Agatha es una joven sombrerera que vive marcada por una vida sombría y sin amor. Un accidente ocurrido durante la infancia la ha dejado lisiado, pero eso no le ha impedido luchar por una vida mejor. Las circunstancias la han llevado a convertirse en adalid de la moral y defensora de la Ley Seca.

Scot, dueño de una taberna en la que el juego y el alcohol son el pan de cada día, oculta tras su vida de libertinaje un corazón destrozado y un espíritu apasionado, capaz de albergar una increíble grandeza…

LaVyrle Spencer

Juegos De Azar

© 1984, LaVyrle Spencer

Título original: The Gamble

Traducción: Ana Mazía

Con amor a

Marian Spencer,

de quien tanto aprendí

sobre el amor.

Agradecimientos

Mi sincero agradecimiento al señor Robert Snow y señora, de la plantación Waverly, en West Point, Mississippi, por prestarme su hermosa mansión del período anterior a la Guerra Civil, con sus fantasmas incluidos, para la creación de este libro.

Capítulo 1

1880

Agatha Downing miró por la ventana de su tienda de sombreros y vio cruzar la calle a una pintura al óleo de tamaño natural, que representaba a una mujer desnuda. Contuvo una exclamación y apretó los puños. ¡Otra vez ese hombre! ¿Qué se le había ocurrido ahora? No era suficiente con que hubiese instalado su negocio de venta de licores y estimulase a hombres honestos a derrochar el dinero ganado con gran esfuerzo en juegos de azar, en la puerta vecina. ¡Ahora, traía cuadros de mujeres desnudas!

Horrorizada, apretó una mano contra el corsé con ballenas y observó al alegre grupo de haraganes que iban en dirección a ella. Lanzando exclamaciones entusiastas, se abrieron paso a empujones hacia el Gilded Cage Saloon, la taberna de la Jaula Dorada, cargando sobre los hombros la tela enmarcada. La calle era ancha y lodosa, y les llevó un tiempo cruzar. Antes de que hubiesen llegado a mitad de trayecto, todos los hombres que estaban en la acera se unieron a ellos ululando, lanzando los sombreros al aire, brindando un audaz homenaje a ese desnudo digno de Rubens. Cuanto más se acercaban, Agatha apretaba más el corsé contra sí.

La desdichada figura de más de un metro ochenta, tenía los brazos extendidos al cielo, como si quisiera elevarse… de frente, voluptuosa y desnuda como un grajo recién desplumado.

Agatha apartó la vista de tan desagradable espectáculo.

¡Por todos los Cielos! Sin duda, todos ellos irían en dirección contraria al cielo. ¡Y, al parecer, querían llevarse a los niños con ellos!

Dos pequeños habían visto a los parrandistas y se acercaban corriendo al centro de la calle barrosa para ver mejor el espectáculo.

Agatha abrió la puerta de par en par y salió a la acera, cojeando.

– ¡Perry! ¡Clydel! -les gritó a los chicos de diez años-. ¡Volved a casa enseguida! ¿Me oís?

Los dos se acercaron y miraron a la señorita Downing, que señalaba con el dedo hacia el extremo de la calle.

– ¡Enseguida, dije, o se lo contaré a vuestras madres!

Perry White se volvió hacia el amigo Clydell Hottle con expresión desdichada en la cara pecosa:

– Es la vieja señorita Downing.

– ¡Oh, no!

– Mi madre le compra sombreros.

– Sí, la mía también -se lamentó Clydell.

Dirigieron una última mirada curiosa a la dama desnuda del cuadro, se volvieron a desgana y se fueron a casa arrastrando los pies.

Mooney Straub, uno de los borrachos del pueblo, alzó la voz entre el populacho y les gritó:

– ¡Esperad a ser mayores, niños!

Risas ásperas acompañaron el comentario, y la indignación de Agatha subió de punto.

Qué gentuza. No eran más que las diez de la mañana, y Mooney Straub casi no se tenía en pie. Ahí estaba también Charlie Yaeger, que tenía esposa y seis hijos viviendo en una choza sólo digna de los cerdos; y el joven hijo de Cornelia Loretto, Dan, que el vecino contrató como crupier del juego de lotería, cosa que avergonzó mucho a la pobre madre; y el cantinero de aspecto feroz, de cabello blanco, espeso, que sólo le crecía en la mitad izquierda de la cabeza; y el pianista negro de ojos vivaces que parecían no perder detalle; y George Sowers, que años atrás se enriqueció en los yacimientos de oro de Colorado, pero que bebió y perdió en el juego toda su fortuna. Y a la cabeza de todos ellos, el responsable de esparcir semejante plaga en el umbral de Agatha: el hombre al que todos llamaban Scotty.

Agatha se instaló en los escalones de entrada a la taberna y esperó que la brigada del ejército de Satán se abriese paso entre el barro primaveral. Cuando llegaron a la barra para atar los caballos, Agatha abrió los brazos:

– ¡Señor Gandy, protesto!

LeMaster Scott Gandy levantó una mano para detener a sus seguidores.

– Deteneos aquí, muchachos. Parece que tenemos compañía.

Se dio la vuelta lentamente y alzó la vista hacia la mujer que se cernía sobre él como un ángel vengador. Estaba vestida de un gris apagado. La falda de pliegues a la austríaca, enlazada atrás, estaba muy apretada de adelante atrás. El polisón sobresalía hacia arriba como la columna vertebral de un gato erizado. Llevaba el cabello peinado hacia atrás en un severo moño que tenía la apariencia de provocarle un eterno dolor de cabeza. Los únicos toques de color eran las manchas rosadas en las mejillas blancas y tensas.

Con una sonrisa en la comisura izquierda de la boca, Gandy se quitó el sombrero Stetson de copa baja con gesto perezoso.

– Buenos días, señorita Downing -dijo, arrastrando las palabras con acento sureño, que olía a magnolia.

La mujer puso los brazos en jarras:

– ¡Señor Gandy, esto es un escándalo!

El sujeto continuó con el sombrero levantado, sonriendo de costado:

– Dije «buenos días», señorita Downing.

Aunque una mosca zumbó junto a su nariz, Agatha no movió un párpado.

– No son buenos días, señor, y no fingiré que lo son.

Gandy volvió a calzarse el sombrero sobre el cabello renegrido, sacó una bota del barro, la sacudió y la apoyó en el escalón más bajo.

– Bueno… -pronunció, sacando un puro del bolsillo del chaleco, y guiñando los ojos hacia el cielo azul de Kansas. Luego, miró a Agatha con los ojos entrecerrados-. Salió el sol. Ha dejado de llover. Pronto llegará el ganado. -Mordió la punta del cigarro y la escupió al barro-. Yo llamo a eso un buen día, señora. ¿Y usted?

– ¡No pensará poner esa… -señaló, indignada, la pintura-…a esa hermana de Sodoma en la pared de su establecimiento para que todos la vean!

El hombre rió, y el sol hizo brillar sus dientes blancos y regulares:

– ¿Hermana de Sodoma? -Metió la mano en la ajustada chaqueta negra, se palpó los bolsillos del chaleco y sacó una cerilla de madera-. Si le resulta ofensiva, no tiene de qué preocuparse, cuando esté adentro, ya no tendrá que volver a verla.

– Esos niños inocentes ya la vieron. Las pobres madres estarán horrorizadas. Más aún: cualquiera puede espiar por debajo de esas ridiculas puertas de vaivén, en cualquier momento. -Agitó un dedo ante la nariz del hombre-. ¡Y usted sabe perfectamente que los chicos lo harán!

– ¿Quiere que ponga un guardia, señorita Downing? -El acento sureño fue tan pronunciado, que «guardia» sonó como «gadia»-. ¿Eso la dejaría contenta?

Encendió la cerilla en el poste, la arrimó al puro, la arrojó por encima del hombro y le sonrió en medio del humo.

Su manera de hablar, lenta y despreocupada, enfureció a la mujer tanto como su actitud caballeresca y el hedor del cigarro.

– Lo que me dejaría contenta es que devolviese usted esa pintura al lugar de donde salió. O mejor todavía, que la use para hacer fuego.

Por encima del hombro, Gandy recorrió apreciativamente la figura desnuda de la cabeza a los pies:

– Ella está aquí… -se volvió de nuevo hacia Agatha-…y se queda.

– ¡Pero no puede colgar ese cuadro!

– Oh, sí puedo -replicó con frialdad-, y lo haré.

– No puedo permitirlo.

El hombre dibujó una sonrisa gallarda, dio una calada honda al cigarro y le propuso:

– Impídamelo. -Hizo un gesto con el cigarro sobre el hombro-. Vamos, muchachos, llevemos adentro a la señorita.

Tras él se levantó ün clamor, y los hombres avanzaron. Gandy subió un escalón y se topó con la señorita Downing, que había bajado uno. La rodilla del hombre dio contra la rígida falda gris, e impulsó más hacia arriba el polisón. Sin abandonar la sonrisa, Gandy alzó una ceja:

– Si nos permite, por favor, señorita Downing.

– No haré nada de eso. -Como tenía la bota alta del hombre contra su falda, a Agatha le costó un gran esfuerzo no ceder terreno, pero lo miró fijo-: ¡Si los comerciantes respetables de este pueblo son demasiado timoratos para oponerse a estos antros de vicio y corrupción que usted y los de su clase nos impusieron, las mujeres no!

Gandy apretó las palmas contra la rodilla, se inclinó hacia adelante hasta que el ala del sombrero casi tocó la nariz de la mujer y habló con calma, con pronunciado acento, pero con un inconfundible tono de amenaza:

– No me gustaría maltratar a una mujer delante de sus vecinos pero, si no se aparta, no me dejará otra alternativa.

Agatha cerró los orificios de la nariz, y se irguió más.

– Los que se apartan para permitir indecencias de esta clase, son tan culpables como si las hubiesen cometido ellos mismos.

Los ojos de ambos se encontraron y sostuvieron las miradas: los de él, negros y penetrantes, los de ella, verdes y desafiantes. Tras Gandy, los hombres esperaban con el barro a los tobillos, y las risas burlonas se habían convertido en un silencio expectante. En la calle, Perry White y Clydell Hottle se protegían los ojos con la mano, esperando a ver quién ganaba. Al otro lado de la calle, el dueño de la taberna y el tabernero salieron por sus propias puertas de vaivén para observar el enfrentamiento con expresión divertida.

Gandy contempló los ojos decididos de Agatha Downing, y comprendió que sus clientes más firmes y sus mejores amigos querían ver si retrocedería ante una mujer: eso lo hubiese convertido en el hazmerreír de Proffitt, en Kansas. Y aunque no lo habían educado para faltar el respeto al sexo débil, la mujer no le dejaba alternativa.

– Como guste, señora -dijo Gandy. Con aire despreocupado, sujetó el cigarro entre los dientes, aferró a Agatha de los brazos, la levantó del escalón y la plantó unos veinte centímetros dentro del lodo. Los hombres lanzaron un rugido a modo de aprobación. Agatha gritó, agitó los brazos y trató de sacar los zapatos del lodazal. Pero el barro la chupó más profundamente y aterrizó sobre el polisón con una salpicadura ignominiosa.

– ¡Bienhecho, Gandy!

– ¡No permitas que ninguna falda te detenga!

Mientras Agatha miraba, furiosa, a Gandy, los secuaces cargaban a la dama desnuda por los escalones de madera, y atravesaban las puertas vaivén del Gilded Cage Saloon. Cuando desaparecieron, el sujeto levantó el sombrero y le dedicó una sonrisa hechicera:

– Buenos días, Downing. Fue un placer.

Subió la escalera de entrada, se limpió las botas en el felpudo de la entrada y siguió al ruidoso grupo adentro, y las puertas quedaron balanceándose a su espalda.

Desde la acera opuesta, toda la escena fue observada por una mujer vestida completamente de negro. Con la maleta en la mano, Drusilla Wilson se detuvo. Tenía la figura y la rigidez de un poste, la nariz como guadaña, los ojos que parecían capaces de perforar granito. La boca fina tenía un gesto amargo, y el labio inferior casi tapaba al superior. El mentón retraído, recordaba al perfil de un mero. Bajo el ala sin adornos de un sombrero cuáquero completamente negro, aparecía una fina franja de cabello. Ese cabello, también negro como si la naturaleza aprobara la decisión de darle un aspecto atemorizante, estaba alisado sobre las sienes y aplastaba las orejas contra la cabeza. Irradiaba la clase de severidad que hacía que la gente retrocediera, en lugar de adelantarse, cuando se la presentaban.

Después de presenciar el altercado al otro lado de la calle, la señorita Wilson se volvió hacia un hombre de barba rojiza con mostacho engominado que estaba junto a las puertas vaivén del Hoof and Hora Saloon. Estaba vestido con una camisa de rayas rojas y blancas, con bandas elásticas en las mangas, sobre unos brazos enormes que tenía cruzados sobre el pecho macizo, que se sacudía cada vez que reía. De la mata roja que rodeaba la boca, emergía la punta de un cigarro apagado.

– El nombre de esa mujer… ¿cuál es, por favor? -preguntó Drusilla Wilson, con formalidad.

– ¿Quién? ¿Ella?

Riendo otra vez, indicó a Agatha.

Sin participar de la diversión, Drusilla asintió.

– Ésa es Agatha Downing.

– ¿Y dónde vive?

– Ahí mismo. -Se quitó el resto del cigarro y señaló con la punta-. Encima de la sombrerería.

– ¿Es la dueña?

– Sí.

Drusilla echó un vistazo a la lamentable figura al otro lado de la calle y murmuró:

– Perfecto.

Alzó la maleta con una mano, se sujetó las faldas con la otra, y caminó por las piedras que cruzaban la calle. Pero se dio la vuelta otra vez hacia el hombre de la barba rojiza que aún sonreía contemplando a Agatha que intentaba librarse del barro.

– ¿Y su nombre, señor?

El sujeto le dedicó una sonrisa de dientes marrones, encajó otra vez el cigarro en la boca pequeña y respondió:

– Heustis Dyar.

La mujer alzó una ceja y miró el cartel que lucía en el falso frente del edificio, encima de la cabeza del hombre:

– ¿Y es usted el dueño de Hoof y Horn?

– Así es -respondió, orgulloso, deslizando los pulgares bajo los tirantes y proyectándolos hacia afuera-. ¿Quién pregunta?

Con un breve gesto de la cabeza, la mujer respondió:

– Drusilla Wilson.

– Drus… -Se sacó el cigarro de la boca y dio un paso hacia ella-. ¡Eh, espere un momento! -Con el entrecejo fruncido, se volvió hacia el cantinero que apoyaba los antebrazos en las puertas vaivén-. ¿Qué está haciendo ella aquí?

Tom Reese se encogió de hombros.

– ¿Y yo cómo sé qué está haciendo aquí? Supongo que crear problemas. ¿Acaso no es eso lo que hace en cada sitio al que va?

Eso era lo que hacía Drusilla Wilson ahí, y mientras se acercaba a su «hermana» caída en el lodo, rogaba que fuesen Heustis Dyar y el dueño de Gilded Cage los primeros en sufrir el impacto de su llegada.

Agatha tenía gran dificultad en levantarse. Otra vez, la cadera. En los mejores momentos, no podía confiar en ella; en los peores, era inútil intentarlo. Atascada en el barro frío y pegajoso, le dolía y no lograba levantar el peso de la mujer. Aunque se balanceó hacia adelante, no pudo ponerse de pie. Cayó hacia atrás, con las manos enterradas hasta las muñecas, y deseó ser de la clase de mujer que echa maldiciones.

Una mano enfundada en un guante negro se extendió hacia ella.

– ¿Puedo ayudarla, señorita Downing?

Agatha levantó la vista y vio unos fríos ojos grises que se esforzaban por ser simpáticos.

– Drusilla Wilson -anunció la mujer a modo de presentación.

– ¿Drus…?

Estupefacta, Agatha miró maravillada a la mujer.

– Vamos, levántese.

– Pero…

– Tome mi mano.

– Oh… claro… claro, gracias.

Drusilla aferró la mano de Agatha y la ayudó a levantarse. Agatha hizo una mueca y se apretó la cadera izquierda con una mano.

– ¿Está lastimada?

– No, sólo en mi orgullo.

– Pero está cojeando -advirtió Drusilla, mientras la ayudaba a subir los escalones.

– No es nada. Por favor, se manchará el vestido.

– Me he manchado con cosas peores que lodo, señorita Downing, créame. Desde cerveza hasta estiércol de caballo, me han arrojado de todo. Un poco de limpio barro de Dios será un alivio.

Pasaron juntas por la puerta de la Gilded Cage. Adentro, ya sonaba el piano y se filtraban risas, únicos sonidos que perturbaban la apacible mañana de abril. Las dos mujeres caminaron hasta la tienda vecina, en cuyo escaparate se leía en brillantes letras doradas: Agatha N. Downing, Sombrerera.

Dentro, Agatha olvidó que estaba toda sucia y dijo, emocionada:

– Señorita Wilson, me siento tan honrada de conocerla… Yo… yo… pues… no… no puedo creer que sea usted, realmente, la que está en mi humilde tienda.

– ¿Eso significa que sabe quién soy?

– Desde luego. ¿Acaso no la conocen todos?

La señorita Wilson se permitió una risita seca.

– Bueno, en el estado de Kansas, sí, y me atrevería a decir en todos los Estados Unidos y, por cierto, me conoce todo aquel que haya oído la palabra templanza.

El corazón de Agatha latió, excitado.

– Me gustaría conversar un rato con usted. ¿Puedo esperarla mientras se cambia de ropa?

– ¡Oh, sin duda! -Agatha indicó un par de sillas en la parte del frente del negocio-. Por favor, póngase cómoda mientras me ausento. Yo vivo arriba, de modo que no tardaré más que un minuto. Si me disculpa…

Agatha cruzó el taller y salió por una puerta trasera. En la pared del fondo del edificio había una escalera de madera que llevaba a los apartamentos de arriba. Subió como lo hacía siempre: los dos pies en cada escalón, aferrándose con tanta fuerza al pasamanos que los nudillos se le ponían blancos. Las escaleras eran lo peor. Estar de pie o caminar sobre una superficie plana era tolerable, pero alzar la pierna izquierda era difícil y doloroso. La falda sujeta atrás le hacía la marcha aún más difícil, trabándole los movimientos. A mitad de camino, se inclinó y, metiendo la mano bajo el ruedo, desató el último par de lazos. Cuando llegó al rellano superior, estaba un poco agitada. Se detuvo, sin soltar la baranda. El rellano era compartido por los habitantes de ambos apartamentos. Echó un vistazo a la puerta que llevaba a la vivienda de Gandy.

Tal vez otra mujer se hubiese permitido llorar, después de un momento tan duro como el que ese hombre la había hecho pasar, pero Agatha no. Agatha se limitó a exhalar con comprensible cólera y reconoció un gran anhelo de hacerlo morder el polvo. Cuando se volvía hacia la puerta, sonrió al pensar que al fin le habían llegado refuerzos.

Le llevó cierto tiempo quitarse el vestido. Tenía veintiocho botones en el frente, ocho lazos de cinta atados por dentro para formar el polisón de atrás, y la mitad que sujetaban la falda en forma de delantal alrededor de las piernas. A medida que soltaba cada cinta, el vestido perdía forma. Cuando quedó desatado el último lazo, el polisón perdió todos sus bultos y quedó tan plano como la pradera de Kansas. Con él en la mano, el corazón le dio un vuelco.

¡Ese hombre! ¡Ese sujeto maldito, enervante! No tenía idea de lo que le costaría a Agatha en cuestión de tiempo, dinero e inconvenientes. Todos esos miles de puntadas a mano, cubiertas de barro. Y sin un lugar donde lavarlo. Miró el fregadero seco y el cubo de agua que estaba junto a él. La carreta de agua fue esa mañana temprano a llenar el barril, pero éste estaba sobre un soporte de madera bajo esas larguísimas escaleras. Además, el fregadero no tenía el tamaño suficiente para lavar una prenda así. Tendría que llevarla enseguida al lavadero de Finn, pero considerando quién la esperaba abajo, eso quedaba descartado.

La ira de Agatha aumentó cuando se quitó el polisón de algodón y las enaguas. El vestido, por lo menos, era gris, pero estas prendas eran blancas… o lo habían sido. Temía que ni siquiera el jabón de lejía casero de Finn pudiese quitar manchas de lodo tan espesas.

Después. Después te preocuparás por eso. ¡La propia Drusilla Wilson está esperándote!

Abajo, la visitante veía a la señorita Downing cojear desde la parte de atrás de la tienda, y comprendió que la caída de ese día no era la causa. Al parecer, Agatha N. Downing tenía un problema de cadera desde hacía mucho tiempo.

Cuando Agatha desapareció tras la cortina, Drusilla Wilson miró alrededor. La tienda era larga y angosta. Cerca del escaparate cubierto con una cortina de encaje había un par de sillas de estilo Victoriano de respaldo ovalado, tapizadas de color orquídea pálido que hacía juego con las cortinas. Entre las sillas había una mesa de tres patas, tallada, y encima, las últimas ediciones de las revistas Graham, Godey y Peterson. Wilson descartó leerlas, y prefirió recorrer el establecimiento.

Sobre formas de papier maché, se exhibía una variedad de sombreros tanto de fieltro como de paja toscana. Algunos eran calados, otros lisos. En las paredes había filas de pulcros compartimientos en los que se veían cintas, botones, encaje y adornos. Sobre una mesa de caoba, un surtido de gasas y algodones plegados mostraban un prisma completo de colores. En una canasta de mimbre, una selección de frutas de pasta de aspecto tan real que daban ganas de comerlas. Margaritas y rosas artificiales hechas con mucho arte se veían en un cesto chato. Sobre otro mostrador había otra variedad de esclavinas de piel, y abanicos de plumas de faisán. De la pared del fondo colgaban de un cordel plumas de avestruz. En un gabinete de cristal había todo un aviario de pájaros, nidos y huevos. Mariposas, libélulas y hasta abejorros se sumaban a la colección. Adornada con un par de cabezas de zorro embalsamadas, semejaba más la vitrina de un científico que el exhibidor de una sombrerera.

A Drusilla Wilson no le llevó más de dos minutos confirmar que la señorita Downing tenía en sus manos un buen negocio… y dedujo que, también, comunicación fluida con las mujeres de Proffitt, Kansas.

Oyó que volvían los pasos irregulares de la dueña del negocio y giró en el mismo momento en que Agatha apartaba las cortinas de terciopelo color lavanda.

– Ah, es una tienda maravillosa, maravillosa.

– Gracias.

– ¿Cuánto hace que es sombrerera?

– Aprendí de mi madre. Cuando era niña, la ayudaba a coser en casa. Más adelante, cuando se hizo sombrerera y se mudó aquí, a Proffitt, yo vine con ella. Cuando murió, yo continué su labor.

La señorita Wilson observó la ropa limpia de Agatha. Para su gusto, el azul que usaba era demasiado colorido y moderno, con sus remilgados lazos a la espalda e innumerables filas de alforzas en el frente. Y tampoco comulgaba con esas faldas estilo delantal tan apretadas que marcaban la forma de las caderas femeninas con demasiada nitidez, ni con el corpiño ajustado que revelaba con excesiva crudeza la amplitud de los pechos. Pero a la señorita Downing no parecía preocuparle mostrar ambos contornos con escandalosa claridad. Sin embargo, al menos el ajustado cuello clerical era recatado, si bien el borde de encaje que se repetía en las muñecas le daba un aire pecaminoso.

– Señorita Downing, ¿se siente mejor?

– Mucho mejor.

– Una se acostumbra a esto cuando lucha por nuestra causa. Como sea, no tire el vestido manchado. Si las manchas de lodo no salen, podría usarlo cuando enfrente al enemigo en la próxima batalla. -Sin aviso previo, la señorita Wilson atravesó con agilidad el salón y tomó las manos de Agatha-. Querida mía, estoy tan orgullosa de usted, tan orgullosa… -Le oprimió los dedos con firmeza-. Yo me dije: «He aquí una mujer que no retrocede ante nada. ¡He aquí a una mujer a la que quiero luchando a mi lado!».

– Oh, no fue nada. Sólo hice lo que haría cualquier mujer en la misma situación. Pero si estaban esos dos niños…

– Pero ninguna lo hizo, ¿no es verdad? Usted fue la única que defendió la virtud.

Dio otro apretón de simpatía a las manos de Agatha, las soltó y retrocedió.

Agatha se ruborizó de placer ante semejante elogio en boca de una mujer tan famosa como Drusilla Wilson.

– Señorita Wilson -declaró con sinceridad-, cuando dije que era un honor tenerla aquí, hablaba en serio. Leí mucho sobre usted en los periódicos. ¡Dios mío!, si la consideran la más alta autoridad en la lucha por la causa de la templanza.

– No me importa mucho lo que dicen de mí. Lo que más importa es que estamos haciendo progresos.

– Eso he leído.

– Sólo en el 78 se formaron veintiséis grupos locales de la Unión de Mujeres Cristianas por la Templanza en todo el Estado. La mayoría, el año pasado. ¡Pero todavía no hemos terminado! -Levantó el puño, lo bajó y los labios finos dibujaron una sonrisa apretada-. Desde luego, por eso estoy aquí. Me llegaron noticias de su pueblo. Me dicen que se nos está yendo de las manos.

Agatha suspiró, fue cojeando hasta el escritorio de tapa corrediza apoyado contra la pared trasera de la izquierda, y se hundió en una silla, junto a él.

– Usted vio con sus propios ojos hasta qué punto. Y también puede oír por sí misma lo que pasa en el local de al lado.

Señaló con un gesto a la pared que la separaba de la taberna, a través de la cual llegaban los sones ahogados de «Ángel caído, cae en mis brazos».

La señorita Wilson apretó los labios y alrededor le aparecieron arrugas, como en un budín de dos días.

– Debe de ser penoso.

Agatha se tocó las sienes.

– Por decirlo con discreción. -Movió la cabeza con expresión apesadumbrada-. Desde que vino ese hombre, hace un mes, cada vez; es peor. Tengo que confesarle algo, señorita Wilson. Yo…

– Por favor, llámeme Drusilla.

– Drusilla… sí. Bueno, como le decía, mis motivos para enfrentarme al señor Gandy no fueron estrictamente altruistas. Me temo que sus elogios fueron un poco apresurados. Desde que se abrió la taberna al lado, mi negocio comenzó a tener dificultades, ¿entiende? A las señoras no les agrada pasar por esta acera por temor a que las moleste algún borracho antes de llegar a mi puerta. -Agatha frunció el entrecejo-. Es muy perturbador. Surgen peleas espantosas a cualquier hora del día y de la noche, y como ese Gandy no las permite en su local, el tabernero arroja a los borrachos a la calle.

– No me sorprende, pensando en lo que valen aquí los espejos y la cristalería. Pero, continúe.

– Las riñas no son lo único. El lenguaje… Oh, señorita Wilson, es escandaloso. Absolutamente escandaloso. Y con esas medias puertas, los ruidos se filtran a la calle y es indecible las cosas que tienen que oír las señoras cuando pasan. Yo… en verdad, no puedo decir que las culpo por vacilar en seguir siendo clientes mías. En su lugar, yo sentiría lo mismo. -Agatha entrelazó los dedos y bajó la vista-. Además, hay una razón más humillante para evitar la zona. -Alzó la mirada, con auténtica expresión de pesar-. Los maridos de algunas de mis clientas frecuentan la taberna más que sus propias casas. A varias de ellas las espanta de tal modo la perspectiva de toparse con los esposos en la calle… en semejante condición, que la sola idea las avergüenza.

– Desafortunado pero, aun así, la tienda parece próspera.

__Vivo decentemente, pero…

– No -La señorita Wilson alzó las manos enguantadas-. No quise entrometerme en sus asuntos financieros. Sólo me referí a que está bien establecida aquí y, sin duda, la mayor parte de las mujeres del pueblo estarán en su lista de clientes.

– Bueno, supongo que es así… al menos así era hasta hace un mes.

– Dígame, señorita Downing, ¿hay otras tiendas de sombreros en Proffitt?

– Pues, no. La mía es la única. Ahora, el señor Halorhan, en la Mercantile, y el señor McDonnell, en Longhorn Store, los venden hechos. Pero no hay comparación, por supuesto -añadió con cierto aire de superioridad.

– Si no fuera un atrevimiento de mi parte, ¿podría preguntarle si acostumbra ir a la iglesia?

A duras penas, Agatha contuvo la irritación:

– ¡No tenga la menor duda!

– Eso pensé. ¿Metodista?

– Presbiteriana.

– Ah, presbiteriana. -La señorita Wilson indicó con la cabeza hacia la taberna-. Y los presbiterianos aman su música. Nada como un coro de voces que se elevan en plegaria al cielo para llenar de lágrimas los ojos de un borracho.

Agatha dirigió al muro de separación una mirada malévola.

– Casi toda la música -replicó.

En ese momento, la canción que sonaba era «Chicas de Buffalo, ¿no quieren salir esta noche?»

– En el presente, ¿cuántas tabernas prosperan, digamos, en Proffitt?

– Once.

– ¡Once! ¡Ah! -En gesto ofendido, Drusilla echó la cabeza atrás, y giró sobre sí misma, con los brazos en jarras-. Los echaron de Abilene hace años. Pero siguieron avanzando hacia los siguientes poblados, ¿eh? Ellsworth, Wichita, Newton, y ahora, Proffitt.

– Este era un pueblo tan pequeño y pacífico hasta que vinieron…

Wilson giró con brusquedad, y apuntó con un dedo al aire.

– Y puede volver a serlo. -Fue a zancadas hasta el escritorio, con expresión resuelta-. Iré al grano, Agatha. Puedo llamarla Agatha, ¿verdad? -No esperó la respuesta-. Cuando la vi enfrentarse a ese hombre, no sólo pensé: «He aquí una mujer capaz de enfrentarse a un hombre». También pensé: «Ésta es una mujer digna de ser un general del ejército contra el Brebaje del Diablo».

Sorprendida, Agatha se tocó el pecho:

– ¿Un general? ¿Yo? -Si Drusilla Wilson no se lo hubiera impedido con su presencia, se habría levantado de la silla-. Me temo que se equivoca, señorita Wi…

– No me equivoco. ¡Es perfecta! -Se apoyó en el escritorio y se inclinó hacia adelante-. Conoce a todas las mujeres del pueblo. Es cristiana practicante. Tiene un incentivo más para luchar por la templanza, porque su negocio está amenazado. Y, lo que es más, tiene la ventaja de ser vecina de uno de los corruptos. Hágalo clausurar, y será el primero de una larga lista de locales clausurados, se lo aseguro. Sucedió en Abilene, y puede suceder aquí. ¿Qué dice?

La nariz de Drusilla estaba tan cerca de la suya que Agatha se tumbó contra el respaldo de la silla.

– ¡Caramba…!

– El domingo, pienso pedirle el pulpito a su ministro por unos momentos. ¡Créame, no hace falta más para que usted cuente con un ejército regular a su mando!

Agatha no estaba muy convencida de desear un ejército, pero Drusilla siguió:

– No sólo tendría el apoyo de la Unión Nacional de Mujeres Cristianas por la Templanza, sino el del propio gobernador St. John.

Agatha sabía que John P. St. John había sido elegido dos años antes gracias a una plataforma que ponía el acento de sus reivindicaciones en la prohibición del alcohol, pero no sabía nada más de política, y poco más sobre una organización en semejante escala.

– Por favor, yo… -Dejó escapar una bocanada de aire entrecortada y se levantó. Se dio la vuelta y se retorció las manos-. No sé nada de organizar un grupo así.

– Yo la ayudaré. La organización nacional lo hará. El Temperance Banner, nuestro periódico, ayudará. -Wilson se refería al periódico estatal creado dos años antes para apoyar las actividades pro-templanza y de apoyo a la legislación contra el alcohol-. Y sé lo que digo cuando me refiero a que las mujeres del pueblo nos ayudarán. He viajado casi cinco mil kilómetros. Crucé el Estado una y otra vez, y estuve en Washington. Asistí a cientos de reuniones públicas en escuelas e iglesias de todo Kansas. En todas ellas vi que surgían grupos de apoyo a La Causa casi de inmediato.

– ¿Legislación? -Esa palabra aterró a Agatha-. Ignoro todo respecto de la política, señorita Wilson, y no quiero verme involucrada. Para mí ya es bastante dirigir mi negocio. Sin embargo, tendré mucho gusto en presentarle a las mujeres de Cristo Presbiteriano, si quiere invitarlas a un mitin de organización.

– Muy bien. Es un comienzo. ¿Y podríamos hacerlo aquí?

– ¿Aquí? -Los ojos de Agatha se dilataron-. ¿En mi tienda?

– Sí.

Drusilla Wilson no tenía nada de tímida.

– Pero no tengo suficientes sillas y…

– Estaremos de pie, como sucede muchas veces a las puertas de los bares, en ocasiones durante horas.

Resultó evidente cómo Wilson había logrado organizar toda una red de locales de la U.M.C.T. Perforó con los ojos a Agatha tal como el alfiler de un coleccionista sujetaría a una mariposa. Agatha tenía muchas dudas, pero estaba segura de una cosa: quería devolverle a ese hombre lo que le había hecho esa mañana. Y quería librarse del ruido y la jarana que traspasaban la pared. Quería que su negocio volviese a florecer. Si ella no daba el primer paso, ¿quién lo haría?

– Mi puerta estará abierta.

– Bien. -Drusilla aferró la mano de Agatha y le dio un firme apretón-. Estoy segura de que eso es todo lo que hará falta. En cuanto las mujeres se reúnan y vean que no están solas en la lucha contra el alcohol, la sorprenderán con su solidez y su apoyo. -Retrocedió, y se acomodó los guantes-. Bien. -Levantó la maleta-. Tengo que encontrar hotel, y después recorrer el pueblo para determinar con exactitud los once objetivos de nuestra cruzada. Luego, tengo que visitar al ministro, el Reverendo…

– Clarksdale -apuntó Agatha-. Samuel Clarksdale. Lo encontrará en la pequeña casa de madera, en el ala norte de la iglesia. No puede equivocarse.

– Gracias, Agatha. Hasta el domingo, pues.

Un movimiento rápido, un gesto ceremonioso, y se fue.

Agatha quedó inmóvil. Se sentía como si acabara de atravesarla una tormenta estival. Pero cuando miró alrededor, las cosas estaban en su lugar. El piano tintineaba al otro lado de la pared. Afuera, en la calle, ladraba un perro. Pasaron un caballo con el jinete tras las cortinas de encaje. Agatha apretó una mano sobre el corazón, exhaló y se dejó caer en la silla. Miembro, sí. Pero organizadora, no. No tenía el tiempo ni la vitalidad para ponerse a la cabeza de la organización local por la templanza. Mientras seguía pensando en el tema, llegó Violet Parsons a trabajar.

– ¡Agatha, lo he escuchado todo! ¡Tt-tt! -Violet era de esas personas que ríen entre dientes. Era el único rasgo de ella que a Agatha le disgustaba. Ya era una mujer de cabello blanco como la nieve y con más arrugas que un pergamino, y tendría que haber perdido ese hábito mucho tiempo atrás. Pero lo hacía constantemente, como un mono de organillero-.Tt-tt-tt. Oí decir que te enfrentaste con el dueño en los escalones mismos de entrada a la taberna. ¿Cómo tuviste el coraje de intentar detenerlo?

– ¿Tú qué habrías hecho, Violet? Perry White y Clydell Hottle ya venían corriendo, con la esperanza de ver desde más cerca esa pintura pagana.

Violet se llevó cuatro dedos a los labios.

– ¿En serio es un cuadro de una… tt-tt-tt… -la risita se transformó en un susurro-…dama desnuda?

– ¿Una dama? Violet, si está desnuda, ¿cómo puede ser una dama?

Los ojos de Violet adquirieron un brillo malicioso:

– ¿Estaba realmente… -otra vez el susurro-…desnuda?

__Como un pájaro desplumado. Por eso, justamente,

me metí.

__Y el señor Gandy… tt-tt-tt… ¿En serio te tiró al barro?

Violet no pudo evitarlo: sus ojos, del mismo color que el vestido de Agatha, chispeaban cada vez que se mencionaba al señor Gandy. Aunque nunca se había casado, jamás dejó de desearlo. Desde la primera vez que vio a Gandy caminando por la calle con una sonrisa seductora, comenzó a comportarse como una idiota. Aún lo hacía cada vez que le echaba un vistazo, y esto siempre sacaba de quicio a Agatha.

– Las noticias vuelan.

Violet se ruborizó.

– Pasé por la tienda de Harlorhan a buscar un dedal nuevo. Sabes que ayer perdí el mío.

¿El incidente ya se comentaba en Harlorhan's Mercantile? Qué inquietante. Agatha sacó el dedal y lo apoyó con un golpe sobre el mostrador de cristal.

– Yo lo encontré debajo del sombrero de paja en que estabas trabajando. ¿Y de qué otra cosa te enteraste en Harlorhan?

– ¡Que Drusilla Wilson está en el pueblo y que pasó casi una hora en esta misma tienda! ¿Lo harás?

– ¿Qué cosa?

A Agatha la ofendía la suposición de Violet de que ella sabía todo lo que se hablaba cada mañana en el negocio de Harlorhan. A Violet, en cambio, los chismes le encantaban.

– Hacer aquí una reunión de templanza.

Agatha se irguió.

– ¡Cielos! Esa mujer salió de aquí hace menos de quince minutos, ¿y ya te enteraste de eso en Harlorhan?

– Bueno, ¿lo harás?

– No, no exactamente.

– Pero eso es lo que se dice.

– Acepté dejar que la señorita Wilson la haga aquí, eso es todo.

Violet se quedó petrificada y los ojos se le pusieron redondos y azules como bolas.

– Dios, es bastante.

Agatha se acercó al escritorio, confundida, y se sentó.

– Él no hará nada.

– Pero es nuestro nuevo patrón. ¿Y si nos echa?

Agatha levantó el mentón en gesto desafiante.

– No se atreverá.

Pero ya se le había ocurrido a LeMaster Scott Gandy.

Estaba de pie junto a la barra, una bota en el riel de bronce, escuchando los comentarios atrevidos de los hombres acerca de la pintura. Teniendo en cuenta la hora, había bastante actividad. Las noticias volaban en un pueblo tan pequeño. El local estaba abarrotado de varones curiosos, que querían echarle un vistazo al desnudo. Cuando llegaron Jubilee y las chicas, el negocio floreció todavía más.

Sin embargo, la sombrerera de boca de miel seguía fastidiándolo. Gandy se puso ceñudo. Si se lo proponía esa mujer era capaz de convertirse en un estorbo infernal. Con una sola como ella bastaba para agitar a todas las habitantes femeninas de un pueblo y que comenzaran a molestar a sus esposos en relación con las horas que pasaban en la taberna. Si la inquietaba la pintura, las chicas la indignarían.

Gandy bajó más sobre los ojos el ala del Stetson y apoyó a los codos en la barra, detrás de él. Pensativo, contempló el local de Heustis Dyar, al otro lado de la calle tranquila, y se preguntó cuándo empezaría a llegar el ganado. Sólo entonces comenzaría la verdadera diversión. Cuando esos vaqueros bullangueros, sedientos, invadiesen el pueblo, lo más probable era que la pequeña benefactora de al lado hiciera sus maletas y se fuese con viento fresco, y entonces las preocupaciones de Gandy habrían acabado.

Sonrió para sí, sacó un puro del bolsillo del chaleco y encendió la cerilla en el tacón de la bota. Pero antes de que pudiese usarla, el motivo de sus preocupaciones, la propia «Dos Zapatos», se materializó desde la puerta vecina y pasó ante la taberna. No fueron más de cinco segundos el tiempo en que la cabeza y los zapatos fueron visibles por encima y por abajo de las puertas batientes, pero bastaron para que Gandy advirtiese que no caminaba normalmente. La cerilla le quemó los dedos. Maldijo y la tiró, corrió hacia la puerta y se situó de costado, a la sombra. La observó andar por la acera. Oyó el sonido de arrastre que producían los zapatos. Empezó a sentir calor en el cuello. Cinco puertas más allá, la vio descender unos escalones, aferrándose con fuerza al pasamanos. Pero, en lugar de cruzar por las piedras como lo hacían todas las señoras, se alzó las faldas y caminó con esfuerzo por el lodo, hasta el otro lado.

– Dan -llamó Gandy.

– ¿Qué pasa?

Loretto no alzó la vista. Abrió el mazo de naipes en forma de cola de pavo real, y después lo juntó bruscamente. Era demasiado temprano para juegos de azar, pero Gandy le había enseñado a mantener los dedos ágiles en todo momento.

– Ven aquí.

Loretto acomodó el mazo y se levantó de la silla con el mismo movimiento fluido que tanto admiraba en su patrón.

Se acercó a espaldas de Gandy, junto a la puerta vaivén.

– ¿Qué, patrón?

– Esa mujer. -Agatha Downing había llegado al otro extremo de la calle y se esforzaba por subir a la acera, apretando un lío de ropa que se parecía sospechosamente al vestido gris que había usado antes. Al ver las faldas limpias que llevaba, ahora azules, Gandy se puso ceñudo. Las faldas se removían a cada paso de manera antinatural-. ¿Está cojeando?

– Sí, señor, ya lo creo.

– ¡Buen Dios! ¿Yo le hice eso?

Gandy parecía espantado.

– En absoluto. Cojea desde que la conozco.

Gandy volvió la cabeza en forma repentina.

– ¿Desde que la conoces?

Eso iba de mal en peor.

– Sí. Tiene una pierna lisiada.

Gandy sintió que se sonrojaba por primera vez en años.

– ¿Una pierna lisiada?

– Así es.

– Y yo la tiré al lodo.

Vio que Agatha desaparecía con la ropa sucia en la lavandería de Finn, en la otra manzana. Se sintió como un canalla.

– Tú no la tiraste al lodo, Scotty. Se cayó.

– ¡Se cayó después de que yo la empujé al barro!

– Lo que digas, patrón.

– ¿Por qué nadie me dijo nada? ¿Cómo demonios podía yo saberlo?

– Pensé que lo sabías. Ya hace un mes que tratas de negocios con ella. Recibes el alquiler. Va caminando a Paulie dos veces por día con tal regularidad que puedes poner en hora el reloj. El desayuno y la cena. Jamás falla.

Pero Gandy nunca le había prestado atención. Era de la clase de mujeres que se confundía con la acera gastada. Una polilla gris sobre una roca gris. Cuando fue al local vecino a presentarse como el nuevo dueño del edificio, ella estaba sentada ante el escritorio de tapa corrediza y no se levantó de la silla. En lugar de llevarle ella misma el alquiler, se lo envió por medio de una mujer tímida, de voz chillona, que tenía aspecto de haberse tragado una rana. No recordaba haberla visto las pocas veces que cenó en Paulie.

¡Dios mío! ¿Qué dirían las mujeres de Proffitt? Si era cierto que había una «organizadora» en el pueblo, las tendría a todas sobre la cabeza. Y tendrían mucho que decir en ese fastidioso periódico que editaban. Podía imaginar los titulares:

Dueño de taberna arroja al lodo

a una trabajadora por la templanza,

que es lisiada.

Capítulo 2

Esa tarde, después de las cinco y media, Scott Gandy salió por la parte trasera de la taberna, y subió los mismos escalones, hasta el mismo rellano que Agatha había subido antes. Observó las dos grandes ventanas, una a cada lado de la puerta pero, como siempre, estaban tapadas por unas cortinas de encaje denso. Tiró el puro sobre la baranda y entró por su propia puerta. La taberna y los apartamentos del piso alto ocupaban tres cuartos del edificio mientras que la sombrerería y su correspondiente apartamento, el cuarto restante. Arriba, la parte de Gandy estaba dividida por un pasillo con la puerta en el extremo oeste y una ventana en el este. A la izquierda, había cuatro habitaciones de igual tamaño. A la derecha, la vivienda de Gandy y la oficina privada. Entró en ésta, que era un cuarto pequeño y despejado, con paredes revestidas de madera, una sola ventana que daba al oeste, y los muebles indispensables: un escritorio, dos sillas, perchero, caja de seguridad y una pequeña estufa de hierro.

Era una habitación fría, con las ventanas sin cortinas, la pared que quedaba sin revestir pintada de un verde pardusco, el suelo de roble basto, desnudo. Fue hasta la caja, se arrodilló, giró el dial y sacó un fajo de billetes, y después, con un suspiro, se paró y se frotó la nuca. Abajo, Ivory había dejado de tocar el piano y Jack se había ido a comer. Gandy miró por la ventana, enganchó los pulgares en los bolsillos del chaleco y tamborileó, distraído, con los otros dedos sobre la seda. La vista de afuera no tenía nada que lo atrajese. Estructuras de edificios sin pintar, calles lodosas, y la pradera. Nada más que la pradera. Ni robles bordeados de musgo, ni aroma de magnolia flotando en la brisa primaveral, ni sinsontes [1]. Echaba de menos a los sinsontes.

A esa hora del día, en Waverley, la familia acostumbraba reunirse en la amplia galería de atrás y beber té helado con menta, y Delia les arrojaba maíz molido a los sinsontes, tratando de tentarlos para que lo comiesen de su mano. Podía verla, de cuclillas en medio de un revuelo de faldas, con el grano en el hueco de la mano. La cabeza dorada, con tirabuzones que le llegaban a los hombros. La piel blanca como la leche. Cintura de violín. Y los ojos, oscuros y hechiceros como el ébano, siempre seductores.

– ¿Por qué no das de comer a los pavos reales? -le decía el padre.

Pero Delia seguía, paciente, con la mano ahuecada extendida.

– Porque los pavos son demasiado audaces. Además -Delia apoyaba la barbilla en el hombro y miraba a su marido-: no tiene gracia lograr que un pájaro doméstico coma de la mano, ¿no crees, Scotty? -bromeaba.

Y la madre lo miraba y sonreía al ver la expresión en el rostro del hijo. Pero nunca le importó quién lo supiera. Estaba tan enamorado de Delia como la primera vez que la besó, cuando tenían catorce años.

Entonces, Leatrice se acercaba lentamente a la puerta, la vieja y buena Leatrice, de piel tan oscura como melaza y pechos grandes como melones. Se preguntó dónde estaría.

– La cena, señores -anunciaba.

Dorian Gandy tomaba a la esposa del brazo; Scott se levantaba de la silla y tendía lentamente la mano a Delia. La esposa le dedicaba una sonrisa cargada de promesas para después, y permitía que la ayudara a levantarse. Entonces, de la mano, entraban tras los padres de Scott a la casa fresca, de techos altos.

Pero esa época había pasado para siempre.

Gandy contempló la pradera y parpadeó con fuerza. El estómago le gruñó, recordándole que ya era hora de cenar. Con un profundo suspiro, se alejó de la ventana hacia el escritorio y echó un vistazo al calendario. Hacía casi cuatro semanas que estaba ahí. Jubilce y las chicas llegarían en cualquier momento. Cuanto antes, mejor. Sin Jube, la vida era aburrida.

Salió de la oficina por una segunda puerta, y entró a la sala vecina, en su apartamento privado. Con cortinas color borgoña, una alfombra de fábrica, y muebles sólidos y masculinos, era mucho más alegre. Había un sofá de cuero con sillas haciendo juego, pesadas mesas de caoba, y dos lámparas de mesa. A la izquierda, una puerta daba al pasillo; a la derecha, sobre una cómoda, estaba el humidificador para guardar los cigarros, y el soporte para el sombrero. En la pared, sobre ese mueble, colgaba una acuarela tras la cual estaba metida la rama de una planta de algodón, con tres bolas agrisadas engastadas en los cálices castaños que parecían garras. La pintura representaba una mansión con columnas y un amplio porche frontal, flanqueado por lozanas enredaderas y con prados en los que se veían dos pavos reales con las colas extendidas.

Waverley.

La mirada de Scott se demoró en la pintura mientras dejaba el sombrero sobre el molde. La nostalgia lo abrumó con la fuerza de un golpe. Sacó un cigarro de la caja, tan rico y castaño como el suelo del que había brotado la planta de algodón, las feraces tierras a orillas del Mississippi, en el gran río Tombigbee. Perdido en sus pensamientos, se olvidó de encender el cigarro y lo palpó, distraído. Pensó tanto tiempo en Waverly que, finalmente, dejó el puro otra vez en el humidificador, sin fumarlo.

Fue hasta el cuarto contiguo y tiró la chaqueta sobre la cama doble. Recordó la cama de cuatro postes, de palo rosa, de Waverley, donde llevó a la novia y se acostó con ella por primera vez. Alrededor, una red de gasa los envolvía en un paraíso íntimo y privado. La luz titilante de la lámpara proyectaba una trama de sombras sobre la piel de la mujer.

Parpadeó de nuevo. ¿Qué fue lo que desató todos esos recuerdos de Waverley? No era bueno quedar anclado en los viejos tiempos. Se quitó el chaleco y la camisa y los arrojó sobre la colcha. En el lavatorio, usó la jarra y la palangana. Eso se lo había enseñado Delia. Siempre decía que le gustaban los hombres limpios. Después de Delia, aprendió que a muchas mujeres les agradaba, y los hombres limpios eran tan poco comunes que podían lograr que una mujer hiciera casi cualquier cosa por ellos. Era sólo una de las cosas tristes qué aprendió después que perdió a Delia.

¡Basta, Gandy! No se vuelve atrás. Entonces, ¿por qué te castigas?

Mientras se secaba la cara, fue hasta la ventana del frente. Daba a la calle principal y le proporcionó una vista de algo que, al menos, apartó de su mente a Delia y a Waverley: la señorita Agatha Downing, que cojeaba hacia el restaurante de Paulie para cenar. La toalla se detuvo en su mentón. La cojera era evidente, muy acentuada. ¿Cómo pudo no advertirla antes? Frunció el ceñó al recordarla cayendo de espaldas en el barro. Otra vez, estuvo a punto de sonrojarse.

La mujer entró en Paulie y desapareció. Scott se lanzó hacia la cama y sacó el reloj del bolsillo del chaleco. Las seis en punto.

Miró hacia la calle, tiró la toalla, tomó una camisa limpia del armario, y se la puso. Aunque no tenía un motivo lógico para darse prisa, lo hizo. Sujetando el chaleco con los dientes, tomó la chaqueta y el sombrero, y bajó corriendo las escaleras, aún acomodándose los faldones de la camisa. Cuando llegó al restaurante de Paulie, tenía todo abotonado y metido en su sitio.

La vio en cuanto entró. Llevaba un vestido del color del cielo nocturno y la parte de arriba del polisón asomaba tras el respaldo de la silla mientras Cyrus Paulie le tomaba el pedido. Tenía los hombros angostos, el cuello largo, el torso pequeño, los brazos delgados, y usaba los vestidos muy ceñidos. Llevaba un sombrero monumental, decorado con mariposas y moños que dejaba ver muy poco cabello.

Gandy entró, se sentó detrás de ella y oyó que pedía pollo.

¿Por qué estaba ahí, contemplando la espalda de una mujer vieja y melindrosa? Lo atribuyó a las remembranzas del hogar. Se educaba a los caballeros de Mississippi para que fuesen mucho más educados de lo que él se había mostrado ese día. Si su madre estuviese viva, lo regañaría por su rudeza. Y si Delia estuviese viva… pero si Delia estuviese viva, para empezar, él no estaría en ese pueblo vaquero dejado de la mano de Dios.

Cy le llevó el plato de pollo a la señorita Downing, y Gandy, pidió lo mismo, observándole la espalda mientras los dos comían. Cuando Cy fue a ofrecerle a Agatha el refresco de manzana y a llevarse el plato sucio, Scott le hizo una seña.

– ¿Cómo estaba la comida, Scotty?

Cyrus Paulie era un tipo jovial y sonriente. Por desgracia, sus dientes daban la impresión de que alguien le había abierto la boca y los había arrojado dentro sin fijarse dónde o en qué dirección caían. Apiló el plato de Scott sobre el de Agatha y exhibió su lamentable colección de tocones.

– La comida estaba estupenda, Cy.

– ¿Te traigo refresco de manzana? Está hecho de esta mañana.

– No, gracias, Cy. Ya me voy. -Scott sacó un dólar de plata del bolsillo del chaleco y la depositó en la palma de Cy-. Y cobra también la cena de la señorita Downing.

– ¿De la señorita Downing? -Las cejas de Cy se alzaron tanto que casi llegaron a la raíz del cabello-. ¿Te refieres a Agatha?

– Así es.

Cy lanzó una mirada a la mujer, y luego al dueño de la taberna. No tenía sentido recordarle a Gandy que esa misma mañana había tirado en el barro a esa mujer. Un hombre no olvidaba algo así.

– De acuerdo, Scotty. ¿Café?

Gandy se palmeó el vientre chato.

– No, gracias. Estoy lleno.

– Bueno, entonces… -Cy señaló con el plato sucio-. Vuelve pronto.

Al mismo tiempo, Agatha sacó las monedas correspondientes del bolso de mano y detuvo a Cyrus Paulie cuando pasaba junto a su mesa.

– Bueno, ¿cómo estuvo todo, señorita Downing? -preguntó, de pie junto a ella, apoyando los platos contra el largo delantal blanco anudado a la cintura.

– Delicioso, como siempre. Déle mis felicitaciones a Emma.

– Seguro, señora, sin duda.

Le dio las monedas, pero el hombre no las tomó, y levantó el tazón del refresco.

– No es necesario. Ya está pagada.

Agatha dilató los ojos. Alzó la cabeza y el sombrero se balanceó.

– ¿Pagada? ¿Quién la pagó? Pero…

– El señor Gandy.

Cyrus señaló con la cabeza a la mesa detrás de Agatha.

Se dio vuelta en la silla y vio al que había sido su ruina de esa mañana sentado en la mesa contigua, observando cada uno de sus movimientos. Era evidente que lo estaba haciendo desde hacía un rato; había una servilleta usada sobre la mesa, y estaba fumando el cigarro de después de la cena. Los ojos oscuros estaban clavados en Agatha. Se miraron, y lo único que se movía era el humo que ascendía en espiral sobre la cabeza del hombre, hasta que hizo un gesto cortés con la cabeza.

El rostro de Agatha se coloreó. Apretó los labios.

– Yo puedo pagar mi propia cena, señor Paulie-afirmó, en voz lo bastante alta para que Gandy pudiese oírla-. Y aunque no pudiese, no aceptaría una invitación de parte de un miserable como él. Dígale al señor Gandy que preferiría morirme de hambre.

Arrojó dos monedas sobre la mesa. Una dio en el azucarero y rodó al suelo, donde giró unos segundos hasta que cayó. En medio del silencio, resonó como un trueno.

Agatha se levantó de la silla con toda la dignidad que pudo reunir, sintiendo las miradas curiosas de los otros comensales que la observaban mientras pasaba junto a Gandy arrastrando los pies, hasta la puerta. El hombre no le quitó la vista de encima, pero la mujer alzó el mentón y fijó la suya en el picaporte de bronce.

Al salir, los ojos le ardieron de humillación. Había personas capaces de satisfacerse de manera cruel. Imaginó que debía de estar riendo entre dientes.

Al llegar a la casa, subió trabajosamente las escaleras deseando que, por una vez, ¡al menos una!, pudiese golpear los escalones con los pies con toda la ira que sentía. Pero tuvo que renguear como una vieja. Aunque no era una vieja. ¡No lo era! Para demostrarlo, cuando llegó arriba golpeó la puerta con tanta fuerza que se cayó un cuadro de la pared del vestíbulo.

Se quitó el sombrero de un tirón, y se paseó por el apartamento, frotándose la cadera izquierda. ¡Qué humillante! Todo el salón lleno de gente que miraba, y eligió ese momento para hacerlo. Pero, ¿por qué? ¿Para ridiculizarla? Agatha tenía que vérselas con las burlas desde que se cayó de las escaleras, a los nueve años. Desde entonces, los niños se reían, la molestaban y le ponían motes ridículos a la «coja». Los adultos tampoco se resistían a echarle una segunda mirada. Pero esto… esto era bajo.

Llegó un momento en que la cólera cedió, y la dejó vacía y desolada. Guardó el sombrero en una caja, la metió en un estante del ropero, fue hasta la ventana del frente y miró a la calle. Había anochecido. Enfrente, las luces de Hoof y Horn se derramaban sobre la acera, desde atrás de las puertas de vaivén. Sin duda, abajo estaría pasando lo mismo, aunque no podía ver más allá del tejado que cubría la acera, justo a la altura de su ventana. Empezaba a sonar el piano. El tintineo de la música, acompañada de risas, la puso triste. Se dio la vuelta y contempló el apartamento, los confines de su mundo. Un cuarto largo y atestado de los muebles de una vieja solterona. La preciada cama Hepplewhite, con el baúl haciendo juego, taraceado de acebo blanco, el sofá de pelo de caballo marrón, con las fundas para protegerlo tejidas a ganchillo, de color marfil, la mesa plegable, el gabinete esquinero con bibelots [2], la estufa, el reloj en forma de banjo, la muestra de bordado que había hecho caer de la pared.

Con un suspiro, la levantó. Al colgarla del clavo, leyó las líneas tan familiares:

Aguja, hilo, lazo bordado;

Puntada de satén, nudo francés, y lazada;

Paciencia, cuidado y fortaleza;

La práctica mejora mi costura.

Al contemplar la muestra, la tristeza le tiñó el semblante. ¿Cuántos años tenía cuando su madre le había enseñado a coser? ¿Siete? ¿Ocho? Lo más probable era que hubiese sido antes del accidente, pues uno de los recuerdos más antiguos que tenía era el de estar de pie junto a la silla de la madre, en la humilde casa de Sedalia, en Colorado, donde el padre presentó el reclamo de los yacimientos de oro, seguro de que esa vez se haría rico. Recordaba esa casa con más claridad que todas las que habían habitado, pues fue en ella donde eso sucedió. La que tenía los escalones empinados y la escalera angosta. Su madre había conseguido en algún sitio una hiedra y la colgó en la ventana de la cocina. Era la única nota alegre de ese lugar lamentable. Había una vieja hamaca de madera debajo de la planta. Fue junto a esa hamaca, donde Agatha estaba de pie, observando cómo su madre bordaba un pétalo perfecto, cuando dijo con su voz infantil:

– Cuando sea mayor, voy a tener hijas y les haré bordados en todos los vestidos.

Regina Downing dejó a un lado la labor, atrajo a Agatha hacia el brazo de la mecedora y la besó en la mejilla:

– En ese caso, cerciórate de hacerlo con un hombre que no se beba todo el dinero que has ahorrado para comprar esos bonitos vestidos. ¿Me lo prometes, Gussie?

– Te lo prometo, mami.

– Bien. Entonces, siéntate en el taburete y te enseñaré el punto pétalo. Tienes que conocerlo para bordar margaritas.

A lo largo de los años, el recuerdo no perdió un ápice de nitidez. Ni el tibio sol otoñal que entraba a raudales por la ventana. Ni el ruido del vapor que siseaba en la pava, sobre la cocina. Ni el olor de la sopa de cebada y cebollas que hervía para la cena. Agatha no sabía por qué se conservaba así. Tal vez fuese por la promesa que le hizo a su madre, la única que ésta le pidió jamás. Tal vez porque fue la primera vez que expresó el deseo de tener hijas. Quizá no fuese nada más complejo que el hecho de haber aprendido ese día a hacer el punto pétalo, que estuvo usando desde entonces.

Fuera cual fuese la razón, el recuerdo perduró. En esa imagen, era una niña robusta y saludable que, apoyando la barriga en el brazo de la mecedora de la madre, se sostenía sobre dos piernas sólidas. El único otro recuerdo de esa casa fue la noche que sufrió esa caída fatal escaleras abajo, empujada por el padre borracho, que liquidó para siempre sus posibilidades de tener alguna vez hijas o un marido que se las diera. ¿Para qué querría un hombre a una lisiada?

En la penumbra del apartamiento solitario, Agatha dejó la muestra colgada y se preparó para irse a dormir. Cerró la puerta con llave, colgó la ropa, incluyendo la almohadilla de algodón que se ponía sobre la cadera izquierda para que pareciera igual que la derecha. Se puso el camisón y le dio el tirón nocturno a las pesas del reloj. Se acostó en la oscuridad, y prestó oídos.

Tic. Toc. Tic. Toc.

Señor, cómo odiaba ese sonido. Todas las noches solitarias, iba a la cama y lo escuchaba marcando el paso de los días de su vida. Había tantas cosas que quería… Una casa de verdad, con un jardín donde pudiera plantar flores y verduras, y donde pudiese colgar un columpio de un álamo alto. Una cocina donde pudiese cocinar, con una gran mesa de roble para cuatro, para seis, hasta para ocho. Una cuerda para tender a secar la ropa: calcetines blancos como la nieve, grandes y pequeños, los más largos, colgados junto a una camisa de hombre de gran tamaño. Alguien que trabajara todo el día y volviese a casa hambriento, alguien que compartiera y riera con los niños. Los niños, relucientes de limpieza, con hermosos camisones cosidos a mano por ella misma, metidos en la cama, en la habitación al otro lado del pasillo, a esa hora del día. Y alguien junto a ella a la hora de dormir. Otro ser humano que le contara cómo le había ido ese día, que,le preguntara por el de ella, y la tomara de la mano mientras se dormía. La respiración regular de otra persona en el mismo cuarto. No era necesario que fuese apuesto, rico o demasiado afectuoso. Le bastaba con que fuese sobrio, honesto y bondadoso.

Pero nada de eso pasaría. Ya tenía treinta y cinco años, y casi habían terminado sus años de concepción. Además, trabajaba en un negocio cuyos únicos clientes eran mujeres.

Tic. Toc.

Tonterías, Agatha. Nada más que las divagaciones de una vieja solterona. Incluso si, por un milagro, conociera a un hombre, un viudo quizás, alguien que necesitara que le cuidara a los hijos, le echaría un vistazo y comprendería que no duraría mucho arrodillada en el jardín, o de pie ante la tina de lavar, o persiguiendo niños de pies torpes. Además, los hombres no querían mujeres que necesitaban ponerse una almohadilla para parecer simétricas. Querían a las sanas.

Tic. Toc.

Pensó en los miles de mujeres que tenían esposos como los que ella imaginaba y que se quejaban de tener que desmalezar el jardín, de fatigarse en la cocina, fregar calcetines y escuchar las peleas de los niños. No valoraban lo que tenían.

«Sería tan buena madre», pensó. Era una convicción que albergaba desde que tenía memoria. Si tuviese las piernas lo bastante fuertes para dar a luz a un niño, lo demás sería fácil. «Y también sería una buena esposa. Pues si alguna vez tuviese la oportunidad, nunca lo daría por seguro. Protegería lo mío con todo el corazón».

Desde abajo llegó la música del piano, y en lugar de la respiración regular de un hombre a su lado, lo último qué escuchó fue el grito del tallador: «¡Cartón!».

Cuando Violet Parson fue a trabajar a las once de la mañana siguiente, irrumpió en el taller parloteando:

– ¿Es cierto? ¿De verdad el señor Gandy quiso pagar tu cena, anoche?

Agatha estaba sentada a la mesa de trabajo, cerca de la ventana, cosiendo el forro de seda de color frambuesa a un sombrero Dolly Varden. Siguió cosiendo, aunque levantó la vista, irritada.

– ¿Quién te lo dijo?

Violeta vivía en la pensión de la señora Gilí, con otras seis señoras mayores. Aunque difundían las novedades más rápido que la Western Union, era un misterio cómo lo lograban.

– ¿Lo hizo?

Los ojos de Violet se abrieron como platos.

Agatha sintió un calor en la nuca.

– Ayer, cuando saliste de aquí, fuiste directamente al restaurante de la señora Gill, a cenar. Esta mañana, caminaste cuatro manzanas para llegar aquí. En nombre del cielo, ¿cómo hiciste para enterarte tan pronto de algo así?

– ¡Lo hizo! ¡Ya veo que lo hizo! -Violet se cubrió los labios-. Tt-tt. Daría el broche de perlas de mi madre si un hombre como ese me invitara a cenar. Tt-tt.

– ¡Qué vergüenza, Violet! -Agatha hizo un nudo, cortó el hilo y empezó a enhebrar otra vez-. Tu madre, que en paz descanse, se horrorizaría si te oyese decir algo semejante.

– No, no se escandalizaría. A mi madre le gustaban los hombres apuestos. ¿Alguna vez te mostré el daguerrotipo de mi padre? Ahora que lo pienso, el señor Gandy se parece a papá, pero es mucho más apuesto. Tiene el cabello más oscuro y los ojos…

– ¡Violet, ya he escuchado suficiente! Te aseguro que la gente comenzará a burlarse si no dejas de hablar de ese hombre.

– Dicen que anoche, en el restaurante de Cyrus y Emma, te pagó un pollo asado.

– Bien, están equivocados. Después de lo que me hizo ayer por la mañana, ¿crees que aceptaría que me pagara la cena? ¡La comida se me quedaría en la garganta!

– Entonces, ¿qué fue lo que pasó?

Con un suspiro, Agatha se dio por vencida. Si no contestaba, no lograría que Violet trabajara ese día.

– Se ofreció a pagar mi comida, pero le dije, en términos muy concretos, que prefería morir de hambre. Yo pagué.

– Se ofreció… -Los ojos de Violet destellaron como zafiros-. Oh, verás cuando se lo diga a las chicas.

Se llevó la mano al pecho y cerró los párpados arrugados, que se estremecieron cuando suspiró.

«Senil -pensó Agatha-. Te quiero mucho, Violet, pero estás volviéndote senil por vivir con esas mujeres ancianas». Ninguna de las «chicas» tenía menos de sesenta.

– ¿No te parece que estás un poco mayor para ponerte tan acaramelada con un hombre de cuarenta?

– No tiene cuarenta. Sólo treinta y ocho.

A Agatha la desconcertó que Violet lo supiera con tanta exactitud.

– Y tú, sesenta y tres.

– No, todavía no.

– Bueno, los tendrás el mes que viene.

Violet ignoró la precisión.

– Pasé cinco veces delante de él por la acera, y en cada ocasión me sonrió, levantó el sombrero y me dijo «señora».

– Después, sin duda fue al otro extremo de la calle y estuvo con una de las muchachas de vida airada.

– Bueno, al menos no tiene a ninguna trabajando en su local… hay que decirlo.

– No, todavía no. Pero aún no llegaron los vaqueros.

En los ojos de Violet apareció una expresión preocupada:

– Oh, Agatha, ¿crees que lo hará?

Agatha alzó una ceja y la aguja suspendida en el aire se expresó por ella.

– Después de lo que hizo llevar ayer, yo no pondría las manos en el fuego por él.

– Las chicas dijeron que el señor Gandy es un… -Al escuchar que se abría la puerta de la tienda, Violet se interrumpió-. Espera un minuto. Iré a ver quién es.

Agatha siguió cosiendo. Violet apartó la cortina y se asomó.

– ¡Oh! -escuchó Agatha.

En tono agitado e infantil.

– Buenos días, señorita Parsons. Hermosa mañana, ¿verdad? -dijo una voz de barítono, arrastrando las palabras.

Agatha se irguió y miró con la boca abierta las cortinas que revoloteaban.

– Caramba, señor Gandy, qué sorpresa.

Violet parecía haber chocado con una cerca de postes y haberse dado un golpe que la había dejado tonta.

Scott Gandy alzó el sombrero y le dirigió su más encantadora sonrisa.

– Me atrevo a decir que lo es. Supongo que no vienen muchos clientes varones.

– Ninguno.

– Y sospecho que no soy muy bienvenido después de lo que pasó en la calle, ayer por la mañana.

«¡Dulce Salvador, tiene hoyuelos!, -pensó Violet-. ¡Y trae el vestido de Agatha!» Llevaba el vestido gris y las enaguas blancas pulcramente plegados sobre el brazo. Eso le recordó a Violet que no debía disculpar la rudeza del hombre con excesiva rapidez. Se inclinó hacia adelante y murmuró:

– Agatha estaba muy enfadada, se lo aseguro.

Gandy también se inclinó y murmuró:

– Me imagino.

– Aún lo está.

– Fue un acto muy poco digno de un caballero. Muy poco caballeroso.

Tenían las narices tan juntas que Violet podía verse reflejada en los iris negros. Captó un aroma de tabaco fino y colonia, que, al trabajar en una sombrerería y vivir con mujeres, rara vez tenía ocasión de oler. No obstante, no podía permitir que el sinvergüenza saliera impune.

– Señor Gandy, asegúrese de que no vuelva a suceder -dijo, todavía en voz baja.

– Lo prometo.

Adoptó una expresión contrita, ya sin sonrisa ni hoyuelos, y el corazón de Violet se derritió. De súbito, advirtió que estaban nariz con nariz, y se enderezó, ruborizada.

– ¿En qué puedo ayudarlo, señor Gandy? -preguntó, ya en tono normal.

– Esperaba encontrar a la señorita Downing. ¿Está, señorita Parsons?

– Está en el taller. Sígame.

«¡No te atrevas, Violet!», pensó Agatha. Pero fue demasiado tarde. Las cortinas se abrieron y Violet entró en el taller seguida del dueño de la casa.

– El señor Gandy vino a verte, Agatha,

Violet se apartó y dejó pasar a Gandy. Este se movió con el ritmo lento de las personas acostumbradas a la humedad y el calor del Sur, encaminándose pausadamente hacia la mujer sentada junto a la mesa de trabajo, al lado de la ventana oeste. Estaba sentada con la espalda rígida, la boca apretada, con la atención concentrada exclusivamente en las puntadas furiosas que daba al forro del sombrero de fieltro. Tenía el rostro tan encendido como la seda que cosía.

Gandy se detuvo junto a la silla y se quitó el sombrero.

– Buenos días, señorita Downing.

Agatha no lo miró ni le respondió.

– No puedo culparla por no querer hablarme.

– Si necesita algo del negocio, la señorita Parsons podrá atenderle.

– Vine a verla a usted, no a la señorita Parsons.

– Ya tomé el desayuno. Y pagué yo misma.

Clavó la aguja en el fieltro como si fuese el pellejo del hombre.

– Sí, señora. Esta mañana, la vi ir a casa de Paulie. -Entonces, Agatha levantó la vista y las miradas se encontraron. Por primera vez, vio que tenía el vestido gris y las enaguas blancas en el brazo, y se sonrojó todavía más-. Se me ocurrió hablarle en ese momento, pero decidí que sería preferible hacerlo en privado.

Sintió como si la aguja se le resbalara de los dedos. ¿Qué motivo podía tener para observar sus idas y venidas?

– Quería hablarle acerca de la otra noche, en el restaurante de Paulie…

Nervioso, se aclaró la voz.

La mujer dejó de fingir que cosía y lo miró, ceñuda.

– La otra noche, en casa de Paulie, usted tendría que haber tenido el buen tino de irse cuando vio que yo estaba allí. ¿Fue divertido, señor Gandy? ¿Disfrutó humillándome delante de la gente que conozco? ¿Acaso sus…? -Hizo una pausa desdeñosa-. ¿Acaso sus amigos de la taberna se rieron cuando les contó que se ofreció a pagarle la cena a la vieja sombrerera solterona de la pierna baldada? -Tiró la labor-. Y dígame, ¿qué está haciendo con mis pertenencias?

Scott Gandy tuvo la fortuna de ruborizarse intensamente.

– ¿Eso es lo que piensa? ¿Que me ofrecí a pagarle la cena para burlarme de usted?

Crispó las cejas negras y entre ellas apareció un surco.

Agatha levantó el sombrero y le clavó otra vez la aguja, demasiado perturbada para mirarlo a los ojos.

– ¿No es eso?

– En absoluto, señora, se lo aseguro. Soy del Mississippi, señorita Downing. Mi madre me enseñó muy pronto a respetar a las mujeres. Al margen de lo que parezca, no tenía intenciones de empujarla al barro ayer, ni de incomodarla anoche en el restaurante. Quise invitarla a cenar a modo de disculpa, eso es todo.

Agatha no supo si creerle o no. Estaba estropeando la labor, pero siguió pasando la aguja pues no sabía qué hacer, y estaba demasiado avergonzada para mirarlo.

– En verdad, lo lamento, señorita Downing.

La voz sonaba arrepentida. La mujer levantó la vista para comprobar si en los ojos se veía lo mismo, y así fue: tanto los ojos como la boca estaban sombríos. Pocas veces en la vida había visto un rostro tan apuesto. Le resultó evidente por qué las cabezas huecas como Violet se enamoraban de él. Pero ella no era Violet, ni era una cabeza hueca.

– ¿Cree que una disculpa basta para excusar un comportamiento tan grosero?

– Para nada. Fue inexcusable. No obstante, en aquel momento yo no sabía que usted tenía dificultades para caminar. Luego, la vi yendo a la lavandería de Finn con la ropa sucia y pensé que la había lastimado cuando la hice caer. Dan Loretto me sacó del error y, cuando lo hizo, me sentí peor todavía.

Agatha bajó el mentón, removiéndose bajo esa mirada tan directa.

– Sé que no puedo remediar la vergüenza que le causa, pero supuse que al menos podía hacerme cargo de la factura de la lavandería. -Dejó la ropa con cuidado sobre la mesa de trabajo-. Aquí está. Limpia y pagada. Si hay algo estropeado, hágamelo saber y lo repararé.

Jamás un hombre había tocado las enaguas de Agatha, y que lo hiciera un hombre como ése, resultaba perturbador. Las manos de Gandy parecían muy oscuras sobre la tela blanca. Apartó la vista, inquieta, y la posó sobre la mano que sostenía el sombrero negro contra el muslo. En el meñique brillaba una sortija con un diamante del tamaño de un guisante, engastado en oro. El sombrero era fino: si había algo que conocía, eran los sombreros. Por el aspecto, ése era un Stetson de paño de castor de copa baja y ala ancha, la última moda para hombres. Si tenía dinero suficiente para diamantes y Stetson nuevos y pinturas del tamaño de una sábana… que pagara la factura de la lavandería. Ella lo merecía.

Se animó a mirarlo directamente en los ojos, con expresión fría y acusadora.

– Señor Gandy, sospecho que se enteró usted de la batalla en este pueblo para gravar la venta de licores, y quiere proteger sus intereses aplacándome con disculpas vacías. Algunas mujeres… -tuvo que esforzarse para no mirar a Violet-…quizá se dejen convencer por su conversación galante. Pero yo sé cuándo tratan de confundirme con una cháchara inspirada en el propio interés. Y si cree que voy a retroceder en cuanto a mis críticas sobre el cuadro lujurioso, se equivoca. Violet tiene miedo de que nos eche si lo contradigo, pero yo no.

Llevada por el entusiasmo, Agatha hizo algo que rara vez hacía delante de extraños: se puso de pie. Y aunque Gandy le llevaba unos cuantos centímetros, se sintió muy alta.

– No sólo pienso contradecirlo sino encontrar a otros que hagan lo mismo.

Cerca de la cortina, Violet braceaba como un molino de viento en un ventarrón, con intenciones de hacerla callar, pero Agatha continuó, eufórica:

– También podría decirle, y pronto lo comprobará, que acepté que la primera reunión de Proffitt por la templanza se realice este domingo en la sombrerería. -Hizo una pausa, apoyó las manos sobre el estómago y retrocedió-. Y ahora, si se siente con derecho a echarnos, hágalo. Lo que está bien está bien, y lo que está mal está mal, y vender alcohol está mal, señor Gandy; también lo es colgar algo tan sucio en una pared pública.

– No tengo intenciones de echarla, señorita Downing, aunque todos los luchadores por la templanza y ese periódico caigan sobre mi cabeza. Tampoco pienso dejar de vender licores. Más aún, la pintura quedará donde la colgué.

– Ya veremos.

Gandy hizo una pausa, pensó, y en su semblante apareció la expresión del cazador que ve a la gama a punto de caer en la trampa, y buscó un cigarro en el bolsillo del chaleco.

– ¿Ah, sí?

El cigarro apenas le tocó los labios cuando Agatha explotó:

– ¡Ni se le ocurra! ¡Si quiere, puede fumar esa hierba endemoniada en su sucio burdel, pero no en mi sombrerería!

Como si se hubiese dado cuenta en ese instante de que tenía el cigarro en la mano, Gandy lo miró y lo metió otra vez en el bolsillo, aunque riendo y con un solo hoyuelo.

– Sí, señora -pronunció con lentitud. Y dirigiéndose a Violet, preguntó-: ¿Y cuál es su opinión personal, señorita Parsons?

Violet se comportó como una perfecta tonta, tocándose los labios y sonrojándose como un cerdo escaldado. Disgustada, Agatha vio cómo Gandy ejercía su seducción sobre la amiga.

– Los hombres beben, juegan y les gustan las mujeres desde que existe este país. Y nosotros pensamos que hay que dejarlos divertirse un poco. Eso no es malo, ¿verdad?

Violet respondió:

– Tt-tt.

– ¡Es indecente! -repuso Agatha, indignada.

Gandy se volvió hacia ella.

– Eso es libre empresa. Intento ganar honestamente mi dinero para vivir, señora, y para eso tengo que estar un paso adelante de los otros sujetos que poseen otras empresas en esta calle.

– ¿Honestamente? ¿Llama honesto a arrebatar a los hombres en las mesas de juego y en el bar el dinero que ganan con tanto esfuerzo?

– Yo no los obligo a ir al Gilded Cage, señorita Downing. Van por su propia voluntad.

– Pero está arruinando mi negocio, señor Gandy. Con tanta bebida y tanta jarana… las señoras ya no quieren acercarse por aquí.

– Lo lamento, realmente, pero en eso también consiste la libre empresa.

Ante una declaración tan alegre de irresponsabilidad, Agatha se enfureció, y dijo con voz aguda:

– Lo diré una vez más. Si quiere, échenos, pero pienso hacer todo lo que esté a mi alcance para que le cierren el local.

Para su total consternación, el hombre sonrió, y esta vez aparecieron hoyuelos idénticos en las mejillas atezadas y un guiño en los ojos de ónix.

– Señorita Downing, ¿es esto un desafío?

– ¡Es un hecho! -le espetó.

Agatha comprendió que detestaba ese acento sureño. Y más aún, el modo gallardo en que se caló el Stetson en la cabeza y fijó en ella los risueños ojos, sin darse la menor prisa en salir.

Gandy había entrado arrepentido a la tienda, y se iba divertido. Observó a la tensa mujer vestida de azul, con el cuello alto y apretado y la severa falda con lazos atrás. Cuando la vio por primera vez, la tomó por una anciana. Al observarla mejor, descubrió que no era nada vieja. Tal vez, más joven que el propio Gandy. Delgada, con buenas formas y un destello de convicción que admiró, a su pesar. El cabello tenía un sorprendente matiz rojizo a contraluz con la ventana detrás. La línea de la mandíbula era magnífica. La piel, muy blanca. Los ojos verdes como el rocío del mar, obstinados. Un par de labios muy hermosos. Y muchos modales de dama antigua.

Pero, por cierto, no era vieja. «Si le pusiéramos una pluma en el cabello, un poco de carmín a los labios, soltáramos unos rizos de cabello, le enseñáramos una canción obscena, tendría tan buen aspecto como Jube, Pearl o Ruby». Contuvo la risa, al pensar en lo horrorizada que estaría si supiera cómo la imaginaba.

– Lo tomaré como un desafío. Usted hará todo lo que esté a su alcance para cerrarme el local. Marchar, agitar banderas, cantar… lo que a sus luchadoras por la templanza se les ocurra hacer. Y yo haré todo lo necesario para atraer clientes a la Gilded Cage.

– Le parece un juego, ¿no es cierto? Pues no lo es. La señorita Wilson no juega. Está aquí cumpliendo una misión.

– Lo sé, lo sé. -Dijo levantando las palmas, y admitió alegremente-: Ella también intenta que lo cierren.

– Por supuesto.

– En ese caso, será mejor que vuelva a trabajar y me prepare para la guerra, ¿no creen, señoras? -Se tocó el ala del sombrero e hizo una reverencia-. Buenos días, señorita Downing. -Se volvió, se aproximó a Violet que seguía junto a la entrada, con un aspecto como si acabara de elogiarle la ropa interior-. Señorita Parsons -dijo, tomando una de las manos atravesadas por venas azules y llevándosela con lentitud a los labios-. Fue un placer.

Pareció que a Violet se le saltaban los ojos de las órbitas y vio que a Agatha le pasaba lo mismo.

– ¡Violet, acompaña al señor, por favor! -dijo con brusquedad-. Después, deja abierta la puerta de adelante. Este lugar hiede a humo de cigarro.

Gandy se volvió riendo, hizo una reverencia y salió.

Cuando Violet volvió, se dejó caer en la silla de trabajo y se abanicó con el pañuelo.

– ¿Viste eso, Agatha? ¡Me besó la mano!

– Tendrías que mirar a ver si no tienes dos orificios iguales.

La euforia de Violet no cedió:

– ¡En serio, me besó la mano! -repitió, suspirando.

– ¡Oh, Violet, compórtate de acuerdo a tu edad!

– Lo hago. Es que tengo el corazón débil, y siento unas terribles palpitaciones.

Agatha se enfureció. «¡Oh, este Gandy es un manipulador audaz! Sabe reconocer a una vieja gallina embelesada y se aprovecha».

Violet se apoyó a medias sobre la mesa de trabajo, exagerando el acento sureño:

– Usted hará todo lo que esté a su alcance para que me cierren el local… ¿Alguna vez oíste algo tan maravilloso en tu vida? Cuando el señor Gandy habla, te juro que me parece sentir el perfume de la magnolia aquí mismo, en Proffitt, Kansas.

– Yo, lo único que olí fue el tabaco.

Violet se incorporó.

– Oh, Agatha, careces de romanticismo. También olía a colonia. Recuerdo que mi padre usaba la misma.

– Tu padre no dirigía una taberna, ni lo echaron a patadas de un barco por guardarse cartas bajo la manga.

– Nadie sabe eso con seguridad acerca del señor Gandy.

– ¿Ah, no? -exclamó Agatha, con aspereza-. ¿Eso significa que hay algo que las chicas no han podido verificar?

De pronto, Violet examinó la ropa de Agatha que estaba sobre la mesa y apoyó la mano encima casi con reverencia.

– ¿Te das cuenta? Pagó para que lavaran esto.

Agatha inspiró con desdén.

– Y ofreció pagarte la cena.

Agatha inspiró con más fuerza.

– Y vino aquí, especialmente para disculparse por todo.

Si hubiese inspirado con más fuerza, podría haberse tragado algunos hilos y ahogarse. En cambio, rezongó:

– Oh, de acuerdo, es un dandi de lengua suelta. Pero con la ayuda de Drasilla Wilson y de las mujeres de Proffitt, Kansas -alzó una mano hacia el cielo- ¡le borraré esa sonrisa insoportable de su cara morena!

Al otro lado de la pared, LeMaster Scott Gandy se paseaba por la taberna, golpeando las puertas con furia.

– ¡Jack, da la señal! -vociferó.

Mordió la punta del cigarro, la escupió en la escupidera con mortal puntería, y exhaló la primera bocanada de humo con la misma puntería fatal: pareció destinada a adornar uno de los floridos pezones del desnudo en la pared, detrás de la barra. Entrecerró un ojo contemplando el pezón y el anillo, como si hiciera puntería con el cañón de un Winchester.

– Haremos un concurso para ponerle nombre a la mujer del cuadro. ¡El hombre que acierte con el nombre de nuestra querida dama de pechos rosados, tendrá el primer baile con Jubilee cuando llegue! -agregó.

Y así se trazaron las estrategias de batalla.

Capítulo 3

El domingo, el reverendo Samuel Clarksdale, de la Iglesia Cristiana Presbiteriana, cediá el pulpito a Drusilla Wilson, que emitió un mensaje conciso e inspirador: aquellos que se apartaran al ver a un ser querido encadenado a los demonios del alcohol y, pudiendo hacerlo, no lo ayudaran, eran tan culpables como si le hubiesen puesto la botella en las manos.

Cuando terminó el servicio dominical, la señorita Wilson recibió los saludos efusivos de las mujeres de la congregación. Muchas de ellas le estrecharon la mano con sinceridad, algunas con lágrimas en los ojos. Unas cuantas hicieron lo mismo con Agatha Downing, agradeciéndole de antemano haberles ofrecido un lugar de reunión.

Agatha se vistió con exagerada elegancia para la reunión con un vestido de cuello rígido, castaño oscuro, los polisones sujetos con firmeza atrás, las faldas atadas tan apretadamente que le acortaba los pasos en buena medida. Como estaba lista mucho antes de las siete, sacó el polvo a los mostradores y encendió las lámparas. Todavía no anochecía cuando abrió la puerta de la tienda para recibir a Drusilla Wilson. Como siempre, la mujer le dio un firme apretón.

– Agatha, cuánto me alegro de verla otra vez.

– Pase, señorita Wilson.

Pero antes de entrar, Drusilla echó una ojeada a la puerta de la taberna.

– Supongo que ya vio a qué nos enfrentamos.

Agatha pareció desconcertada, y salió ella misma a la acera.

Las puertas de vaivén estaban abiertas. La pintura que colgaba detrás de la barra podía verse desde un ángulo oblicuo, en la pared de la izquierda. En el frente, sobre la acera, estaba el maldito sureño, vestido de punta en blanco, un cigarro humeante en la boca y un codo apoyado en un cartel doble, que anunciaba:

Nuevas damas en el pueblo

Bautice la pintura que está detrás de la barra

y gane el primer baile con la señorita

Jubilee Bright, la gema más brillante de la pradera,

que pronto estará en la Gilded Cage, con sus joyas,

Pearl y Ruby

Dio tiempo a Agatha para leerlo, y después alzó el sombrero y esbozó una sonrisa perezosa:

– Buenas noches, señorita Downing.

¡No se podía negar que tenía agallas, ahí de pie, sonriente! ¡Le habría encantado quitarle de un golpe el cartel y hacerlo caer despatarrado!

– Espera un buen resultado, ¿no es así?

– Sin duda.

– Apuesto a que no será tan bueno como el mío.

– ¿Acaso no tiene decencia? ¡Es el día del Señor!

– Ninguna en absoluto, señora. Tengo que preparar la bienvenida para cuando el primer rebaño llegue al pueblo. Según lo que sé, puede ser en cualquier momento.

Contemplando el cartel, la mujer alzó una ceja.

– ¿Jubilee, Pearl y Ruby? Estoy segura de que serán unas gemas perfectas.

Ya las imaginaba: prostitutas enfermas, llenas de piojos, de cabello teñido y lunares falsos.

– Genuinas, las tres.

Agatha resopló con suavidad.

Gandy aspiró el cigarro.

En ese momento, un mulato alto, largirucho, de ojos hundidos y cabello negro crespo, hizo rodar el piano cerca de la puerta. Era tan delgado que parecía que una ráfaga de viento podría hacerlo volar.

– ¿Es hora de empezar con la música, Ivory?

– Sí, señor.

– Ivory, creo que no conoces a la señorita Downing, nuestra vecina de al lado. Señorita Downing, mi pianista, Ivory Culhane.

– Señorita Downing. -Se quitó el bombín, lo apoyó en el centro del pecho y se inclinó. Volvió a ponérselo en un ángulo atrevido, y preguntó-: ¿Qué le gustaría escuchar, señorita?

¡Cómo se atrevían esos dos a comportarse como si no se tratara más que de una velada social! Agatha no tenía el menor deseo de intercambiar banalidades con el dueño de la taberna, ese alcahuete, ni con el sujeto cuyo aporreo infernal le impedía dormir todas las noches. Dirigió una mirada punzante al último y respondió, cortante:

– ¿Qué le parece «Nuestro Dios es una Poderosa Fortaleza»?

Los dientes blancos relampaguearon en la cara color de té, en una amplia sonrisa:

– Me temo que no la sé. ¿Qué le parece ésta?

Con un movimiento fluido, Ivory se sentó en un taburete de patas en forma de garras, se volvió hacia el teclado y tocó los primeros acordes de «Pequeña Jarra Marrón», una canción compuesta recientemente por los «mojados» para exasperar a los «secos». Agatha se irguió y, dándose la vuelta, se alejó.

Cuando comenzaron a llegar las damas, los dos estaban aún ahí. Ivory llenando con canciones la calle, como una invitación musical, y Gandy, con su aire despreocupado y la sonrisa intacta, emanando encanto sureño del mismo modo que una rata almizclera emanaba almizcle. Saludó a cada una de las damas que llegaba.

– Buenas noches, señora -decía una y otra vez, tocándose el ala del sombrero-. Disfrutarán de la reunión. -Dedicó una sonrisa especialmente encantadora a Violet y la delegación de la pensión de la señora Gill-. Buenas noches, señorita Parsons. Me alegro de verla otra vez, y también a sus amigas. Buenas noches, señoras.

Violet rió entre dientes, se ruborizó y abrió la marcha hasta la puerta vecina. La seguían Evelyn Sowers, Susan White, Bessie Hottle y Florence Loretto, todas las cuales tenían un interés personal en los sucesos de la Gilded Cage. También estaban otras. Annie Macintosh, con un moretón en la mejilla izquierda. Minnie Butler, cuyo esposo estaba obsesionado con las mesas de juego. Jennie Yoast, cuyo marido hacía la ronda de todos los salones, todos los sábados a la mañana, y al que, a veces, lo encontraban durmiendo en la acera, los domingos a la mañana. Anna Brewster, Addie Anderson, Carolyn Hawes, y muchas otras con esposos famosos por la frecuencia con que empinaban el codo.

Asistían a la reunión treinta y seis mujeres, casi todas ansiosas por poner en fuga a los demonios de las bebidas alcohólicas; algunas, sólo con curiosidad de ver qué hacían «esas fanáticas» cuando se juntaban.

Drusilla Wilson en persona, con la anfitriona a su lado, saludó en la puerta a cada una que llegaba. La reunión se inició con una plegaria, seguida por el discurso de apertura de la señorita Wilson:

– Hay cuatro mil guaridas del alcohol esparciendo muerte y enfermedades por todas las clases de la sociedad norteamericana, antros de vicio que las gentes respetables aborrecen desde lejos. Su propia ciudad se ha visto mancillada por once de esos chancros. A muchos de vuestros maridos se los subyuga para que abandonen los hogares cada noche, arrebatándoles a sus familias, a sus protectores y proveedores. El desastre humano causado por el alcohol sólo puede terminar de manera trágica: en el hospital, donde la víctima muere de delirium tremens, en reformatorios como los de la isla Ward, o hasta en asilos como el de la isla Blackwell. Yo misma visité esas instituciones. Vi a la muerte haciendo presa de aquéllos que comenzaron con un solo trago inocente, después otro y otro, hasta que quedaron irremisiblemente perdidos. ¿Y quién queda, sufriendo los efectos de la intemperancia? ¡No otros que las mujeres y los niños! De medio millón de mujeres norteamericanas brota un gemido de angustia y se eleva sobre lo que fuera una tierra dichosa. Sobre las tumbas de cuarenta mil ebrios se alza el llanto dolorido de la viuda y el huérfano. Los demonios del alcohol han caído sobre las mujeres. ¡Por eso, es muy justo que las mujeres comiencen el trabajo para su destrucción!

Mientras Wilson hablaba, los rostros del público adquirían una expresión arrebatada. Era entusiasta, hechizaba. Hasta las que habían ido por curiosidad estaban embelesadas.

– Y las tabernas son los sitios en que se alimentan los gusanos de esta tierra: jugadores, estafadores, y nymphs du prairie. ¡No olvidemos que en Wichita, en su momento de mayor decadencia, había casas de mala reputación con no menos de trescientas de esas gatas pintarrajeadas! ¡Trescientas en una sola ciudad! ¡Pero hemos limpiado Wichita, y limpiaremos Proffitt! ¡Juntas!

Al terminar el discurso, del público se elevó una sola pregunta: ¿Cómo?

La respuesta fue concisa: educando, defendiendo y orando, con fuerza de voluntad.

– La U.M.C.T. no es militante. Lo que logramos lo obtenemos por métodos pacíficos. Pero no eludamos nuestro deber cuando se trate de hacer que ese destructor de las almas de los hombres, el tabernero, tome conciencia de su culpa. No debemos destruir el cruel brebaje que vende. Más bien tenemos que proporcionarles a sus clientes algo más poderoso en que apoyarse: la fe en Dios, en la familia, y la esperanza en el futuro.

La señorita Wilson sabía cuándo sermonear y cuándo detenerse. Ya las había entusiasmado. Para ganarlas para la causa, le bastaría con unas pocas historias conmovedoras de sus propios labios.

– Todas ustedes, en sus hogares, estaban impacientes por que llegara este día. Ahora es el momento. Desnuden el corazón ante sus hermanas, que las comprenden, pues sufrieron lo mismo que ustedes. ¿Quién quiere ser la primera en librarse de su dolor?

Las mujeres intercambiaron miradas furtivas, pero ninguna se adelantó.

Wilson las presionó:

– Recuerden que nosotras somos sus hermanas y no estamos aquí para juzgar sino para apoyar.

Desde la taberna llegó el grito de: «¡Lotería!». Y en el piano sonaba «Sobre las olas». Treinta y seis mujeres pudorosas esperaron que alguna se atreviera a empezar.

Agatha tenía los dientes y las manos apretados. Sus propios recuerdos torturantes regresaron del pasado. Pensó en contarlo todo por fin, pero lo había guardado tanto tiempo que ya no podía. Ya era objeto de la compasión ajena y no tenía ningún deseo de serlo más aún, por eso calló.

La primera en hablar fue Florence Loretto:

– Mi hijo… -comenzó, y todos los ojos se posaron en ella. Todas guardaron silencio-. Mi hijo Dan. De pequeño, siempre fue un buen muchacho. Pero cuando mi esposo vivía acostumbraba mandarlo a la taberna a buscar su whisky. Aseguraba que tenía un poco de reumatismo y que los ponches calientes le aliviaban el dolor de las coyunturas. Así fue como empezó. Pero para cuando murió, estaba más tiempo borracho que sobrio. Él era un hombre adulto, pero Dan… Dan era joven y descubrió que le gustaba el ambiente de la taberna. Ahora es el crupier aquí al lado, y yo… yo… -Florence se cubrió la cara con las manos-. Estoy tan avergonzada que no puedo mirar de frente a mis amigas.

Addie Anderson frotó el hombro de Florence y le dijo, con suavidad:

– Está bien, Florence. Nosotras lo entendemos. Cuando lo criaste, hiciste lo que creíste mejor. -Dirigiéndose a la señorita Wilson, dijo sin rodeos-: Mi esposo, Floyd, solía ser sobrio como un juez, salvo el día en que nos casamos y el cuatro de julio. Pero hace un par de años enfermó y tuvo que llamar a alguien para que se encargase de la tienda mientras él estaba en cama. Se llamaba Jenks, y era un joven de aspecto agradable, de St. Louis, con cartas de recomendación. Sin embargo, eran todas falsas. Jenks metió mano en los libros de contabilidad y los manipuló de tal manera que fue capaz de estafarnos sin que Floyd se diera cuenta en qué andaba. Cuando lo descubrió, ya era demasiado tarde. Jenks se había ido, y del mismo modo nuestros ahorros. Fue entonces que Floyd comenzó a beber. Intenté disuadirlo. «Floyd, le decía, ¿qué hay de bueno en gastar el poco dinero que nos queda embriagándote todas las noches?». Pero no me escuchaba. Perdimos el negocio y Floyd fue a trabajar como empleado con Harlorhan, y trabajar para otro después de haber sido patrón tantos años fue un gran revés para él. Lo que Harlorhan le paga se va casi todo en whisky, y ya debemos seis meses en el almacén. Aunque Harlorhan se portó bien hace tiempo que le viene advirtiendo a Floyd que si no paga algo de lo que nos estuvimos llevando, tendrá que echarlo. Después… -De súbito, Addie estalló en lágrimas-. Ohh… -gimió.

Hizo que la situación de Florence Loretto pareciera menos dramática y Florence, a su vez, consoló a Addie.

Después de eso, todas las mujeres empezaron a hablar. Sus apuros eran similares, si bien algunas historias eran más desdichadas que otras. Aunque Agatha esperaba que Annie Macintosh contara cómo se había hecho el moretón en la mejilla, igual que ella, Annie calló.

Cuando se hizo el silencio, Drusilla Wilson volvió a hacerse cargo de la reunión.

– Hermanas, tienen nuestro cariño y nuestro apoyo pero, para ser eficaces, tenemos que organizamos. Y eso significa que debemos convertirnos en la filial local de la Unión de Mujeres Cristianas para la Templanza, que es nacional. Para eso debemos elegir funcionarías. Yo trabajaré junto con ellas para hacer un borrador de la constitución. Una vez hecho eso, se formarán comités para redactar compromisos de abstinencia. -Mostró distintas variantes, que podían colocarse en la manga de un hombre reformado-. Uno de vuestros primeros objetivos debe ser reunir tantas firmas de compromisos como sea posible, y también nuevos miembros para la organización local.

En un cuarto de hora, pese a sus protestas, Agatha fue elegida primera presidente de la Unión de Mujeres Cristianas por la Templanza de Proffitt, Kansas. Florence Loretto fue elegida vicepresidenta, también bajo protesta. Para sorpresa de todas, Annie Macintosh habló por primera vez, para ofrecerse como secretaria. Agatha nombró tesorera a Violet, teniendo en cuenta que, como se veían todos los días, les resultaría más fácil trabajar juntas. Violet también puso objeciones, pero fue inútil.

Se fijó la contribución en veinticinco centavos por semana: el precio de una medida de whisky. Se formó un comité de compromiso de cuatro para escribir los ejemplares a mano hasta que pudiesen hacerlos imprimir. Uno de los tres integrantes quedó encargado de preguntar a Joseph Zeller, editor de la Proffitt Gazette, cuánto costaba imprimir panfletos, propaganda y los compromisos. Se fijó un recorrido para la noche siguiente, con el objeto de juntar firmas de promesas de abstinencia, comenzando en la taberna vecina.

La señorita Wilson cerró la reunión con la primera canción de templanza:

El agua fría es reina

El agua fría es señora

Y un millar de caras radiantes

Ahora sonríen en su seno

La cantaron varias veces todas juntas, hasta que las voces ahogaron los sones de «Camptown Races», que llegaban del otro lado.

Cuando concluyó la reunión, todas coincidieron en que había sido una velada inspiradora. Al marcharse, Drusilla Wilson le aseguró a Agatha que la organización nacional y The Temperance Banner les harían llegar ayuda e instrucciones. Y ella misma se quedaría en el pueblo hasta que hubiesen resuelto todos los inconvenientes organizativos.

Cuando salió la última mujer, Agatha cerró la puerta, se apoyó contra ella y suspiró. ¿En qué se había metido? Por cierto, en algo más grande de lo que pretendía. No sólo organizadora sino presidenta. Para empezar, ¿por qué había aceptado que la reunión se hiciera ahí?

Con otro suspiro, se apartó de la puerta y apagó las lámparas. En la oscuridad, salió del taller por la puerta de atrás. La trasera del edificio daba a un sendero que llevaba a un cobertizo y una pequeña construcción a la que llamaba, con gentileza, «el indispensable». Después de usarlo, comenzó a subir la escalera con la cabeza baja, como siempre, observándose los pies. Cuando estaba a dos escalones del final, una voz la sobresaltó y le hizo alzar la cabeza con brusquedad.

– ¿Cómo estuvo la reunión?

La mujer no veía más que el resplandor del cigarro en la oscuridad, en su mitad del rellano.

– ¿Qué está haciendo aquí?

– Preguntándole por la reunión, señorita Downing. No tiene por qué sobresaltarse así.

– ¡No me sobresalté!

Pero sí se había sobresaltado. Qué molesto advertir que él estaba ahí observándola entrar al «indispensable», salir de él y, también, subir las escaleras a su manera torpe, con dos pies en cada escalón.

– Ha sido bastante concurrida.

– Treinta y cuatro. Treinta y seis si contamos a la señorita Wilson y a mí.

– Ah, encomiable.

– Y me eligieron presidenta.

Era la primera vez que eso la alegraba.

– Presidenta. Bien, bien…

Las pupilas de Agatha se dilataron lo suficiente para ver que estaba sentado en una silla con el respaldo apoyado en la pared y las botas cruzadas sobre la baranda. Dio otra calada al cigarro y el aroma acre del humo llegó hasta ella.

– La reunión despertó tanto entusiasmo que a ninguna de nosotras le importó el sonido del piano del señor Culhaneque se filtraba por la pared. De hecho, cantamos tan alto que lo tapamos.

– Parece que fue inspirador.

Agatha percibió la burla.

– Yo diría que sí.

– ¿Y qué cantaron?

– Pronto lo sabrá. Iremos a cantarlo para sus parroquianos. ¿Qué le parece?

Scott rió, con el cigarro apretado entre los dientes.

– Para decirle la verdad, no la necesitaremos. En cualquier momento llegarán Jubilee y las chicas, y tendremos todas las canciones que necesitamos.

– Ah, sí, Jubilee y las chicas… del cartel. ¡Caramba, suena maravilloso! -dijo, irónica.

– Lo son. Tiene que venir a ver un espectáculo.

El humo del cigarro la irritaba. Tosió y subió con esfuerzo los dos últimos escalones.

– ¿Cómo puede fumar esa cosa horrible?

– Es un hábito que inicié en los barcos fluviales. Me mantenía las manos ocupadas cuando no jugaba a las cartas.

– ¡Entonces, es cierto que lo echaron de los barcos fluviales!

Cuando Gandy rió, la silla cayó sobre las cuatro patas.

– Las damas de su club estuvieron especulando acerca de mí, ¿no es cierto?

Se levantó, y los tacones de sus botas resonaron con calculada pereza sobre el rellano angosto hasta que se detuvo junto a ella, en la cima de la escalera.

– Difícil. Tenemos asuntos más importantes de qué ocuparnos.

– Pero supongamos que lo haya sido. Supongamos que yo era un fullero malo que conocía todas las trampas. Un sujeto de esa calaña sabría cómo manejar a una bandada de gallinas viejas que estuviesen decididas a clausurarle el negocio, ¿no cree?

El miedo le aceleró la circulación. El hombre estaba ahí, ominoso, haciéndola retroceder a la escalera. Tuvo una sensación de déjà vu, segura de que un instante después caería rodando por las escaleras como muchos años atrás. Se le crisparon los músculos anticipando los fuertes golpes, la piel raspada, la desorientación que le provocó rebotar de escalón en escalón. Con mano temblorosa, se aferró a la baranda, sabiendo que sería en vano si él decidía empujarla. Cuando el hombre dio otra chupada al cigarro, los ojos se le convirtieron en chispas rojas. El olor la descompuso, y empezaron a sudarle las manos.

– Por favor -dijo, en un susurro ahogado-. No.

De inmediato, Scott retrocedió y se sacó el cigarro de la boca.

– Un momento, señorita Downing, es injusta conmigo si supone que se me cruzó la idea de empujarla escaleras abajo. ¡Cómo, si…!

– Ya me empujó una vez.

– ¿En el lodo? ¡Ya le dije que eso fue un accidente!

– Estoy segura de que éste también lo sería. Cualquiera que me haya visto subir las escaleras sabe que no lo hago con mucha firmeza. Pero si cree que las amenazas me detendrán, está muy equivocado, señor Gandy. Sólo servirán para encender más mi celo. Y ahora, si tiene la gentileza de dejarme pasar, le daré las buenas noches…

Percibió que no quería dejarla irse pensando tan mal de él, aunque la hostilidad que irradiaba era casi palpable. Durante diez tensos segundos, permanecieron ella con la nariz contra el pecho de él. Luego, el hombre retrocedió. El sonido del paso firme de Agatha, seguido del que arrastraba, se alternaron sobre el rellano. Todo el trayecto hasta la puerta, esperó sentir algo que la agarraba de la nuca y la tiraba por la escalera. Al ver que no ocurría, se sorprendió. Llegó a la puerta, se deslizó dentro, y cerró con llave. De inmediato, comenzaron los temblores. Apretó las palmas de las manos y la frente contra la madera fría, y se preguntó dónde tendría la cabeza cuando permitió que la nombrasen presidenta de una organización destinada, no sólo a cerrar el negocio de Scott Gandy, sino de otros diez como él.

Jubilee y sus Gemas llegaron a la mañana siguiente, en el tren de las once y cinco. Tres mujeres con semejante apariencia no podían pasar inadvertidas.

Era evidente que la llamada Pearl recibió ese nombre por su piel. Era tan clara y luminosa como una perla de mar perfecta. En contraste con ella, los ojos castaños ocupaban buena parte del rostro. Estaban maquillados con kohl, que los agrandaba. Los labios pintados de escarlata relampagueaban como una mancha de vino sobre un mantel blanco. Pero las facciones delicadas se veían realzadas al máximo por el cuello levantado del traje de viaje color fucsia, que dejaba al descubierto buena parte de la garganta y se ceñía al cuerpo como la piel de una fruta. El cabello tenía el tono marrón del azúcar quemada, y lo llevaba recogido en un montón de rizos en lo alto de la cabeza, que empujaban para adelante el sombrero de pastora.

– ¡Hola, muchachos! -exclamó desde los escalones del tren, y el viejo Wilton Spivey sacó chispas del balasto [3], ardiendo por ser el primero en acercarse a ella. Abrió el carro para equipaje, saltó dos travesaños de la vía, chocó con Joe Jessup que venía desde la dirección opuesta, y llegó jadeando al pie de la escalerilla del tren. Wilton estaba desdentado como una rana y más calvo que un picaporte de bronce, pero a Pearl no le importó. Le sonrió, flexionó una muñeca y le extendió la mano.

– Era precisamente lo que necesitaba. Un hombrón apuesto, lleno de músculos. Mi nombre es Pearl. ¿Y el tuyo?

– Widton Spivey, a shu shervishio, shenora.

Con esas encías despojadas, Wilton no tenía muy buena pronunciación, pero los ojos le chispeaban de lasciva delicia.

– Bueno, Widton, vamos, cariño. No seas tímido.

Wilton la ayudó a bajar, y tras ella apareció Ruby.

Ruby era una joven negra bien formada, con la piel del color del café con crema. Tenía el cabello más lacio que cualquier mujer negra que Wilton Spivey hubiese visto. Estirado hacia atrás de la oreja izquierda, caía recto por el hombro derecho, resbaladizo como un salto de agua sobre una roca negra, y terminaba en un rizo como un rompeolas invertido, enlazando el borde del sombrero amarillo canario. Tenía unas magníficas cejas cepilladas hacia arriba, párpados pesados, y labios hinchados como si los hubiese picado una avispa, pintados de un intenso tono magenta. Apoyó los nudillos en las caderas proyectadas hacia adelante, lanzó una pequeña risa que estiró el ajustado vestido amarillo y proclamó en profunda voz de contralto:

– Y yo soy Ruby.

Joe Jessup tragó saliva y exclamó:

– ¡Cielos, vaya si lo eres!

La risa de Ruby resonó como un trueno rodando por la ladera de una montaña: profundo y voluptuoso.

– ¿Y cómo te llamaré a ti, cariño?

– J… Joe J… Jessup.

– Bueno, J… Joe J… Jessup. -Ruby dio un paso al costado y se inclinó hasta que sus pechos quedaron a escasos centímetros de la cara del hombre. Con una uña larga, dejó una línea clara desde la oreja de Joe hasta el centro de su barbilla-. ¿Qué te parece si te llamo J. J.?

– B… Bien. L… La llevaré a donde quiera ir, señorita Ruby.

– Se lo agradecería, J. J. Al Gilded Cage Saloon. ¿Sabe dónde está?

– Claro. Derecho p… por aquí.

Ya había otros cuatro formando fila, esperando turno al pie de la escalerilla del tren.

Sobre ellos, como un ángel que descendiera directamente de las perladas puertas del paraíso, apareció la señorita Jubilee Bright y, según lo prometido, era la gema más brillante de la pradera. Si a las otras les quedaban bien los nombres, Jubilee parecía haber nacido para el suyo. ¡Por increíble que pareciera, era toda blanca! El cabello era blanco, no del tono azulado de Violet Parson sino del blanco cegador de la lana de vidrio. Parecía espumar sobre la cabeza como un merengue tentador de diez huevos. Además, estaba vestida toda de blanco inmaculado, desde la copa del alto sombrero de terciopelo con un penacho de plumas hasta las botas de cabrito de tacón alto. El vestido, como el de Pearl y el de Ruby, no tenía polisón atrás sino que se adhería a las curvas generosas desde el hombro a la rodilla, donde se abría en pliegues hechos para poder caminar. Tenía escote en forma de diamante, que revelaba apenas el surco tentador entre los pechos, con un lunar falso que atraía la mirada masculina en esa dirección. Otro lunar adornaba la mejilla izquierda de un rostro tan encantador que no necesitaba adornos. Los asombrosos ojos almendrados, los labios turgentes, la pequeña y hermosa nariz impresionarían a cualquiera. En verdad, era la cara de un ángel.

Alzó los brazos y exclamó:

– ¡Llamadme Jube, muchachos!

Se echó hacia adelante con los brazos extendidos, permitiendo que dos caballeros la agarraran y la depositasen en el suelo. Cuando aterrizó, les dejó los brazos en los hombros y les frotó los músculos con aire de aprobación:

– Caramba, adoro a los hombres fuertes… y corteses -ronroneó, con voz gatuna-. Ya veo que vamos a llevarnos muy bien. -Les dio sendas palmadas-. ¿De quién estoy colgada aquí?

– Mort Pokenny -respondió el sujeto de la izquierda.

– Virgil Murray -respondió el de la derecha.

– Bueno, Mort, Virgil, quiero presentaros a nuestro amigo Marcus Delahunt. Marcus toca el banjo. Es el peor intérprete de este lado de New Orleans.

El último en bajar del tren llevaba el estuche de un banjo y un panamá de paja con una ancha banda negra. En el rostro juvenil una sonrisa feliz revelaba un diente torcido, que no hacía más que añadirle encanto. Los ojos azules, separados en el rostro claro enmarcado por el cabello rubio oscuro. Si bien no era un rostro especialmente masculino con el cutis rosado y las patillas rubias escasas, este detalle se olvidaba al ver la expresión de abierto hedonismo. De pie, con una mano de dedos largos en la barandilla y la otra en el estuche del banjo, sonreía y asentía en silencio.

– Marcus no puede decir una palabra, pero oye mejor que un perro dormido, y es más astuto que todos nosotros juntos, así que no quisiera sorprenderos tratándolo como a un tonto.

Los hombres lo saludaron pero, de inmediato, volvieron a interesarse en las mujeres.

– Muchachos, ¿qué hacéis aquí para divertiros? -preguntó Ruby.

– No mucho, señorita. Últimamente, esto está un poco aburrido.

La muchacha lanzó una risa gutural.

– Bueno, nosotras vamos a solucionar eso, ¿no es así, chicas?

Jubilee echó un vistazo a la estación y les preguntó a Mort y a Virgil:

– ¿Visteis al bandido de Gandy por aquí?

– Sí, señora, está…

– Basta de tanto «señora», Virgil. Llámame Jubilee.

– Sí, señora, señorita Jubilee. Scotty está en el Gilded Cage.

Jube hizo un gesto con la mano, y fingió un mohín contrariado:

– ¡Ese hombre es imposible… nunca está cuando se lo necesita! Bueno, vamos a necesitar unos brazos fuertes. Trajimos algunas cosas que tenemos que llevar a la taberna de Gandy. ¿Queréis echarnos una mano, muchachos?

Seis varones tropezaron entre sí, empujando para ser los primeros.

– ¿Dónde está su carro, señor Jessup?

– ¡Ya llega!

Jubilee hizo una seña con el hombro y condujo al grupo hacia el vagón de carga, en la cola del tren. Ya estaban abriendo las puertas corredizas. El jefe de cargas estaba a un costado, mirando hacia adentro y rascándose la cabeza.

– Es lo más raro que he visto nunca -comentó-. ¿Qué diablos harán con un montón de basura como éste?

– ¡Iuujuu! -le gritó Jubilee, agitando la mano.

El jefe de cargas alzó la vista y vio al grupo que avanzaba.

– ¿No hubo problemas?

– No -respondió-. Pero, ¿qué demonios van a hacer con esto?

Jubilee, Pearl y Ruby y sus ansiosos acompañantes llegaron hasta la puerta abierta del vagón de carga. Llegó Jessup con la carreta. Jube puso los brazos en jarras y le guiñó un ojo al anciano jefe.

– ¡Ven una noche al Gilded Cage, y lo descubrirás, cariño! -Se dirigió a los otros-: ¡Caballeros, carguemos esta cosa y vayamos a la taberna Gandy!

Un rato después, Violet estaba arreglando la parte delantera del negocio cuando miró por la ventana y chilló:

– ¡Agatha, Agatha, ven aquí!

La aludida alzó la cabeza y preguntó:

– ¿Qué pasa, Violet?

– ¡Ven aquí!

Antes de llegar a la tienda, Agatha oyó la música del banjo que llegaba de afuera. Era un tibio día de primavera y la puerta de la tienda estaba abierta, sujeta por un ladrillo.

– ¡Mira! -exclamó Violet, señalando a la calle.

Agatha se levantó con calma.

Otra entrega para la taberna de al lado. Un vistazo le hizo comprender que tendría que ordenarle a Violet cerrar la puerta, pero ella misma sintió curiosidad por la escena de afuera.

La carreta de Joe Jessup se acercaba por la calle, cargada de hombres enfervorizados, tres mujeres alegres y la jaula para pájaros más enorme que Agatha hubiese visto jamás. Se alzaba poco menos de dos metros, y estaba hecha de un resplandeciente metal dorado que atrapaba el sol del mediodía y lo reflejaba.

Colgado del techo en forma de cebolla, pendía un columpio dorado y encaramada a él, una extravagante dama vestida de blanco. Otra, de rosado heliotropo, estaba sentada a la cola de la carreta entre Wilton Spivey y Virgil Murray, los tres balanceando las piernas y siguiendo el ritmo de la música. La tercera mujer, parecida a una abeja con su piel oscura y vestida de amarillo, estaba sentada en el regazo de Joe Jessup, que conducía la carreta. El que tocaba el banjo estaba de pie detrás de ellos, y se movía de un lado al otro al ritmo de la canción. La carreta estaba llena de gente arracimada alrededor de la jaula y, como la Flauta de Hamelín, había atraído a una fila de chicos y jóvenes de ojos brillantes que, abandonando los escritorios y los mostradores, querían participar de la música y echar un vistazo a esas mujeres de vestimentas sorprendentes. Mientras se acercaban por la calle, toda la troupe cantaba alegremente:

Chicas de Buffalo, por qué no salen esta noche,

Salen esta noche, salen esta noche, Chicas de Buffalo,

por qué no salen esta noche,

Y bailan bajo la luna.

Agatha hizo un gran esfuerzo para criticarlos, pero no pudo. Más bien, se sintió atrapada por la envidia. ¡Ah, ser joven, atractiva, y sin los escrúpulos del pudor…! ¡Poder ir por la calle en una carreta, a pleno día, cantando a voz en cuello hacia el cielo y riendo! ¿No tendría que tener todo el mundo cuando menos un recuerdo semejante en la vida? Pero en la de Agatha no había ninguno.

Lo máximo que pudo hacer para participar fue llevar el ritmo de la música con la mano contra el muslo. Pero cuando advirtió lo que estaba haciendo, se detuvo.

Cuando el carro pasó delante de la tienda, vio mejor a la mujer de blanco. Era lo más hermoso que había visto jamás. Rostro delicado con ojos rasgados, y la sonrisa del mismo Cupido. Y sabía elegir un buen sombrero. Llevaba uno de moda durante la guerra, de los que llamaban «tres plantas y sótano». Era exquisito: alto pero bien equilibrado, adornado con un costoso airón de plumas. Aunque la mujer se balanceaba en la hamaca, el sombrero se mantenía firme.

– Mira ese sombrero blanco -musitó.

– Míralos todos -repuso Violet.

– Buenos sombreros.

– Los mejores.

– Los vestidos, también.

– Pero mira, Agatha: no llevan polisones.

– No.

Agatha las envidió por no tener que colgarse tantos kilos de metal todas las mañanas en las caderas.

– Pero tienen mucho pecho. Tt-tt.

– Estoy segura de que son mujeres de la vida.

Eso la entristeció. Tanta promesa brillante quedaría en nada. Toda esa belleza juvenil se marchitaría antes de tiempo.

La carreta se detuvo delante de la taberna. Mort Pohenny abrió la puerta de la jaula y la mujer de blanco salió. Con los brazos en jarras, gritó hacia las puertas vaivén:

– ¡Eh, Gandy!, ¿no mandaste a buscar a tres bailarinas a Natchez?

El propio Gandy se materializó, rodeado de los empleados, todos saludando, acercándose a las mujeres, estrechando sus manos sobre el costado del carro con las del músico. Pero Agatha sólo veía a la mujer de blanco, en lo alto de la carreta, y al hombre de negro, debajo de ella. Este enganchó una bota en un rayo de la rueda y se echó atrás el sombrero. En medio del barullo, sólo tenían ojos uno para la otra.

– Ya era hora de que llegaras, Jube.

– Llegué tan pronto como pude. Pero les llevó un mes hacer la maldita jaula.

– ¿Eso fue todo?

Rió y se le formaron los hoyuelos.

– No echaste de menos a la vieja Jube, ¿no?

Gandy echó la cabeza atrás y rió.

– Nunca. Estuve muy atareado instalando el local.

Jubilee miró hacia la acera.

– ¿Dónde está ese pueblo lleno de vaqueros que me prometiste, entre los que podría elegir?

– Ya vendrán, Jube, ya vendrán.

Volvió la mirada a Gandy y los ojos le brillaron de lujuria e impaciencia.

– ¿Te quedarás ahí, parado, todo el día, o ayudarás a esta dama a bajar?

Sin aviso, se arrojó por el costado, volando con los pies y los brazos en el aire, sin dudar ni un instante de que un par de brazos fuertes estarían listos para recibirla. Lo estaban. En cuanto Gandy la atrapó, estaban besándose audazmente, sin hacer caso de los aullidos y silbidos de alrededor. La muchacha le rodeó los hombros con los brazos y devolvió el beso con total despreocupación por el espectáculo que estaban dando. El beso terminó cuando el sombrero del hombre comenzó a caerse. Jube se lo arrebató de la cabeza y los dos rompieron a reír, mirándose a la cara. La muchacha le encasquetó el sombrero sobre el grueso cabello negro y lo bajó bien hacia adelante.

– Y ahora, bájame, dandi rebelde. Ya sabes que tengo que saludar a los demás.

Contemplándolos, Agatha sintió una extraña sensación en el estómago, al ver que los ojos negros de Gandy se regodeaban en los bellos ojos pintados de la muchacha y que la sostenía un momento más. Al mirarlos, se adivinaba cuánto disfrutaban estando solos. Entre ellos circulaba una corriente de malicia y placer, que hasta se percibía en el diálogo. ¿Cómo aprendía una mujer a comportarse así con un hombre? Nunca en su vida Agatha había estado en la misma habitación con un hombre sin sentirse enferma de inquietud. Ni conversó con ninguno sin tener que esforzarse por encontrar un tema. Y, por supuesto, saltar por el costado de una carreta constituiría poco menos que un milagro.

Gandy bajó a Jubilee y saludó a las otras.

– Ruby, preciosa, eres un regalo para los ojos. -Le dio un beso en la mejilla-. Y tú, Pearl, antes de que termine la temporada, destrozarás muchos corazones en Proffitt. -También ella recibió un beso en la mejilla. A continuación, apoyó las manos sobre los hombros del joven del banjo y lo miró en los ojos-. Hola, Marcus. Me alego de verte otra vez. -El muchacho sonrió. Hizo un gesto como de pulsar las cuerdas del instrumento y arqueó las cejas-. Es cierto -respondió Gandy-, es bueno para el negocio. Ya habéis provocado agitación en todo el pueblo. Esta noche, se amontonarán en la puerta.

Gandy se volvió otra vez hacia Jubilee y se quitó la chaqueta.

– Toma. Tenla un minuto.

Le guiñó un ojo y Agatha vio que la mujer se llevaba la Chaqueta al pecho y hundía la nariz en el cuello. Pareció un gesto tan íntimo que sintió pudor. No entendía cómo una mujer podía extasiarse así con el olor a cigarro.

– Vamos a entrar esto, muchachos.

