunca iba a conseguirlo de él.

No era cierto. Roy la adoraba. La amaba y había empezado a plantearse seriamente compartir su vida con ella.

Por eso le había dolido muchísimo que ayer por la tarde, cuando apareció en casa de Cleo con dos botellas de su Rioja preferido, abriera la puerta con su llave y le recibiera un cachorro negro minúsculo que corrió hacia él, le abrazó con sus patas y se meó en sus deportivas.

– ¡Humphrey, te presento a Roy! -dijo-. ¡Roy te presento a Humphrey!

– ¿Quién…? ¿De quién es? -preguntó él, perplejo.

– Mío. Lo he comprado esta tarde. Es un cachorro de salvamento de cinco meses, un cruce de labrador y border collie.

Roy notó un calor incómodo en el pie derecho al filtrarse la orina. Y un arrebato de confusión se apoderó de él mientras se arrodillaba y notaba la lengua rugosa del perro lamiéndole la mano. Estaba estupefacto.

– Nunca… ¡No me habías dicho que ibas a comprarte un perro!

– Ya, bueno, tú tampoco me cuentas muchas cosas, Roy -dijo Cleo con total tranquilidad.

Una mujer mayor entró en la sala de espera y lo miró con recelo, como diciendo: «Yo tengo la primera hora, hijo». Luego se sentó.

Roy tenía una agenda apretada. A las nueve de la mañana iba a ver a Alison Vosper y hablar seriamente con ella sobre Cassian Pewe. A las 9.45, más tarde de lo normal, se celebraría la primera reunión informativa de la Operación Dingo, el nombre que el ordenador de Sussex House había otorgado al azar a la investigación sobre la muerte de la «Mujer desconocida», como llamaban ahora al esqueleto del desagüe. Luego, a las diez y media, debía acudir a las «oraciones matinales», el nombre jocoso que habían puesto a las reuniones semanales del equipo de dirección reinstauradas recientemente.

Al mediodía estaba programada la primera rueda de prensa sobre el hallazgo del esqueleto. No había mucho de lo que informar a estas alturas, pero esperaba que revelar la edad de la mujer muerta, sus características físicas y la época aproximada en la que había muerto pudiera refrescar la memoria a alguien sobre una persona desaparecida por aquellos tiempos. Suponiendo, naturalmente, que no se tratara de Sandy.

– ¡Roy! ¡Me alegro de verte!

Steve Cowling apareció en la puerta con su bata blanca, luciendo sus dientes blancos perfectos. Era un hombre alto de unos cuarenta y cinco años, con un porte recto y militar, cuyo pelo inmaculado estaba más encanecido cada vez que Roy lo veía. Irradiaba encanto y confianza a partes iguales, combinados siempre con cierto entusiasmo juvenil, como si los dientes fueran realmente la cosa más emocionante del mundo.

– ¡Pasa, viejo amigo!

Grace hizo un gesto de disculpa hacia la mujer mayor, que parecía claramente ofendida, y siguió al dentista hasta su cámara de tortura iluminada y espaciosa.

Si bien, igual que él, Steve Cowling era un poco mayor en cada visita, el odontólogo tenía una sucesión infinita de ayudantes cada vez más jóvenes y atractivas. La última, una morena de piernas largas de veintipocos años que sostenía un sobre acolchado en la mano, le sonrió, luego sacó un fajo de negativos y se los entregó a Cowling con una sonrisa coqueta.

El dentista cogió el molde de alginato que Roy le había dado veinte minutos antes.

– Bien, Roy. Esto es muy interesante. Lo primero que tengo que decirte es que no se trata de Sandy.

– ¿No? -preguntó, un poco cansinamente.

– No tengo ninguna duda. -Cowling señaló los negativos-. Éstos son los de Sandy, no hay comparación. Pero el molde nos proporciona mucha información que puede resultar útil. -Le ofreció una gran sonrisa.

– Bien.

– Esta mujer llevaba implantes, que serían bastante caros cuando se los pusieron. De titanio, fabricados por una empresa suiza, Straumann. Se trata básicamente de un cilindro hueco que se coloca sobre la raíz, que luego crece dentro y se convierte en una fijación permanente.

Grace sintió un cúmulo de emociones contradictorias mientras escuchaba. Intentaba concentrarse, pero de repente le costaba mucho.

– Lo que resulta interesante, viejo amigo, es que podemos establecer una fecha aproximada para los implantes, lo que sirve para calcular cuánto tiempo hace que murió la mujer. Empezaron a quedarse anticuados hará unos quince años. Llevaba otros arreglos dentales caros, algunas reconstrucciones y puentes. Si era de por aquí, diría que sólo hay cinco o seis dentistas que pudieron hacer este trabajo. Un buen lugar para comenzar sería Chris Gebbie, que tiene consultas en Lewes y Eastbourne. Escribiré también a los demás. También significa que debía de tener una posición bastante acomodada.

Grace escuchaba, pero tenía la cabeza en otra parte. Si este esqueleto hubiera sido el de Sandy, por muy nefasta que fuera la noticia, habría obtenido cierta sensación de final. Pero ahora la agonía de la incertidumbre continuaba.

No sabía si sentía decepción o alivio.

34

Septiembre de 2007

El hedor que salía del maletero del coche provocó arcadas a todos los que estaban en la orilla. Era como si un desagüe atascado se hubiera descongestionado de repente y meses, quizás años, de gases atrapados en la descomposición fueran liberados, todos a la vez.

Lisa retrocedió horrorizada, tapándose la nariz con los dedos, y cerró los ojos un momento. De algún modo, el sol abrasador del mediodía y las moscas implacables lo empeoraban todo. Cuando volvió a abrirlos y respiró sólo por la boca, el olor seguía siendo igual de malo. Luchaba con todas sus fuerzas por no vomitar.

La situación no parecía más fácil para MJ, pero los dos estaban mejor que el policía nervioso, que se había apartado del coche y ahora estaba de rodillas, vomitando. Aguantando la respiración, haciendo caso omiso a la mano de MJ que tiraba de ella, Lisa avanzó unos pasos hacia la parte trasera del coche y miró dentro.

Y deseó no haberlo hecho. De repente, la tierra bajo sus pies se volvió inestable y agarró con fuerza la mano de MJ.

Vio lo que al principio le pareció un maniquí derretido en un incendio, antes de darse cuenta de que se trataba del cuerpo de una mujer. Ocupaba casi toda la profundidad del maletero, parcialmente sumergida en agua negra viscosa y reluciente que caía sin parar. La melena rubia, que le llegaba por los hombros, estaba desparramada como maleza enmarañada. Sus pechos tenían un color y una textura jabonosos y tenía la mayor parte de la piel cubierta de grandes manchas negras.

– ¿La han quemado? -preguntó MJ, que sentía curiosidad por todo, al policía más bajito.

– No… No son quemaduras, amigo. Es piel que se ha desprendido.

Lisa miró el rostro del cadáver, pero estaba hinchado y carecía de forma, como la cabeza medio derretida de un muñeco de nieve. Tenía el vello púbico intacto: un triángulo marrón poblado tan lozano que parecía irreal, como si alguien se lo hubiera pegado a modo de broma grotesca. Se sintió casi culpable por mirarlo. Culpable por estar ahí, observando aquel cuerpo, como si la muerte fuera algo privado y ella se estuviera entrometiendo.

Pero no podía apartar la vista. Las mismas preguntas se repetían una y otra vez en su mente. «¿Qué te ha pasado, pobre-cita? ¿Quién te ha hecho esto?»

Al final, el policía nervioso recobró la compostura y los apartó bruscamente, diciendo que aquélla era la escena de un crimen y que debían acordonarla.

Retrocedieron varios pasos, incapaces de apartar la vista, como si estuvieran viendo un episodio de CSI a tiempo real. Estaban horrorizados, absortos y petrificados, pero sentían curiosidad a medida que crecía el circo. MJ sacó una botella de agua y gorras de béisbol del coche y Lisa bebió agradecida, luego se cubrió la cabeza para protegerse del sol abrasador.

Primero llegó una furgoneta blanca a la escena del crimen. Se bajaron dos hombres vestidos con pantalones deportivos y camisetas y comenzaron a ponerse los trajes protectores blancos. Luego apareció una furgoneta azul más pequeña de la que salió el fotógrafo de la escena del crimen. Poco después, llegó un Volkswagen Golf azul del que se bajó una mujer joven. Tendría unos veintitantos años, llevaba vaqueros y una blusa blanca y tenía el pelo rubio rizado. Se quedó unos momentos observando la escena. Sujetaba una libreta en una mano y una grabadora pequeña. Luego, se acercó a MJ y a Lisa.

– ¿Sois los que habéis encontrado el coche? -Su voz era agradable pero enérgica.

Lisa señaló a MJ.

– Ha sido él.

– Soy Angela Parks -dijo la mujer-. Trabajo en Age. ¿Podríais decirme lo que ha pasado?

Ahora llegó un Holden dorado y polvoriento. Mientras MJ contaba su historia, Lisa vio bajarse a dos hombres con camisa blanca y corbata. Uno era bajo y fornido, de rostro serio y juvenil, mientras que el otro parecía un matón: alto, corpulento, aunque con un ligero sobrepeso, calvo y con un bigote fino pelirrojo. Tenía cara de pocos amigos, seguramente porque le habían llamado en fin de semana, pensó Lisa, aunque pronto descubrió que no era por eso.

– ¡Maldito idiota! -le gritó al policía nervioso, a modo de saludo, quedándose a cierta distancia del cordón policial-. ¡Vaya cagada! ¿Es que no tienes ninguna formación básica, joder? ¿Qué has hecho con mi escena del crimen? No sólo la has contaminado, ¡la has profanado! ¿Quién coño te ha dicho que sacaras el coche del agua?

Por un momento, al policía parecieron faltarle las palabras.

– Sí, bueno… lo siento, señor. Supongo que la hemos fastidiado un poco.

– ¡Estás plantado justo en medio!

El policía bajo y fornido se acercó a Lisa y MJ y saludó con la cabeza a la periodista.

– ¿Cómo estás, Angela?

– Bien. Me alegro de verle, sargento Burg -dijo ella.

Luego su compañero, el matón, se acercó con zancadas grandes y poderosas, como si la orilla del río y todo lo que había alrededor le pertenecieran. Saludó deprisa con la cabeza a la periodista y luego se dirigió a Lisa y a MJ.

– Soy el sargento jefe George Fletcher -dijo. Su actitud era profesional y sorprendentemente delicada-. ¿Sois la pareja que ha encontrado el coche?

MJ asintió.

– Sí.

– Voy a necesitar una declaración de ambos. ¿Os importaría ir a la comisaría de Geelong?

MJ miró a Lisa, luego al policía.

– ¿Ahora, quiere decir?

– En algún momento de hoy.

– Claro. Pero creo que no podremos contarle demasiado.

– Gracias, pero eso ya lo juzgaré yo. Mi sargento tomará nota de vuestros nombres, direcciones y teléfonos de contacto antes de que os marchéis.

La periodista acercó la grabadora al inspector.

– Sargento jefe Fletcher, ¿cree que existe una relación entre las bandas de Melbourne y esta mujer muerta?

– Usted lleva aquí más tiempo que yo, señorita Parks. En este momento no tengo ningún comentario para usted. Primero averigüemos quién es.

– Era -le corrigió la periodista.

– Bueno, si quiere ser tan pedante, esperaremos a que llegue el forense de la policía y certifique que realmente está muerta.

El hombre esbozó una sonrisa desafiante, pero nadie se la devolvió.

35

11 de septiembre de 2001

Nadie había abierto la boca aún, salvo el conductor, que hablaba sin parar. Era como el televisor de un bar con el volumen irritantemente alto que no se podía apagar ni cambiar de canal. Ronnie trataba de escuchar las noticias que salían de la radio de la camioneta, intentando poner en orden sus pensamientos, y el conductor le impedía hacer ninguna de las dos cosas.

Y lo que era aún peor, el fuerte acento de Brooklyn dificultaba a Ronnie descifrar lo que estaba diciendo. Pero como el hombre era amable y le había subido al coche, no podía decirle que se callara. Así que se quedó ahí sentado, escuchando a medias, asintiendo y contestando de vez en cuando «Sí» o «No, mierda» o «No hablará en serio», dependiendo de qué respuesta considerara más apropiada.

El hombre había puesto por los suelos a la mayoría de las minorías étnicas de «esta Gran Nación» y ahora estaba hablando de las escaleras que tenía en la Torre Sur. Parecía muy molesto por ellas. También estaba muy molesto con Hacienda y comenzó a criticar el sistema tributario estadounidense.

Entonces se sumergió en unos momentos de silencio compasivo y dejó que hablara la radio. Todos los fantasmas sentados detrás de Ronnie en la camioneta permanecieron callados. Tal vez estuvieran escuchando la radio, tal vez estuvieran en un estado de shock demasiado profundo para asimilar nada.

Era una letanía. Una lista de todo lo que había ocurrido y que ya sabía. Dentro de poco iba a comparecer George Bush; mientras tanto, el alcalde Giuliani se dirigía al centro. Estados Unidos estaba siendo atacado, facilitarían más información a medida que les llegara.

En su cabeza, el plan de Ronnie iba tomando forma sin cesar.

Avanzaban por una calle ancha y silenciosa. A su derecha había un arcén de hierba gastada con árboles y farolas. Después del césped había un camino, o un carril bici, y luego una barandilla y, más allá, otra calle que discurría en paralelo, con coches y furgonetas aparcadas y bloques de pisos de ladrillo rojo que no eran demasiado altos, muy distintos a los monolitos de Manhattan. Al cabo de unos ochocientos metros daban paso a unas viviendas grandes y angulosas que podrían ser estudios o apartamentos. Parecía una zona próspera, agradable y tranquila.

Pasaron por delante de una señal que decía Ocean Parkway.

Vio a una pareja de ancianos caminando despacio por la acera y se preguntó si sabrían el drama que tenía lugar justo al otro lado del río. Parecía que no. Si lo hubieran oído, seguro que estarían pegados al televisor. Aparte de ellos, no se veía un alma. Era cierto que a esta hora del día, entre semana, muchas personas estaban en sus despachos. Pero las madres estarían empujando los cochecitos de sus hijos, habría gente paseando al perro, los jóvenes estarían holgazaneando. Y no había nadie. El tráfico también parecía fluido, demasiado fluido.

– ¿Dónde estamos? -le preguntó al conductor.

– En Brooklyn.

– Ah, vale -dijo Ronnie-. Todavía estamos en Brooklyn.

Vio un cartel en un edificio que decía Yeshiva Center. Le parecía que llevaban siglos conduciendo. No sabía que Brooklyn fuera tan grande; lo bastante grande como para perderse en él, desaparecer.

Unas palabras acudieron a su mente. Era una frase de una obra de Marlowe, El judío de Malta, que había visto recientemente con Lorraine y los Klinger en el Theatre Royal de Brighton:

Pero eso fue en otro país.

Y, además, la muchacha está muerta.

Y la calle seguía estando muerta más adelante. Cruzaron una intersección, donde el elegante ladrillo rojo daba paso a edificios de hormigón prefundido más modernos. Luego, de repente, aparecieron debajo del paso elevado de acero verde oscuro del metro elevado.

– Rusia. Toda esta zona de mierda de aquí es Rusia.

– ¿Rusia? -preguntó Ronnie, que no sabía a qué se refería.

El conductor señaló una hilera de fachadas estridentes. Un salón de uñas, la Escuela de música, arte y deporte Shostakovich. Había letras rusas por todas partes. Vio el cartel de una farmacia en cirílico. A menos que supieras ruso, no sabías de qué eran la mitad de todas estas tiendas. Y él no hablaba ni una palabra.

Rusia. Ronnie lo comprendió.

– Little Odessa -dijo el conductor-. Una colonia enorme, joder. Cuando yo era pequeño no lo era. La perestroika, la glasnost, ¿sabes? Les dejaron viajar y ¡vinieron todos aquí! El mundo está cambiando… ¿Sabes qué quiero decir?

Ronnie tuvo la tentación de cerrarle la boca al hombre y decirle que en su día el mundo también había cambiado para los nativos americanos, pero no quería que lo echara de la camioneta.

– Sí -dijo simplemente.

Giraron a la derecha en una calle residencial sin salida. Al final había una hilera de bolardos negros con un paseo marítimo entarimado detrás y, más allá, la playa. Y luego el océano.

– Brighton Beach. Un buen sitio. Aquí estaremos a salvo de los aviones -dijo el conductor, indicando a Ronnie que aquí terminaba el viaje.

El hombre se giró hacia los fantasmas de detrás.

– Coney Island, Brighton Beach. Tengo que volver a por mis escaleras, mis arneses, todas mis cosas. Es un material caro, ya sabéis.

Ronnie se desabrochó el cinturón, dio las gracias al hombre efusivamente y estrechó su mano grande y callosa.

– Cuídate, colega.

– Igualmente.

– Seguro.

Ronnie abrió la puerta y saltó al asfalto. El aire olía a sal marina, y muy ligeramente a fuego y carburante. Era un olor lo bastante suave como para sentirse seguro en este lugar, pero no tanto como para sentirse libre de lo que acababa de vivir.

Sin mirar atrás a los fantasmas, siguió caminando hasta el paseo entarimado, casi a saltos, y sacó su móvil del bolsillo para comprobar que estuviera apagado.

Entonces se detuvo y miró la inmensidad llana del océano azul verdoso y ondulado que se extendía más allá de la arena y la mancha neblinosa de tierra a kilómetros de distancia. Respiró hondo. Luego otra vez. Su plan aún era muy vago y tenía que trabajarlo.

Pero estaba emocionado.

Eufórico.

La mañana del 11 de septiembre no hubo mucha gente en Nueva York que saltara de júbilo. Pero Ronnie sí lo hizo.

36

Octubre de 2007

Abby se sentó con una taza de té entre las manos temblorosas, mirando la calle de abajo a través de una rendija entre las persianas. Le dolían los ojos después de tres noches seguidas de insomnio. El miedo se arremolinaba en su interior.

«Sé dónde estás.»

Su maleta estaba junto a la puerta, llena y con la cremallera cerrada. Miró la hora: las 8.55. Dentro de cinco minutos realizaría la llamada que llevaba planeando hacer todo el día de ayer, en cuanto abrieran las tiendas. Era irónico, pensó, que durante la mayor parte de su vida hubiera detestado los lunes por la mañana. Pero se había pasado todo el día de ayer deseando que llegara.

Nunca en su vida había tenido tanto miedo.

A menos que estuviera totalmente equivocada, y presa de un pánico innecesario, él estaba ahí fuera en algún lugar, esperando y observando. La carta de Abby estaba marcada. El la esperaba, la observaba, y estaba muy enfadado.

¿Le había hecho algo al ascensor? ¿Y a la alarma? ¿Habría sabido cómo hacerlo? Se repetía las preguntas a sí misma una y otra vez.

Había trabajado de mecánico, sí. Sabía arreglar aparatos mecánicos y eléctricos. Pero ¿por qué querría estropear el ascensor?

Intentó comprenderlo. Si realmente sabía dónde estaba Abby, ¿por qué no la había acechado? ¿Qué ganaba con dejarla atrapada en el ascensor? Si quería tiempo para intentar colarse en su piso, ¿por qué no había esperado a que saliera de casa simplemente?

¿Acaso, debido a su estado de pánico, estaba sumando dos más dos y le daba cinco?

Quizá sí o quizá no, no lo sabía. Así que la mayor parte del día de ayer, en lugar de salir, comprar los periódicos del domingo y holgazanear delante del televisor, como habría hecho normalmente, se quedó sentada, en el mismo lugar donde estaba ahora, observando la calle de abajo, pasando el tiempo escuchando una lección de español tras otra, con los auriculares puestos, pronunciando y repitiendo palabras y frases en voz alta.

Había hecho un domingo de perros, con un viento del suroeste procedente del Canal de la Mancha que mandaba ráfagas de lluvia hacia la acera, los charcos, los coches aparcados, los peatones.

Y eran los coches y los peatones lo que estaba observando, como un halcón, a través de la lluvia que seguía cayendo a cántaros. A primera hora, cuando se levantó, estudió todos los coches y furgonetas aparcados. Sólo habían cambiado un par desde la noche anterior. En este barrio no había mucho sitio para aparcar, así que cuando la gente encontraba un lugar, solía dejar el coche allí hasta que realmente necesitara ir a otra parte. De lo contrario, en cuanto salían, otro vehículo ocupaba su lugar y cuando volvían quizá tuvieran que aparcar a varias calles de distancia.

Ayer había recibido dos visitas: un fotógrafo del Argus, a quien le dijo por el interfono que se marchara, y el conserje, Tomasz, que fue a disculparse, preocupado tal vez por conservar su empleo y con la esperanza de que no se quejara de él si se mostraba amable. Le explicó que los obreros debían de haber sobrecargado el ascensor y dañado el sistema de poleas. Pero no fue capaz de explicarle, de manera convincente, por qué había fallado la alarma, que tendría que haber sonado en su piso. Le aseguró que la empresa de ascensores estaba trabajando en ello, pero que tardarían varios días en arreglar los daños que los bomberos habían causado.

Abby se deshizo de él tan deprisa como pudo para velar la calle otra vez.

Llamó a su madre, pero ella no le comentó que hubiera recibido una llamada de nadie. Abby continuó con la mentira de que seguía en Australia y lo estaba pasando genial.

A veces los mensajes de texto se extraviaban y acababan en el número equivocado por error. ¿Era posible que ésa fuera la: explicación?

«Sé dónde estás.»

Era posible.

Que hubiera saltado encima del ascensor parado. ¿Estaba sacando conclusiones precipitadas debido a su estado paranoico? Era reconfortante pensar eso, pero la autocomplacencia era un lujo que no podía permitirse. Se había embarcado en todo esto sabiendo los riesgos que entrañaba, sabiendo que sólo lograría salirse con la suya si recurría a su ingenio, veinticuatro horas al día, siete días a la semana, durante el tiempo que hiciera falta.

Lo único que le arrancó una sonrisa ayer fue otro de sus mensajes encantadores. Éste decía: «No quieres a una mujer porque sea hermosa. Es hermosa porque la quieres».

Ella respondió: «La belleza llama la atención; la personalidad te conquista el corazón».

No vio nada extraño en la calle en todo el domingo. Ningún desconocido que la vigilara. Ni a Ricky. Sólo la lluvia. Sólo gente. La vida que seguía adelante.

La vida normal.

Algo de lo que estaba excluida -por un poco más de tiempo solamente, se prometió a sí misma-. Pero aquella situación pronto cambiaría.

37

Octubre de 2007

La lluvia repiqueteaba en el techo y la furgoneta se mecía con las fuertes ráfagas de viento. Aunque se había abrigado bien, tenía frío aquí dentro y sólo se atrevía a arrancar el motor de vez en cuando porque no quería llamar la atención. Al menos tenía un colchón cómodo, libros, un Starbucks cerca y música en el iPod. Había un baño público en el paseo marítimo, convenientemente oculto a todas las cámaras de seguridad de la ciudad, donde podía asearse bien. Un servicio público muy a mano.

Una vez leyó una frase en un libro que le habían regalado: «El sexo es lo más divertido que puede hacerse sin reír».

El libro se equivocaba, pensó. A veces la venganza también podía ser divertida. Tanto como el sexo.

La furgoneta todavía lucía el cartel de Se vende escrito en rojo sobre un trozo de cartón marrón pegado en la ventanilla del copiloto, aunque en realidad la había comprado, por trescientas cincuenta libras, hacía más de dos semanas. Sabía que Abby era perspicaz y la había visto comprobar los coches todos los días. No tenía sentido quitar el cartel y alertarla del cambio. Así que si el propietario anterior se cabreaba porque lo llamaba gente interesándose por la furgoneta, mala suerte. No la había comprado porque necesitara transporte, sino por las vistas. Desde aquí podía ver todas las ventanas de su piso.

Era el aparcamiento perfecto. El vehículo tenía las pegatinas del impuesto de circulación en orden, de la ITV y del aparcamiento para residentes. Todas caducaban dentro de tres meses.

Y entonces, él ya habría desaparecido.

38

Octubre de 2007

Siempre le pasaba lo mismo, maldita sea. Toda la confianza que sentía Roy Grace antes de dirigirse a este lugar impresionante lo abandonaba cuando llegaba.

Mailing House, la central de la policía de Sussex, tan sólo estaba a quince minutos en coche de su despacho, pero en cuanto a ambiente, pertenecía a un planeta distinto. Le daba la impresión de estar en un universo totalmente diferente, pensó mientras cruzaba la barrera levantada de la verja de seguridad.

Se hallaba en un complejo de edificios a las afueras de Lewes, la capital del condado de East Sussex, y albergaba la administración y dirección de los cinco mil agentes y empleados que integraban el cuerpo de policía de Sussex.

Dos edificios ocupaban un lugar destacado. Uno era una estructura futurista de cristal y ladrillo de tres pisos que acogía el centro de control y la oficina de registros e investigación criminal, así como la mayor parte del equipo informático del cuerpo. El otro, una mansión imponente de ladrillo rojo estilo reina Ana que en su día había sido una casa solariega privada y ahora formaba parte de la lista de edificios de interés arquitectónico de Gran Bretaña, era el que había dado nombre a la central.

La mansión se erigía con orgullo a pesar de estar junto a una extensión destartalada de aparcamientos, viviendas prefabricadas de una planta, estructuras bajas y modernas y un edificio oscuro sin ventanas, con una chimenea alta que a Grace siempre le recordaba a una fábrica textil de Yorkshire. Dentro se encontraban los despachos del director, el director adjunto y los subdirectores, uno de los cuales era Alison Vosper, además de sus equipos de apoyo y varios agentes más que trabajaban ¡temporal o permanentemente fuera de estas oficinas.

Grace encontró una plaza de aparcamiento para su Alfa Romeo y se dirigió al despacho de Alison Vosper, situado en la planta baja de la mansión, en la parte delantera. La ventana de guillotina grande daba a un sendero de gravilla y a un césped circular.

Debía de ser agradable trabajar en una sala como aquélla, pensó, en este oasis de calma, lejos de los espacios abarrotados y sin personalidad de Sussex House. A veces creía que quizá podría gustarle tener esa responsabilidad y la sensación de poder que la acompañaba, pero luego siempre se preguntaba si sabría llevar bien el politiqueo, en especial la maldita corrección política insidiosa que obligaba a los jefes a doblegarse ante muchas más cosas que los rangos.

La subdirectora podía ser tu mejor amiga un día y tu peor enemiga al siguiente. Ahora, delante de su mesa, a Grace le pareció que hacía mucho tiempo que sólo era lo último, acostumbrado al hecho de que rara vez invitaba a las visitas a sentarse para acortar las reuniones e ir al grano.

Hoy esperaba con todas sus fuerzas que no le invitara a sentarse. Quería transmitirle su enfado de pie, con la ventaja de la altura.

Vosper no le decepcionó.

– ¿Sí, Roy? -le dijo mientras le lanzaba una mirada fría y severa.

Y Grace notó que temblaba, como si estuviera en el colegio y le hubieran llamado al despacho del director.

La subdirectora Alison Vosper, de cuarenta y pocos años, rubia, pelo corto y escaso, con un peinado conservador y rostro duro pero atractivo, no estaba nada contenta esta mañana. Llevaba un traje chaqueta azul oscuro y camisa blanca recién planchada y estaba sentada detrás de su cara mesa de palisandro bien ordenada con cara de enfado.

Grace siempre se había preguntado cómo sus superiores podían tener sus despachos -y sus mesas- tan ordenados. Durante toda su carrera, los espacios donde había trabajado habían sido vertederos: depósitos de expedientes desparramados, cartas por contestar, bolígrafos perdidos, facturas de viajes y bandejas de salida que habían perdido hacía tiempo la lucha por seguir el ritmo a las bandejas de entrada. Llegar a la cima, había decidido en su día, requería cierta habilidad para gestionar el papeleo y él carecía de ese gen.

Se rumoreaba que Alison Vosper había sido operada de cáncer de mama hacía tres años. Pero Grace sabía que no pasaría de eso, de ser un simple rumor, porque la subdirectora había construido una muralla a su alrededor. Sin embargo, debajo de su caparazón de policía dura había cierta vulnerabilidad con la que Grace conectaba. Había que reconocer que no era nada fea y que a veces esos ojos marrones irascibles brillaban con humor y casi le parecía que coqueteaba con él. No era el caso esta mañana.

– Gracias por recibirme, señora.

– Tengo cinco minutos literalmente.

– De acuerdo.

«Mierda.» Su confianza ya empezaba a desmoronarse.

– Quería hablarle sobre Cassian Pewe.

– ¿El comisario Cassian Pewe? -dijo ella, como si quisiera recordarle sutilmente el rango que ostentaba el hombre.

Grace asintió.

Vosper abrió los brazos de manera efusiva.

– ¿Sí?

La subdirectora tenía las muñecas finas y las uñas perfectamente arregladas. Por alguna razón, sus manos parecían un poco más viejas y más maduras que el resto de ella. Y como si quisiera demostrar que aunque la policía ya no era un mundo exclusivamente masculino todavía había un dominio considerable de los hombres, llevaba un reloj de pulsera grande y llamativo.

– La cuestión es… -Grace dudó, las palabras que planeaba decir se agolpaban dentro de su cabeza.

– ¿Sí?-Vosper parecía impaciente.

– Bueno… Es un tipo listo.

– Es un tipo muy listo.

– Por supuesto. -Roy se esforzaba por sostenerle la mirada-. La cuestión es… Me llamó el sábado por la Operación Dingo. Dijo que usted le había sugerido que me llamara… Que tal vez necesitaba que me echaran una mano.

– Correcto. -Bebió delicadamente un sorbo de agua de un vaso de cristal que tenía sobre la mesa.

– No estoy seguro de que sea la mejor forma de utilizar nuestros recursos -dijo luchando contra su mirada penetrante.

– Creo que soy yo quien debe juzgar eso -respondió Vosper.

– Bueno, por supuesto, pero…

– ¿Pero?

– Se trata de un caso lento. Ese esqueleto lleva allí de diez a quince años.

– ¿Y ya lo has identificado?

– No, pero tengo buenas pistas. Mañana espero tener novedades con los historiales dentales.

Vosper enroscó la tapa de la botella y la dejó en el suelo. Luego puso los codos sobre la mesa brillante de palisandro y entrelazó los dedos. Grace olió su perfume. Era distinto de la última vez que estuvo aquí, hacía sólo unas semanas; con más almizcle, más sexy. En sus fantasías más salvajes se había preguntado cómo sería hacer el amor con esta mujer. Imaginaba que llevaría el control, todo el tiempo, y que tendría la misma facilidad para excitar a un hombre que para conseguir que su pene temblara de terror.

– Roy, ¿sabes que la Policía Metropolitana ha sido uno de los primeros cuerpos del Reino Unido en empezar a eliminar la burocracia en las detenciones? ¿Que ha contratado a civiles para fichar a los delincuentes para que los agentes de policía no tengan que dedicar de dos a cuatro horas a rellenar papeles por cada persona que detienen?

– Sí, ya lo había oído.

– Es el cuerpo de policía más importante e innovador del Reino Unido. ¿No crees que podemos aprender algo de Cassian?

Grace se fijó en que utilizaba el nombre de pila del comisario.

– Estoy seguro de que sí… No lo dudo.

– ¿Has pensado en tu historial de evolución personal, Roy?

– ¿Mi historial?

– Sí. ¿Cómo evalúas tu rendimiento?

Grace se encogió de hombros.

– Sin ánimo de echarme flores, creo que he rendido bien. Hemos obtenido una cadena perpetua para Suresh Hossain, hemos resuelto con éxito casos graves, tenemos a dos criminales importantes a la espera de juicio y hemos realizado avances reales en varios casos abiertos.

Vosper se quedó mirándolo unos instantes en silencio, luego preguntó:

– ¿Qué entiendes tú por éxito?

Grace eligió con cuidado sus palabras, consciente de lo que podría suceder a continuación.

– Atrapar a delincuentes, asegurar los cargos contra ellos para la fiscalía y obtener condenas.

– ¿Atrapar delincuentes independientemente del coste o el peligro que entrañe para los ciudadanos o para tus hombres?

– Hay que valorar todos los riesgos por adelantado, cuando es factible. En el calor del momento no siempre lo es, usted lo sabe. Habrá vivido situaciones en las que hay que tomar decisiones rápidas.

Vosper asintió con la cabeza y se quedó callada unos momentos.

– Bueno, me parece genial, Roy. Estoy segura de que pensar así te ayuda a dormir por las noches.

Entonces, se quedó callada otra vez, sacudiendo la cabeza de un modo que a Roy no le gustó en absoluto.

Grace oyó que un teléfono sonaba en la distancia, en otro despacho, sin que nadie lo cogiera. Entonces el móvil de Alison Vosper pitó y recibió un mensaje. La subdirectora lo cogió, lo miró y volvió a dejarlo sobre la mesa.

– Yo lo veo de forma distinta, Roy. Y la autoridad independiente de quejas de la policía también. ¿De acuerdo?

Grace se encogió de hombros.

– ¿Cómo lo ves? -Ya conocía algunas de las respuestas.

– Analicemos las tres operaciones importantes que has dirigido durante los últimos meses. La Operación Salsa. Durante una persecución de la que te encargaste personalmente, un anciano fue secuestrado y resultó herido. Dos sospechosos murieron en un accidente de coche, y tú ibas justo detrás en el coche que los perseguía. En la Operación Ruiseñor, uno de tus agentes recibió un disparo y otro resultó gravemente herido en una persecución, que también terminó en un accidente y que provocó lesiones graves a un policía que no estaba de servicio.

Ese policía era Cassian Pewe, y ello supuso que su incorporación al cuerpo se retrasara varios meses.

Vosper siguió.

– Provocaste un accidente de helicóptero y que un edificio quedara reducido a cenizas, y hubo que identificar tres cuerpos. Y en la Operación Camaleón permitiste que tu sospechoso fuera perseguido por una vía de tren, donde resultó mutilado. ¿Estás orgulloso de todo esto? ¿No crees que tus métodos podrían mejorar?

En realidad, pensó Roy Grace, sí estaba orgulloso. Sumamente orgulloso de todo menos de las lesiones que habían sufrido sus hombres, por las que siempre iba a culparse. Tal vez Vosper no conociera verdaderamente los antecedentes, o prefiriera ignorarlos.

Grace fue cauteloso en su respuesta.

– Cuando se analiza una operación a posteriori, siempre se ven cosas que se podría haber mejorado.

– Exacto -dijo ella-. Y el comisario Pewe está aquí para eso. Para aportar su experiencia con el mejor cuerpo de policía del Reino Unido.

Le habría gustado responder: «En realidad, se equivoca. El tío es un capullo integral». Pero aquella sensación de que Alison Vosper tenía otros planes para ese hombre se había reforzado. Tal vez sí estuviera tirándoselo; era improbable, estaba claro, pero había algo entre ellos: Pewe la tenía embobada. Fuera lo que fuese, era evidente que en estos momentos él no era el preferido de la profesora.

Así que, en una de esas raras ocasiones en su carrera, decidió ajustarse a la política.

– Perfecto -dijo-. Gracias por aclarármelo. Ha sido de gran ayuda.

– Bien -dijo Vosper.

Grace se marchó del despacho absorto en sus pensamientos. Durante los últimos cinco años Sussex House había trabajado con cuatro investigadores jefe. El sistema funcionaba bien, no necesitaban más. Ahora había cinco, en un momento en que andaban escasos de personal en rangos inferiores y se excedían del presupuesto. Vosper y sus compañeros no tardarían demasiado tiempo en reducir el número otra vez a cuatro. Y no había premio por adivinar a quién despedirían; o mejor, a quién trasladarían al quinto pino.

Necesitaba un plan. Algo que provocara que Cassian Pewe se cavara su propia tumba.

Y no tenía ninguno.

39

Octubre de 2007

Habría matado por un latte del Starbucks, o cualquier otro café recién molido, pero no se atrevía a dejar su puesto de observación. El edificio de Abby sólo tenía una salida, usara el ascensor o la escalera de incendios, y era la puerta que estaba vigilando. No iba a arriesgarse. Llevaba encerrada demasiado tiempo, mucho más de lo normal, y tenía la sensación de que estaba tramando algo.

Encontrarla ya había sido bastante difícil, y caro. Sólo había tenido un punto de suerte a su favor: un viejo amigo en el lugar adecuado.

Bueno, en realidad en el lugar equivocado, porque Donny Winters estaba en la cárcel por usurpación de identidad y fraude, pero se trataba de la prisión Ford Open, que tenía un horario de visitas razonable y se encontraba a menos de una hora en coche de allí. Había sido arriesgado ir a verle y le había salido caro, por los sobornos que Donny dijo que debía pagar.

Su presentimiento fue cierto, por supuesto: todas las mujeres llamaban a sus madres. Y la madre de Abby estaba enferma. Ella creyó que estaría a salvo por llamar desde un móvil de tarjeta con el número oculto. Zorra estúpida.

Zorra estúpida y codiciosa.

Sonrió al mirar el Intercept GSM 3060 que descansaba en una caja de madera delante de él. Si te hallabas en el área de alcance del móvil que realizaba la llamada o del móvil que la recibía, podías escuchar la conversación y, lo que resultaba muy útil, ver el número de la persona que telefoneaba, aunque estuviera oculto, y del receptor, independientemente de si era una línea de móvil o de fijo. Pero ella no lo sabía, por supuesto.

Había acampado en un coche de alquiler cerca del piso de su madre en Eastbourne y esperado a que Abby la llamara. No tuvo que esperar demasiado. Después, Donny sólo necesitó hacer una llamada a un tipo corrupto que trabajaba en un equipo de instalación de repetidores de telefonía móvil. En dos días logró establecer la ubicación de la antena que había recogido las señales del teléfono de Abby.

Averiguó que los repetidores de telefonía móvil en ciudades densamente pobladas rara vez estaban separados por más de unos cientos de metros de distancia y a menudo incluso menos. Y Donny le había explicado que, además de recibir y transmitir llamadas, las antenas actuaban de radiofaros. Incluso en espera, un móvil está en contacto con el repetidor más cercano, transmitiendo constantemente una señal y recibiendo otra.

La pauta de señales del teléfono de Abby mostraba que apenas salía del ámbito de un radiofaro en concreto, una macrocélula de Vodafone colocada en el cruce de Eastern Road y Boundary Road en Kemp Town.

Se encontraba a poca distancia de Marine Parade, que se extendía del Palace Pier hasta el club náutico, adornada en un lado por algunas de las fachadas de la Regencia más elegantes de la ciudad y por el otro por un paseo marítimo con una barandilla y vistas de toda la playa y del Canal de la Mancha. Justo detrás de Marine Parade había un laberinto de calles, la mayoría residenciales, casi todas con una mezcla de pisos, hoteles baratos y hostales.

Recordó lo mucho que le gustaba a Abby mirar el océano desde el piso de él y se imaginó que ahora viviría cerca del mar. Y casi sin ningún género de dudas, tendría vistas en él, lo que facilitó mucho el trabajo de identificar el grupo de calles en que debía de residir. Lo único que tenía que hacer era patrullar por allí, disfrazado, con la esperanza de que apareciera, algo que ocurrió tres días después. La vio entrar en un kiosco de Eastern Road y luego la siguió hasta la puerta de su casa.

Tuvo la tentación de agarrarla allí mismo, pero era demasiado arriesgado; había gente alrededor. Lo único que Abby tenía que hacer era gritar y el juego habría terminado. Ése era el problema. Ése era el poder que tenía sobre él, y ella lo sabía.

Ahora la lluvia todavía caía con más intensidad, repiqueteando ruidosamente, resonando a su alrededor. Sería agradable tener servicio de habitaciones en un día como éste, pensó. Pero, bueno, ¡no se podía tener todo! En todo caso, no sin tener un poco de paciencia.

De niño solía ir a pescar con su padre. Como a él, siempre le habían gustado los cacharros, así que compró uno de los primeros señuelos electrónicos que hubo. Con el primer golpe de un pez, al tirar del señuelo, se activaba un pitido corto y agudo en el pequeño transmisor situado en el suelo junto a sus sillas plegables.

Se parecía al pitido que oyó ahora en su sistema de intercepción, mientras pasaba los páginas del Daily Mail: un pitido claro, penetrante, agudo, seguido de otro.

La zorra estaba llamando a alguien.

40

Octubre de 2007

– Gracias por llamar a Global Express -dijo la voz pregrabada-. Por favor, pulse cualquier tecla para continuar. Gracias. Para comprobar el estado de su entrega, por favor, pulse 1. Para solicitar la recogida de un paquete, pulse 2. Si es usted un cliente con cuenta y quiere solicitar la recogida de un paquete, pulse 3. Si es usted un cliente nuevo y quiere solicitar la recogida de un paquete, pulse 4. Para cualquier otra consulta, pulse 5.

Abby pulsó el 4.

– Para entregas dentro del Reino Unido, por favor, pulse 1. Para entregas al extranjero, pulse 2.

Pulsó el 1.

Hubo un silencio breve. Detestaba estos sistemas automáticos. Entonces oyó un par de clics seguidos de una voz de hombre joven.

– Global Express, le atiende Jonathan. ¿En qué puedo ayudarle?

Por la voz, Jonathan parecía más apto para trabajar ayudando a jovencitos a probarse pantalones en una sastrería.

– Hola, Jonathan -dijo Abby-. Tengo un envío.

– Ningún problema. ¿Tamaño carta? ¿Tamaño paquete? ¿Mayor?

– Un sobre tamaño DIN-A4 de un par de centímetros de grosor -contestó.

– Ningún problema -le aseguró Jonathan-. ¿Y adónde quiere mandarlo?

– A una dirección a las afueras de Brighton -dijo.

– Ningún problema. ¿Adónde iríamos a recogerlo?

– A Brighton -dijo Abby-. Bueno, a Kemp Town, en realidad.

– Ningún problema.

– ¿Cuándo pueden pasar a recogerlo? -preguntó.

– En su zona… un momento… Lo recogeríamos de cuatro a siete.

– ¿No puede ser antes?

– Ningún problema, pero hay un recargo.

Abby pensó deprisa. Si continuaba el mal tiempo, a las cinco ya habría oscurecido bastante. ¿Sería una ventaja o un inconveniente?

– ¿Enviarán una moto o una furgoneta? -preguntó.

– Si es de noche será una furgoneta -contestó Jonathan.

Su mente estaba corrigiendo el plan.

– ¿Es posible pedirles que no pasen antes de las cinco y media?

– ¿Que no pasen antes de las cinco y media? Déjeme ver.

Hubo unos momentos de silencio. Abby se esforzaba mucho en pensar con claridad. Había muchas variables. Se oyó un clic y Jonathan volvió con ella.

– Ningún problema.

41

Septiembre de 2007

«Oh, sí, qué maravilloso sería no estar aquí un lunes por la mañana», pensó el sargento jefe George Fletcher. Ya era suficientemente malo tener una resaca atroz un lunes por la mañana. Pero estar aquí, en el Departamento de Patología Forense del Instituto de Medicina Forense de Victoria, la agravaba sobremanera. Y odiaba toda esa gilipollez de la jerga moderna. Era el depósito de cadáveres, por el amor de Dios, el lugar donde los cadáveres morían todavía más. Era el último sitio antes del cementerio donde tu nombre aparecería escrito en el registro de entrada.

Y en estos momentos estaba agrediéndole un sonido chirriante, quejumbroso, que sacudía todos los átomos de su cuerpo en la sala abarrotada, observando cómo el cuerpo de la «mujer sin identificar» pasaba despacio por el arco en forma de donut del escáner.

Nadie la había tocado desde que la sacaron ayer del maletero del coche, cuando la habían metido en una bolsa y traído aquí, donde había pasado la noche en una nevera. El olor era desagradable, un hedor empalagoso a desagüe y una peste penetrante y agria que le recordó a las plantas acuáticas. No sólo tenía que luchar contra el ruido machacón en su cerebro, sino contra las arcadas que notaba en el estómago. La piel de la mujer tenía un aspecto jabonoso e hinchado, con grandes zonas de vetas negras. Su pelo, que seguramente había sido rubio y que seguía siendo claro, estaba apelmazado y tenía insectos, trozos de papel y lo que parecía un pedazo de fieltro. Resultaba difícil distinguir los rasgos de su cara, puesto que las partes que no estaban descompuestas estaban mordisqueadas. El patólogo calculó que tendría unos treinta y cinco años aproximadamente.

George llevaba una bata verde encima de la camisa blanca, la corbata y los pantalones del traje y botas de goma blancas, como su compañero, el sargento Troy Burg, que estaba a su lado. Delgado, de pelo áspero y actitud irritable, Barry Manx, el técnico forense jefe, manejaba la máquina, y el patólogo recorría con la mirada el cuerpo de la mujer arriba y abajo, leyéndolo como si fueran las páginas de un libro.

Era un proceso rutinario escanear todos los cuerpos que entraban aquí para practicarles la autopsia. Principalmente se buscaban señales de enfermedades infecciosas, antes de abrirlos.

A la «mujer sin identificar» le faltaba carne en varios lugares. Sus labios habían desaparecido parcialmente, igual que una oreja, y se veían los huesos de los dedos de la mano izquierda. Aunque había estado encerrada en el maletero de un coche, gran cantidad de flora y fauna acuática había logrado entrar en él y se había dado un buen festín con sus restos.

George se había dado un buen festín ayer con su mujer, Janet, con la cena que había preparado él. Unos meses atrás se había apuntado a un curso de cocina en un centro de formación profesional de Geelong. Anoche había preparado langostas zapatilla fritas seguidas de entrecot de ternera marinado con ajo y, para terminar, panacota de kiwi. Y acompañado con…

Gruñó, en silencio, al recordarlo.

Demasiado zinfandel de Margaret River.

Y ahora todo volvía para fastidiarle.

Le iría bien un poco de agua y un café solo bien fuerte, pensó mientras seguía a Burg por un pasillo brillante, inmaculado y sin ventanas.

La sala de autopsias no era su lugar preferido en ningún momento de ningún día y menos con resaca. Era un sitio grande y tenebroso que parecía un cruce entre un quirófano y una fábrica. El techo era de aluminio con conductos de aire enormes y luces empotradas, mientras que un bosque de cables salía de las paredes con focos y tomas de corriente que podían dirigirse hacia cualquier parte del cuerpo que estuviera inspeccionándose. El suelo era azul oscuro, como si se intentara dar un poco de alegría al lugar, y en cada lado había superficies de trabajo, carritos con instrumentos quirúrgicos, cubos de basura rojos con bolsas amarillas y mangueras.

Aquí se procesaban cinco mil cadáveres al año.

Se metió dos cápsulas de paracetamol en la boca y se las tragó con dificultad con su propia saliva. Un fotógrafo forense estaba sacando fotos del cadáver y un policía retirado que George conocía desde hacía años, y que ahora era el agente del forense asignado a este caso, estaba en el otro extremo de la sala, junto a una mesa, hojeando el breve dossier que se había elaborado y que incluía fotografías tomadas ayer en el río.

El patólogo trabajaba deprisa, deteniéndose cada pocos minutos para dictar a su grabadora. A medida que transcurría la mañana, George, cuya presencia aquí, junto con la de Troy, era casi innecesaria, pasó la mayor parte del tiempo en un rincón tranquilo de la sala, trabajando a través del móvil, reuniendo a su equipo de investigación y asignando tareas a cada uno de sus hombres. También aprovechó para preparar la primera rueda de prensa, que estaba retrasando al máximo con la esperanza de obtener alguna información positiva del patólogo que pudiera divulgar.

Sus dos prioridades en estos momentos eran la identidad de la mujer y la causa de su muerte. Normalmente, la broma de mal gusto que hizo Troy sobre que quizás había intentado reproducir uno de los trucos de Harry Houdini o David Blaine le habría arrancado una sonrisa, pero hoy no.

El patólogo señaló a George que el hueso hioides estaba roto, lo que era una señal de estrangulamiento. Pero los ojos estaban tan deteriorados que no podían aportar las pruebas que habrían obtenido de la hemorragia petequial, y los pulmones estaban demasiado descompuestos para proporcionar alguna pista sobre si ya estaba muerta cuando el coche cayó al río.

La piel de la mujer no estaba en buen estado. La inmersión prolongada en el agua provocaba que se degradaran no sólo todos los tejidos blandos y el pelo, sino, lo que era más importante, el ADN nuclear -monocelular- que podía obtenerse de ellos. Si la degradación era severa tendrían que confiar en el ADN de los huesos de la mujer, que proporcionaba un resultado mucho menos seguro.

Cuando no hablaba por teléfono, George se apoyaba en la pared sin hacer ruido, deseando con todas sus fuerzas sentarse y cerrar los ojos unos minutos. Empezaba a pesarle la edad. El mantenimiento de la ley y el orden era un juego de jóvenes, había pensado en más de una ocasión últimamente. Aún le quedaban tres años para recoger la pensión y, aunque todavía disfrutaba de su trabajo, la mayor parte del tiempo deseaba no tener que dejar el móvil encendido día y noche y preocuparse por si lo mandaban a un hallazgo macabro en pleno descanso dominical.

– ¡George!

Troy le estaba llamando.

Se acercó a la mesa sobre la que descansaba la mujer. El patólogo sostenía algo con los fórceps. Parecía una medusa porosa, traslúcida y sin tentáculos.

– Implantes mamarios -dijo el patólogo-. Se había operado las tetas.

– ¿Una reconstrucción por cáncer de mama? -preguntó George. Una amiga de Janet había sufrido una mastectomía recientemente y conocía un poco el tema.

– No, sólo unas tetas más grandes -contestó el patólogo-. Lo cual es una buena noticia para nosotros. -George frunció el ceño-. Todos los implantes mamarios de silicona llevan inscrita la identificación del fabricante -explicó-. Y cada uno de ellos tiene un número de serie que se guarda en el registro del hospital junto al nombre de la receptora. -Acercó un poco más el implante a George, hasta que éste pudo ver una fila minúscula de números grabados-. Esto nos llevará al fabricante. Averiguar la identidad de la mujer debería ser coser y cantar.

George retomó sus llamadas. Hizo una rápida a Janet para decirle que la quería. La había llamado siempre, al menos una vez al día, desde el trabajo, desde casi su primera cita. Y lo decía en serio. La seguía queriendo igual después de todos aquellos años. Estaba de mejor humor gracias al descubrimiento del patólogo. El paracetamol comenzaba a hacerle efecto. Incluso empezaba a pensar en el almuerzo.

Entonces, de repente, el patólogo lo llamó:

– George, ¡esto podría ser importante!

Corrió hacia la mesa.

– Las paredes del útero son gruesas -dijo el patólogo-.

Con un cuerpo que lleva sumergido tanto tiempo, el útero es una de las partes que se degrada más lentamente. ¡Y acabamos de tener mucha suerte!

– ¿Sí? -dijo George.

El patólogo asintió con la cabeza.

– ¡Ahora sí podremos obtener el ADN! -Señaló la tabla de disección que descansaba, en sus patas de acero, sobre los restos de la mujer muerta.

Encima había un revoltijo de fluidos corporales. En el medio había un órgano interno color crema, como una salchicha en forma de U que había sido abierto. George no supo identificarlo. Pero fue el objeto que estaba en el centro lo que llamó su atención al instante. Por un momento pensó que era una gamba no digerida en el intestino de la mujer. Pero luego, al examinarlo con más detenimiento, se dio cuenta de lo que era.

Y perdió el apetito.

42

Octubre de 2007

La primera señal, y la más bien recibida, de que se había producido un cambio de régimen en Sussex House era que ahora los jefes del Departamento de Investigación Criminal tenían plaza de aparcamiento propia, y en la mejor ubicación, justo delante del edificio. Lo que significaba que Roy Grace ya no tenía que dar vueltas con el coche para encontrar sitio donde aparcar en la calle, o dejarlo furtivamente en el aparcamiento del supermercado ASDA de enfrente, como la mayoría de sus compañeros, y luego regresar bajo la maldita lluvia, o tomar el atajo embarrado a través de los arbustos y después, desafiando a la muerte, saltar desde un muro de ladrillo.

Situado en una colina que antes había sido campo abierto, a una distancia prudente de Brighton y Hove, el edificio con reminiscencias artdéco había sido construido originariamente como hospital para enfermedades infecciosas. Había pasado por distintos usos antes de albergar el Departamento de Investigación Criminal y en algún momento de su historia el crecimiento descontrolado de la ciudad había llegado hasta allí. Ahora se asentaba incongruentemente en un polígono industrial, justo delante del ASDA, que funcionaba como cantina no oficial, pero práctica, y aparcamiento extra del edificio.

Desde la salida reciente del afable pero laxo inspector jefe Gary Weston, que había sido ascendido a subdirector en los Midlands, Jack Skerritt, un tipo duro, serio y fumador de pipa, estaba haciendo notar su presencia en la central. Skerritt, ex director de la policía local de Brighton y Hove, de 52 años, combinaba la severidad de la vieja escuela con ideas modernas y era uno de los policías más queridos y respetados del cuerpo.

Recuperar estas reuniones semanales era, de momento, su innovación más importante.

Otro cambio perceptible al instante, meditó Grace mientras entraba por la puerta y saludaba alegremente a los dos guardias de seguridad, era que Skerritt había impuesto un sello de modernidad en la escalera de entrada. Habían mandado a un museo la exposición de porras antiguas. Ahora, las paredes color crema estaban recién pintadas y había un tablón de fieltro azul ancho y nuevo con las fotografías de todos los jefes que dirigían la central del Departamento de Investigación Criminal.

El lugar más destacado lo ocupaba la foto del propio Jack Skerritt. Era un hombre delgado de mandíbula cuadrada, atractivo, con un aire ligeramente anticuado de galán de Hollywood. Tenía una expresión severa, el pelo castaño y repeinado, y llevaba un traje oscuro y una corbata a cuadros de colores apagados. Irradiaba una presencia imponente que parecía decir: «No me jodas y seré justo contigo». Y, de hecho, ésa era la esencia del hombre.

Grace lo respetaba y admiraba. Era el tipo de policía que le gustaría ser. A tres años de jubilarse, Skerritt pasaba de la corrección política y tampoco le preocupaban las directrices de sus superiores. Consideraba que su papel era transformar las calles, los hogares y los negocios de Sussex en lugares seguros para ciudadanos respetuosos con la ley, y cómo lo hiciera era cosa suya. Durante sus dos últimos años como director de la policía local de Brighton y Hove, antes de asumir su cargo aquí, había tenido un impacto importante en los niveles de delincuencia de la ciudad.

En lo alto de las escaleras había un descansillo ancho y enmoquetado, con una planta de plástico que tenía pinta de recibir hormonas del crecimiento y una maceta con una palmera que parecía más adecuada para un hospicio.

Grace acercó su tarjeta al lector de la puerta de seguridad y entró en el ambiente enrarecido del centro de mando. Esta primera sección era una zona abierta y grande, con una alfombra naranja en el centro y mesas a cada lado para el personal de apoyo.

Los jefes de departamento tenían despacho propio. Una de las puertas estaba abierta y Grace y su amigo Brian Cook, el director del área de apoyo científico, que estaba de pie terminando una llamada, se saludaron con la cabeza. Luego pasó deprisa por delante del despacho grande y acristalado de Jack Skerritt porque quería hablar un momento con Eleanor Hodgson, su asistente de apoyo a la gestión, como se llamaba ahora a las secretarias en este mundo de locos de la corrección política.

Los pósteres ocupaban todas las paredes. Uno grande, rojo y naranja, destacaba sobre el resto:

Delata a los delincuentes

Los traficantes de drogas destrozan vidas

Di a la policía quiénes son

Pasó deprisa por delante de su despacho y de otro póster que decía Comisario Gaynor Allen, área de operaciones e inteligencia y se dirigió a donde estaba sentada Eleanor.

Era una zona abarrotada de mesas llenas de bandejas de entrada rojas y negras desbordadas y teclados, teléfonos, carpetas, blocs de notas y post-it. Algún bromista había pegado una L de conductor novato en la parte trasera de una pantalla plana de ordenador.

La de Eleanor era la única mesa ordenada. Era una mujer de mediana edad, remilgada, silenciosamente eficaz aunque nerviosa, de pelo negro y pulcro y rostro insulso, un poco anticuado, que se encargaba de gran parte de la vida de Roy Grace. Mientras se acercaba a ella vio que parecía exaltada, como si el comisario fuera a gritarle por alguna cagada, aunque no le había alzado la voz ni una sola vez en los dieciocho meses que llevaba trabajando para él. La mujer era así, simplemente.

Grace le pidió que llamara al Thistle Hotel para comprobar el tamaño de las mesas para la cena de diciembre del club de rugby y repasó rápidamente algunos e-mails urgentes que ella le sugirió; luego, tras mirar la hora y ver que pasaban dos minutos de las diez y media, entró en los dominios amplios e imponentes de Skerritt. Igual que su propio despacho -le habían trasladado hacía poco de una zona del edificio a otra-, daba a la carretera del ASDA. Pero ahí acababan las similitudes. Mientras que él sólo tenía espacio para un escritorio y una mesa redonda pequeña, la amplia sala de Skerritt alojaba, además de su escritorio grande, una mesa de reuniones rectangular.

Aquí también se habían producido cambios. Habían desaparecido las fotografías enmarcadas de caballos de carreras y galgos que dominaban las paredes en los tiempos de Gary Weston y que demostraban sus prioridades en la vida. Los había sustituido una sola fotografía enmarcada de dos chicos adolescentes y varias de labradores y cachorros. Los criaba la mujer de Skerritt, pero también eran la pasión del jefe de policía durante aquellos raros momentos que no pasaba en el trabajo.

Skerritt olía levemente a humo de tabaco de pipa, igual que Norman Potting. A Grace el olor de Potting le parecía nocivo, pero el de Skerritt le gustaba. Le sentaba bien, realzaba su imagen de hombre duro.

Consternado, vio a Cassian Pewe sentado a la mesa, junto con el resto de investigadores jefe y otros policías de rango superior del equipo de mando. Imaginaba que el tabaco nunca había pasado por los labios de Cassian Pewe.

El nuevo comisario lo saludó con una sonrisa de reptil y un meloso:

– Hola, Roy, me alegro de verte. -Extendió su mano húmeda. Roy la estrechó tan brevemente como pudo, luego ocupó el único sitio libre, disculpándose por llegar tarde ante Skerritt, que era un maniático de la puntualidad.

– Muchas gracias por venir, Roy -dijo el inspector jefe.

Tenía una voz fuerte, neutra, que siempre sonaba sarcástica, como si hubiera pasado tanto tiempo de su vida interrogando a sospechosos mentirosos que se le hubiera pegado para siempre. Roy no sabía decir si ahora estaba siendo sarcástico o no.

– Bien -prosiguió Skerritt-. El tema de hoy.

Se sentó muy erguido, con una postura elegante y segura de sí misma. Transmitía un aire de indestructibilidad física, como si le hubieran tallado de un bloque de granito. Leyó un programa impreso que tenía delante. Alguien le pasó una copia a Roy y él la revisó. Lo mismo de siempre.

El acta de la reunión anterior.

El informe anual sobre accidentes de tráfico.

Los retos para 2010; un déficit de 8-10 millones de libras.

Unir fuerzas; puesta al día sobre la fusión de los cuerpos policiales de Sussex y Surrey…

Skerritt repasó a buen ritmo todos los puntos con el grupo reunido. Cuando llegaron a «Actualización de operaciones», Roy los puso al corriente sobre la Operación Dingo. No disponía de demasiadas novedades a estas alturas, pero les dijo que tenía la esperanza de conocer pronto la identidad de la mujer gracias a los historiales dentales.

Cuando Skerritt llegó al punto «Otros asuntos», se volvió de repente hacia Grace.

– Roy, voy a realizar algunos cambios en el equipo.

Por un momento, a Grace se le cayó el alma a los pies. ¿Por fin empezaba a dar resultados la conspiración Vosper-Pewe?

– Voy a asignarte el Departamento de Delitos Graves -dijo Skerritt.

Grace apenas podía creer lo que acababa de oír y, de hecho, se preguntó si había escuchado o entendido mal.

– ¿Delitos graves?

– Sí, Roy, lo he estado pensando. -Se señaló la cabeza-. Soy un cerebrito, ya sabes. Mantendrás las funciones de investigador jefe, pero quiero que dirijas el Departamento de Delitos Graves. Serás mi número dos, y dirigirás el Departamento de Investigación Criminal cuando yo no esté.

¡Estaba ascendiéndole!

Por el rabillo del ojo vio a Cassian Pewe, y parecía como si acabara de morder un limón.

Grace sabía que aunque seguiría ostentando el mismo cargo, sustituir a Jack en su ausencia y dirigir la central del Departamento de Investigación Criminal de vez en cuando era un gran paso.

– Gracias, Jack. Yo… Estoy encantado. -Luego dudó-. ¿Alison Vosper está de acuerdo?

– Yo me encargo de Alison -contestó Skerritt quitándole importancia al asunto. Entonces se volvió hacia Pewe-. Cassian, bienvenido a nuestro equipo. Roy va a estar ocupadísimo con el trabajo extra, así que me gustaría que comenzaras encargándote de los casos sin resolver, lo que significa que tendrás que informar a Roy.

A Grace le costó trabajo reprimir una sonrisa. El rostro de Cassian Pewe era un poema. O mejor, uno de esos mapas del tiempo de televisión con símbolos de lluvia y nubarrones y ni un solo rayo de sol a la vista. Incluso su bronceado eterno pareció desaparecer de repente.

La reunión terminó a la hora prevista, las 11.30 en punto. Cuando Grace se marchaba, Cassian Pewe lo detuvo en la puerta.

– Roy -dijo-. Alison cree que podría ser buena idea que hoy fuera contigo a la rueda de prensa y la reunión informativa de la tarde. Para ir ganando confianza, por así decirlo. Para ir viendo cómo hacéis las cosas por aquí. ¿Te sigue pareciendo bien, en vista de lo que Jack me acaba de ordenar que haga?

«No -pensó Grace-. No me parece nada bien.» Pero se calló.

– Bueno -dijo-. Creo que tal vez emplearías mejor tu tiempo familiarizándote con mis investigaciones. Te enseñaré los expedientes de los casos sin resolver y podrás empezar.

Y luego dedicó unos momentos a pensar en lo agradable que sería clavarle alfileres calientes a Pewe en los testículos.

Pero por la cara que puso Cassian, parecía que Jack Skerritt ya se había encargado de hacerlo.

43

Octubre de 2007

Grace no alargó la rueda de prensa informativa. Había comenzado la temporada de congresos de los partidos políticos y muchos periodistas, aunque no les interesara directamente la política, estaban en Blackpool con los tories, que en estos momentos, al parecer, proporcionaban titulares más suculentos que un esqueleto en una alcantarilla, al menos para los periódicos nacionales.

Pero la «Mujer desconocida» era una buena historia local, en particular porque los restos óseos habían sido hallados debajo de uno de los mayores proyectos inmobiliarios jamás emprendido en la ciudad y olía a historia del pasado e historia en construcción. Estaban estableciéndose analogías con los Asesinatos del baúl de Brighton, dos sucesos acontecidos en 1934 donde se hallaron cuerpos descuartizados dentro de baúles, lo que provocó que la ciudad se ganara el sobrenombre ingrato de «Capital inglesa del crimen».

Habían aparecido un equipo de la división local de la BBC y también uno de la Southern Counties Radio, además de un joven con una cámara de vídeo de un canal de televisión por internet nuevo de Brighton, Absolute Television, un par de corresponsales de periódicos de Londres que Grace conocía, un reportero del Sussex Express y, por supuesto, Kevin Spinella, del Argus.

Aunque Spinella le sacaba de quicio, Grace empezaba a respetar al joven periodista, a regañadientes, eso sí. Veía que trabajaba duro, como él, y tras coincidir en un caso anterior y cumplir su promesa de no desvelar una información importante, demostró ser un periodista con el que la policía podía tratar. Algunos agentes creían que toda la prensa estaba llena de alimañas, pero Grace no pensaba así. Casi todos los delitos graves se basaban en aportaciones de testigos, en ciudadanos que hablaban, en estimular la memoria de la gente. Si sabías manejar bien a la prensa, podías conseguir que trabajara bastante para ti.

Como esta mañana tenía poca información, Grace se concentró en transmitir algunos mensajes clave: la edad y la descripción que podían proporcionar de la mujer y un cálculo de los años que podía llevar en ese desagüe, con la esperanza de que un miembro de la familia o un amigo pudiera dar detalles de una persona desaparecida en esa época.

Grace había añadido que no conocían la causa de la muerte, pero que el estrangulamiento era una posibilidad y que el autor del asesinato seguramente conocía bien Brighton y Hove.

Cuando salió de la sala de prensa, poco antes de las 12.30, oyó que lo llamaban.

Para su fastidio, Kevin Spinella se había acostumbrado a abordarle después de las ruedas de prensa, arrinconándole en el pasillo, alejados de los otros periodistas para que no pudieran escucharles.

– Comisario Grace, ¿podríamos hablar un momento?

Por un instante, Roy se preguntó si quizá Spinella se había enterado de su ascenso. Tendría que ser imposible que lo hubiera averiguado tan deprisa, pero ya llevaba un tiempo sospechando que contaba con un informador dentro de la policía de Sussex. Siempre parecía conocer cualquier incidente antes que nadie. Roy estaba resuelto a llegar al fondo de la cuestión en algún momento, pero no era nada fácil. Cuando empezabas a escarbar, te arriesgabas a que muchos de tus compañeros se distanciaran de ti.

El joven reportero, vestido como siempre con traje, camisa y corbata, estaba más elegante y arreglado que el sábado por la mañana en el solar, empapado por culpa de la lluvia.

– No tiene nada que ver con este caso -dijo Spinella, masticando chicle-. Sólo es algo que he creído que debía mencionarle. El sábado por la tarde recibí una llamada de un contacto que tengo en los bomberos, iban a un piso de Kemp Town a rescatar a alguien que se había quedado atrapado en un ascensor.

– Amigo, ¡qué vida tan emocionante tienes! -dijo Grace para burlarse de él.

– Sí, de locos -contestó Spinella con seriedad, sin captar la ironía o haciendo caso omiso a propósito-. La cuestión es que esta mujer… -Dudó y se dio unos golpecitos en la nariz-. Usted tiene olfato de poli, ¿verdad?

Grace se encogió de hombros. Siempre tenía cuidado con lo que le contaba a Spinella.

– Eso dice la gente sobre los policías.

Spinella volvió a tocarse la nariz.

– Sí, bueno, yo también lo tengo. Olfato para una buena historia. ¿Sabe a qué me refiero?

– Sí. -Grace miró su reloj-. Tengo prisa…

– Sí, de acuerdo, no le entretendré. Sólo quería alertarle, eso es todo. La mujer a la que liberaron, veintitantos años, muy guapa… Me dio la sensación de que algo no iba bien.

– ¿En qué sentido?

– Estaba muy angustiada.

– No me sorprende si se había quedado atrapada en un ascensor.

Spinella negó con la cabeza.

– No en ese sentido.

Grace se quedó mirándolo unos momentos. Sabía que los reporteros de los periódicos locales publicaban un gran abanico de historias en portada. Muertes repentinas, accidentes de tráfico, víctimas de atracos, de robos en sus casas, familiares de personas desaparecidas. Los periodistas como Spinella veían a gente angustiada todo el día. Incluso a pesar de ser tan joven y tener poca experiencia, seguramente había aprendido a reconocer distintos tipos de angustia.

– De acuerdo, ¿en qué sentido?

– Estaba asustada por algo. Se negó a abrir la puerta al día siguiente cuando el periódico mandó a un fotógrafo. Si no me equivoco, diría que se escondía de alguien.

Grace asintió. Algunos pensamientos cruzaron por su mente.

– ¿De qué nacionalidad?

– Inglesa. Blanca, si me está permitido decirlo. -Sonrió.

Haciendo caso omiso al comentario, Grace decidió que aquello descartaba que se tratara de una esclava sexual; la mayoría eran de Europa del Este y África. Había todo tipo de posibilidades distintas. Un millón de cosas podían angustiar a una persona, pero estar angustiado no era razón suficiente para que la policía hiciera una visita a alguien.

– ¿Nombre y dirección? -preguntó y anotó diligentemente en su libreta «Katherine Jennings» y el número del piso y la dirección. Le pediría a alguien que introdujera el nombre en la base de datos de la policía para ver si aparecía alguna nota. Aparte de eso, lo único que podía hacer era esperar a que el nombre volviera a salir.

Luego, mientras Roy acercaba su tarjeta al lector de seguridad para acceder al centro de investigaciones, Spinella lo volvió a llamar.

– Ah, comisario.

Grace se dio la vuelta, irritado ahora.

– ¿Sí?

– ¡Felicidades por el ascenso!

44

11 de septiembre de 2001

De pie bajo el sol en el entarimado vacío, Ronnie volvió a comprobar una vez más que su móvil estuviera apagado; apagado del todo. Miró adelante, más allá de los bancos y la barandilla del paseo, de la arena dorada de la playa desierta, más allá del océano ondulante, hacia la columna distante de humo negro y gris y naranja que teñía el cielo sin cesar pintándolo del color del óxido.

Apenas asimilaba nada. Acababa de darse cuenta de que se había olvidado el pasaporte en la caja fuerte de la habitación del hotel. Pero quizá aquello lo ayudara. Estaba pensando, pensando, pensando. Las ideas se agolpaban confusas en su cabeza. Tenía que despejarse. Tal vez un poco de ejercicio le haría bien, o un trago fuerte.

A su izquierda, el entarimado se extendía hasta donde alcanzaba la vista. A lo lejos, a su derecha, veía las siluetas de las atracciones de Coney Island. Más cerca, había un bloque de pisos destartalado, cubierto de andamios, de unos seis pisos de altura. Un tipo negro con una chaqueta de cuero estaba enzarzado en una discusión con un hombre de facciones orientales que llevaba una cazadora. No dejaban de girar la cabeza, como si comprobaran que nadie los observaba, y no dejaban de mirarle a él.

Quizás estuvieran cerrando un negocio de drogas y pensaran que era poli. Quizás hablaran de fútbol, o béisbol, o del puto tiempo. Quizá fueran las únicas personas del puto planeta que no supieran que algo había pasado en las Torres Gemelas esta mañana.

A Ronnie le importaban una mierda. Mientras no le atracaran, podían quedarse allí charlando todo el día. Podían quedarse allí hasta que el mundo se acabara, algo que ocurriría bastante pronto, a juzgar por los acontecimientos de hoy.

«Mierda. Joder. Menudo día. Menuda mierda de día para estar aquí.» Y ni siquiera tenía el número de móvil de Donald Hatcook.

Y. Y. Y. Intentó apartar ese pensamiento de su mente, pero siguió llamando a su puerta hasta que tuvo que abrirla y dejarlo entrar.

Donald Hatcook podía estar muerto.

Un número espantoso de personas podían estar muertas, joder.

A su derecha, flanqueando el entarimado, había una hilera de tiendas, todas con carteles en ruso. Comenzó a caminar hacia allí, arrastrando el trolley, y se detuvo cuando llegó a un cartel grande enmarcado en metal verde y arqueado por arriba que rodeaba uno de esos mapas que indican Usted está aquí. El encabezamiento decía: Pasarela Riegelmann. Brighton Beach. Brighton calle 2.

Pese a todas las cosas que pasaban por su mente, paró y sonrió. Una segunda casa. ¡Más o menos! Habría sido divertido que alguien le sacara una fotografía junto al mapa; a Lorraine le haría gracia. Otro día, en otras circunstancias.

Se sentó en el banco al lado del cartel y se recostó en el asiento. Se desató la corbata, la enrolló y se la guardó en el bolsillo. Luego se desabrochó el botón superior de la camisa. Agradeció el aire en el cuello, lo necesitaba. Estaba temblando. El corazón le palpitaba deprisa, con fuerza. Miró el reloj. Era casi mediodía. Empezó a sacudirse el polvo del pelo y la ropa y sintió que necesitaba una copa. Normalmente nunca bebía durante el día, bueno, no hasta la comida en cualquier caso; la mayoría de los días. Pero un whisky fuerte pasaría bien. O un brandy. O incluso, pensó, viendo todos esos carteles en ruso, un vodka.

Se levantó, cogió el asa del trolley y siguió tirando de él mientras escuchaba el bum-bum-bum constante de las ruedecitas sobre los tablones. Vio un rótulo en un local más adelante, el primero de la calle. En letras azules, rojas y blancas figuraban las palabras: Moscú y Bar. Más allá había un toldo verde en el que había escrito un nombre con letras amarillas: Tatiana.

Entró en el bar Moscú. Estaba casi vacío y era lúgubre. Había una barra larga de madera a su derecha, con taburetes redondos de piel rojos sobre pies de cromo y, a la izquierda, bancos de piel rojos y mesas metálicas. Un par de hombres que parecían matones salidos de una película de James Bond estaban sentados en los taburetes de la barra. Llevaban la cabeza rapada, camisetas negras de manga corta y estaban pegados en silencio a una pantalla grande de televisión colgada en la pared, hipnotizados.

Delante de ellos, en la barra, tenían unos vasos de chupito junto a una botella de vodka en un cubo lleno de hielo. Los dos estaban fumando y al lado del cubo de hielo había un cenicero repleto de colillas. Los otros clientes, dos jóvenes cachas que llevaban chaquetas de piel caras y lucían anillos grandes, estaban sentados en un banco. Los dos bebían café y uno fumaba.

«Huele bien», pensó Ronnie. Café y cigarrillos. Cigarrillos rusos, fuertes. Por todo el bar había carteles en cirílico, estandartes y banderas de clubes de fútbol, la mayoría ingleses. Reconoció el Newcastle, el Manchester United y el Chelsea.

En el televisor estaba la imagen del infierno en la Tierra. Nadie en el bar hablaba. Ronnie también se puso a mirar, era imposible no hacerlo. Dos aviones, uno tras otro, impactando en las Torres Gemelas. Luego las dos torres cayendo. No importaba cuántas veces lo viera, cada vez era distinto. Peor.

– ¿Sí, señor?

El inglés del barman era chapucero. Era un renacuajo de pelo negro muy corto peinado hacia delante y llevaba un delantal muy sucio encima de una camisa vaquera que necesitaba un planchado.

– ¿Tiene vodka Kalashnikov?

El hombre parecía perplejo.

– ¿Krashakov?

– Olvídelo -dijo Ronnie-. Cualquier vodka, solo, y un espresso. ¿Tiene espresso?

– Café ruso.

– Bien.

El renacuajo asintió.

– Un café ruso. Un vodka. -Caminaba encorvado como si le doliera la espalda.

En la pantalla apareció un hombre herido. Era un tipo negro calvo, cubierto de polvo gris, con una mascarilla transparente sobre la cara, sujeta a una bolsa hinchada. Un hombre que llevaba un casco rojo con una visera, una mascarilla roja y una camiseta negra le instaba a avanzar a través de la nieve gris.

– ¡Vaya mierda! -dijo el renacuajo en su inglés chapucero-. Manhattan. Increíble. ¿Sabía? ¿Sabe lo que ha pasado?

– Estaba allí -dijo Ronnie.

– ¿Sí? ¿Estabas?

– Póngame una copa. Necesito una copa -espetó.

– Le pondré copa. No se preocupe. ¿Estaba ahí?

– ¿Qué parte no ha entendido? -dijo Ronnie.

El barman se dio la vuelta malhumorado y sacó una botella de vodka. Uno de los matones de James Bond se volvió hacia Ronnie y levantó su vaso. Estaba borracho y hablaba arrastrando las palabras.

– ¿Sabes qué? Hace treinta años te habría llamado «cama-rada». Ahora te llamo «colega». ¿Entiendes qué quiero decir?

Ronnie levantó su vaso segundos después de que el barman lo dejara sobre la barra.

– No, no exactamente.

– ¿Eres gay o algo? -le preguntó.

– No, no soy gay.

El hombre dejó su vaso y abrió los brazos.

– Yo no tengo ningún problema con los gays. Eso no. No.

– Bien -dijo Ronnie-. Yo tampoco.

El hombre le ofreció una sonrisa. Tenía unos dientes horribles, pensó Ronnie. Era como si tuviera la boca llena de escombros. El hombre levantó el vaso y Ronnie brindó con él.

– Salud.

Ahora en la pantalla apareció George Bush. Llevaba un traje oscuro y una corbata naranja y estaba sentado al fondo del aula de una escuela, delante de una pequeña pizarra, y en la pared de detrás había dibujos colgados. Uno representaba a un oso con una bufanda de rayas que iba en bici. Un hombre vestido de traje se inclinó sobre George Bush y le susurró algo al oído. Luego la imagen pasó a los restos de un avión en el suelo.

– Tú molas-le dijo el hombre a Ronnie-. Me caes bien.

Molas. -Se sirvió más vodka en el vaso y alargó la botella hacia el de Ronnie. Entrecerró los ojos, vio que todavía estaba llena y volvió a dejarla en el hielo-. Deberías beber. -Apuró su vaso-. Hoy necesitamos beber. -Se giró hacia la pantalla-. Esto no es real. No es posible.

Ronnie bebió un sorbo. El vodka le quemó la garganta. Luego, unos momentos después, inclinó el vaso hacia atrás y lo apuró. El efecto fue casi instantáneo y le quemó por dentro. Se sirvió otro para él y para su nuevo mejor amigo.

Se quedaron callados, simplemente mirando la pantalla.

Después de varios vodkas más, Ronnie comenzó a notarse bastante borracho. En algún momento se bajó del taburete tambaleándose, se dejó caer en uno de los bancos vacíos y se quedó dormido.

Cuando despertó, tenía un dolor de cabeza atroz y una sed galopante. Entonces, sintió un pánico repentino.

«Mis cosas. Mierda, mierda, mierda.»

Entonces, aliviado, las vio, justo en el mismo lugar donde las había dejado, junto a su taburete vacío de la barra.

Eran las dos de la tarde.

En el bar había las mismas personas, en la pantalla se repetían las mismas imágenes. Se arrastró de nuevo hasta el taburete y saludó a su amigo con la cabeza.

– ¿Qué hay del padre? -dijo el matón de James Bond.

– Sí, ¿por qué no le mencionan? -dijo el otro matón.

– ¿El padre? -preguntó el barman.

– Lo único que oímos es «hijo de Bin Laden». ¿Qué hay del padre?

Ahora el alcalde Giuliani apareció en pantalla, hablando muy serio. Parecía tranquilo, solidario. Parecía un hombre que tenía las cosas bajo control.

El nuevo mejor amigo de Ronnie se volvió hacia él.

– ¿Sabes quién es Sam Colt?

Ronnie, que intentaba escuchar a Giuliani, negó con la cabeza.

– No.

– El tío que inventó el revólver, ¿sí?

– Ah, vale, sí.

– ¿Sabes qué dijo?

– No.

– Sam Cok dijo: «¡He conseguido que todos los hombres sean iguales!». -El ruso sonrió, mostrando sus repugnantes dientes otra vez-. ¿Vale? ¿Entiendes?

Ronnie asintió y pidió un agua mineral y un café. Se dio cuenta de que no había comido nada desde el desayuno, pero no tenía apetito.

