La enterraron con las manos unidas como si rezara…

Es enero, el suelo está helado y solo una casualidad ha permitido que el cuerpo haya sido descubierto. La policía de Filadelfia recurre entonces a Sophie Johannsen, una joven arqueóloga especialista en excavaciones medievales. Gracias a ella localizan el segundo cadáver: un joven con las manos a la altura del pecho, como si sostuviera una espada.

Ya tienen una dama y un caballero, dos asesinatos que imitan ritos funerarios medievales, y algo más cruel todavía: a su alrededor aguardan otras sepulturas, algunas ocupadas, otras vacías, esperando a las próximas víctimas… lo que el detective Vito Ciccotelli debe impedir a toda costa con la ayuda de Sophie.

Mientras, una empresa de videojuegos se prepara para el lanzamiento de su nuevo producto estrella: El inquisidor, un juego que lleva el horror y la oscuridad de la Edad Media hasta sus últimas consecuencias.

Karen Rose

Muere para mí

Suspense 07

Título original: Die for Me

© 2009, Laura Rins Calahorra, por la traducción

Dedicado a la memoria del doctor Zoltan J. Kosztolnyik, profesor emérito de historia medieval de la Universidad A &M de Texas.

Aunque no tuve el privilegio de conocerlo en persona, sí que tengo el honor, el privilegio y el placer de conocer a la hija que crió.

Y, como siempre, a mi querido esposo Martin. Todos los días influyes en la vida de tus alumnos al infundir vida a la historia con la misma y excepcional combinación de pasión, inteligencia y humor que veinticinco años atrás hizo que me enamorara de ti.

Tanto si te disfrazas de Cleopatra, como si ilustras la Declaración de Independencia con vídeos de los grupos de rock de los ochenta o explicas la Doctrina Monroe bailando el «Badger-Badger-Mushroom», tienes la garantía de que ningún alumno que pase por tu clase te olvidará jamás.

Me inspiras. Te amo.

Prólogo

Filadelfia,

sábado, 6 de enero

Lo primero que le impactó a Warren Keyes fue el olor. Amoníaco, desinfectante… y algo más. ¿Qué más? «Abre los ojos, Keyes.» Oía el eco de su propia voz en la cabeza y se esforzó por levantar los párpados. «Cómo pesan.» Le pesaban mucho, pero luchó hasta conseguir abrirlos. Estaba oscuro. No, había un poco de luz. Warren parpadeó, y volvió a hacerlo con más fuerza hasta que vio con claridad una luz oscilante.

Era una antorcha, colgada en la pared. El corazón empezó a aporrearle el pecho. La pared era de piedra. «Estoy en una cueva.» Su corazón se aceleró. «¿Qué demonios es todo esto?» Quiso incorporarse, pero un dolor rugiente le recorrió los brazos y la espalda. Soltó un grito ahogado y cayó de espaldas sobre una superficie lisa y dura.

Lo habían atado. «Dios.» Lo habían atado de pies y manos. Y estaba desnudo. «Estoy atrapado.» El miedo empezó a subirle desde el vientre y fue atenazándolo. Se retorció como un animal salvaje y luego volvió a caer de espaldas resollando; notaba el sabor del desinfectante al tomar aire. Desinfectante y…

Se le cortó la respiración al reconocer el olor que tapaba el desinfectante. Olía a muerto. A corrupto. «Alguien ha muerto aquí.» Cerró los ojos, forzándose a no dejarse llevar por el pánico. «Esto no está ocurriendo. Es solo un sueño, una pesadilla. Dentro de un instante me despertaré.»

Pero no estaba soñando. Aquello, fuera lo que fuese, era real. Se encontraba tendido sobre un tablón ligeramente inclinado, con las manos atadas por las muñecas y los brazos estirados por encima de la cabeza. «¿Por qué?» Trató de pensar, de recordar. Le venía algo a la mente… una imagen que no alcanzaba a evocar del todo. Al esforzarse por traerla a la memoria se dio cuenta de que le dolía la cabeza. Se estremeció cuando el dolor hizo danzar ante sus ojos pequeños puntos negros. Santo Dios, menuda resaca. Aunque… no recordaba haber bebido.

«Café.» Recordaba haber tomado café; había rodeado la taza con las manos para entrar en calor. Tenía frío. Estaba al aire libre. «Estaba corriendo.» ¿Por qué corría? Giró las muñecas y sintió un gran escozor en la carne viva. Luego estiró los dedos hasta que notó el tacto de una cuerda.

– Así que al final te has despertado.

La voz procedía de detrás, así que estiró el cuello para mirar. Entonces recordó algo y la opresión que sentía en el pecho disminuyó un poco. Era una película. «Soy actor y estábamos rodando una película.» Un documental histórico, en realidad. Corría, y en la mano llevaba… ¿Qué llevaba? Hizo una mueca al concentrarse. «Una espada; eso es.» Vestía indumentaria medieval; era un caballero con yelmo, escudo… y hasta cota de malla, por el amor de Dios. Ahora lo recordaba todo. Se había cambiado, quitándose incluso la ropa interior, y se había puesto aquel saco de arpillera áspero e informe que le irritaba la entrepierna. Empuñaba una espada mientras corría por el bosque que rodeaba el estudio de Munch gritando a voz en cuello. Se sentía como un perfecto idiota, pero lo había hecho porque así lo indicaba el maldito guión.

«Pero esto… -volvió a tirar de la cuerda sin éxito- esto no aparecía en el guión.»

– Munch. -La voz de Warren sonó ronca y le raspó en la garganta seca-. ¿Qué demonios significa esto?

Ed Munch apareció a su izquierda.

– No creía que llegaras a despertarte.

Warren pestañeó cuando la tenue y oscilante luz de la antorcha iluminó el rostro del hombre. Por un instante, su corazón dejó de latir. Munch había cambiado. Antes era un anciano cargado de espaldas, con el pelo cano y un cuidado bigote. Warren tragó saliva; le costaba respirar. Ahora Munch estaba totalmente erguido, y no tenía bigote. Ni pelo. Llevaba la cabeza afeitada y su calva relucía como una bola de billar.

«Munch no es ningún anciano.» El miedo clavó sus garras en sus entrañas. Le había ofrecido quinientos dólares por el documental, en efectivo si se presentaba ese mismo día. A Warren le extrañó; era mucho dinero por un documental que, con suerte, emitirían por la PBS. No obstante, accedió. Aquel extraño anciano no representaba ninguna amenaza.

«Pero Munch no es ningún anciano.» La cólera aumentaba y le producía una sensación de ahogo. «¿Qué he hecho?» Inmediatamente después de esa pregunta se formuló la siguiente, más aterradora: «¿Qué me hará?»

– ¿Quién eres? -gruñó Warren, y Munch le colocó una botella de agua contra los labios. Warren quiso apartarla, pero Munch le aferró la barbilla con una fuerza inesperada. Sus oscuros ojos se entrecerraron y el miedo paralizó a Warren.

– No es más que agua esta vez -masculló Munch-. Bebe.

Warren escupió el sorbo de agua en el rostro del hombre y se puso rígido al ver que este alzaba el puño. Pero el hombre bajó el brazo y se encogió de hombros.

– Tarde o temprano beberás. Necesito que tengas la garganta húmeda.

Warren se pasó la lengua por los labios.

– ¿Por qué?

Munch volvió a desaparecer tras él y Warren oyó que arrastraba algo. Cuando pasó por su lado, vio que se trataba de una cámara de vídeo. Se detuvo a un metro y medio de distancia y le enfocó directamente el rostro.

– ¿Por qué? -repitió Warren en voz más alta.

Munch miró por el objetivo y luego retrocedió.

– Porque necesito que grites. -Alzó una ceja y su expresión se tornó extrañamente anodina-. Todos los demás gritaron. Tú también lo harás.

Su horror aumentaba, pero Warren se esforzó por mantenerlo a raya. «Conserva la calma. Sé amable y tal vez consigas convencerlo para que te deje marchar.» Logró esbozar una sonrisa.

– Mira, Munch, deja que me vaya y quedamos en paz. Puedes utilizar las escenas de la espada sin pagarme.

Munch se limitó a mirarlo con aquella expresión anodina.

– Tampoco pensaba hacerlo. -Desapareció de nuevo y volvió empujando otra cámara.

Warren se acordó del café, y de lo mucho que había insistido Munch en que se lo tomara. «No es más que agua esta vez.» La rabia brotó con fuerza y eclipsó momentáneamente el miedo.

– Me has drogado -espetó, y llenó los pulmones de aire-. ¡Que alguien me ayude! -gritó tan fuerte como pudo, pero el opaco sonido emitido por su garganta resultó patéticamente inútil.

Munch no dijo nada. Se limitó a colocar una tercera cámara en un soporte de forma que enfocara hacia abajo. Todos sus movimientos eran metódicos, precisos. Pausados. Indiferentes. Decididos.

Entonces Warren supo que nadie podría oírlo. La ardiente ira fue remitiendo y lo dejó solo con el miedo, un miedo glacial y absoluto. Tenía que haber algo… alguna forma de escapar. Algo que pudiera decir, hacer, ofrecer o suplicar. Sí; suplicaría. A Warren empezó a temblarle la voz.

– Por favor, Munch, haré lo que sea… -Sus palabras se fueron apagando a medida que recordaba las de Munch.

«"Todos los demás gritaron". Ed Munch.» Warren notó una opresión en el pecho, la desesperación le impedía respirar.

– Munch no es tu verdadero nombre. Te haces llamar así por Edvard Munch, el pintor.

A su mente acudió el cuadro en el que una figura, presa de angustia, se aprieta el rostro con las manos. «El grito

– En realidad se pronuncia «Munj», no «Munch», pero nadie lo dice bien. Nadie se fija en los detalles -le respondió con voz indignada.

«Los detalles.» El hombre había insistido mucho en cuidar todos los detalles y puso mala cara cuando Warren se resistió a ponerse la ropa interior de arpillera. La espada también era de verdad. «Tendría que haberla usado contra este cabrón cuando tuve la oportunidad.»

– Realismo -musitó Warren, repitiendo lo que en su momento le habían parecido los desvaríos de un viejo que chocheaba.

Munch asintió.

– Ahora lo entiendes.

– ¿Qué piensas hacer? -Su voz sonaba extrañamente tranquila.

Una de las comisuras de los labios de Munch se arqueó.

– Muy pronto lo verás.

Warren luchaba por cada bocanada de aire.

– Por favor, por favor. Haré lo que sea, pero deja que me marche.

Munch no dijo nada. Empujó un carrito con un televisor hasta colocarlo justo detrás de la cámara situada a los pies de Warren y luego comprobó el enfoque de todas las cámaras con calma y precisión.

– No te saldrás con la tuya -soltó Warren, desesperado, mientras volvía a tirar de las cuerdas y se esforzaba por liberarse, hasta que notó la quemazón en las muñecas y los brazos a punto de desencajarse. Las cuerdas eran muy gruesas y los nudos no cedían. No conseguiría liberarse.

– Es lo mismo que dijeron los demás. Pero sí que me salí con la mía, y continuaré haciéndolo.

«Los demás.» Había habido otras personas. El olor a muerto estaba por todas partes, burlándose de él. Otras personas habían muerto allí mismo. Y él también moriría. Hizo acopio de todo el valor que quedaba en lo más recóndito de su ser.

– Mis amigos vendrán a buscarme -dijo alzando la barbilla-. Le he contado a mi novia que había quedado contigo.

Cuando terminó con las cámaras, Munch se volvió. El desprecio de su mirada revelaba que sabía que se trataba de un último y desesperado intento de engañarlo.

– No, no se lo has contado. Le has dicho que ibas a ver a un amigo para ayudarle a aprenderse el papel. Me lo has contado cuando nos hemos encontrado esta tarde. Me has dicho que con ese dinero le comprarías un regalo sorpresa por su cumpleaños, que querías mantenerlo en secreto. Por eso, y por el tatuaje, te he elegido a ti. -Alzó un hombro-. Además, te quedaba bien el traje; no todo el mundo sabe llevar una cota de malla. Así que nadie saldrá a buscarte. Y aunque te busquen, no te encontrarán. Asúmelo: eres mío.

Warren se quedó sumido en un silencio sepulcral. Era cierto; le había dicho a Munch que con el dinero le compraría una sorpresa a Sherry. Nadie sabía dónde estaba. Nadie acudiría a salvarlo. Pensó en Sherry, en sus padres y en todas las personas que le importaban; todos se preguntarían dónde se había metido. De su garganta surgió un sollozo.

– Eres un cabrón -musitó-. Te odio.

Munch esbozó una sonrisa ladeada, pero el regocijo que iluminó sus ojos resultaba más aterrador aún.

– Lo mismo dijeron los demás.

Volvió a empujar la botella de agua contra los labios de Warren y le tapó la nariz con los dedos hasta que este tuvo que abrir la boca para respirar. Warren se resistió con todas sus fuerzas, pero Munch lo obligó a tragar.

– Muy bien, señor Keyes, empecemos. No olvides gritar.

1

Filadelfia,

domingo, 14 de enero, 10:25 horas

Cuando el detective Vito Ciccotelli bajó de su camioneta aún tenía la piel de gallina. Recorrer el pisoteado y polvoriento camino que conducía al escenario del crimen solo había servido para que se le revolviera aún más el estómago. Dio una bocanada de aire pero de inmediato se arrepintió. Aunque llevaba catorce años en el cuerpo, el olor a muerto seguía resultándole igual de repugnante y hediondo.

– Se me han jodido los amortiguadores. -Nick Lawrence cerró con fuerza y mala cara la puerta de su cómodo sedán-. Mierda. -Su acento de Carolina hizo que la palabra sonara más larga.

Dos policías de uniforme observaban el interior de una fosa que se encontraba en medio de un campo cubierto de nieve. Se tapaban el rostro con sendos pañuelos. Dentro de la fosa había una mujer en cuclillas; apenas sobresalía su coronilla.

– Supongo que la científica ya habrá descubierto el cadáver -dijo Vito en tono seco.

– ¿Tú crees? -Nick se agachó e introdujo los bajos de sus pantalones en las botas camperas que siempre llevaba relucientes-. Bueno, Chick, hay que ponerse en marcha.

– Enseguida. -Vito se estiró para alcanzar las botas de nieve de detrás del asiento y dio un respingo al clavarse una espina en el pulgar-. Maldita sea. -Se succionó la minúscula herida durante unos segundos y luego apartó con cuidado el ramo de rosas para coger las botas. Con el rabillo del ojo vio que Nick se ponía serio, aunque no dijo nada-. Hoy hace dos años -añadió Vito con amargura-. Cómo pasa el tiempo.

– El dolor también pasará -respondió Nick en tono quedo.

Tenía razón. Los dos años transcurridos habían disminuido la intensidad de la pena de Vito. En cambio la culpa… era harina de otro costal.

– Esta tarde iré al cementerio.

– ¿Quieres que te acompañe?

– Gracias, pero no hace falta. -Vito se calzó las botas-. Veamos qué han encontrado.

Seis años de detective en homicidios le habían enseñado a Vito que no había crímenes fáciles. Todos eran duros, solo que en distinto grado. En cuanto se detuvo junto a la tumba que la unidad de la policía científica acababa de descubrir en medio del campo cubierto de nieve supo que aquel era de los más duros.

Ni Vito ni Nick pronunciaron una sola palabra mientras observaban a la víctima, que habría permanecido oculta para siempre de no haber sido por un anciano y su detector de metales. Las rosas, el cementerio y todo lo demás quedaron relegados a un segundo plano mientras Vito se fijaba en el cadáver de la fosa. Paseó la mirada desde sus manos hasta lo que quedaba del rostro.

La desconocida era menuda, medía alrededor de un metro sesenta y parecía joven. El pelo corto y moreno enmarcaba un rostro demasiado descompuesto para identificarlo con facilidad. Vito se preguntó cuánto tiempo debía de llevar allí. Se preguntó si alguien la había echado de menos, si alguien seguía esperando que regresara a casa.

Notó que lo invadía el familiar sentimiento de lástima y tristeza, pero lo desterró a un rincón de su mente, junto con las otras cosas que deseaba olvidar. De momento se centraría en el cadáver, en las pruebas. Más tarde Nick y él se ocuparían de la mujer, de quién era y con quién se relacionaba. Así actuarían para atrapar al cabrón morboso que había dejado que su cuerpo desnudo se pudriera en una tumba sin nombre situada en pleno campo, que la había mancillado incluso después de muerta. La lástima se convirtió en indignación cuando la mirada de Vito se detuvo de nuevo en las manos de la víctima.

– La obligó a posar -murmuró Nick a su lado, y en sus quedas palabras Vito notó la misma indignación que él sentía-. El muy asqueroso la obligó a posar.

Era cierto. La víctima tenía las manos entre los senos, con las palmas juntas y los dedos apuntando a la barbilla.

– Rezará para siempre -dijo Vito con gravedad.

– ¿Un maníaco religioso? -musitó Nick.

– Santo Dios, espero que no. -Un ligero escalofrío le recorrió la columna vertebral-. Estos no suelen cometer crímenes aislados. Podría haber más víctimas.

– Es posible. -Nick se agachó para escrutar la tumba de casi un metro de profundidad-. ¿Cómo se las ha ingeniado para que quede con las manos juntas para siempre, Jen?

La oficial de la unidad de la policía científica Jen McFain alzó la mirada; llevaba puestas unas gafas protectoras y una mascarilla le cubría la boca y la nariz.

– Utilizó un alambre -dijo-. Parece de acero, pero muy fino. Le ató con él los dedos. Lo veréis mejor cuando la forense la limpie.

Vito frunció el entrecejo.

– No me parece que un hilo tan fino baste para activar el sensor de un detector de metales, y menos a un metro bajo tierra.

– Tienes razón, el alambre no habría activado el sensor. Eso debemos agradecérselo a las varillas que vuestro sujeto colocó bajo los brazos de la víctima. -Jen recorrió con un dedo enguantado la parte inferior de su propio brazo, hasta la muñeca-. Son delgadas y flexibles, pero tienen suficiente masa para activar un detector de metales. Así es como fijó la posición de sus brazos.

Vito sacudió la cabeza.

– ¿Por qué? -preguntó, y Jen se encogió de hombros.

– A lo mejor deducimos algo más del cadáver. Hasta ahora no he obtenido gran cosa de la tumba. Excepto… -Salió de la fosa con agilidad-. El anciano desenterró un brazo valiéndose de la pala de su jardín. El hombre está en muy buena forma física, pero en esta época del año ni siquiera yo sería capaz de cavar un hoyo tan profundo con una pala.

Nick miró el interior de la tumba.

– La tierra no debía de estar helada.

Jen asintió.

– Exacto. En cuanto encontró el brazo dejó de cavar y llamó al 911. Cuando hemos llegado, nos hemos puesto a remover la tierra para ver qué había. Ha resultado fácil hasta que hemos topado con el lateral de la tumba; allí la tierra estaba dura como una piedra. Mirad los bordes. Parece que los hayan cortado con la ayuda de una escuadra, la tierra está congelada.

Vito sintió una repentina arcada.

– Cavó la tumba antes de que helara. Lo había planeado con mucha antelación.

Nick lo miró con extrañeza.

– ¿Y nadie reparó en el hoyo?

– El tipo debió de cubrirlo con algo -observó Jen-. Además, no creo que la tierra con la que rellenó la fosa proceda de este mismo campo. Os lo diré con más seguridad cuando efectúe las pruebas pertinentes. De momento, eso es todo cuanto sé. No puedo hacer nada más hasta que llegue la forense.

– Gracias, Jen -dijo Vito-. Vayamos a hablar con el propietario del terreno -añadió dirigiéndose a Nick.

Harlan Winchester tenía unos setenta años, pero su vista era clara y perspicaz. Estaba esperando en el asiento trasero del coche patrulla y se bajó del vehículo en cuanto los vio aproximarse.

– Supongo, detectives, que debo contarles lo mismo que ya les he contado a los agentes.

Vito asintió con expresión comprensiva.

– Me temo que sí. Soy el detective Ciccotelli y este es mi compañero, el detective Lawrence. ¿Puede relatarnos lo sucedido?

– Por Dios, yo ni siquiera quería un detector de metales. Fue un regalo de mi esposa. Desde que me jubilé, está preocupada porque no hago suficiente ejercicio.

– Así que esta mañana ha salido a pasear, ¿no? -apuntó Vito, y Winchester frunció el entrecejo.

– «Harlan P. Winchester» -imitó con voz aguda y nasal-, «llevas diez años apoltronado en esa butaca. Haz el favor de mover el culo y salir a pasear.» Y eso he hecho, porque no soportaba seguir escuchándola. Pensaba que a lo mejor encontraba algo lo bastante interesante para que Ginny se callara de una vez. Pero… no podía imaginarme que encontraría a una persona.

– ¿Ha sido el cadáver lo primero que ha captado su detector? -preguntó Nick.

– Sí. -Su boca dibujó un gesto grave-. He ido a por la pala del jardín. Entonces he pensado que la tierra estaría muy dura; no creía que fuera capaz de romper la superficie, y mucho menos de cavar en profundidad. He estado a punto de dejarlo correr antes de empezar, pero solo habían pasado quince minutos y Ginny habría vuelto a echarme la bronca. Así que me he puesto a cavar. -Cerró los ojos y tragó saliva, su tono bravucón se disipó como la neblina-. La pala… ha topado con el brazo. Entonces he dejado de cavar y he llamado al 911.

– ¿Puede contarnos algo más sobre este campo? -preguntó Vito-. ¿Quién tiene acceso al mismo?

– Cualquiera con un todoterreno o un cuatro por cuatro, supongo. Este campo no se ve desde la autopista y el pequeño camino de acceso desde la carretera principal ni siquiera está asfaltado.

Vito asintió, contento de haber tomado la camioneta y haber dejado el Mustang aparcado en el garaje junto a la motocicleta.

– El camino está lleno de baches, de eso no cabe duda. ¿Cómo se las arregla para venir hasta aquí?

– Hoy he venido andando. -Señaló la hilera de árboles junto a la que se distinguía una única hilera de pisadas-. Ha sido la primera vez; solo hace un mes que nos mudamos. El terreno era de mi tía -explicó-. Al morir me lo dejó a mí.

– Y su tía, ¿venía aquí a menudo?

– No lo creo. Nunca salía de casa. Es todo cuanto sé.

– Nos ha sido de gran ayuda, señor -dijo Vito-. Gracias.

Winchester dejó caer los hombros.

– Entonces, ¿ya puedo marcharme a casa?

– Claro. Los agentes lo acompañarán en coche.

Winchester subió al coche patrulla y este se puso en marcha. Al alejarse, se cruzó con un Volvo gris que aparcó junto al sedán de Nick. Una esbelta mujer de cincuenta y tantos años salió de él y empezó a avanzar por el terreno. Acababa de llegar Katherine Bauer, la forense. Era hora de mirar a la cara a la desconocida de la fosa.

Vito se dispuso a acercarse a la tumba, pero Nick no se movió. Observaba el detector de metales que Winchester había dejado en la furgoneta de la policía científica.

– Deberíamos examinar el resto del terreno, Chick.

– ¿Crees que hay más?

– Creo que no podemos marcharnos sin asegurarnos de que no los hay.

Otro escalofrío recorrió la espalda de Vito. En su fuero interno ya sabía qué encontrarían.

– Tienes razón. Veamos qué más hay por ahí.

Domingo, 14 de enero, 10:30 horas

– ¿Todos tenéis los ojos cerrados? -Sophie Johannsen frunció el ceño mientras observaba a sus alumnos de posgrado en la penumbra-. Bruce, estás mirando -lo acusó.

– No estoy mirando -protestó él-. Además, está demasiado oscuro para poder ver nada.

– Vamos -exclamó Marta, impaciente-, encienda las luces.

Sophie accionó el interruptor mientras saboreaba el momento.

– Os presento… la Gran Sala.

Durante unos instantes nadie pronunció palabra. Entonces Spandan soltó un suave silbido que hizo eco en el techo, seis metros por encima de sus cabezas.

En el rostro de Bruce apareció una sonrisa.

– Lo ha hecho. Por fin lo ha terminado.

– Qué bonito -dijo Marta, muy seria.

A Sophie le extrañó el tono seco de la joven, pero antes de que pudiera pronunciar palabra oyó el suave chirrido de la silla de ruedas de John, que acababa de pasar por su lado para observar la pared del fondo.

– ¿Todo esto lo ha hecho usted? -musitó mientras miraba a su alrededor con su habitual serenidad-. Es impresionante.

Sophie sacudió la cabeza.

– No lo he hecho sola. Todos me habéis ayudado a limpiar las espadas y las armaduras, y a decidir la disposición de las espadas. Ha sido un auténtico trabajo en equipo.

Durante el otoño anterior, los quince alumnos del seminario de posgrado sobre armas y artes militares que Sophie impartía habían colaborado con gran entusiasmo como voluntarios en el Museo de Historia Albright, donde ella trabajaba. A esas alturas, solo quedaban los cuatro más leales. Llevaban meses acudiendo todos los domingos y dedicándole su tiempo. Aquella actividad les serviría para obtener créditos académicos, pero sobre todo les ofrecía la oportunidad de tocar los tesoros medievales que sus compañeros solo podían observar a través del cristal.

Sophie comprendía su fascinación. También sabía que la emoción de sostener en las manos una espada del siglo xv en un frío museo no era comparable a la que producía desenterrar esa misma espada, haber apartado la tierra para exponer un tesoro que nadie había podido contemplar en quinientos años. Seis meses atrás, cuando trabajaba como arqueóloga en el sur de Francia, había experimentado esa emoción: todas las mañanas se despertaba preguntándose qué tesoro enterrado encontraría ese día en la excavación. Ahora, como conservadora del museo Albright, solo llegaban a sus manos los tesoros que otros desenterraban. De momento tendría que contentarse con encargarse de su manipulación y conservación.

Aunque le había resultado muy duro alejarse de la excavación francesa de sus sueños, cada vez que se sentaba junto a la cama de su abuela, en la residencia, Sophie sabía que había elegido bien.

Los momentos como ese, en el que veía las expresiones de orgullo de sus alumnos, le hacían más llevadera la decisión. Llena de orgullo también ella, Sophie contempló lo que habían llevado a cabo. La nueva Gran Sala, lo bastante espaciosa para acomodar a grupos de treinta personas o más, era espectacular. En la pared del fondo había tres armaduras montadas bajo una panoplia con un centenar de espadas. En la pared de la izquierda colgaban estandartes militares y en la de la derecha destacaba el tapiz Houarneau, una de las joyas de la colección reunida por Theodore Albright Primero durante su brillante carrera arqueológica.

De pie frente al tapiz, Sophie se tomó un momento para disfrutar contemplándolo. El Houarneau del siglo xii, como todos los demás tesoros de la colección Albright, la dejaba invariablemente sin respiración.

– Uau -musitó.

– ¿Cómo que «uau»? -Bruce sacudió la cabeza, sonriendo-. Doctora J, creo que, entre los doce idiomas que conoce, debería ser capaz de encontrar una palabra más apropiada.

– Son solo diez -lo corrigió, y vio que él alzaba los ojos en señal de exasperación.

Para Sophie estudiar idiomas siempre había sido un placer útil. Dominar lenguas antiguas le permitía investigar; pero más allá de eso, adoraba la cadencia y el sonido de las palabras. Desde que había regresado a su ciudad había tenido muy pocas oportunidades de poner en práctica sus conocimientos, y lo echaba de menos.

Por ello, mientras seguía admirando el tapiz decidió darse un gusto.

– C'est incroyable. -Las palabras en francés fluyeron por su mente como si de una agradable melodía se tratara, lo cual no era de extrañar. Excepto por unas cuantas visitas breves a Filadelfia, Francia había sido el hogar de Sophie durante los últimos quince años. Otros idiomas requerían un esfuerzo más consciente por su parte, pero de todos modos su mente se movía por ellos con facilidad. Griego, alemán, ruso… Fue tomando palabras de aquí y de allá como si recogiera flores en el campo-. Katapliktikos. Hat was. O moy bog.

Marta arqueó una ceja.

– Y todo eso, traducido, ¿qué significa?

Los labios de Sophie se curvaron.

– Fundamentalmente… uau. -Volvió a mirar a su alrededor con satisfacción-. Las visitas guiadas han sido todo un éxito. -Su sonrisa se desvaneció. Pensar en las visitas, o más bien en los guías, bastó para apagar su alegría.

John giró en redondo la silla para observar las espadas.

– Lo ha hecho muy rápido.

Sophie apartó las desagradables visitas guiadas de su mente.

– El truco está en la presentación que Bruce preparó con el ordenador. Mostraba dónde debían colocarse los soportes; una vez hecho eso, fue fácil colgar las espadas. La exposición parece tan real como cualquiera de las que he visto por ahí en los castillos. -Dirigió un gesto de agradecimiento a Bruce-. Gracias.

Bruce sonrió encantado.

– ¿Y los paneles? Creía que había decidido pintar las paredes.

La alegría de Sophie se desvaneció de nuevo.

– No me dieron opción. Ted Albright insistió en que la madera haría que el lugar pareciera una verdadera sala de armas en lugar de un museo.

– Tenía razón -opinó Marta, con los labios muy apretados-. Así queda mejor.

– Sí, tal vez, pero ha agotado el presupuesto de todo el año -repuso Sophie, molesta-. Tenía una lista de piezas que quería adquirir y ahora no podré permitírmelo. Ni siquiera nos alcanzó para que instalaran los dichosos paneles. -Miró sus castigadas manos, llenas de grietas y descamaciones-. Mientras todos regresabais a vuestras casas y os dedicabais a dormir hasta el mediodía y daros un atracón con los restos de pavo, yo me quedé aquí y ayudé todos los días a Ted Albright a colocar esos paneles. Santo Dios, qué pesadilla. ¿Sabéis qué altura tienen estas paredes?

El desastre de los paneles había sido motivo de una nueva discusión con Ted Albright Tercero. Ted era el único nieto del gran arqueólogo, lo que por desgracia lo convertía en el único heredero de la colección Albright. Asimismo era el propietario del museo, lo que por desgracia lo convertía en el jefe de Sophie. Sophie maldecía el día en el que había oído hablar de Ted Albright y su forma de dirigir un museo como si fuera el circo Barnum & Bailey, pero mientras no surgiera una vacante en alguno de los otros museos aquel sería su trabajo.

Marta se volvió hacia ella, su mirada denotaba frialdad y… decepción.

– Pasar dos semanas a solas con Ted Albright no parece una gran carga. Es un hombre atractivo -añadió en tono mordaz-. Lo que me sorprende es que lograran realizar el trabajo.

Un silencio incómodo se instaló en la habitación mientras Sophie permanecía quieta, estupefacta, mirando a la mujer a quien había tutelado profesionalmente durante cuatro meses.

«No es posible que esté pasando lo mismo otra vez.»

Pero sí que era posible.

Los chicos intercambiaron miradas cautelosas y desconcertadas, pero Sophie sabía exactamente a qué se refería Marta, qué era lo que había oído. La decepción que había captado en la mirada de la chica cobraba sentido. La rabia y las ganas de desmentir la acusación se abrieron paso a gritos en la mente de Sophie; no obstante, decidió responder a aquella insinuación y no desvelar el pasado por el momento.

– Ted está casado, Marta. Y para tu información, no estábamos solos. La esposa y los hijos de Ted colaboraron con nosotros todo el tiempo.

Marta mantuvo su mirada glacial, pero no dijo nada. Con torpeza, Bruce resopló.

– Bueno -empezó-, durante el último semestre nos hemos dedicado a reformar la Gran Sala. ¿Qué toca ahora, doctora J?

Haciendo caso omiso de su estómago revuelto, Sophie condujo al grupo hasta la zona de exposiciones que había pasada la Gran Sala.

– El siguiente proyecto consiste en renovar la exposición de armas.

– Por fin. -Spandan blandió el puño en el aire-. Es lo que estaba esperando.

– Pues se acabó la espera.

Sophie se detuvo frente a la vitrina que contenía media docena de espadas medievales muy singulares. El tapiz Houarneau era exquisito, pero esas armas eran sus piezas preferidas de toda la colección Albright.

– Siempre me pregunto a quién pertenecían -dijo Bruce en voz baja-. Quién luchó con ellas.

John se acercó en su silla.

– Y cuántas personas murieron atravesadas por ellas -masculló. Levantó la cabeza; sus ojos quedaban ocultos tras el cabello que siempre le cubría el rostro-. Lo siento.

– No importa -respondió Sophie-. Yo a menudo me pregunto lo mismo.

Un recuerdo trajo una media sonrisa a sus labios.

– En mi primer día como conservadora, un niño trató de arrancar de la pared la espada bastarda del siglo xv para imitar a Braveheart. Casi me dio un infarto.

– ¿No estaban protegidas tras un cristal? -preguntó Bruce, horrorizado. Tanto Spandan como John mostraban un espanto similar.

Marta se quedó atrás, con los brazos cruzados y cara de fastidio. No dijo nada. Sophie decidió que hablaría con ella en privado.

– No, Ted opina que los cristales que separan los objetos de los visitantes desvirtúan la «experiencia recreativa». -Ese había sido su primer desencuentro-. Al final consintió proteger estas espadas con un cristal a cambio de que expusiéramos algunas de las de menor valor en la Gran Sala. -Sophie suspiró-. Y de que las expusiéramos de modo «recreativo». Esta vitrina ha sido una especie de arreglo provisional hasta que consiga acabar la Gran Sala. Así que este será el próximo proyecto.

– ¿A qué se refiere exactamente con «recreativo»? -preguntó Spandan.

Sophie frunció el entrecejo.

– Con maniquíes y trajes -dijo en tono sombrío. Ted era un apasionado de los trajes, y Sophie habría estado dispuesta a seguirle la corriente si su pretensión fuera vestir solo maniquíes. Sin embargo, dos semanas atrás, Ted le había revelado su último plan, que añadía una nueva función a las que ya desempeñaba Sophie. Cuando inauguraran la Gran Sala, ofrecerían visitas guiadas… vestidos con indumentaria de época. Concretamente, Sophie y Theo, el hijo de diecinueve años de Ted, serían quienes guiarían las visitas, y nada de lo que Sophie pudiera decir haría cambiar de idea a Ted. Total, que ella acabó negándose en redondo, y, en un extraño arranque de genio, Ted Albright amenazó con despedirla.

Sophie había estado a punto de dejar el trabajo. Pero esa noche, al llegar a casa, leyó el correo y vio que en la residencia habían subido la cuota de la habitación de Anna. Así que Sophie se tragó su orgullo y ahora se pasaba el día ataviada con el dichoso traje y guiando a las dichosas visitas. De noche, redoblaba sus esfuerzos para encontrar otro empleo.

– Y el niño, ¿estropeó la espada? -preguntó John.

– No, por suerte. Aseguraos de poneros los guantes antes de tocarlas.

Bruce agitó en el aire sus guantes blancos como si ondeara una bandera en son de paz.

– Siempre lo hacemos -dijo en tono jovial.

– Y yo os lo agradezco. -El chico trataba de levantarle el ánimo, por lo que Sophie le estaba agradecida-. Vuestra tarea es la siguiente: cada uno de vosotros preparará una propuesta de exposición, incluidos el espacio y el coste de los materiales necesarios para montarla. La entrega será dentro de tres semanas. Pensad en algo sencillo, no tengo presupuesto para maravillas.

Dejó que los tres chicos se pusieran a trabajar y se dirigió hacia donde estaba Marta, que permanecía inmóvil y con semblante impasible.

– ¿Qué pasa? -preguntó Sophie.

Marta, que era menuda, estiró el cuello para mirar a Sophie a los ojos.

– ¿Cómo dice?

– Marta, es obvio que has oído algo. Y también es obvio que has decidido no solo darle crédito sino acusarme públicamente de ello. A mi modo de ver, tienes dos opciones: o te disculpas por la ofensa y seguimos adelante o mantienes esa actitud.

Marta frunció el entrecejo.

– Y si la mantengo, ¿qué?

– Pues ya sabes dónde está la puerta. Esta práctica es voluntaria, por ambas partes. -El semblante de Sophie se suavizó-. Mira, eres una buena chica y aportas mucho a este museo. Si te marchas, te echaré de menos. De verdad espero que elijas la primera opción.

Marta tragó saliva.

– Estuve de visita en casa de una amiga, una estudiante de posgrado de la Universidad Shelton.

«Shelton.» El recuerdo de los pocos meses que había estado matriculada en la Universidad Shelton aún ponía literalmente enferma a Sophie, más incluso que diez años atrás.

– Era solo cuestión de tiempo.

A Marta le temblaba la barbilla.

– Le estaba hablando a mi amiga de usted, de cómo para mí era un modelo a imitar, una maestra, una mujer que se había hecho un nombre en este mundo por sí misma, utilizando el cerebro. Mi amiga se echó a reír y me dijo que, para abrirse camino, usted también utilizaba otras partes de su cuerpo. Me contó que se había acostado con el doctor Brewster para que la incluyera en su equipo de excavación en Aviñón, que así fue como empezó. Luego, cuando regresó a Francia, se acostó con el doctor Moraux, y por eso ascendió tan rápido, por eso consiguió dirigir un equipo de excavación a pesar de ser tan joven. Yo le dije que no era cierto, que usted nunca haría una cosa así. ¿Lo hizo?

Sophie sabía que tenía todo el derecho de decirle a Marta que nada de eso era asunto suyo. Pero era obvio que la chica se sentía decepcionada. Y resentida. Así que Sophie reabrió la herida que en realidad nunca se había cerrado del todo.

– ¿Acostarme con Brewster? Sí. -Y aún se avergonzaba de ello-. ¿Hacerlo para que me incluyera en su equipo? No.

– Entonces, ¿por qué lo hizo? -susurró Marta-. Está casado.

– Lo sé, pero entonces no lo sabía. Yo era joven. Él era mayor que yo y… me engañó. Cometí un estúpido error, Marta, y aún lo estoy pagando. Te aseguro que estaría exactamente donde estoy sin el doctor Alan Brewster.

El mero hecho de pronunciar su nombre le dejó un horrible sabor de boca; sin embargo, observó que el semblante de Marta cambiaba al darse cuenta de que su maestra también era humana.

– Pero nunca me acosté con Étienne Moraux -prosiguió, tajante-. Y si he llegado donde estoy ha sido porque me he matado trabajando. He publicado más artículos que nadie y me he defendido con uñas y dientes para demostrar mi valía. Tú deberías hacer lo mismo. Ah, Marta, y no quiero más comentarios sobre Ted. Por muy en desacuerdo que estemos respecto al museo, Ted quiere mucho a su esposa. Darla Albright es una de las personas más agradables que he conocido en mi vida. Los rumores pueden llegar a arruinar un matrimonio. ¿Está claro?

Marta asintió; su semblante denotaba alivio y su mirada volvía a expresar respeto.

– Sí. -Ladeó la cabeza, pensativa-. Podría haberse limitado a expulsarme.

– Podría haberlo hecho, pero tengo la impresión de que voy a necesitarte, sobre todo para la nueva exposición. -Sophie miró sus vaqueros raídos-. No tengo gusto para vestirme, ni según la moda del siglo xv ni según la del xxi. Tendrás que ocuparte tú de los dichosos maniquíes.

Marta rió en voz baja.

– Sabré hacerlo. Gracias por contar conmigo, doctora, y por darme explicaciones cuando no tendría por qué hacerlo. La próxima vez que vea a mi amiga, le diré que sigo pensando de usted lo mismo que al principio. -Sus labios se curvaron en un gesto encantador-. De mayor, sigo queriendo ser como usted.

Sophie, abochornada, sacudió la cabeza.

– Créeme, no vale la pena. Ahora ponte a trabajar.

Domingo, 14 de enero, 12:25 horas

Vito había colocado un banderín rojo sobre la nieve en todos los lugares en los que Nick había captado un objeto metálico. Ahora, Nick y Vito se encontraban de pie junto a Jen y observaban, consternados, los cinco banderines.

– En cualquiera de esos lugares, si no en todos, podría haber más víctimas -dijo Jen con un hilo de voz-. Tenemos que averiguarlo.

Nick suspiró.

– Tendremos que registrar todo el terreno.

– Para eso necesitaremos mucho personal -refunfuñó Vito-. ¿Dispone la científica de medios suficientes?

– No, tendré que pedir ayuda. Pero no quiero hablar con mis superiores hasta estar segura de que debajo de esos banderines no hay enterradas flechas o latas de Coca-Cola.

– Podríamos empezar a cavar solo en uno de los lugares -propuso Nick-. A ver qué encontramos.

– Claro que podríamos. -Jen frunció el entrecejo-. Pero antes quiero saber qué terreno pisamos. No quiero perder pruebas por ir demasiado deprisa o por cometer errores.

– ¿Quieres utilizar sabuesos? -propuso Vito.

– Tal vez, pero lo que de verdad me gustaría hacer sería sondear el terreno. Lo vi en un documental; los arqueólogos utilizaban radares de penetración terrestre para localizar las ruinas de una antigua muralla. Es una técnica muy moderna. -Jen suspiró-. Pero nunca conseguiré dinero suficiente para contratar a una empresa. Traigamos a los perros y acabemos con esto.

Nick agitó un dedo en el aire.

– No tan deprisa. En el documental salían arqueólogos, ¿verdad? Bueno, si contáramos con la ayuda de un arqueólogo, él podría utilizar un radar de esos.

Jen aguzó la mirada.

– ¿Conoces a un arqueólogo?

– No -respondió Nick-, pero la ciudad está llena de universidades. Alguien tiene que conocer a alguno.

– Tiene que ser alguien que cobre poco -observó Vito-. Y alguien en quien podamos confiar. -Vito pensó en el cadáver y en la forma en que le habían atado las manos-. Si la noticia se filtra, para la prensa será un verdadero festín.

– Y a nosotros se nos comerán crudos -masculló Nick.

– ¿En quién tenéis que confiar?

Vito se volvió y vio a la forense de pie tras él.

– Hola, Katherine. ¿Has terminado?

Katherine Bauer asintió con desaliento mientras se despojaba de los guantes.

– El cadáver está en la furgoneta.

– ¿Sabes qué causó la muerte? -preguntó Nick.

– Todavía no. Pero creo que al menos lleva muerta dos o tres semanas. No podré ofreceros más información hasta que analice algunas muestras de tejido con el microscopio. Pero, volviendo a lo de antes -prosiguió ladeando la cabeza-, ¿en quién tenéis que confiar?

– Me gustaría sondear la propiedad -explicó Jen-. Pensaba preguntar si alguien conoce a un profesor de arqueología de alguna universidad.

– Yo -respondió Katherine, y los tres se quedaron mirándola. Jen abrió los ojos como platos.

– ¿Tú? ¿Conoces a un arqueólogo de verdad?

– Si fuera de mentira no nos serviría de mucho -espetó Nick, y Jen se sonrojó.

Katherine se rió entre dientes.

– Sí, conozco a un arqueólogo de verdad. En realidad es una arqueóloga. Ha vuelto a casa para… tomarse una especie de año sabático. Se la considera toda una experta en su campo. Estoy segura de que se prestará a ayudarnos.

– ¿Y es discreta? -insistió Nick, y Katherine le propinó una maternal palmadita en el brazo.

– Muy discreta. Hace más de veinticinco años que la conozco. Puedo llamarla ahora mismo si queréis.

Aguardó, con las grises cejas arqueadas.

– Por lo menos sabremos a qué atenernos -dijo Nick-. Yo voto que sí.

Vito asintió.

– Llamémosla.

Domingo, 14 de enero, 12:30 horas

– Santo Dios, es increíble. -Spandan sostuvo la espada bastarda entre sus manos enguantadas, con todo el cuidado y el respeto que merecía un tesoro de quinientos años de antigüedad-. Seguro que te entraron ganas de matar al niño que trató de arrancarla de la pared.

Sophie bajó la mirada al montante que había extraído de la vitrina. Los alumnos estaban tomándose un «descanso creativo», para pensar en la tarea que debían realizar. Sophie sabía que en el fondo solo querían tocar las espadas, pero no podía culparlos por ello. Suponía una gran experiencia sostener en las manos un arma tan antigua como aquella. Y tan mortífera.

– Me enfadé más con la madre, que estaba enfrascada hablando por el móvil y no vigilaba a su hijo. -Rió entre dientes-. Por suerte, aún no estaba mentalmente preparada para volver a hablar en inglés y los insultos me salieron en francés. Aunque hay cosas que se entienden en cualquier idioma.

– ¿Qué hizo ella? -preguntó Marta.

– Le fue con el cuento a Ted. Él le devolvió el dinero de las entradas y luego me echó la bronca. «No puedes andar asustando a los visitantes, Sophie» -imitó-. Aún recuerdo la cara de espanto de la mujer cuando le planté delante al mocoso de su hijo. Yo medía mucho más que él, por lo que casi se rompió el cuello para mirarme a los ojos. Ha sido una de las pocas veces en las que me he alegrado de ser tan alta.

– Necesita más medidas de seguridad -opinó John sin apartar los ojos de la espada vikinga que sostenía en las manos-. Me sorprende que nadie se haya llevado todavía alguna pieza.

Sophie frunció el entrecejo.

– Hay una alarma conectada, pero tienes razón. Antes, casi nadie sabía lo que había aquí, pero ahora, con tantas visitas, es necesario un guardia de seguridad. -Sophie había incluido el sueldo del guardia en el presupuesto del año siguiente, pero ni hablar… Ted se había empeñado en comprar los paneles. Aquello la sacaba de quicio-. Como mínimo hay dos relicarios italianos que han desaparecido. Sigo comprobando si salen anunciados en eBay.

– Le entran a uno ganas de que se haga justicia al estilo de la Edad Media -gruñó Spandan.

– ¿Cuál era el castigo por robar? -preguntó John, mirando a Sophie de reojo.

Ella devolvió con cuidado el montante a la vitrina.

– Depende de si nos referimos a la Alta o a la Baja Edad Media, del objeto robado, de si se había actuado con violencia o se trataba de un simple hurto y de quiénes eran la víctima y el ladrón. Si el delito era grave, se colgaba al ladrón, pero la mayoría de los robos sin importancia se castigaban con una indemnización.

– Yo creía que al ladrón le cortaban la mano o le arrancaban un ojo -dijo Bruce.

– Normalmente no -explicó Sophie, y sus labios se curvaron ante la evidente desilusión del joven-. No tenía mucho sentido que un señor feudal mutilara a la gente que trabajaba en sus tierras. Si les faltaba una mano o un pie no le proporcionaban tanto dinero.

– ¿No se hacían excepciones? -preguntó Bruce, y Sophie lo miró con expresión divertida.

– Veo que estamos sanguinarios hoy, ¿eh? Hum, excepciones… -Lo pensó un momento-. Fuera de Europa sí había culturas que todavía practicaban el «ojo por ojo». A los ladrones se les cortaba una mano y el pie contrario. En las culturas europeas, si nos remontamos al siglo x, encontramos en las leyes anglosajonas un castigo que consistía en cortar la mano con la que se había realizado el delito. Pero para ello el culpable debía ser sorprendido robando en una iglesia.

– En aquella época los relicarios habrían estado en una iglesia -observó Spandan.

Sophie no tuvo más remedio que echarse a reír.

– Sí, habrían estado en una iglesia; por suerte los han robado ahora en vez de entonces. El «descanso creativo» ha terminado. Dejad las espadas y volved al trabajo.

Los chicos exhalaron hondos suspiros pero obedecieron. Primero Spandan, luego Bruce y Marta. Solo quedaba John. Como si se tratara de un ofertorio, el chico alzó la espada con ambas manos y Sophie la recogió del mismo modo. Luego estudió la estilizada empuñadura con cariño.

– Una vez, en una excavación de Dinamarca, encontré una espada como esta. Aunque no era tan bonita ni estaba tan entera. La hoja se había corroído por completo justo en el centro. Pero la sensación de desenterrarla por primera vez fue maravillosa. Daba la impresión de que llevara todos esos años durmiendo y se hubiese despertado expresamente para mí. -Miró al chico, con expresión avergonzada-. Parece que esté loca, lo sé.

La sonrisa de él fue solemne.

– En absoluto. Debe de echar de menos el trabajo de campo.

Sophie recolocó los objetos en la vitrina y la cerró con llave.

– Unos días más que otros. Hoy lo echo mucho de menos.

Y al día siguiente, cuando tuviera que dirigir otra visita guiada vestida de época, sería aún peor.

– Vamos…

La sorprendió el sonido de su teléfono móvil. Incluso Ted respetaba su día de descanso.

– ¿Diga?

– Sophie, soy Katherine. ¿Estás sola?

Sophie dio un respingo al notar el apremio en la voz de Katherine.

– No. ¿Es necesario que lo esté?

– Sí. Tengo que hablar contigo. Es importante.

– No cuelgues. John, tengo que ocuparme de esta llamada. ¿Podéis esperarme en el vestíbulo un momento?

Él asintió y encaró su silla de ruedas hacia la Gran Sala y los demás alumnos. Cuando hubo salido, Sophie cerró la puerta.

– Dime, Katherine, ¿qué ocurre?

– Necesito tu ayuda.

Trisha, la hija de Katherine, era la mejor amiga de Sophie desde el parvulario y Katherine se había convertido en la madre que Sophie nunca tuvo.

– Cuéntame.

– Tenemos que registrar un campo y necesitamos saber dónde debemos excavar.

La mente de Sophie relacionó al instante «forense» con «excavar» y se imaginó una fosa común. A lo largo de los años había excavado docenas de tumbas y sabía exactamente qué había que hacer. Notó que el pulso se le aceleraba ante la perspectiva de volver a realizar un verdadero trabajo de campo.

– ¿Dónde y cuándo me necesitas?

– ¿Dónde? En un terreno que está a una media hora hacia el norte de la ciudad. ¿Cuándo? Ya llegas tarde.

– Escucha, Katherine, tardaré al menos dos horas en llegar con todo el equipo.

– ¿Dos horas? ¿Por qué tanto tiempo?

Sophie oyó de fondo voces contrariadas.

– Porque estoy en el museo y he venido en moto. No puedo atar el equipo al asiento. Antes tengo que volver a casa a por el coche de mi abuela. Además, esta tarde había pensado ir a verla. Por lo menos tengo que pasar por la residencia y ver qué tal está.

– Ya me ocuparé yo de ver cómo está Anna. Tú ve a buscar tu equipo a la universidad. Uno de los detectives se encontrará contigo allí y te acompañará hasta el terreno.

– Dile que nos encontraremos delante del edificio de humanidades de la Universidad Whitman. En la puerta hay una peculiar figura de mono. Estaré allí a la una y media.

Se oyeron murmullos, más fuertes.

– Muy bien -dijo Katherine, exasperada-. El detective Ciccotelli quiere estar seguro de que entiendes que esto debe quedar en el más absoluto secreto. Debes ser muy discreta y no decirle nada a nadie.

– Entendido.

Regresó a la Gran Sala.

– Chicos, tengo que marcharme.

Los alumnos procedieron de inmediato a recoger sus trabajos.

– ¿Está bien su abuela, doctora J? -preguntó Bruce con la frente fruncida de preocupación.

Sophie vaciló.

– No, pero se pondrá bien. -No era exactamente la verdad pero, por el bien de Anna, esperaba que tampoco fuera una mentira-. De momento, esta tarde os dejaré unas horas libres. No os divirtáis en exceso.

Cuando todos se hubieron marchado, Sophie cerró la puerta, conectó la alarma y se dirigió hacia la Universidad Whitman a tanta velocidad como la ley permitía. El corazón le aporreaba el pecho. Llevaba meses echando de menos las excavaciones, pero todo parecía indicar que por fin estaba a punto de volver a trabajar en una.

2

Domingo, 14 de enero, 14:00 horas

Se sentó en la silla y asintió ante la pantalla de su ordenador a la vez que sus labios esbozaban una sonrisa de satisfacción. Aquello estaba muy bien. La mar de bien. «Aunque me esté mal pensarlo.» Pero lo pensaba.

Levantó la cabeza para mirar los fotogramas que había extraído del vídeo de Warren Keyes. Había elegido bien a su víctima: buena estatura, buen peso y buena musculatura. El tatuaje del joven fue lo que acabó de perderle. Warren tenía que ser la víctima. Había estado fantástico en las escenas de sufrimiento, la cámara había captado la intensa agonía de su rostro. Pero los gritos…

Abrió un archivo de sonido. Un grito estremecedor surgió de los altavoces con una nitidez cristalina y un escalofrío de placer le recorrió la espalda. Los gritos de Warren eran sublimes. El tono perfecto, la intensidad perfecta. La inspiración perfecta.

Volvió los ojos hacia los lienzos que había colgado junto a los fotogramas. Probablemente, aquella serie de cuadros constituían su mejor obra hasta el momento. La había titulado La muerte de Warren. Eran óleos, por supuesto. Había descubierto que el óleo era la mejor técnica para captar la intensidad de la expresión, la boca de la víctima abierta al máximo en uno de esos perfectos alaridos de insoportable dolor.

Y los ojos. Había aprendido que la muerte por tortura tenía varias fases, y todas ellas se reflejaban claramente en los ojos de la víctima. La primera era el miedo; le seguían una actitud retadora y luego la desesperación, cuando la víctima se daba cuenta de que no había escapatoria. La cuarta fase, la de la esperanza, dependía por completo de la tolerancia al dolor de la víctima. Si resistía el primer embate, le daba un respiro, el tiempo justo para permitir que aflorara la esperanza. Warren Keyes había tolerado el dolor de forma extraordinaria.

Más tarde, cuando la esperanza se desvanecía por completo, empezaba la quinta fase: la de las súplicas, los gritos lastimeros implorando la muerte, la liberación. Hacia el final, aparecía la sexta fase, el último arrebato desafiante, una primitiva lucha por la supervivencia que precedía al hombre moderno.

Pero la séptima y última fase era la mejor y la más inaprensible: el instante mismo de la muerte. La explosión… La ráfaga de energía cuando lo corpóreo arrojaba su esencia. Era un instante tan breve que incluso con el objetivo de la cámara resultaba imposible captarlo del todo, tan fugaz que el ojo humano se lo perdería si no estuviera prestando extrema atención. Pero él prestaba atención.

Y había valido la pena. Se recreó contemplando el séptimo cuadro. Aunque era el último de la serie, lo había pintado el primero. Se acercó al caballete mientras la energía liberada de Warren aún hacía vibrar cada uno de sus nervios y el perfecto grito final resonaba todavía en sus oídos.

Lo había visto en los ojos de Warren; era algo indefinible que solo él había descubierto en el instante de la muerte. Consiguió captarlo por primera vez con La muerte de Claire, hacía más de un año. ¿De verdad había pasado tanto tiempo? El tiempo volaba cuando uno se divertía, y por fin se estaba divirtiendo. Llevaba toda la vida persiguiendo ese algo indefinible. Pues bien, ya lo había encontrado.

«Un genio.» Así era como lo había llamado Jager Van Zandt. Con Claire consiguió atraer por primera vez la atención del magnate de los videojuegos, y aunque personalmente consideraba que sus series de Zachary y Jared eran mejores, Claire seguía siendo la favorita de VZ.

Claro que Van Zandt nunca había visto sus cuadros, solo las imágenes animadas por ordenador con las que había transformado a Claire en Clothilde, una prostituta de la Francia de Vichy en la Segunda Guerra Mundial estrangulada hasta la muerte por un soldado a quien ella había traicionado. El tráiler, que hacía las delicias del público siempre que se exhibía, se había convertido en la principal atracción de Tras las líneas enemigas, la última aventura de Van Zandt en la industria del ocio.

Casi todo el mundo consideraba que aquello eran simples videojuegos. Pero a Van Zandt le gustaba pensar que estaba construyendo un imperio del ocio. Antes de Tras las líneas enemigas, el imperio de VZ solo existía en sus sueños. Pero sus sueños se habían hecho realidad: Tras las líneas enemigas había volado de las estanterías de las tiendas y se había convertido en un éxito rotundo gracias a Clothilde y al resto de sus personajes de animación. «Gracias a mi arte.»

Van Zandt, que también se había dado cuenta de ello, había elegido a Clothilde, captada en el momento de su muerte, para ilustrar el estuche de Tras las líneas enemigas. Siempre se le aceleraba el pulso al contemplarlo, al saber que las manos que oprimían la garganta de «Clothilde» eran las suyas.

Era obvio que VZ reconocía su genialidad, pero no estaba seguro de que ese hombre fuera capaz de comprender la realidad de su arte. Por eso seguía dejando que VZ creyera lo que quería creer: que Clothilde era un personaje de ficción y que él se llamaba Frasier Lewis. Al fin y al cabo, tanto él como Van Zandt obtenían lo que querían. El empresario había conseguido un gran éxito en la industria del ocio y ganaba millones. «Y yo he conseguido que millones de personas contemplen mi arte.»

Ese era su objetivo último. Tenía un don. El videojuego de VZ no era más que la forma más eficaz de hacer llegar su don al mayor número de personas en el menor tiempo posible. Cuando se hubiera consagrado, no necesitaría las imágenes de animación; la gente solicitaría directamente sus cuadros. No obstante, por el momento necesitaba a Van Zandt, y Van Zandt lo necesitaba a él.

Él estaría muy orgulloso de su último trabajo. Accionó el ratón y de nuevo visionó las imágenes animadas de Warren Keyes. Eran perfectas. Todos y cada uno de sus músculos se crispaban mientras el joven luchaba por librarse de las cadenas, su cuerpo se arqueaba y se retorcía de dolor a medida que le iba desencajando los huesos. La sangre también tenía buen aspecto, no era demasiado roja y se veía auténtica. Haber examinado cuidadosamente la película le había permitido reproducir todos los detalles del cuerpo de Warren, hasta la mínima contracción.

En particular, se había esmerado con el rostro; había captado el miedo y la expresión retadora de Warren al resistirse a la petición de su captor. «Que soy yo.» El inquisidor. Se había plasmado a sí mismo como el anciano que había atraído a Warren hasta la mazmorra.

En definitiva La muerte de Warren estaba lista y había llegado el momento de engatusar a la siguiente víctima. Abrió tupuedessermodelo.com, la sencilla y encantadora página web que le había resultado tan útil para encontrar los rostros perfectos que requería su trabajo. Por una modesta cuota, actores y modelos colgaban sus books en tupuedessermodelo.com con el propósito de que cualquier director de Hollywood pudiera lanzarlos inmediatamente al estrellato con solo accionar el ratón sobre su fotografía.

Tanto actores como modelos eran las víctimas perfectas. Poseían belleza, sabían despertar emociones y sus rostros eran fácilmente trasladables a las imágenes y al lienzo. Además, estaban tan ansiosos por alcanzar la fama y andaban tan necesitados de dinero que aceptaban cualquier trabajo. Atraerlos con la excusa de ofrecerles un papel en un documental funcionaba siempre y le había permitido presentarse como el anciano e inofensivo profesor de historia llamado Ed Munch. Sin embargo, estaba empezando a cansarse de ser Edvard Munch. Quizá la próxima vez se presentaría como Hieronymus Bosch. Por fin era un artista genial.

Examinó con detenimiento los candidatos elegidos en su última búsqueda. Había seleccionado a quince personas de las cuales se había quedado con cinco. El resto no eran lo suficientemente pobres para que tragaran sin más el anzuelo. De las cinco, solo tres estaban en la más absoluta miseria. Sus indagaciones financieras le habían revelado que las tres estaban al borde de la bancarrota.

Había espiado a los tres candidatos durante una semana y había visto que solo uno de ellos era lo bastante solitario y reservado para que no lo echaran en falta. Ese era un requisito importante del plan. Resultaba imprescindible que nadie buscara a sus víctimas. Entre ellas había fugitivos, como la preciosa Brittany de las manos unidas. O tipos como Warren, y antes que él Billy; tan reservados que nadie sabía que habían recibido una oferta de trabajo.

De todos los candidatos actuales, Gregory Sanders era el idóneo. Su familia, que no lo aceptaba, lo había echado de casa, así que estaba solo. Lo había averiguado la noche anterior, tras seguir a Sanders hasta su bar favorito. Se había hecho pasar por un hombre de negocios de fuera de la ciudad, le había invitado a varias rondas y había aguardado a que el hombre le contara entre gimoteos su triste historia. Sanders no tenía a nadie. Era perfecto.

Activó el botón de contacto de Gregory y desplegó el texto de su e-mail estándar, confiando plenamente en los pasos que había dado para ocultar su verdadera identidad, tanto física como electrónica. Al día siguiente, Greg aceptaría su oferta. Y el martes ya contaría con una nueva víctima. Y con un nuevo grito.

Dio impulso a la silla para apartarse del escritorio, se puso en pie con rigidez y se frotó la pierna derecha. Qué odioso era el invierno en Filadelfia. Ese día, el dolor era horrible. Su arte, aparte de ser excitantemente morboso, suponía otra importante ventaja: mientras pintaba se olvidaba de los dolores imaginarios para los que no existía tratamiento alguno, ni cura, ni nada que le proporcionara un poco de alivio.

Estaba a punto de cruzar la puerta de su estudio cuando recordó algo. «El martes.» Los pagos del anciano vencían el martes. Era imprescindible satisfacerlos. Si abonaba con puntualidad la hipoteca y el resto de los gastos, nadie se preguntaría dónde estaban el anciano y su esposa. Nadie los buscaría, precisamente tal como él deseaba. Se acercó de nuevo al ordenador. Como el martes estaría ocupado con su nueva víctima, era mejor efectuar ya los pagos.

Dutton, Georgia,

domingo, 14 de enero, 14:15 horas

– Te agradezco que hayas venido tan rápido, Daniel. -El sheriff Frank Loomis se volvió a mirarlo antes de introducir la llave en la puerta de entrada-. No tenía claro que lo hicieras.

Daniel Vartanian sabía que la observación era pertinente.

– Sigue siendo mi padre, Frank.

– Vaya. -Frank frunció el entrecejo al ver que la cerradura no cedía-. Estaba seguro de que esta era la llave; llevo guardándola desde la última vez que tus padres se tomaron unas largas vacaciones.

Daniel observaba cómo Frank probaba cinco llaves diferentes, el temor que atenazaba su vientre empezó a convertirse en verdadero pánico.

– Yo tengo una llave.

Frank retrocedió con una mirada fulminante.

– ¿Y por qué no lo has dicho antes, chico?

Daniel arqueó una ceja.

– No quería ofenderte -dijo con ironía-. Las competencias son las competencias.

Frank había pronunciado esas mismas palabras la noche anterior, cuando telefoneó a Daniel para informarle de que parecía que sus padres habían desaparecido.

– Escucha, «agente especial» Vartanian, por mucho que trabajes en el GBI, si sigues tan tieso, acabaré por arrebatarte la porra y ablandarte la espalda con ella.

Y no era pura fanfarronería. Frank había molido a palos a Daniel en más de una ocasión por diablillo. Claro que eso era porque se preocupaba por él. No podía decirse lo mismo de su padre. El juez Arthur Vartanian siempre había estado demasiado atareado para ocuparse de su hijo.

– No te burles de las porras del GBI -dijo Daniel en tono liviano, aunque el corazón había empezado a latirle con fuerza-. Incluyen lo último en tecnología, igual que vuestros cachivaches. Incluso a ti te sorprendería su eficacia.

– Mierda de burócratas -masculló Frank-. Siempre hablando de tecnología y experiencia, pero solo las aplican si les dejan llevar la voz cantante. Cédeles un poco de terreno y caerán sobre ti como una plaga.

También esa observación era pertinente, aunque Daniel dudaba que los mandamases del GBI, la Agencia de Investigación de Georgia, opinaran lo mismo. Había encontrado la llave; ahora tenía que concentrarse en que su mano dejara de temblar.

– Yo formo parte de la plaga, Frank -dijo.

Frank, molesto, resopló.

– Mierda, Daniel, ya sabes a qué me refiero. Art y Carol son tus padres. Te he llamado a ti, no al GBI. No quiero ver mi jurisdicción infestada de burócratas.

La llave de Daniel tampoco encajaba en la cerradura. Claro que, con el tiempo que había pasado, aquello no debía ser motivo de alarma.

– ¿Cuándo los viste por última vez?

– En noviembre. Unas dos semanas antes de Acción de Gracias. Tu madre iba camino de Angie's y tu padre estaba en el juzgado.

– O sea que era miércoles -observó Daniel, y Frank asintió. Angie's era el salón de belleza donde su madre tenía cita todos los miércoles sin excepción, desde antes de que él naciera-. ¿Y qué hacía mi padre en el juzgado?

– A tu padre le costaba hacerse a la idea de que estaba retirado. Echaba de menos el trabajo, y a la gente.

«Lo que Arthur Vartanian echaba de menos era el poder que le otorgaba ser juez del tribunal superior de una pequeña localidad de Georgia», se dijo Daniel, pero se guardó el pensamiento para sí.

– Decías que la enfermera de mi madre te llamó.

– Sí. Entonces me di cuenta del tiempo que hacía que no veía a ninguno de los dos. -Frank suspiró-. Lo siento, hijo. Supuse que por lo menos os lo habría contado a Susannah y a ti.

Le había costado aceptar que su madre ocultara algo así a sus propios hijos. Tenía cáncer de mama. La habían operado y le habían administrado quimioterapia, pero no les había dicho ni una palabra.

– Ya, bueno, la verdad es que hace tiempo que las cosas no van bien entre nosotros.

– Tu madre se saltó varias visitas, a la enfermera le extrañó y me telefoneó. Les seguí la pista y me enteré de que en diciembre tu madre había cancelado sus citas en la peluquería y le había dicho a Angie que tu padre y ella irían a Memphis a visitar a tu abuela.

– Pero no fueron.

– No. Según tu abuela, tu madre le contó que pasarían las vacaciones con tu hermana, pero cuando llamé a Susannah me dijo que hacía más de un año que no sabía nada de tus padres. Por eso te llamé a ti.

– Son demasiadas mentiras, Frank -opinó Daniel-. Entremos.

Rompió de un codazo el cristal lateral de la puerta de entrada, introdujo la mano y descorrió el pestillo. En la casa reinaba un silencio sepulcral y olía a cerrado.

Traspasar el umbral lo hizo retroceder en el tiempo. Daniel recordó a su padre al pie de la escalera, con los nudillos pelados y ensangrentados. Su madre se encontraba al lado de su padre y las lágrimas le rodaban por las mejillas. Susannah se mantenía algo apartada, y su rostro traslucía una súplica desesperada para que Daniel abandonara aquel enfrentamiento que ella no comprendía. A Susannah las cosas le resultarían más fáciles si desconocía la verdad, por eso nunca se la había contado.

Él se marchó con intención de no regresar. Claro que una cosa eran las intenciones…

– Ve tú arriba, Frank. Yo me encargaré de esta planta y del sótano.

El primer vistazo le confirmó a Daniel que sus padres habían salido de viaje. La llave del agua estaba cerrada y habían desenchufado todos los electrodomésticos. Recordó el miedo que su madre tenía de que la tostadora pudiera ocasionar un incendio.

Recorrió la planta baja y descendió al sótano con el corazón acelerado. Las imágenes de los cadáveres que había descubierto durante los años pasados en el cuerpo de policía le bombardeaban la mente. Sin embargo, allí no olía a muerto y el sótano parecía tan ordenado como siempre. Subió la escalera y encontró a Frank aguardando en el recibidor, frente a la puerta de entrada.

– Se han llevado mucha ropa -observó Frank-. Y las maletas no están.

– Esto no tiene ningún sentido. -Daniel volvió a entrar en todas las habitaciones y se detuvo en el despacho de su padre-. Fue juez durante veinte años, Frank. Tenía enemigos.

– Ya he pensado en eso. Le he pedido a Wanda que consiga un listado de sus antiguos casos.

Sorprendido y reconfortado, Daniel le dirigió a Frank una sonrisa llena de desánimo.

– Gracias.

Frank se encogió de hombros.

– A Wanda le irá bien hacer horas extras. Vamos, Daniel, cenemos algo por el centro y pensaremos qué más podemos hacer.

– Enseguida. Deja que eche un vistazo a su escritorio.

Tiró de un cajón y se sorprendió de que este se abriera sin más. Dentro había varios folletos del Gran Cañón. Se le formó un nudo en la garganta. Su madre siempre había deseado visitar el Gran Cañón, pero su padre siempre estaba demasiado ocupado y nunca habían llegado a ir. Parecía que por fin había encontrado el momento.

De pronto, la evidencia de que su madre estaba enferma de cáncer lo azotó, convirtiéndose en mucho más que el secreto que le había ocultado. «Mi madre se está muriendo.» Carraspeó con fuerza.

– Mira, Frank. -Sacó los folletos y los esparció sobre el cartapacio.

– El Gran Cañón, el lago Tahoe, el Monte Rushmore… -Frank suspiró-. Parece que por fin tu padre la ha llevado a hacer el viaje que durante tantos años le prometió.

– Pero ¿por qué no lo dijeron y ya está? ¿Por qué tantas mentiras?

Frank le estrechó el hombro.

– Supongo que tu madre no quiere que nadie sepa que está enferma. Para Carol es una cuestión de orgullo. Deja que conserve su dignidad. Vayamos a cenar a algún sitio.

Con el corazón lleno de pesar, Daniel se disponía a levantarse cuando oyó un ruido.

– ¿Qué ha sido eso?

– ¿El qué? -preguntó Frank-. Yo no he oído nada.

Daniel prestó atención y volvió a oírlo: un chirrido estridente.

– Es su ordenador.

– Es imposible, está apagado.

La pantalla estaba oscura, pero cuando Daniel posó la mano sobre el ordenador se quedó sin respiración.

– Está caliente y en marcha. Alguien lo está utilizando en este preciso momento.

Pulsó el botón de la pantalla y juntos vieron cómo aparecía una página de un banco en línea. El cursor se movía con una precisión fantasmagórica sin que ninguno de los dos lo accionara.

– Joder, parece un tablero de la Ouija -masculló Frank.

– Es el sistema de banca en línea de mi padre. Alguien acaba de pagar la hipoteca.

– ¿Será tu padre? -preguntó Frank, con evidente desconcierto.

– No lo sé. -Daniel apretó la mandíbula-. Pero puedes estar seguro de que lo averiguaré.

Filadelfia,

domingo, 14 de enero, 14:15 horas

Vito se quedó mirando la «peculiar figura de mono» con creciente irritación. Llevaba esperando más de media hora y aún no había rastro de la amiga de Katherine. Se sentía decepcionado y tenía frío. Había bajado la ventanilla del coche para respirar aire fresco. El hedor de la desconocida le impregnaba el pelo y las fosas nasales; ni él mismo podía soportarlo.

Había telefoneado a Katherine seis veces, pero no contestaba. Era imposible que no la hubiera visto. Había llegado con tiempo de sobra y la única persona allí presente era una estudiante universitaria sentada en el banco de la parada del autobús, cinco metros detrás de su vehículo.

Era una chica de unos veinte años, con una larga melena rubia que debía de rozarle las nalgas cuando estaba de pie. Llevaba la cabeza cubierta con un pañuelo rojo y junto a las sienes le colgaban sendas trenzas diminutas, mientras que el resto del pelo caía suelto y la cubría como una capa. Llevaba unos enormes aros de oro en las orejas y la mitad de su rostro quedaba oculto tras la montura redonda de sus gafas de sol color morado. Por si todo eso fuera poco, llevaba una vieja chaqueta de camuflaje que le quedaba unas cuatro tallas grande.

«Esta juventud…», pensó Vito, sacudiendo la cabeza. La chica levantó la mirada hacia la calle y volvió a bajarla antes de encoger las piernas y doblarlas bajo la chaqueta, con la gruesa suela de sus botas militares sobre el banco. Debía de estar helada. Al menos él lo estaba, y eso que tenía puesta la calefacción de la camioneta.

Al fin sonó su móvil.

– Mierda, Katherine, ¿Dónde te habías metido?

– En el depósito de cadáveres, estoy preparándolo todo para que la desconocida descanse aquí esta noche. ¿Qué quieres?

– Que me des el teléfono de tu amiga. -Se volvió al oír que alguien llamaba a la puerta del acompañante. Era la universitaria-. Espera un momento, Katherine. -Bajó la ventanilla-. ¿Qué deseas?

Los labios carnosos de la chica temblaban.

– Hum… Estoy esperando a una persona y creo que podría ser usted.

De cerca, la chica era aún más agraciada; se buscaría problemas acercándose a los hombres de ese modo.

– Original manera de ligar. Lo siento, no me interesa. Prueba con alguien de tu misma edad.

– ¡Espere! -gritó la chica, pero él ya había subido la ventanilla.

– ¿Quién era? -preguntó Katherine con voz divertida.

A Vito no le hacía ninguna gracia.

– Una universitaria a quien le gustan maduritos. Tu amiga no ha llegado.

– Si ha dicho que estaría, tiene que estar, Vito. Sophie es muy seria.

– Te digo que… ¡Joder!

Era de nuevo la chica, esta vez por el lado del conductor.

– Escucha -espetó-, te he dicho que no me interesa, o sea que lárgate.

Empezó a cerrar la ventanilla, pero la chica plantó las manos en el borde del cristal y se aferró como si fueran garras, para impedir que lo subiera. Llevaba unos delgados guantes de punto con cada dedo de un color diferente, lo cual se daba de bofetadas con el estampado de camuflaje.

Vito estaba a punto de mostrarle la placa cuando la chica se quitó las gafas y lo miró exasperada, con sus ojos de un verde intenso.

– ¿Conoce a Katherine? -preguntó.

De repente, él se dio cuenta de que no se trataba de ninguna jovencita. Tenía por lo menos treinta años, tal vez más. Apretó los dientes.

– Katherine -dijo despacio-, ¿qué aspecto tiene tu amiga?

– El de la mujer que está junto a tu ventanilla -soltó Katherine entre risas-. Tiene el pelo largo y rubio, ronda los treinta años y le gusta mezclar estilos. Lo siento, Vito.

Él tuvo que tragarse su comentario de sabihondo.

– Esperaba a alguien de tu edad. Me habías dicho que hacía veinticinco años que la conocías.

– En realidad son veintiocho. Desde que iba al parvulario -soltó la mujer de repente, y le tendió la mano multicolor-. Soy Sophie Johannsen. Hola, Katherine -saludó dirigiéndose al teléfono-. Tendrías que habernos dado los números de móvil -añadió en un tono que de entrada sonaba jovial pero que en el fondo denotaba impaciencia.

Katherine suspiró.

– Lo siento, he de dejarte, Vito. Tengo invitados a cenar y de camino a casa debo pasar a ver cómo está la abuela de Sophie.

Vito cerró el móvil y posó la mirada en los verdes ojos entornados de la mujer. Se sentía como un completo idiota.

– Perdone, le ponía veinte años.

Los gruesos labios de ella esbozaron una sonrisa ladeada y a Vito le chocó darse cuenta de que también estaba equivocado con respecto a otra cosa. La chica no era solo agraciada, era una preciosidad. Vito sintió que sus dedos se morían de ganas de tocar aquellos labios. «Una mujer debe de hacer maravillas con unos labios así.» Apretó los dientes con fuerza, tan sorprendido como molesto por la viveza de las imágenes que acudían a su mente. «Haz el favor de controlarte, Chick. Contrólate ahora mismo.»

– Supongo que debo tomarlo como un cumplido. Hacía mucho tiempo que no me confundían con una universitaria. -Señaló el edificio con un dedo azul eléctrico-. El equipo que necesitamos está ahí dentro. Pesa demasiado para llevarlo en un solo viaje y no quería dejar una parte en la calle mientras iba a buscar el resto. Es muy caro. ¿Me echa una mano?

Vito contuvo sus pensamientos no sin dificultad y la siguió hasta el interior del edificio.

– Le agradezco su ayuda, doctora Johannsen -dijo mientras ella abría la puerta cerrada con llave.

– Es un placer. Katherine me ha ayudado tantas veces que he perdido la cuenta. Y, por favor, llámeme Sophie. Nadie me llama doctora Johannsen. Mis alumnos me llaman doctora J, pero supongo que lo hacen por analogía con el baloncesto, porque soy alta.

Pronunció la última frase acompañada de una sonrisa autocrítica y Vito se sintió incapaz de apartar los ojos de su cara. Sin rastro de maquillaje y pese a los pendientes hippies, la ropa militar y los guantes multicolor, su aspecto era natural, saludable. Un vehemente deseo azotó a Vito con tal fuerza que lo dejó casi sin respiración. Lo de antes había sido pura lujuria; en cambio, lo que sentía ahora era distinto. Trató de encontrar palabras para describirlo y tan solo una acudió a su mente: «Hogar». Al mirar su rostro se sentía como si hubiera regresado al hogar.

El rubor tiñó las mejillas de la chica y Vito se dio cuenta de que la estaba mirando fijamente. Ella aguantó la mirada tres segundos; luego se volvió de golpe y tiró con fuerza de la pesada puerta, que al abrirse la obligó a dar un paso atrás tambaleándose. Él la asió por los hombros para sostenerla, y al hacerlo la atrajo hacia sí. «Suéltala», se dijo, pero sus manos no le obedecían. En vez de eso, siguió sosteniéndola y, por un instante, ella pareció relajarse y descansar contra él.

De pronto, como si le hubieran clavado una aguja, se lanzó hacia delante para sujetar la puerta antes de que se cerrara, con lo cual rompió el contacto físico y puso fin a aquel momento.

Vito la había tenido entre sus manos tan solo unos segundos, pero le pareció estar tocando un cable de alta tensión. Decidió retroceder, física y también mentalmente. Se sentía afectado y no le hacía ninguna gracia. Respiró hondo. «Es solo el día que estás teniendo -se dijo-. Domínate, Chick; domínate antes de que hagas el ridículo.» Sin embargo, se quedó perplejo al oír las siguientes palabras que surgieron de su boca.

– Llámeme Vito.

Solía preferir que lo llamaran detective cuando se trataba de asuntos de trabajo; de ese modo las cosas quedaban convenientemente claras. Pero ya era demasiado tarde.

– Muy bien. -Las dos palabras brotaron con un suspiro, como si la chica hubiera estado conteniendo la respiración-. Esto es lo que tenemos que llevarnos.

Junto a la puerta había cuatro maletas. Vito cogió las dos más grandes. Sophie tomó las otras dos y cerró la puerta tras de sí.

– Tengo que devolver el equipo a la universidad esta noche -dijo en tono decidido-. Otro profesor lo ha solicitado para efectuar mañana un trabajo de campo.

Parecía que la chica había decidido obviar lo ocurrido y Vito optó por hacer lo mismo, pero su mirada iba por libre. No podía dejar de observar su rostro; trató de captar su perfil mientras se dirigían hacia la camioneta. A la chica seguían temblándole los labios a causa del frío y Vito se sintió culpable.

– ¿Por qué no me ha avisado antes? -preguntó.

– Me han advertido que fuera discreta -respondió ella, con la mirada fija hacia el frente-. No estaba segura de que usted fuera el policía de quien me había hablado Katherine, ni siquiera ha venido en coche patrulla. He pensado que, si no era la persona adecuada, no les gustaría que anduviera preguntando. Katherine no me ha explicado qué aspecto tenía y tampoco me ha dado ninguna contraseña. Por eso he decidido esperar.

Y congelarse, pensó él mientras recordaba la forma como se había ovillado bajo la chaqueta para entrar en calor. Depositó las dos maletas grandes en la zona de carga de la camioneta y las ató con las correas. Cuando se disponía a cargar las dos maletas más pequeñas, la chica sacudió la cabeza.

– Son delicadas. Dadas las circunstancias, prefiero viajar yo en la zona de carga y que coloque las maletas en mi asiento.

– Creo que dentro hay suficiente espacio para todo. -Vito colocó las maletas en el suelo, entre las dos filas de asientos. Luego abrió la puerta del acompañante-. Usted primero…

Sus pensamientos se desviaron cuando ella pasó por delante de él. Olía igual que las rosas que había depositado detrás de su asiento; su aroma era dulce y penetrante.

Se quedó inmóvil, aspirando su olor. Aquella mujer no se parecía en nada a su Andrea, menuda y de piel morena. Sophie Johannsen era una amazona, alta, rubia… Y estaba viva. «Ella está viva, Chick. Y hoy, eso es suficiente para que te metas en un lío.» Por suerte, al día siguiente volvería a sentirse adormecido.

– Sophie -dijo la chica con recelo-. Me llamo Sophie.

– Lo siento. -«Céntrate, Chick.» Había un cadáver sin identificar, tal vez más. Eso era lo que debía ocupar sus pensamientos y no el perfume de Sophie Johannsen. Señaló el asiento delantero, decidido a reconducir la relación de nuevo hacia el plano profesional-. Por favor.

– Gracias.

Ella subió al vehículo y Vito oyó un sonido metálico procedente de su chaqueta.

– ¿Qué lleva en los bolsillos?

– Ah, de todo. Es mi chaqueta de trabajo.

De un bolsillo extrajo un juego de clavos de señalización.

– Nos servirán para marcar lo que encontremos.

«Espero de corazón que lleve suficientes», pensó Vito al recordar los banderines rojos que Nick retiraría antes de que ellos llegaran. Querían una investigación limpia, sin que nada influyera en el examen de la experta.

– Vamos.

Cuando estuvieron en camino, Sophie acercó sus gélidos dedos a la rejilla de la calefacción. Sin pronunciar palabra, Vito se inclinó hacia delante y accionó un botón para subir la temperatura.

Después de que los dedos de Sophie hubieran entrado en calor, la chica se acomodó en su asiento y examinó a Vito Ciccotelli. Su aspecto la había sorprendido. Llamándose Vito, se imaginaba a una bestia parda con el rostro de alguien que ha resistido demasiados asaltos contra el campeón. No podía haber estado más equivocada. Por eso se lo había quedado mirando, la había pillado desprevenida. «Mentalízate de eso.»

Debía de medir al menos un metro noventa. Había tenido que levantar la cabeza para mirarlo a los ojos y, con su casi metro ochenta, eso no le sucedía muy a menudo. Sus hombros se adivinaban anchos bajo la chaqueta de piel, pero la esbeltez de su cuerpo macizo hacía pensar más en un felino de gran tamaño que en un bulldog peleón. Tenía el tipo de rostro de facciones marcadas que suele verse en las revistas de moda. Claro que ella no leía revistas de moda; ese era el vicio de su tía Freya.

Sophie supuso que la mayoría de las mujeres considerarían que Vito Ciccotelli estaba como un tren y caerían irremediablemente rendidas a sus pies. Era probable que ese fuera el motivo por el que antes la había despachado con tanta prontitud; seguro que las mujeres siempre trataban de ligar con él. Por suerte, ella no formaba parte de esa mayoría, pensó burlona. Caer rendida a sus pies era lo último que se le pasaría por la cabeza.

Claro que precisamente eso era lo que había estado a punto de ocurrirle. Qué vergüenza. Sin embargo, durante el instante que él la había sostenido contra sí, ella se había sentido cómoda y protegida. Era como si pudiera apoyar la cabeza en su hombro y reposar. «No seas ridícula, Sophie.» Los hombres guapos como Vito estaban acostumbrados a conseguir lo que deseaban con una simple caída de ojos. Sin embargo, por algún motivo, esa afirmación no cuadraba con Vito. Aunque en el fondo daba igual. Él había acudido a ella por el radar de penetración terrestre, nada más. «Haz el favor de centrarte en lo que debes.» Tenía ante sí la oportunidad de volver a realizar un trabajo de campo, algo importante. Sin embargo, no podía apartar los ojos del rostro de aquel hombre.

Él llevaba puestas unas gafas de sol y Sophie solo podía ver la comisura de uno de sus ojos, donde varias líneas blancas diminutas surcaban su piel morena y revelaban su predisposición a sonreír. Pero en ese momento no sonreía. Su expresión denotaba gravedad e inquietud, y Sophie se sintió culpable por experimentar tal entusiasmo y vitalidad.

Por primera vez en meses volvería a realizar un trabajo de campo. Lo que le aceleraba el corazón y le ponía la carne de gallina era la emocionante perspectiva de la búsqueda, no el recuerdo de las manos de Vito aferrándola por los hombros. «Solo lo ha hecho para evitar que te cayeras de culo.» Hacía muchísimo tiempo que ningún hombre la tocaba, por ningún motivo. Sophie frunció el entrecejo y se concentró.

– Bien, Vito, hábleme de la tumba.

– ¿Quién ha dicho nada de ninguna tumba? -preguntó él, en tono despreocupado.

A ella le entraron ganas de hacer una mueca de exasperación pero se contuvo.

– No soy estúpida. ¿Una forense y un policía buscando algo bajo tierra? ¿De cuántas tumbas estamos hablando?

Él se encogió de hombros.

– Tal vez de ninguna.

– Por lo menos han encontrado una.

– ¿Por qué dice eso?

Sophie arrugó la nariz.

– L'odeur de la mort. Se nota bastante.

– ¿Habla francés? Yo lo estudié en el instituto, pero solo recuerdo las palabrotas.

Esa vez sí que hizo una mueca de exasperación. Empezaba a perder la paciencia.

– Hablo diez lenguas, aunque tres de ellas están más muertas que la persona cuyo cadáver acaban de descubrir -espetó, pero inmediatamente se arrepintió al ver que él daba un respingo y un músculo de su tensa mandíbula empezaba a temblar.

– La persona cuyo cadáver acabamos de descubrir tenía padres y tal vez esposo -dijo en voz baja.

Ella se ruborizó; había pasado de estar enfadada a sentirse incómoda y avergonzada.

«Has metido la pata hasta el fondo, con bota incluida.»

– Lo siento -se disculpó ella, también en voz baja-. No era mi intención faltar al respeto a nadie. Los cadáveres que suelo encontrar llevan enterrados varios siglos. Aunque ya sé que no es excusa; me he dejado llevar por el entusiasmo que supone volver a hacer algo interesante. Ha sido una falta de tacto por mi parte.

Él mantuvo la mirada fija hacia el frente.

– No importa.

Sí que importaba, pero Sophie no sabía qué hacer para remediarlo. Se despojó de los guantes y empezó a trenzarse el pelo para que no le molestara cuando llegaran a donde el detective la llevaba. Casi había terminado cuando él la sobresaltó al volver a hablar.

– ¿Así que habla francés? -dijo-. Yo lo estudié en el instituto pero…

La boca de Vito esbozó una sonrisa atribulada y ella le devolvió el gesto. Le estaba echando un cable. Esta vez se aseguraría de no meter la pata.

– Pero solo se acuerda de las palabrotas. Sí, hablo francés y varias leguas más. Resulta útil para traducir textos antiguos y poder conversar con los habitantes de los lugares donde trabajo. -Continuó trenzándose el pelo-. Si quiere, puedo enseñarle unos cuantos tacos en otros idiomas.

Él tuvo que reprimir una carcajada.

– Es un gran ofrecimiento. Katherine me ha contado que se ha tomado un año sabático.

– Más o menos. -Sophie anudó fuertemente la trenza y se hizo un moño en el cogote-. Mi abuela sufrió un derrame cerebral, por eso he venido a Filadelfia, para ayudar a mi tía a cuidar de ella.

– ¿Se está recuperando?

– Hay días en los que parece que sí, pero otros… -Suspiró-. Otros días las cosas no van tan bien.

– Lo siento.

Parecía muy sincero.

– Gracias.

– ¿Y dónde estaba antes de venir aquí?

– En el sur de Francia. Estábamos excavando en un castillo del siglo xiii.

Él pareció impresionado.

– ¿De esos con mazmorras?

Ella se rió entre dientes.

– Seguramente en su día las tuvo, pero nos consideraremos afortunados si encontramos la muralla exterior y los cimientos de la torre del homenaje. Bueno, podrán considerarse afortunados -se corrigió-. Escuche, Vito… Mi comentario ha estado fuera de lugar y lo siento, pero de verdad me ayudaría saber un poco más sobre lo que necesitan de mí antes de empezar a trabajar.

Él se encogió de hombros.

– En realidad no hay mucho que contar. Hemos encontrado un cadáver.

Volvían a estar como al principio.

– Pero cree que puede haber más.

– Es posible.

Sophie se aseguró de no volver a meter la pata; por ello imprimió cierta ligereza a su voz.

– Si descubro algo, sabré tanto como ustedes. Espero que no se trate de una de esas ocasiones en las que hay que matar al protagonista porque sabe demasiado. Eso me arruinaría el día.

Las comisuras de los labios de Vito se curvaron hacia arriba.

– Matarla sería ilegal, doctora Johannsen.

Había vuelto a tratarla con formalidad. Qué pena, porque ella seguía llamándolo Vito.

– Muy bien, Vito. Entonces, a menos que piensen borrarme la memoria, quiere decir que confían en que no me iré de la lengua. Porque usted no tiene uno de esos dispositivos que usan en Hombres de negro, ¿verdad?

Él tuvo que aguantarse de nuevo la risa.

– Me lo he dejado en otro traje.

– Dicen que hombre precavido vale por dos. ¿En qué traje? Le prometo que no se lo contaré a nadie.

De pronto, Vito sonrió abiertamente y en la mejilla derecha se le formó un hoyuelo. «Madre mía, madre mía», pensó Sophie. Una simple sonrisa hacía que Vito Ciccotelli dejara de parecer un modelo para convertirse en todo un galán cinematográfico. Si su tía Freya lo viera se le desbocaría el corazón. «Exactamente como te está pasando a ti», se dijo justo cuando él volvió a hablar.

– La información es confidencial -dijo, y Sophie se puso tensa.

– Veo que hemos entablado una relación de confianza.

La sonrisa de él se desvaneció.

– Doctora Johannsen, no se trata de que no confiemos en usted. Si no fuera así, ahora mismo no estaría aquí. Katherine responde de su honestidad y para mí con eso basta.

– Entonces…

Él negó con la cabeza.

– No quiero darle ningún dato que pueda condicionar su investigación. Es mejor que no sepa nada y nos diga qué encuentra. Eso es cuanto queremos.

Ella se quedó pensativa.

– Supongo que es lógico.

– Gracias a Dios -masculló él, y ella ahogó una risita.

– ¿Puede por lo menos decirme cuánto mide el terreno?

– Debe de medir media hectárea, como mucho una.

Ella puso mala cara.

– Pues me llevará bastante tiempo.

Él arqueó sus cejas morenas.

– ¿Cuánto es «bastante tiempo»?

– Cuatro o cinco horas, puede que más. El radar de la universidad no es muy potente, lo utilizamos solo con fines pedagógicos. Los terrenos que examinamos con los alumnos tienen como máximo diez metros cuadrados. Lo siento -añadió al ver que él fruncía el entrecejo-. Si la superficie es tan grande puedo recomendarles algunas empresas geotécnicas que trabajan muy bien. Ellos disponen de equipos más grandes y tractores para arrastrarlos.

– Pero la cantidad de dinero que cobran es proporcional -se lamentó él-. No podemos permitirnos contratar a ninguna empresa; han recortado mucho el presupuesto del departamento y no tenemos fondos. -Le dirigió una mirada temerosa-. ¿Usted puede dedicarnos cuatro o cinco horas?

Sophie miró el reloj. Empezaba a hacerle ruido el estómago.

– ¿Tienen fondos para invitarme a una pizza? Aún no he comido.

– Para eso sí.

3

Filadelfia,

domingo, 14 de enero, 14:30 horas

Vito detuvo su camioneta detrás del vehículo de la policía científica.

– Este es el lugar.

– Ya lo había adivinado -masculló-. Las primeras pistas han sido la cinta amarilla y la furgoneta de la policía científica.

Antes de que él pudiera pronunciar una palabra abrió la puerta y saltó de la camioneta. A continuación, hizo una mueca de disgusto y tragó saliva.

– Es muy fuerte -dijo él en tono comprensivo-. Eau de… ¿Cómo lo ha llamado?

– L'odeur de la mort -respondió ella con voz queda-. ¿Sigue aquí el cadáver?

– No, pero el olor no siempre desaparece de inmediato. Puedo conseguirle una mascarilla, pero no creo que le sirva de mucho.

Ella negó con la cabeza y los grandes aros que adornaban sus orejas se balancearon.

– Solo me ha pillado desprevenida, no pasa nada. -Con aire resuelto, tomó las dos maletas más pequeñas-. Estoy lista.

Pronunció las últimas palabras con un breve y decidido gesto de asentimiento, más para convencerse a sí misma que a los demás.

Nick se bajó de la furgoneta de la policía científica y Vito tuvo la satisfacción de ver que su compañero se quedaba blanco como el papel. La reacción de Jen McFain fue idéntica. Claro que el efecto no era completo, puesto que Johannsen se había recogido el pelo que antes le colgaba hasta más abajo de las nalgas.

– Jen, Nick, esta es la doctora Johannsen.

Jen se acercó corriendo, sonriente, y estiró el cuello para mirar a Johannsen a la cara. La diferencia de estatura entre las dos mujeres resultaba cómica.

– Soy Jennifer McFain, de la policía científica. Muchas gracias por venir a ayudarnos a pesar de que le hemos avisado con tan poco tiempo, doctora Johannsen.

– No hay de qué. Y, por favor, llámeme Sophie -respondió ella.

– Entonces yo soy Jen.

Jen examinó las dos maletas.

– Siempre he querido tener entre manos uno de esos trastos. Si no le importa, ¿podría quitarse los pendientes?

Johannsen guardó inmediatamente los pendientes en un bolsillo de la chaqueta.

– Lo siento, había olvidado que los llevaba puestos. -Miró a Nick por encima del hombro de Jen-. ¿Y usted es…?

– Soy Nick Lawrence -respondió él-. El compañero de Vito. Gracias por venir.

– Es un placer. Si me dicen por dónde quieren que empiece, lo prepararé todo.

Anduvieron campo a través. Jen y Johannsen iban delante y Vito y Nick guardaron la suficiente distancia para que ellas no pudieran oírlos.

– No es… como esperaba -susurró Nick.

Vito ahogó una risita. Se estaba comportando con calma y serenidad, y así continuaría haciéndolo.

– Por no decir otra cosa, ¿verdad?

– ¿Estás seguro de que es la amiga de Katherine? Parece muy joven.

– Al final he conseguido hablar con Katherine. Es la auténtica doctora Johannsen.

– ¿Y estás seguro de que tendrá la boca cerrada?

Vito se acordó del comentario del dispositivo para borrar la memoria y no pudo evitar sonreír.

– Sí.

Llegaron a la tumba y Vito se puso serio. Por fin sabrían si la desconocida era la única víctima o una de muchas.

Johannsen se quedó mirando la tumba, cabizbaja, y Vito recordó que también había bajado la cabeza al avergonzarse de la crudeza con la que se había referido al cadáver. Vito sabía que no lo había hecho a propósito. El hecho de que se hubiera disculpado tan rápido era digno de tener en cuenta. Sophie se volvió y lo miró a los ojos.

– ¿Aquí es donde encontraron a la mujer?

– Sí.

– El terreno es muy extenso. ¿Por dónde quieren que empiece? ¿Tienen alguna preferencia?

– La doctora Johannsen cree que le llevará cuatro o cinco horas sondear todo el campo -explicó Vito-. Será mejor que primero registremos la zona más cercana a la tumba por ambos lados, a ver qué encontramos.

– Me parece una buena idea -observó Jen-. ¿Cuánto tiempo le llevará prepararlo todo?

– No mucho. -Sophie se arrodilló en la nieve, abrió las maletas y se dispuso a hacer una demostración del montaje del equipo ante Jen, que parecía una niña con zapatos nuevos-. A través de una conexión inalámbrica, la unidad envía datos al portátil, donde quedan almacenados. -Colocó el portátil sobre una de las maletas, lo encendió y se puso en pie con el radar en la mano.

Nick se inclinó para examinarlo.

– Parece una escoba mecánica -observó.

– Sí, una escoba de quince mil dólares -repuso Johannsen, y Vito dio un silbido.

– ¿Este trasto cuesta quince mil dólares? Ha dicho que era uno de los menos potentes.

– Así es. Los más baratos de los grandes valen cincuenta mil. ¿Todos ustedes conocen cómo funciona un radar de penetración terrestre?

– Jen sí -respondió Vito-. Nosotros habíamos pensado en utilizar perros sabuesos.

– No está mal la idea, pero un radar de penetración terrestre ofrece una imagen de lo que hay bajo tierra. No es tan clara como una radiografía, pero define dónde se encuentran los objetos y a qué profundidad. Los colores de la pantalla representan la amplitud del objeto. Cuanto más vivo es el color, mayor es la amplitud.

Jen asintió.

– Cuanto más vivo es el color, mayor es la amplitud y mayor es el objeto.

– O mejor es la calidad de la imagen -prosiguió Sophie-. Los metales suelen reflejarse muy bien, y las bolsas de aire aún mejor. La calidad de la imagen obtenida depende de lo que se está buscando.

