El Royal Mermaid es el flamante buque que sirve de escenario a Mary Higgins, una vez mas acompañada de la pluma de su hija Carol, para contarnos una historia de suspense, e intriga, y porque no tambien cargada de humor, el anfitrion del crucero de lujo, ha querido invitar a personas que tienen algo en común, estan comprometidas con nobles causas humanitarias.

Entre tanto filántopo, tambien han recibido una invitación de navidad para formar parte del pasaje, la detective amateur Alvirah Meehan y la investigadora privada Regan Reilly, ambas acompañadas por sus maridos, uno de los cuales no es otro que el jefe de brigada Jack Reilly.

Para que la trama se pueda sustentar, dos peligrosos criminales fugados, a quienes ayuda el hijo del capitan, se disfrazan de Papá Noel, para pasar desapercibidos, una fuerte tormenta azota el barco, y una pasajera dice haber visto el fantasma de un famoso escritor, un pasajero acecha una valiosisima antigüedad, que será arrojada al mar en una ceremonia fúnebre.

Repleta de humor y suspense, la novela te atrapa desde el principio, nuestros protagonistas iran uniendo las piezas que los llevaran a desentrañar el ‘ misterio en alta mar’ y no se puede hacer otra cosa que esperar el desenlace final, a la vez conmovedor y espeluznante, que tiene lugar la última noche del año.

Mary Higgins Clark, Carol Higgins Clark

Misterio en alta mar

1

Lunes, 19 de diciembre

Randolph Weed, autoproclamado comodoro, se encontraba en la cubierta de su alegría y orgullo, el Royal Mermaid, un viejo barco que había comprado y en el que había gastado una fortuna en restaurar, y donde pensaba pasar el resto de su vida haciendo de anfitrión tanto a amigos como a invitados de pago. El barco, amarrado en el puerto de Miami, ultimaba los preparativos para su travesía inaugural, el «Crucero de Santa Claus», un viaje de cuatro días por el Caribe con una parada en Fishbowl Island.

Dudley Loomis, su relaciones públicas, un hombre de cuarenta años que haría las veces de director del crucero, se le acercó. Respiró hondo la refrescante brisa que provenía del océano Atlántico y suspiró contento.

– Comodoro, he vuelto a enviar correos electrónicos a todos los medios de comunicación para informarles de este único y maravilloso viaje inaugural. Empezaba diciendo: «El día 26 de diciembre Santa Claus renunciará al trineo, dando a Rudolph y a los otros renos unas vacaciones para hacer un crucero. Es el crucero de Santa Claus: un regalo del comodoro Randolph Weed a un selecto grupo de personas que, cada una a su manera, han hecho del mundo un lugar mejor este último año».

– Siempre me ha gustado hacer regalos -comentó el comodoro con una sonrisa en su rostro curtido pero todavía atractivo a sus sesenta y tres años-. Pero la gente no siempre sabe apreciarlos. Mis tres ex mujeres nunca entendieron hasta qué punto soy un hombre profundo y cariñoso. Por Dios, si a la última le di hasta mis acciones de Google antes de que se hiciera público.

– Fue un craso error -replicó Dudley solemne, moviendo la cabeza-. Un error terrible.

– No me importa el dinero. He ganado y perdido fortunas. Ahora quiero dar algo a los demás. Como ya sabes, este crucero se planificó para recaudar fondos para obras benéficas y celebrar la generosidad de los que han dado algo de sí mismos.

– Fue idea mía -le recordó Dudley.

– Es verdad, pero el dinero ha salido de mi bolsillo. He gastado bastante más de lo que esperaba en convertir el Royal Mermaid en el hermoso barco que es ahora. Pero ha valido la pena hasta el último penique. -El comodoro se quedó callado un instante-. Por lo menos eso espero.

Dudley Loomis se mordió la lengua. Todo el mundo había advertido al comodoro que sería mejor construir un barco nuevo en lugar de malgastar una fortuna en aquella vieja bañera, pero había que admitir que al final el Royal Mermaid había quedado muy bien, se dijo Dudley. Había sido director de crucero en barcos gigantescos en los que había tenido que ocuparse de varios miles de invitados, muchos de los cuales le resultaban extremadamente irritantes. Ahora solo tendría que tratar con cuatrocientos pasajeros, y la inmensa mayoría de ellos seguramente se contentarían con sentarse a leer en cubierta, en lugar de exigir que los estuvieran entreteniendo sin parar las veinticuatro horas del día.

A Dudley se le había ocurrido la idea del Crucero de Santa Claus cuando apenas se habían hecho reservas para la travesía en el Royal Mermaid. ÉI era un relaciones públicas de la cabeza a las suelas de goma de sus zapatos náuticos.

– Deberíamos ofrecer un crucero gratis después de Navidad, para familiarizamos con el barco antes de que suban a bordo pasajeros de pago o críticos -había sugerido a su jefe-. Se puede regalar el pasaje a organizaciones benéficas y a personas solidarias. Solo serán unos pocos días, y a la larga saldrá más que rentable con la publicidad que voy a conseguirle. Para cuando emprendamos el viaje inaugural oficial, el veinte de enero, no vamos a dar abasto, ya verá.

El comodoro solo había necesitado unos minutos para pensarlo.

– ¿Un crucero totalmente gratis?

– ¡Gratis! -insistió Dudley-. ¡Todo gratis!

Weeds dio un respingo.

– ¿El bar también?

– ¡Todo! ¡Del aperitivo a la cena!

Al final el comodoro accedió. El crucero especial de Santa Claus levaría anclas en una semana, el día después de Navidad, y volvería a Miami cuatro días más tarde.

Ahora los dos hombres repasaban los últimos detalles paseando por la cubierta recién fregada.

– Todavía estoy esperando que alguna cadena de televisión asista por lo menos al cóctel de inauguración en cubierta -comentó Dudley-. He avisado a los diez Santa Claus que ha invitado para que vengan temprano a probarse los disfraces. Deberían estar listos para mezclarse entre la gente en la fiesta de esta noche.

»Al final aquel pequeño accidente que tuve con el Santa Claus de Tallahassee el mes pasado resultó ser positivo. Mientras intercambiábamos los papeles del seguro, se me echó a llorar contándome lo agotador que era pasarse el día oyendo a los niños, dejando que le hicieran fotos con ellos y, lo que es peor, que le estornudaran encima. Una vez pasada la Navidad, estaría agotado y encima en el paro otra vez. En ese momento fue cuando se me ocurrió meter a diez Santa Claus entre los invitados…

– Tú siempre estás pensando-convino Weeds-. Yo solo espero que consigamos bastantes clientes los próximos meses para mantener a flote el barco.

– Todo irá bien, comodoro -le aseguró Dudley, con su voz más alegre de director de crucero.

– Me dijiste que no se sabía nada de la gente que ganó el crucero en subastas benéficas. ¿Cómo va ese asunto?

– Vendrá todo el mundo. Solo nos falta recibir noticias de una pasajera, que fue la que más pujó, con diferencia, en una de las subastas. Le he mandado una carta por mensajería, y para convencerla le ofrecí los dos últimos camarotes, para que pudiera invitar a algunos amigos. Nos conviene mucho que esté a bordo. Ganó cuarenta millones de dólares en la lotería, aparece a menudo en televisión y además escribe una columna en un importante periódico.

Dudley no añadió que había perdido el nombre y la dirección de esa ganadora (que había asistido a la subasta de su amigo Cal Sweeney), y que luego casi se desmayó al averiguar que Alvirah Meehan no solo era una celebridad sino también columnista.

– Espléndido, Dudley, espléndido. ¡A mí tampoco me importaría ganar la lotería! De hecho, puede que necesite…

– Buenos días, tío Randolph.

No habían oído a Eric, el sobrino del comodoro, acercarse por detrás.

«Siempre tan sigiloso -pensó Dudley, volviéndose para saludarle-. Podría ganarse perfectamente la vida de atracador.»

– Buenos días, muchacho -saludó calurosamente el comodoro, con una sonrisa radiante.

La cariñosa sonrisa de Eric Manchester era una expresión que reservaba para el comodoro y otra gente importante, observó Dudley. A sus treinta y dos años, con su bronceado perfecto, el pelo aclarado por el sol y su cuerpo musculoso, resultaba evidente que Eric dividía su tiempo entre la playa y el gimnasio. Vestía una camisa de flores de Tommy Bahama, unos pantalones cortos color caqui y zapatos Docksiders. Dudley se ponía enfermo solo con verlo. Sabía que cuando subieran a bordo los pasajeros, Eric iría ataviado como oficial de la nave, aunque solo Dios sabía qué cargo ostentaría supuestamente.

«¿Por qué no nacería yo guapo Y con un tío rico?», fantaseó Dudley.

– Vaya la ciudad, tío. -Eric se dirigió al comodoro ignorando por completo a Dudley-. ¿Necesitas algo?

– Bueno, les dejo que hablen -dijo Dudley, ansioso por alejarse de aquella farsa.

Era insufrible ver a Eric fingir ser de alguna utilidad para el comodoro, el Royal Mermaid o el inminente crucero de Santa Claus. Eric se había incluido en la plantilla en cuanto su tío compró el barco.

Weed sonrió al hijo de su hermana.

– No necesito nada que no tenga ya. ¿Te lo pasaste bien en la fiesta a la que asististe anoche?

Eric pensó en el fajo de billetes que le habían dado en la fiesta, un adelanto de lo que convertiría el crucero en un arriesgado y peligroso viaje, amén de provechoso para él.

– Me lo pasé estupendamente, tío Randolph -contestó-. Estuve presumiendo con todo el mundo de nuestro crucero de Santa Claus y lo generoso que eres al recaudar fondos benéficos. Todos estaban deseando venirse con nosotros.

El comodoro le dio una palmada en la espalda.

– Buen trabajo, Eric. Que la gente se interese por nosotros. A ver si los convences para que se apunten a uno de nuestros viajes.

«Ya lo he hecho -pensó Eric-, pero tú no te vas a enterar.»

Se estremeció ligeramente, pero no pudo evitar sonreír ante la ironía.

Los invitados de Eric serían los dos únicos pasajeros de pago del crucero de Santa Claus.

2

Viernes, 23 de diciembre

A las siete de la tarde del 23 de diciembre caía una suave nevada sobre Nueva York. La gente recorría las calles de Manhattan haciendo las compras de última hora o en dirección a alguna fiesta. En la festiva sala Grill del restaurante Four Seasons, en la calle Cincuenta y dos, al lado de Park Avenue, brindaban con vino Alvirah y Willy Meehan, ganadores de la lotería, y sus buenos amigos: la escritora de suspense Nora Regan Reilly y su esposo Luke, director de una funeraria. Esperaban la llegada de la única hija de Nora y Luke, Regan, y su reciente marido, Jack, que también por casualidad se apellidaba Reilly.

Las dos parejas se habían conocido exactamente dos años antes, cuando a Luke lo secuestró el descontento heredero de uno de sus clientes fallecidos. Alvirah era una mujer de la limpieza que había ganado cuarenta millones de dólares en la lotería y se había convertido en detective aficionada. Se presentó a Regan y la ayudó en su frenética investigación para salvar a Luke. Durante aquel proceso Regan conoció a Jack, que era jefe de la Brigada Especial de Policía de Manhattan, y se enamoraron. Como Luke observó irónicamente: «No hay mal que por bien no venga».

Ahora Alvirah, con su corpulenta figura elegantemente envuelta en un vestido de fiesta azul oscuro, ardía de impaciencia por extender a los cuatro Reilly la invitación que había recibido, pero intentaba dar con la manera de convertido en una oferta que no pudieran rehusar.

Willy, su esposo desde hacía cuarenta y tres años, que con su pelo blanco, su rostro alargado y su amplia barriga era la viva imagen del legendario político Tip O'Neill, no había podido ayudarla durante el trayecto en taxi desde su casa en Central Park South.

– Cariño, lo único que puedes hacer es invitarlos -le había dicho-. Y ellos aceptarán o no.

Ahora Alvirah miró a la menuda Nora, al otro lado de la mesa, tan elegante como siempre con un vestido negro de engañosa sencillez, y a Luke que con sus casi dos metros de estatura se alzaba sobre ella como una torre, con el brazo extendido sobre el respaldo de su silla. «Siempre lo pasamos de miedo cuando vamos juntos de viaje», pensó. Pero enseguida se dio cuenta de que lo que para ella era diversión para los demás podría tratarse de «demasiadas emociones».

– ¡Ah, aquí están! -exclamó Nora.

Regan y Jack habían aparecido en la escalera y tras saludar con la mano se acercaron a la mesa.

Alvirah suspiró encantada. Le gustaba mucho aquella joven pareja. Regan tenía los ojos azules y la piel pálida de su madre, pero era diez centímetros más alta que Nora y había heredado de la familia de su padre el pelo negro. Jack medía algo más de uno ochenta, y con su pelo rubio, los ojos color avellana y su mentón firme desprendía un aire de seriedad y seguridad en sí mismo que había convencido a Alvirah desde el primer momento de que era el hombre adecuado para Regan.

Jack se disculpó por haberlos hecho esperar.

– Es que han llegado a la oficina unos cuantos asuntos de última hora. Pero bueno, podía haber sido peor. Me alegra poder deciros que desde ahora mismo y durante dos semanas Regan Reilly Reilly y yo estamos libres.

Era lo que Alvirah necesitaba. Esperó a que el comodoro sirviera vino a los recién llegados y luego alzó su copa en un brindis.

– Por unas maravillosas vacaciones juntos. Tengo una sorpresa magnífica para vosotros, pero primero tendréis que prometerme que vais a decir que sí.

– Alvirah -se alarmó Luke-, conociéndote no puedo prometer nada parecido sin saber muchos más detalles.

– Ni yo -convino Willy-. Os cuento de qué va la cosa. No tuvimos más remedio que asistir a una subasta benéfica. ¿Os tengo que explicar más? Vosotros mismos habéis tenido que asistir a unas cuantas. En cuanto empezó la subasta después de la cena, supe que íbamos a tener problemas: Alvirah tenía esa expresión tan suya…

– Willy, era por una buena causa -protestó la mujer.

– Todas son buenas causas. Desde que ganamos la lotería hemos estado en la lista de todas las buenas causas conocidas por la humanidad.

– Es cierto -admitió Alvirah riéndose-. Pero esta vez fui porque la subasta la presidía el hijo de la señora Sweeney, Cal. Yo solía ir a limpiar a casa de la señora Sweeney los martes, y Cal es miembro del consejo de administración del hospital local y necesitan ayuda. En fin, el caso es que me dejé llevar un poco, lo confieso, y acabé ganando un crucero por el Caribe para dos. Luego ya no volví a saber nada, y no me había dado cuenta de que era un crucero de Navidad. Hemos tenido un año tan ajetreado que la verdad es que se me había olvidado, hasta esta tarde, que me llegó una carta del director del crucero. Por lo visto ha habido algún descuido, y resulta que el crucero es la semana que viene. El barco sale el veintiséis de diciembre y vuelve el día treinta.

– ¡Pero si solo quedan tres días! Pues sí que te han dado tiempo- comentó Jack-. ¿Y vais a ir? Si no, seguro que podéis protestar para que os pongan en otro crucero, porque toda esta precipitación es culpa suya.

– Pero es que es un viaje muy especial-explicó ansiosa Alvirah-. Se llama el «Crucero de Santa Claus», y todos los que van en el barco han ganado el pasaje pujando en una subasta de caridad, o lo han recibido por pertenecer a un grupo que haya realizado una gran labor social este año. También se han sorteado billetes entre los que han demostrado haber hecho una donación generosa a alguna fundación reconocida.

– ¿Me estás diciendo que nadie ha pagado el billete? -preguntó incrédulo Luke, mientras aceptaba la carta que le ofrecía el camarero-. ¡Pues la compañía esa debe de estar forrada!

– Tengo el folleto, con muchas fotos y todos los detalles del viaje. -Alvirah se lo sacó del bolso-. El barco es precioso, y nuevo. Bueno, casi nuevo, se ve que lo han restaurado de proa a popa. No os lo vais a creer, pero hasta tiene un helipuerto y una pared de escalada, como los tras atlánticos nuevos. Y lo mejor es que el director siente tantísimo no habérmelo notificado a tiempo que para compensarnos nos permite invitar a cuatro amigos y nos ha ofrecido otros dos camarotes de lujo con terraza, como el nuestro.

Alvirah miró radiante a los cuatro Reilly.

– Quiero que vengáis todos al crucero con nosotros.

– ¡Pero eso es imposible! -se apresuró a replicar Nora, meneando la cabeza y mirando a Luke en busca de apoyo.

– Esto… es que pensábamos tomarnos la semana que viene de descanso y…

Luke carraspeó intentando buscar una excusa mejor.

– ¿Y qué mejor descanso que un crucero? -insistió Alvirah-. Pensadlo. Ahora en enero os vais los dos al sur de Francia. Regan, ya sé que Jack y tú habéis quedado con unos amigos para esquiar en el lago Tahoe en fin de año. ¿Qué tenéis pensado para los cuatro días después de Navidad que sea mejor que un crucero por el Caribe?

Era una pregunta retórica…

– Regan -prosiguió Alvirah-, Jack acaba de decirme que tiene dos semanas de vacaciones. ¿Qué tenéis que hacer el dia después de Navidad y los tres días siguientes?

– Nada en absoluto -contestó Regan-, Jack, nunca hemos hecho un crucero juntos, yo creo que sería divertido.

– Según las predicciones para la semana que viene, en el área de Nueva York va a hacer un frío de helado a glacial, o al revés, no sé, lo que sea más frío -les animó Willy. Sabía que en las dos horas que habían pasado desde que llegó la carta, Alvirah ya se había hecho ilusiones de que los Reilly los acompañaran al crucero-, Vamos a alquilar un avión privado para ir a Miami el día veintiséis -añadió, esperando que Alvirah no le delatara confesando no saber nada de ese plan-. Pensadlo. Un barco precioso, acompañados de buena gente… Podremos bañamos en la piscina en pleno diciembre, sentamos a leer en la cubierta… Seguro que habrá un montón de gente leyendo tus libros, Nora. ¿Qué me dices?

– Que parece demasiado bueno para ser verdad -contestó Nora, pero al cabo de un momento añadió-: Lo que sí es cierto es que siempre lo hemos pasado muy bien con vosotros, y la verdad es que me encantaría pasar unos días con mi niña y mi reciente yerno.

Alvirah sonrió triunfal. Era evidente que los Reilly se apuntarían al crucero. Nora y Regan ya estaban ilusionadas y Luke y Jack acabarían por ceder, aunque fuera de mala gana. Mientras brindaban por el crucero, Alvirah se alegró de no haber mencionado que el día anterior, en otro almuerzo benéfico, le había leído el futuro una vidente contratada como entretenimiento para recaudar más fondos. En cuanto le echó las cartas, la adivina abrió los ojos de tal manera que los párpados le desaparecieron.

– Veo una bañera -susurró-. Una bañera muy grande. Usted no está ahí segura. Escúcheme. Su cuerpo no debe estar rodeado de agua. Hasta después de fin de año, limítese a ducharse.

3

Domingo, 25 de diciembre

Bajo el manto de oscuridad de la noche de Navidad un bote de remos se deslizaba en silencio por un costado del Royal Mermaid, en el puerto de Miami. De la cubierta inferior lanzaron una escala de cuerda.

– Tú primero -gruñó Bala Rápida Tony Pinto, tendiéndole la escala a su compañero de crimen.

– Lo que pasa es que quieres asegurarte de que la cuerda no cederá antes de intentarlo tú -replicó en un tono gélido Barran Highbridge.

A pesar de todo se levantó tambaleándose, alzó un pie, probó la escala y empezó a subir.

– ¡Deprisa! -les apremió una voz desde arriba.

Larry el Adulador, al mando del bote, tendió una mano regordeta hacia Bala Rápida Tony-. No te preocupes, jefe. Te estaremos esperando en Fishbowl Island. Te llevaremos a tierra sin que nadie se entere y estarás libre. Intenta relajarte en el crucero.

– ¿Relajarme, escondido en un camarote con el idiota de Highbridge tres días enteros? Te dije que no quería fugarme con nadie más.

– Hemos tenido suerte de encontrar esta oportunidad -protestó Larry-. ¡Si el pobre imbécil del comodoro Weed conociera al canalla que tiene por sobrino! Para nosotros en cambio es una suerte. En cuanto la poli averigüe que es tu mujer la que lleva tu tobillera de seguridad, te van a estar buscando por todo el país.

– Desde luego que el sobrino es un canalla. Hay que ser canalla para cobrarme un millón de dólares por una estancia de tres noches.

– Quería más -le recordó Larry-. No fue fácil negociar con él.

Bala Rápida alzó la mirada y contempló en la oscuridad cómo Highbridge subía sin esfuerzo hasta cubierta y agarraba la mano que le tendían. Tony se levantó con el corazón acelerado, agarró la escala y apoyó el pie en el primer peldaño.

– Feliz Navidad -masculló amargamente. Luego se volvió hacia Larry-. Si quieres hacerme un regalo, averigua dónde esconden los federales al hijo de perra que me delató, y acaba con él.

Larry asintió.

– Sería un buen regalo -insistió Bala Rápida.

Eric, sudando profusamente, miraba desde arriba mientras Bala Rápida subía por la escala. Larry el Adulador le había advertido que si algo salía mal y Tony acababa en la cárcel, Eric acabaría en el fondo del mar.

Ahora vio horrorizado cómo a Bala Rápida se le caía la pistola del bolsillo al agua. Por lo menos no era culpa suya, pensó.

Por dos millones de dólares, uno por cada polizón, Eric estaba dispuesto a correr el riesgo.

Pero ahora Bala Rápida se acercaba cada vez más, maldiciendo y congestionado, hasta que por fin se aferró a la borda y dio con su corpachón en cubierta. Fue entonces cuando Eric se dio cuenta de que tal vez se había metido en camisa de once varas. Sabía que al otro tipo podía manejarlo. «Debería haberme limitado a los criminales con clase», se dijo.

– Seguidme -susurró, intentando adoptar un tono autoritario para aparentar estar al mando.

No hacía falta que les advirtiera que no debían hacer ruido. La mayor parte de la tripulación ya estaba a bordo preparando el viaje inaugural, pero era tarde Y el barco estaba en silencio.

Los dos criminales, ataviados con sudad eras con capucha y gafas de sol, siguieron a Eric por una escalera de servicio hasta la cubierta superior del barco. Eric miró el pasillo enmoquetado. No había moros en la costa. Les hizo una seña para que siguieran avanzando. Al pasar por la puerta del comodoro, a Highbridge se le cayó algo de la sudadera al suelo, y aunque la moqueta era gruesa, se oyó el golpe.

– Joder, mi neceser -susurró Highbridge.

Fue a agacharse para cogerlo y resbaló. Al intentar recuperar el equilibrio, chocó sin querer contra la puerta del comodoro, evitando por los pelos el timbre en forma de sirena.

A Eric casi se le para el corazón. Su tío tenía el sueño ligero y solía pasarse las noches leyendo. Echó a correr por el pasillo, seguido de cerca por los otros dos, hasta detenerse delante de su camarote. Metió la llave en la cerradura con mano trémula. La luz verde se encendió, la cerradura electrónica emitió un alegre pitido y se abrió la puerta. Los dos fugitivos entraron tras él y Eric cerró con llave.

El asistente había corrido ya las cortinas de la ventana. También habían dejado un caramelo en la almohada. Tony Bala Rápida se sentó pesadamente en el sillón mientras Highbridge tiraba el neceser sobre la cama con un suspiro.

Menudos compañeros de camarote, pensó Eric. Tony, un peligroso capo del crimen, Y Highbridge, que a pesar de haber nacido en cuna de oro se había dedicado a estafar por puro amor al arte. Ambos en torno a los cuarenta y cinco años. Tony era más bien bajo, pero corpulento, un poco calvo y con la cara como si hubiera boxeado en varios combates. Highbridge, por su parte, era alto y delgado, de pelo castaño oscuro, rasgos aristocráticos y una expresión de desdén que seguramente era de nacimiento.

En ese momento llamaron a la puerta y el ambiente se electrizó en el camarote. Eric señaló el armario, donde Tony y Highbridge desaparecieron en un instante.

– ¿Eric, estás ahí? -llamó el comodoro Weed desde el pasillo.

Eric encendió la luz del baño y descolgó el albornoz para sugerir que estaba a punto de desvestirse. Con el albornoz en el brazo abrió la puerta. El tío Randolph era toda una aparición, con su pijama blanco y azul hecho a medida con un velero bordado en la solapa.

– Hola -saludó Eric con voz soñolienta.

– ¿Te importa que pase? -preguntó Weed con tono lastimero.

Eric no tuvo más remedio que abrir del todo la puerta y dejarle entrar.

– Oí un golpe en mi puerta y salí al pasillo justo a tiempo de verte cerrar tu camarote. Supongo que tú tampoco puedes dormir, ¿eh?

En su largo historial de asuntos turbios, Eric había aprendido pronto que siempre era mejor ceñirse en todo lo posible a la verdad.

– Estaba tan nervioso con todo esto del crucero de Santa Claus que salí a dar un paseo por cubierta, hasta que me di cuenta de lo cansado que estaba. Creo que por eso tropecé junto a tu puerta.

Eric bostezó y vio horrorizado que su tío cogía el neceser de Highbridge de la cama y se sentaba en el sillón donde todavía estaba la marca del generoso trasero de Tony.

– Qué neceser más bonito. No te lo había visto antes.

– Hace ya tiempo que lo tengo -contestó Eric, bostezando deliberadamente otra vez.

– No me voy a quedar mucho rato -aseguró el comodoro, en un tono de voz que sugería que no había hecho más que empezar.

A Eric le recordó al pesado que dio el discurso de graduación en su instituto, que se pasó los primeros quince minutos mascullando en el podio: «Bueno, antes de comenzar me gustaría mencionar…».

– No pasa nada, tío, quédate todo lo que quieras -contestó débilmente.

– Lo bueno del insomnio -comenzó su tío- es que te da tiempo para leer. Lo malo es que te deja demasiado tiempo para pensar. Esta noche pensaba en las Navidades de otros años, cuando eras pequeño. -De pronto se echó a reír-. Eras un verdadero trasto. Tu madre casi se muere cuando se dio cuenta de que habías robado el dinero suelto de los abrigos de todos los invitados en su fiesta navideña anual. -El comodoro se rió de nuevo-. Pero eso fue hace mucho tiempo -concluyó, mirando en torno a él-. Me alegro de que estos camarotes de lujo quedaran tan bien. Es estupendo tener un sillón y un par de sillas, por no mencionar la terraza. El armario es enorme, ¿verdad? El sueño de cualquier mujer -comentó poniéndose en pie-. Mañana es el gran día, más vale que intentemos descansar un poco.

– Tío Randolph, quiero darte las gracias por incluirme en este maravilloso proyecto.

– La familia es la familia, chico -canturreó el comodoro, dándole unos golpecitos en el hombro.

Luego atravesó la estancia. La puerta del armario estaba en ángulo recto con la del camarote, y por error puso la mano en el pomo del armario y comenzó a girarlo.

Eric se lanzó hacia él y le rodeó con los brazos por la espalda. El comodoro se volvió a su vez y envolvió a su sobrino en un abrazo de oso.

– Nunca pensé que fueras tan emotivo, Eric -comentó con voz ronca-. De hecho, siempre me habías parecido bastante frío.

– Te quiero, tío Randolph.

A esas alturas Eric estaba tan nervioso que le temblaba la voz. Su tío, evidentemente, pensó que se había emocionado y que estaba a punto de echarse a llorar.

– Yo también te quiero, Eric -dijo suavemente-. Más de lo que te imaginas. Este será un buen viaje para nosotros, para nuestra relación. Anda, ahora descansa un poco.

Eric asintió y abrió rápidamente la puerta del camarote para que saliera su tío. Él mismo salió al pasillo y se lo quedó mirando hasta que el hombre desapareció en su propia suite. En ese momento, Eric casi se desplomó de puro alivio. Volvió a cerrar con llave y abrió el armario.

– Necesito un pañuelo -susurró Bala Rápida, imitándole a continuación-: «Te quiero, tío Randolph».

– He hecho lo que tenía que hacer -se impacientó Eric-. Bueno, hay una cama doble y un sofá cama. ¿Cómo nos organizamos?

– La cama para mí -declaró Bala Rápida-. Vosotros dos podéis compartir el sofá.

Barron le miró, dispuesto a protestar, pero al ver la fea expresión de Bala Rápida cambió de opinión.

Eric se pasó la noche cambiando de posición en la hamaca de la terraza.

4

Lunes, 26 de diciembre

En la gélida mañana del 26 de diciembre, Alvirah, Willy, Regan, Jack, Nora y Luke se encontraron en el aeropuerto de Teterboro para embarcarse en el avión privado que Willy había alquilado para ir a Miami. En el camino charlaron sobre el día de Navidad.

Los cuatro Reilly habían ido a casa de los padres de Jack, en Bedford, donde se habían reunido sus seis hermanos con sus familias.

– Aquí solo somos dos hijos únicos con una hija única -se maravilló Nora-. Fue mucho más divertido celebrar la Navidad en un grupo así. La familia de Jack es genial. Todos son muy simpáticos.

Jack sonrió alzando una ceja.

– Te aseguro que no son siempre así. ¿Y vosotros qué hicisteis Alvirah?

– Pasamos un día maravilloso -contestó ella con pasión-. Fuimos a la misa del Gallo en Nochebuena, luego dormimos hasta muy tarde y después fuimos a cenar a un restaurante buenísimo del Upper West Side con la hermana Cordelia. Es la única hermana de Willy que vive en la zona. La invitamos a ella y a otras cinco o seis monjas, además de algunas personas que la hermana Cordelia conoce y que no tienen mucha familia. Al final éramos treinta y ocho y lo pasamos muy bien.

– ¿Treinta y ocho? -exclamó Jack-. Pues ya erais más de los que tenía mi madre

– Bueno, si hubiera tenido que cocinar yo, otro gallo les habría cantado -bromeó Alvirah-. Teníamos una sala para nosotros solos y terminamos cantando villancicos.

– Y menos mal que teníamos la sala para nosotros -terció Willy-. El año que viene la hermana Cordelia quiere montar un karaoke.

Alvirah se inclinó hacia Regan.

– Qué collar más bonito -se admiró-. Seguro que es un regalo de Navidad de Jack.

– Alvirah, cuando quieras un trabajo en mi oficina, ya sabes que es tuyo. -Jack sonrió-. El collar es en realidad un escudo en miniatura de los Reilly.

– Con diamantes y cadena de oro -dijo Alvirah-. Me encanta.

– Para una Reilly Reilly todo es poco -declaró Jack.

Cuando llegaron a Miami hacía un sol espléndido y el aire era cálido.

– ¡Aleluya! -exclamó Luke al salir del avión-. Esto es genial. Estos últimos días creí que iba a convertirme en un carámbano.

La limusina que Alvirah había pedido les esperaba nada más salir de la terminal.

– Tenemos tiempo de sobra para ir al barco -comentó-. ¿Qué os parece si almorzamos en el Joe's Stone Crab? Con que lleguemos al puerto a las tres estaremos a tiempo.

– Alvirah, el embarque empieza a la una -protestó Willy.

– Y dura hasta las cuatro. Que entren primero los más ansiosos, y así cuando lleguemos ya no habrá cola.

Todo iba exactamente según el plan, pensó Alvirah satisfecha mientras la limusina entraba en el muelle donde el Royal Mermaid acogía a los solidarios del año. Salieron del coche y mientras el chófer descargaba su equipaje se quedaron mirando el barco. De la proa colgaba una enorme corona de Navidad con las palabras SANTA CLAUS en el centro.

– Yo me esperaba un barco algo más grande -comentó Willy-. Pero supongo que pensaba en esos tras atlánticos gigantescos con sitio para miles de personas.

– A mí me parece encantador -se apresuró a opinar Nora.

– En el folleto ponía que el Royal Mermaid alberga a cuatrocientos pasajeros -informó Alvirah, haciendo un gesto desdeñoso con la mano-. Es más que suficiente.

Se les acercó un mozo de equipajes con un carro.

– Vayan directamente a la terminal, yo les llevo el equipaje.

Los tres hombres echaron mano a sus carteras.

– Yo me encargo -declaró Luke firmemente.

En la terminal había dos puestos de control.

– Espero que no me hagan quitarme las horquillas -murmuró Nora-. En el aeropuerto Kennedy, para ir a Londres, me obligaron y cuando subí al avión parecía Gravel Gerty.

Pero todo el grupo pasó sin incidencias hasta llegar a la zona de salidas, donde una hilera de empleados iban registrando a los invitados. Pronto se hizo evidente que la mayoría de los pasajeros ya habían embarcado, puesto que no había colas en ninguno de los mostradores. Tres hombres con blazers azules, pantalones blancos y gorras con cintas doradas acababan de subir por la pasarela de embarque. El de mayor edad se acercó a ellos nada más verlos.

– ¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos! ¿Quién de ustedes es Alvirah Meehan? -preguntó-. Nos preocupaba mucho que hubiera cambiado usted de opinión. Habría sido una gran desilusión no tenerla a bordo.

– Desde luego, una gran desilusión -repitió otro.

– Yo soy Alvirah, Y este es mi marido, Willy, y nuestros amigos…

Y procedió rápidamente a presentarlos,

– Y yo soy Randolph Weed, su anfitrión, Pero mis amigos me llaman comodoro, y me encanta. Y este es mi sobrino, Eric Manchester, y el director del crucero, Dudley Loomis. Vamos a inscribirles. La fiesta de inauguración empieza en veinte minutos, y salimos a las cuatro,

– ¿A las cuatro? -preguntó Alvirah-. Según la información que me mandaron, era a las seis, Aquí mismo la tengo…

Dudley saltó a la acción, No tenía muchas ganas precisamente de ver su firma en la carta que Alvirah estaba a punto de sacar. Cuando la escribió estaba reventado.

– Vamos a registrar sus nombres -les apremió, llevándoles al mostrador donde esperaban seis empleados,

Luke y Nora se acercaron a uno de ellos y Jack y Regan a otro. El comodoro y su sobrino rondaban con aire protector en torno a Alvirah Y Willy.

– Lo vamos a pasar estupendamente -aseguraba Weed-. Un fascinante grupo de personas juntas en alta mar durante cuatro días. Les prometo que van a disfrutar cada momento…

La empleada introdujo los nombres de Alvirah y Willy en el ordenador, frunció el ceño y se puso a teclear.

– Vaya -murmuró por fin.

No podía haber ningún problema, pensó Dudley. No podía ser.

– No entiendo cómo ha podido pasar esto -dijo la chica.

– ¿El qué? -preguntó Dudley, intentando mantener la sonrisa mientras que la expresión del comodoro se tornaba severa.

– El camarote asignado a los Meehan ya está ocupado. Y el resto del barco está lleno, -La chica miró al comodoro, a Dudley y a Eric-. ¿Qué vamos a hacer?

– ¿No hay más camarotes? -preguntó Weed, mirando ceñudo a Dudley-. ¿Cómo ha podido ocurrir?

«Debí de contar mal -pensó Dudley-. Debería haberles dejado invitar solo a otra pareja.»

– Alvirah -comenzó Regan-, Jack y yo nos pasaremos un par de días en Miami y luego iremos en avión al lago Tahoe. No nos importa, de verdad.

– ¡De eso ni hablar! -rugió el comodoro-. De eso nada. Tenemos disponible uno de los camarotes más lujosos del barco, que seguro que encontrarán ustedes de su agrado. Está justo al lado del mío. -Randolph miró a Eric-. Mi sobrino puede pasar el crucero en la sala de invitados de mi suite. ¿Verdad, Eric?

Eric se puso pálido, pero solo podía decir una cosa:

– Desde luego.

– Mandaré que recojan tus cosas en un momento -añadió Dudley alegremente.

Aunque estaba nervioso por su error, era un placer exquisito causar molestias a Eric.

– Eric, lamento mucho echarte de tu camarote -se disculpó Alvirah-. Tómate todo el tiempo que quieras para recoger tus cosas. Mira, nosotros nos vamos derechos a la fiesta de inauguración a tomar una copa. Estaremos allí hasta que zarpemos y ya nos instalaremos después.

Eric logró esbozar una sonrisa.

– Más me vale empezar a hacer el equipaje para que puedan arreglar el camarote. Les veré más tarde.

Dio media vuelta y salió disparado,

– Su sobrino un joven muy agradable -comentó Alvirah al comodoro.

5

La fiesta de bienvenida a bordo del crucero de Santa Claus estaba muy animada desde hacía más de una hora. La mayoría de los invitados ya habían tomado un par de copas de champán, algunos una tercera, y unos pocos todavía más. Y se les notaba, pensó Ted Cannon, dejando en una mesa su propia copa sin tocar. La banda, que no dejaba de tocar música navideña, atacó por cuarta vez el «Santa Claus is Coming to Town». «Y yo aquí solo», reflexionó Ted tristemente. Ted se había pasado quince años recorriendo asilos y hospitales haciendo de Santa Claus en Cleveland, algo de lo que le había convencido su difunta esposa, Joan. Ella había fallecido hacía ya más de dos años, pero él mantuvo la costumbre en su honor. Luego alguien había incluido su nombre en una rifa de Santa Claus para el crucero, y había resultado ser uno de los ganadores. Todavía le costaba creerlo.

Ted siempre cerraba su oficina de contable en Cleveland la semana después de Navidad, y en los viejos tiempos Joan y él solían irse de vacaciones después de pasar la Navidad con su hijo Bill y su familia. Ted había pasado con ellos los últimos cuatro días. Pero cuando ganó el crucero, todos le animaron a aceptarlo.

– Papá, mamá habría querido que fueras y te lo pasaras bien. Con los otros nueve Santa Claus a bordo, al menos tendrás algo en común de que hablar con ellos. Y si hay alguna mujer soltera, sácala a bailar. Solo tienes cuarenta y ocho años y ni siquiera has mirado a una mujer desde que murió mamá.

Sin embargo ahora, rodeado de desconocidos, Ted se sentía desolado. Pensó incluso en coger sus bolsas y salir del barco, pero desechó la idea. ¿Qué haría entonces?

«Venga, anímate», se dijo, cogiendo la copa de champán.

Ivy Pickering acababa de leer la lista de pasajeros y le encantó ver que Alvirah Meehan, Regan Reilly y Nora Regan Reilly estarían también a bordo. Tenía una copa de champán en la mano y se había colocado de tal manera que pudiera verlas en cuanto llegaran a la fiesta. Quería presentarse más adelante, cuando todo el mundo estuviera ya instalado, poder pasar más tiempo con ellas. Era admiradora de Alvirah desde que esta empezó a escribir una columna en el Globe de Nueva York después de ganar la lotería. A Ivy le fascinaba la historia de cómo Alvirah, Regan y Jack, su marido, habían trabajado juntos para salvar al padre de Regan cuando fue secuestrado.

Ivy se había integrado hacía poco en el grupo de Lectores y Escritores de Oklahoma, cuyos miembros dedicaban parte de su tiempo libre a enseñar a leer a otras personas. Muchos de los escritores se enmarcaban en el género de misterio. Ivy era una de las lectoras. Siempre decía que sería una buena detective, pero no una buena escritora. Su grupo, de cincuenta personas, había aparecido en una revista por el tiempo que dedicaban a programas de alfabetización. Por eso les habían invitado a participar en el crucero.

El grupo, por diversión, había decidido adoptar un fantasma, Louie Gancho Izquierdo, un escritor de novela negra que había empezado a escribir después de retirarse del boxeo como peso pesado. Había publicado cuarenta novelas de misterio que tenían como protagonista a un boxeador retirado convertido en detective. Louie había muerto con más de sesenta años, y ahora faltaban dos días para que se cumplieran ochenta años de su nacimiento, razón por la cual habían decidido hacerle un homenaje. Planeaban colgar carteles por todo el barco, en los que aparecía sonriente, con su magullado rostro, los guantes de boxeo puestos y las manos sobre una máquina de escribir.

