Tras una decepcionante experiencia con el sistema judicial, que ha puesto en libertad a un asesino al que había detenido después de una larga investigación, el brigada Bevilacqua, alias Vila, se halla desencantado y más escéptico de lo que acostumbra. Así se enfrenta al nuevo caso que le ocupa: un hombre llamado Óscar Santacruz ha aparecido con dos tiros en la nuca en el ascensor de su casa. Parece el «trabajo» de un profesional, lo que se antoja desmesurado dada la poca trascendencia de la víctima, que tiene algunos antecedentes menores por tráfico de drogas y violencia de género. Vila y su compañera, la sargento Chamorro, afrontan la tarea, muy a regañadientes por parte de Vila, actitud que empezará pagando «el nuevo», Arnau, un joven guardia que poco a poco se irá ganando la confianza del brigada.

Parece que los problemas en la vida de Óscar, aparte de sus roces con la justicia, se limitan a su divorcio, mal llevado y con un hijo de por medio. Pero, ¿qué esconde la denuncia que pesaba sobre la víctima por malos tratos? ¿Y su detención por tráfico de drogas? ¿En qué oscuros asuntos estaba envuelto este hombre en apariencia tan poco peligroso?

Una novela sobre los claroscuros de las relaciones, sobre los errores y aciertos de los jueces, sobre los vericuetos de la moderna investigación policial, sobre las injusticias que provocan las leyes y sobre el mal, que a menudo está entre lo que tenemos más cerca, incluso entre lo que un día amamos.

Lorenzo Silva

La estrategia del agua

© Lorenzo Silva, 2010

Para mis hijos.

Para mis padres.

Advertencia no del todo usual

Como de costumbre, algunos de los lugares que aparecen en este libro están inspirados, siempre libremente, en lugares reales. Algunos de los personajes y de los hechos narrados se inspiran también en sucesos reales, pero con idéntica libertad en su recreación. El relato que sigue ha de considerarse por tanto fruto de la invención del novelista y no debe inducir a atribuir conductas, acciones o palabras concretas a ninguna persona existente o que haya existido en la realidad.

Del XXIII grados del signo de Tauro es la piedra a que llaman aliaza. Y este nombre quiere tanto decir, como «menguamiento de bien», porque la su virtud es que el que la trae consigo hácele que sea aborrecido de la gente, y menosprécianle, y apártanse de su compañía. Y es de natura fría y seca. Y quien la trae, crécenle siempre cuidados y tristezas, y de noche, cuando duerme, los sueños que sueña son malos y espantosos.

Alfonso X, Lapidario

1 Y al fondo, un cliente

Cuando un hombre aparece con dos tiros en la nuca en el ascensor de su propio edificio, sin que ninguno de los vecinos haya oído ni visto nada, hay algo que casi puede darse por seguro: la última persona con la que ese hombre se cruzó en su vida era un profesional. Para un investigador de homicidios, el dato es relevante, pero no exactamente en el sentido que tiende a imaginar el profano. Dependiendo de la coyuntura y de las demás circunstancias del crimen, tanto puede ser una invitación a tomarse la pesquisa con especial ahínco como un motivo para encararla con la mayor de las desganas. Por otra parte, y como bien sabemos los que sumamos ya unos cuantos trienios, en esto del entusiasmo pesan mucho el humor del día, la novedad del desafío y, en definitiva, el momento vital en que a la sazón se encuentra el interpelado por la tarea. Por efecto de todo ello, confieso sin orgullo que cuando me informaron de la manera en que había muerto Óscar Santacruz, mi automática y más bien desabrida respuesta fue:

– ¿Y no podría comerse otro idiota ese marrón?

Palabras estas que si en términos generales eran impropias de mi condición y talante, además de contrarias al espíritu del benemérito Cuerpo al que pertenezco, en aquel instante y frente a aquel interlocutor resultaban además imprudentes y rayanas en la falta disciplinaria. Pero mi superior, el teniente coronel Pereira, me conocía desde hacía los suficientes años, y me debía los suficientes méritos en su propia hoja de servicios, como para no apretar a las primeras de cambio el gatillo de la amonestación. Y sobre todo, no dejaba de compartir conmigo, aunque fuera de forma atenuada, el desaliento y la irritación que por aquellos días me tenían secuestrado el ánimo. Por eso, en lugar de reprenderme como a mi salida de tono correspondía, dijo:

– Vila, todos nos hacemos viejos y estamos jodidos. Y tú tienes más razones para estarlo ahora, no te lo discuto. Pero no ajustes con este hombre las cuentas que tengas pendientes con otros.

Pereira era listo, y me conocía. Sabía que, aunque sus dos estrellas le otorgaran ese derecho, no ganaba mucho abroncándome y menos aún recordándome mis obligaciones oficiales. Por eso apelaba a mis sentimientos, buscándome el punto débil que le había ofrecido una y otra vez, en las mil quijotadas que había protagonizado a sus órdenes. Pero aquel día yo no estaba para caer tan fácilmente en la trampa.

– Con el debido respeto, mi teniente coronel -repliqué-. Creo que me he ganado alguna consideración por su parte, en todos estos años. ¿Así es como me la demuestra? Tiene otra gente para encargarle esta faena. Gente a la que lo mismo le apetece, y hasta le sirve para aprender. A mí ni me apetece ni me va a enseñar nada, a estas alturas. Si me da la orden, me voy allá y me la como, una más. Pero le agradecería mucho que me dejara al menos un par de días para digerir lo otro.

– ¿Y qué vas a ganar, con ese par de días?

– Pues no sé, a lo mejor me ha llegado el momento de pensar si quiero seguir haciendo el panoli o si acepto alguna de las ofertas que he tenido en los últimos tiempos para ganar pasta cuidándole el tinglado a algún pudiente. Perseverar en hacer cumplir por dos duros una ley que sólo los protege a ellos, cuando se los puede proteger directamente en condiciones más ventajosas, es algo que un hombre en mi situación debería cuando menos sopesar. El chico empezará pronto la universidad y mi ex mujer no es de las que perdonan un euro.

Una sonrisa escéptica se dibujó en los labios de Pereira.

– Vamos. No te veo de pistolo privado. Aunque te joda reconocerlo, te tira esto más que al Duque de Ahumada. No serás feliz en otro sitio.

– No temo a la infelicidad, mi teniente coronel. Llegados a este punto, le temo más a morirme pensando que soy un gilipollas.

Al oír esto, el teniente coronel se puso serio. Meneó la cabeza.

– No eres tú el que habla. Estás escocido, eso es todo. Y te repito lo que te dije ayer: te entiendo, cono, cómo no voy a entenderte. Pero te toca ser frío, que para eso eres un profesional. Tú hiciste tu parte, cumpliste con tu trabajo y con las normas, como era tu deber. Allá se arreglen con su conciencia los que no puedan decir otro tanto.

Miré a mi jefe a los ojos. No era mi costumbre, porque tampoco hay que abusar de las ocasiones de intimidad con el tipo que decide lo que tienes que hacer para seguir cobrando el sueldo. Pero en ese momento yo estaba de verdad en el quicio de la puerta, y creí que por lealtad a él, y también a mí mismo, tenía que hacérselo sentir.

– Tengo cuarenta y cinco tacos, mi teniente coronel. Es una edad a la que uno debe plantearse si le basta con cubrir el expediente. Yo no me fundí los sesos y me dejé los huevos en esa investigación para cumplir con las normas. Lo hice para que ese hijo de perra tuviera un escarmiento, porque ya sé que la cárcel no reeduca a nadie y menos a un alacrán como él, y para que la mujer a la que dejó viuda y los chicos a los que dejó huérfanos encontraran un poco de consuelo y sintieran que su dolor le importaba a alguien. Así que ni puedo ni quiero conformarme, y si eso quiere decir que no soy profesional, pues a lo mejor me toca ser coherente y devolver el tricornio, ya que los grajos que han puesto a ese asesino en la calle no van a devolver la toga.

– Vila, cálmate, que parece que fuera tu primer revolcón.

Noté a mi jefe algo apabullado por aquellos exabruptos, inusuales en mí. Su zozobra me dio alas para seguir despachándome:

– Pues no. Pero es el que más me ha dado por culo. Porque invertí en ello diez años de mi vida. Diez. Porque conseguí que extraditaran a esa mala bestia. Desde su propio país. Y porque todo se ha ido al garete en manos de una gente a la que le fastidiaba tener que estudiarse un sumario tan largo y tan antiguo. Por eso se han tirado al atajo de la absolución por falta de pruebas. Soy lo bastante autocrítico como para saber cuándo he hecho algo mal.

Y aquí lo bordamos. No faltaba nada. Sólo echarle horas, ganas y pelotas para condenar a un indeseable que resulta que tiene dinero para apelar hasta Estrasburgo, por cepillarse a un pobre hombre que no tiene quien le recuerde siquiera.

– Tampoco simplifiquemos…

– ¿De veras cree que simplifico? ¿Diría que no influyó en el resultado el hecho de que no hubiera ningún periodista siguiendo el juicio?

Mi teniente coronel exhaló un suspiro y me observó con semblante circunspecto durante unos segundos. Parecía estar buscando las palabras adecuadas. O simplemente trataba de hacerme recapacitar.

– Vila, yo tengo cuarenta y ocho tacos -dijo-. Sólo tres más que tú, pero coincide que soy tu jefe y que eso me otorga ciertas responsabilidades sobre ti. Eres el mejor de mis investigadores, ya lo sabes. Y sabes que por eso te aguanto todo lo que te he aguantado, hoy y antes de hoy. Pero creo que esta vez estás demasiado alterado.

Y creo que hay otras razones, aparte de las que dices. Razones que tienen que ver con cómo te implicaste en este asunto. Y con lo que pasó en la vista.

– Mi teniente coronel…

Pereira alzó la mano.

– Déjame terminar. Los jueces se equivocan. Y no sólo porque sean vagos, o porque teman a los poderosos y no les preocupen los débiles. Tu forma de verlo obedece a esas ingenuas ideas revolucionarias que no te has sacudido nunca del todo, perdona que te lo diga. Puede que analizaran honradamente el caso y creyeran que no había pruebas suficientes para condenar. O que como tú dices tomaran el camino fácil porque era un crimen viejo que ya no interesaba a la opinión pública. Pero eso ni a ti ni a mí nos toca juzgarlo. Hay tribunales superiores que resolverán los recursos que se presenten. Ellos decidirán, y que tú y yo estemos convencidos de que éstos han metido la pata es lo de menos. Somos policías y estamos contaminados por nuestro trabajo. Ellos, los grajos como tú los llamas, nos gusten o no, son los que mandan, y los que tienen que responder de si encierran a alguien con todas las de la ley o lo hacen saltándose su presunción de inocencia.

– ¿Responder, mi teniente coronel? ¿Me está tomando el pelo? ¿A cuántos jueces ha visto responder de sus meteduras de pata?

Por primera vez Pereira pareció algo impaciente.

– A pocos, pero a alguno. Y concédeme por lo menos que alguno tendrá una conciencia ante la que responder, si no ha de hacerlo en otra parte. La cuestión es, mi incorregible aprendiz de Bakunin, que después de oírte me reafirmo en mi decisión. Este muerto es tuyo. Te hace falta meterte cuanto antes otras cosas en la cabeza. Y en los ratos que te queden libres, si quieres, te piensas todo eso de irte y convertirte en perro guardián de algún oligarca, o de alguna sociedad anónima, igual me da. Podrás llevar trajes caros, y corbatas de color pastel. En fin, sólo conozco a una persona a la que todo eso le parece más deprimente de lo que me parece a mí. Y tú también la conoces.

Me conocía, sí, el muy zorro. No podía mostrarme con más nitidez, ni con más elegancia, que en su particular análisis se imponía la certeza de que no me quedaba otra que seguir por la senda que para bien o para mal había escogido hacía ya tantos años. Y mientras le oía, no supe qué me fastidiaba más, si la condescendencia con que achacaba mi reacción airada a mis prejuicios ideológicos, o la habilidad con que apoyaba su discurso en argumentos que formaban parte, como él bien sabía, de la filosofía en la que yo mismo había basado mi vínculo con aquel oficio. Un oficio que exigía acatar siempre las decisiones de una autoridad que a menudo nos complicaba la vida. Discrepábamos en muchas cosas, pero por caminos distintos habíamos llegado al convencimiento común de poner el alma en nuestro trabajo. A los dos nos había proporcionado nuestro lugar en el mundo, y ninguno de los dos iba ya a sentirse a gusto en otra parte. Me humillaba tener que dar mi brazo a torcer, y no por obediencia debida, sino porque mi superior tenía la cabeza más clara y el juicio menos ofuscado que yo. Quizá por eso intenté, ya sin mucho afán, una última resistencia.

– Está bien -concedí-. Supongamos por un momento que tiene algún sentido seguir jugando a policías. Y examinemos, con esa frialdad profesional que me pedía antes, la mercancía que nos ponen entre las manos. Varón, treinta y nueve años, con antecedentes por lesiones, amenazas y drogas, dos balazos en la nuca despachados por una Glock con silenciador. Un encargo evidente. Una de dos: o el sicario ha cometido algún error, y él solito se descubre, o no lo ha cometido y ya podemos echarle un galgo. ¿Por qué nos metemos nosotros? ¿Por qué no se lo guisan y se lo comen los chicos de la comandancia competente, que para eso les ha tocado y además se conocen mejor el terreno?

El teniente coronel no pestañeó. Se sabía la pregunta.

– Han pedido apoyo a la unidad central y la jefatura ha considerado oportuno dárselo. Están desbordados, ya llevan diez casos de similares características en tres meses, y aunque los periodistas todavía no se han dado por aludidos, tarde o temprano el delegado del gobierno se desayunará con un reportaje en el que se le cuente a la ciudadanía que los ajustes de cuentas están convirtiendo a Madrid en una especie de parque temático del crimen organizado. Y para cuando eso ocurra, quiere poder exhibir una estadística aceptable de casos resueltos. No necesita más, ya cuenta con que los muertos individuales no le interesan a nadie. Para empezar porque la mayoría son sudacas, y porque quien se mete en según qué cosas le da menos pena a la gente.

– Ya veo. ¿Y esa estadística se la vamos a proporcionar nosotros? Lo digo para irme mentalizando de la que se me viene encima.

– No, lo harán los compañeros de la comandancia. Nosotros sólo vamos a echarles una mano con éste, de momento.

– Claro, a fin de cuentas éste es español. Interesa más aclararlo.

– Es cierto que hay más posibilidades de que nos busquen problemas si no lo esclarecemos. Pero yo en eso ni entro ni salgo. La superioridad ha decidido que nos involucremos en éste y acato la orden.

Decidí llevarlo al límite. Como una especie de experimento.

– En serio, mi teniente coronel, ¿no puede usted mandar a otro? Me vendría bien un par de días para ordenar los asuntos pendientes y sobre todo para tratar de recobrar la fe en mi obligación de continuarlos. Ese trabajo lo puede hacer cualquiera. Que vaya Rosas. Seguro que a él todavía le pone atrapar a un asesino a sueldo. Se lucirá.

De pronto, pero sin alterar por ello su flema natural, Pereira se levantó de la silla. Como manda el protocolo militar, hice otro tanto.

– No, vas tú -zanjó la discusión-. ¿Y quieres saber por qué?

– No estoy seguro.

– Te lo diré, de todos modos. Porque sé que te da pereza, y que te aburre, y que en este momento incluso te revienta tener que enfrentarte a un homicidio tan poco atrayente, después de haber fracasado en un caso en el que volcaste tu espíritu creativo. Eres un buen policía en crisis. Si ahora te dejo a tu aire, te puedes estropear para siempre. Y si obrando así corro el riesgo de que explotes y te largues, lo prefiero. Mejor eso antes que tener a alguien tan listo como tú amargado y dando mal ejemplo a los chavales. Así que mueve el culo. Y antes de la hora de comer quiero una evaluación preliminar del caso.

No había más que decir. Me rendí a la evidencia.

– A sus órdenes, mi teniente coronel.

Salí de su despacho y tomé a regañadientes el camino de mi cubil. Aunque denominarlo así no deja de ser algo injusto. Desde hacía un año ocupábamos un edificio nuevo, en las afueras. El entorno no resultaba muy bucólico, un polígono industrial tan deslavazado, desaliñado y caótico como casi todos los polígonos industriales españoles. Pero el edificio en sí era de lo más aparente: espacioso, luminoso y perfectamente acondicionado. De hecho mi área de trabajo no se diferenciaba de la que le correspondería a un administrativo en la sede central de un banco. Lo que, comparado con la anterior, una de esas viejas y oscuras oficinas de estilo militar donde los ocupantes nos apiñábamos como piojos en costura, suponía una mejora espectacular.

Allí encontré a Chamorro, como siempre activa y aprovechando el tiempo para dar a los expedientes que compartíamos la organización que mi naturaleza indisciplinada e improvisadora me incapacitaba para aportar. La interrumpí sin muchas contemplaciones:

– Deja eso, mi sargento. Carne fresca.

Chamorro me observó con aire mosqueado.

– Ya sabes que no me gusta que me llames así -dijo.

– Que te llame cómo -me hice el distraído.

– Mi sargento.

– Pues entonces no entiendo para qué hiciste el curso de ascenso. Encima que uno se apresura a reconocer el avance de la mujer en el escalafón, gracias a su competencia y a sus esfuerzos, resulta que molesta. Desde luego, con vosotras ya no se sabe cómo acertar.

– ¿Con nosotras? Oye, yo no veo a ninguna más por aquí. ¿Qué pasa, que seguimos de mala leche y hay que pagarlo con alguien?

Su voz sonaba más irónica que ofendida. La miré, impertérrito.

– No, mi sargento. No sigo de mala leche. Estoy de peor leche aún. A lo mejor te parezco caprichoso, pero te aseguro que acaban de darme razones, y para tu información también a ti van a salpicarte. Te lo voy contando por el camino. ¿Dónde cono está el chaval?

– Habrá ido al servicio.

– Pues llámalo al móvil. Ya cagará luego. O mañana. Nos vamos.

– Desde luego, la edad no te está sentando bien. Mi brigada.

– ¿Y a quién sí? Engánchamelo por la oreja. Ya.

Cinco minutos más tarde estábamos los tres en el coche. Chamorro al volante, que para eso era la mujer. O lo que es lo mismo: la más proclive a respetar los límites de velocidad salvo perentoria necesidad del servicio, tal y como exigían las instrucciones internas, a fin de reducir la burocracia que generaba la anulación de las denuncias acumuladas por nuestros vehículos camuflados. De copiloto iba el guardia Arnau, reciente fichaje de la unidad, procedente del preceptivo rosario de destinos rurales, y a quien por orden superior nos correspondía foguear en las lides de la investigación criminal. Y atrás, que para eso había más sitio y era el lugar de privilegio (salvo cuando llevábamos a un malo esposado, que entonces le tocaba al guardia), el suboficial resabiado y antiguo: o sea, yo. A veces, la verdad, me costaba aceptarlo. Tampoco había echado tanta barriga, aún, y como bien decía mi teniente coronel seguía siendo un ingenuo en muchos sentidos. Y si bien peinaba ya canas, en la barba y fuera de ella, no me parecía que fueran suficientes para considerarme viejo. Sin embargo, me iba acercando al tiempo de descuento, así lo certificaban los galones de brigada, ganados por antigüedad, y en el horizonte empezaba a dibujarse, como un hito que ya no resultaba tan remoto, algo llamado jubilación.

– ¿A dónde? -preguntó Chamorro.

– Dirección A-4 -respondí, con el laconismo que distingue al jefe.

– Bien -acató la sargento, que también sabía ser escueta.

Por el camino debía ir poniendo a mis subordinados en antecedentes sobre el caso, pero disponía de tiempo sobrado para ello y no me apresuré. Durante varios minutos estuve contemplando el paisaje, sumido en mis pensamientos. No es que fuera demasiado sugerente, el paisaje en cuestión. Quien conozca los márgenes de la M-40 de Madrid sabrá lo que digo. Bloques y bloques levantados al calor de la burbuja inmobiliaria de fines del siglo XX y principios del XXI, algunos todavía con carteles de ÚLTIMOS PISOS EN VENTA, ajados por el sol y la lluvia de meses o incluso de años. Sobre el asfalto, una masa compacta de coches, aunque pasaba ya media hora de las nueve de la mañana. Tampoco era óbice para el atasco que arreciara la crisis, derivada, entre otros factores, del fin del boom del ladrillo: para que el madrileño medio deje de coger el vehículo en el que cifra buena parte de su autoestima, habría que apuntarle a la cabeza con un RPG cargado con proyectil anticarro. Y aun así se concedería un instante de duda.

– Vamos a tardar en pillar la A-4 -observó Chamorro, quizá por romper el silencio, o quizá para invitarme a salir de mi mutismo.

– No importa -dije-. Su señoría también lleva retraso. El juzgado está en otro pueblo y al parecer esta misma mañana un paisano de allí ha tenido la ocurrencia de ensayar el vuelo libre desde el balcón.

– Con resultado fallido -dedujo Arnau, que era ingenioso pero también demasiado joven para callarse las ocurrencias.

– Depende de su intención. Sospecho que no pretendía planear hasta el aeropuerto más próximo. El caso es que el juez tiene que levantar antes el cuerpo del malogrado vecino. Luego irá por el nuestro.

– Del que, si no lo consideras impertinente, ¿podríamos ir sabiendo algo, mi brigada? -pidió Chamorro, con fingida humildad.

– Claro, Vir. Llevaba los papeles encima, y ha habido tiempo de preguntar a los ordenadores, que guardaban algunas cosillas sobre él.

– Eso ya es un principio. ¿Qué cosillas, en particular?

Seguía sin ganas, pero era mi deber. Le dije a Arnau:

– Joan, saca la lucecita. Vamos a saltarnos la cola.

– Juan, mi brigada -se quejó, mientras obedecía-. Que el catalán era mi abuelo. Yo soy de Murcia.

– Perdona, siempre se me olvida. Es por el apellido vernáculo, ya te conté que viví unos años en Cataluña y todo se pega.

– Y porque le gusta tocar las narices, cuando está cabreado -explicó Chamorro, al tiempo que reducía y se salía al arcén.

– Ya me voy dando cuenta -asintió Arnau.

– Está bien, jóvenes águilas verdes, más respeto al viejo de la tribu. Prestad atención. Os cuento lo que sabemos, por ahora.

Media hora después estábamos en el lugar del crimen. Era un edificio bastante nuevo y de una calidad constructiva tirando a decente, siempre que uno admitiera, claro está, que el impersonal y clónico estilo de la arquitectura residencial que se practica en el solar hispánico no constituye una indecencia en sí mismo. La entrada estaba acordonada y ante el portal había un par de guardias. Me dirigí a la cabo, una joven alta y rubia de unos veinticinco años y aire autoritario.

– Buenos días, cabo. Brigada Bevilacqua. Unidad central.

La cabo me miró de arriba abajo. Nunca mejor dicho.

– ¿Me permite su documentación, mi brigada?

Me volví hacia Chamorro, que alzó en ese mismo acto la vista al firmamento. Tal y como iba yo de cargado aquella mañana, me costó no responderle a la cabo lo que pasaba por mi mente, a saber, si el trío que formábamos no olía lo bastante a picolete como para prescindir de aquella formalidad. Pero en fin, la chica mostraba con ella su pulcritud en el servicio, y quién era yo para tratar de contagiarle mi negligencia. De modo que saqué la cartera y le puse la placa bajo las narices.

– A sus órdenes, mi brigada -dijo, saludándome militarmente y echándose a un lado-. Está al fondo. En el ascensor.

– ¿Ha venido ya su señoría? -pregunté.

– No, todavía no. Está con un suicidio, en el pueblo de al lado.

– Gracias, cabo. Siga cuidando de que no pase nadie que no deba.

Entramos. Al fondo se divisaba una pequeña aglomeración de gente. Destacaban los monos blancos de nuestro personal de criminalística. Mientras avanzábamos hacia ellos, Chamorro me susurró al oído:

– Relájate, jefe. No hace falta que sobreactúes para impresionarlas.

– En eso estoy pensando yo ahora, precisamente.

– Como siempre. Como todos.

– Vete a la mierda, sargento.

Por un hueco abierto de pronto entre quienes se arremolinaban allí, lo vimos. El cuerpo de Óscar Santacruz había caído en una postura francamente desagradable. Por ella podía deducirse que el primer tiro, el que lo había derribado, se lo habían pegado justo cuando entraba en el ascensor. Como consecuencia, se había desplomado hacia delante y había quedado con la cara apoyada en el rincón del habitáculo, el cuello algo vencido hacia atrás. En esa misma posición debía de haber recibido el otro tiro, el de gracia, con el que su asesino había asegurado la ejecución. Y luego, para que la puerta pudiera cerrarse, le había doblado la pierna izquierda, probablemente de un puntapié. En fin, lo que quedaba descartado era cualquier atisbo de compasión.

– Buenas, Vila, y la compañía -nos saludó uno de los presentes, al vernos llegar. Era el teniente Aparicio, del grupo de delitos contra las personas de la comandancia de Madrid. Es decir: el titular del muerto y aquel a quien íbamos a aliviarle un poco la carga de trabajo.

– Cómo andas, mi teniente.

– Pues ya ves. Sigo recogiendo plomo. De un tiempo a esta parte, no doy abasto. ¿Todavía haces soldaditos? Si te falta materia prima…

– Hago, pero de tarde en tarde. Y prefiero comprarlos ya fundidos, soy un poco torpe con los moldes. Qué, ¿los chicos del Caribe?

– Pronto para decirlo. Éste es autóctono. Y las Glock están muy de moda, últimamente. Desde que navegan por Internet, todos saben cuáles son las pistolas más fardonas y se matan por conseguirlas.

Tienen otra cosa, las Glock. Un orificio de entrada muy característico, que permitía a Aparicio hacer su apuesta incluso antes de mandar a analizar el material balístico. Acerca de éste, me informó:

– Tenemos un casquillo. Recogió el otro, pero con éste tuvo mala suerte: rebotó y se coló en aquel macetero. Se ve que como estaba oscuro no le fue fácil localizarlo y decidió no entretenerse más.

– Algo es algo -dijo Chamorro.

– Bueno, depende. Si coincide con la herramienta usada en alguna otra fechoría, podemos conectarlas, pero tampoco te ilusiones mucho con eso. Tenemos como media docena en las que seguimos in albis.

– ¿Y aparte del casquillo?

Uno de los hombres de mono blanco dejó lo que estaba haciendo junto al cadáver y se incorporó. También lo conocía. Era el sargento Villalba, uno de nuestros más competentes husmeadores.

– Bienvenido, mi brigada. ¿Tú qué crees, que hay algo más o no?

– No sé, sorpréndeme, Villalba. Hoy estoy poco perspicaz.

– Huellas dactilares y pelos, por un tubo. Para aburrir, vamos.

– Eso ya lo imaginaba.

Villalba me miró con aire astuto.

– No esperaba menos de ti. El edificio está ocupado al 50 por ciento, pero con eso ya basta para que por los interruptores y por el ascensor haya pasado una pila de manazas, dejando su impresión. Eso sí, me permito dudar que después de pegarnos la paliza de recogerlas y clasificarlas todas, estén entre ellas las del asesino. Y los pelos, ídem.

– Hay crisis, Villalba. Deberías alegrarte de tener curro.

– Y me alegro, mi brigada. Aunque mucha más alegría me da eso de ahí -y señaló un círculo dibujado en el suelo con rotulador rojo, a una distancia de un par de metros de la puerta del ascensor.

Me acerqué y me incliné para observarlo bien. Chamorro me imitó.

– Promete -apreció.

– Bueno, habrá que ver.

– Haz caso a la sargento, que ha hablado con sabiduría -opinó Villalba-. Pie de hombre grande, calzado de goma robusto, y en un sitio que no es el del paso para quien va a tomar el ascensor, pero sí el de quien se hubiera apostado para sorprender al que llega. No me digas que no es una bendición que la limpiadora sea una cochina inmigrante que reutiliza el agua de la fregona y no aclara bien el suelo.

– ¿A que no hay agallas para repetir eso con su señoría delante?

Villalba sonrió, malévolo.

– Tienes razón. Quizá la que friega sea una cochina española. Pero sea de donde sea, ya le podemos besar el culo todos. Porque gracias a ella vamos a tener de dónde rascar, aparte del casquillo.

– Bueno, los besos en el culo te los dejamos a ti, ya que andas tan pasional esta mañana -dije-. ¿Por dónde podemos pisar ya?

– Por esa zona. Pero en paramentos verticales, no tocar, please.

– Caramba, Villalba, paramentos verticales. Qué nivel.

– Dos años de estudios de arquitecto técnico. Un desperdicio.

– No del todo, hombre. Gracias.

Mientras examinábamos el portal, el teniente Aparicio nos fue informando de otras circunstancias significativas del caso:

– Por lo que nos han dicho los vecinos, y a la espera de lo que nos certifique el forense, el hecho debió suceder entre las dos y las seis y cuarto de la mañana. Porque a las dos, más o menos, recuerda haber llegado y usado el ascensor el vecino más trasnochador. Y a las seis y cuarto salió de su casa el más tempranero, que fue justo el que se lo encontró cuando el ascensor llegó a su piso y se abrió la puerta.

– Vaya forma de empezar el día -dijo Arnau.

– Lo macabro es que el cadáver se pasara esas cuatro horas, o las que fueran, metido en el ascensor -intervino Chamorro.

– ¿Y cómo es que el ascensor está en la planta baja?

– Ah, sí, eso. Rectifico. Para ser exactos, hubo un vecino más trasnochador que el que llegó a las dos. Uno que vino a las seis y veinte. Llamó el ascensor y también se dio de narices con el pastel.

– Vaya forma de acabar la juerga -se apiadó Chamorro.

– Nada de juerga. Ferroviario saliente de turno de noche.

– Pobre. Pues peor aún.

Del reconocimiento del portal poco más parecía que pudiera sacarse. Tan sólo que el crimen había sido limpio y rápido. Todos los indicios apuntaban en la misma dirección: detrás de aquella muerte estaba la mano de un profesional. Y al fondo del cuadro, que era lo que a la postre importaba, un cliente dispuesto a pagar por tan oscuro servicio.

– Os han puesto al corriente de los antecedentes judiciales y policiales del difunto, me imagino -dijo Aparicio.

– Sí. Por encima, no me han pasado aún los ficheros.

– Los tiene Gloria, que está de guardia en la comandancia. Una condena firme, por amenazas a su ex mujer. Una causa por lesiones, con sentencia absolutoria, recurrida, y otra por tráfico de coca, en la misma situación. Sin antecedentes penitenciarios, parece. Aunque si hubiera acabado en condena cualquiera de las causas pendientes, habría pisado talego. En todo caso, no parece que fuera un ciudadano ejemplar.

– Se me hacen cortos, los antecedentes, para un tipo de treinta y nueve años aficionado a vivir peligrosamente -razonó Chamorro.

– Tal vez era más listo que la poli -dije-. Míranos. No es tan difícil.

– En la cartera -prosiguió Aparicio-, 185 euros, la tarjeta del banco y la de El Corte Inglés, DNI, carné de conducir y poco más.

– La tarjeta de El Corte Inglés -anoté-. Qué detalle más impropio de un malote que muere por ajuste de cuentas.

– Ya ves. Ah, y tenía el móvil encima. Supongo que lo quieres.

– No, no lo quiero. Joanet, hazte cargo del cacharro. Ya sabes lo que hay que hacer. Y si puedes perderlo mientras lo haces, te lo agradezco. Así tenemos menos donde mirar y podemos archivar antes.

– Mi brigada -me regañó Chamorro, ceñuda.

– ¿Acaso a ti te apetece este asunto?

– Quien no te conozca puede pensar que lo dices en serio.

– ¿Y? ¿Me pondrán cara a la pared o algo así?

En ese momento se nos acercó la cabo rubia de la entrada.

– Mi teniente -se dirigió a Aparicio-. Su señoría acaba de llegar.

– Vaya. El que faltaba -suspiré.

2 El cuarto del hijo

Su señoría, contra lo que se me había dicho o erróneamente yo había colegido, era una mujer. Tanto ella como la forense venían con cara de pocos amigos. Las podía comprender, porque también alguna vez yo había tenido dos muertos en el mismo día, y nunca anda uno lo bastante desocupado como para que le cuadre tener que dejarlo todo y asumir, una detrás de otra, dos tareas desagradables. La forense andaría por los treinta y cinco, era morena y muy menuda y gastaba vaqueros y chaqueta juvenil. La juez era más o menos de mi edad, y tanto su indumentaria como su porte eran bastante más formales. Vestía un sobrio traje de chaqueta, con pantalones y pañuelo Hermès al cuello, y lucía un trabajo de peluquería de no menos de sesenta euros. Ya sé que es superficial fijarse en el aspecto exterior de las personas, y más en el de las mujeres, pero es lo único que uno tiene para tratar de calarlas antes de que abran la boca. Y hay situaciones en las que conviene no aguardar a ese momento para empezar a situarse.

– Buenos días, señoría. A sus órdenes -la saludó Aparicio, que para eso era el oficial. Los demás nos quedamos en segundo plano.

– Buenos días -repuso la juez-. Asesinato, ¿no?

– Tiene toda la pinta. Dos tiros por la espalda, uno de gracia. Y en su propia casa, y de madrugada, deja poco lugar a dudas.

– ¿Encargo? -a lo que se veía, su señoría no gastaba saliva de más.

– También parece -dijo Aparicio-. La forma de matarlo requiere bastante frialdad, y una cierta competencia. Los dos tiros son mortales de necesidad, aunque eso ya lo confirmará la señora forense.

La forense, que ya se había inclinado sobre el cuerpo, se volvió y asintió con gesto grave. Pese a él, su poca envergadura y aquella ropa que llevaba le daban un aire de insolvencia, aunque me prohibí dejarme llevar por esa impresión. A veces la fragilidad aparente de una persona en un determinado contexto no es sino la mejor prueba de su dureza interior, que es la que la ha llevado allí. Para poder agacharse sobre aquel cadáver, aquella mujer había tenido que abrir antes muchos otros y demostrar en una oposición que valía para ello.

– Pues estamos buenos -dijo la juez-. Con éste ya tengo dos asesinatos de estas características. Y sólo hace año y medio que tomé posesión del juzgado. ¿Sabe alguno de ustedes qué está pasando?

Aparicio se encogió de hombros.

– Hay que analizar cada caso. Lo que hemos comprobado es que han aumentado los ajustes de cuentas entre mafias. Sobre todo de la droga. Y que recurren cada vez más a sicarios que traen de fuera.

– ¿Cree que puede ser ése el caso aquí?

– No lo sé. La víctima es de nacionalidad española. Lo que más nos encontramos es asesinatos entre mafias extranjeras. Entre colombianos, o entre colombianos y marroquíes, ya me entiende. Compiten por una zona, o tienen que escarmentar a alguien por falta de pago.

– Sí, mi otro asesinado es marroquí. Y la Policía, que es la que lleva la investigación, no ha conseguido dar siquiera con un sospechoso. No me hace mucha gracia sumar otro caso sin resolver, la verdad.

– Sabemos que el difunto tenía antecedentes por tráfico de cocaína, entre otros -explicó el teniente-, lo que inclinaría a pensar que se trate de lo que le estoy diciendo. Pero no se preocupe, señoría. Nosotros no se lo vamos a dejar pendiente. Daremos con el que lo hizo.

– Muy seguro está usted.

– Bueno, no hay color -bromeó Aparicio-. Y además, los compañeros de la Policía, con todos los respetos, no podrán ponerle nunca un equipo como el que le vamos a asignar para este caso. Hemos pedido apoyo a nuestra unidad central y nos han mandado al mejor.

En ese momento odié al teniente Aparicio. Con un odio espeso, feroz. No sólo había tenido la discutible ocurrencia de entregarse, ante aquella interlocutora que no parecía precisamente la más receptiva, a ese tonto impulso humano consistente en creer que la propia cofradía vale más que cualquier otra, análoga o no. Además, con su burda lisonja, confirmaba un axioma que la mayoría de las personas olvida, porque la vanidad tiene esas trampas, pero que otros, por razón de nuestra subalterna y expuesta posición en el mundo, nos obligamos a tener siempre presente: nadie es más proclive a elogiarte por exceso que quien pretende servirse de ti, para algo que le interesa o le conviene y que a ti ni va a convenirte ni a interesarte en absoluto.

Aparicio se volvió entonces hacia mí y la fatigada y reticente mirada de la magistrada se posó en mi nada extraordinaria persona.

– Le presento al brigada Bevilacqua, señoría. Ahí donde lo ve, nuestro máximo especialista en homicidios.

Mientras trataba de no descomponer el gesto, me juré a mí mismo que si algún día estaba en mi mano favorecer o ayudar de algún modo al teniente Aparicio, recordaría que tenía motivos suficientes para abstenerme de hacerlo. Pero todavía faltaba que la juez pusiera su granito de arena para complicarme mi ya esforzada compostura:

– ¿Ble… vil… cómo? Disculpe, brigada. ¿Nunca le han dicho que tiene usted un apellido un poco incómodo de pronunciar?

– No, nunca -respondí, impasible.

– Ah, bueno. Pues al menos para mí lo es.

– Es italiano, basta con traducirlo, bevi il acqua, «bebe el agua». Pero para facilitar las cosas también atiendo por Vila. Si le va mejor…

Chamorro contenía perceptiblemente el aliento. Incluso me propinó lo que supuse que pretendía ser un codazo, pero tan leve y disimulado que se quedó en un roce un poco ambiguo. Como ya nos conocíamos desde hacía unos cuantos años, sabía bien lo que en ese momento pasaba por su mente, y que, en modo alguno por casualidad, era lo mismo que acababa de acudir a la mía. Como yo, mi compañera pensaba en la memorable tarde que había vivido junto a mí, una semana antes, en la sala de vistas de la Audiencia, y en particular en las cuatro horas que había durado el interrogatorio al que me había sometido el conocido y muy oneroso abogado defensor que se había procurado el imputado en aquella causa. El célebre, a la par que incisivo y verboso letrado, me había tratado poco menos que como si yo fuera ex guardián de un campo de exterminio nazi, sin que una magistrada que se le daba un aire a aquella que ahora teníamos enfrente, y que presidía la sesión, considerase en ningún momento necesario pedirle que adoptara una actitud menos agresiva hacia quien allí deponía como testigo. Es más: cuando a las tres horas, con la paciencia ya algo desgastada, no había podido contenerme y le había demostrado a mi interrogador que yo también podía ser cáustico, me había reprendido a mí.

– Pues sí, mejor le llamaré Vila, si no le importa -dijo la juez, con un tono que denotaba su soltura a la hora de tomar decisiones que afectaban al estatus civil de las personas-. ¿Es usted italiano?

Otra pregunta que nunca me había hecho nadie, y a la que ardía en deseos de dar respuesta. La juez tuvo por tanto la suya:

– No. Mi abuelo. Conrado Bevilacqua, natural de Udine. Era un voluntario fascista de los que vinieron en la Guerra Civil para ayudar a Franco a ganarla. Le gustó el país, le gustó mi abuela y se quedó.

– No me diga. ¿Un voluntario fascista?

La juez parecía sinceramente sorprendida, u horrorizada, o lo que fuera. Chamorro parecía haberse tragado una escobilla de váter.

– Fascista hasta la médula -ratifiqué-. Con foto de Mussolini colgada en el salón y todo. Pero no se inquiete. No es genético.

Ahí su señoría debió de tener un leve barrunto de que le estaba tornando el pelo. Pero se había metido donde no la llamaban, y juez y todo no podía amonestarme fuera de su jurisdicción.

– No me inquieto -se limitó a decir, secamente-. Volvamos a lo que nos ocupa. ¿Tiene algo que añadir a lo que ha dicho el teniente? ¿Alguna otra idea sobre lo que puede haber pasado aquí?

Me pasé el índice por el entrecejo. Es un gesto que da a entender que estás meditando seriamente sobre la cuestión que acaban de someterte, y me dio la sensación de que a la señora juez eso le gustaría.

– El teniente dispone de la mejor información sobre cómo están las cosas en el área de Madrid -dije-. Es su territorio. Respecto del contexto del caso no puedo sino suscribir lo que él ha dicho. El crimen es obra de un profesional, con un noventa y nueve por ciento de probabilidades. El quid del asunto es descubrir quién lo contrató.

La juez me observó con gesto suspicaz. No parecía haberla impresionado mucho mi rotundo cálculo probabilístico. Lástima, me dije. Ese tipo de pamplinas suele resultar bastante eficaz con los jerifaltes, pero ella parecía inmune. O quizá sucedía que era de letras.

– ¿Y tiene ya alguna idea de cómo va a llegar hasta él?

– O ella -precisé, con una impertinencia que puso a prueba el rictus facial de Chamorro-. Naturalmente. Por el camino habitual.

– ¿Es decir?

A aquellas alturas, la tensión que se mascaba en el ambiente habría hecho más que aconsejable que revisara mi actitud insolente. Por mucho menos había jueces que te metían un puro. Pero aquella mañana mi ánimo era, por decirlo de algún modo, alegremente suicida. En algún recoveco de mi alma deseaba que su señoría se enfadara, y hasta que me llamase la atención. Así que continué probándola.

– Pues como Hansel y Gretel, siguiendo las miguitas -le respondí-. Acabamos de juntar las primeras. Dos le perforaron a la víctima el cráneo. La tercera la hemos recogido de esa jardinera, uno de los dos casquillos que escupió el arma homicida. Con eso, ya tenemos el DNI del arma. También hay una huella de calzado, que es una prueba bastante útil y que un profesional no suele dejar, pero el nuestro no contó con que el suelo estaba mal fregado o, mejor dicho, mal aclarado. La huella permite acotar el sexo y deducir la envergadura del individuo. Creo poder afirmar, de nuevo con un noventa y nueve por ciento de probabilidades, que el ejecutor es un varón y que se trata de un tipo grande. Aparte de eso hay cabellos y huellas dactilares, que habrá que cotejar con las de los vecinos. Quizá no nos sirva de mucho, los profesionales suelen cuidar esos detalles, pero nunca se sabe.

– Veo que ha sintetizado rápidamente la información de la escena del crimen -juzgó la juzgadora, sin perder la calma-. Y aunque no soy tan experta en la materia como usted, diría que no les lleva muy lejos. ¿Dónde piensan buscar el resto de las miguitas? Descuide, no le estoy poniendo a prueba. Sólo es para aprender, ya que le tengo a mano.

Era una contrincante aguda. Hube de admitirlo.

– Estamos a sus órdenes, señoría, puede ponernos a prueba tanto como estime conveniente. De entrada, hemos de abrir dos vías. Una, la clásica, el entorno laboral y familiar de la víctima. Por lo que sabemos estaba separado y las relaciones con su ex mujer eran más bien tormentosas. Lo había denunciado por amenazas, por las que fue condenado, y por lesiones, de las que lo absolvieron. Evidentemente, nos tocará ir a hablar con ella, y con el resto de parientes localizables. Y como nos encontramos ante un ciudadano con otros antecedentes criminales, habrá que echar un vistazo a esa parte de su vida. Dónde, cómo, con quién. Eso llevará su tiempo. Pero ya que estamos aquí, empezaremos por interrogar a los vecinos. Por lo visto, vivía solo.

– ¿Han avisado a alguien de su familia?

El teniente Aparicio abandonó por un momento la confortable actitud de espectador de mi escaramuza con la juez para informar:

– Hemos podido hablar con una hermana que vive en Cáceres. Viene de camino. Es todo por el momento. Un vecino nos ha comentado que solía visitarlo una mujer de unos veinticinco años con la que parecía mantener una relación sentimental. Pero nadie ha sabido darnos su nombre ni la manera de ponernos en contacto con ella. Supongo que podremos encontrarla a través del teléfono móvil, cuando nos autorice a examinar su contenido y obtener el listado de llamadas.

La juez asintió, enérgica.

– Queda autorizado desde este mismo instante, teniente, o usted, brigada, el que vaya a encargarse. Vamos a agilizar la diligencia. ¿Han tomado ya todas las fotografías que necesitan del cadáver?

– Hace rato, señoría -contestó el sargento Villalba.

– Y tú, Paula, ¿ya has visto lo que tenías que ver?

– De momento, sí -dijo la forense, sacándose los guantes de látex.

– Bueno, pues entonces, a levantarlo. No vamos a retrasarlo más, que bastante tiempo lleva ya esperando. Secretario, el acta.

En un momento, el portal se convirtió en un hervidero de gente que tenía una tarea concreta que cumplir.

Y todo, gracias a la resolución de su señoría. Aquella mujer había nacido para mandar. Es una cualidad que admiro, porque no la poseo. Muchas veces me he preguntado qué habría sido de mí de no disponer de esa autoridad postiza que le proporciona a uno la jerarquía militar, con la disciplina automática que lleva aparejada. Para alguien que no tiene la menor vocación de decirles a otros lo que tienen que hacer y tampoco el deseo de imponerle a nadie ninguna obediencia, resulta providencial poder invocar unos galones que por sí mismos exigen acatamiento. Y aun con ellos a veces tenía mis dudas de que acertara a mantener la dirección del pequeño rebaño que como mucho podía tocarme apacentar. En mi condición de subordinado había aprendido la diferencia que hay entre la forma de cumplir las órdenes de alguien que tiene carisma de jefe y la manera en que se llevan a efecto las de quien carece de él. A los primeros se los sigue incluso bajo el fuego enemigo. Los segundos, a nada que se descuiden y se tuerza la batalla, muy bien pueden acabar cayendo bajo el fuego de los suyos. Por eso, pese a mi ineptitud natural, trataba de superarme, y también de compensar mis carencias como jefe mostrándome tan solidario como me era posible con quienes tenía a mis órdenes. Ya que nunca podría ser un buen conductor de la diligencia, por lo menos procuraba no fustigar innecesariamente a los caballos. Tal vez así me tendrían piedad si alguna vez me veían en apuros. Pero su señoría, saltaba a la vista, no se andaba con tantos remilgos.

– Joder, Antonio, cada día que pasa te entiendo peor la letra -le dijo al secretario, mientras leía el acta que el otro acababa de garrapatear a pulso apoyado sobre una carpeta del juzgado.

– Lo siento, señoría. A ver cuándo la Consejería nos paga un portátil con software de reconocimiento y transcripción de voz. O un iPhone, que es más chulo. Con eso y una impresora portátil con Bluetooth, podría despreocuparse para siempre de mi caligrafía.

– Sí, cuenta con ello. Bueno, a lo mejor te lo acabo regalando yo.

– Que sea el iPhone, entonces.

El secretario había optado por la socarronería para convivir con aquella mujer imperiosa que le había tocado en suerte. Dichoso él, que se lo podía permitir. En la administración de justicia no te arrestan, como en la mili, ni te despiden, como en la empresa privada. Pueden expedientarte, pero sólo si se te muere alguien y los periódicos montan una campaña contra ti. Y como mucho te cae una multa.

Una vez que hubo concluido el ajetreo en torno al cadáver y el papeleo correspondiente, la juez consultó su reloj.

– Las doce menos cuarto -y mirando al secretario, añadió-: Entre que volvemos y aterrizamos, la mañana al garete. Vamos a darnos prisa y a ver si rematamos toda la burocracia de los dos muertos que nos ha deparado esta guardia. Que mañana el día está completito.

– Señoría -osé interrumpirla.

– Diga usted, brigada.

– Ya que estamos aquí, nos vendría bien que acordara la entrada y registro del domicilio del difunto. Por ir ganando tiempo.

– Tiene usted razón -me concedió-. Venga, Antonio, que vas a tener que darle un poco más a la letruja. ¿Qué piso es?

– Tercero A -apuntó Aparicio.

– Pues vamos. ¿El ascensor se puede usar ya?

– Mejor que no -respondió el sargento Villalba.

– Pues hala, a hacer piernas. Total, hoy tampoco llego a Pilates.

– Con tu permiso, me aguardan dos autopsias, y me vendría bien ir adelantando faena -dijo la forense.

– Claro, Paula, considérate liberada -aprobó la juez-. Espero que no encontremos otro muerto en el piso de este hombre.

El fallecido tenía las llaves de su vivienda encima, así que no hubimos de forzar cerradura alguna. Una vez que estuvimos frente a la puerta del Tercero A, le pedí a Chamorro que hiciera los honores y extrajo el llavero de la bolsita, cuidando de no manosearlo más de la cuenta, aunque llevaba los guantes de látex. Me fijé en el llavero en cuestión, una peculiar figurita antropomórfica que es familiar para cualquiera que haya parado algún tiempo en Almería. Un par de muertos me habían procurado en los últimos años varias semanas de estancia en aquella tierra, por lo que pude identificarla al instante: era un indalo de plata, un símbolo presente en diversos yacimientos de arte prehistórico hallados en la provincia y al que se asocia un significado del que me habían hablado alguna vez. Mientras miraba cómo daba Chamorro todas las vueltas a las dos cerraduras de la puerta del piso de Óscar Santacruz, traté en vano de recordarlo. La juez también observó en silencio la operación, y cuando mi compañera dio el último giro a la llave y se volvió hacia ella pidiendo su venia para proceder, de los labios de la autoridad salió una sola palabra:

– Adelante.

Chamorro empujó la puerta. Lo que a continuación hicimos es algo que he hecho muchas veces, pero que nunca deja de producirme una rara y entremezclada sensación. Penetrar en el ámbito privado de alguien, y más cuando se trata de alguien que acaba de morir, equivale a tener de pronto a tu entera disposición a otro ser humano en su más íntima desnudez. Porque para un sujeto como yo lo que viene después de atravesar el umbral del domicilio es revolver y fisgar en todas las cosas de la persona que allí habitó, con especial atención para aquellas que más y mejor puedan informar acerca de la cara no visible de su existencia. O lo que es lo mismo: de esa región desaliñada del alma donde a menudo se ventila lo que uno es y también cómo y cuándo le sobreviene el dejar de ser. La vida toda de Óscar Santacruz, tal y como la había dejado antes de salir de aquel piso para no volver a entrar, era ahora pasto de la bandada de aves carroñeras que dirigía su señoría y de la que me cabía el involuntario honor de formar parte.

La vivienda era sencilla. Un piso de tres habitaciones, unos setenta metros cuadrados algo justos. Estaba razonablemente limpio y se veía bastante ordenado, salvo por la pila de correspondencia y periódicos desparramada por la mesa, un forro polar que estaba tirado encima de uno de los sillones y las pantuflas abandonadas bajo la mesita de centro. Las paredes estaban más bien desnudas, a excepción de un par de cuadros bastante impersonales, colgados sin mucha intención. Todo el mobiliario se veía nuevo y obedecía al mismo estilo. Lo conocía bien. También yo veía la tele, en las contadas ocasiones en que me era dado permitirme esa abdicación de la realidad, desde un tresillo como aquél, y guardaba mis libros en estanterías como las que cubrían una de las paredes del salón. Óscar tenía algunos menos que yo, pero aquélla no parecía en absoluto la biblioteca de un iletrado. Calculé a bulto unos trescientos volúmenes, bastantes más, en cualquier caso, de los atesorados por el promedio de sus compatriotas. Me iba a acercar a mirar los títulos cuando oí la voz de Villalba a mi espalda:

– Cuidado, mi brigada. Procura no tocar nada ahí.

– Que no soy nuevo, Villalba.

– Por si acaso. Siempre hay a quien se le olvida, cuando ve algo que le despierta la curiosidad. El impulso automático ya sabes cuál es. Y precisamente por eso para nosotros las estanterías son un filón.

– Ya, ya lo sé. Aunque me apuesto lo que quieras a que aquí no vas a encontrar las huellas del asesino. No necesitó entrar al piso.

– Pueden estar las de quien le envió.

– También lo dudo.

– Disculpen que les interrumpa -terció la juez-. ¿Les parece que hagamos inventario de lo que haya de relevante por aquí y de lo que vayan a necesitar llevarse para mirar con más calma? Lo digo porque así dejamos ya levantada el acta y el secretario y yo nos podemos ir marchando, que tenemos un juzgado abandonado por ahí.

Pensé que esta vez mejor me callaba lo que estaba pensando.

– Cómo no -asentí-. Virginia, saca la libreta para ir haciendo la lista mientras recorremos el piso, por favor.

– Sacada está -respondió Chamorro, blandiéndola en alto.

– Gracias. Y tú, Arnau, baja al coche y sube unas cajas. Para empezar, veo allí un ordenador portátil y un par de estuches de cedes. Es lo primero que vamos a necesitar llevarnos, señoría, y si nos puede dar la autorización para reventarlo, pues eso que adelantamos.

– Les autorizaré a examinar su contenido -me corrigió-. Y les agradecería que después de hacerlo se les pudiera entregar a los eventuales herederos en el mismo estado en que lo encontramos.

– Claro, señoría, era sólo una forma de hablar. Lo trataremos con toda delicadeza. Tenemos buenos informáticos, no tema por eso.

– Bien. ¿Procedemos?

– Detrás de usted.

Fuimos recorriendo, pieza a pieza, el reducido espacio vital de aquel hombre. Las seis personas que formábamos la comitiva debíamos ir entrando por turno en cada habitación, y conducirnos con cuidado para no rozarnos embarazosamente una vez dentro, lo que me hizo pensar una vez más en la mezquindad delictiva de los especuladores inmobiliarios y de sus obedientes secuaces, los sedicentes arquitectos que proyectaban aquellos dinteles de ancho de hombros, aquellos pasillos exiguos y aquellos cuartos de baño de empaque carcelario. El piso de Óscar Santacruz tenía dos, que cualquier persona sensata habría sustituido por uno solo de dimensiones practicables. Para aprovechar mejor el poco espacio, estaban equipados de forma espartana, aunque suficiente. En la cocina tampoco sobraba sitio: apenas cabían los electrodomésticos indispensables, los dos bloques de muebles, inferior y superior, y una mesita plegable triangular con dos taburetes metidos debajo. Aquel artilugio me resultaba igualmente familiar.

– Qué mesa más curiosa -dijo el secretario.

– Artículo en oferta de IKEA. Igual que las estanterías, el tresillo, los sillones, las sillas y la mesa del comedor, la mesita de centro, el espejo y los muebles del baño -enumeré, con fría meticulosidad.

– Vaya, es usted todo un conocedor -opinó la juez.

– A la fuerza. Tengo un hijo, una macrohipoteca y un microsueldo, y no me puedo poner en huelga para que me lo suban.

Los dos funcionarios judiciales se observaron entre sí durante un segundo, acaso sopesando si en mi comentario había una alusión. Y desde luego que la había, como sí había notado Chamorro, según me daba a entender su adusto semblante. Pero si la juez y el secretario acabaron captándola, prefirieron dejarla correr. Su atención se vio atraída por los platos que se apilaban en el fregadero, y que, a uno o dos por comida, sumaban al menos un par de almuerzos y una cena. Tampoco la placa vitrocerámica estaba en perfecto estado de revista.

– Parece que el difunto era un poco dejado -dijo la juez.

– O que estuvo demasiado atareado en sus últimos días -sugerí.

También tenía pendiente la colada. Sobre un cesto en la pequeña terraza anexa a la cocina se veía una pila de ropa sucia que lo desbordaba al menos treinta centímetros. Pensé que esa ropa todavía olería a él, intensamente además. Traté de imaginar quién se ocuparía de lavarla algún día, si es que alguien llegaba a hacerlo. Qué sentiría, seleccionándola primero para separar la clara de la oscura, o tendiéndola y planchándola después. En fin, esas cosas que no le importan a nadie, salvo a quien lo hace, para quien suele ser difícil de olvidar.

Tras la cocina, pasamos a las habitaciones. Una de ellas estaba amueblada como un pequeño estudio. De hecho, no superaría los siete metros cuadrados. Había allí otra estantería con libros, un equipo de música y un ordenador de sobremesa sobre un tablero en forma de L sostenido por unas patas metálicas en forma de T invertida.

– ¿Mesa de IKEA, también? -me preguntó la juez, señalándola.

– Afirmativo. Como la silla. Y si quiere una se la monto en un pispas. Sé bien cómo evitar los errores que comete el pardillo.

– Bueno, se la ve práctica.

– Lo es. Y barata, además. Por lo que se ve, el negocio de la droga no le dejaba mucho beneficio. O se lo gastaba en otras cosas.

– Sí, eso parece.

– Ese ordenador también nos lo llevamos. Si da su permiso, señoría.

– Por supuesto. Toma nota, Antonio.

– Y los archivadores esos de ahí. Tienen toda la pinta de ser donde guardaba los documentos importantes.

– De acuerdo. Reséñenlos también.

Pasamos a la siguiente habitación. Era lo que los cursis que redactan los folletos de las promotoras y las inmobiliarias denominan un dormitorio en suite, lo que quería decir que tras una única puerta habían apiñado el dormitorio propiamente dicho, un pasadizo ante un armario empotrado al que llamaban vestidor (y que como tal podía servir, en efecto, a quien no abultara más que un gnomo) y uno de los dos cuartos de baño. En el dormitorio había una cómoda, una cama de matrimonio y una sola mesita de noche al costado izquierdo. Sobre la pared, una gran fotografía que mostraba la clásica vista nocturna de la isla de Manhattan, en cuyo perfil todavía se alzaban las

Torres Gemelas. Era uno de esos cuadros que ya venden enmarcados en los hipermercados. Revolvimos por encima cajones y armarios. Sólo había ropa.

Nos quedaba la última habitación. Era la única cuya puerta estaba cerrada. Yo era el que estaba más cerca e hice girar el picaporte. Cuando empujé la hoja, descubriendo el interior, un denso silencio se instaló entre los integrantes de la comitiva. Ante nuestros ojos apareció un dormitorio infantil, profusamente decorado con motivos tomados de las películas de Disney. La funda del edredón era del ratón Mickey, en las paredes había pósters de Los Increíbles y el pez Nemo y los cojines que reposaban sobre la cama mostraban al robot WALL-E. Aparte de eso, había una docena de perros de peluche y en el espacio entre la ventana y el armario empotrado se alzaba una estantería estrecha, también de IKEA, llena de cuentos infantiles. De la esquina colgaba, suspendida de un cordón, una espada de pirata en cuya empuñadura se sujetaba un sombrero negro con una calavera y dos tibias cruzadas. Sobre las baldas, una espada retráctil de caballero Jedi, un muñeco de Indiana Jones con su látigo, el coche rojo de Cars, etcétera.

– El cuarto del hijo -osó finalmente decir el teniente Aparicio, en voz queda-. Unos ocho años, según el cálculo de los vecinos.

No había pensado en ese detalle. Me había tomado nota del dato de las desavenencias con la ex cónyuge, pero no se me había llegado a pasar por la imaginación la posibilidad de que el conflicto entre ambos contara con el factor, normalmente agravante, de una progenie común. De pronto, al ver aquel cuarto decorado con el afán que Óscar Santacruz no había puesto en ninguna otra zona de la vivienda, un afán en el que resultaba más que ostensible el amor paternal, el bosquejo sumario y más bien desganado que me había hecho del carácter de aquel hombre, por sus antecedentes y las circunstancias de su muerte, quedaba reducido a una torpe e incompleta caricatura. Tenía el recorrido suficiente como para haber comprobado que los delincuentes, incluso los más desalmados, pueden demostrar por sus seres queridos los mismos sentimientos de ternura que quienes no acostumbran a infringir el Código Penal. Sabía bien que el hecho de que aquel hombre los tuviera hacia su hijo no excluía ninguna bajeza en su trayectoria. Pero no había llegado a desarrollar la dureza de corazón que me habría hecho falta para dejar de conmoverme ante la visión de aquel cuarto infantil que ahora era el símbolo de una ausencia irreparable, el triste anuncio de una vida de despojo y de orfandad. Incluso si el padre muerto había sido un canalla. O especialmente en ese caso.

La juez recorrió la habitación con la mirada. También en sus ojos había, de pronto, un destello de humanidad. Al fin dijo:

– Supongo que en esta habitación no encontraremos gran cosa. Creo que podemos dar por cerrada aquí la diligencia.

– No se fíe, señoría -advirtió el teniente Aparicio-. No sabe usted lo que algunos pueden llegar a esconder dentro de un peluche.

– Ya lo miraremos, mi teniente -dije-. Pero me sumo al parecer de su señoría. Y creo que ya la hemos entretenido demasiado.

La juez me observó como si la descolocara mi adhesión. También Chamorro. Pero en ese instante mi mente estaba demasiado lejos como para darle al estupor de ambas la más mínima importancia.

3 ¿Poeta y delincuente?

La juez se despidió del teniente, de Chamorro y finalmente de mí con un apretón de manos. Sus dedos hacían una fuerza inaudita al estrechar los dedos ajenos, y durante una fracción de segundo maldije la anticuada deferencia que me movía a no infligir a las manos femeninas el torniquete que siempre aplicaba a las masculinas, porque sabido es que en esos lances de salutación, al hispánico y viril modo, quien no se adelanta a triturar al contrario resulta triturado por él. La juez me pilló pues totalmente desprevenido, y después del contacto me quedó la incómoda sensación de haber metido los dedos en un cepo.

– Gracias por todo -dijo la juez, con una amabilidad que tampoco me esperaba-. Decreto el secreto de las actuaciones, así que les ruego que velen por él en lo que les corresponde. Aunque no me hago muchas ilusiones, no quiero dar más alimento de la cuenta a los buitres.

Hizo un gesto para indicar dónde se encontraba la unidad móvil de una televisión local. Junto a ella aguardaban dos periodistas jóvenes, una con el micrófono en la mano y la otra con la cámara.

– Y téngame informada en todo momento, por favor -me pidió-. Llámeme esta tarde o esta noche para contarme cómo van.

Sacó una tarjeta y sobre ella escribió deprisa un número. Me la tendió con una expresión que me costó descifrar. Podía ser una sonrisa y podía querer decir que me invitaba a mantener una entente cordial mientras durara la investigación, pero también que si quería llevar las cosas de otro modo, no iba a amilanarse, y que yo, como bien debía constarme, llevaba todas las de perder. Luego cruzó la calle, esquivó a las periodistas con un seco ademán y se metió en el coche del juzgado con el secretario. La vi ahuecarse la melena un par de veces antes de que el vehículo se perdiera al fondo de la calle. Entonces eché un vistazo a la tarjeta. Era la oficial del juzgado, con todos los datos de éste, su nombre y los dos apellidos. María Antonia Gómez Fernández-Vadillo. Lo que había escrito en el espacio libre era un número de teléfono móvil. Por lo común no celebro entrar en tales promiscuidades con los jueces. Y menos cuando tienen un apellido compuesto.

– Joder, menuda coronela -opinó el teniente Aparicio-. Si me disculpas la ironía, no te arriendo la ganancia, compañero.

– Pues no sé si te la disculpo, mi teniente -respondí, mosqueado-, y más cuando ya sabes a quién le tocaba comerse esto.

– Vamos, hombre, qué tenso estás hoy. ¿Te pasa algo?

– Cosas mías. Bueno, no sé si quieres que comentemos algún detalle más, pero si te parece yo voy a poner a mi tropa a desbrozar el terreno. Me gustaría que me dieras un enlace para este caso en tu unidad, si no tienes inconveniente. Por lo que nos pueda hacer falta.

– Pues como responsable, yo mismo. Pero como imagino que te refieres a alguien que curre, habla con la cabo Gloria. Aprovechas para pedirle los antecedentes del muerto y ya sigues el resto del asunto con ella. Por cierto: también es ella la que localizó a la hermana y la tiene controlada, te puede pasar su número de móvil y demás. Yo la llamo ahora y le digo que se esmere en satisfacer todos tus deseos.

– Permita usted que le deje insatisfecho alguno -sugirió Chamorro.

– Qué mal pensada eres, sargento -se quejó el teniente.

– Sí, ya.

– Ten cuidado, Aparicio-dije-, que cualquier día una ministra que yo me sé se encuentra con tu expediente en su mesa y tú con los cataplines rebotando por el suelo. Estamos rodeados, ¿no lo sabías?

– Doscientas ministras harían falta, para rodearos.

– Ya las pondrán. Tiempo al tiempo.

– Bueno, me parece que empiezo a sobrar -dijo el teniente-. Os deseo suerte. Y en serio, Vila: para cualquier cosa, a cualquier hora.

Y agitó en el aire su teléfono móvil.

– Vale, gracias, mi teniente. Ya te iré contando.

Aparicio buscó un número en la agenda de su aparato y apretó la tecla. Al cabo de unos segundos, ordenó al invisible interlocutor:

– Vente para el portal. Nos vamos.

Algo debieron de decirle al otro lado, a lo que el teniente contestó:

– Vale, ahora se lo pasamos a los centrales. Ha venido Vila.

Medio minuto después apareció el guardia Castillo, un veterano de homicidios de Madrid con el que había compartido más de un marrón en el pasado. Un tipo competente, curtido y batallador. Era él quien había venido con Aparicio, que ya me parecía raro que hubiera acudido solo, como me extrañó que no hubiéramos coincidido con Castillo hasta ese momento. Al verlo, lamenté que su jefe no me lo hubiera puesto como enlace. Pero el oficial no era tonto: con la sobrecarga de trabajo que tenía su unidad, a aquel elemento se lo reservaba para resolver los asuntos que no había conseguido endosar a otros.

– Hombre, mi brigada, a tus órdenes -saludó el guardia, al verme.

– Castillo, qué sorpresa. ¿Dónde te escondías?

– Estaba por el edificio, tirando de la lengua a los vecinos, contando pisos ocupados y vacíos, esas chorradas. Si quieres datos exactos: cuatro portales, doce pisos por portal, en total 48. De ellos 22 habitados permanentemente, 5 de forma esporádica y 21 en manos de especuladores que deben de estar jodidos pagando mes a mes la hipoteca y sin poder venderlos. Bueno, alguno puede que sea del banco ya.

– Caramba, Castillo, eres una máquina.

– Bueno, tengo mis trucos. Aquí mi amigo Leandro me ha ayudado a abreviar las pesquisas.

Y me señaló a un hombre con jersey azul y pantalones verdes de faena que apareció en el portal justo en ese instante. También era raro que hasta ese momento no hubiera visto al portero. Por los rasgos, parecía oriundo de algún país sudamericano. Como tantos otros.

– Estábamos inspeccionando el garaje -explicó Castillo-. Vacío, en su mayor parte. Le hicieron plazas de sobra, pensando en que habría quien comprara dos, pero les cogió la crisis y como mucho estará ocupado a un tercio de su capacidad. Uno de los coches es el del difunto. Un Seat León. El modelo más potente, en color blanco pijo.

– Maldita sea, el coche -dije, volviéndome a Chamorro-. Hemos estado bien torpes, Vir. Tendríamos que haberlo mirado antes de que se fuera la juez. Ahora habrá que pedirle permiso para intervenirlo. Que con ésta no me fío si no tenemos su bendición para todo.

– Tranquilo. Tengo el móvil del secretario. Yo me encargo.

Chamorro salió a la calle para telefonear y el teniente se dirigió hacia las escaleras para despedirse de Villalba y su gente. Castillo continuó haciéndome el resumen de sus investigaciones por el edificio. Llamé a Arnau, que venía de dejar las cajas en el coche:

– Eh, Joanot. Acércate aquí, anda. Saca la libreta y ve apuntando. Y así de paso aprendes de un profesional de los buenos. Que por una vez no es tu ínclito brigada, sino el guardia Castillo, aquí presente.

– A sus órdenes, mi brigada -rezongó Arnau.

– Castillo, éste es Arnau -se lo presenté-. Nos lo han asignado con la intención de que le enseñemos a usar la cabeza para pensar, en vez de para sujetar el tricornio. Está todavía en ello, pero tiene madera.

– Gracias, mi brigada, por decir algo.

– ¿Arnau? ¿Catalán: -preguntó Castillo.

– No, de Murcia. Y es Juan. Pero al brigada le gusta putearme.

– ¿Y para qué creías tú que se inventaron los brigadas, alma de Dios? Está bien, Castillo, prosigue. Te escuchamos.

Castillo reanudó su informe:

– Nuestro malogrado ciudadano tenía el piso en propiedad. Llevaba cerca de un año en el edificio, desde poco después de que lo entregaran. Leandro y los pocos vecinos que declaran haber mantenido algún contacto con él lo recuerdan como un hombre correcto y reservado. Nadie refiere que haya planteado jamás el menor problema, ni que haya tenido nunca conflictos con los vecinos. Aunque en honor a la verdad eso tampoco hay que considerarlo como un mérito en su caso, porque no tenía a nadie encima, el piso de debajo estaba vacío y también uno de los dos contiguos. Tan sólo compartía tabique con un piso habitado, en el que vive una pareja joven a la que por desgracia no he podido interrogar. Los dos se han ido a trabajar a primera hora.

– Tómate nota, Johnny. Tarea pendiente.

– Tampoco recuerda nadie que trajera al edificio gente sospechosa. De hecho, sólo me han hablado de haberle visto entrar con su hijo, de unos ocho años, con una chica de unos veinticinco que parecía ser su novia y con una mujer de alrededor de cuarenta con la que apareció alguna vez y que deduzco que pudiera ser la hermana.

O bueno, si quieres pensar mal, pues pon que fuera la novia de reserva.

– ¿No podía ser la ex mujer? -preguntó Arnau.

– No. A ésa la recuerda el portero de alguna entrega y alguna recogida del niño en la calle, al principio. Nunca llegó a entrar en el edificio y por lo visto desde hace meses no ha vuelto a aparecer.

– Orden de alejamiento. Punto neutral -deduje.

– ¿Cómo? -dijo Arnau.

– Cómo se nota que eres joven e inocente, Ivanchuk.

– Jobar, mi brigada, ¿tanto le cuesta llamarme Juan?

– Perdona, es que así me distraigo un poco de este curro tan muermo y tan repetitivo que tenemos. Y la variedad me ayuda a pensar.

– Bueno, y ¿por qué soy tan inocente? ¿Me lo explica?

– Nuestro buen Óscar tenía una condena por violencia de género. Ergo, una orden de alejamiento. Ergo, un punto de entrega neutral para recoger y devolver al niño y no aproximarse a su ex a menos de los tropecientos metros que le pusieran de radio de seguridad.

– Ah, claro.

– Tienes que poner atención y aprender a tirar del hilito, Johan. En este oficio una cosa lleva a la otra y conviene acostumbrarse a hacer el camino sin que te lo señalen. ¿Has oído hablar de una cosa que se llama silogismo? Bueno, qué cosas digo, si tú hiciste la ESO.

– Aunque le sorprenda, sé lo que es un silogismo, mi brigada. Lo que no domino todavía es el arte de descifrar su economía verbal.

Castillo se echó a reír.

– Me parece que el chaval te está tomando la medida, mi brigada.

– Tú no te inmiscuyas. ¿O quieres que te meta un paquete? -bromeé.

– Como si me metes dos. Como puedes imaginar, después de casi treinta años en la empresa, ya tengo holgura.

– Fíjate bien, Arnau. Esto es lo que se llama un caimán. Ni siente ni padece ni se asusta ni nada. Es lo que puede pasarte si te quedas en la picolicie demasiado tiempo. Así que tú verás qué quieres hacer de tu vida. O asciendes o te largas o acabas así. Y ya no tiene remedio.

– Tampoco lo tienes tú, Vila.

– Pero tengo los galones y puedo vacilar de vez en cuando.

– Eso sí. A mí y a éste y poco más.

– Algo es algo. Bueno, sigue contándonos.

– Tampoco te creas que hay mucho más que contar. Básicamente, mi fuente de información ha sido Leandro, el portero.

– Con lo que honra la tradición de su gremio.

– Sí. Él es el que me ha dado la mayor parte de los detalles que acabo de contaros. También me ha dicho que de vez en cuando recibía unos paquetes peculiares, con un embalaje muy reforzado y de cierto peso. Venían del extranjero y como no entendía el idioma no puede decir qué podían ser ni quién se los enviaba. Ah, y otra anécdota, por si os interesa. Como nuestro hombre no estaba nunca en casa durante la jornada, le dejó un par de veces la llave, para que les abriera a unos montadores de muebles y al servicio técnico de la caldera. Leandro recuerda el hecho con gratitud porque le supuso sendas propinas de diez eurillos, cosa que, dice, no se estila entre el resto de vecinos.

– Bueno, pues aparte de amenazar y hostiar a su ex mujer y traficar con droga, parece que Óscar era buena gente -concluí.

– De la agresión lo absolvieron -recordó Arnau.

– ¿Ves? -me dirigí a Castillo-. ¿No es enternecedor? Luego dicen que la juventud es rebelde, gamberra, contestataria y demás. Pero son tan mansos que hasta creen que lo que sentencian los jueces es siempre lo justo. Lo que lleva aquí a mi buen John John a no contemplar la posibilidad de que nuestro Óscar fuera tan inocente de lo que le condenaron por hacer como culpable de aquello de lo que le descargaron, cuando tú y yo sabemos que eso no tiene nada de improbable.

– Bueno, el chico tiene su punto de razón -dijo Castillo-. Debes admitir que si una mujer va al juez con un moratón y acusa a su pareja o ex pareja, lo normal es que lo condenen. Si lo absolvieron es que pudo demostrar que el culpable fue otro. O que en el momento de la agresión lo estaban entrevistando en directo en el telediario de la Primera.

– Espera a que echemos un vistazo a los autos. Yo no me precipitaría. Cosas más raras hemos visto, tú y yo. Y no me contradigas, cono, que me estás estropeando la educación que intento darle.

– Pese a todo, es buen tipo -le dijo Castillo a Arnau, con una sonrisa de complicidad-. Le gusta tocar las pelotas, como ya habrás visto, pero nunca te dejará con el culo al aire ni te joderá para hacer méritos ante los jefes. Lo que, tratándose de un suboficial, ya es bastante.

– Soy como el sargento de La chaqueta metálica, trato de hacer de él un buen marine, para que no me lo maten a la primera los del Vietcong. El sabe que lo hago por su bien. ¿Eh, Giovannello?

Arnau puso cara de víctima.

– A veces me entra alguna duda, pero supongo que sí.

– Está bien. Y aparte de Leandro, ¿hay algún otro contacto que puedas darnos y que creas que nos resultará provechoso?

– Los vecinos del Primero B. Antonio y Ludivina. Septuagenarios, un poco chochos, pero se pasan el día aquí y tienen fichado a todo Cristo. De Óscar Santacruz hablan bien y mal. Les gustaba porque daba siempre los buenos días y cedía el paso y esas cosas. Y les daba mala espina, sobre todo a ella, porque vivía solo y porque venía con esa chica, que según dice solía andar muy descotada. La primera vez que lo vio entrar con ella se pensó que se había traído una puta.

