Esta es la historia de una familia londinense, los Lamb, poco conocida en España pero cuya importancia en la recuperación y valorización de Shakespeare es indiscutible.

Charles Lamb intenta hacerse un sitio en la sociedad literaria del siglo XIX (al tiempo que frecuenta en exceso los pubs), y Mary busca el modo de huir de una casa en la que convive con unos progenitores al borde de la locura. La pasión que comparten por la obra de Shakespeare es para ambos un perfecto modo de evasión. Sin embargo, cuando un joven y ambicioso librero les asegura haber encontrado diversos manuscritos de Shakespeare e incluso una obra teatral inédita, se sumergen en una estremecedora investigación que les puede llevar a la inmortalidad o al más estrepitoso de los ridículos.

Peter Ackroyd nos recrea con todo lujo de detalles, el ambiente literario y la sociedad del Londres del siglo XIX en esta intersante novela.

Peter Ackroyd

Los Lamb de Londres

Título original: The Lambs of London

©Peter Ackroyd, 2004

© de la traducción: Margarita Cavándoli, 2007

Nota del autor

Este libro no es una biografía, sino una obra de ficción. He inventado personajes y modificado la vida de los Lamb por el bien de la narración.

P. A.

CAPÍTULO I

– Detesto el hedor de los caballos. -Mary Lamb se acercó a la ventana y rozó con gran delicadeza el gastado ribete de encaje de su vestido. Se trataba de una prenda anticuada que lucía sin inmutarse, como si la manera en la que elegía vestirse no tuviera la menor importancia-. La ciudad es una gran letrina.

Estaba sola en el salón de su casa y ladeó la cara hacia el sol. Tenía el cutis picado por la viruela que había sufrido hacía seis años, y con el rostro dirigido hacia la luz, imaginó que era la agujereada luna.

– Querida, lo he encontrado. Estaba escondido en A buen fin. -Charles Lamb entró en el salón con un delgado libro verde en la mano.

Mary se volvió sonriente. No se resistió al entusiasmo de su hermano, que le permitió dejar de pensar en la perforada luna.

– ¿Qué es?

– Querida, ¿a qué te refieres?

– ¿A buen fin no hay mal principio?

– Espero con fervor que así sea. -Llevaba desabrochados los botones superiores de la camisa de hilo y el cuello flojamente anudado-. ¿Puedo leértelo? -Charles se dejó caer en el butacón y se apresuró a cruzar las piernas. Fue un movimiento rápido y preciso, al que su hermana ya se había acostumbrado. Sujetó el libro con el brazo estirado y recitó un fragmento: «Dicen que los milagros pertenecen al pasado; contamos con filósofos que consiguen que lo sobrenatural y sin causa parezca moderno y familiar. De ahí que restemos importancia a los terrores y nos escondamos en el presunto conocimiento, cuando lo cierto es que deberíamos someternos al miedo a lo desconocido». Lo comenta Lafeu a Parolles. Es ni más ni menos el pensamiento de Hobbes.

Por regla general, Mary leía lo mismo que su hermano, aunque más despacio. Quedaba absorta con más profundidad; se sentaba junto a la ventana, en la que pocos instantes antes la luz la había acariciado, y analizaba las sensaciones que la lectura le producía. Tal como había explicado a su hermano, en esos momentos sentía que formaba parte del espíritu del mundo. Leía para poder sostener con Charles esas conversaciones que se habían convertido en el gran consuelo de su vida, cuando hablaban aquellas noches en las que Charles regresaba sobrio de la East India House. Cada uno confiaba en el otro, pues observaban que un alma gemela resplandecía en sus expresiones.

– ¿Qué significa «presunto conocimiento»? Charles, qué bien te expresas. Me encantaría poseer tus dones.

Mary admiraba a su hermano en la idéntica y exacta medida en la que no se quería a sí misma.

– Palabras, palabras, palabras.

– ¿Se aplica a las personas que conocemos? -preguntó a su hermano.

– Querida, ¿a qué te refieres?

– Al presunto conocimiento y al miedo a lo desconocido.

– Es algo complicado.

– Creo conocer a papá, pero ¿debería someterme al miedo a lo desconocido en lo que a él concierne?

Esa mañana de domingo, sus padres regresaban de la capilla de los Disidentes, situada en la esquina de Lincoln's Inn Lane y Spanish Street. Sólo estaban a cien yardas de la casa y Mary comprobó que cruzaban con lentitud la calle. El señor Lamb se encontraba en las primeras fases de la decadencia senil, pero la señora Lamb lo mantenía erguido gracias a su potente brazo derecho.

– Por no hablar de Selwyn Onions -acotó Mary. Onions era uno de los compañeros de trabajo de Charles en Leadenhall Street-. Creo conocer sus bromas y travesuras, pero ¿debería someterme al miedo a lo desconocido con relación a su espíritu malévolo?

– ¿Onions? Es muy buen tipo.

– Tal vez.

– Querida, te metes en demasiadas honduras.

El otoño tocaba a su fin y el sol poniente teñía de rojo los ladrillos de las casas de enfrente. La calle estaba salpicada de mondaduras de naranja, trozos de periódico y hojas secas. Una anciana cubierta con un grueso chal accionaba la bomba de agua de la esquina.

– ¿Qué quieres decir con eso de «demasiadas honduras»?

Mary se había sorprendido de la frivolidad de su hermano. Había sido insensible y contaba con la sutileza de Charles para dar sentido a su propia existencia.

– Mary, existen algunos temas que no tienen hondura ni profundidad. Onions es uno de ellos. -Incómodo ante esa deslealtad hacia su amigo, se apresuró a cambiar de asunto-. ¿Por qué el domingo es tan horrible? Se trata de mi día de descanso, pero resulta muy aburrido y desolado. Me arrebata la vida. No hay nada en qué pensar. -Abandonó el butacón de un brinco y permaneció de pie junto a su hermana, en el hueco de la ventana-. Sólo cobra vida con el crepúsculo, si bien para entonces ya es demasiado tarde. Iré a mi habitación y estudiaré a Sterne.

Ya estaba acostumbrada. Como la propia Mary solía decir, «ser dejada por Charles» era un verbo compuesto que aludía a una sensación coherente y absoluta de pérdida, decepción y expectación. No se sentía lo que se dice abandonada. En verdad, casi nunca estaba sola en casa. Sus padres acababan de llegar. Oyó cómo su madre introducía la llave en la cerradura y de forma instintiva se incorporó, igual que si se defendiese de un peligro. El señor Lamb se limpió las botas en el felpudo de paja mientras la señora Lamb pedía a Tizzy, la criada, que barriese las hojas secas. Mary se dio cuenta de que Charles se arrellanaría en el asiento y de que, con la ayuda de Sterne, se aislaría de los ruidos del hogar. Mientras sus padres entraban en la sala, se volvió otra vez hacia la ventana y se dispuso a desempeñar de nuevo su papel de hija.

– Mary, haz compañía a tu pobre padre mientras preparo el ponche de huevo. Tal vez ha cogido frío. -El hombre meneó la cabeza y rió-. ¿Cómo dices, señor Lamb? -El marido le miró los pies-. Tienes toda la razón. Todavía llevo chanclos. Ya veo que no se te escapa nada.

– Quítatelos -aconsejó el señor Lamb, y volvió a reír.

***

Mary Lamb había observado con interés la lenta decadencia de su padre. Éste había sido un hombre de negocios rápido y eficaz en sus tratos con el mundo. Había dirigido sus asuntos como si estuviera en guerra con un enemigo invisible y cada noche regresaba a la casa de Laystall Street con actitud triunfal. Sin embargo, un anochecer retornó con la mirada demudada por el terror y se limitó a comentar que no sabía dónde había estado. Poco a poco empezó a desvariar. Había sido el padre de Mary; más tarde se convirtió en su amigo y, finalmente, en su niño.

En apariencia, Charles Lamb no hacía caso del estado de su padre; lo evitaba siempre que podía y no hacía el menor comentario sobre su creciente incapacidad. Cada vez que Mary planteaba el tema, Charles la escuchaba con paciencia, pero no decía nada. Se negaba a abordar el problema.

***

A la espera del ponche de huevo, el señor Lamb se frotó las manos con impaciencia.

En cuanto su madre abandonó la estancia, Mary tomó asiento junto a su padre en el desteñido diván verde.

– Papá, ¿has cantado durante el oficio?

– El ministro se equivocó.

– ¿En qué?

– En Worcestershire no hay conejos.

– ¿No hay conejos?

– No… y tampoco panecillos.

La señora Lamb gustaba de pensar que había sabiduría en las divagaciones de su esposo, pero Mary sabía que no era así. De todos modos, ahora su padre le interesaba más que nunca; sentía curiosidad por las frases extrañas y azarosas que emitía. Era como si el idioma hablase por sí mismo.

– Papá, ¿tienes frío?

– Sólo ha habido un error en las cuentas.

– ¿Supones que es eso?

– Un día memorable.

La señora Lamb regresó con un cuenco de ponche de huevo.

– Mary, querida, impides que el calor del fuego llegue a tu padre. -La señora Lamb permanecía eternamente atenta, como si alguna cosa en este mundo estuviese intentando sin cesar eludirla-. ¿Dónde se ha metido tu hermano?

– Está leyendo.

– ¡Vaya sorpresa! Señor Lamb, bebe con cuidado. Mary, ayuda a tu padre.

A Mary su madre no le caía demasiado bien. Era una mujer inquisitiva y fisgona o, al menos, eso le parecía; consideraba que su estado de alerta era una forma de hostilidad. En ningún momento se le cruzó por la cabeza la posibilidad de que se tratase más bien de una variante del miedo.

– Señor Lamb, no hagas tanto ruido al beber. Te mancharás la ropa.

Mary tomó con delicadeza el cuenco de las manos de su padre y le dio de beber con la cuchara de porcelana. Dedicaba su vida a realizar esas tareas. La vieja Tizzy era demasiado débil como para ocuparse de la totalidad de la limpieza y la cocina de la casa, por lo que Mary se encargaba de las faenas más pesadas. Podrían haber pagado una criada joven, que no les habría costado más de diez chelines a la semana, pero por principio, la señora Lamb se resistía a la introducción de otra persona, temerosa de que destruyese la tranquilidad y la compostura que la familia preservaba con tanto primor.

Mary aceptaba de buena gana su papel. Charles acudía al despacho y ella «se encargaba» de la casa. Sería siempre así. Además, desde su enfermedad se había vuelto más reservada. Las cicatrices que surcaban su rostro se habían convertido en tema de compasión o disgusto, o al menos eso pensaba, y no le apetecía dejarse ver.

Oyó que Charles deambulaba de un extremo a otro de la habitación de la planta alta. Se había acostumbrado al sonido de los pasos de su hermano y sabía cuándo se disponía a escribir; Charles ordenaba sus pensamientos antes de comenzar. Recorrería una delgada tira de la alfombra extendida a los pies de la cama y, al cabo de tres o cuatro «giros» más, se sentaría ante el escritorio y empezaría. Le habían presentado a Matthew Law, director de Westminster Words, que se mostró encantado con su discurso sobre el estilo interpretativo en el Old Drury Lane; le había encargado un artículo sobre el tema y Charles terminó de redactarlo en sólo tres días. Su ingenioso remate aludía a las dotes teatrales de Munden al decir que: «Contemplado por él, un tarro de mantequilla equivale a una idea platónica. Comprende la pierna de cordero en toda su esencia. Se hace preguntas, en medio de los elementos corrientes de la vida, a semejanza del hombre primitivo ante el sol y las estrellas que lo rodean». Según Matthew Law, ese comentario se consideró un «poderoso arrebato», y desde entonces Charles se había convertido en colaborador habitual del semanario. En ese momento redactaba un artículo en el que elogiaba a los deshollinadores. Había leído a Sterne para saber si su novelista preferido había abordado alguna vez el tema.

Por insistencia de su madre, Charles seguía ganándose la vida como escribiente de la East India House, pero lo cierto es que prefería considerarse a sí mismo escritor. Desde su época de alumno pobre en Christ's Hospital, había encaminado sus esperanzas y ambiciones hacia la literatura. Leía sus poemas a Mary, que lo escuchaba con gran atención, casi con solemnidad. Daba la impresión de que ella misma los había escrito. Charles había compuesto un drama en el que interpretó a Darnley y su hermana hizo de María, la reina de Escocia; se había sentido muy entusiasmada con su papel y aún recordaba fragmentos del texto.

***

– Mary, dile a tu hermano que baje a comer.

– Mamá, está ocupado con el artículo.

– No creo que las chuletas de cerdo afecten su artículo.

El señor Lamb hizo un comentario acerca del cabello pelirrojo, pero las mujeres no se dieron por aludidas.

Cuando Mary se acercó a la puerta, Charles ya estaba a mitad de la escalera.

– Querida, el olor a cerdo impregna el aire. El hombre fuerte se deleita con él y el débil no rechaza sus sabrosos jugos.

– ¿Francis Bacon?

– No, Charles Lamb. Como el apellido indica, se trata de cordero [1], un plato más sutil. Buon giorno, mamá.

La señora Lamb guió a su esposo hacia el pequeño comedor situado en la parte trasera de la casa; daba a un jardín estrecho, al fondo del cual se encontraban una pagoda de hierro colado y los restos de una hoguera de hojas. La mañana anterior, Mary y ella habían recogido a brazadas las hojas caídas sobre la hierba cortada y el caminito de pizarra y las habían quemado; Mary había aspirado el aroma del humo dulzón que se elevó hacia el encapotado cielo de Londres. Fue como si realizara un sacrificio… ¿a qué extraña divinidad? ¿Acaso al dios de la niñez?

Tizzy dejó una salsera sobre la mesa; como sufría una pequeña parálisis, derramó parte del líquido sobre la lustrosa superficie encerada. Charles pasó el dedo y se lo chupó.

– Yo diría que está preparada con pan rallado mezclado con hígado y una pizca de delicada salvia. Es el éxtasis.

– Charles, déjate de tonterías -reconvino la señora Lamb, que formaba parte de la Comunión Fundamental de Holborn y tenía ideas muy claras sobre el tema del éxtasis.

Sin embargo, la austera piedad de la señora Lamb no ejercía efectos notorios en su apetito. Bendijo la mesa, a la que sus hijos se sumaron, y sirvió las costillas de cerdo.

En cierta ocasión Charles había preguntado a su hermana por qué el acto de comer requería una bendición. ¿Qué lo diferenciaba del agradecimiento mudo? ¿Por qué no daban las gracias antes de emprender un paseo a la luz de la luna? ¿Las gracias ante Spenser? ¿Las gracias antes de un encuentro entre amigos? Desde la infancia, Mary había detestado la ceremonia de las comidas familiares. El reparto de los platos y de la comida, así como el entrechocar de los cubiertos provocaban en ella una suerte de cansancio. En esas ocasiones, sólo Charles era capaz de animar su espíritu.

– Me pregunto quién es el tonto más tonto que ha existido -quiso saber Charles-. ¿Will Somers? ¿El magistrado Shallow?

– Ya está bien, Charles. No te propases -advirtió la señora Lamb, y miró hacia su marido, sin que éste advirtiese que lo vigilaba.

Mary rió y, a resultas de un movimiento brusco, se atragantó con un trozo de patata. Se puso rápidamente en pie e intentó tomar aire; su madre también se incorporó, pero ella la apartó con energía. No quería que su progenitora la tocase. Tosió hasta expulsar el trozo de patata en su mano y suspiró.

– ¿Quién me comprará naranjas dulces? -preguntó su padre.

La señora Lamb volvió a tomar asiento y siguió comiendo.

– Charles, regresaste muy tarde a casa.

– Mamá, estuve cenando con amigos.

– ¿Ahora lo llamas así?

***

Charles había regresado muy borracho a Laystall Street. Como de costumbre, Mary lo aguardó levantada y, en cuanto oyó que su hermano intentaba de forma infructuosa meter la llave en la cerradura, abrió la puerta y lo sujetó antes de que se desplomase. Dos o tres noches por semana Charles bebía en exceso; al día siguiente, a modo de disculpa decía que «había cogido una trompa», pero Mary jamás lo regañaba. Estaba convencida de que entendía las razones por las que su hermano bebía e incluso las compartía. De haber tenido el valor o la posibilidad de hacerlo, Mary se habría emborrachado cada día de su vida. Estar enterrada en vida…, ¿acaso no era motivo suficiente para beber? Por añadidura, Charles era escritor y los escritores son conocidos por su desenfreno. ¿Qué decir de Sterne o Smollett? Claro que su hermano no era gritón ni beligerante; se mostró tan delicado y afable como de costumbre, con la salvedad de que fue incapaz de permanecer de pie y hablar con un mínimo de precisión. «Eso es la causa, eso es la causa», le había dicho a Mary la noche anterior. «Guíame.»

En compañía de Tom Coates y de Benjamin Milton, dos colegas de la East India House, había bebido vino dulce y cerveza en la Salutation and Cat de Hand Court, cerca de Lincoln's Inn Fields. Sus compañeros eran muy bajos, atildados y de pelo oscuro; hablaban deprisa y se reían con descaro de sus respectivos comentarios. Charles era un poco más joven que Coates y un tanto mayor que Milton, por lo que se consideraba, tal como lo había expresado, «el medio neutral que conduce las fuerzas galvánicas». Coates hablaba de Spinoza, Schiller, la inspiración bíblica y la imaginación romántica; Milton peroraba sobre la geología, las edades de la tierra, los fósiles y los mares muertos. A medida que se emborrachaba, Charles imaginó que se encontraba en la infancia del mundo. ¿Qué podía conseguir una sociedad que albergaba tamaños intelectos?

***

– Mamá, ¿anoche te desperté?

– Ya estaba despierta. El señor Lamb se encontraba inquieto.

Su marido tenía la costumbre de tratar de orinar desde la ventana del dormitorio a la calle, hábito al que la señora Lamb se oponía con firmeza.

– Charles, casi no hiciste ruido. -Mary ya se había recuperado del ataque de tos-. Te fuiste derecho a la cama.

– Mary, vivo por siempre en tus buenas palabras. Que los cielos iluminen a semejante hermana.

– Pues de tu habitación me llegó claramente un ruido. -La señora Lamb no se dejó impresionar por aquel intercambio de afecto fraternal-. Oí un estrépito.

***

De hecho, Mary había ayudado a su hermano a subir la escalera y lo había conducido a su dormitorio. Lo cogió del brazo con delicadeza y saboreó el efluvio vinoso de su aliento, mezclado con el ligero olor a sudor del cuello y la frente. Disfrutó con la proximidad física de su hermano, sensación que hacía tiempo que no experimentaba. Charles había estudiado interno en Christ's Hospital y su partida al inicio de cada curso desataba en Mary una extraña mezcla de rabia y soledad. Su hermano se iba al mundo de la camaradería y la erudición, mientras ella se quedaba en compañía de su madre y de Tizzy. Fue en esa época en la que, una vez cumplidas las tareas de la casa, comenzó a estudiar. Su dormitorio se encontraba en un cuartito trastero del ático. Allí guardaba los libros de texto que Charles le había prestado; entre otros, una gramática latina, un léxico griego, el Diccionario filosófico de Voltaire y un ejemplar del Quijote. Intentó seguir el ritmo de su hermano y, al regreso de éste, con frecuencia se percató de que lo había superado. Había empezado a leer y a traducir el cuarto libro de la Eneida, que relata el amor entre Dido y Eneas, antes de que Charles dominase los discursos de Cicerón. Le había dicho: «At regina gravi iamdudum saucia cura», pero al oír esas palabras su hermano se había echado a reír y le había preguntado qué significaban.

– Es Virgilio, Charles. Dido está afligida.

Charles volvió a reír y le alborotó los cabellos. Mary intentó esbozar una sonrisa, pero bajó la cabeza porque se sintió vanidosa y necia.

En otras ocasiones, estudiaban juntos por la noche y reflexionaban sobre un texto, con la mirada encendida mientras desentrañaban las mismas frases. Hablaban de Roderick Random y del peregrino Pickle, de las obras picarescas de Tobias George Smollett, el traductor del Quijote al inglés, e inventaban aventuras o escenas nuevas para Lemuel Gulliver y Robinson Crusoe. Imaginaban que estaban en la isla de Crusoe y entre los árboles se ocultaban de los caníbales. Luego retornaban a las complejidades de la sintaxis griega. Charles le dijo a Mary que se había convertido en «una helenista».

***

– Mamá, ¿has dicho un estrépito? -Charles planteó la pregunta con tono de ofendida inocencia porque, en realidad, no sabía a qué se refería.

***

Charles se había desplomado sobre la cama y sumido en el acto en un sueño profundo; parecía que por fin había escapado.

Mary desató los cordones de sus botas y cuando dispuso a quitarle la derecha, tropezó, cayó de espaldas sobre el escritorio y derribó un candelero y un pequeño cuenco de bronce en el que su hermano acumulaba las cerillas usadas. Ese fue el estrépito que, insomne y alerta al otro lado del pasillo, había oído la señora Lamb. Charles no se había despertado. En el silencio que siguió, con gran sigilo Mary volvió a poner en su sitio el candelero y el cuenco; descalzó despacio a su hermano y se tumbó a su lado. Lo abrazó y apoyó la cabeza en su pecho, con tanta delicadeza que subió y bajó al ritmo de la respiración de Charles. Al cabo de unos minutos, sin hacer ruido subió la escalera que conducía a su pequeño cuarto.

***

Los domingos, después de comer, en casa de los Lamb estaban acostumbrados a que Charles leyera la Biblia a sus padres y hermana. No le molestaba. Admiraba los artificios de la versión del rey Jacobo. Su equilibrio, cadencia y eufonía le habían llegado en su infancia cual un soplo de aire fresco.

– «Tuve un sueño que me aterró. Los fantasmas que tuve en mi lecho mientras dormía y las visiones de mi mente me horrorizaron.» -Se habían reunido en el salón, el mismo en el que Mary había tomado el sol; Charles se encontraba tras una pequeña mesa con largueros y sostenía con una mano el texto sagrado-. Papá, ésta es la historia de Nabucodonosor.

– ¿Estás seguro? ¿Sabía cuándo tenía que llorar?

– Pues cuando Dios lo regañaba, señor Lamb. -La señora Lamb hizo hincapié en sus palabras-. Toda la carne es hierba.

Mary se llevó instintivamente la mano a la cara mientras Charles retomaba la lectura de Daniel:

– «Di orden de que vinieran a mi presencia todos los sabios de Babilonia, a fin de que me dieran a conocer la interpretación de mi sueño.»

CAPÍTULO II

A la mañana siguiente, Charles Lamb salió de la casa de Holborn en dirección a la East India House de Leadenhall Street. Al dejar atrás Holborn Passage, se unió al numeroso grupo de peatones que esa deliciosa mañana de otoño se dirigían al corazón financiero de la ciudad. Sin embargo, como estaba convencido de que había visto algo, decidió dar la vuelta. Había madrugado y disponía como mínimo de una hora antes de cumplir con la obligación de ocupar su alto escritorio en la oficina de dividendos. Holborn Passage era poco más que un callejón, uno de esos hilos oscuros incorporados a la trama de la ciudad que, con el transcurso de los siglos, acumulan hollín y polvo. Albergaba una tienda de pipas, el taller de una modista, otro de carpintería y una librería. Todos soportaban con resignación la deslustrada pátina de los años y el abandono. Los vestidos estaban descoloridos, las pipas en exposición jamás se encenderían y el taller parecía desocupado. Pues sí, eso era lo que había visto. El escaparate de la librería exhibía un documento redactado con caligrafía isabelina del siglo xvi. Charles adoraba las muestras de la antigüedad. Se había detenido en el emplazamiento de la vieja bomba de Aldgate e imaginado cómo salía el agua de la tubería de madera hacía cinco siglos; había recorrido el trazado de la muralla romana y reparado en que las calles se adaptaban naturalmente a esa configuración; se había demorado junto a los relojes de sol del Inner Temple y seguido los lemas con el dedo. En cierta ocasión, en un momento de ebria inspiración, había dicho a Tom Coates: «El futuro es como la nada porque lo es todo. El pasado lo es todo por ser la nada».

El documento isabelino parecía un testamento; aunque no era paleógrafo, entendió la frase «Yo lego». El joven que se encontraba de pie en el oscuro interior de la librería lo observó desde el otro lado del escaparate. Debido a su cara pálida y a su cabello intensamente rojo, a Charles le dio la impresión de que se trataba de un aparecido. Sonrió solícito y abrió la puerta.

– ¿Señor Lamb? -preguntó el joven.

– El mismo. ¿Cómo sabe mi apellido?

– Alguien me lo ha dicho en la Salutation and Cat. A veces ocupo una mesa del fondo. Es probable que jamás haya reparado en mí. Pase, por favor.

En cuanto entró en la librería, Charles percibió el olor de las cubiertas apolilladas de los viejos folios y pliegos en cuarto; aspiró el polvo del saber, delicioso en su particularidad. A dos lados de la tienda se levantaba un mostrador de madera, sobre el cual se encontraban manuscritos, hojas sin encuadernar y rollos de pergaminos. En los estantes vislumbró las obras escogidas de Drayton, Drummond de Hawthornden y Cowley.

El joven reparó en su mirada y comentó:

– En algunos aspectos, cuanto mejor es un libro, menos requiere de la encuadernación. El lomo resistente y una buena encuadernación son el desiderátum de cualquier volumen.

– ¿La magnificencia ocupa el siguiente lugar?

– Sólo en el caso de que esté presente. Señor Lamb, me llamo Ireland, William Henry Ireland. -Se estrecharon las manos-. Por ejemplo, jamás se me ocurriría ataviar con traje de gala una colección de revistas. Tampoco tiene sentido un Shakespeare con espléndido atavío.

Charles quedó sorprendido por la pericia del joven.

– Tiene toda la razón. El verdadero amante de la lectura, señor Ireland, desea hojas moteadas y aspecto desgastado.

– Señor Lamb, conozco la diferencia, sé lo que significan las páginas vueltas con deleite más que por obligación.

– ¿Lo sabe?

Charles llegó a la conclusión de que, ciertamente, se trataba de un joven peculiar. Dedujo que William Ireland rondaba los diecisiete años, aunque con la corbata, la camisa y aquel chaleco de color amarillo intenso parecía una figura chapada a la antigua. Tendría que haber lucido una peluca empolvada. Aun así, su intensidad era tal que Charles se sintió atraído por su persona.

– Prefiero las ediciones comunes de Shakespeare, sin notas ni grabados -prosiguió Ireland-. Rowe o Tonson me encantan. Por otro lado, soy incapaz de leer a Beaumont y a Fletcher, salvo en folio. ¿No le parece que es difícil mirar las ediciones en octavo? No me agradan, las detesto. -Sus ojos eran de color verde claro y los abrió cada vez más a medida que modulaba la voz; al hablar cruzó las manos como si librase una violenta lucha interna-. Señor Lamb, ¿le gusta Drayton?

– Muchísimo.

– Pues esto le interesará. -Retiró del estante un libro en cuarto, encuadernado con primor en piel de becerro-. Se trata de Pandosto, de Greene. Fíjese en la inscripción. -Abrió el libro y se lo entregó a Charles.

En el frontispicio, escritas con tinta ahora descolorida, se leían las siguientes palabras: «Entregado a mí, Mich. Drayton, por Will Sh.».

Charles sabía muy bien que Pandosto había servido de fuente de inspiración de Cuento de invierno. Y allí estaba el volumen propiamente dicho, el libro que Shakespeare había sostenido con sus manos…, de la misma forma que él lo cogía ahora. La reciprocidad absoluta del ademán estuvo a punto de provocarle un vahído.

William Ireland lo escrutaba con atención, a la espera de que tomase la palabra.

– Es de lo más extraordinario. -Charles cerró el libro y lo depositó con sumo cuidado sobre el mostrador-. ¿Cómo lo consiguió?

– Procede de la biblioteca de un caballero que murió el año pasado. Mi padre y yo viajamos a Wiltshire. Albergaba tesoros, señor Lamb, tesoros insospechados. -Volvió a dejar el libro en su estante y añadió, todavía de espaldas-: Mi padre es el dueño de este negocio.

***

Hacía tres semanas había viajado con su padre en la diligencia de Salisbury. Fueron los últimos pasajeros, ya que habían comprado los billetes con sólo dos días de antelación, por lo que les pidieron que ocupasen los asientos descubiertos, situados detrás del cochero y los tres caballos.

– No y no -había dicho Samuel Ireland-. Debo viajar en el interior. El aire de septiembre es cortante.

– Señor, no creo que sea posible.

Al igual que todos los que se topaban con Ireland padre, el cochero pronto se vio abrumado por su actitud imperiosa.

– Le aseguro que es posible. Es tan fácil como hacerlo. -El señor Ireland subió a la diligencia y se volvió hacia su hijo-. William, vete a la parte de arriba, te reanimará. -Se quitó el gorro de piel de castor, dirigió toda clase de cumplidos a la única dama que ocupaba el vehículo y, como un corcho que vuelve a tapar la botella, se insertó lentamente entre dos pasajeros, a los que pidió disculpas-. Señor, le ruego que se mueva una pulgada más. Le presento mis más sinceras disculpas.

William Ireland ya había escalado hasta lo alto de la diligencia y se acomodó en el asiento mientras el vehículo traqueteaba por Cornhill y Cheapside en dirección a Saint Paul. Miró el edificio cuando los caballos pasaron junto a la catedral. Fue incapaz de concebir sobre qué base se había construido y de imaginar la serenidad del alma del arquitecto que la había creado. En su opinión, la gran cúpula era un objeto extraño.

Ya se había acostumbrado al egoísmo de su padre, aunque lo cierto es que jamás habría empleado esa palabra. Samuel Ireland era un hombre perentorio, magistral y convincente, pero se trataba de un librero, otro simple comerciante más. William sabía que por ello sufría exquisitamente. El respeto que su padre sentía por sí mismo era su única manera de soportar la existencia.

En Ludgate Hill se produjo un atasco de caballos y vehículos, por lo que la diligencia aminoró la velocidad hasta detenerse. William volvió la vista atrás y contempló la cúpula de Saint Paul. Nunca realizaría nada que pudiese rivalizar con ese templo. Él era lo que era y nada más. En medio del atasco y por encima de los sonidos de Londres, oyó la voz de su padre en el interior del vehículo. Su progenitor hablaba de las virtudes de las trufas.

La diligencia se detuvo en una posada de Bagshot para que los pasajeros que viajaban en el exterior entrasen en calor. William se sentó junto al pequeño fuego de carbón de la sala y cogió un vaso de cerveza negra caliente; se encontraba al lado de Beryl que, como ya había averiguado, era doncella de una señora, pero había perdido su empleo y regresaba con su familia, que vivía en el campo.

– No se trata tanto de mi partida, como de la manera en la que me echaron -explicó Beryl con tono desafiante-. «Aquí tienes dos guineas y ahora, lárgate.» -William no quiso indagar en los motivos de su despido, aunque por su actitud dedujo que habían tenido que ver con ciertos comportamientos lascivos en las escaleras de servicio-. De todos modos, me llevé su chal. No lo echará de menos. ¿De dónde has sacado ese pañuelo?

– Es de mi padre.

– ¿Es ése de ahí que no deja de hablar?

Eran los únicos que viajaban en lo alto de la diligencia y habían establecido una alianza, implícita contra los que iban cómodamente sentados.

– Me temo que sí. -En ese momento Samuel Ireland entretenía a sus compañeros de viaje con los auténticos componentes de la bebida llamada Stingo, aunque más bien parecía que evaluaba los méritos de Shakespeare. Cuanto refería se volvía sin remedio importante-. ¿Cómo sabes que es mi padre?

– Porque tiene tus facciones, aunque tu cara es más bonita. ¿Cómo te llamas?

– William.

– ¿Bill, Will… o acaso Willy?

– En realidad, William.

– William, como Guillermo el Conquistador. -Beryl miró fugazmente la bragueta del joven, lo que bastó para excitarlo. William se sintió tenso y enardecido, como si estuviese a punto de llevarse un susto mayúsculo. Aferró el vaso para evitar que le temblasen las manos-. William, ¿estás levantándote?

– Sí, está contenta.

– ¿Se ha puesto gorda?

– No lo sé. No tengo ni la más remota…

William se dio cuenta de que jamás lo habían abordado de esa forma. Hasta las prostitutas callejeras le volvían la espalda por considerarlo un niño y, si a eso vamos, un niño pobre; él solía afirmar que se había proporcionado placer, pero, en realidad, nunca lo había hecho.

Los demás pasajeros disfrutaban de los olores y las sensaciones de la taberna, como si fuesen personajes de una obra de teatro titulada La sala. Estaban de buen humor y se mostraban tolerantes y dispuestos a reír. Con un brazo en alto, Samuel Ireland aludió en tono modesto a su amistad con Richard Brinsley Sheridan. A William se le aceleró el pulso. Tras recoger dos chelines de manos del dueño de la taberna, el cochero se acercó a la puerta de la sala y pidió a los viajeros que regresasen a la diligencia. Antes de que lo vieran, William salió a la carrera y subió hasta el techo del vehículo. Reparó en que Beryl cruzaba con lentitud el patio. William se puso las manos entre las piernas. La doncella subió al techo de la diligencia, esbozó una sonrisa y se sentó lo más lejos que pudo del joven. El cochero se instaló en el pescante, levantó el látigo y azuzó a los caballos. Cuando abandonaron el patio de la taberna, Beryl se acercó a William y apoyó su mano en la bragueta. A renglón seguido le masajeó la cara interior de los muslos. La diligencia traqueteó por la calzada irregular de High Street de Bagshot, que más bien se trataba de un camino rural pavimentado a costa del dueño de la taberna. Desde abajo nadie podía ver la mano de Beryl y el cochero miraba hacia delante, por lo que la doncella meneó el miembro de William con creciente vigor. Cuando salieron a campo abierto y pasaron junto a arroyos, arboledas, campos de cultivo y setos, Beryl se arremangó las faldas y se tumbó en el techo de la diligencia. En lo alto volaron las ocas salvajes. William se desabrochó la bragueta y se tendió sobre la muchacha. Notó el viento frío sobre su cara y suspiró encantado. La penetró con delicadeza. Su miembro creció y se movió con más energía; se corrió dentro de Beryl al tiempo que el cochero gritaba «¡arre!». Atravesaban el caserío de Blackwater, por lo que permanecieron inmóviles a fin de que no reparasen en ellos. William se subió el pantalón y lo abrochó antes de ponerse de pie. Beryl siguió tumbada en el techo de la diligencia y contemplando el cielo.

La primera y principal sensación de William fue de alivio. Había hecho esa cosa desconocida y no había titubeado. Beryl se subió los calzones antes de ocupar su asiento. Luego sonrió y extendió la mano. El gesto resultó inequívoco.

– Sólo tengo un puñado de monedas de seis peniques -se justificó el joven.

– Ya me apañaré.

William se llevó la mano al bolsillo del pantalón y le entregó las monedas. Contemplaron juntos el paisaje mientras viajaban hacia Stonehenge y Salisbury.

***

– ¿Qué clase de tesoros? -preguntó Charles a William en la librería.

– Un De Sphaera original de la imprenta de Manuzio. Una segunda edición de Erasmo impresa en Francia.

Esos libros no despertaron la imaginación de Charles. Se sentía más cómodo con los viejos autores ingleses, por lo que cogió el Pandosto de Greene del estante en el que William lo había guardado y preguntó:

– ¿Es muy caro?

– Tres guineas.

Charles se percató de que el joven hablaba ahora con actitud brusca e impetuosa, como si pretendiera desafiarlo.

– Tres guineas permiten comprar muchos libros.

– Pero no volúmenes que han tenido dueño tan ilustre.

Esa cifra equivalía al salario de una semana. Por otro lado, poseer un libro que había pertenecido a Shakespeare valía más que una semana de su vida.

– Le dejaré una guinea y pagaré el resto cuando venga a buscar el libro.

– Señor Lamb, no se tome tantas molestias. Yo mismo se lo llevaré encantado.

William Ireland caminó hasta detrás del mostrador y cogió un libro de contabilidad encuadernado en piel. Para sorpresa de Charles, sacó el tintero y la pluma del bolsillo de la chaqueta y se dispuso a escribir el recibo. Charles reparó en que utilizaba la primorosa letra chancilleresca, distinta a la isabelina que él empleaba en las cuentas de la compañía para la que trabajaba, y lo felicitó.

– Verá, señor Lamb, la aprendí de mi padre. Me produce un gran placer. Para determinadas transacciones, empleo la caligrafía cortesana y reservo la de texto para los asuntos generales.

– Tendré que darle mis señas.

– Sé dónde está su casa -replicó sin mirarlo a la cara.

***

Hacía dos noches, William Ireland había acompañado a Charles de la Salutation and Cat a su casa. Charles bebía solitario en la taberna. Ocupaba la vieja mesa de ébano de un rincón y en la pared, a sus espaldas, colgaba un pañuelo bordado y expuesto en una vitrina. El lema se había desdibujado, pero todavía se leía la frase «Bien vale un pastel».

Charles estaba en las nubes y se rascaba el mentón con el índice. Con frecuencia había pensado en la posibilidad de atrapar sus pensamientos esquivos y ordenar esas impresiones y asociaciones, las divagaciones de su mente, pero aún no lo había conseguido. Bebió otra copa de curaçao y el dulzor le revolvió el estómago. No tenía ganas de volver a Laystall Street. Le desagradaba aquel olor nocturno de la casa que le recordaba las lavazas de la cocina. No le apetecía ver a sus padres, quienes parecían haberse cerrado del todo a las posibilidades de la vida. En cuanto a Mary…, bueno, indudablemente disfrutaba de su compañía, aunque en ocasiones le repugnaba esa atención, intensa y sensible, que su hermana le prodigaba. Necesitaba que las compañías de Mary se expandiesen, florecieran y se volviera como él; su hermana lo aplaudía porque lo comprendía, pero cuando lo reclamaba en exceso, por ejemplo, cuando lo interrogaba con demasiada insistencia sobre sus amistades, Charles se replegaba y guardaba silencio. En esos casos Mary se sentía humillada y rechazada. Por eso había noches en las que Charles bebía en solitario.

La suposición de que el alcohol representaba una fuente de inspiración le parecía una insensatez. Sabía que eso violentaba su imaginación y la reducía a los límites de una percepción ebria. Cuando se embriagaba no tenía en cuenta los detalles ni la perspectiva, pero a pesar de ello, acogía de buena gana ese estado y lo buscaba con premeditación.

Lo liberaba de miedos y responsabilidades. ¿A qué le temía? Lo asustaban su fracaso y su futuro. Tobias Smith, uno de sus compañeros de escuela, había dejado Christ's Hospital sin puesto ni vocación. Durante una temporada había vivido con su madre en Smithfield y, tanto en la taberna como en el teatro, se mostró tan alegre y vivaz como siempre, pero, en verdad, iba de capa caída. Sus ropas acabaron andrajosas y, a la muerte de su madre, lo expulsaron de su habitación de inquilino. En apariencia, había desaparecido, pero hacía tres semanas Charles lo vio mendigar en la esquina de Coleman Street. Cuando se cruzó con él, no mostró el menor indicio de reconocimiento. Charles se asustó y por eso ahora bebía curaçao.

Saboreó las sensaciones de sumirse en la borrachera. Aunque no recordaba su infancia, imaginó que debió de ser algo parecido: la bienaventurada acogida de las circunstancias, la dichosa aceptación de cuanto sucedía en el mundo. Se acercó a la barra y pidió otra copa. Sintió que necesitaba hablar incluso mientras preguntaba al dueño por los clientes de la noche. Quería divulgar noticias sobre sí mismo y desternillarse de risa ante el ingenio de un tercero.

– Señor Lamb, ésta es la última copa.

– Desde luego que sí.

Después se encontró ya espatarrado en la cama y totalmente vestido. No recordaba nada de la víspera. Vislumbró imágenes de sombras de gigantes convertidas en un torbellino, de una mano extendida y de una palabra susurrada. No se acordaba de William Ireland, que permaneció sentado ante la mesa contigua a la puerta de la Salutation and Cat; a decir verdad, Ireland estaba en parte oculto por una columna de madera en la que habían pegado anuncios de representaciones de escenas cómicas y exhibiciones acrobáticas.

Charles había vuelto de la barra a su asiento, echado la cabeza hacia atrás y vaciado la última copa de curaçao. Se había puesto en pie sin tenerlas todas consigo y, con los ojos desmesuradamente abiertos, había caminado en dirección a la puerta. Recitó en voz alta:

– «Quedaos vosotros; marchaos vos.»

William Ireland había dejado su asiento y, con suma delicadeza, ayudado a Charles a salir a la calle. Como el embriagado se habría convertido en víctima inmediata de los carteristas o de gente de peor calaña, William lo alejó de Lincoln's Inn Fields.

– Señor, ¿dónde se aloja?

Al oír la pregunta Charles rió.

– Me alojo en la eternidad.

– Tal vez sea difícil encontrarla. -Charles caminó por King Street y Little Queen Street hacia Laystall Street, por lo que de manera instintiva se dirigió hacia su casa. William Ireland retomó la palabra-: Acaba de citar a Shakespeare. «Quedaos vosotros; marchaos vos.» Pertenece a Trabajos de amor perdidos.

– ¿Lo he citado? Ahora por aquí.

Pasó un miembro de la policía local que con el candil iluminó el rostro de William.

– Mi amigo está cansado -comentó Ireland-. Lo acompaño a casa.

Llamar amigo a Charles dio pie a cierta intimidad. Lo cogió de bracete y lo ayudó a permanecer erguido mientras giraban por Laystall Street.

William ya lo había visto y escuchado antes en la Salutation and Cat. Charles solía acudir acompañado a la taberna. Comentaba con sus amigos las últimas obras de teatro y publicaciones, y discutía sobre filosofía o los méritos de determinadas actrices. Ireland siempre estaba solo y, desde su asiento habitual junto a la puerta, los escuchaba con impaciencia. A sus oídos llegaban ráfagas y fragmentos de conversaciones; en concreto, había quedado impresionado por un discurso de Charles sobre las virtudes de Dryden en contraposición con las de Pope. También se había enterado de que Charles escribía para algunas publicaciones periódicas, ya que había oído la conversación sobre un futuro artículo acerca de los parientes pobres. «No cesan de sonreír y siempre se sienten incómodos», explicó a Tom Coates y Benjamin Milton. «Además, resultan un quebradero de cabeza para los criados, que temen mostrarse demasiado obsequiosos o descorteses.»

«Pero si no tienes criados…»

«Y Tizzy, ¿qué es? ¿No existe? ¡Un brindis por Tizzy! ¡Un brindis por la inexistente!»

El propio William había presentado a la Pall Mall Review un artículo sobre encuadernaciones renacentistas, pero lo rechazaron con el argumento de que se trataba de «un tema demasiado específico para la mayoría de los lectores». La respuesta no lo había sorprendido. Su ambición sólo estaba a la altura de lo poco que confiaba en sí mismo, por lo que aspiraba al éxito pero esperaba el fracaso. Por eso escuchaba a Charles con envidia y admiración; asimismo envidiaba a cuantos rodeaban al señor Lamb, que también parecían sentirse del todo a sus anchas en el mundo de la literatura y el periodismo. Si conseguía establecer una relación de amistad con Charles Lamb, tal vez podría entrar a formar parte de esa fraternidad encantadora.

También abrigaba la esperanza de seguir los pasos de Charles Lamb. Ambicionaba escribir y que lo publicasen. Su artículo para la Pall Mall Review era, de momento, su único intento de publicar, aunque también había compuesto diversas odas y sonetos. Tenía una gran opinión de su «Oda a la libertad con motivo del retorno de Napoleón de Egipto a Francia», si bien sabía que, dadas las circunstancias, no aparecería en la prensa inglesa. En otras odas había despotricado contra la «fangosa oscuridad» y los «sombríos límites» de Inglaterra. En los sonetos había buscado una vía para la expresión de sentimientos más personales y en una secuencia resumía la historia de un «hombre sentimental» que era olvidado y ridiculizado por «la masa bruta de la humanidad». Jamás había mostrado a nadie sus escritos, que guardaba bajo llave en su escritorio, del que de vez en cuando los sacaba para releerlos. A pesar de que los consideraba el eje de su vida auténtica, no había nadie sobre la tierra con quien pudiese compartirlos. En una ocasión había escrito:

Quietas e inertes permanecen mis capacidades mentales sin la chispa estimulante de la comprensión ajena.