– ¿Qué hay de los huesos? -preguntó Nick.

– No se reflejan tan bien, pero por lo menos se ven. Cuanto más antiguos son, más cuesta verlos. Al descomponerse, se mezclan con la tierra y la imagen no destaca tanto.

– ¿Cuánto tiempo tiene que pasar para que no puedan verse? -quiso saber Jen.

– Uno de mis colegas descubrió los restos de un indígena de dos mil quinientos años de antigüedad bajo un túmulo funerario en Kentucky. -Levantó la cabeza-. No creo que tengan que preocuparse por eso. -Se puso en pie y se limpió las manos en la chaqueta. Llevaba los vaqueros empapados pero ni siquiera parecía darse cuenta. Le había confesado a Vito que estaba entusiasmada y él, en efecto, captaba la emoción en sus ojos verde claro-. Vamos allá.

Sophie se puso a trabajar. Empezó examinando la pared vertical de la primera tumba con lentitud y precisión. Vito comprendió por qué hacía falta tanto tiempo para sondear todo el campo. Claro que si encontraban algo, las horas que tendrían que invertir sus hombres serían muchas más.

Jen guardaba silencio.

– Sophie -dijo de pronto con apremio en la voz.

Johannsen se detuvo para examinar la pantalla.

– Es el borde de algo. Hay un cambio repentino en el terreno, el suelo baja unos diez metros. Dejen que sondee un trozo más.

Lo hizo y frunció el entrecejo.

– Aquí hay algo, pero parece que sea de metal. Es parecido a lo que encontramos en los cementerios antiguos, donde los ataúdes están revestidos de plomo. Por la forma no parece un ataúd, pero lo que está claro es que contiene metal. -Levantó la cabeza y los miró con gesto interrogativo-. ¿Tiene sentido?

Vito recordó las manos de la desconocida.

– Sí -respondió con gravedad-. Tiene sentido.

Johannsen asintió al darse cuenta de que esa sería la única respuesta que obtendría.

– Muy bien. -Marcó las esquinas con los clavos de señalización-. Mide ciento noventa y ocho por noventa y un centímetros.

– Igual que la primera -dijo Jen.

– Ojalá estemos equivocados, Vito. -Nick sacudió la cabeza-. Mierda.

Jen se puso en pie.

– Voy a por las herramientas y la cámara, y también les pediré a mis hombres que vuelvan e instalar los focos. Échame una mano con las herramientas, Nick. Vito, tú llama a Katherine.

– Ahora mismo, y también llamaré a Liz.

A la teniente Liz Sawyer no le había gustado en absoluto enterarse de la existencia del primer cadáver. Lo que menos desearía oír era que había más tumbas anónimas.

Nick siguió a Jen y dejó a Vito a solas con Johannsen.

– Lo siento -fue todo cuanto ella dijo con la mirada llena de tristeza.

Él asintió.

– Sí, yo también. Vayamos a examinar el otro lado.

Mientras Johannsen proseguía, Vito marcó en su móvil el número de Liz.

– Liz, soy Vito. Tenemos a una arqueóloga. Hay otro.

– Vaya -se limitó a responder Liz-. ¿Otro u otros?

– Por lo menos uno. Acaba de empezar y le llevará un buen rato. Jen ha ido a avisar a su equipo. Trataremos de avanzar cuanto podamos esta noche.

– Mantenme informada -ordenó-. Llamaré al comisario para alertarlo.

– Muy bien.

Vito guardó el móvil en el bolsillo.

Jen y Nick regresaron con las herramientas para cavar y la cámara justo cuando Johannsen daba con el límite de la siguiente tumba.

– Tiene la misma longitud y profundidad.

Pasaron veinte minutos antes de que levantara la cabeza.

– Otro cadáver, pero en este no hay nada metálico.

– Aquí no habíamos encontrado nada con el detector de metales -dijo Nick.

Vito recorrió el campo con la mirada.

– Ya lo sé. Eso quiere decir que puede que haya incluso más.

Jen estaba colocando una capa de material plástico alrededor de la nueva tumba.

– Coged una pala, chicos.

Así lo hicieron, y durante un rato los cuatro trabajaron en silencio. Johannsen señalizó el segundo recuadro y se desplazó hacia la izquierda para empezar de nuevo. Mientras, Nick, Vito y Jen cavaban. Nick fue el primero en topar con el cadáver. Jen se inclinó hacia delante y con su pincel retiró la tierra que cubría el rostro de la víctima.

Era un hombre, joven y rubio. El cuerpo apenas había empezado a descomponerse. Era guapo.

– No lleva mucho tiempo muerto -observó Nick-. Tal vez una semana.

– Como mucho -dijo Vito-. Deja a la vista sus manos, Jen.

Ella lo hizo y Vito se acercó para ver mejor algo que no comprendía.

– ¿Qué demonios significa esto?

– No está rezando. -Nick frunció el entrecejo-. ¿Qué está haciendo?

– Haga lo que haga, tiene las manos atadas con alambre, igual que la desconocida -observó Jen.

La víctima tenía los puños cerrados; ambos estaban apoyados en su torso desnudo, el derecho por encima del izquierdo. La mano derecha se encontraba a la altura del corazón y los codos, doblados, apuntaban hacia abajo. Las manos formaban sendas «o».

– Estaba sujetando algo -dedujo Vito.

– Una espada. -Las palabras, pronunciadas en un susurro, procedían de Sophie Johannsen, quien permanecía de pie con el rostro de un blanco fantasmal bajo el pañuelo rojo. Miraba fijamente a la víctima, con ojos desorbitados, horrorizada. Vito sintió el repentino impulso de abrazarla y ocultarle el rostro contra su pecho, para protegerla de la imagen del cadáver en descomposición.

Pero en vez de eso se levantó y posó las manos en sus hombros.

– ¿Qué ha dicho?

Sophie permaneció inmóvil, con los ojos aún fijos en el muerto.

Él la agitó ligeramente y la asió por la barbilla obligándola a mirarlo.

– Doctora Johannsen, ¿qué ha dicho?

Ella tragó saliva y luego alzó los ojos, que habían dejado de brillar.

– Parece una efigie.

– ¿Una efigie? -repitió Vito-. ¿Qué es eso, un monigote?

Ella cerró los ojos. Era obvio que trataba de recobrar el ánimo. Vito recordó que los cadáveres que Sophie solía descubrir llevaban muertos cientos de años.

– No -respondió ella con voz afectada-. Es una escultura. En muchas tumbas hay una imagen del muerto esculpida en piedra o mármol, una especie de estatua tumbada de espaldas sobre el sepulcro. Se llama efigie.

Sophie se había tranquilizado; ahora hablaba como una profesora dando una clase. Vito imaginó que esa era su forma de afrontar la situación.

– Las mujeres suelen tener las manos juntas, así. -Sophie unió las manos y las colocó apuntando a su barbilla, en la misma postura que la desconocida.

Vito se volvió bruscamente hacia Nick y este asintió.

– Siga, Sophie -la animó Nick con voz queda-. Lo está haciendo muy bien.

– Pero… a veces tienen los brazos cruzados sobre el pecho.

Volvió a hacer una demostración de la postura, colocando las manos estiradas sobre su pecho.

– En ocasiones los hombres también posan con las manos juntas, como si rezaran, pero otras veces se les representa vestidos con la armadura y sosteniendo su espada. Suelen tenerla a un lado, pero hay efigies que están esculpidas así.

Sophie cerró sus trémulas manos y las colocó sobre el pecho del mismo modo que las de la víctima.

– El hombre sujeta la espada por la empuñadura y la hoja queda plana sobre su torso, justo en el centro y apuntando hacia abajo. No es una postura muy frecuente. Significa que murió en combate. ¿Saben quién es?

Vito negó con la cabeza.

– Todavía no.

– Alguien que tenía padres y tal vez esposa -masculló ella.

– ¿Desea ir a sentarse un rato en mi camioneta? Aquí tiene las llaves.

Ella lo miró, sus ojos aparecían empañados por las lágrimas contenidas.

– No, estoy bien. Solo me había acercado para decirles que no he encontrado nada más hacia la izquierda. Voy a retroceder hacía donde están los árboles. -Se enjugó los ojos con su guante multicolor-. No pasa nada.

Nick se puso en pie.

– Sophie, ahora que lo dice, recuerdo haber visto imágenes parecidas en un viejo libro de historia. Esculpir una efigie en la tumba es una costumbre medieval, ¿verdad?

Ella asintió con el rostro aún muy pálido.

– Sí. Las más antiguas datan del 1100, y siguieron siendo muy frecuentes durante el Renacimiento.

– ¡Chicos! -Jen estaba arrodillada junto a la tumba-. Tenemos problemas más graves que la espada de ese tipo. -Se puso en pie y se sacudió la tierra de los pantalones.

Vito y Nick bajaron la cabeza para mirar en el interior de la tumba pero Johannsen se quedó donde estaba. Vito no podía culparla; lo que vio hizo que le entraran ganas de volver la cabeza, pero no lo hizo. Jen había desenterrado a la víctima hasta las ingles y en su abdomen se observaba un gran agujero.

– Qué hijo de puta -masculló Vito.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Johannsen desde un metro y medio de distancia.

Jen suspiró.

– A este hombre le han arrancado las tripas.

– Lo han destripado -confirmó Johannsen-. Es una tortura que se ha practicado a lo largo de la historia, principalmente se utilizaba en la Edad Media.

– Una tortura -susurró Nick-. Joder, Vito, ¿qué clase de enfermo mental es capaz de hacer una cosa así?

Vito recorrió el campo con la mirada.

– ¿Y a cuántos más habrá enterrado aquí?

Nueva York,

domingo, 14 de enero, 17:00 horas

El corcho que saltó de la botella de champán hizo que el ruido de fondo se redujera a un quedo rumor. Desde el otro extremo de la sala, Derek Harrington observaba cómo Jager Van Zandt sostenía la burbujeante botella alejada de su carísimo traje entre los rostros de aprobación de un gran grupo de jóvenes expectantes.

– Antes solíamos conformarnos con un pack de seis botellas de cerveza, siempre que estuvieran frías.

Derek levantó la cabeza para mirar a Tony England y esbozó una sonrisa melancólica.

– Ah, los viejos tiempos.

Sin embargo, Tony no sonreía.

– Echo de menos esos tiempos, Derek. Echo de menos tu antiguo sótano y las noches en vela, trabajando, y… las camisetas y los vaqueros. La época en la que solo éramos Jager, tú y yo.

– Ya lo sé. Estamos creciendo muy deprisa… Ni siquiera conozco a la mitad de esos chicos.

Pero, por encima de todo, echaba de menos a su amigo. La fama y el ansia de ganar dinero habían convertido a Jager Van Zandt en un hombre a quien ya no estaba seguro de conocer.

– Supongo que el éxito tiene su precio.

Tony guardó silencio un momento.

– Derek, ¿es cierto que habrá una oferta pública de venta?

– He oído rumores.

Tony frunció el entrecejo.

– ¿Rumores? Mierda, Derek, eres el vicepresidente. ¿No crees que deberías disponer de información más fiable que simples rumores?

Debería, pero no disponía de ella. Jager le ahorró tener que responder. Se había puesto en pie sobre una silla y sostenía en alto su esbelta copa de champán.

– Señores, señoras. Estamos aquí para celebrar algo. Sé que después de este largo congreso están todos cansados. No obstante, el congreso ha terminado y todo ha salido bien. Toda nuestra producción de Tras las líneas enemigas está más que vendida. Tenemos encargos para todos y cada uno de los videojuegos que consigamos fabricar. Hemos agotado las existencias. ¡Lo hemos conseguido una vez más!

Los jóvenes lo vitorearon, pero Derek permaneció callado.

– Ha vendido todas las existencias, qué bien -masculló Tony.

– Tony -susurró Derek-. Aquí no. No es ni el lugar ni el momento.

– ¿Cuándo será el momento, Derek? -preguntó Tony-. ¿Cuando nosotros también digamos a todo amén? ¿O es a mí al único que eso le preocupa?

Tony sacudió la cabeza y tras abrirse paso a través de la multitud salió a la calle.

Tony siempre había sido un exagerado y Derek lo sabía. La pasión y la genialidad solían ir de la mano. Sin embargo él ya no estaba seguro de sentir pasión. Ni de ser un genio. Ni siquiera de tener dotes artísticas.

– Por supuesto, todos gozarán de jugosos dividendos por esas ventas -estaba diciendo Jager, y se oyeron más vítores-. Pero de momento vamos a saborear un delicioso pastel.

Dos camareros entraron en la sala con una larga mesa rectangular. Sobre ella había un pastel de casi dos metros de largo por uno de ancho, decorado con el logotipo de oRo: Un dragón dorado con una «R» gigantesca en el pecho. El dragón aferraba dos «o», una con cada pata.

Jager y él habían elegido el logotipo con gran esmero. Derek había diseñado el dragón dorado y Jager había decidido el nombre de la compañía. Las letras «o», «R», «o» tenían un valor simbólico relacionado con el origen holandés de Jager. A Derek nunca le había importado que la «R» fuera cinco veces más grande que las «o». Sin embargo, ahora sí que le importaba. Ahora había muchas cosas que le molestaban. No obstante, al oír que se mencionaban los beneficios de los empleados, se obligó a sonreír y aceptó una copa de champán.

– La expansión de oRo está entrando en una nueva etapa -prosiguió Jager-. Y con ese fin, debemos anunciar algunos cambios. Derek Harrington ha sido ascendido.

Derek, atónito, se puso tieso y se quedó mirando al sonriente Jager. Rápidamente volvió a forzar una sonrisa; no quería que se notara que lo habían pillado por sorpresa.

– Derek pasa a ser el director artístico ejecutivo.

Se oyeron más vítores y Derek asintió; la sonrisa se le heló en el rostro. Ahora comprendía lo que Jager había hecho, y las siguientes palabras de este confirmaron sus sospechas.

– Y, en reconocimiento a su enorme contribución al éxito de Tras las líneas enemigas, Frasier Lewis pasa a ser el director artístico.

Los empleados aplaudieron mientras a Derek se le caía el alma a los pies.

– Frasier no ha podido estar aquí esta noche, pero les envía saludos y sus mejores deseos para la próxima campaña. Me ha pedido que proponga un brindis en su nombre; cito sus palabras textuales: «Tras las líneas enemigas nos ha puesto en órbita. Ojalá El inquisidor haga llegar a oRo hasta la luna.»

Jager alzó su copa.

– ¡Por oRo y por el éxito!

Con las manos temblorosas, Derek se escabulló de la sala. Había tanto jolgorio que nadie notaría que se había marchado. Una vez en el vestíbulo, se apoyó en la pared. Tenía el estómago revuelto. El ascenso era una patraña: a Derek no lo habían ascendido; en realidad lo habían quitado de en medio. Frasier Lewis había aportado riqueza y éxito a oRo, pero sus métodos poco claros asustaban a Derek. Él había tratado de detener a Jager, de mantener a oRo en el buen camino.

Pero ya era demasiado tarde. Jager acababa de sustituirlo por alguien que le decía amén a todo.

Filadelfia,

domingo, 14 de enero, 17:00 horas

Aquello estaba resultando peor de lo que ella nunca habría imaginado. La emoción ante la perspectiva de la búsqueda se había convertido de súbito en un miedo glacial al mirar el rostro del muerto. Y el miedo se intensificaba a medida que caía la tarde. Sophie continuó sondeando el terreno y trató de dejar de pensar en los clavos de señalización que había colocado. Y en el cadáver que habían encontrado. Alguien había torturado y asesinado a aquel hombre, y también a otras personas. ¿Cuántos cadáveres más habría allí enterrados?

Katherine había regresado para examinar a la víctima y ella y Sophie se habían saludado con la cabeza, pero no habían intercambiado palabra alguna. En el lugar reinaba un silencio extraño; el pequeño batallón de policías realizaba su trabajo con eficiencia aunque con sigilo.

Sophie trató de concentrarse en captar los objetos enterrados. Aunque no eran objetos; eran personas. Y estaban muertas. Intentó no pensar en ello y refugiarse en la rutina del sondeo, en situar cada uno de los clavos en el lugar exacto en el que debía estar.

Hasta que introdujo la mano en el bolsillo y lo notó vacío. Había cogido dos paquetes de clavos de la sala de material antes de encontrarse con Vito. «Y cada paquete contiene doce clavos.» En total eran veinticuatro. «Seis tumbas.» Ya habían localizado seis tumbas. Con la que la policía había encontrado antes de que ella llegara sumaban siete. «Y todavía no he terminado. ¡Santo Dios, siete personas!»

Notó que se le nublaba la vista y, enfadada, se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano. Probablemente la policía científica dispondría de algo que pudiera utilizar para señalar las tumbas. Alzó la cabeza en busca de Jen McFain, pero un sonido a su espalda la dejó petrificada. Era el ruido de una cremallera, amplificado en aquel extraño silencio. Poco a poco, levantó la cabeza para mirar a Katherine Bauer por encima de la bolsa en la que acababa de encerrar el cadáver, y de pronto retrocedió dieciséis años. Entonces, Katherine tenía el pelo más oscuro y un poco más largo.

Y la bolsa del cadáver cuya cremallera cerraba era mucho más pequeña.

El silencio se desvaneció. Todo cuanto Sophie podía oír era el golpeteo de su pulso. Katherine abrió los ojos como platos al comprender con horror lo que ocurría. Tenía exactamente el mismo aspecto que entonces.

Sophie había oído su nombre, pero todo cuanto podía ver era el cadáver tendido en la camilla, igual que aquel día. «Era tan pequeña…» Aquel día llegó demasiado tarde; todo cuanto pudo hacer fue observar conmocionada cómo se la llevaban. Una intensa y repentina oleada de dolor la invadió. Y el dolor dio paso a la rabia; una rabia absoluta teñida de amargura. Elle los había dejado y nada podría devolvérsela.

– Sophie.

Sophie pestañeó ante el inesperado pellizco en la barbilla. Se fijó en el rostro de Katherine, en las líneas de expresión que los dieciséis años transcurridos habían trazado en él, y exhaló un trémulo suspiro. Recordó dónde estaba y cerró los ojos, avergonzada.

– Lo siento -masculló.

La presión de la barbilla era cada vez mayor, hasta que abrió los ojos. Katherine la miraba con el entrecejo fruncido.

– Entra en mi coche, Sophie. Estás más blanca que el papel.

Pero Sophie se apartó.

– Estoy bien.

Levantó la cabeza y vio que Vito Ciccotelli, de pie junto a la gran bolsa que contenía el cadáver, la observaba con los ojos entrecerrados. Antes, la había tachado de grosera e insensible. Probablemente ahora la consideraría emocionalmente inestable o, aún peor, una debilucha. Sophie alzó la barbilla, irguió la espalda y respondió a la fija atención de él lanzándole una mirada desafiante. Prefería que la considerara grosera.

Sin embargo, él no apartó la vista, mantuvo sus oscuros ojos fijos en los de ella. Sophie, desconcertada, dejó de mirar a Vito y dio un paso atrás.

– Estoy bien, de verdad.

– No -susurró Katherine-. No estás bien. Ya has hecho bastante por hoy. Le pediré a uno de los agentes que te acompañe a casa.

Sophie tensó la mandíbula.

– Cuando empiezo algo, lo termino. -Se agachó para recoger la barra del radar, que se le había escapado de las manos al dejarse llevar momentáneamente por los recuerdos-. No como otros.

Se dispuso a volverse, pero Katherine la aferró por el brazo.

– Fue un accidente -susurró Katherine. Sophie estaba segura de que la mujer lo creía de veras-. Pensaba que después de tanto tiempo ya lo habrías aceptado.

Sophie negó con la cabeza. Seguía estando furiosa y la rabia le hervía por dentro. Por eso cuando habló, su tono fue frío.

– Siempre fuiste demasiado blanda con ella. Yo no soy tan…

– ¿Benévola? -la atajó Katherine con acritud.

Sophie soltó una risita llena de amargura.

– Ingenua. Ahora tengo que acabar el trabajo que me has pedido que haga.

Se apartó de Katherine e introdujo la mano en el bolsillo. Entonces recordó que le faltaban clavos. Buscó a Jen con la mirada y reparó en que hacía rato que el pequeño batallón de agentes se había quedado mudo, observando con descarada curiosidad la escena entre Katherine y ella.

Le entraron ganas de gritarles que se metieran en sus asuntos, pero se controló. Buscó a Jen con la mirada, pero de nuevo se encontró con los oscuros ojos de Vito Ciccotelli. No los había apartado de ella ni un momento.

– Me he quedado sin clavos. ¿Tienen algo para señalar el terreno?

– Algo encontraré.

Vito le dirigió otra larga mirada interrogativa antes de volverse hacia la furgoneta de la policía científica. Cuando ya no la miraba, Sophie notó que sus pulmones se vaciaban al exhalar un hondo suspiro y reparó en que llevaba mucho rato conteniendo la respiración. Junto con el aire también la ira abandonó su cuerpo. Todo cuanto ahora sentía era pesar y vergüenza.

– Lo siento, Katherine. No tendría que haber perdido los estribos. -Se interrumpió justo antes de decir que estaba equivocada. Nunca le había mentido a Katherine y no tenía sentido empezar a hacerlo en ese momento.

Las comisuras de los labios de Katherine se curvaron en un gesto de aceptación al comprender lo que Sophie había omitido.

– No tiene importancia. Ha sido muy desagradable ver a la víctima, y eso te ha alterado. No creía que llegaras a ver ningún cadáver; pensaba que harías el sondeo y te marcharías. Supongo que no he planeado las cosas con el debido cuidado.

– No te preocupes. Me alegro de que me pidieras ayuda.

Sophie estrechó el brazo de Katherine, segura de que, como siempre, entre ellas no había rencillas. «Es una suerte que Katherine sea más benévola que yo», pensó arrepentida. Claro que era más fácil ser benévolo cuando las desgracias no te tocaban tan de cerca. Elle no era hija de Katherine. «Era hija mía.» Sophie se aclaró la garganta y al hablar su voz sonó áspera.

– Ahora deja que siga trabajando, a ver si de ese modo los policías dejan de mirarnos.

Katherine se volvió para mirar atrás, como si hasta ese momento no hubiera reparado en que estaban montando una escena. Con solo arquear una ceja la menuda mujer puso a todo el mundo en su sitio.

– Los policías son unos chismosos -susurró-. Para que luego digan de las mujeres.

– Eso es mentira.

Sophie levantó la cabeza y vio a Vito tras ellas con un manojo de banderines de colores en la mano como si fuera un ramo de flores.

Katherine le sonrió.

– No, es verdad y lo sabes.

Él esbozó una sonrisa ladeada.

– Cambia «chismosos» por «observadores» y estaré conforme. -Sus palabras iban dirigidas a Katherine, pero miraba a Sophie con la misma fijeza que antes. Le tendió los banderines-. Aquí tiene esto para señalizar el terreno.

Ella vaciló antes de cogerlos, la simple idea de tocarle la mano la ponía nerviosa. Qué ridículo. Era una profesional y acabaría el trabajo que había ido a hacer.

Tomó los banderines y se los guardó en el bolsillo.

– Espero que no me hagan falta tantos.

La débil sonrisa de Vito se desvaneció mientras repasaba el terreno con la mirada.

– Pues ya somos dos.

Katherine suspiró.

– Amén.

Dutton, Georgia,

domingo, 14 de enero, 21:40 horas

Daniel Vartanian estaba sentado en la cama de su habitación del hotel y se masajeaba la frente ante la inminente amenaza de un ataque de migraña.

– Así están las cosas -dijo para acabar, y aguardó a que su jefe se pronunciara.

Chase Wharton suspiró.

– Tu familia es un asco. Lo sabes, ¿verdad?

– Lo sé, créeme. Bueno, ¿puedo tomarme unos días de permiso o no?

– ¿Estás seguro de que se han ido de viaje? ¿Para qué tantas mentiras?

– Mis padres son de los que guardan las apariencias, da igual el motivo. -Sus padres habían ocultado muchos secretos para preservar el buen nombre de la familia. «Si la gente supiera la verdad…»-. El hecho de que no hayan querido que nadie se entere de la enfermedad de mi madre es de lo más normal.

– Pero se trata de cáncer, Daniel, no de un delito de pederastia o algo por el estilo.

«O algo por el estilo», pensó Daniel.

– El cáncer es motivo suficiente para dar que hablar, cosa que mi padre no tolera, y menos ahora que acaba de presentarse a congresista.

– No me habías contado que tu padre se dedicara a la política.

– Mi padre se dedica a la política desde el día en que nació -dijo Daniel con amargura-. Sabía que militaba, pero no creía que fuera a presentar su candidatura para el Congreso. Parece que lo decidió justo antes de marcharse.

Se lo había contado Tawny Howard, que era quien les había tomado nota de la cena a Frank y a él. Y a Tawny se lo había contado la secretaria de Carl Sargent, el hombre a quien su padre había visitado la última vez que había estado en la ciudad.

– Estoy seguro de que cree que el cáncer de mi madre podría ser utilizado por la oposición. Y mi madre siempre hace lo que él dice.

Chase guardó silencio y Daniel imaginó su cara de preocupación.

– Escucha, Chase, solo quiero encontrar a mis padres. Mi madre está enferma. Necesito… -Daniel dio un resoplido-. Necesito verla. Tengo que decirle algo y no quiero que muera sin haberlo hecho. Tuvimos una pelea y le dije cosas horribles. -De hecho, era a su padre a quien se las había dicho, pero la ira y la indignación que sentía… y la vergüenza… incluían a su madre.

– ¿Crees que no tenías razón? -preguntó Chase con voz queda.

– Sí que tenía razón, pero… No tendría que haber dejado que eso se interpusiera entre nosotros durante tantos años.

– Pues tómate unos días de permiso. Pero a la menor sospecha de que no se trata de unas simples vacaciones quiero que vuelvas y pondremos en marcha una investigación en toda regla. No quiero que me den una patada en el culo porque un juez retirado ha desaparecido y me he saltado el procedimiento. -Chase vaciló-. Ten cuidado, Daniel. Y siento lo de tu madre.

– Gracias.

Daniel no sabía muy bien por dónde empezar, pero estaba seguro de que en el ordenador de su padre encontraría algunas pistas. Al día siguiente, un compañero del GBI lo ayudaría a examinar los registros. Daniel rezaba por ser capaz de enfrentarse a lo que encontraran.

Nueva York,

domingo, 14 de enero, 22:00 horas

Sentado a oscuras en el salón de la suite del hotel, Derek observó cómo Jager cruzaba la puerta tambaleándose.

– Estás borracho -dijo Derek con repugnancia.

Jager se incorporó de golpe.

– Joder, Derek. Me has dado un susto de muerte.

– Entonces estamos en paz -respondió Derek con acritud-. ¿Puedes explicarme de qué demonios va todo esto?

– ¿El qué? -Jager formuló la pregunta con desdén y la indignación de Derek aumentó.

– Ya lo sabes. ¿Quién narices te ha autorizado a nombrar a Lewis director artístico?

– No es más que una forma de llamarlo, Derek. -Jager le lanzó una mirada mordaz mientras se despojaba de la corbata-. Si te hubieras quedado en el bar celebrándolo con nosotros en vez de permanecer aquí a oscuras enfurruñado como un niño, habrías oído la noticia de primera mano. Hemos conseguido un stand en Pinnacle.

– ¿En Pinnacle?

Se trataba de una feria anual dedicada a los videojuegos, a escala mundial. Era muy importante. Pinnacle significaba para los diseñadores de videojuegos lo que Cannes para los directores de cine. Era el acontecimiento principal para ver y ser visto, para que el sector en pleno tuviera ocasión de apreciar su arte. El público hacía cola durante días para conseguir una entrada. Los stands se asignaban únicamente por invitación. Pinnacle era… el pináculo. Exhaló un lento suspiro, costaba creer que fuera cierto. Ni siquiera en sus sueños más atrevidos habría ocurrido.

– Estás bromeando.

Jager se echó a reír, pero el sonido resultó inquietante.

– Nunca bromeo con estas cosas.

Se dirigió al mueble bar y se sirvió otra copa.

– Ya está bien, Jager -espetó Derek, pero Jager le lanzó una mirada furibunda.

– Cállate. Cállate de una vez. Estoy hasta los huevos de ti y de tu cantinela: «No hagas esto, no hagas lo otro.» -Echó la cabeza hacia atrás para tomar un trago-. Estaremos en Pinnacle porque yo me he arriesgado, porque yo he tenido cojones para enviar la carta, porque yo tengo lo que hace falta para triunfar.

Derek torció el gesto, furioso por lo que Jager no había acabado de decir.

– Y yo no.

Jager abrió los brazos.

– Tú lo has dicho. -Apartó la mirada y masculló-: Socio.

– Lo soy, y lo sabes -dijo Derek con voz queda.

– ¿El qué?

– Tu socio.

– Pues entonces empieza a comportarte como tal -dijo Jager con rotundidad-. Deja ya de actuar como un fanático religioso. La obra de Frasier Lewis es una forma de ocio, Derek. Y punto.

Derek sacudió la cabeza cuando Jager se dispuso a dirigirse a su habitación.

– Es indecente. Y punto.

Jager se detuvo con la mano en el tirador de la puerta.

– Pero es lo que vende.

– No está bien, Jager.

– No he visto que hicieras ascos a ninguna paga. Actúas como si la violencia fuera contra tus principios éticos pero, a la hora de cobrar, el dinero te va tan bien como a mí. Y si no es así, puedes irte.

– ¿Es una amenaza? -preguntó Derek en tono tranquilo.

– No. Es una realidad. Ponte en contacto con Frasier y pídele que se dé prisa con las escenas de lucha que lleva prometiéndome desde hace un mes. Las quiero el martes a las nueve. Necesito las escenas de lucha de El inquisidor para mostrarlas en Pinnacle, así que ya puede mover el culo.

Derek, anonadado, no podía apartar los ojos de él.

– Le has encargado a él el nuevo juego.

Jager se volvió, su mirada era glacial.

– Esta es una empresa que se dedica al ocio -dijo entre dientes-. Y sí, hace meses que le encargué a Frasier el diseño de El inquisidor. Si te lo hubiera encargado a ti, habríamos acabado con las penosas imágenes desvaídas de todos los años. Él ha estado investigando y trabajando en el diseño durante meses mientras tú te dedicabas a hacer dibujitos.

Pronunció las últimas palabras con desdén.

– Asúmelo, Derek. Yo he colocado a oRo un escalón más arriba de donde estaba. Ponte al nivel o abandona.

Y se marchó dando un portazo.

Derek permaneció un rato inmóvil, mirando la puerta. «Ponte al nivel o abandona.» No podía abandonar así como así. ¿Adónde iría? Había puesto en oRo todo su talento, había puesto el alma. No podía macharse. Le hacía falta el sueldo. El colegio de su hija no era barato. «Soy un hipócrita.» Se había mostrado en desacuerdo con utilizar las escenas de Frasier Lewis, porque los asesinatos resultaban escalofriantes de tan reales como parecían. Pero Jager tenía razón. «Es cierto que acepto el dinero. Me gusta el dinero.»

Tenía que tomar una decisión. Si quería continuar en oRo, debía superar su aversión por «el arte» de Frasier Lewis. «Tanto si va en contra de mis principios éticos como si no.»

Exhaló un suspiro. En otras palabras, tenía que decidir si Jager le había dicho la verdad, por mucho que le costara aceptarlo. «Las penosas imágenes desvaídas de todos los años.» Eso le había dolido. «¿Estoy celoso? ¿Es Lewis mejor artista que yo?» Si era cierto, ¿sería capaz de aceptarlo? Y, lo más importante, ¿sería capaz de trabajar con él?

Derek se levantó, paseó a lo largo de la habitación y se detuvo frente al mueble bar. Se sirvió una bebida y volvió a sentarse en la penumbra para sopesar sus opciones.

4

Filadelfia,

domingo, 14 de enero, 22:30 horas

Vito siguió con la mirada a Katherine, que transportaba en la camilla otro cadáver embolsado; el tercero hasta el momento. También se trataba de un hombre, de una edad parecida a la del Caballero, que era como habían apodado a la víctima anterior. El equipo no pudo evitar bautizarlo así cuando corrió la voz de que la arqueóloga había dicho que tenía las manos colocadas como si sostuviera una espada. La mujer cuyo cadáver habían encontrado por la mañana pasó a ser la Dama.

Se preguntaba cómo llamarían a la tercera víctima, que yacía con los brazos estirados a ambos lados del cuerpo. Bueno, más o menos. Uno de los brazos sí estaba estirado, pero el otro aparecía roto a la altura del hombro, apenas unido al cuerpo por la articulación y vuelto de tal forma que la palma quedaba hacia fuera. La cabeza aún tenía peor aspecto. Lo poco que quedaba de ella resultaba irreconocible.

– Es tarde -dijo Vito-. En el equipo hay agentes que tienen guardia. Me parece que ya está bien por hoy.

– Entonces, ¿nos encontramos aquí mañana a primera hora? -preguntó Nick.

Vito asintió.

– Empezaremos por tratar de identificar a las víctimas. Seguramente por la mañana Katherine tendrá los resultados de las primeras pruebas. Las autopsias podrían llevarle días.

Jen miró alrededor.

– ¿Dónde está Sophie?

Vito señaló hacia su camioneta, donde Johannsen se encontraba sentada de costado en el asiento del acompañante con la puerta completamente abierta. Llevaba allí una media hora. Vito temía que se estuviera congelando, pero trató de apartarla de su mente pensando que si tuviera frío, habría cerrado la puerta. Sin embargo, no logró apartarla ni de su pensamiento ni de su vista. La había estado observando mientras trabajaban. La visión del Caballero había hecho que se estremeciera. Aun así, había seguido trabajando como si tal cosa.

Pero luego había ocurrido algo más. Cuando Katherine cerró la bolsa que contenía el cadáver, Sophie se comportó como si hubiera visto un fantasma. Fuera lo que fuese lo que aquel cadáver le había recordado, tenía la importancia suficiente para que Katherine acudiera a su lado. Y ambas habían intercambiado airadas palabras, eso estaba más claro que el agua.

A partir de ese momento la había observado aún más de cerca, diciéndose que lo que sentía era simple curiosidad. O tal vez fuera un chismoso, tal como afirmaba Katherine. La cuestión era que quería saber qué le había ocurrido a Sophie, tanto ese día como aquel que había recordado.

Sin embargo, lo más probable era que no llegara a descubrirlo jamás. La acompañaría a su casa y ahí acabaría todo. Aunque verla sentada en la camioneta despertaba algo en su interior. Tenía las piernas dobladas y ocultas bajo la chaqueta, como cuando esperaba sentada en el banco. Parecía joven y muy sola.

– ¿Ha terminado su trabajo? -preguntó Vito.

Jen asintió mientras observaba en una hoja impresa el resultado del sondeo que Sophie había llevado a cabo.

– Ha hecho un trabajo magnífico. -Los clavos y los banderines se encontraban dispuestos en cuatro hileras formando cuatro rectángulos, todos exactamente de la misma medida; había distribuido el espacio de las filas y las columnas con una precisión magistral-. No tenemos más que empezar a cavar.

Cuando Vito se acercó a la camioneta, observó que Sophie había cargado y asegurado las dos maletas en el suelo del vehículo sin ayuda. Antes había podido comprobar por sí mismo cuánto pesaban. «Bajo esa chaqueta debe de ocultarse un cuerpo musculoso.» Pensó en la sensación que le había producido notar cómo se apoyaba en él unos segundos y se preguntó qué más escondía aquella chaqueta; claro que lo más probable era que tampoco llegara a descubrir eso.

Cuando Vito se acercó a Sophie, el corazón se le encogió. Por sus mejillas no cesaban de caer lágrimas mientras observaba el campo lleno de clavos y banderines. Había visto cosas que harían que el más veterano de los policías se estremeciera; sin embargo, había aguantado hasta el final. Vito la admiraba por ello.

Carraspeó y ella se volvió a mirarlo. Se enjugó las mejillas con la manga pero no trató de ocultar sus lágrimas ni de disculparse. También eso despertó la admiración de Vito.

– ¿Se encuentra bien? -le preguntó.

Ella asintió y exhaló un trémulo suspiro.

– Sí.

– Hoy se ha comportado de forma admirable.

Ella se sorbió la nariz.

– ¿Le ha mostrado Jen el resultado del sondeo?

– Sí. Gracias. Es un trabajo minucioso y muy bien hecho, pero no me refería a eso. Ha soportado una enorme tensión. Mucha gente no habría sido capaz.

Los labios de Sophie empezaron a temblar y sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas. Tragó saliva y se volvió a mirar el campo mientras se esforzaba visiblemente por recobrar la compostura. Él aguardó con paciencia; al fin, ella habló con voz queda y ronca.

– Cuando Katherine me ha llamado esta mañana no tenía ni idea de que se tratara de algo así. Nueve personas. Santo Dios. Parece imposible.

– Ha dicho que siete de los recuadros están vacíos. ¿Está segura?

Ella asintió; sus lágrimas se iban espaciando.

– Dentro de esos siete no hay más que aire, pero todos están cubiertos por algo grueso y sólido, probablemente una tabla de madera. -Lo miró llena de horror y de pesar-. Santo Dios, Vito. Planea matar a siete personas más.

– Lo sé.

El sondeo no solo les había permitido penetrar en el terreno sino también en la mente del asesino. Vito sabía que eso le resultaría útil cuando hubiera dormido lo suficiente para poder pensar.

– Estoy derrotado -dijo-. Y usted también debe de estarlo. Deje que la acompañe a casa.

Ella sacudió la cabeza.

– Tengo que ir a la universidad a dejar el equipo y recoger la moto. Además, usted debe de tener cosas que hacer. Su familia le estará esperando.

Vito pensó en las rosas que, a esas alturas, ya estaban completamente marchitas. Compraría otro ramo y lo llevaría al cementerio la semana siguiente. De hecho, sabía que tanto lo de las flores como lo de la visita lo hacía por sí mismo.

– No, no tengo nada que hacer. -Vaciló y acabó por soltarlo-: Y no me espera nadie.

Ella sostuvo la mirada y él se dio cuenta de que había captado el verdadero sentido de sus palabras. Vio que le costaba tragar saliva.

– En ese caso, como quiera. Yo estoy lista.

Sophie se estaba abrochando el cinturón cuando Vito se sentó al volante. Luego introdujo la mano en un bolsillo y sacó algo que en la oscuridad del vehículo parecía un cigarrillo.

– ¿Le apetece?

Él puso en marcha el motor con el entrecejo fruncido.

– No fumo.

– Yo tampoco -dijo ella en tono sombrío-. Ya no. Y si quisiera encenderlo le costaría lo suyo. Es cecina de ternera, de la buena. No se echa a perder fácilmente. Es curioso, pero me ha quitado el mal sabor de boca que llevo notando todo el día. -Se encogió de hombros-. Por lo menos de momento.

Él aceptó una tira.

– Gracias.

Mientras él mascaba, ella volvió a llevarse la mano al bolsillo. Esta vez sacó un tetrabrik individual, igual que el que los sobrinos de Vito se llevaban a la escuela para acompañar la comida. Él lo miró y puso cara de espanto al leer la etiqueta.

– ¿Un batido de chocolate? ¿Con cecina?

Ella introdujo la cañita por el orificio.

– El calcio es bueno para los huesos. ¿Quiere uno?

– No -dijo con decisión-. Parece una mezcla asquerosa, doctora Johannsen.

– No lo diga hasta que no lo pruebe… -Hizo una pausa deliberada-. Vito. -Miró por la ventanilla mientras sorbía la bebida. Cuando terminó, guardó el tetrabrik en una bolsa, la cerró y se la guardó en el bolsillo.

– Así que la chaqueta de trabajo también le sirve para guardar la basura.

Ella lo miró, algo violenta.

– Es la costumbre. Cuando trabajo en una excavación no puedo andar tirando basura al suelo.

– ¿Cuántas chucherías más lleva en los bolsillos?

– Unos cuantos pastelitos de chocolate y crema, pero han quedado un poco aplastados. Aunque siguen estando buenísimos.

– Veo que le gusta mucho el chocolate.

– Vaya, no me diga que a usted no -dijo con cara de desconfianza-. Estaba empezando a caerme bien.

Él soltó una carcajada, y al oírla se sorprendió. No creía que le quedara la energía suficiente para reírse.

– No particularmente. Pero mi hermano Tino es adicto a él. Le gusta con leche, negro, blanco, en forma de tableta o de huevo de pascua. Se lo traga sin masticar.

Ella lo miró con una sonrisa y una vez más Vito se sintió fascinado. Incluso con los ojos enrojecidos le parecía de lo más atractiva.

– ¿De verdad tiene un hermano que se llama Tino?

Trató de concentrarse en conducir.

– Tengo tres hermanos, pero debe prometerme que no se reirá.

Sophie tenía la mirada risueña aunque mantenía los labios cerrados con fuerza.

– Se lo prometo.

– Mi hermano mayor se llama Dino, y los dos menores son Tino y Gino. Nuestra hermana se llama Contessa Maria Teresa, pero la llamamos Tess. Vive en Chicago.

A Sophie le temblaron los labios al aguantarse la risa.

– No me estoy riendo. Ni siquiera pienso hacer un chiste sobre la mafia.

– Gracias -se limitó a responder él-. ¿Y usted? ¿Tiene familia en la zona?

Ella se quedó callada y Vito supo que había tocado un punto delicado.

– Solo a mi abuela y a mi tío Harry. Y a mi tía Freya, claro. -Tuvo que pensarlo dos veces antes de nombrar a su tía-. También tengo algunos primos, pero nunca hemos tenido una relación muy estrecha. -Volvió a sonreír, pero el gesto resultó melancólico-. Parece que usted sí mantiene una estrecha relación con su familia. Debe de ser agradable.

Sophie volvía a parecer perdida y a Vito se le encogió de nuevo el corazón.

– Lo es, aunque a veces también es agotador; se arma mucho alboroto. Mi familia entra y sale continuamente; mi casa parece la estación central. De hecho, Tino tiene alquilado mi sótano, o sea que es un invitado fijo. A veces rezo para tener un rato de silencio.

– Seguro que si tuviera silencio querría alboroto -murmuró ella.

Él le dirigió otra mirada de soslayo. Incluso en la oscuridad del vehículo podía apreciar la soledad marcada en su rostro, pero Sophie, sin darle pie a pronunciar palabra, enderezó la espalda y hurgó en los bolsillos en busca de más cecina.

– ¿Cuánto tiempo pasará antes de que vuelva a notar… ese sabor? -preguntó ella.

– Con suerte, unas horas. Tal vez no vuelva a notarlo hasta mañana.

– ¿Quiere más?

Él hizo una mueca.

– No, gracias. No llevará por casualidad en el bolsillo una hamburguesa con patatas, ¿verdad? -añadió bromeando. Le gustó verla sonreír.

– No. Pero llevo un móvil, una cámara, una brújula, una caja de pinceles, una regla, dos bengalas, una linterna y… una caja de cerillas. Podría sobrevivir en cualquier parte.

Él soltó una risita.

– Lo sorprendente es que pueda andar. Esa chaqueta debe de pesar por lo menos veinte kilos.

– Casi. Hace muchos años que la tengo. Espero poder quitarle este olor. -Su sonrisa se desvaneció y su mirada se tornó de nuevo angustiada-. L'odeur de la mort -dijo con un hilo de voz.

Vito quiso decir algo que la reconfortara pero no encontró las palabras, por lo que permaneció callado.

Domingo, 14 de enero, 23:15 horas

Vito detuvo la camioneta frente a la peculiar figura de mono.

– Doctora Johannsen. -La asió por el hombro y la zarandeó con suavidad-. Sophie.

Ella se despertó de golpe. En su mirada, Vito captó un instante de miedo y desorientación antes de percatarse de dónde estaba.

– Me he quedado dormida. Lo siento.

– No se preocupe, a mí me habría pasado lo mismo.

Sophie se desperezó y se apeó del vehículo antes de que Vito tuviera tiempo de ayudarla. No obstante, se la veía abatida. Él cogió las dos maletas.

– Vaya delante de mí y abra la puerta. Yo llevaré esto.

– Suelo cargar yo misma con el equipo, pero hoy se lo agradezco.

Él la siguió mientras recordaba lo sucedido esa misma tarde, la larga mirada que habían intercambiado. A ella le temblaron las manos al abrir la puerta; él esperó que fuera por el mismo recuerdo. No obstante, la chica abrió sin contratiempos y encendió la luz.

– Puede dejar las maletas ahí. Ya voy yo a por las otras dos.

– Muéstreme dónde debo colocar estas y ya iré yo a por las otras.

De la independencia a la terquedad iba un paso, pensó Vito mientras regresaba al vehículo a por las otras dos maletas. Tenía la impresión de que Sophie Johannsen tendía a lo segundo, aunque sospechaba que se debía al puro agotamiento. Le había permitido llevar las maletas hasta la sala de material, pero estaba empeñada en dejar el equipo limpio esa noche.

Sacó las dos maletas más grandes de la zona de carga de la camioneta y las depositó en la acera. No tenía ni idea de cuánto tiempo se tardaba en limpiar un equipo así, pero el campus se veía desierto y por nada del mundo pensaba dejarla allí sola. Además, había cosas mucho peores que observar a Sophie Johannsen, así que esperaría el tiempo necesario.

Miró sus botas embarradas. Si tenía que esperar, por lo menos se pondría cómodo. Buscó a tientas los zapatos que había dejado detrás de su asiento, pero de nuevo topó con las rosas. Eso lo hizo vacilar. Por lo menos, esta vez no se había pinchado.

Las había comprado para la mujer a quien creía que amaría para siempre y que había muerto dos años atrás. Ese preciso día se cumplía el aniversario de su muerte. No cabía duda de que dos años eran mucho tiempo de espera. Sin embargo…

Vito suspiró. Sophie Johannsen le atraía, como le habría ocurrido a cualquier hombre que tuviera ojos en la cara. Pero no era eso lo que le preocupaba sino el ansia que había sentido todo el día, tanto en el campo como en la camioneta. La había observado mientras trabajaba y la había visto llorar, y había sentido que la deseaba. Tal vez todo se debiera a que era una fecha señalada. Vito no quería pensar en ello, pero era un hombre prudente. Ya había forzado una relación en el pasado y el resultado había sido desastroso. No pensaba cometer otra vez el mismo error.

Lanzó las rosas detrás del asiento del acompañante y se cambió el calzado. Acompañaría a Sophie a casa y al cabo de unas semanas iría a visitarla y vería si seguía deseándola. Si así era, y si ella también lo deseaba a él, nada lo detendría.

– Creía que se había perdido -dijo ella cuando él depositó las dos pesadas maletas en el cuarto del material. Estaba inclinada sobre una mesa de trabajo y frotaba una de las piezas con un cepillo de dientes-. Esto me llevará un rato. Márchese a casa, Vito. Estoy bien.

Vito negó con la cabeza. El motivo por el que había ido a buscarla a la universidad era porque no tenía coche. Según Katherine, se desplazaba en moto. No pensaba dejar que regresara a casa en un pequeño escúter a esas horas de la noche y después de haber trabajado durante todo el día.

– No. Prefiero dejarla en casa sana y salva. Es lo mínimo que puedo hacer -añadió al ver el gesto tozudo de su boca. Decidió plantearlo de otro modo-. Si se tratara de mi hermana, me gustaría que alguien la acompañara a casa.

Ella entornó sus ojos verdes y le dirigió una mirada de reproche, así que él se dio por vencido y exhaló un suspiro.

– Por favor, no discuta conmigo. Estoy muy cansado.

Ella relajó el ceño y se rió entre dientes.

– Habla igual que Katherine.

Vito pensó en las airadas palabras que ambas se habían dirigido esa tarde, y en la delicadeza con la que Katherine había retirado el pelo del rostro de Sophie antes de dejar que volviera a su trabajo. Era obvio que mantenían una relación muy estrecha.

– Así que la conoce desde que era niña.

– Para mí fue la madre que nunca tuve. Aún lo es -se corrigió con una breve sonrisa-. Aún es la madre que nunca tuve.

Tenía la cara sucia y con churretes a causa de las lágrimas. Estaba despeinada; unos cuantos mechones se habían soltado de sus trenzas. Vito sintió ganas de retirarle el pelo de la cara, tal como había hecho Katherine.

Aunque por distinto motivo. Decidió embutir las manos en los bolsillos.

Alta y fuerte, con sus ojos verdes y su rubia melena, Sophie Johannsen era una bella mujer de mente brillante y genio vivo. Y de buen corazón. Lo atraía como ninguna mujer lo había atraído en mucho tiempo. «Dos semanas -se dijo con precaución-. Aguarda dos semanas, Ciccotelli.»

Pero, puesto que ya había reducido mentalmente las dos semanas a una, tuvo que obligarse a cambiar el curso de sus pensamientos. La imagen del cadáver había provocado en ella una reacción desmedida. No hacía falta ser detective para deducir que no era la primera vez que veía uno.

– ¿Cuánto tiempo hace que murió su madre? -le preguntó, y ella dejó de frotar y tensó la mandíbula.

– Mi madre no ha muerto -dijo al fin, y retomó el trabajo.

Vito, sorprendido, frunció el entrecejo.

– Pero… no lo entiendo.

Ella esbozó una breve e inexpresiva sonrisa.

– No se preocupe. Yo tampoco.

Era una elegante manera de decirle que se ocupara de sus asuntos. Vito estaba pensando en cómo ahondar más en la cuestión cuando ella abandonó su tarea y empezó a desabrocharse la chaqueta. Él dejó de darle vueltas a la cabeza y se percató de que se había quedado sin respiración, expectante por ver lo que aquella abultada prenda ocultaba. No se sintió decepcionado. Ella se despojó de la chaqueta y dejó al descubierto un suave jersey de punto que ceñía cada una de sus curvas. Exhaló el aire con tanta discreción como fue capaz. Sophie Johannsen tenía un montón de curvas.

Ella colgó la chaqueta en una percha detrás de la puerta y se volvió hacia la mesa de trabajo haciendo un gesto para desentumecer los hombros. Vito tuvo que embutir más las manos en los bolsillos para evitar tocarla. Ella le dirigió una mirada antes de retomar su tarea.

– De verdad, puede irse. No me importa quedarme aquí sola.

Él notó un amago de irritación que anulaba cualquier sensación agradable que pudiera estar sintiendo.

– Así, si su madre no ha muerto, ¿dónde está?

Ella interrumpió de nuevo la tarea y volvió la cabeza para mirarlo con una mezcla de incredulidad y frialdad teñida de regocijo.

– Katherine tenía razón. Los policías son unos chismosos.

Y, sin decir nada más, se concentró en limpiar la pieza como si estuviera realizando una trepanación.

Su displicencia molestó a Vito.

– ¿Y bien? ¿Dónde está?

Ella le lanzó una mirada de advertencia y dio un resoplido de exasperación.

– Cuénteme cosas de ese hermano suyo que se traga el chocolate sin masticar. Creo que con él sí que me entendería.

Vito se había pasado de la raya, y ni él mismo sabía por qué. No solía ser tan irrespetuoso.

– Lo que traducido significa que me ocupe de mis asuntos -dijo él con tristeza.

Ella esbozó una sonrisa burlona.

– Qué listos son los detectives. -Arqueó una ceja mientras abría las otras dos maletas-. Así que usted y su hermano viven en un modesto pisito de soltero.

– Usted también es una chismosa, solo que más sutil -le recriminó. Ella soltó una afable risita con la que le daba la razón. Hacía mucho tiempo que él no bailaba un paso a dos, pero aún recordaba los movimientos. Ella estaba marcando los límites, lo cual quería decir que también sentía interés por él-. Digamos que Tino se ha tomado una especie de período sabático. Trabajaba de dibujante en una buena agencia publicitaria, pero empezaron a aceptar clientes y proyectos que iban en contra de su moral y lo dejó. Vivía en el centro, pero como ya no podía pagar el alquiler del piso…

– Lo acogió en el suyo -concluyó ella con voz suave-. Es todo un detalle por su parte, Vito.

Su tono lo tranquilizó de tal modo que su enfado se desvaneció.

– Es mi hermano. Y también es mi amigo. -Para Vito ese siempre había sido motivo suficiente.

Ella meditó sus palabras unos instantes y luego asintió.

– Su hermano es un hombre afortunado.

Él no dijo nada más. Captó la calidez del cumplido que ella había expresado con sinceridad y sencillez; de repente, una semana se le antojó mucho tiempo. El deseo que sentía era ahora mucho mayor. Quería acerarse a ella y apropiarse de lo que necesitaba antes de que desapareciera. «Un día, Ciccotelli. Por lo menos consúltalo con la almohada.» Eso sí se sentía capaz de hacerlo.

De momento, Vito se contentó con observar cómo trabajaba. Al final, ella se puso en pie y se limpió las manos en los vaqueros.

– Ya he terminado.

Vito se moría por tocarla, así que mantuvo las manos en los bolsillos sin ni siquiera ofrecerle ayuda para ponerse la chaqueta.

– Vamos a buscar su moto.

Ella arqueó ligeramente las cejas con gesto interrogativo como si hubiera captado el cambio de humor de Vito. Claro que, al parecer, no era tan chismosa como él.

– Está aparcada detrás del edificio.

Domingo, 14 de enero, 23:55 horas

Sophie le dirigió una recelosa mirada a Vito Ciccotelli al cerrar con llave la puerta de la facultad de humanidades y luego lo guió hasta el aparcamiento. La intensidad con que la observaba mientras limpiaba el equipo la había puesto tan nerviosa que el trabajo que habitualmente le llevaba quince minutos había durado el doble de tiempo.

La miraba como si fuera un enorme gato acechando a su presa, con fijeza y cautela. Sophie se preguntaba por qué. Por qué se mostraba cauteloso. El hecho de ser una presa no la sorprendía, estaba acostumbrada a que los hombres la miraran así. Significaba que querían sexo.

A veces lo obtenían, pero solo cuando ella también lo necesitaba.

Y eso no ocurría muy a menudo, y últimamente menos aún. Durante los últimos seis meses solo se había dedicado a trabajar y a hacer compañía a Anna; y antes… Bueno, no resultaba fácil conocer a alguien, y además nunca salía con compañeros de trabajo. Era políticamente incorrecto, una locura, un suicidio profesional. Tendría que haberlo pensado de antemano. Solo había cometido esa locura una vez; una estúpida locura, una idiotez…

Y años después aún se hablaba de ello. Que si era una facilona, que si pasaba hambre, que si estaba desesperada… Había dedicado unos cuantos años a esforzarse por mantener un comportamiento lo más asexual posible hasta que se centró en su carrera. Pero era una mujer de carne y hueso. No obstante tenía que encontrar hombres que nunca hubieran estado en contacto con ninguno de sus colegas, y eso llevaba su tiempo. Así que había pasado los mejores años de su vida sola, maldiciendo el momento en que había dado crédito a las mentiras del embaucador a quien un día consideró su alma gemela.

Claro que no todos los hombres eran unos cerdos. Su tío Harry era un excelente ejemplo de bondad y amabilidad. Algo en su interior ansiaba creer que Vito Ciccotelli también lo era. Resultaba obvio que se preocupaba por la gente, tanto viva como muerta. Y por ello le merecía respeto.

Lo miró mientras se guardaba la llave en el bolsillo. Tenía la mirada fija en la oscuridad de la noche, resultaba evidente que su cabeza estaba en otro sitio. «Solo», pensó Sophie. En ese momento se le veía muy solo.

Dos personas solas podían encontrar la manera de dejar de estarlo. Por lo menos, durante un rato. Merecía la pena tenerlo en cuenta.

– ¿Se encuentra bien? -le preguntó-. Se le ve… triste.

– Lo siento. Estaba distraído. -Miró alrededor-. Recogeremos su moto y la cargaré en la camioneta. Luego la acompañaré a casa.

Sophie arqueó las cejas.

– ¿Mi moto en su camioneta? Ni lo sueñe. -Se echó a andar y él la siguió dando un sonoro resoplido de indignación.

Ella se detuvo junto a la moto, y a la luz de las farolas pudo ver cómo la sorpresa demudaba el semblante de Vito.

– ¿Esta es su moto?

– Sí. -Ella desenganchó el casco del sillín-. ¿Por qué?

Sophie se sintió aliviada al ver que la actitud protectora de Vito cesaba y que, en su lugar, la excitación iluminaba su semblante mientras se paseaba alrededor de su gran motocicleta.

– Katherine me había dicho que tenía una moto, pero pensaba que se refería a un pequeño ciclomotor. Esto… -Acarició el motor con gesto reverente-. Esto es una auténtica maravilla.

– ¿Sabe conducirla?

– Sí. Tengo una Harley Buell.

Veloz y elegante.

– Vaya, menudo Fittipaldi.

Él dejó de examinar la moto y la miró con una sonrisa de oreja a oreja.

– A mi madre se le ponen los pelos de punta.

Su entusiasmo resultaba contagioso, así que ella también sonrió.

– Es un chico malo.

Él dio otra vuelta alrededor de la moto y se detuvo junto a la rueda delantera, de cara a ella.

– Nunca había visto este modelo de BMW.

– Es uno clásico, de 1974. Me la compré cuando trabajaba en Europa. Se pone a doscientos en menos de diez segundos. -Se echó a reír-. Más que correr, vuela.

De pronto Vito se puso serio.

– Soy policía, Sophie. No sobrepasa los límites de velocidad, ¿verdad?

Ella dejó de sonreír. No sabía si Vito hablaba en serio pero pensó que era preferible pecar de cautelosa.

– Lo de doscientos es un decir. No paso de ciento veinte.

Él mantuvo el ceño un segundo más pero enseguida se notó que se le escapaba la risa.

– Buena salida. Tendré que apuntármela.

Ella se rió poco convencida.

– O sea que usted también lo hace.

Se puso el casco con firmeza y al palpar los bolsillos frunció el entrecejo.

– Mierda. -Frenética, rebuscó en ambos bolsillos pero de ellos salió de todo excepto lo que estaba buscando-. No tengo las llaves.

– Acaba de guardárselas.

– Esas son las de la universidad. Las llevo en otro llavero porque solo vengo un día a la semana. -Cerró los ojos-. Si se me han caído en la excavación, quiero decir, en el escenario del crimen…

Vito posó una mano en su hombro y se lo estrechó con suavidad.

– Cálmese, Sophie. Si se le han caído en el escenario del crimen, están a buen recaudo. Vamos a examinar a fondo cada centímetro de ese terreno. Las encontraremos.

Ella se esforzó por tomar aire.

– Eso está muy bien. El problema es que las necesito ahora. En el llavero están las llaves de la moto, las de mi casa… y las del Albright. Joder, Ted Tercero se cagará en todo.

– ¿El Albright?

– El museo en el que trabajo. Ted Tercero es mi jefe. No nos llevamos muy bien.

– ¿Por qué?

– Es un historiador de pacotilla -dijo en tono melodramático-. Se empeña en que ofrezca visitas guiadas… -Frunció el entrecejo-. Vestida de época.

– Y a usted no le apetece disfrazarse.

– Yo no juego a ser historiadora, maldita sea; lo soy. Y no necesito demostrarlo disfrazándome. Por lo menos hasta ahora no lo necesitaba.

– Y ¿por qué aceptó el trabajo?

Ella suspiró, frustrada.

– Necesito el dinero para pagar la residencia de mi abuela. Además, Ted Primero era una auténtica leyenda en el campo de la arqueología.

– ¿Ted Primero era el abuelo de su jefe?

– Sí. Su colección abarca el noventa por ciento de nuestra exposición. -Se encogió de hombros-. Creí que trabajar en la Fundación Albright sería bueno para mi carrera. Ahora estoy a la espera de que surja otra cosa. -Sonrió con tristeza-. No hay muchos castillos medievales en Filadelfia, y mi orgullo no me permite servir hamburguesas en un McDonald's.

– ¿Cuándo ha tenido las llaves en la mano por última vez? -preguntó Vito en tono tranquilo.

Ella cerró los ojos y se imaginó rodeando las llaves con la mano. Cuando levantó la cabeza, encontró a Vito mirándola fijamente otra vez.

– Esto me va muy bien. Evita que sea presa del pánico y me permite pensar con claridad. La última vez que he tenido las llaves en la mano ha sido cuando he subido a su camioneta. Hacían ruido al chocar con los clavos de señalización. A lo mejor se me han caído allí.

Él sacó sus llaves del bolsillo y miró a Sophie con una sonrisa que hizo que su corazón brincara de alegría.

– Vayamos a comprobarlo.

A Sophie se le secó la boca y se le pusieron los nervios de punta; si no se andaba con cuidado, acabaría por darle exactamente lo que él quería. En esos momentos lo sentía más que necesario, por primera vez en mucho tiempo también ella lo deseaba. Tomó las llaves y retrocedió. Le hacía falta poner distancia.

– No, ya voy yo. Usted quédese aquí y vigíleme la moto.

Rodeó corriendo el edificio, pasó frente a la figura de mono y llegó a la camioneta. Palpó el asiento del acompañante y las alfombras pero no encontró ninguna llave. Entonces se acordó de los baches del camino que conducía al terreno donde estaban las tumbas e introdujo la mano bajo el asiento con la esperanza de que se hubieran colado allí. Suspiró aliviada al palparlas. Pero estaban dentro de algo.

Alargó el brazo para tantear la parte trasera del asiento e hizo una mueca de dolor al pincharse la mano. Al descubrir las rosas marchitas puso mala cara. Resultaba evidente que eran para alguien, pues entre las flores se veía una tarjeta blanca. Antes de que pudiera apartar la mirada, su mente registró la frase caligrafiada.

«A.: Te amaré siempre. V.»

Tal vez las rosas fueran para su madre, pensó Sophie. Claro que un hombre nunca le decía a su madre «te amaré siempre», no con esas palabras. Por lo menos no el tipo de hombre que a ella le interesaba.

Así que ya estaba comprometido. Era lógico. Sin embargo, se sintió traicionada. La había estado mirando todo el día y… «¿Y qué, Sophie?» Le había dicho que no lo esperaba nadie en casa. Pero eso no implicaba una invitación. «Haz el favor de dominarte. Has oído lo que querías oír porque te sientes sola y estás falta de cariño. Estás desesperada.» Quería taparse los oídos pero las palabras resonaban en su cabeza. Se obligó a ser razonable. «Se ha mostrado amable conmigo.» En realidad eso era todo cuanto Vito había hecho. No le había hecho ninguna proposición deshonesta. No había hecho más que comportarse como un caballero. Claro que estaba comprometido. Todos los hombres que valían la pena lo estaban.

Cuando regresó junto a él lo encontró subido en la moto con aire de estar de nuevo sumido en sus pensamientos. Al acercársele él la miró perplejo.

– ¿Las ha encontrado?

Ella alzó sus llaves y le lanzó las de la camioneta.

– Estaban debajo del asiento.

– Qué bien. -Se apeó de la moto-. Sophie… gracias. Nos ha ayudado mucho. Me gustaría poder recompensarla por el tiempo que nos ha dedicado. Le había prometido una pizza. -Arqueó una ceja-. Conozco un sitio que está abierto hasta tarde; si le apetece, podemos ir ahora.

Sophie tragó saliva. «Está comprometido.» Aun así, deseaba estar con él. «¿Qué clase de mujer soy?» Forzó una sonrisa.

– Si de verdad su departamento quiere recompensarme, concédanme un indulto la próxima vez que me paren por exceso de velocidad.

Vito frunció el entrecejo.

– No es el departamento quien le ofrece la cena. Se la ofrezco yo. -Dio un hondo suspiro-. La estoy invitando a cenar conmigo.

Ella se ajustó la correa del casco a la barbilla de un fuerte tirón. Acababa de caérsele el alma a los pies. «Por favor, no me digas que es una cita. Por favor, sé un caballero tal como creía que eras.»

– ¿Es… un… una cita? -Santo Dios, estaba tartamudeando.

Él asintió muy serio.

– Sí, es una cita. -Se acercó a ella y le alzó la barbilla para que lo mirara a los ojos-. Hacía mucho tiempo que no conocía a alguien como tú. No quiero dejarlo aquí.

Ella era incapaz de moverse, de respirar. Todo cuanto podía hacer era mirar fijamente sus ojos oscuros, deseaba ardientemente creer en sus palabras, deseaba ardientemente lo que sabía que no podía obtener. Él le acarició el labio inferior con el pulgar y un escalofrío recorrió la espalda de Sophie.

– ¿Qué dices? -musitó él con voz suave y tranquilizadora-. Puedo acompañarte a casa, así me aseguro de que llegas bien. Por el camino podemos encargar una pizza y así hablamos un rato más.

Se acercó un milímetro más y Sophie supo que estaba a punto de besarla. Supo que, probablemente, aquel sería uno de los momentos más trascendentales de su vida.

– ¿Qué te parece? -susurró él, y ella notó su calor en la piel.

«Sí, sí.» Tenía la respuesta en la punta de la lengua cuando al fin su mente arrojó luz al recordar la voz de Alan Brewster pronunciando casi exactamente las mismas palabras. Su cerebro recobró de golpe la lucidez y retrocedió tambaleándose en el preciso momento en que él inclinaba la cabeza para besarla.

– No. -Con la respiración agitada, Sophie retrocedió hasta que sus piernas rozaron la moto. Se subió al vehículo furiosa, sin saber bien con quién lo estaba más, si con él por intentar cazarla o con ella por haber estado a punto de convertirse una vez más en un mero trofeo de cabecera-. No, gracias. Ahora, si me disculpa…

Él se hizo a un lado sin pronunciar palabra. Ella pisó a fondo el pedal de arranque y los ciento diez caballos de la moto cobraron vida. Antes de salir a la calle, Sophie miró por el retrovisor y vio que él no se había movido del sitio. Permanecía quieto como una estatua, observando cómo se marchaba.

5

Domingo, 14 de enero, 23:55 horas

El sonido de su móvil lo despertó de un sueño profundo. Lo asió con un gruñido y echó un vistazo a la pantalla para identificar la llamada. Era Harrington. Aquel mojigato caduco.

– ¿Diga?

– Soy Harrington.

Se sentó.

– Ya lo sé. Pero ¿qué haces llamándome a medianoche?

– Aún no es medianoche. Además, tú sueles pasarte la noche trabajando.

Era verdad, pero no pensaba darle la razón a Harrington. No sentía más que desprecio por aquel hombre que veía el mundo de color de rosa. Tenía ganas de estrangular a aquel cabrón, igual que había estrangulado a Claire Reynolds. Y cada vez que oía su voz quejumbrosa le entraban más ganas aún.

Harrington había tratado de impedir el desarrollo de su obra a cada paso, desde que creara La muerte de Claire un año atrás. La consideraba demasiado oscura, demasiado violenta. «Demasiado real.» Por suerte Van Zandt sabía de negocios y qué era lo que vendía. El estrangulamiento de «Clothilde» siguió formando parte de Tras las líneas enemigas a pesar de que Harrington protestó y lo criticó. No protestaría ni criticaría mucho más.

Van Zandt estaba echando a Harrington a patadas y el muy idiota no se daba ni cuenta.

– Mierda, Harrington, estaba soñando. -Con Gregory Sanders, su próxima víctima-. Dime qué es tan importante y déjame seguir.

Hubo una larga pausa.

– ¿Hola? ¿Sigues ahí? Te juro por Dios que si me has despertado para nada…

– Estoy aquí -dijo Harrington-. Jager quiere que te des prisa con las escenas de lucha.

Así que por fin Van Zandt le había dicho a Harrington que estaba acabado. «Era solo cuestión de tiempo.»

– Las quiere para el martes -añadió Harrington-. A las nueve de la mañana.

El placer se desvaneció como la niebla.

– ¿Para el martes? ¿Qué narices se ha fumado?

– Jager habla muy en serio. -Harrington también se mostraba muy serio, parecía que tuvieran que arrancarle las palabras de la boca-. Dice que llevas un mes de retraso.

– No se puede apremiar a la genialidad.

Hubo otra pausa, y le pareció oír que a Harrington le rechinaban los dientes. Siempre resultaba divertidísimo tirar de la cuerda con aquel hombre.

– Quiere dos escenas de El inquisidor, una de lucha y otra de una herida, para mostrarlas en Pinnacle. -Otra pausa, más ardua-. Nos han ofrecido un stand.

– ¿En Pinnacle? -Un stand en Pinnacle significaba prestigio en el mundo de los videojuegos. Y respeto. En el terreno práctico, significaba distribución a escala nacional, lo cual implicaba que su clientela ascendería a millones de personas. De repente, entrecerró los ojos. Eso cambiaba las cosas. Pinnacle no podía esperar, la entrega era improrrogable-. Mira, Harrington, si me estás tomando el pelo…

– Es cierto. -Harrington casi parecía ofendido-. Jager ha recibido la invitación esta noche. Me ha pedido que te diga que tengas las escenas listas para el martes.

Las tendría, aunque apenas había empezado con las escenas de lucha. Había estado ocupado con las de la mazmorra.

– Pues ya me lo has dicho. Ahora déjame dormir.

– ¿Tendrás listas las escenas para Jager? -lo presionó Harrington.

– Esto es algo entre Van Zandt y yo. Pero puedes decirle que se las entregaré el martes -añadió con el tono más condescendiente que fue capaz de impostar; y colgó. Harrington se merecía una patada en el culo. Estaba anquilosado y se había quedado más que anticuado.

Apartó a Harrington de su mente y dejó colgar la pierna por un lado de la cama. Se frotó el muñón con lubricante; luego asió la pierna y la colocó en su sitio con los movimientos maquinales fruto de muchos años de práctica. La reunión con Van Zandt le complicaba un poco los planes. Tendría que cambiar lo de Greg Sanders del martes por la mañana a última hora del lunes, pero tendría listo su próximo grito para el martes a medianoche.

Se sentó frente al ordenador y escribió un e-mail para Gregory Sanders; cambió la hora y al pie firmó: «Atentamente, E. Munch».

Era consciente de que no podía poner a prueba la paciencia de Van Zandt tratándose de Pinnacle. El hombre reconocía su genio, pero incluso él sería capaz de sacrificar el verdadero arte por un tráiler terminado a tiempo para mostrarlo en Pinnacle. Necesitaba tener algo que enseñarle el martes, aunque estuviera a medias. Van Zandt se sentiría satisfecho porque, aun sin terminar, había un abismo entre las creaciones de Frasier Lewis y cualquier cosa que Harrington hiciera.

Meditó sobre las imágenes que había filmado de Warren Keyes empuñando la espada y las de Bill Melville blandiendo el mangual. Por mucho que asegurara ser un experto en artes marciales, Bill no había conseguido adaptarse al ritmo del mangual, y al final había tenido que hacerle una demostración. El contacto del mangual con una cabeza humana resultaba muy distinto al de la cabeza de cerdo con la que había practicado. El cerdo ya estaba muerto, pero Bill… Tomó el vídeo de la ordenada colección de la estantería con una sonrisa. A Bill le había saltado la tapa de los sesos. Tendría una gran aceptación en el mercado del «ocio».

Comería un poco, desconectaría el teléfono e internet para evitar distracciones y se pondría a trabajar en la escena de lucha que satisfaría a Van Zandt y dejaría a Harrington a la altura del betún, tal como se merecía.

Lunes, 15 de enero, 00:35 horas

Cansadísimo, muerto de hambre y todavía perplejo por la reacción de Sophie en el aparcamiento, Vito cruzó la puerta de entrada de su casa y se encontró en plena zona de guerra. Se quedó plantado unos instantes mirando el aluvión de bolas de papel que inundaba su sala de estar. Un jarrón más bien caro se encontraba peligrosamente cerca del borde de una mesa auxiliar y a punto de caer al suelo a causa de la nueva ubicación del sofá. No necesitaba más pistas para saber que lo habían invadido.

Entonces una de las bolas de papel le golpeó de lleno la sien y Vito pestañeó, perplejo. Tomó el arma ofensiva y frunció el entrecejo al encontrar dentro del rebujo una de sus pesas de pesca. Era obvio que los muchachos habían mejorado sus municiones últimamente.

– Chicos. -Las bolas continuaron volando por la habitación-. ¡Connor! ¡Dante! Haced el favor de parar, ahora mismo.

– ¡Anda! -La exclamación procedía de la cocina, y de ella salió también Connor, su sobrino de once años, que parecía enfadado y algo asustado-. Has vuelto.

– Lo hago casi todas las noches -respondió Vito con ironía, e hizo una mueca de dolor cuando una nebulosa de franela azul se arrojó contra sus piernas-. Ten cuidado. -Era el pequeño Pierce, de cinco años. Se inclinó para arrancarlo de sus rodillas y lo aupó con cara de desconcierto-. ¿Qué tienes en la cara, Pierce?

– Cobertura de chocolate -dijo Pierce con orgullo, y Vito se echó a reír. Gran parte de su cansancio se disipó. Colocó a Pierce sobre su cadera y lo abrazó fuerte.

Connor sacudió la cabeza.

– Le he dicho que no se la comiera pero ya sabes cómo son los niños.

Vito asintió.

– Sí, sé cómo son los niños. Tienes chocolate en la barbilla, Connor.

Connor se sonrojó.

– Hemos hecho un pastel.

– ¿Me habéis guardado un poco?

Pierce hizo una mueca.

– No mucho.

– Pues muy mal; tengo tanta hambre que me comería una vaca entera. -Vito miró a Pierce-. O a un niño. Tienes pinta de estar la mar de rico.

Pierce soltó una risita, estaba acostumbrado a aquel juego.

– Yo soy todo huesos, pero Dante sí que tiene chicha.

Dante apareció de detrás del sofá y mostró sus bíceps.

– Es músculo, nada de chicha.

– Me parece que tiene unos buenos jamones -dijo Vito en voz alta, y Pierce se echó a reír de nuevo-. Se acabó la batalla por hoy, Dante. Tenéis que acostaros, chicos.

– ¿Por qué? -protestó el chico-. Nos lo estábamos pasando bien. -Estaba muy desarrollado para sus nueve años, casi abultaba más que Connor. Se lanzó rodando por encima del respaldo del sofá y Vito se horrorizó al ver que el jarrón se tambaleaba. Dante rodeó corriendo el sofá y aferró el jarrón como si fuera una pelota de fútbol.

– ¡Touchdown de Ciccotelli, y la multitud enloquece! -gritó orgulloso.

– La multitud se va a la cama -saltó Vito-. Y no creas que voy a concederos ninguna prórroga.

Dante depositó el jarrón en el centro de la mesa con una sonrisa que revelaba que justo estaba pensando en eso.

– Relájate, tío Vito -se quejó-. Estás muy tenso.

Pierce lo olfateó.

– Y hueles muy mal. Como nuestro perro cuando se revuelve sobre un animal muerto. Mamá siempre nos hace bañarlo en el jardín cuando pasa eso.

A Vito le vinieron a la cabeza imágenes de los cadáveres y las apartó de sí.

– Pues ahora voy a bañarme yo. Pero lo haré dentro porque fuera hace mucho frío. Por cierto, ¿qué estáis haciendo aquí?

– Papá ha acompañado a mamá al hospital -dijo Connor poniéndose muy serio de repente-. Tino nos ha traído aquí. Tenemos los sacos de dormir.

– Pero… -Vito captó la mirada de advertencia de Connor en dirección a sus hermanos y omitió la pregunta. Tendría que enterarse de los detalles más tarde-. ¿Mañana tenéis colegio?

– No, es festivo, el día de Martin Luther King -le informó Pierce-. El tío Tino nos ha dicho que podemos quedarnos despiertos toda la noche.

– Mmm… No, no podéis. -Vito acarició el moreno cabello del chico-. Mañana tengo que levantarme temprano y necesito dormir. Y vosotros también.

– Tino no ha dicho toda la noche -terció Connor-. Ha dicho hasta medianoche.

– Pues ya es más de medianoche -dijo Vito-. Id a lavaros los dientes y colocad los sacos de dormir en el suelo de la sala. Mañana recoged todas esas balas de cañón y guardad las pesas de pesca en la cesta, ¿de acuerdo?

Dante hizo una mueca.

– De acuerdo, pero piensa que nos han servido para mejorar las balas.

Vito se frotó la sien, que todavía le dolía.

– Ya lo sé. ¿Dónde está Tino?

– Abajo, intentando que Gus se duerma -le informó Connor mientras apremiaba a Pierce para que se limpiara los dientes-. Ha colocado la cuna en su sala de estar. Y Dominic también está abajo, estudiando para un examen de matemáticas. Dice que dormirá en el sofá de Tino para cuidar de Gus.

Dominic era el hijo mayor de Dino, un chico muy responsable. Al menos, lo era mucho más que Vito a su edad.

– Voy a darme una ducha y cuando salga quiero veros a los tres acurrucados en los sacos de dormir, y quiero oíros roncar, ¿queda claro?

– No hablaremos -dijo Dante cabizbajo, haciéndose la víctima-. Te lo prometo.

Vito sabía que lo intentarían, pero había cuidado de sus sobrinos las suficientes veces como para saber que sus buenas intenciones no duraban mucho. Volvió la cabeza hacia su hombro y lo olfateó con mala cara. Olía a rayos. Si no se duchaba el hedor lo mantendría en vela toda la noche.

Y aunque la necesidad de pedirle a Sophie que cenara con él le había quitado por completo las ganas de dormir, debía hacerlo. En menos de siete horas tenía que encontrarse de nuevo junto a las tumbas.

Lunes, 15 de enero, 00:45 horas

Sophie entró en casa de su tío Harry y cerró la puerta sin hacer ruido. El televisor de la sala de estar estaba encendido a bajo volumen, tal como esperaba.

– Hay chocolate caliente en la cocina, Soph.

Sophie se sentó en el brazo del sillón reclinable con una sonrisa, se inclinó y besó la calva de Harry.

– ¿Cómo es que siempre sabes cuándo prepararlo? No te he avisado de que iba a venir.

No lo había planeado. Pensaba darse una ducha, cenar y caer rendida en la cama. Pero en casa de Anna reinaba un silencio excesivo y los fantasmas, tanto del pasado como del presente, la acechaban demasiado para sentirse relajada.

– Podría decirte que tengo telepatía -repuso Harry sin apartar los ojos del parpadeo del televisor-, pero lo cierto es que oigo tu moto en cuanto tomas el desvío de Mulberry.

Sophie se estremeció.

– Seguro que la señorita Sparks está que trina.

– Seguro. Pero me parece que si dejara de quejarse se moriría, así que tómatelo como la buena acción del día.

Sophie se rió discretamente.

– Me gusta tu forma de pensar, tío Harry.

Él ahogó una risita y la miró con el entrecejo fruncido.

– ¿Llevas perfume?

– El de la abuela. Me he puesto demasiado, ¿verdad? -preguntó, y él asintió.

– Además hueles como si tuvieras ochenta años. ¿Por qué usas el perfume de Anna?

– Digamos que he estado en contacto con algo que huele fatal. El pelo me olía incluso después de lavármelo. Y eso que me lo he enjuagado hasta cuatro veces. Estaba desesperada. -Se encogió de hombros-. Lo siento; pero, créeme, es mejor esto.

Él tomó la mata de pelo que Sophie llevaba recogida en la nuca y la estrujó.

– Sophie, aún llevas el pelo chorreando. Vas a pillar una pulmonía triple.

Ella sonrió.

– Puede que yo huela como la abuela pero tú hablas igual que ella.

Harry pareció contrariado, pero de pronto se echó a reír.

– Tienes razón. Dime, ¿por qué has venido hasta aquí con el pelo chorreando, Sophie? ¿No podías dormir?

– Exacto. Tenía la esperanza de encontrarte despierto.

– Aquí estoy, con Bette Davis. La extraña pasajera. Buenísima. Ya no se hacen…

– Películas así. -Sophie terminó la frase en tono cariñoso. La había oído cientos de veces durante su vida. Siendo niña supo que su tío era un insomne crónico que dormitaba en su sillón mientras por el televisor pasaban películas antiguas. Siempre le había resultado muy tranquilizador saber que, si alguna noche lo necesitaba, lo encontraría en su sillón dispuesto a escucharla y ofrecerle consejo. O, a veces, su mera presencia.

Siempre lo había tenido allí; siempre.

– La primera vez que bajé y te encontré aquí sentado estabas viendo una película de Bette Davis. Esa vez era Jezabel. Buenísima -bromeó, pero el semblante de Harry había cambiado, se había puesto serio.

– Ya me acuerdo -dijo en tono quedo-. Tenías cuatro años y habías tenido una pesadilla. Estabas muy graciosa bajando la escalera con los patucos del pijama.

Sophie recordaba muy bien ese sueño, recordaba el terror que le producía despertarse en una cama extraña. En esa etapa de su vida las camas siempre eran extrañas. Harry, la abuela y Katherine habían hecho que las cosas cambiaran. Les debía mucho.

– Me encantaba ese pijama con patucos. -Lo había heredado de su prima Nina, que a su vez lo había heredado de su prima Paula. La prenda de franela había sido lavada cientos de veces, y los patucos llevaban cientos de remiendos, pero Sophie lo consideraba lo más valioso que había tenido jamás-. Era muy suave, nunca he tenido otro tan calentito.

Los ojos de Harry emitieron un destello y su mandíbula se tensó, y Sophie supo que estaba recordando el raído pijama de algodón que llevaba la vez que, sin explicación alguna, la encontró plantada en la puerta de su casa. Era una noche igual de fría que la presente y Harry se puso muy furioso. Años después, Sophie comprendió que con quien estaba furioso era con su madre.

– Al principio ni siquiera me di cuenta de que estabas llorando. No me di cuenta hasta que vi tu cara.

Sophie recordaba la primera noche en que bajó la escalera; estaba aterrorizada y temblando a causa de la pesadilla, pero más le aterrorizaba hacer ruido.

– Tenía miedo de despertar a alguien. -Había aprendido que no debía molestar a su madre por las noches-. Tenía miedo de que te pusieras furioso y me echaras de tu casa. -Frotó la frente de Harry con el pulgar para hacer desaparecer su ceño-. Pero no lo hiciste. Me tomaste en brazos y me sentaste en tu regazo, y juntos vimos Jezabel. -De ese modo Sophie encontró un lugar seguro por primera vez en su vida.

– ¿A qué vienen tantos recuerdos, Sophie? ¿Qué te ha ocurrido hoy?

«¿Por dónde empiezo?»

– He estado todo el día ayudando a Katherine. No puedo contarte gran cosa, pero digamos que he estado en una «excavación».

Sophie dibujó las comillas en el aire.

– Has visto un cadáver. -El tono de Harry se endureció-. Eso explica lo del perfume. Es una irresponsabilidad enorme por parte de Katherine. No me extraña que no puedas dormir.

– Soy adulta, tío Harry. Puedo soportar ver un cadáver. Además, Katherine no creía que fuera a verlo. Se ha sentido fatal. -Sophie se volvió para mirar a Harry a los ojos y dio un hondo suspiro-. Pero se ha sentido mucho peor cuando la he visto cerrar la cremallera de la bolsa.

Harry dejó caer los hombros y sus ojos se llenaron de pesar.

– Vaya. Lo siento mucho, cariño.

Ella forzó una sonrisa.

– Estoy bien, solo que no podía quedarme en esa casa esta noche.

– Pues dormirás aquí, en tu antigua habitación. Mañana tengo el día libre, te prepararé gofres.

Ahora era Harry quien parecía un niño. Sophie esbozó una sonrisa, esta vez auténtica.

– Se me hace la boca agua, tío Harry; lástima que deba marcharme muy temprano. Tengo que volver a casa de la abuela y sacar a las perras, y luego tengo que trabajar en el museo todo el día. ¿Qué tal si quedamos para cenar?

– No deberías cenar con un viejo como yo. Tendrías que salir con algún hombre de tu edad, Sophie. Llevas seis meses aquí, ¿no has conocido a nadie que te guste?

El atractivo rostro de Vito Ciccotelli asaltó su mente y Sophie frunció el entrecejo. Mierda; él le gustaba. Y además de gustarle, lo admiraba. Y lo que era peor aún, lo deseaba, incluso sabiendo que no podía ser suyo. El hecho de pensar en él le dejaba casi tan mal sabor de boca como los cadáveres.

– No. Todos los hombres que he conocido están casados, tienen novia o son unos cerdos. -Entornó los ojos-. A veces se hacen los decentes e incluso a una le da por ofrecerles cecina de ternera.

Él pareció alarmarse.

– Por favor, no me digas que ahora se llama «cecina de ternera» al sexo.

Ella lo miró desconcertada y al momento soltó tal carcajada que estuvo a punto de caerse del brazo del sillón. Se llevó la mano a la boca rápidamente para no despertar a su tía Freya.

– No, tío Harry. Que yo sepa la cecina de ternera es solo eso, cecina de ternera.

– La que habla idiomas eres tú, tú sabrás.

Sophie se puso en pie.

– ¿Qué dices a lo de la cena? Te invito a ir a Lou's.

– ¿A Lou's? -Arqueó los labios, pensativo-. ¿Podré pedir un sándwich de ternera con queso?

– No, solo puedes comer trigo germinado. -Ella alzó los ojos en señal de exasperación-. Pues claro que podrás pedir un sándwich de ternera con queso.

Él la miró con ojos chispeantes.

– ¿Con queso fundido?

Ella lo besó en la coronilla.

– Como siempre. Te espero allí a las siete. Sé puntual.

Estaba a media escalera, camino de su habitación, cuando oyó crujir el sillón.

– Sophie.

Ella se volvió y lo encontró mirándola con expresión triste.

– No todos los hombres son unos cerdos. Encontrarás a alguien que valga la pena. Te mereces lo mejor.

A Sophie se le hizo un nudo en la garganta y tragó saliva con decisión.

– Es demasiado tarde, tío Harry. Lo mejor se lo llevó tía Freya. Las demás tenemos que conformarnos con lo que queda. Nos vemos mañana por la noche.

Lunes, 15 de enero, 00:55 horas

Tino se encontraba sentado ante la mesa de la cocina cuando Vito salió de la ducha. Su hermano señaló un plato lleno de linguini con salsa de pollo de la abuela.

– Lo he calentado en el microondas.

Vito suspiró y se dejó caer en una silla.

– Gracias, no he tenido tiempo de cenar.

Tino entrecerró los ojos, preocupado.

– ¿Has ido al cementerio?

Aparte de Nick, Tino era la única persona que sabía lo que significaba ese día y cómo había muerto Andrea. Nick lo sabía porque estaba presente cuando ocurrió; Tino porque Vito había bebido demasiado y se desahogó con él. Pero su secreto se encontraba a salvo tanto con Tino como con Nick.

– Sí, pero no al que te imaginas.

El terreno plagado de tumbas donde había pasado el día era muy distinto al cuidado cementerio en el que dos años atrás había enterrado a Andrea junto a su hermano de meses.

Tino arqueó las cejas.

– ¿Qué quieres decir? ¿Has encontrado tumbas?

Vito volvió la cabeza hacia el rincón de la sala donde los niños dormían.

– ¡Chis!

Tino hizo una mueca.

– Lo siento. ¿Un caso difícil?

– Sí.

Vito devoró dos raciones sin pronunciar palabra. A continuación se sirvió la tercera.

Tino lo observó algo asombrado.

– ¿Cuánto hace que no comes, tío?

– Desde el desayuno. -Una imagen asaltó su mente: Sophie Johannsen, con el rostro surcado de lágrimas, le ofrecía chocolate con leche, cecina de ternera y pastelitos de crema-. Bueno, no es del todo cierto. Hace una hora más o menos he comido un poco de cecina de ternera.

Tino soltó una carcajada.

– ¿Cecina de ternera? ¿Tú, que eres tan tiquismiquis?

– Tenía hambre.

Además, el hecho de tomar el tentempié de la mano de Sophie lo había convertido en mucho más apetitoso de lo que imaginaba. Se había pasado todo el camino dándole vueltas a la cabeza, pero ahora tenía asuntos más urgentes que tratar. Bajó la voz.

– He llamado a Dino al móvil, pero me salta el buzón de voz. ¿Qué ha ocurrido?

Tino se inclinó hacia él.

– Ha telefoneado sobre las seis -susurró-. Molly llevaba todo el día mareada y acababa de perder el conocimiento. Creen que ha sido un principio de derrame cerebral.

Vito se lo quedó mirando anonadado.

– Solo tiene treinta y siete años.

– Ya lo sé. -Tino se le acercó un poco más-. Dino ha enviado a Dominic y a los niños a casa de unos vecinos para que no vieran cómo se la llevaban en ambulancia. Luego ha llamado para que fuéramos a recogerlos. Estaba aterrorizado. Yo he ido a por ellos.

Vito retiró el plato; se le había pasado el hambre.

– ¿Cómo está Molly?

– Papá ha llamado hace dos horas. Está estable.

– ¿Y papá?

Michael Ciccotelli tenía problemas cardíacos. Esos sustos no le hacían ningún bien.

– Se ha emocionado mucho al saber que Molly está bien y mamá ha procurado que se calmara. -Tino se quedó mirando a Vito un momento-. Así que no te ha dado tiempo de ir al cementerio.

– No, pero estoy bien. Es distinto del año pasado -añadió-. Estoy bien, de verdad.

– Claro que estás bien, por eso llevas una semana entera paseándote de noche por la habitación. -Arqueó una ceja cuando Vito abrió la boca para protestar-. Tu dormitorio está justo encima del mío. Oigo crujir el parquet.

– Pues entonces estamos en paz. Yo oigo todos los gemidos: «Oh, Tino».

Tino tuvo el detalle de fingir que se avergonzaba.

– Hace semanas que no me acuesto con nadie, y no parece que vaya a volver a suceder pronto. Pero en parte es una suerte. Tenía que terminar el retrato que me habían encargado. Gracias a tus paseos nocturnos he acabado el cuadro de la señora Sorrell antes de lo previsto. -Alzó las cejas-. Ya sabes a qué cuadro me refiero.

– Sí -dijo Vito en tono de guasa. La mujer le había encargado a Tino un retrato a partir de una fotografía íntima para regalárselo a su marido-. La que tiene unas bonitas… -Oyó un ruido procedente de la sala-. Camisetas -soltó con decisión, y Tino sonrió con gesto burlón.

– Por cierto, me alegro de haberlo terminado antes de que llegaran los chicos. Ese cuadro no es apto para menores. El señor Sorrell es un hombre afortunado.

Vito sacudió la cabeza, sobre todo para borrar de su mente la imagen de Sophie Johannsen con su ceñida camiseta que acababa de asaltarlo.

– Tino, un día de estos vas a meterte en algún lío por culpa de andar pintando retratos indecentes de mujeres casadas.

Tino se echó a reír.

– Dante tiene razón, estás demasiado tenso. La señora Sorrell tiene una hermana.

Vito volvió a sacudir la cabeza.

– No, gracias.

De repente, Tino se puso serio.

– Hace dos años que murió Andrea -dijo en tono amable.

«Que murió Andrea» era una manera muy diplomática de decirlo, pero esa noche Vito no tenía ánimos para discutir.

– Sé muy bien el tiempo que hace. Cuento los minutos.

Tino se quedó callado un buen rato.

– Entonces sabes que ya has pagado suficiente por ello.

Vito se lo quedó mirando.

– ¿Cuánto tiempo es «suficiente», Tino?

– ¿Para guardar un duelo? No lo sé. Pero para culparte… Cinco minutos eran demasiado tiempo. Déjalo ya, Vito. Ocurrió así, fue un accidente. Claro que no lo aceptarás hasta que no estés preparado para ello. Solo espero que sea pronto, de lo contrario acabarás muy solo.

Vito no tenía nada que objetar y Tino se levantó y sacó un plato de la nevera.

– Te he guardado un trozo del pastel de los chicos. Los he vigilado mientras lo cocían, así que puedes comértelo tranquilo.

Vito se quedó mirando el plato con el entrecejo fruncido.

– Todo es cobertura de chocolate. ¿Dónde está el pastel?

A Tino se le escapaba la risa.

– No cayó mucha masa dentro del molde. -Se encogió de hombros-. Al llegar estaban muy asustados por Molly. No vi que tuviera nada de malo dejarlos cocinar.

Sorprendido de notar que se le empañaban los ojos, Vito bajó la mirada al pastel y se concentró en quitarle el envoltorio de plástico. Se aclaró la garganta.

– Has sido muy amable, Tino.

Tino volvió a encogerse de hombros, azorado ante el cumplido.

– Son nuestros sobrinos. La familia es la familia.

Vito pensó en el sencillo y sincero cumplido que le había dirigido Sophie. Él no se había sentido violento. Al contrario, no se había sentido tan cómodo y complacido en mucho tiempo. Con el rabillo del ojo vio que Tino se ponía en pie.

– Me voy a la cama. Mañana el día será mejor, mucho mejor.

De pronto, Vito sintió una imperiosa necesidad de hablar. Sin apartar la mirada del plato lleno de cobertura de chocolate, se esforzó por hacer salir las palabras.

– He conocido a alguien.

Vito vio que su hermano volvía a sentarse.

– ¿Otra policía?

– No, nada de policías. No quiero saber nada de ninguna en un millón de años. Es arqueóloga.

Tino parpadeó, perplejo.

– ¿Arqueóloga? ¿Como… Indiana Jones?

Vito no pudo evitar soltar una risita al imaginarse a Sophie Johannsen abriéndose paso a machetazos por la selva cubierta con un polvoriento sombrero de lona.

– No. Más bien como… -Se percató de que no resultaba fácil establecer una comparación-. Hasta ahora se dedicaba a desenterrar castillos en Francia. Conoce diez lenguas. -«Y tres están más muertas que la persona cuyo cadáver acaban de descubrir.» Ella se había avergonzado ante su propia falta de sensibilidad, pero luego había demostrado con creces que la tenía. ¿Qué había ocurrido en el último momento?

– O sea que es inteligente. ¿Tiene otras cualidades?

– Mide casi un metro ochenta. Tiene los labios de Angelina Jolie y una melena rubia que le llega hasta el trasero.

– Creo que me estoy enamorando -bromeó Tino-. Y, ¿qué tal las camisetas?

Sus labios esbozaron una discreta sonrisa.

– Le sientan estupendamente. -Vito se puso serio-. Y ella también es estupenda.

– Es curioso lo de la fecha -dijo Tino como quien no quiere la cosa-. Me refiero a que justo has tenido que conocerla hoy.

Vito apartó la mirada.

– Me preocupaba haberme fijado en ella solo por ser el día que es. He tratado de convencerme de que hoy no me convenía precipitarme, que podía tratarse de melancolía, o despecho.

– Vito, nadie hace algo así por despecho después de dos años.

Vito se encogió de hombros.

– He pensado que iría a visitarla dentro de unas semanas para ver si sigo sintiendo lo mismo. Pero luego… -Sacudió la cabeza.

– Luego, ¿qué?

Vito suspiró.

– La he acompañado al aparcamiento. Joder, Tino, tiene una moto enorme. Una BMW que se pone a doscientos en menos de diez segundos.

Tino frunció los labios.

– Una tía buena que va en moto. Ahora sí que me estoy enamorando.

– Ha sido una tontería precipitarme por eso -dijo Vito, enfadado consigo mismo.

Tino abrió los ojos como platos.

– ¿La has invitado a salir contigo? Qué interesante.

Vito frunció el entrecejo.

– Lo he intentado, pero no debo de haberlo hecho muy bien.

– Se ha negado en redondo, ¿no?

– Sí, y luego se ha marchado en su moto como alma que lleva el diablo.

Tino se inclinó sobre la mesa y olió a Vito con una mueca.

– A lo mejor ha sido tu exclusivo perfume. Hueles como si hubieras estado desenterrando cadáveres.

– De hecho, así es. Y mañana me toca el segundo asalto.

Tino dejó los platos en el fregadero.

– Pues entonces deberías irte a dormir.

– Ya me voy. -Pero no hizo el mínimo intento de ponerse en pie-. Enseguida. Antes necesito relajarme un poco. Gracias por calentar la cena.

Cuando Tino se hubo marchado, Vito recostó la cabeza en la pared, cerró los ojos y dejó que su mente repasara los últimos momentos con Sophie. No creía que se le hubiera olvidado cómo se invitaba a cenar a una mujer, y la verdad era que nunca antes le habían dado calabazas. Por lo menos no de ese modo. No tenía más remedio que reconocer que había herido un poco su orgullo.

Resultaba más fácil de aceptar si lo consideraba una rareza femenina, solo que Sophie no parecía el tipo de mujer que cambiaba de humor según de dónde soplaba el viento. Se la veía demasiado sensata para eso. O sea que algo le había hecho cambiar de opinión. Tal vez algo de lo que él había dicho o hecho… En esos momentos se encontraba demasiado cansado para pensar. Al día siguiente se lo preguntaría directamente. Le parecía más acertado que tratar de adivinar lo que pasaba por la mente de una mujer, por muy sensata que pareciera.