– Vaya con la Ludivina. Cuánto hará que Antonio no cumple.

– Menos mal que eso no lo ha oído la sargento -opinó Arnau.

– Para eso estamos entre machos, ¿no? Para poder expresarnos tal y como somos, sórdidos y zafios y repugnantes, por una vez.

– Ya no, ahí viene.

– Vale, pues corramos un tupido velo. Otra cosa, Castillo, supongo que no se te habrá pasado. ¿Has comprobado si alguien vio anoche algún vehículo desconocido merodeando por los alrededores?

Chamorro se nos unió en ese momento.

– Por supuesto, mi brigada -dijo Castillo-. La duda ofende. Leandro no está a esas horas, y los demás vecinos dormían. Ludivina y Antonio son insomnes, como corresponde a su edad, pero la hora es la de su cabezadita frente al programa de madrugada de la tele. Así que no estaban operativos, sino roncando en el sillón. Mala pata.

– Bueno, insistiremos. Y también en los otros bloques. Oye, compadre, que muchas gracias. Y que es una pena que no estés en esto.

– Qué se le va a hacer. Tengo unos cuantos ex bailarines de reggaeton esperando a que les esclarezca lo suyo. Si husmeando en esto os dais con esa pista, me llamáis. Y al revés, si mirando lo mío alguien me cuenta algo que pueda tener que ver con esto, os lo cuento.

– ¿A ti qué te parece? Así a pura intuición.

– Ya sabes que la pura intuición no vale para nada.

– Ya. Es por darle algo de emoción al asunto.

Mientras el guardia se lo pensaba, llegó el teniente.

– Bueno, Castillo, ¿nos vamos?

– Sí, mi teniente. Estaba terminando aquí con los compañeros. Pues no sé, Vila, qué quieres que te diga. Lo que tenemos no me cuadra mucho con un tipo demasiado involucrado en el negocio. Ni el lugar donde vive, ni el carácter, ni las costumbres. Si acaso con un pipiolo que se metió en la boca del lobo por esa tonta codicia que a todo el mundo le mueve alguna vez, o por tratar de tapar un agujero, como todos tenemos también, y que se encontró con que el lobo de vez en cuando cierra las mandíbulas y te atrapa en medio. Pero no hace falta que te lo diga, me puedo equivocar en todo. Vete a saber si no era un tío realmente listo y metido en el ajo, que se había buscado este lugar donde daba esa imagen de ciudadano inofensivo para traerse al niño y que nadie pensara ni se oliera lo que no le convenía.

– Siempre es un gusto hablar contigo -y dirigiéndome a Aparicio, añadí-: Ya lo puedes cuidar bien, mi teniente, que guardias como éste se cuentan con los dedos de una mano. No sé si eres consciente.

– Lo soy, Vila. Por la cuenta que me trae. Me gustaría llegar a comandante, por lo menos -dijo, con una sonrisa zorruna.

– Pues espero que seas consecuente. Que luego se os va la olla.

– Descuida. Bueno, lo dicho. Hasta luego.

Al verlos subir a su coche y marcharse por donde ya se había ido su señoría, se hizo evidente que el embolado quedaba en mis manos. Pude así recobrar aquella enojosa sensación, tan semejante a la que se le queda acabado el guateque al irreflexivo dueño de la casa (o a su asistenta, en los hogares pudientes), y que de tanto saborearla ya se había convertido para mí en una especie de forma de vida. Por fortuna tenía a mi equipo, y a Villalba y a sus sabuesos, para compartir la carga. Al pringado le alivia mucho que pringuen otros. Es así de ruin.

– La juez nos autoriza a meterle mano al coche -me informó mi compañera-. Que vayamos procediendo y que reseñemos todo bien.

– Entonces será mejor que te ocupes tú. Y así, si hay algo que no le guste, te echamos la culpa a ti, que siempre te puedes beneficiar de la solidaridad de género. Ya he visto que sintonizabais.

– Mira que puedes llegar a ser carca -me afeó-. Para tu información, con esta juez, como con cualquier otro, ya sea mujer, hombre o hermafrodita, yo ni sintonizo ni dejo de hacerlo. Sólo procuro estar en mi sitio. Lo que es recomendable para no crear conflictos inútiles.

– Está bien, empleada del mes, gracias por la advertencia. Pero como todavía no me han expedientado, te toca obedecerme. Dile a Villalba que te deje a uno de sus levantahuellas y os bajáis a ver el coche.

– ¿No quieres verlo tú?

– ¿Para qué? Soy el jefe. Me mola más leer los informes de mis subordinados. La realidad en directo cansa y mancha. Y además tengo otra cosilla por mirar que me despierta más la curiosidad.

– Está bien. A tus órdenes.

Dio media vuelta y se encaminó a paso rápido hacia donde estaban los de los monos blancos. Sólo yo sabía cuánto había llegado a acostumbrarme a contar con su eficacia. Sin ella, a aquellas alturas, podía ocurrirme lo que el sargento al que interpreta Burt Lancaster en De aquí a la eternidad le dice a la mujer de su superior, la perturbadora Deborah Kerr, que le sucedería al marido en caso de faltarle él. He'd strangle in his own spit ifl wasn't here to swab his throat out, afirma el crudo Burt. En su día me aprendí la frase así, en inglés y todo, para poder decirla sin riesgo delante de oficiales incompetentes y monolingües, aunque cada vez era más difícil usarla sin exponerse a un arresto. No podía dejar que Chamorro se percatara de su poder, como el cínico sargento yanqui, que acaba haciéndole la pirula al mando. Por eso, y porque tenía la certeza de que nada de lo que le dijera podía llevarla a dudar del respeto que sentía por ella, como persona, investigadora y suboficial, me permitía de vez en cuando aquellas provocaciones dialécticas. Pero Arnau, que llevaba aún poco tiempo con nosotros, no sabía calar en las sutilezas de nuestro lenguaje no verbal, ni era por otra parte capaz de penetrar en todos nuestros sobreentendidos, y a veces se quedaba un poco desconcertado. En aquel momento, sin ir más lejos, su rostro era un puro signo de interrogación.

– No pasa nada, hombre -lo tranquilicé-. Es una especie de gimnasia. Como esos gilipuertas que se machacan levantando pesas o corriendo en una cinta. No es que se odien a sí mismos, les sirve para tonificarse y soltar sus mierdas. Pues entre ella y yo, igual.

– No sé, yo diría que se ha ofendido un poco -aventuró.

– ¿Tú crees? Bueno, ya le doy luego un cariñito. A ver, ahora escucha bien lo que quiero que hagas. Recórrete todos los bloques de alrededor. Ve casa por casa, si hace falta. A ver si das con alguien que estuviera despierto anoche entre las doce de la noche y las seis de la madrugada. Y averigua si alguien vio cualquier clase de vehículo o a cualquier persona sospechosa llegando a la zona o largándose de ella. Haz como lo ha hecho Castillo por aquí. Aprieta sobre todo a los jubilados, que son los que menos duermen y menos salen. También son más reservones y desconfiados, pero no te cortes: sácale partido a esa cara de buen chico y sedúcemelos. Sobre todo, sedúcemelas. Las mujeres son más observadoras y más concretas, aunque tienen la desventaja de que en su selección de detalles prestan menos atención a aspectos tales como modelos de coche, que para nosotros son cruciales.

– Perdone, ¿todos los bloques de alrededor? ¿En qué radio?

Meneé la cabeza.

– Virgen santa. Esto funcionaba mejor cuando a los guardias no les daba por estudiar. Tenían menos nociones abstractas, pero mucho más sentido común. ¿Qué es lo que habías hecho tú, Fisioterapia?

– No, mi brigada. Si hubiera hecho eso tendría un buen trabajo fuera de aquí. Físicas. Dos años de Físicas.

– Ya, claro, Físicas. Pues en qué radio va a ser. Si tomas un radio de diez kilómetros incrementarás las probabilidades de que alguien te diga que ha visto algo, pero también las de que ese algo no tenga nada que ver con lo que buscamos. Un radio prudencial, hombre. Y si quieres ser un día el brigada, aprende a definir eso por ti mismo.

– A sus órdenes, mi brigada.

– Y si quieres caerme bien, olvídate de la jerga cuartelera, o no recurras a ella más que cuando detectes que tengo necesidades perentorias de reforzar mi autoestima. Lo que ahora no es el caso. Dale.

Arnau salió como una exhalación. El pobre todavía tenía demasiado cercanos los días de la academia de guardias, donde el ser humano en trance de transformación en picoleto aprende a vivir la disciplina a la carrera. Ya se le pasaría, como a todos. En cambio, el ritmo al que yo emprendí la marcha hacia las escaleras fue el más pausado que era capaz de imprimir a mis pasos, y si hubiera sido fumador habría aprovechado incluso para echarme un cigarrito. Me crucé con los empleados de la funeraria, que ya retiraban el cadáver y lo trasladaban al furgón que lo conduciría al depósito para ser sometido a la autopsia. Eran, cómo no, dos sudamericanos, y al verlos pensé que poco a poco y sin hacer ruido iban alcanzando un inquietante control sobre nosotros, a medida que les encargábamos ocuparse de todas nuestras miserias, que son las que más nos exponen. Por ejemplo: calculé que serían ellos los que vendieran a la prensa todos los detalles respecto de las heridas que presentaba el cadáver, abriendo así la primera vía de agua en el casco de esa frágil barquita llamada pomposamente secreto del sumario. Y no se lo reprochaba, como tampoco podía impedírselo. Está chungo sacar adelante a tu familia con el salario mínimo, y más a los precios siderales que alcanza el alquiler del metro cuadrado a cubierto en ese valhalla de la especulación que es la Comunidad de Madrid.

Subí los seis tramos de escaleras también sin ninguna prisa. Era mi primer momento de soledad del día y me permití aprovecharlo. Seguía estando francamente fastidiado y muy poco deseoso de continuar con aquella rutina tan lúgubre como laboriosa, amén de mil veces repetida. Pero el roce con el prójimo, y en especial con el prójimo desconocido, unido al ejercicio de ir desvelando los primeros rasgos del carácter del muerto, había obrado el efecto benéfico de entretenerme y enfriarme la ira. A fin de cuentas, eso es lo mejor que tiene el trabajo, y por lo que los organizadores de todas las sociedades se cuidarán mucho de abolido. No importa tanto su faceta productiva (incluso importa cada vez menos, con máquinas cada vez más eficientes, específicas y sofisticadas) como lo que tiene de factor socializador y de terapia ocupacional. Un país ideal donde la gente no tuviera que trabajar para vivir no sería el logro del paraíso en la tierra, sino un paraje infernal donde las tasas de homicidios, suicidios y vesánicos vomitando odio o prestando oídos a los que lo hacen multiplicarían por mucho las nada desdeñables que ya presentan las modernas sociedades desarrolladas.

En el piso de Óscar Santacruz estaba el sargento Villalba con uno de los miembros de su equipo. Ya llevaban tres habitaciones examinadas, y en ese momento inspeccionaban el pequeño estudio.

– ¿Qué tal? -les pregunté.

– Bien, bien. Vamos a hacerte un buen catálogo. Hay un poco de todo. Restos textiles, orgánicos, huellas dactilares. La mayor parte no servirá para nada y podemos pasar de analizarlo, pero no cuesta nada recogerlo y las bolsitas las paga el contribuyente. Calculo que hemos encontrado huellas de seis personas, hasta ahora. Eso sí, dos son de personitas, lo que supongo que no cuenta a nuestros efectos.

– Aja, estupendo. Voy al salón a fisgar un poco. ¿Puedo conducirme ya a mi aire o tengo que seguir siendo cuidadoso?

– Hombre, si te pones unos guantes, te lo agradezco. Me gusta dar siempre al final un repaso, por lo que se nos haya podido escapar.

– Es que me dan mal rollo, los guantes. Me recuerdan ese ominoso momento del fin de semana, con el Don Limpio y la bayeta.

– Desolé-dijo Villalba, encogiéndose de hombros.

– Bueno, pues tírame unos, anda.

Me calcé los guantes de látex a regañadientes, lo que tuvo como efecto que me costara embutírmelos el doble que si lo hubiera hecho de buena gana, y me encaminé al salón. La idea que bullía en mi mente era reanudar algo que antes había interrumpido, pero me demoré observando las fotografías que en modestos marcos, siempre de IKEA, estaban repartidas por el salón. Varias de Óscar con su hijo, en distintas edades. Una lo mostraba muy sonriente y algo ojeroso, sosteniendo a un bebé diminuto que a su vez lo observaba como si tuviera delante a alguna criatura fascinante y colosal. Otra, recibiendo el chut lanzado por un niño de unos tres años. El niño era tirando a rubio y tenía los cabellos rizados. El propio Óscar tenía el pelo de ese indefinible castaño que se les queda a algunos ex rubios. En otras fotografías se veía a una joven morena de rostro bastante sensual y una generosa delantera que ella era no menos pródiga al presentar a la cámara, pero siempre dentro de los límites que hacían la foto autorizada para todos los públicos (y desde luego, bastante más recatada que lo que puede encontrarse a mediodía a la salida de cualquier instituto de enseñanza secundaria). Era una mujer que resultaba al mismo tiempo agradable y atractiva. Había un par de instantáneas donde posaba junto a Óscar, y en la mirada de ambos había ese fulgor de idiotez que distingue a los enamorados. O eso, o los dos se daban maña para fingir.

Tras el repaso a aquel reportaje fotográfico que se convertía para mí en una especie de tráiler urgente de la película vital de Óscar Santacruz, me sumergí en su biblioteca. La fui repasando estante por estante, tomándome la molestia de abrir cada volumen y hojearlo en busca de cualquier papel que hubiera podido quedar apresado entre sus páginas. Encontré bastantes billetes de tren y de metro, unos cuantos recibos de hipermercado, algunas tarjetas de embarque, dos o tres tarjetas de visita y una pequeña hoja manuscrita, tan amarillenta como las páginas del libro donde la guardaba, editado veinticinco años atrás. Contenía unos versos, no demasiado buenos. Hablaban del dolor de una despedida desgarradora, con símiles manidos y epítetos tremebundos, y la letra era tan dubitativa como esforzada. ¿Serían del propio Óscar?; Alguna vez había escrito versos? Y en ese caso, ¿habían sido una lejana veleidad de su adolescencia, o esa letra titubeante seguía siendo la suya? ¿Podía uno ser a la vez poeta y delincuente?

Mi experiencia me decía que sí, que prácticamente ninguna circunstancia humana, dejando aparte la defunción y el coma irreversible, excluye la capacidad de hacer el mal. Pero como antes la habitación del niño, el hallazgo de aquellos versos tan encendidos hizo tambalearse mi idea preconcebida acerca de aquel hombre. Tampoco le di más importancia, aunque la sensación ahí se quedó, hurgándome dentro. Amontoné los papelitos que había ido recolectando y los guardé todos juntos en una de nuestras bolsitas de plástico. Por si acaso.

En cuanto a la composición de su biblioteca, no resultaba demasiado original. Tenía varias colecciones de quiosco y muchos títulos de éxito, de esos que suelen alcanzar las listas de los libros más vendidos. Había, sin embargo, una notable excepción. Las tres baldas inferiores de la estantería estaban ocupadas íntegramente por volúmenes de historia militar, buena parte de ellos en inglés. Sopesándolos (eran de papel denso, con muchas ilustraciones) creí adivinar lo que contenían los paquetes que Santacruz recibía del extranjero, según el portero de la finca. Al repasar los títulos, vi que un tema se repetía una y otra vez. Un tema que daba que pensar y que contrastaba, y no poco, con sus presuntos devaneos líricos: la historia de las Waffen SS.

4 Un arquero apuntando al cielo

Mi teléfono móvil sonó mientras ojeaba un escalofriante libro titulado The Greatest Waffen SS Commanders. Estaba mirando justamente el retrato de Theodor Eicke, artífice de la división Totenkopf, entre otros estropicios, cuando la voz rota de Robe Iniesta atacando el estribillo de Estado policial comenzó a aullar desde el bolsillo de mi americana. Aquel politono me había valido más de una nariz fruncida por parte de algún mando demasiado tieso y más de una mirada de perplejidad por parte de algún malo al que el sonido de la llamada me había cogido interrogando. Ambas cosas me complacían y me invitaban a mantenerlo. Con el sobresalto y la mezcla de sensaciones, tuve una de esas ideas peregrinas que a veces se le escapan a uno: de qué habrían hablado Theodor Eicke y Robe Iniesta, si alguna vez la vida los hubiera reunido tal y como el azar los juntaba ahora en mi mente.

– Dime, Vir -dije, una vez que pude salir de mi ensimismamiento y apretar el botón que me permitía entrar en contacto con ella.

– Coche revisado. ¿Dónde estás?

– ¿Alguna cosa de interés?

– Ya le elevaré el correspondiente informe, mi brigada.

En su tono había un nada imperceptible retintín.

– Vamos, no te cabrees. Estoy en el piso. Sube. He mandado al becario a rastrear los alrededores y yo me he puesto a revolver los despojos del difunto. Me estoy encontrando algunas cosas sorprendentes, sobre las que me gustaría conocer tu siempre juiciosa opinión.

– No sé yo.

– Hablo en serio. Sabes que no puedo vivir sin ti.

– Ya. Espero que hayas aprovechado el rato a solas para reponer el líquido de frenos. Porque hoy traes los niveles bajo mínimos.

– Eso del líquido es una metáfora, ¿no?

– Sí. ¿Te la tengo que explicar?

– Es que las metáforas siempre resultan un poco equívocas, ya sabes. Nunca se está del todo seguro a qué se alude con ellas.

– Pues aludo al sentido común, entre otras cosas.

– No me regañes más, sargento. Estoy sacando bandera blanca.

– Ya lo veremos. Estoy ahí en un minuto.

Quizá fue minuto y medio, pero no mucho más. Chamorro irrumpió en el piso y se detuvo en el vestíbulo durante un instante, dudando hacia dónde dirigirse. Le hice una seña y la llamé al salón.

– Estoy aquí. Familiarizándome con sus lecturas.

Mi compañera se acercó con gesto escéptico.

– Ya veo. ¿Y crees que eso nos servirá de mucho? Aparte de lo que te sirva a ti para evadirte, quiero decir.

– Ya sabes que a mí lo que me atrae es indagar los abismos del alma. Que luego haya que atender a los pelos, la grasilla dérmica adherida a los objetos o las huellas de un percutor en un casquillo lo acepto como un mal necesario para que me ingresen a fin de mes el sueldo.

– Sí, eso ya lo sé. ¿Y qué has encontrado?

– Lo que nos viene deparando este hombre desde que nos convertimos en sus paladines póstumos: señales contradictorias. Por un lado, resulta que guardaba entre las páginas de sus libros poemas como éste. Léelo, si quieres. He llegado a la conclusión de que es suyo, aunque lo debió de escribir hace bastante tiempo. Estaba cotejándolo con su letra actual y coinciden las formas, pero no el trazo.

Chamorro empezó a leer:

– Sin ti. Alba de la angustia en el redoble de la tarde…

Se detuvo. Me miró.

– Suficiente -dijo-. No quiero deprimirme. Así que sabemos que el joven Óscar era un cenizo que hacía versos. ¿Alguna otra cosa?

– Qué bruta eres, Vir -protesté-. Lo que sabemos es que fue un joven con sensibilidad, y con cierta propensión a la melancolía.

– Bueno, esa es tu forma de decirlo. Pero te informo que el hombre que nos interesa ya no era ese joven, sino un cuarentón divorciado en el que vete a saber lo que quedaba de tu poeta adolescente.

– Gracias por tu apreciación sobre los cuarentones divorciados, colectivo infrahumano al que por cierto Óscar no pertenecía aún, si tenemos en cuenta que le quedaban unos meses para pasar la raya.

– Vamos, no te ofendas. No lo he dicho con ánimo despectivo.

– Tampoco ha sonado muy halagüeño, pero es igual. Ahora mira esto otro, que también guardaba nuestro hombre en sus estanterías.

Le tendí uno de los libros sobre las SS. En la cubierta se veía a un grupo de arrogantes oficiales de la división Leibstandarte Adolf Hitler, con la calavera reluciente sobre sus negras gorras de plato.

Chamorro abrió los ojos de par en par.

– ¿Qué es esto? ¿Estamos investigando la muerte de un nazi?

– No necesariamente. Pero desde luego el tema le interesaba. Tiene decenas de libros sobre él. Muchos los compraba en el extranjero, según la información del portero, que recibía los paquetes. Entre lo que valen, y los gastos de envío, se dejaba en ello una buena pasta.

– ¿Qué quieres decir con eso de no necesariamente?

– Hay gente aficionada a la historia de las SS por la fascinación que produce la estética de sus uniformes, por su aura tenebrosa, por el romanticismo perverso y terminal de su lucha. No quiere decir en absoluto que sientan la más mínima simpatía hacia las ideas nazis.

– ¿Romanticismo?

– Las tropas de las Waffen SS nunca se rendían. Combatieron hasta el final, incluso después de que su gran jefe se diera de baja del mundo y del partido de un balazo en la cabeza. No esperaban ninguna clemencia del enemigo, y eso los convertía en guerreros temibles.

– Me estás empezando a preocupar. ¿Les ves algo de admirable?

– No. Los veo como una partida de tarados. Y tanto en el campo de batalla como en la retaguardia se comportaron una y otra vez como asesinos repugnantes. Pero eso no es incompatible con su heroísmo, cuando les llegó la hora de demostrarlo. Lo que plantea la paradoja de si el heroísmo es siempre un rasgo que debamos admirar.

Chamorro meneó la cabeza.

– Estupendo -dijo-. Por lo que veo, la biblioteca de nuestro difunto te ha despertado la vena filosófica. Me alegro, porque eso me hace concebir esperanzas de que te intereses por este asunto del que hasta ahora has pasado tan olímpicamente. Pero me huelo que lo que buscamos lo vamos a encontrar por vías mucho menos elevadas.

– Probablemente -admití, con resignación.

– ¿Quieres saber lo que había en el coche?

– Adelante.

– En primer lugar, es un vehículo llamativo. Blanco, deportivo, motor de muchos caballos. Uno de esos que se compran los que quieren compensar algún complejo, si te sirve de algo mi intuición psicológica. Pero, dicho esto, Óscar no era de los que se pasan el día sacándole brillo al capó. No lo tenía impecable, ni por fuera ni por dentro.

– O sea, que habéis encontrado material -deduje.

– Bastante. El de criminalística ha recogido varias huellas del lugar del copiloto. También cabellos, un pendiente de mujer y algunos accesorios de juguetes infantiles debajo del asiento. En las plazas traseras había algunos más, además de envoltorios de caramelos y de chicles. El depósito estaba lleno hasta arriba y en la consola central he encontrado dos recibos de gasolineras. Una de Soria y otra de Toledo. La de Toledo es del fin de semana pasado. La de Soria, de hace un mes. También había varios cedes, uno de ellos metido en el lector.

– ¿Qué tipo de música?

– Eres un cotilla, ¿lo sabías?

– Sí. ¿Qué música llevaba?

– Te dará más material para tu ensayo filosófico sobre las paradojas del espíritu humano. Los grandes éxitos de ABBA.

Chasqueé la lengua.

– ¿Decepcionado?

– Un poco. No hay nadie a quien no le guste ABBA. Eso no nos dice absolutamente nada de nuestro personaje. ¿Qué más?

– Tenía un navegador GPS, así que podemos sacar una lista de las últimas direcciones en las que estuvo. O al menos de aquellas a las que no sabía llegar. Le he echado un vistazo y casi todas son de Madrid. Así en seco no me sugieren nada, habrá que combinarlas con algo.

– Por qué serás tan eficiente, Vir. Consigues demasiada información. ¿Te das cuenta del coñazo que va a ser analizarla?

– No te agobies. Tampoco nos ha dado mucho más de sí, el coche. Sólo me queda lo que había dentro del maletero: un anorak, una lata de lubricante y dos bolsas de basura con residuos de plástico. Debió de meterlas ahí para llevarlas al contenedor y luego se le olvidó.

– ¿Y nada más?

– Nada más.

De pronto me sentía muy cansado. Llevaba varias noches sin dormir más de un par de horas seguidas, y el café que me había tomado aquella mañana quedaba demasiado lejano como para que siguiera haciéndome algún efecto. Me saqué uno de los guantes y me restregué los ojos, en un intento de sacudirme el sopor que me invadía.

– Vale -dije-. Vamos a darle una vuelta más a la casa, mientras Villalba y los suyos rematan su tarea. Guardamos en las cajas todo lo que nos vaya a interesar de verdad llevarnos y cuando ellos hayan acabado precintamos. ¿Dónde está el teléfono móvil de la víctima?

– Lo tiene Arnau.

– Bien, ahora lo llamo. Tenemos que hablar con la novia, lo primero. Y no estaría de más saber por dónde anda la hermana. Llama a la comandancia y diles que te den el número. Y que nos manden por e-mail los antecedentes. Y si puede ser, que nos averigüen quién lo trincó, tanto por lo de la coca como por las peleas con la ex. Que trabajen un poco, ya que les estamos sacando las castañas del fuego.

– En seguida -dijo.

Tras tomar nota de todo en su libreta, la sargento se quedó mirándome con una expresión que sabía que yo sabría interpretar.

– A ver, escúpelo -la invité.

– ¿Me dejas hacerte una observación personal?

– Si no hay más remedio.

– Celebro que hayas vuelto. El abominable hombre de las nieves que había ocupado tu lugar era un petardo, como jefe y como poli. Fueran cuales fueran las razones que creyera tener para su actitud.

– No sé qué quieres decir con eso.

– Sí lo sabes.

– Tampoco me felicites. No tengo alternativa, eso es todo.

– No, si me felicito yo. Resulta agotador andar cuidando de un niño grande al mismo tiempo que tratas de resolver un asesinato.

– ¿No decís siempre las mujeres que podéis hacer dos cosas a la vez? Vamos, fin del interludio personal. Y obedece a tu jefe.

– Faltaría más.

Mientras Chamorro se ocupaba de las diligencias que le acababa de encomendar, hice un recorrido por toda la vivienda. En el estudio, que ya habían desalojado Villalba y los suyos, me encontré con el resto de la biblioteca de Óscar. Allí estaba la parte que parecía tener un contenido más personal: algunos libros de poesía, entre los que prevalecían, como en sus gustos narrativos, los grandes éxitos (Neruda, Lorca, Machado, etcétera) y una colección de clásicos grecolatinos; otra más publicada en su día en entregas para quiosco. El difunto sabía combinar su curiosidad intelectual con un talante ahorrativo. En todo caso, la colección era muy completa. No faltaba ninguno, desde Homero, Platón y Aristóteles a Plotino o Luciano. Hice una cala para ver si el esfuerzo coleccionista había sido un prurito de dárselas de culto ante sí mismo o si aquellos libros estaban leídos. Me encontré con más de un pasaje subrayado, sobre todo entre los filósofos. Eso, por si todo lo anterior no hubiera sido bastante, terminaba de acreditar a Óscar como un bicho raro. Hoy nadie lee filosofía. Es incompatible con un modo de vida que en muchos aspectos sólo puede resultar aceptable para aquellos que hayan dejado de reflexionar sobre las cosas y su porqué.

Recogí los archivadores donde guardaba la documentación y miré los cajones. En uno de ellos me encontré algo que a aquellas alturas me llamó la atención sólo hasta cierto punto: varias figuras de plomo, sin pintar, que representaban a otros tantos integrantes de aquel siniestro cuerpo militar sobre el que Óscar había leído tanto. También había comprado tres o cuatro pinceles y unos botes de pintura, que permanecían notoriamente sin abrir. Un pasatiempo que en algún momento había considerado probar pero en el que no parecía haber pasado del proyecto a la ejecución. La mayoría de las figuras eran muy convencionales, reveladoras del criterio de un novato. El típico oficial mirando un mapa o el soldado empuñando contra un enemigo imaginario su fusil ametrallador. Pero una de ellas era harina de otro costal: mostraba a un suboficial en posición de descanso con un fusil ruso de francotirador terciado a la espalda, el casco colgando del cinto, en la cabeza un gorro cuartelero levemente ladeado y en el rostro una expresión lejana y ausente. La figura transmitía un logrado aire de entereza ante el desastre. Me gustó, e incluso contribuyó a que Óscar me cayera mejor. Y como nadie me veía, hice algo indebido, pero que no había de pesar en mi conciencia. Me guardé aquella pieza en la americana, con el propósito de darle el destino que merecía. Nunca he ambicionado poseer más objetos que aquellos cuya tenencia pueda honrar con un uso adecuado. Y aquél, no me cabía duda, era uno de ellos.

Luego le di un repaso algo más detenido al dormitorio. Miré debajo de la ropa de los cajones, donde no encontré nada digno de mención, salvo un sobre con seiscientos euros en billetes de cincuenta: nada que deba impresionar a un funcionario policial que presta sus servicios en un país donde los alcaldes y concejales guardan el dinero en bolsas de basura a reventar de billetes de quinientos. Metí la mano en los bolsillos de todas las americanas, donde no hallé más que algún que otro bolígrafo, tres o cuatro envoltorios de chicle, un par de pañuelos de papel usados y media docena de tarjetas de visita, de empresas o de restaurantes. Ninguna papelina ni nada por el estilo, para decepción del sabueso retorcido que llevo dentro. Acabada mi razia entre la ropa, registré el galán de noche, donde sólo había unos pocos euros en monedas, un alfiler de corbata y unos recibos de grandes almacenes. En fin, no se podía decir que no cumpliera con mi deber, pero tampoco que mi celo estuviera aportando mucho a la investigación.

Así que respiré hondo y me acerqué a la mesilla de noche. Sobre ella había un pequeño montón de libros. El que estaba encima se titulaba Termopilas. Lo tomé y lo hojeé. Era un ensayo histórico sobre la gesta de Leónidas y sus trescientos suicidas, publicado el mismo año en que la historia se había puesto de moda con motivo de la desmesurada película de Zack Snyder. La presencia de aquel título sobre la mesilla de noche del muerto daba que pensar, máxime cuando el marcapáginas que tenía hacia la mitad sugería que había sido su última lectura, pero aún me interesó más lo que descubrí debajo. Justo a continuación, en una cuidada y reciente edición, Óscar tenía El arte de la guerra, de Sunzi (antes conocido como Sun-Tzu). Y debajo de éste, los escritos de Epicteto, en la edición que formaba parte de la colección de quiosco que guardaba en el estudio. El viejo estratega chino junto al filósofo estoico y antiguo esclavo. Una combinación cuando menos singular. Los dos libros estaban profusamente subrayados con lápiz (fue entonces cuando reparé en que sobre la mesilla, junto a ellos, había un portaminas). Al sostenerlos, uno en cada mano, y unirlos en mi mente a la imagen de la figura de plomo que me recordaba con su peso su presencia en el bolsillo de mi americana, sentí que todas las piezas encajaban. Y también que no debía pasar por alto aquellas inclinaciones, a la hora de tratar de entender la personalidad de aquel hombre cuyo asesinato era mi responsabilidad esclarecer. No lo pensé dos veces. Me apoderé de ambos libros y los eché a una de nuestras cajas.

Una vez hecho esto, saqué mi móvil y llamé a Arnau.

– Diga, mi brigada.

– Cómo lo llevas, Juanito.

– Bien. Creo que he descubierto algo que puede interesarnos.

– ¿Ah, sí?

– ¿Tan poca fe me tiene?

– No hombre, no. Cuenta.

– Una vecina del bloque de enfrente. Vio una moto. Sobre las tres de la mañana, dice que serían. Negra, grande, silenciosa. Y el motorista también iba de negro. Circulaba despacio, muy despacio, y sin las luces puestas, eso fue lo que le llamó la atención. La siguió con la vista hasta el final de la calle y allí dice que dio las luces y aceleró.

– Qué bien suena todo eso, chaval.

– Lo mismo me pareció a mí, mientras me lo contaba.

– Voy a preguntarte una gilipollez. ¿La vecina sabría decir qué marca de moto era? ¿Recuerda alguna letra o cifra de la matrícula?

– Tiene setenta años, mi brigada. Ya puede deducir la respuesta.

– Ya te dije que era una gilipollez. Pero está muy bien. Ya puedes decir que te ha cundido el esfuerzo. Más que a nadie aquí esta mañana. Eres un tío con potra, Arnau. A lo mejor no va a ser tan malo, después de todo, tener que hacerte de canguro. ¿Sabes lo que les preguntaba Napoleón a sus mejores jefes antes de hacerlos generales?

– No, mi brigada.

– Les preguntaba si tenían suerte. Capacidad ya les suponía, cuando se planteaba ascenderlos. Pero al final, en la vida como en las batallas, interviene la fortuna. Y el corso no quería poner ninguno de sus ejércitos a las órdenes de un gafe. Yo no soy Napoleón y tú no eres más que un puto guardia, pero creo que voy a encargarte más cosas.

– Pues nada. Muy honrado, jefe.

– Vente para acá, ya seguirás preguntando luego por ahí. Con lo que has conseguido ya nos da para enredar. Estoy en el piso del difunto. Y cuando subas, tráeme su teléfono móvil. ¿Lo has mirado?

– No me ha dado tiempo, mi brigada.

– ¿Y no ha sonado en ningún momento?

– Mientras lo tenía, no. Ahora está en el coche.

– Qué raro. Vale, ya me ocupo yo. Súbemelo, anda.

Chamorro llevaba un par de minutos en la puerta del dormitorio. Había oído la mitad de mi conversación con Arnau.

– Mira que eres borde con el chico -dijo-. Con lo majo que es.

– Es para que no se me haga marica, ni metrosexual, ni nada de eso que ahora les pasa a los jóvenes. En cuanto se descuidan, están tumbados en una cabina de estética dejándose depilar a la cera o con láser por una caribeña que les llama cariño y les pregunta si duele.

– Por favor, qué catástrofe -se burló.

– Pues tal y como yo lo veo, sí. De ahí a ponerse lacitos de todos los colores, o a aplaudir con una sonrisa bobalicona a esas arpías resentidas que van proclamando que gastar cromosomas viriles equivale a bestialidad corregible mediante castración, sólo hay un paso.

La sargento sonrió, mientras sacudía la cabeza.

– A veces me cuesta discernir qué hay de broma y de veras en esas barbaridades que dices. Y si eso me pasa a mí, imagina a otros.

– Tampoco pasa nada, no tengo una imagen pública que cuidar. Volviendo al asunto: el chaval ha encontrado una pista buena. Mejor que buena, cojonuda. Una vecina de enfrente vio largarse anoche a un motorista. Y, o mucho me equivoco, o la forense nos va a certificar que a nuestro Óscar se lo cargaron sobre las tres de la mañana.

– Bueno, es raro andar por ahí a esa hora, pero…

– Luces apagadas, todo de negro, muy lento para no hacer ruido.

Chamorro asintió, pensativa.

– Eso ya empieza a tener otro aire.

– Hay una posibilidad de que no sea cien por cien escrupuloso en sus movimientos. O lo que es lo mismo, de que volviera a Madrid por la autovía. Y eso ya sabes lo que significa, ¿o tengo que decir más?

– Paso registrado por las cámaras de Tráfico.

– Modelo, matrícula, etcétera. Podemos acabarlo en el día, Vir.

– Si la moto no es robada, si la matrícula resulta legible en la imagen… No es una cámara que de noche y con lo pequeña que es una matrícula de moto nos dé garantías de poder identificarlo.

– Por si acaso, ya sabes lo que vas a hacer en cuanto terminemos esta conversación. ¿Qué hay de lo que te encargué antes?

– Todo en marcha. Me han prometido que tendremos todo lo que les he pedido esta misma tarde. Y he hablado con la hermana.

– ¿Y? ¿Por dónde va?

– A la altura de Navalcarnero, le quedará como media hora para llegar aquí. Iba conduciendo y hablaba por el manos libres, así que la conversación no ha dado para mucho. Pero me ha dicho algo que te va a llamar la atención. Vamos, al menos a mí me la ha llamado.

– ¿A saber?

– Que se temía desde hacía meses que algo malo acabara sucediéndole a su hermano. Y que ya me lo explicaría cuando llegara.

– Bien, bien, esto fluye. Me queda aún un rato para tener que darle novedades al jefe, que querrá disponer de ellas para poder hacer méritos con el coronel a la hora de la comida. Habla con Tráfico.

Arnau, obediente como siempre, se presentó con el teléfono móvil de Óscar Santacruz dentro de la correspondiente bolsita de plástico. Me lo dio y lo extraje con cuidado. Era un Nokia plegable. Lo abrí y no sucedió nada. Lo volví a cerrar y lo abrí otra vez. Sin resultado.

– Con razón no sonaba.

– ¿Apagado? -preguntó Arnau.

Oprimí el botón de encendido.

– Más que apagado -respondí-. Está sin batería.

– ¿Cree que eso significa algo, mi brigada?

Observé a Arnau, mientras cavilaba. No podía negarse que el muchacho le ponía voluntad. Y además tenía el instinto de hacerse preguntas. Con el tiempo, una buena dirección y unos cuantos coscorrones, podría sacarse de él algo parecido a un investigador capaz.

– ¿Tú qué dirías?

– No estoy seguro. ¿Y usted, qué interpreta?

– Pues creo que significa que Santacruz hablaba mucho o recargaba poco, o ambas cosas a la vez. Porque el teléfono es bastante nuevo y la batería todavía no debe de estar apenas degradada. Y estos finlandeses fabrican cacharros nobles y eficientes. Con mucha autonomía.

– Tendremos que conseguir un cargador.

– Ya habrá tiempo para eso. Antes hay que averiguar de qué compañía era y pedir el PIN por conducto judicial. Un rollo.

– También es mala pata. Ya podíamos haberlo pillado encendido.

– Dios no quiere que seamos vagos. Apúntate la tarea. Pedir histórico de llamadas y PIN al operador de telefonía móvil. Que como has de saber, para tu gobierno futuro en este negocio, son muy diligentes cuando tenemos una gorda, por ejemplo cuando los vengadores de Alá nos volaron los trenes, pero les encanta arrastrar los pies cuando se trata de la muerte de un simple delincuente, como es nuestro caso. Sin todas las bendiciones legales preceptivas, nada que hacer.

– Así debe ser, ¿no?

– Sí. Lo malo es que esas bendiciones las tenemos que obtener por el conducto decimonónico. Para agilizar la cosa, en cuanto la juez lo acuerde y nos firme el oficio, te tocará llevarlo en mano a la operadora y darles la vara para que te suelten la información cuanto antes.

Bajamos al coche las cajas que nos quedaban. Antes de acomodarlas en el maletero, saqué uno de los archivadores. Acababa de caer en la cuenta de que aún no sabía cuál era la profesión de aquel hombre. Me refiero a la oficial, si es que tenía alguna. Hojeé la documentación hasta que di con lo que buscaba. Allí estaban sus nóminas, que le pagaba una empresa de nombre más bien críptico. El primer mes que me tropecé le habían ingresado 1.885 euros de sueldo base y 1.795 de comisiones, lo que suponía que Óscar, legalmente, no tenía un mal pasar. Bastante mejor que el mío, por ejemplo, aunque eso no era decir mucho. Calculé lo que le tendría que dar al mes a su ex por un niño y deduje que su vida no daba para grandes holguras, pero tampoco se encontraba en una situación de apuro económico que le obligara a completar sus ingresos vendiendo sustancias ilegales. Lo que seguían sin aclararme aquellos papeles era su oficio. Las comisiones sugerían un trabajo de comercial. Qué fuera lo que vendía, lo ignoraba.

La solución a ese enigma y a algunos otros me llegó cinco minutos después, en un monovolumen granate con el parabrisas acribillado de restos de insectos. Magdalena Santacruz había debido conducir todo el camino por encima de 140 por hora, velocidad a la que coleópteros, himenópteros y otros volátiles pierden la aptitud de esquivar los proyectiles que se cruzan en su camino. Al verla bajar del vehículo, advertí que era una persona de carácter. Aunque no habría tenido tiempo de arreglarse mucho, vestía con estilo y transmitía una sensación de prestancia. Sería más o menos de mi edad, lo que no obstaba para que conservara un porte juvenil. Y en su semblante, como no podía ser menos, se apreciaba esa expresión entre el desconcierto y el espanto que siempre provoca una noticia como la que acababan de darle, pero por encima de ella prevalecía una especie de fiereza.

– ¿Dónde está? -preguntó, sin perder un segundo.

– Ya se lo han llevado al Anatómico Forense -respondí.

– ¿Y dónde está eso?

– Ahora le indicamos. Necesitaremos que lo reconozca, pero antes quisiéramos hacerle unas cuantas preguntas, si nos permite.

– Quiero ver a mi hermano, antes de nada.

– Señora Santacruz, entiendo perfectamente cómo se siente. Pero trate de calmarse. Ha conducido trescientos kilómetros, y me imagino que lo ha hecho sin parar. ¿Me permite invitarla a un café?

La hermana de Óscar suspiró y bajó la cabeza.

– Está bien. Tiene razón. Le aceptaré ese café. Gracias.

– De todos modos, ahora no podría verle. Seguramente están practicándole la autopsia. Hay que darles tiempo. ¿Entiende?

Me miró despacio, como si sondeara cuál era o iba a ser mi actitud hacia ella. Siempre trato de adoptar la misma, ante los deudos. Procuro que sientan que estoy de su parte, pero a la vez que sepan que la compasión que puedan inspirarme no me impedirá llevar por sus pasos mi labor. Y que para bien y mal, por razón de mi oficio, tengo hacia el difunto un deber superior al que pueda tener hacia ellos.

– Entiendo -dijo al fin-. Estoy a su disposición.

Cruzamos al bar que había al otro lado de la calle. Era uno de esos establecimientos nuevos, donde la mugre humana no ha creado aún su costra cálida y grasienta sobre todas las cosas. Donde todavía huele a la pintura o a la madera de los muebles y las molduras, y la máquina de café y los apliques lucen el brillo que les dieron en la fábrica. Un bar un poco falso, en suma, al que aún le faltaba adquirir esa verdad espesa que si lograba perdurar le traerían, con el paso de los años, los madrugadores soñolientos, los borrachos nocturnos, los forofos huidos del hogar en las tardes de domingo, los ludópatas adictos a las tragaperras y demás extraviados en las encrucijadas de la vida.

También a la joven eslava que esa mañana lo atendía le faltaban unos cuantos cafés para parecer una auténtica camarera. Dejé a Arnau encargado de traer las tazas a la mesa y me reuní con Magdalena, que había tomado asiento junto al ventanal y miraba absorta al otro lado. Sobre la mesa vi el teléfono móvil de la mujer y las llaves del coche. Me fijé en el llavero. Era idéntico al de su hermano.

– ¿Va mucho por Almería? -le pregunté, señalándoselo.

Se volvió hacia mí. Durante un instante pareció confusa, pero luego reparó en el objeto que me había dado la pista y comprendió.

– Tenemos una casa allí, i Usted también va?

– Fui algunas veces. Hace años. Entonces me explicaron el significado de esa cosa, pero lamentablemente lo he olvidado.

El gesto de la mujer se distendió un poco.

– ¿Del indalo, quiere decir? Es un amuleto, un símbolo de buena suerte. Unos dicen que representa el pacto del hombre con los dioses para evitar los diluvios. O las calamidades, en general. Otros dicen que es sólo un arquero apuntando al cielo para cazar un pájaro.

Arnau trajo los cafés. Magdalena, que lo había pedido solo, vertió sobre la taza algo menos de la mitad del sobrecito de azúcar.

– Tenemos bastantes preguntas que hacerle, señora Santacruz -dije-, pero hay algo que me gustaría saber antes de nada. Le ha dicho antes a mi compañera que temía que sucediera algo así. ¿Por qué?

Nos recorrió a los dos con la mirada. De pronto sus ojos eran un incendio, y su voz sonó dura como el filo de un cuchillo:

– Por qué va a ser. Por esa puta.

5 El prejuicio de género

A un investigador de homicidios le conviene ser capaz de reconocer el odio, cuando se lo tropieza. No sólo porque el odio es uno de los motores que impulsan a las personas a acabar con la vida de otras personas, sino también porque su presencia indica un ambiente en el que la muerte puede hacer su aparición por otras razones, incluso más banales o desapasionadas que el odio mismo. Allí donde existe el odio, existe la inhumanidad. A veces como causa de una situación o de una conducta, a veces como su consecuencia. A efectos prácticos, da igual si fue antes la gallina o el huevo. Cuando se abre la espita y el odio, ese gas tan venenoso como fluido, empieza a diluirse en el aire, la catástrofe está servida. Porque, valga la paradoja, a pocas cosas propende el ser humano tanto como a conducirse como si no lo fuera.

A los pocos segundos de escuchar a Magdalena Santacruz, tuve la certeza de haber aterrizado en un planeta con una densidad de odio en la atmósfera más que notable. Cuál fuera su foco emisor, y cuáles sus mecanismos de circulación, eran cuestiones que intuí iban a ocuparme y no poco en las siguientes jornadas. Por eso, resolví ser prudente e ir por orden y desde el principio. Antes de nada, debía averiguar a quién acababa de denigrar la mujer que tenía delante. Aunque una hipótesis resultaba más probable que otra, había al menos dos opciones.

– Disculpe, Magdalena, ¿a quién se refiere usted?

La hermana de Óscar me observó como si calibrara mi inteligencia. Y no me pareció que estuviera sacando una nota muy alta.

– Llámeme Magda, por favor -pidió-. Ahorrará saliva y me hará un favor, suena menos rancio. Perdóneme, pero ¿qué es exactamente lo que han averiguado hasta ahora de las circunstancias personales de mi hermano? Lo digo para saber por dónde tengo que empezar.

– Por lo que se refiere a sus relaciones femeninas, sabemos que estuvo casado y que ahora tenía una nueva pareja. Eso es lo que me hace dudar en cuanto a quién alude usted con su comentario -expliqué, en un intento de rehabilitarme como ente pensante a sus ojos.

Justo entonces entró Chamorro en el bar. Venía apresurada, con el teléfono móvil todavía en la mano y en las facciones una tensión que significaba que tenía algo importante y urgente que contarme. Le indiqué con un gesto que aguardara. Entendió al instante que estaba con algo que no debía interrumpir y se detuvo en seco. Magdalena se percató de nuestro cruce de miradas y me interrogó con la suya.

– Nuestra compañera, Virginia -dije-. La que habló con usted antes. Los tres vamos a llevar este caso. Puede hablar con confianza delante de cualquiera de nosotros. Compartimos toda la información.

Chamorro se acercó a saludar a la mujer. Se estrecharon la mano y luego la sargento fue a la barra a pedirse un cortado.

– Es verdad -reanudó Magdalena la conversación-. No tiene usted por qué saber a quién me refería… Disculpe, pero he olvidado su cargo y su nombre, todavía estoy un poco aturdida del viaje.

– Mi grado es brigada.

– Ah, brigada. ¿Eso qué es, más o menos que teniente?

– Menos. Y me llamo Bevilacqua. Pero me suelen decir Vila.

– Está bien, brigada Vila. Le aclararé a quién me refiero. Ainara, que es como se llama la novia actual de mi hermano, es una buena chica. O al menos esa impresión me dio, la única vez que la he visto. Muy joven, un poco inmadura, en algunos aspectos algo sobrada, como todas las chavalas de ahora, pero buena gente. Y me atrevería a decir que lo quería de verdad. Pobrecilla. ¿Han hablado ya con ella?

– No. Es usted quien nos ha dado su nombre. Hasta ahora tan sólo sabíamos de su existencia. Ningún vecino nos dio razón de más.

– ¿Tendría usted su número? -preguntó Chamorro.

– Nunca he hablado con ella por teléfono. Pero espere…

Magdalena cogió su teléfono móvil y apretó deprisa las teclas.

– Quizá esté aquí, déjeme ver.

Al cabo de unos segundos me tendió el aparato.

– Ahí lo tiene, creo -dijo-. El fin de semana pasado mi hermano estuvo por Cáceres con el niño. Se quedó sin batería y la llamó con mi móvil. Si no me equivoco, por la hora de la llamada y porque no me suena de otra cosa, ése debe de ser el número de la chica.

– Apunta, Juan -le ordené a Arnau.

– De todos modos, si lo que les interesa es investigar la muerte de mi hermano, a donde tienen que llamar es a otro número. Al de esa hija de la gran puta. Ése, se lo puedo dar seguro. Y de memoria.

– Me está hablando de su ex cuñada, naturalmente.

– Naturalmente.

Ahora fui yo quien sopesé la solidez de mi interlocutora.

– Supongo que se da usted cuenta de la gravedad de la imputación que está haciendo contra esa persona. Comprendo que sus relaciones con ella no sean buenas, no es infrecuente en casos de ruptura matrimonial, pero de lo que estamos hablando es de un asesinato en toda regla. A su hermano lo mataron por la espalda, peor aún, de un tiro en la nuca, y sorprendiéndolo en su propio domicilio. ¿Diría usted que su ex cuñada es capaz y tiene la posibilidad de contratar los servicios de alguien con los medios y la sangre fría para hacer algo así?

Magdalena habló con voz firme.

– Precisamente, brigada. Si entre todas las personas con las que trató mi hermano en su vida hay alguien capaz de esta canallada, y con los contactos necesarios para organizaría, ésa es mi ex cuñada.

– ¿Puede darme algún dato que respalde esa afirmación?

– Claro. Unos cuantos. Apunten, que todo es comprobable. Estamos hablando de alguien que ha amenazado de muerte a mi hermano. En público y con testigos. Hay una sentencia que así lo declara. Pero como es una mujer, lo consideraron una simple falta y sólo le pusieron una multa, mientras que a mi hermano, que no pudo evitar perder los nervios y responderle, le cayó una condena por violencia de género, orden de alejamiento y el estigma de ser un criminal. Eso es lo que pasa en esta mierda de país, por si no estaban informados.

Chamorro alzó las cejas. Arnau me miró de reojo. Yo sólo dije:

– Continúe.

A la mujer no se le escapó la reacción de mi compañera.

– No me mire así, sargento. Era usted sargento, ¿no?

– Sí -dijo Chamorro.

– Yo también soy mujer, como usted. Y claro que me parece bien que se proteja a las mujeres que están en peligro y se castigue a los que las tienen aterrorizadas. Por eso era partidaria de la ley, cuando la sacaron. Ahora lo recuerdo y me siento idiota. Porque en lo que a mí me toca, y perdone pero todos miramos por lo nuestro y por los nuestros, no sólo no me sirve de nada, sino que ha sido un desastre. Mi marido es un santo varón que ni me levanta la voz, y a quien han machacado con la dichosa ley es a mi pobre hermano, que era otro pedazo de pan, para beneficiar a una zorra que no merece ni el aire que respira. Le aseguro que eso te da una perspectiva subjetiva, si quiere, pero que echa por tierra todas esas teorías tan estupendas. Cuando ves a tu hermano jodido e indefenso, las teorías no valen una mierda.

– Cálmese, señora Santacruz -intervine-. La sargento no ha hecho ninguna observación al respecto, y entenderá que ninguno de nosotros la haga. Nos pagan por hacer cumplir la ley, no para interpretarla ni juzgarla. Para eso están otros, aunque usted tenga todo el derecho del mundo a criticarla y nadie, y menos mi compañera, se lo va a negar. Pero nosotros tenemos que limitarnos a buscar los hechos.

Magdalena respiró hondo. Apuró su café.

– Está bien -asintió-. Hechos. Pues ahí tiene el primero, busquen la sentencia. El segundo hecho que les va a interesar lo encontrarán en el otro juicio que tuvieron. Una madrugada mi ex cuñada se planta en comisaría con un golpe en mitad de la cara. Muy aparatoso, que lo de ella no es precisamente quedarse corta. Como es obvio, acusa a mi hermano y van por él. Otra noche en el calabozo y a la mañana siguiente lo llevan delante de la juez. Por suerte, la policía esta vez hace bien su trabajo, y entiéndame, no es que tenga nada contra ustedes, pero como cualquiera tienen muchas cosas de que ocuparse y la tendencia natural a taparse el culo, que en este caso es dar crédito a la denuncia de la maltratada y pasarle el muerto al juez. Pero como le digo, el poli que habló con mi cuñada se tomó el trabajo de pedirle que fijara con toda la precisión que pudiera la hora de la agresión. Y aquí ella calculó mal, supuso que a las once de la noche él no tendría coartada o tendría la de la novia, que siempre podía considerarse dudosa. Pero ese día mi hermano tenía una convención de la empresa y a las once de la noche estaba en una cena con una docena de personas. Logró que el abogado de oficio llevara a varias al juicio y todas testificaron en su favor. La juez lo puso en libertad y pasó testimonio al fiscal para que actuara contra mi ex cuñada por denuncia falsa. Nos enteramos porque la propia juez se lo dijo a mi hermano. Pero de eso no se ha vuelto a saber nada. Nadie actúa para perseguir ese tipo de casos. Y la muy desgraciada todavía tuvo el cuajo de recurrir la sentencia. Para que vayan haciéndose una idea de con quién se juegan los cuartos.

Si todo aquello era cierto, y cualquier cosa que hubiera inventado podía desmentirse fácilmente, me iba haciendo en efecto una idea.

– ¿A qué se dedica su cuñada?

Quizá esperaba la pregunta. La respondió con una sonrisa amarga.

– Es procuradora de los tribunales.

– Ya veo.

– Por eso no le tiene miedo a meterse en juicios, para ella es el pan nuestro de cada día, y por eso quiso acorralar a mi hermano con las denuncias. Para que él cada vez pudiera ver menos al niño y para que el divorcio le saliera lo más ventajoso posible. Pero ahí pinchó en hueso. Porque mi hermano tenía adoración por su hijo. Y habría cedido en todo lo demás, pero no quiso pasar por que esa indeseable lo apartara de la sangre de su sangre. Así que le plantó batalla, pese a todas sus jugadas, y en eso estaba todavía. Y como ella, después de que lo absolvieran de la agresión, no debía de tener todas consigo, se ve que acabó buscándose una solución más expeditiva y marcando el teléfono de alguno de los muchos amigos que tiene entre la peor gentuza.

– ¿Y cómo es eso?

– Ésa es su especialidad. Trabaja regularmente con un par de abogados bastante siniestros, que por casualidad, seguramente, acaban defendiendo a toda clase de escoria humana. Mi teoría, respondiendo a lo que me preguntaba usted antes, es que a través de ellos ha acabado localizando a alguien que le resolviera su divorcio como no esperaba que se lo arreglaran los tribunales. Y mucho más rápido.

Miré a mis compañeros. De pronto, aquello era un móvil, un perfil criminal y un modus operandi. Tenía dos inconvenientes: uno, que se basaba en las afirmaciones de alguien con una inquina personal manifiesta hacia la persona a la que acusaba; y dos, que obviaba otras circunstancias de la víctima que tenían una mayor probabilidad, estadísticamente hablando, de conducirla hacia el hecho que había terminado con su existencia. Pero no podíamos dejar de considerarlo.

– ¿Me permite una pregunta personal, Magda?

– Diga usted.

– ¿Cuál es su profesión?

– ¿Trata de ponderar con ello el valor de mi testimonio?

– No, por favor, no sea usted tan suspicaz.

– Soy licenciada en Psicología, si se refiere a mi titulación. Pero lo dejé. Ahora me dedico al coaching. ¿Sabe usted lo que es?

– Sí, lo sé.

– Qué casualidad -dijo Arnau-. ¿Sabe usted que el brigada también es licenciado en Psicología?

– ¿Ah, sí?

La mirada que en ese momento le dirigí al guardia tuvo la cordialidad de un fusilamiento. El pobre enrojeció hasta el borde del eritema, y por un segundo pensé que me había excedido, pero de alguna forma tenía que hacerle notar que mis circunstancias biográficas eran una mercancía que prefería administrar yo personalmente, y más frente a un testigo, y todavía más frente a una testigo como aquélla. La bisoñez tiene esas cosas. Uno tiende a hablar justo cuando no debe.

– De modo que usted también picó -observó Magda.

– Sí, y también lo dejé, como es notorio. ¿Y es negocio el coaching en Cáceres? Entiéndame, no es una ciudad muy grande.

– Allí soy la única. Y también atiendo a gente a distancia. Era mejor negocio hace año y medio, para qué le voy a engañar, pero hoy por hoy sigo ganándome la vida. ¿Satisface esto su curiosidad?

– De sobra.

Por primera vez, la testigo esbozó algo parecido a una sonrisa.

– De colega a colega y curiosidad por curiosidad. ¿Y es negocio lo suyo? Quiero decir, lo de investigar crímenes para la justicia.

– No precisamente. Pero el poco sueldo es seguro. Ya que hablamos de profesiones, ¿podría decirnos a qué se dedicaba su hermano? Nadie nos lo ha sabido decir por aquí. Los vecinos no lo conocían mucho.

– Óscar era ingeniero informático. Pero se aburrió de programar y se dedicó a algo más lucrativo, y más acorde también con su don de gentes. Era comercial de una empresa que distribuía en España soluciones avanzadas de gestión para actividades altamente especializadas.

– ¿Disculpe? -preguntó Chamorro.

– Disculpe usted. Es verdad que lo que acabo de decir no significa nada para el común de la gente. Pasa cuando uno se relaciona con un informático, sin querer te pegan su jerga. Para que se haga una idea, lo que mi hermano vendía eran programas ajustados a medida para la gestión de hospitales, centros de control aéreo y ferroviario, plantas de tratamiento de residuos, edificios bioclimáticos, grandes centros comerciales, emisoras de radio y televisión, etcétera. En resumen, actividades más o menos peculiares con necesidades muy específicas, para las que habían desarrollado herramientas también específicas que mi hermano presentaba a los posibles clientes y luego los técnicos adaptaban a cada uno de ellos. Para saber bien lo que vendía, necesitaba saber de informática. Para que el cliente lo entendiera y lo comprara, hacía falta alguien con dotes de comunicación. Y mi hermano reunía ambas cualidades. Antes de que la economía pinchara, le iba francamente bien. Ahora la cosa estaba más floja, según decía, pero la ventaja de trabajar en campos muy especializados es que la crisis no golpea tan fuerte. Seguía sacándose un pico al mes en comisiones.

– Sin embargo, vivía en un piso modesto -observé.

– Lo que pudo comprar con lo que pudo salvar de sus ahorros, después de que la bruja se quedara con la casa que había pagado con el fruto de los años buenos. Y aun así, no estaba mal. Compró el piso al contado, no tenía ninguna hipoteca. Óscar era así. Prefería rebajar sus ambiciones, y andar con holgura, antes que vivir por encima de sus posibilidades. Por eso se vino a vivir a este pueblo y a este piso. Porque era lo que podía pagar sin endeudarse en un solo euro.

– Debo entender entonces que no tenía problemas económicos.

– Tampoco iba sobrado. Como se puede imaginar, mi ex cuñada se las arregló para sacarle una buena pensión de alimentos para el niño y aun una compensatoria para ella, que es lo que más gracia tiene. Se queda con su vida y encima pide que la indemnicen. Y lo que es más grande, el juez le da la razón. Entre otras cosas, eso era lo que estaba pidiendo Óscar que se le revisara en este segundo juicio.

– Segundo juicio, ¿por el divorcio, quiere usted decir?

– No, divorciados ya quedaron en el primero. Mi ex cuñada, que es del gremio, no quería separación y después divorcio porque sabía que el divorcio era una segunda vuelta en la que podía perder algo del chollo que iba a conseguir en la primera. Sobre todo, si mi hermano acreditaba alguna clase de disminución de su renta y la posición patrimonial ventajosa de ella. Lo que inició mi hermano fue un proceso de revisión de la primera sentencia. Para suprimirle a ella la pensión compensatoria, porque de hecho tenía más patrimonio que él y ahora ganaba lo mismo, o mucho más, si se consideraban los ingresos de su nueva pareja, uno de los abogados que les dije antes. Pero ante todo, lo que pretendía Óscar era obtener la custodia de mi sobrino.

– ¿Con qué fundamento?

Por primera vez, a los ojos de Magdalena asomaron las lágrimas. Hasta ese momento, la ira había podido con la emoción. Puede sucederles, a las personas de carácter como sin duda ella era. Pero también sucede que cuando esas personas dejan que se afloje la coraza, la emoción se abre paso de forma torrencial. Como resbalaron de pronto por sus mejillas aquellos lagrimones, aunque la voz no le tembló.

– Porque al cabo de tres años, brigada, estaba en condiciones de demostrar que la madre, contra el prejuicio de género que le había valido para ganar el primer asalto, no era la más adecuada para cuidar del niño. Entre otras cosas, tenía la declaración judicial de cómo había simulado ser objeto de un delito para conseguir que una persona perdiera injustamente su libertad y su dignidad, lo que ya daba buena cuenta de su catadura moral y su equilibrio psicológico. Pero no sólo era eso. Mi sobrino ya no era un bebé incapaz de expresarse. Podía contar quiénes eran sus padres, y cómo se comportaba cada uno.

Aquí a la mujer se le quebró la voz.

– Y el día que decidió meter esa demanda -continuó-, fue el día que el pobre firmó su sentencia de muerte, sin saberlo. Yo le dije que si estaba seguro, si de verdad era el momento, si no debía esperar un poco, si no temía lo que ella pudiera hacer, con el propio niño. Y su respuesta fue que ya había esperado bastante, que no había dado la batalla frontal al principio, cuando sabía que estaba perdida porque era sólo un hombre frente a una mujer, y contra la creencia general de que un niño pequeño tiene que estar con su madre. Pero que ahora que tenía una mínima posibilidad, ahora que podía pedir que se comparase entre la conducta de uno y de otro, y no entre el estereotipo masculino y el femenino, no tenía más remedio que intentarlo. Por su hijo, y pasara lo que pasara y respondiera ella como tuviera a bien responder.

– Entiendo…

Los del bar empezaban a preparar las mesas para la comida. Dentro de no mucho llegaría la clientela del almuerzo. No debía de ser tanta como la que habría un año atrás, cuando estaban aún en marcha las obras de los edificios cercanos que ahora se veían paralizadas; pero si se tomaban la molestia de prepararlo es que alguna tenían. Antes de que se nos estropeara la relativa intimidad de que gozábamos, creí que debía aprovechar para llevar a Magdalena al terreno pantanoso.

– Me hago cargo de la situación familiar de su hermano -dije-. Y le agradezco mucho toda la información que nos ha proporcionado hasta aquí. Desde luego es digna de tenerse en cuenta. Puedo ver con bastante claridad los términos del conflicto con su ex cuñada, y comprendo las motivaciones y los pasos de su hermano. Sin embargo, hay algo que me chirría en todo el cuadro. Algo a lo que no se ha referido usted en ningún momento, ignoro si es porque lo desconoce.

– ¿De qué me habla?

– Se lo menciono porque es relevante para nosotros, y también para esa cruzada de recuperación de su hijo en la que estaba embarcado su hermano. Dice usted que ahora el juez podía comparar entre uno y otro, entre la vida de él y la de su ex mujer. Pero hay un detalle de la vida de Óscar que no iba a ayudarle mucho, precisamente.

– Sea usted claro, por favor.

– ¿Sabe usted que su hermano estuvo detenido por tráfico de estupefacientes, y que se le instruyó una causa judicial al respecto?

Magdalena no respondió en seguida.

– Sí, lo sé -admitió al fin.

– ¿Y no cree que se trata de una circunstancia que podía no favorecerle en ese proceso de revisión de su divorcio, en lo que se refiere a la custodia del niño? Y por otra parte, ¿no le da nada que pensar respecto de lo que le ha sucedido y de cómo ha venido a sucederle?

De nuevo, la mujer se tomó su tiempo antes de responder. Miraba la taza desde hacía rato vacía, donde el poso de café y azúcar se había convertido ya en una pasta sólida y más bien desalentadora.

– Perdone usted, brigada. ¿Podría aclararme algo? ¿Su trabajo consiste en encontrar al responsable de la muerte de mi hermano o en encontrarle una justificación que le exima de investigarla?

– Ahora no la entiendo, señora Santacruz.

– Para la mayoría de la gente, si alguien muere en un ajuste de cuentas por drogas, se lo tenía merecido y no hay por qué darle muchas más vueltas. Así que ustedes, los policías, o los guardias, igual me da, pueden limitarse a hacer lo imprescindible, y si no encuentran nada con eso, dejar el asunto morir hasta que el tiempo lo archive. Nadie va a clamar justicia para un delincuente. ¿Me equivoco?

– En varias cosas, señora. En primer lugar, yo no soy la mayoría de la gente. Ni mis compañeros tampoco. Somos profesionales y nuestro oficio es precisamente resolver estos casos, sea quien sea el fallecido. Eso a mí me da igual. Desde que lo ponen en mis manos, pasa a ser asunto mío y no me gusta dejar a medias mis asuntos. No estoy tratando de librarme de nada. Estoy tratando de tener claro por dónde tengo que meter el cuchillo. Y cuando lo averigüe, no dude de que lo meteré a fondo, fuera cual fuera el motivo y sea quien sea el que le disparó a Óscar por la espalda y quien le pagó por hacerlo.

No era la primera vez, ni mucho menos, que Chamorro me escuchaba soltar un discurso como aquél. Pero en esa ocasión ella tenía algunos motivos para cuestionar que yo fuera sincero al pronunciarlo. Quizá por eso procuré que sonara más contundente que nunca, y creo que en buena medida lo conseguí. Al menos logré que a Magdalena se le pusiera cuesta arriba mantenerse en su reticencia.

– Está bien. Yo sólo puedo contarles lo que él me contó. Soy su hermana, y quizá estoy obligada a creerle como ustedes no lo están. No sé, juzguen por sí mismos. Esto fue el año pasado. Mi hermano estaba muy tenso, con el estrés del trabajo, donde las cosas empezaban a no ir tan de fábula y había que esforzarse más para vender, y con los nervios que le producía el enfrentamiento con mi ex cuñada y la preparación de la demanda que ya había decidido presentar, después de que le absolvieran de la agresión. En fin, que según me dijo, una noche hizo lo que no había hecho en sus treinta y ocho años de vida. Meterse un tiro que le pasó un compañero de trabajo. Luego reincidió un par de veces, y una noche quiso comprar para invitar él. Preguntó en el local donde estaba tomando una copa y en seguida le señalaron a un tipo. El tipo le hizo una oferta: si se llevaba las cinco papelinas que le quedaban, le hacía una rebaja. Le dijo que quería irse a casa y liquidar el tema de una vez. Mi hermano picó, y digo picó porque lo que pasó después, y de nuevo les cuento lo que él me contó, vino a demostrarle que todo había sido una trampa. Compró las cinco papelinas y a la salida del garito lo pararon dos policías y le pidieron la documentación. Luego lo registraron. Y le pillaron las papelinas en el bolsillo de la americana. Como un pardillo. Lo detuvieron y a la mañana siguiente lo llevaron al juez, que lo dejó en libertad inmediatamente, porque no tenía antecedentes por drogas, llevaba poca cantidad y era dudoso que fuera para consumo propio o para traficar. Y en el juicio lo absolvieron. Eso me consta y lo podrán comprobar si miran en sus archivos.

– Ya lo hemos hecho, como puede imaginar -dijo Chamorro.

– ¿Y usted se cree esa historia? -la desafié-. Quiero decir, que nunca hubiera consumido antes, que comprara todas esas papelinas sólo porque el camello tenía sueño, que fue una trampa, etcétera.

– No tengo por qué no creerlo.

– ¿Su hermano era muy nocturno? Perdone, pero no puedo evitar preguntárselo, por lo que acaba de contarme y por la hora a la que creemos que llegó anoche a su casa, cuando lo sorprendieron.

Magdalena percibió la intención que había en mi pregunta.

– Hasta el divorcio, en absoluto. De casa al trabajo, y del trabajo a casa, y más tras nacer el niño. Después, cuando perdió el contacto diario con mi sobrino, sí empezó a salir algo más. Se sentía muy solo y se le caía el piso encima, me decía. Hasta que se emparejó con esta chica y, por lo que contaba, volvió a hacer una vida bastante casera.

– Es curioso, con una chica tan joven como pareja, no le sería demasiado fácil. A todos los jóvenes les gusta salir y la fiesta, ¿no?

Arnau pareció dudar por un instante si le reclamaba su opinión al respecto. Por suerte, o escarmentado por el percance de antes, no osó abrir la boca. Magdalena, en cambio, no se dejó intimidar:

– Cada uno es como es, brigada, tenga la edad que tenga. Por lo que sé, ella tampoco es de salir demasiado. A lo mejor los dos se salvaron mutuamente de un mundo en el que estaban a disgusto.

– Sí, el mundo de la noche tiene sus peligros. Y a propósito, ¿quién cree usted que pudo tenderle esa trampa con las papelinas?

– Él se olía que fuera la de siempre. No le habría costado mucho, con ayuda de sus amistades, mantenerlo vigilado y al descubrirle esa debilidad organizar toda la emboscada. De hecho, Óscar me dijo que más de una vez había tenido la sensación de que le seguían.

– Suena un poco rocambolesco, ¿no le parece? Si me disculpa, incluso un poco paranoico. ¿De veras cree a su ex cuñada capaz de tanto?

– La creo capaz de todo, brigada. No lo sé, no conozco mucho el mundo de los traficantes ni el de los policías, porque no es mi mundo. Sólo veo películas y leo novelas. Supongo que es posible que haya policías infiltrados en los garitos sospechosos, que vigilen las transacciones y luego vayan por los que las hacen. O incluso que los soplones que tengan entre los camellos les entreguen a alguna alma candida para seguir tranquilamente con su negocio y para que la policía cumpla con sus estadísticas de detenidos. Quizá sólo ocurrió que mi pobre hermano, con su mala suerte, se vio pillado en una de esas. Ustedes sabrán mejor que yo. Pero yo en su lugar no descartaría lo otro.

Asentí. Confiaba en que comprendiera que yo no era su enemigo; ni siquiera uno de esos cínicos husmeadores de basura a los que no les tiembla el alma mientras escarban en las desgracias ajenas. Que estaba con ella y con el difunto, y que no tenía la menor predisposición a dudar de su integridad, en tanto no se probara lo contrario.

– No se preocupe -dije-. De momento no estamos en condiciones de descartar nada, y le agradecemos de veras su colaboración y sus apreciaciones. Lo investigaremos todo, no le quepa duda. No lo interprete como desconfianza, pero nos ayudaría mucho si más allá de la sospecha que acaba de arrojar sobre su ex cuñada, nos dijera cómo y a través de quién cree que pudo organizar todas esas maniobras contra su hermano, y finalmente, si es que fue ella, lo de esta madrugada.

Magdalena meneó la cabeza.

– No sé tanto de ella ni de su círculo como para poder responder a eso con un nombre concreto. Lo que yo les recomendaría es que investigaran con quién se relaciona, les aseguro que no se van a aburrir. Y no pierdan de vista al novio. También ése lo tiene fácil para encontrar a alguien que haga cualquier barrabasada que se le ocurra.

– Bueno, no es tan sencillo encontrar a alguien dispuesto a matar por dinero -dije-. No crea que nos sobrarán los sospechosos. Si es por ese camino donde está la clave, lo recorreremos y daremos con él. Y a lo mejor ni siquiera nos lleva mucho. Confíe en nosotros.

– No me queda otra, ¿no?

– Me temo que no. Seguramente tendremos que volver a hablar con usted. En cuanto hayamos cruzado algunos datos y avancemos en la investigación. ¿La podemos localizar siempre en ese móvil?

– Por supuesto. ¿Puedo… subir al piso? Tengo llave.

– No, lo siento. Lo vamos a precintar, y no podemos permitir que nadie entre por ahora. ¿Necesita algo en particular?

– No. Era sólo una estupidez sentimental. Quería ver cómo había dejado sus cosas. Bueno, y tratar de localizar sus papeles. Los del seguro del entierro, y todo lo que… Dios, es que me parece mentira.

– Hemos recogido alguna documentación, miraremos si está ahí la del seguro. Si no, y si usted recuerda con quién lo tenía, la ayudaremos a hacer la gestión. Pero al piso por el momento no se puede pasar. Además, ya sabe que todo ahí dentro tiene ahora un heredero.

– Lo sé, y sólo de pensar que esa…

– Tranquila. Quedará precintado. Tampoco ella va a entrar.

– Bueno, es un consuelo.

– Muchas gracias. Ahora mi compañero le indicará la dirección del Anatómico Forense. ¿O necesita que la llevemos hasta allí?

– No, no hace falta.

– Muy bien. Arnau, haz el favor.

El guardia la acompañó al coche. Chamorro y yo nos quedamos en el bar y, en cuanto Magdalena hubo salido, me volví hacia mi sargento.

– Bingo -dijo, exultante-. Tenemos la matrícula.

6 Instinto de cazador

A menudo, en la investigación criminal, los progresos se producen de modo caprichoso. Horas de sesudo análisis pueden conducir a nada en absoluto y una feliz ocurrencia puede abrirle a uno atajos insospechados. Pero todo el terreno que se gana, ya sea por el camino laborioso o por el itinerario recorrido gracias al favor de la fortuna, bien puede retrocederse en un instante. Conviene no olvidarlo, aunque ello te convierta en un recalcitrante escéptico. Por eso me tomé la revelación de Chamorro con el entusiasmo justo, y le pedí más detalles.

– La cámara de ese punto de control de la autovía es de las nuevas, y el tramo está además bastante iluminado-explicó-. La matrícula se lee perfectamente, la imagen no deja lugar a dudas. Una moto negra y un tipo también de negro, de la cabeza a los pies. Fornido y bastante resuelto, por la forma de llevar la moto, aunque pasó a 120 clavados, lo que quiere decir que no es un idiota ni tampoco un impulsivo.

– Bueno, yo no diría tanto. Dejémoslo en que sabía que esa noche no le convenía que le parara la poli, y tampoco hay que tener mucho caletre para eso. Me imagino que has comprobado la matrícula.

Chamorro asintió con suficiencia.

– Por supuesto. Y es de una moto. Yamaha FZ6, color negro, 600 centímetros cúbicos. Es decir, la potencia suficiente para andar por carretera y la agilidad necesaria Para circular por ciudad.

– ¿Eres motera, ahora?

– No. Trato de deducir por toda la información de que dispongo la personalidad y las necesidades de nuestro hombre.

– No vayas tan deprisa. Por partes. ¿Quién es el dueño?

– ¿Por qué no dices o dueña?

– Virgi, no me toques las narices.

– No te las toco. La moto tiene dueña. O al menos la titular del vehículo ante los archivos de Tráfico es una mujer. Leire Pastrana Marín. Veintiséis años y residente, aquí viene lo chungo, en Albacete.