Estaba convencido de que obtendría esa chispa de Charles Lamb y sus amigos. En la taberna jamás se habría atrevido a salvar la distancia que los separaba porque se trataba de una brecha demasiado profunda: el abismo de la abnegación.

***

William guió a Charles por la calle estrecha, esquivó la bomba de agua y se cercioró de que no cayera sobre la pared de ladrillos, húmeda y cubierta de hollín, de la panadería de la esquina, llamada «Stride, nuestro panadero». Cada mañana laborable, a la que denominaba «mañana escolar», Charles compraba una hogaza de un penique y la comía de camino a Leadenhall Street. En ese momento pasó ante la panadería y no la reconoció. Sólo por pura intuición subió los escalones desde el adoquinado hasta la puerta de su casa. William permaneció tras él mientras buscaba las llaves y fue entonces cuando una joven abrió la puerta. William bajó a toda velocidad por Laystall Street ya que, por alguna razón, temió que la mujer lo viese.

Mary Lamb no reparó en él; sólo se preocupó de ayudar por enésima vez a su hermano a franquear el umbral de su pequeña casa.

***

– ¿Cómo lo sabe?

– Señor Lamb, ¿me está preguntando como sé las señas de su casa? La otra noche lo acompañé. No hay motivos por los cuales deba recordarlo.

William logró dar a entender que, más que la ebriedad de Charles, su propia insignificancia era lo que había provocado ese fallo de memoria.

– ¿Desde la Salutation?

William movió de modo afirmativo la cabeza.

Charles demostró la elegancia suficiente como para ruborizarse, aunque su voz sonó serena. Mantenía una relación extraña con su yo borracho: lo consideraba un conocido desgraciado y desafortunado al que se había habituado. No lo defendería ni se disculparía en su nombre. Lisa y llanamente, reconocería su existencia.

– Le estoy muy agradecido. ¿Puede traer el libro esta noche?

Se despidieron con un apretón de manos. Charles abandonó la librería y miró a derecha e izquierda antes de recorrer el pasaje oscuro hasta High Holborn. Se unió a la retahíla de vehículos y peatones que se desplazaban hacia el este, rumbo al corazón financiero de la ciudad. Para él se trataba de un abigarrado desfile, mitad procesión fúnebre, mitad pantomima, que revelaba la plenitud y la variedad de la vida en todos sus aspectos…, hasta que la ciudad se lo tragaba. El sonido de pasos en los adoquines se mezclaba con el retumbo de las ruedas de los vehículos y el eco de los cascos de los caballos, y creaba lo que Charles consideraba un sonido exclusivamente urbano. Se trataba de la música del movimiento. A lo lejos se balanceaban gorras, tocados y sombreros; estaba rodeado de levitas moradas, chaquetas verdes, gabanes a rayas, capotes a cuadros, paraguas y enormes y multicolores chales de lana. Charles siempre vestía de negro y, al ser tan anguloso, se asemejaba a un clérigo joven y torpe. El vendedor ambulante de pasteles, que lo conocía de vista, le vendió un pastelillo relleno de carne.

Formaba parte del gentío. En ocasiones esa situación lo reconfortaba y se consideraba un elemento más de la urdimbre de la vida. En otras sólo servía para reforzar su sensación de fracaso. La mayoría de las veces acicateaba su ambición. Imaginaba los días en los que, desde su cómoda biblioteca o despacho, oiría pasar a la muchedumbre.

Conocía tan bien el trayecto que apenas se fijó en lo que hacía; fue arrastrado por Snow Hill, Newgate, Cheapside y Cornhill hasta llegar a Leadenhall Street, casi como si lo hubiesen disparado desde un cañón hasta el pórtico con columnas de la East India House. Se trataba de una antigua mansión de ladrillo y piedra, de los tiempos de la reina Ana, reforzada con firmeza por una gran cúpula que arrojaba sombras en la oscura y polvorienta Leadenhall Street. Al pasar junto al portero, Charles le apretó el brazo y murmuró: «Vida campestre vermiculada». El sábado anterior habían hablado del nombre del adorno con forma de gusano que decoraba la unión de la base del edificio con la calle. El portero se llevó la mano a la frente y simuló que, sorprendido, caía de espaldas.

Charles franqueó el vestíbulo, de modo que el acelerado tamborileo de su calzado provocó sonoros estremecimientos entre las columnas de mármol, y ascendió por la gran escalera ornamental, salvando los escalones de dos en dos.

En la oficina de dividendos, que era donde trabajaba, había seis empleados. Los escritorios estaban colocados en forma de uve invertida o, según prefería decir, «como el vuelo de una bandada de gansos», cuyo vértice ocupaba el jefe. En el centro de dicha formación se encontraba una mesa larga y baja sobre la que reposaban diversos tomos de contabilidad y registro, encuadernados en piel. Cada escribiente utilizaba una silla de respaldo alto y sobre el escritorio se encontraban la pluma, la tinta y el papel secante. Benjamin Milton se sentaba delante de Charles y Tom Coates lo hacía detrás.

Benjamin se volvió al oír el arrastre de una silla.

– Buenos días, Charlie. No había alegría en Inglaterra hasta que naciste.

– Lo sé, lo sé. Soy una persona ingeniosa y motivo de ingenio para los demás.

Benjamin era un joven bajo, delgado, apuesto y de pelo oscuro. Charles lo llamaba «Garrick de bolsillo» en honor del difunto actor y director teatral. Al igual que Garrick, Benjamin siempre parecía contento.

Tom Coates se presentó canturreando la última balada. Siempre estaba enamorado y tenía deudas. Lloraba con desconsuelo durante los romances de obruchas del tres al cuarto y constantemente se burlaba de su sentimentalidad.

– Quiero mucho a mi madre -comentó-. Me ha tejido estos guantes.

Charles no se volvió para admirarlos. El jefe, Solomon Jarvis, había abandonado su silla y se disponía a repartir los libros mayores de una y dos columnas. Jarvis, un hombre serio, empleado de la compañía desde hacía cuarenta años, se sentía honrado de ser escribiente en la East India House. Fueran cuales fuesen las ambiciones o aspiraciones que antaño había albergado, todo había quedado en agua de borrajas. No por ello era un desengañado…, se trataba de un hombre serio y solemne, pero no estaba amargado. Era uno de los pocos que llevaban el pelo empolvado y rizado a la vieja usanza; no se sabía muy bien si prefería la moda del reinado anterior por empecinada fidelidad a lo antiguo o al bendito recuerdo de su aspecto de «galán» o «petimetre». Como solía decir Benjamin, parecía «un obelisco viviente». También era adicto al rapé, que retiraba en grandes cantidades de los bolsillos de su anticuado chaleco color de orín. A decir verdad, Charles aseguraba que su cabello estaba cubierto de rapé más que de polvos, pero nunca se atrevió a someter a prueba su teoría.

– Caballeros, no tardará en llegar el día de los dividendos -informó Jarvis-. ¿Elaboramos los cálculos? ¿Redactamos los documentos?

Apuntaron los números bajo un fresco de sir James Thornhill, que representaba a la Industria y la Prosperidad recibidas en el golfo de Bengala por tres príncipes indios que llevaban en las manos diversos frutos de la región. A cambio, la Industria ofrecía una azada, mientras que la Prosperidad entregaba una balanza dorada. A Charles lo que más le interesaba de aquel cuadro eran el mar y el paisaje. Cruzaba las manos tras la nuca, contemplaba el techo y recorría con la mirada los azules y verdes lejanos. Imaginaba la rompiente del océano en orillas extrañas y el susurro de la brisa cálida entre los árboles en flor hasta que lo arrancaban del ensueño los arañazos de las plumas de sus compañeros que escribían a su alrededor.

Trazaba tres ceros bien redondeados al final de un cálculo cuando sonó la campana que indicaba el fin de la jornada laboral. Tom Coates se acercó veloz a su silla e inquirió:

– Charlie, ¿qué has dicho? ¿Sólo una?

Benjamin Milton se sumó a ellos, se llevó una mano a la boca e imitó el sonido de un bugle.

– Eso es -respondió Charles-. Sólo una.

Los tres jóvenes abandonaron el edificio por Leadenhall Street. Caminaron rápidamente por el adoquinado, con las manos en los bolsillos y los faldones de las levitas negras aleteando a sus espaldas; giraron por Billiter Street, palmearon las ancas de los caballos a medida que los esquivaban y se adentraron en el calor acogedor de la Billiter Inn, donde resultaron rodeados por el suave murmullo de las voces y el olor dulzón de la cerveza negra. Vieron un reservado vacío y lo ocuparon. Benjamin se acercó a la barra. En momentos como ése, Charles se sentía tal cual un personaje histórico. Cada movimiento y ademán que hacía habían sido repetidos sin cesar en el mismo lugar. El suave murmullo y el olor dulzón eran el pasado propiamente dicho, un ayer que lo cubría y lo reclamaba. Todo lo que dijese ya había sido expresado.

– Lloro ante las cunas y sonrío ante las tumbas. Ben, a tu salud. -Charles cogió la jarra de peltre de manos de su amigo y bebió un generoso trago de cerveza-. Bebo por pura obligación.

– Desde luego. -Tom Coates alzó su jarra-. Lo haces por pura necesidad, no sientes el menor placer.

– Brindo por mi destino -declaró Benjamin, y entrechocó su jarra con la de sus amigos.

– Ay, sí. Las Moiras…, las hermanas. ¡Atropo, te saludamos! -Charles vació su jarra y buscó al camarero con la mirada. Todos lo llamaban «Tío», aunque era un hombre mayor y solemne que todavía vestía pantalón hasta la rodilla y medias de estambre-. Lo mejor de lo mejor, Tío, en cuanto esté libre.

– Anon, señor, me llamo Anon.

– Esa frase figurará en su lápida -cuchicheó Charles a sus amigos-. «Anon, señor, me llamo Anon.» Dios lo dejará por imposible.

Los tres se dedicaron a beber durante más de una hora. Luego serían incapaces de recordar lo que dijeron. Era la experiencia de la charla compartida, el enlace de una voz con otra, la llamada y la respuesta, la confraternización de sentimientos lo que los animaba y tranquilizaba. Charles había olvidado su cita de esa noche con William Ireland. Al final se despidió de sus amigos en la esquina de Moorgate; ellos caminaron hacia el norte, rumbo a Islington, y Charles se dirigió hacia Holborn y su casa.

De repente, le asestaron un brutal golpe en la nuca.

– ¿Qué tienes? ¡Dame lo que llevas!

Al oír la voz, Charles se volvió y recibió otro golpe. Trastabilló junto a la pared y notó que alguien le registraba los bolsillos. Le arrancaron el reloj de la leontina y le sustrajeron la bolsa a toda velocidad, casi con impaciencia; enseguida oyó que el ladrón se alejaba y sus pisadas resonaron en los altos muros de Ironmonger Lane. Charles se apoyó en la pared de la esquina, dejó escapar un suspiro y se sentó en los adoquines. Quiso consultar su reloj y recordó que se lo habían arrebatado; se percató de que no tenía nada grave y, de pronto, se sintió muy cansado. Estaba agotado. Se había convertido en uno más de los incontables asaltados que en el mismo sitio, la esquina de Ironmonger Lane con Cheapside, había decidido sentarse en el suelo. Aún percibía el eco de las pisadas que huían de la escena del crimen.

CAPÍTULO III

William Ireland estaba con su padre en el comedor situado arriba de la librería. Los acompañaba Rosa Ponting, la compañera de Samuel Ireland.

– La perca estaba deliciosa -comentó Rosa-. Con la mantequilla ha quedado muy suave. -Rebañó el pan en lo que quedaba de salsa de mantequilla-. Estoy convencida de que lloverá. Sammy, querido, ¿puedes pasarme esa patata? ¿Sabías que las patatas proceden de Perú?

La mujer vivía en esa casa desde que William tenía memoria; ya había alcanzado la madurez y desarrollado una barbilla adicional, aunque todavía conservaba una actitud jovial. Antaño había sido lo que se conoce como «encantadora» y aún reivindicaba ese título.

– Nunca adivinaríais quién me abordó esta mañana en la calle. ¡Ni más ni menos que la señorita Morrison! Hacía muchísimo que no la veía. Estoy segura de que llevaba el mismo sombrero de siempre. No me cabe la menor duda. -Ensimismado a causa de algo que lo perturbaba, Samuel Ireland miraba hacia delante y su hijo apenas lograba contener la impaciencia-. Me ha invitado a tomar el té el martes que viene. -Rosa habló con tono desafiante; al fin y al cabo, tenía derecho a hablar…, ¿o no?-. William, tengo la sensación de que deseas abandonar la mesa. Por favor, levántate cuando quieras.

William miró a su padre, que no se dio por enterado.

– Padre, ¿puedo irme?

– ¿Cómo dices? Sí, por supuesto, faltaría más.

– Quiero mostrarte algo.

– ¿De qué se trata?

– Es una sorpresa. -William abandonó la mesa-. Está en los estantes. -Con esa expresión se refería a la librería de la planta baja, si bien había aprendido que nunca debía mentar esa palabra en presencia de su padre-. Es un regalo, algo que has deseado profundamente.

– William, el deseo es una bestia. No debemos desear en exceso.

– Supongo que este regalo te resultará aceptable.

– ¿Se trata de un libro? -Samuel Ireland miró a Rosa Ponting, que no se interesaba nunca por esas cuestiones, y musitó-: Rosa, te dejo con la patata.

Siguió a su hijo por la sencilla escalera de pino que separaba la librería de la casa.

William retiró el pergamino de uno de los estantes, lo abrió sobre el mostrador de madera y lo contempló con intenso deleite.

– Padre, ¿ya sabes de qué se trata?

Samuel Ireland tocó el papel con la yema de los dedos.

– Es una escritura. A ojo de buen cubero, diría que de la época de Jacobo I.

– Padre, estúdiala con más atención.

– En concreto, ¿qué es lo que quieres que vea?

– Es posible que los testigos te interesen.

Samuel Ireland sacó las gafas de leer del bolsillo de la chaqueta.

– No, no puede ser.

– Pero lo es.

– ¿Dónde la has encontrado?

– En la tienda de antigüedades próxima a Grosvenor Square. Estaba enrollada con otras escrituras. Al desatar la cinta, ésta cayó al suelo y en cuanto la recogí reparé en la firma.

– ¿Cuánto te costó? -inquirió Samuel Ireland a toda velocidad.

– Un chelín.

– A eso llamo yo un chelín bien gastado.

– Padre, la escritura es tuya. Te la regalo.

– Se trata de algo con lo que he soñado toda mi vida. -Se quitó las gafas y las limpió con el pañuelo-. El nombre y la caligrafía de William Shakespeare… Es el documento más extraordinario que he visto en mi vida.

– ¿No albergas dudas sobre su autoría?

– Absolutamente ninguna. He visto el testamento de Shakespeare en la biblioteca de la Rolls Chapel. ¿Te has fijado en el trazo extendido en la cola de la pe y el rabo añadido como para que parezca que dice «per»? ¿Has visto la ka imperfecta y la e con la curva invertida? El documento es auténtico.

***

– Tenlo en consideración en su totalidad -había dicho Samuel Ireland a su hijo un día que se pusieron a conversar después del desayuno-. Es nuestro verdadero padre. Chaucer es el progenitor de nuestra poesía y Shakespeare el de nuestras tablas. Nadie se enamoró de verdad antes de Romeo y Julieta. Nadie comprendió los celos antes de Otelo. Hamlet también es un gran original. -Abandonó la silla y se acercó a la repisa de la chimenea del comedor, donde reposaba un pequeño busto de Shakespeare tallado en madera de moral. Lo había comprado hacía seis meses en Stratford-upon-Avon-. Lamentablemente, las personas sin cultivar de su época no llegaron a comprender su genialidad. Las obras completas sólo se publicaron después de su muerte y los textos están tan corruptos, que muchos fragmentos carecen de sentido. Algunas obras han desaparecido.

– ¿Han desaparecido? ¿Dónde están?

– Como diría el bardo, en el inmenso pasado y abismo de los tiempos. Cardenio, Vortigern, Trabajos de amor conseguidos…, todas han desaparecido.

Algunas noches, después de la cena, Samuel Ireland leía textos de Shakespeare a su hijo. William todavía evocaba la sensación de la bruma o de la lluvia que caía al otro lado de la ventana salediza del escaparate de la librería. Su padre se sentaba tras él, con la lámpara de aceite sobre la mesa, por lo que la sombra de su cabeza se reflejaba en el libro abierto mientras recitaba las palabras:

– «Cuando el moribundo se acerca al trance final, suele reanimarse, y a esto lo llaman el último destello.» Will, ¿qué te parece? ¡En mi opinión, es magnífico!

– A menudo se refiere a los relámpagos. Ese verso está en Romeo y Julieta

Su padre ya no escuchaba porque buscaba otro pasaje con el que impresionarlo. Le encantaba recitar los dramas. Estaba convencido de que tenía una voz potente que, con frecuencia, a William le resultaba más bien hueca e insegura.

Según había dicho el propio Samuel Ireland, una vez habían viajado a Stratford «en pos del bardo». William sabía que su padre acogía de buena gana la más mínima oportunidad de alejarse de casa; en su separación transitoria de la librería y de la presencia vigilante de Rosa Ponting, Samuel Ireland ocupaba una posición más distinguida en el mundo. Un viajero de la diligencia de Stratford se había atrevido a preguntarle a qué oficio se dedicaba. Samuel le había clavado la mirada y finalmente había respondido: «Señor, me dedico al oficio de vivir».

Habían pasado la noche en la Swan Inn de Stratford y a la mañana siguiente habían visitado al señor Hart, el carnicero descendiente de Shakespeare por línea materna y que todavía vivía en Henley Street, en la casa del propio poeta y dramaturgo. El erudito Edmond Malone había entregado una carta de presentación a Samuel Ireland. En el exterior de la vieja morada se leía en un letrero: «William Shakespeare nació en esta casa. Atención: se alquilan un caballo y un carro con los impuestos pagados».

Cuando entraron en el estrecho pasillo de la casa, Hart había dicho:

– Señor, es todo un honor.

– Señor, el honor es mío, el honor de conocer a un miembro de la familia en esta morada. Le presento a mi hijo William.

William estrechó la mano del carnicero, que era firme y estaba calentita, y la imaginó alrededor del pescuezo de una liebre o un pollo. Ralph Hart era un hombre bajo, calvo y de piel muy blanca.

– Señor Ireland, no poseo dotes literarias. Sólo soy un simple comerciante.

– De un oficio honroso. -Samuel Ireland estuvo muy elegante-. ¿Acaso el padre del bardo no era carnicero?

– Todavía se discute. Hay quienes dicen que confeccionaba guantes. De todas maneras, poseía ganado. Pasen a la sala, a la que algunos llaman salón. -William pensó que Hart era un hombre sereno y decidido y llegó a la conclusión de que dirigía un próspero negocio-. ¿Les apetece una taza de té? No estoy casado, pero cuento con una competente criada.

– Señor, estoy seguro de que se trata de una mujer de valor incalculable.

William Ireland experimentó extrañísimas sensaciones al entrar en la casa en la que se suponía que había nacido William Shakespeare, detenerse en una estancia que habría recorrido miles de veces y ver en la cara del carnicero algunas facciones de la ilustre familia. Lo más misterioso fue que una vez en su interior no percibió nada, no experimentó una presencia conocida y le pareció una situación carente de encanto. Lo achacó a su ineptitud. Con toda seguridad, una persona más sensible habría florecido en esa atmósfera evocadora. Un espíritu más sutil se habría conmovido, como si oyese un trompetazo. Él no reparó en nada, ya que la casa le pareció vacía.

– Señor Ireland, ¿está al tanto de los últimos descubrimientos? El testamento del padre estaba escondido tras una viga del tejado de esta casa. Apareció en el desván, donde guardo mis viejas bateas.

William miró hacia arriba y reparó en los ganchos para colgar las piezas de carne que aún había en las vigas transversales del salón.

– Se refiere al testamento papista de John Shakespeare, ¿no? -Samuel Ireland bajó ligeramente la voz al pronunciar la palabra «papista».

– Desde luego.

– En ese caso, es probable que existan algunas dudas, ¿no es verdad, señor Hart? ¿Cabe la posibilidad de que lo haya falsificado un fanático?

– Nuestro amigo, el señor Malone, considera que es auténtico. Se publicará en la Gentleman's Magazine.

William notó un ligero rubor en el carnicero y preguntó a su progenitor:

– Padre, ¿por qué habría de ser una falsificación?

– William, hay quienes prefieren reivindicar como suyo al padre del bardo.

– Me temo que soy demasiado simple. -Ralph Hart ofreció otra taza de té a los visitantes-. Creo en lo que veo.

William Ireland rió.

– Pues yo veo lo que creo -añadió.

El joven se percató de que su padre lo observaba con extrañeza. Había metido la pata y se avergonzó. Haría lo que hiciera falta con tal de satisfacer a su padre. Experimentó la sensación de que, en algún sentido, lo había decepcionado y que debía compensarlo. No sabía con qué lo había desilusionado. Más bien se trataba de un fracaso general. Trabajaba en el negocio de su padre y lo había acompañado en varias expediciones librescas. En varias ocasiones había descubierto que su padre lo miraba sorprendido, tal como había hecho en el salón de la casa del señor Hart, como si acabara de descubrir que formaba parte de aquel hogar. William Ireland no había conocido a su madre. En cierta ocasión, Samuel le explicó que había muerto cuando era muy pequeño, pero no añadió nada más. Se trataba de un tema que no abordaban. Hacía muchos años que Rosa Porting compartía el lecho de su padre, pero William no la trataba con afecto ni intimidad. Reservaba todo el cariño para su padre.

***

– Padre, ¿el documento es genuino? ¿Es auténtico?

Estudiaban el pequeño pergamino y contemplaban la firma garabateada.

– Se trata de una auténtica escritura de la época. No cabe la menor duda.

– En ese caso, si estás convencido, te ruego que la aceptes como el regalo de un hijo a su padre.

– Will, ¿no quieres nada a cambio? Coge la llave y retira el libro que más te apetezca.

– No, padre. No aceptaré nada porque, si lo hiciera, mancillaría la pureza del regalo.

– Que quede claro que no está a la venta. -A William ni se le había pasado por la cabeza la idea de vender el documento-. Deberías volver a la tienda de antigüedades, rebuscar en los rincones y evocar sus misterios.

Oyeron a Rosa Ponting bajar la escalera.

– Muchachos, ¿qué estáis tramando? Estoy segura de que seré la última en enterarme.

La mujer tenía por costumbre considerar que Samuel Ireland todavía era un «muchacho».

El librero la miró con desconfianza cuando entró en el local.

– Querida, no tramamos nada.

William no soportaba verla entre los libros y los pergaminos.

– Padre, debo entregar Pandosto antes de que se haga demasiado tarde.

El joven ya había explicado a su padre la compra realizada por Charles Lamb.

– William, ¿dejas la casa a estas horas? -preguntó Rosa, y se tocó la nariz-. Espero que esa mujer merezca tanto esfuerzo.

El joven había envuelto el volumen en áspero papel de estraza; en ese momento lo retiró del estante y lo cogió como si le sirviera de escudo para defenderse de Rosa, abandonó la librería a toda velocidad y dio las buenas noches sin dirigirse a nadie en particular.

***

Laystall Street estaba bastante cerca de la librería de Holborn Passage, por lo que pocos minutos después Mary Lamb le abrió la puerta.

– Tengo una cita con el señor Lamb. -William pensó que se había expresado con demasiado ímpetu y retrocedió un paso-. Le ruego que disculpe mi entrometimiento.

– ¿Se refiere a Charles? No está en casa.

La cara de la muchacha permanecía en sombras, ya que la lámpara de aceite estaba encendida a sus espaldas, pero William se sintió atraído por la dulzura de su voz.

– Le traigo un libro. -De manera impulsiva el joven se lo ofreció-. Lo compró esta mañana.

– ¿Qué libro es?

– Pandosto.

– ¿Se refiere al Pandosto de Greene? Por favor, pase. -William titubeó en el umbral-. Mis padres me acompañan en el salón.

El joven la siguió por el pasillo y reparó en el brillante tono broncíneo de su melena alborotada. Llegaron a una estancia pequeña y demasiado caldeada y William advirtió que un matrimonio mayor lo miraba con expresión de sorpresa. El hombre comía una tostada y tenía el mentón manchado de mantequilla.

– Me llamo Ireland, William Henry Ireland -se presentó.

El matrimonio no dijo nada y lo observó boquiabierto, como si acabase de llegar del Sahara o de las inmensidades antárticas.

– Papá, el señor Ireland ha traído un libro para Charles.

El señor Lamb lo saludó moviendo la tostada y rió. La señora Lamb no se mostró tan encantada. Le desagradaban las sorpresas, sobre todo si se trataba de un joven pelirrojo que se presentaba con libros a las ocho de la noche.

– Señor Ireland, Charles no se encuentra en casa. Está ocupado.

– A pesar de todo, me pidió que trajera este libro.

– Déjeme verlo -solicitó Mary, quien cogió el paquete y lo abrió.

– Señorita, la clave está en la inscripción.

Mary abrió el libro por el frontispicio y repitió mudamente las palabras. En ese instante, William reparó en las cicatrices que surcaban su rostro, ya que la luz de la vela resaltó los hoyuelos y los surcos de sus mejillas. El joven desvió la mirada y fingió que estudiaba las miniaturas y los camafeos colgados en las paredes de la pequeña estancia.

– Vaya, señor Ireland, se trata de un tesoro. Mamá, en el pasado este libro fue propiedad de William Shakespeare.

– Mary, eso ocurrió hace mucho tiempo. -Así fue como William se enteró de que la muchacha se llamaba Mary-. Me gustaría saber por qué tu hermano compra cosas como ésta cuando apenas tiene dinero para adquirir unas botas -se lamentó la señora Lamb antes de volverse hacia la tostada que estaba a punto de quemarse.

– Señor Ireland, ¿mi hermano se comprometió a pagarle esta noche?

Mary habló con tono bajo para que su madre no la oyese y durante unos segundos se creó la complicidad entre ellos.

– No es mucho…

– ¿Cuánto?

– Sólo dejó a deber dos guineas, ya que ha abonado una.

– Señor Ireland, ¿me disculpa un momento?

Cuando Mary abandonó la estancia, la señora Lamb observó con más detalle a William.

– Señor Ireland, ¿Charles le ha comprado este libro? Por favor, señor Lamb, regresa junto al fuego.

El señor Lamb se había acercado a William y le limpiaba el polvo y algunos restos que llevaba en la chaqueta.

– No es exactamente así. -Distraído por las atenciones del señor Lamb, William titubeó-. Acordamos…

– En ese caso, le agradeceré que al salir se lo lleve de nuevo.

– ¡Claro que no! -Mary entró apresuradamente-. Mamá, se trata de un libro sagrado. Shakespeare en persona pasó sus páginas. Señor Ireland, ¿le apetece acompañarnos un rato? -Mary se acercó al joven y depositó en su mano dos monedas de una guinea-. ¿Quiere tomar algo?

– Estoy segura de que el señor Ireland tiene cosas más importantes a las que dedicar su tiempo.

Aunque la señora Lamb no tenía por costumbre ser hospitalaria, las estentóreas carcajadas de su marido parecieron inclinar la balanza en su contra.

– Mamá, en el salón hay oporto y el señor Ireland es nuestro invitado.

William ya no podía dejar de quedarse y, por si eso fuera poco, una extraña tranquilidad lo embargaba en presencia de Mary. Percibió que ésta se hallaba al margen de las convenciones. También era la hermana de Charles Lamb, acaso otra vía para llegar a conocerlo.

– Charles fue muy hábil al encontrar el libro. Pensándolo bien, debería decir que lo fue al dar con usted.

– Suele pasar por allí a menudo. -En varias ocasiones había visto que Charles examinaba los volúmenes expuestos en el escaparate-. Esta mañana entró por primera vez.

– ¡Entonces usted trabaja en la librería de Holborn Passage! Charles suele hablar de ella. No se imagina cuánto lo envidio por estar entre libros. Mamá, el señor Ireland posee una librería.

– Mi padre es el dueño…

– ¿El negocio es próspero? -De pronto la señora Lamb se mostró interesada.

– Prosperar es tomar esposa.

– ¡Venga, señor Lamb, ya está bien! ¿Se trata de una vieja empresa?

– Hace muchos años que mi padre creó el negocio.

Mary Lamb volvió las páginas de Pandosto, se dirigió a William y comentó:

– Éste es un libro para las frías noches de invierno.

– Exacto, señorita Lamb, sobre todo cuando el mundo queda excluido.

Mary permaneció cabizbaja.

– Quizá se trata del mismo libro que el poeta leyó antes de escribir Cuento de invierno.

– Lo leyó como un niño contempla la playa en busca de conchas bonitas.

Asombrada, Mary levantó la cabeza.

– ¿Shakespeare siempre le ha gustado?

– Claro que sí. Solía recitarlo incluso de pequeño. Me enseñó mi padre.

William evocó las noches en las que se encaramaba a una mesa y con voz clara y serena interpretaba los monólogos de Hamlet y de Lear. Los amigos de Samuel Ireland lo habían considerado una especie de niño prodigio.

– Charles y yo también interpretábamos esos papeles. -Mientras sus padres se ocupaban del fuego casi apagado, Mary le contó que con su hermano representaban a Beatriz y Benedicto, de Mucho ruido y pocas nueces; a Rosalinda y Orlando, de Como gustéis, y a Ofelia y Hamlet. Conocían los textos de memoria e incorporaban los actos y actitudes que consideraban apropiados a los personajes. En el papel de Ofelia, Mary se daba la vuelta y lloraba; en tanto Hamlet, Charles daba pataditas en el suelo y fruncía el entrecejo. Para Mary, esas escenas eran más reales y serias que cuanto acontecía en su día a día-. Creo que, para Charles, más bien formaban parte de un juego. Me temo que he hablado demasiado.

– En absoluto. Lo que dice me interesa sobremanera. Señorita Lamb, quizá le agrade saber que he encontrado su firma.

– ¿Qué quiere decir?

– Me refiero a la rúbrica de Shakespeare. Se trata de una vieja escritura del reinado de Jacobo. Mi padre la ha autentificado.

– ¿Tiene la certeza de que se trata de su letra?

– No cabe la menor duda. -William se dio cuenta de que las cicatrices de su rostro eran un tono más claras que su piel sana-. La encontré en una tienda de antigüedades de Grosvenor Square.

– Poseer semejante tesoro…

– Con frecuencia he pensado que en algún lugar tiene que existir un depósito con los papeles de Shakespeare. El contenido de su estudio y de su biblioteca ha desaparecido y no figura en su testamento, pero su familia tuvo que haberlo venerado.

– Por descontado.

– Ellos lo debieron conservar.

– ¿En Stratford?

– Señorita Lamb, ¿quién sabe dónde?

William tuvo la sensación de que entre ambos se creaba cierta intimidad. No supo de dónde había surgido; fue como si hubiese descendido sobre ellos. El padre de Mary comenzó a cantar una vieja canción.

– A menudo me he preguntado cómo era Shakespeare…, quiero decir en vida -añadió Mary con voz tan alta como se atrevió a emplear.

– Sin duda estaba muy sano.

– Eso es incuestionable, gozaba de excelente salud.

– Supongo que fue un hombre abierto, generoso y honrado.

– Caminaba con paso vivo y no había fuerza capaz de retenerlo.

– Desde luego. Lo llevaba dentro de sí… -William elevó el tono de voz, pero enseguida se amilanó-. Señorita Lamb, como acaba de sugerir, él no era un vulgar mortal.

De repente, William tuvo la sensación de que la estancia se hacía más pequeña y se sintió muy próximo a Mary, a sus padres e incluso a las miniaturas colgadas de las paredes.

– Por otro lado, comprendió con claridad lo que significa ser una persona corriente, ¿no le parece, señor Ireland?

– Lo comprendió todo.

– En sus obras aparecen seres normales y corrientes como amas, presos y ciudadanos, seres corrientes hasta la genialidad. -William reparó en la soledad de Mary incluso mientras ésta hablaba; estaba imbuida de tanto fervor porque sin duda no lo manifestaba a menudo-. Piense en el ama de Julieta. Es la esencia de todas las amas que han existido y existirán.

– Para no hablar del portero de Macbeth.

– Sí, claro, lo había olvidado. Deberíamos hacer una lista de los personajes corrientes de Shakespeare. -Ese «deberíamos» le resultó conocido y Mary se dirigió de inmediato a su madre-: Mamá, ¿dónde se ha metido Charles?

– Supongo que donde no debería estar.

La mujer retomó la costura con un satisfactorio suspiro de disgusto. Su marido dormitaba junto al fuego mortecino.

– Señor Ireland, ¿puedo tocar para usted? Así le demostraré una cosa. -Mary se acercó al pequeño piano colocado en el hueco contiguo a la chimenea y levantó la tapa. Cuando la música comenzó a sonar, pareció que sus dedos apenas rozaban las teclas, si bien las notas de Clementi inundaron el salón. Siguió tocando durante un minuto y por último se volvió hacia William-. ¿No le parece bonita esta música? Es elevada, pero carece de significado concreto. Es lo mismo que pienso de Shakespeare. Es estrictamente expresivo. Emplea el blanco y el negro, y eso es todo.

El joven Ireland se dio cuenta de que, si en ese momento se le hubiesen llenado los ojos de lágrimas, no habría sabido a qué se debía.

– Por favor, toque un poco más.

La música se elevó por encima de los padres de Mary sin despertar la menor reacción, pero a William lo entusiasmó. En la librería no había instrumentos de música, por lo que sólo conocía las tonadas de los alegres parques y las tabernas. Eso era algo totalmente distinto y procedía de otra esfera; además, confirmó sus percepciones sobre Mary.

En ese instante, llamaron a la puerta. Mary abandonó el piano a toda velocidad y se dirigió a la entrada. El señor Lamb se despertó y preguntó a su esposa:

– ¿Cuántos sacos quedan por llevar al molino?

De pronto William se sintió como un desconocido, con la sensación de haberse convertido en una visita inoportuna. Oyó voces en la entrada.

– Querida, he perdido las llaves.

– ¿Qué te ha pasado?

– Me atizaron.

– ¿Te atizaron?

– El muy canalla me quitó el reloj y puso pies en polvorosa. Mírame la cabeza. ¿Todavía sangro?

La señora Lamb miró con turbación a William y abandonó el sillón.

– Charles, ¿qué te ha pasado?

– Nada, mamá, me han asaltado. -Charles se adentró en la estancia y a William le pareció que gastaba una expresión triunfal-. ¡Vaya, señor Ireland! Lo había olvidado. Estoy encantado de volver a verlo. Como ha podido comprobar, me he retrasado.

– Charles, ¿estás herido?

– No, mamá, creo que no. Mary, ¿has visto el libro?

– Charles, ¿qué te han quitado?

– El reloj, mamá, nada más.

Mary se acercó a su madre y comentó:

– No ha sido nada. Charles está bien. Tranquilízate. -La acompañó al sillón-. No lo han herido, sólo ha desaparecido su reloj.

El señor Lamb dormitaba de nuevo.

Charles se sentó junto a William.

– Estuve cenando con unos amigos. De lo contrario, habría recordado nuestra cita. Después pasó lo que pasó. -Existía la posibilidad de que su tono denotase cierta condescendencia.

– Señor Lamb, no se preocupe. Sus padres y su hermana han sido muy hospitalarios. Escuchamos música. ¿Está seguro de que se encuentra en perfectas condiciones?

Con un ademán Charles restó importancia a la pregunta.

– ¿Ha dicho música? No sabe la suerte que ha tenido. Vaya, éste es el libro. -Charles cambió de tema y cogió el ejemplar de Pandosto, que Mary había dejado en la mesilla auxiliar.

– El mismo.

– ¿Me permite?

– Ahora es suyo. Su hermana ha pagado lo que faltaba.

– ¿Cómo lo hizo?

– No tengo ni la menor idea.

– Pues yo sí. Una tía abuela le ha legado una modesta renta vitalicia. La cobra en el West Lothian Bank de Seething Lane. Es un lugar hermoso.

– Charles, has tenido mucha suerte. -Mary había tranquilizado a su madre y se reunió con los hombres-. Podrían haberte hecho daño.

– Mary, en las calles de Londres la fortuna siempre me acompaña. Disfruto de una vida encantadora en la ciudad.

– Señor Ireland, ¿piensa que mi hermano está en su sano juicio?

– Si su experiencia ha sido ésa… A otros les resulta más ardua.

***

Hacía varios meses, William había ido a caminar por la orilla del Támesis, justo debajo del Strand; eran las tres de la madrugada y había marea alta. A menudo iba a esa hora para disfrutar del sonido y el discurrir del agua con la marea creciente. Le generaba esperanzas. Junto a la orilla había visto a un hombre que se quitó las botas y el pantalón. Sus intenciones eran inequívocas.

– ¡Aguarde un momento! -De forma instintiva William se acercó corriendo al desconocido-. ¡Espere!

Era joven, tenía más o menos la edad de William. Temblaba de frío. Masculló algo que William casi no entendió; le pareció un pasaje del Nuevo Testamento, pero no estuvo del todo seguro. Ireland cogió al joven del brazo, pero éste se apartó con brusquedad y anunció:

– Eche un buen vistazo a mi cara porque no volverá a verla.

Dio la impresión de que el desconocido saltaba hacia atrás. Cayó al agua y flotó unos segundos; mientras flotaba sonrió a William. Desapareció enseguida. Por debajo de la superficie apacible, la poderosa corriente de la marea del Támesis lo absorbió. Fue tan súbito y fácil que William experimentó el extraño deseo de hacer lo mismo.

***

William volvió a recordar aquella sensación mientras estaba en compañía de Charles y Mary Lamb en Laystall Street.

– Me he quedado más tiempo del que corresponde -reconoció William, y se puso en pie-. Sin duda, mi padre me está esperando.

– ¿Volverá? -preguntó Mary, y se volvió hacia su hermano-. El señor Ireland ha prometido que me mostrará más papeles de Shakespeare, escritos de su puño y letra.

William se retiró en silencio, para no despertar al señor Lamb, y se detuvo con Charles en la puerta.

– ¿Con quién se enfrentó? ¿Con un pilluelo?

– No llegué a verlo.

Como si estuviera muy cansado, Charles se apoyó en la puerta.

– ¿Había bebido?

– Me temo que sí.

– Señor Lamb, debería ser más cuidadoso. -William reparó en que estaba representando el papel de Mary-. De noche las calles no son seguras.

– Señor Ireland, siempre que pienso en la noche me acuerdo de los gatos en los patios.

CAPÍTULO IV

Tres semanas después de los acontecimientos de esa noche, Mary Lamb decidió internarse por Holborn Passage. Desde aquel encuentro, con frecuencia se había imaginado a William Ireland entre los libros, y en su mente se había convertido en una figura de cierto interés. Los amigos de Charles eran demasiado ruidosos y hablaban hasta por los codos. William se mostraba más sensible. Poseía un mayor refinamiento de espíritu o, al menos, eso era lo que la joven suponía. Se le aceleró la respiración cuando se acercó a la librería y leyó el letrero que colgaba sobre la puerta: «Samuel Ireland, librero». Pasó junto a la ventana salediza y había decidido seguir deprisa su camino cuando del interior llegó una estentórea carcajada semejante a un bramido. Se detuvo, se volvió y observó cómo un hombre mayor palmeaba la espalda de William en presencia de un tercero. William reparó en su presencia, como si la estuviera esperando, y se dirigió con diligencia a la puerta.

– Señorita Lamb, ¿por qué no entra? Nos ha encontrado por casualidad.

Casi contra su voluntad, Mary se vio obligada a entrar en la librería; no le gustaba reunirse con gente a la que no conocía. Reconoció a Samuel Ireland por el parecido con su hijo y, en medio de un arrebato de desconcierto, acabó por estrechar la mano del anciano caballero, que aún no había abandonado su expresión risueña.

Samuel se dirigió a ella:

– Señorita Lamb, encantado de conocerla. Por lo que veo, el señor Malone ya se ha presentado. A buen seguro, está enterada de su erudición. Señorita Lamb, le garantizo que hemos encontrado una joya.

– Padre, es algo más precioso que cualquier joya.

– Fíjese en esto. -Samuel Ireland sostuvo un disco de lacre rojo, con los bordes ligeramente descoloridos-. Es su sello.

– Es su estratagema -acotó el anciano.

– Es lo que nos ha explicado, señor Malone. -Samuel Ireland todavía sonreía a Mary, pero a la joven no le dijo nada su actitud triunfal-. Si fuera tan amable, estaría muy bien que repitiese las explicaciones.

Acercó el sello a Mary para que lo estudiase y Malone acortó distancias a fin de explicarle los detalles. La muchacha reparó en la acidez de su aliento de viejo.

– Esto es el estafermo. -Mary vio un palo colgado de una barra, con un saquillo en un extremo-. Se trata de un instrumento de justas y torneos que da vueltas. El jinete cabalgaba hasta el estafermo y lo golpeaba con la lanza o el instrumento lo golpeaba. ¿Comprende el significado y la importancia del sello? Lo siento, pero no he oído su nombre. «Shake» y «spear», literalmente «sacudir» y «alancear», como el estafermo. Fíjese en esto. Aquí están las iniciales.

En la base del sello Mary distinguió una uve doble y una ese corrientes. En ese momento comprendió el regocijo y el buen humor de los presentes.

– Es probable que lo utilizase para la correspondencia -comentó William- y para documentos de teatro. El señor Malone ha tenido la amabilidad de identificarlo. Es el autor de un índice de las obras de teatro de Shakespeare.

Malone vestía chaleco de seda de color verde brillante, del que extrajo una pequeña libreta de papel encuadernado. Se volvió hacia el padre de William y afirmó:

– Necesitamos algo más que el objeto propiamente dicho. Señor Ireland, necesitamos la fons et origo.

– ¿Cómo dice, señor?

– Me refiero a la procedencia, al origen.

Samuel Ireland miró a su hijo y Mary reparó en que William negaba de inmediato con la cabeza.

– Señor Malone, no tenemos derecho a…

– ¿Se trata de un cliente?

– No estoy autorizado a responder.

– En ese caso, lo siento mucho. Es imprescindible conocer la fuente de los tesoros.

Samuel Ireland no hizo caso del comentario de Malone y cogió a Mary del brazo.

– Señorita Lamb, ¿ha visto la escritura?

– ¿Qué escritura?

– Padre, me he limitado a mencionar su existencia.

– Con eso no es suficiente. La señorita Lamb debería verla. William me ha dicho que admira usted todo lo que tiene que ver con Shakespeare.

– Desde luego. Lo admiro profundamente.

– Pues aquí tiene. -Mary se sobresaltó al percatarse de que el padre de William se parecía lejanamente a un buhonero. No era así como había imaginado a la familia del muchacho-. Señorita Lamb, ésta es la pieza auténtica. -Extendió un rollo de papel vitela y, con gran delicadeza, lo acarició con el índice-. Es de primera calidad.

– Lo he analizado a conciencia -informó Malone. Mary se dijo que la boca del anciano volvía a acercarse con peligro-. Es la misma letra. No me cabe la menor duda.

A falta de algo mejor, Mary replicó:

– Estoy muy satisfecha.

William reparó en la turbación de la joven.

– Señorita Lamb, ¿me permite acompañarla durante una parte del camino?

– Sí, por supuesto.

Tras una apresurada despedida, William la condujo hacia el frescor reconfortante de Holborn Passage.

– Lamento haberla puesto nerviosa -se disculpó William-. Mi padre y el señor Malone se dejaron llevar por el entusiasmo.

– Señor Ireland, no es necesario que se disculpe. El entusiasmo no tiene nada de malo. Lo que ocurre es que noto la falta de aire.

Pasaron en silencio junto al tenderete del fabricante de flores artificiales, que siempre se instalaba en la esquina de Holborn Passage con King Street.

– Señorita Lamb, tengo que hacerle una confesión.

– ¿A mí?

– Le conté que la escritura procede de una tienda de antigüedades de Grosvenor Square, pero no es así. Procede de la misma persona que me dio el sello.

– No comprendo…

– ¿No comprende qué tiene que ver con usted? Evidentemente, nada, pero no puedo ser más explícito.

– No. Lo que quería decir es por qué esa persona se desprendió de objetos tan valiosos.