Ivy nunca había hecho un crucero y tenía la intención de explorar cada rincón del Royal Mermaid. Su madre, a sus ochenta y cinco años, no salía ya mucho, pero le encantaba oír todos los detalles de las aventuras de Ivy. Vivían juntas en la misma casa en la que, hacía sesenta y un años, había nacido Ivy.

Mientras el comodoro los llevaba a la cubierta donde se celebraba la fiesta, Alvirah deseaba echar un vistazo al muro de escalada que tanto la había intrigado en el folleto. Se llevó un sobresalto cuando una mujer pequeña como un pajarito se le echó encima y le puso la mano en el brazo.

– Soy Ivy Pickering -se presentó ansiosa-. Una gran admiradora suya. Leo siempre su columna y todos y cada uno de los libros de Nora. Recorté y guardé las fotos de la fantástica boda de Regan. Es que tenía que saludarles a todos en cuanto llegaran -declaró sonriendo radiante-. No voy a entretenerles.

«Nos está entreteniendo», pensó el comodoro Weed, pero no podía plantearse siquiera ofender a ninguno de sus benévolos invitados.

– Pensaba buscar un buen sitio junto a la borda para ver salir el barco, pero quería pedirles que en algún momento, mañana o pasado, se hicieran unas fotos conmigo para que se las pueda enseñar a mi madre cuando vuelva.

– Desde luego -contestó Nora por todos.

Ivy Pickering asintió feliz y se marchó a toda prisa.

Una energética joven con un micrófono arrastraba en su dirección a un hombre con una cámara al hombro. Su primera pregunta fue para Nora.

– ¿Qué le parece la idea del comodoro Weed de premiar a las personas que han hecho el bien?

Regan habría jurado que oyó murmurar a su padre: «Está en contra». Sabía que lo que menos podía soportar su padre era una pregunta tonta.

Pero Nora se libró de contestar gracias a la llegada de dos agentes de policía. Se dirigían hacia el camarero que se acercaba al grupo con una bandeja de champán y una sonrisa idiota. Al ver que todo el grupo se le había quedado mirando, el chico volvió la cabeza para ver qué llamaba tanto su interés y, al descubrir a los policías, soltó la bandeja, dio media vuelta y echó a correr por la escalera más cercana hacia la segunda cubierta. Antes de que los agentes llegaran siquiera a la escalera, todos oyeron el ruido del agua.

– ¡Hombre al agua! -chilló Ivy Pickering.

El comodoro miró las copas rotas a sus pies. «¿Por qué habré gastado dinero en champán bueno?», se preguntó sombrío.

Todos corrieron a la borda para ver qué pasaba.

– ¡Pues sí que nada deprisa! -comentó alguien.

Un segundo más tarde la sirena de un barco patrulla dejó claro que por muy deprisa que nadara el camarero, lo sacarían del agua antes de que pudiera escapar.

Otros camareros se apresuraban a limpiar la cubierta de cristales y champán. El comodoro se acercó a Dudley, que enfundado en un arnés de seguridad, había estado a punto de hacer una demostración en el muro de escalada.

– No sé cuál puede ser el problema -balbuceó el director-. Estaba desesperado por el trabajo y aseguró que antes trabajaba en el Waldorf.

– Pues por lo que sabemos podría ser un asesino en serie -saltó Weed-. ¿A quién más has contratado sin referencias?

El comodoro cogió el micrófono con el que había dado el discurso de bienvenida, que ahora estaba enfrente de la pared.

– Bueno, bueno, les había prometido un crucero emocionante… -Pero tardó unos minutos en lograr la atención de los pasajeros. Todos miraban fascinados la persecución. Weed repitió lo que acababa de decir y añadió-: Y desde luego parece que el crucero va a estar lleno de emociones, je, je, je. -Hizo una pausa-. Desde luego -concluyó sin convicción.

Un joven oficial se acercó a decirle algo al oído. La expresión preocupada del comodoro comenzó a disiparse.

– Ya veo. Claro, claro. Algunas mujeres no tienen paciencia. -Entonces se volvió hacia la multitud-. Por lo visto este pobre hombre se había retrasado un poco en el pago de la pensión a su ex mujer -explicó-. No es peligroso para nadie. Se arriesgó en el amor, y… en fin, siempre es mejor haber amado que…

Tenía que conseguir restablecer el ambiente de cordialidad.

– Ahora llenemos de nuevo las copas y vamos a prestar atención al muro de escalada que tengo a mi espalda. Nuestro director de crucero, el señor Dudley, les va a mostrar lo mucho que pueden divertirse imaginando que están escalando el Everest.

Con una floritura se volvió hacia Dudley.

– A lo más alto -ordenó.

Dudley hizo un saludo inclinándose todo lo posible a pesar de llevar el arnés. Un miembro de la tripulación sostuvo la cuerda de seguridad con notable falta de entusiasmo.

Dudley puso el pie derecho en el saliente más bajo y comenzó a escalar. Tendió el brazo, agarró otro saliente…

– Tú eso ni lo intentes -susurró Willy a Alvirah.

– Pie derecho, pie izquierdo -iba mascullando Dudley, que ya empezaba a sudar. Buscaba con el pie derecho el siguiente saliente cuando notó que el que sostenía su pie izquierdo comenzaba a moverse como un diente suelto-. No puede ser -gimió.

Pero era.

Al intentar pasar el peso al lado derecho, el saliente izquierdo cedió y cayó al suelo. Dudley perdió contacto con el muro en ambos pies y se quedó colgando de la cuerda oscilando a un lado y otro como un Tarzán de pacotilla.

La multitud le animaba a gritos. Él intentó sonreír, miró sobre el hombro y aterrizó en cubierta con un buen golpe, puesto que el miembro de la tripulación que sostenía la cuerda la había soltado demasiado deprisa.

Nora y Regan no se atrevieron a mirar a sus maridos.

6

Después de enterarse de que tenía que evacuar el camarote, Eric corría sin que sus pies tocaran apenas el suelo.

¡Podía haber estrangulado a Alvirah Meehan!

– Tómate tu tiempo para hacer la maleta.

Desde luego, señora. ¡No tenía tiempo! Sabía que el imbécil de Dudley estaría encantado con todo aquello. Y era culpa suya. Era Dudley el que se había equivocado en el recuento de pasajeros. Y ahora el extraordinario director enviaría un ejército de empleados para completar el desalojo. «Sé que me odia -pensó Eric-, y más cuando me dieron a mí un camarote más grande.» Dudley tenía un camarote pequeño sin terraza, pero a Eric le vendría estupendamente en ese momento. Tenía un miedo espantoso a enfrentarse a Bala Rápida para darle la mala noticia.

No quiso esperar al ascensor y echó a correr hacia la escalera.

«¿Cómo vaya esconderlos? ¿Dónde vaya esconderlos? ¿Cómo puedo tenerlos en la suite del tío Randolph tres días nada menos?» La sala de invitados era muy pequeña, y el armario también.

Lo único que sabía es que tenía que sacarlos de su camarote, y deprisa.

– ¡Jo, jo, jo! ¡Eric! -le llamó un pasajero-. ¿Cuándo me van a dar el disfraz de Santa Claus?

– ¡Pregúntele a Dudley! -exclamó Eric sin dejar de correr.

De pronto se le ocurrió una idea. Debería echar mano a un par de disfraces. Bala Rápida y Barron Highbridge podían ponerse los trajes de Santa Claus y así nadie sospecharía de ellos si los veía.

¿Dónde estaban los disfraces? Tenían que estar en el almacén de la cubierta 3, decidió. Todos los camarotes de los Santa Claus estaban en la cubierta 3. La gente que había ofrecido su trabajo voluntario tenía peores habitaciones que las de la gente que había donado dinero. Así funciona el mundo.

¿Tendría tiempo de ir a buscarlos? Antes de poder tomar una decisión racional, Eric se encontró dirigiéndose a la cubierta 3. Su juego de llaves maestras incluía una para el almacén. «Por favor, que estén allí», rezó.

En algunos camarotes se oían voces. No debía de estar lejos del almacén. Al pasar junto al equipaje todavía amontonado fuera de varios camarotes, se sacó las llaves del bolsillo. Dobló una esquina. Al fondo del pasillo había dos personas, pero por suerte le daban la espalda. Avanzó a pasos agigantados hacia la sala y abrió la puerta con la llave.

En efecto, vio encantado que los disfraces colgaban de una percha. Agarró a la carrera dos de ellos con pinta de quedar bien a Bala Rápida, bajo y corpulento, y a Barron, alto y delgado, dos personas que solo se hacían regalos a sí mismas. Cogió dos barbas blancas, dos gorros y dos pares de sandalias negras. Los Santa Claus tropicales, pensó. Encontró en un armario varias bolsas de basura negras y metió en una toda la parafernalia. Se agotaba el tiempo y Eric sudaba copiosamente.

Volvió a subir por la escalera hasta la cubierta principal y llegó a su camarote sin tener que explicar a nadie qué llevaba en la bolsa de basura. El cartel de «No molestar» seguía en la puerta. Abrió y se preparó para la reacción de los polizones.

Barron estaba tirado en el sofá cama, viendo la televisión y comiendo una bolsa de patatas.

– Chist -advirtió, antes de susurrar-: Tony acaba de dormirse. Lleva todo el día de un humor de perros.

– Pues se va a poner peor -saltó Eric-. Tenéis que marcharos.

Tony abrió los ojos de golpe.

– ¿Qué?

– Ha habido un error y ahora falta un camarote. Una pareja de pasajeros va a venir a este.

– ¡Mira qué bien! -exclamó Bala Rápida-. ¿Y se te ha ocurrido alguna brillante idea para acomodarnos?

Barron se incorporó con una expresión de terror en el rostro. La bolsa de patatas salió volando esparciendo su contenido por el sofá cama y el suelo.

– Nos dijiste que iba a ser fácil, que solo teníamos que quedarnos en tu habitación.

– Y os vais a quedar en mi habitación. Solo que ahora está al fondo del pasillo.

– ¿Al fondo del pasillo?

– Es la suite de mi tío.

– ¿El de «te quiero, tío Randolph»? -gruñó Tony.

– Ese mismo.

Eric volcó en la cama los contenidos de las bolsas de basura.

– Poneos esto -pidió desesperado-. Luego iremos a la suite. Mi tío no está. Si alguien nos ve no sospechará nada, porque hay diez Santa Claus a bordo.

En ese momento llamaron a la puerta.

– ¿Puedo ayudarle con su equipaje, señor Manchester?

Eric reconoció la voz de Winston, el pomposo mayordomo que el tío Randolph había contratado porque pensaba que daría algo de clase al proyecto.

– No, gracias. Tardaré otros quince minutos más o menos, luego puedes preparar el camarote.

– Muy bien. Llámeme cuando esté listo.

– Ese tío debe de creerse que está en el palacio de Buckingham -masculló Tony.

Los dos delincuentes se apresuraron ante el riesgo de ser descubiertos. Se desvistieron deprisa para ponerse los disfraces. Eric les tendió las barbas y los gorros. Las sandalias se ajustaban con unas tiras. Estaban ridículos.

Los ojos de Tony, de párpados pesados, se veían malévolos sobre la masa de pelo blanco que le cubría la boca. Pero por lo menos si alguien les veía, era muy probable que lograran escapar sin levantar sospechas.

– Voy a ver si está la costa despejada -anunció Eric, con el corazón palpitante. Abrió la puerta y miró a ambos lados del pasillo. Todo estaba tranquilo-. Voy a echar un ojo a la suite para asegurarme de que no hay nadie.

Fue al camarote de su tío y echó un rápido vistazo a las habitaciones de la suite. Luego volvió apresuradamente a su propio camarote e hizo una señal con la cabeza a los otros dos.

Una vez en la suite del comodoro, Eric suspiró aliviado.

– La habitación de invitados está ahí -explicó.

– ¡Esto será una broma! -gruñó Tony nada más echar un vistazo.

Los únicos muebles eran una cama doble, una mesilla, una silla delante de otra mesa Y algunos armarios.

Barron abrió el ropero.

– ¿Esperas que nos escondamos aquí?

– No -gruñó Eric-. Id al baño.

El baño de invitados, al igual que la habitación, era mucho más pequeño que el de su antiguo camarote.

– Esperad aquí hasta que trasladen mi equipaje. Y cerrad la puerta.

Tony asintió, pero con una expresión de furia asesina.

– Te lo advierto, Eric. Más te vale que no nos cojan.

7

A las cuatro en punto de la tarde, el Royal Mermaid salió del puerto de Miami dando comienzo al crucero de Santa Claus.

Para entonces el comodoro, agotado, sintió algo de alivio después de acribillar a Dudley a preguntas; quería saber cómo podían salir mal tantas cosas antes incluso de zarpar. Al ver que no obtenía ninguna respuesta satisfactoria del igualmente agotado director, se dirigió al puente y se quedó junto al capitán Horacio Smith mientras ponía en marcha los motores. Era tranquilizador estar en presencia de Smith. Este, después de la jubilación forzosa en una línea de cruceros pequeña pero excelente, había aceptado encantado a sus setenta y cinco años la oferta de estar al mando del Royal Mermaid.

– ¿Todos a bordo, comodoro? -preguntó Smith.

– Menos uno -contestó Weed sombrío, sin saber que en realidad llevaban dos pasajeros de más-. Espero no tener que ponerme a servir las mesas yo mismo.

Al lado de Smith, que todavía no había cometido ninguna tontería, el comodoro empezaba a recuperar el buen humor. Todos los viajes inaugurales tenían sus altibajos, pensó. Le había decepcionado la expresión angustiada de Eric cuando supo que tenía que renunciar a su camarote para trasladarse con su tío. La noche anterior se había mostrado muy ansioso por pasar esos días juntos, recordó el comodoro. Cualquiera habría pensado que se habría alegrado de estar todavía más cerca de él, de poder pasar más tiempo con él. En fin.

Weed se volvió para ver cuánta gente había acudido a la ventana que permitía a los pasajeros observar al capitán mientras maniobraba el barco. Otra desilusión. Solo había un observador, Harry Crater, un individuo de aspecto enfermizo. De hecho parecía a punto de caer desplomado, pensó el comodoro.

Cuando estuvo charlando con él en la fiesta, fue un alivio enterarse de que era dueño de un helicóptero y que si sufría alguna urgencia médica podría hacerlo acudir de inmediato. Weed no le deseaba ningún mal, pero tal vez si tuviera algún problema médico sin importancia que requiriera el helicóptero, sería una noticia digna de aparecer en los medios. Así se pondría de manifiesto la capacidad de la empresa de responder a emergencias al contar con pista de aterrizaje de helicópteros en el propio barco. El comodoro tomó nota mental de señalárselo a Dudley.

Weed hizo un saludo marcial.

Harry Crater, desde la ventana, saludó también, con el débil movimiento de un brazo fuerte oculto tras una chaqueta dos tallas más grande. A él lo único que le importaba era el helipuerto, y eso era evidentemente satisfactorio para su plan.

Se acordó de apoyarse en el bastón y se alejó arrastrando los pies.

El comodoro se lo quedó mirando. Tal vez su salud le estuviera fallando, pero era evidente que mantenía elevado el ánimo. «Espero que este crucero le siente bien -se dijo-. ¿Cuánto bien habrá hecho él este año por el resto de la raza humana? Tengo que preguntárselo a Dudley.»

– ¿Le gustaría pulsar el botón? -le preguntó el capitán, con una chispa en los ojos.

– ¡Desde luego! -Weed, como un niño con un volante de juguete, descargó la mano sobre el botón de la bocina.

¡Tuuuuuut tuuuuuuuuut!

– ¡Allá vamos! -exclamó alegremente- ¡Ya no hay vuelta atrás!

8

El camarote de Regan y Jack estaba en el extremo opuesto del pasillo del de Luke y Nora, una cubierta más abajo del camarote de Alvirah y Willy.

Los seis habían ido a inspeccionar las dos habitaciones de los Reilly, las encontraron satisfactorias y subieron juntos al anterior camarote de Eric. Se morían de curiosidad. La habitación se encontraba en una sección separada del barco, en el mismo pasillo que la suite del comodoro, un área donde normalmente no se alojaría ningún pasajero.

La puerta estaba abierta.

– Hola -saludó Alvirah.

Un hombre calvo de espalda tiesa ataviado con un oscuro uniforme de mayordomo pasaba un trapo por una mesilla.

– Buenas tardes, señora -contestó, con una ligera inclinación-. ¿Es usted la señora Meehan?

– Así es.

– Yo soy Winston. Seré su mayordomo durante el crucero y me encargaré encantado de su absoluta comodidad. Estoy dispuesto a servirle cualquier cosa, desde el desayuno en la suite hasta un chocolate caliente por la noche. Querría añadir mis disculpas por cualquier inconveniencia que haya podido experimentar debido al error en las reservas.

– No hay problema -le aseguró Alvirah con vehemencia, mirando admirada en torno a la sala-. Vosotros tenéis unos camarotes muy bonitos -dijo a los Reilly-, pero este es increíble.

– Es genial-convino Regan. No se le había pasado por alto la expresión de Eric Manchester cuando le dijeron que tenía que renunciar al camarote. «Ya entiendo por qué no le hizo ninguna gracia -pensó-. Pero era algo más que eso. Parecía angustiado.»

La puerta del armario estaba abierta y Nora echó un vistazo al interior.

– El armario es casi otra habitación -comentó.

– Con el equipaje de Alvirah, va a necesitar todo el espacio del que pueda disponer -replicó Willy-. Ah, ahí están nuestras maletas.

Un mozo acababa de llegar sin aliento a la puerta.

– Bueno, nos marchamos para que os acomodéis -dijo Luke-. Que no se os olvide que hay un simulacro de emergencia a las cinco en punto.

Winston echó un rápido vistazo de último minuto al camarote y movió la cabeza.

– ¿Cómo se me ha pasado esto por alto? -murmuró entre dientes, agachándose para recoger varias patatas fritas hechas migas en el suelo junto al sofá-. Pensaba que Eric era un obseso de la comida sana… -Al incorporarse añadió-: Creo que ya está todo listo. Si necesitan cualquier cosa, utilicen el teléfono, por favor. -Miró a los Reilly y resopló-. Tal vez deberíamos dejar en paz a los Meehan para que deshagan el equipaje.

Su voz era de lo más británica y pretenciosa, como un mayordomo de película.

– Pues sí -replicó secamente Jack.

«Y se hace llamar mayordomo -pensó-. Venga ya. No hace falta que nadie nos diga que es el momento de marcharse.»

– ¿Qué prisa hay? -masculló Luke.

– Nos vemos abajo después de la simulación de emergencia -se apresuró a decir Alvirah, intentando cubrir la arrogancia de Winston-. ¿Verdad que es maravilloso estar ya en camino?

Los demás siguieron a Winston al pasillo. El mozo puso con esfuerzo las maletas de Alvirah en la cama. La bolsa de WilIy era una maravilla de eficiencia. Con excepción de otra bolsa más pequeña, contenía todo lo que necesitaba. Alvirah abrió el cajón de la mesilla y guardó allí las pastillas de calcio. Había oído que el calcio se absorbía mejor si se tomaba por la noche. En el cajón encontró una baraja de cartas.

– Anda, mira, Willy. ¿Te acuerdas de lo que nos gustaba jugar a las cartas? Estos últimos años lo hemos dejado.

– Eso es porque has estado muy ocupada resolviendo crímenes -replicó Willy.

Las cartas estaban sujetas con una goma elástica. Willy les echó un vistazo.

– Le preguntaré a ese tal Eric si son suyas. Ya le habrá molestado bastante que le quitáramos el camarote -declaró, metiéndoselas en el bolsillo-. Bueno, si nos dejan mucho tiempo en el bote salvavidas con esto del simulacro de emergencia, siempre podremos echar una partidita.

9

Mientras Regan guardaba la ropa, Jack conectó su ordenador. Estaban de acuerdo en que ninguno de los dos quería estar desconectado del mundo exterior mucho tiempo. Aunque habían dejado Nueva York esa misma mañana, ya sentían que su vida cotidiana estaba a un millón de kilómetros.

Los titulares del día saltaron a la pantalla:

«¡ FAMOSOS CRIMINALES FUGADOS !».

Jack lanzó un silbido al leer la noticia.

El capo de la mafia Bala Rápida Tony Pinto y el estafador Barron Highbridge se cuentan entre los desaparecidos. Los dos hombres, pertenecientes a dos mundos muy diferentes, debían presentarse ante el tribunal esta mañana. Gozaban de un permiso de Navidad para visitar a sus familias, pero es evidente que no se quedaron a la sobremesa. Las autoridades encontraron en la palaciega mansión de Pinto en Miami a su esposa dormida en la cama, con la tobillera de seguridad de Pinto. «No sé cómo ha llegado hasta aquí -explicó-. Tengo el sueño muy pesado. ¿Dónde está mi Tony?»

En la propiedad de Highbridge, en Greenwich, Connecticut, las luces del árbol de Navidad seguían encendidas, pero no había nadie en la casa. Su madre, de ochenta y seis años, que según declaró el propio Highbridge sufría una enfermedad terminal, se encontraba de viaje por la Riviera francesa con un grupo de amigas. «Nos lo estamos pasando de miedo. Nos llaman "Las Chicas de Oro"», comentó por teléfono. «Fue un gran error que el jurado declarara culpable a mi hijo. Tiene muy buen corazón. Ha hecho ganar mucho dinero a mucha gente a lo largo de los años… No, yo estoy bien, ¿por qué lo pregunta?»

La compañera sentimental de Highbridge desde hace años se encuentra en Aspen con el actor Wilkie Winters. «No tengo nada que hacer con un delincuente», comentó, haciendo ostentación de algunas de las joyas que Highbridge le regaló.

Regan, que leía sobre el hombro de Jack, jugueteaba con el collar que su marido le había regalado por Navidad.

– Espero no tener que decir nunca eso de ti -bromeó.

Jack la miró un momento, y luego ambos volvieron a leer.

Gracias a la intachable reputación de su adinerada familia, Highbridge, de cuarenta y cuatro años, consiguió atraer a numerosos inversores para su proyecto Ponzi. Se le condenó por estafarles millones de dólares. Estaba a punto de recibir la sentencia y se esperaba que alcanzara un mínimo de quince años de prisión. El juicio de Bala Rápida Tony Pinto, acusado de ordenar el asesinato de algunos rivales en el negocio de la construcción, iba a dar comienzo el 3 de enero.

Jack meneó la cabeza.

– Estos tíos sabían que no tenían escapatoria. Yo traté con Tony cuando estaba en Nueva York, pero no conseguimos suficientes pruebas para presentar a un gran jurado. Me alegré de que uno de sus hombres le acusara.

Regan se sentó en la cama.

– Seguramente se dirigirán a algún país que no contemple la extradición. Pero habrán tenido que entregar los pasaportes como condición a la libertad bajo fianza.

– Con tanta seguridad como hay ahora no pasarán con pasaportes falsos -comentó Jack-. Voy a ver qué saben de esto en la oficina.

Marcó el número en su móvil internacional y Keith, su mano derecha, contestó al primer timbrazo.

– Jack, pero ¿tú no estás de vacaciones? -exclamó nada más oír la voz de su jefe.

– Pues sí, pero también estoy navegando por internet y veo que Bala Rápida Tony Pinto se ha fugado. Nunca entenderé por qué no lo dejaron en la cárcel, porque existían muchas posibilidades de que se fugara. ¿Has oído algo de él o de Barron Highbridge?

– Un informador sostiene que Pinto intentó contactar con alguien que pudiera sacarle del país. Los federales tienen cubiertos los aeropuertos. Es posible que alguno de ellos, o los dos, se dirijan a alguno de esos puntos caribeños que no tienen tratado de extradición con Estados Unidos.

– ¿Es Fishbowl Island uno de ellos? Es nuestra única parada.

– Espera, que tengo una lista. Voy a echarle un vistazo.

– Al cabo de un momento se oyó la risa de Keith-. ¿Sabes qué? Que Fishbowl Island está en la lista. Así que estate atento por si ves a Tony.

– Eso haremos. ¿Alguna otra noticia?

– No, jefe. Relájate y pásatelo bien con tu mujer. ¿Qué tal es el barco, por cierto?

– No preguntes -dijo Jack riendo-. Uno de los camareros saltó por la borda cuando estábamos todavía en el puerto. Lo detuvieron por no pagar la pensión a su mujer. Y el director del crucero se cayó del muro de escalada.

– Pues parece que este fin de semana estarías más seguro esquiando.

– Puede. Oye, mantenme al corriente de cualquier cosa que pueda interesarme.

– O sea, de todo -se burló Keith-. Seguro que vamos a tener más noticias de Pinto.

Jack miró la fotografía de Pinto que acababa de aparecer en pantalla.

– No me gustaría que se escapara. Este es de los peores.

Justo cuando apagaba el móvil se oyó un anuncio por los altavoces.

– ¡Atención, pasajeros del crucero de Santa Claus! Les habla el comodoro Weed. Vamos a realizar un simulacro reglamentario de emergencia. Todos los pasajeros deben asistir, sin excepción. Recuerden que este ejercicio puede salvarles la vida. Cojan sus chalecos salvavidas y por favor no tropiecen con las cintas. Los miembros de la tripulación les dirigirán al comedor, donde recibirán instrucciones generales. Luego les llevarán a su estación de embarque. Que nadie se ponga nervioso, este ejercicio no es más que una precaución.

Regan abrió el armario, sacó los dos chalecos salvavidas y tendió uno a su marido.

– ¿Crees que será la única vez que tengamos que ponérnoslos? -preguntó de broma.

– Tal como van las cosas, yo no estaría muy seguro -contestó Jack, mientras le ayudaba a pasarse el chaleco por la cabeza-. Mira, el naranja fosforescente te sienta hasta bien.

– Mentiroso. Anda, vamos.

10

Por lo menos el ejercicio había salido bien, pensó Dudley, que estaba en el almacén, a la espera de entregar los trajes de Santa Claus. Menos por aquel idiota que hizo la gracia de tocar el silbato de su chaleco.

Dudley lamentó la nueva regla de las instrucciones de seguridad, que indicaba que si uno no podía llegar a un bote salvavidas, debía ponerse una mano en la boca, la otra en el hombro del chaleco salvavidas, y saltar al agua como si abandonara el barco andando. Era ridículo. Ya fuera andando o saltando, al final uno acababa en el agua de la manera más desagradable. Esas cosas asustan a la gente, se dijo. Desde luego a él le asustaban. Ya se estaba viendo en cubierta mientras el barco se hundía, intentando engañarse pensando que salía a dar un paseo.

Dudley se encogió de hombros. Ya tenía bastantes preocupaciones para estar imaginando cosas. «Como salga mal algo más -pensó-, me van a pasar por la quilla de todas formas.» Era increíble que el comodoro se hubiera enfadado tanto con él esa tarde. ¿Acaso era culpa suya que el camarero no pagara su pensión? No. ¿Fue culpa suya que el saliente del muro de escalada se soltara? No. El comodoro debería haber estado contento al verle salir vivo de aquello con solo unos cuantos moratones en el culo. Le vendría ahora de miedo un buen baño caliente, pensó. Pero por supuesto su habitación no tenía bañera. Suerte tenía de contar con un lavabo.

Pero fue él quien contrató al camarero, eso tenía que admitirlo. Y el error con los camarotes también era suyo. Cuando recibió la carta de la enfermera del señor Crater, mostrándole los recibos de todo el dinero que había donado a organizaciones benéficas ese año y diciendo que su último deseo era estar en el crucero con buenas personas como él, ¿cómo podía negarse? Lo único que lamentaba era no haberlo anotado después de dar su nombre a los encargados de las reservas. «Puede que me equivocara en las cuentas, ¡pero fue un error de ellos asignar el mismo camarote a dos personas!»

– ¿Puedo pasar?

Había llegado el primer Santa Claus.

– Soy Ted Cannon.

Era un Santa Claus callado, pensó Dudley. No parecía muy dado a las risotadas. No se lo podía imaginar exclamando: «¡Jo! ¡Jo! ¡Jo!».

– Me alegro mucho de verle, Ted -saludó con su tono más entusiasta.

Los Santa Claus sabían que la condición para participar en el crucero era que tenían que llevar el disfraz puesto en la primera y la última comida celebrada en el mar. Dudley daba vueltas al tema de cómo plantear la última idea del comodoro: que estaría muy bien que llevaran los disfraces tan a menudo como fuera posible. Weed quería que sus pasajeros disfrutaran de un ambiente festivo, pero no se daba cuenta de que tener a los Santa Claus todo el día dando vueltas por el barco seguramente acabaría por volver locos a los pasajeros.

Los otros nueve Santa Claus llegaron en dos minutos y acabaron todos apiñados en el pequeño almacén. En esos dos minutos Dudley había perfeccionado su discurso. «Que no piensen que nos hacen un favor -se recordó-, sino que reciben un honor al haber sido elegidos para el trabajo.»

Se sintió aliviado al ver que los hombres sonreían cuando les contó lo orgulloso que estaba el comodoro de tenerlos a todos a bordo.

– Quiere recalcar el bien que han hecho todos ustedes al crear alegría y cariño para tanta gente durante estas fiestas -explicó, pensando que los Santa Claus seguramente habrían prometido a los niños juguetes que no recibirían-. Porque el comodoro entiende cuánto amor ofrecen a los niños de todas las edades cuando llevan sus trajes de Santa Claus, y espera que quieran expandir ese amor lo más a menudo posible durante el crucero llevando estos disfraces. -Dudley señaló la percha-. El mayor tiempo posible -repitió. Luego alzó la voz-: Por la mañana, por la tarde y por la noche.

Las sonrisas se desvanecieron. Bobby Grimes, el tipo rechoncho de Montana, que parecía el más alegre de todos, replicó:

– Yo pensaba que esto era un crucero gratis para damos las gracias por el trabajo que ya hemos hecho. ¡Pues menudo agradecimiento! Cuando trabajo de Santa Claus, me pagan un sueldo de Santa Claus. Esto es una estafa. Es lo que se llama una violación del contrato.

El alborotador del grupo acababa de identificarse, pensó Dudley. Capaz era de hacer una llamada desde el barco a uno de esos abogados que se anuncian por televisión: «¿Se ha caído usted, o ha estado a punto de caerse? Tal vez haya sufrido daños psicológicos porque alguien le ha mirado mal. Denuncie. Nosotros llevaremos su caso. Usted se lo merece».

Algunos otros asentían, de acuerdo con Grimes.

– Yo he llevado el traje de Santa Claus desde Halloween -añadió otro-. Y estoy harto. Deseaba tumbarme en una hamaca en pantalón corto, no pasarme todo el día metido en un disfraz que pica y da calor.

– No hay buena acción que no tenga su castigo -apuntó uno más-. Yo hacía de Santa Claus como voluntario. No me han pagado ni un duro por andar por ahí cargando con un pesado saco al hombro.

Ted Cannon sentía lástima por Dudley, pero lo último, que deseaba era llevar el disfraz todas las noches durante la cena. En las dos Navidades que habían pasado desde la muerte de Joan, la apariencia de Santa Claus era un doloroso recuerdo de que ella ya no estaba. Joan siempre le acompañaba a los asilos y hospitales, y luego se iban a cenar juntos. Joan siempre insistía en pagar aquellas cenas, recordó Ted. Decía que Santa Claus se merecía una buena cena después de bajar por tantas chimeneas.

– Yo estoy de acuerdo con Bobby -dijo Nick Tracy, de Georgia-. Llevaré el disfraz esta noche y la última noche, y se acabó.

Ted captó la expresión desesperada de Dudley y decidió echarle una mano.

– Venga, que nos han regalado un crucero gratis -apremió a los demás-. Tampoco pasa nada si nos ponemos el disfraz una hora o dos al día -declaró, señalando los trajes-. Si hasta son ligeros.

A Dudley le dieron ganas de besarle.

– Sí, pero mira esas barbas -terció Rudy Millar, de Albany, Nueva York-. ¿Se supone que tenemos que comer con ellas puestas? ¿Es que nos van a alimentar solo con líquidos?

– Os las podéis quitar para comer -prometió Dudley-.

Lo que de verdad queremos es que la gente se haga fotos con vosotros.

Ted Canon se acercó a la percha para mirar las tallas.

– Parecen bastante grandones -comentó-. Supongo que la mía será la talla grande.

Se echó un disfraz al brazo y cogió la barba, el gorro y las sandalias de las cajas que había junto a las perchas.

– A mí me gusta ir de Santa Claus -terció Pete Nelson, de Filadelfia-. Siempre he sido bastante tímido y con el traje me resulta más fácil hablar con la gente. Mi terapeuta dice que es como ser actor, y que muchos actores son en realidad muy tímidos cuando no están interpretando un papel.

– ¡Pues mira qué bien! -exclamó Grimes-. ¿Y a quién le Importa que los actores sean tímidos? La mayoría de ellos son unos gilipollas que cobran una millonada.

– Eso estaba de más -replicó Nelson-. Yo solo quería compartir lo que me dice mi terapeuta.

– Ya, pues la mayoría de los terapeutas también son unos gilipollas que cobran una millonada.

Nelson arrugó el ceño.

– Me parece que tú no tienes madera de Santa Claus.

– Tienes razón. Era mi última Navidad.

«Pues el año que viene debería hacer de Scrooge -se dijo Dudley-. Sí que empezamos bien. ¿Por qué demonios se me ocurriría lo del crucero este? Me van a rebajar a marinero de agua dulce.»

Por fin empezó a repartir los trajes, pero después de entregar los cuatro primeros, solo quedaban otros cuatro en la percha.

– No lo entiendo -se alarmó Dudley-. Nos faltan dos disfraces. Señor Grimes, a menos que logre encontrarlos, queda usted libre de su obligación de propagar alegría por este barco.

– ¿Qué?

Era evidente que había cogido a Grimes por sorpresa. La verdad era que le encantaba vestirse de Santa Claus.

Ted Cannon supo que Grimes era de los que siempre se quejan pase lo que pase.

– Bueno, igual podemos turnamos algunos disfraces: Yo estoy en el camarote contiguo al de Pete y tenemos la misma talla. Podríamos compartir uno.

– Mi terapeuta estaría orgulloso de ti -dijo Pete Nelson sonriendo.

– Señor Grimes, si lo desea puede compartir un traje con Rudy. O si no, no tiene por qué ponerse siquiera el disfraz, si no quiere -replicó Dudley.

– Bah. Ya me pondré de acuerdo con Rudy -cedió Grimes de mala gana.

Cuando los Santa Claus se marcharon con sus ocho disfraces, Dudley registró toda la sala. No solo habían desaparecido dos trajes, sino también las sandalias, barbas y gorros que iban con ellos. ¿Para qué podría quererlos nadie? ¿Y cómo explicaría al comodoro que solo habría ocho Santa Claus a bordo?

¿Quién podía haber entrado en el almacén? Estaba siempre cerrado, así que tenía que ser alguien que tuviera llaves.

Dudley estaba nervioso. No había visto las referencias de aquel camarero, pensó. De hecho, no había mirado las referencias de nadie. Cualquiera sabe que las referencias suelen darlas personas que se ven obligadas a hacer un favor a sus amigos en paro, y que la mayoría de los currículos son una sarta de mentiras.

Había alguien en el barco que no tramaba nada bueno.

Dudley ni siquiera sabía si era un pasajero o algún miembro de la tripulación.

Lo que sí sabía era que si pasaba algo más, la culpa sería suya.

De pronto lo de saltar del barco al agua ya no le parecía tan mala idea.

11

– Oh, navego por el mar azul y mi barco es una preciosidad -cantaba el comodoro, mirándose sonriente en el espejo sobre el sofá de su salón.

Su nuevo uniforme, un resplandeciente esmoquin azul marino con charreteras doradas en los hombros a juego con los botones de la chaqueta, le daba justo la imagen que deseaba. Quería que sus invitados le vieran como una imponente presencia y a la vez como un cordial anfitrión.

Pero estaría bien contar con otra opinión, decidió.

– ¡Eric!

La puerta de la habitación de invitados estaba cerrada con llave, un gesto que al comodoro le resultó un tanto hostil. Al fin y al cabo, razonó, con el salón grande entre los dos dormitorios tampoco es que estuvieran allí apiñados. Una cosa era cerrar la puerta, y otra echarle la llave. «¡No se imaginará Eric que iba yo a irrumpir en su habitación!» Hacía unos minutos había llamado a la puerta, y al no obtener respuesta quiso asomarse, pero solo para ver si Eric había echado una cabezadita.

Solo quería advertirle de que se estaba haciendo un poco tarde. Pero la puerta estaba cerrada con llave, y al momento Eric contestó muy enfadado que estaba saliendo de la ducha y que qué demonios quería.

«Tal vez sí debería haberse echado una siesta», pensó el comodoro. Había estado muy cansado todo el día y desde luego se le veía de mal humor. «Bueno, ya sé que también está preocupado porque el viaje salga bien a pesar de los pequeños inconvenientes que hemos tenido al principio…»

En ese momento llamaron a la puerta principal de la suite. El comodoro sabía que sería Winston, con su fuente de sofisticados entremeses. Habría preferido con mucho disfrutarlos allí en la suite con una copa de champán, y no de pie, estrechando manos y posando para hacerse fotos con los invitados. No hay nada peor que una miga en la barbilla o una mancha de mostaza en la mejilla cuando se posa para una fotografía. La gente debería tomarse la libertad de señalar cualquier partícula ofensiva de comida pegada a la cara de otra persona, por muy importante que fuera esta.

– Pasa, Winston.

Winston entró con gran dramatismo, sosteniendo en alto sobre su cabeza una bandeja con una botella de champán, dos copas y dos platos de entremeses. Una sonrisita danzaba en sus labios, indicando que estaba muy satisfecho de sí mismo. Pero Winston siempre lo estaba. Dejó la bandeja en la mesa y sirvió con gran ceremonia una copa de champán al comodoro.

Weed inspeccionó la selección de entremeses: diminutas patatas salpicadas de caviar, salmón ahumado, champiñones asados en nidos de hojaldre y sushi con salsa para mojar. Se le ensombreció el semblante.

– ¿No está usted satisfecho, señor? -se alarmó Winston.

– ¿No hay perritos calientes?

Winston asumió una expresión de puro horror.

– ¡Ah, señor! -protestó

El comodoro le dio una palmada en la espalda echándose a reír mientras se sentaba en el sofá.

– Era una broma, Winston. Ya sé que preferirías caerte muerto antes que servir un bocado tan vulgar. Pero están buenísimos.

El mayordomo no dijo nada, aunque era evidente que no estaba de acuerdo. Se había llevado la misma selección de entremeses a todos los camarotes de invitados, un gesto que la mayoría de los pasajeros, Winston estaba seguro, no sabrían apreciar. Seguramente habrían preferido palomitas, pensó. Dejó un plato de entremeses en la mesa y se dispuso a atravesar la sala, pero antes de que hubiera dado el primer paso, se abrió la puerta de Eric. El joven la cerró a su espalda y dedicó al comodoro una deslumbradora sonrisa mientras se sentaba a su lado en el sofá.

– Tío, espero que no sonara demasiado desagradable hace un momento, cuando me has llamado. -Eric intentó reír-. Lo que pasa es que me di un golpe en la ducha, en el dedo del pie, y cuando oí tu voz estaba lanzando maldiciones que no repetiré.

– No pasa nada, muchacho -le tranquilizó el comodoro, dando un bocado a un hojaldre de champiñones-. Sí que me pareció que estabas algo enfadado, pero un golpe en el dedo del pie duele mucho. -Un ligero ceño apareció en su frente-. No estás vestido para la velada. Se te está haciendo tarde, ¿no?

Winston dejó el segundo plato de entremeses Y una copa de champán delante de Eric, pensando con desdén que seguramente preferiría otra bolsa de patatas fritas. «Tendré que inspeccionar su habitación cuando haga la cama. Solo me faltaría ahora que destroce el dormitorio de invitados del comodoro escondiendo comida basura» Era también interesante, se dijo Winston, que recién salido de la ducha, tal como él mismo sostenía, hubiera vuelto a ponerse el uniforme de día.