– Mal rollo, sargento. No sé por qué estabas tan contenta. Esto huele a esquinazo en toda regla. Qué cabronazo.

– ¿Por qué lo das por hecho?

– Vamos, compañera, que pareces nueva. Apesta a la legua a matrícula doblada. Y lo que es peor, ¿en la imagen de la cámara se aprecia bien el modelo de la moto, quiero decir, todos los carenados y todas las leches que hay que tener en cuenta para distinguir una Yamaha FZ6 de una FZ5J o de los dieciocho modelos que haya parecidos?

– No he visto la imagen. Es posible que no.

– O sea, que ni siquiera sabemos si se ha tomado la molestia de ponerle la matrícula de una moto idéntica o de una parecida. Así que piensa en la perspectiva de pedir el listado de todas las Yamaha de 600 negras que circulen por este puñetero país. Y piensa en lo divertido que va a ser zamparte esa papilla. Tienes para dos años, colega.

– Con tu ayuda, quizá sólo uno.

– Yo paso, ya estoy viejo para eso.

– Bueno, habrá que indagar de todos modos si esta Leire Pastrana tiene algún amigo cachas, ¿no te parece?

– Pues sí, total, en algo hay que matar el tiempo. Lo mismo esa Leire es una persona fascinante, ya de por sí el hecho de que cabalgue una Yamaha 600 le pondría a más de uno. Y es de esperar que sus amigos cachas también sean personas con un gran mundo interior.

– Vamos, que veo que no he conseguido darte una alegría.

– Perdona, Vir, es la costumbre de sufrir sinsabores. Ponte en lo peor y acertarás. De joven quise creer que la vida no era así, y me habría gustado lograr creerlo a los cuarenta y cinco, pero ya ves, cometí la estupidez de meterme en esta empresa. Aquí, no hay manera.

– ¿Me dejarás que llame a la unidad de Albacete de todos modos?

– Claro, llama. Que le den un repaso a Leire. Y si hay algo, que te digan si está buena. Si no, por mucho que haya que investigar, vas tú.

– Vale, seductor.

– Es que me da pereza viajar, si no hay paisajes. En fin, creo que es el momento de llamar a mi amo y señor. ¿Crees que tengo material suficiente para aplacar su ira hacia mi despreciable persona?

Chamorro sonrió, con un aire malévolo.

– Diría que lograrás retrasar tu ejecución al menos unas horas.

– Gracias, eso ya es algo.

Marqué el número del teniente coronel. Justo a tiempo, porque por el ruido que se metía en el auricular ya estaba en el comedor. Los jefes solían comer con el coronel, en un saloncito aparte, y aquel era el momento de fardar de los progresos que había logrado esa mañana la tropa de cada uno, si es que de alguno se podía dar noticia. Me las arreglé para hacerle el resumen en unos cinco minutos, incluida la pista de Leire y la Yamaha, que supuse que le vendría especialmente bien para hacer algún chiste verde que amenizara el almuerzo.

– Muy bien, Vila, me alegra ver que es más fuerte que tú.

– ¿El qué, mi teniente coronel?

– El instinto de cazador, qué va a ser.

– Me juzga mal, jefe. Lo de ser cazador es un accidente de la vida.

– Eso dicen todas. Pero no te puedes aguantar las ganas de tener a ese de la moto sentado en la sala de interrogatorios y pensando en qué milonga colocarte para tratar de reducirse la condena.

– Honestamente, preferiría estar con Charlize Theron.

– Bueno, hay tiempo para todo. Gracias, brigada.

Colgó antes de darme tiempo a separarme el aparato de la oreja. Lo que más me molestaba era que el muy puñetero tenía razón. Pese a todos los reveses y todos los desengaños, que a aquellas alturas eran ya unos pocos, el desafío seguía agitándome la sangre. En fin, que seguía vergonzosamente vivo. En ese momento vi entrar de nuevo a Arnau por la puerta del bar.

– ¿Qué, aprobado? -me preguntó Chamorro.

– Con nota. Es lo que tiene llevar a una empollona en el equipo.

Los observé, a los dos elementos que componían mi equipo. Tenía suerte, eran buenos. Decidí hacer caso de la vieja canción: on the sunny side of the street. Siempre hay algo a lo que agarrarse para alegrar el día. El bar estaba ya medio lleno de comensales. Miré el reloj.

– Habrá que comer, gente. Y este lugar es tan malo como cualquier otro. ¿Qué os parece si pedimos un menú y nos lo hincamos?

– Yo creo que antes deberíamos hacer otra cosa -dijo Arnau.

Lo miré con curiosidad. ¿Había osado contradecirme?

– ¿Qué, en particular, Johannes Poirot?

Admito que ahí sí se me fue la mano. El pobre chaval encontró con ostensible dificultad las palabras para formar su argumento.

– A mi… A mi juicio, habría que contactar con esta chica, Ainara. Piense, mi brigada, que el móvil del muerto lleva no sabemos cuántas horas desconectado. A lo mejor lo está llamando desesperada.

Chamorro asintió en silencio, y con una pizca de bochorno. Que se me hubiera pasado a mí, que era un merluzo, resultaba lógico. Pero que ella, con la euforia de la matrícula, no hubiera caído en el detalle, era algo que no se podía perdonar. Incliné la cabeza ante Arnau.

– No te falta razón, mi buen Jack. Bien visto, apúntate un tanto y ponle un negativo a tu brigada. Pero estando de acuerdo contigo, vamos a comer primero, y lo hacemos rápido. Sólo supondrá veinte minutos más de espera para ella y a cambio nosotros nos alimentamos antes de entablar una conversación que bien puede hacerle perder el apetito a quien le toque tenerla. Y no estoy mirando a nadie.

– ¿Ya me la has adjudicado? -consultó Chamorro.

– De mujer a mujer. Éste y yo somos varones patosos.

– Muchas gracias. Nunca imaginé que este trabajo iba a proporcionarme tantas oportunidades de realizar mi feminidad.

– Sorpresas te da la vida -dije-. Yo me voy al cocido completo.

– Tenemos una larga tarde por delante -advirtió mi compañera.

– Por eso mismo. Carpe diem.

Otra cosa que tiene el cocido es que es una de las pocas comidas que pueden estar buenas en cualquier lugar, por muy barato que sea, circunstancia esta más que relevante para alguien que dispone de una cantidad asignada en concepto de dietas que no da precisamente para derrochar, y de la que incluso debe intentar sacar algún ahorrillo extra. El de aquel bar no era el mejor que hubiera probado, la verdad, pero resultaba bastante digno y la ración era generosa. Mis propósitos ascéticos pasaron a mejor ocasión. Y el combate con el agujero del cinturón en el que por ahora mantenía con alguna dificultad mis posiciones se iba a ver sin duda recrudecido. Pero tenía apetito y necesitaba nutrientes para mi viejo y ya menguante cerebro. Rebañé el plato.

Aprovechamos la comida para poner en común toda la información que habíamos recogido. Es muy útil que cada miembro del equipo esté continuamente actualizado con todo lo que los otros van encontrando, porque así cualquiera, en cada momento de las pesquisas que le correspondan, avanza con todo el bagaje acumulado por los demás. Y aunque al principio no había acogido con júbilo la adscripción permanente del joven discípulo y el encargo de formarlo, empezaba a advertir que disponer de otros dos brazos, otros dos ojos, otras dos orejas y otro cacumen, por tiernos que estuvieran, no dejaba de representar un incremento de potencia investigadora superior al menoscabo que suponía la necesidad de explicarle alguna que otra obviedad.

Ya con los cafés sobre la mesa, le pedí a Arnau que le pasara a Chamorro el que presumíamos era el número de la novia del muerto.

– Mejor voy fuera a llamar -dijo ella-. Aquí hay mucho ruido.

– Como prefieras. Pero antes déjame todo lo de la moto, anda.

La sargento salió a la calle. La miré a través del cristal. Primero paseó un poco arriba y abajo, con el teléfono en la oreja y la mirada en las alturas. Al cabo de unos segundos empezó a hablar. Se quedó entonces quieta, durante un minuto o así. Luego caminó otra vez, frotándose la frente con la mano, y se detuvo de nuevo. En esa posición siguió hablando durante varios minutos más. Ya no me cupo duda.

– La tiene -dije-. Oye, Arnau, ¿tú te consideras impresionable?

– ¿A qué se refiere, mi brigada?

– Principalmente, a si te impresiona mucho el dolor ajeno.

– Pues, no sabría decirle. Alguno me ha tocado ver, desde luego. Lo llevo como puedo. Como me imagino que todos.

– No, todos no. Hay quien no lo puede soportar. Y hay a quien se la trae floja. Si te vale mi consejo, procura situarte en medio. No porque sea lo más justo, lo más humano o lo más inteligente, sino porque es lo que más te conviene para tener una perspectiva completa y práctica de las cosas. Los que se dejan conmover mucho se ofuscan, y los que se han vuelto como maderos dejan de ver lo que hay que ver.

– Entiendo. ¿Y por qué me dice esto ahora?

– En previsión. Vamos a entrevistarnos dentro de un rato con Ainara. Parece una mujer pasional, tiene veinticinco años y acaba de quedarse viuda cuando apenas estaba empezando su romance. Me apuesto la medalla gorda a que no va a ser un momento nada anodino.

– ¿ La Cruz de Plata, se apuesta?

– No lo digas así, con mayúsculas y todo, hombre. Si yo te contara por qué me la dieron… Bien mirado, debería apostarme otra cosa.

– ¿Y eso?

– Tiene gracia. Acabo de acordarme. Me la colgaron por trincar al del juicio de la semana pasada. El que nos extraditaron. El que ahora está de vuelta en su país invitando a copas a los amigotes y jactándose de lo poco que cuesta tomarle el pelo a la justicia española.

– Desde luego, es indignante. No sé cómo…

– Ya lo sabrás. No le demos más vueltas al asunto, que me cabreo y no me conviene, y menos después del chute de colesterol que me acabo de meter. Sólo quería advertirte. No creo que te hayas visto en una como la que vamos a tener esta tarde. Aprovéchala y aprende.

– En eso estoy, mi brigada, no lo dude.

– No lo dudo. Bueno, en lo que la sargento tarda en terminar con la administración de la luctuosa noticia, vamos a lanzar otro hilito de nuestra red. Aquí tienes todo lo que sabemos de esa moto y de su propietaria. Llama a la comandancia de Albacete y les das todos los datos. Que nos miren esta misma tarde, si no tienen tajo más urgente y si tienen la bondad, cómo es esta Leire y a qué dedica el tiempo libre. Y a ser posible, si suele conducir esta moto que figura a su nombre o si se desplaza en algún medio alternativo. Puedes decir que es importante y una gestión por la que nuestro coronel puede llamar al suyo.

– De acuerdo.

– Lo último sólo les impresionará si te coge el teléfono un pipiolo como tú, pero oye, nunca hay que dejar de comprar el décimo.

Arnau frunció el ceño.

– ¿Sabe? Si no fuera tan cáustico sería usted un suboficial cojonudo.

– Lo sé. Ponte a ello. Voy a salir a llamar yo también.

No era el primer momento que se me presentaba para hacer aquella llamada, pero si el último al que razonablemente podía diferirla. Ya estaba claro que iba a pringar hasta bien tarde, y todavía le dejaba a quien debía avisar el suficiente margen de reacción. Años después, seguía sin tener el número en la agenda del móvil. Nunca lo había tenido, de hecho. Era uno de los pocos que me sabía de memoria.

– ¿Sí? -la voz sonó como siempre. Seca, apremiada.

– Hola -dije, con el tono más neutro que fui capaz de imprimir a la mía-. Te llamaba para decirte que esta mañana hemos levantado un cadáver. Y por lo que veo, aún voy a estar liado un buen rato.

– Joder, podías haber llamado antes.

– Llevo toda la mañana metido en faena. Y pensé que quizá me daría tiempo a rematar lo imprescindible. Pero no va a poder ser.

– Vale. Ya me dirás cuándo recuperas. Si quieres.

– Está bien. Lo llamo luego, de todos modos.

– Tú verás. Perdona, pero yo también tengo mucho lío por aquí, y ahora encima me toca organizarme. Adiós.

Le habría dicho que lo sentía, pero ni me dio tiempo a hacerlo ni tampoco tenía ningún sentido, a aquellas alturas. Hay cosas en la vida a las que no hay que dedicar más esfuerzo. Ni para arreglarlas, ni para destruirlas. Quedan en la cuneta y en el fondo está bien así.

Chamorro ya había colgado. Su cara era un poema.

– Estoy preocupada, jefe.

– ¿Por?

– No sé si no tendría que haberle dicho que se quedara donde está y mandarle un coche para traerla, o para escoltarla.

– ¿Dónde está?

– Venía de camino. Lleva toda la mañana llamándolo, al móvil y a la oficina. Todo lo que le han dicho en el trabajo es que hoy no se ha presentado. Y al no darle señal el móvil, se ha ido poniendo histérica. Dice que no ha salido antes porque su jefe no le ha dado permiso y está pendiente de que le renueven el contrato este mes.

– Qué agradable lugar, Eurolandia -observé-. Primero y ante todo, cumple con los deberes que te impone tu contrato basura. Y luego ya puedes ir a ocuparte de la desaparición de ese ser querido.

– Ya ves.

– ¿Se lo has dicho? Quiero decir, el hecho concreto.

Chamorro inspiró hondo.

– No ha hecho falta. Lo ha adivinado ella. «Lo han matado, ¿verdad?» Eso es lo que me ha dicho en cuanto me he identificado.

– ¿Y algo más?

– Sí. «Yo sé quién ha sido.» Bueno, en otro tono de voz, como puedes imaginar. Y por si necesitas alguna pista suplementaria, cuando ha podido volver a articular palabra, ha añadido: «Lo ha hecho, al final esa zorra lo ha hecho». Y alguna otra lindeza que te ahorro.

– ¿Está muy lejos de aquí?

– No lo sé exactamente, deduzco que no mucho.

– Entonces no hay otra, esperemos. ¿Quieres un coñac?

– Rubén…

– Es broma, mi sargento.

– Ya no sé qué pensar, contigo.

– Pues yo me lo tomaba de buena gana, y ya sabes que apenas pruebo el alcohol destilado. Menudo día. Y esto tan sólo es el principio. ¿Quieres ir llamando a la ex mujer mientras esperamos?

– ¿No será mejor ir paso por paso?

– Avísala, sólo. A fin de cuentas, es la madre de su hijo. Tendrá que decírselo, pensar si lo lleva al entierro… Lo que sea, tendrá que organizarlo. Haz como si no supiéramos nada. A ver cómo respira.

– ¿Otra tarea que me toca en mi condición de mujer?

– No te lo tomes así. Sé objetiva. Imagina que eres un sargento del Séptimo de Caballería y que tienes que atacar por la espalda a un guerrero sioux. Puedes elegir para hacerlo entre un chavalote de Kansas y uno de tus exploradores navajos. ¿A quién mandarías?

– La comparación es un poco ofensiva, ¿no?

– No importa, no hay ningún sioux ni ningún navajo por aquí.

– Me está bien empleado. Quién me manda entrar al trapo.

Sacó su teléfono móvil y echó a andar sin prisa hacia nuestro coche camuflado. Abrió la puerta y se instaló en el asiento del conductor. Allí desplegó su bloc y cumplió la orden que acababa de recibir. Como siempre. Puntillosa y nada servil. Me admiraba, y a menudo pensaba que un día, cuando por fin diera con un novio en condiciones con el que le compensara tener hijos (o, alternativamente, cuando desistiera de encontrarlo y se inseminara con los genes de algún donante anónimo), es decir, cuando se viera empujada a dejar la perra vida que llevaba a mi lado para atender cosas más importantes, acabarían destinándola a alguna academia del Cuerpo. Nadie como ella para inculcar a los alumnos y alumnas la quintaesencia de la disciplina militar y del pundonor policial que distinguen a un guardia modélico.

Otras veces me daba por pensar que eso nunca sucedería, lo que era una buena noticia para la empresa y una pena para las criaturas que hubieran podido tenerla como madre o instructora. Lo que no contemplaba era que procreara y siguiera conmigo. Y no por machismo, sino por estadística. Ninguna mujer con hijos se quedaba en una unidad como la nuestra. Ninguna mujer es tan necia como para hacer tan mal negocio con su vida, y menos esperaba que ella lo fuese.

Me acordé con cierta inquietud de Ainara, que a la sazón conducía enloquecida hacia allí. Sólo podía encomendarme a su ángel de la guarda. Hay quienes lo consideran un cuento para niños, pero cualquiera con un poco de carretera a sus espaldas sabe que existe.

– Mi brigada -me sacó de mi abstracción Arnau.

– Dime, Juan.

En su semblante había un extraño regocijo.

– Debo de haber dado con un mindundi como yo -bromeó-. El que me ha atendido en Albacete me ha dicho que se ponen con ello en seguida y que esta misma tarde nos dicen algo. Por lo visto, no tienen nada que les apriete en estos momentos. Será eso, también.

– Estupendo. Ainara viene para acá. Estará aquí en unos minutos, si no se estampa por el camino contra alguna rotonda. Y nuestra sargento está hablando con la ex mujer. Dándole la noticia, nada más.

– Joer, qué trago.

– Virgi es recia. Podría comerse un bocata de clavos sin inmutarse. No imaginas las papeletas que la he visto… Eh. Ahí está.

Un Fiat Punto amarillo hizo su aparición en la avenida. Venía haciendo bufar el motor, más que pasado de revoluciones, lo que me hizo pensar en la falta de compenetración de algunas mujeres con el embrague, aunque no era el momento indicado para compartir con nadie aquella reflexión. Esquivó de un volantazo in extremis la esquina y luego una furgoneta y se detuvo ante la rampa del garaje.

– Vamos.

Arnau corrió conmigo hacia el vehículo. De hecho, corrió por delante de mí, que veinte años de diferencia se notan en los cien metros lisos modalidad durante la digestión. Llegó a tiempo de sujetarle la puerta y ayudarla a bajar. Ainara traía una falda con la que era imposible realizar esa operación sin hacer un pase integral de lencería. Los dos apartamos la vista caballerosamente, o como sea más pertinente calificarlo, y, casi sin resuello, me apresuré a hacer las presentaciones.

– Disculpe, es usted Ainara, ¿verdad?

– Sí, sí, sí… ¿Dónde está? -gritó-. ¿Dónde lo tienen? Quiero verlo, tengo que verlo, ¿me entiende, me entiende usted?

– Cálmese, por favor -le pedí, mientras trataba de contenerla.

El volumen de los alaridos de Ainara hizo que los pocos transeúntes que a esa hora transitaban por aquel barrio (después de que se disolviera la aglomeración de curiosos que había provocado el crimen a lo largo de toda la mañana) se detuvieran a contemplar el espectáculo. La verdad es que la estampa resultaba cuando menos equívoca: dos hombres sujetando a una joven atractiva junto a un coche amarillo mal aparcado. Uno de los viandantes, un tipo alto de unos treinta y cinco años y aspecto de culturista, juzgó necesario intervenir:

– Eh, maricones, dejad a la chica. A ver si tenéis huevos de…

– Juan, sácale la placa aquí a Míster Increíble, y ve por la sargento en cuanto puedas -dije, tratando de recobrar el aliento-. Y usted, señorita, tranquilícese, soy el brigada Bevilacqua, de la Guardia Civil…

– ¿Cómo, el qué de la piragua? ¿Quién es usted? ¿Qué pasa aquí? Quiero ver a Óscar, ¿dónde está, dónde está, dónde está…?

Con la última A, que alargó en algo bastante parecido al chillido de una parturienta sin epidural, alcanzó una pila de decibelios, no sabría decir cuántos porque no soy un especialista. En todo caso, fueron suficientes para dejarme con un pitido en el oído izquierdo, junto al que dio en vociferar. De pronto, la situación se había vuelto intensamente caótica. Por suerte, Arnau logró placar sobre la marcha al justiciero anabolizado, y Chamorro llegó en mi socorro poco después.

– Ainara, soy Virginia, la que acaba de hablar contigo -la abordó, agarrándola por los hombros-. Tranquila, déjame explicarte.

Di un par de pasos atrás. Arnau seguía parlamentando con el forzudo, que parecía resistirse a aceptar la pasmosa revelación. El guardia lo paraba con la mano pero el otro aún porfiaba. Me acerqué.

– Mire, caballero, todos tenemos una -le dije, mostrando mi placa-. Vamos, circule, que hoy no hay reparto de medallas.

– Eh, ¿qué ha querido decir con eso?

Me encaré con él. No estaba yo en mi día más comprensivo.

– Quiero decir que entorpecer la actuación de la autoridad no tiene premio, sino todo lo contrario. No sé si me capta la idea, así expuesta. Vamos, se le agradece el gesto, pero se ha confundido usted.

Aunque todavía rezongó un poco más, acabó yéndose. Mientras tanto, Chamorro había conseguido, al menos, que la chica dejara de gritar. La había apoyado sobre el vehículo y le hablaba pacientemente:

– Se lo han llevado. Aquí no hay ya nada que ver.

– ¿A dónde? ¿A dónde se lo han llevado?

Aunque había bajado el tono, Ainara seguía sonando agónica.

– No se preocupe, nosotros la acompañaremos. Y también tenemos que hacerle algunas preguntas. Le prometo que serán sólo las indispensables, ya habrá tiempo de hablar más despacio luego.

Estuve de acuerdo con el criterio de mi compañera. Nada podía impedir que aquella mujer acudiera sin perder un minuto a donde estaba el cuerpo de su hombre, y no se hallaba en condiciones de conducir. Tampoco era cuestión de abusar de su angélico custodio. Lo mejor era que la lleváramos nosotros y aprovechar el trayecto para apaciguarla, en la medida de lo posible. Me dirigí entonces a Arnau:

– Sube y le dices al sargento Villalba que nos vamos al Anatómico Forense. Que cuando acaben se encarguen ellos de precintarlo todo, y si surge alguna otra cosa de interés que me llame al móvil. Luego te ocupas tú de llevar allí el coche de la señorita. ¿Estamos?

– A sus órdenes.

Me volví hacia Ainara. Me miraba, pero no supe si me veía.

– Nosotros la llevaremos, como le acaba de decir mi compañera. No se preocupe por el coche, nuestro compañero se encargará de él. Antes de ponernos en camino, ¿no quiere usted tomar algo? ¿Le ha dado tiempo a comer? ¿Le apetece beber agua o alguna otra cosa?

– No. No podría tragar nada, ahora -gimió.

La sargento la tomó del brazo.

– Venga conmigo, por favor. Por aquí.

Se dejó conducir dócilmente por mi compañera. Chamorro bien podía sacarle quince centímetros de estatura; a su lado, la novia de Óscar parecía una niña desvalida. La sargento se había ocupado de recoger su bolso, del que la chica, aturdida como estaba, se había olvidado totalmente. La acompañó así hasta el coche y la instaló en el asiento de atrás. Calculé que era mejor que me sentara delante. Pasé al lugar del copiloto y Chamorro ocupó el del conductor. Antes de arrancar, se volvió para comprobar que nuestra pasajera estaba bien. Ahora Ainara lloraba en silencio, interrumpido por algún brusco suspiro.

Durante unos minutos que se hicieron eternos, nadie dijo nada. La mujer que llevábamos atrás bastante tenía con lo que tenía, Chamorro me había devuelto tras la emergencia la responsabilidad del asunto y yo no sabía muy bien por dónde ni cómo empezar a abordar a nuestra pasajera. Ni ella se encontraba en su momento más despejado, ni yo quería que mis preguntas la removieran y le hicieran perder otra vez los nervios. Tales son los inconvenientes de trabajar con el material humano, el más arduo y quebradizo de todos los que existen.

– ¿Le importa que hablemos un poco? -dije al fin.

No respondió. Tenía la cabeza echada hacia atrás.

– ¿Se encuentra bien?

– No -murmuró, desganada-. Que hablemos, ¿de qué?

– De lo que le dijo por teléfono a la sargento.

– No recuerdo, ahora…

– Le dijo usted que sabía quién había sido.

Al oír estas palabras dio un respingo. Se enderezó de golpe y se vino hacia delante, hasta que la retuvo el tope del cinturón.

– Tienen que detenerla -dijo, fuera de sí-. Ha sido ella. La ex mujer. Es una hija de perra, desde el principio trató de machacarle. Y como no lo consiguió por lo legal, le ha mandado a un asesino…

– No se altere, por favor -le pedí-. Comprendo perfectamente su dolor, y sé lo difícil que es de asimilar todo esto. Pero dese cuenta de lo que está diciendo. Sobre todo -y aquí hice una pausa más que deliberada-, piense usted que, si seguimos una pista que al final no es la buena, le daremos una ventaja preciosa al que lo haya hecho.

– Ese mal bicho es su pista buena, se lo digo yo. No hay otra.

Me volví hacia ella.

– Míreme, por favor, y piénselo fríamente. ¿Está segura?

Al provocar que mis ojos se encontraran con los suyos, no tuve más remedio que reconocer que Óscar Santacruz era un hombre con buen gusto y, al menos hasta cierto punto o en cierto aspecto, también un hombre afortunado. Muchos, en cualquier caso, le envidiarían aquella novia. Ainara poseía ese atractivo irresistible, casi sobrehumano, de las hembras a las que la naturaleza favorece (o carga, según se mire) con el don de soliviantar a cualquier portador de hormonas masculinas. Y por lo que se refería a los ojos, también eran de una belleza insólita, grandes y de un color ámbar claro bastante poco común.

– Estoy segura, agente Paniagua.

Me pareció que Chamorro reprimía a duras penas una carcajada, improcedente, dada la gravedad del momento. Pero no dejaba de ser comprensible, y no me quedaba otra que tomármelo con resignación. A fin de cuentas, aquella maldición onomástica no era, ni mucho menos, el peor legado que me había dejado el autor de mis días.

– Es Bevilac… Olvídelo, da igual. ¿Por qué?

– ¿Por qué estoy segura?

– Aja.

Por primera vez, desde que había aparecido dando volantazos en su utilitario amarillo, Ainara se tomó un momento para recapacitar. En lo que duró aquel paréntesis, no dejó de sostenerme la mirada. Sus ojos, todavía inundados de llanto, desprendían una luz perturbadora.

– Porque ya lo había intentado antes.

– ¿Cómo dice usted?

– Digo que no era el primer intento.

– A ver si la entiendo bien. ¿Me está diciendo que alguien, antes de hoy, había tratado ya de matar a Osear?

– Alguien no. Ella. Sus amigos.

– ¿Y cómo es que no lo denunció?

– Dios, Dios -exclamó, alzando la voz de nuevo.

– Por favor, Ainara…

– Eso voy a estar yo preguntándome toda la vida -dijo, más serena-. Eso mismo, ¿me comprende? Por qué no le obligué a denunciarlo.

7 Una cosa detrás de la otra

De repente, Ainara se transformó en otra persona. En el orden de prioridades de su cerebro algo se había antepuesto al fin a la congoja y la furia que hasta entonces la poseían. Como cualquier ser humano, era naturalmente proclive a la venganza, y acababa de percatarse de que estaba hablando con quienes podían procurársela.

– Fue la semana pasada -dijo-. El lunes, si no recuerdo mal. Era de noche, y Óscar venía del trabajo, por la carretera que va de la autovía hasta el pueblo. Según me dijo, todo pasó muy rápido. La moto debía de haberle estado siguiendo con las luces apagadas, porque no se dio cuenta hasta que no se le puso al lado. El ruido le llamó la atención y entonces los vio. Eran dos. El que iba de paquete miraba hacia él mientras se metía la mano bajo la cazadora, como si fuera a sacar algo. Óscar frenó en seco. Los de la moto siguieron un trecho más, hasta que se cruzaron y se salieron a la cuneta para dar la vuelta. Al verlos girar, Óscar no se lo pensó: pisó el acelerador a tope y no bajó de 150 hasta que llegó al pueblo. Los dos tipos no fueron tras él. No se arriesgaron. Ahora está claro que esperaron a tener una ocasión mejor.

– ¿Le dijo cómo era la moto? ¿Le describió a esos tipos?

– Negra. Y los tipos, tirando a grandes. Nada más. Llevaban casco.

– ¿Por qué no lo denunció?

Ainara se enjugó las lágrimas que surcaban sus mejillas.

– Me llamó muy alterado, desde casa, esa misma noche. Me lo contó y yo le dije que nos fuéramos a poner una denuncia inmediatamente, que aquello era algo que no podía dejar pasar y que necesitaba protección, o lo que fuera que pudieran darle. Pero él no quiso. Dijo que no había visto la matrícula, que no le habían hecho nada, que no tenía más prueba que su testimonio y que con eso ningún policía actuaría. Que lo archivarían y ya está. Y que si se le ocurría acusar a su ex y no podía probarlo, lo mismo le caía una querella de la otra y la perdía y se le complicaba todavía más lo del chico. Eso era lo principal para él. Recuperar al chico. Por eso estaba dispuesto a tragarlo todo.

– Ya veo.

Llegados a este punto, Ainara rompió a llorar de nuevo.

– No sé si ustedes lo piensan alguna vez -dijo, entrecortadamente-. ¿Para qué están? Ustedes, y los jueces, y todo el tinglado. ¿Para qué? Para que cuando un inocente aún está a tiempo de salvarse nadie le haga caso, y los criminales puedan seguir moviéndose a sus anchas, hasta que se encuentran ustedes con el cadáver. Y entonces ya sí. Entonces ya se lo toman en serio, y se preocupan, o más bien hacen como que se preocupan, y al final pillan a la mitad de la mitad de los malos. ¿O a lo mejor es mucho, la mitad de la mitad? ¿A cuántos cree usted que pillan, de verdad? Por ejemplo, dígame: ¿a cuántos de los asesinos que ha perseguido usted ha llegado a meter en la cárcel?

Me era difícil oponer nada a la queja que aquella joven e irritada ciudadana acababa de formular, contra la maquinaria de la que en mi condición de insignificante peón formaba parte. No sólo tenía razón, sino que cada día que pasaba la tenía en mayor medida, y una de las técnicas mentales en las que se basaba mi precaria estrategia de aceptación de la realidad consistía precisamente en no prestar demasiada atención a aquella incontestable y desoladora evidencia. Siglos de desarrollo de las garantías jurisdiccionales, décadas de evolución en los procedimientos policiales para el esclarecimiento de los delitos, habían servido principalmente para que cualquier desalmado dispusiera de abundantes recursos para eludir sus responsabilidades y para coaccionar a placer a sus víctimas indefensas. Y mientras tanto, éstas veían deterioradas, hasta extremos delirantes, sus posibilidades de obtener la protección de quienes se suponía que nos dedicábamos a ello. Ainara tenía razón. Si Óscar se hubiera presentado esa noche en el puesto de la Guardia Civil, le habrían tomado la denuncia y poco más. Eso, si aquella misma noche no había algún otro incidente que desbordara a la poca plantilla del puesto; sobre todo, alguno de los que según las directrices políticas tenían la máxima prioridad, entre los que no se contaban, por cierto, las amenazas ambiguas de muerte recibidas por varones adultos. Y si aquella chica supiera. Si alguien le contara cómo, por ejemplo, los llamados testigos protegidos, que en teoría venían a ser el summum del amparo por parte del sistema, veían una y otra vez filtrada su identidad, para alborozo de quienes deseaban ajustarles las tuercas… Por no hablar de la desproporción entre los medios que se destinaban a la protección de ciudadanos amenazados y los empantanados en la seguridad rutinaria de figurones y ex figurones.

Pero no eran estas consideraciones las que iban a ayudarme a empujar la faena que ahora me incumbía, ni tampoco las que el sentido común aconsejaba compartir con ella en aquel justo instante. De modo que, sin rehuir su justa e indignada protesta, le respondí:

– Verá, no he podido cambiar el curso de la Historia, señorita. Ni creo que lo haga, ya. Ni siquiera me atrevería a decir que pude llevar ante el juez, porque eso es lo que a nosotros nos toca, a la mitad de la mitad de los culpables de los delitos que han pasado por mis manos. Pero sí puedo asegurarle que ahora mismo están respirando el aire del talego algunos sujetos a los que les gustaría partirme las piernas, y que a nada que la coyuntura nos favorezca, conseguiré que se les sumen los que mataron a Óscar. Y esto no se lo digo en nombre de la ley ni del Cuerpo. Se lo digo por mí y por mi gente y ya nos irá conociendo. Preferiría devolvérselo, pero hasta ahí no llegan mis poderes.

Ainara me observó con interés. De alguna forma, había logrado apartarme de la monserga más o menos oficial que se esperaba, lo que con alguien como ella, deduje, era una forma de ganar unos cuantos puntos. Cuando menos, vi que su rostro adquiría una expresión en la que por primera vez había algo de simpatía hacia mi persona.

– ¿Puedo pedirle un favor? -dijo.

– Puede. Y si está en mi mano, cuente con ello.

– Está, creo. No vuelva a llamarme señorita. Me llamo Ainara, y me gusta mi nombre. Y mejor… háblame de tú. Como tu compañera. Yo te voy a tutear. Bueno, ya te estoy tuteando, si no te importa.

– Por mí, bien.

– Me da palo el usted, ¿sabes? Es feo, no sé, como distante.

– En mi caso, sólo es respeto.

– Eso está bien.

– ¿El qué?

– Que me respetes. Aunque me saques treinta años. Y sobre todo que respetes mi inteligencia y no me hables como si fuera tonta.

Chamorro intervino entonces, para despejar el error.

– No te saca tanto, Ainara.

– Bueno, yo qué sé, calculaba a bulto.

– Te lo aclaro porque, a ciertas edades, eso les empieza a doler.

La estaba gozando, la muy traidora. Sin duda era una buena técnica para que la chica se relajara, pero aquella se la iba a guardar.

– Lo sé -dijo Ainara-. Siempre me metía con Óscar por eso. Pero no te agobies, brigada, lo de la edad os preocupa más de la cuenta. Los hombres sois unos suertudos. La edad no os hace tanto daño como a nosotras. Yo hasta diría que os mejora, ¿no te parece, sargento?

Chamorro se rió de buena gana.

– Depende -opinó.

– ¿De qué? -pregunté.

– No quieres oír la respuesta, mi brigada.

– Está bien. Supongo que podré vivir sin ella.

– Y que lo digas.

– Oye, sois dos polis muy raros -juzgó Ainara, asombrada.

– Es que no somos polis -dije-. Vamos, lo que la gente entiende por eso, los maderos. Somos picoletos, que es una cosa un poco más surrealista. Como el sombrero que nos ponemos para desfilar.

– Tampoco parecéis picoletos.

– No creas. Eso es que has visto pocos. Nosotros nos reconocemos a la legua. El problema es que los malos también.

– Claro, ya me supongo.

Ainara se quedó de nuevo callada. La observé por el retrovisor, lo poco que podía por el ángulo del espejo. Seguía con los ojos empañados, pero su gesto era ahora mucho más apacible. De pronto dijo:

– Gracias.

– ¿Por? -preguntó Chamorro.

– Por llevarme en vuestro coche, y hacer incluso el esfuerzo de distraerme. Siento haberme comportado así. Tengo un pronto muy malo. Os prometo que a partir de ahora trataré de contenerme.

– No pasa nada -la excusé-. Es normal.

– Es que no puedo creerlo. No puedo.

Y volvió a echarse a llorar. Ahora lo hizo quedamente, encogida sobre sí misma, con sollozos tan profundos que parecían brotar desde lo más recóndito de su pecho. Le hice una seña a Chamorro.

– ¿Seguro? -preguntó.

– Seguro.

Detuvo el coche y encendió las luces de emergencia. Ella rodeó por detrás y yo por delante. Se sentó junto a la chica y la acogió entre sus brazos. Yo me ajusté el asiento y los retrovisores y reanudé la marcha. Durante el resto del trayecto fueron las dos así, la una arrebujada entre los brazos de la otra y yo mirándolas de hito en hito por el retrovisor. Hay algo incomparablemente tierno en los gestos de compasión entre mujeres. Como hay algo insuperablemente feroz en la forma en que se aborrecen, cuando les da por esa otra manera de vincularse.

En la sala de espera del Anatómico Forense estaba Magdalena Santacruz. Sentada muy derecha en el asiento, con la mirada perdida ante sí. Al ver a Ainara se puso en pie y las dos mujeres se observaron durante un instante, sin saber muy bien qué hacer. Finalmente, Magdalena tomó la iniciativa y se acercó a la joven. También era más alta que Ainara, y también al tomarla entre sus brazos la otra parecía regresar a la pequenez y el desvalimiento de la infancia. Estuvieron así, fundidas en aquel abrazo, durante tal vez medio minuto. Ainara no podía dejar de llorar, y Magdalena trataba de calmarla pasándole la mano por la espalda. Al fin, la chica pudo rehacerse y le dijo, conmovida:

– Nos lo ha matado. Esa perra. Lo ha hecho. Esa rata asquerosa, que no le llegaba a Óscar a la altura de los zapatos. Esa…

– Calma -dijo Magdalena-. Ahora es cosa de estos señores. Tú estáte tranquila. Vamos a intentar estar todos tranquilos.

– No quiero estar tranquila. Quiero sacarle los ojos.

– Y yo. Pero no vamos a hacer eso, así que olvídalo. Hay que ayudar en lo que nos pidan. Para que ellos le den su merecido. ¿Vale?

Lo que poco después les pedimos, porque era una formalidad que no podíamos saltarnos, fue que reconocieran el cadáver. Para mí estaba muy claro, de las dos, quién debía y quién no debía hacerlo. Pero en esas situaciones no siempre es posible encauzar los acontecimientos de la manera que uno cree más conveniente. Sugerí a Magdalena que pasara ella y a Ainara que se quedara fuera. Incluso intenté el torpe ardid de alegar que la hermana era familia, legalmente hablando, y la otra sólo una relación de hecho, con lo que la identificación que necesitábamos era la de la primera. Pero ya había previsto que ninguna fuerza humana podría impedir que Ainara diera su último adiós a Óscar, y menos iba a valerme a esos efectos un legalismo traído por los pelos. De modo que pasaron las dos, acompañadas por Chamorro. Mientras tanto, yo me quedé en el pasillo, hablando con la forense.

– Una bala alojada en el cráneo -explicó-. Lo que quiere decir que se la dispararon a cierta distancia. Así que buscan a un asesino que tiene alguna puntería y bastante confianza en sí mismo. La otra ya sabrá que la extrajeron del piso del ascensor, ésa sí que debió de disparársela bien cerca, lo bastante como para atravesarlo. Por lo demás, y a la espera del análisis toxicológico, nada digno de mención. Murió como consecuencia de los dos tiros. En torno a las tres de la mañana. -Lo tiene usted claro.

– Completamente. Hoy me ha tocado abrir a dos hombres sanos, que muy bien podrían haber vivido cuarenta años más. Pero a uno le mandó un par de balas el odio ajeno y al otro lo estampó contra el suelo el odio que se tenía a sí mismo. Hay días en que este trabajo es un desperdicio, brigada. Metes el bisturí para no encontrar más que lo que ya sabías, y luego coses para tapar el destrozo inútil. Es una suerte que los clientes nunca se te puedan quejar de la cicatriz.

– Bueno, nunca se sabe a ciencia cierta qué puede haber.

– Sí, ésa es la teoría. O el protocolo. Qué sería de nosotros sin protocolos. En fin, yo ya he acabado por hoy. Mañana les haré llegar el informe completo. He quedado para cenar, así que voy a darme una buena ducha y a olvidarme de esto. Que tengan ustedes suerte.

– Y usted buen provecho.

– No se lo va a creer, pero después de una sesión de éstas siempre tengo un apetito de lobo. Es como para preocuparse, ¿no?

– No sé. Por si le sirve de algo, a mí me pasa igual, siempre que asisto a una. Supongo que es la necesidad de celebrar por todos los medios que uno no es el que está tumbado sobre la mesa, aún.

– Será eso. Hasta luego.

La vi irse, taconeando por el pasillo. Vista de espaldas, habría podido pasar por una estudiante adolescente. Mientras hablábamos, me había fijado en sus manos. Dos manos diminutas y huesudas, con las que acababa de desguazar el cuerpo de dos hombres. No sabía el otro, pero Óscar no era precisamente pequeño. Pensé que si cualquiera de los dos se la hubieran cruzado en vida lo último que habrían pensado era que iban a entregarle tras la muerte el secreto de sus visceras a aquella criatura de proporciones casi minúsculas. Y luego pensé que quién me mandaba pensar esas cosas, y para qué valían.

En el depósito tenía a dos testigos identificando el cadáver de un ser querido, y eso era lo que debía preocuparme. De hecho, me intrigó el silencio que reinaba al otro lado de la puerta. Había supuesto que tendría puntual noticia del momento en que retiraran la sábana por el alarido que al hacerlo brotaría de la garganta de Ainara, de la potencia de cuyas cuerdas vocales ya estaba bien avisado. Pero habían transcurrido varios minutos y no había oído nada. Justo entonces se abrió la puerta y apareció Magdalena, sonándose la nariz y con los ojos empañados de lágrimas. Tras ella venía Ainara, a la que mi compañera daba su brazo. No lloraba. Caminaba extrañamente abstraída.

– ¿Por qué tenía el cuello vendado? -preguntó de golpe.

– No pienses en eso -le pidió Chamorro-. Ya está.

El detalle aumentó mi simpatía por la forense. No todos los de su gremio tienen esa delicadeza. La de tapar los estragos del cadáver que no pueden restaurar con la sutura, como el orificio de salida del tiro de gracia que a Óscar Santacruz le habían pegado desde arriba, cuando yacía con el cuello doblado contra el rincón del ascensor.

Poco después llegó Arnau, y casi a continuación una comitiva de beneméritos de la que sólo me sonaba uno de sus elementos: la cabo rubia que estaba en la escena del crimen, y que era la de menor graduación del grupo. Precediéndola venían un sargento y un teniente. El teniente era un tipo alto, bien plantado, y bastante joven, no pasaría de los treinta. El sargento era algo mayor y un poco entrado en carnes. Vagamente deduje, pero preferí quedarme a la expectativa.

– ¿Brigada Vila? -preguntó el teniente.

– Soy yo.

– Soy el teniente Miranda y éste es el sargento Maroto. Los responsables de la demarcación. Esta mañana estábamos citados en un juicio. Por eso no hemos coincidido en el lugar de los hechos.

No era a mí a quien debía dar explicaciones de su ausencia, ni tenía ningún motivo para entender que no estuviera justificada. Por lo demás, la excusa era perfectamente verosímil. Cuando a uno le citan como testigo en un tribunal, bien pueden hacerle perder toda la mañana, y es algo de lo que no cabe escabullirse, así maten a alguien.

– Aja -asentí-. Bueno, no tienen por qué preocuparse. La cabo se ha hecho cargo de la situación con absoluta diligencia.

– ¿Tienen ya alguna hipótesis?

La pregunta me dio un poco que pensar. Hay una serie de actitudes en la vida en las que no me gusta incurrir. Entre ellas está la de dármelas de listo o de prepotente con quienes trabajan día a día sobre el terreno, y que aparte de tener que comerse la ingrata rutina (no como yo, que sólo dedicó mis neuronas a los casos de verdadera sustancia) poseen información directa sobre quién es quién en su territorio, un material del que yo carezco y que puede resultar fundamental. Tampoco me gusta dar la impresión, más allá de la broma entre camaradas, de que soy condescendiente con los más jóvenes, y menos con los que ostentan mayor graduación que yo, porque eso, además, invita a sospechar un resentimiento del que carezco. He aprendido a convivir con todas las torpezas y limitaciones de mi biografía.

Pero dicho esto, la verdad es que no me apetecía nada tener sobrevolándome a otro pájaro que se creyera con derecho a pedirme cuentas de mi trabajo. Con sentir en la nuca el aliento de su señoría, aparte del de mi teniente coronel, ya tenía más que suficiente. De modo que traté de escoger bien mis palabras, para despejar cualquier posible equívoco sin crear por mi parte ningún otro. No era una tarea fácil.

– La cosa está bastante clara -respondí-. Es un asesinato y es un encargo. Ahora queda profundizar en las circunstancias y el entorno del difunto para ver dónde puede haber un móvil y un culpable.

– ¿Y han dado ya con alguna vía de investigación?

– Puede haber más de una. Pero me parece que todas nos llevan fuera de esta comarca. Acababa de mudarse y no estaba muy arraigado en el pueblo. Su centro de intereses, tanto laborales como de otro tipo, lo tenía fuera de aquí. De todos modos, si encontramos algo que nos haga modificar esta apreciación, se lo haremos saber. Lo que sí nos interesaría es que comprobaran si algún vecino del barrio observó algo raro en torno a las tres de la mañana, que es la hora en que la forense ha fijado la muerte. Ya hemos hecho algunas pesquisas preliminares al respecto, pero todo lo que podamos saber nos vendrá bien.

Me sentí razonablemente satisfecho. No había rehuido sus preguntas, y le había dejado entrever con sutileza que su función no consistía tanto en controlar mi trabajo como en facilitarlo, en aquello que quedaba dentro de su esfera de responsabilidad. A cualquiera que estuviera en su lugar y tuviera algo más de recorrido no habría hecho falta explicárselo, pero entendía que la juventud y la legítima ambición del teniente Miranda podían representar un obstáculo para el discernimiento de tales matices. Y en seguida supe hasta qué punto.

– Suena como si nos estuviera dando órdenes, brigada.

En verdad era lo que me faltaba. En algún lugar de las alturas, a alguien que debía de llevar un exhaustivo inventario de mis faltas le apetecía que aquella jornada no dejara de depararme ninguna de las pruebas a las que más me exasperaba verme sometido. En ese punto, por razón de mi inferior grado y mi mayor experiencia, debería haber buscado una forma conciliadora de deshacer el malentendido con el bisoño oficial. Pero en lugar de eso, tomé el camino brusco:

– En absoluto, mi teniente. Les estoy pidiendo ayuda, que sé que nos darán, cumpliendo con su deber. Y ya que están aquí, les pido ayuda para otra cosa. Hemos podido saber que el difunto y las personas cercanas a él estaban en malos términos con la ex mujer, y madre de su hijo. No sé si a ella le dará por acercarse por aquí, pero tengo la impresión de que no estaría de más que estuvieran alerta y ya de paso se encargaran de prestar la asistencia necesaria a los familiares.

– Ah, ¿ya se van ustedes? -dijo, mordiendo las palabras.

– Sí. Tenemos que verificar algunos datos que hemos ido reuniendo a lo largo de la jornada. Seguiremos interrogando a la novia y a la hermana en otro momento. Ahora es mejor dejarlas reponerse.

– Brigada.

– ¿Sí, mi teniente?

– ¿No me ha entendido o no me quiere entender?

– ¿Perdone?

– Le estoy pidiendo que me informe de lo que han averiguado hasta ahora. Soy el responsable de la demarcación, además de su superior.

– No, es usted un superior, y como tal lo respeto. Pero en el mismo momento que el coronel de su comandancia, su superior, llamó al de mi unidad, que es el mío, dejó de tener derecho a estar informado de todos los detalles sobre este caso. Yo informo a mis jefes, y si quiere saber algo más que lo que necesitemos comunicarle para avanzar en la investigación, pida a su jefe que le pida al mío que me lo mande. Por si no se lo ha advertido la cabo, su señoría ha decretado el secreto de las actuaciones. Y como bien sabe, también esa autoridad es superior a la que le confieren a usted, mi teniente, su destino y graduación.

– Mal vamos a entendernos así, brigada.

– Nos entenderemos. Porque al final los dos haremos lo que tenemos que hacer. A sus órdenes, mi teniente. Con su permiso.

Y lo dejé allí, flanqueado por la quietud taciturna del sargento y la rigidez inexpresiva de la cabo, sabiendo que no era algo de lo que pudiera sentirme orgulloso y que acababa de ganarme tontamente una dificultad. Como le había dicho al teniente, no auguraba que fuera una dificultad insalvable, pero ningún alpinista sensato se permite arrearle con el piolet a un saliente que pueda servirle para la escalada.

Arnau, que había asistido con una expresión de moderado espanto a mi escaramuza con Miranda, vino detrás de mí. Guardó un silencio fúnebre, que prolongó incluso después de alejarnos del trío lo bastante como para que no oyeran cualquier comentario que diera en hacerme. Me pareció que debía decir yo algo para aliviar su tensión.

– Respira, Jack Jack, que por ahora no tendrás que negarme como Pedro a Cristo -bromeé-. Ahí atrás no ha ocurrido nada.

– No sé yo… ¿Por qué no ha querido informarle?

– Por lo que le he dicho. No está en la investigación, hay un secreto del sumario, y en este oficio, como en el póquer, no se gana nada enseñando las cartas que vas juntando a todo el que pasa.

– Si puedo hacer una observación…

– Claro, pequeño saltamontes. Observa.

– Eso que dice lo entiendo, pero ha estado un poco chulo, ¿no?

– Psé. Puede ser. Lo que no me ha dado la gana es dejarle a él que me chuleara a mí, que era a lo que venía desde que ha entrado por la puerta. Como dicen en la tele cuando hacen experimentos peligrosos, tú no intentes repetirlo en casa. Son alardes que a los viejos nos perdonan, o nos los podemos hacer perdonar, pero que a ti todavía pueden costarte un disgusto. Y que tampoco sirven para nada.

– En esto, por una vez, no pensaba tomar ejemplo.

– Juiciosa actitud. ¿Dónde has dejado el coche de la chica?

– Lo he aparcado cerca de la entrada. No tiene pérdida.

– Muy bien. Pásame las llaves.

– Aquí están. ¿Puede dejarme las del nuestro? Se las he pedido a la sargento, pero me ha dicho que se las llevó usted.

Aquella inusual iniciativa del joven guardia me dejó algo intrigado. Aun así, rebusqué las llaves en el bolsillo y se las tendí.

– ¿Para qué las quieres, si puedo preguntarlo?

– Desde luego, mi brigada. Me he acordado de lo que dijo antes de los papeles del seguro de entierro de la víctima. Creo que sé en qué archivadores de los que recogimos del piso podrían estar. Y he pensado que no estaría de más dárselos cuanto antes a la familia.

Asentí un par de veces, admirado.

– Con otra gente hay que echarse a temblar cuando te dicen que han estado pensando -observé-. Pero en tu caso barrunto que hasta pueda ser algo a lo que haya que alentarte. Veo que estás al quite, y no has tenido mala idea. Así nos ganamos unos puntillos con Magda.

– Eso me pareció, mi brigada.

– Y otra cosa, ya que estamos.

– Usted dirá.

– Con el usted tiene que ver, precisamente. Ocurrirá tarde o temprano, así que vamos a ir eliminando estorbos. Ya te he dicho que no estás obligado a recordarme a cada minuto la miserable graduación que he alcanzado al cabo de dos décadas de servicio. Y ya asumo que no se te quitará el tic de aquí a mañana, pero ve intentándolo. Lo que también me gustaría es que dejaras de tratarme de usted. Por lo menos cuando estemos solos. La necesidad de aparentar que me respetas un huevo ante extraños, ya sean de la empresa o de fuera, la dejo a tu discreción. Eso sí, cuando estemos de incógnito, por cada usted que se te escape nos pagas un menú a la sargento y a mí. Y si en ésas se te escapa un mi brigada, mando que te hagan la manicura de El crimen de Cuenca.

– Perdón, eso último no lo he entendido.

– ¿No viste la película?

– Pues no. ¿Debería?

Entonces reparé en la edad de Arnau y la antigüedad de la cinta. Por más que lo intentara, era imposible: uno no puede terminar de asumir ciertos efectos del paso del tiempo. Por ejemplo, llegar a trabajar con alguien cuya madre posiblemente ni había conocido varón cuando uno vio las películas que nutrieron su imaginario, labraron su carácter y poco a poco le van convirtiendo en un intruso grotesco en el presente. Me sacudí la nostalgia y afronté la pregunta de mi pupilo:

– Bueno, no deja de tener su interés, para quien persigue crímenes, aunque nuestros antecesores no salen muy bien parados. Entre otras cosas por la utilización de técnicas antiguas de persuasión, y en particular una que tiene que ver con las uñas del interrogado y cierto uso que puede darse a las tenazas con un poco de mala leche. De la que aquellos viejos compañeros nuestros no andaban cortos.

Aún tuvo que pensar. Decididamente, no había visto la película.

– Ahora lo pillo -dijo-. En fin, me esforzaré, por la cuenta que me trae. Pero me va a costar. En el destino del que vengo tenía un sargento primero que te arrestaba por llevar polvo en los zapatos.

– Es que la falta de cariño en la infancia puede llegar a ser muy mala. Tan sólo espero que la experiencia con semejante espécimen no te haya traumatizado hasta el punto de impedirte ver que no todos los que llevamos galones sufrimos ese trastorno de la personalidad.

– Por supuesto.

– Aunque podamos tener otros, quizá peores. En realidad, todo el mundo tiene alguno. Sin trastornos, no hay humanidad.

– Si usted lo dice.

– No, yo no. Se lo leí a alguien. Pero ahora no estoy seguro de quién era el sabihondo, así que me ahorro la pedantería. Ve, anda.

Mientras Arnau iba a buscar la documentación, me reuní con Chamorro y con las dos mujeres que lloraban a Óscar Santacruz. Ahora se las veía reconcentradas y taciturnas. Justo cuando yo llegaba a la sala de espera, a Magdalena le sonó el móvil. Al oír el politono (uno de esos supuestamente agradables que les ponen de fábrica, y que al tercer día te repatean como cualquier otro) saltó como una ballesta y se salió al vestíbulo. La conversación se alargó durante unos minutos, en los que a juzgar por sus ademanes y los jirones de frases que me llegaban,

Magdalena no dejó de dar instrucciones a su interlocutor.

Cuando terminó de hablar, regresó a la sala de espera.

– Mi madre, que se empeña en venir. Tengo que impedirlo a toda costa. Anda bastante fastidiada del azúcar. Ya se lo llevaremos en cuanto nos dejen, y ya tendrá el entierro para machacarse.

– ¿Y su padre? -pregunté.

– Murió ya. Y ahora, esta pobre… No sé cómo vamos a hacer para que no le siga, con mi hermano. En fin, una cosa detrás de la otra.

– ¿Van a enterrarlo en Cáceres?

– Sí. Somos de allí. Y allí habrá quien le lleve flores, por lo menos.

No se me escapó el gesto de Ainara. Pero no dijo nada.

– Mi compañero ha ido a buscarle los papeles del seguro.

– Gracias. Me vendrá bien dejar todo eso encajado cuanto antes.

Arnau vino a los cinco minutos. Traía una carpeta de plástico transparente. Y dentro de ella, la póliza de seguro de decesos de Óscar. Se la entregué a Magdalena junto con mi tarjeta de visita.

– Nosotros tenemos que irnos. Para cualquier cosa, me pueden localizar en ese teléfono. Las llamaremos, pero por hoy dejamos de molestarlas. Los compañeros de aquí estarán pendientes de ustedes.

Luego le tendí a Ainara las llaves de su coche.

– ¿Te encuentras ya mejor? ¿Podemos marcharnos tranquilos?

– Resistiré, creo -murmuró, todavía un poco ida.

– No se preocupe, yo la cuido -dijo Magdalena.

Y allí las dejé, con su solidaridad de circunstancias. Quizá la más auténtica, después de todo. Ya en la calle, me dirigí a la sargento:

– Y ahora, escupe. ¿Qué te ha dicho la bruja?

8 Crepuscular y canalla

Aunque lo disimulara, el joven guardia Arnau tenía la misma curiosidad que su viejo brigada por saber cómo había reaccionado la ex mujer de Óscar Santacruz al recibir la noticia. Chamorro nos miró a ambos con esa prepotencia que suele mostrar la gente cuando conoce algo que su interlocutor ignora. Una actitud tan descortés como difícil de evitar. La adoptan los jefes de gobierno frente a los de la oposición en los debates parlamentarios (quizá donde más pesa la desventaja, porque el jefe del gobierno tiene acceso a toda la información secreta del Estado, mientras su oponente lee los periódicos), los médicos ante los pacientes angustiados, los que viajaron a Australia con los que sólo llegaron hasta Murcia, los socios del club exclusivo hacia los que miran desde el otro lado de la valla, etcétera. También el oficio de policía le concede a uno con alguna frecuencia ese privilegio, pero como el funcionario policial es un mandado, el goce suele resultar transitorio. A Chamorro le había durado el tiempo en que no habíamos podido hablar a solas. Remisa a perderlo, aún lo alargó un poco más:

– ¿Quién conduce?

– ¿Puedes conducir y largar al mismo tiempo?

– La duda ofende.

– Pues toma -y le tiré las llaves.

Las atrapó al vuelo y abrió el coche con el mando a distancia.

– Mejor os lo cuento dentro.

Nos instalamos en nuestros respectivos asientos y la sargento puso en marcha el motor. Luego se tomó su tiempo para recolocar los retrovisores y ajustarse el sillón y el respaldo. Finalmente dijo:

– ¿Adonde?

– A la guarida. Vamos a hacer recuento de cromos.

– A tus órdenes.

– Y empieza a cantar. Ya.

– Vale, vale -se rindió, mientras enfilaba la salida del aparcamiento-. La verdad es que ha sido una experiencia poco común. Si me preguntas qué impresión me ha dado, no sabría muy bien qué responderte. Para empezar, estaba muy tranquila. Ni ha reaccionado con especial inquietud cuando le he dicho lo que era, ni ha parecido alterarse demasiado cuando le he contado el motivo de mi llamada.

A esas alturas, la sargento ya se había unido al tráfico de la calle y su mirada estaba concentrada en los avatares de la conducción.

– Eso bien podría respaldar la teoría de la hermana y la novia, ¿no? Quiero decir, que sea una fría asesina -apuntó Arnau.

– No necesariamente -discrepé.

– ¿Qué es lo que te sugiere a ti? -preguntó Chamorro.

Me tomé unos segundos para pensar, y para que ellos pensaran.

– Que es fría, desde luego, que no le impresiona hablar con la autoridad, y que su afecto hacia el difunto era inexistente. Lógico. Más sospechoso me habría resultado que hubiera hecho grandes exhibiciones de dolor. Porque entonces habría mentido sin lugar a dudas. Por lo que sabemos, que su ex haya dejado de respirar, sea cual sea la causa y el responsable, es para ella una excelente noticia. Salvo por el hecho de que en adelante dejará de devengar la pensión de alimentos del niño. Pero ya podrá compensarlo administrando la herencia.

– Estamos de acuerdo -dijo Chamorro.

– Bueno, al detalle. Reprodúceme la conversación exacta.

– Sí, merece la pena, porque retrata al personaje -opinó mi compañera-. Por ejemplo, lo que me ha soltado justo después de presentarme: «Ah, ¿en qué puedo ayudarla?» Creo que es la primera vez que recibo esa respuesta al identificarme como sargento de la Benemérita.

– Puedo creerlo. Si yo fuera un ciudadano y oyera al otro lado de la línea esa voz que te sale cuando haces de sargento, me pondría contra la pared, con las piernas abiertas y la mano libre en la nuca.

– Muy gracioso. Pero lo mejor viene después. Le cuento lo que acaba de pasar y que hemos recogido el cadáver de su ex marido con dos balazos del ascensor de su edificio. Todo del modo más crudo posible, para ponerla a prueba. Y qué dirías tú que me responde.

– A ver.

– Literalmente: «A lo mejor le sorprende lo que voy a decirle, sargento, pero no me extraña en absoluto. Tarde o temprano me temía que terminara así. Lo siento por su hijo. Es la última que le hace».

– Toma ya -dijo Arnau.

– No mercy -dije yo.

– ¿Cómo? -preguntó Chamorro.

– Sin piedad -traduje-. Sigues sin tomarte en serio el inglés, Vir. Así, mal vas a poder luchar contra el crimen en la sociedad global.

– Si no tuvieras ese acento tan redicho, lo mismo te entendía.

– No es redicho, sino British. Por mucho que a ti te resulte más fácil de entender, no pienso hablar nunca como un yanqui.

– ¿Tengo yo la culpa de que mi profe sea americana?

– ¿A que tú sí me habías entendido, Johnsy?

– Sí -admitió Arnau, como quien reconociera una vergüenza.

– No tiene mérito -protestó Chamorro-. En su colegio había profesores nativos. El del mío era nativo de Chiclana de la Frontera.

– Tendrás que superarlo, antes o después. ¿Y qué más te dijo?

– Como puedes imaginar, después de obtener semejante contestación, cumplí con mis deberes de sabuesa, es decir, le pregunté en qué se basaba para temer que a Óscar pudieran quitarle la vida.

– ¿Usaste esa expresión?

– Sí, me pareció apropiada, por melodramática.

– Toma nota, Arny, perfidia femenina. Esta ciencia no tiene precio.

– Ya veo, ya.

Chamorro meneó la cabeza y prosiguió con su relato:

– Pues no creas que eso la conmovió lo más mínimo. Y si lo hizo, bien que me lo ocultó. Tal vez se tomó un segundo de más para pensarse la respuesta, pero eso es todo lo que podría decirte que acerté a descolocarla con mi golpe directo. Lo que me dijo, en resumidas cuentas, fue que si todavía no lo habíamos hecho nos tomáramos la molestia de recabar el historial delictivo de su ex marido. En el que, y aquí cito de nuevo, se incluían «varias agresiones graves» hacia su persona y «varios delitos por tráfico de drogas». Añadió que era un hombre de vida desordenada y que no andaba en las mejores compañías, y que sobre todo temía que le ocurriera algo desde que después del divorcio supo que se había enredado en el mundo de las drogas. Por experiencia profesional, puntualizó como si me advirtiera de algo, le constaba que los aficionados que juegan con fuego corren mucho peligro frente a los tiburones del negocio. Como yo misma bien debía saber, dijo, y ahí casi llegué a tener la sensación de que era yo la examinada.

– Varias agresiones, varios delitos por tráfico de drogas -repetí-. Se ve que el fuerte de esta buena mujer no es la aritmética. O eso, o le dieron el título de licenciada en Derecho en alguna tómbola.

– Es una exageración corriente, defensivo-agresiva. Yo no le daría mayor importancia -juzgó la sargento.

– Es posible que no la tenga. Pero es un exceso. Que, en alguien que parece controlarlo todo tanto, no deja de llamarme la atención.

– Eso es verdad. Ya que mencionó lo de su profesión, aproveché para hacerme la tonta y le pregunté a qué se dedicaba. Con lo que, si os vais haciendo una idea del percal, podéis imaginar que le di pie a que me hiciera una nueva demostración de suficiencia. Carraspeó un poco y me dijo que era abogada y procuradora de los tribunales.

– Será o lo uno o lo otro -dije-. Son profesiones incompatibles.

– Se colegiaría primero como abogada y ahora estará como no ejerciente -dedujo Arnau, que tenía una hermana en el gremio leguleyo.

– Entonces no es legalmente abogada. Pregúntale a tu hermana. Me lo estudié una vez y me ha servido para parar a algún marisabidillo que quería hacer de letrado. Si no está como ejerciente, es tan abogada como la frutera de la esquina. Pero se ve que le gusta vacilar.

– De eso no te quepa duda. Importancia se la da toda y más. Al llegar a ese punto, pensé que no debía alargar mucho más la conversación. Así que me limité a decirle dónde estaba el cuerpo de su ex marido y que su hermana había venido para hacerse cargo de todo. Por si le interesaba, por el niño. A esto se hizo un silencio en la línea y después dijo que me lo agradecía, y que ya valoraría qué hacer, porque a fin de cuentas era su padre y el chaval tenía derecho a despedirse de él. Aunque por otra parte, se tomó la molestia de explicarme, no sabía si iba a ser muy conveniente exponerle a lo que pudiera pasar con la familia de su ex, con la que reconoció estar en muy malas relaciones.

– Sobre eso no finge ninguno, desde luego -apreció Arnau.

– Y hasta ahí puedo contar -concluyó Chamorro-. Luego empecé a oír los gritos de Ainara y creí que era más urgente ayudaros a no dar la impresión de que erais dos pervertidos que queríais raptarla.

– Lo que nunca te agradeceremos lo bastante, tal y como está el patio -dije-. Perdona, Virginia, ¿cómo se llamaba la ex de Óscar?

– Montserrat Castellanos García -recitó Chamorro, de memoria.

– Bueno, pues desde luego, si está implicada en lo que le ha pasado esta madrugada a su ex marido, lo que resulta evidente es que Montse no tiene un pelo de tonta. La otra posibilidad es que sea ajena al asunto, y en ese caso su comportamiento sería coherente y también acreditaría su inteligencia. Lo que me lleva a tomar una decisión respecto de esta mujer. No vamos a entrevistarnos con ella hasta que no hayamos reunido toda la información que podamos por otros medios.

– ¿Por qué? -preguntó Arnau.

– Si es inocente, no la molestamos indebidamente. Que sea antipática no nos otorga el derecho a fastidiarla más de lo imprescindible. Y si es culpable, no la abordamos hasta que sepamos bien el terreno que pisamos. Con una persona así, hay que llevar hechos los deberes.

– Me parece buena idea -me apoyó Chamorro.

– Gracias, mi sargento -bromeé.

– Ah, cómo eres.

De pronto, me entró la modorra. El cocido, el poco sueño, la fatiga.

– Creo que me voy a echar una cabezada -dije-, y así aprovecho para poner en orden las ideas. Me despertáis cuando lleguemos.

No llegué a dormirme. Apenas logré atenuar un poco mi estado de conciencia, en el que se intercalaron a ráfagas las estampas del laberinto de autovías de Madrid en hora punta, con sus miles de automovilistas atrapados entre el acero y el asfalto. En el cielo se anunciaba el arrebol de un espléndido atardecer de primavera. Aquellos firmamentos incendiados de pronto, a pesar de la cochambre atmosférica, eran una de las razones que me vinculaban a una ciudad cada día más demente y desorbitada, áspera y tumultuosa, pero a la que ya pertenecía sin remedio. El caso era que llegaba a extrañarla cuando, como era frecuente, pasaba temporadas fuera de ella, por razón del muerto de turno tirado en la cuneta de cualquier camino de cualquier provincia de aquel país no menos caótico que su capital. Un país, por cierto, que ya sólo para mí y unos pocos más conservaba su entidad como conjunto. Quizá eso mismo, poder librarme a menudo de Madrid, y recorrer el disgregado reino de alrededor, era lo que impedía que llegara a consumarse nuestra ruptura. En cambio, mi Montevideo natal iba convirtiéndose con el tiempo y la ausencia en un lugar imaginario, en el que los recuerdos de los pocos años que allí había vivido empezaban a parecer fotogramas sueltos de alguna viejísima película, extraviada en algún archivo por la negligencia o la muerte súbita de sus custodios. Nunca había regresado, desde que mi madre me sacara de allí y cortara el único y débil hilo que me unía a la tierra de mi padre y a mi padre mismo. Aunque los hilos entre las personas nunca los cortan otras, razoné en medio de mi sopor, y al hacerlo envidié al hijo de Óscar, por el que su progenitor había peleado tanto. Muchas veces había pensado en comprar un billete y malgastar junto al Río de la Plata algún permiso de verano, que sería invierno allí. Una y otra vez me había dicho que nada me obligaba, cuando el que debería haber cruzado el charco a la inversa jamás se había tomado la molestia. Pero me iba haciendo viejo, y hay cuentas que no conviene acarrear hasta la tumba. Algún día tendría que dar mi brazo a torcer, me dije, sin demasiado empeño. Y cerré los ojos para que dejara de dolerme aquella belleza crepuscular y canalla, ladrillo contra cielo, de mi ya irreparable Madrid.

Al fin llegamos. En la unidad reinaba el ambiente propio de la mitad tonta de la tarde, donde ya sólo perseveran aferrados al remo los infortunados y los torpes, ofreciendo un espectáculo desfallecido y una pizca deprimente que se intenta compensar con bromas o afectando gravedad, según el talante de cada uno. Mi teniente coronel ya no estaba: era hombre de vida ordenada y la última parte de la jornada la dedicaba a la vida social, en sus diversas modalidades susceptibles de favorecerle para lograr los anhelados ascensos. El generalato ya estaba más cerca, y desde que bajo el tricornio se podía llegar a teniente general, en sus ojos había una nueva luz, el sueño de alcanzar esa cúspide reservada a los elegidos entre los elegidos. Para eso había que mantenerse en cabeza, y Pereira iba a dar su pellejo por ello. Y el mío, y los de los que hicieran falta. Un hombre con una misión en la vida, ya sea la que desde edad temprana se había impuesto mi preclaro superior, o la de ese camarero al que en El largo adiós le pide una bebida la diosa rubia Eileen Wade, es una fuerza que ante nada se detiene.

Dejé que mi tropa se encargara de cruzar y completar la información que habíamos ido recopilando durante la jornada y yo hice como que pensaba delante de los antecedentes de Óscar, que Chamorro me pasó impresos en unos folios. Los papeles me decían dónde había sido detenido, en qué fechas y el resultado. En efecto, sólo tenía una condena firme, por un delito de amenazas contra su ex. Eran de las del artículo 171.4 del Código Penal, es decir, amenazas leves, tradicionalmente consideradas como simple falta hasta que las elevó a delito la reforma legal que con tanta amargura deploraba Magdalena Santacruz, para el caso de que la amenazada fuera mujer que hubiera estado ligada por vínculo de afectividad al autor. La sentencia la había dictado un juzgado de Madrid, imponiéndole a Óscar la orden de alejamiento y una pena de privación de libertad de ocho meses que no había tenido que cumplir. La otra denuncia, que le había supuesto la segunda detención, por supuesta agresión a la misma víctima, estaba juzgada y absuelta por otro juzgado madrileño, y recurrida ante la Audiencia Provincial. Y en cuanto al delito contra la salud pública, eufemismo legal para el tráfico de drogas, al que debía su tercera detención y su tercer banquillo, había sido juzgado y absuelto por un juez de lo penal de Alcalá de Henares. Detalle llamativo, cuando menos. Constaba además la cantidad de sustancia que le había sido intervenida, ínfima. Lo que ratificaba el testimonio de la hermana del difunto y también me dio algo que reflexionar. Por lo que se veía, Óscar había tenido la mala pata de cruzarse con un madero (ya que la actuación era de la Policía) que ponía un exceso de celo en perseguir un delito como aquel.

Mareé los papeles un rato, rehuyendo enfrentarme a algo que debía hacer, y que más me valía no seguir retrasando. Ella me había dicho a cualquier hora, pero como ya he recorrido un trecho en esta vida, no soy de los que se creen todo lo que les dicen, y menos lo que tiene que ver con importunar a alguien cuando seguramente prefiere estar a lo suyo. Así que inspiré hondo, recuperé la tarjeta de visita de su señoría y sin concederme ni un instante de duda marqué las nueve cifras.

– Dígame -respondió al quinto o sexto tono la juez Gómez Fernández-Vadillo, sobre un fondo ruidoso que la forzaba a elevar la voz.

– Señoría, ¿puede hablar? Soy el brig…

– ¿Qué, cómo? Espere, que aquí no le oigo bien.

Esperé. En la línea se oían gritos de niños, música de fondo, una voz femenina llamando a alguien por un sistema de megafonía. Aproveché la pausa para tratar de organizar mentalmente mi informe para la juez, pero con el barullo creo que más bien lo desordené un poco más. Finalmente, aquel ruido atroz fue reemplazado por un leve rumor callejero.

– Sí, dígame, ¿quién es? -preguntó.

– Soy el brigada Bevilacqua, de la Guardia Civil. Nos conocimos esta mañana junto a un ascensor.

– Ah, sí. ¿Cómo está usted? Disculpe, pero me ha pillado en el hipen Tratando de rellenar la nevera, que ya ni sabe una cuándo.

Para un hombre de nevera cuasivacía, que es al final la mejor técnica para sobrevivir sin dilapidar demasiado en situación de soledad predominante y paternidad discontinua, el problema logístico de su señoría era algo ajeno, pero obró el efecto de hacérmela más próxima. Era humana, se le amontonaban las cosas como a los demás.

– Lo siento, quizá prefiere que la llame en otro momento.

– No, no. Cuénteme. Todavía no hace tanto calor como para que se me estropeen los congelados.

– La llamaba para hacerle un resumen, tal y como me pidió. No puedo decirle nada demasiado concreto por ahora, pero algo más de lo que teníamos encima de la mesa esta mañana sí que hay.

– A ver.

Le hice una relación sucinta pero más o menos completa de las investigaciones, y mientras iba enumerando para ella indicios, testimonios y conjeturas, me di cuenta de que el día nos había cundido como no era común que lo hicieran las horas inmediatas al hecho delictivo. Si no era mezquina, María Antonia Gómez tendría que reconocerlo, aunque su especialidad no fuera, saltaba a la vista, ir repartiendo por ahí palmadas en la espalda. Por lo menos, confié en que mi informe me sirviera para contrarrestar la tirantez que había creado con ella por mi comportamiento indebido en la escena del crimen. No sé si lo logré, pero la juez me demostró que no era rencorosa. Al valorar nuestros resultados, en su voz había un tono aprobatorio, casi cordial:

– Es mucha información, brigada, no cabe duda de que han aprovechado el tiempo. Parece que éste no será uno de esos casos en los que cuesta encontrar un móvil. Pero al final será el que sea y habrá que descartar el resto. ¿Cómo lo ve usted? ¿Por dónde se inclina?

– Por nada, aún. Lo que dicen la novia y la hermana es muy raro. Y tampoco le veo mucho sentido, en términos de economía criminal. La ex mujer tenía la custodia del niño, una buena pensión, le había ganado al muerto la batalla del divorcio, por decirlo de forma simple. Y poca amenaza, en condiciones normales, debía de ser para ella la demanda de revisión de medidas. Si acaso podía exponerse a perder algo de dinero, pero para que le quitaran al niño, mucho y muy grave habría tenido que demostrar Óscar en el juicio. Con sus antecedentes penales y su cromosoma XY, el pobre lo tenía francamente crudo.

– Todos somos iguales ante la ley, brigada -me reconvino, con suavidad-. Lo del cromosoma es irrelevante, al lado de lo otro.

– Ya. Pero tampoco le iba a ayudar, y usted lo sabe. En suma, que no veo razones por las que una mujer que por otro lado no parece corta de luces hubiera de montar un asesinato. Y en cuanto a la parte oscura de la vida de Óscar, es pronto para pronunciarse. Pero tampoco tenemos aquí indicios de que estuviera tan metido en el ajo como para desencadenar una acción de esta envergadura. Los chicos de los polvos blancos no son reacios a practicar ejecuciones, como bien sabemos, pero no van por ahí ordenándolas para escarmentar a cualquiera. Un sicario, un arma, son recursos demasiado valiosos para quemarlos alegremente, y más con alguien a quien, por lo que sabemos, habrían podido meter en vereda, si querían, con mucho menos gasto.