Giuliani fue sustituido por fantasmas grises que se tropezaban y se parecían a los fantasmas grises que había visto antes. Le vino a la mente un poema de su época del colegio. De uno de sus escritores preferidos, Rudyard Kipling. Sí, Kipling era el rey. Entendía el poder, el control, cómo se construían los imperios.

Si puedes conservar la cabeza cuando a tu alrededor todos la pierden…

Si puedes encontrarte con el triunfo y el fracaso y tratar a estos dos impostores de la misma manera…

En la pantalla vio a un bombero llorando. Tenía el casco cubierto de nieve gris y estaba sentado, con la visera subida, sosteniéndose la cara entre las manos.

Ronnie se inclinó hacia delante y dio unos golpecitos al barman en el hombro. Éste apartó la vista del televisor.

– ¿Sí?

– ¿Alquilan habitaciones? Necesito una habitación.

Su nuevo mejor amigo se volvió hacia él.

– No hay vuelos, ¿no?

– No.

– ¿Y de dónde eres?

Ronnie dudó.

– De Canadá. Toronto.

– Toronto -repitió el ruso-. Canadá. Vale. Bien. -Se quedó callado un momento, luego dijo-: ¿Una habitación barata?

Ronnie se percató de que no podía utilizar ninguna tarjeta, aunque aún le quedara crédito. Llevaba poco menos de cuatrocientos dólares en la cartera, que tendrían que alcanzarle hasta que pudiera cambiar parte del dinero que tenía en la maleta si encontraba un comprador que le pagara el precio correcto y no hiciera preguntas.

– Sí, una habitación barata -contestó-. Cuanto más barata, mejor.

– Estás en el lugar perfecto. Buscas una HPI. Eso es.

– ¿Una HPI?

– Una habitación privada individual. Es lo que buscas. Pagas en efectivo y no hacen preguntas. Mi primo tiene una casa con habitaciones de ésas. A diez minutos caminando. ¿Quieres la dirección?

– Parece un buen plan -contestó Ronnie.

El ruso volvió a mostrarle los dientes.

– ¿Un plan? ¿Tienes un plan? ¿Un buen plan?

– ¡Carpe diem!

– ¿Eh?

– Es una expresión.

– ¿Carpe diem? -El ruso la pronunció despacio, con torpeza.

Ronnie sonrió y le invitó a otra copa.

45

Octubre de 2007

La MIR Uno era la mayor de las dos salas espaciosas del centro de investigaciones de Sussex House y albergaba los equipos de investigación que trabajaban en casos de delitos graves. Roy Grace entró minutos antes de las 18.30 con una taza de café.

Era una sala en forma de L, abierta y con un toque moderno, y estaba dividida en tres zonas de trabajo principales. Cada una contaba con una mesa de madera clara, larga y curvada con sitio para ocho personas y enormes pizarras blancas, la mayoría de las cuales estaban ahora limpias, aparte de una titulada «Operación Dingo» y otra en la que había varios retratos de la Mujer desconocida hallada en el desagüe y algunas fotografías del exterior de la urbanización Nueva Inglaterra. En una de ellas, un círculo rojo dibujado con rotulador indicaba la posición del cuerpo en el desagüe.

Una investigación importante podría haber utilizado todo el espacio, pero dada la urgencia relativa de este caso -y por lo tanto, la necesidad de asignar personal y recursos proporcionales-, el equipo de Grace sólo ocupaba una de las zonas de trabajo. Ahora las otras estaban vacías, pero la situación podía cambiar en cualquier momento.

A diferencia de las áreas de trabajo del resto del edificio, apenas había rastro de artículos personales sobre las mesas o en las paredes: ni fotografías de la familia, ni calendarios de partidos de fútbol, ni tiras cómicas. Casi todos los objetos de esta sala, a excepción de los muebles y el equipo informático, estaban relacionados con los casos que se investigaban. Tampoco se hacían bromas. Sólo destacaba el silencio de la concentración intensa, el timbrazo apagado de los teléfonos, el clac-clac-clac del papel saliendo de las impresoras.

Sentado en el área de trabajo estaba el equipo de policías que Grace había seleccionado para la Operación Dingo. Había trabajado con ellos durante los meses anteriores porque creía fervientemente en conservar a la misma gente siempre que fuera posible. La única elección que le creaba dudas era Norman Potting, porque ofendía a la gente constantemente, pero era un inspector muy capaz.

Actuando como investigadora jefe adjunta estaba la inspectora Lizzie Mantle. A Grace le caía muy bien y, de hecho, había estado prendado secretamente de ella tiempo atrás. A sus treinta y largos años, era una mujer atractiva, de cabello rubio y cuidado por los hombros que irradiaba feminidad tras su personalidad sorprendentemente dura. Tendía a preferir los trajes pantalón y hoy, encima de una camisa blanca de hombre, llevaba uno de raya diplomática gris que no habría desentonado en la Bolsa.

La belleza era algo que Lizzie compartía con otra inspectora de Sussex House, Kim Murphy, y las malas lenguas decían que si alguien quería progresar en este cuerpo, ser una tía buena era el mejor activo. Era absolutamente falso, por supuesto, Grace lo sabía. Ambas mujeres habían conseguido su rango, a una edad relativamente temprana, porque lo merecían de verdad.

El ascenso de Roy sin duda plantearía nuevas exigencias para su agenda, así que tendría que confiar mucho en el apoyo de Lizzie para dirigir esta investigación.

Además de ella, había seleccionado a los sargentos Glenn Branson, Norman Potting y Bella Moy. De treinta y cinco años y rostro alegre debajo de una melena castaña teñida con henna, Bella estaba sentada con una caja abierta de Maltesers a unos centímetros de su teclado, como siempre. Roy cruzó la sala, observándola mientras tecleaba muy concentrada. De vez en cuando, su mano derecha abandonaba de repente el teclado, como si cobrara vida propia, cogía una pastilla de chocolate, se la metía en la boca y regresaba al teclado. Era una mujer delgada, pero comía más chocolate que nadie que Grace hubiera conocido.

A su lado estaba sentado el agente Nick Nicholl, desgarbado y de pelo alborotado, que tenía veintisiete años y era alto como un pino. Era un detective entusiasta y como en su día había sido un delantero centro habilidoso, Grace lo había animado a practicar el rugby y ahora era un buen jugador del equipo de la policía de Sussex; aunque no tan bueno en estos momentos como Grace esperaba, porque acababa de ser padre y parecía sufrir una falta de sueño constante.

Delante de él, leyendo un fajo grueso de listados de ordenador, estaba la joven y batalladora agente Emma-Jane Boutwood. Unos meses atrás había resultado gravemente herida en un caso cuando, durante una persecución, una furgoneta robada la había aplastado contra una pared. Le correspondía estar de baja, pero le había suplicado a Grace que la dejara volver y encargarse de tareas sencillas.

El equipo lo completaba un analista, una indexadora, una mecanógrafa y el supervisor de sistemas.

Glenn Branson, vestido con traje negro, camisa azul intenso y corbata color escarlata, alzó la vista cuando Grace entro.

– Eh, viejo -dijo, pero más cansinamente que de costumbre-. ¿Hay alguna posibilidad de que podamos charlar luego con tranquilidad?

Grace asintió con la cabeza a su amigo.

– Claro.

El saludo de Branson provocó que también se levantaran otras cabezas.

– Bueno, ¡aquí viene Dios! -dijo Norman Potting, haciendo una reverencia con un sombrero inexistente-. ¿Me permite ser el primero en trasladarle mis felicitaciones por su ascenso a la cúpula de oro? -dijo.

– Gracias, Norman, pero la cúpula no tiene nada de especial.

– Bueno, en eso te equivocas, Roy -replicó Potting-. Muchos metales se oxidan, ¿sabes?, pero el oro no. Se corroe. -Sonrió con orgullo como si acabara de formular la Teoría de Todo, completa, final e indiscutible.

Bella, que no soportaba a Potting, arremetió contra él, con sus dedos encima de los Maltesers como las garras de un ave de presa.

– Es sólo semántica, Norman. Oxidar, corroer, ¿qué diferencia hay?

– Mucha, en realidad -dijo Potting.

– Tal vez deberías haber sido metalúrgico en lugar de policía -dijo ella, y se metió otro Malteser en la boca.

Grace se sentó en el único asiento vacío, al fondo del área de trabajo entre Potting y Bella, y al instante arrugó la nariz al percibir el hedor a tabaco de pipa que desprendía el hombre.

Bella se volvió hacia Grace.

– Felicidades, Roy. Te lo mereces mucho.

El comisario estuvo un rato aceptando y agradeciendo las felicitaciones del resto del equipo y luego dejó el libro de estrategias policiales y el programa de la reunión delante de él.

– Bien. Ésta es la segunda reunión informativa de la Operación Dingo, la investigación sobre el presunto asesinato de una mujer sin identificar. Hoy se cumplen tres días del hallazgo de los restos.

Durante algunos minutos resumió el informe de la arqueóloga forense, y después leyó los puntos clave de la extensa evaluación de Theobald: posible muerte por estrangulamiento, evidenciada por el hioides roto de la mujer. Estaban realizándose análisis forenses para buscar toxinas en las muestras de pelo recuperadas. No había rastro de lesiones en el esqueleto, como roturas o cortes, que indicaran heridas de arma blanca.

Grace hizo una pausa para beber agua y observó que Norman Potting tenía una expresión muy petulante.

– De acuerdo. «Recursos.» Visto el tiempo que calculamos que ha transcurrido desde el suceso, de momento no me planteo ampliar el equipo de investigación.

Siguió con los otros encabezamientos. «Ciclos de las reuniones»: anunció que, como era habitual, celebrarían dos todos los días, a las 8.30 de la mañana y a las 18.30 de la tarde. Informó que el equipo informático de Holmes había empezado a trabajar el viernes por la noche. Leyó la lista titulada «Estrategias de investigación», que incluía el apartado «Comunicación/Medios», donde se enfatizaba la necesidad de que la prensa cubriera el suceso, y dijo que estaban intentando que el caso apareciera en televisión en la siguiente edición de Alerta criminal, aunque estaban en negociaciones porque el programa consideraba que el asunto carecía del interés periodístico suficiente. Luego, cedió el turno a su equipo y le pidió a Emma-Jane Boutwood que fuera la primera en intervenir.

La joven agente sacó una lista de todas las personas desaparecidas en el condado de Sussex durante el mismo periodo en que había muerto la víctima, pero no había sacado ninguna conclusión. Grace le pidió que ampliara la búsqueda y revisara los expedientes de las personas desaparecidas a nivel nacional durante esa época.

Nick Nicholl informó que se habían enviado muestras de ADN del pelo de la mujer al laboratorio de Huntington, junto con una muestra del hueso del muslo para que extrajeran el ADN.

Bella Moy informó que se había reunido con el ingeniero jefe de la ciudad.

– Me ha mostrado los diagramas del alcantarillado y ahora estoy trazando un mapa de los posibles lugares de entrada del cuerpo en la red de desagües. Lo tendré mañana.

– Bien -dijo Grace.

– Hay algo que podría ser bastante importante -añadió Bella-. La salida del alcantarillado se encuentra mar adentro para garantizar que las corrientes se lleven todas las aguas residuales lejos de la costa en lugar de hacia la playa. -Grace asintió, adivinaba qué observación haría-. Así que es posible que el asesino fuera consciente de ello. Podría ser ingeniero, por ejemplo.

Grace le dio las gracias y se volvió hacia Norman Potting; sentía curiosidad por saber por qué el sargento parecía tan satisfecho.

Potting sacó un fajo de radiografías de un sobre beis y lo levantó con aire triunfante.

– ¡Tengo un resultado positivo para el historial dental!

Se hizo un silencio absoluto. Todas las orejas de la sala estaban pendientes de él.

– Me lo ha proporcionado uno de los dentistas de la lista que me diste, Roy. La mujer se hizo muchos arreglos dentales. Se llama, o se llamaba mejor dicho, Joanna Wilson.

– Buen trabajo -dijo Grace-. ¿Soltera o casada?

– Bueno, tengo buenas y malas noticias -dijo Potting, y se sumió en un silencio petulante, sonriendo como un imbécil.

– Somos todo oídos -le instó Grace a continuar.

– Tenía marido, sí. Una relación tormentosa, por lo que he podido averiguar hasta ahora. El dentista, el doctor Gebbie, conoce un poco la historia. Mañana sabré más. Era actriz. Todavía no tengo los detalles, pero se separaron y ella se marchó. Al parecer, se fue a Los Angeles para hacerse famosa… O eso es lo que el marido dijo a todo el mundo.

– Parece que deberíamos tener una charla con el marido -dijo Grace.

– Hay un pequeño problema con eso -contestó Norman Potting. Luego asintió pensativamente unos momentos, frunciendo la boca, como si llevara el peso del mundo sobre los hombros-. Murió en las Torres Gemelas, el 11-S.

46

Octubre de 2007

A las 18.45 Abby comenzó a preocuparse por si la empresa de mensajería se había olvidado de ella. Estaba preparada y a la espera desde las 17.30, con la maleta junto a la puerta, el abrigo colgado encima y el sobre acolchado cerrado y con la dirección escrita.

Fuera ya estaba totalmente oscuro y, como seguía diluviando, no veía demasiado. Vigilaba la aparición en la calle de una furgoneta de Global Express. Por enésima vez sacó el spray de pimienta del bolsillo trasero de sus vaqueros y lo examinó.

El pequeño cilindro rojo con las hendiduras para los dedos, la cadena y el enganche para el cinturón pesaba mucho, y eso le inspiraba confianza. Abría repetidamente la tapa de seguridad y practicaba apuntando con el pitorro. El tipo que se lo había vendido en Los Angeles, antes de regresar a Inglaterra, le dijo que contenía diez toques de un segundo y que podría cegar a una persona durante diez segundos. Lo había colado en Inglaterra escondiéndolo en el neceser de maquillaje dentro de su maleta.

Volvió a guardárselo en el bolsillo, se levantó y sacó el móvil de su bolso. Estaba a punto de marcar el número de Global Express cuando por fin sonó el timbre.

Corrió por el pasillo hasta la puerta. En el pequeño monitor en blanco y negro vio un casco de moto. Se le cayó el alma a los pies. Ese teleoperador imbécil, Jonathan, le había dicho que vendría una furgoneta. Ella contaba con que vendría una furgoneta.

Mierda.

Pulsó el botón del interfono

– Sube, octavo piso -dijo-. Me temo que el ascensor no funciona.

Los pensamientos volvían a agolparse en su cabeza, intentaba replantearse la situación a toda prisa. Cogió el sobre acolchado. Tendría que volver al plan original, decidió mientras lo estudiaba detenidamente durante los dos largos minutos que pasaron antes de oír los golpes bruscos en la puerta.

Alerta como siempre, se acercó a la mirilla y vio a un motociclista, vestido con un mono de piel, con casco negro y la visera oscura bajada, sujetando una especie de carpeta.

Abby giró la llave, descorrió las cadenas de seguridad y abrió la puerta.

– Creía… Creía que vendría una furgoneta -dijo.

El hombre dejó caer la carpeta, que aterrizó en el suelo con un ruido metálico, y le dio un fuerte puñetazo en el estómago. La cogió totalmente desprevenida y la dobló en dos con un dolor punzante. Abby se tambaleó de lado contra la pared.

– Me alegro de verte, Abby -dijo el hombre-. No me mata tu cambio de imagen.

Luego, le dio otro puñetazo.

47

Octubre de 2007

Poco antes de las siete de la tarde, Cassian Pewe conducía su Opel Astra verde oscuro a través del embate del viento y la oscuridad de neón de la carretera de la costa que bordeaba los acantilados. Pasó por dos minirrotondas y entró en Peacehaven, luego continuó un kilómetro y medio más por interminables calles de tiendas, la mitad de ellas agencias inmobiliarias, al parecer, el resto locales de comida rápida con decoración estridente. Le recordó las afueras de las ciudades pequeñas de Estados Unidos que había visto en el cine.

Como no conocía esta zona situada a unos kilómetros al este de Brighton, se dejaba guiar por la voz femenina de su GPS. Ahora, después de dejar atrás Peacehaven, seguía a una autocaravana que avanzaba lentamente por la colina llena de curvas que llevaba a Newhaven. La mujer del navegador le indicó que siguiera recto durante ochocientos metros más. Entonces su móvil sonó en el dispositivo de manos libres.

Miró la pantalla, vio que era Lucy, su novia, y alargó la mano para contestar.

– Hola, cariño -la saludó con voz melosa-. ¿Cómo está mi ángel precioso?

– ¿Tienes puesto el manos libres? -preguntó ella-. Suenas como un robot.

– Lo siento, cielo. Estoy conduciendo.

– No me has llamado -dijo ella. Sonaba dolida y un poco enfadada-. Ibas a llamarme esta mañana, para lo de esta noche.

A Lucy, que vivía y trabajaba en Londres de secretaria personal del gerente de un fondo de cobertura, no le había impresionado el reciente traslado a Brighton de Cassian. Muy probablemente, pensaba éste, porque no la había invitado a mudarse con él. Siempre mantenía las distancias con las mujeres con quienes salía, rara vez las llamaba cuando decía que lo haría y a menudo cancelaba las citas en el último momento. La experiencia le había enseñado que ésa era la mejor forma de tenerlas donde él quería.

– Ángel mío, he estado muuuuy ocupado -volvió a utilizar su voz melosa-. No he tenido un momento libre. Llevo todo el día de reunión en reunión.

«Gire a la izquierda a ciento cincuenta metros», le indicó la voz de mujer del GPS.

– ¿Quién es ésa? -preguntó Lucy con desconfianza-. ¿Quién está en el coche contigo?

– Es el navegador, cielo.

– Bueno, ¿vamos a quedar esta noche o no?

– Creo que esta noche no será posible, ángel. Me han asignado un caso urgente. Podría ser el comienzo de una investigación de asesinato importante, con algunas consecuencias desagradables dentro de la policía local de aquí. Creían que yo era el hombre adecuado para ello, dada mi experiencia en la Met.

– ¿Y después?

– Bueno… Si cogieras el tren, quizá podríamos cenar aquí a última hora. ¿Qué te parece?

– ¡Ni pensarlo, Cassian! Tengo que estar en el despacho a las siete menos cuarto de la mañana.

– Sí, bueno, sólo era una idea -contestó él.

Estaba cruzando el puente de Newhaven. Delante de él apareció un aluvión de señales: una para el ferry del Canal, otra para Lewes. Luego, aliviado, vio un cartel que señalaba Seaford, su destino.

«Gire la segunda a la izquierda», dictó el navegador.

Pewe frunció el ceño. Estaba seguro de que la señal de Seaford indicaba seguir recto.

– ¿Quién era ésa? -preguntó Lucy.

– El GPS otra vez -contestó él-. ¿No vas a preguntarme cómo me ha ido el primer día en el departamento de investigación criminal de Sussex?

– ¿Qué tal te ha ido? -preguntó ella de mala gana.

– En realidad, ¡me han concedido una especie de ascenso! -contestó.

– ¿Ya? Creía que dejar la Met ya era un ascenso. Pasar de inspector jefe a comisario.

– Ahora es mejor. Me han puesto a cargo de todos los casos sin resolver, y eso incluye todos los casos no resueltos de personas desaparecidas.

Lucy no dijo nada.

Cassian giró a la izquierda.

El mapa de la carretera desapareció de la pantalla del GPS. Entonces, la voz le ordenó:

«Realice un cambio de sentido.»

– Mierda -dijo Cassian.

– ¿Qué pasa?-preguntó Lucy.

– Mi navegador no sabe dónde estoy.

– Estoy de acuerdo con ella -dijo Lucy.

– Tendré que llamarte luego, ángel mío.

– ¿Quién habla, tú o tu navegador?

– Oh, ¡muy graciosa!

– Te sugiero que la invites a una bonita cena romántica. -Lucy colgó.

Diez minutos después, el navegador se había orientado otra vez y lo llevó a la dirección que estaba buscando en Seaford, una ciudad costera tranquila y residencial a unos kilómetros de Newhaven. Escudriñando la oscuridad para ver los números de las puertas, se detuvo delante de una casa pareada pequeña, de paredes rugosas sin nada destacable. En la entrada había aparcado un Nissan Micra.

Encendió la luz interior, comprobó el nudo de la corbata, se arregló el pelo, bajó del coche y lo cerró. Una ráfaga de viento le alborotó el pelo al instante mientras corría por el sendero del jardín bien cuidado que llevaba a la puerta. Encontró el timbre y lo pulsó, maldiciendo que no hubiera porche. Se oyó una sola campanada bastante fúnebre.

Al cabo de unos momentos la puerta se abrió unos centímetros y una mujer -de unos sesenta y pocos años, calculó- lo miró con recelo desde detrás de unas gafas bastante austeras. Veinte años atrás, con un peinado mejor y sin las arrugas gruesas producto de la preocupación que surcaban su rostro, pudo ser bastante atractiva, pensó. Ahora, con el pelo entrecano, un jersey ancho naranja que la envolvía toda, pantalones marrones de poliéster y playeras, miró a Pewe como una de esas señoras aguerridas, británicas hasta la médula, que atienden los puestos de los mercados benéficos de la parroquia.

– ¿La señora Margot Balkwill? -preguntó Pewe.

– ¿Sí? -dijo la mujer sin convicción y algo recelosa.

Él le enseñó su placa.

– Soy el comisario Pewe del Departamento de Investigación Criminal. Siento molestarla, pero me preguntaba si podría hablar un momento con usted y su marido sobre su hija Sandy.

La mujer abrió la boca pequeña y redonda y reveló unos buenos dientes amarillentos por la edad.

– ¿Sandy? -repitió, asombrada.

– ¿Está su marido?

Margot Balkwill pensó en la pregunta unos momentos, como una maestra a quien un alumno ha cogido por sorpresa.

– Bueno, sí, sí está. -Dudó un instante, luego le indicó que pasara.

Pewe pisó un felpudo que decía BIENVENIDOS y accedió a un recibidor pequeño y sin muebles que olía ligeramente a asado y más intensamente a gato. Oyó las voces de un culebrón televisivo.

La mujer cerró la puerta y luego gritó, con cierta timidez:

– ¡Derek! Tenemos visita. Un policía. Un inspector.

Arreglándose el pelo otra vez, Pewe la siguió a un salón pequeño y limpísimo. Había un sofá y dos sillones de velvetón marrón con una mesita de café de cristal delante, alrededor de un televisor antiguo de pantalla cuadrada en el que dos actores que le resultaban vagamente familiares discutían en un pub. Encima del aparato había una fotografía enmarcada de una chica rubia y atractiva de unos diecisiete años, que sin lugar a dudas era Sandy, por las fotos que Pewe había examinado esta tarde en los expedientes.

Al fondo de la pequeña sala, junto a una vitrina victoriana horrible llena de platos azules y blancos con motivos chinos, un hombre estaba sentado a una mesa pequeña cubierta de páginas de periódico cuidadosamente dobladas, montando la maqueta de un avión. Tablas de madera de balsa, ruedas y trozos del tren de aterrizaje, una torreta y otros objetos pequeños que Pewe no pudo identificar de inmediato descansaban a cada lado del avión, que estaba inclinado hacia arriba sobre una pequeña base, como si ascendiera después de despegar. La habitación olía a pegamento y pintura.

Los ojos de lince de Pewe exploraron rápidamente el resto de la sala: una chimenea eléctrica encendida, un equipo de música que parecía funcionar con vinilos en lugar de CD y fotografías por todas partes de Sandy a distintas edades, desde sus primeros años hasta los veinte. Una, ocupando un lugar de honor sobre la repisa de la chimenea, era una fotografía de la boda de Roy Grace y Sandy. Ella llevaba un vestido blanco largo y un ramo en la mano. Grace, más joven y con el pelo más largo que ahora, vestía un traje gris oscuro y una corbata plateada.

El señor Balkwill era un hombre corpulento de hombros anchos que parecía haber tenido un físico poderoso en su día, antes de ajarse. Tenía el pelo ralo y gris peinado hacia atrás a cada lado de la calva y una papada fofa que desaparecía en los pliegues de un jersey de cuello alto multicolor parecido al de su mujer, como si los hubiera tejido ella. El hombre se levantó con los hombros redondos y caídos, como vencido por la vida, y se acercó sin prisa hacia el principio de la mesa. Debajo del suéter, que le llegaba casi hasta las rodillas, llevaba unos pantalones grises anchos y sandalias negras.

Un gato atigrado gordo, que parecía tan viejo como ellos, salió de debajo de la mesa, miró a Pewe, arqueó la espalda y se marchó de la sala.

– Derek Balkwill -dijo en voz baja, casi con timidez. Tenía una voz que parecía mucho más débil que su cuerpo. Extendió su mano grande y le dio un apretón fuerte a Pewe que le sorprendió y dolió.

– Soy el comisario Pewe -contestó con una mueca-. Me preguntaba si podría hablar un momento con usted y su mujer sobre Sandy.

El hombre se quedó paralizado. El poco color que tenía desapareció de su rostro ya pálido de por sí y Pewe vio que las manos le temblaban ligeramente. Durante un instante horrible, se preguntó si el hombre estaba sufriendo un ataque al corazón.

– Voy a apagar el horno -dijo Margot Balkwill-. ¿Le apetece una taza de té?

– Sería perfecto -dijo Pewe-. Con limón, si tiene.

– ¿Trabaja usted con Roy? -le preguntó la mujer.

– Sí, así es. -Pewe siguió mirando a su marido, preocupado.

– ¿Cómo está?

– Bien. Ocupado en una investigación de asesinato.

– Siempre está ocupado -dijo Derek Balkwill, que parecía un poco más tranquilo-. Trabaja mucho.

Margot Balkwill salió de la sala.

Derek señaló el avión.

– Es un Lancaster.

– ¿De la Segunda Guerra Mundial? -respondió Pewe, intentando parecer informado.

– Tengo más arriba.

– ¿Sí?

Esbozó una sonrisa tímida.

– Tengo un Mustang P45, un Spit, un Hurricane, un Mosquito y un Wellington.

Se hizo un silencio incómodo. En la pantalla del televisor dos mujeres hablaban ahora de un traje de boda. Entonces Derek señaló el Lancaster.

– Mi padre los pilotaba. Realizó setenta y cinco misiones. ¿Conoce el escuadrón Dambusters? ¿Ha visto la película?

Pewe asintió.

– Fue uno de ellos. Uno de los que volvió. Uno de los pocos.

– Era piloto.

– Artillero de cola. Ametralladora Charlie, le llamaban.

– Un tipo valiente -dijo Pewe educadamente.

– En realidad no. Sólo cumplía con su deber. Después de la guerra se volvió un hombre amargado. -Luego, tras unos instantes, añadió-: La guerra jode a la gente, ¿lo sabía?

– Me lo imagino.

Derek Balkwill negó con la cabeza.

– Nadie puede imaginárselo. ¿Hace mucho que es policía?

– En enero hará diecinueve años.

– Igual que Roy.

Cuando su mujer regresó con una bandeja con té y galletas, Derek Balkwill jugó con el mando a distancia y silenció el televisor sin apagar la imagen. Los tres se acomodaron, Pewe en un sillón y los Balkwill en el sofá.

El comisario cogió su taza, sujetando el asa minúscula con sus dedos de uñas perfectas, sopló el té, bebió un sorbo y volvió a dejarlo sobre la mesa.

– Me acaban de trasladar de la Met, en Londres, al Departamento de Investigación Criminal de Sussex -explicó-. Me han asignado la revisión de los casos sin resolver. No sé cómo decirlo con delicadeza, pero he estado repasando los expedientes de las personas desaparecidas y creo que la desaparición de su hija no ha sido investigada adecuadamente.

Se reclinó y abrió los brazos.

– Con eso quiero decir, sin poner a Roy en entredicho, por supuesto… -vaciló, hasta que recobró la seguridad para continuar al ver que ambos asentían con la cabeza-. Como observador totalmente imparcial que soy, me parece que Roy Grace está demasiado involucrado emocionalmente para llevar a cabo una revisión imparcial de la investigación original sobre la desaparición de su esposa. -Hizo una pausa y bebió otro sorbo de té-. Me preguntaba si ustedes tenían algún punto de vista al respecto.

– ¿Sabe Roy que está aquí? -preguntó Derek Balkwill.

– Llevo a cabo una investigación independiente -dijo Pewe para evitar contestar.

La madre de Sandy frunció el ceño, pero no dijo nada.

– No veo qué tendría de malo -respondió al final su marido.

48

11 de septiembre de 2001

Ronnie estaba borracho. Caminaba con paso algo inseguro, arrastrando el trolley por la acera, que se mecía como la cubierta de un barco. Tenía la boca seca y notaba la cabeza como si estuviera atrapada en un torno que la apretaba sin cesar. Tendría que haber almorzado algo, lo sabía. Compraría comida más tarde, después de registrarse y guardar el equipaje.

En la mano izquierda llevaba un recibo arrugado del bar, detrás del cual su nuevo mejor amigo -cuyo nombre ya había olvidado- había escrito una dirección y dibujado un mapa. Eran las cinco de la tarde. Un helicóptero volaba bajo en el cielo. Percibía un olor desagradable a quemado en el aire. ¿Había un incendio en alguna parte?

Entonces se percató de que se trataba del mismo olor de antes, cuando estaba en Manhattan. Denso y empalagoso, se filtraba en los edificios bajos de ladrillo rojo que lo flanqueaban, en su ropa y en los poros de su piel. Lo respiraba, le llenaba los pulmones.

Al llegar al final de la calle, miró el mapa entrecerrando los ojos. Parecía decirle que girara a la derecha en el siguiente cruce. Pasó por delante de varias tiendas con carteles en cirílico y de un banco, con un cajero automático exterior. Se detuvo, tentado por un momento de retirar todo el dinero que le permitieran sus tarjetas, pero comprendió que no sería una decisión inteligente; el cajero registraría la hora de la transacción. Siguió andando. Pasó por delante de más escaparates. Al otro extremo de la calle había colgada una pancarta, serigrafiada con las palabras Mantengamos limpia Brighton Beach.

Comenzó a caer en la cuenta de lo desierta que estaba la calle. Había coches aparcados a cada lado, pero ahora no se veía gente. Las tiendas también estaban prácticamente vacías. Era como si todo el barrio estuviera en una fiesta a la que no le habían invitado.

Pero sabía que todo el mundo estaba en casa, pegado al televisor. «Esperando a que caiga la espada de Damocles», había dicho alguien en el bar.

Pasó por delante de una tienda poco iluminada con un cartel fuera, La ciudad del buzón. A la derecha había filas y filas de cajas metálicas. Al fondo de la tienda estaba sentado un joven de pelo negro y largo encorvado sobre un ordenador consultando Internet. En el mostrador, un anciano de pelo entrecano vestido con ropa barata realizaba algún tipo de transacción.

Ronnie se dio cuenta de que empezaba a estar más sobrio, a pensar con más claridad. A pensar que este lugar podría ser útil para sus planes. Siguió caminando, contando las calles a su izquierda. Entonces, siguiendo las indicaciones, giró a la izquierda y accedió a una calle residencial venida a menos. Aquí las casas parecían construidas con piezas de Lego rotas. Tenían dos y tres plantas, eran pareadas, pero las dos mitades no eran iguales. Unos escalones conducían a las puertas de entrada y había toldos y puertas donde debería haber garajes; también tejas españolas, enladrillado irregular, fachadas de yeso gastado y ventanas desiguales que parecían compradas en lotes surtidos.

En el primer cruce, el mapa le indicaba que girara a la izquierda en una calle estrecha llamada Brighton Path 2. Dejó atrás dos Chevy Suburbans blancos aparcados delante de un garaje doble con las dos puertas llenas de grafitis y una hilera de viviendas de una planta. Luego giró a la derecha en una calle aún más destartalada de casas pareadas y llegó al número 29. Las dos mitades de la casa eran de color hormigón prefundido. Delante, en un poste de telégrafos había un póster rasgado, pero apenas le prestó atención. Miró los peldaños sucios y vio, en letras rojas sobre un pequeño tablón blanco clavado en el dintel de la puerta, las siglas HPI.

Subió los escalones, cargando el equipaje, y llamó al timbre. Unos momentos después, una figura desdibujada apareció tras el cristal esmerilado y la puerta se abrió. Una chica plana como una tabla, que llevaba una bata mugrienta y chanclas, lo miró. Era rubia y tenía el pelo sucio y desgreñado como filamentos de algas y la cara ancha de muñeca con unos ojos negros grandes y redondos. No dijo nada.

– Busco una habitación -dijo Ronnie-. Me han dicho que tenías una habitación.

Ronnie vio un teléfono público en la pared a su lado y percibió un olor intenso a humedad y moqueta vieja. En algún lugar del edificio oyó las noticias en televisión. Los acontecimientos de hoy.

La chica dijo algo que no comprendió. Le pareció ruso, pero no estaba seguro.

– ¿Hablas inglés?

Ella levantó la mano, para indicarle que esperara, luego desapareció hacia el fondo de la casa. Al cabo de un rato, apareció un hombre de unos cincuenta años corpulento y con la cabeza rapada. Llevaba una camisa blanca sin cuello, pantalones negros anchos y sucios con tirantes y unas deportivas, y miró a Ronnie como si fuera un capullo que bloqueaba el paso al lavabo.

– ¿Habitación? -dijo con un acento gutural.

– Boris -dijo Ronnie, que de repente recordó el nombre de su nuevo mejor amigo-. Me ha dicho que viniera aquí.

– ¿Cuánto tiempo?

Ronnie se encogió de hombros.

– Unos días.

El hombre lo miró evaluándolo. Tal vez para comprobar que no se tratara de una especie de terrorista.

– Treinta dólares por día. ¿De acuerdo?

– Bien. Un día deprimente, el de hoy.

– Un día malo. Muy malo. Mundo está loco. De 12 a 12. ¿De acuerdo? Comprendido. Paga cada día por adelantado. Si te quedas después de mediodía, pagas otro día.

– Comprendido.

– ¿Efectivo?

– Sí, perfecto.

La casa era mayor de lo que parecía desde fuera. Ronnie siguió al hombre a través de un recibidor y un pasillo, entre paredes de color nicotina con un par de grabados baratos enmarcados de paisajes inhóspitos. El hombre se detuvo, desapareció un instante en una habitación y luego salió con una llave en un llavero de madera. Abrió la puerta de enfrente.

Ronnie le siguió a un cuarto pequeño que olía a humo de cigarrillo rancio. Tenía una ventana pequeña que daba a la pared de la siguiente casa. Había una cama de matrimonio pequeña con una manta de chenilla rosa encima con varias manchas y dos quemaduras de cigarrillo. En una esquina había un lavamanos, junto a una pequeña ducha con una cortina de plástico amarilla resquebrajada. Completaban el mobiliario un sillón maltrecho, una cómoda, un par de mesas de madera baratas, un televisor viejo con un mando a distancia que parecía más viejo todavía y una moqueta de color verde guisante.

– Perfecto -dijo Ronnie. Y en estos momentos, para él, lo era.

El hombre cruzó los brazos y lo miró con expectación. Ronnie sacó la cartera y pagó tres días por adelantado. Recibió la llave y luego el casero se marchó y cerró la puerta.

Ronnie revisó la habitación. Había una pastilla de jabón medio usada en la ducha con lo que sospechosamente parecía un pelo castaño de vello púbico. La imagen del televisor era borrosa. Encendió todas las luces, corrió la cortina y se sentó en la cama, que se hundió y crujió con un sonido metálico. Entonces logró esbozar una sonrisa. Podría soportar esto unos días. No le preocupaba.

Dios santo, ¡era el primer día del resto de su vida!

Inclinándose hacia delante, cogió el maletín de encima del trolley y sacó todas las carpetas que contenían la propuesta y datos acreditativos que durante semanas había preparado para Donald Hatcook. Finalmente, cogió del fondo el portafolios de plástico transparente, cerrado con un broche metálico, y sacó la carpeta roja que no se había arriesgado a dejar en la habitación del W, ni siquiera en la caja fuerte. Y la abrió.

Sus ojos se iluminaron.

– Hola, preciosos míos -dijo.

49

Octubre de 2007

– ¿Qué tiene de malo que me guste la Guinness? -preguntó Glenn Branson.

– ¿Acaso he dicho que tuviera algo de malo?

Roy Grace dejó sobre la mesa la pinta de Glenn y su Glenfiddich largo con hielo, junto con dos bolsas de patatas con sabor a bacon, y se sentó delante de su amigo. Eran las ocho de la tarde del lunes y el Black Lion estaba prácticamente vacío. Aun así, habían elegido sentarse en el rincón del fondo, lo suficientemente lejos de la barra para que nadie los escuchara. El hilo musical también contribuía a tapar sus voces y proporcionarles intimidad.

– Lo digo por cómo me miras cada vez que pido una Guinness -dijo Branson-. Como si fuera un error o algo así.

«Eras un hombre seguro de sí mismo y tu mujer te está convirtiendo en un paranoico», pensó Grace, pero no dijo nada, sino que citó:

– «Para el que tiene miedo, todo son ruidos.»

Branson frunció el ceño.

– ¿Quién lo dijo?

– Sófocles.

– ¿En qué película?

– ¡Dios mío, mira que llegas a ser ignorante a veces! ¿No sabes nada que no sea de cine?

– Gracias, Einstein. Tú sí que sabes dónde darle a un hombre cuando está deprimido.

Grace levantó su vaso.

– Anímate.

Branson levantó el suyo, sin entusiasmo, y brindó con el de Grace.

Los dos bebieron un sorbo.

– Sófocles era un dramaturgo -dijo luego Grace.

– ¿Está muerto?

– Murió en el 406 a. C.

– Antes de que naciera yo, viejo. Supongo que tú irías a su entierro.

– Muy agudo.

– Recuerdo que cuando viví contigo me fijé en que tenías un montón de libros de filosofía tirados por ahí.

Grace bebió otro trago de whisky y le sonrió.

– ¿Te supone un problema que alguien intente culturizarse?

– ¿Para intentar estar a la altura de su chica, quieres decir?

Grace se puso rojo. Branson tenía bastante razón, por supuesto. Cleo estaba haciendo un curso de filosofía en la universidad a distancia y él se esforzaba mucho en su tiempo libre para comprender la materia.

– He puesto el dedo en la llaga, ¿verdad? -Branson esbozó una sonrisa lánguida.

Grace no dijo nada.

Estaba sonando «Rhinestone Cowboy». Los dos la escucharon un rato. Grace cantó la letra en silencio y movió la cabeza al ritmo de la música.

– ¡Joder, tío! No me digas que te gusta Glen Campbell.

– Pues la verdad es que sí.

– ¡Cuanto más te conozco, más triste veo que eres!

– Es un músico de verdad. Mejor que esa mierda de rap que te gusta a ti.

Branson se dio unos golpecitos en el pecho.

– Es mi música, tío. Es mi gente que me habla.

– ¿A Ari le gusta?

De repente, Branson pareció deprimido. Miró dentro de su cerveza.

– Antes sí. Ahora ya no sé qué le gusta.

Grace bebió un sorbo. El whisky le sentaba bien, le proporcionaba una sensación cálida y agradable.

– Bueno, cuéntame. ¿Querías hablar de ella? -Abrió su bolsa de patatas y metió los dedos dentro, sacó varias patatas de una tacada y se las llevó a la boca. Masticó mientras hablaba-.

Tienes una pinta horrible, ya lo sabes. Tu aspecto estos dos últimos meses es terrible, desde que volviste con ella. Creía que todo iba mejor, que le habías comprado el caballo y estaba bien. ¿No? -Comió otro puñado de patatas con avidez.

Branson bebió un poco más de Guinness.

El pub desprendía un olor prístino a limpiador de moqueta y cera abrillantadora. Grace echaba de menos el olor a tabaco, el aire viciado del humo de los puros y las pipas. Para él, los pubs ya no tenían ambiente desde que había entrado en vigor la prohibición de fumar. Y ahora le habría venido bien un cigarrillo.

Cleo no le había invitado a pasarse por su casa más tarde porque tenía que escribir un trabajo para su curso. Tendría que cenar algo aquí o improvisar con lo que tuviera en casa.

La cocina nunca había sido su punto fuerte y comenzaba a depender de ella, se percató. Durante estos dos últimos meses, Cleo había cocinado para él casi todas las noches, principalmente comida sana, pescado y verduras salteadas o al vapor. A ella le horrorizaba la dieta a base de comida basura que la mayoría de los policías ingerían casi siempre.

«Rhinestone Cowboy» terminó y se quedaron sentados en silencio un rato.

Glenn lo rompió.

– ¿Sabes que no hemos hecho el amor?

– ¿Desde que has vuelto con ella?

– No.

– ¿Ni una vez?

– Ni una vez. Es como si intentara castigarme.

– ¿Por qué?

Branson apuró la pinta, parpadeó mirando el vaso vacío y se levantó.

– ¿Otro?

– Uno normal -dijo Roy, consciente de que tenía que conducir.

– ¿Lo de siempre? ¿Un Glenfiddich con hielo con un poquitín de agua?

– Vaya, no has perdido memoria.

– ¡Que te den, viejo!

Grace se quedó pensativo unos momentos, su mente absorta en el trabajo. Le daba vueltas a la reunión informativa de las 18.30 que acababan de celebrar. Joanna Wilson, Ronnie Wilson. Conocía a Ronnie de tiempo atrás. Era uno de los delincuentes clásicos de Brighton. Así que Ronnie había muerto el 11-S… Ese tipo de sucesos eran muy azarosos. ¿Había matado Ronnie a su mujer? Su equipo estaba trabajando en el caso. Mañana comenzarían a investigar la vida del hombre y la de su esposa.

Branson regresó y volvió a sentarse.

– ¿Qué quieres decir con que Ari intenta castigarte, Glenn?

– Cuando Ari y yo nos conocimos follábamos todo el día, ¿sabes? Nos despertábamos y follábamos. Salíamos por ahí, a comer un helado quizás, y nos liábamos. Luego por la noche volvíamos a follar. Como si no viviéramos en el mundo real. -Bebió más cerveza, casi la mitad del vaso, de un trago-. Ya sé que eso no puede durar siempre, vale.

– Era el mundo real -dijo Roy-. Pero el mundo real no es siempre igual. Mi madre decía que la vida es como los capítulos de un libro. Pasan cosas distintas en momentos distintos. La vida cambia constantemente. ¿Sabes cuál es uno de los secretos de un matrimonio feliz?

– ¿Cuál?

– No seas policía.

– Tiene gracia. Es irónico, ¿verdad? Ella quería que yo fuera policía. -Glenn meneó la cabeza con incredulidad-. Lo que no entiendo es por qué está enfadada siempre conmigo. ¿Sabes qué me ha dicho esta mañana?

– ¿Qué?

– Dice que la despierto a propósito, ¿vale? Cuando me levanto por la noche para ir al baño, ya sabes, a mear, dice que apunto directamente al agua para hacer ruido, y que si la quisiera de verdad mearía contra un lado de la taza.

Grace vertió el contenido del vaso nuevo en el anterior.

– ¿En serio?

– En serio, tío. No hago nada bien. Me dice que necesita su espacio y que mande a la mierda mi carrera de policía. Que va a salir por las noches, que no está preparada para atarse a los niños y que son responsabilidad mía. Que si tengo que trabajar hasta tarde, busque yo una canguro.

Grace bebió un sorbo de whisky y se preguntó si era posible que Ari tuviera una aventura. Pero no quería sugerirlo y disgustar más aún a su amigo.

– No puedes vivir así -le dijo.

Branson cogió su bolsa de patatas y le dio vueltas y vueltas con las manos.

– Quiero a mis hijos -dijo-. No puedo pasar por una mierda de divorcio y verlos, ¿qué? ¿Unas horas al mes?

– ¿Cuánto tiempo lleváis así?

– Desde que se le metió ese rollo en la cabeza de la autosuperación. Los lunes por la tarde va a clases de literatura inglesa. Los jueves, de arquitectura. Y más mierdas de ese tipo el resto de días. Ya no la conozco… No sé cómo llegar a ella. -Se quedaron sentados en silencio un rato antes de que Branson esbozara una sonrisa alegre y dijera-: En cualquier caso, soy yo quien tiene que solucionar su mierda, ¿no?

– No -contestó Roy, aunque sabía que si Ari volvía a echar a Glenn, tendría que cargar una vez más con aquel inquilino infernal. Glenn había vivido con él hacía un par de meses y la casa habría estado más ordenada con un elefante puesto hasta las cejas de setas mágicas-. Estamos juntos en esto.

Por primera vez aquella noche, Glenn sonrió. Luego por fin abrió su bolsa de patatas y miró dentro con cierta decepción, como si esperara que contuviera otra cosa.

– Bueno, ¿qué pasa con Cassian Pewe? Perdona, el comisario Cassian Pewe. -Grace se encogió de hombros-. ¿Intenta robarte el puesto?

Grace sonrió.

– Creo que ésa era su estrategia. Pero ya le hemos puesto en su sitio.

50

Octubre de 2007

Cassian Pewe bebió otro sorbo indeciso de té e hizo una mueca cuando el líquido caliente tocó sus dientes. Anoche había dormido con gel blanqueador y hoy estaban sensibles a las temperaturas extremas.

– Lo que sí quiero es aclarar una cosa -dijo a los padres de Sandy mientras dejaba la taza en el platito-. El comisario Grace es un policía muy respetado. Mis intenciones no van más allá de averiguar la verdad sobre la desaparición de su hija.

– Necesitamos saber -dijo Derek Balkwill.

– Bien -apuntó él-. Me tranquiliza mucho saber que estamos en sintonía. -Les sonrió-. Sin querer poner a nadie en entredicho, sin embargo -prosiguió-, hay varios policías de alto rango en el Departamento de Investigación Criminal de Sussex que creen que nunca se ha llevado a cabo una investigación adecuada. Es una de las razones principales por las que me han reclutado. -Hizo una pausa, estaba satisfecho con la receptividad de los padres y un poco envalentonado-. Hoy he estado estudiando el caso todo el día y hay muchas preguntas sin respuesta. Yo en su lugar creo que no estaría muy satisfecho con el trabajo de la policía hasta la fecha.

Los dos volvieron a asentir.

– La verdad es que no entiendo por qué permitieron a Roy revisar él mismo la investigación, cuando estaba tan involucrado personalmente.

– Tenemos entendido que unos días después de que desapareciera nuestra hija asignaron el caso a un equipo independiente -dijo Margot Balkwill.

– ¿Y quién les informaba de sus hallazgos? -preguntó Cassian Pewe.

– Puees… Roy.

Pewe abrió los brazos.

– ¿Lo ven? Ése es el problema. Normalmente, cuando una mujer casada desaparece, su marido se convierte al instante en el sospechoso principal hasta que se le descarta. Por lo que he leído y oído, me parece que su yerno nunca fue considerado sospechoso formalmente.

– ¿Está diciendo que ahora usted le considera sospechoso? -preguntó Derek.

El hombre levantó su taza y Pewe volvió a fijarse en el temblor. Se preguntó si el hombre estaba nervioso o eran los primeros síntomas de Parkinson.

– No me atrevería a decir eso, en estos momentos. -Pewe sonrió con suficiencia-. Pero desde luego voy a tomar medidas radicales para disipar las sospechas, que es algo que todavía no se ha hecho, sin duda.

Margot Balkwill asentía con la cabeza.

– Estaría bien.

Su marido también asintió.

– ¿Puedo preguntarles algo personal? ¿Alguno de los dos ha sospechado alguna vez, por un momento, que Roy Grace estuviera escondiéndoles algo?

Hubo un largo silencio. Margot juntó las cejas, frunció la boca y, luego, cerró y abrió los puños varias veces. Tenía las manos gruesas, observó Pewe, eran las manos de un jardinero. Su marido estaba quieto, con los hombros encorvados, como si un peso enorme e invisible lo aplastara lentamente.

– Creo que debería comprender -dijo Margot Balkwill-, que no sentimos ninguna animadversión contra Roy. -Hablaba como una maestra que transmitía un informe a un padre.

– Ninguna -dijo Derek enfáticamente.

– Pero -añadió ella-, una pequeña parte de nosotros no puede evitar preguntárselo… Es la naturaleza humana. Hasta qué punto conocemos a las personas. ¿Verdad, agente?

– Claro, por supuesto -coincidió Pewe con suavidad.

Durante el silencio que se hizo a continuación, Margot Balkwill cogió su cucharilla y removió el té. Pewe se fijó que aunque no tomaba azúcar, era la tercera vez que lo removía.

– ¿Alguna vez notaron algo extraño en el modo como trataba Roy a su hija? -preguntó-. ¿Algo que les molestara? Me refiero a si dirían que era un matrimonio feliz.

– Bueno, no creo que sea fácil para nadie estar casado con un policía; en particular con uno tan ambicioso como Roy. -Miró a su marido, que se encogió de hombros sin decir nada-. Tenía que soportar estar mucho tiempo sola. Y llevarse una decepción en el último minuto cuando llamaban a Roy para algo.

– ¿Ella tenía su propia carrera?

– Trabajó unos años en una agencia de viajes de Brighton. Pero estaban intentando tener un hijo y no llegaba. El médico le dijo que debería dedicarse a algo menos estresante, así que lo dejó y consiguió un empleo a tiempo parcial de recepcionista en un centro médico. No trabajaba cuando… -Su voz se apagó.

– ¿Desapareció? -sugirió Pewe.

Ella asintió, con los ojos llenos de lágrimas.

– Fue muy duro para nosotros -dijo Derek-. En especial para Margot. Ella y Sandy estaban muy unidas.

– Por supuesto. -Pewe sacó su libreta e hizo algunas anotaciones-. ¿Cuánto tiempo llevaban intentando tener un hijo?

– Varios años -respondió Margot, con la voz rota.

– Imagino que será duro para un matrimonio -dijo Pewe.

– Todo es duro en un matrimonio -dijo Derek.

Hubo un largo silencio.

Margot bebió un sorbo de té, luego preguntó:

– ¿Insinúa que hay algo que no nos han dicho detrás de esto?

– No, no me gustaría especular en estos momentos. Sólo tengo que decir que la metodología que sustenta la investigación sobre la desaparición de su hija es deficiente. Es mi opinión como policía con diecinueve años de experiencia en el mejor cuerpo policial del Reino Unido. Eso es todo.

– Nosotros no sospechamos de Roy, se lo digo para que no saque conclusiones precipitadas -dijo Margot Balkwill.

– Estoy seguro. Tal vez debiera dejar algo claro desde el principio: mi investigación no es una caza de brujas. Simplemente pretendo cerrarla. Permitirles a usted y a su marido pasar página.

– Eso dependerá, ¿verdad?, de si nuestra hija está viva o muerta.

– Por supuesto -dijo Cassian Pewe. Bebió un poco más de té, luego se limpió los dientes con la lengua. Sacó del bolsillo una tarjeta suya y la dejó sobre la mesa-. Si se les ocurre algo, a cualquier hora, que pudiera resultarme útil, llámenme.

– Gracias -dijo Margot Balkwill-. Es usted un buen hombre. Lo noto.

Pewe sonrió.

51

Octubre de 2007

Abby parpadeó, mientras un ruido extraño y quejumbroso la despertaba de un sueño confuso. Le dolía el estómago. Tenía la cara entumecida. Estaba congelada de frío. Temblaba. Miraba una pared de azulejos color crema. Por un momento pensó que estaba en un avión, ¿o era el camarote de un barco?

Entonces se dio cuenta, poco a poco, de que algo no iba bien. No podía moverse. Olió a plástico, lechada, cemento para azulejos, desinfectante.

Ahora comenzaba a recordar. Y mientras una oscuridad envolvente estallaba en su interior, se acordó de todo.

El miedo recorrió su cuerpo. Intentó levantar el brazo derecho para tocarse la cara y vio que no podía moverse.

Ni abrir la boca.

Tenía la cabeza tan echada para atrás que notaba el cuello tenso y algo duro se le clavaba en la espalda. Era la cisterna, comprendió. Estaba sentada en el retrete. Le resultaba difícil ver algo más allá de lo que tenía justo delante y tuvo que forzar los ojos para mirar abajo. Cuando lo consiguió, vio que estaba desnuda, atada con cinta americana gris alrededor de la cintura, los pechos, las muñecas, los tobillos, la boca y también la frente, supuso, porque era lo que notaba.

Estaba en el cuarto de baño de invitados de su casa, mirando la cabina de la ducha, con un paquete de jabón caro en el plato que no había abierto nunca, un lavamanos y algunos toalleros y las paredes hermosamente alicatadas en color crema con azulejos romanos y una moldura. A la derecha había una puerta que llevaba al minúsculo lavadero, en el que se apretujaban una lavadora y una secadora, y al fondo había otra puerta que daba a la salida de incendios y a las escaleras. La puerta principal que daba al vestíbulo, a su izquierda, estaba entreabierta.

Empezó a temblar y estuvo a punto de vomitar de miedo. No sabía cuánto tiempo llevaba encerrada aquí dentro, en esta habitación pequeña y sin ventanas. Intentó cambiar de posición, pero las ataduras estaban demasiado fuertes.

¿Se había ido? ¿Lo había cogido todo y la había dejado aquí así?

Le dolía el estómago. La cinta estaba tan apretada que comenzaba a perder la sensibilidad en algunas zonas y notaba un hormigueo en la mano derecha. El asiento del inodoro se le clavaba en el trasero y los muslos.

Intentaba recordar qué había detrás del retrete, para identificar a qué estaba pegada la cinta americana. Pero no lo visualizaba.

La luz estaba encendida, por eso funcionaba el extractor de aire, comprendió, y oía ese ruido constante y lúgubre.

Su miedo se transformó en desesperación. Se había marchado. Después de todo lo que había pasado, ahora esto. ¿Cómo había dejado que ocurriera? ¿Cómo había sido tan estúpida? ¿Cómo? ¿Cómo? ¿Cómo?

Su desesperación se transformó en ira.

Y otra vez en miedo cuando vio moverse una sombra.

52

11 de septiembre de 2001

Sentada en el borde del sofá esquinero del salón, Lorraine desenroscó la tapa de una botella de vodka en miniatura y vertió el contenido sobre los cubitos de hielo y la rodaja de lima del vaso. Su hermana había pasado antes a verla con una bolsa de plástico llena de frasquitos. Parecía que Mo siempre tenía una provisión interminable y Lorraine suponía que los birlaba del bar del vuelo en el que trabajara.

Eran las nueve de la noche. Casi había oscurecido ya y todavía tenía puestas las noticias. Lorraine llevaba viéndolas todo el día, hecha un mar de lágrimas. Las imágenes repetidas del horror, las declaraciones repetidas de los políticos. Ahora salía un grupo de gente en un estudio en Pakistán: un médico, un asesor informático, un abogado, una documentalista vocinglera, un empresario. Lorraine no podía creer lo que estaba oyendo. Decían que lo que había ocurrido hoy en Estados Unidos era bueno.

Se inclinó hacia delante y apagó el cigarrillo en un cenicero que rebosaba de colillas. Mo estaba en la cocina, preparando una ensalada y calentando algo de pasta. Lorraine miraba a aquellas personas, las escuchaba, perpleja. Eran personas inteligentes. Uno de ellos se reía, había alegría en su rostro.

– Ya era hora de que Estados Unidos se diera cuenta de que tiene que dejar de machacar al resto del mundo. No queremos sus valores. Hoy han aprendido una lección. ¡Hoy les tocaba a ellos recibir una paliza!

La documentalista asintió y amplió sus argumentos convincentemente.

Lorraine miró el teléfono, a su lado. Ronnie no había llamado. Habían muerto miles de personas, ¿y esta gente estaba contenta? Hombres y mujeres habían saltado de los rascacielos. ¿Una «paliza»?

Cogió el teléfono inalámbrico y se lo apretó contra las mejillas empapadas. «Ronnie, cariño, llama, llama. Llama, por favor. Por favor, llama.»

Mo siempre había sido protectora con Lorraine. Aunque sólo era tres años mayor, la trataba como si las separara toda una generación.

En realidad eran muy distintas. No sólo por el color del pelo -Mo lo tenía casi negro azabache- y su aspecto físico, sino por la actitud que mostraban ante la vida y la suerte les había tocado. Mo tenía una figura bien proporcionada, curvilínea y voluptuosa por naturaleza, era dulce, todo le iba como la seda. Lorraine había sufrido cinco años de un tratamiento de fertilidad in vitro humillante, agobiantemente caro y, a la larga, infructuoso. En cambio Mo se quedaba embarazada sólo pensando en la polla de su marido.

Había tenido tres hijos, uno tras otro, que estaban convirtiéndose en buenas personas. Era feliz con su marido delineante, tranquilo y sencillo, y su casa pequeña y agradable. A veces Lorraine deseaba poder ser como ella. Estar contenta en lugar de anhelar -ansiar- un estilo de vida mejor que el que tenía.

– ¡Lori! -gritó Mo con excitación desde la cocina.

Su hermana entró corriendo en la habitación y, por un momento, las esperanzas de Lorraine renacieron. ¿Había vislumbrado a Ronnie en las noticias?

Pero cuando Mo apareció, había horror en su rostro.

– ¡Deprisa! ¡Alguien te está robando el coche!

Lorraine saltó del sofá, metió los pies en las zapatillas, corrió hacia la puerta y la abrió. Aparcado justo después del sendero corto de la entrada, había un camión de plataforma con luces naranjas que parpadeaban en el techo. Dos hombres, de aspecto duro, estaban subiendo su BMW descapotable por unas rampas metálicas al camión.

– ¡Eh! -gritó, corriendo hacia ellos, lívida-. ¿Qué coño creen que están haciendo?

Los hombres siguieron subiendo el coche, que avanzaba sin cesar, balanceándose en la rampa. Mientras Lorraine se acercaba, el más alto se metió una mano sucia en el bolsillo delantero y sacó un fajo de papeles.

– ¿Es usted la señora Wilson?

– ¿Sí? -contestó preocupada, su confianza debilitada de repente.

– ¿Su marido es el señor Wilson?

– Sí. -Lorraine comenzaba a recuperar su rebeldía.

El hombre le mostró los documentos. Luego, en un tono más relajado, casi de disculpa, dijo:

– Financiera Inter-Alliance. Me temo que vamos a embargar este vehículo.

– ¿Qué quiere decir?

– No se ha realizado ningún pago en seis meses. El señor Wilson ha incumplido el contrato.

– Tiene que ser un error.

– Me temo que no. Su marido ha hecho caso omiso a las tres cartas de advertencia que se le han enviado. Bajo los términos del plan de financiación, la empresa está autorizada legalmente a embargar el vehículo.

Lorraine rompió a llorar mientras las ruedas traseras del BMW azul alcanzaban la parte superior de la rampa y se posaban en el camión de plataforma.

– Por favor… Ya ha visto las noticias de hoy. Mi marido está ahí. Está en… en Nueva York. Estoy intentando contactar con él. Seguro que podremos solucionarlo.

– Tendrá que hablar con la empresa mañana a primera hora, señora. -Había cierta compasión en la voz del hombre, pero se mantuvo firme.

– Mire… Yo… Por favor, deje el coche aquí esta noche.

– Le daré un número de teléfono para que pueda llamar mañana -dijo.

– Pero… Pero… No tendré coche. ¿Cómo me las voy a arreglar? Yo… Tengo cosas dentro del coche. GD, bonos de aparcamiento, mis gafas de sol.

El hombre hizo un gesto.

– Adelante. Cójalos.

– Gracias -dijo Lorraine-. Un millón de gracias.

53

Octubre de 2007

Temblando de terror, Abby observó la sombra sigilosa, escuchó el chirrido de una deportiva sobre el parquet brillante del recibidor, seguido por el crujido de un papel.

Entonces apareció Ricky.

Se quedó en la puerta y se apoyó con indiferencia en el marco, con una cazadora de cuero de motociclista con la cremallera desabrochada y una camiseta blanca sucia debajo. Llevaba una barba de varios días y tenía el pelo grasiento, como si el casco se lo hubiera aplastado. Estaba distinto de la última vez que lo había visto. Ya no tenía el aspecto de un surfista relajado, sino de un hombre obsesionado. Había envejecido en tan sólo un par de meses. Había perdido peso y estaba demacrado, con ojeras y bolsas en los ojos. Olía muy mal.

Dios mío, ¿cómo había podido gustarle?

Estaba sonriendo, como si le leyera el pensamiento, pero no era una sonrisa que ella conociera. No era una sonrisa típica de Ricky. Era más bien una máscara que se había puesto. Logró vislumbrar su reloj. Eran las 22.50. ¿Había estado inconsciente casi cuatro horas?

Entonces vio el sobre acolchado. Ricky lo levantó, asintió y lo puso boca abajo. El contenido, el Times y el Guardian del viernes, cayó al suelo.

– Qué bien volver a verte, Abby -dijo. No había alegría en su voz.

Ella intentó hablar, pedirle que la desatara, pero su garganta sólo logró articular un sonido apagado.

– ¡Me alegro de que sientas lo mismo! Sólo estoy un poco confuso por que quieras mandarle a alguien unos periódicos viejos en un sobre acolchado -Leyó la dirección-: Laura Jackson. Stable Cottages, 6. Rodmell ¿Es una vieja amiga tuya? Pero ¿por qué querrías enviarle unos periódicos viejos? No tiene demasiado sentido para mí. A menos, claro está, que se me haya escapado algo. ¿Se me escapa algo? ¿Tal vez la prensa no llega a Rodmell?

Abby lo miró.

Ricky rompió el sobre en dos y de dentro salió una especie de lanilla. Luego, procurando coger sólo unos trocitos cada vez, rasgó el resto del sobre. Cuando acabó, meneó la cabeza con desaprobación y dejó que el último pedazo cayera al suelo.

– He leído los dos periódicos y no he encontrado ninguna pista. Pero bueno, eso ahora ya no importa, ¿verdad?

La miró fijamente a los ojos, sin apartar la vista, todavía sonriendo. Divirtiéndose.

Abby pensaba deprisa. Sabía qué quería Ricky. Y también sabía que, para conseguirlo, tendría que dejarla hablar. Petrificada, se devanó los sesos, pensando, pensando. Pero no se le ocurría nada.

Ricky desapareció unos momentos. Regresó con la maleta azul grande de Abby y la dejó en el suelo, a plena vista desde la puerta. Se arrodilló, abrió la cremallera y levantó la tapa.

– Qué bien hecha está -dijo, mirando el contenido-. Todo muy cuidado y ordenado. -Su voz se volvió amarga-. Pero supongo que tienes mucha práctica en eso de hacer maletas y salir corriendo.

De nuevo, sus ojos grises se clavaron en los de ella. Y Abby vio algo que no había visto nunca, algo nuevo. Había oscuridad en ellos: una oscuridad verdadera, como si su alma estuviera muerta.

Ricky comenzó a deshacer la maleta, artículo por artículo. Primero sacó un jersey de punto que estaba doblado encima de sus neceseres de aseo y maquillaje. Lo desdobló sin prisas, lo revisó con cuidado, lo volvió del revés y luego, cuando quedó satisfecho, se lo puso alrededor de los hombros.

Abby tenía muchas ganas de hacer pis, pero estaba decidida a no humillarse delante de él ni a darle la satisfacción de ver su miedo. Así que se aguantó y le observó.

Estaba tomándose su tiempo, su lentitud era increíble, agónica, casi como si percibiera la necesidad que tenía Abby.

Gracias al reloj de Ricky, vio que habían pasado casi veinte minutos cuando terminó de deshacer la maleta tras sacar el último artículo, su secador de viaje, que deslizó por el suelo del pasillo y se estrelló contra el zócalo.

Abby intentaba moverse todo el rato. Nada cedía, nada. Las muñecas y los tobillos le dolían horrores. Notaba el trasero entumecido y tenía que apretar las rodillas para combatir las ganas de hacer pis.

Sin decir palabra, Ricky empujó la maleta a un lado y se marchó por el pasillo. Abby se moría de sed, pero ése era el menor de sus problemas. Tenía que soltarse. Pero ¿cómo?

Hizo pis. Al menos aún era capaz de hacer eso, no se lo había tapado con cinta. Entonces se sintió mejor. Estaba exhausta, la cabeza le estallaba, pero ahora podía pensar con un poco más de claridad.

Si pudiera conseguir que le quitara la cinta, al menos podría hablar con él, intentar razonar con él.

Quizás incluso llegar a un trato.

Ricky era un hombre de negocios.

Pero eso dependería de lo duro que se mostrara.

Ahora estaba volviendo. Traía un vaso de whisky con hielo en la mano y fumaba un cigarrillo. El olor dulce e intenso la tentaba. Lo habría dado prácticamente todo por una calada. Y una copa, de lo que fuera.

Hizo repiquetear los cubitos de hielo y movió las ventanas de la nariz. Avanzó y alargó la mano detrás de ella. Abby oyó un ruido metálico, luego comprendió que había tirado de la cadena y notó las gotitas de agua fría salpicándole el trasero.

– Cerda -dijo-. Tienes que tirar de la cadena cuando vas al baño. A ti te gusta tirar a los otros por el retrete. -Tiró la ceniza al suelo-. Qué pisito más bonito tienes. Desde la calle no lo parece. -Hizo una pausa y reflexionó-. Pero, por otro lado, supongo que mi furgoneta no parece gran cosa desde aquí arriba.

La palabra la golpeó como un puñetazo. Furgoneta. ¿Esa furgoneta blanca y vieja? ¿La que no se había movido? ¿Tan estúpida había sido que no había pensado en esa posibilidad?

Intentó suplicarle con los ojos, pero lo único que hizo Ricky fue girar la cabeza burlonamente, bebió más whisky, se fumó el cigarrillo hasta el filtro, lo tiró al suelo y lo pisó.

– Muy bien, Abby, tú y yo vamos a tener una pequeña charla. Muy sencillo todo. Yo te hago preguntas, tú mueves los ojos a la derecha para contestar «sí» y a la izquierda para responder que «no». ¿Hay alguna parte que no hayas entendido?

Abby intentó decir que no con la cabeza, pero no pudo. Sólo podía moverla un poquito a derecha e izquierda.

– No, Abby, no me has escuchado bien. He dicho que movieras los ojos, no la cabeza. ¿Quieres enseñarme que lo has captado?

Tras unos momentos de duda, Abby movió los ojos a la derecha.

– ¡Buena chica! -dijo Ricky, como si felicitara a un cachorro-. ¡Muy buena chica!

Dejó el vaso, sacó otro cigarrillo y lo sujetó entre los labios. Luego volvió a coger el vaso, agitando los cubitos de hielo.

– Buen whisky -dijo-. De malta. Caro. Pero supongo que para ti el dinero no es ningún problema, ¿verdad?

Se arrodilló, para quedar a la altura de sus ojos, y se inclinó hacia delante, hasta que sólo les separaron unos centímetros.

– ¿Eh? ¿El dinero? ¿No supone ningún problema para ti?

Abby miró fijamente al frente, temblando de frío.

Luego, Ricky dio una calada a su cigarrillo y le echó el humo a la cara. Le picaron los ojos.

– ¿El dinero? -repitió-. No supone ningún problema para ti, ¿verdad?

Entonces se levantó.

– La cuestión, Abby, es que no hay mucha gente que sepa que estás aquí. No hay mucha, no, lo que significa que nadie va a echarte de menos. Nadie va a venir a buscarte. -Bebió un poco de whisky-. Bonita ducha. No has escatimado en gastos. Imagino que te gustaría disfrutarla. En fin, soy un hombre justo.

Hizo tintinear los cubitos de hielo con fuerza, mirando el vaso, y por un momento Abby creyó que realmente iba a ofrecerle un trato.

– Ésta es mi oferta: o te hago daño hasta que me lo devuelvas todo o simplemente me lo devuelves todo. -Volvió a sonreír-. Me parece que la decisión es obvia.

Dio una calada lenta, relajada, a su cigarrillo, como si disfrutara viéndola observándolo, sabiendo que seguramente Abby se moría por fumarse uno. Ricky ladeó la cabeza y permitió que un remolino de humo azul escapara de su boca y subiera flotando hacia arriba.

– Tengo una idea -dijo-. Dejaré que lo consultes con la almohada.

Entonces cerró la puerta.

54

Octubre de 2007

Roy Grace estaba sentado en su mesa de trabajo en la MIR Uno, soportando a la madre, el padre, el hermano, la hermana, el tío, el nieto, el primo carnal y el sobrino segundo de todas las resacas. Tenía la boca como el fondo de la jaula de un loro y era como si una motosierra desafilara sus dientes en una púa de acero dentro de su cabeza.

Su único consuelo era que Glenn Branson, sentado en diagonal delante de él, parecía estar igual. ¿Qué diablos les había pasado anoche?

Habían ido al Black Lion a tomar algo rápido, porque Glenn quería hablarle de su matrimonio. Se habían marchado tambaleándose alrededor de medianoche, después de beber ¿cuántos whiskies, cervezas, botellas de Rioja? Grace no quería ni pensarlo. Apenas recordaba haber vuelto a casa en taxi ni que Glenn lo acompañara porque su mujer le había dicho que no quería que volviera a casa en ese estado.

Después, bebieron más whisky y Glenn comenzó a mirar sus CD y a criticar su música, como hacía siempre.

Glenn seguía allí esta mañana, en la habitación de invitados, quejándose de un dolor de cabeza atroz y diciéndole a Grace que pensaba muy seriamente acabar con todo.

– Son las 8.30 del martes 23 de octubre -Grace leyó sus notas para la reunión.

Su libro de estrategias policiales, y sus notas, mecanografiadas hacía media hora por su ayudante de apoyo a la gestión, descansaban delante de él, junto con una taza de café. Estaba al máximo de paracetamoles, que no le hacían efecto, y masticaba chicle de menta para enmascarar su aliento, que estaba seguro de que debía de apestar a alcohol. Había dejado el coche en el pub anoche y decidió que ir caminando a recogerlo, más tarde, le sentaría bien.

Empezaba a preocuparle seriamente su falta de autocontrol sobre la bebida. No le ayudaba que Cleo bebiera como una cosaca, y se preguntaba si le ayudaba a sobrellevar los horrores de su trabajo. A Sandy le gustaba tomar una copa de vino o dos de vez en cuando los fines de semana, o una cerveza una tarde calurosa, pero eso era todo. Cleo, por otra parte, bebía vino todas las noches y pocas veces sólo una copa, salvo cuando estaba de guardia. A menudo se terminaban una botella, después de beber un whisky o dos, y a veces también hacían buenos progresos con otra más.

En su última revisión médica, el doctor le preguntó cuántas medidas de alcohol bebía a la semana. Grace mintió y contestó que diecisiete, pues tenía la impresión de que unas veinte eran una cantidad segura para un hombre. El médico frunció el ceño y le advirtió que redujera a menos de quince. Después, tras una comprobación rápida en un programa de cálculo que había encontrado en Internet, Grace descubrió que su ingesta semanal media se situaba alrededor de las cuarenta y dos medidas. Gracias a anoche, la de esta semana seguramente se duplicaría. Se prometió en silencio que nunca volvería a probar el alcohol.

Bella Moy, sentada frente a él, ya estaba metiéndose Maltesers en la boca tan temprano. Aunque normalmente no ofrecía nunca, empujó la caja hacia Grace.

– ¡Creo que necesitas un subidón de azúcar, Roy! -dijo.

– ¿Tanto se nota?

– ¿Una buena fiesta?

Grace lanzó una mirada a Glenn.

– Ojalá.

Se sacó el chicle de la boca y comió un Malteser, seguido de otros tres, que masticó con avidez. No le hicieron sentir peor. Entonces bebió un sorbo de café y volvió a meterse el chicle en la boca.

– Bebe Coca-Cola -dijo Bella-. Revitaliza, pero que no sea Light. Es buena para la resaca. Y desayunar fritos también.

– Habla la voz de la experiencia -la interrumpió Norman Potting.

– En realidad yo nunca tengo resaca -le dijo con desdén.

– Nuestra virgen virtuosa -refunfuñó Potting.

– Ya basta, Norman -dijo Grace, sonriendo a Bella antes de que ésta mordiera el anzuelo.

Entonces retomó la tarea que tenía entre manos y leyó en voz alta la información que Norman Potting había proporcionado en la reunión de la tarde anterior: que el marido de Joanna Wilson, Ronnie, había muerto en las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001. Cuando terminó, se volvió hacia Potting.

– Buen trabajo, Norman.

El sargento emitió un gruñido evasivo, pero parecía satisfecho consigo mismo.

– ¿Qué información tenemos sobre Joanna Wilson? ¿Algún familiar con el que podamos hablar? -preguntó Grace.

– Estoy trabajando en ello -dijo Potting-. Sus padres están muertos, eso sí lo he podido averiguar. No tenía hermanos. Estoy intentando saber si tenía más parientes.

Lanzando una mirada a Lizzie Mantle, su investigadora jefe adjunta, Grace dijo:

– De acuerdo, a falta de familiares inmediatos tenemos que centrar nuestras pesquisas en los conocidos y amigos de los Wilson. Norman y Glenn pueden concentrarse en eso. Bella, quiero que te pongas en contacto con el FBI a través de la embajada de Estados Unidos en Londres, a ver si puedes encontrar algún documento que registre la entrada de Joanna Wilson en Estados Unidos durante los años noventa. Si pensaba trabajar allí, necesitaría un visado. Pide al FBI que compruebe todos los registros y bases de datos informáticas para ver si encuentran algún documento que certifique que vivió allí durante ese periodo.

– ¿Conocemos a alguien en la embajada? -preguntó ella.

– Sí. Conozco a Brad Garrett en la oficina del agregado jurídico. Te proporcionará toda la ayuda que necesites. Si tienes algún problema, también tengo dos amigos en la oficina del fiscal del distrito de Nueva York. De hecho, lo más inteligente sería recurrir directamente a ellos. Nos saltaremos la burocracia. Ya pasaremos por todos los canales adecuados cuando necesitemos pruebas formales. -Luego se quedó pensando un momento-. Deja que hable yo con Brad. Le llamaré y le consultaré el tema.

Entonces se volvió hacia el sargento Nicholl.

– Nick, quiero que realices una búsqueda a nivel nacional sobre Ronnie Wilson. Mira a ver si encuentras algo en el extranjero.

El joven agente asintió. Parecía tan exhausto y pálido como siempre. No cabía duda que había pasado otra noche en vela sufriendo las alegrías de la paternidad, pensó Grace.

Se dirigió a Lizzie Mantle.

– ¿Quieres añadir algo?

– Estoy pensando en este personaje, Ronnie Wilson -dijo-. Según la balanza de probabilidades, a estas alturas tendría que ser el primero de la lista de sospechosos.

Grace se sacó el chicle de la boca y lo tiró en una papelera que tenía al lado.

– Estoy de acuerdo -asintió-. Pero necesitamos saber más sobre él y su mujer, comprender su vida en común, a ver si podemos encontrar un móvil. ¿Tenía una amante? ¿Lo tenía ella? Veamos qué podemos eliminar.

– En cuanto se elimina lo imposible, lo que queda, por muy improbable que sea, tiene que ser la verdad -intercedió Norman Potting.

Hubo un breve momento de silencio. Potting parecía tremendamente satisfecho consigo mismo.

Entonces Bella Moy lo miró y dijo mordazmente:

– Sherlock Holmes. Muy bien, Norman. Los dos sois más o menos de la misma generación.

Grace le lanzó una mirada de advertencia, pero ella se encogió de hombros y comió otro Malteser. Roy se volvió hacia Emma-Jane Boutwood.

– E-J, también quiero que te encargues de establecer el árbol genealógico de los Wilson.

– Yo tengo una información -dijo Norman Potting-. Anoche hice los deberes y consulté la base de datos de la policía. Ronnie Wilson tenía antecedentes.

– ¿Previos? -dijo Grace.

– Sí. Era un habitual para la policía de Sussex. La primera vez que lo ficharon fue en 1987. Trabajaba para un concesionario deshonesto de coches de segunda mano que trucaba vehículos y volvía a juntar las piezas de los que quedaban inservibles.

– ¿Qué pasó? -preguntó Grace.

– Doce meses, pendiente de un hilo. Luego volvió a las andadas.

Bella Moy le interrumpió.

– Disculpa… ¿Has dicho «pendiente de un hilo»?

– Sí, nena. -Potting imitó estar colgado de una cuerda por el cuello-. Sustitución de la pena de prisión.

– ¿Hay alguna posibilidad de que hables en un idioma que comprendamos todos? -replicó Bella.

Potting parpadeó.

– Creía que todos entendíamos el argot cockney. Es lo que hablan los delincuentes.

– En las películas de los años cincuenta -dijo ella-. Tu generación de delincuentes.

– Bella -la amonestó Grace con delicadeza.

Ella se encogió de hombros y no dijo nada.

Norman Potting continuó.

– En 1991, Terry Biglow cumplió cuatro años. Era un truhán, estafaba a viejecitas. -Hizo una pausa y miró a Bella-. Truhán. ¿Algún problema? No tiene nada que ver con cosas guarras.

– Ya sé lo que es un truhán -dijo ella.

– Bien -continuó-. Ronnie Wilson trabajó para él. Lo acusaron de cómplice, pero un abogado inteligente lo libró gracias a un tecnicismo. He hablado con Dave Gaylor, que fue el fiscal encargado del caso.

– ¿Trabajó con Terry Biglow? -dijo Grace.

Todos los presentes conocían el apellido Biglow. Eran una de las familias de delincuentes de mayor tradición de la ciudad. Con tres generaciones dedicadas al tráfico de drogas, las antigüedades robadas, la prostitución y la intimidación de testigos, entre otros, eran un sinónimo idéntico de todas las formas de delitos graves.

Grace miró a la inspectora Mantle.

– Al parecer podrías tener razón, Lizzie. Hay motivos suficientes para anunciar como mínimo que tenemos un sospechoso.

Aquello gustaría a Alison Vosper, pensó. Siempre le gustaba esa frase: «Tenemos un sospechoso». A su vez, le hacía quedar bien con su superior, el inspector jefe. Y si su superior estaba contento, ella estaba contenta.

Y si estaba contenta, solía dejar en paz a Grace.

55

11 de septiembre de 2001

Después de darse una ducha que se llevó el polvo gris de su pelo y le ayudó a atenuar un poco la borrachera, Ronnie se tumbó como nuevo sobre la colcha de chenilla rosa con las dos quemaduras de cigarrillos. Su habitación de treinta dólares la noche no alcanzaba para una cabecera, así que se apoyó en la pared desnuda y se puso a ver las noticias en la pantalla borrosa del viejo televisor mientras se fumaba un pitillo.

Vio los dos aviones chocando contra las Torres Gemelas una y otra vez. El Pentágono en llamas. El rostro solemne del alcalde Giuliani alabando a la policía de Nueva York y a los bomberos. El rostro solemne del presidente Bush declarando su guerra contra el terrorismo. Los rostros solemnes de todos los fantasmas grises.

Las bombillas débiles de bajo voltaje añadían melancolía a la habitación. Había corrido las deslucidas cortinas sobre la vista del callejón que daba a la pared de la siguiente casa. En estos momentos, el mundo que había más allá de su pequeño cuarto parecía solemne y triste.