– Señor Manchester -dijo-, ¿tiene algún problema con el uniforme de gala? ¿Necesita un planchado? Yo mismo me encargaré de ello.

– ¡No! -exclamó Eric-. Todavía no me he duchado.

– Pero ¿no decías que te habías dado un golpe en la ducha? -terció el comodoro.

– Estaba preparándome para duchar me cuando me di el golpe -se apresuró a corregirse Eric-. Sabía que estabas esperándome para tomar una copa de champán y no quería hacerte esperar mucho.

– Muy bien. -Weed se volvió hacia Winston-. Eso es todo.

El mayordomo hizo una reverencia marcadamente dirigida al comodoro.

– Si necesita algo no tiene más que llamar, señor.

El comodoro se lo quedó mirando radiante mientras se marchaba. Luego apuró el champán y se puso en pie.

– Tengo que irme corriendo -declaró-. Procura no tardar mucho, Eric. Cuento con que sabrás encandilar a nuestros invitados -añadió con un guiño-. Especialmente a las damas.

Eric no pasó por alto el tono de admonición de su tío. Sabía que debería haber estado ya listo para unirse a los pasajeros. Tampoco dejó de advertir que Winston le había mirado con indiscreta curiosidad.

– No tardaré más de diez minutos -aseguró.

Se levantó e hizo ademán de dirigirse a su habitación, pero en cuanto el comodoro salió de la suite, echó en su plato los dos entremeses que su tío no se había comido. Bala Rápida se había quejado de tener hambre. Tal vez aquello le calmara, pensó Eric con creciente desesperación. Era bastante seguro dejar a aquellos dos en el camarote durante el ejercicio de seguridad, pero ahora tenía que sacarlos de allí antes de que Winston fuera a hacer la cama y a cambiar las toallas. Había sido una idiotez decir que se había dado un golpe en el dedo. Winston había notado que estaba nervioso y ahora seguro que andaría curioseando por la habitación. Y tampoco podía dejar a Bala Rápida y a Highbridge en el baño. Si Winston encontraba la puerta cerrada con llave, llamaría de inmediato a mantenimiento.

Estos eran los pensamientos que le atormentaban cuando irrumpió en su habitación y se encontró con la gélida mirada de los dos polizones, ambos todavía con el traje de Santa Claus pero sin las barbas ni los gorros, que estaban en la cama.

Eric tendió el plato a Bala Rápida.

– Esto es lo único de comer que puedo conseguiros por ahora. Pero tenéis que salir de aquí al instante.

Su tono de voz estaba entre la orden directa y la súplica.

Los otros dos se lo quedaron mirando en silencio.

– Tengo un lugar seguro -barbotó Eric atropelladamente-. La capilla de Reposo está en esta cubierta. Allí no irá nadie. Luego, después de la cena, ya volveré a meteros en el camarote antes de que suba mi tío.

– ¿A esto lo llamas cena? -preguntó Bala Rápida mientras cogía una porción de sushi.

– No, no, ya os traeré más, lo prometo. Por favor, debemos irnos. Winston tiene una televisión en el office y si lo conozco de algo, ahora mismo estará allí trasegando lo que quede de champán y viendo Jeopardy. Eso es lo que hace en casa de mi tío. Está flipado con Jeopardy. Hizo la prueba para presentarse al concurso y casi la pasa. ¡Vamos!

– El precio por sacamos del país acaba de bajar -gruñó Highbridge-. No vas a sacar ni un solo dólar más por ninguno de nosotros.

– Y si pasa algo y no llegamos a salvo a Fishbowl Island, mis hombres tienen órdenes de reventarte -declaró Bala Rápida con el tono sereno de quien pide el salero en la mesa.

Eric abrió la boca para protestar, pero la protesta murió en sus labios. ¿Por qué escucharía a Bingo Mullens?, se preguntó. Tenía la boca seca y le sudaban las manos. Bingo le aseguró que conocía una manera fácil de ganar un buen dinero. En palabras textuales: «Tu tío tiene un barco y confía en ti. Se me ha ocurrido algo de cajón».

Bingo había sido detenido en Miami por juego ilegal el año anterior, y conoció a Bala Rápida en la cárcel antes de que ambos salieran bajo fianza. Un mes atrás contactó con Bala Rápida para contarle que tenía una manera segura de sacarle del país antes de que comenzara su juicio. Bala Rápida accedió por un millón de dólares. El primo de Bingo era recadero de Highbridge en Connecticut. Así había establecido Eric el contacto. Y ahora los tenía a los dos en su habitación y, a menos que pudiera mantenerlos escondidos, los detendrían a los tres.

Y eso sería lo menos grave que podía pasarle, pensó Eric con el corazón acelerado.

Debía tener ocultos a aquellos dos hombres durante treinta y tres horas. Saber que su vida dependía de ello le dio valor.

– Poneos los gorros y las barbas -ordenó-. ¡Y vámonos!

Primero echó un vistazo al pasillo. Estaba vacío. Les hizo una señal de que le siguieran y las últimas instrucciones las susurró en un temblor nervioso que convirtió su voz en un pequeño chillido.

– Y si alguien os ve, acordaos de que la gente espera ver Santa Claus rondando por todo el barco, así que no echéis a correr.

Highbridge farfulló una maldición.

Había cambiado, pensó Eric. Había en su voz algo amenazador que helaba la sangre. Su instinto quedó justificado de inmediato.

– Si los hombres de Tony no hacen el trabajo, mis hombres te encontrarán -aseguró Highbridge-. Puedes estar seguro.

Tardaron menos de un minuto en llegar al pasillo que acababa en la capilla de Reposo, pero les parecieron horas. Eric abrió la pesada puerta, encendió la luz y echó un vistazo. La capilla era la alegría y el orgullo del comodoro. Tenía el techo abovedado con vidrieras a ambos lados. Un pasillo central alfombrado separaba seis filas de bancos de roble blanco y llevaba a una zona elevada que sugería un santuario. El altar, una mesa larga cubierta con un paño de terciopelo, era el punto focal. A un lado se veía un órgano.

– Entrad -ordenó Eric. Luego cerró la puerta-. Sentaos en el suelo detrás del altar. Si oís que se abre la puerta, meteos debajo. Yo volveré lo antes posible después de la cena.

– Más te vale traer comida -amenazó Bala Rápida mientras se arrancaba la barba.

– Vale, vale.

Eric apagó la luz y se marchó intentando no echar a correr.

Alvirah y Willy estaban esperando el ascensor.

– Ah, me alegro de verte, Eric -saludó Willy-. Alvirah se ha encontrado una baraja de cartas en la mesilla de noche y pensamos que igual era tuya.

– No, no es mía -replicó Eric de mal humor. Queriendo suavizar su tono, intentó esbozar una sonrisa y explicó-: Ya de niño lo que me gustaba era el aire libre. No era capaz de estar sentado mucho tiempo jugando a las cartas.

– Bueno, pues entonces a ver si puedo organizar una partidita en el barco -dijo Willy.

Cinco minutos después, ya en la ducha, una idea le asaltó como un rayo. Bala Rápida había dormido en la cama. ¿Sería suya la baraja? Y en ese caso, ¿querría recuperarla?

12

Los aperitivos se servían en el espacioso salón adyacente al comedor. Un fotógrafo había colocado su cámara en la puerta junto con un fondo en el que se veía la barandilla de un barco contra un cielo plagado de estrellas. Allí, a las ocho en punto, el comodoro comenzaría a posar para hacerse fotografías mientras los invitados entraban al comedor.

Las paredes estaban decoradas con una variedad de artículos y fotografías enmarcadas, todas testimonios de los filantrópicos esfuerzos de los invitados. Una tal Eldona Dietz había sido elegida por una original carta de Navidad en la que detallaba todas y cada una de las actividades de sus hijas en los últimos doce meses y que había ganado un premio en una re vista familiar. En la pared se exhibía una versión ampliada y enmarcada de dicha carta. Para que nadie la pasara por alto, una versión más pequeña ocupaba el centro de todas las mesas del cóctel.

El comodoro hablaba en voz baja con Dudley, que parecía bastante agobiado. Era evidente que no le gustaba nada lo que estaba oyendo.

– Solo tenemos ocho Santa Claus porque faltan dos trajes, señor.

Dudley había querido encontrar el momento adecuado para dar la noticia, pero por desgracia el comodoro ya había contado a las figuras disfrazadas que rondaban por la sala con sus «¡Jo! ¡Jo! ¡Jo!» y ordenó a Dudley que fuera a buscar a los dos que faltaban.

– Pero ¿cómo pueden faltar dos trajes? -quiso saber Weed-. La puerta del almacén estaba cerrada, ¿no?

– Sí, señor.

– ¿Han forzado la cerradura?

– No, señor.

– Pues entonces, si no me equivoco, alguien que tenía la llave entró a robar los disfraces.

– Ese parece ser el caso, señor.

El comodoro hizo un visible esfuerzo por controlar la indignación, pero los ojos le echaban chispas.

– Me siento muy herido, Dudley. Alguien pretende arruinar nuestro crucero de Santa Claus. Me está hirviendo la sangre. Deberías haber informado a Eric, si no has podido dar antes conmigo.

– Señor, para cuando me di cuenta de que faltaban los disfraces, estaba usted arreglándose para la cena, y a Eric no lo he visto desde que terminó el simulacro de emergencia.

– Estaba en mi suite. No sé qué ha podido retenerlo. Debería estar aquí ya. ¡De esto ni una palabra a nadie! No quiero que los invitados se enteren de que tenemos un ladrón a. bordo. Ya han tenido que ver a uno de nuestros camareros intentando huir de la justicia. Pero ¿dónde has contratado a esta gente, Dudley, en una penitenciaría?

– Sí, señor, no lo voy a discutir. Y no, señor, no contrate a nuestros empleados en una penitenciaría…

Al otro lado de la sala los cuatro Reilly compartían una mesa. Regan estaba pendiente de la conversación que mantenían Weed y Dudley.

– Me parece que el comodoro le está echando una buena bronca al director del crucero -comentó.

– Es el que se cayó del muro de escalada, ¿no? -preguntó Luke.

– Sí, Y creo que también fue el que contrató al camarero que se tiró del barco.

– ¿Y de eso cómo te has enterado? -terció Jack.

– Cuando estábamos esperando que nos dieran las instrucciones para el simulacro de emergencia, papá y tú estabais discutiendo sobre los posibles nominados para las próximas elecciones presidenciales, Y yo mientras tanto oí a un par de oficiales que hablaban del tipo que se tiró del barco…

– Y yo que pensaba que estabas atenta a cada una de mis palabras… -se quejó Jack.

Regan no hizo caso de la interrupción.

– Los oficiales decían que lo de contratar al personal había sido de chiste. Por lo visto Dudley nunca se había encargado de contratar a nadie en las otras líneas navieras en las que había trabajado. Al parecer no es responsabilidad del director de crucero. Se ve que tuvo que encargarse él porque el responsable era Eric, el sobrino del comodoro, el que estaba en el camarote que tiene ahora Alvirah, y no hizo el trabajo. Así que le rogó a Dudley en el último momento, además de tener que encargarse de la lista de invitados.

Jack cogió la carta de Navidad del centro de mesa.

– La que escribió esto tiene que ser una persona muy interesante. «En los últimos doce meses ha sido muy emocionante ver a Fredericka Y Gwendolyn florecer hasta convertirse en dos adorables jovencitas. Clases de violín, gimnasia, canto, baile, observación de aves, clases de etiqueta, preparación de pasteles orgánicos sin grasas, etcétera… Pero todas estas actividades no les han impedido ser consideradas con el prójimo. Tenemos varios vecinos ancianos a cuyas puertas llaman todas las mañanas para asegurarse de que han sobrevivido a la noche…»

– ¡Menos mal que no viven en nuestro barrio! -exclamó Luke-. No estarán las niñas esas en el barco, ¿no?

– No mires -murmuró Regan.

En ese momento dos niñas pasaban corriendo junto a su mesa, perseguidas por una mujer con aspecto de matrona que las llamaba:

– ¡Fredericka! ¡Gwendolyn! ¡Devolved a papá y a mamá sus copas de champán!

Jack volvió a dejar la carta en el centro de mesa.

– Regan, prométeme que nunca enviarás una carta de estas.

– Prometido.

Nora miraba la foto tamaño póster de Louie Gancho Izquierdo colgada en la pared junto a su mesa.

– Este sí que era un buen tipo.

– ¿Quién? -preguntó Luke.

– Louie Gancho Izquierdo -contestó Nora, señalando el póster-. Era un boxeador profesional que se convirtió en un escritor de misterio muy vendido. Una vez me tocó firmar libros con él, cuando yo era nueva y él ya era muy conocido.

Su cola era larguísima Y en la mía solo había unos cuantos rezagados. De pronto el hombre se levantó y dijo a la multitud que había leído mi libro y que le había encantado, y que quien no lo comprara debería pelear un asalto con él. -Nora se echó a reír-. ¡Vendí cientos de libros!

Regan y Jack se quedaron mirando el póster, pensando los dos lo mismo. Louie Gancho Izquierdo se parecía sorprendentemente a Tony Pinto, cuya fotografía acababan de ver en la pantalla del ordenador.

– ¿Sabes si tenía hijos? -preguntó Jack a Nora.

– Que yo sepa no. -Nora se volvió hacia la puerta-. Ah, bien, ahí están Alvirah y Willy.

Los Meehan, Willy con esmoquin como todos los demás caballeros, y Alvirah con un traje de chaqueta de seda y falda larga, se acercaban hacia ellos.

– ¡Lo siento! -se disculpó Alvirah-. Pero por una vez no llegamos tarde por mi culpa. Willy se puso a jugar un solitario y estaba convencido de que podía ganarse a sí mismo. Para cuando se enteró de que el juego estaba perdido, solo le quedaban unos minutos para prepararse. ¿No es verdad, Willy?

– Tienes razón, como siempre -contestó él-. Alvirah se encontró una baraja en la mesilla de noche y me puse a tontear con las cartas. No están muy nuevas, así que pensé que serían del sobrino del comodoro, pero nos hemos topado con él en el ascensor y por lo visto odia las cartas. Las llevo en el bolsillo, por si a alguien le apetece jugar más tarde.

El comodoro dio unos golpecitos en el micrófono y sopló.

– ¡Atención, por favor! Ha llegado el momento de otorgar las medallas del crucero de Santa Claus a todos los que tan generosamente se han entregado a hacer el bien este pasado año. En primer lugar me gustaría llamar a todos los del grupo de Lectores y Escritores. Es un honor estar en su presencia…

Docenas de manos se alzaron en el aire blandiendo copas vacías para que los camareros volvieran a llenarlas. Era evidente que el comodoro no había hecho más que empezar.

Uno por uno fue poniendo las medallas en torno al cuello de todos los miembros del grupo de Lectores y Escritores. A continuación les tocó a los que habían donado dinero a organizaciones benéficas, incluida Alvirah. Finalmente otorgaron la medalla a Eldona Deitz. Su marido y sus hijas estaban junto a ella. Las niñas, de ocho y diez años respectivamente, daban brincos incapaces de contener su entusiasmo.

– ¿Estáis orgullosas de vuestra madre? -preguntó el comodoro.

– Nosotras lo hicimos todo -chilló Fredericka-. A mamá le gusta levantarse tarde. Papá tiene que llevarle el café todas las mañanas, porque si no, no abre los ojos.

Eldona agarró a su hija por el codo y sonrió al comodoro.

– Fredericka es la bromista de la familia, ¿a que sí, cariño?

Fredericka se encogió de hombros.

– No lo sé -masculló.

Por fin el comodoro llamó a los diez Santa Claus, dos de los cuales no llevaban puesto el disfraz.

– Una pequeña confusión -explicó a la multitud-, pero estos diez hombres maravillosos estarán recorriendo el barco con sus trajes de Santa Claus los próximos cuatro días.

– Que Dios nos ayude -murmuró Luke.

Mientras el comodoro le ponía la medalla a Bobby Grimes, el hombre obviamente borracho agarró el micrófono.

– Yo debería llevar puesto el traje de Santa Claus ahora mismo -gruñó-. Pero hay un ladrón a bordo de este barco. ¡Tengan todos cuidado! ¡Cualquiera que se haya tomado la molestia de robar dos de estos cochambrosos disfraces podría hacer el agosto con su dinero y sus joyas!

13

Harry Crater tenía programada una llamada telefónica a sus hombres a las siete de la tarde, pero la transmisión satélite de su móvil no funcionaba. Estuvo esperando en su camarote una hora, con creciente irritación, intentando hacer la llamada cada diez minutos. A las ocho llamaron a la puerta. Era Gil Gephardt, el médico de a bordo, que venía a ver cómo estaba.

Crater se dio cuenta, demasiado tarde, de que sin la enorme chaqueta ya no parecía tan enclenque. Intentó hundir los hombros mirando desde arriba a aquel pequeño doctor con aspecto de búho.

– Ah, señor Cráter, nos presentaron cuando subió usted a bordo. Soy el doctor Gephardt. Al ver que no estaba en la fiesta, me preocupó que estuviera enfermo.

«No metas las narices donde no te llaman», pensó Crater.

– No esperaba dormir tanto -explicó-. Con las emociones y los preparativos del crucero, tenía el corazón acelerado y estaba agotado.

Se dio cuenta de que Gephardt lo miraba con atención sin apenas parpadear.

– Señor Cráter, según mi opinión médica, tiene usted mucho mejor aspecto. Solo unas pocas horas de beneficioso aire marino y la diferencia es ya notable. Estoy seguro de que no necesitaremos llamar al helicóptero, después de todo. ¿Le puedo sugerir que baje y coma algo?

– Ahora mismo voy -prometió Crater, conteniendo las ganas de cerrarle la puerta de golpe en las narices.

Al final consiguió cerrarla despacio Y se apresuró a mirarse en el espejo. La pasta grisácea que se había puesto en la cara antes de subir al barco casi había desaparecido. Se untó un poco más, pero le dio miedo usar tanta como hubiera querido. Aquel médico era más inteligente de lo que parecía.

Antes de salir del camarote, hizo un último intento de ponerse en contacto con sus cómplices. Esta vez logró comunicar. El plan quedó confirmado. A la una de la madrugada de la noche siguiente fingiría una urgencia médica. Gephardt pediría al capitán que llamara al helicóptero. Calculando con un margen razonable, el helicóptero llegaría antes de que amaneciera. A esa hora la mayoría del pasaje y la tripulación estaría dormida. Sería como quitarle un caramelo a un niño.

Después de apagar el móvil se dirigió hacia la puerta. Mientras se apresuraba por el pasillo desierto, pensó con sombría satisfacción que en treinta y tres horas su misión estaría cumplida y su sustanciosa paga en camino.

Cogió el ascensor hasta el salón. Atravesó la sala acordándose de cojear y apoyarse en el bastón, ignorando el ebrio estallido de un frustrado Santa Claus que provocaba oleadas de emoción en la fiesta.

En la puerta del comedor el maître se apresuró a recibirle.

– Usted debe de ser el señor Crater -saludó, ofreciéndole el brazo para que se apoyara-. Le tenemos reservada una mesa magnífica. Dudley le ha colocado con una notable familia. Hay dos jovencitas muy especiales que están muy ilusionadas con poder ayudarle en este crucero.

Crater, que no tenía paciencia alguna con nadie de menos de treinta años, quedó horrorizado. Al acercarse a la mesa vio que la única silla vacía estaba entre las dos «encantadoras jovencitas» que ya le habían parecido intensamente irritantes en la ceremonia de bienvenida.

Nada más sentarse él, Fredericka se levantó de un salto.

– ¿Puedo ayudarle a cortar la carne?

Gwendolyn, que no estaba dispuesta a quedar en segundo plano, le echó los brazos al cuello.

– Te quiero, tío Harry.

«Ay, Dios mío -pensó Crater-, me va a emborronar toda la crema gris.»

14

Ivy Pickering buscaba su sitio en una de las mesas del grupo de Lectores y Escritores, ardiendo de emoción al saber que había un ladrón entre ellos. Le encantaba leer novelas policíacas, pero estar viviendo un caso real era un golpe de suerte increíble. Estaba deseando contárselo todo a su madre por e-mail antes de irse a la cama.

Había comenzado una animada discusión sobre el robo de los disfraces de Santa Claus. El camarero tenía que hacer verdaderos esfuerzos para terminar con el pedido.

– ¿Estás segura de esto no es cosa tuya, Ivy? -bromeó Maggie Quirk, su compañera de camarote-. Tú querías fingir un misterioso asesinato a bordo, pero era demasiado complicado. Además, no sería apropiado. Estamos aquí como invitados.

Los ojos castaños de Maggie chispeaban. Era una mujer de talla mediana y pelo corto castaño que caía en ondas en torno a su agradable rostro. Sus labios se curvaron en una fácil sonrisa. En su voz se percibía cierto tono irónico, adquirido después del fracaso de su matrimonio «perfecto». Tres años atrás, el día que cumplía los cincuenta, el «regalo sorpresa» de su marido consistió en pedirle el divorcio porque necesitaba más emociones en su vida. Cuando se recuperó de la conmoción, Maggie se dio cuenta de que era el mejor regalo de cumpleaños que había recibido jamás.

– Ese petardo lleva aburriéndome diez años -comentó entre risas a sus amigos-, y al final el que me dejó fue él.

Maggie era subdirectora de banco y desde aquel momento decidió aprovechar al máximo su tiempo libre. Se unió al grupo de Lectores y Escritores y ahora estaba encantada con el crucero.

– Maggie, no nos hace falta un asesinato misterioso -respondió Ivy-. ¿No sería divertido intentar averiguar quién se ha llevado los trajes de Santa Claus y por qué?

– El pobre director del crucero parece bastante desconcertado. Seguramente solo habría ocho disfraces desde el principio -apuntó Tommy Lawton, el vicepresidente del grupo, mientras probaba su salmón ahumado.

Pero Ivy estaba convencida de que habían robado los disfraces, y decidida a averiguar qué había pasado. Así tendría una excusa para pasar tiempo con los Reilly y los Meehan.

Todos coincidieron en que los aperitivos y entremeses estaban deliciosos.

– La comida es buenísima -comentó Maggie mientras se llevaban los primeros platos-o Y todavía sabe mejor porque es gratis.

El camarero empezó a servir las ensaladas.

– ¿Es que se les ha olvidado ponerlas antes del primer plato? -preguntó Lawton perplejo.

– No, señor -contestó el camarero con altanería-o Así es como se sirven en París.

– No he estado nunca en París -declaró alegremente Lawton-. Puede que vaya si me toca la lotería.

Ivy sabía que si se comía la ensalada no le quedaría sitio para el postre, de manera que se levantó y susurró juguetona:

– No digáis nada interesante hasta que vuelva.

Al salir del salón saludó deliberadamente a los Santa Claus que estaban en las mesas que había en su camino. Sabía que la noche siguiente tendría uno sentado a su propia mesa. Estaba deseándolo. Esperaba que fuera Bobby Grimes, el que había advertido a todo el mundo que tuvieran cuidado con la cartera.

A menos, por supuesto, que el comodoro le prohibiera llevar el traje de Santa Claus. Después de aquel estallido tal vez le habrían echado del grupo.

En cuanto salió del servicio, Ivy decidió hacer una visita rápida a la capilla de Reposo. Estaría bien incluir una descripción de ella en el e-mail que enviaría a su madre esa noche. En ese momento no habría nadie y tendría la oportunidad de echar un buen vistazo en paz.

– Este maldito traje pica -se quejó Bala Rápida-. Si no me lo quito, me voy a volver loco.

Estaban sentados en la oscuridad, detrás del altar, protestando ambos del hambre que tenían.

– Pues quítatelo -le espetó Highbridge.

Bala Rápida se levantó, se quitó la chaqueta y los pantalones y los tiró al suelo. Vestido solo con los calzoncillos, se puso a estirar los brazos y dar saltos. En ese preciso instante se abrió la puerta de la capilla y se encendió la luz.

Por un momento Ivy y Bala Rápida se quedaron mirando.

– ¡Aaaaaaaaaaaah! -gritó Ivy.

Antes de que Bala Rápida pudiera moverse, Ivy ya estaba corriendo por el pasillo y a continuación bajó la escalera a la carrera sin dejar de gritar.

– ¡Buena la has liado! -exclamó frenético Highbridge, poniéndose el gorro y la barba-. Vístete. Hay que largarse de aquí.

En el salón, los pasajeros estaban a punto de llevarse el segundo susto de la tarde. Las cabezas se volvieron al oír los gritos de Ivy, que nada más aparecer en la puerta chilló:

– ¡He visto el fantasma de Louie Gancho Izquierdo! ¡Está en la capilla de Reposo, preparándose para otra pelea! ¡ ¡Está con nosotros en el crucero!!

Se produjo un instante de silencio hasta que el grupo de Lectores y Escritores de Oklahoma estalló en carcajadas.

– ¡Esa es nuestra Ivy! -exclamó uno de ellos.

Las risas se contagiaron a otras mesas.

– ¡Es verdad! -protestó Ivy-. Está en la capilla. ¡Venid a verlo!

Con una sola excepción, todo el mundo siguió riéndose.

Eric, en cambio, se levantó de un salto y se volvió hacia el comodoro.

– Voy a ver qué pasa.

Weed agarró a Eric de la manga para volver a sentarlo.

– No digas tonterías. Esa mujer está chiflada. Anda, disfruta del postre.

15

Bala Rápida y Highbridge salieron corriendo por el pasillo hasta la escalera más cercana. Bajaron casi sin tocar los escalones con los pies, entre el tintineo de los cascabeles de sus gorros.

Dos plantas más abajo encontraron una puerta exterior y salieron a una gran cubierta desierta con una hilera de hamacas. De inmediato estuvo claro que allí no había dónde esconderse.

Corrieron hacia popa, subieron una escalera de hierro y se encontraron en la piscina. En un extremo había un bar, y en el otro un ventanal de cristal daba a un salón tipo cafetería llamado el Lido, donde varios camareros estaban colocando unas fuentes sobre una larga mesa.

– Estarán preparando el bufet de medianoche -susurró Highbridge-. En estos cruceros la gente no hace más que comer.

– Menos nosotros -gruñó Bala Rápida-. Vamos a por algo de comida.

– Lo dirás de broma -protestó Highbridge.

– Un estómago vacío no es ninguna broma. Tú tranquilo. Haz como que tienes hambre. Sígueme.

Pasaron junto a la piscina, atravesaron las puertas dobles y se dirigieron a la mesa del bufet. Una escultura de hielo de Marlon Brando con uniforme naval y los pies metidos en un barreño hacía de húmedo centro de mesa.

– Lo siento, pero el bufet de medianoche no empieza hasta las once -les advirtió un camarero de camino a la cocina.

– Ya, bueno, es que acabamos de volver del Polo Norte y es demasiado tarde para cenar abajo -explicó Bala Rápida, intentando parecer alegre.

Pero sus palabras le Sonaron falsas incluso a él mismo, de manera que se echó a reír. Se dio cuenta de que la risa tampoco parecía sincera.

– Solo queremos algo para nosotros y los renos -añadió Highbridge-. Rudolph se pone muy temperamental si no come.

El camarero se encogió de hombros.

– Todavía no ha salido la comida caliente. Espero que a Rudolph le guste el queso.

Bala Rápida asintió con la cabeza y susurró entre dientes:

– Se acabó la charla. Ya volveremos más tarde. Cogemos lo que nos den y nos largamos de aquí pero ya.

16

– Pero ¿es que nadie me cree? -chilló Ivy.

Los miembros del grupo de Lectores y Escritores de Oklahoma respondieron al unísono:

– ¡No!

En la mesa de los Reilly-Meehan, las tres parejas intercambiaron miradas de preocupación.

– He ido a muchas representaciones de asesinatos misteriosos -comentó Nora-, pero nadie ha sonado nunca tan convincente como Ivy. No creo que esté fingiendo.

– Desde luego cree haber visto algo -convino Regan. Dudley estaba sentado cerca. Se levantó de un brinco y corrió hacia Ivy.

– Señorita Pickering, ya sé que solo está intentando divertirse en el crucero, pero…

Ivy, sin hacerle ningún caso, fue a la mesa de Alvirah.

– Todos se creen que estoy de broma. Pero no es así. Vi a Louie Gancho Izquierdo con unos boxers a cuadros en la capilla. Se estaba calentando para una pelea. Así…

Y empezó a saltar estirando los brazos.

Tras echar una triste mirada a la crème brulée que todavía no había tocado, Alvirah se puso en pie.

– Vamos a echar un vistazo.

– Vamos todos con usted, señorita Pickering -decidió Jack.

– Gracias. Llámenme Ivy.

No quisieron esperar al ascensor, de manera que tomaron la escalera. Nora puso la mano bajo el codo de Ivy mientras avanzaban por el pasillo hacia la capilla de Reposo. La mujer estaba temblando. Era evidente que tenía miedo.

– Solo quería echar un vistazo a la capilla, porque voy a mandar un e-mail a mi madre… En fin, el caso es que por muy buenas que sean para la salud, no soporto las ensaladas. Además, no la sirvieron a tiempo. Así que salí a echar un vistazo a la capilla mientras los demás se hinchaban de comida de conejo. Iba a decir una oración por mi madre, que tiene ochenta y cinco años, aunque todavía está muy fuerte. Y muy lúcida. Ahora hace yoga y todo. Le sienta de maravilla. Va a la iglesia todos los días, por eso sabía que le interesaría saber cómo era aquí la capilla…

– La capilla es muy especial para el comodoro -se apresuró a explicar Dudley-. Esperaba incluso que alguien se decidiera a casarse en el crucero. La capilla es perfecta para cualquier ocasión especial…

Jack abrió la ornamentada puerta. El santuario estaba a oscuras, con excepción del débil resplandor de luz que se filtraba por las vidrieras.

– Ivy, ¿estaba la luz encendida cuando entraste?

– No. Al abrir la puerta vi el interruptor enseguida, porque brilla un poco. Y cuando lo encendí me llevé la sorpresa. ¡Pero no lo apagué al salir! -añadió muy segura.

– La verdad es que querríamos animar a nuestros invitados a apagar las luces siempre que sea posible -terció Dudley-. Es un derroche de energía dejar encendidas las luces del camarote cuando se está cenando en el salón. Al comodoro le preocupa mucho el calentamiento global-prosiguió, hasta que se dio cuenta de que nadie le prestaba ninguna atención.

Jack pulsó el interruptor y las luces del techo y laterales iluminaron la capilla. Ivy señaló a un lado del altar.

– Ahí estaba saltando y haciendo estiramientos. ¡Louie Gancho Izquierdo! Ya sé que parece una locura, pero estaba ahí. O por lo menos su fantasma.

– Ivy, ¿le dijo algo? -preguntó Alvirah-. Estoy segura de que no habría querido darle ese susto. Al fin y al cabo, le están haciendo un homenaje en este crucero.

– No, solo se me quedó mirando. Es que al final no llegaron a bordo las cajas con la edición especial de su primer libro, El directo de Planter, y a lo mejor se ha enfadado por eso.

– ¿El directo de Planter? -repitió Regan.

– Sí, el boxeador detective de Louie Gancho Izquierdo se llamaba Pug Planter. El primer libro fue un gran best seller. Pero como ya he dicho, la edición especial que íbamos a vender a bordo no llegó a tiempo.

Nora lanzó un suspiro.

– Ya me conozco yo eso de que los libros no aparezcan cuando tengo que dar una charla.

– Los libros no llegaron, pero Louie Gancho Izquierdo desde luego sí ha aparecido -insistió Ivy-. Ya sé que tiene que ser un fantasma. Pero siempre había pensado que los fantasmas son traslúcidos. Y además, estaba haciendo mucho ruido cuando saltaba.

– ¿Y dice que estaba junto al altar? -indagó Jack, avanzando por el pasillo.

– Sí, justo ahí -señaló Ivy, detrás de él.

Regan advirtió que el pesado paño de damasco que cubría el altar estaba torcido. Levantó una esquina y miró debajo. No había nada.

Alvirah miró también, y habiendo sido una mujer de la limpieza, no pudo evitar alisar y poner derecho el paño.

– Ya sé lo que están pensando -dijo Ivy-. Que han sido todo imaginaciones mías. Pero les aseguro que vi a un hombre con unos calzones. Y si no era Louie Gancho Izquierdo, era su hermano gemelo.

– Ivy, ¿sabía alguien de su grupo de Lectores y Escritores que usted iba a venir a la capilla? -preguntó Regan.

– No. No lo sabía ni yo misma.

– Pues parece que Louie no se ha dejado nada.

Ivy miró suspicaz a Jack para ver si era un sarcasmo.

– Puede que alguien haya querido gastar una broma -aventuró Jack-. A lo mejor le sorprendió usted aquí practicando. ¿Conoce a todos los de su grupo?

– A algunos más que a otros. Hay un par de cónyuges a los que solo he visto unas cuantas veces. Pero ninguno se parece a Louie Gancho Izquierdo.

– Tienen ustedes carteles de Louie por todo el barco. A lo mejor alguien a bordo quiere sorprender a su grupo en alguno de sus seminarios -sugirió Alvirah-. Y claro, se llevó usted tal susto al encontrárselo que salió corriendo y solo lo vio de refilón.

– Yo sé muy bien lo que vi -insistió Ivy-. Vi a alguien que era el doble de Louie Gancho Izquierdo.

Luke se había quedado junto al último banco. De pronto algo en el suelo le llamó la atención y se agachó para recoger una pequeña bola metálica con rendijas y una bola sólida más pequeña dentro.

– ¿Qué es eso? -quiso saber Nora.

– ¿El qué? -saltó Alvirah, siempre capaz de oír una conversación en susurros tres habitaciones más allá.

Luke se acercó tendiendo la mano.

– Seguramente no será nada. A menos que Louie Gancho Izquierdo tuviera esto cosido a los calzones.

Alvirah sacudió el cascabel, que tintineó.

– Esto se usa en todas partes como adorno navideño. -Sonrió-. Lo guardaremos como prueba.

A Dudley casi se le paró el corazón. Sabía que el cascabel procedía de uno de los gorros de Santa Claus. ¿Sería de uno de los gorros robados?

Regan echó un último vistazo y se volvió hacia Ivy.

– Parece que necesita usted calmarse un poco. ¿Le apetece venir a tomar una copa con nosotros?

– ¡Me encantaría! -se entusiasmó Ivy-. Puede que el grupo de Lectores y Escritores no esté de mi parte, pero ustedes sí, y yo no podría estar más contenta.

– Ya averiguaremos qué está pasando en este barco -prometió muy decidida Alvirah.

Dudley tenía ganas de llorar. La única razón de aquel crucero era crear buena publicidad para el Royal Mermaid. Que el mundo supiera lo maravilloso que era el barco y lo perfecto que podía ser un crucero, animando así a la gente a rascarse el bolsillo y acudir a bordo. Y ahora con aquellos entrometidos todo el asunto podía convertirse en una pesadilla de relaciones públicas. El Royal Mermaid en su primera travesía iba a parecer un barco maldito.

No podía permitirlo.

De ninguna manera.

17

El comodoro Weed estaba en su mesa rodeado de admiradores, contando cómo había decidido cambiar su vida reformando el Royal Mermaid y pasando el resto de sus días dando la vuelta al mundo en aquel barco.

– Mi amor por el mar comenzó a los cinco años, cuando me regalaron una balsa de plástico. Me puse mi pequeño chaleco salvavidas y mi padre me paseó por el lago que había cerca de casa…

Eric y el doctor Gephardt habían oído la historia más de cien veces, pero se les exigía que se sentaran todas las noches a la mesa del comodoro y se mostraran encantadores con los distintos invitados. Esa noche el privilegio de cenar con los oficiales del barco había recaída sobre los Jasper, una pareja de ancianos que habían pujado por el crucero en una subasta benéfica para Salvar a los Anfibios, y los Zinder, una pareja de mediana edad del grupo de Lectores y Escritores.

Eric estaba desesperado por marcharse, frenético por no saber qué habrían hecho sus dos polizones después de que los descubrieran en la capilla. ¿Por qué se había quitado Bala Rápida el traje de Santa Claus y qué demonios hacía dando saltos? ¿Es que se había vuelto loco? ¿Habrían ido a la capilla los Reilly y los Meehan con aquella loca de los gritos? Los había visto salir juntos del salón. Bala Rápida y Highbridge no serían tan estúpidos para haberse quedado en la capilla, ¿no?

Eric estaba furioso porque Dudley había conseguido escapar de la mesa cuando Ivy Pickering se volvió loca.

El doctor Gephardt había estado circulando por la fiesta de cóctel antes de ir a ver a Harry Crater. Este debía de haber donado un buen montón de dinero a obras benéficas, pensó Gephardt, para que el comodoro corriera el riesgo de tener a alguien tan enfermo a bordo. Echó un vistazo a la mesa donde estaba Crater y vio que el anciano se levantaba. Las niñas que tenía a cada lado se levantaron también de un brinco.

Crater estaba a punto de perder la cabeza. Las niñas se habían pasado toda la cena volviéndole loco, y la conversación de sus padres era para aburrir a las ovejas. Por lo menos el estallido de aquella mujer había resultado ser un estímulo muy necesario para su organismo.

– Señor Crater, tengo que hacerle una fotografía con las niñas -insistió Eldona-. Vamos a hacer un álbum del crucero y se lo mandaremos. Tiene que damos su dirección. Por favor, siéntese.

Crater accedió de mala gana y fue a sentarse. Eldona vio con horror que Gwndolyn había apartado la silla de la mesa, tal como le habían enseñado en la clase de etiqueta para Ayudar a la Gente Mayor. La expresión de Crater mostró primero sorpresa y luego pánico al darse cuenta de que no había ninguna silla para recibirle. De pronto se oyó un golpe y el señor Cráter desapareció bajo la mesa.

Las exclamaciones interrumpieron el relato del comodoro de los años felices que había pasado en el campamento de vela de Cape Cod.

Maldiciendo entre dientes, tirado de espaldas y de momento conmocionado, Crater sabía que se había vuelto a fastidiar la espalda. Fredericka se inclinó sobre él con una servilleta mojada en un vaso de agua y comenzó a frotarle la cara.

– Bueno, bueno -murmuraba-. Ha sido culpa de mamá. Aaagh, ¿qué eso gris que tiene en la cara?

Crater le arrebató la servilleta.

– Es por culpa de mis medicinas -gruñó-. Quítame las manos de encima.

A esas alturas el doctor Gephardt ya estaba agachado a su lado, encantado de tener un motivo para huir de la mesa del comodoro.

– Señor Crater, ¿puede seguir mi dedo? -preguntó, moviéndolo delante de él.

Crater se lo apartó de un manotazo e intentó levantarse. Pero el dolor de la espalda le impedía moverse.

Gephardt frunció el ceño.

– Vamos a pedir una camilla. No podemos correr riesgos dada su condición. ¿Qué le pasa exactamente?

– ¡De momento, de todo!

– ¿Puede mover las piernas?

– Tengo mal la espalda, me la he torcido. Ya me ha pasado antes, me pondré bien. Solo ayúdeme a levantarme.

Gephardt meneó la cabeza con solemnidad.

– No, no, ha sido una mala caída y no podemos estar seguros de que no se haya hecho algún daño serio. Como médico insisto en que pase la noche en la enfermería. Si es necesario, llamaremos a su helicóptero.

– ¡No! -explotó Crater, incorporándose sobre un codo y dando un respingo al notar los conocidos espasmos en la espalda irradiando punzadas de dolor por todo su cuerpo- No quiero marcharme de este crucero. Me he ganado este viaje donando mucho dinero a obras benéficas.

Fredericka y Gwendolyn se pusieron a dar saltos y palmadas.

– ¡Síiiiiiiiiiii! Iremos a verle a la enfermería del barco.

Dos enfermeros llegaron con una camilla. Colocaron en ella a Crater con cuidado y le ataron los brazos a ella. Cuando ya se lo llevaban de la sala, Crater oyó al doctor decir a un enfermero:

– Tengo el número de su helicóptero. Tal vez debería llamar para avisarles de que es posible que tengan que venir a por el señor Crater en cualquier momento.