– Entiendo. Pero tenemos un muerto. Alguien ha sido.

– Sí, y quizá hayamos dado ya, entre estas dos, con la pista buena, no le digo que no. Pero no tenemos información para sostener que pueda serlo ninguna de ellas. Ésa es mi conclusión, por ahora.

La juez guardó silencio durante unos segundos. Luego dijo:

– Así que necesita investigar más sobre ambas hipótesis. ¿En qué puedo ayudarle yo? Dígame, con confianza. Utilíceme, sin melindres. Respetaremos la ley en todo caso, pero me gusta resolver y no marear la perdiz, así que no dude en pedirme que haga mi parte.

Muchas confianzas me daba, aquella juez. Quizá incluso demasiadas, teniendo en cuenta cómo habían sido nuestros inicios. Mi deber y mi conveniencia me invitaban a aprovecharlas, pero fui cauto:

– En la hipótesis ajuste de cuentas por tratar con el lado oscuro de la Fuerza, no puedo pedirle nada aún. Quiero hablar con la gente de la Policía que lo detuvo. No es muy normal que le suelten la caballería a un despistado con unas papelinas. Veremos qué nos cuentan.

– ¿Y en la otra? ¿Cómo la denomina, por cierto? Me gusta su forma de nombrar las hipótesis, es usted un hombre muy ingenioso.

Cuando te dicen algo así, nunca sabes si no te están tomando el pelo. Lo que está claro es que con ello te hacen una faena: la de forzarte a demostrar el mérito adjudicado. Ejercicio este que, si bien con veinte años puede resultar estimulante, cuando uno anda ya en la cara B de la vida, tiende a representar un fastidio. El cuerpo me pedía decirle a la juez que se comprara un caniche y un aro incendiable para ayudarse a realizar esa faceta de su personalidad, pero por si su elogio era sincero, y acordándome de mis excesos anteriores, rehusé cortésmente:

– No sé. No es fácil. Por lo anómalo del caso, entre otras cosas.

– Está bien, no le pondré a prueba, perdone -dijo, conciliadora-. Pero yendo a lo que nos importa, ¿qué cree que debemos hacer? ¿Hablamos con la fiscal y ordeno una escucha telefónica a la ex mujer? Se lo digo porque pienso que podría ayudarnos a descartar o a seguir esa vía, según lo que hable y con quién. ¿No le parece, brigada? Desde luego que me parecía, pero me dejaba atónito que algo que habitualmente tenía yo que suplicarle a la autoridad judicial, y que según el caso me costaba sudores conseguir, fuera esa misma autoridad quien me invitara a ponerlo en marcha antes del momento en que yo mismo consideraba que tenía una justificación suficiente para solicitárselo. Procuré que no se notara mucho mi estupefacción:

– Es una diligencia que es bastante probable que antes o después tengamos que pedirle, pero en este momento no la veía aún…

– Vamos, brigada, no se ande con aspavientos -me interrumpió, resolutiva-. No sé a lo que está habituado, pero yo tengo mi estilo y no es cogérmela con papel de fumar. Me basta con el testimonio coincidente de dos testigos y los elementos objetivos que ya han aparecido en la investigación. Una escucha limitada. Dos semanas. Y luego decidimos si prorrogamos. Quiero que tengan acceso a sus conversaciones desde ya. Las que mantenga ahora, en caliente, serán más interesantes. Tanto para excluirla como para sospechar de ella, si procede.

Aquella mujer con puñetas los tenía bien puestos, no cabía duda.

– Hay otra cosa, hablando de teléfonos -recordé de pronto.

– Qué.

– Necesitamos también el PIN del teléfono del difunto. Estaba apagado y no hemos podido abrirlo. El listado de las llamadas nos lo dará la compañía, pero si queremos acceder al texto de los SMS…

– De acuerdo. Llámenme mañana a primera hora, y si estoy liada pidan hablar con el secretario. Díganle todo lo que necesitan para que se lo autoricemos. Y ahora tengo que dejarle, brigada… ¿Vila?

– Sí, así suelen llamarme.

– Pues yo también, si me permite. En fin, que ya empiezo a arriesgarme a que se me descongele la menestra, y no es lo que tenía pensado hacer esta noche. Gracias por todo. Hablamos mañana.

Me quedé pensando si lo último era un ofrecimiento o una sutil orden, coherente con la implicación que aquella mujer parecía determinada a mantener en la investigación. Seguramente era ambas cosas, pero de pronto la segunda no me molestaba como habría debido en condiciones normales. La verdad es que era un precio que estaba dispuesto a pagar, si seguía reportándome tan inusuales ventajas.

Me reuní con Arnau y Chamorro. Ya eran casi las nueve y más allá de esa hora no tenía sentido que siguieran fustigándose, sobre todo si considerábamos que esa noche no íbamos a reunir pruebas para detener a nadie y que al día siguiente los necesitaba frescos para seguir batallando. Antes de despacharlos a sus respectivas vidas, les pedí novedades. La sargento había estado haciendo gestiones con la comandancia y ya tenía los nombres de los policías a los que teníamos que entrevistar para conseguir más información sobre las distintas detenciones de que nuestro hombre había sido objeto. Además de eso, había conseguido una copia de la grabación de la cámara de la autovía y había empezado a trastear en los ordenadores de la víctima. Ninguno estaba protegido por contraseña, y me pidió permiso para llevarse el portátil a casa. Se lo denegué, naturalmente. Trató de protestar:

– Pero…

– Pero nada, Virginia. Mañana. Os quiero aquí a las ocho en punto y pienso exprimiros bien durante todo el día, así que date tregua.

– Si es una orden.

– Exactamente. ¿Y tú, Hansi, qué le traes a tu brigada?

Arnau tampoco había perdido el rato. Me había expurgado toda la documentación importante que había en las carpetas: seguro de vida, testamento, escrituras de propiedad, sentencia de divorcio, títulos académicos, declaraciones de la renta. Lo más suculento estaba en el seguro, de 100.000 euros, de los que Óscar había designado como beneficiarios a su hijo, por dos terceras partes, y a Ainara, por el tercio restante, y en el testamento, que contenía la misma distribución para su herencia y una serie de reglas y cautelas para que la madre y representante legal de su hijo no pudiera administrar sin supervisión la parte de éste ni pudiera estorbar la adjudicación de bienes a la chica. Un hombre precavido, y también con la suficiente inteligencia como para darse cuenta de que era mejor ahorrarles conflictos a todos.

También la sentencia del divorcio tenía su enjundia. A pesar de haber arrancado de una denuncia y un procedimiento por violencia de género, el proceso había acabado con un convenio firmado de mutuo acuerdo que la sentencia se limitaba a aprobar. Al final, Óscar había comprendido que no tenía sentido dar una batalla frontal perdida de antemano, y había pactado para salvar los muebles. Lo que más o menos había conseguido, y de nuevo acreditaba su buen criterio. O el de ambos cónyuges, dentro de las circunstancias de partida.

Los títulos académicos, la escritura de propiedad del piso y las declaraciones de la renta confirmaban lo que nos había contado su hermana, que en este punto también resultaba ser un testigo fiable. Había estudiado lo que ella nos había dicho, levantaba unos buenos ingresos (algunos años, muy buenos) y no debía ni un euro de hipoteca.

– Pues ya tenemos a alguien más con un móvil -observó Chamorro.

– ¿Quién? -preguntó Arnau, sorprendido.

– Ainara. Treinta y tres mil euros del seguro, para empezar. Más el tercio del pastel hereditario. Por mucho menos se cargan a gente.

– ¿En serio, mi sargento?

– Ah, nunca se sabe.

– Anda, no seas mala, no me confundas al chaval -la reprendí-. Esa chica tiene un móvil teórico, desde luego, pero ya la hemos visto. Es una mujer enamorada hasta el tuétano, que llora de corazón a su hombre. Y que lo va a seguir llorando siempre, así viva cien años.

– ¿Cómo lo sabes?

– Igual que tú. Porque sé cómo son las otras. Y hasta cómo fingen.

– Muy seguro estás tú de eso.

– ¿Y la moto? -me dirigí a Arnau-. ¿Algo de Albacete?

– Acabo de hablar con ellos. Se han informado discretamente sobre la titular, Leire Pastrana Marín. Veintiséis años, soltera, atractiva, atlética. Diplomada en Educación Física, da clases de aerobic, Pilates y no sé cuántas cosas más en un gimnasio para los pijos de la ciudad.

– ¿Hay pijos en Albacete? -preguntó Chamorro.

– Claro, mujer, en todas partes -dije-. Son un servicio público.

– Por lo que se refiere a la moto -prosiguió Arnau-, sabemos dónde está ahora mismo: en el garaje de casa de Leire en Albacete.

– Con dos horas sobra para devolverla allí. ¿Pareja viril conocida?

– La moto la conducía un maromo que ha ido esta tarde a recogerla a la salida del gimnasio. Estatura media, complexión robusta.

– Pues apúntalo todo -concluí-. Quizá haya que ir a mirar.

– Ahora que sabes que está buena, ¿no? -se burló la sargento.

– Claro. Y que el novio no es tan alto. Hala, a casa los dos.

A regañadientes, recogieron sus cosas y salieron. Yo me quedé un poco más, removiendo lo que habíamos traído en las cajas. Volví a dar con Epicteto y Sunzi, y sobre la marcha decidí con qué enfrentaría el insomnio si volvía a visitarme. Estaba guardando los dos libros en mi mochila cuando vi a Chamorro, apoyada en el marco de la puerta.

– Yo no puedo llevarme trabajo pero tú sí, ¿eh?

– Es para ayudarme a dormir. Mi religión me prohíbe la química.

– Ya. Una pregunta. ¿Tienes plan para cenar?

– Sí. Un yogur de muesli viendo alguna tertulia basura en la tele.

– Déjame invitarte, anda. No será peor.

9 Evitar lo alto

En la década larga que llevábamos trabajando juntos, aquella era la primera vez que Chamorro tomaba la iniciativa de invitarme a cenar. Quiero decir, estando en Madrid y no por ahí de cacería, circunstancia esta que hacía de la cena común un rito obligado y rutinario, y en la que alguna que otra vez había pedido ella la cuenta. Algo raro debía de traerse entre manos, y no me hacía demasiada gracia verme arrastrado sin saber exactamente a qué, pero no me atreví a declinar su invitación porque era verdad que no tenía ningún plan mejor para esa noche y tampoco quería arriesgarme a ofenderla. Para aumentar mi asombro y mis reparos, se empeñó en llevarme a un restaurante de verdad, y no a uno de esos viles recicladores de alimentos a punto de caducar donde normalmente obteníamos el aporte calórico que necesitábamos para combatir el crimen. Cuando me vi ante el local en cuestión y reparé en su categoría gastronómica, traté de oponerme a que asestara ese golpe a sus finanzas. Pero ella insistió. Y tenía sus razones, que fiel a su temperamento cartesiano no dejó de exponerme:

– Puedo permitírmelo. Con la crisis han sacado menús económicos. Alguien se ha puesto a pensar, al fin. Carta más corta, menos margen, pero más clientes y menos género arruinado. Y lo mejor: el negocio sobrevive. No se puede tener noche tras noche a los camareros mirando la sala vacía, y la despensa llena de comida que no pide nadie.

– No se me había ocurrido -admití-. Nunca deja de sorprenderme tu intuición para las cuestiones prácticas. ¿Cómo no estudiaste empresariales, en vez de dejarte llevar por esa manía de las estrellas?

La sargento meneó la cabeza, con gesto de desagrado.

– Me aburren los números empresariales -dijo-. Demasiado prosaicos y demasiado intrascendentes, para mi gusto. Los números puros, en cambio, son poesía. No soy tan pragmática como a veces te crees, mi brigada. A estas alturas ya deberías haberte dado cuenta.

– Sé que eres una mujer compleja, Virgi. Sólo lo digo porque ese otro título te habría proporcionado más posibilidades de encontrar un trabajo bien pagado y no tener que conformarte con la picolicie.

Hacía una noche agradable. También el ambiente del restaurante parecía acogedor, visto desde fuera. Por una vez en la vida, me encontraba entre dos entornos apetecibles. Por eso no tenía prisa por entrar. Chamorro abrió entonces la puerta y me cedió el paso.

– Yo estoy conforme, con la picolicie. Esto es mi trabajo y no echo de menos otro mejor. El título me lo saqué por placer. Pasa, anda.

– Un momento -de pronto había caído en la cuenta de algo.

– Que no te voy a comer -se mofó-. Esta noche prefiero pasta.

– Ve entrando tú. Tengo que hacer una llamada.

– Ah. De acuerdo. Te espero dentro.

Oí unos cuantos tonos de llamada antes de que descolgaran. Entró directamente la voz de aquel con quien debía y quería hablar:

– Buenas, papá. Qué tal tu muerto.

– Estacionario. Es lo que le toca. Lo malo es que los vivos a los que tengo que encontrar no estén tan disponibles ni tan quietos.

– Vaya. Día duro, ¿no?

– Bastante. Es un rollo complicado, con un sicario de por medio, y mis jefes apretando de mala manera. Bueno, te ahorro la historia, que además es confidencial y para mayores de 18 años. El caso es que no he podido llegar a recogerte, estaba en la otra punta de Madrid.

– ¿Un sicario? Anda, como en CSI.

– Sí, pero en plan producción de bajo presupuesto. Los de enfrente son más cutres, y nosotros también. Aquí no hay una industria decente, y los actores invitados vienen de países aún más chapuceros.

– Pues en la tele dicen que sois como el FBI. Por lo menos.

– Sí, eso les venden mis jefes a los periodistas: les dejan mirar algunas de las pantallitas que tenemos y los chavales se sienten agradecidos y se entusiasman al hacer el reportaje. Bueno, ahí estamos. Progresando. Y tú, ¿cómo ha ido el entrenamiento de hoy? ¿Asegurada la titularidad o tengo que ir a meterle una bala en la rodilla a ese Borja?

– No tienes que meterle una bala en la rodilla a nadie. Está con gripe. Este domingo el centro de la delantera es mío, no hay discusión. Pero oye, papá, si puede saberse, ¿desde cuándo te importa el fútbol?

– Desde que me diste el disgusto de federarte, y hasta que recuperes el sentido común y lo dejes. Los padres tenemos que estar al lado del cachorro incluso cuando se le va la olla. Sobre todo entonces.

– He cumplido el trato. No he bajado en ninguna asignatura.

– Sabes que si bajas vaciaré el cargador en el cuerpo del zopenco ese que tienes por entrenador. Que él sólo sirva para darle patadas a un cuero o decirles a otros cómo darlas no le da derecho a restar oportunidades en la vida a la gente con actividad cerebral normal.

– Vale, Harry el Sucio.

– No, en serio. Andrés. Si tú quieres hacerlo yo estoy contigo, aunque el fútbol sea la cosa que más me aburre en el mundo. Es tu camino, tío. Sólo quiero que no te cierres otros, como tantos borregos.

– Mensaje recibido, mi brigada.

– Y hasta me parece menos muermo lo de la bolita cuando la llevas tú entre los pies, que la sangre tira mucho. Aunque tengo que serte sincero. No creo que vayas a ganarte nunca la vida con la pelota. Diviértete, haz ejercicio, eso no le hace daño a nadie. Pero no te dejes meter ideas raras en la cabeza. Y menos por ese soplagaitas.

– Jobar, papá, lo tienes enfilado.

– No es culpa suya. Él no sabe lo que hace. Pero yo no puedo permitir que la mafia a la que sirve te utilice como utiliza a tantos miles de chavales. Te lo he dicho muchas veces: no pienses en los dos de cada diez mil que llegan a algo en el circo ese en el que te has metido.

– Ya lo sé. Pienso en los otros nueve mil novecientos noventa y ocho. No te comas el coco tanto. Tengo la cabeza sobre los hombros.

– Y hablando de eso, ¿has pensado algo?

– ¿Algo de qué?

– Cono, Andrés, de qué va a ser. Tú piensas sacar el Bachiller el año que viene, ¿no? ¿O es que me engañas cuando me dices que vas bien?

– Claro que sí, papá. No lo pillaba. Estaba pensando hacer Derecho.

– ¿Derecho?

– ¿Te parece mal? ¿Tienes alguna idea mejor?

– Pues no sé, depende. ¿Qué piensas hacer con esa carrera?

– Puedo hacer oposiciones. A juez, por ejemplo.

– Pues sí, creo que podrías hacer cosas mejores.

– ¿Cómo cuáles?

– Narcotraficante, sepulturero, peluquero de perros.

– Papá…

– Madero, incluso.

– O sea, que no te parece nada bien.

– No me hagas caso. Por razones particulares no estoy últimamente en buenos términos con la judicatura. Pero si eso es lo que te gusta, no te preocupes, sabré convivir con ello. Total, después de ir al campo a cantar a por ellos, oé, ya estoy preparado para cualquier cosa.

– Es sólo una opción. Derecho tiene muchas salidas.

– Harás lo que tú quieras, así que piensa en algo que te guste. Infórmate bien, antes de decidir. El próximo día te cuento un poco cómo funciona el mundo de los de las togas. Y si te mola, tú mismo. Por cierto, dile a tu madre que ya hablaré con ella. ¿Te encaja venirte alguna noche este fin de semana? ¿O teníais algún plan con el bizco?

– Osti, papá, como mamá se entere de que le llamas así…

– No le llamo de ninguna manera. Lo describo. En mi oficio hay que hacerlo continuamente, y un rasgo como ése ayuda mucho. Para cazar y torturar al malo, y no arriesgarse a currarle a un inocente.

Se echó a reír. Los poetas han cantado el gozo que produce la risa cristalina de la amada, y los cómicos saben del valor estimulante de las carcajadas del público. Pero nada le reconforta tanto a uno como oír que su hijo se ríe, y que lo hace de buena gana. Cuando Andrés pudo al fin recuperar la compostura y la seriedad, me informó:

– Que yo sepa, no hay plan. Ya se lo digo yo. ¿Qué hacemos?

– ¿Sesión intensiva de The Wire con alguna comida malsana?

– Okey, compro. ¿El domingo?

– Hecho. Un beso, tío. Cuídate.

– Y tú. Oye, qué ruido hay ahí. ¿Todavía andas por la calle?

– Voy a cenar con Virgi. Invita ella.

– Bueno, bueno… Me parece una madrastra potable. Ya lo sabes.

– Ya lo sabes tú: cualquiera menos ella.

– ¿Por qué? Es maja, y yo creo que si te la trabajaras un poco…

– Tengo mis razones. Anda, tú ocúpate de tus ligues. Y cuidado con no dejarte nada dentro de ellos. Que luego crece y se te hace delantero centro y te dice que quiere estudiar para juez. Y tú a pagar todas las facturas, y como la madre salga vaga o lista, también las de ella.

– Que sí, hombre, que tengo cuidado. Un beso, tronco.

Y colgó. Había veces que tenía mis dudas sobre si entre su madre y yo, con nuestra guerra de por medio, habíamos acertado a educarlo como Dios manda. No siempre el conflicto entre sus padres había sido tan incruento como habría debido ser. Pero en el fondo me constaba que era un buen tipo y que no estaba desprovisto de juicio, incluso cuando decidía ir por donde yo no habría querido que fuera. Con todas las dificultades, pese al tiempo escaso e intermitente que le había podido dedicar, no lo había perdido, y cada día que pasaba estaba más convencido de que nunca iba a perderlo. En medio de una vida en la que tantas cosas habían quedado a medias, o directamente se habían ido por el desagüe, mi hijo era un logro del que me sentía orgulloso. Saberlo ahí, y saber que estaba bien, era uno de los argumentos que me permitían mirarme al espejo cada mañana. Si hubiera fallado con él, la suma de todo lo demás no habría bastado para salvarme.

Chamorro ya estaba sentada, hojeando la carta. Se había instalado en una mesa en un rincón, al fondo del local. Me recibió con alivio:

– Al fin. Ya me he aprendido de memoria el papel este.

– Perdona. Tenía que reparar algo.

– ¿Todo bien?

– Sí. Bueno, casi todo. Ahora me sale con que quiere hacerse juez. ¿Qué te parece? Juez, precisamente. No había otra profesión.

– Pues me parece que la vida es irónica, desde luego.

– Juez. Antes preferiría que se hiciera de Al Qaeda. O del Klu Klux Klan. Hasta del Real Madrid. En fin, tengo un año para disuadirlo.

– Qué burro eres. No está tan mal, hombre. Y al final conseguirán que les suban el sueldo. Piensa en el futuro del chico. No te dejes llevar por la mala sangre que te has hecho tú con ellos por tus cosas.

– ¿Por mis cosas? Me dirás que es un antojo mío.

– No. Tienes tus motivos para estar furioso. Por eso he pensado que tenía que invitarte a cenar. Por eso y porque no lo había hecho antes, desde que nos conocemos. Anda, descárgate por un rato de toda esa energía negativa y concéntrate en lo que vas a pedir. De segundo yo me voy a la lasaña vegetal y de entrante propongo que compartamos carpaccio de vieiras y esta ensalada tan rica que tienen aquí.

– Lo que tú digas. Yo de segundo el secreto ibérico.

– ¿Te apetece que pidamos vino? A mí sí.

– Claro, pide. A ver si para rematar la jugada me para un municipal con el soplillo y termina de arreglarme el día. Sugerirle que se meta el alcoholímetro por el esfínter anal serían dos delitos, ¿no?

– Si mis cuentas no fallan, sí. Vamos, confía en la suerte. ¿Tinto?

– Tinto. Tampoco sería tan malo. Jubilación anticipada.

– Anda, relájate un poco y deja de decir tonterías.

Hizo ella el pedido. En momentos como aquél, y me pasaba más de una vez con ella, echaba de menos la vida en pareja. Un arreglo que le permite a uno bajar la guardia y encomendarse a otro de vez en cuando, al precio de cubrir los momentos de desfallecimiento y las carencias del consorte. Un precio realmente asequible, porque nada cuesta menos que prestarle tu auxilio a aquel 4ppf a quien quieres. Pero ahuyenté en seguida estos pensamientos, que podían inducirme a mezclar las cosas. Esta- ba con mi compañera, con mi sargento; con alguien que no me debía otro apoyo que el que fuera pertinente al servicio.

Trajeron el vino. Nos sirvieron y Chamorro alzó la copa:

– Por el orden y la ley.

– ¿Lo dices en serio?

– Claro que no, idiota. Por tu chico. Y porque nos seguimos soportando, después de diez años. Que ya tiene mérito.

– Y que lo digas. No creí que duraríamos más de diez días, cuando te vi llegar al aeropuerto para coger aquel avión a Mallorca.

– Ya ves, las apariencias engañan.

– Lo que sí vi en seguida es que eras una tía dura. Por el cabreo que te agarraste cuando me metí con tu forma remilgada de vestir.

– Era una cría. Y tú fuiste un cabrón. Lo admites, ¿no?

– Entonces me venías impuesta. Ahora mataría por ti.

– ¿Tanto?

– Que no me pongan a prueba. Después de años de entrenamiento, al fin he conseguido una compenetración absoluta con la Walther.

– Sabes que ese trasto sigue pareciéndome una exageración, ¿no?

– Bueno, me cojo muchos días la vieja Astra. Para compensar.

De pronto, a la sargento le entró una risa floja.

– ¿Ves? Es que no tienes término medio. O te traes ese cañón para matar rinocerontes o te cuelgas una antigualla que si algún día tienes que usarla se te encasquillará al segundo disparo. Eres un extremista. Y lo más grande es que cualquiera que te trate en tu estado normal, no como estabas hoy, diría que eres el colmo del equilibrio.

– Lo soy. El ying y el yang se contrapesan dentro de mí. Lo de hoy ha sido un momento de descontrol. No volverá a suceder. Y mi Astra no es una antigualla. Es verdad que la fabricaron hace setenta años, pero ya quisieran otras más jóvenes tener su consistencia. Me lo dijo el subteniente que me la vendió, y ése sabía de lo que hablaba.

Se me quedó mirando con expresión misteriosa. Había apurado su primera dosis de vino bastante deprisa, y en sus ojos ya había un brillo incipiente. Me mostró la copa vacía. Se la rellené al instante.

– ¿De verdad ibas a cenar un yogur viendo eso en látele?

– El yogur es sano. Facilita el tránsito intestinal, una función que a las personas de edad nos conviene mantener a pleno rendimiento. Y las tertulias de la tele me parecen estupendas. No sé lo que cobran los tertulianos, pero todo lo que les paguen me parece poco. Porque ellos solos cubren, en una labor casi heroica, la cuota de sandeces de toda la población. Les someten cualquier cuestión, y todas las abordan con esa mezcla fascinante de ignorancia, demagogia e irresponsabilidad que los convierte en una encarnación perfecta de la estupidez colectiva. Verlos durante media hora es una especie de anestesia. A mí me deja con un encefalograma casi plano, en el colmo de la placidez. Ninguna benzodiacepina es la mitad de potente que sus majaderías.

– Eres un arrogante, ¿lo sabes?

– No. Sé que soy un tonto útil. Por eso me desahogo así.

– Anda, ponte ensalada. Y bebe.

– ¿Me estás intentando emborrachar, sargento?

– Puede ser.

– ¿Para?

– No temas. Tu honra no corre peligro.

– ¿Entonces?

Chamorro bajó la vista y la dejó flotar en la superficie del vino.

– Quería hablar contigo, sin terceros y sin el trabajo de por medio. La verdad es que esta mañana me has preocupado un poco.

– ¿Por qué? Ya me conoces. A veces ladro, pero no muerdo.

– Nunca te había visto ladrar así. Sabía que estabas afectado por el juicio de la semana pasada, pero no imaginaba que tanto. Creía que cuando hablabas de dejarlo era uno de tus faroles. Ahora no sé si eso es lo que está pasando por tu cabeza, pero en serio.

Vacié mi copa. Quizá le debía una explicación. No se la negué:

– Ha pasado, no te lo niego. Especialmente durante el fin de semana. No sé si te haces cargo de lo que ha sido para mí esto. Empecé con ese caso justo cuando llegué a la unidad, años antes de conocernos. No estuve en la escena del crimen, nunca llegué a ver siquiera el cuerpo de ese hombre, pero el asunto estaba tan jodido y había tan pocas pistas, que me metí en su vida como nunca me he vuelto a meter en la de nadie. La revolví de arriba abajo, hasta que saqué la hebra mínima que lo unía al asesino. Para que te hagas una idea, sólo habían coincidido una vez, antes del crimen. Y cuando descubrí que era un extranjero que había regresado a su país y que por precaución ya no se movía de allí, me dejé las pestañas amarrándolo todo bien para que los magistrados compatriotas del criminal llegaran a apreciar que debían concedernos la extradición. En la práctica eso viene a ser un juicio en toda regla, donde además tienes al juez enfrente. Y lo ganamos. Lo engrilletaron y nos lo mandaron, para que nos ocupáramos de esa alimaña. Hicieron su cálculo: hasta para ellos era mejor tenerlo a buen recaudo en una cárcel española que suelto en su propio país. ¿Comprendes que me reviente que nuestros jueces lo absuelvan como si nada?

– Comprendo.

– Hay otra cosa. No sé si te lo he comentado. Lo mató con una maza de albañil. Una de esas que se utilizan para tirar paredes. Por la espalda, de un solo mazazo en la cabeza. Con el mayor desprecio por la vida de otro ser humano que nunca yo me haya echado a la cara. Y con el mayor desprecio por la policía, también. Sólo se preocupó de ponerse guantes. La maza ensangrentada la devolvió sin más a la obra de donde la había cogido, lo que hizo que la gente que al principio se encargó del caso perdiera unos días preciosos con los albañiles.

– Ya me imagino.

– Y todo, para robarle a aquel pobre hombre lo único que tenía de cierto valor, y que había cometido la ingenuidad de revelarle a este desalmado que poseía. Podría habérselo comprado, con el dinero que le sobra por su familia. Podría haber subido la oferta hasta que el otro no pudiera rechazarla, si es que le hizo alguna y no quiso vender. Pero le daba igual, vio el atajo, nada podía relacionarlos, y se lo cargó.

– Es una historia deprimente, nadie te lo discute.

– Lo es bastante más con el culpable absuelto. Y entiéndeme, lo de menos es que se permitiera amenazarme. Ojalá viniera por mí, y me diera la oportunidad de freírle la barriga. No me atrevo ni a llamar a la viuda. Y si me la encuentro, cómo la miro a los ojos. Cómo, antes de haber hecho que a esos cuervos los empapelen por prevaricación.

– No puedes hacer eso.

Inspiré hondo.

– No, no puedo, aunque ellos sí puedan decir en la sentencia que yo me empeciné en procesar a un hombre contra el que no había pruebas suficientes, y que eso explica que la investigación durara tanto, y que se consiguiera la extradición, y todo lo demás. Un hombre al que no había visto en mi puta vida, por la muerte de otro hombre al que ni siquiera conocí. Como si yo fuera un tarado. Y me la tengo que tragar. Pero ellos no se van a tragar nada. Tendrían que ser compañeros suyos los que les fundieran los plomos. Y perro no come perro.

Chamorro tomó mi mano. Estaba tan crispado que ni siquiera llegué a darme cuenta de que los que nos rodeaban, y no estuvieran oyendo nuestra conversación, podían interpretar lo que no era.

– Tampoco ellos los conocían de nada, Rubén -comentó-. No tienes ninguna base para afirmar que hayan prevaricado. Sencillamente, han hecho una interpretación demasiado garantista de la ley. Que tú no compartes, que yo tampoco comparto, porque si todos los jueces nos lo ponen así de difícil, con lo que espabilan los que tenemos enfrente, no vamos a poder juntar pruebas para que se condene a nadie. Pero seguramente es lo que ellos en conciencia creen que deben hacer.

– Claro. El escrúpulo de conciencia con el trabajo y el dolor ajenos es muy barato. Me gustaría ver si son tan estrechos con sus cosas.

Chamorro apretó mi mano y sonrió.

– Pues claro que no, jefe. Ésa es la condición humana. Tú mismo me lo enseñaste. La ley del embudo, para mí lo ancho y para ti lo chico.

– No Virgi. Eso no es tan inexorable. Algunos nos exigimos a nosotros mismos tanto o más de lo que les exigimos a los otros. Si no, esto sería una selva de mierda en la que no merecería la pena vivir.

– Muy bien -asintió-. Ahora es cuando me toca ponerme práctica.

Ya nos habían traído los segundos. Mientras la escuchaba, troceaba con el cuchillo mi pieza de carne. Estaba jugoso, aquel ibérico. Un contraste gratificante, frente al sabor agrio de mis pensamientos.

– ¿Qué quieres decir? -pregunté.

– Que es lo que hay. Que no vamos a cambiarlo.

– Lo sé.

– ¿Y ahora qué? ¿Lo vas a dejar, entonces?

– Claro que no. Yo he cumplido. Que se vayan ellos.

– Y además, te gusta.

– Y además me gusta.

– Pues ya está, mi brigada. Capítulo archivado. El fiscal va a recurrir. No descartes que dentro de unos años el Supremo te dé la razón.

– Ni contaré con ello. Y son los mismos años que tiene ese cabrón para desaparecer y esconderse donde ya no podamos encontrarlo.

– Ahora el mundo es pequeño.

– Sí, que se lo digan a Bin Laden.

– Bueno, ya se verá. Prométeme que no vas a montarme otra como la de hoy. Que vas a ser respetuoso y obediente y formal con la juez para la que ahora estamos trabajando. Aunque sea una mujer.

– Eso es injusto, Virgi. Me has visto trabajar para muchas, y creo que nunca les he faltado al respeto. Y tampoco creo yo que tu condición femenina te haya traído nunca ninguna dificultad conmigo.

– No.

– No soy misógino. Odio a los inútiles sin distinción de sexo.

– Es verdad, no eres misógino.

– Aunque tampoco soy feminista, desde luego.

– Desde luego.

Dicho esto, se me quedó mirando, con expresión socarrona. Contuvo a duras penas la carcajada, hasta que no pudo más y estalló.

– Eres una arpía. Como todas.

– Claro. Pero sólo de vez en cuando. No me lo tengas muy en cuenta. Entonces qué, ¿seguimos siendo pareja frente a los villanos?

– Seguimos.

– Menos mal. Me quitas un peso de encima.

– ¿Ah, sí?

– No lo dudes. Tampoco es que seas como para tirar cohetes, pero las alternativas que hay dentro de la empresa son para echarse a temblar. Tú por lo menos no vas retransmitiendo tus impresiones sobre todos los culos y las tetas que te pasan por delante, como otros.

– Bueno, que también me fijo, ¿eh?

– Ya lo sé, qué te crees. No podéis no fijaros. Pero al menos te lo guardas para ti, lo que es mucho más llevadero. Y ahora en serio, nunca he sentido que dejaras de dar la cara por mí. Y eso cuenta.

– Nunca me has dado motivos para dejar de hacerlo.

– Me alegro.

Volví a llenar las copas de vino.

– ¿Quieres postre?

– Uf, yo no, estoy llena.

– ¿Compartirías un poco de queso con el vino que nos queda?

– Está bien. Por un día.

– Sólo si te apetece a ti. Que pagas tú.

– Pago a gusto.

Llamé al camarero y le hice el encargo.

Nos quedamos durante unos segundos mirándonos, cada uno haciendo girar entre los dedos su copa de vino. Andrés tenía razón, posiblemente era una de las mejores madrastras que podía conseguirle. La cuestión era que yo no buscaba nada de eso, y que aun si lo hubiera buscado, ella habría sido la última candidata que contemplara. Y no porque no me gustara su carácter, ni porque a sus treinta y cuatro años Chamorro hubiera dejado de ser una mujer atractiva. De hecho, el tiempo le había sentado bien, y salía ganando frente a la veinteañera insegura que era cuando la conocí. Aunque fuera siempre con la cara lavada y no hiciera nada para combatir las arrugas de expresión. Aunque llevara esa media melena de corte funcional. Viéndola, uno se preguntaba cuándo aprenderían tantas tontainas que las pinturas de guerra, la peluquería y las inyecciones de bótox son un arma mucho menos eficaz, en la escaramuza amorosa, que la serena conformidad consigo misma de una mujer contenta de serlo con todos sus avatares, incluido el paso del tiempo. Pero yo no iba a pretenderla porque mi corazón, para bien y para mal, se había quedado en otra parte, y porque a la propia Virginia le había tomado demasiado afecto para ofrecerle la estropeada mercancía que sobre esas premisas podía compartir con ella. No niego que alguna vez lo había hecho en sueños. Pero tenía claro que tratar de llevarlos a la realidad era consumar un pésimo negocio. Una triste muesca en mi revólver de pistolero sin esperanza, a cambio de una compañera que me cubría las espaldas cuando tenía que entrar en el saloon repleto de forajidos. Había otras opciones mucho menos insensatas para gastar mis sobrantes de pólvora.

– Sólo una cosa, en adelante -rompí el silencio.

– Qué.

– Ya me he cansado de hacer de poli bueno. Salvo que te diga lo contrario, a partir de ahora esa parte te toca a ti. A mí cada vez me cuesta más disimular la mala hostia, y más con según qué gente.

– En fin, si tiene que ser así… Pero es una pena, porque eres un poli bueno cojonudo. No sé si yo estaré a la altura.

– Seguro que sí. Y no te preocupes, que si alguna vez te ves apurada, recupero el papel. O si me entra la nostalgia, por lo que sea.

– Te dejaré a las mujeres, si quieres. Das bien el pego, con ellas.

– ¿Tú crees?

– Sí. Excepto conmigo. Yo te conozco. Veo a través de ti.

Fingí ponerme en guardia. O quizá no lo fingí del todo.

– Creo que ha llegado el momento de pedirte que pidas la cuenta.

Volvió a reírse, con esa risa suelta y blanda que le daba el vino.

– Era una broma. No, no lo veo todo. Por eso te respeto. Pero tienes razón, mañana hay que madrugar. Voy a pagar esto.

La acompañé hasta su coche, porque he recibido una educación anticuada de la que no me da la gana desprenderme, y menos porque la censure alguna que otra paranoica con el pelo pintado de fucsia. Antes de abrir su vehículo, Virginia me estampó un beso en cada mejilla. Era la forma en que nos despedíamos y saludábamos antes y después de las vacaciones, el año nuevo y esas cosas. Nunca, hasta entonces, un día cualquiera. Preferí no darle muchas vueltas, por si acaso.

– Gracias por este rato -dijo-. Debería invitarte a cenar más.

– Piénsatelo. Tengo buen saque, cuando me pongo.

– Tampoco es para tanto. Hasta mañana.

– Conduce con cuidado.

– Por supuesto. Y tú, negocia con los municipales, si te pillan.

– Lo intentaré.

Seguí con la mirada su Seat Altea plateado, impoluto como siempre. Un coche bonito sin pretensiones, que resolvía todas sus necesidades de la forma más eficiente, sin derroches vanos. La retrataba.

Logré llegar hasta mi casa sano y salvo y sin ninguna interferencia municipal. También conseguí que mis reflejos algo disminuidos no me llevaran a rascar el cemento de las columnas del parking de mi bloque. Cuando por fin entré en mi apartamento, sería el vino, la jornada de trece horas o la intensa velada, estaba tan hecho polvo que no me cupo duda de que esa noche iba a infligirle al insomnio una severa derrota. Como pude, me lavé los dientes, me desvestí y, al ir a colgar la chaqueta, me acordé de que llevaba en ella una figura de plomo. La puse junto a las otras que tenía sin empezar sobre mi mesa de trabajo. Luego me metí entre las sábanas con uno de los dos libros de cabecera del malogrado Óscar Santacruz. Lo había sacado de la mochila a ciegas, y resultó ser el chino. No intenté leerlo desde el comienzo. Ni siquiera intenté leerlo a trozos. Busqué, al azar, uno de los pasajes que él había subrayado. Y con estas palabras de Sunzi me quedé dormido:

La naturaleza del agua es evitar lo alto e ir hacia abajo; la naturaleza de los ejércitos es evitar lo lleno y atacar lo vacío; el flujo del agua está determinado por la tierra; la victoria viene determinada por el adversario. Así pues, un ejército no tiene formación constante, lo mismo que el agua no tiene forma constante: se llama genio a la capacidad de obtener la victoria cambiando y adaptándose según el enemigo.

10 Agua, agua, agua

A las seis y media de la mañana, recios y puntuales como siempre, aquellos hombres irrumpieron en la bruma espesa de mi sueño:

– Legionarios a luchar, legionarios a morir…

Estaba tan agotado y tan aturdido que tardé unos segundos en reaccionar. Cuando lo hice, ya cantaban esa parte de la estrofa:

– Somos héroes incógnitos todos, nadie aspire a saber quién soy yo…

Por fin di con el dichoso botoncito del móvil y silencié al viril coro. Paradójicamente (o no), el hecho de que sonara en la función de despertador de mi teléfono se lo debía a una mujer: la guardia Tena, de Zaragoza, con la que Chamorro y yo habíamos compartido un caso de homicidio tiempo atrás. En sus años mozos, Tena había tenido la ocurrencia de calzarse un gorro legionario, bajo el que el contribuyente le había financiado algunas experiencias inolvidables, como una excursión a Kosovo y otra a Afganistán. Después de una celebración con intensa libación alcohólica en un restaurante de Barcelona (una vez resuelto el caso, por supuesto) la guardia me confesó que llevaba esa melodía en el móvil, y me aseguró que era el mejor despertador. Le pedí que me la pasara por el Bluetooth y desde entonces las voces del Tercio se ocupaban de despegarme de las sábanas. Podía dar fe de que la guardia estaba en lo cierto. Te empujaban al combate, tanto los días propicios como los que sólo prometían horas de ingrata labor.

Una hora y media y un par de cafés más tarde, estaba en la unidad, sentado delante de mi ordenador y tratando de organizar sobre un documento en blanco de Word el plan de la jornada. Una voz inusualmente pastosa y ronca interrumpió mis cavilaciones:

– Buenos días. ¿A ti también te va a estallar el cráneo?

Creo que era la primera vez que yo llegaba a la oficina antes que ella. Chamorro no ofrecía desde luego su mejor aspecto. Los ojos hinchados, la tez amarillenta y el cabello todavía algo húmedo.

– No, a mí ya me estalló hace tiempo. Bienvenida a la tercera edad.

– Jolín, sólo nos bebimos una botella de vino.

– Pero enterita. Y tú le pegaste más.

– Voy a pillarme un café.

– Pilla dos. Que llevo llamando a mis neuronas a formar desde hace un rato y me temo que andan todas sobando en la compañía.

– Muy gráfico. Marchando.

Arnau llegó un minuto después, o lo que es lo mismo, con un muy ligero retraso sobre la hora reglamentaria. Pero como era joven y nuevo, todavía se creía en la necesidad de tener una buena excusa:

– Lo siento, mi brigada. Tengo una combinación tan mala para llegar aquí que en cuanto se retrasa un poco el metro o el autobús…

– Eso se resuelve madrugando más, guardia.

– Lo haré…

– Que es coña, hombre.

En ese momento sonó mi teléfono. Lo descolgué con el recelo que en buena lógica corresponde, cuando atacan a hora tan temprana.

– Vila, ven acá -exigió la templada y bien modulada voz de Pereira.

– A sus órdenes, mi teniente coronel.

Colgué, miré a lo alto, suspiré. Luego me dirigí al guardia:

– Chamorro ha ido por dos cafés. Tómate el mío, que me parece que no volveré antes de que se enfríe. Y ve llamando al juzgado para quedar con ellos. Te darán las autorizaciones de intervención del teléfono de la ex y de acceso al histórico de llamadas y el PIN del difunto.

– A la orden.

Me percaté que desde que le había pedido que me tuteara, Arnau no me llamaba de usted, pero tampoco de tú. Se buscaba siempre una expresión abstracta o impersonal con la que poder eludir el tratamiento. El detalle me gustó. Probaba que era prudente, y también que poseía una inteligencia verbal superior a la media. No todo el mundo es capaz de dar el rodeo sintáctico apropiado para evitar apelar a su interlocutor en todas las circunstancias que implica el trato diario.

– Y otra cosa… Pero antes dime que Dios es misericordioso y que los dos números de teléfono son de la misma compañía.

– Dios es misericordioso. Y además estuvieron casados. Es lo normal.

– Sagaz deducción. Pues nada, en cuanto los del juzgado te den el papelito, te vas a ver a los de la telefónica. Quiero acceso franco a toda esa información antes de la hora de comer. No te lo pondrán fácil.

– ¿Y cómo hago?

– Si el que te atiende es hombre heterosexual o mujer lesbiana, intimídalo o intimídala. Si es gay o mujer heterosexual, o bisexual de cualquier sexo, tienes la opción de desplegar tus encantos.

– ¿En serio?

– Mi buen Jens, tienes una misión. Cúmplela.

– ¿Jens? ¿En qué idioma es eso?

– Sueco. O noruego. O danés -dije, mientras me

Mi teniente coronel me aguardaba detrás de su mesa reluciente, en la que tenía desplegados tres periódicos. Me señaló uno al azar.

– Eres famoso -dijo-. Bueno, tu muerto, que tanto da.

– Gracias, mi teniente coronel. Eso me hace muy feliz.

– Ha salido en los tres. Acabo de hablar con el coronel.

– Nada que no hayamos vivido antes. El plomazo en la nuca, y el pasaporte rojo sangre de toro del finado, para qué vamos a engañarnos, han hecho una combinación atractiva para los medios. Ya ves el despliegue. Primera del cuadernillo de Madrid, en todos. Los políticos ya lo han leído y a partir de ahora tengo un cartucho con la mecha prendida y metido ya sabes en el conducto de evacuación de quién.

Asentí, con mansedumbre.

– Sí, ya he comenzado a sentirlo.

– Bueno, tampoco pasa nada. Somos mayorcitos y nos las hemos visto en otras peores, ¿no?

– Y que lo diga. Puedo dar fe de que ha tenido usted cartuchos más gordos y con la mecha más corta metidos en ese conducto.

– Pues eso, que no te pongas nervioso. Pero que cuentes con ello.

– Contaré con ello.

– ¿Qué averiguaste ayer por la tarde?

Le hice el informe. Pereira me escuchó con atención, como delataba su mirada perdida en algún punto de la pared. Después de procesar todos los datos, respiró hondo y volvió a mirarme a los ojos.

– Tenemos suerte con la juez. Explótala. Mira, parece que el tercer poder te desagravia por la faena que te hizo la semana pasada.

– Permita que no cante victoria.

– Bah, no seas cenizo. Es una baza a nuestro favor. En cuanto tengas pinchado el teléfono de la Montserrat esa ponemos a Salgado con los cascos delante del ordenador para tomar nota de todo lo que largue. Así la distraigo, lo que nunca viene mal. Mira que he rezado para que se case y se vaya, pero nada. Y con los años va a peor: ahora le gusta provocarme a los jovencitos. Tenerla enchufada al ordenador en la sala de escuchas me ahorrará tener que arrestarla, al menos por ahora.

– La chica es vistosa, qué le va a hacer.

– Ponerse un burka, por ejemplo. En resumen: dejamos a Salgado trillándote el teléfono de la ex, y tú machacas hoy la otra vía. Así avanzamos en paralelo por las dos, y a quien Dios se la dé, que San Pedro se la bendiga. Nosotros, fieles a nuestro código. Sin prejuicios.

– Ninguno, jefe.

– Pues hala, a la faena. ¿Cómo andas de la pájara?

– Enjaulada, mientras resuelvo esta historia.

Pereira sonrió, satisfecho.

– Mejor así. Por si te sirve de algo, no quiero ni imaginarme lo que sería tener una como ésta y no tenerte a ti. Ya sé que con la estima de los superiores ni se pagan facturas ni se cierran ciertas heridas, pero que lo sepas. Y no sólo en mi nombre, sino también en el del coronel. Me manda decirte por decimoquinta vez, o la que sea, que ya he perdido la cuenta, que cuando quieras hacer el curso de oficial te pone puente de plata de doble sentido. Para que te quede claro: que te garantiza que vuelves aquí, en vez de ir destinado a cualquier rincón del arco mediterráneo a lidiar con veinte guardias contra todas las mafias propias y foráneas que se hayan instalado en tu demarcación.

Me mantuve frío. En momentos así, hay que hacerlo.

– Eso es muy tranquilizador, mi teniente coronel. Pero no se trata sólo de que el ascenso pueda llevarme a un destino peor. No me apetece estudiar, a estas alturas, ni el rollo de la academia. De suboficial estoy bien, mis gustos son modestos y, con el debido respeto, tampoco se me ofrece un sobresueldo que vaya a cambiarme la vida.

– Se trata de otra cosa. Un estatus y una carrera. Podrías llegar a comandante, a nada que los hados se confabularan un poco en tu favor. Y si no, seguro que como mínimo te jubilas de capitán. Estoy convencido de que lo harías mucho mejor que otros que llevan estrellas.

– Tal vez no. Pero gracias. Y transmítaselas al coronel de mi parte.

– Qué cabezota eres, Rubén.

– Por eso valgo para esto. Más que por listo.

– No te digo que no.

– Pues eso. A sus órdenes.

Cuando regresé a nuestra zona de trabajo, Chamorro y Arnau estaban escuchando música en el ordenador portátil del difunto. Era una melodía viva y agradable. La voz cantante la llevaba un violín.

– ¿Y eso?

Chamorro miraba la pantalla con gesto absorto.

– Tenía el acceso a este archivo de sonido en el escritorio del portátil -dijo-. En la esquina superior izquierda, separado de todos los demás iconos de acceso directo. Ya sabes que soy una chica ordenada. Así que estaba condenado a ser el primero de mi barrido. ¿Té suena?

– Pues no. ¿Quiénes son?

– Aquí dice… Cloud Cult. When Water Comes To Life.

– Ni idea. Se ve que ya estoy fuera de onda.

– No creas. Nuestro júnior tampoco los conoce.

Arnau volvió la vista a su ordenador y levantó el dedo índice.

– Localizados -dijo, tras echar una ojeada a la pantalla-. Aquí dice que son un grupo independiente norteamericano. De Minnesota.

– No suenan mal -opiné.

Arnau tecleó algo y el fondo de la ventana que tenía abierta cambió al instante. La nueva conexión de banda ancha funcionaba de vicio.

– Y aquí tengo la letra de la canción.

– A ver, sargento. Ejercicio de traducción directa.

– No me fastidies -protestó Chamorro.

– ¿Has visto, Johnny? No se atreve. Tendrás que ayudarla.

Virginia me miró de reojo.

– Si crees que con eso me picas, vas listo.

– No parece muy difícil -apreció el guardia.

– Adelante -le pedí, mientras me dejaba llevar por la música.

– Pues, vamos a ver… Y cuando vengan los ángeles, te abrirán por la mitad, para ver si todavía estás ahí. Y debajo de tus costillas encontrarán…

Arnau se interrumpió y arrugó la frente.

– ¿Encontrarán…? -pregunté.

– Esto no me lo sé. A heart shaped loc\et. ¿Qué es locket ?

– Ni idea. Mira el diccionario en línea.

La sargento no dejó pasar la oportunidad de vengarse:

– Vaya, el inglés de míster Perfect también tiene sus lagunas.

– Y el español, o qué te habías creído.

– Locf{et. «Colgante, dije» -leyó Arnau.

– Un colgante en forma de corazón. Qué más.

– Una vieja fotografía tuya en brazos de papá -continuó traduciendo el guardia-. Y después… te coserán y te devolverán al agua. De donde todos nacimos. Y alimentarás a los fantasmas, y alimentarás a los vivos. Y serás un extraño y serás un amigo. Y serás el leproso y serás el que cura. Y serás el héroe y la tragedia. Aquí repite el estribillo, lo de que todos nacimos del agua y demás. Y sigue así: Y cuando quemen tu cuerpo, tan sólo quedarán cristales de arena. Dos pequeños puñados. Todo lo demás es agua, agua, agua. Todo lo que debes saber es que naciste del agua. Estás hecho de agua. Eres agua viviente, agua, agua, agua. Y lo repite dos veces más.

Chamorro miraba ahora la pantalla de Arnau con gesto serio.

– Una canción bastante particular -juzgó el guardia, acabado el ejercicio de traducción-. Desde luego, no es pop al uso.

– Una vieja fotografía tuya en brazos de papá -dijo la sargento-. Debía de ser por esa frase por lo que le gustaba la canción. Por el hijo del que trataban de alejarlo. Te abrirán para ver si sigues ahí… y encontrarán la foto de papá. Está claro cuál era la cruzada de este hombre.

– Hay otra cosa -dije-. Mirad esto. El párrafo marcado.

Les tendí el ejemplar de Óscar Santacruz de El arte de la guerra, abierto por la página que había visto la noche anterior. Los dos leyeron el fragmento a la vez. Fue Virginia quien ató el cabo en voz alta:

– El agua. En los dos sitios.

– Y con un sentido muy afín -anoté-. Somos sólo agua que toma una forma efímera. El agua no tiene forma constante y así vence.

– Y esto, ¿a dónde nos lleva? -preguntó Arnau.

Los observé alternativamente, con expresión circunspecta.

– A ti, al juzgado y a la compañía telefónica. Y a la sargento y a mí, a hacerles una visita a unos maderos que no se lo piensan mucho antes de ponerle las esposas a un pringado con unos gramos de coca.

– Vaya, a eso le llamo yo cortar el rollo -se quejó Arnau.

– Es lo que hay. Ya hemos salido en todos los periódicos.

– ¿Para eso te llamaba el jefe? -adivinó Chamorro.

– Sí. También me ha recomendado que peguemos un buen empujón a las dos vías que hemos abierto, para ir resolviendo la disyuntiva que ahora tenemos planteada. Y ya sabes que yo suelo seguir las recomendaciones que provienen de él. Así que tú y yo vamos a enterarnos de todo lo que podamos de las relaciones de Óscar con el mundo de la droga y, una vez que Arnau haya persuadido a los de la compañía telefónica, la cabo Salgado pasa a tener como único cometido hasta nueva orden escuchar todo lo que hable Montserrat Castellanos.

– ¿Salgado? -observó Virginia, con poco entusiasmo.

– ¿Tienes alguna objeción?

– Si no hay nadie más que esté libre…

Justo en ese momento, apareció en la puerta la cabo Salgado.

– ;Se puede, mi brigada?

Mirándolo bien, tanto el hartazgo de Pereira como la reticencia de Chamorro hacia ella tenían algún fundamento. Aunque ya había cumplido los treinta y cinco, la cabo Salgado seguía embutiéndose cada mañana en unos téjanos imposibles, que la revelaban de cintura para abajo como si fueran body-painting. Y los botones superiores de su blusa no cumplían otra función que la estrictamente ornamental. Estos rasgos de su indumentaria resultaban muy útiles para algunas misiones, pero para ninguna que debiera cumplir dentro de la oficina.

– Adelante.

Se acercó, sacudiendo a izquierda y derecha su cabellera castaña. Era la única de la unidad que no llevaba el pelo recogido.

– Me han dicho que tengo que estar pendiente de una escucha.

– Sí. Arnau te lo explicará todo.

Vi cómo mi subordinado palidecía y enrojecía de forma consecutiva.

– Pon en antecedentes a la cabo -le ordené-. Luego os vais al juzgado a recoger la orden y os acercáis a hacer la gestión a la compañía. En cuanto tengamos la escucha operativa, tú concéntrate en las llamadas del teléfono del muerto. Y llama a Albacete, a ver qué más han averiguado acerca de Leire, la dueña de la Yamaha, y del sujeto ese que fue a recogerla. Ah, y hazme un favor: pídeles que nos estimen el número de pie que puede tener el tipo en cuestión. Aproximadamente.

– Muy bien, mi brigada -asintió el guardia, cariacontecido.

– La sargento y yo nos vamos a hablar con el cuerpo hermano. Si hay cualquier cosa que deba saber en seguida, me llamáis.

– Descuida, mi brigada -dijo la cabo, con voz untuosa.

– Tienes el nombre del poli, ¿no? -consulté a Chamorro.

– Sí.

– Pues vamos, en marcha.

Mientras salíamos, Salgado se acomodó en una silla frente a Arnau, que a la sazón nos miraba irnos con cara de cordero degollado.

– Soy toda oídos -le anunció, recolocándose la blusa sobre el pecho.

Ya en el ascensor, la sargento meneó la cabeza.

– Pobrecillo. ¿Crees que quedará algo cuando la leona acabe con él?

– Quedará -aposté-. Es más correoso de lo que parece. Sólo tenemos que irle quitando la vergüenza y curtirlo un poco más.

– Ya veo que estás en ello. Sólo espero que Shakira no nos lo despiste de lo que tiene que hacer. Que a esta tía lo mismo le da por hacer valer los galones, y si el chico no acierta a mantener la guardia alta…

– La mantendrá. Oye, ¿por qué le pusisteis Shakira?

– Tú que crees. Por las de la intuición…

– Mira que sois brujas.

– En la unidad somos minoría. Tenemos que hacer una pina contra el macho dominante. Y ésta nos rompe el grupo con su táctica.

– No creo que debáis darle mayor importancia. El jefe también la tiene enfilada. Ya sabes que Pereira es un poco puritano.

– A mí que se vista de gogó me da igual. Lo que no soporto es el toque geisha. Descuida, mi brigada. Sólo le falta dar masajes de pies.

– Mmm. ¿Y qué tendría eso de malo?

– Anda, no me provoques. Que me duele la cabeza.

– Tengo ibuprofeno. ¿Quieres?

– Si sigo así, no te digo que no. Aguanto por ahora.

Le ofrecí conducir yo, pero eso sólo sirvió para que insistiera en hacerlo ella. Después de sortear como buenamente pudimos el atasco que convertía la A-2 en un gusano de acero multicolor, y que mantenía bloqueadas las rotondas del acceso a Alcalá de Henares, llegamos a nuestro destino. Chamorro echó un vistazo a la calle y concluyó:

– Me temo que aquí no aparcamos como no les tomemos prestada una plaza a los chicos de la competencia.

– Tómasela. Que cuando vienen a nuestra casa siempre les dejamos meter el coche en el aparcamiento de visitas.

– Ya, pero ellos casi no tienen sitio.

– Que se gasten más en instalaciones. Mira, ahí cabe.

Aparcó a apenas diez metros de la entrada de la comisaría. Como cabía prever, el policía de la puerta se acercó a regañarnos. Pero fui más rápido que él. Me bajé, cerré la portezuela y le exhibí la placa.

– Venimos a ver al inspector Peralta. Primer piso, ¿no?

– Sí, pero…

– Muchas gracias, compañero.

Y eché a andar hacia la entrada. Chamorro cerró con el mando a distancia y me siguió con paso rápido. El agente no reaccionó a tiempo. Y le dio apuro llamarnos a voces cuando ya estábamos dentro de la comisaría. La vida es de los que no piden permiso. Lo había leído en un anuncio de whisky, si no recordaba mal. Funcionaba. A veces.

Nunca me han gustado las comisarías. Tampoco es que me gusten mucho nuestros puestos, pero por lo menos en ellos la sordidez queda más o menos enmascarada por la parafernalia militar. Los únicos que tienen dependencias bonitas son los enchufados de las policías autonómicas. Los Mossos d'Esquadra, por ejemplo. Más de una vez me he quedado con ganas de fotografiar sus comisarías. Parecen museos de arte contemporáneo o chalés vanguardistas. Pero aquella comisaría era como tantas otras. Gris, oscura y escasamente acogedora.

El inspector Peralta nos estaba esperando, para eso le había llamado desde el coche. Era un hombre corpulento, pelirrojo, de no menos de uno noventa de estatura y rostro juvenil, aunque debía de andar por los cuarenta. Nos recibió con cordialidad y nos presentó a otro policía, un poco mayor que él, bastante más bajo y mucho más hosco.

– El subinspector Fuentes.

– Mucho gusto -mintió Fuentes, con escaso empeño.

Peralta nos explicó su presencia.

– Le he pedido a Fuentes que se uniera a la reunión porque estuvo conmigo en la detención de Santacruz. De hecho, él se acordaba bastante mejor que yo del asunto. Ya sabes cómo es esto, pasan los meses y todos los choros se acaban confundiendo en la memoria.

Peralta era un tipo simpático, y parecía colaborador. Por eso creí que era mejor abstenerme, al menos en este punto, de compartir con él mis pensamientos. Porque yo recordaba muy bien a todas las personas a las que había detenido, y los motivos que había tenido para hacerlo. Quizá no fueran tantas como las que por su destino le tocaba detener a él, pero con todo el comentario me resultaba poco pertinente.

– Claro-dije.

– Pero hurgando en el expediente, y hablando con Fuentes, me ha venido todo a la memoria. Vamos a ver cómo os lo explico. Hay dos maneras de interpretarlo, y las probabilidades están al 50 por ciento. Puede que fuera un caso de mala suerte. O puede que fuera directamente una cagada sin paliativos. Cosas que pasan, tampoco hay que culpar a nadie. Nos movemos siempre en terreno pantanoso.

– ¿Qué quieres decir, exactamente? -intervino Chamorro.

– Cuéntaselo tú, Fuentes. Que te lo sabes mejor.

El gesto del subinspector evidenció que no deseaba aquel protagonismo. Se avino a asumirlo como si nos hiciera a todos un favor.

– Nos dieron un soplo -dijo-. Nos llegó a través de la brigada, procedente de uno de sus confidentes habituales. Nos señalaron a Santacruz como un intermediario con poca experiencia que había empezado a distribuir género y que nos podía servir para ubicar algún garito nuevo donde se estuviera moviendo droga en nuestra zona. Nosotros no tratamos con los grandes traficantes, de eso se ocupan los de la brigada. Nuestro trabajo es tener controlado el menudeo, y sobre todo a los gilipollas de los bares que deciden mejorar la rentabilidad de la empresa pasando mercancía o dejando que el camello la pase dentro de su local. Es uno de los segmentos más activos del mercado.

– Aunque os parezca mentira, por razones fiscales -apuntó Peralta, con una sonrisita malévola-. Explícaselo, Joaquín.

– Los bares pagan el IRPF por módulos -dijo Fuentes-. Todo lo que ingresan por encima de lo que fija el módulo, ya sea por los cafés, las birras, las tragaperras o, en este caso, por vender coca, se queda en el lado invisible de la economía. Así que son ideales para colocarles parte de la facturación. Los narcos tantean el canal, y los de los bares, si no son muy listos o les puede la codicia o les ha bajado la caja por la crisis, se dejan enredar. Cada año nos zumbamos a dos o tres.

– Como dice el subinspector -subrayó Peralta-, son los más tontos de la cadena, porque el camello de esquina se mueve si hace falta, pero el bar siempre está ahí, y en cuanto lo marcamos, está vendido. Vamos, que éste no es un trabajo policial de primera, como el vuestro. Pero es lo que nos toca, y como somos bien mandados, pues lo hacemos.

– El caso es que nos advirtieron acerca de este Santacruz -prosiguió Fuentes-. Nos dijeron que lo vigiláramos y que nos avisarían cuando pudiéramos trincarlo con mercancía encima. El plan era más o menos así: lo deteníamos cargado, lo acojonábamos en comisaría y le ofrecíamos un trato benigno a cambio de revelarnos quién era su suministrador y dónde repartía juego. Como el tipo era nuevo y no tenía espolones, podíamos contar con que se derrumbara y nos pusiera en bandeja a algún que otro hostelero. Nada del otro mundo, pero siempre era un tanto que podía anotarse el comisario y un aviso para navegantes. Cuando cae alguno, los demás se cortan por una temporada.

– Total, que como a nadie le amarga un dulce, y más cuando te lo mandan ya envuelto desde Madrid, pues esperamos a que el fulano se acercara a nuestro territorio. Y aquí es donde viene el marrón.

Fuentes comprendió que le tocaba a él contar esa parte:

– La cosa era fácil, aparentemente. El día de marras, nos llamaron de la brigada para avisarnos. Nos dieron una dirección y nos plantamos allí, en la puerta. Cuando el tío salió, recibimos la confirmación. Iba cargado. Le echamos el guante y en efecto, le pillamos unas papelinas. Pero muy poco, en el límite de la posesión para consumo propio.

– Esa fue la primera mala señal -dijo el inspector-. Sospechamos que podían habernos pasado información trucha, pero ya que lo teníamos sentado en el confesionario, teníamos que ir adelante con los faroles. Al hombre se le veía bastante abatido. Juraba y perjuraba que lo había comprado para él, y que nunca le había vendido a nadie. Si a eso le sumabas su aspecto, y que parecía tener una vida normal, costaba tratarle como a un malo cualquiera. Así y todo lo hicimos.

– Antes de arrinconarlo, llamamos a la brigada y pedimos confirmación de la identidad y del soplo -aclaró Fuentes-. Nos dijeron que sí, que era él, y que el confite insistía en que si le apretábamos le sacaríamos la información. Que no nos dejáramos engañar por la pinta.

Peralta nos ofreció una justificación suplementaria:

– No será la primera vez que damos con un ciudadano corriente y más o menos integrado que descubre que revendiendo papelinas a los amigos que son más tímidos que él se saca un dinerillo, y que de ahí pasa a revenderlas a los que no son ni tan amigos ni tan tímidos.

– ¿Y al final, qué? -preguntó Chamorro.

Fuentes miró a su superior. Peralta se encogió de hombros.

– Al final, nada. No se movió de su declaración inicial. Que acababa de comprar las papelinas a un camello en ese bar. Que le había cogido varias porque le había hecho precio. Para invitar a los amigos.

– Y así y todo lo llevasteis al juez. Con una cantidad insignificante. Sabiendo que lo pondrían en libertad inmediatamente.

– Por eso mismo, compañera -replicó Peralta, con dulzura-. Porque al final no le iba a pasar nada, y porque, si realmente sabía algo, era la última baza que teníamos para presionarle y lograr que reconsiderara su decisión de no cantar. El tío parecía afectado, sí, pero tampoco terminaba de venirse abajo. Entonces le ofrecimos un trato: olvidarnos del asunto y no entregarlo al juez si soltaba prenda. Como no lo hizo, teníamos que cumplir la amenaza. Cuestión de credibilidad.

– Decías antes que fue una cagada o fue mala suerte, al 50 por ciento -intervine-. Perdona, pero me parece más probable la cagada.

– Puede ser -concedió Peralta-. Es posible que nos marcaran un objetivo equivocado; una cagada del confidente y en cadena de la brigada y de esta comisaría. Pero no podemos excluir que ocurriera otra cosa. Que el tío no fuera tan panoli como nos habían dicho, y que al verse pillado con tan poca chicha, se sintiera seguro y nos hiciera el numerito del pobre ciudadano metido en un aprieto por error. Y ahí es donde jugaría la mala suerte. Quizá se nos escapó porque esa noche había hecho buena venta y se había aligerado a tiempo el stock.

– ¿Lo investigasteis después?

– No. El tipo no era de aquí. Y no volvimos a verle el pelo. Dimos cuenta a la brigada del golpe fallido y nos desentendimos del asunto. Retomamos las líneas que ya teníamos abiertas para hostigar al enemigo. Para qué gastar las fuerzas en lo que no ha dado resultado.

– Ya veo…

Peralta era lo bastante antiguo y astuto como para descifrar al vuelo la mirada que entonces crucé con la sargento. Y no se calló:

– Compañero, prueba a analizarlo a posteriori.

– ¿Qué quieres decir?

– Que al mismo ciudadano que esa noche se nos hizo el inocente durante un largo interrogatorio, y que no se apartó de ahí hasta que lo llevamos al juez, andando el tiempo le han metido dos balas a traición. Como tú debes saber mejor que nadie, éste no es un país en el que la gente que se dedica a ganarse la vida honradamente suela verse expuesta a morir de esa forma. Me ratifico en la duda, y ahora con mayor motivo que entonces. No sé si esa noche le dimos el susto de su vida a un pobre hombre que pasaba por allí o si tuvimos entre las manos a un delincuente que se las arregló para darnos esquinazo.

– Tu razonamiento tiene un punto, no lo niego.

– No somos tan patosos, brigada, aunque no sepamos desfilar como vosotros. Toreamos con lo que tenemos, como todos.

– Últimamente parece que os gusta más desfilar -bromeé-. Y poneros el uniforme. Sobre todo a los jefes, y cuando hay fotógrafos.

La expresión de Peralta se volvió aún más zorruna.

– Tú lo has dicho, a los jefes. Si podemos ayudaros en algo más…

– Voy a necesitar que me des el nombre y el teléfono de alguien de la brigada. El que controlara a ese confidente, si es posible.

– Claro. Inspector jefe Morales. Y si quieres le anuncio que vas.

– Por favor -dije, resignado.

11 La defensa de la recaudación

Durante la mañana, en Madrid, hay carreteras que se despejan casi por completo, y por las que da gusto circular. Algún resultado han de dar los cientos de millones de euros invertidos en asfalto en la capital del reino y sus alrededores. Pero ése no es, por cierto, el caso de la A-2. Cuando la cogimos de vuelta, seguía estando espesa como el jarabe del que sacan la Coca-Cola, repleta de camiones que permitían una velocidad media muy inferior a la que exigía mi incipiente malhumor.

– ¿Qué te parece? -me sondeó Chamorro.

– Me parece que el día que se acabe el petróleo en Madrid va a haber una ola de suicidios. Debe de ser la capital del primer mundo con un mayor índice de alergia al transporte público entre la población. Y eso que es estupendo y lo mejoran cada día, que si fuera malo…

– Me refería al caso.

– Ya, ya sé a qué te referías. Pues que ese cabroncete de Peralta nos ha puesto el punto sobre la i. Tenemos un homicidio, y una circunstancia criminógena de manual. Lo que nos coloca en un círculo vicioso que funcionará mientras no encontremos por dónde romperlo con algo realmente contundente. Da mala espina que no fuera una casualidad, que un chivato señalara el objetivo. Alguien quería mal a Santacruz, alguien que estaba lo bastante metido en el negocio de los polvos blancos como para echarle encima a la brigada, vía confidente.

– Te recuerdo lo que nos dijo la hermana sobre la clientela de la ex.

– No estoy tan mayor, sargento. Mantengo en la memoria todos los datos relevantes para el caso. Sí, podría venir por ahí la jugada, con lo que la vía A nos conduciría a la vía B. Pero te recuerdo que la coca la consumía Óscar por sí mismo, y que también voluntariamente llevaba esa noche varias dosis. Nadie le empujó ni le obligó a eso. Con su economía, no me creo que no pagara a sus suministradores, ni siquiera que comprara a crédito, pero a fin de cuentas eso depende de la cantidad, de si siempre llevaba suelto, etcétera. Y hay otro detalle que me preocupa. Estuvo detenido, y alguien pudo interpretar, por algo que pasara luego, y aunque él no contara nada, que se había ido de la lengua. Con eso y un poco de mala leche, de la que siempre están bien surtidos quienes viven al otro lado de la ley, por el estrés que les provoca tener que burlarnos y todo eso, ya la tienes montada.

Chamorro asintió, meditabunda.

– No lo había visto por ese lado.

– Por eso yo dirijo el equipo. Por mi mayor intuición para descubrir por dónde pueden venir las complicaciones indeseables.

– Nunca pondré en duda esa capacidad tuya.

– Me joroba esta deriva que estamos tomando. Empieza a olerme a lo peor. Me deprime este mundo, no puedo evitarlo. Es una de las razones por las que pedí ir a la unidad central, tras un par de años con homicidios. Porque estaba harto de mafias, drogas y toda esta mugre. De la poca imaginación que se gasta la gente para matar, en la mayoría de los casos, los que a nosotros por suerte no suelen llegarnos.

La sargento sonrió.

– Soy consciente de nuestro privilegio.

– ¿Sabes lo que más me pudre de esta gente?

– Qué.

– Su vulgaridad. En el fondo, no hay mucha diferencia entre un narcotraficante y un banquero. Son dos seres cuya vida y cuya conducta se explican en torno a una única pulsión: la codicia. Para impedir que el flujo de pasta se detenga, cuando hay algún riesgo, el banquero ejecuta hipotecas, o soborna al político financiándole la campaña o cualquier otro de sus caprichos. El narco, si puede, unta también, a políticos, a polis o a lo que se le ponga a tiro; pero como no puede ejecutar ninguna hipoteca, rompe piernas, pincha barrigas o destapa sesos. No hay, ni en la violencia legal del banquero ni en la ilegal del mafioso, nada de los nobles y naturales impulsos que mueven a un animal a meterle una dentellada o una cornada a otro. Es sólo el puto dinero, y la red de pasiones miserables que se tejen alrededor de él. Desentrañar una muerte en este contexto es algo tan fascinante y tan emocionante como hacer una auditoría de las cuentas de una sucursal.

– Oye, deberías patentar esa analogía, si es tuya.

– Sólo a medias. La teoría de la criminalidad de los banqueros viene de antiguo. Ya la tenía Thomas Jefferson. Lo leí en Internet.

– Bueno, pues la variante contemporánea. En estos tiempos que corren, se haría muy popular. Sobre todo entre los hipotecados.

– No es de los banqueros de los que hablo. Sino de los otros. De la poca mierda cutre que son. Por eso me envenenan esas películas y esas series que intentan mitificarlos. Por eso me gusta The Wire.

– Todavía no he tenido tiempo de verla, por cierto.

– Pues cuando hagas los deberes te paso la segunda temporada. Si me apuras, es todavía mejor. Deberían ponerla en los colegios.

– ¿En serio?

– En serio. Para mostrarles a los chavales lo que hay fuera, esperándoles. La basura que puede llegar a ser la vida si no te espabilas, no tienes ningún pertrecho moral, el que sea, y te ves enfrente del lobo con una mano delante y otra detrás, sin más protección que un estado que sólo sirve para darle paraguas al que no le llueve encima. Y para que cuatro listos persigan sus fines a costa del bolsillo ajeno.

– Me parece que necesitas otro café. Para subir el ánimo.

– Sí. Cheaper than Prozac.

– ¿Qué?

– Más barato que el Prozac. Es lo que pone en la cafetera que tienen en el hospital deHouse. ¿No te has fijado nunca?

Mi compañera me observó de reojo.

– Mi brigada, vas a tener que dejar de ver tele.

– Tampoco veo tanta.

– Pues prueba a ponerte el Disney Channel. Emite a todas horas.

– ¿Eso es lo que ves tú?

– No, pero confieso que alguna vez lo he utilizado para neutralizar a la sobrinilla. Es como si les inyectaras pentobarbital. Alucinante.

– En fin, menos mal que cuando esos niños sean adultos yo ya estaré jubilado. Prepárate, Virgi, vas a ver cosas que ni imaginas. Como el androide de Blade Runner, pero en 3D y en estéreo surround.

Chamorro me señaló el cartel de la circunvalación.

– Tampoco será para tanto. ¿Tiro para el centro?

– Sí. Apuremos el trago cuanto antes. Habrá que ver lo que el inspector jefe Morales tiene para nosotros. ¿Tú crees que nos pasará al confidente? ¿O que nos prometerá que hablará con él del tema?

– ¿Qué harías tú?

– Ni lo uno ni lo otro. Me tomaría tiempo para ver qué gano yo.

– En serio.

– Lo que yo hiciera no vale. Somos picoletes, pringados natos. Nosotros hasta le montaríamos una entrevista con él. Pero ellos saben más. Por eso hacen más series sobre ellos en la tele, aunque luego les salgan esos culebrones de rolletes en plan Desmadre en la comisaría.

– Sí, nuestras series son bastante más castas -se rió-. Ahora, que mira tú el resultado. Al final las quitan por falta de audiencia.

– Pero no por la castidad, precisamente.

– ¿Por qué crees tú?

– Por la mayonesa sin ligar. Por los colores chillones de todo. Por ese coronel que hizo de bandolero y sus corbatas, que ni Dalí bajo los efectos del LSD. Por esa comandante como de Bergman que de niña veía a Frankenstein. Y porque no se lo creen ni ellos. Hay veces que el ser humano se empeña en fracasar. Y normalmente, lo consigue.

– Pobres, menos mal que no haces crítica televisiva. A mí me aburría, sin más. Y es verdad que no parecían muy convincentes.

– Ponte The Wire esta noche. Y compara.

– Lo haré. Me has dejado intrigada con lo que pretendes que les pongan en los colegios a los tiernos infantes.