Sin embargo, a pesar del dolor de cabeza atroz que tenía por culpa del vodka, no estaba triste. Estaba impactado por todo lo que había visto hoy, sí, por todo lo que había ocurrido con sus planes. Pero aquí, en esta habitación, se sentía seguro. Sumergido en sus pensamientos, comprendía que se le había brindado la oportunidad de su vida.

También se percató de que había olvidado más cosas en la habitación del W. Los billetes de avión, además del pasaporte, y algunos calzoncillos. Pero no estaba preocupado, sino contento.

Miró su teléfono móvil para comprobar por milésima vez que estuviera apagado. Le suscitaba paranoia pensar que, por alguna razón, se hubiera vuelto a encender por voluntad propia y que la voz de Lorraine apareciera de repente al otro lado, gritando de alegría o, lo que era más probable, insultándole por no haberla llamado.

Vio que algo cruzaba deprisa la moqueta: era una cucaracha marrón oscuro, de un centímetro y medio de largo. Sabía que las cucarachas eran de las pocas criaturas que podían sobrevivir a una guerra nuclear. Habían evolucionado hasta alcanzar la perfección; la supervivencia del mejor preparado.

Sí, bueno, él también estaba bastante preparado. Y ahora que su plan comenzaba a tomar forma, sabía exactamente cuál iba a ser su primer paso.

Fue hasta la papelera y sacó la bolsa de plástico que la protegía. Luego cogió la carpeta roja de su maletín y la metió dentro, ya que imaginaba que era improbable que lo atracaran por el contenido de una bolsa de plástico. Era muy consciente del riesgo que había corrido arrastrando el trolley y el maletín hasta aquí. Se quedó quieto y escuchó. La noticia que más le interesaba aparecía ahora en la televisión. Otra vez la información de que todos los vuelos civiles con origen y destino Estados Unidos habían sido cancelados indefinidamente.

Perfecto.

Se puso la chaqueta y salió de la habitación.

Eran las 18.45. Comenzaba a anochecer, pero todavía había mucha luz mientras caminaba balanceando la bolsa de plástico, volviendo sobre sus pasos hacia la concurrida calle principal donde estaba el paso elevado del metro.

Todavía no había comido nada desde el desayuno, pero no tenía hambre. Antes debía encargarse de algo.

Aliviado, vio que La ciudad del buzón aún estaba abierta. Cruzó la calle y entró. A su derecha, estaban las cajas de seguridad metálicas que ocupaban toda la pared. Al fondo, el mismo hombre de pelo largo que había visto antes estaba ocupado navegando por Internet. Detrás había dos cabinas telefónicas vacías. A la izquierda de Ronnie, tres personas hacían cola en el mostrador. El primero, un hombre que llevaba un sombrero blanco y un peto, mostró una libreta de ahorros de aspecto extraño y recibió un fajo de billetes. Detrás de él, había una anciana de rostro adusto que llevaba una falda vaquera y, en tercer lugar, esperaba una chica nerviosa, de melena pelirroja, que no dejaba de mirar a su alrededor con ojos perplejos y vidriosos, retorciéndose las manos cada pocos momentos.

Ronnie se unió a la cola tras ella. Cinco minutos después, e] hombre de pelo entrecano que atendía el mostrador le dio una llave fina como una cuchilla de afeitar y un papel a cambio de cincuenta dólares.

– La 31 -dijo en un inglés gutural, y sacudió un dedo-. Una semana. Usted volver. Si no, abro caja y me lo quedo. ¿Entendido?

Ronnie asintió con la cabeza y miró el papel. La fecha y la hora exacta figuraban impresos en él, además de la fecha de vencimiento.

– Drogas no.

– Entendido.

El hombre le lanzó una mirada larga y triste y suavizó el tono de repente.

– ¿Está bien?

– Sí, estoy bien.

El hombre asintió.

– Una locura. Una locura de día. ¿Por qué hacen esto? Es una locura, ¿verdad?

– Una locura.

Ronnie se alejó, encontró su caja de seguridad y la abrió. Era más profunda de lo que había imaginado. Introdujo el paquete, luego miró a su alrededor para asegurarse de que nadie lo observaba, cerró la puertecita y giró la llave. De repente pensó en algo y volvió al mostrador. Después de pagar treinta minutos de conexión a Internet, se sentó en un ordenador y entró en Hotmail.

Cinco minutos después, ya estaba todo organizado. Tenía un nombre nuevo y una dirección de correo electrónico nueva. Era el principio de su nueva vida.

Y entonces se percató de que estaba hambriento. Salió de la tienda y empezó a buscar un sitio donde comer una hamburguesa, patatas fritas y pepinillo. Por algún motivo, de repente sintió que mataría por un pepinillo. Y por cebolla frita. Y ketchup. Todo. Y una Coca-Cola.

El champán ya vendría después.

56

Octubre de 2007

– Adelante -dijo Alison Vosper, contestando a la persona que había llamado a su puerta.

Cassian Pewe había elegido cuidadosamente su vestuario para esta reunión. Su traje azul más elegante, su mejor camisa blanca y su corbata preferida, azul claro con dibujos geométricos blancos. Y se había echado tanta Eternity de Calvin Klein que parecía haberse marinado en ella.

Siempre se notaba cuando conectabas con alguien y Pewe sabía que había conectado con la subdirectora desde que se conocieron. Fue en enero, en una conferencia de la policía metropolitana sobre contraterrorismo y amenazas islámicas en las ciudades británicas. Había percibido más que un estremecimiento de sexualidad entre ellos. Estaba bastante seguro de que la razón por la que había insistido tan proactivamente y con tanto entusiasmo en que lo trasladaran al Departamento de Investigación Criminal de Sussex -y defendido su ascenso a comisario- era porque tenía en mente actividades extracurriculares.

Era bastante comprensible, naturalmente. Sabía lo atractivo que le consideraban las mujeres. Y durante toda su carrera hasta la fecha siempre se había centrado en las mujeres que tenían poder dentro del cuerpo de policía. No todas eran dóciles; de hecho, algunas eran tan duras como sus homólogos masculinos, incluso más. Pero un porcentaje razonable eran mujeres normales, inteligentes y fuertes, pero vulnerables emocionalmente. Sólo había que tocar las teclas adecuadas.

Por eso le sorprendió la frialdad con que le recibió la subdirectora cuando entró en su despacho.

– Toma asiento -le dijo sin levantar la vista de todos los periódicos que había desplegados sobre su mesa como una mano de póquer-. O quizá debería decir «No te quedes de pie, Pewe».

– Vaya, muy agudo -la aduló él.

Pero ninguna sonrisa rompió su expresión gélida. Sentada detrás de su enorme mesa de palisandro, siguió leyendo el artículo del Guardian, manteniéndolo a raya con sus manos de uñas elegantes.

Cassian se sentó despacio en el sillón de piel negra. Aunque habían pasado cuatro meses desde que el taxi en el que viajaba fuera aplastado por una furgoneta robada, lo que había provocado que se rompiera la pierna izquierda por cuatro sitios, todavía le dolía estar de pie durante largos periodos de tiempo. Pero no compartía esa información con nadie porque no quería que lo tacharan de semiinválido y poner en peligro sus posibilidades futuras en el cuerpo.

Alison Vosper siguió leyendo. Pewe miró las fotografías enmarcadas de su marido, un policía corpulento con la cabeza rapada varios años mayor que ella, y de sus dos hijos, dos niños con el uniforme del colegio y unas gafas bastante ridículas.

En las paredes había colgados varios certificados enmarcados con su nombre, además de un par de grabados antiguos de Brighton, uno de un hipódromo, el otro del puente colgante desaparecido tiempo atrás.

Sonó el teléfono. Vosper se inclinó hacia delante y miró la pantalla, luego descolgó y ladró:

– Estoy reunida, ahora te llamo. -Colgó y siguió leyendo-. Bueno, ¿cómo va todo? -preguntó de repente, sin dejar de leer.

– Por ahora, genial.

Vosper alzó la mirada y él intentó aguantar y mantener el contacto visual, pero casi de inmediato ella bajó la vista a algo que había en otra parte de la mesa. Alargó la mano, lo cogió y luego revolvió algunas páginas de papeles escritos a ordenador, una especie de informe, como si buscara algo.

– Tengo entendido que te han asignado los casos sin resolver.

– Sí.

Vosper llevaba una chaqueta negra corta y ajustada encima de una blusa blanca de cuello mao, cerrada con un broche plateado con un ópalo. Sus pechos, con los que había fantaseado, quedaban casi aplastados. Entonces, lo miró y sonrió. Una sonrisa larga, casi insinuante.

Pewe se derritió al instante, pero volvió a perder el contacto visual cuando ella bajó la mirada y empezó otra vez a revolver los papeles.

Desprendía un olor intensamente agradable, pensó. No era guapa, pero se sentía muy atraído por ella. Tenía la piel blanca y sedosa e incluso le intrigaba la pequeña verruga justo encima del escote de su blusa, esa única imperfección minúscula. Llevaba una fragancia cítrica que le encendía por dentro. Tenía un aspecto puro, y fuerte, e irradiaba autoridad. Quería pasar al otro lado de la mesa, arrancarle la ropa y retozar con ella sobre la moqueta.

Tuvo una erección al pensarlo.

Y ella seguía mirando a la mesa, ¡revolviendo los malditos papeles!

– Me alegro de volver a verte -dijo Pewe con delicadeza, para motivarla.

El comisario dejó escapar un suspiro de expectación. ¿Sentía ella lo mismo por él y se mostraba esquiva? Tal vez le sugiriera quedar luego los dos en algún sitio y tomar una copa. En algún lugar íntimo y acogedor.

Podía invitarla a su casa frente al puerto deportivo. Molaba bastante, con sus vistas a los yates.

Ahora se había puesto a leer el Guardian otra vez.

– ¿Buscas algo? -le preguntó Cassian-. ¿Mencionan a la policía de Sussex?

– No -respondió ella quitándole importancia-. Sólo intento ponerme al día con las noticias de hoy. -Entonces, sin levantar la vista, dijo-: Supongo que realizarás un informe sobre cuántos casos sin resolver son destacables.

– Bueno, sí, por supuesto -contestó.

– ¿Asesinatos, muertes sospechosas? ¿Personas desaparecidas hace tiempo? ¿Otros crímenes que hayan pasado inadvertidos?

– Todo eso.

Vosper pasó al Telegraph y examinó la portada.

Cassian la miró con incertidumbre. Había una barrera invisible entre ellos y se sintió totalmente abatido.

– Mira, yo… Me preguntaba si podía hablar contigo extraoficialmente.

– Adelante. -Mientras él hablaba, Vosper pasó deprisa varias páginas.

– Bueno, ya sé que se supone que debo informar a Roy Grace, pero hay algo de él que me preocupa.

Ahora logró captar toda su atención.

– Continúa.

– Ya sabes que su mujer desapareció, por supuesto -dijo.

– Todo el cuerpo lleva viviendo con ello los últimos nueve años -contestó ella.

– Bueno, ayer me entrevisté con sus padres. Están muy preocupados. Tienen la sensación de que nadie de la policía de Sussex ha llevado a cabo una investigación imparcial.

– ¿Puedes explicarte?

– Sí. Bueno, la cuestión es ésta: durante todo este tiempo, el único agente de la policía de Sussex que ha asumido la responsabilidad de revisar la investigación sobre su desaparición ha sido el propio Roy. Para mí, no es normal. Quiero decir que en la Met no habría pasado.

– ¿Qué estás diciendo exactamente?

– Bueno -prosiguió Pewe de manera afectada-, sus padres se sienten muy incómodos con esto. Leyendo entre líneas, creo que sospechan que Roy oculta algo.

Vosper se quedó mirándolo unos momentos.

– ¿Y tú qué crees?

– Me gustaría obtener tu permiso para darle prioridad a este caso y seguir indagando. Utilizar mi discreción para tomar las medidas investigadoras que considere necesarias.

– Concedido -dijo ella. Luego volvió a mirar sus periódicos y lo despidió con un solo movimiento de la mano. La mano en la que llevaba el solitario y la alianza.

Cuando se levantó, ya no estaba empalmado, pero sintió una clase distinta de excitación.

57

Octubre de 2007

Le parecía como si la luz y el extractor de aire llevaran horas y horas encendidos. En el cuarto minúsculo y sin ventanas, Abby había perdido la noción del tiempo. No sabía si todavía era de madrugada o de día. Tenía la boca y la garganta secas, se moría de hambre y casi todas las partes de su cuerpo estaban entumecidas o doloridas por culpa de las ataduras.

Temblaba de frío por la constante corriente de aire helado. Necesitaba sonarse desesperadamente la nariz porque la tenía taponada y cada vez le costaba más trabajo respirar. No podía coger aire por la boca y, respirando más y más deprisa, empezó a notar que le entraba otro ataque de pánico.

Intentó tranquilizarse, ralentizar la respiración. Comenzaba a sentir que no estaba totalmente dentro de su cuerpo, que estaba muerta y flotando en el aire. Como si la persona desnuda atada con cinta fuera otra, como si ya no fuera ella.

Estaba muerta.

El corazón le latía deprisa. Le palpitaba con fuerza. Intentó decirse algo y oyó un zumbido apagado dentro de su boca. «Sigo viva. Me noto el corazón.»

Dentro del cráneo notaba como si una cinta se tensara alrededor de su cerebro. Estaba sudando y era incapaz de enfocar con claridad. Entonces comenzó a temblar descontroladamente. Un sudor frío producto del miedo apareció en su piel cuando un pensamiento la golpeó como un mazo.

¿Y si se había marchado y la había abandonado aquí?

A su suerte, hasta que muriera…

Cuando le conoció, pensó que, igual que Dave, su violencia sólo era fanfarronería, fantochadas, un modo de no ser menos que sus amigos gánsteres. Entonces, una noche que estaba con él, atrapó una araña en la bañera, le quemó las patas con un encendedor y luego la abandonó, viva dentro de un tarro de cristal, para que muriera de sed o hambre.

Comprender que era muy capaz de hacerle lo mismo a ella la empujó a luchar contra las ataduras con una urgencia nueva y repentina. El pánico era cada vez más intenso.

«Concéntrate. Piensa. Recuerda que sólo es un ataque de pánico. No te estás muriendo. No estás fuera de tu cuerpo. Pronuncia las palabras.»

Inspiró, espiró, inspiró, espiró. «Hola -pensó en las palabras-. Me llamo Abby Dawson. Estoy bien. Sólo es una reacción química chunga. Estoy bien, estoy en mi cuerpo, no estoy muerta, se me pasará.»

Intentó centrarse en cada una de las ataduras, empezando por la que tenía alrededor de la frente. El cuello le dolía cada vez más porque tenía la cabeza demasiado echada para atrás. Pero por mucho que lo intentara, no podía moverla ni un centímetro en ninguna dirección.

Luego probó con las manos, que estaban atadas a sus muslos. Tenía los dedos abiertos y envueltos también en cinta, lo que hacía imposible coger nada. Trató de mover las piernas, pero las tenía unidas tan fuerte que parecía como si estuvieran enyesadas. Nada cedía. Nada se aflojaba.

¿Dónde había aprendido a atar así? ¿Simplemente se las había arreglado sobre la marcha, sonriendo mientras trabajaba?

Oh, sí, seguro que había sonreído.

Y no podía culparle.

De repente, se halló deseando con todas sus fuerzas no haber accedido a todo aquello. No era lo bastante fuerte, comprendió, ni lo bastante lista. ¿Cómo diablos había pensado que podía salir bien? ¿Cómo había podido ser tan estúpida?

Un ruido metálico interrumpió sus pensamientos, luego oyó el chirrido de la suela de goma de una zapatilla y luego una sombra cruzó la puerta. Ricky estaba mirándola, con una bolsa de plástico grande del ASDA en una mano y una taza de café en la otra. Olía el aroma. Dios santo, qué bueno.

– Espero que hayas dormido bien, Abby. Te quiero fresca para hoy. ¿Has descansado?

Abby emitió un quejido.

– Sí, siento lo de la cinta. Pero las paredes de este sitio no son muy gruesas. No puedo correr riesgos, estoy seguro de que lo comprendes. Vaya… ¿Tal vez la cama estaba un poco dura? Aun así, es muy buena para la espalda, esa postura. Bien recta. ¿Alguna vez te han contado la importancia de adoptar una buena postura?

Ella no dijo nada.

– ¿No? Vaya. Supongo que la palabra «buena» no figura en tu vocabulario. -Dejó la bolsa de plástico en el suelo. Se oyó un ruido fuerte, seguido de un golpeteo de objetos metálicos dentro-. He traído algunas cosas. En realidad no he torturado nunca a nadie. He visto cómo se hace en las películas, claro. He leído sobre el tema. -Se le tensó la garganta-. Sólo quiero que entiendas, Abby, que no quiero hacerte daño. Lo único que tienes que hacer es decirme dónde está. Ya sabes, lo que me quitaste. Toda mi pasta, vaya.

Abby no dijo nada. Estaba temblando.

Ricky cogió la bolsa y la sacudió, con un repiqueteo fuerte y metálico.

– Tengo todo tipo de cosas aquí dentro, pero la mayoría son bastante primitivas. Tengo un taladro que podría perforarte las rótulas. Tengo un paquete de alfileres y un martillo pequeño. Podría clavártelos dentro de las uñas. Tengo unos alicates para los dientes. O podríamos ser un poco más culturales.

Se metió la mano en el bolsillo y sacó un iPod negro. Entonces lo sostuvo delante de los ojos de Abby.

– Música -dijo-. Escucha un poco.

Le puso los auriculares, comprobó la pantalla y presionó el símbolo de encendido. Entonces subió el volumen.

Abby escuchó una canción que reconoció, pero a la que no pudo poner título de inmediato.

– «Fool for love» -la ayudó Ricky-. Loco de amor. En realidad, podría referirse a mí, ¿no crees?

Abby lo miró, el terror la volvía casi incoherente, no estaba segura de qué reacción esperaba Ricky. E intentaba no dejarle ver lo asustada que estaba.

– Me gusta este disco -dijo-. ¿Y a ti? Recuerda, ojos a la derecha es un «sí», a la izquierda, un «no».

Movió los ojos hacia la derecha.

– Bien, ¡ahora nos entendemos! Bueno, ¿está aquí o en otra parte? A ver si puedo simplificar la pregunta. ¿Está aquí, en este piso?

Movió los ojos hacia la izquierda.

– De acuerdo. En otra parte. ¿En Brighton?

Movió los ojos hacia la derecha.

– ¿En una caja de seguridad?

De nuevo, movió los ojos hacia la derecha.

Ricky metió la mano izquierda en el bolsillo de sus vaqueros y sacó una llave pequeña y fina.

– ¿Es ésta la llave?

Dijo que sí con los ojos.

Él sonrió.

– Bien. Ahora lo único que debemos establecer es el banco y la dirección. ¿Es el NatWest?

Ojos a la izquierda.

– ¿El Lloyds TSB?

Ojos a la izquierda.

– ¿El HSBC?

Sus ojos se movieron hacia la izquierda. Y también dijo que no a Barclays.

– De acuerdo, creo que ya lo entiendo -dijo, y se alejó de la puerta. Poco después, regresó con un tomo de las Páginas Amarillas, abierto por el índice de las empresas de servicios de seguridad. Las repasó con el dedo, deteniéndose y obteniendo una negación con cada nombre. Entonces llegó a Southern Deposit Security.

Abby movió los ojos hacia la derecha.

Ricky estudió el nombre y la dirección, como si los memorizara, y luego cerró el directorio.

– De acuerdo, bien. Lo único que necesitamos ahora es establecer algunos detalles más. ¿La cuenta está a nombre de Abby Dawson?

Ojos a la izquierda.

– ¿Katherine Jennings?

Movió los ojos a la derecha.

Él sonrió, ahora parecía mucho más contento.

Entonces Abby lo miró fijamente, intentando hacer una señal. Pero no estaba interesado.

– Sayonara, baby! -dijo con alegría-. Es de una de mis películas preferidas. ¿Te acuerdas? -Ricky la miró con intensidad.

Movió los ojos hacia la derecha. Se acordaba. Conocía la película, la frase. La decía Arnie Schwarzenegger en Terminator. Sabía lo que significaba.

¡Hasta la vista!

58

Octubre de 2007

Después de la reunión informativa, Roy Grace se retiró al refugio tranquilo de su despacho y dedicó unos momentos a mirar por la ventana, al otro lado de la carretera, al aparcamiento del ASDA y al edificio horrendo del supermercado, que obstaculizaba una vista espléndida de todo el municipio de Brighton y Hove que tanto amaba. Al menos podía ver algo de cielo y, por primera vez en varios días, había trozos azules con rayos de sol que se filtraban a través de las nubes.

Sosteniendo con las dos manos la taza de café que Eleanor acababa de traerle, bajó la mirada a las bandejas de plástico que contenían sus preciadas colecciones: tres docenas de mecheros antiguos que todavía no había colocado en ninguna vitrina y una magnífica selección de gorras de cuerpos policiales internacionales.

Junto a la trucha disecada, que utilizaba para enseñar a los policías jóvenes una analogía entre la paciencia y la pesca, estaba una nueva adquisición, un regalo de cumpleaños de Cleo. Era una carpa disecada, dentro de una caja transparente, en cuya base había grabada la leyenda Carpe Diem-un juego de palabras horrible.

Su maletín descansaba abierto sobre la mesa, junto a su móvil, su dictáfono y un fajo de transcripciones de juicios que estaba ayudando a preparar. Esa mañana debía repasar una, porque el fiscal no dejaba de insistir.

Y además, gracias a su ascenso, ahora tenía montones de expedientes nuevos que se acumulaban minuto a minuto y que Eleanor iba entrando y colocando en todas las superficies disponibles. Contenían los resúmenes de todos los casos de delitos graves que el departamento de investigación criminal estaba examinando actualmente y que ahora él tenía que revisar. Hizo una lista de todo lo que debía indagar para la Operación Dingo y luego repasó la transcripción, lo que le llevó una hora. Cuando acabó, sacó su libreta y, abriéndola por el final, leyó su anotación más reciente. Tenía una letra tan mala que tardó un momento en descifrarla y recordar.

Katherine Jennings, piso 82, Arundel Mansions,

Lower Arundel Terrace, 29.

Miró las palabras sin comprender, por un instante. Esperó a que las sinapsis de su cerebro funcionaran y le proporcionaran algún recuerdo de por qué había escrito aquella dirección. Entonces se acordó de que Kevin Spinella le había abordado después de la rueda de prensa de ayer. Le había dicho algo sobre que habían sacado a aquella mujer de un ascensor y que parecía asustada por algo.

La mayoría de la gente atrapada en un ascensor se habría asustado. A él, que era un poco claustrofóbico y le daban miedo las alturas, seguramente también le habría pasado. Se habría muerto de miedo. Aun así, nunca se sabía. Decidió cumplir con su deber e informar a la policía del distrito de East Brighton. Marcó el número interno del agente más eficaz que conocía en aquella comisaría, el inspector Stephen Curry, le dio el nombre y la dirección de la mujer y le puso en antecedentes.

– No lo conviertas en una prioridad, Steve. Pero quizás alguno de tus policías podría pasarse en algún momento de su ronda, asegurarse de que todo está bien.

– Por supuesto -dijo Stephen Curry, que parecía estresado-. Yo me ocupo.

– Todo tuyo -dijo Grace.

Después de colgar, miró el trabajo que se acumulaba en su mesa y decidió que ya iría más tarde a recoger el coche, hacia la hora de comer. Así tomaría un poco el aire. Disfrutaría un poco del sol inesperado e intentaría despejarse. Luego se acercaría hasta el centro para ver si encontraba a uno o dos de los viejos conocidos de Ronnie. Sabía bien por dónde empezar a buscar.

59

12 de septiembre de 2001

Ronnie pasó la noche en vela tumbado entre las sábanas de nailon sucias, intentando arreglárselas con una almohada de espuma que parecía rellena de rocas y un colchón con unos muelles que se le clavaban como sacacorchos. Podía elegir entre seguir con la ventana cerrada y soportar el aire acondicionado -que hacía un ruido como si dos esqueletos se pelearan dentro de un cobertizo de metal-, o abrirla y no poder dormir por culpa del quejido incesante de las sirenas distantes y las aspas de los helicópteros.

Pocos minutos antes de las seis de la mañana estaba con los ojos bien abiertos, rascándose una de las minúsculas picaduras rojas que tenía en la pierna. Pronto descubrió más que le picaban con furia en el pecho y el vientre.

Buscó el mando a distancia a tientas en la mesita de noche y encendió el televisor. La urgencia del mundo exterior llenó de repente la habitación. En la pantalla había imágenes de Nueva York. Salían personas angustiadas, hombres y mujeres que sostenían tablas, letreros, carteles, algunas con fotografías, algunas sólo con nombres, las letras rojas o negras o azules, preguntando: ¿Le habéis visto?

Apareció el presentador de las noticias y ofreció un cálculo del número de muertos. Los teléfonos de emergencia recorrían la parte inferior de la pantalla, además de otros titulares de última hora.

Todo tipo de cosas malas.

Dentro de su cabeza también se arremolinaban cosas malas, junto con todo lo que se había mezclado en su interior durante la noche. Pensamientos, ideas, listas. Lorraine, Donald Hatcook, llamas, gritos, cuerpos cayendo.

Su plan.

¿Estaba bien Donald? Si había sobrevivido, ¿existía alguna garantía de que accediera a respaldar su empresa de biodiésel? Ronnie siempre había sido un jugador y consideraba que las probabilidades de que lo apoyara no eran tan buenas como las de que su nuevo plan funcionara. Ahora, para él, Donald Hatcook, vivo o muerto, era historia.

Lorraine estaría pasándolo fatal. Pero al mismo tiempo entendería que «sin sufrimiento no hay recompensa».

Un día la muy estúpida lo comprendería. Un día, pronto, ¡cuando la cubriera de billetes de cincuenta libras y le comprara todo lo que siempre había deseado y más!

¡Serían ricos!

Sólo tenía que sufrir un poco ahora.

Y tener mucho, mucho cuidado.

Miró su reloj para comprobar la hora otra vez: las 6.02. Su cerebro cansado y lento por el jet-lag tardó unos momentos en determinar si en Reino Unido eran cinco horas más o cinco horas menos. Más, decidió al fin, por lo que en Brighton serían pasadas las once de la mañana. Intentó pensar en qué estaría haciendo Lorraine. Le habría llamado al móvil, al hotel, al despacho de Donald Hatcook. Tal vez estaría en casa de su hermana o, más probablemente, su hermana habría ido a su casa.

Ahora hablaba un policía directamente a cámara. Decía que se necesitaban voluntarios para ayudar en los «escombros». Necesitaban gente en la zona siniestrada para ayudar con las excavaciones y para repartir agua. Parecía exhausto, como si hubiera estado toda la noche despierto. Parecía un hombre al límite de sus fuerzas por culpa del cansancio y la emoción y la carga del trabajo, simplemente.

«Voluntarios.» Ronnie pensó unos momentos en aquello. «Voluntarios.»

Saltó de la cama y se metió en la raquítica ducha, sintiéndose extrañamente liberado, pero nervioso. Había mil y una maneras de fastidiarlo todo. Pero también había maneras de actuar con inteligencia. Con mucha inteligencia. «Voluntarios.» ¡Sí, aquella idea tenía algo! ¡Tenía fuerza!

Mientras se secaba, se centró en las noticias, en un canal de Nueva York, porque quería ver qué predecían hoy para la ciudad. ¿Aquello inesperado de lo que hablaba la gente? Eso significaba más ataques. ¿O la situación iba a normalizarse hoy? ¿En algunas zonas de Manhattan al menos?

Necesitaba saberlo porque tenía que realizar unas transacciones. Su nueva vida requería financiación. Había que especular para acumular. Lo que necesitaba iba a ser caro e, independientemente de dónde lo consiguiera, tendría que pagar en metálico.

La noticia que le interesaba apareció en el informativo: las zonas de Nueva York que estarían cerradas y las zonas que estaban abiertas. ¿Qué pasaba con los transportes? Parecía que había muchas líneas abiertas, que la mayoría estaban operativas. La locutora estaba diciendo, solemnemente, que ayer el mundo había cambiado.

Tenía razón, pensó él, pero para muchos hoy sería un día normal. Ronnie se sintió aliviado. Después de la borrachera de ayer en el bar, de la cena y de pagar por adelantado la habitación, sus recursos habían menguado hasta los trescientos veinte dólares.

La realidad de aquello comenzaba a calar. Trescientos veinte dólares que debían durarle hasta que pudiera realizar una transacción. Podía empeñar el portátil, pero era demasiado arriesgado. Por experiencia propia, cuando la policía se incautó del ordenador del concesionario algunos años atrás, sabía que era prácticamente imposible limpiar por completo la memoria de un ordenador. Su portátil siempre apuntaría a él.

En la pantalla, ahora volvían a hablar de los voluntarios que se necesitaban para los escombros. «Voluntarios», pensó. La idea estaba arraigando, y le emocionaba.

Ahora, gracias a las noticias de la mañana, tenía solucionada otra parte de su plan.

60

Octubre de 2007

En un principio, Sussex House había sido adquirido para albergar la central del Departamento de Investigación Criminal de Sussex. Pero hacía poco, a pesar de que el edificio se caía a trozos, habían hecho un hueco en las instalaciones para acoger a un distrito de la policía local, East Brighton. Los agentes de su equipo especial, encargados de solucionar conflictos en la comunidad, ocupaban un espacio minúsculo detrás de las puertas dobles que daban a la recepción.

Para el inspector Stephen Curry, una de las desventajas de esta ubicación era que todas las mañanas tenía que estar en dos lugares a la vez. Debía estar aquí para la reunión diaria con el inspector al frente del equipo de patrullas, que acababa pasadas las nueve, y luego tenía que atravesar Brighton como un loco en hora punta para llegar a la comisaría de John Street y asistir a la reunión de evaluación presidida por el comisario de la división de delitos y operaciones de Brighton y Hove.

Curry era un hombre de treinta y nueve años, de constitución fuerte y facciones atractivas y duras y entusiasmo juvenil. Hoy tenía más prisa de lo normal y miraba ansioso su reloj. Eran las 10.45. Acababa de regresar de John Street a su despacho en Sussex House para encargarse de un par de asuntos urgentes, y estaba a punto de salir otra vez por la puerta cuando Roy Grace le llamó.

Anotó con cuidado en su libreta el nombre «Katherine Jennings» y la dirección y le dijo a Grace que ordenaría a alguien de su equipo especial que se pasara por el piso. Como el asunto no parecía urgente, decidió que podía esperar hasta más tarde. Entonces se puso de pie de un salto, descolgó su gorra de la puerta y salió corriendo.

61

12 de septiembre de 2001

Una vez más, Lorraine estaba sentada a la mesa de la cocina envuelta en su albornoz blanco, un cigarrillo entre los labios y una taza de té delante de ella. Le dolía mucho la cabeza y tenía cara de sueño; no estaba del todo en sí misma porque había pasado la noche en vela. Notaba el corazón como si fuera un plomo en el pecho y sentía náuseas en la boca del estómago.

Dio unos golpecitos al cigarrillo encima del cenicero y medio centímetro de ceniza se unió a las cuatro colillas recientes que ya descansaban allí esta mañana. A su lado tenía el Daily Mirror y en la televisión estaban puestas las noticias, pero por primera vez desde ayer por la tarde, tenía la cabeza en otra parte.

Delante de ella estaba el correo que había llegado aquella mañana, así como el de ayer y el del lunes. También más cartas abiertas que había encontrado en el escritorio de Ronnie en el pequeño cuarto de invitados del piso de arriba que utilizaba como despacho.

La carta que miraba ahora era de una agencia de cobro de deudas llamada EndCol Financial Recovery. Mencionaba un acuerdo que al parecer Ronnie había firmado para pagar a plazos el televisor de pantalla grande del salón. La siguiente era de otra agencia de cobro de deudas. Informaba a Ronnie que iban a cortarles el teléfono si en siete días no se abonaban las más de seiscientas libras de una factura pendiente.

Luego estaba la carta de Hacienda, en la que se exigía el pago en tres semanas de casi once mil quinientas libras o se cursaría una orden de embargo.

Lorraine meneó la cabeza con incredulidad. La mitad de las cartas exigían el pago de facturas pendientes. Y una, del director de su banco, le decía que le habían denegado la ampliación del préstamo solicitado.

La peor carta de todas era de la sociedad de crédito hipotecario. La había encontrado en el escritorio e informaba a Ronnie de que iban a ejecutar la hipoteca e iniciar los trámites judiciales para embargarles la casa.

Lorraine apagó el cigarrillo, hundió el rostro entre sus manos y se echó a llorar. Todo el rato pensaba: «¿Por qué no me lo contaste, Ronnie, cariño? ¿Por qué no me contaste el lío en el que andabas -andábamos- metidos? Podría haberte ayudado, haber buscado trabajo. Tal vez no hubiera ganado mucho, pero habría ayudado. Habría sido mejor que nada».

Sacudió el paquete de tabaco, sacó otro cigarrillo y se quedó mirando atontada la televisión. A la gente de Nueva York que caminaba con sus carteles, con las fotografías de sus seres queridos desaparecidos. Eso es lo que ella necesitaba hacer, lo sabía. Tenía que plantarse allí y encontrarle. Tal vez estuviera herido y lo hubieran ingresado en algún hospital-Estaba vivo, lo sentía en los huesos. Era un superviviente. Se ocuparía de todas esas deudas. Si Ronnie hubiera estado aquí anoche nunca habría dejado que se llevaran el BMW. Habría llegado a un acuerdo, o encontrado algo de dinero, o les habría retorcido el pescuezo.

Marcó su número por milésima vez y le salió directamente el buzón de voz. Una tos áspera y profunda le humedeció los ojos. Ahora las imágenes mostraban los escombros humeantes, las paredes consumidas, toda aquella escena apocalíptica de lo que había sido, hasta ayer por la mañana, el World Trade Center. Intentó adivinar por las imágenes que aparecieron a continuación en la pantalla -primero un plano corto de un bombero con una mascarilla, tropezando con un montículo de cascotes humeantes y movedizos, luego un plano mucho más amplio que mostraba un bloque de unos treinta metros de altura y un coche de policía aplastado- donde estaba la Torre Sur, lo que quedaba de ella, cuándo había salido Ronnie y cómo.

Sonó el timbre de la puerta. Se quedó inmóvil. Entonces hubo unos golpes bruscos.

«Mierda. Mierda. Mierda.»

Subió sigilosamente al piso de arriba y entró en el dormitorio de la parte delantera, el que utilizaba Ronnie, y miró abajo. Había una furgoneta azul enfrente de la casa, bloqueando el camino de entrada, y dos hombres fornidos en la puerta. Uno tenía la cabeza rapada y llevaba una parca y vaqueros; el otro, de pelo corto y con un arete grande de oro en la oreja, sostenía un documento en la mano.

Lorraine se quedó quieta, casi aguantando la respiración. Hubo más golpes en la puerta. El timbre volvió a sonar, dos veces. Luego, al final, oyó alejarse la furgoneta.

62

Octubre de 2007

«¡Gilipollas!»

Cassian Pewe llevaba un par de días en Sussex House, pero Tony Case, el jefe de la unidad de apoyo, había tardado unos tres minutos en calarle.

Case, que también había sido policía, era el responsable de la administración de este edificio y los otros tres que albergaban todas las salas de operaciones de Sussex -en Littlehampton, Horsham y Eastbourne-. Entre sus tareas figuraba evaluar los riesgos de las redadas, presupuestar las actividades forenses y el material nuevo y los requisitos generales, así como garantizar que las personas que trabajaban aquí tuvieran todo lo que necesitaban.

Como los ganchos para cuadros.

– Mira -dijo Pewe, como si se dirigiera a un lacayo-, quiero ese gancho siete centímetros a la derecha y quince centímetros más arriba, ¿de acuerdo? Y quiero éste otro exactamente veinte centímetros más arriba, ¿entendido? Me parece que no lo estás escribiendo.

– ¿Tal vez quiere que le dé una caja de ganchos, un martillo y una regla, y así podrá clavarlos usted mismo? -sugirió Case. Era lo que hacían todos los agentes, incluido el comisario jefe.

Pewe, que se había quitado la chaqueta del traje y la había colgado en la silla, llevaba unos tirantes rojos encima de la camisa blanca. Ahora se paseaba por la habitación tirando de ellos.

– Yo no hago bricolaje -dijo-. No tengo tiempo. Tendrás alguien aquí que se encargue de estas cosas.

– Sí -dijo Tony Case-. Yo.

Pewe miraba por la ventana al deprimente bloque de detención. Empezaba a parar de llover.

– No es una gran vista -se quejó.

– Al comisario Grace le gustaba bastante.

Pewe se puso de un color raro, como si se hubiera tragado algo que le daba alergia.

– ¿Este era su despacho?

– Sí.

– La vista es horrorosa.

– Si llama a la subdirectora Vosper quizás ordene que derriben el bloque de detención.

– No tiene gracia -dijo Pewe.

– Gracia -dijo Tony Case-. No pretendo ser gracioso. Estoy trabajando. Aquí no hacemos bromas, sólo trabajo policial serio. Iré a buscarle un martillo… Si no lo ha birlado nadie.

– ¿Y qué hay de mis ayudantes? He solicitado dos agentes. ¿Dónde se sentarán?

– Nadie me ha dicho nada de dos ayudantes.

– Necesito un lugar para ellos. Tendrán que sentarse en algún sitio cerca de mí.

– Podría traerle una mesa más pequeña -dijo Tony Case-. Y ponerlos a los dos aquí dentro. -Se marchó del despacho.

Pewe no sabía si el hombre se burlaba de él o hablaba en serio, pero el teléfono interrumpió sus pensamientos.

– Comisario Pewe -contestó dándose importancia.

Era un operador.

– Señor, tengo a un agente de la Interpol al teléfono. Llama en nombre de la policía de Victoria, Australia. Ha preguntado específicamente por alguien que trabaje en casos sin resolver.

– De acuerdo, pásamelo. -Se sentó, tomándose su tiempo, y puso las piernas sobre la mesa, en un espacio entre fajos de documentos. Luego se acercó el auricular a la oreja.

– Comisario Cassian Pewe al habla -dijo.

– Ah, buenos días, Cashon, soy el sargento James Franks de la oficina de la Interpol en Londres.

Franks tenía el acento cortado típico de alumno de colegio privado. A Pewe no le gustaba que los miembros administrativos de la Interpol tendieran a creerse superiores y carecieran de la menor consideración con los demás policías.

– Déjeme su número y ya le llamaré -dijo Pewe.

– Tranquilo, no hace falta.

– Es por seguridad. Es la política que seguimos aquí en Sussex -dijo Pewe dándose importancia y obteniendo una gran satisfacción al ejercer su pequeña cuota de poder.

Franks le devolvió el cumplido haciéndole escuchar un bucle infinito del «Nessun dorma» durante cuatro minutos largos antes de volverse a poner al teléfono. Habría estado aún más contento si hubiera sabido que era un aria que Pewe, un purista de la música clásica y la ópera, detestaba particularmente.

– De acuerdo, Cashon, la policía a las afueras de Melbourne, en Australia, se ha puesto en contacto con nuestra oficina. Tengo entendido que han recuperado el cadáver de una mujer embarazada sin identificar del maletero de un coche… Llevaba en un río unos dos años y medio. Han obtenido muestras de ADN de ella y del feto, pero no han podido encontrar ningún resultado positivo en las bases de datos de Australia. Pero la cuestión es ésta… -Franks hizo una pausa y Pewe oyó un sorbo, como si bebiera café, antes de proseguir-. La mujer tenía implantes de silicona en los pechos. Tengo entendido que todos ellos llevan impresa la identificación del fabricante y que cada uno tiene un número de serie que se guarda en el registro del hospital junto al nombre de la receptora. Este par de implantes en particular fue suministrado a un hospital llamado Nuffield en Woodingdean, en el municipio de Brighton y Hove, en 1997.

Pewe bajó los pies de la mesa y buscó desesperadamente una libreta, antes de utilizar el dorso de un sobre para garabatear los detalles. Luego le pidió a Franks que le enviara por fax la información sobre los implantes y los análisis de ADN tanto de la madre como del feto y le prometió que iniciaría las pesquisas de inmediato. Luego señaló con bastante determinación que su nombre era «Cassian», no «Cashon», y colgó.

Necesitaba imperiosamente un agente que lo ayudara. Tenía cosas mucho más importantes entre manos que un cadáver flotando en un río de Australia. Una de ellas, en concreto, era muchísimo más importante.

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Octubre de 2007

Abby estaba riéndose. Su padre se reía también.

– Bobita, lo has hecho a propósito, ¿verdad?

– ¡Que no, papá!

Los dos retrocedieron para contemplar la pared del baño parcialmente alicatada. Azulejos blancos con una moldura azul marino y unos cuantos azulejos azul marino esparcidos aquí y allí para decorar, uno de los cuales ella había colocado al revés de forma que la parte gris y basta quedaba visible y parecía un cuadrado de cemento.

– Se supone que tienes que ayudarme, jovencita, ¡no retrasarme! -la reprendió su padre.

Ella soltó una risita.

– No lo he hecho a propósito, papi, en serio.

A modo de respuesta, él le dio unos golpecitos en la frente con la paleta y le dejó una montañita de lechada.

– ¡Eh! -gritó ella-. ¡No soy una pared del baño, no puedes alicatarme!

– Oh, sí. Sí que puedo.

El rostro de su padre se oscureció y la sonrisa se esfumó. De repente, ya no era él. Era Ricky.

Tenía un taladro en la mano. Sonriendo, apretó el interruptor de gatillo. El taladro gimió.

– ¿Primero la rodilla derecha o la izquierda, Abby?

Temblaba. Su cuerpo seguía rígido por las ataduras, tenía el estómago revuelto, se encogía hacia atrás, gritaba en silencio.

Veía el taladro dando vueltas. Rizándose hacia su rodilla a unos centímetros de ella. Estaba gritando. Se le hincharon las mejillas, pero no emitía ningún sonido. Sólo un quejido infinito, atrapado.

Atrapado en su garganta y su boca.

Ricky se inclinó hacia delante con el taladro.

Y mientras Abby volvía a gritar, la luz cambió de repente. Respiró el olor intenso y seco de la lechada fresca, vio los azulejos color crema de la pared. Estaba hiperventilando. No había rastro de Ricky. Vio la bolsa de plástico donde él la había dejado, intacta, justo detrás de la puerta. Se notaba la piel resbaladiza por el sudor. Oyó el zumbido continuo del extractor de aire, sintió la corriente fría que emitía el aparato. Tenía la boca pegada por dentro; estaba muerta de sed, terriblemente muerta de sed. Sólo una gota, un vasito, por favor.

Volvió a mirar los azulejos.

Dios mío, qué irónico era estar encerrada aquí dentro, mirando estos azulejos, tan cerca. ¡Tan cerca, maldita sea! Su mente no paraba de dar vueltas. Tenía que contactar con Ricky como fuera. Tenía que conseguir que le quitara la cinta de la cara. Y si cuando regresara se mostraba racional, sabía exactamente lo que tendría que hacer.

Pero Ricky no era racional.

Y al pensar en ello se le helaron todas las células del cuerpo.

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12 de septiembre de 2001

Con la mente bien despierta y alerta a pesar de tener los ojos cansados, Ronnie salió por la puerta de la pensión poco después de las siete y media de la mañana. Notó el olor de inmediato. El cielo estaba azul, metálico, neblinoso, y el aire de la mañana debería oler a frescor y rocío. Pero su olfato percibió un hedor acre y áspero.

Al principio creyó que salía de los cubos de basura, pero no desapareció mientras bajaba los escalones y caminaba por la calle. Eran unas notas de algo húmedo y quemado, algo químico, agrio y empalagoso. También le dolían los ojos, como si hubiera trocitos minúsculos de papel de lija en la bruma.

En la calle principal había una ambiente extraño. Era miércoles por la mañana, día laborable, pero apenas circulaban coches. La gente caminaba despacio, ojerosa y demacrada, como si no hubiera dormido bien. Toda la ciudad parecía sumida en un estado de shock profundo. Los acontecimientos abrumadores de ayer ya habían penetrado en la psique de todo el mundo y esta mañana habían traído una realidad nueva y oscura.

Encontró una cafetería que exhibía, entre todos los carteles en ruso de la ventana, las palabras Desayunos todo el día escritas en letras rojas sobre plástico iluminado. Dentro vio un puñado de personas, incluidos dos policías, que comían en silencio y miraban las noticias en la televisión montada arriba en la pared.

Se sentó en un reservado hacia el fondo. Mientras miraba el menú en ruso sin comprender nada, antes de darse cuenta de que había una versión en inglés detrás, una camarera sin vitalidad le sirvió café y un vaso de agua helada. Pidió un zumo de naranja natural y tortitas con bacon y luego se puso a mirar la televisión mientras esperaba a que le trajeran el desayuno. Resultaba difícil creer que sólo hubieran pasado veinticuatro horas desde el desayuno de ayer. Parecían veinticuatro años.

Después de salir de la cafetería, recorrió la corta distancia hasta La ciudad del buzón. El mismo joven estaba sentado delante de uno de los ordenadores conectados a Internet, pulsando teclas, y en otro terminal una joven morena y delgada de veintipocos años, que parecía al borde de las lágrimas, miraba una página web. Un hombre calvo vestido con un mono que parecía nervioso y tenía tembleque sacaba cosas de una bolsa de viaje y las introducía en una caja de seguridad, mirando con disimulo detrás de él cada pocos momentos. Ronnie se preguntó qué llevaría en esa bolsa, pero se guardó bien de mirar.

Ahora él formaba parte del mundo de los vagabundos, los desposeídos, los pobres y los fugitivos. Su mundo pivotaba alrededor de lugares como La Ciudad del buzón, donde podían guardar o esconder sus raquíticos tesoros y recoger el correo. La gente no venía aquí a hacer amigos, sino a permanecer en el anonimato. Y eso era exactamente lo que él necesitaba.

Miró su reloj. Eran las ocho y media. Faltaba media hora más o menos para que las personas con las que quería hablar llegaran a sus despachos, suponiendo que hoy fueran a trabajar. Pagó una hora de Internet y se sentó delante de un ordenador.

A las nueve y media Ronnie entró en una de las cabinas telefónicas de la pared del fondo, metió una moneda de un cuarto de dólar y marcó el primero de los números de la lista que acababa de configurar gracias a la búsqueda en Internet. Mientras esperaba, miró las perforaciones en el revestimiento insonorizador de la cabina. Le recordó al teléfono de una cárcel.

La voz que escuchó al otro lado lo sacó de su ensoñación:

– Abe Miller Asociados, Abe Miller al habla.

El hombre no fue descortés, pero Ronnie no percibió ningún interés ni ansias por llegar a un trato. Era como si Abe Miller imaginara que el mundo podía acabar cualquier día de estos, así que, ¿qué significaba ganar unos pavos? De hecho, ¿qué sentido tenía todo? Eso le transmitió la voz de Abe Miller.

– Un Eduardo, de una libra, sin montar, nuevo -dijo Ronnie después de presentarse-. La goma está perfecta, sin charnela.

– De acuerdo, ¿qué pides?

– Tengo cuatro. Quiero cuatro mil por cada uno.

– Vaya, es algo excesivo.

– No para el estado en el que están. En el catálogo valen más del doble.

– La cuestión es que no sé cómo afectará al mercado todo esto que está pasando. Las acciones están por los suelos… Ya me entiende.

– Sí, bueno, esto es mejor que las acciones. Menos volátil.

– No estoy seguro de querer comprar nada ahora mismo. Supongo que preferiría esperar unos días, ver por dónde van los tiros. Si están en tan buen estado como dice, ahora podría darle dos. Más no. Dos.

– ¿Dos mil pavos cada uno?

– No puedo darle más, ahora no. Si quiere esperar una semana a ver qué pasa, tal vez pueda mejorar un poco mi oferta. O tal vez no.

Ronnie comprendía la reticencia del hombre. Sabía que seguramente había escogido la peor mañana desde el día después del Crack de 1929 para intentar hacer negocios en cualquier parte del mundo, y peor aún en Nueva York, pero no tenía elección. No podía permitirse el lujo de esperar. Le parecía que aquélla era la historia de su vida: comprar cuando el mercado estaba alto, vender cuando estaba bajo. ¿Por qué el mundo le jodía siempre?

– Volveré a llamarle-dijo Ronnie.

– Claro, ningún problema. ¿Cómo ha dicho que se llamaba?

El cerebro de Ronnie pensó a toda velocidad.

– Nelson -dijo.

El hombre se animó un poco.

– ¿Tiene algo que ver con Mike Nelson? ¿De Birmingham? Es usted inglés, ¿verdad?

– ¿Mike Nelson? -Ronnie maldijo en silencio. No era bueno que hubiera otra persona en este negocio con un nombre similar. La gente se acordaría, y en estos momentos lo que necesitaba era que la gente le olvidara-. No -contestó-. Nada que ver.

Dio las gracias a Abe Miller y colgó. Luego, pensando en el nombre, decidió que tal vez estuviera bien conservarlo. Si había otro comerciante con un nombre similar, la gente quizá creyera que estaban relacionados y le tratara con más respeto desde el principio. Este negocio dependía muchísimo de la reputación.

Lo intentó con seis compradores más. Ninguno de ellos estuvo dispuesto a mejorar la primera oferta que había recibido y dos le dijeron que en estos momentos no iban a comprar nada. A Ronnie le entró el pánico. Se preguntó si el mercado bajaría aún más y si lo más inteligente sería aceptar la oferta que tenía de Abe Miller mientras todavía estuviera sobre la mesa. En caso de que, veinticinco minutos después en este mundo nuevo e incierto, todavía estuviera sobre la mesa.

Ocho mil dólares. Valían veinte, como mínimo. Tenía algunos más, incluidas dos planchas 11 de Penny Blacks nuevos, sin montar, con goma detrás. En un mercado normal, esperaría sacar veinticinco mil dólares por plancha, pero sabía Dios cuánto valían ahora. Ni siquiera tenía sentido intentar venderlos. Ahora eran lo único que tenía en el mundo. Iban a tener que alcanzarle durante mucho tiempo.

Muchísimo tiempo, seguramente.

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Octubre de 2007

Cuando Roy Grace comenzó su carrera, trabajaba de policía de barrio en el centro de Brighton y luego estuvo una breve temporada en la unidad de antivicio del Departamento de Investigación Criminal. Conocía la mayoría de las caras y los nombres de los traficantes de la calle, y de algunos de los consumidores principales, y había arrestado a la mayoría en algún momento u otro.

Normalmente sólo atrapaban a delincuentes de medio pelo, objetivos fáciles. A menudo la policía pasaba de ellos, sólo los vigilaba, incluso entablaba amistad con algunos con la esperanza de que los condujera a un pez mayor, los intermediarios, los proveedores y, muy de vez en cuando, a un envío importante. Pero cada vez que la policía obtenía un resultado y sacaba de la calle a un puñado de malhechores, siempre había otros esperando entre bastidores.

En estos momentos, sin embargo, mientras estacionaba el Alfa Romeo en el aparcamiento de Church Street y apagaba el motor, ahogando la canción que sonaba de María Glenn, los bajos fondos de la droga de Brighton también podían encajar en sus propósitos inmediatos.

Con un impermeable ligero sobre el traje, se abrió camino entre la multitud que comenzaba a salir de sus despachos a la hora de comer. Pasó por delante de cafés y bares de sándwiches y del Corn Exchange y giró en Marlborough Place, donde se detuvo y fingió llamar por teléfono. La zona situada justo al norte de aquí, y al otro lado de London Road hacia el este, había sido el territorio de los traficantes en el centro de Brighton desde hacía mucho tiempo.

Tardó menos de cinco minutos en ver a dos hombres apurados pobremente vestidos. Caminaban más deprisa que los demás, eran blancos fáciles. Comenzó a seguirles pero se mantuvo a cierta distancia. Uno era alto y delgado, con los hombros redondeados, y llevaba una cazadora encima de unos pantalones grises y deportivas. El más bajo y corpulento, que vestía una sudadera encima de unos pantalones de chándal y zapatos negros, andaba con un aire extraño de chulería, con los brazos separados del cuerpo, y miraba preocupado hacia atrás cada pocos momentos como para comprobar que nadie le seguía.

El más alto llevaba una bolsa de plástico, casi seguro que con una lata de cerveza dentro. Beber en la calle era ilegal en la ciudad, así que la mayoría de la gente envolvía una lata abierta en una bolsa de plástico. Caminaban muy rápido, bien porque tenían prisa por conseguir dinero, en cuyo caso estaban a punto de cometer un delito -tal vez un tirón de bolso o un robo en una tienda-, o porque iban a encontrarse con un camello para comprar su dosis diaria, supuso Grace. O podían ser camellos que iban a reunirse con un cliente.

Dos autobuses rojos y amarillos pasaron a toda velocidad, seguidos de un taxi Streamline y luego una hilera de coches particulares. En algún lugar, una sirena gimió y los hombres giraron la cabeza. El corpulento parecía mirar constantemente hacia atrás a su derecha, así que Grace se mantuvo a la izquierda, pegado a los escaparates, ocultándose tanto como podía detrás de la gente.

Los dos hombres giraron a la izquierda en Trafalgar Square y Grace se convenció de su presentimiento. En efecto, al cabo de un par de cientos de metros, doblaron a la izquierda y entraron en su destino.

Pelham Square era una plaza pequeña y elegante de casas adosadas de la Regencia, con un parque vallado en el centro. Los bancos situados cerca de la entrada de Trafalgar Square siempre habían sido un lugar popular entre los oficinistas para almorzar los días que hacía buen tiempo. Ahora, con la prohibición de fumar en el trabajo aún parecía más popular. Pocas personas de las que comían un sándwich o fumaban el cigarrillo de después de comer miraban -o prestaban atención incluso- al batiburrillo de gente reunida en otro banco al final del parque.

Grace se apoyó en una farola y les observó unos momentos.

Niall Foster era una de las tres personas sentadas en el banco, bebiendo cerveza como los demás de una lata oculta en su bolsa de plástico. Era un hombre de cuarenta y pocos años y rostro huraño y mezquino debajo de un peinado extraño que parecía la tonsura mal cortada de un monje. Llevaba una camiseta, a pesar de la brisa helada, encima de un mono y botas de obrero.

Grace lo conocía muy bien. Era un ladrón y un traficante de poca monta; seguro que era el que suministraba al grupo triste de personas que lo rodeaban. Junto a él en el banco había una mujer mugrienta e intranquila de pelo castaño enmarañado. A su lado estaba sentado un hombre de unos treinta años que no dejaba de ponerse la cabeza entre las piernas.

Los dos hombres a los que había seguido se acercaron a Foster. Era un movimiento de manual. Habría dicho a cada uno de sus consumidores que se reuniera aquí con él, en este parque, a esta hora exacta. Si luego se ponía nervioso por si alguien lo vigilaba, abortaría, se marcharía del parque, escogería otro lugar y llamaría a cada uno de sus clientes para que fueran allí. A veces podía haber varios movimientos de este tipo antes de que los traficantes se sintieran cómodos, y a menudo tenían un ayudante joven que se encargaba de la distribución. Pero Foster era un agarrado, seguramente no querría pagar a nadie. Y, además, conocía el sistema. Era muy consciente de que él no era nadie y si surgían problemas simplemente se tragaría las bolsitas de droga que llevara encima y las retiraría de retrete más tarde.

Niall Foster miró en su dirección y cuando Grace subió a la acera, pues no quería que lo viera, casi chocó con el hombre al que andaba buscando.

Habían pasado unos años, pero aun así Grace se quedó sorprendido al ver lo mucho que había envejecido el viejo delincuente. Terry Biglow pertenecía a una de las familias de criminales de Brighton. La historia de los Biglow se remontaba a bandas de navajeros que en los años cuarenta y cincuenta habían librado luchas territoriales por controlar el negocio de las extorsiones a comerciantes a cambio de protección, y en su día hubo mucha gente en Brighton y Hove que se asustaba sólo con oír su nombre. Pero ahora la mayoría de los miembros mayores de la familia habían muerto, mientras que los más jóvenes cumplían largas condenas en la cárcel o se habían fugado a España. Los que seguían en la ciudad, como Terry, eran delincuentes de baja estofa.

Terry Biglow había comenzado como timador, luego había pasado a comerciar con objetos robados y a trabajar de camello ocasional. Solía ser pulcro y humilde, llevar el pelo lacio y brillante peinado hacia arriba en un tupé y calzar zapatos baratos pero elegantes. Ahora debía de tener entre sesenta y cinco y setenta años, pensó Grace, pero podría echarle diez años más perfectamente.

El viejo pícaro todavía llevaba el pelo perfectamente peinado, pero lo tenía grasiento y desaliñado y un poco encanecido. Su cara de rata estaba amarillenta y tan delgada que se le veía demacrado, mientras que sus dientes pequeños y puntiagudos eran del color del óxido. Vestía un traje gris gastado con los pantalones sujetos con un cinturón barato y subidos hasta el pecho. También parecía haber encogido varios centímetros y olía a viejo. El único rastro que quedaba del Terry Biglow original eran el gran reloj dorado y el enorme anillo con una esmeralda.

– Señor Grace, sargento Grace, ¡me alegro de verle! ¡Menuda sorpresa!

«En realidad no es tanta sorpresa», estuvo a punto de decirle Roy Grace. Pero le gustó lo bien que estaba saliendo su visita al centro.

– Ahora soy comisario -le corrigió Grace.

– ¡Sí, por supuesto! Lo había olvidado. -La voz de Biglow era débil y aflautada-. Le ascendieron. Lo oí, sí. Se lo merece, señor Grace. Lo siento, sargento… comisario. Ahora estoy limpio. Encontré a Dios en la cárcel.

– También él cumplía condena, ¿no? -replicó Grace.

– Ya no hago esas cosas, señor -dijo Biglow, muy serio, sin captar la broma de Grace, u obviándola.

– Así que sólo es una coincidencia que estés aquí delante del parque mientras Niall Foster suministra dentro, ¿verdad, Terry?

– Pura coincidencia -dijo Biglow, sus ojos más furtivos que nunca-. Sí, es una coincidencia, señor. Yo y mi amigo… Sólo íbamos a almorzar, sólo pasábamos por aquí.

Biglow se volvió hacia su compañero, que iba igual de mal vestido que él. Grace conocía al hombre, Jimmy Bardolph, un esbirro de los Biglow en otros tiempos. Pero nada más, imaginó. El hombre apestaba a alcohol, tenía la cara cubierta de costras y el pelo despeinado. No parecía haberse lavado desde que le limpiaron los restos de la placenta.

– Jimmy, éste es mi amigo, el comisario Grace. Es un buen hombre, siempre ha sido justo conmigo. Si hay un poli en quien puedas confiar, Jimmy, es el señor Grace.

El hombre extendió una mano venosa y sucia que emergió de la manga excesivamente larga de su impermeable.

– Encantado de conocerle, agente. Tal vez podría ayudarme.

Haciendo caso omiso, Grace se volvió hacia Biglow.

– Necesito hablar contigo sobre un viejo amigo tuyo… Ronnie Wilson.

– ¡Ronnie! -exclamó Biglow.

Por el rabillo del ojo, Grace vio que Foster ya le había visto y ahora cruzaba el parque a toda prisa. El traficante cruzó la entrada, lanzó a Grace una mirada de cautela y partió calle abajo, medio caminando, medio corriendo, acercándose el móvil a la oreja mientras se alejaba.

– ¡Ronnie! -repitió Biglow. Sonrió a Grace con nostalgia y meneó la cabeza-. El viejo Ronnie. Está muerto, ¿lo sabías, verdad? Que Dios le tenga en su gloria.

El aire fresco no tenía un buen efecto para el dolor de cabeza de Grace, así que decidió seguir la recomendación de Bella sobre la comida caliente y grasienta.

– ¿Habéis almorzado? -preguntó.

– No, justo íbamos a comer ahora -respondió Terry Biglow sonriendo de repente, como si le satisficiera la coartada que acababa de presentársele-. Sí, verás, es lo que Jimmy y yo… Por eso estamos aquí. Íbamos al café, como hace una mañana tan bonita…

– Bien. Pues en ese caso, vosotros primero. Yo invito.

Los siguió calle abajo, Jimmy avanzando a saltitos, como un juguete mecánico al que había que dar cuerda, y entraron en una cafetería cutre.

66

Octubre de 2007

Abby oyó que una puerta se cerraba. La puerta del piso. Por un instante, recobró la esperanza. ¿Por algún milagro podía ser el conserje?

Entonces oyó el chirrido de los zapatos. Primero vio su sombra.

Ricky entró en el baño como una exhalación y Abby notó el crujido de su mano en la cara. Se estremeció dentro de sus ataduras.

– ¡Zorra de mierda!

Le dio otro bofetón, aún más fuerte. Casi no le reconoció. Iba disfrazado, con una gorra de béisbol azul bien calada y gafas de sol y llevaba barba y bigote poblados. Salió del cuarto y Abby observó, con los ojos doloridos, que cogía la bolsa del vestíbulo y vaciaba el contenido en el suelo.

Cayó un taladro, unas tenazas grandes, un martillo, una bolsa de agujas hipodérmicas y un cúter.

– ¿Por dónde quieres que empiece, zorra?

Un gemido de terror se apoderó de su garganta. Notó que se le aflojaban las tripas. Intentó hacer señas con los ojos. Suplicarle.

Ricky puso la cara justo delante de la suya.

– ¿Me has oído?

Abby intentó recordar hacia dónde le había dicho que moviera los ojos para decir «no». Izquierda. Los movió hacia la izquierda.

Ricky se arrodilló, cogió el cúter y acercó mucho el filo a su ojo derecho. Entonces le dio la vuelta y lo puso plano encima de su ojo. Abby notó el metal frío en su frente. Comenzó a hiperventilar de terror.

– ¿Te saco un ojo? ¿Me lo llevo? ¿Funcionaría? Entonces aún lo verías todo más negro.

Ella hizo una seña hacia la izquierda. «No, no, no.»

– Podría intentarlo, ¿verdad? Podría llevármelo y ver qué pasa.

«No, no, no.»

– Muy lista. Biométrica, reconocimiento ocular. Crees que ha sido muy inteligente, ¿verdad? Guardarlo todo en una caja de seguridad que requiere un reconocimiento ocular para acceder a ella. Bueno, ¿qué te parece si te arranco el ojo y me lo llevo, a ver si lo reconoce? Si no, volveré a por el otro.

De nuevo, Abby hizo una seña desesperada. «No, no, no.»

– Naturalmente, si no funciona estamos los dos jodidos, porque tú estarás ciega y yo no tendré una posición económica mejor. Y lo sabes, ¿verdad?

De repente, apartó el cúter. Luego, con un movimiento brusco, le quitó la cinta de la boca.

Abby gritó de agonía. Era como si le hubiera arrancado la mitad de la piel de la cara. Tragó aire a través de la garganta seca. Le ardía la cara.

– Habla, zorra.

La voz le salió como un graznido.

– Por favor, ¿puedes darme agua? Por favor, Ricky.

– Oh, ¡estupendo! -dijo-. ¡Muy gracioso! Me robas todo lo que tengo, me obligas a perseguirte por medio mundo y ¿qué es lo primero que me dices? -Imitó su voz-: «Oh, por favor, Ricky, ¿me das un vaso de agua?» -Meneó la cabeza con incredulidad-. ¿Cómo la quieres? ¿Natural o con gas? ¿Del grifo o de botella? ¿Qué tal el agua del retrete en la que no dejas de mearte? ¿Te parece bien? ¿La quieres con hielo y limón?

– Lo que sea -dijo ella con voz ronca.

– Ahora iré a buscarla -dijo-. Lo que tendrías que haber hecho era rellenar el menú del desayuno del servicio de habitaciones y colgarlo en la puerta anoche, así esta mañana tendrías todo lo que quieres. Pero supongo que estabas un poco liada, timando a tu antiguo amor Ricky. -Sonrió-. «Liada.» Tiene bastante gracia, ¿verdad?

Abby no dijo nada, intentaba con todas sus fuerzas pensar con claridad, para asegurarse de decir lo correcto cuando hablara y no enfurecerle aún más. Era bueno que por fin la dejara hablar, pensó. Y sabía lo desesperado que estaba por recuperar lo que le había arrebatado.

Ricky no era estúpido.

La necesitaba. En su mente, ésa era la única forma de conseguirlo. Le gustara o no, iba a tener que llegar a un acuerdo con ella.

Entonces, Ricky le acercó un móvil a la oreja y pulsó un número. Comenzó a reproducirse una grabación. Duró sólo unos segundos, pero fueron suficientes.

Eran ella y su madre. Una conversación telefónica que habían mantenido el sábado, la recordaba perfectamente. Oía su propia voz hablando.

– Escucha, mamá, ya no falta mucho. He llamado a Cuckmere House. Dentro de unas semanas queda libre una habitación preciosa con vistas al río y la he reservado. La he buscado en Internet y de verdad que es muy bonita. Y yo iré a verla, por supuesto, y te ayudaré con el traslado.

Entonces Abby oyó a su madre contestando. Mary Dawson, su cerebro despierto pese a la enfermedad que lo atrofiaba, replicó:

– ¿Y de dónde vas a sacar el dinero, Abs? He oído que estos sitios cuestan una fortuna. Doscientas libras al día, algunos. Incluso más.

– No te preocupes por el dinero, mamá, yo me encargo. Yo…

La grabación se detuvo bruscamente.

– Eso es lo que me gusta de ti, Abby -dijo Ricky, acercando su cara brillante a la de ella-. Eres todo corazón.

67

Octubre de 2007

El interior del café era una atmósfera viciada de grasa frita. Mientras se sentaba delante de los dos hombres, Grace imaginó que el mero hecho de respirar aquí dentro debía de subir el colesterol de cualquiera a niveles de infarto. Pero se lanzó y pidió huevos, bacon, salchichas y patatas fritas, pan frito y una Coca-Cola, contento de que ni Glenn Branson ni Cleo estuvieran cerca para censurar su dieta.

Terry Biglow pidió huevos y patatas fritas, mientras que su amigo distraído, Jimmy, sólo quiso una taza de té y siguió lanzando miradas implorantes a Grace, como si el comisario fuera el único hombre del planeta que pudiera salvarlo de algo que no tenía muy claro qué era. Lo más probable, pensó Roy, al verle sacar furtivamente una botella de Bells del bolsillo de su abrigo y beber un sorbo largo y de fijarse en los tatuajes carcelarios de sus nudillos. Un punto por cada año cumplido. Contó siete.

– Ahora estoy en el buen camino, señor Grace -dijo de repente Terry Biglow.

Él también tenía tatuajes carcelarios, y la cola de una serpiente en el dorso de la mano con el cuerpo desapareciendo manga arriba.

– Ya me lo has dicho. Bien hecho.

– Mi hermano está muy enfermo, tiene cáncer de páncreas. ¿Se acuerda de mi tío Eddie, señor Grace? Lo siento, ¿era inspector Grace?

Grace se acordaba bien, mejor de lo que le gustaría. Nunca había olvidado la declaración de una de las víctimas de Eddie Biglow. Le habían rajado la cara con un cristal roto, en ambos lados desde el nacimiento del pelo hasta la barbilla, porque se quejó cuando Biglow le empujó en la barra de un pub.

– Sí -contestó-. Me acuerdo.

– De hecho -prosiguió Biglow-, yo también tengo cáncer.

– Lo siento -dijo Grace.

– En la tripa, ¿sabe?

– ¿Estás muy mal? -preguntó Grace.

Biglow se encogió de hombros, como si fuera algo menor. Pero había miedo en sus ojos.

Jimmy asintió con sabiduría y bebió otro trago.

– No sé quién cuidará de mí cuando se marche -le lloriqueó a Grace-. Necesito que me protejan.

Grace hizo un gesto rápido de indiferencia con las cejas, luego cogió la Coca-Cola que le servía la camarera y bebió un trago de inmediato.

– Tú y Ronnie Wilson erais amigos, ¿verdad, Terry?

– Sí, en su día lo fuimos, sí.

– ¿Antes de que fueras a la cárcel?

– Sí, antes. Cargué con la culpa por él, ¿sabe? -Removió el azúcar en el té con añoranza-. Es lo que hice.

– ¿Conocías a su mujer?

– A las dos.

– ¿A las dos? -dijo Grace, sorprendido.

– Sí. Joanna y luego Lorraine.

– ¿Cuándo volvió a casarse?

Se rascó la nuca.

– Vaya… Fue unos años después de que Joanna le dejara. Era guapa, sí, ¡Joanna estaba buenísima! Pero a mí no me caía muy bien. Era una cazafortunas, sí. Se pegó a Ronnie porque era un fardón, pero no se dio cuenta de que no tenía mucha pasta. -Se dio unos golpecitos en la nariz-. A Ronnie no se le daban bien los negocios. Siempre fanfarroneaba, siempre tenía grandes planes. Pero no tenía… ¿Cómo se llama? Olfato, no era un rey Midas. Así que cuando Joanna le caló, se largó.

– ¿Adónde?

– A Los Angeles. Su madre murió y heredó una parte de la casa. Ronnie se despertó una mañana y vio que se había marchado. Sólo le dejó una nota: «Me voy a intentar triunfar en el cine como actriz».

Llegó la comida. Terry bañó las patatas en vinagre y luego vertió la mitad del contenido del salero encima. Grace se puso un poco de salsa en el plato y luego cogió el bote de ketchup con forma de tomate.

– ¿Con quién mantuvo el contacto después de irse a Los Ángeles?

Biglow se encogió de hombros y pinchó una patata con el tenedor.

– Con nadie, creo. No caía bien a nadie de aquí. A ninguno de nosotros. Mi parienta no la soportaba, y ella no tuvo ningún interés en hacerse amiga nuestra.

– ¿Era de aquí?

– No, de Londres. Creo que la conoció en una especie de local de striptease en Londres.

Otra patata frita halló el mismo destino.

– ¿Qué hay de su segunda esposa?

– ¿Lorraine? Era simpática. También era muy guapa. Tardó un poco en casarse con ella. Tuvo que esperar dos años, creo, para conseguir el divorcio de Joanna, por abandono del hogar.

«Es muy complicado conseguir que alguien que está descomponiéndose en un desagüe firme los papeles del divorcio», pensó Grace.

– ¿Dónde puedo encontrar a Lorraine?

Biglow lo miró de un modo extraño.

– Necesito que cuiden de mí, señor Grace, de verdad -volvió a lloriquear Jimmy.

Biglow se volvió hacia su amigo y se señaló la cara.

– ¿Ves cómo se mueven mis labios? Significa que todavía sigo hablando, así que para ya, ¿vale? -Y luego se dirigió a Grace-. Lorraine. Sí, bueno, si quiere encontrarla, tendrá que pillarse un barco y un traje de buceo para alta mar. Se mató. Una noche se tiró al agua desde el ferry de Newhaven a Dieppe.

De repente, Grace perdió el interés por la comida.

– Sigue contándome.

– Estaba deprimida, en un estado terrible después de que Ronnie muriera. La dejó en un buen lío, económicamente hablando. La sociedad hipotecaria se quedó con la casa y las financieras se quedaron con casi todo lo demás, excepto algunos sellos.

– ¿Sellos?

– Sí, eran la especialidad de Ronnie. Siempre estaba comerciando con ellos. Una vez me dijo que los prefería al dinero, que eran más fáciles de llevar.

Grace meditó un momento.

– Creo haber leído que las familias de las víctimas del 11-S recibieron compensaciones económicas importantes. ¿Ella no?

– Nunca mencionó nada. Se convirtió en una especie de re-clusa, ya sabe, guardaba las distancias. Se encerró en su caparazón. Cuando se lo llevaron todo se trasladó a un pisito alquilado en Montpelier Road.

– ¿Cuándo murió?

Terry se quedó pensando un momento.

– Sí. Fue en noviembre… El 11-S fue en 2001, así que sería en noviembre de 2002. Se acercaban las Navidades. ¿Sabe a qué me refiero? Es una época difícil, la Navidad, para algunas personas. Se tiró al agua desde el ferry.

– ¿Encontraron el cadáver?

– No lo sé.

Grace realizó algunas anotaciones mientras Biglow comía. Volvió a probar el almuerzo, pero su concentración estaba en otra parte. «Una esposa se marcha a Estados Unidos y acaba en un desagüe en Brighton. La segunda se tira de uno de los ferrys que cruzan el Canal.» Ahora muchas preguntas se arremolinaban en su cabeza.

– ¿Tenían hijos?

– La última vez que vi a Ronnie me dijo que lo estaban intentando, pero tenían problemas de fertilidad.

Grace pensó un poco más.

– Aparte de ti, ¿quiénes eran los amigos íntimos de Ronnie Wilson?

– No era tan amigo mío. Éramos amigos, pero no íntimos. Estaba el viejo Donald Hatcook… Al parecer, el 11-S Ronnie estaba con él en su despacho, en una de las torres del World Trade Center. Donald sí había triunfado, pobre capullo. -Se quedó pensando un momento-. Y Chad Skeggs. Pero él emigró, sí, se fue a Australia.

– ¿Chad Skeggs?

– Sí.

Grace recordaba el nombre; el tipo se había metido en líos hacía unos años, pero no recordaba por qué.

– Ya ves, todos se han ido. Así que quedan los Klinger, supongo. Sí, Steve y Sue Klinger, ¿los conoces? Viven en Tongdean.

Grace asintió con la cabeza. Los Klinger tenían una casa ostentosa en Tongdean Avenue. Stephen era, como dice el eufemismo, una persona «que había suscitado el interés de la policía» desde que Grace trabajaba en el cuerpo. Era una opinión muy extendida que Klinger, que había iniciado su carrera en la compraventa de coches, no había amasado su fortuna legalmente y que sus discotecas, bares, cafeterías, pisos de alquiler para estudiantes y casas de préstamos eran empresas para blanquear el dinero que generaba su verdadero negocio: las drogas. Pero al menos hasta la fecha, si era un narcotraficante, era muy eficiente y se había asegurado de que nunca pudieran relacionarle con nada.

– Ronnie y él comenzaron trabajando juntos -prosiguió Biglow-. Entonces se metieron en líos por unos coches trucados. No recuerdo qué pasó exactamente. El negocio desapareció de la noche a la mañana… El garaje se quemó con todos los documentos dentro, muy oportunamente. Nunca se presentaron cargos.

Grace añadió los nombres de Steve y Sue Klinger a la lista de personas que su equipo debía interrogar. Luego cortó una esquina de la tostada frita y la mojó en el huevo.

– Terry -dijo-, ¿qué opinión tenías de Ronnie?

– ¿Qué quiere decir, señor Grace?

– ¿Qué tipo de persona era?

– Un puto psicópata -intervino Jimmy de repente.

– ¡Cierra el pico! -le atacó Biglow-. Ronnie no era ningún psicópata. Pero tenía genio, eso sí.

– Era un puto psicópata -insistió Jimmy.

Biglow sonrió a Grace.

– A veces se le iba un poco la cabeza, ya sabe, era su peor enemigo. Estaba enfadado con el mundo porque no triunfaba, como algunos de sus amigos… ¿Sabe qué quiero decir?

«¿Cómo tú?», se preguntó Grace para sus adentros.

– Creo que sí.

– ¿Sabes qué dijo un día mi padre sobre él? Dijo que era la clase de tío que podía pasar contigo en un torniquete ¡y salir delante tuyo sin pagar! -Biglow se rio-. Sí, ése era nuestro Ronnie. ¡Que Dios le tenga en su gloria!

68

12 de septiembre de 2001

Ronnie se sentía mucho mejor ahora que volvía a llevar dinero en el bolsillo. En el bolsillo izquierdo de la chaqueta del traje, para ser precisos. «Contante y sonante», le gustaba llamarlo. Y mantuvo la mano izquierda allí, sujetando con fuerza el fajo doblado de billetes nuevos de cien dólares, sin soltarlo ni un segundo, durante todo el trayecto en metro desde el centro de Manhattan hasta la estación de Brighton Beach, donde se bajó.

Todavía sin sacar la mano del bolsillo, recorrió la poca distancia que le separaba de La ciudad del buzón y guardó cinco mil seiscientos de esos dólares en la caja de seguridad. Luego salió de nuevo a la calle hasta que encontró una tienda de ropa donde se compró un par de camisetas blancas, un recambio de calcetines y calzoncillos, unos vaqueros y una cazadora fina. Un poco más adelante, entró en una tienda de recuerdos y se compró una gorra de béisbol negra estampada con las palabras Brighton Beach. Luego se metió en una tienda de deportes y se compró unas zapatillas.

Paró en un puesto callejero y se llevó un sándwich caliente de carne con un pepinillo del tamaño de un melón pequeño y una Coca-Cola para almorzar, luego regresó a su pensión. Pulsó el botón del televisor, se puso la ropa nueva y guardó la antigua en una de las bolsas de plástico de las compras.

Se comió el sándwich mientras veía la tele. No hubo demasiadas noticias que no hubiera visto ya en los informativos, sólo recapitulaciones, imágenes de George Bush declarando la guerra al terrorismo y comentarios de otros líderes mundiales. Luego emitieron imágenes de gente feliz en Pakistán, saltando por la calle, riendo, mostrando orgullosa carteles crueles contra Estados Unidos.

Ronnie se sentía bastante contento consigo mismo. El cansancio había desaparecido y estaba de subidón. Había hecho algo valiente: había ido a la zona de guerra y había regresado. ¡Estaba en racha!

Terminó de comer, luego cogió la bolsa con la ropa vieja y se dirigió hacia la puerta. A poca distancia calle abajo, tiró la bolsa en un cubo de basura apestoso que ya casi rebosaba de alimentos en estado de putrefacción. Luego, con paso rápido, puso rumbo al bar Moscú.

Estaba igual de vacío que ayer, pero le alegró ver que su nuevo mejor amigo, Boris, estaba sentado en el mismo taburete, cigarrillo en mano, el móvil pegado a la oreja y una botella medio vacía de vodka delante de él. Lo único distinto era la camiseta, que hoy era rosa y llevaba escrita una leyenda con letras doradas: GEnesis World Tour.

Había el mismo camarero renacuajo, limpiándose las gafas con un trapo. Saludó a Ronnie con la cabeza.

– Tú aquí -dijo en su inglés roto-. Creí que igual tú ir a ayudar. -Señaló la pantalla del televisor-. Necesitar voluntarios. Necesitar gente para ayudar desenterrar cadáveres. Creí quizá tú ir.

– Quizá -dijo Ronnie-. Quizá lo haga.

Se sentó en un taburete de la barra, junto a su amigo, y esperó a que terminara de hablar por teléfono; parecía una llamada de negocios, luego le dio una palmadita en la espalda.

– Eh, Boris, ¿cómo te va?

Ronnie recibió un mamporro a cambio que pareció desplazarle varios empastes.

– ¡Amigo! ¿Cómo te va? ¿Encontraste sitio anoche? ¿Estar bien?

– Estaba bien. -Ronnie se agachó y se rascó una picadura que le molestaba bastante en el tobillo-. Increíble. Gracias.

– Bien. Para mi amigo de Canadá, nada es problema.

Sin pedirle nada, el barman sacó un vaso de chupito y Boris se lo llenó de inmediato.