– Señorita Lamb, ¿me permite contarle una historia? Hace un mes estaba en la cafetería de Maiden Lane. ¿Sabe a cuál me refiero? Tiene una magnífica barra de caoba francesa. Llevaba conmigo una vieja edición en tinta negra, más dificultosa de leer que las demás, de Los cuentos de Canterbury, de Chaucer, que acababa de comprar a un cliente de Long Acre. Volvía las páginas cuando oí una voz que se dirigió con claridad a mí: "Señor, ¿conoce las virtudes de los libros?".

»Se trataba de una mujer madura que ocupaba la mesa situada a mis espaldas. Vestía de negro de la cabeza a los pies, incluidos la toca, el chal y el paraguas. No es habitual que una mujer vaya sola a una cafetería, ni siquiera en Maiden Lane, por lo que me sentí algo inquieto. Estaba claro que no era una mujer pública. Señorita Lamb, le ruego que disculpe mi falta de delicadeza, pero su edad y aspecto demostraban de forma incuestionable que no lo era. Llegué a la conclusión de que estaba ebria o había perdido la cabeza. "Señora, ¿de qué virtudes habla?"

«"¿Entiende de estas cosas? Me refiero a papeles, libros y otros artículos de ese tipo."

»"Se trata de mi profesión."

»"No confío en los abogados." Reparé en que bebía una infusión de sasafrás, brebaje que me desagrada profundamente. "Como seguramente ha notado, soy viuda."

»"Lo siento."

»"No hay de qué lamentarse. Era una bestia, pero me dejó muchos papeles." Como es lógico, me mostré interesado. "No tengo habilidad para manejar papeles y necesito ayuda." Pensé de nuevo que tal vez se trataba de una de esas ilusas que a menudo rondan por las calles de Londres, si bien mostraba cierto cuidado y firmeza que apuntaban a lo contrario. "Señor, es posible que le resulte extraño que me dirija a usted en estos términos pero, como ya he explicado, siento aversión por los abogados, los picapleitos y otros de su misma calaña. Durante las últimas semanas me he dicho que, si por casualidad me topo con una persona hábil para estudiar y descifrar papeles, me abalanzaré sobre ella." Al oír esas palabras esbocé una sonrisa. "Compréndalo, señor, no estoy acostumbraba a pronunciar floridos discursos. ¿Será tan amable de decirme su apellido?" La viuda abrió su bolso de seda negra y percibí con claridad un perfume de violetas. "¿No le parece un aroma maravilloso? No tengo tarjeta, salvo la de mi marido, pero la dirección es la misma." Vi que su marido, Valentine Strafford, había sido importador de té y que vivía en una buena zona…, en Great Titchfield Street, en la parroquia de Marylebone. Le dije mi nombre y me comprometí a visitarla. Es lo que exige la urbanidad.

»Tres días después, de camino a un encuadernador de Clipstone Street, por casualidad pasé delante de su casa. Señorita Lamb, ¿conoce el barrio? No es antiguo, pero resulta interesante. Entonces no me proponía visitarla, aunque debo reconocer que esa mujer me había dejado muy intrigado. Miré por una ventana de la planta baja y vi montones de papeles y rollos de manuscritos encima de una mesa larga. También había archivos y cajas, así como otros documentos atados con cintas y lazos. Por lo tanto, había dicho la verdad sobre los papeles de su marido. Sin titubear, de manera instintiva subí los escalones y llamé. Me sorprendí cuando la viuda en persona abrió la puerta. "Señor Ireland, estaba segura de que vendría. Lo estaba esperando."

»La viuda me condujo a la habitación de la planta baja, donde guardaba los papeles. En el fondo había un jardín largo y estrecho, con una de esas construcciones decorativas pero inútiles que representan un estanque de piedra. Se han puesto de moda. "Señora Strafford, no sé si podré ayudarla."

»"Déjese de tonterías." Cuando entró vi cómo abría desmesuradamente los ojos. "Estas cosas le encantan." Me ofreció una infusión de sasafrás, que rechacé. Era evidente que el negocio de su marido la traía sin cuidado. "Quede claro que su trabajo será remunerado."

»"Quiero echar un vistazo antes de hablar de pagos."

»"Es posible que los papeles no le interesen."

»"También podrían interesarme mucho. Ante todo tengo que consultarlos."

»Así fue como me puse manos a la obra. Se trataba de una colección interesante. Contenía registros de pagos de la abadía de Bermondsey, fechados en el siglo xiii, y fragmentos de un registro de propiedad del xvi, procedente de la parroquia devoniana de Morebath. Espero no aburrirla. También guardaba un mapa del litoral entre Gravesend y Cliffe; aunque la fecha no era legible, por la caligrafía deduje que procedía de mediados del siglo xvii. Está claro que no pude establecer cómo habían llegado esos papeles a manos del marido. Hallé un largo inventario de artículos firmado por el interventor de impuestos de la aduana de Londres y fechado en el año decimotercio del reinado de Ricardo II, así como varias hojas con divisas y emblemas heráldicos. Me pareció una colección elaborada al azar, pero tan curiosa que me aguijoneó y despertó mi afán de aventuras.

»Fue entonces cuando encontré una escritura, recientemente certificada por el notario y sellada con el distintivo lacre verde de la oficina del gobernador de Londres. Mi padre me había mostrado varios ejemplos y me quedó claro que no se trataba de una antigüedad. Aludía a una propiedad de Knightrider Street y en el documento constaba con precisión que hacía sólo dos años que Strafford había adquirido una morada por doscientas treinta y cinco libras. Salí al pasillo y llamé a la señora Strafford, que bajó enseguida de la primera planta.

»"Señor Ireland, ¿ha encontrado algo que merezca la pena?"

»"Señora Strafford, me parece que sí. Quiero mostrarle un documento. ¿Lo había visto con anterioridad?"

»"No, nunca."

»"En ese caso, le informo de que posee usted otra casa."

»"Mi marido jamás la mencionó. ¿En qué estaría pensando? ¿Ha dicho en Knightrider Street? Queda cerca de Saint Paul, ¿no? Estoy segura de que no es una finca barata." La viuda me lanzó una mirada interrogativa, pero yo no entiendo nada de esas cosas. "Deberíamos visitarla sin más dilaciones."

»Alquilamos un tílburi cubierto. Personalmente prefiero el cabriolé. Los tílburis huelen a paja húmeda y a paraguas mojados, ¿no le parece? De todas maneras, no había disponibles más vehículos. Durante un rato estuvimos retenidos en Holborn, ya que unos caballos habían mutilado a un niño, y luego nos dirigimos al este hasta Knightrider Street. Señorita Lamb, ¿conoce esa calle? Se curva como la pared de un anfiteatro romano.

»La señora Strafford se apeó del tílburi sin darme tiempo a pagar la carrera y era tal su impaciencia que pasó de largo ante la puerta que correspondía. La llamé y permanecimos juntos en medio de la calle. La tarde era oscura y tras la ventana brillaba una vela. Nos llevamos una sorpresa mayúscula. A mí me habría parecido maravilloso que el presuntamente difunto señor Strafford viviese allí y, a juzgar por su expresión de horror, a la señora Strafford se le había ocurrido lo mismo. Enseguida se armó de valor y subió los escalones que conducían a la puerta. Llamó con los nudillos y entonces me di cuenta de que no llevaba guantes. Qué extraño, ¿no le parece? En ese momento, una mano anónima retiró la vela. Aguardamos con creciente impaciencia hasta que abrió la puerta una anciana que parecía encorvada a causa de una espantosa enfermedad. "No hay nadie", espetó.

»Me llevé una gran sorpresa cuando la señora Strafford pasó sin más junto a la anciana y gritó: "¡Baja! ¡Baja de una buena vez!".

»"El señor Strafford ya no viene por aquí."

»"¿Cómo dice?" La señora Strafford estaba a punto de subir la escalera, pero se volvió.

»"Hace como mínimo ocho meses que no se presenta. Los últimos dos meses nadie me ha pagado."

»"¿Usted es el ama de llaves?"

»"Lo era, pero no me han pagado."

»"De eso nos ocuparemos enseguida." En ese momento me percaté de que la señora Strafford no era una mujer remolona. "¿Cuánto le debía mi marido?"

»Si la repentina aparición de la señora Strafford la sorprendió, la anciana no lo demostró. "Sesenta chelines. Me pagaba siete con seis por semana."

»"Supongo que acepta billetes." La viuda sacó del bolso tres billetes de una libra. "Valen tanto como el metal."

»Las mujeres siguieron conversando, pero yo sentía curiosidad por averiguar qué había tras las puertas de esa vieja casa. Señorita Lamb, por si no lo sabe tengo debilidad por las pruebas del pasado. Más allá de la escalera divisé un trastero; en cuanto entré, reparé en el ligero olor a papeles viejos, para mí tan refrescante como el de las hierbas y las plantas. ¿Qué representa la dulzura de las flores comparada con el aroma del polvo y el encierro? En un rincón había un voluminoso buró de madera. Lo abrí y encontré montones de documentos doblados, atados o en hojas individuales.

»De repente la señora Strafford apareció a mis espaldas. "¿Qué hay aquí? ¿Más papeles? Dios mío, mi esposo estaba hasta el cuello de papeles."

»"Es posible que la casa esté repleta de documentos. ¿Qué puedo hacer…?"

»"¿Qué puede hacer con ellos? Señor Ireland, quédeselos. Usted ha encontrado la casa y puede quedarse con los papeles que contiene."

»Reflexioné unos instantes y, a través de una ventana mugrienta, contemplé el patiecillo empedrado. "No, no sería justo. Planteémoslo de otra manera. Si encuentro algo de valor para mí, pero no para usted, puedo quedármelo."

»"De acuerdo."

»"¿Así de simple?"

»"No resulta difícil dar lo que jamás he poseído. Señor Ireland, aquí tiene las llaves del ama. Venderé la casa en cuanto termine su trabajo."

»A la mañana siguiente regresé a Knightrider Street y di a mi padre la excusa de que tenía que examinar la biblioteca de un caballero de Bow Lane. Ya le he explicado mi deseo de que esta historia se convirtiese en una aventura. Comencé por la planta superior y registré con minuciosidad cada estancia. En su mayor parte, la casa carecía de muebles, salvo el cuartucho que la anciana ama de llaves había ocupado, pero sí había varios cofres y cajas en los que hallé más documentos. En ese momento tuve claro que el señor Strafford había sido un empedernido y apasionado coleccionista de manuscritos. Encontré registros de defunciones, papeles teatrales escritos en largos rollos, correspondencia diplomática y hasta varios folios de una Biblia iluminada. Señorita Lamb, le ruego que me diga si la aburro. La segunda mañana descubrí la escritura con la firma de William Shakespeare. Me refiero a la escritura que mi padre acaba de mostrarle. Al principio no reparé en la rúbrica y aparté el documento a un lado, junto con otros. Sin duda algo debió llamar mi atención. Quizá no fue más que la proximidad de la uve doble, la ese y la hache. Repasé la página y una hora después la llevé a la librería. Era el regalo perfecto para mi padre. Ayer mismo encontré el sello.

– ¿La mujer está enterada de la existencia del sello? -Mary había escuchado la narración sumida en el silencio, pero ahora sentía mucha curiosidad.

– ¿La señora Strafford? Claro que sí pero, de todas maneras, no lo valora. Shakespeare no le interesa para nada. Carece de nuestro…, carece de nuestro entusiasmo.

– A su marido no le ocurría lo mismo.

– Todavía no sé si coleccionaba esos objetos de forma deliberada o al tuntún. Quedan muchas cajas y cajones por examinar. Me sentí obligado a hablar a mi padre de los papeles de Strafford, pero no he entrado en detalles. Lo conozco y sé que sería indiscreto.

– No se imagina cuánto lo envidio.

– Señorita Lamb, ¿por qué?

Hasta entonces nadie se había dirigido a William en esos términos:

– Porque tiene una finalidad, un propósito.

– Yo no le daría tanta importancia.

– Pues yo, sí.

– En ese caso, podría compartir este…, podría compartir este propósito con usted.

– ¿De qué manera?

– La haré partícipe de mis descubrimientos. Así satisfarán a mi padre y también a usted.

– ¿Está dispuesto a hacerlo?

– Por supuesto. Lo haré voluntariamente y de buena gana. Quede claro que puede contárselo a su hermano.

***

Habían paseado hasta Catton Street y parecían poco dispuestos a separarse. Por consiguiente, Mary volvió a caminar con él por High Holborn. Tal y como ella se había confesado, sentía un peculiar interés por ese joven, pero era incapaz de explicar los motivos de esta atracción. También percibió el detalle de que William no tenía madre, aunque no habría podido explicar el porqué; quizá fue la intensidad del joven lo que le indicó cierto desasosiego interior. Más tarde comentó a su hermano que William tenía una «mirada solitaria» y Charles rió ante esa muestra de sentimentalismo. De todos modos, para Mary se trató de una descripción exacta.

– La soledad no está lejos de la sensibilidad -comentó su hermano.

– Charles, estoy hablando en serio. -El color encendió las mejillas de Mary-. El señor Ireland necesita protección.

– ¿De qué hay que protegerlo?

– No estoy segura. Al parecer, libra una batalla con el mundo. Se considera la parte perjudicada y no dejará de plantarle cara.

CAPÍTULO V

Tras despedirse de Mary Lamb en la esquina de High Holborn y verla fundirse con la gente, William Ireland regresó a la librería. Allí encontró solo a su padre. Samuel Ireland deambulaba de un extremo a otro y se oía el roce de sus zapatos de charol en el suelo de tablas de madera.

– El señor Malone te envía saludos. Se fue porque tenía una cita con el oculista.

– Se le notaba satisfecho, ¿no?

– Estaba encantado más allá de todo lo imaginable. -Samuel Ireland caminó hasta el final de la tienda antes de volverse hacia su hijo-. ¿Cuándo verás de nuevo a tu mecenas?

William no había sido tan explícito con su padre como con Mary Lamb; apenas si le había contado que había encontrado la escritura de una casa en la biblioteca de una anciana dama que, a su vez, lo había autorizado a quedarse con ciertos artículos que para ella carecían de interés. En lo que a la mecenas se refería, sólo se trataba de «simples papeles». También le había comentado que prestó juramento solemne de que jamás revelaría su nombre. William sabía de la grandilocuencia y propensión de su padre a la elaboración de tramas extravagantes. Por ejemplo, fue a raíz de un impulso repentino que su padre había llamado a Edmond Malone.

– Le dije que la visitaría dentro de unos días.

– ¿Unos días? ¿Sabes lo que tenemos aquí?

– Un sello.

– Es una mina, una mina de oro. ¿Sabes el precio que estos objetos alcanzarían en subasta?

– Padre, ni se me ha ocurrido planteármelo.

– Supongo que tu mecenas no lo sabe porque, de estar al tanto, no los pondría sin más a tu disposición. ¿Sería mejor que dijera «tu benefactora»? -William se negó a considerar si el tono de su padre era irónico-. Está por encima de esas cuestiones, ¿no?

– Solamente se trata de un regalo. Ya te expliqué que encontré una escritura en la casa de su difunto marido…

– ¿Estos papeles carecen de valor económico para ti? -Samuel Ireland volvió a deambular por la librería. William tuvo claro que su padre se hallaba preso de una energía o vigor extraño que no intentó disimular-. William, quiero preguntarte una cosa. ¿Posees acaso la capacidad de progresar y de triunfar en esta vida?

Más que una pregunta era un desafío.

– Eso espero. Supongo que sí.

– De ser así, aprovecha la oportunidad que se te presenta. Estoy seguro de que habrá más papeles shakespearianos. Encontrar en el mismo lugar una escritura y un sello va más allá de la mera coincidencia. William, debes buscarlos. -Dio la espalda a su hijo a fin de acomodar los libros de una estantería-. Tu mecenas no tiene por qué enterarse. Los venderemos en privado.

William reparó en que un pelo cano colgaba de la espalda de la chaqueta de su padre y refrenó el deseo de quitarlo.

– Padre, no es posible venderlos.

– ¿No es posible?

– No me beneficiaré de la generosidad de esa mujer.

Su padre hizo un esfuerzo notorio por erguirse.

– ¿No estás dispuesto a tomar en consideración mis opiniones… ni mis sentimientos sobre este asunto?

– Claro que sí, siempre estoy dispuesto a hacer caso de tus consejos, padre, pero lo que acabo de decir se trata de uno de mis principios.

– Eres demasiado joven para hablar de principios. -Samuel Ireland seguía de espaldas-. ¿Crees que tus principios te permitirán acceder a una vida mejor?

– No me conducirán a otra peor.

– ¿Estás dispuesto a trabajar en una tienda hasta el fin de tus días? -Aunque se volvió, el señor Ireland no miró a su hijo. Se acercó al mostrador y lo recorrió con la palma de la mano-. ¿No tienes más ambición que la de ser un tendero? -William guardó silencio, con lo cual obligó a su padre a retomar la palabra-. Si cuando salí al mundo hubiera contado con una benefactora, con una mecenas como la tuya, lo habría aprovechado.

– ¿En qué te habrías aprovechado?

– Lo habría aprovechado para escalar.

– Padre, ¿cómo pretendes que consiga algo así?

– Guardando dinero en el banco. -Sólo en ese momento el señor Ireland miró a su hijo-. ¿Tienes idea de lo que es la pobreza? Llegué al mundo con los bolsillos vacíos. Tuve que pelear para ganarme el pan. Asistí a la escuela gratuita de Monmouth Street. Bueno, ya te lo he contado. -A decir verdad, no era la primera vez que William oía la historia de su padre-. Mendigué y pedí prestado un puñado de chelines para montar un tenderete en la calle. Prosperé muy despacio, pero prosperé. Lo sabes perfectamente.

– Lo sé.

– ¿También sabes emularlo? ¿Sabes por dónde empezar?

Samuel Ireland subió poco a poco la escalera y, como si se hubiese quedado sin resuello, hizo un alto en un peldaño.

William esperó a que su padre se internase en la habitación de la planta alta; entonces, se acercó al sello rojo de Shakespeare, lo cogió y rompió a llorar.

***

Tres días después, William entró en la librería silbando Dulce Julie y subió a la carrera hasta el comedor. Rosa Ponting y su padre estaban sentados junto al fuego de carbón y elaboraban la lista de conocidos a los que, de manera rentable y útil, podían enviar como presente navideño la botella de una bebida preparada con leche y cerveza.

– Cummings es demasiado viejo -argüía Rosa-. Se le derramará.

– Padre, te traigo un regalo. -Del bolsillo interior de su chaqueta, William extrajo una hoja de desteñido papel vitela-. Se trata de un regalo para todas las épocas. -Samuel Ireland abandonó presuroso la silla y agarró el papel con impaciencia-. Se trata de su testamento.

– ¿Me estás hablando de un testamento, no de una última voluntad?

– Sin el menor atisbo de dudas. ¿No recuerdas que me dijiste una vez que murió papista?

Samuel Ireland se acercó a la mesa y desenrolló el documento.

– Se trataba de una sospecha, nada más.

***

Habían debatido la cuestión durante su reciente visita a Stratford. Tras dejar la casa natal, donde habían tomado el té con el señor Hart, caminaron por Henley Street en dirección al río. Evaluaron el testamento de John Shakespeare, escondido tras una viga del tejado, y se preguntaron si el hijo habría seguido las convicciones religiosas de su padre. Samuel Ireland llevaba un bastón coronado con una piedra preciosa, con el cual golpeaba el suelo a fin de resaltar sus palabras.

– Existió una obra de teatro sobre el papista Tomás Moro y se atribuyó a Shakespeare, pero se trata de una cuestión bastarda.

– ¿Una cuestión bastarda? Padre, ¿qué es eso?

Se miraron unos segundos y Samuel golpeó un adoquín con el bastón.

– No es nada, una simple expresión. Quiere decir que no forma parte del canon.

William miró hacia delante y ni siquiera reparó en la pequeña piara de cochinillas que atravesaban Henley Street.

– De todas maneras, se trata de una expresión interesante: una cuestión bastarda.

– William, algunas frases se emplean demasiado a la ligera. La erudición no es exacta. ¿Has visto esas pequeñas criaturas?

– ¿De modo que los eruditos pueden equivocarse?

– Dan demasiada importancia a las fuentes, a los orígenes. En vez de estudiar la maravillosa sublimidad de los versos del bardo, los eruditos van a la caza de los originales que Shakespeare pudo copiar. Se trata de un falso saber.

– Hay quienes dicen que, en realidad, Shakespeare lo copió todo.

– Ésa es, ni más ni menos, la conjetura a la que me refiero. Me parece absurda y disparatada. Él fue un ser magnífico y original.

– ¿Estás diciendo que carecía de orígenes?

– William, ¿por qué no lo dejamos en que los orígenes carecen de importancia?

– Me alegra oírtelo decir. -El joven se percató de que, durante unos segundos, su padre lo observaba con una mirada penetrante-. Shakespeare es único.

***

Samuel Ireland seguía estudiando el pergamino extendido en la mesa del comedor.

– Padre, el testamento demuestra que no era papista. ¿Has entendido lo que dice el texto?

– Aquí pone algo según lo cual encomienda su alma a Jesucristo.

– No aparecen María ni los santos. No hay supersticiones ni intolerancia.

Samuel Ireland se frotó los ojos con un gesto que tuvo mucho de nervioso.

– William, ¿no existe la menor confusión?

– Padre, mira la firma. Es idéntica a la de la escritura.

Rosa Ponting seguía analizando la lista de las personas a las que enviaría la bebida como regalo navideño.

– Sammy, es una pérdida de tiempo. Si tu hijo no tiene intención de vender, ¿para qué sirven esas cosas?

***

Una fría noche de la semana siguiente, Samuel y William Ireland estaban invitados a la biblioteca de la Church House contigua a Saint Mildred, en Fetter Lane. Al llegar fueron recibidos por los doctores Parr y Warburton, que iban vestidos de la misma forma, de negro clerical, medias y puñetas blancas y pelucas grises empolvadas.

– Encantado -saludó el doctor Parr.

– Es un placer inconmensurable -añadió el doctor Warburton.

Ambos hicieron una elegante reverencia.

– El señor Malone ha escrito al arzobispo.

– El arzobispo no cabe en sí de alegría.

William quedó tan desconcertado ante los ancianos clérigos que se sintió obligado a mirar hacia otro lado. Se concentró en un grabado de Abraham e Isaac, rodeado de un grueso marco negro.

– Es una gran alegría saber que nuestro primer poeta ha quedado al margen de toda sospecha de papismo.

El joven también reparó en que los eclesiásticos olían a naranjas podridas.

– ¿Compartirán un amontillado con nosotros? -inquirió el doctor Parr.

– El más seco de los secos.

El doctor Warburton tocó la campanilla y un niño negro, que también vestía de negro, con puñetas blancas y peluca gris, se presentó con una bandeja de plata con cuatro vasos y un decantador. El doctor Parr sirvió amontillado y propuso un brindis por el «genial bardo».

Samuel Ireland extrajo del portafolios el documento que, hacía una semana, William le había entregado con actitud triunfal.

– Señor, ¿entiende la caligrafía isabelina?

– La conozco de toda la vida.

– En ese caso, la lectura del testamento no le causará dificultades.

El doctor Parr cogió el papel vitela y lo pasó a su colega. De un modo ritual con el que era evidente que disfrutaba, el doctor Warburton se calzó las gafas y leyó en voz alta:

– «Oh, Señor, perdona nuestros pecados y cuídanos como la dulce ave que, al amparo de sus alas extendidas, recibe a sus polluelos, se cierne sobre ellos y los mantiene…», ¿qué significa esto?

Entregó el documento al doctor Parr.

– «Sanos», Warburton.

– «…y los mantiene sanos y salvos. Manteneos sano y salvo, soberano Jacobo divinamente nombrado». Parr, es extraordinario. Estaba de acuerdo con nuestra iglesia anglicana. La imagen del ave es impresionante.

William se acercó a una ventana y miró hacia Fetter Lane. En la pared, bajo un olmo, se podía leer en una placa: «Aquí se contuvo el gran incendio de Londres». Entre la ventana y los estantes de la biblioteca colgaba un tapiz que representaba a «Jesús entre los doctores del templo». Algunos hilos sobresalían de los lados del tapiz e, impulsivamente, el joven los arrancó y se los guardó en el bolsillo. Se dio la vuelta y reparó en que el criado negro lo había visto; el muchacho meneó la cabeza y sonrió. Como los demás estaban muy concentrados en el examen del testamento de Shakespeare, William se acercó hasta él y comentó:

– Es un recuerdo, un recuerdo de este lugar.

El muchacho tenía los ojos grandes y la mirada temblorosa. Daba la impresión de que observaba a William como si estuviese bajo el agua.

– Señor, no es asunto mío.

William quedó sorprendido por la pureza de su dicción. El chico podría haber sido inglés. El único contacto de William con un negro había sido con el barrendero del cruce de London Stone, que prácticamente era incapaz de articular palabra.

– ¿Cuánto hace que trabajas aquí?

– Señor, desde que era muy pequeño. Me trajeron desde el otro lado del océano y aquí me redimieron.

El joven Ireland no estuvo muy seguro de a qué se refería al decir «redimir», pero notó cierta connotación de deuda o adquisición. Por otro lado, podía significar, lisa y llanamente, que lo habían bautizado.

***

Alice, la madre de Joseph, había embarcado junto a su pequeño en una nave que zarpaba de Barbados con un cargamento de caña de azúcar; Alice acababa de convertirse en la querida del capitán y le había suplicado que su hijo realizase con ellos la travesía hasta Inglaterra. Entonces Joseph contaba seis años. Cuando llegaron al puerto de Londres, el capitán llevó a madre e hijo a la Misión Evangélica para hombres de mar, situada en Wapping High Street, y les pidió que lo esperasen allí. Pasaron la noche entera sentados en los escalones. Por la mañana, Alice rogó a Joseph que esperase al capitán mientras ella iba a buscar alimentos. Jamás regresó. Mejor dicho, todavía no había vuelto siete horas después, cuando Hannah Carlyle encontró al chiquillo negro acurrucado junto a la puerta de la misión. «Por Dios, ¿qué es esto?», preguntó la mujer sin dirigirse a nadie en concreto. El crío sólo conocía la jerga autóctona de su país y la señora Carlyle no entendió su respuesta. «Bendita sea tu lengua pagana», añadió la mujer. «Tienes la piel negra y el alma blanca. La Providencia te ha enviado con algún propósito.»

La piel del niño despertó pocos comentarios entre los críos blancos e ilegítimos del barrio, hijos de marineros que vivían como salvajes en los callejones próximos al río y en los almacenes de los muelles. Se trataba de un mundo extraño donde Joseph tuvo la sensación de que el mar entraba en Londres. El viento era como la brisa marítima y los pájaros como las aves marinas. Las maromas, los palos, los barriles y las tablazones le hicieron creer que se encontraba como en un barco varado en tierra.

Al final, Hannah Carlyle se llevó de Wapping a Joseph y lo entregó a su prima, el ama de llaves de la Church House de Fetter Lane. Así fue como el chiquillo se crió en compañía de Parr y Warburton; los doctores le enseñaron inglés y de ellos adquirió aquella dicción ligeramente anticuada que tanto había sorprendido a William Ireland. Los eclesiásticos también se turnaron para meterse en su cama. El doctor Parr le chupaba el miembro y se masturbaba, mientras que el doctor Warburton se limitaba a acariciarlo antes de dejar escapar un suspiro y regresar a su habitación.

***

– Señor, quizá le interese saber que me llamo Shakespeare, Joseph Shakespeare.

William no pudo disimular su sonrisa.

– ¿Cómo es eso posible?

– Señor, era el apellido que se daba a los esclavos infortunados. Se trataba de una broma.

El doctor Parr leía en voz alta otro fragmento del testamento:

– «Nuestros pobres y débiles pensamientos se elevan hasta alcanzar la cumbre y luego, como los copos de nieve en los árboles sin hojas, caen y se deslizan hasta que dejan de existir.» -Se secó los labios con un pañuelo blanco que guardaba bajo la puñeta-. Debería leerse desde todos los pulpitos de Inglaterra.

William se acercó a los mayores y, con el pretexto de preguntar la hora, susurró al oído, de su padre:

– Esto no se considerará un asunto bastardo.

– En los oficios religiosos leemos excelentes fragmentos -aseguró Warburton-. Nuestras letanías están cargadas de belleza, pero este hombre se ha distanciado de todos nosotros. La composición en su totalidad transmite sentimientos auténticos.

– ¿Es el estilo de Shakespeare? -inquirió William.

– No me cabe la menor duda. El mundo debe conocer este texto.

– Me propongo escribir un artículo sobre el tema para la Gentleman's Magazine -aseguró Samuel.

Su hijo lo miró anonadado.

Bebieron más amontillado y volvieron a brindar por «el bardo» antes de que los doctores Parr y Warburton acompañasen a sus visitantes hasta la puerta de la Church House.

– Ha sido un gran privilegio tocar el papel en el que Shakespeare escribió -reconoció Parr.

– Señor Ireland, ha sido un honor. -Warburton miró Fetter Lane abajo, como si esperase la llegada de un ejército invasor-. Ha supuesto una gran alegría.

Mientras cruzaban Fetter Lane, William agarró del brazo a su padre y le soltó:

– No sabía que te proponías escribir un artículo.

– ¿Qué tiene de malo?

– Padre, tendrías que haberme informado.

– ¿Desde cuándo un padre tiene que pedir permiso a su hijo? ¿Es eso lo que estás diciendo?

– Tendrías que haberme consultado.

– ¿Consultarte? ¿Qué es lo que hay que consultar? Como ha dicho el simpático Warburton, debemos dar la buena nueva al mundo.

A decir verdad, William pretendía escribir un artículo sobre el tema. Desde el día en el que había mostrado la primera rúbrica a su padre, el joven albergaba la ambición de redactar ensayos biográficos sobre Shakespeare, el tema que se convertiría en su clave para publicar.

– Padre, quizá también hay otros que quieren escribir acerca de ello.

– Nadie más conoce el tema tan a fondo como nosotros. Vaya, supongo que no te refieres a ti mismo, ¿eh?

William se ruborizó.

– Tengo tantos motivos como tú.

– Eres un muchacho, William, todavía careces de aptitudes para la composición.

– ¿Cómo lo sabes?

– Sensus communis. Por sentido común. Te conozco.

De repente, William se encolerizó muchísimo:

– ¡No le habrías dicho lo mismo al joven Milton ni a Pope! Chatterton tenía mi edad cuando murió.

– Milton y Pope poseían auténtico genio. Seguramente no creerás que…

– Está claro que no lo he heredado, es harto evidente.

Durante el resto de la velada no se dirigieron la palabra.

***

La semana anterior, Samuel Ireland había escrito a Philip Dawson, el director de la Gentleman's Magazine.

Dawson era un hombre de negocios astuto, discreto y sensato, pero cuando leyó la carta de Ireland echó la cabeza hacia atrás, lanzó un silbido y declaró:

– Esto es todo un descubrimiento. Doy mi palabra de que lo es.

Se dirigió al armario y sacó una botella de soda. Bebía únicamente soda porque, como siempre afirmaba, así su mente se mantenía clara y transparente. Los conocidos lo apodaban «Soda» y con ese mote firmaba las cartas más personales. No obstante, se había limitado a firmar como «Dawson» su respuesta a Samuel Ireland, en la que le solicitaba que lo visitase.

***

Mientras se dirigía a las oficinas de la Gentleman 's Magazine, en Saint John's Gate de Clerkenwell, Samuel Ireland experimentó durante unos instantes el malestar de su hijo. En cuanto William le mostró los primeros papeles, Samuel imaginó en el acto los beneficios que obtendría. Conocía a varios eruditos y coleccionistas dispuestos a pagar más que una módica suma por cualquier rúbrica o escritura. No tenía demasiada importancia que William se negase a venderlos; Samuel estaba seguro de que, con el paso de las semanas y los meses, lo convencería. Un hijo suyo jamás desecharía la posibilidad de alzarse con beneficios económicos. A medida que se encaminaba hacia Saint John's Gate, lo que más lo preocupaba era la seriedad de su tarea. Estaba a punto de revelar al público inglés una serie de artículos shakespearianos desconocidos y hasta entonces ocultos. A renglón seguido, Samuel Ireland se convertiría en tema polémico. Ya se había preguntado cómo lo definirían: ¿librero, comerciante o dueño de una tienda? ¿Cual era la mejor manera de comportarse en presencia de eruditos y hombres de letras?

***

Philip Dawson estaba sentado ante el escritorio, en el extremo de una habitación larga y de techos bajos; se encontraba encima de la casa del guarda y el tejado se apoyaba en grandes vigas de madera del siglo xv. En cuanto vio a Samuel Ireland, Dawson se puso de pie y acortó distancias; enseguida reparó en el corte elegante de la chaqueta del visitante, en su tez rubicunda, la boca de labios carnosos y los ojos de mirada penetrante e inquisitiva.

– Señor Ireland, ha producido una maravilla -comentó Dawson tras la presentación formal y sin dejar de mirarlo de manera franca.

– Señor Dawson, desde luego que se trata de una maravilla. ¿Puedo beber un vaso de agua antes de que hablemos? -Ireland tenía la boca seca.

– ¿Le va bien un vaso de soda?

– Perfecto. -Bebió a grandes sorbos y no pudo reprimir un eructo cuando dejó el vaso sobre el escritorio-. Le pido mil disculpas.

– Les ocurre a muchos invitados. La soda remueve las entrañas.

– Y tanto. Supongo que ha leído mi carta.

– Señor Ireland, ahora lo único que necesito es la prueba, el documento propiamente dicho.

– Gracias a una feliz coincidencia… -Samuel se agachó sobre el portafolios y extrajo el testamento de William Shakespeare que, por razones de seguridad, había envuelto con un pañuelo de hilo y guardado en un sobre.

Dawson lo cogió y lo examinó con sumo cuidado.

– Es extraordinario.

– Es realmente extraordinario.

– Resulta obvio que los sentimientos son ortodoxos.

– Lo cual representa un gran consuelo. Señor Dawson, si nuestro bardo hubiese sido puritano o papista…

– Habría arrojado una extraña luz sobre sus dramas.

– Habría resultado inquietante.

– La cuestión está en saber si lo considerarán auténtico.

Samuel Ireland se llevó una soberana sorpresa. Había dado por supuesto la autenticidad de los documentos. ¿Existía algún motivo por el cual la benefactora de William los hubiese podido falsificar?

– Señor, le garantizo que su procedencia es incuestionable. De eso puede estar seguro.

– Me alegro pero, de todas maneras, necesitamos un paleógrafo.

– Lo siento, pero no entiendo lo que quiere decir.

Samuel Ireland jamás había oído esa palabra.

– Un paleógrafo, un intérprete de antiguas caligrafías.

– El señor Edmond Malone ya ha verificado la firma.

– Malone es erudito, pero no paleógrafo. ¿Me permite un momento? -Dawson se sentó ante el escritorio y escribió con rapidez una tarjeta-. ¡Jane! -En la puerta apareció una joven que sostenía una bandeja de madera con tipos de metal-. ¿Puedes llevar esta tarjeta al señor Baker? Ya sabes dónde vive.

Jane despertó el interés de Samuel Ireland. Llevaba el pelo oscuro pegado al rostro ovalado, según el estilo conocido como «marroquí», y le recordó aquel cuadro de lady Keppel, que colgaba en Somerset House.

– El señor Baker es toda una autoridad en caligrafías del siglo xvi -apostilló Dawson-. En la tarjeta le pido que venga a vernos. ¿Le apetece más soda?

Ireland aceptó y la bebió de un trago.

***

– Señor Baker, es usted rápido.

Jonathan Baker era un hombre bajo, fornido y su expresión denotaba un completo hastío. Tenía las comisuras de los labios caídas y los párpados pesados. A Samuel Ireland le recordó a Pantalone, el personaje de la ópera bufa. Baker se presentó en la oficina ataviado con un sombrero con visera de una época imposible de precisar.

– Señor Dawson, le garantizo que cuando usted me llama, salgo volando. -Su voz era aflautada, casi juguetona-. ¿Me permite ver el documento? -Ni siquiera había mirado a Samuel Ireland, como si hasta el mero saludo pudiese perjudicar su análisis. Cogió el testamento y lo analizó a la luz que se colaba por la ventana-. El papel es de buena calidad, la marca de agua corresponde a la época y la tinta es excelente. Fíjese cómo se ha difuminado en la trama. -Había olvidado que todavía llevaba la cabeza cubierta, por lo que se disculpó y se quitó el sombrero-. Es una buena caligrafía del siglo dieciséis. En el pasado he estudiado la rúbrica de Shakespeare…

– Señor, ¿dónde la ha estudiado?

– Señor Dawson, su testamento se encuentra en la Rolls Chapel, bajo cristal, eso sí, pero la he estudiado a fondo. -Sacó del bolsillo una tira de papel-. La he trazado con un micromemnonígrafo de mi propia invención. -En la tira de papel figuraban diversas líneas y números-. Como ve, tengo mi personal método caligráfico, basado en principios exactos.

Su tono de voz era tan animado y elegante que, en principio, Samuel Ireland no comprendió muy bien lo que decía, aunque comenzó a sentirse incómodo a medida que Baker estudiaba la firma del testamento. ¿Y si ese hombre sospechaba que se trataba de una falsificación?

Baker examinó el testamento, prácticamente rozó el papel vitela con la nariz y, de vez en cuando, dejó escapar alguna que otra exclamación.

– Hay varias anormalidades -decretó por último-. De todos modos, se producen en determinadas circunstancias. En conjunto, me inclino por creer que el documento es auténtico. Felicitaciones, señor. -Miró a Ireland por primera vez-. Supongo que es usted quien lo ha traído aquí.

– Ese honor me pertenece.

– En ese caso, ha realizado un gran servicio.

***

Cuando le refirió la escena a su hijo, Samuel Ireland imitó los actos de Dawson y Baker: la forma en la que Baker se había inclinado, en la que Dawson había esgrimido una botella de soda en el aire y en la que Jane había gritado «¡hurra!» desde la puerta. Al principio, William se mostró horrorizado cuando su padre mencionó la llegada del paleógrafo. ¿Qué derecho tenía el mentado Dawson a recabar la participación de un desconocido? También había reído a mandíbula batiente cuando su padre le comunicó la verificación del documento.

– Padre, ¿acaso esperabas otra cosa? -preguntó William-. ¿Quién se atrevería a dudar de ti?

William abandonó por un instante la estancia. Lo embargaba un regocijo tan intenso que no quería que nadie lo viese.

CAPÍTULO VI

– ¿Qué significa «la madre»? -Era el primer día de primavera. Charles Lamb estaba con Tom Coates y Benjamin Milton en la Billiter Inn-. No sé dónde leí que Julio César sufría «la madre». No tengo ni la más remota idea de lo que quiere decir.

– Ben, ¿has tenido la madre? ¡Caramba! -preguntó Tom, que bebía Stingo y no pudo evitar estornudar sobre la manga.

Benjamin le palmeó la espalda.

– Mi querido amigo, que Dios te bendiga. Charles, me has dejado de piedra. Sin duda recuerdas que «la madre» aparece en El rey Lear. Se trata de la «pasión histérica». En pleno frenesí, el útero asciende cada vez más y acaba por ahogar el corazón. El útero representa la madre.

– Pero los hombres no tienen útero.

– Tienen entrañas, ¿no? También sangran.

– Mi madre está siempre histérica. -Tom terminó su bebida y levantó el brazo para indicar que quería más-. Llora cada vez que se le escapa un punto.

– Las pasiones crean humores corporales. -Benjamin estaba empeñado en seguir la concatenación de sus pensamientos en medio de los efluvios del alcohol-. Los vapores inferiores suben hasta el cerebro. Eso es la histeria.

Charles pensó en su hermana.

***

Una semana antes, Mary estaba en la cocina y preparaba riñones para la cena.

– Nunca entenderé por qué hay quienes insisten en preparar los riñones sazonados con mucho picante -protestó la señora Lamb, que se había sentado junto a su hija-. ¿Qué tiene de malo freírlos?

Mary lanzó un grito de dolor. Se había rebanado la yema del pulgar y la sangre goteaba sobre la tabla de picar. Charles la había estado contemplando mientras cortaba los riñones, mejor dicho, la había mirado de un modo ocioso porque no tenía nada mejor que hacer, por lo que habría jurado que se había lastimado aposta. Con movimientos serenos, Mary había pasado el filo del riñón al pulgar. La señora Lamb chilló al ver la sangre y se puso de pie de un salto. Estaba a punto de coger la mano de su hija cuando ésta se apartó, abrió un cajón y retiró un paño de hilo. Se vendó con rapidez el dedo y miró a Charles. Su hermano tuvo la sensación de que su expresión era de triunfo.

Más tarde Mary había entrado en la habitación de Charles con el pretexto de que necesitaba que le tradujese una frase difícil de Lucrecio. Se sentó al pie de la cama y declaró:

– Charles, por si no lo sabes, debo abandonar esta casa.

– Querida, ¿por qué lo dices?

– ¿No te das cuenta? Me está matando. -Charles se quedó anonadado. Mary reparó en su sorpresa y se echó a llorar. El joven se inclinó hacia su hermana, pero no la tocó. Ella dejó de llorar con la misma presteza con la que había empezado y se enjugó las lágrimas con el vendaje que le rodeaba el pulgar-. Charles, lo digo totalmente en serio. Debo marcharme o me voy a volver loca.

– ¿Qué harás? ¿Adónde irás?

– Eso no tiene importancia.

Hasta entonces Mary no le había revelado sus sentimientos; Charles quedó conmocionado y alterado. No supo qué responder. Se planteó la posibilidad de que Mary estuviese dispuesta a dejarlo, a abandonarlo, pero la descartó de inmediato. Era impensable. No consiguió entrever el origen de la cólera y la frustración de su hermana. Había dado por sentado que vivía satisfecha, casi plácida, en compañía de sus padres y con el consuelo del entorno conocido. Disponía de tiempo para leer y coser. ¿Acaso no había afirmado siempre que aguardaba deseosa las conversaciones que sostenían al final del día? Charles no estaba dispuesto a tomarse en serio esa amenaza. Se limitó a preguntar:

– ¿Qué será de papá?

Mary lo miró con los ojos desorbitados y abandonó la alcoba. Charles oyó sus pasos en la escalera, así como la apertura y el cierre de la puerta de entrada. Mary salió sin chal ni sombrero.

***

Aunque la noche era apacible, un fuerte viento recorría las calles. Mary Lamb no tenía rumbo ni propósito: necesitaba escapar para tomar aire. Recorrió deprisa el adoquinado. Vio que una rata se colaba por una tubería de agua, pero no se sobresaltó. El mundo era así. A causa de la fuerza del viento, restos de mondas de naranja y de periódicos se deslizaban sobre los adoquines; como no lo llevaba recogido, su cabello se le arremolinó alrededor del cuello y la frente. Pensó que parecía una bruja, una arpía nocturna. Se dijo que estaba condenada. Echó a correr y giró en una esquina penumbrosa. Su prisa era tal que chocó con alguien.

– ¿Señorita Lamb?

Al principio Mary no lo reconoció.

– ¡Vaya, señor Ireland! Lo lamento. Supongo que lo he alarmado.

– En absoluto, no he sufrido daño alguno. -Durante unos segundos se contemplaron-. ¿Hay algún problema?

– ¿Un problema? Los problemas no existen. -Dada su ansiedad y su zozobra, Mary no supo bien lo que decía-. ¿Le gustaría caminar un rato conmigo?

– Encantado.

Descendieron por la calle y el joven Ireland se adelantó ligeramente, como si la guiara.

– Me temo que, sin chal, parezco una cualquiera. Además, tengo el pelo revuelto.

– Claro que no, en absoluto.

Deambularon en silencio mientras Mary recobraba poco a poco la compostura.

– Me gusta observar la forma y la presión del viento -comentó ella por fin-. ¿Ha visto cómo ondula en aquellas ventanas? -Se sintió protegida al amparo de la noche de la ciudad y reconfortada por el aire ceniciento-. Señor Ireland, usted también es un enamorado de Londres.

– ¿Por qué lo dice?

– Bueno, porque ha sobrevivido.

– He sobrevivido.

– Y porque camina de noche.

– No puedo dormir, estoy demasiado nervioso.

– ¿Puedo preguntarle el motivo?

– Pensaba visitarla mañana y revelarle mi descubrimiento. Ahora no hay tiempo de…

– Siempre hay tiempo.

– Lo plantearé de forma sencilla. -William levantó la cara para disfrutar del viento-. He encontrado un poema de Shakespeare. Se trata de un poema nuevo que nadie ha visto ni leído.

– ¿Lo que dice es verdad?

– Señorita Lamb, todo es verdad. Lo encontré anoche, mezclado con otros papeles.