Acababa de levantarse para apagar la luz cuando oyó un pequeño ruido, como un gimoteo. Procedía del saco de dormir de Pierce. A Vito se le encogió el corazón. Los niños eran, en realidad, muy pequeños. Debían de haberse asustado mucho al ver que su madre se desmayaba. Se agachó junto a Pierce y le pasó la mano por la espalda.

Cuando Vito abrió el saco de dormir descubrió que Pierce tenía el rostro surcado de churretes.

– ¿Tienes miedo?

Pierce sacudió la cabeza con fuerza en señal negativa, pero Vito aguardó un poco y al cabo de diez segundos el chico asintió.

Connor se incorporó.

– Es solo un niño. Ya sabes cómo son los niños.

Vito asintió sabiamente; Connor también tenía los ojos algo hinchados.

– Sí que lo sé. ¿Dante también está despierto? -Apartó un poco el saco de Dante para mirar dentro y el chico le guiñó el ojo-. Así que nadie duerme, ¿eh? ¿Cómo puedo ayudaros? ¿Queréis un vaso de leche caliente?

Connor puso cara de asco.

– ¿Estás de broma?

– Es lo que siempre hacen en la tele. -Se sentó en el suelo entre Pierce y Dante-. Pues decidme qué queréis que haga porque no puedo pasarme toda la noche despierto haciéndoos compañía. Dentro de pocas horas tengo que marcharme a trabajar y no podré dormir si los tres estáis despiertos. Acabaréis por pelearos y me despertaréis. ¿Cómo lo solucionamos?

– Mamá canta -masculló Dante-. Le canta a Pierce.

Pierce le dirigió a Vito una mirada de asentimiento.

– Nos canta a los tres.

Molly tenía una bonita voz de soprano, limpia y perfecta para cantar nanas.

– ¿Qué os canta?

– La canción de los catorce ángeles -dijo Connor en voz baja, y Vito se percató de que no se trataba de una simple nana. Sería como si Molly estuviera allí.

– De Hansel y Gretel. -Siempre había sido una de sus óperas favoritas, y también de su abuelo-. Bueno, yo no soy vuestra madre pero si os ponéis cómodos lo haré lo mejor que pueda. -Aguardó a que los tres se acurrucaran-. El abuelo Chick solía cantarnos la canción de los catorce ángeles a vuestro padre y a mí cuando teníamos vuestra misma edad -susurró con una mano en la espalda de Dante y la otra en la de Pierce. La canción le traía agradables recuerdos del abuelo a quien tanto cariño profesaba, el abuelo que había fomentado su amor por todo tipo de música desde una edad muy temprana.

Cuando de noche me voy a dormir,

catorce ángeles velan por mí,

dos mi almohada guardan,

dos mis pies encauzan,

dos están a mi derecha,

dos están a mi izquierda,

dos cobijo me dan,

dos me ven despertar,

dos me muestran el camino

hacia el Paraíso.

– Cantas muy bien -musitó Pierce cuando hubo completado la primera estrofa.

Vito sonrió.

– Gracias -musitó a su vez.

– Cantó en la boda de la tía Tess y en tu bautizo -susurró Connor. Tragó saliva-. Hizo llorar a mamá.

– No lo hice tan mal -bromeó Vito, y le alivió ver que los labios de Connor se curvaban ligeramente-. Seguro que en estos momentos vuestra madre está pensando en vosotros y le gustaría que estuvierais durmiendo.

Cantó la segunda estrofa en voz más baja porque Dante ya se había dormido. Cuando terminó, Connor había sucumbido también. Solo quedaba Pierce; se le veía muy pequeño en el gran saco de dormir. Vito suspiró.

– ¿Quieres dormir conmigo?

Pierce asintió sin dilación.

– No daré patadas ni tiraré de las sábanas, te lo prometo.

Vito lo aupó con saco incluido.

– ¿Ni te harás pis?

Pierce vaciló.

– Últimamente no me pasa.

Vito se echó a reír.

– Está bien saberlo.

Lunes, 15 de enero, 7:45 horas

El timbrazo del teléfono junto a su cama hizo que Greg Sanders se despertara de golpe del profundo sueño inducido por el whisky. Aún atontado, no acertó por dos veces a ponérselo en la oreja.

– ¿Diga?

– Señor Sanders. -La voz resultaba inquietante de tan pausada-. ¿Sabe quién soy?

Greg se colocó boca arriba y ahogó un grito cuando todo en la habitación empezó a darle vueltas. Mierda de resaca. Había evitado aquello tanto tiempo como había podido, pero había llegado el momento de saldar su deuda con el diablo. Greg no quería ni pensar en qué consistiría la deuda, pero estaba seguro de que implicaría mucho dolor. Tragó saliva; tenía la boca seca.

– Sí.

– Nos ha estado evitando, señor Sanders.

Greg trató de incorporarse y apoyar en la pared la cabeza, que no paraba de darle vueltas.

– Lo siento, yo…

– ¿Usted qué? -Ahora la voz se burlaba de él-. ¿Tiene el dinero?

– No, no todo.

– Eso no está bien, señor Sanders.

Greg se presionó las palpitantes sienes con los dedos, la desesperación le aceleraba más el pulso.

«Espera.»

– Mire, he encontrado trabajo y mañana me pagarán quinientos dólares. Se lo daré todo.

– Por favor, señor Sanders. No mee fuera del tiesto. Eso es una ridiculez. Es muy poco dinero y demasiado tarde. Lo queremos esta tarde, a las cinco. Nos da igual lo que haga para conseguirlo. Y lo queremos todo. De lo contrario no volverá a mear en ninguna parte porque… digamos que no tendrá lo necesario para hacerlo. ¿Entendido?

A Greg se le revolvió el estómago. Asintió, lleno de repugnancia.

– Sss… Sí. Sí, señor.

– Muy bien. Que tenga un buen día, señor Sanders.

Greg hundió la cabeza en la almohada, luego volvió a incorporarse y estampó el teléfono contra la pared. Se oyó un fuerte ruido metálico, trozos de pintura salieron volando y el cristal de un cuadro se hizo añicos al caer al suelo.

La puerta del dormitorio se abrió de golpe.

– ¿Pero qué…?

– Vete -gruñó Greg contra la almohada. Pero notó un tirón en la espalda y se estremeció cuando una mano golpeó en su mejilla. Se sentía como si le hubiera explotado la cabeza. «Esta tarde, a las cinco. Ojalá pudiera», pensó.

– Abre los ojos, cabrón.

Greg obedeció con esfuerzo. Jill lo miraba con ojos furibundos. Una mano lo aferraba por la camiseta y la otra amenazaba con darle un manotazo.

– No me pegues más. -Las palabras sonaron casi como un lloriqueo.

– Eres… -Jill sacudió la cabeza, indignada y perpleja-. He dejado que te quedaras aquí sabiendo que cometía un error y solo porque un día fui lo bastante estúpida para amarte. Pero ya no eres el mismo de antes. Era él, ¿verdad? El tipo de voz horripilante que no para de llamar preguntando por ti. Le debes dinero, ¿no?

– Sí -respondió con un hilo de voz-. Le debo dinero. Y a ti también. Y a mis padres. -Cerró los ojos-. Debo dinero a varios bancos y oficinas de crédito.

– Antes eras alguien importante. -Jill, indignada, lo soltó con un empujón que hizo que a Greg volviera a darle vueltas la cabeza-. Ahora no eres más que un borracho asqueroso. Llevas un año entero sin trabajar.

Él se tapó los ojos con las manos.

– Eso mismo me dice mi agente.

– No te pases de listo conmigo. Habías hecho carrera. Mierda, Greg, tu rostro se encontraba en prácticamente todos los hogares de la ciudad. Pero lo echaste todo a perder por culpa del juego.

– Qué asco de vida, Greg Sanders -repuso él con desprecio.

Jill soltó algo parecido a un sollozo. Greg abrió los ojos y vio que los de ella estaban llenos de lágrimas.

– Te van a partir las piernas, Greg -musitó.

– Eso solo pasa en las películas. En la vida real es mucho peor.

Ella dio un paso atrás.

– Pues esta vez no pienso quedarme a recoger tus pedazos, y no quiero que vuelvan a destrozarme el piso. -Se dio media vuelta y se alejó, pero se detuvo en la puerta-. Te quiero fuera de aquí antes del viernes, ¿está claro? -Luego desapareció.

«Tendría que estar furioso -pensó Greg. Pero no lo estaba. Jill tenía razón-. Lo tenía todo y lo he echado a perder. Tengo que recuperar mi vida. Tengo que pagar mis deudas y empezar de cero.» No le quedaba un céntimo, pero seguía contando con su rostro. Si una vez le sirvió para ganarse la vida, bien podía volver a servirle.

Se levantó de la cama con cuidado y se deslizó en la silla frente a su ordenador. Al día siguiente le pagarían quinientos dólares. Claro que eso no era ni la décima parte del capital que debía. Si además añadía los intereses… Necesitaba más dinero y rápido. Pero ¿cómo lo conseguiría? ¿De quién? Abrió mecánicamente el correo electrónico y frunció el entrecejo al ver el mensaje de E. Munch.

Por lo menos la oferta seguía en pie, solo habían cambiado el horario. «Podría esconderme hasta entonces.» Pero ¿para qué molestarse? Quinientos dólares eran una ridiculez. Lo mejor que podía hacer era marcharse a Canadá sin perder tiempo, teñirse el pelo y cambiar de identidad.

O… Se le ocurrió otra idea. Munch estaba dispuesto a pagarle quinientos dólares en metálico y en su primer e-mail le había dicho que tenía diez papeles para asignar. Incluso con resaca Greg era capaz de efectuar la operación. En la reseña de Munch ponía que el hombre llevaba más de cuarenta años haciendo películas, o sea que era un anciano. Y los ancianos escondían dinero por todas partes. Además, los ancianos eran fáciles de manejar.

«No.» No podía hacer eso. Entonces pensó en la amenaza de… no volver a mear. Sí, sí que podía. Y si Munch no tenía dinero suficiente… Bueno, ya se lo plantearía cuando llegara el momento.

6

Lunes, 15 de enero, 8:15 horas

La teniente Liz Sawyer se sentó ante su escritorio y examinó el plano que mostraba la tabla de cuatro por cuatro tumbas con la frente surcada de arrugas.

– Parece imposible.

– Lo sabemos -dijo Vito-. Pero la arqueóloga asegura que en ese terreno hay nueve cadáveres, y hasta ahora no ha fallado ni una sola vez.

Liz levantó la cabeza.

– ¿Habéis comprobado que esas siete fosas están vacías?

– Vacías pero forradas de madera, tal como dijo Sophie -puntualizó Nick.

– ¿Cuál es la situación llegados a este punto?

– Hay tres cadáveres en el depósito -explicó Vito-. La Dama, el Caballero y el tipo al que le falta media cabeza. El cuarto cadáver está en camino, y Jen se encuentra examinando el quinto.

Nick prosiguió.

– El cuarto cadáver es de un hombre mayor. Las tres primeras víctimas debían de tener unos veinte años, pero parece que ese tipo estaba más bien sobre los sesenta. A simple vista, no presenta anomalías.

– Quieres decir que no tiene las manos atadas, ni le faltan las tripas, ni le han arrancado los brazos -dijo Liz con sarcasmo.

Vito negó con la cabeza.

– El cuarto cadáver parece una víctima normal y corriente.

Liz se recostó en la silla y esta crujió.

– Así, ¿cuáles son los siguientes pasos?

– Vamos a ir al depósito de cadáveres -explicó Nick-. Katherine nos ha prometido darnos prioridad y necesitamos identificar a esa gente. Tal vez cuando conozcamos los nombres podamos empezar a atar cabos.

– Jen ha pedido que analicen la tierra -añadió Vito-. Espera descubrir de dónde procede. El laboratorio la examinará al detalle para ver si encuentran algo que nos dé una pista sobre el asesino, pero no da la impresión de que el tipo se haya olvidado de nada.

Liz volvió a mirar el mapa.

– ¿Por qué están vacías esas fosas? Es evidente que no ha completado su plan, sea el que sea, pero ¿por qué deja vacías esas dos? -Señaló las dos fosas de un extremo de la segunda fila-. Ha llenado todas las tumbas de la primera fila; después, las dos primeras de la segunda. Y luego va y salta a la tercera fila.

– Debemos suponer que tiene un motivo -dijo Vito-. Lo ha planeado todo hasta el más mínimo detalle, no creo que se salte dos tumbas porque sí. Pero antes de empezar a hacer conjeturas tenemos que desenterrar todos los cadáveres.

Liz señaló la puerta de su despacho.

– Mantenedme informada. Me las arreglaré para tener disponible a otro equipo que pueda trabajar con las pistas que encontréis. Ni que decir tiene que el alcalde no ve la hora de que todo esto se aclare. No me hagáis quedar como una estúpida, chicos.

Vito tomó el plano.

– Te haré una copia. Intenta evitar que el alcalde hable con la prensa antes de tiempo, ¿de acuerdo?

– De momento podemos considerarnos afortunados -opinó Liz-. Los periodistas no han descubierto nuestro jardín secreto, pero es solo cuestión de tiempo. Hay demasiados cadáveres en el depósito y demasiados forenses haciendo horas extras. Algún reportero acabará siguiéndonos el rastro. Insistid en que no tenéis comentarios y dejadme a mí el resto.

Vito rió con tristeza.

– Aceptamos encantados la orden.

Lunes, 15 de enero, 8:15 horas

El museo Albright ocupaba el espacio de una antigua fábrica de chocolate. Para Sophie, ese había sido un factor decisivo al considerar la oferta de Ted Tercero seis meses atrás. Era cosa del destino, pensó. El museo poseía una de las colecciones particulares más importantes de objetos medievales europeos de toda Norteamérica y además se encontraba en una fábrica de chocolate. ¿Cómo era posible que se equivocara si aceptaba el puesto?

La pregunta acabó convirtiéndose en una de las tantas que no tienen respuesta, pensó con amargura al llegar a la puerta principal del museo. Como el secreto de la vida, o como cuántas veces había que lamer un chupa-chups hasta llegar al palo. Nunca se sabría.

Porque era evidente que se había equivocado. Aceptar la oferta de trabajo de Ted Tercero había sido una de las mayores estupideces que cometiera en su vida. «Y mira que he llegado a hacer cosas estúpidas», pensó con más amargura aún. La imagen del atractivo rostro de Vito Ciccotelli asaltó su mente, pero enseguida la apartó. Al menos se había percatado de su treta antes de cometer una estupidez supina como acostarse con él.

– ¿Hola? -llamó.

– Estoy en el despacho. -Darla, la esposa de Ted, estaba sentada tras el gran escritorio atestado de cosas con un lapicero clavado en su pelo cano. Se encargaba de la contabilidad, lo cual significaba que la tarea más importante del museo (de ella dependía su sueldo) estaba en buenas manos-. ¿Qué tal el fin de semana, cariño?

Sophie sacudió la cabeza.

– Más vale que no te lo cuente.

Darla alzó la cabeza y la miró con preocupación.

– ¿Ha sufrido una crisis tu abuela?

Esa era una de las razones por las que a Sophie le agradaba Darla. Era una buena persona que se preocupaba por los demás. Y parecía alguien normal y corriente, lo cual la convertía en un bicho raro entre los Albright. A excepción de Darla, todos estaban… como una auténtica regadera.

Estaban el propio Ted, con su peculiarísima manera de dirigir un museo de historia, y su hijo, quien para Sophie siempre había sido Theo Cuarto. Theo tenía diecinueve años y era un chico ceñudo y airado que faltaba al trabajo más días de los que asistía. La cosa no habría supuesto mayor problema si no fuera porque el nuevo trabajo de Theo consistía en guiar las visitas vestido de caballero, y cuando él faltaba, la responsabilidad recaía en Sophie, la única persona lo bastante alta para ponerse su traje. Darla medía apenas un metro cincuenta y ocho y la hija de los Albright, Patty Ann, era aún más menuda.

Patty salió del vestuario femenino ataviada con un clásico traje chaqueta azul y Sophie la miró con recelo.

– Patty Ann va hoy muy elegante. ¿Cómo es eso?

Darla sonrió sin mirarla.

– Me alegro de que no sea miércoles.

Los miércoles Patty Ann iba de gótica. Los demás días de la semana uno nunca sabía con qué pinta iba a aparecer en el trabajo. La chica luchaba por abrirse camino como actriz y a su edad aún no tenía la personalidad completamente formada, por lo que se dedicaba a imitar a los demás. Pero no solía dársele muy bien.

Sophie dudaba que asignarle el puesto en recepción fuera una decisión acertada y se preguntaba cuántos visitantes, al verla, decidirían cambiar de idea y marcharse al Instituto Franklin o a otro verdadero museo, sobre todo los miércoles. Pero Sophie decidió mantener la boca cerrada porque, si bien detestaba guiar las visitas, aún detestaba más tener que saludar con buena cara a la afluencia de visitantes. «Cuánto echo de menos mi montón de piedras.»

Muy a su pesar, Darla levantó la cabeza y miró a Sophie.

– Theo está resfriado.

Sophie alzó los ojos en señal de exasperación.

– Y hay prevista una visita guiada del caballero. Fantástico. Joder, Darla… Lo siento. Hoy tenía pensado adelantar trabajo.

Darla pareció angustiarse.

– Ganamos mucho dinero con las visitas, Sophie.

– Ya lo sé. -Y se preguntaba hasta qué punto se estaba prostituyendo por ese dinero al participar en una actividad que degradaba la historia. No obstante, mientras Anna viviera necesitaba el dinero-. ¿A qué hora me toca actuar?

– La visita guiada del caballero es a las doce y media. La de la reina vikinga a las tres.

«Qué bien, qué alegría.»

– Allí estaré con toda la parafernalia.

Lunes, 15 de enero, 8:45 horas

– Estáis de suerte, chicos -dijo Katherine mientras sacaba el cadáver del Caballero del frío depósito-. El tipo llevaba un tatuaje, es posible que eso haga más fácil su identificación. -Retiró la sábana y dejó al descubierto uno de los hombros-. ¿Sabéis qué es?

Vito se agachó y aguzó la vista para examinar el tatuaje.

– Es un hombre.

– No es un hombre cualquiera. Si te fijas tanto como ayer te fijabas en Sophie lo entenderás.

A Vito se le encendieron las mejillas. No se había dado cuenta de que se notara tanto que miraba a Sophie Johannsen. Muerto de vergüenza, se volvió hacia el hombro de la víctima, pero al hacerlo captó la mirada burlona de Nick. La cosa no le habría sentado tan mal si Sophie no le hubiera dado calabazas de aquella manera. Aún se sentía dolido.

– Es una figura de color amarillo -dijo sin más.

Nick se asomó por encima del hombro de Vito.

– Es un Oscar. Ya sabes, la estatuilla de los premios cinematográficos.

Vito entrecerró los ojos.

– No es que el tatuaje esté muy bien hecho, pero puede ser. -Se incorporó y miró a Nick-. Puede que el Caballero fuera actor.

Nick se encogió de hombros.

– Servirá para empezar. Reducirá mucho la lista de personas desaparecidas.

Vito tomó la libreta de su bolsillo.

– ¿La causa de la muerte fue el agujero del vientre?

– Parece lo lógico. Hoy empezaré las autopsias. De momento solo he realizado exámenes externos en las tres víctimas de ayer. -Se volvió a mirar al Caballero y suspiró-. Pero este sufrió, de eso estoy segura.

– Debe de doler un poco que te arranquen las tripas -dijo Nick con sarcasmo.

– Solo espero que ya estuviera muerto cuando se lo hicieron, al menos cuando terminaron, aunque sinceramente no lo creo. Estoy bastante segura de que estaba vivo cuando le dislocaron todos los huesos principales.

Vito y Nick se estremecieron.

– Santo Dios -masculló Vito-. ¿Cómo pudieron…? Es un tipo imponente.

– Mide un metro noventa y uno y pesa ciento dos kilos -confirmó Katherine-. Y se resistió mucho. Tiene escoriaciones profundas en las muñecas y en los tobillos, lo habían atado con cuerdas. Ah, y ya he enviado una muestra de la cuerda al laboratorio, pero el resultado tardará, chicos. Aparte de tener los huesos dislocados y la cavidad abdominal vacía, parece estar en perfecto estado. -Levantó la mano-. Ah, y ya he pedido un informe toxicológico de la orina. No veo de qué forma habrían podido con él sin drogarlo. No he observado ningún traumatismo cefálico.

Nick exhaló un suspiro.

– ¿Sabes algo de la mujer?

– Murió desnucada. -Abrió otro cajón, el de la víctima femenina. La sábana formaba un pico sobre sus manos unidas-. Tenéis que verle la espalda. -Katherine levantó la sábana y empujó con cuidado a la mujer por la cadera de modo que la parte posterior del muslo resultara visible-. Tiene una serie de heridas muy profundas que forman un dibujo regular. -Los miró con expresión adusta-. Me parece que son de clavos.

A Vito empezaban a llenársele los ojos de lágrimas. Pestañeó y se fijó en el dibujo que formaban las heridas de la mujer. Todas eran redondas y pequeñas.

– ¿Solo las tiene en las piernas?

– No. -Katherine cerró el cajón-. En los muslos son más profundas, pero se observa el mismo patrón en la espalda, las pantorrillas y la parte posterior de los brazos. Por la profundidad de las de los muslos, diría que el peso de su cuerpo cayó sobre los clavos al sentarse.

El semblante de Nick se tensó de forma extraña.

– ¿Se sentó en una silla de clavos?

– O en algo parecido. Tiene los glúteos abrasados. No le queda nada de piel. -Katherine torció la mandíbula, tenía la mirada llena de rabia-. Y estuvo viva todo el tiempo.

A Vito se le revolvió el estómago al tomar conciencia de la extrema crueldad del asesino.

– Nos las vemos con un sádico particular. Quiero decir, ¿cómo puede alguien imaginar siquiera una silla de clavos?

Nick se sentó ante el ordenador de Katherine.

– Ven, Chick, mira esto.

Vito se fijó en la pantalla. Era una silla igual a la que había imaginado, tapizada de clavos. Tenía unas correas en los brazos y las patas delanteras.

– ¿Qué narices es eso?

– Esta noche no podía dormir, no podía dejar de pensar en la forma en que le había colocado las manos. Al final me he levantado y he buscado efigies medievales en Google. Por cierto, Sophie tenía razón. Las posturas de las víctimas son idénticas a las de las efigies de los sepulcros que he encontrado en internet.

Vito no quería pensar en Sophie en esos momentos. Ya lo había hecho bastante durante toda la noche sin parar de dar vueltas en la cama.

– Está bien. -Frunció el entrecejo para fijarse en la pantalla-. Pero ¿qué hay de la silla? No me digas que se encuentra en eBay.

Nick se volvió hacia la pantalla, turbado.

– Es posible, pero esta página es de un museo de Europa especializado en torturas medievales.

– ¿Un museo de la tortura? -Entonces era real, esa silla pertenecía a un museo. De hecho en Filadelfia mismo había uno-. No puedo imaginarme cuánto sufrió, cuánto sufrieron ambos. Y aún no hemos empezado con los demás. -Se presionó la base del cráneo con los dedos. Empezaba a tener dolor de cabeza-. ¿Cómo has dado con esa página?

– Pensé en lo que Sophie dijo acerca de que en la Edad Media destripaban a la gente como medio de tortura. He buscado en Google «torturas medievales» y este es uno de los primeros resultados. Esa silla tiene más de mil trescientos clavos.

– Lo que explica el dibujo de las heridas de la víctima -añadió Katherine con severidad.

Vito se pasó la mano por el pelo.

– Así que tenemos a víctimas posando igual que las estatuas de las tumbas medievales, una silla de clavos, un hombre destripado y… ¿qué más? ¿Un… potro? Esto no es normal, tíos.

– El asesino sigue una pauta -musitó Nick-. Aunque el cadáver que está de camino es una excepción, no presenta nada así de peculiar.

Katherine se apartó del ordenador.

– Yo creía que ya lo había visto todo en este trabajo, pero no paro de darme cuenta de que estaba equivocada. -Irguió la espalda-. He encontrado dos cosas más. -Le tendió a Vito un tarro de cristal que contenía pequeños trocitos de color blanco-. He rascado el alambre de las manos de la víctima masculina. He encontrado un componente que parece igual al del alambre de la víctima femenina.

Vito sostuvo el tarro a contraluz. Luego se lo pasó a Nick.

– ¿Alguna sugerencia?

Katherine frunció el entrecejo.

– He enviado una muestra al laboratorio. De todos modos, parece silicona o algo similar. Cuando tenga el resultado, os lo haré saber.

– ¿Qué es lo segundo que tenías que contarnos? -preguntó Nick.

– A las dos víctimas las han limpiado a conciencia. Deberían haber estado cubiertas de sangre, pero no se observa ni una gota. Eso me dice que en un principio las dos víctimas debían de presentar mucha más cantidad de esa sustancia del tarro.

– Bueno, trataremos de que el departamento de desaparecidos identifique el tatuaje del Caballero -dijo Vito-. Gracias, Katherine.

– Entonces vamos a llamar a Sophie -dijo Nick cuando hubieron salido al vestíbulo-. Quiero seguir investigando sobre los aparatos de tortura. Si es eso lo que ha utilizado tiene que guardarlo en algún sitio, y tal vez ella pueda darnos una idea de por dónde empezar a buscar. Tendríamos que haberle pedido a Katherine su número de teléfono.

Era una buena idea, Vito tenía que admitirlo. Sophie estaba en lo cierto con respecto a lo de la postura de las manos. Era obvio que conocía bien su trabajo. Además, tal vez así tuviera la oportunidad de descubrir qué había hecho para merecer el fogonazo de ira que observó en sus ojos justo antes de que se alejara en la moto. Pero por encima de todo lo que quería era volver a verla.

– Trabaja en el museo Albright. Podemos ir allí después de hablar con el departamento de desaparecidos.

Dutton, Georgia,

lunes, 15 de enero, 10:10 horas

– Gracias por venir hasta aquí -dijo Daniel-. Sobre todo teniendo en cuenta que hoy libras.

Luke tenía los ojos pegados a la pantalla del ordenador del padre de Daniel.

– Cualquier cosa por un amigo.

– Y si además vive cerca de un lago con lubinas de primera, mejor que mejor -soltó Daniel con ironía, pero Luke se limitó a sonreír-. ¿Has encontrado algo?

Luke se encogió de hombros.

– Depende. Antes de mediados de noviembre, no hay ningún e-mail.

– ¿Qué quiere decir que no hay ningún e-mail? ¿Que no han existido nunca o que los han borrado?

– Que los han borrado. En cambio, a partir de noviembre sí que hay mensajes. Casi todos son acuses de recibo de pagos electrónicos de facturas. Aparte de eso y la basura habitual, la mayoría de los e-mails de tu padre son respuestas a un tal Carl Sargent.

– Sargent dirige el comité de la fábrica de papel que da trabajo a media población. Mi padre se reunió con él antes de marcharse. Ayer supe que pensaba presentar su candidatura al Congreso.

Luke leyó los e-mails restantes.

– Sargent no para de pedirle que haga pública su candidatura, y tu padre no para de darle largas. En este le dice que está muy ocupado. En este otro, que organizará una conferencia de prensa cuando termine unos asuntos urgentes.

– Con mi madre -masculló Daniel-. Tiene cáncer.

Luke hizo una mueca de espanto.

– Lo siento, Daniel.

De nuevo lo atenazaba la necesidad de verla aunque solo fuera una vez más.

– Gracias. ¿Has encontrado algún itinerario? ¿Algo que me dé una pista de dónde pueden estar?

– No. -Luke se puso a teclear y en la pantalla apareció una página de banca en línea-. Cuando encuentres a tu padre dile que no guarde las claves de acceso en un archivo de Word del disco duro. Es como servirles en bandeja las llaves de casa a los ladrones.

– Como si yo pudiera decirle algo -masculló Daniel. Luke torció la boca con gesto comprensivo.

– Mi viejo es igual. No parece que tu padre haya retirado mucho dinero en efectivo, por lo menos durante los últimos noventa días. Estos son todos los registros que constan en la página de banca en línea.

– Lo que no entiendo es por qué accede de forma remota a su ordenador para gestionar los e-mails y las cuentas. Si donde quiera que esté tiene un ordenador, ¿por qué no opera directamente desde allí?

– A lo mejor quería acceder a algún documento de su disco duro. -Luke siguió tecleando-. Qué interesante.

– ¿Qué pasa?

– Han borrado su historial de internet.

– ¿Lo han borrado del todo?

– No, pero lo que han hecho es bastante complejo. -Tecleó durante un minuto más-. Es sorprendente cómo se han esmerado. La mayoría de los informáticos no sabrían buscarlo más allá de ese punto. -Levantó la cabeza, su mirada era seria-. Danny, alguien ha entrado en el sistema de tu padre.

Una nueva oleada de inquietud recorrió su cuerpo.

– Puede, o puede que no. Hace mucho tiempo que mi padre es un loco de la informática. Y también es extremadamente paranoico con la seguridad. Me imagino su enorme preocupación por no dejar rastro.

Luke frunció el entrecejo.

– Si tanto le preocupara la seguridad, no habría guardado las claves de acceso en el disco duro. Además, yo creía que tu padre era juez.

– Y lo era. La electrónica es su hobby; le gustan los emisores y receptores de radio, los aparatos de control remoto, pero sobre todo los ordenadores. Los desmonta y construye sus propios modelos. Si alguien sabe cómo mantener a salvo su sistema, ese es mi padre.

Luke se volvió hacia la pantalla.

– Es curioso que unas cosas se hereden y otras no. A ti no se te da nada bien la informática.

– La verdad es que no -musitó Daniel. Las habilidades en ese aspecto habían pasado a otra rama del árbol genealógico. Pero a Daniel le resultaba desagradable recordarlo y cerró de golpe el acceso a ese reducto de su memoria-. Así, ¿eres capaz de recuperar lo que han borrado?

Luke pareció ofenderse.

– Por supuesto. Qué interesante, con tantos folletos de viajes esperaba encontrar unas cuantas páginas turísticas, pero no hay nada de eso.

– ¿Qué páginas ha visitado?

– La previsión meteorológica de Filadelfia dos semanas antes de Acción de Gracias. Y… una lista de oncólogos en la zona de Filadelfia. ¿Era uno de los destinos de los folletos?

Daniel se inclinó para acercarse más a la pantalla.

– No.

– Pues, si fuera tú, yo empezaría por ahí. Da la impresión de que quieran estar preparados por si tu madre necesita un médico. -Curvó los labios con gesto compasivo-. El lago y las lubinas me esperan. ¿Quieres venir?

– Te lo agradezco pero no. Creo que seguiré dando un vistazo por aquí. Investigaré lo de Filadelfia. Gracias por tu ayuda, Luke.

– Si me necesitas, ya sabes. Buena suerte, tío.

Filadelfia,

lunes, 15 de enero, 10:15 horas

– Santo Dios. -Marilyn Keyes se dejó caer en el borde de un sofá con un deslucido tapizado de cachemir; su rostro había perdido todo el color-. Oh, Warren. -Se presionó el estómago con un brazo mientras se llevaba a la boca la otra mano, trémula, y se balanceaba.

– Entonces, ¿este es su hijo, señora? -preguntó Vito con amabilidad. Habían recibido noticias inmediatas del departamento de desaparecidos. El Caballero era Warren Keyes, de veintiún años. Sus padres y su novia, Sherry, habían denunciado su desaparición ocho días antes.

– Sí -confirmó la mujer casi sin aliento-. Es Warren. Es mi hijo.

Nick se sentó a su lado.

– ¿Podemos llamar a alguien por usted, señora Keyes?

– A mi marido. -Se presionó la sien con los dedos-. Hay una agenda… en mi monedero. -Señaló la mesa del comedor y Nick fue a hacer la llamada.

Vito ocupó el lugar de Nick en el sofá.

– Señora Keyes, lo siento pero tenemos que hacerle unas preguntas. ¿Quiere un vaso de agua o algo?

Ella exhaló un hondo suspiro.

– No, se lo agradezco. Antes de que me lo pregunte, Warren tuvo un problema con las drogas tiempo atrás pero hace casi dos años que lo dejó y se centró.

Vito sacó su cuaderno de notas del bolsillo. No era la pregunta que tenía prevista, sin embargo hacía tiempo que había aprendido cuándo convenía seguir la corriente.

– ¿Qué tipo de drogas, señora Keyes?

– Sobre todo cocaína y alcohol. En el instituto se juntó con gente poco recomendable y empezó a consumir. Pero lo dejó y desde que conoció a Sherry era otro.

– Señora Keyes, ¿cómo se ganaba la vida Warren?

– Es actor. -Tragó saliva-. Era actor.

– Muchos actores tienen trabajos de supervivencia. ¿Warren también?

– Servía mesas en un bar de Center City. A veces hacía de modelo. Puedo traerles su book si les sirve de ayuda.

– Podría servirnos. -Vito la tomó suavemente del brazo cuando se dispuso a levantarse-. Tengo unas cuantas preguntas más. ¿Dónde vivía Warren?

– Aquí. Sherry y él… -Vito permaneció sentado en silencio mientras ella se cubría el rostro con las manos y se echaba a llorar-. ¿Quién ha sido capaz de hacer una cosa así? -preguntó deshecha; las manos amortiguaron el sonido de su voz-. ¿Quién ha sido capaz de matar a mi hijo?

– Eso es lo que tratamos de averiguar, señora -dijo Vito con la misma amabilidad. Nick salió de la cocina con una caja de pañuelos de papel en una mano y una foto enmarcada en la otra.

– El señor Keyes está de camino -susurró.

Vito colocó un pañuelo en la mano de la mujer.

– ¿Señora Keyes? ¿Sherry y él qué?

Ella se enjugó los ojos.

– Estaban ahorrando para casarse. Es una buena chica.

– ¿Tiene idea de si Warren estaba preocupado o tenía miedo de alguien? -preguntó Nick.

– Le preocupaba el dinero. Hacía mucho tiempo que no conseguía trabajo como actor. -Sus labios esbozaron una sonrisa apesadumbrada-. Su agente le dijo que si se trasladaba a Nueva York, le conseguiría muchos trabajos. Pero la familia de Sherry vive aquí. Ella no quería marcharse, y él no quería dejarla.

Nick dio la vuelta a la foto para colocarla de cara a la señora Keyes.

– ¿Este es Warren con Sherry?

De nuevo las lágrimas anegaron los ojos de la mujer.

– Sí -musitó-. En la ceremonia de pedida.

Vito se guardó el cuaderno en el bolsillo.

– Tenemos que registrar su habitación -dijo Vito-. Y tendrá que venir una unidad a tomar las huellas dactilares.

Ella asintió sin ánimo.

– Claro, hagan lo que tengan que hacer.

Vito se puso en pie, consciente de que no había palabras que pudieran confortarla. Antes de lo de Andrea, le habría preguntado si estaba bien. Pero aquella madre afligida no estaba bien. Estaba profundamente apenada y lo estaría durante bastante tiempo. Cuando llegó al final del vestíbulo, se volvió a mirarla. La mujer se encontraba encorvada, con la foto de su hijo apretada contra su pecho, y se mecía mientras lloraba.

– Chick -lo llamó Nick bajito-. Vamos.

Vito exhaló un suspiro.

– Ya lo sé. -Abrió la puerta del dormitorio de Warren-. A trabajar.

Empezaron por echar un vistazo a las cosas de Warren.

– Material deportivo -dijo Nick desde el armario-. Hockey, béisbol. -Se oyó un ruido metálico-. Levantaba pesas importantes.

Vito encontró el book de Warren.

– El tipo era atractivo. -Hojeó las páginas llenas de fotografías y recortes de revistas-. Parece que sobre todo se dedicaba a posar para anuncios de revistas. Esta foto me suena. Es de un gimnasio de la ciudad. Keyes era un tipo alto y fuerte. No creo que fuera fácil reducirlo.

– Mira, Chick. -Nick había encendido el ordenador de Warren-. Ven a ver esto.

Vito se colocó tras él y se quedó mirando la pantalla en blanco.

– ¿Qué? No veo nada.

– Exactamente. No hay nada. Cuando abro la carpeta «Mis documentos», está vacía. El correo también está vacío. Y la papelera de reciclaje. -Nick se volvió a mirar a Vito con expresión perpleja-. Han borrado todo lo del ordenador.

Lunes, 15 de enero, 12:25 horas

– ¿Estás seguro de que Sophie trabaja aquí? -preguntó Nick con el entrecejo fruncido. Se encontraba de pie frente al mostrador de recepción del museo y miraba alrededor con impaciencia-. Aquí no parece que trabaje nadie.

Vito asintió, con la atención puesta en las fotografías del fundador del museo colgadas en la pared del vestíbulo.

– Sí, trabaja aquí. Tiene la moto al final del aparcamiento.

– ¿Esa es la moto de Sophie?

Vito se sintió algo molesto ante el repentino interés que denotaba el semblante de Nick.

– Sí. ¿Qué pasa?

– Nada, solo que es un pedazo de moto, Chick. -A Nick se le escapaba la risa-. Tranquilo, tío.

Vito alzó los ojos en señal de exasperación; por suerte, sonó su móvil y eso le evitó tener que contestar.

Nick se puso serio.

– ¿Es Sherry?

No habían conseguido ponerse en contacto con la novia de Warren Keyes tras marcharse del piso de sus padres. La chica no se encontraba en su casa, ni tampoco estaba previsto que ese día acudiera a la fábrica donde trabajaba hasta las siete.

Vito miró la pantalla del móvil y el pulso se le aceleró un poco.

– No, es mi padre. -Abrió el móvil mientras rezaba porque fueran buenas noticias-. Papá. ¿Cómo está Molly?

– Estable. Ha recuperado un poco la fuerza en las piernas y los temblores no son tan frecuentes. El doctor está tratando de descubrir qué le provocó el ataque.

Vito frunció el entrecejo.

– Creía que le había diagnosticado un principio de derrame.

– Ha cambiado de idea. Le han encontrado gran cantidad de mercurio en la sangre.

– ¿Mercurio? -Vito estaba seguro de haberlo oído mal-. ¿Cómo es posible que haya estado expuesta al mercurio?

– No lo saben. Creen que se ha contaminado en casa.

El corazón de Vito dejó de latir por un instante.

– ¿Y qué hay de los niños?

– No presentan ningún síntoma. De todos modos quieren examinarlos, así que tu madre y Tino los han llevado al hospital. Estaban bastante asustados, sobre todo Pierce.

A Vito se le encogió el corazón.

– Pobrecillo. ¿Cuándo sabremos si están bien?

– Mañana por la mañana. Pero el doctor no quiere que ninguno de los niños vuelva a casa hasta asegurarse de dónde se ha contaminado Molly. Dino me ha pedido que te pregunte si…

– Por el amor de Dios, papá -lo interrumpió Vito-. Ya sabes que los niños pueden quedarse en mi casa el tiempo que haga falta.

– Eso le he dicho, pero Molly tenía miedo de que te molestaran.

– Dile que están bien. Anoche hicieron un pastel y organizaron una guerra de bolas de papel en la sala de estar.

– Tess está de camino para ayudaros a Tino y a ti a cuidarlos -le comunicó su padre, y a Vito le entraron ganas de dar saltos de alegría a pesar de su preocupación. Hacía meses que no veía a su hermana-. Así tu madre y yo podremos hacer compañía a Dino. El vuelo de Tess llega a las siete. Ha alquilado un coche para poder moverse con libertad mientras esté aquí, o sea que no hace falta que vayas a buscarla al aeropuerto.

– ¿Hay alguna otra cosa que yo pueda hacer?

– No. -Michael Ciccotelli dio un hondo suspiro-. Nada excepto rezar, hijo.

Hacía mucho tiempo que no rezaba, pero a su padre le habría dolido saberlo, así que Vito mintió.

– Claro que lo haré.

Se guardó el teléfono en el bolsillo.

– ¿Se pondrá bien Molly? -preguntó Nick con tiento.

– No lo sé. Mi padre me ha pedido que rece. Según mi experiencia, eso no es buena señal.

– Bueno, si tienes que irte… hazlo, ¿de acuerdo?

– Lo haré. Mira. -Vito, que agradecía haber dejado de pensar un rato en el trabajo, señaló la pared del fondo, donde en ese momento se abría una puerta alta. Una mujer entró y avanzó hacia ellos. Era menuda, de treinta y tantos años, y vestía un práctico traje chaqueta azul con una falda por la rodilla. Llevaba el pelo moreno recogido en un pulcro moño que le confería un aspecto profesional y… aburrido, observó Vito. Estaría mejor con unos grandes aros en las orejas y un pañuelo rojo. La chica se situó detrás del mostrador y los examinó sin disimulo.

– ¿Puedo ayudarles, caballeros? -preguntó con tono escueto y acento británico.

Vito le mostró la placa.

– Soy el detective Ciccotelli y este es mi compañero, el detective Lawrence. Hemos venido a ver a la doctora Johannsen.

Los ojos de la mujer adoptaron un brillo especulativo.

– ¿Ha hecho algo malo?

Nick negó con la cabeza.

– No. ¿Podemos verla?

– ¿Ahora?

Vito se mordió la lengua.

– Estaría bien… -miró el nombre de la chica en su placa- señorita Albright. -Al observarla de cerca Vito se dio cuenta de que era mucho más joven de lo que él pensaba, probablemente tenía poco más de veinte años. Por lo visto su mecanismo de cálculo de edades necesitaba una puesta a punto.

La chica frunció los labios.

– Justo ahora está guiando una visita. Pasen por aquí.

Los condujo a través de la alta puerta hasta una amplia sala en la que se encontraba reunido un grupo formado por cinco o seis familias. Las paredes eran de madera oscura y en una había un tapiz deslucido. De otra pared colgaban grandes estandartes. No obstante, la pared opuesta era la más imponente, cubierta por espadas en forma entrecruzada. Debajo de las espadas había tres armaduras que completaban el efecto global.

– Qué pasada -masculló Vito-. A mis sobrinos les encantaría.

A buen seguro les quitaría a Molly de la cabeza. Decidió que los llevaría a visitar el lugar tan pronto como pudiera.

– Mira. -Nick señaló con gesto furtivo la cuarta armadura situada hacia la derecha del vestíbulo. Un niño malcarado de la edad de Dante se encontraba a un paso de la pieza y protestaba con gran alboroto por la espera. Daba patadas en el suelo y soltaba comentarios desdeñosos.

– Qué aburrimiento. Qué porquería de armadura. En la chatarrería las he visto mejores.

Se lió a patadas con la pieza y de repente esta se dobló ligeramente por la cintura con un fuerte ruido metálico. El niño, claramente asustado, abrió los ojos como platos y retrocedió, muy pálido. La multitud se calló y Nick se rió bajito.

– Hace un segundo la he visto moverse. Le está bien empleado al mocoso.

Vito estaba a punto de mostrar su conformidad cuando se oyó un vozarrón procedente del interior de la armadura. Tardó unos instantes en darse cuenta de que el caballero hablaba en francés; claro que no hacía falta conocer el idioma para comprender sus palabras. Estaba noblemente cabreado.

El niño sacudió la cabeza muerto de miedo y retrocedió dos pasos. El caballero desenvainó la espada con gesto teatral y marcó con ella los pasos del muchacho. Luego volvió a pronunciar las mismas palabras en voz más alta y Vito se percató de que quien hablaba no era un hombre sino una mujer. Sus labios esbozaron una sonrisa.

– Es Sophie quien está ahí dentro. Me contó que le hacían disfrazarse.

Nick sonrió.

– Tengo muy olvidado el francés que aprendí en el instituto, pero diría que le ha preguntado: «¿Cómo te llamas, pequeño demonio?»

El chico abrió la boca pero de ella no brotó sonido alguno.

Por una puerta lateral entró un hombre con la complexión de un defensa de fútbol americano y vestido con traje azul marino y corbata. Sacudió la cabeza.

– Vale, vale. ¿Qué ocurre aquí?

El personaje de la armadura señaló con efectismo al niño e hizo un comentario mordaz.

El hombre miró al niño.

– Dice que eres maleducado e irrespetuoso.

El chico se puso rojo de vergüenza y los otros niños se echaron a reír.

El hombre sacudió la cabeza.

– Juana, Juana… ¿Cuántas veces tengo que decirle que no asuste a los niños? Lo siente mucho -le dijo al niño.

Pero la dama con armadura negó enérgicamente con la cabeza.

– Non.

Las carcajadas infantiles aumentaron de volumen y todos los adultos sonrieron. El hombre exhaló un teatral suspiro.

– Sí, sí que lo siente. Ahora siga con la visita, s'il vous plaît.

La dama con armadura le tendió la espada al hombre y se quitó el yelmo. Debajo apareció Sophie, con la larga cabellera rubia trenzada formando una corona sobre su cabeza. Se colocó el yelmo bajo un brazo y con el otro señaló las paredes.

– Bienvenue au musée d'Albright de l'histoire. Je m'appelle Jeanne d'Arc.

– ¡Juana! -la interrumpió el hombre-. ¡Esta gente no sabe francés!

Sophie se quedó perpleja y miró a los niños, que la observaban fascinados. Incluso el maleducado prestaba atención.

– Non? -preguntó con incredulidad.

– No -respondió el hombre, y Sophie formuló otra pregunta ininteligible.

– Quiere saber qué idioma habláis -les dijo el hombre-. ¿Quién quiere responderle?

Una niña de unos cinco años con rizos rubios levantó la mano y Vito vio que la mandíbula de Sophie se tensaba, aunque el movimiento fue tan sutil que a él mismo le habría pasado desapercibido de no haber estado observándola. Sin embargo, su gesto se relajó en cuanto habló la niña.

– Inglés. Hablamos inglés.

Sophie se horrorizó de manera cómica. Era parte de su actuación, pero Vito estaba seguro de que la expresión anterior no formaba parte de aquello y sintió que la chica despertaba de nuevo su curiosidad. Y también le despertaba otras cosas. Nunca había imaginado que una mujer con una espada pudiera resultar tan excitante.

– Anglais? -preguntó Sophie, y aferró la espada con fingida rabia. La pequeña abrió los ojos aún más y el hombre volvió a suspirar.

– Juana, ya hemos hablado de esto otras veces. No asuste a los invitados. Cuando vienen niños americanos, tiene que hablarles en inglés. Y nada de insultos, por favor. Haga el favor de comportarse.

Sophie suspiró.

– Hay que ver qué cosas tengo que hacer -dijo, acentuando mucho las palabras-. Pero… el trabajo es el trabajo. Incluso yo, Juana de Arco, tengo gastos que afrontar. -Miró a los padres-. Saben lo que son los gastos, ¿verdad? El alquiler y la comida. -Se encogió de hombros-. Y la televisión por cable. Cosas imprescindibles, non?

Los padres asintieron sonrientes, y de nuevo Vito se sintió intrigado.

Sophie miró a los niños.

– Es que, bueno, ya sabéis, estamos en guerra con los ingleses. Sabéis lo que es la guerra, ¿verdad, petits enfants?

Los niños asintieron.

– ¿Por qué están en guerra, señora de Arco? -preguntó uno de los padres.

Sophie dirigió una encantadora sonrisa al padre en cuestión.

– S'il vous plaît, llámeme Juana -dijo-. Bueno, la cosa es que…

Fue en ese momento cuando vio a Vito y Nick de pie en un extremo de la sala. La sonrisa permaneció fija en sus labios pero desapareció de sus ojos y Vito notó la frialdad incluso desde la distancia. Sophie se volvió hacia el hombre trajeado.

– Señor Albright, tenemos una visita. ¿Podría atenderla?

– ¿Qué narices le has hecho, Chick? -masculló Nick.

– No tengo ni idea. -Vito siguió con la mirada a Sophie, quien reunió a los niños y los guió hasta la pared de los estandartes, donde empezaba la visita guiada-. Pero lo averiguaré.

El hombre trajeado se les acercó, sonriente.

– Soy Ted Albright. ¿En qué puedo ayudarles?

– Soy el detective Lawrence y este es el detective Ciccotelli. Nos gustaría hablar con la doctora Johannsen en cuanto sea posible. ¿Cuándo está previsto que termine la visita?

Albright pareció preocuparse.

– ¿Hay algún problema?

– No -le aseguró Nick-. No es nada de eso. Estamos trabajando en un caso y tenemos unas cuantas preguntas que hacerle. Preguntas sobre historia -añadió.

– Ah. -Albright se animó-. Puedo responderlas yo.

Vito recordó que Sophie había dicho que Albright era un historiador de pacotilla.

– Se lo agradecemos -dijo-, pero preferimos hablar con la doctora Johannsen. Si la visita dura más de quince minutos, nos iremos a comer y volveremos más tarde.

Albright miró hacia donde Sophie se encontraba mostrándoles a los niños las espadas expuestas en la pared.

– La visita dura una hora. Después estará libre.

Nick se guardó la placa en el bolsillo.

– Pues aquí estaremos. Gracias.

7

Dutton, Georgia,

lunes, 15 de enero, 13:15 horas

Daniel se encontraba sentado en la cama de sus padres. Llevaba una hora mirando al suelo, convenciéndose de que debía levantar la tabla que ocultaba la caja fuerte de su padre. El día anterior no lo había hecho. No quería que Frank descubriera la caja, y mucho menos su contenido.

No sabía muy bien qué encontraría dentro; y, de hecho, no quería saberlo. Pero ya había postergado el asunto durante demasiado tiempo. Su padre creía que ningún miembro de la familia conocía la existencia de aquella caja fuerte. Su esposa, seguro que no; y sus hijos, menos.

No obstante, Daniel sí lo sabía. En una familia como la suya, le había tocado pagar por ser el único que sabía dónde se escondían los secretos. Y dónde se guardaban las pistolas. Su padre tenía muchas vitrinas con pistolas y muchas cajas fuertes, pero esa era la única caja fuerte que contenía pistolas. Era el lugar donde guardaba las armas a las que Daniel sospechaba que había borrado el número de serie. Lo único que tenía claro era que no estaban registradas.

Las pistolas sin registrar de Arthur no tenían nada que ver con el motivo por el cual se habían mudado a Filadelfia o con adónde hubieran ido una vez allí. Sin embargo, Daniel no había encontrado pista alguna en ningún otro lugar donde había buscado, así que allí estaba, sentado en la cama.

«Hazlo y punto.»

Retiró la tabla y miró la caja fuerte. Había encontrado la combinación en la Rolodex de su padre, sabiamente anotada como la fecha de cumpleaños de una tía muerta hacía tiempo. Daniel recordaba a la tía y la verdadera fecha del cumpleaños porque era próxima a la del suyo.

Marcó la combinación y en recompensa oyó saltar la cerradura. Vía libre.

Sin embargo, las pistolas no estaban dentro. El único contenido de la caja era la matriz de un talonario y una memoria USB. El talonario no era del banco que había servido a los Vartanian durante generaciones. Antes de abrirlo, Daniel ya sabía lo que iba a encontrar.

Había una serie de retiradas regulares de dinero, todas del puño y letra de su padre. En todas las operaciones se indicaba «En efectivo» y una cantidad fija de cinco mil dólares.

Lo más probable era que se tratara de un chantaje. Sin embargo, a Daniel no le extrañó.

Se preguntó qué parte del pasado de Arthur era la que había vuelto para perseguirlos a todos. Se preguntó qué era lo que había en la memoria USB y que su padre no quería que nadie más viera. Se preguntó cuándo partiría el siguiente vuelo hacia Filadelfia.

Lunes, 15 de enero, 13:40 horas

Sophie tiró del velcro que mantenía unida la armadura.

– Por tercera vez, Ted: no sé por qué quieren hablar conmigo -le espetó. El abuelo de Ted Albright era un legendario arqueólogo, pero por algún motivo él no había heredado ni uno solo de sus brillantes genes-. Esto es un museo de historia, así que tal vez tengan alguna pregunta relacionada con la historia, ¿no te parece? ¿Puedes dejar el interrogatorio y ayudarme a quitarme esto? Pesa una tonelada, maldita sea.

Ted levantó el pesado peto y lo pasó por la cabeza de Sophie.

– Podrían haberme preguntado a mí.

«Si ni siquiera distingues a Napoleón de Lincoln.»

Pero Sophie guardó las apariencias y respondió tranquilamente:

– Mira, Ted, hablaré con ellos y veré qué es lo que quieren, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

Ted ayudó a Sophie a quitarse las grebas de las canillas y luego ella se sentó para quitarse las botas que llevaba encima de sus zapatos.

Vito Ciccotelli, alias el Cerdo, la esperaba fuera. Sophie tenía menos ganas de hablar con él que con Ted Albright; con eso estaba todo dicho. Y para colmo, la había visto vestida de época. Qué humillación.

– La próxima vez que organices una visita del caballero, asegúrate de que venga Theo. No exagero cuando te digo que esa armadura pesa una tonelada. -Se levantó y se estiró-. Y da mucho calor.

– La verdad es que para ser una amante de la autenticidad te quejas bastante -protestó Ted-. Menuda historiadora.

Sophie se mordió la lengua para no soltar un comentario grosero.

– Volveré después de comer, Ted.

– No tardes mucho -le gritó él-. A las tres te toca hacer de vikinga.

– Por mí puedes coger el disfraz y… -masculló, y alzó los ojos en señal de exasperación al ver a Patty Ann inclinada sobre el mostrador coqueteando descaradamente con los detectives.

Tenía que reconocer que eran dos hombres bien parecidos. Ambos eran altos y anchos de espaldas, y guapos a ojos de cualquiera. Nick Lawrence, con su pelo rojizo y su semblante formal, tenía cierto encanto rural; claro que Vito Ciccotelli… «Admítelo, Sophie. Lo estás pensando.» Soltó un suspiro de hastío. «Vale, está bueno. Está bueno y es un cerdo. Como todos.»

Se detuvo junto al mostrador.

– Caballeros. ¿En qué puedo ayudarles hoy?

Nick le dirigió una mirada de alivio.

– Doctora Johannsen.

La mirada de Patty Ann se tornó mucho más peligrosa cuando la chica arqueó una de sus cejas depiladas en exceso.

– Son detectives, Sophie -dijo, y Sophie ahogó un suspiro. Parecía que Patty Ann había decidido adoptar un aire británico ese día. Ahora entendía la formalidad del traje azul marino-. Detectives de homicidios -añadió en tono amenazador-. Y quieren interrogarte.

Nick sacudió la cabeza.

– Solo queremos hablar con usted, doctora Johannsen.

Como Nick no era un cerdo, Sophie le dirigió una sonrisa.

– Estaba a punto de salir a comer. Puedo dedicarles media hora.

Vito le sujetó la puerta. No había pronunciado palabra pero tampoco había apartado sus penetrantes ojos del rostro de Sophie, quien a su vez le dedicó una mirada que esperaba resultara tan amenazadora como la que Patty Ann le había dirigido a ella. Cuando él frunció el entrecejo, Sophie se dio por satisfecha.

Le resultó muy agradable percibir el contacto del aire libre en el rostro.

– Si acabamos con esto pronto, se lo agradeceré. Ted tiene programada otra visita guiada y tengo que vestirme. -Se detuvo en el borde de la acera-. Así que disparen.

Vito miró hacia ambos lados de la calle. Era mediodía y había mucho movimiento de coches y de peatones.

– ¿Hay algún sitio donde podamos hablar en privado? -El ceño de su rostro le había teñido la voz-. No queremos que nos oigan.

– ¿Qué tal mi coche? -preguntó Nick. Los condujo hasta el vehículo y abrió la puerta del acompañante-. No querría que nadie se confundiera si la ve en el asiento de atrás -dijo con una sonrisa espontánea, y se coló en la parte trasera sin dilación.

Sophie observó que Vito le dirigía a Nick una mirada asesina antes de sentarse junto a ella en el lugar del conductor. En respuesta, Nick se limitó a arquear una ceja y Sophie se dio cuenta de que la estaban manipulando.

Ella, molesta, aferró el tirador de la puerta.

– Lo siento, caballeros, no tengo tiempo para juegos.

Vito la asió por el hombro con un gesto suave pero firme que la mantuvo en su sitio.

– No es ningún juego -dijo en tono grave-. Por favor, Sophie.

Ella soltó el tirador de mala gana y Vito la soltó a ella.

– ¿De qué va todo esto?

– En primer lugar, queremos agradecerle la ayuda de ayer -empezó Nick-. Pero al examinar los cadáveres que hemos desenterrado hasta el momento han surgido más preguntas. -Apoyó un hombro en el asiento del conductor y bajó la voz-. Hemos encontrado una extraña serie de perforaciones en una de las víctimas. Katherine cree que lo que las han producido son clavos o algún tipo de pinchos afilados. Las perforaciones empiezan en el cuello y bajan por la espalda y las piernas hasta media pantorrilla. La parte posterior de los brazos muestra perforaciones similares. Creemos que obligaron a la víctima a sentarse en una silla de clavos.

Ella negó con la cabeza mientras reflexionaba.

– Están de broma, ¿no? Por favor, díganme que es una broma. -Pero el recuerdo del rostro del cadáver destripado y con las manos atadas disipó sus dudas-. Hablan en serio.

Vito asintió una vez.

– Muy en serio.

Un escalofrío sacudió el cuerpo de Sophie.

– La silla inquisitorial -dijo con un hilo de voz.

– Nick encontró una foto en la página web de un museo -explicó Vito-. Por lo visto, esas sillas existían de verdad.

Ella asintió, en su mente se plasmaban imágenes horrendas.

– Ya lo creo que existían.

– Háblenos de ellas -le pidió Vito-. Por favor.

Ella respiró hondo con la esperanza de que su estómago se asentara.

– A ver… Bueno, en primer lugar, la silla era uno de los muchos instrumentos utilizados por los inquisidores.

– Hoy en día nadie espera topar con la Inquisición española -masculló Nick con gravedad.

– El Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición es la más conocida, pero hubo muchas inquisiciones. -Resultaba más fácil instruirlos sobre el tema que pensar en las víctimas-. La primera fue la Inquisición medieval. Esa silla existió en los últimos tiempos del Tribunal del Santo Oficio, y tal vez existiera ya durante la Inquisición medieval, pero eso aún es tema de debate entre los historiadores. Si la usaban, no lo hacían tanto como la mayoría de los otros métodos e instrumentos de tortura.

Nick levantó la cabeza del cuaderno en el que estaba tomando notas.

– ¿Por qué no?

– Según las fuentes originales, los inquisidores obtenían mucho provecho con solo mostrarle la silla al acusado. Verla resulta aterrador, y mucho más al natural que en foto.

– ¿Usted ha visto alguna? -quiso saber Nick.

– ¿Dónde? -añadió Vito cuando ella asintió.

– En los museos. En Europa hay muchos con buenos ejemplares.

– ¿Y dónde podría obtenerse una de esas sillas en la actualidad? -la apremió Vito.

– No tiene que ser muy difícil fabricar una sencilla si alguien se lo propone en serio. Claro que las había más sofisticadas, incluso tratándose de la Edad Media. La mayoría tenían simples correas, pero otras contaban con una manivela que servía para tensar las correas y clavar más los pinchos. Y… -suspiró- algunas también tenían una chapa metálica que podía calentarse para quemar al acusado al mismo tiempo que se le clavaban los pinchos. -Vito y Nick intercambiaron una mirada y ella, horrorizada, se llevó la mano a la boca-. No.

– ¿Dónde podría obtenerse una silla así? -repitió Vito-. Por favor, Sophie.

Sophie empezó a hacerse cargo del verdadero significado de la pregunta, y una oleada de pánico apartó el horror que sentía. Dependían de sus conocimientos para atrapar a un asesino. De pronto, se sintió como una completa inepta.

– Miren, señores, mi especialidad son las fortificaciones medievales y las artes militares. Mis conocimientos sobre los instrumentos utilizados por la Inquisición son, en el mejor de los casos, muy básicos. ¿Por qué no me permiten que llame a un experto? El doctor Fournier, de la Sorbona, tiene renombre mundial.

Los dos hombres negaron con la cabeza.

– Tal vez acabemos haciéndolo si es absolutamente necesario, pero de entrada queremos que el asunto quede entre el mínimo número de personas posible -dijo Vito-. De momento nos basta con sus conocimientos. -Clavó sus ojos en los de Sophie, y la agitación que esta sentía en su interior empezó a calmarse-. Díganos lo que sepa.

Ella asintió y se estrujó los sesos para recordar más allá de la información básica que podía extraerse de cualquier página web. Se presionó las sienes con los dedos.

– Muy bien, déjenme pensar. O fabrica él mismo los instrumentos o los compra hechos. Si los compra hechos, podrían ser desde burdas imitaciones hasta los propios instrumentos originales. ¿Qué les parece?

– No lo sabemos -respondió Nick-. Siga hablando.

– ¿La distribución de las heridas es regular?

– Mucho -respondió Vito con tristeza.

– O sea que es meticuloso. Si ha fabricado él la silla, se ha fijado en los detalles. A lo mejor tenía algún dibujo o incluso un proyecto.

El rostro de Nick reflejaba toda la repugnancia que sentía.

– ¿Existen proyectos?

Vito se inclinó hacia delante con las cejas fruncidas.

– ¿De dónde podría haber sacado un proyecto?

Estaba tan cerca que Sophie percibió la fragancia de su aftershave y vio las gruesas pestañas negras que bordeaban sus ojos. Estos se entrecerraron y su mirada se tornó más intensa, y Sophie se dio cuenta de que ella también se le había acercado, como una mariposa nocturna atraída por la luz. Violenta y molesta consigo misma, se echó hacia atrás para dejar más espacio entre ambos.

– Me han pedido que siga hablando, pero no les he asegurado que fuera a decir nada interesante.

– Lo siento -masculló Vito, y se echó hacia atrás-. ¿De dónde podría haber sacado un proyecto?

Sophie se esforzó por respirar.

– De internet, tal vez. No lo he mirado nunca. En los museos donde están las sillas deben de tener algún documento de su diseño. O… supongo que ha podido utilizar textos antiguos. Existen unos cuantos diarios de inquisidores. Es posible que contengan dibujos. Claro que tendría que tener acceso a textos antiguos.

– ¿Y cómo podría acceder a ellos? -preguntó Nick.

– A través de colecciones de libros raros. Y también tendría que saber leerlos. La mayoría están escritos en latín medieval. Hay unos cuantos en francés y occitano.

Nick anotó eso en su cuaderno.

– ¿Usted conoce esos idiomas?

– Sí, claro.

Vito seguía observándola, aún con más intensidad que antes.

– ¿Y si ha comprado los instrumentos?

– Si los ha comprado, puede que sean reproducciones o tal vez se trate de instrumentos originales. Continuamente se ven reproducciones de armaduras y armas a la venta en páginas de recreación. En las ferias medievales suele haber puestos donde se venden armas de diversas calidades. Unas están hechas a mano y otras se fabrican en cadena, pero todas son reproducciones.

– ¿Qué tipo de armas? -quiso saber Nick.

– Dagas, espadas, manguales y hachas. Claro que nunca he visto que vendieran instrumentos de tortura. Si se trata de instrumentos originales… -Se encogió de hombros-. Tendrían que hablar con coleccionistas particulares.

Nick asintió.

– ¿Qué sabe de ellos?

– Como en todo, los hay buenos y malos. Los auténticos coleccionistas compran las piezas en privado a otros coleccionistas o en casas de subastas como Christie's. Alguna vez aparece una pieza antigua en el mercado regular, pero es muy raro.

– ¿Por ejemplo? -la pinchó Nick.

– Por ejemplo, las espadas del Dordoña. En 1977, seis espadas del siglo xv cuya existencia hasta entonces se desconocía fueron subastados en Christie's. Al parecer, provenían de un hallazgo fortuito: a mediados de los setenta aparecieron ochenta espadas de esa época en el fondo del río Dordoña, en Francia. Estaban en una barcaza e iban destinadas a los soldados que luchaban en la guerra de los Cien Años. La barcaza se hundió y las espadas quedaron sepultadas en el limo durante cinco siglos. Pero esto es algo excepcional; por lo general, las piezas catalogadas suelen cambiar de manos. La mayoría de nuestras exposiciones proceden de la colección particular de Theodore Albright Primero.

Nick frunció el entrecejo.

– ¿El padre del chico con el que hemos hablado ahí dentro?

– El abuelo. Ted Primero fue uno de los arqueólogos más famosos del siglo xx. Muchas de sus piezas se las compró a otros coleccionistas, aunque… -Alzó un hombro-. Ted Primero trabajó en excavaciones cuando era adolescente, hasta los veintipocos años. Nadie lo sabe a ciencia cierta, pero yo diría que algunas de las piezas de su colección las descubrió en las excavaciones. Si eso se demostrara, los Albright se verían obligados a devolverlas.

Nick volvió a menear la cabeza.

– Así que no siempre fue un coleccionista legal.

– No. Albright Primero era un buen tipo. Tenéis que entender que así es como se hacían las cosas entonces. Uno llegaba, excavaba y se llevaba a casa el botín. De hecho, si en los museos hay piezas es porque algún día alguien se las llevó a casa… en aquella época.

– ¿Y ahora? -la pinchó Nick.

– Hoy en día la mayoría de los gobiernos toman medidas enérgicas si se sacan piezas del país. Se considera un robo y se inicia una acción judicial.

– O sea que las piezas se venden en el mercado negro -dedujo Vito.

– El mercado negro ha existido siempre, solo que los precios han aumentado desde que empezaron a tomarse medidas. He oído hablar de coleccionistas particulares que han comprado obras de arte, piezas de cerámica y documentos; incluso mosaicos romanos. Pero instrumentos de tortura, no.

– Sin embargo, podría estar pasando -la presionó Vito.

– Claro que podría estar pasando. Yo no me muevo en esos círculos, así que no lo sé. -Pensó en los arqueólogos más sospechosos que conocía-. Ya lo preguntaré.

Vito negó con la cabeza.

– Las preguntas las haremos nosotros -dijo con decisión, y levantó la mano cuando ella irguió la cabeza de golpe-. Son las normas, Sophie -añadió en tono cansino-. Igual que lo de no contarle ayer nada de las tumbas antes de que las descubriera.

– Eso fue para no influenciarme -observó ella-. Ahora ya sé de qué va.

– Esto es para no ponerla en riesgo -repuso Vito-. No estamos haciendo un trabajito para una tesis. Estamos investigando un homicidio múltiple, y el asesino ha cavado siete tumbas que aún están vacías. No me gustaría que una acabara ocupándola usted.

Sophie exhaló un trémulo suspiro.

– Usted gana. Les haré una lista.

Vito esbozó una sonrisa ladeada y sus oscuros ojos adquirieron calidez.

– Gracias.

Ella le devolvió la sonrisa antes de darse cuenta de que había vuelto a caer en el anzuelo. «Menuda besuga estás hecha.» Dejó de sonreír y miró su reloj.

– Tengo que marcharme.

Tras apearse del vehículo introdujo la cabeza por la puerta, aún abierta. Vito la estaba observando otra vez, su mirada era intensa y… denotaba dolor. Notó que le remordía la conciencia pero se hizo fuerte y, expresamente, se volvió hacia Nick.

– Les enviaré por e-mail una lista de todas las personas que se me ocurran. Buena suerte.

Estaba a medio camino de la puerta del museo cuando oyó que la puerta del coche se cerraba de golpe y que Vito la llamaba. Siguió caminando con la esperanza de que hubiera captado la indirecta y la dejara en paz, pero sus pasos se hacían más audibles a medida que se reducía la distancia entre ambos.

– Sophie, espere. -La aferró del brazo y tiró de ella hasta que se detuvo.

– ¿Qué más quiere, detective?

Él siguió tirándole del brazo.

– Quiero que se dé la vuelta y me mire.

Ella lo complació. Su rostro estaba a tan solo unos centímetros y un gesto de perplejidad fruncía sus cejas. Con el rabillo del ojo vio a Nick apoyado en el coche con expresión igualmente perpleja y vaciló un instante. Sin embargo, las palabras escritas en la tarjeta que acompañaba las rosas resonaron en su mente: «A.: Te amaré siempre. V.»

– Suélteme el brazo.

Él la soltó pero no retrocedió, así que lo hizo ella.

– ¿Qué quiere de mí, detective?

– ¿Qué ha ocurrido? Anoche estuvimos hablando, y usted sonreía. De repente, cuando le pregunté si le apetecía una pizza, se puso frenética. Quiero saber por qué.

– Y si no me apetecía cenar con usted, ¿qué?

– No fue por eso. Si las miradas matasen yo habría caído fulminado en el acto. Me gustaría saber por qué. Y también me gustaría saber por qué hoy me llama detective si ayer me llamaba Vito.

Ella forzó una carcajada. Cómo se hacía la víctima.

– Los tíos sois todos iguales, ¿verdad? Mira, Vito, siento haber herido tu ego pero ya es hora de que aprendas que no todas las mujeres van a caer rendidas a tus pies. Os enviaré la información tan pronto como pueda, pero no porque seas tú; más vale que te quede claro desde ahora mismo.

Se dispuso a marcharse pero se detuvo. Él seguía allí plantado, con los oscuros ojos llenos de cólera, y de pronto Sophie sintió que todas las preguntas que se había hecho a sí misma tantas veces exigían una respuesta.

– Dime, Vito. Cuando estás haciéndolo, ¿piensas en la mujer que te espera en casa?

– ¿De qué me estás hablando? -preguntó él con lentitud deliberada.

– Deduzco que la respuesta es «no». Y ¿qué hay de la víctima? ¿Te crees que es estúpida, que nunca descubrirá que es una simple conquista? ¿Te crees que la mujer que te espera en casa nunca descubrirá que la estás engañando?

– No sé de dónde has sacado todo eso, pero a mí no me espera ninguna mujer en casa.

Ella estampó el pie en el suelo.

– Es una forma de hablar. Me refiero a que estás comprometido.

El semblante de él no se alteró.

– No estoy con nadie, Sophie.

Ella le sostuvo la mirada.

– ¿Y las rosas de la camioneta? ¿No son tuyas?

La mirada de él se tornó llameante. Abrió la boca para hablar pero de ella no salió palabra alguna.

Ella sonrió, pero no de forma amable. Se dio media vuelta y siguió su camino hasta el museo sin detenerse. Sin embargo, cuando llegó a la puerta vio la imagen de él reflejada en el cristal. Estaba plantado en el mismo sitio, siguiéndola con la mirada. Exactamente igual que la noche anterior.

Lunes, 15 de enero, 14:15 horas

Vito cerró de golpe la puerta del acompañante e ignoró la mirada de curiosidad de Nick.

– Limítate a conducir.

Nick se incorporó a la circulación.

– ¿Adónde vamos?

– Al depósito de cadáveres. A estas horas Jen ya debe de haber enviado alguno más.

– Viva la alegría -musitó Nick.

Guardó silencio durante unos minutos mientras Vito miraba por la ventanilla y pensaba en caballeros, instrumentos de tortura… y rosas.

– Podemos buscar a otro experto -propuso Nick al fin en tono prudente-. Hay otras universidades que ofrecen estudios de arqueología, estuve buscándolo anoche en internet.

– Muchas cosas buscaste tú ayer en internet -le espetó Vito, y él mismo captó la hostilidad en su voz-. Lo siento.

– No pasa nada. En casa hay demasiada tranquilidad -masculló Nick-. Detestaba que Josie se pasara las noches despierta con la música a tope, pero ahora que se ha ido… lo echo de menos.

Vito volvió la cabeza para examinar a su compañero.

– ¿La echas de menos?

– Sé que me engañaba, y que soy un estúpido por echarla de menos, pero la verdad es que sí.

Vito sabía que Nick estaba dando pie a la conversación. A su compañero no le gustaba hablar de su vida privada y que su esposa lo hubiera estado engañando durante tanto tiempo era un tema especialmente escabroso. Sin embargo, había dado pie a la conversación para que Vito pudiera descargarse.

– Vio las rosas.

Nick hizo una mueca.

– Qué mierda.

– Sí. Supongo que eso lo explica todo.

– ¿Le has explicado para quién eran?

– Habría sido lo lógico. -Vito dio un resoplido de indignación-. No, no lo he hecho. No he podido. Y se ha imaginado lo peor. Supongo que no tiene que ser para mí.

– Deja de decir gilipolleces, Vito. ¿Te gusta?

– ¿A ti no?

– Sí, claro. Incluso aunque hable occitano o como demonios se llame eso. Es divertida y guapa y… -Se encogió de hombros con una sonrisa de arrepentimiento.

– Y está buena -terminó él en tono morboso.

– Más o menos eso es. Pero lo más importante es que puede ayudarnos a resolver el caso. -Nick miró a su compañero; se había puesto serio de nuevo-. Así que aunque no te interese conocerla íntimamente, dile la verdad para que podamos contar con sus «conocimientos básicos».

– No quiero decirle la verdad. -«No quiero decírsela a nadie.»

– Pues ya estás ideando una buena mentira, porque si al final tenemos que contratar a una experta Liz querrá saber por qué. Y yo no pienso sacarte las castañas del fuego, Chick.

Vito apretó los dientes. Nick tenía razón, por supuesto. Un servicio gratuito era demasiado valioso para dejarlo perder por motivos personales.

– Muy bien. Mañana me acercaré al museo.

– Es mejor que te pases esta noche. Mañana tengo que ir al juzgado y estarás solo.

Vito pestañeó, perplejo.

– Yo no sabía nada de eso, ¿no?

– Te lo he dicho dos veces y te he enviado un mensaje para recordártelo. Esta semana estás muy despistado.

Era por Andrea. Vito exhaló un suspiro.

– Lo siento. ¿Por qué tienes que ir al juzgado?

Nick tensó la mandíbula.

– Por Diane Siever.

Vito hizo una mueca de disgusto. Diane era una niña de trece años que vivía en Delaware y que había desaparecido hacía tres. Nick era el desafortunado policía que había descubierto su cadáver durante una redada contra una red de traficantes de heroína, cuando todavía pertenecía a la brigada antivicio.

– ¿Sigues recibiendo cartas de sus padres?

Nick tragó saliva.

– Todas las Navidades. Ojalá no fueran tan cumplidos.

– Tú les permitiste dar el asunto por concluido. Por lo menos ya lo saben. No me imagino qué debe de suponer no saberlo.

– Pues yo no me imagino qué debe de suponer permanecer sentado en una sala contemplando cómo el desgraciado cabrón que asesinó a tu hija sube al estrado pavoneándose. -Los nudillos de Nick blanquearon de la fuerza con que agarró el volante-. A la mierda con los fiscales. Siempre que pienso que están de nuestra parte, van y defienden a un asesino. Me ponen enfermo.

El «desgraciado cabrón», un yonqui más que buscado, había tomado el relevo a su compañero, el jefe de una prometedora red de traficantes. La fiscal había preferido al jefe en lugar de al yonqui y había acordado intercambiarlos.

– ¿Qué fiscal cerró el acuerdo?

– López.

Nick casi escupió el nombre.

Vito frunció el entrecejo.

– ¿Maggy López? ¿Nuestra Maggy López?

– La misma.

Maggy López era el último fichaje de Liz Sawyer para el equipo de homicidios, pero cada vez que trabajaban juntos en algún caso, Nick dejaba que fuera Vito quien se las entendiera con ella. Ahora lo comprendía.

– Nunca me habías dicho ni una palabra al respecto.

Nick se limitó a encogerse de hombros, enojado.

– Tampoco tendría que haberte dicho nada esta vez. Llama al laboratorio, a ver si han encontrado algo en el ordenador de Keyes.

– De acuerdo.

Jeff Rosenburg fue quien respondió a la llamada de Vito.

– ¿Habéis podido echarle un vistazo al ordenador que nos hemos llevado de casa de Warren Keyes esta mañana?

– Tú sueñas despierto, Chick. La fila de ordenadores que tenemos por examinar llega hasta el pasillo.

Jeff siempre decía lo mismo.

– ¿Podéis mirarlo? Es importante.

– Importante, importante… -dijo Jeff con ironía-. ¿Y qué no lo es? No cuelgues. -Un minuto más tarde estaba de vuelta-. Estás de suerte, Chick. -Siempre le decía lo mismo-. Lo hemos investigado, pero solo porque uno de los técnicos está trabajando en un proyecto especial sobre discos borrados.

– ¿Quieres decir que han borrado el disco duro de Keyes?

– No del todo. Se tarda mucho tiempo en borrar un disco entero; pero con los archivos que faltan, la cosa pinta bastante difícil. Han sido muy refinados. -Jeff parecía impresionado-. Lo han hecho mediante un virus enviado por e-mail a la víctima. Pero estaba programado.

– ¿Como un despertador?

– Exacto. El técnico todavía está intentando reconstruir el código para saber cuánto tiempo permaneció latente el virus antes de entrar en actividad y destruir los archivos de la víctima. Si encontramos algo más, os llamaremos.

Vito cerró de golpe el teléfono con aire pensativo.

– Han borrado el disco duro -dijo-. Con refinamiento. -Le explicó a Nick lo que le había contado Jeff-. O sea que nos las vemos con un asesino sádico y obsesivo compulsivo que cava tumbas con precisión militar, siente una pasión enfermiza por la Edad Media y es un genio de la informática.

– O tiene contacto con un genio de la informática -observó Nick-. Incluso puede que se trate de más de un asesino.

– Es posible. A ver qué más descubre Jen.

Lunes, 15 de enero, 15:00 horas

Encontraron a Katherine examinando unas radiografías. Vito se apostó tras ella, no tenía problemas para ver por encima de su cabeza. Andrea también era bajita; había veces en que Vito tenía miedo de hacerle daño. En cambio a Sophie Johannsen… le llevaba pocos centímetros. Al enfrentarse a él por lo de las rosas había observado que los carnosos labios de la chica quedaban a la altura de su barbilla. No era fácil hacerle daño físicamente, pero su vulnerabilidad interna lo conmovía. «Los tíos sois todos iguales.» Alguien la había herido. Y mucho. «Y cree que yo también soy de esos.»

Eso le había molestado. Y mucho. Tenía que hacerle saber que él no era de esos, aunque solo fuera por su propia tranquilidad.

– ¿Quién es ese tipo? -preguntó Nick con mala cara, y Vito centró de golpe su atención en la radiografía que miraba totalmente distraído-. ¿Es más importante que nuestras víctimas?

Vito escrutó el cráneo iluminado por la plancha.

– No es de los nuestros. No hay muestras de tortura. Este recibió un balazo entre los ojos.

– Es cierto, no hay muestras de tortura y recibió un disparo -convino Katherine-. Sin embargo, sí que es una de vuestras víctimas, chicos. -Alargó el brazo-. El cadáver corresponde a la uno-tres.

– ¿Qué?

– ¿Es nuestro? -preguntó Nick al mismo tiempo.

– ¿Qué quiere decir «la uno-tres»? -añadió Vito.

– Sí, es vuestro. La uno-tres es la tercera tumba de la primera fila. Era joven, de unos veinte años. La causa de la muerte fue la bala del cráneo. Lleva muerto un año, más o menos. Sabré más cosas en cuanto le practique unas cuantas pruebas.

Se dirigió al mostrador y tomó una hoja de papel. En ella había dibujado una tabla rectangular de cuatro filas y cuatro columnas, y había incluido anotaciones en todas las casillas excepto en tres.

– Esto es cuanto tenemos por el momento. Siete fosas vacías y nueve ocupadas. Jen ha desenterrado seis de los nueve cadáveres. Está cavando para sacar a la séptima víctima de la cuarta tumba de la primera fila, o sea la uno-cuatro.

– La cuarta fila está vacía -masculló Nick-. El tres-uno es un hombre de raza blanca, de unos veinticinco años, con traumatismos en la cabeza y el torso ocasionados con un objeto contundente. Traumatismos en la cabeza y el brazo derecho ocasionados con un objeto dentado. Brazo derecho casi cercenado. Muerto hace por lo menos dos meses. Contusiones en el torso y la parte superior de los brazos, de forma circular y de un diámetro aproximado de medio centímetro. -Alzó la vista-. Ese es el tercer cadáver desenterrado anoche.

– Exacto. El tres-dos es el de la mujer con las manos atadas juntas.

– Sophie nos ha hablado de la silla inquisitorial -dijo Nick con áspera voz de indignación-. Nuestro hombre utiliza un modelo de gama alta. Con clavos y planchas metálicas que se calientan al fuego.

Katherine suspiró.

– La cosa se pone cada vez mejor. El tres-tres es el Caballero.

– Warren Keyes -aclaró Vito-. Era actor.

– Me lo imaginaba. Por cierto, he terminado la autopsia. -Tendió el informe a Vito-. La causa de la muerte fue un paro cardíaco ocasionado por la pérdida de sangre. Su cavidad abdominal está vacía. No hay signos de heridas en la cabeza, pero tiene todos los huesos de los brazos y las piernas dislocados. La fuerza es vertical, no radial.

– Lo que indica que lo que hicieron fue estirárselos, no retorcérselos -concluyó Vito examinando el informe.

– Sí.

– Lo tumbaron sobre un potro -masculló Nick.

– Me parece una deducción lógica. Sin duda, estaba drogado.

– Según su madre, ya no consumía nada. Había estado en rehabilitación -explicó Vito.

– Eso es completamente plausible. Tiene las membranas nasales dañadas por la coca. Por cierto, he encontrado más sustancia blanca en su cavidad nasal.

– ¿Era grasa de silicona? -preguntó Nick.

– Lubricante de silicona, sí. En el laboratorio tratarán de averiguar la marca. No obstante, con la silicona había mezclada escayola. Le tapaba los senos paranasales.

Nick frunció el entrecejo.

– ¿Lubricante y escayola? ¿Para qué?

Un recuerdo empezó a aflorar en la mente de Vito.

– Una vez por Halloween, cuando era niño, en mi grupo de boy scouts hicimos máscaras de nuestras caras con escayola. Primero nos aplicamos crema hidratante para que la escayola se desprendiera mejor. El asesino hizo máscaras mortuorias de Warren Keyes y la mujer de las manos atadas.

– Luego aplicó la escayola sobre la mayor parte de su cuerpo -añadió Katherine-. Pero ¿por qué?

– Algo tiene que ver con las efigies medievales. -Vito sacudió la cabeza-. Quizá haya construido un sepulcro. No lo sé. Nada de todo esto tiene sentido todavía.

Nick se había vuelto hacia el plano que mostraba las tumbas.

– ¿Qué hay del anciano que han traído esta mañana?

– Ah, ese. -Katherine señaló con el dedo la segunda fila empezando por arriba-. En la segunda fila había dos cadáveres y dos tumbas vacías. Los cadáveres son de dos ancianos, un hombre y una mujer. -Arqueó una ceja-. La mujer está calva.

Vito pestañeó perplejo.

– ¿Le ha afeitado la cabeza? -preguntó, pero Katherine hizo un gesto negativo.

– Se sometió a una mastectomía.

– ¿Ha asesinado a una mujer con cáncer de mama? -Nick sacudió la cabeza-. ¿Qué clase de hijo de puta es capaz de asesinar a una mujer con cáncer?

– El mismo que es capaz de torturar y mutilar a sus otras víctimas -observó Katherine-. Aunque a la anciana no la torturó. Tiene el cuello roto, pero no presenta ninguna agresión más. Sin embargo el hombre es harina de otro costal.

– Está claro que a él sí lo torturó -masculló Vito mientras observaba a contraluz otras tres radiografías.

– El anciano de la dos-dos tiene la mandíbula rota y muchos traumatismos en la cara y el torso. Recibió golpes a mansalva; puñetazos, deduzco. Tiene la mandíbula dislocada y los pómulos machacados. Lo atacaron de forma despiadada, y con muchísima fuerza.

– Unas manos muy grandes -murmuró Vito-. El asesino es un tipo grandote, por fuerza tiene que serlo para mover a Warren Keyes, por muy drogado que estuviera.

– Estoy de acuerdo. El hombre tiene seis costillas rotas. Las fracturas del fémur fueron producidas por algo más grande y más duro. Tiene roto el fémur de las dos piernas. -Se dio media vuelta y los miró con las cejas arqueadas-. Ahora viene el plato fuerte.

– Mierda. -Nick suspiró-. ¿Qué?

– Le han cortado las puntas de los dedos. Por completo.

Vito y Nick se miraron.

– Alguien quiere que el anciano permanezca en el anonimato -concluyó Vito, y Nick asintió.

– Probablemente tuviera algo que ver con la ley. ¿Cuándo se los cortaron? ¿Antes o después de muerto, Katherine?

– Antes.

– Cómo no -masculló Vito-. ¿Cuánto tiempo lleva muerto?

– Diría que dos meses, tal vez más. Los cadáveres de los ancianos están en un estadio de descomposición parecido al de la víctima tres-uno, el hombre al que casi le arrancan un brazo.

– El que tiene los cardenales de forma circular -murmuró Vito-. ¿Alguna idea sobre lo que son?

– Todavía no, aunque no los he examinado con detenimiento. Uno de mis ayudantes descubrió los cardenales y tomó nota.

Nick se frotó la nuca con aire cansino.

– Y ahora tenemos al uno-tres con una bala en la cabeza. Sin duda de la era posmoderna.

– Lleva muerto un año, no unas semanas o pocos meses como los demás -añadió Vito-. Esto no tiene ningún sentido.

– De momento, no -convino Nick-. No conseguiremos encontrárselo hasta que identifiquemos a más víctimas. Hemos tenido suerte con Warren Keyes. ¿Has descubierto algo a simple vista que pueda servir para identificar a los otros?

Katherine negó con la cabeza.

– Mierda -musitó Nick-. O sea que de momento tenemos seis cadáveres y solo hemos identificado a uno. Cuatro son de jóvenes y dos de ancianos. Hay un actor, una enferma de cáncer y uno al que podríamos identificar si le tomáramos las huellas dactilares.

– A quien el asesino odiaba -añadió Vito-. Eso rompe con el perfil.

Nick arqueó una ceja.

– Sigue.

– Cavó las tumbas a la perfección, todas exactamente iguales. Es obsesivo compulsivo. Las víctimas de la tercera fila fueron torturadas, pero con instrumentos, no con las manos. Luego tenemos al chico de la bala; otro instrumento. Las heridas del anciano indican que perdió los estribos por completo. La furia y la pasión no forman parte del modus operandi de un obsesivo compulsivo.

– Era algo personal -convino Nick, pensativo-. Si conocía al anciano, hay bastantes posibilidades de que también conociera a su mujer. Sin embargo con ella sí que utilizó las manos. Le rompió el cuello.

– Pero no le pegó.

Katherine se aclaró la garganta.

– Chicos, todo esto es fascinante pero llevo todo el día de pie y me gustaría salir de aquí antes de medianoche, así que marchaos.

– Nooo, por favooor; nos gusta mucho estar en el depósito -gimoteó Nick, y Katherine lo echó entre risas.

– Si queréis las autopsias tendréis que marcharos. Más tarde os llamaré. Ahora, fuera.

8

Lunes, 15 de enero, 16:05 horas

Sophie frunció el ceño ante el espejo mientras retiraba los restos del exagerado maquillaje que se fijaba a sus mejillas con rebeldía.

– Maldita caracterización -masculló-. Parezco una puta barata. -La puerta de los servicios del personal se abrió y Darla se asomó con expresión exasperada aunque cariñosa.

– No te frotes tan fuerte, Sophie. Vas a arrancarte la piel. -Tomó un bote del mueble de debajo del lavabo-. ¿Cuántas veces te he dicho que te pongas crema hidratante? -Aplicó una gruesa capa al rostro de Sophie y se dispuso a extenderla con suavidad.

– Como un millón -gruñó Sophie con cara de asco al notar la fría sustancia viscosa sobre su piel.

– ¿Y por qué no me haces caso?

– Porque no me acuerdo. -La réplica sonaba infantil y Darla sonrió.

– Pues a ver si haces memoria. Parece que quieras arrancarte la piel para que Ted deje de pedirte que te maquilles. Puedo asegurarte que no va a dejarlo correr. -Extendía la crema mientras hablaba-. Tú sabrás mucho de historia, Sophie, pero Ted sabe llevar el negocio. Sin las visitas guiadas, puede que el museo tuviera que cerrar.

– ¿Adónde quieres ir a parar exactamente?

– Sophie. -Darla le asió la barbilla y tiró de ella hasta que Sophie se inclinó hacia delante-. Estate quieta. Cierra los ojos. -La chica hizo lo que Darla le pedía hasta que la soltó-. Ya hemos terminado.

Sophie se tocó la cara.

– Estoy pringosa.

– Lo que estás es imposible, y llevas así todo el día. ¿Qué te pasa?

«Que un sádico asesino aplica torturas medievales y que un guapo policía me ha robado el alma a pesar de ser un cerdo.»

– Que tengo que hacer de vikinga y de Juana de Arco -dijo en vez de lo que pensaba-. Ted me contrató como conservadora pero no tengo tiempo de ocuparme de las piezas porque siempre estoy con las malditas visitas.

Se oyó vaciarse el depósito de un retrete y de una de las cabinas salió Patty Ann.

– Me parece que tienes mala conciencia -dijo en tono inquietante mientras se disponía a lavarse las manos-. Esta tarde han venido dos policías a interrogar a Sophie. Uno de ellos se la ha llevado casi a rastras al coche patrulla. -Miró a Sophie con malicia con el rabillo del ojo-. Debes de haber sido muy convincente para conseguir que te soltara.

Darla pareció alarmarse.

– ¿Qué es eso de que ha venido la policía? ¿Aquí? ¿Al Albright?

– Tenían preguntas sobre historia, Darla. Eso es todo.

– Y ¿qué pasa con el moreno? -la pinchó Patty Ann, y a Sophie le entraron ganas de estrangularla-. Te ha perseguido cuando volvías al museo.

– No me ha perseguido -protestó Sophie con decisión mientras se deshacía los lazos del canesú. Sin embargo, eso era precisamente lo que había hecho Vito, y su corazón latía con más fuerza cada vez que pensaba en ello. Había algo de Vito Ciccotelli que le atraía y la tentaba, algo que resultaba bochornoso. Tenía que conseguirle la información que le había pedido, de ese modo no estaría obligada a volver a verlo. Fuera tentaciones y asunto zanjado.

Se cambió de ropa y se coló en el pequeño cuarto de almacenamiento donde Ted había ubicado su despacho. Era diminuto y estaba lleno de cajas, pero en él había un escritorio, un ordenador y un teléfono. Habría estado bien que tuviera ventana, pero llegados a aquel punto debía elegir qué batallas presentaba.

Se dejó caer en el viejo sillón y cerró los ojos. Estaba cansada. Supuso que el hecho de no haber parado de dar vueltas durante toda la noche tenía sus consecuencias. «Céntrate, Sophie.» Tenía que pensar en arqueólogos y coleccionistas sospechosos y confeccionar la lista para Ciccotelli.

Pensó en las personas con quienes había trabajado a lo largo de los años. La mayoría eran científicos honrados que trataban las piezas con tanto cuidado como Jen McFain trataba las pruebas en el escenario del crimen. Sin embargo, sin poder evitarlo sus pensamientos se dirigieron hacia él. Alan Brewster. «Mi cruz.» Nunca había prestado atención a las generosas donaciones que financiaban sus excavaciones; claro que Alan conocía a todo el mundo. Sería un buen contacto para los detectives. De no ser porque…

De no ser porque Alan le preguntaría a Vito quién le había dado su nombre. Vito respondería que había sido Sophie, y entonces Alan esbozaría su sonrisa de traidor embustero. Ya oía su voz, melosa, refinada. «Sophie -diría-; una ayudante muy hábil.» Eso era lo que le había dicho cuando… terminaron. De hecho, al principio Sophie pensaba que se lo había dicho con cariño, que para él había sido alguien especial.

Sus mejillas se encendieron a medida que la vergüenza y la humillación renacían, como le ocurría cada vez que lo recordaba. Entonces sabía poco. Ahora sabía muchísimo más.

No obstante, la culpa fue abriéndose paso hasta sumarse a la vergüenza.

– Eres una cobarde -murmuró. Nueve personas habían muerto y Alan podía resultar de ayuda, y ella estaba dejando que su amor propio lo impidiera. Anotó su nombre en el cuaderno, pero el simple hecho de verlo escrito le produjo escalofríos. Lo contaría. Siempre lo contaba. Le divertía hacerlo. Se lo diría a Nick y a Vito y entonces también ellos lo sabrían. «¿Qué más te da lo que piensen de ti?» Sin embargo, le importaba. Siempre le importaba.

«Piensa en otra persona -se dijo-. En alguien igual de válido.» Se estrujó los sesos hasta que a su mente afloró otro rostro, pero no el nombre de la persona. Se trataba de un compañero de estudios que había trabajado en la misma excavación con Alan Brewster. Mientras que ella hacía de «ayudante», el chico se dedicaba a investigar sobre antigüedades robadas para su tesis. Sophie llevó a cabo una búsqueda, pero no encontró la tesis. Sin embargo, el chico tenía un amigo… ¡Claro!

De su nombre sí que se acordaba. Clint Shafer. Dando un suspiro, examinó las páginas blancas y encontró un número de teléfono. Sin darse tiempo a cambiar de idea, Sophie lo marcó.

– Clint, soy Sophie Johannsen. Puede que no te acuerdes de mí pero…

Él la atajó con un silbido.

– Vaya, vaya, Sophie. ¿Cómo estás?

– Voy tirando -respondió. «Nueve tumbas, Sophie.»-. Clint, ¿te acuerdas de aquel amigo tuyo que investigaba sobre antigüedades robadas?

– ¿Te refieres a Lombard?

Lombard. Ahora se acordaba. Kyle Lombard.

– Sí, el mismo. ¿Terminó la tesis?

– No, lo dejó. -Hizo una pausa, luego prosiguió con picardía-. Fue después de que tú abandonaras el proyecto. Alan se quedó deshecho.

Su voz denotaba burla y a Sophie se le encendieron las mejillas mientras se tragaba las palabras que le habría gustado decirle.

– ¿Sabes algo de él?

– ¿De quién? ¿De Alan? Claro. Hablamos a menudo. Te menciona mucho.

Ella se mordió la lengua aún más fuerte.

– No, de Kyle. ¿Dónde está?

– No lo sé. No he vuelto a saber nada de Kyle desde que estuvimos en Aviñón. Dejó el curso y yo me inscribí para formar parte del equipo de Alan en la excavación de Siberia. Así que, ¿estás en Filadelfia?

Sophie maldijo la pantalla de identificación de llamadas.

– Problemas familiares.

– Bueno, yo vivo en Long Island; aunque ya lo sabías. Podríamos… quedar.

«Solo cometí un estúpido error y aún lo estoy pagando.» Con alegría forzada en la voz, le mintió abiertamente.

– Lo siento, Clint. Estoy casada.

Él se echó a reír.

– ¿Y qué? Yo también. Eso antes no suponía ningún impedimento para ti.

Sophie exhaló un lento suspiro. De pronto, dejó de morderse la lengua y le dio rienda suelta.

– Foutre.

Clint volvió a reírse.

– Dime la hora y el sitio, cariño. Alan sigue considerándote una de sus ayudantes más hábiles. Llevo mucho tiempo esperando a comprobarlo por mí mismo.

Con la mano trémula, Sophie colgó el auricular despacio. Luego tomó la hoja de papel en la que había anotado el nombre de Alan Brewster y la arrugó hasta formar una prieta bola dentro de su puño aún más prieto. Tenía que haber alguien más con quien la policía pudiera ponerse en contacto.

Lunes, 15 de enero, 16:45 horas

– Toma. No volváis a decir que nunca os doy nada.

Vito levantó la vista cuando una bolsa de tiras de maíz aterrizó en el listado de personas desaparecidas que estaba examinando. Liz Sawyer se encontraba apoyada en el borde del escritorio, abriendo su propia bolsa. Vito miró el escritorio vacío de Nick, adonde Liz había lanzado otra bolsa.

– Las de Nick son con sabor barbacoa. Yo también las quiero con sabor barbacoa.

Liz se estiró e intercambió las bolsas.

– Dios Santo, sois peor que mis hijos.

Vito sonrió y abrió la bolsa de aperitivo.

– Pero aun así nos quieres.

Ella resopló.

– Sí, claro. ¿Dónde está Nick?

Vito se puso serio.

– Con el fiscal del distrito. Le han avisado para prepararlo para mañana.

Liz suspiró.

– Por desgracia, todos hemos sufrido un caso Siever. -Entornó los ojos-. Tú también tuviste uno, hace un par de años, justo sobre estas fechas.

Vito se comía las tiras de maíz con expresión hierática a pesar del nudo que se le había formado en el estómago. Liz quería sonsacarle información. Estaba seguro de que ella sabía que había algo oscuro en relación con la muerte de Andrea, pero nunca le había preguntado nada directamente.

– Justo.