Sosteniéndolo con delicadeza entre el dedo y el pulgar, Ronnie lo levantó hasta la altura de sus labios.

– ¡Carpe diem! -dijo.

El vodka pasó bien. Tenía un sabor a limón que le pareció adictivo al instante. El segundo aún le sentó mejor.

El ruso movió la mano delante de la cara de Ronnie para reprenderle, luego levantó su vaso y lo miró fijamente, dibujando una sonrisa con los escombros de su boca.

– ¿Recuerdas ayer, qué te dije, amigo?

– ¿Qué me dijiste?

– Cuando brindas en Rusia, bebes vaso entero. Todo para dentro. ¡Así! -Boris apuró el vaso.

Dos horas después, tras intercambiar más y más historias graciosas sobre su vida, Ronnie se tambaleaba, apenas capaz de permanecer sentado en el taburete.

Parecía que Boris estaba metido en diversas actividades dudosas, que incluían importar perfumes y colonias falsos de marcas de diseño, arreglar permisos de trabajo para inmigrantes rusos y ser una especie de intermediario para putas rusas que querían trabajar en Estados Unidos. No hacía de chulo, le aseguró a Ronnie. No, no, él no era ningún chulo, en absoluto.

– Amigo, sé que tienes problemas -dijo de repente, rodeando a Ronnie con el brazo-. ¡Yo te ayudo! ¡No hay nada que no pueda hacer por ti!

Ronnie vio horrorizado que Boris volvía a llenar los vasos otra vez más. La pantalla del televisor se enfocaba y desenfocaba. ¿Podía confiar en este tipo? Iba a tener que confiar en alguien y, en estos momentos, su cerebro confundido no pensaba que Boris fuera un tipo que hiciera juicios morales.

– En realidad, necesito otro favor -dijo.

El ruso no apartó los ojos de la pantalla del televisor, en la que aparecía Rudolf Giuliani hablando.

– Por mi amigo canadiense, cualquier favor. ¿Qué puedo hacer por ti?

Ronnie se quitó la gorra de béisbol y se acercó más al hombre, bajando la voz hasta un susurro.

– ¿Conoces a alguien que pueda hacer un pasaporte nuevo, y un visado?

El ruso le lanzó una mirada adusta.

– ¿Tú que te crees que es esto? ¿Una embajada? Esto es un bar, tío. ¿De acuerdo?

Ronnie se quedó helado con la vehemencia del hombre, pero entonces el ruso le ofreció una gran sonrisa.

– Pasaporte y visado. Claro. No te preocupes, lo que quieras, yo te lo arreglo. Quieres un pasaporte, un visado, ningún problema. Tengo un amigo que puede arreglarlo. Puede conseguirte lo que sea. Siempre que tengas dinero.

– ¿Cuánto?

– Depende de lo difícil que sea el visado. Te daré su nombre. Yo no quiero saber nada, ¿vale?

– Eres muy amable.

Entonces el ruso levantó su vaso.

– ¡Carpe diem!

– ¡Carpe diem! -respondió Ronnie.

El resto de la tarde se volvió totalmente borrosa.

69

Octubre de 2007

Abby miraba atontada por el parabrisas del Ford Focus gris alquilado. No creía posible que la pesadilla pudiera ir a peor, pero así fue.

Había una franja amplia de cielo azul despejado encima de ellos mientras conducían por la carretera de circunvalación A27 de Brighton, con Patcham a su derecha y el campo abierto y ondulado de tierra caliza a su izquierda. «Libertad», pensó, todavía prisionera, aunque le había quitado las ataduras y ahora llevaba vaqueros, un jersey, un forro polar y deportivas. La hierba estaba verde y exuberante por los recientes aguaceros y si no fuera por el zumbido de la calefacción del coche que emitía un aire cálido y agradable, fuera podría ser verano con ese cielo. Pero dentro de su corazón, habitaba el invierno más oscuro.

Para conseguir esa grabación, comprendió, debía de haber pinchado el teléfono de su madre.

Sentado a su lado, Ricky conducía en silencio y enfadado, procurando no sobrepasar el límite de velocidad para no arriesgarse a que lo parara la policía. Su ira había ido fermentando durante dos largos meses. La carretera de acceso a la autopista apareció delante de ellos y Ricky puso el intermitente. Ya había estado aquí esta mañana, así que conocía el camino. Ella escuchó el tic-tic-tic constante y observó la luz que parpadeaba en el salpicadero.

Ahora que había bebido agua y comido un pedazo de pan y un plátano se sentía mucho más humana y podía pensar con más claridad, a pesar de que estaba muerta de miedo por su madre y por sí misma. ¿Cómo había encontrado Ricky a su madre? Seguramente de la misma manera que la había encontrado a ella, fuera cual fuese. Estaba devanándose los sesos, intentaba pensar si había dejado alguna pista en Melbourne. ¿Cómo diablos había podido conseguir su dirección? No era tan difícil, supuso. Sabía su apellido y seguramente había mencionado en algún momento que ahora su madre viuda vivía en Eastbourne. ¿Cuántos Dawson había en el listín telefónico de Eastbourne? Seguramente no tantos. No para un hombre decidido, sin duda.

Ricky no le respondía ninguna pregunta.

Su madre era una mujer indefensa. Casi incapacitada por una esclerosis múltiple, todavía podía moverse, pero no sería por mucho tiempo más. Y aunque defendía su independencia con uñas y dientes, carecía de fuerza física. Un niño podría con ella, lo que la hacía extremadamente vulnerable a cualquier intruso, sin embargo se negaba en rotundo a llevar un dispositivo de alarma. Abby sabía que una vecina pasaba a verla de vez en cuando y tenía una amiga con la que iba al bingo los sábados por la tarde. Aparte de eso, estaba sola.

Ricky conocía ahora su dirección y, sabiendo lo sádico que era, eso era lo que más la asustaba. Tenía la sensación de que no se contentaría recuperándolo todo; querría hacerle daño a ella y también a su madre. Por las conversaciones que habían mantenido en Australia cuando se había sincerado con él, para intentar ganarse su confianza, Ricky sabría lo mucho que quería a su madre y lo culpable que se sentía por haberla abandonado al trasladarse a la otra punta del mundo, justo cuando más necesitaba a su hija. Disfrutaría haciéndole daño a su madre para llegar a ella.

Ahora se acercaban a una pequeña rotonda. Ricky tomó la segunda salida a la derecha y comenzó a bajar la colina. A su derecha había una vista que se extendía varios kilómetros a través de campos y urbanizaciones de viviendas subvencionadas. A su izquierda, estaba el polígono industrial de Hollingbury, un grupo de hipermercados de la periferia, fábricas y almacenes de los años cincuenta reconvertidos en oficinas y áreas industriales modernas. Uno de los edificios, oculto en parte a su vista por un supermercado ASDA, era la central del Departamento de Investigación Criminal de Sussex, pero Abby no lo sabía. Y aunque lo hubiera sabido, no podía arriesgarse a entrar. Independientemente de lo que Ricky hubiera hecho para recuperar su dinero, ella era una ladrona. Le había robado mucho dinero y que él fuera un delincuente no significaba que su conducta quedara impune.

Además, si se delataban el uno al otro, lo perderían todo. En estos momentos se encontraban en una especie de punto muerto. Pero, asimismo, Abby sabía que si le devolvía lo que quería, Ricky no tendría ninguna buena razón para mantenerla con vida. Y muchas para eliminarla.

Vio un edificio enorme con un cartel que decía British Book-Shoops, luego las instalaciones del Argus, un cartel de Matalan y luego pasaron por un concesionario Renault. Ricky soltó un taco al ver que casi se pasaba la salida, frenó bruscamente y giró el volante. Las ruedas chirriaron. Conducía demasiado deprisa por una pendiente pronunciada, así que tuvo que detener el coche de golpe a unos centímetros de un Volvo enorme conducido por una mujer diminuta que se había detenido justo a la salida de un aparcamiento delante de una hilera de tiendas.

– Imbécil de mierda -la insultó, y la mujer le respondió dándose unos golpecitos en la sien. Por un momento, Abby pensó, esperó, que bajaría del coche y se iniciaría una bronca.

Pero el Volvo se alejó con un rugido y ellos siguieron bajando por la pendiente y dejaron atrás el aparcamiento y la parte trasera de un almacén. Luego cruzaron la verja con enormes puertas de acero y grandes carteles de aviso de cámaras de seguridad en cada columna y accedieron a un patio donde había estacionados diversos camiones y furgones blindados. Todos estaban pintados de negro con letras doradas que mostraban un emblema entrelazado con una cadena y el nombre Southern Deposit Security.

Luego, se dirigieron a un edificio moderno de una sola planta con ventanas minúsculas rectangulares que le conferían aspecto de fortaleza. Y eso es lo que era.

Ricky aparcó en una plaza señalizada con la palabra Visitantes y apagó el motor. Entonces se volvió hacia Abby.

– Intenta pasarte de lista y tu madre está muerta. ¿Entendido?

– Sí -dijo ella atenazada por el miedo.

Durante todo aquel tiempo no dejó de pensar ni un segundo intentando planear cómo jugar, visualizar los próximos minutos. Esforzándose al máximo por pensar con claridad, por recordarse sus puntos fuertes.

Mientras Abby tuviera lo que él quería, Ricky iba a tener que negociar. Por muy gallito que se pusiera, ésa era la verdad del asunto. Era lo que la había mantenido viva e intacta hasta este momento, no cabía la menor duda. Con suerte, sería lo que mantendría con vida a su madre. Eso esperaba.

Tenía un plan, pero no lo había pensado con detenimiento y mientras bajaba del coche todo comenzaba a perder coherencia. De repente empezó a temblar como un flan, se convirtió en un manojo de nervios histérico y tuvo que agarrarse al techo del coche un instante, casi con la certeza de que iba a vomitar.

Al cabo de unos minutos, cuando se sintió un poco mejor, Ricky la cogió del brazo y caminaron hacia la entrada, como una pareja que iba a realizar un depósito, o a retirar dinero, o simplemente a revisar la plata de la familia. Pero mientras le lanzaba una mirada glacial de reojo, sintió repulsión y se preguntó cómo se había rebajado a hacer todo lo que había hecho con él.

Abby pulsó el timbre del portero electrónico bajo la mirada imperiosa de dos cámaras de circuito cerrado y dio su nombre. Unos momentos después, la puerta se abrió con un clic y atravesaron dos puertas de seguridad para acceder a un vestíbulo austero que daba la impresión de estar tallado en granito.

Dos guardias de seguridad uniformados y serios estaban justo al otro lado y dos más atendían el mostrador detrás de un cristal protector. Se acercó a uno de ellos y habló a través de los agujeros, preguntándose, de repente, si debía intentar mostrarle angustia, pero luego se lo pensó mejor.

– Katherine Jennings -dijo con voz temblorosa-. Quiero acceder a mi caja de seguridad.

El hombre le pasó un registro por debajo del cristal.

– Rellene esto, por favor. ¿Van a entrar los dos?

– Sí.

– Necesito que lo rellenen los dos, por favor.

Abby escribió su nombre, la fecha y la hora, luego le dio el registro a Ricky, que hizo lo propio. Cuando acabó, lo devolvió empujándolo por debajo del cristal y el guardia tecleó la información en un ordenador. Al cabo de unos momentos deslizó por el mostrador unas identificaciones plastificadas con sus nombres y con ganchos para colgárselas en la solapa.

– ¿Saben qué deben hacer? -le preguntó a Abby.

Ella asintió y se dirigió a la puerta de seguridad que había a la derecha del mostrador. Entonces acercó el ojo derecho al escáner de retina biométrico y pulsó el botón verde.

Al cabo de unos momentos la cerradura hizo clic. Empujó la puerta pesada, la sujetó para Ricky y ambos entraron. Delante de ellos había una escalera de cemento. Bajó, oyendo los pasos de Ricky pegado a ella. Al final había una puerta de acero enorme con un segundo escáner biométrico. Acercó el ojo derecho y volvió a pulsar el botón verde. Se oyó un clic agudo y empujó la puerta para abrirla.

Entraron en una cámara larga, estrecha y helada. Mediría unos treinta metros de largo y unos seis de ancho y había hileras de cajas de seguridad de acero a cada lado y en la pared del fondo, cada una con un número.

Las de la derecha tenían quince centímetros de profundidad; las de la izquierda, sesenta, y las del fondo medían un metro ochenta de altura. Volvió a preguntarse, igual que la última vez que estuvo aquí, qué habría exactamente en esas últimas y, de hecho, qué tesoros, obtenidos por métodos legales o no, habría detrás de cualquiera de aquellas puertas cerradas.

Con la llave en la mano, Ricky escudriñó con avaricia los números de las cajas.

– ¿Cuatro dos seis? -preguntó.

Ella señaló al fondo a la izquierda y le observó mientras prácticamente corría los últimos metros.

Entonces Ricky introdujo la llave plana y fina en la ranura vertical y la giró con indecisión. Notó que la leva de la cerradura bien engrasada se movía con suavidad. Dio una vuelta completa a la llave, escuchando cómo giraba a su vez cada uno de los dientes. Le gustaban las cerraduras, siempre le habían gustado, pero la puerta no se abrió. Contenía un mecanismo más complejo de lo que había imaginado, comprendió mientras daba otra vuelta completa a la llave y notaba cómo se movían más dientes. Volvió a tirar.

Ahora la pesada puerta metálica se abrió y Ricky miró dentro. Absolutamente estupefacto, vio que estaba vacía.

Se dio la vuelta, insultando a Abby a voz en grito. Y descubrió que insultaba a una sala vacía.

70

Octubre de 2007

Abby salió corriendo. En Melbourne hacía footing casi todas las mañanas y, a pesar de que en el último par de meses no había realizado demasiado ejercicio, conservaba una forma física razonable.

Corrió como alma que lleva el diablo sin mirar atrás, atravesando el asfalto del aparcamiento del Southern Deposit Security, por delante de los camiones y furgones, cruzó la verja y subió la colina. Luego, justo antes de girar a la derecha a través de los arbustos que flanqueaban el aparcamiento junto a la hilera de tiendas, giró la cabeza y echó un vistazo atrás.

Ricky todavía no había aparecido.

Pasó entre los arbustos y casi la atropelló un monovolumen conducido por una mujer de aspecto tenso cuando cruzaba a toda velocidad los carriles del aparcamiento en dirección a la entrada principal de una tienda de muebles MFI. Al llegar se detuvo y miró atrás.

Seguía sin verle.

Entró en el local, apenas consciente del olor nítido e intenso a muebles nuevos, y lo atravesó corriendo, esquivando clientes mientras pasaba por delante de las exposiciones de mobiliario para oficinas, salas de estar y dormitorios. Entonces, al llegar casi al fondo de la tienda, se encontró en la sección de baño. Estaba rodeada de duchas. A su derecha vio una cabina muy elegante.

Revisó el pasillo. Ni rastro de Ricky.

El corazón le retumbaba como si anduviera suelto dentro de su pecho. Todavía tenía la identificación plastificada del Southern Deposit Security en la mano. Ricky no había dejado que se llevara el bolso del piso, pero se las había arreglado para esconderse el móvil en la delantera, junto con algo de dinero y su tarjeta de crédito, además de una llave del piso de su madre. Había apagado el teléfono por si acaso, por si había una posibilidad entre mil millones de que sonara. Ahora lo sacó y lo encendió. En cuanto se activó, llamó a su madre.

No respondió. Durante meses le había suplicado que solicitara el servicio de contestador, pero todavía no había hecho nada al respecto. Después de dejarlo sonar una infinidad de veces, el tono se convirtió en un gemido continuo.

En una de las duchas había un banco de listones de madera, levantado contra la pared. Entró, bajó el banco y se sentó con el móvil pegado a la oreja, escuchando la llamada sin respuesta. Pensando. Pensando.

Estaba presa de un pánico total.

Había agotado todas sus maniobras dilatorias. No había pensado bien en todo aquello. En estos instantes no era capaz de pensar nada con detenimiento. Lo único que podía hacer era poner el piloto automático, ocuparse de cada minuto a su debido tiempo.

Ricky había amenazado con hacer daño a su madre, una anciana enferma. El poder de negociación de Abby consistía en que todavía tenía en su poder el tesoro que Ricky deseaba tan desesperadamente. Debía seguir recordándose que era ella quien tenía la sartén por el mango.

Ricky podía ponerse tan gallito como quisiera.

Ella tenía todo lo que él quería.

Salvo…

Enterró la cara entre sus manos. No estaba tratando con una persona normal. Ricky se parecía más a una máquina.

Cuando oyó la voz casi se murió del susto.

– ¿Está usted bien? ¿Puedo ayudarla, señora?

Un dependiente joven vestido con traje y corbata, con una placa en la solapa que anunciaba que se llamaba Jasort, estaba en la entrada de la cabina de ducha. Ella lo miró.

– Yo… Yo…

Tenía un rostro amable y, de repente, Abby sintió que estaba al borde de las lágrimas. Pensando deprisa, mientras un plan a medio elaborar tomaba forma de manera difusa, dijo con La voz tan débil como pudo:

– No me encuentro muy bien. ¿Sería posible que alguien me llamara un taxi?

– Sí, por supuesto. -El joven miró a su alrededor preocupado-. ¿Preferiría una ambulancia?

Abby dijo que no con la cabeza.

– No, un taxi, gracias. Estaré bien cuando llegue a casa. Sólo necesito tumbarme.

– Tenemos un área de descanso para el personal -le dijo el joven con voz amable-. ¿Quiere esperar allí?

– Sí, gracias. Muchas gracias.

Mirando con cautela a su alrededor por si veía a Ricky, siguió al dependiente a través de una puerta lateral a una cantina minúscula, donde había una hilera de sillas contra la pared con una mesa baja delante, algunos utensilios para preparar té y café, una nevera pequeña y una lata de galletas.

– ¿Quiere tomar algo? -le preguntó-. ¿Agua?

– Agua -dijo Abby, asintiendo con la cabeza.

– Llamaré a un taxi y le traeré el agua.

– ¿Tienen una entrada lateral donde pudiera esperar? Yo… No estoy segura de si podría cruzar toda la tienda.

El joven señaló una puerta que Abby no había visto con un cartel iluminado encima que decía Salida de emergencia.

– Es la entrada del personal -contestó-. Le diré que pare ahí.

– Muy amable.

Diez minutos después, Jason volvió para decirle que el taxi estaba fuera. Abby apuró el vaso de agua y luego, interpretando el papel de mujer enferma, salió despacio por la puerta y se subió a la parte trasera de un taxi Streamline turquesa y blanco, tras darle las gracias otra vez al joven dependiente por su amabilidad.

El conductor, un anciano de pelo blanco, cerró la puerta cuando ella entró.

Abby le dio la dirección del piso de su madre en Eastbourne antes de hundirse en el asiento, de manera que pudiera ver fuera pero que no la vieran, y se cubrió la cabeza con la chaqueta.

– ¿Quiere que suba la calefacción? -preguntó el conductor?

– Estoy bien, gracias -contestó.

Buscó detenidamente a Ricky o el Ford alquilado mientras atravesaban el aparcamiento. No había rastro de él. Luego, en lo alto de la pendiente, mientras se acercaban al cruce con la carretera principal, vio el coche. La puerta del conductor estaba abierta y Ricky estaba al lado mirando a su alrededor. Su rostro, debajo de la gorra de béisbol, era una máscara de furia.

Abby se hundió más, por debajo del nivel de la ventanilla, y se tapó totalmente con la chaqueta. Luego esperó hasta que notó que el taxi se alejaba, al girar a la derecha en lo alto de la colina, para incorporarse lo suficiente y observar por el parabrisas trasero. Ricky miraba en dirección contraria a ella, escudriñando el aparcamiento.

– Por favor, conduzca tan deprisa como pueda -dijo-. Le daré una buena propina.

– Haré lo que pueda -dijo el taxista.

Escuchó la música clásica que sonaba en la radio. Reconoció la melodía: era el «Coro de los esclavos hebreos» de Verdi. Irónicamente, se trataba de una de las piezas preferidas de su madre. Una coincidencia curiosa. ¿O era una señal?

Abby creía en los presagios, siempre había creído en ellos. Nunca había aceptado las convicciones religiosas de sus padres, pero siempre había sido supersticiosa. Qué extraño era que justo en este momento sonara esta composición.

– Bonita música -dijo.

– Puedo bajarla.

– No, por favor, súbala.

El taxista obedeció.

Abby volvió a marcar el número de su madre. Cuando comenzó a sonar, oyó el pitido insistente de una llamada entrante. Y de dos personas, sólo podía tratarse de una. En la pantalla apareció «Número privado».

Dudó. Intentó pensar con claridad. ¿Podía ser su madre? Era improbable, pero…

Pero…

Siguió dudando. Entonces aceptó la llamada.

– Muy bien, zorra, ¡muy gracioso! ¿Dónde estás?

Colgó. Estaba temblando. Volvió a notar las náuseas en la boca del estómago.

El teléfono volvió a sonar. «Número privado», igual. Rechazó la llamada.

Y otra vez.

Luego, se percató de que podía jugar a aquello de una manera más inteligente y esperó a que volviera a sonar.

Pero el teléfono permaneció en silencio.

71

13 de septiembre de 2001

Nada en su vida había preparado a Ronnie para la devastación que se extendía delante de él mientras caminaba desde la estación de metro hasta los alrededores del World Trade Center. Pensaba que tenía cierta idea de lo que podía esperarle por todo lo que había visto el martes con sus propios ojos y en televisión posteriormente, pero lo que se encontró ahora le horrorizó.

Era mediodía pasado. La resaca de su sesión de alcohol de ayer con Boris no ayudaba y el olor a aire polvoriento le mareaba mucho. Era la misma peste fétida con la que se había despertado en Brooklyn los dos últimos días, pero mucho más fuerte aquí. Una hilera de vehículos militares y de emergencia avanzaba lentamente por la calle. A lo lejos gimió una sirena y había una cacofonía constante de rugidos y vibraciones de los helicópteros, que parecía que volaban sólo unos centímetros por encima de los rascacielos que lo flanqueaban.

Al menos el tiempo que había invertido en su «nuevo mejor amigo» no había sido en vano. En realidad, comenzaba a verle como su Chico Para Todo. El falsificador que Boris le había recomendado vivía sólo a diez minutos a pie de su nuevo hogar. Ronnie pensó que entraría en un local deprimente en un barrio marginal y encontraría a un viejo arrugado con un ocular y dedos manchados de tinta. Pero en su lugar, en un despacho elegante y desabrido en un edificio sin ascensor, se reunió con un ruso atractivo, de no más de treinta años, muy agradable y vestido con un traje muy caro, que bien podría haber sido un banquero o un abogado.

Por cinco mil dólares, el cincuenta por ciento por adelantado, que Ronnie le entregó, iba a proporcionarle el pasaporte y el visado que quería. Lo que le dejaba con unos tres mil dólares; suficiente para arreglárselas por un tiempo, si iba con cuidado. Era de esperar que el mercado de los sellos se recuperara pronto, aunque hoy las bolsas de todo el mundo seguían cayendo en picado, según las noticias de la mañana.

Pero todo aquello era pura bagatela comparado con las riquezas que le aguardaban si su plan tenía éxito.

Un poco más adelante un punto de control bloqueaba la calle, la barrera levantada para que pasara el convoy de vehículos. Lo operaban dos soldados jóvenes que estaban mirando en dirección a Ronnie. Llevaban casco y el uniforme de combate, lleno de polvo, y sostenían su metralleta en una postura agresiva, como si planearan encontrar pronto algo a lo que disparar en esta nueva guerra contra el terrorismo.

Una multitud de personas que parecían turistas, entre los que había un grupo de adolescentes japoneses, estaba de pie observando y tomando fotografías de casi todo: los escaparates cubiertos de polvo, los papeles y copos de ceniza amontonados hasta la altura del tobillo en algunos lugares de la calle. Parecía que todavía había más polvo gris que el martes, pero los fantasmas eran menos grises. Hoy parecían más personas. Personas en estado de shock.

Una mujer de unos treinta y muchos años de pelo castaño enmarañado y apelmazado, que llevaba un vestido ancho y chanclas y las mejillas llenas de lágrimas, entraba y salía de la muchedumbre, mostrando la fotografía de un hombre atractivo y alto con camisa y corbata, sin decir nada, sólo mirando a cada persona con quien se cruzaba, implorándoles en silencio una señal que indicara que lo habían reconocido. «Sí, recuerdo a ese tipo, lo vi, estaba bien, caminaba hacia…»

Justo antes de llegar a la posición de los soldados, vio a su izquierda una valla publicitaria con decenas de fotografías pegadas. La mayoría eran primeros planos de caras, algunas sobre un fondo de barras y estrellas. Estaban envueltas en celofán transparente para protegerlas de la lluvia y todas llevaban un nombre y mensajes escritos a mano. El más común era: ¿Has Visto A Esta Persona?

– Lo siento, señor, no puede pasar. -La voz era educada pero firme.

– He venido a trabajar en los escombros -dijo Ronnie, fingiendo acento estadounidense-. He oído que hacen falta voluntarios. -Miró a los soldados con curiosidad, echando un vistazo con cautela a las armas. Luego, con voz entrecortada, dijo-: Tenía familia… En la Torre Sur, el martes.

– Tú y casi todo Nueva York, amigo -dijo el mayor de los soldados. Sonrió a Ronnie, una especie de sonrisa de impotencia que decía: «Estamos todos juntos en esta mierda».

Una pala excavadora, seguida de un bulldozer, cruzó la barrera con gran estruendo.

El otro soldado señaló calle abajo con el dedo.

– Gira a la izquierda, la primera a la izquierda, y verás un grupo de tiendas de campaña. Allí te equiparán y te dirán lo que debes hacer. Suerte.

– Sí -dijo Ronnie-. Lo mismo digo.

Se agachó para pasar por debajo de la barrera y, al cabo de unos pasos más, toda la panorámica de la zona devastada comenzó a abrirse ante él. Le recordó a las fotografías que había visto de Hiroshima tras la bomba atómica.

Giró a la izquierda, no sabía muy bien dónde se encontraba, y siguió caminando por la calle. Luego, delante de él, el Hudson apareció de repente y justo al lado del río vio todo un campamento provisional de puestos y tiendas de campaña junto a una zona enorme de escombros.

Pasó por delante de un coche deportivo volcado boca abajo. Una chaqueta de bombero hecha trizas descansaba en el suelo cerca de él, las franjas amarillas sobre el uniforme gris, vacío, cubierto de polvo. Una manga estaba arrancada y yacía a cierta distancia. Un bombero con una camiseta azul polvorienta, sentado sobre un pequeño montículo de escombros, se sujetaba la cabeza con una mano, una botella de agua en la otra. Parecía que ya no podía soportarlo más.

En un respiro momentáneo de los helicópteros, Ronnie escuchó sonidos nuevos: el rugido de la maquinaria de elevación, los quejidos de las fresas cónicas de ángulo, las perforadoras, los bulldozers, y el trino, aullido y chillido interminables de los teléfonos móviles. Vio una hilera de personas, muchas con uniforme y casco, que entraba en un grupo de tiendas de campaña. Otras hacían cola en los puestos hechos con mesas de caballetes. Aquí también había olores nuevos, a pollo asado y hamburguesas.

Aturdido, se encontró de repente haciendo cola, después de pasar por un puesto donde alguien le había dado un botellín de agua. En el siguiente puesto recibió una mascarilla. Luego entró en una tienda de campaña, donde un tipo sonriente de pelo largo con aspecto de hippy trasnochado le entregó un casco azul, una linterna y unas pilas de recambio.

Tras guardarse la gorra de béisbol en el bolsillo, Ronnie se puso la mascarilla y luego el casco. Pasó por otro puesto, donde rechazó los calcetines, la ropa interior y las botas de trabajo que le ofrecieron y salió por la entrada trasera. Luego, siguió a la fila de gente por delante de la estructura ennegrecida de un edificio. Un agente del departamento de policía de Nueva York que llevaba un casco y un chaleco antipuñaladas azul mugriento pasó montado en un tractor verde, arrastrando lo que parecían bolsas de plástico para cadáveres.

Más allá de un árbol frondoso quemado, Ronnie vio un pájaro sobrevolando una estructura. Era la pared enorme de un edificio que se elevaba torcida en un ángulo inestable, como la torre inclinada de Pisa. No quedaba ni un cristal en las ventanas, que por lo demás estaban intactas, y los cuarenta o cincuenta pisos de oficinas que debían verse a su lado habían desaparecido, se habían derrumbado.

Ronnie caminó tambaleándose sobre los techos de los coches patrulla aplastados y luego por el vientre de un coche de bomberos medio enterrado. De vez en cuando sonaba un teléfono móvil en algún lugar debajo de los cascotes. Equipos pequeños de personas cavaban frenéticamente y gritaban. Había adiestradores de perros repartidos aquí y allí, con pastores alemanes, labradores, rottweilers y otras razas que no reconoció tirando de sus correas, olisqueando.

Siguió avanzando, dejando atrás una silla giratoria cubierta de polvo, con una chaqueta de mujer igual de polvorienta colgada del respaldo. Del asiento pendía el cable del auricular de un teléfono.

Vio algo que brillaba. Miró con más detenimiento y vio que era una alianza. Cerca había un reloj de muñeca aplastado. Cadenas de personas iban sacando escombros, pasándolos a quien tenían detrás. Se hizo a un lado, observando, asimilando todo aquello, intentando comprender la pauta de lo que estaba ocurriendo. Al final, se dio cuenta de que no había ninguna: sólo había personas con uniforme por los lados, sosteniendo bolsas de basura negras enormes a los que la gente llevaba las cosas que encontraba.

Delante de él vio lo que al principio le pareció una figura de cera rota. Luego se dio cuenta, con repugnancia, que se trataba de una mano humana seccionada. Notó que el desayuno le subía por la garganta. Se dio la vuelta, bebió un trago de agua y notó que el polvo seco se disolvía en su boca.

Se fijó en un cartel pintado en letras rojas sobre una valla publicitaria al borde de la zona devastada. Decía: Dios bendiga A Los Bomberos Y Policías De Nueva York.

Volvió a ver todo tipo de personas con cara de agotamiento tropezándose por el perímetro del lugar y mostrando fotografías. Hombres, mujeres, niños, algunos muy pequeños, se mezclaban con todos los miembros uniformados de los distintos servicios de rescate, que llevaban cascos, mascarillas, máscaras de oxígeno.

Pasó por delante de una cruz quemada mientras se concentraba en mantener el equilibrio sobre una masa que se movía bajo sus pies. Vio una grúa doblada que parecía un Tiranosaurus Rex muerto. Y dos hombres con batas verdes de cirujano. Pasó por delante de un policía que llevaba un casco azul con una lámpara de minero y lo que parecían herramientas de escalada colgadas del cinturón. Vio que penetraba en los escombros con una esmeriladora angular motorizada.

Una bandera estadounidense sobresalía inclinada de los cascotes, como si alguien acabara de conquistar el lugar.

Reinaba un caos total y absoluto.

Era perfecto, pensó Ronnie.

Giró la cabeza. La larga fila de personas se extendía, infinita, detrás de él. Salió de ella, dejó que continuara su camino y siguió alejándose. Luego, disimuladamente, y un poco arrepentido, dejó caer el móvil entre los escombros y lo hundió. Lo pisoteó y avanzó unos pasos. Sacó la cartera de la chaqueta y la revisó, retiró los billetes y se los guardó en el bolsillo trasero de los vaqueros.

Dejó dentro sus cinco tarjetas de crédito, su tarjeta de socio del RAC, su tarjeta de socio del Club del motor de Brighton y Hove y, después de pensarlo unos momentos, también su carné de conducir.

Sin estar seguro de si aquí podía fumar o no, se puso discretamente un cigarrillo entre los labios, sacó el encendedor y protegió la llama con las manos. Pero en lugar de prender el pitillo, comenzó a quemar las esquinas de la cartera. Luego también la dejó caer entre los escombros y la pisoteó, con fuerza.

Entonces se encendió el cigarrillo y fumó agradecido. Cuando se lo acabó, se agachó y cogió la cartera. Luego volvió sobre sus pasos y recogió el móvil. Los llevó hasta uno de los depósitos provisionales para los objetos recuperados.

– He encontrado esto -dijo.

– Échalo en la bolsa. Se revisará todo -le dijo una mujer policía.

– Puede que ayuden a identificar a alguien -explicó, para asegurarse.

– Para eso estamos aquí -le tranquilizó ella-. Tenemos muchos desaparecidos desde el martes. Muchos.

Ronnie asintió.

– Sí. -Luego, para asegurarse otra vez, señaló la bolsa-. ¿Alguien va a registrarlo todo?

– Por supuesto. Va a registrarse todo, cielo. Cada artículo, cada zapato, cada hebilla de cinturón. Cualquier cosa que encuentres nos la traes. Todos tenemos familiares ahí… En alguna parte -contestó la policía, señalando ampliamente la devastación que se extendía ante ellos-. Todas las personas de esta ciudad tienen a un ser querido aquí.

Ronnie asintió con la cabeza y se alejó. Había sido mucho más fácil de lo que pensaba.

72

Octubre de 2007

– Aquí -dijo Abby-. Justo después de la farola de la izquierda. -Volvió a mirar hacia atrás por el parabrisas trasero. Ni rastro del coche de Ricky o de él. Pero era posible que hubiera tomado un camino más rápido, pensó-. ¿Podría seguir, girar a la izquierda y dar la vuelta al edificio, por favor?

El taxista obedeció. Era una zona residencial tranquila, cerca del Eastbourne College. Abby escudriñó con detenimiento las calles y coches aparcados. Aliviada, vio que no había rastro del coche de alquiler de Ricky ni de él.

El conductor la llevó de nuevo a la calle ancha de casas pareadas de ladrillo rojo, al final de la cual estaba el bloque de pisos bajos de los años sesenta, totalmente atípico en esta zona, donde vivía su madre. Había sido construido con materiales baratos y cuatro décadas de ráfagas de vientos salados del Canal lo habían transformado en una monstruosidad.

El taxista aparcó en doble fila junto a un Volvo familiar. El taxímetro marcaba treinta y cuatro libras. Le dio al conductor dos billetes de veinte.

– Necesito su ayuda -dijo-. Voy a darle esto ahora para que sepa que no voy a irme sin pagar. No me devuelva el cambio, quiero que deje en marcha el taxímetro.

El hombre asintió, lanzándole una mirada de preocupación. Ella volvió a mirar atrás, pero seguía sin estar segura.

– Voy a entrar en el edificio. Si no salgo dentro de cinco minutos, ¿de acuerdo?, cinco minutos exactos, quiero que marque el 091 y le diga a la policía que venga. Diga que me están atacando.

– ¿Quiere que entre con usted?

– No, estoy bien, gracias.

– ¿Tiene problemas con su novio? ¿Su marido?

– Sí. -Abrió la puerta, se bajó y volvió a examinar la calle-. Voy a darle mi número de móvil. Si ve un Ford Focus gris, de cuatro puertas, limpio, con un tipo dentro con una gorra de béisbol, llámeme enseguida.

El hombre tardó unos momentos agónicos en encontrar su bolígrafo. Luego, con la mayor lentitud con que había visto escribir a alguien, comenzó a anotar los números.

En cuanto terminó, Abby corrió hacia la puerta de entrada del edificio, la abrió y entró en el sombrío vestíbulo comunitario. Era extraño volver a estar aquí; nada parecía haber cambiado. El linóleo del suelo, que tenía pinta de estar allí desde que se construyó el edificio, lucía inmaculado, como siempre, y la correspondencia y quizá también los mismos folletos de pizzas, comida china, tailandesa e india abarrotaban varios de los mismos casilleros metálicos. Percibió una peste intensa a abrillantador y verduras hervidas.

Miró el buzón de su madre para ver si lo habían vaciado y vio consternada varios sobres atascados, como si no quedara más espacio dentro. Uno de ellos, que casi estaba colgando, era un recordatorio para renovar la licencia de televisión por satélite.

El correo era uno de los momentos estelares del día para su madre. Era una fanática de los concursos, estaba suscrita a varias revistas que los contenían, y siempre se le habían dado muy bien. Diversos regalos de la infancia de Abby e incluso vacaciones habían salido de concursos que había ganado y ahora la mitad de las cosas que poseía su madre eran premios.

¿Por qué no había recogido el correo, entonces?

Con el corazón en la boca, Abby recorrió deprisa el pasillo hasta la puerta del piso de su madre al final del edificio. Oía el sonido de un televisor en otro apartamento arriba en algún lugar. Llamó a la puerta, luego abrió con su llave sin esperar respuesta.

– ¡Hola, mamá!

Oyó unas voces. El parte meteorológico.

Alzó la voz.

– ¡Mamá!

Dios mío, qué extraño era. Hacía más de dos años que no estaba aquí. Era muy consciente de la impresión que se llevaría su madre, pero ahora no podía preocuparse por eso.

– ¿Abby? -La voz de su madre parecía totalmente asombrada.

Corrió adentro, atravesando el pequeño vestíbulo hasta e salón, sin apenas notar el olor a cerrado y humedad. Su madre estaba en el sofá, flaca como un palillo, el pelo lacio y más gris de lo que recordaba. Llevaba una bata de flores y unas zapatillas con pompones. Sobre las rodillas tenía una bandeja con rosas dibujadas que Abby recordaba de su infancia. Encima había una lata de arroz con leche.

En el suelo enmoquetado había esparcidas hojas con concursos arrancadas de periódicos y revistas, y en el televisor Sony de pantalla ancha, que Abby recordó que su madre había ganado, estaban puestas las noticias del tiempo del mediodía. El aparato descansaba encima de un mueble-bar metálico, otro premio.

La bandeja cayó al suelo cuando su madre se sobresaltó, parecía que hubiera visto un fantasma.

Abby cruzó la habitación corriendo y echó los brazos al cuello de su madre.

– Te quiero, madre -dijo-. Te quiero muchísimo.

Mary Dawson siempre había sido una mujer menuda, pero ahora aún lo parecía más de lo que recordaba, como si hubiera encogido durante estos dos últimos años. Aunque seguía teniendo un rostro hermoso, con unos ojos azul claro preciosos, estaba más arrugada que la última vez que la había visto. La abrazó con fuerza, las lágrimas rodaron por su cara y mojaron el pelo de su madre, que olía a sucio, pero olía a su madre.

Después de que su padre falleciera de cáncer de próstata, una muerte horrible pero rápida gracias a Dios, Abby albergó la esperanza de que su madre encontrara a alguien. Pero cuando le diagnosticaran la enfermedad, esa esperanza se desvaneció.

– ¿Qué sucede, Abby? -le preguntó su madre, y añadió, con un brillo repentino en los ojos-: ¿Vamos a salir en Sorpresa, sorpresa? ¿Por eso estás aquí?

Abby se rio. Luego, estrechándola con fuerza, se dio cuenta de que hacía muchísimo tiempo que no se reía.

– Creo que ya no lo emiten.

– Abby, en ese programa no dan premios, cariño.

Volvió a reírse.

– ¡Te he echado de menos, mamá!

– Yo también te he echado de menos, cariño, todo el rato. ¿Por qué no me dijiste que volvías de Australia? ¿Cuándo has llegado? ¡Si hubiera sabido que venías, me habría arreglado!

De repente, recordando la hora, Abby miró su reloj. Habían pasado tres minutos. Dio un salto.

– ¡Enseguida vuelvo!

Salió corriendo, mirando la calle con cautela arriba y abajo. Luego se acercó al taxi y abrió la puerta del copiloto.

– Tardaré unos minutos más, pero las instrucciones son las mismas. Llámeme si le ve.

– Si aparece, señorita, ¡le daré una paliza de muerte!

– ¡Usted llámeme y punto!

Abby regresó con su madre.

– Mamá, ahora no puedo explicártelo. Quiero llamar a un cerrajero y cambiar la cerradura de la puerta y ponerte una cadena de seguridad y una mirilla. Quiero intentar hacerlo hoy.

– ¿Qué pasa, Abby? ¿Qué es todo esto?

Abby se dirigió al teléfono, descolgó el auricular y le dio la vuelta. No sabía qué aspecto tenía un micrófono oculto, pero no vio nada debajo. Luego examinó el aparato y tampoco vio nada extraño. Pero ¿qué sabía ella?

– ¿Tienes otro teléfono? -preguntó.

– Estás metida en un lío, ¿verdad? ¿Qué pasa? Soy tu madre, ¡cuéntamelo!

Abby se arrodilló y recogió la bandeja, luego fue a la cocina a buscar un trapo para limpiar el arroz con leche derramado.

– Voy a comprarte un teléfono nuevo, un móvil. Por favor, no utilices éste nunca más.

Mientras comenzaba a arreglar el desastre de la alfombra, se dio cuenta de que era la vieja alfombra que tenían en el salón de su casa en Hollingbury. Era de un rojo intenso, con un borde ancho de rosas entretejidas en verde, ocre y marrón y estaba tan raída que en algunos puntos tenía trozos totalmente pelados. Pero era reconfortante verla, la devolvió a su infancia.

– ¿Qué ocurre, Abby?

– Nada.

Su madre negó con la cabeza.

– Puede que esté enferma, pero no soy estúpida. Estás asustada. Si no puedes contárselo a tu madre, ¿a quién se lo contarás?

– Por favor, haz lo que te digo. ¿Tienes las Páginas Amarillas?

– En el cajón del centro de la mitad inferior -contestó su madre, señalando una cómoda de nogal.

– Te lo explicaré todo más tarde, pero ahora no tengo tiempo, ¿de acuerdo?

Fue a buscar el listín. Estaba unos años desfasado, pero seguramente no importaría, decidió mientras lo abría y pasaba las páginas hasta que encontró el apartado de «Cerrajeros».

Realizó la llamada y luego le dijo a su madre que aquella tarde se pasaría alguien de la cerrajería Eastbourne.

– ¿Estás en un lío, Abby?

Ella negó con la cabeza, no quería alarmarla demasiado.

– Creo que alguien me está acosando… Alguien que quería que saliera con él y que está intentando llegar a mí a través de ti, eso es todo.

Su madre le lanzó una mirada larga, como para demostrar que no se creía del todo la historia.

– ¿Todavía estás con ese hombre, Dave?

Abby devolvió el trapo al fregadero de la cocina, luego regresó y le dio un beso a su madre.

– Sí.

– No me pareció un buen chico cuando hablé con él por teléfono.

– Ha sido amable conmigo.

– Tu padre… era un buen hombre. No era ambicioso, pero era buena persona. Era un hombre sabio.

– Ya lo sé.

– ¿Recuerdas lo que decía? Se reía de mí porque jugaba a esos concursos y me decía que la vida no se trataba de conseguir lo que uno quería, sino de querer lo que uno tiene. -Miró a su hija-. ¿Tú quieres lo que tienes?

Abby se sonrojó. Luego le dio otro beso a su madre en las dos mejillas.

– Estoy a punto. Volveré con un teléfono nuevo dentro de una hora. ¿Esperas a alguien hoy?

Su madre lo pensó un momento.

– No.

– Tu amiga, la vecina de arriba que pasa a verte a veces…

– ¿Doris?

– ¿Crees que podría venir y quedarse contigo hasta que yo vuelva?

– Puede que esté enferma, pero no soy una inválida -dijo su madre.

– Es por si viene él.

De nuevo, su madre le lanzó una mirada larga.

– ¿No crees que deberías contarme toda la historia?

– Después, te lo prometo. ¿En qué apartamento vive?

– En el número 4, en el primer piso.

Abby salió deprisa y subió las escaleras corriendo. Llegó al pasillo del primer piso, encontró el apartamento y llamó al timbre.

Al cabo de unos momentos, oyó el ruido metálico y torpe de una cadena de seguridad y deseó que su madre también tuviera una. Entonces una mujer de pelo blanco abrió la puerta unos centímetros. Tenía unas facciones distinguidas que quedaban parcialmente ocultas por unas gafas de sol del tamaño y forma de unas máscaras de buceo. Llevaba un elegante vestido de punto de dos piezas.

– Hola -dijo con acento muy pijo.

– Soy Abby Dawson, la hija de Mary.

– ¡La hija de Mary! Habla muchísimo de ti. Pensaba que seguías en Australia. -Abrió más la puerta y la miró más atentamente, acercando la cara hasta casi unos centímetros de la de Abby-. Discúlpame. Tengo degeneración macular… Sólo veo bien por el rabillo del ojo.

– Lo siento -dijo Abby-. Pobrecita. -Abby sintió que debía ser más comprensiva, pero estaba inquieta por seguir adelante-. Mire, me preguntaba si podría hacerme un favor. Tengo que salir una hora y… Es una historia larga, pero tengo un ex novio que me está haciendo la vida imposible y me preocupa que pueda aparecer y hacer daño a mi madre. ¿Podría usted quedarse con ella hasta que vuelva?

– Por supuesto. ¿Prefieres que suba ella aquí?

– Bueno, sí, pero está esperando al cerrajero.

– De acuerdo, no te preocupes. Bajo dentro de un par de minutos. Iré a por mi bastón. -Luego, su voz ensombrecida por una amenaza alegre, añadió-: Si ese chico aparece, ¡lo lamentará!

Abby bajó corriendo y entró en el piso de su madre. Le explicó lo que estaba pasando y luego le dijo:

– No abras la puerta a nadie hasta que vuelva.

Entonces salió a la calle y subió al taxi.

– Necesito encontrar una tienda de móviles -le dijo al conductor. Luego revisó su bolsillo. Tenía ochenta dólares más en metálico. Debería bastar.

Aparcado prudentemente a la derecha detrás de una auto-caravana en la calle que cruzaba, Ricky esperó a que se alejaran, luego encendió el motor y los siguió, a mucha distancia. Sentía curiosidad por ver adónde se dirigía Abby.

Al mismo tiempo, manteniendo la mano firme en el Intercept GSM 3060 que había colocado en el asiento del copiloto junto a él, reprodujo la llamada a la cerrajería Eastbourne y memorizó el número. Se alegró de llevar el aparato con él, no había querido arriesgarse a dejar un equipo tan valioso en la furgoneta.

Llamó al cerrajero y canceló educadamente la cita, explicando que la señora, su madre, había olvidado que tenía hora en el hospital esta tarde. Llamaría después y concertaría otra cita para mañana.

Luego, llamó a la madre de Abby, se presentó como el jefe de la cerrajería Eastbourne y se deshizo en disculpas por el retraso. Sus empleados estaban atendiendo una emergencia. Alguien iría en cuanto fuera posible, pero tal vez no pudiera ser hasta media tarde, como muy pronto. Si no, pasarían mañana a primera hora. Esperaba que no fuera un inconveniente. Ella le dijo que no se preocupara.

El taxista era estúpido y conducía muy despacio, lo que le facilitó seguirles a una distancia segura. Los colores turquesa fuerte y blanco y el cartel del techo le facilitaban las cosas a Ricky. Al cabo de diez minutos, comenzó a conducir todavía más despacio por una concurrida calle comercial y las luces de los frenos se encendieron varias veces antes de detenerse por fin delante de una tienda de móviles. Ricky ocupó bruscamente una plaza de aparcamiento y observó a Abby entrar corriendo en la tienda.

Luego apagó el motor, sacó una barrita de Mars de su bolsillo -de repente tenía un hambre voraz- y se dispuso cómodamente a esperar.

73

Octubre de 2007

Algo preocupaba al inspector Stephen Curry cuando volvió a su despacho después de la reunión con la policía municipal, que se había alargado mucho más de lo esperado.

Ésta también se había convertido en un almuerzo durante el que, entre sándwich y sándwich, trataron una gran variedad de temas, desde dos campamentos ilegales que causaban problemas en Hollingbury y Woodingdean a la elaboración de un informe de inteligencia sobre las últimas bandas de adolescentes y una plaga de palizas asociadas con ellos. Estos incidentes violentos estaban convirtiéndose en un problema cada vez más grave, ya que los jóvenes grababan las agresiones en vídeo y luego las colgaban como trofeos en redes sociales como Bebo y MySpace. Algunos de los peores ataques se habían producido en colegios, habían aparecido en el Argus y habían tenido un gran impacto en los niños y preocupado a los padres.

Eran casi las 14.30 y tenía una tonelada de trabajo que hacer. Hoy debía salir más temprano de lo normal, era su aniversario de boda y le había dado a Tracy su palabra (su palabra garantizada) de que no llegaría tarde a casa.

Se sentó a su mesa y repasó en el ordenador los registros de todos los incidentes que habían tenido lugar en su zona durante las últimas horas, pero ahora mismo no había nada que requiriera su atención. Todas las llamadas de emergencia habían sido respondidas sin retrasos y no había ningún incidente crítico importante que pudiera minar los recursos. Sólo constaba la colección habitual de delitos menores.

Entonces, recordando la llamada de Roy Grace, abrió su libreta y leyó el nombre «Katherine Jennings» y la dirección que había anotado. Acababa de ver entrar a uno de los sargentos del primer turno del equipo de la policía municipal, John Morley, así que descolgó el teléfono y le pidió que enviara a alguien a ver a la mujer.

Morley sujetó el auricular con el hombro, cogió un bolígrafo y con la mano izquierda marcó la página del expediente de un delito que estaba repasando relativo a un preso detenido en el turno de noche. Luego dio la vuelta a un trozo pequeño de papel que había sobre su mesa y en el que antes había escrito la matrícula de un vehículo, y apuntó el nombre y la dirección de la mujer.

El sargento era joven e inteligente y el peinado moderno y el chaleco antipuñaladas le daban un aspecto más duro de lo que era en realidad. Pero, como todos sus compañeros, estaba estresado porque trabajaba demasiado debido a la falta de personal.

– Podría haber numerosas razones por las que se mostrara angustiada con ese capullo de Spinella. A mí también me angustia.

– ¡Dímelo a mí! -coincidió con él Curry.

Al cabo de unos minutos, Morley se disponía a pasar los detalles a su libreta cuando el teléfono volvió a sonar. Era una operadora del centro de recursos que le pidió que se hiciera cargo de una emergencia de grado uno: una niña de ocho años que había desaparecido. Se había esfumado del colegio esta tarde y no estaba con su familia.

Al cabo de unos momentos, se armó un lío padre. Morley avisó primero por radio al inspector de guardia y luego gritó las instrucciones a su equipo de agentes y policías de barrio que patrullaban por la ciudad. Mientras se encargaba de todo aquello, corrió al fondo de la sala abarrotada, en la que había media docena de escritorios metálicos comunitarios, cajas de suministros y una hilera de colgadores y ganchos para chaquetas, sombreros y cascos, y cogió su gorra.

Luego se llevó a un par de agentes que habían llegado al turno de tarde antes de la hora y se dirigió hacia la puerta medio corriendo, hablando todavía por teléfono.

Al pasar los tres hombres por delante de la mesa de Morley, la corriente de aire levantó el trozo de papel con el nombre y la dirección de Katherine Jennings, lo elevó de la superficie llana y lo tiró al suelo.

Diez minutos después, una ayudante de personal entró en la sala y dejó encima de la mesa del sargento Morley varias copias de la última directriz sobre formación multicultural en el seno de la policía para que las distribuyera. Al marcharse, vio el trozo de papel en el suelo. Se agachó, lo recogió y lo tiró, diligentemente, a la papelera.

74

Octubre de 2007

El aire fresco y las fritangas grasientas habían surtido efecto con la resaca, decidió Roy Grace. Se sentía casi humano otra vez mientras regresaba por Church Street y entraba en el aparcamiento de varias plantas.

Metió el ticket en la máquina, hizo una mueca de dolor al ver la cantidad que aparecía en la pantalla, como cada vez que aparcaba aquí, y subió la escalera hasta su nivel pensando en Terry Biglow.

Tal vez estuviera ablandándose, porque vio que sentía lástima por aquel hombre, aunque no por su repugnante compañero. En su día, Biglow había tenido cierto estilo y seguramente era el último de una generación de delincuentes de la vieja escuela que, por lo menos, respetaban a la policía.

Parecía que el pobre capullo no iba a durar mucho. ¿Qué pensaba un hombre como él cuando se acercaba el final de su vida? ¿Le importaba haberla desaprovechado completamente, no haber aportado nada al mundo? ¿Haber contribuido a destrozar innumerables vidas y acabar con nada, absolutamente nada? Ni siquiera salud.

Abrió el coche, luego se sentó dentro y revisó las notas que había tomado sobre el encuentro. Cuando iba por la mitad, llamó a Glenn Branson y le comunicó la noticia de que Ronnie había tenido otra mujer llamada Lorraine. Luego le dijo que avisara a Bella Moy y fueran a interrogar al matrimonio que Terry Biglow había dicho que eran los mejores amigos de Ronnie Wilson, los Klinger. Actualmente, Stephen Klinger dirigía un gran emporio de antigüedades en Brighton y debía ser fácil encontrarle.

Cuando colgó, sonó el teléfono. Era Cleo.

– ¿Qué tal la resaca, comisario Grace? -le preguntó.

Era extraño, pensó. Sandy siempre le había llamado «Grace» a secas y ahora, de vez en cuando, Cleo también lo hacía. Al mismo tiempo, sin embargo, le parecía cautivador.

– ¿Resaca? ¿Cómo lo sabes?

– Porque me llamaste desde el pub sobre las once y media y me prometiste amor eterno con voz de borracho.

– ¿Ah, sí?

– Vaya, sufres pérdida de memoria. Debió de ser una sesión muy bestia.

– Lo fue. Cinco horas escuchando las penas matrimoniales de Glenn Branson. Suficiente para empujar a un hombre a la bebida.

– Empieza a parecer que su matrimonio está acabado.

– Sí, parece que va en esa dirección.

– Yo… Mm… Necesito un favor -dijo Cleo, cambiando de tono. De repente era todo dulzura y suavidad.

– ¿Qué clase de favor?

– Una hora de tu tiempo, entre las cinco y las seis.

– ¿Qué quieres que haga?

– Bueno, he tenido que ir a la escena de un suicidio especialmente desagradable, un tipo que se ha metido una escopeta del doce en la boca en el cobertizo de su jardín, y la juez de instrucción no está contenta con las circunstancias. Quiere a un patólogo del Ministerio del Interior, así que nuestro buen amigo Theobald va a practicarle la autopsia esta tarde, lo que significa que no puedo llevar a Humphrey a su adiestramiento.

– ¿Adiestramiento?

– Sí, así que he pensado que sería una buena oportunidad para que tú y Humphrey os hicierais amigos.

– Cleo, estoy en medio de una…

– Tu investigación de asesinato… -le interrumpió-. Lleva muerta diez años; una hora no supondrá una gran diferencia. Sólo una hora, no te pido más. Es el primer día de un curso nuevo y quiero que Humphrey asista desde el principio. Y como sé que vas a hacerlo, porque eres un hombre encantador, ¡te ofreceré una recompensa muy dulce!

– ¿Una recompensa?

– De acuerdo. El adiestramiento es de cinco a seis… El trato es éste. Tú llevas a Humphrey y a cambio yo te cocinaré gambas tigre y vieiras salteadas a la tailandesa.

Grace sucumbió al instante. Las gambas y vieiras salteadas de Cleo eran uno de los mejores platos de su increíble repertorio. Estaban de muerte.

Antes de que tuviera tiempo de decir nada, Cleo añadió:

– También tengo una botella bastante especial de sauvignon blanco Cloudy Bay que he metido en la nevera para darte un capricho. -Hizo una pausa y luego, con una voz de lo más seductora, dijo-: Y…

– ¿Y?

Hubo un largo silencio. Sólo el ruidito de las interferencias del teléfono.

– ¿Qué significa ese «y»? -preguntó Grace.

– Eso se lo dejo a tu imaginación -dijo más seductoramente aún.

– ¿Tienes algo en particular en mente?

– Sí, muchas cosas… Tenemos que recuperar toda la noche de ayer y también la de hoy. ¿Crees que podrás dar la talla, con la resaca y eso?

– Creo que sí.

– Bien. Pues trata bien a Humphrey y yo te trataré bien a ti. ¿Hecho?

– ¿Llevo unas galletas?

– ¿Para Humphrey?

– No, para ti.

– Vete a la mierda, Grace.

Él sonrió.

– Ah, y una cosa más… No te excites demasiado. A Humphrey le gusta morder cosas duras.

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Octubre de 2007

A Ricky le habría ido bien otro Mars -se moría de hambre-, pero no quería arriesgarse a salir del coche para buscar uno, por si se le escapaba. Dios santo, hacía más de media hora que había entrado en la tienda de móviles… ¿Qué hacía esa zorra allí dentro? Seguro que era incapaz de decidir qué color comprar.

¡El taxi le costaría una fortuna! ¿Y qué dinero utilizaría para pagarlo?

El suyo, por supuesto.

¿Lo hacía a propósito para enfadarle, porque sabía que estaría observándola en alguna parte?

Pagaría por todo esto. De mil maneras. Y aún más.

Le pediría perdón a gritos. Una vez y otra y otra. Antes de que acabara con ella.

Una sombra se posó en la ventanilla. Entonces vio a un guardia de tráfico mirando dentro. Ricky bajó la ventanilla.

– Vengo a recoger a mi madre -dijo-. Está discapacitada… No tardará demasiado.

El guardia, un joven desgarbado de rostro huraño y que llevaba la gorra con aire desenfadado, no se quedó impresionado.

– Lleva aquí media hora.

– Me está volviendo loco -dijo Ricky-. Sufre demencia senil, primeras fases. -Dio unos golpecitos en su reloj-. Tengo que llevarla al hospital. Deme un par de minutos más.

– Cinco minutos -dijo el guardia, y se marchó con aire arrogante. Luego se detuvo junto a un coche que había delante y comenzó a teclear una multa en su máquina.

Ricky observó el altercado que tuvo con la propietaria unos momentos después, una mujer airada, y siguió contemplando cómo se alejaba. Entonces vio, horrorizado, que habían pasado veinte minutos más.

Dios mío, ¿cuánto tiempo necesitas para comprar un puto teléfono?

Transcurrieron cinco minutos más. Y otros cinco. De repente, el taxi arrancó y el tráfico lo engulló.

Ricky reaccionó tardíamente. ¿Se le había escapado? ¿Había ordenado el guardia al taxi que circulara?

Arrancó el coche y lo siguió. Varios vehículos por delante, el taxi se dirigió hacia el mar, luego giró a la derecha. Guardando las distancias varios vehículos por detrás, siguió al conductor estúpido, imbécil, idiota, viejo, indeciso a un ritmo tan lento que tenía todas las probabilidades de ser adelantado por una tortuga. Avanzaron por el paseo marítimo, luego subieron una colina sinuosa que llevaba a un parque nacional abierto y ancho y a tierras de labranza y al precioso acantilado de Beachy Head, lugar preferido por los suicidas.

Tenía detrás un autobús de dos pisos, presionándole para que acelerara.

– ¡Vamos, capullo! -gritó por el parabrisas al taxi-. ¡Písale!

Todavía a la misma velocidad, pasó por delante del pub Beachy Head, siguiendo la carretera serpenteante hacia Birling Gap, luego continuaron subiendo y cruzaron el pueblo de East Dean. La agonía prosiguió a través de más campos abiertos, zigzagueando por Seven Sisters hasta llegar a Seaford. Luego pasaron por el puerto del ferry de Newhaven y subieron la colina hasta Peacehaven. Un joven de pelo largo y una chica estaban en una esquina a lo lejos con la mano levantada y, asombrado, Ricky vio que de repente el taxi encendía la luz de Ocupado y paraba.

Él también se detuvo y una hilera de tráfico que se había formado detrás lo adelantó a toda velocidad.

Observó a la pareja subirse.

El taxi estaba vacío.

Había estado siguiendo a un taxi vacío.

«Mierda, mierda, mierda. Zorra de mierda, ahora sí que la has cagado.»

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Octubre de 2007

Una pelirroja buenorra vestida con ropa provocativa violeta, de piernas larguísimas y pechos enormes que sobresalían de su sujetador, guiñó un ojo a Roy Grace.

Él cogió la tarjeta y, cuando la movió, le guiñó el otro ojo. Sonrió y la abrió. Una voz cursi, que era una imitación mala de una vocalista femenina que no pudo identificar de inmediato, comenzó a cantar «Cumpleaños feliz».

– ¡Qué maravilla! -dijo-. ¿Para quién has dicho que era?

Gracias a su altura y largas piernas, la agente Esther Mitchell era, indiscutiblemente, la policía más guapa de todo Sus-sex House. También era una de las más alegres.

– Para el inspector Willis -dijo jovialmente-. Cumple cuarenta años.

Grace sonrió. Baz Willis, una babosa obesa que, en opinión de todo el mundo, nunca tendría que haber sido ascendido a inspector, era un sobón reconocido. Por lo tanto, la tarjeta era sumamente adecuada. Encontró un espacio entre la decena de firmas más o menos que ya había, garabateó su nombre y se la devolvió.

– Va a dar una fiesta. Barra libre en el Black Lion esta noche.

Grace hizo una mueca. El Black Lion en Patcham, el bar habitual de Sussex House, era uno de los pubs que menos le gustaban y pensó que dos noches seguidas allí era más de lo que su cuerpo podía aguantar; además, tenía una oferta muchísimo mejor.

– Gracias, me pasaré si puedo -dijo.

– Alguien ha organizado un minibús, si quieres apuntarte…

– No, gracias -contestó y echó un vistazo a su reloj. Tenía que salir dentro de cinco minutos para llevar al maldito enano de Humphrey a su clase de adiestramiento. Entonces Roy sonrió a Esther. Desprendía energía positiva y se las había arreglado para ser popular en el poco tiempo que llevaba aquí -y no sólo por su físico.

– Ah, el comisario Pewe me ha pedido que le consulte los convenios de viajes a Australia.

– ¿Qué?

– Lo siento… Me han asignado a sus casos sin resolver, y al agente Robinson también.

– ¿Has dicho Australia?

– Sí, quería que le preguntara con qué compañías aéreas tiene acuerdos de clase business la policía de Sussex.

– ¿Acuerdos de clase business? -preguntó Grace-. ¿Dónde se cree que está, en un bufete de abogados?

Ella sonrió, parecía violenta.

– Yo… mmm… Supuse que usted lo sabía.

– Ahora tengo prisa -dijo él-. En cuanto pueda me pasaré por su despacho.

– Se lo diré.

– Gracias, Esther.

La agente lo miró mientras salía del despacho. Era una mirada que decía: «A mí tampoco me cae bien».

Cinco minutos después, Grace entró en su antiguo despacho con sus vistas horribles al bloque de detención. Cassian Pewe estaba sentado, en mangas de camisa, haciendo una llamada personal, no cabía la menor duda. A Grace le importó un pito respetar su intimidad. Cogió una de las cuatro sillas de la minúscula mesa de reuniones redonda, la plantó directamente delante del escritorio de Pewe y se sentó.

– Ahora te llamo, ángel mío -dijo Pewe, mirando con cautela la cara ceñuda de Grace. Colgó y sonrió-. ¡Roy! ¡Me alegro de verte!

Grace fue al grano.

– ¿Qué es eso de Australia?

– Ah, ahora iba a ir a decírtelo. Hoy voy a investigar algo para la policía de Victoria, en Melbourne, bueno, en la zona de Melbourne, que he sabido que tiene relación con tu Operación Dingo. Qué coincidencia, el nombre, Dingo… Es un perro salvaje australiano, ¿verdad?

– ¿Qué relación? ¿Y qué es eso de pedir a una agente de policía que vaya por ahí preguntando qué política de viajes tenemos? Para eso están los ayudantes de apoyo a la gestión.

– Creo que alguien tendrá que ir a Australia, Roy… Pensaba que podría ir yo mismo…

– No sé cómo funciona la Met, pero para que lo sepas de aquí en adelante, Cassian, en Sussex invertimos nuestro dinero en mantener el orden, no en convertir a los agentes de policía en peces gordos que viven del dinero de los contribuyentes. Volamos en turista, ¿de acuerdo?

– Por supuesto, Roy -dijo Pewe, y le ofreció una sonrisa empalagosa-. Es que es un viaje largo si al llegar te espera un día de trabajo por delante.

– Sí, bueno, es duro. Nosotros no dirigimos una agencia de viajes.

«Si de mí depende, comisario Pewe, la única forma que tienes tú de ir a Australia ¡será cavando un agujero con una pala!», pensó Grace.

– ¿Quieres contarme qué relación tiene con mi caso?

– Tengo una información sobre Lorraine Wilson, la segunda esposa de Ronnie Wilson, que creo que te parecerá interesante. Está relacionada con Ronnie Wilson. Podría conducirte a él.

– Sí, bueno, es evidente que no estás al día sobre Ronnie Wilson. Murió en las Torres Gemelas el 11-S.

– En realidad -dijo Cassian Pewe-, tengo pruebas que podrían sugerir lo contrario.

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Octubre de 2007

Ricky siguió al taxi por la calle principal de Peacehaven. Tuvo la tentación de agarrar al conductor por el pescuezo la próxima vez que parara y acribillarle a preguntas sobre Abby.

Pero ¿qué sabría el hombre? La zorra listilla seguramente le habría dado una buena propina para que se quedara ahí sentado y se marchara al cabo de una hora, es lo único que sabría, y lo último que necesitaba Ricky en este momento era que todos los policías de Brighton estuvieran atentos a su cara para detenerlo por agresión. En estos momentos tenía algo mucho más importante en lo que pensar. Varias cosas, en realidad.

La primera era que Abby sabía que había grabado su conversación con su madre, pero desconocería cómo lo había hecho. Seguramente sospecharía que había conseguido pinchar el teléfono de su madre de algún modo.

¡Ahora caía!

Por eso había ido a una tienda de teléfonos, ¡para comprar § ¡su madre uno nuevo!

Ya se había percatado hacía un tiempo de lo minuciosa que era Abby. ¿Qué habría hecho con su teléfono? Marcó el número.

Al cabo de dos tonos, descolgaron. Oyó una voz indecisa de hombre joven.

– ¿Diga?

– ¿Quién coño eres? -preguntó Ricky.

La llamada terminó. Volvió a marcar. La llamada terminó otra vez en cuanto empezó a sonar. Como sospechaba, la muy zorra se había deshecho de su teléfono. Lo que significaba que ahora tenía uno nuevo.

«Estás poniendo a prueba mi paciencia de verdad. ¿Dónde estás?»

Un radar le sacó una foto, pero le importó un pimiento. ¿Adónde había ido durante esa hora? ¿En qué había empleado ese tiempo?

Unos kilómetros más adelante, el taxi giró, pero casi ni se dio cuenta. Ahora conducía por Marine Parade, por delante de las elegantes fachadas de estilo Regencia que había en Sussex Square. Dentro de un minuto se aproximaría a la calle de Abby. Se arrimó a un lado, detuvo el coche y apagó el motor; necesitaba pensar bien todo esto.

¿Dónde había ocultado el tesoro? No necesitaba demasiado espacio, sólo el sitio suficiente para esconder un sobre tamaño DIN-A4. El paquete que había intentado enviar por mensajero era un señuelo. ¿Por qué? ¿Para que él siguiera al mensajero? ¿Y así poder recuperarlo y desaparecer? Había cometido un gran error al enviarle ese mensaje, comprendió. Su intención había sido obligarla a salir, pero no había contado con que tuviera tantas artimañas.

Pero el hecho de que hubiera intentado enviar el paquete señuelo le decía algo, si unía eso con la caja de seguridad vacía. ¿Esperaba que siguiera el señuelo y la dejara libre para correr con el paquete y guardarlo en la caja de seguridad de Southern Deposit Security? ¿Por qué estaba vacía entonces? La única razón posible, seguro, era que todavía no había podido llevar el paquete al lugar. O que lo había recogido hacía poco.

A menos que tuviera otra caja de seguridad en alguna parte, muy probablemente en algún lugar del piso.

Se había pasado toda la noche registrando sus pertenencias, incluida toda la ropa que había sacado. También le había requisado el pasaporte, lo que al menos impediría que la zorra saliera del país a toda prisa.

Si existiera otra caja de seguridad en alguna parte, habría encontrado la llave o un recibo, ¿no? Había registrado cada centímetro del piso, retirado todos los muebles, levantado cada tabla del suelo. Incluso había sacado las tapas de los televisores, rajado las tapicerías, desenroscado las rejillas de ventilación, desmontado las luces. De sus días de traficante de drogas, sabía que la policía podía dejar patas arriba un lugar y conocía todos los escondites que utilizaría un camello listo.

Otra opción posible era que se lo hubiera dejado a algún amigo. Pero el nombre que figuraba en el paquete que había dado a la empresa de mensajería era falso, lo había comprobado. Sospechaba que Abby había evitado ponerse en contacto con nadie. Si ni siquiera le había contado a su madre que había vuelto, dudaba que quisiera que se corriera la voz entre sus amigos.

No, cada vez estaba más convencido de que aún lo tenía todo en el piso.

Pese a todas sus estratagemas inteligentes, todo el mundo tiene un talón de Aquiles, como Ricky sabía muy bien. Una cadena sólo tiene la fuerza de su eslabón más débil. Un ejército sólo puede marchar tan deprisa como su soldado más lento.

La madre de Abby era su eslabón más débil y su soldado más lento.

Ahora sabía qué debía hacer exactamente.

La furgoneta Renault delante del piso de Abby, que llevaba un tiempo sin circular, se resistía a arrancar. Luego, justo cuando la batería comenzaba a ahogarse y empezaba a pensar que su plan no funcionaría, se encendió y cobró vida con un chisporroteo aceitoso y humeante.

La sacó de la plaza de aparcamiento y metió el Ford de alquiler en su lugar. Ahora, cuando Abby volviera, vería el coche y pensaría que estaba ahí. Sonrió. En el futuro más inmediato, no entraría en su piso. El coche de alquiler no llevaba pegatina de residente, así que seguramente caería una multa en algún momento, y tal vez lo inmovilizaran, pero ¿qué importaba?

Sacó el Intercept GSM 3060 del Ford y lo metió en la furgoneta. Luego condujo hacia Eastbourne y sólo se detuvo a comprar una hamburguesa y una Coca-Cola para llevar. Ahora estaba más contento. Tenía plena confianza en que estaba cerca de recuperar el control de la situación.

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Octubre de 2007

A las 18.30 comenzó la cuarta reunión informativa de la Operación Dingo. Pero mientras Roy Grace empezaba a leer el resumen a su equipo, vaciló, al ver que Glenn Branson lo miraba de un modo un poco raro y movía las ventanas de la nariz, como si intentara enviarle una señal.

– ¿Algún problema? -le preguntó Grace.

Entonces vio que varias de las personas congregadas en el área de trabajo también parecían mirarlo de un modo extraño.

– Hueles como a fruta, jefe -dijo Glenn-. Si no te molesta que saque un tema personal… no llevas tu colonia habitual, ya me entiendes. ¿Te has metido o sentado en algo?

Horrorizado, Grace se percató por dónde iba el sargento.

– Oh, sí, disculpad. Yo… Acabo de volver de una clase de adiestramiento para perros. El pequeño cabroncete me vomitó encima en el coche. Creía que me había limpiado bien.

Bella Moy metió la mano en su bolso y le dio a Grace un frasco de perfume en spray.

– Esto lo tapará-le dijo.

Vacilante, se roció los pantalones, la camisa y la chaqueta.

– Ahora hueles a burdel -comentó Norman Potting.

– Vaya, muchas gracias -dijo Bella, mirándolo indignada.

– Pero qué sabré yo, naturalmente -farfulló Potting, en un intento pobre por salvar la situación. Luego añadió-: Hace poco leí que los coreanos comen perros.

– Ya basta, Norman -dijo Roy Grace, serio, y siguió adelante con la agenda-. De acuerdo, Bella, primero, ¿puedes informarnos de lo que has averiguado hasta la fecha sobre la estancia en Estados Unidos de Joanna Wilson? Mi hombre no ha conseguido nada.

– He hablado con el agente de la fiscalía del distrito de Nueva York que me sugeriste, Roy. Me ha mandado un e-mail hace una hora donde me cuenta que antes del 11-S todas las cuestiones de inmigración las llevaba la Agencia de Inmigración y Naturalización. Ahora ya no. Se ha fusionado con el Departamento de Aduanas y ahora se llama Departamento de Seguridad Aduanera e Inmigración. Dice que a menos que entrara con un visado para una estancia prolongada, no constará ningún registro. Ha revisado los archivos correspondientes a los años noventa y no aparece que entrara en el país con ningún visado, pero dice que no hay forma de averiguar si fue o no fue a Estados Unidos.

– De acuerdo, gracias. Emma-Jane, ¿qué progresos has hecho con el árbol genealógico? ¿Has localizado a algún pariente de Joanna Wilson?

– Bueno, no parece que tenga demasiados. He encontrado a un hermanastro gay que es todo un personaje. Se hace llamar Mitzi Dufors, rondará los sesenta años, lleva minishorts de cuero con tachuelas y va todo cubierto de piercings. Hace una especie de espectáculo drag queen en un club gay de Brighton. No se deshizo en elogios hacia su difunta hermanastra.

– No te puedes fiar de los hombres de mediana edad que llevan minishorts de cuero -intercedió Norman Potting.

– ¡Norman! -dijo Grace, disparando un tiro de advertencia.

– No es que tú seas un gurú de la moda precisamente -replicó Bella.

– ¡Vale, ya basta, los dos! -dijo Grace.

Potting se encogió de hombros como un niño caprichoso.

– ¿Algo más que haya dicho su hermanastro?

– Dice que Joanna heredó una casita de su madre en Brentwood un año antes de irse a Estados Unidos, más o menos. Imaginó que había utilizado el dinero de la venta para financiar su carrera de actriz allí.

– Deberíamos intentar averiguar de cuánto dinero hablamos y qué hizo con él. Buen trabajo, E-J.

Grace hizo algunas anotaciones y pasó a Branson.

– Glenn, ¿habéis hablado tú y Bella con los Klinger?

Branson sonrió.

– Creo que hemos pillado a Stephen Klinger en un buen momento, después de comer estaba borracho como una cuba y muy hablador. Nos dijo que Joanna no caía muy bien a nadie… Parece que era una verdadera zorra. Embaucó de lo lindo a Ronnie y a nadie le importó demasiado que lo dejara, o eso pareció entonces, y se marchara a Estados Unidos. Ha confirmado que Ronnie volvió a casarse, con Lorraine, después de esperar diligentemente a que se cumpliera el periodo legal por abandono. Cuando Ronnie murió, Lorraine se quedó desconsolada. Las cosas empeoraron para ella, si era posible, porque la dejó bien jodida económicamente hablando. -Grace anotó el dato-. Le embargaron el coche, luego la casa. Parece que Wilson era un pusilánime. No tenía nada, ningún activo. Su viuda acabó desahuciada de su elegante casa en Hove y se trasladó a un piso de alquiler. Un año después, en noviembre de 2002, dejó una nota de suicidio y se tiró del ferry de Newhaven a Dieppe. -Hizo una pausa-. También hemos ido a ver a la señora Klinger, pero más o menos ha confirmado lo que nos ha dicho su marido.

– ¿Algún pariente ha podido corroborar su estado de ánimo? -preguntó Grace.

– Sí, tiene una hermana que es azafata de British Airways. Acabo de contactar con ella, pero estaba trabajando y no podía hablar. Hemos quedado mañana. Pero también confirma lo que ha dicho Klinger. Ah, sí… También dice que llevó a Lorraine a Nueva York en cuanto hubo vuelos otra vez. Estuvieron una semana dando vueltas por la ciudad con una fotografía grande de Ronnie. Ellas y miles de personas más.

– Entonces está convencida de que Ronnie murió el 11-S.

– Completamente -dijo Glenn-. Estaba en una reunión en la Torre Sur con un tipo llamado Donald Hatcook. Todos los del piso de Hatcook fallecieron, instantáneamente casi seguro. -Entonces consultó sus notas-. Me preguntaste por ese tío, Chad Skeggs.

– Sí, ¿qué has descubierto?

– El Departamento de Investigación Criminal de Brighton lo busca para interrogarlo en relación a una acusación de abusos deshonestos a una joven en 1990. La historia de la chica es que salieron de una discoteca y se fueron juntos y que luego él Je dio una soberana paliza. Podría estar relacionado con una práctica sadomasoquista. Es posible que al principio ella accediera y que luego él no parara. Fue una agresión muy fea, acompañada de una acusación de violación, pero en ese momento se decidió que no era de interés público viajar a Australia y extraditarlo. No creo que volvamos a verlo por Inglaterra, a menos que sea muy estúpido.

Grace se volvió hacia el agente Nicholl.

– Nick, ¿qué informaciones tienes tú?

– Bueno -dijo-, la verdad es que es bastante interesante. Después de realizar una búsqueda a nivel nacional sobre Wilson, que no me reportó nada que no supiéramos ya, decidí que era probable que un hombre de negocios como él, con su elegante casa en Hove 4, tuviera contratado un seguro de vida. Investigué un poco y descubrí que Ronnie Wilson tenía un seguro de vida de poco más de un millón y medio de libras con Norwich Union.

– Supongo que su viuda no sabía nada de esto, ¿verdad? -dijo Grace.

– Creo que sí -dijo Nick Nicholl-. Se lo pagaron entero en marzo de 2002.

– ¿Cuando vivía en un piso alquilado, tan afligida? -preguntó Grace.

– Hay más -dijo el agente-. En julio de 2002, diez meses después de que muriera su marido, Lorraine Wilson recibió un pago de dos millones y medio de dólares del fondo de compensación a los familiares de las víctimas del 11-S.

– Tres meses antes de que se tirara del ferry -dijo Lizzie Mantle.

– De que presuntamente se tirara del ferry de Newhaven a Dieppe -dijo Nick Nicholl-. Oficialmente todavía figura como desaparecida en el registro de la policía de Sussex. He revisado el expediente y los investigadores de entonces no estaban del todo convencidos de que se suicidara. Pero el rastro se perdió.

– Dos millones cuatrocientos mil dólares… Con el tipo de cambio de entonces, eso serían casi un millón setecientas cincuenta mil libras -dijo Norman Potting.

– ¿Así que murió en la miseria, con más de tres millones en el banco? -dijo Bella.

– Con esa guita podrías comprarte un montón de Maltesers -le dijo Norman Potting.

– Salvo que el dinero no estaba en el banco -dijo Nick Nicholl y levantó dos carpetas-. He logrado obtenerlas un poco más deprisa de lo normal, gracias a Steve.

Hizo un gesto de agradecimiento con la mano al agente Mackie, de treinta años, sentado más adelante en la mesa y vestido con vaqueros y una camisa blanca con el cuello desabotonado.

Mackie hablaba con una autoridad tranquila y desprendía un aire de orden y eficacia, algo que gustaba a Grace.

– Mi hermano trabaja en HSBC, ha agilizado los trámites de mi petición.

Entonces, Nick Nicholl sacó un fajo de documentos de una de las carpetas.

– Todo esto son extractos de las cuentas conjuntas de Ronnie y Lorraine Wilson a partir del año 2000. Muestran un descubierto cada vez mayor, con ingresos de pequeñas cantidades muy de vez en cuando. -Volvió a guardarlos en la carpeta y levantó la segunda-. Esto es mucho más interesante. Es una cuenta corriente abierta sólo a nombre de Lorraine Wilson en diciembre de 2001.

– Para el dinero del seguro de vida, supongo -dijo Lizzie Mantle.