– Me encantaría verlo ahora mismo.

– ¿Estás segura?

– Sí, por supuesto.

Era una forma de escapar de su desdicha. Sumirse en otra época, aunque sólo fuese durante unos instantes, daba testimonio de que no tenía por qué estar encerrada ni oprimida. Tal vez ése era el motivo por el que había huido hacia la noche.

– No lo llevo encima -explicó William como si se disculpara-. Lo tengo en casa.

– Por favor, ¿podemos ir?

– Es tarde, pero si no se ofende…

– Por nada del mundo.

Recorrieron la poca distancia que los separaba de Holborn Passage.

– No sabía de qué se trataba hasta que lo estudié a fondo. Estaba escrito en el fragmento de un original, un fragmento recortado de una hoja de mayor tamaño. -William habló a toda velocidad-. La letra es muy pequeña y, al principio, no la reconocí. Verá, no estaba redactado como un poema, sino en versos largos, para ahorrar espacio. Fue entonces cuando reparé en el peculiar trazo de las eses y recordé dónde lo había visto con anterioridad. Estaba claro, sin el menor atisbo de dudas, que era de su puño y letra.

– ¿A qué alude el poema?

– Es una breve queja, como las que hacen los enamorados. Señorita Lamb, le ruego que espere un momento.

Habían llegado a la librería, que estaba a oscuras. El joven Ireland abrió la puerta y regresó poco después con una lámpara.

– Reunidos al amparo de la lámpara de aceite… -susurró Mary.

– Así es. Se trata de una aventura. -Iluminado por el círculo difuso de la llama, William parecía ansioso y confundido-. Mi cuarto está en el segundo piso. Le ruego encarecidamente que no haga ruido, pues mi padre duerme encima.

Ireland la condujo por la escalera de paneles de pino, cruzaron el comedor y subieron a la planta superior. La casa era vieja, como una caja de resonancia de madera, con suelos irregulares y vigas combadas. Utilizó dos llaves para abrir la puerta de su cuarto. Cuando William dejó la lámpara, Mary observó que las paredes estaban cubiertas de grabados. Ahí estaban las cabezas de Shakespeare, Mil ton, Spenser, Tasso, Virgilio y Dante.

– ¿Quién es ése?

– Se trata de John Dryden, el padre de la prosa inglesa.

– Una posición encumbrada…

– Al menos es lo que dice mi padre. Por favor, señorita Lamb, siéntese.

Con sumo cuidado, William extrajo de un cajón el fragmento de papel del original. Mary reparó en que había varias cajas y baúles en la pequeña alcoba que ocupaban casi todo el suelo. Tomó asiento en un baúl mientras, con voz asordinada y a la luz de la lámpara, William comenzaba a leer el texto. La joven tuvo conciencia de que el señor Ireland dormía sobre de sus cabezas.

Ni una doncella que a su ámbito llegó

la fuerza de su puntería infalible esquivó.

La antaño salvaje no tardó en ser domada

y él aprovechó lo que antes mutilar deseaba.

Así, de inmediato, su virtud clausura,

con el tono y la tintura de las rosas puras.

William dejó la lámpara sobre su escritorio.

– Suena a Shakespeare, ¿no le parece?

– ¿Quién anda por ahí? -preguntó el señor Ireland desde arriba.

– Padre, soy yo. Estoy leyendo.

– No te olvides de apagar la lámpara.

– No te preocupes, padre. -William aguardó unos instantes con los ojos cerrados, como si no quisiera que Mary reparase en el ardor de su mirada-. ¿Cree que los versos son en verdad de Shakespeare?

– Vaya, claro que sí. Es imposible que sean obra de otro.

Mary deseaba reforzar el entusiasmo de William y dejarse arrastrar por su regocijo a fin de olvidar su propia existencia.

– Todavía no le he dicho nada. -El movimiento ascendente de la cabeza dio a entender a quién se refería-. Se alzaría con los laureles. Si yo escribiera un texto sobre este descubrimiento y se lo entregase a su hermano, ¿cree que se encargaría de publicarlo?

– No me cabe la menor duda. Charles estaría encantado. Lo consideraría un privilegio.

– En ese caso, ¿le dirá de mi parte que he comenzado a redactarlo? Le entregaré el artículo dentro de una semana. -De repente, William pareció reparar en lo comprometido de la situación, sentados ambos en medio de su alcoba-. Señorita Lamb, creo que debería acompañarla a su casa. -Su voz sonó muy baja y firme-. Espero no haberla ofendido.

– En absoluto, señor Ireland. Me temo que me he aprovechado de su hospitalidad.

– El viento y la noche se colaron en nuestras mentes. Nos iremos con la mayor discreción que podamos.

William la acompañó por Holborn Passage y luego caminaron por Laystall Street. Permaneció junto a la joven hasta que llegaron a la puerta de la casa, donde Mary se volvió, sonrió y comentó:

– Ha sido una velada extraordinaria.

– Lo mismo digo.

***

Cuando Mary entró, Charles estaba en el vestíbulo y tenía el pelo completamente revuelto.

– Mary, ¿dónde te has metido? Te he buscado por las calles.

– Estuve escuchando a Shakespeare.

– No te entiendo.

– William Ireland ha descubierto un poema y acaba de leérmelo.

– ¿Te lo leyó en la calle?

– No, regresé con él a la librería.

– ¿En plena noche? ¿Te has vuelto loca?

Mary lo miró como si fuera un desconocido, alguien con quien no tuviera relación alguna.

– ¿Adónde quieres ir a parar? ¿Crees que me podría haber pasado algo malo?

– Mary, no se trata de algo malo.

– En ese caso, ¿de qué se trata? ¿Del decoro? ¿De las buenas costumbres? ¿Tienes tan mala opinión de mí que serías capaz de imponerme condiciones?

– Sé que Ireland es honrado, pero…

– Pero no conoces a tu hermana. Cuando me ves en esta casa soy una sonámbula. Aquí no tengo vida real ni auténtica. ¿Por qué crees que cada noche ansío tu regreso? La verdad es que sólo quiero verte cuando no estás borracho como una cuba. -Charles guardó silencio-. ¿A quién veo? ¿Con quién hablo? ¿A quién corresponde ese decoro como para que se me imponga hasta la muerte? ¿Qué convención es ésa por la que ya reposo en el sepulcro familiar?

– Calla, Mary, los despertarás.

La muchacha alzó la voz un poco más:

– ¡Jamás despertarán! ¡Aquí me estoy muriendo!

William agarró a su hermana del brazo y la arrastró escaleras arriba hasta su dormitorio.

– Mary, ¿quieres que el mundo entero te oiga?

Extenuada, la joven se sentó en el lecho de Charles.

– El señor Ireland me leyó su último descubrimiento. Lo escuché, eso es todo. Luego me acompañó a casa. Nos despedimos en la puerta. Tal como has dicho, es un hombre honrado. Le he hecho una promesa.

– ¿De qué se trata?

– Le prometí que te ocuparías de que publicasen su artículo.

– Francamente, no entiendo nada. ¿A qué artículo te refieres? -Era evidente que la ira y la aflicción de su hermana lo habían descolocado. Charles llegó a la conclusión de que, dadas las circunstancias, lo mejor era mostrarse neutral e indiferente-. Querida, vuelve a empezar. ¿Qué pretende Ireland?

– Ireland, no. El señor Ireland ha encontrado un breve poema de Shakespeare de no más de seis o siete versos. Como ya te he explicado, me lo ha leído. Por otro lado, se trata del primer poema descubierto en dos siglos, algo extraordinario y maravilloso.

– He leído el artículo del padre en la Gentleman's Magazine. Únicamente menciona a un benefactor anónimo. ¿El hijo te ha contado alguna otra cosa?

– Nada de nada.

Mary se percató de que le había resultado muy fácil mentir.

– ¿No puede tratarse de una equivocación?

– Imposible.

Charles, sorprendido por la súbita firmeza y seguridad del tono de su hermana, decidió colaborar.

– ¿Qué es lo que quiere el señor Ireland?

– Se trata de un gran descubrimiento y, como es lógico, le gustaría ser él quien se lo presentara al mundo. Si escribe un artículo, ¿te encargarás de que se lo publiquen?

A decir verdad, Charles Lamb no tenía el menor deseo de que lo relacionasen con William Ireland. Al fin y al cabo, se trataba de un comerciante, de un dependiente que había realizado un descubrimiento afortunado…, pero eso no lo dotaba de la capacidad para la composición o la invención.

– Querida, ¿estás segura de que es ese el camino más adecuado?

– ¿Existe otra opción? Se trata de un descubrimiento excepcional…, pasmoso…

– Ni más ni menos. Por eso debe ser correctamente descrito y documentado.

– Comprendo. Piensas que el señor Ireland no es capaz de mostrar un estilo adecuado.

– Verás, seguro del todo no estoy, pero me parece improbable, yo diría que hasta imposible. Tal y como nos explicó, no ha recibido una educación como Dios manda. Sólo lo ha formado su padre.

– ¿Tuvo Shakespeare una educación como Dios manda? Charles, tus palabras me sorprenden.

– Ireland no es Shakespeare.

– ¿Debo entender que sólo tú eres poseedor de la capacidad para crear textos literarios? Charles, sospecho que tienes un elevado concepto de ti mismo.

Parecía que Mary había recuperado la furia. Se mordió el labio inferior y volvió la espalda a su hermano.

Charles se mostró cauteloso. Nunca antes había visto esos repentinos cambios de humor y se dijo que lo mejor sería tranquilizarla.

– Querida, te ruego que me perdones. Es muy tarde. Ireland no es Shakespeare, pero podría acabar convirtiéndose en otro Lamb. Lo ayudaré en todo aquello que pueda.

– Charles, ¿te parece correcto que nos visite para contarnos lo que se propone escribir? Me encantaría.

– Desde luego. Que venga cuando quiera.

***

Una breve nota de Mary condujo a William a Laystall Street el domingo siguiente por la mañana. Se mostró nervioso en compañía de Charles y, mientras leía los versos shakespearianos, miró a Mary en busca de gestos tranquilizadores.

– Son muy elegantes -comentó Charles.

– Ésa es la definición exacta: elegantes. -William se aferró al vocablo-. Señor Lamb, ¿puedo leerle lo que estoy escribiendo? -Estaban en la sala y Mary reparó en la infinidad de motas de polvo que flotaban y giraban al trasluz de los rayos del sol primaveral. William se llevó la mano al bolsillo y sacó un fajo de papeles-. De momento he descuidado el principio. ¿Me permite leer in medias res?

– Por supuesto.

Así fue como William Ireland tomó la palabra:

– «Otra excelencia de Shakespeare, en la cual nadie ha estado jamás a su altura, radica en su uso del lenguaje de la naturaleza. Es tan correcto que nos vemos reflejados en cada uno de sus escritos; su estilo y su manera poseen idéntica perfección, por lo que es imposible leer una frase sin deducir su origen shakespeariano.»

Charles Lamb escuchó con atención y la intensidad de las palabras de Ireland lo sorprendió. El joven describió la índole del poema que había encontrado, comparó sus analogías con fragmentos reconocidos de la poesía de Shakespeare y concluyó con un floreo:

– «Tras conceder a Shakespeare las cualidades superiores que despiertan nuestra admiración, a partir de este ejemplo nos sentimos obligados a concederle el título miltoniano de "nuestro bardo más dulce".»

Mary aplaudió.

Charles esperaba la torpe expresión del novato y se encontró con una lograda pieza creativa.

– Estoy en verdad impresionado -admitió-. Me costaba creer…

– ¿Le costaba creer que fuera capaz de escribir algo así?

– No sé si exactamente eso, pero debo reconocer que el artículo es muy bueno.

– Charles, déjate de tonterías. A la edad de William, Milton ya escribía odas.

– ¡Yo también he compuesto odas! -Ireland se contuvo-. Señor Lamb, en parte se lo debo a usted. Admiro los artículos que publica en Westminster Words. No me atrevo a afirmar que me haya contagiado de su estilo, aunque lo cierto es que me sirvió de fuente de inspiración.

– Charles, acaban de brindarte un gran cumplido. Deberías dar las gracias a William.

Charles extendió la mano y William la estrechó con ademán amistoso.

– Señor, ¿opina que es posible presentarlo?

– Por descontado. Estoy seguro de que el señor Law lo aceptará. ¿Podemos citar el poema íntegro?

– En caso contrario, no tendría sentido.

Mary tomó asiento en el diván, junto a su hermano, y lo abrazó antes de declarar:

– Éste es un día soleado en nuestras vidas.

El empleo de tan peculiar frase llevó a Charles a mirarla. La expresión de Mary era serena, casi embelesada, y contemplaba a William con extraordinario fervor.

***

Fue esa imagen la que se le apareció en la Billiter Inn, donde se encontraba en compañía de Tom Coates y Benjamin Milton. Estaba más preocupado que nunca por la salud de Mary, que en los últimos días sufría unos ataques de tos que la dejaban extenuada y sin aliento. También estaba febril, con los ojos brillantes y la cara ardiente y seca. Charles lo atribuyó al inminente cambio de estación.

Acababan de servirles tres picheles de Stingo.

– ¡Vaya, vaya, señora caballa! -exclamó Tom Coates, levantó su jarra y brindó con Benjamin Milton.

– Caballeros, va por vosotros. -Charles también levantó el pichel-. Decidme una cosa, ¿cómo vamos a pasar nuestro tiempo libre?

– Podemos hablar.

– No, no me refiero al aquí y al ahora, sino a los relajados meses del estío, a la canícula. Como afirma Horacio, a los días de vino y rosas.

– Acabas de decirlo. Beberemos vino, comeremos rosas y aspiraremos el perfumado aliento de Arabia.

– Podríamos alquilar un globo aerostático.

– Podríamos decorar vajillas Wedgwood.

Tom y Benjamin estaban empeñados en superarse mutuamente.

– Podríamos pedorrear gas inflamable.

– Podríamos montar un teatro de títeres.

– No necesitamos títeres -terció Charles, que vislumbró el esbozo de un plan-. ¿Recordáis que el año pasado los de la oficina de depósitos internos representaron Every Man In His Humour? Fue un exitazo; por si eso fuera poco, cobraron la entrada.

– Y se bebieron las ganancias. El dinero se trocó en alcohol.

– No, lo destinaron a los huérfanos de la ciudad. Recuerdo la carta que les envió sir Alfred Lunn. -Charles bebió un generoso trago de Stingo-. Mi plan es el siguiente: montaremos una función de teatro.

– ¿De dónde has sacado esa idea? -preguntó Tom Coates con tono de incredulidad.

– De Dios.

– Charles, no puedo caminar por el escenario con peluca y barba postiza. Lisa y llanamente, me resulta imposible. -Benjamin Milton se repeinó-. Quedaría ridículo. Además, no sé actuar.

– Ben, reconozco que ése sí que es un problema. -Charles seguía entusiasmado con su idea-. Claro que, por otro lado, podríamos convertirlo en algo positivo.

– ¿Qué dices?

– La respuesta está a punto de llegarme, ten un poco de paciencia. -Lamb miró el techo, como si esperara que en la moldura apareciese un hada madrina-. ¡Ya lo tengo! Me pregunto por qué no se me ocurrió antes.

– Ah, ¿ya habías pensado en ello antes?

– Píramo, Tisbe y Muro.

– Mi querido amigo, explícate.

– Son como Cartabón y Lanzadera, los artesanos de Sueño de una noche de verano. -Charles miró a Benjamin-. Pensándolo bien, serías un excelente Hocico. Los artesanos son la base de una mala actuación precisamente por ser aficionados. Interpretaremos su entremés. Será fantástico.

– Sí, claro. Sin duda se trata de una fantasía. -Benjamin se frotó la nariz-. No me cabe la menor duda.

– ¿No le ves el lado divertido? -preguntó Charles, que adoraba las representaciones de aficionados. Con frecuencia asistía a las funciones de compañías ambulantes y a los dramas interpretados en casas de amigos; él mismo había interpretado en el pasado los papeles de Volpone y Barba Azul.

– Yo sí se lo veo -confirmó Tom-. Pero ¿cómo lo llevaremos a cabo? Soy incapaz de actuar.

– ¿Me has escuchado o no? -quiso saber Charles.

– No. Probablemente, no.

– Querido Tom, ése es el quid de la cuestión. Cartabón y Lanzadera tampoco escuchaban.

– Pero ellos son personajes y nosotros, seres reales. ¿O no?

– Ben, ¿qué importancia tiene eso? Las palabras son las mismas, ¿no te parece? Incorporaremos a Siegfried y a Selwin. -Siegfried Drinkwater y Selwin Onions también trabajaban en la oficina de dividendos-. Serán unos atenienses perfectos. Interpretaremos la obra en Transaction Hall una noche de verano, la del solsticio, ¿no estáis de acuerdo? Tom Coates y Benjamin Milton se miraron con solemnidad y luego se partieron de risa.

CAPÍTULO VII

Al dar las doce, William Ireland entró en Paternoster Row; sabía que a esa hora repartían los ejemplares semanales de Westminster Words en las librerías y entre los libreros de la calle. Envueltos con papel de estraza y atados con cuerda, el editor en persona los entregaba desde las profundidades de un cabriolé de alquiler. William lo había visto la semana anterior y la previa, mientras aguardaba con impaciencia para comprobar si habían publicado su artículo sobre el poema perdido de Shakespeare. Conocía al dedillo las librerías del barrio y, en cuanto pasó el cabriolé, compró un ejemplar al señor Love, que regentaba Love Volumes.

– Una hora tranquila para el comercio, ¿no le parece, señor Ireland?

– Señor Love, todas las horas son tranquilas.

– Sí, claro, olvídelo. -Love era un hombre demacrado, de pelo canoso y fino, que tenía la costumbre de mirar de soslayo a su interlocutor-. Señor Ireland, este clima es demasiado cálido para mí. A ellos tampoco les gusta. -Señaló los libros-. Prefieren el fresco. Bueno, olvídelo. ¿Cómo está su padre?

William pagó su ejemplar de Westminster Words y bajó corriendo por Paternoster Row. Buscó un lugar retirado en el que echarle un vistazo. Se detuvo detrás de una pila de toneles, que el transportista había apilado con cuidado hasta formar una pirámide, y abrió el semanario. Era el primer artículo. «Poema desconocido de William Shakespeare», impreso en romana de doce puntos, luego se leía: «por W. H. Ireland». Era su nombre el que aparecía en letras de molde. Jamás lo había visto escrito de ese modo y le resultó curiosamente lejano, como si siempre hubiese albergado una identidad secreta que acababa de revelarse. Leyó las palabras de introducción como si las viera por primera vez y en esa tipografía le resultaron mucho más formales y significativas. Se trataba de un momento que había imaginado con frecuencia, y que por ello le producía un placer más intenso si cabe.

Hasta ahora se había llegado a la conclusión de que ningún ejemplo más de la escritura de Shakespeare sería descubierto, así como que nada nuevo se añadiría a la historia de la poesía dramática que el mundo conoce. Tanto en ésta como en tantas otras cuestiones shakespearianas, se ha demostrado que la opinión al uso estaba en un error…

***

Edmond Malone leía el artículo en un reservado de la cafetería Parker, situada cerca de Chancery Lane; apoyó la espalda en los paneles de roble, adoptó una expresión de sorpresa, se quitó las gafas e inmediatamente pidió la cuenta. Se puso el sombrero y, con Westminster Words apretado bajo el brazo, se dirigió deprisa a la calle. Pocos minutos después, llegó a la librería de Ireland. La campanilla colgada de la puerta alertó a Samuel Ireland, arrodillado tras el mostrador examinando las heces de un ratón.

– Buenas tardes, señor Malone. ¿Ya es de tarde, no?

– Sí. Dígame, ¿qué significa esto? -inquirió, y dejó sobre el mostrador la copia de la publicación semanal.

Samuel Ireland la abrió y hojeó el primer artículo. Levantó el semanario, se lo acercó a la cara y leyó con suma atención a medida que su respiración se aceleraba y se volvía más fatigosa.

– No tengo ni la más remota idea… -Cogió el pañuelo y se sonó ruidosamente la nariz-. Nadie me dijo que… -Volvió a sonarse la nariz-. Se trata de una sorpresa sumamente desagradable.

– Está bien, señor. ¿Dónde está?

– ¿De qué me está hablando?

– Del poema que su hijo ha descrito con tanto lujo de detalles, del original. Señor Ireland, tengo que verlo.

– Señor Malone, no sé dónde está. Por lo visto, a William no le ha parecido oportuno… -A medida que hablaba su cólera iba en aumento-. Mi hijo no ha tenido la gentileza de mencionar este tema. Lo ha ocultado de forma deliberada, me ha traicionado.

– El poema en cuestión no pertenece a su hijo, sino al mundo.

– Bien lo sé, señor Malone.

En ese momento William Ireland entró en la librería. Aún estaba emocionado por haber visto su nombre en Westminster Words y afrontó con ecuanimidad las expresiones hostiles de ambos hombres. Vio el semanario sobre el mostrador.

– Padre, ¿lo has leído?

– ¿Qué significa esto?

– Si lo has leído ya lo sabes. Buenas tardes, señor Malone.

– Por segunda vez te pregunto qué significa esto.

– Te lo diré. He llevado a cabo lo que aseguraste que jamás sería capaz de hacer: he escrito un artículo y lo han publicado.

– ¿Cómo te atreviste a ocultármelo?

– Padre, sabes bien que te lo habrías quedado. Habrías supuesto que carezco de habilidades para la composición. Acabo de demostrar que estabas equivocado, eso es todo.

Samuel Ireland miró furibundo a su hijo, pero guardó silencio.

Entretanto, Edmond Malone perdió la paciencia.

– Esto no tiene nada que ver con el padre ni con el hijo. ¿Dónde está el poema? -Se dirigió a William-. Señor, ha sido muy irreflexivo y temerario de su parte imprimir el artículo antes de saber qué terreno pisa. ¿Cómo sabe que el poema es auténtico?

– Estoy seguro de su procedencia.

– ¿Está seguro? Supongo que cree que la autenticidad se demuestra de modo instintivo y que los eruditos no tienen arte ni parte en el asunto.

– El pordiosero se muestra altanero -intervino el padre de William.

El joven los miró y sonrió.

– Señor Malone, tenga la amabilidad de esperar un poco. -Subió la escalera a la carrera y regresó poco después con un sobre de gran tamaño-. Señor Malone, lo dejo a su cuidado y custodia. Sométalo al escrutinio que quiera. Si tiene la menor duda de que se trata de Shakespeare, proclámelo a los cuatro vientos.

Malone cogió el sobre con impaciencia y extrajo el original.

– Señor, en su artículo afirma que se trata de versos amorosos.

– Lea, lea.

– Ya he tenido ese placer. Lo he visto en Westminster Words. -Volvió a leer el poema-. Me alegro de que no haya indelicadezas. Albergaba el temor de que…

– ¿Ha dicho indelicadezas?

– Shakespeare era muy soez. Vivimos con el temor a que se descubra algo y que semejante procacidad mancille su poesía.

– Le garantizo que el poema es muy puro. Señor Malone, debe darme su palabra de que lo devolverá en menos de un mes.

– Señor Ireland, tardará mucho menos en regresar a sus manos. Le doy mi palabra de honor de que no sufrirá daños ni deterioro alguno.

– Será mejor que firmemos un recibo.

De repente, Samuel Ireland se puso en movimiento y buscó tinta y papel detrás del mostrador.

– Compréndalo, en cuestiones de este tipo, mi padre se pone nervioso enseguida.

– William, se trata de algo precioso, no de una bagatela.

Una vez firmado el escueto documento, Edmond Malone abandonó Holborn Passage con el sobre pegado al pecho.

***

Tras despedirse en la puerta, Samuel Ireland entró en la librería.

– William, no tendrías que haberle dado el documento.

– ¿Por qué?

– Piensa por un momento en su valor. Es como si le hubieses entregado una bolsa repleta de guineas.

– El señor Malone es un hombre honrado, ¿no?

– El honor se compra y se vende. -Samuel Ireland parecía arrepentido de lo que había dicho. Cogió el ejemplar de Westminster Words y, sin decir esta boca es mía, leyó el artículo de su hijo. En cuanto terminó se lo entregó a William-. ¿Por qué no me informaste de la existencia del poema? ¿Por qué he tenido que leerlo en una publicación?

– Ya te lo he dicho. Quería que fuese un secreto, era mi deseo.

– ¿Tu deseo? ¿Acaso no tienes obligaciones para con tu padre?

– Por supuesto, tantas como reclama la naturaleza. Me comunicaste que no tenía aptitudes para escribir y declaraste explícitamente que sólo servía como dependiente.

– En modo alguno quise referirme a nada semejante.

– Padre, dime una cosa. ¿No tienes obligaciones para con tu hijo? Podrías haberme alentado.

– Éste no es el momento de…

– Nunca ha habido un momento para mí. Podrías haber fomentado mis ansias de aprender, pero he tenido que educarme yo solo.

– Igual que en mi caso. La mejor educación…

– …es la que cada uno se provee. Te lo he oído decir infinidad de veces. Bueno, ya has leído el artículo. Piensa si me he educado bien o mal a mí mismo.

Después de la cena, la discusión continuó en el comedor. Rosa Ponting se había retirado tras asegurar que el tema de «los condenados papeles» no le interesaba en absoluto, aunque, en realidad, nada más cerrar la puerta pegó la oreja a la madera. Oyó que Samuel Ireland entrechocaba el vaso con el plato: evidente muestra de contrariedad.

– En esta cuestión el señor Malone no tiene derechos. Esos papeles son como joyas. No puedes entregárselos a quien te dé la real gana.

– ¿Los reclamas para ti? ¿Por eso los pregonas por ahí como si fueran artículos de empeño? Yo los encontré y soy su dueño. No tienen nada que ver con Samuel Ireland.

– William, no hay derecho. No es justo. Si no supiera que trabajas en mi comercio, tu mecenas no te habría mirado dos veces.

– No es cierto.

– Déjame terminar. El mundo te conoce como hijo mío y mi reputación está tan en juego como la tuya.

– En ese caso, te libero de toda responsabilidad. Firma un documento en el que niegues tu interés por esta cuestión. Estoy seguro de que Rosa actuará de testigo de buena gana.

– ¿Por qué dices eso? Los vínculos que unen a padres e hijos son sagrados.

– ¿Lo mío es tuyo?

– Eso no tiene nada que ver. Es un golpe bajo. -Samuel Ireland abandonó la mesa y respiró agitado-. Es posible que necesites mi ayuda y mis consejos. Quién sabe qué más podrías encontrar.

– Por ejemplo, ¿una carta de amor a Anne Hathaway?

– ¿Cómo dices? -Samuel se sentó a toda velocidad.

– No es exactamente una carta, sino una nota, una esquela amorosa. No podía permitir que el señor Malone se lo llevase todo.

Samuel Ireland rió con cordialidad.

– William, eres admirable. Me has aventajado. Tráela. Quiero verla.

William abrió su libreta de piel. Constaba de un trozo de papel al que con un hilo delgado habían atado un mechón de pelo. El joven había protegido el objeto con papel de seda y, cuando lo depositó sobre la mesa, su padre lo desató con gran cuidado.

Samuel Ireland leyó la inscripción:

– «Te aseguro que ninguna mano tosca lo ha anudado. Solamente tu Will ha hecho el trabajo. Encontró la manera. Ni las baratijas doradas…», algo… algo… Perdona, estoy abrumado. -El mechón era rojizo y en un extremo se rizaba. A Samuel le dio miedo tocarlo-. ¿Es…, es de verdad? Me refiero al pelo.

– ¿Acaso puede ser de otra manera? Cuando Eduardo IV fue exhumado, su cabello todavía era fuerte y presentaba un color intenso, pese a que había muerto en 1483.

– ¿Encontraste la carta con los demás papeles? ¿Estaba en la casa de tu benefactora?

– Por supuesto. ¿Dónde querías que estuviese? Algún día, esa casa se convertirá en un santuario para los verdaderos admiradores de Shakespeare.

– Siempre y cuando alguien logre dar con ella. -Ante la mención de la esquela amorosa, Rosa Ponting había vuelto al comedor-. Sammy, William, convertís todo en un misterio. Resulta irritante. De verdad que es muy molesto. ¿Sigues negándote a decir a tu padre dónde vive esa persona?

– Rosa, ¿quieres que te cuente lo que ella me planteó?

– Adelante, los relatos me gustan.

– No está dispuesta a someterse a preguntas impertinentes de nadie. Su marido ha muerto hace poco tiempo y no dejó la más mínima explicación con respecto a los papeles que coleccionaba. Mi mecenas no tiene nada más que decir y, como corresponde a una dama, no desea ser reconocida en público.

Rosa se sorbió los mocos y retiró los platos.

Samuel Ireland volvió a llenarse el vaso.

– Sin duda, todo eso está muy bien de su parte -opinó-, pero la gente hará muchas preguntas.

– A las que yo contestaré.

– Su marido tuvo que ser un coleccionista francamente extraordinario.

– Ya lo creo. No se dedicó a acumular fruslerías insignificantes. Padre, estoy a punto de llegar a una conclusión sobre este asunto. Shakespeare no menciona libros ni papeles en su testamento.

– Ya lo sé.

– Es de suponer que legó sus pertenencias a su hija Susannah, junto con la casa y las tierras.

– Y ella se casó con el doctor Hall.

– Eso es. A su vez, ellos legaron cuanto tenían a Elizabeth, su única hija, que todavía vivía en Stratford.

Rosa Ponting regresó al comedor.

– Supongo que nos dirás dónde está su casa.

– También sabemos que esa casa fue tomada por los soldados de Cromwell durante la guerra civil y que los papeles no vuelven a mencionarse.

– ¿Supones que los cogieron los soldados o los usaron para encender sus trabucos naranjeros?

– No, no es exactamente lo que creo. Entre los partidarios del Parlamento se hallaban anticuarios. En cuanto alguno se enteró de que los soldados habían ocupado la casa que perteneció a Shakespeare, todo les debió resultar muy fácil. Bastó hablar con el comandante de las fuerzas locales para que…

– Para que les permitieran entrar en la casa. ¿A quién le importaba el destino de los garabatos de un dramaturgo? ¿A alguien de ese diabólico bando enemigo?

– Así lo creo, padre. Sea como sea, se conservaron. Papeles de un tesoro privado que nunca se descubrieron al mundo. Se transmiten hasta que, al final, fueron rastreados por el marido de mi benefactora.

– ¿Puede existir mejor compra? Me gustaría saber cuánto le costaron.

Samuel Ireland se acercó al ventanuco que daba a Holborn Passage y contempló el adoquinado.

Rosa Ponting, apoltronada en un sillón, echaba un vistazo a su labor de costura.

– Bueno, Sammy, por lo que me has explicado, su valor no puede sino aumentar. A alguien le va a ir muy bien.

***

Una semana después, Edmond Malone devolvió la pieza de Shakespeare. Confirmó su autenticidad más allá de toda duda razonable y se ocupó de entregársela en mano a William más que a Samuel Ireland.

– Señor, quiero felicitarlo por su perseverancia. Todos le estamos agradecidos.

– ¿Qué opina de los versos?

– Que encarnan el genio sublime del poeta. En ocasiones Shakespeare oscurece sus intenciones. Suele decirse que combina un exceso de farsa con sus asuntos trágicos. Sitúa a los tontos junto a los sepulcros y mezcla reyes y bufones.

– ¿Existe alguna diferencia?

Malone pasó por alto la pregunta.

– Sin embargo, este poema es la pureza personificada.

La satisfacción de William era evidente. Estrechó la mano de Malone y subió la escalera a la carrera, al tiempo que comentaba:

– Me gustaría que evaluase algo más. -Cuando regresó, entregó al erudito la breve esquela amorosa y el mechón-. Señor Malone, toque el pelo.

El estudioso se negó. Estiró los brazos como si se defendiera. Había leído de inmediato la inscripción y comprendido su importancia.

– Está demasiado próxima al bardo. En mi imaginación resulta algo cálido y palpable.

– ¿Sería algo así como tocarle?

– Exactamente.

La situación pareció causar gracia a William.

– Señor Malone, he mostrado el mechón a un fabricante de pelucas antiguas y me ha asegurado que es auténtico. Se trata de pelo de la época, un poco más grueso que el nuestro.

– No me cabe la menor duda. Ya nada me sorprende. Es como un mar de gozo.

– Hay algo más. -Samuel Ireland se agachó al otro lado del mostrador y reapareció con un fajo de papeles-. Un manuscrito completo. -Las hojas estaban dobladas en cuatro y atadas con un hilo de seda. La caligrafía resultaba visible-. Se trata de El rey Lear. -Entonó el título como si anunciara la representación en el escenario-. No es la copia de un amanuense, sino la letra original.

– La he cotejado con el texto -añadió William-. Lo más sorprendente es que sea igual en todo sentido al Folio, si bien aquí no aparecen los juramentos y las blasfemias.

Su padre le siguió la corriente:

– Señor, el bardo ha retirado con suma discreción aquellas faltas de delicadeza a las que usted aludió.

– Supongo que es la copia que Shakespeare redactó para el maestro de ceremonias festivas. No quiso verse sometido a la pluma reprobadora de dicho maestro.

– Es muy probable. Solían hacerlo así. Durante la representación recuperaban las frases transgresoras. -Malone estudió la caligrafía con mucha atención-. Por lo tanto, aquí está el bardo libre de blasfemias, algo que demuestra, sin lugar a dudas, que se trata de un escritor mucho más redomado incluso de lo que suponíamos.

– Confío en que así sea -apostilló William-. Eso creo yo también.

– Tengo en mis manos los papeles con los que Shakespeare trabajó. Me cuesta admitirlo.

– Pero es así, señor Malone.

– Jamás imaginé que en mi vida… -Se hizo el silencio y, de repente, lo embargó un ataque de llanto. William lo ayudó a tomar asiento y el erudito se enjugó las lágrimas con el pañuelo-. Les pido mil disculpas. Perdonen.

– Señor, no hace falta que se disculpe. -Samuel Ireland sonrió de oreja a oreja-. Nos pasa a todos. Se trata de una reacción natural e inevitable. Yo también he llorado muchas veces. -Miró a William con expresión alegre-. No he podido ocultar mis sentimientos. Al parecer, mi hijo es más resistente que yo.

– No, padre, te equivocas. A lo largo de los últimos meses, me habría puesto a llorar de alegría en cualquier momento. Lo que ha ocurrido es abrumador.

– Me parece una excelente definición. -Malone abandonó la silla-. Es abrumador…, en efecto. Algo que me permite volver a preguntarle acerca de la procedencia de semejantes tesoros.

– No estoy autorizado a dar esa información.

– Tendré que insistir. ¿Puede decirnos cuál es el origen de los papeles? ¿De qué fuente manan?

– Sólo puedo responder lo mismo que he dicho a mi padre. Mi mecenas no desea que el público conozca su identidad ni su nombre, ya que despertaría demasiado interés y especulaciones con relación a alguien que prefiere mantenerse al margen de la sociedad.

– Ese personaje cuenta con nuestra lealtad y confianza más plenas -añadió Samuel Ireland. Sorprendido, William miró a su padre-. Nuestro benefactor nos ha pedido la discreción más absoluta y cuenta con ella. Señor, se trata de un honor sagrado que se nos recompensa con estos obsequios.

– No saben cuánto lo lamento. A pesar de ello, estoy convencido de que la gente educada elogiará sus sentimientos. -Malone estaba a punto de marcharse cuando titubeó-. Señor Ireland, ya que hablamos de la gente me gustaría hacerle una propuesta. No basta con leer estos textos de Shakespeare. El público también debería verlos. Tendrían que exponerlos.

– Señor, en esto le llevo cierta ventaja. Mi hijo y yo hemos tomado la decisión de exhibirlos aquí en la librería. -William miró de nuevo a su padre con cara de sorpresa-. Este humilde local se convertirá en un santuario shakespeariano. William, ¿no fue ésa la palabra que empleaste?

– Padre, de momento no se me ocurre ni una sola palabra.

– Mencionaste un santuario en honor del bardo.

– No saben cuanto me alegro. Estoy encantado. -Malone secó las últimas lágrimas que mojaban su rostro-. Deberían publicar un anuncio en el Morning Chronicle. Todos lo leemos. Señor Ireland, ¿me permite enviar a uno o dos idólatras al santuario antes de que se anuncie su existencia?

– Por supuesto, señor. Los recibiré con sumo gusto.

***

En cuanto Edmond Malone se fue, William se volvió hacia su padre e inquirió:

– ¿Desde cuándo mi mecenas es un caballero? Padre, te estás metiendo en camisa de once varas.

– Al señor Malone le complace pensar que cuenta con nuestra confianza.

– Me importa un bledo lo que le complazca al señor Malone. -William asestó un puñetazo a un estante bajo-. ¿A qué diantres te referías? ¿Qué es eso del santuario?

– No te lo dije por miedo de echar a perder la sorpresa. -William no se percató de que su padre acababa de responderle con sus mismas palabras-. ¿No lo entiendes? Despertará un interés tan grande que tendremos incontables visitantes.

– No vendrán si no saben adónde tienen que ir.

– William, seamos serios. Debemos prepararnos. Tenemos que exponer las pruebas de manera que todos aquellos que estén interesados las examinen con tranquilidad.

– ¿Aquí? ¿En la tienda?

– En el local. ¿Acaso existe algún lugar más adecuado? El mostrador dispone de cristal, lo mismo que los estantes. En el escaparate podríamos colgar un letrero que anuncie la existencia del «Museo de Shakespeare». Por una módica suma…

– ¡No! ¡Lo prohíbo!

– Hay que cobrar una modesta entrada. Rosa hará guardia junto a la puerta.

– ¡Me niego rotundamente! Ningún dinero pasará de mano en mano. ¡Nunca!

Samuel Ireland se asombró de la vehemencia de su hijo.

– Si es lo que deseas…

– Así es.

– En ese caso, no se hable más.

– Me alegro.

– Sólo quiero añadir una cosa. William, no soy rico, ya sabes a cuánto ascienden nuestras ganancias. Uno no puede hacerse rico únicamente con los libros.

– Padre, no estoy dispuesto a atenerme a razones.

– Si alguna vez existió la ocasión de cambiar nuestra fortuna, aquí la tenemos. El propio Shakespeare era hombre de negocios y vivía de sus ganancias. ¿Supones que condenaría nuestra conducta?

– Padre, nada de esto se hizo por dinero.

– En ese caso, ¿por qué se hizo?

– Por ti.

– Debo admitir que no lo entiendo.

Algo avergonzado por ese reconocimiento, William dejó escapar una risilla.

– Eres como el ciego Tiresias, que se dejó conducir por un joven.

– Me has quitado las palabras de la boca.

– Padre, eso es algo a lo que ya estoy acostumbrado. -De pronto William bajó la cabeza-. Está bien, no pongo reparos a que los papeles se exhiban aquí. Con mucho gusto los expondré aquí bajo supervisión…, siempre y cuando acuerdes conmigo que nadie pagará por ello.

Su padre desvió la mirada hacia una distancia media. El aumento cuantitativo de visitantes podía significar el crecimiento de la clientela; impulsados por la curiosidad o la obsesión, muchos eruditos y admiradores literarios acudirían por primera vez a Holborn Passage y no sólo estudiarían los papeles shakespearianos, sino el contenido de la librería. La empresa merecía la pena.

– De acuerdo, William -accedió Samuel Ireland-. Me inclino ante tu sensatez, que es mayor que la mía.

***

Esa misma tarde, previa recomendación, se presentó uno de los íntimos amigos de Edmond Malone. El pintor y caricaturista Thomas Rowlandson, un jadeante hombre de edad madura, entró en la librería aturullado y pidiendo disculpas. Vestía chaqueta azul cielo, chaleco marrón y pantalón de cuadros de color verde.

– ¿Es éste el lugar, el suelo en el que Shakespeare acaba de ser plantado? Si me permiten, el señor Malone me ha guiado hasta aquí. ¿Es usted el señor Ireland?

William extendió la mano, pero Samuel Ireland dio un paso al frente antes de responder:

– Señor, ambos ostentamos el honor de compartir ese apellido.

– Me alegro. ¿El señor Malone ha mencionado mi visita? Señor, soy Rowlandson.

– Caballero, todos los admiradores de Shakespeare lo conocen. -Samuel Ireland aludió a la serie de grabados que Rowlandson había ejecutado, donde se representaban escenas de las obras del bardo y publicados con el título de The Shakespeare Gallery.

– Fueron dictados por una potencia superior. Ya sabe a quién me refiero.

– Señor Rowlandson, su presencia nos honra. -Samuel Ireland estrechó la mano del artista.

– Llámeme, simplemente, Tom.

– Es usted el primero en visitar nuestro museo y, por desgracia, todavía no estamos preparados.

Rowlandson sudaba copiosamente.

– ¿Tiene limonada o refresco de jengibre? Verá, tengo mucha sed.

– ¿No prefiere algo más fuerte? -sugirió William, que había detectado indicios de debilidad en su rostro-. Señor, ¿qué tal un whisky?

– Sólo un dedito, una gota… y, si es tan amable, con soda, pero que apenas sea una cantidad mínima.

William subió la escalera que conducía al comedor y del bargueño decorado retiró una botella de cristal; sirvió una medida generosa, se dirigió a la cocina contigua y añadió un poco de agua de la jarra. Rowlandson lo aguardaba con impaciencia y sólo tomó la palabra después de beber.

– Malone afirma que tienen una carta dirigida a la señora Hathaway.

– Y un mechón de cabellos del bardo. -William tomó el vaso vacío de manos de Rowlandson.

– ¿Me permite?

– Señor, no lo comprendo.

– Solamente quisiera tocar los cabellos.

– Adelante.

William fue en busca de la prueba a un cajón del mostrador y se la entregó al visitante.

– ¿Ésta es la carta, la verdadera misiva shakespeariana? Señor, el pelo se parece al suyo, castaño tirando a rojizo fuego. -Observó al joven extrañado, casi con timidez, pero William ya se dirigía al primer piso, donde se llenó el vaso con whisky y un dedo de agua antes de regresar a la tienda. Allí, Samuel Ireland permanecía de pie en una de sus posturas habituales: con las piernas separadas, la espalda muy recta y los pulgares en los bolsillos del chaleco. Rowlandson leía la nota a Anne Hathaway-. Es muy tierna, exacta…, un amor juvenil… -Leyó de viva voz la frase que parecía referirse al mechón de pelo propiamente dicho-: «Ni las baratijas doradas que rodean la majestuosa cabeza ni los honores más excelsos me proporcionarían la mitad del gozo que me causó este modesto trabajo para ti». -Devolvió el texto a William y cogió el vaso con impaciencia-. Señor, una delicia. Me refiero a la misiva. Resulta conmovedora. Contiene el auténtico espíritu del poeta. Una vez más, me gustaría… -Rió a carcajadas-. La nota transmite autenticidad. Le agradeceré un poco más, realmente muy poco, sólo un dedito.

Samuel Ireland continuaba en la misma posición.

– Tenemos otro tesoro -afirmó-. Me refiero al manuscrito completo de El rey Lear.

– ¿De su puño y letra?

– Es lo que suponemos. -William volvió a llenarle el vaso-. Ha quitado las blasfemias.

Rowlandson recordó un fragmento de la obra:

– «¡Oh, dioses benditos!» Figura en el acto segundo, escena dos. -El artista se dejó caer sobre la silla.

– Creo, señor, que es Regania quien pronuncia esas palabras.

Rowlandson contempló a William con profunda admiración.

– Señor Ireland, posee una mente sagaz…, para no hablar de su encantadora sonrisa.

– Se trata de una de las expresiones que, a fin de respetar la métrica, el bardo ha modificado y convertido en «¡Oh, benditos poderes!».

Samuel Ireland hizo aparecer el manuscrito de El rey Lear. Se lo entregó a Rowlandson con un atisbo de reverencia. El artista dejó el vaso y se puso en pie. Le temblaron las manos al tocar las hojas del original.

– Como pueden ver, mi frente está ardiendo y encendida. Fíjense bien. El fuego del poeta me consume. -Para desconcierto de William, Rowlandson se arrodilló-. Ya puedo morir feliz y tranquilo. Beso las letras del bardo y doy gracias a Dios por haber vivido para verlo.

– Le ruego que se siente -lo apremió Samuel Ireland-. Se hará daño, el suelo es muy irregular.

William llegó a la conclusión de que Rowlandson ya estaba medio borracho cuando se presentó, y a trancas y barrancas lo ayudó a incorporarse.