18

La cubierta de Deportes del Royal Mermaid estaba en popa. Además del tristemente famoso muro de escalada, había una cancha de baloncesto y una pista de minigolf. Bala Rápida y Highbridge habían llevado allí sus bandejas, en las que habían amontonado al tuntún queso, galletas y uvas del bufet del Lido, buscando un sitio donde ocultarse para comer. Al descubrir la zona de juegos, Highbridge señaló un granero rojo en miniatura que se alzaba sobre el séptimo agujero del minigolf. Una vaca con la boca abierta se asomaba por la ventana del granero, y el hueco entre sus dientes era obviamente el objetivo de la pelota de golf. Una vez que entrara por ese hueco, era de esperar que la bola llevara bastante inercia para rodar por el granero, bajar una cuesta y aterrizar cerca del agujero.

– Vamos a escondemos detrás del granero -sugirió Highbridge-. Estamos en la popa del barco, así que nadie nos verá desde el otro lado. Y el minigolf está ahora cerrado.

– ¡Mis cartas! -exclamó de pronto Bala Rápida.

– ¿Qué?

– Que con tanto juego por aquí me he acordado de mis cartas. Me las dejé en el otro camarote.

– ¿Y qué?

– Pues que tengo que recuperarlas. ¡Son importantes!

De pronto oyeron voces. Alguien subía por la escalera.

– ¡Vamos! -le apremió Highbridge.

Rodearon rápidamente la cancha de baloncesto vallada y recorrieron la intrincada pista del minigolf, hasta encontrarse a salvo detrás del granero. Allí se sentaron apoyados contra él y procedieron a devorar el queso.

La noche se estaba nublando.

– Vamos muy deprisa -observó Highbridge, mirando la estela de agitada espuma blanca sobre la vasta expansión de agua-. Pero ese cielo no me gusta nada.

– ¿Por qué no? ¿Qué quieres, una luna llena para que nos vea todo el mundo?

– Yo tenía un yate, antes de que los federales empezaran a ponerse pesados, y conozco muy bien este tiempo. Se avecina una gran tormenta.

19

A pesar de las muchas interrupciones, el comodoro estaba decidido a terminar la saga de su vida marinera. Y desde luego lo hizo. Las dos parejas que estaban sentadas a la mesa consiguieron mantener la sonrisa fija en la cara durante la descripción con todo lujo de detalles del Royal Mermaid, ahora el barco de su clase más rápido de todos los mares.

Cuando el comodoro se limpió la boca con la servilleta y la dejó en la mesa, Eric se levantó de un salto.

– Que pasen todos una magnífica velada. Voy a ver cómo está el señor Crater y luego saludaré a los otros invitados.

– Dame un abrazo -pidió el comodoro, con los brazos abiertos.

Eric se inclinó y dejó que su tío casi le asfixiara en un abrazo rubricado con un beso en la mejilla.

– Es el hijo que nunca tuve -explicó a los anquilosados invitados, que ahora parecían muñecos de cera.

Nada más salir del salón, Eric notó un momentáneo alivio al ver a los Reilly y los Meehan acompañados por el idiota de Dudley y la gritona. Estaban bajando todos por la escalera, y era evidente que no se habían tropezado con Bala Rápida y Highbridge. Ahora lo más apropiado sería preguntarles si todo iba bien.

Dudley contestó con aire de superioridad:

– No te preocupes, Eric, lo tengo todo bajo control. Es posible que haya entre nosotros un bromista que por desgracia ha conseguido asustar a la señorita Pickering. Estoy seguro de que en un día o dos se dará a conocer.

– Vamos a tomar una copita -comentó Ivy con coquetería-. ¿Le apetece venirse?

– Gracias, pero tengo que ir a ver a uno de nuestros invitados, que está en la enfermería.

– ¿Tan pronto? -preguntó Alvirah.

– Por desgracia sí. Tal vez le hayan visto ustedes. Se trata del señor Crater, el hombre del bastón. Estaba en la mesa con las niñas Dietz.

– Pobre hombre -murmuró Luke.

Eric sonrió e hizo un gesto cómplice, echando mano de un encanto del que se sabía muy capaz.

– Le pusiste tú en la mesa de esas niñas tan pesadas, ¿verdad, Dudley? -preguntó burlón, dándole unos golpecitos en el brazo.

– He trabajado mucho en la disposición de los asientos -se defendió el director-. Esas niñas están con nosotros por su naturaleza cariñosa y generosa que su madre tan bien supo plasmar en su hermosa y emocionante carta de Navidad.

– Ya, pues una de las niñas estuvo tan cariñosa que quitó la silla a Crater cuando este iba a sentarse y el hombre se cayó. Por eso tuvieron que llevárselo del salón en camilla.

– ¿Y nos hemos perdido todo eso? -se lamentó Ivy.

– Me temo que sí.

– Bueno, no pasa nada -decidió Ivy-. Ahora tengo a estas personas maravillosas de mi lado y van a ayudarme a llegar al fondo de este asunto. -Señaló a Jack-. ¿Cuánta gente puede trabajar con el jefe de la Brigada Especial de Policía de Nueva York? -Luego señaló a los demás-. ¿Y cuántos pueden decir que una renombrada investigadora, una famosa escritora de suspense y una detective aficionada y galardonada se han tomado su tiempo para buscar la verdad? No muchos, se lo aseguro. Pero Ivy Pickering está orgullosa de decir: «¡Yo cuento con todos ellos!».

Eric se había quedado con la boca abierta. Ya había conocido anteriormente a las parejas, cuando se vio obligado a ceder su camarote a los Meehan, pero no tenía ni idea de que entre los invitados de Alvirah se contara el jefe de la Brigada Especial de Policía de Nueva York. Se quedó preocupado: Bala Rápida se parecía muchísimo al boxeador que se había convertido en un famoso escritor. Los titulares de prensa anunciaban que Bala Rápida había desaparecido, y su fotografía estaba en todos los medios. ¿ Sospecharía Jack Reilly que el hombre que Pickering había visto no era un escritor muerto sino un criminal fugado? Gracias a Dios Ivy había dicho que el fantasma estaba dando saltos en calzones. Eric esperaba que Jack no llegara a establecer la relación. Por un espantoso momento se vio en una celda sin ventana, y mucho menos terraza. Tenía que encontrar a Bala Rápida ya Highbridge antes de que nadie más los viera. Sabía que no estarían en la capilla, pero quería ir a mirar de todas formas. Luego ya los buscaría por todo el barco.

Tuvo que hacer un esfuerzo para sonreír.

– Bueno, pues entonces estamos todos seguros, con tan impresionantes personalidades a bordo. Y ahora, si me disculpan…

Y empezó a subir por la escalera.

Dudley se dio cuenta de que no iba a ver al señor Crater, puesto que la enfermería del barco se encontraba en la planta más baja. ¿Qué tramaría?

En los siguientes diez minutos Eric registró a toda prisa la capilla, miró en la suite de su tío (aunque estaba cerrada con llave y nadie habría podido entrar) y buscó en todos los escondrijos que pudo imaginar. Por grande que fuera el Royal Mermaid, no había tantos lugares donde esconderse.

Cada vez que veía a un Santa Claus, se acercaba corriendo, pero siempre se llevaba una decepción. Los dos polizones debían estar a esas alturas muertos de hambre, se dijo. ¿Cabía la posibilidad de que se hubieran arriesgado buscando algo de comer?

Se miró el reloj y calculó que el bufet todavía no estaría abierto. «Más vale ir a ver cómo está Crater», pensó. Luego ya iría al Lido.

20

Nora y Luke se excusaron para no ir con el grupo al salón del plano.

– Anoche nos acostamos muy tarde y esta mañana nos levantamos muy temprano -explicó Nora-. Ya nos veremos en el desayuno.

Willy bostezó.

– Alvirah, tú tienes más energía que todo el pasaje junto. ¿Te importa si yo también me retiro?

Ivy, a quien se le había caído el alma a los pies ante la perspectiva de perderse su velada con las celebridades, se animó al oír contestar a Alvirah:

– Bueno, ve tú delante, Willy, que yo no tardaré mucho.

– Buscaré una mesa tranquila -prometió Dudley.

A la entrada del salón Ivy vio a una pareja sentada a una mesa junto a la ventana.

– Ah, ahí está mi compañera, Maggie -exclamó-. ¿ Quién es el Santa Claus que está con ella?

– Desde aquí no lo sé -contestó Dudley-. Pero me parece que es Ted Cannon. Es uno de los más altos.

– ¿Le gustaría invitarles a sentarse con nosotros? -ofreció Regan a Ivy.

– No -respondió ella con firmeza.

Apreciaba mucho a Maggie, pero su amiga se había reído con las mismas ganas que todo el mundo cuando ella les contó que había visto a Louie Gancho Izquierdo. Además, quería tener ocasión de hablar con Regan, Jack y Alvirah con la menor audiencia posible. Dudley no le importaba tanto, porque el pobre parecía exhausto.

El director les llevó hasta una mesa en un rincón e hizo un gesto ampuloso a Alvirah.

– Señora Meehan, ¿dónde le gustaría sentarse?

– Nunca dando la espalda a la puerta-bromeó ella-. No quiero perderme nada.

– Ni tú ni nadie del grupo -murmuró Regan.

Siempre se burlaba de Jack diciéndole que la única desventaja de estar con él era que a causa de su trabajo jamás se sentaba de cara a una pared. Eso significaba que si no podían sentarse lado a lado, la vista de Regan era únicamente Jack, lo cual, tal como él señaló, «era suficiente placer para cualquiera».

– Dudley, ¿por qué no se sienta usted a mi lado? -sugirió Alvirah-. ¡Uf! -exclamó cogiendo una silla-. El mar debe de estar agitándose.

– El mar es impredecible, señora mía-replicó Dudley con aires de entendido mientras la ayudaba a sentarse-. Como la mayoría de las damas -añadió alzando una ceja-. Los hombres nunca sabemos qué esperar. ¿No es cierto, Jack?

A Regan le divirtió la expresión de Jack. Sabía que no le habría gustado nada que Dudley se hubiera metido con él en el mismo saco. Jack ya había comentado que el director le parecía un pobre diablo.

Alvirah estaba arrepintiéndose de no haberse puesto el broche con el micrófono oculto. Muchas veces había recogido algún comentario que luego resultaba ser revelador si se escuchaba con atención.

En cuanto estuvieron todos sentados, apareció un camarero para tomar el pedido.

Alvirah se volvió hacia Dudley.

– Ha tenido usted un día bastante ajetreado, ¿verdad? -preguntó comprensiva-. ¿Se sabe algo del camarero que se tiró al agua en el puerto de Miami?

Dudley notó un ligero aleteo en el estómago. No había tenido el valor de ir a su oficina a leer el correo electrónico. Agradecía el hecho de que el sistema de comunicaciones del barco apenas captara los canales de televisión local. Sabía que la oficina del comodoro en Miami seguramente le habría contactado para discutir cualquier noticia del incidente que hubiera llegado a los informativos de la tarde. «Soy como Escarlata O'Hara -admitió de mala gana-. Siempre pensando en mañana.»

– No he oído nada más -pudo contestar con sinceridad-. Tal como anunció el comodoro, se trataba de una ofensa doméstica, nada más. El hombre se había retrasado en el pago de la pensión.

Ivy blandió el dedo.

– Eso es lo bueno de no haber conocido a tu media naranja, que nunca he tenido que preocuparme por un ex marido vago. Cuando era pequeña, mi padre entregaba a mi madre su sueldo en un sobre cerrado todos los viernes, y ella le daba su asignación. Y todo funcionó muy bien hasta que mi padre pidió un aumento. -Ivy sonrió al camarero que le estaba sirviendo un martini de manzana. Luego bebió un sorbo con gran expectación-. Las cosas que pueden hacer con las manzanas -se regocijó-. Ay, debería haber esperado a que los sirvieran a todos. Es que estoy tan nerviosa… Pero con ustedes me siento a salvo. -En cuanto todos tuvieron su bebida, alzó la copa-. ¡Vamos a hacer un brindis!

– Salud -corearon todos.

La lluvia empezó de pronto a martillear en las ventanas.

– No me gustaría nada estar ahí fuera -comentó Regan.

El barco se bamboleaba mucho-. ¡Escuchad el viento! La tormenta ha llegado muy deprisa, ¿verdad, Dudley?

– Como ya les dije, el mar es impredecible, señora -sentenció Dudley aferrando su copa-. He visto muchas tormentas que nos han cogido por sorpresa, y si esta es como la mayoría de las otras, desaparecerá tan deprisa como vino. Y eso es lo que predigo.

– Siempre que no haya icebergs por aquí -comentó alegremente Ivy-. Yo ya he tenido bastantes sorpresas por hoy. Bueno, aquí viene Benedict Arnold,

– ¿Qué? -preguntó Regan perpleja.

– Mi compañera de camarote, Maggie.

Maggie Quirk atravesaba la sala en dirección a ellos, seguida de Ted Cannon, que se había quitado la barba y el gorro.

– ¡Huuuy! -exclamó Maggie agarrándose del brazo de Ted cuando el barco volvió a dar un súbito bandazo.

– ¡El barco no se ha movido, Maggie! -le dijo Ivy-. ¡Han sido imaginaciones tuyas!

Maggie sonrió.

– Ivy, lo siento. Al principio pensamos que te lo habías inventado todo, como tenías tantas ganas de representar un misterioso asesinato a bordo… Ahora todo el mundo sabe que algo te dio un susto de verdad.

– Desde luego están pasando cosas -convino Jack, levantándose a la vez que Dudley.

Se hicieron las presentaciones y se acercaron dos sillas a la mesa.

– Ted sabe que compartimos camarote y me ha preguntado por ti -explicó Maggie.

Alvirah advirtió el gorro que llevaba Ted en la mano.

– ¡Eso era! -exclamó.

– ¿Qué era qué? -preguntó Regan.

Alvirah rebuscó en su bolsillo.

– El cascabel que encontramos en la capilla. Es igual que los dos del gorro de Ted. -Se volvió hacia Dudley-. ¿Cuántos cascabeles llevan esos gorros?

Dudley vaciló un momento.

– Dos.

– Dudley, deberíamos inspeccionar los ocho gorros que llevan los Santa Claus, a ver si todos tienen dos cascabeles. Si es así, entonces podremos deducir que el que robó los trajes de Santa Claus estuvo en la capilla.

Regan se quedó mirando a Dudley. El director habría reconocido el cascabel, sin duda, pero no había dicho nada. Era evidente que no quería que nadie pensara que la persona o personas que robaron los trajes andaban merodeando por el barco. Y si ese fuera el caso, ¿estaría todo aquello relacionado con lo que Ivy vio en la capilla?

Otro bandazo del barco tiró las copas.

– Es hora de retirarse -anunció Jack, mientras todos se apartaban de la mesa empapada-. Tened cuidado. Me parece que la tormenta va a arreciar.

– No se preocupen -dijo Dudley, intentando mostrarse optimista-. En esta vieja bañera están todos a salvo.

Y Alvirah recordó de pronto las palabras de la vidente:

«Veo una bañera, una gran bañera. En ella no está usted a salvo…»,

21

– ¡Esto es de locos! -exclamó furioso Bala Rápida, acurrucado con Highbridge detrás del granero, con la lluvia cayéndoles encima desde todas direcciones-. Nos estamos empapando. Y cuando se haga de día, ¿qué vamos a hacer? Aunque dejara de llover, vamos a parecer dos pollos mojados. Será imposible andar por ahí con estos trajes de Santa Claus.

Highbridge añoraba su casa de Greenwich, con el jacuzzi en el dormitorio principal y sus vistas sobre Long Island Sound. Heredó tanto dinero que no necesitaba haber timado a los inversores, pensó. Pero fue divertido. Ahora, empapado y deprimido, con un traje de Santa Claus que picaba, se dio cuenta de que debería haber ido a un psicólogo para tratarse sus instintos criminales. Y la de dinero que malgastó con su ex novia caza fortunas, que ahora se deslizaba por las pendientes de Aspen con otro. Si no llegaba a Fishbowl Island, una cosa era segura: aquella chica no se ganaría un crucero como aquel visitándolo en la cárcel. La idea de cambiar su guardarropa de Armani por un traje de presidiario le provocó más ansiedad, si eso era posible.

– Eric nos estará buscando -dijo-. Como nos encuentren, también se juega el cuello.

De pronto las aspas del molino del hoyo nueve, que giraban como locas, se soltaron y salieron volando por los aires para aterrizar a pocos centímetros de sus pies.

22

Eric sabía que si se encontraba a Alvirah Meehan en una cubierta desierta, la tiraría por la borda. De no ser por ella, Bala Rápida y Highbridge seguirían a salvo en su camarote, y él estaría mucho más cerca de su gran recompensa. Pero tal como iban las cosas, ya no le darían la segunda mitad de su paga cuando los hombres de Bala Rápida y Highbridge los recogieran en Fishbowl Island. Y suerte tendría si ninguno de ellos, una vez a salvo fuera de Estados Unidos, no escribía una carta a las autoridades explicando exactamente cómo habían logrado salir del país.

De pronto se le ocurrió otra cosa. Si se tropezaba con Dudley en una cubierta desierta, sería un placer incluso mayor tirarle al agua. Todo eso le pasaba por la mente mientras se veía obligado a abandonar temporalmente la búsqueda de sus dos polizones para ir a ver a Crater. Agarrado a la barandilla bajó a la carrera un tramo de escalera detrás de otro hasta la enfermería en las entrañas del buque. A medida que bajaba, el bamboleo del barco se iba mitigando, pero a pesar de todo estuvo a punto de perder el equilibrio en el pasillo junto a la enfermería.

Contaba con que la sala de espera estuviera vacía, y le decepcionó verla llena de pasajeros en busca de algún parche para el mareo. Bobby Grimes, cuyo ebrio estallido había sido la comidilla de la fiesta de cóctel, tenía la cabeza entre las manos.

Nada más ver a Eric exclamó:

– ¡Sabía que tenía que haberme quedado en casa!

«Y ojalá te hubieras quedado», pensó Eric mientras atravesaba la pequeña sala de recepción y abría la puerta que daba a la consulta de Gephardt y las salas de tratamiento. La enfermera detrás de la mesa estaba ordenando la medicación. Tenía el aspecto de un perro guardián. Al ver a Eric frunció el ceño con expresión de desaprobación.

– Mi tío quiere que hable con Crater -informó Eric-. ¿En qué habitación está?

– En la segunda de la derecha. El doctor Gephardt está con él.

La puerta de la habitación estaba abierta.

– Esta inyección le aliviará esos espasmos de la espalda, señor Crater -decía el médico, junto a la cama-. Y también le ayudará a dormir.

– Yo quiero volver a mi camarote -protestó el enfermo con voz adormilada.

– Esta noche no -replicó el médico con firmeza-. Tiene muy mal la espalda y estamos en plena tormenta. Lo que menos le convendría ahora es volver a caerse. Aquí está en la parte más estable del barco y además podemos tenerle en observación.

Crater intentó incorporarse, pero volvió a tumbarse de inmediato gimiendo de dolor.

– ¿Lo ve? -exclamó el médico, triunfal-. El medicamento empezará a hacer efecto en unos minutos. Ahora relájese.

Eric llamó a la puerta para anunciar su presencia y luego se acercó a la cama.

– Señor Crater, lamentamos muchísimo su accidente. Pero está en buenas manos con el doctor Gephardt.

– Esas niñas horribles -se quejó Crater-. ¿Quién me puso en esa mesa?

– Eso da igual-intentó calmarle Eric-. De ahora en adelante solo se sentará a la mesa del comodoro. Es de lo más entretenido, ya verá.

– Así es -convino el doctor Gephardt-. Señor Crater, usted mismo ha dicho que los espasmos de la espalda no suelen durarle mucho, así que esperamos darle de alta lo antes posible. Pero ahora mismo no puede moverse. Claro que siempre podemos llamar a su helicóptero cuando pase la tormenta, si le parece que estará más cómodo en su casa.

A Crater se le ensombreció el semblante.

– ¿Dónde está mi móvil? -preguntó, mientras ya se dormía.

El médico hizo una seña a Eric para que salieran de la habitación. Mientras se dirigían al despacho de Gephardt, a Eric se le encendió una luz en la mente.

– Parece muy solo -comentó solícito-. ¿ Viaja con alguien?

– No. La verdad es que no lo entiendo. Es cierto que tiene espasmos en la espalda, pero no está tan enfermo como aparenta. Su cuerpo tiene una musculatura sorprendente y todos sus signos vitales son perfectos. No entiendo tampoco por qué llevaba maquillaje gris en la cara. Tiene la piel rojiza, pero ese maquillaje le da aspecto de cadáver.

Eric echó un vistazo a la mesa de Gephardt, donde estaba el historial de Crater con el número de su camarote junto al nombre.

– ¿Le va a mantener aquí esta noche entonces? -preguntó.

Gephardt asintió con expresión solemne.

– Por lo menos hasta mañana. Ya sé que preferiría volver a su camarote, pero con la inyección que le he puesto estará dormido hasta mañana por la mañana. -Entonces sonrió-. ¿Te quieres creer que la madre de las niñas Deitz ya les ha obligado a hacer diez tarjetas para él? El hombre las rompió sin verlas siquiera.

Eric se echó a reír, fingiendo compartir aquel momento con el médico.

– Bueno, Eric, si me perdonas tengo una sala llena de pacientes.

Por un instante a Eric le irritó que le despachara un imbécil como Gephardt, a pesar de que él mismo estaba deseando salir de allí a toda prisa. Pero el enfado se le pasó enseguida. Ahora por lo menos tenía un plan.

Moviéndose incluso más deprisa que antes, subió la escalera hasta el Lido. El bar estaba casi vacío.

– ¿No ha venido mucha gente al bufet esta noche? -preguntó a un camarero.

– No con este tiempo.

– Pensé que encontraría aquí a algún Santa Claus -comentó Eric, haciéndose el indiferente-. En la cena había tanta gente hablando con ellos que no han tenido ocasión de comer mucho.

– Vinieron dos, pero muy temprano. Ni siquiera habíamos abierto. Se llevaron queso y uvas.

A Eric se le aceleró el pulso. Tenían que ser Bala Rápida y Highbridge.

– ¿Se sentaron aquí?

– No, se llevaron la comida y salieron por detrás. -El camarero miró la mesa del bufet-. Estamos empezando ya a recoger. ¿Puedo traerle alguna cosa?

– No, gracias -se apresuró a contestar Eric-. Hasta otra.

Sabía que parecería un loco si salía por la puerta trasera al exterior, con la que estaba cayendo, de manera que se dirigió hacia los ascensores, los pasó de largo y salió por una puerta lateral a la cubierta. El aguacero le empapó de inmediato el uniforme. Se puso a gatas para que los camareros no lo vieran pasear bajo la lluvia como un chiflado y se dirigió hacia la popa. Si Bala Rápida y Highbridge estaban allí escondidos, tendría que hacerles saber que se hallaba allí cerca.

Llegó a la zona deportiva y empezó a cantar «Santa Claus is coming to town».

23

Regan y Jack acompañaron a Alvirah a su camarote.

– Métete ya en la cama, Alvirah -aconsejó Jack-. Con los bandazos que está dando el barco sería muy fácil caerse.

– No te preocupes por mí. Me he pasado cuarenta años subiéndome a mesas tambaleantes para limpiar las lámparas. Siempre he dicho que podía haber sido equilibrista.

Regan se echó a reír y le dio un beso en la mejilla.

– Anda, haznos caso. Nos vemos por la mañana.

Alvirah entró en el camarote y le alivió ver a Willy roncando casi invisible bajo las mantas. La luz de la mesa estaba encendida. Alvirah estaba demasiado espabilada para dormirse, y de todas formas quería anotar todo lo que había sucedido ese día mientras todavía lo tuviera fresco en la memoria. Su editor, Charlie, estaba dispuesto a publicar cualquier historia interesante que pudiera sacar de aquel crucero. Pero no quería un cuaderno de viaje ni un artículo publicitario.

– Me parece muy bien que esas personas hayan hecho tantas buenas obras -había comentado sin mostrar demasiado interés-. Pero eso no vende.

Pues bien, ese día sí habían pasado varias cosas interesantes, pensó Alvirah mientras sacaba de la caja fuerte su broche con la grabadora oculta y se sentaba a la mesa.

– Cuando llegamos al barco, ni siquiera tenían un camarote para nosotros -comenzó con voz suave.

– Mmm.

Willy se movió a sus espaldas. A veces no le despertaba ni un cañonazo, pero tal como se movía el barco era posible que si seguía hablando allí acabara por espabilarlo, de manera que Alvirah decidió salir al pasillo.

Una vez allí, se agarró a la barandilla con una mano y con la otra se acercó el broche a los labios mientras iba relatando los eventos del día. Repasó la lista de todo lo sucedido: el problema con los camarotes, el camarero que se tiró al agua, la caída de Dudley del muro de escalada, el robo de los trajes de Santa Claus y el fantasma que Ivy había visto. Al cabo de una pausa, añadió un detalle más:

– Es curioso que Dudley no nos explicara enseguida de dónde podía proceder el cascabel que encontramos en la capilla. Seguro que reconoció que era de los gorros de Santa Claus. Eso desde luego da que pensar.

Por fin apagó la grabadora y volvió al camarote. Ya en el baño se quitó el maquillaje, se lavó los dientes y se puso un camisón y una bata. Se acostó en la cama junto a Willy y justo cuando iba a apagar la luz advirtió que las cartas con las que Willy había estado jugando seguían sobre las mantas. Cogió la baraja para meterla en el cajón de la mesilla y algo le llamó la atención.

– Qué curioso -dijo en voz alta. La carta superior era la jota de corazones, pero tenía algo raro. ¿Qué era? En torno a la cabeza de la figura había algo que parecía un dibujo abstracto. Alvirah lo miró con atención, hasta que siguiendo una corazonada se llevó las cartas al baño y encendió la luz. Junto al lavabo había un espejo de aumento, pegado a la pared. Alvirah alzó la jota de corazones. Lo que parecía un dibujo abstracto resultó, reflejado en el espejo, una serie de números-. Ya decía yo -murmuró triunfal, echando un rápido vistazo a la baraja.

Pronto quedó claro que solo las figuras estaban marcadas. Separó las jotas, las reinas y los reyes y los fue mirando uno por uno en el espejo. Cada uno de los doce naipes contenía una serie distinta de números. ¿Qué significaban ya quién pertenecía la baraja? Cuando se la enseñaron a Eric, se mostró tan brusco y desdeñoso que era evidente que no la había visto antes.

Hummm… Alvirah volvió a repasar los eventos del día y recordó lo, mucho que se había sorprendido Winston al ver las patatas fritas en el suelo del camarote de Eric. Y ahora encontraban en el cajón una misteriosa baraja. ¿Habría usado alguien más el camarote? ¿Podía haber sido una sala de estar extraoficial para los trabajadores que habían estado reparando el Royal Mermaid la última semana? Tampoco se lo podía reprochar. Después de la suite del comodoro, aquel era el mejor camarote del barco.

Pero mientras se metía ya en la cama, su instinto le decía que no habían sido los trabajadores los que utilizaron el camarote.

«Aquí está pasando algo -se dijo-. Y voy a averiguar de qué se trata.»

24

Bianca Garcia era reportera de una cadena local de televisión de Miami desde septiembre. Joven, enérgica y ambiciosa, estaba decidida a hacerse un nombre en la industria. De momento solo le habían asignado historias tontas, la mayoría de las cuales únicamente merecían treinta segundos de emisión. Había ido a cubrir el crucero de Santa Claus esperando una tarde aburrida y nada en absoluto de que informar.

Pero cuando el camarero se tiró al agua y el equipo de Bianca lo grabó, supo que tenía la clase de reportaje que podía despertar gran interés. Fue toda una decepción comprobar que el caso no salió en el informativo de las seis por culpa de la noticia sobre un remolque de tractor que había derramado todos sus contenidos de productos lácteos por la autopista, bloqueando el tráfico en todas direcciones.

Aun así resultó que, como decía siempre su abuela, «a veces los contratiempos ocurren por una razón». La buena de la abuela. A sus ochenta y cinco años seguía siendo su mejor consejera.

Efectivamente, después de la emisión de las seis, el productor se le acercó:

– Bianca, estoy harto de la noticia de los huevos revueltos. Te voy a dar más tiempo en el espacio de las diez.

Bianca había seguido hablando con regularidad con su contacto en la policía durante toda la tarde, para averiguar si en la historia del camarero remojado había algo más, aparte de que se hubiera retrasado en el pago de su pensión. Y descubrió encantada que sí había algo más.

También había estado investigando la historia del barco.

A la espera de informar de lo que ahora era una noticia mucho más jugosa que la que tenía para la emisión anterior, Bianca se retocó el maquillaje a las diez menos cuarto y se cepilló la larga melena. Durante la pausa comercial, atravesó con un contoneo de caderas la sala de prensa, se sentó en el taburete a la derecha de la mesa del presentador y cruzó sus bien formadas piernas.

– Hola, Mary Louise -saludó con dulzura a la mujer que había presentado la emisión de las diez, El show de Mary Louise, durante la última década.

Bianca esperaba ocupar pronto su puesto para luego avanzar a mejores y mayores destinos.

Pero Mary Louise no era tonta. Ya se había librado de otras advenedizas ambiciosas, algunas de las cuales habían abandonado incluso el periodismo después de un breve período en la cadena. De hecho, ya había empezado el proceso de poner la zancadilla a esa irritante mocosa. Su sonrisa no era muy cordial.

– Hola, Bianca. Tengo entendido que tienes para nosotros una bonita historia de crucero.

– Estoy segura de que te gustará -prometió Bianca, mientras el productor señalaba a Mary Louise, indicando que se acababa la pausa publicitaria.

– Estamos en vacaciones -comenzó Mary Louise-, y nuestra reportera Bianca Garcia ha acudido hoy al puerto de Miami para desear un feliz viaje a un grupo muy especial de personas que partían a un… -La presentadora alzó los dedos para marcar en el aire unas comillas-. Un crucero de Santa Claus. Bianca, me han contado que ha habido cierta agitación…

Bianca dedicó a la cámara una radiante sonrisa.

– Desde luego, Mary Louise. No ha sido una despedida muy común. -Bianca hizo un breve resumen del crucero de Santa Claus explicando que pretendía honrar a las personas que habían hecho buenas obras durante el año-. Un grupo, el de Escritores y Lectores de Oklahoma, está celebrando lo que habría sido el octogésimo cumpleaños del legendario escritor de misterio Louie Gancho Izquierdo. Y hablando de escritores de misterio, también viaja una a bordo: Nora Regan Reilly.

Una fotografía de los Reilly y los Meehan apareció en la pantalla, mientras Bianca identificaba a los pasajeros famosos de a bordo.

Luego, con gran intensidad, Bianca lanzó la historia del camarero, Ralph Knox, que había intentado escapar de la policía saltando al agua.

– Los pasajeros corrían a las barandillas Y hacían apuestas sobre si podría escapar de la policía del puerto. Pero tranquilícense, no escapó. Al principio se pensó que Knox estaba buscado solo por haberse retrasado en el pago de la pensión a su esposa. Muchas de ustedes, señoras, ya saben cómo son esas cosas -comentó, luego señaló con la cabeza la mesa de la presentadora-. ¿Verdad, Mary Louise? -y sin esperar respuesta prosiguió-: Ha resultado que Ralph Knox es además un estafador de mucha labia que se especializa en captar el interés de mujeres adineradas en los cruceros. Hay siete órdenes de detención contra él hasta el momento. Está acusado de persuadir a sus víctimas para que inviertan cientos de miles de dólares en operaciones muy seguras que luego jamás se materializan.

Bianca hizo una pausa para tomar aliento.

– Y por si esto no fueran bastantes emociones para los pasajeros del crucero, el director, intentando hacer una demostración en el muro de escalada, sufrió una caída al romperse bajo su pie uno de los soportes y soltar el encargado la cuerda atada a su arnés.

En la pantalla apareció un vídeo de Dudley aterrizando de golpe en cubierta.

– ¡Ay! -exclamó Bianca.

Luego hizo un breve resumen sobre los dos anteriores dueños del crucero. El barco se construyó por encargo de Angus MacDuffie, Mac, un excéntrico magnate del petróleo de Palm Beach, que al poco tiempo comenzó a tener problemas económicos. Aunque no podía mantener ya el barco, se negó a deshacerse de él, de manera que lo instaló en el enorme jardín de su ruinosa mansión, con la proa al mar.

En imagen apareció una fotografía de MacDuffie con la gorra de patrón de yate, la cara medio cubierta por unas gafas de sol y ataviado únicamente con unos pantalones cortos a cuadros y unas zapatillas deportivas.

– MacDuffie pasó los últimos años de su vida sentado en cubierta, escudriñando el horizonte con los prismáticos y dando órdenes a una tripulación inexistente -prosiguió Bianca-. Cuando exhaló el último aliento, estaba justo donde quería estar: en la cubierta de su barco. La frase que solía repetir, «Nunca -renunciaré al barco», avivó los rumores de que su fantasma seguía a bordo.

»El barco pasó a ser propiedad de una pequeña compañía que pretendía destinarlo a entretenimiento de sus clientes. Efectuaron las reformas necesarias para que pudiera navegar, realizaron una pequeña travesía de prueba y por desgracia lo encallaron. La compañía se deshizo de él poco después. Los ejecutivos de la junta directiva se echaron la culpa unos a otros de aquella compra, pero se defendieron emitiendo una declaración en la que aseguraban que MacDuffie había echado una maldición al barco puesto que no quería que nadie más lo disfrutara. Llegaron a afirmar que no les sorprendería que su fantasma siguiera allí.

– El último y actual propietario es el comodoro Randolph Weed, quien, ignorando la historia de la infortunada embarcación, ha proclamado que es «una dama otrora orgullosa que solo necesita cariñosos cuidados».

Cuando ya concluía su reportaje, Bianca preguntó con emoción:

– ¿Estará en lo cierto el comodoro Weed, o es posible que Angus MacDuffie esté surcando de nuevo los mares con los pasajeros del crucero de Santa Claus? De ser así, su bebida favorita, el gin-tonic, no le será servida por el camarero que saltó por la borda perseguido por la ley, dejando a su estela un río de champán y cristales rotos. Les mantendremos informados del progreso de este crucero de personas solidarias. Tal vez deban felicitarse por no haber ganado un pasaje en ese barco. -Y con una expresión divertida y un ensayado guiño, Bianca se inclinó ligeramente-. No lo olviden. Estoy encantada de oír lo que quieran decirme. Mi dirección de correo electrónico aparece en la parte inferior de la pantalla.

– Gracias, Bianca -dijo Mary Louise con condescendencia-. Ahora Sam nos va a contar lo que está pasando con esa tormenta en el Caribe. Por lo que hemos podido ver, los pasajeros del crucero pueden estar sufriendo al menos una parte…

Cuando Bianca volvió a su mesa, miró su e-mail. Había distribuido sus tarjetas pródigamente en la fiesta del crucero de Santa Claus, advirtiendo que agradecería el más mínimo cotilleo. Abrió el correo de una tal Loretta Marron, del grupo de Escritores y Lectores de Oklahoma, que había intentado retenerla con una larga historia sobre ella misma, cuando había sido editora del periódico de su instituto cuarenta años atrás.

Querida Bianca:

¡Noticia de última hora! Uno de los miembros de nuestro grupo, Ivy Pickering, jura haber visto el fantasma de Louie Gancho Izquierdo, el autor al que homenajeamos en este crucero. Por lo visto estaba en la capilla, dando saltos como si se estuviera preparando para un combate. Envío adjunta su fotografía. Al principio pensé que era una broma, pero ahora muchos empezamos a dudar. ¿Estará el fantasma de Louie Gancho Izquierdo en el barco? Ya han desaparecido misteriosamente dos disfraces de Santa Claus de una habitación cerrada con llave.

¿Habrá tenido algo que ver Louie?

Seguiré en contacto. ¡¡Soy toda una Brenda Starr!!

LORETTA

Bianca estaba salivando. Había aprendido en Periodismo 101 que a todo el mundo le encantaban los artículos sobre los fenómenos paranormales. Y ahora tenía uno, y además ya había preparado el terreno al hablar del viejo MacDuffie. Descargó rápidamente la fotografía de Louie Gancho Izquierdo y lanzó una exclamación. Era un hombre fornido, sentado delante de una máquina de escribir, ataviado con unos pantalones cortos a cuadros y guantes de boxeo. Bianca cogió la foto del fornido MacDuffie en la cubierta del barco con sus pantalones cortos de cuadros y los prismáticos. Había dicho que jamás renunciaría al barco. Al demonio Louie Gancho Izquierdo. ¡Mac era el fantasma del barco!

Ya estaba redactando su siguiente artículo: «¿Viajará en el crucero de Santa Claus un polizón inesperado?».

25

Dudley apenas había entrado en su camarote cuando le sonó el busca. No necesitó mirarlo para saber que era el comodoro. Echó un vistazo al reloj: las once en punto. Cuando estaba en puerto, a Dudley le encantaba ver las noticias locales, pero esa noche se alegró de no recibirlas en el barco. No quería pensar siquiera en lo que estaría diciendo del crucero la periodista de la cadena de Miami que asistió a la fiesta de esa tarde. De todas formas no tardaría en averiguarlo.

Llamó a la suite del como doro desde el teléfono de la mesilla. Weed le saludó con un gruñido y el director fingió su voz más alegre.

– Comodoro Weed, aquí su director favorito. ¿Qué puedo hacer por usted?

– No es momento de frivolidades -masculló el comodoro-. Ven aquí inmediatamente. Hemos recibido varias llamadas angustiadas por el reportaje que ha salido en televisión sobre este crucero y el maldito camarero aquel que contrataste.

– Voy ahora mismo. Vamos a dejar todo esto en claro, señor…

Pero el comodoro ya había colgado.

Dudley odiaba su camarote, pero ahora miró con anhelo la cama. Desnudarse, lavarse las manos y la cara, cepillarse los dientes, pasar el hilo dental, meterse bajo las sábanas… Todo aquello tardaría en llegar bastante tiempo. Si es que llegaba, pensó.

Winston abrió la puerta del como doro con una expresión solemne que a Dudley le crispó los nervios. Vale, Plutón ya no es un planeta, pensó sarcástico, hazte a la idea. Pasó de largo al mayordomo y entró al salón. El comodoro le aguardaba en su postura de almirante de la flota, mirando por la escotilla con los hombros rígidos y las manos a la espalda. Cuando se volvió, Dudley se llevó una buena impresión al ver que tenía lágrimas en los ojos. El comodoro señaló hacia Miami.

– Se burlan de nosotros, Dudley. Somos el hazmerreír de todos. En los últimos minutos he recibido cuatro llamadas. ¿Sabes qué andan diciendo? «Si vas en el crucero, no llegarás entero.» ¡Yo sí que no voy a llegar entero! De momento estoy perdiendo dinero a manta. Y ahora tu gran idea es un fiasco. El camarero está diciendo a la policía que este barco es un desastre. -La voz del comodoro se endureció-. Hasta han sacado un vídeo donde se te ve cayéndote de culo del muro de escalada. La periodista ha tenido el descaro de llamarte el «director deportivo».

Dudley estaba horrorizado.

– ¿Que han sacado ese video? ¿Es que no les bastaba con el del camarero nadando en el puerto?

– Se ve que no. Somos la diversión de la ciudad de Miami. Y Dios sabe qué otros vídeos habrán sacado, pero estos son los típicos que luego se ven una y otra vez en internet.

«No podré volver a ninguna reunión de ex alumnos de mi instituto», pensó Dudley.

– Pero, señor… A veces dicen que cualquier publicidad es buena, incluso la mala.

– ¡En este caso no! ¿Dónde está Eric?

– No lo sé.

– No contesta el busca. Lo quiero aquí ahora mismo.

– Señor, querría saber una cosa.

– ¿Qué?

– No mencionarían la alucinación de la señorita Pickering, ¿no?