Gandy saltó sobre la carreta y, con ayuda de otros cinco, alzaron la jaula. Agatha vio que el chaleco de satén negro se tensaba sobre los hombros, y los antebrazos se endurecían al alzar el artefacto. Si bien no era demasiado musculoso, tampoco era débil. Pero tenía músculos en todos los lugares donde un hombre debía tenerlos; le bastaban para hacerse cargo de una mujer impulsiva que se arrojaba en sus brazos, o de una irritante que organizaba una unión local por la templanza. Recordó la noche anterior, en la cima de la escalera: ¿habría pensado en empujarla o no? A plena luz del día, viéndolo trabajar al sol, no parecía capaz de algo tan malévolo. Quizá sólo fue su propia imaginación.

El grupo sacó la pesada jaula de la carreta, la subió por los escalones de la acera y la entró en la taberna. Los siguieron las mujeres y los curiosos, y en la calle sólo quedaron los niños. Violet y Agatha se metieron otra vez en la tienda, aunque seguían oyendo los alegres parloteos y alguna que otra carcajada.

– Así que, ésas son Jubilee y las Gemas.

– Qué nombres tan adorables: Jubilee, Ruby, Pearl.

Aunque Agatha pensó que eran nombres inventados, se reservó la opinión.

– Así que, a fin de cuentas, trajo a las reinas de la noche…

– De eso no estamos seguras.

– Violet, llevan kohl en los ojos, carmín en los labios, y exhiben los pechos.

– Sí -admitió Violet, muy decepcionada-. Tal vez tengas razón. -De súbito, se iluminó-. ¡Pero, claro! -Suspiró, con expresión arrobada-. ¿Qué me dices del modo en que el señor Gandy besó a la llamada Jubilee?

– ¿No te pareció un poco desvergonzado hacer eso así, en medio de la calle?

– Quizás, un poco. Pero aun así estoy celosa.

Agatha rió y sintió un impulso de cariño hacia Violet: era tan directa. Y sincera, a su manera. ¿Cómo era posible que no hubiese encontrado a un sinvergüenza joven que la besara en mitad de la calle, en primavera?

– Vamos -dijo Agatha ofreciéndole el brazo a modo de invitación-. Vamos a trabajar. Eso nos lo quitará de la cabeza.

Pero cinco minutos después, ruidos de martillos y serruchos las distrajeron de tal modo que cada tanto echaban una mirada a la pared.

– ¿Qué crees que estarán haciendo, con tanto ruido?

– No lo sé. -Los ojos de Violet chispearon-. ¿Te gustaría que eche un vistazo?

– ¡Claro que no!

– Pero, ¿no sientes curiosidad?

– Tal vez, pero ya sabes a dónde llevó la curiosidad al gato.

Violet se resignó.

– De verdad, Agatha, a veces eres aburrida.

Los dedales sonaron al unísono.

Empujar, tirar, empujar, tirar.

«Es tan horrible como el reloj a la hora de dormir», pensó Agatha.

Empujar, tirar. Dos viejas solteronas, cosiendo mientras se les iba la vida. ¡No! ¡Una vieja solterona, y otra no tan vieja!

– Hola.

Era Gandy, otra vez.

Violet tiró el dedal, se llevó la mano al corazón y se sonrojó como un lechón.

– ¡Oh, mi Dios!-murmuró.

– Ve a ver qué quiere ahora.

Pero antes de que Violet pudiera moverse, Gandy pasó entre las cortinas lávanda sin sombrero ni chaqueta, y un poco agitado, con las mangas enrolladas hasta los codos. De pie ante ellas, con los pies separados, las manos en la cintura.

– Tengo un trabajo urgente para usted, señorita Downing.

Agatha alzó una ceja y recorrió con la vista desde el cabello negro revuelto hasta las puntas de las botas lustrosas.

– ¿Algo de bengalina rosada, quizá? Le quedaría bien con el cabello negro.

Scott rió y se pasó los dedos por el pelo, dejándolo erizado.

– Eso lo dejaremos para Jube. Lo que yo necesito es mucho más simple. Un gran saco sujeto por una cuerda, y no importa el color ni la tela. Que sea lo bastante grande para cubrir una jaula de un metro ochenta. Pero lo necesito para esta noche.

Agatha dejó la labor con forzada paciencia.

– Señor Gandy, soy sombrerera, no modista.

– Pero tiene todas esas piezas de tela ahí. -Señaló con el pulgar hacia la tienda-. Están a la venta, ¿verdad?

– No para hacer fundas para jaulas.

– ¿Por qué no?

– Y no para dueños de tabernas.

– Mi dinero vale. Y pago bien.

– Lo siento, señor Gandy. Pruebe con el señor Harlorhan. Él vende tela por metros.

– La tela no me servirá de nada si no tengo a alguien que la cosa.

– Aunque quisiera, no podría hacerla para la noche.

– ¿Por qué no? Es un trabajo sencillo.

– Lo sería si tuviera una máquina de coser pero, como ve, no tengo.

Echó una mirada a una propaganda de Singer que colgaba de la pared y los ojos del hombre la siguieron.

– ¿Cuántas manos necesitaría para hacerlo en… -sacó un reloj de oro del bolsillo del chaleco-…cinco horas?

– Ya le dije que no trabajo para dueños de tabernas.

Guardó el reloj y frunció el entrecejo.

– Es una moza obstinada, señorita Downing.

¿Moza? La palabra le provocó un rápido sonrojo y Agatha supuso que en ese momento ella también parecía un lechón. Jamás le habían llamado moza y era desconcertante descubrir que la hacía sentirse aturdida. Pero se apresuró a reanudar su tarea. Gandy la observó un rato, ceñudo, luego se dio la vuelta y pasó por la cortina, que quedó ondulando.

Agatha y Violet se quedaron con la boca abierta mirando a la entrada, y luego entre sí.

– Tt-tt.

– Violet, tienes que dejar de hacer eso cada vez que ves a ese hombre. Y te ruborizaste, por el amor de Dios.

– Tú también.

– ¡Yo no!

– ¡Tú también! ¡Agatha, te llamó moza! Tt-tt.

– Nunca me humillaron así. Ese hombre no tiene modales.

– A mí me parece adorable.

Agatha resopló, pero para sus adentros comenzaba a opinar como Violet.

Violet se abanicó la cara arrebolada.

– Caramba. -Contempló las cortinas que el hombre había movido con los hombros-. ¿Una funda para esa jaula?

– Los dueños de tabernas están locos. No intentes entenderlo.

– Pero, ¿para qué querrá algo así?

– Te aseguro que no tengo idea.

No tuvieron tiempo de especular, pues las sorprendió la reaparición de Gandy, esta vez irrumpiendo por la puerta trasera, llevando a Jubilee de la muñeca. La seguían Ruby y Pearl.

Las sombrereras se ruborizaron otra vez. Y Agatha se indignó de tal modo que se puso de pie. ¡Cómo se atrevía a llevar a esas mujeres pintarrajeadas!

– Chicas, quiero presentaros a la señorita Downing y a la señorita Parsons, nuestras vecinas. Señoras, estas tres criaturas deliciosas son Jubilee, Pearl y Ruby, las joyas de la pradera.

Jubilee hizo una reverencia.

– Encantada.

– Me alegro de conocerlas -dijo Pearl.

– Señorita Downing, señorita Parsons -saludó Ruby.

Agatha y Violet miraron fijamente. Gandy salió a grandes pasos del taller y volvió al instante con una pieza de satén rojo. Lo arrojó sobre la mesa y tiró al lado una pila de monedas de oro.

– Son diez. Cuéntelas. Son suyas si hace una funda fruncida por un cordel para las siete de la tarde. Jube, Pearl y Ruby la ayudarán a coser.

– Oh, Scotty, vamos…

– Jube, tesoro, eres mujer, ¿verdad? Todas las mujeres saben coser.

– ¡Esta no!

Los ojos de Agatha iban de una a otra de las dos cosas más brillantes que había en el cuarto: la señorita Jubilee y la pila de monedas de oro. Cien dólares. Se le hizo agua la boca. Su mirada voló al dibujo de la obra maestra del señor Singer con el precio impreso en números en negrita junto al volante. Cuarenta y nueve dólares. ¿Cuándo vería otra vez semejante cantidad de dinero para pagar el precio de la única cosa que ambicionaba en la vida?

Abrió los labios pero no emitió sonido alguno. ¿Qué diría la señorita Wilson? ¿Qué, las otras miembros de la unión? La presidenta de la sección local de la U.M.C.T. cosiendo para el Gilded Cage Saloon. ¡Oh, pero todo ese dinero…!

Pearl se quejaba:

– ¡Nunca en mi vida cosí nada!

– Yo sí. Mucho -terció Ruby-. No es nada del otro mundo.

– Pero, Ruby…

– Deja de protestar, Pearl. Si el patrón dice que cosamos, coseremos.

– Estoy de acuerdo con Pearl -dijo Jubilee-. No soy modista.

Por fin, Agatha recuperó la voz:

– Yo tampoco. Soy sombrerera. Y a las siete de la noche estaré en la Gilded Cage pidiendo firmas para compromisos de abstinencia a los clientes del bar. ¿Qué dirían mis compañeras si supieran que hice una cubierta roja para la jaula?

– Nadie tiene por qué enterarse -intervino Gandy, acercándose más a Agatha-. Por eso traje a las chicas por la puerta de atrás, para que nadie las viese.

Estaba tan cerca, que sintió otra vez el aroma a tabaco. Agatha bajó la vista. Pero alzó de golpe la barbilla cuando Gandy le tocó ligeramente el brazo.

– ¡Por favor, señorita Downing!

Era desconcertante que un hombre la tratara así.

– Me crearía un conflicto de intereses, ¿no lo entiende?

– En ese caso, si añadiéramos un pequeño incentivo…

Cuando se volvió, la mujer pensó que añadiría otra moneda a la pila, pero en cambio sacó una y se la guardó en el bolsillo del chaleco.

– Ya perdimos cinco minutos. En un minuto más, el precio bajará otros diez dólares. Cuanto antes acepte, mejor.

– Pero usted… yo…

Agatha se retorció las manos y miró, impotente, a Gandy, a las muchachas, y la pila de monedas.

– Agatha -le aconsejó Violet-, no seas tonta.

– ¡Violet, cállate!

No quería que la forzaran de ese modo, menos una mujer que no tenía suficiente sentido para darse cuenta de que las estaban sobornando.

– No cabe duda de que su dinero proviene de los pobres desdichados que frecuentan su estable…

– Ochenta -la interrumpió el hombre, con calma, quitando otra moneda y guardándola en el bolsillo.

– Señor Gandy, es usted despreciable.

La siguiente pregunta fue para Violet.

– Señorita Parsons, ¿cómo anda el negocio últimamente?

– No muy…

– ¡Violet, te agradecería que cerraras la boca!

– Bueno, es evidente, Agatha. Él no tiene más que mirar. ¿Y el otro día no decías que…?

– ¡Violet!

Violet ignoró a la patrona y se inclinó, confidente, hacia Gandy.

– Las cosas no van muy bien en la venta de sombreros. Al parecer, con todas estas discusiones sobre el sufragio femenino, el sombrero está convirtiéndose en un símbolo de emancipación. -Chasqueó la lengua y sacudió la cabeza con expresión apesadumbrada-. A decir verdad, hay mujeres que dejaron de usarlos. Y tiende a empeorar, ahora que comenzamos con nuestra propia unión por la templanza.

En las mejillas de Gandy aparecieron los hoyuelos. Extendió una mano y tomó otra moneda, mirando a Agatha sonriente e interrogativo:

– Setenta.

A Agatha se le secó la garganta. Miró las monedas que quedaban y sintió deseos de estrangular a Violet.

– Por empezar, no tengo la más remota idea de lo que usted quiere -dijo, con menos convicción-. Sólo entiendo de sombreros.

– Algo para cubrir la jaula. Use su imaginación. Atado arriba, suelto abajo, abierto en un lado para que pueda abrirse la puerta. Jube le mostrará.

– Claro que lo haré, señorita Downing.

Agatha contempló los maravillosos ojos rasgados de Jubilee y la recordó colgada en el columpio como una paloma nivea, mientras el carro avanzaba por la calle.

– Sesenta -dijo Gandy, en tono más suave aún. Agatha giró la cabeza. Fijó la vista en la disminuida pila de monedas, y la pasó a la figura de la máquina de coser. La ambición la dominó. La desesperación la aplastó. Si quitaba dos monedas más, la máquina quedaría fuera de su alcance. La mano de Gandy se movió de nuevo.

– ¡Basta! -exclamó.

Gandy metió un pulgar en la cintura y esperó.

Agatha dejó caer la cabeza, con aire culpable.

– Lo haré -aceptó, en voz queda.

– Bien. Jube, Pearl, Ruby, haced lo que ella diga. Sólo estad listas para recibir a los clientes a las siete en punto. -La mano se acercó otra vez a las monedas. Un tintineo, y las cuatro monedas volvieron con las otras-. Un trato es un trato -dijo, y se acercó a Agatha tendiéndole la mano-. Entonces, ¿para las siete, señorita Downing?

Agatha contempló la mano. Dedos largos y oscuros, salpicados de vello crespo. Uñas limpias. Muñeca delgada. El diamante brillando en el meñique. Se sacó el dedal y apoyó la palma sobre esa mano tibia. El hombre la estrechó con la misma firmeza con que lo haría con la de otro hombre. En cierto modo, la halagó. Contra su deseo, alzó la vista. Los hoyuelos eran muy marcados. Los ojos, demasiado atractivos. Tenía unos labios tan perfectos, que desarmaban. ¿Por qué le parecía que sólo los canallas estaban tan dotados?

– Para las siete -aceptó.

Pero se sintió como si acabara de hacer un pacto con el diablo.

Capítulo 4

Agatha mandó a Pearl a medir la altura y la circunferencia de la jaula, y las cinco mujeres se pusieron a la tarea de hacer la funda. Era un diseño bastante simple, como una cortina para la ventana, con un cordel en la parte superior para fruncirla. Encendió el fuego en la estufa y calentó las planchas para formar un ruedo de una pulgada en todo el perímetro. La misma Agatha manipuló las planchas de hierro, mientras Violet y Ruby trabajaban delante de ella marcando el ancho con tiza, y Pearl sujetaba la seda que colgaba de la tabla de planchar para que no se arrugara. Entretanto, Jubilee llevaba las planchas frías a la estufa y traía las calientes. Después, se sentaron todas en círculo y comenzaron a coser los bordes.

De inmediato, resultó evidente que Jubilee y Pearl no habían mentido: eran inútiles con la aguja. Por otra parte, Ruby tenía dedos ágiles y cuidaba de hacer puntadas uniformes e invisibles. No pasó mucho tiempo hasta que Jubilee se pinchó el dedo:

– ¡Ay! -Lo metió en la boca y lo chupó-. ¡Maldición y maldición doble! ¡Soy incapaz de coser. Estoy haciéndome un lío y ahora, además, voy a manchar la seda.

– ¿Por qué no se queda sentada? -sugirió Agatha-. En verdad, como Ruby es tan habilidosa, terminaremos con tiempo de sobra.

– ¿Puedo dejarlo yo también? -rogó Pearl-. No soy mejor que Jube para esto.

Agatha observó el lamentable trabajo de Pearl.

– Usted también. Si sostienen el satén en la falda y van guiándolo para que no se arrugue, será suficiente ayuda.

Tres dedales chocaron con tres agujas y la tela brillante fue pasando lentamente sobre los regazos.

– ¡Mirad a Ruby! -exclamó Jubilee después de un tiempo-. Ruby, ¿dónde aprendiste a coser así?

– ¿Dónde crees? En Waverley, por supuesto. Mi mamá trabajaba en la casa grande para la señorita Gandy, y ella le enseñó a mi mamá a hacer costura fina, y mi mamá me enseñó a mí.

– ¿Te refieres a la joven señora Gandy, o a la vieja?

– La vieja. La joven era demasiado frivola para coser. -La negra dirigió a la blanca una mirada significativa-. Era como tú, Jube.

Las tres rieron de buena gana.

Violet equivocó una puntada al oír mencionar a la joven señora Gandy.

– ¿Waverley? -sondeó.

– La plantación Waverley, allá en Columbus, Mississippi, donde creció el señor Gandy.

– ¿Quiere decir que nuestro patrón creció en una plantación?

La imaginación romántica de Violet se expresó con claridad en sus ojos.

La voz algo áspera de Ruby recordó:

– La más hermosa que se haya visto. Grandes columnas blancas en el frente, una enorme y ancha galería. Y campos de algodón alrededor, tan extensos que un zorro no podía recorrerlos en una mañana fría. Y el río Tombigbee que los cruzaba. Ese lugar era glorioso.

Se despertó el interés de Agatha, pero dejó que Violet hiciera las preguntas.

– ¿Quiere decir que él era el dueño?

– El padre, el viejo señor Gandy. Ahora él está muerto, y la esposa también. Pero eran unos blancos tan buenos como es posible. Mi mamá y mi papá eran esclavos del viejo señor Gandy. Antes de la guerra, yo también. Yo, Ivory y el patrón, nacimos todos en Waverley. Corríamos descalzos por ahí juntos, pelábamos nueces de pecana, nadábamos desnudos en el río. ¡Ah, qué tiempos! Claro que eso fue antes de la guerra.

Agatha trató de imaginar a Gandy de niño corriendo desnudo con un par de chiquillos negros, pero el cuadro no cuajó. Más bien, lo vio con un cigarro en la boca y un vaso de whisky en la mano.

Violet sintió tanta curiosidad que se sentó en el borde de la silla.

– ¿Qué sucedió con Waverley?

– Sigue ahí. La guerra no pasó por Columbus. Lucharon en los alrededores, pero ahí no. Todas las grandes mansiones permanecen intactas.

– Waverley -repitió Violet, soñadora-. Qué nombre tan romántico.

– Sí, señora.

Por mucho que lo intentó Agatha no pudo contener la curiosidad:

– ¿Quién es el dueño?

– Él, el patrón. Pero sólo fue una vez después de la guerra. Supongo que encontró demasiados fantasmas.

– ¿Fantasmas?

Los ojos de Violet se dilataron.

– La joven señora Gandy… y la pequeña.

La aguja de Agatha se inmovilizó y miró a Ruby por encima del satén:

– ¿Tenía esposa… y una hija?

Ruby asintió, sin levantar la vista de la costura.

– Murieron. Las dos, y después de la guerra. Pero él no llegó a tiempo a la casa para verlas una vez más.

Por la mente de Agatha cruzó raudo el pensamiento de que otros hombres se habían hecho libertinos por motivos mucho menores. Aun así, era una pena. A fin de cuentas, era joven.

Violet quedó tan atrapada con la historia que tuvieron que recordarle la costura. Pero siguió preguntando:

– ¿Cómo murieron?

Ruby alzó un instante la vista, y sus dedos siguieron moviéndose.

– Si lo supiera, volvería, pero nadie lo sabe con certeza. Las encontraron en el camino, en la mitad del trayecto hacia el pueblo yaciendo boca arriba en la carreta, y la mula ahí, entre las varas, esperando a que la hicieran andar. Cuando el joven señor Gandy volvió, ellas ya estaban enterradas dentro de la cerca de hierro negro al otro lado del camino, entre su mamá y su papá.

– Oh, pobre hombre -se condolió Violet.

Ruby asintió.

– Se marchó a luchar contra los yanquis y cuando volvió no encontró más que a unos pocos negros tratando de arañar unas coles verdes de los campos de algodón agotados. -Movió la cabeza con pesadumbre-. La segunda vez se fue para no volver jamás.

– ¿Y la llevó con él?

– ¿A mí? -Ruby levantó la mirada, sorprendida y rió con su risa de contralto-. No, a mí no. Yo soy una negra encopetada. Cuando dijeron que era libre, me fui a la ciudad, a Natchez. Pretendía vivir a mi capricho y llevar una vida fácil hasta que la carroza viniera a buscarme. -Rió otra vez, con cierta amargura-. Terminé en los barcos fluviales, complaciendo a los señores. Ya no espero ninguna carroza -concluyó, realista.

Para sorpresa de Agatha, Jubilee se inclinó y apoyó su mejilla blanca contra la negra de Ruby.

– Vamos, Ruby, eso no es cierto. Eres una buena mujer. La mejor. ¡Mira lo que hiciste por mí! Y por Pearl, también. ¿No es cierto, Pearl?

Pearl dijo:

– Escucha a Jube, Ruby.

Ruby siguió cosiendo, con las cejas como alas levantadas, como si ella supiera de qué hablaba.

– No fui yo la que lo hizo. Fue él.

– ¿Él? -Los ojos de Violet chispearon de interés-. ¿Quién?

– El joven señor Gandy, él. -Mientras continuaba la historia, Ruby cosía sin parar, la vista en la labor-. Se puso a apostar en los barcos fluviales y se enteró de que Ivory y yo trabajábamos en el Delta Star, en las afueras de Natchez. Yo estaba haciendo lo que estaba haciendo, e Ivory era estibador, «gallo», le decían. «Eh, gallo, tendremos que hacer dos viajes con esta carga», y los pobres estibadores tenían que descargar cientos de toneladas de carga para aligerar el peso cuando el río estaba bajo, y luego volver a cargarlas cuando el capitán volvía tras pasar el primer tramo corriente arriba. Tenían que cortar leña y sumergirse cuando el barco tropezaba con un tocón… ¡sin importar que hubiese víboras en el agua! Si el capitán ordenaba sumergirse, los gallos se sumergían. El pobre Ivory nunca había recibido latigazos cuando trabajó para el viejo amo Gandy. Y yo nunca supe lo bueno que era Waverley hasta que quedé librada a mis propios medios.

»Entonces, cuando la guerra terminó, el joven amo encontró a Ivory trabajando como peón en cubierta, y vio que ese canalla de Gilroy le daba latigazos cada vez que se le antojaba. Y a mí y a las chicas ahí, trabajando en esa jaula flotante, y odiando cada minuto de esa vida. También Hogg, el que despacha las bebidas para Gandy, era maquinista y trabajaba en esa sala de máquinas pestilente, con el agua a las rodillas. Y Marcus, que tocaba el banjo y se burlaban de él porque tenía mal la lengua y no podía decir ni una palabra. Estábamos todos a bordo un día que el capitán ordenó apretar la válvula para salir de un atascamiento. Jack Hogg le dijo: «No puedo hacerlo, señor. Va a explotar, señor». El capitán insistió: «Aprieta a la hija de perra con fuerza, maquinista. ¡Tengo manzanas y limones que perderán la mitad de su valor si ese desgraciado de Rasmussen llega antes a Omaha!»

»De modo que Jack Hogg se puso a ajustarla. Lo próximo que supe es que Jack Hogg y casi todos los demás volábamos por el aire como si fuésemos camino a la gloria. Marcus estaba en cubierta, tocando en el salón de juegos, donde el señor Gandy estaba jugando, y acababa de ganar un montón de dinero, así que los dos estaban bien. Las chicas y yo paseábamos por cubierta buscando nuestro próximo cliente, de modo que caímos directamente al agua. Ivory también tuvo suerte. Estaba en la leñera, cargando un poco para llevar abajo. Pero Jack estaba junto a la caldera. Le quedaron feas cicatrices.

»Pero el joven señor Gandy se ocupó de todos nosotros. «Terminaron los días de navegar por el río, dijo. Tenemos que salir de aquí mientras aún tengamos un sitio a dónde ir». Nos dijo que había conseguido amigos: nosotros, y tenía suficiente dinero en la bolsa para abrir una taberna. Trajo a Marcus para tocar el banjo. Ivory… ¡y que lo diga!, ya no sería más estibador. Ivory es pianista, y el patrón lo sabía. Y Jack Hogg no quería estar nunca más cerca de una caldera, pero dijo que, en cuanto se curara atendería el bar. Y Pearl, Jube y yo… no tendríamos que entretener más a los señores, ¿no es cierto, chicas? Somos jóvenes. Lindas. Seréis bailarinas, dijo el patrón. ¿Y qué creen que le contestamos? «Lo que diga, patrón».

»Dijo que había un solo lugar para hacer dinero rápido: en la cabecera del Chisholm Trail, donde está el ferrocarril. Si íbamos allí, allí irían los vaqueros. Y las cosas están mejor que nunca desde que terminó la guerra. No tenemos familia, pero somos lo más parecido a parientes de sangre. Por eso el señor Gandy dice «cosed», y nosotras cosemos, ¿verdad, chicas?

Las chicas asintieron.

Durante el relato de Ruby, Agatha se asombró cada vez más. ¿Gandy era el benefactor? ¿Había sacado a esas tres muchachas de una vida de iniquidad?

– ¿Es decir que no tienen que…? -Abarcó con la mirada a Ruby, Pearl y Jubilee-. ¿No son…?

Jubilee rió. A diferencia de la de Ruby, su risa era leve y alegre, en armonía con sus ojos rasgados.

– ¿Prostitutas? Ya no. Como dijo Ruby, ahora sólo somos bailarinas. Y agradecemos el cambio. Ya no tenemos que soportar lenguas con gusto a whisky que nos ahogan. Ni manos grasientas que nos manosean. Ni… ¡oh! -Jubilee vio que Agatha bajaba la vista y se sonrojaba-. Lo siento, señorita Downing. Nunca adquirí buenos modales.

– Como dice Jube -agregó Pearl-, es muchísimo mejor bailar y nada más. Además, somos buenas bailarinas, ¿verdad, chicas? Y bastante buenas cantantes, aunque en ese terreno Jube nos supera a Ruby y a mí. Espere a escucharla, señorita Downing, no lo creerá. Scott dice que tiene una voz capaz de avergonzar a un sinsonte.

– Oh, Pearl, siempre dices lo mismo. -Jubilee miró con ojos radiantes a las sombrereras-. Pero esperen a ver cómo Pearl levanta la pierna. ¡Cuando Pearl empieza a levantarla, conviene colgar la lámpara en algún otro sitio, pues es capaz de apagarla! ¿No es verdad, Ruby?

La negra lanzó su risa gutural.

– Verdad. Pearl tiene esa especialidad que ella perfeccionó. Puede quitarle a un hombre el sombrero de una patada sin despeinarle un solo pelo, ¿no es cierto, tesoro?

Le tocó a Pearl reír.

– Pero fue idea de Ruby. Ella es siempre la que tiene las mejores ideas. Cuéntales el truco de la desaparición, Ruby.

– Oh, vamos.

Ruby agitó una palma sonrosada.

– Bueno, a los hombres les encanta.

– ¡Los hombres… bah! ¿Qué saben ellos?

– Cuéntales, Ruby -insistieron las dos.

– Cuéntenos, tt-tt.

– Si les parece que es algo que a dos damas como ellas les gustaría oír, cuéntenlo ustedes.

Pearl lo contó.

– Ahora, Scott se ha vuelto honrado, lo cual no significa que no pueda guardarse una carta en la manga, si lo desea. Bueno, allá en el barco fluvial, le enseñó a Ruby un pequeño pase de manos y ella lo incorporó a nuestro espectáculo. Puede quitarle a cualquier hombre el reloj y la cadena, sin que el tipo se dé cuenta. Y cuando advierte que no lo tiene… ¿dónde creen que aparece?

Contra su voluntad, Agatha estaba cautivada.

– ¿Dónde? -preguntó.

– Sí, ¿dónde? -repitió Violet, ansiosa.

Pearl ahuecó una mano alrededor de la boca y respondió en un susurro teatral:

– ¡Entre los pechos!

Violet se tapó la boca:

– Tt-tt.

Agatha se sonrojó.

– ¡Oh… oh, caramba!

Sin embargo, estaba menos horrorizada de lo que habría estado una semana antes. Ese trío tenía algo contagioso. Tal vez fuese la gran camaradería o el orgullo despojado de egoísmo que sentían una por otra. Resultaba infrecuente que tres mujeres con ese oficio pudiesen albergar tan pocos celos entre ellas.

– Es asombroso -prosiguió Pearl-. Un hombre es capaz de hacer casi cualquier cosa contigo a solas, tras una puerta cerrada, pero en público se sonrojará como un tonto ante la menor provocación. Cuando Ruby hace oscilar la cadena del reloj de un tipo fuera de su corpiño, y el hombre tiene que sacarla del todo si quiere recuperarla, es algo digno de verse. En especial, si el reloj es de oro. El oro se calienta más rápido que la plata con sólo estar contra la piel. Y cuando sienten el oro tibio…

– Vamos, Pearl -la interrumpió Jubilee-, te olvidas de que estamos de visita en esta tienda. No puedes hablar ante ellas como lo hacemos entre nosotras.

– ¡Oh! ¡Oh, tienes razón! -Pearl se tiñó de un sonrojo tentador-. No quise incomodarla, señorita Downing, ni a usted tampoco, señorita Parsons. A veces, se me va la lengua.

– Está bien. Violet y yo teníamos la impresión equivocada de que ustedes harían mucho más que bailar en la Gilded Cage. Nos alivia saber que no es así. ¡Bien! -Agatha cortó un hilo y se concentró en el trabajo pues no sabía cómo participar del tema-. Sólo falta que pasemos el cordel por el borde superior, y habremos terminado.

– ¿Cómo haremos eso? -preguntó Jubilee, contemplando la funda.

Agatha se levantó y cojeó hacia el gabinete donde tenía los elementos.

– Es bastante sim…

– ¡Caramba, señorita Downing, usted renquea! -exclamó Jubilee.

Agatha sintió un golpe de calor, un instante de incomodidad, mientras se preguntaba cómo responder a una observación tan directa. Gracias a Dios, había llegado a la caja agujereada donde encontró un ovillo de cordel y una aguja gruesa de zurcir. Cuando se dio la vuelta otra vez hacia el grupo, había recuperado la compostura.

– No es nada.

– ¿Cómo, nada? Pero…

– Hace años que la tengo. Ya estoy acostumbrada.

Pero los bellos ojos almendrados de Jubilee expresaban preocupación.

– ¿Se refiere a que nació con eso?

«Oh, Dios, qué perspicaz es, -pensó Agatha-. ¿No tiene la agudeza suficiente para saber que carece de tacto?» Aunque se sentía perturbada, Agatha contestó con sinceridad:

– No.

– ¿Cómo sucedió?

– Me caí de las escaleras cuando era niña.

Agatha comprendió que Violet también sentía curiosidad. Por extraño que pareciera, en todos los años que se conocían, jamás se había atrevido a formularle esa pregunta.

Jubilee miró sin disimulo la falda de Agatha:

– ¡Oh, Jesús, pobre chica! ¡Qué espantoso!

Varias ideas sacudieron a Agatha al mismo tiempo: hacía años que nadie le decía «chica»; a su modo ingenuo, Jubilee no se mostraba entrometida sino compasiva; por eso, Agatha no pudo seguir enfadada.

Jubilee siguió el primer impulso.

– Déjeme ayudarla con eso. -Se acercó a Agatha, cerró la puerta del gabinete, le sacó los elementos de las manos, y los llevó hacia las sillas sin dejar de parlotear-. y henos aquí, hablando de levantar las piernas. Tendríamos que haberlo advertido, pero, ¿cómo saberlo? Sin embargo, no me parece justo.

A Agatha le resultó desconcertante que una mujer supuestamente «mala» expresara en voz alta sus propios pensamientos recurrentes y no pudo evitar sentir simpatía por la impetuosa Jubilee.

– No soy una inválida, señorita Jubilee -le advirtió con una sonrisa amarga-. Puedo llevar yo misma la aguja y el cordel.

– ¡Oh! -Jubilee miró las cosas que tenía en las manos y lanzó una carcajada vibrante-. ¡Claro que no! ¿En qué estoy pensando?

Depositó la aguja y el cordel otra vez en las manos de Agatha.

¿Cómo era posible que alguien escapara al encanto de Jubilee Bright? Nunca nadie había enfrentado la cojera de Agatha de modo tan directo. Y una vez que se adaptó a esa franqueza, le pareció un cambio refrescante en comparación con las miradas de soslayo que solía recibir. Y Jubilee lo hacía con tal falta de embarazo, que a Agatha se le soltó la lengua.

– A decir verdad, me arreglo bastante bien. Lo peor son las escaleras, y como vivo arriba…

Señaló.

– ¿Arriba? ¿O sea encima del almacén?

Jubilee dirigió la vista al techo de hojalata.

– Sí.

– ¡Entonces, seremos vecinas! -Cuando Jubilee sonreía, desbordando animación y brillo, era un espectáculo que quitaba el aliento. La inclinación de los ojos rasgados armonizaba con la de los labios abiertos y le confería un aspecto de juventud y entusiasmo. Agatha pensó que, en su anterior profesión, debieron de requerirla con ansiedad-. Nosotras también viviremos arriba así que, escuche, cualquier cosa que podamos hacer por usted, levantar cosas, bajarlas, o correr a buscar algo, no dude en llamarnos. -Jubilee se volvió hacia las amigas-. ¿No es así, chicas?

– Por supuesto -confirmó Pearl-. Por la mañana, dormimos hasta tarde, pero siempre tenemos las tardes libres.

– En cuanto a mí, soy fuerte como un caballo, y nací recibiendo órdenes -proclamó Ruby-. Cualquier cosa en que pueda ayudar, llame.

¿Cómo podría Agatha disgustarse con esas tres? Cualquiera hubiese sido el pasado de Ruby, Pearl y Jubilee, tenían una generosidad intrínseca más profunda que algunos presbiterianos que conocía.

– Gracias a todas pero, por ahora, limítense a estirar el borde superior de la cortina para que pueda pasar el cordel por la costura.

– ¿Cómo lo hará? -quiso saber Jubilee.

– Es fácil. Paso el cordel por el ojo de la aguja, y lo paso hacia atrás.

Los ojos de Jubilee se agrandaron cada vez más mientras sujetaba el borde del satén rojo y observaba el trabajo de Agatha.

– ¡Por las bolas de fuego, mirad eso!

A Agatha se le escaparon unas carcajadas.

– Muchachas, no cabe duda de que tienen un lenguaje pintoresco.

– Lo siento, señora. Es por el lugar en que trabajamos. Pero eso es asombroso.

– ¿Qué?

Agatha se concentró en fruncir la tela sobre el cordel.

– ¡Eso! ¡Lo que está haciendo! ¿Dónde aprendió eso?

– Me enseñó mi madre.

– A mí jamás se me habría ocurrido algo semejante. Gracias que puedo atarme los cordones de las botas.

Hacía tanto tiempo que Agatha sabía cómo pasar un cordel por una costura, que lo daba por hecho. Contempló los ojos fascinados de Jubilee y sintió una chispa de orgullo por su trabajo.

– Hace tanto tiempo que lo hago, que ya es una tarea mecánica.

– Es tan afortunada de conocer bien un oficio…,

– ¿Afortunada?

¿Cuándo fue la última vez que Agatha se consideró afortunada?

– Y por tener una madre que le enseñó. Yo no tuve madre. Es decir, me dijeron que murió cuando yo nací. Viví en el Orfanato de St. Luke cuando era pequeña. -De súbito, esbozó una sonrisa maliciosa-. ¿Qué dirían esas monjas si me vieran ahora? -No había el menor matiz de autocompasión en el comentario de Jubilee. Con un repentino cambio de expresión, se concentró otra vez en la tarea de Agatha-. ¿Su madre le enseñó muchos trucos de costura? Me refiero a cómo hacer vestidos, enaguas y otras cosas, además de sombreros.

– Bueno, en realidad, sí, yo coso toda mi ropa.

– ¡Usted sola! ¿Usted hizo eso? -Tomó a Agatha del codo e inspeccionó la forma complicada del corpiño, con ribetes, piezas cortadas al sesgo, pliegues y alforzas y, volviéndose hacia ella, exclamó-: ¡Mirad esto, chicas! -Las tres examinaron los detalles del drapeado austríaco de Agatha, enlazado atrás, y el polisón en cascada, más complicado aún-. ¡Ése sí que es un trabajo bien hecho!

Lanzaron exclamaciones de entusiasmo, hasta la misma Ruby, que era habilidosa con la aguja.

– ¿Enaguas también?

Antes de que pudiese objetar, le alzaron el ruedo en la parte de atrás para examinar el polisón que parecía una jaula, y caía desde la cintura hasta los talones en un conjunto de costillas horizontales unidas con tela de algodón blanco. Quedó tan sorprendida, que no pudo decir nada.

– Podría hacerlo, ¿verdad? -le preguntó Jubilee a Ruby.

– ¿Qué cosa? -preguntó Agatha.

– ¿Qué cosa? -repitió Violet.

Las muchachas la ignoraron. Jube esperaba una respuesta.

– ¿Será posible que lo haga?

Ruby inspeccionó minuciosamente la hechura de la ropa de Agatha.

– Creo que sí.

– ¿Qué cosa? -insistió Violet.

– Hacer esas faldas nuevas que queríamos para el baile francés.

– ¿Faldas nuevas?

– ¿Baile francés?

– El cancán -aclaró Pearl-. No es por ofenderla, señorita Agatha, pero he estado practicando mi patada alta especialmente para eso. Y no puedo bailar el cancán sin esas faldas fruncidas.

– Lleva muchos frunces alrededor, en capas -agregó Ruby, haciendo ademanes-. Como las antiguas crinolinas, sólo que dentro de la falda.

– ¡Usted puede hacerlas! -dijo Jubilee, con entusiasmo-. Sé que puede, y convenceré a Gandy de que pague…

– ¡Por favor, señoras, por favor! -dijo Agatha, levantando las palmas-. Lo siento. No puedo.

Hablaron todas al mismo tiempo.

– ¿Cómo que…?

– Oh, por favor, diga que sí…

– ¿Dónde podríamos conseguir…?

Agatha rió, sintiéndose acosada y halagada al mismo tiempo por el entusiasmo de las muchachas.

– No puedo. ¿Qué pensarían si la presidenta del grupo local de la U.M.C.T. cosiera los trajes para las bailarinas de la taberna? Ya fue bastante malo hacer la funda para la jaula, y si hago algo más, alguien se enterará. Y, lo que es más, no tengo máquina de coser.

Tres bailarinas rechazadas giraron y comprobaron que era cierto.

– Oh, maldición -dijo Pearl, dejándose caer en una silla-, es cierto.

– Pearl, no debe usar ese lenguaje -la regañó Agatha con gentileza, tocándole el hombro.

Con la barbilla en la mano, Pearl hizo un mohín:

– Tal vez no, pero estoy desilusionada.

– Saben… -Agatha vaciló un momento y, al fin admitió-: Yo también. Me vendría bien el trabajo, pero supongo que comprenden que no es posible ni aconsejable.

Violet empezó:

– Pero, Agatha, ¿no podríamos…?

– No, Violet, está fuera de discusión. Chicas, vieron cuánto tiempo nos llevó hacer ese ruedo a nosotras cinco. En las faldas fruncidas, son metros y metros de tela que hay que dobladillar. Y para hacerlo a mano… bueno, dudo de que el señor Gandy esté dispuesto a pagarme el tiempo que llevaría.

– Usted déjenos a nosotras tratar con el señor Gandy.

– Lo siento, Jubilee. Tengo que decir que no.

Las muchachas quedaron contrariadas. Finalmente, Jubilee suspiró:

– Entonces, creo que tenemos que irnos. ¿Nos llevamos esto?

Levantó la seda roja con dos dedos.

– Estaría bien. Me ahorraría el trabajo de llevarlo, y el señor Gandy ya me pagó.

– Bueno, gracias señorita Agatha, por el trabajo apresurado. A usted también, señorita Parsons. Si cambia de idea, háganoslo saber.

Cuando Pearl abrió la puerta trasera, Agatha sugirió:

– Quizá puedan encargar los vestidos a St. Louis o… o…

De pronto, comprendió lo absurdo de su sugerencia. Difícilmente encontrarían trajes para cancán en un catálogo de tienda de ropa hecha.

– Claro -dijo Jubilee.

Salieron en fila, tristes.

Cuando se fueron, Violet miró hacia la puerta.

– Caramba, qué impresionantes -dijo, suspirando, y tocándose las sienes.

– A mí me pasó lo mismo -acordó Agatha, derrumbándose en una silla-. Desde que abrió esta tienda, nunca hubo tanta animación.

– ¡Son maravillosas! -exclamó Violet.

«Sí, -pensó Agatha-, lo son».

– Pero no podemos hacernos amigas, Violet, ya lo sabes. Acaban de nombrarnos funcionarías de la unión por la templanza.

– ¡Oh, tonterías! Ellas no venden licores. Y ya no son mujeres de la noche. No hacen otra cosa que bailar. ¿No las oíste?

– Pero las danzas de ellas promueven la venta de alcohol. Es lo mismo.

Violet cerró la boca. Por segunda vez en pocas horas, comentó, resentida:

– ¡Agatha, en ocasiones eres muy aburrida!

Y con el mentón levantado, se fue de la tienda hasta el otro día.

Al quedarse sola, Agatha pensó en esa extraña tarde. Se había sentido más viva que en años. Se rió y, por un tiempo, olvidó que las jóvenes no eran la clientela más adecuada para la sombrerería, y disfrutó de su presencia. Pero lo más asombroso era que les había contado lo del accidente y se sintió maravillosamente bien. Y las muchachas eran divertidas. No obstante, ahora que el bullicio había acabado, se sintió deprimida. Trató de imaginarse cómo sería formar parte de una hermandad como la que compartían Jubilee, Pearl y Ruby, tener amigas tan auténticas como ellas. Violet era su amiga, pero no en el sentido en que lo eran las tres jóvenes bailarinas. Irradiaban comprensión real, aceptación mutua, orgullo en los limitados logros de las otras y una asombrosa falta de rivalidad. Además, tenían un grupo al que llamaban su «familia»… que si bien no era una familia verdadera, resultaba mejor porque no estaban vinculados por el parentesco sino por elección. Y esa «familia» estaba encabezada por un apostador del río al que seguían como si fuese el Mesías. Extraño. Envidiable.

¿Envidiable? La idea sacudió a Agatha. Ésas eran mujeres que complacían a hombres por dinero, que habían aprendido a sustraer relojes de bolsillo a caballeros desprevenidos, que bailaban en salones donde colgaban cuadros de desnudos en las paredes y sacaban sombreros de las cabezas de los hombres de un puntapié. ¿Cómo pudo creer por un instante que las envidiaba?

Pero si no las envidiaba, ¿por qué, de pronto, estaba tan triste?

Estaba haciéndose tarde. Pronto sería hora de prepararse para la reunión de las siete.

Agatha se levantó de la silla y vio las monedas de oro haciéndole guiños desde la mesa de trabajo, en el mismo lugar donde las había dejado Gandy. Se preguntó cuánto tiempo tardarían en mandarle una máquina de coser desde Boston.

¡Agatha, no seas tonta!

Pero las muchachas son tan vivaces, es tan divertido estar con ellas…

¡Agatha, estás tan senil como Violet!

Imagina cuánto ganarías haciendo los vestidos de cancán.

Sería dinero sucio.

Pero mucho. Y él paga bien.

¡Agatha, ni lo pienses!

Pero sí, paga bien. Cien dólares por menos de tres horas de trabajo. ¡Y tres personas para ayudarte!

Era un soborno, y tú lo sabías.

Con dinero de soborno se pueden comprar máquinas de coser, igual que con cualquier otro.

¡Escúchate! ¡Pronto estarás cosiendo vestidos de cancán!

Tengo ganas de intentarlo, con máquina de coser o sin ella.

¿Desde cuándo te volviste mercenaria?

¡Oh, está bien, me pagó demasiado!

¿Y qué piensas hacer al respecto?

Tomó las diez monedas de oro y las sopesó en la palma. ¡Eran pesadas! Hasta entonces, nunca había tenido la oportunidad de comprobar cuánto pesaban diez monedas de diez dólares. Y, como habían dicho las chicas, se calentaban rápido. Separó seis, las dejó aparte, y acomodó las otras cuatro como un dominó sobre la palma de la mano. Cuarenta dólares era mucho dinero. Dinero tibio, pesado.

Al final, escuchó a su conciencia, cerró con fuerza la palma de la mano y se dirigió a la puerta trasera. De todos modos, mientras lo hacía deseó ser tan desinhibida como Pearl para poder maldecirse por lo que estaba a punto de hacer.

La puerta trasera de la Gilded Cage se abría a un pequeño corredor entre dos cuartos de almacenar cosas. Al principio, en la sombra, Agatha pasó inadvertida. No se escuchaba el banjo ni el piano, sólo alegres conversaciones. Una alegre banda de clientes de la taberna y los empleados del establecimiento se apiñaban alrededor de la jaula dorada, mientras Gandy y las muchachas colocaban la funda y le arreglaban los pliegues. Por un instante, Agatha los envidió de nuevo. La camaradería. El modo en que reían y bromeaban entre ellos.

De inmediato, vio a qué se debían los martillazos. Una cuerda iba de la punta superior de la jaula a una polea montada en el techo, donde habían instalado una puerta trampa. Hacían chistes al respecto, la señalaban, miraban hacia arriba. Jubilee hizo un comentario, y todos rieron. Gandy le pasó un brazo por los hombros. Se miraron y compartieron una diversión privada. Después, la mano del hombre pasó por el hueco de la cintura, y le oprimió las nalgas sin prisa.

A Agatha se le secó la boca y sintió un calor en el cuello.

No imaginaba que las personas hicieran cosas así fuera de la alcoba.

Se rehízo, y caminó por el pasillo hacia el grupo. El barman de las cicatrices en la cara la vio y se apartó del grupo para saludarla.

– Buenas noches, señorita Downing.

Levantó el bombín.

La sorprendió que supiera su nombre. Pero como la trató con cortesía, exigió una actitud similar de parte de ella:

– Buenas noches, señor Hogg.

Advirtió enseguida que él también se sorprendió de que conociera su nombre. La mitad sana de la cara de Jack Hogg sonrió y, aunque era grotesco, se esforzó por no apartar la vista, como algunas personas hacían con ella.

– La funda luce espléndida, señora. Era justo lo que Scotty quería.

Cuando hablaba, la comisura derecha de la boca iba hacia abajo, la izquierda, en cambio, no se movía en absoluto.

Agatha comprendió la ironía de estar ahí en la taberna con el cuadro de la mujer desnuda, recibiendo elogios por la cubierta roja que había cosido. Que el cielo la ayudase si alguien acertaba a pasar por la puerta y echaba una mirada dentro.

– No vine a charlar. ¿Puedo hablar con el señor Gandy, por favor?

– Por supuesto, señora. -Levantó la voz-. ¡Eh, Scotty! Aquí hay una dama que quiere hablar contigo.

Gandy se apartó del grupo que estaba junto a la jaula. Cuando vio a Agatha, le aparecieron los hoyuelos, sacó el brazo de los hombros de Jubilee. Se bajó las mangas, tomó la chaqueta de manera automática del respaldo de una silla, y se la puso mientras caminaba hacia ella.

– Señorita Downing -la saludó con sencillez, deteniéndose junto a Agatha.

Echó la cabeza hacia adelante mientras se acomodaba las solapas en un gesto sencillo pero, a la vez, muy masculino. Agatha no estaba habituada a ver cómo los hombres se acomodaban la ropa, y algo le pasó en la boca del estómago.

– Señor Gandy -respondió, cortés, fijando la mirada en el pecho de él.

– Hizo un trabajo espléndido. Agradezco que se haya dado tanta prisa.

– Me pagó de más. -Sacó las cuatro piezas de oro-. Para ser honesta, no puedo aceptar tanto dinero.

Todavía sujetándose las solapas, miró las monedas:

– Un trato es un trato.

– Exacto. Creo que quedamos en sesenta. Aceptaré eso, aunque es más que justo.

Gandy guardó silencio tanto tiempo, que Agatha lo miró. Estaba contemplándola con la cabeza ladeada. El cabello rozaba el cuello blanco. La corbata estaba floja. Los hoyuelos ya no estaban.

– Usted es una mujer sorprendente, ¿sabe, señorita Downing?

Bajo la perturbadora observación, Agatha bajó la vista.

– Por favor, tome el dinero.

– ¿Piensa volver dentro de…?

Sacó el reloj y la mujer se concentró en el pulgar que soltaba el cierre. La tapa se abrió. Era de oro resplandeciente, y pensó si alguna vez lo habría sacado, tibio, de entre los pechos de Ruby. ¿O sólo tocaba a Jubilee de manera íntima?

Volvió del ensueño y lo oyó preguntar:

– ¿Por qué?

– Lo… lo siento. ¿Qué me decía?

Una de las cejas del hombre formó un signo de pregunta.

– En menos de una hora, usted piensa volver aquí y comenzar a estropearme el negocio. Pero viene a devolverme cuarenta dólares con el argumento de que le pagué demasiado por una labor de costura que usted no quería hacer. ¿Por qué?

Volvió a levantar la vista y la bajó más rápido que antes. Ese sujeto era demasiado apuesto.

– Ya le dije que, si lo conservara, sentiría escrúpulos.

Nunca había conocido a un hombre con tal tendencia a la ligereza. Adoptó un tono tan suave que eso bastó para hacerla ruborizar.

– Necesitará un poco de dinero para hacerme cerrar. ¿Por qué no lo suma a los fondos por la templanza?

Agatha alzó la cabeza de golpe: sonreía como un gato al que acarician, se reía de ella.

– ¡Tome! -exigió, aferrándole la muñeca y apoyando con fuerza las monedas en la palma.

Los hoyuelos se ahondaron y Agatha se dio la vuelta para irse, pero la aferró del brazo para detenerla. Clavó en la mano una mirada malévola y, de inmediato, Gandy la soltó:

– Disculpe.

– ¿Tiene algo más que decir, señor Gandy? -preguntó con aspereza.

– Las chicas me contaron que le pidieron que hiciera unos trajes y que usted se negó.

– Así es. Ya acabé de hacer negocios con usted. De aquí en adelante, pelearé.

– Ah, es encomiable. -Alzó un largo índice-. No olvide la libre empresa. Usted sabe que es verdad que pago bien

– Les expliqué a las muchachas que no tengo máquina de coser. Llevaría demasiado tiempo y las damas de la unión por la templanza no lo verían bien. Además, soy sombrerera no modista.

– Eso no es lo que me dijeron cuando la vieron hacer esa funda.

– La respuesta es no, señor Gandy.

– Está bien -aceptó, con una semirreverencia-. Gracias por devolverme el dinero. Podría comprar otro desnudo para la otra pared.

Mientras lo desafiaba, supo que su corazón estaba latiendo con demasiada prisa. No obstante, su rostro se mantuvo severo.

– Hasta las siete, entonces -dijo, repitiendo las palabras de antes y haciendo una levísima reverencia.

Gandy alzó el mentón y rió:

– Estaremos esperándola. Y las puertas estarán abiertas.

Cuando salió, mientras sacaba un cigarro del bolsillo, observó la trasera de las faldas de Agatha… infladas y haciendo frufrú. ¡Y tenía suficiente tela para hacer una tienda de campaña! Se preguntó por qué demonios una mujer se pondría semejante aparato. «¡Esa cosita de dedos ágiles!, -pensó-. Y, si no me equivoco, vive con muy escasos recursos. Estoy dispuesto a apostar que las monedas de oro de diez dólares no son lo único más convincente que las palabras… en este caso, lo será una máquina de coser».

Era un apostador. Pondría dinero en eso.

Capítulo 5

Las damas de la Unión de Mujeres Cristianas por la Templanza de Proffitt se reunieron en la acera, poco antes de las siete en punto, llevando los papeles con los compromisos de abstinencia. Éstos tenían el nombre de la organización y el lema, acuñado por Frances Willard, la fundadora y presidenta de la Unión Nacional: «Por Dios, el Hogar, y la Tierra Natal» en la parte de arriba. En el compromiso decía que el firmante prometía «con ayuda de Dios, no tocar, degustar o manipular jamás con propósitos de embriaguez ningún licor intoxicante, incluyendo vino, cerveza y sidra», y que «emplearía todos los recursos honrados para animar a otros a abstenerse». Debajo, había espacios en blanco para el nombre y la fecha.

Cuando llegaron las damas, Gandy, exhibiendo una sonrisa jovial, salió a la acera a saludarlas. Agatha lo observó desde la sombra. Las lámparas de la taberna proyectaban un cono de luz a través de las puertas que mantenía abiertas. El resplandor anaranjado sólo iluminaba parte de su rostro. Parecía recién afeitado. Desde la copa baja del sombrero negro hasta las puntas resplandecientes de las botas, exhalaba un indecente atractivo. El traje negro recién cepillado, el chaleco azul hielo, el cuello blanco inmaculado, la corbata negra de cordón. Hasta faltaba en sus dedos el cigarro pestilente.

Sin prisa, paseó la vista del rostro de una mujer al de otra, hasta enfrentar los ojos de cada una de ellas. Sólo entonces saludó con el Stetson negro.

– Buenas noches, señoras.

Algunas, se enfurecieron, inquietas bajo la indolente observación. Varias, saludaron en silencio con un gesto de la cabeza. Otras, miraron vacilantes a Drusilla Wilson. Agatha permaneció rígida, mirando. Qué confianza tenía en sus encantos, en el efecto que ejercía sobre el sexo opuesto. Hasta la pose parecía calculada para subrayar su impactante apariencia: el peso sobre una cadera, la chaqueta entreabierta, las manos indolentes en las puertas vaivén, el diamante chispeando incluso a la media luz del crepúsculo…

Los ojos oscuros y divertidos de Gandy divisaron a Agatha.

– Señorita Downing -saludó, arrastrando las palabras-, esta noche está muy bella.

Agatha deseó que la tierra se la tragase. Por un momento, temió que mencionara lo del trabajo de esa tarde: no se fiaba de él. Para su alivio, la atención de Gandy se desvió a otra persona.

– Señorita Parsons. Caramba.

Los hoyuelos resultaron ser más eficaces que las palabras floridas. Violet rió entre dientes.

Gandy dio un paso hacia la acera y se dirigió a Drusilla.

– Señorita Wilson, creo que no tuve el gusto.

La mujer echó una mirada a la mano extendida, y apretó las suyas.

– El señor Gandy, supongo.

El hombre asintió.

– Le daré la mano cuando haya firmado aquí.

Le tendió el papel del compromiso y una pluma. Gandy lo ojeó con frialdad, echó la cabeza atrás y rió.

– Hoy no, señorita Wilson. Con tres muchachas bailarinas y esa beldad de blancas piernas ahí, en la pared, creo que tengo la mano ganadora. -Empujó las puertas hacia la pared-. Espero que tengan más suerte en otro sitio.

Con una pequeña inclinación, se volvió y las dejó.

Con la llegada de los primeros parroquianos a la taberna, se hizo evidente que sus atracciones superaban a las del compromiso de abstinencia. Las puertas de la taberna permanecieron abiertas. Desde adentro llegaba la música del piano y el banjo. El óleo atraía a los hombres colgado en la pared. El paño verde de las mesas de juego tentaba como un oasis en el desierto. Gandy recibía en persona a los clientes. Y todos esperaban la aparición de Jubilee y las Gemas.

Afuera, las damas emprendieron a coro: «El agua fría es reina», cantando a todo pulmón, lo que dio a Gandy una buena idea: mandar a Marcus Delahunt a la acera a tocar el banjo, arruinándoles la canción. Cuando llegaron Mooney Straub, Wilton Spivey y Joe Jessup, la música de las dos facciones subió de volumen.

Drusilla Wilson en persona se acercó al trío, gritando para hacerse oír sobre el barullo:

– Amigos, antes de posar el pie dentro, para apoyar a este aliado de Satán, piensen cómo pueden colaborar para su salvación final. Al otro lado de estas puertas está la ruta zigzagueante de la perdición, mientras que en este papel está…

Las carcajadas taparon el resto de la prédica.

– Señora, usted debe de tener un tornillo flojo si cree que yo firmaré eso. ¡Ahí adentro hay bailarinas!

– Y esa figura de la señora desnuda -agregó Mooney.

– ¡Y tenemos que ponerle nombre!

Entre risotadas, se abrieron paso hacia las puertas. El local comenzó a llenarse rápidamente. Pasó algo bastante parecido con los siguientes tres intentos de Drusilla de desviar a los parroquianos de Gandy. Se le rieron en la cara y se apresuraron a entrar, al tiempo que sacaban sus monedas.

Luego, llegó un vagabundo llamado Alvis Collinson, que perdió a la esposa de pulmonía dos años antes. Era un individuo agrio con la nariz como una seta. A Collinson se lo conocía en el pueblo por su carácter explosivo. Cuando trabajaba, lo hacía en los corrales de ganado. Cuando no trabajaba, pasaba la mayor parte del tiempo bebiendo, jugando y peleando. Innumerables nudillos le habían deformado la cara. Tenía el párpado izquierdo caído y la nariz abultada de forma desagradable. Las mejillas, con los capilares rotos, tenían la apariencia de una col roja. La ropa mugrienta desbordaba de secreciones corporales. Cuando pasó junto a Agatha, envileció el aire con el olor.

Evelyn Sowers sorprendió a todos adelantándose para detenerlo:

– Señor Collinson, ¿dónde está su hijo?

Collinson se detuvo con la cabeza hacia adelante y los puños apretados.

– ¿Qué le importa, Evelyn Sowers?

– ¿Lo deja en casa, solo, mientras usted viene aquí todas las noches a curtirse las entrañas?

– En primer lugar, ¿qué están haciendo todas ustedes aquí, viejas chismosas?

Alvis abarcó a todo el grupo con expresión de odio.

– Tratamos de salvar su alma, Alvis Collinson, y de devolverle el padre a su hijo.

Se dio la vuelta hacia Evelyn.

– ¡No meta a mi hijo en esto!

Evelyn se puso delante:

– ¿Quién lo cuidó desde que murió su esposa, Alvis? ¿Cenó? ¿Quién lo meterá en la cama esta noche? ¡Un niño de cinco años…!

– ¡Salga de mi camino, arpía!

Le dio un empujón que la hizo tambalearse y golpearse la cabeza contra un poste. Varias de las mujeres lanzaron exclamaciones de horror. La canción se perdió en el silencio. Pero Evelyn se rehízo y aferró a Collinson por el brazo.

– Ese chico necesita un padre, Alvis Collinson. ¡Pregúntele al Señor de dónde lo sacará! -gritó. Alvin se la sacó de encima.

– ¡Vuelvan con sus polisones a la cocina, si saben lo que les conviene! -rugió, precipitándose dentro de la taberna.

Los dedos de Marcus Delahunt habían dejado de pulsar las cuerdas. En el repentino silencio, el corazón de Agatha martilleó de miedo. Lanzó una mirada dentro y vio a Gandy, ceñudo, observando el altercado. Con un gesto de la cabeza, hizo entrar a Delahunt, diciendo:

– Cierra las puertas.

El músico entró y dejó las puertas balanceándose.

– Señoras, cantemos -intervino Drusilla-. Una nueva canción.

Mientras cantaban: «Los labios que toquen el whisky nunca tocarán los míos», la capacidad de la taberna se colmó, y ni un solo individuo había firmado el compromiso. Mientras afuera comenzaba la última estrofa, dentro se alzó un clamor. Por encima de las puertas, Agatha vio que Elias Pott recibía palmadas en la espalda y felicitaciones, por haber ganado el concurso de ponerle nombre al cuadro. El robusto boticario fue levantado sobre una mesa, y sentado en una silla de respaldo alto. A continuación, todos alzaron las copas en un brindis por el desnudo, gritando:

– ¡Por Dierdre, y el jardín de las delicias!

Arriba, se abrió la puerta trampa y la jaula encapuchada de rojo descendió por medio de una cuerda de satén rojo. Los hombres rugieron, aplaudieron y silbaron. El fondo musical del banjo y el piano casi no se oía por el clamor de la gente. Potts, rojo hasta la cabeza casi calva, rió y se secó las comisuras de la boca mientras la jaula se cernía sobre él.

El piano tocó un fortissimo.

Una pierna larga asomó entre los pliegues rojos.

El banjo y el piano tocaron y sostuvieron el mismo acorde.

La bota blanca de tacón alto giró en el tobillo bien formado.

Rodó un glissando.

La pierna se proyectó hacia fuera y la punta de la bota se apoyó en la rodilla izquierda de Elias Pott.

La música cesó.

– ¡Caballeros, les presento a la joya de la pradera, la señorita Jubilee Bright!

¡La música creció y los pliegues rojos subieron de golpe hacia el techo! Los hombres enloquecieron: ahí estaba Jubilee, deslumbrante, toda de blanco.

Mientras la contemplaba, las palabras acerca del whisky se desvanecieron en los labios de Agatha. Jubilee emergió de la jaula con un vestido que tenía un tajo desde el ruedo hasta la cadera, la parte de arriba, sin breteles, resplandeciente de lentejuelas blancas. Con ese increíble cabello blanco recogido y una pluma, más blanca aún, cuyo extremo también brillaba de lentejuelas, apoyó la punta del pie en la rodilla de Pott y se inclinó hacia delante para acariciarle el mentón con una esponjosa boa blanca. La voz era lasciva, las palabras, lentas y cargadas de intención:

No es porque no quiera…

Agatha nunca había visto una pierna más hermosa que la que se apoyaba en la rodilla de Pott, nunca una cara más envidiable que la que estaba cerca de la del hombre. No podía apartar la vista.

Y no es porque no deba…

Jubilee se deslizó en un círculo alrededor de la silla de Pott, rozándolo con los hombros.

El Señor sabe que no es porque no puedo…

Enroscó la boa en el cuello de Pott y se le sentó en el regazo con el tacón de una de las botas blancas cruzado sobre la otra rodilla. Deslizó la boa hacia uno y otro lado, al ritmo de la música.

Es sólo porque soy la chica más perezosa del pueblo.

Los hombres aullaron y ulularon, y Pott se puso a punto, como un melón en verano. Ivory Culhane levantó la voz:

– ¡Caballeros, las gemas de la pradera, la señorita Pearl De Vine y la señorita Ruby Waters!

Desde arriba, dos cuerpos de vampiresas se deslizaron abajo por la cuerda de satén rojo. La tenían enroscada en torno y entremedio de las piernas cubiertas de medias de red negras, calzadas con botas negras, y de los escasos atuendos de satén negro con lentejuelas, que casi no les cubrían el torso. Ayudándose con las manos, Pearl y Ruby bajaron de la cuerda entre silbidos y aullidos de lobo que tapaban la canción. Las manos más cercanas las arrebataron del techo de la jaula y las depositaron en el borde de la mesa de tapete verde donde se sentaron, respaldadas contra las piernas de Pott, y mirándolo, provocativas. Detrás del sujeto, Jubilee le acunaba la cabeza entre los pechos y le hacía cosquillas en la nariz con la boa.

No es porque no queremos,

No es porque no debemos.

El Señor sabe que no es porque no podemos.

Es sólo que somos las chicas más perezosas del pueblo.

Mirando y escuchando, Agatha se sintió fascinada y repelida a un tiempo. ¡Tanta piel a la vista! ¡Pero tan saludable y hermosa…!

– Esta noche no lograremos nada más -afirmó Drusilla Wilson, haciendo volver a Agatha a la realidad-. Iremos a la siguiente taberna.

Agatha fue con las demás, resistiendo las ganas de mirar sobre el hombro. En el Branding Iron Saloon, entraron directamente y consiguieron la primera firma, la de Jed Hull, asustado por la descripción del Asilo para Ebrios de la Isla Blackwell, aparecida en el periódico que hizo circular Drusilla Wilson.

Angus Reed, el escocés dueño del Branding Iron, no podía creer a sus ojos al ver que conducían a Hull hacia la puerta. Se subió a la barra y gritó:

– Hull, ¿a dónde diablos vas? ¿Acaso no tienes suficiente coraje para enfrentarte a una banda de benefactoras que tendrían que estar en sus casas, cuidando a los niños?

Pero era tarde. Con una violenta maldición, golpeó el trapo mojado contra el mostrador del bar.

Inspiradas por el primer éxito, los reformadores siguieron hacia Cattlemen's Crossing, donde habían bajado el precio de las bebidas a veinte centavos, con lo que atrajeron a grandes bebedores, apartándolos del espectáculo en el Gilded Cage. El dueño, un antiguo vaquero de carácter irascible al que llamaban Dingo, sufría de reumatismo inflamatorio causado por el abuso de la bebida. Si bien las coyunturas inflamadas le impedían saltar sobre la barra, como había hecho Reed, le daban una constante irritabilidad. Salió detrás de un barril, y pateó a Bessie Hottle en el polisón.

– ¡Saque su trasero de mi taberna y no vuelva más!

Enrojecida hasta las orejas, Bessie encabezó la veloz retirada.

A continuación, invadieron el Álamo, donde Jennie Yast y Addie Anderson encontraron a sus respectivos maridos y recibieron más ira de parte del dueño, un medio mexicano llamado Jesús García, que les lanzó una retahila de maldiciones en español cuando vio que dos de sus mejores clientes eran avergonzados en público y llevados a casa por las esposas.

Los dueños de los siguientes tres salones, al ver a la banda de mujeres abatirse sobre ellos cantando: «Los labios que toquen el whisky no tocarán los míos», se divirtieron tanto que no pusieron objeciones. Slim Tucker se rió a mandíbula batiente. Jim Starr les ofreció a cada una un trago por cuenta de la casa. Y Jeff Diddier bebió un trago doble de bourbon, se secó la boca con el dorso de la mano, y se unió al estribillo de la canción.

En el Sugar Loaf Saloon, el dueño, Mustard Smith, sacó un revólver de detrás de la barra y les dio treinta segundos para que se fueran. Se rumoreaba que Smith usaba la barba negra para esconder una cicatriz de oreja a oreja.

Las señoras no se entretuvieron en averiguar si era cierto. Se sabía que había formado parte de la banda de B. B. Harlin, y que a tres de ellos los habían colgado de un puente del ferrocarril. Cuando Mustard les ordenó que se fueran, se fueron.

En el Hoof and Horn tuvieron poca fortuna. El local estaba vacío pues había perdido los pocos parroquianos que tenía a causa del espectáculo de enfrente. Las mujeres pronunciaron una sencilla plegaria por la salvación del alma de Heustis Dyar, y se marcharon apaciblemente. Tras ellas, Dyar, con los brazos en jarras, los ojos echando chispas, mordisqueaba el cigarro como si fuese un trozo de carne cruda.

En la taberna de Ernst Bostmeier, obtuvieron la firma del segundo reformado de la noche, uno de los clientes que frecuentaba el local de Ernst porque servía gratis huevos encurtidos con cada vaso de cerveza. Cuando las damas salían del local llevando a rastras al alma que habían salvado, el gruñón alemán arrojó un huevo al hombro de Josephine Gill que erró por escasos milímetros.

– ¡Hay más de estos! -vociferó, con cerrado acento alemán, sacudiendo el puño-. ¡Y yo sólo fallo cuando quiero!

Las demás visitas a tabernas pasaron sin novedad. En todas, los propietarios, cantineros y parroquianos se limitaban a divertirse con lo que consideraban un hatajo de solteronas malhumoradas, y amas de casa descarriadas, que no tenían suficientes calcetines sucios para mantenerlas atareadas junto a la tabla de lavar.

Eran pasadas las once cuando Agatha subió los escalones hasta su apartamento. Abajo, las risas y la música todavía colmaban la noche. El rellano estaba a oscuras. Antes de que pudiese abrir la puerta, rozó con los dedos un papel pegado a ella.

El corazón le dio un vuelco y se dio la vuelta, con la espalda apoyada contra la puerta.

Ahí no había nadie.

Sintió escalofríos en el dorso de los brazos. Contuvo el aliento y escuchó. Lo único que se oía era la jarana continua de Gilded Cage.

Arrancó la nota rápidamente y una tachuela cayó al piso del rellano y rodó. No perdió tiempo en levantarla sino que abrió la puerta y se metió dentro.

Por alguna razón, antes aún de encender la lámpara, sabía con qué se encontraría:

¡Si sabe lo que es bueno para usted,

manténgase lejos de las tabernas!

Estaba escrito en letras mayúsculas, en una hoja de papel blanco. Se precipitó hacia la puerta, la cerró con llave, probó el picaporte y se recostó contra ella con un suspiro de alivio. Examinó el pequeño apartamento: la cama y el guardarropa eran los únicos lugares con espacio suficiente para ocultar a un hombre. Permaneció inmóvil, esforzándose por oír una respiración, un roce, algo. Los acordes lejanos del piano y el banjo cubrían cualquier sonido leve que pudiese haber en el cuarto. Con dificultad, se arrodilló y miró debajo de la cama, desde el otro extremo de la habitación.

Sombras densas.

No seas tonta, Gussie, la puerta estaba cerrada con llave.

Sin embargo, el corazón le palpitaba con fuerza. Se acercó más, hasta que la luz de la lámpara le demostró que no había otra cosa que bolas de polvo debajo de la cama. Se levantó, caminó de puntillas hasta el armario, y se detuvo, con la mano en el pomo de la puerta. Abrió bruscamente y se sintió, aliviada.

Sólo ropa.

¿Qué esperabas, pedazo de tonta?

Bajó las persianas del frente y de atrás, pero la sensación inquietante persistió mientras se desvestía y se acostaba.

Podría ser cualquiera de ellos. Angus Reed, que saltó a la barra y les gritó, furioso, cuando se llevaron a uno de sus clientes. Ese antiguo vaquero reumático, Dingo… la gente afirmaba que el reumatismo lo volvía un canalla rabioso cuando se activaba. ¿Y García? Fue evidente que ver que las esposas se llevaban a dos de sus clientes regulares lo enfureció. ¿Y Bostmeier, el alemán? Por cierta razón, lo dudaba: sonrió en la oscuridad al recordar el huevo encurtido volando por el aire. Si Bostmeier quisiera amenazar a alguien, lo haría personalmente. ¿Y qué pasaría con Mustard Smith? Agatha se estremeció y se subió las mantas hasta la barbilla. Volvió a ver el bigote caído, la barba en toda la cara, los ojos encapotados y la boca torcida. La pistola. Y si era verdad, si Smith había participado en la banda de B. B. Harlin, si habían colgado a todos, si era el único superviviente, ¿qué clase de maldad albergaría ese sujeto?

Pensó en los otros: Dyar, Tucker, Starr, Didier y los demás. Le pareció que ninguno de ellos había tomado en serio a la U.M.C. T.

¿Y Gandy?

Tendida de espaldas, cruzó los brazos sobre el pecho.

¿Gandy?

Sí, Gandy.

¿Gandy, con sus hoyuelos y su «buenas noches, señoras»?

El mismo.

Pero Gandy no tiene motivos.

Es propietario de una taberna.

La que más se llena en el pueblo.

Por el momento.

Es demasiado seguro de sí mismo para recurrir a amenazas.

¿Y lo que pasó la otra noche, en el rellano de la escalera?

No pensarás que, en realidad… iba a…

Lo pensaste, ¿no es así?

Pero esta noche se mostró encantador con todas nosotras, y vi que se molestaba cuando Alvis Collinson empujó a Evelyn.

Es un hombre inteligente.

¿Qué estás diciendo? ¿Qué estás diciendo?

No. Me niego a creer semejante cosa de Gandy.

¿Lo ves, Agatha? ¿Ves lo que pueden unas monedas de oro?

La Gilded Cage cerró a medianoche. Dan Loretto se fue a la casa. Marcus Delahunt lustró el cuello del banjo y lo guardó en el estuche forrado de terciopelo. Ivory Culhane bajó la tapa del piano y Jack Hogg lavó los vasos. Pearl se estiró, Ruby bostezó, y Jubilee observó cómo Gandy cerraba las puertas de calle. Cuando se dio la vuelta, le sonrió.

También sonriendo, pasó entre las mesas y se acercó a ella:

– ¿A qué se debe esa sonrisa?

La muchacha se encogió de hombros y caminó con él hacia la barra.

– Estoy contenta de haber vuelto, eso es todo. Eh, muchachos, ¿no es bueno estar todos juntos otra vez? -Se estiró hacia Ivory y le dio un cariñoso abrazo-. Jesús, nunca pensé que os echaría tanto de menos.

– Eh, ¿y a mí, qué? -reclamó Jack Hogg.

Jubilee se estiró sobre la barra, lo abrazó y le dio un beso en la mejilla.

– A ti también, Jack. -Se apoyó con los codos sobre la lustrada superficie de caoba y alzó la barbilla-. ¿Y cómo anduvieron las cosas por aquí?

Gandy la observó a ella y a los otros que se habían juntado. Jack, Marcus, Ivory, Pearl, Ruby y Jubilee: la única familia que tenía. Una banda de solitarios que habían sufrido alguna clase de golpe en la vida. No todas las cicatrices se veían, como las de Jack, pero de todos modos existían. Cuando los reunió a todos, dos años atrás, después de la explosión del barco, sucedió algo mágico: sintió una unidad espiritual, un lazo de amistad que colmaba los vacíos en las vidas de todos ellos. Lo superficial no importaba para nada: el color de la piel, la belleza del rostro, o la falta de ella. Lo que importaba era lo que cada uno aportaba al grupo como unidad. Estuvieron separados durante un mes, mientras instalaba el Gilded Cage y lo ponía en marcha, y le pareció el doble de largo.

– Fui a New Orleans, a visitar a las chicas en una guarida en la que solía trabajar -contaba Pearl.

– Mientras no te sintieras tentada de quedarte -comentó Ivory.

– ¡Ah, no! Nunca más. -Todos rieron-. Jack, ¿viste al médico en Louisville?

– Claro que sí. -Jack se quitó el delantal blanco y lo dejó sobre la barra-. Dijo que no pasará mucho tiempo hasta que esté tan lindo como Scotty.

Rieron otra vez. Ruby enlazó un brazo con el de Scotty:

– ¿Para qué quieres una cara así? A mí me parece un poco descolorida.

Cuando Jack rió junto con los demás, la cicatriz se puso más brillante.

– Y tú, Ruby, ¿dónde fuiste?

– A Waverley, a visitar la tumba de mamá.

Todos se volvieron a Scotty, que no reveló nada de lo que sentía.

– ¿Cómo está?

– Se ve descuidado, lleno de malezas. Algunos de los viejos todavía están ahí, arreglándoselas solos, cultivando verduras y viviendo en las cabañas. Leatrice aún está ahí, esperando Dios sabe qué.

Las novedades provocaron a Gandy una punzada de nostalgia, pero se limitó a preguntar:

– ¿Le diste un beso de mi parte?

– No. Si quieres darle un beso a Leatrice, irás y se lo darás tú mismo.

Pensó un momento, y respondió:

– Quizás, algún día.

Jubilee, cerca de Marcus, semiapoyada en él, dijo:

– Marcus y yo nos ocupamos de hacer fabricar la jaula e hicimos unos trabajos aquí y allá, tocando y cantando antes de encontrarnos con las chicas, en Natchez. Actuamos en un sitio llamado La Sandalia Plateada. -Puso un codo sobre el hombro de Marcus y adoptó una expresión complacida-: Insistieron mucho en que nos quedáramos, ¿no es cierto, Marcus? Atrajimos multitudes que llenaban el sombrero todas las noches.

Marcus sonrió, asintió e hizo ademanes como de contar billetes. Todos rieron.

– Eh, ¿vosotros dos estáis presionándome? -preguntó Scotty-. Ya os pago más de lo que valéis.

– ¿Qué te parece, Marcus? -Jubilee se colgó del hombro de Marcus mientras miraba, provocadora, a Scott-. ¿Tendremos que ir enfrente y ofrecer nuestros talentos a uno de las tabernas de ahí?

– Haced la prueba -replicó Scott, amenazando con el dedo índice la linda nariz rosada de Jubilee como si fuese una pistola.

– ¿Y qué dices de ti, Ivory? -preguntó Pearl.

– Yo me quedé con el patrón. Había que traer el piano hasta aquí, afinarlo, y muchas cosas para arreglar este lugar. Tuve que ayudarlo a elegir el cuadro para la pared. -Ivory alzó una ceja y se volvió a medias hacia el desnudo-. ¿Qué opináis de ella?

Los hombres sonrieron, complacidos. Las mujeres apartaron la vista y arquearon las cejas con aire de superioridad.

Pearl dijo:

– Con esos muslos, no creo que sea capaz de voltear un sombrero de una silla con una patada, mucho menos de la cabeza de un hombre, ¿no, Ruby?

– Tampoco creo que sea capaz de entonar una nota.

– No, no -agregó Jubilee-. Y la pobre está muy gorda.

Cuando subieron las escaleras, todos estaban de muy buen humor. Ivory y Jack fueron al primer dormitorio a la izquierda. Marcus, al de al lado. Pearl y Ruby compartieron el que estaba encima de la jaula dorada, que ahora estaba en el centro del salón, debajo de la puerta trampa. Quedaban Jubilee y Scotty.

La muchacha entró en su cuarto y encendió la lámpara, mientras el hombre se apoyaba contra el marco de la puerta.

– Es un hermoso cuarto, Scotty. Gracias.

Se limitó a encogerse de hombros.

Jubilee tiró la boa blanca sobre un sofá rosado de respaldo oval.

– Una ventana. Vistas a la calle.

Se acercó al frente de la ventana, apoyó las palmas en el alféizar y miró abajo, contemplando la fila de lámparas de aceite. Luego, miró sobre el hombro al hombre que estaba en la puerta:

– Me gusta.

Scott asintió. Era agradable mirarla. Era una mujer de asombrosa belleza y la había echado de menos.

– ¡Uff! -Jubilee giró, estirando los brazos hacia el techo, y encogiendo los hombros-. Qué día tan largo. -Se sacó la pluma del cabello, la dejó y tomó un desabotonador. Se derrumbó en el sofá y se lo tendió-. ¿Me ayudas con los zapatos, Scotty?

La voz era serena.

Por unos segundos, no se movió. Los ojos de ambos intercambiaron mensajes. Sin prisa, apartó el hombro del marco de la puerta y cruzó la habitación para arrodillarse ante la mujer. Acomodó la bota blanca en la ingle y comenzó a soltar, sin prisa, los botones. Sin levantar la vista, preguntó:

– ¿Cómo fueron las cosas en Natchez? ¿Conociste a alguien que te impresionara?

Jubilee contempló el cabello grueso y negro.

– No. ¿Y tú?

– Tampoco.

– ¿Ninguna dulce niña de Kansas, recién salida de los brazos de la madre?

Le sacó una bota, la dejó caer, y alzó la mirada, riendo.

– No.

Tomó la otra bota y comenzó a desabotonarla. Jubilee contempló las conocidas manos morenas atareadas en algo tan personal. A la luz de la lámpara, el anillo chispeó contra la piel oscura.

– ¿Ninguna viuda de Kansas que estuvo sola durante la guerra?

Se le formaron los hoyuelos mientras contemplaba los conocidos ojos almendrados y hablaba en tono perezoso:

– Las viudas de Kansas no simpatizan con los soldados confederados apostadores, que instalan tabernas en sus pueblos.

Jubilee entrelazó los dedos en el cabello, sobre la oreja derecha:

– Jesús misericordioso, somos de la misma clase. Las madres de Natchez tampoco dejan a sus hijos a merced de las mujeres casquivanas transformadas en bailarinas.

Scott dejó la segunda bota, le besó los dedos de los pies y los frotó con el pulgar.

– Te eché de menos, Jube.

– Yo también, apostador.

– ¿Quieres venir a mi cuarto?

– Intenta mantenerme fuera.

Se levantó y le tendió la mano. Pasó con ella junto a un biombo tapizado, tomó del borde la bata turquesa y se la echó sobre el hombro.

– Trae la lámpara. Esta noche no la necesitarás aquí.

En la oscuridad al otro extremo del corredor, una puerta quedó entreabierta. Desde la oscuridad de su propio cuarto, Marcus vio la luz de la lámpara inundando el corredor. Entre las barras de la jaula dorada, vio a Scott llevar a Jube de la mano hasta la puerta de su alcoba. El cabello de la muchacha brillaba con tal intensidad que parecía capaz de iluminar por sí solo el camino. El vestido blanco y los brazos desnudos tenían un aspecto etéreo, mientras pasaba silenciosa, tras Scotty. ¿Cómo sería llevarla de la mano? Caminar con ella, descalza, hasta la cama. Quitarle las hebillas de ese cabello de nieve y sentirlas caer en sus manos…

Desde la primera vez que la vio, Marcus trataba de imaginarlo. Durante el mes pasado, mientras viajaban los dos solos, hubo veces en que Jubilee lo tocó. Pero tocaba a todos sin pudor. Una caricia no significaba para Jube lo mismo que para Marcus. Esa noche, en el bar, le había pasado el brazo por los hombros. Y no sospechaba, siquiera, lo que ocurría dentro de él cuando la mano de ella le tomaba el codo, le acomodaba la solapa o, sobre todo, le daba un beso en la mejilla.

Lo besaba en la mejilla cada vez que sentía deseos de hacerlo. Sólo media hora atrás había besado a Jack. Todos conocían las costumbres de Jube.

Pero nadie sabía el tormento oculto de Marcus Delahunt.

Con frecuencia, tenía que tocarla para llamarle la atención, y por eso sabía cómo era su piel. En ocasiones, cuando se daba la vuelta para verlo comunicar un mensaje silencioso, Marcus debía recordar de hacer los gestos. Al contemplar los ojos de Jube, esas asombrosas ventanas castañas claras, que asomaban al alma de la muchacha, perdía su propia alma. Cuántas veces anheló decirle lo bella que era, pero encerrado en la mudez, sólo podía pensarlo. Muchas veces, tocaba el banjo para ella, pero lo único que Jube oía eran las notas.

Allá en el pasillo, la puerta de Scotty se cerró. Marcus lo imaginó sacando el vestido blanco del cuerpo de Jube, acostándola en la cama, murmurándole palabras de amor, diciéndole los miles de cosas que Marcus quería decirle. Se preguntó si se sentiría el sonido cuando salía de la garganta. Cómo se sentiría la risa cuando era algo más que sacudidas del pecho, y cómo serían los susurros.

Para amar a una mujer, había que ser capaz de hacer todas esas cosas. Se imaginó a Scotty haciéndolas. Ningún otro que Marcus conociera merecía a Jube. Su belleza pálida armonizaba con la apostura morena de Scotty. La risa brillante, la sonrisa irónica del patrón. El cuerpo perfecto de ella, merecía el de un hombre también perfecto.

¿Qué era lo primero que decía un hombre?

Eres hermosa.

¿Qué hacía primero?

Acariciar: la mejilla, los cabellos de ángel.

¿Qué sensación darían?

Como si tuviese toda la gloria del mundo en las manos.

Jube… Jube…

– Jube, déjame hacerlo -decía Scott, en el cuarto al otro extremo del pasillo.

Hizo todas las cosas que Marcus Delahunt sólo podía soñar. Quitó una por una todas las hebillas del cabello blanco y esponjoso de Jube. Lo sintió caer en las manos y lo alisó sobre los hombros lechosos. Desabotonó el vestido, soltó los ganchos del corsé y contempló el cuerpo de piernas largas emerger de entre las enaguas y la ropa interior, de las que se libró a puntapiés. Cuando se dio la vuelta y le rodeó el cuello con los brazos, Scott puso las manos en los costados de los pechos, besó el lunar entre ellos que, para todo el mundo, Jube pegaba con engrudo cada mañana. Besó la boca que se ofrecía, la acarició de la manera que mantenía a raya la soledad por un tiempo. La acostó en la cama murmurando palabras amorosas, le dijo cuánto la había echado de menos y cuan contento estaba de tenerla otra vez entre sus brazos. Unió los cuerpos con la caricia más íntima, y encontró en ella la suspensión del vacío. Al terminar, la limpió a ella y se limpió él mismo. Y la abrazó estrechamente en la cama grande y blanda, y durmieron desnudos, con el pecho de ella en su mano.

Pero entre ellos jamás se pronunció la palabra amor.

Capítulo 6

El primer rebaño de cuernos largos de Texas llegó al día siguiente. Llegaron mugiendo, tercos, conducidos por hombres que habían estado tres meses sobre la montura, por un camino polvoriento y seco. Tanto el ganado como los hombres estaban sucios, sedientos, hambrientos y cansados. Proffitt estaba preparado para atender todas esas necesidades.

Las calles desusadamente anchas estaban hechas, en primer lugar, para que pasaran las desagradables bestias con cuernos que tenían dos veces el largo de sus cuerpos; en segundo, para aliviar las frustraciones de los fatigados vaqueros de Texas que las traían.

Agatha miró por la ventana de la sombrerería y vio que dos niños cruzaban corriendo la calle: era la última oportunidad que tendrían en bastante tiempo. Desde el extremo distante del pueblo ya se sentía el retumbar de los cuernos. Resignada, dijo:

– Aquí vienen.

La manada pasó por Proffitt de oeste a este, una masa movediza, cambiante, a veces inmanejable de carne que formaba una corriente roja, castaña, blanca y gris de cuero hasta donde alcanzaba la vista. Junto a ella cabalgaban los vaqueros, tan ásperos como los cientos de kilómetros de meseta que habían cruzado. Cansados de la montura, solitarios, ansiaban tres cosas: un trago, un baño y una mujer, por lo general en ese orden.

Las prostitutas ya habían regresado a los prostíbulos del extremo oeste del pueblo, después de invernar en los burdeles de Memphis, St. Louis y New Orleans.

– ¡Hola, vaquero! ¡No te olvides de preguntar por Crystal!

– ¿Estás cansado de cabalgar, vaquero? La pequeña Delilah tiene algo más blando para que cabalgues.

– ¡Aquí arriba, grandote! ¡Mira esa barba, Betsy! -Ahuecando las manos alrededor de la boca, gritó-: No te afeites esa barba, cariño. ¡Me encaaantan las barbas!

Los hombres, fatigados del camino, desde las monturas, agitaban los sombreros, los dientes blancos iluminando las caras sucias.

– ¿Cómo te llamas, tesoro?

– ¡Lucy! ¡Pregunta por Lucy!

– ¡Manténlo al fuego, Lucy! ¡El Gran Luke está de vuelta!

El ganado se desbordaba por la calle de poste a poste, y a veces hasta subía a las aceras. Rebeldes y estúpidos, en ocasiones volvían a su naturaleza salvaje e indómita, e irrumpían por las puertas abiertas de las tabernas, rompiendo ventanas con los cuernos, haciendo girar los ojos y cargando contra cualquier cosa que se interpusiera en su camino.

– Se acabó la paz del verano -se lamentó Agatha cuando el toro líder pasó ante su puerta.

– A mí me parece excitante.

– ¿Excitante? ¿Con todo ese polvo, ese barullo, y el olor?

– No hay polvo.

– Ya lo habrá. En cuanto se seque el barro.

– Para serte sincera, Agatha, a veces no sé qué es lo que te entusiasma.

En ese momento, Scott Gandy y Jack Hogg salieron a la acera a mirar la masa de carne en movimiento. Hogg llevaba un delantal blanco almidonado, atado alrededor de la cadera; Gandy, sus acostumbrados pantalones negros, pero había dejado dentro la chaqueta. Ese día, el chaleco era color coral. Tenía las mangas enrolladas hasta el codo. Apoyó una bota en el travesano y se inclinó sobre la rodilla.

Violet asomó la cabeza afuera y gritó sobre el estrépito del ganado:

– ¡Hola, señor Gandy!

Scott giró y bajó el pie.

– Señorita Parsons, ¿cómo está usted?

– Tenga cuidado. A veces, a estos animales se les ocurre visitar las tabernas.

El hombre rió:

– Lo tendré. Muy agradecido.

El sol de la mañana le doraba las botas y los pantalones, pero la sombra del alero le caía sobre la cabeza y los hombros. Pasó la mirada a Agatha, que asomaba tras Violet y dijo en tono frío:

– Señorita Downing.

Saludó con el sombrero.

Las miradas se toparon un instante. ¿Sería él? Sin duda, era el que vivía más cerca, y la noche pasada no le habría sido difícil salir de la taberna, correr escaleras arriba para clavar la nota en la puerta en cualquier momento, mientras ella estaba ausente. ¿Sería capaz de semejante cosa? Ahí, bajo el sol matinal, con los hoyuelos adornándole el rostro iluminado por el reflejo coralino del chaleco, no parecía amenazador en absoluto. Sin embargo, el corazón se le contrajo de incertidumbre y lo saludó con sequedad.

– Cierra la puerta, Violet.

– Pero, Agatha…

– Ciérrala. Ese barullo me da dolor de cabeza. Y el olor es insoportable.

Cuando la puerta se cerró, Jack Hogg comentó:

– Creo que a la señorita Downing no le gustamos.

– Por decirlo con delicadeza.

– ¿Crees que ella y esa unión de abstencionistas podrían perjudicarnos?

Gandy puso otra vez el pie en el travesaño, y buscó un cigarro en el bolsillo del chaleco.

– Con Jube y las chicas aquí, no. -Siguió con la vista a un vaquero que sobresalía del rebaño y revoleaba el sombrero,maldiciendo a las bestias-. Esos vaqueros estarán peleándose por un lugar de pie, en la Gilded Cage.

Los ojos de Hogg se iluminaron, divertidos, y se alzó la comisura sana de su boca.

– Parece que Jube y las muchachas abrieron los ojos de unos cuantos, anoche, ¿eh? ¿Viste a esa mujer Downing abriendo la boca cuando Jube salió de la jaula?

Gandy encendió el cigarro y rió.

– No puedo decir que la haya visto.

– ¡Cómo no! Lo disfrutaste tanto como yo.

– Me parece que recuerdo haber visto su cara encima de las puertas, con expresión un tanto interesada.

– Quieres decir, impresionada.

Gandy rió.

– Nunca en su vida debe de haber visto tanta piel.

Gandy dio una pitada profunda y exhaló una nube de humo.

– Puede ser.

– Una mujer como ésa, a la cabeza de un grupo empecinado en la reforma, levanta mucho vapor y puede causar bastantes problemas.

La bota de Gandy golpeó sobre el suelo gastado de la acera. Se tironeó del chaleco, enganchó el cigarro en un dedo y se volvió hacia Jack Hogg.

– Deja que yo me ocupe de la señorita Downing.

El ganado estuvo pasando y mugiendo todo el día, y luego otro y otro más, cortando a Proffitt en una masa movediza de cascos, cuero y cuernos. Encajados al costado de las vías del ferrocarril en el límite este del pueblo, los corrales se extendían por la pradera como una interminable manta de diseño caprichoso. Los trenes llegaban vacíos y se iban llenos, camino de los frigoríficos de la ciudad de Kansas. Se oía el tamborileo de los cascos sobre las rampas de carga desde el amanecer hasta la caída del sol. Los vaqueros, con largas varas, caminaban o saltaban sobre los travesaños de las vías y, haciendo honor a su nombre, pinchaban y empujaban al ganado para mantenerlo en movimiento. Sólo cuando contaban la última marca y las libretas de apuntes estaban cerradas y guardadas en los bolsillos de los chalecos, recibían el pago de los capataces.

Con cien dólares en el bolsillo, producto del trabajo en el camino, ansiando gastar hasta el último centavo, tomaban Proffitt por asalto. Primero, invadían las tabernas, luego los almacenes de ropa. Pero el lugar más ocupado del pueblo era el Cowboy's Rest, donde por unos centavos podían meterse en una bañera repleta de agua caliente… algunos, completamente vestidos. Se desnudaban, se deshacían de los mugrientos pantalones con refuerzos de cuero crudo, y emergían del baño con pantalones vaqueros azules de Levi Strauss, rígidos de tan nuevos, y crujientes camisas con canesú y botones de perlas en el pecho. En el Stuben's Tonsorial Parlor, se ponían cómodos y se dejaban hacer el primer corte de pelo y afeitada caliente en tres meses. Se anudaban pañuelos nuevos al cuello y salían a la caza de mujeres y whisky. Oliendo a tintura azul y pomada para el pelo, algunos con Stetson nuevos que les habían costado un tercio de las ganancias, o botas nuevas que se habían llevado la mitad, visitaban a las Delilah, Crystal y Lucy, en cuyos patios se advertía en un cartel: No se admiten hombres sin bañar.

Cuando la población aumentaba de los modestos doscientos a quince mil, las cajas registradoras de los comerciantes sonaban de manera tan incesante como los martillazos en la herrería de Gottheim. Los tres establos para caballos de Proffitt estaban agitados como hormigueros. En la Kansas Outfitters se vendían arneses como para cubrir todo el Estado. En el Drover's Cottage, que ofrecía colchones y almohadas verdaderos, los cien cuartos estaban ocupados. En Harlorhan y en el almacén Longhorn, se vendía tabaco Bull Durham en cantidad suficiente para llenar un granero. La ropa interior enteriza casi caminaba por sí misma. Pero de todos los negocios del pueblo, había once que prosperaban más que los demás. Los once propietarios de las once tabernas observaban cómo se hacían ricos de la noche a la mañana vendiendo whisky Newton a veinticinco centavos el vaso, cartones de lotería a veinticinco centavos el juego, y cigarros Lazo Victoria a cinco centavos.

Las señoras de la U.M.C.T. descubrieron que era difícil luchar contra la prosperidad. La noche siguiente a la llegada del primer rebaño, se dividieron en pequeños grupos y se dispersaron por las once tabernas, solicitando firmas para el compromiso. El grupo de Agatha se dedicó a la Gilded Cage pero les resultó imposible lograr la atención de los vaqueros Estaban demasiado interesados en echarse whisky por la tráquea. Cuando la barra estuvo tan repleta que no cabían todos los bebedores al mismo tiempo, formaron una doble fila. Alguien gritó:

– ¡Disparen y caigan hacia atrás!

Y los vasos quedaban con el fondo para arriba. Luego, el segundo contingente ocupó su turno apoyado contra la barra. Cuando aparecieron Jubilee y las chicas, el estruendo fue tan espantoso y los clientes tan alborotados, que Agatha afirmó que era inútil, y mandó a las mujeres a sus casas.

En su apartamento, se puso a leer el libro que le dio Drusilla Wilson, «Diez noches en un bar», de T. S. Arthur. Contaba la historia de Joe Morgan, un sujeto agradable pero de voluntad débil, que frecuentaba una taberna regenteada por un tal Simon Slade, hombre de corazón duro y codicioso. Joe se hizo adicto al alcohol y perdió todo lo que alguna vez poseyó. Despojado de ambición, se hizo cada vez más irresponsable y pasaba todo el tiempo en el bar donde Mary, la hija, iba a rogarle que volviera al hogar. Un día, la pobre Mary recibió un golpe en la cabeza con una jarra de cerveza que Slade le arrojó al padre. La pobre Mary murió. Pocos días después, Joe también murió, víctima de delirium tremens. La viuda quedó pobre y sin hija.

La historia deprimió a Agatha. Escuchando la música y la jarana que llegaban de abajo, trató de imaginar a Gandy como una especie de Simon Slade, pero no pudo. Mientras leía, imaginaba a Slade como un tipo de patillas, mal hablado y codicioso. Gandy no era nada de eso. Tenía buenos modales, era pulcro hasta la exageración y aparentemente generoso. Aunque fuese difícil luchar contra un hombre tan encantador, tenía que hacerlo.

Pero no sin las armas adecuadas. Los próximos días se suspendieron las actividades abstencionistas hasta que Joseph Zeller pudiera imprimir los panfletos. Cuando estuvieron listos, Agatha mandó a Violet, como tesorera oficial de la U.M.C.T, a buscarlos a la oficina de la Gazette. También telegrafió pidiendo al editor más volúmenes de «Diez noches en un bar». Leyó la última edición de The Temperance Banner, y tomó notas en busca de ideas para la organización local. Escribió dos cartas: una al gobernador John P. St. John, apoyando la introducción del proyecto de prohibición ante la Legislatura del Estado de Kansas; la otra, a la Primera Dama de Estados Unidos, de América, Lucy Hayes, agradeciéndole el sólido apoyo al movimiento por la templanza y la prohibición de que se sirvieran bebidas alcohólicas en la Casa Blanca mientras su esposo, Rutherford, estuviese en el cargo.

Después de eso, Agatha se sintió mucho mejor. Se sentía impotente ante las nuevas atracciones que había llevado el dueño del Gilded Cage Saloon. Pero los panfletos ayudarían. Y cualquiera que leyese un ejemplar de «Diez noches…» no podría menos que conmoverse. También las cartas le dieron una fuerte sensación de poder: era la voz del pueblo norteamericano.

Pasaron tres días sin que viese a Gandy. También los negocios en la sombrerería se habían incrementado un poco. Un par de vaqueros encargaron sombreros de paja de ala ancha adornados para sus «madres»… se burló Agatha, recordando lo serios que parecían al explicarle para quiénes eran los sombreros. ¿Acaso creerían que era tan ingenua? Ninguna «madre» usaría un sombrero de paja adornado con cintas de gro que cayeran desde el centro del ala por la espalda. Estaba segura de que pronto vería sus creaciones por las calles, bamboleándose en las cabezas de un par de mujeres de principios dudosos.

Unos golpes en la puerta de atrás la sacaron de sus pensamientos.

Antes de que pudiese abrir, Calvin Looby, el mozo de la estación, asomó la cabeza. Llevaba una gorra de ferroviario a rayas azul marino y blanco, y gafas redondas de marco metálico. Parecía que hubiese puesto la barbilla en un yunque y la hubiese hecho retroceder unos centímetros. Los dientes eran como agujas, y los labios, casi no existían. Siempre le dio pena la fealdad del pobre Calvin.

– Una entrega para usted, señorita Downing.

– ¿Una entrega?

– Sí. -Controló la boleta de carga-. Desde Filadelfía.

– Pero yo no encargué nada a Filadelfía.

Calvin se sacó la gorra y se rascó la nuca.

– Qué raro. Aquí dice, tan claro como un molino de viento en la pradera: Agatha Downing. ¿Ve?

Examinó el papel que le tendía Calvin.

– En efecto. Pero debe de haber un error.

– Bueno, ¿qué quiere que haga con esto? El ferrocarril lo entrega en destino. Hasta aquí llega nuestra responsabilidad. Si quiere que lo lleve otra vez a la estación, tendré que cobrárselo a usted.

– ¿A mí? Pero…

– Me temo que sí. Ésas son las normas, ¿sabe?

– Pero yo no lo pedí.

– ¿Y la señorita Violet? ¿Puede ser que lo haya pedido ella?

– Casi seguro que no. Violet no encarga las cosas en mi nombre.

– Bueno, es un misterio. -Calvin miró sobre el hombro hacia el patio-. Entonces, ¿qué quiere que haga con esto?

– ¿Sabe qué es?

Agatha fue hasta la puerta trasera.

– La tarjeta dice: «Máquina de Coser patentada por Isaac Singer».

– Máquina…

El corazón de Agatha comenzó a golpear con fuerza. Ansiosa, salió afuera. Ahí estaba la vieja yegua soñolienta enganchada al carro verde del ferrocarril. Sobre el carro, un embalaje de tablas de gran tamaño se erguía contra el fondo del cobertizo y el «imprescindible».

– Pero, ¿cómo… quién…?

De pronto, lo supo. Dirigió una mirada a la parte de atrás del edificio. En el rellano no había nadie, pero tuvo la sensación de que estaba en algún lado, riéndose de su confusión. Miró hacia la ventana de la oficina que daba al patio de atrás, pero estaba vacía. Se volvió hacia Calvin.

– Si se lo lleva de vuelta, ¿qué pasará?

Atraída contra su voluntad, se acercó más a la caja.

– Lo pondremos en el próximo tren que salga para Filadelfia. No se puede dejar un bulto tan grande ocupando lugar en la estación.

La mujer fue hasta el carro y se estiró para apoyar la mano sobre el costado de la caja. El sol del mediodía la había entibiado. Sintió una punzada de ambición. Deseaba esa máquina con una intensidad que no habría creído posible el día anterior. Gracias a Gandy, tenía el dinero, pero gastarlo era demasiado definitivo. Acordar con el enemigo. El cielo sabía en qué medida reviviría su alicaído negocio con una máquina.

Se volvió hacia Calvin, retorciéndose las manos.

– ¿Cuál es el costo exacto de los gastos de envío?

Calvin examinó otra vez el papel.

– Aquí no dice. Sólo dice dónde entregarlo.

Agatha tenía el catálogo en la pared desde hacía mucho tiempo… ¿y si el precio había aumentado mucho?

Tomó una rápida decisión.

– ¿Puede entrarla a la tienda, señor Looby? Quizá, si abro el embalaje, los papeles estén dentro.

– Seguro, señorita Downing.

Calvin subió al carro, empujó y empujó hasta descargar el voluminoso cajón en una carretilla plana con ruedas, con la que lo transportó hasta la puerta trasera de la sombrerería. En el taller, sacó la tapa de madera con un martillo tenaza. Encima del envoltorio, estaba la factura. Un nítido sello blanco decía: Completamente pagado.

Confundida, Agatha miró la factura, y después a Calvin.

– No entiendo.

– En mi opinión, alguien le hizo un regalo, señorita Downing. ¡Cómo saberlo!

Agatha miró fijamente el papel.

¿Gandy? ¿Por qué? ¿Por tres vestidos de cancán? Quizá. Pero en esa mente retorcida podía haber otros motivos. Soborno. Encubrimiento. Subversión.

Si era soborno, no quería tomar parte en él. Ya se sentía incómoda por haber aceptado la generosa suma que le pagó por la funda roja de la jaula.

Y si tenía la intención de encubrir sus juegos nocturnos secretos, le resultaba extraño que gastara tanto dinero para lograrlo.

¿Subversión? ¿Sería tan cruel como para minar los esfuerzos de Agatha en la U.M.C.T. insinuándoles a las funcionarias que ella hacía negocios con el enemigo? Era extraño, pero no quería creerlo de él.

Tal vez aún se sintiera culpable por haberla empujado al barro. No seas tonta, Agatha. Claro, ese día se mostró arrepentido, pero era un apostador, tenía práctica en adoptar cualquier expresión que le conviniera.

Desde luego, había otra posibilidad: la libre empresa. No cabía duda de que Jubilee y las muchachas mantendrían el bar lustroso por el roce de los pantalones, en especial con las faldas rojas de cancán. Quizás, a Gandy se le había despertado el espíritu de competencia ante la perspectiva de hacer todo lo que estuviera en sus manos para llenar la taberna con tantos hombres que estuviesen incómodos. Que quisiera sobrepasar a los otros diez propietarios de bares por puro espíritu de contradicción.

La idea la hizo sonreír, pero se puso seria enseguida. Fuesen cuales fueran los motivos, Agatha no quería formar parte de ellos.

– Señor Looby, vuelva a poner la tapa. Llévela otra vez a la estación.

– Como quiera.

– Creo que sé quién la pidió, y esa persona pagará el gasto de vuelta.

– Sí, señora.

Puso los clavos y levantó el martillo.

– ¡Espere un minuto!

Looby, impaciente, frunció el entrecejo.

– Bueno, ¿qué hago?

– Sólo quiero verla un minuto. Un vistazo. Después, puede llevársela.

Ese vistazo fue fatal. Nadie que hubiese cosido tanto tiempo como Agatha podía echar un vistazo a una maravilla del ingenio americano sin codiciarla de manera especial. La pintura negra brilló. El logo dorado resplandeció. El volante plateado la tentó.

– Pensándolo mejor, déjela.

– ¿La dejo?

– Sí.

– Pero, ¿no dijo que…?

– Le agradezco mucho la entrega, señor Looby. -Lo acompañó hasta la puerta-. Caramba, tenemos un tiempo ideal. Si se mantiene, pronto las calles estarán secas.

Looby la miró, luego a la caja, y otra vez a ella. Se sacó la gorra y se rascó la cabeza. Sin embargo, penetrar en los misterios de la mente femenina estaba más allá de su capacidad.

Cuando Looby se fue, Agatha miró la hora: eran casi las once. Violet llegaría en cualquier momento. ¡Que se diera prisa!

Cuando entró en la tienda la menuda mujer de cabello blanco, encontró a Agatha al otro lado de la cortina, con las manos bajo la barbilla.

– ¡Oh, Violet, creí que nunca llegarías!

– ¿Pasa algo malo?

– ¿Malo? ¡No! -Agatha abrió los brazos y lanzó una sonrisa radiante a los cielos-. ¡Nada podría ser mejor! -Se volvió hacia el taller-. Te lo mostraré. -Llevó a Violet directamente a la caja de madera-. ¡Mira!

Los ojos de Violet se agrandaron.

– ¡Por todos los santos, una máquina de coser! ¿De dónde ha salido?

– De Filadelfia.

– ¿Es tuya?

– Sí.

Violet no recordaba haber visto nunca a Agatha tan feliz. ¡Hasta estaba hermosa! Cosa curiosa, Violet nunca lo comprendió hasta el momento. Los claros ojos verdes estaban iluminados de excitación. Y la sonrisa… ¡cómo le transformaba el rostro esa sonrisa! Le sacaba cinco años de encima y le daba la apariencia de la edad real que tenía.

– ¿Por qué no me lo dijiste?

– Era una sorpresa.

Violet caminó alrededor del embalaje de madera. El entusiasmo de Agatha era contagioso.

– Pero… pero, ¿de dónde sacaste el din…? -Se interrumpió y la miró-. Las diez monedas de oro del señor Gandy.

– Seis. Le devolví cuatro.

En los ojos de Violet aparecieron chispas de especulación.

– Vamos a hacer los vestidos de cancán, ¿no es así, Agatha?

– ¡Por Dios, Violet! No he tenido tiempo de pensarlo. Ven, ayúdame a sacarla del embalaje. -Perdió por completo su reserva habitual y se ajetreó como una chica despreocupada, buscando un martillo y un destornillador. Estaba tan radiante que Violet no pudo dejar de observarla y sonreír. Encontró las herramientas y se dispuso a trabajar-. Voltearemos el frente de la caja y sacaremos directamente la máquina. Entre las dos, podremos hacerlo.

A Violet le costaba creer el súbito cambió en esa mujer que había visto sombría durante años.

– ¿Sabes lo que estás haciendo, Agatha?

Levantó la vista.

– ¿Lo que estoy haciendo?

– Estás arrodillada.

Agatha miró abajo. ¡Qué día tan glorioso! Pero estaba demasiado excitada para dejar de hacer palanca con el destornillador entre dos tablas de madera.

– Es cierto. Me duele un poco, pero no importa. Vamos, Violet, mete los dedos aquí y tira.

Pero Violet tocó con ternura el hombro de Agatha, y ésta levantó el rostro.

– ¿Sabes, querida?: tendrías que hacerlo más a menudo.

– ¿Qué cosa?

– Sonreír. Comportarte como una joven atolondrada. No tienes idea de lo bonita que te pones así.

Las manos de Agatha se inmovilizaron.

– ¿Bonita?

– Sin la menor duda. Si pudieras ver tus ojos ahora: están brillantes como un trébol primaveral bajo el rocío de la mañana. Y tienes rosas en las mejillas que nunca te vi antes.

Estaba estupefacta.

– ¿Bonita? ¿Yo?

Desde la muerte de la madre, nadie le había llamado bonita. Las rosas de las mejillas se intensificaron al pensar en sí misma bajo esa luz. Como no estaba acostumbrada a recibir elogios, incómoda, reanudó el trabajo.

– Violet, creo que estuviste demasiado tiempo bajo el sol del mediodía, ¿sabes? Ayúdame con esto.

Trabajaron juntas para desembalar la máquina de coser y la arrastraron hasta el taller. Agatha la tocó con ademán reverente, los ojos resplandecientes.

– ¿Te imaginas lo distinto que será para el negocio? Si bien no quería admitirlo, últimamente estaba preocupada. Casi no había ganancias. Pero ahora… -Probó el bruñido volante de acero, rozó casi con afecto el terso gabinete de roble-. Dejemos de lado los sombreros. Podemos hacer vestidos, ¿no te parece, Violet?

Violet sonrió con cariño a la amiga tan cambiada que tenía delante:

– Sí, podemos. Tan extravagantes como quieran.

De súbito, Agatha se puso seria, y su rostro expresó preocupación:

– Estoy haciendo lo correcto, ¿no?

– ¿Lo correcto?

Realista, Violet apretó los labios y afirmó:

– Ganaste ese dinero, ¿no?

– No sé. ¿Lo gané?

– Sin la menor duda, jovencita. Hiciste un trabajo urgente que ninguna otra persona en el pueblo podría haber hecho. Y lo hiciste con el mejor satén que se puede conseguir. El precio de esa tela tendría que elevarse, ¿no?

– ¿En serio lo crees, Violet?

– Lo sé. Y ahora, ¿piensas pasarte toda la tarde ahí parada, o vas a enhebrar ese aparato y a ponerlo en marcha?

Con ayuda del manual de instrucciones, cargaron la bobina, la metieron en el compartimiento en forma de bala según el diagrama, y colocaron el hilo en la parte de arriba. Cuando enhebraron la aguja y colocaron un trozo de tela bajo el pie, se miraron, expectantes.

– Bueno, aquí va. -Agatha puso los pies en el pedal, dio un impulso y saltó hacia atrás-. ¡Ay! ¡Retrocedió!

Levantó la vista hacia Violet en busca de ayuda, pero ésta se encogió de hombros:

– Yo no sé. Prueba otra vez.

Probó otra vez, pero de nuevo la tela fue hacia atrás. Se levantó de la silla.

– Prueba tú.

Violet la reemplazó y probó con vivacidad el pedal: otra vez la tela retrocedió. Se miraron y rieron.

– Cuarenta y nueve dólares por una máquina de coser que sólo funciona hacia atrás.

Cuanto más reían, más divertido se volvía todo. Al siguiente intento, la máquina dio una puntada para adelante, una atrás, otra adelante. Las dos rieron hasta quedar sin aliento.

Por fin, Agatha exclamó:

– ¡El manual! Leamos el manual.

En un momento dado, comprendieron que para que la máquina marchara en la dirección correcta tenían que darle un impulso al volante. Agatha se sentó, una larga tira de algodón que estaba bajo el pie de la aguja comenzó a avanzar con fluidez. La correa zumbaba suavemente arrastrando el mecanismo. El brazo de la aguja seguía una cadencia rítmica. Casi como si fuese magia, hermosas puntadas regulares y apretadas aparecieron a una velocidad que aturdía. Al pedalear, a Agatha le dolía la cadera pero estaba demasiado entusiasmada para notarlo. Tuvo que esforzarse para cederle el lugar a Violet y dejarle probar la máquina por segunda vez.

– ¿No es milagroso?

Se inclinó sobre el hombro de Violet, mirando cómo la tela azul se movía sin tropiezos, escuchando el maravilloso sonido de la maquinaria bien aceitada que funcionaba a una velocidad increíble.

«¡Oh, Gandy!, -pensó-. ¿Cómo podré agradecértelo?»

A las cinco en punto, Agatha le dio una última caricia a la máquina, le puso encima con cuidado la tapa de madera y cerró la tienda. Al pasar, echó un vistazo a la puerta trasera de la taberna y vio que estaba cerrada, pero oía ruidos dentro. Sin duda, esa noche habría mucho más. Ése sería un mejor momento para hablar con él. Quizá pudiera entrar sin ser vista y hacerle una seña de que fuese al pasillo del fondo un momento.

Abrió la puerta y entró. No había música, pero las voces de los vaqueros creaban un rumor constante. Resonaban risas y tintinear de vasos. Justo enfrente, vio a Dan Loretto en una mesa repleta, dando cartas. El olor rancio de humo y alcohol viejo la detuvo por un momento. Pero apretó las manos y siguió caminando por el corto pasillo buscando a Gandy en el salón principal. En cuanto apareció a la vista, Jack Hogg advirtió su presencia. La mujer le hizo señas con un dedo, y el hombre se secó las manos y acudió de inmediato.

– Caramba, señorita Downing, qué sorpresa.

– Señor Hogg -lo saludó con la cabeza-. Quisiera hablar con el señor Gandy.

– Está en la oficina. Subiendo la escalera, la primera puerta a la derecha.

– Gracias.

Afuera, el aire no era mucho más fresco. El olor de los corrales de ganado ya había llegado al pueblo. El ruido incesante del ganado y el traquetear de los trenes llegaban por el aire de las últimas horas de la tarde mientras subía las escaleras. Al llegar al rellano, dirigió una mirada a la ventana de Gandy, pero el cristal rizado no permitía ver otra cosa que el reflejo del cielo azul claro. La puerta chirrió cuando la abrió y escudriñó el pasillo a oscuras.

¡De modo que ahí era donde se guardaba la jaula dorada durante el día! Sonrió ante el ingenio de Gandy.

Nunca había estado en esa parte del edificio. Había cuatro puertas a la izquierda. Dos a la derecha. Una ventana en el otro extremo del corredor, que daba a la calle. Todo en silencio. Se sintió como una de esas personas que espían por las ventanas… pero no estaba segura. Quizás estuviesen durmiendo tras las puertas en ese momento.

La puerta de la oficina de Gandy estaba cerrada. Golpeó con suavidad.

– ¿Sí?

Hizo girar el picaporte y asomó con timidez. Gandy estaba sentado ante un sencillo escritorio de roble, en una oficina austera. Escribía, inclinado hacia adelante y un cigarro humeaba junto a su codo.

– Hola.

Alzó la vista. Su rostro reflejó sorpresa. Dejó la pluma en el soporte y se respaldó en la silla giratoria.

– Bueno, estoy sorprendido.

– ¿Puedo entrar?

Sólo la cabeza de Agatha asomaba por la puerta. Esa manera de entrar tan infantil era tan poco propia de ella, que Gandy no pudo evitar una sonrisa:

– Por favor.

Se levantó a medias, mientras la mujer entraba y miraba en torno, con curiosidad.

– Así que, aquí es donde hace sus negocios.

Gandy se sentó otra vez, se apartó del escritorio, cruzó un tobillo sobre la rodilla de la otra pierna, y entrelazó los dedos sobre el estómago.

– No será muy elegante, pero cumple sus propósitos.

Agatha recorrió con la mirada los severos paneles de madera, el verde apagado de las paredes, la estufa diminuta, la ventana desnuda que daba a una vista poco interesante del patio trasero y de la pradera, más allá.

– En cierto modo, esperaba encontrarlo en un ambiente más lujoso.

– ¿Por qué?

– Oh, no sé. Quizá por el modo en que se viste. Esos chalecos de colores brillantes.

Ese día, era verde intenso. La corbata de cordón estaba floja, el botón del cuello desabrochado y las mangas de la camisa enrolladas. La chaqueta negra colgaba del respaldo de la silla. Eran las cinco de la tarde y necesitaba una afeitada. Se tomó un momento para apreciar ese semidescuido. ¡Por todos los cielos, era un hombre apuesto!

– Es curioso, creí que no lo había notado.

Lo miró de frente.

– Trabajo con vestimenta, señor Gandy. Noto todo lo relacionado con ella.

Siguió observando la habitación: la caja de seguridad, el perchero… ¿una puerta abierta? Fijó la vista en ella, curiosa. Ahí, en la sala, estaba el ambiente lujoso que esperaba. Y sobre un sofá había una bata de mujer de color verde turquesa.

Gandy la observó, divertido por el interés que mostraba, de pronto, hacia su sala de estar y el dormitorio que había más allá. Desde atrás, la examinó con mirada más crítica que antes. El elegante drapeado trasero del vestido de tafeta granate. La agradable «curva griega» que le daba el corsé invisible a la zona lumbar. La redondez atractiva del busto, los hombros estrechos, el cabello pulcro, los brazos graciosos acentuados por las mangas muy apretadas y el alto cuello clerical. Vestía con gusto magnífico ropa de suave elegancia. Siempre correcta.

Pero ese día había algo diferente que él no podía precisar.

Agatha comprendió su error después de haber observado demasiado tiempo el apartamento privado de Gandy. Se dio la vuelta y lo sorprendió contemplándola.

– Lo… lo siento.

– No hay problema. Creo que es un poco más espacioso que el de usted.

– Sí, bastante.

– Siéntese, señorita Downing.

– Gracias.

– ¿Qué puedo hacer por usted?

– Creo que ya lo hizo.

Gandy alzó una ceja y se le formó un hoyuelo en la mejilla.

– ¿Sí?

– Usted vio la propaganda de la máquina de coser en mi taller, ¿no es así?

– ¿Sí?

– No me eluda, señor Gandy. Usted la vio y me leyó la mente.

El hombre rió entre dientes.

– Sin rodeos, señorita Downing.

– Abajo hay una máquina de coser flamante, con patente de Isaac Singer, y en el sobre del embalaje dice que ya está pagada.

La sonrisa se hizo descarada.

– Felicidades.

– No se haga el tonto. Vine a agradecerle que se haya ocupado de encargarla y a pagarle lo que le debo.

– ¿Acaso dije que me debiera algo?

Agatha sacó cinco monedas de oro y las apiló en una esquina del escritorio.

– Creo que la cantidad correcta es de cincuenta dólares, ¿no?

– Lo olvidé.

Por más que intentó ser severa, los ojos le chispeaban demasiado y los labios se negaron a obedecerle.

– Si cree que voy a aceptar una máquina tan costosa del dueño de una taberna, está… ¿Cómo dijo Joe Jessup?…Tiene un tornillo flojo, señor Gandy.

El hombre rió y echando la silla atrás, entrelazó los dedos tras la cabeza.

– Pero es un soborno.

La carcajada de Agatha los sorprendió a los dos y rieron juntos. Gandy advirtió el cambio en el rostro de la mujer: ¡eso era lo diferente en este día! No era el peinado ni la vestimenta: era el estado de ánimo. Por una vez, era feliz y eso la transformaba. La chata polilla gris se había convertido en una brillante mariposa.

– ¿Lo admite?

Sonriendo con amabilidad, se encogió de hombros, con los codos en el aire.

– ¿Por qué no? Ambos sabemos que es verdad.

Ese sujeto era un enigma. Deshonesto y sincero al mismo tiempo. Cada vez le resultaba más difícil contemplarlo con racionalidad.

– ¿Y qué espera ganar con eso?

– Para empezar, tres brillantes vestidos rojos de cancán.

La inquietante conciencia de la pose masculina la golpeó como un puñetazo en el estómago. El color más pálido de las muñecas y los antebrazos, los tendones tensos de las manos entrelazadas bajo la cabeza, las arrugas en las sisas de la camisa blanca, la bota negra apoyada al descuido sobre la rodilla, el humo que ascendía desde el cenicero que estaba entre los dos.

– Ah -canturreó Agatha, perspicaz-, tres vestidos de cancán. -Levantó una ceja-. ¿Y después?

– ¿Quién sabe?

Abandonó el juego y se puso seria:

– Estoy comprometida con mi trabajo por la templanza. Lo sabe, ¿verdad?

Bajó los brazos y la contempló en silencio varios segundos.

– Sí, lo sé.

– No hay soborno que pueda hacerme cambiar de opinión.

– No pensé que pudiera.

– Mañana por la noche, cuando lleguen sus parroquianos, estaremos abajo repartiendo panfletos que hemos hecho imprimir, y haciendo circular relatos sobre los azares del destino con que usted comercia.

– En ese caso, tendré que pensar en una nueva forma de atraer clientes, ¿no?

– Sí, supongo que sí.

– No la vi por unos días.

– Estuve atareada. Le escribí una carta a la Primera Dama, agradeciéndole que se haya establecido la Ley Seca en la Casa Blanca.

– ¿La vieja Lucy Limonada?

Agatha estalló en carcajadas, y trató de contenerse con un dedo.

– Qué irrespetuoso, señor Gandy.

Medio país llamaba así a la Primera dama, pero nunca le había parecido tan gracioso.

– Yo y muchos más. La mantiene más seca que el gran Sahara.

– Como sea, le escribí, pues The Temperance Bannemos insta a los miembros a hacerlo. También le escribí al gobernador St. John.

– ¡A St. John! -No se mostró tan despreocupado ante esa novedad. Los rumores acerca del proyecto de enmienda a la Constitución estatal ponían muy nerviosos a los propietarios de bares de Kansas-. Caramba, caramba. Qué activas, ¿no?

Observándola, tomó el cigarro y dio una honda calada. El humo se elevó entre los dos antes de que se diera cuenta de lo que hacía.

– Oh, perdóneme. Olvidé que usted odia estas cosas, ¿no es cierto?

– Después de la máquina de coser, ¿cree que puedo negarle el placer, más todavía teniendo en cuenta que estamos en su territorio?