El artista le aferró el brazo con firmeza.

– Ay, señor -musitó-. ¡Cuánta energía y gracia! Señor Ireland, me ha honrado con la contemplación de sus joyas.

– Señor, es usted quien nos honra -insistió Samuel Ireland, empeñado en que no lo pasasen por alto.

– Señor, es usted artista y, por lo tanto, entiende cuánto significa -apuntó William.

– Lo sé -confirmó Rowlandson sin desprenderse de su brazo.

– ¿Puede aclararme una duda? El bardo asegura que la poesía más verídica es la más fingida…

– Trabajos de amor perdidos, según creo recordar.

– ¿Acaso afirma con ello que admiramos lo falso?

– Se trata de una simple agudeza de Shakespeare. -Rowlandson apretó la mano de William con ademán juguetón-. Lo fingido nunca llegará a ser más verídico que lo real. Volvería a reinar el caos. -Se desplomó con pesadez en la silla y derramó el vaso-. Además, no es una cuestión que me interese demasiado.

– Yo sólo planteaba una pregunta.

– Señor Ireland, usted no debe plantear preguntas. Limítese a darnos respuestas. ¡Traiga más papeles!

***

A lo largo de las semanas siguientes, se sucedieron los visitantes, que aumentaron cuando Samuel Ireland publicó en el Morning Chronicle un anuncio acerca del «Museo de Shakespeare».

William encontró más documentos: una carta del conde de Southampton a Shakespeare, un requerimiento al dramaturgo por no haber pagado su diezmo a la Iglesia y una breve nota de Richard Burbage sobre accesorios teatrales. Fue así como la librería acabó por parecer una vitrina de objetos curiosos pertenecientes a Shakespeare. William no deseaba encargarse de esas actividades ni supervisarlas. Delegó esa función en su padre, que se había comprado una chaqueta de color verde botella en la casa Jackson and Son, situada en Great Turnstile Street. Provista de su labor de costura, Rosa Ponting se sentaba en una silla colocada junto a la puerta. En apariencia, su función allí era la vigilancia de paraguas y abrigos, si bien Samuel Ireland albergaba la esperanza de que la confundiesen con una cobradora de entradas: Rosa no puso reparos a que depositaran monedas de plata en su mano, dinero que guardaba sin perder un segundo en un voluminoso bolso de labores que también contenía su abanico, la caja de rapé, el monedero y el pañuelo. Recibía de la misma forma a todos los visitantes: «La obra de teatro está en la vitrina de la izquierda, junto a las cartas. Los recibos y las facturas se encuentran en el mostrador contiguo. Prohibido tocar el cristal y escupir en el suelo».

La mujer disfrutaba con su cometido. De pequeña había ayudado a su madre en el puesto de frutas del mercado de Whitefriars y se había sumado con entusiasmo a la algarabía de voces que acompañaban el comercio diario, pregonando manzanas hasta quedarse ronca. Justo es decirlo: custodiaba con cuidado ejemplar la librería y los objetos expuestos. Conocía cada huella de las tablas de madera y reparaba de inmediato en si alguien intentaba subir la escalera o colarse detrás del mostrador. Si un visitante echaba el aliento sobre el cristal, Rosa giraba con brusquedad la cabeza y lo miraba de mala manera. No sentía interés ni curiosidad alguna por Shakespeare, pero se alegraba de que William aumentase de manera tan inesperada la fortuna familiar.

Por descontado, a ella no le cabía la menor duda de que formaban una familia. De hecho, Rosa se había casado en secreto con Samuel Ireland; los había unido, sin cumplidos, un capellán naval de Greenwich y sólo accedió a mudarse a Holborn Passage cuando se cumplió esa condición. La madre de William había muerto de parto y la comadrona se lo llevó a su hermana, que vivía en Godalming, y el pequeño vivió en el seno de esa familia hasta los tres años. William no recordaba nada de ello y su padre tampoco se tomó la molestia de iluminarle al respecto. Regresó a Holborn Passage poco después de su tercer cumpleaños y Rosa lo recibió con los brazos abiertos. El crío, por su parte, miró para otro lado y lloró. Eso sí, la librería pareció gustarle y, como comentó Rosa a su marido, «los libros le agradan más que las personas». Rosa se sintió zaherida y perpleja. William mostró un tajante desinterés ante sus muestras de afecto. A medida que el niño creció, Rosa le preguntaba por los acontecimientos cotidianos, pero William se limitaba a responder sucintamente, en ocasiones con un mero movimiento afirmativo o negativo de la cabeza. Jamás conversó con ella y, en las contadas ocasiones en las que estuvieron a solas, William se limitó a coger un libro o mirar por la ventana. Con el paso de los años nada cambió.

Un mes después de la inauguración del «Museo de Shakespeare», mientras estaban a la mesa del desayuno, Rosa comentó con su marido:

– Cabría pensar…, pásame las ciruelas…, cabría pensar que, en realidad, no vive aquí.

– Rosa, tiene anhelos de inmortalidad.

– ¿Y eso qué significa cuando está en casa?

– Shakespeare se le ha metido en la cabeza y a partir de ahora ya nada lo satisfará.

– Sammy, habla claro.

– Cree que aquí, con nosotros, no está en su sitio. Se encuentra en un nivel superior.

– Me figuro que con Mary Lamb. ¿Sabes que esta semana ha venido dos veces? Para ver a Shakespeare…, o eso dice ella.

– Rosa, se trata de una dama.

– ¿Yo no lo soy?

– De una joven dama.

– Y muy poco agraciada, si quieres que te dé mi opinión.

– Lo sé, pero William no es un joven al uso. Él ve su alma.

– Me gustaría saber qué tipo de gafas usa.

– La ha distinguido del resto. Considera que esa muchacha es su salvación.

– ¿De qué tiene que salvarlo?

– De nosotros. Cuidado, William ha vuelto.

Samuel oyó cómo su hijo introducía la llave en el cerrojo de la puerta de la librería.

***

En los últimos días Samuel había prestado atención a las idas y venidas de su hijo. La mañana anterior había salido de la tienda inmediatamente después de William. Lo había visto girar en la esquina de Holborn Passage y lo había seguido sin perder un instante. Supuso que se dirigía a casa de su benefactora, donde se encontraban los papeles shakespearianos. Samuel estaba deseoso de dar con la mecenas de su hijo e interrogarla. William caminaba hacia el sur por una de las estrechas calles que conducían directamente al Strand; su paso era vivo y decidido y serpenteó con habilidad los tenderetes, los vendedores ambulantes y los carros que siempre se apiñaban en las cercanías del Drury Lane. A Samuel le costó no perderlo de vista mientras a duras penas se abría paso entre la población itinerante del barrio, rodeaba las montañas de basura y de estiércol, se deslizaba entre los niños que jugaban en la calle y esquivaba las cestas y los barriles que acarreaban aquí y allá. De pronto, observó que William cruzaba el Strand y aprovechaba la aglomeración de carruajes parados en la calle para acortar distancias. De camino al Támesis, William se internó por Essex Street, pero enseguida giró a la izquierda y desapareció.

Samuel lo siguió tan rápido como pudo; aunque fornido, era un hombre veloz y flexible, en parte gracias a las múltiples clases que un maestro francés de baile le había impartido en Russell Square hasta que dominó el cotillón y la polonesa. William había recorrido Devereux Court en su totalidad cuando su padre alcanzó la esquina de Essex Street; Samuel se asomó por el enladrillado justo en el momento en el que su hijo abría el portón que daba acceso al Middle Temple. Al otro lado se extendía un gran patio abierto. ¿Podía arriesgarse a que su hijo lo viera? No es que apenas llamase la atención. Por otro lado, tampoco podía dar media vuelta, pues cabía la posibilidad de que los tesoros shakespearianos estuvieran guardados en cámaras del Middle Temple propiamente dicho.

Samuel abrió la puerta y echó un vistazo a su alrededor. Su hijo se hallaba de espaldas, junto a una fuente, por lo que se refugió en un portal adyacente para que no pudiese verlo. Samuel percibió el sonido del rocío del agua que caía en el cuenco de la fuente y el arrullo de las palomas congregadas a su alrededor. No tuvo que esperar mucho para saber a qué obedecía la presencia de William en el Middle Temple. Una mujer con chal y tocado pasó cabizbaja a su lado. Samuel reconoció de inmediato que se trataba de Mary Lamb. De modo que ése era su lugar de encuentro.

Lanzó otro vistazo desde su refugio. Los jóvenes estaban junto a la fuente y William señalaba el Middle Temple Hall. Aquel era el lugar en el que habían representado Noche de Reyes poco después de que Shakespeare escribiera su obra. Caminaron alrededor de la fuente y hablaron con voz queda. Samuel Ireland tomó la decisión de alejarse. Había visto lo suficiente como para saber que su hijo no se disponía a visitar a su benefactora; más bien estaba ocupado con una búsqueda de tipo más personal. La delicadeza o los remordimientos de conciencia lo llevaron a suspender su persecución. No quería ver a su hijo en pleno cortejo y coqueteo.

***

Mary y William giraron por Pump Court y se detuvieron a contemplar el antiguo reloj de sol con el emblema de piedra «El tiempo devora todas las cosas».

– Estoy convencido de que Shakespeare no tenía el menor deseo de parecerse a su padre -aseguró William-. Lo apreciaba, pero no quería ser como él.

– Me parece natural que no quisiera ser carnicero.

– No, a lo que me refiero es a que escapó del fracaso. Un fracaso alegre, pero fracaso de todos modos. Detestaba las deudas y la compasión ajena. -Cruzaron la plaza, con la iglesia redonda de los templarios a un costado-. Era lúcido y decidido, pletórico de energía.

– ¿También era ambicioso?

– Por descontado. ¿Cómo es posible que haya logrado tanto? Mire la gárgola que hay sobre la puerta.

– Charles afirma que esa iglesia es como el telón de fondo de una pantomima.

– Su hermano tiene debilidad por las comparaciones fantasiosas. ¿Entramos?

Se internaron en el frío espacio de la nave circular, donde las figuras de los caballeros yacían boca arriba y formaban un redondel en torno a ellos.

Mary quedó cautivada por esas imágenes de siglos pasados. Se acercó a cada una de ellas y contempló sus pétreos semblantes. No le costó nada imaginar antiguos salones y fuegos parpadeantes. Con seguridad, también había habido humo, perros, juglares y trovadores. Cuando levantó la mirada se percató de que William no estaba a su lado. La esperaba en Pump Court.

– Es muy fácil tener fe en esa atmósfera -comentó William-. Sin embargo, me desagrada la virtud fugitiva y enclaustrada. Esos caballeros deberían estar al aire libre, en el mundo.

– No creo que deba censurarlos por permanecer tumbados. -Mary se dio cuenta de lo poco que sabía acerca del joven-. Sin duda están cansados después de tantas aventuras.

Se internaron por King's Bench Walk.

– Y nosotros, ¿qué conseguiremos? -se preguntó Ireland-. ¿Cómo nos recordarán?

– Estoy convencida de que a estas alturas sabe que su nombre quedará vinculado al de Shakespeare.

William rió ante su comentario.

– ¿Le parece suficiente? ¿Cree que a alguien le basta con eso?

– A muchísimos.

– Mary, todavía no me comprende. Los papeles no son más que un comienzo. Reconozco que se trata de un golpe de suerte, ya que es un gran honor encontrar…, encontrar lo que he encontrado. Ahora bien, en cuanto me haga un nombre, estaré obligado a utilizarlo. Debo dar a conocer mi valía.

– Charles le augura una gran trayectoria. Está convencido de que posee un talento excepcional.

– ¿Para qué exactamente?

– Para la composición. Admira los artículos que usted publica en Westminster Words.

– Sólo han editado uno o dos. El señor Law me ha pedido que escriba acerca de cómo era el distrito Bankside en el pasado.

Pese a haber vivido toda la vida en Londres, Mary no conocía las zonas que se extendían más allá de su barrio. En ese aspecto no se diferenciaba mucho de sus vecinos.

– Creo que no sé a qué se refiere -reconoció.

– Hablo de Southwark, al sur del río, por allí; de la zona en la que antaño se alzaban el Globe y el Bear Garden, donde los osos luchaban con perros. Quiere que trace un esbozo del teatro en la época de los Tudor en contraposición a la era moderna. ¿Sabe que en tiempos de Shakespeare «moderno» significaba corriente o vulgar?

– ¿Puedo acompañarlo?

– Mary, ¿no le resulta significativo? Para el bardo, ser moderno quería decir común y poco interesante. Nosotros pensamos en los isabelinos como parte de un rico y colorico tapiz, pero Shakespeare prefirió remontarse a Lear y a César. Perdone, ¿qué acaba de decir?

– He preguntado si puedo acompañarlo a Southwark. No he estado nunca.

– Por supuesto, Mary, aunque he de recordarle que se trata de una zona algo peligrosa y sucia.

– No me preocupa. ¿Es el lugar donde Shakespeare vivió y se movió?

– Eso dicen.

– Entonces debo verlo.

Desde King's Bench Walk se dirigieron al río.

– Mi padre nos ha estado vigilando -añadió William a continuación.

– ¿Qué ha dicho?

– Que mi padre me siguió. -Con un leve desasosiego, el joven rió.

– Pero si no hay nada…

– ¿Iba a decir que entre nosotros no hay nada? Ya lo sé. No es ése el motivo por el que me siguió. Buscaba a Shakespeare. -Mary permaneció en silencio, tal vez abatida por el reconocimiento explícito de que entre ellos no había «nada más» que amistad-. Pretende rastrear ese río hasta su fuente. No confía en mí.

– ¿Está diciendo que su propio padre no confía en usted?

– Posee un carácter extraño y se pone hecho una fiera cuando hay dinero de por medio. -Caminaron unos segundos en silencio-. Le gustaría saber dónde están los papeles. Lo considera una especie de tesoro escondido en la cueva de un mercader, como en una especie de cuento de hadas.

– Y usted es el príncipe que sostiene la lámpara. -Mary encontró ese comentario peculiarmente gratificante-. Es usted quien invoca la presencia del genio.

– Bueno, bueno; y por si eso fuera poco las monedas de oro se apiñan a mi alrededor. Por eso me sigue, para averiguar dónde está la cueva.

– ¿Por qué no confía en usted?

– ¿Confía usted en mí?

– Por supuesto. Si lo desea, proclamaré aquí mismo su honradez. ¡Juraría donde hiciera falta que dice la verdad!

– No meta la mano en el fuego por mí. -William quedó sorprendido por la vehemencia de la muchacha-. Podría quemarse.

A un lado de la calle, una joven descalza tocaba el violín. Sus labios pálidos parecían moverse al son de la melodía de Esta bendita isla. Había subido desde el río en busca de unas pocas monedas. El lado derecho de su rostro estaba desfigurado a causa de una excrecencia o del bocio. Mary la observó con expresión de sorpresa y, sin la menor vacilación, sacó el monedero de su bolsa de labores y lo depositó a los pies de la joven.

Cuando regresó junto a William, las lágrimas rodaban por sus mejillas.

– Es por la falta de amor -afirmó. Siguieron andando y pasaron junto a los cimientos en ruinas de la puerta de los templarios-. Veamos, ¿qué significado tienen mis palabras para estas piedras? -Las miró como si tuviesen una profundidad insondable.

Cuando emprendieron el regreso, la joven todavía tocaba el violín. En el momento en el que pasaron a su lado, Mary aferró el brazo de William como si temiera un castigo. Se adentraron por Pump Court y, en cuanto desaparecieron de su vista, la joven dejó de tocar y recogió el monedero. Con gran agilidad se quitó el bocio que cubría un lado de su cara y se lo guardó en el bolsillo.

CAPÍTULO VIII

– «Eso requiere ciertas lágrimas para su verdadera ejecución. Si corre a mi cargo, cuide el auditorio de sus ojos. Provocaré tormentas…»

Rodeado por el resto de la compañía, Charles Lamb interpretaba a Lanzadera en el jardín de su casa de Laystali Street. Tom Coates hacía de Berbiquí y Benjamin Milton representaba el papel de Cartabón; habían convencido a Siegfried Drinkwater y a Selwyn Onions, dos compañeros de trabajo, para interpretar, respectivamente, a Flauta y Hocico. También alistaron a Alfredjowett, amigo de Siegfried que trabajaba en el departamento de impuestos, a fin de que hiciera de Hambrón. Ese domingo por la mañana se habían reunido a ensayar en la pequeña pagoda que el señor Lamb había construido en el jardín hacía diez años. La construcción, aunque bastante deteriorada, con la pintura desconchada y el metal oxidado, les permitía refugiarse del ligero aguacero estival que caía mientras recitaban sus papeles bajo la dirección de Mary Lamb.

– Entona, Lanzadera -pidió Mary a su hermano-. Da profundidad a tus palabras.

– «No obstante, mi fuerte es el tirano. Representaría a Hércules de un modo formidable, o cualquier papel de rompe y rasga en que hiciera todo trizas.» Luego está el verso. Mary, ¿tengo que declamarlo?

– Por supuesto, querido.

Tom Coates y Benjamin Milton cuchicheaban. Se partieron de risa cuando la joven llamó «querido» a su hermano. Benjamin se tapó la boca con un pañuelo y pareció pasarlas moradas. Charles no les hizo ni caso, pero Mary los fulminó con la mirada antes de preguntar con total indiferencia:

– Caballeros, ¿qué tiene de divertido?

– ¿No se trata de una comedia? -A Tom le costó articular las palabras.

– Querido, tu interpretación de Lanzadera es excelente -susurró Benjamin antes de desplomarse a causa de la risa contenida.

Siegfried Drinkwater, cada vez más impaciente, estaba a la espera de dar entrada a su personaje.

– Por favor, ¿podemos ensayar lo que dice Flauta? De lo contrario, olvidaré mis parlamentos, estoy convencido de que los olvidaré.

– Tus textos son cortos -precisó Alfred Jowett-. Apenas si son nada.

– Fred, te garantizo que me olvidaré.

Siegfried Drinkwater, un joven impulsivo, soñaba constantemente con las antiguas glorias familiares. Comunicó al mundo que era el séptimo en la línea de sucesión al trono de Guernsey y ni se inmutó por el hecho de saber que dicho trono ya no existía. Su amistad con Alfred Jowett desconcertaba a los demás porque Jowett era un hombre pragmático, realista y un tanto mercenario. En este sentido, había dividido su salario por el año laboral y calculó que ganaba cinco peniques y tres cuartos por cada hora trabajada. Guardaba una tabla con las cuentas en su escritorio y, cada vez que conseguía dedicar al ocio una de aquellas horas de oficina, añadía la suma a sus beneficios. Una vez concluida la jornada laboral, Alfred y Siegfried solían visitar los teatros más modestos. Siegfried observaba el pequeño escenario con sincero deleite y a menudo lloraba ante un giro desafortunado del drama, mientras Alfred contemplaba con placidez a las actrices y a las «extras» de las compañías.

– No tiene sentido interpretar esta comedia si va a estar plagada de risillas -advirtió Mary.

– En los sermones de Barrow -replicó Selwyn Onions-, «risillas» equivale a menear los pulmones como si fuesen un fuelle. También se conoce como zumbido.

Aquello fue demasiado para Tom Coates, que se retorció de risa en su silla. Selwyn era famoso por sus explicaciones útiles… y también por estar casi siempre errado, sobre todo en lo referente a los hechos y los detalles. En la East India House, «Selwyn dice…» se había convertido en una muletilla con la cual daban a entender que alguien estaba a punto de pronunciar una soberana tontería.

Habían llegado al momento de la escena en el que Siegfried, en el papel de Flauta, aparece ante la llamada de Pedro Cartabón: «¡Francisco Flauta, el remiendafuelles!».

– ¿Soy un remiendafuelles? Creía que tenía algo que ver con las flautas, que es a lo que alude mi apellido.

– No, Siegfried. -Por un momento Benjamin Milton se despojó del papel de Cartabón-. Guarda relación con el timbre de tu voz, que ha de ser aflautado.

– ¿Qué quieres decir?

– Que tu voz tiene que ser aguda y ligera.

– ¿En vez de suave y cantarina?

– El texto no lo menciona. Las flautas isabelinas eran célebres por su sonido débil y agudo.

– Si me lo permites, debo aclararte que no existe un solo Drinkwater que sea débil. Pregunta a los habitantes de Guernsey.

– Señor Drinkwater, sólo le pido que levante un poco la voz.

– ¿Cómo dice, señorita Lamb?

– Le ruego que suba una escala el tono de su voz. Señor Milton, le agradeceré que repita su frase.

– «¡Francisco, el remiendafuelles!»

– «¡Presente, Pedro Cartabón!»

– «Flauta, vos tenéis que cargar con Tisbe.»

– «¿Qué es Tisbe? ¿Un caballero andante?»

– «Es la dama a quien debe amar Píramo.»

– «No, a fe mía, no me deis papeles de mujer.» No pienso interpretar a una mujer. -Siegfried se mostraba indignadísimo-. Charles, dijiste que me tocaría el papel de un honrado trabajador.

– Y así es.

– No pienso ponerme un vestido.

Selwyn Onions intervino por enésima vez:

– Bastará con que luzcas una bata corta o un mandil.

– ¿Cómo dices? ¿He entendido bien? ¿Has mencionado un mandil? Los Drinkwater no conocemos el significado de esa palabra.

Benjamin Milton y Tom Coates asistían a la conversación con intenso regodeo. Benjamin cogió la petaca de cerveza negra que llevaba en la cadera y, subrepticiamente, echó un trago al coleto. Se la pasó a Tom, que para beber le volvió la espalda. Alfred Jowett se inclinó junto a sus amigos y comentó:

– ¡Vaya juerga para una mañana de domingo! ¿Han ido a la iglesia? -preguntó mientras señalaba la casa de los Lamb.

– Me parece que no -replicó Tom-. Aunque la señora Lamb es creyente, o al menos eso es lo que me han dicho.

– He oído que papá está tocado del ala.

– ¿Qué?

– Que está loco. -Se apoyó un dedo en la sien-. Viene de familia.

Mary Lamb repitió la frase que le tocaba a Siegfried:

– «No, a fe mía, no me deis papeles de mujer. Me está saliendo la barba.» Señor Drinkwater, como puede ver es usted un hombre. No cabe la menor duda.

– ¿Lo sabrá el público?

– Por descontado. Le pondremos un sombrero de bocací. Nadie se confundirá con relación a su sexo.

***

Mary se había hecho enormes ilusiones con esa obra. Quedó encantada cuando Charles le pidió que apuntara y dirigiese a sus compañeros. A lo largo de las últimas semanas había experimentado un exceso de energías interiores, un entusiasmo difícil de contener, y ansiaba desviarlo. Por eso estudió con impaciencia el entremés interpretado por los artesanos contenido en la comedia Sueño de una noche de verano. Había ayudado a Charles a enlazar las diversas escenas e incluso había incorporado textos adicionales y acotaciones a fin de otorgarle continuidad. Sin embargo, no había comentado el proyecto con William Ireland. Estaba convencida de que el joven se habría sentido excluido y también tenía la seguridad de que habría llegado a conclusiones erróneas. Se trataba de una de esas complicadas situaciones humanas que Shakespeare era capaz de explicar con maestría. William Ireland habría estimado que se le rechazaba por su condición de comerciante. El hecho de que además tuviera aspiraciones literarias no habría hecho más que acrecentar la ofensa. Era un advenedizo y no le correspondía codearse con caballeros. A decir verdad, su oficio no había tenido nada que ver.

– ¿Invitamos al señor Ireland a participar? -había preguntado Charles a su hermana.

– ¿A William? Claro que no -replicó Mary sin perder un segundo-. Es demasiado… -Por su cabeza pasó la palabra «sensible»-. Es demasiado serio.

– Sé a qué te refieres. Nuestra modesta diversión no le causaría la menor gracia.

– En su caso, Shakespeare se ha convertido en una causa sagrada.

– Sin duda se daría cuenta de que nuestras intenciones son buenas.

– Desde luego, pero William dedica tanto tiempo y atención a los papeles que…

– …que no ve el lado alegre de las cosas.

– Todavía no. De momento no se da cuenta. Resérvalo para tus amigos.

Charles Lamb sospechaba que su hermana estaba más pendiente de William Ireland de lo que estaba dispuesta a reconocer. Sus afanes y aquella trémula atención a lo que Mary percibía como los sentimientos del joven confirmaron su interés por él. Charles evocó la súbita imagen de un ciervo abatido…, pero no supo si se trataba de William o de Mary.

***

– «¿Tenéis escrita la parte del León?» -Tom Coates ensayaba el papel de Berbiquí-. «Os ruego que me la deis, si la tenéis, porque aprendo despacio.»

– Hay que reconocer que es cierto.

– Señor Jowett, le ruego que no interrumpa. Señor Milton, continúe con su papel.

– «Podéis improvisar, pues no habéis de hacer más que rugir.»

– Señor Milton, ¿se ve capaz de adoptar un tono más vulgar? -Mary estaba concentrada en el texto y no levantó la cabeza-. ¿Puede expresarse con tosquedad?

– Señorita Lamb, eso me parece dificilísimo.

– Por favor, inténtelo. No puede sonar como un empleado de banco. Debe hablar como un carpintero.

Bastante sorprendido, Charles había reparado en la intensidad e impaciencia con las que su hermana dirigía el ensayo. En ese momento tuvo la sensación de que todos sus actos eran extremos. En las últimas semanas también se había mostrado nerviosa e inquieta… y autoritaria, en particular, con su madre.

***

Tres días antes, la señora Lamb había regañado a Tizzy porque llevó a la mesa tostadas quemadas.

– ¿Qué te pasa? -reprendió a la vieja criada-. El señor Lamb no soporta la corteza dura.

Mary arrojó sobre el mantel la cucharadilla llena de azúcar que sostenía sobre la taza.

– Madre, esta casa no es un reformatorio ni nosotros somos tus internos.

El señor Lamb miró a su hija con ternura y admiración, y musitó:

– En el rellano a la izquierda. Es la última puerta.

La señora Lamb permaneció muda y, azorada, comprobó que Mary abandonaba su sitio y la estancia. Charles untó la tostada con mantequilla y adoptó una actitud reflexiva.

– No entiendo a esa muchacha -reconoció la señora Lamb-. Es tan voluble… Señor Lamb, ¿tú qué opinas?

– Norte cuarta al nordeste -replicó, ante lo cual su esposa se mostró en apariencia satisfecha.

Charles era propenso a atribuir la conducta excéntrica de Mary a su amistad con William Ireland; aquel joven se las apañaba para inquietarla. No lo censuraba por ello porque, a juzgar por lo que sabía, el comportamiento de Ireland era impecable. No obstante, Mary jamás había establecido una relación de confianza con alguien relativamente desconocido. Era así de simple… y de grave.

***

– «Pues no habéis de hacer más que rugir» -Benjamin Milton interpretaba ahora el papel de Cartabón con un marcado acento barriobajero.

– Así está mejor, señor Milton, pero, ¿no le parece que un dialecto rural sería más adecuado?

– Señorita Lamb, ¿con modismos campesinos? ¿Se le ocurre algo?

– ¿Alguna vez ha asistido a las clases del profesor Porson sobre antigüedad clásica?

– Por supuesto, en el Masonic Hall.

– ¿Podría emplear una voz como la del profesor?

Tizzy salió al jardín y anunció que «el joven» esperaba a la señorita Mary en la puerta.

– ¿Ha dicho «el joven»? -preguntó Benjamin con gran alborozo.

Charles lo fulminó con la mirada mientras, presa de la confusión, Mary seguía a Tizzy por el jardín bajo la iluminada lluvia estival.

***

Mary contuvo el impulso de mirarse al espejo cuando entró en la casa.

– Tizzy, ¿lo has hecho esperar en la calle?

– ¿Dónde más podía dejarlo? Su madre está en el salón y el recibidor está lleno de zapatos.

Mary se dirigió a la puerta y saludó a William que, sombrero en mano, aguardaba en el umbral.

– Señor Ireland, no sabe cuánto lo lamento. Le pido mil disculpas porque…

– Mary, no puedo quedarme. El miércoles por la mañana visitaré Southwark. -De pronto William titubeó-. Por si no lo recuerda, usted dijo que deseaba venir conmigo.

– Claro que lo recuerdo. Le estaré muy agradecida. -Ése no era un comentario adecuado y durante unos segundos Mary dejó de mirarlo-. Iré encantada. ¿Ha dicho el miércoles por la mañana? -William asintió-. Lo apuntaré en mi diario. ¿Quiere pasar?

Más allá de las palabras, existe una comunicación muda y William supo que la muchacha no quería que entrase en la casa. Además, vio que el señor Lamb atisbaba desde el otro lado de la cortina, como el guardián de un castillo presto a repeler un ataque.

– Es muy amable de su parte, pero no, no puedo hacerlo. El tiempo apremia. -William extendió la mano y Mary la cogió-. Vendré a recogerla. ¿Le parece bien a las nueve de la mañana?

William se alejó, con el sombrero en la mano, y Mary lo contempló mientras bajaba por Laystall Street en dirección al corrillo de mujeres formado alrededor de la bomba de agua.

Mary se dio media vuelta, suspiró y oyó que su madre se acercaba con rapidez a la chimenea. No tenía la menor intención de dirigirle la palabra, pero la señora Lamb la llamó con aquel tono quejumbroso que tan bien conocía:

– Mary, ¿puedes venir un momento?

– Sí, mamá, ¿qué quieres?

– Ese jovencito…

– El señor Ireland.

– A él me refería. Ese jovencito debe haber abierto un camino hasta esta casa. Se presenta constantemente.

– Mamá, ¿qué tiene de malo?

– Nada, sólo era un comentario. -Mary guardó silencio-. Mary, ¿te parece correcto interpretar un drama de Shakespeare un domingo por la mañana?

– No estamos actuando, mamá. Tan sólo leemos algunas partes.

– Pues tu padre se pone nervioso. Basta mirarlo para verlo. -El señor Lamb estaba tumbado en el diván y contemplaba las idas y venidas de una mosca. Desde el estallido colérico de Mary a la hora del té, la señora Lamb se había mostrado más circunspecta con su hija; sólo se permitía comentarios y «observaciones» amplios o aludía a los sentimientos del señor Lamb sobre cuestiones concretas-. Tu padre siempre ha respetado el día del Señor.

– En ese caso, ¿por qué no habéis ido a la capilla?

– Por los pies del señor Lamb. Quizá se curen a tiempo para asistir al oficio vespertino.

Mary ya no la escuchaba. Experimentó un extraño mareo que la llevó a aferrarse al brazo de un butacón. Fue como si alguien hubiese abierto un agujero en su cráneo e introducido aire caliente.

– Nunca dice nada, pero yo me doy cuenta de que cojea como el caballo de un cervecero. ¿No es así, señor Lamb? -Mary reparó en los sonidos que se produjeron a su alrededor y se restregó la cara con impaciencia-. Pase lo que pase, el señor Lamb no se queja. Mary, ¿te ocurre algo?

La muchacha se arrodilló en la alfombra y apoyó la cabeza en un costado de la silla.

Su padre la miró y sonrió encantado.

– El Señor te lo quita -declaró.

– ¿Se te ha caído algo?

– Sí. -Mary comenzó a recuperarse y clavó la mirada en la alfombra, pero sin verla-. Enseguida voy. Se me ha caído una horquilla.

– Me gustaría ser lo bastante joven como para agacharme. ¡Hablando del ruin de Roma y por aquí asoma! Charles, ayuda a tu hermana a buscar una horquilla. La ha extraviado.

Al entrar desde el jardín, Charles se sorprendió de que lo llamasen ruin.

– Querida, ¿dónde la dejaste?

– No sé. -Aferró la mano de su hermano, que la ayudó a ponerse en pie-. Me equivoqué. No he perdido nada.

– El señor Ireland acaba de presentarse -informó la señora Lamb a su hijo con una actitud que resultó harto significativa.

– ¿De verdad? ¿No se ha quedado?

– Mary habló con él en la puerta.

– Mamá, tenía cosas que hacer.

La muchacha se apoyó en el brazo de su hermano.

– Por lo que parece, es un joven muy ocupado.

***

Lo cierto es que Charles empezaba a envidiar a William Ireland. En un mes, el director de Westminster Words ya había publicado dos artículos suyos, «El humor en El rey Lear» y «Los juegos de palabras en Shakespeare»; también le había propuesto escribir una serie de esbozos sobre personajes shakespearianos. En cambio, el artículo de Charles sobre los deshollinadores todavía no había visto la luz, aunque Matthew Law también le había pedido que redactase un texto sobre los mendigos de la metrópoli. El director había aconsejado que se centrase en los mendigos más pintorescos o excéntricos en lugar de en los más necesitados o depravados, pero Charles sólo se había topado con dos o tres de ese tipo: el enano que pedía limosna en la esquina de Gray's Inn Lane con Theobald's Road y que en alguna ocasión se deslizaba entre los caballos con el propósito de espantarlos, y la calva de Saint Giles, que se desplomaba en plena calle a cambio de monedas de medio penique. Charles no estaba para nada seguro de que semejantes personajes dieran lugar a reflexiones profundas sobre la vida vagabunda de la ciudad.

En cualquier caso, ¿podía considerarse él un escritor? En modo alguno era un autor profesional, ya que su cargo en la East India House lo imposibilitaba para ello. Además, carecía de los arrestos necesarios para hacer frente a las dificultades y las decepciones de la vida literaria. Comparó su situación con la de William Ireland, que había encontrado un gran filón gracias a su descubrimiento de los papeles shakespearianos. Incluso cabía la posibilidad de que Ireland escribiese un libro.

***

– ¿Quieres continuar? -preguntó Mary.

– Querida, no te entiendo.

– ¿Quieres continuar en el jardín o hemos terminado el ensayo?

– Eso parece. Yo diría que hemos terminado. -Charles se dejó llevar por el tono implícito en las palabras de su hermana, que parecía deseosa de estar a solas.

– Tenemos que volver a reunimos todos una noche de esta semana. -Apartó su mano del brazo de Charles y se dirigió a la puerta-. Pídeles que preparen la próxima escena.

***

La mañana del miércoles siguiente, Mary Lamb y William Ireland bajaban los escalones de Bridewell Wharf rumbo al río. Había llovido y la madera estaba gastada por el uso constante, por lo que William la tomó del brazo y la sostuvo hasta llegar a la orilla. Mary se disculpó por su lentitud.

– Lo siento. Me temo que mi actitud no es muy elegante.

– Mary, tampoco deja de serlo. La necesidad tiene su propia elegancia.

– A veces dice cosas de lo más sorprendentes.

– ¿En serio? -William se mostró en verdad halagado-. Vaya, allí están.

En el muelle se veían tres o cuatro barqueros junto a las embarcaciones amarradas. Cuando William pidió que los cruzaran, los barqueros los remitieron a un tal Giggs, que había llegado primero, si bien no parecía muy dispuesto a interrumpir su alegre charla. En su gorra de lana el hombre lucía la insignia dorada de su oficio y, con un gesto típico, la abrillantó con la manga.

– Le costará seis peniques.

– Me habían dicho que valía tres.

– Es por la lluvia. Hace mucho daño a la barca.

– Podríamos haber cruzado por el puente -le comentó a Mary con tono bajo mientras se acercaban al amarradero.

– William, por el puente es muy aburrido. Esto es emocionante, es de verdad.

Subieron a la modesta embarcación. William cogió a Mary de la mano y la condujo hasta la banqueta de madera de la popa. Al grito ritual de «¡Todo bien!», Giggs soltó amarras y empujó el bote de remos.

– ¿Nos llevará hasta Paris Stairs? -preguntó William a gritos.

– Allá voy.

Mary nunca había atravesado el Támesis en barca y perdió el sentido de las proporciones en ese entorno desconocido.

– En el agua me siento muy pequeña -reconoció.

– No es por el tamaño, sino por el pasado que entraña.

En el centro del río el viento pareció soplar con más fuerza.

– William, pero eso no explica esta clase de aire, tan fresco y vivificante.

– Es el mismo recorrido que él hacía. Cuando vivía en Shoreditch, cruzaba desde esta orilla al Globe en una embarcación como ésta. Nada ha cambiado.

Se cruzaron con un balandro, que se dirigía río abajo con un cargamento de cenizas, y las aguas turbulentas rompieron en sus proas. Mary pareció disfrutar de la sensación de verse sacudida en medio del río.

– Huelo a mar -aseguró la muchacha-. ¡Ojalá pudiésemos dar la vuelta y navegar hacia el mar!

Aunque Giggs no entendió lo que decía la joven, al ver su expresión de contento y entusiasmo comenzó a entonar una de las canciones marineras que conocía desde su más tierna infancia:

Desde el sur mi amada llegó,

de la costa de Berbería,

donde con valerosos galanes de guerra se topó

de uno en uno, de dos en dos y de tres en tres.

También entonó el estribillo, que aludía al arriado de una vela e incluía juegos de palabras subidos de tono, con vocablos como «corte», «raja» y «agujero». William lo miró consternado y no se atrevió a regañarlo, mientras Mary parecía a punto de desternillarse de risa; se regodeó con la canción y hundió la mano en el agua.

– ¡Hemos llegado a Paris Stairs! -anunció Giggs antes de que tocaran la orilla. Los pasajeros disfrutaron del poderoso aroma de la brea de calafateo, que se mezclaba con el de las cazuelas de pescado y la madera en descomposición. Para Mary supuso un extraordinario instante de descubrimiento. Al aproximarse a la orilla sur contempló toda la vida fluvial que se desparramaba por las callejas estrechas extendidas tras los cobertizos y las barracas que bordeaban el Támesis. Arribaron al amarradero de Paris Stairs y, sin dirigirse a nadie en concreto, el barquero gritó-: ¡Atención, atención, atención!

Giggs lanzó la amarra hacia el noray de hierro y acercó el bote al pequeño embarcadero de madera, al que Mary saltó con impaciencia. Cuando William pagó los seis peniques del trayecto, la muchacha ya se había adentrado por una callejuela empedrada en la que el barro discurría con plena libertad.

– El foso de los osos estaba allí -explicó William-. La audiencia del Globe los oía a la perfección. Lo llamaban «el canto del oso».

– Aquí sigue habiendo mucho ruido.

– Los habitantes del río tienen fama de ser ruidosos. El ruido discurre por sus venas.

– Yo diría que es el agua la que fluye por sus venas.

– Es probable.

Caminaron hacia Star Shoe Alley y William percibió el excelente estado de ánimo de Mary.

– Más que a agua huelo a lúpulo -reconoció la muchacha.

El viento del sudeste arrastraba hasta ellos el aroma embriagador de la destilería Anchor.

– Mary, el sur abunda en olores y también ha sido un lugar de placeres. ¿Acaso existe mayor placer que el que proporciona la cerveza?

– Me temo que Charles estaría de acuerdo con usted.

– ¿Lo teme? No hay nada que temer. -De repente, Mary se dio cuenta de que a William le costaba contener su entusiasmo-. Tengo algo que decirle -añadió el joven.

– ¿De qué se trata?

– De momento no debe contárselo a nadie. -William vaciló unos segundos-. La he encontrado. He encontrado una obra perdida. Hace mucho tiempo que se la dio por perdida y ahora la he encontrado.

– Creo que comprendo lo que está diciendo…

– Entre los papeles encontré una obra de Shakespeare, un texto entero, completo. -Atravesaron Star Shoe Alley y se cruzaron con dos mujeres reclinadas en un portal con los postigos rojos. William no les hizo el menor caso y Mary las observó sorprendida-. Se titula Vortigern.

– ¿No es el nombre de un rey?

– Es un monarca de la antigua Britania. Mary, ¿no se ha dado cuenta de lo que estoy diciendo? Se trata de una obra desconocida de Shakespeare, de la primera en dos siglos. Es un gran acontecimiento, algo trascendental.

De modo inesperado, Mary se detuvo en medio de la calle.

– Todavía no lo asimilo. Discúlpeme, pero no soy capaz de considerarlo en toda su magnitud.

– No es inferior a El rey Lear ni a Macbeth. -William se paró junto a ella-. Al menos eso creo. Venga, estamos llamando la atención.

Varios niños andrajosos y descalzos se aproximaron a ellos con las manos extendidas.

Mary y William se dirigieron a George Terrace, una hilera de casitas en avanzado estado de deterioro. En lugar de ventanas había tablones clavados y el olor a aguas residuales invadía la atmósfera.

– Mary, quiero que sea la primera en verla, antes que nadie. Ni siquiera mi padre conoce su existencia.

– William, me asustaría tocarla por temor a que…

– ¿Por temor a que se le deshaga en las manos? De eso no tiene por qué preocuparse. He realizado una transcripción.

– Por supuesto que la leeré. ¿Mantendrá el secreto durante mucho tiempo?

– No, claro que no. Debe publicarse para que el mundo entero la conozca. Debe representarse. -El joven miró hacia el río-. Mi padre conoce al señor Sheridan, por lo que albergo la esperanza de que la programen en el Drury Lane.

– Nunca antes había mencionado a Sheridan.

– ¿Está segura? -William rió-. Supuse que mi padre había hablado largo y tendido con usted sobre el empresario. Es su tema preferido. Hemos llegado. -Se detuvieron poco más allá de la hilera de casitas-. Si los cálculos del señor Malone son correctos, el Globe original se alzaba justo en este punto y formaba un polígono. Aquí estaba el escenario.

El joven Ireland se aproximó a un cobertizo de madera que albergaba sacos blancos de harina o de azúcar; en la entrada remoloneaba un chiquillo con una pipa de arcilla en la boca.

– ¿Qué lo trae por aquí? -preguntó el crío cuando William acortó distancias.

– Nada. Solamente estoy paseando.

El niño se quitó la pipa de la boca y miró a William con recelo.

– Si silbo vendrá mi papá.

– No hace falta, no hace falta. -Ireland regresó junto a Mary-. Ese era el patio, el foso en el que la audiencia permanecía de pie. ¿Sabe que éste es el origen de la palabra understanding, que significa «comprensión» o «entendimiento»? Los presentes se encontraban debajo, under, y de pie, standing, en el patio, y de ahí deriva la palabra.

– Se lo ha inventado.

– Nada de eso, es verdad. Las galerías rodeaban tres de los lados del polígono. Pregonaban frutos secos, tordos asados al espetón y cerveza embotellada. Las trompetas sonaban tres veces para anunciar la primera escena y, a continuación, vestido de negro de la cabeza a los pies, entraba el Prólogo. -Señaló al chiquillo de la pipa-. Lo más seguro es que tanto él como yo hubiéramos estado aquí. Habríamos asistido juntos a la representación de Vortigern. -William tenía la mirada encendida. El barrio entero está encantado más allá de cualquier justificación racional-. Mary, la razón no puede explicarlo. ¿No se da cuenta? El Globe sigue aquí, todavía ocupa este espacio.

Mary dirigió su mirada al solar en el que se alzaban dos o tres ahumaderos de pescado, así como los restos de un montículo de ceniza que ya ni siquiera interesaba a traperos y pordioseros.

– Me temo que la orilla sur ha dejado de ser gloriosa -comentó-. William, por desgracia no poseo su imaginación.

– Quizá no sea gloriosa…

– …pero resulta intensamente interesante -se apresuró a añadir Mary.

– Es tan interesante como la vida misma. Mary, ¿a eso se refería?

– Supongo que no aludía a algo tan grandioso. De todas maneras, el polvo me gusta, lo mismo que el aroma de este barrio. Aquí nada existe para cubrir las apariencias.

Ireland se apresuró a mirarla y preguntó:

– ¿Emprendemos el regreso al río? Parece cansada.

– ¿No hay nada más que merezca la pena explorar?

– Siempre hay algo más que explorar. Al fin y al cabo, estamos en Londres.

Así fue como caminaron hacia el este, rumbo a Bermondsey, y en su lento recorrido por las calles ribereñas pasaron frente a la fábrica de vinagre y a la maternidad. Dieron la vuelta a la altura del puente porque William advirtió que no era seguro seguir adelante y cogieron otro camino a través del enjambre de callejuelas secundarias construido sobre las marismas de Southwark. De sopetón William se detuvo.

– ¡Mary, párese a pensarlo! ¡Una nueva obra de Shakespeare! ¡Todo cambiará!

– ¿Usted también?

– Oh, no, yo soy irredimible.

Ante ellos se extendía un terreno abierto, salpicado de fosos y zanjas, y se detuvieron a observarlo. Mary se giró y miró hacia el río.

– ¿Qué es lo que se vislumbra a lo lejos?