Ella lo observó unos segundos más, luego se encogió de hombros.

– Ponme al corriente del caso de las tumbas. La noticia ha abierto el informativo este mediodía y desde entonces los teléfonos del departamento de relaciones públicas no han parado de echar humo. De momento estamos salvando la situación sin comentarios, como si la cosa acabara aquí, pero no conseguiremos aguantar así mucho más.

Vito le contó todo lo que sabían, hasta la visita al depósito de cadáveres.

– Ahora estoy examinando los informes de personas desaparecidas para tratar de identificar entre ellas a las víctimas.

– La chica de las manos unidas… Si Keyes era actor puede que ella también lo fuera.

– Nick y yo pensamos lo mismo. Cuando hayamos acabado con los informes de desaparecidos, sondearemos los bares de la zona de los teatros que suelen frecuentar los actores. El problema es que el rostro de la víctima está demasiado descompuesto para andar enseñando fotos.

– Llevad a uno de los retratistas al depósito. Que examine la estructura ósea y que haga lo que pueda.

Vito mascaba el aperitivo con desánimo.

– Ya lo hemos solicitado, pero los dos retratistas que hay en plantilla están con víctimas vivas y pasarán varios días antes de que tengan tiempo de ocuparse de una víctima mortal.

– Estoy harta de los recortes de presupuesto -masculló Liz-. ¿Tú sabes dibujar?

Vito se echó a reír.

– Sí, figuras geométricas y con regla. -Se puso serio y se quedó pensativo-. Mi hermano sí sabe dibujar.

– Creía que era psiquiatra.

– La psiquiatra es mi hermana Tess. El dibujante es Tino. Su especialidad son los retratos.

– ¿Lo hace a buen precio?

– Sí, pero no se lo digas a mi madre. Para ella todos somos unos santos. -Alzó las cejas con gesto cauteloso-. Tanto que incluso podrían ordenarnos sacerdotes.

Liz se echó a reír.

– Conmigo tu secreto está a salvo. ¿Ha hecho tu hermano algo parecido alguna vez?

Vito pensó en Tino.

– No. Pero es bueno. Y pondrá interés en ayudarnos.

– Entonces llámalo. Si le parece bien, tráelo y firma el permiso. Te las arreglas muy bien últimamente para encontrar ayuda gratis, Chick. Una arqueóloga, un retratista…

Vito se forzó a esbozar una sonrisa despreocupada.

– ¿Qué me he ganado por las molestias?

Liz se estiró para alcanzar la bolsa de tiras de maíz de Nick y se la arrojó a Vito.

– Ya lo sabes, no volváis a decir que nunca os doy nada.

Nueva York,

lunes, 15 de enero, 16:55 horas

– Derek, tengo que hablar contigo.

Derek levantó la vista de la pantalla del ordenador. Tony England se encontraba de pie en el vano de la puerta de su despacho, con los dientes apretados y la mirada encendida. Derek se recostó en la silla.

– Me preguntaba cuándo vendrías. Entra y cierra la puerta.

– Me he echado atrás por lo menos veinte veces en lo que va de día. Estaba demasiado enfadado para venir. -Tony alzó un hombro-. Todavía lo estoy.

Derek suspiró.

– ¿Qué quieres que haga, Tony?

– Que te portes como un hombre y le digas a Jager que no por una vez -le espetó, y apartó la mirada-. Lo siento.

– No, no lo sientes. Has trabajado para oRo desde que la empresa se creó. Has supervisado las escenas de lucha de los últimos tres juegos. Suponías que algún día ocuparías mi puesto, no que quedarías relegado a tener que trabajar para un advenedizo.

– Todo eso es cierto, Derek. Tú y yo formábamos un gran equipo. Dile que no a Jager.

– No puedo.

Los labios de Tony se crisparon.

– Porque tienes miedo de que te eche.

Derek dejó que disparara antes de contestar.

– No. Porque tiene razón.

Tony se tensó.

– ¿Qué?

– Que tiene razón. -Señaló la pantalla del ordenador-. He cotejado Tras las líneas enemigas con todos los trabajos anteriores. Es sensacional. En comparación, el último proyecto es de lo más mediocre. Si Frasier Lewis lo consigue…

– Se agotarán las existencias -dijo Tony sin ánimo-. Nunca te he creído… -Alzó la barbilla-. Me marcho.

Eso era lo que Derek esperaba.

– Lo comprendo. Si lo piensas mejor y decides cambiar de idea, no tendré en cuenta esta conversación.

– No cambiaré de idea. No pienso trabajar para Frasier Lewis.

– Pues llámame si necesitas una carta de recomendación; cuenta conmigo para lo que sea.

– Hubo un tiempo en que habría contado contigo para cualquier cosa -respondió Tony con amargura-. Pero ahora… Prefiero arreglármelas solo. Disfruta de tu dinero, Derek; cuando Jager te obligue a dejar el cargo, eso será todo cuanto te quede.

Derek se quedó mirando la puerta que Tony cerró con cuidado tras de sí. Tenía razón, Jager lo estaba obligando a dejar el cargo. Hacía semanas que le llegaban muestras de ello, pero Derek no quería darse cuenta.

– ¿Derek? -lo llamó su secretaria a través del intercomunicador-. Tienes a Lloyd Webber por la línea dos.

No estaba de humor para hablar con más periodistas.

– Dile que no haré más comentarios.

– No es periodista. Es el padre de un cliente y quiere hablar contigo de Tras las líneas enemigas.

Derek tampoco estaba de humor para escuchar a más padres indignados que consideraban que Tras las líneas enemigas era demasiado violenta y podía herir la sensibilidad del consumidor.

– Que te deje el mensaje. Lo llamaré mañana.

Lunes, 15 de enero, 18:00 horas

Había llegado a tiempo, se dijo Vito cuando vio a Sophie salir del museo Albright. «Parece cansada», pensó al verla acercarse a la moto.

Rodeó la camioneta mientras ella desenganchaba el casco del asiento.

– Sophie.

La chica soltó un grito ahogado.

– Me has dado un susto de muerte -dijo entre dientes-. ¿Qué haces aquí?

Vito vaciló, no tenía claras las palabras. Le mostró la rosa blanca que escondía detrás de la espalda y vio que ella entornaba los ojos.

– ¿Es una broma? -preguntó con voz baja y áspera-. Pues no tiene gracia.

– No es ninguna broma. Me molesta que pienses que soy uno de esos tíos que juegan con las mujeres. Quiero que sepas que no es así.

Ella se quedó callada un momento, luego sacudió la cabeza y ató el bolso al asiento.

– Muy bien. Eres un príncipe azul -dijo con sarcasmo-. Un tío estupendo. -Se subió a la moto y se escondió la trenza dentro de la chaqueta antes de colocarse el casco en la cabeza-. Te habría dado la lista de todos modos.

Vito hizo girar la rosa entre sus dedos con nerviosismo. Sophie llevaba una chaqueta de cuero negro y había cambiado los guantes de colorines por unos de piel parecidos a los de Vito. Con su expresión severa y todas esas prendas de cuero, parecía más un motero peligroso que la profesora universitaria de vestimenta peculiar que había conocido el día anterior. Se ajustó el casco a la barbilla y se puso de pie para arrancar la moto. Estaba a punto de marcharse y él no había cumplido su misión.

– Sophie, espera.

Ella se detuvo; estaba en equilibrio para poner el motor en marcha.

– ¿Qué?

– Las flores eran para otra persona. -A Sophie le centelleaban los ojos. De ningún modo esperaba que Vito confesara-. Eran para alguien que me importaba y que murió. Iba a llevarlas a su tumba ayer, pero me enredé en el caso. Y te estoy diciendo la verdad. -Por lo menos, hasta el punto en que estaba dispuesto a divulgarla.

Ella frunció un poco el entrecejo.

– La mayoría de la gente lleva claveles al cementerio en invierno.

Él se encogió de hombros.

– Las rosas eran sus flores preferidas.

A Vito se le formó un nudo en la garganta cuando acudió a su mente la imagen de Andrea ocultando el rostro en un ramo de rosas. Rosas rojas. Contrastaban mucho con su piel aceitunada y su pelo moreno. Los colores se reían de él. El pelo de Andrea se tiñó del rojo de la sangre que manaba del agujero de bala de su sien; la bala que él le había disparado.

Se aclaró la garganta con brusquedad.

– Da igual. He ido a comprar flores para mi cuñada, que está en el hospital. Entonces he visto las rosas blancas y me he acordado de ti.

Ella lo escrutaba con recelo.

– O eres muy bueno o estás diciendo la verdad.

– No soy tan bueno. Pero no he engañado a nadie en mi vida, y no quería que pensaras eso de mí. -Depositó la rosa en el manillar-. Gracias por escucharme.

Ella se quedó mirando la rosa un buen rato. Luego relajó los hombros. Se quitó un guante y del bolsillo de su chaqueta sacó una hoja de papel doblada y un bolígrafo. Desdobló la hoja de papel y escribió algo al pie. Luego tragó saliva y se la entregó a Vito.

– Aquí tienes la lista. No hay gran cosa.

Sus ojos denotaban una frustración que sorprendió a Vito y le atenazó el corazón. La lista contenía veinte nombres mecanografiados, algunos acompañados de una dirección web. Al final Sophie había añadido otro nombre.

– A mí sí que me parece gran cosa -dijo él.

Ella se encogió de hombros.

– Los primeros dieciocho regentan puestos en la feria medieval que se celebra todos los otoños. Venden espadas, cotas de malla y cosas así. La mayoría también vende a través de internet. Si alguien ha estado haciendo preguntas sobre instrumentos de tortura medievales, es posible que en primer lugar se haya dirigido a alguno de esos tipos.

– ¿Y los demás?

– Étienne Moraux es un antiguo profesor mío de la universidad de París. Él fue quien guió mi trabajo de investigación para la licenciatura. Es un buen hombre, y tiene muchos contactos en el mundillo de la arqueología. Si alguien ha encontrado hace poco una silla, seguro que él lo sabe. Y si la han vendido o ha desaparecido de algún museo o de alguna colección particular legítima, también lo sabrá. Lo que no tengo muy claro es que conozca el mercado negro, pero quién sabe si le habrá llegado algún rumor.

– ¿Y Kyle Lombard?

– Es alguien muy lejano. Ni siquiera sé por dónde anda. Hace diez años coincidimos en una excavación en el sur de Francia; él estaba haciendo la tesis doctoral e investigaba sobre objetos robados. No llegó a acabar la tesis, y no lo he encontrado en ninguna lista de antiguos alumnos, pero vosotros tenéis vuestros métodos de espionaje.

– Y nuestros dispositivos para borrar la memoria -respondió él, con la esperanza de arrancarle una sonrisa. Pero en vez de eso, los ojos de Sophie se llenaron de una tristeza tal que conmovió a Vito. Sin embargo, no apartó la mirada.

– A veces tengo la impresión de que sería muy útil disponer de un método para eso -musitó.

– Estoy completamente de acuerdo. ¿Qué hay del último nombre? Alan Brewster.

Por un momento los ojos de Sophie expresaron una furia tan intensa que Vito estuvo a punto de dar un paso atrás. No obstante, su enfado pareció esfumarse con tanta rapidez como había aparecido, y una vez más su mirada adoptó un aire de hastío y frustración.

– Alan es uno de los arqueólogos más importantes del nordeste -dijo en voz baja-. Tiene contacto con personas acaudaladas que financian muchas de las excavaciones, tanto aquí como en Europa. Si alguien ha estado adquiriendo piezas, es posible que él lo sepa.

– ¿Sabes dónde puedo encontrarlo?

Sophie rompió el tallo de la rosa y se guardó la flor en el bolsillo con cuidado.

– Es el catedrático de estudios medievales de la Universidad Shelton. Está en Nueva Jersey, no muy lejos de Princeton. -Miró al suelo, vacilante. Cuando levantó la cabeza su mirada estaba llena de desesperanza y resignación-. Si puedes evitar nombrarme, te lo agradeceré.

O sea que Brewster y ella habían tenido alguna historia y habían acabado mal.

– ¿De qué lo conoces, Sophie?

La chica se sonrojó y Vito sintió una punzada de celos, irracional pero innegable.

– Guió mi tesis doctoral.

Él se tragó los celos. Fuera lo que fuese lo que había ocurrido entre ambos, ella todavía lo estaba sufriendo. Le habló con amabilidad.

– Creía que era con Moraux con quien te habías doctorado.

– Sí, más tarde. -La desesperanza de su mirada dejó paso a un silencioso anhelo que a Vito le llegó al alma.

– Ya tienes lo que has venido a buscar, detective. Ahora tengo que irme.

Vito tenía lo que había ido a buscar, pero no todo cuanto necesitaba. De la mirada de los ojos de Sophie dedujo que también ella lo necesitaba. Dobló el papel con rapidez y se lo guardó en el bolsillo al mismo tiempo que ella se ponía el guante.

– Sophie, espera. Hay algo más.

Sin darse tiempo a cambiar de idea, Vito se montó sobre la rueda delantera de la moto, rodeó con las manos el casco de Sophie y cubrió sus labios con los propios.

Ella dio un respingo y luego lo asió por las muñecas. Sin embargo, no le retiró las manos, y durante unos preciados instantes ambos se concedieron lo que necesitaban. Qué dulce era, qué labios más suaves; su aroma le hizo bullir la sangre. Necesitaba más. Tanteó la correa que le ajustaba el casco a la barbilla y consiguió desatarla. Sin romper el contacto, le quitó el casco de la cabeza y lo depositó en el suelo tras de sí. Luego le acarició el cabello de la nuca. La atrajo hacia él, y se disponía a tomarle la boca con los labios cuando de pronto el beso dejó de ser lento y dulce para tornarse atrevido y apremiante.

Ella se asió a sus hombros, se puso de puntillas y mordisqueó sus labios con ardientes y ávidos bocaditos mientras de la garganta le brotaba un anhelante gemido. Vito estaba en lo cierto. La idea se abrió paso a través del deseo mientras le separaba los labios con apremio y profundizaba en el beso. Ella lo necesitaba tanto como él. Tal vez más.

Ella tenía los dedos clavados en los hombros de su abrigo y a él el corazón le palpitaba tan fuerte que su sonido era todo cuanto podía oír. Vito sabía que aquello era siquiera el inicio de lo que necesitaba satisfacer. Lo que de verdad necesitaba no iba a ocurrir montados en la moto en mitad de un aparcamiento. Dejó su cálida boca y con los labios le acarició el mentón hasta presionarle la parte inferior, donde el pulso le latía con fuerza y rapidez.

Se retiró lo justo para escrutar su rostro. Tenía los ojos muy abiertos, y en ellos observó avidez, necesidad e incertidumbre, pero no arrepentimiento. Poco a poco ella bajó los talones al suelo y le recorrió los brazos con las manos hasta llegar a sus muñecas. Le retiró las manos del pelo, cerró los ojos, le rodeó las manos con las suyas y permaneció así un rato mientras él sentía latir su corazón. Luego, con delicadeza, lo soltó y abrió los ojos. Su mirada era de nuevo desesperanzada, más incluso, y Vito supo que iba a alejarse de él.

– Sophie -empezó, con voz grave y áspera. Pero ella posó los dedos en sus labios.

– Tengo que irme -susurró, y se aclaró la garganta-. Por favor.

Él le alcanzó el casco que había depositado en el suelo y la observó ajustárselo de nuevo a la barbilla. No quería que se marchara así. No quería que se marchara nunca.

– Sophie, espera. Te debo una pizza.

Ella le dirigió una sonrisa forzada.

– No puedo. Tengo que ir a ver a mi abuela.

– ¿Y mañana?

Pero ella negó con la cabeza.

– Los martes doy clases de posgrado en Whitman. -Alzó la mano y lo detuvo antes de que siguiera insistiendo-. Por favor, no lo hagas, Vito. Ayer, cuando te conocí tenía la esperanza de que fueras un hombre decente y luego me disgusté mucho al pensar que no lo eras. Estoy muy contenta de que lo seas, de veras. Así que… -Sacudió la cabeza; ahora sus ojos sí reflejaban arrepentimiento-. Buena suerte.

Se puso de pie, arrancó la moto y salió zumbando del aparcamiento. Mientras observaba cómo se marchaba, Vito cayó en que era la tercera vez en dos días que lo hacía.

Lunes, 15 de enero, 18:45 horas

Sophie se recostó en la silla y suspiró frustrada.

– Abuela, tienes que comer. El médico dice que no conseguirás salir de aquí si no recuperas fuerzas.

Su abuela miró el plato.

– Yo esto no se lo daría ni a los perros.

– Tú a tus perras les das filete, abuela -la reprendió Sophie-. Ojalá yo comiera tan bien.

– Solo les doy filete una vez al año. -Levantó la barbilla-. Para su cumpleaños.

Sophie alzó los ojos en señal de exasperación.

– Ah, claro, porque es una ocasión especial. -Volvió a suspirar-. Abuela, come, por favor. Quiero que te pongas fuerte y vuelvas a casa.

La mirada desafiante abandonó los ojos de Anna y sus menudos hombros se desplomaron sobre la almohada.

– No volveré a casa, Sophie. Ya va siendo hora de que las dos lo aceptemos.

Sophie notó una opresión en el pecho. Su abuela siempre había tenido una salud de hierro, pero el derrame la había dejado débil e incapacitada de la mitad derecha del cuerpo y al hablar aún arrastraba demasiado las palabras para que las personas que no la conocían la entendieran. Un reciente brote de neumonía la había debilitado más todavía y cada vez que respiraba sentía dolor.

Antes el mundo entero era el hogar de Anna: París, Londres, Milán. Los amantes de la ópera acudían en tropel para oírla cantar Orfeo. Ahora el mundo de Anna era aquella pequeña habitación en una residencia geriátrica.

Aun así, lo último que Anna necesitaba era que la compadecieran y por eso Sophie endureció la voz.

– Mierda.

Anna abrió los ojos como platos.

– ¡Sophie!

– Vamos, te he oído pronunciar esa palabra mil veces.

«Al día», añadió Sophie para sí.

Sendas manchas de rubor riñeron las pálidas mejillas de Anna.

– Eso da igual -gruñó, y bajó la vista al plato-. Sophie, esta comida es repugnante. Es mucho peor de lo habitual. -Arqueó la ceja izquierda, la única que era capaz de mover-. Pruébala tú.

Sophie lo hizo y torció el gesto.

– Tienes razón. Espera. -Se dirigió a la puerta y vio a una de las enfermeras en el mostrador-. ¿Enfermera Marco? ¿Han contratado a un nuevo dietista?

La enfermera levantó la vista de la tablilla sujetapapeles con expresión cautelosa.

– Sí. ¿Por qué?

La mayoría del personal de la residencia era maravilloso, pero la enfermera Marco era una cascarrabias. Decir que Anna y ella no se llevaban bien era quedarse corto, por eso Sophie trataba de que sus visitas coincidieran con el turno de Marco. Así se aseguraba de que la sangre no llegaba al río.

– Porque la comida está malísima. ¿Podría traerle a Anna otra cosa?

Marco frunció los labios.

– Tiene que seguir una dieta controlada, doctora Johannsen.

– Y la sigue, se lo prometo. -Sophie esbozó la sonrisa más encantadora que pudo-. No se lo pediría si no estuviera tan mala. Por favor.

Marco exhaló un suspiro.

– Muy bien. Tardará una media hora.

Sophie volvió a sentarse junto a la cama de Anna.

– Marco te traerá otra cosa de cenar.

– Es mezquina -musitó Anna, y cerró los ojos.

Sophie frunció el entrecejo. Últimamente su abuela decía cosas como aquella cada vez con más frecuencia y no estaba segura de hasta qué punto eran ciertas. Era probable que se debiera a su pésimo humor por estar incapacitada y encontrarse mal; no obstante a Sophie le preocupaba que fuera por algún otro motivo.

A Sophie le preocupaban muchas cosas esos días: Anna, el dinero, la profesión que esperaba poder retomar tarde o temprano. Aquel día una nueva preocupación se había sumado al resto: lo que Vito Ciccotelli pensaría de ella después de entrevistarse con Alan Brewster.

Se llevó los dedos a los labios y se recreó recordando el beso. Su corazón empezó de nuevo a latir con fuerza. Quería más, mucho más. Y durante unos instantes se había permitido albergar la esperanza de que tal vez por una vez lograría obtenerlo.

«Qué tonta eres.» Por fin había conocido a un hombre que podía llegar a ser todo cuanto deseaba, y ella lo había enviado nada menos que a ver a aquel que más probabilidades tenía de acabar describiéndola como una chica fácil obsesionada por el sexo y sin ningún tipo de moralidad. «Tal vez no crea a Alan.» Bah. Todos los hombres creían a Alan, porque por algún motivo todos querían creer que era una facilona y que estaba dispuesta a acostarse con el primero que se lo pidiera.

«Nueve tumbas, Sophie. Has hecho lo correcto.» Pero ¿por qué lo correcto la dejaba siempre hecha una porquería? Con un suspiro, se arrellanó en la silla y contempló a Anna mientras dormitaba.

Lunes, 15 de enero, 18:50 horas

– ¿Qué tal te ha ido con la fiscal? -preguntó Vito en cuanto entró en el sedán de Nick. Se habían encontrado en la puerta de la fábrica donde trabajaba Sherry, la novia de Warren Keyes.

– Bien. -Nick le adelantó información-. López cree que puede pillar al traficante.

– Entonces al menos se hará algo de justicia -dijo Vito mientras desenvolvía el sándwich. El olor a carne impregnó el interior del vehículo-. Es mucho mejor algo de justicia que nada.

El hecho de que Nick se encogiera de hombros indicaba que no estaba de acuerdo, pero no pensaba discutir.

– ¿Qué me he perdido?

– He examinado los listados de personas desaparecidas y he señalado todos los nombres que vagamente podrían corresponder a nuestras víctimas. He conseguido la aprobación de Liz para que un retratista haga un dibujo que podamos mostrarle a la gente.

– ¿Te ha dado dinero?

– No, ojalá. Lo hará Tino.

Nick pareció impresionado.

– Qué buena idea.

– A estas horas debe de estar a punto de encontrarse con Katherine en el depósito de cadáveres. También he ido al hospital a ver a Molly. Está mejor.

– Has estado muy ocupado. ¿Han descubierto cómo se contaminó Molly?

– Sí. Los de la oficina de protección del medio ambiente descubrieron que el contador del gas estaba roto.

– ¿Aún se fabrican contadores de mercurio?

– No, pero Dino vive en una casa antigua y el contador es viejo. A mi padre le han explicado que la compañía ha iniciado una campaña para sustituirlos, pero todavía no han llegado al barrio de Dino. Han encontrado mercurio en la tierra, debajo del contador.

– Un contador no se rompe así como así.

– Creen que recibió un golpe de una pelota, una piedra o algo parecido. Mi padre les ha preguntado a los chicos, pero ninguno sabe nada. Molly dice que el viernes el perro se llenó de barro, ella lo bañó y por eso entró en contacto con el mercurio. El veterinario ha visitado al perro y le ha encontrado niveles bajos de mercurio, no el suficiente para causarle daño. Pero después de bañar al perro, Molly pasó el aspirador y extendió el mercurio por la casa. Tienen que cambiar toda la moqueta si quieren volver a vivir allí, así que tendré compañía por un tiempo.

– Bueno, me alegro de que Molly esté bien. Eso es lo que de verdad importa.

Vito se sacó del bolsillo la lista de Sophie.

– Y… -suspiró- he ido a ver a Sophie.

– Realmente has estado muy ocupado. -Nick examinó la hoja-. Vendedores de objetos medievales, cotas de malla… -Levantó la cabeza, una idea iluminaba su mirada-. Los moretones circulares del chico a quien le falta media cabeza. Puede que llevara puesta una cota de malla.

Vito asintió.

– Tienes razón. Los moretones son de ese tamaño. Bien pensado.

– Un profesor universitario en Francia -prosiguió Nick-. Un tal Lombard de paradero desconocido. Y Alan Brewster. ¿Por qué ha escrito su nombre a mano?

– Lo añadió en el último momento. Creo que entre ellos hubo alguna historia que acabó mal.

Nick levantó un momento la vista del papel.

– ¿Lo de «historia» va con doble sentido?

Vito alzó los ojos en señal de exasperación.

– No. Primero he pensado en llamar a su casa, pero luego me ha parecido mejor ir a verlo personalmente.

Nick se quedó pensativo.

– Así que ese tipo le hizo daño a Sophie, ¿no?

– Eso parece. No quiere que mencione su nombre.

– ¿Qué la habrá hecho cambiar de idea?

– Le he dicho la verdad. Más o menos -añadió al ver que Nick arqueaba una ceja. Pensó en la delicadeza con la que Sophie se había guardado la rosa en el bolsillo, y recordó el beso que seguía ocupando sus pensamientos-. Me ha creído. Luego me ha dado la lista y ha añadido el nombre de Brewster.

– ¿Piensas ir a verlo mañana?

Vito asintió.

– Le he dicho a Tino que empiece por la mujer de las manos unidas. Quiero mostrarles el resultado a los actores que frecuentan el barrio de los teatros, pero no suelen dejarse caer por allí hasta última hora de la tarde. Me dará tiempo de ir a ver a Brewster por la mañana. Puede que él nos oriente en la dirección correcta. Si descubrimos de dónde salen los instrumentos, podremos rastrear el dinero.

– Bueno, cuando acabemos con esto volveré al despacho para obtener información sobre Kyle Lombard. Puedo tratar de localizarlo mañana, mientras espero para declarar. -De repente Nick se puso tenso-. Ahí está. Sherry Devlin. -Señaló a una joven que salía de un Chevette herrumbroso-. Se la ve rendida. Me pregunto dónde habrá estado.

Vito recuperó la lista de Sophie, la dobló y se la guardó en el bolsillo.

– Vamos a averiguarlo -dijo, y los dos salieron del coche de Nick y se acercaron a Sherry Devlin-. ¿Señorita Devlin?

Ella se dio media vuelta y al verlos se quedó paralizada de horror.

– Relájese -dijo Vito-. Somos detectives, del Departamento de Policía de Filadelfia. No queremos hacerle daño.

Ella miró a Vito y luego a Nick; seguía teniendo la mirada algo alterada.

– ¿Es por Warren?

– ¿Dónde ha estado hoy, señorita Devlin? -preguntó Nick, en lugar de contestarle.

Sherry alzó la barbilla.

– En Nueva York. He pensado que tal vez Warren hubiera ido allí a buscar trabajo. Ya que la policía no me ayuda a encontrarlo, he decidido encontrarlo yo misma.

– ¿Y ha descubierto algo? -preguntó Vito en tono amable, y ella negó con la cabeza.

– No. En ninguna de las agencias para las que había trabajado saben nada de él desde hace mucho tiempo. -La postura de la chica denotó cierta tensión y Vito supo que había adivinado por qué estaban allí.

– Señorita Devlin, soy el detective Ciccotelli. Este es mi compañero, el detective Lawrence. Le traemos malas noticias.

El rostro de la chica perdió el color.

– No.

– Hemos encontrado el cadáver de Warren, señorita Devlin -dijo Nick con amabilidad-. Lo sentimos mucho.

– Sabía que le había ocurrido algo horrible. -Levantó la vista, aturdida por el pesar-. Me dijeron que se había marchado, pero yo sabía que él no me dejaría nunca, no por voluntad propia.

– Deje aquí su coche. La acompañaremos a casa. -La ayudó a acomodarse en el asiento de atrás y luego se agachó a su lado-. ¿Cómo sabía dónde buscarlo en Nueva York?

Ella pestañeó despacio.

– Por su book.

– Hemos estado examinando su book, señorita Devlin -dijo Nick-. No hemos visto ninguna lista de agencias de modelos, solo fotos.

– Ese es su book fotográfico -musitó ella-. El que contiene su currículum está colgado en internet.

Vito sintió que un impulso eléctrico le recorría la columna vertebral.

– ¿En internet? ¿Dónde?

– En tupuedessermodelo.com. Tiene una cuenta.

– ¿Qué tipo de cuenta? -preguntó Nick.

La chica parecía desconcertada.

– Una cuenta para modelos. Cuelgan sus fotos y su experiencia profesional y quien quiera contratarlos puede ponerse en contacto con ellos a través de la página.

Vito miró a Nick. «Bingo.»

– ¿Usaba Warren alguna vez su ordenador?

– Claro. Venía más veces a mi casa de las que yo iba a casa de sus padres.

Vito le apretó la mano.

– Nos llevaremos su ordenador al laboratorio.

– Muy bien -musitó ella-. Hagan lo que sea necesario.

Lunes, 15 de enero, 20:15 horas

– Sophie, despiértate.

Sophie pestañeó y fijó la vista en el rostro de Harry. Se había quedado dormida en la silla, junto a la cama de Anna.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -Hizo una mueca al recordarlo-. Teníamos que ir a Lou's, a comernos un sándwich de ternera con queso. Se me había olvidado. Dios, yo también tengo hambre.

– Te he traído uno. Lo tengo en el coche.

– Siento haberte dado plantón. El día ha sido muy largo. -Contempló el rostro de Anna, dormida-. La enfermera Marco debe de haberle dado las medicinas. No se despertará en toda la noche, así que lo mejor que puedo hacer es marcharme.

– Entonces ven a comerte tu sándwich y cuéntame por qué ha sido tan largo el día.

Una vez en el coche, Sophie se quedó mirando la residencia de ancianos mientras comía.

– La abuela no para de decir que esa enfermera se porta mal con ella. ¿Se lo dice también a Freya?

– Freya no me ha dicho nada de eso. -Harry frunció el entrecejo-. ¿Crees que Anna sufre malos tratos?

– No lo sé. No me gusta nada tener que dejarla sola por las noches.

– No tenemos más remedio, a menos que contratemos a una enfermera particular, y sale muy caro. Ya lo he mirado.

– Yo también. Si apenas puedo pagar la residencia, y el dinero de Alex pronto se habrá agotado.

Harry apretó la mandíbula.

– No tendrías que gastarte la herencia para cuidar de Anna.

Ella le sonrió.

– ¿Por qué? ¿Para qué otra cosa la quiero? Harry, todo cuanto tengo cabe en esta mochila. -Señaló la bolsa con el pie-. Y me gusta que así sea.

– A mí me parece que solo tratas de convencerte de ello. Alex tendría que haberte dejado mejor situada.

– Alex me dejó bien situada. -Harry siempre había pensado que su padre biológico tendría que haber hecho más por ella-. Me pagó la universidad para que pudiera situarme por mí misma, claro que no es que lo esté haciendo muy bien. -Puso mala cara-. S'il vous plaît.

– Déjame adivinarlo. Has tenido que volver a hacer de Juana de Arco.

– Sí -confirmó ella con tristeza-. Y peor que eso es que algún conocido me vea de esa guisa. -Se había avergonzado de que Vito y Nick la vieran disfrazada. Pero aún le avergonzaba más que Vito descubriera qué tipo de persona era. Alan se encargaría de hincharle la cabeza.

– A mí me parece que haces muy bien de Juana de Arco -opinó Harry-. ¿Quién te ha visto?

– Ese chico. No pasa nada. -Claro que pasaba algo; había pasado algo increíble. Se encogió de hombros-. Pensaba que era un traidor, pero resulta que es un tipo estupendo.

– Entonces, ¿cuál es el problema, Sophie? -le preguntó Harry en tono amable.

– El problema es que está a punto de conocer a Alan Brewster.

La mirada de Harry se ensombreció.

– Esperaba no volver a oír ese nombre jamás.

– Yo también. Pero las cosas no siempre salen como nos gustaría, ¿verdad? No me cabe duda de que cuando Vito hable con Alan, en menos de una hora me considerará una facilona, y lo que es peor, una hipócrita al haberlo reprendido por engañar a su novia cuando ni siquiera la tiene.

– Si de verdad es buena persona no escuchará los comentarios viperinos del asqueroso de Brewster.

– Te entiendo, tío Harry, pero yo sé mejor que tú lo que pasa. En cuanto hablan con Brewster, todos los hombres cambian de opinión sobre mí. No consigo que la gente de aquí olvide.

Harry se puso triste.

– Volverás a Europa cuando Anna muera, ¿verdad?

– No lo sé. Tal vez. En cualquier caso no puedo quedarme en Filadelfia. Y lo más curioso es que ocurrió allí, pero es aquí donde la historia no se olvida. Alan y su esposa no lo permitirán porque a mí, la gran heroína, no se me ocurrió otra cosa que hacer lo que debía; decírselo a su esposa. Merde. La estúpida heroína, más bien -masculló-. La confesión no fortalece el espíritu, y existen buenos motivos para que la esposa sea siempre la última en saberlo.

– Sophie, es la primera vez que no me dices que Anna no va a morir.

Sophie guardó silencio.

– Lo siento. Claro que Anna…

– Sophie. -La reprendió con cariño-. Anna ha vivido una vida plena. No te sientas culpable por pensar que no saldrá adelante, ni por seguir con tu vida una vez que ella muera. Has renunciado a muchas cosas para volver a casa. Ella te lo agradece. Y yo también.

Sophie tragó saliva.

– ¿Qué otra cosa podía hacer, Harry?

– Nada. -Le dio una palmada en la rodilla-. ¿Te has terminado el sándwich? Tengo que eliminar las pruebas. Freya no debe saber que he estado en Lou's. Mi dieta no lo contempla.

– Notará el olor a cebolla. Lo siento, Harry. No tienes escapatoria.

– Bueno, ha valido la pena. Conduciré con las ventanillas abiertas de vuelta a casa. -Y bajó la ventanilla.

Sophie recogió su mochila y la basura y se bajó del coche.

– Ya me encargo yo de deshacerme de las pruebas -dijo con un fuerte susurro-. Ya nos veremos, Harry.

– Sophie, espera. -Ella se volvió y se apoyó en la ventanilla del conductor. El semblante de Harry era serio-. Si Vito es buena persona, nada de lo que Brewster diga le hará menospreciarte.

Ella lo besó en la mejilla.

– Eres un encanto. Ingenuo, pero un encanto.

Él torció el gesto.

– Solo temo que te cruces con el hombre adecuado y estés tan convencida de que tiene mala opinión de ti que no le des siquiera una oportunidad. No quiero ver cómo desaprovechas la ocasión, Sophie. No sé cuántas se nos presentan en la vida.

9

Lunes, 15 de enero, 21:00 horas

– Aquí está.

Vito observó la fotografía de Warren Keyes en tupuedessermodelo.com. Entró en la cuenta con su propio ordenador, desde la comisaría, gracias al nombre de usuario y la contraseña que le había proporcionado Sherry Devlin. El ordenador de Sherry se encontraba dentro de una caja sobre el escritorio de Nick. Estaba previsto que en menos de una hora apareciera uno de los técnicos informáticos del equipo de Jeff a examinarlo.

– Tiene un currículum muy irregular -dijo Nick, de pie tras Vito-. No ha trabajado mucho.

Vito accionó el ratón sobre la sección de la página de Warren que contenía las estadísticas.

– No parece que le salieran muchos papeles últimamente. Seis en los últimos tres meses. Pero mira la última fecha.

– El tres de enero. Es el día anterior al último en que Sherry lo vio con vida. ¿Será casualidad?

– No lo creo. -Vito entró en el apartado fotográfico y accionó unas cuantas imágenes que resumían la carrera de Warren Keyes-. Mira esta. -Eran dos fotos correlativas, dos primeros planos del bíceps de Warren. La primera mostraba con bastante detalle el Oscar que llevaba tatuado, mientras que en la segunda lo habían hecho desaparecer con maquillaje-. Hay algo de ese tatuaje que me inquieta.

– ¿Del Oscar? No me parece raro en un joven que quiere ser actor.

– No se trata de eso. -Vito sacudió la cabeza-. Hace algún tiempo fui a Chicago a visitar a Tess y ella me llevó a un museo en el que se exhibían las estatuillas que la Academia iba a otorgar ese año. -Se volvió a mirar a Nick-. La empresa que las fabrica está en Chicago.

– Muy bien -dijo Nick despacio-. ¿Y?

Vito pensó en la estatuilla y por fin hizo memoria.

– La figura del Oscar representa a un caballero.

– ¿Qué?

– Sí; es un caballero. -Vito, emocionado, buscó en Google y obtuvo un primer plano de la estatuilla-. Mira sus manos. Están en la misma postura que las de Warren.

Nick soltó un quedo silbido.

– ¡Virgen Santa! Mira eso. Lleva nada menos que una espada. Si tumbáramos la estatuilla, sería la viva imagen del chico que está en el depósito de cadáveres.

– No hay casualidad que valga -dijo Vito con convencimiento-. Eligió a Warren por el tatuaje.

– O tal vez eligió la postura de Warren por el tatuaje.

– No. El asesino lo tenía todo planeado. Unas semanas antes había fijado la postura de las manos de la chica. Santo Dios, Nick. Eligió a Warren por el puto tatuaje.

– Mierda. -Nick se sentó-. Me pregunto si también habrá aquí una foto de la chica.

– Y del tipo al que le falta media cabeza. Y el del balazo entre los ojos. -Vito consultó su reloj-. Tino lleva desde las siete en el depósito. Tal vez ya tenga algo que pueda servirnos.

En ese momento, como si de una señal se tratara, se oyó el timbre del ascensor y Tino entró en la oficina. Vito hizo una mueca. Su hermano menor estaba pálido y ojeroso y la mirada de sus oscuros ojos era sombría.

– No tendría que haberle pedido que hiciera una cosa así.

– Sobrevivirá -lo animó Nick, y se puso en pie-. Hola, Tino. -Sacó una silla-. Siéntate.

Tino se dejó caer en el asiento.

– ¿Cómo te las arreglas para ver cosas así todos los días y resistirlo, Vito?

– Es cuestión de experiencia -respondió Nick en su lugar-. ¿Qué nos traes?

Tino le tendió un sobre.

– No tengo ni idea de si guarda algún parecido con la realidad. He hecho lo que he podido.

– Es mejor que lo que teníamos antes -dijo Vito-. Lo siento, Tino. No debería…

– Déjalo -lo interrumpió Tino-. Estoy bien, y sí, has hecho lo que debías. Es solo que ha resultado más fuerte de lo que esperaba. -Forzó una sonrisa-. Sobreviviré.

– Eso mismo le he dicho yo. -Nick sacó el dibujo del sobre. En la hoja se veía un rostro femenino de facciones serias y Vito observó que su hermano había captado la estructura facial de la chica. Pero más que eso se observaba en ella una tristeza conmovedora que Vito sospechaba que se debía a los propios sentimientos de Tino plasmados en el dibujo. Estaba muy bien hecho.

Nick emitió un sonido aprobatorio.

– Uau. ¿Cómo es que tú no sabes dibujar así, Vito?

– Él sabe cantar -respondió Tino con voz cansina-. A Dino se le da bien enseñar, a Gino hacer construcciones y Tess cocina de maravilla. -Exhaló un suspiro-. Por cierto, me voy a casa, Vito. Tess debe de estar allí con los chicos y quiero pedirle que me prepare algo de cenar. -Se pasó la lengua por los labios con desagrado-. Lo que sea con tal de quitarme este mal sabor de boca.

Vito se acordó de la cecina de ternera de Sophie.

– Dile a Tess que le eche especias y guardadme un poco. Ah, y dile que se instale en mi habitación. Yo dormiré en el sofá.

Tino se puso en pie.

– La forense me ha mostrado los otros cadáveres, Vito. No creo que pueda hacer nada por el chico… -Hizo una mueca-. Ya sabes, al que le falta la cabeza. Y el chico de la bala lleva demasiado tiempo muerto, igual que el de la metralla. Os hará falta…

– Espera. -Vito alzó la mano para interrumpirlo-. ¿Qué metralla?

– La forense lo llama el uno-cuatro.

Nick frunció el entrecejo.

– ¿Metralla? ¿De qué va eso?

– Me parece que tenemos que ir al depósito a ponernos al corriente -observó Vito con tristeza-. Lo siento, Tino. Sigue. ¿Qué nos hará falta?

– Iba a decir que os hará falta un antropólogo forense para reconstruir los rostros. Sin embargo, creo que podré plasmar los de los ancianos. Volveré mañana para intentarlo.

Vito sintió una punzada de orgullo.

– Te lo agradecemos.

Tino se abrochó la cremallera del abrigo y esbozó una sonrisa ladeada.

– Espero que me recomendéis. Quién sabe, tal vez descubra una nueva profesión. Bien sabe Dios que con el arte no se gana uno la vida.

– ¿Dónde está la pila de listados de personas desaparecidas? -preguntó Nick cuando Tino se hubo marchado-. Podemos buscar en la página de tupuedessermodelo.com los nombres de las personas desaparecidas que coincidan con el perfil de la chica. Luego podemos comparar las fotos con el dibujo de Tino.

– Parece un buen plan.

Lunes, 15 de enero, 21:55 horas

Nick arrojó el listado de personas desaparecidas sobre el escritorio de Vito con indignación.

– Es el último. -Miró la página de tupuedessermodelo.com que aparecía en la pantalla del ordenador-. La chica no está ahí.

– O no está ahí. -Vito señaló el listado-. Tal vez no denunciaran su desaparición. O tal vez no fuera de aquí. Que Warren fuera de Filadelfia no quiere decir que la chica también tenga que serlo. No pienso darme por vencido todavía.

– Joder -gruñó Nick-. Me habría gustado encontrarla enseguida.

– Vete a casa -dijo Vito-. Yo seguiré buscando mientras espero a que el técnico informático examine el disco duro de Sherry. Si hace falta, comprobaré una a una las fotografías de todas las modelos.

– Debe de haber unos cinco mil nombres ahí dentro. Te llevará toda la noche.

– Puede que no. -Vito pasó el cursor por los menús desplegables-. No creo que los publicistas que buscan modelos abran todas las fotografías una por una. Es posible que puedan hacer una búsqueda de las rubias, las morenas, las bajas, las altas o las que sean.

Nick se incorporó un poco en el asiento.

– O sea que se puede reducir la búsqueda. Sabes que era morena, medía un metro cincuenta y siete, tenía el pelo corto y los ojos azules.

– El color del pelo y de los ojos puede cambiarse. Puede que llevara lentes de contacto o una peluca. Sin embargo la altura no se cambia. -Vito fijó la vista en la pantalla-. Es posible hacer una búsqueda y luego ordenarla según las características físicas. Tenemos que empezar a buscar por un metro cincuenta y siete y ordenar luego la lista según el color del pelo y después de los ojos. -Rellenó los campos y accionó el botón de búsqueda-. Vete a casa. Ya me quedo yo.

– No, por Dios. La cosa vuelve a ponerse interesante. Además, en esta página salen chicas monísimas. Incluso pone la talla de sujetador. ¿Qué más quieres?

– Nick. -Vito alzó los ojos en señal de exasperación y sacudió la cabeza.

– ¿Qué pasa? Vuelvo a estar sin compromiso y no tengo tiempo de salir de noche. -Su expresión se tornó pícara-. Ni tampoco tengo la suerte de gustarle a Sophie Johannsen.

Él le gustaba. Vito tragó saliva. Si se hubiera implicado un poco más, Vito habría necesitado reanimación cardiorrespiratoria. Pero no quería implicarse más. Lo había rechazado, otra vez. La noche anterior había habido un malentendido. Esa noche, sin embargo, Vito sospechaba que Sophie lo había entendido todo a la perfección, aun cuando él no acabara de entenderlo. Hizo caso omiso de Nick y observó la pantalla.

– Solo cien resultados. Es una suerte que fuera bajita. La mayoría de las modelos son altas.

– Como Sophie.

– Nick -dijo Vito entre dientes-. Cállate.

Nick le dirigió una mirada de desconcierto.

– Hablas en serio, ¿verdad? Yo creía que…

– Pues creías mal. Y esta vez no pienso insistir.

Nick pareció darle vueltas al asunto durante unos instantes.

– Muy bien. Volvamos al trabajo.

Vito entró en el book de cada una de las modelos, de pronto se detuvo con expresión perpleja.

– Dios, qué bueno es Tino.

El rostro que los miraba desde la pantalla era exactamente igual al dibujado por Tino.

– Ya me lo parecía a mí. -Nick se inclinó para observar la imagen más de cerca. Estaba muy serio-. Brittany Bellamy. Joder, Chick. No tenía ni veinte años. Haz clic en «contactar».

Vito lo hizo, pero lo que se abrió fue un e-mail en blanco.

– No sale ningún número de teléfono ni información geográfica, y no quiero enviar un e-mail. Si estamos en lo cierto, no obtendremos respuesta.

– Porque está muerta -masculló Nick-. Y si estamos equivocados, revelaríamos detalles sobre el modus operandi del asesino que pueden resultar de vital importancia. Pero puedes contactar con sus antiguos clientes por la mañana. -Se puso en pie-. Me voy a casa. Te llamaré cuando salga del juzgado.

– Buena suerte -le deseó Vito. Luego marcó el número de teléfono de casa de Liz Sawyer-. Hola, soy Vito.

– ¿Qué has descubierto?

– La posible identidad de la chica de las manos unidas. -La puso al corriente-. Mañana te lo confirmaré.

– Buen trabajo, Vito. En serio. Y dale las gracias a tu hermano de mi parte.

Liz no solía deshacerse en elogios. Cuando hacía alguno, resultaba muy agradable.

– Gracias. Se las daré.

– He revisado los turnos y he dejado libres a Riker y a Jenkins. Ellos te ayudarán con las pistas y las identificaciones desde mañana por la mañana.

Liz lo había hecho muy bien. Tim Riker y Beverly Jenkins eran buenos policías.

– ¿Puedo contar con ellos todo el día?

– Unos cuantos días. Lo he arreglado lo mejor que he podido.

– Te lo agradezco. Necesito que consigan información de Brittany Bellamy entre los clientes para quienes trabajó como modelo. Por mi parte, la arqueóloga me ha facilitado los nombres de unas cuantas personas y quiero tratar de localizarlas. Puede que alguna de ellas nos ayude a encontrar la procedencia de los instrumentos que utiliza el asesino. Necesitaré seguir la pista del dinero.

– Siempre hay que ir detrás del dinero -convino Liz-. Convoca una reunión mañana a las ocho en punto.

– Lo haré. Oye, tengo que dejarte. Me parece que ha llegado el técnico informático.

A su escritorio se acercó un joven con un portátil.

– ¿Eres Ciccotelli?

– Sí. ¿Tú eres el ayudante de Jeff?

El chico esbozó una sonrisa ladeada.

– Prefiero que me llamen Brent. -Estrechó la mano a Vito-. Soy Brent Yelton. Y, para tu información, si andas llamándonos «los ayudantes de Jeff» no harás muchos amigos en nuestra planta.

Vito sonrió.

– Lo tendré en cuenta. El ordenador está dentro de la caja. Gracias por venir.

Brent asintió.

– Fui yo quien revisó el ordenador que encontrasteis en la habitación de Keyes. Le dije a Jeff que contara conmigo si surgía algo nuevo sobre el caso.

Vito frunció el entrecejo.

– Jeff me ha dicho que me hacía un favor especial enviándote. Es un cabrón.

Brent se echó a reír mientras conectaba el ordenador de Sherry con su portátil.

– Es un buen motivo para no relacionarse con él.

Se sentó en la silla de Nick y trabajó en silencio durante cinco minutos. Al final levantó la cabeza.

– Bueno, de esta máquina no han borrado información. No hay rastro del virus que dejó limpio el ordenador de la víctima. De todos modos, alguien ha estado borrando cosas del historial.

Vito rodeó la mesa para situarse tras él.

– ¿Qué quieres decir?

– La información del ordenador de la víctima la borró un virus. Esto, sin embargo, lo ha hecho un simple aficionado. Alguien que no quería que se supiera que había visitado ciertas páginas y las ha borrado del historial. Pero eso no las elimina del disco duro. -Levantó la cabeza-. Es un gran error que comete la gente que se conecta a páginas porno desde el trabajo. Borran el historial pero las páginas siguen estando en el disco duro, y cualquier técnico informático que se precie puede encontrarlas.

– Está bien saberlo -dijo Vito con ironía-. ¿Qué páginas ha borrado este aficionado?

Brent tardó un poco en reaccionar.

– Es la primera vez que lo hago. Alguien ha borrado las entradas a medievalworld.com, medievalhistory.com… Aquí hay una de lucha con espada, otra de indumentaria medieval, más de lo mismo, y… Mmm. Una página de cruceros por el Caribe.

Vito suspiró.

– Su viaje de luna de miel. Warren y Sherry iban a casarse. La chica me ha contado que él le había dejado caer algún comentario sobre los cruceros, para averiguar si era eso lo que le apetecía hacer.

– ¿Y lo de la Edad Media?

Vito miró la lista con amargura.

– Todo tiene un sentido, solo que aún no estoy seguro de cuál es.

– Llámame si encuentras algún otro ordenador del que hayan borrado información. Tengo que confesar que estoy intrigado. Ese virus utiliza uno de los códigos más sofisticados que he visto en mi vida. Aquí tienes una tarjeta con mi móvil. -Sonrió mientras recogía el portátil-. Así no tendrás que recurrir a Jeff.

– Gracias, tío. -Vito se guardó la tarjeta de Brent en el bolsillo y marcó el número de móvil de Jen McFain.

– McFain. -No había buena cobertura, pero Vito notó claramente el cansancio en la voz de Jen.

– Jen, soy Vito. ¿Qué ocurre?

– Acabo de enviar el octavo cadáver al depósito. Otra anciana. Sin cosas raras.

– Quieres decir que no tiene balas, ni metralla, ni cáncer, ni marcas extrañas, ni las manos atadas.

– Más o menos. Ahora estamos con la última tumba. Es la primera de la primera fila.

– Bueno, estamos seguros de la identidad del Caballero, y puede que sepamos también la de la Dama.

– Uau. -Jen parecía impresionada-. Qué rapidez.

– Gracias. Tú tampoco lo estás haciendo mal. Has desenterrado seis cadáveres en un día.

– No lo habríamos conseguido sin el plano de Sophie. Lo duro vendrá mañana, cuando empecemos a examinar la tierra que hemos retirado.

– Hablando de mañana, tenemos una reunión a las ocho en punto. ¿Podrás asistir?

– Si te encargas de que haya café y rosquillas de la panadería de tu calle, iré. No cuelgues. Mis ayudantes me están llamando. -Un minuto después estaba de vuelta-. Han desenterrado el último. -Su voz había recobrado la energía-. Es una chica joven, Vito. Y le falta una pierna.

Vito hizo una mueca.

– ¿Quieres decir que el asesino se la ha cortado?

– No. Ya se la habían amputado. Y… Dios mío, Vito, buenas noticias. Tiene una placa en el cráneo. Menudo tesoro.

Vito pestañeó, atónito.

– ¿Tiene una placa incrustada en el cráneo? Y ¿qué pasa? ¿Que es de oro? Jen, eso no tiene ningún sentido.

Ella dio un resoplido de frustración.

– Mierda, Vito, céntrate en lo que estamos haciendo.

– Lo siento, estoy cansado. Dímelo otra vez.

– Para mí tampoco ha sido un día fácil. Presta atención. El cráneo se ha descompuesto y ha dejado al descubierto una placa metálica. Es obvio que se la implantaron tras una lesión o una operación en algún momento de su vida. Ahora, con el cadáver en descomposición, la placa queda a la vista.

– Ya. -Frunció el entrecejo-. Pero sigo sin entender por qué es tan importante.

– Vito, una placa metálica implantada es un dispositivo de clase III. Todos los dispositivos de clase III tienen un número de serie único que permite llegar hasta su origen.

Vito comprendió de pronto lo que Jen quería decir y se incorporó en la silla.

– O sea que podemos identificarla.

– Premio para el caballero que acaba de bajar de las nubes.

Vito sonrió. Era increíble la suerte que habían tenido.

– Llamaré a Katherine y le pediré que empiece con esa víctima a primera hora de la mañana. Tú y yo nos vemos a las ocho.

Lunes, 15 de enero, 22:15 horas

Daniel miraba distraído la CNN en la televisión del hotel cuando sonó su teléfono móvil.

– ¿Luke? ¿Dónde te habías metido?

– Estaba pescando -dijo Luke en tono irónico-. Es lo que normalmente se hace cuando se sale de pesca. No he oído tu mensaje hasta ahora. ¿Qué ocurre? ¿Dónde estás?

– En Filadelfia. Escucha, he encontrado una memoria USB después de que te marcharas esta mañana. La he conectado a mi portátil pero solo contiene una lista de archivos con extensión pst.

– Son archivos de correo electrónico. Seguramente es la copia de seguridad de todo lo que tu padre borró hasta noviembre.

Daniel se sacó la memoria del bolsillo.

– ¿Cómo puedo ver lo que hay aquí?

– Conéctala al portátil. Yo te guiaré. No es difícil.

Daniel hizo lo que Luke le indicaba y enseguida se encontró consultando el correo de su padre.

– Ya lo tengo. -Correo electrónico de varios años, de hecho. Pero Daniel no iba a permitir que Luke supiera lo que contenía la memoria USB de su padre, de la misma manera que no había permitido que Frank Loomis conociera dónde escondía la caja fuerte-. Ya me encargo yo de leerlo. Gracias, Luke.

A Daniel solo le costó unos minutos dar con el mensaje que lo dejó sin respiración. Procedía de «Corredora de fondo» y estaba fechado en julio, dieciocho meses antes. Solo decía: «Sé lo que hizo tu hijo.»

Daniel se esforzó por recobrar el aliento, por pensar. Aquello no pintaba nada bien.

Martes, 16 de enero, 00:45 horas

Era fantástico. En la pantalla del ordenador contemplaba cómo el inquisidor luchaba contra su adversario, el caballero bueno. Los dos personajes llevaban la espada en una mano y el mangual en la otra. Todos y cada uno de los movimientos con que avanzaban eran fluidos, cada golpe de la espada y cada arco descrito por el mangual era una combinación de movimientos musculares de lo más natural. Aquello era una obra de arte.

A Van Zandt le gustaría. Muy pronto cientos de miles de personas de todo el mundo acudirían en tropel a probar aquello. Van Zandt lo consideraba un genio de la animación, pero él no olvidaba que sus películas no eran más que un medio para alcanzar un fin: que sus cuadros se expusieran en las mejores galerías de arte, en aquellas que lo habían rechazado anteriormente.

Posó los ojos en el séptimo retrato de La muerte de Warren, el del momento en que abandonaba su ser. Tal vez en las galerías tuvieran razón. Antes de Claire, Warren y los demás su trabajo era mediocre. Corriente. Pero aquello… Warren, Claire, Brittany, Bill Melville en el momento en que el mangual le segaba la cabeza… Aquello era genial.

Se levantó y se estiró. Necesitaba dormir. A la mañana siguiente le esperaba un largo trayecto en coche. Quería estar en la oficina de Van Zandt a las nueve para poder salir al mediodía. Así le daría tiempo de sobra de encontrarse con el señor Gregory Sanders a las tres. A medianoche ya tendría La muerte de Gregory plasmada en el lienzo y un nuevo grito.

Le costó dar los primeros pasos y se frotó la pierna derecha. En aquella casa vieja había demasiada corriente de aire. La había elegido porque se encontraba apartada y resultaba fácil de… ocupar. Pero cada vez que soplaba el viento se colaba alguna ráfaga. El invierno de Filadelfia era infernal. No veía el momento de que las magnolias y los melocotoneros florecieran. Apretó la mandíbula. Llevaba demasiado tiempo lejos de su hogar, pero pronto volvería. La influencia que el anciano ejercía sobre él había tocado a su fin.

Se rió entre dientes. También la vida del anciano había tocado a su fin.

Se dirigió a la cama, situada al otro extremo del estudio. Se sentó sobre el colchón y observó el cartel que había colgado en la pared contigua de tal modo que siempre pudiera verlo al despertar. El cartel en que había dibujado la tabla. Una tabla de cuatro por cuatro.

Dieciséis huecos, nueve de ellos rellenos con imágenes congeladas de las víctimas en el preciso momento de su muerte. Bueno, en uno había una fotografía de un cuadro. No había llegado a filmar el estrangulamiento de Claire Reynolds; sin embargo, tan solo unos instantes después había creado La muerte de Claire y supo que su vida había cambiado para siempre. En los días subsiguientes había rememorado repetidas veces el momento en que había puesto fin a la vida de Claire.

Durante esos días había soñado con volver a hacerlo, una y otra vez. Y también durante esos días había trazado el plan que avanzaba según lo previsto. Podría pensarse que su éxito se debía a un golpe de suerte, pero solo los tontos creían en los golpes de suerte. La suerte era cosa de holgazanes, no tenía mérito. Él, en cambio, creía en la inteligencia, y en la habilidad. Y en el destino.

No siempre había creído en el destino, en el momento inevitable en que la vida de una persona se cruzaba con la de otra. Sin embargo, ahora sí creía en él. ¿De qué otro modo podía explicarse que un año atrás entrara en el bar favorito de Jager Van Zandt tan solo unas horas después de que el hombre hubiera leído una crítica que dejaba su último juego por los suelos? «Hay que huir de él como de la peste», aseguraba el crítico, y Van Zandt estaba lo bastante borracho para contarle hasta el último detalle, desde su decepción con Derek Harrington hasta el temor de que el juego que estaba a punto de lanzar al mercado, Tras las líneas enemigas, resultara otro desastre.

La inteligencia consistía en ser capaz de encontrar el punto de unión entre el desafortunado final de Claire y el desafortunado presente de Van Zandt para crear un nuevo destino a la medida de sus propias necesidades. Pero nada de todo aquello habría sido posible sin sus aptitudes. Estaba especialmente dotado para darle a Van Zandt exactamente lo que quería y tal como lo quería. Había pocas personas capaces de crear imágenes y mundos tanto con la cámara como con el pincel. Y tan solo otras pocas tenían los conocimientos de informática necesarios para infundir vida a las imágenes.

«Sin embargo, yo sí puedo hacerlo.» Había creado el mundo virtual del malvado inquisidor, un clérigo del siglo xiv que había descubierto en la eliminación de herejes una oportunidad de imponer su autoridad por la fuerza, y en la de las brujas, una magnífica forma de hacerse con el poder. Cuantos más herejes ricos y más brujas auténticas encontrara y eliminara el inquisidor, más poderoso se haría, hasta llegar a convertirse en rey.

Era una historia rocambolesca, pero a los consumidores del juego les encantaría el complot político y las mentiras necesarias para avanzar de nivel. Los puntos se ganaban en función de lo ingenioso que fuera el fraude y lo sofisticada que resultara la perversa tortura. Ya había adjudicado la mayoría de los papeles principales: el de la bruja que sufre en la silla antes de revelar la procedencia de sus grandes poderes; el del caballero bueno a quien derrotan con el mangual; el del propio rey, cuya muerte resulta de lo más deshonroso por no tener… tripas.

Esos mismos actores a su vez también realizaban papeles secundarios. Había planeado las torturas con sumo cuidado para sacar el máximo partido a las actuaciones, grabadas tanto en audio como en vídeo. Con unos ligeros retoques, las torturas adicionales servirían para crear al menos veinte personajes secundarios que los jugadores podrían sumar a su colección.

Gregory Sanders hacía el papel de un honrado clérigo que trataba de detener al malvado inquisidor. Por supuesto, el bueno del clérigo no ganaba y Gregory Sanders se enfrentaba a un amargo y doloroso final tras el cual era enterrado en la última fosa de la tercera fila, que así quedaba completa.

La primera ya lo estaba. En ella yacían las víctimas de Tras las líneas enemigas: Claire, Jared y Zachary. Y la pobre señora Crane. Lo de Crane era… un daño colateral; era una desafortunada víctima del inmueble adquirido. Lo lamentaba, pero no había podido evitarlo.

La cuarta fila estaba vacía de momento. La tenía reservada para hacer limpieza una vez hubiera completado El inquisidor. En la cuarta fila irían quienes le proporcionaban el material para el proyecto, las únicas personas que podían demostrar que las imágenes de su creación medieval no eran tan solo producto de su fantasía. Las únicas personas que sabían que los instrumentos de tortura eran reales, que conocían su gran interés por las armas y el instrumental de guerra de la Edad Media. Era obvio que esas personas supondrían una verdadera amenaza cuando El inquisidor se comercializara, así que tendría que encargarse de ellas antes.

Los tres vendedores ilegales de antigüedades no le darían tregua. Eran unos imbéciles pretenciosos que le habían cobrado dinero de más en demasiadas ocasiones. Dicho claramente, los tres le caían mal. Pero la historiadora… Sería otra pérdida lamentable. No tenía nada en contra de ella. En algunos aspectos, incluso… le gustaba. Era inteligente y tenía experiencia. Era una solitaria. «Como yo.»

No obstante, se había cruzado con él en demasiadas ocasiones. No podía dejarla con vida. Lo haría como con las dos ancianas, del modo menos doloroso posible. No era nada personal. Pero la historiadora moriría y su cadáver yacería en la última fosa de la cuarta fila.

Alzó la vista y se quedó mirando la segunda fila de fosas con resuelta frialdad. Dos estaban ocupadas y quedaban otras dos por ocupar. A diferencia de todas las demás, lo de esas tumbas sí que era personal; muy personal.

Martes, 16 de enero, 1:15 horas

Daniel llevaba horas mirando al techo, posponiendo lo que sabía que no tenía más remedio que hacer. Era probable que fuera demasiado tarde, en más de un sentido. No obstante, ella tenía derecho a saberlo, y en él recaía la responsabilidad de contárselo.

Se enfadaría, y con toda la razón. Con un suspiro, Daniel se incorporó y alcanzó el teléfono. Luego marcó el número que había memorizado hacía mucho tiempo pero al que nunca hasta ese momento había llamado.

Ella respondió a la primera llamada.

– ¿Diga? -Parecía despierta y vigilante.

– ¿Susannah? Soy… yo, Daniel.

Se hizo un largo silencio.

– ¿Qué quieres, Daniel? -El tono de su voz hizo que Daniel se muriera de vergüenza, pero imaginó que lo merecía.

– Estoy en Filadelfia. He venido a buscarlos.

– ¿En Filadelfia? ¿Por qué crees que han ido ahí?

– Susannah, ¿cuándo hablaste con ellos por última vez?

– Llamé a mamá por Navidad, hace un año. Con papá no he vuelto a hablar desde hace cinco años. ¿Por qué?

– Frank me llamó, me dijo que era posible que hubieran desaparecido, pero daba la impresión de que solo se habían marchado de vacaciones. Luego encontré unos e-mails en el ordenador de papá. Decían: «Sé lo que hizo tu hijo.»

De nuevo recibió silencio por respuesta.

– ¿Y qué es lo que hizo su hijo?

Daniel cerró los ojos.

– No lo sé. Lo único que sé es que uno de ellos buscó en internet oncólogos de Filadelfia y que la última persona que de hecho habló con ellos fue la abuela. He venido a buscarlos, y estoy dispuesto a entrar en todos los hoteles de la ciudad, pero sería de gran ayuda saber desde qué número llamaron a la abuela.

– ¿Por qué no le pides a alguien del GBI que lo averigüe? -preguntó ella.

Daniel vaciló.

– Es mejor que no. Mi jefe quería que iniciara una investigación por desaparición, pero yo le dije que prefería esperar a tener pruebas de que se trata de algo más que de unas simples vacaciones.

– Tu jefe tiene razón -repuso ella con frialdad-. Tendrías que hacer esto como es debido.

– Y lo haré, cuando esté convencido de que han desaparecido. ¿Podrías comprobar las llamadas de la abuela?

– Haré lo que pueda. No vuelvas a llamarme. Ya te llamaré yo cuando encuentre algo, si lo encuentro.

Daniel se estremeció al oírla colgar el teléfono. Las cosas habían ido mucho mejor de lo que esperaba.

Martes, 16 de enero, 1:15 horas

Las muertes relacionadas con la segunda fila eran algo totalmente personal. El anciano y su esposa ya estaban bajo tierra. Pronto las fosas vacías quedarían ocupadas por su prole. Qué apropiado que la familia descanse reunida por los siglos de los siglos… «En mi cementerio.» Sus labios se curvaron. Qué apropiado que el único enterrado en el panteón familiar, detrás de la pequeña iglesia baptista, en Dutton, Georgia… «sea yo».

Él no había buscado que la confrontación tuviera lugar en ese momento. Artie y su esposa se la sirvieron en bandeja. Siempre había pensado en librar aquella batalla, pero después de haber dejado huella. Después de alcanzar sus objetivos. Cuando tuviera el éxito suficiente para acallar al viejo. Cuando pudiera soltarle: «Dijiste que siempre sería un don nadie. Te equivocabas.»

Ya era demasiado tarde para eso. Ya nunca podría decirle: «Te equivocabas.» Era Artie quien había empezado la batalla, pero una vez él hubo entrado en acción, la había resuelto de una vez por todas. El anciano había pagado caros sus delitos. Pronto sus descendientes correrían la misma suerte.

La hija de Artie representaría el papel principal del final del juego. Sería la reina, el único personaje que se interponía entre el inquisidor y el trono. Por supuesto, acabaría muriendo. Y su muerte sería dolorosa.

El hijo de Artie interpretaría a un mero campesino que entraba sin permiso en las tierras del rey. Era un personaje secundario. Se detuvo en seco. «Pero su muerte cerrará un capítulo importante de mi vida.» Cruzó el estudio con paso decidido, ya no estaba cansado. Abrió un armario y sacó cuidadosamente el instrumento con que aplicaría su venganza. Llevaba años guardándolo, esperando ese momento. Lo depositó sobre el escritorio, abrió haciendo palanca los dientes de acero y preparó el cepo. Con pulso firme, colocó un lápiz entre los dientes y accionó el dispositivo para que se cerraran. Los dientes se cerraron de golpe y el lápiz saltó de su mano hecho pedazos.

Asintió con gesto decidido. El hijo de Artie experimentaría el dolor; un dolor intenso, atroz, inimaginable. El hijo de Artie gritaría pidiendo socorro, pidiendo que lo liberara, y al fin pidiendo la muerte. Pero nadie lo oiría. Nadie acudiría en su ayuda. «Los habré matado a todos.»

Martes, 16 de enero, 6:00 horas

Vito entró precipitadamente en la cocina, atraído por el olor a café y a beicon recién frito, y sonrió al ver a su hermana Tess sentada frente a la mesa. Gus estaba en su trona y Tess le estaba dando el desayuno. O por lo menos lo intentaba.

Gus apartó el bol de papilla de avena.

– Quiero pastel -dijo con total claridad.

– Todos queremos pastel -respondió Tess en tono burlón-. Pero no siempre nos dan todo lo que queremos y sabes que tu mamá no te da pastel para desayunar.

Gus ladeó la cabeza, retando a Tess con picardía.

– Tino pastel.

A Vito estuvo a punto de escapársele la risa. El pastel había sido la solución de Tino a todos los problemas que se habían presentado desde la llegada de los niños.

– Me parece que no tenemos nada que hacer.

Tess se dio media vuelta, con los ojos como platos. Pero enseguida cambió la mirada de espanto por su espléndida sonrisa al tiempo que se abalanzaba a través de la pequeña cocina hacia Vito, quien la esperaba con los brazos abiertos.

– Vito.

– Hola, pequeña. -Algo iba mal. Su sonrisa no tenía nada de fingida, pero notó su cuerpo tenso al abrazarla.

– ¿Qué pasa? ¿Ha empeorado Molly?

– No, hoy está mejor. Te preocupas demasiado, Vito. Siéntate. Te serviré el desayuno.

Él obedeció sin mucha convicción.

– Gracias por el tentempié que me dejaste ayer en la nevera.

Ella se volvió a mirarlo mientras le llenaba el plato de huevos y beicon.

– No era ningún tentempié, era un buen plato de raviolis. De todas formas, no hay de qué. -Colocó el plato sobre la mesa frente a él y se sentó en la otra silla-. ¿A qué hora llegaste a casa anoche?

– Casi a la una. -De camino se había detenido en el bar donde Warren Keyes trabajaba de camarero. Las preguntas que le hizo a su jefe y a sus compañeros no le revelaron nada nuevo. Nadie había reparado en nada ni en nadie fuera de lo normal-. Espero que no te despertase.

– No me desperté. Los chicos me dejaron agotada. -Le hizo cosquillas en los pies a Gus-. Este corre como un diablo con sus piernecillas regordetas y tú tienes demasiadas cosas que se rompen a su alcance. En cuanto conseguí que todos estuvieran durmiendo, caí rendida.

Vito frunció el entrecejo.

– Cuando llegué, Dante estaba en el porche trasero, llorando.

Tess abrió los ojos como platos.

– ¡En el porche trasero hace un frío de muerte!

Vito tenía el porche acristalado, pero en él no había calefacción y, en efecto, hacía mucho frío.

– Ya lo sé. Se había arropado con el saco de dormir, pero aun así estaba helado. Al verme se asustó. Supongo que no sabía lo que le diría al encontrarlo allí en lugar de en la sala, durmiendo. Me explicó que tenía ganas de estar solo.

– Debe de estar preocupado por Molly -opinó Tess-. Es normal.

Vito tenía sus dudas, pero no le había insistido al chico.

– Puede ser. Le hice entrar y, de todos modos, estuve un rato pendiente de él. -Levantó la cabeza de la taza y miró a Tess-. ¿Qué sucede?

Ella se rió e hizo una mueca.

– Eres un chismoso, ¿sabes?

Vito se acordó de Sophie y notó una punzada en el corazón.

– Eso dicen.

Tess arqueó las cejas.

– Yo te cuento lo mío si tú me cuentas lo tuyo.

– Tendría que habérmelo pensado dos veces antes de interrogar a una psiquiatra. Vale, pero tú me lo cuentas primero.

Ella se encogió de hombros.

– No me resulta fácil cuidar de los niños. Aidan y yo hemos intentado… -Bajó la cabeza-. Los dos formamos parte de familias numerosas y ni siquiera podemos tener un hijo.

– A lo mejor es cuestión de tiempo.

A Vito se le partió el alma cuando Tess levantó la cabeza y vio la tristeza de su mirada.

– Llevamos intentándolo dieciocho meses. Hemos empezado a ir de médicos y a hablar de tratamientos y de adopción.

Él le alcanzó la mano y se la estrechó.

– Lo siento, pequeña.

Los labios de ella se curvaron, aún con tristeza.

– Yo también. Ahora te toca a ti. ¿Cómo se llama?

A él se le escapó una carcajada.

– Sophie. Es muy guapa, muy lista y me gusta, pero no quiere que yo le guste. A su manera me ha pedido que la deje en paz y eso haré.

– Es lo más recomendable si no quieres hacerte pesado, pero no es nada propio de ti. No recuerdo que dejaras de perseguir a una sola mujer que te entrase por los ojos.

Eso era cierto hasta Andrea. La chica al principio lo había rechazado pero él se había encaprichado de ella. Había insistido y había acabado haciéndola cambiar de idea. Al final resultó lo peor que podía haberles pasado a los dos.

– Me parece que he crecido.

– Ya. -Tess asintió, pero era evidente que no estaba en absoluto convencida-. Claro.

Él se puso en pie.

– Lo que está claro es que debo irme ahora mismo. Tengo que pasar por la panadería y por el depósito de cadáveres de camino al trabajo.

Tess torció el gesto.

– Francamente, no sé que tienen que ver la panadería y el depósito de cadáveres, Vito. ¿Vendrás a cenar?

– No lo sé. -La besó en la frente-. En cualquier caso, te llamaré.

– Iré a recoger a los chicos cuando salgan de la escuela. -Dio un vistazo a la cocina-. Creo que después me llevaré a Gus a comprar cortinas. Tus ventanas dan pena.

De hecho, era Tess quien daba pena pero Vito no podía hacer nada por evitarlo, igual que tampoco había podido hacer nada por evitarle a Sophie la pena que había observado en sus ojos la noche anterior.

Martes, 16 de enero, 8:01 horas

– Mmm. -Jen McFain le hincó el diente a una rosquilla azucarada-. Prueba una. -Empujó la caja hacia Beverly Jenkins, una de las detectives a quien Liz había asignado al caso de Vito.

Beverly miró la caja con expresión desdichada.

– ¿Cómo te las arreglas para estar tan delgada, McFain?

– Es cosa del metabolismo. -Jen esbozó una sonrisa burlona-. Pero, si te sirve de consuelo, mi madre dice que ya lloraré cuando mi metabolismo cambie y a los cuarenta años todo lo que coma se me ponga en el culo.

A Beverly se le escapó la risa.

– Entonces Dios existe.

En ese momento entró Liz junto con Katherine y Tim Riker, el compañero de Beverly.

– ¿En qué punto estamos, Vito? -preguntó Liz cuando todos estuvieron sentados y se hubieron pasado la caja de rosquillas.

– Liz os lo explicó casi todo ayer -le dijo Vito a Riker y Jenkins-. Conseguimos identificar con seguridad a un cadáver e hipotéticamente a otros dos -explicó. Se dirigió a la pizarra en la que había copiado la tabla de tumbas dibujada por Katherine. En cada una de las casillas rectangulares había anotado una breve descripción de la víctima y la causa y el momento aproximado de su muerte.

– Hemos identificado a Warren Keyes, y las hipotéticas identidades son las de estas mujeres. -Señaló las fosas tres-dos y uno-uno-. La de las manos unidas podría ser Brittany Bellamy. -Señaló su fotografía colgada al lado de la pizarra-. Brittany era modelo. En los sobres que os he entregado tenéis una fotografía suya y una lista de sus clientes. No sabemos dónde vive. Su nombre no se encuentra en nuestros archivos de personas desaparecidas ni en los del Departamento de Vehículos Motorizados. Puede que no sea de aquí.

– ¿Y qué hay de la otra mujer? -preguntó Liz.

– Se llama Claire Reynolds -explicó Katherine-. Tiene una placa metálica en la cabeza y la pierna derecha amputada por encima de la rodilla. A las seis, cuando he llegado, he llamado al fabricante de la placa. Han podido establecer la correspondencia entre el número de serie de la placa y el nombre de Claire Reynolds. Le colocaron la placa en la cabeza después de un accidente de coche. En aquella época Claire vivía en Georgia y la operaron en Atlanta. Supongo que la pierna la perdió en el mismo accidente. Lo sabré con seguridad cuando consiga su historial médico.

Vito prosiguió con el relato.

– Claire se mudó a Filadelfia hace unos cuatro años. Su último empleo conocido fue en una sección de la biblioteca. Sus padres denunciaron su desaparición hace unos catorce meses. Su descripción coincide con el cadáver que encontramos.

– Y el tiempo transcurrido concuerda con el grado de descomposición -añadió Katherine-. Todavía no he comenzado con la autopsia, pero le he hecho una radiografía mientras esperaba a que buscaran su nombre en el registro. Tiene el cuello roto. No se observan más daños.

Vito señaló su foto en la pizarra, junto al rectángulo que representaba su tumba.

– He obtenido una fotografía suya en los archivos del Departamento de Vehículos Motorizados. Tenemos que notificárselo a sus padres.

Beverly tomaba notas.

– Nosotros nos encargamos. También trataremos de obtener un cabello o alguna otra cosa que nos sirva de muestra para asegurar su identidad mediante una prueba de ADN.

– Encontrasteis a la mujer de las manos unidas en la misma página de modelos en la que aparecía Warren Keyes -dijo Tim-. ¿Claire también era modelo? ¿Hay alguna posibilidad de que encontremos allí a alguna de las otras víctimas?

– No he comprobado si Claire era modelo. Por el aspecto no lo parece, pero eso no quiere decir nada. Más vale asegurarse.

– Dudo que los tres ancianos fueran modelos -opinó Liz-. Es más probable que en la página aparezcan los tres jóvenes, el de la herida en la cabeza, el de la bala y el de la metralla.

Vito frunció el entrecejo.

– Tino dice que los cadáveres de los jóvenes estaban demasiado desfigurados para hacer ningún retrato, y el antropólogo forense está en un congreso hasta la semana que viene.

Beverly arqueó las cejas.

– ¿Tino?

– Mi hermano, alias el retratista que ha hecho el trabajo gratis. Él ha dibujado a la chica de las manos unidas. El retrato nos ha servido para localizar a Brittany Bellamy en la página de modelos. -Vito extrajo el dibujo de Tino de su carpeta y lo deslizó hasta el centro de la mesa-. Cree que será capaz de dibujar a la pareja de ancianos, pero a los demás no.

– Es bueno -opinó Tim al comparar el dibujo con la fotografía de Brittany-. Pero si no puede dibujar a las víctimas, trataremos de casar sus características físicas cotejándolas con las de las personas desaparecidas.

– Vale la pena intentarlo -convino Vito-. Primero tenemos que confirmar que la víctima es en realidad Brittany Bellamy. Después de avisar a los padres de Claire, ¿podréis encargaros de llamar a los clientes de Brittany y tratar de conseguir su dirección?

Jen arqueó una ceja.

– ¿Y mientras tú…?

– Yo me encargaré de seguir la pista a los instrumentos de tortura que el asesino utilizó en los crímenes más recientes. Quiero seguir la pista del dinero. Sophie Johannsen me ha dado una lista de personas que podrían haberle vendido una réplica o que sabrán si alguien le ha vendido una pieza auténtica. Busco una silla, un potro, una espada y una cota de malla. -Miró a Katherine-. Nick cree que las marcas circulares que viste son de una cota de malla.

– Es posible que tenga razón. Alguien tendría que haberle golpeado con mucha fuerza para producirle unas marcas así -dijo con aire pensativo-. Como con un martillo.

– Pero eso no explica los otros daños -observó Liz. Acercó más las fotografías de la víctima tres-uno-. Las heridas de la cabeza y del brazo son de algo duro y puntiagudo. Podría tratarse incluso de un objeto dentado.

– El golpe de la cabeza fue producido desde un ángulo horizontal -añadió Katherine-. Fue lo bastante fuerte para arrancarle la parte superior. En cambio, el golpe del brazo fue producido verticalmente.

– En algún momento Warren llevaba una espada. Tal vez fue eso lo que utilizó -sugirió Jen.

Katherine negó con la cabeza.

– Buscamos algo romo pero contundente.

– Y que sea de la época medieval -dijo Jen con una mueca-. ¿Y una de esas bolas con pinchos que van atadas a una cadena? Si le golpearon con bastante fuerza, podría haberle dejado marcas de ese tipo.

– Un mangual -dedujo Tim, y torció el gesto-. Santo Dios.

– Añadiré un mangual a la lista -dijo Vito-. Muy bien. Sabemos que Warren recibió una oferta de trabajo el día anterior a su desaparición. La página web permite a los posibles contratantes ponerse en contacto con los modelos por e-mail. No sabemos quién le mandó el mensaje porque luego le enviaron un virus que borró su disco duro.

– Tal vez obtengamos información del ordenador de Brittany -sugirió Liz-. Llevadlo al departamento de informática para que lo examinen. Luego entrad en su cuenta de correo y mirad si se han puesto en contacto con ella durante el último mes.

Beverly asintió.

– Yo me encargaré. Vito, hay una cosa que me preocupa.

– ¿Solo una? -preguntó Vito, y ella le dirigió una sonrisa mordaz.

– Lo de los dedos del anciano. En tu informe pone que crees que de todos los crímenes ese es el único verdaderamente visceral, y tiene sentido. Pero ¿por qué le cortó los dedos? Parece que el asesino cree que el hombre podría ser identificado fácilmente por las huellas dactilares, pero eso solo supondría un riesgo si se encontrara el cadáver. Es evidente que no cuenta con que nadie encuentre a las otras víctimas. No hizo el menor esfuerzo por disimular su identidad.

– Formaba parte de la agresión -opinó Katherine-. Le cortó los dedos cuando aún estaba vivo. Fuera quien fuese ese hombre, es evidente que el asesino lo odiaba.

– Dejemos primero que Tino haga los retratos -sugirió Vito-. Luego veremos si se nos ocurre algo. ¿Qué hay de la anciana enterrada en la primera fila?

– Ni siquiera le he echado un vistazo todavía. Hoy le practicaré la autopsia. -Katherine miró a Jen-. ¿Has averiguado algo de la bala que extraje del uno-tres?

– Sí. Es de una pistola Luger alemana -explicó Jen mientras asentía con orgullo-. El tipo de balística cree que es un modelo antiguo, de los años cuarenta. Hoy hará unas cuantas comprobaciones.

Liz se encogió de hombros.

– Es un arma bastante común, incluso los modelos antiguos. Lo más probable es que no consigamos encontrarla.

Sin embargo Tim asentía.

– Sí, pero el dato es importante teniendo en cuenta que está enterrado al lado de otro tío que tiene metralla en las tripas. Será interesante buscar información sobre la granada que le lanzaron. Y si la pistola es antigua, es un dato más que indica que ese tipo busca el máximo de realismo posible.

Tim miró a Vito.

– Hay dos temas históricos en danza, los dos relacionados con la guerra.

– Tienes razón. Solo tenemos que descubrir por qué. Jen, ¿qué sabemos del terreno?

– Aún nada. Hoy empezaremos a analizar la tierra. He enviado una muestra del interior de cada fosa y otra del terreno al laboratorio. Dentro de unos días tendrán los resultados. Al menos sabremos si la tierra con que rellenó las fosas procede del mismo terreno.

– Me gustaría saber por qué ha elegido precisamente ese terreno -musitó Liz-. ¿Qué debió de guiarlo hasta allí?

– Es una buena pregunta. -Vito la anotó-. Investigaremos a la tía de Harlan P. Winchester. Ahora está muerta, pero cuando cavaron la primera fosa las tierras aún le pertenecían. ¿Qué más?

– Esta tarde me llegará un informe del laboratorio sobre el lubricante de silicona -explicó Katherine.

– Muy bien. -Vito se puso en pie-. Eso es todo por el momento. Todos tenemos cosas que hacer. Nos encontraremos de nuevo aquí a las cinco para intercambiar información. Manteneos en contacto y cuidaos.

10

Martes, 16 de enero, 8:35 horas

Patty Ann no se encontraba tras el mostrador de la entrada cuando Sophie entró en el museo. En su lugar estaba Theo Cuarto, y Sophie se alegró de verlo.

– Has vuelto. Ya puedes ponerte la armadura.

El chico negó con la cabeza.

– Hoy no. No estaré aquí para la primera visita.

– Theo, tienes que quedarte. La visita del caballero es un plomazo.

– Pero mi padre te paga bien -repuso Theo en tono glacial.

A Sophie le entraron ganas de pegarle, pero Theo era un joven muy alto y duro como una roca.

– Te diré una cosa, mocoso. Tu padre me paga… -Se interrumpió. Su mísero salario no era un tema para tratar con el hijo del propietario del museo. Se dio media vuelta y se dirigió a su despacho.

– Sophie, te ha llegado un paquete.

Theo señaló una pequeña caja sobre el mostrador.

Molesta consigo misma por haberse enfadado con el chico, Sophie tomó la cajita, se la llevó a su despacho y cerró la puerta tras de sí. Rompió el envoltorio a pequeños tirones y retiró la tapa.

Ahogó un grito con la mano y soltó la caja.

De ella salió rodando una rata muerta. Sin embargo, no tenía cabeza. En el fondo de la caja se encontraba la trampa que había servido para ejecutar al animal.

Con la respiración agitada, se dejó caer en la silla; todavía tenía la mano pegada a la boca. Notó el sabor de la bilis en la garganta y tragó saliva. Sabía perfectamente quién le había enviado la rata y por qué. El paquete era igual al recibido diez años atrás.

Era de la esposa de Alan Brewster. A Amanda Brewster no le gustaba que ninguna otra mujer se acostara con su esposo, aunque la mujer en cuestión lo hubiera hecho engañada. Clint Shafer no debía de haber tardado ni un minuto en telefonear a Alan la noche anterior para explicarle que había recibido una llamada de Sophie. Amanda debía de haber oído la conversación.

«Tendría que llamar a la policía.» Pero no lo haría, como tampoco lo había hecho la vez anterior, porque en el fondo sabía que Amanda Brewster tenía derecho a sentir rabia. Metió la rata en la caja y la tapó. Durante un breve instante pensó en tirarla al contenedor de basura, pero no pudo, como tampoco pudo guardarse para sí el nombre de Alan la noche anterior. Más tarde la enterraría.

Martes, 16 de enero, 9:15 horas

Daniel Vartanian había arrancado las páginas de hoteles del listín telefónico que había en el cajón de su habitación del hotel. Llevaba encima fotografías de sus padres. Pensaba visitar en primer lugar los establecimientos de las cadenas en las que solían hospedarse y luego continuar con los demás.

Se estaba haciendo el nudo de la corbata cuando sonó su móvil. Era Susannah.

– Hola.

– El prefijo era de Atlanta -dijo ella sin saludarlo-. El teléfono era un móvil, contratado por mamá.

Eso tendría que haberlo tranquilizado.

– O sea que llamó a la abuela desde un móvil contratado por ella para decirle que pensaba ir a verte. ¿Sabes en qué lugar se encontraba el móvil cuando efectuaron la llamada?

Susannah guardó silencio un buen rato.

– No, pero trataré de averiguarlo. Adiós.

Él vaciló; luego exhaló un suspiro.

– Suze… Lo siento.

Oyó el lento resoplido de Susannah.

– Estoy segura de que es verdad, Daniel. Pero has tardado nada menos que once años. Mantenme informada.

Y colgó.

Sin duda tenía razón. Daniel había cometido muchos errores. Volvió a intentar anudarse la corbata con las manos temblorosas. A lo mejor esta vez lograba hacer algo bien.

Martes, 16 de enero, 9:30 horas

El despacho del doctor Alan Brewster era un museo en miniatura, pensó Vito cuando el ayudante del arqueólogo lo invitó a entrar. En cambio, la ayudante de Brewster… no era ninguna miniatura. Era una chica alta, rubia, con proporciones de muñeca Barbie, y Vito pensó en Sophie al instante. Era obvio que a Brewster le gustaban jóvenes, altas, rubias y guapas.

La modelo de ese año se llamaba Stephanie y destilaba erotismo a cada paso.

– Alan llegará enseguida. Me ha dicho que se ponga cómodo -añadió con una sonrisa de complicidad que invitaba a Vito a ponerse muy, pero muy cómodo-. ¿Le apetece algo? ¿Café? ¿Té? -La alegre confianza que inspiraban sus ojos dejaba clarísimo el «¿Yo?» que no había llegado a pronunciar.

Vito mantuvo las distancias.

– No, gracias. Estoy bien.

– Bueno, si cambia de idea, estoy ahí fuera.

Prácticamente sola. Vito captó la falsa modestia. El escritorio de caoba de Brewster era enorme y estaba limpio como una patena; tan solo la fotografía enmarcada de una mujer y dos chicos adolescentes alteraba su brillante superficie. Eran la señora Brewster y sus hijos.

Una de las paredes estaba cubierta de estanterías llenas de chismes procedentes del mundo entero. Otra pared estaba tapizada de fotografías. Al fijarse más, Vito observó que en casi todas aparecía el mismo hombre. «El doctor Brewster, supongo.» Entre las fotografías más antiguas y las más recientes había una diferencia de veinte años, pero a Brewster siempre se lo veía bien arreglado, bronceado y sofisticado.

Muchas de las fotografías estaban tomadas en excavaciones y llevaban el nombre del lugar y la fecha. Rusia, Gales, Inglaterra. En todas las imágenes Brewster aparecía junto a una chica alta, rubia y guapa. Vito se detuvo frente a la fotografía que rezaba «Francia», porque en ella la chica era Sophie. Con diez años menos y de pie junto a Brewster, lucía su chaqueta de camuflaje y el pañuelo rojo.

Y una sonrisa que se debía a mucho más que la mera satisfacción por el trabajo. Estaba enamorada.

Y Brewster estaba casado. Vito se preguntó si ella lo sabía, pero enseguida descartó la idea. Claro que no lo sabía, y en aquel momento las palabras que ella había pronunciado el día anterior cobraron sentido. Un pequeño ruido tras de sí hizo que levantara la mirada y en el cristal que protegía la fotografía vio el reflejo de Brewster, apostado tras él, observándolo en silencio.

Vito observó la fotografía de Francia unos segundos más, y luego prosiguió de igual forma con las imágenes de Italia y Grecia, como si verdaderamente creyera que estaba solo. Al final Brewster se aclaró la garganta y Vito se volvió y abrió mucho los ojos.

– ¿Doctor Brewster?

Brewster cerró la puerta tras él.

– Soy Alan Brewster. Por favor, siéntese. -Señaló una silla y luego ocupó su asiento tras el enorme escritorio-. ¿En qué puedo ayudarle?

– En primer lugar tengo que pedirle que mantenga en secreto lo que estoy a punto de preguntarle.

Brewster abrió las manos y luego extendió los dedos.

– Claro, detective.

– Gracias. Tenemos un caso en el que sospechamos que hay cosas robadas que han cambiado de manos -empezó Vito, y Brewster arqueó las cejas.

– ¿Y sospecha de alguno de mis alumnos? ¿Hablamos de televisores o equipos de música? ¿De trabajos de investigación?

– No. Lo que hemos identificado son instrumentos. De hecho, son instrumentos medievales. Hemos buscado en Google catedráticos de historia y de arqueología y su nombre aparece como experto en el campo. He venido a pedirle su opinión como profesional.

– Ya veo. Entonces siga. ¿A qué tipo de objetos se refiere?

Vito sopesó sus opciones. No le gustaba Brewster, pero ya no le gustaba antes de que entrara por la puerta. Tan solo porque el hombre engañara a su esposa no quería decir que no fuera una buena fuente de información.

– Hay varias armas. Espadas y manguales, por ejemplo.

– Imitaciones fáciles, por supuesto. Estaré encantado de comprobar la autenticidad de todo lo que encuentre. Las armas y el instrumental de guerra son mi especialidad.

– Gracias. Le tomamos la palabra. -Vito vaciló. En algún momento tenía que hablarle de la silla, por qué no entonces-. También hemos encontrado una silla.

– Una silla -repitió Brewster con cierto desdén-. ¿Qué tipo de silla?

– Una silla con clavos; muchos clavos -explicó Vito, y observó el semblante de Brewster demudarse debido a lo que podría ser auténtica estupefacción antes de que el color volviera a sus bronceadas mejillas.

El hombre recobró el aplomo enseguida.

– ¿Creen haber encontrado una silla inquisitorial? ¿La tienen en su poder?

– Sí -mintió Vito-. Nos preguntamos cómo pudieron adquirirla.

– Los instrumentos de ese tipo son muy raros. Es muy probable que lo que tienen sea una copia. Tengo que comprobar su autenticidad. Si me la trae, estaré encantado de ayudarle.

«Sí. Cuando las ranas críen pelos», pensó Vito.

– Y si es auténtica, ¿de dónde podría haber salido?

– Proceden de Europa, pero quedan muy pocas. Es muy raro que salgan a la venta, o que se subasten.

– Doctor Brewster, vayamos al grano si le parece. Estoy hablando del mercado negro. Si alguien quisiera comprar un instrumento como esta silla, ¿adónde se dirigiría?

A Brewster le centelleaban los ojos.

– No tengo la menor idea. No conozco a nadie que trate con mercancía ilegal, y si lo descubriera lo denunciaría de inmediato a las autoridades.

– Lo siento -se disculpó Vito, y observó que el centelleo de los ojos de Brewster se apagaba. Si fingía, lo hacía muy bien. Vito pensó en Sophie. Aquel hombre era un magnífico actor-. No he querido decir que esté implicado en nada ilegal. Pero si una de esas sillas saliera a la luz, ¿usted se enteraría?

– Casi seguro que sí, detective. Pero no he oído nada de eso.

– ¿Conoce a algún coleccionista particular que pudiera tener interés en ese tipo de objetos si se vendieran en pública subasta?

Brewster abrió el cajón de su escritorio, sacó un cuaderno y anotó en él unos cuantos nombres.

– Estos hombres son de lo más honesto. Estoy seguro de que no podrán ayudarle más que yo.

Vito se guardó el papel en el bolsillo.

– Y yo estoy seguro de que tiene razón. Gracias por su tiempo, doctor Brewster. Si se entera de algo, por favor, llámeme. Aquí tiene mi tarjeta.

Brewster deslizó la tarjeta en el cajón junto con el cuaderno.

– Stephanie le acompañará hasta la puerta. -Vito estaba a punto de salir del despacho cuando Brewster añadió-: Por favor, salude a Sophie de mi parte.

Vito logró dominar su sorpresa y se volvió con fingida expresión de desconcierto.

– ¿Cómo dice?

– Por favor, detective. Todos tenemos nuestras fuentes de información. Yo tengo las mías y usted tiene… a Sophie Johannsen. -Sonrió y el brillo malicioso que asomó a sus ojos hizo que a Vito le entraran ganas de arrancárselos-. Cuenta con alguien muy especial. Sophie ha sido una de las ayudantes más hábiles que he tenido.

Vito alzó un hombro, apenas se sentía capaz de controlar el fuerte deseo de saltar por encima del escritorio de caoba y romperle la cara a Brewster. Pero en lugar de eso, negó con la cabeza.

– Lo siento, doctor Brewster. De verdad, no sé de qué me habla. A lo mejor esa tal Sophie Johnson…

– Johannsen -lo corrigió Brewster con total tranquilidad.

– Lo que sea. A lo mejor ha hablado con mi jefe, pero… -Se encogió de hombros-. Conmigo no. -Forzó una sonrisa de complicidad-. Aunque tengo la impresión de que me he perdido algo muy especial.

Brewster entornó un poco los ojos.

– Se lo aseguro, detective. Se lo aseguro.

Martes, 16 de enero, 10:30 horas

Vito tenía que reconocer que, profesionalmente hablando, el viaje había resultado poco productivo. Brewster no le había proporcionado nada de verdadera utilidad y tampoco creía que los nombres que le había dado lo fueran. De todos modos, seguiría sus indicaciones, a ver qué más obtenía.

Sonó su móvil y vio el número de Riker en la pantalla.

– Vito, soy Tim. Acabamos de salir de casa de los padres de Claire Reynolds. Tenían todas sus cosas empaquetadas en el sótano. Bev ha tomado un poco de pelo del cepillo de Claire para obtener su ADN. Sus padres dicen que hace un año, justo antes de Acción de Gracias, fueron a verla a su piso porque no les devolvía las llamadas, pero hacía mucho tiempo que la chica ya no vivía allí. Entonces se dirigieron a la biblioteca donde trabajaba y descubrieron que hacía quince meses que habían recibido una carta de dimisión. Su madre insiste en que la firma no es de Claire. Llevaremos la carta a la comisaría.

– Ajá. Alguien no quiere que investiguen su desaparición.

– Es lo mismo que hemos pensado nosotros. Pero eso no es lo mejor. En la caja, con sus pertenencias, había dos piernas ortopédicas, una para correr y otra para deportes acuáticos. Y también… -hizo una pausa para dar más énfasis a la noticia- un bote de lubricante de silicona.

Al oírlo, Vito se incorporó en el asiento.

– ¿De verdad? Qué interesante.

– Sí. -La voz de Riker traslucía su sonrisa triunfal-. Está sin empezar. La madre de Claire nos ha explicado que la chica utilizaba el lubricante para la pierna y que solía guardar botes en su piso, en el coche y en la bolsa de deporte. La familia no ha encontrado el coche ni la bolsa de deporte, así que es posible que Claire llevara encima unos cuantos botes cuando la asesinaron.

– Un recuerdo muy práctico para el asesino.

– Sí. Pediremos que en el laboratorio lo comparen con las muestras que Katherine extrajo de las dos víctimas.

– Estupendo. ¿Qué hay del ordenador de Claire?

– Según sus padres, la chica no tenía ordenador. Cuando salgamos del laboratorio haremos unas cuantas llamadas para ver si localizamos a Brittany Bellamy.

– Si es así, ya tendremos tres víctimas identificadas. Nos quedarán seis. El catedrático a quien he visitado esta mañana me ha proporcionado los nombres de unos cuantos coleccionistas particulares. Me encargaré de localizarlos. Tras saber que la Luger es antigua, cada vez estoy más convencido de que nuestro hombre busca que los instrumentos que utiliza sean lo más auténticos posible. De todos modos, por si acaso iré a ver a unas cuantas personas que venden reproducciones en las ferias medievales. A ver qué encontramos. Nos mantendremos en contacto.

Vito cerró el móvil y, aferrándolo con fuerza, se recostó en el asiento y se quedó mirando el pequeño establecimiento frente al que había aparcado. De la lista de vendedores que le había dado Sophie, solo había uno que tuviera una tienda, Andy's Attic. Todos los demás vendían sus artículos por internet. De momento, Vito solo quería interrogar a personas a quienes pudiera ver, para observar su reacción.