Gandy se levantó, fue a la ventana con el cigarro entre los dientes y subió el bastidor de la ventana. Agatha observó cómo el chaleco de satén se tensaba en la espalda y se preguntó quién de los dos ganaría a la larga. Scott permaneció mirando afuera, fumando y preguntándose lo mismo. Después de unos momentos, apoyo una bota en el alféizar, un codo sobre la rodilla y se dio la vuelta para mirarla sobre el hombro.

– Usted es distinta de lo que me imaginé al principio.

– Usted también.

– Está… esta guerra en la que estamos enzarzados, le parece divertida, ¿no?

– Quizás, en cierto modo. Nada resulta como lo imaginé. Es decir, ¿qué general le revela sus planes de batalla al enemigo?

Agatha sonrió y su rostro se convirtió en el semblante joven y hermoso que Violet había comentado antes. Los ojos claros se suavizaron. La austeridad se esfumó.

– Cuénteme, ¿qué nombre le puso el señor Potts a su «Dama del Óleo»?

– Me extraña que no lo haya oído la otra noche, cuando entró con sus huestes invasoras.

Otra vez, la hizo reír.

– Sólo éramos cuatro.

– ¿Nada más?

– Además, ¿cómo podíamos oír nada con ese barullo?

– El nombre completo es Dierdre en el Jardín de las Delicias, pero los hombres le pusieron de sobrenombre Delicia.

– Delicia. Ah… Estoy segura de que la señora Potts está encantada de que su esposo haya ganado el concurso. La próxima vez que la vea debo recordar felicitarla.

Gandy respondió con una carcajada franca.

– Ah, señorita Downing, usted es una digna rival. Debo confesarle que he llegado a admirarla. Por otra parte, la otra noche no duró mucho en la taberna.

– Nos superaron.

– Qué contrariedad -dijo, chasqueando la lengua y moviendo la cabeza lentamente.

La mujer resolvió que era hora de dejar de jugar al gato y al ratón.

– Usted es mi enemigo -afirmó con calma-. Y cualquiera sea mi opinión personal sobre usted, y cómo está cambiando lentamente, nunca debo perder de vista ese hecho.

– ¿Por qué vendo alcohol?

– Entre otras cosas.

Era difícil creer esas otras cosas al verlo reclinado en el alféizar de ese modo, desbordando encanto, buen humor y atractivo masculino. Pero entendía con toda claridad con cuánta desvergüenza aprovechaba ese encanto, ese humor y ese atractivo para desviarla de sus buenas intenciones.

– ¿Qué más?

El corazón le latió con excesiva fuerza y no se detuvo a medir la prudencia ni las consecuencias de lo que iba a decir:

– Dígame, señor Gandy, ¿fue usted el que clavó una nota amenazadora en mi puerta, la otra noche?

El buen humor desapareció del semblante de Gandy. Se le crispó la frente y el pie golpeó el piso.

– ¿Qué?

El corazón de Agatha latió con más fuerza aún.

– ¿Fue usted?

– ¿Cómo diablos puede preguntar una cosa así? -preguntó, enfadado.

Los latidos se intensificaron más. Pero se puso de pie, sacó la pluma del soporte y se la extendió:

– Por favor, ¿puede hacer una cosa? ¿Puede escribir las palabras bueno, quedarse y qué en un papel, en letras mayúsculas, ante mi vista?

Ceñudo, el hombre miró la pluma y luego a la mujer. Metió el cigarro entre los dientes y le arrebató la pluma. Flexionando la cintura, trazó las letras en un trozo de papel. Cuando se irguió, miró en los ojos de Agatha sin hablar. No le tendió el papel ni retrocedió, y se quedó tan cerca del escritorio que Agatha tuvo que apartarlo para mirar.

– Permiso.

Casi chocó con él, que se mantuvo firme en su sitio.

– No abuse de su suerte -le advirtió entre dientes, encima de la oreja.

Agatha levantó el papel y retrocedió. El humo del cigarro le quemaba las fosas nasales mientras observaba la escritura.

– ¿Satisfecha?

El alivio le hizo cerrar los párpados y exhalar levemente por la nariz. Gandy permaneció ante ella, bullendo de cólera. ¿Qué diablos quería esa mujer de él?

Agatha abrió los ojos y lo enfrentó.

– Lo lamento. Tenía que estar segura.

– ¿Y lo está? -le espetó.

Aunque se ruborizó, se mantuvo firme:

– Sí.

El hombre giró hacia el escritorio, apagó el cigarro con dos movimientos coléricos de la muñeca y se abstuvo de mirarla otra vez.

– Si me disculpa, tengo mucho que hacer. Estaba encargando un lote de ron cuando me interrumpió.

Se sentó y comenzó a escribir de nuevo.

El corazón traidor le desbordó de remordimientos:

– Ya le dije que lo lamentaba, señor Gandy.

– Buenos días, señorita Downing.

Con el rostro ardiendo, se dio la vuelta y arrastró los pies hacia la puerta, la abrió y se detuvo, de espaldas a él.

– Gracias por la máquina de coser -dijo en voz queda.

Gandy alzó la cabeza con brusquedad y miró fijo la espalda. ¡Maldita arpía! ¿Qué tenía, que se le había metido bajo la piel? Agatha dio otro paso hacia la puerta hasta que un ladrido del hombre la detuvo.

– ¡Agatha!

No creyó que recordara el nombre. ¿Qué importaba si lo recordaba?

– Quisiera ver la nota, si aún la tiene.

– ¿Por qué?

El semblante se crispó todavía más.

– No sé por qué diablos me siento responsable por usted, pero así es, ¡maldición!

Si no toleraba los juramentos, ¿por qué no lo regañaba por eso?

– Yo puedo cuidarme sola, señor Gandy -afirmó, y cerró la puerta al salir.

El hombre se quedó mirándola fijo, mientras oía abrirse y cerrarse la puerta de afuera. Con una violenta maldición, arrojó la pluma, que dejó una mancha de tinta en la orden que estaba escribiendo. Lanzó otra maldición, desgarró el papel en dos y lo tiró. Encerró un puño en el otro, los apretó contra el mentón y miró ceñudo la pared de la oficina hasta que los pasos que se arrastraban al fin dejaron de entrar por la ventana abierta.

Capítulo 7

Las damas de la U.M.C.T. aprendieron una canción nueva. La noche siguiente, la cantaban con creciente entusiasmo en cuatro tabernas.

¿Quién tiene pena? ¿Quién tiene dolores?

Los que no se atreven a decir no.

Los que se dejan llevar al pecado.

Y se regodean en el vino.

Entregaban panfletos a los hombres y seguían solicitando firmas para los compromisos. Para sorpresa de todos, Evelyn Sowers se adelantó varias veces y se interpuso con audacia ante los concurrentes a las tabernas. Con sus ojos intensos y su gesticulación un tanto dramática, desplegaba un asombroso talento oratorio que nadie conocía.

– Hermano, ocúpate ahora de tu futuro. -Se acercaba a un vaquero desprevenido que casi no tenía edad para afeitarse-. ¿No sabes que Satán adopta la forma de una botella de licor? Ten cuidado de que no te engañe y te haga creer otra cosa. ¿Pensaste en mañana… y en todos los otros mañana, cuando empiecen a temblarte las manos y tu esposa y tus hijos sufran sin…?

– Señora, no tengo esposa ni hijos -la interrumpió el joven.

Con ojos inquietos, rodeó a Evelyn como si fuese una cascabel enroscada. Cuando se encaminaba a la puerta, Evelyn cayó de rodillas y alzó las manos, suplicante.

– ¡Se lo ruego, joven, no entre en ese refugio de machos! ¡El tabernero es el destructor de las almas de los hombres!

El muchacho de rostro brillante miró sobre el hombro y se escabulló dentro con una expresión que demostraba más temor por Evelyn que por los peligros que podrían aguardarlo tras las puertas de la taberna.

Otros cuatro vaqueros se acercaban por la acera vestidos a la última moda, las espuelas brillantes, las monedas tintineando. Evelyn intentó detenerlos apelando a sus emociones.

– ¿Reconocen ustedes el mal en el vil brebaje que vienen a consumir aquí? Arrebata a los hombres las facultades, el honor y la salud. Antes de que entren por esa puerta…

Pero ya habían entrado, y miraban a Evelyn con el mismo temor que el joven vaquero de antes.

Al parecer, Evelyn había hallado su verdadera vocación. El resto de la noche, mientras las señoras iban pasando por las cuatro tabernas, ella se abrazaba al recién descubierto ministerio con creciente fervor.

– ¡Abstinencia es virtud; indulgencia es pecado! -gritaba, sobreponiéndose al ruido del Lucky Horseshoe Saloon. Y como no pudo, condujo sus tropas al interior, fue directamente hasta Jeff Didier, y afirmó-: Hemos venido en misión moralizadora, a despertar su conciencia.

Cuando sacó un compromiso de abstinencia y le exigió a Didier que lo firmase, el tabernero de rostro colorado respondió sirviéndose un trago doble de centeno y tragándolo ante los ojos de Evelyn.

Agatha no comulgaba con la exageración histriónica de Evelyn, pero la mujer había tenido éxito con dos clientes de Jim Starr, que se avergonzaron y le firmaron el papel. Este éxito impulsó a cuatro «hermanas» a arrodillarse junto con ella y a cantar a voz en cuello. Agatha lo intentó, pero se sintió como una tonta, arrodillada en la taberna. Por suerte, tras unos minutos de sufrir dolor, de rodillas en el piso duro de la taberna, tuvo que levantarse otra vez.

En el The Alamo Saloon, Jack Butler y Floyd Anderson se avergonzaron tanto al ver a sus respectivas esposas con la fanática Evelyn que se escabulleron por la puerta y desaparecieron. Animada por otra victoria, Evelyn se volvió más audaz en el hablar y en los gestos.

Cuando el contingente de la U.M.C.T. llegó a la Gilded Cage, el local estaba muy concurrido, y Evelyn, muy enfervorizada. Se abrió paso a codazos entre los hombres amontonados, alzó las manos y vociferó:

– ¡Este ejército de ebrios caerá girando en el infierno!

Las danzas y cantos se interrumpieron, Ivory se dio la vuelta desde su puesto en el piano, las partidas de naipes se detuvieron. Evelyn estaba enloquecida. Los ojos llameaban de fervor desusado; aporreó con los puños varias mesas.

– ¡Vete a casa, Miles Wendt! ¡Vete a casa, Wilton Spivey! ¡Vete a casa, Tom Ruggles! ¡Vayanse todos a sus hogares, con sus familias, infelices pecadores!

Evelyn arrebató una jarra de cerveza y la sostuvo sobre los pies de Ruggles.

– ¡Eh, mírenla!

El hombre se levantó de la silla.

– ¡Bazofia! ¡Nuez vómica! ¡Esto no lo bebería ni un cerdo!

A Agatha le ardió la cara. Los miembros de la U.M.C.T. se enorgullecían de la no violencia y la gracia. Alzó la vista, se topó con la mirada de Gandy y se apresuró a desviarla, para encontrarse con otros tres pares de ojos atribulados: los de Jubilee, Pearl y Ruby.

En medio del súbito silencio, Gandy habló con su habitual savoir vivre:

– Bienvenidas, señoras.

Estaba de pie detrás de la barra, sin sombrero, vestido totalmente de negro y blanco.

Evelyn se volvió con brusquedad hacia él.

– ¡Ah, el aliado de Lucifer, empapado de ron! ¡El traficante de licores ardientes! Ruego al Señor que lo perdone por causar negligencia y bestialidad en los hogares de familias inocentes, señor Gandy.

Dos vaqueros que se habían hartado, se levantaron y se encaminaron hacia la puerta.

Gandy ignoró la perorata de Evelyn.

– Todavía están a tiempo. -Alzando la voz, gritó-: ¡La casa invita a beber!

Los vaqueros giraron sobre sus talones. Se alzó un clamor que casi ensordeció a Agatha. Con los gritos resonándole en los oídos, miró otra vez a Gandy. Quizá los otros no supieran qué había tras esa superficie encantadora, lo vio sonreír muchas veces para no reconocer la ausencia de alegría en la expresión de ese momento. Los ojos la punzaron como trozos de hielo. Ya no estaba el brillo divertido que se había acostumbrado a esperar. Lo que pasaba por una sonrisa era, en realidad, un desnudar de los dientes.

Mientras las miradas se encontraban, Gandy encontró el cuello de una botella, llenó un vaso con el líquido ambarino, y lo levantó.

«¡No, Gandy, no!»

Le hizo un gesto de saludo tan leve que nadie más lo advirtió. Después, echó atrás la cabeza y convirtió el saludo en un insulto.

Nunca hasta entonces lo había visto beber. Le dolió.

Se volvió para alejarse, sintiéndose vacía sin saber por qué. Alrededor, los hombres empujaban para llegar a la barra y levantaban las copas, reclamando los tragos gratis. Tras ella, el piano y el banjo reanudaron la música. Jubilee y las Gemas arrancaron a coro con «Champagne, Charlie», que terminaba con el verso: «Ven conmigo a la parranda». En mitad del jolgorio, Evelyn, de rodillas, oraba por los depravados. Con las manos cruzadas sobre el pecho y los ojos en blanco, parecía una persona mordida por un perro rabioso. En la mesa de lotería, los hombres se burlaban. Desde la pared, Delicia sonreía con benevolencia al caos.

Tenía que haber una forma mejor.

Agatha les hizo señas a las otras de que la siguieran a la puerta, pero sólo Addie Anderson y Minnie Butler le hicieron caso. Cuando llegaron a la salida, se volvió para echar una última mirada, y los ojos de obsidiana de Gandy la flecharon. Giró con brusquedad y salió empujando las puertas vaivén.

Fue entonces cuando conoció a Willy Collinson.

Había estado en cuclillas, espiando debajo de la puerta persiana hacia la taberna cuando la puerta lo golpeó en la frente y lo hizo rodar como una pelota de bolos.

– ¡Aaaay! -chilló, sosteniéndose la cabeza y gimiendo-. ¡Aaaay!

Agatha se acuclilló para ayudarlo, y Addie y Minnie se inclinaron, lanzando exclamaciones de preocupación.

– Yo me ocuparé de él. Ustedes vuelvan a casa con sus esposos.

Cuando se fueron, Agatha hizo levantar al niño. De pie, tenía la misma altura que ella arrodillada.

– Dios mío, chico, ¿qué estabas haciendo tan cerca de la puerta? ¿Estás bien?

– Mi c… cabeza -lloriqueó-. Me g… golpeaste la c… cabeza. ¡Aaay! ¡Me duele!

– Perdóname. -Trató de ver cuan grave era el daño, pero el niño se agarró la cabeza y la apartó-. Déjame ver.

– Nooo. Qui… quiero a mi p… papá.

– Bueno, como tu papá no está aquí, ¿por qué no me dejas a mí, a ver si puedo curarte?

– Déjame tranquilo.

A pesar de la obstinación del niño, le apartó las manos y lo hizo girar hacia la luz tenue que provenía de la taberna. El cabello rubio podría haber estado un poco más limpio. El mono estaba manchado y era demasiado corto. Le corría un chorro de sangre por la frente.

– ¡Cielos, chico, estás sangrando! Ven, que te lavaré.

Se incorporó, pero el niño se soltó de un tirón.

– ¡No!

– Pero vivo ahí al lado, ¿ves? Ésa es mi tienda de sombreros, y mi apartamento está encima. Podría curarte la cabeza enseguida.

– Mi papá dice que no tengo que irme con desconocidos.

Agatha dejó las manos a los lados. El pequeño estaba un poco más tranquilo.

– ¿Qué te dice con respecto a las emergencias?

– No sé lo que son.

– Que te golpee una puerta en la cabeza… eso es una emergencia. En serio. Hay que lavarte la frente y ponerte un poco de iodo.

Willy retrocedió y los ojos se le pusieron redondos como castañas.

– Ten cuidado. Alguien podría salir y golpearte otra vez. Ven. -Le ofreció la mano en gesto práctico-. Por lo menos, apártate de la puerta mientras hablamos.

En lugar de obedecerle, se arrodilló y espió por abajo.

– ¡Eres muy pequeño para espiar por ahí!

– Tengo que encontrar a papi.

– Así no lo encontrarás. -Lo puso de pie sin demasiada gentileza y el niño empezó a moquear otra vez-. Ahí hay cosas que un chico de tu edad no tiene que ver. ¿Cuántos años tienes?

– ¡Qué te importa! -le contestó, desafiante.

– Bueno, pues me importa, jovencito. Te llevaré derecho a casa, con tu madre, y le diré qué te encontré haciendo.

– No tengo madre. Se murió.

Por segunda vez en la noche, el corazón de Agatha se estrujó.

– Oh -dijo con suavidad-, lo… lo lamento. No sabía. En ese caso, tenemos que encontrar a tu padre, ¿no es cierto?

Willy apoyó la barbilla en el pecho.

– No volvió a casa del trabajo. -Empezó a temblarle el mentón y se frotó un ojo con los nudillos sucios-. Dijo que esta noche iría a casa… p… pero… n… no fue.

Le tembló la voz y Agatha se sintió arrasada por la pena. Acarició con torpeza el cabello rubio. Había tenido tan pocas oportunidades de estar con niños, que no sabía cómo hablarle a uno de… ¿cinco años? ¿Seis? Fuera cual fuese la edad, no era lo bastante mayor para estar vagabundeando por la calle de noche. Tendría que estar metido en la cama tibia, después de una cena caliente.

– Si me dices tu apellido -lo instó con suavidad-, trataré de encontrarlo.

Sin dejar de frotarse los ojos, alzó la vista inseguro, mostrando sus enormes ojos brillantes, la nariz arrugada y la boca trémula. Lo vio luchar contra la indecisión.

– En verdad, soy una señora muy buena. -Le dirigió una sonrisa bondadosa-. No tengo hijos propios, pero si los tuviese nunca los golpearía con puertas vaivén. -Ladeó la cabeza-. Por fortuna, rodaste como un erizo.

El pequeño trató de contener la risa, pero no pudo, y le salió como un resoplido.

– Eso está mejor. ¿Me obligarás a adivinar tu nombre?

– Willy.

– ¿Willy, qué?

– Collinson.

De golpe, entendió. «Tómalo con calma Gussie. Ahora, no pierdas su confianza».

– Bueno, Willy Collinson, si te sientas en ese escalón, yo entraré y veré si encuentro a tu padre y le digo que estás esperándolo para volver a casa. ¿Qué te parece?

– ¿Eso haría? Se pone furioso cuando lo persigo.

– Claro que sí. Tú siéntate aquí y yo volveré enseguida.

Se detuvo ante las puertas y miró por encima el jolgorio de ahí dentro. Evelyn se había ido. Tras la barra, Gandy y Jack Hogg servían bebidas. Jubilee y las chicas circulaban conversando con los clientes. En el rincón cercano, Dan Loretto repartía suerte en el blackjack. Agatha entró y se abrió paso entre el gentío buscando a Collinson, sin encontrarlo. Trató de recordar si lo había visto antes, pero no pudo. Al pasar junto a una mesa redonda llena de hombres, sintió una mano que le rozaba el muslo. Otra, le apretó el brazo. Se soltó de un tirón, asustada, y avanzó hacia la barra. Gandy reía de algo que había dicho un cliente, y miraba el whisky ambarino que estaba sirviendo en un vaso medidor.

– Señor Gandy.

Alzó la cabeza con brusquedad, y la risa se esfumó.

– Pensé que se había ido.

– Estoy buscando al señor Collinson. ¿Está aquí?

– ¿Alvis Collinson?

– Sí.

– ¿Para qué lo quiere?

– ¿Está aquí?

– Usted vive en Proffitt hace más tiempo que yo. Búsquelo.

Tenía la mandíbula tensa y la mirada dura y desafiante.

Alguien la empujó de atrás. Perdió el equilibrio y se aferró de un hombro cubierto de cuero para no caer.

– Eh, ¿qué es esto? -El vaquero se dio la vuelta con lasitud, le rodeó las caderas con un brazo y la apretó contra el costado. Cuando se inclinó, el aliento hedía-. ¿Dónde estabas escondida, pequeña dama?

Lo empujó, haciendo fuerza para apartarse.

– Suéltala, compañero -ordenó Gandy.

El desconocido pasó una mano por el torso de Agatha, apretándola.

– No quiero soltarla, me gusta.

Gandy pasó encima de la barra con tal velocidad que tiró dos vasos al suelo.

– Dije que la sueltes. -Apartó la mano del hombre del cuerpo de Agatha y la echó atrás-. No es una de las chicas.

– Está bien, está bien. -El hombre alzó las palmas como si Gandy hubiera sacado una pistola-. Si era de tu propiedad, tendrías que haberlo dicho, amigo.

En la mejilla de Gandy se contrajo un músculo. A Agatha le tembló el estómago y parpadeó, con la vista baja.

Gandy tomó un Stetson color hueso de encima de la barra y lo empujó contra el vientre del vaquero.

– La calle está repleta de prostíbulos, si eso es lo que estás buscando. ¡Ahora, vete!

– ¡Jesús, hombre, qué susceptible!

– En efecto. Dirijo una taberna decente.

El vaquero se encasquetó el sombrero, se embolsó el cambio y lanzó a Agatha una mirada rabiosa. Ella sintió que otros ojos la escudriñaban desde todas direcciones y se dio la vuelta para que Gandy no pudiese ver las lágrimas de mortificación.

– Agatha.

Irguió los hombros.

– ¿Para qué quiere a Collinson?

Lo miró.

– Afuera está su hijo esperándolo para volver a la casa.

Por un instante, la resolución de Gandy vaciló. En la frente le sobresalía una vena y tenía los ojos clavados en Agatha. Indicó con la cabeza una mesa en un rincón, al fondo.

– Collinson está ahí.

Se volvió.

Gandy la retuvo por el codo. Agatha lo miró en los ojos de expresión disgustada:

– No lo irrite. Tiene el temperamento de un jabalí salvaje.

– Ya lo sé.

La soltó. Pero no la perdió de vista mientras se abría paso entre la muchedumbre, pasaba junto a una sorprendida Ruby, que la detenía para decirle algo. Asintió, tocó la mano de Ruby y siguió. Collinson alzó la vista, sorprendido, cuando se detuvo junto a él. La escuchó, dirigió una mirada hacia la puerta, frunció el entrecejo y tiró las cartas, colérico. La apartó con brutalidad cuando se levantó de la silla. Al ver que se tambaleaba, Gandy dio un paso hacia ella, pero vio que recuperaba el equilibrio contra el costado de la mesa, y se relajó. Collinson se abrió paso a codazos entre la gente, y dejó que Agatha lo siguiera.

Cuando Agatha se encaminó a la puerta, Gandy hizo lo mismo: no confiaba en Collinson.

Afuera, el hijo de perra apaleaba al niño.

– ¿Cómo se te ocurre venir aquí, si te dije que no te acercaras a la taberna?

Levantó al niño de un tirón en el brazo. Agatha, las manos sobre los bordes de las puertas, estiró el cuerpo hacia el niño, tensa y vacilante. Silencioso, Gandy se paró detrás y le aferró el hombro. La mujer giró la cabeza. Sin una palabra, el hombre se puso delante y abrió camino hacia la acera, al mismo tiempo que sacaba un cigarro.

– ¿Ganaste esta noche, Collinson? -preguntó, en tono burlón.

Encendió el cigarro con calma engañosa.

– Iba ganando, hasta que1 esta arpía vino a fastidiarme para que volviera a mi casa.

– ¿Quién es éste? Hola, hijo. Es un poco tarde para que estés en la calle, ¿no?

– Vine a buscar a papi.

– Muchacho, te dije que iría a casa cuando estuviese listo. Dejé una mano estupenda en la mesa. ¿Cómo es que no estás en casa de la tía Hattie?

– No es mi tía, y no me gusta su casa.

– Entonces, vete a casa, a la cama.

– Tampoco me gusta estar ahí. Me da miedo estar solo.

– Ya te dije, muchacho, que esas son estupideces. Es de gallinas tener miedo de la oscuridad.

Gandy se adelantó y le habló al pequeño.

– Oh, no sé. Recuerdo que, cuando era niño, solía creer que oía voces a mi espalda, en la oscuridad.

– ¡No te metas, Gandy!

Los dos se enfrentaron, nariz con nariz, en las sombras densas. El pequeño los miraba. Agatha se puso junto a él y le apoyó la mano en el hombro.

– Lleva al chico a casa, Collinson -le aconsejó Gandy, en voz baja.

– No, mientras esté ganando.

– Yo cubriré tu apuesta. Llévalo.

Gandy tomó a Collinson del brazo.

El otro, más corpulento, se soltó y lo empujó hacia atrás.

– Yo cubro mis propias apuestas, Gandy. ¡Y el mocoso no me fastidia cuando estoy divirtiéndome! -Dio un paso, amenazante, hacia Willy-. ¿Escuchaste eso, chico?

Willy se acurrucó contra la falda de Agatha.

Gandy respondió por él.

– Lo escuchó, Collinson. Entra de nuevo. Disfruta de la partida.

– Maldito si lo haré. -Apartó a Willy de Agatha y lo impulsó hacia la calle-. Ya, deja de moquear y vete a casa, que ese es tu lugar.

Le dio un empellón que lo hizo tambalearse escalones abajo.

Willy corrió un trecho y se volvió hacia el padre. Agatha lo oyó sollozar quedamente.

Collinson giró con brusquedad y se precipitó dentro, murmurando:

– Maldito chico, que me va a dar un ataque al hígado…

Willy se dio la vuelta y corrió.

– ¡Willy, espera! -Agatha bajó con esfuerzo los tres escalones, pero no podía correr. Renqueó tras él pero no alcanzó a llegar más que hasta el travesaño para amarrar a los caballos, y desistió-. ¡Willy!

El grito angustiado se mezcló con el estrépito que salía de la taberna, mientras se agarraba la cadera dolorida.

Gandy la vio esforzarse, y oyó al niño correr llorando en la oscuridad.

Agatha se dio la vuelta y rogó:

– ¡Haga algo, Gandy!

En ese instante, empezó a entender con claridad qué quería de él esa mujer, y no quiso saber nada. Pero respondió a su propio corazón oprimido.

– ¡Willy!

Tiró el cigarro, salió a la calle y se puso a correr con el corazón agitado. Un pequeño de cinco años no era rival para las piernas largas de Gandy. Alcanzó a Willy en menos de doce zancadas y, sacándolo del medio de la calle, lo atrapó en los brazos.

El chico se abrazó a Gandy y metió la cara en el hueco del cuello.

– Willy. No llores… eh, eh… está bien.

Gandy no tenía experiencia en consolar niños y se sentía torpe y asustado. El chico no pesaba casi nada, pero los brazos flacos se le aferraban al cuello como si él fuese el padre. Tragó saliva un par de veces, pero el nudo en la garganta no se deshacía. Llevó a Willy con Agatha y se detuvo ante ella, sintiéndose fuera de lugar.

La mujer acarició la espalda estremecida de Willy, la frotó para tranquilizarlo.

– ¡Shh! ¡Shh! -El tono era suave y tranquilizador-. No estás solo, pequeño.

Le acarició el remolino de la coronilla. La mano de Gandy se extendió sobre la camisa arrugada del pequeño, el torso flaco que se sacudía al ritmo de los sollozos. La de Agatha, bajó. Los dedos de ambos se rozaron un instante. Entonces, pasó una corriente de buenas intenciones y entre los dos tuvieron que contener las ganas de enlazar los dedos y unir esfuerzos para ayudar al niño. Se dieron la vuelta y se sentaron juntos uno al lado del otro, con Willy en el regazo de Gandy.

– Willy, no llores más.

Sin embargo, no podía detenerse. Se acurrucó sobre Gandy, que miró a Agatha, impotente, sobre la cabeza rubia. Vio el brillo de las lágrimas en los ojos de la mujer y frotó el brazo delgado de Willy.

– Lo llevaría yo misma si pudiera, pero… -En la breve pausa, él recordó los lastimosos esfuerzos de ella por correr tras el niño-. ¿Podría cargarlo hasta mi casa?

Asintió.

Pasaron por la sombrerería oscurecida, salieron por la puerta trasera y subieron la escalera. A Gandy nunca le había llevado tanto tiempo subir. Con Willy en brazos, acomodándose al paso de Agatha, la vio subir con dificultad, aferrándose con fuerza a la baranda. Entretanto, se sorprendió recordando su juventud en Waverley: sano, fuerte y rodeado de todo el amor y la seguridad que un niño necesitaba para crecer feliz. En el rellano, Agatha abrió la puerta y entró primera, en una oscuridad total.

– Espere aquí. Encenderé una lámpara.

Gandy se quedó quieto, escuchando los pasos de Agatha arrastrándose y a Willy que lloraba contra su cuello.

Una lámpara se encendió en mitad de un cuarto de las proporciones de una caja de fósforos. Gandy casi no tuvo tiempo de formarse una idea cuando volvió a hablar.

– Tráigalo aquí.

Apoyó al niño en la mesa plegadiza más diminuta que hubiese visto.

– Si le pido otro favor, será el último. -Le alcanzó un balde esmaltado de blanco-. ¿Podría llenar esto, por favor?

Corrió escaleras abajo y llenó el balde con agua del barril que estaba bajo los escalones. Cuando subía otra vez con el cubo pesado, pensó en Agatha en lugar de pensar en el chico. Si le resultaba difícil subir con las manos vacías, ¿cómo se las arreglaría con un cubo de agua?

Cuando volvió, Willy estaba más tranquilo. Los dos conversaban en voz baja. Apoyó el balde en un banco bajo, junto al fregadero seco y cuando se volvió vio que Agatha enjugaba los párpados inferiores del pequeño con los pulgares. Gandy se acercó y contempló la cabeza rubia y los hombros angostos. La suciedad de Willy era innegable. El pelo, la ropa, las uñas, el cuello, a todo le hacía falta más que un balde de agua fría. Los ojos de Gandy se toparon con los de Agatha y comprendió que estaba pensando lo mismo.

– Ahora, nos ocuparemos de ese golpe en tu cabeza.

Se dio la vuelta y agarró un trapo de un toallero que estaba en la pared, lo echó sobre el hombro y volcó un poco de agua en la palangana. El agua chapoteó casi hasta el borde cuando la llevó hasta la mesa. Gandy se quedó ahí, de pie, sintiéndose demasiado grande e inútil, al verla sumergir el paño, estrujarlo y aplicarlo a la frente de Willy.

El niño se echó atrás, gimiendo.

– Ya sé que duele. Tendré cuidado.

Gandy se apoyó colocando una palma sobre la mesa, junto a Willy, y le habló:

– Me acuerdo de una vez, cuando yo tenía más o menos tu edad, tal vez un poco más. Donde yo vivía había un río. El Tombigbee, se llamaba. Mi amigo y yo solíamos nadar ahí en el verano. Era en la zona del Mississippi, y ahí hace mucho calor en mitad del verano. -Acentuó «mi», en «mitad», cosa que hizo alzar la vista y sonreír a Agatha-. De hecho, hace tanto calor que a veces ni nos deteníamos a quitarnos los pantalones. Nos tirábamos con ropa y todo. En la época de la que hablo, Cleavon y yo… -Dirigiéndose a Agatha, le aclaró-: Cleavón es el verdadero nombre de Ivory. -Volvió la atención al niño-. Bueno, el caso es que Cleavon y yo corríamos hacia el río a toda velocidad. Nos tiramos de cabeza al agua y yo me golpeé contra una roca y me hice un huevo de ganso en la frente del tamaño de tu puño. Tienes puño, ¿no es cierto?

Orgulloso, Willy mostró un puño diminuto. Ya no se resistía a la cura y estaba quieto, fascinado. Con el rabillo del ojo, Gandy la vio tomar el frasco de iodo y reanudó el relato.

– Además, me quedé desmayado como una almeja. Mi amigo Cleavon me sacó del agua y fue gritando a pedir ayuda. Mi padre fue hasta el río y me cargó hasta la casa. Teníamos a esa vieja dictadora llamada Leatrice… -Agatha sonrió al oír el nombre: Li-a-tris-. Era negra como la bola ocho del billar, y más o menos de la misma forma, pero mucho, mucho más grande. Leatrice me regañó. Me dijo que no tenía un ápice de sentido común.

»Te digo, Willy, que yó me creía más astuto que ella. -Agatha le aplicó el iodo, y Willy apenas se encogió-. A fin de cuentas, yo era el que iba a nadar al río en verano, cuando hacía casi treinta y ocho grados. Leatrice, en cambio, se quedaba en la cocina caldeada.

– ¿Cómo? -preguntó Willy.

– ¿Cómo es que Leatrice se quedaba en la cocina, dices?

Willy asintió con bríos. Por un instante, los ojos de Gandy se toparon con los de Agatha y se preguntó si sería del Norte o del Sur. Quince años después de la guerra, ¿todavía le importaría, como pasaba con algunos?

– Porque trabajaba para nosotros. Era la cocinera.

– Ah. -Willy gozaba de la bendita ignorancia infantil con respecto a los matices. Con indisimulado interés, insistió-: ¿Qué pasó con tu huevo de ganso?

Gandy rió.

– Leatrice me puso un emplasto maloliente de caléndula y me hizo beber té de tilo para el dolor de cabeza.

– ¿Se te pasó?

Gandy rió de nuevo.

– Casi por completo. -Se inclinó y se tocó con un dedo el nacimiento del cabello-. Todavía tengo una pequeña cicatriz aquí, para recordarme que nunca tengo que zambullirme en el río sin saber qué hay bajo el agua. Después de eso mi padre hizo cavar una piscina y, desde entonces, nadaba ahí.

Cuando se irguió, Agatha le observó la raíz del cabello buscando la cicatriz.

Gandy miró en su dirección y ella bajó la vista.

En el silencio, Willy preguntó:

– ¿Todavía te duele?

– No. No me acuerdo casi nunca. A ti también se te pasará.

Willy se palpó con vivacidad la herida de la frente y declaró:

– Tengo hambre.

Si fuese por Agatha, tendría una despensa llena de cosas para deleitar a un chico, y hacerlo olvidar los golpes en la frente y los raspones. Si fuese por ella, atiborraría a Willy hasta que le estallara el estómago. Pero lo único que pudo ofrecerle, fue:

– ¿Te gustarían unas tostadas?

Asintió con entusiasmo.

Encontró las tostadas con canela y dejó a Willy sentado en el borde de la mesa, con la lata entera.

– Me gustaría tener una cocina -le dijo a Gandy-. Siempre lo deseé.

Por primera vez, el hombre examinó la vivienda. El apartamento tenía la mitad de tamaño que el propio… y el suyo parecía atestado. Había una estufa, el fregadero seco, pero ninguno de los elementos necesarios para cocinar. Los muebles eran viejos y macizos. De la pared colgaba una muestra, en las ventanas, cortinas de encaje. La pulcritud era casi dolorosa.

– ¿Cuánto hace que vive aquí?

– Trece años. Desde que murió mi padre. Cuando él estaba, vivíamos en Colorado. Cuando murió, mi madre quiso empezar de nuevo, alejarse de los malos recuerdos. Vinimos aquí y abrió la sombrerería. Desde entonces, vivo aquí.

– Pero, ¿le gusta?

Lo miró en los ojos.

– ¿Acaso a alguien le gusta lo que la vida le depara? Aquí es donde trabajo. Me quedo, igual que muchos otros.

Gandy siempre se había sentido libre de ir y venir según se le antojara, de arrancar sus raíces y plantarlas en un sitio nuevo, y no se imaginaba permaneciendo tanto tiempo en un lugar que no le gustara. Si bien no consideraba Proffitt como el Jardín del Edén, pensaba quedarse ahí lo suficiente para hacer su agosto, y después marcharse.

Mientras recorría con la vista la morada, la de Agatha estaba fija en él.

– Se le manchó el cuello.

Gandy salió de sus meditaciones y advirtió que le hablaba.

– ¿Qué?

– Dije que se le manchó el cuello. -Bajó la barbilla pero no pudo ver-. Un poco de sangre de Willy -le aclaró.

Gandy se miró en un pequeño espejo ovalado que había sobre el fregadero, y tuvo que flexionar las rodillas para hacerlo. Se frotó el cuello.

– Puedo quitársela con un poco de agua fría.

Gandy se dio la vuelta.

– ¿Lo haría?

«No», quiso responder Agatha, arrepentida de haberse ofrecido. ¿Qué trataba de demostrar, preocupándose por la ropa de Gandy? Lo provocó el hecho de tener ahí al niño y al hombre… casi como si los tres constituyesen una familia. Sería preferible que no llevara el argumento demasiado lejos.

Pero la oferta estaba hecha, y Gandy esperaba:

– Espere que traiga un poco de agua limpia. -Llevó la palangana al fregadero y se detuvo frente a él, que estaba delante de las puertas-. Permítame.

Miró hacia abajo.

– Oh… disculpe.

Se apartó de un salto.

Volcó el agua sucia en un cubo de residuos, cerró las puertas y llenó de nuevo la palangana. Cuando se volvió hacia él con un paño húmedo, los ojos chocaron un instante y después se apartaron.

– Sería mejor que se afloje la corbata.

– Ah… claro.

Le dio un tirón y la soltó con un dedo, se la quitó y se quedó esperando.

– Y el botón del cuello.

Lo soltó.

Agatha levantó las manos, y Gandy la barbilla. Por extraño que pareciera, sintió que él estaba tan incómodo como ella. Metió la punta de una toalla limpia detrás del cuello y lo mojó por delante con la mojada. Era la primera vez en su vida que tocaba el cuello de un hombre. Era tibio y suave. Las patillas le cosquillearon el dorso de la mano, en un contacto áspero aunque agradable… también por primera vez. La barba era muy densa y negra. Casi siempre parecía necesitar una afeitada. Tenía el aroma de tabaco pegado a la ropa. En dosis pequeñas, resultaba muy agradable.

Gandy observó el techo de hojalata acanalada. ¿Qué diablos estás haciendo aquí, muchacho? Esta mujer te traerá dificultades. ¡Hace una hora, ella y sus infernales «secos» molestaban a tus clientes y trataban de hacerlos volver a las casas! Y ahora estás aquí, con el mentón al aire, dejándote malcriar.

– Es extraño, ¿sabe? -comentó, sin sacar la vista del techo.

– ¿Qué cosa?

– Lo que estamos haciendo ahora, y lo que hacíamos una hora atrás.

– Lo sé.

– Tengo sentimientos contradictorios al respecto.

Bajaron las manos y también el mentón. Los ojos se encontraron. Los de ella se apartaron.

– Yo también -admitió con suavidad. Levantó otra vez el rostro y enfrentó su mirada-. Esto no lo decidimos nosotros, ¿verdad?

Gandy miró a Willy y luego a ella.

– No exactamente.

– Y no porque le haya limpiado el cuello sucio me pasé de su lado.

– Ya volverá, con más municiones.

Al responderle, Agatha sintió un fugaz pinchazo de arrepentimiento.

– Sí.

– Y yo seguiré vendiendo whisky.

– Lo sé.

Willy seguía sentado en la mesa, comiendo tostadas; Agatha y Gandy se miraban. Eran enemigos. ¿Lo eran? ¡Sin duda, no eran aliados! Tampoco se podía negar que, por misteriosos caminos, se habían hecho amigos.

Agatha tenía algo en mente que necesitaba decir. Dejó los paños mojados en el borde del fregadero y se puso de costado a él.

– Quiero que sepa que me avergonzó lo que hizo Evelyn Sowers en la taberna, esta noche. Está convirtiéndose en una fanática, y no sé si puedo detenerla. -Se volvió, mostrándole la expresión preocupada-. Ni estoy segura de que sea mi responsabilidad frenarla. Yo no pedí ser presidenta de la U.M.C.T, ya sabe. Drusilla Wilson me obligó, con engaños.

En la estrecha, tranquila y solitaria habitación, de pronto Gandy advirtió con cuánta claridad llegaban desde abajo los sonidos de la música y las voces. Agatha abría la tienda a la mañana, temprano. Supuso que muchas mañanas lo haría cansada y malhumorada, mientras él y su banda dormían profundamente al otro lado de la pared.

– Escuche, lamento lo del ruido.

No esperaba que dijera algo así, ni tampoco oírse a sí misma responder:

– Y yo lamento lo de Evelyn Sowers.

Los dos tomaron conciencia al mismo tiempo y sonrieron.

Gandy fue el primero en recobrarse:

– Será mejor que vuelva. Ahí abajo está lleno y me necesitan.

Agatha observó las sombras que proyectaba la lámpara en el cuello abierto de la camisa.

– No pude quitarle toda la mancha de sangre.

Se tocó y miró.

– Está bien. Pasaré por mi apartamento y me pondré una limpia.

Miró hacia la mesa. Willy masticaba, se rascaba la cabeza y balanceaba los pies cruzados. Le habló a Agatha en voz baja:

– ¿Qué piensa hacer con él? No puede tenerlo aquí.

– Lo acompañaré a la casa. Me gustaría no tener que hacerlo, pero… -Miró al chico, a Gandy, y se le entristeció el semblante-. Oh, Gandy, es tan pequeño para quedarse solo…

Estiró la mano y le oprimió el antebrazo.

– Ya lo sé, pero no es nuestro problema.

– ¿No?

Los ojos se comunicaron por un lapso prolongado e intenso. Gandy bajó la mano.

– Pienso pedirle al reverendo Clarksdale que hable con Alvis Collinson.

– ¿Cree que servirá de algo?

– No lo sé. ¿Se le ocurre una idea mejor?

No se le ocurría. Más aún, no quería meterse en los problemas de Willy. No era ningún cruzado. Ése era el fuerte de Agatha. Pero se acercó al niño.

– ¿Ya estás más o menos lleno?

Resplandeciente, Willy negó con la cabeza.

– Llevaremos una para el camino. Agatha te acompañará a tu casa.

Willy dejó de masticar, y el rostro se le ensombreció. Habló con la boca llena de tostadas:

– Pero no quiero irme a casa. Me gusta estar aquí.

Gandy se endureció, le dio a Willy otra tostada, tapó la lata y lo levantó de la mesa.

– Tal vez tu papá ya esté en casa. En ese caso, debe de estar preocupado por ti.

«Difícil», pensó, mirando a Agatha, cuyos ojos reflejaban el mismo pensamiento.

Dejaron la lámpara encendida y salieron al rellano, de la mano, Willy en el medio, uniéndolos. Agatha esperaba que Gandy los dejara ahí y fuera a su apartamento, pero lo que hizo fue agarrar al niño de las axilas:

– ¡Arriba! -Lo cargó escaleras abajo, manteniendo pacientemente el paso de Agatha. Al llegar abajo, dejó a Willy en el suelo y se puso de cuclillas ante él-. Te diré una cosa. Ven a visitarme una tarde de estas. -Giró sobre los talones y lo señaló con el largo dedo índice-. ¿Ves esa ventana, ahí arriba? Es mi oficina.

Willy miró y sonrió.

– ¿En serio?

– En serio. ¿Alguna vez viste algodón… quiero decir, de verdad, como crece en la planta?

– No.

– Bueno, ahí tengo un poco. Ven a visitarme y te lo mostraré.

Impulsivo, Willy echó los brazos al cuello de Gandy y le dio un enorme abrazo.

– Iré mañana.

Gandy rió e hizo girar al chico hacia Agatha.

– Ahora, vete a casa y duerme bien.

Willy volvió junto a Agatha y tomó sin vacilaciones la mano que le tendía. Al hacerlo, la mujer sintió que se le estrujaba el corazón y después, un ramalazo de felicidad.

– Dale las buenas noches al señor Gandy.

Willy se volvió, sin soltarle la mano y lo saludó sobre el hombro:

– Buenas noches, señor Gandy.

– Buenas noches, Willy.

Gandy tuvo una súbita ocurrencia:

– ¡Espere, Agatha!

Se detuvo. Gandy levantó un dedo.

– Un minuto. -Desapareció en las sombras y entró por la puerta de atrás de la taberna. Un momento después estaba de regreso, saliendo a la luz de la luna-. Está bien -dijo, en voz queda.

Así que Alvis Collinson aún estaba dentro. Por instinto, Agatha apretó los dedos en torno de la mano pequeña.

– Buenas noches, Gandy -dijo con suavidad.

– Buenas noches, Agatha.

Con el entrecejo fruncido, el hombre alto de patillas negras los vio irse en la oscuridad, tomados de la mano.

La casa de Collinson era un chiquero. El piso estaba sucio y una estufa herrumbrada. Los platos sucios con restos de comida en descomposición, viciaban el aire. Había ropa sucia tirada por todas partes. Tuvo que ignorar el estado de la cama en la que metió a Willy.

– Ahora estarás bien.

Los luminosos ojos castaños le dijeron que la valentía estaba esfumándose, ahora que iba a dejarlo solo.

– ¿Te vas, Agatha?

– Sí, Willy. Debo hacerlo.

Le tembló la barbilla. Agatha se arrodilló junto a la cama y le apartó el cabello de la sien.

– Cuando visites al señor Gandy, no te olvides de pasar por mi tienda a saludarme.

El niño no respondió, y apretó los labios. Le asomaron lágrimas a las comisuras de los ojos.

Que tu alma arda en el infierno, Alvis Collinson, por tratar a este niño hermoso como si no desearas que viviera, mientras que yo daría mi cadera sana por tener uno como él.

Tuvo que contenerse para mantener los ojos secos.

– Lo harás, ¿verdad?Willy tragó saliva y asintió. Se le resbaló una lágrima por la mejillla.

Agatha se inclinó y lo besó, sintiendo que el corazón le estallaba.

Le pareció que llevaba el hedor de las sábanas pegado a la nariz en todo el trayecto hasta la casa.

Capítulo 8

En una semana, Willy se convirtió en visitante habitual de la sombrerería. Agatha oía abrirse la puerta trasera y, un momento después, él estaba junto a su codo preguntando:

– ¿Qué es eso? ¿Por qué haces eso? ¿Para qué es?

La educación del pequeño había sido bastante descuidada. Y si bien todo le despertaba curiosidad, tenía pocos conocimientos básicos. Le respondía a todas las preguntas con paciencia, complacida por el modo en que los ojos se le iluminaban a cada cosa que aprendía.

– Esto es un dedal.

– ¿Para qué sirve?

– Para empujar la aguja, ¿ves?

– ¿Qué es esos?

– Qué son esos -le corregía, para luego responderle-: Piedras, simples piedras.

– ¿Qué vas a hacer con ellas?

– Sujetar los moldes mientras corto alrededor… ¿ves?

Desde que tenía la máquina de coser, se había suscrito al periódico de modas Ebenezer Butterick y encargó veinte moldes de papel tisú que entusiasmaron a sus clientes y ya le habían encargado varios vestidos para confeccionar. Sin embargo, ese día estaba cortando el primero de los tres vestidos de cancán rojos y negros. Eligió varias piedras de un balde de hojalata para hacer de pesas sobre el tisú. Con la barbilla en el borde de la alta mesa de trabajo, Willy observaba con atención mientras Agatha cortaba la falda. Los ojos del niño registraron con cuánto cuidado apartó cada pieza cortada, sin quitar el molde ni las piedras. Miró en el balde y luego los moldes que faltaban.

– Vas a necesitar más piedras, Agatha.

Miró en el balde.

– Así es, Willy. -Fingió un ceño preocupado-. Oh, cómo odio dejar de trabajar para salir a buscarlas.

– ¡Yo iré!

Antes de que la sonrisa se dibujara en el rostro de Agatha, el niño ya corría hacia la puerta.

– Willy.

Se dio la vuelta, anhelantes los ojos castaños, el cabello pegado de un lado.

– ¿Eh?

– Lleva el balde para juntarlas.

Sacó las que quedaban y se lo dio. Mientras continuaba trabajando, alzaba la vista a menudo y miraba por la puerta trasera, para verlo en cuclillas, el trasero curvado casi en el suelo, el mentón en las rodillas, excavando con un palo. Entró cinco minutos después, cargando orgulloso el balde lleno de piedras sucias.

– Llévalas otra vez afuera y lávalas, para que no ensucien la tela.

Salió afuera y regresó tras unos segundos.

– No alcanzo.

Agatha rió, más feliz de lo que recordaba haber estado nunca, y salió a ayudarlo. Mientras se agachaba para juntar agua del profundo barril de madera, comentó:

– Tendremos que conseguir un pequeño taburete para que puedas subirte, ¿eh? -Antes de entrar, agregó con severidad-: Y procura lavarte las manos, al mismo tiempo.

Cuando volvió, la ropa sucia exhibía manchas húmedas, donde había secado las piedras. Se quejaba y resoplaba cargando el balde pesado, pero lo depositó, orgulloso, a los pies de la mujer.

– ¡Aquí están! ¡Lo hicí!

– Lo hice -corrigió.

– Lo hice -repitió, como un loro.

Agatha examinó las piedras con grandes aspavientos.

– Y lo hiciste muy bien. Todas limpias… ¡y secas, Dios mío! Ve al frente, y pídele a Violet un penique. Dile que yo dije que lo ganaste.

Willy se puso radiante, con las mejillas arreboladas como manzanas de otoño. Giró sobre los talones y se precipitó a través de la abertura de la cortina. Agatha sonrió al oír la voz aguda, excitada.

– ¡Eh, Violet! Agatha dice que te pila un penique. Dice que te diga que lo ané.

– ¿En serio? -fue la respuesta de Violet-. ¿Y qué fue lo que hiciste para ganártelo?

– Junté unas piedras y las lavé, y las sequé.

– Tiene razón. Es un trabajo pesado: no sé cómo hacíamos antes de que tú anduvieras por aquí.

Agatha imaginó los ojos brillantes de Willy siguiendo las manos de Violet que buscaba en el cajón del escritorio. Un momento después, se oyó golpear la puerta del frente.

Estaba de regreso en menos de cinco minutos, con una barra de zarzaparrilla. Chupándola, ocupó de nuevo su lugar junto a la mesa de trabajo.

– ¿Quieres una chupada?

Apuntó la barra en dirección a Agatha. Sabiendo que raras veces recibía dulces, comprendió el valor del ofrecimiento, y no tuvo corazón para rechazarlo.

– Mmmm.

– Zarzaparrilla. -La metió otra vez en la boca y, un minuto después, preguntó-: ¿Qué es eso?

Apuntó con un dedo regordete.

– Polvo de tiza.

– ¿Para qué sirve?

– Para marcar.

– ¿Qué es marcar?

– Así se dice cuando señalo los sitios donde tengo que hacer una pinza.

– ¿Qué es una pinza?

– Una costura que une parte de la tela y le da forma al vestido.

– Ah. -Se rascó la cabeza con vigor, moviendo la barra de zarzaparrilla en la lengua como si fuese el émbolo en una mantequera. Observaba con atención las manos de Agatha-. ¿Tienes que hacer pasar la tiza por esos agujeros pequeños?

– Exacto.

Las únicas marcas en el papel fino eran agujeros de diferentes tamaños, cada uno de los cuales tenía un significado. Espolvoreó con cuidado el fino polvo de tiza sobre ellos y lo frotó antes de quitar el molde, dejando una serie de puntos blancos claramente marcados.

– ¿Ves? -le dijo al niño.

– ¡Jesús!

– ¿No es increíble?

También ella estaba aún maravillada por los moldes nuevos y la máquina de coser. El trabajo se había vuelto entretenido.

Enrolló la pieza del molde y sacudió la tiza sobrante en el frasco de vidrio. Willy se rascó la cabeza y masticó lo que le quedaba de la zarzaparrilla.

– ¿Alguna vez me dejarás probar a mí?

– Hoy no. Y seguro que no, si no te lavas esas manos pegajosas. ¡Y mira el borde de la mesa!

Observó, acusadora, las marcas sucias que dejaron los dedos del chico.

A partir de ese día, comenzó a presentarse con las manos más limpias. Pero el resto de su persona todavía era una mugre. Se rascaba la cabeza sin cesar. Usaba la misma ropa todos los días. Despedía un olor terrible. Aunque Agatha habló con el reverendo Clarksdale, no sirvió de nada. Alvis Collinson no atendía al hijo mejor que antes. Sin embargo, la atención que a Willy le faltaba en la casa la encontraba en el taller de Agatha. Las horas que pasaba ahí se convirtieron en las más luminosas del día tanto para ella como para él, suponía.

Por las noches, continuaba la tarea en la U.M.C.T. Se hizo el propósito de participar en cualquier grupo, menos en aquellos que incluyesen a Evelyn Sowers. Estableció una rutina de visitar cuatro tabernas cada noche, terminando, como las agujas del reloj, en la Gilded Cage. A medida que pasaba el tiempo, más hombres firmaban el compromiso de abstinencia, pero pocos de los clientes de Gandy.

Era lo bastante innovador para no perder ninguno.

La noche en que Agatha se instaló en la puerta y leyó en voz alta trozos de «Diez noches en una taberna», colgó un cartel que ofrecía palomitas de maíz gratis.

La noche que ella distribuyó panfletos titulados: «Ayudemos al vaquero libertino del Oeste», él ofreció un vale por un baño gratis en Cowboy's Rest, a cambio de cada panfleto que se entregara en el bar.

Cuando dirigió a las señoras en la canción: «Los labios que toquen el whisky no tocarán los míos», puso una lista de las bebidas más nuevas que se podían adquirir en la Gilded Cage: brebajes con nombres misteriosos como ponche de ginebra, mint julep, sangría, clericó de jerez, timber doodles y blazer azul.

Cuando las damas, conducidas por Agatha, cantaron el clásico cristiano, «La Fe de Nuestros Padres», le hizo una seña a Ivory que, de inmediato, entró con el acompañamiento al piano. Gandy, de pie detrás de la barra, dirigió a toda su clientela en la versión más vehemente que Proffitt escuchó jamás… ¡dentro o fuera de la iglesia! Cuando el «Amén» se perdió, le sonrió a Agatha y anunció:

– ¡Sardinas gratis en el bar! ¡Vengan todos a buscarlas!

Cuando Agatha pasó el tazón de la colecta pidiendo donaciones para el movimiento, Gandy anunció que, esa noche, la bolsa del keno se duplicaría.

Sí, no cabía duda de que era innovador. Pero Agatha había llegado a disfrutar del intento de superarlo.

Una noche, antes de que se reunieran los parroquianos de Gandy y las luchadoras de Agatha, la mujer entró en el Gilded Cage y se encaminó directamente a la barra. Gandy estaba en la parte más cercana, de espaldas a la barra, los codos apoyados en la superficie lustrosa, y la miraba acercarse. Tenía el Stetson bajo. Fumaba el cigarro sin tocarlo con los dedos. El chaleco color jengibre estaba inmaculado. Los hoyuelos, intactos.

– Bueno, ¿qué la trae tan temprano por aquí, señorita Downing?

Siempre la llamaba «señorita Downing» cuando había otros cerca.

Agatha le entregó una copia de «Ayudemos al Vaquero Libertino del Oeste».

– Quiero mi vale para un baño gratis, señor Gandy.

Scott miró el panfleto, se sacó el cigarro y amplió la sonrisa.

– Debo suponer que habla en serio.

Asintió.

– Por cierto. Creo que el aviso dice un panfleto por un vale.

El hombre tomó el panfleto y lo hojeó:

– No pretenderá que lo lea.

– Como prefiera, señor Gandy. Mi vale, por favor -repitió, con formalidad, extendiendo la palma.

Ni ella ni Gandy tenían el menor inconveniente para enfrentarse con la más absoluta amabilidad mientras intercambiaban desafíos.

Gandy adoptó la pose de antes, con los codos apoyados, y ordenó, sobre el hombro:

– Jack, dale a la dama un vale para el baño.

Sonó la registradora y Jack Hogg le entregó un redondel de madera.

– Aquí tiene, señorita Downing.

– Gracias, señor Hogg.

– Creo que la mejor hora para ir al Rest es a la mañana temprano, antes de que los vaqueros se levanten.

Se le puso el cuello rojo: en el Estado de Kansas ninguna mujer decente se dejaría sorprender en un lugar como el Cowboy's Rest. Pero contestó con gentileza:

– Lo tendré en cuenta.

Se dio la vuelta para marcharse.

– Oh, señorita Downing. -Se volvió hacia Jack-. Tengo una camisa rota bajo el brazo que necesitaría unas puntadas de su máquina.

– Llévela cuando quiera. Si no estoy yo, lo atenderá la señorita Parsons.

– Lo haré.

Levantó el sombrero y sonrió. Agatha ya no pensó en la mitad lívida de la cara sino en lo apuesto que sería antes de tener las cicatrices.

Al pasar junto a Gandy, este levantó una fuente del bar:

– ¿Quiere una sardina, señorita Downing?

Miró la fuente, luego a él: los hoyuelos proclamaban que esperaba que rechazara.

– Claro, gracias, señor Gandy. Me gustaría.

Odiaba el pescado, pero tomó una de la fuente, y se la metió en la boca sin vacilar. Masticó. Paró. Masticó otra vez y tragó, se estremeció con violencia y cerró los ojos.

– ¿Qué pasa? ¿No le gustan las sardinas?

– ¡Qué vergüenza, señor Gandy! ¿Acaso no tiene conciencia, que les da a los clientes pescados salados como los siete mares?

– Ni la más mínima.

– Y palomitas de maíz, que deben de ser iguales.

– La semana que viene traeré ostras frescas. No son tan saladas, pero sí una exquisitez. -Levantó una ceja y alzó la fuente-. ¿Quiere otra?

Agatha miró con recelo la fila de pescados resbaladizos.

– Supongo que lo llamará libre empresa. -Riendo, el hombre dejó el plato. La mujer se lamió el aceite de los dedos-. ¿Qué se le ocurrirá a continuación, señor Gandy?

– No sé. -La expresión era totalmente amistosa y triunfal-. Estoy quedándome sin ideas. ¿Y usted?

Agatha no rió. Pero requirió un gran control de sí misma para no hacerlo.

Agatha decidió que era mejor ser franca con las compañeras de la U.M.C.T y decirles que estaba haciendo un trabajo para el señor Gandy y sus empleadas.

Evelyn Sowers se crispó y resopló:

– ¡Haciendo tratos con el enemigo!

Agatha esperaba eso.

– Tal vez lo sea, pero para un buen fin. El diez por ciento de todo lo que gane con el señor Gandy será para la causa. Como saben, nuestros cofres están bastante vacíos.

La boca de Evelyn siguió torcida en gesto amargo, pero no discutió más.

Jubilee, Pearl y Ruby fueron a probarse los vestidos. Entraron por la puerta trasera con su estilo lánguido, charlando y riendo, con las batas puestas. La de Pearl era rosada, la de Ruby, púrpura. La de Jubilee, verde turquesa.

Agatha hizo un gran esfuerzo para no mirarla fijo.

Las tres rieron y entraron en la tienda.

– Hola, Agatha. Hola Violet. Cómo estás, Willy.

Willy se apartó de Agatha y corrió hacia ellas.

– ¿Os probasteis los vestidos nuevos de baile?

Ruby pellizcó la nariz de Willy:

– Seguro.

– Espiaré por debajo de la puerta y os veré bailar con ellos puestos.

Con gesto cariñoso, Jubilee lo tomó del hombro y lo hizo girar:

– Oh, no, jovencito, no lo harás.

– Sí, lo haré.

– Si te pesco, te escaldaré el trasero.

Willy no se sintió amenazado. Sonrió y movió la cabeza, confiado:

– No.

– ¿Cómo sabes que no?

– Porque iré corriendo a contárselo a Scotty y a Agatha, y ellos no te dejarán.

Con los brazos en jarras, Jube se inclinó y apoyó la frente contra la de Willy:

– Bonito bribón estás hecho tú, ¿eh, Willy Collinson?

– Eso dice Agatha.

Todos rieron. Pearl revolvió el cabello de Willy.

El chico alzó los ojos hacia ella:

– He ayudado a Agatha a hacer vuestros vestidos, Pearl.

– ¡No me digas!

– ¿No'e cierto, Agatha?

Excitado, se volvió hacia ella.

– ¿No es cierto? -lo corrigió-. Ya lo creo que me ayudó. Pone los pesos sobre los moldes que yo pongo sobre las telas.

Violet agregó:

– Y ayuda a que los frunces no se ricen mientras Agatha y yo los formamos.

Ruby apoyó un puño en la cadera en una pose de falsa suspicacia:

– ¡Bueno, imagina eso!

– Y Agatha dice que me conseguirá un taburete para que yo pueda ver sobre la mesa y para que alcance hasta el barril de agua.

Más risas.

Agatha se puso a la tarea:

– Los vestidos están listos para probar. -Los trajo y los colgó de una barra alta-. Quedarán deslumbrantes.

Lo eran. Más aún sobre esos cuerpos exquisitos. Agatha no pudo evitar envidiar a las muchachas cuando se los pusieron y exhibieron sus cinturas de avispa que realzaban los corsés con ballenas en forma de cucharas en el frente. A petición de Agatha, las tres tenían puestas botas de tacón alto, para poder ajustar bien los ruedos. Nunca pudo usar zapatos de tacón alto… y qué atractivos se veían los tobillos femeninos con ellos. Verlos era casi tan divertido como usarlos.

Jubilee y Ruby estaban de pie sobre la mesa de trabajo mientras Agatha y Violet marcaban los ruedos con tiza. Pearl haraganeaba en una silla, esperando su turno.

– ¿Conocen a ese vaquero llamado Slim McCord? -preguntó Jubilee.

– ¡Ese alto, flaco, con la nariz como una zanahoria!

– Ése.

– ¿Qué pasa con él?

– Quiso hacerme creer que, a veces, cuando están en camino, hace tanto calor que tienen que sumergir en baldes con agua los frenos de los caballos para que no les quemen la lengua.

Con el rabillo del ojo, Pearl comprobó si Willy la escuchaba.

– ¿Vosotras lo creéis?

– Mmm… -Rüby adoptó aire pensativo-. Yo, no. Pero, ¿qué opináis del viejo Cuatro Dedos Thompson, que asegura que, cuando se queda sin sal en la carreta, lame el sudor del caballo en la montura?

Fascinado, Willy no se perdía palabra.

– ¡Escuchad esto! -exclamó Pearl-. El viejo Duffield me preguntó: «¿Sabes cómo averiguar cuándo se levanta viento en Texas?». -Pearl hizo una pausa dramática, y miró de soslayo a Willy-. ¿Sabes cómo, Willy?

Negó con la cabeza, y se rascó.

– Bueno, según Duffield, clavas una cadena en la punta de un poste, y cuando sopla viento calmo, queda derecha. Cuando el último eslabón se suelta, puedes esperar mal tiempo.

Todos rieron, y Willy se abalanzó alegremente sobre el regazo de Pearl.

– ¡Ah, estabas burlándote de mi, Pearl!

La muchacha le revolvió el pelo y sonrió.

Las chicas siempre llevaban consigo un aire de festividad y, además, junto con los otros empleados de la Gilded Cage, se interesaban por Willy. A Agatha le encantaba tenerlos en la tienda. Cuando terminó la prueba y se marcharon, todo pareció muy aburrido.

Willy estaba sentado en el umbral de la puerta trasera jugando con un gusano verde y rascándose. Doblado por la cintura, observaba al insecto arrastrarse por su bota, y se rascaba el cuello. Se enderezó y lo vio arrastrarse de un dedo índice al otro, y se rascó la axila. Se puso el gusano en la rodilla y se rascó la ingle. Dejó el gusano en el suelo y se rascó la cabeza.

– ¿Te gustaría darte un baño, Willy?

Giró sobre el trasero.

– ¡Un baño! ¡No me daré ningún baño!

Agatha y Violet intercambiaron miradas severas.

– ¿Por qué no?

– Pa nunca no me hace bañarme.

– Pa no me hace -lo corrigió, y se apresuró a agregar-: Bueno, pues debería. El baño es importante.

– ¡Odio los baños! -afirmó Willy, enfático.

– Sin embargo, yo creo que lo necesitas. Tengo un vale. No tienes más que dárselo al señor Kendall, en el Cowboy's Rest, y podrás tomarlo gratis.

Willy saltó como si, de pronto, hubiese recordado algo.

– Tengo que ir a ver cómo cargan las vacas en los vagones de ganado. Adiós, Violet. Hasta luego, Agatha.

Se escapó, sin acordarse del gusano que, para entonces, trepaba por el marco de la puerta.

Esa tarde, a las cuatro y cuarto, Agatha llamó a la puerta de la oficina de Gandy.

– Pase.

– Soy yo.

Entró y lo vio de cuclillas frente a la caja de seguridad, contando un fajo de billetes. Se puso de pie de inmediato.

– Creí que estaría probándoles los vestidos a las chicas, esta tarde.

– Ya terminamos.

– ¿Cuándo estarán listos?

– En uno o dos días.

Todo parecía igual, salvo un alto frasco de vidrio con barras negras de orozuz en un rincón del escritorio, que antes no estaba.

– ¿Hay algún problema?

Con gesto despreocupado, arrojó la pila de billetes al escritorio.

– No, con los vestidos no.

– Bueno, siéntese. ¿De qué se trata?

Se sentó en el borde de una silla de roble. Gandy, en la giratoria y, sin pensarlo, metió la mano en el bolsillo del chaleco. Había sacado el cigarro por la mitad cuando se dio cuenta de lo que hacía y lo guardó otra vez.

– Se trata de Willy.

En los labios del hombre jugueteó una sonrisa torcida, y los ojos se posaron en el frasco.

– Ah, ese Willy es un personaje, ¿no es cierto?

Los ojos de Agatha siguieron el recorrido de los de Gandy.

– Es un ángel. Creo que ha estado visitándolo con regularidad.

Gandy asintió y rió. Ahuecó las manos y apoyó el mentón en ellas.

– ¿A usted también?

– Sí. Todos los días.

Vio que miraba las barras de orozuz y se apresuró a explicar:

– No sólo son para él: a mí también me gustan.

Agatha sonrió, al comprender la renuencia del hombre a que lo sorprendieran demasiado encariñado con el muchacho.

– Sí, me imagino.

Como para demostrarlo, destapó el frasco, se sirvió una barrita y le ofreció:

– Tome una.

Tenía la negativa en la punta de la lengua, pero la boca se le hacía agua. ¿Cuánto tiempo hacía que no disfrutaba de una barrita de orozuz?

– Gracias.

Gandy tapó el frasco, mordió el dulce y se sentó otra vez, masticando. Agatha mordisqueó la propia y observó, distraída, la blanda barra pegajosa en los dedos. Alzó la vista y puso el vale de madera sobre el escritorio,

– Quisiera cambiarle esto.

Gandy le lanzó una mirada fugaz al redondel de madera, y luego miró fijo a Agatha. Reaparecieron los hoyuelos y una sonrisa burlona:

– Me temo que tendrá que ir al Cowboy's Rest para eso. Aquí no damos baños.

– Para Willy -explicó.

– ¿Willy?

– Hiede. -Hizo una pausa elocuente-. Y necesita más un baño que cualquier otro ser humano que yo haya conocido.

– Mándelo allá.

– No quiere ir.

– Ordéneselo…

– No soy la madre, señor Gandy, ni su padre. Willy dice que el padre no lo hace bañarse, cosa bastante obvia. Cuando le sugerí que fuera solo, salió corriendo a ver cómo cargaban el ganado.

Gandy dio otro mordisco al dulce.

– ¿Y qué quiere que haga?

– Willy iría con usted.

– ¡Conmigo!

Gandy alzó las cejas.

– Adora el suelo que usted pisa.

– Espere un minuto. -Gandy se levantó de la silla y se alejó de Agatha lo más que pudo. En el rincón, cerca de la ventana, se dio la vuelta y la señaló con la barra de dulce ablandada-. Yo tampoco soy el padre del chico. Si necesita un baño, que se lo dé Collinson.

Agatha habló sin alterarse:

– Eso sería lo mejor, ¿no?

Dio otro recatado mordisco al orozuz. Gandy tiró el suyo sobre el escritorio.

– ¿Por qué tengo que hacerlo yo? -preguntó, exasperado.

Agatha prosiguió, serena:

– Yo lo llevaría, pero no es apropiado. Las mujeres no vamos a los baños públicos. De todos modos, usted va bastante a menudo, ¿no es cierto?

Gandy adoptó una expresión colérica.

– No me molesta que venga de vez en cuando, pero no pienso atender a ese golfo y llevarlo a todos lados como si fuese mío. Podría llegar a convertirse en una molestia espantosa. Y tampoco voy a quedarme siempre en este pueblo, usted lo sabe. No conviene que se encariñe conmigo.

Agatha se sacudió una pelusa inexistente de la falda y dijo, sin rodeos:

– Tiene piojos.

– ¡Piojos!

Apabullado, Gandy miró a Agatha.

– Se rasca sin cesar. ¿No lo ha notado?

– Yo…

¡Maldita mujer! ¿Por qué no lo dejaba en paz? Gandy comenzó a pasearse y a mesarse el cabello.

– Señor Gandy, ¿tuvo piojos alguna vez?

– Claro que no.

– ¿Lo picó una mosca, entonces?

Tenía el poder de hacerlo contestar lo que no quería.

– ¿A quién no? Teníamos perros y gatos cuando yo era niño.

– Entonces, sabe que estar infestado de picaduras no es lo más agradable del mundo. Las moscas pican y se van. Los piojos se quedan y chupan. Se mueven constantemente sobre la persona…

– ¡Está bien! ¡Está bien! -Cerró los ojos con fuerza, y alzó las manos, en gesto de rendición-. ¡Lo haré!

Abrió los ojos, se puso ceñudo y dirigió la mirada hacia un rincón del techo y maldijo en voz baja.

Agatha sonrió:

– Antes, habrá que frotarle la cabeza con queroseno.

– ¡Jesús! -farfulló, disgustado.

– Y la ropa necesita una lavada. Yo me ocuparé de eso.

– No se mate, Agatha -le aconsejó, sarcástico.

– Dejé el vale para pagar el baño. -Tenía un aspecto ridículo en el escritorio, junto a los fajos de billetes-. Bueno… -Se levantó-. Gracias por la barra de orozuz. Estaba deliciosa. Hacía años que no comía una.

– ¡Bah!

La ganó el humor, y sonrió, halagadora.

– Vamos, Gandy, no es para tanto. Imagine que el queroseno es esa porquería que usted vende allá abajo.

El hombre contrajo los puños. Los ojos negros, con esa expresión furiosa, no perdieron un ápice de atractivo.

– Agatha, usted es una condenada fastidiosa, ¿lo sabía?

Le miró la boca y rompió en carcajadas.

Los labios contraídos de Gandy estaban rodeados de un anillo negro, como un ojo de un mapache. Se crispó, y trató de parecer duro. ¡Maldita entrometida! Viene aquí, con esos perturbadores ojos verde claro, manipula mi conciencia y luego se ríe de mí!

– ¿Qué le parece tan divertido?

Sin dejar de reír, Agatha le sugirió sobre el hombro:

– Limpíese la boca, Gandy.

Cuando la cola del polisón desapareció, se precipitó a su apartamento y se miró en el espejo que había sobre el lavatorio. Enfadado, se limpió el orozuz de la boca. Pero un instante después, lo atacó un deseo caprichoso de reír. Pensó en silencio unos momentos. Esa maldita empezaba a perturbarlo.

Repasó uno por uno los atributos físicos: la boca atractiva; la piel sin defectos; la línea decidida de la barbilla; la arrebatadora opacidad de los ojos verdes; el brillo sorprendente del cabello caoba rojizo, arreglado con arte; la vestimenta, siempre formal e impecablemente cortada que, en cierto modo, era la ideal para ella; los altos polisones. Hasta entonces, nunca se había fijado mucho en polisones pero, sin duda, a Agatha le daban un aspecto elegante.

Se observó a sí mismo en el espejo.

Ten cuidado, muchacho, podrías enamorarte de esa mujer, y no es de ésas con las que se puede jugar.

El delgado muchachito, oliendo a queroseno, y el hombre alto y fornido oliendo a cigarro, estaban en un cuarto que olía a madera húmeda. En el medio del suelo de madera mojada había dos bañeras, también de madera, con agua caliente que los esperaban. En una esquina, en una silla de respaldo arqueado, dos toallones turcos, un tazón de jabón amarillo suave de lejía, y una pila de ropa limpia.

– Bueno, muchacho, desnúdate. ¿Qué esperas?

Gandy se sacó la chaqueta y la dejó sobre el respaldo de la silla.

Willy proyectó hacia fuera el labio inferior.

– Me engañaste.

– No. Perdiste limpiamente una partida de póquer de cuatro naipes.

– Pero si nunca había juegado, ¿cómo iba a ganar?

– Es la suerte, Willy. Sólo que en esa mano estaba conmigo. Y creo que Agatha te explicó que no digas más «juegado».

El chaleco de Gandy fue a unirse a la chaqueta. Se sacó fuera del pantalón los faldones de la camisa sin desabotonarla, y Willy aún no había levantado un dedo para desvestirse. Gandy puso el pan de jabón en el suelo y se sentó para sacarse las botas.

– Muchacho, ya hace casi una hora que no fumo, y si no quieres salir volando como fuegos artificiales, será mejor que te metas en esa bañera y te quites el queroseno.

Haciendo pucheros, Willy se sentó en el suelo y comenzó a sacarse las botas que tenían las puntas curvadas. Gandy lo miró por el rabillo del ojo y rió para sus adentros. El labio inferior del chico tenía dos veces el largo habitual. La barbilla aplastada, en gesto de fastidio. El cabello revuelto le daba la apariencia de una vieja gallina rubia que hubiese recibido demasiados picotazos de las compañeras.

– Teno un nudo.

Refunfuñó sin levantar la vista.

– Pues, desátalo.

– No puedo. Está demasiado apretado.

Sin otra prenda puesta que el enterizo hasta la rodilla, Gandy se apoyó en una rodilla, junto al chico:

– Déjame ver…

No cabía duda de que Willy tenía un nudo. En verdad, no tenía otra cosa: los cordones de las botas eran una serie de nudos. Las botas mismas parecían listas para la basura desde un mes atrás. Cuando se las sacó, el olor estuvo a punto de voltear a Gandy.

– ¡Por el amor de Dios, muchacho, hueles como la guarida de un jabalí salvaje!

Willy rió con disimulo, escondiendo la barbilla en el pecho y tratando de cubrirse la boca con la muñeca. Después, estiró un puño a ciegas y lo golpeó en la rodilla.

– No -farfulló.

– Bueno, por lo menos como una mofeta, entonces.

Otro golpe.

– ¡Tampoco!

– ¡Uff! ¡Me quitas el aliento! Si no eres tú, ¿quién puede ser?

A Willy le dolía la cara de contener la risa, y para evitarlo, dio otro golpe a Gandy que lo hizo perder el equilibrio.

Gandy le dirigió una sonrisa afectada, llena de hoyuelos:

– ¡Jesús, me parece que vi a cuatro mofetas hembras arrastrándose hacia la puerta, en este mismo momento!

Esta vez, la carcajada de Willy escapó antes de que pudiese ahogarla. Alzó la cabeza y dio un empellón con todo el cuerpo contra el pecho de Gandy.

– No me importa. Igual, me hiciste trampa, Scotty.

Era la segunda vez que Gandy tenía a Willy en sus brazos. Aun oliendo a queroseno y a pies sucios, le derritió el corazón. Con las caras a escasos milímetros de distancia, Gandy rió y le preguntó:

– ¿Ya estás listo para meterte en el agua?

– Si no hay más remedio… -Al semblante de Willy volvió la expresión angelical-. La cabeza me arde.

Uno al lado del otro, se desnudaron. Cuando terminaron se miraron cara a cara, Gandy hacia abajo, Willy hacia arriba El pene de Willy era como una diminuta bellota rosada; el de Gandy, no. Las piernas del niño, como cerillas; las del hombre largas, duras, salpicadas de áspero vello negro. Las costillas de Willy, como una marimba; el torso de Gandy, como un saco repleto de avena.

Los ojos de los dos, de un castaño intenso y largas pestañas, se parecían mucho. Willy los levantó:

– Cuando sea mayor, ¿me pareceré a ti?

– Es probable.

– ¿Tendré un gran garrote?

Gandy rió, echándose hacia atrás con las manos en las caderas. Miró sonriente la cara que estaba a la altura de su ombligo.

– Willy, muchacho, ¿dónde escuchaste semejante palabra?

– A Ruby.

– ¿Ruby? ¿Qué dice?

– Dijo que le gustaban los hombres con grandes garrotes, y como es mi amiga, quiero gustarle.

Gandy tocó la nariz del niño.

– Si quieres agradar a las damas, toma un baño al menos una vez por semana. Ahora, vamos… -Se apoyó en una rodilla, junto a la bañera-. La cabeza primero.

Willy se arrodilló, se aferró al borde de la bañera y se inclinó sobre ella. El trasero, de nalgas tan diminutas como hogazas de pan sin leudar, se acomodó entre los tobillos mugrientos. Cada una de las vértebras sobresalía como un guijarro en una orilla de la que el agua se retiró. ¡Y el pelo… por Dios!

«¡Qué facha!, -pensó el hombre-, puro piel y huesos, piel de gallina y suciedad». Tomó un puñado de jabón, sonrió, apoyó el codo en la rodilla levantada y se dispuso a la tarea.

Hubo algo de honda satisfacción en frotar la pequeña cabeza. Las manos anchas de Gandy parecían tan oscuras en contraste con la palidez de Willy, los antebrazos tan poderosos junto al cuello flaco… Pensó en su propia hija, si la habría bañado en caso de estar viva.

Olvídalo, Gandy, ya pasó.

Dobló hacia atrás una oreja de Willy y escudriñó dentro:

– Muchacho, ¿qué es lo que te crece aquí dentro? Ya es hora de cosechar, ¿no crees?

Willy gorgoteó, con los codos hacia el techo.

– ¡Date prisa!

– Estoy haciéndolo, pero tendría que haber traído una pala.

El chico rió otra vez.

– Eres divertido, Scotty -se oyó, en sordina.

Era extraño, pero un elogio tan insignificante de parte de un pequeño lo hizo profundamente feliz. Cuando el cabello quedó limpio, hizo que se llevaran el agua sucia y trajeran otra limpia.

– Métete para calentarte.

El mismo Gandy tembló, agradecido, cuando metió sus largos miembros en una de las bañeras, mientras Willy se sentaba a lo indio en la otra. Se enjabonó y se enjuagó, alzó los brazos y curvó los hombros, para mostrarle al niño cómo se daba un buen baño.

– Escarba bien esas orejas, ¿me oíste?

– Lo haré -repuso el niño, disgustado, siguiendo las indicaciones.

– Y no sólo dentro, también detrás.

– ¿Y si me quedo surdo? N'os bueno que se te meta agua en las orejas.

– Te aseguro que no quedarás surdo.

– Eso es lo que dice Gussie, pero…

– ¿Gussie?

Las manos de Gandy, que frotaban el pecho, se detuvieron.

– Sí, me revisó las orejas y…

– ¿Quién es Gussie?

– Agatha. Dice que cuando era pequeña la mamá siempre la llamaba Gussie, y dice que yo tamién puedo llamarla así. Bueno, Gussie me revisó las orejas y dijo que…

Gandy sólo oyó trozos de lo que Agatha había dicho. ¿Gussie? Se respaldó en la bañera, echándose distraídamente agua sobre el pecho, y tratando de adaptar el sobrenombre al rostro. Dejó las manos quietas. Claro… Gussie. Sonrió, sacó un brazo largo, se secó los dedos y sacó un cigarro del bolsillo del chaleco. Lo encendió, y holgazaneó contento, con las rodillas emergiendo como montañas, los brazos en el borde de la bañera, y pensó en ella.

Una mujer poco común. Moralista hasta la exageración, pero con un respeto subyacente hacia todo aquel que se ganara primero el respeto de ella. Tenía un modo divertido de desafiarlo en lo que se refería a la templanza. Había llegado a esperar impaciente la aparición de Agatha, todas las noches, en el Gilded Cage. Sí, claro que hacía la campaña junto con las demás, pero en su caso estaba atemperada por una firme convicción de que el ser humano tenía derecho de vivir como mejor le pareciera. Cuando lo pensaba, le parecía admirable; por un lado, cantaba, repartía panfletos y pedía firmas para un compromiso de abstinencia; por otro, admitía que Gandy tenía todo el derecho de hacer su negocio, igual que los demás propietarios de tabernas del pueblo.

Se puso a pensar en otra de las dicotomías de Agatha. Estaba fascinada por Jubilee y las chicas. Aunque fingía que no lo estaba, en ocasiones la sorprendía observándolas como si le parecieran las criaturas más maravillosas de la tierra.

Y el niño. Era muy buena con él. Era una pena que no hubiese tenido hijos. Los habría criado mucho mejor que un réprobo como Collinson.

Echó una mirada a Willy y rió entre dientes. El chico estaba doblado hacia adelante, con la barbilla y los labios bajo la superficie del agua, y disfrutaba cada minuto del baño. Lanzó una nube de humo hacia el techo.

– Agatha te hizo unos trapos nuevos.

La cabeza de Willy emergió de golpe, los ojos dilatados de escepticismo.

– ¿En serio?

– Pantalones y camisa. -Gandy indicó con la cabeza al costado-. Ahí en la silla, con los míos.

– ¡Jesús…! -Willy se transfiguró al ver la pila de ropa plegada, y le chorreó el agua por el mentón-. No me dijo nada.

– Creo que quería darte una sorpresa.

Los ojos de Willy no se apartaban de la silla y se puso de pie:

– ¿Puedo salir, ya?

– ¿Estás seguro de que te frotaste hasta quedar limpio?

Willy alzó los codos y revisó fugazmente cada axila.

– Sí.

– Está bien.

Un trasero resplandeciente apuntó hacia Gandy y dos talones mojados resonaron sobre el suelo. Gandy tomó las toallas, le arrojó una a Willy y se levantó para usar la otra. El chico dio unas pasadas rápidas a su cuerpo con la toalla enrollada, la tiró en un charco y se fue en busca de la ropa.

– Eh, no tan rápido, muchacho. Todavía estás chorreando. Ven aquí.

Gandy se puso su propia toalla en el hombro y se acuclilló, con el niño entre las rodillas. Sonrió al ver cómo temblaba y se acurrucaba. Pero, al parecer, no veía otra cosa que la ropa nueva que lo aguardaba en la silla. Mientras Gandy lo zamarreaba para un lado y para otro secándole la espalda, las axilas, las orejas, el muchacho estiraba el cuello hacia la silla como si su cabeza estuviese montada sobre un resorte.

– Date prisa, Scotty.

Gandy sonrió y lo soltó, con una palmada en el trasero.

– Está bien, ve.

Los pantalones eran de muselina azul. Willy ni pensó en la ropa interior. Apoyó las nalgas en el borde de la silla y se metió, impaciente, en los pantalones nuevos. Agatha les había pasado un cordón por la cintura para ajustarlos. Willy tironeó y fue hasta Gandy mirándose el vientre.

– Átame.

– Primero, métete la camisa dentro y después lo ataremos.

La camisa cerraba por delante con botones de nácar. Estaba hecha de zaraza rayada y las mangas eran demasiado largas.

– Abotóname.

Gandy sonrió con disimulo y obedeció. Los botones impedían que los puños resbalaran por las manos pequeñas de Willy. Ató el cordón, metió lo que sobraba para adentro, y lo sujetó de las caderas.

– Luces muy elegante, muchacho.

El chico se apretó la camisa contra el cuerpo con las manos.

– ¿No son preciosos? -Se miró, maravillado pero, de pronto, se soltó de las manos de Gandy-. ¡Eh, tengo que ir a enseñárselo a Gussie!

– No tan rápido; ¿Y los zapatos?

– Ah… eso.

Willy se tiró al suelo y se puso las botas en los pies desnudos: no había llevado calcetines.

– ¿No te parece que tendríamos que peinarte?

– Yo no traje peine.

– Yo sí. Espera un minuto.

Una vez vestido, Gandy se sentó en la silla de respaldo curvo con un Willy impaciente entre los muslos. Dividió el limpio pelo rubio con cuidado y lo acomodó en un arco perfecto sobre la frente, lo peinó hacia atrás encima de las orejas y en una pequeña cola en la nuca. Cuando terminó, lo sujetó de los brazos para inspeccionarlo.

– Agatha no te reconocerá.

– Sí, me reconocerá… ¡suéltame!

– De acuerdo, pero espérame.

Afuera, el hombre tuvo que alargar los pasos para mantenerse junto al chico.

– ¡Vamos, Scotty, apresúrate!

Gandy rió para sí y se apresuró. El día era sereno. La puerta del frente de Agatha estaba abierta. Si no hubiese sido así, Willy podría haber roto la ventana y sacado la puerta de quicio.

– ¡Eh, Gussie, Gussie! ¿Dónde estás?

Corrió a través de la cortina lavanda cuando Agatha exclamó:

– ¡Aquí atrás!

Gandy lo siguió a tiempo para ver a Willy de pie junto a la silla de Agatha, el pecho hinchado mientras se inspeccionaba a sí mismo y alardeaba:

– ¡Mírame, Gussie! ¿No'stoy lindo?

Agatha dio una palmada y juntó las manos bajo el mentón.

– ¡Válgame Dios! ¿A quién tenemos aquí?

– Soy yo, Willy.

Convencido, se palmeó el pecho.

– ¿Willy? -Lo observó con expresión de duda, y negó con la cabeza-. El único Willy que conozco es Willy Collinson, pero él no está tan radiante como tú. Tampoco huele a jabón.

Casi sin aliento, las palabras del chico se atropellaron unas a otras.

– Scotty y yo, nosotros nos bañamos y nos lavamos el pelo y el me trujió mi ropa nueva que tú me hiciste y me ató el cordón y… bueno… pero yo no podía abotonarme y él me ayudó… ¡y me encantan, Gussie!

Se le arrojó encima y la abrazó con fervor.

Gandy permaneció en la entrada, mirando. Willy estampó un beso en la boca de Agatha, y la mujer rió y se sonrojó de felicidad.

– ¡Dios mío, si hubiese sabido que iba a recibir tanta atención, la habría hecho hace mucho tiempo!

– Y me limpié muy bien las orejas, como dijo Scotty, y me restregué todo y él me peinó el cabello. ¿Ves? -Corrió junto a Gandy, lo tomó de la mano y tironeó de él-. ¿No' cierto?

Agatha levantó la vista hacia Scott Gandy, de pie junto a ella. Nunca se había sentido tan parecida a una esposa y madre. Sintió el corazón colmado. El niño se apoyaba en su rodilla y la acariciaba, oliendo a jabón, la camisa… con amplitud para que creciera, se separaba del cuerpo pequeño y delgado en picos almidonados. Cerca, estaba el hombre que, junto con ella más había hecho para que esa pequeña alma abandonada se sintiera más feliz y cuidada que nunca en su vida.

Extendió una mano, incapaz de expresar en palabras lo que le desbordaba el corazón. Scott Gandy la tomó, la sostuvo sin apretarla y le sonrió.

Gracias, dijo en silencio, con los labios, encima de la cabeza de Willy.

Asintió y le apretó los dedos con tanta fuerza que le rebotó en el corazón.

De pronto, los dos adultos se sintieron embarazados. Gandy le soltó la mano y retrocedió.

– Necesita calcetines y ropa interior nueva. Pensé en ir con él a la tienda de Harlorhan y comprársela.

Agatha los vio alejarse de la mano, y le ardieron los ojos de alegría.

Junto a las cortinas, el niño se dio la vuelta y le hizo un saludo rápido con la mano.

– Ta', luego, Gussie.

Los ojos castaños de Gandy se posaron en los verde claro. Los de él tenían una expresión que oscilaba entre la broma y la caricia.

– Sí, ta 'luego, Gussie.

Agatha se ruborizó y bajó la mirada. El corazón le palpitaba como una bandada de mariposas revoloteando en el aire. Cuando alzó la vista, en la entrada sólo quedaba el ondular de las cortinas.

Capítulo 9

Alvis Collinson sufría de gota crónica. La mañana siguiente al baño de Willy, se despertó con los pulgares de los pies palpitando. Tenía tendencia a culpar a Cora de todo, incluyendo la gota.

¡Maldita seas, Cora, por irte y dejarme sin una mujer que me cuide! Los dedos de los pies me palpitan como unas perras en celo, y tengo que levantarme y hacer las cosas. No hay un desayuno caliente esperándome. Ni camisas limpias para ponerme. Ni una mujer que vaya a buscar carbón y caliente el agua. Malditas sean las mujeres, todas… no sirven cuando las tienes ni tampoco cuando no las tienes. Y, sobre todo, maldita Cora, siempre fastidiándome para que fuera algo mejor, hiciera algo más refinado que conducir vacas. Cuando decía refinado, se refería a algo elegante como el Hermano Jim, que consiguió un trabajo de afeminado, como Jefe de Registro de Eventos, justo en la época en que los agentes de tierras comenzaron a desperdiciar esta parte del país dándosela a los extraños. El hermano Jim, que viste trajes elegantes cada mañana y camina por la acera hasta su coquetona oficina, saludando con el sombrero a las mujeres, como si sus pedos no apestaran. Diablos, Cora no podía mirar a Jim sin que se le saltaran los ojos de las órbitas y se le hincharan los pezones.

Y nadie convencerá a Alvis Collinson de que ese rapaz miserable no era hijo de Jim. Más de una vez Alvis llegó inesperadamente a casa y pescó a Jim merodeando a Cora. ¡Y la nariz de ella también se le arrugaba, vaya si se le arrugaba!

Esta noche no, Alvis, estoy muy cansada. Como si una vez que había probado ai Hermano Jim, su propio marido ya no le pareciera bastante. Después, tuvo el coraje de soltar el cachorro y escaparse.

Vamos, Hermano Jim. Aparece por este pueblo una vez… ¡sólo una! Así podré darte una tunda y arrojarte a tu rapaz, porque es tuyo. Estoy hartándome de estar atado por esa espina en el costado, que ni siquiera es mía.

En la cocina, de puntillas sobre una silla, Willy se miraba en un espejo pequeño y turbio que colgaba alto, en la pared. El fino cabello rubio resplandecía de agua. Con gran esfuerzo, se pasó el peine, hizo una raya al costado y lo peinó chato sobre la coronilla, de izquierda a derecha. Intentó acomodarlo como había hecho Scotty, pero no se formaron los picos a los costados. Intentó otra vez, y fracasó. Metió el peine entre las rodillas y probó con las palmas, dando forma a una onda como una rosquilla leudada. Tras varios intentos, al fin lo logró bastante bien. ¡Muchacho, cómo va a sorprenderse papá!

Se bajó de la silla, dejó el peine sobre la mesa y fue a la puerta del dormitorio, radiante de orgullo.

– ¡Pa, mira! ¡Mira lo que logré!

Alvis miró ceñudo hacia la puerta, frotándose el pie dolorido. Era el mocoso, ya levantado y vestido.

– ¿Que mire qué? -refunfuñó.

– ¡Esto! -Willy se acarició los bolsillos del pecho-. Me lo dieron Gussie y Scotty. Gussie me hizo los pantalones y la camisa, y Scotty me compró botas nuevas como las de él y me llevó a darme un baño en el Cowboy's Rest.

Collinson lo miró con ojos entrecerrados.

– ¿Scotty? ¿Te refieres a Gandy? ¿El de la taberna?

– Sí. Primero, me puso queroseno. Después, nos dimos un baño y…

– ¿Y quién diablos es Gussie?

– Agatha, la de la sombrerería. Tiene esa máquina de coser nueva que le compró Scotty, y me hizo los pantalones nuevos, y también me hizo la camisa.

Alvis tuvo la sensación de que la gota se le extendía de los dedos de los pies al resto del cuerpo.

– ¿Ah, sí? ¿Eso hizo? ¿Y qué derecho tiene a meterse con mi hijo, eh? ¿No estaba bien vestido para su gusto? -Alvis se puso de pie con esfuerzo-. Por culpa de ella ese maldito sacerdote vino a meter las narices aquí. Es ella, ¿eh?

– No sé, pa. -La cara de Willy se ensombreció-. ¿No te gusta mi ropa nueva?

– ¡Quítatela! -siseó. Revolvió entre las prendas que había tirado junto a la cama la noche anterior, buscando los calcetines-. Igual que el Hermano Jim, ¿no? -refunfuñó, y el niño, confundido, trataba de no manifestar su decepción.

– Pero son…

– ¡Quítatela, dije! -Descalzo, Alvis se levantó. De pie ante el niño, con los puños apretados, vestido con un enterizo mugriento con las perneras cortadas por la mitad, y la tapa trasera colgando, tenía el rostro deformado de furia-. ¡Nadie va a decirme que no visto bastante bien a mi mocoso! ¿entendiste? -A Willy le tembló el labio inferior y se le formó una lágrima en cada ojo-. ¡Y deja de moquear!

– No me la quitaré. ¡Es mía!

– ¡Vamos a ver si no te la quitas! -Collinson atrapó al niño de la parte de atrás del cuello y lo arrojó contra una gastada silla de madera. Chirrió, se balanceó en dos patas y cayó con estrépito sobre las cuatro-. ¿Dónde están tus botas viejas? Póntelas, y también los pantalones y la camisa. ¡Les mostraré a esos altaneros hijos de perra a no meterse en mis asuntos! ¿Dónde están esas botas? ¡Chico, ya te dije que dejes de moquear!

– Pe… pero me g… gustan estas. Son un re… regalo de Sc… Scotty.

Collinson se apoyó en una rodilla y sacó a tirones las botas de los pies de Willy. La posición le provocó una punzada de dolor que subió por la pierna, enfureciéndolo más aún.

– ¡Yo te compraré botas nuevas! ¿Has entendido, chico?

Los ojos de Willy desbordaron y el pecho se le contrajo en el esfuerzo por no llorar.

– ¡Ahora, trae las viejas!

– No'as t… tengo.

– ¿Cómo es eso de que no'as tienes?

– Así… no'as tengo.

– ¿Dónde están?

– N… no s… sé.

– ¡Maldición del infierno! ¿Cómo puedes perder tus propias botas?

Willy lo espió, asustado, el pecho delgado palpitándole por contener los sollozos. Los puños de Collinson se contrajeron más e hizo parar a Willy de un tirón.

– Perdiste las botas, vas descalzo. Ahora, dame lo demás.

Minutos después, Collinson cojeaba, rabioso, saliendo de la casa, Willy se arrojó sobre la cama y libró el llanto contenido. Las lágrimas calientes mojaron la suave piel blanca del brazo pecoso. Un pie descalzo se enroscó en el tobillo contrario, cuando se hizo una bola. La cresta en el brillante cabello rubio que Alvis ni advirtió, se deshizo sobre las sábanas inmundas.

Al oír la voz que rugía desde el salón del frente, a Agatha le palpitó el corazón.

– ¡Dónde diablos están todos!

Violet todavía no había llegado. Agatha no tenía más alternativa que atenderlo. Arrastró los pies hasta las cortinas, las separó y, de inmediato, la voz áspera gruñó otra vez:

– ¿Usted es la que llaman Gussie?

Con esfuerzo, Agatha se recompuso.

– Sí, mi nombre es Agatha Downing.

Collinson entrecerró los ojos al reconocerla como esa «perra de la templanza» que los últimos tiempos provocaba problemas, la misma que había metido las narices en sus asuntos una vez, cuando Willy fue a buscarlo a la taberna.

– Se pasó de la raya, señora.

Tiró la camisa y los pantalones sobre el gabinete de las plumas.

– Señorita -replicó, con dignidad.

– Ah, eso lo explica: Como no tiene cachorros propios, se mete con los de otras personas. -Sosteniendo las botas de Willy en una mano, las agitó ante las narices de Agatha-. Bueno, consígase uno suyo. Mi muchacho no necesita su caridad. Tiene a su viejo que lo cuidará. ¿Entendido?

– A la perfección.

Collinson la miró con dureza y luego se dirigió a la puerta abierta. Antes de llegar, se volvió.

– Y una cosa más. La próxima vez que le murmure cosas al sacerdote, dígale que se meta en sus propios malditos asuntos. -Se puso en marcha otra vez y se detuvo a preguntar-: ¿Dónde diablos está Gandy? Tengo algo que decirle a él, también.

– Lo más probable es que esté arriba, durmiendo.

Le lanzó una última mirada ceñuda, y salió por la puerta. El corazón de Agatha todavía golpeaba con fuerza cuando oyó ruido de cristales rotos. Corrió a la puerta del frente y vio a Collinson arrojar la segunda bota por la ventana, allá arriba.

– ¡Gandy, levántate, hijo de perra! ¡Yo le compraré las botas a mi propio hijo así que, deja de meterte! ¡La próxima vez que lo lleves a bañarse al Cowboy's Rest, necesitarás tú un baño para lavarte la sangre! ¿Me oíste, Gandy?

Cabezas curiosas asomaron por las puertas en toda la manzana. Collinson iba cojeando por el medio de la calle principal, y miró ceñudo a Yancy Sales, apoyado en la puerta de su tienda Bitters.

– ¿Qué miras, papamoscas? ¿O quieres que te arroje también una bota en la ventana?

Todas las cabezas se metieron adentro.

Arriba, Gandy se despertó con el primer estrépito. Se apoyó en los codos y guiñó los ojos ante el sol de la mañana que entraba por la ventana, del lado de Jube.

– ¡Qué demonios…!

Jube alzó la cabeza como un perro de la pradera asomando por el agujero.

– Eh… mmm…

Dejó caer la cara en la almohada y Gandy, rodando encima de ella, miró la bota caída junto a la cama.

Se acostó de espaldas y exclamó:

– ¡Oh, Jesús!

– ¿Qu… qu'pasa? -farfulló la voz amortiguada de Jube.

– Las botas que le compré ayer a Willy.

Cerró los ojos y pensó cuánto hacía que no se liaba en una pelea a puñetazos. Se le ocurrió que sería bueno.

En la puerta sonó un golpe suave. Se levantó rodando de la cama, desnudo, y se puso los pantalones negros. Descalzo, fue hasta el salón y abrió la puerta.

Agatha estaba en el pasillo, nerviosa, juntando y separando las manos.

– Lamento molestarlo tan temprano.

La mirada paseó de las mejillas barbudas al pecho desnudo, bajó hasta los pies descalzos y, por fin, a la punta del pasillo. Nunca lo había visto más que impecablemente vestido. No estaba muy segura de cuáles eran las reglas de urbanidad al enfrentar el pecho velludo de un hombre descalzo. Se sonrojó.

– Aunque tal vez no lo crea, ya estaba despierto. -Se pasó los dedos por el cabello, exhibiendo por un instante el vello negro bajo los brazos-. Collinson es un amor, ¿no es cierto?

Lo miró a los ojos, con el entrecejo arrugado de preocupación.

– ¿Le parece que Willy estará bien?

– No sé.

Él también arrugó el entrecejo.

– ¿Qué podemos hacer?

– ¿Hacer? -¡Maldición, para empezar, no quería encariñarse con Willy!- ¿Qué sugiere que hagamos? ¿Ir a casa de Collinson y preguntarle si maltrató al chico?

La irritación de Agatha estalló:

– Bueno, podríamos quedarnos de brazos cruzados.

– ¿Por qué no? Vea lo que sucede cuando tratamos de hacernos las buenas samaritanas.

Mientras replicaba, Gandy recordó a Willy desnudo como el día en que nació, mirándolo con esos líquidos ojos castaños, y preguntándole: «Cuando sea mayor, ¿seré como tú?».

En ese mismo momento, vino Jubilee arrastrando los pies y se asomó detrás de Gandy bostezando, el cabello blanco revuelto.

– ¿Quién es, Scotty?… ¡Ah, eres tú, Agatha! Buenos días.

Usaba la bata turquesa, que se entreabrió cuando levantó los brazos con los puños en ristre y ladeó la cabeza. Agatha captó una visión del hueco entre los pechos y el costado lo suficiente para comprender que había dormido desnuda. El tono de voz se le agudizó.

– En cuanto se levante, puede decirle al señor Gandy que lamento haberlo sacado de la cama.

Levantándose las faldas, giró e hizo una salida con toda la dignidad de que fue capaz.

Menos de cinco minutos después, llegaron al mismo tiempo a la tienda: la señora de Alphonse Anderton, para probarse el vestido nuevo; Violet, a trabajar; Willy, llorando y Gandy, aún descalzo, abotonándose la camisa, con los faldones aleteando.

– Escuche, Agatha, me molestó su… -la apuntó con un dedo, enfadado.

– Bueno… -La señora Anderton los examinó con altanería, finalizando con los pies descalzos-. Buenos días, Agatha.

– Tt-tt.

– Mi p… papá d… dice que n… no p… puedo v… venir más aquí a… v… veeerteee…

Agatha se quedó de pie, detrás de una vitrina, y Willy corrió hacia Gandy. Este se apoyó en una rodilla y alzó al pequeño lloroso, abrazándolo contra sí. Willy se aferró al cuello del hombre. Éste olvidó el enfado con Agatha, y a ella se le partió el corazón escuchando los sollozos del niño.

– Me quitó l… las b… botas n… nuevas.

– Por favor, Violet, ocúpate de la señora Anderton -ordenó Agatha, en voz baja.

Se acercó a Gandy, que se incorporó con Willy en brazos.

– Llévelo a la trastienda.

Cuando quedaron solos, el niño seguía sollozando y hablando entrecortadamente:

– Mi c… camisa n… nueva y m… mis p… pantalones… m… me dijo q… que…

– ¡Sh! -murmuró Gandy, arrodillándose otra vez. Willy hundió la cabeza rubia en el pecho sólido y oscuro del hombre con la camisa blanca a medio abotonar.

Agatha sintió que se ahogaba. Se sentó en el pequeño taburete junto a ellos y le acarició el cabello, sintiéndose impotente y desdichada. Sobre el hombro estremecido de Willy su mirada se topó con la de Gandy. Parecía impresionado. Le tocó el dorso de la mano. Él alzó dos dedos, los entrelazó con los de ella y los llevó a la nuca del niño.

¿Por qué no podría ser nuestro? ¡Seríamos tan buenos con él, tan buenos…! Fue una idea fugaz, pero dio a Agatha la amarga certeza de las injusticias de este mundo.

Por fin, Willy se calmó. Agatha separó los dedos de los de Gandy y sacó de un bolsillo oculto entre los pliegues del vestido un pañuelo perfumado.

– Ven, Willy, déjame limpiarte la cara.

Se volvió, lagrimeando, los ojos y los labios hinchados. Mientras le enjugaba las mejillas y lo hacía sonarse, se preguntó qué podrían hacer Gandy o ella para curar el corazón destrozado del pequeño.

– No debes culpar a tu padre -comenzó-. Fue un error nuestro, de Scotty y mío. -Hasta entonces, nunca lo había llamado así, y hacerlo le dio fuerza y una sensación de comunión con él y con Willy-. Ofendimos su orgullo al darte ropa nueva y llevarte a bañar, ¿entiendes? ¿Sabes lo que significa el orgullo?

Willy se encogió de hombros, esforzándose por no llorar otra vez.

Agatha no se creyó capaz de seguir hablando sin romper a llorar ella misma y miró a Gandy en busca de ayuda.

– El orgullo significa sentirse bien contigo mismo. -Los largos dedos morenos peinaron las mechas rubias sobre las orejas-. Tu padre quiere comprarte las cosas él mismo. Cuando lo hicimos nosotros, creyó que le insinuábamos que no te cuidaba bien.

– Ah -dijo el niño. Lo dijo en tono casi inaudible.

– Y en cuanto a que vengas a visitarnos… no sé qué podría impedírtelo. Seguimos siendo amigos, ¿no es así?

Willy esbozó la sonrisa esperada, pero dubitativa.

– Pero tal vez sea conveniente que te metas por la puerta de atrás, y te cerciores de no venir cuando tu papá está en la taberna, ¿de acuerdo? Y ahora, ¿qué opinas de una barra de orozuz?

Sin alzar el rostro, respondió con poco entusiasmo:

– Puede ser.

Gandy se incorporó, con el niño en un brazo. Esperó a que Agatha también se levantase, le pasó un brazo por los hombros y los tres fueron hacia la puerta de atrás. Agatha se sintió incómoda chocando contra el pecho y la cadera a cada paso que daba, pero a él no le importó. En la puerta, sacó el brazo y le dijo:

– Willy bajará después, pero lo mandaré de vuelta a la hora de la cena y haré que Ivory vaya al restaurante de Paulie y traiga comida de picnic.

Quizás ése fue el momento en que Agatha comprendió por primera vez que estaba enamorándose de Gandy. Lo miró el cabello aún revuelto, las mejillas sombreadas por las patillas del día anterior, los hombros y los brazos que le daban la apariencia de poder vérselas con todos los Alvis Collinson de este mundo, sosteniendo a Willy.

– Gracias -le dijo con suavidad-. Y lamento haberlo tratado mal, arriba.

– Entiendo. En ocasiones, yo también me siento así.

Por un momento, los ojos de Scott se demoraron en los de Agatha con expresión suave, mientras Willy miraba de uno a otro, y rodeaba el cuello del hombre con un brazo pecoso.

– ¿Tú no vienes, Gussie? -preguntó, quejumbroso.

– No, Willy. -Se enjugó una lágrima con el pulgar-. Nos vemos después.

Se puso de puntillas y le besó la mejilla brillante. Cuando se fueron, supo que se había puesto en riesgo doble: estaba enamorándose del hombre, pero también del niño.

Más tarde, ese día, las chicas fueron a hacer la prueba final de los vestidos de cancán, y Agatha aprovechó la oportunidad para disculparse con Jubilee por su brusquedad de esa mañana.

Jube le restó importancia con un ademán:

– Todavía estaba tan dormida que no sé qué dijiste.

Todo el tiempo, mientras abotonaba el corpiño ajustado del vestido de Jubilee, recordaba la manera en que había aparecido a la puerta de Gandy, tibia y desarreglada del sueño, más hermosa que muchas mujeres después de haber pasado una hora ante el tocador. Recordó el pecho desnudo de Gandy, el cabello despeinado, los pantalones con el botón de la cintura sin cerrar, los pies descalzos.

Echó una mirada a Jubilee, que giraba ante el espejo de pared. La radiante, hermosa Jubilee.

«Gandy ya está destinado, Agatha, -se dijo-. Además, ¿para qué querría a una como tú, si tiene a esta gema resplandeciente?»

– ¿Esta noche bailarás el cancán?

– Esta es la noche-respondió Jubilee-. Pero en la segunda función. Los haremos esperar, para que estén muy ansiosos.

– ¿Irás? -le preguntó Pearl.

A nadie le pareció extraña la pregunta. Las muchachas se habían acostumbrado a ver a Agatha y sus tropas aparecer en Gilded Cage en uno u otro momento de la noche.

– Iré más temprano -respondió, ocultando su desencanto.

Después de todo el trabajo que se tomó con los vestidos, quería verlos lucirse al compás de la música.

Pero esa noche, fieles a su palabra, las muchachas reservaron lo mejor para el final, y Agatha les dio las buenas noches a las damas de la U.M.C.T. en la acera sin ver ni un atisbo de rojo ni una sola pierna en alto. Era una noche tibia, bochornosa para comienzos del verano. La taberna estaba más atestada que de costumbre. El olor a estiércol junto al riel de atar los caballos parecía invadirlo todo. Tomó el atajo por la tienda, hizo el último viaje al imprescindible, y subió las escaleras.

El diminuto apartamento parecía sofocante. Llevó una silla de madera al rellano y se sentó a escuchar la música que llegaba de abajo, abanicándose con un pañuelo de encaje. De la puerta trasera abierta de la Gilded Cage llegaba una vivaz canción nueva que no conocía. Lo más probable era que fuese el cancán. Siguió el ritmo con los dedos sobre el muslo y trató de imaginarse a Pearl dando su famosa patada alta con los pliegues de tafeta roja susurrando y ondulando alrededor.

A lo lejos, aulló un coyote.

«Sí, yo siento lo mismo, -pensó-. Tengo ganas de aullar de soledad».

Pensó en Gandy y en Willy: era una locura involucrarse en las vidas de dos candidatos tan improbables, pero temió que ya fuese demasiado tarde para apartarlos de sus afectos. Estaba destinada a que se le rompiera el corazón por los dos, pues Collinson había dejado bien en claro que Willy era suyo, y Jube que Gandy era de ella.

Pensó en Jube, la hermosísima Jube, bailando el cancán abajo, en ese mismo momento, con Ruby y Pearl. Se imaginó las piernas alzándose en el aire, y se sintió pesada y rígida. Se preguntó cómo sería quitarle a un hombre el sombrero de un puntapié. Cómo se vería el cancán y la asaltó una súbita idea que la dejó nerviosa, pero decidida.

Entró la silla pero, en lugar de prepararse para la cama, encontró una de sus enaguas viejas y la extendió sobre la mesa. Puso en ella las cosas que necesitaba, y se acostó en la cama totalmente vestida, a esperar.

Le pareció que nunca terminaba el alboroto de abajo, y que el bar nunca cerraba. Y que pasaba una eternidad hasta que todos los vecinos de al lado se iban a sus cuartos a dormir. Permaneció acostada, como si cualquier movimiento fuese a traicionar sus planes.

Dejó que pasara otra hora después que todo quedó en silencio, antes de incorporarse con cautela y levantarse de la cama. En la oscuridad absoluta, encontró el lío que había preparado antes, más una vela con su candelabro y la muestra que estaba en la pared. Bajó descalza las escaleras sin hacer más ruido que una sombra.

El taller de costura estaba silencioso y oscuro. Se dirigió a tientas al taller, dejó el bulto sobre la mesa y encendió una vela. La levantó para examinar los rincones, respirando agitada.

No seas tonta, Agatha, te asustas de tu propia conciencia.

Volviendo la atención al paquete, se sintió como una ladrona. Abrió las enaguas y adentro había un martillo, clavos, berbiquí y barrena. Tomó el berbiquí, la barrena y el taburete de Willy y arrastró los pies hasta el muro medianero entre la sombrerería y la taberna. Desde el rincón, midió cuatro pasos, imaginándose las tablas de pino al otro lado, los lugares donde había ocasionales nudos en la madera. Colocó el taburete y se subió a él con dificultad. Echó una mirada atrás, con sensación de culpa pero, por supuesto, no había nadie. No era más que su conciencia la que parecía observarla desde las sombras, al otro lado del salón.

Decidida, apoyó el berbiquí contra la pared y comenzó a perforar muy lentamente. Se detenía a menudo y alzaba la vela para ver la profundidad del agujero. Por fin, la punta del berbiquí se pasó del otro lado. Cerró los ojos y se tambaleó, apoyando la palma en la pared. El corazón palpitaba como loco.

Por favor, que nadie vea el serrín en el suelo de la taberna.

Agatha, deberías tener vergüenza.

Pero sólo quiero ver bailar a las chicas.

Sigue siendo espiar.

Es un sitio público. Si fuese hombre, podría sentarme a una mesa y mirar. Miraré por este agujero, y a nadie le importará.

Pero no eres un hombre. Eres una dama, y esto es indigno.

¿A quién haré daño?

¿Qué te parecería si alguien espiara desde el otro lado del agujero?

Se estremeció ante la idea. Quizá no lo usara del todo.

Cuando sacó el berbiquí, le pareció que todo el serrín caía de su lado. Apretó la cara contra la pared y espió por el agujero. Negro total. Sintió la madera fresca contra el rostro ardiente, y experimentó otra vez la sensación de que los que vivían arriba sabían lo que estaba haciendo.

Dejó el taladro y con tres golpes secos colocó el clavo en la pared. Conteniendo el aliento, se detuvo y miró hacia el techo, procurando detectar el menor movimiento. Todo estaba silencioso. Soltó el aliento, colgó la muestra sobre el agujero y devolvió el taburete de Willy a su sitio. Luego, barrió con cuidado las virutas de madera y las ocultó bajo unos trapos en el bote de desperdicios, apagó la vela y volvió al apartamento.

Pero no pudo dormir el resto de la noche. Las actividades clandestinas a las tres de la madrugada no eran para el temperamento de Agatha. Tenía los nervios tensos y se sentía como si le hubiese dado dispepsia. Oyó un tren traquetear cruzando el pueblo. Cerca de la madrugada, el coro de aullidos de los coyotes. Vio el cielo pasar del negro al índigo, y al azul claro. Oyó pasar al que encendía las lámparas, apagándolas, cerrando las portezuelas, cada vez más cerca, hasta que pasó bajo su ventana y después, en dirección contraria. Oyó al vaquero del pueblo juntar las vacas de los cobertizos traseros y llevarlas por la calle principal a la pradera, a pasar el día. El cencerro amortiguado de la vaca líder que se iba apagando en la distancia… hasta que, por fin, se durmió.

La despertó la primera cliente de la mañana golpeando la puerta del negocio, abajo. A partir de eso, el día fue desastroso. Maltrató a la pobre Violet y se impacientó con las preguntas de Willy. En Gilded Cage estalló una riña y, cuando Jack Hogg echó a los dos rivales a la acera, el impulso los llevó en dirección a la tienda, y el codo de uno de ellos rompió uno de los paneles de la vidriera. Cuando Gandy fue a disculparse y se ofreció a pagar los daños, lo trató de una manera espantosa y se fue enfadado, ceñudo. El mudo, Marcus Delahunt, le llevó una camisa con una costura rota, pero la bobina de la máquina de coser se enredó y el hilo formó un nido al costado de la costura. Delahunt la vio golpear cosas, irritada, le tocó los hombros para calmarla y se sentó a ver de qué se trataba el problema: en la bobina habían quedado atrapadas dos hilachas azules. Le preguntó por señas si tenía aceite. Le entregó una lata con una punta larga y angosta, y Marcus colocó aceite en veinte puntos diferentes, hizo girar en las dos direcciones el volante, se levantó del taburete y le hizo un ademán florido hacia la máquina, como si se la presentara.

Funcionaba como nueva. En instantes, remendó la camisa.

Miró de frente el rostro de Marcus, sintiéndose infantil por su comportamiento, no sólo con él sino con todo el mundo.

– Gracias, Marcus.

El joven asintió y sonrió, e hizo gestos que no entendió.

– Lo siento, ¿puede repetir?

Miró alrededor buscando, divisó el calendario que colgaba en la puerta de atrás, y la tomó de la mano, llevándola a él. Le señaló la lata de aceite, y marcó siete días en el calendario.

– Todas las semanas. ¿Tengo que echarle aceite una vez por semana?

Asintió, sonrió, e imitó con el codo un volante que andaba con fluidez, ilustrando cómo funcionaría la máquina si seguía sus indicaciones.

– Lo haré, Marcus. -Le estrechó el dorso de las manos-. Y gracias.

Llevó la mano al bolsillo como para sacar el dinero, pero Agatha lo detuvo.

– No, no es nada. Gracias otra vez, por arreglarme la máquina.

Sonrió, saludó con el sombrero y salió.

Después de eso, el ánimo de Agatha se suavizó pero, a la hora de la cena, en vez de comer, durmió más de la cuenta y llegó tarde a la reunión de los miembros de la U.M.C.T. para la ronda nocturna.

Al dar las diez, estaba ansiosa a más no poder.

La conciencia no la dejaba en paz.

Fuiste áspera y desagradable con todo el mundo, todo el día, y sabes por qué. Es por ese maldito agujero que perforaste en la pared. ¡Si no lo soportas, tápalo!

Pero la atrajo como la lámpara de Aladino.

En mitad de la noche, arrastró los pies en la oscuridad de la familiar trastienda, pasó los dedos por el maderamen. Otra vez, los dedos percibieron el ritmo de la música que estremecía la pared. Le llegaba débilmente a través de los zapatos. Con cuidado, quitó la muestra. En medio de su mundo silencioso y solitario, parecía un diminuto punto de luz. Se acercó y puso un ojo en el orificio. Ahí estaban Jubilee, Ruby y Pearl bailando el cancán.

Las espléndidas faldas, de negro resplandeciente por fuera y con pliegues rojos por dentro, se agitaban a izquierda y derecha. Las largas piernas formaban pantallazos de red negra por triplicado. Con botas hasta el tobillo de color ébano, hacían cabriolas, se pavoneaban, meneaban las pantorrillas y las levantaban. Los pies apuntaban al cielo. Los torsos se inclinaban hacia adelante, luego atrás, después giraban, gritaban y sacudían las cabezas, haciendo temblar los tocados de plumas.

Era una danza pícara, pero Agatha veía más allá de su audacia, y encontraba en las piernas largas la simetría, la gracia y la agilidad que ella no poseía desde los nueve años de edad.

La música se acalló, y Jack Hogg fue obligado a actuar como presentador, gritando para ser oído por encima del barullo. Aunque Agatha no distinguió las palabras, miró todo. Las muchachas circulaban por la taberna, atrapando manos de seis hombres de rostros radiantes, ansiosos, que arrastraron hacia la barra. Ruby y Jube acomodaron a los vaqueros en una fila, a intervalos regulares, y alinearon con coquetería los sombreros en las cabezas. Jack sacó un par de címbalos e imitó una fanfarria a la que se unieron los instrumentos.

Y allá fue Pearl con las faldas levantadas hasta la cintura, las largas piernas flexibles y fuertes, girando frente a los hombres alineados.

Chocaron los címbalos. Pearl lanzó un pie al aire formando un arco, y el primer sombrero cayó al suelo. Giró, alzó la pierna, y cayó otro.

Recorrió la fila hasta que los seis Stetson quedaron a los pies de los hombres.

El corazón de Agatha palpitó con fuerza. El entusiasmo la hizo cerrar el puño y proyectarlo al aire junto con las dos últimas patadas increíbles. Por la pared, oyó el estruendo de los aplausos, los agudos silbidos y el golpear de los pies contra el suelo.

Jubilee y Ruby se unieron a Pearl para un coro final, rematando con una pose de lo más impúdica en la que las tres separaron las piernas, levantaron las faldas sobre los traseros y espiaron al público entre las rodillas. Unas últimas contorsiones impactantes, un floreo final de pliegues rojos, y las tres cayeron al suelo con las piernas separadas y los brazos levantados.

Agatha quedó tan agitada como las bailarinas. Vio cómo los pechos casi desnudos subían y bajaban bajo los breves corpiños de seda y las sienes perladas de transpiración. Se sintió como si hubiese bailado con ellas. El cuerpo se le aflojó contra la pared. Se dejó deslizar y cayó sobre el taburete de Willy.

Era una danza traviesa, sugestiva y audaz. Pero alegre y llena de fervor por la vida. Agatha cerró los ojos e intentó imaginarse sacándole el sombrero a un hombre de un puntapié. De pronto, le pareció el talento más deseable. ¡Si pudiera hacerlo, se sentiría la mujer más dichosa! Se frotó la cadera y el muslo izquierdos, preguntándose cómo sería sentirse bella, íntegra y desinhibida… reír, saltar y provocar un alboroto, con faldas rojas y negras.

Suspiró, y abrió los ojos en la oscuridad.

Agatha, estás poniéndote chocha, mirando bailar el cancán por un agujero de la pared.

Pero, por un rato, contemplándolas, se volvió joven, feliz, y llena de alegría de vivir. Por un momento, contemplándolas, hizo lo que jamás había hecho. Por un rato, ella también bailó.

Capítulo 10

El verano siguió su curso. En la pradera, la hierba del búfalo y el maicillo se tornaron secos como yesca. De noche, estallaban los relámpagos con falsas promesas. En todo el perímetro de Proffitt, los vecinos hicieron una ancha barrera contra incendios. El polvo levantado por el ganado que llegaba se infiltraba en todas partes: las casas, la ropa, hasta en la comida. Parecía que el único lugar húmedo en kilómetros a la redonda era en la base del molino de viento, en el centro de la calle principal, donde una bomba mantenía lleno el tanque para que bebiera el ganado sediento. Con tanto estiércol, aumentó la cantidad de moscas. También prosperó una colonia de perros de la pradera que decidió hacer su morada en la calle principal. De vez en cuando, una vaca se quebraba una pata en alguna de sus cuevas, y tenían que matarla allí mismo, y carnearla. Si esto sucedía entre martes y jueves, se convertía en causa de celebración, porque los viernes eran los días habituales de matanza en el Mercado de Carnes de Huffman, y con esas temperaturas, nadie se atrevía a comprar carne después del lunes.

Una banda de indios Oto acamparon en el límite sur del pueblo. Hacia el norte, la pradera estaba salpicada por las carretas de los inmigrantes, que esperaban para presentar reclamos sobre las tierras del gobierno. Todos los días, los agentes inmobiliarios alquilaban una gran cantidad de aparejos en los establos de caballos e iban a mostrar las secciones aún no reclamadas a los inmigrantes de ojos ávidos. En tren, llegaban los viajantes vendiendo de todo, desde medicinas hasta corsés para las señoras.