La jefatura de Policía era un edificio de bastante más empaque que la comisaría de Alcalá. Incluso había sitio para aparcar y todo. No sólo no nos intentaron impedir que lo hiciéramos, sino que nos invitaron a utilizar una plaza que estaba justo al lado de la entrada. También la agente que hacía las veces de recepcionista estaba al tanto de nuestra llegada. Nos atendió amablemente y nos pidió que esperáramos. Reglas elementales de seguridad, que allí observaban con más rigor que en el garito del que veníamos: no se debe dejar que un intruso, sea quien sea, se mueva a su aire por una instalación policial. Pero no faltaban los descuidos que infringían esa regla, y por eso en nuestro edificio al visitante se le colgaba un chip que servía para controlar por ordenador dónde ponía la pezuña, y también para meterle un paquete al de dentro al que fuera a visitar si se colaba donde no debía.

El inspector jefe Morales tardó unos cinco minutos en personarse en el vestíbulo. Frisaba los cincuenta y tenía la pachorra y la recámara que caracterizan a un madero curtido. Nos estudió de modo ostensible, y deduje que de su examen se desprendieron al menos dos observaciones para él reconfortantes: mi ropa era sensiblemente más barata que la suya y la sargento que me acompañaba estaba más buena que la media de las beneméritas. Morales había llegado ya a esa edad en que la creciente dificultad de las conquistas táctiles se alivia con la compensación del disfrute visual, que además ameniza, cuando se da, un trabajo en el que casi todo empieza a estar demasiado visto.

– Me han llamado de Alcalá -dijo, pero sólo después de concluir a placer su radiografía-. Venís por Santacruz, ¿no? Pobre chaval.

– ¿Lo conocíais mucho, por aquí? -disparé, a bocajarro.

Morales encajó el proyectil sin inmutarse. El kevlar de su mente era de triple o cuádruple capa. Tampoco respondió en seguida.

– No. Poco. Nada, casi. Pero subid. Os cuento arriba. Más cómodos.

Lo seguimos. Ya en el ascensor, entre mirada y mirada a la proa de Chamorro, Morales comentó, como quien no quiere la cosa:

– Estáis teniendo mala pata últimamente, ¿no?

– ¿Por qué lo dices?

Noté que cada vez que lo tuteaba se estiraba un poco. Su rango estaba en el límite en que un suboficial de la Guardia Civil empezaba a ser un difuso inferior. Con subinspectores o inspectores, podía jugar a la camaradería. Pero un inspector jefe, dentro de la Policía, es a todos los efectos un oficial con mando. Aun así, me sonrió con indulgencia y se avino a darme una explicación que casi sonaba solidaria.

– Porque en estos tiempos de cosecha roja en los que nos hemos metido, a vosotros os toca más cuota de mercado. Los fyllers, incluso los que actúan en nuestro territorio, prefieren sacar los cadáveres a vuestra zona, cuando no llevan allí al menda para hacer el trabajo. Vosotros tenéis más descampados, más bosques, más pajaritos y todo eso.

– Bueno, siempre ha sido así. La gran ciudad escupe muertos.

– Ya, pero ahora la matachina se ha desbocado. Con los poquitos que sois aquí en Madrid, no daréis abasto.

– Nosotros no somos de la comandancia. Unidad central.

– Ah, que venís de apagafuegos. Entonces me das la razón.

– No te la quito.

El inspector jefe nos condujo por los pasillos hasta su despacho. La conversación nos desvelaba por qué no había enviado a un inferior a recogernos. Le apetecía. Le picaba la curiosidad. Le distraía.

– ¿Y por qué se ha puesto esto tan violento últimamente? -pregunté, mientras me acomodaba en la silla que acababa de señalarme.

– Por qué va a ser -repuso, dejándose caer en la suya.

– No soy un especialista. No en la situación actual del mercado de la droga en Madrid. Nosotros hemos llegado a esto de rebote.

Morales paladeó la ocasión de impartirme una enseñanza:

– Aquí no hay rebotes, brigada. O tiene que ver o no tiene que ver.

– Vale -me plegué-. Pues qué está pasando, entonces.

– Es muy sencillo, ya te lo he dicho. La crisis. ¿O es que eres de los que creen que a los que está golpeando es a los bancos? Los bancos pueden blindarse, para eso son lo que son y tienen las agarraderas que tienen. Y las mejores de todas, las que están clavadas en las pelotas de esos que nos dicen que nos gobiernan. Con perdón, sargento.

Chamorro permaneció impasible.

– No se preocupe, las pelotas no me asustan. Ya vi unas pocas.

– Ah -balbució, descolocado-. Pues eso. La crisis golpea a la gente, no a los bancos. A los tontos que están en la fábrica y se comen el ERE, pero también a los listos que están en la calle pasando la farla, el chocolate y todo el resto de la artillería contra la infelicidad. En todos los eslabones de la cadena. Como hay menos guita, hay que fiar, y para mantener el volumen de negocio se fía a quien no se le fiaría. En ese aspecto, éstos van al revés que los bancos: en tiempo de estrechez no pueden pedir árnica al gobierno, así que tienen que arriesgar, so pena de que se les reduzca la tarta, lo que les jodería el momio por arriba y por abajo. Por arriba porque si mueven menos tendrán peores precios, y por abajo porque la venta que no haces tú, la hace otro.

– Una síntesis muy didáctica -dije, con sincera admiración.

– Espera, que queda la segunda parte. La que a lo mejor ya te has imaginado tú, porque es la que conduce directa a lo tuyo. Pero tiene sus matices, que conviene conocer. Cuando se empieza a dar crédito a gente de dudosa solvencia, empiezan los fallidos. En el sistema financiero de Narcolandia también se dan en cadena, como en el otro. El camello no cobra, el intermediario no cobra, el mayorista no cobra, el del cártel de Colombia no cobra, y así sucesivamente hasta que tienes organizada la Tercera Guerra Mundial. Donde cualquiera puede caer, a manos del acreedor correspondiente. O porque sí, en medio de la refriega, que también hay errores y balas perdidas. Bueno, ahora se llaman daños colaterales. Siempre los hay. La guerra es así.

Miré a mi compañera. Su semblante no era menos sombrío que mis pensamientos, ante el panorama que Morales desgranaba.

– Los colombianos, por ejemplo, y me refiero a los de allá, a los de los cárteles, han mandado a sus cobradores -explicó-. Comandos de cinco o seis tíos, con jerarquía, entrenamiento y operativa militar. De hecho, suelen ser individuos que han estado en el ejército, luchando contra la guerrilla, y que se pasan con todo el equipo de la defensa de la patria a la de la recaudación. Hace seis o siete meses, los vuestros desmantelaron una de esas oficinas de cobro. Ellos os podrán dar más información sobre ese particular, si tenéis interés. Pero Santacruz, si cayó por algo de esto, no encaja en el perfil de sus víctimas. Demasiado pequeño, demasiado abajo en la cadena. Sólo pudo morir por algo bastante más tonto y bastante más insignificante. Y no lo descartes. Los de arriba tienen sentido estratégico, suelen seleccionar los blancos que hay que abatir. Los de abajo muchas veces están tarados. Tiran de gatillo porque sí, porque no saben tirar de otra cosa. Sobre todo si son consumidores ellos mismos. La coca ofusca mucho el juicio.

– Esto no es un calentón -dije-. Lo planearon fríamente. Y lo hizo un profesional. O alguien con el suficiente cuajo, en todo caso.

– Pues entonces no sé qué decirte. Quizá fue un error.

– ¿Qué saben exactamente de Santacruz? -insistió Chamorro.

– Lo que os dije antes. Poco. Nos lo marcó un informador de confianza. No era un objetivo que a nosotros nos interesara, si perdiéramos el tiempo con esas cosas nos pasarían los tráiler cargados hasta arriba de nieve por la puerta de la jefatura. Pero me pareció que a los de Alcalá podía hacerles un apaño, y al confite hay que darle bolilla. Si te cuenta algo que contenga algo de jugo, por poco que sea, exprímelo. A ellos les gusta sentirse útiles. Eso les da la tranquilidad de que están haciendo lo que deben para que tú cumplas tu parte del trato. Decirles que te la suda lo que te están contando podría ofenderles.

– Entonces, ¿el soplo partió del propio confidente?

– Bueno, a medias. En una sesión de control, de las que tienes con él cada tanto, le pregunté qué había. Y nos habló de Santacruz. Como esta gente acaba desarrollando su criterio policial y todo, nos dijo que le parecía buen objetivo, porque se veía que no era un tío que dominara el asunto y podríamos hacerle cantar hasta el Cara al Sol.

– ¿Seguís obligando a cantar eso, por aquí?

– Qué cachondo. No, hombre, no. Y yo estoy limpio, que ingresé en esta empresa con la Constitución aprobada.

– No lo ponía en duda.

– Por si acaso. Que luego se malinterpretan las cosas.

– Era broma, hombre. ¿Y por qué crees que os puso tras su pista?

Parecía que a Morales le había entrado algo en un ojo. O eso, o que lo tenía cansado. La cuestión es que se lo restregó a conciencia, utilizando la primera falange del dedo índice a modo de encarnizado limpiaparabrisas. Cuando se hubo aliviado, dijo, profesoral:

– Ah, un clásico: las motivaciones del confidente. La primera de todas es darle gusto al que le paga, como hacen las que ya sabéis y como hacemos todos. Puede que pensara que era algo que nos venía bien y que así ganaba puntos. La segunda motivación, conseguir algo que le interesa a él. ¿Quizá él o algún amigo suyo le había puesto el ojo a la zona por la que se movía Santacruz y no quería repartirla con nadie? Y la tercera: darle por saco a alguien que le debe alguna o que le cae mal por lo que sea. ¿Dónde y cómo pudo nuestro confidente engendrar animadversión contra este Santacruz? No acierto a imaginarlo. Pero siempre podría ser. La vida es rara. Y a menudo, asombrosa.

– Hasta ahí llegábamos -dije, encajando deportivamente su desquite por mi sarcasmo de antes-. Pero ¿qué es lo que piensas tú?

Morales me lanzó una mirada sardónica. Luego hundió la barbilla en su no excesiva papada, enarcó las cejas y respondió:

– Pensar, pensar, yo ya sólo pienso lo imprescindible. Como te puedes imaginar, después del gatillazo de Alcalá, llamé al confidente y le dije que nos había hecho montar el desembarco de Normandía en un puñetero bidé. Y no se lo dije de muy buen humor, que los trienios le van gastando a uno la paciencia y la deferencia, ya sabes. El tipo me juró por su madre, su novia, sus hijos y todos los que le vinieron a la cabeza que estaba convencido de que llevaba carga. Que lo sabía por uno que sabía y que hablaba más de la cuenta, y que nunca le había fallado. Para todo hay una primera vez, le dije, pero él se defendió como gato panza arriba. Y se escudó en que el Santacruz debía de haberse deshecho de una parte de la mercancía antes de que le metieran mano. Por si acaso, puse en cuarentena al soplón. Pero ya le he levantado el castigo. Me ha dado alguna información buena desde entonces.

– ¿Crees que pudieron engañarle a él?

– Pudieron. No me puse a averiguarlo. A mí sólo me importaba no tener un informante que me pasara caca en lo sucesivo. Le puse las pilas y respondió. Y a otra cosa. Una pata la mete cualquiera.

– Y a Santacruz, ¿lo investigaron? -preguntó Chamorro.

Morales alzó al unísono las dos manos. Tenía unos dedos largos, estilizados, tanto que casi parecían pertenecer a otra persona.

– ¿Para qué? No me interesaba antes de la operación, menos me interesaba después. Aquí nos sobra la clientela, sargento. No podemos ir controlando a todos los que pululan en los márgenes del mal. Como mucho, era un mindundi que se movía dos o tres niveles por debajo de lo que a nosotros nos quita el sueño. Ésos sólo nos pueden interesar como confidentes, cuando saben algo, o como cebo, cuando tienen que ver lo suficiente con un pez más gordo. Y me da que éste no estaba en ninguno de los dos casos. Así que les pedí perdón a los compañeros y me olvidé de la historia. El mundo es nuevo cada día.

Tenía que intentarlo, aunque supiera que no iba a funcionar.

– ¿Podríamos hablar con el confidente?

Morales meneó la cabeza.

– No, brigada. Los confites son como la moto o la chica. No se dejan. Puedo apretarle yo. Si me decís sobre qué, en particular.

– Puedes deducirlo. Sobre el tío del que obtuvo la información.

El inspector jefe me sostuvo la mirada. Con cordialidad, como si de pronto aceptara que podíamos tratarnos casi como iguales.

– Hecho. Y te prometo que pondré mi mejor empeño en que entienda que se trata de un asesinato y que la cosa me interesa como si fuera mía. Pero lo que no te prometo es que me vaya a funcionar. Hay cosas que no están dispuestos a contar ni por todo el oro del mundo ni por toda la inmunidad que nuestro sistema pueda ofrecerles.

– Por lo segundo, no se lo reprocho.

– Suscribo tu ironía. Oye, tienes mucha, para ser del tricornio.

No lo había dicho con maldad. No tenía que devolvérsela.

– Por lo demás -añadió-, abriré los ojos y las orejas y les pediré a los míos que hagan otro tanto. Si nos tropezamos con cualquier cosa que te pueda ayudar a resolver tu sudoku, serás el primero en saberlo

– Gracias -dije-. Sé que tampoco te puedo pedir más.

– Hoy por ti, mañana por mí. Te digo algo pronto. De lo que me cuente el confidente, quiero decir. Y le pongo ganas, de verdad, que sé lo que te va en ello y no me gusta putear a un compañero.

– No lo dudo. Gracias otra vez.

Cuando estuvimos de nuevo dentro de nuestro coche, y antes de darle al contacto, Chamorro se volvió hacia mí y me dijo:

– Acabas de hacer un compadre. No sé si mucho más. Pero algo es algo. Y además estáis en la misma onda. Me refiero a vuestro común enfoque financiero del hampa y de sus vicisitudes actuales.

– Me habría gustado sacar algo más, sinceramente.

– Y a mí algo menos. Hasta noto menos tensa la tirilla del sujetador, desde que he dejado de tener sus ojos plantados ahí encima.

– Discúlpalo, está en una mala edad. Ésa en la que ya casi siempre es otro el que juega el partido, pero todavía queda hambre de balón.

– No, si eso puedo entenderlo. Lo que no entiendo es el descaro.

– Es más bien relajo. Ya cuenta con que no tiene ni una posibilidad entre diez millones de llevarte al huerto. Y se lleva lo que puede.

– Lo que a veces me pregunto es cómo algún ser con testosterona pudo descubrir planetas, inventar el telégrafo o formular un teorema. ¿Aprovecharían alguna disfunción hormonal o algo así?

– No lo captas. Mientras disfrutaba de la agradable novedad que esta mañana presentaba su despacho, el inspector jefe Morales ha desarrollado una brillantez dialéctica y se ha gustado a sí mismo como nunca habría logrado hacerlo estando a solas y con la libido a cero.

– ¿Ah, sí? ¿Y eso por qué?

– Porque se ha puesto contento. Y cuando uno se reconforta, libera todas esas drogas legales que llevamos en el cerebro y eso estimula su actividad y multiplica la capacidad de ideación. A lo mejor el del planeta, el telégrafo o el teorema estaba a la sazón con la testosterona fluyendo a tope, y de uno u otro modo tenía con quién encauzarla.

Se quedó pensativa.

– Bien mirado, vuestro mecanismo tiene algo de misterioso. Siempre andáis en otra parte, menos donde hay que estar en cada momento.

– Puede ser -repuse, abstraído.

– Por cierto, nosotros estábamos investigando un asesinato.

– Sí, me temo.

– Y el caso es que faltan cinco minutos para la una y no tenemos mucho más de lo que teníamos al principio de la jornada. Ni perspectivas de sacar más por este camino, hasta que el inspector jefe nos aporte el material que tenga a bien regurgitar su garganta profunda.

– Aja.

– ¿Y qué hacemos?

Solté un resoplido. Qué pereza, tener que andar siempre decidiendo.

– Tú, conducir hacia la unidad -dije-. Y yo, pegarle un toque a mi buen amigo y sin embargo compañero Jesús Castillo.

Chamorro puso en marcha el motor.

– Pues vamos allá. Por lo menos en la oficina tengo algo en lo que puedo revolver un poco. Los ordenadores del difunto.

– ¿Y dices que no tenían ninguna contraseña de acceso?

– Ninguna.

– Raro, siendo informático.

– O no. Ellos saben mejor que nadie lo poco que una contraseña de ese tipo protege lo que realmente haya que proteger.

– No todo el mundo tiene las nociones necesarias para violarlas.

– ¿Y quién quiere protegerse de todo el mundo, viviendo solo?

– También es verdad. Esta costumbre de buscarle vueltas a todo a veces te lleva a pensar verdaderas gilipolleces. Perdona.

Mientras Chamorro buscaba el camino en el laberinto urbano, yo saqué el teléfono de la americana y localicé en la agenda el número del guardia Castillo. Apreté el botón de llamada y estuve esperando a que entrara el tono. Debía de haber congestión en la red, la hora podía justificarlo, o quizá me encontraba en la zona de confluencia de dos antenas y se estaban peleando por ver cuál se quedaba la llamada. Durante esos instantes de silencio, contemplé la vida que se desarrollaba en la ciudad, aquella mañana de primavera tan hermosa como suelen serlo en Madrid. Vi a una anciana muy arreglada, y sonriente pese a lo inseguro de su paso, que cruzaba un semáforo del brazo de una joven de aspecto andino, y pensé que pronto no quedarían viejos como ella, sino sólo ex adolescentes amargados (y amargadas) esforzándose en balde por negar el tiempo vivido. Vi a un grupo de estudiantes universitarias que avanzaban por la acera con sus carpetas y me acordé de cuando yo compartía sus aulas, y me pregunté para qué aquellos afanes de entonces, y a dónde habían ido los años de enmedio. Por suerte, antes de caer en la melancolía, arrancó el tono y entró Castillo:

– Diga.

– Castillo, ¿te interrumpo?

– Depende de quién seas.

– Qué crudo, tú. Soy Vila.

– Ah, perdona, tío. Es que yo ya no maquillo las cosas. Salvo con los pavos reales, por aquello de que ellos necesitan la liturgia.

– Podría haber sido un pavo real.

– No pasa nada. Ladras a la orden y se les recolocan las plumas.

– En serio, ¿puedes hablar?

– Puedo. Pero estoy con un ojillo puesto en un morito chungo, así que en cualquier momento te corto. Que a éstos, si los pierdes, todos se llaman Mohamed y luego no hay Cristo que los encuentre.

– Tranquilo, voy al grano.

– Dispara. ¿Qué habéis descubierto del hombre del ascensor?

– Nada claro por ahora. Señales contradictorias. Por eso te llamo. Acabo de estar hablando con uno que a lo mejor es amigo tuyo.

– ¿Quién?

– Inspector jefe Morales. Sección guerra química de la pasma.

– Ah, sí, conozco. Bueno, amigo mío no es, no tengo categoría suficiente. Si me descuido, hasta puede mandarme que le traiga un café. Pero nos hemos cruzado cromos, él sabe que yo sé y yo sé que él sabe cosas que a los dos en un momento dado nos interesan.

– Me ha estado instruyendo, sobre Santacruz en particular, y sobre su ramo de negocio en general. Y me ha dado una información que os concierne. Me dice que hace meses desmantelasteis una oficina de cobro de los narcos colombianos, con ex militares y toda la pesca.

– Ah, sí. Vaya bichos. Un día nos llegaron a dar ración doble, uno a las ocho y otro a las nueve, los dos tirados en la cuneta de una carretera, al paso. Gente mala de cojones. Los torturaban con planchas calientes y cosas así, antes de darles el pasaporte. No tomaban muchas precauciones, se creían que esto era Colombia, que las muertes de los villanos nos la pelaban. Por eso les pudimos cerrar la tienda.

– Verás, me ha dado que pensar. Sólo como hipótesis, por el tipo de muerte. ¿Podría haber sido un sicario de ésos? Morales dice que hasta donde él sabe Santacruz era un don nadie. Pero no sé, por equivocación, o porque alquilen sus servicios a otro tipo de clientes.

– No lo creo, compañero brigada. Esos tipos están en plantilla del cártel y con dedicación exclusiva, no van por ahí haciendo trabajitos a otros. Por ese lado, descártalo. Y errores, siempre puede haber, pero se da una circunstancia… Verás, estamos seguros de que han montado otra oficina. Y de que están despenando gente. Pero aprendieron del revés. Ahora, los cuerpos ya no aparecen. Los muertos que levantamos nos los hacen los malotes de medio pelo. Si Santacruz hubiera caído a manos de los supermalos, no tendrías su cadáver en la nevera.

– Vale, me tranquilizas. Es un decir.

– Es mi suposición. Ya sabes, siempre incierta. Eh… Mi morito.

– Nada, te dejo. Mil gracias.

– A mandar.

Interrumpió la comunicación. Apenas un segundo después, antes de que pudiera contarle la conversación a Chamorro, me entró Arnau.

– Dime -lo atendí.

– Escucha operativa. Y tengo algunas otras novedades.

– Vamos para allá -y miré a mi conductora-. Diez minutos.

12 Palabras como cuchillos

Cuando entramos en nuestro cubil, Arnau estaba en el sitio que le habíamos habilitado, copiando al ordenador algo que miraba de hito en hito. Supuse que era algún documento, pero luego vi que el guardia no tenía papeles sobre la mesa. Únicamente un teléfono móvil.

– Es el de Santacruz, ¿no?

– Afirmativo, mi brigada. Y menuda literatura contiene.

– ¿En qué sentido? -preguntó Chamorro.

Arnau dejó de copiar y nos miró con aire de complacencia. Buscó con el cursor en la pantalla y, cuando encontró lo que buscaba, se echó hacia atrás en el asiento y leyó con voz monótona:

– Ocho de marzo de 2009, 21.43 horas. Mensaje entrante. Texto: A ti lo que te pasa es que no puedes soportar que me haya ido con otro que tiene la cartera, el coche y la polla más grandes que tú. Pues te jodes.

Chamorro abrió mucho los ojos. A mí me protegieron del impacto los años que llevaba mirando de frente el horror. Incluso el Horrooor, esa variante de la que le hablaba Marión Brando con el cráneo pelado a un Martin Sheen de poblado flequillo en la selva de Laos.

– ¿Remitente? -pregunté, sin dejar asomar ninguna emoción.

– La que cabe imaginar.

– Montserrat Castellanos García -dijo Chamorro-. O una amiga zafia a la que le presta el teléfono, pero eso es poco verosímil.

– Bingo, mi sargento.

– Uf. ¿Qué te parece a ti, mi brigada?

– Ocho de marzo -anoté-. Día de la mujer trabajadora. Muy propio, en esa fecha de reivindicación femenina.

Chamorro frunció el ceño.

– No podías dejarlo pasar, ceh?

– Tiene su significación, para nosotros. Confirma los indicios que ya teníamos de que Montse no encaja en el perfil de la mujer maltratada, por mucho que haya ido a llorar su desdicha ante los jueces. Más bien responde a otro paradigma femenino contemporáneo.

– ¿Ah, sí? -dijo, esquinada-. ¿Cuál? Ilústranos…

– El paradigma L'Oreal.

La sargento puso cara de estupor. Arnau también.

– Anda, explícalo, que no lo cogemos -se rindió ella.

– Es muy sencillo. Porque yo lo valgo.

– Ah… Acabáramos. Olvidaba que tú todavía tienes en mente el modelo abnegada madre y esposa. Qué tiempos aquéllos, ¿eh?

– No hago ningún juicio -me defendí-. Constato un hecho. Que puede tener su repercusión en el trabajo que nos han encargado.

Chamorro, aun a su pesar, meditó al respecto.

– No sabemos las cuentas que había pendientes entre ellos -dijo-. También puede ser la respuesta pasional de una mujer herida.

La observé con un gesto de deliberada estolidez.

– Ya, eso que ahora llaman igualdad. Tú acepta sin rechistar todo, incluso lo que te joda, que si no vas a la trena. Pero yo tengo derecho a desahogarme por cualquier cosa que me haya hecho sentir mal, y a ciscarme en tus muertos y a humillarte de todas las maneras que se me ocurran, en nombre de todas las mujeres postergadas desde el principio de los tiempos. Y lo tienes que comprender, macho malo.

La sargento protestó:

– No he querido decir eso, y lo sabes.

– Mujer y todo, esto es una vileza -sentencié-. Y Óscar, más listo de lo que parecía a primera vista. ¿Guardaba muchos mensajes así?

– Llevo copiados no menos de diez -dijo Arnau.

– ¿Alguno amenazante?

– No, de eso nada. Insultantes y vejatorios, sí. Todos.

– Bueno, no es tan estúpida. En cualquier caso, nuestro hombre tenía algún material que aportar en su favor en el proceso para la custodia de su hijo. Por mucho que en estos casos la cabra judicial tire al monte femenino, hay detalles que revelan peculiaridades de carácter poco edificantes. Lo seguía teniendo cuesta arriba, pero por lo menos podía dar guerra y saltar al césped pensando que había partido.

Chamorro dio un respingo.

– Oh. Qué raro en ti. Una metáfora futbolística.

– Los hijos, que te llevan a donde por ti nunca irías.

– De todos modos, no estamos en desacuerdo, mi brigada -dijo la sargento-. Por muy cabreada que una esté, eso no se puede hacer, y menos a quien es el padre de tu hijo. No soy tan injusta, ni creo que la mayoría de las mujeres lo seamos. Y coincido contigo en que esa forma de comportarse, y además dejando rastro, podía servirle a Óscar para desacreditarla. A lo que me refería es a lo que a nosotros nos interesa: establecer si estamos ante una persona cuyo carácter pueda conducirla a planear y encargar un asesinato. Y corrígeme si me equivoco.

– No, no te equivocas.

– Que Montserrat Castellanos no es el colmo de la simpatía y la calidez humana, ya te lo digo yo, que he hablado con ella. Pero como tú dijiste, por eso no podemos ponerla en el punto de mira, ni siquiera molestarla, sino por lo que nos lleve a pensar con fundamento que puede pasar de la aspereza en el trato a infringir el Código Penal.

– Y esto no es prueba -dije-. Cierto. Pero sí indicio.

– Es muy agresiva -subrayó Arnau-. Luego hago copias de la transcripción completa. No lo amenaza en ningún momento, es verdad, pero la tía usa las palabras como si fueran cuchillos. Si Óscar no tenía el corazón de titanio, tenía que hacerle mella lo que le escribía.

– ¿Y algo más entre los mensajes?

– En los que se cruzaban entre ellos, varias alusiones al juicio por la custodia y la revisión de la pensión. Pero sobre todo, en los de ella. Él no solía responderle, y las pocas veces que lo hace, escribe bastante poco. Como si no quisiera enseñar demasiado sus cartas. Otros mensajes parecen de trabajo, nada que me haya llamado especialmente la atención. Y luego están los que se cruzaba con Ainara. Ésos no los estoy transcribiendo, pero si lo hiciera podría colgarlos en la Red y serían un éxito de visitas. Para leer los de la chica, principalmente.

– ¿Por? -preguntó la sargento, con la mosca tras la oreja.

– Bueno -dudó el guardia-. Digamos que se le nota que es de sangre caliente. Y también imaginativa. Y que no tiene muchos reparos.

– Luego me lo pasas, el móvil -dije, con toda la intención.

– ¿Para conocer mejor a la testigo? -dijo Chamorro.

– Qué va. Para que tenga más morbillo volver a interrogarla.

Mi compañera se puso digna.

– Si supieran los ciudadanos en qué manos están sus secretos…

– Ése es el secreto mayor. No lo descubrirán nunca.

Y si por accidente lo descubrieran, harían por olvidarlo. ¿Y sabes porqué?

– No. Pero tú sí.

– Por la misma razón por la que en la mayoría de las comunidades de vecinos hay que resolver cada año por sorteo quién es el presidente. Por la misma por la que nadie quiere bajar la basura. Por eso, nunca nos quedaremos en el paro y nos perdonan ser tan torpes, mis queridos secuaces. Porque somos el loco que embiste los molinos, mientras ellos se rascan y se ríen. En tanto no les pisemos el callo, les importa un pepino lo que sabemos, miramos o dejamos de mirar.

– No entiendo cómo esa filosofía te llevó al servicio público.

– Yo sirvo a los ciudadanos, pero sólo cuando ya están muertos. La muerte purifica. Los eleva por encima de su ruin condición de masa y los convierte en elegidos trágicos de los dioses. En otra cosa.

Chamorro se llevó dos dedos al lóbulo de la oreja.

– Tú no le hagas mucho caso, ¿eh? -le dijo a Arnau-. Que a él, hasta ahora, lo salva la flor que tiene en el culo, pero ésa no viene de serie. Le toleran porque es raro, y eso, ni se aprende ni se enseña.

– Te ha faltado decir por fortuna -remaché.

– Dalo por sobreentendido.

En este punto, recobré la seriedad y me dirigí al guardia:

– Bien. Cuando termines la transcripción de mensajes, lo apagas y a custodia de pruebas. ¿El listado de llamadas nos lo dan cuándo?

Arnau sacó del bolsillo un lápiz de memoria.

– Ya. Aquí está. Luego lo imprimo.

– Qué eficacia. Has sabido convencerles de la urgencia y de la gravedad del caso, por lo que veo. No está nada mal, para un novato.

Arnau bajó la mirada.

– Para ser sinceros, el mérito no es mío.

– ¿Entonces?

– La cabo Salgado tuvo un papel, digamos determinante.

Chamorro, que se acababa de instalar en su puesto de trabajo y arrancaba ya su ordenador, se volvió con pretendida desgana.

– A ver, asómbranos. Qué hizo.

– Toda una exhibición. Cuando el primer encargado que nos atendió terminó de largarnos su discurso sobre procedimientos internos y tiempos mínimos de proceso, ella se sentó sobre su mesa y se quedó mirándolo fijamente como diez segundos, sin exagerar. Y doy fe de que diez segundos pueden llegar a hacerse muy largos.

– Y tanto -aposté, ignorando el mohín de mi sargento.

– Cuando por fin abrió la boca, el hombre ya no sabía a qué atenerse. Ni yo, dicho sea de paso. Me temía cualquier cosa. Pero la cabo le dijo, simplemente, que era evidente que no estaba hablando con la persona indicada para valorar la trascendencia de lo que necesitábamos de su compañía, y que no pensaba levantar el culo de la mesa hasta que no se personara allí alguien con criterio y capacidad de decisión.

– Ahí está, mi chica. A la porra todos los esfuerzos diplomáticos que hayamos podido hacer con ellos en el pasado -apreció Chamorro.

Arnau meneó la cabeza.

– Pues no. Porque al segundo encargado, un tipo mayor, como de unos cincuenta, sólo le ha dado jabón. Se llamaba Alfaro, y todo el rato señor Alfaro por aquí y señor Alfaro por allá, y una sonrisa como de vendedora de teletienda. En resumidas cuentas, le ha venido a decir que entendía que su joven subordinado nos colocara el disco rutinario, pero que seguro que él, un hombre con más experiencia y responsabilidad, se daba cuenta de que estaba fuera de lugar tratar de hacernos creer que no podían sacar los datos del ordenador en un instante. Y que siendo así, y tratándose de la persecución en caliente de unos sanguinarios asesinos, y de un crimen que llenaba páginas en todos los periódicos, estaba convencida de que él, el señor Alfaro, autorizaría que se atendiera en seguida el requerimiento que llevábamos.

– Ha aprendido algo, después de todo -dijo Chamorro-. Ya me temía que lo hubiera sacado a escotazo limpio, pero eso ha sido astucia.

– No es nada obtusa, aunque a ti te desagrade su estilo -constaté-. Y te recuerdo que lleva un año más que tú en la unidad.

– Eso no cuenta -me retó-. Cada año mío cunde por dos suyos.

– Claro, Virgi. Y tú eres sargento y ella cabo. No te pongas celosa.

Arnau remató su relato:

– El caso es que media hora después teníamos el PIN de Santacruz, el listado de llamadas volcado directamente del ordenador a este dispositivo de memoria, que además nos han regalado, y la orden de marcado de la línea de móvil de Montserrat Castellanos. Ah, y algo más: la cabo Salgado y este Alfaro han intercambiado las tarjetas. Y Alfaro le ha dicho que cuando tenga otra emergencia le llame directamente a él. Creo que va a convenir que en adelante sea la cabo la que se ocupe de las relaciones de la unidad con la compañía en cuestión.

– Pues sí, y de paso nos descarga al resto. ¿Dónde está?

– En la sala de escuchas. Con la oreja pegada ya a la línea telefónica de nuestra sospechosa. Se moría de ganas por fisgarla, así que yo me he quedado aquí, adelantando esto. Y he hecho otra gestión.

– ¿Cuál?

Arnau puso cara de alumno aplicado.

– La otra que tenía encargada. Albacete.

– Ah, es verdad. ¿Y bien?

No se me escapó el brillo de sus ojos. También por ese lado había hecho progresos, mientras nosotros perdíamos la mañana dejándonos tratar como pardillos por toda la pasma de Madrid.

– Pues abróchense los cinturones. De Leire, poco más que lo de ayer. No parece que haya nada raro en su vida, a nadie en el vecindario le consta que haya estado envuelta en nada irregular y parece que se relaciona con gente de vida saludable. Más aún, podría decirse que anda con gente de orden. Y ahí está justamente la noticia bomba.

– No te sigo, joven Skywalker -dije, desorientado-. Mejor sería que tú las cosas sin rodeos dijeras, que hoy poco dormido he.

– El novio. Sargento de la empresa. Destinado en el Grupo Rural de Seguridad de Valencia. Tres años en el País Vasco, felicitaciones mil, una medalla, hijo y nieto del Cuerpo, etcétera, etcétera.

Asentí en silencio, mientras calibraba el alcance de la revelación.

– Vale, entiendo. Que ahora cómo decimos que es malo.

– Y otro pequeño detallito -recordó Chamorro.

– Sí, Asuntos Internos. Los compañeros que cualquiera pediría a los Reyes Magos para llevar de forma distendida una investigación.

– La suerte es que quizá la matrícula estuviera doblada.

– Si es así, no me digas que no es una casualidad de narices. Ir a doblar la matrícula de la moto de la novia de un picolete

– No sería la primera vez. Acuérdate de El Solitario.

Aquí era Arnau el que estaba fuera de juego:

– ¿El Solitario? ¿El atracador? ¿Qué tiene que ver?

– También falsificaba y doblaba matrículas-dije-. Una por atraco, que para eso había aprendido a hacérselas en plan artesanal. Una vez alguien se la tomó y cuando la comprobamos resultó que coincidía con la de un coche camuflado de la empresa. En ese momento saltaron las alarmas, pero luego, cuando le detuvieron y se vio quién era y cómo operaba, se llegó a la conclusión de que fue pura coincidencia.

– Puede que sea el caso, como dice la sargento.

– Espero. Porque no sé qué pinta un GRS de Valencia en este circo. Ex mujeres, abogados, soplones, narcos, sicarios, maderos y ahora uno de la porra. Ya sólo nos faltan el Rey León y los payasos de la tele.

– Un dato para la esperanza, mi brigada -dijo Arnau.

– A ver.

– El novio de Leire, Serafín Alba Sangüesa, que es como se llama, calza exactamente, que para eso está el archivo de uniformidad, un 43. La huella que recogimos del escenario del crimen es de un 44-45.

– Algo es algo -suspiré.

Chamorro asintió, reflexiva.

– Como mucho, complicidad, por prestar la moto al asesino.

– Bueno, poco a poco. Arnau, quiero que les pidas a los de Albacete que muy sigilosamente, y sin formalizar ninguna investigación interna aún, se informen sobre ese Serafín. Sobre su modo de vida, hábitos, etcétera. ¿Crees que podrás camelarlos para que se enrollen?

– Creo que hay una posibilidad.

– Pues lo pones en su tejado y no le damos más vueltas por ahora. No quiero que nos dispersemos. Hay que seguir el tufo que acaba de llegarnos. Me provoca. Tú, Virgi, llama a Ainara y pídele que nos haga un hueco esta tarde. Donde ella quiera, pero que sea tranquilo.

– Cuenta con ello.

Pensé deprisa. Teníamos otro frente que cubrir.

– Y toca a algún periodista de sucesos que nos deba algo. El Marly, por ejemplo. Averigua cómo se llama el abogado con el que nuestra Montse trabaja y ahora se lo monta, míster Supercoche y Superpolla, y le pides a Marly que te diga, por lo que sepa él o lo que sepa algún colega suyo de tribunales, de qué va el tipo y a qué angelitos ha prestado su patrocinio legal. Para lo otro estamos en manos del inspector jefe Morales, pero aquí tenemos mucha tela que cortar todavía.

– Me parece muy bien.

– Como si no, sargento. Ar.

– Vale, vale.

– Y tú, Juanito, en cuanto termines de hablar con los de Albacete y de copiar eso, me imprimes el listado de llamadas de Santacruz. Y me buscas pautas, llamadas raras, repetidas, etcétera. Cuando me lo des, lo quiero ya bien triturado por una mente pensante. ¿Entendido?

– Entendido, mi brigada.

– Bueno, pues tenéis para entreteneros hasta la hora de la comida. Yo vengo dentro de un rato. Me voy a la sala de escuchas.

– Cuidadín -advirtió Chamorro.

– ¿Con?

– Con las proximidades peligrosas.

– Si he resistido hasta aquí…

A primera vista, la sala de escuchas de la unidad, una de las nuevas instalaciones de las que el gran jefe se sentía más orgulloso, era un lugar que producía una impresión bastante extraña. En una zona separada del resto había una docena de seres humanos de la más variopinta procedencia. Algunos rubios como la paja, otros negros como el betún, un par de orientales, un par de musulmanes. Incluso había una mujer con hiyab. Todos tecleaban sin descanso, mientras seguían con la mirada absorta lo que les llegaba a través de los auriculares. Eran los traductores de lenguas exóticas, encargados de oír y poner en cristiano todas aquellas conversaciones entre sospechosos de las que nosotros no podíamos descifrar ni una palabra, y que cada vez, para bien o para mal, representaban una proporción mayor del volumen total de escuchas. Al otro lado, dos largas baterías de ordenadores registraban y permitían escuchar las conversaciones que podíamos entender por nosotros mismos. Las que se producían en alguna de las lenguas oficiales del estado, incluido el euskera, del que teníamos unos cuantos especialistas en plantilla, e incluso alguna que otra en inglés, francés, italiano o alemán, dependiendo de la formación en idiomas del guardia al que le tocaba el caso de que se tratara. En medio de una de estas baterías estaba Salgado, con una bandejita de ositos de gominola y un bloc abierto delante de sí. Vi que la silla de su izquierda estaba desocupada y me senté junto a ella. Al verme llegar, se sacó los auriculares.

– Hola, mi brigada. Aquí hay tela.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Debe de tener un huevo de puntos, de esos que dan por consumo. No para de hablar. Y ya he oído un par de conversaciones con cierta sustancia. Mira, ahora le entra otra. Ya te digo, es un continuo.

– ¿Dónde puedo enchufar otros auriculares?

– Aquí. Toma.

Llegué a tiempo de oír el principio de la conversación.

– ¿Montserrat Castellanos?

La que llamaba era otra mujer. De mediana edad, por la voz.

– Sí, ¿quién es?

– Soy María Luisa Seoane. La presidenta de la Audiencia. Me dio su número Alberto Carbajosa, que también me contó sobre su problema.

– Ah, sí…

Nada tenía que ver aquella Montserrat Castellanos, apocada y balbuceante, con la que había descrito Chamorro, o con la persona que se adivinaba detrás de aquellos SMS cargados de metralla.

– He estado mirando la documentación que me pasó

– continuó su interlocutora, cuya voz decidida denotaba que estaba habituada a hacerse escuchar-. Es un informe pericial bastante endeble. Ya sabe que en temas técnicos lo que digan los peritos suele tener mucho peso, pero en este caso creo que bien puede impugnarlo en la apelación si finalmente el juez de instancia sigue su criterio. Hace razonamientos que no son técnicos, sino de juicio común. Y son discutibles. La argumentación técnica es pobre y muy genérica.

– Bueno, se lo agradezco mucho, pero, verá…

La presidenta volvió a imponer su voz. En ella había esa impaciencia regia de la persona principal que se aviene a ocuparse por un instante de las cuitas de un lacayo, pero tampoco desea que esa generosidad suya la aparte más de la cuenta de sus graves asuntos.

– Sí, ya me ha dicho Alberto que está usted muy preocupada. Y lo entiendo, pero le digo que tiene base para el recurso. Lo que debe intentar es suspender la ejecución, si al final… Y luego, cuando ya haya presentado la apelación, me llama usted para que esté al tanto. Le insisto, creo que tiene base.

– Bueno, verá, no va… -la zozobra de Montserrat era tan notoria como sorprendente, para la idea que me había hecho de ella-. Es que… No va a haber sentencia, al final, así que tampoco habrá apelación.

Se hizo un breve silencio en la línea.

– ¿Cómo? Y eso, ¿por qué?

– Mi ex marido… Bueno, falleció ayer.

El silencio se hizo ahora denso. Casi granítico.

– Vaya… No sé qué decir. Lo siento.

– Ha sido… En fin, de repente. Una desgracia. Lo han… Lo han matado… No sabemos nada, aún, la policía está investigándolo. Dicen que si no sé qué de drogas… Yo no sé, no sé qué es lo que hacía con su vida.

– Siendo así… Claro, entonces ya no hay nada que…

– Pues no.

– Bueno, en todo caso, ya sabe dónde me tiene. O a través de Alberto.

Ahora era la presidenta de la Audiencia la que se mostraba insegura. Como si acabara de meter la mano en una pila llena de pirañas.

– Gracias, muchas gracias.

– Pues nada… Adiós.

Cuando terminó la conversación, Salgado apuntó su duración y el número de teléfono llamante. Después me miró, divertida.

– No me digas que no es heavy, mi brigada. ¿Tú qué crees? ¿Que hay por ahí alguna cámara oculta o que éste es el número de teléfono móvil de la presidenta de una audiencia de verdad?

– Todavía lo estoy asimilando.

– Es fácil de comprobar. Llamadita al Consejo General del Poder Judicial. Tengo una coleguilla allí. Lo sabemos en un periquete.

– Pues sí, pregúntale. María Luisa Seoane. Presidenta, ¿de qué audiencia? A mí el nombre no me suena. Pero por lo que hablaban…

– ¿Qué has interpretado?

– No sé, tengo que pensar un poco. Tu compruébame eso.

– Como las balas.

– ¿Tu amiga puede confirmarnos también si es el número de móvil de la magistrada en cuestión? Más que nada, por cerciorarnos.

– Seguramente, con un par de llamadas a los de seguridad de la audiencia que sea. Ellos tienen acceso a esa información.

No pude evitar poner en palabras mi estupor:

– Esto más que un caso empieza a parecer el camarote de los hermanos Marx. ¿Me está afectando más de la cuenta el estrés a mí, o es que en este país todo el personal se ha vuelto loco de remate?

– Relax, mi brigada. Te voy confirmando cosas. Pero tengo otras dos conversaciones que te van a interesar. ¿Tienes un pendrive?

– Sí -me rebusqué en el bolsillo del pantalón.

– Son las dos con el mismo número. Pásamelo y te grabo los archivos, los he marcado con una clave, a ver… Aquí están.

Salgado me arrancó el lápiz de memoria de la mano, lo enchufó en el puerto USB del ordenador y volcó los dos archivos. Lo hizo sin ninguna vacilación, mientras seguía otra conversación por los auriculares. Montserrat llamaba a la que parecía ser la chica que le cuidaba al niño, a la que le dijo que llegaría tarde. Mientras se copiaban los archivos, Salgado anotó el número de la cuidadora, la duración de la llamada, y la calificó en su bloc como no relevante. Después se aseguró de preparar la extracción segura del dispositivo y me tendió mi lápiz. Chamorro, y el resto de la unidad, eran poco ecuánimes al considerarla una Barbie descerebrada. Puede que no fuera la número uno, pero se podía contar con ella. No lamentaba en absoluto tenerla en mi tripulación.

– Gracias, cabo.

– No hay de qué -dijo, con su perenne sonrisa.

Mientras regresaba hacia mi oficina, sentí el croar de mis tripas. Eran las tres menos cuarto, y desde primera hora de la mañana no les había enviado nada sólido para que se emplearan contra ello. Pero antes de parar a comer tenía que escuchar aquellos dos archivos. Cuando entré, tanto Chamorro como Arnau estaban hablando por teléfono. Me deslicé hacia mi mesa y enchufé sin prisa el lápiz de memoria a mi ordenador. Luego abrí el programa de reproducción de audio y me quedé mirando la imagen del archivo en la pantalla, sin decidirme a apretar el play. Seguía dándole vueltas a la conversación que acababa de escuchar, porque tenía la sensación de que encerraba una pista crucial para entender toda aquella historia, que por momentos parecía disparatada e inconexa a más no poder. De pronto, lo vi. Mejor dicho, lo presentí. Sólo me faltaba que Salgado me confirmara de qué audiencia era presidenta aquella María Luisa Seoane. Si era de la que acababa de imaginarme, todo empezaba a fluir. Y de qué modo.

– Marly -dijo Chamorro, tras colgar su teléfono-. Qué majo es este chaval. A él no le suena de nada nuestro letrado, Máximo Rovira, que es como se llama. Pero me ha prometido que habla con alguien que seguro que sabe, y nos cuenta lo que hay. ¿Y tú? ¿Qué tal el espionaje? ¿Algún resultado digno de mención? Policial, quiero decir.

– Espera que acabe Arnau. Quiero que lo oigamos los tres.

– ¿El qué?

– No lo sé. Pero si es la mitad de surrealista que lo que acabo de oír, no vas a dar crédito. Puedes estar segura.

– Qué intriga, tú.

Arnau colgó a su vez.

– Colocada la mercancía de Albacete -dijo.

– Muy bien. Ahora escuchad. Teléfono de Montse.

Subí el volumen de los altavoces y abrí el primer archivo.

– ¿Hola?

La voz de Montserrat. Tampoco sobrada de aplomo.

– Sí… ¿Eres tú?

Una voz de hombre. Apremiada. Pero más serena.

– Sí, soy yo, Montse. ¿Puedes hablar?

– Más o menos. ¿Alguna novedad?

– No, ninguna.

– ¿Nada de nada?

– Nada. Desde la llamada de ayer.

– Es raro. O buena señal.

– ¿Tú crees?

– Sí. Puede ser que hayan atado cabos. Y que estén buscando donde tienen que buscar. Lo mismo hay suerte y te dejan en paz.

– No sé, estoy un poco preocupada.

– ¿Por algo en particular?

– Ha venido la hermana de Cáceres. Y luego está la putilla esa. A saber lo que les habrán largado las dos de mí.

– Sabrán darle el valor que tiene a lo que les digan dos tías histéricas. Para eso se supone que son unos putos profesionales, ¿no?

– La que me llamó era una mujer.

– Bueno, no estés tan segura. Si se ha hecho picoleta será una machorra, no creo que haya mucha diferencia con un tío.

Chamorro no movió un solo músculo facial. Di a la pausa.

– Cuando sepamos quién es, te lo dejamos, Virgi.

– Tranquilo -dijo-. No ofende el que quiere.

Reanudé la reproducción. Entró la voz de Montserrat:

– Qué bestia eres.

– Bueno, ahora sí te tengo que dejar. Relájate, anda.

– Vale. Adiós.

Hasta ahí llegaba el primer archivo de sonido. Según la indicación que había insertado Salgado en el propio nombre del fichero, lo había grabado a las 13.05. El siguiente había sido registrado poco más de media hora después, a las 13.41. Mismos interlocutores. Más corto.

– Oye…

De nuevo era Montserrat Castellanos quien llamaba.

– Dime.

– Sólo que he pensado que…

– Qué.

– No sé, si estás seguro de que no podrán tirar del hilo de lo otro, lo del año pasado. Se me ocurre que si se meten a fondo, lo mismo…

– Mira, Montse, cálmate. Y cuidado con el teléfono. Nunca se sabe.

– Vale, vale, perdona. Es que estoy de los nervios.

– No pienses en ello. Ocupa la cabeza en otra cosa. ¿Estamos?

– Sí, sí. Hasta luego.

– Chao.

Hasta ahí llegaba la grabación. Chamorro rompió el silencio:

– Una buena actriz, sí señor. Ayer era otra. Totalmente.

– Y más cosas -dije-. Vamos a hablarlas comiendo.

13 El mejor combatiente

La pitanza que daban en el comedor de la unidad no era mala y salía barata. Nuestros sabios y magnánimos jefes le habían apretado a la contrata, que para eso la coyuntura lo permitía, y por unos pocos euros se comía de forma suficiente, sana y económica. Delante de nuestras bandejas, mientras me zampaba una menestra y un pescado a la plancha, para compensar el exceso de la víspera, hice partícipe a mi equipo de toda la información que había obtenido durante mi escucha compartida con la cabo Salgado. Chamorro estaba atónita:

– ¿Una magistrada? Y presidenta de una audiencia, nada menos… Pero ¿qué demonios hace alguien así llamando a una procuradora para asesorarla sobre…? ¿Sobre qué exactamente?

– Usa la lógica. Desde luego, no se trata de ningún procedimiento en el que Montserrat intervenga como profesional. Para empezar porque eso no sería cosa de ella, sino del letrado que lleve el caso. Es un asunto suyo, en el que ella es parte. Un asunto en el que todavía no ha recaído sentencia, y que ya estaba pensando en apelar. Un asunto que queda sin efecto por la muerte de Óscar Santacruz. O sea…

– No me digas que…

– Sí. Ese que estás pensando, justamente. Sólo me falta que Salgado me confirme con su amiga del Consejo dónde imparte justicia esta señora magistrada. Pero también tengo mi barrunto al respecto.

– ¿Y a dónde te lleva?

– Pues me lleva a pensar que en este país la gente ha perdido del todo la vergüenza, el sentido común o las dos cosas a la vez -repuse-. En el mundo para el que mi santa madre me preparó, algo así sería no sólo impresentable, sino tan torpe que ni la persona más carente de escrúpulos se lo permitiría. Y menos así, con ese desparpajo, como si fuera lo más normal. Pero quizá mi santa madre nunca se haya enterado de qué va el mundo. Ni entonces, ni mucho menos ahora.

Arnau nos observaba alternativamente a la sargento y a mí. Por un momento dudé si estaría captando lo que dábamos a entender. Pero luego me avergoncé de esta momentánea falta de fe en su inteligencia, que ya me había demostrado en más de una oportunidad.

– ¿Y ahora qué? -preguntó.

– Cambio de vía y a meter el turbo -dije, tras empujar hacia el estómago un par de coles de Bruselas-. ¿Llamaste a Ainara, Vir?

– Sí. En su casa, esta tarde. A las cinco y media.

– ¿Dónde vive?

– En Aluche.

– ¿En Aluche?

– Sí, ¿por?

– Nada. Qué cosas tiene la vida.

En ese instante empezó a gritar Robe desde mi móvil.

– Un día ese tono te va a dar un disgusto -auguró Chamorro, mirando inquieta a nuestro alrededor.

– Tengo prohibida la militancia política, pero la Constitución protege mis gustos musicales. Que se atrevan, como diría Clint.

– No los pongas a prueba…

Cogí la llamada.

– Sí.

– Mi brigada. La tengo.

La voz de Salgado sonaba exultante. A cualquier policía le produce un irreprimible y perverso placer sorprender a un juez en un desliz; pero a una mujer como ella, además, le complacía poder certificar la metedura de pata de una estirada como María Luisa Seoane.

– A ver. De dónde.

Me dio el dato.

– ¿Confirmado el número? -me cercioré.

– Al cien por cien.

– Te debo una, Salgado. ¿Has comido?

Chamorro murmuró a Arnau:

– Como si comiera algún día. Hay que defenderla 36.

Le lancé una mirada reprobadora, para que notara que la había oído.

– No, luego bajo a pillarme una ensalada -dijo Salgado.

– Para un rato. Que la máquina lo graba todo.

– Sí, no te preocupes, mi brigada. A tus órdenes.

Interrumpí la comunicación y dejé el teléfono sobre la mesa. Mientras saboreaba el momento, le quité las espinas al pescado.

– ¿Qué, ya sabemos de dónde es presidenta? -preguntó la sargento.

– Lo sabemos -asentí-. Audiencia Provincial de Madrid, ni más ni menos. O lo que es lo mismo, mis intrépidos boy-scouts…

– La misma que habría tenido que ver el recurso de Montserrat, si es que hubiera llegado a presentarlo -dedujo la sargento.

Alcé el pulgar, en señal afirmativa.

– Joder -exclamó Arnau-. Con perdón.

– Pon que podría haberle tocado a una sección distinta de la suya, con lo que María Luisa no tenía por qué estar en el tribunal que resolviera el recurso. O que incluso se hubiera abstenido, de tocarle en el reparto. Así y todo, no sé qué os parece su conducta de hoy. Cuando presente el recurso me llama. Con un par, su señoría.

Arnau sacudió la cabeza.

– Pero eso… ¿Eso no es directamente prevaricación?

Chamorro no quiso pronunciarse. Yo bebí un sorbo de agua.

– Mucho corres tú, mi pequeño saltamontes. En todo caso, una conspiración para prevaricar, o una tentativa de prevaricación, pero como ese delito casi no existe y si existe a nosotros no nos van a dejar perseguirlo, no me lo sé bien. Supongo que algún catedrático y varias sentencias del Supremo habrán dicho que es un tipo penal que no admite formas imperfectas de comisión, que o es consumado o nada de nada. Tampoco es revelación de secretos, porque el informe ya lo conoce Montse por otras vías, y en cuanto al tráfico de influencias, pues ídem de lienzo. Tampoco sé si ese tipo vale en grado de tentativa.

– O sea, ¿que le sale gratis?

Le miré con afecto. Por su genuina estupefacción.

– Me temo. Es una desfachatez y un alarde de prepotencia, pero nada de eso es delictivo, tratándose de quien se trata. Ni siquiera esperes que haya expediente disciplinario. Así que María Luisa, si esto trasciende, ni siquiera tendrá que pagar los trescientos euros que recauda como mucho el Consejo cuando uno de los suyos la caga.

– Lo que me pregunto -intervino Chamorro-, es la conexión que tiene Montse para que la presidenta se tome el trabajo de llamarla.

– Y desde su propio teléfono móvil -añadió Arnau.

– La indagaremos. Habrá que preguntarle a nuestro amigo plumilla si sabe quién es ese Alberto Carbajosa. Pero esto no deja de ser un fleco de la alfombra que nos toca levantar. Arnau, te voy a dar una tarea.

– Escucho, mi brigada.

– Vas a conseguirme toda la información que puedas sobre el proceso de revisión de medidas del divorcio de Óscar y Montse. En qué juzgado, quién es el juez, el secretario, los informes periciales que hayan podido emitirse… Quiero saberlo todo, hasta donde podamos.

– De acuerdo -dijo, tomándose nota.

– Y lo mismo sobre los dos procedimientos por violencia de género: el primero, el de la condena, y el segundo, el de la absolución.

– Muy bien.

Miré mi reloj.

– Por la hora que es, tal vez hoy ya no puedas hacer nada. Me imagino que como buenos funcionarios judiciales acabarán a las tres.

– Puedo tratar de contactar con el abogado de Óscar.

– Sí. No es una fuente imparcial, precisamente, pero algo te podrá orientar para centrar mejor el tiro. En todo caso, si hoy no hay suerte, mañana me haces todos los contactos. A primera hora, a ver si podemos ir a entrevistar a quien más nos convenga mañana mismo.

– Eso está hecho.

– Bueno, y ahora permitámonos disfrutar un poco de la comida. Diez minutos sin hablar de muertos ni jueces. ¿Os parece?

La sargento intercambió una mirada con el guardia.

– Yo diría que sí, que nos parece.

Puede que nos tomáramos quince minutos, en lugar de diez. Pero poco después estábamos de nuevo amarrados al duro banco de la galera turquesa, evocando al clásico. Y una vez allí, no me cupo duda de lo primero que tenía que hacer. Busqué el número y apreté la tecla.

– Sí -respondió Pereira, parco como de costumbre.

– Mi teniente coronel, tenemos algunas novedades.

– ¿Importantes? ¿Positivas?

– Lo primero seguro. Lo segundo, veremos.

– A ver.

Le resumí los hallazgos del día. Le interesaron todos, por el silencio que percibí al otro lado de la línea, pero sobre todo la conversación de Montserrat Castellanos con la presidenta de la Audiencia.

– ¿Eso está debidamente confirmado?

– Con el CGPJ y con la seguridad de la Audiencia.

– Desde luego, somos el ejército de Pancho Villa -dijo, sombrío-. Qué poca seriedad. Así, cómo vamos a ganar a los malos.

– Bueno, Pancho Villa ganó, al final.

– ¿Sí?

– La revolución triunfó, ¿no?

– Ninguna revolución triunfa nunca, Vila, que a veces pareces nuevo. Pesa más la inercia de las cosas que las fantasías de esos inadaptados que tanto os ponen a los de tu cuerda, y que al final pasan siempre como nubes de verano. En fin, hablando de inercias, tengamos en cuenta que es una juez, y de las gordas. Pies de plomo y se lo cuentas a su congénere, que ella valore y decida y tú obedeces. De todos modos pásame una copia de la grabación, para que se la ponga al coronel. Ésta es una de esas cosas que le gusta saber en seguida, y que puede costarme colgar del palo mayor si le llega antes por otra parte.

– Se lo envío ahora mismo.

– Y por lo que se refiere a la investigación, veo que lo tienes claro, así que adelante. Y si necesitas algo del cuerpo hermano y no te responden, dímelo y hago una llamada. Aunque, entre tú y yo, siempre tengo la sensación de que os arregláis mejor vosotros a vuestro nivel que yo con el político de colmillo retorcido con el que me toca tratar.

– Por ahora no me quejo, están arrimando el hombro, mi teniente coronel -reconocí, porque era de justicia, y de paso me servía para correr un oportuno velo sobre su último comentario. Como si él no fuera un político, tanto o más que cualquier jefe policial. Por algo estaba seguro de que un día no muy lejano acabaría llamándole vuecencia.

Cuando Pereira colgó, preferí pasar a la tarea siguiente sin solución de continuidad. Hay cosas que uno no hace mejor por pensarlas mucho. La agenda de mi teléfono me ofreció en seguida el número que buscaba y apreté nuevamente la tecla del dibujito verde. La voz entró a la tercera señal. Sonaba algo lejana, pero clara y resuelta:

– Dígame, Vila, cómo lo lleva usted.

Ya había grabado mi número en su agenda. No puedo decir que la constatación me llenara de júbilo. Pero qué se le iba a hacer.

– Pues lo llevamos, señoría, con esfuerzo pero también con algún avance. Precisamente por eso la llamaba. Ha surgido algo…

– ¿Sí? Adelante, cuénteme. Por cierto, disculpe el ruido, es que le estoy hablando por el manos libres del coche. ¿Me oye bien?

– Sí, sí, perfectamente.

Por un momento pareció que se perdía la señal. Pero luego volvió:

– Ah, vale. También yo a usted. Dígame.

Reproduje, con alguna variante insignificante ajustada al interlocutor, el informe que acababa de hacerle a mi teniente coronel. El silencio de la juez no fue menos sepulcral. Durante unos segundos, en la línea no se oyó nada mas que el rumor de fondo del Bluetooth.

– Creo que a estas alturas le conozco algo -habló al fin-. Por tanto, puedo estar segura de que si me dice lo que acaba de decirme es porque lo han comprobado suficientemente, ¿no, brigada?

– Así es, señoría.

Hubo otro silencio, éste más corto.

– Está bien. Pues le diré lo que vamos a hacer.

La juez Gómez Fernández-Vadillo, una vez más, me demostró que estaba dotada para aquello. Y por mi rango, mi función y la indicación expresa de mi jefe, pero también por mi natural inferioridad a la hora de generar decisiones, me dispuse a someterme a las suyas.

– Quiero una transcripción y la grabación mañana mismo en mi despacho -dijo-. Cuando la haya oído terminaré de valorarlo, pero por lo que me cuenta este asunto queda sepultado en lo más recóndito del secreto del sumario. Yo restringiré al máximo entre mi gente su conocimiento. Y le pido que usted haga otro tanto. De que no se filtre fuera, ya ni le hablo. Me responde usted personalmente de ello.

– Mi gente es de fiar. Puede estar tranquila -dije, esforzándome en parecer seguro, pero pensando al mismo tiempo que en cuanto colgara tenía que hablar con la cabo Salgado y dejárselo bien claro.

– Desde luego, se trata de un hecho grave, y más por la persona que lo protagoniza, y es mi obligación denunciarlo para que se le aplique el correctivo que legalmente proceda. Pero ya habrá tiempo para ello. No daré cuenta de nada de esto hasta que no estemos seguros de que no va a perjudicar ni interferir nuestra investigación. Lo primero es el asesinato que tenemos entre manos. ¿Está de acuerdo?

– Usted decide, señoría. Para nosotros, mejor así.

– Pues no se hable más.

– Mañana tiene usted ahí la grabación.

– Y al hilo de lo otro… Ya que dice que esa mujer habla tanto, analicen todas las conversaciones que mantenga hoy. Y si les parece que el titular de alguno de los números a los que llama o desde los que la llaman, por lo que sea, es sospechoso de algo, díganmelo en seguida y lo pinchamos también. Por ejemplo, ese hombre con el que esta mañana ha hablado dos veces. Siempre con criterio, pero sin miedo.

¿Por qué me había dado mala espina aquella mujer, al primer vistazo? Admití que la mañana que la conocí no había estado muy fino. De pronto, me pareció que hasta podía serle sincero. Y lo fui:

– Creo que le capto la idea. Y por la parte que me toca y en nombre de mis compañeros, se lo agradezco. Éste es un trabajo muy complicado, y aunque tratamos de sacarlo adelante con rigor y sin perjudicar innecesariamente al ciudadano, no siempre nos resulta fácil hacérselo ver a quienes toman las decisiones. Usted me entiende.

– Le entiendo, Vila. Y por mi parte, esté usted tranquilo. No tiene que convencerme de lo que ya estoy convencida. Muchas gracias por tenerme al corriente. Seguimos en contacto. Hasta luego.

Cuando colgó, me quedé absorto en mis pensamientos. En mi ánimo se mezclaban muchas sensaciones contradictorias, pero por encima de todo, tenía la certidumbre de que la faena que nos ocupaba había entrado en una fase en la que todos debíamos estar con los cinco sentidos alerta y no dejar pasar ni un solo detalle. Llamé a Salgado y le comenté lo que me acababa de decir la juez. La cabo la cogió al vuelo:

– Déjalo de mi cuenta.

– Esta noche -insistí-. Y con un informe que lo respalde.

– O mucho me equivoco, o esta noche estoy en condiciones de justificarle de sobra a su señoría que tenemos que pinchar otro teléfono.

– Gracias, Inés.

A mí mismo me sonó raro llamarla por un nombre de pila que nadie usaba en la unidad. Pero ella lo encajó sin ningún embarazo.

– No hay de qué. Para hoy no tenía plan. Y cualquiera que hubiera tenido habría sido bastante menos emocionante que éste.

Comprobé la hora. Teníamos que salir en seguida, si queríamos llegar a la cita con Ainara. Arnau me tendió entonces un papel.

– El listado de llamadas de Óscar, mi brigada.

Había marcado las que le habían parecido inusuales o significativas por cualquier razón, conforme le había pedido. Localicé sin esfuerzo las del móvil de Montserrat, tampoco demasiadas, ni en horas que cupiera considerar anómalas. Él la llamaba todas las noches, para hablar con el niño, deduje. La duración corroboraba mi hipótesis. También estaban las conversaciones con Ainara, varias al día. Y marcadas en rojo, media docena de llamadas hechas desde dos números distintos. Muy cortas. Y todas de madrugada. Entre las dos y las cuatro.

– ¿Y esto? ¿Tú qué crees que es?

– No sé -se encogió de hombros el guardia-. La más larga, diecisiete segundos. Yo diría que, cuando alguien llama a esa hora, algo poco normal se trae entre manos. Y en todo el listado esos dos números no vuelven a aparecer. Me he tomado la molestia de comprobarlo.

– ¿Y qué cosa anormal se te ocurre?

– ¿Llamadas amenazantes? ¿Para romperle el sueño?

– Fíjate de cuándo es la última.

– Me he fijado. De la misma madrugada del crimen.

– Supongo que sería mucha coincidencia, pero comprueba con Salgado si alguno de estos números sale en sus escuchas. Nosotros veremos si Ainara nos ayuda a reconstruir las últimas horas. Virgi, tenemos que irnos. Que la M-30 se estará empezando a compactar.

– Mejor por la M-40 -dijo Chamorro, mientras cerraba su ordenador.

– ¿Seguro?

– Seguro -afirmó, ya en pie.

– Tú eres la conductora.

Había ya coches en la M-40, pero todavía no se había montado el atasco insufrible que en dirección sur se organizaba casi todas las tardes. Y Chamorro tenía razón, por allí íbamos más directos. Me había quedado atrás en el tiempo, desde el punto de vista viario: en la época en que yo vivía en Aluche, la M-40 aún no estaba cerrada y era la M-30 la única posibilidad de circunvalación. Calculé a bulto cuánto hacía que no iba al barrio: diez años, como poco. Desde que mi madre había decidido regresar a su Salamanca natal, donde vivían sus hermanas y tenía por tanto una familia algo más frecuentable que aquel hijo que había elegido vivir en el camino, persiguiendo malhechores. Hacía lo menos cuatro días que no la llamaba, recordé de pronto. Siempre me venía a la memoria así, como una falta. Tenía que ir con Andrés a verla. El siguiente fin de semana que pudiera utilizar para algo.

Llegamos a mi viejo barrio por la parte de abajo, como determinaba la ruta que habíamos elegido. El tiempo no lo había deteriorado demasiado, aunque las edificaciones que en mi juventud lo integraban no eran precisamente ejemplos de arquitectura puntera o excelencia constructiva. Para compensar eso, las nuevas eran algo mejores, y los parques, entonces recién inaugurados y poblados sólo por estacas patéticas que soñaban con ser árboles, habían ganado en sombra y frondosidad. Me admiró la estampa que ofrecía el Parque de las Cruces, al que la primavera había llegado como una auténtica explosión. Mi morada actual estaba a apenas veinte minutos de allí. Diez, un domingo por la mañana. Cómo había sido tan descastado de no ir en todo aquel tiempo. Cómo no había llevado nunca a Andrés. Cómo, en fin, gastaba la vida en querellas ajenas, en vez de paladear la íntima y profunda emoción que me producía ver aquellas calles donde yo había sido niño: donde había partido peonzas, ganado canicas, perdido novias. Claro que estas experiencias, si se convierten en hábito, se vuelven banales. Valen lo que su despojo, lo que su ausencia; lo que el escalofrío que le produce a uno ver que eso ya no es suyo, sino de otros. En el caso de mi barrio, de todos los sudamericanos que ahora poblaban sus calles, y que llevaban camino de convertirse en la comunidad mayoritaria. Y estaba bien así. Los sitios son de quienes hacen por vivirlos. Yo, como desertor, no podía reclamar derecho alguno. No frente a ellos.

– Yo viví aquí -le dije a Chamorro, de repente.

– ¿Ah, sí?

– Sí. Quince años. Los del aprendizaje de la vida.

– Vaya. Entonces no es cualquier cosa.

– No.

Ainara vivía cerca del parque. En la casa de sus padres, un piso relativamente nuevo y espacioso. Fue la madre, una mujer de unos cincuenta y cinco años y aspecto de profesora o funcionaría, la que nos abrió la puerta. Nos invitó a pasar al salón y fue a llamar a su hija. Ainara apareció a los cinco minutos, vestida con ropa deportiva. Estaba sin maquillar, y los ojos se le veían algo hinchados. Pero la hallé mejor que la víspera, con todo. Más conforme, al menos. Haciéndose a la idea. La madre nos ofreció algo y cuando se lo rechazamos le pasó la mano por el hombro a su hija y se retiró discretamente.

– A las ocho tengo que estar en la estación de autobuses -advirtió Ainara, tras mirar su reloj-. Quiero llegar a Cáceres esta noche -y aquí inspiró con fuerza-. El entierro es mañana a primera hora.

– Muchas gracias por sacar este rato para nosotros -le dije.

– Bueno, es lo mínimo. Os portasteis muy bien conmigo ayer. Sobre todo, teniendo en cuenta que no os lo puse demasiado fácil.

– Es normal, no te preocupes -dijo Chamorro-. Es nuestro trabajo.

Ainara se dejó caer hacia atrás en el sofá. Luego nos miró con sus ojos de color de incendio y volvió a inspirar fuerte un par de veces.

– Vosotros me diréis. En qué puedo ayudaros.

Mi compañera me consultó con la mirada. Le cedí el timón.

– Como vemos que andas con prisa, iremos al grano, si no tienes inconveniente -dijo, tanteando con suavidad a la testigo-. Sobre todo, en el punto en el que estamos, nos interesa saber dos cosas. La primera, todo lo que puedas decirnos de la relación de Óscar con las drogas. Cuánto consumía, dónde compraba, si le viste pasar alguna vez.

Ainara no pudo disimular su desconcierto.

– Joder. ¿Y la segunda?

– Todo lo que sepas sobre cosas raras que le sucedieran a Óscar en las últimas semanas. Aparte de lo que nos contaste. Llamadas anónimas o intempestivas, extraños que le pareciera que le seguían, cualquier detalle que recuerdes. Incluida la última vez que le viste. Y también todo lo que puedas contarnos de sus últimas horas.

La chica la escuchaba con una especie de aturdimiento. Por muy amable que fuera su tono, aquella guardia civil no le estaba hablando de lo que ella esperaba que le hablara. Cuando Chamorro terminó, sacudió un par de veces la cabeza y dejó la mirada perdida ante sí.

– ¿Qué…? ¿Qué cono os ha contado esa zorra de él5

– Aún no hemos hablado con ella -contestó mi compañera.

– Pero entonces… ¿Qué estáis investigando?

– Todo, Ainara. Todo lo que creemos que tiene trascendencia.

– Pero…

– Incluida tu acusación -le aclaré, por si la apaciguaba-. Pero necesitamos la información que te acaba de pedir la sargento.

– Y necesitamos la verdad, Ainara. Óscar está muerto, ya no le va a pasar nada más. Y nada de lo que nos cuentes lo vamos a ir pregonando por ahí. Tienes que sernos sincera. Si no, no nos sirve.

Ainara apartó el rostro, como una niña enfadada. Y respondió:

– Que yo sepa, no consumía desde que pasó aquello.

Lo de la policía. Y antes, muy poco. Alguna noche, para evadirse. No más.

– ¿Tú consumes?

Se volvió hacia Chamorro, orgullosa.

– No. Me habré metido tres rayas en mi vida, como mucho. Con él. Pero yo paso de drogas, y siempre le dije que no comprara más.

– ¿Qué cantidad solía llevar, cuando consumía?

– Una papelina, dos. Nunca le vi más de eso.

– ¿Dónde las compraba?

– En un sitio que le había dicho su jefe. Ése si que es un farlopero de cuidado. Siempre va con el combustible puesto.

– ¿Cómo lo sabes? ¿Lo has visto alguna vez?

– Trabajé en su empresa. Tres meses. Unas prácticas de verano.

– ¿Allí conociste a Óscar?

Su mirada volvió a desafiarnos.

– Sí.

– ¿Cuándo?

– Hace tres años.

– ¿Empezasteis a salir entonces? -intervine.

– No, después. Cuando se separó.

– ¿Y qué hacía en Alcalá de Henares comprando varias papelinas? Ya sabes, la noche que lo detuvieron -dijo Chamorro.

– Por Alcalá salía a veces, después del curro. Con su jefe, y otros compañeros. La empresa no está lejos, en Torrejón. Me dijo que fue a pillar a donde solía ir su jefe y que por una vez compró para invitar él. Y eso es lo que yo creo que pasó. Óscar no era un camello. Ni siquiera era un cocainómano. Eso no iba con él. Fue un accidente. Por los nervios. Por la puta guerra que le estaba haciendo la otra. Luego, cuando pasó lo de la policía, me dijo que estaba muy arrepentido. Que no iba a probar esa mierda nunca más. Que eso era una debilidad. Que nunca había que perderle la cara al enemigo, sino mirarlo de frente.

– Muy bélica, esa metáfora -opiné.

– A Óscar le chiflaban las historias de guerra. Y eso que era el tío más pacífico que yo he conocido. Pero tenía todos esos libros… Le encantaba leerlos y contármelos. Mira que me podía dar la brasa con ellos, a mí que la guerra… Decía que la estrategia de la guerra servía para la vida. Que la vida podía ser una guerra, cuando menos te lo esperabas, y que te gustara o no había que saber ser un combatiente. Y aprender de los errores y los aciertos de los guerreros de la Historia.

– Parecía tener fijación con unos, en particular -sugerí.

– ¿Cuáles?

– Los de las SS. Al menos compraba muchos libros sobre ellos.

Ainara sonrió, por primera vez durante aquella entrevista.

– Ah, eso. Sí, al principio yo también me asusté. «No serás un nazi o algo por el estilo», le dije. Pero no, ni por asomo. Lo que le llamaba la atención es que aquellos tipos siempre buscaran el combate, hasta el final, cuando ya habían perdido y no tenían ninguna esperanza. Eso le fascinaba. Que fueran una especie de idealistas del mal. Me contaba cómo esos soldados habían conseguido poner en apuros más de una vez a ejércitos mucho más poderosos. Y me hablaba de un chino muy antiguo, uno que también escribía sobre estrategia, y que decía que el mejor combatiente era el que ya no tenía nada que perder.

– Sunzi. O Sun-Tzu -apunté.

– Sí, ése. Ah, y había otra historia que le tenía obsesionado: la de los SS que no eran alemanes. Los españoles, sobre todo, que también los hubo, y que por lo visto eran fachas más fachas que Franco, que cuando Alemania ya iba a perder la guerra cruzaron la frontera sin permiso, porque Franco se lo había prohibido. Tenía un par de libros de esa gente y me leyó algún trozo. Unos pasados de vueltas. Venían a decir que Franco era un marica que había dejado tirado a Hitler frente al comunismo. Y según me contó Óscar, estuvieron en un montón de batallas. Hasta en Berlín, pegando tiros a los rusos cuando Hitler ya se había suicidado. Al final casi me hice una experta en el tema. La historia es la leche. ¿Visteis la peli que hicieron, El hundimiento?

– Sí-admití.

– Y yo, con él. Tres veces, lo menos. Le encantaba.