Igual que había observado a Brewster. Menudo cabrón traicionero. Pero ¿cómo había sabido que era Sophie quien le había dado su nombre? Se suponía que la chica no había efectuado ninguna llamada, solo le había proporcionado unos cuantos nombres. Con el entrecejo fruncido, telefoneó a Sophie.

Ella respondió en tono cauteloso.

– Sophie al habla.

– Sophie, soy Vito Ciccotelli. Siento molestarte de nuevo, pero…

Ella suspiró.

– Pero acabas de hablar con Brewster. ¿Te ha aclarado algo?

– Me ha dado los nombres de otros tres coleccionistas. Él insiste en que son personas honestas y con ética. Escucha, Sophie, sabe que tú me has dado su nombre. He tratado de salir del paso lo mejor que he podido pero es evidente que alguien se lo ha soplado antes de que yo llegara. ¿Con quién más has hablado de esto?

Ella guardó silencio un momento.

– Con un tipo que estudiaba conmigo el verano en que trabajé para Brewster. Se llama Clint Shafer. No era mi intención llamar a nadie pero no recordaba el nombre de Kyle Lombard y en aquella época Kyle y Clint eran amigos.

– ¿Has llamado a alguien más?

– Solo a un antiguo profesor mío, el que aparece en la lista. Llamé a Étienne anoche, antes de verte, y le dejé un mensaje en el contestador pidiéndole que te ayude cuando te pongas en contacto con él. Más tarde me devolvió la llamada.

Cambió de programa de doctorado al dejar a Brewster, pensó Vito. Por su tono dedujo que se había puesto a la defensiva, como si esperase que se enfadara con ella, así que le habló con amabilidad.

– ¿Te dijo tu profesor algo que pueda resultarnos útil?

– Sí. -Su tono era un poco menos tenso-. Te lo he explicado en un e-mail.

Para no tener que volver a hablar con él. Sabía lo que Brewster le contaría y aun así le había dado su nombre.

– Aún no he mirado el correo. ¿Qué pone?

– No son más que rumores, Vito. Étienne lo oyó en un cóctel.

Él sacó su cuaderno.

– A veces los rumores resultan ser ciertos. Estoy a punto.

– Dice que oyó que Alberto Berretti, una de las personas que solía hacer donaciones, ha muerto. El tipo vivía en Italia y tenía una gran colección de espadas y armaduras. Sin embargo, hace años que se rumorea que también coleccionaba instrumentos de tortura. Hace poco su familia subastó la colección, pero faltaban más de la mitad de las espadas y todos los instrumentos de tortura. Étienne dice que oyó a algunas personas preguntar por ello con discreción, pero que la familia negó haber encontrado nada que no se ofreciera en la subasta.

– ¿Tu profesor cree a la familia?

– Dice que no los conoce y no quiere hacer conjeturas. Pero lo importante es que hay instrumentos en circulación, en alguna parte. Puede que estén relacionados con este caso, o puede que no. Lo siento Vito; eso es todo cuanto sé.

– Nos has ayudado mucho -respondió-. Sophie, ese Brewster…

– Tengo que irme -dijo con tirantez-. Tengo trabajo. Adiós, Vito.

Vito se quedó mirando el teléfono un minuto entero después de que ella colgara. Tenía que hacerle caso. La última vez que había perseguido a una mujer, el resultado había sido fatal. Y podía repetirse.

O podía salir bien y conseguir lo que siempre había deseado de verdad. Alguien que lo estuviera esperando después de una larga jornada. Alguien con quien encontrarse al volver a casa. Tal vez esa persona fuera Sophie Johannsen, o tal vez no. Pero nunca lo sabría si no lo intentaba. Y esta vez se aseguraría de que todo fuera bien. Marcó en su móvil un número con un claro propósito.

– Hola, Tess, soy Vito. Quiero pedirte un favor.

Nueva York,

martes, 16 de enero, 10:45 horas

– Uau. -Van Zandt no apartó los ojos de la pantalla ni un instante mientras su personaje luchaba contra el caballero bueno, con la espada en una mano y el mangual en la otra. El hombre tenía los nudillos blancos de tanto aferrar el mando del juego, y su cara era todo un poema de tan concentrado como estaba-. Dios Santo, Frasier, esto es alucinante. Situará a oRo al nivel de Sony.

Frasier sonrió. Sony era la empresa a la que debían igualar. Sus juegos estaban presentes en millones de hogares; millones.

– Me imaginaba que te gustaría. Esa es la batalla final. A estas alturas el inquisidor ya es todopoderoso y ha raptado a la reina. El caballero morirá tratando de liberarla puesto que es… ya sabes, un caballero.

– El maravilloso mito del caballero andante. -A VZ le tembló un músculo de la mandíbula al forcejear con el mando-. La inteligencia artificial es impresionante. Hay que ver cómo cuesta matar a este caballero. Muérete ya -masculló entre dientes-. Vamos, muérete ya. Muere para mí.

«Ya.» El caballero cayó de rodillas y luego se desplomó boca abajo cuando VZ le asestó el golpe mortal con el mangual.

VZ puso mala cara.

– Esto… Esto es decepcionante. Me lo esperaba un poco más… -Empezó a hacer aspavientos-. ¡Bah!

Frasier, que preveía una reacción así, sacó una hoja de papel doblada del bolsillo y la deslizó sobre el escritorio de Van Zandt.

– Toma. Prueba con esto.

Con la mirada encandilada de un niño, Van Zandt introdujo el código y el juego alternativo que Frasier había creado se puso en marcha.

– Sí -musitó cuando la cabeza del caballero bueno se partió en dos y trocitos de cráneo y sesos saltaron por los aires-. Esto es precisamente lo que esperaba. -Lo miró con el rabillo del ojo-. Qué idea tan inteligente, parece un huevo de Pascua. Si seis meses después de que el juego salga al mercado los jugadores no han adivinado el código, lo filtraremos. En menos de dos horas correrá por toda la red y nos habremos hecho publicidad de un modo barato y muy efectivo.

– Y luego madres, curas y profesores estallarán en protestas por la cantidad de violencia gratuita que impera en nuestra sociedad. -Esbozó una sonrisa-. Lo que solo sirve para que los niños salgan corriendo a comprar más juegos.

Van Zandt también sonrió.

– Exacto. Podrías incluir también unas cuantas escenas de desnudo. Si la violencia no hace que los chicos salgan corriendo a comprar el juego, seguro que los desnudos sí. El contenido sexual da aún mejores resultados.

Frasier recordó las escenas que había construido a partir de Brittany Bellamy. La chica estaba completamente desnuda. No había sexo, pero la violencia era tan brutal que estaba seguro de que VZ se mostraría encantado. No tenía pensado enseñarle las escenas de la mazmorra ese día, pero todo parecía indicar que el momento era el adecuado. Extrajo un CD del maletín de su portátil.

– ¿Quieres echarle un vistazo a la parte de la mazmorra?

Van Zandt extendió la mano; su semblante dejaba patente la avidez con que lo esperaba.

– Dame.

Frasier se inclinó hacia delante con el CD y VZ se lo arrancó de la mano.

– Así es como quedará más o menos la escena -explicó Frasier mientras VZ introducía el CD-. El inquisidor empieza por acusar a los terratenientes de brujería, se hace con sus bienes al detenerlos y luego los mata con armas convencionales: la espada, la daga, etc… Con ese dinero compra instrumentos de tortura más grandes y mejores.

Al empezar la secuencia, la cámara avanzó entre la niebla y se introdujo en el cementerio de una iglesia, copia perfecta de una abadía francesa de las afueras de Niza.

Van Zandt le dirigió una mirada de sorpresa.

– ¿Has situado la mazmorra en una iglesia?

– Debajo. Es una forma medieval de rechazar las convenciones. En esos tiempos las convenciones las representaba la Iglesia.

A Van Zandt se le escapaba la risa.

– No me gustaría estar a tu lado durante una tormenta eléctrica.

La cámara entró en la iglesia y atravesó la cripta. Van Zandt dio un quedo silbido.

– Qué bueno, Frasier. Me gustan sobre todo las efigies de las tumbas. Parecen reales.

– Gracias. -Las máscaras de escayola le habían proporcionado un buen modelo a partir del cual trabajar. El único problema era que tendría que encargar más lubricante para su pierna. Había terminado con las reservas de Claire y había tenido que empezar a utilizar las propias. La cámara descendió por la escalera y entró en la cueva donde Brittany Bellamy aguardaba su sino-. Esa mujer es Brianna. Está acusada de brujería. El inquisidor sabe que es una verdadera bruja y quiere que le cuente sus secretos. Sin embargo, es una prisionera tremendamente terca.

– Calla. Déjamelo ver.

Y eso hizo. El semblante de Van Zandt pasó de la excitación al horror cuando el inquisidor sentó a la mujer en la silla inquisitorial entre gritos.

– Dios mío -susurró al oír los desgarradores alaridos de Brianna-. Dios mío. -Al igual que Warren, Brittany Bellamy había sufrido lo suyo. El sonido de sus gritos era hermosísimo. Él se había limitado a importar el archivo de sonido hasta su película de animación realizada por ordenador.

Cuando el inquisidor prendió fuego a la silla, Brittany chilló de dolor. Van Zandt palideció. Al término de la escena, con un primer plano de los ojos de Brianna en el momento de la muerte, Van Zandt se dejó caer hacia atrás en la silla; tenía la frente perlada de sudor. Se quedó mirando la pantalla que, con un fundido, mostró la imagen del dragón de oRo.

Después de un minuto entero de silencio, Frasier dio un suspiro y se dispuso a defender su arte.

– No pienso cambiar nada, VZ.

El hombre alzó la mano.

– Calla. Estoy pensando.

Pasaron cinco minutos antes de que Van Zandt se diera la vuelta para enfrentarse a él.

– Corta las escenas.

Frasier empezaba a ponerse furioso.

– No pienso cortar las escenas, VZ.

Van Zandt alzó los ojos en señal de exasperación.

– ¿Es que no tienes paciencia? Incluiremos la escena de la silla en el paquete principal, pero la mantendremos oculta. El código para acceder a las escenas más espantosas del caballero lo comunicaremos de forma gratuita. Y después anunciaremos que el código para la ejecución en la silla está disponible… Pero a su debido precio. Descubrir el acceso a la mazmorra les costará a nuestros clientes 29,99 dólares más.

El paquete básico costaba 49,99 dólares. El plan de Van Zandt suponía aumentar los ingresos sin coste adicional, y los beneficios se dispararían a un cuatrocientos por ciento.

– Menudo capitalista estás hecho -musitó, y Van Zandt lo miró con ojos penetrantes.

– Pues claro. Por eso la «R» es la letra más grande de oRo.

Frasier recordó la pequeña inscripción del logo, justo bajo las garras del dragón.

– ¿Rijkdom?

Van Zandt esbozó una sonrisa más incisiva que una navaja.

– Quiere decir riqueza en holandés. Por eso estoy donde estoy. Y tú deberías estar aquí por lo mismo. -Extendió la mano-. Dame el resto.

Frasier negó con la cabeza; de pronto vacilaba.

– Con lo que te he mostrado tienes suficiente para Pinnacle.

– ¿Derek te ha hablado ya de la oportunidad de Pinnacle?

Sus labios se curvaron con una mueca.

– Sí.

Van Zandt arqueó una ceja.

– ¿No te gusta Pinnacle?

– No me gusta Derek. -Separó bien las palabras, imitando el hablar arrastrado de Van Zandt.

– Derek ha cumplido con su trabajo, pero no subirá con nosotros el siguiente peldaño. Tengo puestas muchas esperanzas en ti, Frasier.

No había movido la mano.

– Dame el resto. Dámelo ya.

Frasier torció la mandíbula y estampó otro CD en la mano de Van Zandt.

– Este es el del rey William. Cuando derrotan al caballero bueno, William intenta rescatar a la reina por última vez. Pero llegados a ese punto el inquisidor es un hechicero muy poderoso. Ni siquiera el propio rey puede vencer su magia negra, y es capturado.

La sonrisa de Van Zandt se tornó aún más incisiva.

– Y ¿qué hace el inquisidor con el rey William?

Pensó en Warren Keyes, en cómo gritaba. Aún se estremecía al recordarlo.

– Primero lo sienta en el potro y luego lo destripa.

Van Zandt se rió por lo bajo.

– Recuérdame que no te haga enfadar nunca, Frasier Lewis.

11

Filadelfia,

martes, 16 de enero, 11:30 horas

– No es exactamente lo que busco -masculló Vito al examinar con los dedos la cota de malla que Andy había dispuesto sobre el mostrador. Era demasiado grande. Andy's Attic era una tienda de vestuario de todo tipo. Vito imaginó que el asesino se burlaría de tan burdas imitaciones.

– Ya le he enseñado todas las cotas de malla que tengo -dijo Andy con frialdad-. ¿Qué es lo que busca?

– Algo con los agujeros un poco más pequeños. De medio centímetro de diámetro aproximadamente.

– Tendría que habérmelo dicho nada más entrar -protestó Andy-. En la tienda no tengo piezas de esa calidad, pero puedo encargársela. -Hojeó un catálogo-. Lo que busca es de una calidad muy superior, pero también es más caro. -Encontró una fotografía de un hombre que llevaba una capucha y un jubón de malla-. Este conjunto de hauberk y casquete cuesta mil ochocientos.

Vito pestañeó.

– ¿Dólares?

Andy pareció ofenderse.

– Sí, claro. Está aprobado por la SCA, ya sabe la Sociedad para el Anacronismo Creativo. No entiende nada de estas cosas, ¿verdad? ¿Es un regalo?

Vitó tosió.

– Sí. Entonces si el conjunto cuesta mil ochocientos dólares, ¿cuánto cuesta solo el jubón?

– El hauberk cuesta mil doscientos cincuenta.

– ¿Vende de vez en cuando cosas así en la tienda?

– Normalmente no. Suelo venderlas por internet.

– ¿Ha vendido alguna pieza últimamente? ¿Antes de Navidad?

– Sí. Antes de Navidad vendí nueve hauberks. Claro que en verano vendí veinticinco, un mes antes de la feria medieval. A los auténticos justadores les gusta acostumbrarse a la malla antes del torneo -Andy cerró el catálogo y se lo tendió a Vito-, detective.

Vito se estremeció. La había pifiado.

– Lo siento.

Andy esbozó una sonrisa atribulada.

– No diré nada. Me lo he imaginado en cuanto le he visto entrar. Mi tío trabajó durante treinta años en el Departamento de Policía de Filadelfia. ¿Qué más anda buscando, detective…?

– Ciccotelli. Una espada, de una longitud así, con una empuñadura así de grande -le indicó gesticulando-. Y un mangual.

Andy abrió mucho los ojos.

– Joder. Veré que encuentro.

Martes, 16 de enero, 11:45 horas

Van Zandt guardó los CD en el cajón de su escritorio y lo cerró con llave.

– Has hecho un buen trabajo, Frasier.

Frasier se puso en pie.

– Ya tienes lo que necesitas para Pinnacle; yo me voy, aún me espera mucho trabajo.

Van Zandt negó con la cabeza.

– Quiero hablar contigo de unas cuantas cosas más. Por favor, siéntate.

Él obedeció con mala cara.

– ¿De qué?

– Tienes que aprender a ser más paciente, Frasier. Todavía eres joven. Tienes mucho tiempo por delante.

¿Por qué los mayores siempre comparaban la juventud con la necesidad de tener paciencia? El hecho de que tuviera mucho tiempo no significaba que quisiera esperar mucho tiempo.

– ¿De qué? -repitió, esta vez apretando los dientes. Tenía que encontrarse con Gregory Sanders a las tres.

Van Zandt suspiró.

– De la reina. ¿Has diseñado su rostro?

Él pensó en la hija del anciano.

– Sí.

– Y ¿cómo es?

Una imagen del rostro de la chica apareció en su mente.

– Guapa. Menuda. Morena. Se parece a Bri… Brianna. -«Mierda.» Había estado a punto de llamarla Brittany. «Céntrate.»

– No, no creo que un personaje así resulte lo bastante espectacular. La reina tiene que ser imponente. Más alta. Brianna no mide mucho más de un metro cincuenta.

Brittany Bellamy medía un metro cincuenta y siete. La había elegido precisamente por su estatura. La silla era más bien pequeña y quería que pareciera grande en comparación con la mujer que la ocupara.

– ¿Quieres que la reina sea diferente?

– Sí. -Van Zandt lo miraba con las cejas arqueadas, como si esperara su disconformidad.

Lo pensó bien. Van Zandt tenía buen ojo para saber qué funcionaba; qué vendía. Tal vez tuviera razón. No obstante, la cosa resultaría complicada. La tercera fila quedaría completa con Gregory Sanders y la cuarta con quienes le proporcionaban el material, y aún tenía que matar a los descendientes del anciano. Si utilizaba más modelos para aquel juego, tendría que cavar otra fila de fosas. Bueno, el terreno era extenso.

– Lo pensaré.

– Lo harás -lo corrigió Van Zandt en tono amable, y Frasier, a pesar de sus ansias por desafiarlo, no se opuso. De momento lo necesitaba-. También quiero hablar de la escena del mangual.

Frasier entornó los ojos.

– ¿Qué pasa? Ya está terminada.

– No, no lo está. La escena que has montado es demasiado tranquila. El interés decae, es decepcionante. ¿Por qué no dejas como escena básica la de la cabeza partida en dos y creas algo más emocionante para la escena oculta? Al caballero podría explotarle la cabeza, o podrían arrancársela de cuajo. Es…

– No. Eso no es lo que sucede en realidad. Ni le explota la cabeza ni lo decapitan. -Se había sentido decepcionado al comprobar la verdad.

Van Zandt lo miraba con los ojos entornados.

– ¿Cómo lo sabes?

«Ten cuidado.»

– Lo he investigado. He hablado con médicos. Es lo que dicen.

Van Zandt se encogió de hombros.

– ¿Y qué? ¿Qué más da lo que pase de verdad? Todo esto no es más que fantasía. Haz que la escena básica resulte más emocionante.

Él contó hasta diez para sus adentros. «Recuerda, esto no es más que un medio para alcanzar un fin. No durará siempre. Pronto podrás seguir tu propio camino y no volver a acordarte jamás de Van Zandt ni de oRo.»

– Muy bien. La haré más emocionante. -Se puso en pie pero Van Zandt lo detuvo.

– Espera. Hay una cosa más. Le estoy dando vueltas a la escena de la mazmorra y echo en falta algo.

– ¿El qué?

– Una doncella de hierro.

«Por el amor de Dios.» Eso era una vulgaridad propia de un simple aficionado. La opinión que tenía de Van Zandt decaía por momentos.

– No.

– Por el amor de Dios, Frasier, ¿por qué no? -preguntó Van Zandt exasperado.

– Porque no corresponde a esa época. De hecho estos instrumentos no aparecen hasta el siglo xvi. No pienso poner una doncella de hierro en mi mazmorra.

– Todos nuestros clientes esperarán encontrar una dama de hierro en su mazmorra.

– ¿Sabes cuánto tiempo tardaré en…? -Exhaló un suspiro. Había estado a punto de decir «construir». No existían doncellas de hierro en el mercado. Si quería una, tendría que construirla él mismo y de ningún modo pensaba hacerlo-. Jager, cambiaré a la reina y haré que la escena del mangual resulte más emocionante, pero no incluiré un elemento anacrónico en mi mazmorra.

Con la mirada ensombrecida, Van Zandt se inclinó hacia un lado y tomó una hoja con membrete de la bandeja del correo.

– Me parece que el nombre del presidente que aparece en este membrete es el mío. No veo tu nombre por ninguna parte, Frasier. -Lanzó la hoja a la bandeja-. Así que hazlo.

Él apretó los dientes y con gesto airado recogió del suelo el maletín que contenía su portátil.

– Muy bien.

Martes, 16 de enero, 11:55 horas

– ¡Disculpe!

Derek se detuvo en la escalera que unía la calle con el edificio donde se encontraban las oficinas de oRo. En la mano llevaba una bolsa con comida preparada. De un taxi se bajó un hombre con una pequeña maleta. A pesar de ir bien vestido, daba la impresión de no haber dormido nada en varios días.

– ¿Sí?

– ¿Es usted Derek Harrington?

– Sí. ¿Por qué?

El hombre se dispuso a subir la escalera; su expresión denotaba cansancio y desesperación.

– Solo quiero hablar con usted. Por favor. Se trata de mi hijo y su videojuego.

– Si le molesta que su hijo juegue a Tras las líneas enemigas, sepa que eso no depende de mí.

– No, no lo entiende. No es que mi hijo juegue con su videojuego, es que creo que aparece en él. -Se sacó del bolsillo una fotografía de tamaño cartera-. Me llamo Lloyd Webber y soy de Richmond, Virginia. Mi hijo Zachary se marchó de casa hace poco más de un año. Dejó una nota donde decía que iba a Nueva York. Nunca más hemos tenido noticias suyas.

– Lo siento, señor Webber, pero no entiendo qué tiene que ver eso conmigo.

– En su videojuego aparece una escena en la que un soldado alemán recibe un disparo en la cabeza. Ese chico tiene idéntico aspecto que mi Zachary. Imaginé que habría posado para los dibujantes de su empresa y busqué la dirección. Por favor, si disponen de una base de datos con los modelos que han trabajado para ustedes, comprueben si él aparece. Tal vez aún esté aquí, en Nueva York.

– No trabajamos con modelos, señor Webber. Lo siento.

Derek se dispuso a alejarse. Sin embargo, Webber lo adelantó y le bloqueó el paso.

– Al menos mire su fotografía. Por favor. He tratado de ponerme en contacto con usted por teléfono, pero no respondía a mis llamadas, así que en cuanto me he levantado esta mañana he comprado un billete de avión. Por favor.

El hombre le tendió la fotografía y Derek la tomó con un suspiro de compasión.

Al instante se quedó sin respiración. Era el mismo chico. «El rostro es idéntico.»

– Es… Es un chico muy atractivo, señor Webber.

Levantó la cabeza y vio que a Webber se le anegaban los ojos de lágrimas.

– ¿Está seguro de que no ha pasado por su estudio? -preguntó con un hilo de voz.

Derek se sintió mareado. Desde el instante en que sus ojos se posaron por primera vez en una obra de Frasier Lewis, supo que aquello contenía un grado de realismo que traspasaba los límites de lo decente. Sin embargo, la idea que en esos momentos pasaba por su cabeza…

– ¿Puedo quedarme la foto de su hijo, señor Webber? Se la mostraré al personal. No trabajamos con modelos pero tal vez alguien lo haya visto en alguna parte; en algún restaurante o en el autobús. Hay muchísimos sitios donde nos inspiramos para crear los personajes.

– Quédesela, por favor. Es una copia. Si quiere, puedo conseguirle más. Enséñesela a todo aquel que crea que puede ser de ayuda.

Con la mano trémula le tendió una tarjeta de visita y Derek la tomó, también tembloroso.

– Ahí tiene mi número de móvil. Por favor, llámeme a cualquier hora del día o de la noche. Me quedaré unos cuantos días en la ciudad, hasta que me dé una respuesta u otra.

Derek miró la fotografía y la tarjeta de visita. Frasier Lewis aún estaba allí dentro, hablando con Jager. Podría preguntárselo a quemarropa, pero no estaba seguro de querer oír la respuesta. «Compórtate como un hombre, Derek. Mójate por una vez en tu vida.»

Levantó la cabeza y asintió.

– Lo llamaré para decirle una cosa u otra. Se lo prometo.

Los ojos de Webber se llenaron de gratitud y esperanza.

– Gracias.

Martes, 16 de enero, 12:05 horas

La furia que hervía en su interior estalló en cuanto vio a Derek Harrington aguardándolo a la salida del edificio. Cerró el puño para asir con fuerza el maletín de su portátil. Con mucho gusto habría preferido apretar el puño para algo más satisfactorio, como romperle la cara a Harrington. Pero para todo había un momento y un lugar apropiado. «No debo hacerlo aquí ni ahora.» Sin palabra ni gesto de saludo alguno, dejó atrás a Harrington y salió por la puerta.

– Lewis, espera. -Harrington lo siguió afuera-. Tengo que hablar contigo.

– Tengo prisa -soltó entre dientes y empezó a bajar los escalones que conducían a la calle-. Ya hablaremos luego.

– No, hablaremos ahora. -Harrington lo aferró por el hombro y él se tambaleó y estuvo a punto de perder el equilibrio y caer por la escalera. Quedó atrapado al apoyarse en el pasamanos metálico, pero en un arrebato de furia apartó a Harrington de un empujón.

– Quítame las manos de encima -dijo con un rugido apenas contenido.

Derek dio un paso atrás y Frasier quedó dos escalones más arriba. Se encontraban frente a frente. En los ojos de Harrington se observaba algo nuevo, retador.

– Y si no, ¿qué? -le preguntó Derek con calma-. ¿Qué harás conmigo, Frasier?

«No debo hacerlo aquí ni ahora.» Ya encontraría el momento.

– Tengo prisa. Me voy.

Se volvió para marcharse, pero Derek lo siguió, lo adelantó y se detuvo a esperarlo al pie de la escalera.

– ¿Qué harás conmigo? -repitió con más énfasis-. ¿Me pegarás? -Subió un escalón y miró hacia arriba de reojo-. ¿Me matarás? -masculló.

– Estás loco. -Él se dispuso a bajar la escalera pero Harrington volvió a aferrarlo por el brazo. Sin embargo, esta vez no lo pilló desprevenido y conservó el equilibrio apoyándose sobre la pierna sana.

– ¿Me matarás, Frasier? -le preguntó Harrington en voz igualmente baja-. ¿Igual que mataste a Zachary Webber? -Sacó una fotografía del bolsillo de su abrigo-. El parecido con tu soldado alemán es asombroso, ¿no crees?

Él miró la fotografía y mantuvo el semblante impasible a pesar de que el corazón empezó a acelerársele. Frente a él había una imagen del rostro de Zachary Webber en la que aparecía igual que el día en que lo recogió en la I-95 en las afueras de Filadelfia, donde hacía autostop. Zachary se dirigía a Nueva York con la intención de convertirse en actor. Su padre le había advertido que era demasiado joven, que primero debía acabar los estudios secundarios. Pero Zachary no le había hecho ningún caso. «Le demostraré quién soy -había asegurado-. Cuando sea famoso, se tragará todo lo que me ha dicho.»

Aquel día esas palabras resonaron en su cabeza. Eran iguales a las que él mismo había pronunciado a la edad de Zachary. Su encuentro era cosa del destino, como lo del tatuaje de Warren Keyes.

– Yo no lo veo -respondió con despreocupación. Cuando llegó a la calle se volvió a mirar a Derek a los ojos una vez más, mientras este seguía plantado en la escalera-. Deberías pensarlo mejor antes de hacer semejantes acusaciones, Harrington. Podrían volverse contra ti.

Martes, 16 de enero, 13:15 horas

Ted Albright frunció el entrecejo.

– Hoy has estado muy floja, «Juana».

Sophie miró a Ted Albright mientras se quitaba las reforzadas botas de los pies.

– Ya te he dicho que le pidieras a Theo que se encargara de la visita del caballero. El dolor de espalda me está matando. -También le dolía la cabeza. Y el amor propio-. Voy a comprarme algo para comer.

Cuando se disponía a marcharse, Ted la asió por el brazo con sorprendente suavidad.

– Espera.

Ella se volvió despacio, preparándose para otra discusión.

– ¿Qué? -le espetó, pero se interrumpió al ver la mirada de Ted. Marta tenía razón, Ted Albright era un hombre muy atractivo, pero en esos momentos sus anchos hombros aparecían alicaídos y su semblante, demacrado-. ¿Qué? -repitió en tono mucho más amable que la primera vez.

– Sophie, ya sé lo que piensas de mí. -Una de las comisuras de sus labios se curvó al ver que ella no respondía-. Y, lo creas o no, te admiro por no negarlo en estos momentos. No llegaste a conocer a mi abuelo, murió antes de que tú nacieras.

– Lo he leído todo sobre su vida como arqueólogo.

– Pero en ningún libro explica cómo era realmente. No era un… simple historiador. -Pronunció las últimas palabras en tono quedo. Luego sonrió-. Mi abuelo era… divertido. Murió cuando yo era niño, pero aún recuerdo cómo le gustaban los dibujos animados. Bugs Bunny era su personaje favorito. Me llevaba a caballito y era un gran fan de los Tres Chiflados. Le encantaba reírse. También amaba el teatro, igual que yo. -Suspiró-. Estoy tratando de que este lugar resulte atractivo para los niños, que puedan venir y… disfrutar de una verdadera experiencia. Sophie, estoy tratando de convertir esto en un lugar que a mi abuelo le habría encantado visitar.

Sophie se quedó parada un momento, sin saber qué decir.

– Ted, creo que ahora entiendo mejor lo que intentas hacer pero… venga ya. Yo sí soy una simple historiadora. Me resulta humillante tener que disfrazarme.

Él negó con la cabeza.

– Tú no eres así, Sophie. Tendrías que ver las caras de los niños al oírte hablar. Les encanta escucharte. -Dio un suspiro-. Tengo programadas varias visitas diarias durante semanas. Necesitamos los ingresos como agua de mayo -añadió en voz baja-. He invertido todo lo que tengo en este museo. Si el negocio no funciona, tendré que vender la colección, y no quiero hacerlo. Es todo cuanto me queda de él. Es su herencia.

Sophie cerró los ojos.

– Déjame pensarlo -musitó-. Me voy a comer.

– No olvides que a las tres te toca hacer de vikinga -gritó Ted tras ella.

– No -masculló, sintiéndose dividida entre la culpa y lo que seguía considerando un enfado más que justificado.

– Eh, Soph. Ven.

Quien le hablaba era Patty Ann, que se encontraba tras el mostrador de la entrada mascando chicle ruidosamente.

Con un suspiro, Sophie cruzó el vestíbulo. Ese día Patty Ann iba de actriz de Brooklyn, pero más bien parecía Stallone haciendo de Rocky. Sophie se apoyó en el mostrador y soltó:

– No me lo digas. Estás ensayando para actuar en Ellos y ellas.

– He recibido una oferta para un papel, y tú has recibido un paquete. -Patty Ann lo empujó hasta el borde del mostrador-. Dos paquetes en un mismo día. Te estás haciendo muy popular.

A Sophie se le pusieron los nervios de punta.

– ¿Sabes quién lo ha dejado?

Patty Ann sonrió con retintín.

– Pues claro. Una tía.

Sophie contuvo las repentinas ganas de estrangularla.

– Y esa tía, ¿tiene nombre?

– Pues claro. -Patty Ann hizo un globo de chicle-. Tiene un nombre muy largo: Ciccotelli-Reagan.

Aliviada y sorprendida al mismo tiempo, Sophie pestañeó.

– ¿No bromeas?

– Te lo juro. -La sonrisa de Patty Ann se tornó pícara-. Le he preguntado si tenía alguna relación con un policía que está como un tren y me ha contado que es su hermano. Luego me ha preguntado si yo era Sophie.

Sophie se horrorizó.

– Por favor, dime que le has dicho que no.

– Claro que le he dicho que no -soltó Patty Ann con un resoplido de indignación-. Yo quiero representar papeles interesantes. No te ofendas, Sophie, pero tú no eres ningún personaje interesante.

– Ah… Gracias, Patty Ann. Acabas de alegrarme el día.

La chica ladeó la cabeza, pensativa.

– Qué curioso. Es lo mismo que me ha dicho ella. Esa tía.

Aun sin conocerla, a Sophie le cayó bien la hermana de Vito.

– Gracias, Patty Ann.

Cuando llegó a su pequeño y oscuro despacho, cerró la puerta y se echó a reír. Patty Ann no era mala chica. Lástima que no le quedara bien la armadura, habría hecho muy bien de Juana de Arco. Aún sonriente, se sentó delante de su escritorio y abrió el paquete. Al verlo, abrió mucho los ojos. «¿Qué narices…?» Era un bolígrafo. No, no era eso.

Su sonrisa se desvaneció en cuanto reparó en qué era exactamente lo que estaba mirando. Sacó el cilindro plateado de la caja y pulsó con el pulgar el diminuto botón lateral. Un extremo se abrió y en él empezó a parpadear una luz azul mientras sonaba una discreta sirena.

Era una reproducción de juguete del dispositivo para borrar la memoria que aparecía en Hombres de negro. Sophie notó sus ojos llenarse de lágrimas al darse cuenta de lo que aquello significaba. Vito Ciccotelli le había ofrecido empezar de nuevo.

En la caja había una nota. La letra era de una mujer pero las palabras no. «Brewster es un imbécil. Olvídalo y rehaz tu vida. V.» Sophie no pudo evitar sonreír al leer la posdata. «No te olvides de quitarte las gafas de sol de color lila antes de utilizarlo; si no, no funcionará.» Una flecha señalaba el otro lado del papel, así que le dio la vuelta. «Todavía te debo una pizza. Dos puertas más abajo del edificio de la Universidad Whitman en el que trabajas las hacen buenísimas. Si te apetece que nos veamos, estaré allí cuando termines las clases esta noche.»

Sophie depositó la nota y el dispositivo de nuevo en la caja y se quedó un rato sentada, muy pensativa. Aceptaría la pizza. Sin embargo, ella le debía a Vito Ciccotelli mucho más que eso. Miró el reloj. Entre la visita de la reina vikinga y el seminario que impartía a última hora de la tarde no le quedaba mucho tiempo, pero haría lo que pudiera.

Vito no había conseguido ninguna información de Alan Brewster. Sophie ya lo sabía de antemano; le había dado su nombre más por tener la conciencia tranquila que por considerar de verdadera utilidad lo que Alan pudiera aportar a la investigación de Vito. No obstante, Étienne Moraux le había proporcionado una buena pista. Las piezas desaparecidas se encontraban en algún rincón del mundo. Era probable que siguieran en Europa. Pero ¿y si no era así? ¿Y si estuvieran en Filadelfia?

Étienne no conocía al hombre que había muerto, ni a ninguna de las figuras más destacadas del mecenazgo en Europa. La riqueza y la influencia le interesaban tan poco como a ella. Sin embargo, Sophie conocía a personas a quienes sí les importaban esas cosas.

Pensó en su padre biológico. Alex tenía muchos contactos en distintos ambientes sociales y políticos. No obstante, a ella siempre le había incomodado utilizar su posición y su influencia. En parte, su reticencia procedía de la evidente aversión que sentía su madrastra por la hija americana de su marido. Pero su vacilación se había enquistado sobre todo debido a la compleja relación entre Anna y Alex, y el resto de su árbol genealógico. Por eso solo recurría a su familia cuando era estrictamente necesario.

Claro que en ese caso lo era. Se trataba de hacer justicia. Volvería a servirse de la influencia de su padre. Quería pensar que a él le habría parecido bien. Tal vez los amigos de Alex conocieran al hombre que había muerto, aquel cuya colección había desaparecido. Tal vez conocieran a la familia y sus contactos. Si algo había aprendido en la vida a fuerza de tropezar era a no subestimar los rumores, fueran buenos o malos.

Abrió su agenda telefónica por la página en la que Alex Arnaud había anotado los números de sus amigos para que Sophie no estuviera sola en Europa cuando él faltara. En esa fase de su enfermedad los trazos de su letra ya eran finos e inseguros, pero aun así Sophie distinguía los nombres y las cifras. Conocía a aquellas personas desde que era niña, y todas le habían ofrecido su ayuda innumerables veces. Había llegado el momento de aceptarla.

Martes, 16 de enero, 13:30 horas

El corazón todavía le palpitaba con fuerza mientras conducía en dirección sur hacia Filadelfia por el mismo tramo de la I-95 donde había recogido a Zachary Webber el año anterior. Estaba nervioso y eso le hacía sentirse enfadado. El día no había ido tal como había planeado.

En primer lugar estaban las peticiones irracionales de Van Zandt. Doncellas de hierro, reinas de rasgos distintos y cabezas que estallaban al golpearlas. Creía que Van Zandt comprendía la importancia del realismo, y al final había resultado que el hombre era como todo el mundo.

Luego estaba Harrington. ¿De dónde demonios habría sacado aquella fotografía? En realidad eso daba igual. Nadie podría demostrar que había conocido a Zachary Webber, y mucho menos que le había apuntado con una Luger de 1943 en la cabeza y había apretado el gatillo. Harrington había tenido suerte con la deducción pero daba palos de ciego.

No obstante, era probable que en ese preciso momento el cabrón quejicoso estuviera en el despacho de VZ, tratando de convencerlo… ¿De qué? «¿De que me despida? ¿De que me denuncie a la policía?» Van Zandt nunca haría ninguna de las dos cosas. Tenía una invitación para Pinnacle y no podía asistir de vacío. «Me necesita.» Por desgracia, él también necesitaba a Van Zandt. De momento.

Por otra parte tenía que ocuparse de Harrington, y enseguida. Por de pronto habría ido a quejarse a Van Zandt y luego iría con el cuento a otro sitio, a alguien que tal vez lo escuchara. Van Zandt afirmaba que Harrington había dejado de resultar útil y que lo suyo duraba demasiado.

Se rió entre dientes. El hombre no tenía ni idea de lo proféticas que resultaban sus palabras. Se ocuparía de Harrington, pero por el momento tenía que acudir a una cita.

Martes, 16 de enero, 13:30 horas

Pasó una hora y media antes de que Derek pudiera entrar al despacho de Jager, tiempo que utilizó para planear cómo exponerle a su socio sus sospechas sobre Frasier Lewis sin parecer un lunático. Para cuando hubo terminado Jager tenía el entrecejo arrugado por completo. Sin embargo, en sus ojos Derek observó aburrimiento e indiferencia.

– Tu acusación, Derek, es muy seria.

– Claro que es seria, Jager. No es posible que te quedes sentado tan tranquilo y me digas que no ves ningún parecido entre el chico desaparecido y el personaje de Lewis.

– No niego que se parecen. Pero de eso a acusar a un empleado de asesinato a sangre fría va mucho trecho.

– Él ni siquiera reconoce el parecido. Es un cabrón insensible.

– ¿Y qué esperabas que dijera? Lo has acusado de asesinato. Tal vez creías que iba a decirte: «Tienes razón, secuestré a Zachary Webber, le apunté con una pistola en la cabeza, le volé los sesos y lo convertí en un personaje de videojuego.» -Ladeó la cabeza con expresión desconcertada-. ¿Te parece normal?

No se lo parecía, por lo menos explicado así. Pero Derek presentía que algo no iba bien.

– Entonces, ¿cómo lo justificas? -Golpeteó con el dedo sobre la fotografía-. El chico desaparece y, de repente, sale en Tras las líneas enemigas. Qué casualidad.

– Lo vio en alguna parte. Joder, Derek, ¿cómo te inspirabas tú?

«Te inspirabas.» En pasado. Derek notó que una creciente sensación de desespero le atenazaba el pecho.

– No sabes nada de Lewis. ¿Cuál era su experiencia antes de que lo contrataras en oRo?

– Sé lo que necesito saber. -Jager deslizó una hoja de papel sobre el escritorio.

En la fotografía Derek observó a Jager con expresión satisfecha bajo un titular que rezaba: oRo da el golpe. La prometedora empresa obtiene un puesto en Pinnacle.

– Así que lo has conseguido -dijo Derek sin entusiasmo.

– Sí, lo he conseguido.

Enfatizó el verbo en primera persona.

– Quieres que me vaya.

Jager arqueó las cejas con una flema exasperante.

– Yo no he dicho eso.

De pronto la desesperación cesó y Derek supo lo que tenía que hacer. Se puso en pie lentamente.

– Lo he dicho yo. -Se detuvo en la puerta y se volvió a mirar al hombre a quien un día había considerado su mejor amigo-. ¿He llegado a conocerte de verdad alguna vez?

Jager seguía tan tranquilo.

– El personal de seguridad te acompañará a tu despacho a recoger las cosas.

– Tendría que desearte buena suerte, pero no sería sincero. Espero que obtengas lo que te mereces.

La mirada de Jager se tornó fría.

– Ahora ya no formas parte de esta empresa. Consideraré cualquier movimiento para desacreditar a mis empleados una calumnia y no pararé hasta llevarte a los tribunales.

– Dicho de otro modo: «Deja en paz a Frasier Lewis» -dijo Derek con amargura.

La sonrisa de Jager resultó una visión espantosa.

– Después de todo, sí que me conoces.

Nueva Jersey,

martes, 16 de enero, 14:30 horas

Vito cruzaba en coche el pequeño y tranquilo barrio de Jersey, siguiendo las indicaciones de Tim Riker. Había dejado a Andy en su tienda, buscando entre los registros de ventas aquellas que correspondían a espadas y manguales, y acudía a reunirse con Tim y Beverly, que lo esperaban frente a una casa.

– ¿Esta es la casa de Brittany Bellamy? -preguntó al salir del coche, y Beverly asintió.

– Sus padres viven aquí. La única dirección que Brittany comunicó en todos sus empleos corresponde a un apartado de correos de Filadelfia. Si no está aquí, supongo que sus padres podrán indicarnos dónde vive.

– ¿Habéis hablado ya con sus padres?

– No -respondió Tim-. Te estábamos esperando. Uno de los fotógrafos que cita en su currículum nos ha explicado que contrató a Brittany para un anuncio de una joyería local la primavera pasada.

– El anuncio era de anillos. -La mirada de Beverly se ensombreció-. La imagen solo mostraba sus manos.

– Nick y yo creemos que el asesino eligió a Warren por el tatuaje. Tal vez lo atrajera el hecho de que Brittany mostrara las manos en el anuncio, puesto que luego le hizo posar con ellas juntas. ¿Denunciaron su desaparición?

– No -dijo Tim con mala cara-. Puede que no sea nuestra víctima.

– Vamos a averiguarlo. -Vito se dirigió el primero hacia la puerta y llamó. Al cabo de un minuto abrió una chica. Debía de tener unos catorce años y era de una estatura parecida a la de la víctima. Tenía el pelo del mismo tono castaño oscuro. En la mano llevaba una caja de pañuelos de papel.

– ¿Sí? -preguntó con la nariz tapada y la voz amortiguada por el cristal de la contrapuerta.

Vito le mostró la placa.

– Soy el detective Ciccotelli. ¿Están tus padres?

– No -dijo sorbiéndose la nariz-. Los dos están trabajando. -Entornó los cargados ojos-. ¿Por qué?

– Estamos buscando a Brittany Bellamy.

La chica alzó la barbilla y volvió a sorberse la nariz.

– Es mi hermana. ¿Qué ha hecho?

– Nada. Solo queremos hablar con ella. ¿Puedes decirnos dónde vive?

– Aquí no. Ya no.

Beverly dio un paso adelante.

– Entonces, ¿podrías decirnos dónde vive?

– No lo sé. Miren, será mejor que hablen con mis padres. Estarán en casa a partir de las seis.

– ¿Puedes darnos los números de teléfono de los trabajos de tus padres? -insistió Beverly.

Su mirada somnolienta se llenó de miedo.

– ¿Qué le ha ocurrido a Brittany?

– No estamos seguros -respondió Vito-. Es necesario que hablemos con tus padres.

– Esperen aquí. -Cerró la puerta y Vito oyó el ruido del cerrojo. Al cabo de dos minutos la puerta volvió a abrirse y la chica apareció con un teléfono inalámbrico. Se lo tendió a Vito-. Mi madre está al aparato.

– ¿Es la señora Bellamy?

– Sí. -La voz de la mujer expresaba desesperación y enfado-. ¿Qué es eso de que son policías? ¿Qué ha hecho Brittany?

– Soy el detective Ciccotelli, del Departamento de Policía de Filadelfia. ¿Cuándo vio a Brittany por última vez?

– Dios mío. Está muerta. -La mujer se estaba poniendo histérica-. Dios mío.

– Señora Bellamy, por favor. ¿Cuándo…? -Pero los sollozos de la mujer eran demasiado fuertes para que lo oyera. Los ojos de la jovencita se llenaron de lágrimas. Le arrancó el teléfono de la mano a Vito.

– Mamá, ven a casa. Llamaré a papá. -Colgó y aferró el teléfono contra su pecho con las dos manos, del mismo modo que Warren Keyes aferraba la espada-. Fue después de Acción de Gracias. Mi padre y ella se pelearon porque había dejado los estudios de odontología para ser actriz. -Pestañeó y las lágrimas le rodaron por las mejillas-. Se marchó de casa, dijo que se las apañaría sola. Esa fue la última vez que la vi. Está muerta, ¿verdad?

Vito exhaló un suspiro.

– ¿Tenéis ordenador?

La chica frunció el entrecejo.

– Sí. Es nuevo.

– ¿Cómo de nuevo, cariño? -preguntó Vito.

– Tiene un mes, más o menos. -La chica titubeó-. Justo después de que Brittany se marchara, el anterior se estropeó. Mi padre se puso frenético. No tenía ninguna copia de seguridad.

– Necesitamos un permiso de tus padres para registrar la habitación de Brittany.

Ella apartó la mirada, le temblaban los labios.

– Llamaré a mi padre.

Vito se volvió hacia Beverly y Tim.

– Yo me quedo aquí. Volved a la comisaría y empezad a buscar a la tercera víctima de la fila en tupuedessermodelo.com.

– Es el tipo del mangual -dijo Tim con gravedad-. No podemos contar con que su nombre aparezca en los informes de desaparecidos. Aunque hubieran denunciado la desaparición de Brittany, es posible que al ser de Jersey no apareciera en los informes de Filadelfia.

– La base de datos permite realizar búsquedas por características físicas. Si no lo conseguís, avisad a Brent Yelton, del departamento de informática. Decidle que lo llamáis de mi parte y pedidle si puede conseguir un listado de las personas con quienes contactaron los mismos días en que consultaron los currículums de Warren y Brittany. Me apuesto cualquier cosa a que ese tipo no tuvo suerte a la primera. Tal vez encontremos a alguien que habló con él y que todavía vive y tiene el ordenador intacto.

Bev y Tim asintieron.

– Eso haremos.

La chica estaba de nuevo en la puerta.

– Mi padre está en camino.

En la pared de la casa había una hornacina.

– ¿Conocéis a algún sacerdote?

La chica asintió con gesto débil.

– Lo llamaré también.

Martes, 16 de enero, 15:20 horas

Munch llegaba tarde. Gregory Sanders miró el reloj por décima vez en el mismo número de minutos. Tenía la impresión de destacar sobremanera sentado en el bar donde Munch le había prometido encontrarse con él. Solo sabía que tenía que buscar a un hombre que caminaba con la ayuda de un bastón.

La camarera se detuvo junto a su mesa.

– No puede quedarse aquí si no pide nada.

– Estoy esperando a una persona. De todos modos, tráigame un gin-tonic.

La chica ladeó la cabeza y lo examinó de cerca.

– Le he visto en alguna parte, estoy segura. -Chascó los dedos-. Servicio de limpieza séptica Sanders. -Sonrió-. Me encantaba ese anuncio.

Él mantuvo una firme sonrisa de cortesía mientras la chica se alejaba. Había realizado anuncios muy sofisticados para campañas nacionales, pero toda persona que hubiera crecido en Filadelfia recordaba aquel estúpido spot en que su padre había obligado a sus seis hijos a aparecer. Nadie que hubiera visto aquel spot lo tomaría en serio jamás, y él necesitaba que lo tomaran en serio. Necesitaba que Ed Munch lo contratara para aquel trabajo.

Greg palpó la navaja que se había guardado en la manga. Lo que en realidad necesitaba era pillar al viejo desprevenido para robarle hasta dejarlo limpio. Sin embargo, no podía permanecer mucho más tiempo allí sentado. Aquellos tipos querían su dinero, sin dilación.

Notó la vibración de su móvil en el bolsillo y dio un rápido vistazo alrededor, preguntándose si lo habrían descubierto. No; llevaba un móvil desechable y solo Jill tenía su número.

– ¿Diga?

Se incorporó en el asiento. Jill estaba llorando.

– ¿Qué pasa?

– Eres un cabrón. Han estado aquí, en mi casa. Lo han revuelto todo para buscarte. Y luego la han tomado conmigo.

Estaba histérica, gritaba tan fuerte que a Greg le dolían los oídos.

– ¿Qué te han hecho? -preguntó. El miedo le atenazaba el vientre-. Mierda, Jill, ¿qué te han hecho esos hijos de puta?

– Me han pegado, y me han roto dos dientes. -Se calló de repente-. Y dicen que mañana será peor, así que tengo que buscar algún sitio donde esconderme. Te advierto que no respondo de mí. Será mejor que te encuentren ya, porque como te encuentre yo primero te mataré con mis propias manos.

– Jill, lo siento.

Ella soltó una áspera carcajada.

– Ya lo creo que lo sientes. Como decía siempre mi padre. Y el tuyo.

Colgó el teléfono y Greg exhaló un largo y fuerte suspiro. Si aquellos hombres lo encontraban, le darían una paliza. Y si por algún milagro sobrevivía, tendría la cara tan desfigurada que le sería imposible trabajar durante semanas enteras. Tenía que conseguir dinero ese mismo día.

Munch se retrasaba casi media hora. Era obvio que el anciano no pensaba acudir a la cita. Greg se puso en pie y salió del restaurante sin saber muy bien adónde dirigirse. Lo único que sabía era que tenía que conseguir el dinero. Mientras se planteaba robar alguna pequeña tienda de las que abrían las veinticuatro horas, llegó a la parada del autobús y decidió tomar el siguiente. No tenía ni idea de adónde iría. Lejos de Filadelfia, lo más probable.

– ¿Señor Sanders?

Greg se dio media vuelta con el corazón desbocado. Por suerte solo se trataba de un anciano con bastón.

– ¿Munch?

– Lo siento, señor Sanders. Se me ha hecho tarde. ¿Sigue interesado en mi documental?

Greg observó al hombre. En sus tiempos había sido un tipo corpulento; en cambio ahora se lo veía frágil y encorvado.

– ¿Me pagará al contado?

– Por supuesto. ¿Tiene coche?

Greg lo había vendido hacía tiempo.

– No.

– Entonces iremos en mi camioneta. La tengo aparcada enfrente del siguiente edificio.

En cuanto tuviera el dinero en mano, le robaría la camioneta al hombre y se daría el piro.

– Vamos.

Martes, 16 de enero, 16:05 horas

El teléfono del despacho de Sophie estaba sonando cuando la chica entró en él después de la visita de la reina vikinga. Corrió a descolgar el auricular. En Europa eran más de las diez, y a esas horas los hombres a quienes había telefoneado estarían terminando de cenar.

– ¿Diga?

– Doctora Johannsen. -Era una voz altiva y refinada que había oído anteriormente.

Sophie exhaló un suspiro. No la llamaban desde Europa. Era Amanda Brewster.

– Sí.

– ¿Sabe quién soy?

Sophie miró la caja con la rata y notó que una ira renovada la embestía como una ola. Había planeado ofrecer al pobre animal un entierro decente cuando saliera del trabajo.

– Una cerda morbosa.

– Veo que le falla la memoria. Ya le dije una vez que se mantuviera alejada de mi marido.

– Y a usted le falla el oído. Ya le dije que no quiero a su marido para nada. Ni siquiera tengo ganas de volver a verlo. No tiene que preocuparse por mí, Amanda. De hecho, si yo fuera usted, me preocuparía más por la rubia que su marido tiene como ayudante du jour.

– Si usted fuera yo, estaría con Alan -dijo con engreimiento, y Sophie alzó los ojos con exasperación.

– Necesita la ayuda de algún especialista.

– Lo que necesito es que todas las putillas dejen en paz a mi marido -soltó Amanda con los dientes apretados-. Ya le dije la última vez que la descubrí que…

– Usted no me descubrió -repuso Sophie, irritada-. Fui yo quien se lo confesé a usted. -Lo cual había sido el segundo gran error de Sophie; el primero fue creer que Alan Brewster la amaba de veras. Cometió la estupidez de pensar que la esposa de un donjuán debía saber qué pie calzaba su marido, pero Amanda Brewster no la había escuchado, y tampoco ahora lo hacía.

– … arruinaría su carrera -prosiguió Amanda como si Sophie no hubiera pronunciado palabra.

A la mujer no le había hecho falta arruinarle la carrera. Ya se encargaron de ello Alan y sus secuaces con sus comentarios llenos de alusiones sexuales. Y estaban volviendo a la carga.

La idea le reventaba. Tomó el juguete que Vito le había enviado. Ojalá funcionara a través del teléfono, ojalá pudiera hacer desaparecer aquel episodio de la faz de la Tierra para siempre. No obstante, era imposible que eso sucediera y ya iba siendo hora de empezar a aceptarlo. Se había apartado de Alan diez años atrás, avergonzada por lo que había hecho y asustada por las amenazas de Amanda para destruir su carrera. Aún estaba avergonzada pero no pensaba volver a huir.

– Busque ayuda, Amanda. A mí ya no me asusta.

– Pues debería. Mírese -gritó Amanda-. Trabaja en un museo de pacotilla para un idiota. Si ahora le parece que su carrera está por los suelos -dijo riéndose sin un ápice de histerismo-, cuando haya terminado con usted se encontrará excavando alcantarillas.

Sophie soltó una risa ahogada. «Excavando alcantarillas» eran las mismas palabras que Amanda había utilizado diez años atrás. Con veintidós años, Sophie le había creído. Con treinta y dos sabía distinguir los disparates pronunciados por una mujer mentalmente desequilibrada. Probablemente Amanda Brewster merecía que la compadeciera. Tal vez dentro de diez años lo hiciera.

– Ya que no piensa creerse nada de lo que le diga sobre Alan, créase esto: si vuelve a enviarme otro paquete como el de esta mañana, llamaré a la policía.

Colgó el teléfono y se quedó mirando el pequeño despacho sin ventanas. Amanda tenía razón en algo; verdaderamente trabajaba en un museo de pacotilla.

Pero no tenía por qué ser así. Amanda se equivocaba en otra cosa; Ted no era ningún idiota. Esa mañana Sophie había reparado en las caras de los visitantes. Se lo estaban pasando bien y al mismo tiempo aprendían. Ted tenía razón. Mantenía con vida el legado de su abuelo de la mejor manera que sabía hacerlo. «Y me ha contratado para que lo ayude.» La verdad era que hasta el momento no le había resultado de gran ayuda.

El motivo era que se había pasado los últimos seis meses compadeciéndose a sí misma. Se consideraba una importante arqueóloga que se había visto obligada a abandonar la excavación de su vida.

– ¿Cuándo me convertí en semejante esnob? -se preguntó en voz alta. El hecho de no estar trabajando en Francia no quería decir que allí no pudiera hacer algo importante.

Miró las cajas que saturaban su despacho, apiladas hasta el techo. La mayoría contenían piezas de la colección de Ted Primero a las que Ted y Darla no habían encontrado sitio en el museo. Ella les buscaría un espacio.

Se miró la mano y reparó en que aún asía el dispositivo para borrar la memoria. Lo depositó en la caja con cuidado. Había retomado su vida personal al aceptar la invitación de Vito para cenar, y pensaba empezar a retomar su vida profesional en ese preciso instante.

Encontró a Ted en su despacho.

– Ted, necesito un poco de tiempo.

Él entornó los ojos.

– Tiempo, ¿para qué? Sophie, ¿piensas marcharte?

Ella abrió mucho los ojos.

– No, no me marcho. Quiero tiempo para preparar una exposición. Tengo unas cuantas ideas. -Sonrió-. Son ideas divertidas. ¿Dónde puedo montarla?

Ted le devolvió la sonrisa.

– Tengo el lugar adecuado. Bueno, falta acabar de adecuarlo pero confío en que en pocos días lo tendrás listo.

Martes, 16 de enero, 16:10 horas

Munch se había pasado la primera media hora de trayecto hablándole a Greg Sanders del documental que estaba realizando. Se trataba de una nueva visión de la vida cotidiana en la Europa medieval.

«Dios Santo -pensó Greg-, menudo plomo.» Aquello resultaría peor para su carrera que el anuncio del servicio de limpieza séptica Sanders.

– ¿Dónde están los otros actores?

– Empezaré a filmarlos la semana que viene.

O sea que estarían a solas. Munch no le había pagado a nadie más, así que tendría un montón de dinero en casa.

– ¿Cuánto falta para llegar a su estudio? -quiso saber Greg-. Debemos de llevar ya ochenta kilómetros.

– No falta mucho -respondió Munch. Sonrió y un escalofrío recorrió la espalda de Greg-. No me gusta molestar a los vecinos, por eso vivo donde nadie pueda oírme.

– ¿Por qué tendría que molestarlos? -preguntó Greg sin estar seguro de querer oír la respuesta.

– De vez en cuando hospedo a grupos de recreación medieval.

– ¿Se refiere a gente que organiza torneos y esas comedias?

Munch volvió a sonreír.

– Exacto, esas comedias. -Abandonó la autopista-. Esa es mi casa.

– Qué bonita -musitó Greg-. De estilo clásico Victoriano.

– Me alegro de que le guste. -Enfiló el camino de entrada-. Entre.

Greg siguió a Munch con impaciencia, el anciano andaba muy lento con el dichoso bastón. Una vez dentro, miró alrededor preguntándose dónde debía de guardar el hombre el dinero.

– Es por aquí -le indicó Munch, y lo condujo hasta una habitación llena de trajes. Algunos estaban colgados en perchas mientras que otros se encontraban colocados en maniquís sin rostro. Parecían unos grandes almacenes medievales-. Póngase esto. -Munch señaló un hábito de fraile.

– Primero págueme.

Munch pareció enfadarse.

– Le pagaré cuando esté conforme con su trabajo. Vístase. -Se volvió para marcharse y Greg supo que si no lo hacía entonces, no lo haría nunca.

«Hazlo.» Rápidamente sacó la navaja, se situó detrás de Munch, le rodeó el cuello con el brazo y le presionó la garganta con el filo.

– Me pagarás ahora mismo, viejo. Ve despacio a donde guardas el dinero y no te haré daño.

Munch se quedó quieto. De repente, con un movimiento rápido aferró el pulgar de Greg y se lo retorció. Greg gritó de dolor y la navaja cayó al suelo. Enseguida tuvo el brazo en la espalda y un segundo más tarde estaba en el suelo, bajo la rodilla de Munch.

– Eres un cabronzuelo -dijo Munch, y su voz no sonó como la de un anciano.

Greg apenas podía oír nada más que el martilleo de su cabeza. Notaba un dolor atroz, en el brazo, en la mano. Era insoportable. ¡Crac! Greg gritó al partírsele la muñeca. Luego soltó un gemido cuando a su codo le ocurrió lo mismo.

– Esto es por intentar robarme -soltó Munch. Agarró a Greg por el pelo y le golpeó la cabeza contra el suelo-. Esto es por llamarme viejo.

Greg sintió que las náuseas lo invadían cuando Munch se puso en pie y se guardó la navaja en el bolsillo. «Busca ayuda.» Rebuscó en su bolsillo y abrió a tientas el móvil con la mano izquierda. Solo tuvo tiempo de pulsar una tecla antes de que Munch le estampara una patada en los riñones.

– Las manos fuera de los bolsillos. -Munch introdujo un pie bajo el estómago de Greg y lo colocó boca arriba. Greg no pudo más que observar horrorizado cómo Munch se despojaba del peluquín gris. No era ningún viejo. No tenía el pelo cano, sino que era totalmente calvo. Munch tiró de su perilla y la depositó junto al peluquín. Por último se quitó las cejas. A Greg se le hizo un nudo en el estómago a medida que el simple miedo dejaba paso al terror, glacial e intensísimo. Munch no tenía cejas. No tenía nada de pelo.

«Me matará.» Greg tosió y notó el sabor de la sangre.

– ¿Qué piensa hacer?

Munch le sonrió.

– Cosas terribles, Greg. Cosas verdaderamente terribles.

«Grita.» Pero cuando lo intentó, lo único que brotó de su garganta fue un patético gruñido.

Munch abrió los brazos.

– Grita cuanto quieras. Nadie puede oírte y nadie te salvará. Los he matado a todos. -Se inclinó hasta que todo cuando Greg pudo ver fueron sus ojos, de mirada fría y violenta-. Todos creyeron sufrir, pero su sufrimiento no fue nada comparado con lo que voy a hacer contigo.

12

Martes, 16 de enero, 17:00 horas

Acudieron a la reunión informativa con caras largas. Vito ocupó un extremo de la mesa, con Liz a su derecha y Jen a su izquierda. Junto a Jen se encontraban Bev y Tim. Katherine se sentó al lado de Liz; se la veía demacrada. Vito pensó en lo duro que debía de resultar realizar las autopsias a todos aquellos cadáveres. Seguramente era la que tenía el peor trabajo de todos.

Claro que tener que comunicarle a una familia que su hija de diecinueve años estaba muerta no era como para ponerse a dar saltos de alegría.

– Nick ya ha salido del juzgado -le dijo a Liz-. Han levantado la sesión.

– ¿Ha llegado a declarar?

– No. La fiscal López cree que le tocará mañana.

– Ojalá. Bueno, démonos prisa para salir cuanto antes.

Vito miró el reloj.

– También estoy esperando a Thomas Scarborough.

Jen McFain arqueó las cejas.

– Qué bien. Scarborough es muy bueno haciendo perfiles. ¿Cómo has conseguido que te atienda tan rápido? Había oído que tenía una lista de espera de varios meses.

– Agradéceselo a Nick Lawrence. -Un hombre alto, con hombros de defensa de fútbol americano y ondulado pelo castaño entró en la sala, y con el rabillo del ojo Vito vio que tanto Beverly como Jen se sentaban un poco más erguidas. El doctor Thomas Scarborough no tenía el atractivo que Vito creía que la mayoría de las mujeres apreciaban en un galán, pero gozaba de un porte que dejaba huella. Se inclinó y le tendió la mano a Vito.

– Tú debes de ser Chick. Yo soy Scarborough.

Vito le estrechó la mano.

– Gracias por venir, doctor Scarborough.

– Thomas -lo corrigió, y tomó asiento-. La fiscal López me ha presentado a su compañero en la puerta del juzgado esta mañana. Estábamos esperando para declarar. Nick me ha preguntado sobre los asesinos que utilizan la tortura y he sentido curiosidad.

Vito le presentó a todo el mundo. Luego se dirigió a la pizarra donde esa mañana había dibujado la tabla de fosas.

– Hemos comprobado que la mujer de las manos unidas es Brittany Bellamy. Comparamos las huellas de su dormitorio con las de la víctima. Son suyas.

– O sea que hemos identificado a tres de los nueve cadáveres -dijo Liz-. ¿Qué tienen en común?

Vito sacudió la cabeza.

– No lo sabemos. Warren y Brittany aparecen en la página web de modelos, pero Claire no. A Warren y a Brittany los torturaron. El asesino le rompió el cuello a Claire, pero no le hizo nada más. Entre los asesinatos transcurrió al menos un año.

– Lo que tienen en común es que todos estaban enterrados en ese campo -observó Jen-. Tenía razón cuando os dije que no creía que la tierra de las tumbas procediera del mismo terreno. Allí casi todo es arcilla. En cambio la tierra que utilizaron para llenar las fosas es más arenosa. Probablemente procede de una cantera.

Tim Riker suspiró.

– Pennsylvania está plagada de canteras.

Liz frunció el entrecejo.

– Pero ¿por qué transporta tierra de otro lugar? ¿Por qué no utiliza la tierra que antes extrajo de la fosa?

– Esa pregunta es muy fácil de responder -dijo Jen-. La tierra del campo se aterrona al mojarse. En cambio la tierra de la cantera es arenosa y no absorbe tanto el agua, esta se filtra. Es más fácil cubrir un cadáver de arena que de tierra compacta.

– ¿Podemos averiguar el lugar exacto del que procede la tierra? -preguntó Beverly.

– He avisado a un geólogo. Su equipo está examinando la composición mineral para darnos una idea de dónde se encuentra naturalmente ese tipo de suelo. Aun así, les llevará unos cuantos días.

– ¿Podemos hacer algo para que vayan más rápido? -preguntó Liz-. ¿Ayudarles a conseguir recursos?

Jen levantó las manos.

– He tratado de ejercer presión, pero hasta el momento todos me han dicho que trabajan lo más rápido que pueden y que cuentan con el máximo de recursos. De todos modos, volveré a intentarlo.

Liz asintió.

– Hazlo. El patrón de las sepulturas indica que el asesino aún no ha terminado. De hecho, ahora mismo podría estar ocupándose de una nueva víctima. Dos días pueden ser mucho tiempo.

– Sobre todo porque hemos alterado su rutina -observó Thomas en tono quedo-. Ese asesino es obsesivo-compulsivo hasta un punto increíble. Ha dejado un espacio abierto al final de la tercera fila, y si sigue el mismo patrón que hasta ahora, en cualquier momento empezará a buscar una nueva víctima. Cuando descubra que habéis encontrado el cementerio que tan cuidadosamente planeó… se quedará desconcertado. Se enfadará, tal vez se sienta desorientado.

– Quizá entonces cometa algún error -dijo Beverly.

Thomas asintió.

– Es probable. Pero también puede que se desmorone, que abandone lo planeado y cambie de estrategia. Casi pasó un año entre los primeros asesinatos y los más recientes. Podría esperar otro año, o más.

– O podría buscar otro terreno y cavar otra serie de tumbas -repuso Jen con voz cansina.

– Eso también es posible -reconoció Thomas-. Lo que haga a continuación depende del motivo último por el que esté haciendo todo esto. Por qué mata a gente. Por qué empezó. Por qué ha dejado pasar un año entre las dos series de asesinatos.

– Esperábamos que tú nos ayudaras a responder a todo eso -dijo Vito en tono seco.

La sonrisa de Thomas también fue seca.

– Haré cuanto pueda. Una de las cosas que necesitamos averiguar es cómo elige a las víctimas. Las dos últimas aparecen en la página web de modelos.

– Puede que sean tres -intervino Tim Riker-. He realizado una búsqueda de todos los modelos masculinos que aparecen en tupuedessermodelo.com y que tienen la misma altura y peso que el chico del mangual.

– Deja de llamarle así -le espetó Katherine, y a continuación frunció los labios con fuerza-. Por favor.

Su voz denotaba una desesperación tal que todos se volvieron a mirarla.

– Lo siento, Katherine -se disculpó Tim-. No pretendía faltarle al respeto.

Ella asintió, vacilante.

– No te preocupes. Es mejor que lo llamemos el tres-uno, por la tumba. Acabo de terminar su autopsia. Brittany Bellamy y Warren Keyes sufrieron muchísimo, pero todo parece indicar que su suplicio duró pocas horas. Al tres-uno, en cambio, lo torturaron durante varios días. Tiene todos los dedos de las manos rotos. También tiene rotos los brazos y las piernas. Le despellejaron la espalda. -Tragó saliva-. Y le quemaron los pies.

– ¿Las plantas de los pies? -preguntó Liz con amabilidad.

– No, los pies enteros. La cicatriz los cubre por completo y está claramente delimitada. Es como un calcetín.

– O una bota -terció Nick con gravedad. Acababa de entrar por la puerta. Le estrechó el hombro a Katherine para tranquilizarla y se sentó junto a Scarborough-. Es uno de los instrumentos de tortura que he encontrado en internet. Los inquisidores llenaban una bota de aceite hirviendo, solían aplicarlo en ambos pies por separado. Era un método muy efectivo para que la gente acabara diciendo todo lo que ellos querían.

– Pero ¿qué debe querer el asesino que digan todas esas personas? -preguntó Beverly con la voz llena de frustración-. Eran modelos, actores.

– Tal vez no quisiera que dijeran nada. Tal vez solo quisiera verlos sufrir -observó Tim en voz baja.

– Pues lo que se dice sufrir, sufrieron -soltó Katherine con amargura.

Vito cerró los ojos y se esforzó por imaginarse la escena, tan horrible como era.

– Pero, Katherine, hay algo que no encaja. La forma en que su cabeza se partió indica que tenía que estar sentado. Si hubiera estado tumbado, el cráneo habría quedado aplastado, no partido. Si ese chico estaba en un estado tan lamentable antes de recibir el golpe del mangual… o lo que sea, ¿cómo es posible que se mantuviera erguido?

Los labios de Katherine dibujaron una fina línea.

– He encontrado restos de cuerda en la piel del torso. Creo que lo ataron para que mantuviera la posición vertical. Las marcas circulares también se aprecian en la cuerda.

Hubo un momento de silencio mientras todos digerían el último horror.

– ¿Qué has obtenido de la búsqueda en la base de datos de tupuedessermodelo.com, Tim?

– Unos cien nombres, más o menos, pero el hecho de que le quemaran los pies es un dato importante. Brittany Bellamy era modelo de manos y el asesino la hizo posar con ellas unidas. Warren llevaba un tatuaje de un Oscar y lo colocó como si sostuviera una espada. -Tim sacó un listado de su carpeta y empezó a examinarlo-. Hay tres que son modelos de pies. -Miró a Katherine-. ¿Qué talla de zapatos utilizaba la víctima?

– Un cuarenta y cuatro.

Tim hojeó las páginas con rapidez. De pronto se detuvo y se fijó en algo.

– Sí. -Volvió a mirar la hoja con expresión triunfante-. Solo hay uno que calce un cuarenta y cuatro. William Melville. Aparece como Bill. El año pasado hizo un anuncio de un espray para pies.

A Vito se le aceleró el pulso.

– Buen trabajo, Tim. Muy buen trabajo.

Tim asintió con seriedad. Luego miró a Katherine.

– Ya tiene nombre.

– Gracias -musitó ella-. Eso significa mucho.

– Tendremos que comprobarlo cuando terminemos la reunión -dijo Vito con denuedo-. Nick y yo nos encargaremos de buscar la dirección de Bill Melville y verificar los datos. Tim, me gustaría que Beverly y tú siguierais investigando la base de datos. Aún me interesa saber a quiénes intentó contratar el asesino sin conseguirlo. También quiero saber con quién se ha puesto en contacto últimamente. Tenemos que encontrarlo y detenerlo antes de que llene la fila.

– Cuando acabemos esto tenemos previsto reunirnos con Brent Yelton, del departamento de informática -explicó Beverly-. Nos ha dicho que intentaría obtener información desde la página de los usuarios pero que probablemente acabaría necesitando la ayuda de los administradores. -Hizo una mueca-. Y para eso nos hará falta una orden judicial.

– Si me proporcionáis toda la información necesaria me encargaré de conseguir la orden -se ofreció Liz.

– O sea que eligió a las tres últimas víctimas por alguna característica física -dijo Thomas con aire pensativo-. Gracias a la base de datos ha podido buscar las características que necesitaba. Lo de las poses implica cierta teatralidad, y los modelos están acostumbrados a posar delante de una cámara.

Nick frunció el entrecejo.

– ¿Es posible que el tipo se dedique a filmar todo eso?

– Es una idea. -Vito lo anotó en la pizarra-. Vamos a dejarlo así de momento. Sigamos. También están los ordenadores. El disco duro de Warren está destrozado, y el de la familia Bellamy también. Sin embargo Claire no tenía ordenador.

– Lo que significa que no se puso en contacto con ella a través de la red -observó Tim-. A menos que hubiera utilizado un ordenador público. Trabajaba en la biblioteca.

Vito suspiró.

– Será muy difícil rastrear una conexión a internet hecha desde un ordenador público quince meses atrás. Estamos en un callejón sin salida.

– ¿Qué has averiguado de la procedencia de los instrumentos que utiliza? -preguntó Nick-. ¿Han resultado de ayuda los contactos de Sophie?

– No mucho. -Vito se recostó en el asiento-. La cota de malla es de buena calidad. Un jubón con los agujeros de ese diámetro cuesta más de mil dólares.

– Joder -exclamó Nick-. Así que el tipo tiene pasta.

– Lo malo es que se puede comprar por internet, y está disponible en varias tiendas virtuales. -Vito se encogió de hombros-. Igual que la espada y el mangual. Será difícil rastrear una compra en particular, pero tenemos que intentarlo. Sophie me ha explicado que uno de sus profesores oyó que ha desaparecido una colección de instrumentos de tortura. Seguiré investigándolo mañana. La procedencia es europea, así que tendré que implicar a la Interpol.

– Eso nos hará perder más tiempo -se quejó Liz-. ¿No puedes pedirle a la arqueóloga que ahonde un poco más?

Jen se estremeció.

– No querrás que busque más tumbas, ¿verdad? -bromeó.

– Se lo preguntaré -se ofreció Vito. «Si cena conmigo esta noche.» Si no… Imaginaba que tendría que retirarse, pero no tenía claro que fuera capaz de hacerlo. Hacía mucho tiempo que ninguna mujer le atraía tanto; tal vez nadie le hubiera atraído así en la vida. «Por favor, Sophie, por favor; acude a la cita»-. Jen, ¿qué más has descubierto en el escenario del crimen?

– Nada. -Arqueó una ceja-. Pero eso ya es significativo. Todavía estamos examinando la tierra del interior de las tumbas, y tenemos para unos días. Sin embargo, echamos en falta una cosa.

– La tierra que extrajo de las fosas -adivinó Beverly, y Jen le dio un toque en la nariz.

– Hemos peinado el bosque entero y no hemos encontrado esa tierra.

– A lo mejor la esparció -apuntó Tim sin demasiado convencimiento.

– A lo mejor, pero eso supone mucho trabajo. Dieciséis tumbas implican una gran cantidad de tierra. Habría sido más fácil apilarla a un lado.

– O llevársela. Tiene un camión -dedujo Vito.

– O se lo han dejado. Es posible que podamos saber el modelo. Hemos encontrado una huella de neumático en el camino de acceso al campo. La están examinando en el laboratorio. -Los labios de Jen se curvaron hacia abajo mientras pensaba-. La carta de dimisión que los padres de Claire le entregaron a Bev y Tim es una copia. Necesitamos el original. ¿Quién lo tiene?

Sonó un móvil y todos miraron sus aparatos al instante. Katherine alzó el suyo.

– Es el mío -anunció-. Perdonadme. -Se puso en pie y se acercó a la ventana.

– La carta está en la biblioteca donde trabajaba Claire -dijo Tim-. Ya la hemos solicitado, pero nos han dicho que tenían que seguir el protocolo. Esperan tenerla allí mañana.

Jen sonrió abiertamente.

– Muy bien. A ver si conseguimos alguna huella decente.

Katherine cerró el móvil de golpe y se volvió hacia el grupo. Los ojos volvían a brillarle.

– ¿Sabéis el lubricante de silicona que encontrasteis con las cosas de Claire?

– El que utilizaba para la pierna ortopédica -dijo Vito con prudencia-. ¿Qué pasa?

– Es igual que el de la muestra que tomé del alambre de las manos de Brittany.

Vito dio una palmada en la mesa.

– Excelente.

– Pero -empezó Katherine con énfasis-… no concuerda con la muestra que tomé de Warren. El lubricante que encontré en las manos de Warren tiene una fórmula muy parecida pero no exacta. Desde el laboratorio han llamado al fabricante, y este les ha explicado que tienen dos fórmulas básicas pero que suelen preparar mezclas especiales para clientes alérgicos.

Vito miró la mesa mientras procesaba la información.

– O sea que el lubricante de las manos de Warren es especial. -Levantó la cabeza-. ¿Claire también compraba una mezcla especial?

Katherine arqueó las cejas.

– Según el registro del fabricante no.

– O sea que es de otra persona -dedujo Beverly.

– Pudo haberlo comprado en otro sitio, o tal vez se lo compró alguien -advirtió Liz-. No deis nada por sentado si no lo sabéis seguro.

Katherine asintió.

– Tienes razón. Según el fabricante, las recetas las firmaba un tal doctor Pfeiffer. Podéis preguntarle a él si Claire utilizaba algún lubricante especial. Si dice que no, o bien utilizó el lubricante de otra persona o bien es del asesino.

Vito se frotó las manos.

– La cosa empieza a ir por buen camino. Thomas: después de lo que has oído, ¿qué piensas del asesino?

– ¿Se trata de una sola persona? -añadió Nick.

– Buena observación. -Thomas se recostó en el asiento y se cruzó de brazos-. Tengo la impresión de que trabaja solo. Casi seguro que es un hombre, más bien joven e inteligente. De una crueldad desapasionada, mecánica. Obsesivo, evidentemente, lo cual también afecta a otros aspectos de su vida: trabajo, relaciones. Su habilidad para crear virus informáticos también cuadra con el perfil. Se siente más cómodo con las máquinas que con las personas. Diría que vive solo. En la adolescencia debió de cometer acciones violentas, desde meterse con los compañeros hasta maltratar animales. Suele seguir un método y es eficiente. Podría haberse limitado a matar a dos personas para convertirlas en efigies, pero antes aprovechó para experimentar con ellas los métodos de tortura.

– O sea que es un tipo obsesivo y solitario, frío como un témpano, que se piensa las cosas dos veces y cuando las hace, acierta a la primera -dijo Jen con acritud, y Thomas se rió entre dientes.

– Bien resumido, sargento. Si a todo eso añades efectista, ya lo tienes.

Vito se puso en pie.

– Bueno, Bev, Tim, Nick y yo tenemos cosas que hacer. Thomas, ¿podemos avisarte siempre que te necesitemos?

– Claro.

– Entonces volveremos a reunirnos mañana a las ocho -concluyó Vito-. Estad alerta y cuidaos.

Martes, 16 de enero, 17:45 horas

Nick se hundió en la silla y colocó los pies sobre el escritorio.

– Te juro que tener que estar esperando en el juzgado me cansa más que un maldito día de trabajo.

– ¿Alguna novedad en cuanto al paradero de Kyle Lombard?

– Ninguna. Podría haber telefoneado a setenta y cinco Kyle Lombard mientras esperaba en la puerta, pero tengo la batería del móvil agotada.

– Puedes intentarlo mañana. -Vito alcanzó una nota del escritorio-. Tino ha venido. Está en el depósito de cadáveres, haciendo un retrato de la pareja de ancianos de la segunda fila.

– Si hay suerte obrará otro milagro -dijo Nick.

– Está claro que con Brittany Bellamy dio en el clavo. -Vito se sentó frente a su ordenador, entró en la página de tupuedessermodelo.com y buscó el currículum y la fotografía de Bill Melville-. Ven a ver al señor Melville.

Nick rodeó los escritorios y se situó de pie tras él.

– Un tipo alto y fornido como Warren.

– Sin embargo, aparte de la corpulencia, no se parecen en nada.

Warren era rubio; Bill, en cambio, era moreno y de aspecto intimidatorio.

– Practicaba artes marciales. -Vito miró a Nick-. ¿Por qué elegiría el asesino a una víctima que bien podría haberlo molido a palos?

– No parece muy inteligente por su parte -convino Nick-. A menos que necesitara a alguien con esas características. Warren consultaba páginas de esgrima y lo colocó como si sostuviera una espada. A Bill lo mató con un mangual. -Nick se sentó en el borde del escritorio de Vito-. Hoy no he comido. Vamos a comprarnos algo antes de buscar dónde vivía Melville.

Vito miró el reloj.

– He quedado para cenar. -«A ver si hay suerte.»

La expresión de Nick cambió por completo al esbozar una lenta sonrisa.

– ¿Para cenar?

Vito notó que le ardían las mejillas.

– Cállate, Nick.

Pero su sonrisa se hizo más amplia.

– De eso ni hablar. Quiero saberlo todo.

Vito levantó la cabeza para mirarlo.

– No hay nada que contar. -«Por lo menos, todavía no.»

– Esto está yendo mejor de lo que esperaba. -Nick soltó una carcajada al ver que Vito alzaba los ojos en señal de exasperación-. No tienes sentido del humor, Chick. Vale, vale. ¿Qué has averiguado de Brewster?

– Que es un cabrón que engaña a su mujer y las prefiere altas y rubias.

– Vaya. Ahora entiendo la reacción de Sophie al ver las flores. Dices que te ha dado los nombres de algunos coleccionistas.

– Todos son baluartes de la sociedad y tienen más de sesenta años. Es casi imposible que ninguno haya sido capaz de cavar dieciséis tumbas y mover a tipos como Keyes y Melville. He investigado sus movimientos bancarios lo que he podido, teniendo en cuenta que no dispongo de ninguna orden judicial, y no he visto nada sospechoso.

– ¿Y el propio Brewster?

– Es lo bastante joven, creo. Su despacho parece un museo, pero todo está a la vista.

– A lo mejor tiene un escondite.

– A lo mejor, pero estaba fuera del país la semana en que Warren desapareció. -Vito miró a Nick con pesadumbre-. Lo he buscado en Google al volver de casa de los Bellamy. Lo primero que me ha salido es la conferencia que dio en Ámsterdam el cuatro de enero. En el registro de la compañía aérea consta que el doctor Alan Brewster y su esposa volaron en primera clase de Filadelfia a Ámsterdam.

– Los billetes de primera clase son caros. Los profesores universitarios no ganan tanto dinero. Igual trafica.

– La mujer está forrada -repuso Vito-. Gramps era un magnate del carbón. También lo he buscado.

Nick hizo una mueca de complicidad.

– Te habría gustado que fuera él.

– No te imaginas cuánto. Pero a menos que tenga un cómplice, Brewster no pasa de ser un hijo de puta. -Vito buscó a través de su ordenador la base de datos del Departamento de Vehículos Motorizados-. Melville tenía veintidós años, la última dirección que consta está al norte de Filadelfia. Yo conduciré.

Martes, 16 de enero, 17:30 horas

Sophie se había puesto manos a la obra y se encontraba rodeada de serrín en el viejo almacén situado por detrás de la nave industrial que habían convertido en la dependencia principal del museo. Ted tenía razón, el almacén no estaba perfectamente adecuado pero tenía posibilidades. Además, si respiraba hondo, aún notaba el olor a chocolate en algunos rincones. Tenía que ser cosa del destino.

Echó un vistazo al futuro emplazamiento de su excavación experimental. Hacía mucho tiempo que no estaba tan satisfecha. Bueno, tal vez «satisfecha» no fuera la palabra más adecuada. Se sentía activa y llena de energía al pensar en las maravillas que podría llevar a cabo en aquel espacio enorme con techos de nueve metros de altura. El cerebro le iba más deprisa que una ametralladora.

También el corazón le latía acelerado. Esa noche cenaría con Vito Ciccotelli. Estaba impaciente, ávida. Sentía muy próximo el final de su autoimpuesto veto sexual. Había decidido no volver a mantener nunca más una relación con un colega, lo que implicaba encontrar un hombre fuera de la excavación, en la ciudad, y por naturaleza, ese tipo de relaciones eran superficiales; no pasaban de ser una simple manera de quitarse la espina cuando se le hacía demasiado duro soportar la situación. Sin embargo luego no podía dejar de sentirse culpable por mantener encuentros efímeros y se aborrecía. Con Vito sería diferente, lo presentía. Tal vez la abstinencia terminara pronto.

Todo a su debido tiempo. De momento, estaba ansiosa por examinar el contenido de las cajas que había transportado desde su despacho. Ya había descubierto tesoros increíbles.

En aquel despacho la rodeaban reliquias medievales y ni siquiera lo sospechaba. Abrió una caja con la ayuda de una palanca y echó el serrín en el suelo a paladas hasta topar con una caja más pequeña.

Oyó unos pasos tras de sí y un instante más tarde, una voz que decía:

– No puede ser.

Sophie ahogó un grito y se dio media vuelta de inmediato, blandiendo la palanca en el aire. Luego exhaló un suspiro.

– Theo, te juro por Dios que uno de estos días voy a hacerte daño.

Theodore Albright Cuarto la miraba plantado en la penumbra con gesto severo. Muy tieso, cruzó los brazos sobre sus anchos pectorales.

– No puedes poner aquí todas esas cosas. Los niños las estropearán.

– No pienso dejar a la vista nada de valor. Haré reproducciones de plástico y las romperé en pedazos. Luego esconderé los pedazos bajo la arena para que la gente los encuentre, igual que encontramos las piezas de cerámica en las excavaciones.

Theo miró el almacén a su alrededor.

– ¿Piensas convertir esto en una excavación?

– Ese es mi plan. Sé que las piezas de tu abuelo son valiosísimas. No pienso dejar que les ocurra nada.

Él relajó los anchos hombros.

– Siento haberte asustado. -Bajó la vista a la mano de Sophie y esta se percató de que aún sostenía en ella la palanca. Se arrodilló y la depositó en el suelo.

– No pasa nada. -El regalito de Amanda Brewster y su llamada telefónica la habían puesto más nerviosa de lo que creía-. Esto… ¿querías algo?

Él asintió.

– Tienes una llamada. Es un hombre de edad, desde París.

«Maurice.»

– ¿Desde París? -Ya asía a Theo del brazo y se dirigía hacia la puerta-. ¿Por qué no me lo has dicho antes? -le preguntó mientras cerraba con llave el almacén.

Una vez en su despacho, cerró la puerta, tomó el teléfono y dejó que su mente se relajara al poder hablar en francés.

– ¿Maurice? Soy Sophie.

– Sophie, querida. ¿Y tu abuela? ¿Cómo está?

Su voz denotaba temor y Sophie se percató de que creía que la llamada se debía a malas noticias sobre Anna.

– Va tirando. De hecho, no te he llamado por eso. Lo siento, tendría que habértelo dicho para que no te preocuparas.

Él exhaló un suspiro.

– Sí, habría sido mejor, pero imagino que no puedo culparte por no darme malas noticias. ¿Por qué has llamado?

– Estoy realizando una investigación y he pensado que podrías proporcionarme información.

– Ah. -Su voz se animó y Sophie esbozó una sonrisa. Maurice siempre había sido uno de los amigos más chismosos de su padre-. ¿Qué tipo de información?

– Bueno, se trata de…

Martes, 16 de enero, 20:10 horas

– Así, ¿la víctima es Bill Melville? -preguntó Liz a través del teléfono mientras Vito giraba el volante de su camioneta para enfilar la calle donde vivía.

– Sus huellas coinciden con las que Latent ha encontrado en su piso. Nadie ha vuelto a verlo desde Halloween. Los niños del vecindario dicen que siempre se disfrazaba y repartía golosinas.

– Qué majo.

– Yo no lo tengo tan claro. Se disfrazaba de ninja. Los chicos creen que lo hacía para que supieran que sabía manejar armas, nunchakus y bastones. Era su forma de velar por la propia seguridad. Pero las golosinas que repartía eran buenas, así que todo el mundo parecía contento.

– ¿Por qué no ha entrado nadie en su piso hasta ahora?

– Su casero lo hizo, pero no encontró nada. Hemos tenido suerte porque el hombre ya había preparado una notificación de desahucio. Dos días más y todas las pertenencias de Melville estarían en la basura.

– ¿Tiene el ordenador estropeado?

– Sí. -Vito sonrió con tristeza-. Pero Bill dejó unos cuantos e-mails en la impresora. Un tipo llamado Munch se puso en contacto con él para un documental histórico.

– ¿Tienes su e-mail?

– No. En el mensaje impreso solo pone «E. Munch». Si tuviéramos el documento electrónico podríamos haber conseguido la dirección situándonos sobre el nombre, pero los archivos están borrados. Lo bueno es que por lo menos tenemos un nombre para poder preguntar a los modelos cuyos currículums fueron consultados en tupuedessermodelo.com los mismos días que se pusieron en contacto con las víctimas.

– Así, ¿Beverly y Tim han podido conseguir el historial de consultas?

– Sí. Los administradores de la página están colaborando todo lo que pueden. No quieren que sus clientes dejen de utilizar la página por culpa de un asesino. No han entregado ningún listado general, pero trabajarán con Bev y Tim sobre casos individuales. Mañana Bev y Tim empezarán a ponerse en contacto con los modelos que recibieron un mensaje de Munch.

– Es posible que ese no sea su verdadero nombre. ¿Vuelves al despacho?

– No. Me voy a casa. -Había aparcado detrás del coche de alquiler de Tess y junto a un vehículo que no había visto nunca-. Estos días tengo a mis sobrinos y apenas les he dedicado cinco minutos. Voy a ayudar a mi hermana a acostarlos, luego saldré a cenar. -Y, si tenía suerte… Su mente recordó el único beso que le había dado a Sophie. Llevaba todo el día importunándolo, despistándolo, distrayéndolo de sus pensamientos. ¿Y si no acudía a la cita? ¿Y si tenía que apartarse de su camino? ¿Y si nunca volvía a besar sus carnosos labios? «Sophie, por favor, ven.»

Vito se apeó de la camioneta y se asomó a la ventanilla del coche desconocido. Las alfombrillas de atrás estaban cubiertas de envases vacíos de McDonald's y zapatillas de deporte viejas. «Algún adolescente», imaginó. Cuando abrió la puerta de entrada de su casa, descubrió que, en parte, tenía razón.

Varios adolescentes se apiñaban junto a un ordenador que alguien había puesto en marcha en su sala de estar. Un chico estaba sentado en la butaca, de cara al monitor; los pies no le llegaban al suelo y tenía un teclado sobre el regazo. Dominic se apostaba detrás; observaba la pantalla con su atractivo rostro fruncido.

– ¡Eh! -gritó Vito al cerrar la puerta-. ¿Qué es todo esto?

Dominic lo miró con vacilación.

– Estábamos preparando un trabajo para la escuela y nos hemos tomado un descanso.

– ¿Qué trabajo? -preguntó Vito.

– De ciencias -respondió Dominic-. Sobre la Tierra y el espacio -aclaró.

El chico del teclado levantó la cabeza con gesto desdeñoso.

– Tenemos que crear vida -dijo en tono gracioso, y todos los demás se rieron por lo bajo.

Todos menos Dom, que puso mala cara.

– Basta, Jesse. Vamos a ponernos a trabajar.

– Enseguida, don modoso -se burló Jesse.

Las mejillas de Dom adoptaron un tono bermellón y Vito se percató de que a su sobrino mayor le estaban tomando el pelo por sus buenos modales. Se colocó al lado de Dom.

– ¿Qué es?

– Tras las líneas enemigas -respondió Dom-. Es un videojuego ambientado en la Segunda Guerra Mundial.

El interior de un depósito de municiones ocupaba la pantalla. En él yacían muertos once soldados con esvásticas en sus brazaletes. La cámara estaba situada en el cañón de un fusil.

– Ese tío es un soldado estadounidense -explicó Dom-. Puedes elegir la nacionalidad de tu personaje y el arma. Es el último grito.

Vito escrutó la pantalla.

– ¿De verdad? Por los dibujos, se diría que el juego es de hace dos o tres años.

Uno de los chicos le dirigió una mirada cautelosa.

– ¿Tú juegas?

– A veces. -A los quince años era el mejor jugador de Galaga de su barrio, pero le pareció que revelar ese dato solo serviría para que lo consideraran un carcamal. Arqueó una ceja-. A lo mejor jugar a esto me enseña unas cuantas cosas sobre cómo quitar de en medio a unos cuantos elementos o atrapar a los que se saltan los límites de velocidad.

El chico que acababa de hablar esbozó una sonrisa cordial.

– No creo que aprendas gran cosa con este juego. Es más bien mediocre.

– Eso es según Ray -dijo Dom-. Lo sabe todo sobre los videojuegos. Y Jesse también.

– Así, ¿dónde está la gracia? -preguntó Vito.

Ray se encogió de hombros.

– Es un refrito de los cinco juegos anteriores de la misma marca. La apariencia, el entorno, la IA…

– Inteligencia artificial -musitó Dom.

– Ya sé lo que significa -repuso Vito-. Repito: ¿dónde está la gracia? Los personajes me parecen de lo más normal, y la inteligencia artificial es una mierda. Jesse acaba de cargarse a una docena de tíos con esvásticas y ni uno solo lo ha rozado. ¿Dónde está la dificultad?

– Lo que nos interesa no es el juego -repuso Jesse, que no parecía nada ofendido-. Son las intros. -Rió por lo bajo-. Joder, son increíbles.

Dom miró alrededor con mala cara.

– ¡Jesse! Mis hermanos pequeños están aquí.

– Como si tu viejo no dijera palabrotas -soltó Jesse en tono cansino.

Dom apretó los dientes.

– Mi padre no dice palabrotas. Venga, vamos a ponernos a trabajar.

– Un momento -dijo Vito en voz baja sin apartar los ojos de la pantalla. Quería observar un rato el videojuego porque sentía curiosidad, tanto por conocer un poco más a los amigos de Dom como por saber a qué jugaban los chicos en la actualidad. Uno nunca sabía hasta qué punto esos conocimientos podían resultar útiles en la sala de interrogatorios. Ya había pillado a varios adolescentes con el pretexto de compartir sus intereses. Sin embargo, en cuanto Vito hubiera saciado su curiosidad, pensaba echar a Jesse de allí a patadas.

En la pantalla, el soldado estadounidense recargaba el arma mientras mascullaba:

«Es una trampa. Me ha traicionado. Qué hija de puta.»

Montó el arma.

«Se arrepentirá.»

La escena cambió y el soldado se encontró en la puerta de una casita de campo francesa.

– ¿De qué va esto? -preguntó Vito a Ray.

– Es… la intro -respondió, como si se tratara de algo tan conocido como la Capilla Sixtina, Al ver que Vito fruncía el entrecejo, Ray puso mala cara-. La intro es…

– Ya sé lo que es la intro -lo interrumpió Vito. Se trataba de un fragmento en que el personaje principal se dirigía a los jugadores, revelaba algún secreto o, simplemente, pasaba el rato-. Casi todas las que he visto resultan aburridas y solo sirven para despistar al jugador. Me refería a qué tiene de especial.

Ray sonrió.

– Mira. Esa es la casa de Clothilde. Ella decía ser de la resistencia francesa, pero ha engañado a nuestro soldado. Por eso a él le han tendido una emboscada en el bunker. Ahora quiere vengarse. Jesse tiene razón. Esto es de verdad increíble.

En la pantalla, la puerta se abrió y mostró el interior de la casa de campo a medida que avanzaba la intro. La estética cambió radicalmente. Las figuras granulosas y los movimientos discontinuos desaparecieron y, cuando el soldado estadounidense cruzó la puerta y empezó a examinar la vivienda, la imagen parecía real. Al final el soldado encontró a Clothilde escondida en un armario. La obligó a salir y la arrinconó contra la pared.

«Eres una cerda -gruñó-. Les has dicho dónde podrían encontrarme. ¿Qué te han ofrecido a cambio? ¿Una tableta de chocolate? ¿Unas medias de seda?»

La voluptuosa Clothilde lo trató con desdén, a pesar del miedo que denotaban sus ojos, muy abiertos.

– Mirad los ojos -susurró Ray.

«Dímelo.»

El soldado zarandeó a la mujer por los hombros con violencia.

«Lo he hecho a cambio de mi vida -escupió Clothilde-. Me han asegurado que si se lo contaba, no me matarían. Por eso se lo he dicho.»

«Cinco de mis amigos han muerto por tu culpa. -El estadounidense rodeó con las manos el cuello de Clothilde y los ojos de la chica se abrieron aún más-. Tendrías que haber dejado que los cabrones de los alemanes te mataran. Ahora lo haré yo.»

«No, por favor. ¡No!»

Mientras la chica forcejeaba, la pantalla enfocó su rostro y las manos. El miedo que denotaba su mirada…

– Es alucinante -susurró Ray tras Vito-. El artista es increíblemente bueno. Parece una película, cuesta creer que alguien lo haya dibujado.

Pero estaba claro que alguien lo había hecho. Vito, afectado, notó tensarse su mandíbula. Alguien había dibujado aquello. Y había críos mirándolo. Dio un codazo a Dom.

– Ve a ver qué hacen tus hermanos.

Con el rabillo del ojo, Vito vio que Dom se sentía aliviado.

– Vale.

En la pantalla, Clothilde sollozaba y suplicaba por su vida.

«¿Estás lista para morir, Clothilde?», se burló el soldado, y ella soltó un grito, fuerte y prolongado. Era un grito desesperado, demasiado real. Vito se estremeció y observó los rostros de los chicos, que miraban la pantalla petrificados. Con los ojos como platos y la boca entreabierta, esperaban el desenlace.

El grito se interrumpió y se hizo un largo silencio. Entonces el soldado rió por lo bajo.

«Adelante, Clothilde, grita. Nadie puede oírte. Nadie te salvará. Los he matado a todos. -Sus manos se tensaron y los pulgares se desplazaron hacia el hueco de la garganta de la chica-. Y ahora te mataré a ti.» Siguió apretando y Clothilde empezó a retorcerse.

Vito ya había visto bastante.

– Ya está bien. -Se inclinó hacia delante, pulsó el botón de la pantalla y esta se apagó-. El espectáculo ha terminado, chicos.

Jesse enderezó el respaldo reclinable y se puso en pie.

– Eh, no puedes hacer eso.

Vito desenchufó el cable del ordenador.

– Escucha, si quieres pon esa mierda en tu casa; aquí, no. Recoge tus cosas, jovencito.

Jesse sopesó la situación. Al final se dio media vuelta, indignado.

– Vámonos de aquí.