Nick Nicholl asintió y Grace quedó impresionado. Normalmente el joven carecía de confianza en sí mismo, pero ahora parecía muy seguro.

– Sí, le ingresaron el dinero en marzo de 2002.

– ¿Tan deprisa se lo pagaron? -preguntó Lizzie Mantle-. Creía que si no se hallaba el cuerpo, había que esperar siete años para poder declarar oficialmente muerto al desaparecido.

Mientras hablaba, evitó deliberadamente mirar a Roy Grace a los ojos, sabiendo que se trataba de un tema delicado para él a nivel personal.

– Hubo un acuerdo internacional, gracias a una iniciativa del alcalde Giuliani -dijo Steve Mackie-, para no aplicar este periodo de espera a las familias de las víctimas del 11-S y acelerar los pagos. Nick Nicholl desplegó varios extractos bancarios delante de él. La cantidad total del pago por valor de un millón y medio de libras había sido retirada en sumas de distinto montante, en metálico, durante los tres meses siguientes.

– ¿Qué hizo con el dinero? -quiso saber Grace.

Nick Nicholl levantó las manos.

– Su hermana se quedó total y absolutamente patidifusa cuando se lo dije. No podía creérselo. Me dijo que Lorraine vivía de lo que le daban ella y los amigos.

– ¿Y qué hay del pago correspondiente a la compensación del 11-S? -preguntó Grace.

– Se ingresó en su cuenta en julio de 2002. -Nicholl levantó el extracto pertinente-. Y ocurrió lo mismo. El dinero fue retirado en distintas cantidades, en metálico, entre la fecha del ingreso y unas semanas antes de que dejara la nota de suicidio.

Todos los presentes tenían el ceño fruncido. Glenn Branson se dio unos golpecitos en los dientes con un bolígrafo. Lizzie Mantle, ocupada por un momento escribiendo una nota, levantó la vista.

– ¿Y no tenemos ni idea de en qué se utilizó todo este dinero? -preguntó-. ¿Le dijo a alguien del banco para qué era? Supongo que algunas preguntas le harían al retirar toda esa cantidad en metálico.

– El banco tiene la política de comprobar si los clientes están bajo algún tipo de coacción cuando retiran grandes cantidades de dinero en metálico -dijo el agente Mackie-. Cuando le preguntaron, dijo que ellos no la habían apoyado cuando su marido murió y que no iba a dejarles el dinero en ese banco ni de coña.

– Una mujer batalladora -comentó Lizzie Mantle.

– ¿No os parece que está surgiendo una especie de patrón? -preguntó Norman Potting-. La primera mujer de Wilson hereda, dice a sus amigos que se va a Estados Unidos y aparece en un desagüe. Luego su segunda mujer hereda y termina en el Canal.

Asintiendo, Grace decidió que había llegado el momento de añadir su última información, cortesía de Cassian Pewe.

– Tal vez esto arroje algo de luz a todo este asunto -dijo-. El mes pasado, la policía de Geelong, cerca de Melbourne, Australia, encontró el cadáver de una mujer en el maletero de un coche en un río. Los informes forenses calculan que llevaba muerta un máximo de dos años. La mujer se había realizado implantes mamarios que se correspondían con un lote entregado al hospital Nuffield, aquí en Woodingdean, en junio de 1997. La receptora de los que coinciden con el número de serie fue Lorraine Wilson.

Hizo una pausa para que el dato calara.

– Entonces… ¿qué? ¿Fue nadando desde el Canal de la Mancha a Australia y luego subió por un río? -dijo Glenn Branson-. ¿Con más de tres millones en billetes dentro del traje de baño?

– Y eso no es todo -siguió Roy Grace-. Estaba embarazada de cuatro meses. La policía australiana no encontró ningún resultado de ADN positivo en sus registros para poder identificar a la madre ni una correspondencia familiar para el padre y se preguntaron si tal vez habría algo en la base de datos de ADN de Reino Unido. Estamos a la espera. Si hay alguna coincidencia, lo sabremos mañana, espero.

– Houston, parece que tenemos un problema -dijo Norman Potting.

– O una pista, quizá -le corrigió Grace-. La autopsia de Melbourne indica que la causa probable de la muerte fue por estrangulamiento. Llegaron a esta conclusión porque Lorraine Wilson tenía roto el hueso hioides, el hueso en forma de U en la base del cuello.

– La misma causa probable de la muerte de Joanna Wilson -dijo Nick Nicholl.

– Recuerdas bien -dijo Grace-. Hoy estás en plena forma, Nick. ¡Me alegro de que las noches sin dormir no te hayan quitado agudeza mental!

Nicholl se ruborizó, parecía satisfecho de sí mismo.

– Ronnie Wilson no se las ha apañado mal para estar muerto -dijo Norman Potting-. Consiguió estrangular a su mujer.

– No tenemos suficientes pruebas para suponer eso, Norman -dijo Grace, aunque por dentro se preguntaba lo mismo. Miró su agenda-. De acuerdo, esto es lo que vamos a hacer. Si se gastó más de tres millones de libras en metálico en pocos meses, alguien lo sabrá. Glenn y Bella, quiero que lo convirtáis en vuestra prioridad. Empezad otra vez con los Klinger. Averiguad todo lo que podáis sobre los círculos que frecuentaban los Wilson. ¿En qué se gastaban el dinero? ¿Apostaban? ¿Se compraron una casa en el extranjero? ¿O un barco? Tres millones doscientas cincuenta mil libras es mucho dinero… Y más aún hace cinco años.

Branson y Bella asintieron.

– Steve, ¿puedes utilizar tu contacto en el banco para averiguar qué pasó con la herencia de Joanna Wilson? Me hago cargo de que han pasado diez años y que es posible que no haya registros. Haz lo que puedas.

Grace hizo una pausa para revisar sus notas, luego prosiguió.

– Mañana me voy a Nueva York a ver qué puedo averiguar. Tengo pensado volver al día siguiente, el jueves por la noche, y estar aquí el viernes por la mañana. Quiero que vosotros, Norman y Nick, vayáis a Australia.

Potting pareció más contento que unas pascuas con la noticia, pero Nicholl parecía preocupado.

– Tenéis reservado un vuelo para mañana por la tarde. Perderéis un día y llegaréis a primera hora de la mañana del viernes, hora de Melbourne. Podrías dedicar todo el día a la investigación y, con la diferencia horaria, podríais informarnos aquí durante la reunión del viernes por la mañana. Pareces inquieto por algo, Nick. ¿No puedes alejarte de tus deberes paternales?

El agente asintió.

– ¿Te parece bien ir?

Volvió a asentir, esta vez más enérgicamente.

– ¿Alguno de los dos ha estado en Australia?

– Yo no, pero tengo un primo que vive en Perth -dijo Nick Nicholl.

– Eso está casi tan lejos de Melbourne como Brighton -dijo Bella.

– ¿Entonces no me dará tiempo a visitarle?

– No te vas de vacaciones. Vas a trabajar -le reprendió Grace.

Nick Nicholl asintió.

– A seguir los pasos de una muerta -dijo Norman Potting.

Y tal vez también los de un muerto, presentía Grace.

79

Octubre de 2007

Roy Grace fue directamente de la reunión informativa a su despacho y llamó a Cleo para decirle que llegaría más tarde de lo planeado porque tenía que terminar unas cosas aquí, luego ir a casa y preparar una bolsa de viaje.

Había estado en Nueva York en varias ocasiones anteriormente. Había ido un par de veces con Sandy -una para comprar regalos de Navidad y otra por su quinto aniversario de bodas-, pero el resto de las veces había ido por trabajo y siempre disfrutaba visitando la ciudad. Tenía ganas especialmente de ver a los dos amigos policías que tenía allí, Dennis Baker y Pat Lynch.

Los había conocido hacía poco más de seis años cuando, siendo él inspector, había ido a Nueva York por una investigación de asesinato. Fue dos meses antes del 11-S. Dennis y Pat eran entonces agentes de la policía de Nueva York. Trabajaban en la comisaría de Brooklyn y fueron de los primeros en llegar al escenario del 11-S. Dudaba que hubiera dos hombres más capacitados que ellos en todo Nueva York para ayudarle a averiguar la verdad sobre si Ronnie Wilson había fallecido o no ese espantoso día.

Cleo no puso problemas, fue todo dulzura y suavidad, «ven cuando puedas», le dijo. Y tenía un premio muy, muy, muy sexy aguardándole, le aseguró. Como sabía por experiencias pasadas lo buenos que eran sus premios sexys, decidió que merecía la pena la factura del tinte que le costaría la sesión de adiestramiento canino y vómitos del pequeño Humphrey.

Centró su atención primero en sus e-mails. Contestó un par que eran urgentes y decidió dejar el resto para el viaje en avión de mañana por la mañana.

Luego, justo cuando comenzaba con el papeleo, llamaron a la puerta y, sin esperar respuesta, Cassian Pewe entró con cara de disgusto. Se plantó delante de la mesa de Grace; llevaba la chaqueta del traje colgada del hombro, el botón superior de la camisa desabrochado y la corbata cara aflojada.

– Roy, disculpa, perdona que entre así, pero estoy bastante dolido.

Grace levantó un dedo, terminó de leer un memorándum y luego le miró.

– ¿Dolido? Lo siento. ¿Por qué?

– Acabo de oír que vas a mandar al sargento Potting y al agente Nicholl a Melbourne mañana. ¿Es cierto?

– Sí, absolutamente cierto.

Pewe se dio unos golpecitos con el dedo en el pecho.

– ¿Y yo qué? Lo he empezado yo. Tendría que ser uno de los que va, ¿no te parece?

– Lo siento… ¿Qué quiere decir que lo has empezado tú? Creía que lo único que habías hecho era atender una llamada de la Interpol.

– Roy -dijo con un tono de súplica que sugería que Grace era su mejor amigo de toda la vida-, ha sido gracias a mi iniciativa por lo que todo ha avanzado tan deprisa.

Grace asintió, irritado por la actitud del hombre y la interrupción.

– Sí, y te lo agradezco. Pero debes entender que aquí en Sussex trabajamos en equipo, Cassian. Tú estás al frente de los casos sin resolver… Yo llevo una investigación candente. La información que me has proporcionado puede sernos de gran ayuda y he tomado nota de tu rapidez.

«Ahora lárgate de aquí y déjame seguir trabajando», quiso decirle, pero se calló.

– Te lo agradezco. Sólo creo que debería ser uno de los miembros del equipo que va a Australia.

– Eres más útil aquí -dijo Grace-. Es mi decisión.

Pewe lo miró y, en un ataque de despecho repentino, espetó:

– Creo que puedes acabar lamentándolo, Roy.

Luego salió furioso del despacho de Grace.

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Octubre de 2007

El martes por la tarde, a las ocho, Ricky estaba sentado a oscuras en su furgoneta, ocupando de nuevo la misma posición estratégica en la calle perpendicular al piso de la madre de Abby donde había esperado anteriormente. Desde aquí podía vigilar tanto la entrada delantera como la calle que tendría que utilizar si intentaba escabullirse por la salida de incendios de detrás.

El frío comenzaba a calar con fuerza en sus huesos. Sólo quería recuperarlo todo, perder de vista a Abby y largarse de este país de mala muerte, gélido y húmedo e instalarse en un lugar soleado.

Apenas había visto un alma en las tres últimas horas. Eastbourne tenía fama de ser una ciudad de jubilados donde la edad media era muerto o casi muerto. Hoy parecía que todo el mundo estaba muerto. La luz de las farolas invadía las aceras vacías. «Qué desperdicio, joder -pensó-. Alguien debería hablarle a esta gente de la huella de carbono.»

Abby estaba dentro, calentita junto a su madre. Presentía que esta noche iba a quedarse con ella, pero no se atrevía a dejar su puesto e ir a buscar un pub para tomar una copa, o tres, hasta estar segura.

Un par de horas antes había captado la señal del móvil nuevo de Abby cuando llamó al móvil nuevo de su madre para probar el tono y el volumen y para que su teléfono quedara grabado. Ahora, gracias a esa llamada, había podido registrar los números de ambas.

Cuando probaron el aparato, Ricky oyó un televisor de fondo. Parecía que ponían un culebrón, una escena de un hombre y una mujer discutiendo en un coche. Así que la zorra y su madre estaban cómodamente instaladas delante de la tele, en un piso calentito, cargando dos móviles nuevos que habían comprado con el dinero de él.

El Intercept pitó afanosamente. Abby estaba llamando a residencias de ancianos para encontrar algún lugar donde llevar a su madre durante cuatro semanas, hasta que quedara disponible una habitación en el sitio que había elegido.

Estaba interrogándoles sobre los cuidados, los médicos, los horarios de las comidas, los ingredientes de los platos, el ejercicio, sobre si había piscina, sauna, si estaban cerca de una carretera principal o en un lugar tranquilo, con jardines sin barreras arquitectónicas, ¿había baños privados? Su lista era interminable. Minuciosa. Como había aprendido, muy a su pesar, era una zorra minuciosa.

¿Y de quién era el dinero que iba a pagar todo aquello?

Escuchó a Abby mientras concertaba citas para ir a ver tres sitios por la mañana. Supuso que no se llevaría a su madre. Que no habría olvidado que tenía que pasar el cerrajero.

Cuando acabara con ella, no sería una residencia lo que iba a necesitar. Sería un velatorio.

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Octubre de 2007

A las 8.20 de la mañana siguiente, el inspector Stephen Curry, acompañado por el sargento Ian Brown, entró en la pequeña sala de reuniones del bloque de detención situado detrás de Sussex House. En la mano llevaba las notas informativas del día, que consistían en un resumen completo de todos los delitos prioritarios que habían tenido lugar en el distrito durante las últimas veinticuatro horas.

A ellos se unió el sargento Morley y el segundo sargento del primer turno, una agente bajita y fornida llamada Mary Gregson que llevaba el pelo muy corto y salvaje y mostraba un entusiasmo aún más salvaje por su trabajo.

Se pusieron manos a la obra de inmediato. Curry comenzó repasando todos los incidentes más graves: un episodio racista horrible, en el que un estudiante musulmán había recibido una paliza delante de un local de comida para llevar que abría toda la noche en Park Road, Coidean, mientras regresaba a la universidad; un accidente de tráfico mortal entre un motociclista y un peatón en Lewes Road; un atraco con violencia en Broadway en Whitehawk; y un joven que había recibido una paliza en Preston Park en un incidente homófobo.

Los revisó todos exhaustivamente, analizando las áreas que suponían una amenaza, asegurándose, en su jerga, de «no cometer ninguna cagada» que el comisario pudiera echarle en cara en la reunión de las 9.30.

Después pasaron a las denuncias actuales de personas desaparecidas en el distrito y acordaron las líneas de investigación. Mary aportó los detalles sobre una fianza que tenían que cargar hoy y recordó a Curry que tenía una reunión a las once con un abogado de la fiscalía para hablar sobre un sospechoso al que habían detenido acusado de realizar una serie de tirones de bolsos ocurridos durante los turnos anteriores.

Entonces, de repente, el inspector recordó algo más.

– John… Ayer te hablé de una mujer en Kemp Town a la que había que visitar. No lo he visto en la lista… ¿Cómo se llamaba…? Katherine Jennings. ¿Algún seguimiento?

De repente, Morley se ruborizó.

– Vaya, Dios mío, lo siento, jefe. No he hecho nada. Entró el incidente de Gemma Buxton y… Lo siento… Le di prioridad máxima. Lo pondré en la planificación y enviaré a alguien esta misma mañana.

– Bien -dijo Curry, luego volvió a consultar la hora. Mierda. Eran casi las 9.05. Se levantó de un salto-. Nos vemos luego.

– Pásalo bien con el director -dijo Mary con una sonrisa picara.

– Sí, tal vez hoy seas el preferido del profe -dijo Morley.

– ¿Con alguien tan desmemoriado como tú en el equipo? -replicó-. No lo creo.

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Octubre de 2007

Ricky durmió de manera irregular, dando cabezadas después de premiarse con varias pintas de cerveza en un pub abarrotado del paseo marítimo y despertándose sobresaltado cada vez que veía unas luces u oía un vehículo, o pasos, o una puerta que se cerraba. Se sentó en el asiento del copiloto para no parecer un conductor borracho si aparecía algún policía preguntón y sólo salió de la furgoneta un par de veces para orinar en un callejón.

A las seis de la mañana, todavía de noche, condujo en busca de una cafetería para desayunar y regresó a su puesto de observación al cabo de una hora.

¿Cómo demonios se había metido en esta situación?, se preguntaba una y otra vez. ¿Cómo se había dejado engañar por esa zorra? Sí, había jugado con mucha inteligencia, acercándose a él, jugando a la perfección a la putita caliente. Dejándole que le hiciera todo lo que quiso y fingiendo disfrutar. Tal vez hubiera disfrutado de verdad, pero todo el tiempo había estado sonsacándole información sutilmente. Las mujeres eran listas, sabían cómo manipular a los hombres.

Había cometido el maldito error de contárselo, porque quiso presumir. Creyó que la impresionaría.

Pero en lugar de eso, una noche que llevaba una turca de tres pares de narices, ella lo desplumó y se largó. Necesitaba recuperarlo todo desesperadamente. Sus finanzas estaban en números rojos, estaba hasta el cuello de deudas y el negocio no funcionaba. Ésta era su única oportunidad. Le había caído del cielo y ella se la había arrebatado y había huido.

Pero tenía una cosa a su favor: el mundo al que se había fugado era más pequeño de lo que ella pensaba. Cualquier persona a la que recurriera, con lo que poseía, haría preguntas. Muchas preguntas. Sospechaba que Abby ya había comenzado a averiguarlo, razón por la cual aún no se había marchado de aquí. Y ahora sus problemas se habían acentuado con la llegada de él a Brighton.

A las 9.30 un taxi local de Eastbourne paró delante de la puerta del bloque de pisos. El conductor se bajó y llamó al timbre. Un par de minutos después, Abby apareció. Sola.

Bien.

Perfecto.

Se dirigía a la primera de las tres citas que había concertado para esta mañana en las residencias. Y dejaba a mamá sola, con las instrucciones estrictas, sin duda, de no abrir la puerta a nadie excepto al cerrajero.

Observó mientras subía y el taxi arrancaba. No se movió. Sabía lo impredecibles que eran las mujeres y que podía volver perfectamente dentro de cinco minutos a buscar algo que había olvidado. Disponía de mucho tiempo. Abby estaría fuera una hora y media como mínimo, y probablemente tres o más. Sólo debía tener un poquito más de paciencia para asegurarse de que no hubiera moros en la costa.

Luego, no todo iría rápido.

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Octubre de 2007

Glenn Branson llamó al timbre y retrocedió un par de pasos para que la cámara de seguridad pudiera echarle un buen vistazo. La verja de hierro forjado se movió bruscamente un par de veces y luego comenzó a abrirse despacio. El sargento volvió a entrar en el coche, cruzó dos pilares de ladrillo imponentes y siguió hasta el camino de entrada circular, los neumáticos crujiendo sobre la gravilla. Se detuvo detrás de un Mercedes deportivo y un Clase S plateados, aparcados uno junto al otro.

– Está bien este sitio, ¿no te parece? -comentó-. Mercedes a juego para él y para ella y todo eso.

Bella Moy asintió, empezaba a recuperar el color. La manera de conducir de Glenn la aterrorizaba. Le caía bien y no quería ofenderle, pero si hubiera podido coger el autobús para volver al despacho, o caminar descalza sobre carbón caliente, lo habría hecho.

La casa palaciega era en parte de estilo georgiano de imitación y en parte templo griego, con un pórtico de columnas que ocupaba toda la fachada. Ari se moriría por un lugar así, pensó Glenn. Era curioso, porque cuando se casaron no parecía en absoluto que le interesara el dinero. Todo eso cambió más o menos cuando Sammy, que ahora tenía ocho años, empezó a ir al colegio. Sin duda la culpa la tenía conversar con otras madres, ver sus coches elegantes, ir a sus casas ostentosas.

Pero residencias como ésta también le fascinaban a él. A Glenn le parecía que las casas tenían aura. Había muchas otras en esta zona, y en otras partes de la ciudad, igual de grandes y chic, pero daban la impresión de estar habitadas por gente normal y decente. Sólo de vez en cuando se veía un lugar como aquél, que por algún motivo parecía demasiado ostentoso y emitía señales, queriendo o sin querer, de que no había sido adquirido con dinero honrado.

– ¿Te gustaría vivir aquí, Bella? -preguntó.

– Podría acostumbrarme. -La mujer sonrió, luego pareció un poco nostálgica.

Él la miró de reojo. Era una mujer mona, de rostro alegre debajo de la cabellera castaña y no llevaba anillo en el dedo anular. Siempre vestía con poca gracia, como si no le interesara sacarse el mejor partido, y él se moría por hacerle un cambio de imagen. Hoy llevaba una blusa blanca debajo de un sencillo jersey de pico azul marino, pantalones de lana negros, zapatos negros y robustos y un abrigo corto verde de lana gruesa.

Nunca hablaba de su vida privada y Glenn se preguntaba a menudo quién la esperaba cuando llegaba a casa. ¿Un hombre, una mujer, compañeros de piso? Uno de sus colegas había dicho en una ocasión que Bella cuidaba de su madre anciana, pero ella nunca había mencionado nada al respecto.

– No recuerdo dónde vives -le dijo mientras bajaban del coche. Una ráfaga de viento levantó los faldones de su abrigo beige.

– En Hangleton -contestó ella.

– Eso.

Encajaba, en cierto modo. Hangleton era un barrio residencial, plácido y agradable, situado al este de la ciudad, dividido por una autopista y un campo de golf. Tenía muchas casitas y bungalows y jardines bien cuidados. Era exactamente la clase de zona tranquila y segura en la que podría vivir una mujer con su madre anciana. De repente, vio en su mente la imagen de una Bella triste en casa, cuidando de una señora enferma y frágil, masticando Maltesers como sustitutivo de cualquier otro tipo de vida. Como una mascota encerrada y compungida.

Volvió a llamar al timbre y los recibió una criada filipina que los condujo por un invernadero de cítricos de techo alto, con vistas a terrazas de céspedes, una piscina infinita y una cancha de tenis.

Les señaló unos sillones dispuestos en torno a una mesita de café de mármol y les ofreció bebidas. Entonces entraron Stephen y Sue Klinger.

Stephen era un hombre alto, delgado y de aspecto bastante frío y unos cuarenta y muchos años. Tenía el pelo ondulado y canoso peinado severamente hacia atrás y las mejillas cubiertas de venas violetas. Llevaba un traje de raya diplomática y mocasines caros y miró su reloj justo después de estrechar la mano a Branson.

– Me temo que debo irme dentro de diez minutos -dijo con voz dura y anodina, muy distinta a la del Stephen Klinger al que habían interrogado ayer en su despacho después de un almuerzo muy pesado, evidentemente.

– Ningún problema, señor, sólo tenemos algunas preguntas rápidas más para usted y algunas para la señora Klinger. Les agradecemos que nos hayan hecho un hueco para vernos otra vez.

Volvió a lanzar una mirada de admiración a Sue Klinger y ella sonrió con picardía, como si se diera cuenta. Era una mujer muy guapa: cuarenta y pocos años, un forma estupenda, vestida con un chándal de diseño marrón de algodón cepillado y deportivas que parecían recién salidas de la caja. Y tenía una mirada muy seductora, con la que coincidió dos veces muy seguidas y luego hizo todo lo posible por evitar, abriendo su libreta, decidiendo centrarse en los ojos de Stephen Klinger, que serían más fáciles de interpretar.

La criada entró con café y agua.

– ¿Puedo recapitular, señor? ¿Cuánto tiempo hacía que eran amigos usted y Ronnie Wilson? -preguntó Branson.

Los ojos de Klinger se movieron hacia la izquierda, un poquito.

– Vamos… Íbamos… Desde los dieciocho o diecinueve años -contestó-. Unos veintisiete… No, treinta años, Aproximadamente.

Para verificarlo otra vez, Glenn dijo:

– Ayer nos dijo que su relación con su primera mujer, Joanna, fue difícil, pero que con Lorraine le fue mejor.

De nuevo, los ojos de Klinger se movieron un poquito a la izquierda antes de hablar.

Se trataba de un experimento neurolingüístico que Glenn conocía gracias a Roy Grace y que a veces le resultaba de gran ayuda cuando evaluaba si alguien decía la verdad en un interrogatorio. El cerebro humano estaba dividido en dos hemisferios, el izquierdo y el derecho. Uno almacenaba la memoria a largo plazo, mientras que en el otro tenían lugar los procesos creativos. Cuando se formulaba una pregunta, la gente siempre movía los ojos hacia el hemisferio que estaba utilizando. En algunas personas, la memoria se almacenaba en el hemisferio derecho y en otras, en el izquierdo; el hemisferio creativo sería el opuesto.

Así que ahora sabía que cuando los ojos de Stephen Klinger se movieran hacia la izquierda en respuesta a una pregunta, se moverían al lado de la memoria, lo que significaba que probablemente estaría diciendo la verdad. Por lo tanto, si sus ojos se movían hacia la derecha, significaba que probablemente estaría mintiendo. No era una técnica infalible, pero podía ser un buen indicador.

Inclinándose hacia delante, mientras la criada le servía una taza con su platito y una jarrita de leche de porcelana, Branson dijo:

– En su opinión, señor, ¿cree que Ronnie Wilson habría sido capaz de matar a sus esposas?

La mirada de sorpresa de Klinger fue auténtica. Igual que la reacción tardía de su mujer. Mientras contestaba, los ojos de Stephen permanecieron fijos.

– No, Ronnie no. Tenía temperamento, pero… -Se encogió de hombros, negando con la cabeza.

– Tenía buen corazón -añadió Sue-. Le gustaba cuidar de sus amigos. No lo creo… No, rotundamente, no lo creo.

– Tenemos una información que nos gustaría compartir con ustedes, en confianza, por el momento, aunque emitiremos un comunicado de prensa dentro de unos días.

Branson miró a Bella, como ofreciéndole la oportunidad de hablar, pero ella le hizo un gesto para indicarle que estaba encantada de dejarle continuar.

Glenn se sirvió un poco de leche en el café y dijo:

– Parece que Joanna Wilson nunca llegó a Estados Unidos. El viernes encontramos su cadáver en un desagüe en el centro de Brighton. Llevaba allí bastante tiempo y parece que la estrangularon.

Ahora los dos parecían verdaderamente estupefactos.

– ¡Mierda! -dijo Sue.

– ¿Es la que salió en el Argus el lunes? -preguntó Stephen.

Bella asintió.

– ¿Están diciendo que… que Ronnie tuvo algo que ver? -preguntó.

– Si me permite continuar un momento, señor -insistió Branson-, ayer supimos que también se ha hallado el cuerpo de Lorraine Wilson.

Sue Klinger se quedó blanca.

– ¿En el Canal?

– No, en un río a las afueras de Melbourne, en Australia.

Los dos Klinger se quedaron mirándolo en silencio, anonadados. En algún lugar de la casa, un teléfono empezó a sonar. Nadie se movió para contestar. Glenn bebió café.

– ¿En Melbourne? -dijo al final Sue Klinger-. ¿En Australia?

– ¿Cómo diablos fue a parar del Canal de la Mancha a Australia? -preguntó Stephen, totalmente desconcertado.

El teléfono dejó de sonar.

– La autopsia ha demostrado que sólo llevaba dos años muerta, señor. Así que parece ser que no se suicidó lanzándose al Canal en 2002.

– ¿Entonces lo que hizo fue tirarse a un río en Australia? -dijo Stephen.

– Creo que no -contestó Glenn-. Tenía el cuello roto y la encontraron dentro del maletero de un coche. -No reveló el resto de la información que tenía.

Los Klinger estaban sentados muy quietos, asimilando la impresión que les había causado lo que acababan de escuchar. Al final, Stephen rompió el silencio.

– ¿Quién lo hizo? ¿Por qué? ¿Están diciendo que a Joanna y Lorraine las mató la misma persona?

– Por ahora no lo sabemos. Pero existen ciertas similitudes en la forma como fueron asesinadas las dos.

– ¿Quién…? ¿Quién mataría a Joanna… y luego a Lorraine? -preguntó Sue. Comenzó a dar vueltas y vueltas a una pulsera de oro que llevaba en la muñeca, nerviosa.

– ¿Estaban ustedes al corriente de que Joanna Wilson heredó una casa de su madre, que vendió poco antes de morir?

– preguntó Glenn-. Se embolsó una cantidad de ciento setenta y cinco mil libras aproximadamente. Ahora estamos intentando averiguar qué pasó con ese dinero.

– Seguramente sirvió para pagar las deudas de Ronnie en cuanto se lo ingresaron en la cuenta -dijo Stephen-. El muy cabrón me caía bien, pero no era muy inteligente con el dinero, ya me entiende. Siempre andaba en tejemanejes, pero nunca conseguía que nada le saliera del todo bien. Quería ser un pez gordo y sus capacidades no daban para tanto.

– Eres un poco duro, Steve -comentó Sue, que giró la cabeza para mirar a su marido-. Ronnie tenía buenas ideas. -Miró a los dos policías y se dio unos golpecitos en la cabeza-. Tenía imaginación. Una vez inventó un instrumento para extraer el aire de las botellas de vino abiertas. Estaba en trámites para patentarlo cuando ese… ¿cómo se llama? Salió el Vacu-Vin y arrasó en el mercado.

– Sí, pero el Vacu-Vin era de plástico -dijo Stephen-. Ronnie hizo el suyo de latón, el muy estúpido. Cualquiera podría haberle dicho que los metales reaccionan con el vino.

– Tú mismo dijiste entonces que era una idea inteligente, ¿no?

– Sí, pero no habría invertido en ningún negocio que dirigiera Ronnie. Lo hice dos veces y las dos veces se fue a pique. -Se encogió de hombros-. Para que un negocio funcione hace falta más que una buena idea. -Miró su reloj y pareció un poco nervioso.

– Señor y señora Klinger -dijo Bella-, ¿sabían ustedes que Lorraine había recibido una cantidad de dinero importante unos meses antes de que, al parecer, decidiera acabar con su vida?

Sue negó enérgicamente con la cabeza.

– Imposible. Yo habría sido la primera en saberlo. Ronnie la dejó en un lío terrible, a la pobre. Tuvo que volver a trabajar en Gatwick. No le concedían ningún crédito por todos los juicios que había contra Ronnie, ni siquiera pudo reunir dinero suficiente para comprarse un coche. Una vez incluso le dejé algunos cientos de libras para que pudiera apañárselas.

– Bueno, tal vez esto les pille por sorpresa a ambos -dijo Glenn-, pero Ronnie Wilson había contratado un seguro de vida con Norwich Union que pagó algo más de un millón y medio de libras a Lorraine Wilson en marzo de 2002.

Su sorpresa era palpable. Luego Branson la acentuó.

– Además, en julio de 2002, la señora Wilson recibió un pago de casi dos millones y medio de dólares del fondo de compensación del 11-S. Alrededor de un millón setecientas cincuenta mil libras al cambio en aquel entonces.

Hubo un silencio largo.

– No me lo creo. No me lo creo, lo siento… -Sue negó con la cabeza-. Sé que cuando desapareció los policías que vinieron a hablar con nosotros no parecían del todo convencidos de que se hubiera suicidado saltando del barco. No nos dijeron por qué. Tal vez supieran algo que nosotros no sabíamos. Pero Stephen y yo, y todos sus amigos, estábamos convencidos de que había muerto y nadie ha vuelto a saber nada de ella.

– Si lo que dicen es verdad, eso… -Stephen Klinger calló a media frase.

– Lo retiró todo en metálico, en distintas cantidades, entre el momento en que recibió el dinero y su desaparición en noviembre de 2002 -dijo Bella.

– ¿En metálico? -repitió Stephen Klinger.

– ¿Saben ustedes si los Wilson, o Ronnie más probablemente, estaban siendo chantajeados por alguien? -preguntó Glenn.

– Lorraine y yo estábamos muy unidas -dijo Sue-. Creo que me lo habría dicho, ya sabe, que habría confiado en mí.

«¡Como confió en usted para contarle lo de los tres millones doscientas cincuenta mil libras!», pensó Glenn.

De repente, Stephen Klinger levantó un dedo.

– Hay una cosa… Es posible que Ronnie le hubiera enseñado. Le gustaba comerciar con sellos.

– ¿Sellos? -dijo Glenn-. ¿Sellos de correos, quiere decir?

Stephen asintió.

– De los caros. Siempre los cambiaba por dinero. Creía que de esta forma a Hacienda le costaría más trabajo controlarle.

– Más de tres millones de libras serían muchísimos sellos -dijo Bella.

Stephen negó con la cabeza.

– No necesariamente. Recuerdo que un día en un pub Ronnie abrió su cartera y me enseñó un sello, protegido con papel de seda, por el que había pagado cincuenta mil libras. Creía que tenía un comprador dispuesto a pagarle sesenta mil por él. Pero conociendo su mala suerte, seguramente acabó sacando cuarenta mil.

– ¿Tiene idea de dónde comerciaba el señor Wilson con sus sellos?

– Hay algunos comerciantes locales con los me dijo que trabajaba para cosas pequeñas. Sé que a veces iba a un lugar llamado Hawkes en Queen's Road. Y a uno o dos sitios en Londres, y también en Nueva York. Ah, sí, y solía hablar de un comerciante importante que trabaja desde casa… No recuerdo su nombre, sólo que estaba en la esquina de Dyke Road. Alguien de Hawkes podrá decirle cómo se llama.

Glenn apuntó la información.

– Lo que sí me comentó es que se trataba de un mundo muy pequeño en las altas esferas del negocio. Si un comerciante conseguía una gran venta, el resto se enteraban. Así que si Lorraine se gastó todo ese dinero en sellos, alguien se acordará.

– Y si los vendió, supongo que también habrá alguien que se acuerde -dijo Bella.

84

Octubre de 2007

Era el primer día de patrulla de Duncan Troutt como policía hecho y derecho. Se sentía bastante orgulloso, con confianza y, en realidad, un poco nervioso por si la fastidiaba.

Con su metro setenta y cinco de estatura y menos de 65 kilos de peso, tenía una complexión delgada, pero sabía cuidar de sí mismo. Fan de las artes marciales desde hacía años, había obtenido un montón de certificados en kickboxing, taekwondo y kung-fu.

Su novia, Sonia, le había regalado un póster enmarcado que decía: Aunque ande por valles tenebrosos, no temeré mal alguno, porque soy el hijo de puta más mezquino del valle.

Ahora mismo, a las diez de la mañana, el hijo de puta más mezquino del valle se encontraba en el cruce de Marine Parade con Arundel Road, en el extremo este de Brighton y Hove. No era exactamente un valle, ni siquiera una pequeña hondonada, en realidad. En estos momentos, las calles estaban tranquilas. Dentro de una hora más o menos, comenzarían a aparecer los drogadictos. Una estadística que a la oficina de turismo de la ciudad no le gustaba anunciar era que Brighton tenía el mayor número de consumidores de drogas inyectables -y de muertes por sobredosis- per cápita del Reino Unido. Habían advertido a Troutt que una cantidad desproporcionadamente alta de yonquis parecía habitar en su turno.

La radio crujió y oyó su señal de llamada. Contestó con emoción y oyó la voz del sargento Morley

– ¿Todo bien, Duncan?

– Sí, jefe. De momento todo bien, jefe.

La zona que debía patrullar Troutt abarcaba del paseo marítimo de Kemp Town hasta la urbanización de viviendas subvencionadas de Whitehawk, donde residían, históricamente, algunas de las familias más peligrosas y violentas de la ciudad, además de mucha gente honrada. El laberinto de calles dispuestas en terrazas que había en medio contenía el mundo marginal de pensiones y hoteles baratos, una comunidad residencial urbana próspera, incluida una de las mayores comunidades gays del Reino Unido, y decenas de restaurantes, pubs y tiendas independientes más pequeñas. También era el hogar de varias escuelas, además del hospital de la ciudad.

– Necesito que pases a ver a una persona que nos preocupa. Nos han informado de una mujer que presenta un estado de angustia. -Entonces le explicó resumidamente las circunstancias.

Troutt sacó su libreta nueva y anotó el nombre, Katherine Jennings, y su dirección.

– Es una orden del inspector y creo que viene de alguien de la cúpula, ya me entiendes.

– Por supuesto, jefe. Estoy muy cerca… Ahora mismo voy.

Con una urgencia nueva en su zancada, caminó por la borrascosa Marine Parade y giró a la izquierda alejándose del paseo marítimo.

La dirección correspondía a un bloque de pisos de ocho plantas y había un camión de una constructora aparcado en doble fila en la calle, así como una furgoneta de una empresa de ascensores. Pasó por delante de un Ford Focus que tenía una multa de aparcamiento en el parabrisas, cruzó y subió hasta la puerta, donde se apartó a un lado para dejar pasar a dos hombres que entraban una placa de yeso grande. Luego miró el panel de timbres. En el número veintinueve no figuraba ningún nombre. El agente llamó. No obtuvo respuesta.

Al final del panel estaba el timbre de la conserjería, pero como la puerta estaba sujeta con una cuña para que no se cerrara decidió entrar. Había un cartel de No funciona pegado en la puerta del ascensor, así que fue por las escaleras y subió con cuidado pisando los plásticos, un poco molesto porque los zapatos que había limpiado cuidadosamente anoche estaban llenándose de polvo. Oyó martillazos y golpes y el sonido de un taladro justo encima de él y en el quinto piso tuvo que superar una pista de obstáculos hecha con materiales de construcción.

Siguió subiendo y llegó a la octava planta. La puerta del piso de Katherine Jennings quedaba justo delante de él. Al ver las tres cerraduras, junto con la mirilla, le entró curiosidad. Dos no era nada extraño, como había aprendido al visitar casas que habían sufrido varios robos en las zonas más conflictivas de Brighton, pero tres era excesivo. Las miró con más detenimiento y observó que todas parecían sólidas.

«A usted le preocupa algo, señora», pensó para sí mientras llamaba al timbre.

No hubo respuesta. Lo intentó un par de veces más, esperando pacientemente, luego decidió ir a hablar con el conserje.

Cuando llegó al pequeño vestíbulo de abajo, vio que estaban entrando dos hombres. Uno tenía unos treinta años, porte agradable, y llevaba un mono con las palabras Mantenimiento Stanwell grabadas en el bolsillo del pecho y un cinturón de herramientas. El otro era un hombre de aspecto díscolo de unos sesenta años, con un peto sobre una sudadera mugrienta. Sujetaba un móvil antiguo y tenía una uña negra.

El trabajador ofreció a Troutt una sonrisa de desconcierto.

– Vaya, ¡qué rápido han venido!

El hombre mayor levantó el teléfono.

– Acabo de llamar hace, ¿qué?, ¡menos de un minuto! -Su acento gutural hizo que la frase sonara como una queja.

– ¿A mí?

– ¡Por el ascensor!

– Lo siento -dijo Troutt-. ¿Quién es usted?

– El conserje.

– Me temo que he venido por otro asunto -dijo Troutt-. Pero estaré encantado de intentar ayudarle si me cuenta el problema.

– Es muy sencillo -dijo el técnico joven-. Alguien ha manipulado el mecanismo del ascensor. Lo han estropeado. Saboteado. Y la alarma y el teléfono del ascensor… Los cables están cortados.

Ahora Troutt le prestó toda su atención. El agente sacó su libreta.

– ¿Podría darme más detalles?

– Puedo enseñárselo, maldita sea. ¿Cómo anda de conocimientos técnicos?

Troutt se encogió de hombros.

– Póngame a prueba.

– Tengo que llevarle a la sala de máquinas para enseñárselo.

– De acuerdo. Pero primero tengo que hablar con este caballero un momento.

El técnico asintió.

– Voy a mover la furgoneta. Los guardias de aquí son como la Gestapo.

Mientras se alejaba, Troutt se dirigió al conserje.

– Tiene una inquilina en el piso 82, Katherine Jennings.

– Es nueva. Sólo lleva unas semanas. Contrato corto.

– ¿Puede contarme algo sobre ella?

– No hablo mucho con ella, menos domingo, cuando se quedó encerrada en ascensor. Tiene mucho dinero, lo sé por alquiler.

– ¿Quién cree que destrozó el ascensor? ¿Unos gamberros? ¿O tiene algo que ver con ella?

El conserje se encogió de hombros.

– Creo que ése no quiere reconocer que hay problema mecánico. ¿Quizá protege a él o empresa?

Troutt asintió, pero no entró en ese juego. Se formaría su propia opinión al respecto después de visitar la sala de máquinas con el técnico.

– Entonces, ¿no sabe cómo se gana la vida?

El conserje negó con la cabeza.

– ¿Está casada? ¿Tiene hijos?

– Vive sola.

– ¿Tiene idea de sus movimientos?

– Yo estoy otro lado de edificio, no veo a inquilinos de esta ala si no tienen problemas. ¿Tiene problemas con policía?

– No, no es nada de eso. -Sonrió al hombre para tranquilizarlo-. Debería presentarme, soy el agente Troutt. Soy uno de los policías de barrio. -Sacó una tarjeta.

El conserje la cogió y la miró con recelo, como si fuera de un vendedor de ventanas dobles.

– Espero que venga por aquí viernes y sábados noche, tarde. Viernes pasado noche unos cabrones incendiaron cubo de basura -refunfuñó.

– Sí, bueno, justamente de eso trata esta iniciativa -dijo el joven agente con seriedad. -Creeré cuando veo.

85

Octubre de 2007

– Eh, viejo, ¿ya has despegado?

Grace, en calcetines en la terminal sur del aeropuerto de Gatwick, vio aparecer sus zapatos en la cinta al otro lado del escáner. Con el móvil pegado a la oreja, contestó:

– De momento, sólo mis malditos zapatos. Me cabrea, todo esto -explicó-. Cada vez que vuelas tienes que quitarte más ropa, joder. ¡Sólo porque un lunático intentó prender fuego a sus cordones hará como cinco años! Y tengo que facturar la bolsa, porque es demasiado grande según la nueva normativa, lo que significa que voy a tener que esperar a que salga. ¡Vaya pérdida de tiempo!

– O sea que has tenido mala noche, ¿no?

Grace sonrió al recordar la noche tan dulce que había pasado con Cleo.

– En realidad, no. Ha sido mucho mejor que la noche anterior. No he tenido que aguantar la mierda de un tipejo triste contándome sus penas.

– ¿Y el perro no volvió a vomitarte encima? -contestó el sargento, haciendo caso omiso a la indirecta.

Grace, que se había puesto traje porque quería tener un aspecto formal cuando llegara a Nueva York, se esforzó por atarse el zapato derecho mientras sujetaba el teléfono pegado a la oreja. Dejó de intentarlo de pie y se sentó.

– No, sólo dejó una caca en el suelo.

– ¿Estás bien, tío? Tu voz suena apagada.

– Estoy bien, intento ponerme los zapatos. ¿Llamas por algo importante o sólo es una charla para socializar?

– ¿Qué sabes sobre sellos? -preguntó Branson.

– ¿De primera o segunda clase?

– Muy gracioso.

– Sé un poquito sobre los British Colonials -dijo Grace- Mi padre los coleccionaba, sobres de primer día. Solía comprarme cuando era pequeño. No valían nada. Mi madre me pidió que llevara toda la colección a una tienda filatélica cuando murió, no me dieron ni dos duros por ellos. Si estás pensando en tener un hobby, prueba a coleccionar mariposas… O ¿qué me dices de observar trenes?

– ¡Sí, sí! ¿Has terminado?

Grace gruñó.

– Escucha, Bella y yo acabamos de estar con los Klinger, ¿vale? Ese dinero, todas esas transacciones que hizo Lorraine Wilson, los tres millones y pico de libras, ¿sabes? Creo que es posible que comprara sellos.

– ¿En serio?

De repente, Grace dejó de atarse el zapato y se concentró. Pensaba en la conversación que había mantenido con Terry Biglow el martes.

– Sí. Stephen Klinger me ha dicho que es un mundillo pequeño, el comercio de sellos caros. Que todo el mundo se conoce y eso.

– ¿Te ha dado una lista de comerciantes de la ciudad?

– Algunos nombres, sí.

– Escucha, Glenn: cuando das con un grupo muy reducido, la gente intenta cerrar filas, para protegerse tanto a sí misma como a cualquier persona sobre la que den información. Así que ve y destrózales, ¿entendido?

– Ajá.

– Di que se trata de una investigación de asesinato, y que si retienen cualquier información podríamos acabar acusándoles de encubrimiento. Déjaselo bien claro.

– Sí, jefe. Que tengas un vuelo agradable. Saluda a la Gran Manzana de mi parte. Diviértete.

– Te mandaré una postal.

– No olvides el sello.

86

Octubre de 2007

Bella llamó por radio a uno de los miembros de la Operación Dingo al centro de investigaciones y le pidió que recopilara una lista completa de todas las tiendas de sellos del área de Brighton y Hove. Luego, con Glenn al volante otra vez, se dirigieron a Queens Road a ver al comerciante que había mencionado Stephen Klinger.

Justo pasada la estación, Hawkes parecía uno de esos lugares que llevaban toda la vida allí. Tenía ese tipo de escaparates que no cambiaban nunca, sino al que iba añadiéndose algo de vez en cuando. Estaba lleno de cajas con colecciones de monedas, medallas, sobres de primer día en sobres de plástico y postales antiguas.

Corrieron dentro, para protegerse de la llovizna que arreciaba, y vieron a dos mujeres de unos treinta años que podrían ser hermanas, las dos de pelo claro y guapas, muy lejos de la imagen que Branson tenía en mente de un comerciante de sellos. Había imaginado que la filatelia era un territorio de hombres bastante raritos.

Las mujeres estaban sumidas en una conversación y no prestaron atención a los policías, como si estuvieran acostumbradas a los curiosos que les hacían perder el tiempo. Glenn y Bella recorrieron la tienda, esperando educadamente a que terminaran. Dentro, el local aún estaba más abarrotado. Gran parte del suelo estaba ocupado por mesas de caballetes en las que había cajas de cartón llenas de postales antiguas picantes y viejas escenas de Brighton.

Las mujeres dejaron de hablar de repente y se volvieron para mirarles. Branson sacó su placa.

– Soy el sargento Branson del Departamento de Investigación Criminal de Sussex y ella es mi compañera, la sargento Moy. Nos gustaría hablar un momento con el propietario. ¿Es una de ustedes?

– Sí -dijo la que parecía mayor, con voz agradable, pero ligeramente reservada-. Soy Jacqueline Hawkes. ¿De qué se trata?

– ¿Le dicen algo los nombres de Ronnie y Lorraine Wilson?

Pareció sorprendida y lanzó una mirada a la otra mujer.

– ¿Ronnie Wilson? Mamá solía comerciar con él hace unos años. Le recuerdo bien. Entraba y salía a menudo, para regatear. Murió, ¿verdad? En el 11-S, creo recordar.

– Sí -dijo Bella, que no quería revelar más información.

– ¿Era un comerciante importante? ¿De alto nivel? -preguntó Branson-. Ya sabe, de sellos muy raros.

Ella negó con la cabeza.

– Con nosotros no. Nosotros no comerciamos demasiado en el mercado de sellos caros, no disponemos de ese tipo de material. En realidad, sólo somos una tienda normal.

– ¿Hasta qué valores comercian?

– Cosas pequeñas, en su mayoría. No manejamos sellos con un valor superior a unos cientos de libras. A menos que venga alguien con una ganga evidente, entonces tal vez subamos un poco.

– ¿Alguna vez vino Lorraine Wilson? -preguntó.

Jacqueline se quedó pensando un momento, luego asintió.

– Sí, sí que vino, no recuerdo exactamente cuándo. No mucho después de que él muriera, creo que sería. Tenía algunos sellos de su marido que quería vender. Se los compramos, no fue una gran cantidad, sólo unos cientos de libras; hablo de memoria.

– ¿Alguna vez le habló de comerciar con cantidades mucho mayores? ¿Gastar una suma importante de dinero?

– ¿De qué suma importante de dinero estamos hablando?

– Cientos de miles.

Ella negó con la cabeza.

– Nunca.

– Si alguien viniera a verla para que le comprara algo, varios cientos de miles de libras en sellos, digamos, ¿qué haría usted?

– Le dirigiría a una casa de subastas de Londres o a un comerciante especializado ¡y esperaría que fuera lo bastante decente como para darme una pequeña comisión!

– ¿A quién le enviaría en esta zona?

Ella se encogió de hombros.

– Sólo hay una persona en Brighton que comercie a ese nivel. Se llama Hugo Hegarty. Ya debe de tener sus añitos, pero sé que todavía comercia.

– ¿Tiene su dirección?

– Sí. Se la buscaré.

Dyke Road, que describía una curva perfecta hasta Dyke Road Avenue, se extendía como una espina dorsal desde cerca del centro de la ciudad hasta donde empezaban los Downs, y servía de frontera entre Brighton y Hove. Aparte de un par de secciones en las que estaba flanqueada de tiendas, oficinas y restaurantes, la mayor parte de la calle era residencial, con casas que se volvían progresivamente más chic a medida que se alejaban del centro de la ciudad.

Para alivio de Bella, el tráfico era denso, lo que obligó a Glenn a conducir a paso de tortuga. Leyendo los números de las casas, dijo:

– Ya estamos, a la izquierda.

Había un camino de entrada que parecía un símbolo de estatus casi obligatorio en este barrio. Pero, a diferencia de la residencia de los Klinger, no había verja eléctrica, sólo una de madera que no parecía haberse cerrado en años. La entrada estaba atestada de coches, así que Branson aparcó fuera, subiendo dos ruedas a la acera, consciente de que obstruía el carril bici pero incapaz de hacer mucho más.

Entraron en la finca, rozando un BMW descapotable antiguo, un Saab más viejo incluso, un Aston Martin DB7 gris y mugriento y dos Volkswagen Golf. Se preguntó si Hegarty también comerciaba con coches además de sellos.

Se resguardaron en el porche y llamaron al timbre. Cuando se abrió la imponente puerta de roble, Glenn Branson reaccionó con retraso. El hombre que les atendió era clavado a uno de sus actores preferidos de todos los tiempos, Richard Harris.

Se quedó tan pasmado que por un momento no le salieron las palabras mientras buscaba su placa.

El hombre tenía uno de esos rostros curtidos a los que Glenn le costaba poner edad. Podía estar entre los sesenta y cinco y los setenta y muchos. Su pelo, más cerca del blanco que del gris, era largo y lo llevaba bastante despeinado, y vestía un jersey de criquet encima de una camisa de sport y pantalones de chándal.

– Somos el sargento Branson y la sargento Moy del Departamento de Investigación Criminal de Sussex -dijo Glenn-. Nos gustaría hablar con el señor Hegarty ¿Es usted?

– Depende de a qué señor Hegarty estén buscando -dijo el hombre con una sonrisa claramente evasiva-. ¿A uno de mis hijos o a mí?

– Al señor Hugo Hegarty -dijo Bella.

– Soy yo. -Miró su reloj-. Dentro de veinte minutos tengo que ir a jugar al tenis.

– Sólo serán unos minutos, señor -dijo ella-. Queremos hablar con usted sobre alguien con quien creemos que comerciaba hace unos años, Ronnie Wilson.

Hegarty entrecerró los ojos y de repente pareció muy preocupado.

– Ronnie. ¡Dios bendito! ¿Saben que murió?

Hugo Hegarty dudó antes de retroceder unos pasos y decir, en un tono un poco más afable:

– ¿Quieren pasar? Hace un día horrible.

Entraron en un pasillo largo, de paredes de roble y con óleos espléndidos colgados. Luego siguieron a Hegarty hasta un estudio con paneles parecidos y un sofá capitoné de piel color carmesí y un sillón reclinable a juego. Las ventanas de cristales emplomados tenían vistas a una piscina, un césped amplio ribeteado con arbustos otoñales y parterres pelados, y el tejado de la casa del vecino aparecía detrás de la valla de tablones de madera. Justo en el piso de arriba se oía el rugido de un aspirador.

Era una habitación ordenada. Había estanterías cargadas con lo que parecían trofeos de golf y muchas fotografías encima del escritorio. Una era de una mujer guapa de pelo plateado, seguramente la mujer de Hegarty, y otras de dos chicos y dos chicas adolescentes y un bebé. Junto al cartapacio de la mesa descansaba una lupa enorme.

Hegarty les señaló el sofá y se sentó en la punta del sillón.

– Pobre Ronnie. Un asunto horrible, lo que pasó. Qué mala suerte estar allí ese día. -Soltó una risa nerviosa-. Bueno, ¿en qué puedo ayudarles?

Branson se fijó que en las estanterías había una hilera de catálogos de sellos Stanley Gibbons gruesos y pesados y una docena o más de otros catálogos.

– Es por una investigación que estamos llevando a cabo que tiene ciertas conexiones con el señor Wilson -contestó-. Nos han dicho que usted comercia con sellos valiosos. ¿Es correcto, señor?

Hegarty asintió, luego arrugó la cara como quitándole importancia al tema.

– Quizá ya no lo sean tanto. El mercado está muy difícil. Ahora me dedico más a los inmuebles, los valores y las acciones que a los sellos. Pero todavía manejo algunos, me gusta estar al día.

Tenía un tic en el ojo y a Branson le gustó. Richard Harris también, formaba parte de la gran magia que desprendía el actor.

– ¿Diría usted que sus negocios con el señor Wilson fueron importantes?

Hegarty se encogió de hombros.

– Bastante, pero intermitentes a lo largo de los años. No era nada fácil negociar con Ronnie, usted ya me entiende.

– ¿En qué sentido?

– Bueno, ya sabe, la procedencia de algún material era dudosa, hablando en plata. Siempre he procurado proteger mi reputación, usted ya me entiende.

Branson tomó nota.

– ¿Quiere decir que le daba la sensación de que algunos de sus tratos no eran honrados?

– Algunas de las cosas que me ofrecía no las habría comprado ni regaladas. A veces me preguntaba de dónde sacaba los sellos que me traía y si realmente había pagado lo que decía por ellos. -Se encogió de hombros-. Pero conocía bastante bien el negocio y a veces también le vendí buen material. Siempre pagaba en metálico y en el acto. Pero… -Su voz se apagó y sacudió la cabeza con desaprobación-. Para serle sincero, debo decir que no era mi cliente preferido. Yo intento cuidar a la gente con la que hago negocios. Siempre digo lo mismo: puedes comerciar con alguien un millón de veces, pero sólo puedes joderle una vez.

Glenn sonrió, pero no dijo nada más.

Bella intentó que la conversación avanzara.

– Señor Hegarty, ¿alguna vez la señora Wilson, la señora Lorraine Wilson, contactó con usted después de que Ronnie muriera?

Hegarty dudó un segundo, y sus ojos se movieron con cautela de un policía al otro, como si de repente el riesgo de hablar fuera mayor.

– Sí -contestó con decisión.

– ¿Puede contarnos por qué se puso en contacto con usted?

– Bueno, supongo que ahora ya no importa, también murió hace tiempo. Pero me hizo prometer que no diría nada, ¿sabe?

Recordando las instrucciones que le había dado Grace, Branson le explicó la situación al hombre con la máxima discreción.

– Estamos investigando un asesinato, señor Hegarty. Necesitamos tener toda la información que pueda facilitarnos.

Hegarty pareció horrorizado.

– ¿Un asesinato? No tenía ni idea. Vaya por Dios. ¿Quién…? ¿Quién es la víctima?

– Me temo que de momento no puedo revelárselo.

– No, claro, por supuesto -dijo Hegarty. Se había quedado blanco-. A ver, déjenme queme organice.-Se quedó un momento pensando-. La cuestión es que vino a verme, supongo que sería hacia febrero o marzo de 2002, o tal vez abril, puedo consultarlo en mis archivos. Me dijo que su marido había dejado muchísimas deudas al morir y que le habían quitado todo el dinero que tenía y embargado la casa. Me pareció un poco cruel, francamente, perseguir de esa forma a una viuda. -Los miró como buscando apoyo, pero no obtuvo ninguna reacción-. Me dijo que acababa de descubrir que cobraría un dinero del seguro de vida y le asustaba que sus acreedores también se quedaran con él. Al parecer, figuraba como cofirmante en varias garantías personales. Así que quería convertirlo en sellos, porque pensó que serían más fáciles de esconder, y tenía razón. Creo que lo sabía por su marido.

– ¿De cuánto dinero estamos hablando? -preguntó Bella.

– Bueno, la primera partida fue de un millón y medio de libras, más o menos. Y luego recibió la misma cantidad, o un poco más incluso, unos meses después, del fondo de compensación del 11-S, según me explicó.

Branson se alegró de que las cantidades coincidieran con su información. Sugería que Hegarty decía la verdad.

– ¿Y le pidió que lo convirtiera todo en sellos? -le preguntó.

– Suena más fácil de lo que fue -dijo-. Ese tipo de gasto llama la atención, ¿saben? Así que le serví de pantalla para realizar las compras. Repartí el dinero por el mundo de los sellos, dije que estaba comprando para un coleccionista anónimo. No es inusual. De unos años para acá los chinos se han vuelto locos por los sellos de calidad; lo único malo es que algunos comerciantes les cuelan basura. -Levantó un dedo aleccionador-. Incluso algunos de los comerciantes más respetados.

– ¿Podría proporcionarnos una lista de todos los sellos que le vendió a la señora Wilson? -preguntó Bella.

– Empezaría después del partido de tenis. Podría tenerlo esta tarde sobre la hora del té. ¿Les parece bien?

– Perfecto -dijo Branson.

– Y lo que nos sería sumamente útil -añadió Bella- es que pudiera darnos una lista de todas las personas que dispusieran del dinero para comprarlos más adelante, cuando la señora Wilson necesitara dinero en efectivo.

– Puedo darles los nombres de los comerciantes -dijo-. Y de algunos coleccionistas privados como yo. No somos tantos como antes. Me temo que bastantes de mis viejos amigos de este mundo ya han muerto.

– ¿Conoce algún comerciante o coleccionista en Australia? -preguntó Bella.

– ¿En Australia? -Frunció el ceño-. Sí, espere un momento. Por supuesto, había alguien a quien Ronnie conocía de Brighton que emigró allí, hará algunos años, a mediados de los noventa. Se llamaba Skeggs, Chad Skeggs. Siempre ha comerciado a lo grande. Dirige un servicio de venta por correo desde Melbourne. Me manda un catálogo de vez en cuando.

– ¿Alguna vez le ha comprado algo? -preguntó Glenn.

Hegarty negó con la cabeza.

– No, no es de fiar. Una vez me timó. Le compré unos sellos australianos anteriores a 1913, creo recordar, pero no estaban ni mucho menos en el estado que me dijo por teléfono. Cuando me quejé, me dijo que lo demandara. -Hegarty levantó las manos, desesperado-. No merecía la pena por lo que había pagado y él lo sabía. Unas dos mil libras, las costas legales habrían ascendido a más. Me asombra que el tipo siga en el negocio.

– ¿Se le ocurre alguien más en Australia? -preguntó Bella.

– Les diré qué voy a hacer, les daré una lista completa esta tarde. ¿Quieren volver sobre las cuatro?

– Estupendo, gracias, señor -dijo Branson.

Mientras se levantaban, Hegarty se inclinó hacia delante para hablarles con complicidad, como para que sólo le escucharan ellos.

– Supongo que no podrán ayudarme -dijo-. Hará un par de días me pilló uno de sus radares, en Old Shoreham Road. No podrían hablar con alguien, ¿verdad?

Branson lo miró, estupefacto.

– Me temo que no, señor.

– Ah, bueno, no se preocupe. Era por preguntar, nada más.

Les ofreció una sonrisa arrepentida.

87

Octubre de 2007

Abby iba en el asiento trasero del taxi, releyendo un mensaje nuevo que acababa de recibir. Le levantó el ánimo y la hizo sonreír. «Recuerda… Trabaja como si no necesitaras el dinero. Ama como si nunca te hubieran hecho daño. Baila como si nadie te mirara.»

El conductor también le levantó el ánimo. Antes era boxeador, le contó. Nunca llegó a profesional, pero ahora entrenaba un poco para fomentar el deporte entre los jóvenes. Tenía la cara aplastada típica de los boxeadores, pensó ella, como si se hubiera dado un golpe contra una pared de hormigón en algún momento de su vida, en plena cara, a ciento sesenta kilómetros por hora. Mientras volvían de la tercera residencia que había visitado aquella mañana, el taxista le contó que su anciana madre tenía problemas de salud, pero que no podía permitirse uno de estos centros.

A Abby no se le ocurrió ninguna cita para responder el mensaje, así que simplemente escribió: «¡Pronto! Estoy impaciente. Te echo muuuucho de menos. Besos!».

Pasaban unos minutos de la una de la tarde cuando se detuvieron delante del bloque de pisos de su madre. Abby miró a su alrededor para comprobar si veía a Ricky, pero parecía que no había moros en la costa. Le pidió al conductor que esperara y no parara el taxímetro. Los dos primeros lugares que había visto esta mañana eran horribles, pero el tercero estaba bien y, lo que era más importante, parecía seguro. Lo mejor de todo era que disponía de plazas libres. Abby decidió que iba a llevar a su madre allí ahora mismo.

Lo único que tenía que hacer era meter algunas cosas en una bolsa. Sabía que su madre era muy lenta, pero ya se encargaría ella y la haría salir deprisa. A su madre tal vez no le gustara, pero tendría que aguantarse unas semanas. Al menos allí estaría segura. Abby no podía confiar indefinidamente en los servicios de su nueva cuidadora, la temible Doris, cuyo apellido ni siquiera conocía.

Con su madre a salvo, podría poner en acción el plan que había estado ideando durante las últimas horas. La primera parte consistía en alejarse de allí tanto como fuera posible. La segunda era encontrar a una persona de quien pudiera fiarse. Pero tendría que confiar en ella a ciegas.

¿En cuántos desconocidos podía confiar para que le guardaran todo lo que tenía en el mundo y no se largaran como había hecho ella?

El taxista parecía buena gente. Tenía la sensación de que podría confiar en él si era necesario. Pero ¿podría mantener a raya a Ricky él solo, o necesitaría a un par de personas? Esto significaba que estaría depositando su confianza en alguien a quien conocía desde hacía treinta minutos y en otras personas a las que no había visto nunca. Era un riesgo demasiado grande después de todo lo que había pasado para llegar hasta aquí.

En estos momentos, sin embargo, no contaba con muchas más opciones. Había pagado por adelantado tres meses del alquiler del piso y sólo había transcurrido uno, y se había comido gran parte de sus reservas de efectivo. Y el mes por adelantado de la habitación de su madre en la residencia Bexhill Lawns que había desembolsado esta mañana no ayudaba. Le quedaba crédito suficiente en la tarjeta para arreglárselas durante un par de meses, si se alojaba en un hotel barato. Después, tendría que echar mano a sus recursos. Y para hacerlo, debía eludir a Ricky.

Agradeció a Dios la suerte de no haberlos transferido todavía a su recién adquirida caja de seguridad.

Debería haberse dado cuenta, por todo lo que sabía de Ricky, de que era un genio de la electrónica. Una noche se jactó de tener trabajando para él a la mitad de los recepcionistas de los mejores hoteles de Melbourne y Sydney. Le pasaban las llaves de plástico de las habitaciones de los clientes al término de su estancia. Esas llaves contenían los detalles de sus tarjetas de crédito y las direcciones de sus casas. Le contó que tenía una persona que le compraba la información de buena gana y la estafa o, mejor dicho, el «servicio de datos», como le gustaba denominarlo a él, le reportaba mucho más dinero que su negocio legal.

Abrió la puerta y recorrió el pasillo hasta el piso de su madre. La había llamado dos veces para comprobar que estuviera bien. La primera, en torno a las diez y media, su madre le dijo que el cerrajero había telefoneado para decir que llegaría a las once. Y la segunda vez, hacía media hora, le dijo que el hombre ya estaba allí.

Abby se quedó abatida al descubrir que todavía podía abrir la puerta con su llave. Y lo más preocupante era que no había rastro alguno de que hubiera pasado por allí ningún cerrajero. Llamó a su madre angustiada, luego cruzó el pasillo y entró en el salón.

Asombrada, vio que habían quitado la alfombra. La alfombra roja que recordaba de su infancia, de donde ayer limpió el arroz con leche, había desaparecido; lo único que quedaba eran unos parches de fieltro gastado sobre las tablas rugosas y desnudas del suelo.

Por un momento, todo su mundo se tambaleó mientras intentaba establecer una conexión entre el cambio de la cerradura y la necesitad de quitar una alfombra. Algo iba mal.

– ¡Mamá! ¡¡¡Mamá!!! -gritó, por si su madre estaba en la cocina, o en el baño, o en el dormitorio.

¿Dónde estaba Doris? ¿Acaso no había prometido que se quedaría toda la mañana aquí con ella?

Pasó corriendo por todas las habitaciones, cada vez más aterrada. Luego salió del piso como una exhalación, subió las escaleras de dos en dos y llamó al timbre del apartamento de Doris. Después golpeó la puerta con el puño.

Al cabo de lo que pareció una eternidad, oyó el repiqueteo familiar de la cadena de seguridad y, como antes, la puerta se abrió unos centímetros. Doris, con sus enormes gafas negras, miró con cautela, luego le ofreció una sonrisa acogedora y abrió más la puerta.

– ¡Hola, querida!

Abby se sintió aliviada al instante por la alegría del saludo y por un momento tuvo la seguridad de que Doris iba a decirle que su madre había subido aquí, a su piso.

– Hola, sólo me preguntaba si sabía qué está pasando abajo.

– ¿Con el cerrajero?

Así que el hombre había ido.

– Sí.

– Bueno, está haciendo el trabajo, querida. Parece un joven encantador. ¿Ocurre algo?

– ¿Ha comprobado su identificación, como le dije?

– Sí, querida, tenía una tarjeta de la empresa. Me he llevado la lupa para estar segura de poder leerla. Cerrajería Eastbourne, ¿verdad?

En ese momento, el teléfono de Abby comenzó a sonar. Miró la pantalla y vio que era el número nuevo de su madre. Volvió a mirar a Doris.

– De acuerdo, gracias.

Doris levantó un dedo.

– Se me quema algo en el horno, querida. Vuelve a subir si me necesitas.

Abby contestó la llamada mientras Doris cerraba la puerta.

Oyó la voz de su madre, pero sonaba temblorosa y extraña y entrecortada, como si leyera un guion.

– Abby -le dijo-. Ricky quiere hablar contigo. Voy a pasártelo. Por favor, haz exactamente lo que te diga.

Entonces la llamada murió.

Abby volvió a telefonear frenéticamente. Le saltó el buzón de voz. Luego, casi al instante, recibió otra llamada. En la pantalla apareció: «Número privado».

Era Ricky.

88

Octubre de 2007

– ¿Dónde está mi madre? -gritó Abby al teléfono antes de que él tuviera ocasión de hablar-. ¿Dónde está, cabrón?

¿DÓNDE ESTÁ?

Detrás de ella se abrió una puerta y un anciano miró fuera, luego volvió a cerrarla con fuerza.

Consternada a posteriori por haber sido tan estúpida como para dejar a su madre con aquella anciana, Abby corrió hacia la intimidad relativa del hueco de la escalera.

– Quiero hablar con ella ahora. ¿Dónde está?

– Tu madre está bien, Abby -contestó él-. Está muy cómoda enrolladita en la alfombrita, por si te preguntabas dónde había ido a parar.

Con el teléfono pegado a la oreja, bajó las escaleras, entró en el piso de su madre y cerró la puerta. Siguió caminando hasta el salón, mirando el suelo desnudo que se vislumbraba a través del fieltro. Las lágrimas rodaban por su cara. Estaba temblando, comenzaba a sentirse desconectada, los primeros síntomas de que iba a tener un ataque de pánico.

– Voy a llamar a la policía, Ricky -le dijo-. Ya no me importa nada. ¿De acuerdo? Voy a llamar a la policía ahora mismo.

– Creo que no, Abby -dijo con tranquilidad-. Creo que eres demasiado lista para hacer eso. ¿Qué vas a decirles? «¿Le robé a este hombre todo lo que tenía y ahora me ha encontrado y se ha llevado a mi madre de rehén?» Tienes que ser capaz de explicar las cosas, Abby. Hoy en día, en el mundo occidental, con todas las regulaciones de blanqueo de dinero, hay que ser capaz de aportar una explicación para todas las posesiones y cantidades de dinero importantes. ¿Cómo podrás explicar lo que tienes, con tu sueldo de camarera en un bar de Melbourne?

– Ya no me importa, Ricky. ¿De acuerdo? -Volvió a gritar al teléfono.

Hubo un silencio breve.

– Oh, creo que sí te importa -dijo él entonces-. No me hiciste lo que me hiciste por un impulso repentino. Lo planeasteis a conciencia, tú y Dave, ¿verdad? ¿Hubo alguna postura que no te dijera para follar conmigo, o acaso sólo fui yo el que acabó jodido?

– Esto no tiene nada que ver con mi madre. Tráela de vuelta. Tráela aquí y hablaremos.

– No, tráeme tú todo lo que me quitaste y entonces hablaremos.

El ataque de pánico estaba empeorando. Engullía grandes bocanadas de aire. Le ardía la cabeza. Se sentía como medio flotando fuera de su ser, como si su cuerpo fuera a derrumbarse sobre ella. Se tambaleó, se dio un golpe con el sofá, se agarró desesperadamente a uno de los brazos, luego se balanceó y se sentó atolondrada.

– Voy a colgar -dijo con la voz entrecortada-, y voy a llamar a la policía.

Pero justo cuando pronunciaba las palabras notó que parte de su convicción anterior desaparecía de su voz y que él también lo notaba.

– ¿Sí? Y luego ¿qué?

– No me importa. ¡No me importa una mierda! -Y lo repitió varias veces, como una niña con un berrinche, cada vez más fuerte-: ¡No me importa una mierda!

– Pues debería. Porque van a encontrarse con una enferma crónica que se ha suicidado y a su hija ladrona contando un cuento chino sobre el hombre a quien robó. Y el hombre que la metió en todo esto no se encuentra precisamente en situación de subirse a un estrado para respaldar su historia. Así que piensa en cómo vas a salir de ésta, zorra listilla. Ahora dejaré que te tranquilices y le prepararé una buena taza de té a tu mami. Luego volveré a llamarte.

– No… Espera… -gritó.

Pero Ricky colgó.

Luego, de repente, se acordó de que el taxi estaba esperando fuera, con el taxímetro en marcha.

89

Octubre de 2007

Mientras esperaba a que la cinta del equipaje se pusiera en marcha, Roy Grace mandó un mensaje breve a Cleo para decirle que había llegado. Calculaba que en el Reino Unido serían las seis y cuarto. Faltaban quince minutos para que comenzara la reunión informativa de la tarde de la Operación Dingo.

Llamó a la inspectora Lizzie Mantle para que le pusiera al día, pero le saltó el contestador tanto de su número fijo como del móvil. Luego llamó a Glenn Branson, que contestó al segundo tono.

– ¿Ya te has puesto los zapatos?

– Sí, llamo para contártelo. Quizá te gustaría saberlo.

– ¿Dónde estás? Ya has llegado, ¿no? ¿Al JFK?

– A Newark. Estoy esperando a que salga la bolsa.

– Qué suerte tienen algunos, que se escapan a Nueva York y nos dejan al resto aquí, al pie del cañón.

– Te habría mandado a Australia, pero pensé que no habría sido muy inteligente en tu situación actual.

– En estos momentos, cuanto más lejos esté de Ari, más feliz será ella.

«Ahórrame los detalles», pensó Grace. Y aunque haría lo que fuera por ayudar a este hombre al que quería tanto, siempre le ponía nervioso darle consejos a él -a cualquier persona, en realidad- sobre cuestiones que podían afectar a sus vidas. ¿Qué demonios sabía él? ¿Y qué clase de ejemplo había sido su propio matrimonio? Pero no le dijo nada de eso ahora.

– Y bien, cuéntame, ¿alguna novedad? -preguntó.

– Pues lo cierto es que hemos trabajado mucho durante estas siete horas que tú has pasado ahí arriba repantingado, bebiendo champán y viendo películas.

– He viajado en clase ganado, combatiendo los calambres, la listeria y la trombosis venosa profunda. Y mis auriculares no funcionaban. Aparte de eso, no andas muy desencaminado.

– Es duro estar arriba, Roy. ¿No es eso lo que dicen?

– Sí, sí. Oye, esto está costando una fortuna. ¡Sé breve! ¡Corta el rollo!

Así que Branson le informó sobre sus visitas a la tienda filatélica Hawkes y a Hugo Hegarty.

Grace escuchó con atención.

– ¡O sea que sí son sellos! ¡Convirtió toda la pasta en sellos!

– Así es. Manos libres para saltarse todas las regulaciones sobre blanqueo de dinero. En el aeropuerto tienen perros rastreadores entrenados para oler billetes, y tres millones y cuarto de dólares ocupan mucho espacio. Pero ese cantidad en sellos sólo ocuparía un par de sobres tamaño DIN-A4.

– ¿Tenemos idea de qué hizo con ellos?

– No. De momento no. En cualquier caso, luego hemos ido a ver a la hermana de Lorraine Wilson.

– ¿Qué tenía que decir?

– Bastante, en realidad.

Se oyó un pitido y la cinta del equipaje comenzó a moverse. Dos hombres gordísimos empujaron a Grace y luego una señora mayor le dio un golpe con el carro en las piernas. Él retrocedió y se alejó de la multitud, dio la vuelta a la cinta y se colocó donde hubiera sitio pero pudiera ver su bolsa. Sabía por la breve temporada que había trabajado en el aeropuerto de Gatwick haría algunos años que los robos de maletas de la cinta transportadora eran habituales.

– Oigo mucho ruido-dijo Branson.

– Yo te oigo bien. Cuéntame.

– Lo primero es que la hermana fue a Nueva York con Lorraine Wilson la semana después del 11-S, en cuanto pudieron conseguir un vuelo. Fueron al hotel en el que se hospedó Ronnie, el W.

– ¿El W? -preguntó Grace-. ¿El W qué?

– Se llama así.

– ¿Sólo W?

– Viejo, ¿estás en la parra o qué? Tienes que contratarme como estilista a tiempo completo. El W es una cadena. Están considerados unos hoteles súper modernos.

– Sí, bueno, mi sueldo no me da para hospedarme en hoteles súper modernos.

– No me puedo creer que no hayas oído hablar de ellos.

– Bueno, ahí lo tienes, uno de los muchos misterios sin resolver de la vida. ¿Quieres contarme algo más sobre el hotel, aparte de que no he oído hablar de él?

– Sí, bastante más. Algunas de sus pertenencias todavía seguían en la habitación y la dirección no estaba muy contenta, porque la tarjeta de crédito que les había dado no tenía fondos.

– ¿No se mostraron indulgentes porque había muerto?

– Imagino que entonces no lo sabían. Sólo había reservado dos noches y dejó la cuenta abierta. En cualquier caso, la cuestión es que su pasaporte y el billete de regreso a Reino Unido todavía estaban en la caja fuerte.

Aliviado, Grace vio aparecer su bolsa de repente.

– Espera un segundo. -Corrió a recogerla, luego dijo-: De acuerdo, sigue.

– Luego fueron al Muelle 92, donde la policía de Nueva York había instalado una especie de centro de duelo. La gente llevaba cosas como cepillos, para que pudieran extraer el ADN de las posibles víctimas y así ayudar a identificar los cuerpos, o los restos que encontraran. También tenían expuestos artículos personales que ya se habían recuperado. Lorraine fue allí con su hermana, pero en ese momento la policía no había encontrado nada perteneciente a su marido que pudiera identificarle.

Grace se alejó de la multitud con su bolsa hasta un lugar más tranquilo. Luego tuvo que esperar a que acabara un anuncio por megafonía antes de preguntar:

– ¿Qué hay del dinero que recibió Lorraine?

– Ya llegaré a eso… Y tengo que salir corriendo a la reunión dentro de un minuto.

– Dile a la inspectora Mantle que me llame después.

– Se lo diré. Pero primero tienes que escuchar algo. ¡Hemos hecho un gran avance! Bueno, a lo que vamos: Lorraine le sacó mil quinientos dólares al agente del Muelle 92. Repartían la pasta a cualquiera que hubiera perdido a alguien y estuviera pasando dificultades económicas.

– Bastante justo en aquel momento. El tipo la había dejado en apuros económicos, ¿verdad?

– Sí. Luego, un par de semanas después de que volvieran al Reino Unido, su hermana dice que Lorraine recibió una llamada relacionada con una cartera quemada con el permiso de conducir de Ronnie Wilson y un teléfono móvil que se comprobó que era suyo y que habían sido entregados por el equipo de rescate que trabajaba en los escombros de la Zona Cero. Se mandaron fotografías de ambos y se le envió a Lorraine el contenido de la cartera para que pudiera identificarlo formalmente.

– ¿Y pudo hacerlo?

– Sí. Ahora bien, el dinero que recibió (los grandes pagos, el seguro de vida, luego la compensación), ahí está el tema. Su hermana se quedó estupefacta cuando se lo contamos. Más que estupefacta, se quedó estupefacta que te cagas.

– ¿Fingía?

– Para mí no, y para Bella tampoco. Se debatía entre la estupefacción y la ira. Quiero decir que hubo un momento en que perdió los estribos, dijo que se había quedado sin ahorros para ayudar a Lorraine, y eso fue mucho después de que recibiera la primera parte de la guita, según los registros bancarios.

– ¿No hubo honradez entre hermanas, entonces?

– Parece que sólo por parte de una. Pero ahora viene lo mejor, te va a encantar.

Hubo otro anuncio por megafonía. Grace le gritó a Branson que esperara a que terminara.

– El laboratorio nos ha enviado esta tarde un resultado positivo para el ADN del feto de Lorraine Wilson. ¡Creo que tenemos al padre!

– ¿Quién es? -preguntó Grace, emocionado.

– Bueno, si estamos en lo cierto, se trata ni más ni menos que de Ronnie Wilson.

Grace se quedó callado un momento, notando el subidón de adrenalina. Encantado de que su presentimiento fuera verdad.

– ¿Hasta qué punto es positivo el resultado?

– Bueno, éste en particular nos indica que tenemos la mitad del ADN del padre. Podría haber otras correspondencias, pero teniendo en cuenta quién es la madre, diría que las probabilidades de que fuera otra persona son demasiado remotas para que merezca la pena planteárselas.

– ¿De dónde habéis sacado el ADN de Ronnie?

– De un cepillo que su viuda llevó a la policía cuando fue a Nueva York. El perfil se envió a la policía británica, de forma rutinaria, y se introdujo en la base de datos nacional.

– Lo que significa -dijo Grace- que o bien nuestro amigo el señor Wilson dejó esperma congelado que su mujer, que no estaba tan muerta como parecía, se implantó o…

– Yo prefiero la segunda opción -dijo Branson.

– Desde aquí también es mi preferida -contestó Grace.

– Y estás mucho más cerca que yo, viejo. Con o sin los zapatos puestos.

90

Octubre de 2007

Abby oyó un teléfono que sonaba en alguna parte, cerca y con insistencia. Luego se percató, sobresaltada, de que era el suyo. Se incorporó, confusa, intentando ubicarse. El teléfono siguió sonando.