Gandy y Agatha veían menos a Willy. Corría descalzo con una banda de muchachos que merodeaban por la estación vendiendo bizcochos, huevos duros y leche a los pasajeros cuando los trenes paraban media hora a cargar agua. A veces, comía con Gandy, pero Agatha sospechaba que la base de su alimentación consistía en bizcochos escamoteados, leche y huevos duros y se consolaba pensando que, a fin de cuentas, no era una dieta tan desequilibrada.

El cuatro de julio, la fecha patria, los «secos» hicieron un desfile. Los «mojados», otro.

En una esquina, el editor del Wichita Tribune abogó en favor de la ratificación de la enmienda de prohibición presentada por el senador George F. Hamlin en febrero de 1879, y firmada por el gobernador en marzo de ese mismo año.

En otra esquina, un partidario del licor vociferaba: «¡La taberna es un elemento indispensable en un pueblo de frontera, y el licor mismo resulta un medio de comunicación tan poderoso como la tinta de imprenta!».

Un partidario de la templanza, con la cinta blanca, exclamaba:

– Las cadenas de la intoxicación son más pesadas que las que siempre llevaron los hijos de África.

Desde el campo de los mojados, se oía:

– Beber simboliza la igualdad. En el bar, todos los hombres son iguales.

A medida que avanzaba la plenitud del verano, el tema de la prohibición iba caldeándose junto con el clima. Desde el púlpito de la Iglesia Presbiteriana, el reverendo Clarksdale pedía bendiciones para «todos los nobles actores en el escenario humano de la templanza».

La asamblea del pueblo organizó un debate a fines de julio entre las fuerzas de la templanza y del licor. La distinguida oradora y predicadora metodista cuáquera Amanda Way fue al pueblo a hablar en nombre de los secos. La señorita Way fue tan convincente que antes de terminar la velada, las damas del capítulo Proffitt de la U.M.C.T. tuvieron un importante motivo para celebrar: George Sowers había firmado el compromiso de abstinencia.

Existía una sola manera en que podía cumplir la promesa, y era apartarse de la tentación: George se dedicó a juntar huesos de búfalos. Como en los quince años que siguieron a la Guerra Civil fueron masacradas setenta y cinco mil de esas criaturas, la pradera parecía un inmenso osario que esperaba ser cosechado. La mañana siguiente a la firma del compromiso, se vio a George conduciendo hacia el oeste, con un rocín de lomo hundido, enganchado a una carreta destartalada. Al día siguiente, se lo vio yendo hacia el este a vender lo recogido a los fabricantes de abonos y de porcelana de hueso de la ciudad de Kansas. Si bien la venta de los huesos no restauró a George en la posición de barón del oro que una vez tuvo, Evelyn estaba satisfecha. Por un tiempo, se dulcificó.

Ese verano, las filas de la U.M.C.T. se desbordaron. Crecieron demasiado para reunirse en el salón de Agatha, y comenzaron a hacerlo los lunes, en el edificio de la escuela. A comienzos de agosto, Annie Macintosh apareció en la reunión con un ojo negro, el labio cortado y dos costillas rotas. Cayó en brazos de las «hermanas», y les contó la verdad, llorando: el esposo, Jase, le pegaba cada vez que se embriagaba.

Eso dio por terminado el período de moderación de Evelyn Sowers. Esa misma noche, encabezó la marcha hacia el Sugar Loaf Saloon, arrastrando consigo a Annie, rodeada de un muro protector de mujeres frenéticas, enfurecidas. Se dirigió hasta Jase Macintosh, enarboló el puño y le asestó un golpe en el que puso sus ciento trece kilos y que dio a Jase en la mandíbula y lo hizo caer de espaldas de la silla. De pie sobre él, le plantó el zapato negro de tacón alto en medio del pecho, y siseó:

– ¡Esto fue por Annie, aliado de Satán empapado de ron! ¡Eres un excremento gangrenoso, que envenena la vida de esta comunidad! -Señaló a Annie y vociferó, para la concurrencia, en general-: ¿Ven lo que le causó esto a una buena esposa que no hizo nada para merecerlo, excepto criar los dos hijos de él, lavarle la ropa y limpiar la casa? -Echó a Jase una mirada colérica-. Bueno, se acabó. Ahora, Annie vivirá con George y conmigo, y nunca más le pondrás una mano encima. -Al pasar por la barra, apoyando todo el peso sobre Macintosh, a riesgo de quebrarle las costillas, dijo-: En cuanto a usted -le espetó a Mustard Smith, con los puños en las caderas gruesas- ¡pedazo de canalla! ¡Destructor de hogares! ¡Es la causa de la ruina humana que ve ante usted casi todos los días! ¡Me asombra que pueda mirarse todas las mañanas en el espejo!

Mustard Smith sacó una Colt 45, y apretó el cañón contra la nariz de Evelyn:.

– ¡Salga, perra! -refunfuñó, en tono gutural.

A Evelyn no se le movió una pestaña. Apretó hacia adelante, hasta que el cañón de la pistola le aplastó la nariz en forma grotesca y, cuando habló, no le salía aire de las fosas nasales.

– Vamos, dispáreme, lagartija resbaladiza. No me asusta ni usted, ni ninguno de los otros propietarios de tabernas de este pueblo. Dispáreme, y brotarán miles como yo, y se arrastrarán encima de usted como gusanos sobre una calavera.

Sin alterarse, Smith apretó el gatillo.

El arma estaba descargada.

Evelyn permaneció impávida ante el aterrador patrón de la taberna, pero sus compañeras de la unión lanzaron una exclamación ahogada.

– La próxima vez, estará cargada.

– Puede matar a un miembro de la U.M.C.T. o a una docena, pero no podrá matar a toda la legislatura, Smith. -Evelyn se volvió con una sonrisa satisfecha, en la punta de la nariz, la marca roja circular del caño-. Vamos, hermanas. ¡Al próximo vendedor de estricnina!

Cuando Agatha volvió a su apartamento, a las diez de esa noche, estaba débil de emoción y de miedo. Tal vez Evelyn no temiera a enemigos como Mustard Smith y Jase Macintosh, pero ella sí.

Mientras subía las escaleras, sintió en las piernas doloridas cada minuto de tensión de las tres horas pasadas. Había ocasiones en que se sentía hondamente cansada de la batalla por la templanza. Esa noche era una de ellas. Ansiosa, se acercó a la puerta con la llave en la mano.

Estaba abierta.

En la oscuridad, golpeó con la punta del pie algo que rodó: era el picaporte.

Se le escapó un breve alarido de miedo. Se oprimió la mano contra el corazón que martilleaba y sintió que una garra de miedo le estrujaba el pecho. Vacilante, estiró una mano y abrió más la puerta. Chocó con algo y se detuvo. ¿Un hombre? No pensó, se limitó a reaccionar: ¡impulsó la puerta con todo el peso del cuerpo! Pero en lugar de lastimar a alguien, tropezó con un escalón, se cayó y se lastimó. Quedó tendida en el suelo, con el dolor atenaceándole la cadera, y el miedo explotándole en todo el cuerpo. Esperaba que alguien la pateara, le clavase un hacha, la matara.

Nada sucedió.

De abajo llegaban los sones de «Pop Goes the Weasel». Del interior de su pecho, el palpitar de su propio corazón. Se incorporó, y se abrió paso hasta la mesa, arrastrando los pies entre objetos duros y blandos. Encendió una cerilla con mano temblorosa y lo sostuvo sobre la cabeza.

¡Dios del cielo, qué desastre!

Todo había sido revuelto. Ropa, adornos, la cama, papeles. Cristales rotos y sillas volteadas, como restos después de un tornado.

La cerilla le quemó los dedos y la tiró. Con la siguiente, encendió la lámpara. Pero se quedó inmóvil, demasiado atónita para gritar, demasiado petrificada para moverse. En treinta segundos, el impacto le sacudió el cuerpo; le entrechocaban los dientes, los espasmos le estremecían los miembros, tenía los ojos vidriosos. Cuando pudo moverse, lo hizo sin una idea consciente, atraída por la posibilidad de obtener ayuda, no porque fuese lo más prudente sino porque había perdido la capacidad de idear otra cosa.

Dan Loretto cantaba los números del keno [4] en la mesa más cercana a la puerta trasera cuando ella apareció. Alzó la vista y se levantó de un salto.

– Señorita Downing, ¿qué le pasa?

– Alguien en… entró en mi a… apartamento.

Le rodeó con un brazo los hombros trémulos.

– ¿Cuándo?

– No sé.

– ¿Está usted bien?

Temblaba tanto que parecía que se le iba a desarmar el esqueleto.

– Yo…, s… sí… Esta… ba fuera… No sabía qué hacer.

– Espere aquí. Iré a buscar a Scotty.

Gandy estaba jugando al póquer cerca de la entrada, de cara a la puerta vaivén. Dan se deslizó tras él y le murmuró en el oído:

– Está aquí la señorita Downing. Alguien irrumpió en su apartamento.

Antes de que saliera la última palabra de los labios de Dan, los naipes de Gandy azotaron la mesa.

– Cúbreme. -Hizo chirriar la silla cuando se levantó, ignorando que había dejado dinero en el cuenco, sobre el paño verde de la mesa. Echó un vistazo a Agatha, que esperaba cerca del pasillo del fondo, y viró bruscamente hacía la barra. Sin detenerse, le ordenó a Jack Hogg-: Trae la pistola y ven conmigo. -Al pasar junto al piano, ordenó en voz baja-: Sigue tocando, Ivory… Tú también, Marcus. Que las chicas sigan bailando.

Cenicienta de tan pálida, Agatha parecía un fantasma.

– Agatha -dijo, antes de llegar junto a ella-. ¿Está herida?

– No.

Con un brazo sobre los hombros, la llevó a la puerta del fondo, seguido por Jack y Dan.

– ¿Hay alguien allá arriba?

– Ya n… no…

¿Por qué no dejaban de castañetearle los dientes?

– ¿Está segura?

Sin aliento, asintió, esforzándose por andar al paso de las largas zancadas de él.

– Estoy segura. Pero está todo… revuelto.

Gandy se precipitó por la puerta trasera, arrastrándola de la mano, irritado por tener que adaptarse al paso de ella. Ya la había visto subir la escalera y no había tiempo que perder.

– Sujétese -le advirtió y, sin ceremonias, la alzó en brazos-. Arriba, muchachos.

Se colgó del cuello de Gandy con las dos manos, mientras Dan y Jack subían de a dos los escalones. Se apretaron contra la pared, a cada lado de la puerta, enarbolando el arma.

– ¡Estamos apuntando con un arma cargada! -gritó Jack-. ¡Si está ahí, le aconsejo que se tire boca abajo, con los brazos y las piernas abiertos!

En brazos de Gandy, Agatha le dijo:

– Ya estuve aden… tro. Ya se fueron.

– ¡Estuvo adentro! ¿Sola? -Ahogó una maldición y la depositó, sin mucha gentileza, sobre el rellano-. ¡Ahora, siéntese ahí y no se mueva!

Gandy se acercó a la entrada. «¡Dios misericordioso!, -pensó-. Alguien hizo un bonito trabajo en este lugar». Dan y Jack, que ya estaban dentro, giraron y lo miraron.

– Es un lío.

– ¡Jesús! -exclamó Jack.

Gandy pisó una tetera rota, se inclinó a levantar una caja de música con la tapa retorcida y un gozne roto. En medio del silencio, comenzó a sonar una suave canción.

– ¿Qué crees que buscaban? -preguntó Dan, encaminándose al dormitorio donde una almohada rasgada había provocado una nevada de plumas que estaban desparramadas por todos lados.

Agatha dijo desde la entrada:

– Supongo que la caja de la tienda.

Gandy viró bruscamente para enfrentarla:

– Le dije que esperase ahí.

Se abrazó y levantó hacia él la mirada suplicante de los ojos verdes.

– Me siento más segura aquí dentro, con ustedes.

La caja de música seguía tocando:

Bella soñadora, despierta junto a mí,

Las estrellas y el rocío te esperan a ti…

Se acercó a él con su paso quebrado, contemplando la delicada caja de metal en las manos morenas de dedos largos. Sobre la tapa, estaba pintada una dama de peluca empolvada, con la muñeca sobre el respaldo de un banco de jardín, las faldas delicadamente onduladas, y los sauces llorones a sus espaldas.

– Era de mi madre -le dijo en voz suave, tomándola, escuchándola un momento y cerrando la tapa. Apartó la mirada y, por primera vez, se le llenaron los ojos de lágrimas. Apretó la caja contra el pecho, se tapó los labios con dedos temblorosos y dijo en voz queda-: Oh, Dios.

Gandy pasó por encima de la tetera quebrada y la tomó en los brazos, con la caja de música apretada entre los dos.

– Cálmese, Agatha -la consoló. Parecía no percatarse de su presencia. Se irguió, enderezó una silla, la obligó a sentarse, y apoyándole las manos en los hombros, dijo-: ¿Dónde guarda la caja de dinero?

– Abajo… en un cajón del escritorio. A la noche, la cierro con llave. No la traigo aquí.

– ¿Dónde está la llave?

– Con las demás… -Miró alrededor, confundida, como si esperase verla aparecer por arte de magia-. Oh, Dios -repitió. Los ojos dilatados, asustados, miraron a Gandy-. No sé… oh, Jesús, ¿dónde podrá estar?

– ¿Anoche las tenía?

– Sí, yo… recuerdo que llegué hasta la cima de la escalera y, cuando me acerqué a la puerta para abrir la cerradura, el picaporte estaba a mis pies.

Gandy lanzó una mirada a Dan.

– Revisa el rellano. Jack, tú ve a buscar al comisario. -Cuando los dos se fueron, se concentró en Agatha. A la luz cruda de la lámpara, el rostro parecía blanco como la leche. Se mantenía en una postura exageradamente rígida. Le masajeó los hombros, frotándole con fuerza el cuello tenso con los pulgares-. Descubriremos quién fue… no se preocupe. -Y un minuto después-: ¿Usted está bien?

Alzó los ojos translúcidos y asintió.

Dan entró con las llaves.

– Las encontré. Scotty, ¿quieres que revise abajo?

– Sí, Dan, por favor.

Cuando se fue, Scotty revisó el apartamento, pasando sobre los objetos privados de Agatha. Sintió una aguda desolación al mirar la ropa, los papeles, la ropa de cama… todas las cosas a las que nadie sino ella tenía derecho a acceder. En cierto modo, se sintió culpable de asediar su vida privada. Se dio la vuelta y regresó junto a ella.

– No creo que buscaran dinero.

Sobresaltada, lo miró con la boca abierta.

– Pero, ¿qué otra cosa?

– No sé. ¿Encontró una nota? ¿Alguna clave?

– Sólo llegué hasta la mesa.

Los dos miraron en torno, pero no vieron otra cosa que el desorden dejado por el asaltante.

– ¿Cree que pudo haber sido Collinson? -le preguntó.

– ¿Collinson?

La idea la aterró más que la perspectiva de que el motivo fuera el robo.

Dan subió las escaleras e irrumpió por la puerta, sin aliento.

– Abajo no encontré nada. Todo está perfectamente cerrado con llave. -Le entregó las llaves a Agatha y retrocedió un paso-. ¿Qué piensas, Scotty?

– Demonios, no sé. Pero lo que sí sé es que ella no puede quedarse aquí esta noche. La llevaremos al lado.

Agatha no pudo creer lo que oía.

– ¿Al lado?

– Puede dormir con Jube.

– ¿Con Jube?

¡Pero si dormía con él…!

– Aquí, con el picaporte roto, no está segura. Y además, usted no está en condiciones emocionales para quedarse sola.

En ese momento, entró el comisario Ben Cowdry por la puerta. Un hombre muy áspero que, sin perder tiempo en amabilidades, examinó la escena con los brazos en jarras, los ojos entrecerrados, no dejó escapar casi nada.

– Hogg me contó lo que pasó aquí. -Caminó hacia dentro, alzando los tacos de las botas para no pisar los objetos tirados. Los ojos registraban con cuidado cada sitio donde iba a poner los pies. Miró a Agatha-. ¿Usted está bien, señorita Downing?

– Sí.

– El dinero sigue abajo, en un cajón del escritorio cerrado con llave -intervino Loretto.

– Ahá.

El comisario, con los pies separados, giró con lentitud y los ojos pequeños examinaban todo bajo el ala del Stetson castaño.

– ¿Alguna idea?

– Una -dijo Gandy-. La señorita Downing y yo hemos tomado a Willy Collinson bajo nuestra ala, y al viejo no le gusta mucho. Nos hizo una visita de la que, estoy seguro, usted se enteró.

– ¿La de la bota arrojada por la ventana?

– Esa misma.

– ¿Qué dijo?

Gandy contó lo sucedido aquel día, mientras el sheriff revisaba el apartamento casi sin tocar nada, pero sin dejar nada de lado. Cuando se detuvo otra vez ante Agatha, no desperdició palabras:

– Se me ocurre que hay muchos tipos furiosos con usted por el grupo de la templanza que inició. ¿Le parece que puede haber sido uno de ellos?

– N… no lo sé.

Gandy intervino:

– Antes de esto, una vez recibió una visita. -Se volvió hacia ella-. Agatha, ¿conservó la nota?

– Sí, está en la puerta de arriba del tocador. -Se levantó a buscarla y se la entregó al comisario con mano trémula-. La encontré clavada en mi puerta trasera una noche, después de una reunión de templanza.

La leyó con detenimiento, examinando el papel más tiempo del necesario para entender el contenido.

– ¿No le importa si me la llevo?

– Por supuesto que no.

El comisario la plegó, la metió en el bolsillo de la camisa y revisó una vez más el perímetro del apartamento, observando con detenimiento el friso, los muebles, las ropas de cama, y hasta detrás de la pequeña estufa. Cuando llegó a la puerta, la enganchó con un dedo y la apartó de la pared.

– Creo que lo encontré.

El pulso de Agatha se aceleró. Gandy le apretó el hombro.

– ¿Qué?

Con un gesto brusco de la cabeza, Cowdry indicó a Jack que saliera del camino. Jack salió del umbral y el comisario cerró la puerta sin decir una palabra. Sobre la pintura parda, raspadas en el revés de la puerta, se leían las palabras:

Ojo, Templanza

El comisario parecía frío, pero tanto Agatha como Gandy sabían que bajo el exterior impasible funcionaba una mente sagaz.

– ¿Se le ocurrió algo? -preguntó.

Podría ser cualquiera: Mustard Smith, Angus Reed, cualquiera de los dueños de tabernas de Proffitt. O cualquiera de sus clientes. La lista era tan larga que, de sólo pensarlo, Agatha se sintió aturdida.

Gandy permaneció junto a ella, y vio que las cejas adquirían expresión de abatimiento. Se dio cuenta de que estaba abrumada. Tenía buenos motivos para estar asustada: una mujer sola, con un enemigo tan peligroso. Lo sorprendió el impulso de protección hacia ella que lo asaltó.

– Agatha.

Levantó los claros ojos verdes, todavía asustados.

– Podría ser cualquiera -admitió, en voz chillona y temblorosa.

Gandy se dirigió a Cowdry:

– Tiene razón. Podría ser Mustard Smith, Didier, Reed, Dingo… cualquiera de ellos. Casi el único que se podría descartar es Jesús García: no creo qué sepa escribir en inglés.

– Haré que el agente pase una o dos veces por noche por el callejón. Hasta que tenga pruebas concretas, no es mucho más lo que puedo hacer. Por eso, manténgame al tanto de cualquier hecho peculiar, por favor.

Agatha le aseguró que lo haría, y le dio las buenas noches. Cuando se fue, Gandy mandó a Jack y a Dan abajo, con instrucciones de hacer subir a Jubilee. Después, se dirigió a Agatha.

– Junte lo que necesite para pasar la noche. Vendrá conmigo.

– Por favor, Scott… no me parecería bien entrometerme con Jubilee.

– No la dejaré aquí, sola. Haga lo que le dije.

– Pero a mi cama no le pasó nada. Tengo otra almohada, y…

– Muy bien. Si usted no junta las cosas, lo haré yo. -Hizo un movimiento hacia el ropero-. ¿Están aquí?

Empezó a abrir la puerta.

– Está bien, ya que insiste. Pero si me parece que Jubilee tiene la menor objeción, volveré derecho aquí.

Gandy rió y le cedió el paso para que pudiese buscar el camisón y la bata. Sus ojos la siguieron mientras iba hacia la cómoda. Pero la parte de arriba había sido arrasada, y rebuscó con tristeza el cepillo entre los objetos tirados en el suelo, y levantó un recipiente para hebillas. Estaba roto. Juntó las dos partes y las sostuvo un momento. El rostro estaba apesadumbrado.

Levantó la vista y los ojos de ambos se encontraron.

– Lo siento, Gussie. -Como le pareció que iba a llorar otra vez, dijo-: Vamos -y la tomó del codo.

Agatha se detuvo junto a la lámpara y dio una inspección a la habitación que siempre mantenía fastidiosamente pulcra.

– ¿Quién pudo hacer algo así?

– No sé. Pero no quiero que esta noche se preocupe por eso. -La tomó del brazo-. Por la mañana vendremos y la ayudaremos a limpiar. Ahora, apague la lámpara.

Lo hizo, y la oscuridad se cernió sobre ellos. Fueron hacia la puerta, que Gandy cerró lo mejor que pudo, después de dejarla pasar.

– El de Jube es el último a la izquierda.

La jaula dorada estaba baja, y la puerta trampa estaba abierta en medio del pasillo. Por la abertura, un cono de luz iluminaba el techo, donde se rizaba el humo de los cigarros. Se oían con claridad los sones del piano y del banjo. Agatha echó un vistazo al bar de abajo, mientras pasaba junto a la abertura. Al llegar a la puerta de Jube, esperó. Gandy la abrió y entró sin hacer gala del menor embarazo. Sabía bien dónde estaba la lámpara. Agatha oyó raspar la cerilla y, a continuación, el rostro de Gandy apareció sobre la llama vacilante. Colocó de nuevo el tubo y volvió junto a ella.

– Jube subirá en un minuto. ¿Estará bien?

– Sí.

– Bueno… -Por primera vez esa noche, Agatha se sintió incómoda con él. Nunca la habían acompañado hasta el dormitorio. Y él nunca había acompañado a una dama para luego marcharse-. Cerraré un poco más temprano, para que el ruido no le impida dormir.

– Oh, no, por favor. No por mí.

– Jube subirá en cuanto termine esta canción.

Se dio la vuelta y desapareció antes de que pudiera darle las gracias.

El cuarto de Jube daba a la calle. La doble ventana estaba abierta y la brisa de verano hacía ondular las cortinas blancas hacia adentro, como velas hinchadas. Aunque nada estaba ordenado, ese desorden resultaba tranquilizador. Sobre el borde de un biombo de brocado, había vestidos de baile, medias dered negras, portaligas. Las puertas del guardarropa estaban abiertas de par en par. Dentro, colgaban los numerosos vestidos blancos de Jube. Junto a él, el tocador estaba repleto de tocados de plumas, cremas, lociones y maquillajes de varias clases. Agatha no pudo contener una sonrisa al ver el cenicero y una cigarrera de metal, que parecía completamente fuera de lugar entre la parafernalia femenina. La cama de bronce, no estaba tendida.

Se abrió la puerta e irrumpió Jubilee.

– ¡Agatha, Scotty acaba de contármelo! ¡Dios mío, debes tener los nervios de punta! Imagina: ¡que alguien entre así en tu casa! Pero no te preocupes por nada. Esta noche, dormirás aquí, conmigo.

El abrazo fue rápido y tranquilizador. De repente, Agatha se sintió feliz de tener la compañía parlanchína de Jubilee. Habría sido enervante pasar la noche en medio del desorden de al lado, oyendo cada crujido del edificio, pensando si no oía pasos en la oscuridad.

– En verdad, lo aprecio, Jubilee.

– ¡Oh, bah! ¿Para qué están los amigos? -Se sentó en una silla y comenzó a soltar los botones de los zapatos con un gancho-. Además, esta noche me duelen los pies. Me alegró terminar un poco más temprano. Scotty dice que echará al último cliente más o menos a medianoche.

– Le dije que no tenía por qué hacerlo.

– Ya lo sé, pero cuando Scotty está decidido, no puedes hacerle cambiar de opinión. Podríamos prepararnos para ir a la cama.

Agatha miró alrededor, con timidez. Jubilee ya estaba quitándose las plumas del cabello, y Agatha la imitó con las hebillas. Para su horror, Jubilee se puso de pie junto a la silla y se quitó el escueto traje de baile, y al levantar la vista vio que Agatha estaba parada, vacilante, junto a la cama.

– Si prefieres, puedes usar el biombo.

Mientras se desvestía, oyó que Jube canturreaba: «Un pájaro en una jaula dorada», después encendía un cigarro y manipulaba cosas sobre la mesa del tocador. El humo del cigarro llegó hasta el biombo, y Agatha no pudo contener una sonrisa. Recordó el día en que vio por primera vez a Jubilee que llegaba en la carreta. Si alguien le hubiese dicho que terminaría pasando la noche en el cuarto de ella, lo habría tildado de loco. Pero ahí estaba.

Salió de atrás del biombo vestida con el camisón de cuello alto y una bata blanca calada.

Y ahí estaba Jubilee. De pie junto al espejo del tocador, rascándose el vientre y los pechos blancos, sin otra prenda que los calzones. Tenía el cigarro entre los dientes y hablaba sin quitárselo.

– Malditos corsés. -Se rascó más fuerte, dejándose marcas rojas en la piel pálida-. ¿No te parece fastidioso cómo pican cuando te los quitas? Vosotras, ya que estáis luchando por los derechos de las mujeres, podríais hacer una campaña que nos librara para siempre de los corsés. -Se sujetó los pechos llenos con las manos y los levantó, haciendo desaparecer el lunar que tenía en el surco entre ambos-. ¿Te imaginas? -Rió entre dientes, como si estuviese sola-. Andar por la calle con un vestido sin corsé con ballenas. ¿No sería bueno?

Giró y Agatha bajó la vista. Nunca había visto a una mujer desnuda, y mucho menos una que exhibiera sin pudor los pechos delante de otra. Jube exhaló el humo y cruzó el cuarto hasta la tumbona. Se recostó, los pechos colgando, y revolvió entre las prendas tiradas hasta encontrar la bata turquesa. Cuando se incorporó para pasarla por los brazos, los pezones rosados parecieron destellar como faros en la habitación.

Desbordada, Agatha no supo a dónde mirar.

Al parecer, Jube no se daba cuenta. Despreocupada, se ató el cinturón y exclamó con entusiasmo:

– ¡Agatha, tienes un cabello maravilloso! ¿Puedo cepillártelo?

– ¿Ce-cepillármelo?

Ninguna mujer le había cepillado el cabello desde que murió la madre.

– Me encantará. Y te relajará. Ven. -Dejó el cigarro en el cenicero, tomó un cepillo de la mesa del tocador, y dio una palmada sobre el banco bajo que había ante ella-. Siéntate.

Agatha no pudo resistirse. Se sentó ante el tocador de Jubilee y dejó que la mimasen. Se sintió maravillosamente bien. Al primer contacto de las cerdas que le masajeaban el cuero cabelludo, unos estremecimientos le recorrieron la nuca y los brazos, y cerró los ojos.

– Desde que murió mi madre, nadie me había cepillado el cabello. Y eso fue cuando era niña.

– Es tan hermoso y espeso -lo elogió-. El mío es fino y lacio. Siempre deseé tener un pelo como el tuyo. Eres muy afortunada de tener ondas. Yo tengo que ponerme rizadores.

– ¿No es curioso? -Agatha abrió los ojos-. Yo siempre deseé tener cabello más fino, más lacio y rubio.

Jube cepilló todo el largo de los mechones, desde la coronilla hasta la espalda.

– ¿Crees que hay personas satisfechas con lo que tienen?

A Agatha le pareció una pregunta extraña, por provenir de una mujer tan bella como Jubilee. Las miradas de ambas se encontraron en el espejo.

– No lo sé. Pero supongo que todos deseamos algo.

– Si pudieras pedir cualquier cosa en el mundo, ¿qué desearías?

A Agatha siempre le pareció lo más evidente del mundo, y la dejó estupefacta que para Jubilee no lo fuese. Mientras movía el cepillo, distraída, tenía la cabeza rubia ladeada.

– Piernas y caderas sanas.

La respuesta de Jubilee no fue la que esperaba: no la miró asombrada o acongojada por haber pasado por alto algo tan obvio, sino que adoptó una expresión soñadora, mientras seguía cepillando el pelo de Agatha, y comentó:

– Sí, me imagino. Pero, ¿no es curioso? Nunca pensé en ti como lisiada.

El comentario fue una sorpresa absoluta. Aunque siempre estuvo convencida de que todo el mundo la miraba con lástima, sin saber por qué, le creyó. Nunca tuvo nadie con quien compartir sus sentimientos más íntimos, alguien que los compartiese con ella, y preguntó:

– ¿Y tú, qué desearías?

Jube dejó el cepillo, acomodó el pelo tirante y alto sobre la coronilla de Agatha en forma de nido, sujetándolo con las manos. Entonces la miró otra vez en los ojos y respondió con mucha suavidad:

– Una madre que, a veces, me cepillara el cabello. Y un padre que estuviese casado con ella.

Por largo rato, se comunicaron sólo con los ojos. Entonces, Agatha se dio la vuelta.

– Oh, Jubilee. -Le tomó las manos con cariño-. ¿No crees que somos unas tontas, aquí, deseando lo que nunca tendremos?

– No lo creo. ¿Qué mal hay en desear?

– Me imagino que ninguno. -Agatha parpadeó varias veces, y emitió un sonido que no llegaba a ser risa-. Acaba de ocurrírseme que, un año atrás, uno de mis deseos hubiese sido tener una amiga… Y ahora creo que encontré varios donde menos lo esperaba. Jubilee, yo… -La emoción le quebró la voz, mientras pensaba las palabras justas para expresar cuánto había llegado a valorar la amistad de Jubilee, Scott, y los otros. Los sentimientos hacia ellos la invadieron sin que lo advirtiese. Sólo en ese momento en que los necesitaba y estaban ahí, con las manos extendidas, pudo reconocer la profundidad de esa amistad-. Cuando digo que agradezco que me hayáis recibido aquí, hablo en serio. Estoy tan contenta de que estés aquí. Estaba muy acongojada por lo que sucedió en mi apartamento, pero ahora me siento mucho mejor.

Jube se inclinó y apretó la mejilla contra la de Agatha.

– Bueno. Entonces, ¿por qué no nos metemos en la cama? Al parecer, ya terminó el alboroto, de modo que podrás dormir un poco. Scotty dice que mañana iremos y limpiaremos tu casa. -Jubilee apartó las mantas y palmeó las sábanas, junto a ella-. Vamos, ven.

Agatha accedió, gustosa. Acomodó la almohada y se sentó contra ella, alzando los brazos para cumplir el último ritual del día.

– ¿Y ahora qué haces?

– Siempre me trenzo el cabello antes de dormir.

– ¿Para qué?

Pensó en una buena razón pero no se le ocurrió ninguna.

– Mi madre me enseñó que eso hace una dama todas las noches.

– Pero así debes dormir sobre el bulto de la trenza. Para mí, no tiene ningún sentido.

Agatha rió: nunca lo había pensado, pero Jubilee tenía razón.

– Lo último que haría con mi pelo sería trenzarlo.

– Bueno, pero entonces, ¿qué haces?

– ¿Cómo qué hago? Nada. Duermo con el cabello suelto. -Se pasó el cepillo por su propia cabellera, echó la cabeza atrás y la sacudió-. Es un placer.

– Está bien… -Agatha comenzó a deshacer la trenza inconclusa con los dedos-. Lo haré.

Sin dejar de cepillarse, Jubilee fue hasta el tocador, se metió el cigarro entre los dientes y fumó mientras se cepillaba.

– ¿Te molesta el cigarro?

– Para nada.

Agatha supo que era verdad. Por estar cerca de Gandy, había llegado a aficionarse.

– Me relaja, ¿sabes? -le explicó Jube-. Cuando termino de bailar, estoy toda tensa. A veces, me cuesta dormirme enseguida.

Jube enroscó el dedo alrededor del fino cigarro negro, fue hasta el pie de la cama y se sentó, reclinándose contra el rodapié de bronce, con el cenicero en la falda, todavía cepillándose el cabello rubio.

Alguien llamó a la puerta.

– Hola, somos nosotros. -Pearl y Ruby entraron, sin esperar permiso-. Nos enteramos de las malas noticias. No te aflijas. Es probable que no vuelva a suceder.

Por turno, fueron a apoyar la mejilla contra la de Agatha y a desearle las buenas noches.

– Si Jube empieza a roncar, ven conmigo.

Cuando se fueron, se oyó otra llamada.

– ¿Sí? -dijo Jube.

– Somos Jack e Ivory.

– Bueno, entrad… ya lo hicieron todos.

Agatha casi no tuvo tiempo de cubrirse con las mantas hasta el cuello antes de que ellos dos aparecieran.

– ¿Ya está tranquila, señorita Downing? -preguntó Jack.

– Sí, gracias. Jube me cepilló el pelo y me hizo olvidar todas mis angustias.

– No cabe duda de que Jube es buena con el cepillo -comentó Ivory.

¿Jube habría cepillado el pelo de Ivory? Antes de que pudiera imaginarse, siquiera, semejante espectáculo, éste dijo:

– Bueno, buenas noches, señorita Downing. La veré mañana.

– Buenas noches, Ivory.

– Buenas noches, pues -dijo Jack.

Un instante antes de cerrar la puerta, Jack asomó la cabeza:

– Aquí viene alguien más.

Desapareció, y Marcus tomó su lugar, con una taza humeante. La sonrisa le indicó a Agatha que era para ella.

– Oh, Marcus, qué considerado. -Aceptó la taza-. Mmm… té. Gracias, Marcus, es exactamente lo que necesitaba.

Marcus se puso radiante e hizo un gesto como de revolver azúcar y alzó las cejas con gesto interrogante.

– No, gracias. Así está bien. -Bebió un sorbo y asintió, en gesto aprobador-. Perfecto.

Marcus juntó las manos bajo la oreja y cerró los ojos, indicando dormir.

– Sí, después de esto dormiré maravillosamente. Gracias, otra vez, Marcus.

Al llegar a la puerta, saludó, y Agatha le devolvió el saludo. Salió y cerró.

Agatha sintió que se le desbordaba el corazón, que se le entibiaba por algo más que el té. Pensó que, tal vez, se había apresurado a pronunciar el deseo; quizá, lo que más deseaba en la vida era conservar para siempre este sentimiento, esta maravillosa sensación de familia.

En amistoso silencio, Agatha bebió y Jubilée fumó.

Después de un rato, Agatha comentó:

– Qué considerado fue Marcus.

El semblante de Jube se suavizó. Dejó de fumar y contempló el humo que subía.

– Es un cielo, ¿no? Siempre tiene un gesto amable para todo el mundo. Marcus es el hombre más bondadoso que conocí. Cada vez que estoy enferma me trae té con miel y coñac. Y una vez me dio friegas en la espalda. Fue un placer.

– Al principio, me afligía que no pudiera hablar -le confesó Agatha-, pero pronto descubrí que puede hacerse entender mejor que muchas personas con habla.

– Seguro. A veces me gustaría… -En el rostro de Jubilee apareció una expresión melancólica. Exhaló una nube de humo y murmuró-: Oh, nada.

– Dime, ¿qué te gustaría?

– Oh… -Se encogió de hombros y murmuró, tímida-: Que no fuese tan tímido.

– ¡Caramba, Jubilee! -Agatha levantó las cejas-. ¿Sientes… algo por Marcus? Quiero decir, ¿algo especial?

– Creo que sí. Pero, ¿cómo lo sabe una chica, si el hombre nunca le da un indicio?

– ¿Me lo preguntas a mí?

Con la mano extendida sobre el pecho, Agatha rió.

– Bueno, tú también eres una chica, ¿no?

– No creo. Ya tengo treinta y cinco años. No soy más una chica.

– Pero sabes a qué me refiero. En ocasiones, Marcus me mira… bueno, ya sabes, de un modo diferente. Y en el mismo momento en que creo que va a…

Golpearon la puerta.

– ¿Estáis vestidos? -se oyó la voz de Gandy.

Jube le murmuró a Agatha:

– Después seguiremos conversando. -Y levantando la voz-: Más que vestidos. Pasa.

La puerta se abrió lentamente, y Gandy se recostó contra el marco con la corbata floja y la chaqueta colgando del dedo, sobre el hombro. Le habló a Jube, pero mirando a Agatha.

– Veo que ya la instalaste.

– Por supuesto. Ahora se siente mucho mejor.

– Tiene mejor aspecto. -Apartó el hombro del marco y entró, arrojando la chaqueta a los pies de Agatha-. Cuando fue abajo, a buscarme, parecía un fantasma, ¿sabe? -Tomó la taza vacía-. Déme eso. -La dejó a un lado y se sentó junto a la cadera de la mujer, con un brazo del otro lado del cuerpo de Agatha-. Pero recuperó el color.

Agatha intentó subir más las mantas, pero el peso del hombre se lo impedía. Sobre el niveo camisón de cuello alto, las mejillas se le pusieron de un rosado intenso. Y el cabello era una gloria, flotando en ricas y espesas ondas que captaban la luz y la reflejaban casi con los matices del vino borgoña. La mirada admirativa del hombre se demoró unos momentos en él, y luego pasó a los transparentes ojos verdes. Eran cautivantes como ningunos que hubiese visto antes, claros como el agua del mar. Habían comenzado a perseguirlo por las noches, en la cama, y lo mantenían desvelado como si ella estuviese en el cuarto, observándolo. Dentro del pecho le brotó un calor inesperado, mientras las miradas de los dos permanecían unidas y el peso de Gandy hacía bajar las mantas con que Agatha se cubría los pechos.

– Ma-marcus me trajo té -tartamudeó, acalorada por la cercanía, por no estar vestida más que con el camisón, y sentir el calor del cuerpo de él contra la cadera-. Y Jubilee me cepilló el pelo. -Se lo tocó, insegura, como disculpándose-. Y todos los demás vinieron a darme las buenas noches.

– ¿De modo que ahora podrá dormir?

– Oh, sin duda. -Trató de sonreír, pero no pudo hacer otra cosa que abrir los labios, y revelar que su aliento era agitado. Manoseó con las yemas de los dedos los botones del cuello. De inmediato, él le atrapó la mano y la bajó. Se quedaron quietos, con los dedos entrelazados. El corazón de Agatha latía como un pájaro cautivo, pero quería decir muchas cosas-. No sé qué habría hecho sin todos ustedes esta noche -murmuró-. Gracias, Scott.

– No hay por qué darlas. -Cediendo a un impulso, la rodeó con los brazos y la estrechó con delicadeza contra el pecho. La retuvo así, sin moverse, por largo, largo rato-. Somos sus amigos. Para eso están los amigos.

El corazón le palpitó con fuerza contra él. No tenía otro lugar donde poner las manos que en los omóplatos de Scott. Era consciente de la presencia de Jubilee observándolos desde los pies de la cama, del intenso olor a cigarro en la ropa y la piel de Scott, y del hecho de que sus propios pechos sueltos estaban aplastados contra el pecho masculino: era la primera vez en su vida.

– Buenas noches, Gussie -susurró, y le besó el borde de la oreja-. Hasta mañana.

– Buenas noches, Scott -pudo decir, en un susurro.

Mientras el corazón de Agatha aún le palpitaba con fuerza dentro del pecho, Scott se levantó, tomó la chaqueta y bordeó la cama. Parado detrás de Jubilee, se inclinó sobre el rodapié de bronce. Jubilee alzó el rostro y le sonrió.

– Buenas noches, Jube.

Se besaron.

– Buenas noches, Scotty. La cuidaré bien para ti.

Le hizo un guiño a Jube y una sonrisa a Agatha.

– Todos lo hacen.

Luego, él también se marchó.

Cuando apagaron la lámpara y el edificio quedó en silencio, Agatha, tendida junto a la muchacha dormida, se quedó despierta por mucho tiempo, por más tiempo que nunca en su vida. Se sentía confusa, y más consciente de su cuerpo de lo que recordaba haber estado jamás. No sólo de las partes que le dolían, sino de las que no. Se sentía erizada de pies a cabeza. Dentro del pecho, el corazón golpeaba como si una fuerza mística lo hubiese despertado después de dormir todos esos años.

¿Cómo era posible que Scott le hubiese provocado algo semejante… sentado ahí, despreocupado, y tomándola en brazos sin el menor recato? ¡Y ella en camisón! ¡Y Jubilee ahí, al lado!

Pero en aquel momento, cuando le apoyó las manos en los omóplatos y su corazón se apoyó contra el de él, las preocupaciones de Agatha misma por el recato se esfumaron. Qué bueno fue sentirse apretada contra el cuerpo sólido, abrazada por un minuto. Qué ardiente sintió el rostro y qué insistente el pulso. Cuan plenos y pesados los pechos, cuando los aplastó. Recordó la sensación de tersura de la espalda de la camisa, estirada mientras la abrazaba. Y la barbilla de él contra su sien. Y el hueco del cuello contra su boca. Y el olor… ah, el aroma, tan diferente del propio, mezcla de agua de violetas y almidón…

Con la evocación, llegó el pudor.

Pero pertenece a Jubilee, ¿no es cierto?

Confundida, Agatha se dio vuelta y se acostó sobre la otra cadera. El mismo refrán le daba vueltas en la mente una y otra vez.

¿Cómo puede ser que Jubilee pertenezca a Scott, si quiere a Marcus?

Cuando al fin se durmió, lo hizo profundamente, pero sin respuestas.

Capítulo 11

Por la mañana, fueron a trabajar, tal como habían prometido. Marcus instaló un picaporte nuevo, y cuando apareció Willy lo pusieron a la tarea de recolectar las plumas y meterlas en la funda de la almohada. Agatha advirtió que se rascaba otra vez y tomó nota mental de hablar con Scott al respecto.

Al despertarse, no sabía bien como comportarse con Scott esa mañana, pero él la trató de un modo tan platónico como siempre.

Hacia las diez y media, Willy se cansó de juntar plumas, y Agatha lo mandó a la tienda de Harlorhan, a ver si le había llegado correo.

Regresó con la última edición de The Temperance Banner y un sobre con sello de correo de Topeka, y como remitente, la dirección oficial del gobernador John P. St. John.

– ¡Eh, es del gobernador! -exclamó.

– ¡Oooohhh, el gobernador! -repitió Ruby-. ¡Caramba, que nos codeamos con lo mejor!

Hizo girar los ojos y agitó los dedos como si se le quemaran.

Agatha abrió con cuidado el sobre y sacó una carta con el sello del Estado en bajo relieve, mientras todos se amontonaban alrededor: Marcus, con el destornillador en la mano; Scott, con el codo apoyado en el mango de la escoba; las chicas, asomadas sobre el borde del minúsculo equipo de cocina de Agatha; Ivory y Jack, espiando sobre los hombros; Dan, con Willy trepado sobre las botas para ver mejor.

Los ojos de Agatha recorrieron velozmente el papel.

– Bueno, ¿qué dice? -quiso saber Ruby.

– Es una invitación.

– ¡Bueno, léela en voz alta, antes que nos dé un ataque de tanto afligirnos!

La mirada de Agatha se posó fugazmente en Scott, y la apartó, nerviosa. De pronto, se le secó la boca. Se aclaró la voz y se humedeció los labios.

Estimada Señorita Downing:

Como miembro activo del movimiento para prohibir la venta de sustancias tóxicas en el Estado de Kansas, el representante estatal Alexander Kish me mencionó su nombre, el de la señorita Amanda Way, y el de la señorita Drusilla Wilson. Como sabe, cuando resulté electo gobernador de Kansas, prometí a mis votantes hacer todo lo que estuviese en mi poder para desterrar, no sólo el consumo de alcohol, sino también su venta dentro de las fronteras del Estado.

Con ese fin, apoyo de todo corazón la legislación reciente enviada a ambas cámaras de la legislatura, proponiendo ratificar la enmienda de prohibición de nuestra Constitución estatal.

Si aquéllos que, hasta ahora, trabajaron con celo por esta noble causa, se diesen otra vez la mano para hacer ahora un esfuerzo más agresivo que nunca, la enmienda podría y debería ser ratificada por los votantes de Kansas.

Como medio de expresar mi agradecimiento por la tarea de ustedes y para alentar el futuro apoyo al movimiento de prohibición, le extiendo esta invitación a tomar el té en el jardín de rosas de la mansión del gobernador, el quince de septiembre, a las dos en punto de la tarde.

Estaba firmada por el gobernador John P. St. John en persona.

Cuando Agatha terminó de leer, nadie dijo una palabra. Sintió un incómodo calor en el rostro y el cuello. Miró fijamente la carta, temerosa de encontrarse con los ojos de todos en medio de ese silencio incómodo. El rígido papel crujió cuando lo dobló con lentitud y lo metió otra vez en el sobre.

– ¿Qué pasa? -preguntó Willy, mirando las caras de los mayores, y su voz resonó como un trueno.

Finalmente, Agatha alzó la vista. Quiso pensar en una respuesta, pero lo único que se le ocurrió fue:

– Nada.

Pero no era cierto. Scott, aún apoyado en la escoba, la miraba ceñudo. Marcus rascaba con la uña del pulgar una burbuja de pintura seca en el mango del destornillador. Jack se rascaba la nuca evitando mirarla, y los dedos largos y negros de Ivory tamborileaban un ritmo en el muslo. Las muchachas permanecieron sentadas, desalentadas, contemplando el suelo que acababan de ayudar a limpiar.

Se podía oír volar una mosca en la habitación.

– ¿Qué pasa, eh? -insistió Willy, confundido.

Dan fue al rescate.

– ¿Qué te parece, chico? -Le puso una mano en la cabeza-. ¿Vienes abajo y me ayudas a barrer el local?

Obediente, Willy se dispuso a salir pero estiró el cuello para observar al cariacontecido grupo mientras se alejaba con Dan.

– Está bien, pero, ¿qué les pasa a todos?

– Cosas que no entenderías, cachorro.

Arriba, tras la salida de los dos, el silencio se hizo largo y pesado. Finalmente, Ruby le preguntó a Agatha:

– ¿Irás?

Agatha levantó la vista con dificultad hacia los ojos de Ruby, negros e inescrutables. De repente, se dio cuenta de que Ruby era descendiente de varias generaciones de esclavos que, como tales, habían aprendido a ocultar sus emociones. En el rostro de Ruby, en ese momento, no se traslucía nada.

– No sé -respondió, pesadamente.

Ruby apartó la vista, y se agachó a recoger un trapo de limpiar.

– Bueno, será mejor que nos vayamos. Aquí está todo hecho.

Fueron saliendo de a uno, hasta que sólo quedó Scott.

Por la ventana abierta entraban los mugidos lejanos de las vacas, el ruido de las ruedas de las carretas y de cascos que pasaban por la calle, el resonar de las herraduras que llegaban al hotel de al lado. Pero en el apartamento de Agatha, todo era silencio.

– Bueno…

Hizo una inhalación profunda, y luego exhaló.

En el corazón de la mujer se hizo una pequeña fisura.

– Scott -rogó-, ¿qué debo hacer?

– ¿Me lo preguntas a mí? -Lanzó una carcajada dura y áspera.

– ¿A quién otro podría preguntarle?

En tono colérico, exasperado, señaló a la calle y dijo:

– ¡Prueba con esas locas cuyas marchas encabezas!

– ¡No están locas! Tienen una buena causa.

– ¡Son una banda de esposas insatisfechas que buscan un modo de hacer volver a los esposos a los hogares, sin darse cuenta de que lo único que necesitarían para hacerlos regresar es un poco de cariño!

No podía creer la ceguera empecinada del hombre.

– Oh, Scott, ¿en serio crees eso?

– Mi padre jamás holgazaneó en la taberna. Y eso fue porque mi madre sabía cómo retenerlo en casa.

– Tu padre vivía en una plantación. Seguramente no había una taberna en kilómetros a la redonda.

La crispación de Scott fue evidente. Los ojos se endurecieron como si fueran de mármol negro.

– ¿Y cómo sabes todo eso?

– Me lo contaron las chicas, hace mucho. La cuestión es que no había tabernas y, por lo tanto, tu padre se comportaba como el proveedor y se quedaba en la casa, que es donde tendrían que quedarse más hombres.

Scott resopló, disgustado.

– Estuviste demasiado tiempo con esas fanáticas, Agatha. Empiezas a hablar como ellas.

– La verdad duele, ¿no es así, Scott? Pero sabes tan bien como yo que el alcohol es adictivo y debilitante. Empobrece a toda la familia al inhabilitar al hombre para trabajar, y convierte en brutos a sujetos gentiles.

El ceño de Scott se profundizó.

– Lo malo es que comienzas a creer en esas generalizaciones. -Le apuntó la nariz con el dedo-. ¡Y eso es lo que sois vosotros! La mitad de las mujeres como tú se arrodillan ante todas las puertas vaivén del pueblo y cantan esas malditas canciones tan dignas, sin tener, siquiera, una causa.

– ¿Qué me dices de Annie Macintosh, con dos costillas rotas y un ojo negro? ¿Tiene ella un motivo?

– Annie es otra historia. No todo hombre con un vaso de whisky es como Macintosh.

– ¿Y Alvis Collinson, que se juega el dinero de los zapatos, del almacén, y deja que su hijo duerma en una cama hirviendo de piojos?

Scott rechinó los dientes, y su mentón adoptó un contorno obstinado.

– Eres limpia para discutir, ¿eh?

– ¿Qué es lo que te parece limpio? ¿Llevar a Willy al Cowboy's Rest una vez por mes, para aliviar tu culpa?

– ¡Mi culpa! -El rostro de Scott se ensombreció, apretó las manos en el mango de la escoba y echó la cabeza adelante-. ¡Yo no tengo ninguna culpa! ¡Yo aquí manejo un negocio y trato de mantener vivas a ocho personas!

– Lo sé. Y valoro lo que haces por todos ellos. Pero, ¿nunca te surgen dudas respecto de los hombres a los que vendes todo ese alcohol? ¿De las familias que necesitan desesperadamente el dinero que se derrocha en las mesas de juego?

Adoptó una expresión de complacencia consigo mismo:

– No, no me impide dormir por la noche. Si yo no les vendiera whisky, lo conseguirían en otro sitio. Si se ratifica la enmienda, las tabernas tendrán que cerrar, claro, pero Yancy Sales venderá lo mismo que yo, aunque, lo llamará bitter, y todos los que hacen la ley en el país lo comprarán afirmando que es para propósitos medicinales.

– Puede ser. Pero si la prohibición logra regenerar al menos a un tipo como Alvis Collinson, habrá valido la pena la lucha.

– ¡Entonces, ve, Agatha! -Agitó una mano hacia la estación-. ¡Ve a la jarana del gobernador! ¡Bebe el té en el jardín de rosas! -Cruzó a zancadas la habitación y le puso en las manos la escoba-. ¡Pero no esperes que venga corriendo a salvarte la próxima vez que un propietario de taberna ya harto venga a arrasar tu casa!

Salió precipitadamente por la puerta y la cerró con tal fuerza que Agatha se encogió. El nuevo picaporte actuó a la perfección; la puerta se cerró y permaneció cerrada, pero sólo pudo verla tras una cortina de lágrimas. Se dejó caer en una silla y apoyó la frente en las manos.

El corazón le dolía y el pecho también. Por su propia voluntad, la familiaridad de la noche pasada se había hecho pedazos. Sin embargo, no era su decisión. Se sentía desgarrada, confundida y acongojada de haberse enamorado del hombre equivocado… ¡que el cielo la amparase, de toda una «familia» equivocada! Pero estaba aprendiendo que uno no siempre elige de quiénes se encariña. A veces, la vida hacía la elección. Lo que provocaba dicha o pena, era lo que uno hacía después con esa elección.

El día no había sido bueno para Collinson. A la mañana, una vaca enloquecida le había aplastado la pierna contra una cerca antes de que pudiese sacarla del paso. A la tarde, el chico apareció con plumas pegadas a la camisa y admitió que había estado merodeando otra vez por la casa de la entrometida sombrerera, nada menos que ayudándole a limpiar la casa.

Y a la noche, la suerte empeoró.

Perdió ocho manos seguidas, y el vaquero que estaba al lado se llevó la banca de los últimos tres cuencos. Hasta Doc, con su cerebro obnubilado, logró ganar dos de las últimas seis.

Loretto las tenía contra él, como todos los demás en esa taberna, y Collinson tenía la impresión de que, en cierto modo, sacaba naipes de la manga. «¡Sabelotodo inútil!, -pensó-. Hace seis meses, todavía se hacía pis en la cama y ahora está ahí sentado, con su chaqueta negra de fantasía y la corbata de cordón, haciendo trampas a los que solía llamar amigos».

Contó el dinero: tenía para dos manos más y, si no ganaba, quedaría en bancarrota. Trasegó otra medida de whisky y se pasó el dorso de la mano por la boca, para luego dar un codazo a Doc.

– Eh, Doc, ¿no te sobra un cigarro?

«Doc» Adkins no era doctor en absoluto, sino un autodenominado veterinario que viajaba por el país «haciendo nacer» terneros y «desagusanando» cerdos, mezclando cenizas y trementina en el alimento. El negocio no iba muy bien desde que suministró tintura de opio a una de las marranas de Sam Brewster provocándole un sueño eterno en lugar de curarle la enteritis.

Se decía que Doc Adkins tenía la costumbre de probar él mismo la tintura de opio, a lo cual atribuían la expresión distante de los ojos amarillentos y sus torpes reacciones ante la vida en general.

Pese a todo, era agradable, y un amigo fiel para el desdichado Collinson. Doc encontró un cigarro y se lo entregó al compañero de bebidas. Mientras lo encendía, el rostro enrojecido de Collinson observó al tallador.

Loretto daba con tal agilidad que los naipes casi no se curvaban. Los arqueaba en dirección contraria, y caían en línea como por arte de magia.

– Así que a tu madre no le entusiasma que seas croupier aquí -comentó Collinson.

– Tengo veintiuno -respondió Loretto con sencillez.

– Tiene veintiuno. -Collinson codeó a Doc en el brazo con la mano que sostenía el cigarro-. ¿Oíste eso, Doc? Ya le salió bigote y todo. -Collinson rió con desdén y contempló la muestra rubia que Dan lucía bajo la hermosa nariz-. Parece un retazo de ese trigo duro que les gusta a los saltamontes, ¿no?

Toda la noche, Dan estuvo percibiendo que se formaba una tensión subyacente. Collinson estaba buscando pelea, y Dan tenía órdenes. Acomodó el mazo y alzó dos dedos haciéndole una señal a Jack, que estaba en la barra, y que sirvió al instante dos medidas de whisky dobles. Jack le hizo una seña a Scotty, que la captó e, interrumpiendo una conversación con dos vaqueros, fue a servir las bebidas.

– Caballeros, ¿no les molesta si me siento a jugar un par de manos? -dijo con estudiada indiferencia.

– Claro que no.

El joven tejano vecino de Collinson vio, aliviado, que Gandy tomaba una silla que estaba cerca con la bota y la arrimaba a la mesa.

– Tu bebida, Dan.

Se estiró para colocar uno de los tragos ante el croupier y puso el otro ante sí mismo.

– ¿Cuál es el juego? -preguntó sacando unos billetes del bolsillo.

– Blackjack -respondió Loretto-. ¿Quién juega?

Collinson empujó su penúltimo dólar al centro de la mesa.

Loretto pasó el mazo a la izquierda y Collinson observó, para estar seguro de que todas las manos estaban sobre la mesa cuando se cortara. El novato era bueno pero, tarde o temprano, se le escaparía un error y, cuando eso ocurriese, Collinson estaría viéndolo. Entretanto, se mostraría frío como una rana en un macizo de lirios.

Mientras se daban las dos primeras rondas de naipes, inició una conversación aparentemente casual con el vaquero.

– ¿Cómo te llaman, muchacho?

– ¿A quién, a mí?

Collinson asintió, y guiñó a través del humo del cigarro.

– Slip, el Resbalizo. -El muchacho tragó saliva-. Slip McQuaid.

Collinson miró sus naipes: un par de ases. Eso era mejor. Los abrió y advirtió que el croupier también exhibía un as junto con el naipe bajado. El maldito novato tenía que haberlo sacado de la manga, pues nadie podía ser tan afortunado con tanta frecuencia, pero lo que más enfureció a Collinson fue no haber podido sorprenderlo. Se enjugó la boca con el borde de un dedo áspero y empujó su último dólar para cubrir la doble apuesta. Loretto le ganó dos veces: un nueve y un cuatro.

Los ojos de Collinson se achicaron más aún. Pasó el cigarro al otro extremo de la boca y clavó los ojos en el croupier mientras hablaba con McQuaid:

– Espero que eso no tenga nada que ver con cómo juegas a los naipes. No me gustaría jugar con alguien que tuviese reputación de dejar resbalar algún naipe.

Lanzó una risa tensa, y observó cómo Loretto revisaba la carta que había bajado sin despejar el paño verde.

– N… no, señor. Me resbalé de una montura húmeda cuando empezaba a cabalgar, y me quebré la clavícula. Mi papá me puso ese apodo.

– ¿Cartas? -le preguntó Loretto a McQuaid, ignorando la insinuación de Collinson.

Gandy advirtió el leve movimiento de las caderas de Dan bajo la mesa al cruzar el tobillo izquierdo sobre la rodilla derecha, para tener a mano la pistola escondida.

McQuaid tomó una carta y pensó, mientras Collinson seguía interrogándolo:

– ¿Qué aperos usas para cabalgar?

Gandy se abstuvo de intervenir, pese a que estaba quebrando una regla fundamental del juego: distraer a McQuaid durante el juego.

– En Rocking J., allá en Galveston.

– ¿Ahí aprendiste a jugar a los naipes?

McQuaid se puso tenso, pero trató de disimularlo.

– Jugué un poco en la barraca, con los muchachos… Uno más -le dijo a Loretto, y maldijo cuando contó veintidós.

Gandy movió una mano sobre los naipes que le quedaban, indicando que se plantaba en los trece. Enfrentó la mirada beligerante de Collinson y se obligó a relajar cada músculo. Aflójate, Gandy. Prepárate.

– ¿Y dónde aprendiste tú, Loretto? Trataré de adivinar: aquí. -Golpeó con los nudillos el cuatro dado vuelta. Loretto descubrió un siete. Los dientes manchados de Collinson mordieron la punta del cigarro mientras pensaba, y el sudor le brotaba de las axilas-. Otra vez. -El rey lo derrotó y su temperatura subió un grado. ¡Ese maldito novato no podía ser tan afortunado! Todavía tenía veinte en el otro juego, pero esperaba acertar doble en esta mano-. Sí, señor, me acuerdo cuando Danny, aquí presente, no era más alto que una lombriz. En aquel entonces, usaba mangas cortas. -Miró con los ojos entrecerrados las mangas negras que le llegaban a Dan hasta los nudillos-. ¿Te acuerdas, Doc?

– Lo recuerdo -respondió Doc con vaguedad, aunque le llevó cierto tiempo-. Dame, Danny.

Loretto lanzó ágilmente un naipe en su dirección. Doc se tomó su tiempo para pensar.

– ¡Date prisa! -le espetó Collinson-. No sé qué demonios te lleva tanto tiempo.

Gandy se contuvo una vez más. Cuando Collinson explotara, sería duro. Entretanto, Doc por fin se decidió.

– Otro -farfulló.

Con un giro de la muñeca, le mandó otro naipe. Doc lo miró con ojos miopes, suspiró, y se fue al mazo:

– Estoy fuera.

El rostro de Collinson se puso purpúreo.

– Quedo yo solo contra la banca, ¿no? ¿Cuánta suerte tiene que tener un tipo para ganar aquí?

– Si tiene algo que decir, dígalo, Alvis.

Dan mantuvo una mano sobre la mesa, pero metió la otra sobre el muslo.

– Veamos tus cartas, muchacho -lo desafió Collinson, mordiendo el cigarro.

Dan hizo otro movimiento con la mano que nunca quedó fuera de la vista, y mostró tres cartas que sumaban un veintiuno redondo.

– ¡Desgraciado hijo de perra! -El rostro del hombre se contorsionó y sacó un cuchillo-. ¡No me digas que no ocultas naipes en las mangas!

Gandy se levantó lentamente, todos los músculos tensos, preparado pero dijo en voz suave como la miel espesa:

– No permito peleas aquí adentro, Collinson, ya lo sabe. Deje ese cuchillo.

Collinson se agazapó con la hoja centelleando en la mano. Doc y McQuaid retrocedieron.

– Déjelo, antes de que alguien resulte lastimado -advirtió Gandy.

El sujeto se volvió hacia él.

– ¡Usted también! ¡Le haré un favor a este pueblo librándolo de ustedes dos! ¿Quién quiere ser el primero?

– Sea sensato, y tírelo -dijo Dan, exhibiendo el arma-. No quiero tener que dispararle, Alvis. ¡Maldición! Lo conozco de toda la vida.

– ¡No tiro nada, más que a ustedes dos!

– No creo que valga la pena hacerse matar por cuatro dólares -le aconsejó Gandy-. Déjelo, y la casa pagará una ronda.

Comenzó a hacerle señas a Jack.

– Esto no es por los cuatro dólares, y usted lo sabe, Gandy. Canallas, no les basta con sacarme el dinero con los naipes que se guardan en la manga, también tienen que poner contra mí a la carne de mi carne.

El local se sumió en el silencio. Todos los presentes miraban, angustiados.

– Vayase a su casa, Alvis. Está ebrio -trató de razonar Dan, levantándose-. Ya le dije que no quisiera tener que dispararle.

– No estoy ebrio. Estoy quebrado, eso es lo que estoy, malditos…

– Démelo. -Gandy se le acercó, con la palma hacia arriba-. Hablaremos afuera.

– ¡Al diablo con usted, petimetre inútil, hijo de perra, que me roba todo lo que tengo…!

Alvis impulsó el brazo atrás y todo el infierno se desató al mismo tiempo. El cuchillo se hundió en el antebrazo de Gandy. Explotó la pistola y Collinson cayó boca abajo sobre la mesa verde, redonda. Las chicas chillaron. En medio del súbito silencio, Gandy hizo una mueca y se aferró el brazo derecho.

– ¡Maldición! De todos modos, te dio.

Dan se abalanzó a auxiliarlo y Jube se acercó corriendo, con expresión desesperada. Pero Gandy los apartó a los dos y se dejó caer en una silla.

– Revisen a Collinson -se apresuró a decir.

Dan lo hizo rodar y le buscó el pulso. Con aire de duda, miró a Gandy que estaba sentado jadeando, todavía agarrándose el brazo inerte.

Dan levantó la voz.

– ¡Alguien que vaya corriendo a buscar al doctor Johnson!

Se volvió hacia Adkins, que había salido de su estupor por primera vez en años. Tenía el rostro blanco y los ojos redondos de terror.

– Doc, acerqúese -le gritó Dan-. Le vendría bien su ayuda.

– ¿A mí me hablas?

– Es veterinario, ¿verdad? Fíjese si puede hacer algo para mantenerlo vivo hasta que llegue el doctor Johnson.

– P… pero yo…

– ¡Es su amigo, Adkins! -vociferó Dan, impaciente-. ¡Por el amor de Dios, déjese de lloriquear y actúe como un, hombre! -Se dio la vuelta hacia Scotty y fue a arrodillarse junto a él. Miró, dudoso, a Jubilee, tragó con dificultad y fijó la vista en el cuchillo que sobresalía del brazo de Gandy-. ¿Qué quieres que haga?

Gandy estaba a punto de desmayarse de dolor. Levantó la cabeza y miró, aturdido, la cara de Dan. Le brotaban gotas de sudor.

– Saca… lo -murmuró, apretándose el bíceps derecho, donde la sangre comenzaba a abrillantar la manga.

En ese momento, Agatha llegaba a la puerta trasera, después de haber oído el disparo. Entró, resoplando, y se detuvo junto a la mesa de keno para contemplar la escena. Vio a alguien tendido sobre una mesa de juego, con la sangre empapándole la camisa, a Scott tirado sobre una silla con el cuchillo saliéndole del brazo.

– ¡Dios mío! -susurró, corriendo hacia él.

Marcus trató de detenerla, poniéndole las manos fuertes en los brazos y suplicándole con los ojos que hiciera lo que le pedía.

Lo miró de frente y entendió enseguida que estaba tan preocupado por la seguridad de ella como por Scott.

– Déjeme pasar -le ordenó con gentileza-. Él me ayudó; ahora me toca a mí.

Marcus la soltó a desgana, y Agatha se apresuró a acercarse, dando órdenes a Jack, a Ivory y a las chicas, que daban vueltas, indecisas, alrededor del cuerpo inerte de Gandy.

– Acostadlo, antes de que se caiga de la silla.

Dan y Jack reaccionaron sin demora. Gandy gimió y la frente se le perló mientras lo tendían en el suelo de pino sin pulir. Agatha se arrodilló junto a él con dificultad. Le aflojó la corbata y el botón del cuello y le tocó la garganta con ternura.

– Oh, Scott -murmuró, el rostro crispado de angustia-, oh, querido.

Scott esbozó una sonrisa débil.

– Gussie -susurró, sin fuerzas, moviendo los dedos de la mano ensangrentada.

Agatha los aferró con fuerza y apretó el dorso de la mano contra el pecho, sin prestar atención al hecho de que su propia mano se manchaba de sangre.

En ese preciso momento, el doctor Johnson irrumpió empujando las puertas vaivén, con el camisón metido dentro de los pantalones, los tirantes colgando sobre las rodillas, y el cabello rojo erizado.

– ¡Apártense! -En menos de treinta segundos, pronunció-: Collinson está muerto.

El nombre penetró en la mente de Agatha. Arrodillada junto a Scott, le disparó una mirada a Dan:

– ¿Collinson? -repitió, impresionada-. ¿Él mató a Collinson?

– No, fui yo -la corrigió Dan.

Miró el rostro pálido de Scott, el cuchillo que sobresalía de la carne.

– Entonces, ¿cómo…?

– Trató de convencer a Collinson de que le diera el cuchillo… Y él se lo clavó.

– ¡Apártense! -ordenó el doctor Johnson, impaciente. Se arrodilló, echó un vistazo al cuchillo y aconsejó-: Sería conveniente que emborracharan a este hombre. Cuanto más ebrio esté, mejor.

Jack fue a buscar una botella llena de whisky Newton. Tendido en el suelo, Scott dirigió una sonrisa fatigada al cantinero.

– Cerciórate de que sea el bueno, Jack.

Trató de sonreír de costado, pero en el rostro pálido parecía la sonrisa de un fantasma.

Llegó el comisario Cowdry, inspeccionó en silencio el cuerpo de Collinson, mientras Jack daba a Scott más whisky del que Agatha imaginó que podría consumir un hombre que se mantuviese consciente. Jubilee estaba sentada en el suelo, con la cabeza del herido en el regazo, mientras la sangre se secaba en la mano de Agatha.

Cowdry interrogó a los parroquianos, y después los hizo evacuar. Llegó el camillero a llevarse el cadáver de Collinson y se juntaron dos mesas para formar una sala de operaciones de emergencia. Marcus, Dan, Ivory y Jack levantaron a Scott con delicadeza y lo acostaron sobre las mesas. Reía flojamente, con los labios húmedos, el rostro sonrojado. Llamó a Marcus con un dedo.

– Escucha -tartajeó-. Esa cosa es muy buena, pero no le cuentes a Agatha que te lo dije. -Lanzó una risita de borracho y levantó la cabeza para ver a Ivory, detrás-. Y si esdiro la pata, que ninguno de dus bautistas, organice mi funeral, muchacho. Quiero el cancán, ¿endiendes?

Jack le puso otra vez la botella en la boca al patrón.

– Uno más, Scotty. Con eso bastará.

El licor resbaló por la mejilla de Scott y dejó una mancha oscura sobre el tapete verde. Parpadeó un par de veces, pero todavía no cerraba los ojos.

– ¿Gussie? -susurró, buscándola con los ojos-. ¿Dónde estás…?

– Aquí estoy, Scott.

Se acercó silenciosa a la mesa, y le tomó la mano sana. Él se la aferró con desesperación.

– Willy. Tienes que decírselo a Willy. -Tenía el borde de los ojos enrojecido. En contraste con el pelo y las cejas oscuras, la piel parecía de cera, salvo por el rubor antinatural que le daba el alcohol a las mejillas-. Lo lamento. Dile que lo siento.

Le acarició el cabello que se pegaba a la frente sudorosa, y lo apartó hacia atrás.

– Te lo prometo.

El doctor abrió el maletín negro y comenzó a enhebrar una aguja con un trozo de pelo de caballo.

– Traigan otra botella de whisky -ordenó-. Y todo el que tenga estómago débil, que se vaya.

Agatha se quedó el tiempo suficiente para ver cómo el médico sacaba el cuchillo del brazo de Scott, cómo el cuerpo se convulsionaba y para oírlo gritar de dolor. También para escuchar cómo el doctor ordenaba:

– ¡Denle otro trago!

Para que el estómago se le retorciera, los ojos se le desbordaran y se le oprimiese la garganta. Pero cuando el doctor sumergió la aguja en el whisky, se escabulló por las puertas vaivén para tragar el aire fresco de la noche y llorar a solas.

Capítulo 12

Agatha no había vuelto a la casa de Collinson desde aquella primera vez, pero el olor era el mismo: una mezcla de moho, aceite de petróleo, sábanas sucias y cuerpos sin lavar. Incluso antes de encender la lámpara supo que no se había producido ninguna mejora.

Buscó a tientas la mesa, encontró cerillas y una lámpara. Cuando la encendió, trató de no mirar alrededor y fue directamente a donde estaba Willy.

Parecía muy pequeño, acurrucado formando una pelota, con la barbilla contra el pecho. No se despertó, ni cuando la mujer acercó la lámpara y la dejó en el suelo. Era probable que estuviese acostumbrado a que alguien diese vueltas por la cocina encendiendo lámparas en mitad de la noche. Se quedó largo rato contemplándolo, tragando el nudo de emociones que tenía en la garganta, preguntándose qué sería de él, tan pequeño, tan carente de amor, tan solo. Las lágrimas le hicieron arder los ojos. Unió las manos bajo el mentón y rezó en silencio por él. Y por sí misma, por la tarea que debía emprender.

Se encaramó con vivacidad en el borde de la cama, intentando no pensar en las otras criaturas vivas que compartían la cama con el niño.

– ¿Willy? -Le tocó la sien, detrás de la oreja-. Willy, querido.

El pequeño se acomodó mejor en la almohada sin funda, y Agatha lo llamó de nuevo. Abrió los ojos y Agatha vio que los tenía rojos e hinchados de llorar. Cuando despertó del todo, se incorporó de un salto, con los ojos muy abiertos.

– ¡Gussie! ¿Qué estás haciendo aquí? ¡Si papá te ve, los dos estaremos en problemas!

Tenía cicatrices a los costados del cuello y una marca roja sobre la oreja. En la almohada sucia, había sangre seca.

– Willy, ¿qué te ha pasado?

– ¡Gussie, tienes que irte! -La mirada se tornó frenética-. ¡Papá te…!

– Está bien. Aún está en el pueblo. ¿Él te hizo esto?

Cuando trató de tocarle la oreja, la apartó con un movimiento y bajó la vista.

– No, me resbalé cuando estaba trepando a los corrales de ganado, y me golpeé contra el travesaño.

Comprendió que estaba mintiendo, pues evitaba mirarla a los ojos y rascaba la ropa de cama con un índice sucio. Agatha le cubrió la mano y le alzó la barbilla para mirarlo a los ojos. Pensó: «Los ojos de un niño no deberían estar hinchados».

– Lo hizo él, ¿verdad? -insistió, con calma.

Los ojos de Willy comenzaron a llenarse de lágrimas. Apretó los labios, y el mentón tembló en la mano de la mujer. Al ver que se le contraía el cuello en el esfuerzo por contener las lágrimas, se sintió desgarrada entre dos emociones: el amor por este huérfano abandonado, y una ardiente gratitud de que el padre estuviese muerto y nunca más pudiese volver a lastimarlo.

– Encontró plumas en mi camisa y me preguntó de dónde las había sacado y cuando se lo dije me dio unas buenas con la correa de afilar la navaja y dijo que no podía ir más a tu casa ni a la de Scotty. Por eso, Gussie, si no quieres que me dé otra vez con la correa, será mejor que salgas de aquí.

Willy logró decirlo sin derrumbarse, aunque estuvo a punto. Agatha también.

Inspiró una honda bocanada, irguió los hombros y apretó con fuerza la mano de Willy:

– Willy querido, tengo que darte una mala noticia.

El niño la miró, aturdido, un instante, y afirmó:

– No tomaré más baños.

– No… no se trata de eso. Querido, esta noche murió tu padre.

Los ojos de Willy se agrandaron de perplejidad.

– ¿Papi?

– Sí. Lo balearon hace una hora, en la taberna de Scotty.

– ¿Lo balearon?

Agatha asintió, y le dio tiempo a que asimilara la noticia.

– ¿Eso quiere decir que no vendrá a casa?

– Me temo que no.

Los ojos castaños de Willy miraron de frente a Agatha.

– ¿En serio, está muerto?

Agatha le acarició el dorso de las manos delgadas con los pulgares.

– Sabes lo que eso significa, ¿no es así?

La mirada del niño se fijó en las sombras, al otro lado del hombro de la mujer.

– Una vez tuve un gato que se murió. Papá lo pateó, voló contra una pared, hizo un ruido raro y luego, mi amigo Joey y yo lo enterramos afuera, cerca del retrete.

Agatha ya no pudo contener las lágrimas. Willy alzó los ojos marrones, secos, y vio los de ella desbordando lágrimas.

– ¿Eso es lo que harán con mi papá?

– Claro, lo sepultarán, pero en el cementerio, donde está tu madre.

– Ah.

– E… esta noche, tú vendrás conmigo a casa. ¿Quieres?

– Sí.

Lo dijo en tono neutro, sin inflexiones.

– Willy, es probable que, en el fondo, tu padre fuese un buen hombre. Pero, como tu madre murió tan joven, tuvo muchas penas en la vida.

La boca de Willy se apretó y miró los pliegues del corpiño de Agatha. Los músculos se fueron tensando uno a uno, hasta que el rostro pequeño se transformó en una máscara desafiante:

– No me importa que esté muerto -dijo, obstinado, pero le tembló la barbilla-. ¡No me importa! -Comenzó a alzar la voz y a golpear el colchón-. ¡No me importa, aunque lo entierren ahí afuera, junto al retrete! No me importa… no me importa… n… no m… me…

Hasta que se arrojó sollozando en brazos de Agatha. Los puños aferraron el vestido, y la cabeza enmarañada se hundió en el seno de la mujer. Ésta extendió una mano sobre la espalda pequeña y la sintió agitarse.

– Oh, Willy. -Lloró junto con él meciéndolo, acunándole la cabeza y estrechándolo contra su propio corazón dolorido-. Willy, querido…

Lo entendió profundamente. Simpatizó con él por completo. Apoyó la mejilla sobre la cabeza del niño, dejó que el tiempo girara hacia atrás y se vio a sí misma, también convertida en una huérfana desafiante, que afirmaba lo mismo que Willy acababa de hacer, cuando lo que quería expresar era precisamente lo contrario.

– Willy, todo estará bien -dijo, tranquilizadora.

«Pero, ¿cómo?, -pensó-, ¿cómo?»

Lo acostó en una cama improvisada sobre el suelo, en su apartamento, pero al despertar, por la mañana, lo encontró acurrucado junto a ella en la cama, con las pequeñas nalgas tibias contra su cadera enferma. Lo primero que pensó al despertar fue que era el primer varón con el que había dormido; el siguiente, que tenerlo ahí aunque fuese por tan poco tiempo, valdría la pena el trabajo que le daría sacar los piojos.

Lo llevó a casa de Paulie a desayunar y lo observó engullir suficientes tortillas como para techar una escuela. Después, lo dejó en el Cowboy's Rest, y dio instrucciones a Kendall de que lo refregase bien por todos lados sin piedad, y se deshiciera discretamente de la ropa sucia. Media hora después, iría a buscarlo con ropa limpia. Encontró los pantalones y la camisa que le había hecho, pulcramente doblada en el cajón de la cómoda. Fue al apartamento de Gandy y golpeó la puerta con suavidad. Esperaba que le abriese Jubilee, y la sorprendió ver que, en cambio, aparecía Ruby.

– ¿Cómo está? -preguntó, en un susurro.

– Más o menos. Pero ése es fuerte como una mula. Se pondrá bien.

– Vine a buscar las botas de Willy.

– Voy a ver dónde están.

Mientras esperaba afuera, Agatha contempló el cuadro que representaba la casa blanca de la plantación, en la pared del apartamento, frente a la puerta. Debajo, sobre una consola, estaba el humidificador de cigarros y el molde para sombreros de Scott, con el Stetson negro encima. Era extraño, pero ver los objetos personales de un hombre para una mujer era como compartir algo íntimo con él.

Apareció Ruby con las botas de Willy.

– ¿Cómo lo está tomando el pequeño?

– Hasta ahora, no muy bien. Está en el Cowboy's Rest, tomando un baño, y ya sabes cuánto los odia.

– ¿Sabe lo de su padre?

– Sí. Yo se lo dije.

– ¿Cómo reaccionó?

– Afirmó que no le importaba. -Agatha se topó con los ojos negros de Ruby y suavizó el tono-. Pero lloró de un modo que partía el corazón.

– Me imagino que habrá sido duro decírselo.

– No fue una noche fácil para ninguno de nosotros, ¿verdad? -La última vez que Agatha y Ruby hablaron, la mujer negra se apartó con estoico desapego después de que ella leyó la invitación del gobernador a tomar el té. Cómo le había dolido. Pero ahora, Agatha estiró la mano-: Ruby, lamento que yo…

– Señor, lo sé, mujer. Pero, ¿no te parece que éste es un mundo muy loco y confuso?

Ruby no le aceptó la mano, pero no fue necesario. Agatha sintió como si se hubiese sacado un enorme peso de encima. Enderezó los hombros y cambió de tema.

– Willy quiere ver a Scott. ¿Crees que estará bien si lo traigo, más tarde?

– No veo el inconveniente. Tal vez distraiga al patrón de ese brazo herido.

Esa tarde, a las cuatro, cuando Agatha llamó a la puerta de Gandy, llevaba de la mano a un niño con el cabello cuidadosamente partido al costado, con una onda dorada resplandeciente sobre la frente. Además de un corte de pelo reciente, estrenaba calzoncillos y medias flamantes, de Harlorhan's Mercantile, botas de cuero marrón, lustrosas con cordones sin nudos, pantalones azules hechos en casa, y una camisa de rayas, también azules.

Esa vez, abrió Ivory. Al ver a Willy, echó las manos atrás, fingiendo sorpresa.

– Bueno, ¿qué es esto?

– Me di otro baño -rezongó, con expresión fastidiada.

– ¿Otro? -Ivory no dejó de poner cara de asombro y de lanzar sonidos de contrariedad.

– Venimo a ver a Scotty.

Agatha le tironeó de la mano:

– Vinimos a ver a Scotty.

– ¿Y yo qué dije?

Ivory rió entre dientes y le sonrió a Agatha:

– ¿Cómo está usted, señorita Agatha?

– ¿Cómo está el señor Gandy?

– Fastidiado. No le gusta mucho estar acostado.

Con un susurro conspirativo, le respondió:

– En ese caso, tendremos cuidado.

Cuando entraron, el herido tenía los ojos cerrados, acostado en una cama de arce rizado, de proporciones masculinas, apoyado en un montón de almohadas, el brazo envuelto en gasa. Tenía el pecho desnudo, y la piel y el vello parecían muy oscuros en contraste con las sábanas blancas.

Con un solo vistazo, Agatha supo cuánto había sufrido desde la noche pasada.

Serio, Willy estaba de pie a su lado.

– Hola, Scotty -dijo.

Scott abrió los ojos y sonrió:

– Muchacho -dijo con cariño, alzando la palma.

– Gussie dice que no puedo abrazarte ni saltar sobre tu cama, ni nada.

– Eso dice, ¿eh?

Los ojos castaños de Gandy se alzaron hacia la mujer que tenía al niño de la mano: se los veía bien juntos. Tenía la sensación de que estaba bien que estuviesen ahí, con él. Sintió el deseo loco de apartar las sábanas e invitar a los dos a tenderse junto a él, a hablar tonterías y a reírse juntos.

– Hola, Agatha -dijo en voz queda.

– Hola, Scott. ¿Cómo te sientes?

«Confuso», pensó.

– He vivido días mejores, pero Ruby dice que si me palpita es porque no estoy muerto.

Willy miraba con expresión suplicante, aunque no se soltaba de la mano.

– ¿Puedo sentarme junto a él? Prometo que no lo voy a tocar para nada.

– Claro que puedes.

Le soltó la mano y sonrió al verlo cruzar la habitación con desusada solemnidad y acercarse a la cama cuanto podía, sin tocarla. Scott le enlazó el brazo sano en la cintura y lo atrajo junto al colchón.

– Jovencito, tienes un aspecto radiante. También hueles bien.

– Gussie me hizo tomar otro baño. -El tono se volvió más disgustado aún-. ¡Después, me hizo ir a la barbería!

– Es molesta, ¿no es cierto? -bromeó Scott, flechando a Agatha con su sonrisa llena de hoyuelos.

Willy adelantó el vientre y se lo frotó:

– Me dio otra vez los pantalones nuevos y la camisa, y también las botas. ¡Y me dio calzoncillos nuevos!

– Con que, ¿eso hizo?

Scott dejó vagar la mirada hacia Agatha mientras la mano grande acariciaba la espalda de Willy, y una sonrisa lánguida le jugueteaba en las comisuras de la boca.

Agatha habló con vivacidad:

– Sí, eso hizo. -Acercó una silla y la colocó junto a la cama-. Pero Willy ya está pagándolo, pues barrió el suelo del taller y fue a buscar la correspondencia. Tuvimos un día muy atareado.

Se sentó y plegó las manos sobre el regazo.

– ¿Te has enterado de que mi papá ha muerto? -preguntó Willy, sin preámbulos.

La caricia de Scott se detuvo.

– Sí, Willy, lo sé.

Willy prosiguió:

– ¿Estabas presente cuando lo balearon?

– Sí.

– ¿F… fuiste tú el que le disparó?

– No, hijo, no fui yo.

– ¿Quién lo hizo?

Otra vez, Scott lanzó una mirada a Agatha, pues Dan también era amigo de Willy. Renuente a desilusionar al niño, Gandy respondió, evasivo:

– Un hombre con el que estaba jugando a los naipes.

– Ah. -Willy reflexionó un momento, miró el vendaje de Scott, y preguntó-: ¿A ti también te dispararon?

– No, yo tuve un pequeño accidente con un cuchillo, nada más.

– ¿El cuchillo de papá?

Scott se aclaró la voz y se incorporó un poco sobre el codo.

– Escucha, Willy, en verdad siento lo de tu papá, pero no quiero que te aflijas. -Palmeó el sitio en la cama, a su lado-. Ven aquí, y te lo contaré.

Willy se encaramó y se sentó junto a Scott, los ojos atentos sobre el rostro oscuro que yacía sobre las almohadas blancas.

– Hice que Marcus limpiara la habitación del fondo, abajo. Ésa donde guardamos las botellas extra, las escobas y todo eso sabes? Instaló ahí una cama pequeña para ti y ahí dormirás desde ahora. ¿Qué te parece?

El semblante de Willy se iluminó:

– ¡¿En serio?!

Agatha sintió una punzada de pena y, al mismo tiempo, le desbordó el corazón de gratitud hacia Scott. La sensatez le dijo que no podía alojar a Willy en forma permanente, pero esperaba que la situación se mantuviese incierta por unas noches más. Sin embargo, si había un lugar en el que al niño le gustaría estar, era con Scott. Se sentiría profundamente dichoso hasta en una cama improvisada sobre el suelo, en el cuarto del fondo.

– Pero, a la mañana, tendrás que levantarte y ayudar a Dan a amontonar las sillas sobre las mesas mientras barre. Y tendrás que ayudar a Jack con los vasos. Y también será tu tarea ver si las escupideras necesitan una limpieza. ¿De acuerdo?

– ¡Jesús, Scotty! ¿En serio?

– Sí, señor.

Entusiasmado, Willy se descontroló y se precipitó sobre Scott a darle un abrazo fervoroso. Éste hizo una mueca y soltó el aliento.

– ¡Willy!

Agatha se apresuró a apartarlo. De inmediato, el rostro del muchacho expresó remordimiento.

– Oh… lo… lo olvidé.

– Será mejor que bajes -dijo la mujer, con suavidad-. Otro día, cuando Scott se sienta mejor, podrás sentarte a su lado.

Se bajó, y la culpa crispó su rostro infantil:

– No quise lastimarte, Scotty.

Scotty desechó con esfuerzo las puntadas de dolor que le recorrían el brazo:

– No es nada, muchacho. Sólo me diste una punzada, pero ya casi pasó.

Al saberse perdonado, Willy se iluminó al instante.

– ¿Puedo decirle a Charlie y a los otros chicos dónde voy a vivir? -preguntó, excitado, refiriéndose a los niños que vendían comida en la estación.

– No hay problema.

– ¿Y puedo contarles lo del trabajo que me daste?

– Diste -lo corrigió Agatha.

– Diste.

Aunque el brazo le dolía mucho, Gandy forzó una risa.

– Ve, cuéntaselo.

– Pero, Scotty…

Con vertiginosa rapidez, el semblante del niño se ensombreció otra vez.

– ¿Y ahora, qué pasa?

– Mañana no puedo ayudar a Dan a barrer, porque enterrarán a mi padre y tengo que estar en el funeral.

Scott sintió un nudo en la garganta, y la ingenuidad del pequeño se le clavó en el corazón como la flecha de un cazador.

– Ven aquí -le indicó con suavidad, pero esta vez, con cuidado.

Sin hacer caso del dolor en el brazo, se estiró hacia el borde de la cama y extendió el brazo sano para recibirlo.

Tal como le indicó, Willy se acercó con cuidado y cuando la mano fuerte y morena acercó el cuerpo pequeño contra el pecho amplio del hombre, cuando la mejilla áspera, sin afeitar, se apoyó sobre el cabello rubio, la voz sonó incierta y trémula.

– Si empiezas pasado mañana, estará bien, muchacho. Y le preguntaré al médico si mañana puedo levantarme, para poder acompañarte en el funeral. ¿Qué te parece?

– Pero me llevará Gussie.

Scott miró a Agatha, todavía sentada junto a la cama, mirando a Willy con una lágrima delatora en un ojo, y una sonrisa compasiva. En ese instante, sus ojos claros se posaron en los muy oscuros del hombre.

Gandy habló con suavidad, con mechones rubios que se le enredaban en la barba:

– Gussie es una señora muy querida. Pero creo que yo también estaré.

En torno de la tumba de Alvis Collinson, se reunieron más personas de las que, probablemente, mereciera. Ahí estaba el amigo, Doc Adkins, una mujer corpulenta y huesuda llamada Hattie Twitchum, que lloró ruidosamente durante toda la ceremonia. Desde la muerte de la esposa, Alvis pasó mucho tiempo con Hattie y se rumoreaba que los últimos dos de los siete hijos se parecían mucho a Collinson. Al lado, estaba Mooney Straub, sobrio por primera vez en la historia conocida. Estaban presentes todos los empleados de la Gilded Cage: Jack, Ivory, Mareus, Dan, Ruby, Pearl y Jubilee. En un pequeño y apretado grupo, Scott y Agatha tenían de la mano a Willy. Tenían toda la apariencia de madre, padre e hijo. Willy llevaba un traje flamante, comprado en la tienda, que era una copia en miniatura del atuendo de Gandy: camisa blanca, y todo lo demás, negro. Agatha llevaba un vestido negro de bengalina, con cuello alto, generosas mangas en forma de pata de cordero que se estrechaban en los codos, y un sombrero negro de pastora echado hacia adelante, coronado por un crujiente velo negro, que formaba un moño amplio en la parte de atrás del ala. Gandy tenía un brazo en la manga de la chaqueta, y el otro le colgaba sobre el torso, de una cinta blanca.

Willy no derramó una lágrima durante la ceremonia. Cuando el reverendo Clarksdale tiró un puñado de tierra sobre el ataúd y recitó: «…Ceniza a las cenizas, polvo al polvo», Agatha le echó un vistazo, temerosa de que se desmoronara. Pero aunque se aferraba, tenaz, a la mano enguantada de Agatha y a la de Scott, mucho más grande, los ojos permanecían secos.

A medida que avanzaba la ceremonia, Agatha miraba cada vez más a menudo la palidez insólita de Scott, evidente incluso bajo la piel tostada. Al comenzar el servicio, tenía el sombrero en la mano derecha, y reservaba la izquierda para Willy. Pero después de un rato, se lo puso en la cabeza como sí, hasta el esfuerzo de sostenerlo en la mano del brazo herido, lo fatigase.

Cuando concluyó la última plegaria, y se esfumó el llanto estrepitoso de Hattie Twitchum, Agatha dio las gracias al reverendo Clarksdale, que preguntó por el bienestar de Willy.

– Por ahora, cuidaremos de él -repuso.

– ¿En plural?

– El señor Gandy y yo.

Los verdes ojos saltones del reverendo Clarksdale parecieron sobresalir más aún, pero Agatha resolvió que no le debía ninguna explicación. Más aún, estaba convencida de que Scott se había excedido en sus esfuerzos.

– Gracias, otra vez, reverendo Clarksdale. Ahora, si me disculpa, el señor Gandy necesita sentarse.

Cuando subieron a uno de los coches negros que los aguardaban, el rostro de Scott ya parecía de cera. Se recostó en un rincón del asiento. Ivory lo vio, y se acercó a tomar las riendas. Marcus también lo vio, y dio un codazo a Jube, haciendo gestos entre sí mismo, la muchacha, el niño, y su propia carreta, señalando hacia la pradera y haciendo ademanes de ir a pasear.

Jube se tocó el pecho:

– ¿Yo también?

Marcus asintió, y Jube sonrió.

Fue a decírselo a Willy.

– Marcus pagó el coche por todo el día. Es una pena devolverlo al establo sin aprovechar lo que costó. ¿Que dices si vamos los tres a dar un paseo?

Willy se encogió de hombros y miró, primero, a Scott, luego a Agatha.

– Apuesto a que encontraremos alguna liebre o un perro de la pradera -lo tentó Jube.

Agatha confirmó que constituían un grupo notable. Scott necesitaba descansar. Willy, divertirse. Entonces, aparecieron Marcus y Jube para ofrecer ambas cosas.

Pero Willy no se mostró tan entusiasta como esperaban. Era obvio que estaba ansioso de instalarse en su nuevo alojamiento.

Agatha le rodeó los hombros con el brazo.

– Scott necesita ir a la casa y acostarse -explicó-. Está doliéndole el brazo. ¿No te gustaría ir con Marcus y Jube, un rato?

– Creo que sí -respondió, sin entusiasmo. Haciéndose sombra en los ojos, Jube alzó la vista hacia Willy.

– Todavía no comiste. Podríamos llevarnos comida y hacer un almuerzo campestre.

La sugerencia provocó la primera chispa de interés en los ojos castaños.

– ¿Un picnic?

– ¿Por qué no?

– ¿Con limonada?

– Sí, si es que Emma Paulie preparó. Y si Marcus está de acuerdo.

Le dirigió una sonrisa hechicera.

– Eh, Marcus -exclamó Willy-, ¿podemos ir de picnic?

Marcus estuvo de acuerdo, y en diez minutos estaban los tres ante el restaurante de Paulie en un coche pequeño, de resplandecientes ruedas amarillas y un mullido asiento tapizado de cuero negro.

Ese día, Emma Paulie no había hecho limonada. Pero tenía pollo asado, pan fresco, y pastel de calabaza. Acomodó todo en un cesto abierto, y también llevaron una jarra de zarzaparrilla y el banjo de Marcus.

Giraron la carreta hacia el norte, cruzando los rieles del ferrocarril Union Pacific, y avanzando por la pradera, dejando atrás carretas de ganado, el pueblo y el cementerio.

Era un día despejado, y sentían el sol tibio en las espaldas. El cielo, muy azul, estaba salpicado de algodonosas nubes blancas. Alrededor, Kansas se extendía plana como la tapa de una olla. La hierba ondulante cantaba una canción sibilante y, desde arriba, un águila los observaba al pasar. Un frailecillo se apartó del camino de la carreta y oyeron cómo se perdía su canto desafinado. Willy preguntó qué era. Jube dijo que no sabía, pero después señaló un pájaro triguero encaramado en un almez.

Escuchando la charla de Jube y Willy, Marcus estaba contento y, cada tanto, echaba un vistazo a la cabeza rubia del niño, junto a su codo, y la blanca de Jube en el otro extremo del asiento. Era uno de los escasos días que no vestía de blanco. En contraste con el severo azul violáceo del vestido, el cabello tan claro brillaba como una estrella en el cielo nocturno. Era la criatura más bella que Dios había creado. Y, sin duda, sabía tratar a Willy. El chico había olvidado por completo la vacilación inicial, y en ese momento la contemplaba arrobado, mientras señalaba las nubes y cantaba con voz plena:

Oh, vuela por el aire con gran facilidad,

Este joven audaz en el trapecio.

Sus gráciles movimientos agradan a las muchachas

Y mi amor lo arrebató…

– ¡Cántalo otra vez, Jube! -exigió Willy, cuando terminó.

Jube lo miró bajo el ala del sombrero azul:

– Lo haré, pero necesito un poco de ayuda.

– Pero yo no lo sé.

– Es fácil…

Le enseñó los versos.

Oh, una vez yo era feliz,

pero ahora soy desdichada…

Pronto, los dos cantaban a voz en cuello y sus voces resonaban en la pradera infinita, la de Jube, rica y genuina, la de Willy, desafinada, y salteando una que otra palabra. Al terminar el último estribillo, el chico frunció la nariz y preguntó:

– ¿Qué es arrebató?

– Robó.

– Ah. Entonces, ¿por qué no dice, directamente, robó?

Jube lo pensó un instante y, dirigiéndose al conductor, le dijo:

– Yo no lo sé. ¿Y tú, Marcus?

Si bien Marcus lo ignoraba, le encantó sonreír a esos ojos almendrados. Y la curva de esa nariz preciosa, y el lunar en la sima entre los pechos, y la boca en forma de corazón que siempre parecía sonreír. Aunque se esforzó por recordar un momento en que Jubilee hubiese estado malhumorada o enfurruñada, no lo logró. Tenía un carácter tan luminoso como el resto de su persona. Por unos minutos, las miradas se encontraron sobre la cabeza de Willy, mientras los cuerpos se mecían al compás del carruaje. Marcus pensó: «¿Cuándo, en mi vida, fui tan feliz?». Se sentía vivo, vibrante, y disfrutaba cada instante con ella.

Lo único que arruinaba tanta bendición, era no poder decirle lo que sentía. Lo hermosa que era. Cómo la reverenciaba, que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por ella, a darle lo que estuviese en su poder.

Comieron en medio de la pradera, entre una profusión de flores de fines del verano. El violeta claro de las reina Margarita, las estrellas flamígeras de los heliotropos, el amarillo intenso de las varas de San José. Pero ninguna flor silvestre resistía la comparación con la belleza de Jubilee.

Mientras la muchacha tendía la manta y se arrodillaba para sacar la comida, Marcus se sentó con las piernas cruzadas sobre la hierba y tomó el banjo. De inmediato, Willy se le abalanzó y le rodeó el cuello desde atrás.

– ¡Toca algo rápido, Marcus!

Se decidió por «Pequeña Jarrita Marrón», y Willy se puso a saltar en círculo alrededor de Marcus, al ritmo de la canción. Jube interrumpió lo que estaba haciendo y comenzó a acompañar con las palmas. Willy rió y, a cada paso, las nuevas botas marrones subían más.

Jube se levantó, se acercó a Marcus, golpeó el suelo con un pie y curvó los hombros para palmotear, riendo de las cabriolas del chico.

– Eh, Willy, ¿qué te parece si bailamos?

Sin perder el paso, gritó:

– ¡No sé!

– ¡Oh, todos podemos bailar!

– ¡Yo no!

– ¡Tú también… vamos!

Puso el codo junto al del niño y lo hizo balancearse en círculos, cantando:

Mi esposa y yo vivíamos solos

En una pequeña cabaña de troncos que era nuestra.

A ella le gustaba el gin y a mí el ron.

Les digo que nos divertíamos un montón.

¡Ja, ja, ja!, tú y yo,

Cuánto te amo, pequeña jarrita marrón

¡Ja, ja, ja!, tú y yo,

Cuánto te amo, pequeña jarrita marrón.

Cantó cada verso, y Willy la acompañaba en los estribillos. Marcus captó el ritmo y rió sin ruido mientras los otros dos, de la mano, giraban alocados hasta que las cabezas se echaron hacia atrás y a Jube se le cayó el sombrero.

Qué cuadro formaban, despreocupados y entusiastas, girando y cantando, y cayendo luego al suelo, sin aliento, riendo. Willy cayó a gatas y Jubilee de espaldas, con un brazo sobre la cabeza.

– ¡Uh, qué divertido! ¡Vaya, Willy, qué buen bailarín eres!

Willy se levantó riendo, y enjugándose la frente con la mano pequeña.

– ¡Espera a que le cuente a Gussie que estuvimos bailando y cantando!

Alarmada, Jube se incorporó apoyándose en una mano:

– ¡Willy, no te atrevas… salvo que quieras meternos en problemas a Marcus y a mí! ¡Una luchadora por la templanza, como Agatha, se escandalizaría si supiera que te enseñamos semejante canción! ¡Prométeme que no se lo contarás!

A Willy no lo perturbó la canción. Estaba más preocupado por la sed.

– ¡Quiero zarzaparrilla! -exigió.

Marcus dejó el banjo en el estuche, y los tres comieron casi toda la comida, holgazaneando en la áspera hierba amarillenta. Después, Willy se sentó cerca y comió demasiado pastel y bebió demasiada zarzaparrilla.

Apoyado en un codo, Marcus mordisqueaba un tallo y contemplaba a Jube a sus anchas. Estaba tan cerca que las faldas le rozaban los tobillos cruzados. Había dejado el sombrero donde cayó, y el alfiler arrastró un mechón de cabello. El sol resaltaba el mechón blanco caído, dándole el aspecto de una tela de araña hilada. Imaginó que le quitaba las hebillas restantes y lo dejaba caer sobre los hombros, peinándolo con los dedos, hundiendo en él la nariz, y que después la besaba.

Willy lo trajo de vuelta a la tierra.

– ¡Toca mi panza! -Se acercó andando sobre las rodillas-. Está dura como una piedra.

Marcus tocó. Jube tocó.

– Te pondrás enfermo -le advirtió.

– No-o. -Negó con la cabeza, en amplias sacudidas-. Nunca me pongo enfermo.

– Pero sería conveniente que no comas más pastel, por un rato. Ni tampoco zarzaparrilla.

Willy se dejó caer sobre la hierba, resoplando, panza arriba.

– ¡Uf!

La boca le brillaba, grasienta. Se le había salido la camisa de los pantalones y le dejaba al aire una porción de estómago. Los cordones de las botas nuevas estaban desatados. Pero no le importaba un ardite. Después de unos minutos, lanzó un resonante eructo. Jube rió, Marcus sonrió y Willy rió entre dientes.

– Se supone que debes decir: «discúlpenme» -le recordó.

– Descúlpenme.

Volvió a eructar, más fuerte aún, esforzándose por hacer más ruido. En medio de las carcajadas de todos, Jubilee guardó los elementos del picnic.

La taberna quedaría cerrada hasta la noche. No había prisa por regresar, y se quedaron sentados, oyendo el bullir de la vida a su alrededor.

– ¿Son blandas las nubes? -preguntó Willy después de un rato, contemplando los blancos retazos esponjosos.

– No lo sé. -Jubilee se apoyó en los codos para mirarlas-. Lo parecen, ¿no?

– ¿Ves ésa? -señaló el chico-. ¿No parece una gallina con la panza sucia?

Jube la observó, con la cabeza hacia atrás, el rostro al sol. Una hebilla resbaló y cayó en la hierba.

– Puede ser. Tal vez sea una tetera con el asa rota.

– No, no. Tampoco.

Jube levantó la cabeza y lo tocó con un dedo del pie.

– Pues, a mí me parece.

Willy lanzó unas risitas y se puso a gatas, encima de ella haciendo muecas, procurando más atención, más bromas.

– Parece una gallina.

– Una tetera.

– Una gallina.

– Una tetera. -Le aplastó la nariz con la punta de un dedo-. Para mí, es una tetera, Willy Collinson.

El niño se abalanzó sobre el torso de la muchacha y la hizo caer de espaldas, y golpearse la cabeza contra la cadera de Marcus. En lugar de moverse, se acomodó.

– ¿Cómo es que tú eres tan hermosa, y otras mujeres no? -preguntó Willy, con una mueca absurda de los labios y las cejas.

– Qué chico tan halagador eres. Pero, ¿cómo creer a un niño que dice que una gallina tiene el mismo aspecto que una tetera?

Willy se incorporó para contemplar otra vez el cielo, y terminó con la cabeza sobre el vientre de Jube. El lugar apropiado para la cabeza de la muchacha era el de Marcus, que no protestó cuando ella se acomodó mejor.

Permanecieron acostados sobre la gruesa hierba de la pradera, mirando las nubes con los ojos entrecerrados, apoyados uno en otro como troncos apilados. La brisa revoloteaba sobre ellos y hacía aparecer y desaparecer de la visión las briznas de avena silvestre. Una mariposa monarca pasó volando y se posó en un arbusto, donde quedó agitando las alas. En alguna parte, una gallina de la pradera sumó su cloqueo entrecortado al zumbido de las chicharras. La tierra tibia los acunaba desde abajo, el sol cálido los bañaba desde arriba, y holgazanearon, contentos.

Los dedos del niño se aflojaron, abrió las palmas y, en poco tiempo, roncaba suavemente.

Marcus tenía los dedos entrelazados bajo la cabeza, gozando del peso de la cabeza de Jube sobre el estómago, sintiendo que el corazón le latía con firmeza dentro del pecho, sobre el suelo virgen, que parecía devolverle los latidos.

Se le ocurrió estirar la mano y tocarle la garganta con las yemas de los dedos… rozarle… sólo rozar… nada más.

Pero antes de que pudiese hacerlo, la cabeza se movió. Alzó la de él y la vio observándolo, perfecta y apacible, la mejilla sobre el vientre de Marcus. Entonces, hizo algo increíble: estiró la mano y tocó la garganta de él con las yemas de los dedos, con tanta suavidad como si fuesen las alas de una mariposa monarca.

Sonrió con dulzura.

Y lo colmó de embeleso.

Le hizo retumbar el corazón como un trueno de verano.

Hizo crecer dentro de él una loca y temeraria esperanza.

«Jube, -pensó-. Oh, Jube, qué cosas te diría si pudiese. Qué cosas haría. Pero eres de Scotty, ¿no?». Marcus imaginaba que un hombre como Scotty sabía todo lo necesario acerca del modo de besar y complacer a una mujer. ¿Cómo era posible que a Jube le gustara un beso de Marcus, después de haber conocido a un hombre así?

Por lo tanto, en vez de besarla, se conformó con un único consuelo. Le tocó levemente el pelo, sintió en los dedos, por primera vez, el sol atrapado en la textura sedosa y rica.

Jube. Los labios se movieron, pero no emitió ningún sonido.

Pero la muchacha lo vio pronunciar su nombre, y respondió diciendo el de él. Y aunque Marcus oía perfectamente previrió mover los labios, nada más, como él.

Marcus.

Y por ese día… por ese día dorado, era suficiente.

Capítulo 13

Por ser septiembre, el clima fue insoportablemente caluroso y húmedo, después de dos días de lluvia. Ni el menor soplo de aire entraba en el apartamento. Las sábanas parecían pegajosas, y por mucho que Gandy empujara para apartar a Jube, ella volvía a su mitad de la cama y le apoyaba la pierna tibia encima. Le dolía el brazo y los malditos coyotes no dejaban de aullar. Ya hacía una hora que no se callaban.

Empujó otra vez la pierna de Jube. Cara abajo, los brazos hacia arriba, flexionó la rodilla y la apretó otra vez contra él. Agitado, se apartó.

Entre ellos, las cosas no iban bien. Algo se había estropeado, pero Scott no sabía bien qué. Dormía con él con menos frecuencia, y cuando hacían el amor, tenía la impresión de que no siempre lo deseaba. Esa noche lo habían hecho, pero cuando le preguntó qué pasaba, Jube le contestó:

– Es el calor. Además, estoy encantada.

– ¿Quieres que lo dejemos, Jube? No es obligatorio.

– No… no, está bien -respondió, con demasiada precipitación. Y cuando se le acercó, prosiguió-: Me gustaría que alguna vez lo hiciéramos cuando no sea la una de la madrugada y yo no esté tan cansada de bailar.

Sin embargo, antes no importaba que fuese la una de la madrugada o la una de la tarde. Jube estaba dispuesta. Y entusiasta.

En esos momentos, tendido junto a ella, Scott pensó si no sería algo que él había hecho. O algo que no había hecho. Quizá quería casarse, y esperaba que él sacara a colación el tema. Se dio la vuelta, para contemplarla en la oscuridad. Los miembros desnudos eran tan blancos como las sábanas en las que yacía. Ni el cabello blanco se distinguía. Se había mezclado con su vida del mismo modo absoluto en que se mezclaba con las sábanas. Aunque era una relación cómoda, no era el tipo de vínculo que Scott quisiera conservar para siempre. ¿Casarse con Jube? No, no lo creía. La perspectiva del matrimonio debía provocar un ramalazo de ansiedad, como cuando estuvo comprometido con Delia. Pero en este caso no era así. Había dos clases diferentes de amor, y el que sentía por Jube no era para casarse con ella.

Jube se dio la vuelta y le sacudió el brazo, provocándole un espasmo de dolor en el hombro.

Se sentó, encontró los pantalones en la oscuridad, se los puso, lo abotonó hasta arriba, menos el último botón, y fue hasta la sala de estar. Tanteando, encontró el humidificador, tomó un cigarro y una cerilla, y salió del apartamento.

Cuando abrió la puerta que daba al rellano, lo sobresaltó un movimiento en rincón opuesto.

– Gussie, ¿eres tú?

Agatha se irguió en la silla y se envolvió mejor en la bata.

– Sí. Yo… no podía dormir con este calor.

El hombre salió sin hacer ruido y cerró la puerta.

– Yo tampoco.

Agatha enlazó los pies descalzos e intentó esconderlos bajo la bata.

– ¿Te molesta si te acompaño?

– No, claro que no. También es tu rellano.

Vio que él también estaba descalzo, y sin camisa. Se acercó hasta la cima de la escalera y, con las piernas muy separadas, dirigió la mirada hacia la pradera. La piel parecía pálida contra el cielo nocturno. Arriba, las estrellas guiñaban pero había luna nueva y no iluminaba demasiado.

– Malditos coyotes. Cuando empiezan, no saben cómo detenerse.

– A mí, en realidad, no me disgustan. Me han hecho compañía.

Scott miró hacia atrás sobre el hombro y vio que la mujer sentada en una dura silla de cocina puesta en un rincón, se sostenía el cuello de la bata y era la imagen misma de la virtud amenazada. La comparó con Jube, despatarrada, desnuda, sobre la cama, y aunque resultaba cómico, no tuvo ganas de reír. Se afligió.

– Tienes un aspecto muy diferente con el pelo suelto.

Más accesible. Se preguntó qué haría si él se acercaba y lo tocaba. El cabello de Agatha, lustroso y de color intenso, siempre lo había atraído. La mujer, como avergonzada, lo sujetó sin darse cuenta, como para ocultar la melena libre.

– Yo… tendría que haberlo trenzado. Por lo general… -Se interrumpió, al comprender que iba a revelar un hábito nocturno muy personal, y que no era un tema muy apropiado de conversación entre un hombre descalzo y una mujer, a las tres de la mañana-. Cuando me quedé con Jubilee, me dijo que, a veces, el cabello necesita soltarse y entonces yo, bueno…

– No te pongas nerviosa, Agatha. Fue sólo una observación. -Para alivio de Agatha, cambió de tema y preguntó-: ¿Te molesta si fumo?

– No, en absoluto.

Fue hasta el lado opuesto del rellano y se sentó sobre la baranda, con la espalda contra la pared, una rodilla levantada, el otro pie en el suelo. Encendió la cerilla en la madera y, al ahuecar la mano, el rostro se le encendió de anaranjado por un instante. Sacudió la cerilla, la arrojó abajo y dio una chupada honda.

– ¿No es curioso? -comentó la mujer-. Solía detestar el olor del cigarro, pero ha llegado a gustarme.

Scott rió, echando la cabeza atrás.

– Sí, así es como sucede con la mayoría de las cosas malas: te conquistan.

Mientras aspiraba el cigarro, el humo, acre pero agradablemente masculino, flotaba hacia ella. A lo lejos, ladraban los coyotes y Agatha olvidó sus pudores.

– Willy me contó que le enseñaste a jugar un póquer de cinco naipes.

Scott rió y lanzó otra nube de humo.

– ¡Vaya con el pequeño cuentero!

– En serio, Scott… -lo reprendió, indulgente-. ¡Enseñarle póquer a un pequeño de cinco años…!

– Eh, el muchacho es astuto, a pesar de su edad.

– Y estoy convencida de que cada día se torna más astuto, al estar contigo.

– Estará bien, mientras te tenga a ti para mantenerlo en la buena senda, después de que yo llene su cabeza impresionable con mis hábitos perversos.

Nunca había conocido a un hombre que la hiciera olvidar sus faltas con tanta rapidez como Scott. Sonriendo, le preguntó:

– ¿Y cómo explicas que, últimamente, de pronto se ponga a cantar el estribillo de «Pequeña Jarrita Marrón»?

– Oh, no. -Le apuntó con la brasa del cigarro-. No me endosarás eso. Pregúntales a Jube y a Marcus.

– Lo haré -prometió, con un matiz de humor en la voz.

– Y ya que estás, pregúntale al muchacho por qué le enseñé a jugar un póquer de cinco.

– ¿Por qué no me ahorras tiempo y me lo dices tú mismo?

Vio que la brasa del cigarro se avivaba mientras reflexionaba. Por fin, confesó:

– Tuvimos una sola partida con apuestas altas, y perdió.

– ¿Y?

El hombre rió entre dientes:

– Y tuvo que acompañarme al Cowboy's Rest, a bañarse.

Le tocó reír a Agatha. La carcajada sonó suave y femenina, y comprendió cuan pocas veces la había oído. Así reían las mujeres sureñas: la madre de Gandy reía así, con una especie de suspiro al final, y también Delia.

– Scott Gandy, debo decir en tu favor que eres un hombre de recursos.

Se sacó el cigarro de la boca, apoyó el codo en la rodilla y dijo, marcando las palabras.

– Bueno, gracias, señorita Downing.

– Y lo bastante entretenido para que yo agradezca que Alvis Collinson no haya logrado liquidarte.

Scott examinó la punta del cigarro en la oscuridad, y giró la cabeza hacia ella.

– Recuerdo algo de esa noche. Que abrí los ojos y tú estabas arrodillada junto a mí, acariciándome la cara. -Lo único que se movía en el balcón era el humo que ascendía en espiral. Hasta los coyotes callaron y, en medio del silencio, los ojos de ambos se encontraron-. Me dijiste «querido».

El corazón de Agatha cambió de ritmo. Sintió que le ardían las mejillas pero fue incapaz de apartar el rostro de la mirada de él. ¿Sabría qué sucedía dentro de ella cada vez que lo miraba? ¿Sabría el aspecto que tenía, apoyado con languidez en la baranda, la cabeza vuelta hacia ella, el brazo flojamente apoyado en la rodilla, descalzo y con el pecho descubierto, tan atractivo a la luz de las estrellas, con la línea de los pantalones negros que acentuaba la masculinidad de la pose? Si lo supiera, probablemente correría lo más rápido posible de vuelta a Jubilee.

– Estaba muy asustada, Scott.

– Es que me resultó extraño… pues tú eres una luchadora por la abstinencia, y yo, el propietario de una taberna.

– No simplifiques tanto. Para mí, eres mucho más que el propietario de una taberna, y creo que, para ti, yo soy mucho más que una luchadora por la abstinencia. Por un extraño giro del destino, creo que nos hemos hecho amigos.

– Yo también lo creo -repuso en voz baja-. Por eso no entiendo cómo puedes ir al té del gobernador, y conversar sobre la prohibición.

Sintió como si le hubiese arrojado agua fría a la cara. Debió adivinar que llegaría el momento en que tendrían que hablar más a fondo del tema, pero esa noche no estaba preparada.

– Scott, en realidad, no crees que yo quiera hacer cerrar la Gilded Cage, ¿no? Eso significaría que os perdería a ti, a Jubilee, Pearl, Ruby, Marcus y… bueno, a todos vosotros. Y todos os convertisteis en mis amigos… creí que lo sabías. Es una circunstancia desafortunada que, si por la prohibición cierran a otros, también te cierren a ti. Por favor, compréndelo.

Saltó de la baranda y comenzó a pasearse, agitado.

– ¡No! ¡Maldición! No. -Al llegar junto a la silla de ella, se detuvo y gesticuló con el cigarro-. ¿Por qué tú? Quiero decir, ¿por qué no dejas que otras mujeres peleen por la causa? -Con un ademán del brazo, abarcó al resto del mundo-. Al menos tienen motivos… algunas. El licor afectó sus vidas.

No estaba segura de poder decírselo; a fin de cuentas, lo tenía dentro desde los nueve años. Ni siquiera cuando Annie Macintosh contó llorando su lamentable historia, Agatha pudo imitarla. La herida era demasiado honda. La había llevado consigo mucho tiempo, y guardado con demasiado celo y no podía compartirla con facilidad.

De pronto, sintió sobre la piel, bajo la bata y el camisón, un sudor frío. El corazón le golpeó con tanta fuerza que lo sintió en los oídos.

– Siéntate, Scott. Me resulta muy difícil hablarte mientras vas a zancadas de un lado a otro, como si desearas que hubiese todavía castigos para las mujeres recalcitrantes.

Acortó el paso, la miró, ceñudo un instante y se derrumbó en el primer escalón, dándole la espalda.

– Scott Gandy, en ocasiones, actúas como si tuvieras la edad de Willy. -Scott resopló, pero no dijo nada-. ¿Puedo acercarme y sentarme a tu lado, sin que me arranques la cabeza de un mordisco?

– ¡Ven! -exclamó, beligerante.

– ¿Seguro?

Le lanzó una mirada colérica sobre el hombro.

– Dije que vengas -repitió, conteniéndose con esfuerzo-. ¿Qué más quieres… una invitación impresa, como las del gobernador?

Agatha se levantó de la silla, se ajustó el cinturón y se manoseó el cuello. Scott permaneció sentado en el escalón, los hombros caídos, la irritación tan evidente que le dio miedo acercarse. Arrastró los pies descalzos por las tablas sin pulir de la terraza y se acomodó en el primer escalón, lo más lejos que pudo. Mirando de soslayo, observó la pose que manifestaba cólera: la cabeza vuelta en dirección contraria, las rodillas separadas, los hombros gachos, el cigarro apretado entre los dientes.

Agatha exhaló un suspiro trémulo, y comenzó:

– Cuando yo era niña, vivíamos en Colorado, pero nunca mucho tiempo en la misma casa, pues mi padre sufría de la fiebre del oro. Él reclamaba un posible filón, y trabajaba en él hasta que demostraba no tener nada. Entonces, empacábamos todo y nos íbamos al próximo pueblo, a la casa siguiente, al siguiente reclamo inútil. Siempre estaba seguro de que iba a dar con el filón que lo hiciera rico. Cuando tenía uno nuevo, estaba dichoso… y sobrio. Pero a medida que continuaba y no aparecía nada, comenzaba a beber. Al principio, poco, y más fuerte a medida que la desilusión aumentaba. Cuando estaba sobrio, en realidad no era mal hombre, sólo que se engañaba a sí mismo. Pero cuando estaba ebrio…

Se estremeció y se rodeó con los brazos.

Gandy irguió los hombros y se volvió a medias, cautivado por la voz meliflua y la mirada directa.

– Era uno de cuatro hermanos, el padre había muerto dejándoles partes iguales de una granja en Missouri. Mi padre prefirió vender su parte a los hermanos y marchar al oeste, en lugar de pasar la vida entera como un «campesino bruto», como él decía. -Rió con risa suave y triste-. Lo único que hizo fue cambiar un trabajo de pala y pico por otro. Pero le parecía preferible excavar buscando oro en lugar de nabos. Decía que eso era trabajo de mujeres, y se lo dejaba a mi madre.

»Era muy trabajadora, mi madre. Cada vez que nos mudábamos intentaba hacer del sitio un hogar, y las primeras casas no fueron del todo malas: todavía quedaba algo del dinero obtenido con la división de la granja. Pero cuando se acabó, las casas empezaron a ser cada vez más viejas, frías… igual que mi padre. Se volvió malo.

Scott la observaba mientras Agatha, abstraída, superponía los faldones de la bata sobre las rodillas y los alisaba una y otra vez. Levantó el rostro y fijó la mirada en el horizonte invisible.

– Empezó a culpar a mi madre por sus propios fracasos. -Unió las manos y se abrazó las rodillas-. Cuando yo tenía nueve años, nos mudamos a Sedalia, en una pequeña casa lamentable con un dormitorio en el piso alto, lleno de corrientes de aire, y para mí… bueno, yo dormía en la cocina, en un catre. -Una sonrisa melancólica le curvó los labios-. A los pies de mi cama, mi madre tenía una mecedora, frente a la ventana, y sobre ella colgaba una hiedra… -Las palabras fueron perdiéndose y dio vuelta la cara. Acarició la baranda de madera y la golpeó, distraída, con la uña-. Me encantaba esa hiedra.

Scott percibió que quería decir algo más sobre la madre, pero en ese momento se concentró en la historia del padre.

– Él llegó una noche borracho, enfadado, desilusionado. Al parecer, antes de que fuésemos a ese pueblo, tuvo la posibilidad de elegir entre dos y, como de costumbre, eligió el peor. Su amigo Dennis, que reclamó un territorio donde buscar oro cerca de la ciudad Oro, encontró el metal mientras que la mina de mi padre resultó ser estéril una vez más.

»Esa noche, estaba muy borracho: maldecía, tiraba cosas. Mi madre también estaba enfadada y lo acusaba de beberse el poco dinero que teníamos mientras teníamos que vivir en una casa indigna de ratones, donde no había siquiera un dormitorio para mí. Lo amenazó con abandonarlo, como siempre hacía, pero en esta ocasión se dirigió arriba a empacar. Recuerdo que estaba acostada en mi catre y los oía pelear arriba. Los golpes sordos en el suelo, las maldiciones de mi padre. Oí un grito ahogado y corrí escaleras arriba, con la pretensión infantil de proteger a mi madre. Sé que fue una tontería, pero a esa edad uno no piensa, reacciona. Estaban en la parte superior de la escalera, peleando. No recuerdo mucho de esos momentos, sólo que aferré el brazo de mi padre, en la esperanza de que dejara de pegar a mi madre, y cuando él me sacudió para librarse de mí, caí hacia atrás por la escalera.

El corazón de Gandy empezó a golpear como si él mismo estuviese cayendo Con ella por las escaleras. «Oh, Dios, así no -pensó-. ¡A manos de su propio padre!» De súbito, el cigarro le supo mal y lo tiró. Quería calmarla, detener esos recuerdos que debían de ser torturantes. Pero Agatha prosiguió con la misma voz serena.

– Algo… -se apretó las rodillas y tragó saliva-…algo le pasó a mi cadera. Después de eso, tuve…

Tuvo valor para decir todo, menos la palabra más dolorosa. Contemplándole el perfil que le daba una apariencia tan compuesta, Scott sintió de nuevo la culpa por aquel día en que la empujó y la hizo caer en el barro. Y odio por el hombre que le había causado el daño. Una asfixiante sensación de inutilidad, pues no podía hacer nada para remediarlo. Pero podía pronunciar la palabra:

– ¿Cojera? -preguntó, en tono bajo, comprensivo.