La mirada de Ainara se perdió a lo lejos.

– La primera vez que la vimos, dijo algo que no se me olvidará. Que Hitler no había acabado como había acabado por lo canalla que era. Que muchos canallas se habían salido con la suya, a lo largo de la Historia. Que había perdido porque además de canalla, era un histérico y un cobarde. Porque le faltaba serenidad, y sólo sabía vivir con el viento a favor. Y los vencedores de la Historia son los que nunca, ni sangrando a chorros, se ponen nerviosos ni tiran la toalla.

Chamorro soltó un leve carraspeo. Tenía razón. Nos estábamos desviando. Pero fue la propia Ainara la que retomó el hilo:

– Así que, volviendo a tu pregunta, lo de la cocaína fue algo que él mismo llegó a despreciar. Ni la probaba ya. Estoy segura.

Pensé que a esa misma hora podíamos estar recibiendo un análisis toxicológico que desmintiera o confirmara su certeza. Por varios motivos, deseé que fuera lo segundo. Chamorro cambió de tercio:

– ¿Y lo otro que te dije antes? Llamadas, cosas raras.

Ainara no respondió en seguida. Su mente parecía en otra parte.

– Un par de veces, estando con él, le sonó el teléfono de madrugada. Lo cogió y le colgaron. Número privado. Me dijo que le había pasado alguna otra vez. Nos imaginamos que era la ex, por joderle.

– No, no era ella -dijo Chamorro-. Al menos, no desde su número.

– ¿Y eso cómo lo sabéis?

– Lo sabemos.

– Qué bien, qué listos -dijo, amarga-. Ah, perdonad…

La voz se le quebró. De pronto, sus ojos eran puro llanto. La sargento se volvió hacia mí y asentí en silencio. Se imponía una pausa.

14 Cosas elementales

Al ver a Ainara llorar, Chamorro se dio cuenta de que se había pasado de brusca, y ella misma se apresuró a reducir el daño. Se acercó, le puso la mano en el hombro y le dijo, con tono maternal:

– Ya está… Discúlpanos. No tenemos más remedio que remover asuntos desagradables. Nos tenemos que cerciorar de todo. En ningún momento he pretendido decir nada que pudiera molestarte.

– Supongo. Pero es que a veces tengo la sensación de que lo estáis investigando a él, en lugar de perseguir a los asesinos.

– Lo uno pasa por lo otro, lamentablemente -le expliqué.

– Si tú lo dices, así será. Bueno, qué más queréis saber.

– Alguna de esas veces que le llamaron, de noche, ¿le dijeron algo, le amenazaron de alguna forma? -preguntó Chamorro.

– Sólo una vez, que yo sepa. Una sola palabra. Y colgaron.

– ¿Cuál?

– Gilipollas.

– ¿Un hombre o una mujer?

– Hombre.

– ¿Lo reconoció?

– No.

– ¿Nos podrías hablar un poco del último día? -le pedí.

Ainara se enderezó y se enjugó las lágrimas.

– No hay mucho que contar -dijo- La noche anterior había dormido en su casa, así que por la mañana salimos juntos. Lo acerqué a la oficina en mi coche, ese día yo libraba y así podíamos vernos más tiempo. Que yo sepa, él pasó la mañana con la rutina normal del trabajo. Fui a comer con él y luego a buscarlo, por la tarde. Lo recogí sobre las siete. Nos fuimos a ver una película y a cenar por ahí. Hacía buena noche y después de la cena nos dimos un paseo largo por Madrid.

– ¿Por dónde?

– Por el centro. Gran Vía, paseo del Prado, Atocha, Huertas…

– ¿No notaste nada inusual? ¿Nadie sospechoso?

Ainara negó con la cabeza.

– No, lo siento. Me temo que soy muy despistada para eso.

– Y luego lo llevaste a casa.

– Sí. Serían ya las dos y media, o algo más, cuando llegamos. Lo dejé delante del portal y me vine para acá. A la mañana siguiente yo madrugaba, y desde su casa hay una buena tirada hasta mi trabajo.

No pude evitar indagar aquí algo que me intrigaba:

– ¿Cómo es que se fue a vivir tan lejos, trabajando en Torrejón?

– Se enteró de la oportunidad por un amigo. El piso le salió muy bien de precio, prácticamente los estaban liquidando. Y la combinación que tenía era muy buena, aunque no lo parezca. Iba por la M-50. Directo y casi sin atascos, con lo que le compensaba vivir tan lejos.

Tenía razón. Me sentí torpe por no haber visto esa ruta. Decididamente, desde que tenía conductora, me estaba atocinando.

– Sabemos que esa misma madrugada, sobre la una y media, recibió una llamada -le dijo Chamorro-. ¿ No lo recuerdas?

A la novia de Óscar se le encendió la mirada.

– Sí, ahora que lo dices. Estábamos paseando. Pero no la cogió. Era un número sin identificar. Dijo que a esa hora, pasaba.

Chamorro tuvo entonces una súbita iluminación.

– Otra cosa, Ainara. ¿Oíste a Óscar alguna vez hablar con su ex?

– Más de una vez.

– ¿En qué términos?

Ainara nos observó con una especie de displicencia.

– Por qué os creéis que os digo que la investiguéis. Siempre le gritaba, le insultaba, le humillaba. Y más desde que se había embarcado en la pelea por recuperar la custodia del niño. Pero él nunca le devolvía los insultos. Decía que lo había hecho una vez y que se arrepentía. No por la orden de alejamiento, ni por la denuncia, ni por la noche que lo habían tenido detenido. Sino porque esa vez se había convertido en alguien como ella. Y ésa era la manera de perder la partida. Sólo podía ganar demostrando que él era diferente. No devolviendo los golpes donde no tenía sentido hacerlo, donde ella tenía la ventaja, por cómo estaba la ley y por su propio carácter. Y dando la batalla donde ella era inferior, donde sabía que podía hacerle morder el polvo.

– El símil guerrero, otra vez.

– Sí -Ainara volvió a esbozar una sonrisa-. Le servía para todo.

– Está bien -dije-, creo que ya hemos abusado bastante de tu paciencia por hoy. Y no quiero que pierdas ese autobús. Saluda de nuestra parte a Magdalena, y dile que estamos haciendo progresos. No puedo contarte todavía en qué sentido, pero creo que vamos bien encaminados. Tampoco puedo decirte lo que tardaremos en amarrarlo todo. Es un caso laborioso. Pero que sepa, que sepas tú, que estamos en ello a tope. Los dos días que llevo escarbando en su vida me dicen que Óscar era un tipo honrado. Con sus errores y sus flaquezas, como cualquiera, pero buena gente. No pienso dejar su asesinato impune.

– Era un buen hombre, te lo aseguro -dijo Ainara, conmovida-. No se merecía que le hicieran algo así. Para nada, brigada.

Dejamos que Ainara terminara de hacer la maleta. Mientras caminábamos hacia donde habíamos aparcado el coche, me asaltó un sentimiento ambiguo. No terminaba de decidir si la entrevista había sido fructífera o no. Teníamos nuevas impresiones, sí, pero nos había proporcionado pocos datos concretos de los que tirar. Y aunque aquella chica me había convencido de su creencia en que la relación de su hombre con las drogas había sido un percance luego superado, quedaba la posibilidad de que en este punto Óscar hubiera mostrado a Ainara sólo una parte de la verdad. A las malas, y una investigación criminal siempre se plantea en esos términos, nadie conoce a nadie. Estaba aún sumido en estas cavilaciones, cuando sonó mi móvil.

– Sí.

– Vila, ¿se te puede?

– ¿Quién es?

– Inspector jefe Morales. La pasma, como decís vosotros.

– No, jamás. Cuerpo Nacional de Policía, siempre.

– Ya, ya. Oye, te hice la gestión.

– Ah, sí. ¿Y?

– Se me ha cerrado en banda. Me ha dicho que se juega el cuello si me da el nombre de quien le proporcionó la información. Sobre todo si después un policía, guardia civil o de la porra va a verlo y el tío se huele en algún momento que ha sido él quien ha dado su nombre. Le he jurado por Dios y por el Rey que sois polis experimentados y que nunca preguntaríais nada que hiciera sospechar que él ha sido el que os puso sobre la pista. Pero se ve que no confía lo suficiente en vuestra pericia policial o que se ha olido que soy ateo y republicano.

– Pues no sé, Morales. ¿Tengo que darte las gracias?

– Siempre irónico, ¿eh? No, claro que no, todavía. La cosa es que algo me ha empezado a oler de puta pena en este tío, en el soplo y en todo lo que hay alrededor de esta historia. Me he despedido de él haciéndole notar mi decepción por su comportamiento y el grave deterioro que ha sufrido a cuenta de esto la amistad que nos unía. En paralelo, les he pedido a dos de mis chavales que me lo vigilen. Mi instinto no suele fallarme, y a estas alturas del partido noto en seguida cuando un tío no me aguanta los ojos. Aquí hay alguna mierda, y si este capullo se ha creído que puede jugar conmigo, la ha metido hasta la ingle. Mira por dónde, a lo mejor el favor me lo vas a hacer tú a mí, y esta gestión me va a servir para hacer limpieza. Te tendré al corriente. De aquí a poco, o éste se hunde, o encuentro yo la forma de hundirlo. Y ya sea por un camino o por el otro, algo averiguaré que pueda valerte.

– Bueno -respondí-. Pues aquí estoy. Sigo esperando.

– No tendrás que esperar mucho. Confía en mí. Salud.

– Estos maderos -dije, una vez que hube colgado.

– ¿Qué? -preguntó Chamorro.

– Que nunca me haré a su estilo. En el coche te cuento.

La vuelta a la unidad fue algo más lenta. Chamorro, que al cabo de diez años ya era una avezada navegante por las calles y las autopistas madrileñas, se las arregló para buscar la ruta que nos permitiera ir en sentido contrario al que en cada vía y a esa hora registraba mayor intensidad circulatoria, pero así y todo ya declinaba el día cuando estuvimos de regreso en nuestra oficina. Mientras subíamos en el ascensor, después de dejar el coche en el garaje, la sargento observó:

– Nunca me habías dicho en qué barrio habías pasado tu infancia.

– Nunca me lo preguntaste.

– Ya. Lo que quiero decir es que, al cabo de diez años, sigo sin saber cosas elementales de ti.

– Y yo de ti. Sigo sin saber cómo demonios pudiste tener de novio a aquel tipo. Ya sabes, Conan el Bárbaro.

– Muy gracioso. Pero tú sí sabes dónde viví de niña, por ejemplo.

– A ti te delataba el acento, aunque ya casi lo hayas perdido y sólo se te pegue otra vez cuando vas por allí de vacaciones. Los de Aluche, en cambio, no tenemos ningún acento particular.

Mi compañera adoptó una expresión maliciosa.

– Sí, el ejque…

La disequé con la mirada.

– Eso es un comentario de pijo de Serrano. No te pega, Vir.

– Bah, no te enfades.

– No me enfado. Sólo era una información.

– Cómo cambias de tema cuando no te interesa.

– Desde luego que no me interesa. Mi biografía está llena de puntos oscuros. Por eso prefiero no dar demasiados detalles de ella.

– No me creo que sean tantos, los puntos oscuros. Si me preguntaran, diría de ti lo que Ainara de Óscar. Que eres un buen hombre. De todos modos, hay una historia que me debes. Y desde hace unos años.

Inútil tratar de hacer ante ella que no lo recordaba. Era demasiado lista para tragárselo. Así que miré a otra parte y le dije:

– Soy consciente. Pero también te dije que no esperaras saberla pronto. Que podía tardar mucho en encontrar el día de contártela.

– ¿La sabré antes de que te jubiles?

– Ni hoy ni mañana, Vir. Ahora tengo otras cosas en la cabeza.

Empujé la puerta de nuestra guarida y sorprendí a Salgado y Arnau en actitud equívoca. Los dos inclinados sobre una mesa, las cabezas muy juntas. Si no ponía cuidado, aquel chico iba a acabar mal. Pensé que era mejor no sobresaltarlos. Golpeé el marco de la puerta.

– ¿Interrumpimos?

El guardia y la cabo se incorporaron de golpe. Al hacerlo, la cabeza de Arnau golpeó con un largo flexo articulado. Se oyó un chisporroteo y un olor a cabello quemado se difundió en el aire.

– Coño -se quejó Arnau, extinguiendo a manotazos el pequeño incendio que la bombilla halógena acababa de causar en su flequillo.

– Cuidado, guardia, que se supone que trabajas con eso.

– Tenemos novedades. Y suculentas -dijo Salgado.

– ¿Sí? -cuestionó Chamorro.

– Aja. Sentaos y os contamos.

Yo le hice caso. La sargento se quedó de pie. Era terca, a veces.

– Y bien, ¿de qué se trata? -pregunté.

– Avances telefónicos -anunció Arnau, tentándose todavía la frente.

– No me dirás que en la escucha os ha salido alguno de los números sospechosos del listado de llamadas del teléfono de Óscar…

– No, no -dijo Salgado-. Algo mucho mejor.

– A ver, sorprendednos.

– Fui a darle a la cabo esos números -dijo Arnau-, los de las llamadas de madrugada. Para que estuviera pendiente, por si le entraban.

– Pero a mí se me ocurrió que había una cosa que podía hacer con ellos, y sin necesidad de esperar -explicó Salgado-. Llamar a mi nuevo amigo el señor Alfaro, de la compañía de móviles, y pedirle extraoficialmente que me dijera quiénes son los titulares. Y ya puestos, y para aprovechar la llamada, que me contara quién es el dueño de la línea con la que Montserrat Castellanos conectó dos veces esta mañana, y con quien, por cierto, ha vuelto a hablar otra vez esta tarde.

– ¿Me estás diciendo que los tres números son de la misma compañía que los de Montserrat y Óscar? -dije, incrédulo.

– Efectivamente.

– Bueno, qué potra. No está mal, tenerla alguna vez.

– Pues sí -se admiró Chamorro.

Teníamos motivos para asombrarnos. Una variante contemporánea de la Ley de Murphy, aplicada al trabajo policial en España, establece que si tienes que pinchar cinco teléfonos, lo más probable es que sean de cinco operadoras distintas. Las ventajas de la libre competencia.

– Y además el señor Alfaro, o bueno, José Luis, que ya hemos cogido confianza -continuó Salgado-, nos ha respondido de maravilla.

– Desembuchad.

Arnau tomó entonces un bloc de la mesa.

– El primer número, desde el que llamaron a Óscar en las madrugadas del 22 y 23 de marzo. Tarjeta prepago a nombre de Jonathan Lobato Ruiz. Que investigado a través del DNI, resulta tener 18 años y vivir en Novelda, Alicante. Lo que en seguida interpretamos como…

– Marcado por error -completó Salgado-. Seguramente quería llamar a alguna Jennifer o Támara que le había dado el número en el último botellón. Pero, o lo anotó mal, o Jennifer o Támara le tomó el pelo.

– El segundo número, desde el que llamaron a Óscar en las madrugadas del 25 de marzo, y 8,15 y 22 de abril. Tarjeta prepago a nombre de Morgan Roberto López Pachacuti, de nacionalidad boliviana, de 29 años, con tarjeta de residencia expedida en Madrid y expirada en abril de 2008. Que a su vez es titular de otras nueve tarjetas prepago, sólo en la misma compañía. La cabo sugiere una explicación.

– Lo descubrimos con aquella banda de búlgaros, ¿recordáis? El negocio de pagar 100 o 200 euros a un mendigo, o a cualquier otro muerto de hambre, para que se compre varias tarjetas prepago dando su nombre, en diferentes días y diferentes tiendas, y luego poderlas utilizar para todo tipo de trapisondas. La forma más sencilla de burlar el control de identidad de los usuarios de teléfonos móviles.

Los miré, a los dos, con cara de haba.

– Bien, veo que sois verdaderamente sagaces buscando el sustrato oculto de las cosas -dije-. Pero hasta aquí, y perdonadme la franqueza, lo que me estáis contando no me pone nada. O bastante poco.

Chamorro se adhirió:

– Eso mismo iba a decir yo.

– Es información, mi brigada -se defendió Salgado-. Algo que nunca podemos despreciar, en este trabajo. El hecho es que a Óscar lo llamaban desde un móvil chungo. Eso nos revela qué tipo de gente tenía hostigándole. Pero es que nos queda lo mejor. Cuéntales, Juan.

– La persona con la que Montserrat ha hablado hoy tres veces: Juan Alberto Monroy Menchaca. De 34 años, vecino de Madrid y protagonista de este abultado historial policial que podéis examinar. Nada que lo haya llevado al trullo. Pero sí multitud de incidentes por agresiones, amenazas y otras alteraciones de la convivencia ciudadana.

La sargento y yo cruzamos una mirada rápida.

– Eso es otra cosa -admití.

– Te he hecho el informe para la juez -dijo Salgado-. Creo que mañana, sin falta, deberíamos tener pinchado su teléfono. Ya lo he negociado con Alfaro, para cuando consigamos la orden judicial.

Chamorro se enredaba un mechón de pelo que se le había soltado del recogido. Lo retorcía una y otra vez detrás de su oreja. Era un gesto que indicaba que su cerebro trabajaba a pleno rendimiento.

– ¿Podemos oír la tercera conversación?

– Claro, mi brigada -concedió Salgado, sacando, no sin algún esfuerzo, un lápiz de memoria del bolsillo trasero de sus téjanos.

Lo enchufó en el ordenador de Arnau e hizo un par de clics con el ratón. Luego se reclinó en la silla y dio volumen a los altavoces.

– ¿Si?

Esta vez era él quien llamaba, y ella la que lo atendía.

– Montse…

– .

La voz de Montserrat seguía sonando apurada. Incluso más: en la forma de pronunciar aquel monosílabo había un matiz agónico.

– A ver, tenemos que estar tranquilos.

– ¿Por qué? ¿Qué pasa?

– Lo que te temías. Están revolviéndolo todo, y han llegado ya a la historia del año pasado. Han tocado al intermediario.

– Joder, Berto, ¿no estabas seguro de que…?

Montserrat Castellanos no podía refrenar los nervios.

– Chssst. Tranqui. Ha hecho lo que tenía que hacer. El dique ha funcionado y el agua no tiene por qué pasar. ¿Estamos?

– ¿ Tú te fías de ese tío?

– Me fío de lo que tiene que perder. Y de lo que tienen que perder ellos.

– ¿A qué te refieres?

– Ese tío es lo que es. Y les sirve. Ya saben que no pueden pedirle todo lo que se les antoje. Sólo es cuestión de aguantarles un poco.

– Joder, Berto, perdóname pero con esa forma de hablar ya es que no sé si te entiendo. Y yo estoy aquí, sola, comiéndome las uñas.

– Bueno, tú no pienses en nada. Sólo es para que lo sepas. Pero si van a hablar contigo, relájate. No hay forma de que te relacionen con alguien a quien ni siquiera conoces. Cono, a quien ni siquiera conozco yo.

– Vale, si tú lo dices.

– Pues eso. ¿Estamos?

Sí.

– No le des más vueltas. Tienen un homicidio caliente entre las manos, no pueden perder mucho tiempo removiendo una historia antigua.

– Ojalá.

– Oye, y Maxi, ¿dónde anda?

– Hoy está en Andorra. Tenía que ir para unas juntas de accionistas o algo así. No me ha llamado en todo el día. Debe de estar hasta arriba.

– Okey. Si llama le cuentas. No está de más que también lo sepa.

– Vale, vale.

– Hasta luego.

– Adiós.

Y eso era todo. Salgado se cruzó de brazos.

– ¿Puedo hacer una sugerencia? -intervino Chamorro.

– ¿Cuál?

– Que Salgado amplíe el informe.

– ¿Para?

– Yo le pincharía el teléfono también al abogado -dijo-. Todavía no sé muy bien cuál es el delito, pero esto es una conspiración para delinquir como la copa de un pino y están los tres en el ajo.

Salgado se dirigió a la sargento:

– ¿Por qué dices que todavía no sabes cuál es el delito?

– No han reconocido nada sobre el asesinato. Parece que de lo que están hablando todo el tiempo es de otra cosa.

– Sí -la respaldé-. De lo del año pasado. Ahora está claro: de cuando le tendieron, por persona o personas interpuestas, una trampa a Óscar, para que la policía lo detuviera con droga y así desacreditarle de cara a la custodia del niño. Creo que tengo que llamar al inspector jefe Morales, para confirmarle sus suposiciones. De lo que acabamos de oír se desprende que su confidente lo usó vilmente. A no ser que pueda demostrar de alguna manera que lo usaron vilmente a él.

Chamorro se dejó caer en la silla que tenía más a mano.

– No me gustaría estar en el pellejo de ese confidente.

– Ni a mí, pero no ahora, sino con carácter general.

– Un momento -dijo Arnau, como si todavía estuviera procesando la información-. Pero lo que hemos oído, ¿no es bastante?

– ¿Para qué?

– Pues, digo yo que podemos probar que esta tía estaba en connivencia con ese individuo para joder a su ex marido. Queda bastante claro el tipo de persona que es, y los contactos que tiene y utiliza.

Por una vez, Arnau no andaba muy fino. Traté de explicárselo:

– Tenemos que conectarlos inequívocamente con el asesinato, y de eso no han dicho ni mu. Y algo más. Puede que ese Monroy, si es que intervino en la muerte de Óscar, que de momento tenemos que respetar su presunción de inocencia, se limitara a una intermediación. Como parece que hizo el año pasado. Y entonces todavía nos quedaría un trecho. Llegar hasta el sicario. Necesitamos al autor material.

– Puf, qué dolor de cabeza -dijo Salgado.

– Hazme lo que ha dicho Chamorro -le pedí-. Amplía el informe. Vamos a pincharle también el teléfono a Superpene.

– ¿A quién? Ah, qué gracioso -dijo Salgado, con una risa estentórea.

Chamorro miró de reojo a la cabo. Pero no dijo nada.

– Y hecho eso, cerramos la tienda. Que mañana será otro día largo y ya llevamos dos. Tenemos que reponer fuerzas para rendir.

Arnau levantó el dedo, como un colegial tímido.

– Yo tengo algo más, mi brigada.

Me sobrepuse al cansancio.

– A ver, di.

– He hablado con la abogada de Óscar. La que le llevaba lo de la revisión del divorcio. La he localizado a través de la hermana.

– También le defendió en las dos denuncias. Me ha dado toda la información de los pleitos. Pero me ha dicho que si queremos ahorrar tiempo, nos recomienda hablar con dos personas: la titular del juzgado de violencia contra la mujer de Madrid que absolvió a Óscar de la segunda denuncia, y la psicóloga forense del equipo psicosocial que evaluó a los dos progenitores y al niño para este último juicio.

– ¿Te ha dado algún motivo para esa recomendación?

– Sí. Que se saben el asunto. Y, aquí cito más o menos literalmente, que las dos, juez y psicóloga, habían calado ya quién era en realidad Montserrat Castellanos. En fin, no deja de ser la abogada de Óscar.

– Es una pista. Le haremos caso. Contacta primero con la psicóloga, que será la más fácil de abordar. Y mañana vamos a verla.

– De acuerdo.

– Y ahora sí. Largo todos.

Antes de irme, hice varias llamadas. A mi teniente coronel, para que no dejara de saber cómo íbamos. Al inspector jefe Morales, para que tuviera todos los elementos de juicio a la hora de enfocar el problema de su confidente, lo que me agradeció con una vehemencia en la que creí adivinar un rastro de remordimiento por su actitud remolona durante nuestra entrevista. Y por último, llamé a mi madre y a mi hijo, para mantener vivos los lazos que me recordaban que era un ser humano medio normal, y no sólo un buscador de inmundicia. Cuando terminé de hablar con mi hijo, sólo Chamorro seguía allí.

– Qué haces, Vir. ¿No te vas?

– Estaba curioseando un poco en el portátil de Óscar -dijo-. En todo el día no me ha dado tiempo a mirarlo. Y siempre puede haber algo.

– ¿No crees que ya tenemos más que de sobra donde mirar?

– Nunca es demasiado. Lo que sepas, quiero decir.

– ¿Y qué? ¿Has encontrado algo?

– ¿Honestamente?

– Si puede ser.

– Ni me entero de lo que estoy leyendo.

– Apaga eso, anda. ¿Me dejas que te invite yo hoy?

– ¿A qué?

– A una caña. A unas tapas. A mi estilo. Cutre, ya sabes.

Mi compañera hizo chasquear la lengua.

– Ay, cómo te gusta dar penita, ¿eh?

– Psé. No especialmente.

– ¿Y a dónde me llevarías, si se puede saber?

– ¿Te apetece que vayamos al centro? Por donde salieron Ainara y Óscar en su última noche, por ejemplo.

Chamorro torció el gesto.

– La idea es un poco macabra, ¿no?

– Hace tiempo que no voy por esa zona. Me han entrado ganas mientras la escuchaba. Y además, algún sitio conozco por ahí. En otro tiempo, la zona de Huertas era mi cazadero nocturno.

– No preguntaré qué cazabas.

– Poca cosa, en general.

– Vale. Me arriesgaré.

Al final, me dio reparo llevarla a una tasca infecta. Subiendo por Huertas, se me ocurrió hacer una comprobación. Cruzamos hasta la calle Moratín y bajamos media manzana. Un jueves y sin reserva temí que no tuvieran mesa, pero eso era antes de que se desplomara la economía mundial, y con ella tantas de las domésticas. Entré a preguntar y me dijeron que tenían hueco. Regresé a la calle, para informar a Virginia de que había habido suerte. Miraba el local, intrigada.

– ¿Y cómo se llama este sitio? ¿No tiene un letrero?

– Ahí arriba. La Vaca Verónica. Es un local para conocedores.

– ¿Y me puedo fiar?

– Como de ti misma. No te voy a invitar a unas míseras tapas. No es lo que te mereces, ni sería elegante, después de tu detalle de anoche.

– Está bien. Te sigo.

Tardó un poco, pero acabó aceptando que la había llevado a un restaurante que merecía la pena. Compartimos ensalada de primero y de segundo se fió de mi consejo y pidió la especialidad de carne de la casa, el filet Verónica. Yo hice otro tanto. No nos arrepentimos.

– Creo que es la primera vez que como así de bien contigo -bromeó.

– Lo mío no es falta de paladar, sino de euros.

– Vale, gracias. Ya me da cargo de conciencia que me invites.

– Tú lo hiciste anoche. Y algo bueno tiene la crisis, para mí.

– ¿El qué?

– La inflación negativa. Este año no tengo que revisarle al alza la pensión a mi vampiro particular. Puedo permitirme alguna alegría.

– Mira, siempre hay quien gana.

– Ya ves. Como los picapleitos. O los McDonald's.

Chamorro tomó un sorbo de vino. Luego dijo, cautelosa:

– Para ti, este caso tiene que ser…

Se interrumpió, como si no encontrara la palabra adecuada.

– ¿Tiene que ser…?

– Quiero decir… Especial.

– ¿Porqué?

– Alguna cosa tienes en común con este hombre, ¿no?

– Sí, cómo lo describiste… Cuarentón divorciado.

– Ni perdón ni olvido, ¿eh? -se quejó.

– Bueno, evito pensar en mi ominosa condición.

– Cómo eres. Nadie ha dicho que sea ominosa, nunca. Pero tiene su lado difícil, que tú conoces. Y tú tienes un hijo, como él.

Ahora fui yo quien hizo una pausa para beber. Luego dije:

– Y también tengo un padre al que no veo desde hace casi cuarenta años. Que ni siquiera sé si está vivo, ahora mismo. Quizá te sorprenda, pero creo que Óscar me ha removido más lo segundo que lo primero. Lo de mi divorcio y lo de mi hijo, mejor o peor lo he ido encajando, con los años. Pero lo otro es algo que no se puede encajar nunca.

No se esperaba la confidencia. Incluso a mí me resultó extraño, habérselo soltado así, a bocajarro. Debía de ser el vino, o la fatiga, que me bajaban la guardia. Tampoco me importaba. Me fiaba de ella.

– Una pregunta, Rubén.

– Dime.

– ¿Por qué no has vuelto a casarte?

– Porque el matrimonio es un contrato desventajoso para el hombre, en este país. Al menos el heterosexual, que es el que podría plantearme yo. Ya pagué bastante caro haberlo firmado una vez.

– Bueno, pues prescinde del papel. ¿Por qué sigues solo?

– ¿Y tú? ¿Por qué sigues soltera a los treinta y cuatro?

Chamorro bajó la mirada.

– No es mi vocación. Sólo cómo han salido las cosas, por ahora.

– Pero por qué.

– Por las malas experiencias. Mejor sola que mal acompañada.

Las recordaba bien, sus malas experiencias. Todavía podía oír la voz de aquel tipo, cuando tuve que hacerle ver que se la estaba jugando.

– Mi argumento es el mismo. Sólo que al revés.

– ¿Cómo?

– Mejor solo que ser mala compañía.

– No entiendo.

– Ni falta que hace.

15 Igual de lejos de todas partes

Tenía la vaga sospecha de que esa noche tardaría en atraparme el sueño, y no me equivoqué. Después de la cena, fui con Chamorro dando un paseo hasta donde había aparcado su coche. Tras separarme de ella, caminé solo por la Gran Vía, desde Alcalá hasta la plaza de España. Siempre me ha gustado recorrer esa calle de noche, cuando se desmonta el inocuo escaparate comercial en que se convierte de día y le asoman los dientes que la acreditan como el corazón de la ciudad indómita a la que pertenece. Entre todas las ingenuidades que cometen los que ostentan el poder, pocas se recuerdan tan estériles como la que en su día se permitieron los tristes vencedores de aquella triste guerra: empecinarse en cambiarle el nombre a esa calle, patrimonio de todos sus transeúntes, para apropiársela en beneficio de una idea única de la patria y de todo lo demás. Los madrileños nunca dejaron de conocerla por su nombre originario, y con el tiempo la calle acabó escupiendo las placas postizas para recobrar las auténticas. Inútil empeño el de quien trata de embridar el corazón, ya sea el propio o el ajeno.

Me gustaba deambular entre los turbios y frágiles seres de la noche que pueblan la Gran Vía cuando cierran las tiendas. Adivinar bajo su faz hosca el alma quebradiza, la memoria remendada, los sueños en cuarentena permanente. Lo suyo era un teatro, como casi todo, pero, si había de elegir, prefería su comedia a la que representaban los probos, los ortodoxos, los irreprochables. Esos que en otro tiempo, de fachadas blanqueadas por decreto, solían acudir allí, en momentos de oscura verdad, para retozar en antros de perdición que hoy apenas si guardan el recuerdo de lo que fueron. Porque Madrid es así: en su chulería y su urgencia por morder los días, no halla el momento para homenajearse. Las autoridades lo intentan, recordando efemérides y toda clase de fruslerías sentimentales; pero la costra dura de la ciudad repele su vana prosopopeya. Cada día y cada noche se abalanza contra sí misma, con las uñas fuera y las mandíbulas apretadas. Nunca fue animal doméstico que ronronea satisfecho bajo las caricias del amo, sino fiera que ruge a la intemperie para acallar el hambre y el miedo.

Pasear por la Gran Vía de noche me ayudaba a sentir Madrid así: como en el fondo me gustaba que fuera, y como la añoraba cuando estaba lejos, intentando desentrañar alguna muerte en lugares más pequeños y apacibles. Ahora, excepcionalmente, estaba husmeando allí, en las tripas de mi propia ciudad, aunque hubiera levantado el cadáver a unos cuantos kilómetros. Porque Madrid es demasiado efervescente para caber en un término municipal. Y por mucho que crezca su constelación de cemento, sus arterias de asfalto mantienen el organismo sincronizado en un solo latido, hasta sus más remotas extremidades. También me gustaba sentir aquella conexión, que desde el centro lleva hasta Alcobendas o Móstoles o Getafe o Coslada; tan Madrid como la Cibeles o Neptuno, tan incomprensibles sin ella como a la inversa. En cierto sentido, las ciudades son mucho más reales que los países, o por lo menos su realidad es más inequívoca. Se afirman sobre su continuidad física, y sobre la continuidad no menos física del sudor y la respiración de sus gentes, más allá de las demarcaciones artificiales sobre las que tratan de imponer su precario designio los ayuntamientos. Uno puede dividir un país, de hecho muchos lo consiguen cotidianamente; pero no hay modo de dividir una ciudad. Todos los que alguna vez lo intentaron, acabaron fracasando. Tanto da que alcen muros, de hormigón, de ideologías o de lenguas. La ciudad los derriba siempre, para seguir bullendo conforme a su lógica primaria y animal. Quizá por eso sea una de las más poderosas construcciones humanas, desde las polis de Grecia hasta las cosmópolis del presente.

La muerte de Óscar Santacruz, me dije mientras rebasaba Callao y bajaba ya hacia la plaza, era un crimen que le iba como un guante a mi ciudad. Aún me quedaban muchos extremos por esclarecer, pero en todos los aspectos que iba desvelando participaba de su fiereza. Desde la propia forma de matar, hasta las motivaciones y las actitudes que se intuían detrás del crimen. Todo denotaba un pragmatismo crudo, un predominio brutal de la necesidad y el interés. Pensé, sin el menor dramatismo, que sobre esos materiales intrínsecos a su esencia, a su alma forjada por el afán de tantos fugitivos, arribistas y trasterrados, Madrid nunca construiría una ensoñación romántica en torno a su propia identidad, como otras ciudades; ni falta que le hacía. Por no necesitar, ni siquiera necesitaba que la quisieran. Y sin embargo, el hecho cierto era que muchos de los que andábamos por sus calles, en una especie de alarde masoquista, la amábamos sin remedio.

Quizá sea porque, en medio de toda su rudeza, Madrid sabe besar como pocas saben. Tan inopinada y dulcemente como sentí que me besaba cuando llegué a la Plaza de España y de pronto el viento me barrió la frente y me la despejó de sombras. Tuve la tentación de alargar el paseo por la plaza, para disfrutar a fondo de esa sensación intensa, de ese estremecimiento que me proporcionaba la certeza de estar vivo. Y no me resistí. Bajé a saludar a mi viejo amigo de la lanza y a su compadre, que cabalgaban en mitad de la noche con el entusiasmo intacto. No sé temblar ante un trapo de colores, pero confieso que ante aquellos dos tipos sentí al instante erizárseme el vello, y que si alguna es mi bandera y mi pertenencia, ellos la representan como nadie.

Tomé el metro allí mismo, en Plaza de España. Una hora más tarde estaba metido en la cama con Epicteto. Supongo que no me habría importado cambiarlo por alguna otra compañía, pero era lo que había y tampoco lo lamenté. Empecé a leer su Manual por obligación: la que a título personal me imponía, respecto de aquel libro que Óscar Santacruz había tenido en su cabecera, mi convicción de que el carácter de la víctima es una pieza crucial en cualquier caso de homicidio. Pero, al cabo de unas pocas páginas, me sorprendí devorándolas con verdadera fruición y no poca curiosidad. Hacía acaso veinte años que había tenido noticia, somera e incompleta, de aquel hombre y sus filosofías. Si no recordaba mal, alguna vez había llegado a hojear el Manual, pero no estaba seguro de haberlo leído entero y lo que de él se me había quedado era una impresión superficial y genérica: la idea de que, como cualquier estoico, Epicteto aconsejaba no tomarse demasiado en serio la adversidad ni amargarse por lo que no depende de nosotros. Y en efecto eso dejó escrito, pero también otras muchas cosas, entre las que no pude por menos que leer con especial interés los pasajes que Óscar había subrayado. Eran numerosos, y no sólo estaban en el texto del Manual, sino también en el de las Disertaciones, el extenso repertorio de las enseñanzas del pensador que la posteridad le debe a su discípulo Arriano, y donde se encuentran algunas de sus más conocidas ideas. Como su metáfora sobre el alma y sus avatares:

El alma es como un barreño de agua; las representaciones, como el rayo de luz que incide sobre ella. Cuando el agua se mueve, parece que también se mueve el rayo de luz, y sin embargo no es así. Y cuando uno desfallece, no son las artes ni las virtudes las que se confunden, sino el espíritu en que residen. Y una vez que se restablece, se restablecen también ellas.

El agua otra vez (y ya íbamos por la tercera), aunque el sentido de este pasaje fuera diferente, y bastante más íntimo que el de los consejos del estratega chino, por ejemplo. Las cosas que a veces sentimos que nos pasan no son en realidad las que nos están pasando, sino las que nuestra alterada percepción nos induce a ver. Podía entender, por alguna experiencia en carne propia, qué utilidad le prestaba a Óscar este razonamiento del viejo filósofo. Otros de los fragmentos que había subrayado encajaban en el estoicismo más convencional: Recuerda que eres el actor de un drama, con el papel que quiera el director: si quiere uno corto, corto; si uno largo, largo; si quiere que representes a un pobre, represéntalo con nobleza: como a un cojo, un gobernante, un particular. De lo que se seguía esta advertencia: Si tomas a tu cargo un papel por encima de tus fuerzas, no sólo faltas a la compostura en él, sino que además das de lado lo que podías llevar a término. Y para armarse de la paciencia que requería la lucha en la que se había embarcado, Óscar debía de acudir a estas palabras: Nada importante se produce de pronto, ni siquiera la uva o el higo. Si ahora me dijeras: «Quiero un higo», te responderé que hace falta tiempo. Deja primero que florezca, luego que dé fruto, luego que madure.

Pero me llamó sobre todo la atención, por razones obvias, la reiteración con que había marcado en el texto las frases que se referían al riesgo de perder la vida y a las consecuencias que debía extraer el filósofo de ese fatídico desenlace. Desde luego, había señalado la última frase del Manual, una cita de Platón que a su vez es evocación de lo que dijera Sócrates cuando hubo de enfrentarse a su destino: A mí, Anito y Meleto pueden matarme, pero no perjudicarme. Y también todos los párrafos de las Disertaciones relativos a esta misma materia. Me impresionó el contenido en el capítulo Sobre la imperturbabilidad:

Si quieres conservar el cuerpecito, la haciendita y la honrilla, te digo: prepárate tanto como puedas y además observa tanto la naturaleza del juez como la de tu oponente. Si hay que abrazarle las rodillas, abrázale las rodillas; si hay que llorar, llora; si hay que gemir, gime. Y cuando sometas lo tuyo a lo exterior, sé esclavo en adelante y no andes cambiando de idea, ahora queriendo ser esclavo, ahora no queriendo, sino simplemente y con todo tu discernimiento o lo uno o lo otro: o libre o esclavo, o cultivado o inculto, o gallo con raza o sin ella. 0 aguanta los golpes hasta morir o ríndete de inmediato. No sea que aguantes muchos golpes y al final te rindas.

O lo que había recuadrado del capítulo Cómo hay que luchar contra las circunstancias difíciles (que había subrayado casi por entero):

Las circunstancias difíciles son las que muestran a los hombres. Cuando des con una, recuerda que la divinidad te prueba oponiéndote a ese duro contrincante. Pero recuerda que la puerta está abierta. No seas más cobarde que los niños, sino que igual que ellos cuando algo no les gusta dicen: «Ya no juego», tú también, cuando te parezca que las cosas están de esa manera, di «ya no juego» y márchate. Pero si te quedas, no te quejes.

O en fin, la descripción de la muerte que había entresacado del más que significativo capítulo Qué es la soledad y quién el solitario:

Abre la puerta y te dice: «Ven». ¿A dónde? A ningún lugar terrible, sino a aquel de donde procedes, a donde los seres queridos y emparentados contigo, a los elementos. Cuanto había en ti de fuego irá al fuego; cuanto había de terreno, a la tierra; cuanto de aéreo, al aire; cuanto de acuático, al agua. No hay Hades, ni Aqueronte, ni Cocito ni Piriflegetonte, sino que todo está lleno de dioses y genios. Quien pueda pensar estas cosas y vea el sol, la luna y las estrellas y disfrute de la tierra y el mar, ¿se encuentra solo?

No pude evitar sonreír al advertir en la penúltima frase la cita encubierta de Tales de Mileto, el filósofo presocrático que entre los cuatro elementos señalaba al agua como origen de los demás y superior a todos. Agua eres y al agua has de volver, con los tuyos y en paz al fin. Aquella idea recurrente, una vez más. Aferrado a ella y a sus libros, Óscar Santacruz se había prohibido la rendición y el miedo.

Pero, entre todos los que había marcado, había un párrafo que parecía tener para el difunto un valor singular. Cuando menos, era el único que se había molestado en recuadrar con tinta roja:

Alimentado en estas reflexiones, ¿aún importa dónde estés para ser feliz, dónde has de estar para agradar a los dioses? ¿No están igual de lejos de todas partes? ¿No ven por igual lo que sucede en todas partes?

Eran quizá las tres de la mañana cuando por fin apagué la luz. Y durante una buena media hora me quedé con aquellas antiquísimas palabras, que habían atravesado tantos siglos de ignorancia y barbarie, revoloteando entre los pliegues de mi cerebro. Recordé que Epicteto había sido un esclavo al que después de su manumisión habían expulsado de Roma (junto a todos los filósofos de la ciudad), y que había vivido el resto de sus días en Nicópolis, un villorrio de segunda en las afueras del Imperio, respetado por su sabiduría pero en la más absoluta pobreza. En su contexto vital, aquella reflexión sobre la lejanía de los dioses a cualquier sitio cobraba un sentido nada desdeñable. Como el que también podía tener para Óscar Santacruz, a la luz de su propia peripecia. Ó para mí mismo, en medio de aquella madrugada y de aquella vida que acaso no era la que un día me propuse.

Las tres horas escasas de sueño me supusieron una reparación sólo parcial. De hecho, mi mente no empezó a registrar impresiones realmente utilizables de lo que me rodeaba hasta que me hube tomado el segundo café. Entonces me di cuenta de que ya había llegado a la oficina y de que, si bien Chamorro y Arnau no se encontraban allí, sí estaban sus cosas y tenían las pantallas de sus respectivos ordenadores encendidas. Mientras esperaba a que arrancara el mío, entró la sargento. Venía con una carpeta bajo el brazo, y en su rostro una expresión de energía que casi me apabulló, por contraste con mi apatía.

– Buenos días, mi brigada -dijo, con voz alegre, que trocó en grave en cuanto me vio de frente-. Vaya por Dios. Menudo careto que traes puesto hoy. Parece que estuvieras asistiendo a tu propio funeral.

– Me quedé leyendo hasta tarde -dije.

– No sé si preguntarte qué estuviste leyendo. Por cómo te ha dejado, no parece que vaya a animarme a pedirte que me lo prestes.

– Uno de los libros de Óscar. Epicteto.

– ¿Y quién es ése?

– Filósofo estoico, siglos I y II después de Cristo. Un tipo interesante, e interesante también lo que parecía aportarle a Óscar.

Chamorro me sopesó con el recelo que en ella era habitual, ante este tipo de inclinaciones mías, tan alejadas de su mente analítica.

– ¿Me resumes dónde está el interés? -preguntó no obstante.

– El de Epicteto, por donde lo mires. Era esclavo de un ex esclavo de Nerón, que lo acabó liberando. Lo echaron de Roma por pensar, que entonces como ahora no estaba bien visto, y se fue a vivir y a enseñar a una ciudad de Grecia, de donde ya no iban a expulsarlo. Allí tenía un cuartucho infecto y su única posesión de valor era una lámpara de metal. Cuando se la robaron, lejos de lamentarse, se dijo que la culpa era suya por tener algo tan lujoso y se agenció una de barro cocido. De ahí viene una de sus frases célebres: Acusar a los demás de los infortunios propios es un signo de mala educación; acusarse a uno mismo es el signo de que la educación ha comenzado. También formuló una suculenta teoría sobre cómo los hombres que dependen de algo ajeno siempre están en venta, que no deja de tener su aplicación en este curro nuestro. Y muchas más cosas, con las que no te aburro. Pero él no escribió nada. Sólo sabemos de sus enseñanzas por lo que apuntaron sus alumnos.

Chamorro se quedó pensativa. Por mucho que me hiciera objeto de su displicencia, nunca dejaba de tomar nota de todo.

– Vale, ya veo por qué te desvelaste. ¿Y en relación con Óscar?

– Varias cosas. Por ejemplo, ¿sabes cómo describe Epicteto el alma?

– Ya sabes que no lo sé.

– Como un barreño de agua.

– Un dato muy concreto y aprovechable.

– No me seas cenutria, Vir. Alza un poco el vuelo. Nuestro Epicteto era un estoico. Es decir, alguien que enseñaba a desdeñar el padecimiento que tiene que ver con lo exterior, y a dar la vida sin pestañear, cuando se trata de defender lo que dicta la propia conciencia. El estoico no teme a la muerte, si mantiene la integridad de su alma.

– ¿ Sugieres que…?

– Deduzco que Óscar no ignoraba el riesgo que estaba corriendo. Y que lo había asumido. Jugaba sus cartas con inteligencia, siguiendo las arteras enseñanzas de Sunzi, adaptándose al terreno y buscando los agujeros del adversario. Pero había aprendido a desprenderse de todo, y si la cosa iba mal, incluso estaba preparado para desprenderse de sí mismo. A lo que no estaba dispuesto era a dejarse doblegar.

– Lo que lo hacía doblemente temible como guerrero, ¿no?

– Sereno en el peligro, que diría el Duque. Pero también lo exponía a lo que le acabó pasando, si los de enfrente tenían mal perder.

– Y así fue como el agua volvió al agua -resumió, con gesto absorto.

– Veo que lo captas. Acabaré sacando de ti una poeta.

La sargento sacudió la cabeza.

– No cuentes mucho con ello. Pero bueno, ahora que ya hemos terminado con el comentario de texto, te traigo una de mis minucias. Resultados del análisis toxicológico de la autopsia de Óscar Santacruz. Acabamos de recibirlos por fax. Creo que van a interesarte.

Me entregó unos folios. Los tomé y sin mirarlos le pregunté:

– ¿Titulares?

Chamorro sonrió. Sabía que iban a gustarme.

– Limpio del todo. Ni rastro de sustancias.

– Me alegra oír eso. Al margen de la investigación.

– Lo sé. Y Arnau ha contactado con la psicóloga forense. Nos espera dentro de media hora en su despacho, si es que estás preparado para volver al mundo real después de tus vuelos filosóficos.

– Hablar contigo me hace caer a plomo, no te preocupes. ¿Tenemos ya en marcha las nuevas escuchas?

– Arnau y Barbie Superguardia andan en ello. Antes de una hora estaremos enchufados, según el nuevo admirador de nuestra heroína.

– Deberías leer a Epicteto. Enseña a no tener celos de la suerte ajena.

– Quizá tenemos ideas distintas de lo que es la suerte. Ese Epicteto tuyo y tú por un lado y yo por el otro, quiero decir.

– Si eso es una insinuación malévola, has de saber que Epicteto no miraba a las mujeres. Las consideraba un estorbo para filosofar.

– Ya. Sería gay, entonces.

– Como buen griego, podría ser. Oye, ¿y la juez?

– ¿Cuál de ellas?

– La que absolvió a Óscar de la supuesta agresión a su ex.

– No hemos podido hablar con ella. Le hemos dejado recado.

– Bueno, era por aprovechar el viaje. ¿Nos ponemos en marcha?

– Cuando tú me digas.

– Avisa al becario de que nos vamos. No vaya a sentirse de pronto solo y desamparado y sin saber a dónde acudir.

Chamorro meneó la cabeza.

– No es un becario -me rectificó-. Ocupa plaza en la unidad.

– Para los efectos, tanto da. Aún tiene que ganársela.

No me replicó más. Se limitó a avisar a Arnau y fuimos por el coche. La hora punta estaba todavía en su apogeo. Cuando vi cómo bajaba la autovía, eché mano a la luz azul y la planté sobre el techo.

– Si queremos llegar en media hora, tendremos que hacer ruido.

– Cómo te gusta dar la nota.

– No, lo que me gusta es fijarme en las caras de los conductores cuando te ven pasar al volante de un coche policial camuflado. Seguro que por la noche alimentas las fantasías inconfesables de muchos.

– Serás cerdo.

– Siempre puedes ponerte un pasamontañas…

La sirena empezó a aullar en ese mismo instante, ahogando el ruido de mi risa y también las maldiciones de la sargento. Pero qué sería de los días de trabajo sin esos instantes de humor y compañerismo.

No diré que me produjo una sensación de júbilo volver a pisar los pasillos de los juzgados. Por diversas razones, además de las mías particulares, no son lugares que me apetezca visitar. Ninguna de las personas que aguardan en ellos está allí por su gusto, y eso se nota en sus caras. Debido a la peculiar organización de los juzgados españoles, además, no es raro que en el mismo pasillo, con un solo banco para sentarse, esperen el agresor y su víctima, o el presunto delincuente y los testigos que han de respaldar la acusación contra él, lo que genera el ambiente de cordialidad y distensión que cabe suponer. Por eso caminé deprisa, con Chamorro tras de mí, y sin fijarme en la gente que me cruzaba hasta que estuvimos ante el despacho de la psicóloga forense, que respondía al casi humorístico nombre de Clara De Paz. Bien podía imaginarse que no eran precisamente situaciones que hicieran honor a su apellido las que había de conocer en su trabajo diario. Era una mujer de unos cuarenta años, no muy alta y de aspecto deportivo. Vestía pantalones y una camisa azul remangada que sugería laboriosidad y resolución. Nos estaba esperando, y después de las presentaciones y unos antecedentes mínimos, entró directamente en harina:

– Les podría decir que estoy espantada con lo que ha sucedido, pero realmente no es ésa la palabra. Lo que estoy es indignada. Indignada y frustrada, por la parte que me toca de este sistema nuestro.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Chamorro.

La psicóloga nos observó detenidamente.

– Lo que habrán deducido, si es que han indagado un poco en la vida de Óscar. Por decirlo en corto, se trataba de un hombre que tuvo la desgracia de casarse con una persona sin escrúpulos y con los conocimientos suficientes para utilizar el sistema contra él. Y el sistema no acertó a evitar esa utilización. Lamentablemente no está preparado para ello, en estos casos. Por su lentitud, como le pasa con tantos otros asuntos, y porque no tiene en cuenta estas situaciones. Y por mucho que intentemos adaptarlo los que estamos dentro de él, no sirve. Con Óscar estábamos en camino, pero ya ven, llegamos tarde.

– Déjeme usted traducir sus palabras a nuestros efectos -le propuse-. ¿Quiere decir que contempla, al menos como posibilidad, que la ex mujer de Óscar Santacruz estuviera detrás de su asesinato?

Clara De Paz no se alteró por la contundencia de mi pregunta.

– Quiero decir que no es una persona con los frenos morales normales, si entendemos por éstos los que nos impiden delinquir y abusar de los demás. Y que tenía un móvil bastante preciso: estaba a punto de perder la custodia de su hijo en favor de Óscar, y creo que bien pudo saberlo por alguna vía. Probablemente, alguien del mismo juzgado; como procuradora que es, no le faltan conexiones. La clave está en este informe, que me cabe el ahora dudoso honor de haber firmado.

Nos tendió unos folios con membrete judicial.

– Llévenselo, es una copia. Se lo resumo, si quieren. Ahí afirmo, después del examen de los antecedentes de ambos progenitores y de la entrevista personal con ambos, que Montserrat Castellanos presenta un trastorno atípico de la personalidad, con rasgos paranoides, psicopáticos y narcisistas, que no merma su capacidad de conocer y querer, es decir, que no la incapacita ni la haría inimputable a efectos penales, pero que la impulsa a ignorar el sufrimiento ajeno, a considerarse por encima de los demás, a manipular a otros y a mentir sin el menor remordimiento para lograr sus fines. Así lo muestra no sólo su historial, con denuncias falsas y probables autolesiones incluidas, sino los test a los que la sometí y la exploración que hice de ella durante la entrevista, así como la exploración del niño y el testimonio coherente de su ex marido, a quien cabe atribuir un cuadro leve de ansiedad, muy probablemente consecutivo a un cuadro depresivo igualmente leve de carácter reactivo, pero ninguna psicopatología específica.

Algunos años de tratar con gente no muy centrada, y de leer los informes que sobre ellos elaboraban los especialistas, nos habían proporcionado a Chamorro y a mí las herramientas necesarias para reducir todo aquel despliegue de jerga técnica a enunciados sencillos.

– Es decir, que Montserrat Castellanos no era la persona más adecuada para criar a un niño, según su opinión profesional.

La psicóloga me clavó una mirada astuta.

– Nunca haría ese tipo de afirmaciones en un informe. Entre otras cosas, porque casi nadie es la persona más adecuada para criar a sus hijos. Lo que afirmo es que resulta mucho más conveniente para la educación y el desarrollo psicosocial normal del niño que la custodia le sea atribuida al padre. Lo que ya nunca sucederá, por desgracia.

No podía sino acatar aquella más que pertinente precisión.

– Entiendo. Y estoy de acuerdo con usted. Si Montserrat Castellanos tiene esa personalidad, llegó a conocer su informe, y dedujo, como no podía no deducir, dada su formación, lo que iba a suponer en el proceso de revisión de medidas que tenía pendiente, eso es un móvil en toda regla. Ahora bien, tenemos que ir más allá. ¿Es capaz esa mujer, a su juicio, de organizar una conspiración para el asesinato?

Nuestra interlocutora no pestañeó siquiera.

– Psicológicamente, no me cabe duda. Sólo supone un paso más respecto de lo que ya ha hecho en el pasado. Y según su análisis de la realidad, en el que ella debe prevalecer sobre los demás a toda costa, haciendo en cada situación lo que sea necesario, es casi una conducta obligada. Lo que ya no puedo asegurar, eso ustedes dirán, es si tenía la capacidad en otro sentido, es decir, en cuanto a sus conexiones con el mundo criminal, aunque por lo que sé no me parece descartable.

Después de estas palabras de la psicóloga De Paz, un denso silencio se adueñó del pequeño despacho del juzgado, desprovisto de ventanas, en el que trabajaba y nos había recibido. Posiblemente no teníamos mucho más que preguntarle, pero ella quería añadir algo.

– Durante estos dos días, desde que me enteré, he estado pensando en llamarles -se arrancó, bajando por primera vez los ojos-. Y también he estado pensando otra cosa: si no debí prever que algo así podía suceder, y haberme dirigido a alguien para que tomara alguna medida para impedirlo. Pero es difícil anticipar algo de este calibre, y aun si lo hubiera hecho… A quién iba a dirigirme y para pedirle qué. Es curioso que en la personalidad de Montserrat se observan casi todos los rasgos prototípicos del maltratador más peligroso: intolerancia a la frustración, desprecio de la voluntad y la dignidad del otro, capacidad de recurrir al crimen para doblegarlo, celos patológicos, y por lo que se ve, una animosidad letal. Y sin embargo no tenemos, frente a mujeres como ella, los recursos excepcionales que el sistema nos proporciona, con todo el sentido del mundo, contra los varones agresivos. Y eso que agreden, como ellos, aprovechándose de las ventajas que les proporciona la relación afectiva, actual o previa, y que como ellos pueden provocar un grave perjuicio a los menores, cuando los hay. Al revés: a ellas les damos armas legales, que utilizan sin el menor reparo.

Chamorro la interrumpió:

– ¿Celos patológicos, dice?

– Sí. Y con una incidencia significativa en su comportamiento. Estoy convencida de que una de las razones que la llevaron a desarrollar ese odio criminal hacia su ex pareja fue que él la hubiera engañado con esa chica con la que al final se fue a vivir. No tanto por la infidelidad en sí, sino por la humillación que suponía para su personalidad soberbia, por traicionarla con alguien inferior a ella. No por cómo fuera la chica en cuestión. Sino porque lo habría sido cualquier mujer con la que le hubiera puesto los cuernos. En el sistema valorativo de Montserrat Castellanos, nadie vale tanto como Montserrat Castellanos.

Me pareció obligado darle una información:

– Eso no cuadra con lo que hemos averiguado hasta aquí. Según la chica, inició su relación con Óscar después de que se divorciara. ¿No le contaría Montserrat esa supuesta infidelidad para desacreditarlo?

Clara De Paz sonrió con benevolencia.

– La chica les mintió. Tampoco la juzguen mal por eso. Seguramente pretendía presentar a su hombre a la mejor luz posible. Pero no sólo me baso en la acusación de Montserrat. El propio Óscar lo reconoció durante la entrevista que tuve con él. En todo caso, como bien sabrán, hace mucho que el adulterio no es delito en este país. Y mucho menos justifica la denuncia falsa. O el asesinato. Como les tengo que explicar a algunas mujeres que denuncian al marido y lo hacen dormir en el calabozo porque se ha ido con otra, el desamor no está penado, aunque duela y en según qué circunstancias denote egoísmo o ingratitud. Y en lo que se refiere a la opinión profesional que se me pidió, tampoco le incapacita a alguien para ocuparse de su hijo, llegado el caso.

Decidí poner entonces a prueba su seguridad:

– ¿Y la drogadicción? ¿No pesó nada en su informe?

La psicóloga no perdió la compostura:

– He visto a los suficientes drogadictos como para poder asegurarle que Óscar no lo era. Metió la pata un par de veces, nada más. Pero era perfectamente capaz de llevar adelante su vida. Y a su hijo.

Parecía convencida. Pensé que era la primera persona neutral que nos hablaba de Óscar, lo que daba un peso a su opinión. De pronto, sonó el teléfono que tenía sobre la mesa. Lo atendió al instante.

– ¿Sí? Ah, sí… Sí, están aquí. ¿Les digo…? Vale, de acuerdo.

Y colgó. No tardó en disipar nuestra presumible curiosidad:

– Era la juez Saldaña, de Violencia. Por lo visto querían hablar con ella. Dice que los espera en su despacho. Si quieren les indico.

16 Una cuestión de higiene

El juzgado de violencia contra la mujer que llevaba Concepción Saldaña no tenía pinta de ser un lugar en el que reinara la ociosidad. Aquella mañana su señoría debía celebrar una decena de juicios rápidos, en los que le tocaba decidir sobre las medidas de aseguramiento personal que habían de imponerse a media docena de detenidos y a otros varios imputados no privados de libertad. Además tenía que resolver sobre la atribución provisional del uso de siete u ocho domicilios conyugales y la guarda y custodia de una docena de menores. La antesala del juzgado y el juzgado mismo eran un hervidero de letrados, procuradores, víctimas, denunciados, policías, testigos. Para aligerar, la juez celebraba las vistillas ante la mesa de la oficial que llevaba el expediente, en torno a la que se apiñaban como podían las partes, incluido el imputado, o imputados, porque en la mayoría de los casos había denuncias recíprocas. Me llamó la atención una pareja de jóvenes, casi adolescentes, él esposado, ambos con lesiones aparatosas en el rostro. Cuando pasamos junto a ellos, él explicaba a su abogado que la chica le había destrozado el coche. Ella lo miraba con sordo rencor. Poco más allá había un individuo torvo, vigilado de cerca por dos policías. Su víctima no se veía en las inmediaciones. Alguien debía de haber tenido el buen criterio de no obligarla a estar junto a aquel sujeto tan notoriamente violento más tiempo del indispensable. También me fijé en una pareja de musulmanes: las lesiones de ella eran invisibles bajo la indumentaria, que incluía velo facial; él tenía un ojo morado y el cuello surcado por arañazos que parecían causados por una garra de pantera. Tras observar aquel panorama, y mientras tratábamos de encontrar en medio de aquella melée a un funcionario al que se le pudiera preguntar sin interrumpir alguna diligencia grave y perentoria, no pude evitar comentarle a Chamorro:

– Ah, el amor.

La sargento se encogió de hombros.

– Habrá que pensar que todas estas historias debieron de tener capítulos más gratificantes. Que les quiten lo bailado, ¿no?

– Y vaya si se lo van a quitar, a alguno.

Chamorro interceptó a una oficial que pasaba con unas fotocopias.

– Disculpe, buscamos a su señoría.

– ¿Quiénes la buscan?

– Guardia Civil -dije, y como el gesto de la funcionaria no fue muy diferente del que habría adoptado si le hubiera dicho que éramos de Telepizza, consideré oportuno añadir-: Nos ha citado ella.

– En aquella mesa del fondo. La de la rebeca azul.

No estaba de más que nos la señalara por aquel dato inequívoco. Porque viéndola allí, con una carpeta en la mano, nadie habría dicho que era la juez. Podía tener treinta y muchos, pero aparentaba menos, y aquella ropa, cómoda y sin pretensiones, no contribuía a revestirla de la menor solemnidad. Cuando nos acercamos a la mesa del oficial, donde se estaba desarrollando una vista para decidir sobre el conflicto de una pareja sexagenaria (él de aire amargado, ella de semblante triste y abstraído, pero ninguno con daños físicos perceptibles) pudimos apreciar, sin embargo, que su apariencia no mermaba un ápice su autoridad. Se dirigía en ese momento al hombre, al que instaba a manifestarse sobre la orden de alejamiento que se solicitaba para él:

– Estoy de acuerdo -murmuró el interesado, con la vista baja-. Cuanto más lejos mejor. Y que ella tampoco se me acerque.

– Tendrá que dejar usted su casa. ¿Tiene algo que alegar a esto?

– No. Ya me apañaré, si no hay más remedio.

La mujer no decía nada, ni siquiera levantaba la vista.

– Está bien -le resumió la juez a la oficial-: orden de alejamiento, atribución del uso de la vivienda común a la denunciante, suspensión de la pena y puesta en libertad inmediata del denunciado.

Entonces la mujer pareció regresar a la realidad:

– ¿No lo va a meter preso?

La juez miró a la mujer con una expresión adusta. Pero al instante la suavizó y le explicó, con un ostensible empeño didáctico:

– No tiene antecedentes, señora, y por la pena que le corresponde, al no haber lesiones, y no constando especial peligrosidad, no se justifica esa medida. Pero si se le acerca, infringiendo la orden, será delito y entrará en prisión. ¿Lo tiene usted claro? -le preguntó al hombre.

– Muy claro.

– Bueno. Pues esperen ustedes a que esté la sentencia.

Y se encaminó hacia su despacho, sin perder un segundo. Entonces aproveché para abordarla, cuidando de que no me arrollase:

– Señoría, soy el brigada Bevilacqua. Guardia Civil.

Se me quedó mirando, como si le costara no ya ubicarme, sino entender siquiera qué hacía allí, interponiéndome en su camino.

– Óscar Santacruz -la ayudé.

– Ah, sí -exclamó, distendiendo apenas el gesto-. Vengan conmigo, a mi despacho. No les voy a poder dedicar más de diez minutos, ya ven cómo está el patio esta mañana, pero tengo algo que decirles.

Se sentó en su sillón, miró los papeles que tenía sobre la mesa, firmó tres de ellos y se los tendió a la secretaria judicial, que había entrado después de nosotros. Antes de que ésta se fuera, le pidió:

– Por favor, mételes prisa a la forense y a la fiscal con los informes sobre los argelinos. Es lo más espinoso de la remesa de hoy.

– En seguida -dijo la secretaria, que era unos diez años mayor que la juez, y bastante menos expeditiva en sus movimientos.

Su señoría nos indicó que nos sentáramos. Así lo hicimos.

– Disculpen, ya estoy con ustedes. Bueno, ya ven por qué nadie quiere los juzgados de Violencia, y por qué la gente se me va en cuanto se le pone a tiro un destino mínimamente potable. Tengo que meter a ese hombre en la cárcel o soltarlo antes de mediodía. No sé si lo han visto. Está hecho unos zorros, pero la mujer también tiene lo suyo, debajo de la chilaba, y tengo que saber quién atacó a quién y a ser posible por qué, para dictar las medidas que procedan. Por eso hay dos cosas que me revientan. Una, que me utilicen con falsas denuncias pactadas entre los cónyuges para tramitar divorcios super-exprés, que aunque no lo crean está de moda, porque hay a quien le parece lento el camino normal, y eso que ahora es bien simple. Y dos, que me utilicen con falsas denuncias para mejorar las condiciones del divorcio a costa de la contraparte. Por eso espero que sepan buscarle la ruina a Montserrat Castellanos, la tipa con más rostro que haya venido nunca a endilgarle un cuento a la que suscribe, y miren que hay competencia.

Ni mi compañera ni yo estábamos habituados a escuchar a un juez pronunciarse con semejante crudeza. Unos más y otros menos, siempre tratan de aparentar distancia y adoptar una pose de imparcialidad, algo a lo que Concepción Saldaña renunciaba por completo.

– No me pongan esa cara. Leí la noticia ayer, y cuando esta mañana me han dicho que me buscaban y por qué, no he parado hasta localizarlos. Sabía que era una indeseable, pero no sospeché que podía ser una asesina. Ahora, a toro pasado, no tengo ninguna duda. No sé lo que habrán averiguado ustedes, pero por si nadie se lo ha contado, se lo cuento yo: esa mujer es de lo peor. Una tarada, pero no tanto como para eludir la cárcel. Sabe muy bien lo que quiere y lo que hace, y no tiene inconveniente en cruzar la raya para perseguir sus fines.

– No es la primera persona que nos lo dice -reconocí.

La juez se inclinó sobre su mesa y me miró dentro de los ojos.

– Debería estar condenada por inventarse una agresión. Yo pasé testimonio a la fiscalía para que así fuera. Pero no sé si saben que tienen instrucciones de no perseguir las denuncias falsas de mujeres en los delitos de violencia de género. Para no desalentar la denuncia, dicen. Yo no sé en qué mundo viven. Lo que desalienta la denuncia, y se lo dice alguien que ha tenido a más de una ahí sentada, en peligro cierto de muerte, para acabar desdiciéndose y marchándose con el animal de turno, es la desprotección en que las dejamos, por mucha orden y mucha condena que dictemos. Cuando se me va una así, tras retirar la denuncia, y me consta que va a jugarse la vida, trato de limpiarme la mala conciencia que se me queda por no haberla podido disuadir, oficiando a la Policía para que estén al tanto. Y me acusan recibo, y me recuerdan que ni siquiera tienen efectivos para las vigilancias de las órdenes de alejamiento que están vigentes. Por eso no entiendo esta tolerancia idiota para con las sinvergüenzas y los listos que nos están reventando el sistema, cargándolo con mierda que no le corresponde. Así que espero que me ayuden a sacarme la espina que se me quedó clavada con esa embustera. Toda la información de la causa que se vio ante este juzgado la tienen a su disposición. Y Montserrat Castellanos, si se fían de mi criterio, debería ser su primera sospechosa.

– Ya lo era, señoría -le informé-. O digamos que está entre las dos vías que estamos siguiendo. Es lo que puedo contarle, por ahora.

– Me alegra oír eso. Tenemos que empezar a poner en la picota a esta clase de gente, es una cuestión de higiene pública. La ley era necesaria y tiene un potencial enorme, pero no podemos olvidar que es excepcional, y mal funciona una ley excepcional cuando no se castiga al que delinque para aprovecharse de ella. Así, la gente se la toma a la ligera y resulta que generamos conflictos en vez de resolverlos. Sobre todo, con lo que suele estar en juego en una ruptura de pareja.

– A ese respecto, ¿qué cree usted que buscaba Montserrat Castellanos con esa denuncia falsa contra su ex marido? -pregunté.

La juez respondió con determinación:

– Triturarlo, por el placer de arruinarle la vida, que es el que mueve a esa clase de mujeres, como a los maltratadores cuando llegan al extremo de matar a la mujer que se les rebela. Eso, y que no le dejaran ver al niño. Lo pidió expresamente su abogado en la vista.

– Pues no pudo salirle peor -dijo Chamorro-. No sólo no lo logró, sino que estaba a punto de perder la custodia, entre otras cosas por haber presentado esa denuncia y haberse probado su falsedad.

La juez Saldaña asintió en silencio.

– No me digan más. Ahí tienen a su asesina.

– Aún nos queda alguna tela que cortar para probarlo.

– Me lo imagino -dijo, y meneó la cabeza-. Ah, la dichosa custodia. Cuándo le meteremos mano a eso. Racionalmente, quiero decir.

La sargento lanzó una mirada inquisitiva a su señoría.

– Perdone, ¿a qué se refiere?

– No, no me refería a nada relativo al caso en particular -aclaró la juez-. Sino a la cuestión general.

Cuántos pleitos nos ahorraríamos, y cuántas denuncias en este juzgado, sin ir más lejos, si la custodia fuera compartida por ley, y hubiera que probar la incapacidad de uno de los progenitores o su desinterés en la crianza para acordar otra cosa. Como pasa en Francia, en Italia y en otras muchas partes. Impediría que los niños fueran utilizados, y disminuiría algo el resentimiento que al final, mezclado con la mala educación que en este país tienen muchos hombres, pero tampoco perdamos de vista a las mujeres, acaba causando los desastres con los que tengo que bregar a diario.

– Algún día será así -dije-. Las cosas terminan cayendo por su peso. Aunque a algunos ya no vaya a alcanzarnos. Ni a nuestros hijos.

– ¿Divorciado?

– Desde hace doce años. Un hijo. Adolescente.

La juez me observó con un gesto de solidaridad. Y no era retórica.

– Yo también -reveló-. Dos niños. Un mes con su padre y otro conmigo. Y tan ricamente, sin traumas, trastornos ni ninguna de esas chorradas que dicen los defensores de la custodia única. Bastante guerra imbécil veo aquí cada día como para permitírmela en mi casa.

– Me parece muy sensato. Ojalá cundiera el ejemplo.

Llegados a este punto, la juez se puso en pie.

– En todo caso, no sé si la custodia compartida le habría salvado la vida a Óscar Santacruz -concluyó-. Su problema no era ninguna ley, sino esa persona con la que para su mal mezcló su camino. Lo siento, no tengo más tiempo para ustedes. Me remito a lo que les dije antes. Y si necesitan cualquier otra cosa que se les ocurra que yo pueda darles, no duden en pedírmela. Espero que sean capaces de juntar todas las piezas de su rompecabezas y logren sentarla en el banquillo.

– Hay que dar con el sicario. Pero lo haremos.

– Que así sea. Yo sigo con mis juicios. Buena suerte.

No se detuvo a indicarnos el camino de salida. Se fue derecha hacia la mesa donde aguardaban los dos jóvenes y tomó el expediente de manos de la oficial. La justicia urgente seguía funcionando. Por lo menos, parecía que en aquel juzgado la dictaba alguien con criterio y con escrúpulos, lo que no representaba ninguna panacea, pero proporcionaba algún consuelo. Quizá anduviera sobrada de orgullo y a eso se debiera su afán de cooperación; no en vano se trataba de encerrar a quien había tratado de darle gato por liebre. Pero se le podía pasar por alto. Por lo menos, su deseo de desquitarse no le impedía cumplir con su deber, ni la movía a hacer nada improcedente o irregular.

Mi compañera y yo no cruzamos palabra hasta que volvimos a estar dentro de nuestro vehículo. Antes de arrancar, Chamorro preguntó:

– ¿Quisiste tener la custodia compartida de tu hijo?

– Sí, pero mi ex se negó. Y en la práctica eso significa custodia única para la madre, salvo que pruebes que es alcohólica, esquizofrénica, prostituta o un mal bicho como Montserrat Castellanos. Como tampoco es el caso, y el niño era pequeño, no me molesté en pleitear.

La sargento pareció buscar cuidadosamente las palabras:

– Perdona que te diga, pero tampoco tu trabajo es quizá el más adecuado para compartir la custodia. Todo el día en la carretera…

Me enterneció aquella cautela. Se merecía una explicación:

– Hay otros puestos en la empresa. De chupatintas, por ejemplo. Y habría aceptado serlo, si hubiera tenido opción. Pero como no la hubo, me pedí las tropas expedicionarias. Fue entonces cuando me incorporé a esta unidad. Me ayudó a no pensar demasiado en lo que no me convenía. Y al final, me ha dado una vida. Lo mismo le tengo que agradecer a mi ex que me negara el ejercicio igualitario de la paternidad. Al final el niño y yo nos las arreglamos para rehacer lo nuestro.

– Nunca me lo habías contado. Cómo llegaste aquí.

– Nunca lo habías preguntado.

– Y dale. Cómo eres.

– Púdico para mis cosas. Como tú. Vamos, a la oficina.

En el trayecto de vuelta aproveché para llamar a Arnau. Estaba impaciente por recibir las novedades que tuviera. La investigación había entrado en esa fase de fluidez en que cada minuto trae algo. Me lo cogió a la segunda intentona, y al cabo de ocho o nueve tonos.

– Hola, Xoan, ¿qué hacías, tocarte el mondongo?

– No, mi brigada, mal podría. El trabajo, que se amontona.

– Pues cuéntame algo, anda, que estoy en un atasco y me aburro.

– La juez de Violencia llamó, preguntando por el responsable de la investigación. Le dije que estaba con la psicóloga, no sé si…

– Nos localizó. Ya hemos hablado con las dos.

– Ah. ¿Y ha sido fructífero?

– Más de lo mismo. Todos contra Montse. Pero ahora con datos más precisos. Le iban a quitar al niño. Y seguramente lo sabía.

– Ostras.

– Bueno, luego dejamos un rato para asombrarnos. Qué más.

– Albacete. Los colegas de allá se lo han tomado en serio. Dicen que con toda discreción y sin que se notara han reconstruido los movimientos de Leire y de su novio, el GRS. Y de paso, los de la moto. No consta que hayan estado en Madrid, ni ella ni él ni la máquina, desde las Navidades. Entonces sí, vinieron a pasar una semana.

– Mmm. No deja de tener su punto eso.

– ¿El qué?

– Que la moto estuviera físicamente en Madrid no hace mucho.

– ¿Por?

– Hay dos modos de doblar una matrícula. El guay, que es tener acceso al ordenador de Tráfico, cosa que se puede permitir más gente de la que sería deseable, pero no todo quisque. Y el cutre, que es andar atento por la calle para ver cuándo te tropiezas con un vehículo del mismo modelo de aquel cuya matrícula quieres doblar. Si la moto estuvo en Madrid, pudieron fijarse en ella. Y anotarle la matrícula. Lo que también me sugiere que la que buscamos pueda ser justamente del mismo modelo que la de Leire, y no una sólo similar. Prosigue.

Arnau tardó unos segundos en reanudar el discurso.

– Ah, ya. Bueno, en otro orden de cosas: ya tenemos pinchados los móviles del abogado y de Monroy Menchaca. Y están usándolos de lo lindo, sobre todo el segundo. La cabo Salgado se ha quedado pegada a ellos y no da abasto. Ahora iré a ayudarla, salvo orden en contra.

– No, me parece bien, ve. ¿Alguna otra cosa?

– Una llamada para la sargento. Un tal Marly, dice que lo conoce y que esperaba su llamada. No ha querido explicarme qué quería.

– Es un periodista amigo, ahora lo llamamos. Qué más.