Notaba un aire helado en la cara, pero estaba sudando profusamente. Estaba a oscuras, sólo había sombras a su alrededor en una neblina naranja fantasmagórica. Al moverse, un muelle crujió debajo de ella. Estaba en el piso de su madre, sentada en un sofá, comprendió. Dios santo, ¿cuánto rato había dormido?

Miró a su alrededor, temerosa de que Ricky hubiera vuelto y estuviera aquí. Vio el resplandor de la pantalla del teléfono y alargó el brazo para cogerlo. El miedo que se arremolinaba en su estómago se acentuó cuando vio las palabras «Número privado». La hora en la pantalla decía que eran las 18.30.

Se acercó el teléfono a la oreja.

– ¿Diga?

– Has podido pensarlo bien, ¿verdad? -dijo Ricky.

El pánico se apoderó de su cerebro. ¿Dónde diablos estaba? Tenía que salir de aquí deprisa. En este lugar era una presa fácil. ¿Sabía Ricky dónde estaba? ¿Estaba ahí fuera en alguna parte?

Esperó un momento antes de contestar, intentando organizar sus pensamientos. Decidió no encender la luz, no quería mostrarle que estaba aquí, por si se encontraba fuera en la calle, observando. Entraba luz suficiente por los visillos, de las farolas que había delante de la ventana, para distinguir todo lo que necesitaba ver aquí dentro.

– ¿Cómo está mi madre? -preguntó, y oyó el temblor en su voz.

– Está bien.

– Tiene las defensas bajas. Si dejas que coja frío, podría darle una neumonía…

– Como ya te he dicho -contestó Ricky, interrumpiéndola-, está muy cómoda enrolladita en la alfombrita.

A Abby no le gustó la forma como pronunció las palabras.

– Quiero hablar con ella.

– Claro que quieres. Y yo quiero lo que me robaste. Así que es muy sencillo: tú me lo traes, o me dices dónde está, y tu madre podrá irse a casa contigo.

– ¿Cómo sé que puedo confiar en ti?

– ¡Qué gracia que digas tú eso! -contestó con desdén-. Creo que no sabes qué significa esa palabra.

– Mira, lo que pasó, pasó -dijo ella-. Te devolveré lo que me queda.

El tono de la voz de Ricky cambió de manera alarmante.

– ¿Qué quiere decir «lo que me queda»? Lo quiero todo. Todo: ése es el trato.

– No puedes tenerlo todo. Sólo puedo darte lo que tengo.

– Por eso no estaba en la caja de seguridad, ¿verdad? ¿Te lo has gastado?

– No todo -se arriesgó a contestar.

– Zorra insensible. Dejarías que matara a tu madre, ¿verdad? ¡Dejarías que la matara antes que devolvérmelo! Así de importante es el dinero para ti.

– Sí -dijo Abby-. Tienes toda la razón, Ricky. Dejaría que la mataras. Y le colgó.

91

Octubre de 2007

Abby cruzó la habitación oscura corriendo, tropezó con un puf de piel y entró a tientas en el baño. Encontró el lavamanos y vomitó; tenía el estómago revuelto y los nervios destrozados.

Limpió el vómito, se enjuagó la boca y encendió la luz, respirando hondo. «Por favor, no dejes que tenga otro ataque de pánico.» Se quedó agarrada al lavamanos, con los ojos llorosos, aterrada por si Ricky echaba la puerta abajo en cualquier momento.

Tenía que irse de aquí y tuvo que recordarse por qué estaba haciendo todo aquello. Calidad de vida para su madre, ésa era la razón de todo. Sin dinero, los últimos años de su madre serían un infierno. Debía tener eso en mente.

Y pensar en lo que la aguardaba después: Dave esperando el mensaje que le dijera que ya estaban listos.

Estaba a tan sólo una transacción de darle a su madre un futuro digno. A un viaje de avión de la vida que siempre se había prometido.

Ricky era asqueroso. Un sádico. Un matón. No le creía.

Sabía que tenía que hacerle frente, demostrarle su fuerza; era el único idioma que entendía un matón. Y no era estúpido. Quería recuperarlo todo. No le servía de nada hacer daño a una anciana enferma.

«Dios mío, por favor.»

Abby regresó al salón, a esperar que volviera a llamar y dispuesta a cortar la llamada cuando lo hiciera. Luego, con el corazón en la boca, aterrada por si estaba cometiendo un error, salió a hurtadillas al pasillo aún más oscuro y subió por la escalera de incendios hasta el primer piso. Unos minutos después, desde el teléfono del piso de Doris, marcó un número distinto. Respondió la llamada una voz de hombre con buena dicción.

– ¿Podría hablar con Hugo Hegarty? -preguntó Abby.

– Por supuesto, al habla.

– Disculpe que llame tan tarde, señor Hegarty -dijo-. Tengo una colección de sellos que quiero vender.

– ¿Sí? -Pronunció la palabra de forma que sonara muy pensativa-. ¿Qué puede decirme de ellos?

Abby enumeró cada sello, describiéndolo detalladamente. Los conocía tan bien que eran como una fotografía grabada en su memoria. El hombre la interrumpió un par de veces para pedirle información específica.

Cuando terminó, Hugo Hegarty se quedó callado de un modo extraño.

92

Octubre de 2007

Sentado en su furgoneta aparcada en el cámping alejado que había encontrado por Internet, Ricky estaba absorto en sus pensamientos. La lluvia que repiqueteaba sobre el tejado era una buena tapadera. Nadie iba a merodear a oscuras por un campo embarrado, metiendo las narices en asuntos que no eran de su incumbencia.

Era el lugar perfecto, situado en los Downs a unos kilómetros de Eastbourne, en las afueras de un pueblo de postal llamado Alfriston. Un cámping en un campo grande y boscoso a ochocientos metros de un sendero desierto, detrás de un club de tenis azotado por la lluvia.

No era la época del año ni hacía el tiempo adecuado para jugar al tenis o acampar, lo que significaba que no había ojos curiosos. El propietario tampoco parecía un cotilla. Subió con dos niños pequeños que se peleaban en el coche, cogió las quince libras por tres noches por adelantado y le enseñó a Ricky dónde estaban los baños y las duchas. Le dio un número de móvil y le dijo que tal vez volviera mañana en algún momento si aparecía alguien más.

Sólo había otro vehículo en el cámping, una autocaravana grande con matrícula holandesa, y Ricky aparcó bien lejos de ella.

Tenía suficiente comida, agua y leche -que había comprado en una gasolinera- para alimentarse durante un tiempo. Abrió una lata de cerveza y se bebió la mitad del tirón, quería alcohol para tranquilizarse. Luego encendió un cigarrillo y dio tres caladas largas bien seguidas. Bajó un poquito la ventanilla e intentó tirar la ceniza, pero el viento la devolvió adentro hacia su cara. Cerró la ventanilla y, mientras lo hacía, arrugó la nariz. Un olor desagradable se había colado desde fuera.

Dio otra calada al cigarrillo y otro trago de cerveza. Estaba trastornado por la conversación que acababa de mantener con Abby. Por cómo le había colgado el teléfono. Por el modo en que seguía sin entender a aquella zorra.

Le asustaba que hablara en serio. Las palabras se repetían una y otra vez en su cabeza.

«Te devolveré lo que me queda.»

¿Cuánto había gastado? ¿Dilapidado? Debía de ser un farol. Era imposible que hubiera conseguido más de unos miles de libras durante el tiempo que llevaba huyendo. Era un farol.

Tendría que arriesgarse más. Desafiarla para que mostrara sus cartas. Tal vez ella creyera que era una mujer dura, pero Ricky lo dudaba.

Se acabó el cigarrillo y tiró la colilla fuera. Luego, mientras cerraba la ventanilla, volvió a arrugar la nariz. El olor se volvía más fuerte, más intenso. Venía de dentro de la furgoneta, claramente. El hedor agrio y nítido de la orina.

«¡Mierda, joder, no!»

La vieja se había meado encima.

Encendió la luz interior de inmediato, salió como pudo del asiento y pasó a la parte trasera de la furgoneta. La mujer estaba ridícula, con la cabeza asomando por la parte superior de la alfombra enrollada como una crisálida horrible.

Le arrancó la cinta de la boca con tanta delicadeza como pudo, pues no quería hacerle más daño de lo necesario; ya estaba muy angustiada y tenía miedo de que se le muriera allí mismo.

– ¿Te has meado?

Dos ojos pequeños y asustados lo miraron.

– Estoy enferma -dijo la mujer, con voz débil-. Tengo incontinencia. Lo siento.

Un pánico repentino se apoderó de él.

– ¿Significa eso que también vas a hacer lo otro?

Ella dudó, luego asintió, disculpándose.

– Genial -dijo él-. Esto es genial, joder.

93

Octubre de 2007

Mientras Glenn Branson volvía a su mesa después de la reunión de las 18.30 sobre la Operación Dingo, su móvil sonó. La identificación de llamadas mostraba un número de Brighton que no conocía.

– Sargento Branson -contestó. Reconoció de inmediato la voz elegante al otro lado.

– Oh, sargento, disculpe que le telefonee un poco tarde.

– No se preocupe, señor Hegarty. ¿En qué puedo ayudarle? -Glenn siguió caminando.

– ¿Le llamo en mal momento?

– En absoluto.

– Bueno, acaba de pasarme algo increíble -dijo Hugo Hegarty-. ¿Recuerda que cuando usted y su encantadora compañera volvieron esta tarde les di una lista? ¿Una lista con una descripción de todos los sellos que compré para Lorraine Wilson en 2002?

– Sí.

– Bueno, mire… Tal vez se trate sólo de una coincidencia extraña, pero llevo demasiado tiempo en éste negocio para creer que lo sea.

Glenn llegó a la puerta de la MIR Uno y entró.

– Siga.

– Acabo de recibir una llamada de una mujer, parecía joven y bastante nerviosa. Me ha preguntado si podría vender para ella una colección de sellos de alta calidad que tiene. Le he pedido que me diera los detalles y lo que me ha descrito es exacto, y quiero decir exacto exacto, a lo que compré para Lorraine Wilson. Menos algunos, que tal vez se vendieran por el camino.

Con el teléfono aún pegado a la oreja, Branson se acercó a su área de trabajo y se sentó, asimilando la importancia que tenía aquella información.

– ¿Está absolutamente convencido de que no se trata de una simple coincidencia, señor? -le preguntó.

– Bueno, la mayoría son planchas raras de sellos nuevos, deseables para todas las colecciones, además de algunos sellos individuales. Dudo que fuera capaz de recordar si los matasellos eran los mismos que hace cinco años. Pero para darle algún dato más, existen dos planchas 77 de Penny Reds. Creo que el último precio de venta alcanzó las ciento sesenta mil libras. Había varias planchas 11 de Penny Blacks, valen entre doce y trece mil libras cada una, es muy fácil negociar con ellos. Luego había una buena cantidad de Tuppenny Blues, además de un montón de otros sellos raros más. Podría ser una coincidencia si sólo tuviera uno o dos, pero ¿los mismos ejemplares y las mismas cantidades?

– Sí que suena un poco raro, señor.

– Para serle sincero -dijo Hegarty-, si hoy no hubiera revisado los archivos para recopilar esa lista para ustedes, dudo que hubiera recordado que coincidían con tanta exactitud.

– Parece que hemos tenido un golpe de suerte. Agradezco que nos lo haya contado. ¿Le preguntó dónde los había obtenido?

Hegarty bajó la voz, como si le pusiera nervioso que lo escucharan.

– Me ha dicho que los había heredado de una tía en Australia y que alguien que había conocido en una fiesta en Melbourne le había dicho que yo era uno de los comerciantes con quienes debía hablar.

– ¿Con usted en lugar de con alguien de Australia, señor?

– Ha dicho que le dijeron que conseguiría un precio mejor en Reino Unido o en Estados Unidos. Como iba a volver aquí para cuidar a su madre anciana, pensó que lo intentaría primero conmigo. Va a venir mañana por la mañana a las diez para enseñármelos. He pensado que podría hacerle algunas preguntas discretas.

Branson consultó sus notas.

– ¿Está interesado en comprarlos?

Mientras Hegarty contestaba, casi notó la contracción en los ojos del hombre.

– Bueno, ha dicho que le urgía vender, y normalmente es el mejor momento para comprar. No hay muchos comerciantes que dispongan del dinero suficiente para comprar esta partida de una tacada, sería más habitual dividirla en lotes para subastarlos. Pero querría asegurarme de que están todos certificados. No soportaría desembolsar esa cantidad de dinero y recibir una visita de ustedes unas horas después. Por eso les he llamado.

Naturalmente. Hugo Hegarty no era un ciudadano consciente de sus deberes, sino que intentaba cubrirse las espaldas, pensó Glenn Branson. De todos modos, así era la naturaleza humana, no podía culparle.

– Aproximadamente, ¿qué valor diría que tienen, señor?

– ¿Como comprador o como vendedor? -Ahora todavía parecía más astuto.

– Como ambos.

– Bueno, el valor total según catálogo a los precios actuales… estaríamos hablando de unos cuatro o cuatro millones y medio. Así que, como vendedor, es lo que querría conseguir.

– ¿De libras?

– Oh, sí, de libras.

Branson estaba estupefacto. Los tres millones y cuarto de libras originales que Lorraine Wilson había recibido se habían incrementado en un treinta por ciento, y eso después de que, seguramente, varios de los sellos hubieran sido vendidos.

– ¿Y como comprador, señor?

De repente, Hegarty pareció reticente.

– El precio que estaría dispuesto a pagar dependería de su procedencia. Necesitaría más información.

El cerebro de Branson iba a mil por hora.

– ¿Va a ir a verle mañana a las diez? ¿Seguro?

– Sí.

– ¿Cómo se llama?

– Katherine Jennings.

– ¿Le ha dejado una dirección o un teléfono?

– No.

El sargento anotó el nombre, le dio las gracias y colgó.

Luego se acercó el teclado, pulsó las teclas para abrir el registro de incidentes e introdujo el nombre de Katherine Jennings. Al cabo de unos segundos, apareció un resultado.

94

Octubre de 2007

Roy Grace estaba sentado en la parte de atrás del Ford Crown Victoria gris de la policía. Mientras se dirigían hacia el túnel Lincoln, se preguntó si un viajero con la experiencia suficiente podía identificar cualquier ciudad del mundo sólo por el ruido del tráfico.

En Londres, el rugido constante de los motores de los coches de gasolina, la vibración de los diésel y el quejido de los autobuses Volvo de nueva generación que dominaban Nueva York eran completamente distintos; principalmente el tac-tac-tac constante de los neumáticos sobre el asfalto estriado o agrietado y lleno de baches y los pitidos de las bocinas.

Ahora, un camión enorme que tenían detrás tocaba el claxon.

El inspector Dennis Baker, que era quien conducía, levantó una mano al retrovisor y enseñó el dedo corazón.

– ¡Que te jodan, capullo!

Grace sonrió. Dennis no había cambiado.

– A ver, por el amor de Dios, ¿qué quieres que haga, capullo? ¿Pasar por encima del gilipollas que tengo delante? ¡Dios mío!

Acostumbrado desde hacía tiempo a la forma de conducir de su compañero, el inspector Pat Lynch, sentado a su lado en el asiento del copiloto, se giró hacia Roy sin hacer ningún comentario al respecto.

– Me alegro de volver a verte, tío. Cuánto tiempo. ¡Demasiado!

Roy también se alegraba. Estos tipos le habían caído bien desde el momento en que los conoció, hacía algo más de seis años. Le habían mandado a Nueva York para interrogar a un banquero estadounidense gay cuyo compañero había sido hallado estrangulado en un piso de Kemp Town. Nunca se presentaron cargos contra el banquero, y éste murió de sobredosis un par de años después. Roy había trabajado con Dennis y Pat algún tiempo en aquel caso y habían mantenido el contacto.

Pat llevaba unos pantalones y una chaqueta vaquera encima de una camisa beis con una camiseta debajo. Con su cara marcada por la viruela y un peinado juvenil greñudo, tenía el físico tosco de un tipo duro de película, pero su carácter era sorprendentemente dulce y generoso. Había empezado trabajando de estibador en los muelles y su poderosa corpulencia le había sido muy útil para ese empleo.

Dennis llevaba un anorak grueso negro con la leyenda Brigada de Casos Abiertos y el escudo de la policía de Nueva York grabados encima de una camisa azul y vaqueros. Más bajo e irónico que Pat y de mirada intensa, le gustaban muchísimo las artes marciales. Años atrás, había alcanzado el séptimo dan en los estilos de Ruy Te e Isshin Ryu del kárate de Okinawa y era una especie de leyenda en la policía de Nueva York por sus aptitudes en las peleas callejeras.

Los dos hombres se encontraban en la comisaría de Brooklyn de Williamsburg East a las 8.46 de la mañana del 11-S, cuando impactó el primer avión. Como estaban literalmente a kilómetro y medio del lugar, al otro lado del puente de Brooklyn, se dirigieron hacia allí de inmediato, con su jefe, y llegaron justo cuando chocó el segundo avión, que alcanzó la Torre Sur. Durante las semanas siguientes formaron parte del equipo que rebuscó entre los escombros de la Zona Cero, en lo que describieron como la «panza de la bestia». Luego Dennis fue trasladado a la tienda de campaña de la escena del crimen y Pat al centro de duelo del Muelle 92.

A lo largo de los años posteriores, los dos hombres, que habían gozado de una salud de hierro, desarrollaron asma, además de problemas mentales relacionados con el trauma vivido, y fueron trasladados del mundo duro y agitado de la policía de Nueva York a las aguas más tranquilas de la unidad de investigaciones especiales de la fiscalía del distrito.

Pat puso al día a Grace sobre su empleo actual, que consistía principalmente en transportar e interrogar a mafiosos.

Ahora conocían los bajos fondos de Estados Unidos como nadie. Pat le explicó que la mafia ya no tenía el «poderío» de antes. ¿Quién no intentaba llegar a un trato, preguntó Pat, cuando te enfrentabas a una condena entre veinte años y cadena perpetua?

Esperaba que durante las próximas veinticuatro horas pudieran encontrar a alguien que hubiera conocido a Ronnie Wilson, alguien que le hubiera echado una mano. Si había alguien que pudiera ayudar a Grace a buscar a una persona que, cada vez estaba más seguro, había desaparecido deliberadamente durante el 11-S y días posteriores, eran estos dos hombres.

– Estás más joven que nunca -dijo Pat, cambiando de tema de repente-. Debes de estar enamorado.

– Esa mujer tuya no apareció nunca, ¿verdad? -preguntó Dennis.

– No -fue su respuesta breve. Prefería no hablar de Sandy.

– Tiene envidia -dijo Pat-. ¡A él le costó una fortuna librarse de la suya!

Grace se rió y en ese momento su teléfono pitó y recibió un mensaje. Miró la pantalla: «Me alegro d k hayas llegado bien. T echo d menos. Humphrey tb. No puede vomitarl a nadie. Besos».

Sonrió, de repente echó de menos a Cleo. Entonces recordó algo.

– Si tenemos cinco minutos, ¿podríamos entrar en una de esas tiendas grandes de Toys R Us? Le compraré a mi ahijada el regalo de Navidad. Le gusta algo que se llama Bratz.

– La más grande está en Times Square, podemos pasarnos ahora, luego ir al W, que es por donde habíamos pensado comenzar -dijo Pat.

– Gracias. -Grace miró por la ventanilla. Estaban subiendo una pendiente y pasando por delante de un andamio de aspecto precario. El vapor salía de un conducto de ventilación del metro.

Era una tarde fría de otoño y el cielo estaba azul y despejado. Algunas personas llevaban abrigo o chaquetas gruesas y a medida que se adentraban en el centro de Manhattan todo el mundo parecía tener prisa. La mitad de los hombres que caminaban apresuradamente vestían traje con camisa sin corbata y fruncían el ceño. La mayoría de ellos llevaban un móvil pegado a la oreja y en la otra mano un café de Starbucks con una banda protectora alrededor, como si fuera un tótem obligatorio.

– Bueno, Pat y yo te hemos preparado un buen programa -dijo Dennis.

– Sí -confirmó Pat-. Aunque ahora trabajamos para el fiscal del distrito estaremos encantados de llevarte por ahí como favor a un amigo y compañero policía.

– Os lo agradezco mucho. Hablé con mi contacto del FBI en Londres -explicó Grace-, sabe que estoy aquí y lo que estoy haciendo. Si mis presentimientos se cumplen, tal vez tengamos que recurrir formalmente a la policía de Nueva York.

Dennis tocó el claxon a un Explorer negro que tenían delante y que había puesto los intermitentes y casi parado a un lado, buscando algo.

– ¡Gilipollas! ¡Vamos, capullo!

– Te hemos reservado habitación en el Marriott Financial Center, está justo al lado de la Zona Cero, en Battery Park City. Imaginamos que sería un buen campo base, porque desde allí podemos desplazarnos bastante fácilmente a la mayoría de los lugares que quieras visitar.

– También podrás entrar en ambiente -dijo Dennis-. Quedó bastante dañado. Ahora es todo nuevo. Podrás ver las obras que se llevan a cabo en la Zona Cero.

– ¿Sabes que todavía encuentran restos humanos? -dijo Pat-. Después de seis años. Los encontraron el mes pasado en el tejado del edificio del Deutsche Bank. La gente no se da cuenta, no tiene ni puta idea de la magnitud de lo que ocurrió cuando chocaron esos aviones.

– Justo enfrente de la oficina del forense han habilitado una zona con ocho camiones refrigerados dentro -dijo Dennis-. Llevan allí ¿qué? Unos seis años ya. Tienen veinte mil restos humanos allí dentro. ¿Puedes creerlo? Veinte mil. -Sacudió la cabeza con incredulidad.

– Mi primo murió -siguió Pat-. Lo sabías, ¿verdad? Trabajaba en Cantor Fitzgerald. -Levantó la muñeca para mostrar una pulsera de plata-. ¿La ves? Lleva sus iniciales: TJH. Tenemos todos una, la llevamos en recuerdo suyo.

– Todo el mundo en Nueva York perdió a alguien ese día -dijo Dennis, y viró bruscamente para esquivar a una mujer que cruzó la calle con imprudencia-. Mierda, señora, ¿acaso quiere saber qué se siente cuando la golpea el guardabarros de un Crown Victoria? Hágame caso, no le gustará demasiado.

– En cualquier caso -dijo Pat-, hemos hecho todo lo posible antes de que llegaras. Hemos comprobado el hotel donde se quedó tu Ronnie Wilson. Todavía sigue el mismo director, lo cual es perfecto. Te hemos concertado una cita con él. Está encantado de hablar contigo, pero no hay ningún cambio respecto a lo que ya sabemos. Algunas de las pertenencias de Wilson seguían en su habitación (el pasaporte, los billetes, algo de ropa interior). Ahora está todo en uno de los almacenes de las víctimas del 11-S.

El móvil de Grace sonó de repente. Se disculpó y contestó.

– Roy Grace.

– Eh, viejo, ¿dónde estás? ¿Tomándote un helado en lo alto del Empire State?

– Muy gracioso. En realidad estoy en un atasco.

– De acuerdo, bueno, tengo otra novedad para ti. Aquí nos estamos partiendo el culo trabajando mientras tú te diviertes. ¿Te suena el nombre de Katherine Jennings?

Grace se quedó pensando un momento, se sentía un poco cansado, su cerebro estaba menos rápido de lo habitual después del vuelo. Entonces se acordó: era el nombre de la mujer de Kemp Town que le había dado el reportero del Argus Kevin Spinella. El nombre que había pasado a Steve Curry.

– ¿Qué pasa con ella?

– Está intentando vender una colección de sellos que vale unos cuatro millones de libras. El comerciante al que ha recurrido es Hugo Hegarty y él los ha reconocido. Todavía no los ha visto, sólo ha hablado con ella por teléfono, pero está convencido, salvo por algunos que faltan, que son los mismos sellos que compró para Lorraine Wilson en 2002.

– ¿Le preguntó a la mujer de dónde los había sacado?

Branson repitió lo que Hegarty le había contado, luego añadió:

– Aparece un incidente relacionado con Katherine Jennings.

– El mío -dijo Grace.

Se quedó callado un momento, recordando su conversación con Spinella el lunes. El periodista había dicho que Katherine Jennings parecía angustiada. ¿Angustiaba tener en tu poder cuatro millones de libras en sellos? Grace imaginó que él se sentiría bastante relajado con toda esa pasta, siempre que la tuviera guardada en un lugar seguro.

Entonces, ¿qué le angustiaba a ella? Aquí había algo que olía muy mal.

– Creo que deberíamos ponerle vigilancia, Glenn. Contamos con la ventaja de saber dónde vive.

– Puede que ya se haya largado de allí -contestó Branson-. Pero ha concertado una cita mañana por la mañana en casa de Hegarty y va a llevarle los sellos.

– Perfecto -dijo Grace-. Habla con Lizzie. Cuéntale nuestra conversación y dile que sugiero reunir a un equipo de vigilancia para seguirla desde casa de Hegarty. -Miró su reloj-. Tenemos mucho tiempo para organizarlo.

Glenn Branson también miró la hora. No sería tan fácil como realizar una llamada de dos minutos a Lizzie Mantle: iba a tener que escribir un informe detallando las razones por las que pedía una unidad de vigilancia y su valor potencial para la Operación Dingo. E iba a tener que preparar la reunión informativa. No llegaría a casa hasta dentro de unas horas, lo que significaría otra bronca de Ari.

Nada nuevo.

Cuando Roy Grace colgó, se inclinó hacia delante.

– Chicos -dijo-, ¿tenéis a alguien que pueda elaborar una lista de comerciantes de sellos aquí?

– ¿Tienes un hobby nuevo? -bromeó Dennis.

– Sólo quiero sellar una investigación de asesinato -contestó Grace.

– ¡Joder, tío! -dijo Pat, girándose para mirarle-. Tus chistes no han mejorado, ¿eh?

Grace sonrió burlonamente.

– Es triste, ¿verdad?

95

Octubre de 2007

La azafata de vuelo estaba repasando las instrucciones de seguridad. Norman Potting se inclinó hacia Nick Nicholl, sentado junto a él en la parte trasera del 747, y dijo:

– Es todo una chorrada, este rollo de la seguridad.

El joven agente, a quien le aterraba volar pero no había querido reconocérselo a su jefe, se aferraba a cada palabra que salía de los altavoces. Alejando la cara para evitar la bocanada de mal aliento de Potting, miró hacia arriba para localizar exactamente de dónde caería la máscara de oxígeno.

– De la posición de impacto… ¿Sabes qué es lo que no te cuentan? -prosiguió Potting, sin inmutarse por la ausencia de reacción de Nicholl.

El agente negó con la cabeza mientras observaba y memorizaba el modo correcto de atar las cintas del chaleco salvavidas.

– Podría salvarte en algunas situaciones, lo reconozco. Pero lo que no te cuentan -dijo Potting- es que la posición de impacto contribuye a mantener intacta la mandíbula. Facilita mucho la identificación de todas las víctimas gracias a los historiales dentales.

– Muchas gracias -murmuró Nicholl, observando a la azafata, que ahora señalaba dónde se encontraba el silbato.

– En cuanto al chaleco salvavidas, tiene gracia, sí -siguió Potting-. ¿Sabes cuántas compañías aéreas civiles en toda la historia de la aviación han logrado realizar un amerizaje de emergencia con éxito?

Nick Nicholl estaba pensando en su mujer, Julie, y en su niño pequeño, Liam. Quizá no volviera a verlos nunca más.

– ¿Cuántas? -preguntó tragando saliva.

Potting juntó la punta del pulgar con la del dedo índice, formando un círculo.

– Cero. Ninguna. Niente. Ni una sola.

«Siempre hay una primera vez», pensó Nicholl, aferrándose con todas sus fuerzas a aquel pensamiento; aferrándose a él como si fuera una balsa salvavidas.

Potting se puso a leer una revista masculina que había comprado en el aeropuerto. Nicholl estudió la ficha plastificada con las instrucciones de seguridad, para comprobar la ubicación de las salidas más cercanas, y se alegró de ver que sólo estaban dos filas detrás de ellos. También se alegró de ver que estaba cerca de la parte trasera del avión; recordaba haber leído una noticia en el periódico sobre un desastre aéreo en el que la sección de cola se partió y todos los pasajeros de esa zona sobrevivieron.

– ¡Guaaaaau! -dijo Potting.

Nicholl miró abajo. Su compañero tenía la revista abierta por un desnudo desplegable. Una rubia de pechos enormes estaba tumbada con los brazos y las piernas abiertas sobre una cama con dosel, las muñecas y tobillos atados con tiras de terciopelo negro a los postes. Se había hecho la depilación brasileña en el vello púbico y los labios rosas de su vulva estaban bien expuestos, como si fueran los capullos de una flor colocados entre sus piernas.

Una azafata pasó a su lado, comprobando que los pasajeros se hubieran abrochado los cinturones. Se detuvo para mirar a Nicholl y Norman Potting y tuvo la inteligencia de seguir caminando.

Nick notó que le ardía la cara de vergüenza.

– Norman -susurró-, creo que deberías guardar eso.

– ¡Espero que veamos a algunas como ésta en Melbourne! -dijo Potting-. Podríamos hacer algo de deporte, tú y yo. Me gusta esa Bondi Beach.

– Bondi Beach está en Sydney, no en Melbourne. Y creo que has incomodado a la azafata con eso.

Potting pasó los dedos por las curvas de la chica.

– ¡Qué buena está, la tía!

La azafata estaba volviendo. Les lanzó a ambos una mirada rápida, bastante gélida, y siguió avanzando deprisa.

– Creía que eras un hombre felizmente casado, Norman -dijo Nicholl.

– El día que deje de mirar, chaval, ese día quiero que me lleven a un campo y me peguen un tiro -dijo. Sonrió y, para alivio de Nicholl, pasó la página. Pero sólo fue un alivio fugaz.

La página siguiente era mucho peor.

96

Octubre de 2007

Abby iba en un tren en dirección a Brighton, con un nudo tenso en la garganta. Estaba temblando, intentaba evitar echarse a llorar y se esforzaba para mantener la compostura.

¿Dónde estaba su madre? ¿Adónde la había llevado ese cabrón?

El reloj marcaba las ocho y media de la tarde. Habían pasado casi dos horas desde que le había colgado el teléfono a Ricky. Volvió a marcar el número de su madre. Una vez más, saltó el contestador.

No estaba segura de qué medicación tomaba exactamente -había antidepresivos, además de pastillas para los espasmos musculares, para el estreñimiento, el reflujo-, pero dudaba que a Ricky le importara. Sin todo aquello, el estado de su madre se deterioraría rápidamente y empezaría a tener cambios de humor, desde euforia un segundo a una angustia profunda al siguiente.

Abby se maldijo por haber cometido la estupidez de dejar a su madre tan expuesta. Tendría que habérsela llevado con ella, maldita sea.

«Llámame, Ricky. Por favor, llámame.»

Se arrepentía muchísimo de haberle colgado, se daba cuenta de que no lo había pensado debidamente. Ricky sabía que ella sería la primera en caer presa del pánico, no él. Pero tendría que llamarla, tendría que establecer algún tipo de contacto. Una anciana frágil y enferma no era el premio que quería obtener.

Cogió un taxi en la estación y se bajó en una tienda cerca de su piso, donde compró una linterna pequeña. Caminando por las sombras, giró en su calle y vio, bajo el resplandor de una farola, el Ford Focus alquilado de Ricky. Tenía un cepo. En el parabrisas y en la ventanilla del lado del conductor había unas pegatinas grandes de la policía, que advertían al propietario que no intentara moverlo.

Anduvo con cautela hacia el coche. Mirando a su alrededor para asegurarse de que no la observaban, sacó la multa de debajo del limpiaparabrisas y, utilizando la linterna, leyó la hora en que se había emitido: las 10.03 de la mañana. Así que el coche llevaba aquí todo el día, lo que significaba que no lo había utilizado para trasladar a su madre.

Pero imaginaba que planeaba volver. Quizá ya estuviera allí. No sabía por qué, pero lo dudaba. Estaba segura de que tenía un sitio en la ciudad, aunque sólo se tratara de un garaje.

Las ventanas de su piso estaban todas oscuras. Cruzó la calle hacia la entrada y tocó el timbre de Hassan, con la esperanza de que estuviera en casa. Tuvo suerte. Oyó un crujido y después su voz.

– Hola, soy Katherine Jennings del piso 82. Lamento molestarte, pero he olvidado la llave de abajo. ¿Podrías abrirme?

– ¡Claro!

Al cabo de unos momentos oyó un zumbido brusco y empujó la puerta para abrirla. Al entrar, vio un fajo de correo comercial apretujado en su buzón. Mejor no tocarlo, decidió, no quería dejar ningún indicio de que había estado aquí.

El ascensor tenía un cartel grande pegado en las puertas que ponía No funciona. Comenzó a subir las escaleras mal iluminadas, deteniéndose en cada planta a escuchar cualquier movimiento, deseando llevar encima el spray Mace. En el tercer piso empezó a percibir el olor a madera recién serrada que provocaban los trabajos de los obreros en el apartamento de arriba. Subió una planta más, luego notó que comenzaba a faltarle el valor y tuvo la tentación, por un momento, de llamar a la puerta de Hassan y pedirle que la acompañara.

Al final, consiguió llegar arriba. Se detuvo a ver si oía algún ruido. En esa planta había dos pisos más, pero nunca se había encontrado a nadie entrando o saliendo durante la breve temporada que llevaba aquí. No oyó nada. Silencio total. Se acercó a la manguera de incendios que había fijada en la pared y comenzó a desenrollarla. Después de cinco vueltas, vio el juego de llaves de repuesto en el lugar donde lo había escondido. Volvió a enrollar la manguera, abrió la puerta de incendios y cruzó el descansillo.

Entonces se quedó inmóvil, muy asustada. ¿Y si estaba dentro?

Claro que no. Estaba con su madre en la guarida donde la hubiera encerrado. No obstante, introdujo cada llave haciendo el menor ruido posible, las giró en su cerradura y abrió la puerta sigilosamente; no quería anunciar su presencia.

Las sombras la asaltaron cuando entró. Dejó la puerta entornada y no encendió las luces. Entonces cerró la puerta de golpe, para obligarle a salir si estaba aquí y se había quedado dormido, y volvió a abrirla de inmediato. La cerró de golpe y volvió a abrirla una segunda vez. Silencio total.

Enfocó la luz de la linterna hacia el pasillo. La bolsa de plástico con las herramientas que Ricky había traído para amenazarla -seguramente robada de los obreros de abajo- seguía en el suelo delante del baño de invitados.

Manteniendo todas las luces apagadas por si estaba fuera en algún lugar, observando, recorrió todo el piso, habitación por habitación. Encontró el spray Mace encima de la mesita de café del salón y se lo guardó en el bolsillo. Luego volvió corriendo a la puerta de entrada y pasó las cadenas de seguridad.

Hambrienta y sedienta, se tomó una Coca-Cola de un trago y un yogur de melocotón de la nevera, luego entró en el baño de invitados, cerró la puerta y encendió la luz. En esta habitación no había ninguna ventana que diera a la calle, así que era un lugar seguro.

Pasó por delante del inodoro y la enorme mampara de la ducha, abrió la puerta del lavadero minúsculo, abarrotado con la lavadora y la secadora. Arriba en el estante a la izquierda estaban sus propias herramientas. Bajó un martillo y un cincel y los llevó de nuevo al baño.

Luego lanzó una última mirada breve y orgullosa a su espléndido trabajo, colocó la punta del cincel sobre la lechada entre dos azulejos hacia el centro de la pared y golpeó con fuerza. Luego otra vez.

Al cabo de unos minutos, había arrancado suficientes azulejos y pudo alcanzar la pared falsa que había detrás. Sintió un profundo alivio cuando sus dedos tocaron el envoltorio de burbujas impermeable con el que había protegido cuidadosamente el sobre acolchado tamaño DIN-A4 antes de meterlo allí dentro el día que se mudó a este piso.

El casero no iba a quedarse demasiado impactado por los desperfectos en la pared del baño. Si hubiera tenido tiempo, gracias a las habilidades que había aprendido de su padre, habría podido arreglarlo tan bien que ni siquiera hubiera advertido las juntas. Pero en estos momentos, unos azulejos rotos eran el menor de sus problemas.

Se cambió de ropa interior, hizo la maleta por segunda vez aquella semana con todo lo que pensó que podría necesitar, luego accedió a Internet y buscó hoteles baratos en Brighton y Hove.

Cuando tomó una decisión, llamó para pedir otro taxi.

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Octubre de 2007

La anciana empezaba a ser un problema mayor de lo que había imaginado. Ricky estaba en la minúscula cocina del edificio de madera que funcionaba como vestuario del club de tenis y baños y duchas del cámping.

La mujer llevaba ya quince minutos en el retrete.

Ricky salió por la puerta a la lluvia que caía a cántaros. Comenzaba a pensar que matarla tal vez fuera la mejor opción y, ansioso, miró a través del campo hacia la autocaravana holandesa. Detrás de las cortinas corridas, las luces estaban encendidas. Sólo esperaba con todas sus fuerzas que nadie decidiera salir y utilizar estas instalaciones mientras ella se encontrara dentro, aunque tenía la seguridad de que sus amenazas la tenían lo bastante asustada como para no decir nada a nadie o cometer alguna estupidez.

Transcurrieron cinco minutos más. Volvió a mirar su reloj: eran las nueve y media. Habían pasado tres horas desde que Abby le había colgado el teléfono. Tres horas durante las que ella habría pensado en lo ocurrido. ¿Estaría entrando en razón?

Ahora sería un buen momento, decidió.

Abrió la tapa del móvil y envió a Abby la fotografía que había tomado hacía un rato, de la cabeza de su madre asomando por la alfombra enrollada.

Añadió las palabras: «Cómoda y enrolladita en la alfombrita».

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Octubre de 2007

Roy estaba sentado con Pat y Dennis a una mesa de madera en el restaurante del enorme local abierto de la Chelsea Brewing Company, que era propiedad del primo de Pat. A su derecha había una barra larga de madera y detrás de él había hileras de cubas relucientes de cobre tan altas como casas y kilómetros de tuberías de acero inoxidable y aluminio. Con sus hectáreas de suelos de madera y limpieza inmaculada, parecía más un museo que una empresa con un gran volumen de trabajo.

Visitar este lugar se había convertido en una parada ritual y obligatoria para tomar algo cada vez que Roy iba a Nueva York. Era evidente que Pat estaba orgulloso del éxito de su primo y disfrutaba haciendo sudar tinta a un inglés con la cerveza americana.

Delante de cada uno de los tres policías había seis variedades distintas en vasos de muestra. Los vasos estaban colocados sobre un círculo azul en el salvamanteles diseñado especialmente con los nombres de las cervezas. El primo de Pat, que también se llamaba Patrick, un hombre corpulento e intenso de cuarenta y tantos años que llevaba gafas, estaba explicándole a Roy los diferentes procesos de elaboración de cada una.

Roy sólo le escuchaba a medias. Estaba cansado; era tarde según la hora del Reino Unido. El día de hoy no había aportado nada, sólo un resultado negativo tras otro, aparte de la compra exitosa de una muñeca Bratz de aspecto precoz para su ahijada. En su opinión, la muñeca parecía una Barbie que trabajaba en la industria del sexo. Pero, como reflexionó luego, ¿qué sabía él sobre los gustos de las niñas de nueve años?

El director del W añadió poco a lo que Grace ya sabía, aparte de que Ronnie había visto una película porno de pago a las once de la noche, por si la información servía de algo.

Y ninguno de los siete comerciantes de sellos que había visitado aquella tarde había reconocido ni el nombre de Wilson ni su fotografía.

Mientras el primo de Pat seguía parloteando sobre la ciencia que había detrás de la cerveza que más le gustó a Roy, la Checker Cab Blonde Ale, él miraba la noche por la ventana. Veía las jarcias de yates en el puerto deportivo y detrás, más allá de la oscuridad del Hudson, las luces de Nueva Jersey. Esta ciudad era inmensa. Tantas personas yendo y viniendo… Vivir aquí, como en cualquier ciudad grande, significaba ver miles de caras todos los días. ¿Qué probabilidades había de encontrar a alguien que recordara una cara de seis años atrás?

Pero debía intentarlo. Llamar a las puertas, el viejo método de la policía. Las probabilidades de que Ronnie siguiera aquí eran escasas. Lo más probable era que estuviera en Australia, sin duda las últimas pruebas señalaban en esa dirección. Mientras Patrick pasaba a explicar cómo se conseguían los sabores sutiles a caramelo de la Sunset Red Ale, intentó hacer un cálculo mental rápido de los husos horarios.

Eran las siete de la tarde. En Melbourne eran diez horas más que en el Reino Unido, así que ¿cuántas iba por delante de Nueva York, donde eran cinco horas más, no, menos, que en el Reino Unido? Dios mío, los cálculos le daban dolor de cabeza.

Y durante todo el rato no dejó de asentir educadamente a las palabras de Patrick.

Eran quince horas más, resolvió. Media mañana. Con suerte, adelantándose a la visita de Norman y Nick, la policía de Melbourne comenzaría a comprobar si Ronnie Wilson había entrado en Australia en algún momento después de septiembre de 2001.

Había algo más, recordó de repente, mientras sacaba a escondidas su libreta y pasaba un par de páginas hasta llegar a las notas que había tomado durante la reunión con Terry Biglow: la lista de conocidos y amigos de Ronnie Wilson. «Chad Skeggs», había escrito. «Emigrado a Australia.» Como consecuencia de lo que le había contado Branson, y la posibilidad de que Ronnie Wilson estuviera en Australia, iba a convertir en asunto prioritario que Potting y Nicholl encontraran a Chad Skeggs.

Patrick terminó por fin y fue a buscarle a Roy su jarra de Checker Cab. Los tres detectives levantaron sus vasos.

– Gracias por vuestro tiempo, chicos, os lo agradezco -dijo Grace-. Yo invito.

– Estás en el local de mi primo -dijo Pat-. No pagarás ni un centavo.

– Cuando estás con nosotros en Nueva York eres nuestro invitado -dijo Dennis-. Pero, joder, cuando vayamos nosotros a Inglaterra, ¡será mejor que rehipoteques la casa, tío!

Se rieron.

Entonces, de repente, Pat pareció triste.

– Oye, ¿alguna vez te he contado eso del 11-S sobre los perros «psicólogos»?

Grace dijo que no con la cabeza.

– Llevaron perros a la zona, a los escombros, ya sabes, a la panza de la bestia, para que los trabajadores los acariciaran.

Dennis asintió, respaldando su historia.

– Por eso los llamaron perros «psicólogos».

– Era una especie de terapia -dijo Pat-. Encontrábamos cosas tan horribles… Imaginaron que acariciar a los perros nos transmitiría sensaciones positivas, el contacto con un ser vivo, alegre.

– ¿Sabes? Creo que funcionó -dijo Dennis-. Todo lo que ocurrió el 11-S, ¿sabes?, sacó lo mejor de las personas de esta ciudad.

– Y también hizo salir a muchos estafadores -le recordó Pat-. En el Muelle 92 dábamos dinero en efectivo, entre mil quinientos y dos mil quinientos pavos, dependiendo de las necesidades de cada persona, para ayudar a quienes estuvieran pasando por dificultades económicas inmediatas. -Se encogió de hombros-. Los estafadores no tardaron mucho en enterarse. Vinieron varios y nos timaron, dijeron que habían perdido a un familiar, y no era verdad.

– Pero los pillamos -dijo Dennis con una sonrisa de satisfacción-. Los pillamos después. Nos costó un poco, pero pillamos a todos esos cabrones.

– Salieron cosas buenas de aquel día -dijo Pat-. Devolvió algo de corazón y alma a esta ciudad. Creo que ahora la gente es un poco más amable.

– Y algunas personas son mucho más ricas -dijo Dennis.

Pat asintió.

– Eso seguro.

Dennis se rio de repente.

– Rachel, mi mujer, tiene un tío que trabaja en el Garment District. Tiene un negocio de bordado, fabrica cosas para las tiendas de recuerdos. Un par de semanas después del 11-S me pasé a verle. Es un judío pequeñajo, ¿vale?, un kike, como los llamamos aquí. Tiene ochenta y dos años y sigue trabajando catorce horas al día. Es el tipo más bueno que puedas conocer, su familia escapó del Holocausto y vino aquí; no hay nadie a quien no ayudaría. En cualquier caso, entré allí y nunca había visto el local tan lleno. Había trabajadores por todas partes. Pilas de camisetas, sudaderas, gorras de béisbol, gente bordando, planchando, cosiendo a máquina, metiendo el material en bolsas. -Bebió un trago de cerveza y sacudió la cabeza con incredulidad-. Había tenido que contratar personal extra. No podía hacer frente a todos los pedidos. Todo lo que estaba fabricando eran artículos conmemorativos de las Torres Gemelas. Le pregunté cómo le iba. Estaba ahí sentado en mitad de todo aquel caos y me miró con una sonrisita en los labios y me dijo: «El negocio va bien, nunca ha ido mejor». -Dennis asintió, luego se encogió de hombros y torció el gesto-. ¿Sabes qué? Siempre hay alguien que gana pasta con las tragedias.

99

2 de noviembre de 2001

Lorraine estaba tumbada en la cama. Las pastillas para dormir que le había recetado el médico eran tan eficaces como un espresso doble.

Tenía el televisor encendido, ese portátil pequeño y mierdoso de la habitación de invitados, el único que no habían embargado los jueces porque no se debía ningún pago. Ponían una película antigua. Se había perdido el título, pero dejaba el aparato encendido siempre, como si la pantalla fuera un fondo de escritorio. Le gustaba la luz que emitía, los ruidos, la compañía.

Steve McQueen y Faye Dunaway jugaban al ajedrez en una casa elegante con una iluminación melancólica. Había una atmósfera muy erótica y cargada entre ellos, con todo tipo de matices.

Ella y Ronnie solían jugar a juegos. Recordó aquellos primeros años, cuando estaban locos el uno por el otro y a veces hacían cosas descabelladas. Jugaban al «strip-ajedrez» y Ronnie siempre la desplumaba y la dejaba desnuda mientras él se quedaba totalmente vestido. Y al «strip-Scrabble».

No volverían a jugar más. Se sorbió la nariz.

Le costaba mucho concentrarse, pensar con claridad. No dejaba de pensar en Ronnie. Le echaba de menos. Soñaba con él las pocas veces que lograba dormir el rato suficiente para soñar. Y en sus sueños estaba vivo, sonreía, le decía que era estúpida por creer que había muerto.

Todavía temblaba cuando recordaba el contenido del sobre de FedEx que había recibido a finales de septiembre, con fotografías de la cartera de Ronnie y de su teléfono móvil. Lo peor había sido la instantánea de la cartera chamuscada. ¿Había muerto quemado?

De repente, la invadió una oleada de dolor. Empezó a sollozar. Agarrando la almohada, lloró a lágrima viva.

– Ronnie -murmuró-. Ronnie, mi querido Ronnie. Te quería tanto. Tanto.

Al cabo de unos minutos se tranquilizó, se recostó y miró la película que parpadeaba en la pantalla. Y luego, total y absolutamente aterrada, vio que la puerta del dormitorio se abría de repente. Estaba entrando una figura, una sombra alta y negra. Un hombre, cuyo rostro casi oscurecido por completo quedaba dentro de la capucha de un impermeable, avanzaba hacia ella a grandes zancadas.

Ella retrocedió en la cama, aterrada, alargó la mano hacia la mesita de noche para coger algo que pudiera utilizar como arma. El vaso de agua se estrelló contra el suelo. Intentó gritar, pero sólo consiguió proferir un sonido débil antes de que una mano le tapara la boca.

Y entonces oyó la voz de Ronnie. Un susurro agudo.

– ¡Soy yo! -dijo-. ¡Soy yo! Lorraine, nena, soy yo. ¡Estoy bien!

Apartó la mano y se quitó la capucha.

Ella encendió de inmediato la luz de la mesita. Lo miró totalmente incrédula. Miró a un fantasma que se había dejado barba y rapado la cabeza. Un fantasma que olía a la piel de Ronnie, al pelo de Ronnie, la colonia de Ronnie. Que le sujetaba la cara con unas manos que tenían el tacto de las manos de Ronnie.

Se quedó mirándolo total y absolutamente perpleja, mientras la alegría comenzaba a arder en su interior.

– ¿Ronnie? Eres tú, ¿verdad?

– ¡Claro que soy yo!

Siguió mirándole. Boquiabierta. Mirándole. Y mirándole más. Luego sacudió la cabeza con incredulidad, en silencio unos momentos.

– Todos dijeron… Dijeron que habías muerto.

– Perfecto -dijo-. Lo estoy.

Le dio un beso. Su aliento olía a tabaco, alcohol y un poco a ajo. En estos momentos le pareció el aroma más maravilloso del mundo.

– Me mandaron fotografías de tu cartera y tu teléfono.

Los ojos de Ronnie se iluminaron como los de un niño.

– ¡Joder! ¡Genial! ¡Los encontraron! ¡De puta madre!

Su reacción la confundió. ¿Estaba bromeando? Todo lo que estaba ocurriendo la confundía. Le tocó la cara, las lágrimas rodaban por sus mejillas.

– No me lo creo -dijo, acariciándole las mejillas, tocándole la nariz, las orejas, palpando su frente-. Eres tú. Eres tú de verdad.

– ¡Sí, boba!

– ¿Cómo…? ¿Cómo…? ¿Cómo sobreviviste?

– Porque pensé en ti y no estaba preparado para dejarte. -¿Por qué…? ¿Por qué no me llamaste? ¿Estabas herido? -Es una larga historia.

Le acercó hacia ella y le besó. Le besó como si descubriera su boca por primera vez, explorando cada rincón. Entonces apartó la cara un momento, sonriendo casi sin aliento.

– ¡Eres tú de verdad!

Las manos de Ronnie se habían adentrado en su camisón y exploraban sus pechos. Cuando se los operó por primera vez le volvieron loco, pero luego pareció perder el interés, igual que perdió el interés por casi todo. Sin embargo, esta noche, esta aparición, este Ronnie en su cuarto, era un hombre completamente distinto. El viejo Ronnie que recordaba de tiempos más felices. ¿Había muerto y resucitado?

Estaba desvistiéndose, desatándose las deportivas, bajándose los pantalones. Tenía una erección enorme. Se desprendió del impermeable, del jersey negro de cuello alto, se quitó los calcetines. Retiró las sábanas y las mantas y le subió el camisón por los muslos.

Luego se arrodilló y empezó a humedecerla con los dedos, encontrando su lugar especial como hacía antes, con maestría, lo trabajó, mojándose el dedo en la boca y en ella, encendiendo un fuego devorador en su interior. Se inclinó hacia delante, le desabrochó el camisón y liberó sus pechos y luego se los besó durante mucho rato, primero uno y luego el otro, mientras seguía acariciándola con los dedos.

Luego su polla, más grande y dura de lo que había estado en años, dura como una roca, se introdujo en ella y empujó.

Ella gritó de alegría.

– ¡¡Ronnie!!

Al instante él le puso un dedo en los labios.

– ¡Ssshhh! -dijo-. No estoy aquí. Sólo soy un fantasma.

Lorraine le rodeó la cabeza con los brazos y acercó su cara a la de ella tanto como pudo, hasta que notó su barba en su piel. Le encantó, lo atrajo hacia ella, lo atrajo y lo atrajo, sintiéndole más dentro de ella y más y luego mucho más.

– ¡Ronnie! -jadeó en su oído, respirando más y más deprisa, llegando al climax y notando cómo él explotaba en su interior.

Luego se quedaron los dos muy quietos, engullendo bocanadas de oxígeno. En el televisor, la película seguía avanzando. El calentador continuaba soplando aire, con un ruido intermitente.

– Nunca pensé que los fantasmas se pusieran calientes -susurró Lorraine-. ¿Puedo convocarte todas las noches?

– Tenemos que hablar -dijo él.

100

Octubre de 2007

El agente Duncan Troutt se sentía menos seguro de sí mismo esta mañana, su segundo día como policía hecho y derecho. Y esperaba que hubiera más acción que ayer, porque se había pasado la mayor parte de su turno dando indicaciones a estudiantes extranjeros y presentándose a los propietarios de algunos negocios, en particular al jefe de un local de comida rápida india que había recibido una paliza hacía poco, una agresión que había sido grabada con la cámara de un móvil y que había acabado en YouTube.

A las nueve pasadas, después de girar en Lower Arundel Terrace, decidió volver a visitar a Katherine Jennings con la esperanza de encontrarla en casa. Antes de salir de la comisaría esta mañana había leído en el registro que un compañero del turno de noche había intentado localizarla dos veces, a las siete y a las diez, sin éxito. Una llamada a información telefónica todavía no había dado con ningún número que se correspondiera con ese nombre en esa dirección, figurara en el listín o no.

Mientras caminaba por la acera, observando cada una de las casas y comprobando cada uno de los coches aparcados en busca de alguna señal de robo o vandalismo, dos gaviotas chillaron encima de él. Miró arriba y luego al cielo oscuro y amenazador. Las calles todavía estaban brillantes por la lluvia caída anoche y parecía que en cualquier momento podía empezar a llover otra vez.

Poco antes de llegar a la entrada del número 29 se fijó en un Ford Focus con un cepo aparcado al otro lado de la calle. El coche le sonaba de ayer. Recordaba haber visto que tenía una multa en el parabrisas. Cruzó, cogió el papel, sacudió las gotas de lluvia del envoltorio de celofán mojado y leyó la fecha y la hora. Había sido emitida a las 10.03 de ayer, lo que significaba que llevaba aquí más de veinticuatro horas.

Podía haber todo tipo de explicaciones inocentes. La más probable era que se tratara de alguien que no se había percatado de que estas calles requerían permisos de aparcamiento para residentes. También era posible que se tratara de un coche robado abandonado. Lo más importante para él era su ubicación, próximo al piso de la mujer que le habían pedido que fuera a ver y que, al parecer, había desaparecido, aunque sólo fuera temporalmente.

Pidió por radio información sobre el coche, luego cruzó la calle y llamó al timbre de Katherine Jennings. Como antes, no obtuvo respuesta.

Entonces, después de decidir que volvería a intentarlo más tarde, siguió con su ronda, bajó hasta Marine Parade y allí giró a la izquierda. Al cabo de unos minutos, su radio cobró vida. El Ford Focus pertenecía a Avis, la empresa de alquiler de coches. Dio las gracias a la operadora y reflexionó detenidamente sobre aquel dato nuevo. A menudo, las personas que alquilaban coches desobedecían las normas de tráfico. Tal vez quien hubiera alquilado este coche no quisiera pasar por el lío de quitarle el cepo, o no hubiera tenido tiempo.

Pero todavía podía existir una relación con Katherine Jennings, por muy escasas que fueran las probabilidades. Mientras caían las primeras gotas de lluvia llamó por radio a su superior inmediato, el sargento Ian Brown de la brigada criminal del distrito de East Brighton. Le trasladó su preocupación por el vehículo y preguntó si alguien podía llamar a Avis y averiguar quién lo había alquilado.

– Seguramente no sea nada, señor -añadió, preocupado por no quedar como un idiota.

– Haces muy bien en comprobarlo -le tranquilizó el sargento-. Muchas veces un buen trabajo policial se consigue a partir del detalle más pequeño. Nadie va a regañarte por ser demasiado observador. ¡Que se te pase por alto algo importante, eso sí es otra historia!

Troutt le dio las gracias y siguió su camino. Treinta minutos después el sargento le llamó por radio.

– El coche está alquilado a nombre de un australiano llamado Chad Skeggs. Vive en Melbourne, el carné de conducir es australiano.

Troutt se puso debajo de un porche para resguardar su libreta de la lluvia y anotó diligentemente el nombre, deletreándoselo al sargento.

– ¿Te dice algo ese nombre? -le preguntó Brown.

– No, señor.

– A mí tampoco.

De todos modos, el sargento decidió introducirlo en el registro de incidentes. Por si acaso.

101

Octubre de 2007

Abby estaba sentada en silencio en el asiento trasero del taxi bajo una lluvia torrencial, mirando la pantalla de su teléfono móvil.

Llevaba el sobre envuelto con el plástico de burbujas metido entre el jersey y la camiseta de debajo. Se había abrochado bien fuerte un cinturón alrededor de la cintura para impedir que el paquete cayera y evitar que alguien lo viera. Y notaba el bulto tranquilizador del spray Mace en el bolsillo delantero de sus vaqueros.

El taxista giró a la derecha en el paseo marítimo de Hove junto a la estatua de la reina Victoria y subió por el Drive, una calle ancha flanqueada a ambos lados por bloques de pisos caros. Sin embargo, ella no veía nada por las ventanillas del vehículo. En realidad, apenas veía nada de nada. Sólo tenía una imagen delante de sus ojos doloridos; una imagen grabada a fuego en su mente.

La fotografía en su móvil de la cabeza de su madre asomando por la alfombra enrollada. Y las palabras debajo: «Cómoda y enrolladita en la alfombrita».

La invadía un torbellino de emociones. Oscilaba entre la furia ciega hacia Ricky y el miedo más atroz por la vida de su madre.

Y el sentimiento de culpa por haberlo provocado.

Estaba tan cansada que le costaba trabajo pensar con claridad. Había pasado la noche en vela, nerviosa, escuchando el tráfico interminable en el paseo marítimo, a un tiro de piedra de la ventana de su hotel. Sirenas, camiones, autobuses, la alarma de un coche que no dejaba de saltar, los chillidos de las gaviotas a primera hora de la mañana. Había visto caer lentamente cada hora. Cada media hora. Cada cuarto de hora.

Esperando a que Ricky llamara, o al menos que mandara un mensaje para decir algo más, pero no había recibido nada. Le conocía. Sabía que esta clase de juego psicológico era típico de él. Le gustaba hacer esperar. Recordaba la segunda vez que había ido a su apartamento. Era su segunda cita secreta, o eso creyó él, y Abby fue tan estúpida -o tan inocente- como para acceder a practicar una sesión de bondage. El cabrón la ató desnuda, en una habitación fría, la llevó casi al orgasmo con un vibrador, luego le dio un bofetón y la dejó en el cuarto seis horas, amordazada. Luego regresó y la violó.

Después le dijo que era lo que ella había querido.

Y aquel día Abby fracasó estrepitosamente porque no logró sacarle lo que ella -o, mejor dicho, Dave- quería. Para eso hizo falta mucho más tiempo.

En esos momentos lo que le preocupaba era no conocer los límites de Ricky; sospechaba que no tenía. Le creía muy capaz de matar a su madre para recuperarlo todo. Y de matarla a ella también.

Y disfrutar con ello, seguramente.

Intentaba imaginar la angustia que estaría sufriendo su madre en estos momentos cuando se percató, sobresaltada, de que había llegado a la imponente casa de Hegarty.

Pagó al taxista, miró con cautela por el parabrisas trasero del coche y luego por el delantero. Vio un camión de British Telecom a poca distancia que parecía estar llevando a cabo algún tipo de reparación y, un poco más adelante, un coche pequeño azul aparcado parcialmente sobre la acera. Pero no había rastro del Ford Focus de Ricky ni de él.

Volvió a comprobar el número de la casa, deseando haber traído su paraguas pequeño. Luego, con la cabeza agachada para protegerse de la lluvia, cruzó corriendo la verja abierta, pasó por delante de los coches aparcados y se resguardó en el porche oscuro. Se quedó un momento allí, se sacó el paquete de su cintura, se arregló la ropa y luego llamó al timbre.

Al cabo de un par de minutos estaba en el estudio de Hegarty, sentada en un sofá grande color carmesí. El comerciante, vestido con una camisa de cuadros ancha, pantalones de pana de pata de elefante y zapatillas de cuero, se sentó a su escritorio y empezó a examinar cada sello con una lupa enorme de carey.

Siempre le emocionaba ver los sellos, porque había algo místico en ellos. Eran minúsculos, antiguos, delicados, y, sin embargo, su valor era incalculable. La mayoría eran negros o azules o de un color rojo ladrillo, con la imagen de la reina Victoria, pero los había en otros colores o con las efigies de otros soberanos.

La esposa de Hegarty, una mujer guapa de unos sesenta años que vestía con elegancia y lucía un peinado distinguido, llevó a Abby una taza de té y un plato de galletas digestivas y volvió a salir.

Había algo en la conducta del hombre que la incomodaba. Dave le había dicho que los trajera aquí, que Hugo Hegarty era el comerciante que le ofrecería el mejor precio y le haría pocas preguntas, así que debía confiar en sus palabras. Pero le despertaba unas malas vibraciones que no podía acabar de concretar.

Necesitaba venderlos urgentemente. Cuanto antes ingresara el dinero, mejor sería su posición para negociar con Ricky. Mientras los tuviera en su poder, él tendría algo contra ella. Si se cabreaba de verdad, podía acudir a la policía. En ese caso acabarían todos perdiendo, pero Abby creía que era lo bastante rencoroso para hacerlo antes que dejarse joder.

Sin los sellos, sin embargo, Ricky no tendría nada con lo que apoyar su historia. Y mientras tanto, ella tendría el dinero a buen recaudo, oculto tras una barrera de fideicomisarios en un banco de Panamá, un paraíso fiscal que no colaboraba con las autoridades.

En cualquier caso, la posesión era una novena parte de la condena.

Esperar había sido un error. Tendría que haberlos vendido en cuanto llegó a Inglaterra, o a Nueva York. Pero Dave había querido esperar a estar seguros de que Ricky no tenía ni idea de dónde se encontraba ella. Ahora esta estrategia había fracasado estrepitosamente.

De repente, el teléfono de Hegarty sonó.

– ¿Diga? -contestó el hombre. Entonces su voz se tensó de repente y pareció un poco incómoda. Lanzó una mirada a Abby y dijo-: Espere un segundo, ¿de acuerdo? Hablaré desde otra habitación.

Glenn Branson estaba sentado a su mesa, el auricular pegado a la oreja, esperando a que Hugo Hegarty volviera a ponerse al teléfono.

– Discúlpeme, sargento -dijo Hegarty después de un par de minutos-. La señorita estaba en mi despacho. Imagino que llamará por ella.

– Podría ser, sí. Resulta que acabo de comprobar el registro de incidentes de esta mañana (el programa donde se anota todo) y he encontrado algo que tal vez sea importante. Naturalmente, podría no ser nada de nada. Ayer nos dio un nombre, señor. Un tal Chad Skeggs.

Preguntándose qué le diría el sargento, Hegarty respondió con un vacilante «Sí».

– Bueno, pues acabamos de saber que un vehículo alquilado por alguien que responde a ese nombre, un australiano de Melbourne, ha sido visto delante del piso donde vive Katherine Jennings.

– ¿En serio? Qué interesante. ¡Es muy interesante, sí!

– ¿Cree que podría haber alguna relación, señor?

– Yo diría que sí, sargento, seguro, del mismo modo que relacionaría un pescado podrido con el mal olor.

102

3 de noviembre de 2001

En algún momento a primera hora de la mañana, mientras Lorraine yacía despierta en la cama, escuchando los ronquidos de Ronnie, la alegría y el alivio que sentía por que estuviera vivo comenzaron a transformarse en ira.

Después, cuando él se despertó e insistió en no descorrer las cortinas del dormitorio ni subir las persianas de la cocina, se encaró a él en la mesa del desayuno. ¿Por qué la había hecho sufrir tanto? Podría haberle hecho una llamada rápida, ¿no?, para explicárselo todo y entonces no habría vivido en un infierno durante casi dos meses.

Entonces se echó a llorar.

– No podía arriesgarme -dijo Ronnie, acunándole la cara en sus brazos-. Tienes que entenderlo, nena. Una sola llamada desde Nueva York en tu factura podría haber suscitado preguntas. Y tenía que cerciorarme de que interpretabas el papel de viuda desconsolada.

– Sí, pues sí lo interpreté muy bien, joder -dijo ella, secándose los ojos. Entonces sacó un cigarrillo-. Tendrían que darme un puto Oscar.

– Te merecerás uno cuando acabemos.

Lorraine lo agarró de la muñeca fuerte y velluda y la atrajo hacia su cara.

– Me siento tan segura contigo, Ronnie. Por favor, no te vayas. Podrías esconderte aquí.

– Sí, claro.

– ¡Que sí!

Él negó con la cabeza.

– ¿No podemos hacer algo para no perder la casa? Cuéntamelo otra vez, ¿qué dinero vamos a recibir?

Encendió el cigarrillo y dio una calada honda.

– Tengo un seguro de vida, con Norwich Union, por valor de un millón y medio de libras. Encontrarás la póliza en una caja de seguridad en el banco. La llave está en mi escritorio. Parece que va a haber una dispensa especial para las víctimas del 11-S. Las compañías de seguros van a pagar las pólizas, incluso en los casos en que no se haya encontrado el cadáver, en lugar de esperar los siete años que establece la ley.

– ¡Un millón y medio de libras! Podría llevar la póliza al director del banco. ¡Dejaría que me quedara con la casa!

– Puedes intentarlo, pero ya sé qué dirá, el cabrón. Te dirá que no es seguro que te paguen, o cuándo, y que las compañías de seguros siempre se las ingenian para escaquearse.

– ¿Entonces la nuestra podría escaquearse?

– No, no pasará nada, supongo. Esta situación es demasiado emotiva. Luego habrá un fondo de compensación para los familiares de las víctimas del 11-S. Me han dicho que podríamos estar hablando de dos millones y medio de dólares.

– ¿Dos millones y medio?

Él asintió emocionado.

Lorraine lo miró fijamente, haciendo un cálculo mental rápido.

– ¿Eso sería alrededor de un millón setecientas mil libras? Entonces, ¿hablamos de unos tres millones setecientas cincuenta mil libras, más o menos?

– Más o menos. Y libres de impuestos. Por un año de dolor.

Ella se quedó quieta unos momentos. Cuando por fin habló, lo hizo con un deje de sobrecogimiento en la voz.

– Eres increíble.

– Soy un superviviente.

– Por eso te quiero. Por eso siempre he creído en ti. Siempre, lo sabes, ¿verdad?

Ronnie le dio un beso.

– Sí.

– ¡Somos ricos!

– Casi. Lo seremos. No seas impaciente, diablilla…

– Estás raro con barba.

– ¿Sí?

– Como más joven.

– ¿Y menos muerto que el viejo Ronnie?

Ella sonrió.

– Anoche estabas mucho menos muerto.

– He esperado mucho tiempo para eso.

– ¿Y ahora me dices que esperemos un año? ¿Quizá más?

– El fondo de compensación pagará deprisa en caso de dificultades económicas. Tú eres uno de esos casos.

– Darán prioridad a los estadounidenses antes que a los extranjeros.

Él negó con la cabeza.

– Yo no he oído eso.

– ¡Tres millones setecientas cincuenta mil libras! -repitió Lorraine con ojos soñadores, y giró el cigarrillo en el plato para echar la ceniza.

– Podrás comprarte un montón de trapitos.

– Tendríamos que invertirlo.

– Tengo planes. Lo primero que tenemos que hacer es sacarlo del país… Y sacarte a ti también.

Ronnie se puso de pie de un salto, fue al pasillo y regresó con una mochila. Sacó un sobre marrón, que dejó sobre la mesa y deslizó hacia ella.

– Ya no soy Ronnie Wilson. Tendrás que acostumbrarte. Ahora soy David Nelson. Y dentro de un año tú dejarás de ser Lorraine Wilson.

Dentro del sobre había dos pasaportes. Uno era australiano. La fotografía era de ella, pero apenas se reconoció. Tenía el pelo castaño oscuro y corto y le habían puesto gafas. El nombre que figuraba en él era «Margaret Nelson».

– Contiene un visado sellado para residir permanentemente en Australia. Válido para cinco años.

– ¿Margaret? -dijo ella-. ¿Por qué Margaret?

– ¡O Maggie!

Ella negó con la cabeza.

– ¿Tengo que llamarme Margaret…? ¿O Maggie?

– Sí.

– ¿Durante cuánto tiempo?

– Para siempre.

– Genial -dijo Lorraine-. ¿Ni siquiera me das la oportunidad de elegir mi propio nombre?

– Tampoco te la dieron cuando naciste, ¡tonta!

Lorraine pronunció el nombre en voz alta, con recelo:

– Margaret Nelson.

– Nelson es un buen apellido, tiene clase.

Lorraine sacó un segundo pasaporte de la bolsa.

– ¿Y éste?

– Es para cuando te marches de Inglaterra.

Dentro había otra fotografía de ella, pero en ésta tenía el pelo gris y parecía veinte años mayor. El nombre decía «Anita Marsh».

Lo miró perpleja.

– He encontrado el mejor modo de desaparecer. La gente recuerda a las mujeres guapas, los tíos en particular. No se acuerdan de las ancianitas, son casi invisibles. Cuando llegue el momento, comprarás dos billetes por adelantado en el ferry de Newhaven a Dieppe para una travesía nocturna. Un billete a tu nombre y el otro a nombre de Anita Marsh. Y reservarás un camarote a nombre de Anita Marsh. ¿De acuerdo?

– ¿Quieres que lo apunte?

– No. Vas a tener que memorizarlo. Me pondré en contacto contigo. Lo repasaremos un montón de veces antes de que llegue el día. Lo que harás será dejar una nota de suicidio… Escribirás que no puedes soportar la vida sin mí, que te sientes desgraciada trabajando de nuevo en Gatwick, que la vida es una mierda… Y el médico podrá confirmar que estabas tomando antidepresivos, todo ese rollo.

– Sí, bueno, no será mentira.

– Te subirás al ferry como Lorraine Wilson, tan guapa como puedas, y te asegurarás bien de que la gente te vea. Dejarás la bolsa, con una muda, en el camarote reservado a nombre de Anita Marsh. Luego irás al bar y empezarás a fingir que estás triste, y a beber mucho, y no estarás de humor para hablar con nadie. La travesía dura cuatro horas y cuarto, así que dispondrás de mucho tiempo. Cuando estés en medio del Canal, te marcharás del bar y le dirás al camarero que sales a cubierta. Pero bajarás al camarote y te transformarás en Anita Marsh, con una peluca y vestida de mujer mayor. Luego cogerás tu ropa, tu pasaporte y tu teléfono móvil y los tirarás por la borda.

Lorraine lo miraba absolutamente estupefacta.

– En Dieppe cogerás un tren a París. Allí romperás tu pasaporte de Anita Marsh y comprarás un billete de avión a Melbourne a nombre de Margaret Nelson. Yo te estaré esperando al otro lado cuando llegues.

– Joder, has pensado en todo, ¿verdad?

En aquel momento no supo si estaba contenta o enfadada.

– Sí, bueno, no he tenido mucho más que hacer, la verdad.

– Prométeme una cosa… Todo este dinero… No tienes pensado meterlo en algún negocio, ¿verdad?

– Qué va. He aprendido la lección, nena. Lo he pensado muchísimo. El problema es que cuando te endeudas entras en una espiral. Ahora somos libres, podemos volver a empezar. Empezar en Australia y luego tal vez irnos a otra parte, vivir en un lugar soleado. ¡A mí me suena bien! Con el tiempo, podemos meter el dinero en el banco y vivir de los intereses.

Lorraine miró a Ronnie con recelo.

Él señaló el sobre.

– Ahí dentro hay algo más para ti.

Ella sacó una bolsa de celofán. Dentro había varios sellos sueltos.

– Para ayudarte a ir tirando -dijo-. Con los gastos. Date un par de caprichos para animarte. Encontrarás un Somerset House de una libra de 1911, cuesta unas mil quinientas libras. También hay uno de un céntimo de 1881, por el que deberías sacar unas quinientas libras. En total valen todos unas cinco mil libras. Llévaselos a un tipo que conozco, él te ofrecerá el mejor precio. Y cuando recibas la pasta gansa, irás a verlo a él para convertirla en sellos. Es de fiar. Nos hará la mejor oferta.

– ¿Y no sabe nada?

– No, Dios mío. -Ronnie arrancó un trozo en blanco de la contraportada de la revista Hello! que había sobre la mesa de la cocina y anotó el nombre de Hugo Hegarty, junto con su número de teléfono y dirección-. Yo era buen cliente suyo.

– Hemos recibido algunas cartas y tarjetas de pésame durante las últimas semanas.

– Me gustaría verlas, leer lo que dice la gente de mí.

– Cosas bonitas. -Soltó una risa triste-. Sue me decía que debía empezar a pensar en el funeral. No habríamos necesitado un ataúd muy grande, ¿verdad? Para una cartera y un móvil.

Los dos se rieron. Luego Lorraine se secó más lágrimas que habían comenzado a deslizarse por su cara.

– Al menos podemos reírnos -dijo-. Eso está bien, ¿verdad?

Ronnie rodeó la mesa, se acercó a ella y la abrazó con fuerza.

– Sí. Está bien.

– ¿Por qué Australia?

– Está muy lejos. Allí podemos ser anónimos. Además, tengo un colega que fue a vivir allí hace unos años. Puedo confiar en él… Volverá a convertir los sellos en dinero, sin hacer preguntas.

– ¿Quién?

– Chad Skeggs.

Lorraine lo miró con cara de susto, como si acabaran de pegarle un tiro.

– ¿Ricky Skeggs?

– Sí. Saliste con él antes de mí, ¿verdad? Les decía a todas sus chicas que lo llamaran Ricky. Como si fuera un privilegio especial. Chad para los negocios, Chad para los colegas, pero Ricky para sus chicas. Siempre fue muy particular para estas cosas.

– Es el mismo nombre -dijo ella-. Los dos son diminutivos de Richard.

– Sí, lo que tú digas.

– No, no me vengas con «lo que yo diga», Ronnie. Y no salí con él. Sólo tuvimos una cita. Intentó violarme, ¿recuerdas? Te lo conté todo.

– Sí… La violación era su idea de los preliminares.

– Hablo en serio. Te conté la historia, ¿no? A principios de los años noventa, tenía un Porsche. Salimos una noche…

– Recuerdo ese Porsche. Un 911 Targa. Negro. Yo trabajaba para Brighton Connoisseur Cars, lo reparamos entero después de que quedara siniestro total, al chocar contra un árbol. Unimos la parte trasera con la parte delantera de otro. Se lo vendimos barato. ¡Era una puta trampa mortal!

– ¿Y se lo vendiste a tu amigo?

– Él sabía que no era fiable y no lo hacía correr demasiado. Sólo lo utilizaba para presumir, y para atraer a bombones como tú.

– Sí, bueno, después de tomar unas copas en el bar, pensé que me llevaría a cenar algo. Pero me llevó a los Downs, me dijo que a las chicas que se follaba les permitía llamarle Ricky, luego se bajó la cremallera y me dijo que se la chupara. Me quedé muerta.

– Cabrón asqueroso.

– Entonces, cuando le dije que me llevara a casa, intentó sacarme del coche a rastras, me dijo que era una zorra desagradecida y que iba a enseñarme lo que era un buen polvo. Le arañé la cara, luego toqué la bocina y de repente aparecieron unos faros que se acercaban a nosotros. Le entró el pánico y me llevó a casa

– ¿Y?

– No dijo ni una palabra. Me bajé del coche y eso fue todo. Le veía por la ciudad de vez en cuando, siempre con una mujer diferente. Luego alguien me dijo que se había marchado a Australia. No lo bastante lejos en mi opinión.

Ronnie se quedó sentado en un silencio incómodo. Lorraine apagó el cigarrillo, que se había consumido hasta el filtro, y encendió otro. Por fin Ronnie habló.

– Chad es buena gente. Seguramente esa noche lo pillaste cabreado. Tiene un ego importante, siempre lo ha tenido. Ya verás que ahora se ha moderado, con la edad.

Lorraine se quedó callada un buen rato.

– No pasará nada, nena -añadió Ronnie-. Saldrá bien. ¿Cuánta gente hay a quien se le brinde la oportunidad de comenzar de nuevo?

– Comenzar de nuevo relativamente -dijo ella con amargura-. La persona de la que vamos a depender por completo intentó violarme una vez.

– ¿Tienes un plan mejor? -le espetó Ronnie de repente-. Dime, ¿tienes un plan mejor?

Lorraine lo miró. Parecía distinto de cuando se había marchado a Nueva York. Y no sólo físicamente. No eran sólo la barba y la cabeza rapada, algo más parecía haber cambiado. Parecía más autoritario, más duro.

O, debido a la larga ausencia, quizá lo viera por primera vez tal como era en realidad.

– No -le contestó a regañadientes, era evidente que no tenía un plan mejor.

103

Octubre de 2007

Abby, que esperaba en el sofá de piel del despacho de Hugo Hegarty, sopló su té y bebió un sorbo. Luego cogió una galleta. No había desayunado nada y notaba la necesidad de tomar azúcar. Cuando Hegarty por fin regresó, parecía haberse ausentado mucho rato.

– Disculpe la espera -dijo con educación, y se sentó detrás de su mesa. Luego volvió a mirar los sellos unos momentos-. Son todos de una calidad excelente -dijo-. Están nuevos. Es una colección muy importante.

Abby sonrió.

– Gracias.

– ¿Y quiere venderlos todos?

– Sí.

– ¿En qué precio está pensando?

– El valor de catálogo es algo superior a los cuatro millones de libras -contestó ella.

– Sí, correcto, más o menos. Pero me temo que nadie va a pagarle precios de catálogo. Cualquiera que los compre querrá sacar un margen. Cuanto mejor sea su procedencia, más bajo será ese margen, por supuesto.

– ¿Usted está dispuesto a comprarlos? -le preguntó Abby-. ¿A un precio reducido?

– ¿Puede explicarme más detalladamente cómo llegaron a sus manos? Anoche dijo que estaba vaciando y ordenando la casa de su tía.

– Sí.

– En Sydney, Australia.

Ella asintió.

¿Cómo se llamaba su tía?

– Anne Jennings.

– ¿Y tiene algo para demostrarme la cadena de título?

– ¿Qué necesita?

– Una copia de su testamento. Tal vez pudiera pedirle a su abogado que se lo mandara por fax. No sé qué hora será ahora allí. -Miró su reloj-. De noche, creo. Podría hacerlo mañana.

– ¿Y cuánto me pagaría por la colección?

– ¿Con una cadena de título? Estaría dispuesto a pagarle dos y medio. Millones.

– ¿Y sin ella? ¿A tocateja, ahora?

Hegarty dijo que no con la cabeza sonriendo irónicamente.

– Me temo que conmigo no funciona así.

– Me habían dicho que usted era el hombre al que tenía que acudir.

– No, ya no. Mire, señorita, le daré un consejo: divida la colección. Es demasiado grande, la gente le hará preguntas. Divídala ya. Hay algunos comerciantes aquí en el Reino Unido. Lleve una plancha a uno, otra a otro. Tal vez pueda verse con algunos comerciantes del extranjero, regatee con ellos. No tiene que aceptar sus precios si no le gustan. Véndalos sin hacer ruido, durante un par de años, y así no llamará la atención de nadie.

Hegarty recogió los sellos con cuidado, de un modo casi reverencial, y volvió a guardarlos todos en sus hojas protectoras.

Destrozada, Abby dijo con voz débil:

– ¿Puede recomendarme algún comerciante aquí en el Reino Unido?