Al comodoro se le salían los ojos de las órbitas.

– No, pero estoy seguro de que saldrá en las noticias de la mañana. A saber cuántos de nuestros pasajeros estarán en este mismo instante contando por el móvil hasta el último detalle de todo lo que ha pasado desde que salimos de Miami.

– Señor, ya debemos de haber perdido casi toda la cobertura. Solo con un teléfono especial por satélite es posible efectuar y recibir llamadas.

– ¡Pues estarán llamando desde los camarotes! Seguro que alguien consigue establecer contacto. ¡Tráeme a Eric! Tenemos que preparar una respuesta digna a todos estos lamentables rumores.

26

– ¿Tú oyes lo mismo que yo? -preguntó Bala Rápida a Highbridge, que se había acurrucado en posición fetal.

– No es momento para villancicos -le espetó Highbridge.

La lluvia caía inclemente sobre ellos, empapándoles.

– No, idiota. Creo que es Eric el que está cantando el villancico. Escucha.

– ¿Cómo se puede oír nada con este viento?

– Calla. Debe de estar buscándonos.

El débil sonido de la voz de Eric llegaba hasta ellos. Highbridge se esforzó por entender lo que cantaba. Era «Santa Claus is coming to Town».

– He knows if you’ve been bad or good…

– Desafina -masculló Highbridge.

– Por lo menos está buscándonos -exclamó Bala Rápida-. ¿Qué quieres que haga, gritar nuestros nombres?

Los dos se levantaron para asomarse a un lado del granero. Eric estaba junto al primer hoyo, cantando a grito pelado.

– ¡Psss! Estamos aquí -llamó Bala Rápida-. ¿Ahora qué?

– Un tipo ha tenido un accidente en el comedor y está en la enfermería. Se va a pasar allí toda la noche y yo tengo llave de su camarote. Seguidme. Pero hay que tener cuidado. Están recogiendo el bufet del Lido y no deben vemos. Habrá que agacharse al pasar junto a las ventanas.

Tres minutos después, tan empapados como si se hubieran tirado al mar y avanzando a varios metros de distancia unos de otros, llegaron al camarote de Crater.

Highbridge corrió al baño para abrir la ducha caliente.

Bala Rápida se quitó el traje mojado de Santa Claus y se quedó con los calzoncillos de cuadros que Ivy había descrito. A continuación se puso un albornoz con la insignia del Royal Mermaid que sacó del armario y se envolvió en una manta de la cama.

– Voy a coger una neumonía. ¿Aquí hay bar?

En ese momento sonó el busca de Eric.

– Es mi tío, que me está buscando. Hay un minibar en el armario. Luego vuelvo.

Cuando Eric se marchó, Tony vació en un vaso una botella en miniatura de whisky y se sentó en la cama. Tenía la impresión de que Highbridge gastaría toda el agua caliente del barco. Dando un largo trago miró en torno al camarote y vio en la cama un mando a distancia. Puso la televisión, pensando que no darían nada más que un documental sobre Fishbowl Island o un vídeo de seguridad explicando qué hacer en caso de naufragio. Pero en cuanto se encendió la pantalla, se llevó un buen susto. En ella aparecía su foto policial.

– Las autoridades están interrogando a Bingo Mullens sobre su relación con Tony Pinto, que desapareció de su casa el día de Navidad. Se cree que Pinto intenta huir del país, y un informador ha declarado ante el FBI que Bingo Mullens andaba preguntando por alguien dispuesto a sacarle a escondidas.

El whisky le hizo un agujero en las tripas. Bingo tenía que haberle traicionado. Acabaría en Podunk, en el programa de protección de testigos, fingiendo ser zapatero o algo.

– Bingo, como me traiciones -dijo en voz alta-, te mato. De momento el último que me traicionó se ha escapado, pero tú no lo conseguirás. Te lo juro.

27

Una vez en su camarote, mientras se preparaban para acostarse, Regan y Jack comentaban su primer día en el mar.

– No me puedo creer que Alvirah nos haya metido en esto -comentó Regan en la puerta del baño, mientras se lavaba los dientes-. Ya me estoy imaginando qué le estará diciendo mi padre a mi madre.

– Los dos sabemos que Alvirah es un imán para los conflictos -replicó Jack, quitándose los zapatos-. Pero lo que sí es verdad es que para ser un crucero que pretende honrar a la flor y nata de la bondad humana, están pasando cosas rarísimas.

– Pues sí. Si un miembro de la tripulación tenía problemas con la ley, deberían haberlo averiguado antes de contratarlo. ¿Quién sabe quién más podría ir a bordo del barco? Es evidente que quien robó los trajes de Santa Claus sigue aquí, y si Ivy vio de verdad a alguien, es evidente que ese alguien no quiere darse a conocer.

– Mañana por la mañana vaya pedir a Dudley una lista de pasajeros y empleados. En la oficina pueden darle un repaso, a ver si encuentran algo raro.

Jack puso la televisión. Los nuevos retazos de emisiones que llegaban al barco se repetían una y otra vez. Volvió a aparecer en pantalla una foto de Bala Rápida Tony Pinto.

– Regan, ven.

Regan salió del baño.

– ¿Qué pasa?

La noticia informaba de que Bingo Mullens, delincuente asociado con Tony Pinto, era quien había dispuesto su huida.

– Mírale la cara, Regan. Bala Rápida se parece muchísimo a ese escritor boxeador, ¿no?

– Pues sí. Y anda suelto. -Regan alzó las cejas-. A lo mejor es el que vio Ivy esta noche.

Los dos se echaron a reír justo cuando el barco daba un fuerte bandazo.

– Pues si está a bordo, espero que no se tope con Alvirah -bromeó Jack-. Anda, vamos a la cama.

Regan sonrió.

– Una oferta que no puedo rechazar.

28

Eric entró en la suite del comodoro todavía empapado, seguro de un gélido recibimiento. No había contestado al busca de inmediato, como su tío siempre esperaba de él. Y lo que era peor, no había respondido a tres llamadas distintas, lo cual el comodoro consideraría directamente pura rebelión. Ya tenía listas sus explicaciones.

Weed y Dudley estaban sentados en el sillón, y ambos le dirigieron una mirada torva en cuanto entró en el salón. Se notaba que Dudley estaba encantado de verle metido en un lío.

– Tío Randolph… -comenzó.

– ¡Pareces un pollo remojado! -le espetó el comodoro-. Desde luego no tienes el aspecto impecable que espero de todos los oficiales del Royal Mermaid. -Se interrumpió un momento-. Al menos mientras pueda mantenerlo a flote.

– Tío, estoy empapado por mi preocupación por nuestros pasajeros. Oí que algunos comentaban que sería divertido estar fuera con esta tormenta, así que fui a inspeccionar todas las cubiertas por si algún loco había salido. La gente hace muchas tonterías sin saber lo peligroso que es esto.

– ¿Y encontraste a alguien? -preguntó Dudley con voz monótona y las cejas alzadas.

– No, gracias a Dios -replicó Eric con vehemencia-. Estoy mucho más tranquilo sabiendo que todo el mundo está a salvo. Los pasillos están desiertos. La gente se ha metido ya en los camarotes y espero que todos se hayan dormido acunados por el Royal Mermaid, una cuna protectora en este proceloso mar.

El comodoro alzó la mano.

– No sabía que fueras tan poético, Eric. Quítate esa ropa mojada y vuelve a toda prisa. Tenemos una crisis.

– Todo el mundo estaba advertido de que es peligroso salir a cubierta con esta tormenta. Con eso debería haber bastado -declaró remilgadamente Dudley.

Eric, en su habitación, se quitó deprisa la ropa para ponerse un chándal. Cuando volvió al salón, su tío miraba la vitrina de la pared.

– Eric -comentó, señalándola-, no te lo había dicho porque quería que fuera una sorpresa, pero tenemos un pasajero extra en este crucero.

A Eric le flaquearon las rodillas.

– ¿Un pasajero extra? ¿Quién?

– La abuela.

– ¿La abuela? La abuela murió hace ocho años.

– Las cenizas de tu abuela -explicó Dudley-. Están en la caja de plata de la vitrina.

– ¿La abuela fue incinerada? -se pasmó Eric.

– Era su voluntad. En sus últimas horas me aseguró que lograría mi sueño de tener un barco, y me dijo quería que la llevara en la primera travesía para echar sus cenizas al mar.

– A mí nadie me cuenta nada -se quejó Eric.

– Si hubieras asistido a su funeral, lo habrías sabido -le reprendió su tío-. Mis tres ex mujeres vinieron. Respetaban mucho a tu abuela. Tus ex tías Beatrice, Johanna y Reeney. Todas vinieron y lloraron como Magdalenas. No hace mucho hablé con Reeney y le dije que había llegado por fin el momento de esparcir las cenizas de la abuela en este primer crucero. Reeney quería venir, pero hasta mi paciencia tiene un límite. Y ahora este crucero ha tenido tan mala publicidad…

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Eric. Le había dado un brinco el corazón-. ¿Qué dice la gente sobre el crucero?

El comodoro le hizo un resumen.

– Es una falta de respeto a la memoria de tu abuela. Esa mujer hizo tanto bien en su vida que yo quería honrar su memoria dándole una última despedida no solo en mi primer crucero, sino también rodeada de gente muy, muy buena. Y ahora todo se ha convertido en una burla… -En ese momento se le quebró la voz y se sacó del bolsillo un pañuelo-. No es justo -comentó, enjugándose los ojos-. Ni una sola persona ha pagado por venir a este crucero. ¡Nadie! ¡Y ahora todo el mundo se burla de mí!

Eric se sentó junto a su tío, le puso algo tenso el brazo sobre los hombros y se quedó horrorizado cuando el comodoro apoyó la cabeza sobre su hombro.

– Venga, venga, tío Randolph.

– La abuela no se merece esto. Mañana, en la cena, pensaba dar la noticia de que las cenizas de mi querida madre se echarán al mar el miércoles por la mañana temprano, el mismo día de su cumpleaños. Habría cumplido noventa y cinco. Cuando Dudley me sugirió dar este crucero que me está costando una fortuna, el hecho de que coincidiera con el cumpleaños de tu abuela me pareció cosa del destino. Mañana por la noche pensaba anunciar a los pasajeros que se iba a celebrar una breve pero emotiva ceremonia en la capilla al amanecer, y que agradecería mucho que quisieran participar. Ya sé, por supuesto, Eric, que tú estarás en su última despedida. Creo que has madurado estos últimos ocho años. Pero ahora es que no sé qué hacer…

Eric miró la vitrina.

– Hola, abuela -dijo con voz queda.

Al comodoro se le saltaron de nuevo las lágrimas.

– Esa hermosa mujer en esa exquisita caja de plata. Bajo llave.

– Siempre fuiste muy protector con ella.

Weed asintió.

– En la vida y en la muerte. He oído anécdotas terribles sobre criadas que derraman las cenizas de un ser querido. Por eso las he protegido con mi vida.

– ¿Y dónde las has tenido todos estos años?

– Su urna estaba en una vitrina exactamente como esta en mi casa, en mi dormitorio. Es a prueba de fuegos, totalmente impermeable y a prueba de robos. No he hablado mucho del tema porque era demasiado doloroso, pero siempre he cuidado de tu abuela con todo mi amor.

Dudley carraspeó.

– Señor, yo he atravesado muchas crisis y sé que lo importante es cómo se maneja la situación. Por Dios, si hasta he estado en un crucero que zarpó por accidente sin postre alguno ni ingredientes para prepararlos. El chef de repostería dimitió y resultó ser un hombre bastante rencoroso. Canceló los pedidos de harina, chocolate, etcétera. Su sustituto de última hora no tenía ingredientes para preparar ni una galleta. Hubo una revuelta entre los pasajeros, pero al final lo convertimos en algo positivo. Montamos clases de gimnasia y ejercicio las veinticuatro horas del día y ofrecimos un crucero gratis a la persona que perdiera más peso. ¡El ganador se llevó el premio por un margen de cincuenta gramos!

Dudley se levantó y comenzó a pasear por la sala.

– Sugiero que emitamos esta noche un comunicado de prensa haciendo hincapié en la pureza de este crucero, la conmovedora historia de su madre y las obras de caridad de todos los pasajeros que llevamos. Y si los medios no saben entenderlo… ¡pues bien, debería darles vergüenza! No cancelaremos la hermosa ceremonia en honor a su madre. Mañana sacamos otro comunicado de prensa saludando al nuevo día y comentando la suerte que tienen estos gorrones… quiero decir, invitados… de haber pasado la primera noche en alta mar en este precioso barco.

El comodoro se enjugó los ojos y se sonó la nariz.

– Es una bendición contar con vosotros dos. Aunque no os lo creáis, echo de menos estar casado. Vuestra compañía significa muchísimo para mí,

Dudley se levantó de nuevo.

– Me vuelvo a mi camarote para empezar con el primer comunicado de prensa.

– Tío, deberías intentar dormir un poco -apuntó Eric.

– Luego. De momento vaya tumbarme en el sofá para hablar con la abuela. No me queda mucho tiempo con ella antes de que se la lleve el mar.

A Eric le dio un ataque de pánico. Tenía que volver abajo para echar un vistazo a Bala Rápida y Highbridge. ¿Cómo podría escaparse?

– Eric, insisto en que vayas a darte una ducha y te acuestes. No permitiré que caigas enfermo. Si queremos seguir adelante sin ayuda de nadie y lograr que este crucero sea un éxito, tenemos que estar en plena forma. Anda, despídete de la abuela…

29

El whisky, en lugar de calmar a Bala Rápida, no hizo sino aumentar su exasperación. Se sentía atrapado. Si Bingo le traicionaba, los federales no tardarían en llegar en helicóptero o en barco, y sería el fin.

Se levantó de la cama para servirse otro whisky y, en el cajón junto al mueble bar, encontró una lata de cacahuetes, una caja de bombones y unos caramelos de menta. Tardó un minuto y medio en devorarlo todo. Si Highbridge iba a gastar todo el agua caliente, él se comería todo lo que pillara.

Casi todos los otros cajones estaban vacíos. Quienquiera que ocupara aquel camarote, iba ligero de equipaje. Por fin, en el último cajón, encontró un tubo de pasta gris. Según la etiqueta era maquillaje de disfraz. Una chispa de sospecha, aquel instinto que tan útil le había sido siempre, le impulsó a registrar el resto de la sala.

Al abrir el armario la luz se encendió automáticamente.

Había tres chaquetas y un esmoquin. Talla cuarenta y cuatro, extra grande, advirtió. Le vendrían bien, pensó. Al rebuscar en los bolsillos, uno de sus dedos tocó una pistola. Era una Glock, su preferida. ¿Quién sería aquel tipo?, se preguntó mientras se guardaba el arma en el bolsillo de la bata. Alzó la mano para tantear el estante donde estaban los chalecos salvavidas y tocó algo de cuero suave. Una maleta, imaginó. Efectivamente, era un portafolio de aspecto caro con cremallera en tres lados y sin asa.

Lo llevó a la cama y dio otro trago al whisky. Nada más abrirlo soltó un gruñido de sorpresa. Tenía delante lo que parecían ser doce fajas de billetes de cien dólares. Bala Rápida vació el contenido de la carpeta en la cama. Cayeron tres pasaportes estadounidenses. Al abrir el primero y ver la foto, se quedó rígido. Miró rápidamente los otros dos. Los tres rostros parecían totalmente distintos, pero al mirarlos con atención se veía que era la misma persona. Alguien que él conocía.

Eddie Gordon, el chivato cuyo testimonio había mandado al padre de Tony a la cárcel. Bala Rápida llevaba quince años buscándolo. Gordon había asumido varios nombres. A juzgar por la fecha de los pasaportes, el último era Harry Crater. Y no estaba en el crucero por sus buenas obras, eso seguro. A saber qué estaba tramando. Eric había comentado que estaba en la enfermería. Entonces se le ocurrió de pronto otra idea: ¿estaría Eddie Gordon fingiendo también su enfermedad?

Daba igual. Estuviera fingiendo o no, para cuando Bala Rápida acabara con él, cualquier tratamiento médico sería inútil.

30

Ted Cannon siempre había tenido el sueño ligero, y mucho más durante los meses en que Joan estuvo enferma y él estaba pendiente del más mínimo cambio en su respiración. Se alegró de que le asignaran uno de los pocos camarotes individuales del barco. Tenía la mitad de espacio que los otros, pero era muy cómodo y tenía una terraza privada. La única desventaja era una puerta que comunicaba con el camarote de al lado.

Muy conveniente para una familia que viajara con niños, pero no tanto para dos grupos distintos que no querrían oír la televisión de los vecinos.

Ted sabía que al ocupante del otro camarote, Crater, aquel tipo de aspecto tan enfermo, se lo habían llevado a la enfermería después de que se cayera durante la cena. Pero justo cuando Ted se preparaba para acostarse, oyó el murmullo de la televisión de Crater. «Me alegro -pensó-. Eso es que no se ha hecho nada. Por otra parte ya me puedo olvidar de dormirme enseguida y sin pensar. Y como deje la televisión encendida mucho tiempo, lo tengo claro.»

El barco seguía balanceándose, y apetecía mucho meterse en la cama bajo las mantas. La noche anterior, a esa misma hora, pensaba que había sido un error apuntarse al crucero, pero lo cierto es que se había divertido bastante. Ahora, solo en la oscuridad, sonrió al recordar los sucesos del día. En la cena no le había importado ir visitando las distintas mesas entre plato y plato, como le habían pedido. Le gustaba hablar con la gente. Y los pasajeros eran muy agradables y auténticos, pensó, como los Ryan, que estaban a bordo por haber recaudado fondos para la investigación de una enfermedad rara que le había costado la vida a su hijo. Pensando en que los Ryan habían canalizado su dolor en algo positivo y útil, Tom se acordó de lo que le dijo a él su hijo: que se estaba dejando hundir en la autocompasión. Bill no lo expresó con esas palabras, por supuesto, sino con mucho tacto, pero era lo que había querido decir. Y tal vez tenía razón. De hecho, pensó Tom incómodo, Joan sí lo habría dicho justamente con esas palabras. Ella no habría tolerado que siguiera sintiendo pena de sí mismo.

En el camarote de al lado habían apagado la televisión, pero se oía el ruido de cajones al abrirse y cerrarse. Y luego voces. Tal vez alguien estaba ayudando a Crater a prepararse para pasar la noche, pensó Ted, volviéndose hacia un lado y subiendo más la manta para taparse las orejas.

Cuando ya empezaba a dormirse, pensó en lo mucho que le alegraba haber preguntado a Maggie Quirk sobre Ivy Pickering. Maggie era una mujer graciosa que sabía reírse de sí misma. Y no llevaba anillo, así que seguramente no estaba casada. Le había dicho que pensaba salir a correr un poco a las seis de la mañana. Si la tormenta amainaba, él también saldría a correr.

Ted solía madrugar, pero para asegurarse de no quedarse dormido, encendió la luz y puso la alarma para las cinco y media.

31

Martes, 27 de diciembre, 3.45 de la madrugada

Como casi todos los pasajeros, Maggie e Ivy se fueron directamente a la cama nada más llegar al camarote. No era fácil estar de pie con aquella tormenta, y de todas formas había sido un día muy largo. Maggie se durmió enseguida, pero a las cuatro menos cuarto se despertó y encontró a Ivy sentada al borde de la cama.

– ¿Estás bien, Ivy? -preguntó, encendiendo la luz-. No habrás visto otro fantasma, ¿verdad?

– Muy graciosa. -Pero Ivy se echó a reír a pesar de todo-. Preferiría estar despierta por haber visto un fantasma, y no por sentirme como me siento. Estoy mareadísima. Y mira cómo tiemblo.

– Vamos a la enfermería ahora mismo.

Maggie empezó a levantarse.

– No, no podría llegar, con el mareo que tengo. Me voy a tumbar, a ver si se me pasa un poco.

Maggie cogió la bata.

– Pues entonces voy yo, a ver si me dan un parche para el mareo o lo que quiera que tengan para esto.

– No quiero que andes rondando sola por el barco a estas horas -protestó Ivy. Luego lanzó un gemido-. Pero si insistes -cedió débilmente-. No me imaginaba que sería de las que se marean en barco…

– Te voy a poner una toalla mojada en la frente, y bajo corriendo a la enfermería.

32

Para cuando Highbridge salió de la ducha, Bala Rápida había vuelto a guardar todo en el portafolio y lo había escondido debajo de la cama. Ya sabía lo que iba a hacer, y una de las primeras lecciones que había aprendido en su vida criminal era que en boca cerrada no entran moscas.

Al ver los envoltorios de caramelo y la lata vacía de cacahuetes, Highbridge se puso furioso.

– ¿No podías haberme dejado algo?

– Tenía hambre -replicó Bala Rápida en tono de pocos amigos-. Y la sigo teniendo.

Los dos guardaron un sombrío silencio. Cuando Bala Rápida entró en el baño, vio que Highbridge había colgado el traje de Santa Claus y le había metido toallas en mangas y perneras para que no se arrugara. Cuando le preguntó a qué venían tantos remilgos, su compañero replicó que pensaba ir al bufet para madrugadores a comer algo.

– Y no pienso traerte nada -concluyó.

Para cuando Bala Rápida salió de la ducha, Highbridge ya estaba dormido en su lado de la cama doble. Tony se tumbó y apagó la luz. ¿Cómo podía su compañero dormir en un momento así? Él tenía la mente a mil por hora. Debía recuperar sus cartas. Y era su última oportunidad de encontrar a Eddie Gordon. En cuanto desembarcara para emprender camino hacia Fishbowl Island, seguramente no volvería a tropezarse con él.

Debía a su padre acabar con Gordon. Si no lo intentaba al menos, tendría que vivir avergonzado el resto de su vida.

Sabía que era arriesgado, pero tenía que intentarlo.

Pensaba esperar hasta las cuatro de la madrugada, cuando los pasillos estarían desiertos. Había oído por ahí que muere más gente en torno a las cuatro de la madrugada que en cualquier otro momento de las veinticuatro horas del día. Cerró los ojos sabiendo que no se dormiría, esperando añadir una persona más a esa estadística.

A las tres y media, incapaz de seguir esperando, salió de la cama. Se ciñó el cinturón del albornoz, se echó una gruesa toalla al cuello y se puso unas gafas de sol de Gordon que había encontrado en la mesilla de noche, agradeciendo que no estuvieran graduadas.

El corredor estaba desierto y en penumbra. Junto al ascensor había un diagrama del barco, indicando el lugar de las distintas salas. Tal como esperaba, la enfermería estaba en la cubierta inferior. Estudió el camino en el diagrama y llegó a su destino sin encontrar un alma.

Abrió la puerta de la enfermería con infinito cuidado. Y se encontró en una sala de espera siniestramente desierta y Silenciosa. Un signo bien visible en la puerta rezaba: ENFERMERA DE GUARDIA. PULSE EL BOTÓN.

Se metió detrás del mostrador y abrió con sigilo la puerta del sanctasanctórum. Moviéndose despacio, guiado por la suave luz del zócalo, se asomó a la pequeña oficina a su izquierda, donde advirtió la silueta de una enfermera dormida en una butaca. Su respiración profunda y pesada le aseguró que no le causaría problemas, al menos de momento. Bala Rápida esperaba, por su bien, que no se despertara.

En la segunda sala de la derecha encontró al hombre que tanto sufrimiento había causado a su familia. A pesar de la penumbra reconoció el perfil de Eddie Gordon, el hombre conocido como Crater. Bala Rápida se acordó de su pobre madre, realizando la larga caminata hasta la prisión federal de Allentown, Pensilvania, una vez al mes durante quince años para ver a su padre. Todos aquellos años mirando el lugar vacío de su padre en la mesa.

– Esta va por ti, papá -susurró mientras entraba en la sala oscura.

Cogió la almohada de Crater y con un movimiento rápido y decidido la pegó a la cara de su víctima.

Crater/Gordon, en su sueño inducido por las drogas, estaba teniendo una pesadilla. No podía respirar. Se ahogaba. Intentó gritar mientras agitaba las manos. Era real. No era una pesadilla. Por puro instinto de supervivencia deslizó las manos bajo la almohada que le cubría la cara y empujó con fiereza.

Unos pulgares fuertes le apretaban el cuello mientras una voz susurraba:

– Esto es lo que te mereces.

– ¡Aaahhh!

Crater sabía que su grito era apenas un murmullo.

En ese momento el ruido del timbre de la sala de espera resonó en la oficina de la enfermera, al otro extremo del pasillo. Bala Rápida se quedó paralizado, sin dejar de apretar la almohada contra la cara de Crater. Sabía que el timbre despertaría a la enfermera, y que quien lo hubiera pulsado estaría en la sala de espera. Así que hizo lo único que podía hacer: tiró la almohada, salió corriendo y se escondió en la sala de al lado.

– Aaaaaah -empezó a gritar Crater.

La enfermera echó a correr por el pasillo hasta la habitación. Bala Rápida, con la toalla en torno al cuello y las gafas oscuras, abrió la puerta a la sala de espera y, medio tapándose la cara con la mano, salió de la enfermería sin mirar siquiera a la mujer que acababa de volverse para tomar asiento.

Crater intentaba dilucidar qué había pasado. No eran imaginaciones suyas: alguien había intentado matado. Siempre había sospechado que el gran jefe había metido a otra persona en aquella misión. Y tal vez esa persona creyó que la sedación le haría irse de la lengua y por eso había intentado matarlo. Tenía que ir a encerrarse en su camarote hasta que llegara el helicóptero.

– ¿Qué ha pasado, señor Crater? -preguntó la enfermera encendiendo la luz.

– Una pesadilla -gimió él.

– Pero tiene el cuello muy rojo. ¿Y por qué está la almohada al pie de la cama?

– Me agito mucho durmiendo.

– El doctor Gephardt dijo que podía darle otro sedante si fuera necesario.

– ¡No! -Crater sabía que hasta que no saliera del barco no estaría seguro cerrando los ojos. Curiosamente tenía la espalda mejor después del forcejeo-. Me vuelvo a mi camarote.

– Desde luego que no. Órdenes del médico. Tendrá que hablar con él cuando entre a trabajar a las siete.

– Pues a las siete y un minuto me largo.

Pero la enfermera ya se había marchado.

Unos minutos después, Maggie volvía exhausta a su camarote con un parche contra el mareo para Ivy. Cuando por fin se metió en la cama, estaba muerta de sueño y a la vez intranquila, pero no tenía intenciones de cambiar sus planes de salir a correr a las seis en punto.

A menos que estuviera muy equivocada, Ted Cannon estaría también haciendo footing en torno a esa hora.

33

Alvirah se despertó a las seis menos cuarto. Willy seguía dormido, al parecer en la misma postura que había pasado toda la noche. El movimiento del barco se había reducido a un suave bamboleo. Se levantó deprisa y una vez en el baño se lavó la cara con agua fría y se cepilló los dientes. Se puso un chándal y su broche. Pensaba mucho mejor por la mañana con un café, se dijo. Sabía que en el Lido servían café, zumo y bollos de seis a siete, antes de abrir para el desayuno completo.

Después de dejar una nota para Willy junto a la lámpara de la mesa, salió al pasillo y cerró la puerta con infinito cuidado. Echó a andar deprisa y se sobresaltó cuando se abrió de pronto la suite del comodoro y apareció Eric con aspecto adormilado y vestido con un arrugado chándal.

– A quien madruga Dios le ayuda -saludó alegremente Alvirah, queriendo aprovechar la oportunidad para acorralar a Eric y hablar con él-. Vente a tomar un café. Tuviste todo un detalle dejándonos tu camarote. Espero escribir en mi periódico una columna muy favorable sobre el crucero, y me encantaría que aparecieras en ella.

A Eric no se le pasó por alto el brillo en los ojos de Alvirah y supo que le estaba observando con atención. La noche anterior había fingido irse a acostar, dejando la puerta abierta de su habitación para ver si su tío se metía en la cama o se dormía en el sofá. El problema fue que se quedó dormido él antes que su tío, y ahora acababa de despertarse con un sobresalto al ver que era ya de día y Crater volvería a su camarote en cualquier momento. Llamó a la enfermería y le informaron de que Crater estaba muchísimo mejor e insistía en que le dieran el alta en cuanto entrara el médico en la consulta, a las siete. Aquello significaba que solo tenía una hora para sacar a Bala Rápida y a Highbridge del camarote de Crater y esconderlos hasta que Winston arreglara la suite y pudiera meter a los polizones en su propia habitación.

– Gracias, señora Meehan -contestó-, pero voy a la enfermería a ver cómo está el señor Crater y luego tengo que arreglarme -explicó. Soltó una risa y le dio unos golpecitos en el brazo-. Mi tío puede parecer muy relajado, pero lleva el barco con mano dura.

¿Con mano dura?, pensó Alvirah. A juzgar por lo que había visto aquel barco era un auténtico caos.

– En otro momento -sugirió amablemente-. ¿No te parece maravillosa la luz del amanecer? Cuando me levanto con los pájaros es cuando me siento más viva. Supongo que ya sabes que tengo fama de ser una buena detective aficionada. Cuando quiero averiguar lo que está pasando me pongo a pensar, y mira por donde, a menudo doy con la respuesta.

Por un instante a Eric se le tensaron los músculos del cuello.

– ¿Y ahora qué está intentando averiguar? -preguntó, intentando fingir que aquello le divertía.

– Bueno, alguna que otra cosilla -contestó ella displicente. Se moría por preguntar a Eric si le gustaban las patatas fritas, pero sabía que la pregunta sería malinterpretada y por tanto no muy bien recibida-. Por ejemplo, me encantaría averiguar quién robó los disfraces de Santa Claus. No es que tengan mucho valor, pero de todas formas sigue siendo un robo.

Eric no quería seguir con la conversación. Con cada palabra que pronunciaba aquella mujer el corazón le martilleaba con más fuerza en el pecho. Esa cansina vieja estaba jugando con él, lo sabía.

– Estoy seguro de que es usted toda una detective, señora Meehan. Disfrute del café mientras yo voy a ver a nuestro paciente.

Ya habían llegado a los ascensores, pero Eric salió disparado hacia la escalera. Debía de gustarle hacer ejercicio para bajar andando a la enfermería, se dijo Alvirah. Pero ella no pensaba forzar las rodillas, de manera que llamó el ascensor.

A las seis y cuatro minutos estaba ante la máquina de café del Lido, sirviéndose la primera taza ella misma. Detrás de las pesadas puertas batientes se oía un estruendo de platos en la cocina. «Supongo que soy la primera cliente», pensó. Pero al mirar por la ventana vio a un Santa Claus alto con una bandeja de café, zumo y bollos, que se alejaba deprisa por cubierta en dirección a la popa.

Tal vez era el agradable señor Cannon, uno de los Santa Claus más altos. Alvirah se apresuró hacia la puerta de cristal.

– ¡Eh, Santa Claus! -gritó con voz risueña.

El hombre volvió la cabeza, pero en lugar de detenerse, aceleró el paso. Fue entonces cuando Alvirah advirtió, o creyó advertir, que solo tenía un cascabel en el gorro. Se dispuso a correr tras él, pero la cubierta estaba resbaladiza y de pronto el café salió volando y ella se desplomó como una tonelada de ladrillos, dándose un golpe en la cabeza contra una de las hamacas.

Por un momento quedó aturdida y sin aliento. La cabeza le estallaba de dolor y notó que le corría sangre por la cara. Alzó la vista. El Santa Claus había desaparecido. Creyó que iba a desmayarse, pero antes llevó la mano por reflejo al micrófono de su broche.

– Estoy segura de que me ha visto -comenzó con voz grogui-. Era alto. Pensé que sería Ted Cannon. Creo que solo tenía un cascabel en el gorro. Me sangra la frente. Quise salir corriendo tras él y ahora estoy tirada en la cubierta…

Entonces perdió el conocimiento. Luego tuvo la vaga sensación de que la gente se arremolinaba a su alrededor, la ponían en una camilla, le presionaban algo frío contra la frente, la montaban en un ascensor. Cuando recuperó la conciencia, abrió los ojos y encontró a Willy mirándola preocupado.

– Te has dado un buen golpe, cariño. No intentes moverte.

Tenía un espantoso dolor de cabeza, pero aparte de eso esperaba no haberse hecho nada serio. Movió los dedos de manos y pies. Parecían estar bien. Movió un poco los hombros y vio con alivio que no estaba paralizada.

El doctor Gephardt, con la chaqueta del uniforme a medio abrochar, estaba junto a Willy.

– Señora Meehan, se ha dado un buen golpe en la cabeza. Le voy a dar unos puntos en la frente y luego le haremos una radiografía. Quiero que guarde reposo unas cuantas horas.

– Si estoy bien -protestó Alvirah-. Pero créame, en este barco están pasando cosas muy raras.

La cabeza le iba a estallar, pero su cerebro empezaba a ver con claridad.

– ¿Qué quieres decir, cariño? -preguntó Willy.

– Nada más servirme el café vi a uno de los Santa Claus. Pensé que sería Ted Cannon…

– Cannon está en la sala de espera -la interrumpió Willy-. Estaba haciendo footing con Maggie y fueron ellos los que te encontraron tirada en la cubierta. Estabas hablando…

– Al micrófono.

– Bueno. Pues luego te desmayaste.

– Ya sé que Ted no me habría ignorado. Pero el Santa Claus que vi sí lo hizo. Le grité y él se volvió a mirarme y luego siguió su camino. ¡Y solo tenía un cascabel en el gorro! Estoy segura de que llevaba uno de los trajes robados. ¡Tenemos que descubrir quién es ese Santa Claus y dónde está! Vamos a llamar a Dudley, a Regan y a Jack.

– Regan, Jack, Luke y Nora están aquí en la sala de espera.

– Señora Meehan, necesita usted estar tranquila…

– Estoy bien -insistió Alvirah-. Me he dado golpes más graves que este. Mi familia tiene fama de cabeza dura. No voy a estar tranquila en ningún momento sabiendo que hay un ladrón en este barco que puede estar tramando cualquier cosa.

De pronto oyeron una voz enfadada en la sala de al lado:

– He oído al médico. ¡Quiero que venga ahora mismo!

– Perdonen -se excusó Gephardt, saliendo apresuradamente.

– Debe de ser Crater -comentó Alvirah-. Tiene buenas cuerdas vocales, para alguien que anoche parecía a punto de caer redondo.

– Se ve que ha mejorado -convino Willy-. Voy a por los Reilly.

– Di a Maggie y Ted que vengan también. Tenemos trabajo.

En el par de minutos que tardaron todos en entrar, Alvirah se puso a pensar en Eric. Se suponía que tenía que haber ido a ver a Crater, pero tenía la corazonada de que no lo había hecho.

– ¡Alvirah! ¿ Estás bien? -preguntó Nora nada más entrar.

– Estupendamente.

– ¿Qué ha pasado?

Alvirah volvió a contar la historia del Santa Claus huraño. Ted y Maggie ya habían explicado a los Reilly cómo habían encontrado a Alvirah tirada en cubierta.

– Estoy casi segura de que llevaba un gorro con un solo cascabel-insistió Alvirah-. Tenemos que decir a Dudley que reúna los ocho trajes de Santa Claus para aseguramos de que todos llevan dos cascabeles. Si es así, entonces la persona que vi llevaba uno de los disfraces robados. Lo que he pensado es que podemos pedir a los otros Santa Claus que nos ayuden. Tenemos que marcar los trajes de alguna manera para saber distinguir los trajes robados si vemos a alguien con ellos por el barco… Creo que los han robado para que una o dos personas puedan andar por aquí de incógnito. Y he estado a punto de atrapar a una de ellas.

– ¿Estás segura de que te oyó llamarle? -preguntó Regan.

– Segurísima. Se dio la vuelta y todo. Pero no le vi la cara debido a la barba. -Alvirah se volvió hacia Ted-. Al verlo por detrás pensé que era usted. Era más bien alto.

Ted sonrió.

– Me alegro de contar con una testigo de confianza.

– Sí, así soy yo, siempre de confianza -bromeó Maggie.

Jack movió la cabeza.

– Tiene lógica que robaran los trajes para andar por el barco de incógnito. No creo que obligaran a ninguno de los Santa Claus auténticos a ponerse el traje nada más salir de la cama para ir a por un café.

– ¡Sería ridículo! -exclamó Alvirah-. Si allí ni siquiera había nadie a quien entretener. Y desde luego a mí no quiso entretenerme para nada.

Willy le cogió la mano.

– Yo siempre estoy dispuesto entretenerte.

– Ya lo sé, Willy -contestó Alvirah con cariño.

La enfermera se asomó a la puerta.

– ¿Cómo vamos, señora Meehan?

– Yo estupendamente -contestó ella con retintín-. ¿Ya usted qué le ha pasado?

Regan sabía que si había algo que ponía negra a Alvirah, era el colectivo «nosotros» en una situación médica.

La enfermera ignoró la pregunta. Al mirar en torno a la sala advirtió a Maggie.

– Se ha levantado usted muy temprano, después de haber estado aquí en plena noche. ¿Cómo está su amiga?

– Estaba durmiendo cuando me marché. -Al ver que los otros la miraban con expresión interrogante, se explicó-: El parche contra el mareo le vino muy bien.

– Con la tormenta de anoche supongo que han tenido que repartir muchos parches de esos -comentó Luke.

– Estuvimos bastante ocupados hasta medianoche, sí. Pero luego la única que vino fue la señora Quirk, hasta que llegó la señora Meehan.

Alvirah advirtió la cara de extrañeza de su amiga.

– ¿Qué pasa, Maggie?

– No, nada. Es que anoche vi salir a un hombre de aquí mientras estaba en la sala de espera, y pensé que sería un paciente.

La enfermera fue a decir algo, pero vaciló. El doctor Gephardt estaba detrás de ella y era evidente que había oído la conversación.

– ¿Había aquí alguien cuando el señor Crater tuvo la pesadilla? -preguntó con tono de honda preocupación.

– No, que yo sepa -le aseguró ella de inmediato.

El médico se volvió hacia Maggie.

– Según nuestros informes, estuvo usted aquí a las cuatro de la madrugada.

– Sí.

– Y dice que vio salir a un hombre de esta zona a la sala de espera.

– Pues sí. Yo me había dado la vuelta para sentarme, y pasó justo a mi lado.

– ¿Y cómo era? -preguntó Alvirah.

Maggie vaciló.

– Ya sabía yo que algo me tenía intranquila, y ya sé que os va a parecer una locura…

– Dilo de todas formas -insistió Alvirah.

Maggie meneó la cabeza con una mueca.

– Se parecía a Louie Gancho Izquierdo.

34

Cuando Eric llegó a la cubierta donde estaba el camarote de Crater, vio en el pasillo a Jonathan, el camarero de esa sección. Estaba saliendo de la última suite. Seguramente algún madrugador había pedido un café, pensó Eric agachándose para esconderse. No tenía ningún motivo para estar allí, y si Jonathan llegaba a verle tendría que inventarse alguna explicación.

En lugar de quedarse junto al ascensor, bajó tres cubiertas por la escalera y luego volvió a subir despacio.

Esta vez no había señales del camarero. Pero se quedó horrorizado al ver a un alto Santa Claus y darse cuenta de que era Highbridge, que con una bandeja en la mano llamaba al camarote de Crater. Le abrieron en un instante y Highbridge desapareció. Eric echó a correr por el pasillo con la llave maestra en la mano y abrió la puerta. Highbridge, que estaba dejando la bandeja en la cama, se quitó la barba y se lo quedó mirando.

– ¡Qué agradable sorpresa! Pensaba que nos habías borrado de tu lista.

– Tenéis que salir de aquí ahora mismo. Crater quiere volver a su camarote. El médico no empieza su turno hasta las siete, pero puede que Crater firme el alta voluntaria.

Bala Rápida ya estaba devorando un bollo.

– Muy bien, chaval -masculló con la boca llena-, ¿y dónde propones metemos ahora? Dentro de veinticuatro horas -prosiguió sin esperar respuesta- estaremos bastante cerca de Fishbowl Island y nuestra gente podrá recogemos. Más vale que lleguemos sin problemas. Y le clavó una gélida mirada.