– Una noria. Bombea agua del Támesis a través de delgados cangilones de madera. Mary, Vortigern es temible. Accede al trono mediante el asesinato y la traición; mata a su madre.

– Tuvo que ser muy malvado.

– Luego asesina a su hermano.

– ¿Más o menos como Macbeth?

– Básicamente, sí, aunque Macbeth no liquidó a los miembros de su familia. ¿Me permite citarle un fragmento?

– ¿Puedo cogerlo unos segundos del brazo?

– Por supuesto. ¿Se encuentra bien?

– La visita me ha fatigado. ¿Sabe parte del texto de memoria?

William la tomó del brazo y, con la mano libre, gesticuló mientras caminaban.

¡Ay, si pudiera suavizar esa férrea lengua

y acostumbrarla a la música del tierno amor!

Pero así aprendí, así me enseñaron,

y si semejantes relatos satisfacen tu delicado oído,

por muy tajantes, toscos y verídicos que sean,

contempla al que sobrevivirá a toda una jornada

de asedios persistentes, marchas y batallas; dime,

donde el sediento Marte tan ahíto ha quedado de sangre,

ese ansia enfermiza no esperaba «¡nada más!».

– Es muy sorprendente -comentó Mary, que parecía extrañamente abatida.

– Posee el tono que corresponde a Shakespeare.

Alcanzaron un grupo de casas situado junto a Paris Stairs. A sus oídos llegó el sonido de una discusión encarnizada, como la que tendría lugar entre madre e hija, seguida de gritos y golpes sucesivos. Mary huyó hacia el río y William corrió tras ella.

– Lamento que haya oído esa disputa. Aquí se trata de algo bastante habitual.

Ireland se percató de que la muchacha temblaba de manera notoria. Justo en ese momento, Mary realizó un movimiento raro, como si cayese de lado. Se deslizó o derrumbó desde la orilla al río. Cuando se sumergió, el vestido rojo se arremolinó a su alrededor, como una flor que de súbito alcanzase la plena floración. William se lanzó a rescatarla. La marea era baja y en la orilla de Southwark el río no era profundo ni traicionero. La mujer se hundió cuatro o cinco pies antes de luchar por salir a la superficie. William se las apañó para cogerla en brazos y conducirla hacia el embarcadero de madera. Tocó el fondo con los pies e impulsó a Mary hasta que la mujer sacó la cabeza del agua. Cuando llegaron a la orilla, dos barqueros y una pescadera extendieron los brazos y los acarrearon hasta la ribera seca. Ambos estaban sin aliento y Mary vomitó agua sobre el barro y los guijarros, junto a los botes. La pescadera se situó tras ella y le golpeó la espalda.

– Jovencita, saque el agua. Así me gusta. El río nunca ha sido bondadoso con los que se lo tragan.

Aunque estaba de pie, William quedó sorprendido por la debilidad que experimentaba. Se apoyó en un noray y miró a los barqueros, aunque no los distinguió con claridad: con más intensidad que todo lo demás, todavía contemplaba el vestido rojo que se hinchaba en forma de flor. Llegó a la conclusión de que se trataba de la flor de la muerte.

La pescadera condujo a Mary hasta una cabaña que los pescadores usaban para guardar los aparejos y William la siguió. La anciana encendió el brasero de carbón y la cabaña se llenó de humo, pero Mary no tosió ni se atragantó; permaneció cabizbaja y con la vista clavada en el suelo.

– Debió de resbalar en la madera -explicó William con delicadeza-. Es muy traicionera.

– Lo lamento.

– No hay nada que lamentar. Le podría haber ocurrido a cualquiera, incluso a mí.

– No, fue culpa mía. Tendría que haberme detenido.

William no entendió a qué se refería.

– La ropa de buen hilo seca enseguida -intervino la pescadera, en un intento de consolar a Mary-. Al algodón le cuesta más. -Mary tiritaba y la anciana se quitó el chal y lo dejó caer sobre los hombros de la joven-. No estuvo en el río el tiempo suficiente como para quedar calada. No le ocurre lo que a los cadáveres. -La vieja tomó asiento en una caja de madera, frente a William, y mencionó a los suicidas que saltaban desde el puente de Blackfriars; cuando había mal tiempo, la corriente del río Fleet, que nacía en la orilla de enfrente, hacía que los cadáveres se apiñasen junto a los embarcaderos de París Stairs.

– A buen seguro que el agua los destroza -intervino Mary-. Además, la carne actúa como una esponja.

– Lo sé muy bien, señorita.

William había secado su chaqueta junto al fuego de carbón, pero aún temblaba porque su ropa interior continuaba mojada.

– ¿Cómo llegan a tomar semejante decisión?

– Por las penurias -respondió la pescadera.

– Lo más probable es que se figure que ellos están fuera de sí -reconvino Mary a Ireland-. Pero en su caso, las leyes de la vida convencional no son aplicables.

– Que Dios los perdone, no son más que pobres mortales. -La pescadera se inclinó y tocó los bajos del vestido de Mary-. Han sido poco afortunados. ¿Mas quién no lo es en este mundo perverso? Señorita, el calor no seca su vestido. Regrese a casa antes de que coja frío. Harry Sanderson la cruzará en su bote.

Mary se puso en pie y devolvió el chal a la vieja.

– Como puede ver, me encuentro perfectamente. No tengo fiebre.

– Señorita, ni la mencione. Muchos han caído fulminados aquí mismo a causa de la fiebre.

– William, ¿embarcamos?

Se dirigieron a la orilla y la pescadera llamó al tal Harry.

Durante el cruce del río hasta el Bridewell Wharf, Mary empezó a hablar a gran velocidad:

– William, ¿por casualidad ha leído las novelas de Fanny Burney? Supongo que no. Debe de pensar que son demasiado humildes para usted, demasiado femeninas. Me sorprendería que dispusiera de tiempo para dedicarlo a las mujeres.

– Me avergüenza reconocer que no he leído sus obras. -William quedó desconcertado por el súbito interés de Mary por el tema-. Dicen que Cecilia es altamente recomendable.

– Nada de eso, lea Evelina. La heroína es una incomprendida y nadie la ve como es en realidad. ¿Cómo es posible que alguien así se adapte al mundo?

William estaba desconcertado.

– Conseguiré un ejemplar.

– ¡Le daré el mío! Charles considera que es un libro absurdo pero, ¿a quién le preocupa su opinión? -Mary contempló Lambeth por encima del río-. ¡Cuántas molestias causan las barquitas que se deslizan por el agua! ¿Ha visto que algunas se interponen en la trayectoria de las demás? El mundo es un lugar muy ajetreado. ¿No comparte conmigo que todo es insondable?

***

Mary llegó con William a Laystall Street a bordo de un tílburi. Temblaba de frío y agotamiento. Tizzy abrió la puerta y, sobresaltada, retrocedió unos pasos.

– En nombre de Dios, señorita, ¿qué le ha pasado?

– Tizzy, no te asustes. Estoy bien.

– Se cayó -explicó William-. Desvístala sin más dilaciones y métala en la cama. Necesita un caldo caliente.

La señora Lamb apareció en el recibidor con la cofia puesta y se tapó la boca con la mano.

– Tranquilízate, madre. No estoy herida.

– ¿Fue en el estanque?

– No, mamá, en el río.

Mary entró en su casa, trastabilló y cayó sobre el perchero de los sombreros.

Se desencadenó una gran conmoción mientras, de forma alternativa, Tizzy y la señora Lamb la transportaban y la arrastraban escaleras arriba hasta su cuartito del ático. Mientras William esperaba corroído por los nervios, la madre y la criada la desvistieron y la metieron bajo las mantas. Tizzy bajó la escalera como un suspiro y, sin mirarlo, salió a la calle. El señor Lamb se había enterado de que pasaba algo, ya que abandonó con sigilo el salón y se acercó a William.

– ¿Un indicio de lo que ocurre?

– Señor, Mary no se encuentra bien.

– Exactamente.

En ese momento la señora Lamb tomó la palabra desde lo alto de la escalera:

– Tizzy ha ido a buscar al médico. Señor Ireland, me gustaría hablar con usted. ¿Tendría la amabilidad de poner a calentar el agua?

– Por supuesto.

William se acercó a la chimenea del salón, en la que, incluso en verano, ponían el hervidor a calentar en un trébede de metal que colocaban sobre el carbón. Observó que el agua hervía en el preciso momento en el que la señora Lamb entraba a gran velocidad.

– Creo que lo mejor será ginebra y pipermín calientes. De lo contrario, cogerá fiebre. Señor Ireland, ¿qué ocurrió?

– Mary tropezó y cayó cuando estábamos junto al Támesis.

– ¿Qué hacían a la orilla del río?

– Explorábamos Southwark.

– ¿Exploraban Southwark? -se admiró la señora Lamb, como si se tratase de las estepas rusas.

– Íbamos a la búsqueda de Shakespeare.

– Señor Ireland, Shakespeare acabará por significar la muerte de mi hija. No debería alentarla. Señor Lamb, estoy convencida de que deberías prohibir sus libros en esta casa.

– No fue más que un accidente…

– Accidente o no, jamás tendría que haber ocurrido. ¿Dónde he guardado el pipermín?

La señora Lamb preparó el cordial en un cuenco de barro de grandes dimensiones y, con el recipiente entre las manos, salió con aire majestuoso del salón. William se volvió y comprobó que el señor Lamb bebía un generoso trago de la botella de pipermín.

– Caliente -decretó el buen hombre-. Está caliente como el hielo.

CAPÍTULO IX

Mary se recuperó de la fiebre después de pasar en cama las dos semanas posteriores a su remojón en el Támesis. En esos días ardió, tiritó, suplicó que le diesen algo fuerte de beber e insistió en que necesitaba aire fresco. Sudó copiosamente, lo que, para contrariedad de la señora Lamb, llevó a Tizzy a afirmar que no podía entender que alguien guardase tanta grasa en su interior. También masculló palabras y frases incomprensibles mientras dormía.

William Ireland visitó la casa durante la enfermedad de Mary, aunque se le advirtió de que no debía agitarla ni perturbarla y que el médico había recetado reposo y descanso. Al cabo de la segunda semana, permitieron que William hablase con Mary, quien, envuelta en un chal, permanecía sentada junto a la ventana del salón.

– Espero que se encuentre mejor -inquirió William sin más preámbulos.

– No ha sido nada. Cogí un poco de frío. No cabía esperar otra cosa.

– Le he traído algo.

– ¿La obra? -preguntó Mary. William movió afirmativamente la cabeza-. Estaba medio convencida de que había sido un sueño. William, aquel día fue en verdad tan peculiar para mí. Ahora me parece todo muy lejano e irreal…

– Pues aquí está. -Ireland le entregó una carpeta marrón encuadernada-. Yo diría que esto es del todo real.

Mary apoyó la carpeta en su regazo y miró por la ventana.

– Casi me da miedo tocarla. Es como si fuera un objeto sagrado, ¿no? -El joven sonrió y continuó en silencio-. Me ayudará a vivir.

– El señor Malone ha confirmado su autenticidad. Por si eso fuera poco, mi padre ha tanteado al empresario del Drury Lane.

– ¿La representarán?

– Eso espero.

– William, le confesaré una cosa. No sé por qué, pero habría preferido que siguiese siendo un secreto.

– ¿Nuestro secreto? Imposible, no puede ser…

La señora Lamb entró en el salón para anunciar:

– Mary, has de descansar. Nada debe agitarte.

– Mamá, no estoy agitada. -Miró a William-. Me siento arrebatada.

– Sea lo que sea, ya es suficiente por hoy. Señor Ireland, le deseamos que pase un buen día.

***

Mary leyó la obra a lo largo de la tarde. Abundaba en grandes palabras, sentimientos ambiciosos, cadencias maravillosas y mágicas y extrañas conjunciones de sonido y sensibilidad. Se trataba de un drama tejido alrededor de envidias y violencia desenfrenada, que apelaba al antiguo dios britano de la venganza, «cuyo poder pone morado al verde Neptuno» y «corre más veloz que el viento sobre el trigal». Mary dedujo que debía tratarse de una de las obras iniciales de Shakespeare y la comparó con Tito Andrónico y con la primera parte de Enrique VI. Cuando terminó, la releyó y se maravilló del ingenio del joven Shakespeare. ¿Quién más podía evocar la imagen de una golondrina que emprende el vuelo sobre el escenario de la batalla para librarse «de los estragos de los inmensos campos que se extienden por debajo suyo»? La sensación predominante fue de agradecimiento por haber tenido la posibilidad de leerla. Mary pasó por alto con toda tranquilidad algún que otro defectillo y ambigüedad de la obra. Era una de las contadas personas que había leído ese texto en los últimos siglos.

Por la noche, sin hacer el más mínimo comentario, entregó la pieza a Charles. Con la esperanza de que su hermano llegara a sus propias conclusiones sobre la autoría, no le reveló la historia del hallazgo. Después de cenar, Charles se la llevó a su alcoba y no volvió a aparecer. Antes de retirarse a su aposento, Mary llamó con suavidad a la puerta de la habitación de su hermano.

– Pasa, querida. -Charles, sentado ante el escritorio, redactaba una carta-. ¿Es eso lo que quieres? -preguntó al tiempo que señalaba la carpeta con la obra, que había dejado sobre la cama.

– ¿Has terminado de leerla?

– Claro está. No es demasiado larga.

– ¿Cuál es tu impresión?

– ¿Te refieres a quién la escribió? Simplemente se trata de un título.

– ¿Te lo imaginas?

– Cuando se trata de estas cuestiones, prefiero no imaginar. Se parece mucho a Kyd, pero también podría tratarse de uno de los dramaturgos clásicos, con la salvedad de que no está en latín.

– ¿No se te ocurre nadie más?

– Querida, tu pregunta es demasiado amplia.

– Es de Shakespeare.

– Imposible.

– Charles, te lo aseguro.

– Es el texto menos shakespeariano que he leído en mi vida.

– ¿Cómo dices tamaño disparate? Para mí resulta evidente.

– ¿Por qué?

– Por la majestuosidad.

– La majestuosidad puede fingirse.

– Por la puntuación, la cadencia y la dicción. Por todo.

Charles tuvo la sensación de que su hermana se ponía nerviosa, así que intentó tranquilizarla.

– Mary, sólo es una obra de teatro.

– ¿Y nada más? ¡Es la vida de la mente! -La mujer se calmó y recobró la compostura-. ¿Recuerdas las palabras de Vortigern a su esposa? «Ahora se desliza la copa que no puedo apurar hasta que uno de los dos expire.» ¿No te parecen excelsas?

– Reconozco que lo son. -Charles abandonó el escritorio y abrazó a su hermana-. Querida Mary, se trata de uno de los descubrimientos del señor Ireland. Lo supe enseguida. Sin embargo, piensa un poco. ¿No es posible que esté equivocado?

– En un tema tan importante, no.

– ¿Estás del todo segura? ¿El propio Ireland tiene las mismas certezas?

– Charles, te muestras deliberadamente ciego. Cada verso es de Shakespeare. Mientras la leía lo sentí a mi lado.

– ¿Te refieres al bardo o a alguien más?

– Supongo que estás aludiendo a William.

– Después de todo, te gustaría estar cerca de él.

Charles se arrepintió de esas palabras en cuanto las pronunció. Su hermana se puso muy pálida.

– ¡Ese comentario es imperdonable! -Mary se apartó-. ¿Cómo te atreves a decir semejante disparate?

La mujer abandonó la alcoba.

***

Pocos días después de ese tenso diálogo entre hermanos, William Ireland estaba en pie ante el público del Mercers' Hall de Milk Street. La Sociedad Shakespeariana de la Ciudad lo había invitado a dar una charla sobre «Las fuentes de las tragedias de Shakespeare». Matthew Touchstone, presidente y fundador de dicha sociedad, había leído los dos artículos de Ireland en Westminster Words y quedó impresionado por su dominio del estilo isabelino. Por ejemplo, fue Ireland quien le comentó que «sombra» era sinónimo de «actor».

Al principio, William se mostró nervioso; le costó pronunciar sus primeras palabras y sacó un pañuelo para enjugarse la frente. Miró a Mary Lamb y sonrió; allí estaba junto a su padre, que asintió enérgicamente y, con profunda satisfacción, agitó las manos en el aire.

– Existen otras fuentes muy prometedoras -aseguró William-. El señor Malone, afamado erudito y editor… -Edmond Malone también formaba parte del público, ya que Samuel Ireland lo había invitado-. El señor Malone ha encontrado un documento crucial en la oficina de antiguas acusaciones de la corporación de Stratford. Se trata del informe de una investigación que el once de febrero de 1580 tuvo lugar en Stratford-upon-Avon. Es la fecha en la que suponemos que el bardo trabajó en el bufete de un abogado de Stratford. En efecto, como la mayoría de los mortales, de joven se vio obligado a ganarse la vida. -Esperaba ligeras risas, pero el público guardó silencio, si exceptuamos varias toses y algún que otro chirrido de botas-. El documento hace referencia a la defunción de una joven que responde al nombre de Katherine Hamnet o Hamlet. -Tal como esperaba, logró llamar la atención de su auditorio-. La mujer murió ahogada. -William se tomó su tiempo-. No estaba casada. Bajó hasta el río Avon, donde la encontraron con posterioridad. Según la familia, se dirigió al río a buscar un cubo de agua. La investigación arribó a las siguientes conclusiones. -Dirigió una rápida mirada a Mary, que tenía la cabeza inclinada. Edmond Malone se encontraba en la fila de atrás y sonreía de oreja a oreja-. El oficial de justicia lo expresó con los siguientes términos: «De pie en la orilla del mentado río, la susodicha Katherine tropezó súbita y accidentalmente y cayó en dicho río, en cuyas aguas se ahogó; su muerte no se produjo de otra forma o manera». -William dejó a un lado el papel del cual había leído-. Se trata de una explicación muy clara que, como es evidente, se anticipa a la acusación de suicidio. Si Katherine se hubiera quitado la vida, no habrían enterrado su cuerpo en campo santo y lo habrían trasladado a terreno no consagrado. -Samuel Ireland cuchicheó con Edmond Malone-. Con probabilidad corrieron comentarios acerca de aquel suicidio en la pequeña población y esas habladurías llegaron a oídos del joven Shakespeare, que trabajaba en el despacho del abogado. Damas y caballeros, aquí acaba la historia. Una joven flota en el río y se apellida Hamlet. ¿Es posible que sea el origen de Ofelia? -William ya no sentía la turbación y la ansiedad que había experimentado al inicio de la charla-. Cabe, pues, la posibilidad de que Katherine flotara por el Avon rumbo a la inmortalidad.

Muchos asistentes conocían la muerte prematura; dadas las condiciones imperantes en Londres, no se trataba de algo inesperado. En Londres también eran habituales los suicidios en el río. El público lo escuchó en silencio y hubo quienes evocaron imágenes de algún niño perdido o de parientes ahogados.

***

Entre los presentes en la sala se hallaba el joven Thomas de Quincey, que un año antes se había trasladado de Manchester a Londres. Thomas se acordó de Anne. Sólo sabía de ella como Anne. Cuando llegó a la ciudad, De Quincey no conocía a nadie; puesto que disponía de pocos medios, recabó la ayuda de un pariente lejano, un primo segundo o tercero. Ese familiar era dueño de varias propiedades en la ciudad, entre ellas una casa abandonada y en mal estado de Berners Street; entregó las llaves a De Quincey y le dijo que podría vivir allí hasta que encontrase alojamiento. Thomas aceptó de buena gana y de inmediato se dirigió a Berners Street. Con sus escasas pertenencias se instaló en la planta baja, donde una pequeña alfombra y una vieja funda de sofá le servirían de cama. Le quedaba media guinea para comestibles y estaba convencido de que esa cantidad le alcanzaría hasta que encontrase trabajo como calígrafo o recadero. La primera noche que pasó en la casa descubrió que tenía compañía. Se trataba de una muchacha de no más de doce o trece años, que había entrado allí para cobijarse de las inclemencias del tiempo. «El viento y la lluvia no me gustan. En las calles son muy duros de sobrellevar», había explicado. Thomas le preguntó cómo había encontrado la casa, pero la joven malinterpretó la pregunta, ya que respondió: «Las ratas no me molestan, pero los fantasmas sí».

La muchacha explicó cómo había llegado a esa situación. Se trataba de la habitual historia londinense de carencias, abandono y dificultades, que la habían llevado a parecer mayor de lo que realmente era. Se hicieron amigos o, mejor dicho, aliados contra el frío y la oscuridad. Solían deambular juntos. Recorrían Berners Street hasta Oxford Street y se detenían en la esquina de la joyería antes de cruzar; pasaban junto al fabricante de carros de Wardour Street y giraban por Dean Street. Una vez allí, siempre hacían un alto ante la pastelería. De Quincey apenas tenía dinero para lo imprescindible y ambos se dedicaban a mirar el escaparate de bordes dorados en el que se exponían a la venta diversos pasteles, pastelillos y buñuelos.

Poco después, De Quincey enfermó a causa de unas fiebres intermitentes y desconocidas; sólo dormía a ratos y pasó los días y las noches tiritando bajo las mantas que Anne consiguió. Por un milagro de decisión o de perspicacia, la joven obtuvo unos cuencos de gachas con los que alimentarlo. Anne se pegó a su cuerpo, según dijo para «extraerle los vapores», y le secó la frente con un paño de muselina. Al cabo de una semana, Thomas se recuperó y se prometió a sí mismo recompensar a la muchacha de la mejor manera posible.

Fue entonces cuando su primo lo llamó y le propuso un modesto encargo; De Quincey lo aceptó de buena gana porque eso le permitía hacerse con un poco de dinero. El encargo lo obligaba a desplazarse a Winchester, pero aseguró a Anne que regresaría en cuatro días. Sin embargo, retornó a Berners Street cinco días más tarde y encontró la casa vacía. Pasó allí toda la noche y la mayor parte del día que vino a continuación, pero permaneció en soledad. La noche siguiente recorrió aquellas conocidas calles por las que ambos habían deambulado en tanto compañeros de desdichas, pero regresó a Berners Street decepcionado y descorazonado.

No volvió a ver a Anne, que desapareció de la faz de Londres tan súbito y radical como si se hubiera ahogado en el mar. De Quincey lloró esa pérdida. No tenía idea de lo que le había ocurrido a la joven. Se había perdido. Hasta el mundo parecía respirar con tristeza.

Volvió a pensar en ella mientras William Ireland evocaba el espíritu de Katherine Hamlet.

***

William levantó la mirada de sus notas y percibió los cambios en el estado de ánimo de los presentes. Se percató de lo importante que tuvo que ser para Shakespeare esgrimir semejante poder ante sus oyentes.

– Quisiera exponer otro tema interesante que quizá les interese. Si me permiten decirlo, se trata de una cuestión trascendental. Atañe al descubrimiento de una obra hallada tras dos siglos de olvido. -Reparó en la calidad particular del silencio y la expectación. Mary alzó la cabeza y sonrió-. Se titula Vortigern y narra en forma de drama la trayectoria de un traidor y sangriento soberano de Britania. Un personaje que nos recuerda a Lear y a Macbeth. Un Shakespeare en estado puro. El señor Malone, célebre estudioso al que ya he aludido, ha dado fe de su autenticidad. ¿Puedo citar sus palabras sobre este inesperado descubrimiento tan importante para nosotros? En su comunicación, el señor Malone afirma que «ese documento maravilloso posee un interés inigualable para los admiradores de Shakespeare. Su autenticidad está fuera de toda duda».

Repentinos e interminables aplausos pusieron fin al silencio del público. Tras las expresiones de agradecimiento al uso, William dio por concluida la charla.

Samuel Ireland se acercó a su hijo cuando éste se apartó del pequeño escritorio tras el cual había permanecido en pie.

– Ha sido magnífico -declaró el padre-. Yo mismo no lo habría hecho mejor. Has heredado la magia de los Ireland.

Malone se acercó por detrás.

– Ha estado usted excelente, señor Ireland. Lo mejor es que no ha confundido elocuencia con locuacidad.

Mary fue empujada hacia delante por el señor Lamb, y empezó a decir:

– Mi padre insiste en que…

– ¡Berzas y más berzas! -exclamó el señor Lamb, y estrechó la mano a todos, incluida su hija.

– Señor, estoy encantado de conocerlo -se presentó Samuel Ireland mirando con cautela al señor Lamb-. Su hija es una de nuestras amistades predilectas.

– Que se divierta mucho con el gusanillo.

– Algo muy sabio de su parte, señor.

– Y dese un atracón en Navidad.

– La verdad…

– Papá, tenemos que irnos. -Mary lo cogió del brazo-. No debemos entretener a estos caballeros.

– ¡Barco a la vista! -El señor Lamb sonrió abiertamente a Samuel Ireland y, cuando se volvió hacia su hija, de pronto se mostró confuso y deshecho.

– Papá, es por aquí. Cuidado con el borde de la alfombra.

– Un caballero extraordinario -comentó Samuel Ireland-, todo un personaje.

En el mismo instante en el que Mary ayudaba a su padre a salir, Thomas de Quincey se acercó a William y preguntó:

– Señor, ¿puedo estrechar su mano?

– Por supuesto.

– Se trata de la mano que ha tocado los papeles de Shakespeare.

– Me alegro de que haya venido.

– Shakespeare me ha interesado desde que era pequeño. Me crié en Manchester donde, como puede imaginar, no compartí ese deleite con nadie.

De Quincey parecía deseoso de hablar, pero para William no era el momento más adecuado. Le pasó las señas de la librería y corrió tras Mary, quien, sin éxito, intentaba detener un coche en la esquina de Milk Street con Cheapside.

– Mary, estoy encantado de haberla visto, lo mismo que a su padre. Gracias por asistir.

– No me lo habría perdido por nada del mundo. Además, me gusta salir con mi padre. Los paseos lo animan.

El señor Lamb miraba el cielo y mantenía el equilibrio con los talones.

– ¿Puedo visitarla la semana que viene?

– Me encantaría. Tengo muchos deseos de saber más detalles sobre la obra.

– ¿Ya se ha recuperado?

– William, me alegra afirmar que gozo de una salud de hierro.

***

Hacía tres noches, Charles Lamb había encontrado a su hermana en medio de la cocina. Mary iba en camisa de dormir, había depositado sobre la mesa todos los cuchillos de la casa y se afanaba en ordenarlos por su tamaño. Charles había preguntado con tono bajo:

– Mary, Mary, ¿qué estás haciendo?

La mujer lo miró sin verlo. Charles reconoció en el acto que estaba dormida, en pleno estado de sonambulismo. Su hermana se incorporó, se acercó a la ventana, dejó escapar un profundo suspiro, levantó los brazos y masculló:

– Todavía no está terminado, todavía no está terminado.

Mary se giró, pasó junto a su hermano sin decir esta boca es mía y subió a su cuarto. Charles guardó los cuchillos en los cajones y regresó a la cama.

***

Al día siguiente Charles no vio a su hermana, que permaneció encerrada en su cuarto porque se encontraba cansada. Y al otro día, el domingo reservado para ensayar los artesanos de Sueño de una noche de verano, Charles se preguntó si Mary se ausentaría. No obstante, allí estaba en la mesa del desayuno, con un ejemplar de la obra a su lado. Cuando Charles se presentó, su hermana comentó:

– Tom Coates será un buen Berbiquí. De lo que no estoy tan segura es del señor Milton en el papel de Cartabón. -La mujer habló muy rápido.

– Mary, no te preocupes, ya lo conseguirá. Acabará por bordar el personaje. ¿Cómo te sientes?

– ¿Cómo me siento?

– Ayer permaneciste en la cama todo el día.

– Dormí mal, eso fue todo.

– ¿Has descansado?

– Claro. ¿Sabes tu papel de memoria? Lanzadera es muy importante.

– Querida, no lo sé de memoria, sino de cabeza, lo cual es si cabe más satisfactorio.

– Es lo mismo. -Por algún motivo la joven titubeó antes de servir el té-. Mamá y papá han ido a la capilla. Esperarlos no tiene sentido.

A lo largo de la hora siguiente, Tom Coates, Benjamin Milton y los demás se fueron presentando en la casa. Tizzy los condujo de inmediato al jardín porque no quería aquellas «sucias botas» en sus impolutos suelos. Hacía buen día y, muy orondos, tomaron asiento en la destartalada pagoda.

– No es más que una cuestión de escenificación -explicaba Benjamin a Tom-. A Berbiquí se lo describe como alguien de voz muy aguda. ¿A quién interpretas?

– A León.

– A eso iba. Sólo ruge. ¿Alguna vez has oído a un león con un rugido de tiple?

– ¿Y qué me dices de Lanzadera?

Selwyn Onions no pudo contenerse y añadió un dato:

– Es tejedor, ¿no? ¿Sabías que «lanzadera» hace referencia al corazón de porcelana en el que se enrolla el hilo?

– ¿Estás diciendo que en realidad Shakespeare no quería aludir al trasero? -Benjamin se mostró incrédulo-. ¿No tiene nada que ver con las posaderas, con el punto en el que la espalda pierde su nombre? [2]

– Eso no tiene nada que ver.

– Selwyn, es absurdo. ¿Qué me dices del verso «Provocaré tormentas»? Nunca hubo un apunte más claro para tirarse un pedo.

Mary se acercó y comentó:

– Están todos muy serios.

– Señorita Lamb, hemos analizado nuestros papeles -le informó Benjamin, que sentía un poco de miedo hacia la hermana de Charles.

– Bueno, han de ser osados y briosos.

– Es exactamente lo que he explicado. Tienen que pasarlo de maravilla.

– Así me gusta, señor Milton. Caballeros, hoy ensayaremos la escena del muro. Tengan la amabilidad de ocupar sus sitios.

Selwyn Onions, que interpretaba al calderero Hocico, que a su vez hacía de Muro, permaneció de pie en el fondo del jardín, con los dedos de las manos totalmente separados.

– Recuerde que debemos ver a través de sus dedos -acotó Mary-. Tiene que abrirse una grieta. Charles se situará a su lado y el señor Drinkwater se pondrá del otro.

– Señorita Lamb, ¿se trata de una cita?

– Sí, es una cita. ¿No es lo que hacen los enamorados?

– Es un comentario sobre la obra propiamente dicha -anunció Alfred Jowett a quien estuviese dispuesto a escucharlo-. Se trata de una obra dentro de otra. ¿Qué es real y qué falso? Si nos referimos a una ilusión, ¿es la obra mayor más verdadera o ambas son, sin más, dramas?

Mary recordó un sueño reciente. Estaba en un huerto de hierbas aromáticas y disfrutaba de la dulce fragancia que despedían los arbustos cuando alguien se acercó y comentó: «Si se hiciera monja, la recibiríamos con los brazos abiertos».

Alfred Jowett seguía con su parloteo:

– Creo que Shakespeare sabía que sus obras eran fantasías y ficciones. No las confundió nunca con el mundo real.

– Señor Jowett, ¿considera que el bardo intentó comunicarnos algo?

– No, su propósito se limitó a entretenernos.

En los papeles de Píramo y Tisbe, Charles Lamb y Siegfried Drinkwater se situaron a sendos lados de Muro. Tisbe tomó la palabra con tono agudo:

¡Oh, muro! ¡Cuántas veces has oído mis lamentos

por tenerme separada de mi hermoso Píramo!

Mis labios de cereza han besado tus piedras a menudo,

tus piedras con cal y pelo entretejidas…

– En aquellos tiempos, «piedras» era la palabra con la que se referían a los testículos -susurró Tom a Benjamin.

– ¿De modo que Shakespeare está diciendo una obscenidad?

– Claro. Está diciendo «beso tus huevos».

Charles respondió a la entrada:

Veo una voz. Ahora voy a la abertura

a espiar para poder oír el rostro de mi Tisbe.

¡Tisbe!

¡Amor mío! Eres mi amor, presumo.

Mary dio un paso al frente.

– Señor Drinkwater, ¿no debería decir «¡Eres mi amor! Amor mío, presumo»? Tisbe reconocería la voz de su amado. Charles, como amante te muestras demasiado contenido. Un enamorado debe exhalar pasión.

– ¿Y cómo sabe ella eso? -preguntó Benjamin a Tom con tono bajísimo.

– ¿No te has enterado? Tiene un admirador.

– ¿Mary Lamb tiene un admirador?

– Sí, me lo contó Charles.

– Es francamente extraño.

– Y eso no es todo.

***

Reanudaron el tema pocas horas después cuando, terminados los ensayos, se reunieron en la Salutation and Cat. Charles y los demás estaban de pie junto a la barra; Tom y Benjamin se habían apiñado en un rincón y se reían al recordar los acontecimientos de la mañana.

– Si Mary Lamb tiene un pretendiente, el hombre tendrá que andarse con mucho cuidado -opinó Tom-. Esa mujer muerde. ¿Te fijaste en cómo riñó a Charles por hacer payasadas? Es muy severa.

– Sólo fue un juego.

– Yo no estaría tan seguro. En tanto Lanzadera, él se rió, pero en su condición de Charles, puso mala cara.

– ¿Cómo se llama?

– El admirador responde al nombre de William Ireland. Por lo que comentó Charles, es un librero del barrio. -Hizo un alto en el camino para llenar su jarra con la voluminosa botella de cerveza negra que tenía al lado-. Según parece, se trata de un gran amante de Shakespeare, y ha llevado a cabo varios descubrimientos que los estudiosos aplauden.

– Beso sus huevos.

– Lo que me gustaría saber es si ella también.

– Horribile dictu.

Apoyado en la barra, Charles escuchaba el disparatado diálogo que Siegfried y Selwyn sostenían sobre la Royal Academy cuando vio que William Ireland entraba en la taberna en compañía de un joven excéntricamente vestido con una chaqueta verde y sombrero de piel de castor del mismo tono.

Ireland reparó en el acto en la presencia de Charles y se acercó a la barra. El joven de verde permaneció a sus espaldas mientras saludaba a Lamb.

– Te presento a De Quincey. -El joven se quitó el sombrero y saludó-. De Quincey está de visita.

– Señor, ¿dónde se hospeda?

– Me alojo en Berners Street.

– Tengo un amigo en Berners Street -aseguró Charles-. Se llama John Hope. ¿Lo conoce?

– Señor, Londres es una ciudad muy grande y salvaje. No conozco a nadie de esa calle.

– Pues ahora nos conoce a nosotros. Aquí están Selwyn y Siegfried. -Palmeó las espaldas de sus amigos-. Y allí, en el rincón, se encuentran Rosencrantz y Guildenstern. ¿Cómo conoció a William?

– Asistí a su charla.

– ¿A su charla? ¿De qué charla habla?

– ¿Mary no le dijo nada?

– Que yo recuerde, no. -Charles había aprendido a ser cauteloso en todo lo referente a su hermana.

– La semana pasada ofrecí una charla sobre Shakespeare. De Quincey tuvo la amabilidad de asistir y al día siguiente me visitó.

– ¿Y se han hecho amigos con tanta rapidez? -Charles estaba pasmado porque Mary había asistido a la charla sin comunicarle que se celebraría-. Caballeros, ¿quieren sentarse conmigo? -Lamb se apartó de Selwyn y de Siegfried, que siguieron en la barra hablando del suicidio del pugilista Fred Jackson, y ocupó una mesa pegada a la pared del estrecho local-. Me habría gustado escuchar su charla.

– Le aseguro que no se ha perdido nada. Al fin y al cabo, no soy actor.

– ¿No?

– Es el don imprescindible…, el don imprescindible para hablar con seguridad y entusiasmo. Soy incapaz de hacerlo.

– William, usted posee esas virtudes.

– Es fácil tenerlas y harto difícil transmitirlas.

Charles no supo si mencionar el texto de Vortigern: tal vez Mary le había dejado la obra en secreto. William pareció adivinarle el pensamiento.

– ¿Cómo está Mary? La noté algo cansada durante la charla. Después de su caída…

– Se ha recuperado del todo. Está resplandeciente. -Charles seguía sin conocer la profundidad del afecto de William hacia su hermana-. Usted le ha proporcionado un nuevo interés.

– ¿Está seguro?

– Por supuesto, el interés por Shakespeare.

– Ya estaba medio enamorada de él.

– Mi hermana jamás se enamora a medias. Con ella no hay medias tintas, siempre la verá en los extremos.

– Lo comprendo. -Ireland se volvió hacia su acompañante-. No se quejará, De Quincey, está usted en buena compañía. Charles también es escritor.

De Quincey miró con renovado interés a Charles e inquirió:

– ¿Ha publicado algo?

– Sólo pequeñas cosas, nada más que artículos en Westminster Words.

– Ya es bastante.

– Charles, De Quincey también redacta artículos, pero todavía no ha encontrado editor. Aún está a la espera de su nacimiento.

– Procuro no pensar en el tema. -De Quincey se ruborizó y bebió con premura-. No me hago demasiadas ilusiones.

Bebieron hasta bien entrada la noche y con cada jarra que se echaron al coleto se mostraron más gritones y animados. Los demás se fueron y sólo quedaron ellos tres. Durante su conversación, Charles informó a William del entremés de los artesanos, olvidando el consejo de Mary de que evitase el tema. También le confesó que deseaba renunciar a su puesto en la East India House para convertirse en novelista, en poeta o en cualquier cosa menos lo que ahora era.

– Me repugna que cada uno de nosotros tenga un centro del ser tan reducido: yo, mis pensamientos, mis placeres, mis actos -opinó De Quincey-. Sólo cuento yo. Parece una cárcel. El mundo se compone de seres por completo egoístas. El resto nos importa un bledo. -Echó otro trago-. Me gustaría trascender mi yo.

– Shakespeare logró convertirse en otros seres, pero es la excepción que confirma la regla -aseguró Ireland-. Habitó sus almas, miró con sus ojos y habló a través de sus bocas.

Charles había bebido tanto que le resultó imposible seguir el hilo de la conversación.

– ¿Cree que es de Shakespeare? Me refiero a la obra. Mary me la mostró.

– ¿Se refiere a Vortigern? La obra es suya, no cabe la menor duda.

– Mi querido amigo, no puede ser -insistió Charles.

– ¿Por qué? -Ireland lo observó con actitud desafiante-. Se trata de su estilo, de su cadencia, ¿no?

– Me cuesta creer…

– ¿Por qué? ¿Quién más pudo escribirla? Deme un nombre. -Charles permaneció en silencio y bebió con gran lentitud-. Ya lo ve, no se le ocurre nada.

– Debe tener cuidado con mi hermana.

– ¿Cuidado?

– Mary es muy extraña. Muy extraña. Y le ha tomado un gran cariño.

– Tanto como yo a ella, aunque entre nosotros no existe…, no existe interés alguno. No tengo motivos para ser cuidadoso.

– En ese caso, me dará su palabra de caballero de que no ha puesto sus miras en ella.

Charles Lamb se puso en pie y se tambaleó.

– ¿Poner mis miras en ella? ¿Qué quiere decir?

Charles ya no supo de qué hablaba.

– A que no tiene intenciones.

– ¿Con qué derecho me interroga? -Ireland también estaba muy borracho-. No he puesto las miras y no tengo intenciones ni nada en absoluto que se le parezca.

– En ese caso, deme su palabra.

– No pienso hacer nada por el estilo. Lo que ha dicho me ha ofendido y lo rebato. -William se puso asimismo de pie y se enfrentó cara a cara con Charles-. No puedo considerarlo mi amigo y compadezco a su hermana por tener semejante hermano.

– ¿Ha dicho que la compadece? Yo también.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Quiero decir lo que me da la gana. -Lamb agitó la mano y, sin querer, arrojó su botella al suelo-. Quiero a mi hermana y la compadezco.

– La obra es de Shakespeare -terció De Quincey.

CAPÍTULO X

Dos días más tarde, Richard Brinsley Sheridan entró en la librería de Holborn Passage.

Un mensaje apresuradamente escrito lo había puesto sobre aviso y Samuel Ireland lo esperaba.

– Mi querido señor, es todo un honor -saludó Ireland y Sheridan lo correspondió con una inclinación de cabeza-. Todos nos sentimos inmensamente orgullosos.

– ¿Dónde está el joven del momento? -Sheridan era un hombre corpulento y le costó girarse a medida que William bajaba la escalera-. ¿Es usted?

– Señor, me llamo William Ireland.

– ¿Me permite que le estreche la mano? Ha servido usted a un gran propósito. -Sheridan marcó cada palabra como si se dirigiese a un público invisible-. Si la memoria no me falla, fue el señor Dryden quien postuló que Vortigern era un gran tema para un drama.

– Señor, he de reconocer que desconocía ese dato.

– ¿Por qué iba a saberlo? Casi nadie ha leído sus prefacios.

– Ay de mí, yo tampoco.

– Está claro que nuestro bardo se le ha adelantado. -Con gesto teatral, Sheridan extrajo el manuscrito del bolsillo de su abrigo-. El martes pasado su padre lo envió con un coche de alquiler. Le estoy muy agradecido. -La mirada de Sheridan era penetrante-. Señor, se trata de una obra con ideas osadas, sin duda, aunque algunas resultan toscas y no están del todo digeridas.

– ¿Cómo dice? -Daba la sensación de que William estaba en verdad desconcertado.

– Shakespeare tuvo que ser muy joven cuando escribió este texto. Hay un verso… -Se llevó la mano a la frente, como si representase el papel de la Memoria-. «Bajo el arco convexo de los cielos andantes / suplico el perdón de mi padre errante.» Las palabras «andantes» y «errante» están demasiado próximas. Por otro lado, esa idea del arco convexo andante resulta algo sorprendente. -William lo miró sin abrir la boca-. Señor Ireland, que quede claro que no soy crítico, sino hombre de teatro. La nueva obra de William Shakespeare llenará el Drury Lane. Se trata de una obra descubierta en circunstancias tan misteriosas que causará sensación entre el público.

– ¿La pondrá en escena?

– Drury Lane la ha leído. Drury Lane la aprecia. Drury Lane la acepta.

– ¡Padre, se trata de una noticia maravillosa!

– Me imagino al señor Kemble como Vortigern -prosiguió Sheridan-. Es una de las grandes figuras de nuestras tablas, una figura imponente y significativa. ¿Qué tal la señora Siddons en el papel de Edmunda? Es pura ligereza y gracia, una criatura realmente deliciosa.

– ¿Me permite proponer a la señora Jordan como Suetonia? -William se dejó arrastrar por el estado de ánimo de Sheridan-. La vi la semana pasada en La novia perjura y le garantizo, señor Sheridan, que resulta irresistible.

– Señor Ireland, tiene usted alma de artista. Nos comprende. Me basta cerrar los ojos para ver a la señora Jordan como Suetonia. -A renglón seguido, Sheridan cerró los ojos-. ¿Qué le parece Harcourt en el papel de Wortimerus? Si lo hubiera visto en El velo rasgado se habría llevado un susto de muerte. Estuvo genial. ¿No está de acuerdo en que…? -Sheridan titubeó y miró a Samuel Ireland-. ¿No está de acuerdo en que deberíamos decir que se trata de una obra «atribuida a Shakespeare»? Lo digo por si hay alguna duda.

Samuel Ireland retrocedió un paso y pareció erguirse todavía un poco más.

– Señor Sheridan, ¿qué duda puede existir?

– Una mínima duda, algunas discrepancias en la cadencia, unos pocos errores de rima. Me refiero a una duda mínima, minimísima.

– No cabe la menor duda.

– Si nosotros dudamos apagamos la llama -declaró William.

– Señor, esa imagen es excelente. Si me permite decírselo, posee usted dotes como las del bardo.

– Señor Sheridan, carezco de pretensiones como dramaturgo.

– Pues Shakespeare con toda probabilidad tenía su edad cuando redactó este drama.

– No me atrevería a afirmarlo. -William sonrió-. No lo sé.

– Tiene razón, nadie lo sabe. -Sheridan volvió a dirigirse a Samuel Ireland-. El señor Dignum, mi amanuense, ha transcrito los papeles. Sería un gran honor para mí que mañana por la noche asistiesen a la representación de mi Pizarro. Así se harán una idea de nuestras posibilidades.

***

La noche siguiente los Ireland se presentaron en el Drury Lane. En medio del resplandor de los quinqués de aceite, subieron la escalinata de mármol del gran vestíbulo, cuyos techos estaban decorados con imágenes de Euterpe, la musa de la música, Melpómene, la de la tragedia, y Terpsícore, la de la danza. A Terpsícore, pintada hacía una década por sir John Hammond, se la representaba tomando medidas en compañía de diversos querubines y pastores.

– ¡Somos invitados del señor Sheridan! -Samuel Ireland anunció su llegada al acomodador, que, vestido con el particular tono verde de Drury Lane, no se mostró muy dispuesto a reparar en su presencia-. ¡Somos invitados del empresario, del señor Sheridan!