– Sí, a ver, déjeme pensar. -Recitó de un tirón varios nombres mientras metía los sellos en el sobre acolchado. Abby los apuntó. Luego añadió, como si se le ocurriera de pronto-: Naturalmente, se me ocurre alguien más.

– ¿Quién?

– He oído que Chad Skeggs está en la ciudad -dijo, mirándola fijamente.

Y ella no pudo evitarlo. Se puso roja como un tomate. Luego, le pidió si podía llamarle un taxi.

Hugo Hegarty acompañó a Abby a la puerta. Hubo un silencio gélido entre ellos y a ella no se le ocurrió nada que decir para romperlo más que un triste:

– No es lo que usted piensa.

– Ése es el problema con Chad Skeggs -replicó el hombre-. Que nunca lo es.

Cuando Abby se marchó, Hegarty fue directamente a su despacho y llamó al sargento Branson. No tenía mucho más que añadir a su conversación anterior, salvo darle el nombre de la tía de la joven, Anne Jennings.

En su opinión, todo lo que pudiera hacer, cualquier cosa, para devolvérsela a Chad Skeggs no sería suficiente.

104

Octubre de 2007

Abby abrió la puerta trasera del taxi, profundamente afligida por el encuentro con Hugo Hegarty, y lanzó una mirada sombría a la lluvia torrencial que caía en Dyke Road Avenue.

La furgoneta de British Telecom todavía estaba allí y el coche pequeño azul oscuro seguía aparcado un poco más adelante. Se subió al taxi y cerró la puerta.

– ¿Al Grand Hotel? -preguntó la taxista para confirmar el destino.

Abby asintió. Era la dirección errónea, la que había dado a propósito al llamar desde el despacho de Hegarty, porque no quería que él supiera dónde se hospedaba. Se bajaría en algún sitio antes de llegar.

Se recostó en el asiento, pensativa. Ni una palabra de Ricky. Dave se equivocaba: vender los sellos sería mucho más complicado de lo que le había dicho, y, además, les llevaría mucho más tiempo.

Su teléfono empezó a sonar. La pantalla le dijo que era su madre. Contestó muerta de miedo, agarrando el móvil bien pegado a la oreja, consciente de que la conductora estaría escuchando.

– ¡Mamá!-dijo.

Su madre parecía desorientada y muy angustiada. Respiraba entrecortadamente.

– Por favor, Abby, por favor, tengo que tomar mi medicación, estoy cada vez más… -Calló y respiró con brusquedad, luego soltó un jadeo sofocado-. Los espasmos. Yo… por favor… No tendrías que habértelos llevado. Está mal… -Soltó otro jadeo.

Entonces la llamada se cortó.

Abby volvió a llamar desesperada, pero saltó directamente el contestador, como antes.

Temblando, miró la pantalla del móvil, esperando que volviera a cobrar vida en cualquier momento con una llamada de Ricky. Pero permaneció en silencio.

Cerró los ojos. ¿Cuánto tiempo más podía aguantar su madre? ¿Cuánto más podía hacerla sufrir?

«Cabrón. Cabrón, cabrón, cabrón, cabrón, cabrón.»

Ricky era listo. Demasiado listo, joder. Estaba ganando. Sabía que no podría vender los sellos tan fácilmente y que, por lo tanto, casi seguro que seguía teniéndolos en su poder. Su plan de quitárselo de encima con una pequeña suma de dinero, diciéndole que había transferido la mayor parte a Dave, se había ido al garete.

Ya no sabía qué debía hacer.

Volvió a mirar el teléfono, deseando que sonara.

En realidad, había algo que sí podía hacer y tenía que hacerlo cuanto antes. Debía poner fin al sufrimiento de su madre, aunque significara llegar a un trato con Ricky. Lo que significaría darle lo que quería, o al menos casi todo.

Luego se le ocurrió una idea. Inclinándose hacia delante para hablar con la conductora, dijo:

– ¿Conoce usted alguna tienda de sellos en la ciudad?

El nombre que figuraba en la licencia de conducción decía «Sally Bidwell».

– Hay una en Queen's Road, justo bajando la estación, llamada Hawkes. Creo que hay otra en Shoreham. Y también estoy segura de que hay una en los Lanes, en Prince Albert Street -respondió Sally Bidwell.

– Lléveme a Queen's Road -dijo Abby-. Es la más cercana.

– ¿Es usted coleccionista?

– Me interesa el tema -dijo Abby, se metió la mano dentro del abrigo y se desabrochó el cinturón.

– Siempre he pensado que era más una afición de hombres.

– Sí -dijo Abby con educación.

Extrajo el sobre acolchado, lo mantuvo abajo, fuera del campo de visión del retrovisor, y repasó el contenido, buscan algunos de los ejemplares menos valiosos. Sacó un bloque d cuatro sellos con cruces de Malta que costaban unas mil libras. También había algunos sellos con el puente del puerto de Sydney que valían unas cuatrocientas libras la plancha. Dejó éstos fuera, luego metió el resto en el sobre y volvió a guardárselo debajo del jersey bien atado con el cinturón.

Al cabo de unos minutos, el taxi se detuvo delante de Hawkes. Abby pagó y se bajó, conservando los sellos bien secos, en su celofán, dentro del abrigo. Pasó un autobús, luego advirtió fugazmente que la adelantaba un coche pequeño azul, con dos hombres sentados delante, un Peugeot o un Renault, pensó. El pasajero hablaba por el móvil. El coche parecía muy similar al que había visto aparcado cerca de la casa de Hegarty. ¿O se estaba volviendo paranoica?

No había ningún cliente en la tienda. Una mujer de pelo rubio y largo estaba sentada a una mesa, leyendo un ejemplar de un periódico local. A Abby le gustó bastante el ambiente ligeramente destartalado del lugar. No parecía afectado, no daba la sensación de ser uno de esos sitios donde seguramente formularían todo tipo de preguntas difíciles sobre la procedencia y la cadena de título.

– Tengo unos sellos que me interesa vender -dijo.

– ¿Los tiene aquí?

Abby se los entregó. La mujer dejó a un lado el periódico y echó una mirada rápida a los sellos.

– Qué bonitos -dijo, en tono agradable-. Hacía tiempo que no veía éstos del puerto de Sydney. Déjeme que compruebe algunas cosas. ¿Le parece bien que me los lleve adentro?

– Adelante.

La mujer fue hacia una puerta abierta y se sentó a un escritorio en el que había una lupa grande. Abby la observó colocar los sellos sobre la mesa y luego comenzar a examinar cada uno detenidamente.

Ella miró la portada del Argus. El titular decía: Segunda mujer asesinada vinculada a víctima del 11-s.

Entonces vio las fotografías que había debajo. Y se quedó helada.

La más pequeña mostraba a una mujer rubia pero de aspecto severo, de unos veintitantos años, mirando seductoramente a la cámara como si quisiera acostarse con quien estaba detrás. El pie de foto decía: «Joanna Wilson». La fotografía más grande mostraba a otra mujer de unos treinta y tantos años. Tenía el pelo rubio y ondulado y era atractiva, lucía una sonrisa amplia y agradable, aunque había algo un poco chabacano en ella, como si tuviera dinero pero no demasiado estilo. El nombre que figuraba debajo de la fotografía era Lorraine Wilson.

Pero la instantánea que contemplaba Abby era la del hombre que aparecía en el centro. Totalmente absorta miró su rostro, luego su nombre, Ronald Wilson, luego su rostro de nuevo. Leyó su nombre otra vez y leyó el primer párrafo:

Ha sido identificado el cadáver de la mujer de 42 años hallado hace cinco semanas en el maletero de un coche en un río a las afueras de Geelong, cerca de Melbourne, Australia. Se trata de Lorraine Wilson, viuda del empresario de Brighton Ronald Wilson, uno de los 67 ciudadanos británicos que fallecieron en el World Trade Center el 11-S.

Abby echó otra ojeada. Era como si, de repente, alguien hubiera apagado una luz en su interior. Luego siguió leyendo:

El viernes pasado, en el centro de Brighton, unos obreros que excavaban los cimientos para la urbanización Nueva Inglaterra hallaron los restos óseos de Joanna Wilson, de 29 años. Era la primera mujer de Wilson, ha confirmado al Argus esta mañana la inspectora Elizabeth Mantle, investigadora jefe del Departamento de Investigación Criminal de Sussex.

La policía de Sussex está desconcertada por las pruebas que indican que el cuerpo de Lorraine Wilson llevaba aproximadamente dos años en el río Barwon. Como informó este periódico en su momento, se creía que la señora Wilson se había suicidado en noviembre de 2002, cuando desapareció del ferry de Newhaven a Dieppe durante una travesía nocturna, aunque el juez de instrucción consignó en aquel entonces que no habían podido esclarecerse las circunstancias de lo ocurrido.

La inspectora Mantle ha declarado que las investigaciones sobre su «suicidio» se reabrirán de inmediato.

Abby miró otra vez cada una de las fotografías, pero sus ojos volvieron a posarse en el hombre del centro. De repente, el suelo pareció inclinarse. Dio un par de pasos hacia la izquierda, para evitar caerse, y se agarró al borde de la mesa. Era como si las paredes se movieran, girando a su alrededor.

– ¿Se encuentra bien? ¿Hola? -le preguntó una voz incorpórea.

Vio a la mujer, la comerciante de sellos rubia, de pie en la puerta. Abby la vio pasar por delante de ella como si fuera la encargada del tiovivo de un parque de atracciones. Entonces volvió a aparecer.

– ¿Quiere sentarse? -dijo la voz.

El tiovivo estaba frenando. Abby temblaba y sudaba a la vez.

– Estoy bien -dijo, respirando entrecortadamente y mirando de nuevo el periódico.

– Una historia interesante -dijo la mujer, señalando el diario con la cabeza. Luego volvió a mirarla, preocupada-. Estaba en el negocio de los sellos. Yo lo conocía.

– Ah.

Abby volvió a mirar la fotografía. Apenas oyó las palabras de la mujer mientras le ofrecía 2.350 libras por los sellos. Cogió el dinero, en metálico, en billetes de cincuenta libras, y se los guardó apretujados en los bolsillos.

105

Octubre de 2007

Aturdida, Abby salió a la calle. Su teléfono comenzó a sonar, pero ella ni se dio cuenta hasta pasados unos momentos.

– ¿Sí? ¿Diga? -soltó.

Era Ricky. Apenas le oía por culpa del rugido del tráfico.

– Espera -dijo, y corrió por la calle bajo la lluvia hasta que encontró un portal cubierto. Se metió debajo y dijo-: Lo siento, ¿qué has dicho?

– Estoy preocupado por tu madre.

Abby necesitó un momento para responder. Para tragarse el sollozo que notaba en la garganta. Para ralentizar su respiración.

– Por favor -dijo jadeando-. Dime dónde está, Ricky, o devuélvemela.

– Necesita su medicación, Abby.

– La conseguiré. Tú dime dónde tengo que llevarla.

– No es tan sencillo.

Un autobús se detuvo detrás de una hilera de tráfico justo delante de ella. El ruido del motor dificultó poder hablar o escuchar. Volvió a salir a la lluvia, subió la calle corriendo y se metió debajo de la entrada de una tienda. No le gustaba la forma como Ricky había dicho «no es tan sencillo».

De repente, le entró un pánico terrible por si su madre había muerto. ¿La había matado el espasmo, desde que habían hablado hacía sólo un rato?

Se echó a llorar, no pudo evitarlo. Por la impresión que le había causado lo que acababa de leer y ahora esto, estaba absolutamente perdida.

– ¿Está bien? Por favor, sólo dime si está bien.

– No, no está bien.

– Pero está viva.

– De momento.

Entonces la llamada terminó.

– ¡No! -gritó-. ¡No! ¡Por favor!

Se quedó apoyada en la puerta de la tienda, sin importarle si alguien en su interior la observaba o no. Le escocían los ojos por la lluvia y las lágrimas, casi la cegaban, pero no tanto como para impedirle ver un coche pequeño marrón que pasó despacio delante de ella.

Dentro había dos hombres, el que estaba sentado en el asiento del copiloto hablaba por teléfono. Los dos tenían el pelo corto: uno iba totalmente rapado y el otro lo llevaba al uno. Tipos de aspecto militar. O policial.

La miraron igual que los dos hombres que había visto pasar en el coche azul antes de entrar en Hawkes. El tiempo que llevaba huyendo había aguzado su conciencia de todo lo que sucedía a su alrededor. Había algo en esos coches que le daba mala espina.

Los dos con el copiloto al teléfono.

Los dos la habían mirado al pasar por delante de ella.

¿Había llamado Hugo Hegarty a la policía? ¿La estaban vigilando?

Los dos coches avanzaban entre el tráfico denso hacia el sur. ¿Había más? ¿Hacia el norte? ¿Policías a pie?

Miró frenéticamente en todas direcciones, luego corrió hacia arriba, giró a la izquierda en un callejón y pasó por delante de una hilera de cubos de basura malolientes. Al otro lado de la siguiente calle vio un callejón que subía entre dos casas. Miró un momento hacia atrás, pero no vio que la siguiera nadie, así que se adentró en aquel espacio estrecho. La lluvia empezaba a amainar un poco. Su mente iba a mil por hora. Conocía esta zona como la palma de su mano, porque durante un tiempo, en su vida anterior, había residido en un piso cerca de Seven Dials.

Corrió deprisa, comprobando cada pocos pasos que aún llevaba el paquete firmemente atado a la cintura y que el dinero seguía bien guardado en sus bolsillos, luego miraba hacia atrás. Aceleró la marcha en una calle de casas adosadas flanqueada de árboles. Gracias a aquel tiempo horrible, había poca gente por la calle que pudiera fijarse en ella. El ejercicio y el golpeteo de la lluvia en su cara la ayudaron a despejarse un poco.

La ayudaron a pensar.

Abby se dirigió colina arriba, hacia el Dials, luego giró a la derecha, recorrió otra calle residencial y salió por encima de la estación. Retirándose, para que nadie la viera desde la carretera, vio pasar varios coches y vehículos comerciales, luego cruzó corriendo Buckingham Road y accedió a otra calle justo por encima de la estación. La recorrió a toda prisa y, de nuevo, esperando con cuidado, cruzó otra carretera principal, New England Hill, y subió otra colina a través de un laberinto de calles residenciales de casas adosadas y un mar de tablones de anuncios de inmobiliarias.

Le entró flato y se detuvo unos momentos, luego comenzó a caminar a paso de peatón, engullendo el aire, sudando profusamente. Casi había dejado de llover y soplaba un viento fuerte, refrescante, que le sentó bien en la cara.

Ahora ya pensaba con claridad, con más claridad que hacía unas horas, como si la impresión de lo que había visto en el Argus la hubiera reactivado. A grandes zancadas y con determinación, siguió caminando por calles secundarias, girando la cabeza constantemente por si vislumbraba un coche azul o marrón, o cualquier otro coche con dos personas dentro, pero no vio nada que la inquietara.

¿Había visto Ricky la noticia del Argus? ¿Habrían publicado la noticia también otros periódicos? Seguro que la vería. Allí donde estuviera, tendría diarios, radio, televisión.

Entró en un kiosco y hojeó deprisa algunos rotativos nacionales. Ninguno se hacía eco todavía de la historia. Compró el Argus y se quedó delante de la tienda, mirando durante un buen rato la cara del hombre de la portada. Sentía un torbellino de emociones.

Luego, todavía clavada en el mismo lugar de la calle, releyó todo el artículo. Le sirvió para llenar las lagunas del pasado de Dave. Los silencios, las respuestas esquivas, los cambios rápidos de conversación cada vez que sacaba el tema a colación. Y los comentarios de Ricky para comprobar cuánto sabía ella sobre Dave.

¿Cuánto sabría Ricky sobre Dave?

Caminó unos pasos, luego se sentó en un portal mojado con la cabeza entre las manos. Nunca en su vida había estado tan asustada. No sólo por su madre, sino por el futuro.

«La vida es un juego», le gustaba decir a Dave. Le gustaba recordárselo. «Un juego.» Todo esto había comenzado como un juego.

Algún tipo de juego.

«En la vida no hay víctimas, Abby. Hay ganadores y perdedores.»

Las lágrimas volvían a empañar sus ojos. La voz lastimera de su madre resonaba en sus oídos, en su corazón. Marcó su número de móvil, luego el de Ricky, en vano.

«Llámame. Por favor, llámame. Haré un trato.»

Al cabo de unos minutos, se levantó y bajó una colina. Luego recorrió una calle por la que se veía la vía del tren de la línea Londres-Brighton a través de las verjas que había detrás. Bajó unas escaleras de piedra, atravesó un túnel corto y subió a la taquilla de la estación de Preston Park.

Era una pequeña estación de cercanías, concurrida en hora punta, desierta casi el resto del día. Si la policía estaba siguiéndola, si la habían visto en el centro, cerca de la estación central de Brighton, tal vez fuera allí donde estuvieran buscándola. Era menos probable que anduvieran por aquí, decidió.

«La vida es un juego.»

Estudió el horario y buscó una ruta que la llevara a Eastbourne, evitando la estación central de Brighton, y luego al aeropuerto de Gatwick, que ahora formaba parte del nuevo plan que estaba cristalizando en su cabeza.

Su móvil pitó de repente. Lo sacó, deseando desesperadamente que fuera un mensaje de Ricky, pero no lo era. Decía: «¿El silencio es oro? Besos».

De repente, cayó en la cuenta de que no había respondido el último mensaje de Dave. Se quedó pensando unos momentos, luego contestó: «Problemas. Besos».

Al cabo de unos minutos, mientras se subía al tren, su teléfono volvió a pitar y recibió la respuesta: «El amor, como los ríos, abre un camino nuevo cuando encuentra un obstáculo».

Se acomodó en su asiento, demasiado abatida como para pensar en una cita para contestarle. Así que respondió con un único «Besos».

Entonces miró sombríamente por la ventana a la pared de piedra caliza que se elevaba a cada lado mientras el tren salía de la estación. Un miedo gélido y oscuro la envolvió.

106

Octubre de 2007

El interior del hotel Marriott Financial Center tenía un ambiente moderno, ligeramente zen, pensó Roy Grace mientras se alejaba de la recepción y cruzaba el vestíbulo con su bolsa. Y parecía muy nuevo por las lámparas de las mesas, que eran como copas de Martini opacas invertidas, y los jarrones blancos y finos de las mesas negras, de los que salían tallos largos, tan elegantes y perfectos que parecían diseñados más que cultivados.

Le resultaba difícil creer que este lugar, situado justo al lado de la Zona Cero, hubiera quedado destrozado el 11-S. Parecía importante, sólido, indestructible, como si siempre hubiera estado aquí y siempre fuera a estar.

Pasó por delante de un grupo de hombres de negocios vestidos de traje oscuro y corbata que hablaban muy serios. Pat Lynch le esperaba, de pie sobre una alfombra roja en el centro del suelo de mármol color crema. Se había puesto ropa informal: un chaleco verde sobre una camiseta negra, vaqueros azules y zapatos negros sólidos. Roy adivinó dónde llevaba el arma por el bulto.

Pat levantó las manos.

– ¿Todo arreglado? Dennis está aparcado fuera. Estamos listos.

Grace lo siguió hacia la puerta giratoria. El mundo cambió de repente cuando salió al otro lado de aquella mañana húmeda de octubre. El tráfico, que ocupaba varios carriles, circulaba con lentitud. Una hormigonera daba vueltas delante de él. Un portero, cuya elegancia quedaba estropeada por un gorro de ducha encima de la gorra del uniforme, sujetaba la puerta de un taxi amarillo para que entraran tres hombres de negocios japoneses.

Mientras caminaban por la acera hacia el Crown Victoria, Dennis señaló una franja ancha de cielo. Estaba limitada por unos rascacielos estrechos a un lado y la masa mucho más densa del centro de Nueva York al otro. De un edificio verde y bajo en forma de respiradero salía vapor o humo. Casi justo delante de ellos se erigía lo que parecía un puente provisional que cruzaba la calle.

– ¿Ves ese espacio, colega? -dijo Pat, señalando el cielo.

Grace asintió.

– Allí es donde estaban las Torres. -Echó un vistazo a su reloj-. Media hora antes que ahora, la mañana del 11 de septiembre, habrías contemplado el World Trade Center. No verías cielo, habrías visto esos edificios tan hermosos.

Luego llevó a Roy más allá del coche hacia una esquina y señaló a su derecha la mole ennegrecida de un edificio alto del que colgaban unas tiras enormes de un material oscuro que cubría el exterior como si fueran persianas negras gigantes.

– Te hablé del edificio del Deutsche Bank, ¿verdad? Donde hace poco encontraron más restos humanos. Es ése. Perdimos a dos bomberos allí, en verano, en agosto. ¿Y sabes qué? Esos dos hombres estuvieron en la Zona Cero el 11-S. Entraron en el World Trade Center y sobrevivieron. Pero luego murieron aquí, seis años después.

– Qué triste -dijo Roy-. E irónico.

– Irónico, sí. Hace que te preguntes si este lugar estará gafado… Ya sabes, maldito.

Subieron al Crown Victoria. Un camión marrón de UPS intentaba aparcar marcha atrás en un espacio muy justo delante de ellos. Dennis, sentado al volante, saludó alegremente a Roy con la mano.

– ¡Eh! ¿Qué tal? -Entonces miró el camión de UPS, que acababa de montarse en la acera por segunda vez, peligrosamente cerca de un buzón, y que ahora volvía a avanzar lentamente hacia delante-. ¡Eh, vamos, señora, que conduce una furgoneta, no un puto elefante!

El vehículo volvió a dar marcha atrás aún más cerca del buzón.

– ¡Joder, señora! -dijo Dennis-. ¡Cuidado con el buzón! ¡Si se lo carga será un delito federal!

– Bueno, ¿más comerciantes de sellos? -dijo Pat, intentando centrarse en la tarea que les aguardaba.

– Tengo otros seis en mi lista.

– Ya sabes, si hoy no tienes suerte, podemos ampliar la búsqueda -dijo Pat-. Podemos encargarnos nosotros.

– Os lo agradezco.

– No es nada.

Dennis condujo por delante de la Zona Cero. Grace miró las vallas de acero, los muros de hormigón, las casetas móviles que servían de almacén y oficinas, las grúas que se elevaban como cuellos de jirafa, las hileras de focos en postes altos. El área era vastísima, casi incomprensiblemente. No dejaba de pensar en la descripción de los dos hombres, que la habían llamado «la panza de la bestia». Pero ahora era una bestia extrañamente tranquila. No se oía el barullo habitual en la mayoría de las obras. A pesar de todo el trabajo que estaba realizándose, reinaba un silencio casi reverencial.

– ¿Sabes? He estado pensando en esa mujer de Australia, ¿sí? La del río -dijo Pat, volviéndose otra vez para mirar a Roy.

– ¿Tienes una teoría?

– Claro. Tenía calor, ¿vale?, así que se metió en el río y no se dio cuenta de que había un coche hundido con el maletero abierto. Se zambulló directamente en el interior del maletero y se dio un golpe en el cuello. El impacto provocó que el coche se levantara y se hundiera un poco más. La presión del agua y la corriente cerraron la puerta. ¡Pam!

– ¡Está claro!-sonrió Dennis.

– Sí, eso es-dijo Pat-.Clarísimo.

– Si quieres que resolvamos algunos de tus casos, mándanos los expedientes -dijo Dennis.

Grace intentó no hacer caso a sus bromas y concentrarse en la última información que había recibido de Glenn Branson. Habían hablado unos minutos antes de salir del hotel. Glenn le dijo que en Hawkes habían pagado dos mil trescientas cincuenta libras a Katherine Jennings por unos cuantos sellos después de que Hegarty se negara a colaborar con ella. Luego, cuando se marchó de la tienda, el equipo de vigilancia la perdió.

¿Los había descubierto?, se preguntó Grace. Era improbable, porque eran bastante buenos. Aunque siempre existía esa posibilidad. Entonces otro pensamiento cruzó su mente: el coche alquilado por Chad Skeggs y que estaba aparcado delante del piso de Katherine Jennings. La mujer no había vuelto a su casa en todo el tiempo que el coche llevaba allí. ¿Acaso era Chad Skeggs de quien huía?

El comerciante de sellos le había dicho a Glenn que Katherine Jennings parecía asustada y muy nerviosa. Mañana por la mañana, cuando fuera de día en Melbourne, averiguarían si alguien que respondía al nombre de Anne Jennings había muerto recientemente y, en caso que así fuera, si era lo bastante rica como para poseer tres millones y pico de libras en sellos y haberlo olvidado.

Empezaba a dar la impresión de que el instinto de Kevin Spinella sobre aquella mujer era cierto.

De repente, Dennis frenó con brusquedad. Roy miró por la ventanilla, preguntándose dónde estaban. Un hombre de facciones orientales pasó vestido con un uniforme blanco de chef y una gorra de béisbol puesta del revés en la cabeza. Se encontraban en una calle estrecha con casas de piedra rojiza a ambos lados y una hilera de toldos de colores chillones sobre las fachadas de las tiendas. Justo delante de ellos había otro toldo, éste con letras blancas y negras elegantes. Decía: Abe Miller Asociados. Filatelia y numismática.

Dennis detuvo el coche delante de una señal de prohibido aparcar que había justo enfrente y pegó por dentro del parabrisas un cartón grande con la palabra Policía escrita rudimentariamente. Luego los tres entraron en el local.

El interior tenía un aire lujoso y a Grace le recordó a un club de caballeros antiguo. Estaba revestido con paneles de madera oscuros y relucientes, había dos sillones negros de piel y una alfombra gruesa y desprendía un fuerte olor a cera para muebles. Sólo las vitrinas de cristal, que contenían una pequeña colección de sellos que parecían muy antiguos, y el mostrador con la superficie de cristal, que exponía una hilera de monedas sobre terciopelo violeta, indicaban que se trataba de un negocio.

Cuando la puerta se cerró tras ellos, un hombre alto y muy obeso, de unos cincuenta años, con una sonrisa amplia y acogedora en los labios, se materializó a través de una puerta oculta en los paneles. Vestido acorde con el local, llevaba un traje de buena factura, de raya diplomática y con chaleco, y lucía una corbata de rayas. Era prácticamente calvo, excepto por un flequillo estrecho parecido a la tonsura de un monje que le llegaba hasta la mitad de la frente y que tenía un aspecto un poco cómico. Además, era imposible saber dónde terminaba la papada y dónde comenzaba el cuello.

– Buenos días, caballeros -les dijo afablemente, con una voz aguda que no sorprendió a Grace-. Soy Abe Miller. ¿En qué puedo ayudarles?

Dennis y Pad mostraron sus placas y presentaron a Roy Grace. Abe Miller siguió igual de afable, sin mostrar ningún tipo de decepción porque no fueran clientes.

Grace, que pensaba que el hombre era demasiado grande y torpe para manejar artículos tan delicados como los sellos y las monedas raros, le enseñó las tres fotografías distintas que había traído de Ronnie Wilson. Emocionado, vio un atisbo de reconocimiento en el rostro de Abe Miller. El comerciante volvió a mirarlas, luego una tercera vez.

– Creemos que estaba en Nueva York por la época del 11-S -apuntó Grace.

– Le he visto. -Abe Miller asintió pensativamente-. Déjeme pensar. -Entonces levantó un dedo-. Estoy bastante seguro de recordar a este tipo, ¿saben por qué? -Miró a los tres policías, uno por uno.

Grace negó con la cabeza.

– No.

– Porque creo que fue la primera persona que entró aquí después del 11-S.

– Se llama Ronald Wilson -dijo Grace-. Ronald o Ronnie.

– El nombre no me suena. Pero dejen que vaya a comprobar algo a la trastienda. Denme dos minutos.

Desapareció por la puerta oculta y regresó un minuto después con una tarjeta antigua con notas escritas a tinta.

– Aquí está -dijo. Dejó la tarjeta sobre el mostrador y la leyó un momento-. Miércoles, 12 de septiembre de 2001. -Entonces volvió a mirar a los tres hombres-. Le compré cuatro sellos. Los cuatro eran Eduardos, de una libra, sin montar y nuevos. La goma estaba perfecta, sin charnela. -Entonces sonrió con picardía-. Le pagué dos mil pavos por cada uno. ¡Menuda ganga! -Volvió a mirar la tarjeta-. Los vendí unas semanas después, saqué un buen beneficio. La cuestión es que no tendría que haberlos vendido, ese día no. Demonios, todos creíamos que tal vez el mundo se acabaría. -Entonces volvió a mirar la tarjeta y frunció el ceño-. ¿Ronald Wilson, han dicho?

– Sí -contestó Grace.

– No. No, señor. No se llamaba así. No es el nombre que me dio. Aquí anoté David Nelson. Sí, así se llamaba. Señor David Nelson.

– ¿Le dio una dirección o un número de teléfono? -preguntó Grace.

– No, señor.

En cuanto salieron a la calle, Grace llamó a Glenn Branson. Le dijo que informara a Norman Potting y Nick Nicholl que ahora su prioridad máxima era averiguar si se conservaban los registros de inmigración de 2001 y, en caso afirmativo, que comprobaran si aparecía en ellos un tal David Nelson.

La reunión que acababa de mantener le había dejado buenas sensaciones. Pero la única sombra, como apuntó Glenn, y como Grace ya había pensado, era si Ronnie Wilson todavía utilizaba ese nombre cuando se marchó a Australia, si es que había ido allí. Tal vez entonces ya se hubiera convertido en otra persona.

Pero una hora después, mientras estaban a punto de entrar en el despacho azul pizarra y gris del forense, Glenn Branson le llamó. Parecía emocionado.

– ¡Tenemos novedades!

– Cuéntame.

– Antes te he dicho que habíamos perdido a Katherine Jennings, ¿verdad? Que había burlado al equipo de vigilancia. Bueno, pues agárrate. Ha entrado en la comisaría de policía de John Street hace una hora.

Las palabras fueron como una descarga eléctrica.

– ¿Qué? ¿Por qué?

– Dice que han secuestrado a su madre, una ancianita enferma. Un tipo amenaza con matarla.

– ¿Has hablado con ella?

– Un agente del Departamento de Investigación Criminal ha hablado con ella allí… Y ha descubierto que el hombre a quien acusa del secuestro es nada más y nada menos que Chad Skeggs.

– ¡Joder!

– Ya pensé que te gustaría.

– Y ahora ¿qué?

– He mandado a Bella con una agente de relaciones familiares, Linda Buckley, para que la traigan aquí. Bella y yo vamos a interrogarla cuando llegue.

– Llámame en cuanto hayas hablado con ella.

– ¿A qué hora tienes el vuelo?

– Salgo a las seis de la tarde… Las once de la noche para ti.

La voz de Branson cambió de repente.

– Viejo, tal vez tenga que dormir en tu casa esta noche. Ari está que se sube por las paredes. Anoche no llegué a casa hasta las doce.

– ¡Dile que eres policía, no una puta canguro!

– Díselo tú. ¿Quieres que la llame y te la paso?

– La llave está donde siempre -se apresuró a decir Grace.

107

Octubre de 2007

El teléfono de Abby permaneció callado. Parecía que su único medio de contacto con el mundo había muerto. Ya habían transcurrido casi tres horas desde la última vez que había tenido noticias de Ricky.

Miró sombríamente por la ventana del vagón vacío, agarrando la bolsa de plástico en la que había metido todos los medicamentos que encontró en el baño y el dormitorio de su madre. Le dijo a Doris que iba a llevarla a una residencia porque la inquietaba su capacidad de cuidar de sí misma y que la llamaría para darle la nueva dirección de su madre y el teléfono. Doris le dijo que la entristecía perder a su vecina, pero que era afortunada por tener una hija tan buena y generosa que se ocupara de ella.

«Qué irónico», pensó Abby.

El cielo era cada vez más azul. Nubes grandes se deslizaban por él como si estuvieran en una misión urgente. Estaba quedando una tarde de otoño maravillosa y ventosa. El tipo de tarde, en otra vida, cuando era libre, en que le encantaba deambular por el paseo marítimo, en particular por el camino al pie de los acantilados de Black Rock, por delante del puerto deportivo hacia Rottingdean.

Antes a su madre también le gustaba aquella caminata. A veces, iban toda la familia junta los domingos por la tarde: su madre, su padre y ella. Le encantaba cuando la marea estaba alta y las olas estallaban en las escolleras y a veces incluso subían hasta el espigón y la espuma les salpicaba.

Y hubo un tiempo, en algún momento de la noche de su infancia, en que recordaba haber sido feliz. ¿Fue antes de que comenzara a acompañar a su padre a las mansiones donde trabajaba? ¿Antes de ver que había gente que era distinta, que llevaba una vida distinta?

¿Fue ése su punto de inflexión?

A cierta distancia a su izquierda vio las colinas suaves de los Downs mientras el tren regresaba a Brighton, al lugar donde habitaban tantos recuerdos de su vida. Donde seguían viviendo sus amigos, que no sabían que ella estaba aquí y a quienes le habría encantado ver. Más que nunca ahora le habría encantado tener la compañía de sus amigos, desahogarse con alguien que no estuviera involucrado en todo esto. Alguien que pudiera pensar con claridad y le dijera si estaba loca o no. Pero se temía que ya era demasiado tarde para eso.

Los amigos eran una de las partes de la vida con las que no se podía jugar. Pero a veces era necesario desentenderse de ellos, por muy difícil que resultara.

Empezaron a humedecérsele los ojos. Sentía náuseas en la boca del estómago. No había comido nada en todo el día excepto una galleta digestiva en casa de Hugo Hegarty y se había bebido una Coca-Cola en el andén de la estación de Gatwick hacía un rato. Notaba un nudo demasiado grande para tragar nada más.

«Llama, por favor.»

Estaban pasando por Hassocks. Un poco después, penetraron en el Clayton Tunnel. Escuchó el rugido del tren rebotando en las paredes. Vio su reflejo pálido y asustado devolviéndole la mirada en la ventana.

Cuando volvieron a salir a la luz -la vegetación de Mili Hill a su derecha, London Road a su izquierda-, vio consternada que tenía una llamada perdida.

«Mierda.»

Sin número.

Luego volvió a sonar. Era Ricky.

– Cada vez estoy más preocupado por tu madre, Abby. No estoy seguro de que vaya a aguantar mucho más.

– Por favor, ¡déjame hablar con ella, Ricky!

Hubo un silencio breve

– Creo que no está en condiciones de hablar -dijo entonces.

Una oleada de miedo nuevo, más oscuro, recorrió su cuerpo.

– ¿Dónde estás? -le preguntó-. Iré donde estés. Me reuniré contigo donde sea, te daré todo lo que quieres.

– Sí, Abby, sé que lo harás. Nos veremos mañana.

– ¿Mañana? -le gritó-. ¡Ni de coña! Vamos a hacerlo ahora, por favor. Tengo que llevarla al hospital.

– Lo haremos cuando yo diga. Ya me has causado suficientes molestias. Ahora podrás vivir en carne propia lo que se siente.

– Esto no es una molestia, Ricky. Por favor, por el amor de Dios, es una anciana enferma. No ha hecho nada malo. No te ha hecho daño. Págalo conmigo, no con ella.

El tren estaba frenando, acercándose a Preston Park, que era donde quería bajarse.

– Por desgracia, Abby, la tengo a ella y no a ti.

– Me cambiaré por ella.

– Muy gracioso.

– Por favor, Ricky, quedemos y ya está.

– Quedaremos mañana.

– ¡No! ¡Ahora! Por favor, hoy. Puede que mi madre no aguante hasta mañana. -Estaba histérica.

– Sería una pena, ¿verdad? Que muriera sabiendo que su hija es una ladrona.

– Dios santo, eres un cabrón insensible.

– Vas a necesitar un coche -dijo Ricky obviando el comentario-. He enviado la llave del Ford que alquilé por correo a tu piso. Llegará mañana por la mañana.

– Le han puesto un cepo -dijo Abby.

– Entonces tendrás que alquilar otro.

– ¿Dónde quedaremos?

– Te llamaré por la mañana. Ve a alquilar un coche esta tarde. Y lleva los sellos contigo, ¿vale?

– Por favor, ¿podemos quedar ahora? ¿Esta tarde?

Ricky colgó. El tren paró con una sacudida.

Abby se levantó de su asiento y se dirigió a la salida con paso inseguro, agarrando con fuerza el bolso y la bolsa de plástico con una mano y con la otra el pasamanos para bajar al andén. Eran las cuatro y cuarto de la tarde.

«Tengo que mantener la calma -pensó-. Tengo que hacerlo. Como sea. Como sea. Oh, Dios mío, ¿cómo?»

Mientras salía de la estación y se acercaba a la parada de taxis, creyó que iba a vomitar. Consternada, vio que no había ningún taxi esperando. Miró su reloj, inquieta, y marcó el número de una de las empresas locales. Luego llamó a otro número, un teléfono que ya había marcado antes. Contestó la misma voz de hombre.

– Filatélica South-East.

Era el único comerciante de sellos de la ciudad que Hugo Hegarty no le había mencionado.

– Soy Sarah Smith -dijo-. Estoy de camino, esperando un taxi. ¿A qué hora cierran?

– A las cinco y media -dijo el hombre.

Al cabo de quince minutos llenos de inquietud apareció el taxi.

108

Octubre de 2007

La sala de interrogatorio de testigos de Sussex House constaba de dos cuartos. Uno era del tamaño del salón de una casa muy pequeña. El otro, que sólo podía acoger a dos personas una al lado de la otra, sólo se utilizaba para observar.

La habitación mayor, en la que Glenn Branson estaba sentado con Bella Moy y una Katherine Jennings con aspecto muy afligido, contenía tres sillones cuadrados, tapizados en rojo y una mesita de café muy normal. Branson y Abby tenían una taza de café delante de ellos y Bella bebía un vaso de agua.

A diferencia de las salas de interrogatorios sombrías de la maltrecha comisaría central de Brighton en John Street, ésta estaba bien iluminada y tenía vistas.

– ¿Accede a que grabemos esta conversación? -preguntó Branson, señalando con la cabeza las dos cámaras instaladas en la pared que los enfocaban-. Es el procedimiento estándar.

Lo que no añadió es que a veces se entregaba una copia de la cinta a un psicólogo para que realizara un perfil del interrogado. Podían aprenderse muchas cosas del lenguaje corporal de algunos testigos.

– Sí -contestó ella, su voz apenas un susurro.

Branson la examinó detenidamente unos momentos. A pesar de parecer exhausta y tener la cara marcada por el sufrimiento, era una joven guapísima. Casi treinta años, calculó. Pelo negro con un corte un poco severo y teñido, casi con total seguridad, porque sus cejas eran mucho más claras. Tenía una belleza clásica, de pómulos prominentes, frente ancha y nariz exquisita, pequeña, bien cincelada y ligeramente chata. Era el tipo de nariz por la que mujeres menos afortunadas pagaban miles de libras a los cirujanos plásticos. Lo sabía porque Ari le había enseñado una vez un artículo sobre rinoplastias y desde entonces buscaba señales en las mujeres que delataran que se habían operado la nariz.

Pero el rasgo más asombroso de la joven eran sus ojos. Eran de color verde esmeralda, hipnotizantes, felinos. Y brillaban incluso a pesar de la expresión destrozada de su cara.

Además, sabía vestir. Se veía que era una mujer con clase con sus vaqueros de diseño, botines -aunque había que reconocer que los llevaba raspados y llenos de polvo- y un jersey negro de cuello alto de punto, con un cinturón debajo de una chaqueta larga forrada de borreguito que parecía cara. Unos centímetros más y podría haberse subido a una pasarela.

Branson estaba a punto de comenzar la entrevista cuando la joven levantó la mano.

– En realidad no les he dado mi verdadero nombre. Creo que debería aclararlo. Me llamo Abby Dawson.

– ¿Por qué utiliza un nombre distinto? -preguntó Bella con delicadeza.

– Mire, mi madre se está muriendo. Corre muchísimo peligro. ¿Podríamos simplemente… sólo…? -Se tapó la cara con las manos-. Quiero decir, ¿es necesario que pasemos por todo esto? ¿No podríamos… dejarlo para más tarde?

– Me temo que necesitamos todos los hechos, Abby -dijo Bella-. ¿Por qué utilizaba otro nombre?

– Porque… -Se encogió de hombros-. Vine aquí, volví a Inglaterra, para intentar escapar de mi novio. Pensé que le resultaría más difícil encontrarme si tenía otro nombre. -Volvió a encogerse de hombros y esbozó una sonrisa triste-. Me equivoqué.

– De acuerdo, Abby -dijo Glenn-, ¿querría contarnos qué ha pasado exactamente? Todo lo que necesitamos saber sobre usted, su madre y el hombre que dice que la ha secuestrado.

Abby sacó un pañuelo de su bolso de ante marrón y se secó los ojos. Glenn se preguntó qué habría en la bolsa de plástico que descansaba a su lado.

– Heredé una colección de sellos. No sabía nada sobre el tema, pero por casualidad estaba saliendo… viéndome… con este tipo, Ricky Skeggs, en Melbourne, que estaba muy metido en el negocio de los sellos y monedas raros.

– ¿Tiene alguna relación con Chad Skeggs? -preguntó Branson.

– Son la misma persona.

– Chad y Ricky son diminutivos de Richard -explicó Bella a Glenn.

– No lo sabía.

– Le pedí a Ricky que les echara un vistazo y me dijera si tenían algún valor -prosiguió Abby-. Se los llevó y me los devolvió un par de días después. Me dijo que había algunos sellos que sí valían algo, pero que la mayoría eran réplicas de sellos caros, coleccionables, pero sin ningún valor. Dijo que seguramente podría sacar unos dos mil dólares australianos por todo el lote.

– De acuerdo -dijo Glenn. Sus ojos le inquietaban, no dejaban de moverse de un lado a otro. Le parecía que estaba presenciando una actuación ensayada, no algo que saliera del corazón-. ¿Le creyó?

– No tenía motivos para no hacerlo -contestó Abby-. Pero nunca he sido una persona muy confiada. -Volvió a encogerse de hombros-. Es mi carácter. Por eso saqué fotocopias de todos los sellos antes de dárselos. Cuando los comparé con los que me había devuelto, parecían todos iguales, pero aprecié diferencias sutiles. Me encaré a él y me dijo que estaba alucinando.

– Fue muy inteligente por su parte sacar copias -comentó Bella.

Abby miró inquieta su reloj, luego bebió café.

– En cualquier caso, un par de días más tarde estaba en el piso de Ricky hojeando una de las revistas especializadas y leí un artículo sobre una subasta de sellos raros en Londres. Era de una plancha 77 de Penny Reds que salía por un precio récord de ciento sesenta mil libras, y vi que se parecía a la plancha que tenía yo. Comparé la fotografía del periódico con mis sellos y vi aliviada que eran muy similares, pero no absolutamente idénticos, así que no había vendido los míos. Pero entonces me entró el pánico por si Ricky intentaba venderlos.

– ¿Por qué pensó eso? -la sondeó Bella.

– Había algo en su forma de comportarse con los sellos que me incomodaba mucho. Sabía que me estaba mintiendo, simplemente. -Se encogió de hombros-. En cualquier caso, un par de días después estaba puesto hasta las cejas de cocaína, esnifaba todo el día, y entonces, temprano por la mañana se quedó profundamente dormido. Fui a su ordenador, vi que había dejado abierto su correo, y encontré varios e-mails a comerciantes de todo el mundo en los que se ofrecía para vender unos sellos que claramente eran los míos. Fue muy inteligente. Los había dividido en unidades y planchas individuales para que no pudieran ser identificados como una colección.

– ¿Se encaró a él? -preguntó Glenn.

Ella dijo que no con la cabeza.

– No, el día que lo conocí alardeó de lo fácil que era esconder los sellos, que eran una forma genial de blanquear dinero y transportarlo por todo el mundo. Que incluso si te registraban, la mayoría de los agentes de aduanas no tendrían ni la menor idea de que fueran valiosos. Dijo que el mejor lugar para esconderlos era dentro de un libro; una novela de tapas duras, algo así, que los protegiera. Así que busqué en sus estanterías. Y los encontré.

Bella sonrió.

Branson observó el rostro de Abby -sus ojos- asimilando su historia, pero no acababa de sentirse cómodo con aquella mujer. No lo estaba contando todo. Omitía algo, pero no sabía qué. Estaba claro que era lista.

– ¿Qué sucedió después? -preguntó.

– Me largué. Cogí los sellos, me escabullí a casa, hice la maleta y cogí el primer vuelo a Sydney por la mañana. Estaba asustada porque creía que vendría a por mí. Es un sádico. Llegué a Inglaterra vía Los Angeles y luego a Nueva York.

– ¿Por qué no fue a la policía de Melbourne y denunció lo que había hecho Ricky? -preguntó Glenn.

– Porque me daba miedo -dijo-. Es muy inteligente, sabe mentir muy bien. Me preocupaba que le colara una historia a la policía y recuperara los sellos. O que viniera a por mí y me hiciera daño. Ya me había hecho daño en una ocasión.

Glenn y Bella se intercambiaron una mirada de complicidad, recordaban el historial de Chad Skeggs con la policía de Brighton. -Y necesitaba desesperadamente el dinero -dijo Abby-.

Mi madre está muy enferma, tiene esclerosis múltiple. Lo necesito para pagarle una residencia.

Glenn se fijó en la forma como dijo esa última frase. No sabía exactamente por qué, pero la pronunció de un modo extraño, como si justificara cualquier acción. Y le pareció raro que utilizara la palabra «necesitar». Si alguien te quitaba algo que te pertenecía, no era cuestión de necesitarlo: era tuyo por derecho.

– ¿Está diciendo que tener a su madre en una residencia le costará millones? -dijo Bella.

– Sólo tiene sesenta y ocho años, aunque parece mucho mayor -contestó Abby-. Podría vivir veinte años, quizá más. No sé cuánto va a costar. -Bebió café-. ¿Qué relevancia tiene eso? Quiero decir… Si no hacen algo deprisa, no aguantará. No lo hará. -Volvió a enterrar la cara entre las manos y sollozó.

Los dos inspectores se lanzaron una mirada. Entonces Glenn Branson preguntó:

– ¿Alguna vez conoció a alguien llamado David Nelson?

– ¿David Nelson? -Frunció el ceño, secándose los ojos, luego dijo que no con la cabeza-. El nombre me suena, creo. -Dudó, luego siguió-. ¿David Nelson? Creo que Ricky tal vez mencionara el nombre.

Branson asintió. Estaba mintiendo.

– Y los sellos… ¿Están en Inglaterra ahora? -preguntó.

– Sí. -¿Dónde?

– En un lugar seguro, bajo llave.

Branson volvió a asentir. Ahora sí decía la verdad.

109

Octubre de 2007

Lo único que quería Nick Nicholl en estos momentos era dormir bien por una noche. Su problema radicaba en que eran las ocho y media de la mañana e iba en la parte trasera de un Holden azul de la policía, con un sol espléndido, alejándose de las instalaciones del aeropuerto en dirección al centro de Melbourne. Circulaban por una autopista ancha de varios carriles que, en su opinión, tanto podía estar en Estados Unidos como en Australia, salvo por el hecho de que el conductor, el sargento Troy Burg, iba sentado a la derecha. Algunas de las señales parecían similares a las del Reino Unido, pero otras eran de un color distinto, muchas azules y naranjas, advirtió, y los límites de velocidad se indicaban en kilómetros. Miró una caja negra delgada que había encima del salpicadero, un ordenador de pantalla táctil instalado en la guantera y todas las teclas grandes y brillantes que tenía alrededor. Era como una versión adulta de un ordenador infantil. Aunque Liam todavía no tenía la edad, Nick ya había empezado a mirar juguetes educativos para él.

Le echaba de menos. Echaba de menos a Julie. La perspectiva de pasar el fin de semana en Australia sin ellos, sólo con la compañía del maldito Norman Potting, le llenaba de pavor.

El sargento jefe George Fletcher, un hombre paternal y amistoso sentado en el asiento del copiloto, parecía bien informado y fue directamente al grano después de intercambiar las cortesías de rigor. Su compañero taciturno, una década más joven, conducía en silencio. Los dos policías australianos vestían una camisa blanca recién planchada, corbatas azules estampadas y pantalones de traje oscuros.

Potting, que llevaba lo que parecía una especie de uniforme militar, había encendido brevemente su pipa en cuanto salieron de la terminal del aeropuerto y ahora el coche desprendía un olor repugnante a tejido mal ventilado, tabaco y humos rancios. El hombre parecía sorprendentemente fresco después de un viaje tan largo y el joven agente, que también vestía traje y corbata, le envidió por ello.

– De acuerdo -dijo Fletcher-, no hemos tenido demasiado tiempo para prepararnos, pero hemos iniciado todas las líneas de investigación. La primera información que tenemos es sobre los registros de inmigración correspondientes a las personas que han entrado en Australia con el nombre de David Nelson desde el 11 de septiembre de 2001. Tenemos uno que es particularmente interesante por el perfil de tiempo que nos habéis dado. El 6 de noviembre de 2001, un tal David Nelson llegó a Sydney en un vuelo procedente de Ciudad del Cabo, Sudáfrica. Su fecha de nacimiento le sitúa en la edad adecuada.

– ¿Proporcionó alguna dirección? -preguntó Norman Potting.

– Llegó con pasaporte australiano y con un visado de residencia de cinco años, así que no le exigimos esa información. Ahora estamos comprobando el Programa de Ayuda Policial. Nos dirá si tiene carné de conducir y algún vehículo registrado a su nombre. También nos dirá cualquier alias que pueda haber utilizado y su última dirección conocida.

– Podría estar en cualquier lado, ¿verdad?

– Sí, Norman -le recordó Nick Nicholl-, pero sabemos que tenía un viejo amigo en Melbourne, Chad Skeggs, así que hay muchas probabilidades de que viniera aquí y siga aquí. Si te propones desaparecer y acabar en un país nuevo, necesitas poder contar con alguien, una persona en quien depositar tu confianza.

Potting pensó en aquello.

– Tienes razón -reconoció un poco a regañadientes, como si no quisiera que su subordinado demostrara ser más astuto que él delante de estos policías experimentados.

– Y también estamos comprobando los datos de Hacienda para ver qué David Nelsons tienen NEF.

– ¿NEF? -preguntó Potting.

– Número de expediente fiscal. Es necesario para obtener un trabajo.

– ¿Un trabajo legítimo, quieres decir?

Burg esbozó una sonrisa llena de ironía.

– Tenemos algo más que podría estar relacionado -dijo George Fletcher-. La señora Lorraine Wilson se suicidó la noche del martes 19 de noviembre de 2002, ¿correcto?

– Supuestamente -dijo Potting.

– Cuatro días después, el 23 de noviembre, una tal señora Margaret Nelson llegó a Sydney. Podría no ser nada significativo -apuntó-. Pero la edad que figuraba en su pasaporte coincide.

– No es un nombre muy común -dijo Nicholl.

– No -dijo el sargento jefe Fletcher-. No es raro, pero no es común, diría yo.

– Creo que deberíamos revisar la agenda que hemos elaborado, a ver si os parece bien -dijo Troy Burg.

– Mientras incluya cerveza y chavalas, me parecerá bien – dijo Potting, y se rio-. «Minas», ¿no las llamáis así vosotros?

– ¿A la cerveza o a las chicas? -Fletcher le sonrió, los ojos le brillaban con alegría

A lo lejos, Nick Nicholl vio un grupo de edificios altos e irregulares.

– Chicos, mañana estáis invitados a un festín. George va a cocinar para vosotros. Es un genio. Tendría que haber sido chef, no policía -dijo Burg, animándose por primera vez.

– Yo no sé ni freír un huevo -dijo Potting-. Nunca he sabido.

– Creo que querréis guardaros la mejor parte de la semana para hacerlo todo-dijo George Fletcher.

Nick Nicholl gruñó por dentro al pensar en ello.

– Nos han dado una lista de lo que tenéis que ver -dijo Fletcher-. Decidnos si queréis saltaros algo. Vamos a llevaros al río Barwon, donde se halló el cadáver de la señora Wilson. Luego quizá queráis ver el coche. Está en el depósito.

– ¿A nombre de quién estaba registrado el vehículo en el que la encontraron? -preguntó Nick Nicholl.

– La matrícula del coche era falsa y los números de serie habían sido borrados. Creo que no vamos a sacar mucho por ahí. -Siguió adelante y dijo-: Imaginamos que querríais ver los restos de la señora Wilson, así que hemos preparado una reunión con el patólogo.

– Suena bien -dijo Potting-. Pero quiero empezar por Chad Skeggs.

– Ahora hablaremos de eso -dijo Burg.

– ¿Os gusta el vino tinto, chicos? -dijo George Fletcher-. ¿El syrah australiano? Es viernes, así que Troy y yo hemos pensado llevaros a almorzar a un sitio que nos gusta.

En estos momentos, Nick Nicholl se moría por un café solo, no por beber alcohol.

– Ya lo creo -dijo Potting.

– George conoce bien el syrah australiano -dijo Troy Burg.

– ¿También vamos a verte el fin de semana, Troy? -preguntó Potting.

– El domingo -dijo George-. Mañana Troy está ocupado.

– El domingo os llevaré al río -dijo Troy-. Os enseñaré dónde encontramos el coche.

– ¿No podríamos hacer todo eso mañana? -preguntó Nicholl, preocupado por no perder ni un segundo de su preciado tiempo.

– La mayoría de los sábados está ocupado -dijo George Fletcher-. Cuéntales qué haces los sábados, Troy.

Al cabo de unos momentos, un poco sonrojado, el sargento australiano contestó.

– Toco el banjo en bodas.

– ¿Es broma? -dijo Norman Potting.

– Está muy demandado -dijo George Fletcher.

– Es mi forma de desconectar.

– ¿Qué tocas? -dijo Norman Potting-. ¿Duelo de banjos? ¿Has visto esa peli, Defensa?

– Ajá, la he visto, sí.

– ¿Cuando esos paletos atan al chico al árbol y le dan por el culo? ¿Con la música de banjo de fondo?

Burg asintió.

– Eso es lo que deberían tocar en las bodas, no la marcha nupcial -dijo Potting-. Cuando un hombre se casa eso es lo que le pasa al pobre capullo. Su mujer lo ata a un árbol y le da por el culo.

George Fletcher se rio cordialmente.

– ¿Sabes en qué se parecen las mujeres a la dentadura? -preguntó Potting, que estaba en racha.

Fletcher dijo que no con la cabeza.

– Creo que me lo sé -murmuró Burg.

– En que si les das pasta y las cepillas todos los días, te duran toda la vida.

Nick Nicholl miró por la ventana abatido. Ya había oído el chiste en el avión, dos veces. Más adelante vio una hilera de bloques de pisos bajos. Estaban recorriendo una calle de tiendas de una planta. Un tranvía blanco cruzó delante de ellos. Un rato después, atravesaron el río Yarra y pasaron por delante de un edificio geométrico en una plaza ancha que parecía un centro de arte. Ahora se adentraban en una zona del centro muy concurrida.

Troy Burg giró a la izquierda y entró en una calle estrecha y sombreada y aparcó delante de una tienda que se anunciaba como licorería. Mientras Nick Nicholl se bajaba del coche, vio que el comercio tenía una ventana en saliente y una fachada de estilo Regencia que parecía una imitación de las tiendas de antigüedades de los Lanes de Brighton. El escaparate estaba lleno de expositores de sellos y monedas raros. Encima, en letras doradas antiguas decía: Chad Skeggs, comerciantes internacionales y subastadores de monedas y sellos.

Entraron y pitó un timbre. Detrás de un mostrador de cristal, donde había expuestos más sellos y monedas, había un joven delgaducho y moreno de unos treinta y pocos años con el pelo de punta rubio decolorado y un pendiente de oro grande. Vestía una camiseta con una tabla de surf y vaqueros descoloridos y los saludó como si fueran viejos amigos a los que hacía tiempo que no veía.

George Fletcher le mostró su placa.

– ¿Está el señor Skeggs?

– No, colega, está en viaje de negocios.

Norman Potting le enseñó una fotografía de Ronnie Wilson y observó los ojos del hombre. Nunca le había cogido el tranquillo a la técnica de Roy Grace para detectar a un mentiroso, pero de todos modos creía que se le daba bastante bien intuirlo por sí mismo.

– ¿Ha visto alguna vez a este hombre? -preguntó.

– No, colega. -Entonces el australiano se tocó la nariz, un gesto que lo delató al instante.

– Eche otro vistazo. -Potting le mostró dos fotografías más.

El chico aún pareció más incómodo.

– No. -Se tocó la nariz otra vez.

– Creo que sí -dijo Potting, insistiendo.

George Fletcher intervino y le dijo al dependiente:

– ¿Cómo se llama?

– Skelter -contestó-. Barry Skelter. -Lo pronunció como si fuera una pregunta.

– De acuerdo, Barry -dijo George Fletcher. Señaló a Potting y a Nicholl-. Estos caballeros son inspectores de Inglaterra que han venido a ayudar a la policía de Victoria en una investigación de asesinato. ¿Lo entiendes?

– ¿Una investigación de asesinato? Bien, de acuerdo.

– Ocultar información en una investigación de asesinato es un delito, Barry. Si quieres conocer el término legal técnico, se llama «obstaculización de la justicia». En una investigación de asesinato, eso supone una condena mínima de cinco años de cárcel. Pero si el juez no estuviera satisfecho, podrían caerte de diez a catorce años. Sólo quiero asegurarme de que te queda claro. ¿Te queda claro?

La cara de Skelter cambió de color de repente. -¿Puedo ver esas fotos otra vez? -solicitó.

Potting volvió a mostrárselas.

– En realidad, ¿saben?, no puedo jurarlo, pero ahora que lo pienso, se parece a uno de los clientes del señor Skeggs.

– ¿El nombre de David Nelson le ayudaría a pensar con mayor claridad? -preguntó Potting.

– ¿David Nelson? Oh, sí. ¡David Nelson! Por supuesto. Quiero decir, está un poco cambiado desde que se tomaron estas fotos, verán, por eso no le he reconocido de inmediato. ¿Me entienden?

– Le entendemos perfectamente -dijo Potting-. Ahora pasemos a ver la agenda de direcciones de sus clientes, ¿quiere?

Después, cuando salieron, Norman Potting se volvió hacia George Fletcher.

– Ha sido genial, George -dijo-. De diez a catorce años. ¿Es cierto?

– Yo qué sé, joder -dijo-. Me lo he inventado. Pero ha funcionado, ¿no?

Por primera vez desde que había puesto los pies en Australia, Nick Nicholl sonrió.

110

Octubre de 2007

El paisaje cambió deprisa. Delante de ellos, Nicholl vio el brillo trémulo del océano. La calle ancha por la que bajaban tenía un aire de centro turístico, con edificios bajos blanqueados a cada lado. Le recordó a algunas calles de la Costa del Sol, en España, que era hasta donde se extendían los límites de sus horizontes antes de aquel viaje.

– Port Melbourne -dijo George Fletcher-. El río Yarra desemboca aquí, en la Bahía Hobson. Muchas propiedades caras por aquí. Una comunidad joven y adinerada. Banqueros, abogados, gente de la tele, etcétera. Compran pisos bonitos con vistas a la bahía antes de casarse y luego se trasladan a una casa un poco mayor en las afueras.

– Como tú -dijo Troy para tomarle el pelo a su compañero.

– Como yo. Excepto que, para empezar, yo ya no podría permitirme vivir aquí.

Aparcaron delante de otra licorería, luego subieron hasta la entrada distinguida de un pequeño bloque de pisos y George llamó al timbre del conserje.

La puerta se abrió con un clic y entraron en un pasillo largo, helado por culpa del aire acondicionado, y con una alfombra elegante. Al cabo de unos momentos, un hombre de unos treinta y cinco años con la cabeza rapada, que llevaba una camiseta, pantalones cortos anchos y unas Crocs, caminó hacia ellos con aire ufano.

– ¿En qué puedo ayudarles?

George mostró su placa al hombre.

– Nos gustaría hablar con uno de los inquilinos, el señor Nelson, del piso 59.

– ¿Del piso 59? -dijo alegremente-. Se me han adelantado. -Levantó un manojo de llaves que tenía en la mano-. Ahora mismo iba a subir. Algunos vecinos se han quejado de un olor. Creen que podría salir de allí, al menos. Hace un tiempo que no veo al señor Nelson y lleva bastantes días sin recoger el correo.

Potting frunció el ceño. Que los vecinos denunciaran un mal olor rara vez era una buena noticia.

Entraron en el ascensor, subieron al quinto piso y salieron al pasillo, que olía a moqueta nueva. Pero mientras lo recorrían en dirección al piso del fondo, sus olfatos captaron algo muy distinto.

Era un olor que Norman Potting conocía desde hacía tiempo, aunque seguía incomodándole. Nick Nicholl estaba menos acostumbrado. Era el hedor fuerte y empalagoso de carne y órganos internos en putrefacción.

El conserje levantó las cejas mirando a los cuatro policías y como diciendo: «Esperemos que no sea nada». Entonces abrió la puerta. El hedor se volvió más fuerte al instante. Nick Nicholl, tapándose la nariz con su pañuelo, cerraba el grupo.

Dentro hacía un calor sofocante, era evidente que el aire acondicionado no estaba encendido. Nicholl miró a su alrededor con aprensión. En términos generales, era un piso bonito. Alfombras blancas sobre suelo de madera pulido y muebles modernos y elegantes. Lienzos eróticos sin enmarcar flanqueaban las paredes, algunos mostraban el sexo de las mujeres, otros eran abstractos.

El olor a carne putrefacta impregnaba el pasillo y se volvía más denso con cada paso que daban los cinco hombres. Nick, que estaba cada vez más incómodo por lo que fueran a descubrir, siguió a sus compañeros hasta el dormitorio principal vacío. La enorme cama estaba sin hacer. Un vaso vacío descansaba sobre la mesa, junto a un radiodespertador digital que parecía desenchufado.

Cruzaron hasta lo que parecía una habitación de invitados convertida en estudio. Sobre el escritorio había un disco duro externo, al lado de un teclado y un ratón, pero sin ordenador. En un cenicero descansaban varias colillas de cigarrillo y era evidente que llevaban un tiempo allí. La ventana daba a la pared verde del edificio de enfrente. A un lado de la mesa había un fajo de facturas.

George Fletcher cogió una. Tenía unas letras rojas grandes.

– La luz -dijo-. Ultimo recordatorio. Es de hace varias semanas. Por eso hace tanto calor. Seguramente se la han cortado.

– Los propietarios se han quejado del señor Nelson -apuntó el conserje-. Se ha retrasado con el alquiler.

– ¿Mucho? -le preguntó Burg.

– Varios meses.

Nick Nicholl miraba a su alrededor buscando fotos de familia, pero no vio ninguna. Miró una estantería y advirtió que al lado de los volúmenes de catálogos de sellos había varias colecciones de poemas de amor y un diccionario de citas.

Entraron en el salón comedor grande y abierto, que daba a un balcón ancho con una barbacoa y tumbonas y vistas al puerto y a la parte de arriba de la cancha de tenis de un vecino. Nick distinguió vagamente la silueta borrosa de los edificios industriales al otro lado de la orilla.

Siguió a los tres policías hasta una cocina elegante pero estrecha y entonces tuvo que taparse la nariz porque el hedor se hizo más intenso. Oyó el zumbido de las moscas. Una taza de té o café llena de moho descansaba en el escurridero y en una cesta metálica había fruta podrida, cubierta de moho gris y verde. En el suelo, en la base de una nevera combi plateada muy chic, había una mancha ancha y oscura.

George Fletcher abrió la puerta inferior del congelador y, de repente, el olor empeoró. Mirando los trozos de carne grises y putrefactos que ocupaban los estantes, dijo:

– Almuerzo cancelado, chicos.

– Creo que alguien ha debido de avisar al señor Nelson de que veníamos -dijo Troy Burg.

Fletcher cerró la puerta.

– Se ha ido, eso seguro.

– ¿Crees que ha huido? -dijo Norman Potting.

– No creo que tenga pensado volver pronto, si te refieres a eso -contestó el sargento jefe.

111

Octubre de 2007

El avión aterrizó en Gatwick a las 5.45 de la mañana, con veinticinco minutos de adelanto gracias al viento de cola, como anunció con orgullo el comandante. Roy Grace estaba hecho polvo. Siempre bebía demasiado alcohol en los vuelos nocturnos, con la esperanza de quedarse K.O. Lo conseguía, pero sólo un rato y luego, como esta mañana, tenía resaca y una sed atroz. Para rematarlo, se sentía incómodamente lleno por un desayuno repugnante.

Si su bolsa salía deprisa, pensó, tal vez tuviera tiempo de pasar por casa, darse una ducha rápida y cambiarse de ropa antes de acudir a la reunión informativa. No tuvo suerte. Quizás el avión hubiera llegado antes, pero el retraso en la cinta del equipaje pulverizó esa ventaja y ya eran las siete menos veinte cuando pasó con la bolsa por la puerta de «Nada que declarar» y se dirigió a los autobuses que iban al parking de estacionamiento prolongado. De pie en la parada, en el aire gélido pero seco de la mañana, marcó el número de Glenn Branson para que le pusiera al día.

Su amigo sonaba raro.

– Roy-dijo-, ¿vas a pasar por casa?

– No, voy a ir directamente para allá. ¿Qué hay de nuevo?

El sargento lo puso al tanto. Primero le informó sobre los progresos de Norman Potting en Sydney. En el transcurso del día había surgido información sobre los pasaportes de David y Margaret Nelson que revelaba que ambos eran falsificaciones. Y David Nelson había desaparecido de su piso. Ahora Potting y Nicholl estaban visitando a todos sus vecinos, con la esperanza de obtener más información sobre su estilo de vida y círculo de amistades.

Entonces Branson pasó a Katherine Jennings. Estaba esperando una llamada de Skeggs para concretar la hora y el punto de encuentro donde realizarían la entrega de los sellos y de su madre. Branson le dijo que tenían dos unidades de vigilancia a la espera, hasta veinte personas disponibles si decidían que las necesitaban.

– ¿Tenemos unidades armadas? -preguntó Grace.

– No poseemos datos de que Skeggs vaya armado -contestó-. Si la situación cambiara, las llamaríamos para que intervinieran.

– ¿Estás bien, colega? -dijo Grace cuando Branson terminó-. Pareces un poco estresado. ¿Es por Ari?

Branson dudó.

– De hecho estoy preocupado por ti.

– ¿Por mí?

– Bueno, por tu casa en realidad.

Grace sintió una punzada de alarma.

– ¿Qué quieres decir? ¿Te quedaste anoche?

– Sí, sí, gracias. Te lo agradezco.

Grace se preguntó si su amigo habría roto algo. Tal vez su preciada máquina de discos antigua, que Glenn siempre estaba toqueteando.

– Puede que no sea nada, Roy, pero cuando me marchaba esta mañana, he visto a Joan Major pasando en coche por tu calle, al menos juraría que la he visto, vaya. Aún no era de día, así que podría equivocarme.

– ¿Joan Major?

– Sí. Conducía un monovolumen Fiat de esos pequeños tan peculiares. No se ven demasiados.

Glenn Branson tenía un poder de observación impresionante. Si decía que había visto a la arqueóloga forense, era casi seguro que no se equivocaba. Grace subió al autobús, con el teléfono pegado a la oreja. Era curioso que Glenn la hubiera visto conduciendo por su calle, pero no era nada del otro mundo.

– Tal vez sus hijos vayan al colegio por esta zona.

– Lo dudo. Vive en Burgess Hill. Tal vez fuera a dejarte algo.

– No tiene sentido.

– Quizá le ha pasado algo y quería verte.

– ¿A qué hora te has ido?

– Sobre las siete menos cuarto.

– A esa hora de la mañana no pasas por casa de nadie para charlar. Si es urgente, llamas por teléfono.

– Sí. Eso es lo que se hace.

Grace le dijo que esperaba llegar al despacho a tiempo para la reunión, pero cuando subió a su coche decidió que, siempre que el tráfico de hora punta no fuera muy denso, primero pasaría por casa. Le inquietaba algo que no podía acabar de precisar.

112

Octubre de 2007

A las ocho de la mañana, cuando por fin sonó su teléfono, Abby ya llevaba dos horas largas levantada, vestida y preparada. No había podido dormir bien en toda la noche y se había quedado tumbada en la cama dura, con su almohada diminuta, escuchando el tráfico del paseo marítimo, el quejido ocasional de las sirenas, los gritos de los gamberros borrachos y las puertas de los coches cerrándose.

Estaba preocupadísima por su madre. ¿Podría aguantar otra noche sin su medicación? ¿La angustia y los espasmos podrían provocar un infarto o una apoplejía? Maldita sea, se sentía tan impotente… Y sabía que ese matón jugaría con eso. Contaría con ello.

Pero también era muy consciente de que Ricky había visto las artimañas de que ella era capaz, por el tiempo que habían pasado juntos en Melbourne y ahora por los acontecimientos de los últimos días. No iba a ser fácil. No iba a confiar en ella ni un ápice.

¿Dónde le diría que quedaran? ¿En un aparcamiento de varias plantas? ¿En un parque de la ciudad? ¿En el puerto de Shoreham? Intentó pensar dónde citaban a la gente en las películas para entregar a la víctima de un secuestro. A veces la tiraban de coches en marcha; o la dejaban en un coche abandonado en alguna parte.

Todas y cada una de sus especulaciones toparon con obstáculos. No sabía nada, no podía predecir nada. Pero algo que había decidido, y que era total y absolutamente no negociable, era que querría una prueba evidente, ver con sus propios ojos que su madre estaba viva antes de hacer nada.

¿Podía confiar en la policía? ¿Qué ocurriría si Ricky la veía y le entraba el pánico?

Por el contrario, debía plantearse hasta qué punto podía confiar en que le devolviera a su madre. Si es que aún estaba viva. Ricky había demostrado ser un mierda insensible por llevarse a una anciana y hacerla pasar por aquel tormento.

En la pantalla apareció el habitual «Número privado».

Pulsó la tecla para contestar.

113

Octubre de 2007

Grace observaba con incredulidad mientras recorría su calle justo pocos minutos después de las ocho de la mañana. También reconoció el peculiar Fiat plateado alargado que estaba estacionado delante de su casa. Pero fue el vehículo en el camino de entrada el que más le asombró. Era una de las furgonetas blancas del Departamento de apoyo científico de la policía de Sussex.

También en la calle, detrás del coche de Joan Major, había un Ford Mondeo marrón. Por la matrícula supo que era uno de los coches del Departamento de Investigación Criminal. ¿Qué diablos estaba pasando?

Grace se detuvo, se bajó del coche y entró corriendo en la casa. Estaba en silencio.

– ¿Hola? ¿Hay alguien ahí? -gritó.

Ninguna respuesta.

Fue a la cocina a comprobar que el alimentador automático fijado a la pecera de Marlon funcionaba. Entonces, por la ventana, miró el jardín trasero.

La imagen que vieron sus ojos resultaba imposible de creer.

Joan Major y dos agentes del SOCO que conocía trabajaban en su césped. La arqueóloga forense, en el centro, sujetaba un aparato eléctrico de un metro y medio de altura con forma de remo, colgado del hombro por un asa, y con una especie de pantalla en el centro. El agente del SOCO que tenía a su derecha miraba fijamente la pantalla, mientras que el de la izquierda anotaba algo en una libreta grande.

Anonadado, Grace abrió la puerta trasera y salió corriendo.

– ¡Eh! ¡Disculpad! Joan, ¿qué demonios estás haciendo?

Joan Major se puso roja de vergüenza.

– Oh, buenos días, Roy. Mmmm… Suponía que sabías que estábamos aquí.

– No tenía ni idea. ¿Quieres ponerme al corriente? ¿Qué es eso? -Señaló el aparato con la cabeza-. ¿Qué diablos está pasando?

– Un RDS -contestó ella.

– ¿Un RDS?

– Un Radar de Detección Subterránea.

– ¿Qué haces con él?

Joan aún se puso más roja. Entonces, como producto de una pesadilla, Grace vio por el rabillo del ojo a uno de los pocos policías del Departamento de Investigación Criminal que le caían realmente mal. En general, por la experiencia que había vivido, la mayoría de los agentes se llevaban razonablemente bien. Sólo de vez en cuando había topado con alguno cuya actitud le irritara de verdad, y entrando por la verja de su jardín, en este preciso momento, apareció un joven agente al que no podía soportar. Se llamaba Alfonso Zafferone.

Era un hombre arrogante y huraño de casi treinta años, de belleza latina y pelo brillante y despeinado, e iba pulcramente vestido con una elegante gabardina beis encima de un traje color habano. Aunque era un detective perspicaz, Zafferone tenía un problema de actitud grave y Grace había escrito un informe mordaz sobre él después de la última vez que trabajaron juntos.

Ahora Zafferone estaba cruzando a grandes zancadas el césped, mascando chicle y con una clase de papel en la mano que Grace conocía demasiado bien.

– Buenos días, señor comisario. Me alegro de volver a verle. -Zafferone le ofreció una sonrisa melosa.

– ¿Quieres decirme qué está ocurriendo aquí?

El joven agente levantó el documento firmado.

– Es una orden de registro -dijo Zafferone.

– ¿Para mi jardín?

– Y también para la casa. -Dudó un momento y luego añadió a regañadientes-: Señor.

Ahora Grace estaba prácticamente fuera de sus casillas. Aquello no estaba pasando. Era imposible. Imposible del todo.

– ¿Es una broma? ¿Quién coño es el responsable?

Zafferone sonrió, como si también estuviera al tanto de aquello y disfrutara de su momento de poder, y dijo: -El comisario Pewe.

114

Octubre de 2007

Cassian Pewe estaba sentado en su despacho en mangas de camisa, leyendo un documento normativo, cuando la puerta se abrió de golpe y Roy Grace entró con la cara contraída por la ira. Cerró de un portazo, luego puso las manos en la mesa de Pewe y lo miró fijamente.

Pewe se echó para atrás y levantó las manos a la defensiva.

– Roy -dijo-. ¡Buenos días!

– ¿Cómo te atreves? -le gritó Grace-. ¿Cómo coño te atreves? ¿Esperas a que me marche y haces esto? ¿Me humillas delante de mis vecinos y de todo el puto cuerpo de policía?

– Roy, cálmate, por favor. Deja que te explique…

– ¿Que me calme? No me sale de los huevos calmarme. Voy a cortarte la puta cabeza y utilizarla para colgar sombreros.

– ¿Me estás amenazando?

– Sí, te estoy amenazando, pelota de mierda. Ve corriendo a Alison Vosper y pídele que te suene los mocos mientras te sientas en sus rodillas y le lloriqueas, o lo que sea que hacéis los dos juntitos.

– Pensé que estando fuera… Sería menos embarazoso para ti.

– Me las pagarás, Pewe. Vas a lamentarlo de verdad.

– No me gusta tu tono, Roy.

– Y a mí no me gusta que los agentes del SOCO merodeen por mi casa con una orden de registro. Diles que paren ahora mismo.

– Lo siento -dijo Pewe, envalentonado después de percatarse de que Grace no iba a pegarle-. Pero después de entrevistarme con los padres de tu difunta esposa, me preocupa que no se hayan investigado todos los aspectos de la desaparición de tu mujer tan a fondo como debió hacerse en su día.

Cuando terminó de hablar, sonrió y Grace pensó que nunca en su vida había odiado tanto a nadie como a Cassian Pewe en estos momentos.

– ¿En serio? ¿Y qué te dijeron sus padres que fuera tan novedoso?

– Su padre tenía bastante que decir.

– ¿Te contó su padre que estuvo en la RAF durante la guerra?

– Pues sí, la verdad -dijo Pewe.

– ¿Te contó alguna de las historias sobre los bombardeos que vivió?

– Me dio algunos detalles. Fascinante. Parece que era todo un personaje. Participó en alguna de las misiones del escuadrón Dambusters. Un hombre extraordinario.

– El padre de Sandy es un hombre extraordinario -confirmó Grace-. Es un fantasioso. No estuvo nunca en el escuadrón 617, el Dambusters. Y era mecánico de aviones, no artillero. Jamás participó en ninguna misión.

Pewe se quedó callado un segundo, parecía un poco incómodo. Grace se marchó furioso, cruzó el pasillo y fue derecho al despacho del comisario jefe. Se quedó delante de la mesa de Skerritt hasta que su jefe terminó de hablar por teléfono y luego dijo:

– Jack, tengo que hablar contigo.

Skerritt le señaló una silla.

– ¿Qué tal por Nueva York?

– Bien -contestó-. He conseguido buenas informaciones, redactaré un informe. Acabo de volver, literalmente.

– Tu equipo de la Operación Dingo parece hacer progresos. Tengo entendido que hoy tenéis prevista una operación importante.

– Sí, así es.

– ¿Vas a dejar que la inspectora Mantle la dirija o volverás a asumir el mando?

– Creo que hoy vamos a necesitar a todo el mundo -dijo Grace-. Dependiendo de cómo se desarrollen los acontecimientos, veremos a quién más involucramos.

Skerritt asintió con la cabeza.

– Bueno, ¿de qué querías hablarme?

– Del comisario Pewe -dijo.

– No fue decisión mía traerle aquí -dijo Skerritt, y miró a Grace con complicidad.

– Lo sé. -Era consciente de que a Skerritt el hombre le caía casi tan mal como a él.

– Bueno, ¿qué problema hay?

Grace se lo contó.

Cuando acabó, Jack Skerritt meneó la cabeza con incredulidad.

– No puedo creer que haya hecho eso a tus espaldas. Una cosa es llevar una investigación abierta, a veces puede ser algo bueno. Pero no me gusta cómo se está tratando este caso. Ni pizca. ¿Cuánto tiempo hace que desapareció Sandy?

– Van a cumplirse nueve años y medio.

Skerritt se quedó pensando un momento, luego miró su reloj.

– ¿Va a la reunión informativa?

– Sí.

– Te diré lo que voy a hacer, hablaré con él ahora. Pasa a verme en cuanto salgas de la reunión.

Grace le dio las gracias y mientras se marchaba del despacho, Skerritt descolgó el teléfono.

115

Octubre de 2007

A las nueve y cuarto Abby conducía el Honda todoterreno diésel negro que había alquilado anoche, siguiendo las instrucciones de Ricky al pie de la letra, subiendo una colina hacia Sussex House. Notaba como si tuviera el estómago lleno de alfileres calientes y estaba temblando.

Respirando hondo y con constancia, intentó por todos los medios mantener la calma y no dejar que le entrara otro ataque de pánico. Estaba al borde de sufrir uno, lo sabía. Tenía esa sensación ligeramente incorpórea que siempre los precedía.

Era irónico, pensaba, que el Southern Deposit Security estuviera a menos de un kilómetro del edificio al que se dirigía ahora. Llamó a Glenn Branson y, con voz temblorosa, le informó de que estaba acercándose a la verja. Él le dijo que salía enseguida.

Abby detuvo el coche como le habían indicado, delante de la enorme verja de acero verde, y puso el freno de mano. En el asiento del copiloto había la bolsa de plástico donde ayer metió los medicamentos de su madre. También estaba el sobre acolchado. La maleta la había dejado en la habitación del hotel.