– Pues, salvo que se me pase algo, esto es todo por ahora.

– Muy bien, en media hora estamos ahí. Espero.

Cuando colgué, Chamorro se volvió hacia mí:

– ¿Marly?

– Sí.

– A lo mejor me estaba llamando al móvil, me lo he dejado silenciado. ¿Puedes mirarme en el bolso y dármelo?

– No sé. ¿Puedo mirarte en el bolso? -bromeé.

– Sólo hay una pistola -se rió-. Los juguetes los dejo en casa.

Cogí su bolso y lo abrí. Aparté su pistola, una HK reglamentaria, porque para esas cuestiones era mucho menos fantasiosa que yo, y di con su teléfono móvil. En efecto, tenía varias llamadas perdidas.

– ¿Pongo el manos libres y me marcas?

– A sus órdenes, mi sargento.

– Muy agradecida, mi brigada.

Marly respondió antes del segundo tono. Como buen periodista, tenía el arma siempre a mano. Su voz, grave y bien modulada, lo hacía más apto para la radio que para la revista que lo tenía en nómina.

– Sí -dijo, escueto.

– Marly, aquí la Chamorro y el Vila, chapuzas beneméritas.

– Hombre, Vila. A ti quería pillarte yo.

– ¿Y eso?

– Tu sargento me dijo ayer que no me podéis contar nada más que lo que ya ha salido en los periódicos de la ejecución de anteayer.

– Y yo nunca contradigo a mi sargento.

– Vamos, hombre, que me voy a enrollar. ¿Me darás bola?

– Cuando pueda, a ti el primero. Lo juro.

– Pero hombre, no me dejes así. ¿Vais por el novio de la ex?

– Cuando vayamos por alguien, no te cabrá ninguna duda, porque estará detenido y en 72 horas máximo a disposición judicial.

– Vale, vale. Ten amigos para esto.

– Te prometo que la primicia es tuya, cuando pueda y todo lo que pueda. Más ahora no te voy a decir. Ya sabes cómo es esto. Y ya sé que no puedo pedírtelo, y menos si otros ya están enredando, pero no apuestes mucho por nada, todavía. Esto está abierto y nos interesa que lo parezca. Si me haces caso, te consta que desagradecido no soy.

– Me consta. Bueno, lo que me pediste ayer, Virginia.

– Soy toda oídos -dijo la sargento.

– Vuestro abogado no es un desconocido. Tampoco uno de los de la primera fila del candelabro, porque si no ya lo tendría controlado yo. Su despacho combina el penal y el mercantil. Lo que se comenta en los círculos es que se ha especializado en ponerles estructuras societarias, muchas en paraísos fiscales, a los mismos angelitos a los que defiende de sus deslices con el Código Penal. Blanqueo y evasión de impuestos, dos servicios de los que gente así siempre anda necesitada. Se le considera próximo a un par de personajes con negocios en la noche, de los legales y de los otros, y también se ha puesto la toga en varios juicios contra matones del Este y balcánicos. Me comentan que aparte de eso les habría hecho algún trabajillo a los italianos, pero no al nivel que pudiera llevar a considerarlo como uno de sus testaferros aquí. Resumiendo, trigo sucio de medio pelo. Lo que supongo que os encaja en lo que andáis buscando. Al menos a mí me encajaría -ironizó.

– Es una pieza del puzzle, por ahora -dije-. Nada más.

– Ya, pero qué pieza.

– Hay más madera, Marly. No te precipites. De amigo a amigo.

– De acuerdo, me tomo nota. Y espero tu llamada.

– En cuanto no me la juegue. Cuídate.

Corté la comunicación y me quedé un instante pensativo.

– ¿Qué andas rumiando? -dijo mi compañera.

– He estado por preguntarle por Monroy. Puede que lo conozca. Pero tampoco quiero que un periodista, por muy amigo que sea, tenga ahora mismo tanta información. Voy a llamar a Castillo.

El guardia estaba, para variar, en una vigilancia. Me pidió que me esperara unos minutos y al cabo de cuatro o cinco me llamó él.

– Tengo un minuto, Vila. Como mucho.

– Monroy Menchaca. Dime que te suena.

– Ja, ja. ¿Tan desesperados estáis?

– No, pero me ahorrarías trabajo.

– De mil amores, hombre. Conozco. Seguridad de locales exclusivos. O sea, un adicto a las malas compañías. Hace tres años estuvimos a punto de meterle mano por una paliza mortal a la puerta de una discoteca. Pero al final el marrón se lo comió el búlgaro que se manchó los puños. Él alegó que había subcontratado la seguridad de ese local a un intermediario que se había aprovechado de su confianza.

– Vale, oro molido. Castillo, no te jubiles nunca.

– En cuanto pueda, tío.

– Bueno, pues no antes que yo.

Y corté la comunicación. Chamorro no pudo esperar:

– Qué.

La contemplé, satisfecho.

– Que esto va cuadrando. No sé si lo suficiente para llevárnoslos a todos por delante. Los tres, Montserrat, Monroy y el abogado, tienen fechorías que ocultar. En cuanto a lo nuestro, aún tengo dudas. Puede que el abogado no esté en el ajo. O puede que no lo esté ella. Pero el que está seguro es el bueno de Monroy Menchaca. Hay que fijarse bien en todo lo que habla y con quién. Voy a llamar a Arnau.

Esta vez, el joven guardia me atendió en seguida.

– Arny -le dije, sin preámbulos-. Dile a Salgado que hable con el de la compañía de móviles y que nos den cuanto antes las localizaciones de los móviles de Óscar y de Monroy en los últimos dos meses.

– A la orden. ¿Algo más, mi brigada?

– Ojito especial a lo que habla Monroy. Estamos ahí en seguida.

Tan pronto como colgué, vi que había recibido dos llamadas mientras estaba hablando. Dos números sin identificar. Uno de ellos había dejado un mensaje. Marqué el número del buzón de voz.

– Vila -decía el mensaje-, soy Morales, el madero. Tengo algo para ti. Un nombre. Puede que te lleve a donde quieres llegar. Cuando puedas, me llamas. Te repito mi número, por si lo has perdido.

– ¿Personal o profesional? -consultó la sargento, cuando me aparté el aparato de la oreja, y aclaró-: Para preguntarte o no, digo.

– Curro. Morales. Que tiene algo, dice.

– Parece que hoy no nos vamos a aburrir.

Confirmando su vaticinio, mi móvil empezó a sonar. Número oculto. No me gusta atender sin saber a quién, pero tenía que hacerlo.

– Diga.

– ¿Brigada Bevilacqua? -la voz, de hombre joven, no me sonaba.

– Sí, con quién hablo.

– Teniente Miranda. Nos conocimos el otro día, en un tanatorio. Pero no sé si juzgó usted necesario grabarme en su memoria.

Lo había dicho con retintín. Entonces me acordé de él, con una sensación de extrañeza: no parecía el mismo soldadito de plomo repeinado y prepotente que me había abordado días atrás, sino alguien mucho más sutil. Y también experimenté una cierta desazón: porque era consciente de que yo tampoco había estado muy en mi sitio.

– Sí, claro, mi teniente. Cómo está usted.

– Bien, bien. Le llamo porque, como usted dijo, aunque el otro día no acertáramos a establecer una gran corriente de simpatía entre ambos, los dos somos profesionales y hacemos lo que tenemos que hacer. Tengo una información que puede interesarle para su caso.

La desazón se agudizó un poco. Hice un esfuerzo:

– Le ruego que me disculpe, si estuve más brusco de lo debido. No tenía precisamente mi mejor día. ¿Qué información es ésa?

Miranda carraspeó un poco. Fue al grano:

– Hemos estado hablando con la policía local. En la madrugada del miércoles, a eso de las tres, uno de sus patrulleros vio un coche de alta gama parado en una rotonda con un hombre en su interior. El patrullero comprobó la matrícula por radio, pero le dijeron que el coche, que pertenecía a una empresa de renting, no figuraba en ninguna denuncia. Cuando volvió a mirar, ya sólo por curiosidad, una moto negra de gran cilindrada pasaba muy despacio junto al vehículo. Tras rebasarlo, el motorista aceleró, y poco después, el conductor arrancó y se fue por otro lado. Aunque al estar fuera de la investigación ignoro por dónde van ustedes, y no puedo por tanto valorarlo con pleno conocimiento de causa, me pareció que era algo que debían saber.

El teniente Miranda debía de estar saboreando a placer la dulzura de aquel momento. Se lo había ganado en buena lid, y yo me había ganado también a pulso su recochineo. Las cosas como eran.

– Puede ser una información realmente relevante, mi teniente -me humillé-. Tenemos localizada una moto de esas características en las inmediaciones del lugar del crimen. Lo del coche, en cambio, es nuevo. No le darían por casualidad los locales el modelo y la matrícula,…

– Por casualidad, no. Se los pedimos. ¿Tiene para apuntar?

– Sí.

– Mercedes CLK 63 AMG Cabrio. Gris plata.

– Ahora entiendo que al municipal le llamara la atención.

– Por 50.000 palotes le dan uno, si le apetece.

– Tendrá que esperar, me temo. ¿Y la matrícula y el titular?

– Como le he dicho, es de una empresa de renting. Así que sólo les doy la mitad del trabajo hecho. Tendrán que rematarlo. Apunte.

Me dictó número a número y letra a letra, muy despacio, como si lo hiciera para alguien un poco retardado. Cuando terminó, dijo:

– Si averiguamos algo más, le informo en seguida.

– Muchas gracias, mi teniente. Y mis disculpas otra vez.

– No pasa nada, brigada. Tenía razón. Pero hay maneras. Adiós.

– A sus órdenes.

El peculiar cariz de la conversación no le había pasado en absoluto inadvertido a mi compañera. Tanteó el terreno con precaución:

– ¿Alguna contrariedad?

– No. Más bien al revés. Un buga harto mosqueante en las proximidades del lugar y la hora del crimen. Cortesía de la picolicie local.

– Le has pedido perdón.

– Digamos que el otro día no estuve muy diplomático con él.

– No me cuentes más.

Volvió a sonar mi teléfono. Por un momento, Robe no me cayó nada bien. Pero él no tenía la culpa. Era yo quien le había puesto ahí.

– Sí -murmuré, tras comprobar que era otra vez un número privado.

– Cono, Vila, ¿si no enciendes el móvil para qué se lo das a la gente?

– Morales. Estaba hablando, disculpa.

– Bueno, oye, que soy un hombre ocupado, lucho contra el crimen en una gran urbe de la era global. He acorralado a mi confite, con un par de trucos que no te contaré, que luego los copiáis. Digamos que lo puse en una situación en la que le ha traído cuenta confesarnos por encargo de quién nos echó sobre el pobre Santacruz: Wilson Jara Romero. Colombiano, y no de los honrados. Lo tenía en mi lista de objetivos, con prioridad baja, pero lo acabo de ascender, para enseñarle que conmigo no se juega. Te puedo mandar sus señas, coche, números de teléfono que sé que usa o ha usado… No dirás que no coopero.

– Pues no. Cómo podría decirlo.

– Eso sí, no le pones una mano encima sin avisarme. Que voy contra él por mis cosas y si no estamos seguros de que tiene que ver con tu muerto no quiero que me jorobes la operación. ¿Estamos?

– Por descontado, inspector jefe.

– Vale. Te lo pongo todo en el mail. ¿El de tu tarjeta es el bueno?

– Sí. Muchas gracias. De veras.

– Agradecido te estoy yo, ya te dije. Buena caza.

Y colgó. Pocas mañanas me cundían tanto, haciendo tan poco.

17 El desarme moral

Todavía dio tiempo a que me entraran tres llamadas más antes de que llegáramos a la oficina. Una la despaché a toda velocidad: era el teniente Villalba, del grupo de delitos contra las personas de la comandancia. Llamaba para cubrir el expediente, por hacer como que le importaba aquel muerto del que le habíamos descargado. Lo que necesitaba de su unidad en ese momento ya lo había obtenido gracias al mejor de sus hombres, al que había recurrido por la amistad que tenía con él, y no por las facilidades que me hubiera dado el oficial, así que no estaba yo para hacer con él demasiados gastos protocolarios. La segunda llamada fue de mi teniente coronel, a quien no pude torear del mismo modo. Exigió y naturalmente obtuvo la información más candente del caso, y aun me emplazó para ampliarle mi informe en persona en algún momento de la mañana. Por alguna razón, Santacruz le preocupaba; a él, o al gran jefe, que a Pereira ya lo conocía hasta debajo del agua. Quizá aquel difunto, no demasiado usual, había entrado a funcionar como moneda de cambio en alguna de esas cuentas corrientes de favores y contrafavores que mantienen los grandes pájaros en las alturas en que se mueven ellos. La tercera llamada, cuando ya entrábamos en nuestras instalaciones, fue de la juez María Antonia Gómez Fernández-Vadillo. También a ella hube de mimarla más de lo que a la sazón me apetecía, pero, en honor a la verdad, su señoría se preocupó de que el balance entre lo que me pedía y lo que me ofrecía por su parte arrojara saldo a mi favor. Al final de la conversación, me reiteró su disponibilidad para lo que ahora parecía la clave:

– Aprovechen bien el material que ya tienen, brigada, pero si puede justificarme que hay que pinchar más teléfonos, informe, fiscalía y cuente con que no me cortaré. No me importa que ensanchemos la red, aunque tampoco mantendré muchas escuchas por mucho tiempo. En los próximos días tenemos que ir trazando ya una línea.

– Ponemos nuestros mejores esfuerzos, señoría.

– Me doy cuenta. Gracias, no le interrumpo más.

De todas las personas que se habían metido en mi teléfono móvil, era la única que había preguntado si podía atenderla al descolgar y la única que había prestado alguna consideración a mi tiempo. También era la primera juez que tenía conmigo esa deferencia. Por fortuna, no era mi tipo. No estaba en un buen momento para enamorarme.

Dejé a Chamorro en nuestro cubículo, con las gestiones pendientes, y me fui directo a la sala de escuchas. Encontré allí a Salgado y a Arnau, trabajando codo a codo en sendos ordenadores en cuyas pantallas se veían multitud de ventanas abiertas. Tenían dos blocs y un montón de folios emborronados. Arnau pescaba compulsivamente en la bandeja de gominolas de Salgado. Le aparté el auricular de la oreja:

– Cuidado, Ian, que vas a engordar.

– ¿Eh?

Se quitó de golpe los auriculares, y otro tanto hizo Salgado, que acababa de percatarse de mi presencia. Le señalé las gominolas:

– No comas tantas -repetí-. Que te va a salir flotador.

– Son sin azúcar, mi brigada -aclaró Salgado.

– Ah, bueno. Peor me lo pones. Entonces tendrán uno de esos edulcorantes artificiales cancerígenos. ¿Qué se cuentan?

– Puf-suspiró Arnau-. Monroy, una mina para la compañía telefónica. Son las doce y cinco y lleva exactamente veinticuatro llamadas. A este ritmo, se planta en las doscientas al final del día.

– Nos importa la calidad, no la cantidad.

– Lo sé. Pero es que de eso anda sobrado también.

– ¿Es decir?

– Cinco tíos de acento eslavo, si no he contado mal. Media docena de pijos, de esos con un Ferrero Rocher en la boca, ya me entiendes. Y no una, sino varias conversaciones que sugieren indicios de delito.

– Los pijos-pijos no toman Ferrero Rocher, es vulgar, se vende en el Carrefour. Nada por debajo de Godiva. ¿Qué delitos?

– Extorsiones, amenazas, intermediación en compra de drogas.

– ¿Y todo eso por el móvil? ¿Por su móvil? ¿Estamos espiando a un cretino? No me puedo creer que vaya a ser tan fácil.

– Bueno, nunca habla muy claro -explicó Arnau-. Sus palabras pueden despistar algo, pero fijo que tienen trastienda.

Por un momento, dudé de él. A fin de cuentas, era nuevo. Aunque quizá no era lo mejor para reforzar su autoestima, miré a Salgado

– Confirmo -se descolgó la cabo, sin tapujos-. ¿Quieres oír una?

– Sí, grábamela en un pendnve -y le di el que llevaba encima.

– Mira, ahora entra otra -dijo Salgado, señalando la pantalla.

– Dame unos auriculares -le pedí.

– ¿Hola? ¿Hola?

Era una voz de mujer. Chillona. Me resultaba vagamente familiar.

– Sí, hola, tesoro, ¿como estás?

La voz de Monroy, en comparación, parecía serena, casi agradable. Aunque se advertía una ligera impaciencia en su tono. Como si no fuera aquélla la persona con la que en ese momento quería hablar.

– Berto, por fin te oigo -la voz de la mujer se relajó; ahora ya no gritaba, simplemente sonaba como un instrumento desafinado.

– ¿Algún problema, Caty, se portan bien los chavales?

– Sí, Berto, estupendamente, no te preocupes, no es eso. Con éstos se puede ir a cualquier sitio, saben estar, no como aquel idiota.

– Ya lo siento, te aseguro que ése no vuelve a trabajar conmigo.

– Oye, te llamaba por otra cosa. Algo que me tiene superquemada.

– Tú dirás.

– Fabio. Me tiene hasta el mismo cono con sus gilipolleces.

– Qué vas a hacerle. Donde no hay, no hay.

– Ya, ya. Por qué te crees que lo largué. Da igual que un hombre folie tan bien, si luego es un hijoputa sin conciencia y sin cerebro.

– Yo qué te voy a decir. Ya sabes lo que opino.

– Pero ahora se ha pasado. ¿Has visto la revista?

– ¿Cuál?

– Ha salido esta mañana. Cómprala, si puedes. Cuenta cómo lo hago y cómo lo dejo de hacer, y amenaza con sacar un vídeo casero.

– ¿Un vídeo casero?

– Como lo oyes.

– Joder, Caty, ¿dejaste que te filmara?

– No, sí, no sé, hostias… Alguna noche que estábamos muy puestos jugó con el móvil y… No sé lo que puede tener, debe de ser una mierda. Pero no quiero verlo por ahí. Y sobre todo tiene que dejarme en paz. Quiero que le partas las piernas, Berto. Las dos. Y si le abres la cabeza de paso no me importa. Y quiero que le mandes a tíos malos. Los más malos que tengas. A esos búlgaros. Que lo jodan en búlgaro mientras lo apalean. Que lo caguen bien.

– Bueno, Caty, ¿estás segura?

– Segurísima. Lo que cueste. Lo que te pidan los búlgaros. Y cuanto antes mejor, este memo ya ha terminado de tocarme los cojones.

– Podríamos entrarle en casa y buscarle el vídeo.

– ¿Y qué arreglamos? ¿Y si ya se ha subido una copia a una cuenta de Internet o algo así? Conociéndole, seguro que lo ha hecho, si tiene algo.

– Bueno, está bien. Pero eso no se monta de un día para otro.

– Cuanto antes, Berto. Por tu madre.

– Vale, vale, me pongo. Pero tú piénsatelo bien. Antes de lanzarlo te pediré que me lo confirmes. ¿Estamos?

– Ya está pensado. Ah, perdona, estoy llegando. Chao chao.

Y aquí se interrumpió la comunicación. Durante unos cuantos segundos, los tres nos miramos sin salir de nuestro asombro.

– Caramba. Cómo está el personal -apreció Salgado, al fin.

– Me equivoco o ésa era… -balbuceó Arnau.

– Catalina Liébana -dije, marcando las sílabas-. Ella, o una tocaya con la voz idéntica y con un ex novio tocayo también.

Una de las cosas más ominosas que tiene vivir en la piel de toro es que por mucho que te empeñes no puedes evitar saber de la existencia de gente como aquella chica, o mejor dicho ex chica, y también ex Miss España y ex mujer de un par de acaudalados empresarios, que un día habían caído aturdidos por su belleza física y otro, mucho más feliz, la habían enterrado en billetes para librarse de ella. Desde entonces, decía que trabajaba inaugurando tiendas, colgándose alhajas o trapos, vendiendo exclusivas y compareciendo en fiestas supuestamente glamourosas, mientras encadenaba sementales de dudosa procedencia a los que investía y despojaba de la categoría de novio con idéntica celeridad. Rondaría los treinta y cinco años, y a juzgar por la conversación, en ella empezaba ya a predominar la mala leche de la jaca resabiada sobre la gracia de la potrilla que la había encumbrado en su día. La eterna historia del ser humano: nacer, crecer, florecer, degradarse.

En eso, Berto Monroy recibió otra llamada:

– Ah, hola, Goran -respondió.

– Qué te pasa, tío. Suenas cabreado.

Goran, por su parte, sonaba a titular de pasaporte extranjero.

– No te lo vas a creer. Me acaba de llamar Miss Bragafloja. Que quiere que le dé una paliza al último capullo que se metió entre las piernas. Al penúltimo, quiero decir. Si pongo un circo, me crecen los enanos.

– ¿Y qué vas a hacer?

– Dejar que se le pase el calentón. No estoy yo ahora como para dispersar mis esfuerzos ni mis energías, precisamente.

– Vamos, tranquilo, tronco.

– ¿Y tú, qué me cuentas?

– Tengo ya hielo para fiesta de Majadahonda.

– Bueno, ¿y cuándo nos lo sirven?

– Esa misma tarde. Llamarán.

– Vale.

– Y otra cosa.

– ¿Qué?

– Que sepas que aguantan lo de avería de año pasado si cosa no va a más. Que si no, ellos se lavan manos, y si tienen que explicar a compañía seguros quién fundió máquina, ellos explican. Siento decírtelo, tío. Pero dicen que de reclamación no quieren saber nada, que eso es cosa tuya.

– Joder, qué cabrones. ¿Es que hoy todo el mundo quiere darme por culo o qué pasa? La culpa es mía, me cago en… Mira que se lo digo a todo Cristo: nunca gastes más de lo que vas a sacar. Y aquí voy yo y me salto mi propia regla. Y de mala gana además, que es lo más grande de todo.

– Cálmate. Ponte en situación peor. Pon que cantan a seguro. ¿Y qué?

– Coño, pues es incómodo, tío. Ya aparece mi pata por ahí.

– Pero en cosa pequeña. No compensa trabajar por eso.

– Colega, cómo se nota que no conoces a los del seguro de aquí. Cuando se pican y huelen a chamusquina, afeitan un huevo. Tendré que llamar al del hielo, y darle algún cromo. ¿Tienes su teléfono a mano?

– Sí. Pero no tardes mucho. Lo cambia con frecuencia.

A esto siguió un dictado de nueve cifras con acento serbocroata.

– Gracias. Hablamos.

Y fin de la conversación. Me dirigí a mis guardias:

– ¿Y esto es todo el rato así?

– Pizca más o menos -dijo Arnau.

– El Goran parecía algo más profesional, aunque hablando en clave podría mejorar, lo del hielo es demasiado obvio. Pero el Monroy este es un payaso incompetente. ¿Cómo es que alguien así no lleva ya años colgando poste res de tetonas en un chabolo de Alcalá-Meco?

– Está nervioso, el chaval -lo excusó Salgado-. Y a lo mejor cree que todavía no hemos tenido tiempo de llegar hasta él.

– Nosotros, vale. Pero me extraña que no tema tener encima a tres o cuatro brigadas distintas de la madera, con esas actividades.

– A lo mejor tiene amigos -sugirió Salgado.

– Si los tiene, es para cagarse. Es un zopenco integral, por mucho que surta de matones a los famosos. O justamente por eso, visto el nivel mental del famoseo patrio. Os voy a dar unos teléfonos que me están mandando los de la Policía. Si esto es lo que me parece, este pardillo engreído va a llamar a uno de ellos dentro de nada.

– ¿De quiénes son esos números?

– Todos del mismo. Del narco que le suministró a su confidente la información tendenciosa sobre Óscar Santacruz.

– Qué colaboradora, la competencia -dijo la cabo.

– Por una vez, comunidad de intereses. ¿Y Montserrat?

– Tranquila, o mordiéndose las uñas. Sólo tres llamadas hoy. Y ninguna a Monroy. Su marido, un par de clientes. Nada especial.

– Bueno, tampoco la descuidéis. Pero el hilo es este bobo. Parece que Dios se apiada de nosotros. No tiene media torta.

– No lo subestimes -dijo Salgado-. Tiene una dificultad.

– Cuál.

– Habla con demasiados canallas al cabo del día. Y entre todos ellos tenemos que buscar a uno solo. El que levantó y disparó la pistola.

– Confío en vuestro discernimiento para eso. ¿Y Superpene?

– Le hemos prestado menos atención -dijo la cabo-. En lo que le hemos oído, sólo rollos de abogados. Mucho más aburrido que estas suculentas primicias del cuore que se sacan escuchando al Monroy.

Asentí, mientras trataba de ordenar mis pensamientos.

– Vale, pero no me lo olvidéis. No sé si teníais planes para este fin de semana. Pero habrá que poner un turno a pie de ordenador. Yo me pido libre la tarde del domingo. Cubro lo que nadie quiera o pueda cubrir del resto. Organizaos como queráis con la sargento.

– Bueno, haremos lo que ella mande -se burló Salgado.

– Tampoco es para tanto, Inés -la reprendí-. Anda, no me seas mala.

Regresé junto a Chamorro. Se había ocupado de recoger e imprimir el mensaje de correo electrónico de Morales, con todos los datos de aquel colombiano por cuyo silencio Juan Alberto Monroy estaba dispuesto a pujar y debía de estar rezando todo lo que supiera. Y había hecho algo más: las averiguaciones necesarias para ubicar al arrendatario del Mercedes SLK descapotable. No habían dado un fruto inmediatamente útil, pero sí prometían algún resultado en el futuro.

– Alquilado a una empresa-me informó-. Starship Troopers, S. L.

– ¿Starship Troopers? No me lo puedo creer.

– ¿Te suena?

– Es una peli. De tíos cachas y macizas que hacen la guerra en el espacio. Una horterada alucinante. ¿Quién llamaría a una empresa así?

– No sé. Habrá que ir al Registro Mercantil a comprobarlo.

– Manda a alguien. Vamos a tener toneladas de conversaciones y decenas de números para analizar. Ese Monroy es una cotorra. Y sus interlocutores dan para llenar unos cuantos círculos del infierno. Este finde lamento decirte que pringamos. Como eres la segunda, elige día, sabiendo que tu brigada se pide libre el domingo tarde.

– Si no hay más remedio… Mira, he encontrado otra cosa.

– ¿Dónde?

– En el portátil de Óscar. Me ha dado mal rollo tenerlo desde hace días y no haberlo mirado bien aún. He empezado a navegar por el disco duro mientras averiguaba lo otro y me he tropezado con esto.

Abrió un fichero de Word. No era muy largo. Contenía una serie de anotaciones precedidas cada una por una fecha. Comenzaba nueve meses atrás con una brevísima: Empieza la guerra. Pero ninguna de las anotaciones era muy extensa: la que más, diez o doce líneas.

– ¿Qué es? ¿Un diario?

Chamorro me miró con visible complacencia.

– Sí. De operaciones. Creo que nos va a compensar analizarlo más despacio, pero he visto así a bote pronto un par de pasajes. Luego me saco una copia para poder trabajar sobre el documento. Espera a ver si los localizo. Aquí: 24 de febrero. Otra conversación desagradable. Amenazas, inconcretas, grabadas todas con el móvil. O aquí: 8 de abril. Llamada nocturna, número sin identificar. Tipo con acento raro. «Te la estás jugando, cabrón, y no avisamos dos veces.» No me ha dado tiempo a grabar. ¿Irán en serio? Bueno, que les den. He comprobado la fecha: la de una de las llamadas que tenemos registradas desde el móvil a nombre del boliviano ese que los compraba a pares. Y esto otro: 20 de abril. Moto negra, otra vez. O me ha parecido la misma. Adelantándome y después parada sobre el puente. O quizá es una paranoia mía. Óscar tenía motivos para estar preocupado. Intentaron achantarlo, antes de dar el paso definitivo.

– Estaba juntando pruebas -comprendí.

– Y no le contaba todo a Ainara.

Me encogí de hombros.

– Qué iba a ganar contándoselo, aparte de asustarla.

– También es verdad.

– Sigue escarbando en ese documento y en ese portátil -le pedí-. A ver si hay algo más que nos sirva. Y vamos a ir preparando otra cosa. En cuanto tengamos las localizaciones de su móvil, vamos a reconstruir sus movimientos, día a día. Se lo pasas a Arnau. Y hacemos lo mismo con Monroy, de momento. Luego ya veremos si nos interesa hacerlo con alguno de sus interlocutores. Usa también la memoria del GPS del coche de Santacruz, por si hubo algún vano de cobertura o tuvo el móvil apagado o sin batería en algún momento. Está claro que lo sometieron a seguimiento, y no una vez ni dos. Vamos a empezar a tejer nudo a nudo la red para atrapar al pájaro que buscamos.

– De acuerdo.

Me restregué los ojos. Por un momento no supe qué hacer. Es lo que tiene estar rodeado de gente eficiente a la que puedes ir encargándole las tareas. Hay quien zanja el problema dándose al solitario de Windows, pero ésa siempre me ha parecido una opción demasiado triste. Prefiero buscarme alguna ocupación. De pronto, recordé algo.

– Voy a prosternarme ante mi señor feudal. Le dije que lo haría antes de comer y la mañana avanza. A ver si hay suerte y lo pillo reunido.

Pero en la misma puerta me salió al paso el guardia Arnau.

– Mi brigada. Tiene que oír esto. Ya.

Lo puse a prueba:

– ¿Estás seguro? Iba a hablar con el teniente coronel.

– Con mayor motivo entonces -dijo, al tiempo que se abalanzaba a pinchar el lápiz de memoria en su ordenador.

– Tranquilo, hombre. ¿O le ha llamado la churri del ministro?

Chamorro se permitió sonreír ante la ocurrencia. Arnau maniobró deprisa y una vez que abrió el archivo dio volumen a los altavoces.

– ¿Hola?

Monroy sonaba esta vez mucho menos firme.

– Sí, ¿quién llama?

El otro parecía, por contraste, mucho más duro. En guardia.

– Wilson, soy Berto.

– No más nombres, qué se te ofrece.

Monroy debía de estar tragando saliva. Su interlocutor tenía el peculiar seseo de los caribeños, pero ni un ápice de su proverbial dulzura.

– Me ha dicho Gor… Bueno, me dieron el recado.

– No sé de qué recado hablas.

– Sobre los del seguro. Necesito que me cubras. Seguro que se te ocurre una historia. Si les das mi nombre, la cosa se va a complicar.

– No para mí. Y yo no me dedico a inventar historias, lo siento. Serás tú el que tendrás que buscarte una. Es tu asunto.

Ya hice bastante con avisarte ayer de que andaban removiendo. Esta mañana me ha llegado que puede que vayan en serio, y esto es lo que hay: si vienen a preguntarme, te paso la pelota. Eso es todo. Ya tuve bastante joda por algo que ni me va ni me viene.

– Me harías un favor. Y no lo pido gratis. Te lo pago.

– ¿Con qué?

– Puedo mover más volumen.

– No necesito nada de ti, chaval.

– Joder. Me pones a los pies de los caballos.

– ¿Yo? Yo sólo me aparto. Algo habrás hecho mal. Piensa. Chau.

Hasta ahí llegaba la grabación. Escruté en silencio a Arnau. En su honor, y en el de la desenvoltura que iba ganando ante el mando y los desafíos de la investigación criminal, aguantó bien el tipo.

– ¿Tienes ahí el número?

– Sí.

– ¿Es uno de éstos? -y le tendí la lista de Morales.

Arnau los recorrió deprisa con la vista. Y señaló uno:

– Éste.

– Pues está claro.

– Tengo la sensación de que Monroy se ha convertido de golpe en una especie de leproso -comentó Chamorro, con aire distraído.

– Hay algo que es todo suyo y que nadie quiere compartir-dije.

– Nos sigue faltando alguien.

No hacía falta que me lo recordara.

– El pistolero. Pero aparecerá. Es cuestión de tiempo. Arnau, a la escucha otra vez. Virgi, hazme un reportaje lo más completo posible sobre Monroy y su circunstancia. Yo voy a hablar con el jefe. Si tardo un poco más de la cuenta es que se ha puesto demasiado cachondo.

– Pues tened cuidado. No os arrepintáis luego.

– Lo que es yo, me arrepiento casi siempre. Hasta ahora.

Encontré a Pereira atareado con otro asunto. Algo que acababa de estallarle, una vieja historia en la que de pronto había saltado una nueva pista, al aparecer en una investigación de la Ertzaintza un perfil genético coincidente con el recogido en un asesinato nuestro.

– Hazme un resumen rápido, Vila, que tengo una reunión en el ministerio dentro de media hora. Hay directrices de estrechar todo lo posible la colaboración con ellos, ya sabes, los nuevos tiempos.

Sabía, claro, aunque no tuviera ese tipo de cuestiones tan presentes como las tenía él. Le di cuenta de las novedades con la fastidiosa sensación de que me estaba escuchando sólo a medias. Mi historia ya empezaba a perder lozanía, y ante el cerrojazo informativo los periódicos la habían relegado a las páginas pares e interiores del cuadernillo de Madrid. Eso reducía mucho la presión sobre mi teniente coronel. Pero de algo no se había olvidado, ni dejó de preguntarme:

– ¿Algo más sobre la presidenta de la Audiencia?

– Nada. No ha vuelto a llamar a la ex de Óscar. Y dudo que lo haga.

– Bueno, Vila, estupendo trabajo. Lo dejo todo en tus manos. Esto ya lo tienes encarrilado, por lo que veo. Me largo, que no llego.

– Lo que se nos ha cruzado -añadí, cauto- es una llamada pintoresca. Una persona muy conocida, pidiendo algo muy poco edificante.

– Quién. Qué.

– Caty Liébana. Esa que fue Miss España hace ya unos años. Llamó a uno de los sospechosos para encargar una paliza. A su ex novio.

– ¿Comprobado?

– Casi. Verificaremos el número. Pero la voz era la suya, o la de una imitadora verdaderamente meritoria.

– Vaya país. Así nos va, con el desarme moral.

– Y usted que lo diga, mi teniente coronel.

Tal vez se olió que no le secundaba en su diagnóstico con excesiva convicción, pero andaba apurado y prefirió dejarlo correr.

– Vale. Copia. El coronel también querrá oír esa grabación.

– Eso imaginaba -declaré, resignado.

– Por razones rigurosamente profesionales -me corrigió.

– No suponía que hubiera otras.

Pereira ya se había puesto la americana y enfilaba a paso ligero el pasillo. Yo lo seguía como podía, procurando no dar la sensación de que era su paje o algo así. Por fortuna, aquello no iba a ser demasiado largo. Había tan sólo unos quince metros hasta los ascensores.

– Y la juez nuestra, ¿contenta? -inquirió.

– Siempre puedo equivocarme, pero parece que sí.

– Muy bien. Mantenía así.

– A sus órdenes.

Respiré al ver cerrarse el ascensor. De pronto, sentí hambre.

Comimos juntos Chamorro, Arnau y yo. De nuevo, Salgado prefirió quedarse pendiente de las escuchas. Aquel mediodía de viernes el comedor se veía mucho menos concurrido. Todos los que no estaban con algo caliente entre manos habían salido de estampida para disfrutar del fin de semana. Entre los que quedábamos, predominaban los contraterroristas y los de crimen organizado y narcotráfico. Tanto unos como otros andaban siempre con operaciones en marcha.

– Mira, ahí está el sargento Monteagudo -dije, indicándole a Chamorro la mesa en que comía uno de nuestros expertos en narcos.

– Aja -repuso Chamorro, con la boca llena.

– Deberíamos ir a preguntarle por nuestro colombiano, ¿no? Quiero decir, si fuéramos polis concienzudos y todo eso.

– Pues sí, deberíamos.

– Bueno, mejor seguimos comiendo tranquilamente y esperamos a que termine él y pase por nuestro lado.

Después de la acumulación de descubrimientos del día, el almuerzo se desarrolló en un relativo silencio. Ya habíamos especulado todo lo que teníamos que especular. Ahora había que ver el pescado que sacaban las redes y empezar a obrar en consecuencia. Pero Arnau no parecía demasiado feliz con aquella forma de llevar el caso.

– ¿No vamos a salir a hacer seguimientos, o algo así?

– ¿Mientras sigan dándole al móvil y no lo apaguen? Para qué. Nos quedamos aquí y esperamos tan panchos a que la información nos venga a domicilio. Ya sabemos gracias al teléfono dónde están en cada momento, y podemos rastrearlos tan pronto como nos interese. Llevan su propio GPS incorporado, que además es un chollo, porque se ocupan ellos del coste del servicio y del mantenimiento. El seguimiento es para los malos meticulosos, y si lo son de veras no lo podemos hacer ni tú ni yo, porque nos ficharían en la primera esquina.

– Pues vaya. Había imaginado algo más emocionante.

– No te preocupes. Tarde o temprano habrá que echarles mano. Y si te hace mucha ilusión les pedimos a los de intervención que te den un subfusil para que tires unas ráfagas. Pero no me apuntes a nadie, que las ejecuciones extrajudiciales están prohibidas por nuestra legislación. Mala pata, Arnold, eres poli en un país light. Eso sí, siempre puedes pedirte patrullar por Kabul. En serio, ya sabes que la empresa tiene ahora mismo gente allí. Con eso te sube la adrenalina fijo.

– Tampoco hay que pasarse.

– Por cierto, que allí te llamarían Yahya.

– ¿Yahya?

– Sí, el equivalente sarraceno de tu nombre cristiano.

Arnau esbozó una sonrisa resignada.

– Vaya por Dios. Por lo que veo, todavía no he descubierto todas las formas que hay de no llamarme Juan.

– Pues claro que no, Ewan.

– ¿Cómo diablos te sabes tantas? -preguntó Chamorro, divertida.

– Ardua investigación. Abre Wikipedia. Escribe juan.

Justo entonces, el sargento Monteagudo y los que estaban comiendo con él se pusieron en pie. Aguardé a que llegaran a nuestra altura y entonces aproveché para echarle el lazo al experto en drogas:

– Monteagudo, ¿te puedo preguntar por alguien? Y perdona que te perturbe con esto la placidez de tu digestión.

– Descuide, mi brigada. ¿De quién se trata?

– Un colombiano.

– Oh, no. No es posible.

Los que venían con él se echaron a reír.

– Vale. No te cachondees, que esto no es lo nuestro. Wilson Jara Romero. Opera en Madrid. No sé muy bien a qué nivel.

– No me suena. ¿Madrid capital? ¿Ha preguntado a la pasma?

– Ellos me lo mandan, y ya me han dado alguna información. Era por si vosotros sabíais algo más, para complementarla.

Monteagudo meneó la cabeza.

– Yo en este momento sólo sé de los tres barcos balizados que tenemos cruzando el charco, y en especial del que para nuestra puñetera suerte llegará a aguas españolas entre hoy y mañana, que es el que nos tiene a éstos y a mí aquí, disfrutando del benemeritan weekend.

– No pasa nada. Era sólo por si acaso. Nunca se sabe.

– Pero puedo mirárselo.

– Si no te es mucha molestia.

– Es más que posible que tenga algún rato muerto. No vea lo despacio que avanza el puto barco sobre la imagen del satélite.

– Gracias.

– A mandar.

Envié a Arnau con Chamorro a la oficina y me fui yo a la sala de escuchas, resuelto a levantar a patadas a Salgado y obligarla a hacer una pausa. Si no quería comer, que se diera un paseo, que ya llevaba ocho horas al pie del cañón. Al verme llegar, me hizo señas para que me pusiera los auriculares. Mientras lo hacía, me informó:

– Monroy y Montserrat. Y está divertido. Mucho.

18 Quien no conoce al enemigo

Por mucho tiempo que lleves entregado al innoble oficio de fisgar por las mirillas, pegar la oreja a los tabiques y levantar las alfombras, y por mucho que creas saber sobre la gente en general, o sobre alguna en particular, lo que los humanos hacen y dicen cuando piensan que nadie los mira o escucha nunca deja de sorprenderte. A los pocos minutos de estar siguiendo aquella conversación entre Montserrat Castellanos y Juan Alberto Monroy comprendí por qué le resultaba tan divertida a la cabo Salgado, y hube de admitir que ni remotamente había acertado a sospechar por dónde iban los tiros. Cuando me encasqueté los auriculares, era la voz de Monroy la que sonaba en la línea:

– No sé a ti, pero a mí me ha sabido a poco. Me cuesta llevarlo, Montse.

Se le notaba acuciado, como otras veces, pero de un modo distinto. Salgado me guiñó un ojo: ya sabía lo que yo apenas intuía aún.

– Mira, Berto, esto ya lo hemos hablado antes. Y ahora tenemos preocupaciones un poco más importantes que ésa, ¿no crees?

– Lo sé, lo sé. Qué le voy a hacer, es más fuerte que yo.

– Joder, todos los tíos sois iguales. Ni con el agua al cuello aflojáis.

Miré a Salgado. Asintió, lentamente. Estaba claro: el tono zalamero de él, el reproche que había en la voz de ella. Sólo había una explicación simultáneamente satisfactoria para ambas actitudes.

– Guau -exclamé.

– Sí, ya sé que no está el horno para bollos -se excusó Monroy-, pero es que me he quedado con las ganas. Últimamente no hemos podido…

– Mira, creo que lo hablamos claro. Sin expectativas, sin compromisos. Y en este momento, menos todavía, joder. ¿Has llamado ya?

Por si me faltaba algún indicio para terminar de situarme, la voz de Montserrat acababa de sonar como si fuera la de Catalina la Grande apremiando a hacer algún servicio a su chambelán.

– Todavía no. Verás, es que dudo si…

– Pues no dudes más. ¿En qué hemos quedado? Tú mismo lo sugeriste. ¿No dijiste que es mejor ir tú a ellos que dejar que ellos vayan a por ti? Si la iniciativa la tomas tú, lo que les cuentes es un soplo, una confidencia, como lo quieras llamar. Si son ellos los que van a preguntarte, cualquier cosa que digas va a sonar a la historia que te has inventado para defenderte.

– Sí, pero comprende que me cueste verlo claro…

– Comprendo que por lo que me has dicho ya no vas a poder evitar dar explicaciones. Pues adelántate. Por los dos. Y como si fuera cosa tuya, tal y como dijimos. Como si fuera yo la que no lo viera claro.

Hubo un elocuente silencio en la línea.

– Está bien. Supongo que no hay más remedio.

– Vamos, no lo retrases más. Lo que hay que hacer, cuanto antes. Ahora voy a colgar. Te llamo dentro de media hora. Y no quiero que me digas entonces que sigues deshojando la margarita. ¿Tienes ahí el número que te di?

– Sí.

– Pues vamos. Márcalo. Ahora.

La orden quedó sellada con el abrupto corte de la comunicación.

– ¿Qué te parece? -preguntó Salgado.

– Que la gente tiene vidas muy complicadas. Y fatigosas.

Salgado adoptó una expresión picara.

– ¿Nunca has jugado a dos bandas?

Le dirigí una mirada glacial.

– ¿Y qué le hace pensar, cabo, que en el supuesto de haberlo hecho iba a compartir con usted mis recuerdos al respecto?

– Jesús, que no es delito. Yo sí lo he hecho, no me importa reconocerlo. Y es emocionante, te multiplica las energías. Lo malo es cuando el montaje se te viene abajo. Odio el melodrama. ¿Y tú?

Preferí no contestar. Le señalé la puerta y le dije:

– Anda, ve a tomarte algo. Yo me quedo vigilando esto.

Se resistió, pero acabó claudicando. Durante los veinte minutos que estuvo fuera de la sala de escuchas, Monroy no hizo ninguna llamada. Tampoco atendió las tres que recibió en ese rato. Tan pronto regresó, Salgado me clavó una mirada inquisitiva. Negué con un gesto.

– ¿Todavía se lo está pensando? -preguntó.

– Eso parece.

– Vaya. Si sigue así de remolón, su ama dominatrix va a tener que darle unos azotes en el culete con la raqueta de pádel.

– ¿Y por qué con la raqueta de pádel?

– No sé, le pega jugar a eso. ¿No crees?

En la pantalla del ordenador se abrió entonces la ventana que indicaba que Juan Alberto Monroy estaba marcando un número.

– Mira, ahí va -dijo Salgado-. ¿Quién será? Qué emoción.

Seguí, conteniendo el aliento, la aparición de las nueve cifras que componían el número en cuestión. A eso de la cuarta algo empezó a mosquearme. Al ver la séptima ya no me quedé a esperar a ver las dos que faltaban. No lo necesitaba. Me arranqué los auriculares y salí en tromba de la sala de escuchas. Corrí como alma que lleva el diablo por los pasillos de la unidad, volviendo a poner en peligro por segunda vez en pocos días la regularidad de mi digestión con un inoportuno sprint. Cuando llegué a nuestra zona de trabajo, Chamorro ya estaba al aparato. Con gesto intrigado, y mientras abría su bloc, decía:

– ¿De parte de Montserrat Castellanos? Sí, sí, yo le di este número. ¿Podría saber por favor con quién estoy hablando?

Al verme irrumpir, jadeante y algo descompuesto, se percató de que ocurría algo fuera de lo común. Pero no tardó en descubrir por sí sola de qué se trataba. Con voz neutra y los ojos como platos, anotó:

– Juan… Alberto… Monroy. Aja.

En cuanto recuperé el resuello, le indiqué con ayuda de la mímica que ganara tiempo. Recurrí para ello al gesto con que marcan los pasos los árbitros de baloncesto, con lo que la sargento captó la esencia de la idea, pero entonces pensé que debía transmitirle un mensaje más preciso. Eché mano a un folio y escribí a toda prisa: EN PERSONA. EL LUNES. NO PUEDES ANTES. Luego lo sostuve en alto para que lo leyera. Mi compañera alzó el pulgar en señal de asentimiento. Arnau, desde su mesa, observaba la escena sin mover un solo músculo.

– Sí, claro, cómo no-dijo Virginia-. Sí, muy bien, mejor en persona. Pero tendrá que ser el lunes, ahora mismo estoy fuera de Madrid, trabajando en otro asunto… No, tampoco mis compañeros estarán disponibles hasta el lunes. Pero podemos quedar a primera hora.

Durante unos segundos asintió en silencio.

– Donde a usted le venga mejor. No, no importa, de veras. Déme el nombre de la cafetería y la dirección. Y allí estaremos.

Escribió deprisa en el bloc.

– Muy bien. ¿Y en qué número puedo localizarle entonces? No, no me sale en pantalla, lo tiene usted oculto. ¿Podría dármelo?

Me guiñó un ojo y dejó asomar la punta de la lengua.

– Sí, a ver…

Y Juan Alberto Monroy, como el perfecto idiota que parecía ser, le dictó a la sargento aquel número que llevábamos todo el día espiando. Chamorro lo apuntó con su caligrafía redonda y visible delectación.

– Muy bien. Muchas gracias, señor Monroy.

Cuando colgó, se me quedó mirando.

– Perdona, no me dio tiempo a llegar antes -dije.

– Estás mayor, mi brigada.

– No creas, he hecho una buena marca.

– Esto es para cagarse, ¿no? -opinó, señalando el bloc.

– Cumple órdenes de Montserrat. Los dos cataplines no, pero uno sí que me lo apuesto a que están liados. Después de todo, el letrado no la debe de tener tan gorda, o a lo mejor resulta que con el estrés consustancial a su negocio de blanqueo de dinero ya no se le levanta.

Arnau seguía como paralizado. La sargento arrugó la nariz.

– Gracias por este momento tan elegante en la conversación.

– Bueno, fue la sospechosa la que introdujo en su día el tema.

– ¿Liados, dices?

– Pregúntale a Salgado. O escucha tú misma la grabación.

– Eso le da un nuevo cariz a la historia -dijo, meditabunda.

– Pero nos apunta todavía más hacia el mismo objetivo: Monroy. Si mojaba donde parece, es verosímil que pudieran convencerle para hacer alguna cosa fea. Por mor de seguir mojando, quiero decir.

– Ya lo había captado. ¿Por qué el lunes?

– Quiero que se ponga nervioso. Que se coma las uñas. Que la cague. Y mientras tanto, nosotros estaremos escuchándole.

– Eres perverso, jefe.

– La calle me hizo así. De niño, lloraba con El Principito.

– Me lo puedo creer.

Antes de regresar junto a Salgado, donde supuse que me aguardaban nuevas emociones, quise hacer una comprobación. Por aquello de no dejar de hacer sentir el mando, que decía Maquiavelo.

– Bueno, y vosotros, ¿tenéis alguna novedad?

Chamorro cruzó una mirada con Arnau. Aquellos dos habían empezado a desarrollar una complicidad manifiesta frente al superior, sospecha que me confirmó el guardia al declarar, con cierta ironía:

– Damas y suboficiales primero.

Chamorro sonrió y tomó su bloc.

– He hablado con tu amigo Castillo -dijo-. Me pareció el camino más corto para averiguar la vida y milagros de Juan Alberto Monroy. Y no me he equivocado. Aquí tengo el resumen, completado con algunos datos que he sacado del ordenador. Nacido hace treinta y cuatro años en Madrid, de familia bien, pero mal estudiante. Desde joven empezó a moverse en el mundo de la noche, primero como cliente y luego como empresario. Con poco más de veinte años, papá le dejó dinero para que abriera su primer bar de copas para pijos. Pero como los pijos son caprichosos, el bar le dio dinero durante dos años y luego dejó de estar de moda y pasó dificultades económicas. Según Castillo fue entonces cuando se metió de lleno en dos negocios conexos que había descubierto antes, la seguridad de locales y el suministro discreto de cocaína a los vips, con los que no sólo salió del apuro sino que prosperó rápidamente. Ahora es dueño o socio de al menos una decena de locales en Madrid, y lleva la seguridad de otros tantos, incluido alguno de los más superguay y exclusivos. De esos donde alguna noche puedes encontrarte a un jugador del Real Madrid o a una infanta, para que te hagas una idea. El camino no ha estado exento de percances, porque, como demostró desde joven, Berto tiene su lado impulsivo y las horas que se mete en el gimnasio le han proporcionado la materia prima para resolver algunas situaciones por sí solo, tentación a la que tontamente ha sucumbido alguna vez, aunque más bien en el pasado. De ahí vienen sus denuncias y condenas por lesiones, que nunca han ido a mayores porque siempre ha tenido buena asistencia jurídica. Algo que después de los primeros disgustos se ha ocupado de cuidar, tanto para sí mismo como para los chicos malos y grandes que contrata, y que tienen menos capacidad de cálculo y menos vista empresarial que él. Así es como se convirtió en buen cliente de Máximo Rovira.

– Alias Superpene -apuntó Arnau.

– Y actual pareja de Montserrat Castellanos. O bueno, por lo que acabas de decirnos, una de ellas. Además, según Castillo, Berto dispone de otro paraguas. Sus actividades en el terreno de la seguridad lo han relacionado con matones búlgaros y balcánicos. Los contacta en los gimnasios y les ofrece empleo. Pero también le han permitido establecer vínculos con unos cuantos representantes del orden. Policías, y hasta alguno de los nuestros. Dice Castillo que cuando lo del búlgaro que mató a un chaval de una paliza en uno de los locales que protegía Monroy, recibió una llamada de un sargento de la Dirección General, interesándose por la investigación. Luego resultó que aquel tío estaba en nómina de Monroy, y lo acabaron cambiando de destino. Pero el hecho es que al final nuestro hombre se libró de aquélla.

– Eso me ayuda a entender algunas cosas -dije-. Como que se atreva a llamarte para hacerte confidencias, aunque el aprieto en el que esta vez parece sentirse le haya hecho pensárselo un poco.

– Y quizá explica también que tenga tan poco cuidado. Debe de conocer a mucha gente. Supongo que cree que eso lo va a proteger.

– No de mí. Ha tenido la mala suerte de toparse con un paria piojoso a quien todas sus agarraderas le importan un bledo. Es más, al que incluso le alegraría el día que le diera por tirar de ellas.

Chamorro meneó suavemente la cabeza.

– Tampoco te pases de chulo. Habrá que ir con cuidado.

– Bueno, el lunes lo veremos. ¿Algo más?

En ese momento, Arnau se dio por aludido. Me trajo un papel y me lo entregó. En él había unas fechas, unas horas y unas localizaciones.

– ¿Qué es esto?

– La otra cosa que nos pediste -reveló Chamorro.

– Está sacado del seguimiento de las localizaciones de los teléfonos móviles de Santacruz y Monroy en los últimos meses, según las estaciones base de la compañía -dijo Arnau-. A bote pronto hemos visto treinta coincidencias. Incluidas unas bastante significativas, de cierta noche de la semana pasada, cuando Óscar volvía a casa.

Asentí, en silencio, acordándome, cómo no, de aquellos misteriosos motoristas de los que le había hablado a Ainara el difunto.

– Varias de las localizaciones las hemos respaldado además con la memoria del GPS del coche de Santacruz. Y algunas localizaciones del fin de semana pasado del móvil de Monroy coinciden con la ruta que Óscar había introducido en el GPS. Una suerte tenerlo, porque gran parte de ese tiempo el móvil de la víctima estuvo inactivo.

En ese punto intervino Chamorro:

– ¿Recuerdas que la hermana de Santacruz nos dijo que había estado con el niño en Cáceres el fin de semana pasado, y que había llamado a la novia con su móvil porque se le había quedado sin batería el suyo?

– No estoy tan senil, Vir. Lo recuerdo.

– Para ponerle la guinda al pastel -añadió Arnau- tenemos localizado el móvil de Monroy en las inmediaciones de la gasolinera de Toledo en la que Santacruz paró a repostar, a la hora en que según el tique del establecimiento abonó el importe del combustible.

– Lo que prueba -deduje- no sólo que lo siguieron, sino que la tarea era tan delicada como para que Monroy se implicara personalmente en ello. Lo que me llama la atención es lo del fin de semana…

– ¿Crees que lo intentaron entonces?

– Quizá creyeron que les convenía cargárselo lejos para despistar. Pero no debió de separarse del niño en todo el tiempo. Y entonces reconsideraron el plan y lo cambiaron por el tiro a la puerta de casa. Para reforzar la apariencia de ajuste de cuentas. O qué sé yo. Lo que me parece es que como cerebro criminal nuestro Monroy es un poco aparatoso y más bien improvisador. Se ve que sólo tiene práctica en apalear niñatos bebidos, que es algo bastante menos sofisticado. En fin, sabéis cuál es mi siguiente pregunta, ¿no, mis jóvenes castores?

– Sí -repuso Chamorro-. En la madrugada del miércoles, el teléfono móvil de Monroy, o al menos éste, que es el que tenemos comprobado, no se movió de su casa. Hasta la mañana del día siguiente.

Hice chascar la lengua.

– Lo que no deja de ser sospechoso, en un tipo como él, pero que prueba por lo menos que no es del todo gilipollas.

– ¿Crees que estuvo en la escena del crimen?

– Creo que pudo estar cerca. No dejo de pensar en ese Mercedes descapotable en la rotonda. Ahora que sabemos que estuvo en los seguimientos, no descartemos que anduviera por allí para supervisar la acción. Hay que averiguar todo lo que podamos de esa dichosa Starship Troopers, S. L. que tiene alquilado el coche. El lunes sin falta.

– En cuanto abra el Registro Mercantil estará ahí uno de los nuestros para sacar toda la información -aseguró Chamorro.

Arnau aprovechó para formular una queja:

– Parece mentira que en el siglo XXI sigamos sometidos a esta burocracia del siglo XIX. ¿No podrían ponerlo en una página web accesible las 24 horas? Se supone que es una información pública, ¿no?

– ¿Y entonces cómo cobraría el registrador? ¿Para qué te crees tú que se comió los temarios de la oposición, para servir al público o para hacerse millonario con las inscripciones y las certificaciones?

– ¿Pero no se supone que el servicio a los ciudadanos es lo primero?

– Todavía te chorrea el agua del bautismo, Arny.

– No estoy bautizado. Padres agnósticos -explicó.

– Pues el líquido amniótico, entonces. A los fieles se los atiende sólo después de arreglar los asuntos de los sacerdotes del templo. Siempre ha sido así, y siempre será así, por los siglos de los siglos y pongan lo que pongan en lo alto del templo; ya sea una cruz, una media luna, una hoz y un martillo o la más ejemplar constitución democrática.

– Vale ya -dijo Chamorro-. No quieras contagiarle a todo el mundo tu negatividad. Deja que alguien conserve alguna ilusión, hombre.

– Si tú lo dices. Voy con Salgado.

Y antes de salir, me volví y les dije:

– Buen trabajo, mis cazadores. Es un placer perseguir a los malos con vosotros. Veo que no desaprovecháis mis enseñanzas.

– Y hasta a veces se nos ocurre algo y todo -se burló la sargento.

En la sala de escuchas, Salgado seguía pegada al ordenador. Al verme llegar, me hizo señas para que esperara un momento. Al cabo de un minuto, se quitó los auriculares. Respiró hondo.

– Ufff, otra tanda de emociones. Lo de ahora es nada, parece que Monroy se dedica a controlar a su gente, que hoy es viernes noche y deben de tener bastante tarea. Pero hace un rato acaba de hablar con Montse, para darle cuenta de la gestión. Ya he oído a Virgi, ha estado más dulce que de costumbre, pero puedo anticiparte que a Montse no le ha gustado demasiado el retraso al lunes de su entrevista con Berto. Le ha metido una bronca al chaval de no te menees. Y luego ha llamado muy nerviosa al abogado. Han estado hablando sin tapujos, sobre todo por parte de ella, de cómo lo arreglaron para que trincaran a Santacruz con droga encima el año pasado. Y le ha dicho que tiene que preparar una estrategia de defensa, por si llegan a pedirles cuentas. El abogado ha estado más bien evasivo. Le ha dicho que en cualquier caso sería muy difícil llegar a acusarles de algún delito, que si abren diligencias por eso las archivarán, y que no se ponga histérica.

– Vaya con Maxi -observé.

– Y entonces, ha pasado esto. Te lo he seleccionado.

Abrió un clip de sonido. Entraba Montserrat:

– Joder, que está muerto. No es sólo que…

– No quiero oír hablar de eso, Montse -la interrumpió el abogado, con ostensible malhumor-. De esa mierda no quiero oírte hablar nunca más. ¿Me oyes, joder? Nunca más. Y menos por teléfono, que pareces idiota, cono. Mira, ya lo discutiremos en casa esta noche. Ahora tengo trabajo.

En las dos últimas frases bajó el tono. Pero en las anteriores había osado gritarle. Montserrat Castellanos no daba crédito:

– ¿Cómo dices?

– Que tengo trabajo y que hablamos esta noche. Adiós.

Ahí acababa la conversación.

– ¿Mola, eh? -juzgó Salgado.

– Y tanto -reconocí-. Que lástima no tener micrófonos instalados en su casa para ver qué se dicen esta noche.

– Estamos al ladito, mi brigada. Al ladito mismo.

– Hasta el rabo todo es toro, Inés. Va a ser un fin de semana largo. Vete donde Arnau y Chamorro y me pactáis los turnos. Yo me quedo cuidando de esto mientras tanto. Vamos, marchando.

La cabo Salgado aún tardó un poco en despegarse de la silla. Parecía haber desarrollado una especie de adicción por aquella mina de oro informativa de la que disfrutábamos por cortesía de la juez Fernández-Vadillo. Entonces me acordé de pronto de ella, y me pareció que no era mala idea ir preparando el terreno, por si la escucha seguía dando frutos a aquel ritmo y había que tomar alguna medida de urgencia. Marqué su número y, no sin antes pedirle disculpas por molestarla en el inicio de su fin de semana, la puse al corriente de los perfiles que iba tomando la conspiración que a todas luces teníamos ante nosotros. No me explayé mucho, porque justo en ese momento a Monroy le entraba una llamada. La juez acogió mis revelaciones con reserva:

– Está bien, pero tampoco hace falta que se precipiten -dijo-. Podemos mantener las escuchas durante el tiempo que sea necesario, siempre dentro de un orden. Prefiero que lo amarren bien.

– Y así lo haremos, no se preocupe. Pero están nerviosos. Vamos a poner un turno para controlar sus teléfonos todo el fin de semana. Tan sólo quería que lo supiera, por si acaso surge algo.

– Muy bien, pues ya lo sé. Y si me lo permite, es viernes por la tarde, esta semana ha sido agotadora y todavía tengo que poner tres sentencias antes de irme a la cocina a prepararle la cena a mi gente.

– Siento haberla molestado, señoría.

– No, por favor. Ya veo que usted está en la oficina aún. Discúlpeme a mí. Pero en algún momento hay que desconectar. Muchas gracias.

Cuando me colgó, no tuve más remedio que admitir que las palabras de su señoría eran juiciosas. Por lo menos para quien pudiera sustraerse a la inercia de la persecución o tuviera cosas mejores que hacer, como debía de ser su caso y quizá no era el mío. En el ínterin, Monroy hablaba con otro tipo de acento eslavo sobre algún problema de cobros que tenían con el dueño de un local, y que parecían dispuestos a resolver por un procedimiento que no era precisamente presentar una demanda contra él ante el juzgado de primera instancia. Cuando acabáramos, podía regalarles una copia de aquellas grabaciones a mis colegas de la policía madrileña. Les iban a dar juego, seguro.

La negociación entre mis subordinados se resolvió con estricta aplicación del sistema de galones. Chamorro se quedó el sábado por la mañana, Salgado el domingo por la tarde y a Arnau le forzaron a elegir el domingo por la mañana. El sábado por la tarde decidieron adjudicármelo a mí, con una insolencia que no me privé de afearles:

– Qué pasa, que el abuelo ya no se divierte, ¿no?

– Dijiste que te dejáramos a ti lo que nosotros no quisiéramos, salvo el domingo por la tarde -me recordó Salgado.

– Está bien. Por lo menos espero que liguéis. Y a ti -dije a Arnau- te quiero aquí como un clavo el domingo a las nueve de la mañana. Llamaré para controlarte a las nueve y media, y espero que para entonces me puedas informar ya de lo que haya habido durante la noche.

– Por supuesto, mi brigada.

– Pues hala, puerta. Me quedo yo un rato más. Y tú, Virginia, aquí mañana a las nueve también. ¿Entendido?

– A tus órdenes.

Me quedé escuchando hasta las diez de la noche. En ese tiempo Monroy tuvo un montón de conversaciones que no aportaban nada a nuestro caso. Montserrat habló con su madre y con unas cuantas amigas que llamaban para ver cómo estaba el niño y cómo estaba ella, y a las que les colocó la misma versión que días atrás a Chamorro, o sea, que Óscar había ido de mal en peor tras el divorcio y que ella ni quería saber en qué había podido meterse. En cuanto al abogado Rovira, optó por apagar el móvil, después de unas cuantas llamadas de Montserrat Castellanos a las que significativamente no quiso responder.

Al final me fui a casa, aburrido y algo embotado. Me preparé una ensalada y un revuelto de gulas, me serví una copa de tinto joven Borsao del Mercadona (caldo de calidad providencial, para economías de bajo perfil como la mía) y me senté delante de la tele. Me puse una tertulia y gracias a ella no tardé en quedarme felizmente dormido.

El sábado por la mañana hice la limpieza y la colada y aún me quedaron un par de horas para empezar a pintar la figura de plomo que había recogido del piso de Óscar Santacruz. Después de una ligera vacilación, opté por decorar su guerrera con el esquema de camuflaje de otoño, dentro de los varios que habían adoptado las unidades Waffen SS al final de la guerra. Me pareció que a la estética de la figura, por su postura y complexión, le convenían más esos tonos tostados, que además combinarían bien con el feldgrau de los pantalones.

Relevé a Chamorro a eso de las cuatro de la tarde, después de un frugal almuerzo. Me dio las novedades, que no eran muchas ni especialmente útiles para nuestros propósitos, y durante toda la tarde estuve pendiente de la escucha. Los teléfonos de Rovira y de Montserrat se mantuvieron en completo silencio, y la actividad del de Monroy me sirvió para familiarizarme con la mecánica de su negocio, en uno de los días de la semana en que tenía mayor actividad. No diré que todo aquello careciera de interés antropológico y sociológico, pero no me aportó nada en relación con el asesinato de Óscar Santacruz. Como la tarde se hizo larga, aproveché para hablar con mi madre y para llamar a mi hijo, con quien quedé para el domingo por la tarde.

A eso de las once y media, y aunque Monroy seguía dirigiendo su tinglado, consideré que ya me había sacrificado demasiado por la causa, y me temí que había tomado una decisión más bien estúpida al obligar a mis subordinados y obligarme a mí mismo a renunciar a una parte de nuestro descanso semanal para estar pendientes de aquello. Me despedí de los dos o tres infelices que había en la sala de escuchas y me fui a dar una vuelta con el coche. La noche estaba despejada y la temperatura era agradable, tanto que me permití conducir con la ventanilla bajada. Me dirigí al centro y tomé la Castellana. Me gustaba recorrerla de noche, sin prisa por llegar a ninguna parte, mirando las luces. La gente infestaba las aceras y los coches la calzada. Madrid se festejaba a sí misma, o lo que fuera que hubiera para festejar, como cualquier otra noche de sábado. Pensé en llamar a algún amigo, y luego en marcar algún número de teléfono tras el que encontrara una voz femenina. Pero finalmente me dio pereza, o quizá debería llamarlo lucidez, y después de despejarme un poco opté por conducir de vuelta a casa. Me metí en la cama y para ejercitar un poco las neuronas tomé al viejo Sunzi, en el ejemplar subrayado por Óscar Santacruz. Había leído aquel libro quince años atrás, por recomendación de un profesor de la academia de suboficiales, y me sorprendió lo poco que lo recordaba. Hay cosas que uno no lee cuando debe, y desde luego yo no me había tropezado con aquel libro cuando mejor podía apreciarlo.

Leyendo aquellas páginas, y los pasajes que Óscar había destacado, pude comprobar hasta qué punto había conformado con arreglo a ellas su estrategia para gestionar el conflicto en que se encontraba inmerso. Pero todo indicaba que había cometido errores de apreciación, tanto sobre el enemigo al que se enfrentaba como sobre el terreno en que disputaba el combate. Me detuve en algo que no había subrayado:

Quien conoce al enemigo y se conoce a sí mismo disputa cien combates sin peligro. Quien conoce al enemigo pero no se conoce a sí mismo vence una vez y pierde otra. Quien no conoce al enemigo ni se conoce a sí mismo es derrotado en todas las ocasiones.

¿Y qué ocurría en el caso que no contemplaba el chino? ¿Qué probabilidades tenía de vencer el general que, conociéndose a sí mismo, no conocía al adversario? ¿Era ése, después de todo, el caso de Óscar?

Con estas cavilaciones pseudoestratégicas me sumí en el sueño. A la mañana siguiente, me desperté a eso de las ocho y media, quince minutos antes de la hora a la que había puesto el despertador. Me duché, hice el desayuno y tomé el teléfono para controlar a mis tropas.

– Buenos días, mi brigada -respondió Arnau, al primer tono.

– ¿Qué tal la noche?

– ¿La mía o la de nuestros sospechosos?

– De la tuya no tienes que darme cuentas, hombre.

– Sin novedad. Algunas llamadas de Monroy, digamos de negocios, hasta las tres de la mañana. A partir de ahí, silencio total.

– No deja de ser curioso -razoné-. Que desde el viernes no hayan hablado ni una sola vez, Montse y Monroy, quiero decir.

– ¿Y qué puede significar eso?

– Ya lo pensaremos. Pero más adelante. Ahora me voy a comprar el periódico. Si hay algo, me llamáis. Pásale el recado a Salgado.

Dediqué media mañana a leer con toda meticulosidad el periódico. Luego eché un par de horas decorando la figura de plomo. Me preparé una comida ligera y a eso de las cuatro fui a buscar a mi hijo. Nos dio tiempo a ver capítulo y medio de The Wire. íbamos por la segunda temporada, y estábamos riéndonos con las desventuras del pobre McNulty en la lancha patrullera, cuando sonó mi teléfono. Por un segundo, consideré la posibilidad de no cogerlo. Pero lo hice.

– Mi brigada -dijo Salgado-. Lo siento de veras. Tienes que venir. Y cuanto antes mejor. Monroy acaba de hablar con alguien.

19 Esto no es la RENFE

Salgado era una guardia experimentada, y además estaba al corriente de que aquel domingo por la tarde yo andaba ocupado con algo que no iba a abandonar sin un motivo rigurosamente excepcional. Me hallaba en condiciones de deducir, por ambas razones, que no hablaba a la ligera cuando me decía que tenía que acudir a su llamada. Pero con todo y con eso decidí ponerla a prueba, quizá para terminar de acreditar la necesidad ante mí mismo, y de paso ante mi hijo:

– Convénceme. En no más de diez palabras.

Quizá cualquier otra con menos recorrido y menos cuajo habría zozobrado ante el desafío. A Salgado le sobró la mitad del mísero crédito verbal que le había otorgado. Pronunció tan sólo cinco palabras, pero resultaron inapelables. Tras oírlas, sólo pude responder:

– Voy para allá. Y avisa a Virginia y Arnau. Los quiero a los dos allí inmediatamente. Desde el coche te voy diciendo más cosas.

Luego me volví hacia mi vástago, que había estado escuchando sólo mi parte de la conversación, pero que con eso tenía más que suficiente para situarse. Antes de que pudiera abrir yo la boca, dijo él:

– Si tienes que ir, tienes que ir. No te apures. McNulty y compañía están guardados en el disco duro y de ahí no se van a escapar.

Lo miré con gesto de contrición, aunque la culpa no era mía. O sí.

– Lo siento de verdad, tío -dije-. Me paso toda la semana currando y tratando de dejar despejada esta tarde y explota justo ahora.

– Así va esto. No es la RENFE, tú no sabes cuándo pasan los trenes.

– El próximo fin de semana nos desquitamos. Tenemos los tres días.

– Anda. Que te están esperando.

– Bueno, pues recoge, que te acerco a casa.

– Pillo el bus, tengo bono. Así no tienes que desviarte.

– Pero…

Mi hijo negó con la cabeza.

– Que no hace falta, ya no me pierdo.

Por lo menos, conseguí que me permitiera acercarlo a la parada del autobús. Antes de bajar del coche, me dio un beso y me animó:

– Agárralos, Harry. Y retuérceles las pelotas.

– Me temo que no me será posible hacer eso con todos.

– Ya se te ocurrirá algo. Pero ten cuidado, porfa.

Arranqué y durante unos segundos lo miré por el retrovisor, mientras se sacaba los auriculares del iPod y se los encajaba sin prisa en las orejas. Hasta se me humedecieron un poco los ojos. Porque aquel chaval, que llevaba mi sangre, era un tío de una pieza. Y porque la paternidad le vuelve a uno de mantequilla, qué se le va a hacer.

Por el camino le pedí a Salgado que hiciera un par de gestiones internas con la gente de la comandancia y contacté con mi amo y señor para que estuviera al tanto y en caso de necesidad nos ayudara a mover algunos resortes. Por fortuna, no discrepó de mi criterio. Habría sido muy negativo para nuestra relación, ya que le interrumpí mientras veía un partido en el que su idolatrado Real Madrid iba palmando por 0-2. Cuando llegué a la unidad, Chamorro ya estaba allí.

– ¿Ya lo has oído? -le pregunté directamente.

– No. Acabo de llegar. Te estábamos esperando.

– ¿Procedo? -preguntó Salgado.

– Ponlo.

Subió el volumen de los altavoces que tenía conectados a su ordenador. En el silencio de la oficina desierta, sonó la voz de Monroy:

– ¿Sí?

– Soy yo.

Una seca voz de hombre, que apenas alzaba el tono y que gastaba un marcado acento extranjero al hablar el castellano.

– Ah, qué…

– Escucha. He leído periódicos.

– No te preocupes, todo está…

– Calla. Sólo hablo yo.

– Pero ¿pasa algo?

– Pasa. Y no vuelvas a hablar hasta que yo no diga. He visto periódicos, te digo. Me engañaste. Eso valía más.

– ¿Cómo? A qué te…

– Si vuelves a hablar, te arrepientes. No digo otra vez. Digo que valía más, por ruido que hace, y por gente de que se trata. Además, tuve problema. Me dejé algo. Tengo que marcharme, ya. Mañana. Y esto es lo que quiero que hagas: traerme otros veinte mil. A las diez. Te digo luego dónde.

– ¿Cómo? ¿Ve-ve-veinte mil? Joder, pero ¿tú sabes lo que dices? Es domingo, ¿dónde voy a encontrar yo esa cantidad?

– Mira en tu caja. Yo sé que no tienes que sacar de banco. Veinte mil. Ni uno menos. Necesito ir lejos. A las nueve te llamo para decir sitio.

– Oye, oye…

– Adiós.

Miré a mis compañeras. Salgado se apresuró a añadir:

– El número desde el que llama no es ninguno de los que teníamos localizados. Y su acento se parece al del Goran que le llamó el otro día, pero he comparado las voces. Se trata sin duda de otra persona.

– ¿Qué opinas? -le pregunté a Chamorro.

La sargento miró a la cabo, que le aguantó sin pestañear el escrutinio. Hay momentos en que hemos de poner a prueba nuestras ideas preconcebidas, y rara vez salen bien paradas. Son momentos benéficos, porque de ellos se alimenta desde siempre el progreso de la raza humana y también el de los individuos que la integran. Virginia iba a salir más sabía de aquella prueba. No me dejó lugar a dudas:

– Opino que Salgado tiene razón. Es él. Y se larga.

– Que se dejó algo, dice -pensé en voz alta.

– El casquillo -apostó Chamorro.

En ese momento, me di cuenta de algo. Un descuido de veras imperdonable. Desde el viernes a mediodía no había mirado el correo electrónico oficial. Me resistía a hacerlo salvo que fuera imprescindible, por la tirria que le había cogido al programa de gestión de correo, tan farragoso como poco funcional, y que sin duda nos colocaba en desventaja frente a nuestros adversarios, quienes en vez de costosos sistemas corporativos utilizaban correos web gratuitos. Pero era allí, en el buzón de entrada, donde estaba esperándome algo de lo que habría debido estar más pendiente. También Chamorro, dicho sea de paso; pero su fallo bien podía disculparse, porque ella podía pensar que en cuanto lo recibiera se lo pasaría, y que si no lo había hecho era porque por alguna razón se había retrasado más de habitual.

– Esperad -les dije.

La cabo y la sargento me observaron con extrañeza. Que en medio de aquella emergencia, en la que teníamos apenas dos horas para movilizarnos, yo me detuviera a abrir el ordenador, meter todas las contraseñas y mirar el correo, debió de descolocarlas y no poco. Pero más aún se sorprendieron, sobre todo Chamorro, cuando les pedí que fueran a recoger el documento que empezaba a salir por la impresora y descubrieron que se trataba del informe de balística.