– Qué listo -soltó uno de los chicos-. Sin el trabajo de naturales de Dom no aprobaremos.

– No lo necesitamos para nada. -Jesse se colocó el ordenador bajo el brazo-. Noel, lleva tú la pantalla. Ray, recoge los CD.

Noel negó con la cabeza.

– No puedo volver a suspender. Puede que tú no necesites el trabajo de Dom, pero yo sí.

Jesse entornó los ojos.

– Muy bien.

Todos lo siguieron, a excepción de Ray y Noel.

Ray le sonrió a Vito.

– Sus padres tampoco le dejarán verlo.

Vito se volvió a mirarlo.

– ¿Crees que Jesse le dará problemas a Dominic?

– No. Jesse no tiene nada que hacer, Dom es el capitán del equipo junior de lucha libre.

Vito hizo una mueca, impresionado.

– Vaya. No me lo había dicho.

– Dominic sabe cuidarse -aseguró Ray-. Solo que a veces es demasiado bueno.

Dominic apareció en el pasillo con Pierce a horcajadas sobre su espalda. Su hermano acababa de salir del baño y aún tenía el pelo mojado. Llevaba un pijama de Spiderman. Vito se sintió satisfecho de haber apagado aquella porquería antes de que los más pequeños la vieran.

Dom se quedó mirando a sus dos amigos.

– ¿Se ha ido Jesse?

Ray volvió a sonreír.

– Aquí el señor policía lo ha echado en menos que canta un gallo.

– Gracias, Vito -dijo Dom en tono quedo-. Yo no quería que viera eso aquí.

Vito le mostró la espalda a Pierce, y este se lanzó sobre ella de un bote.

– La próxima vez, échalo y punto.

– Ya le he dicho que se marchara.

– Pues si no te hace caso… dale una patada en el culo.

– Ehhh, tío Vito -gritó Pierce-. Has dicho «culo», tío Vito.

Vito hizo una mueca. Se había olvidado de que «culo» formaba parte de las palabras prohibidas.

– Lo siento, chico. ¿Crees que Tess me lavará la boca con jabón?

Pierce se puso a dar saltos de alegría.

– ¡Sí, sí!

– Sí, sí -repitió Tess desde el recibidor. Su pelo húmedo formaba ondas; era evidente que le había caído encima tanta agua como a Pierce-. Ojo con lo que dices, Vito.

– Vale, vale. -Al final miró a Dom y asintió-. Has hecho lo correcto, pequeño. La próxima vez lo harás incluso mejor. -Se acercó corriendo hasta donde estaba Tess para divertir a Pierce.

– ¿Qué? ¿Lo ha recibido? -Tess se refería al regalo que había llevado al museo para Sophie.

– No lo sé. Ya falta poco para que acabe las clases, así que pronto lo averiguaré. Gracias por comprarlo. ¿Dónde has encontrado un juguete así?

– En la tienda de artículos de broma de Broad Street. Según el propietario, allí se encuentran todos los cachivaches habidos y por haber. El dispositivo para borrar la memoria se hizo muy popular a raíz de la película. -Arqueó una ceja-. Entre el juguetito y las cortinas, me debes doscientos dólares.

Vito estuvo a punto de soltar a Pierce.

– ¿Qué? ¿De qué son las cortinas? ¿De oro?

Ella se encogió de hombros.

– Las cortinas solo me han costado treinta dólares.

– ¿Has pagado ciento setenta dólares por un juguete?

– Un juguete de marca. -A Tess se le escapaba la risa-. Espero que haya valido la pena.

Vito exhaló un suspiro.

– Yo también.

13

Martes, 16 de enero, 21:55 horas

– ¿O curre algo malo, doctora J?

Sophie levantó la cabeza y vio que Marta cruzaba el aparcamiento situado detrás del edificio de humanidades de la Universidad Whitman.

– La moto no funciona. -Se apeó y dio un resoplido de hastío-. Antes de entrar en clase iba perfectamente, en cambio ahora se ahoga cuando intento arrancarla.

– Qué fastidio. -Marta se mordió el labio-. ¿No le faltará gasolina? La última vez que mi coche no arrancaba me puse frenética y luego me di cuenta de que no había repostado.

Sophie disimuló su impaciencia. Marta estaba tratando de ayudarla.

– He llenado el depósito esta mañana.

– ¿Qué ocurre? -Spandan se había unido a ellos, igual que la mayoría de los alumnos del seminario de posgrado que impartía los martes a última hora de la tarde. Ese semestre le tocaba dar teoría de la excavación a una clase rebosante. Habitualmente se quedaba un rato después de la clase para responder preguntas, pero ese día había salido pitando. Vito la esperaba en Peppi's Pizza y durante la clase no había podido dejar de pensar en aquel beso.

– No me funciona la moto y llego tarde.

Marta la miró con interés.

– ¿Tiene una cita?

Sophie alzó los ojos, exasperada.

– Si no consigo llegar enseguida, ya no la tendré.

La puerta se abrió tras ellos y John descendió por la rampa con su silla de ruedas.

– ¿Qué ocurre?

– A la doctora J se le ha estropeado la moto y llega tarde a una cita -explicó Bruce.

John rodeó al grupo y se acercó al motor para echarle un vistazo.

– Hay azúcar. -Dio un golpecito sobre el depósito de gasolina con un dedo enguantado.

– ¿Qué? -Sophie se inclinó para verlo y enseguida se dio cuenta de que tenía razón. Una nube de partículas de azúcar brillaba en torno al depósito bajo la luz de las farolas-. Mierda -susurró-. Juro por Dios que esa mujer va a pagar por lo que me ha hecho esta vez.

– ¿Sabe quién lo ha hecho? -preguntó Marta con los ojos como platos.

Estaba casi segura de que la saboteadora era Amanda Brewster.

– Me lo imagino.

Bruce sostenía el móvil en la mano.

– Voy a llamar al personal de seguridad del campus.

– Ahora no. Ya daré parte yo, no te preocupes -añadió al ver que Spandan se disponía a protestar. Desató la mochila del asiento-. No pienso esperar aquí hasta que vengan. Tengo muchísima prisa. Tardaré como mínimo un cuarto de hora en llegar al restaurante andando.

– Ya la llevo yo -se ofreció John-. Tengo aquí la camioneta.

– Mmm… -Sophie negó con la cabeza-. Gracias, pero prefiero ir andando.

John levantó la barbilla.

– Está equipada con control manual, conduzco bien.

Lo había ofendido.

– No es eso, John -se apresuró a decir-. Es que… soy tu profesora. No me parece correcto.

Él la miró de soslayo a través de su pelo siempre greñudo.

– Solo le he propuesto acompañarla, no le he pedido que se case conmigo. -Una de las comisuras de sus labios se curvó-. Además, no es mi tipo.

Ella se echó a reír.

– De acuerdo, gracias. Voy a Peppi's Pizza.

Agitó la mano para despedirse del resto.

– Hasta el domingo.

Caminó junto a la silla de ruedas hasta que llegaron a la camioneta blanca de John. El chico abrió la puerta y activó la plataforma para subir la silla. Se bajó de la silla con facilidad y se situó en el asiento del conductor.

Vio que Sophie lo observaba y su mandíbula se tensó.

– Tengo mucha práctica.

– ¿Cuánto tiempo hace que vas en silla de ruedas?

– Desde que era niño. -Su respuesta fue sucinta; había vuelto a ofenderlo. Sin decir nada más, John abandonó el aparcamiento.

Sophie no sabía qué más decir, así que se decantó por un tema que le pareció más neutral.

– Te has perdido el principio de la clase de hoy. Espero que todo vaya bien.

– Me he entretenido en la biblioteca. Llegaba tan tarde que he estado a punto de no aparecer, pero tenía que preguntarle una cosa. He intentado acercarme al terminar la clase, pero ha salido pitando.

– Así que tenías un motivo para ofrecerte a acompañarme. -Sonrió-. ¿Qué quieres preguntarme?

Él no sonrió; aunque rara vez lo hacía.

– Mañana tengo que presentar un trabajo para otra asignatura. Casi lo tengo listo, pero me está costando encontrar información sobre una parte.

– ¿De qué va?

– Es una comparación de teorías modernas y medievales sobre el crimen y el castigo.

Sophie asintió.

– Debes de cursar legislación medieval con el doctor Jackson. ¿Cuál es la pregunta?

– Quiero incluir una comparación entre la práctica medieval de marcar la piel con un hierro candente y el uso actual del registro de delincuentes sexuales. Sin embargo, no encuentro información fiable sobre lo primero.

– Un tema interesante. Puedo darte unas cuantas referencias que te ayudarán. -Buscó su bloc de notas en la mochila y empezó a escribir-. ¿Cuándo tienes que entregar el trabajo?

– Mañana por la mañana.

Ella hizo una mueca.

– Entonces, a menos que los bibliotecarios trabajen ahora más horas que antes, tendrás que utilizar las páginas de internet para las referencias que te indico. Sé que hay información disponible en la red. Las otras seguramente solo se encuentran en libros antiguos. Ah, Peppi's está al doblar la esquina. -Arrancó la hoja y se la entregó a John cuando este se detuvo en el aparcamiento del restaurante-. Gracias, John. Buena suerte con el trabajo.

Él tomó la hoja y asintió muy serio.

– Hasta el domingo.

Sophie esperó a que John se marchara. Luego contuvo la respiración mientras buscaba con la mirada la camioneta de Vito. Poco a poco, fue soltando el aire. Aún se encontraba allí.

Ya estaba. Entraría en el restaurante y… su vida daría un giro. De pronto, se sintió muerta de miedo.

Martes, 16 de enero, 22:00 horas

Daniel se encontraba sentado en el borde de la cama del hotel, exhausto. Había visitado más de quince hoteles desde el desayuno pero no estaba más cerca que antes de encontrar a sus padres. Ambos eran animales de costumbres, por lo que había empezado por sus establecimientos preferidos: los más caros. Había acudido a las grandes cadenas. Nadie los había visto, o recordaba haberlos visto.

Se quitó los zapatos con aire cansino y se dejó caer sobre el colchón. Estaba lo bastante cansado para dormirse tal cual, con la corbata anudada al cuello y los pies en el suelo. Tal vez sus padres no hubieran ido a Filadelfia después de todo; tal vez aquello fuera una locura; tal vez hubieran muerto.

Cerró los ojos, tratando de pensar más allá del martilleo de sus sienes. Tal vez debería llamar a la policía y echar un vistazo a los depósitos de cadáveres.

O a las consultas médicas. A lo mejor habían ido a visitar a alguno de los oncólogos de la lista que había encontrado en el ordenador de su padre. Claro que ningún médico le contaría nada. Secreto profesional, le dirían.

El sonido de su móvil lo sobresaltó cuando estaba casi dormido. Susannah.

– Hola, Suze.

– No los has encontrado. -Más que una pregunta, era una afirmación.

– No, y eso que me he pasado el día recorriendo la ciudad. Empiezo a preguntarme si realmente vinieron aquí.

– Seguro que han estado ahí -aseguró Susannah con una ligera inflexión en la voz-. La llamada del móvil de mamá a la abuela se hizo desde Filadelfia.

Daniel se sentó en la cama.

– ¿Cómo lo sabes?

– He pedido que rastrearan las llamadas. He pensado que deberías saberlo. Llámame si los encuentras; si no, no. Adiós, Daniel.

Iba a colgar.

– Suze, espera.

Él la oyó suspirar.

– ¿Qué quieres?

– Me equivoqué. No al marcharme, eso tenía que hacerlo. Pero me equivoqué al no explicarte por qué.

– Y ahora, ¿piensas decírmelo? -Le hablaba con dureza y a Daniel se le encogió el corazón.

– No, porque estás más segura si no lo sabes. Ese es el único motivo por el que no te lo conté entonces… ni te lo cuento ahora. Sobre todo eso último.

– Daniel, ya es tarde. Hablas en clave y no quiero escucharte.

– Suze… Hubo un tiempo en que confiabas en mí.

– Confiaba. -Su única palabra sonó terminante.

– Pues vuelve a confiar en mí, por favor, únicamente en relación con eso. Si supieras el motivo, estarías en peligro. Tu carrera estaría en peligro. Te ha costado demasiado esfuerzo llegar adonde estás para venirte abajo solo porque yo necesite descargar mi conciencia.

La chica guardó silencio tanto rato que Daniel tuvo que comprobar si la conexión todavía duraba. Sí. Al final, ella musitó:

– «Sé lo que hizo tu hijo.» ¿Y tú, Daniel? ¿Lo sabes?

– Sí.

– ¿Y quieres que te perdone?

– No, no espero tanto. No sé lo que quiero. Tal vez solo quiera oírte llamarme Danny otra vez.

– Eras mi hermano mayor, y necesitaba tu protección. Ahora ya sé cuidarme sola. No necesito que me protejas, Daniel; no te necesito en absoluto. Llámame si los encuentras.

Colgó el teléfono y Daniel se quedó sentado en el borde de la cama de una desconocida habitación de hotel mirando el auricular y preguntándose cómo había permitido que todo se jodiera tanto.

Martes, 16 de enero, 22:15 horas

– Encanto, si no piensa pedir nada, tendrá que marcharse. La cocina cierra dentro de un cuarto de hora.

Vito miró el reloj antes que a la camarera.

– ¿Puede ser una grande que lleve de todo? -preguntó-. Sírvamela en una caja. Me la llevaré a casa.

– Ella no viene, ¿eh? -dijo la camarera en tono compasivo mientras recogía la carta.

Sophie tendría que haber llegado hacía más de media hora.

– Eso parece.

– Bueno, a un tipo como usted no debería costarle mucho encontrar mejor compañía. -Riendo por lo bajo, regresó a la cocina para pasar la nota. Vito apoyó la cabeza en la pared, por detrás de la mampara de su reservado, y cerró los ojos. Trató de no pensar en el hecho de que Sophie no hubiera acudido a la cita. Trató de concentrarse en cosas que realmente pudiera cambiar.

Habían identificado a cuatro de las nueve víctimas. Les quedaban cinco.

«Rosas.» Notó olor de rosas y sintió que la mampara se movía cuando alguien se sentó al otro lado. Después de todo, había acudido a la cita. Sin embargo, él siguió tal cual, con los ojos cerrados.

– Perdón -dijo ella, y Vito abrió los ojos. Estaba sentada frente a él y llevaba puesta la chaqueta de cuero negro. Unos enormes aros de oro colgaban de sus orejas y se había retirado el pelo de la cara dejándolo suelto sobre un hombro-. Estoy esperando a una persona y he pensado que podría ser usted.

Vito se echó a reír. Estaba recordando su primer encuentro.

– Veo que el dispositivo para borrar la memoria funciona bastante mejor de lo que creía. Tendré que probarlo.

Ella le sonrió y él se sintió liberado de parte de su estrés.

– ¿Ha sido un día duro? -preguntó ella.

– Podría decirse que sí. Pero no quiero hablar de cómo me ha ido el día. Al final has venido.

Ella se encogió de hombros.

– Cuesta resistirse a un regalo de cine. Gracias.

Sophie se aferraba las manos tan fuerte que tenía los nudillos blancos. Vito tomó aire y extendió los brazos para separarle las manos y tomarlas entre las suyas.

– Lo que sí que ha debido de costarte ha sido darme el nombre de Alan, pero lo has hecho para ayudarnos.

Las manos de Sophie se tensaron y sus ojos se apartaron de los de Vito.

– Y para ayudar a todas esas madres, esposas, maridos e hijos. No quería que hablaras con Alan porque estaba avergonzada. Pero más me avergonzaba no decírtelo.

– Lo de la nota lo he escrito en serio. Brewster es un imbécil. Deberías olvidarle.

Ella tragó saliva.

– No sabía que estaba casado, Vito. Yo era joven, y muy tonta.

– Lo he entendido todo en cuanto lo he visto. Supongo que te imaginabas que sería así.

– Tal vez. -Levantó la cabeza, a Vito le pareció que con aire decidido-. Te he traído una cosa. -De uno de sus bolsillos extrajo una hoja de papel doblada y se la entregó.

Vito desdobló el papel y se echó a reír. En él aparecía una tabla de cuatro filas y cuatro columnas. En el encabezamiento de las columnas había escrito «francés», «alemán», «griego» y «japonés». Junto a las filas ponía «maldita sea», «mierda», «diantre» y «joder». En las casillas había incluido lo que Vito supuso que serían las traducciones.

– Me gusta mucho más esta tabla que la que llevamos dos días examinando.

Ella le sonreía y él notó que sus hombros eliminaban aún más tensión.

– Prometí enseñarte palabrotas nuevas. También he anotado la transcripción fonética. No quiero que las pronuncies mal, pierden efecto.

– Es fantástico. Pero falta «culo». Esta noche mi sobrino me ha pillado diciéndolo.

Con cara de extrañeza, Sophie le quitó el papel de las manos, sacó un bolígrafo de otro bolsillo y escribió la palabra ofensiva y todas sus traducciones. Volvió a entregarle la hoja y él la dobló y se la guardó en el bolsillo.

– Gracias.

Luego Vito tomó sus manos de nuevo y le alivió notarla relajada.

– No tenía claro si vendrías.

– He tenido problemas con la moto. Me ha acompañado uno de mis alumnos.

Él frunció el entrecejo.

– ¿Qué le ha pasado a la moto?

– No arrancaba. Alguien me ha echado azúcar en el depósito de gasolina.

– ¿Quién puede haber hecho una cosa así? -Vito entrecerró los ojos al ver que Sophie fruncía los labios-. ¿Quién te ha estado molestando, Sophie?

– Es la mujer de Brewster. Está chalada. Me ha enviado una… carta de amenaza; bueno, más o menos.

– Sophie -le advirtió él.

Ella alzó los ojos en señal de exasperación.

– Me ha enviado una rata muerta. Luego me ha telefoneado para avisarme de que me mantuviera alejada de su marido. Debe de haber oído a Alan hablar con Clint. Está loca de atar. Cree que todas las mujeres se arrojan a los brazos de Alan.

– Es probable que su ayudante actual lo haga. -Suspiró-. Siento que piense que tú también lo haces.

– No importa, de verdad. Me he pasado mucho tiempo yendo con pies de plomo para evitar a Alan y ahora esto me ha obligado a enfrentarme a él. Es mejor así. -Frunció el entrecejo-. Lo que no está mejor así es mi moto. Me revienta tenerla estropeada.

Vito no podía desaprovechar esa oportunidad.

– Te acompañaré a casa.

Las palabras sonaron más profundas e insinuantes de lo que pretendía. A Sophie se le encendieron las mejillas y bajó la cabeza, no sin que antes él observara en sus ojos un deseo que hizo que una oleada de placer le recorriera el cuerpo.

– Te lo agradezco -dijo en voz baja-. Ah, casi se me olvidaba.

Retiró una mano y sacó otro papel doblado de su bolsillo.

– Te he conseguido un poco más de información sobre el tipo que murió en Europa. Alberto Berretti.

En la lista aparecían los nombres de los hijos de Berretti y de sus abogados. También aparecían los nombres de sus familiares, empleados y principales acreedores. Sería una buena forma de empezar cuando al día siguiente hablara con la Interpol.

– ¿De dónde has sacado esto?

– ¿Sabes Étienne… mi antiguo profesor? No conocía más que el nombre de Berretti y el rumor. Pero un viejo amigo de mi padre conoce a mucha gente rica; o bien los conoce personalmente, o conoce a alguien que los conoce. Lo he llamado y él me ha proporcionado la información.

Vito se tragó el enfado.

– Pensaba que habíamos quedado en que no llamarías a nadie más.

– No he llamado a nadie que piense que ha estado comprando piezas, o tratando en ellas. -Ella también estaba enfadada y no se molestó en disimularlo-. Conozco a Maurice desde que era niña. Es un hombre decente.

– Sophie, te lo agradezco. Lo único que quiero es que no te hagan daño. Si dices que conoces bien a ese hombre y que es decente, es que lo es.

– Lo es -repitió ella con testarudez. Sin embargo, Sophie no retiró la mano que Vito aún asía y él lo interpretó como una buena señal. Le tomó de nuevo la otra mano y ella volvió a relajarse.

– Y… tu padre, ¿aún vive?

Ella sacudió la cabeza con gesto triste.

– No. Murió hace unos dos años.

O sea que su padre sí que le caía bien. A diferencia de su madre.

– Debía de ser difícil para él que pasaras tanto tiempo lejos, en Europa.

– No, vivía en Francia. Lo vi más hacia el final de su vida que mientras me criaba. -Miró a Vito de reojo-. Mi padre se llamaba Alex Arnaud.

Vito frunció las cejas.

– Sé que he oído ese nombre en alguna parte. No, no me lo digas.

Ella lo miraba con expresión divertida.

– Me extrañaría que lo conocieras.

– Sé que he visto ese nombre últimamente. -Vito hizo memoria y se la quedó mirando-. ¿Tu padre era Alexandre Arnaud, el actor?

Ella pestañeó.

– Me has dejado impresionada. No hay muchos norteamericanos a quienes les suene su nombre.

– Mi cuñado es un cinéfilo. La última vez que fui a su casa estaba viendo una película francesa y los actores no me parecieron malos. No te ofendas.

– Para nada. ¿Qué película era?

– ¿También hay premio por acertar el nombre de la película? -A ella volvieron a encendérsele las mejillas, y él se percató de que sus ojos denotaban tanta timidez como deseo. Aquello, el flirteo, era algo nuevo para ella, y ese simple hecho a Vito le resultó mucho más excitante que todo lo demás. Bueno, que casi todo. Sabía que lo que había bajo aquella chaqueta de cuero era más que suficiente para excitarlo-. Me alegro de tener buena memoria -bromeó, y de mala gana le soltó las manos cuando la camarera colocó la pizza sobre la mesa con una sonrisilla de complicidad.

– ¿Aún quiere que se la prepare para llevar? -preguntó-. Si es así, traeré una caja.

– Me muero de hambre -confesó Sophie-. ¿Cierran pronto?

La camarera le dio una palmadita en la mano a Sophie y le guiñó el ojo a Vito.

– Cuando terminen, encanto.

Vito chascó los dedos.

– Lluvia suave -dijo-. La película de tu padre.

Sophie dejó de masticar y lo miró con los ojos como platos.

– Uau, eres muy bueno.

Vito se sirvió una porción de pizza.

– Así que, ¿cuál es el premio?

Ella apartó la mirada y algo cambió en sus ojos cuando el nerviosismo dio paso a la expectación. Vito vio cómo el pulso palpitaba en la garganta de Sophie mientras esta se mordía aquel carnoso labio inferior.

– Todavía no lo sé.

Vito tragó saliva, su propio latido se desbocó. Apenas podía contener las ganas de apartarla de la mesa y morderle él el labio.

– No te apures. Seguro que se me ocurrirá algo. Tú hazme el favor de comer deprisa, ¿de acuerdo?

Martes, 16 de enero, 23:25 horas

Era bueno; muy bueno. No tanto como La muerte de Warren pero sí mejor que el noventa y nueve coma nueve por ciento de las birrias que se exponían en las galerías de arte.

Se volvió a mirar los fotogramas y luego el cuadro donde él mismo había plasmado la muerte de Gregory Sanders. El rostro de ese chico tenía algo; incluso muerto salía más favorecido en la película de lo que era en realidad. Sus labios se curvaron. Probablemente se habría convertido en una estrella.

Bueno, si de él dependía, se convertiría en una estrella. De momento tenía que hacer limpieza. Había lavado con la manguera el cadáver que yacía en el estudio del sótano. En la mazmorra. Gregory se había mostrado bastante impresionado. Bastante aterrado.

Tal como debía ser. «Intente robarme ahora», había mascullado él. El joven había implorado perdón y clemencia. No había obtenido ninguna de las dos cosas.

En la secuencia de la muerte de Gregory había buenas escenas. El robo era un delito muy frecuente en la Edad Media y para castigarlo se aplicaban métodos muy variados. No era la tortura que tenía planeada, pero lo importante era que había funcionado.

Saldría para enterrar el cadáver al rayar el alba y luego volvería a su estudio para trabajar en el videojuego. Por la mañana ya tendría algunas respuestas a los e-mails que había enviado a las chicas rubias y altas de tupuedessermodelo.com antes de encontrarse con Gregory aquella misma tarde. Tenía que idear una muerte para la imponente reina que satisficiera a Van Zandt. Luego tenía que abrirle la puta cabeza al caballero. No sabía muy bien cómo conseguirlo, pero ya se le ocurriría algo.

Martes, 16 de enero, 23:30 horas

A Sophie le temblaban las manos al tratar de introducir la llave en la cerradura de la puerta de casa de Anna. No habían intercambiado palabra mientras Vito la acompañaba a casa, salvo las sucintas indicaciones de ella. Durante el trayecto él la había asido de la mano, a veces tan fuerte que la había obligado a hacer una mueca de dolor. Pero se trataba de un dolor agradable, si algo así existía. Por primera vez en mucho tiempo se sentía viva. Y torpe. Renegó en voz baja cuando la llave se salió de la cerradura por tercera vez.

– Dame la llave -le pidió él en tono tranquilo. Consiguió abrir a la primera y los perros acudieron de inmediato con estridentes ladridos. A Sophie la expresión de su rostro le habría resultado cómica de no haber estado tan ansiosa. Vito miraba a Lotte y Birgit con horror, aunque sin perder la dignidad.

– ¿Qué demonios es esto?

– Son las perritas de mi abuela. Mi tía Freya las saca al mediodía, o sea que a estas horas ya deben de estar impacientes. Vamos, chicas.

– Son… de colores. Como tus guantes.

Sophie miró a las perras con una mueca.

– Fue un experimento. Tengo que sacarlas, vuelvo enseguida.

Salió por la puerta de la cocina y, de pie en el porche trasero, se cruzó de brazos y empezó a tamborilear con la punta del pie mientras las perritas rastreaban la hierba y se olían una a otra.

– Daos prisa -les susurró-. Si no, os tendré un mes entero a base de comida de lata.

La amenaza pareció funcionar, o tal vez tuvieran frío, porque se dieron prisa. Sophie las atrajo hacia sí y acarició sus rizadas cabezas con la mejilla; luego las hizo entrar en la cocina. Cerró el pestillo, se volvió y respiró hondo. Vito se encontraba a pocos centímetros de distancia, sus oscuros ojos reflejaban temeridad y Sophie notó que le flaqueaban las piernas. Él se había quitado el abrigo y los guantes y rápidamente hizo lo propio con los de ella.

Vito bajó la mirada a su busto, todavía cubierto por capas y capas de ropa. Se quedó así unos segundos durante los cuales ella sintió latir su corazón; luego la miró a los ojos y en los instantes subsiguientes Sophie tuvo la impresión de no poder respirar mientras seguía sintiendo los fuertes latidos de su corazón. Tenía los senos tensos y los pezones casi le dolían de tan sensibles. La palpitante sensación que notaba entre las piernas le hizo desear que él se diera prisa.

Sin embargo, no se dio prisa. Con un cuidado exasperante, le acarició el labio inferior con los dedos hasta hacerle estremecerse. Entonces esbozó una sonrisa sagaz, de depredador.

– Te deseo -susurró-. Mentiría si te dijera otra cosa.

Ella alzó la barbilla, ansiosa por que él la tocara, nerviosa al ver que no lo hacía.

– Pues no digas nada más.

Los ojos de él emitieron un destello y durante unos instantes interminables se limitó a observar a Sophie, como si esperara que siguiera hablando. De repente, con movimientos rápidos, entrelazó las manos en su pelo y le cubrió la boca con la suya, y ella gimió de placer. Fue un beso atrevido, apasionado, que clamaba más; y Sophie quiso más de aquel beso; quiso más de él.

Posó las palmas de las manos en su pecho y sintió el tacto de sus fuertes músculos a través de la camisa, y estuvo a punto de volver a gemir cuando los notó flexionarse. Hincó los dedos en la camisa y atrajo a Vito hacia sí. Necesitaba sentir aquellos pectorales prietos contra sus ansiosos senos. Le rodeó el cuello con las manos y se elevó los pocos centímetros necesarios para situarse a la misma altura que él; necesitaba sentir toda la tensión de aquel cuerpo.

Él no la defraudó. En cuestión de segundos la empujó contra la puerta y la rígida protuberancia de sus vaqueros empezó a ejercer presión donde más agradable resultaba. La puerta estaba fría como un témpano, pero Vito ardía mientras ella se frotaba contra él. Por fin asió sus senos y los pellizcó y jugueteó con los dedos hasta oírla gemir de nuevo.

De pronto, detuvo el movimiento de manos y caderas y apartó sus labios de los de ella.

– No. -La palabra sonó quejumbrosa, pero Sophie estaba demasiado excitada para prestar atención a eso-. Sophie, mírame. -Ella abrió los ojos. Vito se encontraba tan cerca que podía contar todas y cada una de sus pestañas-. Yo ya te he dicho lo que deseaba. Necesito que tú hagas lo mismo; dime qué quieres.

La obligaba a decirlo.

– A ti. -Las dos palabras brotaron en un susurro-. Te quiero a ti.

Él exhaló un suspiro.

– Hace mucho tiempo que no estoy con nadie. No podré ir despacio esta vez.

«Esta vez.»

– Pues no lo hagas.

Con lentitud, él asintió; bajó las manos hasta asir el elástico del jersey de ella y se lo pasó por la cabeza. Cuando este se enredó con su pelo, soltó una jadeante carcajada. Entre los dos lo desenmarañaron, y él se puso serio al contemplar el delicado encaje blanco de su sujetador.

Tragó saliva.

– Dios, qué bella eres.

Introdujo los dedos bajo el borde festoneado de la prenda y rodeó con ellos sus senos, y al hacerlo evitó expresamente rozar los pezones que ya hacían sobresalir el encaje. Las manos le temblaban.

Sophie notaba el corazón aporrearle el pecho.

– Tócame, Vito. Por favor.

Los ojos de él volvieron a centellear y, de nuevo con movimientos rápidos, la despojó de la prenda de encaje desabrochándole el cierre delantero. Ella no dispuso más que de un instante para sentir la frescura del aire en su piel antes de que él le rodeara un seno con la cálida palma de la mano y el otro con su aún más cálida boca. Ella entrelazó los dedos en su negro y ondulado cabello y lo atrajo hacia sí; luego cerró los ojos y se dispuso a sentir. Qué bien le sentaba aquello; cuánto lo necesitaba.

Pero él se incorporó antes de lo que esperaba.

– Sophie, mírame.

Ella le hizo caso. Vito tenía los labios húmedos y los ojos como brasas.

– ¿Dónde tienes la cama?

Ella se estremeció y elevó los ojos al techo.

– Arriba.

Él esbozó una rápida y pícara sonrisa:

– Ya está arriba.

Se le acercó para besarla. Ella le desabotonó a tientas la camisa y él le bajó la cremallera de los pantalones. Salieron de la cocina a trompicones, despojándose de prendas a un ritmo frenético a medida que se aproximaban a la escalera. Él se detuvo en el primer peldaño y la empujó contra la pared. Estaba completamente desnuda, pero él aún llevaba puestos los calzoncillos. Apartó los ojos de su rostro y los bajó para admirar su cuerpo mientras el pecho le subía y le bajaba como si cada vez tuviera que obligar a sus pulmones a respirar.

– Eres preciosa.

Sophie había oído antes aquellas palabras. Quería creer que eran ciertas, pero las palabras eran solo eso: palabras. Lo que contaba eran los hechos. Casi con desesperación, aferró la cabeza de Vito y lo besó con fuerza. Él soltó un gruñido y se hizo con el control del beso. Profundizó en él mientras recorría la espalda de Sophie con las manos. Le acarició las nalgas y la atrajo hacia sí. Ella notó palpitar su erección; empezó a mover las caderas y se acercó para frotarse contra él, pero necesitaba más.

– Vito, por favor. Ahora.

Un escalofrío sacudió el cuerpo de Vito a pesar de que Sophie notaba en las palmas de las manos su piel ardiente, y en ese instante supo que estaba tan a punto como ella. Él retrocedió y la tomó de la mano para conducirla arriba, pero ella deslizó las manos bajo el elástico de sus calzoncillos y se los bajó. Tampoco esta vez la defraudó; rodeó su miembro con la mano y lo oprimió, lo cual le arrancó un peculiar gemido.

– Sophie, espera.

– No. Aquí. Ahora. -Se apoyó en él y le mordisqueó el labio. Tenía una mano posada sobre su pecho, ejerciendo presión sobre sus fuertes músculos. Lo miró a los ojos; se sentía segura. Aquello era puro sexo, lo sabía muy bien-. Ahora.

Ella lo empujó y se montó a horcajadas sobre sus caderas mientras él se agachaba hasta quedar sentado en la escalera.

– Sophie, no…

Ella lo interrumpió cubriéndole la boca con la suya; luego descendió y lo introdujo en su cuerpo. Lo notó caliente, y grande, y duro, y cerró los ojos ante la sensación de plenitud.

– Has dicho que me deseabas.

– Sí.

Él la aferró por las caderas e hincó los dedos en su piel.

– Pues tómame. -Arqueó la espalda y al hacerlo lo introdujo más en ella. Luego abrió los ojos y observó cómo él los cerraba despacio, cómo su mentón de barba incipiente se tensaba, cómo su atractivo cuerpo se ponía completamente rígido. Entonces empezó a moverse, primero despacio, luego con más rapidez y vigor al notar que se aproximaba al clímax.

Alcanzó el orgasmo con un grito y se dejó caer hacia delante, asiéndose al escalón inmediatamente superior. Besó con fuerza a Vito y su boca ahogó el gemido que él emitió mientras sacudía las caderas con movimientos salvajes. Entonces su espalda se tensó y empujó con movimientos espasmódicos al culminar su placer.

Jadeando como si acabara de echar una carrera, se apoyó hacia atrás sobre los codos y dejó caer la cabeza hasta posarla sobre la escalera. Durante unos segundos ninguno de los dos dijo nada. Luego Sophie se hizo a un lado y se sentó en el escalón inferior. Se sentía relajada y… la mar de bien. Dio unas palmaditas en el muslo de Vito, pero él se puso rígido y se apartó. Al volverse a mirarlo, vio que él la estaba mirando a ella. Pero en sus ojos no descubrió satisfacción y placer sino una rabia feroz.

– ¿Qué demonios hemos hecho? -soltó con acritud.

14

Miércoles, 17 de enero, 00:05 horas

Sophie se quedó con la boca abierta.

– ¿Qué?

– Ya me has oído. -Se puso en pie y la dejó desnuda en el escalón, mirándolo. Tomó sus calzoncillos y se los puso; luego se marchó a la cocina. Cuando regresó llevaba puestos los pantalones y en la mano las prendas de Sophie. Se las arrojó, pero ella no hizo el mínimo gesto para recogerlas.

Tenía todo el cuerpo entumecido, pero ya no se debía al placer.

– ¿Por qué estás tan enfadado?

Él se la quedó mirando con los brazos en jarras.

– Estás de broma, ¿no?

– Has dicho que me deseabas y me has tenido. -Una oleada de furia se abrió paso a través del entumecimiento y la hizo ponerse en pie de un salto-. ¿Cuál es el problema? ¿No te ha gustado lo suficiente? -Añadió eso último con desdén porque el dolor estaba desplazando a la ira.

– Me ha gustado muchísimo. Pero lo que hemos hecho… -Señaló la escalera-. No es lo que yo quería. -Sus labios se tensaron y su voz también-. Lo único que hemos hecho ha sido… follar.

La ordinariez la ofendió.

– ¿Tan utilizado te sientes? Has obtenido lo que habías venido a buscar, Vito. Si no te ha gustado, al menos es gratis.

Él vaciló.

– Sophie, yo no he venido a buscar nada. -Se encogió de hombros, incómodo-. He venido a hacerte el amor.

Aquellas palabras resultaban insultantes.

– Tú no me amas, Vito -soltó Sophie con amargura.

Él tragó saliva y pareció elegir bien sus palabras.

– No, no te amo. Todavía no. Pero algún día… Algún día puede que te ame. Sophie, ¿has hecho el amor alguna vez?

Ella alzó la barbilla; notaba muy cerca la amenaza de las lágrimas.

– No te atrevas a burlarte de mí.

Él exhaló un suspiro. Luego se inclinó y recogió la ropa interior de Sophie.

– Ponte esto.

Ella tragó saliva para deshacer el nudo que se le había formado en la garganta.

– No. Quiero que te vayas.

– No pienso irme hasta que hablemos. -Volvía a tratarla con amabilidad-. Sophie. -Sacudió la cabeza y le tendió la ropa interior-. Ponte esto, si no te lo pondré yo.

A ella no le cabía duda de que lo haría, así que le arrancó la ropa de la mano. Cuando se hubo subido las braguitas extendió los brazos hacia delante; no llevaba puesto nada más.

– ¿Satisfecho?

Él entornó los ojos.

– Ni mucho menos.

Se dispuso a pasarle el jersey por la cabeza como si fuera una niña de cinco años, pero ella lo apartó a codazos.

– Puedo hacerlo yo -dijo entre dientes. Introdujo los brazos en las mangas y luego se puso los pantalones-. Ya estoy vestida. Ahora haz el favor de marcharte de mi casa.

Él la empujó hacia la sala de estar.

– Deja de pelearte conmigo.

La sentó en el sofá.

– Pues deja de comportarte como un imbécil -le espetó ella. Entonces se vino abajo; sus ojos se desbordaron y aparecieron las lágrimas-. ¿Qué quieres de mí?

– No lo que es evidente que sabes dar. Por lo menos, aún no.

Ella, furiosa, se enjugó las mejillas.

– No he estado con muchos hombres. ¿Sorprendido?

Él siguió allí plantado, de nuevo con los brazos en jarras. Aún estaba enfadado, pero su enfado ya no iba dirigido a ella. «Estupendo.» Sin embargo, ella sí que seguía enfadada con él.

– No -musitó él-. No estoy sorprendido.

– Hasta ahora ningún «cliente» se había mostrado descontento. Solo tú.

Ante eso, él hizo una mueca.

– Lo siento. Tú me gustas y hacía mucho tiempo que no estaba con nadie, y… Sophie, lo que hemos hecho ha sido increíble. Pero… no es más que sexo.

Ella dio un suspiró ex profeso.

– ¿Y qué esperabas? ¿Velas? ¿Música? ¿Abrazarme después y susurrar promesas que no piensas cumplir? No, gracias.

Los ojos de Vito centellearon.

– Yo no hago promesas que no pienso cumplir.

– Qué caballeroso. -De pronto Sophie se sintió muy cansada y recostó la cabeza en el sofá-. Has dicho que querías que fuera rápido y ha sido rápido. Si te he decepcionado, lo siento.

Él se sentó a su lado y ella se estremeció al notar que le acariciaba la mejilla con el pulgar.

– Lo que he dicho era que no podría ir despacio. -Deslizó los dedos entre el pelo que le cubría la nuca y le volvió la cabeza para que lo mirara. La suavidad de su tono hacía que a Sophie volviera a palpitarle con fuerza el corazón, pero se negó a abrir los ojos-. No es lo mismo eso que acabar rápido porque eso es todo. -Le besó los párpados y luego las comisuras de los labios-. Hay muchas cosas que quiero hacer contigo, para ti. -La besó en la boca con dulzura, con paciencia-. Hay muchas cosas que quiero hacerte. -Ella tembló y notó que los labios de él esbozaban una sonrisa-. ¿No quieres saber cuáles son? -la provocó, y ella sintió que todas sus terminaciones nerviosas se tensaban.

– Creo que sí -susurró, y él se echó a reír con ganas.

– Sophie, dos personas cualesquiera pueden practicar sexo. Tú me gustas, me gustas mucho. Por eso quiero algo más.

Ella tragó saliva.

– A lo mejor no puedo darte nada más.

– A mí me parece que sí -susurró-. Sophie, mírame. -Ella se esforzó por mirarlo, temerosa de lo que iba a encontrar. Podía soportar el sarcasmo y el desprecio; sabía bien cómo hacerles frente. La lástima le costaría más. Sin embargo, lo que vio en los ojos de Vito fue puro deseo, aplacado por la ternura y cierta dosis de humor autocrítico-. Deja que te enseñe la diferencia entre follar como animales y hacer el amor.

En el fondo Sophie sabía que tenía que haber algo más, que ella nunca había compartido con nadie lo que compartían las verdaderas parejas. En el fondo sabía que lo único que ella hacía era… Se estremeció. Lo único que ella hacía era follar como un animal. Por algún motivo siempre le había resultado más fácil así. Pero en el fondo siempre había querido conocer la diferencia.

Él le mordisqueó el labio inferior.

– Vamos, Sophie, te gustará más.

Sophie miró hacia la escalera.

– ¿Más que eso?

Él sonrió al saberse casi victorioso.

– Te lo aseguro.

Se puso en pie y le tendió la mano.

Ella se la quedó mirando.

– ¿Y si no quedo del todo satisfecha?

– Yo no hago promesas que no pienso cumplir. -La ayudó a ponerse en pie-. Si no quedas del todo satisfecha, supongo que tendré que esforzarme hasta que lo estés. -Le rodeó la barbilla con la maño y le rozó los labios con los suyos-. Ven conmigo a la cama, Sophie. Tengo que enseñarte muchas cosas.

Ella exhaló un suspiro trémulo.

– De acuerdo.

Miércoles, 17 de enero, 5:00 horas

Vito se levantó con sigilo de la cama donde Sophie dormía ovillada como un gatito; un gatito bello que se dejaba educar. Movió los hombros. Un gatito de uñas afiladas. Se las había clavado en la espalda la última vez, esa en que la había hecho volar tan alto… Aún se estremecía al recordarlo. Nada le gustaría más que volver a notar cómo le clavaba las uñas, pero tenía que regresar a casa y cambiarse para afrontar el día.

Otro día identificando cadáveres, y llevando malas noticias a las familias. Otro día tratando de detener al asesino antes de que hubiera más cadáveres y más familias afligidas. Vito se vistió y estampó un beso en la sien de Sophie. Por lo menos había un cliente satisfecho.

Miró alrededor en busca de algo donde poder dejarle una nota. No quería marcharse sin decirle adiós; tenía la impresión de que era algo que le había sucedido ya demasiadas veces a lo largo de los años, que muchos hombres habían tomado lo que deseaban y se habían marchado dejándola con la convicción de que eso era todo.

En la mesilla no había papel, a menos que quisiera utilizar el envoltorio de los caramelos; pero no pensaba hacerlo. Una fotografía enmarcada captó su atención. La llevó hasta la ventana y la acercó a la luz procedente de las farolas. Era una joven de pelo largo y moreno y grandes ojos; parecía tomada durante los años cincuenta. Estaba sentada de medio lado y miraba por encima del respaldo de una silla hacia lo que parecía el espejo de un camerino. Vito pensó en el padre de Sophie, un actor francés con quien ella no había compartido mucho tiempo hasta poco antes de su muerte. Se preguntó si aquella era su madre, pero dudaba que hubiera colocado el retrato junto a su cama.

– Es mi abuela.

Levantó la cabeza y vio a Sophie sentada en la cama con las rodillas dobladas contra su pecho.

– ¿También era actriz?

– Más o menos. -Arqueó una ceja-. Premio doble si adivinas quién es.

– El premio de antes me ha gustado. ¿Me darás una pista?

– No. Pero te prepararé el desayuno. -Sonrió-. Supongo que es lo mínimo que puedo hacer.

Él le devolvió la sonrisa. Tomó otra fotografía y encendió una lámpara. Era la misma mujer, con un hombre a quien sí conocía.

– ¿Tu abuela conoció a Luis Albarossa?

Sophie sacó la cabeza por el agujero de una sudadera con expresión de asombro.

– ¿Qué pasa contigo? Primero reconoces a un actor francés y ahora resulta que también conoces a los tenores italianos.

– A mi abuelo le encantaba la ópera. -Vaciló-. Y a mí también me gusta.

Sophie, que se había inclinado para ponerse unos pantalones de chándal, se detuvo con el rostro oculto tras la cortina que formaba su pelo. Lo retiró con la mano y estiró el cuello.

– ¿Qué problema hay en que te guste la ópera?

– Ninguno. Solo que suele considerarse no muy…

– ¿Varonil? Eso es culpa del maldito machismo que impera en la sociedad patriarcal. -Se subió los pantalones y se apartó el pelo de la cara-. Da igual que te guste la ópera o los Guns 'N' Roses; no por eso eres menos hombre. Además, soy la última persona a quien necesitas demostrarle tu virilidad.

– Díselo a mis hermanos y a mi padre.

Ella lo miró con expresión divertida.

– ¿El qué? ¿Que eres muy bueno en la cama?

Él, atónito, se echó a reír.

– No, que la ópera también es cosa de hombres.

– Ahhh. Siempre es mejor aclarar las cosas. ¿Así que tu abuelo era aficionado a la ópera?

– Siempre que había alguna representación en la ciudad compraba entradas. La pena es que nadie excepto yo lo acompañaba. A los diez años vi a Albarossa cantar Don Giovanni. Inolvidable. -Entrecerró los ojos-. Dame una pista. ¿Cuál es el apellido de tu abuela?

– Johannsen -dijo con una sonrisa de satisfacción-. ¡Lotte, Birgit! Es hora de salir.

Las perras salieron de una habitación dando pequeños ladridos. Sophie se dirigió a la escalera y Vito la siguió.

– Solo una pista, Sophie.

Ella volvió a sonreírse y salió por la puerta trasera con los ridículos animales de colores.

– Ya te he dado muchas. Un premio doble merece que trabajes un poco.

Vito se echó a reír y se dirigió a la sala de estar para seguir investigando. Un premio doble no era nada despreciable. Además, tenía que reconocer que sí que era un poco chismoso. Sophie Johannsen era una mujer interesantísima en sí misma, pero su árbol genealógico parecía a su vez bastante peculiar.

Por fin encontró lo que andaba buscando y lo llevó a la cocina. Ella entró en casa y empezó a sacar cazos y sartenes del armario.

– ¿Sabes cocinar? -preguntó Vito, de nuevo sorprendido.

– Pues claro. Una mujer no puede vivir solo de cecina y pastelitos. Cocino muy bien.

Se quedó mirando el programa de mano enmarcado que él sostenía y soltó un suspiro teatral.

– Venga, dime, ¿quién es?

Vito se apoyó en la nevera. Ambos se miraron con expresión turbada ante la certeza de que Vito se había ganado el premio doble.

– Tu abuela es Anna Shubert. Santo Dios, Sophie, mi abuelo y yo la oímos cantar Orfeo en el Academy Theatre. Su «Che faro»… -Se puso serio al recordar las lágrimas de su abuelo, y las propias-. Después del aria no había nadie en toda la sala que no tuviera lágrimas en los ojos. Estuvo genial.

Los labios de Sophie se curvaron con tristeza.

– Sí, solía ser genial. Lo último que cantó fue Orfeo aquí, en Filadelfia. Le diré que la conoces. Eso le alegrará el día.

Lo hizo a un lado, sacó unos cuantos huevos y un envase de nata de la nevera y lo depositó todo en la encimera. Entonces sus hombros se hundieron con desaliento.

– Qué duro resulta verla morir, Vito.

– Lo siento. Mi padre está enfermo del corazón. Damos gracias por cada día que pasa con nosotros.

– Entonces ya sabes de qué va. -Soltó un resoplido dirigido hacia su frente-. Si quieres, en la sala de estar hay más álbumes. Disfrutarás mirándolos si te gusta la ópera.

Con gran entusiasmo, Vito fue a buscarlos y los colocó en la mesa.

– Estos álbumes deben de ser valiosísimos.

– Para mi abuela lo son. Y para mí también. -Depositó una taza de café junto a él en la mesa-. Esta es la Ópera de París. El hombre que hay junto a mi abuela es Maurice. Él fue quien me proporcionó la información sobre el coleccionista fallecido -añadió antes de volverse hacia los fogones.

Vito frunció el entrecejo.

– Pensaba que Maurice era amigo de tu padre.

Ella hizo una mueca.

– También era amigo de Alex. Es una historia un poco complicada; sórdida, más bien.

Llamaba a su padre por su nombre de pila. Qué interesante.

– Sophie, deja de picarme la curiosidad.

Ella soltó una risita.

– Maurice y Alex fueron juntos a la universidad. Los dos eran ricos y apuestos. Para entonces Anna rondaba los cuarenta años; estaba en la cumbre de su carrera y se encontraba de gira por Europa. Llevaba mucho tiempo viuda y supongo que se sentía sola. Alex había hecho algunos papeles secundarios en unas cuantas películas. Maurice trabajaba en la Ópera de París y allí conoció a Anna. El teatro organizó una fiesta y Maurice invitó a mi padre. Los presentó y… -Encogió un hombro-. Según dicen el flechazo fue instantáneo.

Vito hizo una mueca.

– ¿Tu abuela y tu padre? Esto…

Ella mezcló los huevos con una batidora eléctrica.

– De hecho, ella no era mi abuela ni él mi padre; todavía. Yo no había nacido.

– Aun así…

– Ya te he dicho que era sórdido. Bueno, tuvieron una gran aventura. -Miró la sartén con mala cara y vertió los huevos-. Hasta que ella descubrió que estaba casado y lo dejó.

Vito empezaba a comprender cómo había ido la cosa.

– Ya entiendo.

Sophie lo miró con gesto irónico.

– Pues Alex no lo entendió. Anna había nacido en Hamburgo, pero se crió en Pittsburgh. Dicen que Alex se quedó deshecho cuando Anna lo dejó.

– ¿Quién te ha contado todo eso?

– Maurice. Es muy cotilla. Por eso sé que podrá obtener buena información sobre Alberto Berretti.

– ¿Y cómo… apareciste tú?

– Ah, eso aún es más sórdido. Anna tiene dos hijas: Freya, la buena, y Lena.

– ¿La mala?

Sophie se limitó a encogerse de hombros.

– Basta con decir que Lena y Anna no se llevaban bien. Freya era la mayor y ya estaba casada con mi tío Harry. Lena tenía diecisiete años, era testaruda y rebelde. Quería ser cantante y se puso frenética cuando Anna se negó a introducirla en su círculo. Se pelearon. Luego Anna rompió con mi padre.

Sirvió los huevos en dos platos y los colocó en la mesa.

– Como te he dicho, Alex se quedó deshecho y pasaba la mayor parte del tiempo borracho. Ya sé que no es excusa pero… Una noche estaba en un bar y una joven lo sedujo. Lena.

– ¿Lena sedujo a Alex para devolverle la pelota a su madre? Sí que era mala, sí.

– Pues lo que sigue aún es peor. Lena y Anna tuvieron una seria conversación. Lena se marchó de casa y Anna regresó a Pittsburgh para curarse las heridas. Yo creo que Anna amaba a Alex y en realidad esperaba casarse con él. -Jugueteó con la comida de su plato-. Nueve meses después, Lena regresó a casa con un bebé. -Dio vueltas al tenedor-. Voilà. Así es como aparecí yo.

– El resultado de una traición concebida a causa de otra traición -dijo Vito en tono quedo-. Luego tú conociste a Brewster y, sin saberlo, hiciste lo mismo que tu madre y Anna.

– Soy bastante previsible. Pero cocino bien. Se te está enfriando el desayuno.

Había vuelto a cerrar la puerta de su pasado. Pero cada vez la dejaba abierta más tiempo. Aún no sabía qué había pasado con su madre, ni cómo Katherine Bauer se había convertido en «la madre que nunca tuvo», ni qué problema había tenido al ver el cadáver, pero Vito era paciente. Empujó su plato vacío.

– ¿Qué harás con la moto?

– Avisaré a la grúa. ¿Me dirás quién es tu mecánico?

– Claro, pero tendrás que denunciarlo, y lo de la rata muerta también. La esposa de Brewster no puede seguir atemorizándote de esa forma.

Ella soltó un bufido burlón.

– Puedes jugarte tu premio doble a que la denunciaré. Esa mujer ya me hizo la vida imposible una vez; se acabó.

– Buena chica. ¿Cómo vas a ir hoy al trabajo?

– Usaré el coche de mi abuela hasta que hayan reparado la moto. -Arrugó la nariz-. El coche no está mal, el único problema es que huele como Lotte y Birgit.

Al oír sus nombres, las perras se acercaron corriendo y empezaron a menear sus coloreados traseros suplicando comida. Vito rió en voz baja.

– Lotte Lehman y Birgit Nilsson. Dos mitos de la ópera.

– Los ídolos de mi abuela. Bautizar a estas criaturas con su nombre fue la mejor forma que se le ocurrió de rendirles homenaje. Estas perritas son como hijas para mi abuela. Las tiene mimadísimas.

– ¿Fue ella quien las coloreó?

Sophie dejó los platos en el fregadero.

– No, eso fue cosa mía. Me llevé a mi abuela a casa para que se recuperara del derrame antes de que sufriera la neumonía y tuviera que ingresar en la residencia. Se sentaba en la ventana y miraba cómo las perritas jugaban en el porche, pero tenía mala vista. Entonces nevó y al quedar cubiertas de blanco ya no podía verlas… -Dejó la frase sin terminar-. En aquel momento me pareció una buena idea. No es más que colorante alimentario. De hecho, ya se han desteñido bastante.

Vito se echó a reír.

– Sophie, eres increíble. -Se acercó al fregadero, le retiró el pelo y le acarició la nuca con los labios-. Hasta esta noche.

Ella se estremeció.

– Esta noche me toca quedarme con mi abuela. Es el día en que Freya va al bingo.

– Pues iré contigo. No todos los días se tiene la oportunidad de conocer a un mito.

Miércoles, 17 de enero, 6:00 horas

Algo había cambiado. «Algo va mal.» Condujo por la carretera en dirección al terreno con la bolsa de plástico que contenía el cadáver de Gregory Sanders oculta bajo la lona de la zona de carga de su camioneta. No solía cruzarse con ningún vehículo en aquella vía. Sin embargo, ese día ya se había cruzado con dos coches. Fue el puro instinto lo que le hizo pasar por delante del camino de acceso al campo sin reducir la velocidad, y lo que vio lo dejó sin respiración. La nieve debería aparecer intacta en el punto en que la carretera y el camino se encontraban; sin embargo, observó un entramado de surcos de neumáticos que indicaba que varios vehículos habían accedido al terreno repetidas veces.

La bilis se le subió a la garganta y empezaba a ahogarlo. «Han encontrado el cementerio.»

Alguien había descubierto el cementerio. «¿Cómo es posible? ¿Quién será? ¿La policía?»

Se esforzó por tomar aire. Lo más probable era que se tratara de la policía.

«Me encontrarán. Me atraparán.» Volvió a respirar con esfuerzo. «Relájate. ¿Cómo podrán atraparte? No hay forma de que identifiquen a ninguno de esos cadáveres.»

Y aunque lo hicieran, no había forma de relacionarlos con él. El corazón le latía con fuerza; se enjugó la boca con su trémula mano. Tenía que marcharse de allí. Llevaba el cadáver de Gregory Sanders en una bolsa dentro de la camioneta. Si por cualquier motivo lo paraban… siempre podía idear una explicación convincente para justificar lo del cadáver.

«Respira. Respira y piensa. Tienes que ser ingenioso.»

Había tenido mucho cuidado. Siempre llevaba guantes, siempre se aseguraba de que su cuerpo no entrara en contacto con el de las víctimas. Ni siquiera un pelo. Si acababan identificando a alguna de las víctimas, de ningún modo podrían relacionarla con él. Estaba a salvo.

Así que respiró. Y pensó. Lo primero que tenía que hacer era librarse de Gregory. Después, averiguar qué sabía la policía y cómo habían obtenido la información. Si les faltaba poco para dar con él, huiría.

Sabía cómo desaparecer del mapa. Lo había hecho otras veces.

Recorrió ocho kilómetros más. Nadie lo seguía. Se desvió de la carretera y se ocultó detrás de unos árboles. Y esperó conteniendo la respiración. No vio pasar ningún coche de policía. No vio pasar ningún vehículo, de ninguna clase.

Se bajó de la camioneta. Por primera vez agradecía notar el frescor matutino propio de Filadelfia en contacto con su acalorada piel. El terreno que bordeaba la carretera descendía en una pendiente muy pronunciada y formaba un profundo barranco. Aquel era un lugar tan apropiado como cualquier otro para arrojar a Sanders.

Bajó la puerta trasera de la camioneta, retiró la lona y aferró la bolsa de plástico con las manos enguantadas. Arrastró la bolsa hasta la nieve y le dio patadas hasta que empezó a deslizarse por la pendiente. La bolsa chocó contra un árbol y luego siguió descendiendo hasta el fondo del barranco. En la nieve había quedado el rastro de su descenso, pero con suerte por la noche volvería a nevar y la policía no encontraría a Gregory Sanders antes de la primavera.

Para entonces él estaría muy lejos. Se subió a la camioneta y dio media vuelta para marcharse por donde había venido mientras se preguntaba si había hecho lo correcto.

Y de repente tuvo la certeza de que sí. Había dos coches patrulla apostados a la entrada del camino de acceso al terreno, donde antes no había nadie, uno en un sentido y el otro en el contrario. «El cambio de turno», pensó. Se había librado del cambio de turno por los pelos. Un agente se apeó de uno de los coches patrulla al verlo aproximarse.

Su primer impulso fue pisar a fondo el acelerador y llevarse al policía por delante, pero eso habría sido una locura. Le habría encantado, pero verdaderamente era una locura. Aminoró la marcha hasta detenerse y forzó una mueca de perplejidad y cortesía mientras bajaba la ventanilla.

– ¿Adónde se dirige, señor? -le preguntó el agente sin sonreír.

– Voy a trabajar. Mi casa está un poco más atrás, siguiendo por esta carretera. -Entrecerró los ojos fingiendo que quería ver más allá del coche patrulla-. ¿Qué ocurre ahí? He visto coches que entran y salen.

– El acceso a la zona está restringido, señor. Si puede, tome otro camino.

– No hay otro camino -dijo-. Pero no miraré.

El agente sacó su cuaderno del bolsillo.

– ¿Puede decirme cómo se llama, señor?

Eran detalles que demostraban que merecía la pena planearlo todo con tiempo. Se arrellanó en el asiento, lleno de confianza.

– Jason Kinney. -Sabía que el vehículo estaba registrado con ese nombre porque él mismo había rellenado el impreso para comunicar el cambio al Departamento de Vehículos Motorizados hacía un año. El permiso de conducir de Jason Kinney era uno de los que llevaba en la cartera. Valía la pena ser meticuloso.

Con gran afectación, el agente rodeó el vehículo y anotó la matrícula. Miró bajo la lona antes de regresar y saludarlo llevándose la mano al sombrero.

– Ahora que ya sabemos que es vecino de la zona, no volveremos a pararlo.

Él asintió. Como si pensara volver a pasar por allí. «Ni mucho menos.»

– Se lo agradezco, agente. Que tenga un buen día.

Miércoles, 17 de enero, 8:05 horas

Jen McFain frunció el entrecejo.

– Parece que tenemos un problema, Vito.

Vito se deslizó en su asiento del extremo de la mesa; aún se sentía un poco fatigado debido a la precipitación con que había empezado el día. Después de salir de casa de Sophie, había corrido a casa, se había dado una ducha y se había deshecho en disculpas con Tess por pasar toda la noche fuera sin avisarle. Luego se había dirigido a la comisaría y al llegar a la puerta lo había asaltado una horda de periodistas con sus cámaras.

– Hemos tenido todo tipo de problemas de buena mañana, Jen. ¿A cuál de ellos te refieres?

– No hay rosquillas. ¿Qué clase de reunión es esta?

– Jen tiene razón, Vito. ¿Qué clase de reunión piensas empezar sin rosquillas?

– Tú nunca traes comida -le dijo Vito a Liz, y ella hizo una mueca.

– Yo no, pero tú la trajiste el primer día. La primera norma para ser un buen jefe de equipo es no sentar un precedente que no piensas mantener.

Vito miró alrededor de la mesa.

– ¿Alguna petición más?

Liz lo miró con expresión divertida. Katherine estaba impaciente. Bev y Tim parecían cansados. Jen se limitó a ponerle mala cara.

– Eres un roñoso -masculló, y Vito alzó los ojos en señal de exasperación.

– Hemos confirmado que tenemos otra víctima. Bill Melville es la víctima tres-uno. Lo he añadido a la tabla. También tenemos un nombre: E. Munch. Nick lo introdujo anoche en el ordenador, después de volver de casa de Melville, pero no encontró nada.

– No es probable que el asesino utilice su nombre verdadero -observó Jen-. Pero te apuesto unos cuantos… donuts -enfatizó, mirándolo con intención- a que ese nombre significa algo.

– Puede que tengas razón. ¿Algún comentario, al margen de la alusión a la comida?

A Jen se le escapaba la risa.

– Muy gracioso, Chick. Le daré unas cuantas vueltas.

– Gracias. -Se volvió hacia Katherine-. ¿Qué nuevas traes tú?

– Anoche realizamos la autopsia a la pareja de ancianos de la segunda fila pero no encontramos nada que sirva para identificarlos. De todos modos, Tino hizo los retratos. Mi ayudante me ha dicho que no salió del depósito hasta pasada la medianoche.

Vito se sintió muy agradecido a su hermano, que no había dudado ni un instante en meterse hasta el cuello en el asunto para ayudarlos. Cuando todo hubiera terminado, buscaría la manera de compensárselo.

– Sí. Compararemos sus dibujos con los archivos de personas desaparecidas. -Vito extrajo de su carpeta copias de los retratos que había encontrado sobre su escritorio esa misma mañana y se las tendió a Liz-. Esto es lo que ha dibujado Tino. Ha realizado unos cuantos retratos de la mujer, con peinados distintos. Es difícil hacerse una idea de su aspecto sin saber cómo tenía el pelo.

– Ahora voy yo -dijo Jen-. Anoche obtuvimos dos datos más. En primer lugar, sabemos de qué vehículo es la huella de neumático que encontramos en el escenario del crimen el primer día. Nuestro hombre tiene una Ford F150, igual que la tuya, Vito.

– Fantástico -masculló Vito-. Me hace mucha ilusión tener algo en común con un psicópata asesino. Se lo comunicaremos a todas las unidades. Es difícil que resulte bien, pero por tener los ojos abiertos no perdemos nada. ¿Habéis encontrado alguna huella dactilar junto con la del neumático?

– Nada que podamos utilizar. Lo siento. Lo segundo que sabemos es que la granada que extrajimos del vientre de la última víctima de la primera fila es una MK2 fabricada antes de 1945. Es casi imposible seguirle la pista, pero al menos tenemos una pieza más del rompecabezas. Ese tipo utiliza material auténtico.

– Hablando de material auténtico…

Vito les informó de las pesquisas que el día anterior había hecho Sophie.

– Tenemos un posible informador sobre lo de los instrumentos medievales. Pensaba avisar a la Interpol antes de hablar con el médico de Claire Reynolds y con el personal de la biblioteca donde trabajaba. Además, tengo que localizar a los padres de Bill Melville. Aún no saben que está muerto.

– Déjame a mí la Interpol -se ofreció Liz-. Tú encárgate de hablar con el médico y con los padres.

– Gracias. -Vito miró a Bev y Tim-. Estáis muy callados, chicos.

– Estamos cansados -dijo Tim-. Nos hemos pasado casi toda la noche comprobando datos con los propietarios de tupuedessermodelo.com. Hasta que han intervenido los abogados.

– Mierda -masculló Vito.

– Sí. -Tim se pasó las palmas de las manos por la barba incipiente-. Los propietarios querían colaborar, pero los abogados les han dicho que tienen una cláusula de privacidad con los usuarios. Así que la cosa irá lenta. A las tres de la madrugada nos hemos marchado a casa a dormir.

– Los propietarios tienen que ponerse en contacto con todos los usuarios que recibieron algún e-mail, antes de que nosotros podamos hablar con ellos -explicó Bev con un suspiro-. Se supone que tendremos una conferencia dentro de una hora.

Vito tampoco se había acostado hasta las tres; claro que sus motivos eran muy distintos y estaba casi seguro de sus compañeros no lo compadecerían en absoluto.

– Katherine, ¿qué harás ahora?

– Le practicaré la autopsia a los últimos cuatro cadáveres. ¿Queréis que empiece por alguno en particular? ¿La anciana, la joven, el de la bala o el de la granada?

– Empieza con Claire Reynolds. Iré a verte en cuanto haya hablado con su médico. Luego encárgate de la anciana, su cadáver es el que no encaja con el resto. -Vito se puso en pie-. Por esta mañana hemos terminado. Nos encontraremos de nuevo a las cinco de la tarde. Cuidaos.

Miércoles, 17 de enero, 9:05 horas

Había muerto. La anciana señora Winchester había muerto. Se recostó en el asiento y miró con atención la pantalla del ordenador. Había muerto y le había dejado la propiedad a su sobrino, que tenía casi la misma edad que ella. A saber quién habría encontrado los cadáveres. Sin embargo, al enterarse de que estaba muerta las cosas cobraban sentido. Si su sobrino había pensado en vender el terreno, era lógico que alguien lo inspeccionara. O tal vez ya lo hubiera vendido y el nuevo propietario quisiera construir en él.

Era posible que hubieran encontrado los cadáveres de esa forma. Daba por sentado que la policía los había descubierto todos. Tan solo uno podía ser identificado por las huellas dactilares, y las había eliminado. En cuanto a los demás… La policía tardaría semanas enteras en descubrir algo, si es que lo hacía; eran tan torpes que ni siquiera serían capaces de agarrarse su propio trasero a oscuras.

Ya se sentía mejor. Sin embargo, aún quedaban cabos sueltos. Uno de los cadáveres enterrados era el del joven Webber, y de algún modo Derek había obtenido una fotografía suya. Ese mismo día se encargaría de Derek. Tenía que…

Sonó su móvil y automáticamente miró la pantalla. Era su… anticuario; no se le ocurría un nombre mejor.

– Sí -dijo-. ¿Qué tiene para mí esta vez?

– ¿Qué demonios ha hecho? -fue la airada respuesta.

Él también empezaba a echar chispas.

– ¿De qué me habla?

– De una silla inquisitorial. Y de la policía.

Abrió la boca para responder, pero de ella no brotó ni una palabra. Recobró la calma enseguida.

– Sinceramente, no tengo ni idea de lo que me habla.

– La policía ha encontrado una silla. -Subrayó adrede cada una de las palabras-. La tienen en su poder.

– Pues mía no es. La mía sigue con el resto de mi colección, la he visto esta misma mañana.

Al otro lado de la línea hubo una pausa.

– ¿Está seguro?

– Claro que estoy seguro. ¿De qué va todo esto?

– Un policía vino ayer a hacerme unas cuantas preguntas. Andaba buscando objetos robados y ventas hechas en el mercado negro. Me dijo que tenía una silla con clavos, muchos clavos. Era de homicidios.

El corazón empezó a acelerársele por segunda vez ese mismo día, pero conservó la serenidad. Sabía que la policía había encontrado las tumbas; sin embargo, no esperaba que establecieran la conexión entre el cadáver de Brittany y la silla inquisitorial. Imprimió a su voz suficiente desconcierto para resultar creíble.

– Le digo que no sé de qué me está hablando.

– ¿No sabe nada de un cementerio múltiple en un terreno del norte de la ciudad? El mismo policía que vino a verme es el que lleva el caso.

«Mierda.» Rió con incredulidad.

– No sé nada de ningún cementerio. Todo cuanto sé es que mis piezas las tengo yo. Si la policía ha encontrado una silla, es posible que sea una copia hecha por alguno de esos idiotas a quienes les gusta recrear batallitas. Pero tengo que confesarle que me pica la curiosidad. ¿Qué sabía la policía?

– Tienen un informador. Una arqueóloga.

Eso tenía sentido. Después de todo, así era como él había localizado al vendedor de antigüedades.

– ¿Cómo se llama la arqueóloga?

– Sophie Johannsen.

Por un instante su corazón dejó de latir. A continuación lo invadió la furia y el pulso se le disparó.

– Ya.

– Da clases los martes a última hora de la tarde en la Universidad Whitman, en Filadelfia. También trabaja en el Albright. Tengo su dirección en casa.

Él también la tenía. Sabía que vivía sola con dos caniches de colores que no suponían la mínima amenaza. Sin embargo, resopló para hacerse el ofendido.

– Por el amor de Dios, no tengo ninguna intención de ir a buscarla. Lo preguntaba por simple curiosidad.

Hubo una pausa y cuando el hombre volvió a hablar su tono era tranquilo, aunque sus amenazantes palabras fueron altas y claras.

– Si yo fuera usted, aparte de curiosidad tendría otras cosas. En cuanto a nosotros, no pensamos aparecer como implicados en nada que haya hecho. En caso necesario, no dudaremos en proteger nuestros intereses. No vuelva a llamarnos, no queremos más tratos con usted.

Se oyó un clic y luego silencio. Le habían colgado el teléfono. Dejó el móvil sobre el escritorio, desconcertado. Tenía que taponar las filtraciones, y rápido. Mierda. Su intención era mantenerlas disponibles para orientar su investigación hasta que el juego hubiera terminado.

Tendría que buscarse otra fuente de información.

Miércoles, 17 de enero, 9:30 horas

– En este momento el doctor Pfeiffer está con un paciente, detective. -La recepcionista, Stacy Savard, lo miraba con el entrecejo fruncido desde el otro lado del cristal que separaba el despacho de la sala de espera-. Tendrá que esperar o volver más tarde.

– Mire señora, soy detective de homicidios. Solo me dejo caer cuando ha muerto alguien a quien aún no le tocaba. ¿Podría hacer el favor de pedirle al doctor que me reciba lo antes posible?

La mujer lo miraba con los ojos muy abiertos.

– ¿De homicidios? ¿Quién ha muerto? Puede contármelo, detective. El doctor me lo cuenta todo.

Vito le sonrió con toda la paciencia de que fue capaz.

– Esperaré allí.

Pocos minutos después, un hombre de edad se acercó a la puerta.

– ¿Detective Ciccotelli? La señorita Savard me ha dicho que quería verme.

– Sí. ¿Podemos hablar en privado? -Siguió al doctor hasta su consulta.

Pfeiffer cerró la puerta.

– Esto es muy desagradable. -Se sentó detrás de su escritorio-. ¿Cuál de mis pacientes es el sujeto de su investigación?

– Claire Reynolds.

Pfeiffer se estremeció.

– Siento oír eso. La señorita Reynolds era una joven encantadora.

– Entonces, ¿hacía mucho tiempo que la conocía?

– Ah, sí. Llevaba visitando a Claire… al menos cinco años.

– ¿Puede decirme qué tipo de persona era? ¿Extrovertida? ¿Tímida?

– Muy extrovertida. Claire participaba en los juegos paralímpicos y organizaba muchas actividades en su barrio.

– ¿Qué tipo de aparatos ortopédicos utilizaba Claire, doctor Pfeiffer?

– No lo recuerdo de memoria. Espere un momento. -Sacó una carpeta del cajón de un archivador y la hojeó.

– Un historial extenso -comentó Vito.

– Claire formaba parte de un estudio experimental que dirijo, sobre un nuevo modelo del microprocesador que llevaba en la prótesis de la rodilla.

– ¿Un microprocesador? ¿Como un chip informático?

– Sí. Las piernas ortopédicas más antiguas no son muy estables cuando el paciente sube y baja escaleras o camina rápido. El microprocesador comprueba constantemente la estabilidad y efectúa los ajustes necesarios. -Ladeó la cabeza-. Como el ABS de los coches.

– Ahora lo entiendo. ¿Cómo se activa?

– Funciona con una batería que los pacientes cargan por la noche. La mayoría puede utilizarlo más de treinta horas antes de que la batería se agote.

– Entonces, ¿Claire llevaba un nuevo microprocesador en la rodilla?

– Sí. Debería haber venido a visitarse con regularidad. -Bajó la cabeza, avergonzado-. No me había dado cuenta hasta ahora de cuánto tiempo ha pasado.

– ¿Cuándo vino a visitarse por última vez?

– El doce de octubre, hace más de un año. -Frunció el entrecejo-. Tendría que haberla echado en falta antes. ¿Por qué no me di cuenta? -Revolvió unos cuantos papeles más y se recostó en el asiento, aliviado-. Aquí está el por qué. Se trasladó a Texas. Su nuevo médico, el doctor Joseph Gaspar de San Antonio, me envió una carta. En su cuadro de seguimiento consta que a la semana siguiente le enviamos una copia de su historial.

Era la segunda vez que alguien recibía una carta relativa a la desaparición de Claire Reynolds. Primero, la dimisión de la biblioteca; ahora, esto.

– ¿Me dará la carta?

– Claro.

– Doctor, ¿puede hablarme de los lubricantes de silicona?

– ¿Qué quiere saber?

– ¿Cómo se utilizan? ¿Dónde se consiguen? ¿Los hay de varios tipos?

Pfeiffer tomó una botella como de champú de encima de su escritorio y se la entregó a Vito.

– Esto es lubricante de silicona. Ande, pruébelo.

Vito se echó unas gotas en el pulgar. Era inodoro, incoloro y dejaba un residuo satinado en la piel. Las muestras que Katherine había extraído de Warren y Brittany eran blancas porque estaban mezcladas con escayola.

– ¿Para qué se usa?

– Las personas a quienes les han amputado una pierna por encima de la rodilla, como la señorita Reynolds, suelen usar uno de los dos sistemas de suspensión que existen para sujetar la prótesis. El primero consiste en utilizar una funda, como esta. -Pfeiffer buscó en el cajón y extrajo lo que parecía un preservativo gigante con un perno metálico en un extremo-. El paciente se coloca la funda sobre el muñón; queda muy ajustada. Luego el perno metálico se engancha a la prótesis. Algunos pacientes se aplican lubricante de silicona debajo de la media, sobre todo si tienen la piel sensible o deteriorada.

– ¿Claire Reynolds utilizaba ese sistema?

– A veces, pero los pacientes jóvenes como Claire suelen utilizar el sistema de succión. Funciona como su nombre indica: el miembro artificial se sujeta por succión y se retira mediante una válvula de aire. En ese caso la piel entra en contacto directo con el plástico de la prótesis. Quienes utilizan el sistema de succión casi siempre usan lubricante.

– ¿Quién se lo proporciona a sus pacientes? -preguntó Vito al tiempo que le devolvía la botella.

– Yo mismo, o lo piden directamente al distribuidor. La mayoría vende por internet.

– ¿Y la fórmula? ¿Hay muchas?

– Las básicas son un par. Pero hay muchas empresas de productos naturales que ofrecen mezclas específicas, con hierbas medicinales y cosas así. -Tomó una revista de su escritorio y hojeó las últimas páginas-. Como estas.

Vito asió la revista y echó un vistazo a los anuncios.

– ¿Puedo quedármela?

– Claro. También le pediré a la señorita Savard que le prepare una muestra del lubricante.

– Gracias, doctor. Sé que hace más de un año que no ve a la señorita Reynolds, pero me pregunto si recuerda cuál solía ser su estado de ánimo. ¿Era una persona alegre o triste? ¿Solía estar malhumorada, o preocupada? ¿Tenía novio?

Pfeiffer pareció incomodarse.

– No, no tenía novio.

– Ah, ya. ¿Tenía novia?

La incomodidad de Pfeiffer aumentó.

– No la conocía tanto, detective. Pero sé que solía participar en marchas reivindicativas. Lo mencionaba muchas veces cuando venía a las revisiones. Sinceramente, creo que lo hacía para provocarme.

– Bien, pero ¿qué me dice de su estado de ánimo?

Pfeiffer extendió los dedos bajo su barbilla.

– Siempre andaba nerviosa por el dinero. Le preocupaba no poder pagar el nuevo microprocesador.

– No lo entiendo. Pensaba que formaba parte de su estudio y que ya llevaba el nuevo microprocesador.

– Sí, pero al terminar el estudio tenía que comprarlo. El fabricante los ofrece a precio de coste, pero aun así era más de lo que Claire podía pagar. Eso le preocupaba mucho. -Su expresión se tornó muy triste-. Pensaba que con el nuevo microprocesador se defendería mejor en los juegos paralímpicos.

Vito se puso en pie.

– Gracias, doctor. Me ha ayudado muchísimo.

– Cuando descubra quién lo hizo, ¿me lo dirá?

– Sí, se lo diré.

– Muy bien. -El doctor se puso en pie y abrió la puerta del consultorio-. ¿Stacy? -La recepcionista se acercó rápidamente-. Stacy, el detective ha venido para hablar de Claire Reynolds.

Los ojos de Stacy se abrieron como platos al asociar el nombre con la persona.

– ¿De Claire? Pero… -Se apoyó en la puerta y dejó caer los hombros-. Oh, no.

– ¿Conocía bien a la señorita Reynolds, señorita Savard?

– Bien, bien, no. -Miró a Vito, sorprendida y disgustada-. Charlaba con ella cuando venía a la consulta. La felicitaba siempre que ganaba una carrera o alguna prueba. Siempre estaba animada. -Los ojos de Stacy se llenaron de lágrimas-. Claire era muy agradable. ¿Quién habrá querido hacerle daño?

– Eso es lo que tengo que descubrir. ¿Doctor? -Vito miró la carpeta que el hombre llevaba en la mano.

El doctor sacudió la cabeza.

– Ah, sí. Stacy, hazle al detective Ciccotelli una copia de la carta que recibimos del doctor Gaspar.

– De hecho, necesito el original.

Pfeiffer pestañeó.

– Claro, no había caído. Stacy, guarda la copia en nuestro archivo y ayuda al detective con todo lo que esté en nuestra mano.

15

Miércoles, 17 de enero, 11:10 horas

– ¡Adiós!

La clase de niños de ocho años se despidió con la mano al dirigirse a la puerta.

– Ha sido maravilloso -le dijo agradecida la profesora a Sophie y Ted Tercero-. Los niños suelen estar irritables y aburrirse en los museos, pero ustedes han hecho que la visita fuera divertida gracias a los disfraces y la representación. El hacha, ¡y el pelo! Todo parece real.

Sophie arregló el hacha que se había colocado sobre el hombro después de blandirla durante la visita de la reina vikinga. A los niños casi se les salían los ojos de las órbitas.

– El pelo es real -explicó sonriente-. El resto es… teatro. Nuestro objetivo es hacer revivir la historia.

– Pueden estar seguros de que se lo contaré a todos los profesores.

– Y usted puede estar segura de que agradecemos su colaboración -respondió Sophie en tono afectuoso.

Ted la miró con gesto de advertencia.

– Tendría que ver a Juana de Arco. A mi parecer es incluso mejor.

– Lo dice para hacerme la pelota, porque la armadura pesa muchísimo. Por favor, vuelvan otro día.

– ¿Qué te pasa hoy? Has sido amable con las visitas -observó Ted cuando la profesora se hubo marchado.

Sophie hizo una mueca.

– Me esperaba ese comentario. Lo que ocurre es que ayer por fin vi las cosas claras, Ted. Estás llevando a cabo una estupenda labor en el museo y últimamente yo no he sido demasiado amable contigo.

Él la miró con las cejas arqueadas.

– Yo creía que formaba parte del espectáculo -dijo con ironía-. ¿De verdad querías partirme en dos con el hacha?

Sophie ahogó una risita.

– Solo a veces. -Se puso seria-. Lo siento, Ted.

– Nos alegramos mucho cuando aceptaste el puesto, Sophie -dijo Ted, también en serio-. Sientes una gran admiración por el trabajo de mi abuelo. Ya sé que no me crees, pero yo también me siento orgulloso de él.

– Sí, Ted; sí que te creo. Esa es una de las cosas que comprendí ayer.

Él miró a través del cristal y vio cómo el último niño se subía a un autobús amarillo.

– No sabía que hablabas noruego. No es ninguno de los idiomas que aparecen en tu currículum.

Sophie se dio cuenta de que esa sería la única respuesta de Ted a su comentario y le siguió la corriente.

– No sé noruego. Pero ellos tampoco. -Se echó a reír-. Solo sé palabrotas porque mi abuela las decía. Me parece que es todo cuanto aprendió de mi abuelo.

Ted abrió los ojos como platos.

– ¿Les has dicho palabrotas a los niños?

– No, por Dios. -El simple hecho de que se le hubiera pasado por la cabeza la ofendía-. Hablo un poco de danés y otro poco de holandés. El resto era inventado, como el cocinero sueco de los Teleñecos. -Esbozó una sonrisa-. Bork-bork-bork.

Ted la miró aliviado y conmovido a la vez.

– Estás hecha toda una actriz, Sophie Johannsen. -Se dispuso a marcharse-. No te olvides de que al mediodía te toca hacer de Juana.

– La armadura pesa demasiado -le gritó a la espalda, pero con mucho menos rencor que antes. Se dirigió al baño para retirarse el maquillaje antes de que le produjera urticaria. No quería que Vito la viera así por la noche.

Sintió un escalofrío a pesar de las gotas de sudor que le corrían por la espalda debido al grueso traje. Vito había sido fiel a su palabra la noche anterior, y más de una vez. Existía una gran diferencia entre hacer el amor y follar como animales y se imaginaba que aún sería mejor si de verdad llegaba a estar enamorada. Pensó en preguntárselo a su tío Harry, pero luego se echó a reír al imaginarse su cara de horror.

– Perdone, señorita.

Todavía sonriente, Sophie acudió junto al anciano que, apoyándose en su bastón, había estado examinando las fotografías de Ted Primero en el vestíbulo.

– ¿Qué desea, señor?

– He oído parte de la visita guiada. Me ha parecido fascinante. ¿También ofrece visitas privadas?

Algo en la mirada del hombre inquietó a Sophie. «Será viejo verde. Quiere ligar conmigo.» Entornó los ojos y aferró con fuerza el mango del hacha.

– ¿Cómo de privadas?

El hombre pareció desconcertado y luego escandalizado.

– No, no, por Dios. Vivo en un hogar de ancianos donde suele haber pocas diversiones, así que me he adjudicado la responsabilidad de organizar actividades socioculturales. Me preguntaba si podría contratar una visita.

Sophie rió aliviada y avergonzada a la vez.

– Claro, estaré encantada de ayudarlo. Sé lo mucho que se aburre mi abuela sin nada que hacer en todo el día.

– Su abuela está invitada a unirse a nosotros.

La sonrisa de Sophie se desvaneció.

– Gracias, no puede ser. No se encuentra en condiciones de visitar ningún museo. Hable con la chica del mostrador para reservar día y hora.

Él frunció el entrecejo.

– ¿La de negro? Parece un poco peligrosa.

– Los miércoles Patty Ann va de gótica. Es su particular homenaje a Miércoles Adams. En realidad es una chica muy agradable. Estará encantada de ayudarle a concretar el día de la representación. Ahora, si me disculpa, tengo que desmaquillarme la cara o me quedará tan hinchada como la de Pugsly.

La observó marcharse, fijándose en cada uno de sus ágiles pasos. Hacía meses que la conocía, pero no la había visto de verdad hasta ese día. Ni siquiera sospechaba el magnetismo que poseía hasta ver lo que acababa de ver: a una rubia de más de un metro ochenta blandiendo un hacha enastada sobre su cabeza con los ojos verdes centelleándole como los de una mítica valkiria. Había mantenido en vilo al grupo de niños y a sus profesores durante más de una hora.

«Y a mí.» Ya podía olvidarse de buscar modelos por internet, acababa de encontrar a su reina. Por una parte Van Zandt se quedaría extasiado, y por la otra la doctora Sophie Johannsen dejaría de representar una amenaza. Era fantástico poder matar dos pájaros de un tiro.

Miércoles, 17 de enero, 11:30 horas

Barbara Mulrine, bibliotecaria y antigua jefa de Claire, deslizó un sobre por encima del mostrador.

– Este es el original de la carta de dimisión que recibimos de Claire Reynolds.

Marcy Wiggs asintió. Tenía la misma edad que Claire y parecía que la noticia de su muerte le había afectado más que a su práctica jefa cincuentona.

– Hemos tenido que pedirla a la central porque llevaba más de un año dada de baja de nuestro sistema. -A Marcy le tembló el labio-. Pobre chica, con lo agradable que era. No tenía ni treinta años.

Con el rabillo del ojo Vito observó a Barbara alzar los ojos en señal de exasperación y de inmediato se sintió más interesado por ella que por la joven. Abrió el sobre y miró dentro. La carta estaba impresa en papel corriente y Vito imaginó que no encontrarían nada de importancia en cuanto a las huellas dactilares, pero aun así preguntó.

– ¿Podrían elaborar una lista de las personas que han tenido esta carta en las manos?

– Podemos intentarlo -dijo Barbara, y Marcy suspiró.

– Todos sentimos mucho lo que ha ocurrido. Tendríamos que habernos imaginado algo, tendríamos que haberles puesto sobre aviso pero…

Vito guardó el sobre en la carpeta.

– Pero ¿qué?

– Nada -respondió Barbara en tono cortante-. Tú no podías imaginarte nada, Marcy. Además, Claire no era agradable. Lo dices ahora porque está muerta. -Miró a Vito con enojo-. La gente siempre recuerda a los muertos mejores de lo que eran, sobre todo si han sido víctimas de un asesinato. Y si encima eran discapacitados… Solo falta llamar al Papa y pedirle que los beatifique.

Marcy frunció los labios pero no dijo nada.

Vito paseó la mirada de una mujer a la otra.

– Entonces, ¿Claire no era buena persona?

Marcy desvió la mirada con irritación y Barbara, frustrada, exhaló un suspiro.

– No mucho. Cuando recibimos su carta de dimisión, hicimos una fiesta para celebrarlo.

– Barbara -dijo Marcy entre dientes.

– Es la pura verdad. Cualquiera a quien se lo pregunte le dirá que es cierto. -Barbara se volvió a mirar a Vito-. Tanto lo de la fiesta como lo de su carácter.

– ¿Qué hizo para que no la considere buena persona?

– Nada, tenía más que ver con su actitud -respondió Barbara en tono cansino-. Todos queríamos llevarnos bien con ella pero era brusca y grosera. Llevo trabajando aquí más de veinte años. He tenido empleados de todo tipo, con sus cosas buenas y sus cosas malas. Claire no era desagradable porque le hubieran amputado una pierna; lo era porque quería.

– ¿Tomaba drogas o alcohol?

Barbara se escandalizó.

– Que yo sepa no. Para ella su cuerpo era sagrado. No, eran más bien sus aires de superioridad. Llegaba tarde y se marchaba temprano. Siempre terminaba su trabajo, pero hacía estrictamente lo que yo le pedía, nada más. Para ella esto no era más que un empleo.

– Se dedicaba a escribir -terció Marcy-. Estaba ocupada con su novela.

– Siempre estaba tecleando en su portátil -convino Barbara-. La novela iba de una deportista paralímpica, creo que era bastante autobiográfica.

Marcy suspiró.

– Aunque la protagonista sí era simpática. Barbara tiene razón, detective. Claire no era agradable. Lo que pasa es que a mí me habría gustado que lo fuera.

Vito frunció el entrecejo.

– ¿Ha dicho que tenía un portátil?

Las dos mujeres se miraron.

– Sí -le confirmó Barbara-. Era nuevo.

Marcy se mordió el labio.

– Se lo compró más o menos un mes antes de… morir.

– Sus padres no han encontrado ningún portátil. Me han dicho que no tenía ordenador.

Al oír eso, Barbara hizo una mueca.

– Había muchas cosas que Claire no les contaba a sus padres, detective Ciccotelli.

– ¿Como qué? -preguntó Vito, aunque creía saber la respuesta.

Marcy volvió a fruncir los labios.

– No es por criticarla pero…

– Claire era lesbiana -soltó Barbara sin rodeos.

– ¿A sus padres no les habría parecido bien?

Barbara negó con la cabeza.

– No. Son muy conservadores.

– Ya. ¿Llegó a mencionar a alguna novia o compañera?

– No, pero salió una foto en el periódico -dijo Barbara-. Se la hicieron en una marcha del Orgullo Gay. Claire estaba besando a otra mujer. Se puso frenética, pensaba que sus padres la verían y que le montarían un escándalo y dejarían de pagarle el alquiler. Llamó al periódico para quejarse. -Hizo una mueca-. Y ahora querrá saber qué periódico era, pero no me acuerdo. Lo siento.

– No se apure. ¿Sabe si era algún periódico local o uno más importante como el Philadelphia Inquirer?

– Más bien me parece que era uno local -dijo Marcy sin convencimiento.

Barbara suspiró.

– A mí me parece que era uno importante. Lo siento, detective.

– No se preocupe. Me han ayudado mucho. Si recuerdan algo más, por favor llámenme.

Miércoles, 17 de enero, 12:30 horas

Vito detuvo la camioneta frente al juzgado y recogió a Nick.

– ¿Y bien?

Nick se aflojó la corbata.

– Ya está. He sido el último testigo de la acusación. López ha querido que les hablara del asesinato en último lugar para que el jurado no recuerde solo a una chica que se drogaba sino a alguien que murió a causa de eso.

– Parece una buena estrategia. Ya sé que has tenido tus más y tus menos con López, pero como fiscal es buenísima. A veces para vencer a las fuerzas del mal hace falta pactar con el diablo. No resulta agradable, pero lo que cuenta es el resultado. Espero que los padres de la chica lo comprendan.

Nick se pasó las manos por el rostro con gesto abatido.

– En realidad los padres opinan lo mismo que tú. Iba a disculparme por cómo López había declarado el caso homicidio involuntario para poder atrapar al traficante y entonces ellos me han dicho que de la forma en que la fiscal había presentado los hechos los dos hombres pagarían por lo que habían cometido y el camello no se cargaría a más criaturas. Estaban muy agradecidos. -Suspiró-. Y yo he quedado a la altura del betún. Le debo una disculpa a Maggy López.

– Ojalá también se encargue ella de este caso. Aunque primero tenemos que atrapar a ese hijo de puta.

– Por cierto, ¿adónde vamos? -preguntó Nick.

– A decirles a los padres de Bill Melville que su hijo está muerto. Hoy te toca a ti.

– Hombre, Chick, muchísimas gracias.

– Yo se lo dije a los de Bellamy. Es justo que… -Sonó su móvil-. Es Liz -dijo, dirigiéndose a Nick. Escuchó y exhaló un suspiro-. Vamos hacia allí. -Cambió de sentido.

– ¿Adónde vamos?

– Olvídate de los Melville -dijo en tono grave-. Volvemos al terreno de Winchester.

– ¿Ya son diez?

– Ya son diez.

Miércoles, 17 de enero, 13:15 horas

Jen ya se encontraba en el escenario del crimen, coordinándolo todo. Se acercó a Vito y Nick en cuanto se apearon de la camioneta.

– El agente de guardia ha oído la orden de busca de la F150 y ha caído en que esta mañana había parado a un hombre que conducía una. Al comprobar la matrícula, ha visto que el nombre del propietario del vehículo coincidía, pero al llamar al número de teléfono correspondiente a la dirección se ha dado cuenta de que los datos no cuadraban. Ha seguido la carretera hasta que ha visto la marca de los neumáticos en la nieve. -Señaló la bolsa opaca que yacía al fondo del barranco-. Y ahí está eso.

– Sabe que lo andamos buscando -dijo Nick-. Mierda, esperaba que nos diera más tiempo.

– Pues no nos ha dado más tiempo. ¿Habéis comprobado qué hay dentro, Jen? -preguntó Vito mientras terminaba de ponerse las botas.

– Es un hombre. -Se dispuso a bajar por la pendiente-. Aún no he abierto la bolsa, pero no tiene buena pinta.

La visión que los esperaba al fondo del barranco quedaría grabada en la mente de Vito durante mucho, mucho tiempo. El plástico se había tensado sobre el rostro del hombre de tal forma que daba la impresión de que este estuviera luchando por librarse de él. La opacidad de la bolsa ocultaba todos sus rasgos a excepción de la boca, que, abierta hasta un punto grotesco, parecía perpetuar un grito que nadie podía oír.

– Joder -musitó Nick.

Vito exhaló un suspiro trémulo.

– Vaya. -Se agachó junto al cadáver y le echó una ojeada. No estaba envuelto en una bolsa sino en dos-. En una bolsa tiene la cabeza y el torso, y en otra las piernas y los pies. Están unidas con un nudo. -Tiró de él con sus dedos enguantados-. Es un nudo sencillo. ¿Queréis que lo deshaga?

Jen se agachó al otro lado del cadáver y con un cuchillo cortó cuidadosamente el plástico que rodeaba al nudo de forma que las dos bolsas se separaron pero el nudo quedó intacto. Luego cortó la bolsa de arriba abajo y suspiró.

– Tira de un extremo, Chick.

Cuando entre los dos hubieron retirado el plástico Vito se tragó la bilis que se le había subido a la garganta.

– Santo Dios. -Soltó el plástico y apartó la mirada.

– Lo han marcado con un hierro candente -exclamó Nick.

– Y lo han ahorcado -añadió Jen-. Mirad las marcas de la cuerda en la garganta.

Vito miró hacia abajo. Jen aún sujetaba su extremo de la bolsa y dejaba al descubierto la mitad izquierda del cuerpo y el rostro de la víctima, en cuya mejilla habían estampado una «T». Haciendo de tripas corazón, tiró de su extremo de la bolsa y dejo al descubierto la mitad derecha.

– La mano -fue todo cuanto pudo decir. «O lo que queda de ella.»

– Oh… Dios mío… Dios. -Jen inspiró de golpe entre sus dientes apretados.

– Mierda. -Nick se puso en pie de un salto-. ¿Qué demonios le pasa a ese tipo?

Vito frunció los labios y miró la bolsa de arriba abajo, consciente de que lo que venía sería peor.

– Corta la bolsa de abajo, Jen. Córtala toda.

Ella lo hizo y ambos se pusieron de pie mientras cada uno tiraba de un extremo del plástico.

– También le ha cortado el pie -dijo Jen con un hilo de voz.

– La mano derecha y el pie izquierdo. -Vito depositó la bolsa en el suelo con cuidado-. Seguro que quiere decir algo.

Ella asintió.

– Del mismo modo que «E. Munch» también quiere decir algo.

Sonny Holloman, el fotógrafo del equipo de Jen, se deslizó por la pendiente.

– Joder.

– Sí, eso es lo que había -dijo Jen con desaliento-. Fotografíalo desde todos los ángulos, Sonny.

Durante unos minutos solo se oyó el disparador de la cámara.

Jen se volvió a mirar el rostro del muerto.

– Oye, Vito, conozco a ese tipo. Estoy segura.

Vito aguzó la vista y se concentró.

– Yo también. Mierda, lo tengo en la punta de la lengua.

Sonny dejó de fotografiarlo.

– Mierda -repitió-. Servicio de limpieza séptica Sanders. Es el niño del anuncio, el mayor, el que aguardaba a un lado con aspecto abatido.

Jen abrió los ojos horrorizada al reparar en que estaba delante de alguien a quien conocía.

– Tienes razón.

– ¿De qué narices estáis hablando? -soltó Nick, pero Jen lo mandó callar.

– Déjame pensar. «Servicio de limpieza séptica Sanders…»

– «Lo dejamos todo inmaculado» -canturrearon a la vez Vito y Sonny con tristeza.

– Pero ¿de qué estáis hablando? -insistió Nick.

– Tú no eres de aquí -dijo Vito-. Por eso no te suena. Ese chico hizo un anuncio.

Jen sacudió la cabeza.

– No era solo un anuncio. Era…

– Parte de la cultura popular -dijo Vito, terminando la frase-. Nick, ¿no conoces ningún anuncio que de tan malo todo el mundo lo recuerda?

– ¿Y bromea con él? -añadió Sonny.

– Sí. Recuerdo el de Phil el Loco, que se hacía pasar por un vendedor de coches paleto que acababa en quiebra. -Nick frunció el entrecejo-. Y al final acabó en quiebra de verdad. Entonces, ¿este joven era como Phil el Loco?

– No, este joven tuvo la mala pata de ser el hijo de un Phil el Loco -explicó Vito-. Sanders tenía un negocio de limpieza séptica y quería anunciarse, pero no tenía dinero para contratar a modelos.

– Así que reunió a sus seis hijos -concluyó Jen con un suspiro-. Tenían que cantar el eslogan con alegría. Siempre sentí lástima por ellos, sobre todo por el mayor. Era un niño monísimo y seguro que habría podido salir con la chica que quisiera de no ser por el anuncio… Esperad. Este chico no puede ser el hijo mayor de Sanders. El mayor debe de tener nuestra edad. Tiene que ser uno de los pequeños.

– Todos se parecían -dijo Sonny-. Igual que los Osmond. -Bajó la vista con el semblante lleno de compasión-. Los seis Sanders. Está claro que a Sid le gustaban los sonidos aliterados.

– ¿Llegaste a conocer a esos niños en persona? -preguntó Nick, y Jen negó con la cabeza.