Asintió, sin poder mirarlo en los ojos:

– Mi cojera. -Dejó que la mirada se perdiera en la distancia-. Pero lo irónico es que logré lo que quería: que dejaran de pelear… para siempre. En aquel momento, mi madre lo abandonó y vinimos a parar aquí, donde abrió la sombrerería. Yo era adolescente. Recuerdo el día en que mi madre me dijo que mi padre había muerto: se cayó de una mula y rodó por la falda de una montaña. Encontraron el cuerpo varias semanas después.

Por la mente de Scott pasaron, fugaces, imágenes de su propia infancia superpuestas a las de ella. Seguro, amado, y sabiéndolo siempre. No había perdido mucho tiempo imaginando cómo sería crecer en otra clase de ambiente hasta que llegó a Proffitt y se topó con Willy. Y ahora, con Agatha.

– Le dije a mi madre que no me importaba nada que hubiese muerto. -El tono se hizo ligero, pero, sin advertirlo, se meció revelando las emociones más profundas que ocultaba-. Nada. -Vio que luchaba contra las lágrimas por primera vezdesde que empezó a relatar la historia-. Igual que Willy la noche en que murió su padre. Me lo gritó una y otra vez y, por fin, empezó a dar puñetazos al colchón y a llorar entre mis brazos.

– Oh, Gussie… Gussie… ven aquí. -Se deslizó por el escalón y la tomó entre los brazos, interrumpiendo los angustiosos movimientos. Agatha se dejó abrazar y empezó a llorar, sin ruido, en una quietud total. Aceptó el abrazo pasivamente y esa misma pasividad le desgarró a Scott el corazón como un cuchillo oxidado-. Gussie, lo siento -murmuró con voz quebrada.

– No quiero que me compadezcas. Nunca lo deseé.

Le apretó la cara contra el hueco de su propio cuello y sintió que las lágrimas de Agatha le corrían por el pecho desnudo.

– No lo dije en ese sentido.

– Sí, lo dijiste. Por eso nunca te lo conté hasta ahora. Nunca se lo conté a nadie. Ni a las mujeres de la U.M.C.T. Pero no soportaba que te enfadaras conmigo por lo que tengo que hacer. Por favor, Scott, no te enfades conmigo nunca más.

Era menuda, de hombros estrechos, y se acomodaba a la perfección bajo la barbilla del hombre. Le acarició el cabello y se lo apartó del rostro. En los últimos tiempos, se preguntó cómo lo sentiría bajo los dedos. Pero en ese momento, preocupado por ella, casi no lo advirtió.

– En realidad, no estoy enfadado contigo. Cada vez que miro a Willy, sé que tienes razón. Y tengo que esforzarme para olvidar que existen miles de Willy en el mundo sin nadie que los ayude a salir de una situación que no merecen.

Agatha cerró los ojos y descansó apoyada en él, absorbiendo el consuelo ofrecido. La piel desnuda estaba resbalosa por las lágrimas. Era duro y tibio y olía a cigarro. Y cuando la mano le acomodó la cabeza contra él, lo aceptó agradecida, con la mejilla apretada contra la mata áspera del pecho.

Representaba la seguridad, la fuerza, la protección, tres cosas de las que Agatha había carecido en la vida. Pasó los brazos por los costados, extendió las manos sobre la espalda desnuda y lo estrechó.

Y ahí, entre los brazos de él, comenzó a curarse esa antigua herida.

Los dedos de Scott se movían al azar sobre el cabello de Asatha. El latido firme, regular del corazón repercutía en su sien. La noche los cobijaba. Quiso quedarse así para siempre.

Pero llegó el momento en que interfirió el pudor. Tomó conciencia de que Scott estaba desnudo de la cintura para arriba y que ella sólo tenía ropa de dormir. Se apartó y lo miró.

– ¿Entiendes por qué tengo que ir a Topeka?

– Sí.

Fue desconcertante mirarlo en los ojos, después de haber llorado entre sus brazos. Apeló al sentido del humor y le dijo:

– Detesto que discutamos.

La recompensa fue una pequeña carcajada de simpatía:

– Yo también.

Agatha también rió y se secó los párpados con el dorso de las manos.

– Y jamás había llorado sobre el pecho de un hombre. Por cierto, no tengo intenciones de convertirlo en una costumbre.

– ¿Acaso me quejé?

– No, pero no es decente. Tú estás casi desnudo y yo, en ropa de dormir. Te dejé hecho un desastre.

Sujetó el borde de una manga, la mantuvo estirada y empezó a secarle el pecho.

Scott le aferró la muñeca:

– Gussie, deja eso y escúchame.

Vio que los ojos del hombre eran sólo sombras. De pronto, el pulso le latió en la garganta y comprendió que él estaba tan perturbado como ella por esa fugaz intimidad, y eso despertó el atractivo sexual que sentía hacia él. Scott le tomó las manos sin apretarlas, bajó la mirada, y después la levantó, contemplándole el rostro largo rato.

– Gracias por contármelo. Para mí significa mucho saber que soy el primero en quien confías. -Agatha bajó el mentón. Había contado todo sin ruborizarse, pero en ese momento sintió que enrojecía. Él le acarició los nudillos con los pulgares-. Y lo que dije antes es verdad. Cuando digo que lo siento, no quiero decir que me apena tu cojera. Como tú no sientes compasión por ti misma, los demás tampoco. Ésa es una de las cosas que admiro de ti. Hace mucho que no pienso en ti más que como Agatha, mi animosa vecina, a la que no puedo considerar una lisiada porque es como una espina en mi costado.

Agatha no pudo evitar una sonrisa, pero aún sin levantar la vista de las manos unidas de los dos.

– No es mi intención ser una espina en el costado de nadie, y menos en el tuyo. -Retiró las manos con delicadeza y preguntó-: ¿Qué piensas hacer conmigo?

Antes de responder, se apoyó en la baranda y la examinó bajo las cejas unos minutos:

– ¿Qué probabilidades hay de que la ley pase?

Agatha sintió alivio de que pudiesen discutir el tema sin rencor, otra vez, aunque fuesen miembros de facciones opuestas.

– En la última edición de The Temperance Banner, le dan un cuarenta por ciento de posibilidades -respondió, con sinceridad-. Pero ese margen se estrecha constantemente. -Gandy inspiró una honda bocanada, se mesó el cabello y dejó vagar la mirada, distraído, por encima del tejado del imprescindible-. ¿Qué harías si se aprobase?

– ¿Qué voy a hacer? -Apoyó los codos en las rodillas y giró el rostro hacia Agatha-. Haré las maletas y me iré de Kansas. ¿Qué otra cosa podría hacer?

Agatha sintió un flechazo de temor ante la idea.

– ¿A dónde irías?

– No sé.

Un coyote aulló, y pareció el acompañamiento adecuado para las sombrías reflexiones de ambos.

– ¿Y qué me dices respecto de Waverley?

– ¿Waverley? -Scott se crispó-. ¿Qué sabes tú de Waverley?

– Por favor, Scott, no te pongas hostil otra vez. Soy tu amiga, ¿No puedes hablarme de ello?

Vio que luchaba contra un torbellino interior hasta que, por fin, admitió:

– No sé por dónde empezar.

– Déjame ayudarte -sugirió con suavidad-. Antes de la guerra, vivías ahí con tu esposa y tu hija.

La miró con el entrecejo muy fruncido, y Agatha percibió su sorpresa por lo mucho que ella sabía. Permaneció callado tanto tiempo, que creyó que no quería contarle nada. Al fin, cambió de posición, y apoyó el mentón en los pulgares. Agatha esperó, escuchando los coyotes, sabiendo que, fuera lo que fuese lo que tenía dentro, debía de serle tan difícil revelarlo como a ella su propia historia. Por último, lanzó un hondo suspiro, dejó caer las manos entre las rodillas y dijo:

– Mi esposa se llamaba Delia. Era… -Se interrumpió, miró el cielo nocturno y concluyó, emocionado-:…cuanto yo podía desear.

Agatha se limitó a esperar. Cuando pudiese, continuaría.

– El padre era un comerciante de algodón que iba periódicamente a nuestra plantación y, a menudo, llevaba con él a Delia y a la madre. Por eso, yo la conocía de toda la vida. En ocasiones, se quedaban a dormir y nosotros, Delia y yo, teníamos todo el lugar a nuestra disposición. Y cómo corríamos. Explorábamos el río, el sitio donde se desmotaba el algodón, los gallineros, jugábamos con los niños negros, recogíamos uvas silvestres, y sumergíamos las manos en la cera derretida de la lechería, los días de hacer queso, robábamos tortas de melaza de la cocina y corríamos, salvajes como ciervos. -La evocación le provocó una suave sonrisa-. Pero el padre interrumpió todo eso antes de que ella dejara de lado las trenzas y mi voz empezara a cambiar. Tengo la sensación de que, desde aquel momento, yo supe que querría casarme con Delia. También lo sabían nuestros padres, y lo aprobaban.

»Nos casamos en Waverley, a Delia siempre le gustó, en lo que mi madre llamaba «la alcoba nupcial». Mamá insistió en que la construyesen cuando se hizo el recibidor: era una habitación con arcadas, decorada con hojas de yeso, y mi madre declaró que ahí serían bautizados y se casarían todos sus hijos antes de que a ella se la llevaran en su ataúd.

Se interrumpió, y Agatha le preguntó:

– ¿Cuántos de sus hijos fueron bautizados ahí?

– Tres. Todos varones. Aunque de nosotros, dos nunca fueron a esa alcoba en sus ataúdes.

– ¿Tenías dos hermanos?

– Rafael y Nash. Los dos murieron en la misma batalla, durante la guerra. Los sepultaron cerca de Vicksburg, en lugar de hacerlo en Waverley, con los demás. -Reflexionó unos minuto y fue evidente que se esforzaba por continuar el hilo de la narración con situaciones más dichosas-. Después de casarnos, Delia y yo fuimos a vivir a Waverley. Ah, entonces era algo especial. Me gustaría que lo hubieses visto.

Se echó hacia atrás y contempló las estrellas.

– Vi el cuadro en tu sala de estar. Es hermoso.

– Era más que hermoso. Era… -Hizo una pausa, buscando las palabras-…majestuoso. -Se inclinó hacia adelante, ansioso-. En su plenitud, Waverley mantenía a mil doscientas personas y contaba con todos los elementos para ser autosuficiente. Teníamos fábrica de hielo, desmotadora de algodón, curtiduría, aserradero, molino harinero, horno de ladrillos, huertas, viñedos, establos, jardines, perrera, ferretería, galpón para botes, y hasta una balsa.

– ¿Tanto?

Agatha estaba impresionada.

– Tanto. Y la casa… todos la llamaban la mansión… -Otra vez, el fantasma de una sonrisa-. El cuadro no le hace justicia. Siempre me recordó a un águila orgullosa que extiende las alas sobre los pichones, con la cabeza levantada, vigilante.

– Cuéntame -lo animó-. Cuéntamelo todo.

– Bueno, ya viste el cuadro.

– No muy atentamente.

– La próxima vez que vayas a mi apartamento, obsérvalo bien. Waverley es única. No hay otra casa como esa en todo el Sur. Las alas del águila son, en realidad, las alas de la casa, las habitaciones que se extienden a cada lado de una rotonda central o, como la llamaba mamá, la cúpula. Y la cabeza del águila, la rotonda misma, era una impresionante entrada en forma de octógono, con escaleras gemelas curvas que ascendían poco menos de veinte metros hasta un observatorio con ventanas en los ocho lados. Todavía puedo ver a mi papá paseando todas las mañanas por el pasadizo que pasaba junto a esas ventanas, vigilando sus dominios. Los campos de algodón se extendían hasta donde daba la vista, ¿sabes, Gussie? En aquella época, teníamos más de mil doscientas hectáreas de algodón, alimentos y cereal. Además, seis hectáreas de jardines.

Agatha pudo imaginar Waverley tal como Scott la describía, orgullosa con sus pilares, reinando sobre el verde lozano que la rodeaba.

– El interior de la casa siempre estaba fresco -continuó Scott-. Cada mañana, cuando el tiempo era caluroso, Leatrice, la vieja déspota que mandaba en ese lugar, subía las escaleras, abría todas esas ventanas y la corriente era capaz de arrancarte el pelo. Y por si no hacía suficiente fresco, en el extremo del sendero había una piscina de ladrillos y mármol, con techo para proteger del sol a las damas.

– La que le contaste a Willy la primera noche que lo encontramos.

– La única en todo el norte del Mississippi. A Delia le encantaba. Ella y yo solíamos ir por la noche a refrescarnos, cada vez que…

De pronto, se interrumpió, carraspeó y se sentó más erguido.

– Nunca nadé. ¿Cómo es?

– ¡Nunca nadaste!

Negó con la cabeza.

– Ni bailé, ni monté a caballo.

– ¿Te gustaría?

Incómoda, apartó la vista, pero no pudo mentir.

– Lo que más me gustaría, es bailar. Aunque fuese una vez. -Lo miró otra vez de frente, y habló en voz alta y entusiasta-: Pero nadar también debe de ser sensacional.

– Alguna vez, tengo que llevarte. Te encantará. Es la mayor sensación de libertad posible.

– Me encantaría -dijo en tono quedo. Luego, más alto-: Pero te interrumpí. Estabas contándome cómo era Waverley.

– Waverley… ah, sí. -Prosiguió, entusiasta-: En invierno, cuando se encendían los hogares, no existía lugar más cálido. Y además teníamos lámparas de gas, alimentadas con nuestra propia fábrica de gas, que pasaba por caños hasta dentro de la casa.

– ¿Teníais fábrica de gas propia?

– Se obtenía por combustión de leña de pino, y eso era gas de resina.

Agatha jamás había oído algo semejante, y le costaba imaginar el lujo de las lámparas de gas, que se encendían al contacto de un dedo.

– Oh, Scott, debe de ser maravilloso.

– En el centro del hall de entrada hay una lámpara que cuelga desde lo alto de la cúpula. -Miró hacia las estrellas, como si fueran las que sostenían la lámpara-. Y había más de setecientos candelabros de caoba muy esbeltos que bordeaban la escalera y sobresalían de las galerías. Y luces laterales de cristal veneciano alrededor de la puerta principal, molduras de cemento en los techos, cornisas de bronce en todas las ventanas, y espejos en el salón de baile.

– ¿Tenía salón de baile?

– En el piso principal de la rotonda. Está hecho de corazón de pino virgen, y tiene las escaleras gemelas a ambos lados. Ahí se hizo el baile de bodas de Delia y mío, y recuerdo muchos otros que se hicieron cuando yo era niño y joven.

– Habíame de Delia.

Reflexionó unos momentos, y comenzó:

– Delia era como Jube. Siempre feliz, nunca pedía más de lo que tenía. Nunca supe qué había en mí que la hacía tan dichosa pero, de cualquier modo, daba gracias de que los dos sintiéramos lo mismo respecto del otro. Tenía cabello rubio y ojos almendrados y esa risa contagiosa, capaz de levantarle a uno el ánimo con más velocidad de lo que un camaleón trepa un poste. Y cuando nació Justine, era exactamente igual a Delia, pero con el cabello negro como el mío. -Tragó con dificultad y se aclaró la voz-. Bautizamos a Justine en la alcoba nupcial, tal como lo soñó mi madre. Fue el mismo momento en que Lincoln juró el cargo. Las vi a ella y a Delia una sola vez, después de unirme al regimiento Columbus y marchamos hacia el Norte. Regresé para el funeral de papá en 1864. Pero para cuando volví para siempre, ya habían desaparecido.

Le tocó a Agatha consolarlo, y le apoyó la mano en el brazo.

– Ruby me contó lo que pasó con ellas poco después de que llegó aquí. ¿No sabes cómo murieron?

– No. Tal vez fueron ladrones. En aquella época, el Sur era pobre y la gente estaba desesperada. Al regresar, los soldados encontraban pobreza donde antes hubo riqueza. Me dijeron que, al parecer, la carreta de Delia fue asaltada en el camino. -Rió con amargura-. Quien fuese, no obtuvo demasiado pues Delia era tan pobre como la mayoría en aquellos tiempos. -Carraspeó-. Pero, ¿por qué tenían que matar también a la niña? ¿Qué clase de persona hace algo semejante?

Agatha no pudo hacer otra cosa que frotarle el brazo, y dejar que la pena lo hiciera decir las palabras más amargas que hasta el momento había contenido.

– ¿Sabes lo que es regresar y encontrar todo cambiado? La gente que amabas, ya no está. La casa vacía pero, dentro, todo parece igual, como si esperase que llegaran los fantasmas a habitarla otra vez. Todo lo demás estaba: la desmotadora, la curtiduría, la fábrica de gas, todo. Pero los esclavos se habían dispersado; a algunos los mataron en la guerra, quizás en el mismo campo de batalla que a mis hermanos. Otros se fueron, quién sabe a dónde. Unos pocos se quedaron, cultivando verduras y viviendo en las viejas casas.

Agatha buscó palabras de consuelo, pero el cuadro que le pintó era tan sombrío que no podía borrarse con meras palabras, y prefirió permanecer callada y acariciarle el brazo.

– Me quedé allí tres noches y no pude soportar más. ¿Sabes qué, Gussie? -Movió la cabeza lentamente-. No pude dormir en el dorrhitorio que compartí con Delia. No pude. Por lo tanto, dormí en el cuarto de Justine y, durante la noche, me pareció oír su voz pidiendo ayuda. Si hacía años que estaba muerta, ¿cómo era posible?

El corazón de Agatha se contrajo por él, y deseó, una vez más, encontrar palabras para consolarlo.

– Scott, quizá fue tu propia voz lo que oíste.

Scott sacudió la cabeza, como para ahuyentar el recuerdo. Se pasó los dedos por el cabello y se apretó la cabeza.

– No pude quedarme. Tuve que irme.

– ¿Y desde entonces no has vuelto?

Negó otra vez con la cabeza.

– ¿Piensas que tendrías que ir?

Gandy miró adelante y, tras un largo silencio, respondió:

– No lo sé.

– La otra vez, tus heridas eran recientes. Quizás ahora sea más fácil.

– Creo que nunca será más fácil.

– Quizá no. Pero es probable que, si vuelves, tus fantasmas puedan descansar. Y Waverley es tu herencia.

Lanzó una sola carcajada áspera.

– Gran herencia. Con enredaderas invadiendo el porche delantero y los campos desiertos. Preferiría no verlo así.

– ¿No queda nadie que conozcas?

– Ruby dice que la vieja Leatrice todavía está allá.

– Pero… tú dices que la casa está tal como la dejaste. Las enredaderas se pueden podar y los campos, volver a sembrar. ¿No existe un modo en que puedas hacerlo resurgir?

– Harían falta mil doscientas personas para dejar Waverley otra vez como antes.

«Mil doscientas personas, -pensó, abrumada-. Sí, lo entiendo».

Permanecieron en silencio largo rato, repasando lo que habían compartido esa noche. Los coyotes dieron por terminado el concierto nocturno pues se aproximaba el amanecer. En los corrales de ganado, al este del pueblo, se oyeron los primeros ruidos inquietos. La Osa Mayor comenzó a palidecer.

– ¿No es raro? -reflexionó Agatha, en voz alta-. Cuando te vi por primera vez, pensé: «He aquí un hombre sin problemas, sin conciencia, sin moral». Llegaste a Proffitt con tu ropa hecha por un sastre, con dinero suficiente para comprar el edificio y abrir un negocio destinado a hacerte rico en poco tiempo y, observando tu cuerpo perfecto y sano, y tu rostro apuesto, pensé que tenías el mundo bajo los pies. Por eso, te odié.

El repaso lo hizo volver del pasado. Giró para observarla y vio que contemplaba el cielo que iba iluminándose, con las muñecas cruzadas sobre la rodilla sana y la otra pierna estirada delante.

Nunca, hasta el momento, se le ocurrió que ella lo considerase apuesto o perfecto, en ese sentido, y al oírla decirlo sintió el corazón ingrávido.

– ¿Y ahora? -preguntó.

Agatha se encogió de hombros sin cambiar la pose, y apoyó la barbilla en el hombro. Lo hizo recordar un gesto que había visto hacer a Delia innumerables veces pero, en el caso de Agatha, era pensativo en lugar de tímido.

– Ahora -respondió, mirándolo de frente-, veo que estaba equivocada.

De pronto, cambió de actitud quebrando la sensación de intimidad.

– Tendrías que pensar en regresar, Scott. Se ratifique o no la enmienda de prohibición, es algo que te debes a ti mismo. Waverley es tu hogar. Nadie lo ama como tú, y me parece que está allá, esperándote. Muchas mansiones como esa fueron incendiadas durante la guerra, y ahora es un verdadero tesoro. Pienso que merece que su legítimo dueño regrese.

Suspiró, e hizo ademán de levantarse.

– ¡Bueno! -Se estiró, y apoyó las palmas en el suelo-. Hace tanto tiempo que estoy sentada en este escalón, que ya no sé si mi única cadera buena volverá a funcionar. Creo que es hora de que entremos e intentemos dormir un poco, antes de que suba el sol y nos sorprenda aquí encaramados, como un par de gatos esperando la crema de la mañana.

Se tambaleó al tratar de levantarse, y Scott la sujetó del codo para ayudarla. Al observarla cruzar el rellano vio que la cojera era más pronunciada. Fue hasta su puerta, entró y luego se volvió:

– ¿Scott?

– ¿Qué?

– Gracias a ti también, por contarme todo eso. Sé que no fue fácil para ti.

– Para ti tampoco, ¿verdad?

– No.

Gandy se cruzó de brazos, apoyó las manos en el torso y se acercó lentamente a la mujer, deteniéndose a un solo paso. Hasta en la sombra era evidente su distracción.

– Gussie, ¿qué crees que significa eso?

Comprender que, los últimos tiempos, cada vez decía con más frecuencia cosas por el estilo, le provocó un impacto: preguntas que revelaban un cambio en sus sentimientos hacia ella. Pero también percibió el matiz de confusión que cada uno de esos sentimientos traía consigo, y la falta de esperanzas de la situación. No tenían nada semejante. Incluso si, por breves instantes, Scott suponía que sentía por ella algo más que amistad, ¿qué podría resultar? Era dueño de una taberna, y ella llevaba en el brazo la banda blanca de la templanza. Él le enseñó a un niño a jugar a un póquer de cinco cartas el sábado, mientras que ella, el domingo, llevó a ese mismo niño a la iglesia. Gandy dormía con una mujer con la que no estaba casado, pero la moral de Agatha no permitiría semejante arreglo. Era un hombre sin defectos físicos, el más perfecto que hubiese conocido, mientras que el cuerpo de Agatha dejaba mucho que desear. Era lo bastante buen mozo para conquistar a cualquier mujer a la que mirase por segunda vez, y en cambio ella no conquistó jamás ni a uno solo.

Pero, lo más importante, si el pueblo adoptaba la enmienda de prohibición, pronto se marcharía de Kansas para siempre.

¿De qué serviría que aceptara la vacilante invitación que dejaban traslucir las palabras de Scott? Era una mujer con el cuerpo vencido: no quería tener el corazón en el mismo estado.

– Buenas noches, Scott -dijo en voz suave, retrocediendo a las sombras.

– Gussie, espera.

– Ve a la cama. Jube debe de estar preguntándose qué te pasó.

Cuando cerró la puerta sin ruido, Scott se quedó mirándola con las manos aún metidas bajo los brazos. ¿Qué demonios intentaba demostrar? Tenía razón: en ese mismo instante, Jube estaba durmiendo en su cama, y él estaba ante la puerta de Agatha, pensando en besarla.

Enfadado, se dio la vuelta.

Gandy, no es la clase de mujer para tomar a la ligera, de modo que debes cerciorarte de que, al abordarla, estés bien seguro de lo que haces.

Capítulo 14

Si a alguien le pareció extraño que uno de los dueños de tabernas de la zona fuese a la estación de tren a despedir a la sombrerera, que iba a asistir a un té en apoyo a la templanza, ofrecido por el gobernador, nadie dijo una palabra. A fin de cuentas, el reciente huérfano, el hijo de Collinson, estaba con ellos y todos sabían que estaba bajo la protección de ambos.

Willy llevaba puesta su más preciada posesión: un par de pantalones Levi-Strauss flamantes, de color índigo, con costuras anaranjadas y remaches de cobre: «¡como usan los vaqueros!», según sus propias palabras, cuando entró corriendo en la tienda para mostrarle a Agatha cómo le quedaban.

– ¡Y además, sin tirantes!

– ¡Sin tirantes!

Lo hizo dar una vuelta para admirarlo como era debido.

– ¡No! Porque son como un aro de barril.

Agatha y Violet rieron al unísono.

– ¿Qué cosa?

– Un aro de barril. Así dice Scotty que le dicen los vaqueros. Pegados a las piernas… ¿ves?

En ese momento, estaba en la estación para despedir a Agatha, con sus pantalones de vaquero ajustados, y se lo veía saludable y robusto. Las botas castañas ya tenían cientos de arañazos, pero tenía las uñas limpias, había subido de peso y ya no se rascaba.

Agatha, por su parte, estaba deslumbrante. Se hizo un vestido nuevo para la ocasión, una espléndida creación de faya color mandarina. La chaqueta tenía, mangas dolman, y llevaba cuello y bordes de terciopelo marrón. Para ese verano, Godey's dictaminaba que no se debía hacer ningún vestido de una sola tela y, por lo tanto, eligió un tafetán de intenso color melón para las enaguas, y una faya de seda más rígida para la sobrefalda ajustada: en forma de pañuelo, en pico por delante remataba atrás en una cascada de pliegues. En el cuello, se ondulaba un jabot de encaje de seda color marfil, y el atuendo se completaba con un sombrero aguilón ladeado, de color melón y rojizo, que formaba una especie de ojiva sobre su rostro.

Scott Gandy la veía despedirse de Willy y admiraba no sólo su vestido sino la manera en que los colores complementaban los reflejos rojizos del cabello, enroscado en un moño francés en la nuca. También, los claros ojos verdes de pestañas espesas y oscuras, la piel de melocotón, y la línea fina del mentón, que le gustó desde que la conoció. La boca atractiva, que sonreía, animosa, si bien sospechaba que ahora, llegado el momento, no estaba tan ansiosa por irse.

– ¿Cuánto tiempo estarás ausente, Gussie?

Willy le sostenía las manos y la miraba hacia arriba, con expresión angelical. Esa mañana, Scott lo había peinado con especial cuidado y había empleado, por primera vez, unas gotas de aceite de la India, y el pelo brillaba en el sol.

– Una noche. Haz lo que te dije y ayuda a Violet a barrer antes de cerrar. -Lo haré.

Gandy contempló las manos enguantadas que arreglaban el cuello de la camisa de Willy y le quitaban algo de la mejilla.

– Y los dientes, las uñas y las orejas esta noche, antes de acostarte, ¿lo prometes?

Willy hizo una mueca de disgusto y arrastró los pies.

– Uf… lo prometo.

– Cuando vuelva, le preguntaré a Scott. -Tocó la punta de la nariz del niño, para suavizar la advertencia-. Pórtate bien y nos veremos mañana por la noche.

– Adiós, Gussie.

Le abrió los brazos.

– Adiós, cariño.

Se inclinó hacia adelante con esas faldas que le dificultaban los movimientos, y Willy la besó en plena boca. Lo estrechó contra el pecho lo mejor que pudo, mientras el pequeño mantenía el equilibrio estirándose sobre las puntas de los pies. Por un instante, sus pestañas le abanicaron las mejillas, y Gandy percibió cuánto había llegado a querer al niño. Recordó a dónde iba y por qué, y la admiró, por la clase de compromiso que se requería para hacerlo. Si la ley salía, uno de los dos, forzosamente, tendría que despedirse de Willy para siempre. Agatha lo sabía tan bien como él.

La mujer se incorporó. Willy retrocedió y metió la mano en la de Scott. La mujer miró los ojos oscuros del hombre: por un momento, vio en ellos la preocupación y se preguntó a qué se debería.

– Adiós, Scott.

Forzó una sonrisa, como sacándose de encima deliberadamente lo que lo molestaba.

– Cuídate. Y yo cuidaré de Willy. -Bajó la vista y miró la mano del niño-. Pensamos ir a cenar al restaurante de Emma esta noche, ¿no es así, muchacho?

– Sí… pollo y pastelitos de fruta.

Scott y Willy se sonrieron.

– Bueno, ya tengo que subir.

Scott se agachó para levantar el pequeño bolso de Agatha y se lo entregó.

– No te preocupes por nada de aquí.

– No me preocuparé.

El pulgar del hombre acarició un instante los nudillos enguantados, y luego los soltó. Por un breve lapso vacilaron, pensando los dos en un abrazo de despedida. En la mente de Agatha relampagueó el recibimiento que Scott le hizo a Jubilee el día que había llegado: la audaz caricia en las nalgas, el beso delante de medio pueblo. Pero en ese momento, Scott retrocedió y comprendió lo tonta que había sido en pensarlo. El abrazo de la noche anterior, en la escalera, fue una cosa, fue compartir una simpatía. «Pero hacerlo a plena luz del día, en la estación, es otra bien distinta», se regañó. Apresuró a darse la vuelta, antes de que cualquiera de los dos cediera a la tentación.

Desde la ventanilla, vio a Scott y a Willy. Scott llevaba un traje marrón claro, y un Stetson de copa baja haciendo juego. El corbatín castaño se levantaba con la brisa y se acomodaba otra vez sobre la camisa blanca. Le dijo algo a Willy, que asintió con entusiasmo. Después, sacó un cigarro del bolsillo. Se palmeó la chaqueta y Agatha supo que estaba bromeando con el niño. Willy también comenzó a buscar, y sacó una cerilla de madera. Scott se puso el cigarro entre los dientes, se inclinó hacia Willy, este alzó una rodilla y raspó la cerilla contra el muslo de los nuevos y rígidos pantalones de denim. Hizo tres intentos y falló. Entonces, Scott acomodó la cerilla en los dedos de Willy y le enseñó cómo hacerlo. La vez siguiente, encendió y el niño sostuvo mientras Scotl. encendía el puro.

«Lo próximo que hará, es enseñarle a fumar al chico», pensó. Pero la perspectiva, en lugar de ponerla ceñuda la hizo sonreír con melancolía. Contemplando a los dos, el hombre alto y cordial y el niño rubio, dichoso, sintió que el amor por ellos florecía dentro de sí. El tren empezó a moverse y los dos levantaron la cabeza y la saludaron agitando las manos: eran las dos personas más importantes en su vida. No obstante, pronto podría perder a uno de ellos, o quizás a los dos. En menos de dos meses, se sometería la prohibición a la decisión de los votantes de Kansas.

Apoyó la cabeza en el asiento y cerró lentamente los ojos. Le ardieron los párpados y se le formó un nudo en la garganta. Casi tuvo ganas de que la prohibición fracasara.

El jardín de la mansión del gobernador estaba diseñado en macizos en forma de diamante. Cercos de ligustro cuidadosamente recortados delimitaban los senderos de grava, entre rosales repletos de flores. Rojas, salmón, blancas y rosadas, perfumaban el aire con su fragancia inimitable. Los crisantemos formaban retazos amarillos y bronce en los cruces de los senderos. Tejos majestuosos, erectos y uniformes como las picas verdes de una cerca, custodiaban los límites, y castaños de la India aquí y allá proveían oasis de sombra en puntos estratégicos de ese diseño tan formal. Sentadas en bancos de hierro pintados de blanco, las mujeres de polisón bebían el té de tazas para café, mientras dignatarios de vestimenta formal, con las manos cruzadas a la espalda comentaban la situación política, sacudiendo los bigotes.

Era una escena muy pomposa, muy de élite. Agatha, con sus galas a la moda, su porte regio y sus modales impecables, encajaba a la perfección en la reunión. Sin embargo, mientras explicaba la forma adoptada por la U.M.C.T. local en el combate contra el ron, mientras aprendía métodos nuevos para conquistar votos y difundir la propaganda contra el alcohol, se sentía una traidora hacia esos dos seres que la habían despedido en la estación.

El gobernador tenía un especial aire de decoro, metido a la fuerza en un cuello blanco de palomita y corbata Oxford negra. Hizo una reverencia sobre la mano de cada una de las damas presentes, conversó, solícito, con los ministros bautistas, y realizó consultas con conocidas figuras del movimiento por la templanza.

Estaban Drusilla Wilson, Amanda Way y otras líderes famosas cuyas fotografías Agatha había visto en el Banner. Compartiendo el encuentro con ellas, se sintió fuera de lugar pues por las venas de estas mujeres corría, ardiente, el fervor por la causa mientras que, en las de ella, se había enfriado considerablemente. Recordó el entusiasmo que sintió el día en que recibió la invitación a este evento, y deseó recuperar una parte de ese entusiasmo. En cambio, pensó que era muy probable que el 2 de noviembre cayese la guillotina… no sobre Scott Gandy, sino sobre sí misma.

Alquiló carruaje y conductor para que la llevase de vuelta al hotel, cenó en el elegante comedor, y deseó estar en el restaurante de Cyrus y Emma Paulie, comiendo pollo y pasteles con Willy y Scott. Se instaló en la habitación decorada con buen gusto, de empapelado tramado y cortinas adornadas con borlas, pero hubiera preferido estar en su estrecho apartamento, escuchando el piano y el banjo filtrarse por el suelo. Se tendió en la cama forrada de cotí y rellena de plumas de ganso, pero con ganas de estar sentada en un duro escalón de madera mirando las estrellas, oyendo aullar a los coyotes y disfrutando el aroma del cigarro de un hombre.

A la mañana, salió de compras y encontró una armónica para Willy y un broche de marfil tallado para Violet. Pasó ante una tabaquería y se detuvo.

No, Agatha, no servirá. Eres una mujer soltera, es un hombre soltero. No sería correcto.

Siguió andando con paso decidido, pero a pocos metros se detuvo y desando el camino. Se paró ante la vitrina y admiró las pipas de cerezo, los humidificadores de tulipanero, y las cajas de cigarros. Al levantar la mirada, vio su propio reflejo en el cristal, iluminada por el sol matinal de un tibio día de otoño. Se imaginó a Scott Gandy junto a ella, caminando juntos hacia el mercado, él con el Stetson de copa baja y el crujiente traje color gamo, ella con el gracioso vestido y el sombrero en pico, la mano enlazada en el hueco del codo de él.

Pasó un caballo arrastrando un coche sobre los adoquines y el traqueteo la sacó del ensueño. Entró en la tienda.

El interior era polvoriento y aromático, de fragancias intensas y masculinas, tan diferentes de los familiares olores a tintura, almidón y aceite de máquina.

– Buenos días, señora -la saludó el dueño.

– Buenos días.

– ¿Quiere algo para su marido?

Al sonreír, los bigotes manubrio y las mejillas sonrosadas del hombre se elevaron.

Su marido. Era una idea peligrosamente provocativa. Scott Gandy no era su marido, ni lo sería nunca aunque, por un momento, era divertido imaginarlo. No sabía nada de marcas y al darse cuenta de que se había traicionado, se preguntó: «¿Qué esposa no conocería la marca favorita del marido?».

– Sí, podrían ser unas tijeras.

– Ah, creo que tengo justo lo que buscaba.

Salió de la tabaquería con unas minúsculas tijeras de oro de punta roma en un estuche plano de cuero, y se preguntó si, al regresar, tendría el valor de dárselas.

Qué poco propio de ti, Agatha. Qué raro en ti.

Pero él me regaló una máquina Singer de coser. Comparado con eso, ¿qué son unas pequeñas tijeras?

Estás justificándote, Agatha.

¡Oh, vete al diablo! Fui una remilgada toda mi vida, y, ¿de qué me sirvió? Por una vez, seguiré el impulso de mi corazón.

Aquel día, el corazón la llevó de vuelta al hogar, martillando con ansiedad mientras el tren entraba en la estación de Proffitt. El corazón le dijo que no tenía que buscar a Gandy entre el gentío, no tenía que esperar que estuviese ahí. Pero se acomodó el sombrero y revisó el peinado, esperó que la falda no estuviese demasiado arrugada y escudriñó la estación, a pesar de sí misma.

No estaba. Pero sí estaba Willy, todavía rígido con sus pantalones azules, parado sobre un banco en la acera de la estación, agitando la mano y saltando con brío.

Agatha se apeó y el muchacho fue corriendo hacia ella.

– ¡A que no sabes, Gussie!

– ¿Qué?

– ¡Teno un gato!

– ¡Un gato!

Aunque le dirigió una sonrisa radiante, tuvo que hacer un esfuerzo para no observar la estación en la esperanza de que Scott llegara tarde. Se dijo que era totalmente ridículo estar desilusionada por su ausencia.

Willy parloteaba a toda velocidad.

– Violet dice que la señorita Gill tenía una carnada en la casa de pensión y que si no se deshacía de ellos pronto habría que ahogarlos, y yo fui allí y estaba este, que es púrpura y blanco…

Agatha rió:

– ¡Púrpura y bl…!

– Y era el que más me gustaba, y le pegunté si podía quedármelo y me dijo que sí, entonces lo truje a casa de Scotty y Scotty dice que puedo, siempre que duerma conmigo por las noches para que no se meta entre los pies de la gente en la taberna, y que, de día, Moose puede cazar ratones en la despensa.

– ¿M… Moose? -rió Agatha.

– Le puse ese nombre, porque es el más grande de todos.

– ¿Y Moose es de color púrpura?

Agatha se preguntó cómo pudo pasar un día sin Willy para iluminarlo. El chico se rascó la cabeza casi sin darse cuenta y se dejó el cabello erizado como tallos de melcocha secos.

– Bueno, más o menos… Scotty dice que es gris, pero a mí me parece púrpura con manchas blancas donde salen los bigotes, ¡y durmió conmigo anoche y no rodé encima de él ni lo aplasté, ni nada! ¡Ya vas a ver, Gussie! ¡Es el gato más hermoso que hayas veído jamás!

– Visto.

– Sí, bueno, vamos. ¡Date prisa! Está en la taberna, y Jack está cuidándomelo, pero tengo que regresar para vigilarlo.

No tuvo más remedio que «darse prisa». Willy levantó el bolso y salió corriendo.

– ¡Espera, Willy! Yo puedo llevarlo.

– ¡No-o! Scott dice que yo tengo que llevártelo.

«Con que eso dijo, ¿eh?», pensó, al tiempo que corría tras Willy, riendo entre dientes.

Qué figura. El bolso era más grande que Willy. Aferraba el asa con las dos manos, los hombros flacos levantados, forcejeando alegremente para cargarlo. En una ocasión, el bolso se balanceó para atrás, lo golpeó en las rodillas y lo hizo caer encima. Pero no se detuvo a quejarse. Se levantó de un salto y corrió, mientras Agatha cojeaba tratando de seguirlo y sintiendo que lo amaba más a cada minuto que pasaba.

La llevó directamente por las puertas vaivén al Gilded Case. Como era media tarde, demasiado temprano, había sólo unos pocos parroquianos. Estaban todos reunidos junto a la barra: Mooney Straub, Virgil Murray, Doc Adkins, Marcus, Jube, Jack y Scott, riendo, conversando apoyados en los codos, con expresiones absortas. Entre ellos, sobre el mostrador del bar, se paseaba un adorable gatito de ocho semanas de edad. Pisó un charco, se sacudió la pata, después cruzó hasta la jarra de cerveza de Mooney, hociqueó la espuma, meneó la cabeza y estornudó.

– ¡Ha vuelto Gussie! ¡La truje a ver a Moose!

Todas las cabezas giraron hacia la puerta.

– Moose está aquí, divirtiéndonos -le dijo Jube.

Willy soltó el bolso y aferró a Agatha de la mano.

– ¡Ven, Gussie!

Mientras Willy la arrastraba, fijó los ojos en los de Scott. Estaba detrás de la barra con Jack, vestido con un traje negro y chaleco color ámbar, como siempre, excesivamente apuesto. Tras él, Dierdre se exhibía en su jardín de las delicias, pero Agatha casi no la vio. Sólo tuvo ojos para Scott. Tuvo la impresión de haber estado ausente una semana, y una expresión que pasó, fugaz, por el rostro de él, le dijo que también se alegraba de que hubiese regresado.

Marcus alzó a Willy y lo sentó en el borde de la barra.

– ¿Lo ves, Gussie? -Los ojos de Willy resplandecían de orgullo-. ¿No es precioso?

Agatha se fijó en la bola de pelusa gris y blanca:

– Es adorable.

Jube se desplazó para dejarle sitio a Agatha que, por primera vez en su vida, ponía los codos encima de una barra. Todos observaron a Moose, que olfateó la cerveza del jarro de Doc y dio un delicado lengüetazo. Rieron, pero Doc apartó la jarra.

– Oh, no, no debes. Ya es bastante para una cosa tan pequeña como tú.

Marcus sacó una moneda del bolsillo y la hizo girar sobre el bar. De inmediato, Moose se dispuso al ataque, con la vista clavada en la pieza de oro que giraba. Perdió equilibrio y rodó a los pies del animal, que retrocedió, arqueó el lomo y siseó, para diversión general. Willy repitió el juego varias veces, hasta que el gato avanzó con cautela y volteó la moneda con la garra. Marcus apoyó una mano en el hombro de Jube, y observó desde atrás de ella. Willy se acomodó sentado encima de la barra con las piernas cruzadas. Jack se sirvió una cerveza y la bebió a sorbos, mientras el gato los entretenía a todos.

Agatha levantó la mirada y vio que Scott la contemplaba. La atención de todos los demás estaba concentrada en el gato. La moneda zumbaba al girar. Los presentes rieron otra vez, pero ni Scott ni Agatha los oyeron. Tampoco sonrieron. La mirada era firme, los ojos, tan negros como el ala del sombrero.

Agatha tuvo la sensación de que todo el cuerpo le latía.

Que Dios me ayude: lo amo.

Como si le hubiese leído la mente, la mirada del hombre bajó a la boca y Agatha sintió que ardía con una conciencia de su físico más intensa de la que hubiese percibido jamás. Cuando los ojos de Scott la convocaron, supo que se ruborizaba y recurrió a Willy, dándole un golpe suave en la rodilla.

– Tengo que ir a relevar a Violet. Ven más tarde: tengo algo para ti.

Se olvidó del gato y le dirigió una mirada brillante:

– ¿Para mí?

– Sí, pero está en la maleta. Ven más tarde, después que haya desempacado.

Cuando ya se iba, le preguntó:

– ¿Cuánto tiempo te llevará?

Agatha sonrió con indulgencia.

– Dame media hora.

– ¡Pero no sé la hora!

Scott rió y apoyó una mano en el hombro del chico.

– Yo te diré cuando pase la media hora, muchacho.

Al levantar la maleta para irse, Agatha advirtió que ella y Scott no habían intercambiado una sola palabra, al menos audible. Pero algo pasó entre los dos, algo más poderoso que lo que podía oírse. Estaba segura de que la había echado de menos. Los ojos de Scott expresaban sentimientos hacia ella. Pero, ¿cómo era posible? Le resultaba increíble. Sin embargo, si era cierto, ¿no sería esa la causa de que no fuese a buscarla a la estación? Si estaba tan confundido respecto de esos sentimientos como la misma Agatha, era natural que extremase la precaución mientras los exploraba.

A Violet le encantó el broche de marfil, a tal punto que se lo colocó de inmediato en el cuello. Como Agatha imaginó, mucho antes de que pasaran los treinta minutos, apareció Willy. Dio un soplido a la armónica, y Moose se arqueó. Violet, que afirmaba ser la «madrina» de Moose, se hizo cargo del animal y lo acarició, mientras Willy insistía con el instrumento.

– Se me ocurrió que Marcus podría enseñarte a tocarla bien. Tiene talento para la música y estoy segura de que es capaz de tocar otros instrumentos, además del banjo.

– ¡Jesús, gracias, Gussie!

No hacía falta mucho para iluminar los ojos de Willy e impulsarlo a dar un abrazo y un beso.

– ¡Iré a enseñársela a Marcus!

Tomó a Moose y fue hacia la puerta.

Agatha tomó una decisión repentina:

– ¡Espera!

Impaciente, el niño volvió. Pensó en Violet pero dudó: ¿no le daría un aire menos… menos personal? Y por algún motivo, después de la significativa mirada que intercambió con Gandy, había perdido el coraje de entregarle el regalo personalmente.

– También compré algo para Scott. ¿Podrías llevárselo?

– Claro. ¿Qué es?

– Una insignificancia. Sólo un par de tijeras para los cigarros.

Le dio el paquete y Willy salió disparando hacia la puerta.

– No le diré qué es hasta que abra el paquete.

Agatha sonrió y lo miró desaparecer, con el gato subido al hombro. Si esperaba que Violet se encargara de darle un regalo a Scott, estaba equivocada. La ayudante estaba demasiado fascinada con ese hombre para mantener la sensatez en ese aspecto.

Agatha recordó la época en que solían irritarla las risitas disimuladas de Violet, inspiradas por Gandy. Qué cabeza hueca le parecía. Sin embargo, en el presente ella misma se sentía así cada vez qué estaba cerca de él. Se le ocurrió que, si la gente lo supiera, también la consideraría una cabeza hueca. Y tal vez lo fuese. Quizá fue sólo su imaginación esa mirada provocativa de vibrante intensidad. Y, aunque fuese real, ¿cómo podía adivinar qué pensamientos bullían en la cabeza de Scott?

Joseph Zeller, al entrar en la tienda por la puerta principal, interrumpió la introspección.

– Señorita Downing, señorita Parsons, ¿cómo están?

Intercambiaron las banalidades de costumbre y, por fin, Zeller mencionó el motivo de su visita.

– Señorita Downing, tengo entendido que fue a Topeka, a reunirse con el gobernador.

«Oh, no», pensó Agatha. Pero mientras se esforzaba por hallar una respuesta que no la comprometiera, Violet exclamó, orgullosa:

– Ya lo creo que fue. Recibió una invitación impresa a un té que daba el gobernador en el rosedal, ¿no es cierto, Agatha?

Zeller sonrió, impresionado.

– No es cosa de todos los días que un ciudadano de Proffitt se codee con el gobernador, ¿verdad?

El hombre se quedó casi media hora, haciéndole una pregunta tras otra, y Agatha no pudo hacer otra cosa que contestar. Pero a cada respuesta que daba se sentía más traidora. Le sonsacó cada uno de los movimientos innovadores para aumentar la conciencia pública con respecto a los peligros del alcohol.

El artículo apareció en primera plana, en la Gazette, y atrajo un caudal inesperado de propaganda en favor de la reforma constitucional, de fuentes inesperadas.

La Gazette misma publicaba un editorial destacando que la templanza surgía como el tema principal que unía a las mujeres en todo el país. Desde el pulpito de la Iglesia Cristiana Presbiteriana, el reverendo Clarksdale instó a sus feligreses a votar por la prohibición, aduciendo que ya no existía el riesgo de cólera, motivo que impulsó a la gente a mezclar cerveza en el agua, e iniciar así la locura alcohólica; por lo tanto, la necesidad de un «agente purificador» era cosa del pasado. Los maestros comenzaron a sermonear en sus clases acerca de ingerir bebidas tóxicas y los niños, a su vez, llevaban la advertencia a sus respectivos hogares, y muchos de ellos fastidiaban a los padres no sólo para que dejaran de beber alcohol sino para que, en noviembre, votaran por la ratificación de la enmienda constitucional que lo prohibía. El inspector de escuelas anunció un concurso de ensayos sobre el tema: el ganador recibiría una medalla de bronce y su nombre se inscribiría en una placa conmemorativa que enviaría la propia Lucy Limonada en persona. La Sociedad Literaria de Proffitt anunció una serie de debates abiertos en sus reuniones semanales, e invitó a participar a los miembros de ambas fracciones.

En medio de todo ese furor, Agatha y Scott se evitaban. Desde que regresó de Topeka, sólo lo veía de paso o a través del agujero en la pared, por las noches. Desde ese punto ventajoso lo vio usar por primera vez la tijera de oro, pero no le mandó una sola palabra de agradecimiento, ni acusó recibo, siquiera.

Agatha estaba mortificada. Era humillante haber hecho un regalo a un hombre por primera vez en la vida y no recibir ni las gracias. Willy se convirtió en el único vínculo entre los dos. Saltando de uno a otro, llevando consigo su fervor característico, daba entusiastas informes en uno y otro lado del edificio de Gandy.

– Scotty dice que…

– Gussie dice que…

– Yo y Scotty fuimos…

– De camino a la Iglesia, ayer Gussie y yo…

– Como perdí a Moose, Marcus y Scotty tuvieron que mover el piano…

– A Gussie y Violet les encargaron…

– Pearl dice que si pasa la prohibición, volverá a…

– Violet dice que Gussie está de mal humor…

– Scotty y Jube discutieron…

– Gussie está haciéndome unas camisas más abrigadas para…

– Scotty y Jube se reconciliaron…

Corría el mes de octubre. Faltaba menos de un mes para el día de las elecciones. Había refrescado. Ya las moscas no molestaban de noche, la actividad de los conductores de ganado mermó casi hasta interrumpirse, la taberna cerraba más temprano, pero con todo Agatha dormía mal. No era que tuviese pesadillas, pero le parecía que los debates de la Sociedad Literaria de Proffitt se realizaban dentro de su cabeza.

En sus sueños, Mustard Smith discutía a gritos con Eyelyn Sowers, y al comprender que perdía comenzaba a jadear, y miraba a Evelyn como un toro furioso que se dispusiera a embestir. Daba la sensación de que el aire silbaba entre sus dientes entrando y saliendo, entrando y saliendo.

Agatha se despertó de golpe.

La respiración jadeante era real. Venía de al lado de la cama. Pesada, sibilante, asmática. El pánico la invadió. Le sudaron las manos. Se le tensaron los músculos. Permaneció inmóvil como un cadáver mirando, tratando de ver quién estaba junto a su hombro. ¡Oh, Dios! ¿Qué hago? ¿Dónde está el objeto pesado que tengo más cerca? ¿Podré alcanzarlo más rápido de lo que el intruso me atrape a mí? ¿Qué hago primero, gritar o saltar?

Hizo las dos cosas a un tiempo, aferrando la almohada v balanceándola hacia atrás con toda la fuerza posible. Pero nunca tocó al intruso: se la arrebató y la tiró. El grito de Agatha quedó interrumpido por la mano incrustada sobre la boca. El otro brazo del sujeto la aferró, cruzado sobre el pecho y las costillas y la alzó hacia atrás, aunque ya estaba a medias levantada.

– Se lo advertí, pero no me hizo caso -siseó, en el oído de Agatha-. Ahora me escuchará, señora. Aquí tengo algo que la obligará a escucharme aunque no quiera.

La presión pasó a los pechos, y algo la pinchó bajo la mandíbula, del lado izquierdo.

– No veo bien en la oscuridad. ¿Está cortándole?

Estaba cortándola. Sintió que la punta del cuchillo le penetraba en la carne y gritó bajo la mano, clavándole las uñas en el brazo que sostenía el cuchillo.

– Tenga cuidado, señora.

Dejó de clavarle las uñas. Si tironeaba, y el sujeto se flexionaba contra la cadera de ella, el cuchillo podía clavársele en el ojo.

Oyó su propia voz que gemía, a cada exhalación aterrada. «¡Scott, ayúdame! ¡Comisario Cowdry… Violet… alguien! ¡Por favoooor!»

– Usted es la que empezó con esa basura de la prohibición, aquí. Organizó, sermoneó, y oró en los umbrales de las tabernas. Después, fue a gimotearle al gobernador hasta que logró que este maldito Estado explotase en un solo clamor. Bueno, en este pueblo, somos once a los que no nos gusta. ¿Entendió?

La apretó más fuerte. Los dientes le cortaron el labio y sintió el sabor de la sangre.

Intentó suplicar, pero las palabras salieron como gemidos ahogados contra la mano sudorosa, salada del sujeto.

– Ahora, se echará atrás, hermana, ¿entendió? Diga a las demás mujeres que terminen con sus malditos debates. Dígale a esa predicadora melosa que cierre la boca. ¡Y deshaga esa sociedad por la templanza! ¿Entendió?

Asintió, con gestos enloquecidos, frenéticos, y sintió que algo tibio le resbalaba por el cuello. Un dolor agudo provocado por la punta del cuchillo le dio la sensación de que la hoja ya le había atravesado el ojo. Gritó de nuevo, y el hombre le apretó la cara con tanta fuerza que creyó que le había roto la mandíbula. A cada latido, sentía que le explotarían las venas.

Los gemidos sé aceleraron, al pasar del pánico a la semiinconsciencia.

Por los orificios dilatados de la nariz le entró olor a cigarro y a sudor.

– Si cree que tengo miedo de matarla, se equivoca. -Creyó que se le saltarían los ojos de las órbitas-. Una organizadora muerta sería de lo más eficaz para ponerles paños fríos a todas las reformadoras de por aquí. Pero le daré una última oportunidad, porque tengo un gran corazón, ¿sabe?

Rió con malicia.

Agatha siguió hipando, desesperada.

– ¡Eh, hermana!, ¿qué es esto que siento? -La hoja se apartó y la mano se cerró sobre un pecho-. Para ser una lisiada, no está nada mal, ¿sabe? Quizá tenga una manera mejor de lograr que se porte bien, en lugar de matarla, ¿eh? -Deslizó una mano por el vientre de Agatha y lanzó una carcajada perversa mientras ella, sin querer, apretaba los muslos. Un instante después, sintió que le metía el camisón entre las piernas. Contuvo las ansias de gritar otra vez, pero se le cerraron los ojos y las lágrimas brotaron por las comisuras de los ojos-. Apuesto a que nunca lo hizo, ¿no, renga? Bueno, esta noche no tengo tiempo, pues ese maldito comisario entrometido anda por el callejón. Pero si no hace lo que le digo, volveré. Y no me importa para nada que pueda rodearme con las piernas o no. Usaré esto.

La hizo caer a gatas sobre la cama, con el camisón aún metido entre las piernas, y poniéndole una mano en la nuca, le aplastó la cara contra el colchón.

– Ahora, se quedará así cinco minutos… ¿entendido?

De rodillas sobre la cama como un musulmán de cara a la Meca, sangrando sobre las sábanas, sintió la cadera como si estuviese rompiéndosele otra vez. Si pasaron cinco minutos o cinco horas, no estaba en condiciones de saberlo. Lo único que supo fue que el hombre salió por la puerta y que sólo había otra manera de salir del apartamento. Por ahí salió Agatha. Por la ventana, por la angosta cornisa que había detrás del falso frente de la tienda, hasta la primera ventana que encontró. Golpeó, pero Jube no salió. Desesperada, siguió hasta la próxima y golpeó otra vez, demasiado aturdida para comprender que también pertenecía al cuarto de Jube. Se arrastró hasta la siguiente y la aporreó con el puño, pero era la ventana del pasillo. Llorando, gimiendo, se tambaleó junto a la pared hasta la próxima ventana, que estaba abierta unos centímetros. La empujó hacia arriba y pasó por el alféizar al dormitorio de Scott.

De pie en la oscuridad, el pecho agitado, trató de controlarse después de haber pasado por la experiencia más terrible que había tenido que enfrentar hasta el momento.

– S… S… Scott… a… a… ayuda… me -rogó-. S… S… Scott…

Scott Gandy emergió de un profundo sueño al oír el susurro. Abrió los ojos, preguntándose si Jube había hablado en sueños. No, estaba llorando. Rodó para mirar sobre el hombro y vio una figura de blanco a los pies de la cama. El primer impulso fue ir a buscar la pistola, pero entonces oyó otra vez el gemido quebrado, desgarrado.

– S… S… Scott… p…p…por… favor.

Así, desnudo como estaba, saltó de la cama.

– ¡Agatha! ¿Qué ha pasado?

– U… u… un… h… ho…

Todavía alterada por la impresión, sólo pudo tartamudear. Temblaba con tal violencia que Scott le oyó castañetear los dientes. La sujetó de los hombros y sintió que su propio corazón se aceleraba de miedo.

– Cálmate, vamos, tranquila, respira hondo, otra vez.

– Un ho… ho… hombre.

– ¿Qué hombre?

– Un ho… ho… hombre f… f… fue…

– Despacio, Gussie. Un hombre…

– Un hombre f… f… fue a mi c… c… cuarto y te…tenía un cu… cu… cu… -Cuanto más lo intentaba, más difícil le resultaba la palabra-. Cu… cu…

Los temblores le recorrieron todo el cuerpo y respiraba como si estuviese debatiéndose en aguas profundas.

Scott la atrajo hacia él y la abrazó con firmeza, sujetándola con las manos y los codos, una mano en la nuca. Aun así, seguía jadeando con bocanadas breves, insuficientes, como un perro fatigado. Sintió contra el pecho los movimientos bruscos del torso de la mujer.

– Ahora estarás bien. Estás a salvo. Di una palabra por vez. Un hombre fue a tu cuarto y tenía un… ¿qué tenía, Gussie?

– Cu… cu… -El jadeo se hizo más rápido contra la oreja de Scott, como si apelase a toda su energía vocal, hasta que al fin explotó-: ¡Cuchillo!

– ¡Dulce Jesús! ¿Estás bien?

A Scott le pareció que cada uno de sus propios latidos era una explosión. Sin soltarla, se echó hacia atrás y se inclinó hasta que pudo verle los ojos inmensos, aterrados.

– N…no… lo s…sé.

Jube se despertó y preguntó, soñolienta:

– ¿Amor? ¿Qué pasa?

Gandy no le hizo caso.

– C…c…creo qu…que estoy san…sangrando -gimió.

La tomó en los brazos en el preciso instante en que a Agatha se le doblaban las rodillas.

– ¡Levántate, Jube! Agatha está herida. ¡Despierta a los hombres y corre a buscar al doctor!

– ¿Eh? -farfulló, desorientada.

– ¡Ahora, Jube! -vociferó-. ¡Trae al doctor Johnson!

Jube salió de la cama y encontró la bata camino de la puerta.

– ¡Manda a Jack aquí! -ordenó, mientras acostaba a Agatha en la cama tibia.

Cuando encendió la lámpara, vio enseguida la sangre sobre el camisón blanco. Fue presa del terror mientras buscaba la herida y la encontraba bajo la mandíbula. Revisó el cuerpo pero no encontró más desgarros en el camisón.

Agatha cruzó los brazos sobre el pecho, cerró los ojos y se estremeció.

– Tengo m…mucho f…frío.

La tapó hasta el cuello y se sentó al lado, sintiendo que el miedo daba paso a la furia.

– ¿Quién te hizo esto?

Sin abrir los ojos, tartamudeó:

– N…no s…s…é -respondió, entre hipos.

– ¿Qué quería?

– La pro…hibición en las ta…ta…

Tembló con tal violencia que el resto de la palabra se perdió.

Gandy habló en tono duro, cortante.

– ¿Te hizo daño de alguna otra manera?

La única respuesta fue que Agatha se acurrucó más, las lágrimas brotaron tras los párpados cerrados, y giró la cara, avergonzada.

Scott le apretó el hombro a través de las mantas, e insistió:

– Gussie, ¿lo hizo?

Mordiéndose los labios, con los ojos apretados, negó enfáticamente con la cabeza.

Jack irrumpió en la habitación, vestido con su traje de dormir de una pieza.

– Alguien atacó a Agatha. Ve a echar una mirada atrás.

Llegaron Marcus e Ivory, sin otro atuendo que los pantalones.

– ¿Está bien?

– La hirieron con un cuchillo. Tal vez sea algo peor.

Jack rechinó los dientes, y la mandíbula se le tensó.

– ¡Vamos! -ordenó, y salió corriendo mientras los otros hombres le pisaban los talones.

Gandy miró a Agatha, acomodó las mantas bajo la barbilla y quiso saber:

– Te puso encima algo más que la hoja del cuchillo, ¿no es cierto? -Se levantó de un salto-. ¡Maldito sea! Descubriré quién es ese hijo de perra, y las pagará. ¡Juro por Dios que las pagará!

Agatha abrió los ojos y suplicó:

– ¡No… por favor, es peligroso… y fuerte!

Gandy cruzó a zancadas el cuarto, agarró los pantalones de un manotón, se los puso y se volvió otra vez de cara a ella, mientras se los abotonaba con gestos furiosos. Se tragó los epítetos que pugnaban por escapársele y se acercó de prisa a la cama, empujándola hacia abajo por los hombros.

– Acuéstate otra vez, Gussie, por favor. Todavía estás sangrando.

Quiso tocarse la herida con los dedos, pero Scott los sujetó antes de que pudiese hacerlo.

– Por favor, no.

– Pero, tus sábanas…

– No importa. Por favor, no te muevas hasta que llegue el doctor Johnson.

Le metió la mano bajo las mantas y la arropó otra vez. Después, se sentó junto a ella callado, la vista fija en los ojos enormes, desenfocados, acariciándole el cabello, apartándoselo de la frente una y otra vez.

– Scott -murmuró, los ojos llenos de lágrimas que los hacían parecer transparentes, como agua verde y profunda.

– ¡Shh!

– El hombre no me…

– Después… hablaremos de eso después.

Las lágrimas corrían en arroyuelos de plata por las sienes, y Scott las secó con los pulgares.

– No me dejes.

– No lo haré -le prometió.

Al ver que llegaba el doctor Johnson y ocupaba el lugar de Scott en el borde de la cama, los ojos de la herida se llenaron de pavor. El médico limpió la herida con salmuera y afirmó que no haría falta coser. Mojó generosamente un aposito de gasa con tintura de árnica, lo aplicó a la herida y lo sujetó con una tira alrededor de la cabeza. Entretanto, Ruby, Pearl y Jube espiaban ansiosas en la puerta. Los hombres informaron que no encontraron a nadie en el callejón ni en el apartamento de Agatha. El doctor Johnson se lavó las manos en el lavabo que usaba Gandy para afeitarse y; mientras las secaba, aconsejó:

– Esta noche, sentirá un poco de dolor. Tal vez una medida de whisky lo atenúe. Tendrá escalofríos hasta que pase la impresión pero, fuera de eso, se recuperará sin inconvenientes.

– Jack, ve abajo a buscar una botella, por favor -dijo Gandy, sin sacar la vista del rostro pálido de Agatha.

Jack desapareció sin decir una palabra.

– Marcus, Ivory, gracias por ir a ver. Si uno de vosotros quiere ir a buscar al comisario, creo que será mejor que hable con él esta misma noche.

– Ya te lo dije. Llegará en cualquier momento.

– Bien. -Gandy se dirigió a las mujeres-. Chicas, volved a la cama. Yo me quedaré con ella.

Jube se demoró un momento cuando las otras se fueron. Gandy le tomó la barbilla con ternura:

– Lo siento, Jube. Me pidió que no la dejase. ¿Te molestaría ir a tu propio cuarto lo que queda de la noche?

La muchacha le besó el mentón:

– Por supuesto que no. Vendré a verla por la mañana.

Scott era el único en el cuarto mientras Ben Cowdry la interrogaba. Agatha se había calmado en cierta medida, y respondía con lucidez, repitiendo las amenazas del atacante, recordando que olía a cigarro y que, al parecer, tenía una barriga prominente y voz áspera. Pero cuando Cowdry le preguntó si le había hecho otro daño, además de la herida de cuchillo, los ojos angustiados se posaron en los de Scott. Éste se apartó de la esquina del guardarropa en que estaba apoyado y avanzó.

– No, Ben, ninguno más. Yo ya le pregunté.

La mirada de Cowdry pasó de uno a otra y volvió al hombre. Se levantó y se ajustó el cinturón donde llevaba las pistolas.

– Está bien. Cuando esté mejor, necesitaré que me firme unos papeles relacionados con el ataque. No se preocupe, señorita Downing, lo atraparemos.

Cuando el comisario salió, Gandy cerró la puerta de la sala y volvió al dormitorio. Los ojos redondos y asustados de Agatha estaban clavados en la entrada, como aguardándolo.

– No debería estar aquí, en tu dormitorio.

Al pasar junto a la repisa, Scott tomó la botella de whisky y un vaso.

– Ordenes del médico -dijo en tono suave, mientras iba hacia la cama y se sentaba en el borde, con una rodilla levantada. Destapó la botella, sirvió tres dedos y dejó la botella en la mesa de noche-. ¿Puedes incorporarte?

– Sí.

Se sentó con esfuerzo, haciendo muecas al moverse los músculos del cuello, y Scott se inclinó hacia la pila de almohadas que tenía detrás. Agatha se echó atrás, suspirando.

– Toma. -Le sostuvo el vaso y ella lo miró fijo-. ¿Alguna vez lo probaste?

– No.

– Entonces, prepárate. Arde, pero te ayudará.

Estiró, vacilante, las manos delicadas, y sujetó el vaso con las yemas de los dedos. Levantó la mirada con incertidumbre. Gandy rió.

– ¿Qué puedes esperar del propietario de una taberna?

Agatha hizo un valeroso esfuerzo por sonreír, pero le dolía la herida. Aferrando el vaso con fuerza, lo levantó y lo bebió en cuatro tragos, cerró los ojos, se estremeció, abrió los ojos y la boca y le tendió el vaso para que le sirviera más.

– ¡Uh! -Gandy le apartó la mano-. No tan rápido. Si sigues a ese ritmo, pronto verás perros de la pradera rosados.

– Me duele. Todavía tengo el estómago revuelto, Y aún no estoy segura de no caerme a pedazos. Si el whisky me ayuda, beberé otra ración.

Alzó el vaso y, aunque Gandy la miró, dudoso, tomó la botella otra vez. En esta ocasión, le dio la mitad y cuando ella lo levantó como para tragarlo de una vez, se lo impidió.

– No tan rápido. De a sorbos pequeños.

Lo bebió a sorbos, bajó el vaso y lo sostuvo con ambas manos. Después, tocó las sábanas y el camisón ensangrentados.

– Te dejé la cama hecha un desastre.

Scott le sonrió.

– No me opongo.

– Y Jube tuvo que irse.

Los ojos de ambos se encontraron y se sostuvieron la mirada.

– Está bien. De cualquier modo, no duerme siempre aquí.

Agatha tomó conciencia de la rodilla que le rozaba el muslo, y levantó la bebida como para protegerse. Con ese último sorbo, vació el vaso. Luego, distraída, se secó la comisura de la boca con el dorso de la mano, sin mirar al hombre.

– Ya me siento mejor. Puedo ir a mi apartamento.

– No. Te quedarás aquí.

Tendió la mano al vaso vacío, pero rodeó con los dedos el vaso y la mano de Agatha.

– ¿Qué te hizo, Gussie? Necesito saberlo.

Al levantar la mirada, vio que en los ojos de Scott se leía la preocupación, y estaban oscuros por la emoción. Tragó saliva y sintió un dolor terrible, hasta la coronilla. Al hablar, lo hizo con voz trémula y con más lágrimas colgando de los párpados.

– No me hizo lo que tú piensas. Sólo… sólo…

Con delicadeza, le quitó el vaso de los dedos tensos y lo apoyó.

– Acuéstate -le ordenó, levantando las mantas y acomodando las almohadas mientras Agatha se deslizaba otra vez en la tibia seguridad de la cama de él.

La tapó hasta el cuello, se tendió al lado y la hizo girar de cara hacia él. Con la mano abierta en la espalda de Agatha sintió, a través de las mantas, que se estremecía de nuevo. Frotó el hueco entre los omóplatos y contempló el rostro ruborizado.

– Abre los ojos, Gussie.

Lo hizo, y contempló la mirada fija en ella, vio de cerca las pestañas negras y espesas, los ojos castaños intensos, las cejas bien delineadas y los labios oscuros. El whisky había comenzado a relajarla, pero se acurrucó bajo las mantas, con los brazos cruzados sobre el pecho en gesto protector. Cuando Scott tragó, la manzana de Adán bajó y subió.

– Tú me importas -le dijo en un murmullo ronco-. ¿Entiendes eso?

No movió un músculo durante un lapso largo y cargado de emociones y contempló los angustiados ojos verdes hasta que ella también tragó saliva.

– Me manoseó -murmuró- de un modo desagradable, que me hizo sentir sucia. Y me amenazó con volver y hacerme algo peor si no combatía el interés de la gente en la ratificación de la enmienda.

– Pero es demasiado tarde para poder hacer algo al respecto.

– Lo sé.

Con las mejillas apoyadas en las almohadas, permanecieron acostados, mirándose a los ojos.

– Lo siento -dijo Scott en voz suave, deseando poder borrar la agresión que había sufrido.

Agatha parpadeó, y Scott vio que el alcohol comenzaba a hacerle efecto.

– Ya es suficiente -susurró, contenta.

– ¿Sí?

No le pareció suficiente enfurecerse, mandar a los hombres a revisar la calle, a buscar al comisario y al médico y darle un par de vasos de whisky. Era una mujer buena, pura, y no merecía sufrir otra vez a manos de alguien que reverenciaba el alcohol.

Bajo la mano de Scott, el temblor cesó. Los ojos inmensos, tan claros, se negaban a cerrarse. Le miró los labios… lo que le pasó por la mente hacía mucho merodeaba por ella. Había ocasiones en que estaba seguro de que ella también lo pensaba, como él.

Levantó la cabeza lo suficiente para eludir la nariz y la besó como el pincel de un artista que deseara retratarla. Agatha permaneció inmóvil como si lo fuera, los ojos cerrados, conteniendo el aliento, los labios quietos.

Gandy se acostó otra vez y la observó. Agatha abrió los ojos y respiró de nuevo, como probando su capacidad para hacerlo. El hombre trató de leer lo que veía en esos ojos, buscó el deseo, pero comprendió que era demasiado tímida para dejarlo ver. No obstante, vio el pulso que latía con rapidez en las sienes, y eso le bastó. Aunque no sabía a dónde llevaría, estaba convencido de que hacía mucho que pensaban en ello y que esa curiosidad tenía que ser satisfecha.

Se apoyó en un codo, le apretó el hombro y, con delicadeza, la hizo acostar de espaldas. Inclinándose sobre ella, le buscó la mirada un momento largo y ardiente. Luego, con suma lentitud, bajó la boca hasta posarla en la de Agatha. En gesto intuitivo, proyectó la lengua, pero aunque ella alzó la cara hacia él, dejó los labios cerrados. La rozó con ligereza… una vez, sólo para tocar la unión de los labios. De súbito, comprendió: Agatha no sabía cómo proceder. No supo que estaba conteniendo el aliento hasta que el beso se prolongó y lo sintió vibrar en la mejilla. Sintió una extraña opresión en el corazón: era más inocente de lo que había imaginado. Pensó pedirle que abriese los labios, pero supo que la asustaría. Entonces, se lo dijo con los labios, con la lengua, con suaves mordiscos, toques húmedos, diestros, con el movimiento lento de la cabeza: Gussie, Gussie, ábrete a mí.

Percibió el momento en que Agatha captó el mensaje y aflojó el abrazo esperando… esperando: el beso se convirtió en una invitación.

Primero, una pequeña abertura, vacilante. Luego, la lengua encontró su camino entre los labios: Ábrete más, no tengas miedo.

Lo entendió, abrió más los labios y contuvo otra vez el aliento, esperando el primer contacto fugaz dentro de su boca.

En el instante del contacto, Scott percibió el placer y el sobresalto de la primera intimidad elemental. Cuando la acarició con la suya, la lengua de Agatha le supo lejanamente a coñac, y fue trazando pequeños círculos, como instándola a hacer lo mismo.

Hubo una primera respuesta tímida.

¿Así?

Él, a su vez, respondió: Así… más hondo, más prolongado.

Lo intentó cautelosa, reservada, pero embelesada y dispuesta. Sintió cómo iba creciendo en ella la maravilla ante la sensación tibia, sedosa, y procuró que el beso siguiera siendo suave. Fue levantando la cabeza de a poco, y se separó con un toque de la boca abierta, para luego contemplarle el rostro.

Agatha abrió los ojos. Seguía tapada hasta el cuello, las manos presas sobre el pecho, entre los dos.

– Con que, así se hace -murmuró.

– ¿Nunca lo habías hecho?

– Sí, una vez. Cuando tenía ocho años, en el patio trasero de un chico vecino que me prometió dejarme jugar en la hamaca si yo lo dejaba besarme. Él tenía diez. Tú eres mucho mejor en esto que él.

Scott le sonrió, exhibiendo sus famosos hoyuelos.

– ¿Te gustó?

– Nada me gustó tanto desde que me regalaste la nueva Singer.

Scott rió y la besó otra vez, más prolongado pero sin prisa, dejándola explorar la boca a su antojo. Sintió las manos que se removían y les dio espacio para que estuviesen libres. Emergieron de entre las mantas y se apoyaron con levedad sobre la piel desnuda, debajo de los omóplatos, apenas abiertas.

Separó la boca de la de ella y le apoyó los labios en la frente, mientras los dedos de Agatha seguían acariciándolo.

– Gussie, sea lo que fuera a lo que lleguemos tú y yo, recuerda que no tuve intenciones de herirte con esto.

De pronto, Agatha comprendió con mucha claridad a dónde llegarían, y supo que no sería ahí en Proffitt, Kansas, los dos juntos. Saberlo le dolió más que la punta del cuchillo del atacante.

– Debo de estar un tanto ebria -dijo- para estar acostada en la cama de un hombre, bebiendo whisky y besándolo.

Scott levantó la cabeza, le sostuvo las mejillas entre las palmas y la obligó a mirarla en los ojos:

– ¿Me oíste?

Tragó saliva y respondió:

– Te oí.

– No eres una mujer para tomar esto con ligereza. Yo lo sabía antes de besarte.

Contempló su rostro. La luz de la lámpara daba a las puntas de las pestañas un rojizo intenso y proyectaba sombras tentadoras a los lados de la nariz y la boca. Trazó con los pulgares leves círculos en las sienes y vio con mayor claridad lo que ya había visto: atrayentes ojos verdes, una nariz recta y fina, labios suaves que instabana besar, todo en un conjunto fascinante. Le costó creer que nunca hasta entonces un hombre se hubiese sentido atraído.

– Debe de haberte extrañado que nunca te agradecí lo de las tijeras. -Agatha tragó saliva pero no dijo nada-. ¿Fue así?

– Sí. Eres el primer hombre al que hice un regalo.

Le besó la barbilla y le dijo con ternura:

– Gracias.

– ¿Por qué no fuiste a decírmelo antes?

– Porque esta es la primera vez que me decido a hacer esto. Ese día lo pensé. Pero no quiero que creas que me aprovecho de ti cuando estás ebria de tu primer whisky, y ya esta noche te tomaron una vez por sorpresa, Gussie. No es por eso que lo hice.

– ¿Y por qué?

– No lo sé. -Adquirió una expresión afligida-. ¿Tú lo sabes?

– ¿Para consolarme?

Contemplándole los ojos, Scott eligió la salida más fácil:

– Sí, para consolarte. Y para decirte que las tijeras están en mi bolsillo del pecho desde que Willy me las trajo. Son hermosas. -Vio que la timidez se instalaba en el semblante de Agatha-. Te ruborizaste -le informó.

– Lo sé.

Apartó la mirada.

Hacía tanto que no veía sonrojarse a una mujer… Recorrió con un dedo la línea de la mejilla, donde la piel suave había florecido como una rosa en verano.

– ¿Puedo quedarme aquí? ¿Sobre las mantas, a tu lado?

La mirada de Agatha voló hacia él. Los de color verde claro a los de castaño profundo. Sintió el peso de él casi apretándole los pechos. Tal vez fuese lo más cerca que llegara jamás del acto verdadero.

– Puedes confiar en mí, Gussie.

– Sí… quédate -susurró.

Vio que se apartaba rodando para bajar la mecha de la lámpara, y que la habitación se convertía en un seguro refugio penumbroso. Lo sintió rodar otra vez hacia ella y acomodarse de costado, de cara a ella. Después, escuchó la respiración y sintió que le agitaba el cabello sobre la oreja. Y se preguntó cómo sería poder compartir la cama así, el resto de su vida.

Capítulo 15

Fiel a su palabra, Scott no defraudó la confianza depositada en él en toda la noche. Aun así, Agatha durmió poco, pues estar acostada junto a un hombre dormido no se lo permitía. Sólo al llegar un amanecer grisáceo que comenzaba a desteñir el cielo nocturno, cayó en un sopor.

Un fuerte susurro la despertó.

– Eh, Gussie, ¿estás despierta?

Giró la cabeza y abrió los ojos: Scott se había ido, y Willy estaba sentado en la puerta de la sala, con Moose en brazos. Afuera, llovía y retumbaba el trueno.

– Hola, a los dos.

El chico sonrió.

– Truje a Moose para verte. Moose te pondrá contenta.

– Oh, Willy. me pones contenta. Ven aquí.

El niño resplandeció, y se acercó corriendo, tiró a Moose sobre la cama y se subió para sentarse al lado de Agatha, en su pose familiar, con los tobillos a los costados. Vio enseguida el vendaje manchado de sangre seca y exclamó en tono de horrorizado respeto:

– Jesús, Gussie, ¿eso te hizo ese hombre?

La mujer se acurrucó de costado y le acarició la rodilla:

– Me pondré bien, Willy. Me asustó más de lo que me lastimó.

– Pero, ¡Jesús!…

No podía quitar la vista de la herida.

Moose caminó sobre las mantas con la proverbial delicadeza de los gatos, olfateó el labio de Agatha y le hizo cosquillas con los bigotes, haciéndola reír y rodar a un costado, frotándose la nariz. Willy también rió al verlo.

– Yo y Violet cuidaremos de la tienda, así hoy podrás descansar. Violet dice que te diga que todo está bajo con… con… -Se interrumpió, confundido, y por fin recordó-: Control.

– Le dirás a Violet que pronto bajaré. Nunca en mi vida fui haragana, y no pienso empezar a serlo ahora.

– ¡Con que estás aquí, pequeño sinvergüenza! -Era Ruby, que entraba por la puerta como un vendaval, llevando en la mano un plato tapado-. ¿Scotty sabe que tienes a esa criatura en la cama?

– Sí. Moose ha conseguido que Agatha esté feliz de nuevo.

La muchacha rió a su modo, seco y sarcástico.

– Lo que está haciendo Moose es impedir que un joven que yo conozco ayude a barrer allá abajo.

– ¡Oh! ¡Lo olvidé! -Saltó de la cama y corrió hacia la puerta, pero se detuvo junto al marco y dio la vuelta, casi con los pies en el aire-. Cuídame a Moose, Gussie. Se pone en el paso cuando barremos.

Ruby levantó una ceja con la mirada fija en la puerta, cuando Willy salió.

– ¿Acaso alguna vez ese chico hará algo despacio?

Agatha rió.

– Tendrías que verlo cuando va a la casa de baños.

– Esta mañana, tienes huevos y sémola. Scotty dice que me ocupe de que lo comas todo. Emma dice que no hay prisa en devolverle el plato. Yo, que si pongo las manos sobre la basura que te hizo eso, le arrancaré las pelotas y las picaré para dárselas de comer a los cerdos. -Depositó el plato sin la menor formalidad-. Ahora, come.

Agatha no pudo menos que reír del pintoresco lenguaje de Ruby. Había ocasiones en que olvidaba las vidas anteriores de las muchachas pero, cada tanto, surgían cosas que las recordaban en anécdotas escandalosas o en el lenguaje picante como el que Ruby acababa de usar. Mientras comía el desayuno y cuando Ruby salió, Agatha sonreía y pensaba: «Oh, Ruby, a ti también te amo».

De golpe, se puso pensativa.

Era una verdad innegable. En los últimos seis meses había aprendido a querer a toda la «familia» de Gandy y ellos, a vez, le retribuían el sentimiento. Se lo demostraron de innumerables maneras, estando cerca cuando tenía dificultades, cobijándola cuando tenía miedo, mimándola después. Qué milagro. Era algo serio. De repente, vio que estaba jugando con la comida, ya sin apetito. ¿Y si los perdía, ahora que acababa de encontrarlos?

Moose vino a olfatearla. Agatha dejó el tenedor y le dio los restos, pero mientras contemplaba al animalito sobre su propio regazo, lamiendo el plato, se le arrasaron los ojos en lágrimas.

Acariciando la cabeza pequeña del gato, rogó: «Dios querido, no permitas que la enmienda se convierta en ley».

Cuando Agatha se levantó, la puerta que comunicaba la sala con la oficina de Scott estaba cerrada. Se detuvo en la sala, echó un vistazo a la chaqueta tirada sobre una silla tapizada, un cenicero lleno junto a ella, un periódico viejo, el cuello de una camisa junto al portacigarros. Una vez más, la asaltó esa sensación de intimidad, más punzante que la primera cuando comprendió que los días compartidos estaban contados.

Contempló el amplio portal rodeado de luces en el que se veía a Scott de niño, cruzándolo con los mismos bríos con que lo hacía Willy en el presente. Se lo imaginó como un joven casándose con una bella mujer rubia, en cierto lugar del interior, en una habitación con alcoba nupcial. Se lo imaginó como marido flamante, que se va a la guerra sin ganas, galopando por la región entre árboles de magnolia, dándose la vuelta para dar una última mirada a la familia, la esposa llorosa con la hija de ambos en brazos, la mano levantada sobre la cabeza en ademán de saludo. Lo imaginó como un soldado vencido de la Confederación, que regresaba para oír la voz de la hija muerta que lo perseguía en sueños.

Tocó el humidificador de palo de rosa, sintiendo en la yema de los dedos la madera pulida por infinidad de roces de los dedos de Scott. Tocó el cuello usado que había rodeado la garganta fuerte y morena.

Volverás, Scott. Lo sé. Es lo que debes hacer. Al salir del apartamento, vio que la puerta de la oficina que daba al pasillo estaba abierta. Intentó pasar sin ser vista, pero Scott estaba sentado al escritorio y alzó la vista.

– Agatha -la llamó.

Renuente, volvió a la puerta abierta y se quedó en el pasillo, sin entrar, consciente del camisón ensangrentado y los pies descalzos.

– ¿Cómo te encuentras esta mañana?

El aspecto de ese hombre le paralizó el corazón. Desaseado, sin afeitar, despeinado: nunca lo había visto así. La camisa blanca sin el cuello, abierta adelante, las mangas enrolladas hasta la mitad del brazo. Sobre el escritorio, la lámpara estaba encendida y lanzaba reflejo de llamas sobre la piel oscura del rostro y, a un costado, la lluvia azotaba el cristal desnudo de la ventana y corría en arroyuelos. En lugar del cigarro, sostenía una pluma con el dedo. Bastó el transcurso de una noche para que todo cambiase. Agatha ya no podía mirar ese dedo sin recordarlo alzándole la barbilla. Tampoco la cuña de piel en la garganta, sin acordarse de la textura áspera del vello masculino bajo los dedos. Ya no podía contemplar los labios plenos, de forma esculpida, sin evocar la impresión de ser besada por primera vez. Ni mirarlo sin anhelar, sin desear más.

Para Agatha la posesividad era un sentimiento nuevo. También la concupiscencia. Con cuánta rapidez asumían el control después que una mujer probaba el sabor de un hombre.

– Me siento mucho mejor.

Era una mentira flagrante: se sentía desdichada ante la perspectiva de perderlo.

– Hice que Pearl cambiara tus sábanas y llevara las sucias al lavadero de Finn.

– Gracias. Y gracias por el desayuno. Te mandaré el dinero con Willy.

Entre las cejas de Scott-se formaron dos pliegues.

– No es necesario.

– Está bien. Gracias, Scott. Fuiste… fuisteis todos muy buenos conmigo. Yo… yo… -Balbuceó y sintió un nudo en la garganta. Tragó y siguió, con esfuerzo-: No sé qué hubiese hecho sin vosotros.

La observó, los ojos nublados por la preocupación, mientras Agatha trataba de recuperar el equilibrio, pero sólo sentía un temor que le atenaceaba el corazón. De pronto, soltó la pluma, se levantó de un salto de la silla y fue hacia la ventana como había hecho la vez anterior que hablaron. Mirando afuera a través de las gotas de lluvia, a la luz desgarrada de un relámpago, dijo, tenso:

– Agatha, lo que pasó anoche… jamás lo habría hecho.

Mientras se oía el eco del trueno, pensó cómo responder. ¿Cómo se respondía cuando el corazón estaba destrozándose? Apeló a una reserva oculta de fuerza que no sospechó que poseía.

– Vamos, Scott, no seas tonto, no fue más que un beso.

Volvió hacia ella el semblante preocupado y siguió, como si Agatha le hubiese discutido:

– Tú y yo somos muy diferentes.

– Sí, es verdad.

– Y, después del 2 de noviembre, todo puede cambiar.

– Sí, lo sé.

– Entonces…

No completó la idea. Exhaló un hondo suspiro, giró con brusquedad y enganchó las manos en el borde donde se juntaban la parte superior e inferior de la ventana. Bajó la cabeza y se quedó mirando el suelo.

Un ramalazo de esperanza estremecedora, vivificante, asfixiante, la recorrió. ¡Scott!, ¿qué estás diciendo? Estaba demasiado confundida para seguir allí, se fue y lo dejó mirando por la ventana.

Pero si estaba insinuando lo que Agatha creía, en esa mañana lluviosa no volvió a tocarse el tema. Mientras octubre se gastaba y aguardaban el día de las elecciones, la evitó todo lo posible y, cuando no podía, la trataba con la misma amabilidad amistosa que a Ruby, a Jack o a Pearl.

Willy aprendió a tocar «¡Oh, Susana!» en la armónica y, por momentos, Agatha se reprochó el pésimo criterio con que había elegido semejante regalo, pues el agudo sonido le hacía rechinar los nervios.

El comisario Cowdry les pidió a todos los taberneros de Proffitt que escribiesen la palabra templanza, esperando descubrir quién había dejado la nota en la puerta de Agatha. Pero cuatro de ellos afirmaron no saber escribir y, de los que quedaban, cinco escribieron la palabra con el mismo error ortográfico que en la nota.

El clima siguió siendo malo, y las calles se convirtieron en un pantano. Hubo una epidemia de catarro estomacal y todos enfermaron, uno tras otro. Willy decía que Pearl lo llamaba «el paso rápido de Kansas», cosa que le pareció muy divertida hasta que él mismo lo padeció. Fue el peor enfermo que Agatha hubiera podido imaginar, y como Violet también tuvo que guardar cama, Agatha cuidó del niño y de la tienda, al mismo tiempo.

Ella fue la siguiente víctima, y aunque se recobró a tiempo para ir al lugar de la votación a repartir folletos de último momento con las demás miembros de la U.M.C.T., se quedó en la casa aprovechando el catarro como pretexto.

El 2 de noviembre fue un día triste. El cielo tenía el color de la plata empañada, y soplaba un viento frío del noroeste, trayendo copos de nieve tan sutiles que sólo podían sentirse, pero no verse. Los vaqueros se habían marchado, los corrales estaban vacíos. En las calles, los surcos se habían congelado y formaban unas irregularidades que casi destrozaban las enormes calesas que llegaban al pueblo en una corriente continua, llevando a los votantes de las afueras. Las tabernas estaban cerradas. La oficina del comisario, donde se recibían los votos, era el centro del ajetreo

Agatha eludía las ventanas y, aislada del mundo, se sentaba en el fondo del taller, iluminado por la lámpara. Trataba de no pensar en la decisión de los votantes en todo Kansas. Ni los cuatro hombres de al lado que cruzaban la calle acribillada de surcos hasta la acera opuesta para emitir sus votos, ni sus vecinas, que hasta en ese momento, bajo la punzante aguanieve, animaban a los votantes masculinos que pasaban a erradicar para siempre el alcohol.

Para muchos habitantes de Kansas fue una noche larga y agitada, y los de la planta alta de la Sombrerería Downing y del Gilded Cage Saloon no eran la excepción.

Nadie sabía en qué momento exacto del día siguiente se transmitirían las noticias por telégrafo. Violet había vuelto al trabajo, pero ni ella ni Agatha podían concentrarse. Cosieron poco, y hablaron menos. Lo que más hicieron fue mirar el reloj y escuchar el sonido desolado e isócrono del péndulo.

Cuando Scott abrió la puerta del frente, poco después de mediodía, Agatha estaba sentada ante su escritorio y Violet limpiaba los estantes de cristal de los exhibidores.

Los ojos de Gandy hallaron a Agatha de inmediato. Luego, cerró la puerta con deliberada lentitud pero, recordando los buenos modales, saludó a Violet, que se incorporó.

– Buenos días, señorita Violet.

Por una vez, no lanzó sus risas tontas.

– Buenos días, señor Gandy.

Scott se dirigió hasta donde estaba Agatha silencioso, serio, con el sombrero en la mano como si estuviese en un velatorio.

Agatha sintió la piel tirante hasta en el cráneo, y le costó respirar. Levantó la vista al rostro solemne y preguntó, casi en un susurro:

– ¿Qué fue?

– Se aprobó -respondió, en voz baja pero firme.

Agatha ahogó una exclamación y se llevó los dedos a los labios.

– ¡Oh, no!

Sintió como si el cuerpo se hubiese vaciado de sangre.

– Kansas es estado seco.

– Pasó -repitió Violet, aunque ni el hombre ni la mujer junto al escritorio escucharon esa palabra.

Agatha palideció, y las miradas de ambos permanecieron unidas.

– Oh, Scott.

Sin darse cuenta, se inclinó hacia él apoyando la mano cerca del borde del escritorio.

Aunque la mirada de Scott se posó en la mano, en vez de tomarla tamborileó el ala del sombrero que tenía en la suya. Las miradas se encontraron otra vez, la de ella, acongojada, la de él, vacía de expresión.

– Tenemos que tomar alguna decisión con respecto a Willy.

Agatha tragó saliva, pero sintió como si tuviese un corcho en la garganta. Trató de decir que sí, pero no pudo.

Los ojos carentes de expresión se fijaron en los de Agatha:

– ¿Pensaste en ello?

No pudo soportar discutir fríamente una situación que desgarraría el corazón de uno de los dos. Se tapó la boca y volvió la cara hacia la pared, tratando de controlar las lágrimas que se le agolpaban en los ojos. La garganta se le contrajo en espasmos.

Scott tampoco pudo soportar verla, y apartó la mirada, con el corazón martilleando tan dolorosamente como sabía que estaría el de ella.

Violet fue hasta el escaparate, apartó las cortinas de encaje y miró afuera, distraída. En alguna parte del almacén, Moose jugaba con un carrete de madera. Afuera, había comenzado el ruido de celebración de la victoria. Pero junto a ese escritorio un hombre y una mujer agonizaban en silencio.

– Bueno… -dijo Scott, y se aclaró la voz. Se caló el sombrero y demoró mucho tiempo en acomodar el ala-. Podemos hablar de eso otro día.

De cara a la pared, Agatha asintió. Scott vio que le palpitaba el pecho y los hombros empezaban a sacudírsele. Aunque él también estaba desolado, quería acercarse y consolarla, para así consolarse. Era una ironía que quisiera hacer una cosa semejante con la mujer que había luchado activamente para que tuviese que cerrar y lo había logrado. Por un instante, el impulso lo acercó a ella.

– Gussie… -dijo, pero se le quebró la voz.

– ¿Wi… Willy lo sabe?

– Todavía no -respondió, con voz gutural.

– Será me…mejor que vayas a decírselo.

Vio que Agatha se esforzaba por contener las lágrimas y se sintió desdichado. No lo pudo soportar más, y salió de prisa de la tienda.

Para Violet, era la primera vez que recordara verlo salir sin saludarla con amabilidad. Cuando la puerta se cerró, soltó la cortina y permaneció en el resplandor junto al escaparate, sintiéndose acongojada. ¡Cómo detestaba ver irse a ese encantador señor Gandy! Cuando cerraran las tabernas, ¿qué entretenimiento quedaría en ese pequeño pueblo miserable?

Oyó un sollozo y, al darse la vuelta, vio a Agatha con el rostro vuelto hacia la pared, tapándose la boca y la nariz con un pañuelo. Los hombros se le estremecían.

Sin vacilaciones, Violet se acercó al escritorio.

– Querida.

Tocó el hombro de la amiga.

Ésta giró de pronto en la silla y se abrazó apretadamente a la otra, hundiendo la cara en el pecho de Violet.

– Oh, V…Violet -gimió.

Violet la sostuvo con firmeza y le palmeó la espalda, murmurando:

– Bueno, bueno… -Aunque nunca fue madre, no podía haber sido más maternal si Agatha hubiese sido su propia hija-. Todo se resolverá.

Agatha no hizo más que mover la cabeza contra el vestido de Violet, perfumado de lavanda.

– No… no se resolverá. Hice… algo… im… imperdonable.

– No seas tonta, muchacha. No hiciste nada imperdonable en toda tu vida.

– S… sí, lo hice. Me… m… me enamoré… de Scott G. Gandy.

En los ojos de Violet, fijos en el cabello de Agatha, apareció una expresión de asombro y angustia.

– ¡Oh, querida! -exclamó, y repitió-: ¡Oh, querida! -Tras una pausa, preguntó-: ¿Lo sabe?

Agatha negó con la cabeza.

– Ya oíste lo q…que dijo sobre W. Willy. Uno de nosotros tendrá que de… dejarlo ir.

– Oh, querida.

La mano de Violet, surcada de venas azules, se extendió sobre el cabello de Agatha, del color de la nuez moscada. Pero como no creía en lugares comunes, no se le ocurrió mucho para decirle a esa mujer con el corazón destrozado que, por eso, lastimaba también un poco el propio.

Heustis Dyar pasaba el cigarro de un lado a otro, entre los dientes romos y amarillentos. ¡Aunque hacía seis horas que se sabía, todavía no era ley ni lo sería, hasta que llegaran los documentos oficiales que la convirtiesen en ley! Por Dios que, hasta entonces, al menos él aprovecharía el tiempo.

Llenó otra vez el vaso y lo vació. Le dejó un sendero tibio en la tráquea.

– ¿Qué derecho tienen? -exclamaba un borracho en la barra, con lengua estropajosa-. ¿Acaso nosotros no tenemos derechos, también?

Dyar bebió otro trago y le pareció que la pregunta le quemaba dentro, con el alcohol. ¿Qué derecho tenían a quitarle a un hombre su medio de vida? Él era un comerciante honesto, tratando de sostenerse de manera decente. ¿Sabían, acaso, cuántos tragos había que vender para ganar dinero suficiente para comprar un caballo? Había tenido paciencia mientras observaba esa sombrerería, en la acera de enfrente, donde los secos se iniciaron, la primavera pasada. Más que paciencia. Tuvo la suficiente consideración para advertir a la sombrerera coja, que era la responsable de todo esto. Bueno, ya estaba advertida.

Ella y sus secuaces habían chillado, orado y abucheado hasta que lograron lo que se proponían.

Tensando la mandíbula, Dyar mordisqueó la cera de las hebras colgantes de su bigote rojo. Con mirada dura, contempló la ventana estrecha del apartamento de enfrente, a oscuras. ¡Qué derecho tiene, Agatha Downing, perra entrometida! ¡Qué derecho tiene!

Apoyó el vaso con un golpe, soltó un tremendo eructo y dijo en voz lo bastante alta para que todos lo oyesen:

– Me gustaría beber más si no tuviese que dejar de hacerlo ahora mismo para orinar.

Todos rieron en el bar, y Tom Reese llenó de nuevo el vaso de Heustis mientras este salía por la puerta del fondo. Afuera, abandonando la comedia de que iba al retrete, salió del camino y se dirigió a la fila de edificios que había entre la puerta trasera y la esquina. En menos de tres minutos, subía las escaleras de la casa de Agatha.

Marcus fue el último en pescar el catarro pero, cuando lo tuvo, fue muy fuerte. ¡Maldita diarrea! En los últimos días, pasaba más tiempo corriendo al retrete del patio de atrás que tocando el banjo. Mientras se abotonaba los pantalones y se colocaba los tirantes en los hombros delgados, hizo una mueca y se pasó la mano por la barriga.

Cuando abría la puerta del retrete y salía, vio un movimiento en la cima de la escalera. Se apresuró a sujetar la puerta para que no golpeara, y se aplastó contra la pared. Sin hacer caso del estómago dolorido, esperó, calculando el momento exacto de moverse. Esperó para ver que el sujeto que estaba en la puerta de Agatha echaba una mirada furtiva sobre el hombro y se inclinaba sobre la cerradura.

Cuando Marcus se movió, lo hizo como un galgo: con un salto, subiendo de a dos escalones, sin otra arma que su propia furia. Dyar giró sobre los talones, cuchillo en mano, pero todo el alcohol consumido le disminuyó la velocidad de reacción e hizo que su equilibrio fuese precario. Marcus voló por el rellano, arrojándose al ataque con todo el cuerpo. Dio de lleno en el pecho de Dyar con los dos pies, y oyó que el cuchillo caía abajo. Nunca en su vida deseó tanto tener voz, pero no para pedir ayuda sino para gritar de furia: ¡Eras tú, Dyar, miserable! ¡Ruin, hijo de perra! ¡Atacando a mujeres indefensas em mitad de la noche!

Aunque Dyar pesaba unos cuántos kilos más que Marcus: este tenía la razón de su lado, y la ventaja de la sorpresa y la sobriedad. Cuando Dyar pudo pararse, Marcus le dio un puñetazo que le echó atrás con tal violencia la cabeza roja que le crujió las articulación del cuello. En devolución, Dyar alcanzó a Marcus en el estómago dolorido haciéndolo doblarse, y siguió con una fuerte bofetada en la cabeza. El mudo sintió que la rabia explotaba dentro de él. Una rabia pura, gloriosa. El rugido que no podía emitir se transformó en poderío. Se levantó, bajó la cabeza y fue a la carga como un toro. Dio a Dyar en la barriga y lo hizo caer limpiamente por encima de la baranda. El grandote lanzó un grito breve, que se interrumpió cuando chocó contra la tierra endurecida de abajo.

En el mismo momento en que la llave de Agatha giraba en la cerradura, Ivory y Jack salían corriendo por la puerta. Marcus estaba sentado, las piernas cruzadas, en el centro del rellano, meciéndose y apretando la mano derecha contra la barriga, deseoso de poder gemir. Todos parlotearon al mismo tiempo.

– Marcus, ¿qué pasó?

– ¿Quién gritó?

– ¿Estás herido?

Otros salieron por la puerta del apartamento.

– ¿Qué pasa aquí?

– ¡Marcus! ¡Oh, Marcus!

– ¿Quién está ahí, tirado?

Scott e Ivory bajaron corriendo y gritaron desde abajo:

– ¡Es Heustis Dyar!

– Debe de haber intentado irrumpir en mi apartamento -dedujo Agatha-. Oí el forcejeo, después el grito, y cuando salí, Marcus estaba sentado en medio del suelo.

Willy se levantó, bajó las escaleras y se acuclilló junto a

– ¿Éste es el que estaba molestando a Gussie?

– Así parece, muchacho.

– Se lo merecía -afirmó el niño.

– ¿Agatha está bien? -le preguntó Scott a Ivory.

– Parece que sí.

Arriba, en el rellano, Jube se inclinó, compasiva, sobre Marcus. Por un momento, el joven olvidó el dolor de la mano y se concentró en la sensación de la bata de seda que le rozaba el hombro, el olor tibio, soñoliento de la muchacha. Aunque tuviese la mano quebrada, era un precio escaso por el consuelo de tener a Jube ahí, preocupada por él.

Agatha, también en ropa de dormir, se arrodilló del otro lado.

– ¡Marcus, lo atrapaste!.

Era el que menos capaz le parecía de lidiar con un sujeto del tamaño de Dyar y, sin embargo, lo hizo y salió victorioso.

Marcus trató de encogerse de hombros, pero el dolor le recorrió el brazo y soltó un siseo entre dientes.

– ¿Te lastimaste la mano?

Asintió.

Jack encontró el cuchillo y lo levantó.

Jubilee pasó la palma suave por el brazo de Marcus.

– Oh, Marcus, podía haberte matado.

Si bien lo deleitaron la cercanía y la atención de Jubilee, recordó que Dyar aún estaba tendido en el callejón. Lanzó una mirada preocupada hacia la baranda e hizo un gesto con la cabeza que significaba: «¿qué le pasó a Dyar?».

Ruby preguntó:

– ¿Cómo está Dyar?

Desde abajo, Scott respondió:

– Vivo, pero hecho puré. Tendremos que llamar otra vez al médico.

– Y también al comisario -agregó Jack, que seguía observando el cuchillo.-Pedazo de basura… -murmuró Ruby, y se unió a las mujeres que atendían a Marcus.

Lo ayudaron a levantarse, lo llevaron adentro, encendieron lámparas, y revisaron para ver la gravedad del daño.

Resultó que Marcus se había roto un hueso de la mano derecha. Cuando el doctor Johnson lo hubo entablillado con un bloque de madera sujeto con una tira de gasa, Marcus extendió la diestra mano izquierda como pulsando las cuerdas de un banjo invisible: Al menos, no es la mano de rasguear, parecía decir su expresión sombría.

– Heustis Dyar deseará que lo único que tuviese roto fuera la mano diestra -señaló con ironía el doctor Johnson, mientras el comisario Cowdry se llevaba a Dyar a la cárcel.

En agradecimiento, Agatha le prometió a Marcus hacerle gratis un atuendo de su elección, en cuanto se sintiera lo bastante repuesto para ir al taller a probarse.

En su cuarto, Marcus recibió un beso de Jube: un roce leve de los labios que lo sobresaltó pero, antes de que pudiese reaccionar, le dio las buenas noches y se escapó.

Scott, al hacer acostar a Willy, tuvo que morderse la mejilla para no sonreír cuando el niño afirmó:

– Yo oí casi todo. El viejo Heustis parecía un fuego artificial hasta que cayó, ¡splat!

– Vamos, muchacho, a dormir. La diversión acabó.

– ¿Cómo es posible que alguien quiera hacerle daño a Gussie? -preguntó, inocente, capturando a Moose y acostándose otra vez sobre la almohada.

– No sé.

El gato estaba tan acostumbrado a dormir con Willy, que se apoyó de costado con la cabeza en la almohada, como una persona. Gandy casi esperaba que Moose bostezara, palmeándose la boca.

– Es por lo de la prohibición, ¿no?

– Creo que sí, hijo.

– ¿Qué harás tú cuando ya no puedas vender no más whisky?

– Más -lo corrigió Gandy, distraído, casi sin advertir que había copiado la costumbre de Agatha de corregir al chico. Apoyó un instante la mano en la cabeza de Willy-. Lo más probable es que regrese a Mississippi.

– Pero… bueno, ¿podrías trabajar como herrero o algo así? El papá de Eddie repara arneses. Quizá tú podrías hacer lo mismo, y así podrías quedarte aquí.

Gandy tapó a Willy y lo arropó hasta la barbilla.

– Veremos. No te preocupes por eso, ¿me oyes? Tenemos tiempo para decidir. Todavía faltan meses para que la ley sea efectiva.

– Está bien.

Scott empezó a levantarse.

– Pero, Scotty…

El hombre alto y delgado se sentó en el borde del estrecho catre.

– Olvidaste darme un beso de buenas noches.

Al inclinarse para rozar los labios de Willy, Scott trató de controlar sus emociones, pero la perspectiva de besarlo por última vez le desgarró las entrañas. De súbito, lo estrechó fuerte unos momentos contra su propio corazón galopante, y apretó los labios sobre la cabeza rubia de pelo corto. Evocó a Agatha, el rostro vuelto hacia la pared, la garganta contraída. Se imaginó apartando a Willy de ella, y no se creyó capaz. Sin embargo, cuando pensaba en dejarlo, imaginaba los ojos castaños llenos de lágrimas como sabía que sucedería, tampoco se sentía capaz. Tuvo que hacer un esfuerzo para hacer acostar otra vez al niño y taparlo, y para mantener la voz serena:

– Ahora, duerme.

– Lo haré, Scotty. Pero…

– ¿Y ahora, qué?

– Te quiero.

Gandy sintió que un puño gigante le oprimía el corazón. ¡Dulce Jesús! ¡Qué decisión lo esperaba!

– Yo también te quiero, muchacho -logró decir.

A duras penas.

Scott Gandy y sus empleados celebraron una reunión una mañana, a mediados de noviembre, para decidir cuándo cerrar el Gilded Cage y a dónde ir, después. Se decidió que no tenía sentido quedarse más tiempo allí, pues el aumento de los negocios en los meses de transporte de ganado ya habían pasado. Entre el presente y el tiempo en que la ley se hiciera efectiva, en el mejor de los casos los negocios disminuirían junto con la población de Proffitt, reducida a sus doscientos pobladores originales. Al llegar a la cuestión de dónde ir después, todos se quedaron mirando a Gandy, expectantes, esperando una respuesta. No la tenía.

– Necesitaré un poco de tiempo a solas para que se me ocurra una solución. A dónde quiero ir, qué quiero hacer. Quizá vaya al Sur, donde el clima es más cálido, y trate de ordenar mis ideas. ¿Qué os parecen unas breves vacaciones?

Nadie dijo nada. Siete rostros lúgubres lo contemplaron, inexpresivos. En ese momento, sintió el peso de la responsabilidad hacia ellos y no le agradó. ¡Maldición! ¿Acaso no eran capaces de pensar por sí mismos? ¿Siempre lo considerarían el salvador, el que los llevaría sanos y salvos, al siguiente puerto rentable? Pero el hecho fue que él también se sintió rechazado. La Gilded Cage apenas daba para sostener a ocho personas, y era importante que reservara un capital suficiente para que pudiesen empezar de nuevo en otro sitio. Entonces, ¿por qué se sentía culpable al pedir un poco de tiempo a solas, que se apartaran de él por un breve lapso?

– Bueno, sólo será hasta principios de año, o algo así. Luego, elegiré un lugar a donde podáis cablegrafiarme y yo os contestaré y os diré dónde nos instalaremos y cuándo.

Siguieron callados.

– ¿Qué opináis?

– De acuerdo, Scotty -respondió Ivory, sin énfasis-. Nos parece bien. -Pero al percibir su propia falta de entusiasmo, forzó una falsa alegría-: Eh, todos, ¿no os parece bien?

Murmuraron su acuerdo, pero la tristeza no se disipó. Quedó a cargo de Scotty fingir entusiasmo.

– Entonces, estamos de acuerdo. -Dio una palmada sobre el paño verde de la mesa y se incorporó-. No tiene sentido quedarse más tiempo en este pequeño pueblo vaquero, cuando estéis listos y hayáis empacado, salid. Yo pondré en venta el edificio de inmediato.

– ¿Y el niño? -preguntó Jack.

Scott logró ocultar la angustia que le provocaba el tema de Willy.

– Agatha y yo aún tenemos que hablar de eso. Pero no os preocupéis. No se quedará solo.

Todo lo contrario: el niño tenía dos personas que lo querían y que habían pospuesto la discusión todo lo posible. Pero ya no podían evitarla.

Sin saber bien por qué, Gandy fue arriba, a la oficina, escribió una nota para Agatha, y le pidió a Willy que se la llevase y aguardara respuesta.

Willy contempló la nota que le tendía.

– Pero es una tontería. ¿Por qué no vas, sencillamente, y hablas con ella?

– Porque estoy ocupado.

– ¡No 'stás ocupado! ¡Qué diablos, has estado…!

– ¡Creí que Agatha te enseñó a decir «estás»! Y bien, ¿vas a llevar esa nota o no? -exigió, con más aspereza de la que pretendía.

Al verse regañado sin motivo por su héroe, la expresión de Willy se tornó contrita.

– Claro, Scotty -respondió, sumiso, yendo hacia la puerta.

– Y ponte la chaqueta nueva. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no corras por las escaleras con este frío, sin ponértela?

– Pero está abajo, en mi cuarto.

– ¿Y qué hace allí? ¡Estamos en invierno, muchacho!

Mortificado, pero más aún, confundido, Willy echó una mirada a Scotty con ojos brillantes.

– Me la pondré antes de subir otra vez.

Cuando se marchó, Scott se sentó pesadamente y se quedó mirando la nieve por la ventana, abrumado por la culpa de haber tratado mal a Willy. A fin de cuentas, no tenía la culpa de que hubiera que cerrar la taberna, ni de que Agatha estuviese en esa situación.

Abajo, Willy encontró a Agatha en el taller, trabajando con la máquina de coser.

– Hola, Gussie. Scott me dice que te dé esto. Le entregó la nota.

El traqueteo rítmico de la máquina se interrumpió, y el volante dejó de girar. Al echar un vistazo al papel, Agatha sintió que la asaltaba un presentimiento. «¡No, no!, pensó-. ¡Todavía no!»

– Gracias, Willy.

El chico se apoyó en los costados de las botas y metió los puños en los bolsillos de la nueva chaqueta abrigada que Scott le compró.

– Dice que espere la respuesta. -Mientras Agatha leía el mensaje, Willy protestó-: Jesús, ¿por qué se habrá puesto tan gruñón, últimamente?

Mientras terminaba de leer el mensaje, se apoderó de ella una corriente de temor. Había llegado el momento que sabía inevitable. No obstante, ni toda la preparación mental del mundo podía disminuir el dolor. Salió del ensimismamiento al oír a Willy llamarla por su nombre.

– Discúlpame. ¿Qué decías, querido?

– ¿Por qué, últimamente, Scotty está tan gruñón?

– ¿Gruñón? ¿En serio?

– Bueno, me habla como si estuviese furioso, y yo nunca no hice nada malo.

– No hice nada malo -lo corrigió-. En ocasiones, las personas mayores nos ponemos así. Estoy segura de que Scotty no tiene intenciones de gruñirte. Tiene muchas preocupaciones desde que salió la enmienda.

– Sí, bueno…

Acarició el costado de la cabeza del chico y le indicó con suavidad:

– Dile a Scotty que sí.

– ¿Que sí?

– Sí.

– ¿Eso es todo?

– Eso es todo. Sólo que sí.

Al ver que se iba sin nada de su proverbial entusiasmo, a Agatha se quedó mirando la puerta trasera y trató de imaginarse la vida sin Willy entrando y saliendo. Entendía bien por qué Scott estaba de mal humor. Ella misma no dormía de noche y se angustiaba de día.

Exhalando un suspiro hondo y trémulo, releyó el mensaje:

Querida Agatha:

Tenemos que hablar. ¿Puedes venir esta noche a la taberna, después de cerrar? A esa hora no nos molestarán.

Scott

Cauteloso, Willy llegó hasta la puerta de la oficina de Scott, pero no más. Proyectó el mentón en gesto beligerante.

– Gussie dice que sí.

Scott giró en la silla y sintió un espasmo en el corazón.

– Ven aquí, muchacho -le ordenó con suavidad.

– ¿Por qué?

Willy se había quemado ya esa mañana, y una vez le parecía suficiente.

Scott le tendió una mano.

– Ven aquí.

Se acercó a desgana, con el entrecejo fruncido. Rodeó la esquina del escritorio y se detuvo cerca, mirando la mano que esperaba, palma hacia arriba.

– Más cerca. No llego.

Obstinado, Willy se mantuvo en sus trece pero, al fin, puso la mano regordeta en la de Scott más larga.

– Lo lamento, Willy. Te hice sentir mal, ¿no es cierto? -Acercó al niño, lo alzó sobre el regazo y echó la silla atrás.Con evidente alivio, el chico se acurrucó contra el pecho del hombre.

– No estaba enfadado contigo, lo sabes, ¿verdad? -preguntó, en voz ronca.

– Entonces, ¿por qué me gritabas? -preguntó Willy, quejoso, la mejilla contra el chaleco del hombre.

– No tengo excusas. Hice mal, eso es todo. ¿Podemos ser amigos otra vez?

– Creo que sí.

La cabeza rubia de Willy cabía a la perfección bajo el mentón de Scott. El cuerpo pequeño con la gruesa chaqueta de lana se sentía tibio y agradable, una mano apoyada, en gesto de confianza, sobre el pecho del hombre. Las piernas cortas se balanceaban contra las más largas, y hasta esa presión le resultaba grata.

Sellaron la paz. Afuera, nevaba. En la pequeña estufa de hierro ardía un fuego acogedor. Scott apoyó una bota en un cajón abierto y meció con indolencia la silla giratoria hasta que el resorte emitió un ruido débil. Acarició con los dedos el fino cabello rubio y lo alisó hacia la nuca una y otra vez.

Tras largo rato, cuando ambos corazones se habían apaciguado, el hombre preguntó:

– ¿Alguna vez pensaste en vivir en otro sitio?

– ¿Dónde?

Willy no se movió, disfrutando la sensación de las uñas de Scott que le rascaban suavemente la cabeza, y le provocaban piel de gallina en todo el cuerpo.

– En un sitio donde no haya nieve.

– Me gusta la nieve -contestó Willy, adormilado.

– ¿Sabes lo que es una plantación?

– No estoy seguro.

– Es como una granja grande. ¿Crees que te gustaría vivir en una granja?

– No. ¿Tú estarías ahí?

– Sí.

– ¿Gussie también?

Los dedos de Scott y la silla se aquietaron un segundo, y recomenzaron el ritmo hipnótico.

– No.

– Entonces, no quiero ir a ninguna granja. Quiero que nos quedemos aquí, juntos.

Si fuese tan simple, muchacho. Scott cerró los ojos un momento, sintiendo el peso tranquilizador del niño sobre sí. Odiaba moverse, romper el dulce contento que habían hallado juntos. Pero sintió una punzada de culpa al preguntarle a Willy por sus deseos, como si eso pudiera resolver la elección en contra de Agatha. No era eso lo que pretendía. Comprendió que era el momento perfecto para decirle a Willy que la Gilded Case cerraría pronto y que todos ellos tendrían que marcharse del pueblo. Pero en ese instante no tenía valor, y pensó que sería mejor si él y Gussie le daban la noticia juntos.

– Muchacho…

Como no respondió, bajó la barbilla y lo miró: estaba profundamente dormido, la cabeza floja contra el pecho de Scott. Con delicadeza, lo levantó, lo llevó a la sala, lo acostó en el sofá y se quedó contemplándolo un momento: las largas pestañas oscuras contra las mejillas sonrosadas, la boca suave y vulnerable, el cuello flaco oculto en la áspera chaqueta de lana que casi le llegaba a las orejas.

«Muchacho, -pensó, melancólico-, los dos te amamos. ¿Podrás creerlo cuando esto termine?»

Capítulo 16

Scott era el único que estaba en la taberna cuando Agatha entró por la puerta de atrás, poco después de la medianoche. Estaba sentado ante una de las mesas de tapete verde, en una postura suelta, un pie cruzado sobre la rodilla del otro, el codo apoyado en el borde de la mesa junto a una botella de whisky y una copa vacía. Arrojaba mecánicamente los naipes dentro del Stetson vuelto hacia arriba, en una silla cercana. Cinco seguidos dieron en el blanco.

La única lámpara encendida en el local era una de kerosén, ahumada, que pendía sobre la mesa. Derramaba una débil mancha de luz sobre la coronilla y confería a los ojos un brillo de obsidiana. Agatha se detuvo al final del pasillo.

Entre uno y otro naipe, Scott le echó una mirada.

– Pase, señorita Downing -remarcó, en voz tan baja que casi no llegó a destino. Flip. Flip. Dos más en el sombrero. Agatha lanzó una mirada cautelosa a la puerta cerrada de Willy-. Oh, no te preocupes por el niño. Está dormido.

Flip. Flip.

La mujer avanzó hasta el borde del círculo de luz y se detuvo con las manos en el respaldo de la gastada silla del capitán, similar a aquella en la que Gandy estaba sentado.

– Siéntate -la invitó, sin levantarse.

Agatha echó un vistazo a los naipes, que seguían volando hacia el sombrero.

– Oh, lo siento.

Con una sonrisa fría, se estiró para levantar el Stetson de la silla, sacó las cartas y se caló el familiar sombrero de copa baja sobre los ojos, dejándolos en la sombra por completo. La disculpa no expresaba ni un atisbo de contrición. Acomodó el mazo y lo apoyó con fuerza junto a la botella.

Agatha se sentó a la derecha, tensa por los modales arrogantes, desusados de Scott.

– Querías hablarme.

– ¿Que quería, dices? -remarcó con amargura-. Ninguno de los dos quería sostener esta conversación, ¿no crees?

– Scott, estuviste bebiendo.

El hombre dirigió una mirada torcida a la botella.

– Así parece, ¿no?

Agatha arrebató la botella, olió el contenido, hizo una mueca de disgusto y la dejó, con gesto enérgico.

– ¡Matarratas!

– De ninguna manera. Para esta conversación, elegí el mejor. -Llenó de nuevo el vaso y alargó la botella hacia Agatha-. ¿Me acompañas?

– No, gracias -replicó, cortante.

– Oh, claro que no. -Apoyó la botella de golpe-. Lo olvidé. Vosotras no tocáis esto, ¿no es así?

Esa noche, el acento sureño, arrastrado, era muy marcado. Al principio, pensó que estaba ebrio pero comprendió que estaba por completo sobrio, y eso hacía que la actitud desafiante fuese más desagradable aún. Se puso rígida y alzó la barbilla.

– Si me hiciste venir aquí para hablar de Willy, no creas que vas a amedrentarme enrostrándome la botella. No caeré, ¿entiendes? -Los ojos claros relampaguearon, y los labios se apretaron, decididos-. Lo discutiremos sensatamente, sin rencor y sin alcohol… o nada.

El codo estaba flexíonado, pero el vaso se detuvo a mitad de camino hacia los labios.

– Déjalo, Scott -le ordenó-, o subiré a mi casa ahora mismo. La respuesta a nuestro dilema no la encontraremos en el fondo de una botella de centeno fermentado. Me sorprende que, a estas alturas, no lo hayas aprendido.

Scott pensó en beberlo de un trago, con el único propósito de apaciguar la intensa frustración que esa mujer le provocaba siempre, pero al fin lo dejó y lo empujó hacia el extremo más lejano de la mesa, junto con la botella.

– Gracias -dijo Agatha, serena, sosteniendo con firmeza la mirada del otro. De pronto, Scott se sintió infantil apelando a esas actitudes, mientras que ella estaba ahí, inconmovible, dispuesta a discutir con él en términos de igualdad-. Ahora bien -agregó con calma-, con respecto a Willy.

Scott soltó el aliento largamente retenido, y le informó:

– Para el primero de diciembre, habré cerrado la Gilded Cage.

La aparente firmeza abandonó a Agatha en un segundo.

– Tan pronto… -dijo, ablandada.

La animosidad de los dos se había evaporado como si nunca hubiese existido. La grosería con que se armó el hombre, el tozudo recato que defendió a la mujer, los abandonaron a ambos. Sentados ahí, bajo el círculo de luz, quedaron indefensos.

– Sí. No tiene sentido que nos quedemos sin ganar un centavo. De cualquier modo, tendríamos que cerrar así que, ¿para qué postergarlo?

– Pero yo esperaba que… Pensé que tal vez te quedarías igual, hasta después de Navidad.

– Todos nosotros lo conversamos, y los otros están de acuerdo conmigo. Cuanto antes nos marchemos, mejor. Nos vamos todos, salvo Dan. Decidió quedarse y vivir de nuevo con la madre.

– ¿Cuándo te vas?

Scott levantó el vaso que había llenado y le dio un sorbo, distraído y, en esta ocasión, Agatha no puso objeciones. El hombre apoyó los codos en la mesa y trazó círculos con el fondo del vaso sobre el paño verde.

– Estuve pensando mucho en lo que me dijiste… acerca de dejar descansar a los fantasmas, y llegué a la conclusión de que tienes razón. Regresaré a Waverley, al menos por ahora.

Agatha estiró la mano por la mesa y le apretó con dulzura el antebrazo:

– Bien.

– Aunque no sé qué encontraré allá, qué haré, tengo que ir.

– Es lo que debes hacer, estoy convencida. -El ala del sombrero bajó un poco, y supuso que fijaba la mirada en la mano. De inmediato, la retiró y la puso en el regazo. El silencio se alargó-. Entonces… -dijo, al fin, exhalando un suspiro nervioso-. Tenemos que tomar una decisión respecto de Willy. ¿Tú lo quieres?

No podía verle los ojos, pero los sentía fijos en ella.

– Sí. ¿Y tú?

– Sí.

Los dedos se crisparon con más fuerza sobre el regazo.