A esas alturas Eric ya le tenía pavor. Andar cerca de Bala Rápida era como estar en una jaula con un león furioso. Intentó recordar el momento en el que había hecho el trato de meter a dos delincuentes en el barco. En aquel entonces le pareció algo muy fácil. Un millón de dólares cada uno por esconderlos durante menos de cuarenta y ocho horas. La cuenta salía a más de cuarenta y un mil dólares por hora. ¿Cómo podía haber rechazado una ocasión así? Pero ahora, si los cogían, ambos le acusarían ante la policía como su cómplice. Y no le serviría de nada negarlo. Eric sabía que jamás superaría la prueba del polígrafo.

– Todos los problemas empezaron porque te pusiste a dar saltos en la capilla -se defendió, mirando a Bala Rápida-. Tenías que llevar puesto el traje de Santa Claus, para que SI alguien te veía pensara que estabas rezando o meditando o algo. Y ahora vámonos de aquí. En cuanto os deje arriba, tengo que volver a limpiar esto. Vístete, Bala Rápida.

– ¡A mí no me eches la culpa de esto! -le espetó el otro-. ¿Adónde vamos?

– A la capilla otra vez.

– Pero ¿tú estás loco?

– Solo temporalmente, hasta que pueda volver a meteros en mi habitación. No hay otro sitio donde esconderos.

– Ya puedes rezar porque no acabe tu tío en esa capilla llorando por ti -replicó Bala Rápida, antes de apurar su café.

La noche anterior había dejado el traje de Santa Claus tirado en el suelo. Ahora, al cogerlo, lanzó una retahíla de exabruptos. Los pantalones y la chaqueta estaban húmedos y arrugados, y la barba era una masa de pelos empapada y apestosa. Nada más ponérsela, empezó a estornudar.

– Yo voy primero -anunció Eric-. Una vez que lleguemos a la escalera no es probable que nos crucemos con nadie. Es muy temprano. -Abrió la puerta una rendija. No se oía nada en el pasillo. No había señales de Jonathan-. ¡Vamos! -susurró.

Eran las seis y veinticinco y el barco estaba tranquilo.

Winston no aparecería por la cubierta de los botes durante al menos otros veinte minutos. Tenía que llevar el desayuno al comodoro a las siete y cuarto todas las mañanas. Pero su tío sí se despertaría pronto. Practicaba yoga desde las siete menos cuarto hasta las siete y cuarto de la mañana, y le había comentado a Eric que iba a empezar a dedicarle algo más de tiempo para perfeccionar la postura del loto.

Ya habían subido una cubierta y seguían a salvo. Luego dos, tres. El silencio le iba calmando los nervios. Giraron a la derecha y echaron a andar por el pasillo hacia la capilla. Eric se asomó. No había fieles madrugadores, gracias a Dios.

– Ocultaos detrás del altar y esta vez no os mováis -indicó a los matones-. Vendré a por vosotros en un par de horas, en cuanto el mayordomo de mi tío haga la cama y limpie la habitación. Ya no volverá por allí hasta esta noche. Os tendré algo de comida lista.

Cuando Bala Rápida se agachó, Eric advirtió por primera vez que llevaba un maletín de cuero debajo del brazo.

– ¿De dónde has sacado eso?

– Lo encontré fuera anoche, mientras me empapaba -contestó el otro con sorna-. Otra cosa. Me dejé las cartas en la mesilla de noche de tu primer camarote, donde se supone que tendríamos que estar ahora. Recupéralas. Es muy importante.

¡Cartas! Eric se acordó de Willy Meehan ofreciéndole la baraja.

– Yo no sabía…

– ¿El qué no sabías?

– No, nada, nada. Ya las recuperaré. Ahora me tengo que ir.

Eran las 6.31. Eric salió corriendo de la capilla y un minuto después estaba en el almacén, cerca de la suite de su tío. Metió en una bolsa de plástico unas toallas y dos albornoces doblados para reemplazar los que habían usado Highbridge y Bala Rápida. La verdad es que esos dos podían haber sido algo más pulcros, pensó, acordándose de los envoltorios de caramelos que había visto en la mesa. Solo les faltaba haber puesto un cartel en la puerta: DELINCUENTES DENTRO. PASEN Y VEAN.

Aunque nunca había tenido que realizar ninguna labor casera, trabajó con envidiable velocidad en el camarote de Crater. Quitó las toallas mojadas y puso las secas, fregó y secó los vasos, limpió el espejo del armario y la puerta de cristal de la ducha y colgó los albornoces. La noche anterior, durante la cena, Jonathan ya había hecho la cama de Crater y echado las cortinas. Eric ahuecó las almohadas y alisó la colcha. Por lo menos aquellos dos idiotas no se habían metido en la cama, así que las sábanas estaban limpias. ¿Se habría llevado Bala Rápida el maletín de aquel camarote?, se preguntó nervioso. Si había sido así, lo iban a pagar caro.

Eran las siete menos diez. Tenía que llegar a la enfermería para poder decir a su tío que había visto allí a Crater. Primero subió corriendo a la zona de la piscina y tiró las toallas y albornoces sucios en una hamaca. Llegó a la enfermería justo cuando sacaban a Crater en silla de ruedas a la sala de espera.

– Señor Crater -le iba diciendo el doctor Gephardt-, según su historial tiene usted un problema grave de salud. Cuando llegue a su camarote, le sugiero que se meta en la cama. Ha sufrido un shock nervioso.

Crater tenía la cara roja y dos moratones a cada lado del cuello. ¿Se los habrían hecho los médicos al moverlo?

– Señor Crater -saludó-. Mi tío, el comodoro…

Crater le miró suspicaz.

– Déjeme en paz -gruñó.

– Sentimos muchísimo lo que ha pasado. Le acompañaré a su camarote -replicó Eric con firmeza.

– Eric, ¿puedo hablar contigo un momento? -pidió el médico.

– Ahora no. Tengo que llevar al señor Crater a su camarote para que se ponga cómodo.

– Entonces ven luego, por favor.

Oh, oh, pensó Eric, empujando ya la silla de ruedas.

– Enseguida -prometió.

Una vez en la puerta del camarote, Eric pidió a Crater la llave. No iba a dejar que supiera que podía entrar por su cuenta.

Le alivió ver que a ojos de Crater el camarote estaba exactamente como tenía que estar.

Crater se levantó.

– Muy bien, ya me ha traído. Ahora déjeme en paz.

Era obvio que estaba asustado. «Puede que esté loco -pensó Eric-, pero parece que le doy miedo.»

– Me voy ya. Si necesita algo, hágamelo saber.

– Pues sí, encuentre mi móvil. Ya les dije a los de la enfermería que lo buscaran. Debió de caerse de mi bolsillo cuando esas niñatas me tiraron.

– Se lo encontraré, no se preocupe. Que se mejore.

Por lo menos tenía un informe que dar a su tío, pensó más animado mientras volvía con la silla de ruedas a la enfermería.

El doctor Gephardt estaba en su despacho.

– Pasa, Eric.

Eric se quedó en la puerta.

– Que sea rápido, tengo que ducharme y vestirme. Mi tío ya estará pensando que me ha pasado algo.

– Eric, seguramente habrás notado los cardenales que tenía el señor Crater en el cuello.

– Sí.

– Alguien intentó matarle anoche.

– ¿De qué está hablando? -se sorprendió Eric.

– Estoy hablando del intento de asesinato de uno de mis pacientes. Tenemos que contárselo al comodoro y dar la alarma.

La mente de Eric empezó a centrarse.

– ¿Dijo Crater que alguien había intentado matarlo?

– No, él lo niega.

– Entonces ¿de qué estamos hablando?

– Gephardt le contó que a las cuatro de la madrugada

Maggie Quirk había visto a una persona salir de la enfermería a través de la sala de espera.

– Está loco. ¿Por qué iba Crater a negarlo si alguien intentó asfixiarle?

– Buena pregunta. Pero es verdad. Si la señora Quirk no hubiera venido y hubiera tocado ese timbre, la enfermera Rich se habría encontrado un cadáver cuando por fin se despertara.

Eric asimiló el dato de que Crater había negado el asalto.

– ¿Se da cuenta de lo ridículo que sería anunciar que ha habido un intento de asesinato cuando la víctima lo niega?

– Puede que no tanto como dejar que un asesino en potencia ande rondando por el barco. Se debería realizar una búsqueda de inmediato. De hecho la señora Quirk declaró que el intruso guarda cierto parecido con Louie Gancho Izquierdo, el escritor ese de las fotos que están por todo el barco. Es la misma descripción que dio la señora Pickering del hombre que vio en la capilla anoche, ¿no?

Eric se quedó de piedra. Tenía que referirse a Bala Rápida. ¿Habría salido el muy idiota del camarote la noche anterior?

– Pe-pe -tartamudeó- pero… ¿Me está sugiriendo que organicemos la búsqueda de un fantasma? ¿Se da cuenta de que una cosa así acabaría con esta línea de cruceros? Tenga un poco de lealtad, doctor, y olvídese de toda esta histeria.

Alvirah se había levantado para ir al baño y oyó la conversación. «¡Madre mía! -se dijo-. Esto es muy gordo. Menos mal que me di el golpe en la cabeza y me he enterado de todo esto»

35

Después de su sorprendente declaración en la habitación de Alvirah, Maggie casi pedía disculpas.

– Ya sé que parece una locura -se excusó, refiriéndose a su descripción del intruso de la sala de espera.

– Pues lo peor es que teniendo en cuenta lo que ha estado pasando en este barco, no parece una locura en absoluto -replicó Alvirah.

Cuando Maggie y Ted se marchaban para proseguir con su interrumpido ejercicio, el doctor Gephardt pidió muy nervioso a los Reilly que salieran también. Quería coser a Alvirah la brecha de la frente y hacerle una radiografía.

– No tardará mucho -prometió-. Y luego, si la señora Meehan se encuentra bien, puede ir a relajarse a las hamacas de cubierta. Pero nada de correr -intentó bromear.

Regan, Jack, Nora y Luke subieron al Lido. Hacía muy buen día para estar fuera, pero después de elegir la comida del bufet, llevaron las bandejas a una mesa de un rincón dentro del restaurante. Era un buen lugar tanto para hablar como para observar. Regan había llamado a Dudley para informarle del accidente de Alvirah y le pidió que se reuniera con ellos.

– Es urgente -insistió.

Dudley, que se había pasado media noche trabajando en su segundo comunicado de prensa que ensalzaba el alegre ambiente en el barco, casi se desmayó al enterarse del asunto del Santa Claus huraño. Ni siquiera el antipático Bobby Grimes habría dejado a la señora Meehan tirada en el suelo.

– Voy ahora mismo -gruñó.

Había papeles dispersos por la cama, la mesa y el suelo, resultado de sus esfuerzos literarios para interpretar los percances del primer día como sucesos inocuos y sin importancia ya la vez hacer hincapié en el alegre ambiente entre un grupo de buenas personas navegando juntas.

Mientras le esperaban, Regan y Jack llamaron a un camarero para que les sirviera más café.

– ¿Estaba usted aquí cuando el Lido abrió a las seis? -preguntó Jack.

– Sí, señor.

– ¿Y no advirtió al Santa Claus que debió de ser de sus primeros clientes?

– Fue el primer cliente. -El camarero se echó a reír-. Creo que era uno de los dos Santa Claus que también fueron los primeros en llegar para el bufet de última hora.

Los Reilly se miraron.

– Pero ¿ese bufet no abre justo cuando termina la cena? -quiso saber Nora.

– ¿Qué quiere que le diga? A la gente le gusta comer en los cruceros. El bufet empieza a las once, pero todavía estábamos preparándolo cuando llegaron los dos Santa Claus. Todavía no habíamos sacado casi nada, así que se llenaron los platos de queso, galletas y uvas.

– Parece que se perdieron la cena -comentó Luke.

– En la cena había ocho Santa Claus -afirmó Nora-. Estoy segura.

– ¿Quieren algo más? -preguntó el camarero.

– No, muchas gracias -contestó Regan.

Cuando el hombre ya se marchaba, se acercó Dudley. El radiante director de crucero del día anterior parecía necesitar un tranquilizante y unas cuantas horas de sueño.

– Buenos días -saludó, intentando automáticamente que su voz alcanzara el habitual tono alegre-. Siento muchísimo lo que le ha pasado a la señora Meehan…

– Dudley -le interrumpió Jack, queriendo ir directo al grano-. Creemos que por este barco anda una persona, probablemente dos, con los trajes robados de Santa Claus. La señora Meehan está casi segura de que el Santa Claus que vio esta mañana solo llevaba un cascabel en el gorro. Queremos que reúna a los diez Santa Claus lo antes posible. Que lleven todos el disfraz a la reunión para poder confirmar que a ninguno de los ocho gorros les falta un cascabel. Si todos están intactos, podemos estar seguros de que uno de los trajes robados está siendo utilizado por alguien que va en el crucero.

Dudley se llevó la mano al corazón, como queriendo frenar sus latidos.

– Haré todo lo que me pidan.

Regan le informó entonces de lo que Maggie había visto.

– ¡Ay, Dios mío! -suspiró Dudley-. Ya saben que tanto la señorita Quirk como la señorita Pickering comparten camarote y pertenecen al grupo de Lectores y Escritores que están haciendo un homenaje a Louie Gancho Izquierdo. ¡Tal vez todo esto no sea más que una broma de mal gusto!

Los Reilly negaron con la cabeza.

– Desde luego sería lo mejor -dijo Jack-. Pero creemos que no. Estamos convencidos de que hay al menos una persona en este barco que no trama nada bueno. Dudley, necesito la lista de pasajeros y tripulación. En mi oficina investigarán todos los nombres.

Dudley iba a protestar cuando le interrumpió la voz de Alvirah:

– ¡Yujuuu! -Llevaba una venda en la frente y Willy la seguía-. No os vais a creer lo que os voy a contar -comenzó, mirando a Dudley-. Estoy segura de que se enterará de todas formas, así que más vale que lo oiga también. Alguien intentó matar al señor Crater anoche en la enfermería. Él lo niega todo, pero ha de tratarse del hombre que Maggie vio salir por la sala de espera, el que se parece a Louie Gancho Izquierdo.

Dudley lanzó un gemido.

– Voy a por las listas que me han pedido. Ahora mismo. Inmediatamente.

Se levantó de un brinco, apenas tocando el suelo con los pies, y solo se detuvo a por un café de camino a la salida del restaurante.

36

A las siete y media, el sonido del móvil de Harry Crater despertó a Gwendlyn y Fredericka. Fredericka, de diez años, se incorporó en la cama, rebuscó en el bolso y cogió el teléfono.

– ¡Buenos días! ¡Habla Fredericka! -exclamó con tono animado, como le habían enseñado en las clases de etiqueta-. ¿Con quién hablo, por favor?

– Me habré equivocado de número -masculló una voz áspera.

Y un chasquido indicó que había colgado.

– Qué grosero -comentó Fredericka a su hermana-. Si uno se equivoca de número, hay que ofrecer una disculpa sincera por molestar al receptor de la llamada. Bueno, da igual. Es hora de que vayamos a la enfermería a animar al tío Harry.

El teléfono volvió a sonar.

– ¡Me toca! -exclamó Gwendolyn, de ocho años-. Buenos días. ¡Al habla Gwendolyn!

La niña oyó una palabra prohibida.

– ¿A qué número llamo? -preguntó la voz.

– No lo sé. Es el teléfono del tío Harry.

– ¡El tío Harry! ¿Y dónde demonios está?

– En la enfermería. Íbamos ahora mismo a verle.

– ¿Qué le ha pasado?

– Que se cayó y no podía levantarse, así que lo tuvieron que sacar del comedor en una camilla.

Gwendolyn oyó de nuevo la palabra prohibida y luego una brusca orden:

– ¡Pues dile que llame a su médico personal inmediatamente!

– Gracias, doctor. Le daré su mensaje. Que tenga usted un buen día. -La niña colgó-o El médico ese tiene muy mal humor -comentó a su hermana.

– Casi todos los mayores tienen mal humor -explicó Fredericka-. Toda la gente a la que visitamos por la mañana está de mal humor. Nuestro trabajo es ponerlos contentos a todos, pero cada vez es más difícil. Anda, vamos a vestimos.

Tres minutos más tarde, ataviadas con pantalones cortos iguales y camisetas de Santa Claus, las niñas cogían los dibujos que les habían permitido hacer para el tío Harry la noche anterior antes de acostarse. El de Fredericka mostraba el sol alzándose sobre una montaña. El tema de la obra de arte de Gwendolyn era un helicóptero aterrizando en un barco.

Fredericka abrió con mucha cautela la puerta que daba al dormitorio de sus padres y los oyó roncar.

– Situación normal -informó a su hermana-. Vámonos. Volveremos antes de que se despierten.

En la enfermería, la enfermera de día, Allison Keane, les informó de que el señor Crater ya había vuelto a su camarote.

– No creo que quiera visitas.

Las niñas le enseñaron los dibujos.

– ¡Pero si los hemos hecho para él!

– Qué bonitos -dijo la enfermera en un tono poco sincero-. Si los dejáis aquí, ya se los daré yo.

– Pero queremos verle. ¡Queremos mucho al tío Harry!

– Lo siento, no puedo daros su número de camarote -replicó la enfermera con firmeza.

– Pero… -quiso protestar Gwendolyne.

Fredericka le dio un codazo.

– No pasa nada. A lo mejor viene luego a comer. Gracias, enfermera Keane.

La niña hizo una reverencia y salió corriendo hacia la puerta.

– Pero yo quería ver al tío Harry-lloriqueó Gwendolyne.

– Sígueme. -Fredericka se acercó a un teléfono sobre una mesa en el pasillo, lo descolgó y pidió el número de Harry Crater. Cuando el hombre contestó, parecía furioso-. ¿Cómo se encuentra? -preguntó la niña, después de identificarse.

– De pena. ¿Qué quieres?

– Le hemos hecho unos dibujos y queríamos dárselos. Estamos seguras de que le harán sentirse mucho mejor.

– Estoy descansando. Dejadme en paz.

– También tenemos su móvil.

Ahora le tocó a Fredericka oír la palabra prohibida.

– ¿Dónde estás? -preguntó Crater.

– ¿Dónde está usted, tío Harry? Nosotras se lo llevamos.

Crater le dio el número de habitación. Unos minutos después las niñas llamaban a su puerta. Cuando él abrió se hizo evidente que no pensaba invitarlas a entrar.

– ¡Ha llamado su médico! -informó Fredericka-. Quiere que le llame.

– Seguro -masculló Crater, cogiendo el móvil.

– ¡Aquí están nuestros dibujos! -se enorgulleció Gwendolyne-. Si tiene un poco de cinta adhesiva, se los pondremos en la pared.

Crater se había quedado mirando el dibujo del helicóptero.

– ¿Quién ha hecho esto?

– ¡Yo! -exclamó encantada Gwendolyne-. ¿Me llevará a dar una vuelta en su helicóptero algún día?

– ¿Y tú cómo sabes que tengo un helicóptero?

– Anoche, cuando se lo llevaron a la enfermería, alguien les dijo a papá y mamá que si se ponía usted más enfermo y pensaban que se iba a morir o algo, entonces vendría su helicóptero a llevárselo. ¡Qué guay!

– Sí, ya. Escuchad, niñas, tengo que descansar.

– Ya regresaremos luego, por si se ha vuelto a caer. Nos gusta cuidar de la gente enferma.

Crater les cerró la puerta en las narices.

Las niñas se encogieron de hombro mientras oían echarse los pestillos.

– Como diría papá, «ninguna buena acción queda sin castigo» -comentó Gwendolyne-. Pero Dios nos está viendo y sonríe.

– Vamos a por un café para mamá y papá -sugirió su hermana-. Ya sabes que mamá necesita el café por la mañana.

Las dos niñas echaron a correr por el pasillo como una manada de elefantes, decididas a realizar su segunda buena acción del día.

37

El comodoro, todavía con el pijama de rayas blancas y azules, estaba sentado en el suelo del salón de la suite con las piernas cruzadas, en un intento de lograr la paz interior. También se estaba preparando para las noticias locales de Miami, que estaban a punto de aparecer en su televisión por satélite. A esas alturas lo de la paz interior era un sueño imposible. Se había imaginado que ser dueño del Royal Mermaid le proporcionaría el solaz que había ansiado después de tres matrimonios fracasados y la muerte de su querida madre. Pero no tuvo esa suerte.

Todavía no había comido nada esa mañana. Eric había vuelto a la suite para contarle el accidente de Alvirah Meehan justo cuando Willson llegaba con el desayuno. ¿Qué más podía salir mal?, se preguntó. Como respondiendo a su pregunta, sonó de pronto en la televisión la insistente música dramática de las noticias de las ocho.

– Buenos días -saludó con optimismo un guapo presentador de cara de botox, sonriendo a la cámara-. Hoy, veintisiete de diciembre, nuestro primer titular de la mañana se refiere a la búsqueda de Bala Rápida Tony Pinto, que se ha intensificado. Varios testigos han declarado verle cerca de la frontera de México y Canadá, pero todas las declaraciones han resultado ser pistas falsas. Su esposa, en su mansión de Miami, sigue insistiendo en que está muy preocupada por «su Tony», como suele llamarle. Según su declaración, cuando se despertó ayer por la mañana, él ya no estaba en casa. Teme que el estrés de su inminente juicio le haya trastornado, y ahora pueda haber perdido la memoria de su vida anterior y esté desorientado y necesitado de ayuda. Ha ofrecido una recompensa de mil dólares a cualquiera que ofrezca alguna información que ayude a localizar el paradero de su marido.

– ¡Mil dólares! ¡Venga ya! -masculló el comodoro. En ese momento llamaron a la puerta-. ¡Adelante! -bramó.

Dudley entró en la sala, pero el comodoro le hizo una señal para que guardara silencio.

– … La señora Pinto ha distribuido folletos por toda la ciudad con una fotografía de Bala Rápida en la que aparece con el Premio al Ciudadano Distinguido que recibió de un grupo desconocido.

¿Tendría que salir corriendo y esconderse para escapar de sus problemas?, pensó el comodoro sombrío. Había creído que la vida en el mar sería despreocupada y gratificante…

– Y ahora -prosiguió el locutor- Bianca García nos ofrece nuevas noticias sobre el crucero de Santa Claus que salió del puerto de Miami hace menos de veinticuatro horas. ¿Bianca?

La cámara enfocó a Bianca, que a pesar de haber dormido solo dos horas nunca había tenido los ojos más brillantes. En su mente ya se veía en el Rockefeller Center presentando el programa Today.

– Pues sí, Adam, tengo que decir que es un extraño crucero el que tenemos ahora en alta mar, y la inesperada tormenta que azotó el barco esta noche es el menor de sus problemas…

El comodoro quiso levantarse, pero le hormigueaban las piernas y los pies. Perdió el equilibrio y se cayó torpemente hacia un lado.

Bianca resumió rápidamente su anterior reportaje:

– … Y anoche después de las noticias hablé con uno de mis contactos en el barco. Por lo visto hubo más sorpresas. Dos trajes de Santa Claus fueron robados de una sala cerrada con llave, y una mujer del grupo de Lectores y Escritores entró dando gritos en el comedor durante la cena, declarando haber visto el fantasma de Louie Gancho Izquierdo en la capilla. Hace unos instantes me ha llegado la noticia de que la famosa ganadora de la lotería Alvirah Meehan se cayó en cubierta esta mañana mientras intentaba alcanzar a uno de los Santa Claus del crucero, que al parecer huía de ella. ¡Qué grosero! Y yo que pensaba que era un crucero precisamente para gente solidaria. ¿Qué está pasando? Anoche comenté que tal vez viajaba a bordo el fantasma del primer propietario del barco, Angus MacDuffie, Mac. Esta mujer en cambio sostiene que el fantasma que vio era el de Louie Gancho Izquierdo. -Aparecieron en la pantalla fotografías de los dos hombres-. Es increíble. Ambos son hombres corpulentos vestidos con calzones de cuadros. Yo, personalmente, creo que se trata del fantasma de MacDuffie.

» Veamos, MacDuffie era un excéntrico. Se pasaba el día entero en el barco, incluso después de que acabara en el jardín de la finca que había heredado de sus padres. Tanto su padre como su madre eran coleccionistas sin medida, amantes de todo lo antiguo, desde una escultura griega hasta una gastada tabla de fregar, y jamás tiraban nada. La casa estaba tan abarrotada de objetos que se consideraba en constante peligro de incendio. El yate fue la vía de escape de MacDuffie. Adoraba el mar y disfrutaba de la amplitud del espacio abierto. Él mismo declaró que jamás dejaría ese barco, y yo sostengo que todavía sigue a bordo.

» ¿Cuál de estos dos fantasmas anda rondando el barco? ¿Louie Gancho Izquierdo, a quien se rinde un homenaje, o Mac MacDuffie, quien aseguró que el barco siempre sería suyo? Envíen sus e-mails con sus opiniones. Mientras mis espías sigan enviando datos desde el Caribe, les mantendré informados…

Winston había entrado en la habitación durante el reportaje, con café recién hecho y dos tostadas de pan integral, esperando que su jefe recobrara el apetito.

– ¡Esa mujer me va a enterrar! -exclamó el comodoro.

– Venga, señor -quiso calmarle Winston-. Ya verá como las cosas tienen otra luz después de un café. Sabe que el café de la mañana le da alegría y optimismo.

– Winston, tú siempre sabes lo que necesito -contestó el comodoro, mirando ceñudo el televisor, donde ahora salía un anuncio de ambientador.

– Comodoro Weed -saludó animadamente Dudley-. He enviado un comunicado de prensa anoche y otro esta mañana. Estoy seguro de que cambiarán la visión de las cosas.

– ¿Has obtenido alguna respuesta?

– Todavía no, pero…

El comodoro movió la cabeza.

– Mi pobre madre -suspiró, alzando la taza de café-. Sus cenizas deben de estar dando saltos dentro de esa caja.

Dudley miró la vitrina. El cofre de plata con las cenizas estaba totalmente inmóvil, pero algo en su cabeza empezó a dar saltos. Se volvió hacia Winston.

– Yo también tomaré un café, gracias. Luego, si no te importa, me gustaría hablar con el comodoro en privado.

Winston se puso muy tieso.

– Tengo que ir a la cocina a buscarle una taza grande -resopló-. Ya sé que es como usted la prefiere -añadió con condescendencia.

– Winston, te das cuenta de todo y no se te olvida nada -dijo el comodoro-. He tenido mucha suerte de dar contigo.

– Siempre es difícil encontrar un buen servicio – opinó Dudley.

Un momento más tarde Winston dejaba una taza grande delante de Dudley y servía el café en cafetera de plata. Cuando el director cogió la taza, estaba seguro de que el mayordomo la había puesto bajo el agua fría. El asa estaba helada. Por fin Winston desapareció y Dudley carraspeó.

– En primer lugar, señor, ¿dónde está Eric?

– Estaba aquí hace un momento. Se levantó temprano para ir a ver al señor Crater, luego vino a ducharse y vestirse y volvió a salir para ver a los demás pasajeros. Es muy trabajador. Me contó lo que le ha pasado a la señora Meehan, pero ¿cómo se ha enterado tan deprisa la locutora esa? Yo no sé quién le estará proporcionando la información desde el barco. ¿Y cuál de los Santa Claus es tan grosero?

Era evidente que Eric no le había contado a su tío la teoría del doctor Gephardt de que alguien había intentado asfixiar a Crater. Dudley creyó su deber informar al comodoro. Eso endulzaría la sugerencia que pensaba proponerle. De manera que agarró el toro por los cuernos y le relató la conversación que Alvirah había oído.

El comodoro se quedó horrorizado.

– ¿Y por qué no me ha contado Eric todo esto?

– Supongo que quería protegerle, pero lo que yo pienso es que la información es poder.

– Eric es muy bueno. Pero ¿y si llega a filtrarse esta información?

– Puedo garantizarle que ni los Meehan ni los Reilly dirán nada. Voy a dar a Jack Reilly la lista de pasajeros y tripulación que me ha pedido. Van a comprobar todos los nombres en su oficina de Nueva York para ver si… -Dudley vaciló-. Para ver si hay alguna persona con problemas entre nosotros.

– Quienquiera que esté informando a esa periodista anda rondando por mi barco en busca de rumores -comentó asqueado el comodoro-. ¡Y eso que el crucero es gratis! ¡Nada de lo que hago sirve para nada!

– ¡Eso no es así! Y su santa madre nos va a ayudar.

– ¿Mi madre? -preguntó Randolph alzando la voz.

– Sí, señor. Seguro que esa periodista estará interesada en la emotiva noticia de que va a lanzar las cenizas de su madre al mar en este crucero.

– ¿Tú crees?

– Estoy seguro. Pero no podemos esperar a mañana por la mañana. Tiene que salir en las noticias de esta noche.

– ¡Pero el cumpleaños de mi madre es mañana! Ese es el día en que quería arrojar sus cenizas al mar.

– ¿A qué hora nació?

– A las tres de la madrugada.

– ¿No nació su madre en Londres?

– Sí.

– Entonces en esta parte del mundo todavía era el veintisiete de diciembre.

El comodoro se quedó pensando.

– ¿Tú crees que saldría un buen reportaje de su funeral en alta mar?

– Estoy convencido. Confíe en mí, señor. Cada vez sale más gente en estos cruceros con intención de esparcir las cenizas de sus seres queridos. A esta espantosa periodista le encantará tener una grabación de la ceremonia. A los espectadores les interesará mucho. Podemos celebrar la ceremonia hoy al atardecer. Y créame, acudirá mucha más gente por la tarde que si hace la invitación para mañana al amanecer.

El comodoro miró la vitrina de cristal.

– ¿Tú qué piensas, madre?

Dudley casi esperaba que de la urna saliera una cabeza como de una caja de sorpresas.

– ¿Dices que vendría más gente? -preguntó el comodoro.

– Mucha más, señor. Celebraremos la ceremonia al atardecer en la cubierta. Sus comentarios serán conmovedores, y breves, luego cantaremos unos himnos y por fin habrá un brindis con champán después de que eche usted los restos de su madre al mar.

El comodoro vaciló.

– ¿No será eso explotar el funeral de mi madre en mi propio interés?

– Es su madre -se apresuró a contestar Dudley-. Le alegraría muchísimo saber que le estaba ayudando a salir de este problema.

El comodoro reflexionó.

– Eso es verdad. Era una mujer muy altruista. Dices que deberíamos hacer la ceremonia en cubierta. ¿Y por qué no en la preciosa capilla que hice construir justo para eso?

– Es demasiado pequeña. Pienso asegurarme de que asistan todos los que están a bordo de este barco. Vamos a poner carteles y a anunciarlo por megafonía. Y durante el almuerzo, cuando estén todos reunidos, iré de mesa en mesa recordando a nuestros invitados que no deben perderse la ceremonia.

– Muy bien, Dud1ey. Creo que yo pasaré el día a solas con mi madre. Únicamente me quedan nueve horas con ella y… -Se le quebró la voz-. Y me gustaría aprovecharlas al máximo.

– Pero tendría usted que ir al almuerzo, señor. Su presencia es un indicativo de que todo va bien.

– Tienes razón una vez más, Dudley. -El comodoro se levantó-. Ya es hora de que me duche y me vista. Incluso cuando era un chaval a mi madre no le gustaba nada que andara por ahí en pijama.

– Yo voy a preparar los comunicados y a avisar a la tripulación. Solo le molestaré si es absolutamente necesario.

38

Crater estaba frenético. Ya era bastante descalabro que alguien hubiera intentado matarlo, y aunque sintió un gran alivio cuando las niñatas esas le devolvieron el móvil, ahora había desaparecido el portafolio con todo el dinero y sus varios pasaportes.

¡Alguien había estado en el camarote en su ausencia! Pero ¿cómo podía denunciar el robo? Si el ladrón andaba tras el dinero y había tirado el maletín, más le valía que nadie lo buscara. Cualquiera que viera los pasaportes sabría que no tramaba nada bueno. Pero lo que era más importante: ¿intentarían de nuevo matarlo?

Crater llamó a su cómplice y le explicó brevemente por qué las niñas tenían su móvil.

– ¿Todavía está previsto que llegues mañana al amanecer? -preguntó-. Yo desde luego ahora no tendría ningún problema en fingir una urgencia médica.

– Está todo listo -le aseguraron-. Hemos visto en la tele que hay problemas en el barco. ¿Crees que afectarán a nuestra misión?

– ¿Que alguien haya visto un fantasma? ¡Vamos, hombre! -estalló Crater-. Olvídalo. Es lo que menos me preocupa. Más vale que estéis listos para moveros deprisa cuando aterricéis a bordo mañana por la mañana. No tendremos mucho tiempo. Y nos conviene que nadie resulte herido. No la caguéis -advirtió.

Crater estaba bastante seguro de la lealtad de los tres hombres que llegarían en el helicóptero. Después de un momento de debate interno, decidió no decir nada del intento de asesinato. Sus cómplices no tenían ni idea de que él no era el jefe de aquel asunto. Ni siquiera conocían la existencia de la mujer que en realidad estaba al mando.

Y era lo que ella quería, se recordó Crater. Él iba a sacar una buena tajada por respetar sus deseos. Solo quería terminar el trabajo, cobrar su parte y celebrar el Año Nuevo en tierra firme.

Encendió el televisor y vio parte del reportaje sobre Bala Rápida Tony Pinto y las pistas falsas de quienes declararon haberlo visto en Canadá y México. Al ver la imagen de Pinto en la pantalla, a Crater se le secó la boca y recordó las palabras que su asesino le había susurrado al oído: «Esto es lo que te mereces».

Bala Rápida había jurado vengarse cuando Crater denunció a su padre. De pronto se dio cuenta del gran parecido que había entre Bala Rápida y el escritor aquel que aparecía en los carteles por todo el barco. ¡Un momento!, se dijo. Cuando trabajaba con Pinto padre, ¿no había oído mencionar que el hermano de su madre era un boxeador que empezó a escribir cuando se retiró?

Un torrente de pensamientos cruzaba su mente. La mujer gritando que había visto al escritor en la capilla, alguien que había intentado matarle… Bala Rápida se parecía mucho a ese escritor, y había muchas posibilidades de que estuvieran emparentados…

«Esto es lo que te mereces», recordó una vez más.

De pronto se sintió desfallecer. Los periodistas no se habían equivocado: Bala Rápida no estaba en México ni en Canadá.

Crater supo que Bala Rápida, el hombre que había jurado perseguirle, se escondía en algún rincón del barco.

39

El Lido se llenaba rápidamente de comensales. Los Reilly y Meehan, temiendo que alguien los oyera, se habían ido al camarote de Willy para hablar tranquilos y que Alvirah pudiera tumbarse en la cama.

– Aquí estoy más segura que en la enfermería -declaró Alvirah-, pero ¿quién sabe si no corremos todos peligro en este barco? Siento mucho haberos metido en esto.

– Tú no sientes nada -dijo Nora sonriendo.

– Eres un imán para los líos, y te gusta -añadió Luke.

– Confieso que hacen que me sienta viva -reconoció Alvirah. Se arrepintió de haber asentido con la cabeza, pues un agudo dolor le cruzó la frente-. Siempre prefería trabajar en casas de familias algo excéntricas -declaró-. Era mucho más interesante que limpiar la porquería del típico guarro.

– Tú no estás segura ni con Santa Claus -comentó Luke.

Alvirah carraspeó, ansiosa por ir al grano.

– Ya sé que no tenemos pruebas, pero parece que alguien intentó matar a Crater. ¿Por qué a él? ¿Y por qué lo niega? Si es cierto, significa que tenemos a bordo un asesino que podría atacar de nuevo. El caso es que no podemos ir por ahí preguntando a la gente si ha intentado asfixiar a Crater.

– Dudley me prometió que me pasaría una lista de pasajeros y tripulación -dijo Jack-. En mi oficina comprobaran los nombres en un par de horas, para ver si hay alguien de especial interés. Ya veremos de qué va Crater.

– Una cosa más -añadió Alvirah. Intentando ignorar el dolor de cabeza, abrió un cajón y sacó una baraja. Les explicó que había descubierto unas marcas en las figuras que se distinguían al mirarlas en el espejo-. Willy se encontró las cartas en este camarote, que era de Eric, pero cuando intentamos devolvérselas, Eric no parecía saber nada. Yo creo que pueden ser una pista para entender todo lo que está pasando aquí.

En ese momento sonó el teléfono. Era Dudley. Alvirah lo puso en el manos libres.

– Tengo una reunión con todos los Santa Claus en mi despacho dentro de quince minutos. Y tengo también la lista de pasajeros y tripulación.

– Jack y yo vamos ahora mismo -dijo Regan.

– Muy bien.

Jack cogió la baraja mientras se disponían a salir del camarote de Alvirah.

– Yo diría que estas cartas son de un jugador profesional. A ver si averiguo qué son estos símbolos. En mi oficina tenemos a un especialista en fraudes de juego y podría tener alguna idea de lo que significan estos números.

Alvirah quería ir con Reagan y Jack, pero sabía que no se lo permitirían, de manera que no dijo nada.

– Yo seguiré pensando -exclamó por fin-. De eso podéis estar seguros.

40

Los diez Santa Claus, ocho de ellos con el disfraz puesto, se hacinaban en el pequeño despacho de Dudley. Fue fácil realizar una rápida inspección de los trajes: los ocho gorros tenían todos los cascabeles. La noticia del accidente de Alvirah se había propagado rápidamente, y el hecho de que alguien disfrazado de Santa Claus la hubiera dejado allí tirada había unido a los diez hombres en una furiosa indignación, incluso a Bobby Grimes.

– Ese tío nos está dando mala fama a todos -declaró haciéndose el santo-. Como ya dije anoche, más nos vale tener los ojos bien abiertos.

Dudley miró a Jack, que tomó la palabra.

– Necesitamos su ayuda -comenzó-. Estamos todo de acuerdo en que quienquiera que tenga los dos trajes que faltan es un pasajero o un miembro de la tripulación que seguramente esté tramando alguna broma de mal gusto. Sin embargo, como ya hemos visto en el caso de la señora Meehan, las bromas pueden provocar accidentes. Ustedes diez pueden ser de gran ayuda, siempre que lo que digamos en esta habitación no salga de aquí. Durante el resto del viaje, por favor, mantengan los ojos abiertos en busca de un Santa Claus que solo lleva un cascabel en el gorro. Tenemos que encontrarlo.

– Con mi mala suerte, seguro que a mi gorro se le cae el cascabel-se quedó Bobby Grimes.

– Sabemos quién es usted -le aseguró Jack con una sonrisa.

– Pero ¿quién haría una cosa así? -preguntó Nelson.

Dudley se encogió de hombros.

– Su trabajo como Santa Claus consistía en averiguar qué querían los niños por Navidad. La tarea que les encargamos hoyes que nos ayuden a atrapar a este ladrón.

– El problema es que hay que ver el gorro por detrás para saber cuántos cascabeles lleva -observó Ted Cannon.

– Ya lo hemos pensado -dijo Dudley-. Por eso les voy a dar los pins de recuerdo del Royal Mermaid ahora, y no al final del crucero. Llévenlos en la chaqueta del traje y así se identificarán como Santa Claus oficial de este crucero.

– Todos hemos visto la televisión. -Nelson meneó la cabeza-. Y este barco está recibiendo mucha atención.

– Es que están haciendo una montaña de un grano de arena -le quitó importancia Dudley-. El responsable de todo es nuestro bromista.

– ¿También era un bromista el camarero que se tiró al agua en el puerto? -preguntó uno-. ¿Quiénes eran sus amigos? A lo mejor es un amigo suyo el que ha organizado todo esto.

– Ese es mi trabajo -replicó Jack-. Ya estamos investigándolo.

– Me gustaría recordarles que son invitados especiales del comodoro en este viaje -dijo Dudley ansioso-. Seré sincero: la mala publicidad podría significar el final del sueño del comodoro, que es este barco. Por otra parte, si nos ayudan a crear un buen ambiente entre los pasajeros, estarán dando a su anfitrión lo único que siempre ha deseado en la vida: la oportunidad de estar al timón de un barco de cruceros, en el que la gente pueda olvidar sus problemas y ser feliz.