– ¿Y esto? ¿Lo tenías escondido? -dijo Chamorro.

– Peor que eso, Vir. Se me pasó.

Salgado leyó por encima del hombro de la sargento.

– Ostras. Arma manchada. Y de otro asesinato, nada menos.

– El primer descuido no cuenta -dije-, siempre que sigas dejando limpia la escena en los sucesivos trabajos. Pero sabe que ya tenemos dos casquillos que unen dos historias, y que con ellos empezaremos a tejer nuestra telita de araña. Por eso ha decidido quitarse de enmedio. Y encima ha averiguado que no ha matado a un camello de poca monta, como a lo mejor le dijeron, sino a un tipo que valía más de lo que le pagaron, por lo que estaba en juego y para quién. Un tipo, además, de fuera del negocio, uno de esos cuya muerte se investiga fijo. Por eso le pide a Monroy que le haga de agencia de viajes. Se lo debe.

– Y porque además lo tiene agarrado por los huevos -dijo Salgado-. Sabe que nadie va a ser tan generoso con él como Berto.

– No es para menos. Cómo tratarías tú a un tipo que lleva en el bolsillo un bonohotel a tu nombre valedero por 7.000 noches en el Trullo Hilton, y que puede hacerlo efectivo en cuanto se le crucen los cables o le surja algo que le aconseje pasar por el mostrador a canjearlo.

– Yendo él por delante, eso sí -puntualizó Chamorro.

– Razón de más -dije-. Berto sabe lo mucho que le interesa que este tío no caiga. Y no regateará esfuerzos para ayudarle a evaporarse.

– ¿Y qué hacemos? -preguntó Salgado.

– El móvil, ¿es de la compañía de tu amigo? Cómo se llamaba…

– Alfaro. José Luis. No, mala pata. De otra. Aquí no tenemos atajo.

– Eso quiere decir que va a haber que hacerlo a la antigua, ü sea, que nos hace falta más gente.

Entonces llegó Arnau. Venía desencajado, jadeante, sin afeitar. Lo recibí como correspondía a mi rango, es decir, sacándole la falta:

– Mecachis, Arnold, no vas a salir nada guapo en la tele.

– ¿Me he perdido algo?

Le puse una mano paternal en el hombro.

– Respira. Nada que no puedas recuperar. Virginia, ve poniéndole al día mientras te coordinas con los de la comandancia. Yo voy a hacer un par de llamadas. Esto no podemos dejarlo escapar. Aunque nos la juguemos, tenemos que ir por él con todo el equipo.

Me metí en un despacho de oficiales y descolgué un teléfono. Le llevaba hecho demasiado gasto ese mes al móvil de la empresa, y estaba a punto de llegar al límite a partir del que me obligarían a justificarlo. Marqué el número sin apresurarme, para no confundirme.

– Sí -oí al cabo de unos cuantos tonos. La voz parecía agitada, como si su dueña hubiera tenido que correr hasta donde estaba el teléfono.

– Señoría, soy el brigada Vila. Sé que es domingo. No haría esto sin una buena razón. Pero me gustaría tener su parecer. Y si coincide con el mío, unas cuantas cosas más que en seguida imaginará.

– Adelante, brigada -suspiró-. Ya me he sentado.

Se lo expliqué todo, la conversación que habíamos oído, lo que a partir de ella y del resto de la información recogida en la investigación habíamos interpretado y lo que creía que debíamos hacer sin demora. Para esto último, traté de darle un motivo de peso:

– En condiciones normales, yo no intervendría aún. Pero corremos el riesgo de que se quite de la circulación. Y eso, hoy día, y suponiendo que le diera sin más por cogerse la moto, significa que mañana podría estar ya en Bucarest, o en Liubliana, o en Sofía. En fin, creo que no hace falta que le diga lo laborioso que sería interrogarlo teniendo que pasar antes por una comisión rogatoria rumana o eslovena o búlgara. Por mucho que lo prevea la ley, y por muy de la UE que sean.

La juez Fernández-Vadillo me obsequió con otro de sus característicos silencios en la línea. Luego carraspeó un poco y concluyó:

– Está bien. Voy a llamar al juez de guardia ahora mismo. Comparto su parecer, y creo que debe tener usted lo que necesite.

– En el lote, señoría, habrá que incluir una orden de entrada y registro. Todavía no puedo decirle dónde. Se lo diré sobre la marcha. Cuando veamos a dónde se dirige tras la entrega, si no coge la carretera directamente. ¿Podemos dejar eso abierto de momento?

– Así se lo pido a mi compañero. ¿Y los demás?

– Los demás me preocupan menos. Tienen arraigo, son miedosos y todavía están especulando con la posibilidad de quedar al margen. De momento iremos por éste. Los otros, ya veremos luego. Si lo hacemos bien, no tienen por qué enterarse de nada. Mi impresión personal es que la relación de Monroy con éste no es excesivamente fluida.

– De acuerdo. Usted puede valorarlo mejor. Pero tenga presentes los tiempos. Desde que le eche el guante, corre el reloj.

– No se me olvida, pierda cuidado.

– Gracias, brigada. Y ya siento el domingo que va a tener. Por usted y por su familia.

Me acordé de mi hijo, y me enorgulleció poder citar sus palabras:

– Esto no es la RENFE. Aquí no sabes cuándo pasa el tren.

– Y en la RENFE, depende. Se lo digo yo, que estuve destinada en Vilanova i la Geltrú y tuve la ocurrencia de alquilar piso en Barcelona.

– También conozco el paño, sí.

– Buena suerte, brigada. Estoy con esto abierto y a mano.

No me dio tiempo a hacer la siguiente llamada. Apenas interrumpí la comunicación con la juez, el interlocutor cuyo número me disponía a marcar se me adelantó y me reclamó desde mi teléfono móvil.

– Vila, tienes suerte. Demasiada.

Oyéndole, cualquiera habría dicho que me había tocado una primitiva. Y en cierto modo, así era, y Pereira, que sabía que yo podía apreciarlo en su justa medida, no se perdió en explicaciones:

– Tienes un equipo de seguimiento. Por fortuna, andaban por aquí. No al completo, pero para lo que pides debería bastarte. Van para allá. Y me demuestras gratitud al capitán, que te conozco, y que aunque tú le vayas a decir lo que tiene que hacer, él es oficial y tú no.

– Jamás me llamaría a engaño al respecto, mi teniente coronel.

– Vale. En cuanto a la caza del pichón, también tienes a los de la UEI, así que puedes dejar a los de la comandancia para otra, no sin antes darles igualmente las gracias por las molestias. Con que nos pongan unos pocos para asegurar el lugar tras el abordaje será suficiente.

– Estupendo, mi teniente coronel.

– Y dime cuanto antes si jugamos en casa o en el campo de la pasma.

– Tan pronto lo sepa.

– Hay que seguir el protocolo, que no digan que nos lo saltamos.

– Lo tengo muy en cuenta.

– Bueno, y ahora que he hecho las dos tareas que me pusiste, espero que a tu satisfacción, te pido que me tengas al tanto de cualquier otra cosa que deba saber. En cuanto acabe el partido voy para allá.

– A sus órdenes.

Y mientras Pereira terminaba de ver cómo el club de su devoción prolongaba con una derrota más una desesperante temporada (que el masoquismo es una pulsión tan personal como inescrutable) yo me ocupé con mi gente de ajustar la operación con todos los demás equipos de los que íbamos a depender aquella noche. Hacia las nueve menos cinco, la cosa empezó a ponerse tensa, porque iba a ser muy difícil mantener el tipo ante toda aquella gente a la que habíamos arrancado un domingo de sus hogares si el teléfono de Monroy, que había permanecido inusualmente inactivo durante toda la tarde (ignorando las llamadas entrantes y sin que hubiera salientes) no sonaba y había que desmontar el dispositivo. Pero a las nueve en punto despertó:

– ¿Lo tienes?

– Sí, sí, aunque no ha sido nada fácil, ya te dije que…

– Eso no importa. Espero que tengas todo. O te acordarás de mí.

– Está todo.

– Vale. Ponlo en mochila. Vas a Pinto. Apunta calle y número.

La calle tenía un nombre corto, inconfundible; el número era fácil de recordar: el 12. Una vez que lo hubo escuchado, Monroy dijo:

– Ahí a las diez, entonces.

– No, a las nueve y media.

– Pero me dijiste…

– No hay tráfico de salida. Llegas. No falles.

Cuando colgó, aquel desconocido no sólo le había puesto un cohete en la popa a Juan Alberto Monroy Menchaca. Chamorro buscaba histérica la calle sobre la página de Google Maps, mientras yo llamaba a los de la unidad de intervención y Salgado les daba la noticia a los del grupo de seguimiento, que aguardaban con sus vehículos listos en el aparcamiento al pie del edificio. Arnau nos miraba a los tres con cara de espanto, como si de pronto descubriera que había ido a parar a aquel manicomio del doctor Tarr y el profesor Fether que imaginara Edgar Allan Poe, en el marco de alguna inesperada y extravagante celebración de su bicentenario. Había echado de menos la acción, y ahora la acción llamaba a su puerta.

Como dijo el sibilino Heráclito, no es mejor que les sucedan a los hombres las cosas que quieren.

– Recibido. Nos desplazamos a distancia segura -me informó, imperturbable, el oficial al mando de la unidad de intervención.

– Me cago en… Es un polígono industrial -gritó Chamorro.

– Los de seguimiento ya van para allá -dijo Salgado.

– Muy bien -dije, tras colgar el teléfono-. La suerte está echada. Juan, toma las llaves. Conduces tú. A ver de qué eres capaz.

El guardia se aprestó a cazar al vuelo las llaves con una determinación semejante a la que podía haber puesto en atrapar una piruleta que hubiera estado chupando un infectado por el Ebola. Aun así, y en honor a sus reflejos, no se le escaparon. Dejamos a Salgado al pie de la escucha y los demás nos precipitamos literalmente escaleras abajo. Entre las pocas virtudes de los ascensores de la unidad no estaba la de la celeridad, y en aquella coyuntura cualquier minuto contaba.

Para ser la primera vez que le veía conducir un vehículo policial al límite, he de reconocer que Arnau no lo hizo nada mal. Aprovechó los resquicios con decisión y empujó a los conductores distraídos con maniobras inapelables, logrando que alguno se apartara como si estuviera a punto de ser arrollado por un carro blindado. Gracias a su pericia, logramos apostarnos en un tramo discreto de una calle paralela al borde del polígono industrial, a unos seiscientos metros del lugar de la cita, exactamente a las nueve y veintiséis minutos. En ese momento entró en la emisora la voz del jefe de la unidad de seguimiento:

– Controladas todas las posibles salidas. Envío explorador.

Los segundos transcurrieron eternos. Hasta que se oyó otra voz:

– Punto Alfa. Mercedes gris plata. Descapotable.

No pude contenerme:

– Es un capullo. Integral.

– Ni se imagina que podamos estar aquí -dijo Chamorro.

– Aun así.

– Explorador, adelante, sin prisa -ordenó el jefe del seguimiento.

A eso sucedió un silencio que habría podido cortarse. Lo rompió, a las nueve y treinta minutos justos, una voz en la que las palabras se mezclaban con una ruidosa y rítmica respiración:

– Aquí explorador, acabo de rebasar vehículo Mercedes gris. Conductor cien por cien coincidente con descripción de pájaro uno.

– ¿Por qué respira así? -preguntó Arnau.

– Porque va en bici -expliqué-. Un delincuente que va en Mercedes nunca podrá imaginar que lo sigue un tío en bici.

– Moto negra, Yamaha -entró de nuevo en la emisora la voz de nuestro explorador-. Va recta hacia Mercedes. Se detiene a su altura. Doblo para recuperar ángulo de visión… Le ha entregado una mochila azul. Confirmo entrega. Pájaro dos, moto negra Yamaha. Cazadora negra, casco negro, pantalones téjanos. No puedo ver matrícula.

– Está bien, explorador, a punto de encuentro -ordenó el jefe.

Un minuto después, informó otra voz, esta vez femenina:

– Punto Delta. Pájaro dos ha salido por aquí. Va a tomar A-4. Moto Yamaha, de 600. Tenemos matrícula. 6198 Foxtrot Tango…

Lo que vino luego fue el ballet habitual de la unidad de seguimientos. Controlando las rutas que podía tomar el objetivo, siempre por delante, esperándolo y no poniéndose nunca detrás de él (donde sólo se colocan los polis de peli, para acechar a malos que no parecen tener retrovisores) lo siguieron sin dificultad. A Monroy lo dejamos ir, porque su teléfono móvil nos permitía localizarlo en todo momento, y también porque convenía soltarle aún un poco más de cuerda, dada la predisposición que parecía tener a ahorcarse él sólito. El motorista nos condujo, a los coches y motos de la unidad de seguimiento en primer término, y al resto un par de kilómetros por detrás, a un barrio residencial de Torrejón de la Calzada, donde se detuvo frente a un chalet adosado. Allí accionó con un mando a distancia la puerta del garaje y desapareció en su interior. Había habido suerte. Le mandé entonces un SMS a Pereira: el partido es en nuestro campo, aviso arbitro.

No era necesario escribirlo en clave, pero me apeteció hacerlo así, quizá por emulación de aquellos colegas que nos habían llevado suavemente a la guarida del lobo. El tiempo que tardamos en obtener los papeles judiciales lo aprovechamos para sellar todas las salidas de la urbanización, con ayuda del personal de la comandancia. Los de la unidad de intervención estudiaron a distancia la casa. La examinaron a unos cientos de metros con sus artilugios ópticos y a unos cientos de kilómetros con las imágenes del satélite. A eso de las dos de la mañana, con todas las bendiciones legales, echaron abajo simultáneamente la puerta de entrada de la vivienda y la de la terraza del piso superior. Las operaciones en casas de varias alturas son más comprometidas, pero las precauciones que habían tomado se revelaron eficaces. Un minuto después del inicio del asalto, el lugar estaba asegurado.

Cuando entramos, uno de los hombres de la UEI, de facciones invisibles bajo su uniforme de extraterrestre, nos indicó que subiéramos. En un dormitorio del segundo piso había un tipo bastante imponente, de más de 1,90 de estatura. Sólo que, tumbado boca abajo, las manos atadas a la espalda con una brida de plástico, en calzoncillos y encañonado por dos subfusiles, no imponía prácticamente nada.

Al pie de la cama había un par de petates. Sobre una cómoda de diseño anticuado, una cartera y un pasaporte. En el rincón, una mochila de color azul. Me acerqué a la cómoda y tomé el pasaporte. Estaba expedido por la República de Serbia. Luego abrí la cartera y en ella encontré una tarjeta de residente español. Los nombres coincidían.

– Así que eres legal y todo -dije, dirigiéndome al detenido-. Y te llamas, si es que tengo que creerme esto, Stefan Milanovic. ¿O esta documentación tan mona te la ha fabricado algún amiguete?

El hombre tumbado en el suelo no dijo nada. Tampoco me miró.

– Vamos, hombre, que sé que me entiendes. Te he oído hablar mi lengua, y muy bien, salvo por la manía de saltarte los artículos.

Hizo un amago de alzar la cabeza. Pero quedó en eso.

– Bueno, se me olvidaba una formalidad. Te hemos despertado para pedirte cuentas por una cosa fea que hiciste el miércoles.

– No sé de qué me hablas -rompió al fin su silencio.

– Yo, sin embargo, sí sé de qué me hablas tú. He oído esa frase barata un millón de veces, lo menos. Tío, eres muy grande, y muy duro con los clientes acojonados, pero eso que acabas de decir me prueba que ni eres muy listo ni tienes tanto carácter. Yo que tú, llegados aquí, me esforzaría por tener un poco de dignidad y no soltar esas pamplinas. Que ya no eres un chaval, para imitar a los gángsteres de la tele.

Stefan, si es que así se llamaba, aparentaba unos treinta y ocho años, y su rostro de facciones quebradas y pétreas, y su cabello entrecano, muy corto, podían invitar a pensar que tuviera alguno más.

– Bueno, Stefi. Tenemos que revolver un poquito por aquí. En seguida vendrán unos señores del juzgado a levantar un acta y luego te daremos algo de ropa, para que no se note el mal gusto que tienes al escoger los gayumbos. A continuación te llevaremos a una nevera que tenemos para enfriar a la gente como tú y te dejaremos meditar unas horitas, antes de seguir charlando. Pero ahora debo pedirte que tengas un poco de paciencia. Te dejo con estos dos amigos. Si te entra sed, o hambre, o pipí, se lo dices a ellos. Vuelvo dentro de un rato.

– Quiero abogado -gritó, al ver que me iba con mi gente.

Me volví y lo observé en silencio durante unos segundos.

– Claro, los que tú quieras. Pero no hay prisa, de momento ya te digo que no te vamos a interrogar. Antes tenemos que registrar esta choza, y luego dormir un poco, que nos has estropeado el domingo.

El serbio hizo un esfuerzo por buscarnos la mirada. Primero a mí, y luego a Chamorro, a la que ojeó de arriba abajo. No sé si le humillaba estar tirado en el suelo y en calzoncillos frente a una mujer, pero era muy posible que así fuera. Se me ocurrió que quizá debía dejar que se pusiera un pantalón, por la cuestión de los derechos humanos. Esos que, saltaba a la vista, él respetaba a carta cabal. Pero aquella noche no me sentía muy meticuloso a ese respecto, así que lo dejé así.

En la casa, que no era un prodigio de buen gusto en cuanto a la decoración (responsabilidad del arrendador, que había dejado notoriamente sus muebles viejos) ni un ejemplo de higiene doméstica, encontramos mucha porquería y mucho trasto inservible y dos clases de objetos que llamaron nuestra atención: por un lado, tres pares de calzado robusto, que embolsamos y enviamos a toda velocidad al laboratorio; por otro, un pequeño arsenal de armas blancas y dos de fuego. La primera, una Tokarev de 7,62 mm de fabricación yugoslava, era a todas luces una concesión a la nostalgia (y nadie mejor que yo para comprender tal cosa). La otra, la de resolver, era harina de otro costal. Una Glock 17, de calibre 9 mm Parabellum. Con un cargador apto para diecisiete tiros, que podían ser dieciocho si el titular tenía el hábito de llevar cebada la recámara. Junto a ella, intervinimos un silenciador Abraxas Titanium de 600 dólares (según la publicidad de las tiendas por Internet con sede en alguno de los estados de Norteamérica donde tales artefactos no son ilegales). Más corto que otros disponibles en el mercado, y con la ventaja adicional de no necesitar un regulador de retroceso. Dicen que no hay tarea ardua, sino herramienta inadecuada. Era evidente que Stefan se había tomado sus molestias para impedir que esta pieza de la sabiduría popular le resultara aplicable.

Los funcionarios judiciales hicieron su labor y se le presentó el acta al detenido. Para entonces ya lo habían vestido, con ropa deportiva, y le habían cambiado las bridas de plástico por unas esposas reglamentarias. Con las manos unidas, trazó un garabato que muy dudosamente era una firma. Daba igual. Como si no quería firmar. El secretario se limitaría en tal caso a dar fe de su negativa a hacerlo. Aprovechando el momento, le enseñé en alto las dos bolsas de plástico con la Glock y el silenciador. Las miró con rostro completamente inexpresivo.

– Qué, te daba pena tirarla, ¿no? Lo puedo entender, sobre todo por el silenciador, que vale una pasta. Pero la tacañería es mala consejera en según qué negocios. Ni Louis Vuitton ni tú os la podéis permitir.

– No es mía, me la prestaron ayer.

– ¿Un amigo?

– Algo así.

– Qué maravilla. ¿Te deja también la novia? ¿Y el cepillo de dientes?

Mi comentario cortó en seco el acceso de locuacidad que le había sobrevenido al detenido. Su mirada me taladró con furia.

– No sé -expliqué-, el caso es que hay gente por ahí de la que te esperas cagadas como ésta, y todavía peores. Creo que tú también conoces a alguno. Pero cono,

Stefan… Tú sabías perfectamente que ya no podías guardar este trasto, por mucho cariño que le hubieras cogido. Me consta que lo sabías. Lo último con lo que contaba era con poder sostenerlo así algún día. Sinceramente te lo digo. No doy crédito.

– ¿Algo más? -me retó.

– Hasta mañana, no. Lleváoslo, por favor.

Entre unas cosas y otras, cuando llegamos a la unidad eran las cuatro y media de la mañana. Dejamos al sospechoso en los calabozos y solicité y obtuve de mis superiores permiso para que mi gente y yo pudiéramos descansar tres o cuatro horas. Volví a citarlos a todos a las nueve, y he de consignar que cuando reaparecí por allí, a las nueve y cinco, los tres ya me estaban esperando. Chamorro tenía además un par de sabrosas novedades. Primero me tendió una ficha de la Interpol. Nuestro Stefan estaba reclamado por un homicidio en Francia y otro en Suecia. Ex militar y ex combatiente de la guerra de Bosnia, las policías de esos dos países lo reputaban un matón a sueldo, sin mayores escrúpulos para pasar de la paliza a la ejecución. Llevaba doce años rodando por Europa, cambiando de país cuando sus trabajos lo comprometían. Su tarjeta de residencia era más falsa que Judas.

– Monroy supo elegir, o lo que tenía le vino al pelo -observé-. Recurrió a la mejor cantera de asesinos a sueldo del continente.

– ¿Hay un ranking de eso? -preguntó Arnau.

– Lo dice el libro que estoy leyendo. Y cita a los propios mafiosos.

– McMafia, de un tal Misha Glenny, inglés -dijo Chamorro-. Según el brigada, todos deberíamos leerlo, en cuanto él lo termine.

– Debéis. ¿Y eso otro?

La sargento me tendió dos folios. Dos huellas de calzado.

– Son idénticas -dijo-. Es él.

– ¿También guardaba los zapatos, el tío? Está claro que nos hemos dado más prisa de la que imaginaba que pudiéramos darnos.

En esas condiciones, el interrogatorio del detenido era casi una formalidad superflua, pero la intenté. Durante diez minutos, Stefan no respondió a mis preguntas. Me miraba fijamente, con los labios apretados. Cuando volví con las dos huellas de calzado, pareció quedarse descolocado un instante. Luego masculló algo en su idioma.

– ¿Cómo dices? -pregunté.

– Que me da igual. Que no diré nada. Y que te den por culo.

20 No sin mi abogado

La cafetería en la que Monroy había citado a Chamorro era una de esas, más bien raras en Madrid, donde todo está muy limpio y es de diseño. Mejor me habría caído si hubiera elegido alguna muestra representativa de la hostelería local, con su sello cutre y su olorcillo a fritanga, o ya puestos a quedar en una cafetería, una de esas rancias, con olor a cruasanes y tortitas con nata y parroquia de edad media por encima de los setenta. Pero para ser sinceros, aquel tipo tenía ya muy pocas posibilidades de ganarse mi simpatía. Lo divisamos en la barra, llevando bajo el brazo la revista que nos había dicho que llevaría durante la breve charla telefónica que habíamos mantenido poco antes. Era una de fitness. Decididamente, el chaval no tenía remedio.

– Tú haces de poli buena. Yo de cabrón -murmuré a Chamorro.

Era alto y vestía bien, todo de Hugo Boss, que no poder pagármelo no me impide reconocer el corte. Llevaba en el bolsillo de la americana unas gafas de sol de Prada, cuidando de que quedara fuera la patilla del logo. Por descontado. Al vernos, se dirigió a mi compañera:

– ¿La sargento Chamorro?

– Sí, el señor Monroy, imagino. Mi compañero, el brigada Vila.

– Encantado. ¿Les parece que nos sentemos?

– Nos parece. Cortado -dije, y me fui hacia una mesa sin esperarle.

Un par de minutos después, Virginia, que mantenía la diplomacia, y Berto, que le correspondía untuosamente, vinieron con los cafés. Tan pronto se sentaron, yo tomé mi cortado y tiré de forma ostentosa el sobrecillo de azúcar al centro de la mesa. Luego comencé a dar vueltas a la taza sobre el platillo y me quedé mirándole sin abrir la boca.

– Le escuchamos -dijo Chamorro-. Qué quería contarnos.

Monroy tragó saliva. Por su planta y por su pinta se veía que era un tipo acostumbrado a dominar la situación, y le costaba un poco tener que hacer méritos ante un tribunal. Pero se aplicó a la tarea:

– En primer lugar, quiero dejar muy claro que vengo a título personal. Soy amigo de Montserrat Castellanos, ya lo saben, ella me dio su teléfono. Pero Montse no quería que hablara con ustedes. Y supongo que lo comprenden: lo último que ella quiere, ahora que está muerto, es echar más mierda sobre la memoria del padre de su hijo. Pero yo la convencí de que teníamos que contarles lo que sabemos, y como vi que a ella le iba a costar, me ofrecí a venir a hablar con ustedes.

– Ya -dije, mientras alzaba mi taza.

– ¿Y qué es eso que saben? -indagó Chamorro.

Monroy puso cara solemne. Como de gran revelación.

– Óscar consumía drogas. Y traficaba con ellas. No puedo decirles a qué nivel. Pero creemos que se metió en un lío. Ya saben lo que pasa, cuando uno entra en ese mundo, y además consume también.

– No, no lo sabemos -dije-. Somos de homicidios. Y usted, ¿cómo lo sabe?

Monroy se quedó seco. Me habría gustado tenerlo conectado a un monitor, para seguir su ritmo cardiaco. Aunque casi podía adivinarlo. Con todo, hizo un esfuerzo y soltó una risita nerviosa.

– No haga caso a mi compañero -dijo Virginia-. Es un poco irónico.

– Eh, sí -balbuceó Monroy, dirigiéndose a ella-, parece que sí que es un poco bromista. Me imagino que eso ayuda, en su oficio.

– Enormemente -dije.

– Pero, dejando eso aparte -intervino Chamorro-, lo cierto es que nos interesaría saber cómo lo supo usted. Que Óscar traficaba, digo.

Aquí Monroy se rehízo un poco.

– Bueno, soy propietario de unos cuantos locales nocturnos, y también llevo la seguridad de otros varios. Para proteger a mi clientela de malos rollos, debo estar al tanto de ciertos asuntos, y sobre todo tener buenas fuentes de información. No sé sí me entienden.

– Más o menos -repuso Chamorro, con dulzura.

– Tiene mucha suerte, su clientela -añadí.

Monroy volvió a carraspear. No lo estaba haciendo nada bien.

– El caso es que, por una de esas fuentes, me llegaron noticias. Y como Montse es buena amiga, y sabía que estaba muy preocupada por la deriva que tomaba su ex, porque cada quince días le entregaba al niño, pedí que me hicieran averiguaciones. Y supe dónde, cuándo, etcétera. Lo hablé con ella y entonces… Bueno, se nos ocurrió la idea.

Chamorro seguía contemplándolo con deliciosa mansedumbre.

– ¿Qué idea?

– Pues… Verá, es algo delicado, pero creo que podrán comprenderlo -se notó que la zozobra de Monroy aquí era fingida, preparada de antemano-. Por aquella época Óscar había pedido al juzgado la custodia del niño. Y Montse, aparte de sus intereses legítimos, creyó que no podía permitir que le dieran el niño a alguien así. Mi fuente tenía algunos contactos, entre ellos un confidente de la policía. Y bueno, quizá les parezca mal, pero para ayudar a mi amiga le pedí que animara a ese confidente a denunciar a Óscar. Así quedarían al descubierto sus trapicheos. Y de paso quizá se pensaría lo de seguir con ellos.

La sargento guardó silencio. Luego me miró y volvió a observar a Monroy. Pero continuó callada. Nuestro hombre vaciló.

– Ya, ya sé que no es algo muy presentable, que digamos, pero…

– Pero fue eficaz -lo interrumpí.

– ¿Por qué no lo denunció usted? -preguntó Chamorro.

– Yo no tenía la información concreta. Y bueno, para qué engañarnos, no es el tipo de cosas en las que uno quiera aparecer, y más si hay otro modo de conseguir el resultado que se pretende. ¿No cree?

Me incliné sobre la mesa, para mirarle más de cerca.

– Sí -dije, con intención-, cuando uno tiene un problema, siempre es mucho más gratificante que otro se manche las manos para resolverlo. Además, si algo va mal, se le puede echar la culpa. ¿No?

Monroy se echó hacia atrás. Le incomodaba mi proximidad.

– Miren, no cometí ningún delito, aunque puede que no jugara del todo limpio. Y no se lo cuento como algo que me enorgullezca, aunque lo volvería a hacer, si se presentara la situación. Lo que importa, creo yo, es que he venido por mi propia voluntad a contárselo. Y que se trata de algo que me parece que les interesa para su investigación.

No moví un músculo ante su alegato.

– Si no tiene inconveniente, lo que importa lo decidiré yo.

– ¿Cómo se llama su fuente? -preguntó Chamorro-. La que le dio la información, y luego animó al confidente de la policía.

– Entenderá que eso no puedo decírselo.

Chamorro sonrió.

– Pues no sé. Sólo hasta cierto punto.

En ese momento me puse bruscamente en pie. -¿Algo más, señor Monroy? Somos personas ocupadas.

Le costó articular palabra, pero al final lo logró: -No, es decir… Básicamente era eso. -Muy bien. Muchas gracias. Buenos días.

Y eché a caminar hacia la salida, sin mirarle a él ni esperar a mi compañera. Me dirigí a paso vivo hacia el aparcamiento donde habíamos dejado el coche. Poco después se me unió Chamorro.

– ¿No se te ha ido la mano? -dijo. -No. No vamos a perder más tiempo con ese fantoche.

Y empecé a marcar el número de Salgado.

– La verdad, mi brigada, es que así de mala leche impones -apreció Chamorro, mientras miraba hacia atrás-. Ni siquiera ha salido aún de la cafetería. Me parece que se ha ido directamente a los lavabos.

– Me la sopla. No, Salgado, no es a ti. Oye, ya hemos hablado con el mierda ese. Quiero que me pases su línea aquí, para oírle.

– En cuanto llame, descuida.

Un par de minutos después, cuando ya estábamos en el coche, de regreso a la unidad, sonó mi móvil. Era la cabo Salgado:

– Mi brigada, Monroy al aparato.

– Pásamelo -dije, y conecté el manos libres para que mi compañera también pudiera oír a nuestro sospechoso mientras conducía.

Pero la primera voz que oímos, tras un par de chasquidos, no fue la de Monroy. Era una mujer, a la que no tardamos en identificar.

– ¿Qué, cómo ha ido?

– Bien, bien…

Crucé una mirada con la sargento. No sólo era un patoso y un miserable gallina. También era un mentiroso repugnante.

– Pero, cuenta, dime, ¿qué impresión te han dado?

– Bueno, la chica muy maja. No parecía lesbiana ni nada, por cierto…

Monroy se echó a reír y todo. Chamorro meneó la cabeza.

– ¿Y el otro?

– Bueno, un tío bajito, con bastante mala hostia. Sólo le faltaba el bigote.

Mi compañera dio un respingo. Pero se contuvo.

– Vas a ver lo que es mala hostia de verdad cuando te enganche, Big Jim de baratillo -mascullé, aunque no pudiera oírme.

– Pero a ver, cómo se lo han tomado.

– Bien, bien, ya te digo. Para ellos, si tienen algo de instinto policial, ésa es la puta línea. Para ir por otro camino no tienen más que el testimonio de dos tías que te odian, no creo que sean tan gilipollas como para no verlo.

– Tendríamos que contratar a este chico para que hiciera el examen final a los que salen de la academia -dije-. Instinto policial…

– ¿Y no te han preguntado nada?

– Sí, querían que les diera el nombre de mi fuente. Pero les he dicho que no. Ya saben que estas cosas no se cuentan, y además, era algo que tenía perfectamente calculado. Ellos ya lo han averiguado por su cuenta. No me lo preguntaban más que para comprobarlo. Podía negarme sin problemas. Lo único que ellos necesitan es que les encajen todas las piezas, y eso ya lo tienen.

– Es un crack -dijo Chamorro-. Un cerebro de la manipulación.

– Sí. Fu Manchú, como poco.

– Entonces, ¿me puedo quedar tranquila? ¿De verdad?

– Diría que sí. Tuviste una buena idea. Teníamos que hacer la jugada.

– Bueno, te dejo, que tengo un señalamiento. Hablamos luego.

Ahí colgaron los dos. Chamorro y yo nos quedamos pensativos.

– ¿Y bien? -me sondeó.

– Pues ya ves. El ser humano le tiene alergia a la verdad. Sobre todo cuando le es desfavorable. Pero nos viene bien que la haya engañado.

– ¿Porqué?

– Porque vamos a ir a por todos. Ya. Y mejor que esté desprevenida.

– ¿Ya? ¿Hoy, quieres decir?

– Aja. Esta cadena tiene un eslabón débil, y como me consta tu inteligencia no hace falta que te diga cuál es. Estamos en condiciones de romperlo ya, y los otros es posible que no los rompamos nunca. Fíjate que con todo y lo nerviosa que estaba, Montse sigue sin decir nada que la incrimine respecto del asesinato, sólo se inculpa de la emboscada para que la policía pillara a Óscar con las papelinas encima.

– Ya me he percatado. ¿De veras estás seguro de que es el momento?

– Al cien por cien, nunca. Pero dudo que tengamos un día mejor.

La sargento asintió.

– Creo que opino como tú. Por si te sirve de algo.

– Me sirve, Vir. Después de oírte decir eso, voy a marcar este número -y levanté mi teléfono- con mucha más determinación.

La juez Fernández-Vadillo no tardó en ponerse. Le conté en resumen lo que había, haciendo hincapié en que había sido Montserrat Castellanos la primera persona con la que había hablado Monroy tras nuestra entrevista, y en lo que se habían dicho. Le hice notar que ella estaba aún confiada, y que Monroy tenía motivos para la inquietud. Ambas circunstancias me ayudaban a respaldar mi petición:

– Quiero detenerlos a todos. Esta mañana.

– ¿A Monroy y Montserrat, quiere decir? -preguntó.

– Y al abogado. Preventivamente. Y por razones tácticas.

– ¿Tenemos evidencia en las escuchas para eso?

– Como poco, para acusarle de encubrimiento.

– Muy firme lo veo. ¿No tiene ninguna duda, brigada?

– Confíe en mí. Sé lo que hago.

– Me lo ha probado, hasta aquí. Está bien. Si cree que la fruta está madura, adelante. Voy redactando las órdenes y se las paso por fax de aquí a media hora como máximo. ¿Los tienen localizados?

– En todo momento. Ninguno apaga el móvil. Quiero decirle algo, señoría. Ha sido providencial tenerlos intervenidos desde tan pronto. Tengo que agradecerle personalmente el valor para ordenarlo.

– No me dieron poder para no usarlo, brigada. Que vaya bien.

Esta vez no hizo falta recurrir a la caballería, aunque por seguridad organizamos las tres detenciones para practicarlas simultáneamente. Mandé a Salgado a por el abogado Rovira, que en ese momento estaba en la Audiencia Provincial. Lo interceptó en la misma puerta, según salía, para pasmo de curiosos y del propio interesado. Arnau, junto a la cabo Gloria, de la comandancia, que vino a echar una mano en su calidad de enlace para el caso, y un par de GRS, para curarnos en salud, le puso las esposas a Monroy, a quien sorprendieron a la salida de uno de sus locales y que ni siquiera estaba armado. El gorila que tenía allí emitió algún gruñido, pero los GRS eran más altos y más anchos y además llevaban subfusil. Por mi parte, me fui con Chamorro a donde, según su móvil, estaba Montserrat Castellanos: los juzgados de lo contencioso-administrativo de la Gran Vía. También la esperamos en la puerta y, cuando salió, no pude evitar que me impresionara un poco. Las fotos que teníamos de ella no le hacían justicia. Era una mujer muy atractiva, vestida impecablemente, con una estructura ósea notable y una energía que se hacía perceptible en el más ínfimo de sus gestos. Pero estábamos allí para lo que estábamos, y yo era el jefe. Le enseñé mi placa y la tomé del brazo, al tiempo que le anunciaba:

– Guardia Civil. Está usted detenida. No se resista y no la esposaré.

La expresión que entonces adoptó su rostro es difícil de describir. Por un lado, parecía estupefacta, como si acabara de aterrizar en algún escenario completamente irreal. Por otro, en la lentitud con que parpadeó creí leer que sus ojos veían al fin lo que tanto habían estado esperando. Lo que en su día había previsto que terminaría por ocurrir, sin que ello hubiera bastado para disuadirla de su propósito.

– ¿Por qué? -dijo al fin.

– ¿Necesita que se lo diga?

– Tiene que hacerlo. Es la ley.

Por lo menos no era una pusilánime, como Monroy, ni reaccionaba burdamente, como el sicario. En efecto, era mi deber, y no lo rehuí:

– Por inducción al asesinato a tiros y por la espalda de su ex marido, don Óscar Santacruz García, el pasado miércoles. ¿He sido preciso?

Me sostuvo la mirada. Sin pestañear.

– Bastante. Pero se equivoca. Gravemente.

– Disponemos de unas cuantas horas para hablarlo. En marcha.

A eso de la una y media, los teníamos a todos en los calabozos. Repasé con mi gente las diligencias pendientes. Arnau me alargó un sobre con unos documentos. Antes de abrirlo, pregunté:

– ¿Qué es?

– Información detallada sobre Wilson Jara Romero, el colombiano. Por cortesía del sargento Monteagudo. Al final se estiró.

– Se lo agradeceremos, aunque ahora no es lo prioritario. Cuando puedas, échale un vistazo y dime si hay algo que nos sirva para lo que tenemos ahí abajo. ¿Algo más que debamos tener en cuenta?

Salgado se encogió de hombros.

– Por razones de todos conocidas, la escucha está seca. Y antes de que se desconectara el último, nada que tenga que ver con el caso.

Chamorro me mostró unos folios.

– La documentación societaria de Starship Troopers, S. L. Sacada esta misma mañana del Registro Mercantil. Por cierto, acaban de poner un servicio de certificación online. En adelante no hay por qué esperar a que abran la oficina.

– Vaya. Tendré que tragarme mis palabras.

– No todas. Es de pago, y nada económico. En fin, aquí está lo que me pediste.

– A buenas horas. Ya sabemos quién conducía el Mercedes.

– Que sepas que tiene poderes de la sociedad, además.

– También sabíamos que es un aficionado. ¿Algo más?

Los tres negaron con la cabeza.

– Muy bien, pues vámonos a comer. Mejor afrontar el tajo con el depósito lleno. Y así les damos un par de horitas para que hagan examen de conciencia, mientras contemplan las paredes de la jaula.

Sabía bien que no era aquélla, precisamente, una vista que apaciguara el ánimo de nadie. Y eso me convenía, pero también dejar algún tiempo antes de interrogarlos. Así podía hacerles creer a todos que ya había hablado antes con los otros. Un truco viejo, pero útil.

Durante la comida debatimos el orden. Escuché a mi gente, pero me incumbía la responsabilidad de decidir y así lo hice:

– Primero Monroy, luego el abogado y Montserrat la última.

– ¿No deberías dejar a Monroy para el final? -dijo Salgado.

– Es del que más sé. Y luego le puedo dar otra vuelta.

– Estoy de acuerdo -me secundó Chamorro.

– Lo haremos Virgi y yo. Pero estad al quite.

Pedí que trajeran a Monroy y que lo metieran en el confesionario. Lo dejé ahí unos diez minutos, antes de entrar con Chamorro. Me llevé unos papeles, que apenas me senté puse boca abajo sobre la mesa.

– Discúlpenos, señor Monroy. Estábamos acabando con otro interrogatorio, hoy se nos amontona el trabajo. ¿Le han dado de comer?

Me miró con gesto desencajado.

– Sí -murmuró.

– Muy bien. Espero que le gustara el menú. Es lo mismo que nos dan a nosotros. Bueno, qué ha pensado en este rato. ¿Va a colaborar?

– Están cometiendo un error -protestó-. Yo no tengo nada que ver…

– Berto, tiempo muerto -lo corté en seco-. Antes de que sigas: lo sabemos todo. Y no sólo lo sabemos. Es que lo podemos probar.

Nos miró sucesivamente a ambos.

– Qué… ¿Qué es lo que saben?

– Joder, tío. Que eres el último. Que los otros ya han largado. Por no hablar de las pruebas materiales, las conversaciones, las localizaciones de tu móvil y el de la víctima… Vamos, ya quisiera tener siempre tan amarradas las cosas. Creo que no has entendido cuál es la cuestión.

– Cuál es.

– Si callas y te comes la pena máxima, o confiesas y entonces atenuamos lo tuyo. A fin de cuentas el tiro por la espalda y con nocturnidad no lo pegaste tú. Son agravantes, que te sonarán. La diferencia puede ser de unos años. Y eres un hombre joven. Tienes que pensar en el futuro. En lo que harás cuando salgas, allá para el 2025. Es decir, si colaboras. Si no, hueles a preso hasta el 2035. Uf, qué lejos.

– Si ya han confesado los otros, ¿para qué necesitas que confiese yo?

Le dejé creer por un momento que me sorprendía.

– No pienses tanto, Berto, no vayas a hacerte daño. Me gusta dejarlo todo bien redondito, soy un poco maniático, por eso me empeño en que me confiesen todos. Pero son cosas mías, tú no te preocupes.

Entonces respiró hondo y respondió:

– Quiero a mi abogado, ahora mismo. Soy inocente. Y eso es todo lo que tengo que decir. No me va a sacar de ahí, haga lo que haga.

Crucé una mirada con Chamorro. Luego me levanté.

– Allá usted, señor Monroy. A mí me da igual. Sea el 2035 pues.

Y le indiqué a la sargento que me acompañara fuera. De reojo vi la cara de funeral que se le quedaba a nuestro sospechoso. C) mucho me equivocaba, o aquello no había acabado allí. Repetimos la operación, y la comedia de la llegada con retraso, con Máximo Rovira. El abogado estaba visiblemente nervioso. Tenía un tic facial que repetía a intervalos de dos o tres segundos. Me senté frente a él y le pregunté:

– ¿Fuma usted?

– Se supone que lo estoy dejando.

– Le puedo dar un pitillo. No más, que esto es pequeño. Pero luego no aceptaré responsabilidades por su recaída en el vicio.

– Está bien. Gracias.

Tomó con fruición el cigarrillo que le conseguí de un compañero. También tuve que pedirle el mechero, porque ni Chamorro ni yo fumábamos. El abogado dio un par de caladas agónicas.

– Señor Rovira, ¿le han informado de la acusación?

– Algo así -rezongó-. Tengo derecho a la asistencia de un letrado, y quiero disponer de ella antes de que empiece a preguntarme nada.

– Claro, esto es informal. Ahora llamamos a quien nos indique. Pero antes quería ponerle al corriente de lo que nos han contado los otros. Y también, en confianza, de lo que yo pienso al respecto. No sé, con usted tengo una extraña sensación. Algo no es como nos dicen.

– ¿Qué les han dicho?

– Que estaba en el complot, desde el principio. Que le pidió a Monroy que buscara al asesino. Que incluso puso el dinero.

– Eso es mentira -saltó, fuera de sí.

– Repito lo que me dicen. Pero no sé, hay algo que… Vaya, que me mosquea. ¿Estaba usted al corriente de que su mujer y Monroy tenían un…? En fin, perdone la crudeza: ¿era usted cornudo y consentidor?

Rovira abrió unos ojos como paelleras.

– ¿Cómo?

– Vale, ya me ha respondido.

– Eso no es verdad. Se lo acaba de inventar.

– Tengo grabadas sus conversaciones. ¿Quiere oír una?

De pronto, a Rovira pareció faltarle el aire. El tic se convirtió en una sacudida y el cigarrillo cayó al suelo. Chamorro lo recogió.

– Esto es… Dios -exclamó el abogado-. Lo que faltaba.

Le puse la mano en el antebrazo.

– Señor Rovira, me da que me han mentido sobre usted. Sé que sabía lo que habían hecho, sé que lo encubrió, V puedo probar ambas cosas. Pero estoy dispuesto a creer que lo planearon sin su participación.

Máximo Rovira alzó entonces una mirada atribulada.

– Yo no haría algo así, no estoy tan loco.

– Eso me parece. Y podría asumirlo en mi informe. Pero para terminar de convencerme necesito que me dé algo. ¿Lo considerará?

Bajó los ojos. Vi que se lo estaba planteando.

– No sin mi abogado delante.

– Déme su nombre y su teléfono. Y lo tendrá aquí en lo que tarde en llegar desde donde esté ahora mismo. Se lo prometo.

– Roberto Nadales, se llama. ¿Tiene para apuntar?

Soy hombre de palabra y me gusta demostrarlo, también a los detenidos. Media hora más tarde, Rovira tenía su abogado, un compañero de despacho que se le parecía en casi todo, desde el peinado al traje azul marino y la camisa celeste con puños y cuello blancos. Sólo se los diferenciaba por la corbata, rosa la del otro, azul la que le habíamos quitado a Rovira. Con su colega delante, Rovira se derrumbó, aunque calculadamente. No aceptó otra responsabilidad que la de tener sospechas del complot asesino y no haberlas puesto en conocimiento de la justicia, para lo que invocó la eximente de vínculo afectivo. Leyó un par de veces la declaración y la firmó. Antes de que nos lo lleváramos, se dirigió a su compañero. Con tono agrio y expresión dolida, dijo:

– Si te llama, no la defiendas. Si quieres seguir siendo mi amigo.

El otro se quedó como una estatua de escayola. A decir verdad, llevaba así desde que Rovira había empezado a hablar. Por mi parte, retuve aquella información, que podía sernos provechosa.

Veinte minutos después, Montserrat Castellanos nos esperaba en la sala de interrogatorios. Antes de entrar, le advertí a mi compañera:

– Voy a preguntarle sólo una cosa. Luego es toda tuya. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

Abrí la puerta y le cedí el paso. Se acercó a la mesa y tomó asiento frente a la detenida. Yo me senté en la silla que había a un lado. Montserrat nos siguió a ambos con los ojos, sin decir nada, y acabó quedándose fija en Chamorro. Era lo que le resultaba más cómodo.

– Tiene derecho a un abogado -dije-. ¿Ha pensado en alguno?

Se volvió en mi dirección, cautelosa.

– Sí. Máximo Rovira. ¿Le doy el teléfono?

Meneé la cabeza.

– Lástima. Debo informarle de que el señor Rovira está momentáneamente impedido para el ejercicio de la profesión. Aunque, ¿de veras era necesario que se lo dijera? ¿No lo imaginó por sí sola?

No dejo traslucir ninguna emoción. Al cabo de unos segundos, dijo:

– Roberto Nadales.

– Mire, qué casualidad. Estaba aquí hace un rato. Con un poco de suerte, no habrá ido muy lejos. Tengo su número, voy a llamarlo.

Marqué el número cifra a cifra, recreándome en la operación. Montserrat seguía empecinada en aparentar indiferencia, pero cada vez le debía de costar más. Cuando terminé de marcar, puse el altavoz.

– ¿Sí? -contestó el abogado.

– Hola, señor Nadales. Brigada Vila, Guardia Civil. Hemos estado hablando hace un rato, no sé si me recuerda. Tengo a una detenida que pide que sea usted quien se encargue de su asistencia letrada.

– ¿Una detenida? Perdone, pero no le oigo muy bien.

– Es que aquí la cobertura falla un poco. Sí, una detenida. Se trata de Montserrat Castellanos García. ¿Acepta usted representarla?

El silencio que en ese momento se hizo en la línea resultó memorable; y la cara de Montserrat fue un digno acompañamiento.

– Lo siento. No puedo aceptar. Ya lo sabe usted.

Cortó la comunicación. La detenida abatió la mirada.

– Ya ve -dije-. Tendrá que pensar en otro.

Permaneció callada durante un espacio de tiempo que alargué a conciencia. Finalmente, me permití interpretar su mutismo:

– Habrá que buscarle uno de oficio, entonces. Tardará un poco en venir. Entre tanto, mi compañera quería hacerle algunas preguntas. Si puede contestarlas, aunque sea oficiosamente, se lo agradecerá.

Me eché hacia atrás. Chamorro tomó el relevo.

– Lo primero de todo, señora Castellanos, conviene que sepa que antes de detenerla hemos reunido muchas pruebas, no sólo de la autoría material del asesinato, sino de la conspiración para ejecutarlo. Y que hemos detenido e interrogado a otras personas, que ante lo aplastante de esas pruebas han reconocido los hechos que se les imputan.

– Me parece bien. Es su trabajo. ¿Qué tiene que ver eso conmigo?

Chamorro endureció el semblante.

– Soy yo quien pregunta. Y lo que estoy tratando de decirle es que se piense muy bien lo que me responde. Ni voy a tragarme cualquier cosa, ni está ya en condiciones de negar determinados extremos.

– Pregunte usted. Sé bien lo que le voy a responder.

Saltaba a la vista que no estaba dispuesta a dejarse amilanar. Chamorro hizo como que hojeaba los folios que tenía ante sí y le espetó:

– Una duda que tenemos. ¿Fue usted quien le pidió por su cuenta a Juan Alberto Monroy que buscara un sicario para matar a su ex, o lo hizo en connivencia con su pareja sentimental, Máximo Rovira?

– ¿Todas las preguntas van a ir por ahí?

– Más o menos.

– Está bien. Si es así, le voy a dictar mi única respuesta para todas.

La sargento encajó de mala gana la chulería. Continuó Montserrat:

– Apunte. Nunca haría nada contra el padre de mi hijo. Soy inocente.

– No sea sarcástica. Hemos hecho nuestro trabajo. Sabemos que le puso una denuncia falsa. Que hizo que lo detuvieran sin motivo.

– No. Me agredió y tuve que denunciarlo.

– Mire, no espero que de repente sienta el peso de la conciencia. Le estoy dando la oportunidad de reducir su responsabilidad. Dígame algo imaginativo. Qué sé yo, que sólo pidió que le dieran una paliza.

– Soy inocente. Eso es todo lo que tengo que decir.

Mi compañera lo intentó de todas las formas posibles y por todos los flancos que podía atacar sin desvelar nuestras cartas. Pero fue en vano. Y así iba a seguir. Al cabo de un rato, decidí acabar con la farsa:

– Escuche, señora Castellanos. Si yo no fuera lo que soy, le diría que es usted una basura, no sólo por lo que ha hecho, y lo que le ha hecho a su hijo, sino por la gente con la que anda. Y le diría también que puede que ese abogado y ese matón de discoteca a los que se tira tengan el rabo más grande, pero lo que me consta es que no tienen ni la mitad de pelotas que el hombre al que hizo matar a traición; un hombre que con todos sus fallos tenía la dignidad y el coraje que usted no tendrá jamás. Pero soy guardia civil, y como tal me enseñaron que a los ciudadanos se les trata con respeto, incluso cuando delinquen. Así que no voy a decirle nada de eso. Le diré que hace legítimo uso de su derecho a no declararse culpable, que por nuestra parte hemos terminado y que, a partir de aquí, la autoridad judicial decidirá.

No replicó. Y cuando se la llevaron, no se volvió siquiera. Pero yo me quedé más a gusto. Una hora después, Juan Alberto Monroy pidió hablar de nuevo con nosotros. Le mostré un par de documentos y le puse un par de grabaciones. Antes de las nueve, y tras llamar a un abogado, teníamos su confesión firmada. Ya lo decía el viejo Sherlock: ninguna cadena es más fuerte que su eslabón más débil.

Epílogo. La estrategia del agua

Acabamos la jornada muy tarde. Aparte de cerrar todo el papeleo, tuvimos que ocuparnos de otras cuestiones inaplazables, como por ejemplo qué hacíamos con el hijo de Montserrat. Con la conformidad de la juez, lo dejamos aquella noche a cargo de la chica que lo cuidaba, en espera de entregárselo a su tía paterna, que se comprometió a presentarse al día siguiente en Madrid para recogerlo. También de acuerdo con su señoría fijamos para primera hora de la mañana la puesta a disposición judicial de los detenidos. Antes de irme a la cama, al filo de la medianoche, cumplí una promesa. Llamé a Marly, el periodista, y le dije que le convenía enviar un fotógrafo al juzgado en las próximas horas. También le di algunas pinceladas de lo sucedido, que me comprometí a ampliar cuando la juez hubiera tomado declaración a los detenidos y hubiera resuelto acerca de su situación.

Por la mañana, organizamos el dispositivo de traslado de forma discreta. En lo que de mí depende, las personas a las que he de detener y entregar a los jueces se ahorran el espectáculo bochornoso de ser injuriadas por el populacho a la puerta del juzgado. En la acera sólo había unos pocos curiosos, que no estaban al corriente de lo que se desarrollaba ante sus narices, y que vieron desfilar a los cuatro (un desafiante y casi incólume Stefan, un despeinado y ojeroso Monroy, un abatido y envejecido Rovira, y una invariablemente remota y casi principesca Montserrat) con visible desconcierto. Había que reconocer que, salvo por la facha patibularia de Stefan, y el tatuaje que le asomaba a Monroy en el cuello, no eran unos detenidos al uso. El fotógrafo que había enviado Marly pudo captarlos a placer. Y no había otro.

Los interrogatorios, que se prolongaron durante toda la mañana, confirmaron las previsiones. Rovira y Monroy ratificaron ante la juez las declaraciones que habían prestado ante nosotros, de las que, en esencia, se desprendía el papel de Montserrat como inductora principal del asesinato y el de intermediario de Monroy. Ante el peso abrumador de las pruebas, éste reconoció haber participado también en seguimientos y amenazas previas, pero negó haber dado instrucciones precisas al sicario para acabar con la vida de Óscar, descargando sobre éste toda la responsabilidad en cuanto a la ejecución material del crimen. Durante un rato jugó a sugerir que sólo le había pedido que le diera un susto al fallecido, pero el fiscal estuvo hábil y esgrimió en su contra el elevado precio que había satisfecho al sicario, dos pagos de veinte mil euros; la catadura inequívoca del individuo; y el móvil que impulsaba a la inductora. Circunstancias todas ellas que apuntaban claramente al resultado mortal. Ahí Monroy se derrumbó.

En cuanto a Stefan y Montserrat, negaron tozudamente su intervención. El serbio aguantó sin inmutarse la exposición de la retahíla de pruebas materiales que lo inculpaban. Por momentos, parecía como si no estuviera allí, sino en algún remoto campo de batalla de los Balcanes, buscando blancos con la mirilla de su fusil, aspirando el olor a pólvora y dejándose arrullar por el rumor de fondo de los morteros. La mujer, en cambio, hizo sentidas protestas de inocencia, y del dolor que le causaba no poder ver a su hijo, al que por cierto no se había referido ni una sola vez la víspera. En un instante de cinismo ejemplar, admitió haberle dicho alguna vez a Monroy que estaba harta de su ex, pero alegó que si el otro había sacado de ahí el motivo para contratar a un asesino para matarlo, eso no era algo de lo que se la pudiera culpar a ella, y mucho menos exigirle por ello responsabilidad penal.

A mediodía, la juez despachó a Stefan, Monroy y Montserrat a prisión. Al abogado Rovira le impuso una fianza cuantiosa y le permitió volver a casa. Fue curioso ver el contraste, entre su salida como hombre libre (al menos, provisionalmente) y no obstante humillado, y la de Montserrat, como reclusa y sin embargo taconeando con fuerza. Me permití pensar en lo poco que tardaría en percatarse de la conveniencia de adoptar ese perfil bajo, en lo indumentario, que recomienda la etiqueta carcelaria. Pero incluso el chándal que tuviera, y que pudiera hacerse llevar en seguida, debía de pecar de ostentación.

Podían ser cerca de las tres cuando acabó todo. Me disponía a irme cuando oí una voz que me llamaba a mi espalda:

– Brigada, ¿me espera un momento?

Era la juez. Arnau y Chamorro me interrogaron con la mirada, como si de pronto temieran que hubiésemos cometido algún desliz.

– Claro, señoría.

Vino sin prisa hasta nosotros. Llevaba colgado su bolso, un bonito ejemplar rojo de Loewe, y se colocó sobre el cuello el pañuelo a juego. Quizá puse un especial empeño en fijarme en esos dos accesorios porque me recordaban que yo no era como ella, que nunca lo sería, y que, pasara lo que pasara y dijera lo que dijera, no existía posibilidad alguna de que se me expidiera el ticket de admisión en su mundo.

– Estoy sin coche -dijo, cuando llegó a nuestra altura-. Tenía que dejarlo esta mañana en la revisión. ¿Me acercarían a Madrid?

– Cómo no.

Fue, por decirlo de un modo neutro, un viaje diferente. A esa hora no había demasiado tráfico, por lo que no nos llevó mucho, pero nos dio tiempo a vivir un par de momentos dignos de recordarse. Cuando le abrí la puerta del coche, para que ocupara el que solía ser mi sitio, la juez se encontró mis cosas sobre el asiento. Había dejado unos papeles y un libro. Lo cogió y lo examinó con indisimulada curiosidad:

– Misha Glenny. McMafia. ¿De qué va?

– Crimen global -preferí no explayarme.

– Ah. ¿Tendría que leerlo?

– No creo que le viniera mal.

Una vez que nos pusimos en marcha, abrió al azar el volumen y dio con uno de los pasajes que yo había subrayado. Leyó en voz alta:

– Para cubrir sus necesidades prácticas y lúdicas, los europeos pueden elegir entre una amplísima gama de productos. A pesar de la ingente oferta de productos de consumo lícitos, una parte significativa de la población (tanto la rica como la pobre) busca fuera del mercado legítimo la satisfacción de sus necesidades. Vaya. ¿Por qué ha subrayado esto, si puedo preguntar?

– Creo que es una observación pertinente. Ayuda a identificar las raíces del mal al que nos enfrentamos. Y a no dejarse embrollar con esas simplezas maniqueas con las que nos dan la lata los simpáticos redentores de la sociedad o los justicieros de tres al cuarto. Piense por ejemplo en lo que hemos estado viendo hoy. Ninguna de esas personas ha violado el Código Penal por angustia o necesidad.

– Eso es verdad. Suena interesante. Me lo compraré, creo.

Parecía obvio que si la juez no se había pedido un taxi, como sin duda podía permitirse, era porque quería decirnos algo. Y no se dio demasiada prisa en abordar la cuestión, pero finalmente lo hizo:

– Me gustaría darles las gracias. Ha sido todo un privilegio trabajar con ustedes. No sé si son los mejores, como dijo su compañero cuando nos presentó, pero me han demostrado ser rigurosos y leales.

– Creo que represento a mi gente si le digo que por nuestra parte el sentimiento es recíproco -declaré, porque me parecía justo.

– Se lo agradezco. No habría apostado por ello cuando lo conocí. Me dio la sensación de que no tenía usted mucha simpatía por mi gremio.

¿Me estaba provocando para que le dijera lo que pensaba? Si era así, no tenía ninguna razón para abstenerme. Así que no la rehuí:

– Los gremios no existen, en realidad. Existen las personas. Y entre las que imparten justicia me he encontrado algunas que me pareció que no tenían el grado de compromiso que yo exigiría para poder vestir la toga judicial y ostentar el poder que eso implica. Sería raro que no me las hubiera tropezado, estando donde estoy. Quizá fueron unas cuantas más de lo que a mí me parecería razonable, pero a fin de cuentas yo no soy nadie y lo que a mí me parezca o me deje de parecer no tiene importancia. Y usted, desde luego, no es una de ellas. Así que, si en algo pudo ser incorrecto mi comportamiento, le debo una disculpa.

Los ojos de la juez brillaron con astucia.

– No, no me la debe. Y tenía pensado soltarle un discurso sobre las dificultades que conlleva este trabajo, como cualquier otro, y sobre lo poco que a veces se entienden las cosas desde fuera, cuando no se está en el pellejo del que ha de decidir, y se ve obligado a hacerlo una y otra vez en condiciones que no son las que desearía, y que además tiene muy poco margen para tratar de enmendar. Pero me parece que voy a ahorrármelo. Creo que, después de todo, no lo necesita.

– Bueno, si cree que debe soltármelo, adelante.

– No. Hemos hecho una buena faena. Mejor limitarse a disfrutar del instante. Por una vez, las cosas han sido más o menos como tendrían que ser. Que eso nos consuele de todas las veces que no es así.

No podía estar más de acuerdo. Aunque ella se opuso, por la hora que era y porque estábamos sin comer, insistí en llevarla hasta su casa. Vivía en un edificio céntrico, de porte señorial. Antes de bajarse del coche, nos estrechó la mano a los tres. Luego cogió su bolso y dijo:

– Espero que volvamos a coincidir. Aunque por otro lado no debería esperarlo. Poco bueno puede ser lo que vuelva a reunimos.

– En todo caso, ya sabe dónde estamos.

– Lo mismo digo. Adiós.

Quién sabía, tarde o temprano aquella juez llegaría a la Audiencia, y quizá más allá. La vida es larga y caprichosa, y en ella a menudo nos esperan, a la vuelta de los años, no sólo las consecuencias de nuestras acciones, sino también nuestras solidaridades y nuestras incomprensiones de otro tiempo. Si volvía a encontrármela, a ella me permitiría contarla entre las primeras, pero más por mérito suyo que mío.

El regreso a la unidad, después de haber terminado un trabajo, siempre me produce una sensación de vacío. Para tratar de paliarla, convertí el humilde almuerzo con mi gente en el comedor de la empresa en una especie de celebración. Que valía como agradecimiento para los tres. A Chamorro por su sensatez, a Salgado por su picardía, y a Arnau por su abnegación; con las que, cada uno a su manera y en momentos decisivos, habían sabido suplir mis deficiencias.

En especial, me pareció que debía resaltar el desempeño del novato.

– Juan -le dije-. Quiero que sepas, y que sepan éstas de paso, algo que te incumbe. En mi informe voy a recomendar que te quedes.

– Ah, ¿estaba a prueba? -preguntó Salgado.

– Como todos, cabo -le recordé-. Pero siendo nuevo hay muchas más posibilidades de llevarse la suela del coronel grabada en el culo. Creo que nuestro guardia ha demostrado que él ya ha superado ese periodo de suspicacia inicial. A eso es a lo que me refiero.

– Gracias, mi brigada -dijo Arnau-. Aunque si me lo permite, no sé qué me emociona más, si su reconocimiento o que me haya llamado dos veces por mi nombre en las últimas cuarenta y ocho horas.

– Te lo permito. Pero recuerda que todo es transitorio. Y que si dejas de merecer mi confianza vendrá bien que tengas dos nalgas, porque en la que no te dé el zapato del coronel te llevarás impreso el mío.

– Me ha quedado claro.

– Y tutéame, de una vez. Que no voy a arrestarte, hombre.

Estábamos a los postres cuando sonó mi teléfono móvil.

– Sí -lo atendí.

– ¿Brigada Be-vi-lac-qua?

– El mismo.

– Soy Magda.

Por un momento, mis neuronas se resistieron a la sinapsis.

– Magda Santacruz -aclaró-. ¿Le pillo bien?

– Ah, sí, disculpe. Estaba terminando de comer.

– Le llamo luego, si le molesto ahora.

– No, en absoluto, dígame.

– Estoy en Madrid. Me preguntaba si sería posible verle.

– Pues… -dudé-. Sí, claro, cómo no.

– No es por nada. Sólo me gustaría darle las gracias personalmente. A usted y a la sargento Virginia, si puede ser. Pero no quiero molestarles, me acerco a donde estén ustedes. Será sólo un momento.

– No, no se preocupe. ¿Dónde está usted ahora?

– Enfrente del lago de la Casa de Campo. Donde los restaurantes. No sé si sabe por dónde le digo.

– Sí, perfectamente. Podemos estar ahí en media hora. ¿Le va bien?

– No quisiera molestarles, de veras.

– No es molestia. Nos vemos ahí.

Cuando colgué, me dirigí a Chamorro:

– La hermana. Quiere darnos las gracias. Si tienes plan, te excuso.

– No. Voy contigo.

– Pero antes tengo que pasar por casa.

– ¿Para?

– Cosas mías.

– Mira que eres…

Gracias a los nuevos túneles de la M-30, llegamos en poco más de media hora. Magda estaba sentada en una terraza, disfrutando de la tibia tarde primaveral. En unos columpios cercanos jugaba un niño al que no le quitaba ojo. Lo reconocí, aunque estaba algo crecido respecto de las fotos. La hermana de Óscar se empeñó en pagarnos un café. Cuando nos lo hubieron servido, quiso darnos una explicación:

– Me ha pedido venir aquí. Siempre le gustó mucho este sitio. Y como está al lado de la autovía, no he sabido negarme.

– ¿Cómo lo encuentra? -pregunté.

Magda suspiró.

– Raro. Está en una edad muy particular. Creo que se ha construido un tabique mental para poder defenderse. Quizá sea mejor así. Nos espera un trabajo bastante delicado con él. Pero lo haremos.

– Seguro que sí.

– No sólo quería darles las gracias. También quería pedirles perdón. En nuestro primer encuentro los juzgué demasiado a la ligera.

– Olvídelo -dijo Chamorro.

– Estaba muy nerviosa, entiéndanme.

– Olvídelo -insistí.

– Han sido ustedes muy rápidos. ¿Cómo lo han hecho?

Le conté sólo una parte, la que podía compartir con ella sin faltar a mi deber profesional de discreción. Pareció impresionada.

– Han avanzado mucho, desde los tiempos de la historia que contaba aquella película, cómo se llamaba, El crimen de Cuenca…

No me ofendí, porque no había malicia en el comentario.

– En todo caso, ha avanzado el país -la rectifiqué-. Recuerde que a aquellos dos desgraciados los condenó un jurado popular.

– Es verdad, salía en la película.

– Antes de que se me olvide. Le he traído algo.

– Ah sí, ¿el qué?

– Algo que tomé prestado. Primero, estos dos libros. Pertenecían a Óscar, estaban en su piso. Los tenía muy anotados, y me sirvieron para conocerlo mejor. Ahora creo que debe tenerlos usted. Para él.

Y señalé al niño. Magda tomó los libros y los miró con interés.

– Epicteto -sonrió-. Lo uso a veces, con mis clientes. Sólo tiene una pega, para mi gusto, que invita a una conformidad excesiva.

– Bueno, lo compensaba con el otro.

– Sunzi -exclamó, mientras su sonrisa se hacía un punto más pronunciada-. También lo uso. Bueno, yo y un montón más. Hay escuelas de negocios donde se estudia como texto obligatorio. Recuerdo haberlo comentado con mi hermano, más de una vez. De aquí sacó la inspiración para su estrategia. La estrategia del agua, la llamaba.

– ¿Y en qué consistía, esa estrategia? -preguntó Chamorro.

– En ser como Sunzi dice que es el agua. En no tener forma, para que no puedan darte los golpes. En buscar los resquicios, para hacer inútiles las murallas del enemigo. En evitar las alturas, donde el adversario que dispone de mejores arqueros te acribillará a placer. En resumen, en rehuir el enfrentamiento infructuoso y buscar un terreno de batalla donde tus tropas sean mejores que las del general contrario.

La metáfora era diáfana, pero se tomó el trabajo de traducirla:

– Era lo bastante inteligente como para comprender que no podía responder a la violencia con violencia. Que tampoco tenía sentido empantanarse en el resentimiento, por más que se sintiera víctima de una injusticia. Así no podía ganar, sólo reforzaba la posición del enemigo. Asumió que él tendría que hacer un camino más largo, más penoso, más sutil. Y se puso a ello, porque tenía voluntad de vencer.

Nos quedamos callados. Magda concluyó:

– Supongo que el pobre no contó con que todos los cálculos y toda su estrategia no servirían de nada, contra quien iba a atacarle a traición. Y eso que el propio Sunzi lo advierte: La guerra es el arte del engaño.

Meneé la cabeza.

– No. Al final, su estrategia funcionó. Ganó la guerra.

Magda me miró como si no comprendiera.

– ¿Que ganó, dice? Está muerto, brigada. Y ella viva.

– Todos nos morimos. Eso no significa nada.

Miré al niño, que en ese momento se deslizaba sobre un tobogán.

– Su batalla era ese chaval de ahí -dije-. Su paternidad, de la que habían intentado despojarle, y que no quiso ceder y defendió con valor, pero también con éxito. Su guerra no se libraba en los tribunales, sino ahí dentro. En la memoria y el corazón de ese niño. Que reconocerá por siempre a su padre, y a quien jamás se lo podrán quitar. La que ha perdido es ella, que ya no tiene derecho a llamarse su madre. Como diría Epicteto, pudo matar a Qscar, pero no perjudicarlo.

Los ojos de Magda se humedecieron. Los de Chamorro también. Yo todavía no sé muy bien cómo me las arreglé para contenerme.

– Puede ser -concedió Magda-. Por qué no. Trataré de verlo como usted dice. Es mucho más consolador que la otra versión.

– Ocúpese de que el chaval lea un día esos libros, con las anotaciones de su padre. Cuéntele cómo era. Su recuerdo será para él una buena compañía. Le ayudará, en los momentos oscuros. Aunque ya no esté.

Magda se enjugó las lágrimas y esbozó con esfuerzo una sonrisa.

– Creía que los policías eran fríos. Que no se implicaban.

La miré a los ojos.

– Sé de lo que estoy hablando. Crecí sin padre. Y creo que está vivo en alguna parte, pero tengo mucho menos de lo que tiene su sobrino.

Magda inspiró hondo.

– Gracias. Por la confidencia.

– He traído otra cosa -dije-. También estaba en su piso. No lo había pintado, y me he permitido hacerlo yo. Déselo también al chico.

Le tendí la figura de plomo. No le expliqué que era un combatiente de las SS; a fin de cuentas, ese detalle era irrelevante. Dejé que la apreciara sin el postizo de la información histórica, que a veces es más bien deformación, o anécdota superflua. Lo examinó atentamente.

– ¿Esto lo ha pintado usted?

– Sí. Así mato el tiempo libre.

– Es usted todo un artista.

– Un amateur, nada más. Pero aplicado, eso sí.

– Lo guardaré -prometió-. Y le contaré a él que lo pintó el hombre que resolvió el asesinato de su padre. Algo dice de usted.

Por un momento tuve dudas sobre si eso que la figura decía de mí, cuando lo interpretara el chaval, le daría una impresión positiva o negativa. Pero mentiría si dijera que llegué a preocuparme.

– No hace falta. Además, no lo hice solo. La sargento, aquí presente, y mis otros compañeros, tienen tanto o más mérito que yo.

– Bueno, yo le diré lo que quiera -me retó-. No podrá impedírmelo.

– Tiene razón. No podré -admití, secundando su sonrisa.

Miró el reloj.

– Se nos hace tarde. Voy a ir llamándolo.

Me puse en pie, y Chamorro conmigo.

– Nosotros nos vamos -dije-. No queremos estorbar. Bastantes novedades ha tenido que asimilar la criatura en tan poco tiempo.

– Es un chaval fuerte. Lo superará.

– Encantado de conocerla, Magda.

– El placer es mío. Y el agradecimiento.

– Nos pagan por esto. Ya sabe dónde estamos, para lo que necesite.

– Mucho gusto, y gracias -se despidió Chamorro.

Echamos a andar hacia el aparcamiento, antes de que trajera al niño. De camino, me permití admirar el azul radiante del firmamento, por encima del perfil de la ciudad. La línea del cielo de Madrid quizá no sea gran cosa, arquitectónicamente hablando (la Almudena no es por cierto el Chrysler Building, ni el Edificio España el Empire State, ni las cuatro exageradas torres advenedizas valen un pimiento al lado de Lower Manhattan o el downtown de Chicago). Pero el caso es que tiene algo, y en especial vista desde allí, desde aquel centenario coto de caza real arrebatado a su antiguo beneficiario por los madrileños.

– Prueba superada -me sacó de mi ensimismamiento Chamorro.

– ¿Tú crees?

– Lo creo. Al final, resucitaste.

– Por esta vez.

Todavía aquel sumario dio un par de coletazos, cuando se revelaron las conversaciones de Montserrat con la presidenta de la Audiencia y de Monroy con la ex miss Caty Liébana. Hubo algo de escándalo, pero a ninguna le pasó nada. La magistrada alegó que la habían sorprendido en su buena fe, por medio de aquel Carbajosa, antiguo compañero de facultad. Al ex novio de Caty, que tenía sus propias miserias, no le convino poner la denuncia. Y sus historias cayeron en el olvido, como quizá merecían. Por mi parte, me comprometí a que Óscar Santacruz no corriera igual suerte. Cuando menos, mientras yo aliente sobre este sucio y tramposo mundo, puedo garantizar que su terso recuerdo vivirá conmigo.

Sitges-Viladecans-Getafe-Santiago de Chile-

Belgrado-Bidart-Madrid

21 de septiembre de 2008 – 25 de septiembre de 2009

Reconocimientos

Para que el autor pudiera escribir esta novela han sido importantes unas cuantas personas. En primer lugar, debo agradecerles su lectura siempre crítica y constructiva a mis lectores de guardia: Noemí, mi mujer; Juan y Francisca, mis padres; Manuel, mi hermano; Laure, mi agente, y Carlos, mi amigo y compañero de siempre. También he de reconocer, y en este caso muy especialmente, el aliento y las observaciones que recibí de mis editores, Silvia, Pilar y Emili, que estuvieron ahí, empujando este libro, incluso desde antes que existiera.

Por otra parte, tengo que dar las gracias a otros dos amigos, Joaquín y Javier, por el hombro en que me dejaron apoyarme, en momentos y para cuestiones en que pocos otros hombros había. Y a unas cuantas amigas, por lo mismo pero con un matiz especial, por ser lo que son y por haberme ayudado a seguir creyendo en cosas en las que otra gente me inducía a dejar de creer: Esperanza, Nuria, María, Elisa, Manuela, Mireya y Cristina. A esta última, además, le debo unas páginas de la novela.

Y a Laura, Pablo y Judith, por sus sonrisas, por sus esfuerzos, y por haber querido, en su corta edad, ser todos juntos mi familia.

Y a Paloma Ortiz García y Albert Galvany, que tradujeron a un exquisito castellano a Epicteto y a Sunzi respectivamente (aunque al segundo le fui infiel en cierto pasaje de la novela con una traducción anónima de Internet que me venía mejor a mis efectos).

Y a Miguel Ángel Salgado, asesinado a traición en Ciempozuelos (Madrid) el 14 de marzo de 2007. Este libro no es su historia, pero su sacrificio me lo sugirió. Va por él, y por todos los padres que luchan, en condiciones adversas, para seguir cuidando de sus hijos.

Lorenzo Silva

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