El acomodador se rascó su empolvada peluca plateada y cogió el trozo de papel que Samuel Ireland le entregó. Lo cotejó con la lista pegada en una de las columnas doradas del vestíbulo e inclinó la cabeza.

– Palco Hamlet -afirmó-. Síganme.

Condujo a padre e hijo por la alfombra de una escalera resplandeciente, de oro y ébano, y a lo largo del pasillo de la primera planta, cuyas paredes forradas con papel aterciopelado de color carmesí estaban adornadas con grabados de Garrick, Betty, Abingdon y otros grandes de la escena.

El palco Hamlet olía a paja húmeda, a cordial de regaliz y a cerezas, el típico olor de los teatros londinenses. A William le encantó tanto como los aromas de perfumes y pomadas que subieron en oleadas desde el impaciente y animado público. Era la segunda noche que ponían Pizarro, un drama musical ambientado en Perú durante la época del ataque español a los incas. Cuando comenzó a sonar la obertura, la melodía unió al público en un hechizo de expectación compartida; William tuvo la sensación de que se disolvía en la bruma de luz y sonido que se extendió sobre el auditorio. Se levantó el telón y los asistentes vieron un río, un bosque y una cadena montañosa coronada de nieve. El río parecía fluir y los árboles se agitaron a causa de la brisa que recorrió el escenario. A William aquello le pareció más bello, más intenso y de colores más vivos que el mundo material propiamente dicho. A continuación, el ejército español desfiló por el escenario con picas y mosquetes. William se dejó arrastrar por el entusiasmo, aplaudió, se asomó por el palco y vislumbró a Charles Kemble caracterizado como el conquistador español Pizarro. El público se erizó cuando el actor caminó hasta el centro de las tablas y sus aplausos y vítores se vieron agudizados por los repentinos disparos de los mosquetes.

Kemble movió las manos para pedir silencio.

– «Hemos venido a subyugar una raza altiva y extraña…»

– ¡Es magnífico! -comentó Samuel Ireland en voz baja con su hijo-. Supera cualquier cosa que haya visto.

William observó fascinado a Kemble. El hombre se había convertido en un general español, no sólo en el aspecto y la actitud, sino en su esencia. ¿Kemble se había convertido en Pizarro o Pizarro en Kemble? El hálito de ambos se trocó uno. William experimentó un tremendo regocijo. Ante sus ojos se hallaba la prueba de que era posible huir de la prisión del yo. De Quincey estaba errado.

En medio de aplausos interminables, la señora Siddons apareció en escena en el papel de la princesa inca Elvira. Se dirigió de entrada al público, como si se tratase de sus compañeros de reparto:

– «La fe que profesamos nos enseña a vivir en cautiverio con toda la humanidad y a morir con la esperanza de la bienaventuranza más allá de la tumba.» -Recitó el texto con un tono agudo y cruzó las manos sobre el pecho con actitud de impecable rectitud-. «Díselo a tus comandantes y diles también que no deseamos cambios, menos aún el cambio que vuestra presencia nos infundiría.»

William comprendió entonces que ése era el sentido del teatro. Se trataba de un acto de comunión que permitía a los espectadores distanciarse de su yo. ¿Cómo no lo había pensado antes? De la misma manera que los actores llevaban a cabo ese ritual de transformación y se convertían en algo más que en simples hombres y mujeres, los asistentes alcanzaban un estado superior de existencia y de conciencia.

En escena interpretaron una ceremonia inca. Envuelta en plumas y pieles de pantera, la señora Jordán se presentó y se puso a danzar con el señor Clive Harcourt, que hacía de Coro. Sólo se oyeron los violines de la orquesta y la melodía llenó el Drury Lane de patetismo y arrobo. Sorprendido por el espectáculo, William se acomodó en el palco y sólo entonces reparó en el grabado de Garrick, colgado en una de las paredes laterales; representaba al actor como Hamlet en el momento en el que contempla la calavera.

***

Padre e hijo abandonaron eufóricos el teatro. Acababan de vislumbrar las enormes posibilidades de Vortigern.

– Veo ruinas -comentó Samuel con William-. Veo bosques que se extienden hasta donde alcanza la vista.

– El señor Kemble resulta muy convincente.

– Posee una voz extraordinaria.

– Y es muy sentido. Dará grandeza a Vortigern.

– Lo dotará de un porte muy impactante. Me ha dejado boquiabierto. -Caminaban hacia el norte, más allá de Macklin Street y Smart's Gardens-. William, tienes que presentarme a tu benefactora. Debo darle las gracias por permitirte…, por concederte…

– Padre, como ya te he dicho, los manuscritos no han sido más que un regalo. Ella no quiere que el público la conozca.

– Estoy seguro de que, tratándose de tu padre…

– No, señor, ni siquiera está dispuesta a verte a ti.

– William, he pensado en este asunto desde todos los puntos de vista. ¿Qué ocurriría si un crítico, un ser desagradecido, afirmase que la obra no es de Shakespeare?

– Yo lo negaría.

– Pues tu mecenas ayudaría a demostrar que tienes razón.

– ¿Que tengo razón? Padre, no se trata de tener o no la razón. El tema no se planteará. Todo el que asista al Drury Lane y contemple la función sabrá que pertenece a Shakespeare. No le quedará la menor duda.

***

Samuel Ireland no quedó del todo convencido. Con frecuencia había hablado con Rosa Ponting sobre la incomprensible conducta de su hijo. En algunas ocasiones, William se encerraba horas en su habitación sin dar mayores explicaciones. Rosa había comprobado que, en esos casos, siempre echaba el cerrojo. Con frecuencia daba la sensación de que había pasado toda la noche en vela de aquí para allá. Rosa sospechaba que todo se debía a una mujer, pero no encontró la más mínima prueba de una presencia femenina. Sólo se trataba de una sospecha, ya que William no les permitía entrar en su alcoba. La mujer se lo comentó a Samuel y éste sonrió ante su ocurrencia.

– ¿Cómo haría para entrar sin que la viésemos? Rosa, piensa con la cabeza. Es imposible que esté saliendo con una mujer o se cite con ella aquí. Oiríamos ruidos, crujidos.

Era cierto, los sonidos producidos en el cuarto de William se oían con total claridad en el comedor, situado debajo: siempre escuchaban el incesante ir y venir de sus pies.

– Sammy, ¿y qué hay de la señorita Lamb? ¿No me dices nada sobre ella?

– La señorita Lamb es una amiga de confianza, una clienta.

– ¿Por qué William encendió la chimenea en pleno verano? -añadió Rosa de sopetón.

Ambos habían visto el humo blanco que escapaba por la chimenea central.

Samuel no supo qué responder a la pregunta de su mujer.

– Con franqueza, Rosa, no puedo contestar por mi hijo.

– Algo trama.

– ¿A qué te refieres exactamente?

– ¿Cómo quieres que lo sepa? -Rosa adoptó una actitud indiferente-. A mí no me incumbe a qué se dedica tu hijo.

En ese momento William subió desde la librería y la conversación tocó a su fin.

***

Tres días después de la representación de Pizarro, los Ireland asistieron al ensayo de Vortigern en el auditorio vacío del Drury Lane. Ocuparon unos taburetes situados a un lado mientras Charles Kemble y Clive Harcourt deambulaban por el escenario. Delgado y de facciones delicadas, Harcourt interpretaba a Wortimerus.

Con honda traición, padre, me presento ante vos,

buscando de tu bendita mano la compasión.

El actor le había parecido tan endeble y poco llamativo que, de pronto, William se sorprendió de que cobrase tanta vida; fue como si hubiese alcanzado un poderío hasta entonces invisible. Incluso pareció ganar en estatura. Fornido y rimbombante, Kemble hacía de Vortigern.

Ay, hubo un tiempo en el que no necesitaba esa súplica,

aunque hay una secreta y punzante espina

que se clava en mis perturbados nervios; oh, hijo; oh, hijo,

al aceptar osadamente tu horrible ambición,

si en la trama hay un ápice de malicia

fui yo quien te condujo a la más absoluta traición.

Descontento con la interpretación, Kemble se interrumpió y preguntó:

– Sheridan, ¿no debería dar a entender que el hijo es más responsable que el padre? -Su tono de voz siguió siendo el de Vortigern-. El hijo mata al tío para satisfacer al padre. Es lo que ocurre. ¿Debe entonces el padre asumir la responsabilidad?

El actor miró a William en busca de ayuda.

– El padre fue quien lo animó a hacerlo -opinó William-. La intriga no se le habría ocurrido sin la presencia del padre.

– ¿Ha dicho presencia? Es muy interesante. -Caminó hasta el proscenio y paseó la mirada por el auditorio a oscuras. A través de la linterna de la cúpula se colaron varios haces de luz, que parpadearon y rutilaron a causa de las motas de polvo-. ¿Debo hacer notar mi presencia incluso cuando no estoy en escena? -El actor se volvió hacia Sheridan-. ¿Es eso posible?

– Para ti todo es posible.

– Podrían oírme reír… o cantar. Mi voz llegaría desde bastidores.

– Señor, Vortigern no canta. -William manifestó su opinión sin inmutarse.

– Señor Ireland, ¿por qué no escribe una canción? Nos iría bien una balada en inglés de antaño.

– Señor Kemble, no soy escritor.

– ¿Está seguro? He leído sus trabajos en Westminster Words.

William se sintió halagado de que un personaje tan insigne se hubiera fijado en sus artículos.

– Si insiste, tal vez podría inventar unos versos…

– Que evoquen a Shakespeare y sean conmovedores. Escriba algo que tenga que ver con el choque de las armas y el vuelo de los cuervos. Ya sabe a qué me refiero.

La señora Siddons, que representaba a Edmunda, se mostraba cada vez más impaciente.

– Si el señor Kemble está listo, podemos continuar con el texto original. -Aunque de relativa corta estatura, cuando la mujer tomó la palabra a William le pareció un ser humano enorme; por expresarlo de alguna manera, la voz la precedió y anunció su llegada-. Yo siempre soy de la opinión que es un error distanciarse del texto original, ¿o no?

No se supo muy bien a quién dirigió la pregunta, pero Kemble acudió en su auxilio:

– Sarah, estamos preparados para escucharte.

La señora Siddons cogió su texto y comenzó a leer:

Ya está bien. Seréis juzgados como corresponde

por ensuciar el nombre y la fama de vuestro país amado.

La sentencia será presta y tajante

ante conspiración tan oscura y ultrajante.

No conozco laberinto más tortuoso…

– Sarah, querida, tienes algo en el pelo.

La actriz se llevó las manos a la cabeza y una polilla salió volando. Harcourt se mondó de risa, cayó de rodillas y rodó por el escenario. La señora Siddons lo miró con desagrado y espetó:

– Para ser alguien tan pequeño, haces mucho ruido.

Los ensayos continuaron hasta bien entrada la tarde, momento en el que la actriz declaró que «se desplomaría» si no tomaba una infusión de manzanilla. William estaba de excelente humor. Las palabras que hasta entonces sólo había visto en el manuscrito habían adquirido las dimensiones de un mundo de carne y hueso. Se habían convertido, según las interpretasen los actores, en sentimientos ampliados o indecisos.

***

Por la noche William abandonó el teatro en compañía de su padre. Caminaron deprisa, como si siguiesen el ritmo de sus pensamientos, hasta que William estuvo a punto de chocar con un joven alto que se disponía a cruzar Catherine Street. Lo identificó en el acto. Lo había conocido en la Salutation and Cat la noche de la discusión con Charles.

– ¡Dios todopoderoso, lo conozco! -exclamó William-. Charles nos presentó.

– Soy Drinkwater, señor, Siegfried Drinkwater.

William presentó a su padre, que se inclinó ante el joven y declaró que se sentía honrado y encantado.

– ¿Cómo van Píramo y Tisbe?

– ¿No se ha enterado? Se ha suspendido.

– ¿Por qué?

– La señorita Lamb se encuentra bastante mal y no puede salir de su habitación.

– ¿Cómo dice? -preguntó William, que no tenía noticias de los Lamb. Lamentó haberse peleado con Charles; no recordaba a qué se debía la disputa, aunque evocó la intensidad de su ebrio apasionamiento-. ¿Qué le pasa?

– Ha cogido algún tipo de fiebres. Charles no está muy seguro.

– Conozco el motivo. No se recuperó nunca del todo de la caída. -William se dirigió a su padre-: Tropezó accidentalmente y cayó al Támesis. Ya te lo conté.

– Bueno -añadió Siegfried-, en cualquier caso hemos tenido que decir adiós a Hocico y a Flauta.

***

A la mañana siguiente, William se dirigió a Laystall Street a una hora en la que sabía que Charles estaba en su trabajo.

Tizzy abrió la puerta y, al verlo, rió tontamente.

– Vaya, señor Ireland, usted por aquí. Hace mucho que no lo vemos.

– No sabía que la señorita Lamb estaba enferma. Vine en cuanto…

– Todavía no está del todo recuperada, pero ya se ha levantado. Tenga la amabilidad de esperar en la planta baja.

Cuando entró en el salón, William se topó con el señor Lamb que, con las piernas cruzadas, estaba sentado en la alfombra turca.

– Cuidado con el sereno -advirtió el señor Lamb-. El sereno se presenta cuando nadie lo espera.

– Disculpe, señor, pero no lo entiendo.

– Llega de noche. Es la obra de los siglos -declaró para sumirse tras ello en el silencio.

Tizzy apareció poco después.

– Señor Ireland, la señorita bajará enseguida.

– Por favor, que no lo haga por mí. Si aún no está del todo repuesta…

– Necesita cambiar de aires.

Cuando Mary entró en el salón, William se percató de los cambios en su persona. Parecía más tranquila, como si estuviese reconcentrada en un fin interior. Mary lo saludó con un leve beso en la mejilla, actitud que dejó pasmado a William. Tizzy ya había dado media vuelta y no vio la escena. El señor Lamb se cruzó de brazos y se balanceó sobre la alfombra.

– William, ha pasado mucho tiempo desde su última visita.

– No sabía que se encontraba indispuesta.

– ¿Ha dicho indispuesta? No me pasa nada. Simplemente, me he dedicado a reposar.

– Claro, por supuesto.

– De todos modos, me alegro de su visita. Mi padre y yo solemos hablar de usted. Papá, ¿no es así? -Atemorizado, el señor Lamb miró a su hija y continuó mudo-. Seguro que le apetece una taza de té. ¡Tizzy! -La criada se detuvo, se volvió y regresó a la sala-. Por favor, sirve té a nuestro invitado. -El tono de Mary fue severo e implacable-. William, tome asiento y cuénteme cómo va todo.

El joven se sintió desconcertado e incómodo.

– Están ensayando la obra en el Drury Lane. Kemble interpreta a Vortigern.

– ¿De verdad? Cuando se entere, Charles estará encantado. -Mary parecía ida y apenas hizo caso de lo que William le contaba-. Me gustaría saber dónde está ese té. Típico de Tizzy… Siempre se lía. Papá, dime con qué la has enredado esta vez. -El señor Lamb no dejó de balancearse-. ¿Se ha enterado de que Charles nos ha impedido representar «La muy dolorosa comedia y cruelísima muerte de Píramo y Tisbe»? Ha estado muy mal por su parte.

– Me crucé con el señor Drinkwater por la calle.

– ¿Ha visto a Flauta? ¡Pobre Flauta! Carece de musicalidad.

William no supo qué responder, así que dijo:

– Enviaré entradas para la familia.

– ¿Entradas?

– Señorita Lamb, entradas para ver Vortigern.

– Oh, ¿por qué no me llama Mary?

La mujer se echó a llorar con desconsuelo.

Horrorizado, William comprobó que Tizzy regresaba corriendo al salón.

– Vaya, vaya, señorita, parece que no fue muy buena la idea de abandonar el lecho, ¿eh? Ha pillado frío y ahora se resiente.

La criada hizo señas a William para que se retirase. Éste dirigió una mirada de impotencia al señor Lamb sentado en la alfombra, y franqueó la puerta.

CAPÍTULO XI

Por fin llegó la noche del estreno de Vortigern. El teatro Drury Lane estaba lleno hasta los topes, del patio a los palcos. Desde un hueco entre bastidores y el telón, William escrutó los rostros de los conocidos. Cerca del escenario se encontraban Charles y Mary Lamb con su padre. Samuel Ireland, Rosa Ponting y Edmond Malone ocupaban el palco Hamlet. Tom Coates y Benjamin Milton estaban en el patio y detrás se distinguía a Selwyn Onions y Siegfried Drinkwater. Thomas de Quincey acababa de franquear una entrada lateral y buscaba un sitio libre. Dos parlamentarios acompañados por sus esposas se habían instalado en el palco Macbeth y habían reservado el Otelo para la innumerable parentela de Kemble. En el palco Lear se sentaban el conde de Kilmartin y su querida. Por lo visto, todo Londres había hecho acto de presencia. William fue incapaz de mezclarse con ellos y, presa de un terror absoluto, optó por quedarse entre bastidores. Habría sido tan incapaz de asistir a la representación en tanto público como de interpretarla en persona. La sentía demasiado próxima.

La zona que se extendía tras el telón era un hormiguero. El director de escena centraba un canto rodado de grandes dimensiones, a la vez que el primer utilero acomodaba las ramas de un árbol artificial. El escenario representaba la arboleda de un bosque de la antigua Britania y varios ayudantes se afanaban en colocar arbustos y piedras cubiertas de musgo sobre las tablas de madera. Con ayuda de una polea izaban la luna, lo que llevó al director de escena a entonar una de sus melodías favoritas: ¿Por qué no hay monos en la Luna? William tuvo un recuerdo repentino y rememoró la imagen de su padre cantándola mientras se desplazaban en un bote de remos cerca de Hammersmith; la tarde era bochornosa y William evocó el sudor de su padre mientras remaba.

– Señor Ireland, será una noche inolvidable. -Sheridan estaba justo a espaldas de William, a la sombra de un roble nudoso-. Tengo grandes expectativas.

– ¿Cree que el público nos será favorable?

– Por descontado. ¿Existe inglés incapaz de emocionarse ante una nueva obra de Shakespeare? Señor Ireland, aplaudirán, lanzarán vítores y hasta es posible que reclamen la presencia del autor.

– Pero el autor no saldrá.

– Señor, sólo era una broma. De todos modos, podría saludar en tanto que su descubridor.

– Claro que no, eso es impensable.

– ¿Ni siquiera está dispuesto a explicar las circunstancias del descubrimiento?

– Soy incapaz, señor Sheridan, no puedo. -La propuesta del empresario pareció aterrar al joven-. No tengo palabras para dirigirme a este público. Es demasiado… es demasiado imponente.

– De acuerdo, señor Ireland. Si lo prefiere, quédese en los camerinos. Recaerá en mí la tarea de hablar en su nombre, un joven que, gracias a la buena fortuna, se ha topado con una colección de papeles hasta ahora desconocidos e inéditos de Shakespeare, etcétera, etcétera, etcétera. El material es insuperable. Podría convertirlo en epílogo para una última actuación. ¿Le parece bien así? -preguntó, y adoptó una postura estudiada.

Las palabras, otrora mi oficio, ansían alabar

al más grande de nuestros poetas y a su osado amigo.

Shakespeare y Ireland están ahora unidos

y despiertan los aplausos de un país agradecido.

– ¿Le parece adecuado?

– Señor, a continuación podría añadir:

¿Dónde están los sucesores de su estirpe?

¿Qué traen para satisfacer la fama del poeta?

Débiles y efímeros temas de una era bastarda

alimento apenas suficiente para el bautismo en las tablas.

– Señor Ireland, no cabe duda de que tiene dotes. De todas maneras, no debemos quejarnos de la era bastarda, no sería bueno para los negocios. Creo que en su lugar podríamos condenar a los críticos. ¿Está de acuerdo con algo del estilo?

Y la malicia en los críticos tanto arrecia

que por nimios errores obras enteras desprecian.

William apostilló de su cosecha:

Jueces ecuánimes de la totalidad seréis,

de los que juzgan sólo la mitad porque sólo fallos ven.

– ¡Felicitaciones, señor Ireland, es usted todo un poeta!

– Señor, no albergo semejantes ambiciones.

– Déjese de tonterías. Estoy convencido de que algún día escribirá una obra de teatro.

El director de escena se acercó a Sheridan y declaró que la utilería era «fascinante» y «asombrosa».

– Señor Sheridan, el público se derretirá. La utilería es selvática y de antaño.

– ¿Han dejado espacio para que Kemble se despliegue?

– Dispone de una meseta pedregosa.

– ¿Y la señora Siddons? Me preocupa que se enganche la peluca en las ramas. ¿Recuerda el desastre de Los mellizos de Tottemham?

– No correrá esa suerte. He colocado las ramas a cierta altura.

– ¿Hay anchura suficiente en el escenario para los guerreros, incluidos los escudos y las lanzas?

– Señor, resultarán aterradores. Los hemos pintado con índigo. El trabajo ha corrido a cargo de uno de los acuarelistas.

Había llegado el momento de la salida del escenario de todos los trabajadores: los encargados de vestuario, los tramoyistas, los ayudantes y los responsables de los decorados. William se dirigió a la zona de los camerinos, en la que los guerreros ya se habían congregado; en el teatro los apodaban «los caballeros ambulantes» y no tenían texto propio. Los susurros y parloteos cesaron cuando la orquesta entonó los primeros compases de la obertura especialmente compuesta por el director Crispin Bank, titulada El sueño de Vortigern. Caracterizado como Vortigern, Charles Kemble se dirigió a los bastidores que se hallaban a oscuras. Vestía una falda escocesa, peto de bronce y casco de plata coronado con un penacho rosa y azul. Dirigió una mirada a William, pero imbuido en su papel de Vortigern pareció no verlo. Carraspeo y echó un vistazo a la tramoya. Al otro lado del escenario maquillaban y empolvaban a la señora Siddons. La obertura concluyó. El público guardó silencio. William reculó un poco más entre los taburetes y la utilería arrinconados. No soportaba ese silencio.

El telón se levantó con gran estrépito y sonó un coro de vítores y hurras que cogió a William por sorpresa. El público aplaudió el decorado. Al cabo de unos segundos, Ireland oyó con claridad la voz de Vortigern, que regañó a su hija por prometerse en secreto con el general romano Constancio. Envuelta en ropajes de una época imprecisa, la señora Siddons ocupó su sitio en el centro del escenario. Extendió los brazos, con lo que impidió que la mayor parte del público viese a Kemble, y enumeró las virtudes de su amado:

No existe frente tan arrugada que deje de alisarse ante la suya

ni tan tormentosa que no reaccione ante la dulzura

que, intensa como el sol cuando asoma por el este,

espanta la noche. Empero, ¿por qué imploro así?

William percibió la satisfacción del público; resultó palpable la sensación de contento y hasta de sorpresa ante la calidad de los versos. Se aproximaba el fin del primer acto cuando la señora Siddons se puso a cantar:

En Pentecostés me trajeron

rosas y azucenas para mi alegría colmar;

también violetas me ofrecieron

para con mis cabellos dorados entrelazar.

Ante la mención del tono del pelo, en el patio sonaron risas, pero la actriz continuó con voz clara y resuelta. William observó que, al finalizar el acto, la señora Siddons abandonaba el escenario hecha un mar de lágrimas; se refugió en los brazos de su ayudante, una anciana a la que todos llamaban «Golpetón», que la condujo al camerino.

Cuando se inició el segundo acto, el estado de ánimo del público había cambiado. Vortigern estaba en escena y se disponía a reunir las tropas antes de entrar en lucha con los romanos. Pronunció un largo discurso que al final incluyó un apostrofe a la Parca como modo de animar a los soldados:

Oh, abre de par en par tus horrorosas fauces

y con burdas risas y trucos fantásticos

apoya los temblorosos dedos a los lados de sus cuerpos.

Cuando esta burla solemne toque a su fin…

Una vez pronunciado ese verso, William oyó que del patio brotaba un único chillido de mofa. Una vez expresada, la burla resultó contagiosa. Kemble repitió las palabras. La totalidad del público se mondó de risa. Al cabo de dos o tres minutos, Kemble reanudó su parlamento:

Cuando esta burla solemne toque a su fin

nos encargaremos…

Fue imposible controlar al público. Para asombro de William, se produjo un ataque generalizado e interminable de histeria, que se prolongó durante varios minutos. Oyó golpes secos y dedujo, con acierto, que era el sonido de la fruta que los asistentes arrojaron al escenario.

William permaneció muy tranquilo, casi indiferente. Con profunda concentración se estudió la palma de la mano y se preguntó si en su línea de la vida aparecía una ligera interrupción o desvío.

Los actores se esforzaron por llegar al final del segundo acto, que en varias ocasiones se vio interrumpido por carcajadas y descaradas mofas. La señora Jordan recorrió el escenario a la manera clásica: con una zancada seguida de un paso corto. De modo incomprensible, movió las manos ante el rostro, como si contemplase un objeto lejano a través de un velo, lo que llevó a un asistente a gritar: «¡Está en esa esquina!». Por otro lado, había insistido en llevar muselina blanca, como corresponde a una matrona romana, pero en mitad del escenario una punta de la tela se enganchó en un arbusto. Con el pretexto de apartar una hojas, el señor Harcourt se arrodilló a fin de liberar los ropajes de su compañera de reparto. Harcourt también era célebre como actor cómico y no pudo abstenerse de adoptar una de sus más famosas «caras cómicas». En esa representación exhibió lo que denominaba su «rostro de orgía romana», mezcla de lascivia, cinismo y hastío, que consistía en inclinar la boca hacia abajo y enarcar las cejas hacia arriba. Siempre que adoptaba esa expresión el público se lo agradecía.

La batalla entre romanos y britanos tuvo lugar en el tercer acto y no fue lo que se dice éxito. El índigo que cubría las pieles de los antiguos británicos empezó a correrse y, en el desesperado combate cuerpo a cuerpo, salpicó con generosidad las caras y las armaduras de madera de los soldados de la infantería romana. Terminada la función, uno de los caballeros ambulantes comentó que «parecíamos papagayos». Para rematar, en pleno fragor de la batalla, el señor Harcourt cayó herido de muerte en el instante preciso en que se disponían a bajar el telón; tuvo la desgracia de quedar justo en el medio del escenario, por lo que el telón dividió su cuerpo. La cabeza y el torso del señor Harcourt quedaron del lado de los actores, mientras que la mitad inferior de su cuerpo permaneció a la vista del público. Intentó cambiar de posición porque, como explicó después del estreno a la señora Siddons, «no podía agonizar en escena toda la noche». Las risotadas se oyeron incluso en Bow Street y Covent Garden.

William permaneció impasible incluso cuando Sheridan lo abordó:

– Supuse que Shakespeare había escrito una tragedia pero, por lo que parece, ha creado una comedia.

– Señor, me he quedado sin palabras.

– ¿Usted? Es imposible.

– Sinceramente, no sé qué decir.

– Nada, señor Ireland, no diga nada. No se trata de un humor muy sutil, aunque ha surtido el efecto deseado. Lo felicito.

– Señor Sheridan, no tiene motivos para alabarme.

– Tengo todos los motivos del mundo. Al fin y al cabo, nos ha porporcionado…, ¿cómo expresarlo? ¡Nos ha proporcionado una novedad fantasiosa!

– No es de mi factura. Shakespeare…

– Es el apellido ideal en el cartel. Lo conservaremos.

– ¿Mantendrá la obra en cartel?

– Siempre y cuando el público inglés siga teniendo sentido del humor.

Los dos últimos actos transcurrieron con más tranquilidad; sonó alguna que otra risa, pero también aplausos al final de varios monólogos. En la última escena, Vortigern y Edmunda se reúnen entre los muertos de ambos bandos. Exhaustos tras los acontecimientos de la velada, Kemble y la señora Siddons permanecieron juntos y se cogieron las manos en una actitud de perdón mutuo antes de caer sobre el escenario y expirar. La señora Siddons recitó:

Mientras te beso, pienso que el dulce amor

reposa en tu frente y agita tus cabellos plateados.

Kemble respondió:

Sonríes como si un ángel besase tus labios

y te hablara al oído de goces venideros.

Cuando el telón cayó por última vez, sonaron aplausos y los vítores se mezclaron con unos pocos abucheos y silbidos. Los actores se congregaron en el escenario mientras se levantaba el telón y saludaron. Cuando entregaron un gran ramo de azucenas a la señora Siddons, numerosos espectadores llamaron a gritos al autor, lo que desató risas en el patio. Tras la conmovedora interpretación del himno nacional por parte de los actores y del público, el telón volvió a bajar y la señora Siddons corrió hacia el camerino sin mirar a William Ireland. Por su parte, Kemble se acercó y le rodeó los hombros con el brazo.

– Señor, hemos sobrevivido. ¡Encontramos aguas procelosas y quedamos atrapados bajo cubierta, pero navegamos al retumbo de los cañones! ¡Dios bendiga el teatro londinense!

William se mostró singularmente indiferente ante aquel transcurso de la velada. El temor y el asombro experimentados al reparar en las primeras manifestaciones de ridículo lo habían abandonado y se sentía muy cansado.

***

Samuel Ireland y Rosa Ponting aguardaban a William en el pasillo que conectaba la parte trasera del escenario con los camerinos.

– Ahora sé lo que significa de verdad estar orgulloso -declaró su padre-. Has superado con creces todas mis expectativas.

– Ha sido una verdadera delicia. -Rosa Ponting lo miró con expresión de curiosidad y comprensión-. No hagas caso a los cuatro que rieron.

– No ha sido nada -corroboró Samuel Ireland-, una nimiedad, una claque puesta adrede.

– Los Lamb se acercaron a felicitar a tu padre.

– ¿Los Lamb?

William ya no se acordaba de que los había visto entre el auditorio; tenía la sensación de que había transcurrido una eternidad.

– Charles y Mary estaban junto a la orquesta, en compañía de un peculiar caballero entrado en años. Miraron a su alrededor y nos vieron. Nos asignaron un palco muy bonito. Todos se fijaron en tu padre.

– ¿Dónde está Sheridan? -quiso saber Samuel Ireland-. Me gustaría estrecharle la mano. Es un gran creador. Habría que organizar una celebración y brindar.

– Disculpa, padre. Quédate a saludar al señor Sheridan. Yo volveré andando a casa.

Samuel Ireland no necesitó más alicientes para permanecer en los pasillos del teatro. Ataviada con un vestido de raso y encaje primorosamente confeccionado por su modista y confidente de Harley Street, Rosa se mostraba impaciente por conocer a las señoras Siddons y Jordan. William se alejó en solitario del Drury Lane. Al llegar a la esquina de Catherine Street con Tavistock Street reparó en un hombre de levita y sombrero raídos que repartía octavillas entre los que salían del teatro; su actitud era inquieta y ansiosa, y se movía entre los corrillos de personas para depositar en sus manos las hojas. Se acercó a William, que cogió la octavilla y leyó el titular en negrita que decía «Flagrante falsificación».

El joven Ireland se detuvo y le preguntó:

– Discúlpeme, señor, ¿quién es usted?

– Un admirador de Shakespeare, señor.

– ¿La obra no le gusta?

– Claro que no. Se trata de un fraude, una pura engañifa.

– ¿Cómo lo sabe?

– Porque me lo explicó un amigo que tengo en el teatro. -William sospechó que el hombre era un actor sin trabajo-. Jamás me pareció auténtica.

– No estoy de acuerdo. Acabo de verla y le garantizo que es real.

– Ay, señor, puede ser real e irreal a la vez. ¿Comprende lo que quiero decir?

El hombre abordó otro grupo sin dar tiempo a que William le preguntase a qué se refería. El joven caminó hacia Covent Garden con la octavilla en la mano y, algunas yardas más adelante, avistó a los Lamb. Mary iba del bracete de su padre y charlaba de forma animada con él. Como no quería que lo viesen, William aminoró el paso hasta que los Lamb se adentraron en el espacio adoquinado del mercado. Luego observó que Mary se alejaba deprisa hacia el sector de las arcadas donde los alfareros montaban sus puestos y que Charles la seguía. ¿Los hermanos habían tenido una discusión?

William se dio la vuelta y enfiló sus pasos a Holborn. Esa noche durmió a pierna suelta y por la mañana despertó mucho más tarde que de costumbre.

CAPÍTULO XII

Thomas de Quincey también disponía de un ejemplar de las octavillas repartidas a las puertas del Drury Lane. Charles Lamb se la había entregado como recuerdo de la velada. De Quincey y Lamb se habían hecho amigos y compañeros de taberna, y Charles lo había ayudado a conseguir trabajo como aprendiz de escribiente en la South Sea House de Threadneedle Street. De Quincey tenía buena caligrafía, ya que había cursado el bachillerato en Manchester, y además poseía sólidos conocimientos matemáticos. Cuando salían de trabajar, muchas tardes se reunían en la Billiter Inn. Fue en la taberna donde Charles le mostró la octavilla cinco noches después del estreno de Vortigern.

– Han acusado a nuestro amigo de «flagrante falsificación» -comentó Lamb con marcado retintín.

– ¿Lo han hecho?

– Sin embargo, yo dudo de que Ireland sea tan prolífico. Es imposible que escriba con tanta soltura. Algunos fragmentos poéticos son sublimes. Estabas presente y los oíste. -Presionó el brazo de De Quincey-. Tengo una teoría: pienso que esa obra la escribió un contemporáneo de Shakespeare, tal vez un poeta menor. Ireland está tan seducido por Shakespeare que incluye su apellido en todos los papeles que encuentra.

– Mi opinión acerca de él es más benigna que la tuya.

– ¿La obra es de Shakespeare?

– Ni soñarlo, es de Ireland.

– ¡Imposible! ¿Cómo podría haber engañado al mundo entero?

– Como mínimo, ha timado a Londres. Charles, es mucho más inteligente de lo que te figuras. Cada vez que lo oigo hablar compruebo su mordacidad. Es muy agudo.

– Sí, claro, pero escribir una obra del siglo xvi… y poesía… No lo creo capaz.

– Chatterton hizo lo mismo y era incluso más joven. No lo consideres algo imposible.

– Pero es improbable, altamente improbable.

– Sabe escribir, ya has visto sus artículos. Diría que el señor Ireland es más profundo de lo que estás dispuesto a reconocer.

– Le explicaré a Mary cuál es tu opinión.

– Ni se te ocurra. -De Quincey fue muy insistente-. Por nada del mundo se lo digas a tu hermana.

– Ya sé lo que vas a decir.

– De todos modos, escúchame. Está demasiado…, de momento está demasiado frágil. -De Quincey buscó la expresión más adecuada-: Podría quebrarse.

– Querrás decir que se le podría quebrar el corazón. Déjate de tonterías.

– Con sinceridad, Charles, en ocasiones ni siquiera ves lo que tienes delante de las narices.

– No puedo ver lo que no existe.

– Mary existe. ¿No te das cuenta de que bebe los vientos por él? ¿Qué me dices de su enfermedad y su nerviosismo? William Ireland la ha afectado profundamente y él no parece tener la menor intención de hacer nada al respecto.

Si la descripción de De Quincey lo sorprendió, Charles no lo demostró. A lo largo de las últimas semanas, los ataques de malhumor y el desasosiego de Mary se habían acentuado. Charles lo había atribuido a la tensión debida a la creciente senilidad de su padre. Sabía que Mary protegía a Ireland e incluso que le tenía afecto, pero ¿estaba secretamente enamorada del joven?

– De modo que mi hermana es Ofelia -comentó Charles-. ¡Penoso!

– Charles, ¿por qué interpretas todo como si fuera un drama? Mary no es el personaje de una obra, sufre de verdad. -De Quincey permaneció en silencio unos instantes-. Ireland forja sentimientos de la misma manera que trabaja las palabras.

– Y por eso no puedo explicarle tu hipótesis, ¿no es así?

– Será mejor que no lo hagas.

***

De Quincey caminó desde la Billiter Inn hasta su alojamiento en Berners Street. Había alquilado una habitación cerca de la casa abandonada en la que había vivido recién llegado a Londres porque no había renunciado a la esperanza de toparse con Anne en las atestadas calles del barrio. En cierta ocasión, incluso creyó divisarla en la esquina de Newman Street, pero cuando corrió hasta allí comprobó que no había nadie. La imaginó consumida de pena y agobiada por la soledad…, la imaginó zambulléndose en el Támesis…, la imaginó ultrajada y golpeada. ¡Vaya con la musa de fuego…, la que ilumina las tinieblas londinenses! Pensaba en esas palabras cuando, de repente, vio que William Ireland entraba en la papelería del final de Berners Street. Aunque era tarde, Ireland había abierto la puerta sin llamar. De Quincey pasó por delante velozmente y, a través de la ventana salediza, echó un vistazo a la planta baja. El anciano que se encontraba detrás del mostrador entregó un paquete a William. Fue lo único que tuvo tiempo a ver.

Siguió andando y entró en la casa en la que se alojaba. Pese a las advertencias que había hecho a Charles, De Quincey seguía considerándose amigo de Ireland. En algunos sentidos incluso lo admiraba. Lo consideraba un excelente actor cuyo escenario era el mundo, aunque también era el primero en reconocer que, en el fondo, no lo entendía.

De Quincey estaba a punto de entrar en su habitación cuando llamaron a la puerta de la casa. Ireland estaba en el umbral y aferraba el paquete envuelto en basto papel de estraza.

– Lo vi pasar -le explicó William-. Usted no reparó en mi presencia.

– ¿Dónde estaba?

– En Askew. El dueño es un viejecito encantador que me guarda el catálogo de Zurich.

– Adelante, señor dramaturgo, tengo una botella que reclama su presencia.

La habitación de De Quincey estaba en la planta baja y daba a Berners Street.

– Tom, no soy el dramaturgo, sino el médium.

– Lo sé. Tú eres aquello que los matemáticos denominan el término medio, sin el cual no hay término mayor ni menor.

– ¿Y la obra es el término mayor?

– Siempre y cuando Shakespeare no sea el menor. Cuidado con el siete que hay en la alfombra.

La habitación de De Quincey carecía de ornamentos: la cama, un montón de libros apilados en la alfombra y poco más. El tráfico de Londres discurría junto a la ventana y el zumbido constante de la ciudad se percibía con claridad.

– Muchas veces me he preguntado dónde se alojaba -comentó Ireland.

– Este sitio me gusta -De Quincey era muy desenvuelto-. Aquí me considero un londinense más. Abriré la botella de la que te he hablado.

– He vivido toda la vida en la ciudad y existen varios lugares que amo, pero no siento verdadera pasión por ella.

– ¿Por qué? Esta ciudad es quien te ha moldeado.

– También podría destruirme. -William se acercó a la ventana y miró al barrendero que limpiaba la calle de punta a punta-. Esta noche ponen la última función de la obra.

– ¿De Vortigern?

– Ha estado seis noches en cartel. Me figuré que continuaría…

– ¿Estabas seguro de que seguiría en cartel?

Ireland se volvió e inquirió:

– ¿Qué quieres decir?

De Quincey quedó momentáneamente desconcertado.

– Shakespeare es un gusto adquirido, no es para el público moderno.

– Pero si hemos tenido defensores… Este recorte es de la Evening Gazette.

William sacó un papel del bolsillo y leyó en voz alta:

Del profundo olvido arrebatada aparece la obra mentada.

Exige respeto, ya que el nombre de Shakespeare trae aparejada.

Ese nombre, fuente de asombros y de ciencia,

tiene derecho, como mínimo, a una justa audiencia.

De Quincey rió.

– Los versos son en verdad lamentables.

– En eso coincidimos. Yo lo habría hecho mejor. -Ireland estudió con atención al de Manchester-. Por otro lado, lo que expresa tiene sentido.

– Por supuesto.

William pareció tranquilizarse.

– Tom, le diré algo que sólo un puñado de personas conoce. Confío en su discreción. -De Quincey hizo un ligerísimo asentimiento-. Entre la cantidad de papeles que mi mecenas me dio he encontrado otro Enrique.

– ¿Qué dice?

– Lo que oye, Enrique II. ¿No le parece extraordinario?

De Quincey se acercó al arcón de nogal que tenía junto a la cama y extrajo una botella de oporto. Al otro lado del lecho había un lavamanos y un aguamanil; De Quincey cubrió esa distancia y retiró dos vasos del armario de la parte inferior. Reparó por primera vez en que el esmalte del lavamanos estaba desportillado y ennegrecido.

– ¿Se lo ha mostrado a alguien?

– Mi padre lo ha visto y se lo ha pasado al señor Malone, que lo ha identificado como obra del bardo.

– ¿Alguien más ha leído el manuscrito?

– Nadie, todavía no lo ha leído nadie más. Aguardamos el momento oportuno, en el que todos comprendan el verdadero valor de Vortigern. ¿Brindamos?

De Quincey sirvió el oporto y levantaron los vasos.

– Por Enrique -auguró Ireland.

– Por Enrique. Que gane el mejor.

– ¿Por qué has dicho eso?

– Por nada, sólo es una frase.

– Mi padre quiere verlo publicado, pero le he aconsejado que espere, ya que si viera la luz tan poco después de Vortigern

– ¿Parecería demasiada casualidad?

– Exactamente. En Pericles hay un verso sobre el inmenso mar de gozos que se abalanza sobre él.

– «Alcanza las orillas de mi mortalidad y me ahoga con su dulzor.» ¿Es éste?

– Veo que lo conoces. Hay quienes dicen que Pericles no salió de la pluma de Shakespeare.

– Hay quienes dicen cualquier cosa.

– Ése es mi dilema. -Ireland apuró el oporto-. ¿Me permites? -Se sentó en el borde de la cama-. La marea de visitantes ha crecido tanto que mi padre ha impreso tarjetas de entrada -apostilló cuando De Quincey le llenó el vaso-. Tal como predijo, nuestro modesto museo se ha convertido en un santuario. ¿Ya le he contado que una mañana se presentó el príncipe de Gales?

– ¡No!

– Iba vestido de azul cielo. Era la imagen misma de la sempiterna corrupción. Un cortesano cabeza hueca entró a la carrera y nos pidió que nos preparásemos. ¿Qué pretendía? ¿Quería que vistiéramos ropa de la corte? Poco después, Su Alteza Gorda entró contoneándose como un pato. La reverencia de mi padre fue tan profunda que se le vio el… -A Ireland se le escapó la risa-. Mejor no decirlo.

– ¿Qué hizo el príncipe?

– Pidió los papeles, tomó asiento en la silla que el cortesano le acercó y, a continuación, según sus propias palabras, los «examinó atentamente» durante un par de minutos. La librería quedó impregnada del olor a su agua de colonia.

– ¿Qué opinión le merecieron los papeles?

– Repetiré sus palabras exactas. -Aunque De Quincey no se apercibió, Ireland imitó a la perfección la voz y la actitud del príncipe de Gales-. «Los documentos guardan un claro parecido con los de su época, aunque sería injustificable decidirlo de forma concluyente y a partir de una inspección tan superficial.» A lo que mi padre replicó: «Por supuesto. Su Alteza, sería impensable».

– ¿Qué más pasó?

– Su Alteza Gorda añadió: «Confío…, confío en que la nación inglesa experimente la gratificación que espera obtener de dichos papeles».

– ¿Qué quiso decir?

– Sólo Dios lo sabe. Cuando se fue mi padre me explicó que la realeza tiene prohibido manifestar su opinión. Repliqué que disentía y cité las guerras americanas.

– ¿Permaneció mucho rato en la librería?

– En absoluto. Se levantó dispuesto a irse y mi padre revoloteó a su alrededor. Que si gracioso señor, que si era un privilegio inimaginable, que si poseía un entusiasmo desbordante y toda la pesca. En cuanto el príncipe se marchó, mi padre besó la silla que había utilizado y juró que nadie volvería a sentarse en ella.

– Pero tú no te quedaste tan impresionado.

– ¿Impresionado con ese charlatán? Prefiero hacer una reverencia al barrendero que, por el simple hecho de haber nacido, ya tiene más dignidad.

– Y trabajo.

– Ni más ni menos. -William dejó el vaso y cogió el paquete con el que había salido de Askew-. Debo regresar a casa. Nunca se sabe lo que puede pasar en el trayecto entre Berners Street y Holborn.

***

Su padre lo aguardaba. Se encontraba detrás del mostrador y William supo enseguida que estaba inquieto.

– Han formado un comité investigador -informó Samuel.

– Perdona, padre, ¿qué has dicho?

– Han creado un comité investigador para analizar tus papeles.

– Creía que eran nuestros papeles. ¿A qué comité te refieres?