«Bien hecho, Dudley», pensó Regan.

– Una cosa más, muy importante -añadió Dudley-. El comodoro quería muchísimo a su madre. Sus cenizas están a bordo. Esta tarde, a la puesta de sol, se va a celebrar una ceremonia en su honor en la cubierta Promenade. Se pedirá su asistencia a todos los pasajeros. Será un acto breve, cantaremos unos himnos y el comodoro dará el último adiós a su madre al arrojar por la borda la urna de plata con sus cenizas. Luego habrá un brindis con champán.

– ¿Y por qué va a tirar las cenizas con la caja? Yo creía que había que esparcirlas en el mar -preguntó ceñudo Grimes.

– Porque daña el medioambiente -explicó Nelson-. Lo de esparcirlas solo lo hacen en las películas. Mi psicólogo me dijo una vez que uno de sus pacientes quería esparcir las cenizas de su padre cerca de todos los bares que solía frecuentar, pero por supuesto la ciudad de Nueva York le dijo que se tirara al río con las cenizas de su padre.

– Siempre que no salieran de su caja -añadió alguien.

– Me gustaría que esta noche el comodoro tuviera una escolta de Santa Claus -prosiguió Dudley-. Ocho de ustedes, en uniforme, acompañarán al comodoro Weed y a su madre mientras van de la suite a la capilla para decir una breve oración, y luego hasta la cubierta Promenade, donde aguardará la tripulación y el resto de los pasajeros. ¿Quién quiere ir en la procesión?

Se alzaron diez manos.

Dudley sonrió.

– Lo echaremos a suertes. ¿Y quién sabe? Si atrapamos hoy al ladrón de los disfraces, todos podrán estar en la procesión.

41

Highbridge y Bala Rápida, conscientes de que habían escapado por los pelos y de que cada minuto los acercaba un poco más a la libertad en Fishbowl Island, estaban acurrucados debajo del altar de la capilla, con las manos en torno a las rodillas. No dejaban de moverse intentando ponerse cómodos, pero no había manera.

Era muy difícil mantenerse totalmente inmóvil. La respiración de Bala Rápida, normalmente pesada, sonaba estruendosa a oídos del nervioso Highbridge. El frío húmedo del disfraz de Bala Rápida se le estaba metiendo en los huesos, y además de dejarlo helado, le producía picores. Se habían quitado las barbas, pero las mantenían en el regazo listos para volver a ponérselas en un instante. No es que fuera a servirles de mucho, pensó Highbridge. Si alguien se acercaba y levantaba el paño, ¿qué tendrían que hacer? ¿Fingir que estaban jugando al escondite?

Estaban agotados y ahora se daban cuenta de lo vulnerables que eran en aquel espacio público. Esperaban contra toda esperanza que nadie los descubriera antes de que llegara Eric para llevarlos a la relativa seguridad de su camarote.

A las nueve y media, al oír la puerta de la capilla, ambos se tensaron y Bala Rápida casi dejó de respirar.

– Aquí estamos, madre -oyeron una voz masculina.

Pero no hubo respuesta.

Unos pasos por el pasillo se acercaban al altar. Los dos fugitivos se empaparon de un sudor frío. Los pasos se detuvieron en lo que debía de ser la primera o segunda fila de bancos, y un débil crujido indicó que alguien se había sentado.

– Es una capilla preciosa, ¿verdad, madre?

Seguía sin haber respuesta. Bala Rápida y Highbridge se miraron perplejos.

– Iba a arrojarte al mar mañana al amanecer, pero hemos adelantado la ceremonia al atardecer de hoy. Espero que no te importe. Dudley asegura que no te importará, que para eso están las madres, para ayudar en momentos de necesidad. Hemos tenido muchísimos problemas desde que zarpamos. Juro que como encuentre a los que robaron los trajes de Santa Claus voy a dar les una paliza de muerte. Lo siento, madre. Ya sé que no debería hablar así. Me acuerdo mucho de los viajes que hicimos juntos. ¿Recuerdas cuando tu sombrero salió volando en la travesía del viejo Queen Elizabeth? Un pasajero lo vio desde la cubierta superior y pensando que todavía lo llevabas puesto gritó: «¡Mujer al agua!».

El comodoro se echó a reír conmovido.

– Fue entonces cuando dijiste que querías que el mar fuera tu último lugar de reposo. Y yo te prometí que echaría tus cenizas al mar. Pues bien, hoy voy a cumplir esa promesa.

El comodoro guardó silencio unos cinco minutos, con el cofre de plata en el regazo y la mente llena de recuerdos emotivos de su madre. Se levantó para marcharse justo cuando se abrió la puerta de la capilla y apareció la mujer que la noche anterior aseguró haber visto a Louie Gancho Izquierdo.

– ¡Comodoro Weed! Me alegro muchísimo de que esté aquí. Tenía miedo de volver a la capilla, pero dicen que debemos enfrentamos a nuestros miedos. Eso era lo que quería hacer, y he tenido la suerte de encontrarlo a usted aquí también.

– Es un placer -replicó el comodoro tenso.

Era evidente que no le había hecho ninguna gracia el revuelo que Ivy había provocado.

– Se nota que está enfadado conmigo, comodoro Weed, y desde luego lo comprendo. Pero le aseguro que anoche vi a alguien en la capilla. No pretendía causar problemas.

A Ivy empezaba a temblarle la voz.

Bala Rápida y Highbridge contenían el aliento. «Por favor -pensó Highbridge-, que no venga a mirar debajo del altar.»

– Este crucero es lo más bonito que me ha pasado en toda mi vida -prosiguió Ivy-. El barco es precioso, la comida magnífica y la gente muy interesante. Sé que el responsable de todo esto es usted, y sé que este barco es su sueño, y yo jamás haría nada por destruir su sueño.

El comodoro se sintió conmovido contra su voluntad.

– Gracias, señorita Pickering. Le agradezco sus sentimientos. La verdad es que no se me ha mostrado mucha gratitud, y eso duele. -Entonces la miró más de cerca-. Venga, venga, no llore.

Ivy se enjugó las lágrimas y entonces advirtió lo que llevava el comodoro en las manos.

– Es un joyero precioso -comentó-. Mi madre tiene uno casi idéntico.

El comodoro le cogió la mano.

– ¿Su madre? -susurró. Alzó la caja-. Aquí llevo las cenizas de mi madre. ¿Y dice usted que su madre tiene uno igual?

– Sí, mi padre se lo compró en la tienda de un museo, durante su luna de miel. Todavía lo tiene en casa, sobre la cómoda.

De pronto se abrió la puerta otra vez. Ahora era Eric, que parecía aturullado y sin aliento. Los miró a ellos, miró el altar, miró de nuevo a Ivy y a su tío. Intentó recomponerse.

– Tío Randolph, acabo de enterarme de que tienes nuevos planes para la abuela. -Con su habitual grosería hizo caso omiso de Ivy-. Va a ser muy especial.

Ivy miró con curiosidad al comodoro. Era evidente que no había oído hablar de la ceremonia de esa tarde. Weeds le tocó la mano de nuevo.

– ¿Le apetece venir a tomar un té a mi suite? Allí se lo explicaré. -Se interrumpió un momento y añadió-: Por favor.

Cuando por fin se marcharon los dos de la capilla, Eric echó a correr hacia el altar, y sin saber lo que iba a encontrar, levantó el paño.

– Tu tío está como una cabra -masculló Bala Rápida.

Y por fin lanzó el estornudo que había estado conteniendo.

42

No cabía duda, ya no era tan dura como antes, tuvo que admitir Alvirah. Le dolía muchísimo la cabeza, y ahora el resto de su cuerpo le estaba haciendo saber que se había llevado un buen golpe. Ante su insistencia, Willy había bajado al gimnasio donde había reservado una cinta para las diez en punto. Para entonces Winston le había llevado a Alvirah té, fruta y tostadas, e incluso Willy admitió que, aparte de la venda y del enorme chichón de la frente, su mujer parecía estar bien.

– Venga, Willy, vete -le apremió Alvirah-. De verdad que tengo que pensar un poco. Pero primero pon la tele, que quiero ver qué está pasando en el mundo exterior.

– Está bien -accedió él-. Volveré en menos de una hora. Ese Winston anda siempre por aquí, así que si te sientes mal, aunque sea solo un poco, por favor, llámale.

El estado del mundo no había cambiado mucho en las veinticuatro horas pasadas desde que vio las últimas noticias. Era una semana de fiesta y la mayoría de los políticos habían dejado de insultarse unos a otros para tomarse unas vacaciones. Las ventas del primer día de rebajas habían batido récords. Por otra parte, ese año se habían devuelto más regalos que en los últimos diez. «Eso demuestra la cantidad de basura que regala la gente solo para quitarse de encima el compromiso», pensó Alvirah.

Empezaba a adormecerse cuando apareció en pantalla la imagen de Bala Rápida Tony Pinto.

– ¡Madre mía! -exclamó.

Recordaba haber leído sobre él cuando vivía en Nueva York y solía aparecer en los titulares del Post y el Daily News. Tenía que admitir que le encantaba leer sobre el personaje. Era tan pintoresco… Pasaba alguna que otra temporada en la cárcel por algún delito menor, pero jamás pudieron condenarle por ninguna de las acusaciones más graves. Todo el mundo sabía que era un asesino. Tenía la reputación de acabar con cualquiera que se interpusiera en su camino.

– A continuación -anunció el presentador-, las últimas noticias sobre la búsqueda del mafioso Bala Rápida Tony Pinto, que desapareció ayer de su domicilio de Miami. Pero primero…

Alvirah hizo caso omiso de los cuatro anuncios de quince segundos de varios medicamentos, totalmente concentrada en el sorprendente parecido entre Tony Pinto y Louie Gancho Izquierdo.

– ¿Será posible? -se preguntó en voz alta-. Me parece que es más que posible -concluyó.

Tenía que hablar con Regan y Jack. Si Bala Rápida iba en el barco de camino hacia su libertad, ¿había ya intentado matar a alguien? Se le había acusado muchas veces de asesinato, aunque nunca pudieron probar nada. ¿Y por qué querría matar a Crater? Y si había intentado matarle, ¿quién sería el siguiente?

– Pinto vive en Miami -dijo al micrófono-. Está desesperado por salir del país. Este barco zarpaba de Miami el mismo día que él desapareció. Se parece mucho al individuo de los carteles, el mismo hombre que Ivy y Maggie creyeron ver. Pero si está a bordo, alguien habrá tenido que ayudarle, y ese alguien ahora le está escondiendo. Tal vez se trate de la misma persona que robó los trajes de Santa Claus. Pero ¿quién?

La sospecha que albergaba su mente se iba convirtiendo rápidamente en certeza.

– Desde el primer momento pensé que había algo raro en Eric -dijo-. Está nervioso. Empiezo a pensar que tiene algo gordo que ocultar.

En ese momento sonó el teléfono. Era Eric.

– Señora Meehan, espero que se encuentre mejor.

– Sí, estoy mejor.

– Es por lo de la baraja de cartas que me enseñó anoche el señor Meehan. Se me había olvidado por completo. Uno de los otros oficiales pasó por mi camarote a tomar una copa la noche antes de que embarcaran. Las cartas son suyas. Debió de dejárselas allí cuando fuimos a cenar, y seguro que Winston las metió en el cajón pensando que eran mías. ¿Puedo pasar por su camarote a recogerlas?

Alvirah no creyó ni una palabra.

– Ahora mismo estoy acostada y Willy no está. Ya te llamaré más tarde. O si me das el nombre de ese oficial, Willy estará encantado de ir a devolvérselas.

– No será necesario, porque esta noche está libre de servicio. Ya pasaré yo más tarde.

«Seguro», pensó Alvirah mientras colgaba el teléfono. «Ya verás cuando se lo cuente a Jack y a Regan», se entusiasmó, descolgando de nuevo para volver a llamar.

43

Después del telediario de la mañana, Bianca estaba encantada con el número de e-mails que había recibido. Tenía que seguir así, pensó, hasta que sus contactos pudieran darle más información sobre lo que estaba pasando en el barco, tenía que encontrar la manera de mantener la historia en el candelero. De lo contrario sabía que, aunque saliera a la superficie algo inusitado en un par de días, la gente ya habría perdido interés.

Su audiencia estaba votando sobre quién sería el fantasma.

La mayoría pensaba que era Mac. Hasta que un correo la dejó sin aliento:

Querida Bianca:

Cuando MacDuffie murió hace unos años, mi madre y yo fuimos a la venta de sus propiedades. Habían acudido todos los tratantes de antigüedades a rebuscar entre los objetos, que eran en su mayor parte un montón de basura. Pero mi madre y yo no podemos resistimos a una ganga, y compramos unos cuantos muebles y varias cajas de papeles y revistas. Pues bien, lo que encontramos fue el diario que llevó MacDuffie sus últimos años en el barco. No se lo va a creer, pero escribió que su padre había dilapidado gran parte de la fortuna familiar comprando un famoso joyero que había sido robado de un museo. Sostenía que había sido un regalo de Marco Antonio a Cleopatra, y que no tenía precio. ¡Es increíble! ¿Qué habría fumado?

Mac contaba que no pudo vender el joyero porque destruiría la reputación de la familia, y de todas formas el museo lo reclamaría. Le transcribo una cita: «Así que sentado en mi yate pienso en el momento, hace cinco mil años, en que un apuesto romano se lo entregaba a una joven reina». ¡Sí, ya! ¡Y mi madre y yo somos las hermanas Gabor!

De todas formas pensé que le interesaría. Yo voto porque es Mac quien tiene encantado el barco, y tal vez Cleopatra también esté a bordo. A propósito, mi madre y yo comprobamos la lista de objetos a la venta y no aparecía ningún joyero perteneciente a Cleopatra.

Su admiradora,

KIMMIE KEATING

¡Perfecto!, se dijo Bianca, releyendo encantada el e-mail.

Si había una historia más cautivadora que la de un fantasma, era la de un tesoro perdido.

44

– Hacer una lista, repasarla dos veces -canturreaba Dudley, en un esfuerzo por animar el ambiente después de que se marcharan de su despacho los Santa Claus.

Jack llamó a su ayudante, Keith.

– El director del crucero te va a enviar por e-mail ahora mismo la lista de la tripulación Y el pasaje. Investiga todos los nombres, pero empieza con Harry Crater. Es un pasajero. Dentro de un rato te llamo desde mi camarote.

Jack colgó y miró a Dudley.

– ¿Cómo vino Crater a este crucero?

– Una enfermera me escribió contando todo el bien que había hecho. Me decía que estaba muy enfermo y que este sería su último crucero.

Dudley sacó una carpeta y le tendió la carta, donde se listaban las muchas contribuciones que supuestamente había hecho Crater el último año.

– ¿Podría hacernos una copia? -pidió Regan.

– Desde luego.

Cuando Regan y Jack se marcharon del despacho con la lista en la mano, se encontraron a Ted Cannon que los esperaba en el pasillo.

– No quería decir nada delante de los otros -comenzó-, pero ha pasado algo que tal vez quieran saber. A lo mejor no es nada…

– ¿De qué se trata? -preguntó Regan.

– Es sobre Harry Crater, el que está en la enfermería. Sé que viaja solo, pero anoche cuando me acosté oí ruidos en su camarote. La televisión estaba puesta y oí a gente hablando y abriendo y cerrando cajones. Yo vi cómo lo trasladaban a la enfermería cuando se cayó durante la cena, y pensé que lo habrían llevado de vuelta a su camarote. Pero por lo visto no fue así. Es que me pareció muy raro y pensé que a lo mejor les interesaba saberlo.

– Siempre es bueno saber esas cosas -dijo Jack.

– ¿Han averiguado a quién vio Maggie en la sala de espera?

– No, que nosotros sepamos -contestó Regan.

– Tengo que confesar que me inquieta pensar que Maggie estaba sola en esa sala de espera en plena noche cuando rondaba por allí un desconocido.

Tenía razón, pensó Regan. Y Ted ni siquiera sabía que tal vez hubo un intento de asesinato contra Crater. Maggie podía haber tenido problemas, sobre todo si no había ninguna razón para el intento de asesinato y el intruso estaba sencillamente loco.

– Da miedo pensar que estuvo a solas con ese individuo -asintió.

– He dicho a Maggie que si Ivy vuelve a ponerse mala por la noche, me llame a mí y no vaya sola a ninguna parte -declaró Ted con firmeza-. Ya sé que están revisando la lista de pasajeros. Si puedo ayudarles en lo que sea, llámenme. Si no, nos vemos luego.

Y con un gesto de la mano se dio la vuelta y se marchó por el pasillo.

– Creo que le gusta Maggie -observó Regan.

– Pues sí. Me siento un poco deshonesto por no haberle dicho que Maggie podría haber estado cara a cara con un presunto asesino.

– Yo también.

Estaban pasando junto a un póster de Louie Gancho Izquierdo en la pared del pasillo y se detuvieron a mirarlo; ambos pensaban en la fotografía de Tony Pinto que habían visto en la televisión.

– Desde luego es muy posible -comentó Jack al cabo de un momento.

Regan sabía exactamente a qué se refería.

Cuando llegaron a su camarote, el teléfono estaba sonando. Era Alvirah.

– Regan, menos mal que me he quedado en el camarote. Tengo dos noticias. Ha aparecido en televisión un gánster desaparecido que…

– Bala Rápida Tony Pinto -interrumpió Regan-. Ya sé qué vas a decir, y Jack también piensa lo mismo. Anoche bromeamos sobre el tema, pero ahora ya no tiene ninguna gracia.

– Dos y dos son cuatro -dijo Alvirah-. Estaba intentando salir del país. Vive en Miami. Lleva desparecido desde que zarpó nuestro barco, y dos pasajeros del crucero sostienen haber visto a alguien que se le parece mucho. Y no le vieron precisamente en cubierta tomando el sol. Pero lo otro que quería deciros -prosiguió sin aguardar respuesta- es que Eric, el sobrino del comodoro, acaba de llamarme contándome un montón de mentiras sobre la baraja de cartas. Dice que es de un oficial del barco, y ahora quiere venir a por ellas. Yo le he dicho que Willy estaba dispuesto a llevarle las cartas al oficial, pero por supuesto el oficial inexistente no está de servicio.

– Espera, Alvirah.

Regan contó a Jack la historia de Eric y la baraja, y Jack le arrebató el auricular.

– Alvirah, voy a enviar a la oficina imágenes de esas cartas ahora mismo. Luego te llamo. Si Eric está involucrado de alguna manera en los problemas de este barco, es mejor que no se entere de nuestras sospechas. Ya diré a mi equipo que examine con atención su expediente.

En cuanto colgaron, Jack fotografió el reverso de las figuras de la baraja con la cámara digital, las envió por correo electrónico a su oficina y llamó a Keith. Mientras tanto Regan entró en el cuarto de baño, alzó las cartas ante el espejo de aumento y anotó los números. Si iban a devolver la baraja a Eric, quería asegurarse de tener una copia de la información que contenía.

Cuando volvió a la habitación, Jack acababa de colgar.

– Keith ha prometido llamarme lo antes posible.

– Tengo una idea -dijo Regan-. Vamos a dar una vuelta por el barco. Si Ivy, Maggie y Alvirah han logrado tropezar con personajes extraños sin esforzarse, a lo mejor nosotros tenemos suerte si lo intentamos. De todas formas me apetece un poco de aire fresco.

– Por mí estupendo. Vamos a aseamos un poco y a ver qué hay por ahí. Al fin y al cabo el barco no es tan grande. Si Tony Pinto está a bordo, no andará muy lejos.

Jack enarcó las cejas al oír el sonido del móvil. Era Kit, la mejor amiga de Regan.

– Hola, Kit, ¿cómo estás?

– Todavía buscando pareja para Nochevieja. Anoche fui a una fiesta en Greenwich con la esperanza de encontrar a alguien que tampoco tuviera planes, pero por supuesto no hubo suerte. Lo que sí conseguí fue una primicia que pensé que os divertiría.

– Espera, Kit, que te paso con tu amiga.

Regan cogió el auricular.

– Ya he oído lo que decías a Jack. No te preocupes por lo de Nochevieja. De todas formas es una noche terrible.

– Ya lo sé. Aunque eso no significa que no me vaya a preocupar toda la semana. ¡Pero tengo un notición! Anoche fui a la fiesta de mi amiga Donna, la que celebra todos los años después de Navidad en Greenwich, y de lo único que hablaba todo el mundo era del tipo ese, Highbridge, que ha estafado a tantos inversores, incluida mucha gente de la fiesta. Ya os habréis enterado de que se ha dado a la fuga, y todo el mundo piensa que se dirige al Caribe, así que me acordé de vosotros. ¡Pero hay más!

Una mujer que había en la fiesta se puso a hablar de Lindsay, la ex novia de Highbridge, que había intentado congraciarse con muchas de las personas que Highbridge conocía en Greenwich. Pues bien, por lo visto Highbridge la llamó ayer. El número estaba oculto, pero de fondo se oía una radio y Lindsay estaba segura de haber oído a un locutor anunciar la temperatura local en Miami.

– ¡Venga ya! -exclamó Regan-. Pues tuvieron que acabar fatal, para que ahora la novia vaya contando por ahí lo de la llamada.

– Lindsay está en Aspen, con su nuevo novio, y se puso a contar lo de la llamada anoche, cuando salió de fiesta por ahí.

Supongo que llevaría unas cuantas copas encima. La hermana de una de las chicas de la fiesta está también en Aspen, y por lo visto su marido y ella oyeron a Lindsay hablar de Highbridge.

– ¿Se mencionó si Lindsay iría a la policía con esta historia?

– No. Ahora niega haber dicho nada de Highbridge. De todas formas pensé que os interesaría, puesto que estáis en el Caribe y salisteis de Miami.

– Sí que me interesa. Oye, tú no conocerías a Highbridge en una de las fiestas de Donna, ¿verdad?

– Me lo presentaron una vez, hace cinco o seis años.

– ¿Y qué impresión te causó?

– Es un tío alto, aburrido y muy creído.

– Supongo que no te pediría tu teléfono -bromeó Regan.

– ¿Cómo lo sabes? -dijo Kit riendo-. Creo que cuando se dio cuenta de que no tenía ningún dinero para robarme, pasó de mí.

Nada más colgar, Regan y Jack decidieron llamar de nuevo a su oficina.

– Keith, ya sé que es casi imposible, pero a ver si puedes encontrar alguna relación entre Bala Rápida Pinto y Barrón Highbridge. -Jack hizo una pausa-. Además de que ambos se han dado a la fuga.

45

Ante la insistencia de su madre, Fredericka y Gwendolyn habían ido a bañarse en la piscina.

– Mente sana en cuerpo sano -gorjeó Eldona, sentada al borde de la piscina con los pies metidos en el agua. Ya había escrito dos páginas de la carta de Navidad del año siguiente-. «Aquí estamos en la primera travesía del Royal Mermaid, y la bondad de mis niñas ya está en boca de todos…»

Cuando las niñas terminaron con los largos de rigor, se enzarzaron en una pelea en el agua con la que lograron salpicar a todos los que tomaban el sol en las hamacas.

«La energía de los jóvenes alegra el corazón», prosiguió Eldona, enjugándose las gafas.

Los camareros, que ya servían Bloody Marys y Margaritas, iban propagando la noticia del funeral de la madre del comodoro. Huelga decir que Fredericka y Gwendolyn se enteraron de la inminente ceremonia.

– Mamá -dijo Fredericka sin aliento, nada más salir de la piscina-, ¿has oído lo del funeral de esta tarde?

– Sí, cariño. Y podéis asistir. Será precioso.

– A lo mejor podemos cantar, como hacemos en la iglesia.

A Eldona se le humedecieron los ojos de ternura.

– Qué idea más bonita. Yo creo que al como doro le gustará. Pero tenéis que estar seguras. ¿Por qué no vais a poneros algo de ropa deportiva y se lo preguntáis vosotras mismas?

– ¡Síiiiiiiii! -Las niñas se pusieron a saltar dando palmas-. ¿Dónde está papá? ¡Vamos a contárselo a papá!

– Está allí, en el rincón. -Eldona señaló a su marido, que estaba tumbado en una hamaca con una revista cubriéndole la cara-. Se ha ido a poner a la sombra. Ya sabéis lo mucho que cuida su salud. Pero le encantará enterarse de lo amables que habéis sido.

– Tengo una idea mejor, mamá: le damos una sorpresa cantando esta tarde.

– Lo que vosotras queráis, preciosas. Ahora ya podéis iros.

El comodoro e Ivy iban por la tercera taza de té. Weed había colocado con cariño el cofre de plata con las cenizas de su madre sobre la mesa. Cuando Winston llevó la bandeja con la tetera y las tazas, fue a recoger la urna y el comodoro le reprendió seriamente.

– Eso solo puedo tocarlo yo, Winston. Déjalo ahí. A mi madre siempre le gustó mucho el té.

– A la mía también le encanta el té -comentó Ivy.

Era muy emocionante estar en la suite del comodoro.

Cuando le conoció, se había sentido intimidada por él. Era un hombre rudo, imponente, muy viril. La clase de hombre que su madre describiría como «un buen hombretón». Pero allí sentada con él se había dado cuenta de que por dentro era blando y tierno, y que, como tanta gente, solo ansiaba que le quisieran.

El comodoro le sirvió más té.

– Ivy, como ya le dije en la capilla, hace usted que me reconcilie con este crucero. -Se echó a reír-. Tengo tres ex esposas que se casaron conmigo por lo que pensaron que podía darles. Con la última, Reeney, todavía mantengo una buena relación de amistad…

Ivy sintió una punzada de celos.

– … Pero no podíamos ponemos de acuerdo en nada. Ella quería pasarse la vida buscando antigüedades. Creía tener muy buen ojo para esas cosas, aunque le aseguro que no era así. Pero lo peor es que odiaba navegar…

– ¡A mí me encanta navegar! -exclamó Ivy.

– A mí también. Pero Reeney me ayudó en muchas cosas, tengo que admitirlo. Tiene muchísimas dotes para la organización. Me ayudó a decorar la casa de Miami que compré después del divorcio. Incluso me ayudó a encontrar a Winston. Me dijo que no necesitaba otra esposa, sino un mayordomo, alguien que quisiera cuidarme.

Ivy tuvo que apretar los labios para que no se le escapara un: «¡A mí me encantaría cuidarle!».

– ¿Dice usted que nunca ha estado casada, Ivy? -le preguntó el comodoro, con tono de extrañeza, llamándola sin darse cuenta por su nombre de pila-. ¿Una mujer tan atractiva como usted?

Ivy notó una oleada de calor. ¡Se lo estaba pasando de maravilla! No quería que el momento acabara.

– ¡Aaay, muchas gracias! -empezó a murmurar, cuando un fuerte ruido en la puerta los sobresaltó a los dos.

– ¿ Ahora qué? -preguntó el comodoro, levantándose irritado a abrir la puerta.

Fredericka y Gwendolyn le hicieron una reverencia.

– Buenos días, como doro Weed. -Entraron corriendo en la sala sin haber sido invitadas-. Buenos días, señora -saludaron a Ivy, también con una reverencia.

– Hola, niñas -contestó ella, pensando que lo de la reverencia era del todo irónico, puesto que ambas habían entrado a la fuerza.

– ¡Oooh, qué bonito! -exclamó Fredericka, abalanzándose sobre la caja de plata.

Pero Ivy se le adelantó, poniendo la mano sobre el cofre.

– Esto es del comodoro -declaró con firmeza.

El comodoro casi se desmayó al ver a aquella avasalladora niña a punto de sacudir las cenizas de su madre.

– ¿Qué puedo hacer por vosotras? -preguntó, intentando disimular sus sentimientos.

– Nos hemos enterado de la ceremonia especial que habrá esta noche por su madre, y nos gustaría cantar una canción especial-explicó Fredericka.

– Las dos estamos en un coro infantil -añadió Gwendolyn.

«Que Dios me ayude», pensó el comodoro.

– Hemos aprendido una canción en el colegio que creemos que sería perfecta. Solo hay que cambiar una palabra. «Mi mamá yace sobre el océano. Mi mamá yace sobre el maaar.»

Ivy las miró sin podérselo creer.

– Gracias -contestó el comodoro-. Estaría muy bien.

Tal vez al final de la ceremonia. Ahora id a ensayar -añadió con voz ronca.

– ¡Bieeen! -gritaron las niñas-. ¡Vamos a decir a todo el mundo del barco que tienen que venir!

Y salieron corriendo hacia la puerta.

Gwendolyn se volvió hacia Fredericka.

– Ahora vamos a ver cómo está el tío Harry. Le contaremos lo de la ceremonia. Podemos reservarle un asiento y ayudarle a subir a cubierta. Seguro que no se lo querrá perder.

46

La única vez que Eric dejó la capilla en toda la mañana fue para salir corriendo y llamar a Alvirah Meehan para preguntar si podía ir a por la baraja. Sabía que no debía dejar la capilla sin vigilancia hasta la hora de comer, cuando pensaba meter a Bala Rápida y a Highbridge a escondidas en su habitación en la suite de su tío. Allí estarían a salvo, dentro del armario, hasta las cuatro de la madrugada del día siguiente.

Entonces el plan consistía en que Eric los llevaría a la cubierta inferior, donde prepararían la balsa hinchable que Eric había escondido a bordo, y los dos hombres, con chalecos salvavidas, saltarían al agua. Sus hombres andarían cerca, listos para rescatarlos cuando el Royal Mermaid se hubiera alejado lo suficiente. «No me gustaría estar en su pellejo, en su mojado pellejo», pensó Eric. Pero era mejor que pasar una buena parte de su vida en prisión.

Sentado en la tercera fila de bancos, tuvo tiempo de sobra para preocuparse por lo que pasaría si descubrían a Bala Rápida y a Highbridge. Este era de esos que carraspean sin darse cuenta, con un ruido que resonaba en toda la capilla desierta. Pero solo había pasado una vez. Eric echó a correr por el pasillo para hacerle callar, pero Bala Rápida ya le había tapado la boca con su mano regordeta, advirtiéndole que le mataría si volvía a hacerlo. Eric no dudó por un momento de que la amenaza iba en serio. Bala Rápida Pinto era un asesino, antes que ninguna otra cosa.

Eric contaba los minutos hasta las doce, cuando sabía que su tío bajaría a comer. A las once llegó un empleado para limpiar la capilla y pasar la aspiradora.

– No hace falta -le dijo Eric.

– Pero me han pedido que deje la capilla reluciente. Puede que la gente quiera venir antes de la ceremonia de su abuela.

– Pues te esperas a mediodía para limpiar -ordenó Eric-. Y trae flores frescas para el altar.

– Desde luego.

Eric notaba el sudor en la frente. Sin duda el empleado habría levantado el paño del altar para pasar la aspiradora.

Temblaba al imaginarse el cepillo de la aspiradora chocando con Bala Rápida.

A las doce y cuarto el comodoro entró en la capilla.

– Qué sorpresa encontrarte aquí.

– Acabo de venir para decir una oración por la abuela. Hoy la tengo muy presente.

– ¡Ay, yo siento exactamente lo mismo! Pero ven, quiero que comas conmigo. Ivy, quiero decir la señorita Pickering, también estará en la mesa. Es una mujer encantadora.

Eric sabía que era una advertencia para que no volviera a ignorar a Ivy.

– Iré primero a asearme un poco -replicó.

Acompañó al comodoro hasta el ascensor, pulsó el botón y aguardó a ver la nuca de su tío antes de salir corriendo de nuevo por el pasillo. Tal como temía, tropezó con Winston, que iba de camino a su habitación. Tenía dos horas libres durante el almuerzo.

– ¿Puedo traerle algo antes de irme? -preguntó el mayordomo.

– No, dentro de un momento iré al comedor.

Eric entró en la suite y se quedó junto a la puerta hasta asegurarse de que Winston se había marchado. Luego corrió de vuelta a la capilla.

– Vamos. Yo me quedo ante la puerta de los Meehan, para distraerlos si salen. Vosotros ya podéis correr hacia la suite, y sin hacer ruido, si es posible. La puerta está abierta.

La precaución no fue necesaria. Los dos delincuentes entraron en la suite sin que nadie los viera. Eric entró detrás.

– No podemos correr ningún riesgo. Coged las bebidas y aperitivos que queráis de mi nevera. Y luego meteos en el armario y no salgáis de ahí. Yo volveré en cuanto pueda.

– No te olvides de mis cartas -le advirtió Bala Rápida.

Eric se echó un poco de agua en la cara y se peinó. Esta vez cuando se marchaba de la suite, Alvirah y Willy salían de su camarote.

– Hola -saludó-. ¿Les parece bien que pase a por las cartas antes de que cierren la puerta?

Alvirah tuvo que admirar la rapidez de Willy improvisando.

– Eric, ¿no te importa esperar hasta después del almuerzo? Es que estoy en mitad de un solitario y la verdad es que voy ganando y todo -bromeó.

Eric intentó reírse.

– Claro. No pasa nada.

Pero sí que pasaba. Algo iba mal, lo presentía. Los Meehan sabían que quería recuperar las cartas, así que ¿por qué había empezado Willy otro estúpido solitario?

No se creyó la historia, pero no podía hacer nada.

El recuerdo de lo que había dicho Alvirah sobre su afición de hacer de detective no dejaba de inquietarle mientras bajaban juntos en el ascensor.

47

Harry Crater estaba sentado en la butaca de su camarote, con los nervios de punta. Los cardenales del cuello se habían tornado de un color morado oscuro Y se habían extendido por la piel como manchas de vino. La pesadilla que se había convertido en realidad seguía rondándole la cabeza. Se quedaría en su camarote y haría que le llevaran las comidas, se dijo. Solo tenía que aguardar al amanecer. Nadie podría entrar mientras tuviera la puerta cerrada con llave.

Había devorado la mayor parte del desayuno que había pedido. El plato vacío, que antes contenía huevos revueltos con beicon, era otro recordatorio de la suerte que tenía de estar vivo, de haber podido desayunar esa mañana. Le preocupaba Bala Rápida, y presentía que el gran jefe había colocado a alguien en el barco. ¿Quién sería? ¿Y qué haría cuando aterrizara el helicóptero?

Tendió la mano hacia la cafetera, esperando que quedara algún sorbo. Unos golpes en la puerta le sobresaltaron, tanto que dio un respingo y el resto del café terminó en la bandeja.

– ¡Tío Harry!

– Estoy en la cama, marchaos.

– ¡Tenemos una invitación para usted!

– ¿Para qué?

– Vamos a cantar en la ceremonia, cuando el comodoro tire las cenizas de su madre al mar.

Harry se puso pálido. Se levantó y se apresuró a abrir la puerta.

Gwendolyn y Fredericka le sonrieron radiantes.

– Acabamos de ir a ver al comodoro -explicaron, interrumpiéndose la una a la otra para contar las importantes noticias-. Tiene que venir esta noche. ¡Tiene que venir! Vamos a cantar. Nosotras vendremos a recogerle. Le vamos a reservar una silla.

– ¿Que va a tirar las cenizas de su madre al mar esta noche? Querréis decir al amanecer. Mañana por la mañana.

– ¡Esta noche! -aseguró Fredericka muy segura-. Es esta noche.

– Iré -les espetó. Cerró la puerta y corrió a su móvil-. Tenemos que cambiar el plan -exclamó en cuanto le cogieron la llamada-. Nos habréis estado siguiendo, espero. ¿Estáis muy lejos?

– Estamos en Shark Island -le contestaron-. A dos horas de vuelo. Tenemos un depósito extra de combustible para llegar, si tenemos que salir ya.

– ¡Pues moveos! El comodoro ha adelantado la ceremonia. Se va a celebrar al atardecer. Sabía que no podíamos contar con él para que esperase al cumpleaños de su madre. No podemos correr el riesgo de que vuelva a cambiar la hora. En cuanto lleguéis diré que no quiero marcharme hasta después del acto. -Luego añadió sarcástico-: El comodoro se emocionará mucho. Mis tres «médicos» pueden ser la guardia de honor que rodee mi silla de ruedas. -Escuchó un momento-. No me digas que me lo tome con calma. Alguien intentó matarme anoche. Y estoy bastante seguro de quién es.

Y con estas palabras colgó de golpe.

48

El seminario de Lectores y Escritores de Oklahoma llevaba en pleno apogeo desde las nueve de la mañana. Los grupos mantuvieron animadas discusiones sobre el arte de escribir novela negra, retrocediendo hasta famosos escritores como sir Arthur Conan Doyle y Agatha Christie.

A las once y media Bosley P. Brevers, autor de una exhaustiva biografía de Louie Gancho Izquierdo, tenía que dar una charla sobre su tema favorito, y mostrar diapositivas de la vida de Louie en el pequeño salón de actos cerca del comedor.

Regan y Jack se habían encontrado Con Nora y Luke en cubierta y habían decidido asistir. Regan había comunicado a sus padres su creciente sospecha de que Tony Pinto podría ir de polizón en el barco.

Vieron entre el público a Ivy Pickering y a Maggie Quirk, sentadas algo a la izquierda una fila detrás de ellos. Regan enarcó las cejas. Ivy, que parecía de esas que jamás se habrían molestado en ponerse ni polvos en la nariz, llevaba un favorecedor maquillaje y una chaqueta de lino azul que resaltaba sus ojos azul lavanda. Menuda diferencia con su aspecto del día anterior, cuando entró gritando en el comedor, pensó Regan.

En el escenario estaban presentando a Brevers. El director del seminario alabó sus cinco años de investigación sobre el tema y advirtió que mientras trabajaba en el libro ostentaba también el puesto de director en un laureado instituto. Brevers, un hombre bajito de unos sesenta y cinco años, de cuerpo menudo y cabello blanco, se acercó al atril. Hizo los típicos comentarios sobre lo honrado que se sentía de hablar allí y lo emocionante que era participar en el crucero de Santa Claus, sobre todo cuando existía la posibilidad de que el fantasma de Louie Gancho Izquierdo estuviera presente. Esperó unas risas que no llegaron.

– Pues sí -prosiguió con una tos-. Vamos a empezar. -Carraspeó-. Louie Gancho Izquierdo nació en la pobreza de la Cocina del Infierno -comenzó, mostrando una diapositiva de un niño de dos años sentado en la escalera de una casa junto con su madre.

– De la miseria a la riqueza -susurró Luke a Nora-. Allá vamos.

Nora le hizo una mueca.

Los primeros diez minutos de conferencia incluyeron una serie de diapositivas en las que Louie Gancho Izquierdo aparecía realizando cualquier clase de trabajo, empezando desde los ocho años. En una foto, él y su hermana María habían montado un negocio de limpiabotas en la esquina de la Décima A venida y la calle Cuarenta y tres, en Nueva York. María sostenía orgullosa un cartel que rezaba: CINCO CÉNTIMOS POR ZAPATO. QUEDARÁN COMO NUEVOS.

– Un empresario emprendedor -susurró Luke-. Casi todo el mundo lleva dos zapatos.

Siguieron pasando diapositivas.

– Aquí está Louie con doce años, transportando una enorme barra de hielo. Tenía que su birla cinco pisos, pero jamás se quejó -explicó Brevers-. El valiente pequeño no sabía que estaba desarrollando los músculos que lo convertirían en un campeón del boxeo. Mientras otros, incluido su amigo de la infancia, Charley- Boy Pinto, se entregaban a una vida criminal…

Regan y Jack se inclinaron a la vez en sus sillas.

– ¿Pinto?

– Louie se llevó una buena decepción cuando su querida hermana, María, se casó a la edad de quince años con Pinto. Ni él ni sus padres volvieron a dirigirle la palabra. Charley Boy se pasó los últimos quince años de su vida en una prisión federal. Pero antes había enseñado a su hijo todo sobre su «negocio». Ese hijo, Anthony, se convirtió en el conocido gánster Bala Rápida Tony Pinto, un hombre peligroso del que habrán oído hablar en las noticias recientemente. Aunque lo más probable es que no llegara a conocer a su tío, el campeón de boxeo y autor de best sellers, se le parece mucho, como advertirán.