Otra vez, silencio, mientras se preguntaban cómo seguir.

– Entonces, ¿qué propones? -preguntó la mujer.

El hombre se aclaró la voz y se sentó más erguido, jugueteando con el vaso, pero sin beber.

– Pensé y pensé, pero no encuentro solución.

– Podríamos preguntarle a Willy -sugirió.

– Yo ya lo pensé.

– Pero no es justo obligarlo a elegir, ¿no te parece?

Hizo girar el licor una y otra vez.

– Esta mañana, después que lo mandé a llevarte la nota, cuando volvió a mi oficina, nosotros… bueno, discutimos. -Le lanzó una mirada fugaz y sumisa, y se concentró de nuevo en el vaso-. Para ser sincero, lo regañé sin ningún motivo. Pero nos reconciliamos, se me sentó encima un rato y charlamos… sobre la plantación. Le pedí que pensara si le gustaría vivir allá. Primero, preguntó si yo también estaría, y le dije que sí. Luego, preguntó si tú estarías, y le dije que no. -Levantó la vista, pero la de Agatha se posó sobre el paño verde de la mesa-. Entonces, Willy dijo que no, que en ese caso no quería ir a ningún lado, que quería que nos quedáramos todos aquí, juntos.

La mujer no se movió, permaneció sentada mirándose las manos juntas sobre el regazo. La mirada de Gandy se demoró en las pestañas y las sombras alargadas que proyectaban, sobre las iíllas sonrosadas; la boca, caída en gesto resignado; la línea fina de la mandíbula y el fascinante cabello recogido con matices rojizos que brillaban hasta bajo la luz tenue de la lámpara; los pechos, constreñidos en el rígido tafetán granate del recatado vestido de cuello alto, y los brazos, en postura militar, a los costados.

– No -respondió con voz desmayada-, no podemos pedirle a un niño de cinco años que adopte semejante decisión.

– No -repitió Gandy-, no sería justo.

Aún con la vista fija, Agatha murmuró:

– ¿Qué es justo?

Por supuesto, no hubo respuesta. La justicia era algo en que ninguno de los dos pensó antes en una situación de tal vulnerabilidad.

Quiere tanto a Scott, pensó.

¿Qué hará sin Gussie?, pensó él.

Todos los pequeños necesitan un padre.

Un chico necesita una madre más que ninguna otra cosa, y ella es la primera que conoció.

Scott es su ídolo.

Ella le enseña todo el tiempo.

Yo soy demasiado estricta con él.

Yo soy demasiado complaciente con él.

Waverley debe de ser un lugar espléndido para que se críe un niño.

No sería justo alejarla de todo lo que le resulta familiar.

Alrededor, todo era silencio. Una corriente invernal se coló por el suelo. En el cuarto del fondo, un chico dormía mientras Agatha y Scott decidían su destino. Fuera cual fuese la decisión, sería dolorosa para los tres.

Vacilante, Agatha tomó el vaso de la mano de Scott. La mano le temblaba y dejó los ojos mientras alzaba el vaso y bebía. Sólo entonces miró a Scott.

– Tenemos que valorar honestamente cuál de los dos hogares será mejor para él.

Durante un minuto, Scott reflexionó con los dedos cruzados sobre el estómago, observándola.

– En mi mente no hay dudas: el tuyo. Yo no sé siquiera dónde me estableceré de modo permanente.

– Te establecerás en Waverley. Estoy segura. Debes hacerlo, es tu derecho de nacimiento, y sería un lugar maravilloso para criar a un niño, con tanto aire puro y sin vaqueros ordinarios alrededor.

– Pero, ¿quién lo cuidará como tú? ¿Quién lo mantendrá en la buena senda?

Con sonrisa dolorida, respondió:

– Te subestimas, Scott Gandy. Tú lo harás. Bajo esa apariencia, eres una persona muy honorable.

– No tanto como tú. Y puedes enseñarle. Ya comenzaste a hacerlo al corregirlo constantemente y obligarlo a mantener las uñas y las orejas limpias. Me temo que yo no tendría paciencia para eso.

– Para eso hay escuelas.

– Cerca, no.

– Y espacio. Tanto espacio. Si Waverley tiene tantas habitaciones, que podría dormir en una diferente cada noche. Yo tengo una sola, y no tendríamos intimidad ni él ni yo.

– Pero tú serías mejor ejemplo. Lo haces ir a la iglesia y cuidar los modales.

– Los niños también necesitan un ejemplo masculino.

– Willy estará bien. Tiene mucho temple.

– Gran parte, lo obtiene de ti. Si hasta habla pon acento sureño, últimamente.

– Pero yo también tengo malas costumbres.

– Todos las tenemos.

No replicó de inmediato, y Agatha sintió que sus ojos la escudriñaban, inquietándola.

– Tú no. Al menos, yo no lo noté.

– Ser fastidiosa puede convertirse en un mal hábito si se hace con fanatismo. Y, en ocasiones, creo que me vuelvo fanática. -Se echó hacia adelante, ansiosa-. Los niños necesitan… revolcarse juntos en el barro, y volver a casa con las pantorrillas raspadas, trepar a los árboles y… y…

Se quedó sin ideas, abrió las manos y luego las dejó

– Si entiendes todo eso, no serás demasiado fastidiosa con él.

Le tocó a Agatha observarlo, y hubiera deseado poder verle los ojos. Tenía una última carta de triunfo. Al jugarla, su voz se tornó más suave, intencionada:

– No estoy segura de poder tenerlo, Scott. A duras penas puedo mantenerme yo y pagar el salario de Violet, incluso con la máquina de coser.

– Bastaría con que me telegrafiaras, y tendrías todo el dinero que necesitaras.

La generosidad la conmovió hondamente:

– Significa mucho para ti.

– No más que para ti.

Por un momento, se sintieron atrapados en lo irónico de la situación: dos personas que amaban tanto a Willy que trataban de convencer al otro de que se lo quedara.

Por fin, Agatha dijo:

– Así que, estamos como al principio.

– Así parece.

Agatha suspiró y fijó la vista en un rincón oscuro del salón. Cuando habló, lo hizo con tono melancólico.

– Una madre perfecta, un padre perfecto… ¿no es una pena que uno de nosotros tenga que vivir en Mississippi y el otro, en Kansas? -De repente, advirtió lo que había dicho y temió que la interpretara mal-: No quise decir…

Sintió calor en el cuello y bajó la vista.

– Sé lo que quisiste decir.

Ruborizada, buscó las palabras para disimular la incomodidad del momento:

– ¿Cómo lo decidimos? No podemos preguntarle a Willy, y no podemos llegar a una conclusión acerca de quién es mejor padre.

¡Zzzt! ¡Zzzt!

Antes de saber qué era, oyó el ruido: la uña del pulgar de Scott repasaba el borde de los naipes sobre el paño verde.

– Tengo una sugerencia -dijo en un tono bajo que, en otro momento, en otras circunstancias, habría resultado seductor. ¡Zzzt! ¡Zzzt!-. Pero no sé cómo lo tomarás.

La mirada de Agatha cayó sobre el mazo de naipes.

– Una sola mano -prosiguió Scott-, por la apuesta más alta.

Agatha se sintió como la noche que había perforado el agujero en la pared, como si encontrara algo prohibido y fuese a quedar descubierta en cuanto empezara. Pero, ¿quién estaría presente para atraparla? Era una mujer grande, una adulta, y no recibía mandatos de nadie más que de sí misma.

El único músculo que se movía en el cuerpo de Scott era el pulgar que seguía repasando el borde del mazo. Apoyado contra el respaldo, contemplaba la batalla de la mujer contra su propio, rígido código de ética.

– ¿Qué dices, Gussie?

Sintió el corazón en la garganta.

– ¿El futuro de W… Willy, decidido por una partida de naipes?

– ¿Por qué no?

– Pero yo… nunca jugué.

– De cinco. Sin empate. Las miras y lloras.

Entre los ojos de Agatha apareció un pliegue de confusión:

– N… no entiendo.

– Te explicaré las reglas del juego. Son simples. ¿Qué opinas?

Agatha tragó e intentó sondear la sombra que echaba el ala del sombrero.

– Quítate el sombrero.

Scott alzó los hombros.

– ¿Qué?

– Que te quites el sombrero para que pueda verte los ojos.

Tras una larga pausa, se lo quitó lentamente y lo dejó sobre la mesa. Los ojos claros y sinceros se clavaron en los fríos ojos marrones con mirada inflexible.

– Cuando jugaste con Willy y la apuesta era una excursión al Cowboy's Rest, ¿hiciste trampa?

Levantó las cejas, las bajó con esfuerzo y apoyó otra vez los hombros en el respaldo.

– No.

– Muy bien. -Adoptó un aire práctico-. Explícame las reglas.

– ¿Estás segura, Gussie?

– Ya hice todo lo que se hace en esta taberna: vi mujeres bailando el cancán, bebí whisky de centeno, hasta me acostumbré al humo de tu cigarro. ¿Por qué no jugar al póquer, también?

Gandy sonrió torcido. Le apareció un hoyuelo en la mejilla izquierda. ¡Maldición! ¡Vaya con la jugadora! Dio vuelta el mazo. Los naipes eran difíciles de leer pues no tenían números, pero Agatha se concentró mientras le explicaba los valores de las manos de póquer, del más alto al más bajo, reacomodando los naipes para ilustrarlo: flux real (todos del mismo palo), flux, escalera, flor, dos pares, par.

– ¿Quieres que lo anote?

– No, lo recordaré.

Los recitó de corrido, a la perfección, y Gandy la miró con indisimulada admiración. Si la apuesta no hubiera sido tan alta, habría hecho un comentario mordaz pero, dadas las circunstancias, acomodó el mazo y comenzó a mezclar.

Lo vio manipular los naipes con económicos movimientos de los dedos largos y fuertes. Escuchó el crujir brusco de los bordes al mezclar, después los acomodó con pulcritud y los puso en línea. En el dedo, el anillo relampagueó y Agatha recordó el día que llegó al pueblo: qué lejos estuvo de sospechar que esa llegada la conduciría hasta una mesa de póquer compartida con él, a medianoche, en un salón mal iluminado.

Apoyó de un golpe las cartas ante ella, haciéndola saltar.

– ¿Qué?

Levantó la mirada.

– Puedes dar.

– Pero yo…

Miró el mazo azul y blanco. Samuel Han, leyó, en la primera.

– Mézclalas, también, si aún desconfías de mí.

– No.

– Entonces, da. Cinco cartas: una a mí, la siguiente a ti cara arriba.

Lo miró como si hubiese insinuado que se quitaran la ropa alternativamente. Scott se respaldó y sacó un cigarro del bolsillo del chaleco azul hielo y las tijeras de oro con las que le rebanó la punta. Agatha lo observaba, fascinada, guardar las tijeras y encender el cigarro.

– Nunca apuesto sin tener uno en la mano -explicó.

– Ah.

En medio del silencio, el humo flotó hasta la nariz de Agatha.

– Adelante, Gussie -dijo con calma-. Da.

La mujer tomó las cartas como si fuese a salir un escorpión de entre ellas. Las sentía extrañas en las manos, resbalosas y nuevas, y aun así, no tan amenazadoras como podría suponerse, teniendo en cuenta el desastre que eran capaces de acarrearle.

Le dio la primera, sin deslizarla.

Quitándose el puro de la boca, le recordó:

– Cara arriba.

Obediente, lo dio vuelta: tenía tres tréboles negros.

– Tres -anunció Scott.

El de Agatha tenía una dama coronada y un corazón rojo.

– Reina de corazones -explicó Scott-. Vence a mi tres.

El tercero de Gandy fue otro tres, pero para cuando tenían cuatro cada uno, sobre la mesa no había nada promisorio. Con manos trémulas, Agatha dio la vuelta el último naipe: un siete de espadas sin nada que lo superase. Antes de dar vuelta el último, contempló la figura que había en el dorso y le pareció que oscilaba ante sus ojos. El corazón le latió en la garganta. Los ojos claros se toparon con los oscuros a uno y otro lado de la mesa, y el humo del cigarro se elevó entre ellos. Scott aguardaba con la misma calma que si estuviera esperando el postre, y en cambio, Agatha, temblaba como si sufriese de paludismo.

– Sea lo que fuere, no habrá resentimientos -dijo el hombre.

Con un gesto silencioso, pues no confiaba en la firmeza de su voz, la mujer asintió.

Inspirando una bocanada honda y conteniéndola. Agatha dio vuelta la última carta.

Era un dos. El par de tres de Scott superaba a su par de dos.

Los contempló, tragó saliva. Scott cerró los ojos y exhaló un suave soplido por la nariz, golpeado por la ironía de haber ganado a Willy con la peor mano que le hubiese tocado jamás. Abrió los oíos, y vio a Agatha cenicienta, atónita. Tendió la mano, cubrió el dorso de la de ella y la oprimió fuerte… fuerte.

Pero en los ojos de Gandy no brilló ninguna chispa de triunfo. Más bien, parecían desolados.

– Gussie, yo…

– ¡No! -Sacó la mano de un tirón-. No pronuncies ninguna frase noble. Yo perdí limpiamente. ¡Willy es tuyo!

Se incorporó. La silla chirrió al ser empujada atrás, y como Agatha se movió con mucha rapidez, se balanceó contra el borde de la mesa. El licor se desbordó del vaso y formó una mancha oscura en el paño verde, pero ninguno de los dos lo notó. Gandy también se levantó.

– ¡Gussie, espera!

Levantándose la falda, cojeó veloz hacia la puerta trasera para no echarse a llorar delante de él.

Cuando se hubo marchado, Scott permaneció en la penumbra silenciosa de la taberna fría, tratando de convencerse de que había sido una mano limpia: ella misma la dio. La fatalidad eligió por ellos.

Aferró el borde de la mesa, y lanzando una violenta maldición, la volteó, haciendo caer sillas y naipes, que volaron por el salón. El cristal se hizo astillas. La botella rodó contra la pata de la mesa y se detuvo, gorgoteando su contenido sobre el suelo de tablas.

Al oírlo, se sintió peor.

Se derrumbó en una silla, se echó hacia adelante, y se apretó la cabeza. ¡Dios misericordioso! ¿Cómo fue capaz de quitarle al niño? No tenía a nadie en el mundo. ¡A nadie! «Y yo tengo tanto», pensó. Permaneció así, sentado, hasta que alguien le tocó levemente la muñeca. Se irguió como si le hubiesen disparado.

– ¿Qué haces levantado? -preguntó con brusquedad.

– Oí un ruido -respondió Willy-. ¿Estás bien, Scotty? ¿Tienes diarrea otra vez, o algo así?

– No, estoy bien.

– No se te ve bien. Pareces enfermo. ¿Qué pasó con la mesa?

– No te preocupes, muchacho. Escucha… ven aquí.

Willy se acercó arrastrando los pies, las manos extendidas, y de pronto se encontró sobre el regazo de Scott.

– Tengo algo que decirte. -La mano larga de Scott subió y bajó por la espalda de Willy, sobre la áspera ropa interior que usaba cuando hacía frío-. ¿Recuerdas que te pregunté sobre la plantación, si te gustaría vivir allí? Bueno, iremos. Se llama Waverley y es donde yo viví cuando tenía tu edad. Un día de estos cerraré la taberna y regresaré, pero te llevaré conmigo, Willy. ¿Te gusta?

– ¿Quiere decir que viviré contigo para siempre, siempre?

– Así es. Para siempre, siempre.

– ¡Hurra! -exclamó, embelesado.

– ¿Crees que te agradará eso?

– ¡Claro… Cristo!

Se le iluminó la cara.

– Viajaremos en tren. Mississippi está lejos.

– ¡En tren… Jesús! -Los ojos del niño expresaban deleite y brillaban como un par de pecanas del Sur-. Nunca antes fui en tren. -Alzó la cabeza, aferró una de las solapas de Scott y lo miró en los ojos-. ¿Gussie irá con nosotros?

Scott esperaba la pregunta y, aun así, lo golpeó como un puñetazo en el plexo solar.

– No, hijo, no irá. Gussie vive aquí. Como tiene su negocio aquí, se quedará.

– Pero quiero que venga con nosotros.

Scott lo rodeó con los brazos, y lo estrechó contra el pecho.

– Ya lo sé, pero no es posible.

Willy se apartó y lo miró, ceñudo:

– Pero es nuestra amiga. Se sentirá mal si me voy sin ella.

A Scott se le hizo un nudo en la garganta. Se aclaró la voz y cerró con torpeza el último botón de la ropa de dormir de Willy.

– Sé que se sentirá mal. Pero, de vez en cuando podrás volver en el tren a visitarla. ¿Te gustaría?

Willy se encogió de hombros y fijó la vista en la solapa, desconsolado.

– Supongo que sí -farfulló.

El desánimo del chico reflejaba de tal modo el de Gandy que, cuando lo tomó de los hombros, y le habló, fue para consolarlos a los dos.

– Escucha, hijo, a veces, aunque amemos a las personas, tenemos que abandonarlas. Eso no significa que las olvidemos ni que no vayamos a verlas nunca más. Y no te olvides de que Agatha te ama. Si pudiera, ella te retendría aquí, pero sería muy duro por lo pequeño del lugar en que vive. En Waverley, habrá lugar de sobra para ti, y tendrás un cuarto para ti solo en la mansión… ésa del cuadro que está en la sala, ¿sabes? Ya no dormirás más en la despensa. Y habrá miles de cosas para ver y para hacer. Y hay un río donde puedes pescar. -Forzó un tono alegre-. Ya verás las enredaderas de uva silvestre de las que puedes colgarte en el bosque. ¡Trepan tan alto en las encinas que hay junto al agua, que no se puede ver la punta!

– ¿En serio?

Si bien Willy recuperó una parte del entusiasmo, estaba empañado por una nota de tristeza.

– En serio.

– Pero, ¿podré volver a visitar a Gussie?

– Sí, te lo prometo.

Willy pensó un instante, y concluyó:

– Se sentirá mejor cuando le diga eso.

Scott apoyó una mano en la cabeza rubia.

– Sí, estoy seguro.

– Me llevaré a Moose, ¿no'cierto?

Esto era duro. Scott también lo esperaba, pero no supo qué responder.

Interpretando mal la vacilación de Scott, Willy se corrigió:

– Quise decir, ¿no es cierto?

La influencia de Agatha. La necesitaba mucho, y la culpabilidad de Scott por haber recibido la mano ganadora se renovó. Tomó a Willy de los brazos y lo acarició subiendo y bajando las manos.

– Sería incómodo en el tren, hijo. Pernoctaremos en un coche dormitorio, y un animal no puede dormir ahí. Pero estaba pensando; tienes razón, Agatha nos echará de menos. Quizá le gustaría tener a Moose para hacerle compañía.

– Pero…

Los ojos de Willy comenzaron a llenarse de lágrimas, que luchó por contener.

En el último medio año había perdido mucho. Primero, el padre, ahora a Agatha, y hasta al gato. Era esperar demasiado que un pequeño de cinco años aceptara tantas pérdidas con estoicismo.

– En cuanto lleguemos a Waverley, conseguiremos otro gato -prometió Scott-. ¿Hacemos trato?

Willy se encogió de hombros y dejó caer el mentón. Scott lo estrechó otra vez contra el pecho.

– Oh, Willy…

Se le agotó el falso entusiasmo y permaneció largo rato con la mejilla sobre el pelo del niño, mirando el suelo. Comprendió que lo mejor para todos sería hacer un corte limpio, rápido. Les diría a todos que empacaran al día siguiente y, al otro, tendrían que estar preparados para irse.

– Es tarde. ¿No crees que tendríamos que dormir un poco?

– Creo que sí -respondió Willy, melancólico. Scott se levantó con Willy en el brazo y se estiró para alcanzar la lámpara-. ¿Puedo subir contigo? -pidió el chico.

Scott se detuvo en la puerta de la despensa.

– Creo que esta noche Jube duerme conmigo -respondió.

– Oh. -La decepción del chico fue evidente, antes aún de que preguntase-: ¿Cómo es que duerme contigo y besa a Marcus?

– ¿Qué?

Una línea de consternación apareció entre las cejas de Gandy.

– Besa a Marcus. La vi la noche en que se lastimó la mano. Y el día que fuimos al picnic, casi lo hicieron. Yo me di cuenta.

– ¿Marcus?

¡De modo que eso era lo que andaba mal!

– ¿Jube y Marcus y todos los demás irán a Waverley con nosotros? -Distraído, Scott demoró en responder-. ¿Irán? -insistió.

– No lo sé, muchacho. -Entró en el cuarto de Willy y lo arropó, todavía con la cabeza en otra parte-. Y ahora, a dormir, y antes de que te des cuenta será de mañana. Tendremos mucho que hacer para prepararnos.

– De acuerdo.

Scott se inclinó y lo besó pero, a mitad de camino, lo detuvo la voz de Willy.

– Eh, Scotty.

– ¿Qué?

– ¿Hay vacas en el Mississippi?

– ¿Te refieres a las que se ven aquí, cuando vienen los vaqueros?

– Sí.

– No. Sólo las que tenemos para ordeñar. Ahora, duerme.

Scott se sintió un poco mejor al dejar a Willy, comprendiendo que el niño empezaba a sentir curiosidad. Era la primera señal concreta de entusiasmo que mostró desde que supo que Agatha no iría con ellos. Pero cuando llegó a la habitación, los pensamientos pasaron de Willy a Jube.

No estaba en su cama, como esperaba. Pero tenía sentido. Ahora, todo tenía sentido.

A la mañana siguiente, Willy estaba en su taburete junto a la máquina de coser de Agatha, con Moose en brazos. Con su característica franqueza infantil, le dijo:

– Tengo que irme con Scotty en el tren, y voy a vivir con él en Mississippi y dice que tú no puedes ir con nosotros.

Agatha siguió cosiendo. En cierto modo, dirigir el movimiento de la tela le impedía quebrarse.

– Está bien. La ley de prohibición obliga a cerrar la taberna, pero yo tengo que seguir haciendo vestidos y sombreros para las señoras de Proffitt, ¿no es así?

– Pero yo le dije que te sentirías mal. ¿No vas a sentirte mal, Gussie?

Pedaleó como si su cuerpo extrajera la vida de la aguja brillante.

– Claro que sí, pero estoy segura de que volveré a verte.

– Scotty dice que puedo venir en tren.

El pedaleo se interrumpió bruscamente. Agatha tomó la mano de Willy, sin poder contenerse.

– ¿Eso dijo? Oh, qué bueno saberlo. -Era el premio consuelo aunque, en ese momento, no valía demasiado. Con un esfuerzo, reanudó el trabajo-. Estoy haciéndote un par de pantalones abrigados, de lana, para que te lleves.

– Pero allá hace calor.

– No siempre.

– Scotty dice que hay enredaderas para columpiarse, y que me comprará un caballo que yo pueda montar.

– ¡Caramba! ¿Qué te parece?

Sí, todo lo que este chico merece.

– Pero, Gussie.

– ¿Qué?

– Dice que no puedo llevar a Moose. ¿Te lo quedarás?

Por favor, Dios, haz que Willy hable de otra cosa. Haz que este día pase volando. Déjame pasarlo sin derrumbarme delante de él.

Pero tuvo que dejar de coser otra vez, pues las lágrimas le borroneaban la aguja. Se inclinó a levantar un retazo del suelo, secándose los ojos con disimulo antes de enfrentar a Willy y rascar a Moose bajo el mentón.

– Por supuesto que sí. Me encantará tener a Moose. Si te lo llevaras, ¿quién cazaría los ratones?

– Scotty dice que cuándo lleguemos podré tener otro gato. Seguramente, también lo llamaré Moose.

– Ah, es una buena elección. -Se aclaró la voz y volvió al trabajo-. Escúchame, querido, tengo mucho que hacer. Quería cortar y coser una camisa para ti, también.

– ¿Puedes hacerla blanca, con el cuello desmontable, como la de Scotty?

¡Por favor, Willy, no me hagas esto!

– Bl…blanca… claro, por supuesto.

– Nunca tuve una con cuello desmontable.

– Pues, mañana la… la tendrás, querido.

– ¡Iré a decirle a Scotty!

Saltó del taburete y salió corriendo. Cuando la puerta se cerró de un golpe, Agatha apoyó los codos en la máquina y se cubrió la cara con las manos. Dentro de ella, todo se estremecía. ¿Cuánto tiempo seguiría aumentando el dolor, hasta que al fin se apaciguara?

Poco después del mediodía, Willy apareció con una nota para Agatha, pero ella estaba ocupada adelante, con una cliente, y la recibió Violet.

– No tengo que molestarla cuando está ocupada -le confió.

Violet le dirigió una sonrisa temblorosa, y sacó una moneda del bolsillo.

– Muy bien, señor. Entregaré el mensaje cuando la cliente se vaya. Ahora, corre a comprarte la vara de zarzaparrilla.

Pasó la mirada de su mano a los ojos acuosos de Violet.

– ¡Todo esto! ¡Gracias!

– Date prisa. Tengo cosas que hacer.

Tenía muy poco que hacer, pero fue un alivio que Willy saliera corriendo otra vez y ella pudiera enjugarse las lágrimas en privado.

Cuando la cliente salió, Violet apartó las cortinas lavanda y entró en el salón del frente.

– Hace un rato, Willy trajo esto para ti.

Agatha miró el sobre y reconoció la escritura de Scott con una sola palabra: «Gussie».

Violet permaneció al lado, retorciéndose las manos, observando los ojos de Agatha mientras leía el mensaje en voz alta:

Querida Gussie:

Willy y yo reclamamos el placer de tu compañía, para cenar esta noche en el restaurante de Paulie. Pasaremos por tu casa a buscarte, a las seis en punto.

Con cariño,

Willy y Scott

Violet parpadeaba.

– Bueno, caramba, ¿no es amable?

Agatha dobló sin alterarse la nota y la metió otra vez en el sobre.

– Sí -dijo en voz queda.

Violet agitó una mano.

– Bueno, tienes… tienes que dejar que yo cierre esta noche, y subir a vestirte.

Agatha levantó los ojos tristes que se encontraron con los de Violet, y las dos mujeres se miraron, dejando de lado todo fingimiento. Las dos se sentían desdichadas, heridas, y no intentaron ocultarlo. Agatha apretó su mejilla firme contra la de Violet, blanda y arrugada.

– Gracias -dijo, con suavidad. Violet la abrazó con fuerza un instante, y luego Agatha retrocedió y se secó los ojos como si la irritara que ocurriese tan frecuentemente los últimos tiempos-. Si no pongo manos a la obra -dijo con brusquedad-, jamás terminaré esa camisa para Willy a tiempo.

Estaban todos vestidos con sus mejores galas cuando Agatha fue a abrir la puerta a las seis, esa noche: Scott, con el traje color ciervo y un grueso sobretodo que no le conocía; Willy, con el traje dominguero que se había puesto para el funeral del padre, y la nueva chaqueta de invierno; Agatha, con el vestido púrpura y melón que había usado en el té del gobernador, aunque no se puso el sombrero, cosa que agradó a Scott. Tenía un cabello demasiado hermoso para cubrirlo con nidos de pájaros y plumas. Siempre quiso decírselo pero, por algún motivo, nunca encontró el momento adecuado.

– Buenas noches -dijo Gandy, cuando Agatha abrió la puerta.

Los ojos de los dos se encontraron, hasta que Willy reclamó:

– Eh, Gussie, yo también estoy aquí.

De inmediato, se inclinó, le tomó las mejillas y lo besó.

– Ya lo creo. ¡Y qué apuesto!

Sonrió, orgulloso y alzó la vista.

– ¿Tan apuesto como Scotty?

La mujer contempló el rostro del hombre que no olvidaría mientras le quedara aliento, y respondió en tono mucho más sereno que el de la pregunta:

– Sí. Tan apuesto como Scotty.

Siempre quiso decírselo, pero se contenía por ser una mujer soltera. No obstante, si Willy le hacía la pregunta, ¿qué podía hacer sino responderla con sinceridad? Si hubiese podido elegir el momento, el lugar y la situación, lo habría dicho de otra forma, pero por lo menos ya lo sabía.

Scott abrió la boca, pero la cerró otra vez con un tenue suspiro.

Agatha se dio la vuelta.

– Debo tomar mi capa.

No esperaba que Gandy estuviese tan cerca cuando se apartó del guardarropa con la prenda en la mano. Al girar, chocó con el brazo de él. Ante la proximidad, el aroma, los hombros anchos enfundados en el abrigo, el atractivo abrumador del rostro, su corazón dio un salto.

– A ver, permíteme -le pidió en voz suave, quitándole la capa de la mano.

– Gracias.

Se volvió, y Gandy le puso la capa de terciopelo marrón sobre los hombros, y después le apretó los brazos y la atrajo de espaldas hacia sí.

– Por favor, no te pongas la caperuza -le pidió, en un susurro, rozándole la oreja con los labios-. Tu cabello es demasiado encantador para cubrirlo.

El latir de su pulso pareció agitar hasta el aire en torno.

– Scott… -susurró, cerrando los ojos, sumergida en emociones dulces y amargas a la vez.

– ¡Eh, tengo hambre! -exclamó Willy desde la entrada-. Vamos.

A desgana, Scott soltó a Agatha y retrocedió, cediéndole el paso. Willy bajó corriendo las escaleras a riesgo de romperse el cuello. Agatha se aferró a la baranda, pero Scott la sostuvo con firmeza del codo libre. No se le ocurrió qué decir mientras llegaban abajo y él deslizó la mano hasta la de ella. La sujetó con fuerza hasta que llegaron al final del callejón. En la acera, la tomó otra vez del codo.

La cena fue una representación que, después, Agatha no recordó con claridad. Ella y Scott conversaron, pero no supo bien de qué. Willy parloteó con infantil entusiasmo e hizo interminables preguntas a Scott:

– ¿Dónde dormirá mi nuevo gato? ¿Qué es la uva silvestre? ¿Hay víboras allá?

Scott respondía sucintamente: «en la cocina»; «una enredadera salvaje»; «sí», pero no prestaba toda su atención a Willy. Contemplaba a Agatha, sintiéndose inquieto, agitado, a medias excitado y culpable. Era adorable. ¿Cómo no lo había notado antes? ¿Por qué le llevó tanto tiempo? Y era toda una dama, más que cualquier mujer que hubiese conocido hasta entonces.

Agatha comió poco, con tan increíble delicadeza que cada movimiento de las manos y las mandíbulas parecía más una danza que los banales actos de levantar la comida y masticar. Scott percibió lo cerca que estaba de quebrarse, las lágrimas tan cerca de la superficie de los ojos que parecían del matiz de una hoja de magnolia bajo la lluvia de primavera. Tenía la respiración agitada, y se ruborizaba por el esfuerzo de contener jas emociones, tan próximas a desbordar. Le temblaban los dedos y la voz, pero se obligó a reír en beneficio de Willy cada vez que los comentarios del chico lo requerían. Al parecer, no podía mirar a Gandy en los ojos, pese a que este deseó que lo hiciera durante toda la comida. Hasta que llegó el café y Scott sacó un puro y las tijeras de oro, no levantó los luminosos ojos verdes ni una vez. Y una vez, mientras él fumaba, cerró esos ojos y exhaló un profundo suspiro dilatando los orificios de la nariz, como saboreando el aroma por última vez. Scott miró la mano que apoyaba sobre el corazón, y se preguntó si latiría tan de prisa como el propio. Luego, Agatha abrió los ojos, lo sorprendió observándola y ocultó el rostro tras la taza de café.

Gandy sacó el reloj de bolsillo:

– Es tarde -comentó.

– Sí.

Seguía sin mirarlo. Pero se dejó la caperuza baja cuando regresaban lentamente a sus respectivas moradas. Al acercarse a las escaleras, se dirigió hacia ellas pero Scott la retuvo con fuerza del codo.

– Ven conmigo. Acostaremos juntos a Willy.

Se le oprimió la garganta. Le martilleó el corazón, pero no pudo decir que no.

– Bueno.

La taberna estaba silenciosa, oscura, era un triste resto de la alegría pasada. Agatha se alegró de no poder ver bien a la luz difusa de la lámpara. Era suficiente con el espantoso cubículo de Willy. Nunca había estado ahí, y comparado el suelo de madera manchado, los olores desagradables que lo penetraban, con lo que sería en Waverley: ventanas luminosas, una cama alta y, casi seguramente, un hogar en cada dormitorio.

Lo desvistió hasta dejarlo con la ropa interior de lana y fue entregándole a Agatha cada prenda. Ella las colgó con cuidado para que estuviesen listas a la mañana, y sonrió al verlo saltar sobre el catre, temblando, con la tapa del calzón momentáneamente visible, mientras Moose aparecía y saltaba, también, sobre la cama. Sintió el frío en la médula de los huesos, en especial en la cadera izquierda, cuando se arrodilló para abrazar a Willy que la esperaba con los brazos abiertos.

– Buenas noches, Gussie.

– Buenas noches, mi amor.

¡Ah… ah… ese olor a chicuelo! Nunca olvidaría el olor de Willy, del pequeño al que había llegado a amar. Y el roce fugaz de sus labios preciosos.

– Mañana vendrás con nosotros hasta el tren, ¿no es cierto?

Le acarició el cabello de la sien con el pulgar y deslizó una mirada larga y amorosa sobre esos ojos castaños que le destrozaban el corazón:

– No, mi amor. Decidí que no: es mejor. La tienda estará abierta, y…

– Pero quiero que vengas.

Agatha sintió que Scott se arrodillaba junto a ella, que el muslo se apretaba contra los pliegues de su falda. Apoyó un brazo en la cintura de la mujer y el otro en la barriga de Willy, y lo miró a los ojos.

Bajo el brazo izquierdo, el hombre sintió el temblor de Agatha, disimulado por la capa.

– Escucha, muchacho -dijo, forzando una sonrisa-, no te habrás olvidado de Moose, ¿verdad? Tiene que cuidar de él, ¿no te acuerdas?

– Ah, sí, tienes razón. -Willy acercó más el gato a sí-. Te llevaré a Moose un poco antes de irnos, ¿de acuerdo?

Sólo pudo responder asintiendo con la cabeza.

– Bueno, buenas noches -gorjeó.

Era demasiado pequeño para comprender todas las consecuencias de las últimas veces, de los finales.

Agatha lo besó, demorando los labios en la mejilla tibia. Scott también y, al inclinarse para hacerlo, su hombro rozó el pecho de la mujer.

– Que duermas bien, muchacho -dijo Scott, en voz espesa, y tomó el codo de Agatha.

Cuando se incorporó, se le enredó el tacón en el polisón y sintió una punzada de dolor en la cadera mientras forcejeaba con torpeza para ponerse de pie. Las manos de Scott la sujetaron, firmes, y la guiaron.

Una vez apagada la lámpara, caminaron en la oscuridad hasta la puerta trasera de la taberna, la mano de Scott sujetándole el brazo. Subieron la escalera… lentamente, a desgana, contando los segundos fugaces hasta llegar al rellano de madera. Agatha se detuvo ante la puerta y miró sin ver el picaporte.

– Gracias por la cena, Scott.

Gandy se quedó cerca, detrás, inseguro de poder hablar si lo intentaba. Por fin, la voz le salió baja y ronca:

– ¿Puedo entrar un momento?

Agatha levantó la cara.

– No, prefiero que no.

– Por favor, Gussie -rogó, en un susurro áspero.

– ¿De qué serviría?

– No sé. Es que… por Dios, date la vuelta y mírame. -La hizo girar del codo, pero ella no levantó la vista-. No llores -suplicó-. Oh, Gussie, no llores.

Le oprimió los codos con ferocidad.

Agatha se sorbió y se secó los ojos.

– Lo siento. Al parecer, últimamente no puedo evitarlo.

– ¿Es verdad que mañana no irás a la estación?

– No puedo. No me lo pidas, Scott. Así ya es bastante terrible.

– Pero…

– No, me despediré aquí. ¡No pienso avergonzarme en público!

Con dificultad, Scott dijo lo que estaba atormentándolo todo el tiempo que duró la despedida:

– Willy tendría que quedarse aquí, contigo.

Agatha se soltó y se volvió a medias:

– No es sólo el chico, Scott, y tú lo sabes.

Agatha percibió la sorpresa del otro en el tenso silencio que siguió hasta que la atrajo con tal brusquedad hacia él que la caperuza de la capa le golpeó la oreja:

– Pero ¿por qué no…? -La miró, ceñudo, sujetándola de los brazos-. Nunca dijiste nada.

– No me correspondía. Yo soy la mujer. Oh… lo lamento, Scott. -Giró la cabeza de repente-. Tampoco ahora tendría que hacerlo… Es que… te e… echaré mucho de menos.

– ¿En serio, Gussie? -le preguntó, en tono maravillado, sujetándola y recorriéndola con la vista desde el cabello hasta la barbilla, de una oreja a otra-. ¿Es verdad?

– Déjame -rogó.

La atrajo unos milímetros más hacia él.

– Déjame quedarme.

Negó con la cabeza, con vehemencia:

– No.

– ¿Por qué?

– ¡Déjame ir! -gritó, alejándose de él y acercándose a la puerta, tambaleante.

– ¡Espera, Gussie!

En el mismo instante en que tendía la mano hacia el picaporte, la hizo girar y la levantó. La capa se retorció y se le enredó en los pies y le atrapó un brazo. El otro se debatió en busca de algo a qué aferrarse, y encontró el cuello del hombre. Los pies le colgaban a treinta y cinco centímetros del suelo. El codo atrapado se clavó en las costillas de él. Se miraron a los ojos; el rechazo y la excitación luchaban en el interior de ambos, teñidos por la conciencia de que, a la mañana siguiente, un tren lo separaría de ella para siempre, junto con el niño al que amaba.

– Por favor, no -dijo, en un susurro desgarrado.

– Lo siento -dijo, y cubrió los labios de ella con los suyos.

La boca abierta de él pareció repercutir en lo más hondo de su ser. Abrió la suya y las lenguas se fundieron en una danza gloriosa, rica, estremecedora. Era muy diferente del otro beso que habían compartido. Este era voraz y condenado, desesperado. Scott recorrió el interior de la boca de Agatha con la lengua, giró y, emitiendo un suave sonido gutural, la apretó contra la pared. Aun mientras despertaba en ella el más hondo de los anhelos, para sus adentros rogaba que se detuviera. Aunque su propia garganta emitía sonidos de pasión, rogó en silencio que la librara de esa tortura, antes de que le estallase el corazón.

Liberó su boca.

– Scott, si yo…

La boca del hombre ahogó la protesta, se abatió sobre los suaves labios abiertos que amenazaban la cordura. Agatha sintió el florecer de la pasión como un delicado espasmo en las entrañas, y la insistencia de la lengua provocó en ella una respuesta involuntaria. La de ella no pudo hacer otra cosa que acoplarse, explorar, excitar. En el cuerpo de Agatha sucedieron cosas deliciosas, nuevas, hasta que echó la cabeza atrás, jadeante.

Se golpeó la cabeza contra la pared. Le dolió el brazo atrapado. No llegaba al suelo.

– Bájame -rogó.

La bajó, soltando las manos, que enlazó en la cintura, bajo la capa, palpando las costillas bajo la jaula de acero y encajes. Los labios persiguieron los de ella, pero Agatha dio vuelta la cara para eludir otros besos que le quitaban la razón.

– Si es cierto que me quieres, detente. -Logró soltar el brazo, y le tomó el rostro con las manos, para obligarlo a quedarse quieto-. Estás haciéndolo más duro -dijo, en un susurro feroz.

Con el cuerpo apoyado en el de ella, de pronto se quedó quieto. Los ojos, sólo sombras, escudriñaron los de ella. Lo sacudió un temblor de remordimiento, y se aflojó contra la mujer.

– Lo siento, Gussie. No pensaba hacerlo. Pensaba acompañarte hasta la puerta.

Le sacó las manos del torso, las puso sobre la capa y la estrechó con ternura contra el pecho. Con un movimiento repentino, hizo girar a los dos, se apoyó contra la pared y sostuvo a Agatha.

– No quiero irme -dijo, en voz ronca, mirando las estrellas, la cabeza de Agatha acurrucada bajo su mentón.

– ¡Shh!

– No quiero separarte de Willy.

– Lo sé.

– ¡Jesús, voy a echarte de menos!

La mujer apoyó la sien contra el pecho de él y trató de deshacer el nudo de amor que tenía en la garganta.

– S… Scott… -Se apartó, se irguió sobre sus propios pies, y apoyó las palmas sobre el chaleco de él-. Sigue siendo impropio. Sigo siendo… la mujer. Pero tengo que decirte algo, pues, si no lo hago, lo lamentaré toda la vida. -Levantó la mano enguantada, la posó en la barbilla de Scott y le miró los labios mientras decía-: Te amo. No… -Lo silenció con un dedo en los labios-. No es necesario. Me haría la vida sin ti más insoportable. Simplemente, cuida a Willy y mándalo de visita en cuanto puedas, ¿Prometido?

Scott le tomó la mano por el dorso y la quitó de su boca.

– ¿Por qué no me dejas decirlo?

– Lo dirías porque te doy lástima. No es suficiente. Promete -repitió- que mandarás a Willy.

– Lo prometo. Y yo vendré con…

En esta ocasión, fueron los labios de Agatha los que lo silenciaron a él antes de que pudiese pronunciar una mentira. La separación parecía terrible, pero en cuanto la dejara olvidaría todo lo sucedido esa noche. Le arrojó los brazos al cuello y lo besó una vez, tal como había soñado hacerlo sosteniéndole la cabeza, apretando los pechos contra él, sintiendo los brazos que la rodeaban, los dos cuerpos pegados en toda su longitud, sin ocultar nada.

– ¡Adiós, Scott! -murmuró, apartándose.

En lo que dura un relámpago, había desaparecido dejándolo desdichado, confundido.

En el interior, Agatha hizo girar la llave en la cerradura, se apoyó en la puerta y escuchó:

– Gussie -la llamó con suavidad.

Agatha se mordió el labio

Golpeó con suavidad.

– Gussie.

Tras la tercera llamada no respondida, por fin oyó los pasos que se alejaban.

Esa noche, resultó ser como un ensayo para la dura prueba de las despedidas del día siguiente. Bajaron uno tras otro, y cada separación era más dura que la anterior, hasta que al fin, el que asomó la cabeza por la puerta fue Willy. Vino el último, cuando cesó el estrépito y los golpes de maletas y canastos en el local vecino. Otra vez, vestía el traje dominguero y apretaba a Moose contra el hombro.

– Gussie, tenemos que irnos. Casi se nos hace tarde.

– Ven aquí, querido.

Se dio vuelta en la silla giratoria ante la máquina, y el niño fue hacia ella rodeándole el cuello con un brazo, apretando con fuerza al gato en el otro.

– Scotty dice que te diga que escribirá.

– Tú también tienes que escribirme, en cuanto aprendas a hacerlo. Lamento que no puedas quedarte conmigo.

– Lo sé. Scotty dice que tengo que recordar que me amas.

– Es cierto… -Le sujetó la cara con las manos. Los dos lloraban-. Oh, claro que te amo. Te echaré terriblemente de menos.

– Qui…quisiera que… que fueses m…mi madre-dijo, ahogándose.

Lo apretó con fuerza contra el pecho y le aseguró:

– Yo también. No te amaría más si lo fuese.

– Yo también te amo, Gussie. Cuida bien a Moose y no le des leche. Le hace daño.

– No se la daré.

Rió, triste, tomando el gato del hombro del chico.

Inseguro, se detuvo con las manos a la espalda y se encogió de hombros:

– Bueno… nos veremos.

Agatha apoyó el rostro contra el pelaje tibio del animal pero no pudo pronunciar una palabra. Willy giró hacia Violet que esperaba con las lágrimas corriéndole por las mejillas.

– Adiós, Violet. -La mujer se inclinó y recibió un beso rápido. Willy corrió hacia la puerta, se detuvo, y se volvió, con la mano sobre el picaporte-. Adiós Moose -dijo, y salió corriendo.

En el compartimiento del tren, mientras Scott acomodaba el equipaje, preguntó:

– Pero, ¿por qué Agatha no viene?

– Porque no quería llorar delante de todos.

– Ah. -Todavía triste, Willy siguió mirando la bulliciosa estación, esperando que, a último momento, Agatha cambiara de idea-. Lloró cuando le di a Moose.

Scott se acomodó en el asiento, y se fortaleció contra las emociones que no podía evitar:

– Lo sé.

Si bien sabía que era inútil, de modo casi inconsciente examinó a la gente que había ido a despedir a los pasajeros, que era mucha, la mayoría, antiguos clientes que querían saludar a Jube y a las chicas por última vez.

Detestaba dejar a Agatha así, llevándose el recuerdo de sus lágrimas cuando corrió a encerrarse en el apartamento solitario. Afuera, el viento azotaba los costados del tren alejando el humo de la locomotora, elevando en el aire el agudo silbido y transportándolo a lo largo de las vías, como un lúgubre acompañamiento de la partida de ese lugar al que siempre consideró un sombrío pueblo vaquero. Nunca imaginó que le dolería tanto abandonarlo. Pero Proffitt le había dado a Agatha y, por cierto, dejarla le dolía. En el entrecejo se le formó un pliegue profundo, y miró en silencio por la ventanilla. Vio que el guardia levantaba la escalera portátil y desaparecía dentro del tren. Escudriñó, esperanzado, la muchedumbre. En el mismo instante en que el tren arrancaba, la vio.

– ¡Ahí está! -exclamó, subiendo a Willy a su rodilla y señalando-. ¡Ahí, detrás de los otros! ¿La ves? Con la capa marrón.

Estaba apartada de los demás, las manos cruzadas sobre el pecho. Llevaba la capa de terciopelo castaño con la caperuza puesta. Nunca en su vida, Gandy había visto una figura más solitaria.

– ¡Gussie! -Willy apoyó una mano contra el vidrio frío, y saludó, fervoroso, con la otra.

– ¡Adiós, Gussie!

No pudo haberlos visto a bordo, pues llegó segundos antes de que el tren comenzara a moverse. Y mientras examinaba las ventanillas que se escapaban, fue evidente que no tenía idea de en cuál estarían. Pero cuando una ráfaga de viento le agitó el ruedo de la capa y la abrió, bajó la caperuza y saludó… saludó… saludó… hasta que las ventanillas terminaron de pasar y se perdieron de vista.

Willy lloraba en silencio.

Y Gandy apoyó la cabeza atrás, cerró los ojos y tragó saliva para no hacer lo mismo.

Capítulo 17

En la familia adoptiva de Gandy nadie se sentía más huérfano que Willy. No tenían seres queridos ni hogar, se aproximaba la Navidad, y cualquier lugar que hubiesen elegido sería en contra de sus deseos. Por acuerdo tácito, fueron todos juntos a Waverley.

Durante el viaje, se dividieron en pequeños grupos para compartir asientos y literas, y Scott vio poco a Jube. Pasó mucho tiempo pensando en ella y Marcus, recordando lo dicho por Willy. No se sentaban juntos muy a menudo; Jube pasaba la mayor parte del tiempo con Ruby y Pearl. Pero a la noche, tras haber viajado muchas horas, Gandy necesitaba estirar las piernas y, caminando por el pasillo, los encontró sentados juntos. Marcus parecía estar dormido. Jube tenía la cabeza apoyada en el respaldo, pero el rostro vuelto hacia él, y Scott vio en ese rostro una expresión que jamás le dedicó a él mismo. Jube vio a Scott en el pasillo y le lanzó una sonrisa fugaz, de reconocimiento de sí misma y se le colorearon las mejillas. Según lo que recordaba, era la primera vez que la veía ruborizarse.

Más tarde, cuando Willy y él ya estaban acostados en sus literas, tendido de espaldas tras las cortinillas corridas, una muñeca bajo la cabeza, pensó cómo se distribuirían en Waverley para dormir. Era el momento perfecto para la ruptura. Ya fuese que Marcus y Jube se hubieran declarado lo que sentían, no sería justo que ella siguiera compartiendo la cama de Scott.

¿Por qué él y Jube nunca llegaron a hablar de cómo estaba deteriorándose la historia amorosa entre ambos? Porque, en realidad, jamás fue una historia de amor. Fue una situación de conveniencia para ambos. Si hubiese sido otra cosa, en ese momento Scott, se habría sentido celoso, furioso, herido. Lo que sentía, en cambio, era alivio. Esperaba que Jube y Marcus encontraran en el otro al compañero perfecto.

¿No sería grandioso? Imaginándolo, sonrió en la oscuridad: Jube y Marcus, casados. Quizá pudiese celebrarse la boda en la alcoba nupcial. A la vieja mansión, ¿no le encantaría que la vida renaciera entre sus muros?

Estás soñando, Gandy. No puedes retener al grupo allá. ¿Cómo vivirían? ¿Qué harían? ¿De dónde saldría el dinero? Para empezar, eres un tonto por ir allá, pues lo único que lograrás será evocar cómo era, soñar con lo que nunca será. ¿Y Willy? Le prometiste cosas que no estás seguro de poder darle. ¿Qué pensaría si le dijeses que, a fin de cuentas, no iba a vivir en Waverley? ¿Y qué clase de vida llevaría vagabundeando contigo y tu grupo, abriendo una taberna tras otra por todo el país?

Inquieto, se removió buscando una posición más cómoda, pero el traqueteo y el balanceo del tren no lo dejaban dormir. Levantó la pesada cortina de fieltro, la sujetó con la trencilla de seda y contempló cómo escapaba el paisaje de campo bajo el débil brillo de la luna invernal. El tren marchaba en dirección al sudoeste. No se veían más rastros de nieve. A los costados de las vías, blancas serpientes de agua reflejaban la luna, y los árboles demarcaban el paisaje como hitos. ¿Missouri? ¿Arkansas? No estaba seguro. Pero ya la planicie de la pradera había dejado paso a las suaves colinas que se hinchaban y rodaban como un mar a medianoche.

Recordó Proffitt, la taberna abandonada, Agatha sola, arriba. Lloró cuando le di a Moose. Se le hizo un grueso nudo en el pecho al imaginarla acurrucada, con el gato de Willy, levantándose por la mañana, bajando la escalera, sin tener a Willy para irrumpir por la puerta y romper la monotonía de su vida.

Hiciste lo que tenías que hacer, Gandy. Olvídala. Ya tienes bastante con la preocupación de poner en orden tu vida, enfrentar otra vez a los fantasmas de Waverley, decidir cómo abastecer a esta familia de ocho personas que tienes. Agatha estuvo sola mucho tiempo. Se arreglará bien.

Pero por mucho que repitiese estos pensamientos, no podía sacársela de la cabeza.

La tarde del segundo día, el tren dejó a Gandy y compañía en la ciudad de Columbus, en Mississippi, que había sido un floreciente centro de comercio del algodón sobre el río Tombigbee, antes de la guerra. Los viejos silos estaban aún ahí como lenguas curvas, esperando para soltar las balas de algodón desde los almacenes vacíos por el río hasta los barcos que morían de muerte lenta junto a las vías férreas, que transportaban todo más rápido, más barato y más seguro.

– Cuando yo era niño -le contó a Willy-, me gustaba observar a los esclavos cargar el algodón en los barcos, como a ti te gusta ver a los vaqueros cargar a las vacas en el tren.

– ¿Aquí?

– A veces, sí. Más a menudo, en Waverley. Teníamos nuestros propios almacenes, y los barcos fluviales llegaban directamente a nuestro muelle para cargar.

El comentario desató un torrente de preguntas:

– ¿Está muy lejos? ¿Cuánto falta para que lleguemos? ¿Podré pescar en el río en cuanto lleguemos? ¿De qué color será mi caballo?

El entusiasmo del chico, reflejo del que él mismo sentía a medida que se aproximaban a Waverley, hizo reír a Scott.

Compraron provisiones en un almacén de Sheed's Mercantil. El viejo Franklin Sheed parecía una muñeca de esas que se hacen con manzanas marchitas, pero con patillas blancas. Miró a Scott bajo los arrugados párpados entrecerrados, se sacó la pipa de la boca y dijo, arrastrando las palabras:

– Bueno, bendita sea mi alma. LeMaster Gandy, ¿no es cierto?

– Seguro, aunque hace mucho tiempo que nadie me llama así.

– Me alegra verte otra vez, muchacho. ¿Volviste para quedarte?

– Todavía no lo sé, señor Sheed. -Al percatarse de que Willy escuchaba, agregó-: Eso espero. Traje a mis amigos a conocer mi viejo hogar.

Con las manos apoyadas en los hombros de Willy, los presentó a todos, terminando con el niño.

– Bueno, aún está allí -dijo Sheed, refiriéndose a Waverley-. Nadie anda por ahí, excepto algunos de los antiguos esclavos que antes trabajaban para tu papá. Todavía están allí, manteniendo alejados a los intrusos. Se asombrarán de verte después de tantos años.

Algo bueno pasó dentro de Scott al estrechar la mano de Franklin. Sus raíces estaban ahí. La gente lo recordaba, eran su pueblo, su herencia. Tanto tiempo estuvo vagabundeando, viviendo entre extraños a los que poco les importaba su pasado ni su futuro en cuanto se separaba de ellos, que regresar al sitio donde se recordaba su nombre, le dio una punzada de nostalgia. Y ahí estaba el viejo Franklin Sheed, que le vendía cigarros al padre de Scott, y algodón a la madre para los pañales de sus hermanos y de él mismo.

– ¿Qué habrá sido de todo eso, desde que tu gente falleció? -preguntó Franklin en voz alta.

Pero antes de que Gandy pudiese responder, una octogenaria prieta de sombrero gris deshilachado entró renqueando con un bastón negro de ciprés.

– Señorita Mae Ellen -la saludó el propietario-, ¿se acuerda del hijo de Dorian y Selena Gandy?

La anciana bajó la cabeza y escudriñó a Scott un buen rato, con las manos en el pomo del bastón.

– LeMaster, ¿no?

– Así es, Señorita Bayles.

Sonrió a la arrugada mujer, y recordó que, la última vez que la vio era mucho más alta. ¿O es que él era más bajo?

– Solía convidarte a duraznos cuando tu mamá iba a visitarme a Oakleigh.

– Lo recuerdo, señorita Bayles. -La sonrisa no se desvaneció, y sus ojos tenían expresión burlona-. Y a los bizcochos de melaza más sabrosos en toda la región de este lado de la línea Mason-Dixon. Pero nunca me dejó agarrar más de dos. Y yo miraba lo que quedaba en el plato y me prometía que, algún día, me desquitaría.

La risa de la anciana colmó la tienda como el cloqueo de una pava vieja. Golpeteó con el bastón contra el suelo, y echó un vistazo de soslayo a Jube, que estaba cerca.

– Yo contemplaba la cara de este muchacho, y pensaba que era demasiado apuesto para su propio bien. «Algún día se meterá en problemas», pensaba. -Clavó otra vez en Scott su mirada maliciosa-. ¿Fue así?

Los hoyuelos de Scott obraron su magia habitual.

– No, que yo sepa, señorita Bayles.

Miró a Jube, a Willy y otra vez a Scott.

– Así que, te casaste otra vez, ¿no?

– No, señora. -Hizo un gesto hacia Jube, y después hacia Willy-. Éstos son mis amigos, Jubilee Bright y Willy Collinson.

Como los otros curioseaban por el local, no se molestó en presentarlos.

– Con que Willy, ¿eh? -Lo examinó con aire imperioso.

– No olvides tus modales, muchacho.

Willy extendió la mano.

– Encantado de conocerlo, señora.

– ¡Ja! -resopló la mujer, estrechándole la mano-. No sé por qué: estoy seca como una pasa, y no le convido a un chico a más que dos galletas por vez. Pero a mi nieto, A. J., a él sí te encantará conocerlo. -Señaló a Scott con el pulgar-. Que este sinvergüenza te traiga un día, y yo os presentaré.

– ¿En serio?

Pinchó a Willy con el bastón en el hombro.

– Hay una cosa que tienes que aprender de una vez, muchacho. Las viejas arrugadas no dicen cosas en broma, pues no saben cuándo caerán muertas, y no quieren dejar confusiones.

Todos rieron. Scott dejó que hiciera sus compras antes que él. Mientras lo hacía, preguntó:

– ¿Sigue viviendo en Oakleigh, señorita Bayles?

– Oakleigh está vacío -respondió, con rígido orgullo, contando con cuidado el dinero que sacó de un talego de cuero que luego cerró-. Ahora, vivo en el pueblo, con mi hija Leta.

Por un momento, Scott se vio transportado al pasado. La revelación de la señorita Bayles le recordó que Waverley no era la única gran mansión que la guerra dejó abandonada. El giro de la conversación puso paños fríos sobre el tema, y cuando la anciana terminó sus compras, Scott la saludó, cortés, con el sombrero.

– Déle mis saludos a Leta. La recuerdo muy bien.

– Lo haré, LeMaster. Saludos a Leatrice. Yo también la recuerdo bien a ella.

La mención de Leatrice reavivó las expectativas de Scott, que lo acompañaron mientras compraban maíz molido grueso, jamón, harina, tocino: alimento suficiente para una familia de ocho personas, para varios días. La sensación grata permaneció dentro de él mientras alquilaban coches en el establo donde, otra vez, a Scott lo reconocieron por su nombre y lo saludaron con entusiasmo, y mientras partían para Waverley atravesando el paisaje familiar del Mississippi.

En dirección al noroeste, corrieron entre apretados grupos de robles, nogales y pinos, que luego se abrían hacia vastas extensiones de campos de algodón vacíos, pocos de los cuales habían sido sembrados los últimos quince años. Pasaron ante Oakleigh, que sólo parecía un manchón blanco al extremo de un largo prado, medio ahogado bajo malezas y enredaderas de uva silvestre.

Aunque el cielo estaba claro, la brisa era un poco fresca. Las cimas de los pinos acariciaban el cielo del atardecer como el pincel de un pintor sobre una tela, con el tono de los capullos de glicina. Los carruajes andaban sobre un camino de grava, alisada por años de soportar el paso de carros tirados por mulas, hasta convertirse en un polvo fino. El aroma de la tierra era húmedo y fecundo, muy diferente del olor polvoriento de Kansas. Ni se lo oía moverse ni se olía al ganado. En cambio, los sentidos de Gandy se extasiaron con el dulce trino melodioso del sinsonte desde un matorral, y el olor de la vegetación que se pudría, en ese breve lapso entre estaciones.

– Aquí empiezan las tierras de Waverley -dijo.

Mientras seguían andando, en los ojos de Willy apareció una expresión incrédula.

– ¿Todo esto?

Scott se limitó a sonreír, y sostuvo las riendas flojas, entre las rodillas. Ya recorrían el último kilómetro, los últimos metros. Entonces, delante, a la derecha, apareció una cerca de hierro negra y, a medida que se acercaban, Scott disminuyó la marcha del carro. Willy, que estaba al lado, levantó la vista y sus ojos miraron en la misma dirección que Scott.

– ¿Hay alguien enterrado aquí? -preguntó el chico.

– Mi familia.

– ¿Tuya?

Otra vez, levantó la vista.

Jube y Marcus, en el asiento de atrás, giraron para echarle un vistazo al cementerio.

– ¿Quién? -preguntó Willy, estirando el cuello para observar al pasar la lápida de piedra gris.

– Mi mamá y mi papá. Y mi esposa y nuestra pequeña hija.

– ¿Tenías una niña?

– Se llamaba Justine.

– ¿Y qué es eso? -preguntó, señalando una estructura de madera, a la derecha.

– Es la casa de baños. Dentro, está la piscina.

– ¡Hurra!

Excitado, Willy se incorporó del asiento y Scott lo hizo sentarse otra vez.

– Después podrás verla. -Prosiguió, sin alterarse-: Y esto… -Giró a la izquierda, por el sendero, en dirección opuesta a la casa de baños-…es Waverley.

Ante la vista de la mansión, el corazón de Gandy dio un salto, su sangre se alborotó, aunque, al igual que Oakleigh, se veía entre enredaderas retorcidas, matorrales, cedros y gomeros que habían invadido el largo prado, haciéndolo inextricable. En los buenos tiempos, se lo mantenía meticulosamente pero en ese momento, Gandy tuvo que frenar al caballo después de haber andado menos de la cuarta parte de su extensión. En las sombras de la caída de la tarde, la vegetación asfixiante daba un toque amenazador a la llegada de los viajeros. El intenso olor gatuno de los gomeros era hostil, como si advirtiese a los mortales de que no se acercaran.

– Esperad aquí -ordenó Gandy, enlazando las riendas en el puntal del látigo.

Fue solo, abriéndose paso entre la vegetación descuidada durante quince años hasta llegar a la imponente magnolia, la que tenía el brazo más extenso de todo el Estado de Mississippi, la que dominaba el patio del frente desde que tenía memoria. Pero, al verlo invadido de enredaderas, y confinado por los preciosos árboles de boj de su madre, la decepción de Scott se duplicó. Los había traído desde Georgia cuando era una esposa joven, y los cuidó con amor toda su vida. Hacía tiempo que habían perdido su perfección geométrica, pues durante muchos años sólo los podaron los ciervos salvajes, dejándolos en un estado grotesco y deforme. Si los viese en semejante condición, Selena Gandy se sentiría acongojada.

El hijo de Selena se arañó la cara con los arbustos descuidados mientras se abría paso entre ellos hacia la entrada principal. Los escalones de mármol estaban intactos, igual que el enrejado de hierro del balcón y las luces laterales de cristal veneciano color rubí que flanqueaban la puerta del frente.

La puerta en sí misma no se movió.

Se protegió los ojos con una mano e intentó escudriñar el interior, pero la puerta daba al sur y la luz del crepúsculo que entraba por las ventanas que rodeaban la puerta norte del vestíbulo de entrada era escasa. Lo único que pudo distinguir fueron las liras talladas en madera, insertadas en las ventanas. Más allá, las imágenes eran vagas, traslúcidas, como si las viera a través de un cristal de color borravino.

Golpeó la puerta y gritó:

– ¿Hay alguien aquí? Leatrice, ¿estás ahí?

Sólo le respondió el silencio y el tabletear del pico de un náiaro carpintero, en alguna parte de la densa vegetación que había a sus espaldas.

La puerta de atrás no lo acogió de manera más hospitalaria que la otra. Las dos entradas eran idénticas, con columnas dóricas idénticas delimitando porches retirados, de dos plantas de altura. La única diferencia era un par de segundas columnas más bajas que custodiaban la del frente, y un par de bancos negros de madera a cada costado de la del fondo. Al verlos, Scott sintió otra punzada de nostalgia. Eran sólidos, pesados, hechos de madera extraída del pantano de los cipreses cerca del río, a la que los esclavos doblaron y arquearon para darle la forma de abanico estilizado a los respaldos, mucho antes de que Scott naciera. Sentados en esos bancos bois d'arc, mientras Delia daba de comer a los pavos reales, así recordaba a sus padres.

Con la casa a sus espaldas, siguió un sendero que exhibía señales de uso reciente, hasta la vieja cocina, la fábrica de hielo octogonal, los jardines, la curtiembre, los establos, hasta las cabañas de los esclavos, en el fondo. Mucho antes de llegar, sintió el olor del humo de la leña de Leatrice.

Golpeó y llamó:

– ¡Leatrice!

– ¿Quién es? -dijo una voz que parecía la flatulencia de un caballo hinchado.

– Abre la puerta y lo verás.

Sonrió y esperó, con el rostro pegado a la madera basta de la puerta.

– Seguro, alguien lleno de arrogancia.

La puerta se abrió y apareció, casi tan grande como la magnolia centenaria del frente, la piel áspera y negra como su vozarrón, con una apariencia que prometía durar para siempre, igual que el árbol.

– ¿Qué clase de bienvenida es ésa? -bromeó, apoyando un codo en el marco de la puerta, con una sonrisa ladeada.

– ¿Quién…? ¡Señor de la piedad!… -Se le dilataron los ojos-. ¿Eres tú, amo? -Jamás agregaba la partícula respetuosa, como en Lemaster de los demás, y siempre se burló del familiar Scott-. ¡Bendita sea mi alma! ¡Eres tú!

– Soy yo.

Entró y la levantó, aunque sus brazos sólo abarcaban dos tercios del contorno de la mujer. Olía a humo de leña, a chicharrones, y a saco de verduras, y su abrazo era capaz de quebrarle los huesos.

– ¡Mi pequeño volvió a casa! -se regocijó, derramando lágrimas, alabando a los cielos-. Señor, señor, regresó a casa por fin. -Retrocedió y lo aferró de las orejas-. Déjame echarte un vistazo.

Tenía una voz sin par entre los humanos, un bajo retumbante imposible de emitirse con suavidad, por mucho que lo intentara. Había fumado pipa de mazorca toda la vida, y nadie sabía qué mezclas le metía dentro. Alguna de ellas, una vez, le dañó la laringe, y desde entonces sólo fue capaz de emitir ese sonido rechinante que nadie olvidaba después de haberlo oído.

– Tal como pensé -dictaminó-, flaco como rodilla de gorrión. ¿Qué estuviste comiendo, lameollas? -Tomándolo de los hombros, lo hizo girar para inspeccionarlo con toda minuciosidad, y luego lo hizo volverse de frente a ella-. Bueno, la vieja Leatrice te engordará en menos que canta un gallo. ¡Mose! -llamó, sin mirar atrás-. Ven a ver quién está aquí.

– ¿Mose está aquí?

Gandy miró sobre el hombro de la negra con expresión de alegre sorpresa.

– Claro que está -dijo el anciano negro que salió de las sombras y cruzó el suelo de madera con su paso artrítico-. Nunca me fui. Me quedé aquí, que es el lugar al que pertenezco.

– Mose -dijo Scott con cariño, aferrando una mano huesuda entre las suyas.

Mose era tan delgado como Leatrice gorda. El cabello plateado le coronaba la cabeza como si fuera musgo, se inclinaba un poco a la izquierda y adelante, pues la columna vertebral ya no se estiraba por completo.

– Quince años -evocó el anciano, en voz tenue-. Ya era hora de que regresaras.

– Quizá no me quede -aclaró Scott, de inmediato-. Vine sólo a ver cómo estaba el lugar.

Mose soltó la mano de Scott y se sostuvo la espalda.

– Te quedarás -dijo, como si fuera indiscutible.

Scott paseó la mirada de Mose a Leatrice.

– De modo que, al final, os habéis juntado.

Leatrice le asestó un manotón no muy suave en la cabeza.

– Cuida la lengua, muchacho. ¿Acaso no te enseñé a respetar a los mayores? Mose y yo cuidamos de la propiedad mientras tú andabas vagabundeando por ahí. -Se dio la vuelta, con aire de superioridad-. Además, yo no lo acepto. Es muy haragán, ése. Pero me hace compañía.

Scott se frotó el costado de la cabeza y sonrió.

– ¿Ése es modo de tratar al muchacho que recogía moras silvestres para ti y cortaba rosas del jardín de su madre?

La risa de Leatrice hizo que las vigas del techo amenazaran con caerse.

– Siéntate, muchacho. Tengo pan de maíz caliente y guisantes ojo negro. Y será mejor que empiece a poner un poco de carne sobre tus huesos.

Gandy no se movió.

– No vine solo. ¿Te parece que podrías servir jamón y bizcochos para ocho si yo traigo el jamón y las guarniciones?

– ¿Ocho? -Leatrice rezongó y se alejó como si la pregunta le pareciera absurda-. Será como alimentar a ocho mosquitos, después de lo que cocinaba en los viejos tiempos. ¿También trajiste a casa a esa Ruby?

– Sí. Y a Ivory también.

– A Ivory también. -Leatrice levantó una ceja y agregó, sarcástica-: Caramba, eso quiere decir que somos cuatro. Pronto estaremos cultivando algodón.

Gandy sonrió. El azote de la lengua de Leatrice era justo lo que necesitaba para hacerlo sentir que estaba otra vez en el hogar.

– Los dejé esperándome en el prado. No pude entrar en la casa grande.

– La llave está aquí. -Leatrice la sacó de entre sus amplios pechos-. La conservé en lugar seguro. Mose os abrirá.

Se sacó la correa de cuero por la cabeza y se la dio al viejo.

Pero Mose la contempló como si tuviese ocho patas.

– ¿Yo?

– Sí, tú. ¡Ahora, ve!

Mose retrocedió, sacudiendo la cabeza, los ojos dilatados, fijos en la llave.

– ¡No, señor, el viejo Mose no entrará ahí!

– ¿Qué estás diciendo? Por supuesto que entrarás ahí. Tienes que abrirles al joven señor y a los amigos.

Gandy presenciaba la discusión con el entrecejo arrugado.

– ¡Ve ya! -le ordenó la negra.

Mose movió la cabeza, temeroso, y retrocedió más.

– ¿Qué es lo que está pasando? -preguntó Scott, ceñudo.

– En la casa hay un fantasma.

– ¡Un fantasma!

– Así es. Yo lo oí. Mose también lo oyó. Está ahí, llorando. Si entras, lo oirás enseguida. ¿Por qué crees que no entró nadie todos estos años? No sólo dos viejos negros que revisaron las puertas desde afuera.

A Gandy se le tensó el cuello, pero dijo:

– Pero eso es ridículo. ¿Un fantasma?

Leatrice le tomó la palma y depositó en ella las llaves, todavía tibias de estar entre sus pechos.

– Ve a abrir tú mismo. Leatrice es cocinera. Leatrice hace bizcochos, jamón. Leatrice les traerá el jamón y los bizcochos hasta la puerta de atrás, no más. -Cruzó los brazos sobre los pechos del tamaño de melones, y dio una sacudida obstinada con la cabeza-. Pero Leatrice no se acerca donde hay espíritus. ¡Nooo, señor!

Mientras desandaba el camino hacia la casa munido de varias velas de sebo, Scott recordó con toda claridad la voz de niña que había oído en la casa, al terminar la guerra. Entonces, ¿era verdad? ¿Sería Justine? ¿Estaría buscando a la madre y al padre en los altos cuartos vacíos de Waverley? ¿O sería el producto de imaginaciones demasiado activas? Sabía lo supersticiosos que eran los negros. Sin embargo, él también lo había oído, y no tenía nada de supersticioso.

Desechó la idea, dio la vuelta a la esquina de la casa y se tropezó con algo blando.

Jadeó, y lanzó un grito.

Pero era Jack, que merodeaba por el sótano de la vieja mansión, seguido por los demás, cansados de esperar en los coches.

– Es una belleza -afirmó Jack-, y, por lo que se puede ver con esta luz, también es sólida.

– Entremos.

Cuando metió la llave en la puerta del frente de Waverley, Scott descubrió que sentía alivio de estar con otras siete personas, en especial con Willy, cuya mano pequeña aferraba con fuerza.

Pero en cuanto entró, se evaporó todo pensamiento referido a fantasmas. Incluso iluminada sólo por dos velas, la maciza rotonda le dio la bienvenida. Olía a desuso y a polvo, pero nada había cambiado. Los suelos de pino sureño, la escalera doble que se curvaba hacia abajo como dos brazos abiertos, los espejos gigantes que repetían la luz titilante de las velas, las espigas talladas a mano que flanqueaban las escaleras y desaparecían en la penumbra, allá arriba, la elegante lámpara de bronce que colgaba unos dieciocho metros desde lo alto: todo parecía esperar para que lo lustrasen y estar otra vez en uso.

– Bienvenidos a Waverley -dijo en voz queda, que hizo eco en el mirador, cuatro plantas más arriba, y luego descendió, como si la mansión misma le respondiera.

Encendieron el fuego en el amplio comedor de la planta baja, y comieron la cena preparada por Leatrice, pero sólo Ivory y Ruby pudieron verla cuando fue a llevar la comida caliente, por la puerta trasera. Después, cuando hacían los arreglos para dormir, Ivory y Ruby afirmaron que estarían más cómodos lejos de la gran casa, que casi no conocieron cuando eran hijos de esclavos. Si bien Gandy trató de convencerlos de que serían bien recibidos si querían dormir ahí, fue más eficaz la influencia de Leatrice y Mose para que resolviesen quedarse fuera.

Gandy instaló a Marcus y a Jack en uno de los cuatro dormitorios grandes de la segunda planta, a Pearl y a Jube en el otro, y restaban él y Willy. De los dos dormitorios que quedaban, uno era el que compartió con Delia, y el del ala noroeste al que siempre se llamó el cuarto de los niños. Después de inspeccionarlos, dejó que Willy eligiese.

– Ése -indicó el chico-. Tiene un caballo que se mece.

Scott, aliviado de no tener que dormir en la familiar cama de palo rosa sin Delia, condujo a Willy al cuarto de los niños. Quitaron juntos las mantas polvorientas, se sacaron la ropa interior y se acostaron entre ellas.

– Scotty.

Con la vela apagada, la voz de Willy parecía más infantil que nunca en la enorme habitación.

– ¿Eh?

– Tengo frío.

Gandy lanzó una risa ahogada y se puso de costado.

– Acércate aquí, pues.

Willy se puso de espaldas y acomodó el trasero contra la barriga de Scott. Al rodearlo con un brazo, el hombre no pudo evitar evocar el gruñido de Leatrice diciendo «mosquito». Daba la sensación de que Willy tenía el doble de costillas y la mitad de grasa que el resto de las personas.

– Es más agradable que en la despensa.

Un murmullo confuso fue lo último que escuchó: en pocos minutos, estaba dormido.

Scott, en cambio, acostado en su cama de la infancia, permaneció horas sintiendo los latidos del niño bajo la palma, escuchándolo respirar con regularidad, vuelto a Kansas por el último comentario del chico.

Pensó en Gussie, el pueblo vacío, la taberna más vacía aún. Cerró los ojos y la imaginó cosiendo en la máquina, con el taburete de Willy vacío junto a ella, cojeando por la calle para ir a cenar sola al restaurante de Paulie, sentada en el último escalón bajo el viento invernal, envuelta en la capa mientras la nieve caía sobre la caperuza. Pero la imagen que ardió con más intensidad fue la que nunca hubiese imaginado pero recordaba: Gussie con el camisón manchado de sangre, acostada en la cama de él, mientras la besaba.

Abrió los ojos como si quisiera convertir el recuerdo en realidad.

A su alrededor todo era oscuridad. Intentó acostumbrarse a ella, pero era difícil. En Kansas había lámparas de la calle. En el tren, la luna iluminaba el paisaje. En cambio aquí, en Waverley, entre árboles gigantes de magnolias, pinos y glicinas trepadoras, la oscuridad era total. Si hubiese un fantasma, sin duda no podía elegir un lugar mejor. Y si quería darse a conocer, no podría haber un momento más oportuno. A fin de cuentas, Gandy ya se sentía embrujado por Agatha. ¿Qué le podía importar un fantasma más?

Pero no apareció ninguno. Ninguno habló. Y finalmente, entibiado por el cuerpo pequeño de Willy, Gandy se durmió profundamente.

Se despertó temprano, y permaneció unos minutos acostado, recordando el pasado; el padre, que empezaba cada día observando sus dominios desde el punto de mira que él mismo había diseñado. Ese punto lo atraía de manera irresistible a seguir los pasos del padre. Sin hacer ruido, se levantó, se vistió y subió las escaleras hasta la tercera planta, cuyas cuatro puertas cerradas daban a un inmenso ático sin ventanas, bajo el tejado principal. Siempre lo llamaban el cuarto del baúl, y era donde Scott solía jugar con tus hermanos, los días de lluvia, y donde se aislaba a cada miembro de la familia que enfermaba.

Abrió una puerta, incapaz de resistir la tentación de echar un vistazo al interior polvoriento, repleto de muebles, baúles y restos del pasado. Ahí, en alguna parte, estaría guardada la ropa de Delia, y supuso que también la de los padres. Algún día lo revisaría, pero en ese momento cerró la puerta y subió el último tramo de escaleras hasta el estrecho pasadizo protegido por una baranda, que rodeaba toda la rotonda octogonal, y desde el cual se divisaba la entrada de abajo y los campos, afuera. Deslizando la vista por la cadena de la inmensa araña, recordó las noches en que se abrían las puertas de los recibidores y esa zona se transformaba en un vasto e impresionante salón de baile. Después que llegaban todos los invitados, el mismo Scott, Rafe y Nash salían subrepticiamente de las camas y desde ahí arriba en la sombra de la rotonda, contemplaban el colorido abanico de faldas de las damas, y a los caballeros de frac, que las guiaban en los giros del vals.

Tuvo una súbita visión del aspecto que tendría el vestido granate de Agatha desde arriba, con todas esas filas superpuestas de pliegues en la trasera, que la luz de gas iluminaba cuando ella se deslizaba por el suelo de pino. Vio el cabello recogido con pulcritud en la nuca, que irradiaba el mismo matiz de luminosidad que el tafetán del vestido. Qué extraño que la imaginara bailando, si la propia Agatha le contó que era algo que ansiaba hacer, pero que no podía.

«Qué antojadizo soy, -se reprochó-. Y además, es en vano». Lo que tenía que resolver en ese momento era cómo hacer para que la propiedad produjese lo suficiente para sostener a ocho… no, a diez personas: tenía que incluir también a Leatrice y a Mose. Sería una franca estupidez traer a otra persona, pues aún no sabía cómo hacer para mantener a los que ya estaban.

Suspiró, y fue hacia las ventanas que, en otro tiempo, chispeaban y ahora estaban cubiertas de polvo, con telarañas en los rincones. Quitó una con los dedos y se le quedó pegada, junto con una cáscara seca de yeso. Se sacudió para librarse de ella y miró alrededor, no sin esfuerzo, contemplando las evidencias del descuido en que había caído ese imperio perdido que ahora era su herencia.

Alzó la vista, y vio que la plantación Waverley se extendía en la distancia. Pero la tierra que, en otros tiempos, prodigó su abundancia a fuerza del trabajo de mil manos negras, ahora yacía desolada, invadida de malezas.

Triste y moroso, recorrió los ocho lados de la rotonda tal como hacía el padre cada mañana, después del desayuno, observando su feudo que, en aquellos tiempos, se autoabastecía hacia el Este, había un abra entre los árboles, formando un gran prado verde que bajaba en una curva abrupta hacia el río Tombigbee, visible allá lejos. Entre la casa y el río solía pastar el ganado bovino y ovino, pero ya no había nada. La otrora ininterrumpida alfombra verde de la hierba estaba salpicada de arbustos y, si no se limpiaba, llegaría un momento en que se transformaría en un bosque. Y, en las otras tres direcciones, los bosques y los campos se extendían hasta el infinito y lo único que producían era una embrollada cosecha de enredaderas de kudzú.

¿Cómo harían diez personas solas para ponerla en condiciones de rendir?

La melancólica reflexión fue interrumpida por una voz que llamaba suavemente desde abajo:

– Scotty.

Era el pequeño, de pie en la entrada del dormitorio, del lado opuesto de la rotonda, dos suelos más abajo.

– Así que ya te levantaste.

Las voces resonaban como campanas en un valle, aunque hablaban casi en susurros.

– ¿Qué estás haciendo ahí arriba?

– Mirando.

– ¿Qué miras?

– Ven, sube y te lo mostraré.

Contempló a Willy subir por la impresionante escalera produciendo un suave ruido con los pies desnudos, la tapa del calzón apareciendo entre los balaustres del balcón. Cuando llegó al pasadizo, tenía los dedos de los pies cubiertos de polvo.

– ¡Uf! -exclamó, al llegar al último escalón-. ¿Qué pasa aquí arriba?

Scott levantó a Willy y lo sostuvo en un brazo.

– Waverley. -Hizo un ademán, mientras iba lentamente de una ventana a otra-. Todo eso.

– ¡Oh!…

– Pero no sé qué hacer con todo esto.

– Si es una granja, ¿no tendrías que poner plantas?

Parecía tan simple que hizo reír a Gandy.

– Hace falta mucha gente para plantar todo eso.

Willy se rascó la cabeza y miró por la ventana polvorienta

– Gussie dice que yo soy afortunado de poder verlo. Dice que n 'uay… que no hay más como ésta, y que tengo que aprender a va… va…

– ¿Valorarla?

– Sí… a valorarla. Dice que le gustaría verla un día, pues nunca vio una plantación. La llamó un… una forma de vida. ¿Qué significa eso, Scotty?

Pero Scott quedó prendido de lo que había dicho antes no de la pregunta. Murmuró casi para sí:

– No se refería a la tierra, se refería a la casa.

– ¿A la casa?

Willy estiró el cuello hacia el vértice de la cúpula que estaba encima de ellos.

– La casa…

Scott lanzó una mirada a las ventanas que lo rodeaban, al salón de baile que estaba abajo, a las puertas que daban a la escalera más grandiosa de este lado de la línea Mason Dixon.

– ¡Eso es! -exclamó Gandy.

– ¿A dónde vamos? -preguntó Willy, mientras las botas negras de Scott repercutían en los escalones-. ¿Por qué te sonríes?

– La casa. Ésa es la solución, y era tan obvia que la pasé por alto. Gussie me dijo lo mismo que a ti el verano pasado, una noche, cuando le conté de Waverley. Pero yo estaba muy concentrado soñando con plantar algodón, y no se me ocurría usar la casa para ganar dinero.

– ¿O sea que piensas venderla, Scotty? -preguntó Willy, decepcionado.

– ¿Venderla? -Cuando llegaron a la altura del cuarto del baúl, donde estaban guardadas esas faldas con miriñaque y esos fraques cola de golondrina, estampó un sonoro beso en la mejilla del chico, pero estaba demasiado excitado para mostrárselo en ese momento-. Jamás, pequeño. La haremos revivir, y en el presente, esos yanquis que quemaron casi todas las mansiones como Waverley, pagarán un rescate regio para verlas y disfrutarlas. ¡Lo que ves a tu alrededor, Willy, muchacho mío, no es otra cosa que un tesoro nacional!

Al llegar al nivel de los dormitorios, sin aminorar el paso, Scott fue golpeando las puertas, vociferando:

– ¡Arriba! ¡Ya ha amanecido en el pantano! ¡Vamos, todos! ¡Jack! ¡Marcus! ¡Jube! ¡Pearl! ¡Levantaos! ¡Tenemos que poner este lugar en condiciones!

Cuando bajaba corriendo la sección curva de la escalera que llevaba a la entrada principal, la voz y los pasos retumbaron en la rotonda. Cabezas soñolientas asomaron por las puertas en la planta alta, mientras Scott, aún con Willy en brazos, salía como una tromba por la puerta trasera.

– Te presentaré a Leatrice -le dijo Scott a Willy mientras cruzaban el patio-. Ella cree en espectros pero, fuera de eso, es buena. ¿Anoche escuchaste a algún espectro en la casa?

– ¿Espectros?

El niño dilató los ojos y, al mismo tiempo, rió.

– No había ninguno, ¿verdad?

– Yo no escuché nenguno.

– Ninguno. Eso le dirás a Leatrice, ¿entendido?

– Pero, ¿por qué?

– Porque la necesitamos aquí, para organizar a estos holgazanes, y hacer que levanten el polvo. Que yo sepa, nadie puede hacer eso mejor que Leatrice. ¡Si hubiese comandado ella las tropas de la confederación, habríamos tenido un resultado muy diferente!

– ¡Pero, Scotty, todavía estoy en ropa interior!

– No importa. Ha visto niños con menos ropa.

Willy se apegó a Leatrice como una garrapata a un pellejo tibio. Desde el momento en que le ordenó:

– Ven aquí, chico, deja que Leatrice te eche un vistazo -el vínculo quedó sellado.

Era lógico: Leatrice necesitaba a alguien de quién ocuparse, y el chico necesitaba a alguien que se ocupase de él. Y el hecho de que, cuando le presentaran al pequeño, estuviese vestido sólo con los calzones, lo hizo más entrañable aún para ella. Parecía una unión concertada en el cielo.

Pero en lo que se refería al mandato de Scott, la negra se mostró menos entusiasta.

– No pondré un pie en ninguna casa encantada.

– Díselo, Willy.

Aunque Willy se lo dijo, la negra apretó los labios y adoptó una expresión terca.

– ¡No, no! Leatrice no entra.

– Pero, ¿quién los hará moverse? Toda la banda está acostumbrada a dormir hasta mediodía. Te necesito, cariño.

El término hizo que los labios de Leatrice se aflojaran un poco:

– Siempre fuiste un zalamero -refunfuñó.

Al ver que se ablandaba, insistió:

– Imagínate este sitio otra vez lleno de gente, música en el salón de baile, todos los dormitorios ocupados, la vieja cocina humeando y el aroma de los pasteles de guisantes saliendo de los hornos…

Lo miró, ceñuda, por el rabillo del ojo:

– ¿Y quién cocinará?

Eso amilanó a Scott.

– Bueno… no sé. Pero, cuando llegue el momento, ya se nos ocurrirá algo. Primero, tenemos que limpiar, encerar, lustrar la casa, limpiar los campos de malezas y también los edificios externos. ¿Qué dices, cariño? ¿Me ayudarás?

– Tengo que pensar en un exorcismo -fue su respuesta.

Pensar le llevó a Leatrice exactamente cuatro horas y media. Para entonces, las tropas de Gandy ya estaban levantadas, habían desayunado y obedecían, no muy al pie de la letra, las ineficaces órdenes. Pero el trabajo que realizaban y la velocidad con que lo hacían era tan lamentable que, cuando Leatrice dio un vistazo al equipo de limpieza que sacaba elementos de casa al patio para ventilarlos, farfulló una protesta contra los zalameros y levantó las manos.

Minutos después, apareció ante la puerta trasera, con una bolsa de asafétida colgando del cuello.

– No se puede quitar el polvo a las alfombras si se dejan en el suelo -afirmó, en tono imperioso, de pie junto a la puerta del lado de adentro, con los brazos en jarras-. ¡Tienen que sacarlas afuera y golpearlas! Cualquier tonto sabe que no se empieza de abajo y se va subiendo. Cuando uno llega arriba, la planta baja está tan sucia como cuando empezó.

Se acercó Gandy y le dio un abrazo de agradecimiento, pero retrocedió al instante.

– ¡Por Dios, mujer! ¿Qué tienes en ese saquillo? -preguntó, casi haciendo arcadas-. Huele a orín de gato.

– ¡Nada de insolencias, muchacho! Es asafétida, mantiene a los espectros alejados de Leatrice. Si quieres que les enseñe a limpiar a estos blancos lamentables, deja a un lado los melindres de cómo huelo.

Gandy rió, y le hizo una reverencia burlona.

Desde ese momento, el renacer rápido y eficiente de Waverley quedó asegurado.

Capítulo 18

Convertir Waverley en un hotel de turismo donde los norteños pudiesen tener una idea de cómo era una plantación en funcionamiento era una empresa ambiciosa. Pero todos los elementos esenciales estaban presentes. Lo único que hacía falta era quitar el polvo, aceitar, encerar, limpiar, reparar y arreglar.

Las tropas de Gandy comenzaron en la rotonda, y fueron trabajando hacia abajo, como ordenó Leatrice. Por cierto que daba órdenes, en una voz que retumbaba como un trueno y que hacía que el más empecinado haragán irguiese la espalda y se pusiera en movimiento. De todos modos, jamás habrían podido encarar semejante tarea si no hubiese sido por el fenómeno que comenzó la segunda mañana. Una por una, todas las caras familiares aparecieron ante la puerta trasera de Waverley: todas negras, con expresiones que manifestaban claramente lo ansiosos que estaban de echar una mano y ver florecer otra vez la plantación.

Primero, llegó Zach, hijo de un mozo de establo que había enseñado a Scott todo lo que sabía. Zach se puso a trabajar encargándose de revisar y reparar los arneses, limpiando los viejos carruajes y el establo mismo. Luego llegaron Beau y su esposa Clarice, que sonrió con timidez al ser presentada a LeMaster Gandy, y que obedecieron sin chistar cuando Leatrice les dijo que podían empezar por limpiar una zona para agrandar la vieja huerta. Un par de hermanos llamados Andrew y Abraham encabezaron un grupo que limpió el prado largo y que, cuando terminaron, se dedicaron a poner en condiciones el patio y el gran prado del frente. En el jardín ornamental podaron los árboles de boj, las camelias, dieron forma a las azaleas que se habían vuelto salvajes. Siguió la reparación de todas las construcciones externas y una limpieza a fondo de sus interiores, donde habían hecho su guarida los animales silvestres, se había oxidado el metal y la madera estaba combada. Llegó una mujer negra llamada Bertrissa, y la pusieron a llenar la tina de hierro negro del patio y comenzar la pesada tarea de lavar las mantas y ropa de cama polvorientas. Su esposo; Caleb, se convirtió en integrante del equipo que pintaba la mansión. La dirigía Gandy en persona, que encargó cuatro escaleras nuevas y se subió a una de ellas para ocuparse del lugar más alto, la rotonda. Al tiempo que los hombres bullían en el exterior de Waverley, las mujeres se ajetreaban en el interior.

Se ventiló y sacudió cada uno de los cortinados, se lustró cada centímetro de adorno de bronce. Se colgaron y azotaron las alfombras, algunas, se rasquetearon a mano. Se pintaron los revestimientos interiores de madera, se enceraron los suelos, se lustraron las ventanas, se lavaron y enceraron las espigas de adorno, al igual que las liras decorativas que sostenían las luces laterales. Cada pieza del amoblamiento fue aireada y golpeada, o frotada y lustrada. Se sacaron todas las porcelanas del gabinete empotrado, se lavaron y volvieron a guardarse sobre carpetas de lino limpias. Se blanquearon los armarios, se barrieron las chimeneas, y se pulieron los morrillos hasta que los pomos de bronce resplandecían.

El mismo Scott revisó las tuberías de gas y puso otra vez en funcionamiento los quemadores. Ivory llevó un contingente que incluía a Willy a los bosques a buscar leña de pino para encender, y la noche que encendieron las bocas de la gran lámpara por primera vez, hicieron una pequeña celebración. Marcus tocó el banjo y Willy la armónica. Las muchachas bailaron en el salón de baile, con los demás sentados en las escaleras como público, bromeando que pronto tendrían que dejar de lado el audaz cancán y dedicarse a la mazurca, más apta para entretener a los norteños que pagarían mucho dinero por fingir, durante una o dos semanas, que pertenecían a la élite de los plantadores del sur.

También había otro asunto que resolver. Mientras los equipos seguían trabajando, Scott redactó un anuncio para enviar a los periódicos del Norte, anunciando para marzo, el mes de las camelias, la apertura de la plantación Waverley al público. Hizo un viaje a Memphis para conseguir una lista de los cien industriales más ricos del país, y envió cartas personales de invitación a cada uno de ellos.

La idea dio resultado: en el término de dos semanas, recibió dinero para reservas de varios de ellos que aseguraban que sus esposas estarían sobremanera agradecidas de escapar a los rigores del clima del norte y acortar el invierno pasando sus últimas semanas en el clima moderado que Gandy describía en el anuncio.

Fue un día feliz aquél en que Scott compró un libro de reservas forrado en suntuoso cuero verde, y un libro mayor donde asentó el primer ingreso que hizo Waverley en más de dieciocho años.

Destinó a oficina la misma habitación de la planta baja que el padre empleo para idéntico propósito, y que estaba detrás del recibidor principal. Era un cuarto luminoso, alegre, con ventanas en aguilón que iban del techo al suelo, y que se abrían de abajo arriba para formar una corriente de aire fresco en la época de calor, cuando las ventanas de la rotonda estaban abiertas. Pero en ese momento estaban cerradas, cubiertas de colgaduras de jacquard verde mar, que daban al cuarto el color de la vegetación en las épocas en que el verdor escaseaba. Los muros eran de yeso blanco, como el techo, decorado con esculturas similares a las molduras que adornaban la parte superior de las paredes. No había bibliotecas cubriéndolas, sino un juego de muebles de caoba tallados: cómoda de patas altas con flancos sobresalientes, secretaire, escritorio de tapa plana, y una variedad de sillones de orejas tapizados de cuero gris pardusco. Sobre el suelo de pino barnizado había una alfombra oriental con un dibujo de color rosa claro sobre fondo verde hielo. El hogar, con su revestimiento decorativo de hierro, mantenía la habitación acogedora, aunque las ascuas casi no ardiesen.

A Scott Gandy le encantaba la oficina. Evocaba al padre sentado tras el escritorio de caoba atendiendo los asuntos de la plantación, tal como él hacía en el presente. Con la pluma en la mano y el libro mayor ante sí, tenía una sensación de continuidad pero, más aún, de optimismo indoblegable.

El día en que recibió los primeros depósitos por adelantado, los registró en los libros, se sacó el puro de la boca y fue a buscar a Willy, resuelto a cumplir la promesa que le hizo al niño antes de partir de Kansas: comprarle un caballo. Recorrió la casa a zancadas llamándolo, pero era una tarde tranquila y, si había alguien, no respondió. Subió los escalones de a dos y se precipitó en el cuarto de los niños, que compartía con Willy, pero no estaba haciendo la siesta, ni en ningún otro lado.

– ¡Willy! -llamó, y se detuvo junto a la cama de baldaquino hecho a ganchillo.

Entonces lo oyó: el suave gemido de una voz infantil y una sola palabra que era más un suspiro que un grito:

– Ayúdame.

– ¿Willy?

Scott giró con brusquedad pero a sus espaldas, a la entrada del cuarto, no había nadie. El suelo, encerado hacía poco tiempo, brillaba y reflejaba el ojo fijo del caballo de juguete, el único que lo miraba.

– Ayúuuudame.

Escuchó otra vez, tenue, suplicante a sus espaldas. Se dio la vuelta y miró fijamente la cama: la manta, que un instante atrás estaba lisa, estaba arrugada ahora. Se quedó mirando el contorno de un cuerpo pequeño.

– Willy, ¿estás ahí?

Pero no era la voz de Willy, no era la figura de Willy. Scott estaba seguro de que eran las de Justine. Esperó, sin quitar la vista de la leve depresión. Oyó otra vez el suave gemido, como si proviniese de ahí, pero no le causó temor ni sensación de fatalidad sino un fuerte deseo de aliviar cualquier pena que expresara.

La presencia desapareció tan súbitamente como había aparecido, dejando a Scott con la certeza de que estaba de nuevo solo en la habitación. Se sintió culpable e impotente, como si hubiese debido ayudar. Pero, ¿cómo?

Buscó en los otros cuartos de arriba, pero estaban todos vacíos, igual que los de la planta baja. Al final, encontró a Leatrice en la cocina, que estaba fuera de la casa, sentada en una mecedora pelando guisantes secos con Clarice y Bertrissa.

– ¿Dónde está Willy? -preguntó, distraído.

– Se fue con los hombres.

– ¿A dónde?

– A alguna parte de los bosques, a liar leña.

– ¿Cuánto hace que se fueron?

– Salieron al terminar el desayuno -respondió, sin interés.

– ¿Dónde están las mujeres?

– En las cabañas, limpiando.

Scott no le contó a nadie de su encuentro con el fantasma, pero al día siguiente, cuando llevó a Zach y a Willy al mercado de ganado, donde esperaba encontrar caballos de tiro y un pony para el chico, no lograba concentrarse en los asuntos que tenía que atender.

– Willy -preguntó, en tono despreocupado, mientras recorrían los cobertizos inspeccionando los caballos-, ¿fuiste al bosque ayer, inmediatamente después del desayuno?

– Sí.

– ¿Y regresaste a la casa antes de la cena?

– No.

– ¿Leatrice hizo tu cama antes de que te fueras?

– No.

Eso significaba que la huella en la cama no era del cuerpo de Willy. ¿De quién, entonces?

– ¡Oh, mira ese! Ése es el que quiero. ¿Puedo quedarme con ese, Scotty? ¿Puedo?

El entusiasmo de Willy y la aprobación de Zach hacia un potro ruano de un año acabaron con las especulaciones de Gandy y lo obligaron a devolver la atención a la tarea de elegir caballos para Waverley.

Confiaba por completo en el criterio de Zach y, al final de la jornada, compró el ruano para el niño.

– Se llamará Major -afirmó Willy.

También adquirió un equipo de caballos de tiro pintos y dos de montar: un potro llamado Prince, y una yegua, Sheba.

A partir de entonces, se hizo frecuente ver a Willy rondando por los establos, pegado como una garrapata a los pantalones de Zach, abrevando a los caballos, bombardeándolo a preguntas, llevándole a Major golosinas que sacaba de la casa, haciéndolo girar en círculos en el medio del corral con una cuerda larga, como le había enseñado Zach.

Scott casi había olvidado el incidente del cuarto de los niños hasta un día en que se dirigía al cuarto del baúl a revisar la ropa que pensaba exhumar. Al pasar ante la puerta del dormitorio, oyó a Willy hablando con alguien. Retrocedió y miró dentro. Willy estaba sentado en el suelo, los tobillos hacia afuera, construyendo una torre de bloques, conversando con… nadie.

– …y Gussie vive en Kansas, donde antes vivía yo. Ella tiene a mi gato. Se llama Moose. Gussie vendrá para Navidad, y Zach dice que cazaremos un pavo salvaje para la cena de Navidad.

– Willy, ¿con quién estás hablando?

Curioso, Scott espió dentro.

– Ah, hola, Scotty -lo saludó, echando una mirada sobre el hombro antes de colocar otro bloque en la torre.

– ¿Con quién estabas hablando?

– Con Justine -respondió, tranquilo, y luego canturreó un trozo de «¡Oh, Susanna!»

– ¿Justine?

– Ahá. Viene a jugar conmigo a veces, cuando llueve y tengo que quedarme adentro.

Scott echó un vistazo a los cristales de las ventanas: una cortina de agua los bañaba, oscureciendo todo lo que había más allá. Entró en la habitación, se acuclilló junto a Willy y apoyó los codos en las rodillas.

– ¿Mi hija, Justine?

– Ahá. Es agradable, Scotty.

Scott experimentó el primer instante de temor, no porque la casa pudiese estar embrujada pues, a fin de cuentas, era un hombre razonable que no creía en fantasmas, ¿no?, sino porque, al parecer, Willy creía que éste era mortal.

– Justine está muerta, Willy.

– Ya lo sé. Pero le gusta estar aquí. A veces, viene a visitarme.

Scott miró alrededor, desconcertado. La torre se derrumbó, y Willy comenzó a construirla de nuevo, canturreando feliz.

– ¿Te acuerdas del pequeño cementerio que está al otro lado del camino? -preguntó Scott.

– Claro. Estuve allí con Andrew y Abraham cuando cortaron la hierba y lo limpiaron.

Aunque esto era una novedad para Gandy, lo disimuló y prosiguió:

– Entonces, sabes que Justine está enterrada ahí.

– Lo sé -respondió Willy, alegre.

– Si está enterrada allá, no puede venir aquí a jugar contigo. No es más que tu imaginación, Willy.

– Sólo viene a este cuarto, porque era de ella.

Si bien Scott nunca se lo había dicho, el chico era lo bastante inteligente para comprender que un cuarto con un caballo mecedora era para niños.

– ¿Le dijiste a Leatrice que hablabas con Justine?

Willy lanzó una carcajada musical como el resonar de un pandero:

– Leatrice pondría los ojos en blanco y saldría corriendo como si hubiese una víbora suelta, ¿no?

Scott sonrió, también, pero luego se puso pensativo:

– Si no te molesta, hijo, no se lo cuentes a Leatrice. Ya tiene bastante con organizar esta casa.

– Está bien.

Willy no daba señales de estar preocupado por que le creyese la experiencia.

– Y otra cosa. -Scott se levantó y contempló la coronilla del niño-. ¿Quién te dijo que Gussie vendría para Navidad?

– Tú dijiste que podría verla alguna vez.

– Pero no vendrá para Navidad, hijo.

– Pero, ¿por qué no?

Cuando Willy alzó hacia él los ojos castaños, decepcionados, Gandy buscó una respuesta.

– No vendrá, eso es todo.

– Pero, ¿por qué no?

– Porque, hasta que estén listas las cabañas, la casa está repleta. Y estamos ocupados preparando todo para los invitados. Todavía hay mucho que hacer.

– Pero dijiste…

– Lo siento, Willy, la respuesta es no.

Willy volteó la torre con un manotón enfadado.

– ¡Me mentiste! ¡Dijiste que podía venir!

– ¡Basta, Willy!

Scott se dio la vuelta y salió del cuarto ceñudo, fastidiado por la insistencia del niño. ¡En verdad, por qué no! Porque Agatha representaba para Scott una complicación en la vida, que en ese momento no necesitaba. Porque si la veía otra vez, la despedida sería más dolorosa que la primera. Porque si Willy volvía a verla, habría más lágrimas y penas cuando se separasen.

Además, ya tenía suficiente con aceptar la idea de que la casa era visitada por un fantasma. El sentido común le indicaba que no podía ser Justine.

Sin embargo, tres noches después, a Scott lo despertó de un sueño inquieto la sensación de una voz en la oscuridad. Al principio, cuando intentó abrirlos, le pareció que tenía los ojos como pegados con cera. Alguien gemía con sollozos tristes, infantiles. Tenía que ayudarla… ayudarla… salir de ese estado ambiguo… de este mundo nebuloso, a la deriva…

El sollozo creció. Abrió los ojos: el cuarto estaba sumido en la oscuridad total.

– Ayúuudamee… -suplicó una voz lastimera.

Scott se despertó como si lo hubiese atravesado un rayo. Se incorporó y se inclinó sobre Willy. Pero el chico estaba de costado, las manos relajadas en el sueño, la respiración regular como el golpe de un metrónomo.

Otra vez, se escuchó un sollozo, más cerca.

Scott se apoyó en las manos y escudriñó en las sombras.

– ¿Quién está ahí?

El gemido se acercó, sintió el roce suave de un aliento en la mejilla y se quedó paralizado. El cuarto se llenó de un perfume floral, difícil de identificar.

Intentó penetrar la oscuridad con la mirada, pero nada se movió. No vio sombras ni figuras pálidas. Sólo el sonido penoso, suplicante, el lloriqueo de una niña que rogaba otra vez:

– Ayúuudamee.

– ¿Justine? -susurró, mirando a los lados.

Un movimiento en la manta, sobre su pecho, como si alguien pasara una mano buscando el borde, como si quisiera apartarla para meterse debajo.

– Justine, ¿eres tú?

El sonido cesó, pero el perfume permaneció.

– Es porque estamos en tu cama… ¿verdad?

Se hizo el silencio, sólo interrumpido por la respiración regular de Willy. Una vez más, Scott sintió que la presencia no tenía intenciones claras, sólo una inquietud que él ansiaba calmar.

– ¿Justine?

Era invierno, las ventanas y la puerta de la galería estaban cerradas, pero una brisa suave como un suspiro atravesó el cuarto, llevándose consigo el perfume y la presencia.

Scott se enderezó, estiró una mano y tocó: nada.

– ¿Justine?

A su lado, Willy se removió, resopló y se dio la vuelta. La presencia se había ido.

Scott se recostó, subió las mantas hasta las axilas, y miró hacia el techo en medio de la negrura absoluta. ¿Qué otra persona podía ser? Y si hubiese tenido intenciones de hacerles algún daño, ¿acaso no lo habría manifestado, de algún modo? Cerró los ojos, y la imaginó como una hermosa niña rubia. Justine, hija mía, cuánto te quisimos y te amamos. Lo recuerdas, ¿verdad?

Cerró los ojos, pero los abrió por un instante, inquieto perplejo, pero abandonado ya todo escepticismo.

A medida que se aproximaba la Navidad, Scott olvidó momentáneamente al fantasma, al tiempo que Willy insistía cada vez más para que Agatha estuviese en Waverley para esas fiestas.

– Pero la echo de menos -se quejaba, como si fuese lo único que hacía falta para cumplir sus deseos.

– Ya lo sé, Willy, pero no tengo tiempo de llevarte a Kansas en tren, y eres demasiado pequeño para ir solo.

– ¡Dijiste que podía! -se obstinó, proyectando el labio hacia afuera y golpeando con el pie-. Dijiste que podría ir a verla cuando quisiera.

Scott se impacientó.

– Estás malinterpretando mis palabras, muchacho. Nunca dije que podrías ir cuando quisieras. ¡Por el amor de Dios, si sólo hace un mes que la viste!

– No me importa. ¡Quiero ver a Gussie!

Adoptó su expresión más repugnante y unas lágrimas enormes bajaron de los párpados. Scott estaba convencido de que podía hacerlo a voluntad. Hasta el momento, el pequeño fastidioso nunca había sido tan exigente.

– Muchacho, no sé por qué crees que puedes andar dando patadas y haciendo pucheros para conseguir lo que deseas, pero conmigo no resultará, de modo que tienes que terminar, ¿me oyes?

Willy salió corriendo de la oficina, cerró la puerta de un golpe con tanta fuerza que hizo balancear la lámpara que colgaba de una cadena.

– ¿Qué demonios le sucede? -murmuró Gandy.

Cuatro días antes de Navidad, Willy recibió un regalo de Gussie: un ganso relleno hecho a mano de suave franela blanca, con el pico anaranjado de fieltro y los ojos bordados. Otra vez, Willy reanudó las exigencias, que terminaron con una discusión entre los dos y con el chico que se alejaba llorando.

Scott echó una mirada ceñuda a la puerta y se agachó a recoger la nota de Agatha, que había dejado caer al suelo. La leyó, molesto. Era sólo para Willy, con un breve agregado en el que decía:

Dales a todos saludos de mi parte, y deséales feliz Navidad. A Scott, también.

«A Scott, también», como si para ella fuese nada más que algo que recordaba al pasar. Esto le provocó una furia que no entendió, ni pudo sofocar.

La Navidad de 1880 tendría que haber sido una de las más felices de su vida, pues estaba de regreso en Waverley. La mansión estaba adornada con muérdago y acebo, y ardía el fuego en todos los hogares. La casa resplandecía de cera de abejas y bullía de vida. Zach había cazado un pavo salvaje y Leatrice estaba preparándolo con relleno de castañas y todas las guarniciones, como en los viejos tiempos.

Pero Scott pasó esas fiestas desasosegado y amargado, tirado en un sillón de cuero en el vestíbulo del frente, sorbiendo ponche de huevo y contemplando, abatido, la alcoba nupcial. Tenía junto a él a todos los que amaba, ¿verdad? Y sin embargo, su mente volvía a una vieja construcción de madera en una helada calle de barro de Kansas, donde el viento aullaba, la nieve revoloteaba, y una mujer sin un alma para acompañarla pasaba la fiesta sola en un apartamento pequeño, triste y oscuro.

En enero, Willy se puso cada día más travieso y exigente. Lloraba por Agatha casi todas las noches, y pasaba más tiempo conversando con «Justine». Como Scott supuso que un amigo ayudaría a que el niño estuviese mejor, lo llevó al pueblo a conocer al nieto de Mae Ellen Bayles, A. J. Pero los dos niños no se llevaban bien, y se impacientó más aún con Willy.

En febrero, por fin Scott y las mujeres se pusieron a revisar la colección de ropa del ático. Sacaron de allí una auténtica mina de oro en vestidos, que las muchachas podían usar para dar un aire genuino cuando bailaran en el salón, ante los huéspedes que pagaban. Pero ninguno de ellos cubría los pechos generosos de Jube y, cuando trató de arreglar uno, lo estropeó por completo.

Los comentarios sarcásticos de Scott duraron varios días Los establos estaban inmaculados, en las cuadras había caballos suficientes para hacer el recorrido hacia y desde la estación de trenes, y también para que los huéspedes cabalgasen por placer. Los equipos habían sido aceitados y, cuando era necesario, reemplazados. La fábrica estaba abarrotada de hielo, traído desde el pueblo a donde había llegado en un vagón de carga, conservado en serrín. El ahumadero lanzaba un lento flujo de humo de nogal. Dos docenas de gallinas rojas Rhode Island picoteaban en un corral cercado, y un par de vacas blanquinegras mantenían corta la hierba del prado, y proporcionaban leche y manteca. Hasta la vieja balsa chirriante había sido arreglada, con el propósito de llevar a los huéspedes al otro lado del río para hacer un picnic en la otra orilla. Y, como toque final, Scott había hallado un par de pavos reales para adornar el prado verde esmeralda. Todo era perfecto…

Todo, menos el mismo Scott. Estaba malhumorado, insoportable. Cualquier habitante de la casa que lo mirase torcido, recibía una mala contestación. Iba de aquí para allá taconeando sobre los suelos de madera dura, como para advertir a todos que se apartasen de su camino. Les gritaba a los hombres y miraba de mal modo a las mujeres, y le dijo a Leatrice que si no se quitaba ese «saquillo maloliente», le retorcería el pescuezo. Culpaba de su malhumor a Willy. ¡Estaba convirtiéndose en un chiquillo malcriado! Tal vez, por andar tanto tiempo cerca de Leatrice e imitar sus modales. El modo de hablar del niño se había vuelto deplorable y, de vez en cuando, se le escapaba una profanidad aprendida de las chicas, que no siempre cuidaban su lenguaje como debían cuando lo tenían cerca. Todos lo malcriaban de una manera abominable, y cuando Scott se cruzaba con él, se ponía áspero, sarcástico, o las dos cosas. En enero había cumplido seis años y tendría que ir a la escuela, pero a menos que alguien lo llevase todos los días al pueblo, no había modo de que recibiera las lecciones, y nadie estaba dispuesto a enseñarle siquiera a ocuparse de sus cosas. Cuando Srott se lo ordenó, Willy salió corriendo, diciendo que Leatrice le haría la cama y recogería la ropa.

Entonces, un día, las chicas arruinaron otro vestido. Cuando Scott se enteró, irrumpió en el vestíbulo de abajo que también se usaba como salón de costura, y las regañó:

– ¡Maldición! ¿Cuántos vestidos creéis que puedo sacar de ese ático? ¡Si Agatha estuviese aquí, no habría hecho semejante destrozo con éste!

Fue Jube la encargada de espetarle lo que todas pensaban.

– ¡Bueno, pues, si Agatha puede hacerlo mejor, trae a Agatha! Es lo que tienes metido bajo la piel desde que salimos de Kansas, ¿no es cierto?

El semblante de Gandy cambió repentinamente. Dio la impresión de que se le aguzaban los pómulos, se le afinaba la boca, y los ojos se volvían mortíferos, como estoques. Apuntó con un dedo a la nariz de Jube.

– ¡Será mejor que tengas cuidado con lo que dices, Jube! -refunfuñó.

– Bueno, ¿no es verdad?

Con los brazos en jarras, le acercó la cara.

Gandy apretó la mandíbula, y se le contrajo un músculo de la mejilla izquierda.

– Sabes que puedo echarte de aquí -le advirtió, en voz destemplada.

– ¡Ah, claro, y eso resolvería tu problema!

Gandy se volvió bruscamente hacia la puerta.

– ¡No sé de qué diablos estás hablando!

– ¡Estoy hablando de la señorita Agatha Downing! -Tomándolo del codo, lo hizo volverse otra vez-. Desde que la dejaste, estás hecho una fiera, y cada vez es peor.

Gandy echó la cabeza atrás y soltó una risotada amarga.

– ¡Agatha Downing! ¡Ja! -Miró, furioso, a Jube, y espetó-: ¡Estás loca! Agatha Downing, ¿esa… esa pequeña sombrerera remilgada?

– Pero, por supuesto, eres demasiado cabeza dura para admitirlo.

Se soltó de un tirón.

– ¿Desde cuando soy cabeza dura, Jubilee Bright?

– ¡Desde que yo soy costurera, LeMaster Scott Gandy! -Pateó el vestido que estaba tirado en el suelo, y se volvió hacia él con mirada combativa-. ¿Sabes?, estuvimos despellejándonos vivos trabajando, refregando suelos, encerando… ¿quieres saber cuántos husos hay en esa condenada baranda? -Hizo un ademán hacia el pasillo-. ¡Setecientos dieciocho! ¡Lo sabemos, porque nosotros fuimos quienes los aceitamos! Tus antiguos esclavos vinieron a ayudar, magnífico, pues la ayuda nos vino bien, e hicimos lo que se nos ordenó, y las cabañas están habitables otra vez. Y pelamos cebollas cuando Leatrice nos lo indica, y lavamos la ropa de cama cuando lo ordena, y lustramos los bronces. Y ahora, a Ivory se le ocurrió la absurda idea de que todos nosotros plantemos algodón en uno de los campos para esta primavera, sólo para darle un toque de preguerra a la propiedad. Bueno, hice todo eso, y quizá termine plantando algodón también. ¡Pero no sé un comino de costura, LeMaster Gandy! -Lo pinchó en el pecho-. ¡Y sería conveniente que lo recuerdes! -Giró, le dio otra violenta patada al vestido y cayó en un sofá que estaba cerca. Apoyándose en los codos, enganchó un pie detrás de la rodilla y proyectó los pechos hacia adelante-. Soy una ex prostituta, Gandy. A veces, creo que lo olvidas. Estoy acostumbrada a trabajar en posición reclinada, con ropas que no llevan tanto trabajo como éstas. -Con la voz convertida en un murmullo sedoso, continuó-: Yo lo usaré, mi amor, pero será mejor que consigas a otra persona para que me lo arregle. Y si esa persona es Agatha Downing, mejor. Tal vez logre endulzarte un poco el carácter.

Ruby estaba sentada en una silla, con las piernas cruzadas, un pie balanceándose, una ceja más levantada que la otra. Pearl también estaba sentada, indolente, sin prestarle atención al vestido que estaba cosiendo cuando entró Scott.

Nunca había visto a tres ex prostitutas más tercas. Eran más difíciles de tratar que una sequía de diez años. Echando una mirada al vestido que Pearl había dejado, comprendió que podría con ellas mientras se mantuviesen juntas. Ahogando una maldición, salió del cuarto.

Era un día de fines de febrero, y la primavera había enviado sus heraldos. Zach parecía un herrador de caballos tan bueno como el padre, y les enseñaba, no sólo a Willy sino también a Marcus, todo lo que sabía sobre los caballos, Marcus había descubierto que le encantaba trabajar con los animales. Igual que él, no podían hablar pero, de todos modos, se hacían entender. Ese día, la pequeña Sheba de dos años estaba ansiosa por salir y pateaba con las patas de atrás. El par de juiciosos animales de tiro parpadeaban, perezosos, en el sol que entraba por la ventana cuando les llevaba agua. Y Prince, el inquieto potro de Scott, bueno… tenía otra clase de ideas. Su vigor estaba en ascenso, las fosas nasales dilatadas. Las orejas erguidas y la cola castaña arqueada, al oír el relincho de Cinnamon, la yegua que Scott acababa de comprar, que cabriolaba por la pista al aire libre, y sacudía la cabeza, invitándolo.

Zach había dicho a las cuatro en punto, en cuanto Scott regresara del pueblo, a donde había llevado al niño de visita, mientras él controlaba el precio de la semilla de algodón.

Ya no falta mucho, Prince, pensó Marcus, deseando poder decirle al potro impaciente, que ya tenía el falo medio distendido y le colgaba, grueso como el brazo de un hombre.

– Marcus.

Se sobresaltó, y giró hacia la puerta. Ahí estaba Jube, en la luz, con un vestido azul tan sencillo como el de cualquier doncella. El cabello platinado estaba recogido en un nudo flojo y un chal tejido le rodeaba los hombros.

Hizo un ademán de saludo y corrió hacia ella, con la esperanza de detenerla en ese extremo del cobertizo, lejos de Prince con su resplandeciente miembro expuesto.

– Estaba buscándote.

Tenía la expresión seria cuando Marcus se paró delante cortándole el paso.

Estaba hermosa, con mechones sueltos en las sienes y esa boca suave. El corazón se le aceleró, y la adoró en silencio.

– ¿Podemos hablar? -preguntó la muchacha.

Le encantaba que dijera cosas como esa, como si él no fuese diferente de otros hombres. Asintió, y Jube, tomándolo del brazo, comenzó a pasearse con él junto a los pesebres, con la vista baja.

– Ayer tuve una pelea con Scott. -Marcus se detuvo, frunció el entrecejo, interrogante, y agitó la mano, para llamarle la atención. Prosiguió con calma-. Nunca habíamos peleado, pero ésta estuvo cocinándose durante mucho tiempo. Estalló a causa de un vestido que estropeé tratando de arreglarlo. Sin embargo, no fue por eso en realidad. Fue con respecto a Agatha. -Ante la expresión asombrada del joven, rió con suavidad y luego prosiguió el paseo, tomándolo del brazo-. Sí, esa Agatha. Yo creo que está enamorado de ella, pero no puede admitirlo, y por eso está volviéndonos locos a todos. ¿Notaste lo gruñón que está últimamente? ¿Y cómo nos trata? Bueno, por mi parte, ya me harté. Le dije, en términos bastante poco dignos de una dama, que no estaba acostumbrada a trabajar tan duro como nos pide que lo hagamos. Le dije que tendría que traerla aquí y que, así, tal vez, se volviese más tratable.

Marcus oprimió el brazo de Jube. Señaló hacia Kansas y después, adonde estaban ellos.

– Sí, aquí. -Levantó el rostro y le apoyó las manos en los codos-. Marcus, nunca me lo preguntaste, pero yo voy a decírtelo. Se trata de Scott y de mí. Fue desde antes de que nos fuéramos de Kansas. Para ti, ¿es importante?

Marcus tragó saliva, sintió que enrojecía y el corazón comenzó a golpear con fuerza.

– Yo creo que eres demasiado honrado como para tomar ninguna iniciativa conmigo mientras pienses que Scott tiene algún derecho. -Una vez pronunciadas las palabras, le dio pudor. Las mejillas le ardieron y, moviendo los hombros, se dirigió sin advertirlo hacia el pesebre de Prince-. Oh, Marcus, sé que no me corresponde decirlo, pero si espero hasta que…

El muchacho se abalanzó y la tomó del codo antes de que pudiese mirar dentro del pesebre. Jube giró la cabeza y los ojos se encontraron. La apretó con más fuerza y sacudió la cabeza: era una orden.

– ¿No? -pronunció Jube-. ¿No lo digo? Pero, ¿por qué? Uno de los dos tiene que decirlo.

Los ojos de Marcus volaron de ella al pesebre, y otra vez hacia Jube. Negó con la cabeza con más firmeza, sin saber cómo hacerle entender que no eran las palabras de Jube lo que objetaba.

– ¿Qué? -Miró atrás sobre el hombro y obtuvo una clara imagen del pesebre y del potro que aguardaba en él-. ¡Oh! -exclamó, dilatando los ojos.

Prince retrocedió y pateó, y el miembro se sacudió, lujurioso. Jube y Marcus quedaron paralizados, en una situación tan incómoda que tuvieron la sensación de que el aire se agitaba alrededor de ellos, levantando las motas de polvo que giraban en los rayos oblicuos de luz dentro del establo.

Entonces, Zach habló desde la puerta y se separaron de un salto.

– Será mejor que os alejéis del pesebre. Los caballos en ese estado son peligrosos cuando huelen a la hembra en celo.

De pronto, Scott siguió a Zach doblando la esquina y entró en el establo a paso vivo, sin duda con la mente en los asuntos que tenía por delante.

– Mejor déjalo salir, Zach. No tiene sentido dejar que el potro tire abajo el pesebre. Marcus, Jube -agregó, como al pasar-, si queréis mirar, es preferible que lo hagáis desde fuera, del otro lado de la cerca de la pista. Cuando salga, tendrá prisa.

Marcus y Jube salieron y se detuvieron junto a una cerca blanqueada, alejados de los demás, que también habían salido de la casa para mirar. El potro excitado, Prince, salió trotando por la rampa de piedra hacia el corral con la cola arqueada como un sauce mecido por el viento, la poderosa cabeza alta, las fosas nasales dilatadas. Se detuvo a buena distancia de Cinnamon, las patas delanteras clavadas, los ojos turbulentos. La yegua y el potro se enfrentaron, inmóviles, durante lo que parecieron minutos. Él dio un resoplido. Ella se volvió. Corno si estuviese furioso por su indiferencia, Prince levantó la cabeza y lanzó un relincho largo y fuerte y sacudió la cabeza hasta que la melena se revolvió.

El relincho hizo que Willy, sentado sobre la cerca, con Scott detrás rodeándolo con el brazo, preguntase:

– ¿Por qué hace eso, Scotty?

– Está llamándola. Ahora se aparearán, obsérvalos. Así es como se forman los potrillos en el útero de la yegua.