– Los señores Stevens y Ritson, enemigos del señor Malone, han convencido a terceros para que los ayuden en la investigación del material que has encontrado. El señor Malone me ha enviado una carta en la que hace referencia a la malicia de esos hombres y a la pretensión de mancillar su reputación.

– ¿Su reputación? ¿Qué hay de la mía y de la tuya? -A Samuel Ireland se le encogió el corazón-. Es espantoso, escandaloso. Prácticamente le están diciendo al mundo entero que sospechan que jugamos sucio. -William se desternilló de risa-. Como si eso fuera posible.

– No hay motivos para reírse.

– Padre, reírse es imprescindible. ¿De qué forma esperas que reaccione?

– Supongo que ya sabes lo que debes hacer. Tienes que sacar a la luz a tu benefactora.

– ¿Por qué tendría que mostrar el más mínimo respeto hacia esos caballeros? Para mí no significan nada.

– Pues lo son todo. Se convertirán en tu juez y jurado. Debes conducirlos a la fuente de los papeles.

– No puedo hacerlo.

– William, lamento presionarte, pero debes tomar en consideración al resto del mundo. Se lo debes al público inglés. Esos papeles son su patrimonio.

– Ya te he dicho que mi mecenas no será mencionada ni identificada. Me ha dado esos papeles con órdenes severas de guardar el secreto. Existe la posibilidad de que, en presencia de esos caballeros, mi benefactora declare que no me conoce ni tiene idea de mis actos. Padre, ¿lo habías pensado?

– Debes convencerla…

– No hay manera de convencerla.

– William, reflexiona sobre las consecuencias que supone eso para mí.

– Padre, ya sabías en qué condiciones te entregaba los documentos.

– Eres muy cruel con tu progenitor.

– No, sólo soy honesto.

William subió la escalera y se acostó.

***

Por la mañana llegó una carta para el señor W. H. Ireland. La remitía el señor Ritson y en ella le preguntaba con suma amabilidad si estaba dispuesto a responder a las preguntas que ciertos caballeros instruidos se habían planteado después de examinar los papeles recientemente atribuidos al señor William Shakespeare. También manifestaban su deseo de interrogar a los señores Edmond Malone y Samuel Ireland…

– Incluir mi nombre en la misiva es abominable -intervino Samuel Ireland.

La carta también decía que querían interrogar a los señores Edmond Malone y Samuel Ireland en el transcurso de sus pesquisas, que se llevarían a cabo sin la más mínima sospecha de reprobación o culpabilidad. Abrigaban la esperanza de que el señor William Ireland aceptase la invitación con el mismo espíritu con el que ésta se planteaba, es decir, el de un debate abierto y sin restricciones.

– Su sintaxis no es nada del otro mundo -decretó William después de leer la carta a su padre-. Se atragantan con sus propias palabras.

– Como decía lady Macbeth, las conciencias culpables suelen dar esa impresión.

– Ella no pecó por envidia o celos, sino por ambición. ¡Esos hombres son tontos de capirote! No les interesa probar ni refutar nada, sólo quieren destruir.

– ¿Qué responderás?

– Padre, ¿qué me sugieres?

– ¿Sugerir? No sugiero nada. Ya te aconsejé anoche. No tengo nada más que decir.

– Pues entonces los ignoraré. Pasaré por encima de ellos. Los venceré.

***

Dicha decisión se puso a prueba el día siguiente, cuando en la Pall Mall Review apareció un suelto titulado «Shakespeare e Ireland»; en él se hacía referencia a que «el desdichado hijo» había de cargar con «los pecados del padre» y citaba la parábola de Abraham e Isaac. Concluía de la siguiente guisa: «¿Al comité se le ofrecerá el sacrificio del joven Ireland en el altar de las ambiciones de su padre?».

– ¡Es intolerable! -exclamó Samuel Ireland, y arrojó el periódico-. ¿Por qué la reprobación cae sobre mi cabeza?

– Padre, no puedo ni imaginármelo.

– No hay derecho. No es justo. Ni tan siquiera conozco a tu benefactora. Jamás he estado en la casa donde se guardan los papeles.

Rosa Ponting había bajado la escalera y escuchaba en silencio.

– Sammy, ¿de qué te acusan?

– Rosa, me acusan de falsificar los papeles de Shakespeare.

– Padre, no estoy para nada de acuerdo con lo que dices. Simplemente sospechan que los has utilizado…

– No lo creo, William. Insinúan con claridad que soy un falsificador y un criminal.

– ¡Dios nos libre! -Rosa ya se había imaginado la cárcel y el patíbulo-. ¡Sammy un delincuente!

– Rosa, no llegará a esos extremos -aseguró William, que parecía empeñado en mantener la calma.

– William Ireland, nada sucederá si cumples con tus deberes y obligaciones. Debes contarle todo al comité.

– ¿Por qué soy yo el que tiene que sentarse en el banquillo? -El joven se volvió hacia su padre-. Yo no te pedí que mostrases los papeles a los señores Malone y Sheridan. Me daba por satisfecho con que saliesen de forma gradual al mundo. Eres el único responsable de que se haya desencadenado esta vorágine pública.

– No puedes dirigirte a tu padre en esos términos. -Rosa se mostró muy severa-. Ya está bastante agobiado.

– Me limito a decir la verdad. Padre, por pura curiosidad, déjame que te haga una pregunta. ¿Y si los papeles no fueran los manuscritos auténticos de William Shakespeare?

– Eso es imposible. -Samuel Ireland negó con la cabeza-. Si ahora mismo el presunto falsificador se plantase ante mí y confesara, no le creería.

– ¿Ésa es tu solemne opinión y conclusión definitiva?

– Los documentos son demasiado voluminosos y muestran todas las huellas de su época.

– Está bien, sólo planteaba una hipótesis. Ya está decidido. Como sé que eres inocente, responderé al señor Ritson para comunicarle que estoy de acuerdo y acepto su petición.

– ¿Qué será de tu pobre padre? -inquirió Rosa-. ¿No merece un mínimo de consideración?

– Cuando me presente ante esos caballeros, lo exoneraré de toda culpa.

– ¿Culpa?

– Quiero decir, responsabilidad.

***

– Mary, mira esto.

Charles Lamb dobló el periódico y, por encima de la mesa del desayuno, le mostró a su hermana un suelto referente a la inminente comparecencia de William Ireland ante el comité investigador.

Mary leyó deprisa.

– ¡Esto es una persecución! -Dejó caer la taza sobre el plato y sobresaltó a su padre-. ¿William será interrogado y difamado por todo aquel que se considera una autoridad? -Charles quedó sorprendido ante la vehemencia de su hermana; en las últimas semanas parecía haber perdido el interés por William Ireland y se mostraba muy serena y reservada-. ¿Quién se atreve a poner en duda que se trata de obras auténticas? Charles, ¿le escribirás para manifestarle nuestro apoyo?

– No sé si lo necesita…

– Está bien, yo me encargaré. Si no tienes valor para ser leal con un amigo, ocuparé tu lugar. -Mary se levantó de la mesa-. Le escribiré ahora mismo, en este instante.

El señor Lamb miró a su hija.

– Hoy no hay mermelada. Mañana habrá mermelada.

– Señor Lamb, no te inquietes. -La señora Lamb miró con desagrado a su hija-. Mary, haz el favor de sentarte. Estoy segura de que Charles escribirá encantado al señor Ireland.

– No puedes hablar en nombre de Charles.

– ¡Tizzy! Más agua caliente.

– Mamá, ¿me has oído?

– Mary, siempre te escucho, aunque a veces preferiría no hacerlo.

– Claro que le escribiré. -Charles se alarmó ante el tono estridente de su hermana-. Le expresaré nuestra preocupación.

Mary se sentó al tiempo que Tizzy se presentaba con el agua caliente.

– Debes decirle que creemos a pies juntillas en la autenticidad de los papeles.

– ¿Debo decírselo?

– Se trata de algo de suma importancia.

La señora Lamb miró con parsimonia a su hijo.

– Charles, con eso no harás ningún daño a nadie y alegrarás a tu hermana. -Mary se dedicó a lustrar el cuchillo de la mantequilla con el chal-. Mary, ¿no crees que lo que estás haciendo es una grosería?

– Mamá, estuve leyendo La consolación de la filosofía, de Boecio.

– Y eso, ¿qué tiene que ver?

– La urbanidad no es más que un mero juego. Debemos vivir en el mundo eterno.

– Dios mediante, es allí donde moraremos, pero todavía no nos ha llegado la hora.

Convencido de que la tormenta había amainado, Charles recuperó el periódico y leyó una gacetilla sobre un asesinato reciente en la White Hart Inn. La víctima era una lavandera entrada en años, cuyo cuerpo apareció boca abajo en un barril de cerveza; aún no habían detenido al homicida. Comenzó a leer en voz alta, pero Mary lo interrumpió:

– No soporto tanta violencia. Vaya por donde vaya, en Londres sólo veo barbarie y crueldad.

– Mary, las ciudades son lugares de muerte. -Charles todavía albergaba en su seno un duendecillo perverso con el que le gustaba tomar el pelo a su hermana-. Hace poco leí que las primeras ciudades se construyeron sobre cementerios.

– Por lo tanto, somos muertos andantes. Papá, ¿lo has oído?

El señor Lamb imitó el sonido de una trompeta y rió.

CAPÍTULO XIII

Una semana después de aceptar la invitación, William Ireland fue citado ante el comité Shakespeare. La reunión tuvo lugar el domingo por la mañana en una dependencia situada sobre la cafetería de Warwick Lane; se trataba del despacho de la Caledonian Society, cuyas paredes estaban decoradas con diversos grabados de los regimientos de los Highlands. William se presentó con su padre, quien se quedó a su espera en el rellano. Samuel Ireland pidió de inmediato café, tostadas y aguardiente al local que había debajo y, en el preciso momento en el que William se disponía a prestar testimonio, entreabrió la puerta para oírlo.

Los señores Ritson y Stevens estaban sentados detrás de una estrecha mesa de roble. El señor Ritson era un hombre impaciente, animado y muy dado a adoptar expresiones faciales de asombro o incredulidad; William calculó que no superaba los treinta y cinco años y se fijó en que llevaba la corbata elegantemente anudada. El señor Stevens era mayor y presentaba un aspecto de mayor seriedad; más tarde William comentó que parecía un hombre a punto de ahogar una camada de cachorrillos. Junto a ellos se sentaban dos hombres más, uno de los cuales comenzó a tomar notas en cuanto William entró. La habitación olía a tinta, polvo y, ligeramente, a peras.

– Antes de empezar me gustaría hacer una declaración exacta y precisa.

Tras haber rechazado una silla, William permaneció en pie ante los miembros del comité y miró la cúpula de Saint Paul a través del ventanuco con parteluces.

– Señor Ireland, no somos un tribunal de justicia. -Ritson extendió las manos como si se defendiera-. Nos limitamos a realizar una investigación. No hay recompensas ni castigos.

– Sus palabras me alegran, ya que mi padre cree que lo castigan.

– ¿Por qué?

– Es sospechoso de falsificar vilmente los documentos. ¿Acaso me equivoco?

– No se lo ha acusado de nada.

– No es eso lo que he dicho. No mencioné la palabra acusado, sólo dije sospechoso.

– El mundo está plagado de recelos. -Stevens, que había observado con atención a William, se decantó por romper su silencio-. Señor Ireland, no somos perfectos, sino falibles. Ni siquiera hemos llegado a la conclusión de que los papeles sean inventados. No lo sabemos.

– Tiene usted la oportunidad de disipar hasta la más pequeña de las dudas -añadió Ritson.

– En ese caso, debo prestar declaración.

– Señor Ireland, ¿responderá a una pregunta antes de tomar la palabra? Le aseguro que es muy sencilla.

– Por supuesto.

Ritson apoyó las manos en la mesa y recitó:

– William Henry Ireland, ¿jura que, según su mejor saber y entender, a partir de las circunstancias por usted conocidas en relación con el descubrimiento de los mentados papeles, éstos pueden considerarse expresiones auténticas de la pluma de William Shakespeare?

– Perdone, ¿me autoriza a leer mi declaración?

– Ya lo creo.

William retrocedió un paso y sacó un papel del bolsillo interior de su chaqueta:

– «Se ha sostenido en distintos impresos públicos que el presente comité se ha creado para investigar la participación de mi padre en el descubrimiento y la presentación de los documentos shakespearianos. A fin de liberarlo de las mentiras que lo rodean, juro que Samuel Ireland recibió los papeles de mi persona como textos propios de Shakespeare y que nada sabe acerca del origen ni de la fuente de los que proceden.» -Volvió a guardar el papel en el bolsillo-. ¿Es suficiente?

– Sí, es suficiente en lo que a su padre se refiere -replicó Stevens-, pero no ha respondido a nuestra pregunta. ¿Podemos preguntar qué papel ha desempeñado usted en este asunto?

– Por supuesto.

– En ese caso, ¿puede esclarecernos la naturaleza del origen o fuente?

– Señor, ¿le molestaría ser más concreto?

– Veamos. ¿Se trata de una persona, un lugar, un legado o un regalo? ¿Qué es?

– Sin temor a equivocarme, puedo decir que se trata de una persona.

– ¿De quién?

– En este punto he de manifestar que me encuentro en situación desventajosa.

– ¿Qué quiere decir?

– Me es del todo imposible nombrar o identificar de cualquier otra manera a dicha persona.

– ¿Por qué?

– Porque he prestado juramento ante un determinado individuo.

– ¿Quiere decir ante el individuo que le entregó los papeles?

– Ni más ni menos.

Stevens miró a Ritson, que enarcó las cejas y simuló sorprenderse.

Ireland carraspeó y volvió a mirar por el ventanuco con parteluces.

– ¿No puede poner nombre al susodicho benefactor?

– No puedo decir nada más. ¿Pretende usted que viole una sagrada promesa?

– Me parece que no lo entiendo.

– He jurado que jamás revelaré el nombre de mi mecenas. ¿Pretende que falte a mi palabra?

– ¡Dios no lo permita!

Airado, William miró a Stevens como si hubiese detectado cierta ironía en su respuesta, pero Ritson intervino sin perder un segundo:

– Señor Ireland, ¿ese caballero no está dispuesto a hablar discretamente con los miembros del comité?

– Yo no he dicho en ningún momento que fuera un caballero.

– ¿No es un caballero?

– No se confunda. Simplemente afirmo que, hasta ahora, no he dado a conocer el género de mi mecenas.

– Sea del género que sea, ¿esa persona está dispuesta a presentarse ante este comité que garantiza la más estricta reserva?

– Mi mecenas está en el extranjero, se ha marchado a Alsacia.

– ¿Con qué motivo?

– Este asunto le ha causado tal perturbación mental, que Londres se le ha vuelto insoportable.

– Señor Ireland, todo cuanto nos dice es muy insatisfactorio.

– Señor Stevens, le guste o no, es así.

Alguien llamó a la puerta.

– ¿Puedo pasar? -Samuel Ireland entró y saludó con una reverencia a los miembros del comité-. Soy su padre. No estamos ante un tribunal, por lo que tengo derecho a estar aquí. -Se detuvo junto a su hijo y sonrió-. William Ireland ha borrado hasta la menor sombra de duda en lo que se refiere a mi participación en este asunto. -Samuel había oído hasta la última palabra pronunciada por William-. ¿También ha hablado de su mecenas?

– Su hijo se ha referido a dicho individuo, pero todavía no ha tenido la amabilidad de proporcionarnos un nombre -repuso Stevens.

– Señor, yo no puedo darle un nombre, pero estoy en condiciones de confirmar la existencia de dicho caballero. Lo he visto con mis propios ojos. -William miró a su padre y meneó la cabeza-. Es de estatura media y presenta una cicatriz en la mejilla izquierda que, según me contó, se debe a un concurso de tiro con arco. Tiene ligeras dificultades al hablar, dificultades que atribuyo a su timidez.

– ¿Dónde vive ese interesante caballero?

– Tengo entendido que su alojamiento se encuentra en el Middle Temple, pero no estoy seguro…

– Señor…

– Sin lugar a dudas, mi hijo ya le ha dicho que es de lo más esquivo. En este momento no está en el país. Si mal no recuerdo, mencionó que tenía que viajar a Alsacia.

A renglón seguido, Ritson interrogó a Samuel Ireland sobre la naturaleza y la procedencia de los documentos shakespearianos; por su parte, Ireland refirió que su asombro y contento fueron cada vez mayores ante la multitud de papeles que su hijo trasladó a la librería.

– Caballeros, parecía maná divino. Superó con creces toda satisfacción.

– Señor, ese comentario es muy shakespeariano.

– Provocó hambre en los ojos que alimentó y, cuanto más ofreció, mayor fue el deseo.

– Señor Ireland, quiero que nos diga algo sin ostentaciones. -Durante la conversación, Ritson no había quitado ojo a William, pero en ese momento se volvió hacia Samuel-. En su opinión, ¿los documentos son lo que pretenden ser? ¿Se trata de auténticos textos shakespearianos?

– No es una pregunta para un librero.

– Perdone, ha sido una falta de delicadeza por mi parte.

– Señor, no puedo decir que tenga autoridad sobre estas cuestiones… -Samuel pareció titubear-. Claro que, pensándolo bien, considero que los papeles son verdaderos y auténticos. Me enorgullezco de ser una persona detallista y reparé, en particular, en el hilo que unía el fajo de manuscritos. Es muy antiguo. Reconozco que tal vez se trata de un detalle simbólico, aunque es…

– ¿Es suficiente?

– Es suficiente para llegar a la convicción de que mi hijo no pudo inventar semejantes pruebas. -Miró a William-. Es imposible imaginar o creer que mi hijo haya escrito Vortigern.

***

En cuanto salieron de Warwick Lane, William se volvió hacia su padre y lo increpó:

– ¿Por qué mentiste en lo referente a mi mecenas?

– ¿Acaso tú no mentiste? Dudo mucho de que nadie haya viajado a Alsacia.

– Da igual el sitio al que haya ido. No responderá ante el comité. -Caminaron unos instantes en silencio-. Padre, no tendrías que haber mentido. Es muy poco habitual en ti.

– William, quería ayudarte. Me exoneraste tal como correspondía y deseaba mostrarte mi apoyo.

– Sólo conducirá a más mentiras. Tendrías que haber permanecido al margen de todo esto.

– Este asunto también me atañe.

– No hasta el extremo de la falsedad. Padre, deberías reflexionar antes de hablar. Has arrojado todavía más dudas sobre esta cuestión. ¿Qué es eso de un hombre con una cicatriz en la cara y tartamudo? Tendré que hacer frente a una persona totalmente ficticia. Para mí, ello no es más que una complicación, un estorbo. -Se tapó la cara con las manos-. ¿No te das cuenta de lo espantoso que es eso? -No se percató de que acababa de suspirar.

– William, lamento haberte alarmado.

– Tengo la sensación de que no sé dónde piso. Si eres capaz de mentir en mi nombre, ¿en qué puedo apoyarme?

– Vamos, vamos. Seguro que no es tan grave.

– Padre, ¿crees que los papeles son auténticos?

– Por supuesto. ¿Por qué lo preguntas?

– En ese caso, ¿para qué mezclar lo auténtico y lo falso? ¿Para qué llevar barro al pozo? ¿No te das cuenta? Si lo haces, todo se convierte en un infierno.

Samuel Ireland se notaba cada vez más encolerizado por lo que consideraba la impertinencia de su hijo; después explicaría a Rosa que William lo había tratado como a un niño.

– William, mi mente es un auténtico torbellino. Este asunto me perturba hasta el extremo de que no tengo reposo de noche ni de día.

– Lo siento muchísimo. No deseo ofenderte. Te respeto.

– No es suficiente. William, con esas críticas me hieres, me resultan insoportables.

William lanzó un grito en plena calle. Fue un aullido, un alarido que alarmó a los que pasaron con prisas a su lado.

Estupefacto, Samuel miró a su hijo y preguntó:

– ¿Qué te pasa?

– ¡Y pensar que lo hice para que estuvieses satisfecho! -Desesperado e impaciente, William hizo señas al conductor de un tílburi-. Padre, ven conmigo…, ahora mismo.

Durante el corto trayecto, el joven Ireland no habló; se limitó a mirar las calles y los pasajes conocidos. En cuanto llegaron a Holborn Passage, William entró como una tromba en la librería y subió la escalera hasta su habitación. Dio un portazo mientras su padre lo esperaba en la tienda. Samuel sudaba ligeramente y acarició un estante de libros antiguos que incluían la palabra «incunables». Por algún motivo inexplicable, repitió de viva voz el estribillo de la opereta titulada El carbonero musical:

– «Casita, casita, ¿quién vive en esta casita?»

Fue entonces cuando oyó el estrépito de las pisadas de su hijo en la escalera de madera. William entró en la librería esgrimiendo una hoja de papel viejo, amarillento y manchado.

– Padre, ¿ves esto? Se trata de un auténtico documento shakespeariano.

– Pero no hay nada escrito en él.

– Ni más ni menos, ahí quería llegar. -William tuvo dificultades para respirar-. Hay algo que hace tiempo que pretendo decirte.

– Claro, el nombre. Dime el nombre de tu benefactora.

– No hay nombre, ni benefactora. -William aferró del brazo a su padre-. Yo soy el nombre.

– Me parece que no… -Samuel estudió la expresión ansiosa y suplicante de su hijo.

– ¿Todavía no te has dado cuenta? Yo soy la benefactora. La dama de la cafetería no existe. La inventé.

– En nombre de Dios, ¿qué estás diciendo? -De repente, a Samuel se le había secado la garganta.

William se arrodilló.

– Te imploro perdón con toda la humildad posible. Actué así movido por el placer inocente y la total embriaguez con mis dotes. Lo hice para que estuvieses contento conmigo…

– ¡Arriba, señor! Levántate.

Samuel forcejeó con su hijo y poco a poco lo obligó a ponerse de pie.

– Padre, te he causado muchos problemas y lo lamento.

– Ya lo sé, pero todo se aclarará si me dices el nombre de tu benefactora.

– No has entendido una sola palabra de lo que te he dicho. Padre, escucha con atención. La benefactora no existe. Soy el único responsable de los papeles shakespearianos.

– ¿Estás diciendo que los encontraste?

– No, estoy diciendo que los escribí, los creé.

– William, déjate de chanzas y acertijos.

– Te aseguro que no es nada de eso. Yo fabriqué todos los documentos que estás convencido que proceden de la pluma de Shakespeare.

– No estoy dispuesto a seguir escuchándote. -Samuel le volvió la espalda y se dedicó a observar el estante de incunables.

William lo cogió de los hombros y lo obligó a darse la vuelta.

– Te mostraré hasta el último truco de mi falsificación, de la tinta al lacre. ¿Te gustaría saber cómo se elabora tinta como la de antes? Mezclé los tres líquidos que los encuadernadores emplean para vetear las tapas de piel de becerro y que, cuando fermentan, adquieren un tono marrón oscuro.

– Sigues protegiendo a tu mecenas. Es un gesto muy noble de tu parte.

– Decoloré los papeles con agua en la que había remojado tabaco. Mira esta hoja. -Samuel Ireland se negó a darse por enterado-. Luego los ahumé. ¿Por qué crees que encendí la chimenea en pleno verano?

– No quiero saber nada más. Me niego a creerte.

– Conseguí el papel por mediación del señor Askew, de Berners Street. Me dio las guardas de viejos volúmenes en folio y en cuarto. El pobre está tan entrado en años que no tuvo la más mínima sospecha de mis intenciones.

– No hay una sola palabra sincera en lo que dices.

– Padre, lo que te digo es la verdad.

– ¿Te atreves a plantarte ante mí y decirme que tú sólito, pese a ser nada más que un muchacho, has producido tal cantidad de papeles? ¡Es ridículo! ¡Es irrisorio!

– Pero es la verdad.

– No, no es verdad, sino fantasía. Este asunto te ha derretido los sesos. Ya no distingues lo verdadero de lo falso. William, te conozco.

– No me conoces en lo más mínimo.

– Sé que no existe manera ni método mediante los cuales hayas podido falsificar el estilo de Shakespeare.

– Lo haré ahora mismo, en este instante. Padre, te demostraré que soy el falsificador. Acompáñame.

– No pienso ir contigo. Estas falsedades y disparates no convencerán a nadie.

– Escribiré para ti versos de Shakespeare que luego el señor Malone dictaminará que son auténticos.

William se volvió al oír un ruido repentino. Alguien acababa de cerrar la puerta de la librería y se alejaba a toda velocidad.

***

Mary Lamb había decidido entregar personalmente la carta a William Ireland. Convenció a Charles de que manifestase su pesar y sorpresa por la investigación de los papeles shakespearianos así como su confianza en su autenticidad.

Mary le había dicho a Charles que esperaba que eso no fuese demasiado pedir, ironizando acerca de que su tiempo se había vuelto muy precioso.

Charles le había dado largas hasta que, aquel domingo por la mañana, su hermana se presentó en su alcoba con pluma y tinta. Él todavía no se había levantado. Mary anunció que había llegado la hora, que no quería seguir esperando porque deseaba poner fin al tormento de William.

Charles estudió el rostro tenso y pálido de su hermana y temió que estuviera a punto de echarse a llorar. Le preguntó si no estaba exagerando.

Mary replicó que para nada e insistió en que William estaba en peligro y corría riesgos.

El joven Lamb no quiso seguir alterándola, por lo que tomó la pluma y redactó una breve carta de apoyo y aliento. Mary la cogió de la almohada en la que Charles se había apoyado y se dirigió con aire triunfal hacia la puerta. Subió a su cuartito y dirigió el sobre a «William Ireland, caballero». Luego lo acercó a sus labios y besó el nombre. Pocos minutos más tarde abandonó rauda la casa y caminó deprisa hasta Holborn Passage. Había llegado a la puerta de la librería justo en el instante en que William contaba a su padre que se había inventado a la mujer de la cafetería. En principio, no supo a qué se refería William, pero enseguida se tapó la boca con la mano. Se quedó petrificada, miró con un lento gesto a su alrededor y entreabrió un poco más la puerta.

***

William le había mentido. La había traicionado. Mary se dio cuenta de que pensaba en otras cosas: en el vuelo de los gorriones de rincón en oscuro rincón, en los restos de cristal sobre el adoquinado, en una cortina de hilo arremolinada a causa de la brisa, en el cielo plomizo que amenazaba con descargar lluvia. Con la misma brusquedad se sintió muy animada. Nada podía rozarla ni herirla. «Tras prestar valerosos servicios -se dijo para sus adentros-, he sido licenciada de la vida.»

Se movió a gran velocidad, sin saber qué dirección tomaba ni preocuparse por ello, cuando la abrumó la espantosa sensación de la ausencia de William. Ya nadie volvería a caminar a su lado. Tuvo que sentarse para combatir el pánico creciente que la embargaba y se dejó caer en los escalones que conducían a la iglesia de Saint Giles-in-the-Fields.

El ambiente estaba impregnado del hedor a caballos cuando, por fin, se incorporó y emprendió el retorno a su casa.

***

Tras salir de la tienda y comprobar que Mary corría por el pasaje, William Ireland desanduvo lo recorrido. Aunque la reconoció en el acto, no la llamó.

Volvió a entrar en la librería. Su padre subía despacio la escalera. William recogió hasta el último objeto de material shakespeariano que encontró. Del pequeño armario situado bajo la escalera, retiró el manuscrito de Vortigern y lo sumó a los restantes papeles y documentos que antaño había preparado y escrito con tanto mimo. Reunió las páginas inéditas de Enrique II, en las que había trabajado en su habitación durante muchos días y semanas, a fin de copiar con fidelidad la caligrafía aprendida a partir de las firmas de Shakespeare. Subió a su habitación sin hacer ruido y recogió las tintas y las hojas que había preparado. También había restos de originales con la marca de agua de la jarra, correspondiente al reinado de Isabel, que había comprado al señor Askew de Berners Street. Añadió los libros, las dedicatorias amorosamente inventadas y los pequeños dibujos con los que las había embellecido. Cogió una cerilla de azufre y el yesquero y prendió fuego a la pira. El material no ardió con facilidad ni rapidez, ya que la tinta y el lacre reaccionaron al contacto con las llamas y provocaron un intenso humo negro que ocultó la librería. William abrió la puerta y la repentina corriente de aire avivó las llamas. A causa del humo no vio el alcance del incendio, pero sí oyó su crepitar. El suelo y los estantes de madera se consumieron en un abrir y cerrar de ojos y enseguida se dio cuenta de que las llamas alcanzaban la escalera.

***

Mary fue derecha a su cuarto y cerró la puerta con llave. «Vaya, Tizzy dice que baje a tomar el té. ¿Qué toca hoy? ¿Indio o chino? Me encanta el tintineo de la cucharilla en la taza. Me gusta que las yemas de mis dedos acaricien el borde de porcelana…» Alguien llamó a la puerta. Mary apoyó la cara en la madera y sintió su frialdad.

– Tizzy, ya voy.

– Señorita Lamb, no espere a que se enfríe.

– No. Seguirá caliente.

Aguardó a que Tizzy bajase la escalera y quitó el cerrojo a la puerta. La cerró sin hacer ruido y aguzó el oído para detectar sonidos procedentes de abajo.

Mary entró en la cocina poco después, en el preciso momento en el que la señora Lamb acomodaba la servilleta a su esposo.

– Mary, siéntate y empieza. No puedo entender que hayas vivido tanto tiempo en esta casa y que todavía confundas los horarios. ¿Por qué te equivocas? ¿A qué se debe? -Mary había clavado la mirada en su madre y su boca se abría y cerraba como si de pronto se hubiese quedado sin habla-. ¿Te encuentras mal?

El señor Lamb se puso a gemir con un quejido ronco y constante al tiempo que Mary cogió la tetera y la sostuvo delante de su cuerpo, como si se parapetase tras ella.

– ¿No ves lo que es? -preguntó a su padre.

– Mary, es una tetera -respondió la señora Lamb mientras se acercaba a su hija y la cogía de las muñecas-. Déjala ahora mismo sobre la mesa.

Se produjo un forcejeo repentino, la tetera cayó sobre la mesa y el agua y las hojas de té se dispersaron por la madera oscura. Mary empuñó el tenedor que empleaban para tostar los bollos en la chimenea y lo clavó en el cuello de su madre. La señora Lamb cayó al suelo sin emitir sonido alguno. En ese mismo instante Charles entró en la cocina y gritó alegremente:

– Buon giorno!

CAPÍTULO XIV

Mi querido De Quincey:

Seguramente ya te han informado de la espantosa calamidad que ha acontecido a nuestra familia. En un ataque de locura, mi pobre y queridísima hermana ha dado muerte a su madre. En la actualidad se encuentra en un manicomio, desde el cual temo que será trasladada a la cárcel y, si Dios no lo impide, al cadalso. Dios me ha permitido no perder la razón: como, bebo, duermo y creo que me conservo en mi sano juicio. Mi padre está cada vez más ido, así que he de cuidar de él y de nuestra vieja criada. A Dios gracias, me encuentro muy sereno y sosegado, y preparado para llevar a cabo lo que sea más conveniente. Te escribo esta carta de la forma más fidedigna que puedo, pero sin mencionar nada de lo que ha quedado atrás. En mi caso «todo esto es ya pasado» y debo hacer algo más que sentir. Te ruego que no se te ocurra venir a visitarme. Escríbeme. Si te presentas no te recibiré. Que Dios todopoderoso te ame tanto como a todos nosotros…

C. Lamb

***

Superados el desconcierto y la consternación iniciales, De Quincey se tumbó en la cama totalmente vestido, miró al techo y al cabo de unos segundos exclamó:

– ¡Qué magnífico relato!

***

Una semana después, el juez y los miembros del jurado se reunieron en una habitación de la planta alta de una posada de Holborn. Charles había llegado temprano y estaba sentado en la primera fila de sillas. La estancia estaba abarrotada de vecinos y curiosos, ansiosos por ver el comportamiento de lo que la Westminster Gazette había descrito como «la desdichada joven». En Holborn jamás se había cometido un asesinato de esas características.

Mary fue conducida a la presencia del jurado por el alguacil del distrito, acompañado de su ayudante y del médico de un manicomio privado de Hoxton, en el que la muchacha permanecía encerrada. Su expresión triste y la actitud desganada con la que siguió las instrucciones del alguacil y del médico despertaron la simpatía del público. Explicaron a los miembros del tribunal cómo habían ocurrido los hechos y, a continuación, el juez interrogó al doctor Philip Girtin. El médico declaró que había examinado tres veces a la joven y llegado a la conclusión de que no estaba en sus cabales. Informó al jurado de que su trastorno se debía «a una mente en exceso sensible», desgastada «por las atormentadoras fatigas producidas por demasiadas obligaciones». Nadie mencionó el nombre de William Ireland.

– ¿Está en condiciones de someterse a un tribunal? -preguntó el juez al médico.

– Señor, es evidente que no. En modo alguno sería capaz de soportar esa prueba divina. La sumiría en una locura todavía más profunda, de la que resultaría muy difícil arrancarla.

Durante la vista Mary permaneció sentada y con las manos cruzadas sobre el regazo. De vez en cuando miró a Charles, pero su expresión no reveló la más mínima emoción.

– Doctor Girtin, ¿qué recomienda?

– Creo que lo mejor es que esta desdichada mujer quede a mi cuidado en Hoxton. No creo que represente un peligro para los demás, pero aconsejo que permanezca recluida mientras yo lo considere necesario.

– Por si…

– Por si acaso siguiera siendo un peligro para sí misma.

***

Los miembros del jurado estuvieron de acuerdo con la opinión del médico. Mary fue entregada a la custodia de Philip Girtin y, cumpliendo con el ritual de los oficiales de justicia, le ataron los brazos a los lados del cuerpo con una tira de cuero.

Al abandonar la posada, Charles supuso que no volvería a ver a su hermana fuera de los límites del manicomio; sólo entonces, durante su regreso a Laystall Street, se dio cuenta de que había llorado.

***

Los temores de Charles fueron infundados. Mary comenzó a recuperar el juicio gracias a los cuidados de Philip Girtin. El médico le leyó a Gibbon y a Tyndale y, en esas ocasiones, la mujer tuvo la sensación de que volvía a charlar con su hermano. El doctor también la hizo jugar a la lotería y a las cartas para poner a prueba su comprensión de los números. Más adelante, Mary analizó con él los poemas de Homero y citó con gran fruición a Shakespeare.

Philip Girtin había prohibido a Charles las visitas ante el temor de que las asociaciones resultasen demasiado dolorosas, si bien al cabo de tres meses de encierro le pidió que acudiese a Hoxton. Su gabinete daba al jardín en el que tenían su recreo Mary y el resto de los pacientes.

– Acabo de regresar del Ministerio del Interior -explicó el médico-. He consultado el caso de su hermana con el delegado de enfermedades mentales. Está de acuerdo conmigo en que la señorita Lamb estará a salvo en su compañía, siempre y cuando usted se comprometa solemnemente a tenerla a su cargo durante toda la vida.

– Por supuesto, es lo menos que…

– Quiero que venga a visitarla cada tarde durante dos semanas. Debo averiguar antes si su presencia la altera demasiado.

– ¿Le recordaré lo sucedido?

– Así lo creo. Sin embargo, si supera esa prueba, como pienso que ocurrirá, procederemos a darle el alta. Señor Lamb, todo debe estar en calma y ordenado.

Charles observó a su hermana a través de la ventana. Mary cosía y cada tanto levantaba la cabeza y miraba a los otros pacientes.

***

Charles se trasladó a una casa nueva en Islington, junto al New, en la que Mary reanudó su vida en libertad. Cuando Charles iba a trabajar a la East India House, la cuidaba la sobrina de Tizzy; la anciana criada se retiró a una pequeña propiedad en Devizes, pero insistió en que no podía dejar a Charles y a Mary en manos de una «desconocida». El señor Lamb murió a resultas de su avanzada senilidad pocos meses después del asesinato de su esposa. Sus últimas palabras, musitadas al oído de Charles, fueron: «Y eso también es cierto».

En ese nuevo ambiente, Mary se mostró tranquila e incluso serena la mayor parte del tiempo. Poco después de la llegada de su hermana a Islington, Charles escribió a De Quincey:

Mi pobre y queridísima hermana ha recuperado el juicio; ha recobrado asimismo una espantosa sensación y recuerdo de lo ocurrido, terrible para su mente, aunque templada con la resignación religiosa y los razonamientos de una sólida sensatez que sabe distinguir entre un acto cometido en un ataque transitorio de frenesí y la culpa atroz del asesinato de una madre.

Por las tardes, cuando Charles regresaba de Leadenhall Street, se reunían y hablaban de todo lo imaginable. De forma gradual, colaboraron en la redacción de una serie de relatos tomados de las obras de Shakespeare. Les resultó imposible saber de quién había surgido la idea, ya que cada uno intentó atribuir el honor al otro, pero lo cierto es que su trabajo obtuvo un éxito extraordinario. Publicado por Liveright & Eider, el primer volumen cosechó muchas críticas halagüeñas en Westminster Words, Gentleman's Magazine y otras publicaciones periódicas.

No obstante, también se dieron momentos en los que Mary no estuvo tan entera. Por ejemplo, en cierta ocasión dijo a Charles: «Las ideas me llegan espontáneamente. ¿No las ves volar por la sala?». Su mal se tornó cada vez más perceptible y agorero. En esas ocasiones, cruzaban los campos y Charles la acompañaba hasta el manicomio privado de Hoxton; Mary iba con la camisa de fuerza puesta y se entregaba sin resistencia a los cuidados de Philip Girtin. Tras enterarse de uno de estos internamientos, De Quincey escribió a Charles:

Debido al dolor, a la angustia y a la peculiar desolación de tus expectativas, te veo como a un hombre llamado al silencio, como un alma distinta a las demás y peculiar para Dios.

***

El incendio que aquel fatídico domingo William Ireland desató en la librería no causó víctimas.

– Huele a salchichas -había comentado Rosa Ponting.

– No, mi amor. Huele a humo. -Samuel Ireland se había asomado por la escalera y tras ver las llamas que iluminaban la librería, se limitó a exclamar-: ¡Ay, Dios mío!

Echó a correr y cogió a Rosa en el preciso momento en el que su mujer se disponía a retirar un huevo cocido en la pantalla de la chimenea.

– Sammy, ¿adónde vamos? ¿Qué pasa?

– Saldremos y subiremos la escalera.

La sacó de la estancia a empujones y la acarreó los dos tramos de escalera que los separaban del dormitorio. La ventana de su alcoba daba al balcón de un vecino de Holborn Passage.

– Sammy, yo no paso por ahí. Soy incapaz de hacerlo.

– De acuerdo. ¿Prefieres derretirte como el sebo?

El señor Ireland abrió la ventana con tanta fuerza que rompió el marco y, de alguna manera, Rosa se las apañó para atravesar el espacio disponible.

Poco después de que hubieran escapado, las llamas consumieron la casa hasta los cimientos.

***

Los papeles shakespearianos fueron destruidos. Ésa había sido, en definitiva, la intención de William. No mucho después del incendio, envió una carta a su padre, que se había mudado con Rosa a Winchelsea, en la que pedía su perdón.

Reconozco que soy culpable de la falta de haberte dado los manuscritos y lo lamento. No obstante, te aseguro que lo hice sin ninguna mala intención y que nunca imaginé las consecuencias que se desatarían. Tal como me has dicho incansablemente, «la verdad encuentra su fundamento» al margen de cualquier calumnia maligna, por lo que tu reputación pronto aparecerá sin mácula ante los ojos del mundo.

Samuel Ireland jamás respondió a su hijo.

Al cabo de algún tiempo, William publicó un folleto del tres al cuarto que llevaba por título Las recientes invenciones de Shakespeare reveladas y explicadas por el señor W. H. Ireland, único agente y autor de esas transacciones falsas. Concluía su explicación con unas «disculpas generalizadas», en las que precisaba que «no pretendía hacer daño a nadie. En realidad, no hice daño a nadie. No redacté los papeles con fines pecuniarios y en modo alguno me beneficié de ellos»; también precisaba en sus páginas que «Puesto que apenas tengo diecisiete años y medio, hasta cierto punto mi juventud tendría que haberme protegido de la malicia de mis perseguidores». Un suelto aparecido en el Morning Chronicle sintetizó a la perfección la respuesta pública a su folleto: «W. H. Ireland ha dado la cara y ha anunciado que es el autor de los papeles que él mismo atribuyó a Shakespeare; lo cual, en caso de ser cierto, demuestra que es un mentiroso».

***

En el verano de 1804, Mary Lamb sufrió uno de sus peores ataques. Llevaba varias semanas recluida en el manicomio cuando Philip Girtin habló con Charles, que había ido a visitarla.

– Necesita alguna ocupación, un entretenimiento.

– Doctor Girtin, ¿qué me aconseja?

– Me contó que en cierta ocasión dirigió una obra en la que participaron usted y sus amigos. ¿Estoy en lo cierto?

– Desde luego. Estábamos ensayando algunas escenas del Sueño de una noche de verano cuando…, cuando enfermó.

– ¿Se atreve a recuperar esa historia? Tal vez ello le proporcione un sentido de la existencia como…, ¿de qué manera puedo explicarlo?, bueno, como continuidad.

Charles convenció a Tom Coates y Benjamin Milton de que representasen una versión reducida del entremés de los artesanos. Sus amigos temían acudir a un manicomio privado, pero Charles puso de relieve la pulcritud, la limpieza y el orden del establecimiento de Philip Girtin. También añadió que estaba convencido de que con su actuación contribuirían enormemente a la recuperación de Mary.

Coates y Milton accedieron a desempeñar los papeles de Píramo y Tisbe, mientras Charles hacía doblete como Lanzadera y Muro.

Una tarde de domingo de finales de primavera se pusieron los trajes y actuaron ante un grupo de pacientes de Girtin, que ocupaban pequeñas sillas en el comedor colectivo; eran quince, incluida Mary Lamb. Los hombres vestían chaqueta negra, chaleco blanco y pantalón y medias de seda negra. Llevaban el pelo empolvado y rizado que resaltaba la extraordinaria pulcritud de su aspecto. Las damas iban igualmente elegantes, con vestidos de algodón bordados, chales verdes y cofias.

Charles había decidido variar el espectáculo teatral e incluir algunos fragmentos de los parlamentos pronunciados por Teseo y Oberón en la misma obra, aunque optó por excluir los siguientes versos de Teseo:

El loco, el amante y el poeta

son todo imaginación…

La función discurrió sobre ruedas, a pesar de que el público tenía la costumbre de guardar una solemne compostura durante las escenas cómicas y reír a mandíbula batiente tras las peroratas más serias. Sentada en la primera fila, Mary Lamb parecía encantada con las personificaciones. Disfrutó mucho con la actuación de Benjamin Milton en el papel de Tisbe y se mondó de risa cuando entonó su lamento sobre el cadáver de Píramo:

¡… esa nariz de cereza,

esas mejillas de amarillenta retama

se han ido, se han ido!

¡Gemid, amantes!

¡Sus ojos eran verdes como los puerros!

Mary sólo mostró inquietud cuando su hermano se adelantó en el papel de Oberón y comenzó a recitar el discurso final:

Nosotros iremos a nuestro más noble lecho nupcial,

el cual bendeciremos;

y la familia procreada

será siempre venturosa.

Mary suspiró ruidosamente cuando su hermano recitó: «…se tendrán fidelidad de amor» y, de repente, se inclinó como si fuera a rezar. Sus brazos colgaron a los lados del cuerpo. Tiempo después, Tom Coates comentó que «murió del mismo modo silencioso como había vivido». Dictaminaron que su muerte se había debido a un «trastorno arterial».

***

William Ireland no abandonó el mundo de las letras. Publicó más de sesenta y siete obras, entre las que se incluyen Baladas a modo de los antiguos y El genio abandonado, poema que ilustra el destino inoportuno y desafortunado de muchos poetas británicos y que contiene imitaciones de sus diversos estilos.

También abrió una biblioteca de pago en Kennington. Entre los libros que envió a los suscriptores figuraba Cuentos de Shakespeare, de Charles y Mary Lamb. Jamás volvió a aludir a su aventura shakespeariana, aunque cada año, con motivo del aniversario de la muerte de Mary Lamb, depositaba un ramo de flores rojas junto a su tumba de Saint Andrew's, en Holborn. Charles Lamb envejeció al servicio de la East India House, junto a Tom Coates y Benjamin Milton, y fue enterrado en el mismo cementerio que su hermana.

Peter Ackroyd

***