Glenn Branson apareció y la saludó alegremente con la mano. La verja comenzó a abrirse y, en cuanto el hueco fue suficiente, Abby la cruzó. El sargento le señaló que aparcara delante de una hilera de contenedores con ruedas y luego sujetó la puerta para que saliera.

– ¿Se encuentra bien? -le preguntó.

Ella asintió desolada.

Con actitud protectora, Branson le pasó un brazo por el hombro.

– No pasará nada -le dijo-. Creo que es usted una mujer muy fuerte. Traeremos a su madre de vuelta sana y salva. Y también recuperaremos sus sellos. Él cree que ha elegido un lugar inteligente, pero no. Es una estupidez.

– ¿Por qué lo dice?

– Ha elegido el lugar para asustarla -contestó Branson mientras la conducía a través de una puerta hacia el hueco de una escalera-. Ésa es su prioridad, pero no debería serlo. Ya está usted bastante asustada, así que no necesita intensificar más las cosas. No piensa con claridad. No está actuando como actuaría yo.

– ¿Y si les ve? -preguntó Abby, recorriendo el pasillo, intentando seguir su ritmo.

– No nos verá. A menos que tengamos que intervenir. Y sólo lo haremos si creemos que está usted en peligro.

– La matará -dijo ella-. Es malo. Si algo se tuerce, lo hará sólo para divertirse.

– Somos conscientes de ello. ¿Tiene los sellos?

Abby levantó la bolsa de plástico para enseñársela.

– ¿No ha querido correr el riesgo de dejarlos en el coche en una comisaría de policía? -Branson sonrió-. ¡Sabia decisión!

116

Octubre de 2007

Cassian Pewe ya estaba sentado a la mesa de reuniones del despacho de Jack Skerritt cuando Grace regresó de la reunión informativa. Los dos hombres evitaron mirarse.

El comisario jefe indicó a Grace que se sentara, luego dijo:

– Roy, Cassian me ha dicho que es consciente de que cometió un error de juicio al dar la orden de registrar tu casa. El equipo que estaba allí ha recibido instrucciones de marcharse.

Grace lanzó una mirada a Pewe. El hombre miraba fijamente la mesa, como un niño al que acaban de regañar. No parecía arrepentirse de nada.

– Me ha explicado que lo ha hecho para ayudarte -prosiguió Skerritt.

– ¿Para ayudarme?

– Dice que tiene la sensación de que corren gran cantidad de insinuaciones insanas a tus espaldas sobre la desaparición de Sandy. Es correcto, ¿verdad, Cassian?

Pewe asintió a regañadientes.

– Sí… mmm, señor.

– Dice que tenía la sensación de que si podía demostrar, al cien por cien, que tú no tuviste nada que ver con su desaparición, acabaría con esos comentarios de una vez por todas.

– Nunca he oído ninguna insinuación -dijo Grace.

– Con todo el respeto, Roy -dijo Pewe-, hay bastantes personas que creen que la investigación original fue un trabajo precipitado y que tú contribuíste a cerrarla prematuramente. Se preguntan por qué.

– ¿Puedes darme el nombre de alguna?

– No sería justo para ellas. Lo único que intento hacer es repasar las pruebas, utilizando las mejores técnicas y tecnología modernas de que disponemos, para exonerarte completamente.

Grace tuvo que morderse la lengua; aquel hombre era de una arrogancia increíble, pero ahora no era momento de comenzar una bronca. Tenía que irse dentro de unos minutos y ponerse en posición para el encuentro de Abby Dawson, que estaba programado a las diez y media.

– Jack, ¿podemos hablar de esto luego? No me satisface nada lo que ha dicho, pero tengo que irme.

– En realidad, pensaba que podría ser buena idea que Cassian te acompañara, en tu coche. Podría proporcionar una ayuda inestimable a tu equipo en la situación actual. -Se dirigió a Pewe-: ¿Es cierto, verdad, Cassian, que eres un negociador experto en secuestros?

– Sí, así es.

Grace apenas podía creer lo que acababa de oír. Que Dios ayudara al pobre rehén que tuviera a Pewe negociando por él, pensó.

– Entiendo -fue lo que dijo en realidad.

– También creo que sería bueno para él ver cómo funcionamos aquí en Sussex. Es evidente aquí y en la Met hay cosas que se hacen de forma distinta. Cassian, creo que podría ser un buen aprendizaje para ti observar cómo dirige una operación importante uno de nuestros agentes más experimentados.

Miró a Grace y el mensaje no podía ser más claro.

Pero Roy no estaba de humor para sonreír.

117

Octubre de 2007

Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que había estado aquí, pensó Abby mientras conducía el coche por la carretera sinuosa que subía entre campos de hierba y vastas áreas de rastrojos. Quizá fuera porque estaba más nerviosa a cada minuto que pasaba, pero los colores del paisaje parecían poseer una intensidad casi sobrenatural. El cielo era un lienzo azul vivo, con sólo algunas nubes minúsculas aquí y allí. Era casi como si llevara puestas las gafas de sol.

Agarraba con fuerza el volante, notaba el viento racheado que golpeaba el coche, intentando sacarlo de su rumbo. Tenía un nudo en la garganta y los alfileres de su estómago ardían aún con más fuerza.

Al principio, el sargento le pidió que llevara un auricular para que pudiera escuchar cualquier instrucción que tuvieran que darle. Sin embargo, cuando le dijo que Ricky había intervenido algunas de sus conversaciones anteriores, Branson decidió que era demasiado arriesgado. Pero ellos sí la escucharían, cada palabra. Lo único que tenía que hacer era pedirles ayuda y ellos actuarían, la tranquilizó.

Abby no recordaba la última vez que había rezado, pero ahora se descubrió de repente musitando una oración, en silencio. «Querido Dios, por favor, que no le pase nada a mamá. Por favor, ayúdame a superar esto. Por favor, querido Dios.»

Había un coche delante de ella, avanzando despacio, un viejo Alfa Romeo granate con dos hombres dentro; el pasajero hablaba por el móvil, imaginó. Lo siguió por una curva pronunciada a la izquierda, dejaron atrás un hotel a la derecha y el estuario del río Seven Sisters abajo. Las luces de freno del Alfa que una furgoneta de reparto cruzara un puente estrecho, luego volvió a acelerar. Ahora la carretera ascendía.

Al cabo de unos minutos, vio una señal más adelante. Las luces de freno del Alfa Romeo volvieron a encenderse, luego el intermitente derecho comenzó a parpadear.

La señal decía Centro pueblo A-259, con una flecha que señalaba en línea recta, y Paseo Marítimo Beachy Head, con una flecha que señalaba a la derecha.

Abby siguió al Alfa Romeo hacia la derecha. Siguió conduciendo a una velocidad exasperantemente lenta y miró el reloj de su coche y el de su muñeca. El primero iba un minuto atrasado, pero sabía que el suyo era preciso, lo había puesto en hora antes: las 10.25 de la mañana. Quedaban sólo cinco minutos. Estuvo tentada de adelantar, le preocupaba llegar tarde.

Entonces sonó su móvil. «Número privado.»

Contestó por el manos libres conectado al encendedor del coche que le había dado la policía para que ellos pudieran escuchar cualquier conversación.

– ¿Sí? -dijo.

– ¿Dónde coño estás? Llegas tarde.

– Llego dentro de unos minutos, Ricky. Todavía no son las diez y media. -Y añadió nerviosa-: ¿No?

– Te lo dije, a las diez y media cae por el puto precipicio.

– Ricky, por favor. Estoy llegando.

– Más te vale, joder.

De repente, vio aliviada que el intermitente izquierdo del Alfa Romeo comenzaba a parpadear y que el coche se detenía en un área de descanso. Ella aumentó la velocidad más de lo que le hubiera gustado.

Dentro del Alfa Romeo, Roy Grace observó mientras el Honda negro aceleraba por la carretera serpenteante. Cassian Pewe, en el asiento del copiloto, dijo a su teléfono seguro:

– El Objetivo Uno acaba de pasar. Está a tres kilómetros de la zona.

La voz del comisario local -el jefe de policía que dirigía la operación- contestó:

– El Objetivo Dos acaba de establecer contacto con ella. Proceded a Posición Cuatro.

– Procediendo a Posición Cuatro -confirmó Pewe. Miró el mapa de carreteras que tenía sobre las rodillas-. De acuerdo -le dijo a Grace-. Arranca en cuanto la pierdas de vista.

Grace puso el coche en marcha. Cuando el Honda desapareció tras una colina, aceleró.

Pewe comprobó que el botón de transmisión estuviera apagado y se volvió hacia su compañero.

– ¿Sabes, Roy? Lo que ha dicho el jefe es verdad. Sólo lo hacía para protegerte.

– ¿De qué? -dijo Grace mordazmente.

– Las insinuaciones son corrosivas. No hay nada peor que la sospecha dentro de un cuerpo policial.

– Menuda gilipollez.

– Si es lo que crees, lo siento. No quiero pelearme por eso.

– ¿Ah, no? No sé qué tramas, sinceramente. Por alguna razón crees que asesiné a mi mujer, ¿no? ¿De verdad crees que la habría enterrado en el jardín de mi casa? Por eso ordenaste que lo exploraran, ¿verdad? ¿Por si encontrabas sus restos?

– Ordené que lo exploraran para demostrar que no estaba allí. Para acabar con las especulaciones.

– Creo que no, Cassian.

118

Octubre de 2007

Abby conducía por el cabo. A su derecha, se abrían los pastos, con arbustos y un bosquecillo denso de árboles bajos que acababa en un acantilado de piedra caliza y un descenso vertical al Canal de la Mancha. Una de las caídas más escarpadas, altas y seguras de todas las Islas Británicas. A su izquierda, se extendía una vista casi ininterrumpida de kilómetros de tierras de labranza. A lo lejos, veía la carretera cruzándola. El asfalto era negro intenso, con líneas blancas discontinuas nuevas en el centro. Parecía como si las hubieran pintado hoy para ella.

El sargento Branson le había dicho antes que Ricky había cometido un error al escoger este lugar, pero en estos momentos no entendía por qué. A ella le parecía una elección inteligente. Estuviera donde estuviera, Ricky podría ver cualquier cosa que se moviera en cualquier dirección.

Tal vez el inspector sólo lo hubiera dicho para tranquilizarla. Y en estos momentos era lo que más necesitaba en el mundo.

Vio un edificio a unos ochocientos metros a su izquierda, casi en el punto más alto del cabo, con lo que parecía el cartel de un pub o un hotel en un poste. A medida que se acercaba distinguió el tejado rojo y las paredes de sílex. Entonces pudo leer el cartel.

Hotel Beachy Head.

«Entra en el aparcamiento del Hotel Beachy Head y espera a que me ponga en contacto contigo», eran sus instrucciones. «A las 10.30.»

El lugar parecía desierto. Había una marquesina de autobús con un cartel azul y blanco delante en el que había escrito con letras grandes Los samaritanos siempre a tu lado con dos números de teléfono debajo. Justo después había un furgoneta de helados naranja y amarilla y a poca distancia de allí, un camión de British Telecom, con dos hombres con casco y chaquetas fosforescentes trabajando en una torre de radio. Junto a la entrada trasera del hotel, había aparcados dos coches pequeños.

Giró a la izquierda y se detuvo al fondo del aparcamiento, luego apagó el motor. Al cabo de unos momentos, su móvil sonó.

– Bien -dijo Ricky-. ¡Bien hecho! Un camino precioso, ¿verdad?

El viento sacudía el coche.

– ¿Dónde estás? -dijo Abby, mirando a su alrededor-. ¿Dónde está mi madre?

– ¿Dónde están mis sellos?

– Los tengo aquí.

– Yo tengo a tu madre aquí. Está disfrutando de las vistas.

– Quiero verla.

– Y yo quiero ver los sellos.

– No hasta que sepa que mi madre está bien.

– La pondré al teléfono.

Hubo un silencio. Oyó el viento. Luego la voz de su madre, tan débil y temblorosa como la de un fantasma.

– ¿Abby?

– ¡Mamá!

– ¿Eres tú, Abby?

Su madre se echó a llorar.

– Por favor, por favor, Abby. Por favor.

– Ahora voy a buscarte, mamá. Te quiero.

– Por favor, dame las pastillas. Debo tomar mis pastillas. Por favor, Abby, ¿por qué no me das las pastillas?

Escucharla le provocó un dolor casi insoportable. Entonces Ricky volvió a hablar.

– Pon el motor en marcha. Voy a seguir al teléfono.

Abby arrancó el coche.

– Acelera, quiero oír el motor.

Ella le obedeció. El diésel ronroneó con fuerza.

– Ahora sal del aparcamiento y gira a la derecha. Dentro de cincuenta metros verás un sendero a la izquierda que sube hasta el cabo. Tómalo.

Tomó la entrada pronunciada a la izquierda y el coche dio unos bandazos sobre la superficie llena de baches. Las ruedas giraron un instante al perder tracción sobre la gravilla y el barro, luego se subieron a la hierba. Ahora comprendía por qué Ricky había sido tan específico al ordenarle que alquilara un todoterreno. Aunque no entendía por qué le preocupaba tanto que fuera diésel. No podía ser que en estos momentos tuviera en mente ahorrar combustible. A su derecha, vio una señal de advertencia que decía Acantilado.

– ¿Ves un grupo de árboles y arbustos delante de ti?

Había un bosquecillo denso a unos cien metros delante de ella, justo en una pendiente al borde del acantilado. El viento había torcido los arbustos y los árboles.

– Sí.

– Para el coche. -Paró-. Pon el freno de mano. Deja el motor en marcha. Sigue mirando. Estamos aquí dentro. Tengo las ruedas traseras justo en el borde del acantilado. Si haces algo que no me guste, la meto en la furgoneta y quito el freno de mano. ¿Lo entiendes?

Abby tenía un nudo tan tenso en la garganta que le costó hablar.

– Sí.

– No te he oído.

– He dicho que sí.

Oyó un rugido, como si el viento soplara en un teléfono. Un ruido sordo. Luego vio un movimiento en el bosquecillo. Primero apareció Ricky, con su gorra de béisbol y barba, abrigado con una chaqueta de lana gruesa. Entonces, con el corazón en la boca, Abby vio el cuerpecillo frágil y apabullado de su madre, todavía con la bata rosa que llevaba la última vez que la había visto.

El viento mecía la bata, le agitaba el pelo ralo gris y blanco hacia arriba como si fueran volutas de humo de tabaco. Se tambaleaba y Ricky la agarraba del brazo para que no se cayera.

Abby miraba a través del parabrisas, a través de un manto de lágrimas. En estos momentos haría lo que fuera, lo que fuera, cualquier cosa, para volver a tener a su madre entre sus brazos.

Y para matar a Ricky.

Quiso pisar el acelerador y pasarle por encima ahora mismo, hacerle papilla.

Volvieron a desaparecer entre los árboles. Ricky tiraba de su madre con brusquedad, mientras ella medio caminaba, medio tropezaba hacia el bosquecillo. Los arbustos se cerraron en torno a ellos como la niebla.

Abby asió el tirador de la puerta, casi incapaz de evitar bajarse del coche y salir corriendo tras ellos. Pero esperó, asustada por su amenaza y ahora mucho más convencida de que mataría a su madre y disfrutaría haciéndolo.

Tal vez, en su mente retorcida, valorara mucho más eso que recuperar sus sellos.

¿Dónde estaban el sargento Branson y su equipo? Debían de estar cerca. Le había asegurado que estarían cerca. Estaban bien escondidos, pensó, seguro. No veía un alma.

Lo que significaba, esperaba, que Ricky tampoco.

Pero estaban escuchando. Le habrían oído. Habrían oído su amenaza. No entrarían corriendo en el bosquecillo e intentarían agarrarle, ¿no? No podían arriesgarse a que dejara caer la furgoneta por el precipicio.

No por unos putos sellos, ¿verdad?

La voz de Ricky volvió al teléfono.

– ¿Satisfecha?

– ¿Puedo llevármela ya, por favor, Ricky? Tengo los sellos.

– Haremos lo siguiente, Abby. Escúchame bien, sólo voy a decirlo una vez. ¿De acuerdo?

– Sí.

– Deja el motor en marcha y también el móvil encendido, en el coche, para que pueda oír el motor. Bájate y deja la puerta bien abierta. Trae los sellos y camina veinte pasos hacia mí y luego párate. Yo iré hacia ti. Cogeré los sellos y luego subiré a tu coche. Tú entrarás en la furgoneta. Tu madre está dentro y está bien. Ahí es donde tienes que ir con sumo cuidado. ¿Te das cuenta?

– Sí.

– Cuando llegues a la furgoneta, yo ya habré mirado los sellos. Si no me gusta lo que veo, conduciré directamente hacia la furgoneta y la tiraré por el acantilado. ¿Te queda claro?

– Sí. Te gustará lo que verás.

– Bien -dijo Ricky-. Entonces no tendremos problemas.

Sin querer mover demasiado la cabeza, por si la observaba con unos prismáticos, Abby miró a su alrededor tanto como pudo. Pero lo único que vio fueron pastos pelados azotados por el viento, una estructura pequeña y curvada de ladrillo con algunos bancos vacíos, que sería algún tipo de punto de observación, y unos arbustos solitarios, ninguno lo bastante grande como para ocultar a una persona. ¿Dónde estaban los hombres del sargento Branson?

Al cabo de un par de minutos, volvió a oír a Ricky.

– Sal del coche ahora y haz lo que te he dicho.

Abby abrió la puerta, pero era una batalla perdida contra el viento.

– ¡La puerta se cerrará! -le gritó al altavoz, presa del pánico.

– Sujétala con algo.

– ¿Con qué?

– Dios mío, mujer estúpida, algo habrá en el coche. Un manual, el contrato de alquiler. Quiero ver que dejas la puerta abierta. Te estoy observando.

Abby sacó el sobre con los documentos del alquiler del coche del bolsillo interior, empujó la puerta para abrirla y lo sacudió en el aire, para que Ricky pudiera verlo. Entonces se bajó. El viento soplaba tan fuerte que una ráfaga casi la tumbó y le arrancó la puerta de la mano, que se cerró de golpe. La abrió de nuevo, dobló el sobre en dos, para hacer una cuña más gruesa, cogió el sobre acolchado y acompañó la puerta hasta que encontró el tope de la cuña.

Luego, con el viento tirando tan fuerte de las raíces de su pelo que le hacía daño, los oídos doloridos y la ropa sacudiéndose con fuerza, dio veinte pasos inestables hacia el bosquecillo con los ojos disparados en todas las direcciones, la boca seca, muerta de miedo, pero ardiendo de rabia. Seguía sin ver a nadie. Excepto a Ricky, que ahora caminaba hacia ella.

El extendió la mano para coger el sobre con una sonrisa adusta de satisfacción.

– Ya era hora, joder -le dijo, y se lo arrebató con avaricia.

Entonces, con todas sus energías y todo el veneno acumulado que sentía por él, Abby levantó el pie derecho y le asestó un golpe tan fuerte como pudo entre las piernas. Tan fuerte que le dolió un horror.

119

Octubre de 2007

Ricky se quedó sin aire. Mientras se doblaba en dos, sus ojos se hincharon de dolor y sorpresa. Entonces Abby le dio un bofetón tan fuerte que el hombre cayó de lado. Le dio otra patada en la entrepierna, pero él le agarró el pie y se lo retorció bruscamente. Le dolió mucho y provocó que se estrellara contra la hierba mojada.

– Zorra de…

Se quedó callado al oír el rugido de un motor.

Los dos lo oyeron.

Casi sin poder creérselo, Ricky se quedó mirando la camioneta de los helados que subía hacia ellos dando botes por el sendero. Y a poca distancia, seis agentes de policía con chalecos antipuñaladas se acercaban corriendo desde un lado del hotel.

Ricky se puso de pie con dificultad.

– ¡Puta! ¡Has hecho un trato! -chilló.

– ¿Como el que hiciste tú con Dave? -le gritó ella.

Ricky recogió los sellos y se dirigió hacia el Honda. Abby corrió hacia el bosquecillo tan deprisa como pudo, olvidando el dolor en el pie. Detrás de ella, oyó el rugido de un motor. Giró la cabeza. Era la camioneta de los helados y vio que dentro había dos hombres. Luego, delante, a través de los troncos y las ramas y las hojas, vio partes de una furgoneta blanca.

Cegado por el dolor y la ira, Ricky se subió al Honda, metió la marcha y quitó el freno de mano antes incluso de cerrar la puerta. «Esa zorra se va a enterar.»

Aceleró a fondo, para ganar velocidad, y condujo directo hacia el bosquecillo. En estos momentos, no le importaba caer él también por el acantilado con tal que la madre de aquella zorra se despeñara. Con tal que Abby se pasara el resto de su puta vida lamentándolo.

Entonces una mancha de color apareció de repente delante de él.

Ricky pisó el freno, bloqueó las ruedas y soltó un taco. Giró el volante con brusquedad hacia la derecha, para intentar esquivar la camioneta de los helados, que había cruzado por delante del bosquecillo, eliminando la oportunidad de chocar contra el vehículo que se escondía dentro. El Honda dio la vuelta describiendo un arco ancho y la parte trasera chocó con el parachoques trasero de la camioneta de los helados y lo arrancó.

Luego, horrorizado, vio que dos coches pequeños, que había supuesto que pertenecían al personal del hotel, cruzaban a toda velocidad la hierba y se dirigían hacia él. Las luces azules giraban detrás de los parabrisas, las sirenas gemían.

Volvió a pisar el acelerador, desorientado por un momento, girando y girando. Uno de los vehículos se interpuso en su camino. Ricky dio media vuelta, bajó por un terraplén pronunciado, atravesó un dique, subió por el otro lado y llegó al asfalto firme de la carretera.

Luego, consternado, vio unas luces azules que bajaban a toda velocidad por la derecha.

– Joder. Mierda. Mierda, joder.

Presa de un pánico terrible, giró el volante a la izquierda y pisó el acelerador.

La única puerta de la furgoneta vieja y oxidada que no estaba obstruida por ramas y arbustos era la del conductor. Preocupada, Abby la abrió con cuidado, consciente de la advertencia sobre lo cerca que se encontraba del borde del acantilado.

Arrugando la nariz por el olor apestoso a heces, a tabaco y humanidad que había dentro, gritó:

– ¿Mamá? ¿Mamá?

No obtuvo respuesta. Con una punzada de terror, puso el pie en el escalón y subió al asiento delantero. Durante un momento terrible, escudriñando la oscuridad de la parte trasera, pensó que su madre no estaba allí. Lo único que veía era una especie de aparato electrónico, ropa de cama y una rueda de repuesto. La furgoneta se balanceó por el viento y un golpeteo resonó dentro.

Luego, a pesar del ruido, escuchó un débil y tímido:

– ¿Abby? ¿Eres tú?

Fueron, sin ningún género de dudas, las palabras más dulces que había oído en toda su vida.

– ¡Mamá! -gritó-. ¿Dónde estás?

– Aquí. -La voz de su madre era débil y sonaba sorprendida, como si dijera: «¿Dónde debería estar?».

Entonces Abby estiró el cuello por encima del asiento y vio a su madre, enrollada en la alfombra, asomando sólo la cabeza, tumbada en el suelo justo detrás de ella.

Pasó al otro lado, la furgoneta resonó cuando sus pies pisaron el suelo de metal desnudo. Se arrodilló y besó la mejilla húmeda de su madre.

– ¿Estás bien? ¿Estás bien, mamá? Tengo tu medicación. Voy a llevarte al hospital. -Tocó la frente de su madre. Estaba caliente y sudada-. Ahora estás a salvo. Se ha ido. Estás bien. Hay policía por todas partes. Te llevaré al hospital.

– Creo que tu padre ha estado aquí hace un minuto -susurró su madre-. Acaba de marcharse.

Abby comprendió que estaba delirando. Por la fiebre o la falta de medicamentos o ambas cosas. Y sonrió a pesar de las lágrimas.

– Te quiero muchísimo, mamá -dijo-. Muchísimo.

– Estoy bien -dijo su madre-. Estoy cómoda y enrolla-dita en la alfombrita.

Cassian Pewe bajó un momento su teléfono y se volvió hacia Grace.

– El Objetivo Dos está en el coche del Objetivo Uno, solo. Viene hacia aquí. Hay que interceptarlo si podemos, sin riesgos, pero llegan refuerzos detrás de nosotros.

Grace arrancó el motor. Ninguno de los dos hombres llevaba el cinturón de seguridad, una práctica común en las tareas de vigilancia para bajarse deprisa del coche si hacía falta. Tras escuchar el informe de lo que estaba ocurriendo, Grace pensó que debían ponérselo. Pero justo cuando iba a coger el suyo, Pewe dijo:

– Ahí está.

Entonces Grace también vio el Honda negro a quinientos metros de distancia, bajando la colina sinuosa a toda velocidad. Oyó el chirrido de los neumáticos.

– Objetivo Dos a la vista -dijo Pewe por radio.

– La prioridad es la seguridad de todo el mundo -dijo el comisario-. Si hace falta, Roy, tal vez tengas que utilizar tu vehículo en la operación.

Consternado, Pewe vio que Grace atravesaba el Alfa Romeo en la carretera estrecha, ocupando los dos carriles. Y se percató de que él estaba en el lado del todoterreno negro que iba hacia ellos. El lado que recibiría el impacto si el coche no frenaba.

Ricky agarró con fuerza el volante y los neumáticos volvieron a chirriar al tomar una curva larga de bajada a la izquierda. Si se salía de la carretera no había a donde ir en ninguno de los dos lados, sólo un terraplén pronunciado. Entonces cogió bruscamente una curva a la derecha.

Al salir de ella, vio un Alfa Romeo granate atravesado en la carretera delante de él. Un hombre rubio le miraba con ojos saltones por la ventanilla.

Pisó el freno y el coche se detuvo patinando a tan sólo unos metros de la puerta. Puso la marcha atrás y, mientras lo hacía, oyó el quejido de las sirenas. A lo lejos, vio dos Range Rovers de la policía que bajaban a toda velocidad por la colina, las luces brillantes.

Hizo un cambio de sentido en tres movimientos, aceleró a fondo y regresó por donde había venido. Por el retrovisor, vio que el Alfa Romeo salía tras él y los dos Range Rovers les seguían de cerca. Pero le interesaba más lo que tenía delante. O, más concretamente, lo que había delante del bosquecillo. Porque aunque la camioneta de los helados siguiera allí, un toque brusco por un lado serviría.

Luego cogería la carretera abandonada, que ahora sólo era un camino de carros cubierto de hierba pero que seguía utilizándose. La había encontrado y comprobado y estaba seguro de que la policía no habría pensado en ella.

Saldría de ésta. Aquella zorra nunca tendría que haberse metido con él, jamás.

Roy Grace pronto atrapó al pesado Honda y se quedó unos metros detrás de él. Pewe anunció por radio que estaban aproximándose al hotel Beachy Head.

De repente, el Honda giró bruscamente a la derecha, dejó la carretera y subió por el prado que la separaba del borde del acantilado.

Grace hizo lo mismo, con una mueca de dolor cuando la suspensión de su querido Alfa Romeo tocó el suelo. Oyó y sintió el chirrido del tubo de escape al raspar la tierra y algo que caía, pero estaba tan concentrado en el Honda que apenas lo asimiló.

Delante de ellos había un grupo de vehículos y personas. Vio el camión de British Telecom obstruyendo la carretera, con una multitud de agentes de policía cerca. Dos motos. Pewe subió el volumen de la radio.

– Es posible que el Objetivo Dos vaya hacia la furgoneta -dijo una voz-.Está en el bosquecillo detrás de la camioneta de los helados. Interceptadle. El Objetivo Uno está dentro con su madre.

Pewe señaló a través del parabrisas.

– Ahí está, Roy. Se dirige hacia allí.

Grace vio el bosque oval, con la camioneta de los helados de colores brillantes aparcada a poca distancia.

El Objetivo Dos estaba acelerando.

Grace redujo una marcha y pisó el acelerador. El Alfa salió disparado hacia delante, la suspensión volvió a tocar el suelo y los dos hombres, que no llevaban puesto el cinturón, botaron en sus asientos y se golpearon la cabeza con el techo.

– Lo siento -dijo Grace en tono grave mientras se ponía junto al Honda.

Fuera, en su lado, a pocos centímetros de la puerta, había una guardarraíl de aspecto endeble que daba al acantilado. Vislumbró fugazmente al Objetivo Dos, un hombre de barba poblada que llevaba una gorra de béisbol. A su derecha, el guardarraíl terminaba de repente y los arbustos marcaban una pendiente totalmente desprotegida.

Grace atravesó la maleza, con la esperanza sombría de que los arbustos no ocultaran un accidente en el acantilado y se despeñaran de repente con el coche.

Levantó el pie del acelerador y siguió conduciendo al lado del Honda, pensando en cómo obligarle a alejarse del borde. El bosque y la camioneta de los helados se acercaban a toda velocidad.

Como adelantándose a sus pensamientos, el Objetivo Dos giró el volante del Honda hacia la derecha y chocó con fuerza contra el lado del copiloto del Alfa Romeo. Pewe chilló y el Alfa Romeo se desplazó peligrosamente hacia el borde.

El bosque estaba aún más cerca.

El Honda les dio otro golpe. Como era un coche más pesado, los empujó todavía más hacia el borde. Dieron botes por algunas piedras y por el suelo irregular. Luego les golpeó otra vez, todavía más hacia el borde.

– ¡Roy! -chilló Pewe, agarrándose al cinturón desabrochado, aterrorizado.

Tenían el paso cerrado. Grace pisó el acelerador y el Alfa Romeo avanzó a toda prisa. Ahora el bosque no estaba a más de doscientos metros. Se puso delante del Honda bruscamente y, luego, con la intención de ocultar su próximo movimiento, tiró del freno de mano hasta arriba en lugar de pisar el pedal.

El efecto fue instantáneo y espectacular y no fue el que esperaba. La parte trasera del Alfa Romeo perdió agarre y el coche comenzó a deslizarse hacia un lado. Casi al instante, el Honda chocó contra la parte de atrás y provocó que el Alfa Romeo diera una vuelta de campana.

La fuerza del impacto hizo que el Honda girara a la izquierda, fuera de control, y chocara contra la parte trasera de la camioneta de los helados.

Grace sintió que atravesaba el aire, ingrávido. Un aire que era una cacofonía de ruidos metálicos que resonaban y tronaban.

Aterrizó con un golpazo que lo dejó sin aliento y le sacudió todos los huesos del cuerpo, y con una fuerza que le hizo rodar varias veces, con impotencia, como si hubiera salido disparado de una atracción de feria. Luego, por fin, aterrizó con la cara en la hierba mojada, con la boca aplastada en el barro.

Por un instante, no tuvo la seguridad de si estaba vivo o muerto. Le estallaron los oídos. Hubo un momento de silencio. El viento aullaba. Entonces oyó un grito horrible, pero no tenía ni idea de dónde provenía.

Se puso en pie con dificultad y se cayó de inmediato. Era como si alguien hubiera cogido el suelo y le hubiera dado la vuelta. Volvió a levantarse, balanceándose atolondrado, examinando la escena. El capó del Honda, inclinado de un modo extraño, estaba incrustado en la parte trasera destrozada de la camioneta de los helados. El conductor del Honda parecía aturdido y empujaba la puerta mientras dos policías con chalecos antipuñaladas tiraban de ella. De debajo de la furgoneta, salía humo. Varios agentes más corrían hacia el lugar.

Entonces volvió a oír el chillido.

¿Dónde estaba su coche?

Y, de repente, le invadió un terror terrible y escalofriante.

«¡No! ¡Oh, Dios mío, no!»

Volvió a oír el chillido.

Y otra vez más.

Venía de debajo de la cima del acantilado.

Se tambaleó hacia el borde y, luego, deprisa, retrocedió un paso. Había sufrido vértigo toda la vida y el mero desnivel hasta el mar era más de lo que podía soportar mirar.

– ¡Socooooooooorrooo!

Se puso a cuatro patas y comenzó a avanzar lentamente, consciente del dolor que sentía en el cuerpo. Hizo caso omiso y llegó al borde, donde se encontró mirando a la parte de abajo de su coche, que estaba atrapado en varios árboles pequeños, el morro en el acantilado y la parte de atrás hacia fuera, balanceándose como un trampolín. Dos ruedas estaban girando.

La primera parte del desnivel era una pendiente corta y pronunciada llena de árboles. Acababa en un borde cubierto de hierba, unos seis metros más abajo, y luego caía unos cien metros, hacia las rocas y el agua. A Grace le dio mucha impresión y retrocedió hasta donde se sentía más seguro. Entonces volvió a oír el grito.

– ¡Socorro! ¡Dios mío, socorro! ¡Ayudadme, por favor!

Era Cassian Pewe, comprendió. Pero no le veía.

Enfrentándose a su miedo, caminó despacio otra vez hacia el borde, miró abajo y gritó:

– ¿Cassian? ¿Dónde estás?

– Ayúdame. Por favor, ayúdame. Ayúdame, Roy, por favor.

Grace miró hacia atrás desesperado, pero todos los demás parecían ocupados con la furgoneta y el Honda, que parecía a punto de arder.

Volvió a mirar abajo.

– ¡Ya voy! Por el amor de Dios, ya voy.

El terror que teñía la voz del hombre le impulsó a actuar. Respirando hondo, se inclinó, agarró una rama y la evaluó, esperando que resistiera. Luego se balanceó por encima del borde. Al instante, sus zapatos de piel resbalaron en la hierba mojada, el brazo con el que se agarraba a la rama se le desencajó y sintió un dolor atroz. Y en ese momento se dio cuenta de que lo único que impedía que se deslizara por aquel desnivel pronunciado hasta el borde del acantilado, y cayera en el olvido, era esta única rama a la que se aferraba con la mano derecha.

Y ahora comenzaba a ceder. Notaba cómo se desprendía.

Estaba verdaderamente aterrado.

– ¡Ayúdame, por favor! ¡Me estoy cayendo! -volvió a gritar Pewe.

Presa del pánico, Roy encontró deprisa otra rama y, luego, agarrándose a ella mientras el viento lo zarandeaba, como si intentara tirarle por el acantilado, bajó un poco más.

«No mires abajo», se dijo.

Se golpeó el dedo del pie con la ladera y encontró un pequeño lugar resbaladizo donde apoyarse. Luego encontró otra rama. Ahora estaba junto al chasis sucio y parcialmente hundido de su coche. Las ruedas habían dejado de girar y el vehículo se columpiaba como un balancín.

– Cassian, ¿dónde demonios estás? -gritó, intentando no mirar más allá del coche.

El viento se llevó al instante sus palabras.

La voz de Pewe quedaba amortiguada por el terror.

– Debajo. Te veo. ¡Date prisa, por favor!

De repente, horrorizado, Roy vio que la rama a la que se agarraba cedía. Por un momento terrible, pensó que iba a caer. Buscó otra a toda prisa y la cogió, pero se partió. Estaba cayendo, deslizándose al lado del coche. Deslizándose hacia el borde de hierba y el vacío. Asió otra rama, llena de hojas afiladas, que le resbaló por la palma de la mano y se la quemó, pero era joven, mullida y fuerte. Aguantó, pero casi se le soltó el brazo. Entonces encontró otra rama con la mano izquierda y se aferró a ella desesperadamente. Aliviado, comprobó que era más robusta.

Oyó gritar a Pewe otra vez.

Vio una sombra enorme encima de él. Era su coche. Colgado a seis metros sobre su cabeza, como una plataforma, meciéndose peligrosamente. Pewe estaba suspendido boca abajo de la puerta del copiloto, los pies enrollados en el cinturón de seguridad, que era lo único que impedía que se despeñara.

Grace miró abajo y al instante deseó no haberlo hecho. Estaba justo en el borde del acantilado. Miró un momento el agua que se estrellaba contra las rocas. Notó la gran fuerza de la gravedad en los brazos y el viento feroz e incesante que lo azotaba. Un resbalón. Sólo un resbalón.

Jadeando, aterrado, comenzó a dar puntapiés en el terreno para tener donde apoyarse. De repente, la rama que sujetaba con la mano derecha se movió un poco. Dio otra patada más fuerte a la tierra de caliza mojada y al cabo de unos momentos había hecho un espacio lo bastante grande como para meter el pie y auparse.

Pewe volvió a gritar.

Intentaría ayudarle enseguida, pero primero debía intentar salvarse él. Muerto no iba a servir de ayuda a ninguno de los dos.

– ¡Roooooy!

Dio patadas con el pie izquierdo, para cavar otro agujero. Al cabo de un rato, con los dos pies bien asentados, se sintió un poco mejor, aunque no del todo seguro.

– ¡Me estoy cayendo, Rooooy! Dios mío, sácame de aquí. Por favor, no me dejes caer. No me dejes morir.

Roy estiró el cuello, tomándose su tiempo para cada movimiento, hasta que vio la cara de Pewe a unos tres metros encima de él.

– ¡Mantén la calma! -gritó-. Intenta no moverte.

Oyó un crujido fuerte cuando una rama cedió. Miró deprisa arriba y vio que el coche se balanceaba. Descendió varios centímetros, meciéndose más peligrosamente aún. Mierda. El puto coche iba a aplastarle.

Con cuidado, centímetro a centímetro, sacó su radio, aterrado por si se le caía, y llamó para pedir ayuda. Le aseguraron que ya estaba en camino, que ya estaba organizándose un helicóptero de rescate.

«Dios mío. Tardará una eternidad en llegar.»

– ¡Por favor, no me dejes morir! -sollozó Pewe.

Miró hacia arriba, examinando el cinturón con cuidado y tan bien como pudo. Parecía bien enrollado en el pie de su compañero. El viento mantenía abierta la puerta abollada. Luego miró cómo se mecía el coche. Demasiado. Las ramas comenzaban a ceder, crujían, se rompían. Era un sonido terrible. ¿Cuánto tiempo iban a aguantar? Cuando cedieran, el coche se deslizaría boca abajo por la pendiente, tan pronunciada como una rampa de saltos de esquí, y caería al vacío por el acantilado.

Pewe empeoraba las cosas al doblar el cuerpo cada rato, intentando levantarse, pero era imposible que pudiera conseguirlo.

– Cassian, deja de retorcerte -gritó Grace, con la voz casi ronca-. Trata de quedarte quieto. Necesito ayuda para auparte. No me atrevo a hacerlo solo. No quiero arriesgarme a que el coche se desplace.

– ¡Por favor, no me dejes morir, Roy! -dijo Pewe llorando, retorciéndose como un pez en un anzuelo.

Hubo otra ráfaga feroz. Grace se agarró a las ramas con fuerza, el viento llenaba su chaqueta, tirando de ella como de una vela, dificultándole todavía más las cosas. Durante varios momentos, hasta que el viento amainó, no se atrevió a mover ni un músculo.

– No vas a dejarme morir, ¿verdad, Roy? -le suplicó Pewe.

– ¿Sabes qué, Cassian? -le respondió Grace gritando-. En realidad me preocupa más mi maldito coche.

120

Octubre de 2007

Grace bebió un sorbo de café. Eran las ocho y media de la mañana del lunes y acababan de comenzar la reunión informativa número quince de la Operación Dingo. Llevaba una tirita en la frente, que cubría el corte profundo que había requerido cinco puntos de sutura, apósitos para las ampollas en las palmas de las dos manos y no tenía ningún hueso del cuerpo que no le doliera.

– Dicen por ahí que ahora atacarás el Everest, Roy -bromeó uno de los policías presentes en la sala.

– Sí, y el comisario Pewe ha solicitado trabajo de funámbulo en un circo -contestó Roy, incapaz de borrar la sonrisita de sus labios.

Pero en el fondo, todavía estaba conmocionado. Y en realidad no había muchos motivos para sonreír. Tenían a Chad Skeggs encerrado en el bloque de detención, de acuerdo. Abby Dawson y su madre estaban a salvo y, milagrosamente, nadie había resultado herido grave el viernes. Pero todo aquello era secundario. Estaban investigando el asesinato de dos mujeres y su principal sospechoso podía estar en cualquier parte. Aunque siguiera en Australia, podía estar utilizando una identidad completamente distinta y, como ya había demostrado, las identidades nuevas no parecían ser un problema para Ronnie Wilson.

Sólo había un rayo de esperanza.

– Hemos obtenido una especie de novedad en Melbourne -prosiguió-. He hablado con Norman esta mañana. Hoy han interrogado a una mujer que afirma haber sido muy amiga de Maggie Nelson, la mujer que creemos que era Lorraine Wilson.

– ¿Qué certeza hay de que Ronnie y Lorraine Wilson se convirtieran en David y Margaret Nelson, Roy? -preguntó Bella.

– La policía de Melbourne ha desenterrado una tonelada de información de las oficinas de Tráfico, Hacienda e Inmigración. Todo parece encajar. Van a mandarme por fax un informe, seguramente esta noche.

Bella tomó nota, luego cogió un Malteser de la caja que tenía delante.

Mirando su libreta, Grace continuó.

– Esta mujer se llama Maxine Porter y su ex marido es un mañoso. Actualmente está siendo juzgado por evasión de impuestos y blanqueo de dinero y se enfrenta a una condena larga. La dejó por una mujer más joven hace poco más de un año, unos tres meses antes de que lo detuvieran, así que estaba encantada de interpretar el papel de esposa abandonada y ha hablado. Según ella, David Nelson apareció en escena alrededor de las Navidades de 2001. Fue Chad Skeggs quien lo presentó a ese agradable círculo de amigos en concreto, del que, al parecer, formaba parte la flor y nata del hampa de Melbourne. Y parece que Nelson encontró en la filatelia su especialidad para hacer negocios con ellos.

– Qué bonito, ¿verdad? -dijo Glenn Branson-. Aquí en Inglaterra, nuestros gánsteres se apuñalan y se lían a tiros, mientras que en Australia intercambian sellos.

Todo el mundo sonrió.

– Creo que no -dijo Grace-. En los últimos diez años ha habido treinta y siete tiroteos relacionados con mafias en Melbourne. Tiene una parte muy oscura, coma muchas ciudades.

Como Brighton y Hove en realidad, pensó.

– En cualquier caso -prosiguió-, Lorraine… Perdón, Maggie Nelson, quiero decir, le confió a su nueva mejor amiga que su marido tenía una aventura y que no sabía qué hacer. No era feliz en Australia, pero dijo que ella y su marido habían quemado todas las naves en el Reino Unido y no podían regresar. Creo que es importante fijarse en que dijo que los dos se encontraban en aquella situación, no sólo uno de ellos.

– ¿Cuándo fue esto, Roy? -preguntó Emma-Jane Boutwood.

– En algún momento entre junio de 2004 y abril de 2005. Al parecer, las dos mujeres hablaban mucho. Sus respectivos maridos tenían una aventura, compartían muchas cosas.

Grace bebió más café y volvió a consultar sus notas.

– Luego, en junio de 2005, Maggie Nelson desapareció del mapa. No acudió a un almuerzo con Maxine Porter y cuando Maxine la llamó, David Nelson le dijo que su mujer le había abandonado. Que había hecho las maletas y había vuelto a Inglaterra.

– Parece que tenemos un patrón, ¿verdad? -dijo Lizzie Mantle-. Primero les dice a sus amigos de Inglaterra que su primera mujer, Joanna, se ha marchado a Estados Unidos. Luego les cuenta a sus amigos de Australia que su segunda mujer ha vuelto a Inglaterra. ¡Y todos le creyeron!

– Parece que Maxine no -dijo Grace.

– ¿Y por qué no fue a la policía? -preguntó Bella-. Debía de tener sus sospechas, ¿no?

– Porque en su mundo, la gente no va a la policía -dijo Lizzie Mantle.

– Exacto -confirmó Grace a la inspectora con una sonrisa llena de ironía-. Y allí el hampa todavía está más dominada por los hombres que aquí. Mañana volverán a interrogarla y nos dará una lista de todos los amigos y conocidos de los Nelson en Australia.

– Genial -dijo Bella, y cogió otro Malteser-. Pero si se ha largado del país…

– Ya lo sé -dijo Grace-. Pero tal vez averigüemos cuáles son sus lugares preferidos en el extranjero, o si anhelaba perderse en algún rincón soleado en concreto.

– Tengo una opinión al respecto -dijo Glenn Branson-. Bueno, Bella y yo.

– De acuerdo. Cuéntanos.

– El viernes y el sábado interrogamos bastante exhaustivamente a Skeggs y ayer por la mañana tomamos declaración a Abby Dawson en el piso de su madre en Eastbourne. También le devolvimos los sellos, que recuperamos del vehículo de Skeggs… Antes tuve la precaución de fotocopiarlos, para tenerlos registrados. También firmó el consentimiento para presentar los sellos como prueba si fuera necesario y no venderlos.

– Bien pensado -dijo la inspectora Mantle.

– Gracias. Bien, la cuestión es ésta. Bella y yo tenemos la sensación de que Abby Dawson no nos está contando toda la verdad. Nos dice lo que quiere que oigamos. La historia sobre de dónde sacó los sellos no me convence. Mantiene que los heredó de una tía de Sydney llamada… -Hojeó sus notas y encontró la página-. Anne Jennings. Estamos comprobándolo, pero no concuerda con lo que dice Skeggs.

– Y sabemos que es un hombre de principios que siempre dice la verdad -dijo Grace.

– Yo le confiaría mi último billete de cinco libras -dijo Glenn, respondiendo al sarcasmo-. Que seguramente es lo único que le quedaría a cualquier persona después de hacer negocios con él. Es un tío chungo de verdad. Pero hay una relación con Ronnie, ésa es la cuestión, estoy seguro. -Miró a su alrededor. Grace asintió para indicarle que continuara-. Hugo Hegarty está convencido de que éstos son los sellos que compró para Lorraine Wilson.

– Pero no tanto como para jurarlo en un tribunal, ¿verdad? -terció Lizzie Mantle.

– No, y podría suponer un problema en el futuro -contestó Branson-. Algunos de los que van sueltos tienen matasellos y no puede jurar que sean los mismos que presentaban los sellos que adquirió para Lorraine Wilson en 2002, porque no anotó nada sobre esta característica. O tal vez no quiera verse involucrado.

– ¿Por qué no? -preguntó Grace.

– Todas las transacciones se realizaron en metálico. Imagino que no querrá sacar la cabeza del agujero y llamar la atención de Hacienda ni de la policía.

Grace asintió. Tenía sentido.

– ¿Qué fuerza tiene la reivindicación de Skeggs sobre que los sellos son suyos?

– Skeggs no dejaba de despotricar y jurar que Abby Dawson le había robado los sellos, decía que por eso se había llevado a su madre, que era lo único que se le ocurrió para hacerla entrar en razón -contestó Glenn Branson.

– ¿Nunca intentó pedírselos educadamente?

Branson sonrió.

– Le pregunté si quería presentar cargos contra ella por robo. Entonces se quedó callado. Sorpresa, sorpresa. Empezó a farfullar no sé qué sobre unas «cuestiones», pero se mostró esquivo cuando intentamos insistir en el tema. Dijo que tendría problemas para demostrar que le pertenecían. Luego, nos espetó que había sido Dave Nelson quien le había dado la idea a Abby. Pero no pudimos sacarle más. Por eso, de momento y a pesar de nuestras reservas, hemos tenido que devolverle los sellos a Abby, hasta que tengamos pruebas de que ha habido un robo aquí o en Australia.

– Muy interesante que dijera eso -comentó Grace.

– ¿Sabes qué creo? -dijo Branson-. Que aquí hay una especie de triángulo amoroso. Ésa es la cuestión.

– ¿Quieres explicarte? -preguntó Grace.

– Ahora no puedo, en estos momentos. Pero es lo que creo.

– Si resulta que David Nelson, es decir, Ronnie Wilson, le dio la idea para hacer todo esto, es muy significativo -dijo Grace pensando en voz alta.

– Seguiremos presionando a Skeggs, pero su abogado lo mantiene muy a raya -dijo Glenn.

Grace meneó la cabeza con incredulidad.

– Demasiado costoso. Estoy pensando que David Nelson puede haberse marchado de Australia perfectamente, si es listo. No se arriesgará a aparecer por Inglaterra. Así que apuesto a que Abby Dawson irá a encontrarse con él en alguna parte. La pondremos bajo vigilancia total. Si compra un billete de avión o pasa por un control de pasaportes, la seguiremos.

– Buena idea -dijo Glenn Branson.

La inspectora Mantle asintió.

– Estoy de acuerdo.

121

Noviembre de 2007

Era uno de esos días extraños de otoño en que Inglaterra lucía su mejor cara. Desde la ventana, Abby miraba el cielo azul y despejado y el sol de la mañana, que estaba bajo pero le calentaba la cara.

Dos pisos más abajo, en los jardines cuidados, un jardinero trabajaba con una especie de aspirador recogiendo hojas. Un anciano con un impermeable nuevo caminaba despacio y a sacudidas alrededor del perímetro de un estanque ornamental, lleno de carpas koi, pinchando el suelo con cautela con su andador, como si anduviera por un campo de minas. Una señora menuda de pelo blanco estaba sentada en un banco en la parte más alta de la extensión escalonada, envuelta en un abrigo de cuadros escoceses, examinando atentamente el Daily Telegraph.

La residencia Bexhill Lawns era más cara que la primera que había previsto reservar, pero podía acoger a su madre enseguida y, ¿a quién le importaba ahora lo que costara?

Además, era un placer verla tan contenta y tan bien aquí. Resultaba difícil creer que dos semanas atrás hubiera entrado en esa furgoneta y hubiera visto el rostro perplejo de su madre asomando por la alfombra enrollada. Ahora parecía una persona nueva, había vuelto a la vida. Como si, de algún modo, todo lo que había pasado la hubiera fortalecido.

Abby giró la cabeza para mirarla. Notaba el mismo nudo de siempre en la garganta cuando se despedía de su madre. Siempre le asustaba que fuera la última vez que la veía.

Mary Dawson estaba sentada en el sofá de dos plazas de la habitación grande y bien equipada, llenando una inscripción para uno de los concursos de sus revistas. Abby se acercó a ella, puso tiernamente una mano en su hombro y la miró.

– ¿Cuál es el premio? -le preguntó, la voz entrecortada mientras transcurrían sus últimos y preciados minutos juntas. El taxi llegaría pronto.

– ¡Quince días en Mauricio en un hotel de lujo para dos!

– Pero mamá, ¡si ni siquiera tienes pasaporte! -la reprendió Abby con buen humor.

– Ya lo sé, querida, pero tú podrías conseguirme uno sin problemas si lo necesitara, ¿verdad? -Lanzó una mirada extraña a su hija.

– ¿Qué quieres decir?

– Sabes exactamente qué quiero decir, querida -contestó su madre sonriendo como una niña picara.

Abby se sonrojó. Su madre siempre había sido más lista que una ardilla. Nunca había podido esconderle nada demasiado tiempo, desde que era pequeña.

– No te preocupes -añadió su madre-. No voy a ir a ninguna parte. Está la alternativa del premio en metálico.

– Me encantaría sacarte el pasaporte -dijo Abby, que se sentó en el sofá, pasó un brazo alrededor de sus hombros frágiles y le dio un beso en la mejilla-. Me encantaría que vinieras conmigo.

– ¿Adónde?

Abby se encogió de hombros.

– Cuando me instale en alguna parte.

– ¿Y aparecer yo para cortarte las alas?

Abby soltó una carcajada nostálgica.

– Tú nunca me cortarías las alas. -Tu padre y yo nunca fuimos mucho de viajar. Cuando tu difunta tía, Anne, se trasladó a Sydney hace años, no dejaba de decirnos lo maravilloso que era aquello y que debíamos mudarnos allí. Pero tu padre siempre decía que sus raíces estaban aquí. Y las mías también. Pero estoy orgullosa de ti, Abby. Mi madre solía decir que una madre era para cien hijos, pero que cien hijos no eran para una madre. Tú has demostrado que se equivocaba. -Abby contuvo las lágrimas-. Estoy muy orgullosa de ti. Una madre no podría pedir mucho más de una hija. Excepto una cosa quizá. -La miró burlonamente.

– ¿Qué?-Abby sonrió, sabía lo que diría.

– Nietos.

– Algún día, quizá. Quién sabe. Entonces sí que tendrás que sacarte el pasaporte y estar conmigo.

Su madre volvió a mirar el formulario para el concurso unos momentos.

– No -dijo, y meneó la cabeza con firmeza. Entonces dejó el bolígrafo, cogió la mano de su hija entre sus dedos huesudos y manchados y se la apretó con fuerza.

A Abby le sorprendió su fuerza.

– Si alguna vez decides ser madre, querida Abby, recuerda siempre una cosa. Primero tienes que dar raíces a tus hijos. Luego, dejarlos volar.

122

Noviembre de 2007

Una hora y media después de dejar a su madre, Abby arrastró la maleta con casi todo lo que iba a llevarse de Brighton por el andén de la estación de Gatwick y subió las escaleras mecánicas hasta el vestíbulo de llegadas. Entonces la guardó en la consigna de equipajes.

Con su bolso y el único sobre acolchado que el sargento Branson le había devuelto el sábado, que iba dentro de una bolsa de plástico, se acercó al mostrador de billetes de Easyjet y se unió a una cola corta. Era mediodía.

En su despacho, Roy Grace leía una pila enorme de informes que Norman Potting y Nick Nicholl le habían enviado por fax desde Australia durante las últimas veinticuatro horas. Se sentía un poco culpable por retener a Nicholl tanto tiempo allí, pero la lista de contactos que la amiga de Lorraine Wilson les había proporcionado era demasiado buena para pasarla por alto.

Sin embargo, a pesar de todo, aún no tenían ninguna pista positiva sobre dónde estaba Ronnie Wilson.

Miró su reloj: las 13.20. El almuerzo, que Eleanor le había ido a buscar al ASDA, descansaba sobre su mesa dentro de una bolsa de plástico. Un sándwich dietético de langosta y rúcula y una manzana. Poco a poco, día a día, iba cediendo a la presión que Cleo ejercía sobre él para que mejorara su dieta. Aunque tampoco se sentía distinto. Justo cuando metió la mano en la bolsa, sonó el teléfono.

Era Bill Warner, que ahora estaba al mando del Departamento de Investigación Criminal del aeropuerto de Gatwick.

Eran amigos desde hacía suficiente tiempo como para dejarse de cumplidos, así que el inspector de Gatwick fue directamente al grano.

– Roy, ¿has puesto una alerta sobre una mujer, Abby Dawson, también conocida como Katherine Jennings?

– Sí.

– Estamos seguros de que acaba de facturar en un vuelo de Easyjet a Niza que sale a las 15.45. Hemos comprobado la imagen que aparece de ella en la cámara de seguridad y coincide con las fotografías que has hecho circular.

Eran unas fotos que habían sacado de las cámaras de seguridad de la sala de interrogatorios. Siendo estrictos, según los términos de la Ley de protección de datos, Grace no debería haberlas utilizado sin el consentimiento de la mujer. Pero no le importaba.

– ¡Genial! -dijo-. ¡Es genial, joder!

– ¿Qué quieres que hagamos?

– Sólo tenedla vigilada, Bill. Es vital que no sepa que la están siguiendo. Quiero que suba a ese vuelo, pero voy a necesitar que algunos agentes vayan con ella, y refuerzos en Niza. ¿Puedes averiguar si el vuelo está completo y si podríamos subir a dos agentes? Si está lleno, tal vez podrías convencerlos para que echen a un par de pasajeros.

– Déjalo en mis manos. Ya te puedo confirmar de antemano que el avión sólo va medio lleno. Me pondré en contacto con la policía francesa. Imagino que lo que nos interesa es con quién podría reunirse.

– Exacto. Gracias, Bill. Mantenme informado.

Grace lanzó un puñetazo al aire de alegría, luego llamó a Glenn Branson.

123

Noviembre de 2007

– ¿Y cuándo volveré a verte? Dime. ¿Cuándo?

– ¡Pronto!

Ella se tumbó encima de él, su piel desnuda y sudada por el esfuerzo en el calor de la mañana. Su pene exhausto estaba recostado entre el vello púbico de ella, que apoyó sus pechos redondos y pequeños en su pecho y posó sus ojos en los ojos de él, unos ojos marrones, llenos de risas y travesuras. Y dureza. Seguro.

Era espabilada, astuta. Era una buena pieza.

Una buena pieza muy rica.

Y le gustaba esta maldita humedad. Este calor empalagoso que a él le hacía sudar sin parar. Ella insistía en hacer el amor con las puertas de la terraza de su casa bien abiertas y en la habitación habría unos cien grados. Y ahora estaba aporreándole el pecho con sus puños diminutos.

– ¿Cuándo? ¿Cuándo?

Él apartó su pelo negro azabache de la cara y besó sus labios pequeños y rosados. Era muy hermosa y tenía un cuerpo fantástico. Durante su mes de encierro en Pattaya Beach, mientras esperaba a que Abby le mandara la señal de que estaba en camino, había aprendido a apreciar a las tailandesas esbeltas.

¡Uau! Había tenido muchísima suerte con ésta. ¡Algo totalmente inesperado! Porque tenía todo lo que había soñado siempre, pero con mucho más. ¡Unos veinticinco millones de dólares más! Punto arriba punto abajo, dependiendo de la cotización del baht tailandés.

La había conocido en una tienda de sellos de Bangkok y se habían puesto a charlar. Resultaba que su marido tenía una cadena de discotecas, que ella heredó cuando murió en un accidente de buceo; un turista con una moto de agua le cortó la cabeza de cuajo. Ella intentaba vender su importante colección de sellos y Ronnie la había aconsejado, impedido que la estafaran y conseguido que triplicara lo que al principio le habían dicho que valían.

Y se la había estado tirando una o dos veces al día desde entonces.

Esto suponía un problema, aunque tampoco tanto. Ya había comenzado a cansarse de Abby. No sabría decir exactamente cuándo había empezado a suceder. Tal vez fuera por su manera de comportarse después de su misión con Ricky, o por su aspecto. Como si, después de las dos primeras veces indudablemente, hubiera disfrutado de verdad.

Y él se había percatado de lo que Abby era capaz.

Era una mujer sin límites. Haría cualquier cosa por ser rica y sólo estaba utilizándolo, seguro, como trampolín para conseguirlo.

Por suerte, él iba un paso por delante. Ya le habían jodido dos veces antes. El agua no le había funcionado; algo había salido mal con el maldito desagüe en Brighton. Y ¿quién diablos habría predicho que en Melbourne la sequía continuaría?

Afortunadamente, había muchos barcos en Koh Samui. Y eran baratos. Y el Mar de la China Meridional era profundo.

Diez millas mar adentro sería imposible que ningún cadáver acabara de nuevo en la orilla. Ya tenía el barco amarrado y esperando. A Abby le encantaría. Era una pasada. Y estaba tirado. Relativamente. En fin, para acumular había que especular.

Besó a Phara.

– Dentro de muy poco -dijo-. Te lo prometo.

124

Noviembre de 2007

Cuando se alejó del mostrador de facturación de Easyjet, en lugar de seguir los carteles de Salidas, Abby se dirigió otra vez al vestíbulo principal y entró en el baño.

Después de encerrarse en un cubículo, sacó el sobre acolchado de la bolsa de plástico, lo rasgó para abrirlo y vació el contenido: una bolsa de celofán con varios sellos, algunos sueltos, otros en hojas.

La mayoría de las hojas sólo eran réplicas de las que Ricky había querido recuperar tan desesperadamente, pero varias de las otras y diversos sellos sueltos eran auténticos y parecían lo bastante antiguos como para emocionar a alguien que no supiera nada de filatelia.

También extrajo el recibo de la Filatélica South-East, adonde había acudido dos semanas atrás. Era por valor de ciento cuarenta y dos libras. Seguramente más de lo que necesitaba gastar, estrictamente hablando, pero el surtido era impresionante a ojos del gran público y no se había equivocado al situar al sargento Branson en esa categoría.

Rompió los sellos y el recibo, los echó por el retrete y tiró de la cadena. Luego se quitó los vaqueros, las botas y la chaqueta de lana. No iba a necesitarlos a donde iba. Sacó de la bolsa una peluca rubia larga, cortada y peinada como solía llevar ella el pelo y se la colocó, ajustándosela con torpeza con la ayuda del espejo de maquillaje. Luego se puso un vestido de tirantes que se había comprado hacía un par de días y la chaqueta de hilo color crema que conjuntaba tan bien, junto con un par de sandalias blancas bastante bonitas. Completó su nueva imagen con unas gafas de sol Marc Jacobs.

Apretujó la ropa que se había quitado en la bolsa de plástico, luego salió del cubículo, se ajustó el pelo en el espejo, tiró el sobre acolchado a la basura y miró su reloj. Eran las 13.35. Iba a buen ritmo.

De repente, su móvil pitó y recibió un mensaje: «Me muero por verte mañana. Sólo quedan unas horas. Besos».

Sonrió. Sólo unas horas. ¡Sí, sí, sí!

Caminó con brío otra vez hacia la consigna de equipajes y retiró la maleta que había guardado allí dos semanas atrás. La arrastró hacia un rincón, introdujo la llave, la abrió y sacó un sobre acolchado envuelto en papel de burbujas. Después metió la bolsa de plástico con su ropa vieja dentro, la cerró y giró la llave.

Luego regresó al vestíbulo de facturación, encontró la sección de British Airways y se acercó a un mostrador de clase business. Era una extravagancia, pero había decidido que celebraría el comienzo de su nueva vida de acuerdo con el estilo como pensaba continuarla.

Entregó el pasaporte y el billete a la mujer del mostrador y dijo:

– Sarah Smith. Estoy en el vuelo 309 a Río de Janeiro.

– Gracias, señora -dijo la mujer, y comprobó los detalles sobre la terminal.

Formuló a Abby las preguntas de seguridad habituales y puso la etiqueta en el equipaje. Entonces, la maleta avanzó con una sacudida, cayó sobre la cinta y desapareció.

– ¿El vuelo sale en hora? -preguntó Abby.

La mujer miró la pantalla.

– Por ahora, parece que sí. Sale a las 15.15. La puerta de embarque se abre a las 14.40. Es la 54. Encontrará los carteles hasta la sala de espera después de pasar el control de seguridad y el área de duty free.

Abby le dio las gracias y volvió a mirar su reloj. Tenía el estómago hecho un manojo de nervios. Todavía debía hacer un par de cosas más, pero quería esperar a que se acercara el momento de embarcar.

Accedió a la sala vip de British Airways y se sirvió una copa de vino blanco para calmarse. Se moría por fumarse un cigarrillo, pero tendría que esperar. Comió un par de sándwiches rectangulares, luego se sentó delante de un televisor, que tenía las noticias puestas, y repasó mentalmente su lista de tareas. Estaba satisfecha por no haber olvidado nada, pero, para estar doblemente segura, comprobó que la función de identificación de llamada de su móvil estuviera desactivada y no revelara su número cuando llamara.

Poco después de las 14.40 vio en la pantalla que comenzaba el embarque, pero allí dentro aún no habían anunciado el vuelo. Se trasladó a una sección más tranquila, junto a la entrada de los servicios, donde no había nadie cerca que pudiera escucharla, y marcó el número del centro de investigaciones que el sargento Branson le había dicho que utilizara si no podía localizarle al móvil.

Mientras el teléfono sonaba, mantuvo aguzado el oído por si escuchaba el ding-dong que precedía a cualquier anuncio por megafonía. No quería revelar a nadie dónde estaba.

– Centro de investigaciones, agente Boutwood -contestó una voz joven de mujer.

Abby disfrazó su voz tan bien como pudo, adoptando su mejor acento australiano.

– Tengo información sobre Ronnie Wilson -dijo-. Estará en el aeropuerto de Koh Samui, esperando a una persona que llegará mañana en el vuelo 271 de Bangkok Airways a las 11 de la mañana, hora local. ¿Lo tiene?

– Bangkok Airways, vuelo 271, Koh Samui, mañana a las 11 de la mañana, hora local. ¿Con quién hablo, por favor?

Abby colgó. Estaba pegajosa por el sudor y temblaba. Temblaba tanto que le costó teclear la respuesta al mensaje que había recibido antes y tuvo que borrar varias letras para corregir los errores antes de acabar. Luego la leyó una vez más antes de "mandarla. «El amor verdadero no tiene un final feliz, porque el amor verdadero no termina nunca. Dejar marchar a alguien es una forma de decirle te quiero. Besos.»

Y ella lo quería de verdad. Lo quería un montón. Pero no un montón que valía cuatro millones de libras.

Y no con esa mala costumbre suya de matar a las mujeres que le entregaban dinero.

En algún momento después del despegue, después de haberse tomado un bloody mary con una miniatura extra de vodka, se recostó bien en su asiento y abrió el sobre acolchado envuelto en plástico de burbujas. El asiento de al lado estaba vacío, así que no tenía que preocuparse por la mirada curiosa de nadie. Giró la cabeza para cerciorarse de que tampoco había ningún miembro de la tripulación alrededor y entonces sacó con cuidado uno de los sobres de celofán.

Contenía un bloque de sellos Penny Black. Miró el perfil serio de la reina Victoria. La palabra Franqueo impresa en letras no muy uniformes. El color desteñido. Eran exquisitos, pero en realidad no eran perfectos. Como le había explicado Dave un día, a veces eran sus imperfecciones lo que los hacían más especiales.

Aquello también se aplicaba a muchas otras cosas en la vida, pensó, agradablemente atontada por el alcohol. Y, además, ¿quién quería ser perfecto?

Volvió a mirarlos y se dio cuenta de que era la primera vez que los miraba realmente bien. Eran muy especiales. Mágicos. Les sonrió y susurró:

– Adiós, preciosos. Nos vemos luego.

Y volvió a guardarlos con cuidado.

125

Noviembre de 2007

– ¿Unas buenas vacaciones? -preguntó Roy Grace.

– Muy divertidas. Sólo he visto la playa desde la ventanilla del avión -contestó Glenn Branson.

– Se supone que es bonito, Koh Samui, eso dicen.

– Había una humedad de la hostia y no paró de llover en todo el tiempo que estuve allí. Y me picó algo en la pierna, o un mosquito mutante o una araña. Se me ha hinchado toda, ¿quieres verlo?

– No, pero gracias igualmente.

El sargento, que estaba sentado en una silla delante del escritorio de Grace y llevaba un traje y una camisa que por su aspecto y olor parecía haber dormido con ellos puestos, sacudió la cabeza con incredulidad, sonriendo.

– Eres un cabrón, ¿verdad, Grace?

– Y yo no puedo creer que hayas vuelto a cargarte mi colección de discos, joder. Te dejé quedar en mi casa una noche. No te dije que sacaras todos los CD de sus cajas y los dejaras tirados por el suelo.

Branson tuvo la decencia de parecer avergonzado.

– Intentaba clasificártelos. Tengo… mierda. Lo siento.

– Bebió café y contuvo un bostezo.

– Bueno, ¿cómo está tu prisionero? ¿A qué hora has llegado?

Branson miró su reloj.

– Sobre las siete menos cuarto. -Bostezó-. Imagino que en las dos últimas semanas nos hemos pulido el presupuesto de todo el año del Departamento de Investigación Criminal de Sussex para viajes al extranjero.

Grace sonrió.

– ¿Wilson ha dicho algo?

Branson bebió más café.

– Bueno, la verdad es que parece buena gente, en la medida en que se puede decir algo así.

– Sí, seguro. Es el tipo más dulce que has conocido, ¿verdad? Sólo tiene un problemilla: prefiere matar a sus mujeres antes que trabajar honradamente. -Grace miró a su amigo con asombro fingido-. Glenn, tú eres buena gente. Y si no fuera por toda la mierda que tengo en mi vida, tal vez yo también lo sería. Pero Ronnie Wilson, no, él no es buena gente. Sólo se le da bien hacer que la gente lo crea.

Branson asintió.

– Sí. No lo decía en ese sentido exactamente.

– Necesitas irte a casa, dormir, ducharte y volver más tarde.

– Eso haré. Pero la verdad es que habló bastante. Estaba en plan filosófico y le apetecía hablar. Tengo la sensación de que está harto de huir. Lleva seis años escondiéndose. Por eso accedió a volver con nosotros. Aunque no dejaba de hablar de una tailandesa. Quería que le dejáramos mandarle un mensaje.

– ¿Le leíste sus derechos antes de que comenzara a hablar?

– Sí.

– Bien hecho.

Eso significaba que cualquier cosa que Ronnie Wilson hubiera dicho en el avión podía utilizarse en su contra en un juicio.

– Está furioso con Skeggs, te lo digo yo. Quería asegurarse de que si él se hundía, Skeggs se hundía con él.

– ¿Sí?

– Por lo que deduzco de lo que ha contado, parece que Skeggs le ayudó cuando llegó a Australia.

– Como pensábamos -dijo Grace.

– Sí. En algún momento, Ronnie Wilson adquirió este paquete de sellos.

– ¿De su mujer?

– A eso contestó con evasivas.

– No me sorprende.

– En cualquier caso, se los dio a Skeggs para que los vendiera y éste intentó joderle. Quería el noventa por ciento de su valor o amenazaba con vender a Ronnie. Pero Skeggs tenía una debilidad. Estaba loco por la chica de Ronnie, a la que empezó a follarse, dijo, después de que su mujer, según sus palabras, «se largara».

– En el maletero de un coche.

– Exacto.

– ¿Y la chica era una tal Abby Dawson?

– Estás avispado esta mañana, comisario.

– He podido dormir toda la noche. Así que Ronnie Wilson la utilizó como una especie de cebo, ¿voy por el buen camino?

– Vas por la autopista.

– ¿Crees que habría matado a Abby en cuanto hubiera recuperado los sellos?

– ¿Por sus antecedentes anteriores? Sin duda. Es un buitre.

– Creía que habías dicho que era buena gente.

Branson sonrió derrotado. Luego, de repente, cambió de tema.

– ¿Ya te has comprado un coche nuevo?

– No. Putas compañías de seguros. Quieren invalidar mi póliza porque conducía en una persecución. Cabrones. Estoy intentando arreglarlo, y en la central me están ayudando por tratarse de un asunto policial. -Luego, volviendo a cambiar de tema, dijo-: Entonces, ¿crees que Abby todavía tiene los sellos?

– Por supuesto.

– Hegarty está seguro al cien por cien de que el material que fotocopiaste es falso.

– No tiene ninguna duda.

– He estado pensando mucho en ello -dijo Grace-. Por eso le dio una patada en los huevos a Skeggs.

Branson frunció el ceño.

– No te sigo.

– La razón por la que le dio una patada a Skeggs cuando le entregó los sellos fue que necesitaba tiempo. Sabía que estaba dándole gato por liebre y que sólo tardaría unos segundos en percatarse. Fue a por él para meternos a nosotros en la película. Le tendió una trampa desde el principio.

Branson lo miraba, asintiendo mientras caía en la cuenta poco a poco.

– Es una zorra inteligente.

– Sí. Y nadie ha denunciado el robo de los sellos, ¿verdad?

– Verdad -dijo Branson pensativo-. Pero ¿qué hay de las compañías de seguros? ¿Las que pagaron la compensación y el seguro de vida? ¿No podrían reclamar los sellos, ya que fueron comprados con su dinero?

– El mismo problema… La cadena de título. Sin el testimonio de Hegarty, ¿cómo van a demostrarlo?

Los dos policías se quedaron en silencio unos momentos. Glenn bebió más café, luego dijo:

– Steve Mackie me ha dicho que se rumorea que Pewe va a solicitar el traslado.

Grace sonrió.

– Sí. Va a volver a la Met. ¡Le deseo suerte!

– Bueno, y esa mujer, ¿dónde crees que está ahora? -dijo Glenn después de otra pausa.

– ¿Sabes lo que creo? Que seguramente estará tumbada en alguna playa tropical, bebiendo un margarita y riéndose a carcajada limpia.

Y así era.

126

Noviembre de 2007

El margarita era uno de los mejores que había probado. Tenía un sabor intenso y fuerte, el barman había añadido la cantidad justa de Cointreau y había salado el borde a la perfección. Después de una semana en este hotel, ya había aprendido cómo le gustaban.

Le encantaban las vistas desde aquí, tendida en la playa de arena blanca sobre el colchón grueso y suave de la tumbona, mirando a la bahía. Y le encantaba este momento, última hora de la tarde, cuando el calor no era tan implacable y no necesitaba la sombra del parasol. Dejó el libro un instante, bebió otro trago y contempló el parapente amarillo que se alejaba del embarcadero de madera, surcando el agua, adentrándose en la bahía, el paracaídas naranja y rojo elevándose en el cielo despejado.

Quizá luego se diera otro baño. Sopesó si meterse en el mar o en la piscina inmensa del hotel, donde el agua estaba un poco más fría y refrescante. ¡Qué decisiones tan difíciles!

Pensaba constantemente en su madre, y en Ronnie y Ricky. A pesar de toda la ira que le provocaba Ricky, y la sorpresa que se había llevado con Ronnie, no podía evitar sentir un poco de lástima por ellos, de modos distintos.

Pero no demasiada.

– ¿Le está gustando el libro? -le preguntó de repente la mujer de la tumbona de al lado.

Abby se había fijado en ella antes, mientras dormía. Sobre la mesita blanca a su lado, tenía un ejemplar de una novela que ella había leído hacía poco, Sin respiro, encima de Guía del autoestopista galáctico.

– Sí -contestó-. Me está gustando. Pero sobre todo soy fan de Douglas Adams. Creo que he leído todo lo que ha escrito.

– ¡Yo también!

Era el autor de una de las citas preferidas de Abby, con la que había vuelto a topar recientemente: «Pocas veces acabo donde quiero ir, pero casi siempre acabo donde tengo que estar».

Que era básicamente lo que sentía en estos momentos.

Bebió otro sorbo de su copa.

– Aquí preparan los mejores margaritas del mundo -dijo.

– Tal vez debería probar uno. Acabo de llegar hoy, así que todavía no estoy al tanto de lo que se cuece por aquí.

– Es genial. ¡Es el paraíso!

– Eso parece.

Abby sonrió.

– Me llamo Sarah -dijo.

– Encantada. Yo soy Sandy.

Agradecimientos

Parte de esta historia se desarrolla durante los días en torno a los terribles sucesos del 11-S. Con el máximo respeto a las víctimas y a todas las personas que perdieron a un ser querido.

Aunque las novelas de Roy Grace son ficción, las circunstancias que rodean a todos los departamentos de los cuerpos policiales en las que existen y se mueven mis personajes son reales. Por la ayuda que me han prestado a la hora de escribir esta novela, estoy en deuda como siempre con la policía de Sussex, y también con la policía de Nueva York y la fiscalía del distrito de esta ciudad y con la policía de Victoria, Australia.

Doy las gracias especialmente al jefe de policía de Sussex, Martin Richards, por tener la amabilidad de darme su autorización, y a los comisarios jefes Kevin Moore y Graham Bartlett por su generosidad al abrirme tantas puertas. Y quiero dar las gracias en particular al ex comisario jefe Dave Gaylor, cuya ayuda en muchos sentidos jamás podré compensarle.

Para citar los nombres de algunas personas más de la policía de Sussex que me han ayudado enormemente en la elaboración de este libro (y, por favor, perdonen las omisiones), quiero dar las gracias al comisario jefe Peter Coll; a Brian Cook, director de la sección de apoyo científico; al jefe de apoyo Tony Case de la central del Departamento de Investigación Criminal; al inspector jefe Ian Pollard; al inspector William Warner; al sargento Patrick Sweeney; al inspector Stephen Curry; al inspector Jason Tingley, del departamento de operaciones e inteligencia de la central del Departamento de Investigación Criminal; al inspector Andrew Kundert; al sargento Phil Taylor, jefe de la unidad de delitos tecnológicos; al analista de delitos informáticos Ray Packham de la unidad de delitos tecnológicos; al agente Paul Grzegorek del equipo de apoyo logístico; a los agentes James Bowes y Dave Curtis; al inspector Phil Clarke; al sargento Mel Doyle; a los agentes Tony Omotoso, lan Upperton y Andrew King; al sargento Malcolm (Choppy) Wauchope; al agente Darren Balcombe; al sargento Sean McDonald; al agente Danny Swietlik; al agente Steve Cheesman; a Ron King, director de recursos; y a la agente Sue Heard, relaciones públicas de la policía.

Gracias también a la arqueóloga forense Lucy Sibun. Y a Abigail Bradley de Cellmark Forensics; al forense de Essex, el doctor Peter Dean; al patólogo Nigel Kirkham; al doctor Andrew Davey; al doctor Andrew Yelland, miembro del Colegio de Médicos del Reino Unido; al doctor Jonathan Pash; y a Christopher Gebbie. Y debo dar las gracias muy especialmente al estupendo equipo del depósito de cadáveres de Brighton y Hove: Elsie Sweetman, Victor Sindon y Sean Didcott.

En Nueva York, estoy en deuda con el inspector Dennis Bootle del Rackets Bureau, de la oficina del fiscal del distrito; y con el inspector Patrick Lanigan, de la unidad de investigaciones especiales, también de la oficina del fiscal del distrito. En Australia quiero expresar mi gratitud hacia el inspector Lucio Rovis, de la unidad de homicidios de la policía de Victoria; al sargento George Vickers y al sargento Troy Brug, de la unidad de investigación criminal de Carlton; a la agente Damina Jackson; al sargento Ed Pollard, de la unidad de ayudantes del forense de la policía de Victoria; a Andrea Petrie del periódico The Age; ¡y a mi lingüista australiana, Janes Vickers!

Gracias a Gordon Camping por sus valiosísimas clases magistrales sobre sellos; a Cloin Witham del HSBC; a Peter Bailey por sus conocimientos enciclopédicos sobre el Brighton moderno y pasado; a Peter Wingate-Saul, Oli Rigg y Phil White del cuerpo de bomberos de East Sussex; a Robert Frankis, que ha vuelto a superar mi pasión por los coches; y a Chris Webb, por mantener con vida a mi Mac ¡a pesar de lo mucho que abuso de él!

Muchísimas gracias a Anna-Lisa Lindeblad, que ha sido mi correctora «extraoficial» y comentadora incansable y maravillosa a lo largo de toda la colección de novelas de Roy Grace, y a Sue Ansell, cuya formidable vista para los detalles me ha ahorrado muchas situaciones bochornosas.

A nivel profesional, tengo un dream team total: mi maravillosa agente Carole Blake, Oli Munson, mi increíble publicista, y Amelia Rowland de Midas PR; y no tengo espacio suficiente para agradecer como es debido a toda la gente de Macmillan. Baste con decir que me llena de alegría que sean ellos quienes publiquen mis libros y que me tocó la lotería cuando me asignaron a Stef Bierwerth como editor. Muchísimas gracias también a todos mis editores extranjeros. ¡Gracias! Danke! Merci! Grazie! Dank u! Tack! Obrigado!

Como siempre, Helen ha sido una roca, alimentándome con su paciencia de santo y su sabiduría constante.

Y, por último, debo despedirme de mis fieles amigos caninos Sooty y Bertie, que se han marchado al cementerio del Gran Hueso en el cielo, y dar la bienvenida a Oscar, que hace compañía a Phoebe debajo de mi mesa, esperando para despedazar las páginas de los manuscritos que caen al suelo…

Peter James

Sussex, Inglaterra

www.peterjames.com

Peter James

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