Por el momento, todo hacía pensar que nada se formaría en ninguna parte. Cinnamon se mantenía ajena. En el extremo más lejano del corral, hacía cabriolas para un lado y otro, hasta donde la cerca se lo permitía. Cada vez que se volvía, se lanzaba adelante y se dejaba caer de tal modo que la melena revoloteaba. Altiva, pero inquieta al mismo tiempo, mantenía lejos a Prince corriendo en una y otra dirección, junto a la cerca.

Prince resopló, pateó la tierra blanda, agitó la cabeza majestuosa y, con ella, el falo también majestuoso.

Cinnamon le volvió grupas, la cola enarcada exhibiendo los genitales inflamados, que ya brillaban. El aroma llegó al potro, fuerte y cálido, y le latieron las fosas nasales y se le estremeció la piel.

Dio seis pasos, hasta que ella hizo un gesto de advertencia hacia él. Cuando el potro se detuvo, el órgano distendido se hundió, como si estuviese montado sobre resortes. La yegua se movió hacia la izquierda. Él también. Se movió hacia la derecha. La bloqueó otra vez y se aproximó, imperioso, como el señor a su dama.

Cinnamon no quiso saber nada y, con un brusco resoplido y una arremetida, lo rodeó, le mordió el flanco y se alejó corriendo.

Al oírlo quejarse, se volvió y los dos se miraron desde puntos opuestos del corral, erguidos y armoniosos, la piel oscura brillando al sol poniente, las colas quietas. Un par de moscardones azules revolotearon juntos sobre la pista, como si quisieran enseñarles lo que debían hacer.

Nuevamente, Prince avanzó, ahora con cautela, de a un paso por vez. En esta ocasión, la yegua relinchó levantando la nariz en el aire, esperando, esperando, hasta que él se le acercó, olfateándole los cuartos traseros. Bajó la cabeza y ella se quedó quieta para que su aroma llegara a la nariz de él. Luego, se dio la vuelta y lo mordió de nuevo, para después apartarse.

Los espectadores sintieron que la tensión llegaba a su punto culminante. Todas las palmas apoyadas sobre la cerca estaban húmedas, todas las espaldas, rígidas. Igual que en la naturaleza humana, había un punto a partir del cual la hembra ya no podía provocar más, sin hacer que la excitación del macho llegara a un nivel insoportable. Cuando rodeó de nuevo a Cinnamon, la erección de Prince había alcanzado proporciones sorprendentes y se dispuso a atacar.

Basta de toda esta excitación de alto vuelo, señora, parecían decir sus movimientos. Llegó la hora.

Avanzó indomable, dominante, y la encerró en una esquina. Después de todo el juego de evasivas que desplegó, la rendición de Cinnamon fue asombrosamente dócil. Se quedó inmóvil como la tierra misma, y lo único que movía eran los ojos, siguiendo a Prince en la iniciativa final. Las narices aterciopeladas casi se tocaron. Los vellos ásperos se agitaron cuando se bramaron uno a otro. Después, Prince trotó alrededor hasta quedar detrás de la yegua, retrocedió una vez, mientras ella lo esperaba, dócil. El miembro halló el resbaladizo objetivo y las potentes patas delanteras la flanquearon, mientras se hundía hasta la ingle.

En el momento del impacto, la yegua lanzó un alto relincho retumbante que pareció sacudir los árboles del huerto y estremecer la piel de todos los humanos que lo oyeron.

El acoplamiento tuvo algo de majestuoso y primario. Marcus y Jube lo sintieron, y quedaron deliciosamente excitados. Estaban con los antebrazos apoyados en la cerca, los codos tocándose, y contemplaban al potro que montaba y a la yegua que relinchaba ante ellos. Nunca se habían sentido tan conscientes uno del otro.

En la vida de Jube, hubo innumerables ocasiones en que se requería excitación, pero nunca la vivió de manera tan intensa como la que la invadía en ese momento. En la de Marcus, hubo pocas ocasiones, pero se sintió del mismo modo. Cuando Prince percibió el aroma de Cinnamon, él sintió el de Jube. Desde el punto en que se tocaban los codos, parecía surgir una corriente que los recorría hasta las extremidades. La deseaba con una fuerza tan primaria como la de Prince. Pero, si la abordaba en ese momento, ¿no pensaría que era sólo la excitación provocada por el espectáculo de los animales? Si pudiera decirle: No es por ellos, Jube, es porque te amé desde antes de que tú lo supieras. Si pudiese decirle: Te quiero para solaz del corazón tanto como del cuerpo, y porque creo que eres la única capaz de brindármelo. Si pudiese decir: Jube, Jube, te amo más de lo que ningún hombre te ha amado jamás, y puedo imaginarlos a todos, a todos los que te dieron placer antes y, sin duda, mejor que yo.

Pero no podía decir nada de eso pues tenía el corazón encerrado en un cuerpo sin voz, y sólo podía estar junto a la mujer que amaba, y palpitar.

La semilla de Prince estaba sembrada. Salió de Cinnamon brillante, mojado, dejando vestigios del acople en la grupa resplandeciente de la yegua.

Pearl se apartó de la cerca y fue caminando con Leatrice, hacia la casa. Jack se dirigió hacia la pila de leña. Gandy levantó a Willy y se lo llevó, respondiendo preguntas. Uno por uno, se fueron todos, hasta que sólo quedaron Jube y Marcus.

Entre ellos se hizo un silencio tenso.

– Te ayudaré con lo que estabas haciendo en el cobertizo -se ofreció Jubilee.

Se volvió, y fue caminando hacia el establo, preguntándose si al fin Marcus tomaría la iniciativa, y el joven la siguió. Había manifestado con tanta claridad como el cielo azul que tenían sobre sus cabezas que lo quería en todos los sentidos de la palabra, pero era tímido y, sin duda, lo hacía vacilar el pasado de Jubilee. Mientras caminaba junto a él, lo lamentó.

Existían maneras audaces de acariciar a un hombre, de provocarlo. Y ella las conocía todas. Pero precisamente por eso no quería emplearlas con Marcus. Si se unían, quería que fuese por amor, no sólo por lujuria. Y que fuese él el que diese el primer paso.

El cobertizo estaba en silencio. Lo único que se movía eran las motas de polvo en el pasadizo entre los pesebres. Olía a cuero, a heno y a la plácida fecundidad que parecía haber penetrado la madera, aún años después de que se hubiesen ido los caballos.

Jube se detuvo en el pasillo, y Marcus detrás de ella. Contempló el mentón caído, las finas hebras del cabello angelical atrapadas por el cuello del vestido azul, la deformación del chal tejido que Jube estiraba con los puños apretados. En las vigas del techo, un par de golondrinas de alas azules y pechos color albaricoque revoloteaban construyendo un nido de barro.

– Marcus. -La voz de Jubilee sonó suave, dolorida-. ¿Es porque fui prostituta?

¿Eso era lo que pensaba? Oh, se había afligido creyendo que eso le importaba…

La hizo girar tomándola de los hombros y sacudió las manos delante de los ojos de Jube, negando apasionadamente con la cabeza. No, Jube, no. Es porque… porque… El anhelo físico no era nada comparado con el que sentía por poder decir lo que sentía: Porque te amo.

Cuando se lo dijo, lo hizo con movimientos duros, musculares, forzados por la ira concentrada que le provocaba la incapacidad que le tocó en suerte. Se tocó el pecho, se golpeó el corazón con el puño, y tocó el de ella con la yema del dedo: Te amo. Hizo gestos alocados, como si quisiera borrar todo lo que habían visto en el corral… no aquello, esto. Volvió a gesticular: Yo… te… amo.

Se arrojó en sus brazos tan abruptamente, que lo hizo retroceder un paso. Poniéndose de puntillas, lo besó apoyando todo el cuerpo contra el de Marcus, aunque los brazos del joven la atrajeron hacia él, como deseaba hacía mucho tiempo. Y la lengua que no podía hablar dijo poemas al recorrer el interior de la boca de ella. Y las manos, convertidas en las transmisoras de sus mensajes, transmitieron el más importante de todos aferrándola contra su corazón palpitante, acariciándole la espalda, la cintura, la cabeza. Jube se apartó, y le rodeó las mejillas con las manos, mirándolo con ojos intensos y oscuros.

– Marcus, Marcus, yo también te amo. ¿Por qué esperaste tanto para decirlo? Te amo desde aquel día del picnic quizá desde antes.

Marcus deseó poder reír, conocer el alivio embriagador de ese sonido contra el pelo sedoso de ella. Como no podía, la besó. Una y otra y otra vez… un rimero de besos impacientes que le decían todo lo que sentía. Y mientras se besaban, le apoyó una mano en el pecho adorándola, acariciándola. Las de ella le acariciaron el cabello, la espalda, la cintura. Marcus se topó con los botones del cuello, los desabrochó y metió una mano deslizándola sobre la piel tersa. Las de Jube bajaron por la espalda, hasta que los cuerpos de los dos comenzaron a moverse uno contra otro.

¡Me ama!, se maravilló la muchacha. En verdad, Marcus me ama.

¡Ella me ama!, se regocijó él. Jube, en verdad me ama.

Pero no quería poseerla en el establo, como si ellos también fuesen animales en celo. Jubilee merecía algo mejor, y lo mismo Marcus, después de haber esperado tanto tiempo.

Aferrándola de los hombros, la apartó de él. Igual que Prince, tenía las fosas nasales dilatadas, los ojos turbulentos. Como Cinnamon, Jube se mostraba dócil, expectante, los labios entreabiertos, el aliento escapándose de entre ellos en rachas breves y duras.

Marcus señaló un pesebre vacío y cortó el aire con la mano: aquí no, así no. La hizo girar, le abotonó el vestido, acomodó dos hebillas sueltas en el cabello, y la arrastró hacia la puerta, antes de que pudiese adivinarle las intenciones. A grandes pasos, sosteniéndola con firmeza de la mano, la hizo cruzar la hierba pisoteada que cubría el camino entre el cobertizo y el patio, pasar junto a los gastados rieles que unían los edificios exteriores, a los jardines ornamentales y los inflados pavos reales, que levantaron la cabeza como si los observaran al pasar. Subieron los escalones de atrás, cruzaron la galería y entraron en el amplio vestíbulo, donde los pasos de los dos hicieran eco cuando subían las escaleras.

Scotty salió de la oficina leyendo una carta:

– Oh, Marcus, ¿te molestaría…?

La pregunta se desvaneció antes de terminar. Su mirada atónita siguió a la pareja cuyos pasos resonaban al subir la magnífica escalera, Marcus tironeando a Jube tras él. Jube miró a Scott sobre el hombro y se ruborizó hasta la raíz del cabello. A continuación, desaparecieron tras un giro de la escalera, y Gandy se retiró al interior de la oficina, cerró la puerta y sonrió para sí.

Arriba, Marcus llevó a Jube directamente a su propio dormitorio, que compartía con Jack. La hizo entrar y, sin dificultad, aferró un enorme armario que parecía requerir una fuerza enorme para moverlo. Lo arrastró hasta delante de la puerta como si fuera de juguete. Pero el chirrido resonó en toda la casa.

Se volvió, jadeando, y se topó con una sonrisa burlona en el semblante de la muchacha.

– Raspaste la cera del suelo -dijo en voz suave-. Leatrice nos hará pasarla otra vez.

La respuesta del hombre consistió en soltar dos botones de la camisa, sacar los faldones de los pantalones y después, cruzar la habitación para levantarla. La llevó hasta la cama victoriana y cayó con ella sobre los suaves cobertores. Con el primer beso, su mano encontró el pecho, y antes de que terminase, estaba apretándola contra el colchón. Con el cuerpo de Marcus tendido junto a ella, Jube supo que en el trayecto entre el cobertizo y esa habitación, nada se había perdido.

La única clase de amor que Marcus conoció, fue comprado. Pero éste… por algún milagro lo había ganado. Con cada caricia, le demostró cuánto la valoraba. Su Jube, su hermosa e inaccesible Jube, a la que, a fin de cuentas, había accedido. Ella murmuraba en su oído, volcando en él las palabras de los dos que sólo uno podía pronunciar. Él habló con sus manos voraces, su boca que la idolatraba, sus ojos elocuentes. Cuando quedaron desnudos, la adoró cabalmente. Los demás hombres disponían de las palabras, que podían emplear para seducir y provocar. Como él no las tenía, usaba sólo su cuerpo.

Pero lo usó con tal habilidad, que Jube oyó su voz en cada lánguida caricia.

Jube, mi bella Jube. ¡Cuánto amo tu cabello, tu piel, tus ojos, tus pestañas oscuras, tu nariz adorable, labios hermosos, cuello suave, tus pechos, el lunar que hay en medio de ellos, la sombra, tu estómago tan blanco, y esto… esto, también, Jube… ahhh, Jube!

En el pasado, a menudo fingió pasión, pero con Marcus no fue necesario. Lo que sentía por él convirtió el acto, por primera vez, en un acto de amor.

Y cuando se cernió sobre ella y unió los cuerpos con un sólo impulso fluido, fue tan inevitable como el acoplamiento de las golondrinas en las vigas, las moscas en el aire, los caballos en el corral.

Cuando acabó, después de que llegaron a la cresta de la ola y pasaron más allá, descansaron con las frentes sudorosas pegadas. Jack trató de abrir la puerta y se alejó, rezongando, y el olor de pescado frito subía desde el comedor, y la voz retumbante de Leatrice les advirtió que se les hacía tarde para la cena, rieron mirándose en los ojos, y se abrazaron. Entonces, Marcus supo que no eran como Prince y Cinnamon. No podían separarse y seguir cada uno su camino como si eso significara poco más que la saciedad de un impulso animal.

Excitado, Marcus saltó de la cama tan bruscamente que Jube gritó y se abrazó. Tenía que preguntárselo en ese momento, antes de que bajaran a cenar. Frenético, buscó lápiz y papel en el armario, en los bolsillos de la chaqueta que se había sacado, en los cajones, sobre la mesa de refectorio que había entre las ventanas. Por fin, impaciente, apartó la pantalla de la chimenea, encontró un pedazo de carbón, empujó a Jube al otro lado de de la cama, quitó las mantas y escribió sobre la arrugada sábana de abajo:

«¿Quieres…

– Marcus, ¿qué estás haciendo? ¡Leatrice te arrancará la cabeza!

…casarte conmigo?»

Miró la pregunta, tan impresionada que los ojos parecían salírsele de la cara.

– ¿Si me casaría contigo? -leyó, atónita.

Marcus asintió, los ojos azules brillantes, el cabello rubio revuelto.

– ¿Cuándo?

Escribió sobre la sábana, y subrayó con énfasis:

«¡Ahora!»

– Pero, ¿y el sacerdote, el vestido, la fiesta de bodas, y… el…?

Marcus se arrodilló en medio de la cama sobre la palabra «casarte», la aferró de los brazos y tironeó de ella hasta que quedó también de rodillas, frente a él. La expresión de sus ojos hizo martillear el corazón de la muchacha, hasta que aplastó su boca contra la de ella con la misma autoridad que empleó para llevarla escaleras arriba, tres cuartos de hora antes.

Se apartó, aferrándola con los ojos con tanta fuerza como las manos que le apretaban los codos.

– ¡Sí! -pronunció ella, gozosa, rodeándole el cuello con los brazos-. Sí, oh, sí, Marcus, me casaré contigo. Pero dentro de dos semanas. Por favor, Marcus. Nunca he sido novia de nadie, y creo que me encantará.

La besó otra vez, con dureza al principio, después con suavidad, preguntándose si una alegría tan inmensa no sería fatal.

Llegaron tan tarde a la cena que se había acabado el pescado frito. Leatrice iba alrededor de la mesa recogiendo platos, ceñuda. Se detuvo al verlos apresurándose y parándose, sin aliento en la puerta del comedor, las caras resplandecientes de alegría.

Scott levantó la vista de la taza de café y se encontró con los ojos de Jube. Todos los demás se ruborizaron y prestaron súbita atención a las migas que había sobre el mantel.

Antes, Marcus llevaba la delantera, y ahora era Jube. Agarrándole la mano, miró de frente a Gandy y anunció:

– Marcus y yo vamos a casarnos.

Seis cabezas se levantaron sorprendidas. Gandy apoyó la taza.

– Dentro de dos semanas -se apresuró a agregar Jube.

Todos los ojos se volvieron hacia Gandy, esperando su reacción.

Lentamente, una sonrisa le estiró las mejillas. Cuando llegó a los ojos y se le formaron los hoyuelos, la tensión que reinaba en el comedor se disipó.

– Bueno, ya era hora -dijo, marcando las palabras.

Jube se le arrojó en los brazos.

– Oh, Scott, soy tan feliz…

– Y yo lo estoy por ti.

Estrechó la mano de Marcus y le palmeó la espalda, al tiempo que Jube iba recibiendo abrazos de todos. Cuando terminaron las felicitaciones, Scott pasó un brazo por la cintura de Jube:

– Insisto en que se pronuncien los votos en la alcoba nupcial -le dijo.

Jube miró a Gandy a los ojos y le provocó una de las mayores tormentas emocionales de su vida, al afirmar:

– Y yo insisto en invitar a Agatha a la boda.

Capítulo 19

Oh, ese invierno, ese invierno interminable en que la soledad aniquilaba a Agatha todos los días… Antes había estado sola, pero nunca de manera tan despiadada. Antes de la llegada de Scott, Willy, y toda la familia adoptiva de Gandy, su soledad fue apacible. Había aprendido a aceptar el hecho de que su vida no sería más que una sucesión infinita de días invariables, y que sus cénits y nadires oscilarían en tan mínima medida que casi no se distinguirían entre sí. A aceptar la blandura, el orden, la conformidad. Y la carencia de amor.

Entonces, llegaron ellos trayendo consigo música, confusión, disconformidad y risas. En lo que se refería al tiempo cronológico, esas presencias duraron lo que un relámpago, unos pocos meses en un mar de años y años de soledad. Pero en lo que concernía a la vida, experimentó en esos pocos días más vitalidad emocional concentrada que en el resto de su existencia, de eso estaba segura. Al haberlos perdido, estaba condenada a un eterno dolor.

Cuando se marcharon, ah, cuánta monotonía. La rutina tenía dientes y talones, la desgarraba. Nunca volvería a reconciliarse con ella.

Lo peor era el crepúsculo, esa hora del día entre la ocupación y la preocupación, la hora de las sombras largas y las lámparas encendidas, cuando los tenderos bajaban las persianas, las mujeres tendían la mesa, y la progenie se reunía en cocinas donde ardía fuego, los padres daban gracias por el alimento, los niños derramaban leche y las madres regañaban.

Veía a todos acabar el día en medio de esas bendiciones y lamentaba saber que nunca las tendría. Saludaba a Violet, subía, encendía la lámpara y, a veces, cuando hacía buen tiempo, veía que la pantalla necesitaba una limpieza. Se sentaba a leer The Temperance Banner y, si tenía suerte, algún artículo le interesaba. Miraba el reloj después de cada artículo y, a vece,s con fortuna, lo miraba sólo cinco veces antes de que se hiciera la hora de ir a cenar al restaurante de Paulie. Se tanteaba el peinado perfecto y, de vez en cuando, si era afortunada, tenía suficientes mechones sueltos como para justificar tener que rehacerlo. Iba cojeando al restaurante de Paulie a comer su cena sola, y a veces, con buena suerte, un niño se sentaba en una mesa vecina y la miraba sobre el respaldo de la silla. Bebía la taza del café que señalaba el fin de la cena, sin nadie con quién conversar pero, a veces, si tenía suerte, un hombre en una mesa cercana encendía un cigarro después de cenar. Y por unos momentos fugaces, Agatha miraba a lo lejos y fingía.

Luego, regresaba a casa con sobras para Moose y lo observaba comer, después lavarse, enroscarse formando una bola y dormirse contento. A la hora de dormir, se ponía el camisón que había usado la noche que durmió en la cama de Scott, se cepillaba el cabello, manipulaba las pesas del reloj y, cuando ya no podía posponerlo más, se acostaba: era una vieja doncella que envejecía, y dormía con un gato manchado, mientras el péndulo se balanceaba en la oscuridad.

La mayoría de las noches permanecía despierta, escuchando el tintineo del piano y el rasgueo del banjo, pero el jolgorio de abajo había concluido para siempre. Cerraba los ojos y veía largas piernas elevándose hacia el techo, y volantes rojos alrededor de medias de red negras, y un hombre con un cigarro entre los dientes, un Stetson de copa baja, y un niño pequeño espiando desde abajo de una puerta vaivén.

Una noche en que sus inquietos recuerdos se negaban a disiparse, se levantó de la cama y bajó, empuñando la llave que Scott le había dejado. Entró por la puerta trasera de la taberna y se quedó quieta, sosteniendo la lámpara en alto, observando como la luz alumbraba el pasillo hasta el cuarto donde había dormido Willy. El catre ya no estaba. Quedaban los armazones en que se apoyaban los barriles, y el olor rancio de la cerveza vieja. Pero el niño no estaba, y tampoco los vestigios de su presencia. Recordó la última noche, cuando ella y Scott lo llevaron a acostarse, y él la besó. Pero el recuerdo se le clavó en el corazón, y prefirió salir de la despensa.

En el salón principal, las sillas estaban dadas vuelta sobre las mesas y la barra. Pero el piano no estaba, ni Dierdre y su Jardín de las Delicias. La luz de la linterna proyectaba sombras caprichosas que trepaban por las paredes y caían entre las mesas mientras Agatha se movía entre ellas. Ahí perduraba el olor del whisky y, tal vez, el inefable resabio de humo de cigarro.

Algo crujió, y Agatha se detuvo alzando la linterna para escudriñar los rincones. Como a través de un largo túnel, llegó el tintineo lejano de la música, una canción alegre que flotó en la noche con la tenue resonancia de un clavicordio. Agatha ladeó la cabeza y escuchó. Ahora los reconocía: eran un piano y un banjo que tocaban juntos, y de fondo, el eco débil de risas y pies golpeando sobre el suelo de madera.

Chicas de Buffalo, por qué no salen esta noche,

Salen esta noche, salen esta noche…

Sonrió y giró hacia el lugar donde había estado el piano. Donde Jube, Pearl y Ruby revoleaban los pliegues de tafetán y levantaban los tacones con notable sincronización.

El sonido enmudeció. Las imágenes se desvanecieron. No era más que la imaginación de Agatha, las tontas divagaciones de una mujer melancólica, nostálgica, sola en una taberna abandonada, temblando con su camisón sobre el que, una vez, un hombre había apretado su cuerpo y un niño apoyado su cabeza.

Ve a la cama, Agatha. Aquí no hay nada para ti, sólo angustia y el comienzo de una desdicha mayor.

Después, nunca más volvió a la taberna, excepto una de día, para mostrársela a una persona interesada en alquilarla como almacén para productos secos. Pero cuando la esposa del hombre levantó la nariz y olfateó, afirmó que nunca podrían quitar de ahí el olor a whisky, y se fueron sin mirar siquiera la despensa.

Agatha se preguntó si vendrían otros inquilinos nuevos que, quizás, iluminaran su vida con nuevas amistades, distracciones. Pero, ¿quién iría otra vez a ese desolado pueblo vaquero? Ahora que las tabernas estaban cerradas, ni los vaqueros mismos. Al llegar la primavera, la vivacidad que acarrearían los animales y sus conductores no se haría presente. Ni ruido, ni desorden ni barullo. Por mucho que se hubiese quejado antes, los echaría mucho de menos. Los vaqueros y su desorden formaban parte de su vida tanto como la sombrerería. Pero, sin ellos y la prosperidad pasajera que traían, las temporadas cambiarían y el pueblo se marchitaría, igual que Agatha y su tienda, y a nadie le importaría.

La Navidad era una ocasión para sufrir. La única alegría de Agatha, bastante modesta, por cierto, fue confeccionar el ganso relleno para Willy y enviárselo, junto con la primera carta. Estaba llena de cháchara intrascendente acerca de lo grande que estaba Moose, cómo se le colgaba del ruedo del vestido con las uñas, qué le regalaría a Violet para Navidad, y lo bello que estaba el tejado de la Iglesia Cristiana Presbiteriana cubierto de nieve. No daba indicios de la abrumadora soledad y tuvo cuidado de no preguntar cómo estaba Scott ni enviarle ningún mensaje personal.

Cada vez que pagaba el alquiler, hacía el cheque y escribía la dirección en el sobre con más cuidado que ninguna otra de las cosas que hacía en esa época, trazando cada letra como si fuese un grabado en cobre, tan intrincado que parecía un bordado sobre la funda de una almohada. Pero en la carta sólo decía que le enviaba el alquiler mensual de veinticinco dólares, y un informe de cualquier posible comprador que hubiese visitado el edificio. Excepto en la de enero, que fue cuando aparecieron la mujer que olfateaba y su marido, esa parte podía descartarse.

Había palabras efusivas que ansiaba derramar, pero se contenía, temerosa de parecer una solterona desesperada, hambrienta de amor… precisamente lo que era.

Pasaba los días ayudándose por medio de una alegría falsa que desaparecía en cuanto Violet le daba la espalda. Pero cuando quedaba sola en la tienda, a menudo se sorprendía con las manos quietas, contemplando el taburete de Willy y se preguntaba si habría crecido tanto como para no necesitarla; cómo sería Waverley, dónde vivían él y Scott, y también, en ocasiones, si la echarían de menos, y si volvería a verlos alguna vez. Entonces, aparecía Moose, se le refregaba contra los tobillos y hacía: «Mrrr…», lo único que se escuchaba en la sombrerería, y Agatha tenía que esforzarse por salir de una honda lasitud que la saturaba cada vez más a medida que se arrastraba el invierno.

Diciembre, con la insoportable Navidad.

Enero, con un frío punzante que le aumentaba el dolor de la cadera.

Febrero, con ventiscas que soplaban desde Nebraska y ensuciaban la nieve de tierra, dejándola tan pardusca y desdichada como la vida de Agatha.

La que trajo el telegrama fue Violet. Violet, con los ojos azules iluminados como picos de gas, y las manos venosas agitándose en el aire, y el cabello azulado estremeciéndose. Y, otra vez, con esa curiosa risa que parecía un resoplido.

– ¡Agatha! ¡Oh, Agatha! ¿Dónde estás? Tt-tt.

– Aquí estoy. Junto al escritorio.

– ¡Oh, Agatha! -Cerró de un golpe la puerta que daba a la calle. La persiana se levantó y se enroscó en el cilindro, pero ella no lo advirtió-. ¡Tienes un telegrama! ¡De él! Tt-tt.

– ¿Un telegrama? ¿De quién?

Agatha creyó que se quedaba sin respiración.

– Tt-tt. Yo venía a trabajar, como de costumbre, cuando alguien me llamó desde atrás, me di la vuelta y ahí estaba ese joven, el señor Looby, de la estación, y me…

– ¿De quién, Violet?

– …dijo, «Señorita Parsons, ¿va usted a la sombrerería?» Y yo le dije: «Sí, por supuesto. ¿Acaso no voy a la sombrerería todos los días, a las nueve en punto de la mañana?» Y el señor Looby me dijo…

– ¿De quién, Violet?

A estas alturas, a Agatha le temblaban las manos y el corazón le retumbaba en el pecho.

– Bueno, no tienes por qué gritarme, Agatha. Ya sabes que no todos los días recibimos un telegrama. Del señor Gandy por supuesto.

– Del sen… -Le falló la voz-. ¿El señor Gandy? -logró decir, en un segundo intento.

– Tt-tt. ¿No es maravilloso?

Agatha se quedó mirando fijamente la hoja de papel amarillo que Violet tenía en la mano.

– Pero, ¿cómo lo sabes?

– ¿Cómo? ¡Lo dice aquí, claro como un cobertizo incendiado contra el cielo nocturno!: L. Scott Gandy. Tt-tt. Así se llama, ¿no? Y te pide que…

– ¡Violet! -Se levantó de un salto y extendió la mano-. ¿Para quién es el telegrama?

Era asombroso lo firme que estaba esa mano mientras que, en cambio, sentía el resto del cuerpo como si tuviese una fractura y estuviera desintegrándose.

Violet tuvo el buen tino de adoptar un aire contrito y entregarle el telegrama.

– Y bueno, sólo estaba doblado en dos. Y, de todos modos, el señor Looby me contó lo que decía. Se rió y me entregó este pasaje para White Springs, Florida. Tt-tt.

– Un pasaje…

Los ojos de Agatha se posaron en el boleto, y la excitación la obligó a dejarse caer en la silla mientras leía:

Tengo una proposición para ti Stop La discutiremos en territorio neutral Stop Encontrémonos en el Hotel Telford, White Springs, Florida, el 10 de marzo Stop Incluyo billete Stop Jube y Marcus comprometidos Stop Saludos Stop Scott Gandy Stop.

Cada vez que leía la palabra stop, el corazón parecía detenérsele. Al leer hotel, se cubrió los labios con los dedos y contuvo el aliento. Aturdida, se quedó mirando fijo el papel, hasta que Violet dijo:

– Tt-tt. Ese señor Gandy es un picaro. Tt-tt. Te mandó un billete de ida.

Agatha casi no podía respirar, mucho menos hablar. Pero tendió una mano rígida, y Violet depositó el billete sobre los dedos temblorosos: un trozo de cartón blanco con tinta negra que parecía danzar ante la vista confusa de Agatha al tratar de leer las palabras Proffitt y White Springs.

– ¿White Springs? -Estremecida, alzó la mirada hacia Violet-. ¿Por qué allí?

– Acabas de leerlo: territorio neutral.

– Pero… pero nunca oí hablar siquiera de White Springs, y mucho menos del hotel Telford. ¿Por qué me pide que vaya allí?

Ahora fue Violet la que se cubrió los labios, y los ojos azules le chispearon de malicia.

– Vamos, caramba, tt-tt, lo dijo con tanta claridad como si estuviese en código Morse: para hacerte una proposición, querida mía.

Agatha se sonrojó y se turbó:

– Oh, no seas tonta, Violet. Hacerme… una proposición puede querer decir muchas cosas.

– En ese caso, ¿por qué el billete es de ida sólo?

Agatha lo miró y sintió que, dentro de ella, la fractura se ensanchaba.

– No… no lo sé -respondió, en voz débil-. ¡Por Dios, Jubilee y Marcus comprometidos para casarse… imagínate!

– ¿Crees que verás a Willy?

– No sé. Scott no lo dice.

– Bueno, chica, ¿para qué te quedas aquí, sentada? Pasado mañana es diez.

Al comprenderlo, Agatha quedó estupefacta.

– Oh, caramba, tienes razón. -Se apretó con una mano el corazón que le martilleaba y miró alrededor, como tratando de recordar dónde estaba-. Pero… -alzó la vista, distraída hacia Violet- ¿cómo puedo estar lista para irme pasado mañana… y cómo puedo dejar la tienda por tiempo indefinido…? y estaba haciendo un vestido para…

– ¡Tonterías! -le espetó Violet-. Pon ese billete en lugar seguro y ve arriba ya mismo, Agatha Downing. Cuando un hombre así está esperándote en el cuarto de un hotel, en Florida, no te preguntes cómo, por qué ni por cuánto tiempo ¡Mete todos los vestidos que puedas en el baúl y estáte en ese tren cuando arranque mañana! -Pero…

– ¡Una palabra más, y abandono el trabajo, Agatha!

– Pero…

– ¡Agatha!

Aunque era vieja, Violet podía ser bastante irascible.

– Oh, Violet, ¿realmente crees que puedo hacer algo semejante?

– Desde luego que puedes. Y ahora, muévete. -La tomó de la mano y la hizo levantarse de la silla-. Revisa tus vestidos y tus enaguas, y cerciórate de llevar suficiente ropa interior limpia, y si tienes algo sucio será conveniente que lo llevemos de inmediato a la lavandería Finn.

– Oh, Violet. -Agatha tendría que horrorizarse de su propia falta de coherencia si advirtiese la cantidad de veces que dijo «Oh, Violet» pero, en esta ocasión, abrazó a la amiga con apariencia de pájaro, y le dijo, cariñosamente, junto a la sien-: Tienes una magnífica veta rebelde que siempre admiré. Gracias, corazón mío.

Violet le palmeó el hombro y la apartó de un empujón.

– Vete arriba, ahora, y usa vinagre en el enjuague. Eso realza los matices rojizos de tu pelo. Tt-tt.

Le había alquilado un compartimiento en un coche dormitorio, pero ni pretendió dormir. La noche que pasó ahí casi no cerró los ojos. No podía olvidar durmiendo una expectativa tan rebosante. Las horas como éstas eran demasiado preciosas, únicas, para dejarlas escapar, entre los dedos.

Observó cómo cambiaba el paisaje del castaño al blanco, al verde, el verde más lozano que hubiese visto jamás. Recordó el clima semiárido de Colorado, con sus pinos de piñones, y sus álamos, pero la tierra misma era seca. Y en Kansas, aunque llenaba todos los paisajes un verdadero océano de hierba azulada. Más allá de los llanos, en Kansas no se veía mucho verdor, salvo algún matorral de chopos y almeces. Y cuanto más al sur llegaba el tren, más verde se veía la tierra por la ventanilla del tren.

Cruzaron el río Tennessee sobre un viaducto majestuoso, tan alto sobre el cañón, que le pareció estar mirando la tierra desde el cielo. Cerca de Chattanooga, los rieles giraban y corrían entre barrancos cubiertos de vegetación y varias veces creyó ver caídas de agua a lo lejos. Al dejar atrás los Appalaches, la tierra comenzó a hacerse llana. Después apareció Georgia, con la tierra roja como orín de diez años, y más pinos de los que era capaz de imaginar, erguidos, gruesos y furtivos.

Cambió de tren en Atlanta, y las ruedas retumbantes la acercaban cada vez más a Scott, a un encuentro cuyo resultado no se atrevía a imaginar, por temor de que fuese una propuesta que tuviera que rechazar. Sepultó el pensamiento en lo más recóndito de su mente y se entregó a la alegría infantil del descubrimiento. Al ver musgo español por primera vez, lanzó una exclamación de deleite y buscó alguien con quien compartirlo, pero los demás estaban dormitando, o no les interesaba. Los pinos cedieron lugar a los robles de agua y a los robles perennes, flanqueaba los rieles un agua negra en la que se reflejaban los cipreses, y el follaje se hizo tan espeso que daba la impresión de que ninguna criatura pudiera vivir en él. No obstante, vio un ciervo en una loma color esmeralda, y antes de que su mente lo registrara, había vuelto grupas y desaparecido en la espesura. Algo pasó, fugaz, algo que podría describir como una bola verde con copos de color rosado intenso, pero fue demasiado rápido para reconocerlo. Prestó atención y, al ver otro, tuvo tiempo de preguntarle a un guardia qué era:

– Un tulipanero, señora. Estamos a punto de cruzar la frontera de Florida. Allí, los tulipaneros florecen temprano. Fíjese también en las flores blancas, grandes, sobre árboles de extenso follaje verde: esas son magnolias.

Magnolias. Tulipaneros. Musgo español. Las meras palabras le aceleraban los latidos del corazón. Pero lo que más lo aceleraba era que a cada kilómetro que pasaba, se acercaba más a Scott. ¿Estaría ahí, en la estación? ¿Qué tendría puesto? ¿Estaría Willy con él? ¿Qué le diría Agatha? ¿Qué le dice una mujer al hombre al que le confesó su amor, pero del que no obtuvo una respuesta similar?

El guardia recorrió el pasillo anunciando:

– Próxima parada, White Springs, Florida. -Se detuvo un momento, se tocó el sombrero y le dijo a Agatha-: Que disfrute de los tulipaneros, señora.

– Sí… lo haré -respondió, agitada, asombrada de poder hablar, siquiera.

El tren empezó a moverse lentamente, y sintió que la inundaba una mezcla de preocupaciones tontas: ¿Tengo el sombrero derecho? (Pero no tenía sombrero: no lo llevaba, en atención a los deseos de él.) ¿El vestido estará arrugado? (Desde luego, estaba arrugado, pues lo tenía puesto desde que salió de su casa.) ¿Tendría que haberme puesto el azul? (¡El azul! Era un vestido de lechera, comparado con el que se había hecho para el té del gobernador.) Si me saluda con un beso, ¿dónde pondré las manos? (Si la saludaba con un beso, ¡sería afortunada si recordaba que tenía manos!) ¿Tendré que preguntarle antes que nada para que me hizo venir? (¡Oh, Agatha, eres tan remilgada! ¿Por qué no tratas de imitar un poco a Violet?)

Después de tanto preocuparse, al bajar del tren descubrió que Scott no había ido a esperarla. La desilusión se convirtió en alivio, y otra vez en desilusión. Pero había líneas de coches de plaza para trasladar a los pasajeros y a sus equipajes de la estación a los hoteles. ¡Tantos coches…! ¡Tantos hoteles! ¡Tanta gente!

Le hizo señas a un conductor negro que se incorporó y la saludó con el amplio sombrero de paja.

– Buenas tardes.

– Buenas tardes.

Con tranquilidad, se apeó, acomodó el baúl y la caja de sombreros de Agatha en el compartimiento, y se acercó arrastrando los pies al costado del coche. Usaba sandalias de fieltro marrón, pero en los pies cambiados. Tenía las piernas arqueadas y los labios protuberantes.

– ¿A dónde?

– El hotel Telford.

– El Telford, muy bien.

Se sentó detrás del conductor, en un asiento de cuerno negro cuarteado, y la yegua blanca echó a andar con un clip-clop de los cascos sobre las calles arenosas, sin más prisa que el conductor. Agatha miraba ambos lados, tratando de absorberlo todo. En el aire había un olor desagradable pero, al parecer, era la única que lo advertía. Elegantes damas y caballeros paseaban por todos lados, cruzando las calles y las galerías de los hoteles, por senderos sombreados que parecían ir en una sola dirección. Un grupo de hombres montados con armas al hombro y codornices colgando de las monturas, iba por la calle, detrás de una jauría de galgos. El coche pasó ante un cartel en que se leía: Club de Caza – Se alquilan perros. Una mujer en silla de ruedas con respaldo de caña cruzó la calle tras ellos, empujada por un hombre robusto con sombrero de castor. Una banda de hombres risueños con equipos de pesca caminaban hacia ellos con cestas de pesca colgadas de los hombros mediante correas. Todos tenían la apariencia de estar divirtiéndose.

– ¿Señor? -le dijo al conductor.

– ¿Señora?

Se volvió a medias como si no pudiese girar más. Tenía el cuello entrecruzado de surcos tan profundos como para plantar semillas, si fuese de tierra en lugar de piel.

– Yo… nunca estuve aquí. ¿Qué hay en este lugar?

– Salt's d'agua min'ral -respondió, con palabras tan abreviadas que Agatha arrugó el entrecejo.

– ¿Cómo dijo?

– Saltos de agua mineral. Aguas curativas.

– Ah… agua mineral.

De modo que eso era lo que olía a huevos podridos.

– Está bien, señora. Aquí viene la gente rica, algunos a divertirse, algunos a descansar, otros a meterse en las aguas. Se van tan sanos como un pelo de rana.

Rió y se concentró de nuevo en guiar el vehículo. A los tres minutos, se detuvieron ante un impresionante edificio blanco de tres plantas con una profunda galería al frente, donde damas y caballeros sentados en sillas de mimbre bebían de vasos altos.

– Telford, señora -anunció el viejo, apartándose del asiento del conductor con artrítica lentitud.

Con los mismos gestos pausados, fue a retirar el baúl y la sombrerera del portaequipajes y los llevó al bullicioso vestíbulo.

– Vent'c'nco cent'vos, señora -dijo al volver, moviendo el sombrero de paja a izquierda y derecha, como si se rascara las sienes con él.

– No le entiendo.

– Vent'c'nco cent'vos, señora -repitió.

– ¿C…cómo?

Una familiar voz de bajo dijo junto a su oído, remarcando las palabras.

– Según creo, la tarifa es de veinticinco centavos, señora.

Nunca en su vida había experimentado una reacción tan explosiva al oír una voz humana. Se dio la vuelta con brusquedad y, ahí estaba, sonriéndole con esos ojos castaños, un par de hoyuelos, una boca tan conocida y maravillosa… y un bigote totalmente desconocido.

– Scott -fue lo único que se le ocurrió decir, porque le faltaba el aliento, la cabeza le daba vueltas y se sentía extrañamente débil.

El hombre tenía una apariencia tropical, con un traje de nanquín tan claro como un hueso blanqueado, un sombrero de paja de ala curva haciendo juego, y una banda negra que repetía el color del cabello largo hasta el cuello, las cejas y el nuevo bigote. Llevaba un chaleco ajustado en el torso, sobre una tintineante cadena de oro de reloj que unía los dos bolsillos. En la garganta llevaba una chalina de seda rayada, blanca y color triso, sujeta por un alfiler con una sola perla.

– Hola, Gussie.

Le tomó las manos enguantadas con las suyas, y las estrechó con fuerza mientras se sonreían con alegría franca y audaz.

Al instante, Gandy supo cuánto la había echado de menos. Y que no usaba sombrero, que el cabello era tan hermoso como siempre, el rostro agradable, la sonrisa especial. Y los pechos parecían pletóricos, el aliento trabajoso dentro del cuello alto del vestido que se había hecho para el té del gobernador. Y que el corazón le latía como un tambor.

– Lamento no haber estado cuando llegó el tren, pero no sabía bien cuál abordarías.

– No importa. Tomé un coche.

Al recordar que el cochero esperaba, Scott le soltó las manos y buscó en el bolsillo.

– Ah, la tarifa. Veinticinco centavos, ¿no?

– Sí, señor.

Pagó el doble de lo que costaba el viaje, y el cochero hizo dos reverencias. Entonces, se volvió hacia Agatha y le tomó otra vez las manos.

– Déjame mirarte. -Lo hizo durante largo rato, hasta que las mejillas de Agatha se sonrosaron-. Sin sombrero, gracias.

Ella inclinó la cabeza y rió, un poco avergonzada, y después la levantó y se topó con la sonrisa, siempre encantadora, y el aroma a cigarro que lo definía y que sería capaz de identificar entre miles.

– Gracias al cielo, no cambió nada -dijo Scott.

A su vez, ella le aseguró:

– En cambio, no puedo decir lo mismo de ti.

– ¿Qué? ¡Ah, esto! -Se tocó un instante el bigote y le tomó de nuevo la mano-. Me puse perezoso y dejé de afeitarme un tiempo.

Era una mentira evidente: el resto de la cara resplandecía, recién afeitada, y el bigote negro podía satisfacer exigencias militares. Le gustó de inmediato.

– Muy picaro -aprobó.

– Más bien apuntaba a parecer refinado.

Pero lo alegraba que le gustase.

– Quizá deba decir pícaramente refinado -concluyó, y los dos rieron, con el corazón liviano.

Otra vez, se quedaron mirándose, ignorando el ajetreo del hotel que proseguía alrededor de ellos, mientras las manos unidas colgaban entre los dos.

Scott le apretó con fuerza los dedos:

– Estás maravillosa -le dijo.

– Tú también.

Siguieron contemplándose. Y Gandy rió, como si la copa de su alegría simplemente desbordara.

Agatha también rió: ¿cómo controlarse cuando el corazón estaba tan dichoso? De pronto, le pareció imposible seguir mirándolo a los ojos.

– ¿Está Willy aquí?

Miró alrededor.

– No, nosotros dos solos.

Las miradas se enlazaron otra vez. Parados entre botones y cocheros, mujeres y hombres con niños a la rastra, y un trío de cazadores de codornices que se abrían paso hacia la cocina con la cena sin desplumar en la mano. A pesar de todo, Scott había dicho la verdad: estaban solos los dos. El bullicio de alrededor retrocedió, y se regocijaron con el reencuentro. Scott cambió las manos de posición, alzando las de ella hasta que las palmas se tocaron, los dedos se entrelazaron y estrecharon. El ensimismamiento mutuo continuó por un tiempo desusadamente largo, hasta que Scott comprendió, la soltó y se aclaró la voz.

– Bueno… eh… Supongo que todavía no te registraste.

– No.

– Hagámoslo.

¿Hagámoslo? Mientras la acompañaba al escritorio, la veía firmar, y tomaba la llave, la ambigüedad de Scott la dejó presa de una palpitante incertidumbre. Pero le dieron un cuarto privado, que no estaba ni siquiera en la misma planta que el de él.

– Yo llegué ayer -le explicó-. El mío está en el tercero, el tuyo en el segundo y así, sólo tendrás que subir un piso.

Y qué piso: escalones de ancho triple, con pesada baranda de roble, un rellano con una enorme ventana ovalada, decorada con un dibujo de telaraña, un gran helecho sobre un pedestal, luego más escaleras con un suntuoso alfombrado escarlata, y a los lados, lámparas de gas sostenidas por ménsulas [5] dobles.

– Es impresionante, Scott. El sitio más hermoso que conozco.

– Espera hasta que conozcas Waverley -replicó.

Se sintió flotar por las escaleras. Pero no preguntó cuándo. Aún no. La expectativa era demasiado embriagadora.

– ¿Todavía vives ahí?

– Sí.

Se inclinó para meter la llave en la cerradura.

– ¿Y los otros, Jube y los demás?

La puerta se abrió.

– También están ahí. Estamos transformando Waverley en un hotel de descanso. Su habitación, señora.

La hizo pasar con un leve toque en el codo. En cuanto posó los pies en la espesa alfombra Aubusson, Agatha olvidó todo lo demás.

– ¡Ohhh, Scott! -Giró en círculo mirando, y luego, hacia abajo-. ¡Oh, caramba!

– ¿Te gusta?

– ¿Que si me gusta? ¡Es magnífico!

Scott enganchó un codo en uno de los postes de bronce de la cama, tiró la llave y observó cómo Agatha contemplaba el cuarto por segunda vez, disfrutando de su sonrisa, de su placer. La mujer se acercó a una de las dos ventanas iguales que daban a la calle, tocó las sobrecortinas rosadas, las cortinas austríacas que había debajo, el empapelado sedoso con ramilletes de pimpollos de rosa entrelazados. Giró lentamente, y fue pasando la vista por el helecho cribado como un encaje, puesto sobre un trípode, el cuenco de cristal con dibujo de rosas rojas y blancas, el recipiente de agua haciendo juego, con la espita de bronce, el vaso para beber, la cama con el cubrecama rosado tejido, y la manta plegada con pulcritud sobre el rodapié, frente a Scott.

Los ojos de Agatha, verdes como las hojas del helecho traspasadas por la luz del sol, se detuvieron al llegar a los del hombre. Juntó las manos, con los nudillos de los pulgares sobre la clavícula. La sonrisa dio paso a una expresión que provocó en Gandy el deseo de dejar su lugar a los pies de la cama tomarla en los brazos y sentir su boca moviéndose sobre la de ella. Pero se quedó donde estaba.

– No puedo permitir, de ninguna manera, que pagues esto

Permaneció quieta, recatada, con los guantes puestos.

– ¿Por qué?

– No sería correcto.

– ¿Quién lo sabrá?

Surgió la pregunta tácita: ¿Quién se enterará de lo que hagamos en este cuarto, sea lo que sea? Por un momento, la perspectiva los atrajo a los dos.

Al terminar la contemplación del cuarto, Agatha comprendió que lo más arrebatador que había ahí era Scott Gandy, con su traje tropical de buen corte, el chaleco que ajustaba a él como a ella sus guantes en las manos temblorosas, y los intensos ojos negros posados en los de ella mirando bajo el ala del fino sombrero tejido de plantador. Y ese nuevo bigote, que atraía con insistencia su mirada hacia la boca de él.

– Yo lo sabré. Tú -repuso, seria.

También serio, Scott se apartó del poste con toda parsimonia.

– En ocasiones, eres demasiado rígida contigo misma.

No había dado más que un paso hacia la mujer, cuando un botones habló desde la entrada.

– Los baúles.

Decepcionado, Gandy giró y fingió un tono indiferente:

– Ah, bien. Éntrelos. Póngalos aquí.

Le dio una propina al botones, que cerró la puerta al salir. Pero la interrupción quebró el encanto. Cuando Gandy volvió la atención hacia Agatha, ésta recorría el perímetro de la habitación, cuidando de posar la vista en las cosas, y no en él.

– El cuarto ya está pagado, Gussie.

– Entonces, te lo reembolsaré.

– Pero es una invitación.

– ¿Por qué? -Dejó de pasearse y lo enfrentó, desde la punta de la cama en diagonal a él-. Quiero decir, ¿por qué aquí? Si Waverley es un hotel, entonces, ¿por qué el Telford en White Springs?

Gandy soltó el aliento y sonrió otra vez, a propósito:

– Porque me acordé de que dijiste que nunca habías nadado. ¿Qué mejor lugar para aprender que en un lugar de primera magnitud, de agua mineral?

– ¡Nadar! -Se oprimió el pecho-. ¿Me hiciste venir desde tan lejos sólo para que pueda ir a nadar?

– No te sorprendas tanto, Agatha. No es un simple hoyo en un valle de Kansas. De primera magnitud significa que el salto da más de mil doscientos hectolitros de agua por hora, y cuando esas burbujas te tocan sientes como si estuvieses flotando en champaña.

Agatha rió, como si estuviese haciéndolo en ese momento:

– Pero si yo nunca vi champaña, y mucho menos floté en él.

– Tiene exactamente el mismo aspecto que el agua de la cascada, pero sabe mucho peor. Ah, a propósito. -Indicó el recipiente con su espita y el vaso que había al lado-. Procura beber toda el agua que puedas mientras estés aquí. Se encargan de que tengas, en todo momento, una buena cantidad en la habitación. Y afirman que produce toda clase de milagros en tu cuerpo. Cura la gota, el bocio, los cólicos, la constipación, el cretinismo, callos, catarros, caspa y sordera. Además, hace que los ciegos vean y los baldados caminen.

Cuando empezó, Agatha sonreía pero las últimas tres palabras sonaron como si las hubiese repetido en voz más alta.

– ¿En serio? -dijo, bajando la vista.

Gandy rodeó la cama y se detuvo ante ella.

– Sí, en serio. -Le levantó la barbilla con la punta de la llave y la obligó a mirarlo-. Pensé que sería bueno para ti, Gussie. Y quería tener la oportunidad de hablar contigo… a solas. En Waverley no hay intimidad. Hay gente por todos lados.

Los ojos negros no se apartaron de los de ella. Sintió la llave fría y aguda. Los latidos de su corazón eran desacompasados. Al mirarlo en los ojos, sintió el peso de la ética como algo indeseado que le oprimía los centros vitales, y supo que si la hubiese llevado ahí para seducirla, lo rechazaría. En cambio estaba ahí en ese refugio privado donde no respondían ante nadie más que ante sí mismos, comprendió con claridad que no soportaría una relación ilícita, por intensos que fueran sus sentimientos hacia Gandy. Cuando le tomó la muñeca, los latidos del corazón adquirieron un ritmo que le provocó dolor en el pecho. Pero el hombre no hizo más que depositar la llave en la palma enguantada, dobló los dedos sobre ella y retrocedió, soltándole la mano.

– Y, de todos modos, Waverley es mi territorio. Comprendí que todos los sitios donde estuvimos, cada vez que estuvimos juntos, fue en el territorio de alguien. La sombrerería era tuya. La taberna era mía. Waverley también es mío. Pero White Springs es neutral, tal como lo fue durante la Guerra Civil. Me pareció que era el lugar ideal para que nos encontrásemos dos pendencieros como nosotros.

– ¿Pendencieros, nosotros?

– ¿Acaso no lo somos?

– Lo éramos, pero creí que nos habíamos hecho amigos.

En ese momento, Scott supo que quería ser mucho más que amigo, pero también que cada vez que se insinuaba la posibilidad, ella se ponía nerviosa. Por eso mantuvo el humor superficial.

– Amigos. Entonces… -Retrocedió un poco más-. Como amigo, quería invitarte a las aguas de White Springs. -Se tironeó del chaleco, como preparándose para irse-. Yo ya las tomé esta mañana, pero pensé que te gustaría tomar un baño antes de cenar. Todavía hay tiempo, y yo te acompañaré a la casa de baños o, si prefieres, tomaremos un coche de alquiler. Las señoras se bañan en las horas pares, los varones en las impares, pues no están permitidos los baños conjuntos, por supuesto, excepto para los padres con niños, dos veces por día. ¿Qué te parece?

– No tengo traje de baño.

– Se consiguen en la casa de baños.

Abrió las manos, las unió, y recuperó la sonrisa.

– En ese caso, ¿qué puedo decir?

– Bien. Te daré tiempo para desempacar, para colgar tus cosas. Después, vendré a buscarte. -Miró el reloj de bolsillo-. Digamos, ¿en media hora?

– Estaré lista.

Fue hasta la puerta abierta pero se detuvo antes de salir y se dio vuelta para miraría.

– Me alegro de verte otra vez, Gussie -dijo con sencillez.

– Yo también.

Cuando se hubo ido, Agatha se apretó las mejillas con las manos: estaban calientes como piedras al sol. Se sentó en el borde de la cama, después se tendió de espaldas, apoyó los dedos al costado del pecho izquierdo, donde el corazón golpeaba con violenta insistencia que se volvía cada vez más difícil de aquietar.

Al cerrar la puerta, Scott permaneció con los dedos en el pomo varios segundos, mirando sin ver la alfombra escarlata del pasillo, y se preguntó por qué la había hecho venir aquí, si sabía que no resultaría. No era un revolcón fugaz en una cama alquilada lo que quería de ella, ni ella de él. Pero, si no era eso, entonces, ¿qué?

Inspiró una honda bocanada de aire, echó a andar por el pasillo y resolvió que el tiempo respondería la pregunta.

Treinta minutos más tarde, descendían juntos la gran escalera, con gran formalidad, la mano de Agatha tomada del codo de Scott.

– ¿A pie o en coche? -le preguntó, cuando llegaron a la galería del hotel.

Era una tarde tan hermosa, que le respondió:

– Caminemos. Estuve viajando dos días.

Tras el deprimente invierno de Kansas, la temperatura tibia resultaba maravillosa. Los pájaros cantaban y las flores se balanceaban, y Agatha se asombró una vez más del lozano verdor que había por todas partes.

– ¿Qué son ésas? -dijo, señalando un arbusto cargado de capullos rosados que se parecían mucho a las rosas.

– ¿Vas a decirme que nunca viste una camelia?

– Empiezo a pensar que hay muchas cosas que no conozco. Este lugar es maravilloso. ¿Cómo lo encontraste?

– En la guerra me hirieron, y me mandaron aquí a recuperarme.

Le dirigió una mirada sobresaltada:

– ¿Te hirieron?

– White Springs fue declarado territorio neutral, y los soldados de ambos bandos podían venir aquí a recuperarse de las heridas de guerra sin miedo. -Le dirigió de soslayo una sonrisa con hoyuelos-. Un sitio bastante apropiado para que se encuentren un comerciante de whisky y una luchadora por la templanza, ¿qué opinas?

Le sonrió y se sintió orgullosa de ir de su brazo, al ver que las mujeres lo miraban por segunda, por tercera vez. Fingió que eran enamorados, y hasta les sonrió con simpatía a las otras mujeres cuyos acompañantes, por apuestos que fuesen, no se podían comparar con Scott Gandy. A veces, el codo de él le rozaba el costado del pecho. Le encantó la sensación, que le reverberaba hasta las puntas de los pies.

En pocos minutos se acercaron a una impresionante estructura de ocho lados. Admirada, Agatha preguntó:

– ¡Oh, por Dios!, ¿qué es eso?

– Esa es la casa de baños, el edificio de la cascada.

– Sin embargo, parece un gran hotel.

El pabellón de tres plantas de madera blanqueada, con celosías en la base y tejas negras, se elevaba majestuoso como una rosquilla octogonal, y en el hueco burbujeaban las aguas blancas de la cascada del río Suwannee. En seis caras del octógono, tres a cada lado, había vestidores para cambiarse. Éstos estaban conectados por una galería en el nivel superior, donde el tejado continuo sombreaba bancos blancos, desde donde se podía mirar.

– Uno de los motivos por los cuales siempre me gustó -comentó Scott-, es que está construido en forma de octógono, como el mirador de Waverley.

En el paisaje que lo rodeaba había más camelias, azaleas, bananeros, bordeando una acera de madera que iba hasta la puerta principal. Al entrar, Scott condujo a Agatha ante una auxiliar, una mujer joven de cabello negro como el carbón y una nariz como un cucharón con salsa.

– Es la primera vez que viene -le dijo a la chica-. Déle el tratamiento completo.

– Pero…

De pronto, Agatha quedaba en manos de una extraña.

– Volveré dentro de una hora. Que lo disfrutes.

Cualquiera fuese el que esperaba, no era el tratamiento regio que recibió.

– Me llamo Betsy -le informó la muchacha de la nariz aplastada cuando Scott se hubo ido-. Sígame, la llevaré al cuarto para cambiarse.

Betsy la condujo al centro del edificio, donde una amplia abertura daba a la cascada misma. Pero antes de que tuviese tiempo para más que un vistazo breve, la llevó en dirección contraria, hasta un elevador movido por medio de un sistema de poleas y cuerdas, que utilizó la misma Betsy. Por el modo en que tiraba de los cables, daba la impresión de que costaba mucho esfuerzo, pero Agatha supuso que los bíceps de la chica eran más anchos aún que la nariz. Llevó a Agatha al tercer piso, y no se notó que estuviese agitada. Allí salieron del elevador a una galería exterior con baranda, que sobresalía encima de las cascadas, y por ella fueron hasta los vestuarios. Cuando entraron le dio a Agatha un par de calzones tejidos, de lana, una prenda para la parte de arriba, que se sujetaba en los muslos, y una cofia de algodón blanco. Cuando salió cambiada, descalza, Betsy la acompañó otra vez al montacargas, e hizo bajar a las dos a la planta baja y, por fin, a las cascadas mismas.

– Todo el año está helada, y la congelará hasta la médula de los huesos, pero en unos minutos se acostumbrará. Y recuerde que, cuando termine aquí, estará esperándola un baño caliente adentro. Que lo disfrute, señora.

En los rincones del edificio octogonal el olor era espantoso, pero el borboteo del agua era tentador.

La palabra «frío» casi quedaba escasa para el primer contacto de Agatha al meterse en el agua. Unos estremecimiento le recorrieron el dorso de las piernas, y le pareció que se le erizaba el cabello. Aunque le resultaba extraño moverse dentro de una piscina completamente vestida, lo hizo. Hasta las rodillas (abrazándose). Hasta los muslos (estirándose lo más posible). Hasta la cintura (quedándose sin aliento). Hasta el cuello (castañeteándole los dientes).

«¡Dios mío, esto es una locura!», pensó.

Pero se veían las cabezas de otras mujeres balanceándose sobre el agua. Una que estaba cerca de Agatha le dedicó una sonrisa. Sin poder hacer otra cosa, la correspondió con otra mucho menos convencida.

– Cuando te acostumbras, es maravilloso -dijo la desconocida.

– Sin du…da. P… pero está t…tan f…fría…

– Es vivificante -repuso la mujer, y se puso de espaldas, como suspendida sobre el agua.

Agatha bajó la vista: a su alrededor, subían burbujas diminutas. Sintió que la risa le bullía en la garganta cuando las burbujas, como pequeños peces curiosos, jugueteaban con sus miembros y se le metían dentro del traje de baño para cosquillearle la piel. Le tocaron todos sus sitios íntimos, y fueron estallando en una serie de explosiones sin fin, que le provocaban alivio en los músculos.

Le hacía cosquillas. La sedaba. Era muy parecido a la excitación. Pero, al mismo tiempo, la relajaba. ¿Cómo era posible que provocase tantas sensaciones a la vez?

Levantó un brazo cerca de la superficie y observó cómo las burbujas trepaban a él sonando como si en el salón contiguo estuviesen friendo carne. Estiró los dedos y vio los bolsones de aire que se formaban entre ellos. No necesitaba haber visto champaña para imaginarse flotando en él. Las burbujas constantes creaban una efervescencia permanente. Se sintió como si ella misma se hubiese convertido en champaña: burbujeante, deliciosa, casi bebible. Cerró los ojos y se dejó hundir en la sensación del movimiento en la cara interna de los muslos, en el centro de la columna vertebral y entre los pechos. Respiró hondo y dejó que esas sensaciones ocuparan el lugar de todas las preocupaciones mundanas.

En esos momentos, llegó a entender la sensualidad de un modo vivo, natural.

Un rato después, cuando se acostumbró a la novedad de las burbujas, probó dar un pequeño salto, y la sorprendió la inesperada flotabilidad de su cuerpo. Nunca en la vida se sintió flotar, y la sensación le produjo euforia. Se movió otra vez, empleando los brazos, y sintiéndose mágicamente libre e ingrávida. Imitando a la mujer amistosa, se puso de espaldas levantando los pies y, durante varios segundos, flotó libre de las restricciones de la gravedad. ¡Era la gloria perfecta!

Cuando bajó los pies de nuevo hasta el fondo, miró alrededor y no vio a nadie que le prestara especial atención, comprendió con grata sorpresa que ahí, en el agua, era exactamente igual a los demás. Las propiedades de flotabilidad los igualaban. De súbito, también advirtió que los dientes ya no le entrechocaban, y el vello de los brazos ya no estaba erizado.

Betsy llegó demasiado pronto a buscarla para acompañarla al cuarto de baño privado donde la esperaba una bañera de metal con agua caliente, y espesas toallas turcas, blancas. Betsy la dejó disfrutar del agua mineral caliente unos diez minutos, hasta que golpeó la puerta y le ordenó que se secara y se preparase para el masaje. Cuando entró otra vez, le dijo a Agatha que se tendiera boca abajo en un banco de listones de madera, con una de las toallas debajo y la otra cubriéndola de la cintura para abajo.

Las friegas minerales fueron más restauradoras que cualquier cosa que Agatha hubiese imaginado. Cerró los ojos, mientras unas manos diestras trabajaban con sus músculos de tal modo que la hacían sentir como si flotara sobre una alfombra mágica. El cuello, los hombros, los brazos, las nalgas, las piernas… todo fue masajeado con igual experiencia y habilidad.

Una vez vestida, cuando entró en el montacargas, Agatha percibió que cierto milagro se había producido en su cuerpo. Claro que aún cojeaba, pero había desaparecido todo vestigio de dolor. Se sentía flexible, ágil, y profundamente vivificada ¡Como si fuese capaz de caminar kilómetros sin cansarse, corno si pudiese saltar cercas, correr subiendo las escaleras, saltar a la cuerda! Desde luego que no podía, pero sentirse así era casi tan bueno como poder.

Sonriente, Scott la esperaba en la entrada principal.

– ¿Cómo estuvo? -le preguntó cuando se acercó.

– ¡Oh, Scott, fue extraordinario! ¡Me siento renovada!

La tomó del brazo y rió, hondamente satisfecho por la euforia de ella. Era un placer ver a Agatha, por lo general tan reservada, burbujeando como las propias aguas.

– ¡No me duele nada! ¡Y mira! Me siento como si pudiera volver caminando a Kansas. Pero en el agua, ¡podía flotar, era celestial! ¡En verdad floté! Había una mujer que me sonrió y me dijo algo amable, entonces yo la observé y traté de imitarla. Brinqué. ¡De verdad, brinqué! No necesité más que un pequeño impulso con un pie, y salté como todos los demás, flotando como un corcho. Oh, Scott, fue sensacional, nunca en mi vida me sentí tan libre de preocupaciones. -Miró, nostálgica, sobre el hombro hacia la casa de baños-. ¿Podré venir otra vez, mañana?

Gandy rió, le apretó el codo y luego puso la mano de ella en el pliegue de su codo.

– ¿Cómo podría negártelo?

– ¡Oh, pero…! -En la frente de la mujer aparecieron arrugas de consternación-. ¿No es muy caro?

– Deja que yo me preocupe por eso.

– Pero…

– ¿Tienes hambre?

– Pero…

– Yo sí. Y White Springs es famoso por tener algunas de las mejores cocinas del Sur. La especialidad son las codornices. Te llevaré de regreso al hotel y te atiborraré de pechuga de codorniz salteada en manteca con setas negras y salsa de nuez, y arroz con azafrán humeante.

– Pero…

– Y después, una porción de tarta Selva Negra, con un enorme copete de crema batida. Y mucha agua mineral para beber.

– Pero…

– No quisiera criticarte, Gussie, pero estás muy repetitiva. ¿Sabes cuántas veces dijiste pero? Estás aquí como invitada mía, y así será. No quiero escuchar otra palabra al respecto.

El comedor del Telford era elegante, con manteles almidonados y vajilla de plata verdadera. Era un mundo de diferencia con el restaurante de Cyrus y Emma Paulie. A Gandy le complacía poder invitar a Agatha a una cena elegante en un lugar así. Disfrutó verla comer las perdices con setas negras y los otros platos que sugirió. Lo hizo con gran placer, como si la hora en el baño medicinal le hubiese aguzado en gran medida el apetito. Por algún motivo, esperaba verla comer con la melindrosa afectación de casi todas las mujeres modernas, y el hecho de que no fuera así lo fascinaba más que cualquier estúpida simulación que hubiese mostrado.

Tenía las puntas del cabello mojadas y, a medida que se secaba, los mechones escapaban del peinado y formaban diminutos tirabuzones detrás de las orejas. La luz de las lámparas lo encendía y proyectaba sombras en el cuello y los hombros del vestido verde esmeralda. De manera parecida, las pestañas sombreaban los ojos claros.

Otra vez se le ocurrió besarla. Le brillaban los labios al morder la perdiz enmantecada, pero cada vez que alzaba la vista y lo sorprendía mirándola, se limpiaba cuidadosamente con la servilleta y bajaba los ojos.

Reflexionó sobre los motivos que lo impulsaron a llevarla ahí. En efecto, quería invitarla a tomar las aguas, y a aprovechar todos los beneficios físicos que le brindarían. Pero, para ser sincero consigo mismo, había otra clase de experiencias físicas que quería brindarle. Dio un mordisco a una tierna y suculenta perdiz y paseó la vista de los pechos plenos al torso esbelto de su compañera de mesa. No era la clase de mujer a la que uno compromete bajo la falsa excusa de «llevarla a tomar las aguas». Cuando sucediera, si sucedía, que tenía con ella un contacto íntimo, se sentiría obligado a hacer lo que debía.

Agatha dio un bocado, alzó la vista y lo vio admirando sus atributos femeninos. Dejó de masticar. Scott bebió un sorbo de agua mineral. La tensión zumbó alrededor de los dos el resto de la comida.

La mujer se limpió los labios por última vez, y dejó la servilleta. Gandy apartó el plato de postre, pidió una taza de café y encendió un cigarro, después de cortarlo con unas diminutas tijeras de oro.

– Veo que todavía las tienes.

– Sí, señora.

Mientras encendía el cigarro, Agatha observaba cómo los labios y el bigote adoptaban la forma de él. Después, se sumergió en el aroma picante y lo disfrutó una vez más. Le surgió un recuerdo, claro como un reflejo sobre aguas tranquilas.

– Recuerdo el día en que el óleo ese de Dierdre llegó a Proffitt. Pagaste mi cena en el restaurante de Paulie y yo me puse tan furiosa contigo que quería… quería meterte el dinero por el gaznate.

– Y tú eras tan remilgada y correcta que yo me sentí avergonzado como el demonio por haberte hecho caer en el barro.

– ¿Avergonzado, tú?

Alzó las cejas.

– Así es.

– No creí que fueras capaz de avergonzarte de nada. Siempre me pareciste tan… tan arrogante y seguro… Y tan irritante con tu tendencia a bromear. Oh, cómo te odiaba.

Scott se respaldó en la silla en una postura negligente y rió.

– Se me ocurre que tenías buenos motivos.

– Dime -dijo Agatha, cambiando bruscamente de tema-, ¿cómo está Willy?

Las cejas de Scott se unieron, y se inclinó hacia adelante, golpeando distraído el cenicero con el puro.

– Willy no es el mismo chico que era cuando partimos de Proffitt.

El talante alegre de la mujer se esfumó, y lo reemplazó la preocupación.

– ¿Qué le pasa?

– Está convirtiéndose en un verdadero pillo. En mi opinión, está demasiado tiempo en contacto con la gente indebida. Un jugador de barco fluvial, un tabernero, un estibador, tres ex prostitutas, y una nana negra con una boca tan atrevida como un ganso furioso. Del único que no aprende malas costumbres es de Marcus. Las chicas lo malcrían de una manera espantosa y, a veces, pasa por etapas en que habla con el mismo lenguaje de albañal que ellas. Leatrice lo consiente constantemente, y cuando se va con los hombres al bosque es difícil imaginar a qué clase de conversaciones está expuesto. Incluso se volvió exigente conmigo. Cuando no le hago caso, se enfurruña o se pone contestador. Te digo, Gussie, a veces, cuando me contesta… -cerró el puño en el aire-…quisiera ponerlo sobre mi rodilla y curtirle el trasero.

– ¿Por qué no lo haces?

El puño se aflojó, y la expresión de Scott se ablandó.

– Creo que porque tuvo suficiente de eso con su padre.

– Pero Alvis Collinson nunca lo amó, Scott. Tú sí. No me cabe duda de que sabrá reconocer la diferencia.

Comprendió que tenía razón y movió la cabeza, desesperanzado.

– No puedo, Gussie. Nunca podré levantarle la mano a ese chico.

La mujer sintió que un nudo de amor se expandía en su pecho, al reconocer en esa frase la clase de padre que era: como el que ella hubiese deseado para sí misma.

– Pero hay que reprender a Willy cuando lo merece pues, de lo contrario, será cada vez peor, y no hay nada más desagradable que un niño caprichoso.

– Está bien, es caprichoso. Pero, a decir verdad, no es culpa de él. Parte del problema es que no hay ningún chico de su edad para jugar. Lo llevé un par de veces al pueblo a pasar la tarde con un niño de su edad, A. J. Bayles, pero Willy es tan insoportable que A. J. no lo invitó más. Y empezó a hablar con una amiga imaginaria.

Agatha no se inmutó.

– Eso es bastante común. Yo lo hacía con frecuencia de pequeña. ¿Tú no?

– Si no fuera esta amiga en particular, no me preocuparía.

– ¿Quién es?

Gandy miró, ceñudo, el cenicero, y sacudió el cigarro más de lo necesario.

– Gussie, vas a pensar que estoy loco, pero en el dormitorio que compartimos Willy y yo… bueno, eh… parece que está embrujado.

En lugar de expresar estupefacción, Agatha preguntó seria:

– ¿Por quién?

– ¿Me crees? -preguntó, atónito.,

– ¿Por qué no? ¿Por quién?

– Creo que se trata de mi hija, Justine.

– ¿Y es con ella que habla Willy?

– Sí. -Casi sin advertirlo, estiró la mano sobre la mesa y la apoyó sobre la de ella. La mirada era oscura, afligida-. Gussie, yo también la oí. Pide ayuda. Sólo la escucho en el dormitorio noroeste de la segunda planta, el que llamamos el cuarto de los niños. Pero la oigo con la misma claridad que cualquier otra voz humana, y en varias ocasiones he visto su silueta donde ella… o quien sea… se había acostado sobre la cama, sabiendo que nadie había estado ahí para arrugarla.

– ¿Te asusta?

Lo pensó un instante.

– No.

– ¿A Willy?

– No, al contrario.

– En ese caso, ¿qué tiene de malo? Al parecer, tienes un fantasma amistoso. Y si eres el padre, no creo que quiera hacerles daño ni a ti ni a nadie cercano a ti.

Miró a Gussie como si la viera bajo una luz distinta.

– Eres sorprendente.

– Mi padre era minero. No hay personas más supersticiosas que los mineros. Si oyen caer, aunque sólo sea un guijarro, en un pozo profundo, lo atribuyen a fantasmas. Y muchos jurarían que tienen razón, en particular después de un derrumbe.

El alivio de que aceptara su historia fue tan grande que se sintió culpable de haber intentado disuadir a Willy.

– Le dije a Willy que era imposible que hubiese visto a Justine y hablado con ella. Me parece que fue un error de mi parte.

– Tal vez. En tu lugar, yo lo dejaría hablar con ella todo lo que quisiera. ¿Qué mal puede hacerle? Si no es más que una creación de su imaginación, lo superará con el tiempo. Si no, no está más trastornado que tú, ¿verdad?

– Ah, Gussie, me siento tan aliviado… Estos últimos meses he estado muy preocupado, pero tenía miedo de comentárselo a cualquiera en Waverley. Pensé que si lo hacía podía llegar a oídos de Leatrice, y ella ya usa un saco de asafétida maloliente en el cuello para espantar a los espectros, como dice. Si descubre que en verdad hay uno, jamás querrá entrar otra vez en la mansión. Y aunque es muy rebelde, la necesito, para que la casa funcione con fluidez.

– Esa Leatrice me recuerda a Ruby.

– Lo es. Pero, como ya te he dicho, empezó a influir en Willy. Empieza a imitar su carácter mandón y su mala gramática. Lo cual nos lleva a otro punto. Willy ya tiene seis años. Tendría que ir a la escuela, pero la más cercana está en Columbus, y es un trayecto de dieciséis kilómetros, sólo de ida. Yo no tengo tiempo de hacer ese viaje dos veces por día, y, por cierto no hay nadie en Waverley preparado como para ser su tutor.

Antes de que Scott prosiguiera, los latidos de Agatha se aceleraron.

– Es por eso que te traje aquí, Gussie. -Seguía sujetándole la mano, con los dedos enlazados, las palmas hacia abajo-. En este momento, te necesita más que a nadie. Llora por ti cuando se va a acostar, y en Navidad armó un gran alboroto porque no te llevé a Waverley ni lo mandé a él a Proffitt. Intenté hacer las cosas bien con él, pero después de haber hablado contigo tan poco tiempo comprendo que mi criterio no es para nada tan apto como el tuyo. Necesita tu sentido firme y confiable de lo que está bien y lo que está mal. Y alguien capaz de decirle que no y sostenerlo. Alguien para controlar lo que aprende de las chicas y de Leatrice… y hasta de mí. Necesita una maestra, lecciones cotidianas. Tú podrías hacer todo eso. Gussi si vinieras a Waverley.

De modo que ésa era la proposición… Al diablo con la estúpida interpretación de que la había hecho ir ahí para algo tan tentador como la seducción. Ya no tendría que preocuparse más por eso. Ni perder un solo momento más imaginando que la llevó a ese sitio para pedirle que se casara con él. No la quería como amante ni como esposa, sino como gobernanta de Willy.

La imagen de Willy llorando por ella al acostarse hizo brotar en su pecho un impulso de amor maternal, aunque no bastó para disipar su decepción. Retiró los dedos de los de Scott y juntó las manos en el regazo.

– Entonces, ¿seré la gobernanta?

– ¿Por qué suena como una palabra tan fría? Significas tanto para Willy como si fueras su verdadera madre. Eso te convierte en algo muy superior a una gobernanta. Dime que lo harás, Gussie.

¿Y vivir en tu casa, deseándote todo el resto de mi vida?

– ¿Cuándo quieres que vaya?

Ansioso, se echó adelante.

– Al exigir que te llevara a Waverley lo más rápido posible para empezar su vestido de bodas, Jube me sacó la decisión de las manos. Ella y Marcus piensan casarse el último sábado de marzo, y dijo que quiere que asistas a la boda ¿Qué dices?

Se sintió obligada a ofrecer cierta resistencia, aunque débil.

– Pero, tengo un negocio. No puedo dejarlo y marcharme, simplemente.

– ¿Por qué no? De todos modos, está languideciendo lentamente. Tú misma me dijiste que pronto los sombreros serán cosa del pasado. Y las fábricas de la costa Este que confeccionan ropa, están condenando el oficio de modista al mismo destino. Es sólo cuestión de tiempo.

– ¿Y Violet?

– Ah, Violet. -Gandy hizo una pausa y recordó los chispeantes ojos azules de la pequeña mujer arrugada-. Sí, sería duro para ti dejar a Violet. -Levantó una ceja-. A menos que le dejes todo el negocio a ella.

– ¿Todo el negocio?

– Bueno, ¿qué otra cosa puedes hacer con ese museo de nidos de pájaros y mariposas, y esos gabinetes llenos de cintas, encajes, y ese enorme escritorio de tapa enrollable? Hasta podrías dejarle los muebles de tu apartamento… eso, claro, si estás de acuerdo. Te aseguro que tenemos todos los que queremos en Waverley. ¿No crees que sería un cambio agradable para Violet tener un lugar propio en lugar de un cuarto minúsculo en la pensión de la señora Gill?

Pensar en Violet frenó a Agatha. Se había convertido en una verdadera amiga, y dejarla sería muy triste, por cierto. Scott dijo:

– Yo creo que Violet sería la primera en insistirte para que aceptaras. ¿Me equivoco?

Como si estuviese ahí, Agatha escuchó las risitas de Violet ante la súbita aparición de Scott en la tienda, vio a la pequeña mujer sonrojándose cuando él se inclinaba sobre la mano surcada de venas azules y la rozaba con los labios, oía el suspiro cuando se hundía en la silla y se abanicaba la cara enrojecida con un pañuelo perfumado de lavanda.

– Cada vez que te acercabas a Violet ella deseaba tener cuarenta años menos. ¿Cómo podría esperar una opinión objetiva de alguien así?

Gandy rió.

– Entonces, ¿lo harás?

Tal vez fuese virgen, hasta inocente. Pero había unas vibraciones inconfundibles entre ella y Scott Gandy. Y según las emociones del momento, podía creer en ellas o no. Sin embargo, en los momentos de lucidez comprendía que entre ellos existía una innegable atracción física que crecía a cada hora que pasaban juntos.

Tendría que preguntarle qué intenciones abrigaba en ese sentido… ¿no? Ahora que Jube se iba a casar con Marcus, ¿estaba ella destinada a convertirse, a su debido tiempo, en la amante? Un hombre como Scott no pasaría mucho tiempo sin mujer y, aunque no había dicho que la amaba, debía de considerar innecesario el amor en lo que se refería a la convivencia. Después de todo, tampoco amaba a Jube. Sí, debería preguntárselo, pero, ¿cómo aborda una mujer un tema como ese con un hombre que ni la besó después de cinco meses de separación? Una mujer como Agatha Downing no lo hacía.

Al fin, aspiró una bocanada trémula, contuvo el aire un momento, y lo soltó de una vez.

– Lo haré. Con una condición.

– ¿Cuál?

– Que dejaré todo a Violet, menos mi máquina de coser. Si quiere una, tendrá que comprársela. La mía es un regalo tuyo y creo que es lo más adecuado para llevar a Waverley para hacer el vestido de Jube.

– Muy bien. Considera pagado el transporte.

Cuando la acompañó hasta la puerta, no se despidió con el beso que ella esperaba sino con un firme apretón de manos que sellaba el pacto entre los dos.

La llevó a los baños dos veces por día los dos que siguieron, mientras se quedaron a disfrutar del manantial, y aunque la relación se volvió más amistosa que nunca en lo relacionado con la conversación y la mutua compañía, en ningún momento de esos dos días en White Springs él hizo el menor avance hacia ella…

Hasta que estuvieron en la estación de trenes y se despidió otra vez de ella.

¿Qué habría en las estaciones de tren que sumía sus corazones en la desolación aún antes de que se dijeran adiós?

Un instante antes de que abordase, la tomó de los brazos y la besó en la boca. Cuando lo hizo, Agatha sintió que estaba resuelto a que el beso fuese breve y amistoso. Pero cuando, al terminar la miró a los ojos, a los dedos enguantados que descansaban sobre el pecho de él, la tentación fue demasiado grande y la atrajo hacia él, con más dulzura esta vez, y le dio un beso húmedo, voluptuoso, con la lengua diciéndole adiós dentro de la boca, haciéndola sentir las rodillas flojas y el corazón a punto de estallar como un cañón.

Cuando la apartó y la miró a los ojos, Agatha tuvo la espantosa sensación de que los hombres y las mujeres se besaban así en todo el mundo en momentos similares, y que sólo su falta de experiencia la hacía creer que había algo especial entre ella y Scott, algo que significaba más de lo que en realidad era.

¿Por qué esperaste tres días para hacerlo?, quiso preguntar.

Pero una mujer decente no hace esas preguntas.

En cambio, dijo:

– Adiós. Y gracias por darme la posibilidad de nadar en White Springs. Nunca lo olvidaré.

– Yo no te di nada. White Springs siempre estuvo ahí para que tú lo tomaras.

Pero no era así, y ambos lo sabían. Le había dado más que cualquier otro ser humano. Le había dado el amor de ella hacia él, aunque no le hubiese dado el suyo propio. Y Agatha descubrió que eso era casi tan bueno como si le correspondiese.

Capítulo 20

El balanceo del tren creaba un ánimo que la llevaba a la introspección: el paisaje que se movía cada vez más rápido, hasta convertirse en una mancha verde a lo lejos, el retumbar incesante del metal chocando con otro metal y que subía desde abajo hasta que se convertía en algo tan propio como los latidos del corazón, el penetrante silbato que viajaba en el viento como un suspiro fantasmal, mientras que afuera el verde se transformaba en negro, y un rostro miraba al pasajero, y ese rostro era el de ella misma. Era como si alguien devolviese una mirada desde el inconsciente, exigiendo un examen.

En el camino de regreso a Proffitt, Agatha pasó las horas pensando en la apuesta que iba a hacer… y vaya si era una apuesta. El purgatorio contra el cielo. Porque vivir en la casa de Scott Gandy nada más que como la gobernanta era condenarse al purgatorio eterno. Lo amaba, lo quería, quería compartir la vida con él, pero como esposa, nada más. Sin embargo, él no mencionó ni amor ni matrimonio. Vivir en esa casa, reservarse sus sentimientos, ¿sería realmente preferible a quedarse sola en Proffitt?

Sí. Porque en Waverley también estaba Willy, y el amor del niño significaba para ella casi tanto como el de Scott.

¿Y qué se podía decir de las oportunidades para el cielo? Todo lo que había deseado, que un día Scott la mirara en los ojos y le dijese que la amaba, que quería casarse con ella y hacer que Willy fuese de ellos para siempre. Así era cómo tenía que ser. ¿Alguna vez lo comprendería él?

Ah, pero era un riesgo, una apuesta, porque no lo sabía. Ya antes había apostado contra Scott Gandy y perdió, y le dolió. Pero el amor era algo contagioso y una persona inteligente apostaría todas las veces.

Y Agatha Downing era una dama inteligente.

Dejar a Violet fue menos doloroso de lo que Agatha había imaginado, principalmente porque la amiga estaba embelesada con su nueva condición de mujer de negocios. Y, tal como predijo Scott, después de haber vivido en un cuarto de la pensión de la señora Gill, el apartamento de Agatha le parecía una casa lujosa de veraneo. Además, estaba maravillada porque Agatha había ganado un lugar en el hogar de LeMaster Scott Gandy, el hombre cuya sonrisa la hizo ruborizarse y reír tontamente tantas veces.

No obstante, a último momento, cuando ya tenía las cosas empacadas, la muestra cuidadosamente guardada entre capas de ropa, en un baúl (había donado los sombreros viejos a Violet) revisó el apartamento a la caza de toda posesión personal significativa, dio las instrucciones finales relacionadas con el estado de los libros contables de la tienda, Agatha miró en torno y se encontró con los ojos de Violet.

– Pasamos muchas horas juntas, aquí, ¿no es cierto?

– Ya lo creo. Hemos dado infinidad de puntadas entre estas paredes. Pero también reímos mucho.

Agatha esbozó una sonrisa triste.

– Sí, es verdad. -Moose, desde el interior de una cesta para aves, lanzó un quejido de protesta-. ¿Estás segura de que no te importa que me lleve al gato?

– Desde luego que estoy segura. ¡El animal de la señora Gill se fue por tres días, otra vez, la semana pasada y volvió apestando a dicha paradisíaca, el pelo todo apelmazado, y cojeando, qué te parece! Me habría gustado verla. Tt-tt. Como sea, dentro de nueve semanas habrá una nueva carnada de gatitos en la pensión, y Josephine no sabrá qué hacer con ellos cuando empiecen a trepar por las cortinas y a afilarse las garras en los muebles. No, tú llévale a Moose a Willy, que es con quien debe estar. -Hizo una pausa y miró alrededor-. Bueno, y ahora será mejor que os llevemos a vosotros dos a la estación, no sea que el tren llegue temprano. Como estará el señor Gandy esperándote en el otro extremo de la línea, no quisiera que lo pierdas. Tt-tt.

Agatha cerró la puerta de la tienda por última vez, giró para echar una última mirada a la cortina verde que había levantado todas las mañanas y bajado todas las tardes durante más años de los que quería recordar. Alzó la vista hasta la ventana del apartamento, allá arriba. El comentario nostálgico que hizo adentro se debía a su cariño por Violet. Pero al darle la espalda al edificio no sintió ni una fugaz punzada de remordimientos. Fue un lugar solitario todos los años que vivió allí, y marcharse era un placer.

Pero cuando ella y Violet se despidieron junto al tren humeante, a las dos las asaltó un súbito y agudo dolor. Los ojos de ambas se encontraron y supieron que, con mucha probabilidad, sería la última vez que se veían.

Se abrazaron fuerte.

– Fuiste una amiga auténtica, Violet.

– Tú también. Y no pierdo la esperanza de que el señor Gandy se ilumine y te tome como amante, si no como esposa.

– Violet, eres escandalosa -dijo, riendo con los ojos húmedos.

– Querida, te contaré un secreto que no le conté a nadie hasta ahora. Una vez, cuando tenía veintiún años, tuve un amante. Fue la experiencia más maravillosa de mi vida. Ninguna mujer tendría que perdérsela. -Agitó un índice torcido bajo la nariz de la amiga-. ¡Recuérdalo, si se presenta la ocasión!

Todavía riendo con los ojos llorosos, le prometió:

– Lo recordaré.

– Y dales saludos de mi parte, y dale a ese apuesto Gandy un beso en la mejilla, y dile que es de Violet, que quiso hacerlo cada vez que él entró en la tienda. ¡Y ahora, sube a ese tren, chica! ¡Rápido!

Por eso fue fácil partir: Violet la ayudó, con su espíritu indoblegable. Sólo cuando estuvo a unos ochocientos metros de camino, Agatha soltó libremente el llanto. Pero, en cierto modo, eran lágrimas de alegría. ¡Y, por cierto, Violet le había dado en qué pensar!

Lo pensó en las pocas horas de vigilia que quedaron durante el largo viaje al Sur, evocando a Violet, preguntándose quién habría sido el amante, y si se habría topado con él a lo largo de los años. ¿Cuánto habría durado el romance? ¿Por qué no se casaron? ¿Qué fue lo que la convirtió en la experiencia más maravillosa de la vida?

Agatha solía pensar que sólo las malas mujeres se unían con hombres fuera del matrimonio, pero Violet no tenía nada de mala. Era una buena mujer cristiana.

La idea le dio vueltas en la cabeza, mientras se producía la ya conocida transformación fuera de la ventanilla del tren, dejaba atrás el invierno cambiándolo por la primavera, el tiempo frío por el tibio, el barro por las flores. Entretanto, danzaban ante los ojos de Agatha imágenes de Scott y de Willy…

Hasta que fueron algo más que imágenes. Reales, de pie sobre la plataforma de guijarros rojos de la estación, escudriñando las ventanas que pasaban raudas; Scott, alzando un dedo para señalar: «¡Ahí está!». Los dos, saludando con la mano, jubilosos, sonrientes. El corazón de Agatha se hinchó al ver a sus dos amores, y aunque nunca había estado en Columbus, Mississippi, la sensación de bienvenida era fuerte, aguda y dulce. Cuando se apeó, estaban al pie de la escalerilla, Willy encaramado al brazo de Scott.

– ¡Gussie, Gussie! -gritó, arrojándose hacia ella.

La abrazó e hizo caer el sombrero que usaba sólo porque tenía tantos que no le cabían en la sombrerera. Scott lo agarró con la mano libre, mientras ella y Willy se abrazaban.

– Oh, Willy, te eché de menos.

Cerró los ojos para contener las lágrimas de felicidad. Se besaron: sabía a zarzaparrilla. Le apartó el cabello y le sujetó el rostro, sin cansarse de contemplar las mejillas pecosas y los preciosos ojos castaños.

– Scott dice que te quedarás para siempre. ¿Es verdad, Gussie, es verdad?

Agatha le sonrió a Scott.

– Bueno, creo que sí. Traje todas mis pertenencias, hasta la máquina de coser y a Moose.

– ¡A Moose! ¿En serio?

– En serio. Está en una cesta para aves en el vagón del equipaje, y el guardia le dio de comer.

Willy derramó ruidosos besos sobre Agatha que caían en cualquier parte.

– ¡Jesús! -se alegró-. ¡Moose! ¿Oíste eso, Scotty! ¡Trujo a Moose!

– Trajo a Moose -lo corrigió Scott. Cuando Agatha le sonrió, Willy la atrapó por las mejillas exigiendo atención exclusiva.

– Vas a ver mi yegua. ¡Se llama Cinnamon, y está preñada!

– ¡No me digas!

– Scotty me dejó ver cómo la preñaban.

– Ya veo que llegué justo a tiempo para encaminar tu educación por donde tiene que ir, teniendo en cuenta que tienes cinco años.

– Seis. Cumplí años.

– ¡Cumpliste años! Y yo me lo perdí…

Compuso una expresión de exagerada pena.

– No importa. Cumpliré más el año próximo. Vayamos a buscar a Moose. Zach está esperando con los carros.

Willy saltó de los brazos de Scott al suelo de adoquines y salió corriendo, dejando a Gandy y a Agatha frente a frente. Sin barreras entre ellos, las miradas se toparon y se sostuvieron. La sensación de prisa se disipó.

– Hola, otra vez -dijo ella.

– Hola. ¿Cómo fue el viaje?

– Agradable. Apresurado. Gracias por la estupenda ubicación. Esta vez, en verdad dormí.

– ¿Esta vez?

– En la otra ocasión estaba demasiado excitada para dormir. Ésta, me hallaba demasiado agotada para no hacerlo.

– ¿Tuviste problemas para arreglar las cosas en Kansas?

– Todo salió perfecto. -Sintió tal tentación de tocarlo que, de súbito, cedió. Se puso de puntillas, le enlazó un brazo en el cuello y lo besó en la mejilla-. Éste es de parte de Violet. Me pidió que te dijera que quiso hacerlo cada vez que entrabas en la sombrerería.

Le apoyó en la espalda la mano que sostenía el sombrero al mismo tiempo que bajaba la cabeza para darle el gusto.

Cuando Agatha quiso apartarse, la sujetó con el brazo. Le aparecieron los hoyuelos en las mejillas y la voz se hizo más queda.

– Ése es de Violet. ¿Y de tu parte?

Tuvo la presencia de ánimo de besarlo jocosamente en la otra mejilla, en son de broma.

– Ése es de mi parte. Y ahora, dame mi sombrero.

Se lo puso en la cabeza.

– Creí que habías abandonado los sombreros.

– Es mucho pedir para una mujer que los usó toda su vida. Conservé mis preferidos, y éste era el lugar más apropiado para llevarlos.

Estiró la mano para acomodarlo, pero Gandy lo hizo por ella, y contempló el resultado con ojo crítico.

– Mmm. Me parece que no -decidió, y se lo quitó-. Siempre estás mejor sin sombrero.

– Eh, vosotros, vamos -interrumpió Willy-. Zach está esperando.

A desgana, Scott prestó atención al niño.

– Está bien, está bien. Ve a decirle a Zach que acerque la carreta al vagón de equipajes, al otro extremo, y nosotros iremos para allá.

Gandy tomó a Agatha del brazo y caminaron por los adoquines hacia el vagón de equipajes.

– ¿Le dejaste la sombrerería a Violet?

– Sí. Estaba encantada. ¿Quién es Zach?

– Hijo de uno de nuestros antiguos esclavos. Es muy hábil con los caballos, y está enseñándole a Marcus el oficio de cuidador y herrador. De modo que trajiste la máquina de coser.

– Por supuesto. No querría hacer un vestido de novia sin ella. ¿Alguno de los otros vino al pueblo contigo?

– No, pero están todos en casa, esperando. ¿Necesitas algo de aquí antes de irnos a Waverley? Es una hora de camino y no venimos todos los días.

No necesitaba nada. Sintió que tenía todo lo que necesitaría o querría en el mundo al ver el reencuentro entre Willy y Moose: cara a cara, patillas con pecas, el gato colgando en el aire frente al niño que lo sostenía, lo besaba, lo apretaba con demasiada fuerza, con los ojos cerrados y decía:

– ¡Eh, Moose! ¡Jesús, te extrañé!

Agatha fue presentada a Zach, que se levantó en una destartalada carreta cargada con la cesta vacía, la máquina de coser y todo el equipaje de Agatha, incluyendo el sombrero que Gandy lanzó por el aire a último momento.

Luego, ella, Willy, Scott y Moose subieron a un coche con muelles negros y arrancaron hacia el nuevo hogar de Agatha. En el camino vio por primera vez pimpollos rojos: nubes de heliotropos. Y cornejos, nubes blancas, algodonosas. Glicinas, nubes de púrpura puro. En los charcos junto al camino, florecían los junquillos en grupos tan extensos que parecía que hubiesen caído trozos de sol a la tierra, y se hubiesen despedazado sobre la hierba. Como en Florida, prevalecía el olor del Sur, rico, húmedo, fecundo. A Agatha ya le encantaba.

Pasaron por Oakleigh, y Willy le contó que ahí vivían la abuela y la madre de A. J. desde antes de la guerra. Pasaron ante una pequeña iglesia blanca en medio de un conjunto de pinos, y le dijo que ahí iba Leatrice los domingos. Ante el cementerio, le contó que ahí estaba enterrada Justine. Giraron hacia el prado, y Gandy le dijo:

– Aquí… es donde yo nací.

Más grande, más majestuoso de lo que la acuarela de Scott fue capaz de representarlo. Waverley, con sus altos pilares, su magnífica rotonda y sus bancos de hierro forjado que semejaban una labor de encaje. Waverley, con sus imponentes magnolias en el frente y los bojes, pulcramente recortados. Lo contempló, y se le aceleraron los latidos del corazón: al fin estaba ahí. ¡Al bajar la mirada, vio a los pavos reales en el prado!

– ¡Oh! -exclamó, agitada.

Scott sonrió al verla, desbordante de orgullo por el aspecto de la casa, engalanada con tantas flores, lustrosa como una perla en medio de los prados de esmeralda.

– ¿Te gusta?

La respuesta fue como había esperado. Permaneció inmóvil, muda, con la mano apretada contra el corazón tumultuoso.

Jack vio el carro y corrió cruzando los campos, desde la curtiembre, vociferando a todo pulmón:

– ¡Llegaron! ¡Llegaron!

Y antes de que el coche se detuviera, se abrió de par en par la puerta principal y se oyeron hurras y todos corrieron hacia el vehículo con los brazos levantados.

Agatha pasó de Pearl a Ivory, de éste a Ruby, y todos la abrazaron. Luego llegó Jack resoplando por la carrera a través del patio, haciéndola girar en círculo, riendo. Después apareció Jube, radiante incluso con un vestido de algodón gastado.

– ¡Jube, felicidades!

Las dos mujeres se apartaron un poco y se miraron, sonriendo. Después, Jube aferró a Marcus del brazo y tiró de él haciéndolo adelantarse.

– ¿No es maravilloso? Si él te dice lo contrario, no le creas una palabra.

Marcus, perfecto caballero, como siempre, sonrió a Agatha pero se quedó atrás. La recién llegada le dio un impulsivo abrazo.

– ¡Felicidades, Marcus! Estoy muy contenta por vosotros.

El joven hizo ademanes como de verter aceite e hizo un gesto interrogante con la ceja.

– Sí, está aceitada y lista para funcionar. Haremos el vestido de la novia en menos que canta un gallo.

Había otra persona que esperaba en los escalones del frente con las manos cruzadas sobre la barriga protuberante, con un saco de cuero colgando del cuello por medio de una correa, una mujer con la forma de un búfalo de agua, que no podía ser otra que Leatrice.

Todos, menos Leatrice hablaban al mismo tiempo. Todos menos Leatrice, abrazaron a Agatha o la besaron en la mejilla. Todos, menos ella sonrieron y rieron. Leatrice esperó, como una reina sobre la plataforma, a que le presentaran a la viajera.

Cuando el barullo del recibimiento cedió un poco, Scott tomó a Agatha del codo y la acompañó hasta los escalones de mármol.

– Leatrice -dijo-, me gustaría presentarte a Agatha Downing. Agatha, ésta es Leatrice. Es caprichosa e irrazonable, y no sé por qué la conservo. Pero yo estuve más tiempo bajo el agua que ella lejos de Waverley y, por lo tanto, supongo que se quedará.

Leatrice habló con una voz como la de una locomotora con dificultades para dar la marcha atrás.

– De modo que aquí estás, al fin, mujer de Kansas. Quizás ahora obtengamos de este sujeto algo más que gruñidos. -Señaló a Gandy con el pulgar-. Convivir con este muchacho fue peor que hacerlo con un oso salvaje.

A Gandy se le enrojeció el cuello y se miró los pies. Por cortesía, Agatha se abstuvo de mirarlo.

– Oí hablar mucho de usted, Leatrice.

– Apuesto a que sí, y nada bueno, ¿no es así?

Agatha rió. A decir verdad, la mujer hedía como una mofeta, como le advirtió Gandy.

– Bueno, oí decir que usted gobierna con mano de hierro, pero tengo la sensación de que, a veces, hay alguien que lo necesita.

– ¡Ja! -Leatrice reacomodó las manos cruzadas sobre su panza de barril-. Y yo sé quién.

Llegó Zach con el equipaje y los hombres comenzaron a descargarlo. Jack y Marcus subieron la máquina de coser. Zach e Ivory los siguieron con un baúl, el último con el sombrero de Agatha con flores rosadas encasquetado en la cabeza.

– ¿De dónde sacaste ese sombrero, muchacho? -preguntó Leatrice.

Agatha se lo arrebató.

– Es mío, pero el amo de Waverley emitió la primera orden: nada de sombreros para mí.

– ¿A dónde llevo estas cosas? -preguntó Jack.

– Al salón de la derecha -respondió Gandy, y los hombres entraron.

Se acercó Willy, arrastrando la sombrerera, casi tan grande como él, y lo seguían Jube y las chicas con otras piezas del equipaje. Mientras se metían dentro, Agatha acomodó los pétalos del sombrero y miró a Gandy con expresión provocativa.

– ¿Y dónde voy con esto?

Gandy miró con disgusto el sombrero con sus rosadas flores de calabaza, la espiral de red, y el racimo de cerezas en medio de un grupo de hojas verdes.

– No te ofendas, Agatha, pero éste es la cosa más fea que he visto nunca. Es un misterio para mí por qué una mujer con un cabello como el tuyo querría cubrirlo con flores rosadas de calabaza y cerezas.

Agatha cesó de manosear los pétalos de seda, suspiró y, casi por casualidad, ganó para siempre el corazón de la negra, al preguntar:

– Leatrice, ¿cree que podría aprovechar un sombrero rosado un poco usado?

Leatrice dilató los ojos, los fijó en la bizarra creación, y tendió las manos con gesto lento y reverente.

– ¿Esto? ¿Para mí?

– Si no le molesta que esté un poco usado…

– Señor…

Gandy le sonrió a Agatha y dijo:

– Vamos, te mostraré la casa.

Dejaron a Leatrice en los escalones del frente, con el pestilente saco de asafétida en el cuello y el sombrero rosado en la cabeza.

Scott llevó a Agatha a trasponer el portal más ancho y alto que ella hubiese visto jamás, y entraron en la gran rotonda donde se detuvo un momento para recuperar el aliento. Era majestuosa. Amplia y luminosa, con puertas corredizas abiertas, mostrando dos recibidores idénticos a cada lado y las escaleras iguales que descendían desde lo alto, constituyendo un gracioso marco para las puertas de atrás, también semejantes, al otro lado del lustroso suelo de pino. Miró arriba y lo que vio era tal como lo había imaginado: El techo en forma de cúpula, la elegante araña de bronce, las pasarelas, las ventanas, las puertas que daban a las habitaciones del suelo alto, y los husos, los setecientos dieciocho, que parecían las costillas de un ser monstruoso.

Desde el principio tuvo esa impresión: que Waverley tenía vida propia, distinta de sus habitantes. Poseía dignidad, con un toque desafiante, como si se sintiera superior por haber sobrevivido a la guerra. Por otra parte, sus proporciones empequeñecían a sus moradores, se les imponía. Pero esa dominación estaba atemperada por cierto aire de protección. Agatha tenía la sensación de que si uno necesitaba refugio, no tenía más que dar un paso entre las escaleras gemelas y estas lo estrecharían como dos brazos fuertes, y lo protegerían de todo peligro.

– Me encanta -afirmó-. ¿Cómo pudiste estar lejos de aquí tantos años?

– No lo sé -respondió Scott-. Ahora que he regresado, realmente no me lo explico.

– Muéstrame lo demás.

La llevó a la sala del frente, a la izquierda, una bella habitación con cuatro ventanas altas, imponentes, una gran chimenea y, a la izquierda de la entrada, un hueco en la pared, rodeado por un decorado de yeso.

– La alcoba nupcial -anunció.

– Preparada para ser usada otra vez -comentó Agatha-. Qué hermosa. Sin duda, debe de estar contenta.

– Jube está fascinada.

– No, Jube no, me refiero a la casa. -Alzó los ojos hacia el alto techo-. Tiene… presencia, ¿no es así? -Caminó alrededor de una silla Chippendale de patas palmeadas, pasó las yemas por la superficie encerada de una mesa Pembroke, el respaldo de un airoso sofá, pasó al piano, donde tocó una nota que quedó vibrando en el aire-. Personalidad.

– Pensé que yo era el único que todavía lo creía. Mi madre también.

Por las ventanas bajas del frente vieron los árboles de boj que la madre de Gandy había llevado desde Georgia.

– Quizá mire desde su tumba, al otro lado del camino, y dé su aprobación al modo en que hiciste revivir la casa.

– Quizá sí. Ven, te mostraré mi habitación preferida.

También a Agatha la oficina de Scott la conquistó a primera vista. Era mucho más personal que la sala del frente, poseía un aspecto de habitación en la que se vivía, con el libro mayor abierto sobre el escritorio, un tintero de cristal, y una pluma con punta de metal que parecía aguardar para ponerse a trabajar una vez más; el humidificador, sin duda lleno de cigarros, los restos de uno en un cenicero de pie, que estaba cerca de la silla junto al escritorio. El olor de Scott, a cigarro, cuero y tinta, predominaba.

– Va muy bien contigo.

Al levantar la mirada, lo sorprendió observándola, y aunque no sonreía se lo veía tan complacido de que ella estuviese ahí como Agatha se sentía de estar, por fin, en la plantación.

– Te mostraré el comedor -dijo, girando para abrir la marcha por el pasillo.

También el comedor era inmenso, con gabinetes empotrados para guardar la porcelana, una maciza mesa rectangular y, sobre ella, otra araña de gas. Bajo la mesa, el suelo estaba desnudo y reluciente, y los pasos de los dos resonaron mientras caminaban por el cuarto.

– El desayuno es a las ocho, el almuerzo al mediodía, y la cena, a las siete. Ésta es siempre formal, y compartimos la mesa con los huéspedes.

– ¿Y Willy?

– Willy también.

Entonces, Scott Gandy le daría otra cosa más: ese inefable sentido de familia que cundía en torno de la mesa de la cena más que en ningún otro lado. Los atardeceres de Agatha ya no serían solitarios, nunca más.

Tenía el corazón rebosante. Quería agradecérselo, pero ya la llevaba hacia la otra sala de adelante.

– Y ésta es tu habitación -le dijo Gandy, cediéndole el paso.

– ¿Para mí? -Entró-. ¡Pero… pero es tan grande…! Lo que quiero decir es que me sobraría la mitad del espacio.

La máquina de coser y los baúles ya estaban instalados en la amplia habitación. Todo brillaba: las cuatro ventanas, una con una vista al sur, hacia los jardines de adelante, el sendero de entrada, los bojes y, al este, el río. Era demasiado, y se sentía abrumada.

– Quería que estuvieras en el suelo principal, para que no tuvieses que subir las escaleras con frecuencia. Si estás de acuerdo, usaremos ese rincón como salón de clase para Willy.

– Oh, estoy más que de acuerdo.

Era una habitación idéntica a la primera sala, sin la alcoba, pero con una rareza: un armario con espacio para entrar, más grande que cualquier despensa que Agatha hubiese visto. Había una elegante cama con colgaduras de brocado blanco, una silla tapizada en tela de flores coloridas, una pequeña cómoda doble con cajones también en la parte superior, un poco más angosta, un espejo de pie de un metro y medio de alto, montado sobre puntales giratorios, y una mesa de biblioteca sobre la que había un gran ramo de forsitias doradas.

– Lo siento, Gussie. No gozarás de mucha intimidad, salvo a la noche. Durante el día, para darte sensación de intimidad, podrías tener las puertas abiertas mientras trabajas aquí. Así, los huéspedes se sentirán como si fueran de la familia.

Delante del espejo de pie, Agatha encontró la mirada de Scott en el cristal. Se dio vuelta con lentitud, preguntándose si tendría noción de lo que significaba para una mujer como ella tener un cuarto semejante en una casa como esa.

– Ya he tenido intimidad, Scott. No es tan deseable. Durante muchos años viví en ese apartamento oscuro y pequeño, sin nadie que fuese a golpearme la puerta e interrumpirme o molestarme. No imaginas lo espantoso que fue. -Esbozó una sonrisa que venía del corazón-. Por supuesto, dejaré las puertas abiertas mientras trabaje aquí. Aunque me provoca algo de culpa quedarme con una de las habitaciones más encantadoras de la casa, que podrían rendir dinero si se usaran para los huéspedes.

– Tu responsabilidad es cuidar de Willy, y no se me ocurre cómo podrías hacerlo desde las cabañas de esclavos. Además, hay otros tres cuartos de huéspedes arriba, tan grandes como éste.

– Pero esto es más de lo que yo esperaba. El lugar más hermoso en el que he vivido.

Gandy dio unos pasos hacia el interior de la habitación y se detuvo junto a la cama.

– Estoy contento de que estés aquí, Gussie. Había pensado…

De pronto, irrumpió Willy por la puerta, y tomó a Agatha de la mano.

– Ven a ver mi cuarto, Gussie.

Tironeó, impaciente, y Scott los siguió y se quedó al pie de la escalera de la derecha, viendo cómo subían.

– ¿Puedes subir sin problema?

– Nada sería capaz de detenerme -contestó, mirando sobre el hombro.

Mientras subían, a Agatha la sorprendió cruzarse con una pareja de mediana edad que bajaba. Vestían ropa de montar.

– Hola -la saludó la mujer.

– Hola.

Al instante, Gandy subió corriendo.

– Ah, señor y señora Van Hoef, ¿van a los establos?

– Así es -dijo el hombre.

– Es un día perfecto para cabalgar. Señor y señora Van Hoef, me gustaría presentarles a Agatha Downing, la más flamante de los residentes permanentes de Waverley. -A Agatha le explicó-: Robert y su esposa, Debra Sue, llegaron ayer de Massachusetts. Son nuestros primeros huéspedes oficiales.

Agatha murmuró una respuesta cortés, y el matrimonio siguió su camino.

– ¿Ya hay huéspedes?

– Van Hoef dirige una harinera, y se lo considera uno de los cinco hombres más ricos de Massachusetts. ¿Sabes por qué está aquí, Gussie?

– No.

– Porque una vez me dijiste algo, cuando estábamos hablando de Waverley. Te referiste a él como un tesoro nacional, ¿recuerdas? -No se acordaba, y prosiguió-. Cuando me marché de Kansas, no tenía idea de cómo haría para que Waverley fuese productivo otra vez. Un día, estaba mirando por la ventana de la rotonda -miró hacia allí, y otra vez a Agatha-, y recordé tus palabras. Entonces, comprendí el potencial que había en este sitio. Si no hubiese sido porque insististe en que volviera, tal vez no lo habría hecho jamás. Quería darte las gracias por instarme a regresar.

– Pero yo no hice nada. Todo lo hicisteis tú y los demás.

Willy se había adelantado y estaba inclinado sobre la baranda de la pasarela, balanceándose sobre la barriga.

– ¡Date prisa, Gussie!

Agatha levantó la cabeza y contuvo el aliento.

– ¡Willy! ¡Bájate!

Las risas burlonas del niño rebotaron en la enorme cúpula.

– No tengo miedo.

– ¡He dicho que te bajes… y lo he dicho en serio!

Willy se creía gracioso balanceándose en la balaustrada, exhibiéndose.

– Scott, quítalo de allí.

Sólo le llevó unos segundos sacarlo de la baranda y depositarlo en el suelo. Cuando Agatha llegó hasta ellos, estaba furiosa.

– Jovencito, si te vuelvo a ver haciendo eso otra vez, te haré lustrar los husos uno por uno, de abajo arriba. Todos, ¿entendido?

Willy se enfurruñó.

– Bueno, Cristo, no sé por qué te pones así. Nadie se enfada. ¡Qué diablos, Pearl me anseñó a deslizarme por la baranda!

– ¿Qué?

– Me anseñó…

– Enseñó. Y ésta fue la última vez que lo hiciste. Puedes decirle a Pearl que te lo dije yo. Y ahora, ¿qué tal si me muestras tu cuarto?

A Willy le pareció que lo mejor era tomarse revancha.

– ¡No quiero! ¡Tú sola puedes mirar mi tonto cuarto!

– ¡Willy, vuelve aquí! -gritó Scott.

Willy siguió bajando la escalera. Scott iba tras él, pero Agatha lo tomó del brazo y negó con la cabeza. Las palabras llegaron con perfecta claridad por la rotonda:

– ¿Por qué no me lo muestras tú, mejor, Scott? Es en ese cuarto donde Justine suele visitar a Willy, ¿verdad? Me gustaría que me cuentes al respecto. -Se encaminó hacia la puerta-. Oh, pero si es encantador.

Oyeron que los pasos del niño aminoraban y se lo imaginaron mirando hacia arriba, ansioso. Recorrieron la habitación, y Scott hizo una inspección breve, contándole de cada cosa que, estaba seguro, Willy estaría impaciente por mostrarle a Gussie: los juguetes, el caballo mecedora, la vista a los establos. Cuando salieron del cuarto de los niños y continuaron hacia la puerta del próximo del de huéspedes, supieron que Willy estaba escuchando, y lo vieron ocultarse más allá de la escalera curva, en el suelo bajo.

– Al principio, cuando reabrimos Waverley, usamos todas las habitaciones de arriba para nosotros, pero mejoramos una por una las cabañas de los esclavos, para que cada uno tuviese una casa propia. Jube y Marcus están arreglando el viejo mirador y se mudarán allí después de casarse. Los Van Hoef se instalaron aquí. -Señaló el cuarto este, al frente-. Y mañana llegarán huéspedes de Nueva York y les daremos ese cuarto. -Señaló el que estaba frente al de Willy-. Y este… -se paró en la entrada del dormitorio que estaba sobre el salón principal-…es el dormitorio principal.

Sin saber por qué, Agatha dudó en trasponer el umbral.

– Tú naciste aquí.

– Sí. Lo usaron mis padres, después Delia y yo.

Delia, su perdida Delia. ¿Todavía la añoraba?

– ¿No lo usas para ti?

– No. Comparto el cuarto de Willy. Así puedo alquilar éste.

El dormitorio principal estaba decorado con el mismo tono de azul hielo del chaleco que Gandy usaba ese día. Una alta cama con baldaquino, de palo rosa, con postes tallados a mano, dominaba el espacio. En el centro de la cabecera, formando parte del intrincado tallado, había un óvalo convexo firmado por Prudent Mallard. A los postes de las esquinas estaban sujetas ondas de tul blanco y, junto a ella, una escalerilla portátil de tres escalones para subirse. Un tocador haciendo juego ocupaba casi toda una pared. En las ventanas, unos lazos también azul hielo, y un dibujo de bambú color albaricoque, similar al de las colgaduras de la cama. El dibujo se repetía en un par de sillas Chippendale enfrentadas, ante las idénticas ventanas del frente y, entre ellas, había una mesa con tapa de mármol. La chimenea estaba hecha de mármol de Carrara con un guardafuego de hierro forjado. El bronce y los hierros relucían, armonizando con la araña, con sus globos de cristal trabajados al agua fuerte. Una alfombra hecha a mano de un azul más intenso con un dibujo de color herrumbre en el borde cubría el centro del suelo original de pino, y dejaba el resto expuesto.

– ¿Vendrán pronto huéspedes que ocupen esta habitación?

– La semana que viene.

– Ah.

No le agradaba en absoluto presenciarlo. Tenía la sensación de que sería una profanación que entraran extraños en la gran cama Mallard, donde había sido concebido el heredero de Waverley.

– ¿Te gustaría contemplar la vista desde arriba? -preguntó, al parecer sin inmutarse de cederles su cama a los extraños-. Es grandiosa, pero son muchos escalones.

– De todos modos, quiero verla.

Vio que alzaba la barbilla, con los ojos fijos en la cúpula octogonal que remataba la mansión como una corona resplandeciente sobre la cabeza de un monarca. Percibió su orgullo, su impaciencia por mostrarle todas sus posesiones. Subieron el último tramo de escalera que los llevó, al fin, a la pasarela. Y ahí, abajo, se extendía la herencia de Scott. Agatha, con los dedos apoyados sobre el borde de la ventana, se tambaleó.

– Es impresionante.

– ¿Ves ese campo, ahí?

Lo señaló.

– Sí.

– Hemos plantado un poco de algodón, lo suficiente para que los huéspedes tengan una impresión de cómo era antes. ¿Y ves esa pradera que baja hasta el río? -Miraron hacia el este-. A medida que pueda, pienso llenarla de caballos.

Fueron recorriendo la pasarela, hasta llegar a un punto desde el que miraban al sur, hacia el sendero de coches.

– ¿Y ves esa construcción al otro lado del camino?

– Ahá.

– Ésa es la piscina. ¿Quieres verla?

– ¡Me encantaría!

Al llegar al suelo principal, se toparon con Willy que, sentado en el último escalón, hacía pucheros.

– Vamos a ver la piscina. ¿Quieres venir con nosotros?

Como seguía enfurruñado, Gandy se dio la vuelta, tocó el codo de Agatha y le indicó la puerta principal.

– ¡Está bien! ¡Iré!

Scott y Gussie intercambiaron una sonrisa disimulada.

Andando por el sendero de grava, los tres juntos, pasaron por los jardines ornamentales y el prado. Gandy dijo:

– Willy, mañana comenzarás a tomar lecciones con Gussie.

– ¡Lecciones! Pero yo iba a…

– Y estarás preparado a la hora que te indique, y…

– ¿Cómo podré estar listo si todavía no sé la hora?

– Ésa será tu primera lección. Deja de dar excusas, y escúchame. Les aclaré bien a todos que hay una sola persona que te dará órdenes: es Gussie. ¿Entendido?

– ¿Y tú?

– ¿Yo? Oh, bueno, a veces tal vez te las dé yo. Pero antes de que hagas planes para ir con Zach a los establos, o al bosque con Jack, o al pueblo con las chicas, tienes que preguntar a Gussie si está de acuerdo. Y si te da una orden y no la obedeces, como hoy en la baranda, tendrás problemas. Si quieres transformarte en un caballero cuando seas mayor, y ser inteligente y agradar a los demás, tendrás que aprender. No sucede por sí mismo. Por eso está aquí Gussie.

Llegaron a la zona de la piscina y después a una construcción de madera pintada de blanco entre robles y nogales, al otro lado del camino. Dentro, estaba fresco y umbroso, alumbrado por pequeñas ventanas. La piscina misma estaba hecha de ladrillo rojo y, en un extremo, un tramo de anchos escalones de mármol para entrar.

– No será tan elegante como la de White Springs, pero en medio del verano es un alivio después de un día caluroso.

– Huele mucho mejor que White Springs.

Scott rió. Agatha recordó la sensación de ingravidez, y le encantó la idea de poder experimentarla cada vez que quisiera.

– ¿De dónde proviene el agua?

– De pozos artesianos.

– ¿Es fría?

– Helada… tócala.

Tenía razón.

– Ivory dice que va a enseñarme a nadar -anunció Willy.

– ¿A nadar en serio? -preguntó Agatha-. Quiero decir, ¿no sólo a chapotear sino a nadar bien? ¿Con la cabeza en el agua?

Scott respondió por él.

– Ivory y yo solíamos ir a nadar juntos al río, de niños, antes de que construyeran la piscina. Es un nadador resistente. Por eso conseguía el trabajo de revisar los daños bajo el agua cuando era changador en los barcos fluviales.

– ¿Eso significa que estás de acuerdo en que le enseñe a Willy?

– Totalmente. Mientras esté con Ivory, Willy estará en buenas manos.

– Entonces, está bien. Reservaremos tiempo todos los días para las lecciones de natación.

De ese modo, comenzó entre Agatha y Scott una cooperación inconsciente en lo que se refería a Willy. Si bien Gandy había dicho que Agatha sería la única encargada, resultó diferente. Tal como en la época de Kansas, se consultaban mutuamente cada asunto que concernía de manera directa a la crianza o el bienestar del chico.

Esa noche, para la cena, Agatha mandó a Willy a lavarse de nuevo las manos pues la primera vez no estaban demasiado limpias y, como se quejó, Gandy reforzó la orden con una sola exclamación:

– ¡Willy!

El niño fue rezongando pero volvió con los nudillos inmaculados. Agatha miró a Gandy sobre la mesa, y pensó: «Somos mejores padres que la mayoría, casados o no». Y gozó del momento, del hombre, del pequeño, y de formar parte de la camaradería que reinaba en torno de la mesa, al anochecer.

A la mañana siguiente, Agatha preguntó si no había inconveniente en que Willy durmiese hasta más tarde y comenzara las clases a las diez, pues estaría ocupada en otras tareas hasta esa hora, y no tenía sentido hacerlo levantar exageradamente temprano: al comienzo, pensaba no darle más de tres horas de clase por día.

– ¿Tres horas? ¿Nada más? -se asombró Scott.

– Para un chico de seis años, tres horas pueden ser como dos días para un adulto. Poco a poco, aumentaré el tiempo.

– Está bien, Gussie, lo que te parezca mejor.

El sábado, se acercó a él y le preguntó:

– ¿Qué me dices respecto de ir mañana a la iglesia?

– ¿La iglesia? -repitió, sorprendido con la guardia baja.

– Sí, la iglesia. Willy estuvo asistiendo, ¿no es verdad?

Gandy carraspeó:

– Bueno… eh…

– No asistió. -Su semblante expresó decepción, cosa que hizo encogerse al hombre-. Oh, Scott, no puedes descuidar la educación espiritual del niño.

– Bueno, no es que no quiera que vaya, es que la iglesia más cercana está en Columbus.

– ¿Y la pequeña iglesia blanca por la que pasamos cuando vinimos?

– Es de los negros.

– ¿De los negros? ¿Bautista, quieres decir?

– Bueno, sí, bautista, pero para los negros.

– ¿Van Leatrice y Ruby?

– Leatrice sí, Ruby no.

– Bueno, entonces le diré a Leatrice que Willy y yo iremos con ella.

– Pero, Gussie, no entiendes.

– ¿Acaso no le rezamos al mismo Dios? ¿Qué importa si es bautista o presbiteriana?

– No importa. ¡Pero es de ellos!

– ¿Me echarán?

– No, no te echarán. Es que los blancos y los negros no se mezclan en la iglesia.

– Qué raro. ¿No crees que sería el lugar ideal para que lo hiciéramos?

Así, Agatha y Willy fueron a la iglesia con Leatrice, Mose, Zach, Bertrissa y Caleb. Leatrice, orgullosa, usando el llamativo sombrero rosado, se ocupó de presentarlos.

– Éste es Willy, el pequeño que adoptó el amo, y la señorita Agatha Downing, de Kansas. Es presbiteriana, pero rezará con nosotros.

En realidad, Gandy no se sorprendió de que Agatha se adaptara. A fin de cuentas, fueron mujeres como ella las que lograron que todo el Estado de Kansas apoyara la prohibición. Cuando regresaron, estaba esperándolos sentado en uno de los bancos de bois d'arc, en la galería norte.

– ¿Lo habéis pasado bien? -preguntó, levantándose cuando Agatha subió los escalones.

– Es una iglesia pequeña y encantadora. La próxima vez tienes que venir con nosotros.