– Qué va. Mucha gente de las afueras tenía sistemas sépticos en sus casas. Sid Sanders ganó mucho dinero. Vivía en un barrio de los caros y sus hijos iban a escuelas privadas. El eslogan se hizo famoso y la gente se dedicaba a repetirlo lo más rápido posible. Lo hacían tanto los jóvenes como los viejos, en los restaurantes y en las tiendas.

– Y sobre todo cuando se habían tomado unas copas de más -dijo Sonny, y se encogió de hombros-. Tengo un hermano que en esa época pertenecía a un círculo estudiantil y luego me explicaba las batallitas.

– Me pregunto si nuestro hombre sabe que este chico era uno de los niños Sanders -dijo Nick pensativo-. Lo que quiero decir es que no creo que lo hubiera matado y lo hubiera dejado tirado por ahí de haber sabido que lo reconocerían fácilmente. Los tres lo habéis identificado en menos de diez minutos.

A Jen le brillaron los ojos.

– Así que es posible que E. Munch no sea de aquí.

Vito suspiró.

– Por lo menos esta vez sabemos a quién notificarle la muerte, chicos.

Nick lo miró a los ojos.

– ¿Y la marca? ¿Y lo del pie y la mano cortados?

Vito asintió. Sophie sabría lo que significaba.

– Para eso también sé con quién tengo que hablar.

Miércoles, 17 de enero, 14:30 horas

Sid Sanders permanecía sentado, aferrado a la mano de su esposa.

– ¿Están seguros? -preguntó el hombre con voz quebrada.

– Necesitamos que ustedes lo identifiquen, pero estamos prácticamente seguros -musitó Vito.

– Sabemos que es un momento difícil -empezó Nick en tono quedo-, pero tenemos que examinar su ordenador.

– Pues aquí no está.

Su esposa levantó la vista.

– Seguramente lo empeñó hace tiempo.

Su voz sonó lúgubre, pero a Vito le pareció que también denotaba culpabilidad.

– ¿Por qué? -Miró abiertamente alrededor del suntuoso salón-. ¿Necesitaba dinero?

Sid apretó la mandíbula.

– Dejamos de pagarle los gastos. Era adicto al alcohol, a las drogas y al juego. Lo ayudamos en todo lo que pudimos y lo sacamos de más aprietos de los que se merecía. Al final no tuvimos más remedio que echarlo de casa, fue el peor día de nuestra vida. Hasta hoy.

– Entonces, ¿dónde vivía? -preguntó Nick.

– Tenía una novia -musitó la señora Sanders-. Ella también lo dejó, pero hace un mes me telefoneó para decirme que le permitiría quedarse en su casa hasta que hubiera superado su alcoholismo. No quería que nos preocupáramos.

Vito anotó el nombre de la chica en su cuaderno.

– Así que la novia de su hijo les caía bien.

Los ojos de la señora Sanders se llenaron de lágrimas.

– Nos sigue cayendo bien. Jill habría sido una nuera fantástica, y aunque cuando rompieron lo sentimos mucho, sabemos que para ella fue lo mejor. Gregory la estaba hundiendo.

– Se lo dimos todo, pero él siempre quería más. -Sid cerró los ojos-. Al final se ha quedado sin nada.

Miércoles, 17 de enero, 15:25 horas

Nick se quedó plantado en mitad de la sala de estar de Jill Ellis, contemplando el destrozo.

– Parece que haya pasado un huracán.

Vito se guardó el teléfono en el bolsillo.

– Jen enviará a un equipo de la científica. -Miró al casero, que les había abierto la puerta con la llave maestra-. ¿Ha visto a la señorita Ellis recientemente?

– La última vez fue la semana pasada. Siempre tenía la casa como los chorros del oro. Esto no pinta nada bien, detective.

– ¿Podría mostrarnos su contrato de alquiler? -le pidió Nick-. A lo mejor allí consta algún teléfono al que llamarla.

– Claro. En diez minutos estaré de vuelta. -Se detuvo en la puerta con la mirada llena de irritación-. Habrá sido el inútil de su novio, el niño rico.

Vito lo miró a los ojos.

– ¿Se refiere a Gregory Sanders?

El casero se echó a reír en tono burlón.

– Sí. Un rico echado a perder. Jill era muy trabajadora y una vez ya lo puso de patitas en la calle. Pero él volvió y le suplicó que le diera otra oportunidad. Yo le aconsejé que lo mandara a hacer puñetas, pero a ella le daba lástima.

– Ha dicho que «era» trabajadora. ¿Cree que le han hecho daño?

El hombre vaciló.

– ¿Usted no?

Vito escrutó el rostro del hombre.

– ¿Qué es lo que sabe, señor?

– Ayer vi a unos tipos salir del piso, sobre las tres. Yo había salido a echar arena higiénica de los gatos en la acera. No quería que alguien se resbalara por culpa del hielo y me demandara.

– Háblenos de esos tipos -le instó Nick con suavidad, y el casero suspiró.

– Eran dos. Entraron en un coche tuneado por todas partes: luces de neón, sistema hidráulico, amortiguadores… Me dispuse a subir para comprobar que Jill estuviera bien pero en ese momento recibí una llamada de la señora Coburn, la vecina del sexto B. Es mayor, se había caído y se había hecho daño en la cadera. Cuando regresé a casa después de llevarla a urgencias, ya era tarde. -Apartó la mirada-. Me olvidé de Jill.

– Parece que cuida mucho a los inquilinos -comentó Vito con amabilidad.

Los ojos del casero denotaban un gran sentimiento de culpa.

– No todo lo que debería. Les traeré el contrato.

Cuando el casero se hubo marchado, Nick se sentó frente al ordenador de Jill Ellis.

– El día cada vez pinta mejor. -Accionó el ratón-. Está más limpio que una patena.

– No esperaba otra cosa. Parece que ayer por la tarde recibió una llamada, la luz del contestador automático está parpadeando. -Vito puso el aparato en marcha y frunció el entrecejo-. Ven aquí, Nick.

Nick ya se disponía a entrar en el dormitorio de la joven pero se dio media vuelta.

– ¿Qué hay?

– No lo sé. -Vito rebobinó la cinta, subió al máximo el volumen del contestador y volvió a ponerlo en marcha-. Es la voz de un hombre, pero no se oye bien.

– Parecía una especie de gruñido. -Nick volvió a rebobinar la cinta, pero esta vez pegó la oreja al altavoz antes de accionar el aparato-. Dice algo así como «cosas verdaderamente terribles».

– ¿Como qué?

Nick levantó la vista.

– Es lo que dice. -Volvió a pegar la oreja al altavoz-. El gruñido… «Grita cuanto quieras. Nadie puede oírte y nadie te salvará. Los he matado a todos.»

Nick se irguió de golpe con expresión sombría en el mismo momento en que la voz empezaba a distinguirse mejor. Los dos se quedaron mirando el contestador, y entonces lo oyeron.

La voz era despectiva pero refinada. Y sin duda el acento era del sur.

«Todos creyeron sufrir, pero su sufrimiento no fue nada comparado con lo que voy a hacer contigo.»

Hubo un silencio seguido de algunas palabras mal articuladas. Costaba entenderlas, pero el tono era claro. El otro hombre estaba frenético, aterrorizado.

«No, por favor, no. Lo siento. Haré cualquier cosa. Pero… Dios, mío. No.»

Se oyó otro gemido y una carcajada seguida de un ruido como de arrastre, y entonces la voz sureña se apagó.

Nick volvió a pegar la oreja al altavoz.

«Vamos a dar una vuelta en lo que yo llamo la máquina del tiempo, señor Sanders. Ahora verá qué les ocurre a los ladrones.»

Nick levantó la cabeza. Estaba igual de estupefacto que Vito.

– Hemos conocido a E. Munch.

Miércoles, 17 de enero, 15:00 horas

Daniel Vartanian se había detenido para comprarse un sándwich de ternera con queso. Probablemente sería lo mejor que hiciera en todo el día, porque con la búsqueda no tenía éxito. Se había fijado en que la gente del lugar tomaba los sándwiches con Cheez Whiz, la salsa de queso. Estaba riquísimo y bien calentito, lo cual era de agradecer porque estaba muerto de hambre y de frío.

No creía haber pasado nunca tanto frío. No sabía cómo se las había arreglado Susannah para adaptarse al clima del norte, pero la cuestión era que lo había hecho. Hacía años que no hablaban, pero él había seguido su trayectoria profesional. A su hermana le esperaba un brillante futuro en la oficina del fiscal de Nueva York. Sonrió con tristeza. Los dos juntos personificaban las fuerzas del orden, no costaba mucho imaginarse por qué.

«Sé lo que hizo tu hijo.» Daniel había consagrado su vida a tratar de compensar lo que el hijo de Arthur Vartanian había hecho y lo que el propio Arthur había dejado de hacer. Igual que Susannah. Su madre se encontraba entre la espada y la pared y había acabado por tomar la decisión equivocada.

Sonó su móvil. Era Chase Wharton, su jefe. Seguro que quería saber qué tal iban las cosas. Sería sincero; no del todo pero bastante.

– Hola, Chase.

– Hola. ¿Los has encontrado?

– Qué va. En Filadelfia hay muchísimos hoteles.

– ¿Filadelfia? Creía que estabas en el Gran Cañón.

– Examinando el ordenador de mi padre descubrí que habían estado buscando oncólogos en Filadelfia y me imaginé que habrían decidido emprender el viaje desde aquí.

– Tu hermana vive a pocas horas -observó Chase en tono quedo.

– Ya lo sé. -Y también sabía lo que Chase insinuaba-. Sí, estaban a solo dos horas tanto de su casa como de la mía y no se dejaron caer por ninguna de las dos. Como tú mismo dijiste, mi familia es un asco.

– ¿No hay indicios de ningún asunto feo?

«Sé lo que hizo tu hijo.»

– No, Chase. No he encontrado indicios de ningún asunto feo. Si llego a descubrir algo así, ten por seguro que me personaré en la comisaría de Filadelfia en menos que canta un gallo.

– Muy bien. Ten cuidado, Daniel.

– Lo tendré.

Daniel colgó el teléfono, descontento consigo mismo y con la situación en general. Posiblemente descontento con su vida entera. Envolvió el sándwich y lo tiró a la papelera; había perdido el apetito. Nunca le había mentido a Chase, nunca le había mentido a ninguno de sus jefes. «Sé lo que hizo tu hijo.» Solo les había ocultado parte de la verdad.

Si encontraba a sus padres… vivos… Bueno, en ese caso no tendría que hacerlo por primera vez. Puso el coche en marcha y se dirigió al siguiente hotel.

Nueva York,

miércoles, 17 de enero, 15:30 horas

Derek Harrington se detuvo al pie de la escalera que conducía a su piso en un edificio sin ascensor. Tenía el ánimo por los suelos. Había disfrutado de una vida plena, con un trabajo que le apasionaba, una esposa a quien adoraba y una hija que lo miraba con orgullo. En cambio ahora ni él mismo era capaz de mirarse a la cara. Ese mismo día había caído un poco más bajo. Había pasado por delante de la comisaría cinco veces sin atreverse a entrar. Su contrato laboral contemplaba una indemnización en caso de que un día dejara la compañía por voluntad propia, y con esa indemnización podría pagar los estudios de su hija. Su silencio serviría para asegurarle un futuro.

Sin embargo para el hijo de Lloyd Webber no había futuro. Sabía que el chico estaba muerto, y también sabía que debería contarle a la policía sus sospechas sobre Frasier Lewis. Pero el poderoso dinero lo tenía atado de pies y manos. «El poderoso dinero.» Se dispuso a subir la escalera mientras pensaba en oRo. Jager y él habían asignado un nombre muy apropiado a la empresa. Ya había introducido la llave en la cerradura cuando dio un respingo al notar una fuerte presión a la altura de los riñones. «¿Una pistola?» ¿Sería Jager o Frasier Lewis? Derek no estaba seguro de querer saberlo.

– No hables. Limítate a obedecerme.

Ahora Derek ya sabía quién empuñaba la pistola. Y también sabía que iba a morir.

Filadelfia,

miércoles, 17 de enero, 16:45 horas

Vito se apeó de la camioneta y subió corriendo la escalera de la biblioteca. Más valía que el viaje mereciera la pena, pensó. Tendría que aplazar una hora la reunión de las cinco y se le haría tarde para encontrarse con Sophie en la residencia de su abuela.

Sin embargo, a juzgar por la llamada que había recibido de Barbara Mulrine, la bibliotecaria, el asunto era importante. Había acompañado a Nick a la comisaría a dejar allí el contestador automático de Jill Ellis. Nick le pediría al departamento técnico que limpiara la cinta para antes de las seis.

Barbara lo estaba esperando junto a Marcy detrás del mostrador.

– Hemos intentado que fuera a la comisaría, pero no ha habido manera -dijo Barbara omitiendo todo saludo.

– ¿Dónde está? -preguntó Vito.

Marcy señaló a un hombre de edad que barría el suelo.

– Tiene miedo de la policía.

– ¿Por qué?

– Es ruso -explicó Barbara-. Su situación aquí es legal, estoy segura, pero ha vivido momentos muy duros. Se llama Yuri y lleva menos de dos años en Estados Unidos.

– ¿Habla inglés?

– Un poco. Con suerte se entenderán.

Vito tardó menos de cinco minutos en darse cuenta de que el poco inglés que sabía Yuri no bastaba ni de lejos para entenderse. El anciano había hablado con «un hombre» de «la señorita Claire». Más allá de eso fueron incapaces de comunicarse. Aquello iba a llevarle más tiempo del que creía.

– Lo siento -se disculpó Barbara en tono suave-. Tendría que haberle dicho que se trajera a un intérprete.

– No se preocupe. Ahora me encargo de buscar uno. -Vito suspiró. Con lo que costaba encontrar intérpretes de español, conseguir uno de ruso le llevaría horas. Esa noche no podría quedar con nadie, ni arqueólogas ni leyendas de la ópera. Tendría que llevar al hombre a la comisaría mientras esperaba al intérprete. Por lo menos, adelantaría trabajo.

– Señor, necesito que me acompañe. -Le tendió la mano y el hombre lo miró con cara de espanto.

– No. -Yuri aferró el mango de la escoba y entonces Vito reparó en sus deformados nudillos. A aquel hombre le habían roto las manos, al parecer años atrás.

– Detective -musitó Barbara-, por favor, no haga eso. No le obligue a acompañarlo.

Vito alzó las dos manos para indicar que se daba por vencido.

– De acuerdo. Quédese aquí.

Yuri miró a Barbara y esta asintió.

– No te llevará a ninguna parte, Yuri. Aquí estás a salvo.

Algo receloso, Yuri se dio media vuelta y siguió barriendo.

– No conseguirá que le cuente nada si se lo lleva a la comisaría por la fuerza -dijo Barbara-. Márchese, ya me quedo yo aquí hasta que consiga un intérprete.

Vito sonrió con tristeza.

– Puede que tarde horas y usted lleva aquí todo el día.

– No importa. Claire Reynolds no me caía bien, pero no quiero que su asesino quede impune. Además, hace tiempo le prometí a Yuri que aquí estaría a salvo.

La opinión que Vito tenía de la bibliotecaria mejoró un poco más.

– Haré todo lo que esté en mi mano para que pueda cumplir su promesa. -Se sacó el móvil del bolsillo-. Si me disculpa, tengo que anular una cita.

Ella lo miró apenada.

– Qué lástima.

Vito se acordó del premio doble.

– No lo sabe usted bien.

Se acercó a la ventana y marcó el número del móvil de Sophie, quien respondió enseguida.

– Sophie, soy Vito.

– ¿Qué ocurre?

Vito no creía que el nerviosismo se le notara tanto en la voz.

– Nada. Bueno, sí; sí que ocurre algo. Escucha, es posible que haya descubierto una cosa importante relacionada con el caso y tengo que dedicarme a ello. Igual más tarde puedo quedar contigo, pero lo veo difícil.

– ¿Hay algo que yo pueda hacer?

«Darme mi premio», pensó, pero hizo un esfuerzo por concentrarse.

– Pues sí. Necesitaremos que nos hables de los castigos que se imponían por robo en la Edad Media.

– No hay problema. ¿Quieres que vaya a la comisaría?

Vito se volvió y miró al anciano.

– A lo mejor, más tarde. Yo de momento estoy en otro sitio, tengo que esperar… -Lo asaltó una idea-. Sophie, ¿sabes ruso?

– Sí.

– Pero ¿lo hablas bien o solo te sabes las palabrotas?

– Lo hablo bien -respondió ella con cautela-. ¿Por qué?

– ¿Puedes venir a la biblioteca Huntington? -Le dio la dirección-. Te lo explicaré cuando llegues. Adiós. -Colgó. Luego llamó a Liz y la puso al corriente.

– Así que has vuelto a conseguir ayuda gratis -dijo Liz con una risita-. Piensa que de ahora en adelante todo el mundo esperará que hagas lo mismo y no te asignarán un presupuesto nunca más.

– Pero Sophie cuenta como una sola asesora -se quejó en tono irónico-. Diles a los chicos que llegaré en cuanto pueda, pero seguro que será después de las seis. ¿Puedes pedirle a Katherine que imprima una foto de la mejilla de Sanders? Cuando Sophie termine con esto, la llevaré a la comisaría para enseñársela. Ya vio un cadáver y no me gustaría tener que llevarla al depósito.

– Muy bien. Oye, tengo noticias de la Interpol. Me parece que tenemos una identificación.

Vito se enderezó.

– Qué bien. ¿Quién es?

– Estoy esperando un fax con una fotografía. Supongo que lo habré recibido cuando tú llegues. Tendré a todo el mundo a punto para la reunión de las seis.

– Gracias, Liz.

16

Miércoles, 17 de enero, 17:20 horas

Sophie entró en la biblioteca con la respiración agitada. Vito se encontraba al final del vestíbulo, hablando con una mujer vestida de oscuro. Él levantó la cabeza y sonrió, y a ella el corazón se le disparó como un cohete. Consiguió cruzar el vestíbulo con decoro a pesar de las ganas que tenía de arrojarse en sus brazos y retomar lo que por la mañana habían dejado a medias.

A juzgar por el brillo de los ojos de Vito, él pensaba lo mismo.

– ¿Cuál es ese gran misterio? -preguntó ella con una sonrisa que esperaba que no le confiriera esa expresión embobada de una quinceañera ante su ídolo.

– Necesitamos que hagas de traductora, Sophie. Esta es Barbara Mulrine, la bibliotecaria.

Ella saludó a la mujer con un movimiento de cabeza.

– Encantada de conocerla. ¿Qué necesita traducir?

Barbara señaló al anciano que limpiaba las ventanas.

– A él. Se llama Yuri Chertov.

– Es un testigo -explicó Vito-. Dile que no corre peligro.

– Muy bien. -Se acercó al hombre y enseguida reparó en sus manos. «Oh, no.» Aun así esbozó una respetuosa sonrisa al mismo tiempo que se preparaba mentalmente para hablar en ruso-. Hola. Soy Sophie Alexandrovna Johannsen. ¿Cómo está?

El hombre miró a Barbara, quien le dirigió una sonrisa de aliento.

– Todo va bien -dijo.

– ¿Tiene un despacho con un sofá o algún espacio que no parezca una sala de interrogatorios? -le preguntó Sophie a la bibliotecaria.

– Marcy, ocúpate del mostrador un rato. Por aquí.

Los condujo hacia la parte trasera del edificio.

Cuando los cuatro estuvieron en el despacho de Barbara, Sophie volvió a cambiar al ruso.

– Vamos a sentarnos -propuso-. No sé usted, pero yo he tenido un día muy ajetreado.

– Yo también. Este es mi segundo empleo. Cuando salga de aquí, empezaré con el tercero.

Hablaba un ruso de alto nivel. Aquel hombre era muy culto. Sophie se preguntaba qué le habría ocurrido para que tuviera que sustentarse con tres empleos de poca categoría.

– Trabaja mucho -dijo, cuidando más su vocabulario-. Claro que el trabajo fortalece el espíritu.

– Fortalece mucho el espíritu, Sophie Alexandrovna. Yo soy Yuri Petrovich Chertov. Dígale al detective que formule sus preguntas. Trataré de responderlas lo mejor que pueda.

– Pregúntale si conocía a Claire Reynolds -dijo Vito cuando Sophie le indicó que empezara.

El hombre asintió con la mirada ensombrecida.

– Claire no era una buena persona.

Sophie transmitió la respuesta y Vito asintió.

– Pregúntale por qué no.

Yuri frunció el entrecejo.

– Le faltaba al respeto a Barbara.

– ¿Y a usted también, Yuri Petrovich? -preguntó Sophie, y su mirada se ensombreció más.

– Sí, pero yo no era su jefe. Barbara es muy atenta, muy leal. Muchas veces Claire abusaba de su confianza. Una vez le vi tomar dinero del bolso de Barbara. Cuando se dio cuenta de que yo la había descubierto, me amenazó con denunciar el robo a la policía y culparme a mí.

Cuando Sophie tradujo eso, Barbara se quedó boquiabierta.

– ¿Cómo se las arregló para amenazarle y por qué tenía usted miedo? -preguntó Vito-. Barbara dice que su situación aquí es legal.

Sophie tradujo la pregunta de Vito; la estupefacción de la bibliotecaria no requería traducción alguna. Yuri se miró las manos.

– Claire siempre llevaba consigo su portátil y utilizó un traductor de internet para hacerme llegar la amenaza. La traducción era mala, pero aun así lo entendí. En cuanto a lo de por qué tengo miedo de la policía… -Se encogió de hombros-. No quiero correr riesgos. -Cuando Sophie hubo terminado, Yuri miró a Barbara con tristeza-. Lo siento, señorita Barbara -dijo en inglés.

Barbara sonrió.

– No te preocupes. No podía ser mucho dinero, no lo eché de menos.

– Porque yo lo repuse -explicó Yuri cuando Sophie le tradujo las palabras de Barbara.

A la mujer se le humedecieron los ojos.

– Oh, Yuri. No deberías haberlo hecho.

El gesto también conmovió a Vito.

– Pregúntale por el hombre con quien habló.

Sophie lo hizo.

– Tenía más o menos mi misma edad -respondió Yuri-. Cincuenta y dos años.

Sophie abrió los ojos como platos antes de poder contenerse. «Cincuenta y dos años.» Parecía tan mayor como Anna, y ella tenía casi ochenta. Sophie se sonrojó cuando el hombre arqueó las cejas. Bajó los ojos al suelo.

– Lo siento mucho, Yuri Petrovich. No pretendía ser maleducada.

– No se preocupe, sé que parezco mucho mayor. El hombre a quien buscan mide casi dos metros y debe de pesar cien kilos. Tiene el pelo gris, grueso y ondulado. Parecía muy saludable.

Sophie miró a Vito.

– Casi dos metros de altura y unos cien kilos de peso. Pelo gris, grueso y ondulado. Y… saludable. -Se volvió hacia Yuri llena de curiosidad-. ¿Por qué le pareció saludable?

– Porque a su esposa se la veía enfermiza. Prácticamente moribunda.

A Vito le centellearon los ojos al recibir esa información. Sacó de su carpeta dos dibujos. Sophie recordó que Tino, el hermano de Vito, había hecho algunos retratos de las víctimas y supo que las caras que estaba mirando eran de dos de ellas.

– ¿Son estas las personas a quienes vio? -preguntó Vito.

Yuri asió torpemente los dibujos con sus deformadas manos.

– Sí. La mujer llevaba el pelo distinto, más largo y más oscuro, pero las facciones son muy parecidas.

– Pregúntale cuándo vinieron, qué dijeron y si le dieron sus nombres.

– Vinieron antes de Acción de Gracias -explicó Yuri cuando Sophie le tradujo las preguntas. Sonrió con ironía-. Dijeron muchas cosas, pero yo entendí muy pocas. Solo habló el hombre; la mujer estuvo todo el rato sentada. Me preguntó por Claire Reynolds, si la había visto, si la conocía. Tenía un acento peculiar, cómo lo llaman… -Dijo una palabra que Sophie no conocía.

– Espere. -Sacó el diccionario de ruso de la mochila. Encontró la palabra y miró a Yuri perpleja-. ¿Tenía un acento «peligroso»?

– No, peligroso no. -Yuri exhaló un suspiro de frustración-. Arrastraba las palabras, como… Daisy Duke.

Sophie pestañeó, y enseguida se echó a reír.

– Ah, azaroso, de Hazzard. Hablaba como la familia Duke de Hazzard, de Dos chalados y muchas curvas.

Yuri asintió con ojos chispeantes.

– He visto la película. Pero usted es mucho más guapa que esa tal Jessica Simpson.

Sophie sonrió.

– Es muy amable. -Miró a Vito-. Eran del sur.

– ¿Le dijeron cómo se llamaban?

Yuri frunció el entrecejo.

– Sí. Se llamaban algo así como D'Artagnan de Los tres mosqueteros pero con «V». El hombre era Arthur… Vartanian, de Georgia. Me acuerdo muy bien porque yo también soy de Georgia. -Arqueó las cejas con gesto irónico-. El mundo es un pañuelo, ¿eh?

Una de las comisuras de los labios de Vito se curvó mientras anotaba su nombre y que procedía del estado de Georgia. La Georgia de Yuri estaba, por supuesto, en la otra mitad del mundo, tanto desde el punto de vista geográfico como desde el cultural.

– Ya lo creo que el mundo es un pañuelo -le respondió Sophie a Yuri-. Perdone mi falta de delicadeza, pero ¿podría, por favor, decirme qué hacía en Georgia?

– Era cirujano de profesión. Pero en el fondo era un patriota, y eso me costó pasar veinte años en Novosibirsk. Cuando me liberaron vine a Estados Unidos gracias al apoyo de personas como Barbara. -Alzó sus deformadas manos-. Pagué un precio muy alto por la libertad.

A Sophie se le formó un nudo en la garganta y sintió que se había quedado sin palabras. Novosibirsk alojaba varias prisiones siberianas. No podía ni imaginarse lo que habría tenido que soportar aquel hombre.

Él observó su aflicción y le dio una tímida palmadita en la rodilla.

– ¿Y usted, Sophie Alexandrovna, a qué se dedica para tener tal dominio de mi idioma?

«Soy arqueóloga, historiadora y políglota.» Sin embargo, no le salió decir ninguna de esas cosas porque a su mente acudieron de pronto los rostros embelesados de los niños a quienes enseñaba historia medieval gracias a las visitas guiadas de Ted. La historia de aquel hombre era igual de importante. «Ni de lejos -pensó mirando sus manos-, lo es incluso más.»

– Trabajo en un museo. Es pequeño, pero tenemos mucho público. Intentamos hacer revivir la historia. ¿Le gustaría venir y explicarle sus experiencias a la gente?

Él le sonrió.

– Sí que me gustaría. Ahora parece que el detective tiene ganas de marcharse.

Sophie lo besó en ambas mejillas.

– Cuídese, Yuri Petrovich.

Vito estrechó la mano a Yuri con suavidad.

– Gracias.

– Esas dos personas -dijo Yuri en inglés señalando la carpeta de Vito-, ¿no están bien?

Vito negó con la cabeza.

– No, señor. No están nada bien.

Miércoles, 17 de enero, 18:25 horas

Vito aguardó a que Sophie estacionara el coche de su abuela en el aparcamiento de la comisaría. Cuando salió del vehículo, entrelazó su pelo con una mano y la besó tal como llevaba deseando desde que la viera cruzar el vestíbulo de la biblioteca. Cuando levantó la cabeza, ella suspiró.

– Temía haberlo imaginado. -Ella se puso de puntillas y lo besó con suavidad-. Haberte imaginado.

Dedicaron unos instantes a mirarse. Luego Vito se esforzó por retroceder.

– Gracias. Me has ahorrado tener que esperar a un intérprete durante horas. -La tomó de la mano y la guió hacia la puerta de la comisaría.

– Ha sido un placer. Yuri Petrovich me ha dicho que vendrá al museo a dar una charla.

Vito la miró sorprendido.

– Pensaba que el Albright no te gustaba y que estabas esperando el momento oportuno para marcharte -dijo, y los labios de Sophie se curvaron.

– Las cosas cambian. Ya sabes, Vito, los intérpretes tienen buenos sueldos, y cobran las horas extras.

– Intentaré destinar algo de dinero del presupuesto.

«Si no es posible, le pagaré en especie.»

Ella lo miró con el entrecejo fruncido mientras caminaban.

– Ya te he dicho que ayudarte ha sido un placer. -Arqueó las cejas-. Esperaba que el pago también lo fuera.

Vito soltó una risita.

– Tranquila, ya se me ocurrirá algo. Cuéntame cómo te ha ido el día, Sophie Alexandrovna. ¿Has recibido algún otro regalito de la mujer de Brewster?

– No. -Se quedó pensativa-. En realidad, ha sido un día muy agradable.

– Explícame qué has hecho.

Ella lo hizo, y ante las anécdotas de las visitas Vito se echó a reír de nuevo en el preciso momento en que el ascensor llegaba a su planta.

– Hola -saludó Vito a Nick cuando entró con Sophie en la oficina-. Hemos dado en el clavo con lo de la biblioteca. Ya tenemos la identidad de la pareja de ancianos.

– Bien -dijo Nick, pero en su voz no había energía alguna-. Hola, Sophie.

– Hola, Nick -lo saludó ella en tono cauteloso-. Me alegro de volver a verte.

Nick hizo amago de sonreír.

– Veo que esta vez la visita es oficial. Lo digo por la placa -añadió.

Sophie miró la placa temporal que le habían entregado en el mostrador de la entrada.

– Sí. Ahora formo parte del club. Ya me sé la contraseña e incluso el saludo secreto.

– Eso está muy bien -dijo Nick en voz baja, y Vito frunció el entrecejo.

– Por favor, no me digas que hay otro cadáver; eso me arruinaría el día por completo.

– No, al menos que sepamos. Estoy así por el contestador automático, Chick. Es horroroso.

– ¿Horroroso? ¿No se oye?

– No, lo horroroso es precisamente lo que se oye -respondió Nick con abatimiento-. Enseguida podrás escucharlo por ti mismo. -Se incorporó en la silla y se esforzó por sonreír-. Pero no me tengas en vilo. Dime, ¿quiénes son la dos-uno y la dos-dos?

Vito había telefoneado al departamento de desaparecidos durante el camino de regreso desde la biblioteca.

– Arthur y Carol Vartanian, de Dutton, Georgia. Y, no te lo pierdas, él es un juez retirado.

Nick pestañeó.

– Joder.

– Siéntate, por favor -le indicó Vito a Sophie acercándole la silla de su escritorio-. Voy a ver si encuentro por aquí la foto de la marca de la mejilla de la víctima. Cuando hayamos acabado, podrás marcharte con tu abuela.

Ella asió a Vito por la manga del abrigo cuando este se disponía a alejarse.

– ¿Y luego?

Nick aguzó el oído, más animado.

– ¿Y luego? -repitió con discreción.

Vito le sonrió a Sophie e ignoró por completo a Nick.

– Depende de a qué hora salga de aquí. Sigo queriendo conocer a tu abuela, si es posible.

– ¿Conocer a su abuela? -preguntó Nick-. ¿Tiene eso algún doble sentido?

Sophie se echó a reír.

– Hablas igual que mi tío Harry.

Liz salió de su despacho.

– Has vuelto. Y usted debe de ser la doctora Johannsen. -Estrechó con firmeza la mano a Sophie-. Le estamos muy agradecidos por todo lo que ha hecho.

– Por favor, llámeme Sophie. Ha sido un placer.

– ¿Tienes la foto de la mejilla de la víctima, Liz?

– No. Katherine ha dicho que la traería a la reunión. Nos esperan en la sala, así que deberíamos irnos. Sophie, ¿puede esperarnos en la cafetería? Está en la segunda planta. Con un poco de suerte Vito se las arreglará para que la reunión sea corta. Mi canguro ya está haciendo horas extra.

– Claro. Llevo el móvil, Vito. Llámame cuando estéis a punto para enseñarme las fotos.

Sophie se dirigió al ascensor y Liz miró a Vito con una especie de sonrisita burlona.

– No me habías dicho que fuera tan joven.

– Y guapa -lo provocó Nick con voz cantarina.

Vito quiso hacer una mueca pero solo pudo sonreír.

– Sí que es guapa, ¿verdad?

White Plains, Nueva York,

miércoles, 17 de enero, 18:30 horas

Había sido un día muy gratificante. Al principio le había dado la impresión de que todo se tambaleaba, pero al final pintaba bastante bien. El día había empezado con muchos cabos sueltos, pero para entonces ya los había eliminado todos excepto uno. Para guardar un secreto hacía falta que solo una persona lo conociera; esa misma mañana su anticuario se lo había dejado bastante claro. No lamentaba haberse aprovechado de sus servicios. A fin de cuentas uno no podía pretender comprar un sable auténtico, del año 1422, en Wal-Mart. Para adquirir objetos especiales hacían falta contactos especiales. Por desgracia el anticuario tenía una cadena de proveedores que aumentaban el riesgo de forma considerable.

Y, como para guardar un secreto hacía falta que solo una persona lo conociera, había sido necesario eliminar a toda la cadena. Todos habían desaparecido con facilidad y sin armar escándalo. Por mucho que la policía quisiera seguir preguntando por sillas con clavos no hallaría respuestas. El anticuario había callado para siempre.

– ¿Qué tal va por ahí detrás, Derek? -gritó hacia la parte trasera de la furgoneta, pero no obtuvo respuesta. Sería un milagro que Harrington estuviera despierto. Pensándolo bien, tal vez habría sido mejor reducir la dosis. Le había administrado la misma cantidad que a Warren, Bill y Gregory, y los tres medían el doble que él. Esperaba que Derek no hubiera muerto, tenía otros planes para él.

También tenía planes para la doctora Johannsen. No quería matarla de buenas a primeras. Acabaría muriendo, pero en el momento y de la forma que él decidiera. Con su estatura, no tendría que preocuparse por la dosis. Para cuando diera la medianoche ya habría eliminado todos los cabos sueltos y tendría bien atada a su reina, de modo que podría concentrarse en lo que en realidad importaba.

En acabar el videojuego y llevar la fama a oRo, y por extensión a sí mismo. Por fin tenía su sueño al alcance de la mano.

Miércoles, 17 de enero, 18:45 horas

– Perdonad -se disculpó Vito al cerrar la puerta tras de sí. Todos se encontraban presentes: Jen, Scarborough, Katherine, Tim y Bev. Brent Yelton, del departamento de informática, se había unido a ellos, lo cual Vito esperaba que fuera una buena señal-. Gracias por esperarme.

Jen levantó la vista del portátil.

– ¿Habéis conseguido identificar a la pareja?

– Sí, por fin. -Vito se dirigió a la pizarra y escribió los nombres en las dos primeras casillas de la segunda fila de la tabla de tumbas-. Son Arthur Vartanian y su esposa, Carol, de cincuenta y seis y cincuenta y dos años respectivamente. Proceden de una pequeña localidad de Georgia llamada Dutton.

– Él era un maldito juez -añadió Nick, dejándose caer en la silla contigua a la de Jen.

– Qué interesante -observó Scarborough-. Arthur Vartanian es la víctima del único crimen visceral. Tal vez fuera él quien sentenciara al asesino a cumplir condena.

– Pero ¿por qué los mató? Y ¿por qué aquí y no en Dutton? -preguntó Katherine-. Y ¿por qué ha dejado dos fosas vacías?

Vito suspiró.

– Añadiremos esas preguntas a la lista. Vamos con la cinta.

– Por eso he venido -aclaró Scarborough-. Nick quería que yo la oyera.

Nick le entregó un CD a Jen y esta lo introdujo en su portátil. Luego orientó los pequeños altavoces que había conectado al ordenador y lo volvió hacia Nick.

– Yo ya lo he oído cuatro o cinco veces -dijo Nick-. Hay fragmentos sin sonido que pasaremos deprisa. El departamento técnico ha limpiado la cinta cuanto ha podido, pero en parte el ruido de fondo se debe a que la llamada está hecha desde un móvil. Por otra parte, el auricular estaba tapado. Puede que el teléfono estuviera oculto en un bolsillo o algo así.

– Hemos rastreado las llamadas de Jill Ellis -explicó Jen-. Telefoneó a Greg al móvil ayer por la tarde, a las tres y media. La llamada la recibió a las cuatro y veinticinco.

Nick accionó el «play» y el CD empezó con un grito irregular que puso a todos los pelos de punta.

«Grita cuanto quieras. Nadie puede oírte y nadie te salvará. Los he matado a todos.»

La grabación prosiguió con el asesino asegurándole a Greg que iba a sufrir y este implorando perdón con voz lastimera.

«Ha llegado el momento de que viajes en la máquina del tiempo. Ahora verás lo que les ocurre a los ladrones.»

Nick avanzó rápido.

– Lo arrastra durante un minuto, luego se oye un estruendo, una especie de portazo. Y luego esto. -Accionó de nuevo el «play» y se oyeron unos chirridos de fondo-. Hay unos cinco minutos sin sonido, y luego… -Volvió a poner el aparato en marcha.

Se oyó un sonido metálico y a continuación, la voz del asesino.

«Bienvenido a mi mazmorra, señor Sanders. No disfrutará nada de su estancia.»

Otro ruido sordo, luego el volumen disminuyó.

– Creemos que le quitó el abrigo a Greg y lo colgó cerca. El móvil sigue conectado, pero hay fragmentos en que el sonido es muy bajo. -Nick apretó la mandíbula-. Sin embargo en otros es demasiado alto.

«Eres un ladrón y… has de pagar… la ley.»

Otra vez arrastraba cosas y hacía ruido y Greg Sanders volvía a suplicar de forma febril, y Vito sintió náuseas. Luego se oyeron más chirridos.

– Está arrastrando algo -dijo Nick, y cerró los ojos con fuerza mientras aguardaba.

El grito perló de sudor la frente de Vito.

– ¿Qué demonios ha sido eso?

– No te preocupes -dijo Nick con ironía-. Volverás a oírlo.

Y así fue; Greg Sanders volvió a gritar.

«Cabrón. Maldito cabrón. Oh, Dios.» Se oyó un ruido espantoso y los gritos de Greg pasaron a ser gemidos.

«Mira qué me has hecho hacer. Qué desastre. Siéntate. Siéntate.» Se oyeron más chirridos y más ruidos de arrastre, y una respiración jadeante propia de haber realizado un esfuerzo.

«Ahora podemos seguir.»

«Eres… un cabrón. -Era la voz de Greg, muy débil-. Mi mano… Mi…» -Un agónico sollozo entrecortado.

«Y… el pie. Ahora verás… ladrón… robar… iglesia… castigo especial.»

Siguieron más palabras. Vito se acercó para oírlas mejor, pero retrocedió de golpe cuando Greg volvió a chillar. Fue un horrible alarido, en parte de agonía y en parte de terror. No parecía humano.

Liz alzó las manos.

– Nick, apágalo. Ya está bien.

Nick asintió y detuvo el CD. En la sala se hizo un denso silencio solo interrumpido por el sonido de la respiración agitada de los presentes.

– Más o menos termina así -dijo Nick-. Se oyen unos cuantos gritos más y me parece que luego Greg muere. Después de cinco minutos de silencio, la cinta termina. Uno de los técnicos está intentando identificar los sonidos, los chirridos y los golpes.

Scarborough exhaló un suspiro quedo.

– Llevo veinte años ejerciendo de psicólogo y nunca había oído nada parecido. Ese asesino no muestra el menor remordimiento, y entre ruido y ruido no me ha parecido notar ira alguna en su voz, solo desprecio.

Jen retiró la mano de su boca, donde la había mantenido durante la mayor parte de la grabación.

– Ha dicho «robar… iglesia» -observó vacilante-. ¿Greg robó a alguien en una iglesia, o algo de una iglesia? ¿Lo habrá matado en una iglesia?

– Antes de cortarle el pie, estaba cantando un salmo. Ha dicho ecclesia -aclaró Tim.

– Yo también lo he oído. Es latín -explicó Vito-. Es que de pequeño fui monaguillo -añadió al ver que Nick lo miraba con sorpresa-. Va en serio.

Tim se enjugó la frente con el pañuelo.

– A mí también me lo ha parecido. He oído esa palabra muchas veces en misa. La cuestión es por qué utiliza el término en latín.

– Me gustaría saber qué hizo con la mano y el pie de Gregory -dijo Katherine en voz baja-. No estaban con el cadáver.

– Ni por allí cerca -añadió Jen-. Rastreé la zona con perros.

Vito miró a Thomas.

– Le ha dicho a Greg que iba a viajar en su máquina del tiempo y luego le ha dado la bienvenida a su mazmorra. ¿Está loco o qué?

Thomas sacudió la cabeza con gesto enérgico.

– En el sentido clínico, diría que no. Se ha hecho con instrumentos de tortura, bien comprándolos o bien fabricándolos él mismo. Ha engañado a sus víctimas de forma muy bien planeada. No está loco. Creo que lo de la máquina del tiempo forma parte de… la diversión.

– Diversión -repitió Vito con amargura-. No veo el momento de atrapar a ese tipo.

– Supongo que es mucho pedir que el móvil de Greg tenga GPS -dijo Liz.

Nick negó con la cabeza.

– Era desechable. Perdió la línea del anterior por no pagar las facturas.

Beverly se aclaró la garganta.

– El asesino encontró a Greg por internet, en la página de modelos. Él había colgado allí su currículum pero en él no aparecen los anuncios del servicio de limpieza séptica. Supongo que no se enorgullecía de ellos precisamente.

– Así que Munch no sabe que en Filadelfia el chico era muy popular -prosiguió Nick-. Si a eso añadimos su forma de arrastraaar las palaaabras… -Nick exageró su acento-, podemos deducir que no es de por aquí.

Vito asintió.

– Munch tiene acento del sur, igual que los Vartanian. ¿Pura coincidencia?

– A riesgo de convertirme en sospechoso -empezó Nick con ironía-, diría que no es una coincidencia.

– Los Vartanian eran de Georgia -dijo Katherine frunciendo las cejas con gesto pensativo-. Y Claire Reynolds también.

– Tienes razón -convino Vito-. Eso tampoco es una coincidencia. De hecho es el primer vínculo importante que encontramos entre las víctimas, aparte de la página de tupuedessermodelo.com. Tal vez la familia Vartanian pueda aclararnos si Arthur y Carol conocían a Claire. ¿Qué hay de las autopsias?

– He terminado la de Claire Reynolds y la de la anciana de la primera fila. No he encontrado nada más que pueda ayudaros a identificarla. Le rompieron el cuello, igual que a Carol Vartanian y a Claire. Por otra parte, me ha llegado el informe definitivo de la silicona. La fórmula es especial, en el laboratorio no saben quién la fabrica.

Vito sacó de su carpeta la revista que se había llevado de la consulta del doctor Pfeiffer esa mañana.

– El médico de Claire me ha dicho que en las últimas páginas aparecen empresas que anuncian lociones. Es evidente que Claire utilizaba una loción, pero su médico dice que se la compraba a él.

Jen tomó la revista.

– También podría habérsela comprado a alguna de estas empresas. Me encargaré de ver si alguna fabrica esa fórmula.

– Gracias. Aquí están las cartas de Claire. Una se la envió a Pfeiffer y la otra, a la biblioteca.

Jen también tomó las cartas.

– Me las llevaré al laboratorio, junto con otros manuscritos de Claire. A ver si por fin se mueve algo.

– Muy bien. Bev, Tim, ¿qué habéis encontrado en tupuedessermodelo.com?

– De momento nada -respondió Bev-. Hemos estado buscando modelos cuyos currículums han consultado o que han recibido e-mails de E. Munch. Lo curioso es que Munch solo se puso en contacto con cuatro personas: Warren, Brittany, Bill y Greg. Con nadie más.

Vito frunció el entrecejo.

– Cuesta creerlo. ¿Cómo es posible que estuviera seguro de que iban a aceptar la oferta?

– Da la impresión de que sabía más cosas -musitó Nick-. ¿Les haría chantaje?

– Más bien parece que conocía el estado de sus cuentas corrientes -dijo Brent Yelton-. Todas las víctimas estaban en números rojos; debían miles de dólares de las tarjetas de crédito y eran totalmente insolventes.

– O sea que estamos igual que antes -dijo Nick en tono sombrío. Pero Beverly sonreía.

– No. Lo que hemos dicho es que no ha enviado más e-mails como E. Munch -explicó-, pero seguíamos pensando que Jen tenía razón esta mañana al afirmar que el nombre significaba algo, así que hemos buscado en Google y esto es lo que hemos encontrado. -De debajo de los listados, sacó un libro de arte. La página por la que estaba abierto mostraba un cuadro que Vito reconoció.

Era un personaje surrealista y de aspecto macabro con la boca espantosamente abierta. Igual que la de Greg Sanders.

– El grito -dijo Vito.

– De Edvard Munch -añadió Scarborough-. Qué nombre más acertado, dada la forma en que hizo gritar a Gregory. Ese tipo es un sociópata terrible y muy meticuloso.

Beverly hojeó el libro y dio con otro cuadro, uno aún más espantoso de estilo medieval en el que unos demonios descargaban su horrenda y macabra venganza contra las almas en pena.

– Este es El jardín de las delicias de Hieronymus Bosch, el Bosco. Una modelo llamada Kay Crawford recibió un e-mail de un tal H. Bosch ayer por la tarde. Todavía no le había respondido.

– Y hemos podido examinar su ordenador antes de que lo destruyan -añadió Brent satisfecho-. Bosch quería contratarla para un documental.

– La chica se ha prestado para ayudarnos -dijo Tim-. Así podremos tenderle una trampa a ese hijo de puta.

Una sonrisa se dibujó en el rostro de Vito.

– Me gusta la idea, mucho. Me parece que su mejor forma de ayudarnos ha sido no responder. De todos modos, le haremos venir mañana a primera hora. Mientras, si tenéis su ordenador, podríais contestar al e-mail vosotros y decirle que os interesa el trabajo.

Brent asintió.

– He hecho una copia del disco duro de Kay Crawford. De ese modo, si el temporizador del virus se activa mediante la respuesta, tal como yo creo, no perderemos la información.

– Estupendo. Por cierto, Liz -dijo Vito volviéndose hacia ella-, has dicho que tenías noticias de la Interpol.

– Tal vez no nos aporte nada. -De un sobre extrajo unas fotografías enviadas por fax-. Parece que el hombre que falleció en Europa, ¿Alberto Berretti?, le debía muchos impuestos al gobierno italiano y cuando murió estaban investigando sus bienes. Esperaban que sus hijos intentaran hacerse con algunas de las piezas de su colección para venderlas a coleccionistas particulares. Algunos agentes han estado vigilando durante una buena temporada a los hijos de Berretti, ya adultos. Este es uno de ellos, junto a un estadounidense de identidad desconocida.

Vito miró las fotografías.

– La imagen del rostro es bastante nítida, pero si nadie lo reconoce, no va a servirnos de mucho. De todos modos, es un punto de partida.

Bev y Tim recogieron las fotos.

– Vito, creo que ya está bien por esta noche -dijo Tim-. Ayer no dormimos nada y ya vemos doble.

– Gracias. ¿Podéis dejarme el libro de arte? Más tarde me gustaría echarle un vistazo.

– Te haré un perfil detallado -se ofreció Thomas-. Ese asesino utiliza un vocabulario muy específico. Veré si se han documentado casos así.

– Yo mañana realizaré las autopsias del chico de la bala, del de la metralla y de Greg Sanders -dijo Katherine-. Ah, aquí tienes la foto que querías de la marca de la mejilla.

Vito la tomó y la depositó en la mesa.

– Gracias, Katherine. No quería que Sophie tuviera que ir al depósito.

– Es que la chica le gusta -dijo Nick con picardía, y Katherine sonrió.

– Pues claro que le gusta. Es la niña de mis ojos. -Miró a Vito de soslayo-. Recuérdalo, Vito. Sophie es la niña de mis ojos. -Y tras esa advertencia, Katherine se marchó con Thomas.

– Iré a buscar a Sophie para que le eche un vistazo a la fotografía y luego nos marcharemos -dijo Vito-. Se dirigió a la puerta, pero se detuvo en seco-. Mierda.

Miércoles, 17 de enero, 19:10 horas

Sophie y Katherine se sentaron una al lado de la otra en un banco junto a la puerta de la sala de reuniones.

Vito se agachó frente a Sophie, que se había quedado pálida.

– ¿Qué ha ocurrido?

Ella lo miró con expresión sombría.

– Me dirigía a la cafetería cuando he recibido una llamada. Me ha parecido que debía contártelo y he subido, pero cuando me disponía a llamar a la puerta… -Se encogió de hombros con vacilación-. He oído los gritos. Ya estoy bien, solo un poco afectada.

Vito le tomó las manos; las tenía frías.

– Lo siento. Es algo horrible.

Katherine la instó a ponerse en pie.

– Vamos, cariño. Te llevaré a mi casa.

– No, tengo que ir a ver a mi abuela. -Sophie se percató de que los demás la estaban observando y puso mala cara-. Déjalo ya, solo me he llevado un susto. ¿Dónde está la foto que queríais enseñarme?

– Sophie, no es necesario que la veas ahora -dijo Katherine.

– Déjalo ya, Katherine -le espetó Sophie-. No tengo cinco años. -Se tranquilizó y suspiró-, Lo siento, pero no me trates como si fuera una niña, por favor. -Se apartó de Katherine, sensiblemente triste y dolida, y entró en la sala de reuniones.

– Cuesta aceptar que los niños crecen -musitó Liz, y Katherine soltó una débil risita.

– Puede que la trate como si tuviera cinco años, pero es que esa fue su mejor edad, que yo recuerde. -Miró a Vito-. Si me lo propongo, puedo ser muy mordaz, así que no me provoques.

Vito hizo una mueca.

– Lo que usted diga, señora. -Se dirigió a la sala de reuniones donde Sophie miraba la foto enviada por la Interpol-. Este no es Sanders. -Vito se dispuso a retirar la fotografía de la mesa, pero ella lo aferró por la muñeca como un cepo.

– Vito, yo conozco a ese hombre. Es Kyle Lombard. ¿Recuerdas que cuando el lunes por la noche te di el nombre de Brewster también te di el suyo?

– Sí. Hemos estado buscándolo pero no le hemos encontrado. Liz -la llamó-, ven aquí, por favor. ¿Estás segura, Sophie?

– Sí. Por eso he subido a buscarte. En realidad he recibido dos llamadas. La primera era de Amanda Brewster. A voz en grito me ha dicho que sabía que Alan estaba conmigo. Parece que el hombre no se ha presentado a la hora de cenar. Le he colgado. Aún no habían pasado dos minutos cuando ha vuelto a sonar el móvil. Esa vez era la mujer de Kyle.

– ¿De Kyle?

– Sí. -Sophie suspiró-. Me ha acusado de tener una aventura con Kyle.

Vito entornó los ojos.

– ¿Qué?

– Dice que oyó a Kyle hablar por teléfono sobre mí, y que ni loca me permitiría robarle a su marido tal como se lo había robado a Amanda Brewster. -Se encogió de hombros cuando Vito arqueó las cejas con gesto interrogativo-. Amanda proclamó a los cuatro vientos que una fresca había intentado destruir su feliz hogar; se enteró casi todo el mundo. La mujer de Kyle dice que ayer la llamó Amanda y le dijo que yo había entrado de nuevo en acción. Han unido fuerzas para proteger sus prósperos matrimonios.

– Me parece que Kyle y Clint aprendieron muchas cosas de Alan Brewster, además de arqueología -soltó Vito con ironía, y fue recompensado con una media sonrisa por parte de Sophie.

– El lunes yo hablé con Clint Shafer, y tú viste a Alan el martes. Esta noche Kyle no se ha presentado en casa a la hora de cenar; su mujer ha comprobado las llamadas de su móvil y ha descubierto que había hablado con Clint. Entonces ha llamado a la mujer de Clint, quien a su vez ha comprobado las llamadas efectuadas por este y le ha dado a la mujer de Kyle el teléfono del museo donde trabajo. Lo curioso es que la mujer de Kyle dice que Clint tampoco se ha presentado a la hora de cenar.

– Y que las dos te han llamado al móvil.

Sophie frunció el entrecejo.

– Tienes razón. ¿De dónde lo habrán sacado? Bueno, ya lo descubriréis. La cuestión es que tenéis una foto de Kyle Lombard tomada… ¿Dónde?

– En Bérgamo, en Italia. Es lo que nos ha dicho la Interpol -respondió Liz por detrás de Vito.

– Eso está a menos de media hora en tren desde donde vivía Berretti. Y ahora resulta que tenéis una foto de Kyle, y dos días después de que yo lo llamé para hacerle una pregunta no aparece por casa. ¿Será una coincidencia?

– No. -Vito miró a Nick y a Liz-. Pondremos una orden de busca y captura para Clint Shafer en…

– Long Island -le informó Sophie.

– Y otra para Kyle Lombard, donde quiera que esté.

– Su mujer me ha llamado desde un número con prefijo 845 -dijo Sophie-. Pero si no podéis dar con Kyle a través del número de su esposa, podréis encontrarlo examinando las llamadas del móvil de Clint.

Vito asintió con energía.

– Bien, Sophie. Muy bien.

– No, Vito. -Nick sacudió la cabeza-. Mal, muy mal. Si por una parte Lombard guarda relación con Sophie y también con Berretti y los instrumentos de tortura desaparecidos, y por la otra no aparece por casa y puede que esté tirado en el fondo de un barranco…

A Vito se le heló la sangre.

– Mierda.

Sophie se sentó de golpe.

– Oh, no. Si Kyle tiene relación con todo esto y ha desaparecido…

– Puede que el asesino sepa en este momento de ti -concluyó Vito con gravedad.

– A partir de ahora tendremos que proporcionarte protección, Sophie -dijo Jen.

Liz asintió.

– Yo me encargaré. -Le estrechó el brazo a Katherine-. Respira, Kath.

Katherine se sentó despacio en la silla contigua a Sophie.

– No debería haberte…

– Katherine -la interrumpió Sophie entre dientes-. Déjalo.

– No puedo. Esto no tiene nada que ver con que tengas cinco años o cincuenta y cinco, tiene que ver con que estás en el punto de mira del monstruo que ha hecho esto. -Tomó la foto de Sanders con las lágrimas rodándole por las mejillas-. El monstruo que ha torturado y asesinado a nueve cadáveres que yacen en el depósito.

Al instante el semblante de Sophie se demudó y abrazó a Katherine al ver que los hombros de la forense se encogían con movimientos convulsivos. Vito y Nick se miraron estupefactos. Nunca antes habían visto a Katherine derramar una sola lágrima, por muy mal que estuvieran los cadáveres.

Pero en esa ocasión no se trataba de un cadáver. Se trataba de la niña de sus ojos, y Vito comprendió su gran temor.

Sophie le dio una palmadita en la espalda a Katherine.

– No me pasará nada. Vito se encargará de vigilarme. Además, tengo a Lotte y a Birgit. -Levantó la cabeza para mirar a Vito-. Pensándolo mejor, me parece que hoy libras.

Katherine la apartó, furiosa.

– Esto no es ninguna broma, Sophie Johannsen.

Sophie enjugó las lágrimas de Katherine.

– No, no lo es. Pero tampoco es culpa tuya.

Katherine aferró a Vito por la pechera de la camisa y lo obligó a inclinarse con una fuerza que lo sorprendió.

– Más te vale que a ella tampoco le ocurra nada, si no te juro por Dios que…

Vito se quedó mirando a la mujer que creía conocer bien. Katherine también lo miró, seria y muy enfadada. «A ella tampoco.» Sabía lo de Andrea, lo que había hecho. Le retiró los dedos de la camisa y se puso derecho.

– Entendido.

Katherine exhaló un gran suspiro trémulo.

– Por si no te había quedado claro.

– Me ha quedado clarísimo -soltó Vito.

Sophie se los quedó mirando.

– ¿Le has amenazado, Katherine?

– Sí -respondió Vito-. Eso ha hecho.

17

Miércoles, 17 de enero, 20:30 horas

Sophie se bajó de su coche en el aparcamiento de la residencia de ancianos y aguardó a que Vito aparcase. Cuando salieron de la comisaría estaba callado, pensativo y enfadado. Luego, de camino a la residencia, la había seguido tan de cerca que si Sophie hubiera tenido que frenar de golpe, se habría empotrado contra su parachoques trasero. Ella se había pasado todo el viaje dándole vueltas al enfrentamiento entre Vito y Katherine, lo cual resultaba mucho menos estresante que pensar en que tal vez un asesino estuviera observándola. Estaba segura de que algo le había ocurrido a una persona a quien se suponía que Vito debía proteger. Sophie recordó las rosas. Su intuición le decía que ambas cosas guardaban relación.

Vito estampó la puerta de su camioneta, rodeó el vehículo y la tomó del brazo.

– Vas a decirme a qué venía eso -exigió ella.

– Sí, pero ahora no. Por favor, Sophie, ahora no.

Ella escrutó su rostro bajo la tenue luz de las farolas. Sus ojos expresaban dolor, igual que el firme gesto de su mandíbula. Y culpabilidad. Sophie comprendía lo de la culpabilidad. Sabía que Katherine no habría permitido que se marchara acompañada de Vito si no lo creyera perfectamente capaz de protegerla.

– Muy bien, pero tranquilízate. Si no, asustarás a Anna y es lo último que le hace falta. -Entrelazó sus dedos con los de él-. Y a mí también.

Él respiró hondo varias veces seguidas y para cuando llegaron al mostrador de la entrada sus facciones denotaban sosiego. Sophie firmó en el registro de entrada.

– Hola, señorita Marco. ¿Cómo está hoy mi abuela?

La enfermera frunció el entrecejo.

– Igual que siempre. Impertinente y de malas pulgas.

Sophie la miró con mala cara.

– Muchísimas gracias. Es por aquí, Vito.

Lo guió por los asépticos pasillos para alejarse de las curiosas miradas de las enfermeras.

«De curiosas, nada.» Eran lascivas. Si hasta se las veía babear.

– No las mires -masculló Sophie-. Si no, se te pegarán como moscones. No todos los días tienen la suerte de ver a un bombón como tú.

Él soltó una risita que distendió el ambiente.

– Gracias, pero la idea no me hace mucha gracia.

– No me hables.

Sophie se detuvo en la puerta de la habitación de Anna.

– Oye, Vito. Tienes que saber que Anna ha cambiado mucho físicamente.

– Lo entiendo. -Le apretó la mano-. Vamos.

Anna estaba dormida. Sophie se sentó a su lado y le acarició la mano.

– Abuela, estoy aquí.

Anna pestañeó varias veces hasta abrir los ojos y esbozó una trémula sonrisa ladeada.

– Sophie. -Levantó la vista para mirarla, y al instante la levantó un poco más para mirar a Vito-. ¿Quién es este?

– Es Vito Ciccotelli. Mi… amigo. A Vito le encanta la ópera, abuela.

La expresión de los ojos de Anna cambió, se dulcificó.

– Ahhh. Siéntate, por favor -dijo arrastrando las palabras.

– Quiere que te sientes.

– Ya lo he entendido. -Vito se sentó y tomó la mano de Anna-. Le oí cantar Orfeo en el Academy Theatre cuando era niño. Su «Che faro» hizo llorar a mi abuelo.

Anna lo miró con fijeza.

– ¿Y tú? ¿También lloraste?

Vito le sonrió.

– Sí, pero que quede entre nosotros, ¿de acuerdo?

Lentamente Anna le devolvió la sonrisa.

– Conmigo tu secreto estará a salvo. Cuéntame cómo fue, Vito.

A Sophie se le formó un nudo en la garganta al oír hablar a Vito de ópera y ver que los ojos de Anna adquirían un brillo que llevaba mucho tiempo sin observar. Mucho antes de lo deseado, la enfermera Marco los interrumpió.

– A su abuela le toca la medicación, doctora Johannsen. Tiene que marcharse.

Anna exhaló un suspiro iracundo.

– Esa mujer.

Vito aún asía la mano de Anna.

– Hace su trabajo. Encantado de conocerla, señora Shubert. Me gustaría mucho volver a verla otro día.

– Está invitado, pero solo si me llama Anna. -Entornó sus perspicaces ojos con picardía-. O abuela.

Sophie alzó la mirada en señal de exasperación.

– ¡Abuela!

Pero Vito se echó a reír.

– Mi abuelo se pondría celoso si supiera que esta noche he tenido el honor de hacer compañía a la gran Anna Shubert. Volveré a verla en cuanto pueda.

Sophie se acercó a su abuela y la besó en la mejilla.

– Sé amable con la enfermera Marco, abuela. Vito tiene razón, solo hace su trabajo.

Anna frunció los labios.

– Es mezquina, Sophie.

Sophie miró a Vito con preocupación y vio que este ladeaba la cabeza, pensativo.

– ¿Por qué dice eso, Anna?

– Es mezquina y odiosa. Y cruel.

Eso era todo cuanto Sophie había conseguido que dijera en todo aquel tiempo. Dominó el repentino temblor de su mano; le había preocupado que Vito no se tomara el comentario a risa.

– Duerme, abuela. Veré qué puedo hacer para solucionar lo de la enfermera Marco.

– Eres muy buena, Sophie. -A Anna había vuelto a alegrársele el ánimo. Esbozó su tímida sonrisa-. Vuelve pronto, y tráete a tu chico.

– Claro. Te quiero, abuela. -La besó en la otra mejilla y salió deprisa, sin detenerse hasta llegar al coche. Vito se mantuvo todo el rato pegado a ella.

– No has hablado con la enfermera -dijo en voz baja.

– ¿Qué quieres que le diga? ¿Que le pregunte si maltrata a mi abuela? -Sophie notó el histerismo de su voz y suspiró para tranquilizarse-. Me dirá que no.

– ¿Hay algún indicio de maltrato?

– No. Mi abuela siempre está aseada y parece que le administran la medicación cuando la necesita. Está conectada a un monitor que controla su frecuencia cardíaca y hay algunas enfermeras que tienen experiencia en cuidados intensivos. Es una buena residencia, Vito; la busqué a conciencia. Pero aun así… se trata de mi abuela.

– Podrías… -Vito vaciló.

– Podría, ¿qué?

– Podrías instalar una cámara -dijo despacio.

– ¿Una cámara? ¿Como las que se utilizan para vigilar a los niños? -preguntó Sophie, y las comisuras de sus labios se curvaron hacia arriba.

– Solo que tu niña está un poco crecidita -respondió Vito, y Sophie se echó a reír y se sintió un poco mejor.

– ¿Sabes algo de cámaras de videovigilancia?

Vito hizo una mueca.

– Sí, algo. Mi cuñado Aidan sabe un poco más. Ya le preguntaré.

– Gracias. Si hay alguna que no sea muy cara, la instalaré en menos que canta un gallo. Así Harry y yo podremos dormir tranquilos. -Le sonrió-. Gracias por venir, mi abuela se ha puesto muy contenta. Ojalá hubiera pensado antes en hacer venir a alguien que le hablara de su música. Ahora tengo que marcharme a casa. ¿Cuándo volveré a verte?

Vito la observó con cara de incredulidad.

– Cada vez que mires por el retrovisor. No pienso dejarte sola esta noche, Sophie. ¿No nos has oído? Munch, o Bosch, o como se llame podría estar vigilándote.

– Ya lo he oído y te aseguro que os escuchaba con atención; pero no puedo tener un guardaespaldas las veinticuatro horas del día, Vito. No es factible.

Los ojos de Vito echaban chispas y Sophie creyó que se iba a poner a discutir. Sin embargo, de pronto su mirada se tornó tan pícara como la de la abuela de Sophie.

– Aún me debes el premio doble que me he ganado esta mañana.

– Sí, pero tú también estás en deuda conmigo por lo de la traducción.

Él sonrió.

– Me parece que eso es lo que llaman interés compuesto.

Sophie tragó saliva. Un cosquilleo anticipatorio le recorrió el cuerpo.

– Te veré en casa.

Miércoles, 17 de enero, 21:25 horas

Iba escoltada, qué mala suerte. Frunció el entrecejo mientras observaba a Sophie Johannsen alejarse en el coche de su abuela, seguida muy de cerca por la camioneta que conducía su acompañante. Tendría que esperar a que se quedara sola.

Sabía que se dejaría caer por allí. Hacía mucho tiempo que había investigado sus movimientos bancarios y había descubierto los pagos a nombre de la residencia de ancianos. Le costaba mucho dinero. Había oído que los cuidados médicos se habían encarecido, pero aun así le sorprendió lo cara que era la residencia. Él nunca pagaría una cantidad así por que cuidaran de sus padres. Claro que eso era muy fácil de decir teniendo en cuenta que él ya no tenía padres.

Ojalá hubiera podido oír lo que decían. La próxima vez iría mejor preparado. Le habría gustado eliminar todos los cabos sueltos de una tacada, pero esa noche sería imposible. Daba igual, disponía de más estrategias. Puso en marcha la camioneta y volvió la vista atrás para mirar a Harrington, que yacía en la parte trasera atado y amordazado.

– Querías saber cuál era mi fuente de inspiración, ¿verdad? -le preguntó-. Pues estás a punto de descubrirlo.

Ya se encargaría de Sophie Johannsen al día siguiente.

Jueves, 18 de enero, 4:10 horas

Poco a poco, Vito se despertó. Había dormido de maravilla. Tras cuatro largos días de trabajo y dos breves noches en que le había enseñado a Sophie el arte de hacer el amor, estaba exhausto. Era una alumna aventajada; había asimilado todas sus enseñanzas y las había puesto en práctica dejándolo para el arrastre. Por suerte ya tenía las pilas recargadas y volvía a desearla. Extendió el brazo… y palpó la cama vacía.

Abrió los ojos de golpe. Sophie no estaba. Saltó de la cama con el corazón aporreándole el pecho. Cuando llegó a la puerta del dormitorio, se detuvo a escuchar y le tranquilizó oír el quedo sonido de la televisión procedente del piso de abajo. Se puso los pantalones y, refrenando su ímpetu, bajó los escalones de dos en dos en lugar de saltar todo el tramo de una vez.

Sophie estaba ovillada en el sofá con un tazón en las manos. A sus pies dormían las perritas, que a todas luces parecían pelucas multicolor. Al oírlo, se volvió de golpe. Ella también estaba alterada.

– Me he despertado y he visto que no estabas -dijo Vito.

– No podía dormir.

Él se detuvo frente a la mesita auxiliar donde había depositado su carpeta y el libro de arte de Beverly. Estaba abierto por la página de El grito, y Sophie lo miró con expresión de disculpa.

– No era mi intención fisgonear, no sabía que el libro estaba relacionado con el caso. Solo intentaba no pensar en… La cuestión es que la página estaba marcada. Tiene que ver con los gritos, ¿verdad?

La culpabilidad atenazó a Vito. Él dormía como un lirón mientras el recuerdo de aquellos gritos mantenía en vela a Sophie.

– Eso creemos. Lo siento, Sophie. No estaba previsto que vieras y oyeras todo eso, me gustaría habértelo evitado.

– Ahora ya está hecho -dijo ella con calma-. Lo superaré.

Él se sentó a su lado y le rodeó los hombros con el brazo, y se sintió satisfecho al notar que ella se acurrucaba. Permanecieron sentados en silencio, viendo la película en el televisor. Era en francés y Sophie no tenía puestos los subtítulos en inglés, por lo que al cabo de un minuto Vito perdió todo interés por la película y olfateó la taza que Sophie sostenía entre las manos.

– ¿Es chocolate caliente?

– Cacao alemán del bueno -confirmó ella-. Elaborado al estilo de la familia Shubert. ¿Te apetece un poco?

– A lo mejor dentro de un rato. ¿Es una de las películas de tu padre?

– En Garde. No es tan buena como Lluvia suave, la que tú viste. -Esbozó una triste sonrisa-. Alex no era buen actor pero en esta película sale mucho. Es del género de capa y espada, y Alex participó en campeonatos de esgrima cuando iba a la escuela. Ahí está.

Alexandre Arnaud pasó de un lado a otro de la pantalla con la espada en la mano. Era un hombre alto y rubio, y Vito reparó en el parecido físico de inmediato.

– Necesitabas verlo.

– Ya te he dicho que soy bastante previsible. No me gusta estar sola en esta casa. Si tú no hubieras venido, me habría ido a casa de mi tío Harry y ahora estaría viendo películas de Bette Davis con él.

«En esta casa.» Había pronunciado esas palabras con pesadumbre; en cambio siempre que hablaba de su tío Harry lo hacía con cariño, por lo que a Vito le pareció un buen punto de partida. Puso voz de despreocupación.

– ¿De pequeña dónde vivías, aquí o en casa de tus tíos?

Por la mirada de Sophie, se adivinaba que había captado sus verdaderas intenciones.

– La mayor parte del tiempo lo pasé aquí, con mi abuela. Al principio me fui a vivir con Harry y Freya, pero ellos tenían cuatro hijos y aquí tenía una habitación para mí sola.

– Pero acabas de decirme que no te gusta estar sola.

Ella se apartó y lo miró fijamente durante unos instantes.

– ¿Me estás interrogando, Vito?

– No. Sí. Bueno, más o menos. Míralo de otra manera; piensa que soy un poco chismoso. No impone tanto.

– Está claro que no. Pues bien, viví con mi madre hasta los cuatro años, pero se cansó de mí y me mandó a casa de mi tío Harry. Él me acogió en mi primer hogar verdadero, el único que he conocido.

– Eso aún te da más motivos para odiar a tu madre que el hecho de que tuviera una aventura con tu padre.

Ella imprimió frialdad a su voz.

– Ah, no. Tengo motivos mucho mejores para odiar a mi madre, Vito. -Se volvió hacia el televisor, pero no le prestaba atención-. El primer año Anna aún estaba de gira. Cuando regresó a Pittsburgh me fui a vivir con ella. Siempre que se marchaba, yo me quedaba en casa de Harry. Cuando empecé a ir al parvulario, mi abuela vendió la casa de Pittsburgh y se trasladó aquí para que yo no tuviera que andar siempre de acá para allá.

La idea de la pequeña Sophie yendo de mano en mano sin un lugar en el que asentarse atenazó el corazón de Vito.

– ¿Es que Freya no te quería? -preguntó, y Sophie abrió los ojos como platos.

– No se te pasa nada por alto, ¿eh? Freya odiaba muchísimo a Lena y le costaba tenerme cerca.

«Qué egoísta», pensó Vito, pero se guardó el pensamiento para sí.

– ¿Y tu padre, Alex?

– Pasó mucho tiempo antes de que Alex supiera que yo existía.

– Anna no se lo dijo.

– Hacía menos de un año que había roto con él cuando yo nací y aún estaba dolida. Eso es lo que dice Maurice. Según Harry, le aterrorizaba la idea de que me llevara con él.

– Y ¿cómo llegaste a conocerlo?

– Yo siempre preguntaba por mi padre, pero nadie me hablaba de él. Un día tomé el autobús hasta el juzgado y pedí una partida de nacimiento.

– Qué diligente. ¿Te la dieron?

– No, solo tenía siete años.

Vito la miró atónito.

– ¿Qué? ¿Tomaste sola el autobús con siete años?

– Y a los cuatro llevaba los envases de cerveza vacíos a la tienda de la esquina a cambio de cecina de ternera y pastelitos -confesó tan tranquila-. La cuestión es que la administrativa del juzgado preguntó por mis familiares más cercanos. Por lo que sé, lo siguiente que ocurrió es que apareció mi tío Harry, disgustadísimo. Le dijo a mi abuela que yo tenía derecho a conocer a mi padre, pero mi abuela le respondió que antes tendría que matarla y Harry lo dejó correr. Yo pensé que la cosa terminaría ahí y empecé a tramar un nuevo plan para conseguir la partida de nacimiento. De pronto un día Harry vino a buscarme a la escuela con los pasaportes y dos billetes de avión para París.

– ¿Se presentó allí como si tal cosa y te llevó a Francia?

– Sí. Le dejó una nota a Freya para que ella se lo contara a Anna. Me parece que cuando volvimos a mi tío Harry le tocó dormir una buena temporada en el sofá. Ahora que lo pienso, aún duerme en el sofá.

– ¿Qué pasó cuando llegasteis a Francia?

– El taxi nos dejó enfrente de una casa con una puerta de cuatro metros y medio de altura. Yo me aferré a la mano de Harry. Tanto tiempo queriendo conocer a mi padre y de pronto estaba aterrada. Y resulta que a Harry le ocurría lo mismo. Tenía miedo de que Alex me diera una patada en el culo o, aún peor, que quisiera quedarse conmigo. Al final todo quedó en una visita formal y una invitación para que fuera a pasar allí el verano.

– ¿Y fuiste?

– Ya lo creo. El abogado de la familia Arnaud le envió la invitación directamente a mi abuela. Era una forma de amenazarla; si no me permitía pasar allí el verano, Alex reclamaría la custodia que le correspondía por derecho. Así que pasé los veranos de mi infancia en una mansión de Francia, con profesor particular y cocinero. El cocinero fue quien me enseñó el arte culinario francés. El profesor particular me enseñó francés, pero como lo aprendí muy rápido empezó con el alemán, y luego con el latín, etcétera.

– Y así nació la políglota -dijo Vito, y ella sonrió.

– Sí. El tiempo que pasé con Alex fue como un cuento de hadas. A veces me llevaba a visitar a sus amigos actores. Cuando yo tenía ocho años, estaban rodando una película en un castillo en ruinas y me llevó a verlo. -Su semblante reflejaba el grato recuerdo-. Fue increíble.

– Y así nació la arqueóloga.

– Supongo. Alex me ayudó mucho a lo largo de los años, me presentó a mucha gente, me facilitó contactos.

– Pero ¿te quería? -La emoción desapareció del semblante de Sophie y a Vito se le encogió el corazón.

– A su manera, sí. Y al cabo de muchos veranos yo también aprendí a quererlo, pero no como quiero a Harry. Harry es mi verdadero padre. -Tragó saliva-. Me parece que nunca se lo he dicho.

Vito se disponía a preguntarle qué pintaba Katherine en todo aquello, pero se mordió la lengua. Si nombraba a Katherine le haría recordar la disputa que habían tenido en la comisaría. También se abstuvo de preguntarle cuáles eran los otros motivos para odiar a su madre. Imaginaba que Sophie querría que a cambio de un secreto él le contara otro.

En vez de eso, Vito señaló un rincón de la sala que antes estaba vacío y donde ahora se apilaban de cualquier manera los CD y discos de vinilo.

– ¿Piensas venderlos en el mercadillo?

Sophie frunció el entrecejo.

– No. Es que después de verte esta noche con mi abuela, he pensado que tal vez le apetezca escuchar alguna de sus piezas favoritas. Anna tenía una gran colección de discos, muy valiosa, pero han desaparecido todos; y también todas las grabaciones de sus conciertos, incluido el Orfeo.

– A lo mejor se los ha llevado tu tía, o tu tío.

– Es posible. Les preguntaré antes de poner el grito en el cielo. Me habría gustado llevárselo mañana. Bueno algo encontraré, aunque tenga que comprarlo en e-Bay.

Vito pensó en su colección de discos, la mayoría heredados de su abuelo. Sospechaba que entre ellos debía de haber algo de Anna Shubert; pero no quería que Sophie albergara falsas esperanzas, así que apartó la idea de su mente.

Sophie se puso en pie.

– Voy a preparar más chocolate. ¿Quieres un poco?

– Claro.

Sophie se detuvo en la puerta.

– Sé que quieres hacerme más preguntas, Vito. Y me parece que te imaginas lo que quiero saber yo. Pero, de momento, vamos a dejar las cosas como están. -Salió sin aguardar la respuesta. Vito, de nuevo inquieto, se levantó y empezó a caminar de un lado a otro.

Sin embargo, siempre acababa delante del libro abierto sobre la mesita auxiliar. Al final se sentó con el libro sobre las rodillas, cerró los ojos y se dispuso a recordar.

«Grita cuanto quieras. Nadie puede oírte y nadie te salvará. Los he matado a todos.»

De pronto, otras palabras hicieron eco en su mente.

«¿Estás lista para morir, Clothilde?»

«Qué mierda.»

Vito se puso rápidamente en pie al atar cabos.

– ¡Maldita, maldita, maldita sea!

– ¿Qué? -Sophie regresó corriendo, llevaba un tazón en cada mano-. ¿Qué te pasa?

– ¿Dónde está el teléfono?

Ella señaló con un tazón.

– En la cocina. ¿Cuál es el problema?

Pero Vito ya se encontraba en la cocina, marcando el número de móvil de Tino.

– ¿Tino?

– ¿Vito? ¿Sabes qué hora es?

– Despierta a Dominic. Es importante. -Miró a Sophie-. Es un maldito juego.

Ella no dijo nada. En vez de eso, se sentó frente a la mesa y bebió unos sorbos de chocolate mientras él andaba de un lado a otro como un animal enjaulado. Al final, Dominic se puso al teléfono.

– ¿Vito? -Parecía asustado-. ¿Es mamá?

Vito se sintió culpable por haber preocupado al chico.

– No, ella está bien. Dom, tengo que hablar con el chico que estuvo en casa anoche. El listillo del juego, Jesse no sé cuántos.

– ¿Ahora?

– Sí, ahora. ¿Tienes su teléfono?

– No suelo andar con él, Vito, ya te lo dije. Pero puede que Ray lo tenga.

– Pues entonces dame el número de Ray. -Vito lo anotó, y luego llamó a Nick.

– ¿Qué pasa? -Nick siempre se ponía quejumbroso cuando lo despertaban de un sueño profundo.

– Nick, anoche unos chicos estuvieron en mi casa. Estaban jugando a un videojuego de la Segunda Guerra Mundial y salió una escena en la que estrangulaban a una chica. Escúchame bien, Nick. El tío que la mata dice: «Nadie puede oírte y nadie te salvará.»

– Santo Dios. ¿Me estás diciendo que todo esto es… un juego?

– Lo que está claro es que alguna relación hay. Te espero en la comisaría dentro de una hora. Trataré de conseguir una copia del juego. Llama a Brent, Jen y… Liz. Diles que nos encontraremos allí.

Después de hablar con Nick, estampó un beso en la boca de Sophie y luego se pasó la lengua por los labios.

– Está bueno este chocolate. Recuérdame luego dónde nos hemos quedado. Ahora vístete.

– ¿Cómo dices?

– No pienso dejarte aquí sola con la única protección de esas dos pelucas multicolor.

Ella dio un hondo suspiro.

– Oye, amigo, cada vez me debes más cosas.

Vito se tranquilizó lo suficiente para darle un beso en condiciones y a ambos se les agitó la respiración.

– Pues por mí ya puedes ir acumulándome los intereses. Ahora vístete.

Jueves, 18 de enero, 7:45 horas

– El juego se llama Tras las líneas enemigas -le explicó Vito a Liz, Jen y Nick mientras Brent avanzaba las imágenes para mostrarles la escena del estrangulamiento. Estaban reunidos en torno al ordenador de Brent, en el departamento de informática, que era muy distinto al de homicidios. Al dirigirse al cubículo de Brent, Vito había contado por lo menos seis figuritas de StarTrek colocadas sobre sendos escritorios. El propio Brent tenía a toda la tripulación de la nave insignia Enterprise; el señor Spock aún estaba guardado en la caja. El chico estaba muy orgulloso de sus figuritas.

Aquello distraía la atención de Vito, pero se esforzó por concentrarse en el juego.

– Es un juego de disparos de acción en primera persona ambientado en la Segunda Guerra Mundial. El jugador es un soldado estadounidense atrapado tras las líneas enemigas. El objetivo es salir de Alemania y llegar a Suiza atravesando el territorio ocupado de Francia.

– Es un juego muy popular -comentó Brent-. Mi hermano pequeño lo quería para Navidad, pero en todas las tiendas estaba agotado.

Jen puso mala cara.

– Los dibujos son una mierda, parecen de los años noventa.

– Lo que les gusta a los chicos no es el juego en sí -explicó Brent-. Lo tengo a punto, Vito.

Vito señaló la pantalla.

– Cuando llegas aquí ya has diezmado un bunker y estás buscando a la mujer que te ha traicionado. Cuando Brent mate al último nazi aparecerá la intro.

Brent disparó por última vez y en la pantalla apareció la escena que Vito había visto el martes por la noche, con los chicos. El soldado rodeaba con las manos la garganta de la francesa y la mujer luchaba por su vida.

«No, por favor. ¡No!» La mujer forcejeaba. En la pantalla apareció un primer plano del rostro y las manos mientras ella suplicaba entre sollozos que la dejara vivir. El terror que Vito observó en aquellos ojos le puso la piel de gallina. La primera vez que vio las imágenes le parecieron demasiado reales como para sentirse cómodo; ahora comprendía por qué.

Jen ahogó un grito.

– Santo Dios, es Claire Reynolds.

«¿Estás lista para morir, Clothilde? -se burló el soldado, y ella gritó de forma escalofriante. El soldado se echó a reír-. Adelante, Clothilde, grita. Nadie puede oírte. Nadie te salvará. Los he matado a todos. Y ahora te mataré a ti.»

Siguió apretando y Clothilde empezó a retorcerse. Las manos se elevaron hasta que los pies de la chica dejaron de tocar al suelo. Ella aferró aquellas manos con las propias, clavándoles las uñas. Su mirada se inundó de pánico; empezaba a costarle respirar.

Entonces su mirada cambió. Con el horror se mezclaba la certeza de que iba a morir. Sus manos parecían garras, su boca se abría mientras luchaba desesperadamente por respirar. Al final se puso rígida y, de repente, sus ojos dejaron de mirar y sus manos se posaron sin fuerza en las muñecas ensangrentadas del soldado. Este la agitó con saña una última vez y la arrojó al suelo. Mientras el cuerpo de la chica yacía lacio, la cámara enfocó sus ojos. Estaban muy abiertos y despojados de vida.

– Clothilde es Claire -repitió Jen con un hilo de voz-. Acabamos de ver morir a Claire.

– Luego aparece una escena en que el soldado le dispara a un joven en la cabeza con una Luger -explicó Vito-. Y otra en la que lanza una granada contra un hombre.

Liz se dejó caer hacia atrás en la silla.

– ¿Ha matado a toda esa gente por un juego?

– A todos no -dijo Vito-. Al menos no por este. Pero tendríais que ver lo que la empresa está a punto de sacar al mercado. Brent, entra en su página web.

Brent tecleó el nombre de la empresa y un dragón dorado que atravesaba un cielo nocturno inundó la pantalla. El dragón se posó en la cumbre de una montaña y las letras «o-R-o» aparecieron a su alrededor. La «R» fue a parar sobre el pecho cubierto de escamas de la criatura y esta asió las dos «o» con sus garras.

– Uau -exclamó Nick-. Es impresionante.

– Es la página web de oRo -explicó Brent-. La empresa diseñaba videojuegos de pacotilla y estuvo a punto de ir a la bancarrota antes de que Tras las líneas enemigas saliera al mercado, pero en los últimos seis meses ha triplicado su capital neto. -Accionó un botón y en la pantalla apareció un hombre de mediana edad con amplios pectorales-. Este es Jager Van Zandt. Se pronuncia con «Y», no como jogger. Jager es el presidente y principal accionista de oRo. Nació en Holanda y lleva viviendo en Estados Unidos unos treinta años. -Brent accionó otro botón y en la pantalla apareció el rostro enjuto de otro hombre. Tenía más o menos la misma edad que Van Zandt, pero era mucho más menudo-. Este es Derek Harrington, el vicepresidente y director artístico de oRo.

– ¿Él es el director artístico? -preguntó Jen con incredulidad-. No parece lo bastante corpulento para ser el asesino.

– Harrington diseñó el dragón alado -dijo Brent-. Es muy bueno dibujando personajes infantiles y vistosos dragones, pero sus caras no valen nada. Él no puede haber creado esas escenas.

– Quizá conoce a quien lo hizo -sugirió Nick con gravedad.

– Tienen la sede en Nueva York -dijo Vito-. Me parece que cuando terminemos la reunión nos espera un viajecito. Muéstrales el comunicado de prensa, Brent.

Brent accionó el ratón del ordenador y se recostó en su asiento.

– Ahí está.

– «oRo anuncia su próximo lanzamiento en la feria del videojuego de Nueva York -leyó Liz en voz alta-. "Tras las líneas enemigas sigue superando las ventas previstas", declaró el presidente de la compañía, Jager Van Zandt, a la salida de la presentación con aforo completo de su rompedor videojuego. "El inquisidor es la novedad en la que hemos puesto todo nuestro empeño; se trata de un juego ambientado en la Edad Media en el que aparecen espadas, brujas y justicieros. Lo más destacable es la mazmorra. En ella los jugadores ganan puntos extras por la originalidad y la efectividad con que usan las armas de que disponen."»

Liz soltó un resoplido de enojo que consiguió dominar.

– Hay que encontrar a esos tíos y aplastarlos como si fueran gusanos.

Vito sonrió con orgullo.

– Será un placer.

– ¿Cómo te has enterado de todas esas cosas sobre oRo? -le preguntó Jen a Brent.

– Soy aficionado a los videojuegos desde hace tiempo, así que estoy al día de las novedades. Mi hermano pequeño sí que es un crack. Estudia en Carnegie Mellon y cursa la especialidad de diseño de videojuegos.

Liz lo miró atónita.

– ¿Existe una especialidad de diseño de videojuegos?

– Es una de las más solicitadas. Mi hermano y yo hemos estado investigando las empresas del sector porque termina la carrera el año próximo y busca vacantes para enviar su currículum. Con el éxito de Tras las líneas enemigas, ha colocado a oRo la primera de la lista porque están buscando personal.

– ¿Tu hermano crea dibujos animados por ordenador? -preguntó Vito.

– No. Su especialidad es la física para videojuegos. Estudia cómo conseguir que los personajes se muevan con fluidez; que, por cierto, también es la especialidad de Jager. Sin embargo el año pasado Jager debió de reconocer que su técnica fallaba porque contrató a un gran experto que trabajaba para otra empresa. Siempre controlo las oportunidades de invertir en el sector. Corre el rumor de que pronto oRo pondrá a la venta acciones en el mercado bursátil, pero ahora no están a mi alcance.

– Cuando arrestemos a esos tíos la empresa no valdrá nada -dijo Liz-. Perderías hasta la camisa.

– Eso será si tanto Harrington como Van Zandt están implicados. Si solo lo está uno, las acciones se dispararán. Con el dinero que me dieran podría jubilarme a los cuarenta, pero no tendría la conciencia tranquila. -Extrajo el CD del ordenador-. Han matado a gente por esto; no puedo lucrarme a costa de una cosa así.

Eso los dejó a todos en silencio unos instantes. Luego Vito se irguió.

– No podemos permitir que nadie se lucre a costa de una cosa así, de modo que será mejor que nos pongamos en marcha. Sobre las diez espero a la modelo que no ha respondido al e-mail de Munch. Liz, ¿puedes atenderla tú? Nosotros nos vamos a Nueva York. Dile que se esté calladita y que ni se acerque a su correo electrónico.

Liz sacudió la cabeza.

– A las diez tengo una conferencia de prensa y tanto antes como después hay previstas reuniones con los jefazos.

– Ya me encargo yo -se ofreció Brent-. No pienso lucrarme con oRo, pero tampoco le haré ascos a una modelo. Además, ya hablé con ella ayer. Estaba con Bev y Tim.

Liz soltó una risita.

– Tu conducta es digna de alabanza, Brent. De todos modos, me pregunto por qué todas las víctimas son de Filadelfia si Harrington y Van Zandt viven en Nueva York.

– Ni Harrington ni Van Zandt tienen la capacidad de hacer una cosa así -observó Brent-. Lo habrá hecho alguien que trabaja para ellos, y no por fuerza tiene que hacerlo desde la propia sede de la empresa. -Tomó la caja del CD-. ¿Cómo te las has arreglado para conseguir una copia del juego en plena noche, Vito? La gente las guarda como oro en paño hasta que la empresa ponga a la venta más.

– Un compañero de estudios de mi sobrino trajo el juego a mi casa el martes por la tarde. Anoche sus padres lo descubrieron y se lo confiscaron. Me lo han entregado de mil amores. No lo querían en casa porque tienen hijos más pequeños y no quieren que lo vean.

Liz frunció el entrecejo.

– No debería filtrarse información del caso, Vito.

– El padre del chico es un reverendo. Me parece que él es el primer interesado en que no se sepa a qué juega su hijo.

Ella asintió.

– Muy bien. No quisiera que «Jogger» se oliera que lo estamos investigando y desapareciera del mapa. Mientras llegáis, le comunicaré a la policía de Nueva York que vais hacia allí. A lo mejor nos ahorran un poco de tiempo si necesitamos una orden de registro. Les diré que se pongan en contacto directamente contigo, Vito. Nick, ¿habéis terminado con el caso Siever? ¿No hay más pistas?

– Yo ya estoy listo. No creo que López tenga que volver a llamarme a declarar.

– De todos modos, la avisaré. -Liz dio una palmada-. Vamos, no os quedéis ahí plantados. En marcha.

18

Jueves, 18 de enero, 8:15 horas

Sophie suspiró agradecida cuando Vito entró en la oficina. Al verlo, un impulso eléctrico recorrió todos los nervios de su cuerpo.

Él le sonrió al cruzar la sala acompañado de Nick.

– ¿Ya no estás enfadada conmigo?

– Bah, sobreviviré. A fin de cuentas supongo que de eso se trata. -Era lo bastante inteligente para claudicar sin discutir-. ¿Adónde vais? -añadió cuando él se puso el abrigo.

– A Nueva York -respondió Vito-. Es por lo del juego. -Depositó el CD en el escritorio y ella lo cogió al punto-. Trátalo con cuidado. Brent dice que es de oro.

Ella ladeó la cabeza al leer la parte trasera de la funda.

– Claro, es el nombre de la empresa.

Nick la estaba observando.

– Lo que quiere decir Brent es que el juego ha volado de las tiendas.

– Mira, yo de estas cosas no tengo ni idea, pero la empresa se llama «oRo», que tanto en español como en italiano se refiere al metal precioso. -Sophie aguzó la vista-. Esperad, es un acrónimo. Debajo del logo hay unas palabras escritas con letra muy pequeña, demasiado. ¿Tenéis una imagen del logo más grande?

Vito conectó su ordenador y entró en la página web de la empresa. Cuando el dragón emprendió el vuelo, Sophie se acercó a la pantalla.

– Eso no es ni español ni italiano. Es holandés.

– Lógico -dijo Vito-. El presidente de la compañía es holandés. ¿Qué significa?

– La «R» es de rijkdom, que significa riqueza. La primera «o» es de onderhoud, que significa… entretenimiento o diversión. Y la segunda «o»… -Entrecerró los ojos-. Overtreffen. Superarse, mejorar. -Miró a Vito-. O tal vez trascender, llegar más alto.

– La «R» es la letra más grande -observó Vito-. Ya sabemos cuál es la prioridad de oRo.

– ¿Cuánto tiempo estarás fuera? -le preguntó Sophie.

Él estaba echando un vistazo a sus archivadores.

– Seguramente solo hoy.

– Y ¿qué haré yo mientras? No puedo quedarme aquí todo el día.

– Ya lo sé -masculló él, pero no le ofreció ninguna alternativa mientras iba apilando carpetas.

– A las diez hago de Juana de Arco -añadió en tono irónico-. Y las visitas de la reina vikinga son a la una y a las cuatro y media.

– Necesitas cambiar de repertorio -opinó Nick mientras se cerraba la cremallera del abrigo-. Ese está muy trillado.

– Ya lo sé. Estaba pensando en hacer de María Antonieta, antes de que la decapiten, claro. O tal vez de Boudica, una reina guerrera celta. -Se mordió la parte interior de la mejilla con gesto retador-. Luchaba en topless.

Vito se quedó petrificado.

– Eso no es decoroso, Sophie.

– No, no es decoroso -repitió Nick con un hilo de voz.

Ella se echó a reír.

– Eso va por haberme hecho venir tan temprano; estamos en paz. -Se puso seria-. Vito, no pretendo cometer estupideces, pero tengo cosas que hacer. Tendré cuidado, te llamaré antes de salir de aquí y en cuanto llegue al trabajo, pero no puedo pasarme el día aquí sentada.

– Le pediré a Liz que se encargue de que alguien te escolte hasta el museo. Espera a que ella lo solucione. Por favor, Sophie. Por lo menos espera a que localicemos a Lombard o a su amigo Clint.

– O a Brewster -musitó ella-. Podría ser cualquiera de los tres.

Vito le estampó un beso.

– Espera a que Liz te avise, ¿de acuerdo? Ah, y si tienes oportunidad, pídele que te enseñe la foto de Sanders. El asesino lo marcó con un hierro candente en la mejilla. Lleva una «T».

– Muy bien. -Frunció el entrecejo-. Eres la segunda persona en dos días que me habla de hierros candentes.

Vito, que estaba a medio camino de la puerta, se detuvo en seco y se volvió despacio.

– ¿Cómo dices?

Ella se encogió de hombros.

– Nada, que uno de mis alumnos me pidió que le recomendara fuentes de consulta sobre eso. Tenía que entregar un trabajo.

Observó que Vito y Nick se miraban.

– ¿Cómo se llama ese alumno? -preguntó Vito.

Sophie sacudió la cabeza.

– No puede ser él. Se llama John Trapper, pero… no puede ser él. Hace meses que le conozco. Además, es parapléjico y va en silla de ruedas. No podría haberlo hecho él.

La expresión de Vito se tornó hierática.

– No me gustan las coincidencias, Sophie. Lo investigaremos.

– Vito… -Suspiró-. Muy bien. Perderás el tiempo pero sé que debes hacerlo.

Vito apretó la mandíbula.

– Prométeme que no irás a ninguna parte sin escolta.

– Te lo prometo. Ahora marchaos, todo irá bien.

Jueves, 18 de enero, 9:15 horas

– Qué vergüenza -exclamó Sophie.

– Es mejor pasar vergüenza que morir -dijo con suavidad el agente Lyons.

– Ya lo sé. Pero eso de traerme en un coche patrulla… Y encima me acompaña hasta la puerta. Todo el mundo creerá que ando metida en algún lío -gruñó.

– Son órdenes de la teniente Sawyer. Puedo escribir una nota para su jefe, si ha de servirle de ayuda.

Sophie se echó a reír. Verdaderamente, había hablado igual que una párvula contrariada.

– No se preocupe. -Se detuvo en la puerta del museo Albright y le estrechó la mano a Lyons-. Gracias.

Él se llevó la mano a la gorra.

– Llame al despacho de Sawyer cuando desee salir.

Cuando Sophie entró en el museo, Patty Ann la estaba mirando con los ojos como platos.

– ¿Has estado con la policía?

El día gótico había tocado a su fin y Patty Ann volvía a hacer de actriz de Brooklyn. Sophie recordó que esa noche eran las pruebas de Ellos y ellas.

– Que tengas suerte en la audición, Patty Ann.

– ¿Qué es lo que pasa? -preguntó la chica con la que debía de ser su voz auténtica. Hacía tanto tiempo que Sophie no la oía que no estaba segura-. ¿Por qué siempre te acompañan policías?

– ¿Policías? -Ted salió de su despacho con mala cara-. ¿Han vuelto a venir?

– Los estoy ayudando con un caso -explicó, y lamentó no haber aceptado la nota de Lyons cuando Ted y Patty Ann la miraron sin convencimiento-. Salgo con uno de los detectives y, como he tenido problemas con el coche, le ha pedido a un agente que me acompañe. -Lo cual era más o menos cierto.

Patty Ann se relajó y su mirada se tornó pícara.

– ¿Con el moreno o con el pelirrojo?

– Con el moreno. Pero el pelirrojo es demasiado mayor para ti, así que olvídalo.

Ella hizo un mohín.

– Lástima.

Ted seguía poniendo mala cara.

– ¿Primero se te estropea la moto y ahora el coche? Tenemos que hablar.

Ella lo siguió a su despacho y, una vez dentro, él cerró la puerta y se sentó ante su mesa.

– Siéntate.

Cuando Sophie lo hubo hecho, él se inclinó hacia delante con expresión preocupada.

– Sophie, ¿estás metida en algún lío? Por favor, dime la verdad.

– No. Las dos cosas que os he dicho son verdad. Estoy ayudando a la policía y salgo con uno de los detectives. Eso es todo, Ted. ¿A qué vienen tantos remilgos?

Él la miró muy serio.

– Anoche recibí una llamada telefónica. Era una agente de Nueva York. Me dijo que necesitaba hablar contigo, que era un asunto oficial.

La esposa de Lombard la había llamado desde un teléfono de Nueva York.

– Le diste mi móvil.

Ted alzó la barbilla.

– Sí.

Sophie comprobó las llamadas recibidas en su móvil y encontró la de la esposa de Lombard.