Las dos fotografías aparecieron juntas en la pantalla. Regan oyó una exclamación a su espalda y se volvió a tiempo para ver a Maggie e Ivy levantarse para marcharse.

Los cuatro Reilly las siguieron.

Ivy temblaba: y Maggie estaba muy pálida.

– Hay un pequeño salón por ahí -indicó Nora-. Vamos.

– No quiero crear problemas -dijo Ivy-. Esto sería terrible para el comodoro. Ya sabía yo que la persona que vi se parecía mucho a Louie Gancho Izquierdo. Pero al ver las dos fotografías juntas lo tuve muy claro. ¡El hombre que vi en la capilla es Tony Pinto, sin duda! ¿Es un gánster? ¿Por qué lo buscan ahora?

– Se escapó de su casa de Miami para no ir a juicio -le explicó Regan.

Ivy notó que se le debilitaban las rodillas y cogió a Maggie de la mano.

– ¿Tú también le viste?

– Creo que sí -contestó Maggie con voz queda. Luego miró a Regan y a Jack-. ¿Qué van a hacer?

– Si se difunde la noticia, cundirá el pánico. No estamos seguros del todo de que Pinto esté a bordo, y si lo está, no sabemos si va armado. Así que por la seguridad de todos, esto no puede salir de aquí -declaró Jack con firmeza.

– ¿Y para qué iba a querer subir a este barco? -preguntó Ivy.

– Porque si llega a Fishbowl Island, ya no lo pueden enviar a Estados Unidos para ser juzgado -aclaró Regan.

– Entonces más valdría dar media vuelta y volver a Miami -chilló Ivy.

– Podrían anunciar que el barco necesita unas reparaciones -sugirió Nora.

– ¡Entonces la gente se pondrá nerviosa pensando que podemos hundimos! -exclamó Ivy.

– No, si dicen que solo son unos ajustes sencillos del motor -insistió Nora-. La mitad de los barcos grandes suelen tener pequeños problemas en su primera travesía. La gente lo entenderá.

– El único problema -terció Luke- es que si Tony Pinto está a bordo y cuenta con llegar a Fishbowl Island, ¿qué va a hacer cuando vea que damos media vuelta?

No había respuesta a esa pregunta.

– Ahí está Dudley -dijo de pronto Regan, y echó a correr para detenerlo-. Necesitamos hablar con usted ahora mismo. Estamos en el salón del piano. ¿Dónde está el comodoro?

– El comodoro está en la entrada del comedor, invitando a los pasajeros a la ceremonia del atardecer.

– Vaya a por él.

Dudley no necesitó preguntar por qué.

– Ahora mismo, Regan.

Y salió corriendo. Un momento después volvía seguido del comodoro, de Alvirah y Willy.

A Regan no le sorprendió ver a Alvirah. Tenía un olfato de sabueso para saber dónde estaba el meollo del jaleo.

El comodoro se le iluminó el semblante al ver a Ivy. Su mirada solo duró unos segundos antes de que esta exclamara:

– Lo siento, Randolph, pero el hombre que vi la otra noche es un criminal. ¡Y está en este barco!

– ¿Qué? -barbotó el comodoro.

Se había quedado pálido.

Regan cerró la puerta del salón e informó a todo el mundo de la situación.

– ¡Esto no lo superaremos nunca! -gimió el comodoro-. Pero nuestra primera prioridad es la segundad de los pasajeros. ¿Qué sugieren que hagamos?

– Tenemos que volver a Miami y hacer desembarcar al pasaje para que la policía pueda efectuar un exhaustivo registro del barco sin que ninguna persona inocente corra peligro -contestó Jack.

– ¿Y qué decimos a los pasajeros? -quiso saber el comodoro.

– Que hay un pequeño problema en el motor y que volvemos a Miami para reemplazar unas piezas, y que luego, navegaremos por las aguas de Miami hasta el jueves.

– Siempre podemos prometer a los pasajeros otro crucero gratis -saltó Dudley algo histérico.

– Tú ya puedes cerrar el pico -le espetó el comodoro-. Ya me has metido en un buen lío con tu idea del crucero. De ahora en adelante, las sugerencias te las callas.

Dudley pareció encogerse.

– Yo… pensaba… -comenzó-. Solo intentaba ayudar.

Echó de menos aquel momento en que pensó que caerse del muro de escalada iba a ser lo peor que le pasaría en aquel barco. Se preguntó si habría algún puesto libre de trabajo en otras líneas de crucero después de fin de año.

– Dudley, llama al capitán Smith -ordenó el comodoro-. Sé que ya está en el comedor.

Dudley salió corriendo de nuevo. En menos de un minuto había vuelto con el capitán Smith, cuyo semblante no se inmutó cuando le explicaron la historia del probable polizón.

– Recuerdo que en la primera travesía de uno de mis barcos perdimos toda la energía durante una tormenta especialmente violenta, y las olas nos estuvieron batiendo sin piedad durante dos días…

– Sí, sí -le interrumpió el comodoro impaciente.

Dudley sabía que solo el capitán podía rivalizar con el comodoro a la hora de relatar hasta el último detalle de un evento sucedido años atrás.

– De manera que la historia de que tenemos un pequeño fallo en el motor es bastante verosímil-prosiguió el hombre-. Me voy directo al puente, para empezar a aminorar la velocidad del barco, y luego, hacia el final de la hora del almuerzo, lo detendré por completo. A continuación entraré en el comedor para informarle del problema a usted, comodoro.

El comodoro se había quedado pensativo.

– Y entonces yo les explicaré a los pasajeros lo que está pasando. Anunciaré también que en vista de las circunstancias, la ceremonia de mi querida madre empezará a las dos y media.

– Pero ¿no quería hacerla al atardecer? -terció Dudley.

– ¡Ya no! Si vamos a dar media vuelta, este es el punto más cercano al lugar donde había planeado dejar a mi madre.

El capitán Smith los dejó con un asentimiento de cabeza sin decir una palabra más.

Alvirah debatía consigo misma. ¿Debía advertir al comodoro de que no dijera nada a Eric sobre Tony Pinto? ¿Pero cuál podría ser la razón? ¿Debería explicarle que Eric andaba buscando una bajara de naipes que bien podría tener relación con Tony Pinto? ¿Que había misteriosos rastros de patatas fritas en la alfombra de su camarote, patatas que él jamás habría comido? No le podía decir nada de eso, decidió por fin. Si Eric era culpable, su tío tendría tiempo de sobra para enterarse.

El comodoro irguió los hombros.

– Nuestros invitados están empezando a comer. Debo ir con ellos. Ivy, tiene un sitio reservado en mi mesa.

La tomó del brazo y la llevó hacia la puerta.

Los otros los vieron marchar.

– Un tipo con clase -comentó Luke.

– Esto podría ser la ruina de este barco -se apenó Dudley-. Está al borde de la ruina.

Nora suspiró.

– Bueno, más vale que vayamos a comer. -Se volvió hacia Maggie-. ¿Por qué no se sienta con nosotros? -y con una sonrisa irónica añadió-: Al fin y al cabo está con nosotros en esta conspiración.

– Gracias, pero Ted iba a sentarse a mi mesa para comer.

– Ahora volvemos -dijo Regan, encaminándose con Jack hacia la puerta.

– Tengo que llamar a mi oficina para contarles lo que está pasando -explicó Jack con tono tenso.

– Traed las cartas -pidió Alvirah-. Eric insiste en que se las demos.

– Muy bien.

Regan y Jack fueron hacia los ascensores mientras los otros entraban en el comedor. Quince minutos después, Regan y Jack volvían corriendo a la mesa.

– ¿Qué? -preguntó Alvirah, antes incluso de que se sentaran.

– Acabamos de enteramos de que hay una estrecha relación entre Bala Rápida y Barron Highbridge -susurró Regan-, el estafador de Greenwich, que estaba a punto de ser condenado. Highbridge desapareció anoche, y su ex novia está segura de que la llamó desde Miami. Un recadero suyo es primo de Bingo Mullens, el tipo que según la policía organizó la fuga de Bala Rápida.

– ¿Cómo es ese Highbridge? -preguntó Alvirah

– Alto y delgado.

– ¡Como el Santa Claus de un cascabel que me dejó tirada en la cubierta! -exclamó Alvirah.

Jack se sacó las cartas del bolsillo para ponerlas sobre la mesa.

– Ya puedes devolver esto a Eric. En mi oficina están bastante seguros de que son números de cuentas bancarias en Suiza. Están trabajando en ello y pronto lo sabremos.

– La cuestión es -dijo Alvirah-: ¿qué hacían esas cartas en el camarote de Eric?

49

Eric no daba crédito a lo que estaba pasando. El barco se había detenido por completo y pronto daría media vuelta para volver a puerto. «Soy hombre muerto», pensó desesperado. Si no podía sacar a esos dos del barco, y los atrapaban al atracar en Miami, Bala Rápida lo mataría seguro. «Aunque me metan en la cárcel, encontrará la manera.» No se podía creer lo estúpido que había sido. Si se hubiera limitado a ayudar a su tío Randolph con aquella empresa, podría haber disfrutado de una buena vida, pensó. Era su único heredero. Habría tenido mucho dinero, en los cruceros viajarían muchas chicas solteras… Podía haberlo tenido todo.

«¡Pase lo que pase tengo que sacar a esos dos del barco!», se dijo.

Corrió a la suite y se metió en su habitación. Mientras todavía pensaba en lo que diría a los dos fugitivos ocultos en el armario, oyó la puerta del pasillo y se dio cuenta de que su tío le había seguido.

– Tío Randolph, no sabes lo mucho que siento que tengamos que volver a Miami -dijo volviéndose hacia él-. Ya sé que para ti debe de ser horrible, con la mala publicidad que ya estamos recibiendo.

El comodoro se dejó caer en el sofá y ocultó la cara entre las manos.

– Ay, hijo, es peor. Es mucho peor.

¿Qué podía ser peor?, se preguntó Eric, empezando a sudar por todos los poros.

– ¿Qué pasa? -logró barbotar con voz rota.

– Estamos prácticamente seguros de que llevamos a un gánster a bordo de polizón. El llamado Bala Rápida Tony Pinto.

– ¿ Co… co… cómo?

– No tenemos ningún problema en el motor. Lo hemos dicho para evitar el pánico entre el pasaje. Como ya debes de saber, Jack Reilly es el jefe de la Brigada Especial de Policía de Nueva York. Estamos siguiendo su consejo. Volveremos a Miami y allí la policía registrará el barco de proa a popa. Ya verás cuando me entere de dónde iba escondido y quién le ha ayudado. -El comodoro alzó la voz-. ¡Que me dejen a solas dos minutos con ese criminal! ¡Ya le daré yo una buena lección!

Eric dio un respingo. Bala Rápida y Highbridge estarían oyendo todo aquello, se dijo. Bueno, por lo menos ya no tenía que darles la noticia. Como decía su abuela, todo tiene su lado positivo. Miró la vitrina de cristal donde reposaban las cenizas de la mujer dentro del cofre de plata. «Nunca te caí bien -pensó-. Por eso salí como salí.»

El comodoro se puso en pie.

– La ceremonia empezará muy pronto. Será breve y emotiva. Luego el capitán pondrá en marcha los motores y pondremos rumbo a casa. Voy a pasar estos últimos y valiosos momentos con tu abuela en la capilla.

En cuanto se marchó su tío, Eric entró en su habitación, cerró la puerta e hizo acopio de valor para abrir el armario. Le sudaban tanto las manos que apenas podía girar el pomo.

– Te mataría ahora mismo, pero todavía te necesito -dijo Bala Rápida sin ninguna emoción en la voz.

– Tenemos que salir del barco mientras siga detenido -apuntó Highbridge-. Dame el teléfono por satélite. Y comprueba en qué posición estamos ahora mismo, la latitud y la longitud. Vamos a llamar a nuestros hombres para que vengan a buscamos en la balsa salvavidas. Ya calcularán cuánto nos ha alejado la deriva.

Bala Rápida se sacó del bolsillo del traje de Santa Claus la pistola de Crater.

– El dinero que te dimos también se viene con nosotros.

Eric alzó la vista hacia el maletero y vio que le habían abierto la bolsa.

– Estábamos buscando nuestra ropa -explicó Bala Rápida-. Lástima que no tuvieras la sensatez de meter en el banco el dinero que te dimos como depósito. Ya puedes olvidarte de él. Habría sido más fácil irnos nadando en lugar de seguir tu plan. Y no pienso marcharme sin mis cartas.

Eric corrió a la mesa de su tío, comprobó la latitud y longitud del barco e informó a Highbridge.

– Mientras tú llamas, yo voy a por las cartas -prometió desesperado.

Cerró las puertas del armario y de su dormitorio y salió al pasillo a la carrera, dispuesto a llamar a la puerta de los Meehan. Pero cuando miraba hacia el ascensor, vio que justo estaban saliendo. Los esperó y comprobó con enorme alivio que no tenía que pedir las cartas.

– Ah, Eric-dijo Alvirah-. Tenemos las cartas de tu amigo.

– Dile que si va a organizar una partida -terció Willy-, me encantaría apuntarme.

Eric cogió la baraja de Bala Rápida con manos sudorosas.

– Claro, claro, ya se lo diré. Muchas gracias.

Sus ojos se posaron un instante en las manchas de chocolate que tenía Willy en la camisa.

Este se echó a reír.

– No creas que soy un guarro. El camarero ha sido muy generoso con el chocolate caliente, pero en mi caso falló cuando me lo echaba en el cuenco del helado. Iba ahora a cambiarme.

– Vaya, lo siento mucho.

Eric aferraba las cartas con tal ansia que le estaban cortando la palma de la mano.

– Nos vemos en la ceremonia de tu abuela -se despidió Alvirah, ya echando a andar por el pasillo.

Eric esperó hasta que los Meehan entraron en su camarote. Necesitaba treinta segundos para llevar a Bala Rápida y a Highbridge a la escalera de la tripulación, calculó. La escalera llevaba directamente a la popa, donde había escondido la balsa. Era arriesgado ir hasta allí, pero si se cruzaban con algún miembro de la tripulación, este no se atrevería a cuestionar a Eric ni a nadie que fuera con él. Winston sí le preocupaba, podía ser un problema puesto que utilizaba esa escalera continuamente para bajar a su cabina, y tenía el don de aparecer de pronto de la nada.

Eric sabía que tenía que llevar a Bala Rápida y a Highbridge a la zona abierta de la cubierta inferior, en la popa, donde estaban guardadas las redes, ganchos y diversos equipamientos impermeables. No había ninguna taquilla ni armario cerrado con llave, razón por la cual ni siquiera había considerado esconder allí a los dos fugitivos. Pero sí había un saliente que lo ocultaba a la vista desde las cubiertas superiores. El riesgo era que alguien los viera mientras tiraban por la borda la balsa hinchable a plena luz del día. Una vez que esos dos estuvieran en la balsa, Eric les pasaría una lona con la que taparse para que cualquiera que viera la balsa pensara que estaba vacía. Pero era de esperar que todo el mundo estuviera en la ceremonia de su abuela.

Eric volvió a la suite, abrió el armario y devolvió a Bala Rápida su baraja.

– Vámonos -ordenó, advirtiendo que Bala Rápida llevaba el portafolio robado y Highbridge se había apropiado de la bolsa de Eric, en la que obviamente habían metido el dinero que le habían adelantado, junto con su ropa.

– Vamos -le espetó Bala Rápida.

Gracias a Dios llegaron a la escalera de la tripulación sin tropezar con nadie. Lo que no sabían es que Alvirah tenía pegada la oreja a la puerta entreabierta de su camarote. En cuanto oyó cerrarse la puerta de la suite del comodoro asomó la cabeza justo a tiempo de ver a Eric y los dos Santa Claus desaparecer al fondo del pasillo detrás de otra puerta. Había visto muchas veces a Winston pasar por allí y estaba segura de que estaba reservada solo a la tripulación.

¡Gracias a Dios!, pensó. Tenía que ser Bala Rápida y el Santa Claus que había visto en cubierta. ¡Y Eric era su cómplice! No podía perder un instante. Willy estaba en la ducha, pero si iba a contarle lo que pasaba sería demasiado tarde y perdería a los fugitivos. De manera que salió al corredor todo lo deprisa que le permitían sus rodillas artríticas. Oyó pasos a lo lejos, resonando varias cubiertas más abajo. Alvirah se agarró a la barandilla y se lanzó en su persecución.

Al llegar a la cubierta inferior, vio una puerta metálica a su izquierda y la abrió una rendija. Estaban hinchando una balsa, y dos hombres se ponían chalecos salvavidas sobre sus disfraces de Santa Claus.

Tenía que buscar ayuda, pensó. Dio media vuelta y empezó a subir la escalera, pero no habían dado ni seis pasos cuando la puerta se abrió a sus espaldas. Intentó correr más, pero era imposible escapar. Una mano fuerte le tapó la boca, un brazo musculoso la retuvo y entonces oyó decir a Eric:

– No es usted tan buena detective, señora Meehan.

50

A Crater le entró el pánico cuando Fredericka y Gwendolyn le informaron una vez más de que habían cambiado la hora de la ceremonia. Hizo una llamada urgente a sus hombres.

– ¡No puede haber retrasos!

– No te preocupes. Casi hemos llegado -le aseguraron.

A continuación informó al doctor Gephardt de que había llamado a su helicóptero.

– No estoy tranquilo con el barco estropeado, y sé por experiencia que se avecina un fuerte ataque de asma. Cada vez respiro peor. Quiero irme a casa, donde pueda atenderme un buen servicio médico.

«Menuda sarta de tonterías», pensó el doctor Gephardt, sentado en su oficina dándole vueltas a un lápiz mientras le escuchaba.

– Pero no quiero perderme la ceremonia por la madre del comodoro. Tengo entendido que van a cantar esas adorables niñas que han sido tan amables conmigo.

– Eso me han dicho -contestó el médico, pensando en lo mucho que iba a alegrarse cuando se largara Crater.

Quienquiera que hubiera querido asesinarle podía intentarlo de nuevo. «Esto le va a interesar mucho a Jack Reilly», se dijo nada más colgar. Llamó al camarote de los Reilly, pero no hubo respuesta.

La gente ya empezaba a congregarse para la ceremonia en la cubierta superior. La tripulación había colocado varia hile ras de sillas plegables a cada lado de un pasillo a través del cual desfilaría el comodoro, Eric y la guardia de honor de Santa Claus. Delante del público habían puesto una mesita de la suite del comodoro, con un ramo de flores y un micrófono. Por megafonía sonaría «Amazing Grace».

El sol brillaba, el mar estaba en calma y el único movimiento del Royal Mermaid era el de las olas que rompían suavemente contra el casco.

El ruido de un helicóptero a lo lejos captó la atención de todos. Un murmullo se extendió por el barco y en un instante la cubierta estaba atestada. Dudley llegó corriendo y cogió el micrófono.

– ¡No hay motivo de alarma! -comenzó-. Nuestro amigo el señor Crater -explicó, señalando con la cabeza a Crater, sentado en silla de ruedas al final de la primera fila, cerca de la barandilla- tiene que volver a casa para que lo examine el médico de la familia.

– ¡Más alto! -gritó alguien-. ¡No se oye!

Dudley se llevó el dedo a los labios y señaló el helicóptero, que lentamente bajaba sobre la pista de aterrizaje entre el rugido de los motores y el viento de la hélice, no lejos del lugar de la ceremonia.

Fredericka y Gwendolyn, a ambos lados de la silla de ruedas, taparon las orejas de Crater con las manos. Los asientos restantes de la primera fila estaban reservados para el comodoro, Eric, Dudley y Winston. La primera fila al otro lado del pasillo era para los Santa Claus.

De pronto cesó el rugido del helicóptero y las aspas se fueron deteniendo poco a poco. Dudley repitió rápidamente lo que había explicado antes.

– En unos minutos comenzaremos nuestro homenaje a la señora Penelope Weed -anunció después-. Por favor, tomen asiento.

Los cuatro Reilly, Ivy y Maggie estaban en segunda fila. Habían reservado dos sitios para Willy y Alvirah, pero Willy apareció sin compañía y se puso muy serio al ver que su mujer no había llegado.

– ¿Dónde está Alvirah? -preguntó preocupado.

– No la hemos visto -contestó Nora.

– Cuando salí de la ducha ya no estaba en el camarote. Me sorprendió, pero pensé que habría venido aquí.

– Bueno, seguro que llega enseguida -le tranquilizó Nora.

Todas las miradas se centraron en el helicóptero, del que bajaron tres hombres con batas de médico. Dudley corrió a saludarlos.

– Aquí hay algo raro -susurró Regan a Jack.

Jack miró con atención a los tres médicos que seguían a Dudley hasta la silla de ruedas de Crater. Los hombres se inclinaron para hablar un momento con él. Jack advirtió que uno de los médicos miraba a Winston a los ojos. Era evidente que se conocían, pensó. ¿Qué estaba pasando allí?

Las primeras notas de «Amazing Grace» sonaron de pronto a todo volumen, sobresaltando a todo el mundo.

La procesión llegó de la capilla. Los dos Santa Claus sin disfraz recorrieron primero el pasillo, cada uno con una larga vela encendida. Detrás iban los otros ocho Santa Claus, luego Eric y finalmente el comodoro con el cofre de plata que contenía las cenizas de su madre.

Regan se quedó mirando a Eric mientras la congregación cantaba.

Willy estaba visiblemente preocupado.

El comodoro dejó la caja de plata en la mesa entre las dos velas encendidas mientras los miembros de la procesión ocupaban sus asientos en la primera fila.

Un hombre delgado de mediana edad, que era diácono en su iglesia y pertenecía al grupo de Lectores y Escritores de Oklahoma, se adelantó y cogió el micrófono.

– Dios todopoderoso, la vida no ha terminado, solo ha cambiado -comenzó.

Willy se volvió hacia las últimas filas de sillas, buscando desesperado alguna señal de Alvirah. Estaba seguro de que jamás se habría perdido deliberadamente la ceremonia. Era imposible.

Se lo decía el corazón. Tenía que haberle pasado algo.

51

Mientras Eric arrastraba a Alvirah escalera abajo y la sacaba a cubierta, Bala Rápida se arrancó la barba para ponérsela en la boca a modo de mordaza. Highbridge le ató las manos a la espalda con el gorro de Santa Claus. Luego Eric la tiró al suelo, contra una pared cubierta de redes y equipo de pesca.

– Tengo que marcharme. No puedo llegar tarde a la ceremonia. Lo que menos me hace falta ahora es que se pongan a buscarme. Vigiladla -gruñó-. Es demasiado entrometida. Y encima fue culpa suya que tuviéramos que marchamos de mi camarote.

Menudo cobarde, pensó Alvirah con desdén. Ni siquiera se atrevía a matarla. Eso se lo dejaba a los dos criminales.

Bala Rápida la apuntó con la pistola.

– Si es tan entrometida, dígame qué está haciendo el canalla de Crater en este barco. Está aquí por una razón, y desde luego no es por sus buenas obras. Traicionó a mi padre. ¿Qué tiene ahora planeado?

– Ojalá lo supiera -contestó Alvirah.

– Le voy a dar un minuto para pensarlo, antes de que la liquide.

El ruido de un helicóptero los sobresaltó a los tres.

– Podría ser la policía -exclamó Highbridge con voz de pánico.

Tanto él como Bala Rápida entraron de inmediato en acción. Mientras tiraban la balsa por la borda, Alvirah empezó a retorcer las manos frenética. Notaba un anzuelo o algo afilado de metal clavándosele en el costado. Giró un poco el cuerpo y se movió lo justo para cubrirlo con las manos. Si pudiera desgarrar el gorro, pensó ansiosa. Era una tela fina y barata. El cascabel de la punta tintineaba débilmente, pero Bala Rápida y Highbridge estaban demasiado distraídos para oírlo.

Bala Rápida metió una maleta en una bolsa de lona y la ató con un doble nudo.

Intentando no perder la calma, Alvirah fue moviendo el gorro sobre el metal hasta hacer un agujero. Recordó de sus tiempos de limpiadora, cuando solía rasgar toallas viejas para hacer trapos, y logró por fin romper la tela y liberarse las manos.

Miró la baja barandilla de la borda. «Puedo hacerlo -pensó-. Tengo que hacerla. No estoy dispuesta todavía a dejar solo a Willy. Me necesita. Levantarme va a ser un problema. Tardo tanto tiempo que tal vez no tenga ocasión de saltar. Pero al menos debo intentarlo.»

Highbridge subió a la borda en popa, de cara al mar, y agarró con firmeza la bolsa de lona y el remo que le tendía Bala Rápida.

– Que no se te caiga nada. Y menos la bolsa. Yo voy detrás de ti.

– No soy un descuidado con mi dinero -contestó Highbridge, mientras ya se tiraba al vacío. Bala Rápida se lo quedó mirando con la pistola en la mano.

Alvirah oyó el ruido que hizo Highbridge al caer al agua.

Toda la atención de Bala Rápida estaba centrada en la bolsa de lona; quería asegurarse de que llegaba a la balsa.

«Es ahora o nunca.» Alvirah se levantó de un brinco, apenas sentía las punzadas de las rodillas, corrió al costado del barco, subió a la borda y mientras Bala Rápida volvía sobresaltado la cabeza hacia ella, se tapó la nariz y se tiró. Justo antes de caer al agua oyó una bala rozándole la oreja. Había faltado muy poco, pensó, pero la bala no fue bastante rápida.

Se hundió por completo y empezó a bucear hacia la proa del barco.

52

Una de las pocas personas que no habían asistido a la ceremonia era Bosley P. Brevers, que estaba deprimido porque su conferencia parecía haber sido un fracaso. Precisamente las personas a las que esperaba impresionar (la famosa escritora de suspense y su marido, junto con la hija de ambos, detective privado, y el yerno, ese tan importante de la policía de Nueva York) habían salido en bloque. Es cierto que procuraron ser discretos, pero verles marchar fue de lo más desconcertante.

Por otro lado era evidente que las dos mujeres de su grupo de Lectores y Escritores, Maggie e Ivy, no podían soportar que él recibiera ninguna atención, puesto que fueron las primeras en marcharse.

Había sido muy mezquino por su parte.

Brevers se retiró a su camarote, pidió un bocadillo al servicio de habitaciones y se puso a repasar sus notas para ver cómo podía hacer más interesante la segunda parte de su conferencia. Acababa de dejar el bolígrafo cuando oyó un helicóptero aproximarse al barco. Salió a la terraza a verlo, pero enseguida perdió el interés y volvió dentro a poner la televisión. Quería ver si había alguna noticia de la búsqueda del sobrino de Louie Gancho Izquierdo, Tony Pinto. Si la policía lo detenía, sería algo emocionante que añadir a su conferencia programada para la mañana del día siguiente. Mientras iba mirando los distintos canales, oía la lejana música del «Amazing Grace». Obviamente ya había empezado la ceremonia del comodoro.

De pronto apareció en pantalla una joven y guapa presentadora.

– ¡Últimas noticias! -anunció muy emocionada-. Les hemos estado hablando estos días del crucero de Santa Claus en el Royal Mermaid, un barco que fue propiedad del fallecido Angus Mac MacDuffie. Se ha verificado que hace años el padre de MacDuffie compró una valiosa antigüedad sabiendo que había sido robada de un museo de Boston. Se trata de un antiguo joyero de plata que perteneció a Cleopatra, de incalculable valor. Así es, amigos. ¡Cleopatra! Esta mañana he estado con unas personas que compraron muebles y documentos de la subasta realizada a la muerte de Angus MacDuffie. En un escritorio descubrieron un diario que revelaba lo que MacDuffie sabía sobre este objeto. Hoy hemos repasado minuciosamente cientos de polvorientas revistas y cartas, y encontramos una nota que MacDuffie escribió a su madre en la que le declaraba haber escondido el joyero robado en un cajón secreto que había construido en la suite de su yate, para que la evidencia del delito de su padre muriera con él. Tal vez el comodoro Weed quiera organizar una caza del tesoro…

Una réplica del joyero apareció en pantalla.

A Brevers se le salieron los ojos de las órbitas. El día anterior había sido de los primero en llegar al barco y acudió a la suite del comodoro para entregarle un libro firmado. Weed le invitó al salón, donde mantuvieron una breve charla. Brevers se fijó en el exquisito cofre de plata que había en la vitrina, y el comodoro le explicó que contenía las cenizas de su madre.

¿Podría ser?, se preguntó Brevers, con la cabeza a mil por hora. Esa misma mañana había oído que el comodoro pensaba echar las cenizas de su madre al mar metidas en una caja. ¿Podría tratarse del valioso objeto que acababa de ver en televisión? La caja de plata del comodoro ciertamente se parecía mucho.

Brevers salió corriendo, descalzo y todo, y atravesó el pasillo desierto desesperado por impedir que el joyero de Cleopatra desapareciera en el fondo del mar.

53

– Las despedidas son siempre difíciles, pero ha llegado el momento de decir adiós a la mejor madre que un hombre pueda tener. Me alegro mucho de que hayan venido todos ustedes a compartir este emotivo aunque doloroso momento.

El comodoro hizo una seña a Fredericka y GwendoIyn, que se adelantaron y empezaron a cantar.

– Mi mamá yace sobre el océano…

El comodoro echó a andar hacia la borda con el cofre de plata en la mano.

Alvirah contuvo el aliento todo lo que pudo, hasta que con los pulmones a punto de estallar tuvo que subir a por aire. El agua no parecía nada tropical, pensó. La barba la ahogaba, de manera que la cogió con una mano y, aunque se la habían atado fuertemente en torno a la boca, logró bajársela. Congelada y resollando volvió la cabeza. «Lo único que ahora les importa es escapar -pensó aliviada-. No tienen tiempo de preocuparse por mí.»

Aunque el barco estaba parado, la corriente lo hacía avanzar ligeramente y la distancia hasta la proa parecía cada ver más larga.

Los pantalones y las sandalias pesaban una tonelada. Intentó descalzarse, pero el esfuerzo la estaba hundiendo. «Tú solo nada -se dijo-. Mantente a flote y nada.»

Una ola le salpicó la cara haciéndole tragar agua.

– ¡Willy! -intentó llamar.

Seguro que a esas alturas ya estaría preocupado. Pero no se le ocurriría buscarla en el mar.

«Ay, Willy. Si ese camarero tan torpe no te hubiera manchado de chocolate, no habrías estado en la ducha cuando vi a esos tipos.»

Los brazos le pesaban. El barco parecía avanzar. «Dicen que cuando te ahogas ves pasar toda tu vida delante de tus ojos, pero yo solo puedo pensar en la mancha de chocolate en la camisa azul nueva de Willy.»

«Te quiero, Willy.»

Un brazo detrás del otro, cada vez más despacio, Alvirah se forzó a seguir nadando.

Sucedió en un instante. Cuando el comodoro pasaba muy despacio junto a la silla de ruedas de Crater, Brevers salió corriendo a cubierta.

– ¡No tire esa caja! -gritó-. ¡Vale millones! Crater, como un rayo, se levantó de la silla.

«Me estoy acercando -se prometió Alvirah-. Me estoy acercando.» Sus brazos parecían de plomo. Cada vez le costaba más coger aire en los pulmones. Tiritaba de la cabeza a los pies. Estaba ya casi en la proa, rezando porque hubiera allí gente. Alzó la vista y vio a tres hombres justo encima de ella.

– ¡Socorro! -intentó gritar, pero su voz no fue más que un quebrado susurro.

Y entonces, justo cuando pensaba que iban a verla, los tres hombres se apartaron corriendo de la borda.

Al sobresalto de los gritos frenéticos de Brevers siguió la visión, igualmente sorprendente, de Crater forcejeando con el comodoro hasta arrancarle de las manos el cofre de plata.

De pronto volvió a oírse el rugido del helicóptero y las aspas comenzaron a girar.

Regan y Jack se levantaron de un brinco.

– ¡Esto es ridículo! -gritó el comodoro.

Crater le había arrebatado las cenizas de su madre y, como un jugador de rugby haciendo un pase, lanzó el cofre a uno de sus hombres, que nada más recibirlo echó a correr hacia el helicóptero.

Fredericka, molesta por que hubieran interrumpido su canción, le puso la zancadilla. El médico tropezó y cayó, y la caja salió volando. Para entonces, Regan, Jack, Luke, Willy y los diez Santa Claus habían entrado en acción. Un mar de trajes rojos abatió a Crater y rodeó al médico caído. Los otros dos echaron a correr hacia la seguridad del helicóptero.

– Buen intento -gritó Jack, mientras Ted y él los abatían.

En mitad de todo aquel caos, el cofre de plata quedó por un momento abandonado en cubierta. Winston corrió hacia él, lo cogió y se dirigió también al helicóptero. Gwendolyn, siempre en competencia con su hermana y la mejor corredora de su clase de gimnasia, salió detrás de él. Se lanzó hacia sus piernas y Winston también cayó despatarrado al suelo. La niña agarró el cofre y echó a correr hacia la borda gritando:

– ¡Esto no está bien! ¡El comodoro quería que su madre se fuera al mar aquí!

Alzó la caja sobre su cabeza y la arrojó con todas sus fuerzas sobre la borda.

Regan se acercó a la carrera.

– ¡Dios mío! -gritó, al ver que la caja voladora no solo se dirigía hacia el mar, sino también hacia la cabeza de Alvirah-. ¡Cuidado, Alvirah! -chilló.

Miró frenética a su alrededor, vio un salvavidas blanco colgado de un gancho, lo agarró, subió a la borda y se tiró al mar.

– ¡Regan! -exclamó Nora.

– ¡Cojan ese cofre! -chilló Brevers-. ¡No tiene precio!

Alvirah, que siempre había conocido el valor del dinero, tendió la mano a pesar de estar exhausta y, estirando los brazos con todas sus fuerzas, atrapó el cofre justo cuando caía al agua. Un momento más tarde se acercó Regan empujando el salvavidas.

– Agárrate a esto, Alvirah.

Alvirah le pasó el cofre y agarró con los brazos el salvavidas en el que se leía CRUCERO SANTA CLAUS en vistosas letras.

– Esto es lo que consigo por mis buenas obras -intentó bromear, mientras se esforzaba por recuperar el resuello-. Ya te dije que el crucero sería emocionante. -Tenía los brazos tan entumecidos y fríos que empezaba a soltarse del salvavidas-. No sé si puedo agarrarme…

Un fuerte brazo la cogió de la cintura.

– Ya te tengo, Alvirah.

Era Jack.

– Siempre se puede contar con vosotros dos -resolló ella-. ¿Willy está bien?

– Estará mucho mejor cuando te subamos a bordo.

Alvirah se notaba desfallecer.

– Una cosa más -susurró apremiante-. Bala Rápida y Highbridge están en una balsa a la popa del barco, intentando escapar. Eric es su cómplice.

Y por fin aliviada al ver que estaba en manos de sus buenos amigos y que se había hecho justicia, Alvirah se permitió perder el conocimiento.

54

Viernes, 30 de diciembre

Tres días más tarde, el crucero de Santa Claus, menos todos los conocidos delincuentes que iban a bordo, entraba en el puerto de Miami.

Alvirah y Willy, Regan y Jack, Luke y Nora, Ivy, Maggie, Ted Cannon, Bosley Brevers y Gwendolyn y Fredericka, acompañadas por sus amantes padres, habían ido a despedirse del como doro en su suite. Dudley y el doctor Gephardt estaban también presentes.

El comodoro miró la vitrina de cristal donde reposaban una vez más las cenizas de su madre, esta vez en su urna original, que albergaba antes el cofre de plata. El enjambre de policías que había entrado en el barco una hora después del estallido del caos se encontraban previamente en el agua no lejos de allí, investigando una posible operación de contrabando de drogas. Al final resultó ser una pista falsa, y estaban a punto de volver a Miami cuando recibieron la llamada sobre el crucero de Santa Claus. Además del surtido de delincuentes, se habían hecho cargo también del joyero de Cleopatra, que habiendo sido robado cuando estaba en calidad de préstamo en el museo de Boston, pronto estaría de vuelta en Egipto.

– Me quedaré con mi madre hasta el próximo crucero -comentó el comodoro por milésima vez en las últimas setenta y dos horas-. Es evidente que no quería marcharse todavía. ¡Pero cómo le habría gustado saber que descansaba en el joyero de Cleopatra! -Luego meneó la cabeza-. A mi madre nunca le gustó mucho Eric. Y francamente, por más que lo intenté, a mí tampoco. Me ha dolido ver hasta qué punto me ha traicionado. Una buena temporada en prisión tal vez le ayude a darse cuenta de sus errores. Pero lo que de verdad no puedo creer es que mi ex mujer, Reeney, con quien he sido de lo más generoso, fuera la que planeara el robo del cofre de plata, y que incluso llegara a introducir a Winston en mi casa. ¡Es de lo más humillante! Sabía que le gustaban las antigüedades, ¡pero pensar que era el cerebro de una banda que llevaba años comprando y vendiendo antigüedades robadas! ¡Es increíble! Ni siquiera se inmutó cuando le enseñé la caja de plata y le conté que me la había encontrado rebuscando al dar con una especie de resorte que abría un panel en un armario de mi suite. Lo único que me dijo es que era un cofre muy mono. ¡Muy mono!, me dijo. ¡Que era muy mono!

Fredericka se levantó de un brinco para rodear con el brazo al comodoro, logrando así interrumpir su monólogo, que a esas alturas todos los presentes conocían muy bien.

– No estés triste, tío Randolph. Ahora nosotros somos tu familia.

– ¡Para siempre! -añadió Gwendolyn.

– Ya lo sé -contestó suavemente el comodoro.

Y se le quebró la voz.

Algunos más que otros, pensó Alvirah, al ver la tierna mirada que intercambiaba con Ivy. También advirtió que Maggie y Ted entrelazaban sus dedos, sentados el uno junto al otro en el sofá. Aquello había resultado ser el Barco del Amor, pensó encantada.

Dudley se apresuró a alzar la copa antes de que el comodoro pudiera dispararse otra vez.

– Propongo un brindis. Por todos ustedes, nuestros pasajeros en este crucero tan especial, tan memorable -comenzó.

Willy miró a Alvirah.

– ¿Memorable? -masculló-. ¿Lo dice de broma?

– Me temo que no -dijo Alvirah sonriendo.

Su marido no se había apartado de su lado desde que sacaron del agua tres días atrás.

– Lo he oído -dijo Dudley echándose a reír-. Ha sido memorable, sí. Memorable y a la vez maravilloso. Es maravilloso tenerlos a todos ustedes como nuevos amigos. Seguro que el comodoro estará de acuerdo en que todos serán siempre bienvenidos como invitados en el Royal Mermaid.

«Ya estamos otra vez -pensó divertido Weed-. Ya está dando lo que no le pertenece.»

– Pero apresúrense a reservar su plaza -prosiguió Dudley-. Con tantas emociones, las reservas se están agotando. Nuestros primeros cuatro cruceros ya están completamente llenos.

Regan sonrió al ver la expresión de su padre. Sabía muy bien lo que estaba pensando: «Por suerte para nosotros». Se volvió hacia Jack y él le guiñó el ojo. Era evidente que pensaba justo lo mismo. «Bueno, tenemos suerte -se dijo Regan-. Tenemos mucha suerte por muchas cosas.»

Veinte minutos más tarde se encontraban en la cubierta al sol, mientras el piloto del barco los dirigía al muelle. Bianca García saludó radiante al crucero, una aventura que la había lanzado a la escena de las noticias nacionales. Su cadena había contratado una pequeña banda, y en cuanto el barco se detuvo comenzaron a tocar «Auld Lang Syne».

Los pasajeros, todos los cuales habían disfrutado de un crucero inolvidable, se unieron a la canción.

– «Tomaremos una copa de bondad…»

El viaje del crucero de Santa Claus había concluido… Y un nuevo año estaba a punto de comenzar.

Mary Higgins Clark, Carol Higgins Clark

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