Y para su sorpresa, a Gandy la propuesta le resultó tentadora.

Se acostumbró a levantar la vista desde el escritorio de la oficina para ver a Gussie trabajando en su habitación. Era placentero saber que estaba ahí, firme, confiable. Los huéspedes la adoraban. Emanaba un aire aristocrático que a las otras chicas les faltaba. Con sus finos vestidos, el cabello siempre impecablemente peinado, las uñas lustradas y recortadas en forma de óvalos perfectos, era la imagen de la gentileza que los invitados habían imaginado al hacer las reservas para la mansión Waverley. Agatha se hizo un hábito de saludarlos cuando llegaban, saliendo del cuarto, reuniéndose con Gandy en el vestíbulo para abrir juntos la puerta principal y darles la bienvenida a todos los que se apeaban del coche. Era lógico que muchos de ellos los considerasen marido y mujer, y se dirigiesen a ellos como «el señor y la señora Gandy«. La primera vez que sucedió, Gandy advirtió que Agatha se ruborizaba y le echaba una mirada fugaz. Pero después, se adaptó y dejó que él se ocupara de corregir el error.

Agatha dio a Willy la responsabilidad de acompañar a cada recién llegado a la habitación correspondiente, pues comprendió que el encanto del niño en sí mismo ayudaría a que la gente volviera. Era capaz de hablar con cualquiera, conocido o no. Del mismo modo que había cautivado su corazón cuando lo conoció, Willy conquistaba a ricos industriales y a sus esposas minutos después de que hubiesen puesto los pies en la mansión. Al comprenderlo, amplió la tarea y le asignó la de guiar en una gira por los establos y los campos a cada contingente que llegaba. A partir de entonces, Willy siempre recibía propina. Agatha encargó a Marcus que le fabricase una alcancía en forma de banjo, con las cuerdas sobre la ranura, de modo que sonaran cada vez que metía una moneda. Estaba tan encantado cada vez que echaba una moneda, que no le fastidiaba ahorrar. Agatha le hizo un libro de contabilidad en miniatura y le enseñó a ingresar cada propina que recibía, con la fecha, la cantidad y el nombre de la persona que se la había dado. (Hasta que aprendiese a escribir, aceptó escribir ella misma los nombres, aunque sí sabía los números y podía anotarlos él mismo.) Le explicó que, cuando fuera mayor, sin duda reemplazaría a Scott en el manejo de Waverley, y que tendría que aprender cómo llevar los libros, como lo hacía él. Al mismo tiempo, le enseñó a contar dólares y centavos, y a sumar. Pero, sobre todo, le enseñó el valor del ahorro.

Las tres horas diarias de trabajo formal con Willy no eran el único tiempo invertido en su educación. Se le enseñaban modales siempre que la ocasión lo exigiera. Cuando Agatha cortó el vestido de boda de Jube, le enseñó a usar la cinta de medir; y Marcus, a petición de Agatha, le mostró cómo aceitar la máquina de coser, en lugar de explicárselo. Si alguno de los hombres iba a pescar, mandaba a Willy con él para que aprendiera. Si Leatrice pelaba bagres, Agatha le pedía que le mostrase a Willy cómo lo hacía. Cuando Zach recortaba cascos de caballos o los herraba, el chico aprendía los nombres de las herramientas, el ángulo apropiado del casco, el modo de ajustar la herradura.

Agatha misma le enseñó que jugar era la recompensa por trabajar, procurando que tuviera cantidades similares de ambas cosas, para que al crecer fuese trabajador, pero también capaz de divertirse.

Willy también le enseñó cosas a ella. Le contó cómo Prince y Cinnamon se mordisquearon y fingieron indiferencia antes de que el potro montara a la yegua con su gran pene que colgaba casi hasta el suelo.

Y también, cómo se había topado con Jube y Marcus cerca de la vieja curtiembre, y cómo el joven levantó el vestido de la muchacha hasta la cintura y que ésta reía y corcoveaba como un potro cerril.

Y que, en ocasiones, las chicas se escabullían hacia la piscina de ladrillos e iban a nadar sin otra cosa más que los calzones.

A Agatha la escandalizó la cantidad de cosas atrevidas que Willy había presenciado en ese lugar mientras andaba sin que nadie lo educase, y le habló a Scott al respecto. Fue la primera vez que no recibió su apoyo.

– Son cosas naturales, Gussie. No veo nada de malo en que presencie cómo se aparean los caballos.

– Tiene sólo seis años.

– Y aprendió junto conmigo que así es cómo opera la naturaleza para procrear.

– Y vio a Jube y Marcus. ¿Qué clase de enseñanza es ésa para un niño de seis años?

– Están enamorados. ¿Acaso eso no es también una lección?

Demasiado avergonzada para mirarlo en la cara más tiempo, huyó de la oficina. Pasó varias noches preguntándose qué habría visto Willy cuando los caballos se aparearon, y a Jube y Marcus. Las imágenes que bullían en su mente la dejaron desasosegada, incómoda, acalorada y, al levantarse para abrir la ventana, vio luces que titilaban en dirección de la piscina. Trató de imaginar cómo sería experimentar esa paradisíaca levedad sin otra prenda que una fina ropa interior de algodón. Un día, poco antes de la boda, cuando estaba probándole el vestido a Jube, le preguntó si era cierto que las chicas iban a nadar después del anochecer. Jube dijo que sí, y Agatha le pidió si podía ir con ellas la próxima vez.

Fueron esa misma noche, deslizándose por el camino como cuatro espectros, los camisones como manchones blancos bajo las magnolias gigantes. Sin duda, andar descalza de noche, sin más ropa que una delgada ropa interior bajo el camisón, no era propio de una dama, pero Agatha había hecho tan pocas cosas prohibidas en su vida que era un placer romper las reglas por una vez.

Llegaron a la casa de la piscina riendo entre dientes y encontraron el camino a tientas en la oscuridad; estaba fresco, la tierra húmeda se les pegaba a los pies, luego tocaron el mármol, más frío y suave en el borde de la piscina. Jube bromeó:

– Miremos si hay mocasines de agua. -Dos gritos agudos resonaron, fantasmales, en las paredes y la superficie del agua, que gorgoteaba un poco. Luego, una cerilla aplicada a la lámpara simple proyectó una tenue luz anaranjada sobre un rincón del gran recinto. Jube se volvió, y desatando el nudo del cinturón, preguntó, inocente-: ¿Alguna está asustada?

Ruby la empujó, con bata y todo.

– ¡Caramba, no, no estamos asustadas! ¡Acércate, así puedo tomarme la revancha!

Ruby rió, se quitó la bata y bajó los escalones de mármol como una diosa de ébano desnuda, seguida por Pearl. Jube las salpicó, y protestaron. Después, las dos se aliaron para vengarse de Jube y pronto las tres jugueteaban como niñas.

Agatha fue mucho más lenta para mojarse. Llevaba puesta una combinación de algodón: una prenda sin mangas que se abotonaba en un hombro y en la ingle, y combinaba calzones y enagua en una sola prenda.

Tal como Gandy había dicho, estaba helada. Pero cuando se metió, se acostumbró a la temperatura como le había pasado en White Springs. Se repitieron la ingravidez y el placer que recordaba… paradisíacos. Las chicas nadaban de un modo rudimentario. Le enseñaron a ponerse de espaldas, agitar los pies y usar las manos como si fuesen aletas de pescado. Y a sumergirse no muy hondo y emerger con la nariz por delante. Y cómo soplar por la nariz para que no se le llenara de agua. Y a descansar en el agua tomando una gran bocanada de aire, reteniéndola y sintiendo que subía, subía a la superficie y quedaba ahí, como si flotara sobre una nube en el cielo.

Terminó demasiado pronto, pero Agatha se prometió que volvería sin demora.

Entre tanto, los preparativos para la boda avanzaban. Llevó más tiempo del que pensaba terminar el vestido de Jube, y que la cabaña del mirador estuviese habitable. Pero, por fin, todo estuvo listo y el ministro de la Iglesia Bautista de Leatrice aceptó celebrar la ceremonia.

Se reunieron en la sala del frente, en una dorada tarde de principios de abril: la familia de Gandy, y todos los huéspedes regulares de la mansión Waverley (a esa altura, las tres habitaciones estaban ocupadas), y todos los antiguos esclavos que habían regresado parar ayudar a que la propiedad floreciera otra vez. El salón brindaba un marco espléndido para la pareja nupcial, con el sol entrando oblicuo por las altas ventanas que daban al oeste y los arbustos de azalea repletos de flores, tanto afuera como adentro. Se habían colocado enormes ramos de azaleas rosadas sobre el piano y las mesas, en toda la habitación. En la alcoba nupcial Jube, toda vestida de blanco, su color, estaba junto a Marcus que lucía elegante de gris. Jube sostenía un ramillete de azaleas blancas unidas por una sencilla cinta de satén blanco. Marcus la tenía de la manO libre.

Ivory tocaba el piano, mientras Ruby y Pearl entonaban «Dulce es el florecer primaveral del amor».

El reverendo Clarence T. Oliver se adelantó y sonrió, benevolente, a la pareja de novios. Era un hombre delgado y alto, corto de aliento, y la túnica colgaba de su cuerpo flaco como una bandera en un día sin viento. Usaba unas gafas redondas y no podía quedarse quieto ni cuando hablaba. Pero en cuanto abría la boca, hacía olvidar todo lo demás. La voz de bajo profundo resonaba como un tambor en la selva.

Abrió la Biblia y la ceremonia comenzó.

«Queridos bienamados…»

Gandy estaba cerca, evocando el día en que él y Delia oyeron las mismas palabras en la misma alcoba. Ellos también estaban radiantes de felicidad, como ahora Jube y Marcus. Tenían el futuro por delante, extendido como un camino dorado por el que sólo hacía falta que avanzaran de la mano, hacia la felicidad eterna.

Qué breve fue esa felicidad, y cuan poca disfrutó desde aquel entonces. Envidiaba a Marcus y Jube, radiantes de amor, comprometiéndose a compartir el futuro. Él también deseaba eso.

Entre él y Agatha, Willy se removía. La mujer se inclinó hacia él, le murmuró algo al oído, y el chico se calmó.

El ministro preguntó quién sería testigo de la unión, y Gandy dijo:

– Yo.

Pearl y Ruby dijeron a dúo:

– Nosotras.

(Jube había insistido en tener dos testigos mujeres, y aseguró que no podía elegir entre las dos, y a la larga, el sacerdote accedió.)

El ministro preguntó:

– Tú, Marcus Charles Delahunt, ¿quieres por esposa a Jubilee Ann Bright, como tu fiel esposa, para tenerla y sostenerla desde hoy en adelante, en lo bueno y en lo malo, en la riqueza y en la pobreza, en la enfermedad y en la salud, dejando de lado a todos los demás, hasta que la muerte os separe? Responde asintiendo.

Marcus asintió y, con el rabillo del ojo, Scott vio que Gussie sacaba un pañuelo de la manga.

El sacerdote le repitió la pregunta a Jube.

– Sí, quiero -respondió en voz baja.

Scott vio que Gussie se enjugaba los ojos.

– En presencia de estos testigos, y con el poder que me confiere Dios, os declaro marido y mujer.

Willy miró a Gussie y murmuró:

– ¿Por qué lloras?

Gandy le apretó el hombro. El chico pasó la vista a Scott:

– Bueno, está llorando. ¿Por qué llora?

Pero no obtuvo respuesta. Scott estaba abstraído contemplando a Agatha secarse los ojos, observando el juego del sol dorado sobre las brillantes ondas cobrizas de su pelo, la curva de la mandíbula, de perfil a él, la lozanía de los labios que cubría a medias con el pañuelo. Y absorto en el súbito palpitar enloquecido de su propio corazón.

La convicción lo golpeó con tanta brusquedad como si, de pronto, la vieja magnolia se hubiese caído sobre el tejado: Tendríamos que ser nosotros los que estuviésemos en esa alcoba. ¡Tendríamos que ser Gussie, Willy y yo!

Capítulo 21

Estuvo dos días pensando, estupefacto al comprender que Agatha Downing había conquistado su corazón, un corazón que había permanecido indiferente después de Delia. Pero, ¿cómo podía permanecer indiferente ante alguien que le había brindado tanta felicidad? Antes de Agatha, no había Willy ni Waverley. Scott vivía sin rumbo buscando conformarse con un romance insatisfactorio con Jube, con la familia sustituta que lo rodeaba, con una sucesión de barcos fluviales y tabernas donde apostaba y vendía whisky, tratando de reemplazar la felicidad genuina de la vida familiar por la alegría ficticia de la vida nocturna. Ahora, en retrospectiva, comprendía lo superficial de esa dicha. La «familia» no era más que una lamentable troupe de descontentos que buscaban raíces, constancia, objetivos en la vida.

Jube y Marcus habían hallado los suyos uno en otro. Y a menos que se equivocase, pronto Ivory y Ruby harían lo mismo. ¿Y qué pasaba con él y Gussie? ¿Cuándo Scott fue más dichoso que cuando ella llegó a Waverley? ¿Quién había hecho más por hacerlo regresar a los valores en que lo habían educado? Tenerla ahí, como madre de Willy, anfitriona de los huéspedes, influencia serena sobre las chicas, completaba el cuadro que Scott tenía de Waverley redivivo. Sólo a partir de la llegada de Agatha fue tal como lo había imaginado. Y ahora que estaba allí no quería que se fuera jamás.

Quería ver crecer a Willy hasta que se convirtiera en un joven brillante y honesto, guiado siempre por los dos; ver prosperar el negocio y compartir el éxito con ella; criar una hornada de hijos de ambos, que harían travesuras en los prados de los pavos reales, y llenarían los cuartos hasta que estuviese obligado a agregar un ala a la casa; quería estar seguro de que se acostaría con ella y se levantaría con ella, y verla sorber la sopa desde un rincón del comedor con los modales impecables que tanto admiraba; quería contemplar el magnífico cabello caoba, verlo encanecer al mismo tiempo que el suyo y, en la vejez, sentarse en los bancos de la galería mientras los nietos daban maíz a los pavos reales.

LeMaster Scott Gandy quería a Agatha Downing por esposa.

Lo que más le gustaba a Agatha era el anochecer. Las noches, cuando las muchachas cruzaban el prado con las faldas armadas de miriñaque, y parecía que se deslizaban por el aire. Las noches en que todos se reunían en la galería trasera y bebían mint juleps, mientras Willy daba de comer a los pavos y los huéspedes se sentaban en los bancos de bois d'arc oliendo el césped recién cortado, llenándose las fosas nasales con ese fresco aroma. Cuando se retiraban a la gran mesa del comedor y compartían la comida conversando alegremente. Cuando se encendían los picos de gas de iluminación y la casa resplandecía con una luz suave. Después, hacían música en el salón: Ivory al piano, Marcus con el banjo y las muchachas, que cantaban canciones pastorales.

En ocasiones, bailaban con los invitados sobre el lustroso suelo de pino de la gran rotonda, y la araña proyectaba una luz ambarina sobre los hombros y las faldas siseaban con un sonido que parecía la hierba crecida agitada por el viento estival. Entonces, Scott y los otros hombres sacaban a las damas a bailar el vals, mientras Willy se sentaba en el tercer escalón, tocaba la armónica y marcaba el ritmo con el pie bajo la serena interpretación de Ivory. Y Agatha levantaba la vista del bordado, abandonaba las manos sobre el regazo y se perdía en el encanto de las elegantes parejas que siempre despertaban una sensación de nostalgia en su pecho.

Hasta que, una tarde, poco después de la boda, Scott se detuvo ante ella y le hizo una profunda reverencia:

– Señorita Downing, ¿me concedería esta pieza?

El corazón se le estremeció y sintió calor en el cuello.

– Yo… -Para guardar las apariencias, decidió seguirle el juego, fingiendo un tono afectado y usando el bastidor de bordar como abanico-. Muy amable, señor. De todos modos, he bailado tanto que tengo los pies destrozados.

Scott rió y le atrapó la mano:

– No acepto una negativa.

Agatha alzó la vista hacia la rotonda y le ardieron las mejillas.

– No, Scott-susurró, premiosa-, ya sabes que no puedo bailar.

– ¿Cómo lo sabes? ¿Alguna vez lo intentaste?

– Pero sabes…

– Lo haremos muy lentamente. -Le arrebató el bastidor y lo dejó sobre el sofá-. Te aseguro que no te dolerá. Ven.

– Por favor, Scott…

– Confía en mí.

La hizo ponerse de pie y enlazó los dedos de ambos con firmeza mientras la acompañaba hasta la rotonda, donde otras tres parejas giraban con lentitud. Se sentía muy torpe de frente a él, con las mejillas como tomates maduros y las manos no acostumbradas a la posición del vals.

– Una aquí -le indicó, poniéndole la mano izquierda sobre su propio hombro-. Y la otra, aquí. -Levantó la otra mano en la suya-. Relájate. Nadie espera que demuestres nada: limítate a disfrutarlo.

Empezó balanceándose, sonriéndole, aunque Agatha no quería levantar la cara. No recordaba haberse sentido tan avergonzada en toda su vida. Pero los demás siguieron bailando como si no se percatasen de que, entre ellos, había una inválida.

Scott dio un pequeño paso y Agatha se movió tarde, se tambaleó y tuvo que aferrarse a la mano del compañero para no caer. La sostenía con firmeza y seguridad. Gandy dio un paso hacia el otro lado y ella lo adivinó, descubriendo que le resultaba mucho más fácil moverse en esa dirección. Gandy daba un paso cada tres de los otros bailarines. No se parecía mucho a un vals, pero no importaba. Con esfuerzo, Agatha siguió el paciente balanceo del hombre: daba un paso torpe hacia la izquierda, uno fluido a la derecha. Y cuando, al fin, se le enfrió el rostro, levantó la vista. Como él le sonreía, ella le correspondió con una sonrisa vacilante. De súbito, no importó que en realidad no estuviese valseando. No importaba que tuviese que aferrarse al hombro y a la mano del compañero con un poco más de fuerza que las otras. Lo único que importaba era que estaba sobre una pista de baile por primera vez en la vida. Y que Scott fuese más allá de su torpeza y le hubiese obsequiado con algo más valioso que todas las coronas con piedras preciosas del mundo.

El corazón le desbordó de gratitud. Los ojos, de amor. Deseó con fervor ser graciosa y estar sana para él, poder brincar por la pista de baile riendo y echándose atrás, quebrando la cintura, mientras veía la araña girar y girar encima de ellos. Un hombre tan hermoso merecía una mujer perfecta. La impresionó saber que él era tan bello por dentro como por fuera. Era una de esas raras personas que juzgaban a la gente por lo que sabían de ella y no por lo que veían. Era benévolo, generoso, juicioso y honesto. Y era así con todo el mundo. No se ponía un sombrero para complacer a una persona y otro para complacer a otra. Esperaba que la gente lo aceptara como era, porque eso era lo que él hacía. Era la primera persona con la que Agatha podía relajarse por completo, ante quien podía admitir su propia fragilidad y hasta qué punto la afectaba emocionalmente. Y sabiéndolo, le había brindado los regalos de nadar y bailar, dos libertades que jamás había esperado conocer.

– ¡Gussie, no sabía que podías bailar! -exclamó Willy, desde su lugar en el escalón.

Agatha le sonrió con las mejillas encendidas, pero de felicidad en lugar de vergüenza.

– Yo tampoco.

– ¿Te parece que yo podría?

– Si yo puedo, cualquiera puede.

El chico bajó de prisa el escalón y se abrió paso entre las otras faldas armadas de miriñaque. Scott se inclinó y lo levantó.

– Dale tu mano izquierda a Gussie -le indicó-. No, con la palma hacia arriba. -Willy dio vuelta a la mano y Agatha apoyó la suya en ella.

La mano izquierda de Scott seguía en la cintura de la mujer, y así bailaron los tres, Willy riendo, Agatha resplandeciente, y Scott, con aire complacido.

«Así tendría que ser, -pensó Agatha-, los tres juntos». Saboreó esos momentos dichosos, los almacenó para conservarlos en la memoria y sacarlos luego para revivirlos: la tibieza de la mano de Scott en su espalda, la firmeza del hombro bajo su mano, la risa feliz de Willy, la mano pequeña y húmeda en la suya, el juego de la luz ambarina sobre el rostro del hombre, los hoyuelos cuando sonreía, los ojos oscuros, alegres.

Cuando la danza terminó, Agatha subió con Willy. Cuando el niño iba a acostarse, era el único momento del día en que subía las escaleras. Él lo esperaba y ella lo disfrutaba. Encontró la camisa de noche y preparó una camisa y un calzón limpios para el día siguiente, vio cómo plegaba con pulcritud los pantalones, como le había enseñado. Mientras se ponía la ropa de dormir, Agatha fue hasta el vestidor, vagando entre las cosas de Scott, como solía hacer. Canturreando la melodía que habían bailado, inclinando la cabeza, levantó el cepillo para el pelo, pasó el pulgar por las cerdas, y se lo pasó por el pelo, encima de la oreja derecha, hasta donde lo permitía el rodete francés.

– ¿Necesitáis ayuda por aquí?

Soltó el cepillo con ruido y se dio vuelta hacia la puerta. Scott se recostó en el marco de la puerta, con el peso sobre una cadera. Recorrió lánguidamente con la mirada desde el rostro ruboroso hasta el cepillo, y al rostro otra vez. Los hoyuelos eran tan marcados como las tachuelas del tapizado de una silla. Nunca había subido mientras hacía acostar a Willy. Por lo general, éste bajaba corriendo hasta la oficina, le daba un beso de buenas noches, bebía un último sorbo de agua y demoraba lo más posible la hora de acostarse. Agatha solía gritarle asomada a la baranda:

– ¿Qué estás haciendo ahí abajo?

Y Willy subía arrastrando los pies, con aire de perseguido. Entonces, le mullía la almohada, le daba el beso de las buenas noches, acomodaba la red alrededor de la cama y apagaba la luz. Tenía la costumbre de irse a su propio cuarto en cuanto cumplía con todos esos rituales. Scott siempre estaba en la oficina cuando ella pasaba ante la puerta. Y cuando se daba la vuelta para cerrar la puerta, lo sorprendía mirándola, fumando un puro o jugueteando con la pluma.

– Buenas noches -decía.

– Buenas noches -respondía él.

Y las puertas se corrían con un leve topetazo, interponiéndose entre los dos.

Pero esa noche, Scott apareció en el cuarto de Willy y acomodó la red en el otro lado de la cama, luego la rodeó y se sentó en el borde.

– Buenas noches, muchacho.

Willy se arrojó entre sus brazos y le dio un beso entusiasta.

– ¡Me gusta bailar!

Scott rió y le revolvió el cabello.

– Te gusta, ¿eh?

– ¿Podemos hacerlo otra vez mañana por la noche?

– Si Gussie quiere.

– Querrá. Querrás, ¿no es cierto, Gussie?

La observó, sin dejar de sonreír. La incomodidad le provocó a Agatha pequeños estremecimientos en la parte de atrás de las piernas.

– Desde luego. -Se atareó con Willy-. Bueno, y ahora, acuéstate, jovencito.

– Primero un beso -exigió, arrodillándose junto a Scott y tendiendo los brazos a Agatha.

Se inclinó para recibir el beso y el abrazo de costumbre. La pierna de Agatha chocó con la rodilla de Scott y las faldas cubrieron el pantalón. La conciencia de sí se agudizó. Willy se tiró hacia atrás y los dos adultos se incorporaron. Al ver a Scott correr la cortina, la invadió una fantasía tan vital como el aire: que Willy era de los dos, que cuando terminaran de darle las buenas noches Scott la tomaría de la mano y la llevaría, por la pasarela elevada, al dormitorio principal. Una vez allí, se soltaría el cabello y lo alisaría con el cepillo que compartían, se pondría un fino camisón con encaje en la parte superior y, al mirar en torno hallaría los ojos oscuros siguiendo cada uno de sus movimientos, mientras Scott se desabotonaba lentamente la camisa y la sacaba fuera de los pantalones. Se reunirían en la gran cama con baldaquino en la que él había sido concebido, y él diría:

– Al fin -y harían juntos lo que, según Violet, ninguna mujer debía perderse.

Pero lo que sucedió fue que bajaron la escalera curva, Scott adaptándose al paso de ella. Y al llegar a la oficina Scott se volvió, Agatha fue hacia su propio dormitorio. Pero cuando las puertas se corrieron a unos centímetros del otro, Agatha se detuvo y al mirar lo encontró parado en la puerta de la oficina, contemplándola otra vez.

– ¿Qué? -inquirió.

– ¿Tú duermes cuando te acuestas tan temprano?

– A veces, no siempre.

– ¿Y qué haces?

– Leo. O coso. Aquí, la iluminación es tan buena que es un placer hacerlo, aun cuando oscurece.

– A mí me resulta difícil dormir si me acuesto antes de las once.

– Oh -dijo Agatha, y permaneció ahí como una tonta, preguntándose si podría verle latir el pulso desde el otro lado.

– ¿Tienes sueño?

– En absoluto.

– ¿Te gustaría venir un rato a mi oficina? Podríamos conversar.

Como hacían en los escalones, oyendo a los coyotes. ¿Cuántas veces ansió hacerlo otra vez?

– Me encantará.

Gandy retrocedió para cederle el paso a la oficina y, mientras recorría la habitación observando los muebles, el retrato de los padres en una pared, un juego de pipas de barro dentro de uno de los gabinetes con puertas de cristal, Agatha sintió la mirada en la espalda. Oyó detrás de sí el humidificador que se cerraba, raspar una cerilla. Olió el tabaco antes de darse la vuelta.

– ¿Te molesta si bebo una copa de coñac?

– En absoluto.

– Siéntate, Gussie.

Eligió para hacerlo un sillón de respaldo con orejas de color verde espuma, mientras Gandy llenaba un vaso e iba a sentarse en una silla de cuero, a menos de un metro. Cuando se acomodó, se aflojó el nudo de la corbata y desabrochó el botón del cuello.

– Veo a Willy mucho mejor desde que estás tú.

– Pensaba darte las gracias por concederme autoridad sobre él. Creo que le resulta provechoso saber a quién obedecer.

– No es necesario que me lo agradezcas: eras la persona lógica.

– Es brillante, aprende rápido.

– Sí, viene aquí cuando estoy trabajando y lee en voz alta, sobre mi hombro.

Agatha lanzó una risa suave.

– Le gusta alardear, ¿no?

Gandy también rió. Ya no había nada más que decir al respecto.

– Al parecer, Marcus y Jube están felices -dijo la mujer, aludiendo al primer tema que se le ocurrió.

– Sí, mucho.

– ¿Te molesta?

– ¿Que si me molesta?

¿Qué la llevaría a hacer semejante pregunta? Por mucho que lo hubiese pensado, tendría que haberse mordido la lengua.

– Es decir… bueno, como Jube era…

Incómoda, se interrumpió.

– ¿Mi amante, y ahora es la esposa de Marcus? Para nada. ¿A ti te molesta?

– ¡A mí!

Le dirigió una mirada repentina, pero él bebió un sorbo de whisky.

– Bueno, ¿te molesta?

– No… no sé muy bien lo que quieres decir.

Gandy la observó, distraído, varios segundos, las cejas marcándole una expresión confusa. Después, apartó la vista y revolvió la ceniza en el cenicero.

– Olvídalo, entonces. Hablaremos de temas más seguros. El algodón. ¿Viste el algodón? ¡Ya me llega a las rodillas!

– No… no he pasado por ahí.

– Deberías hacer una caminata hasta allí. O tal vez prefieras cabalgar. ¿Cabalgaste alguna vez desde que estás aquí?

– Nunca cabalgué… en mi vida, quiero decir.

– Deberías intentarlo.

– No creo que pueda.

– Tampoco creíste poder bailar y, sin embargo, lo hiciste.

– En realidad, no bailé, y tú lo sabes tanto como yo, aunque fue muy considerado de tu parte fingir lo contrario.

– ¿Considerado? -Le dirigió una mirada firme-. ¿Acaso no se te ocurrió que yo quería bailar contigo?

No, no se le ocurrió. Pensó en ello como algo que él le daba, no algo que disfrutaba.

Se abrió la puerta del frente y entraron los huéspedes, un barón de los ferrocarriles, el señor DuFrayne, de Colorado Springs y su esposa. Al pasar ante la oficina de Scott, Jesse DuFrayne dijo:

– Salimos a dar un paseo. Es una noche hermosa.

– Sí -contestó Gandy.

– Y hay un aroma dulcísimo en el aire -agregó Abigail DuFrayne-. ¿Qué es?

– Jazmín -respondió Agatha.

– Este lugar es paradisíaco-repuso la señora DuFrayne-. Le dije a Jess que tenemos que regresar el año próximo.

Sonrió sobre el hombro al esposo, y Gussie sintió una punzada de celos al ver que el esposo le apoyaba la mano en el cuello y ella le sonreía mirándolo a los ojos, como si el resto del mundo se hubiese esfumado. Esperaban su primer hijo, pero seguían comportándose como recién casados.

Agatha pensó: «Si Scott fuese mío, lo trataría tal como trata la señora DuFrayne a su esposo».

El matrimonio volvió de la mutua contemplación a la realidad con visible esfuerzo, y Abigail dijo:

– Bueno, buenas noches.

– Buenas noches -dijeron Scott y Agatha a dúo, mientras la pareja subía la escalera con las manos juntas.

Los dos sabían que los DuFrayne eran los últimos que estaban despiertos. Ya nadie más entraría por el foyer esa noche. Cuando los pasos dejaron de sonar arriba, la oficina quedó en silencio.

Scott terminó la bebida y apagó el cigarro.

– Bueno, yo también tendría que irme a la cama -Agatha se movió hacia el borde de la silla.

– Espera un minuto -le dijo, deteniéndola cuando comenzaba a levantarse-. Hay algo más.

Se levantó con aire despreocupado, se detuvo delante de la silla, se inclinó hacia adelante y, apoyando las manos en los brazos de la silla, la besó con indolencia. Agatha se sorprendió tanto que dejó los ojos abiertos, aunque él los cerró y se demoró rozándole la piel con el bigote, tocándole los labios con la lengua que sabía a humo. El único otro lugar en que la tocaba eran las rodillas, donde sus piernas aplastaban la falda. El beso fue moroso pero tierno, y la dejó aturdida.

Encerrándola entre los codos, la miró a los ojos.

– Que duermas bien, Gussie -murmuró, para luego levantarse y acompañarla hasta la puerta.

Durante todo el recorrido de la rotonda contuvo el anhelo de tocarse los labios, y el más intenso todavía de volver a pedir más. Parada entre las puertas corredizas, se dio la vuelta y lo contempló maravillada; la expresión de los dos era intensa. Después, sin hablar, se metió en su cuarto, cerró las puertas y dejó que crecieran las oleadas de emoción. Se sintió mareada y apoyó la espalda contra la puerta, pensando qué le habría dado para hacer algo semejante, con un aire tal de desapego: Espera un minuto… Hay algo más, como si fuera a recordarle que había que comprar una lista de productos, ya que Agatha, de todos modos, iría al pueblo. Alzó el rostro hacia el techo y exhaló una breve carcajada silenciosa. ¿Era así como empezaba el noviazgo? ¿O la seducción? ¿Y acaso le importaba cuál de las dos fuese?

A la mañana siguiente, despertó excitada, expectante, y se vistió con infinito cuidado, inútilmente, pues al llegar al comedor supo que Scott había partido al amanecer y no volvería por dos semanas. Estaba comprando caballos en Kentucky.

– ¡Dos semanas! ¡En Kentucky!

El universo se tornó azul y vacío.

Esos catorce días parecieron interminables. La noche del decimotercero, se lavó el cabello, se enjuagó con vinagre y, el decimocuarto lo peinó alto, tirante, sentador, se puso el vestido verde que acentuaba la claridad de los ojos, la oscuridad de las pestañas, el matiz cobrizo del cabello y la tersura de la piel.

Cada vez que se abría la puerta del frente, sentía que el corazón le daba un golpe en la garganta y el pulso adquiría un ritmo enloquecido.

Pero él no regresó.

El día decimoquinto, pasó por el mismo ritual, y tuvo que acostarse desanimada y afligida.

El día decimosexto, se puso un sencillo vestido de tartán gris con cuello blanco, porque ella y Willy estudiarían hierbas en el jardín mientras las juntaban para Leatrice. Como había llovido durante la noche, Agatha se olvidó el sombrero. El sol era feroz, la terrible humedad le hacía brotar sudor de la frente, a la que de inmediato acudían las moscas, zumbando. Al manotear hacia un costado para alejarlas, se enganchó los botones de la muñeca en el pelo y desarmó la pulcra torzada francesa tras lo cual, un mechón irritante se le caía sobre el mentón.

Por supuesto, así fue como la encontró Gandy, sentada en una silla baja «de desmalezar», entre las hileras de albahaca y consuelda, manchas oscuras de sudor en las axilas, el cabello desordenado, una mancha de tierra en la barbilla y una cesta plana sobre el regazo. Del camino de entrada de coches, el jardín estaba del lado opuesto que la casa, y por eso no supo que había regresado hasta que la sombra de Scott cayó sobré ella.

– Hola.

Levantó la vista y, al verlo erguido ante ella, los brazos en jarras y una rodilla adelantada, sintió el conocido terremoto en el pecho.

– Hola -pudo decir, levantando una mano para protegerse los ojos-. Has vuelto.

– Te eché de menos -dijo, sin preámbulos. Agatha se sonrojó, sintió que el sudor le corría por los costados, y deseó sumergirse en la piscina y no salir hasta tener el aspecto que tenía dos días antes, con el vestido verde y el cabello brillante y recogido en lo alto.

– Has tardado dos días más.

– ¿Estuviste contándolos?

– Sí. Estaba preocupada.

– ¡Hola, Scotty! -intervino Willy-. Estamos estudiando las hierbas.

El hombre alto frotó con afecto la cabeza del niño, aunque sin apartar la mirada de Agatha.

– Con que hierbas, ¿eh?

– Sí.

Scott se apoyó en una rodilla, puso un dedo flexionado bajo el mentón de la mujer y le sacó la tierra con el pulgar. Sin soltarla, le dio un beso leve, fugaz, rodeados los dos del aroma del eneldo, la angélica, la saxifragia y la menta que brotaban mezclados de la tierra humeante.

– Te traje algo -le dijo Scott en voz queda, ante la vista y los oídos de Willy.

– ¿A mí? -susurró.

– Sí. La yegua más tranquila que pude encontrar. Se llama Pansy, y te encantará. ¿Pueden esperar las hierbas? -Asintió, atontada, mientras el pulgar del hombre seguía acariciándole el mentón-. En ese caso, ven. Tienes que conocerla.

Y así fue como le dio el tercer regalo de las tres cosas inaccesibles que Agatha había mencionado tanto tiempo atrás, en el rellano, en Kansas. Era malísima para cabalgar, pues se ponía rígida, tensa y asustada. Pero, de todos modos, Scott la subió y fue caminando junto a Pansy alrededor de la pista, enseñándole a Agatha a relajarse y a disfrutar del paso tranquilo del animal. Llegó el momento en que tomó las riendas y guió al animal por sí misma, al lado del de Scott, siempre a paso tranquilo, bajo la sombra de los pecaneros, por los lindes de los campos de algodón sin usar, en medio de la sombra verde de las magnolias silvestres que abundaban cerca del Tombigbee, donde los caballos agachaban las cabezas para beber.

Terminó mayo y empezó junio, y salían a cabalgar todos los días, pero los besos fugaces no se repitieron, y Agatha siguió preguntándose con qué objeto la cortejaba. Junio fue tórrido, pegajoso.

Gandy había pasado una mañana despejando con guadaña los senderos por donde se cabalgaba. Había olvidado lo rápido que crecían en verano las enredaderas de kudzú. Eran capaces de estrangular un jardín entero en pocos días. En los bosques, donde por lo general quedaban olvidadas, eran tenaces obstáculos para los pies si no se las cortaba con regularidad.

Montado en Prince, con el mango de la guadaña sobre los muslos, sacó un pañuelo del bolsillo y se secó el cuello. El sudor le corría por el centro de la espalda. Tenía los pantalones pegados a las piernas. Llevaba puesto un polvoriento sombrero de ala ancha, con la banda empapada en transpiración. Para ser junio, hacía un calor espantoso. Dejó a Prince en el abrevadero y, camino a la fábrica de hielo, miró el termómetro: ya hacía treinta y tres grados, y aún no eran las once. Bajando cinco escalones, entró en una construcción de piedra, y arrancó un piquete para hielo del marco de madera de la puerta. Dentro estaba oscuro y fresco, y olía a serrín húmedo. Quitó una parte con la bota polvorienta, picó un trozo agudo de hielo, volvió a cubrirlo de serrín del mismo modo, y salió a la luz cegadora del mediodía, chupando el hielo. Clavó el picahielo, que quedó vibrando, en el marco de la puerta. Cuando terminó de subir, chocó con Agatha y casi la hizo caer.

La sujetó para que no se cayera.

– Gussie, no te vi.

– No miraste.

Le sonrió bajo el ala del sombrero más mugriento que le había visto usar. Agatha le devolvió la sonrisa bajo su propio sombrero sencillo de paja.

– Disculpa. ¿Estás bien?

– Sí.

– ¿Viniste a buscar lo mismo que yo acabo de tomar?

– Necesitaba algo. Caramba, hace calor.

Se tironeó del vestido como si quisiera arrancárselo del pecho.

– Ahora estás en el Sur. Es de esperar que haga calor. -De repente, le puso el trozo de hielo en las manos-. Toma, ten esto mientras yo busco más.

No tenía las manos muy limpias, y Agatha captó el olor de la transpiración, mitad de hombre, mitad de caballo, cuando se dio la vuelta para bajar de nuevo los escalones. Cuando arrancó el picahielo de la puerta, Agatha vio los anillos de humedad bajo los brazos de la camisa blanca suelta, y la larga línea de humedad en el centro de la espalda. En el transcurso del año que lo conocía, nunca lo había visto tan sucio, y eso le daba una sensación de intimidad que provocaba extrañas sensaciones en su interior. Oyó los golpes sordos y rítmicos de la pica sobre el hielo. Después, el hombre salió, clavó la pica en el marco de la puerta y la cerró.

– Ten. Te he cortado uno bien puntiagudo, fácil de chupar.

Intercambiaron los trozos. Las manos de Scott no estaban más limpias que antes, y tampoco la cara. Estaba surcada de sudor, tenía polvo en las arrugas de las comisuras de los ojos. Sin ceremonias, se puso a chupar su propio trozo de hielo, mientras se le derretía entre los dedos, formándole arroyuelos de barro en las manos. Agatha lo observaba fascinada, los claros ojos fijos en el erizado vello negro del pecho, donde caían las gotas de hielo derretido. Olvidó que sus propias manos estaban congelándose.

Scott se quitó el hielo de la boca, se limpió con el dorso de la mano y le dijo:

– Adelante, es agradable.

Dio una lamida, sacó serrín y escupió, haciendo reír a Scott.

– Un poco de serrín no hace mal a nadie.

Agatha lamió otra vez y sonrió.

– Bueno, escucha -dijo Gandy, como al pasar-, iré a ver si Leatrice tiene té frío. Te veo a la hora de la cena.

Le estampó un beso con menos premeditación que en las dos ocasiones previas. Dio un único lengüetazo frío a los labios de la mujer. Retrocedió, se sacó el hielo y le quitó una brizna de serrín.

– Lo siento -dijo, sonriente.

Y la dejó ahí, atónita.

¿Noviazgo o seducción? Fuera cual fuese, no coincidía con las ideas preconcebidas de Agatha, pero la perspectiva de un beso inesperado le aceleraba la sangre cada vez que lo veía.

Gandy encontró a Leatrice en la cocina con Mose, fumando la pipa y pelando maíz. Ahí dentro debía de hacer cerca de cuarenta grados.

– ¡Por Dios, mujer, te morirás de un ataque al corazón!

– Un ataque al corazón no me asusta ni la mitad de lo que Mose acaba de contarme. Cuéntale, Mose.

Mose no abrió la boca.

– Dime de qué se trata.

– Esta vez, hay fantasmas en la piscina -afirmó Leatrice, demasiado impaciente para esperar que Mose hablara.

– ¡En la piscina!

– Mose los vio. Llevaban una luz y buscaban gente para hundirla en el agua.

– ¿De qué habla?

– Yo los vi. Luces titilando por ahí abajo, en mitad de la noche, cuando todos en la casa duermen. Los vi flotando como la neblina, blancos y movedizos. No tienen forma. También oí unas risas fuertes, como chillidos de búhos.

– Eso es ridículo.

– Mose los vio.

– Yo los vi. Vinieron del cementerio, eso fue.

– También aseguraste que había fantasmas en la casa, pero desde que entras ahí no volviste a verlos, ¿no?

– Porque uso mi asafétida, por eso.

– Quizá se muden. Como la casa está repleta, se fueron a la casa de baños.

Era posible. Hacía tiempo ya que Gandy no era testigo de ninguna manifestación de los espíritus en la mansión.

A la noche siguiente, como no podía dormir, lo recordó. A su lado, Willy estaba inquieto, y deseó tener un cuarto para él solo. Pero con ese arreglo dejaban libres más dormitorios para los huéspedes. El tiempo caluroso proseguía. Las sábanas parecían húmedas y el mosquitero impedía el paso del aire.

Scott se levantó, se puso los pantalones, y encontró un puro en el bolsillo del chaleco. Fue descalzo hasta la galería de arriba. Apoyó un pie en la baranda, encendió el cigarro y pensó en la noche en que adoptó la misma postura en el pequeño y lamentable rellano que compartía con Agatha en Proffitt. Señor, aunque parecía tanto tiempo atrás, sólo había pasado poco más de un año. Había sido en agosto. Agosto o septiembre, cuando aullan los coyotes.

Se oyó el grito amortiguado de un búho y levantó la cabeza.

En el extremo distante del sendero titiló una luz.

Bajó el pie de la baranda y se sacó el cigarro de la boca. ¿Espectros? Tal vez Mose y Leatrice tenían razón otra vez.

En un periquete, bajó las escaleras. Sólo cuando buscaba la pistola en el cajón del escritorio, se dio cuenta de que no le serviría de mucho contra un fantasma. De todos modos, la tomó: no podía saber con qué podría toparse en la casa de la piscina.

Afuera no estaba más fresco que adentro. El aire estaba denso, inmóvil. En el río, las ranas emitían toda una escala de notas, desde el pitido agudo de las arbóreas hasta el ladrido bajo de las ranas toro. Caminando descalzo por la hierba húmeda, pisó un caracol, maldijo el pegote y siguió adelante, en silencio. La luz era firme. Ya podía verla emergiendo por la ventana de la casa de baños.

Se acercó a hurtadillas al edificio, con la espalda contra la pared exterior, que sintió fría contra los hombros desnudos, empuñando la pistola en la mano derecha.

Aguzó el oído. Parecía que alguien estuviese nadando. No se oían voces ni ninguna otra clase de movimientos, sólo un blando chapoteo.

Se aflojó y apareció en el vano iluminado. La mano que llevaba el arma se relajó y respiró con más calma. Alguien estaba nadando. Una mujer, vestida sólo con una combinación, y no se había percatado de su presencia. Cara abajo, se dirigía al otro extremo de la piscina con movimientos lentos y fluidos. Sobre los escalones de mármol había una lámpara. Se acercó a ella, se aferró al borde con los dedos de los pies, y aguardó. En el otro extremo, la mujer se sumergió, emergió asomando primero la nariz, se sacó el agua del rostro y nadó en dirección al hombre, de espaldas.

Esperó hasta que estuviese casi junto a él antes de hablar.

– Así que, éste es nuestro fantasma.

Agatha giró velozmente, hizo pie y lo miró con la boca abierta.

– ¡Scott! ¿Qué estás haciendo aquí?

Cruzó los brazos sobre el pecho y se metió bajo el agua. Scott se quedó tenso, sin otra prenda encima que los pantalones negros, los pies separados, un arma en la mano, el rostro ceñudo. Iluminado desde abajo, el semblante era diabólico.

– ¡Yo! ¿Qué rayos haces tú aquí, en mitad de la noche?

Agatha sacó una mano del agua para alisarse el pelo.

– ¿No debería estar aquí?

– ¡Por todos los diablos, Gussie, podría haber serpientes en el agua! -Irritado, señaló el arma-. O podría darte un calambre y, entonces, ¿quién te oiría si pidieras auxilio?

– No pensé que te enfadarías.

– ¡No estoy enfadado!

– Estás gritando.

Bajó el volumen, pero puso los brazos en jarras.

– Pues, es una idea bastante tonta. Y no me gusta que estés aquí, sola.

– No siempre vengo sola. En ocasiones, vengo con las chicas.

– ¡Las chicas! Debí imaginar que estaban detrás de esto.

– Me enseñaron a nadar, Scott.

Se ablandó un tanto.

– Ya veo.

– Y hacía tanto calor que no podía dormir.

«Yo tampoco, -pensó Scott-. ¿No fue eso, acaso, lo que me hizo salir a la galería?»

– El agua tan fría, ¿no te produce dolor en la cadera?

– A veces. Cuando acabo de meterme. Pero como vengo a nadar con regularidad, creo que me hace bien.

– ¿Con regularidad, dices? ¿Cuánto hace?

– Poco después que llegué a Waverley.

– ¿Y por qué de noche? ¿Por qué no lo haces de día?

Cruzó los brazos con más fuerza, se aferró el cuello de la ropa, y apartó la vista. El agua le chorreaba del pelo con un goteo amplificado, y en las vigas de madera del techo los reflejos de la linterna danzaban como luciérnagas. Scott escudriñó bajo el agua, pero las piernas eran una mancha difusa.

– ¿Y bien?

– Nosotras…

Sintiéndose culpable, se interrumpió.

– Gussie, no estoy molesto contigo porque uses la piscina, sino porque la usas de noche, y eso no es seguro.

– De día, están los huéspedes y como no tenemos trajes de baño apropiados, por eso…

Se interrumpió otra vez y lo miró. Gandy esbozó una semisonrisa.

– Ah, entiendo.

– Por favor, Scott. No está bien que estés aquí. Si regresas a la casa, yo saldré.

Scott metió un pie en el agua, lo agitó.

– Tengo una idea mejor. ¿Qué te parece si me meto yo? Es una noche calurosa, y yo tampoco podía dormir. Me vendría bien un chapuzón.

Antes de que pudiese protestar, dejó el arma y bajó chapoteando los escalones.

– ¡Scott!

Pero no le hizo caso. Dio una limpia zambullida y salió tres metros más allá, lanzando una exclamación, por el contraste.

– ¡Aaaah!

Agatha rió, pero no se movió mientras él iba hacia el extremo de la piscina con enérgicas brazadas. Dio la vuelta y se dirigió hacia ella, pasando sin detenerse. En la tercera pasada, le dijo:

– Ven.

– Te dije que no tengo la ropa apropiada.

– Oh, demonios, ya te he visto en camisón.

Arrancó otra vez y la dejó atrás, absorto en el placer físico del ejercicio. Ocupaba un costado de la piscina, y Agatha decidió que sería correcto que ella usara el otro.

Pero los siguientes diez minutos que compartieron la piscina, sólo dejó asomar la cabeza.

Estaba chapoteando boca abajo, cuando la cabeza del hombre emergió junto a ella, como la de una tortuga.

– ¿Ya es suficiente? -preguntó, sonriendo. La mujer retrocedió y se aferró otra vez el cuello.

– Sí. Ya tengo frío.

– Sal, entonces. Te acompañaré de vuelta a la casa.

La tomó de la muñeca y comenzó a sacarla del agua.

– ¡Scott!

Siguió tirando.

– ¿Sabes cuántas veces dijiste mi nombre desde que te descubrí aquí?

– ¡Suéltame!

En vez de hacerle caso, la levantó, subió los escalones y la depositó arriba, temblorosa, envuelta en telas blancas que se transparentaron en cuanto salió del agua. Echó un solo vistazo y le exhibió una sonrisa de aprobación antes de poner cara de circunstancias.

– Te daré la espalda.

Lo hizo, mientras Agatha se precipitaba a secarse la cara y los brazos, se ponía la bata sobre la piel todavía húmeda y la ropa interior empapada.

Scott, en cambio, se quitó el agua con las manos.

– Toma, puedes usar esto antes de que me seque el cabello.

Miró sobre el hombro y aceptó la toalla.

– Gracias.

Observó disimuladamente, mientras se pasaba la toalla por la piel desnuda y le daba un rápido repaso a la cabeza, dejándose el pelo erizado como púas. Pensó, divertida: «No cabe duda de que los hombres son menos delicados que nosotras en su arreglo personal».

Enseguida Agatha se avergonzó e, inclinándose desde la cintura, se envolvió la cabeza en la toalla. Se enderezó, la enroscó y sujetó la punta en el cuello.

Gandy recorrió una vez más el cuerpo de la mujer con la mirada, y luego se posó en la pistola y la lámpara.

– ¿Lista?

Asintió, y salió la primera. En el trayecto hacia la casa, Scott dijo:

– Leatrice cree que eres un fantasma. Mose vio la lámpara en la casa de baños y debe de haberos oído reír. Le contó a Leatrice que ese sitio estaba encantado.

– ¿Ahora ya no podré ir de noche?

– Me temo que no. Pero podríamos reservar un tiempo durante el día para que tú y las chicas tuvierais la piscina para vosotras solas.

– ¿Podríamos?

– ¿Por qué no? Es mucho más sensato que hacerlo de noche. ¿Oyes esas ranas?

Hicieron el resto del camino en silencio, con el coro de ranas como acompañamiento. Una delgada tajada de luna iluminaba el camino, convirtiéndolo en una tenue cinta gris. De los jardines llegaba el perfume de las plantas que florecían de noche. Desde abajo de las arqueadas ramas de la magnolia, Agatha levantó la vista y las vio iluminadas por la lámpara. Al pasar entre los bojes, entraron otra vez en la luz pálida de la luna. Los pies descalzos sonaban como sordos golpes de tambor en el suelo hueco de la galería. La ancha puerta del frente se abrió en silencio sobre los goznes aceitados.

Entraron en la imponente rotonda que lo tragaba todo, salvo un pequeño círculo de la luz escasa de la lámpara que Scott aún sostenía. Una de las puertas de Agatha estaba abierta. Se detuvieron junto a ella. Agatha giró y levantó la cara, con los brazos cruzados sobre el pecho.

– Bueno, buenas noches -dijo, incapaz de soñar con una excusa para retenerlo un poco más.

– Buenas noches.

Ninguno de los dos se movió. Agatha sentía que el corazón le latía en la muñeca, y un agua tibia le goteaba entre las piernas, formando un charco en el suelo.

Enmarcado por la toalla blanca enroscada como un turbante, el rostro se veía adorable, despejado. Scott advirtió que la bata estaba mojada en todo punto en que tocaba la prenda interior, y que sus propios pantalones se le pegaban y formaban un charco que resbalaba por el suelo encerado hasta unirse al de ella. Deseó hacer lo mismo: pegarse, sumergirse en ella.

Resbaló la mirada hasta el hueco del cuello de Agatha, donde el pulso latía más rápido que lo normal, igual que el suyo.

– Fue divertido -susurró la mujer.

– ¿En serio? -replicó, levantando la lámpara, que bañó los rostros de los dos de un intenso color albaricoque.

Contempló los ojos de Agatha, enormes, de expresión incierta, y comprendió que en situaciones como la presente se desconcertaba, que la actitud defensiva obedecía a una vida orientada por severos preceptos morales.

«Dame una señal, Gussie, -pensó-. Estás ahí, como Santa Juana, esperando que el verdugo encienda la hoguera». Pero no hubo señal. Estaba mortalmente asustada, y lo miraba con ojos claros y transparentes como gemas verdes. Un reguero de agua goteaba desde el cabello revuelto de la mujer hasta la clavícula del hombre. La mirada de ella la siguió, descendiendo hasta la mata de vello áspero del pecho. Vio que tragaba saliva y la atracción que lo acercaba a ella fue demasiado intensa para resistirse.

La tomó de las muñecas y las apartó de los pechos.

Agatha alzó la vista.

– Tendría que… -murmuró, pero el resto se perdió.

Scott bajó la cabeza para besarla, y encontró los labios abiertos, aún fríos del agua. Los tocó con la lengua y ella respondió con timidez: fue un beso suave de comienzo y expectativa. Se irguió, y se miraron a los ojos, interrogantes, y encontraron correspondencia.

Agatha retorció con lentitud las muñecas hasta que él la soltó y entonces, con movimientos deliberados, puso las manos en los hombros de Scott, mirándolas como maravillada.

Scott permaneció inmóvil, para darle tiempo de adaptarse.

– ¿Me tienes miedo? -susurró-. No me tengas miedo.

– No.

Para demostrarlo, se puso de puntillas y le dio otro beso, más largo. Le apoyó los codos en el pecho. Al terminar, se quedó como estaba, con los ojos cerrados, los antebrazos apoyados en él, respirando como si, de pronto, el fuego hubiese consumido todo el oxígeno alrededor de ella.

Abrió los ojos y se encontró con los de él. Con voz insegura, murmuró:

– Lo que te dije la última noche en Kansas era verdad.

– Lo sé. Ahora, también es verdad para mí.

Le sostuvo las mejillas:

– Entonces, dilo.

– Te amo, Gussie.

Agatha cerró los ojos otra vez y dilató las fosas nasales.

– Por favor, oh, por favor, dímelo otra vez, para cerciorarme de que no estoy soñando.

Las manos oprimieron los hombros.

– Te amo, Gussie.

Abrió los ojos y pasó las yemas de los dedos por el labio inferior del hombre, como absorbiendo sus palabras.

– Oh, Scott, he esperado tanto para oír eso. Toda mi vida solitaria. Pero no debes decirlo a menos que estés seguro.

– Lo estoy. Lo sé desde el día de la boda. Quizá desde antes.

La expresión de la mujer se tornó dolorida.

– ¿Y por qué esperaste tanto para decírmelo?

– No sabía qué querrías primero: que te lo dijese o te lo demostrara. Eres tan diferente. Eres bella, especial, pura, la clase de mujer a la que un hombre corteja durante un tiempo.

– Entonces, deja la lámpara, Scott… y la pistola… -rogó en voz queda-. Y demuéstramelo.

Se agachó, y con un solo movimiento quedaron en la oscuridad. Cuando se incorporó, el abrazo fue inmediato, el beso impetuoso, todo lenguas invasoras, brazos que estrechaban y aliento agitado… un deseo desbordante de impaciencia y urgencia de recuperar el tiempo perdido.

Agatha levantó los brazos, echó la cabeza atrás y la toalla se soltó. Scott hundió una mano en el pelo húmedo, mientras que las de ella se posaron sobre los omóplatos, para percibir la sensación exquisita de la piel fresca y los músculos tensos. Scott le rodeó la cintura con un brazo y acercó tanto los dos cuerpos que el agua de sus pantalones se filtró por la bata y resbaló por los muslos de ella.

A un beso siguió otro, cada vez más ardiente, una vez en un ángulo, otra en otro, al tiempo que hallaba el pecho con el pezón frío y erecto, apretando la mano contra la ropa mojada. En cuanto lo tocó, Agatha contuvo el aliento.

La acarició hasta que comenzó a respirar otra vez… como si subiera colina arriba.

Buscó el cinturón y, al recordar las palabras de Violet, Agatha no se resistió. El cinturón cayó al suelo, junto a la toalla, y Scott abrió la bata y metió la mano dentro. La mujer se estremeció.

– Estás fría -murmuró contra la frente.

– Sí.

– Yo podría calentarte.

– ¿Debo dejarte?

La besó, y halló los botones del hombro. La prenda mojada cayó por su propio peso, dejando un solo pecho al descubierto. Con la mano ahuecada alrededor, le llenó la palma y lo sintió aún frío, perlado de agua, contraído. Al sentir el traspaso de calor, se estremeció de nuevo, también por la reacción que le provocó en el estómago. Dentro de la ropa mojada, halló el otro pecho, también contraído de frío y lo entibió. Le entibió la boca con la lengua. El estómago húmedo con el suyo. Los muslos con los de él.

«Tan veloz, -pensó Agatha-. Tan violenta la transición de deseo a desenfreno. De modo que, es así como sucede, no en el lecho conyugal sino en un pasillo, en el hueco de una puerta, y tus rodillas se convierten en puré y tu piel en ascuas, y sientes por primera vez el cuerpo turgente de un hombre apretado contra el tuyo».

Ignorante pero ansiosa, se elevó hacia él, aceptó los besos, le tocó el pelo húmedo como hacía él con el de ella, siguió las indicaciones de su lengua y de sus labios, y se preguntó si le alcanzaría una vida para hacerle entender lo que significaba para ella. Las palabras resultaban pálidas, y aun así las susurró, apretándole las mejillas y mezclando su aliento con el de Scott,

– Cuando te fuiste de Kansas, quise llorar pero no pude porque mi pena era demasiado honda. Pero sufría todos los días, y no habría sido peor si hubieses muerto.

Le besó el mentón y sintió que la mandíbula se movía cuando habló en voz baja y ronca.

– Me pregunté muchas veces por qué te dejaba. No quería hacerlo, pero no pude hacer otra cosa.

– Pensé en morirme -susurró-. A veces, deseé haberlo hecho.

– No, Gussie… no.

Le dio besos rápidos, como para borrar el recuerdo de su mente.

– Era preferible a vivir sin ti. Siempre estuve sola, pero cuando te fuiste pensé que hasta entonces no había conocido el verdadero significado de la palabra. Perdí toda esperanza de sentir alguna vez esto contigo, y eras el primer hombre con el que me hubiese acostado y supe que no habría otro. Para mí, no. Nunca.

– ¡Calla! Mi amor, eso ya acabó.

Se besaron otra vez, y las manos del hombre la acariciaron con más urgencia, como reiterando la promesa. Los pechos se entibiaron, las caricias se hicieron más tiernas.

– Aquella noche en que nos besamos en el rellano, me resultó difícil contenerme de hacer esto.

– No te lo habría permitido.

– ¿Por qué?

– Porque te marchabas.

– Pero yo no quería dejarte. A último momento, la sola idea me angustiaba.

– ¿En serio? Yo creí que era la única que me sentía así: angustiada, enferma de nostalgia, de vacío.

– No, no eras la única.

– Pero tú tenías a Jube. No tenías que estar solo.

– Si no amas a una persona, igual te sientes solo.

– ¿Nunca la amaste?

– Nunca. Solíamos hablar de ello, lamentábamos no tener sentimientos más profundos uno hacia otro. Pero así fue.

Dentro de la bata abierta, pasó la mano por la espalda, las nalgas frías. Agatha se apretó más contra él, asombrada de lo poco culpable que se sentía de permitirle caricias tan íntimas.

– Scott.

– ¡Shh!

La besó, deslizó la mano por la cadera hacia adelante por el estómago.

Con movimientos suaves, Agatha se echó atrás y lo detuvo

– Debo decirte algo. Por favor… por favor, detente y escúchame.

La obedeció, aferrándole las caderas, las manos de ella sobre su pecho.

– Cuando me iba de Proffitt, Violet me dijo algo que no se me va de la cabeza desde entonces. Me confesó que de joven, tuvo un amante. Que fue la experiencia más maravillosa de su vida y que ninguna mujer debería perdérsela.

– ¿Violet?

Aunque no le veía la expresión en la oscuridad, percibió su asombro.

– Sí, Violet. -Rozó el vello del pecho con las yemas de los dedos-. Luego me dijo que esperaba que el señor Gandy viese la luz y me tomara como amante, si no por esposa. Me imagino qué a eso conduce todo esto, y quiero que sepas que si me quieres sólo como amante acepto, Scott. Te invito a mi cuarto y… y… aprenderé… o sea… haré todo lo que…

En la oscuridad, le alzó la barbilla y la besó, la rodeó con los brazos y unió las manos al final de la columna.

– Qué audaz, señorita Downing.

Aunque no podía verlos, supo que habían aparecido los hoyuelos. Agitada, se apresuró a seguir:

– Pero, en el caso de que me quieras para algo más que amante, me gustaría pedirte, con todo respeto, que dejemos esto hasta que podamos hacerlo en el dormitorio principal, en la cama donde fuiste concebido y donde naciste, porque no quiero concebir a ninguno de tus hijos en otro lugar de esta casa que no sea esa cama. -Sintió que la risa crecía en el pecho del hombre, y el rostro le ardió cada vez más, pero lanzando un suspiro trémulo, se lanzó otra vez al ataque-. Y si no existe la más remota posibilidad, bueno, pido respetuosamente que demoremos esto hasta que tenga ocasión de formularle unas preguntas personales y femeninas a Leatrice, porque estoy segura de que ella debe saber cómo evitar el embarazo.

Ahora estaba segura de que el pecho de Scott se sacudía de risa silenciosa.

– Bueno, Agatha, ¿esto es una proposición?

Se crispó un poco.

– Por cierto que no. Sólo expreso mis deseos antes de que sea demasiado tarde.

– Pero incluso hablaste de concebir niños… a mí, sin duda, me parece una proposición. ¿No deberíamos encender la luz para esto?

– ¡No te atrevas, Scott Gandy!

Sintió que las manos de él le sujetaban los antebrazos y la apartaban de él. Cuando volvió a hablar, en su voz no quedaban vestigios de burla.

– Abotónate todo lo que haga falta y ata todo lo necesario, pues voy a encender otra vez la lámpara, Gussie.

– Por favor, no, Scott.

Se marchitaría de vergüenza cuando la luz brillara sobre su cara encendida. Pero se encendió, y no tuvo otra alternativa que cubrirse rápidamente y enfrentar al hombre que acababa de acariciar su piel desnuda y húmeda en la oscuridad.

Le sostuvo las manos y la miró de lleno en la cara, completamente serio.

– Agatha Downing, ¿quieres casarte conmigo? -le preguntó, con sencillez. Agatha abrió la boca pero no emitió palabra, mientras él proseguía-. ¿En la alcoba nupcial, con todos nuestros seres queridos como testigos? ¿Tal como lo soñaron mis padres, con Willy dándonos su aprobación, que es como debe ser porque ya somos una familia?

Agatha se cubrió los labios con tres dedos y los ojos se le desbordaron.

– Oh, Scott.

– Bueno, no pensarías que iba a permitirte concebir a mis hijos bastardos en el dormitorio de la planta baja, sólo para que Willy tuviese compañeros de juego, ¿no? ¿Qué clase de ejemplo sería para él?

– Oh, S… Scott -tartamudeó otra vez. Pero se abrazó a su cuello, llorando-. Te amo tanto… -Lo besó con fuerza en el cuello-. Y hacía tanto que deseaba esto, por Willy, por ti y por mí, pero nunca creí que sucedería.

Con creciente excitación, la sostuvo a distancia suficiente para poder contemplarle los ojos.

– Di que sí, Gussie. Luego, despertaremos a Willy y se lo diremos.

– Sí. Oh, sí.

Lo abrazó otra vez. Se besaron, de pie en el charco de los dos, con los pies de ella sobre los de él, el cabello de Agatha aplastado contra el cráneo y el de él secándose erizado.

Cuando se apartaron, la mujer rió y se tapó el cabello con las manos.

– Scott Gandy, eres horrible, pidiendo semejante cosa a una mujer mojada y desarreglada. Si supieras cuántas veces imaginé esta escena, y cuántas veces me esmeré con el peinado y con los vestidos porque sabía que iba a estar contigo. ¡Y eliges un momento como éste para pedírmelo: debo de estar horrible!

El hombre rió.

– Iba a decírtelo, Agatha. -Le pasó la lámpara-. Toma, ten esto -y la alzó en brazos-. Para mí estás muy bien -le dijo, mientras se dirigía hacia la imponente escalera-. De todos modos, si te pones fastidiosa, tal vez cambie de idea.

Le rodeó el cuello con el brazo libre:

– Inténtalo.

– Ah, y de paso, aunque la noche de bodas en Waverley esté bien, tengo intenciones de que pasemos la luna de miel en White Springs, donde podamos tener un poco de intimidad.

– White Springs… -murmuró, con la boca pegada a los labios de él.

Si bien subir la escalera besándose al mismo tiempo no garantizaba un avance muy continuado, se las arreglaron bastante bien.

Sin hacer caso de las ropas mojadas, se sentaron en el borde de la cama de Willy y lo despertaron.

– Eh, Willy, despierta.

Willy abrió los ojos hinchados y se frotó la cara.

– ¿Eh?

– Tenemos algo que decirte.

Se incorporó y se frotó los ojos con los nudillos.

– ¿Qué? -preguntó, quejoso.

– Gussie y yo vamos a casarnos.

Willy abrió los ojos.

– ¿Sí?

– ¿Qué te parece?

– ¿Casarse de verdad?

Agatha resplandeció:

– De verdad.

– ¿Y así seréis mi mamá y mi papá?

– Exacto -afirmó Agatha-, así seremos tu mamá y tu papá.

– ¡Cristo! -se entusiasmó. De súbito, comprendió del todo y una sonrisa maliciosa comenzó a formársele-. ¡Jesús! ¿En serio?

Se le iluminó el rostro tal como lo suponían, y se puso de rodillas para abrazar a Agatha, que era la que estaba más cerca.

– ¡Una mamá y un papá de verdad! -Repentinamente, retrocedió-. ¡Eh, estás mojada!

– Estuvimos nadando.

– Ah. -Lo pensó un momento, y dijo-: ¿Podremos tener otros niños?

Agatha se sonrió, rió y le lanzó una mirada fugaz al hombre que estaba detrás.

– Si Scott está de acuerdo, yo también.

– ¿Podremos, Scotty? Quiero un hermano.

– Un hermano, ¿eh? ¿Y qué opinas de una hermana?

– No quiero hermanas. Las chicas son estúpidas.

Scott y Agatha rieron. Gandy aceptó:

– Está bien, un hermano. Pero, ¿nos darás un poco de tiempo para lograrlo, o tenemos que tenerlo enseguida?

Willy rió y se puso a hacer tonterías. Con las manos sobre la cama, pateó hacia arriba, como un burro.

– ¡Enseguida, enseguida!

Agatha comprendió que estaba descontrolándose.

– Está bien, Willy, mañana por la mañana podrás celebrarlo. Ahora, es hora de volver a dormir.

Una vez que lo besaron y recibieron abrazos gigantescos, y Willy golpeó con los talones sobre el colchón, se rieron y lo hicieron acostar de nuevo, se escabulleron del dormitorio dejando la puerta entreabierta.

Scott alzó a Agatha en brazos y comenzó a bajar las escaleras.

– No hace falta que me lleves, ¿sabes?

– Lo sé. -Le mordisqueó los labios, y le lamió la oreja-. Me gusta hacerlo.

Apoyó la cabeza en el hueco del cuello y gozó de ser llevada. Al llegar al cuarto de Agatha, Gandy abrió más la puerta con el pie, la entró de costado y la tendió sobre la cama, apoyando una mano a cada lado de la cabeza de ella.

En la oscuridad, la voz fue un íntimo murmullo.

– Quiero empezar a trabajar para tener a ese niño ahora mismo, lo sabes.

– Sí, yo también.

– ¿Estás segura de que quieres uno?

– Quizá más de uno. ¿Y tú?

– Si todos resultaran como Willy, ¿qué te parecerían diecisiete?

Agatha rió y se apretó el estómago con las manos.

– Oh, por favor, no.

El ánimo juguetón se esfumó, y Scott la besó despacio.

– Te amo, Gussie. Dios mío, qué buena sensación.

– Yo también te amo, Scott, y seré la mejor esposa que pudieras desear… espera y verás.

La besó otra vez, hasta que los dos sintieron que la decisión se debilitaba.

– Nos veremos mañana.

Lo estrechó contra ella con súbita vehemencia, maravillada de que fuesen él y ella, y que, después de todo, los finales felices de los cuentos se hicieran realidad.

– Y todas las mañanas del resto de nuestras vidas.

La besó en la frente y salió de la habitación.

Cuando se fue, Agatha cruzó los brazos sobre los pechos, los puños apretados, custodiándolo con ferocidad para que no se le escapara un matiz, una pizca de lo ocurrido.

«¡La señora de LeMaster Scott Gandy!», se regocijó, incrédula.

Capítulo 22

Se casarían la tarde del 15 de julio, un día que empezó con densa lluvia matinal. Cuando salió el sol, Waverley se cubrió de vapor. Dentro de la mansión, era tolerable, con las puertas de la galería y las ventanas guillotina abiertas abajo, y las de la rotonda, arriba.

Una de las invitadas a la boda era Violet Parsons. Llegó una semana antes para ayudar a Agatha a confeccionar el vestido de novia y mientras esta se lo ponía, la mujer de cabello azulado rió resoplando, rebosando de alegría.

– Creo que es el más bello que hiciste jamás. Tt-tt.

Sostuvo el vestido mientras Agatha se vestía, y abotonó los veintidós botones forrados de la espalda. Estaba hecho en fina seda del tono exacto de las cerosas magnolias, con cuello alto, torso ajustado, y mangas oruga, fruncidas desde el hombro hasta la muñeca. La falda era lisa en el frente, y suelta atrás, con ondas profundas que formaban la cola.

Violet juntó las manos y aspiró, complacida:

– ¡Estás encantadora!

Estaban en el dormitorio principal, ante el espejo de pie que habían traído de abajo. Reflejaba a una novia de grueso cabello bruñido, recogido en lo alto de la cabeza, de hombros angostos, cintura esbelta, y ojos claros de largas pestañas. La expresión de dicha total le daba un resplandor casi etéreo.

– Me siento encantadora -admitió.

– Es perfecto, si se me permite decirlo.

Agatha giró y apretó la mejilla contra la de Violet.

– Estoy muy contenta de que estés aquí.

– Yo también, aunque debo confesar que estoy un poco celosa. No obstante, ya que no soy yo la que se casa con ese apuesto señor Gandy, me alegra que seas tú. Pero le dije a él… -apuntó con un dedo a la novia-…que si no resultaba, no tenía más que mover el dedo meñique y yo vendría corriendo. Tt-tt.

Agatha apretó las mejillas de Violet y rió:

– Oh, Violet, eres irreemplazable.

– Ya sé. Y ahora, tengo que ir a buscar las magnolias. Enviaré a Willy por ellas.

Cuando se fue, Agatha se acercó a la ventana del frente. El terreno estaba lleno de coches, y los grandes prados estaban adornados con toldos azules. Abajo, estaban entrando los invitados, se preparaba la comida, había llegado el ministro, y la alcoba nupcial estaba decorada con ramos de azucenas amarillas y hiedra inglesa.

Agatha se apretó con una mano el corazón que latía acelerado. Aún le costaba creer que estuviese sucediendo, que ella estuviera en el dormitorio principal de Waverley, donde esa noche compartiría el alto lecho de palo rosa con el hombre que amaba; que su ropa estaba en la cómoda, junto a la de él, y colgada en el armario, donde el aroma del tabaco de Scott se mezclaba con el de su propio perfume; que sería así por el resto de sus vidas. Y ahí afuera, los coches seguían llegando, con los invitados para tan importante ocasión.

Mientras los contemplaba escuchó tras ella el sonido: el sollozo suave de una niña.

Se volvió. No había nadie, pero el sonido continuaba. Agatha permaneció serena, casi como si esperara esa visita en un día tan fasto.

– Justine, ¿eres tú?

El llanto cesó de inmediato.

– ¿Justine?

Miró en círculo alrededor, pero estaba sola en el cuarto.

Empezó otra vez, en esta ocasión más quedo, pero inconfundiblemente real e inquietante. Agatha estiró una mano:

– Estoy aquí, Justine, y si puedo te ayudaré. -El llanto se hizo más bajo pero continuó-. Por favor, no llores. Es un día demasiado feliz para lágrimas.

Se hizo silencio, pero al extender la mano sintió una presencia con tanta claridad como si fuese visible.

– ¿Es porque voy a casarme con tu padre? ¿Es por eso? -Hizo una pausa, miró alrededor-. Debes creerme que no pretendo ocupar el lugar de tu madre en su corazón. Lo que ella fue para él, lo será para siempre. Tienes que creer eso, Justine.

Agatha guardó silencio.

– Sé que ya conociste a Willy, y lo aceptaste. Espero que, del mismo modo, me aceptes a mí.

El cambio no pudo ser más evidente si hubiese cesado de tronar. La tensión se aflojó; en el cuarto reinó la paz. Nada tocó la mano de Agatha, excepto un suave suspiro, que olía a flores. Pero cuando bajó la mano al costado, experimentó una gran tranquilidad.

En ese momento, irrumpió Willy con dos magnolias.

– Toma, Gussie, Violet y yo cortamos las mejores que pudimos encontrar.

Se inclinó para besarlo.

– Gracias, Willy.

Cuando se incorporó, miró alrededor pero la presencia se había desvanecido por completo.

– ¡Eh, hueles bien!

– ¿Sí?

Rió, y recibió las flores.

– ¡Y estás preciosa! ¡Espera a que Scotty te vea!

Agatha lo tomó de las mejillas y le estampó un beso en la nariz.

– ¿Últimamente te dije que te quiero?

El chico rió y corrió hacia la ventana.

– ¿Viste cuántos carruajes?

– Los vi. -Cuando sus pensamientos volvieron a la boda, su euforia aumentó-. ¿De dónde vienen todos ellos?

– De Columbus. Scotty conoce a todos allí.

Agatha se dio la vuelta hacia el espejo y se prendió una de las magnolias en la nuca.

– Violet me dijo que te diga que ya es la hora.

Agatha retrocedió y se apretó una mano sobre el corazón. Es hora. Hora de salir y encontrarte con tu novio, caminar con él hasta la alcoba nupcial y unir tu vida a la de él, y no estar sola nunca más. Al comprenderlo, el rostro se le iluminó con una suave luz. Willy se acercó a ella, la miró, tenía el cabello peinado con brillantina, con la conocida onda sobre la frente, sin duda hecha por Scott. Recordaba con claridad la primera vez que lo había peinado así, cuando los dos volvían de los baños, y Scott llevó a Willy otra vez a la sombrerería, vestido con la ropa nueva que le había hecho. Al mirar al niño que tanto ella como su inminente marido querían tanto, se sintió bendecida, convencida de que el destino los había reunido pensando en esto. Con su ramo nupcial, una única magnolia, extendió la mano libre.

– Vamos.

Willy sonrió y fueron hacía la puerta. Antes de abrirla, Agatha le acomodó el cuello y le preguntó:

– Recuerdas qué hacer, ¿verdad?

– Sí, señora. -Entreabrió la puerta y espió-. Vamos, está esperando.

Agatha aspiró una bocanada de aire, la retuvo para serenarse, cerró un instante los ojos y oyó la melodía del piano de Ivory que ascendía. Pero ni las profundas inspiraciones ni la música bastaban para calmar los nervios que le crispaban el estómago.

Fue hacia la entrada y su mirada se topó con los ojos de su prometido.

En efecto, estaba esperando, en el extremo opuesto del balcón, frente a la puerta del cuarto de los niños, todo vestido de marfil, esperando a echar el primer vistazo a la novia. Las miradas de los dos se encontraron a través de casi diez metros de espacio abierto, sólo circundado por la baranda, y una sensación de expectativa que aligeraba el corazón. Debajo, los invitados levantaron las miradas ansiosas, pero en ese primer momento los novios no vieron a nadie más que al otro.

Ella estaba radiante, con el vestido de cola de un blanco ceroso y una simple flor en el cabello.

Él, quitaba el aliento con los pantalones ahusados y la chaqueta de gala que resaltaban la negrura del cabello y el bigote.

Se contemplaron uno al otro con el pulso acelerado y un nudo en el estómago, registrando el momento para llevarlo siempre en los corazones, hasta que al fin, el murmullo de voces que llegaba de abajo los hizo volver a la realidad, y Agatha sonrió. Gandy le correspondió. Y luego, a Willy que, ahuecando los dedos, le envió un minúsculo saludo secreto. Scott le respondió con un guiño. Entonces, Willy le ofreció el codo a Gussie y la escoltó a la cima de la escalera oeste, mientras que Scotty subía a la del este.

Se hablaría durante años de ese descenso: la novia y el novio, los dos de marfil resplandeciente, mirándose uno a otro con sonrisas deslumbrantes, por las escaleras gemelas que los conducían abajo donde formaban una curva como los arcos incompletos de un corazón; de cómo llegaron al pie y se encontraron en el centro del suelo de la rotonda como si completaran el contorno de ese corazón; de cómo el ministro negro, el reverendo Oliver de la pequeña iglesia bautista cercana los esperaba preguntando:

– ¿Quién entrega a esta mujer? -y cómo Willy respondió:

– Yo -y luego, con gran seriedad, entregaba su futura madre al futuro padre, y recibía un beso de cada uno.

Hablarían de cómo el novio tomó la mano de la novia y la puso en el hueco de su codo, y cruzaron juntos la gran rotonda, pasaron las amplias puertas de la sala hasta la alcoba nupcial adornada con canastas de fragantes azucenas amarillas y hiedra inglesa.

Aunque la habitación estaba llena de invitados, Agatha casi no lo advirtió cuando soltó el brazo de Scott y adoptó una pose formal a su lado.

– Queridos bienamados…

El reverendo Oliver pronunció un discurso acerca de lo que era necesario para que un matrimonio fructificara, de la importancia de la entrega de sí mismo, del valor del perdón, las recompensas de la constancia, la virtud y el alcance del amor. Habló de los niños con los que podría ser bendecida la unión, y Agatha sintió el codo de Scott bien apretado contra el suyo. Miró por el rabillo del ojo y encontró la mirada del esposo fija en su rostro, pensó en concebir a los hijos de él y la invadió una explosión de esperanza tan profunda que la hizo tambalearse. Scott descruzó las manos, encontró la de Agatha entre los pliegues de satén marfil a la altura de la cadera, y se la estrechó fuerte, duplicando su alegría.

Jube cantó: «Amor Maravilloso», con su voz impecable, cristalina y los versos colmaron el corazón de Agatha con tanta abundancia como el perfume de las azucenas llegaba a su nariz. Mientras, el pulgar de Scott no dejó de acariciar sus dedos.

Entonces se pusieron frente a frente, se tomaron de las manos para que todos lo vieran, y al advertir que las mejillas de Scott estaban sonrosadas, y las manos húmedas, comprendió que no era la única conmovida.

– Yo, LeMaster Scott Gandy, te tomo a ti, Agatha Downing…

La voz, más grave que de costumbre, con un ligero temblor, traicionaba la hondura de su emoción. Pero los intensos ojos oscuros no se apartaron jamás de los de Agatha mientras pronunciaba los votos.

El corazón de la mujer se desbordó de un amor tan intenso que le provocó un dulce dolor en el pecho. Scott, antes de ti no había nada, y ahora lo tengo todo… todo. Toda una vida no tiene días suficientes para derramar sobre ti todo el amor que siento.

– …hasta que la muerte nos separe.

Y le tocó el turno a Agatha:

– Yo, Agatha Noreen Downing, te tomo a ti, LeMaster Scott Gandy…

Sosteniendo la mano de Agatha y escuchando la voz suave y temblorosa, supo que estaba a punto de llorar. Vio sus lágrimas en el borde de los párpados y se sintió conmovido hasta los rincones más recónditos del corazón. Le oprimió los dedos delicados, y se le ocurrió que era un milagro que una mujer como ella hubiese llegado a su vida apática en el preciso momento en que la necesitaba para llenarla otra vez de sentido.

Gussie, pienso cumplir esta promesa de pasar el resto de mi vida agradeciéndote lo que hiciste por mí.

– …hasta que la muerte nos separe.

– El anillo -pidió el ministro por lo bajo.

Scott se sacó el diamante del meñique y lo puso en la mano de Gussie.

Fascinada, lo vio pasar por su nudillo, y comprendió que, en verdad, los unía para siempre. Entonces, las miradas se encontraron sobre las manos entrelazadas, y el voto quedó sellado dentro de sus corazones.

– Y ahora, os declaro marido y mujer.

La cabeza oscura se inclinó sobre la cobriza, y los labios se tocaron. Al terminar el beso, Scott se irguió lo suficiente para contemplar los luminosos ojos verdes, sentir cómo se mezclaban los alientos y la trascendencia del instante se instalaba en las almas de los dos. Marido y esposa. Por siempre jamás.

Scott se irguió, le apretó un poco los nudillos, y se le iluminó el rostro con una sonrisa relampagueante acompañada de hoyuelos. La sonrisa dichosa de Agatha le respondió, y libró a los invitados del encantamiento en el que estaban sumidos. Bastaba con ver los ojos húmedos de casi todas las mujeres.

El novio puso la mano de la novia en el hueco del brazo, y los dos se acercaron a una mesa lustrosa donde estaba abierta la Biblia de la familia. En una página donde ya había varias anotaciones, Scott escribió:

15 de julio de 1881

LeMaster Scott Gandy

se casó con

Agatha Noreen Downing

La besó de nuevo, esta vez con fuerza, brusquedad y fervor, la rodeó con los brazos y le murmuró al oído:

– Te amo.

– ¡Yo también te amo!

Como el piano arrancó con una música exultante y los murmullos de los invitados subieron de volumen, tuvo que gritarlo. Entonces se les acercó Willy pidiendo besos, tan feliz como los novios mismos.

Pronto los separó la multitud que se acercaba a felicitarlos y, por extraño que parezca, el resto del día apenas se vieron. Entre los invitados había muchos que Agatha tenía que conocer, y muchos con los que Scott reanudaba el contacto. Se sirvió un banquete de bodas estilo buffet, y la gente se diseminaba por los prados, paseaba por los jardines o entraba a recorrer la casa. Algunos se sentaban en los escalones de la rotonda, otros en los bancos. El calor era pesado y se sirvió ponche de champaña como refresco. Los niños perseguían a los pavos reales y daban de comer pastel helado a los caballos. En la rotonda comenzó el baile, y Scott atrapó a Agatha unos instantes junto a una curva de la escalera, le hizo ponerle los brazos al cuello, la levantó del suelo y apretó el cuerpo con suavidad contra el propio, los labios rozándose. Pero los invitados los descubrieron y los separaron, haciéndoles comprender que tenían que seguir cumpliendo con sus deberes de anfitriones.

Una hora después se toparon en la entrada de la sala del frente, y sólo tuvieron tiempo de intercambiar una mirada cariñosa antes de que los interrumpieran Mae Ellen Bayles, su hija, Leta y A. J, que a esa altura se había convertido en amigo de Willy. Mae Ellen reclamó la atención de Agatha y, la siguiente ocasión en que vio a Scott estaba bajo uno de los toldos azules fumando un puro, conversando con un hombre delgado de traje a rayas, y otro al que le salían pelos grises de las orejas. Pero como un par de muchachas en edad casadera prorrumpieron en exclamaciones maravilladas ante el diamante de Agatha y le hicieron preguntas referidas al vestido de novia, no tuvo más remedio que ser cortés.

A medida que avanzaba el día, el calor aumentaba, y la brisa se aquietaba. Agatha se sintió acalorada y cansada. Scott, impaciente. Violet bebió demasiado ponche de champaña y coqueteó desvergonzadamente con un robusto comerciante llamado Monroe Hixby. Willy fue a chismorrear que los había visto besándose bajo la vid. Agatha también hubiese querido escaparse al huerto de la vid para conseguir unos besos robados y estar un poco de tiempo a solas con el novio. Mientras departía con uno de los huéspedes regulares de Waverley, el señor Northgood, se le escapó un suspiro y lanzó una mirada furtiva al esposo. Lo vio al otro lado del prado, inclinando la cabeza hacia la señora Northgood. Levantó la vista como si hubiese percibido la mirada de Agatha y, esta vez, cuando las miradas se encontraron, no hubo sonrisas.

Quiero estar a solas contigo, decía la expresión sufrida de Scott.

Y yo contigo, respondía la de Agatha.

La señora Northgood parloteaba acerca del costo de los calefactores domésticos en Boston, en invierno, pero Scott casi no la escuchaba. Veía que Gussie enderezaba la espalda y se apretaba la cadera izquierda, al tiempo que se volvía para escuchar algo que decía el interlocutor. Scott frunció el entrecejo y, cuando la mujer se detuvo para tomar aliento, interrumpió la cháchara tocándole el codo:

– ¿Me disculpa, señora Northgood? -pidió, la mirada preocupada fija en la novia.

Rodeó a la sorprendida mujer, y caminó sobre la hierba en dirección a Gussie para brindarle el alivio que tanto necesitaba.

Al acercarse, la tomó del codo con aire posesivo.

– Creo que lo busca su esposa, señor Northgood.

Sin disculparse, llevó a Gussie hacia los escalones de mármol, cruzaron la rotonda y entraron en la oficina, donde tres hombres fumaban y conversaban.

– Caballeros, ¿nos disculpan, por favor? Tenemos que esperar que el reverendo Oliver nos traiga el certificado de matrimonio para firmar.

Los tres se disculparon y salieron a la rotonda, y Scott cerró la puerta.

– Pero ya tenemos certificado de matrimonio -le recordó Gussie.

– Ya sé. -Cuando se volvió, la encontró de pie en el centro de la oficina, con una mueca de fatiga, el peso sobre una pierna, señal indudable de cansancio-. Desearía que se fueran todos -dijo sin rodeos.

– No es muy amable de nuestra parte.

– Estás cansada.

– Un poco.

Con los brazos a los lados, el marido se acercó lentamente.

– Vi que te frotabas la cadera, y ahora apoyas el peso en el otro pie.

– No es nada. Siempre me duele hacia el final del día.

Sin aviso previo, la alzó en los brazos y la apoyó en un sillón de cuero de respaldo alto, con los pies sobre el brazo del sillón. Sonriente, la mujer le enlazó los brazos al cuello mientras él se acomodaba respaldándose, y cruzaba un tobillo sobre la rodilla de la otra pierna. Esbozó una sonrisa burlona y se le formó un hoyuelo.

– Así que, Agatha Noreen, ¿eh?

Con ademanes lánguidos, se aflojó el nudo de la corbata.

– Así es.

– ¿Por qué no lo supe antes?

Agatha jugueteó con un mechón del pelo de él.

– Una mujer sin secretos es como acertijo con respuesta: no hay nada que adivinar.

– Ah, de modo que me casé con una mujer que tiene secretos para mí.

– De vez en cuando, puede ser.

– A ver, dime, Agatha Noreen Gandy, ¿qué otras cosas no sé de ti?

La recién casada echó la cabeza atrás, adoptó aire pensativo, y entrelazó los dedos en la nuca del esposo:

– Hoy me visitó Justine.

– ¿En serio?

– Poco antes de la boda, en nuestra habitación. Creo que hice las paces con ella.

– O sea que ahora me crees.

– Siempre te creí, ¿no es cierto? Pienso que estaba ahí, en la sala, presenciando nuestro intercambio de votos. Y que lo aprobó.

El amor absoluto que sentía por ella se reflejó en los ojos, que le recorrían el rostro. Pasó la yema de un dedo por la línea de nacimiento del cabello, bajó por la nariz a la boca, salteó el labio inferior, siguiendo el movimiento con la vista. Cuando habló, lo hizo serio, en voz baja:

– Señora Gandy, me muero por besarte todo el día.

El corazón de la mujer se agitó cuando satisfizo su deseo, uniendo su boca a la de ella al tiempo que ella estrechaba más los brazos en el cuello. Scott separó los hombros del respaldo del sillón y la acomodó sobre sus piernas. Las lenguas se unieron en lascivo complemento. La sangre, la piel, los músculos parecieron prestar atención. Los corazones dieron un vuelco de impaciencia, el hombre sacó la mano de abajo de las rodillas y le acarició el pecho encerrado en estrechos confines de seda marfil.

El aliento de Agatha se aceleró contra la mejilla del esposo. Su carne cambió de forma y él la acarició con el pulgar, sintiendo que su centro duro presionaba saliéndole al encuentro.

– ¿Quieres que los eche? -susurró contra la boca de ella, con la mano todavía en el pecho, provocándole cambios de forma, así como ese día había cambiado la vida de Agatha.

– Ojalá pudieras.

La besó una vez más, mojándole los labios, sintiendo que la lengua de ella hacía lo mismo con los de él, pasando la mano por el torso hacia abajo, por la cadera, el estómago, plano y duro, contenido por la ajustada falda de satén. Más abajo, a la sugerencia de feminidad entre las piernas, donde otra vez lo desvió la forma ajustada del vestido, que no dejaba sitio para la exploración.

Agatha se acercó más y soltó la trasera del vestido como invitándolo. Scott metió la mano entre esa parte y los pliegues sueltos, encontró una cinta, tironeó de ella y deslizó la mano dentro, contra las curvas tibias, en la parte de atrás de uno de los muslos. El beso se tornó insaciable, y un retumbo de impaciencia les recorrió los cuerpos.

Alguien llamó a la puerta:

– Señor y señora Gandy. -El reverendo Oliver abrió y asomó la cabeza-. Alguien me dijo que me necesitaban aquí.

Sintiéndose culpables, se levantaron de un salto, los rostros encendidos.

– ¡Ah, eh… sí! -Desesperado, buscó una excusa plausible y de pronto, recordó que el servicio era gratuito. Se inclinó sobre el escritorio y abrió el cajón del centro desde el otro costado-. Quería entregarle esto. -Sacó un sobre-. No es mucho, pero queremos que sepa cuánto apreciamos que celebrara el servicio en nuestra casa, en especial tratándose de un día tan caluroso. -Estrechó la mano del reverendo Oliver-. Gracias, otra vez.

– Fue un placer. -El sacerdote guardó el sobre en el bolsillo-. No tengo oportunidades frecuentes de celebrar una boda en un ambiente como este. Le aseguro que fue un placer. -Esbozó una sonrisa benigna y agregó-: Y, desde ya, les deseo una vida de felicidad. En mi opinión, ya están camino de lograrlo.

– En efecto, señor -admitió Scott. Buscó la mano de Agatha y la acercó a su costado, entrelazando los dedos.

– Bueno… -El ministro metió un dedo dentro del cuello clerical-. Hace calor, ¿no? Pienso que mi esposa y yo nos despediremos y nos iremos a casa.

Scott dejó a Agatha para acompañarlo hasta la puerta y, una vez más, perdió al esposo entre los invitados, acabando así la breve escapada.

Ya habían pasado las once de la noche cuando vieron las luces del último coche parpadear alejándose por el camino. Por fin, se habían ido todos y los huéspedes, cada uno a su habitación. A la larga Willy se desplomó y Scott lo llevó al cuarto en la planta alta. El cuenco de ponche del comedor estaba vacío. Los restos de la celebración estaban esparcidos por la sala del frente y en los últimos escalones de la escalera doble, y se recogerían al día siguiente.

– ¿Queréis que apague los picos de gas de aquí adentro? -preguntó Leatrice entrando en la rotonda, donde Scott y Gussie estaban sentados en el último escalón.

– No, yo lo haré. Ve a acostarte, Leatrice.

– Ya lo creo. Los juanetes están matándome. -Pero se acercó arrastrando los pies-. No correspondía que lo dijera antes, pero ahora que tienes señora otra vez… bueno, sería hora de que tuvieras un poco de sensatez. Y, sin duda, elegiste una buena, amo. Tu mamá y tu papá estarían contentos. Quizás ahora Waverley tenga algunos chicuelos, como debe ser. Hace muchos años que no nacen niños entre estas paredes. Sí, señor, muchos años. Y ahora, ven aquí y deja que Leatrice te dé un abrazo antes de que empiece a echar sal sobre los pisos.

Se levantó y la abrazó. Y aunque era alto, no podía abarcarla con los brazos, pero la meció con amor y besó el cabello ensortijado.

– Gracias, cariño.

La negra lo apartó de inmediato, y le dio una fingida bofetada.

– Miren quién me llama cariño, semejante cachorro. -Entonces se volvió hacia Agatha-. Ahora tú, muchacha. Ven aquí, así puedo terminar con estas reconvenciones y descansar mis pies.

Fue el turno de Agatha de hundirse en el esponjoso abrazo de Leatrice.

– Yo amo a este muchacho -dijo la voz ronca en el oído de la novia-. Serás buena con él, ¿me oyes?

– Lo prometo.

– Y tened muchos chicos. Será un buen padre.

Con ese último consejo, apartó a Agatha y se fue arrastrando los pies hacia la puerta, refunfuñando acerca de los juanetes.

Cuando se fue, Scott y Agatha se miraron y rieron. Entonces, la risa se desvaneció y permanecieron en silencio, solos, con las recomendaciones finales de Leatrice y su mensaje subyacente que atraía sus mentes hacia la enorme cama de palo de rosa.

– Espera aquí -susurró Scott.

La dejó ahí, de pie, mientras iba a apagar los picos. La encontró de nuevo en la oscuridad, se besaron con hondo entrelazar de lenguas, y la alzó en brazos para llevarla arriba. En la habitación, las llamas de los picos parpadeaban con suavidad, acompañadas de un débil siseo. La llevó dentro, cerró la puerta con el talón y volvieron a besarse, disfrutando al saber que ya estaban libres para expresarse su amor del modo que desearan.

Por fin.

Con toda la ropa puesta, demoraron saboreando los minutos de deleite, dejando crecer poco a poco la atracción sexual. Scott levantó la cabeza y se miraron en los ojos. La luz de las llamas parecía quedar atrapada en los iris oscuros de él y en los verdes de ella. La respiración de los dos había adquirido un ritmo errático, y el pulso les latía en los sitios más extraños de sus cuerpos. La apoyó en el suelo, siguieron mirándose, mientras apoyaba las manos a los costados de los pechos… cerca, pero aún demorándose.

– Señora Gandy -dijo, regocijado-. Dios, no puedo creerlo.

– Yo tampoco. Dime que no estoy soñando.

– No estás soñando. Eres mía.

– No, señor Gandy, creo que es usted el que es mío.

Le tomó las manos y las sostuvo sin apretar:

– Y me siento feliz de serlo.

– ¿Es verdad que las esposas pueden besar a los esposos cada vez que lo desean?

– Cada vez que lo deseen.

Sencillamente para ejercer el derecho, le dio un beso leve en la boca, que resultaba milagroso para alguien que durante tanto tiempo no tuvo a nadie. La dejó besarlo, dócil, y cuando terminó le sonrió con calidez al rostro alzado hacia él.

– En general, me gustaban los besos más comprometidos, pero los sencillos también tienen su encanto, ¿no?

En respuesta, le dio uno más húmedo, que finalizó con gran succión.

– A mí me gustan todos.

Scott rió, le pasó un brazo por los hombros y la hizo girar hacia la habitación.

– Me da la impresión de que alguien estuvo aquí y nos preparó varias sorpresas.

– Violet -murmuró Agatha con cariño, recorriendo la habitación con la mirada.

¿Quién otra que la querida Violet? Había abierto la cama y soltado el mosquitero de los postes, que proyectaban sombras enrejadas sobre las sábanas niveas y almidonadas. Había subido uno de los canastos de azucenas de la sala y lo puso en la cómoda junto a la cama, desde donde perfumaba toda la habitación. Como buena romántica que era, preparó con pulcritud el camisón nuevo de Agatha, donde se manifestaba la cariñosa labor en el corpiño, en la angosta cinta azul que se transformaría en un moño, bajo los pechos virginales de la novia.

El suave resplandor de las lámparas de gas inundaba la habitación, las flores le daban la bienvenida y también las sombras blandas de la red. Las ventanas estaban levantadas para dejar pasar el aire nocturno, y por una de ellas entró revoloteando una polilla blanca para inspeccionar un cepillo de mujer y un recipiente para pelos sobre el tocador, fue hacia las flores y por último hacia la red blanca, que abanicó inútilmente con las alas. Ni a una polilla se le permitiría molestar a los dos acostados ahí. Y todo eso se lo debían a Violet.

– Insistió en confeccionar ella misma el camisón -le contó Agatha-, y todo el tiempo deseaba estar aquí, en mi lugar.

Scott podría haberla rechazado, pero como no lo hizo, Agatha lo respetó más aún. Porque supo que entendía las formas del amor en sus más variadas apariencias, en mayor medida que ninguna persona que hubiese conocido.

– ¿Quieres ponértelo ahora? -le preguntó con sencillez.

Aunque con las mejillas ruborizadas, levantó el rostro.

– Hoy hizo tanto calor… ¿No podríamos… este…? -Miró la jarra y la palangana-. Creo que me gustaría lavarme, primero.

– ¿Te gustaría ir a nadar?

– ¿A nadar?

Lo miró.

– No demoraríamos mucho. Podemos ir y volver en un periquete.

Evocó con ansia el agua fresca y clara, y agradeció el alivio temporal.

– ¿Juntos?

– Por supuesto. -La tomó de los brazos, la hizo girar y empezó a soltarle los botones que sujetaban los pliegues de la cola-. Esta noche, estableceremos costumbres que quizá conservemos toda la vida. Creo que nunca lamentaremos empezar con la de ir a nadar un rato antes de acostarnos.

Pero Agatha sabía que la costumbre que le importaba no era la que mencionaba sino la que iniciaba a sus espaldas en ese mismo momento. Como al descuido, la rodeó y puso la sobrefalda sobre una de las sillas azules. Lo miró con el corazón latiéndole en el cuello, pensando en la almohadilla de la cadera. Como si fuese lo más natural, volvió y se dispuso a desabotonar la espalda del vestido. Al terminar, le besó el hombro, la hizo girar, se lo sacó por los brazos, teniéndole la mano mientras sacaba los pies de la prenda. Después de apoyarlo también en la silla, se quitó la chaqueta, la tiró encima del vestido y volvió a acercarse. Agatha era plenamente consciente de que la combinación de algodón dejaba traslucir en forma vaga los pezones. Scott les echó una breve mirada y luego retrocedió.

– ¿Hay algo que te gustaría hacer? -le preguntó en voz baja, esperando-. No tienes que pedirlo, ¿sabes?

Agatha levantó la vista pero la bajó enseguida, y tendió los dedos temblorosos hacia el chaleco del esposo.

– Me temo que no soy muy buena para esto.

Se rió, nerviosa.

Le levantó la barbilla:

– Quiero que me prometas que, en situaciones como ésta, nunca te disculparás. Y puedes estar segura de que nada complace más a un hombre que una mujer ruborizada.

Lo único que logró fue que se ruborizara más aún. Después de desabotonar el chaleco, se puso detrás y se lo quitó… con demasiada formalidad, comprendió después, si bien a Scott no le molestó. Él mismo se ocupó de los botones de los puños, mientras que Agatha lo hacía con los del pecho. Cuando la camisa quedó abierta hasta la cintura, Agatha alzó la vista y se rió otra vez, retorciéndose las manos sin advertirlo.

– Sácamela -le ordenó con suavidad-. El paso siguiente me toca a mí.

Los pantalones eran ajustados. Cuando tironeó de los faldones de la camisa, las caderas se balancearon hacia ella, pero Scott se limitó a sonreírle y la dejó seguir forcejeando. Los faldones conservaban la tibieza del cuerpo, y estaban llenos de arrugas. Mirarlos le resultó un gesto tan íntimo como contemplar la carne que los había entibiado y le hizo galopar el corazón. Para hacer gala de coraje, arrojó la camisa, que cayó cerca de la silla. Pero cuando el hombre estiró la mano hacia el botón de la cintura de la enagua, le aferró la mano.

– Scott… yo…

Dejó las manos quietas, pero no las alejó del botón.

– ¿Te da vergüenza? No seas tímida, cariño -dijo, tocándole la mejilla.

– Te advierto que… soy… torcida.

Frunció las cejas.

– ¿Que eres qué?

– Torcida. Mi deformidad… mis caderas… una es más baja que la otra y yo… uso una almohadilla en una… y… y…

Sólo una vez en la vida había tartamudeado y fue después del ataque en Proffitt. Era desconcertante, incómodo, hacerlo otra vez, medio desvestida ante el novio.

Pero Scott abordó el problema de manera directa. Le puso las manos en las caderas y apretó.

– ¿De esto se trata? ¿De esta minúscula almohadilla de guata que siento aquí? Veamos. -En un instante, la enagua yacía a los pies y el secreto estaba expuesto. La sujetó de las caderas, flexionó las rodillas y se inclinó para examinarla-. Una vez, conocí a una mujer que se ponía una de éstas en el corpiño. Meto la mano ahí, y la saco con una bola de algodón en lugar de un pecho, ¿te imaginas lo que…? Oh, maldito sea, se suponía que no debía decirlo en mi noche de bodas, ¿no es cierto?

Mucho antes de que terminara, Agatha estaba riéndose. Le rodeó el cuello con los brazos.

– Scott Gandy, te amo. Estaba tan preocupada por eso. Terriblemente preocupada.

– Bueno, no te aflijas más, señora mía. La cuestión es que nadie es perfecto, incluyéndome a mí.

– Sí, tú sí.

– No, no lo soy. Ven acá y siéntate. -La llevó hasta la escalerilla portátil junto a la cama-. Tú no te avergüenzas de tus pies, ¿verdad?

– ¿De mis pies?

– Porque voy a sacarte los zapatos.

Tomó un desabotonador de la cómoda y se acuclilló ante ella sin otra vestimenta que los arrugados pantalones color marfil. Tomó el tacón en la mano, puso el pie de la mujer en la ingle, y Agatha no pudo evitar contemplar fijamente el insólito cuadro. Cada vez que usaba el gancho, el pie se iba hacia él. Sintió que le subía un calor por el cuerpo y se le enloqueció la imaginación. Le sacó un zapato y lo dejó con cuidado, tomando con firmeza el pie embutido en la media de seda y masajeándolo. Al levantar la vista, lo sorprendió pasando la mirada de los parches oscuros en los pechos hasta los ojos de la esposa.

– ¿Alguien te sacó alguna vez los zapatos?

– N… no.

Contra su voluntad, bajó otra vez la mirada hasta la costura de los pantalones, y luego a los brazos acordonados de tendones, hasta una cicatriz en el izquierdo.

Le besó la parte interna del pie. Sintió que le ardía la cara, las entrañas se le licuaron, pero él la contemplaba con aparente calma. Al hablar, usó un insólito tono sedoso:

– Tienes unos pies muy bellos, ¿lo sabías?

Agatha contempló su pie envuelto en la media blanca de seda entre los dedos morenos del hombre y no se le ocurrió una sola palabra. ¿Los pies? ¿Todo esto provocaba en el interior de una mujer que le acariciaran los pies? Al volver a mirarlo, vio que sonreía. Entonces, dedicó la atención al otro pie, le quitó el zapato, y apoyó los codos en las rodillas… aún acuclillado.

– Quítate las medias para no mojártelas.

Se dedicó sin disimulo a disfrutar del espectáculo de verla enrollar la seda por las piernas y quitársela. Esperó a que terminara y luego se levantó y alargó la mano hacia el botón de la cintura.

– Me agrada verte hacerlo -reflexionó, mientras Agatha se preguntaba qué se exigía de una mujer en un momento así. Pero antes de que pudiese resolver si tenía que mirar o volverse, Scott se quitó los pantalones y quedó ante ella con los calzones tejidos de algodón, hasta media pierna. Le tomó la mano, cambiando bruscamente de talante-. Ven, vamos a nadar.

Hicieron el trayecto de prisa bajo las sombras de las magnolias, por la cinta blanca del sendero de coches, cruzando el camino, sobre la hierba húmeda hasta la casa de baños.

– Scott, nos olvidamos la linterna.

– ¿Quieres que vuelva a buscarla?

Era una pregunta tonta, después de lo que había estado haciéndole en el dormitorio. ¡Como si ella quisiera perder el tiempo más que él…!

Nadaron en la oscuridad, sumergiéndose en el agua helada sin pensar en los posibles peligros. Se bañaron a hurtadillas, pensando en el suave resplandor de los picos de gas en el dormitorio, el colchón alto y espeso, la tenue red, el rico perfume de las azucenas amarillas. Lo oyó sumergirse y salir, sacudiendo la cabeza y salpicando encima del agua. La oyó nadar con esfuerzo hasta el extremo de la piscina y la siguió. Entonces, giraron juntos y nadaron un largo hasta los escalones de mármol, Scott a la cabeza todo el tiempo. Estaba esperándola cuando llegó, la atrapó por el brazo mojado, resbaladizo y la atrajo hacia él, robándole un beso caliente, salvaje, impaciente, apretando el cuerpo turgente contra el de ella.

Agatha se apartó, sin aliento, sujetándolo de dos puñados de pelo.

– ¿Qué era lo que estabas haciendo allá, en el dormitorio, Scott Gandy?

– Tú lo sabes. No me digas que no lo sabes. -Percibió la seducción en el tono-. Cuéntame que te provocó.

Así como no pudo evitar que el rubor le encendiera las mejillas, no pudo expresarlo, mientras él le ponía la mano en sus propias partes íntimas.

– Scott, eres perverso.

– No, no soy perverso… estoy enamorado… excitado… practicando una danza de acoplamiento con mi esposa, a la que estos rituales le encantan pero es demasiado tímida para admitirlo. Te mostraré cada paso antes de hacerlo.

La besó. Los labios estaban fríos, pero las lenguas calientes. Los brazos esbeltos de la mujer le rodearon el cuello, y las pieles húmedas se deslizaron con movimientos sinuosos.

Y ahí, en una negrura tan absoluta como el espacio, acarició el cuerpo frío y trémulo a través del algodón mojado: los pechos, las caderas y, por primera vez, el lugar íntimo entre las piernas. El agua les chorreaba por las narices, las mejillas, por el bigote, en las bocas, por la espalda de ella, y sobre el brazo de él. El agua sedosa que los unía como un lazo líquido. El brazo izquierdo la sujetó debajo de los omóplatos, Agatha apoyó las manos sobre la espalda esbelta, mientras la mano libre del hombre merodeaba por todos lados.

– Gussie… Gussie… te quiero. Seré muy bueno contigo.

Ya era bueno sentir sus manos sobre ella. Incluso a través de la tela mojada y fría, la hizo jadear y tapó el sonido con su boca, diciendo luego:

– Dilo, Gussie… di lo que estás sintiendo.

– Amo tus manos… sobre mí… me siento… hermosa… completa.

Fue una revelación para ella comprender que la necesidad de acoplarse no tenía que quedar reservada a las camas de palo de rosa con baldaquinos, y sábanas meticulosamente limpias, cómo un cuerpo provocado podía satisfacerse con un resbaladizo y frío escalón de mármol, sólo con que la agonía de esperar se pudiese acabar.

Sin una palabra, la sacó de la piscina. Un rápido repaso con la toalla, un beso impaciente, y corrieron en la noche de ébano hacia la gran casa blanca que los recibió de nuevo en su seno.

Las lámparas de gas los esperaban, arrojando una delgada cinta amarilla sobre los husos del balcón mientras él la llevaba otra vez arriba, por los brazos curvos de la escalera. Cuando se cerró la puerta del dormitorio, la puso de pie y la acercó en un solo movimiento, los labios y los brazos pegados. Las largas horas de ese día cumplían su objetivo. Dos cuerpos excitados, privados durante demasiado tiempo.

Agatha no tuvo ocasión de timideces, pues su esposo no lo permitió. Cuando retrocedió fue sin remilgos, para soltar los botones de los hombros y bajar la ropa interior mojada hasta las caderas, donde se torció y quedó colgando. Sosteniendo los pechos en las manos ahuecadas, los elevó, los contempló, los adoró.

– Mírate… ah, Gussie.

Se apoyó en una rodilla, tomó en la boca uno de los pezones frío y erguido, y lo calentó con la lengua, tironeó con los labios, lo atrapó suavemente entre los dientes. Agatha cerró los ojos, contuvo el aliento. Zarcillos de sensaciones bajaban por su cuerpo y se adueñó de una gama completa de ellas. Scott entibió el otro pecho como había hecho con el primero, y el bigote cosquilleaba mientras jugaba el mismo juego excitante con los dientes, la lengua, con movimientos ora lentos, ora rápidos.

La mujer echó la cabeza atrás, con los ojos cerrados. La torpeza que esperaba no apareció por ningún lado. Sentirse tan amada la libró de todo, menos lo bueno que era estar de pie ante un hombre que la recorría con los labios.

Le besó los huecos entre las costillas, atrapó la recalcitrante prenda de algodón y terminó de quitársela.

Agatha levantó la cabeza y abrió los ojos. En ellos vio Scott que estaba maravillada de su propio despertar sensual, ante cada contacto, cada nueva meseta de pasión que le provocaba. La acarició otra vez, con movimientos deliberados, con un roce de las yemas sobre el cabello, el estómago, el pecho. Entonces, se incorporó, se quitó los calzones mojados y los apartó con el pie.

La mirada de la esposa se clavó en su rostro.

– ¿Tienes miedo? -le preguntó.

– No.

Aguardó, viendo que los claros ojos parpadeaban, dubitativos.

– ¿Si lo tuvieras, me lo dirías?

– No hay motivo. Te amo.

Pero le tembló la voz y no bajó la mirada. Le tomó la mano y apretó los labios sobre la sortija de bodas.

– Piensa que no deberíamos desilusionar a Violet. ¿Quieres ponerte el camisón? Tendré que sacártelo pero, tal vez, sea divertido.

Sin esperar respuesta, fue hasta la cama, apartó el mosquitero y tomó el camisón. La esposa lo contemplaba desnudo, esbelto, impúdico, y pensaba: «He recibido una doble bendición. No sólo es un hombre hermoso, sino también gentil. Gentil y paciente con su novia ignorante y virginal».

Mientras volvía, Agatha comprendió que estaba dándole tiempo para ambientarse, para observar, para aprender.

– Levanta los brazos -le indicó.

Le puso el camisón para cubrirla, después ajustó la cinta azul bajo los pechos y se tomó el trabajo de hacer una lazada. Cuando terminó, Agatha le tocó las manos.

– Creo que eres un hombre muy hermoso.

Scott dedicó largo rato a contemplarle el rostro, observando con lentitud los ojos verdes, la frente ancha, la línea de la mandíbula, lo primero que le había gustado.

– Y tú, una mujer muy hermosa, creo. Tendríamos que llevarnos bien, ¿no te parece?

La levantó, la llevó hasta la cama, la acostó sobre el alto colchón y se tendió junto a ella. Bajo el baldaquino, estaba penumbroso, íntimo, y el perfume de las azucenas flotaba sobre sus cabezas. Al otro lado del mosquitero, las polillas continuaban su danza mientras que, adentro, los ojos oscuros se clavaban en los verdes claros.

Ah, sin duda, Scott tenía un modo especial de hacer las cosas. Fácil, natural, la tomó en los brazos, la atrajo hacia él de manera que los dos cuerpos quedaran unidos en toda su extensión, la besó lánguidamente, mientras creaba otra vez con las manos la misma magia que en la piscina. Claro, Agatha había esperado pasar por momentos de incomodidad, pero, ¿cómo podía sentirse incómoda con un hombre como él? Ah, un hombre como él.

No descuidó ninguna parte del cuerpo: primero el cabello, quitándole la magnolia y apoyándola sobre el pecho mientras sacaba las hebillas, hasta que los mechones quedaron extendidos como un charco de cobre alrededor. Después, los labios: besos cálidos, lascivos, en que la lengua la invitaba a una danza. Las orejas, el cuello, los pechos, acariciándolos primero con los pétalos de la magnolia, luego, dándole besos con la textura del bordado de Violet, mordiéndola con suavidad, mojando la tela y a ella, provocándole un ronroneo gutural. Soltó la cinta azul que hacía tan poco había atado, y exploró la piel debajo del camisón. Sólo la superficie, deslizando las manos con levedad sobre los muslos, el estómago, los pechos, la clavícula, como si quisiera memorizar el exterior antes de sumergirse más a fondo.

– ¿Te gusta?

– Oh, sí… tus manos. Las conozco tan bien. Estoy viéndolas detrás de los párpados mientras me tocas.

– Descríbemelas.

– Manos bellas, con dedos largos, perfectos, el suficiente vello negro para hacerlas increíblemente masculinas, emergen de una muñeca angosta… una muñeca que sale de un puño blanco que asoma bajo la chaqueta negra. Así las imaginaba cuando estuvimos separados.

– ¿Te imaginabas mis manos mientras estábamos separados?

– Siempre. Encendiendo un puro, sosteniendo una mano de póquer, revolviendo el pelo de Willy. Cuando iba a acostarme, en mi apartamento, solía pensar en tus manos y pensaba cómo sería que hicieran esto.

– ¿Y esto?

Contuvo el aliento y se movió para acomodarse, mientras la tocaba otra vez en su parte más íntima.

– Ohhh, Scott…

Sintió que le quitaba el camisón por la cabeza con mucha más impaciencia que cuando se lo puso. Se quedaron acostados sin otra cosa que el tiempo para explorarse.

– Tócame -le dijo Scott-, no tengas miedo.

Fue un descubrimiento: lo halló firme, caliente y flexible. Y cuando lo tocó, rio se movió. Permaneció inmóvil como el dial de un reloj de sol mientras el mundo giraba. Le tomó la mano y la guió, y al primer contacto la respiración se escuchó agitada en la quietud del cuarto. Rodó hacia ella y se apartó, tocándola con una incitación que pronto se convertiría en plenitud. Dentro de Agatha fue primavera: un capullo se hinchó, germinó, floreció, y la hizo gritar su nombre sin saberlo cuando llegaba a la cima que, por ignorancia, le resultó inesperada.

– Scott… oh, Scott… -dijo después, con lágrimas en los ojos y los estremecimientos que la habían sacudido iban calmándose.

– De esto se trata, Gussie. ¿No te parece maravilloso?

No encontró manera de expresar todo lo que sentía, la maravilla, el descubrimiento, la novedad. Por eso, lo rodeó con los brazos y lo besó, cerrando con fuerza los ojos. Y antes de que el beso acabara, sucedió el milagro: ya no era virgen, al fin estaba completa. El cuerpo de Scott se unió al de Agatha con la misma facilidad y la misma gracia de todo lo anterior. Descansó dentro de ella sin moverse, permitiéndole que se adaptara. Ella sintió la presencia y susurró una única palabra contra la sien de él, mientras él permanecía dentro.

– Bienvenido.

– Gussie… mi amor…

Todo lo que siguió fue hermoso. Los movimientos ágiles, los músculos tensos, los murmullos, la aprobación, los cambios de posición, las pausas para admirarse y observarse de cerca… a continuación, otra vez los embates que los llevaban a los dos con impulsos como de seda, restableciendo en ella otra vez el maravilloso embrujo del deseo que hizo saltar los límites por segunda vez, instantes antes de que él se estremeciera… y acometiese… mostrando los dientes.

Después, cayeron de costado saciados, tocándose los rostros como si fuese por primera vez. Permanecieron tendidos quietos, con las sombras del mosquitero dándole una extraña textura a las pieles, saboreando el momento.

– ¿Estás bien? -preguntó al fin, Scott.

– Sí.

– ¿Y la cadera?

– También.

Se había olvidado de la cadera.

La atrajo hacia su pecho, enlazó una pierna sobre las de ella y acomodó los dos cuerpos como los pétalos estrujados de la magnolia que había quedado aplastada debajo de los dos. Exhaló un suspiro largo y satisfecho, y jugueteó con el fino cabello cobrizo de la nuca, y Agatha le pasó las yemas por la espalda. Las polillas se golpeaban contra la red, y sus sombras bailoteaban sobre los miembros enlazados de los novios.

– Nadie me contó nunca -le dijo Agatha, fascinada.

– ¿Qué cosa?

No sabía muy bien cómo expresar lo que sentía: la maravilla, la incredulidad.

– Yo creí que sólo existía para la procreación.

La risa de Scott sonó como un trueno bajo la oreja.

– Violet te contó.

– No con la suficiente elocuencia. -Se echó atrás para mirarle la cara-. Scott… -murmuró, tocándole la frente, el pómulo, con ansias desesperadas de explicar lo que sentía.

Pero las palabras resultaban insuficientes ante emociones tan inmensas.

– Sí, lo sé.

– No creo que lo sepas. No sabes de los años que viví sola y anhelé las cosas más simples; alguien con quien compartir la mesa a la hora de la cena, una cuerda donde tender ropa de niño, y escuchar algo, además del tictac del reloj, otra voz humana, una palabra amable. Pero esto… -Tocó la cicatriz del brazo en forma de cuña, recordando la noche en que recibió esa herida, pensando lo cerca que había estado de perderlo-. Me diste tanto… Regalos que no pueden comprarse, y…

– No es así…

– No. -Le tocó los labios-. Déjame terminar. Quiero decirlo. -Mientras hablaba, recorrió el contorno de los labios con los dedos y luego los dejó junto a la boca de Scott-. Nadar, cabalgar, bailar… son cosas que jamás esperé vivir. Me liberaron, ¿no lo entiendes? Yo estaba pegada a la tierra hasta que tú me los brindaste y me hiciste sentir que era como todos. Aun así, no fueron nada comparados con Willy. Nunca podré agradecerte lo suficiente por Willy y, en ocasiones, cuando comprendo que será nuestro para siempre, todavía se me llenan los ojos de lágrimas.

– Gussie, tú fuiste…

Pero el corazón de la mujer necesitaba manifestarse, pues no podía contener todo lo que había recibido.

– Y como si Willy no fuese bastante, me diste una familia, algo que no tuve en toda mi vida. Me brindaste todo eso… y ahora… esta noche… esto. Más de lo que hubiese imaginado. -Le besó los labios, con los suyos temblorosos-. Quiero demostrarte mi gratitud, compensarte, pero no hay nada que pueda darte. Siento… yo… oh, Scott.

Se le llenaron los ojos de lágrimas y se ahogó con las palabras.

Scott le cubrió los labios con el índice.

– ¿Y qué me dices de mí? ¿Qué obtengo yo con este matrimonio? Déjame decirte algo. Cuando te vi salir del dormitorio con Willy, fue como si…

Le apoyó el mentón en la cabeza, buscando las palabras.

– ¿Qué?

– No lo sé. -Fijó la vista en los ojos de Agatha otra vez, con la mejilla de ella en su palma-. Fue demasiado grande para describirlo. Tú, hermosa como una magnolia, con ese vestido blanco. Y Willy ahí contigo, y todos los que amo esperándonos abajo, la casa otra vez llena de gente. Me sentí como si hubiese renacido, Gussie. Anduve sin rumbo durante mucho tiempo. Vagando, buscando mi lugar en el mundo. Todos estos años aposté en los barcos fluviales, después en las tabernas, una tras otra. No te imaginas lo vacío que me sentía. Pienso que si no te hubiese conocido seguiría vagando, buscando, sin saber qué. Tú eres la que me hizo entender que tenía que regresar aquí para poder ser feliz otra vez. Tú eres la que hizo posible que Willy estuviese en mi vida, y la que me hizo prestar atención a lo que tenía con Jube, que no era más que una imitación de lo que tenemos tú y yo. Hablas de regalos… ¿crees que no me diste ninguno?

Se acurrucó de nuevo contra él, la mejilla sobre el pecho duro, cerró los ojos, sintiendo que una sola palabra más le haría estallar el corazón rebosante.

– Te amo -dijo uno de los dos.

– Te amo -replicó el otro.

No importaba quién lo dijera, pues era una verdad absoluta.

Scott la besó, y cuando los labios se separaron, la miró a los ojos con expresión seria.

– Para siempre.

– Para siempre -repitió Agatha.

Scott se levantó para apagar las luces. La mujer contempló las sombras enrejadas del mosquitero sobre la piel del hombre, lo vio desaparecer. Las sombras se lo robaron, pero se lo devolvieron en la carne, firme y tibia.

En la oscuridad, los labios se encontraron. El anhelo retornó, y lo aceptaron, lo nutrieron e hicieron el amor una vez más, en los pliegues blandos y furtivos de la noche. Y mientras alrededor Waverley extendía sus alas protectoras, y los fantasmas del pasado se mezclaban con las promesas del futuro, y Willy dormía al otro lado del pasillo, y el ciervo se alimentaba de las hojas de boj… L. Scott Gandy plantó dentro de su esposa el regalo más maravilloso de todos.

Lavyrle Spencer

Vive en Plymouth, Minnesota, EE.UU. Nació en 1943 y comenzó trabajando como profesora, pero su pasión por la novela le hizo volcarse por entero en su trabajo como escritora. Publicó su primera novela en 1979 y desde entonces ha cosechado éxito tras éxito.

Lavyrle Spencer es una de las más prestigiosas escritoras de novela romántica, dentro del género histórico o contemporaneo.

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