– ¿Es este el número desde el que te llamaron anoche?

– Sí.

– Pues no era la policía. Si quieres, llama a la comisaría de Nueva York y compruébalo.

Ted empezaba a tranquilizarse. Le devolvió el teléfono.

– Entonces, ¿quién era?

– Es una larga historia, Ted. Es una mujer celosa que cree que voy a quitarle al marido.

La desconfianza de Ted se tornó indignación.

– Tú nunca harías una cosa así, Sophie.

Ella no pudo evitar sonreír.

– Gracias. Ahora, escúchame. Me gustaría exponerte unas cuantas ideas para las visitas guiadas antes de que me toque hacer de Juana de Arco. -Se le acercó y le habló de Yuri-. Dice que estaría dispuesto a venir y hablarles a los grupos de visitantes. Me gustaría montar una exposición sobre la Guerra Fría y el comunismo. Ya sé que no es la época que estudió tu abuelo, pero…

Ted asentía despacio.

– Me gusta, me gusta mucho. Hay mucha gente que no se plantea que eso forme parte de la historia.

– Me parece que hasta ayer a mí también me pasaba. Lo que me hizo reflexionar fueron sus manos, Ted.

Él la observó con detalle.

– Últimamente reflexionas mucho. Eso también me gusta.

Sin saber qué responder a eso, Sophie se puso en pie.

– Ya sabes que ayer vino un hombre de una residencia de ancianos que buscaba alguna actividad lúdica interesante para sus compañeros. Me parece que estarían encantados de venir y hablarles a los grupos de estudiantes. No tendríamos que limitarnos a las guerras; podrían hablar de programas de radio y televisión, de inventos, o de cómo se sintieron cuando Neil Armstrong llegó a la Luna.

– Otra buena idea. ¿Te dio su nombre?

– No, pero dijo que iba a concertar una visita con Patty Ann. Debió de dárselo a ella.

Sophie abrió la puerta y se detuvo con la mano en el tirador.

– ¿Qué te parecería añadir más visitas? La de Juana de Arco y la de la vikinga están muy trilladas.

Ted la miró entre divertido y perplejo tanto por la sugerencia como por el acento con que Sophie había imitado a Nick Lawrence.

– Sophie, siempre me has dicho que eres arqueóloga, no actriz.

Sophie sonrió.

– Lo de actuar lo llevo en la sangre. Ya sabes que mi padre era actor.

Ted asintió.

– Sí. Y también hace tiempo que sé que tu abuela fue una gran cantante de ópera.

La sonrisa de Sophie se desvaneció.

– No me lo habías dicho.

– Esperaba que me lo dijeras tú -repuso Ted-. Me alegro de conocerte por fin, Sophie.

A ella le dio la impresión de que Ted la estaba halagando y regañando a la vez.

– ¿Qué te parece María Antonieta?

Ted le sonrió.

– ¿Antes o después de que la decapiten?

Nueva York,

jueves, 18 de enero, 9:55 horas

– Maldito tráfico -gruñó Nick-. Odio Nueva York.

Por fin se movían después de haber atravesado el túnel Holland a paso de tortuga.

– No es la mejor hora -convino Vito-. Tendríamos que haber venido en tren.

– Tendríamos, tendríamos… -soltó Nick con acritud-. ¿Y qué narices es eso?

Vito se sacó del bolsillo el móvil, que sonaba con estridencia.

– Deja ya de quejarte. Es mi móvil. He recibido mensajes. -Miró hacia atrás-. Debo de haber perdido la cobertura ahí dentro. -Frunció el entrecejo-. Liz me ha llamado cuatro veces en veinte minutos. -Con el pulso acelerado, le devolvió la llamada-. Liz, soy Vito. ¿Qué ocurre? ¿Es Sophie?

– No -respondió Liz exasperada-. Un agente la ha acompañado al museo, la ha dejado en la mismísima puerta. Solo dispongo de un par de minutos antes de la conferencia de prensa. Necesito el número de Tino.

– ¿Para qué?

– Hace una hora una mujer se ha presentado en la comisaría. Ha preguntado quién llevaba el caso de Sanders. -Liz hablaba deprisa a la vez que caminaba-. Dice que es camarera y que el martes vio a Greg. Estaba sentado en el bar donde ella trabaja, esperando a un hombre.

– A Munch. -«Bien»-. ¿Vio al hombre?

– Vio a un hombre. Dice que Greg se marchó sin pagar su consumición y que un anciano que también estaba sentado en el bar lo siguió. La camarera fue tras ellos, pero cuando dobló la esquina, se habían subido a una camioneta y ya se marchaban. He avisado a la dibujante del departamento pero hoy no trabaja y no quiero esperar a que la testigo se olvide de las facciones del anciano. Así que… Mierda, llego tarde. Llama tú a Tino. Dile que venga en cuanto pueda.

Jueves, 18 de enero, 11:15 horas

– El señor Harrington no está. El señor Van Zandt tiene reuniones y no quiere que se le moleste.

Vito colocó con calma las manos sobre el escritorio de la secretaria de Van Zandt y se inclinó hacia delante.

– Señora, somos detectives de homicidios. Le aseguro que el señor Van Zandt se alegrará de recibirnos. Y pronto.

La mujer abrió los ojos como platos; aun así, alzó la barbilla.

– Así, usted es el detective…

– Ciccotelli -dijo Vito-. Y este es el detective Lawrence. De Filadelfia. Vuelva a telefonearle al despacho y dígale que en un minuto estaremos llamando a su puerta.

La mujer frunció los labios y descolgó el teléfono. Inmediatamente después se acercó al auricular y cubrió el receptor con la mano, como si desde medio metro Vito pudiera distinguir las palabras que ella oía.

– Jager, dicen que son detectives… Sí, de homicidios. Han insistido mucho. -Asintió con gesto enérgico-. Enseguida sale.

La puerta del despacho de Van Zandt se abrió y por ella salió un hombre igual al de la fotografía. Era alto y fornido, y por un momento Vito pensó que quizá…

Entonces habló.

– Soy Jager Van Zandt -dijo. Su voz no se parecía en nada a la de la grabación-. ¿En qué puedo ayudarles? -Los miraba con una fría indiferencia que a Vito le pareció más bien defensiva, aunque también tenía algo de arrogante.

– Queremos hablar de su juego, señor Van Zandt -respondió Vito-. Tras las líneas enemigas.

No observó reacción alguna en el rostro ni la mirada del hombre cuando este inclinó la cabeza para asentir.

– Pasen a mi despacho. -Cerró la puerta tras ellos y señaló dos sillas ante un escritorio enorme. A Vito aquel despacho le recordó al de Brewster-. Siéntense, por favor.

Jager se sentó y ladeó la cabeza esperando a que hablaran.

Vito y Nick habían acordado de antemano que no le dirían nada de las frases que habían oído en la grabación. En vez de eso, Vito le mostró una copia impresa del rostro de la mujer a quien estrangulaban en el juego.

Van Zandt asintió.

– Es Clothilde.

– En esta escena la estrangulan -dijo Vito.

– Sí. -Van Zandt arqueó una ceja-. ¿Les molesta la violencia? ¿O lo que les molesta es que el asesino sea estadounidense? Hablo del juego, claro.

– Pues, sí, nos molesta la violencia -respondió Nick-. Pero no hemos venido por eso. ¿Quién hizo ese dibujo, señor Van Zandt?

Van Zandt permaneció impasible.

– El director artístico es Derek Harrington. Él les proporcionará información sobre los dibujantes.

– Hoy no ha venido -observó Vito-. Nos lo ha dicho su secretaria. ¿Sabe por qué?

– Somos socios, nada más, detectives.

Vito sonrió mientras bendecía mentalmente a Brent.

– He leído que son amigos desde que estudiaban en la universidad.

– ¿Se han peleado? -preguntó Nick con su peculiar acento, y por primera vez Van Zandt mostró un atisbo de reacción. No fue más que un discreto destello de ira en sus ojos que se extinguió de inmediato.

– Últimamente no nos ponemos de acuerdo. Los gustos de Derek se han vuelto… violentos.

Vito parpadeó.

– ¿De verdad? A juzgar por la foto que aparece en su página web parece buena persona.

– Las apariencias engañan, detective.

Vito sacó otra fotografía de la carpeta.

– Sí que engañan, sí. Queremos aclarar una cosa, a lo mejor usted puede ayudarnos. -Colocó la fotografía de Claire Reynolds junto a la imagen de Clothilde. Pero el hombre no se inmutó. Nada; ni un amago de reacción que indicara que Van Zandt se sentía impactado de algún modo. Lo normal habría sido que mostrara sorpresa, pero no mostró nada.

– El parecido es extraordinario, ¿no cree? -preguntó Nick.

– Sí. Claro que dicen que todo el mundo se parece a alguien. -Una de las comisuras de sus labios se curvó-. Dicen que yo me parezco a Arnold Schwarzenegger.

– Sí, en el acento -repuso Vito, y la sonrisa de Van Zandt se desvaneció-. Nos gustaría encontrar al señor Harrington. ¿Nos proporcionará su dirección la secretaria?

– Por supuesto. -Descolgó el teléfono-. Raynette, por favor, dales a los detectives la dirección de Derek. Luego, por favor, acompáñalos a la salida -dijo sin dejar de mirar a Vito a los ojos con una frialdad retadora-. ¿Desea algo más, detective?

– De momento, no. ¿Le encontraremos aquí si tenemos más preguntas antes de marcharnos de Nueva York?

Él miró la agenda que tenía sobre el escritorio.

– Sí, aquí estaré. Ahora, si me disculpan. -Se puso en pie y abrió la puerta del despacho-. Mi secretaria les ayudará.

Vito se levantó de la silla y dejó a propósito la fotografía de Claire Reynolds sobre el escritorio de Van Zandt. La puerta se cerró tras ellos con un ruido seco. La secretaria de Van Zandt los estaba mirando.

– La dirección del señor Harrington. -Sostenía un papelito en la mano.

Vito guardó el papelito en la carpeta.

– ¿Cuándo fue la última vez que el señor Harrington estuvo en el despacho?

– El martes -respondió la secretaria impertérrita-. Se marchó después de comer y no ha regresado.

Vito no dijo nada más hasta que Nick y él llegaron a la calle.

– Menuda víbora.

– Todo el mundo se parece a alguien -se burló Nick esforzándose por imitar a Schwarzenegger.

– Nos esperaba -opinó Vito mientras se dirigían al coche de Nick.

– ¿Tú también lo has captado? La secretaria no le ha dicho que éramos de homicidios, solo ha dicho que éramos detectives, pero luego ha respondido: «Sí, de homicidios».

– Él se lo ha preguntado antes -musitó Vito-. Me pregunto quién cree Van Zandt que ha muerto.

– Me juego la primera ronda de copas cuando terminemos la jornada a que no encontramos a Derek en esa dirección.

– No soy tan tonto como para aceptar una apuesta así, Nick -dijo Vito mientras Nick se sentaba tras el volante.

– Mierda. Pensaba que ahora que estás cegado por el amor, podría colártela.

Vito soltó una risita.

– Conduce y calla, anda.

Nick se incorporó a la circulación con cara de intriga.

– No me has llevado la contraria. ¿De qué va lo tuyo con Sophie? ¿De verdad estáis ciegos de amor? -Formuló la última pregunta con cierto tono burlón, pero no por ello dejaba de ser seria.

«Tú no me amas.» Las amargas palabras de Sophie tras aquel desastroso e inolvidable primer… encuentro acudieron a su mente, y ahora creía comprenderlas un poco más. Vito se preguntaba si alguien la había amado realmente alguna vez, aparte de Anna y su tío. Su madre era una desconsiderada; su padre, más bien frío. Su tía era egoísta y su primer amor, un traidor. Menuda pandilla.

– ¿Vito? -La voz de Nick interrumpió sus pensamientos-. Te he hecho una pregunta.

– Estoy tratando de contestarla. Sophie es… Es…

– ¿Inteligente? ¿Divertida? ¿Muy sexy?

«Sí.» Sophie era todas esas cosas. «Pero también es algo más.»

– Importante -dijo Vito al fin-. Sophie es importante. Harrington vive hacia el oeste, así que tuerce en la siguiente esquina.

Jueves, 18 de enero, 11:45 horas

Filadelfia estaba plagada de hoteles. Tras mostrar la fotografía de sus padres al personal de más de treinta establecimientos, Daniel Vartanian dio por fin con un recepcionista que recordaba a su madre.

– Estaba muy enferma -dijo Ray Garrett-. Incluso llegué a pensar que algún día las empleadas del servicio de habitaciones la encontrarían muerta en la cama. Tendría que haber estado en el hospital.

– ¿Podría comprobar las fechas en que se alojaron en este establecimiento?

– Lo tengo prohibido. Me encantaría poder ayudarle, pero si lo hago sin una orden policial, perderé el trabajo.

«Sé lo que hizo tu hijo.» Daniel no estaba de servicio, pero de todos modos sacó la placa del bolsillo.

– Trabajo para la Agencia de Investigación de Georgia -explicó-. Le agradeceré toda la ayuda que pueda prestarme. La mujer está enferma y necesita que la vea un médico.

Ray se lo quedó mirando durante un buen rato.

– Es su madre, ¿verdad?

Daniel vaciló. Al fin cerró los ojos un instante.

– Sí.

– Muy bien. ¿Con qué nombre constan?

– Vartanian. -Daniel lo deletreó.

Ray negó con la cabeza.

– En el registro no consta nadie con ese nombre. Lo siento.

– Pero usted la vio.

– Estoy prácticamente seguro. Cuesta olvidar la imagen de una persona enferma. Lo siento, chico.

– ¿Y como Beaumont? -Ese era el apellido de soltera de su madre.

– Nada. Lo siento.

Casi.

– ¿Puedo hablar con el personal? Puede que alguien recuerde algo más.

Ray lo miró con amabilidad.

– Espere aquí. -Al cabo de unos instantes, el chico regresó acompañado de una mujer menuda de habla hispana que vestía el uniforme del servicio de limpieza-. Esta es María, y recuerda a su madre.

– Estaba muy enferma, ¿no es así? Aunque se portaba muy bien con nosotras, intentaba no darnos trabajo.

– ¿Recuerda cómo la llamaba?

– Señora Carol. -Se encogió de hombros-. Su marido también la llamaba así.

Ray ya estaba tecleando.

– Aquí está. El señor Arthur Carol.

Era una estratagema simple y elegante, pensó Daniel. Carol era el nombre de pila de su madre.

– Gracias, María -dijo-. Muchas gracias.

Cuando se hubo marchado, Daniel se volvió hacia Ray.

– ¿Podría decirme cuándo se registraron?

– Entraron el diecinueve de noviembre y se marcharon el uno de diciembre. Pagaron en efectivo. ¿Algo más?

Se acordó del suelo del dormitorio de sus padres.

– ¿Tienen caja fuerte?

Ray lo miró perplejo.

– Seguro que depositaron algo en la caja fuerte, ¿verdad?

Ray se encogió de hombros.

– Aún estará allí. Según esto, no recogieron nada de la caja fuerte al marcharse, y siempre damos un plazo de noventa días antes de deshacernos de los objetos.

– ¿Podría comprobarlo? Así sabré si tengo que pedir una orden judicial.

– Muy bien, pero no me pida nada más.

Al cabo de dos minutos, Ray apareció con un sobre y cara de sorpresa.

– Había una carta dirigida a usted.

En el sobre ponía: Para Daniel o Susannah Vartanian. La letra era la de su madre. Daniel exhaló un suspiro.

– Gracias, Ray.

Cuando llegó al coche, Daniel abrió el sobre. En él había un folio con membrete del hotel que contenía una dirección postal y un apartado de correos, también escrito con la letra de su madre. Daniel sacó su móvil y marcó el teléfono de su hermana. Ella respondió a la tercera llamada con voz enérgica.

– Oficina del fiscal del distrito. Susannah Vartanian.

– Suze, soy Danny.

Susannah exhaló un suspiro.

– ¿Los has encontrado?

– A ellos no, pero he encontrado otra cosa.

Jueves, 18 de enero, 12:00 horas

Johannsen seguía yendo con cautela. Se había pasado la mañana rodeada de gente. Iba a costarle llevársela a ninguna parte, pues la mujer estaba hecha una auténtica amazona. Una posibilidad era conseguir que se acercara a su camioneta y luego dejarla rápidamente fuera de combate. Claro que antes hacía falta que se quedara sola. Se planteó esperar a la pausa de mediodía para entrar en acción.

Llegó justo a tiempo. La visita de la reina vikinga acababa de terminar. Cuando se disponía a acercarse a ella se abrió la puerta y otro anciano entró y se abrió camino entre el grupo de niños que había asistido a la visita guiada. Johannsen se dirigió hacia el hombre a toda prisa y con los brazos abiertos en señal de bienvenida. Le sorprendió comprobar que, de hecho, el hombre no era muy mayor. No es que fuera disfrazado, pero no era tan mayor como aparentaba. Su cuerpo había sufrido daños, era probable que a causa del maltrato repetido. El estado de las manos del hombre confirmó sus sospechas.

Se preguntaba cuántas torturas habría soportado y cuánto tiempo se tardaba en causar un daño semejante. Le habría gustado pintar sus ojos. Imaginaba que su umbral del dolor debía de ser muy alto y que aguantaría mucho más de lo que había aguantado cualquiera de los modelos.

Johannsen y el hombre empezaron a hablar en un idioma que parecía ruso. Los siguió cuando ella se dispuso a acompañarlo a la puerta.

Entonces sonó su móvil. Varias personas lo miraron y él volvió rápidamente la cabeza y se encorvó apoyándose en su bastón. No tenía planeado llamar la atención. Salió del museo corriendo tanto como creyó que un anciano era capaz de correr. Cuando se hubo alejado lo suficiente, abrió el móvil. Era Van Zandt, lo llamaba directamente desde su extensión. Frunció el entrecejo y le devolvió la llamada.

– Frasier Lewis.

– Frasier -dijo Van Zandt-. Necesito que nos veamos.

– Puedo acercarme a la oficina dentro de unos días. Tal vez el martes.

– No. Tengo que verte hoy. Frasier, Derek se marchó ayer.

Por supuesto que se había marchado, y para siempre.

– ¿De verdad? ¿Por qué?

– No estaba dispuesto a ceder la dirección artística. Tengo que darte tu contrato para que lo firmes. A última hora de la tarde estaré en Filadelfia. Te espero a las siete para cenar. En cuanto lo firmes, me vuelvo.

– ¿Es un contrato de director ejecutivo? -preguntó, y Van Zandt se echó a reír.

– Eso es lo que pone en el contrato. Te veré luego.

Nueva York,

jueves, 18 de enero, 12:30 horas

– Te había dicho que era de tontos aceptar tu apuesta -soltó Vito entre dientes.

Nick asintió de brazos cruzados mientras ambos observaban a una pareja de detectives del Departamento de Policía de Nueva York buscar en todos los lugares donde pudiera esconderse un hombre. O donde pudieran haberlo escondido.

– Y ahora, ¿qué hacemos?

– Supongo que dar la orden de busca. Parece que aquí han terminado.

Los dos policías neoyorkinos regresaron a la sala de estar. Se llamaban Carlos y Charles, lo cual resultaba gracioso, pensó Vito, pero no tanto como Nick y Chick.

– Aquí no está -anunció Carlos-. Lo siento.

– Gracias -dijo Vito-. Ya nos lo parecía pero…

Charles asintió.

– Ya lleváis diez cadáveres. Nosotros también habríamos intentado encontrarlo.

– ¿Qué queréis hacer ahora, chicos? -preguntó Carlos-. Se trata de un sospechoso.

– No creemos que sea el asesino que buscamos -aclaró Nick-, pero es posible que tenga idea de quién puede serlo.

– Daremos una orden de busca -les ofreció Charles.

– Os lo agradeceremos. -Vito alzó una fotografía enmarcada; era Harrington con una mujer y una adolescente-. Está casado y tiene una hija. ¿Es posible dar con la esposa?

– La avisaremos -respondió Carlos-. ¿Algo más?

Nick se encogió de hombros.

– ¿Nos recomendáis algún sitio donde podamos comprarnos algo para comer?

Filadelfia,

jueves, 18 de enero, 14:15 horas

– ¿En qué puedo servirle?

El chico que le hablaba desde detrás del mostrador apenas tenía edad de afeitarse.

«Espero que de verdad me sirvas», pensó Daniel. La dirección que su madre había anotado en el folio de papel timbrado correspondía a una oficina de correos de la otra punta de la ciudad.

Había pasado un rato en la puerta, dudando si debía llamar a su jefe y convertir la investigación en oficial. Pero la frase «sé lo que hizo tu hijo» seguía obsesionándolo. Así que allí estaba, a punto de volver a utilizar su placa para burlar la ley.

– Quiero abrir un buzón.

El chico asintió con profesionalidad.

– ¿Me permite su documento de identidad?

Daniel le mostró su placa y observó que el chico abría los ojos como platos.

– Comprobaré el contenido… agente especial Vartanian.

El chico estaba tan impresionado de que Daniel fuera un agente especial que no aguardó a saber qué buzón quería abrir. Tecleó su nombre y lo miró.

– Un momento, señor.

«Espera», estuvo a punto de decir Daniel, pero se mordió la lengua. Su nombre aparecía en la base de datos, pero hasta esa semana nunca había puesto los pies en aquella ciudad. Aguardó con el corazón desbocado. Al cabo de un minuto el chico regresó con un grueso sobre de papel manila doblado en horizontal.

– Dentro solo había esto, señor -anunció el chico.

– Gracias -consiguió decir Daniel-. Pero no he venido únicamente por eso. Estoy investigando un caso y hay una pista que conduce a este establecimiento. Me he prestado voluntario para seguirla, puesto que de todos modos tenía que venir. ¿Podría decirme a qué nombre está el apartado 115?

«Está resultando muy fácil.» Tanto mentir como engañar al chico. No obstante, obtuvo lo que quería.

– Aparece a nombre de Claire Reynolds. ¿Quiere su dirección postal?

– Por favor.

El chico la anotó y Daniel regresó a su coche con el sobre en la mano. Lo abrió cuidadosamente con su navaja y extrajo el contenido.

Por un momento no pudo más que mirarlo con horror y total incredulidad. Pero lo sucedido durante todos aquellos años lo sacudió como una oleada.

– Santo Dios -musitó-. Papá, ¿qué has hecho?

Aquello superaba el peor de sus temores. «Sé lo que hizo tu hijo.» Ahora Daniel también sabía lo que su padre había hecho, pero no estaba seguro de poder preguntarle por qué.

Cuando recobró el aliento, volvió a telefonear a Susannah.

– ¿Los has encontrado? -preguntó ella sin preámbulos.

Él se esforzó por pronunciar las palabras.

– Tienes que venir.

– Daniel, no puedo…

– Por favor, Susannah. -Su tono era grave-. Necesito que vengas. Te lo pido por favor. -Aguardó con el martilleo del pulso oprimiéndole la garganta.

Al fin ella suspiró.

– Muy bien. Iré en tren. Llegaré dentro de tres horas.

– Te recogeré en la estación.

– Daniel, ¿estás bien?

Él miró los papeles que sostenía en la mano.

– No; no estoy bien.

Nueva York,

jueves, 18 de enero, 14:45 horas

– O Harrington se ha esfumado o está muerto -le explicó Vito a Liz por teléfono-. Hemos ido a buscarlo al trabajo, a su casa y a casa de su mujer. Nadie lo ha visto. Tampoco tiene el coche en su plaza de aparcamiento. Hemos hablado con su mujer, pero dice que hace seis meses que no lo ve. Tienen una hija que estudia en la Universidad de Columbia, y ella tampoco lo ha visto.

– ¿Por qué vive él en un sitio y su mujer en otro?

– Ella dice que se separaron, que hace tiempo que estaba cada vez más deprimido y melancólico, pero que nunca ha sido violento. La policía de Nueva York ha dado una orden de busca y ahora mismo estamos enfrente de oRo, comiendo. Estábamos a punto de entrar de nuevo a ver si podemos conseguir que Van Zandt nos proporcione una lista de los empleados; la otra opción es esperar aquí fuera hasta hablar con alguno de ellos. Según Brent, Harrington no hizo los dibujos, pero quienquiera que fuese trabaja aquí. Solo necesitamos que alguien esté dispuesto a delatarlo.

– Muy bien. Seguid por ese camino. Yo tengo noticias de los Vartanian. He llamado al sheriff de Dutton, en Georgia. Nadie ha visto al matrimonio desde Acción de Gracias.

– Eso cuadra con lo que Yuri dijo ayer.

– Ya lo sé. Pero hay más cosas. El pasado fin de semana el sheriff informó al hijo de la pareja de que sus padres podrían haber desaparecido. El chico trabaja en la Agencia de Investigación de Georgia, y la hija, en la oficina del fiscal de Nueva York, pero ninguno de los dos se encuentra en estos momentos en el trabajo. Daniel, el agente de Georgia, lleva fuera desde el lunes. Su hermana, Susannah, ha pedido unos días de permiso esta misma tarde. He dejado recado a sus responsables de que me llamen.

Pero aún había más, Vito lo notaba; y seguro que lo que venía era peor.

– Dímelo ya, Liz.

– La policía de White Plains, en Nueva York, ha encontrado a Kyle Lombard en su tienda de antigüedades.

El corazón de Vito se mantuvo en vilo.

– ¿Muerto?

– Con una bala entre los ojos. Parece de un arma alemana, antigua. Nos enviarán la bala para que la comparemos con la de la víctima de la primera fila. La policía local ha registrado la tienda y ha encontrado todo tipo de objetos medievales de procedencia ilegal ocultos bajo tierra. A tu Sophie le espera un buen trabajo de campo.

Vito procuró que se le asentara el estómago. Ahora el peligro que acechaba a «su Sophie» era manifiesto.

– ¿Qué hay de los otros dos, Shafer y Brewster?

– Parece que Shafer también estaba a tiro, por así decirlo. Otro balazo entre los ojos. A los dos los ataron a una silla y les dispararon en la misma tienda. A Brewster aún no lo hemos localizado.

– Si Lombard comerciaba, podríamos comprobar los registros de ventas. A lo mejor encontramos algún vínculo con el asesino.

– Eso no va a ser posible. A Lombard le limpiaron el ordenador y esparcieron los papeles de los archivos por el despacho. Y, por si fuera poco, la policía federal se ha hecho con la tienda y los inventarios de Lombard. Está claro que traficaba con armas, tuvieran seiscientos años o sesenta. Me temo que tarde o temprano nos presionarán para que les pasemos el caso.

Vito frunció el entrecejo.

– Tú no lo permitirás, ¿verdad?

– Si está en mi mano, no. Pero si yo fuera tu responsable, que lo soy, te recomendaría que volvieras aquí y pusieras punto final a esto cuanto antes si no quieres recibir ayuda que no deseas.

– Mierda. -Vito exhaló un suspiro-. ¿Sabe Sophie algo de lo de Lombard y Shafer?

– La he llamado y se lo he dicho. Es una mujer inteligente, Vito. Ha dicho que no saldría sola y que nos avisaría para que pasáramos a recogerla cuando termine la jornada.

– De acuerdo, bien hecho.

– ¿Y tú? ¿Estás bien? -preguntó Liz.

– No, no mucho. Pero si ella se anda con cuidado… Será cuestión de atrapar a ese tío.

– Sí. Hasta pronto.

Vito colgó y, con el entrecejo fruncido, se quedó mirando el edificio que albergaba oRo.

– Se han cargado a Lombard y a Clint Shafer. Un balazo entre los ojos. Con una Luger.

– Mierda -masculló Nick-. Imagino que es la forma de que no atemos cabos por esa parte.

Vito se dispuso a apearse del vehículo.

– Vamos a hablar con Van Zandt un ratito más.

Pero Nick lo detuvo.

– Primero tienes que comer y después tienes que calmarte. Si lo intimidas, desaparecerá. Y ya te he dicho que no pienso sacarte las castañas del fuego.

– De acuerdo.

– Tal vez será mejor que esta vez hable yo -propuso Nick.

Vito retiró el envoltorio de plástico de su sándwich con mala cara.

– De acuerdo.

Nueva York,

jueves, 18 de enero, 15:05 horas

– El señor Van Zandt no está.

Vito miró de hito en hito a la secretaria de expresión malcarada.

– ¿Cómo dice?

Nick se aclaró la garganta.

– El señor Van Zandt nos ha dicho que estaría aquí esta tarde.

– Ha recibido una llamada de un cliente y ha tenido que marcharse.

– ¿Y a qué hora ha sido eso? -preguntó Nick.

– Hacia el mediodía.

Nick asintió.

– Ya. Bueno, entonces, ¿puede usted facilitarnos una lista de los empleados?

Vito se mordió la lengua. Sabía que Nick, al igual que él, estaba convencido de que el sobre que la mujer les tendió con fastidio no contenía la información que deseaban.

Nick extrajo de él un folio con el membrete de oRo; el mensaje era claro y conciso.

– «Vuelvan con una orden judicial» -leyó Nick-. Firmado: «Jager A. Van Zandt.»Muy bien. Eso haremos. -Extrajo una hoja en blanco de la impresora de la secretaria-. ¿Puede anotar aquí su nombre, por favor? Quiero asegurarme de que en la orden aparece escrito correctamente. Luego firme.

La mujer dejó de pronto de mostrarse tan insolente. Escribió su nombre y entregó la hoja a Nick.

– Ya saben por dónde se sale.

– Por el mismo sitio que hemos entrado -repuso Nick con una sonrisita y su peculiar acento del sur-. Que tenga un buen día.

Cuando estuvieron dentro del coche, Nick dobló el papel con el nombre de la secretaría y se lo guardó en el bolsillo junto con el sobre.

– Son muestras de caligrafía -dijo-. Para compararlas con las cartas de Claire.

– Buen trabajo. Gracias, Nick. Estaba demasiado alterado para actuar bien.

– Tú me has asistido a mí muchas veces. Me parece que formamos un buen equipo.

– Disculpen. -Un hombre corría hacia ellos con semblante angustiado-. ¿Salen de oRo?

– Sí, señor -respondió Vito-. Pero no somos de la empresa.

– Llevo tratando de localizar a Derek Harrington desde ayer. Siempre me dicen que no está.

– ¿Para qué quiere ver a Harrington? -quiso saber Nick.

– Es por mi hijo. Me prometió que les mostraría una fotografía suya a los dibujantes.

A Vito se le cayó el alma a los pies a la vez que crecía su temor.

– ¿Por qué, señor?

– Hace tiempo que desapareció y una persona que trabaja en la empresa dijo que lo había visto. Posó para ellos, y quiero saber cuándo y dónde. Por lo menos así sabré por dónde empezar a buscarlo.

Vito se sacó la placa del bolsillo.

– Soy el detective Ciccotelli, y este es mi compañero, el detective Lawrence. ¿Cómo se llama? ¿Lleva encima alguna fotografía de su hijo?

El hombre entornó los ojos ante la placa.

– ¿Son de Filadelfia? Yo soy Lloyd Webber. -Le entregó a Vito una fotografía-. Este es mi hijo, Zachary.

Era el joven que había recibido el disparo en la cabeza.

– El uno-tres -masculló.

– ¿Cómo? ¿Qué significa eso? -preguntó Webber.

– Llamaré a Carlos y a Charles -propuso Nick en voz baja, y se retiró para telefonear.

Vito miró al hombre a los ojos.

– Lo siento, señor. Me parece que hemos encontrado el cadáver de su hijo.

La mirada de Webber se debatía entre la incredulidad y la amarga aceptación.

– ¿En Filadelfia?

– Sí, señor. Si su hijo es quien creemos, lleva muerto alrededor de un año.

Webber se deshinchó.

– Lo sabía, solo que no quería creerlo. Tengo que llamar a mi mujer.

– Lo siento -repitió Vito.

Webber asintió con rigidez.

– Ella querrá saber cómo murió. ¿Qué le digo?

Vito vaciló. Liz querría mantener en secreto el máximo de información, pero aquel padre merecía saber qué le había ocurrido a su hijo; estaba seguro de que Liz estaría de acuerdo en eso.

– Le dispararon, señor.

Webber lanzó una mirada furibunda al edificio.

– ¿En la cabeza?

– Sí, pero le agradeceríamos que de momento se guarde esa información para usted.

Él asintió, aturdido.

– Gracias. No le diré a mi mujer dónde le dispararon.

Vito lo observó alejarse unos tres metros y llamar a su esposa. Luego tragó saliva al ver que los hombros de Webber empezaban a elevarse con movimientos convulsivos.

– Mierda -susurró Vito con rabia al oír acercarse a Nick-. Te juro que tengo muchas ganas de encontrarlo. Y de hacerle pagar.

– Lo sé. Charles y Carlos me han pedido que los esperemos aquí hasta que consigan la orden judicial. Tratarán de hacerse con todos los documentos de oRo.

Vito y Nick oyeron cerrarse la puerta de un coche tras ellos y ambos se volvieron. Un hombre se apeó del taxi en el que viajaba, con semblante triste y resuelto.

– ¿Son ustedes los detectives de Filadelfia?

– Sí -respondió Nick-. ¿Quién nos busca?

El hombre se plantó frente a ellos con las manos embutidas en los bolsillos de su abrigo.

– Me llamo Tony England. Trabajaba para oRo hasta hace dos días. Derek Harrington era mi jefe.

– ¿Qué ocurrió? -quiso saber Nick.

– Me marché. Jager estaba obligando a Derek a hacer cosas con las que él no estaba de acuerdo. Y yo tampoco. No podía quedarme en la empresa de brazos cruzados mientras Jager se lo cargaba todo.

– ¿Cómo ha sabido que nos encontraría aquí? -preguntó Vito.

– oRo es una empresa pequeña. Treinta segundos después de que entraran por la puerta, todo el mundo lo sabía. Un viejo amigo me llamó y me dijo que habían preguntado por Derek. He venido enseguida pero ya se habían marchado. -England entornó los ojos al ver a Webber, que a pesar de haber finalizado la llamada seguía allí plantado, dándoles la espalda, llorando en silencio-. ¿Quién es ese hombre?

Vito miró a Nick y este hizo un discreto gesto de asentimiento. Vito le mostró la fotografía.

– El padre de este chico. Se llama Zachary. Está muerto.

El rostro enjuto de England perdió todo el color.

– Qué mierda. Qué puta mierda. Es… -Miró horrorizado la fotografía-. Santo Dios. Qué hemos hecho.

– ¿Sabe quién dibujó al chico para el videojuego, señor England? -preguntó Nick en tono quedo.

England entrecerró los ojos.

– Frasier Lewis. Espero que le frían el trasero y que se pudra en el infierno.

19

Filadelfia,

jueves, 18 de enero, 17:15 horas

Se la veía igual que siempre, pensó Daniel al observarla cruzar la puerta giratoria de la estación de tren. Menuda y frágil. En su casa los hombres eran corpulentos y las mujeres, bajitas. «Necesitaba tu protección.»

Él creía protegerla, pero era obvio que se había comportado con negligencia. Salió del coche de alquiler y esperó a que ella lo viera. Al hacerlo, ella aminoró la marcha y Daniel, incluso desde la distancia, captó la rigidez de sus hombros.

Rodeó el vehículo y le abrió la puerta del acompañante. Ella se plantó frente a él y alzó la cabeza. Había estado llorando.

– Así que ya lo sabes -musitó él.

– Mi jefe me ha llamado al móvil cuando ya estaba en el tren.

– A mí también me ha llamado mi jefe. A él lo llamó la teniente Liz Sawyer, tengo la dirección de la comisaría donde trabaja. -Suspiró-. He llegado tarde.

– Pero has descubierto algo que puede servir para atrapar a quien lo hizo.

Él se encogió de hombros.

– O para acabar con nosotros dos. Entra.

Él se sentó ante el volante e introdujo la llave en el contacto, pero ella le asió la mano. Tenía los ojos grises muy abiertos y la mirada encendida.

– Dímelo.

Él asintió.

– Muy bien. -Le entregó el sobre que lo había estado aguardando en la oficina de correos y esperó mientras ella extendía el contenido sobre su regazo.

La chica ahogó un grito y luego hojeó cada una de las páginas despacio, con gestos mecánicos.

– Santo Dios. -Entonces lo miró-. ¿Tú sabías algo de esto?

– Sí. -Puso el coche en marcha-. «Sé lo que hizo tu hijo» -citó en voz baja-. Ahora tú también lo sabes.

Jueves, 18 de enero, 17:45 horas

Sophie se plantó en mitad del almacén con los brazos en jarras. Ya había vaciado una docena de cajas de embalaje desde que la teniente Liz Sawyer la llamara por teléfono aquella misma tarde. Al mantenerse ocupada evitaba pensar en que Kyle y Clint estaban muertos.

No cabía duda de que ambos estaban de algún modo vinculados con el asesino. Los habían matado con la misma pistola que a una de las nueve víctimas encontradas por ella misma en aquel terreno.

Esa mañana había sabido que cabía la posibilidad de que el asesino la buscara a ella, y por eso había permitido que un policía armado la acompañara al trabajo. Lo que antes era una posibilidad, ahora era más que probable, pero no dejaba de ser una suposición. Aun así, por mucho que tratara de matizarlo eligiendo muy bien las palabras, el hecho no dejaba de resultar espeluznante, así que había decidido mantenerse ocupada hasta que Liz consiguiera que algún policía quedara libre para acompañarla de nuevo a la comisaría. Donde estaba Vito.

Le deseaba mucha suerte; ese día más que nunca.

– Sophie.

Ella ahogó un grito y se dio media vuelta con la mano sobre el corazón. En la penumbra apareció de nuevo Theo Cuarto. En la mano sostenía un hacha con tanta laxitud como si fuera una pluma. Ella se esforzó por regular la respiración y controlar así el impulso de dar un paso atrás. De echarse a gritar. «Gritos.» Cerró los ojos y consiguió tranquilizarse. Cuando los abrió él todavía la miraba con semblante hierático.

– ¿Qué quieres?

– Mi padre me ha dicho que necesitabas ayuda para abrir cajas. Como no encontraba la palanca que usaste ayer, he traído esto. -Levantó el hacha-. ¿Qué cajas son?

Ella exhaló un suspiro lo más discretamente que pudo. «Haz el favor de calmarte de una vez, Sophie.» Empezaba a ver peligros donde no existían.

– Estas. Me parece que son las de los viajes al sudeste de Asia de Ted Primero. He pensado en montar una exposición sobre la Guerra Fría y el comunismo y me gustaría incluir las piezas de la península de Corea y Vietnam.

Theo Cuarto se acercó a la luz; sus oscuros ojos expresaban regocijo.

– ¿Ted Primero?

A Sophie se le encendieron las mejillas.

– Lo siento, es lo que me sale siempre que pienso en vosotros, los Theodores.

– Creía que querías montar una exposición interactiva. Una excavación.

– Y eso quiero, pero este almacén es lo bastante grande para alojar tres o cuatro exposiciones. Me parece que la de la Guerra Fría calará hondo. Ya sabes, la libertad nunca es incondicional.

Él no dijo nada más; se limitó a destapar las cajas como si fueran de ligero cartón en lugar de pesada madera.

– Ya está -dijo, y se marchó tan en silencio como había aparecido.

Sophie sintió un escalofrío. Ese chico tan pronto estaba ausente como se implicaba al máximo. Pero… ¿hasta qué punto estaba «implicado»? ¿Qué sabía en realidad acerca de Theo y Ted?

Se rió de sí misma.

– Cálmate, Sophie -se dijo en voz alta. De todos modos, era hora de marcharse. Liz le había dicho que su escolta estaría en el museo a las seis, y ya casi era la hora. Cerró con llave el almacén y aguardó en el vestíbulo del museo. La risa la asaltó de nuevo al ver a Jen McFain dirigirse hacia ella con mala cara.

– ¡Buenas noches, Darla! -gritó Sophie, y abrió la puerta para salir-. ¿Tú eres mi guardaespaldas? -preguntó bajando la cabeza para mirar a Jen.

Jen levantó la cabeza para mirarla.

– Pues sí, Xena. ¿Tienes algo que objetar?

Sophie se abrochó la cremallera del abrigo riendo.

– Me parece absurdo. En todo caso seré yo quien te proteja.

Jen levantó la solapa de su chaqueta.

– Con una nueve milímetros, uno se crece bastante, Xena.

– Deja de llamarme así -replicó Sophie al disponerse a entrar en el coche de Jen. Aguardó a que ella se acomodara en su asiento y se abrochara el cinturón de seguridad-. Con «su majestad» bastará.

Jen soltó una carcajada.

– Pues entonces, en marcha, su majestad. La espera su príncipe azul.

Sophie no pudo ocultar la sonrisa que le iluminó el rostro por completo.

– ¿Vito está de vuelta?

La sonrisa de Jen se desvaneció.

– Sí, ya han vuelto.

– ¿Qué ocurre?

– Los dos hombres a quienes querían ver han desaparecido. Pero han identificado a otro de los cadáveres. Y… -Jen exhaló un suspiro- han encontrado a una persona que dice poder identificar al cabrón que ha hecho todo esto.

Jueves, 18 de enero, 18:25 horas

– Tino. -Vito asió a su hermano por el brazo en un breve gesto de agradecimiento-. Muchas gracias de nuevo.

– No hay de qué. ¿Os ha servido de algo el retrato del anciano del bar?

Vito negó con la cabeza.

– Ni siquiera lo he visto todavía. Nick y yo acabamos de regresar de Nueva York, hace un cuarto de hora que hemos llegado.

– Aquí tienes otro. Después de marcharme, he estado un rato trabajando en casa y he sombreado el dibujo. Este retrato es mejor que el que he hecho deprisa y corriendo esta mañana para la teniente.

Vito miró el rostro del hombre que se había citado con Greg Sanders el martes por la tarde.

– Pues sí que es viejo. Si incluso está encorvado. Cuesta creer que haya sido él.

– La camarera dice haber visto a un hombre así, aunque ya sabes lo poco precisos que son los testigos oculares.

– Sí, pero ojalá esta vez tenga razón. De todos modos, puede que yo tenga algo mejor. Nos ha acompañado un neoyorkino que conoce al dibujante que diseñó las intros de Tras las líneas enemigas. Está esperando en la sala de reuniones. Me gustaría que…

Tino sonrió.

– ¿Que hable yo con él primero?

Vito guió a su hermano hasta la sala de reuniones en la que Nick aguardaba junto a Tony England.

– Tony, este es mi hermano Tino. Es dibujante.

– Yo también soy dibujante -soltó Tony, frustrado-. Pero no soy capaz de plasmar más que eso. -Señaló un papel sobre la mesa-. Tengo el cerebro paralizado, o yo qué sé.

El retrato no eran más que cuatro palotes que podrían corresponder a los rasgos de cualquier persona. Además, tenía un aire de dibujo animado que le hizo a Vito recordar lo que Brent había dicho sobre Harrington: que solo servía para dibujar personajes infantiles y vistosos dragones. Van Zandt había fichado a un experto en física para videojuegos, tal vez hubiera contratado a Frasier Lewis porque dibujaba mejor los rostros que Harrington y England.

Tino abrió su cuaderno de bocetos.

– A veces hablar con los demás ayuda.

Vito los dejó con Nick y regresó a su departamento. Al entrar vio que Jen y Sophie habían vuelto. Jen estaba en el despacho de Liz y Sophie esperaba de pie frente a su escritorio, de espaldas a él. Con el corazón desbocado como si fuera un adolescente, aceleró el paso con la intención de sorprenderla dándole un beso en su cuello de cisne. Se había percatado de que eso le agradaba. En las dos noches que habían pasado juntos, había descubierto varios lugares en los que le gustaba que la besaran. Al notar el contacto de los labios en su piel, Sophie dio un respingo; pero enseguida se dejó caer de espaldas y se apoyó en él con dulzura.

– ¿Estás bien? -musitó él.

– Sí. Me he pasado el día escoltada. Hasta Pulgarcita me ha hecho de guardaespaldas.

Vito soltó una risita.

– Jen es pequeña, pero matona. -Retrocedió, vacilante-. Espérame aquí, tengo que hablar un momento con Liz. Enseguida vuelvo.

Se había alejado unos cuantos pasos cuando ella lo llamó; de pronto su voz sonaba extraña.

– Vito, ¿quién es este hombre? -Sostenía el retrato del anciano que había hecho Tino.

Un temor le atenazó las entrañas.

– ¿Por qué lo preguntas?

Lo que Vito temía, a Sophie le produjo miedo.

– Porque lo he visto. ¿Quién es?

Jen se encontraba frente a la puerta del despacho de Liz y se volvió de golpe ante el pánico que denotaba la voz de Sophie. Al cabo de un instante, Liz estaba al lado de Jen, y ambas la miraban preocupadas.

– Creemos que es el hombre que citó a Greg Sanders el martes -aventuró Liz despacio.

Sophie se dejó caer en la silla del escritorio de Vito.

– Dios mío -musitó.

Vito se agachó a su lado.

– ¿Dónde has visto a ese hombre, Sophie?

Ella lo miró con sus ojos verdes llenos de terror y a él se le heló la sangre.

– En el museo. Estuvo en el Albright. Se detuvo a hablar conmigo y me preguntó si ofrecía visitas privadas. -Frunció los labios con fuerza-. Vito, lo tuve tan cerca como ahora te tengo a ti.

«Respira. Piensa.» Él le tomó las manos; las tenía como el hielo.

– ¿Cuándo fue eso, Sophie?

– Ayer, después de la visita de la reina vikinga. -Cerró los ojos-. Al verlo tuve un presentimiento, me dio escalofríos, pero me lo tomé a risa. No era más que un anciano. -Abrió los ojos-. Vito, tengo miedo. Antes estaba nerviosa pero ahora estoy aterrada.

Él también lo estaba.

– No te perderé de vista -dijo con voz áspera-. Ni un segundo.

Ella asintió con vacilación.

– De acuerdo.

– Vito. -Cuando Vito se giró vio a Tino entrar corriendo en la oficina. Sostenía su cuaderno de modo que Vito pudiera ver lo que había dibujado en él-. Vito, Frasier Lewis es el anciano. Sus ojos son los mismos que los del hombre que la Camarera vio con Greg Sanders.

Vito asintió. Tenía la impresión de que sus pulmones se habían quedado sin una sola gota de aire.

– Ya lo sé. -Se hizo a un lado para dejar a la vista a Sophie, que seguía sentada en la silla-. Esta es Sophie. El anciano fue a verla ayer al museo.

Tino suspiró.

– Mierda, Vito.

– Sí -masculló él. Miró a Liz-. ¿Seguimos?

Ella sacudió la cabeza con aire sombrío.

– No, me parece que no soportaría otra salida a escena.

– ¿Dónde está Tony England? -le preguntó Vito a su hermano.

– Abajo. Nick va a llamar a un taxi para que lo lleve a la estación.

Liz se sentó sobre el escritorio de Nick.

– Encárgate de reunir al equipo, Vito. Tenemos pendiente informarlos, pero antes respirad hondo todos. Sophie está a salvo y ahora sabemos qué aspecto tiene el asesino. Es muchísimo más de lo que sabíamos esta mañana.

Se tomaron un minuto entero para hacer lo que Liz les pedía; respiraron y se concentraron. De pronto, la calma volvió a alterarse.

– Perdón, busco a la teniente Liz Sawyer.

En la puerta había una pareja. Ella medía un metro sesenta y era morena. El medía un metro noventa y tres y era rubio. Quien había hablado era el hombre.

Liz levantó la mano.

– Soy yo.

– Yo soy el agente especial Vartanian, de la Agencia de Investigación de Georgia. Esta es mi hermana, Susannah Vartanian; trabaja en la fiscalía de Nueva York. Creemos que nuestros padres están aquí. Me parece que sabemos quién los mató.

Por un momento, reinó el silencio. Luego Liz suspiró.

– Y tú, Vito, me preguntabas si seguíamos.

Jueves, 18 de enero, 19:00 horas

Van Zandt ya estaba sentado a la mesa cuando él llegó a la prohibitiva marisquería del hotel donde su jefe se alojaba.

– Frasier, por favor, siéntate. ¿Te apetece un poco de vino? O a lo mejor prefieres un poco de langosta de Newburg. Está verdaderamente deliciosa.

– No. Tengo cosas que hacer, Van Zandt. Estoy trabajando en el nuevo dibujo de la reina y quiero seguir cuanto antes.

Van Zandt esbozó una extraña sonrisa.

– Qué interesante. Dime, Frasier, ¿cuál es tu fuente de inspiración?

El pelo de la nuca se le habría erizado de haberlo tenido.

– ¿Por qué lo preguntas?

– Porque me resulta curioso que consigas imprimir un realismo tal a tus dibujos. Me preguntaba si para crear a tus personajes utilizabas un modelo real, tal vez alguien de carne y hueso.

Se recostó en el asiento y observó a Van Zandt con los ojos entornados.

– No. ¿Por qué?

– Porque si utilizas modelos reales sería una gran estupidez que fueran de por aquí cerca. Cualquier persona inteligente los buscaría en otra parte, tal vez en Bangkok o en Ámsterdam, en lugares con diversidad cultural. El barrio rojo de Ámsterdam dispone de una clientela interesante. Seguro que un buen artista tendría dónde elegir, y nadie echaría en falta a los modelos.

Él exhaló un suspiro.

– Jager, si tienes algo que decirme, suéltalo ya.

Van Zandt pestañeó.

– ¿Cómo que «suéltalo ya»? Frasier, eso suena muy… provinciano. De acuerdo. -Le tendió un gran sobre-. Son copias -aclaró-. Por supuesto.

Eran fotografías. En la primera aparecía Zachary Webber.

– Te la ha dado Derek. Está loco.

– Puede. Sigue mirando.

Él apretó los dientes, y al mirar la siguiente fotografía se quedó mudo. En ella vio el rostro de Claire Reynolds. Van Zandt lo sabía.

El hombre dio un sorbo de vino.

– El parecido es asombroso, ¿no crees?

– ¿Qué quieres?

Van Zandt soltó una risita.

– Sigue.

La siguiente fotografía hizo que el corazón se le desbocara, pero de ira.

– Eres un cabrón.

Van Zandt esbozó una desagradable sonrisa de satisfacción.

– Ya lo sé. Solo pretendía tener vigilado a Derek. Si hacía el mínimo intento de ir a la policía… a denunciarte… el responsable de seguridad de la empresa trataría de disuadirlo. Imagínate la sorpresa que me llevé al ver eso.

En la fotografía aparecía él junto con Derek. Él iba disfrazado de anciano pero se sostenía erguido. La imagen no revelaba su pistola, clavada en la espalda de Derek. Introdujo las fotografías en el sobre con cuidado.

– Repito: ¿qué quieres? -«Antes de morir.»

– No he venido solo, Frasier. El responsable de seguridad de la empresa está sentado a una de las mesas, a punto para llamar a la policía.

Él exhaló un suspiro de frustración.

– Que qué es lo que quieres.

Van Zandt apretó la mandíbula.

– Quiero que sigas con lo que me has estado ofreciendo hasta ahora, pero lo quiero sin dejar rastro. -Alzó los ojos, irritado-. ¿Qué clase de idiota se dedica a matar a gente a quien es posible identificar? -Extrajo un sobre más pequeño del bolsillo de su abrigo-. Aquí tienes un cheque bancario y un billete de avión para Ámsterdam, para mañana por la tarde. Sube a ese avión. Y cuando llegues allí dedícate a cambiar todas las caras de los personajes de El inquisidor. Si no, habremos terminado. -Sacudió la cabeza, ahora furioso-. ¿Tan arrogante eres? ¿De verdad creías que nadie te descubriría? Con tu estupidez, has puesto en riesgo todo lo que tengo. Haz el favor de solucionarlo. -Apuró el vino de la copa y la estampó en la mesa-. Eso es lo que quiero -dijo enfatizando cada palabra.

Él no pudo evitar echarse a reír, a pesar de la furia que hervía en sus entrañas.

– Te habrías llevado de maravilla con mi padre, Jager.

Van Zandt no sonrió.

– Entonces, ¿trato hecho?

– Claro. ¿Dónde tengo que firmar?

Jueves, 18 de enero, 19:35 horas

– Siéntense, por favor. -Vito Ciccotelli señaló la gran mesa de la sala de reuniones. Daniel hizo un rápido recuento. Alrededor de la mesa había sentadas seis personas. Ciccotelli cerró la puerta y le ofreció una silla a Susannah, que todavía temblaba como un flan.

Daniel le había propuesto que fuera él quien identificara a sus padres, pero ella había insistido en que lo hicieran juntos. Y lo habían hecho. La forense los acompañó de vuelta del depósito de cadáveres y ahora se sentaba a un extremo de la mesa, junto a la chica alta y rubia que Ciccotelli había presentado como su asesora, la doctora Sophie Johannsen.

– ¿Necesitan más tiempo? -La pregunta la formuló el compañero de Ciccotelli, Nick Lawrence.

– No -musitó Susannah-. Vamos a acabar con esto de una vez.

– Le escuchamos, agente Vartanian -dijo Ciccotelli-. ¿Qué es lo que saben?

– Hacía muchos años que no veía a mis padres. Nuestra familia se… distanció.

– ¿Cuántos son? -preguntó Sawyer.

– Ahora solo quedamos Susannah y yo. Hacía bastante tiempo que no hablábamos, hasta la semana pasada. El sheriff de nuestra localidad natal llamó para explicarnos que nuestros padres habían partido de viaje y no habían regresado. El oncólogo de mi madre lo telefoneó para interesarse por ella, puesto que se había saltado varias visitas. Era la primera vez que tanto mi hermana como yo oíamos que estaba enferma de cáncer.

– Bonita forma de enterarse -masculló Nick.

Él era el policía bueno, pensó Daniel.

– Sí. De modo que el sheriff y yo registramos la casa. Mis padres habían cerrado a cal y canto y se habían llevado todas las maletas. Encontré unos folletos sobre la mesa del despacho de mi padre, de destinos de la costa oeste. Pensé que se habría llevado a mi madre de viaje antes de que muriera. -Trató de apartar la imagen de su madre tendida sobre la plancha metálica del depósito de cadáveres. Susannah le estrechó la mano.

– ¿Necesita parar un minuto? -preguntó Jen McFain con amabilidad.

– No. El sheriff y yo estábamos a punto de marcharnos cuando reparé en que el ordenador de mi padre estaba en marcha; de hecho, en esos momentos estaba funcionando mediante control remoto. -Mientras hablaba miraba a Ciccotelli, quien en ese momento lo obsequió con un destello de interés de sus ojos oscuros.

– ¿Por qué no denunció entonces su desaparición? -quiso saber Sawyer.

– Estuve a punto de hacerlo, pero el sheriff pensó que mi madre tenía derecho a conservar la intimidad, y todo parecía indicar que se habían marchado de vacaciones.

– ¿No le preocupaba que controlaran el ordenador de su padre de forma remota? -preguntó Nick Lawrence.

– En esos momentos no demasiado. Mi padre sabía mucho de informática, le encantaba jugar con redes, placas base y cosas así. Así que… me tomé unos días libres. Quería encontrar a mi madre y comprobar que estaba bien. -Tragó saliva-. Quería volver a verla.

Les explicó lo de la búsqueda y terminó con el episodio de la oficina de correos, pero no mencionó el sobre que su madre había dejado para él. No estaba seguro de poder hacerlo.

– Sabía que debería haber denunciado lo del chantaje; Susannah estaba de acuerdo. Por eso estamos aquí.

– Entonces, ¿cuándo fue la última vez que su padre retiró dinero? -preguntó Sawyer.

– El 16 de noviembre.

Ciccotelli lo apuntó.

– ¿Qué hizo al llegar a la oficina de correos?

– Más de lo que tendría que haber hecho, más de lo que quería hacer. Pensé que si me enteraba de quién estaba chantajeando a mi padre… Le pregunté al empleado a quién pertenecía el buzón. Quería que me entregara el contenido, pero sabía que ya había llevado las cosas demasiado lejos.

Ciccotelli se removió con impaciencia.

– ¿Está esperando el redoble de tambores, agente Vartanian?

– El buzón estaba a nombre de Claire Reynolds. Ella chantajeó a mis padres y probablemente fue quien los mató. Eso es todo cuanto sé.

Esta vez los ojos de Ciccotelli emitieron algo más que un ligero centelleo. Pestañeó una vez, luego se recostó en el asiento y miró a su compañero y a su jefa sucesivamente. Todas las personas sentadas en torno a la mesa parecían anonadadas.

– Qué mierda -masculló Nick Lawrence.

Por un momento Ciccotelli no dijo nada; luego se volvió a mirar a su jefa. Sawyer se encogió de hombros.

– Es tu turno, Vito -dijo-. He hecho averiguaciones mientras estabais todos en el depósito, identificando los cadáveres. Son de fiar. Yo los pondría al corriente.

Daniel examinó todos los rostros.

– ¿Qué? ¿Qué está pasando aquí?

Ciccotelli frunció el entrecejo.

– Tenemos un problema con Claire Reynolds.

Susannah se puso tensa.

– ¿Por qué? Chantajeó a nuestros padres y ahora están muertos. ¿Qué es lo que les impide encontrarla y detenerla?

– El problema no es encontrarla. Lo que va a ser difícil es arrestar a Claire Reynolds por el asesinato de sus padres -aclaró Ciccotelli-. Está muerta. Lleva muerta más de un año.

Daniel miró a Susannah estupefacto, y luego sacudió la cabeza.

– Eso es imposible. Lleva todo un año amenazando a mi padre. Además, el empleado de la oficina de correos me dijo que todos los meses pagaba el recibo sin falta, y en efectivo.

Ciccotelli suspiró.

– Bueno, pues quien pagaba no era Claire Reynolds. ¿Sabe qué otra persona tiene motivos para chantajear a su padre?

Susannah negó con la cabeza.

– No, yo no.

– ¿Saben cómo lo hacía o por qué? -preguntó Lawrence en voz baja.

Daniel sacudió la cabeza sin pronunciar palabra. No era cierto que no lo supiera, pero la verdad que lo obsesionaba era tan horrible que decidió guardar silencio. Además, sabía que Ciccotelli no se lo había contado todo, y mientras no lo hiciera, y tal vez aunque lo hiciera, él no revelaría lo que representaba la mayor deshonra de su padre.

«Y también mía.»

Ciccotelli sacó un retrato de su carpeta y lo deslizó sobre la mesa.

– ¿Reconocen a este hombre?

Daniel miró el dibujo con atención. El hombre tenía un rostro de rasgos duros; la mandíbula aparecía rígida y los pómulos eran prominentes. La nariz era afiladísima y el mentón, muy ancho. Fueron sus ojos los que hicieron estremecerse a Daniel. Eran fríos, y el dibujante los había dotado de una crueldad que Daniel conocía demasiado bien tras tantos años como agente de la ley. Sin embargo, algo en los ojos de aquel hombre le resultaba conocido y le dio que pensar. El buzón de correos había desenterrado todos los viejos fantasmas, pero al fin y al cabo no eran más que fantasmas. Aquel hombre era real, había asesinado a sus padres y dejado que se pudrieran en una tumba sin nombre.

– No -dijo al fin-. No lo conozco. Lo siento. ¿Suze?

– No -respondió ella también-. Tenía la esperanza de conocerlo, pero no.

– Deberían oír la cinta -propuso Nick-. A lo mejor reconocen la voz.

– Muy bien, pero solo el principio -accedió Ciccotelli-. Jen.

McFain abrió su portátil.

– Esta parte no se oye muy bien, así que tendrán que prestar atención.

«Grita cuanto quieras.»

A Daniel se le heló la sangre. El corazón se le paralizó y volvió a mirar el retrato, los ojos del hombre. Lo conocía. Pero era imposible.

Susannah dejó la mano muerta, pero Daniel oyó su respiración agitada y supo que también ella lo había reconocido.

«Nadie puede oírte y nadie te salvará. Los he matado a todos.»

Cerró los ojos con fuerza, aferrándose a la mentira.

– No es posible -masculló. «Está muerto.» Por el amor de Dios, ellos habían asistido a su entierro.

«Todos creyeron sufrir, pero su sufrimiento no fue nada comparado con lo que voy a hacer contigo.»

Era él. «Santo Dios.» La bilis se le subió a la garganta.

– Párenlo -exclamó de repente Susannah-. Paren la cinta.

Jennifer McFain lo hizo al instante y Daniel notó que todos lo miraban. De pronto le pareció que en aquella sala hacía mucho calor y sintió que la corbata le oprimía.

– No les hemos mentido -empezó casi sin voz-. Ahora solo quedamos nosotros dos, pero teníamos un hermano. Murió. Lo enterramos en el cementerio de la iglesia, en el panteón familiar.

– Se llamaba Simon -prosiguió Susannah con un hilo de voz que el horror hacía temblar.

– Lleva muerto doce años. Pero esa es su voz. Y esos son sus ojos. -Daniel miró los oscuros ojos de Ciccotelli y consiguió pronunciar las palabras a pesar del horror que le atenazaba la garganta-. Si de verdad el de la cinta es Simon, tienen en sus manos a un monstruo. Es capaz de cualquier cosa.

– Lo sabemos -dijo Ciccotelli-. Lo sabemos.

Jueves, 18 de enero, 20:05 horas

Vito se pasó las palmas de las manos por el rostro, la barba incipiente le rascaba la piel. Daniel Vartanian les había relatado la historia de la muerte de su hermano en un tremendo accidente de coche y el subsiguiente entierro. Les había explicado que su hermano era una persona cruel que se divertía torturando animales, pero que también era un estudiante aventajado con muchísimo talento. En todo: del arte a la literatura, de la historia a las ciencias, las matemáticas y la informática.

Simon Vartanian era un peculiar hombre del Renacimiento nacido en el siglo xxi. Sin embargo, conocer todo aquello de poco les servía para encerrar al monstruo.

– Me parece que volvemos a tener más preguntas que respuestas -masculló Vito.

– Por lo menos ahora conocemos su nombre verdadero -dijo Nick-. Y su rostro.

– No tiene el aspecto que creíamos -repuso Daniel.

– Pero los ojos son los mismos -observó su hermana sin dejar de mirar el dibujo de Tino con una mezcla de padecimiento, horror y pesadumbre.

Vito lo guardó en la carpeta.

– Tenemos que exhumar el ataúd enterrado en el panteón familiar.

Daniel asintió.

– Lo entiendo. Una parte de mí no quiere saber lo que hay dentro. Mi padre se encargó de todo cuando Simon «murió». Él identificó el cadáver, compró el ataúd, preparó a Simon y lo llevó a casa para enterrarlo.

– El funeral se celebró con el ataúd cerrado -añadió Susannah Vartanian. Se la veía pálida en grado sumo pero se mantenía erguida en la silla y con la cabeza bien alta, como si esperara que la próxima afrenta fuera personal. Vito se preguntó qué era lo que aquel par sabía y no le contaba.

– Es lo normal cuando el difunto queda muy desfigurado -explicó Katherine-. En ese caso la muerte fue por accidente de coche y vuestro hermano sufrió quemaduras graves en el cuerpo. No por haber visto el cadáver tendríais más claro que fuera vuestro hermano.

Daniel esbozó una sonrisa apenas perceptible.

– Gracias. De todos modos, no es precisamente el aspecto del cadáver lo que me preocupa.

Nick abrió los ojos como platos.

– ¿Teme que el ataúd esté vacío, que su padre supiera que en realidad su hermano no estaba muerto?

Daniel se limitó a arquear las cejas. Junto a él, su hermana se irguió un poco más.

Esa era justo la afrenta que esperaba, pensó Vito.

– ¿Por qué motivo querría su padre simular un funeral y un entierro? -preguntó Jen.

Daniel sonrió con amargura.

– Mi padre tenía por costumbre enmendar los desastres de Simon.

Vito había abierto la boca para seguir indagando cuando Thomas Scarborough se aclaró la garganta.

– Antes ha mencionado que su familia se distanció -observó-. ¿Por qué?

Daniel miró a su hermana en busca de apoyo, de consejo. De permiso, incluso, pensó Vito.

El discreto asentimiento de Susannah apenas pudo apreciarse.

– Díselo -musitó-. Por el amor de Dios, díselo todo. Ya hemos vivido bastante tiempo eclipsados por Simon.

Jueves, 18 de enero, 20:15 horas

Van Zandt se creía muy listo al hacer que su pistolero a sueldo lo siguiera al salir del restaurante. Eso, por descontado, no iba a servirle para averiguar su auténtica dirección. Con eso el holandés solo conseguiría buscarse un quebradero de cabeza más.

«Mira que fotografiarme a mí…» Van Zandt tenía muchas agallas. Lo que, bien pensado, resultaba una gran ironía.

El responsable de seguridad de Van Zandt había estacionado en un callejón y tenía los ojos clavados en la puerta del restaurante chino de la acera de enfrente, por la que él había entrado. Esperaba que regresara al coche por el mismo camino. Sin embargo, se acercó por detrás y dio unos golpecitos en la ventanilla del conductor. El empleado de Van Zandt, sobresaltado, se volvió a mirarlo, pero al instante se relajó. Bajó la ventanilla.

– ¿Qué desea?

Su tono era belicoso, pero él se limitó a sonreír.

– Siento molestarle, señor. Pertenezco a una organización benéfica y estamos vendiendo calendarios para…

– No me interesa. -Se dispuso a subir la ventanilla, pero se retrasó un segundo más de lo debido. El cuchillo ya había alcanzado el objetivo y el responsable de seguridad de Van Zandt se desangraba como un cerdo ensartado. El hombre abrió mucho los ojos y luego su mirada se tornó vacía, regalándole una nueva imagen del momento de la muerte.

– No pasa nada -masculló-. Los calendarios son del año pasado. -Le dejó clavado el cuchillo y salió del callejón en dirección a su vehículo, convenientemente aparcado en la puerta del restaurante chino. Circuló sin trabas, dejando atrás a los pobres motoristas que se habían visto obligados a buscar aparcamiento a varias manzanas de distancia. Esa era una de las ventajas de su nuevo medio de… transporte.

Se había situado lejos del alcance visual de cualquiera a quien luego pudieran preguntarle si se había percatado de algo en relación con el asesinato del hombre a quien habían encontrado muerto en el callejón. «Si alguien es capaz de hacer una descripción, será de forma muy vaga.»

No tenía de qué preocuparse. Era raro que alguien lo mirara a la cara cuando se desplazaba de ese modo. La deformidad conllevaba algo que hacía que la gente apartara la mirada. Así él disponía de total libertad para moverse.

Jueves, 18 de enero, 20:30 horas

Daniel se quedó un buen rato mirando sus manos antes de hablar.

– Simon siempre fue un cabrón sin alma. Una vez le impedí ahogar a un gato y se puso muy furioso. Traté de convencerlo de que aquello estaba mal, pero él me molió a palos. Tenía diez años.

Katherine frunció el entrecejo.

– ¿Con diez años podía más que usted, que no es precisamente poca cosa, agente Vartanian?

– Simon es más corpulento -terció Susannah con un hilo de voz.

Daniel se la quedó mirando con una mezcla de dolor y furia contenida. Pero prosiguió.

– A medida que pasaba el tiempo, Simon iba de mal en peor. Mi padre se convirtió en juez. Las acciones de Simon comprometían su carrera, así que mi padre movió algunos hilos para apaciguar los ánimos. Le sorprendería saber lo que la gente está dispuesta a pasar por alto a cambio de dinero. A los dieciocho años Simon se marchó de casa. Luego supimos lo del accidente.

– Y lo enterramos -añadió Susannah.

– Y lo enterramos -repitió Daniel con un suspiro-. Yo me mudé a Atlanta y me hice policía, pero aún regresaba a casa de cuando en cuando. La última vez que vi a mis padres fue para celebrar la Navidad con la familia. -Hizo una larga pausa y luego sus hombros se encorvaron-. Cuando entré en casa encontré a mi madre llorando. No le ocurría muy a menudo, la última ocasión había sido durante el funeral de Simon. Había encontrado unos dibujos, hechos por él.

– ¿De animales torturados? -preguntó Scarborough.

– Algunos. Pero sobre todo eran de personas. Había recortado fotografías de revistas, imágenes de extrema violencia, y las había dibujado. Simon tenía un gran talento artístico, pero también tenía una parte oscura. En la pared de su dormitorio colgaba pósters de cuadros que plasmaban escenas siniestras.

– ¿Como cuáles? -preguntó Vito.

Daniel frunció el entrecejo.

– No lo recuerdo. -Miró a Susannah-. Uno era El grito.

– De Munch -dijo ella-. Y le gustaba Hieronymus Bosch, el Bosco. También tenía un póster de un Goya que representaba una matanza. Y otro de un suicidio. Dorothy no sé cuántos.

Daniel asentía.

– Luego estaba la frase de Warhol: «El arte es lo que dejas salir.» Eso representaba bastante lo que era Simon.

– Lo que representaba a Simon era lo que guardaba debajo de la cama -masculló Susannah.

Daniel abrió los ojos como platos.

– ¿Llegaste a ver sus dibujos?

Ella negó con la cabeza.

– No, los dibujos no. No tengo ni idea de dónde los guardaba.

– ¿Qué era lo que había debajo de la cama, señorita Vartanian? -preguntó Vito sin rodeos.

– Copias de cuadros pintados por asesinos en serie, los retratos de payasos de John Wayne Gacy entre otros.

Antes Simon Vartanian reproducía obras de otros pintores, figuras consagradas del arte macabro, y ahora creaba sus propios dibujos. Y mataba a sus propias víctimas. En la mesa se respiraba tensión, y Vito cayó en la cuenta de que los demás estaban pensando lo mismo que él. Por un momento temió que alguien se fuera de la lengua. Sin embargo, nadie dijo nada, lo cual le produjo un gran alivio. Aún había cosas que los Vartanian no les habían explicado, y mientras no lo hicieran, el círculo informativo no podría completarse.

– ¿Por qué no se lo explicó a nadie, señorita Vartanian? -preguntó Thomas Scarborough con amabilidad.

Ella volvió a alzar la barbilla, pero sus ojos expresaban vergüenza.

– Daniel se había marchado, y en algún momento tenía que dormir. Luego Simon murió y los cuadros desaparecieron. Yo entonces no sabía que recortara fotos de revistas, ni que luego las dibujara. Me acabo de enterar.

– Agente Vartanian, ha dicho que su madre encontró los recortes y los dibujos. Pero ¿por qué se peleó con su padre? -quiso saber Vito.

Daniel miró a su hermana.

– Díselo, Daniel -lo instó ella.

– Había más dibujos, hechos a partir de fotografías. Las imágenes de las revistas estaban retocadas, pero esas fotografías parecían reales. Mujeres violadas… Simon también las había dibujado.

Hubo unos instantes de silencio; luego Jen se aclaró la garganta.

– Me extraña que Simon no se llevara consigo los dibujos -observó-. ¿Dónde los encontró su madre?

– En una de las cajas fuertes de mi padre. Había varias ocultas en distintos lugares de la casa.

– Así que su padre sabía lo que escondía Simon, ¿no? -preguntó Jen.

– Sí. Mi madre le pidió explicaciones y él admitió haber encontrado los dibujos en el dormitorio de Simon después de que se marchara. Ahora me pregunto si no sería esa la causa de su marcha. Puede que hubiera agotado la paciencia de mi padre; nunca lo sabremos. Cuando yo los vi, insistí en que debíamos denunciarlo. La gente que aparecía en las fotos había sido víctima de abusos por parte de alguien. Mi padre se escandalizó. ¿Para qué airear el asunto?, dijo. Simon no podía recibir castigo alguno, estaba muerto. Solo serviría para poner en evidencia a la familia.

La hermana de Daniel lo tomó de la mano; su semblante indicaba que estaba dispuesta a aceptar lo inevitable, pero Daniel se mostraba tan distante como ella lo recordaba.

– Me enfadé mucho. Llevaba años viendo cómo mi padre limpiaba la mierda de Simon y aquello fue la gota que colmó el vaso. Estallé y estuvimos a punto de llegar a las manos, así que salí un rato para calmarme. Al volver decidí que yo mismo me encargaría de denunciar lo de las fotos, pero era demasiado tarde. Encontré las cenizas en la chimenea.

Nick agitó la cabeza con incredulidad.

– ¿Su padre, que era juez, destruyó las pruebas?

Daniel levantó la cabeza para mirarlo; sus labios dibujaban una amarga mueca de desdén.

– Sí. Me puse hecho una furia y en esa ocasión sí que le pegué. Él me devolvió el golpe. Ese día nos hicimos mucho daño. Me marché de casa y prometí no volver jamás. Y, de hecho, hasta el domingo pasado no lo hice.

– ¿Dijo algo de las fotografías? -preguntó Liz.

Él se encogió de hombros.

– No. ¿Qué podía decir? Le estuve dando vueltas durante varios días, pero al final no hice nada. No tenía pruebas. Solo las había visto de pasada, no estaba seguro de que se hubiera cometido ningún crimen, ni siquiera estaba seguro de que fueran reales y no retocadas. Además, a fin de cuentas era mi palabra contra la de mi padre.

– Pero su madre también las había visto -dijo Jen con cautela.

– Ella nunca se habría puesto en contra de mi padre, eso era algo que no se hacía y punto.

– ¿Cree que Claire Reynolds utilizó esas fotografías para chantajear a su padre? -preguntó Vito.

– Al principio se me pasó por la cabeza, pero no estaba seguro de que ella supiera que existían; además, pensé que tal vez hubiera cosas que ni yo mismo sabía. Tenía que averiguar de qué iba lo del chantaje. La carrera de mi hermana estaba en juego.

Susannah volvió a alzar la barbilla.

– Mi carrera se sostiene por méritos propios. Y la tuya también.

– Ya lo sé -respondió él-. Cuando llegué a la oficina de correos, descubrí que mi madre había alquilado un apartado a mi nombre. Dentro había esto. -Depositó un grueso sobre encima del maletín de su portátil.

Vito ya sabía lo que había dentro. Aun así se estremeció al ver las fotografías y los dibujos que el joven Simon Vartanian había creado.

– Su padre no destruyó los dibujos.

Daniel torció el gesto.

– Eso parece. Y tampoco sé dónde los guardaba.

Vito le entregó las fotografías a Liz y se pasó la mano por la nuca.

– Vamos a poner los puntos sobre las íes, ¿les parece? En primer lugar está Claire Reynolds. ¿De qué conocía a sus padres?

– No lo sé -respondió Daniel-. A ninguno de los dos nos suena haber conocido en Dutton a alguien con ese nombre.

– Claire no era de Dutton -aclaró Katherine-. Era de Atlanta.

– Nuestro padre viajaba a Atlanta de vez en cuando -explicó Susannah-. Era juez.

Jen frunció el entrecejo.

– Pero eso no explica la relación con Simon. ¿Se conocían?

– La única vez que Simon estuvo en Atlanta fue cuando le pusieron la prótesis -dijo Daniel-. Tenía una pierna amputada, y su ortopedista era de Atlanta.

– Sí -musitó Jen-. Claire también tenía una pierna amputada.

– ¿Por qué no nos lo han dicho antes? -preguntó Liz.

Daniel apretó la mandíbula.

– Hasta hace una hora, ni siquiera sabía que siguiera vivo.

– Lo siento -dijo Liz-. Debe de haberles causado una gran impresión.

La mirada de Daniel se encendió de nuevo indignado.

– ¿No me diga? -soltó con sarcasmo.

Susannah le estrechó la mano.

– Daniel, por favor. Así que Claire y Simon se conocían por lo de la prótesis. Lo que no entiendo es de qué conocía a mi padre, ni cómo se enteró de lo de los dibujos.

– Además, no tiene sentido que continuara con el chantaje después de que él llevara muerto un año -señaló Vito.

Nick hizo una mueca.

– Eso es fácil de explicar. Es posible que Simon continuara con el chantaje después de matar a Claire. Puede que quisiera sacarles dinero a sus padres.

– Pero el empleado de correos me dijo que las facturas las pagaba una mujer -observó Daniel-. Por desgracia, no podemos comprobar las grabaciones de las cámaras de seguridad de la oficina. Solo guardan las de los últimos treinta días.

– ¿Una cómplice? -sugirió Jen.

Thomas negó con la cabeza.

– No cuadra con el perfil. Me extrañaría mucho que Simon confiara en alguien lo bastante como para convertirlo en su cómplice. Puede que tuviera un cabeza de turco, pero no un cómplice.

– Pues tenemos que averiguar quién es esa mujer -concluyó Liz.

De pronto, Vito ató cabos.

– Claire tenía una novia. Tanto el doctor Pfeiffer como Barbara, la bibliotecaria, dicen que Claire era lesbiana.

Liz frunció las cejas.

– ¿No sabrán las bibliotecarias por casualidad cómo se llama la otra chica?

De pronto Vito se sintió de nuevo lleno de energía.

– No, pero me dijeron que salió una foto en un periódico, Claire besando a otra mujer. Si pudiéramos encontrar esa foto…

– No sabrás en qué periódico, ¿no? -preguntó Jen.

– No, pero era un ejemplar del mes de marzo. Claire vino a vivir aquí hace solo cuatro años, y lleva muerta uno. ¿Cuántos meses de marzo hay en tres años?

– ¿Quieren decir que Claire tuvo la mala suerte de acudir con el mismo ortopedista que Simon en Filadelfia? -preguntó Susannah-. La posibilidad cabe, pero parece remota.

– Pfeiffer buscaba pacientes para incluirlos en un estudio sobre un nuevo modelo del microprocesador de la prótesis -explicó Vito-. A lo mejor por eso fueron a parar los dos allí.

Daniel asintió.

– Si Claire conocía a Simon del ortopedista de Atlanta, tenía que saber que se le daba por muerto. Al funeral asistieron bastantes pacientes.

– Es posible que también chantajeara a Simon -dijo Katherine-. Por eso la mató.

– Y la otra mujer continuó lo que Claire dejó a medias. -Nick negó con la cabeza-. Qué fría.

– ¿Por qué precisamente ahora? -preguntó Thomas Scarborough-. Quienquiera que fuese esa mujer, continuó con el chantaje un año después de que Claire muriera. ¿Por qué tardó tanto en volver su padre?

– Iba a ocupar un cargo en el Congreso -contestó Daniel, y por el tono en que lo hizo Vito pensó que debía de conocer la respuesta a esa pregunta desde hacía pocos días-. Aún no lo había hecho público. A juzgar por sus e-mails, seguía dándole largas al hombre que se lo propuso. Supongo que pensaba que en el momento en que saltara al ring el precio del chantaje aumentaría.

– ¿Quién se conectó al ordenador de su padre el domingo? -lanzó Jen-. ¿Era Simon o el chantajista número dos? Para averiguarlo, tendremos que examinar el ordenador.

Daniel asintió.

– Se lo enviaré por correo urgente. ¿En qué más podemos ayudarles, detective?

Vito repasó mentalmente los hechos. Estaban surgiendo muchas novedades.

– Su padre volvió a Filadelfia para descubrir al chantajista, pero ¿y su madre? ¿Por qué regresó ella?

Katherine asintió.

– Buena pregunta. Su madre estaba muy enferma. Ningún médico debería haber permitido que viajara.

– No lo sé -respondió Daniel-. Yo también me lo pregunto.

– Seguro que vino para ver a Simon -dijo Susannah en tono rotundo-. Simon, siempre Simon. -Sus palabras sonaron llenas de cinismo y crispación-. El pobre Simon.

– ¿Cómo perdió Simon la pierna? -quiso saber Katherine.

Daniel sacudió la cabeza.

– Mis padres siempre decían que fue un accidente.

– Pero nosotros sabemos que no es verdad -añadió Susannah-. Vivíamos en las afueras, lejos de la ciudad. Más lejos todavía, a un kilómetro y medio, vivía un anciano en una casa pequeña. Coleccionaba trampas antiguas. Un día una de sus trampas para osos desapareció. Era evidente que la había robado Simon, pero él, con su pico de oro, convenció a todo el mundo de que no tenía ni idea de lo que le hablaban.

– Quedó atrapado en ella, ¿no? -dedujo Vito-. ¿Quién lo encontró?

Daniel apartó la mirada.

– Fui yo. Hacía veinticuatro horas que había desaparecido y decidimos dispersarnos para buscarlo. Lo encontré sangrando y desesperado de dolor. No tenía voz, había gritado durante horas enteras, pero nadie se encontraba lo bastante cerca para oírlo.

Vito sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Ahí estaba la conexión.

– Me echó a mí la culpa -prosiguió Daniel con pesadumbre-. Hasta el día en que se marchó, estuvo culpándome de haberlo dejado sufrir sabiendo dónde se encontraba. No era cierto, pero nadie logró convencerlo. Antes de perder la pierna Simon ya era mezquino, y luego…

Susannah cerró los ojos.

– Se convirtió en un verdadero monstruo. En casa se hacía siempre lo que él decía. Mi madre se volcó en él; yo nunca terminé de entenderlo. Estoy segura de que por muy enferma que estuviera, si sabía que Simon estaba vivo, rogaría que la llevaran a donde él se encontrase.

– Lo cual significa que o bien tanto su padre como su madre supieron siempre que Simon no había muerto o lo descubrieron más tarde y entonces emprendieron el viaje. -Vito escrutó los semblantes de los dos Vartanian-. Ustedes creen que como mínimo su padre lo supo siempre; si no, no les preocuparía tanto lo que encontremos al desenterrar el ataúd.

– Sí -reconoció Daniel sin alterarse-. Estamos cansados, si no desean nada más.

– Yo tengo dos preguntas.

Vito se inclinó hacia delante para mirar a Sophie, sentada al extremo de la mesa. No había pronunciado palabra en todo aquel rato.

– ¿Qué quieres preguntarles, Sophie?

– El agente Vartanian cree que su padre vino a Filadelfia para encontrar al chantajista. La señorita Vartanian cree que su madre vino para encontrarse con Simon.

Daniel la miraba con prudencia.

– Sí.

Susannah entrecerró los ojos, como si acabara de percatarse de que Sophie se encontraba presente.

– ¿Qué pinta usted en esta investigación, doctora Johannsen?

– Fui yo quien localizó los cadáveres de sus padres, y luego ayudé a la policía a identificarlos.

Daniel ladeó la mandíbula.

– Muy bien. ¿Cuáles son sus preguntas?

– Ha dicho que sus padres se registraron en el hotel con el nombre de su madre.

– Seguro que no querían que nadie supiera que estaban buscando a Claire Reynolds -dijo Susannah con frialdad.

– De entrada me parece lógico, pero hay algunas cosas que no cuadran. En primer lugar, ha dicho que el personal del hotel recordaba que su madre pasaba mucho tiempo sola en la habitación.

– Estaba enferma -dijo Daniel, exasperado-. Ella se quedaba allí mientras mi padre salía en busca de Claire.

– Pero no se quedó en la habitación el día en que sus padres fueron a la biblioteca donde Claire trabajaba. Y ese día su padre dio su verdadero nombre al preguntar por Claire. Solo que en lugar de preguntarle a la bibliotecaria o a cualquier otra persona que pudiera ayudarle, decidió dirigirse a un anciano que no hablaba inglés. Mi primera pregunta es por qué su padre eligió a un anciano ruso para preguntar por Claire Reynolds y por qué solo a él le reveló su verdadero nombre.

A Vito le entraron ganas de besarla. Sin embargo, en vez de eso se dirigió a ella en tono quedo.

– ¿Y la segunda pregunta?

– Por qué trajo los dibujos hasta Filadelfia. Quiero decir que si lo estaban chantajeando precisamente por esos dibujos, no tiene sentido que le diera al chantajista la oportunidad de pillarlo con ellos encima. No comprendo por qué no los dejó guardados en la caja fuerte. De hecho, no entiendo por qué los conservaba.

Las mejillas de Susannah Vartanian se tiñeron de rojo.

– ¿Está insinuando que nuestros padres mataron a Claire Reynolds?

«No menciones el juego, Sophie -pensó Vito-. No digas nada de Clothilde.»

– Para nada, señorita Vartanian. Lo que digo es que su padre no quería que nadie supiera que estaba buscando a Claire, por eso ocultaba su verdadera identidad. Pero al mismo tiempo quería que su madre creyera que la estaba buscando abiertamente.

La mirada de Susannah denotaba que había comprendido lo que Sophie pretendía decir.

– Mi madre no sabía nada del chantaje -soltó con rigidez-. Ella creía que habían venido a buscar a Simon.

– Pero su padre no tenía ninguna intención de que ella lo viera -musitó Vito.

– Porque él siempre había sabido que Simon estaba vivo y no quería que mi madre se enterara -dijo Daniel con gravedad-. Y también por los dibujos.

– Sin embargo se vieron -musitó Susannah-. Porque él la mató. Dios mío.

Vito miró a Liz con las cejas arqueadas en señal interrogativa. Ella asintió y entonces él se aclaró la garganta.

– Esto… Hay otra cosa que tienen que saber. Cuando encontramos a sus padres, también encontramos dos fosas vacías. Entonces no estábamos seguros, pero ahora…

Susannah palideció.

– Daniel.

Él le pasó el brazo por los hombros.

– No te preocupes, Suze. Ahora que lo sabemos, estaremos alerta. -Miró a Vito-. ¿Podemos volver a ver el retrato, por favor?

Vito colocó los retratos del anciano y de Frasier Lewis juntos sobre la mesa, frente a los hermanos Vartanian.

– Les haré una copia.

– Gracias -dijo Daniel-. Se lo agradecemos… -Pero el grito ahogado de Susannah lo interrumpió.

Con las manos temblorosas, tomó el retrato del anciano.

– Yo conozco a ese hombre. -Levantó la cabeza; ahora su rostro aparecía cadavérico-. Daniel, todos los días paseo a mi perro dos veces, por la mañana y por la noche. Lo llevo al parque que hay enfrente del edificio donde vivo. Ese hombre… -señaló el retrato- aparece de vez en cuando sentado en un banco. -Su voz se quebró-. A veces hablamos, acaricia al perro. Daniel, lo he tenido igual de cerca que te tengo a ti.

Vito miró a Sophie. Su expresión afligida denotaba que comprendía a Susannah Vartanian. Se volvió a mirarla.

– ¿Cuánto tiempo hace que lo conoce?

– Por lo menos un año. Lleva un año observándome.

– Les pondremos protección -la tranquilizó Liz-. Esperemos que no se entere de que saben que está vivo. Vengan conmigo. Les buscaré un lugar donde pasar la noche.

Jueves, 18 de enero, 21:15 horas

– Vito, espera.

Vito se detuvo frente a la puerta de la comisaría. Allí plantada, tiritando, estaba Katherine. De inmediato se puso a la defensiva. Desde la noche anterior hasta ese momento había conseguido evitarla, pero parecía que la tregua había terminado.

– ¿Cuánto llevas aquí esperando?

– Desde que ha terminado la reunión. Suponía que tarde o temprano saldrías.

Vito se volvió hacia el vestíbulo, donde Sophie aguardaba junto con Nick y Jen.

Katherine siguió su mirada.

– No piensas perderla de vista.

– No. Cada vez que pienso en que ese hombre ha ido al museo y la ha rozado…

– Lo siento, Vito. Ayer estuve fuera de lugar.

– No, lo que estabas era asustada. Y tenías razón.

– No tenía razón, y el hecho de que estuviera asustada no lo justifica. Te he dicho que lo siento. Te agradeceré que me perdones.

Vito apartó la mirada.

– Katherine, ni siquiera puedo perdonarme a mí mismo.

– Ya lo sé, y eso tiene que cambiar. Tú no hiciste nada malo. Lo que le ocurrió a Andrea fue una tragedia, pero no fue culpa tuya y no tenías manera de preverlo.

Él bajó la vista al suelo.

– ¿Cómo te enteraste?

– Fue cuando viste los informes de balística. Observé tu mirada cuando te percataste de que una de tus balas la había alcanzado. Vi cómo la mirabas la primera vez que la llevaron al depósito de cadáveres. Vito, la amabas y murió. -Katherine exhaló un suspiro-. Pero eso forma parte de tu intimidad y yo no tenía ningún derecho a utilizarlo en tu contra.

– Estabas asustada -repitió él-. Sophie es la niña de tus ojos.

A Katherine le temblaron los labios.

– La conozco desde que tenía cinco años.

– ¿Cómo la conociste? ¿Por qué dice que eres la madre que nunca tuvo?

Los ojos de Katherine se humedecieron.

– ¿Eso te ha dicho?

– Sí. ¿Por qué?

– Cuando mi hija, Trisha, iba al parvulario, Sophie era su mejor amiga. Un día mi hija llegó a casa llorando. Iba a celebrarse una merienda para madres e hijas y Sophie no pensaba asistir. Su madre no podía acompañarla.

A Vito se le encogió el corazón.

– ¿Y por qué no iba con su abuela, o con su tía?

– Anna estaba de gira y Freya tenía que acompañar a alguna parte a una de sus hijas, lo que era habitual. Iba a acompañarla Harry, pero eso habría echado por tierra la idea de una fiesta para madres e hijas, así que me ofrecí para acogerla. Desde entonces, Sophie ha sido como una hija para mí.

– ¿Y su abuela?

– Anna recortó la gira que tenía prevista y compró una casa en Filadelfia para que Sophie pudiera estar más cerca de Harry. Sin embargo, pasaron varios años antes de que Anna abandonara su carrera, así que Sophie pasaba mucho tiempo conmigo.

– ¿Qué fue lo que hizo que Anna se retirara definitivamente?

– Se había perdido mucho de la relación con sus propias hijas. Creo que al final se dio cuenta de que con Sophie y Elle se le ofrecía una nueva oportunidad.

– ¿Elle?

Katherine miró a Vito alarmada. Luego negó con la cabeza.

– Tendrá que contártelo ella, Vito. He acompañado a esa chica en todos los momentos importantes de su vida, buenos o malos. Haría cualquier cosa por protegerla. Y por que fuera feliz.

Él volvió a mirar a Sophie.

– Ahora está protegida. Y me gustaría creer que es feliz.

– Eres un buen hombre, Vito. A ti también te he visto pasar momentos buenos y malos. Somos amigos. Espero que mi estúpido comentario de ayer no destruya todo lo bueno de estos años.

– No, no lo ha hecho y no lo hará. Antes de que una bala pueda herirla, haré que me hiera a mí.

– No digas eso -susurró ella-. No tiene gracia.

– No pretendía hacerme el gracioso. ¿Qué le pasó al ver la bolsa del cadáver, Katherine?

– Eso también tendrá que contártelo ella. -Se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla-. Gracias por perdonarme. No seré tan estúpida como para volver a poner en riesgo nuestra amistad.

– Invítame a un trozo de pastel de chocolate alemán y trato hecho -dijo, y ella se echó a reír.

– Cuando termine todo esto, te haré dos pasteles. Ahora estoy rendida. Me marcho a casa.

– Te acompaño al coche -se ofreció Vito-. Tú también tienes que andarte con cuidado.

Katherine frunció el entrecejo.

– Supongo que eso tampoco lo has dicho para hacerte el gracioso.

– No. Vamos.

20

Jueves, 18 de enero, 21:55 horas

– Uau. -Sophie pestañeó al ver tantos coches en el camino de entrada de la casa de Vito-. ¿Qué pasa ahí?

– He organizado una minirreunión familiar -explicó Vito, y la ayudó a bajarse de la camioneta.

– ¿A eso llamas minirreunión? ¿Por qué la has organizado?

– Hay varios asuntos que tratar. -Miró a ambos lados de la calle aguzando la vista y Sophie se echó a temblar. Llevaba todo el camino desde la comisaría haciendo lo mismo, sin bajar la guardia ni un instante. Por otra parte, le había visto hablar con Katherine. Habían hecho las paces.

Seguro que ella le había contado algo. Resultaba imposible ignorar las preguntas que sus oscuros ojos traslucían cada vez que la miraba. También Sophie tenía preguntas que hacerle, pero Vito no había dispuesto ni siquiera de un minuto para hablar con ella desde que se despertaran a las cuatro de la madrugada. Incluso el camino de vuelta a casa se lo había pasado hablando por el móvil con Liz y Nick.

Durante las últimas horas, la unidad de transporte del estado había estado muy ocupada siguiendo la pista al presidente de oRo, Jager Van Zandt, en su trayecto por la I-95, gracias a las cámaras y los operadores de los peajes. Van Zandt había viajado a Filadelfia, lo cual a Vito le pareció muy interesante. Y, si se lo planteaba fríamente, también a Sophie se lo parecía. Mantener aquel grado de frialdad era lo único que la salvaba de caer en un estado de pánico absoluto. Y el pánico no le serviría de ayuda a nadie.

– ¿Qué asuntos? -quiso saber ella, y él la encaminó hacia la casa.

– El monovolumen es de mi hermano Dino. Ha venido a ver a sus cinco hijos, que llevan en mi casa desde el domingo. Cuánto tiempo se quedarán es uno de los puntos a tratar.

– ¿Cinco hijos?

Vito asintió.

– Sí, cinco. Ha sido muy emocionante.

Ella arqueó una ceja.

– Ahora entiendo por qué querías quedarte a dormir en mi casa. Solo lo hacías para poder descansar bien.

– Como si alguno de nosotros hubiera descansado bien una sola de estas noches. La mujer de Dino lleva unos días ingresada en el hospital. Otro de los puntos es enterarme de si hay novedades en cuanto a la fecha del alta. El viejo Volkswagen es de Tino. El Chevy es el coche de alquiler de Tess. El Buick es de mi padre; ha venido para conocerte.

Sophie abrió los ojos como platos.

– ¿Tu padre está ahí? ¿Voy a conocerlo? Tengo una pinta horrible.

– Estás preciosa. Por favor. Mi padre es un buen hombre y quiere conocerte.

Aun así, Sophie ralentizó el paso.

– Y… ¿dónde tienes la moto?

Él arqueó las cejas.

– En el garaje, con el Mustang. Si te portas bien, luego te los enseñaré. -Vaciló-. Sophie, si el asesino te observa, me habrá visto a mí también. Tengo que asegurarme de que no le ocurra nada a mi familia. Ese es el último punto a tratar.

– No había pensado en eso -musitó ella-. Tienes razón.

– Pues claro. Ahora entremos, aquí hace un frío brutal.

Sophie se vio arrastrada hasta una casa plagada de gente. En la cocina, una mujer con largos rizos castaños se encontraba frente a los fogones, mientras que un hombre alto con canas en las sienes mecía a un niño pequeño sobre su hombro. En la mesa había un adolescente con libros abiertos; estaba estudiando. En el sofá, un hombre musculoso con pelo cano y un niño sentado sobre una de sus rodillas veían la televisión a todo volumen. Otro niño yacía boca abajo en el suelo de la sala de estar con los ojos pegados a la pantalla, y un tercero se sentaba solo, obviamente malhumorado.

La única persona a quien Sophie reconoció fue a Tino; tenía el mismo aspecto que siempre había imaginado en los artistas del Renacimiento, con su pelo largo y sus ojos de mirada sensible.

Vito cerró la puerta y toda la actividad cesó. Sophie tuvo la impresión de haberse convertido de repente en el centro de atención.

– Bueno, bueno. -La mujer se acercó al vano de la puerta de la cocina con una cuchara en la mano y una sonrisa en el rostro-. Así que esta es la infame Sophie. Yo soy Tess, la hermana de Vito.

Sophie no pudo evitar sonreír a su vez.

– La mensajera. Gracias.

– Algún día me explicarás qué significado tiene ese cacharro y qué caray le pasa a la recepcionista del museo. Mientras tanto, bienvenida. -Tess la guió a la sala de estar y le presentó a todo el mundo sin entretenerse. Estaban Dino y Dominic. El niño pequeño era Pierce, el mayor era Connor y el malhumorado, Dante.

Entonces el hombre corpulento se levantó del sofá y de repente la sala pareció mucho más pequeña.

– Yo soy Michael, el padre de Vito. El retrato de Tino no te hace justicia.

Sophie pestañeó.

– ¿Qué retrato?

– No ha parado hasta conseguir que te dibujara -explicó Tino, y le tomó la mano-. ¿Cómo estás, Sophie? Hoy te han dado un buen susto.

– Ya estoy mucho mejor, gracias. -Se volvió hacia el padre de Vito-. Tiene usted unos hijos muy inteligentes y muy amables. Debe de estar orgulloso de ellos.

– Lo estoy. Y me alegro de ver por fin a Vito con una mujer. Empezaba a preocuparme que…

– Papá -le advirtió Vito, y Sophie se aclaró la garganta.

– Inteligentes, amables y varoniles -añadió ella, y oyó que Tess soltaba una risita.

Michael sonrió y Sophie descubrió de dónde había sacado Vito su aspecto de galán cinematográfico.

– Siéntate y háblame de tu familia.

Tess se apoyó en el brazo de Vito mientras su padre acompañaba a Sophie hasta el sofá con tanta solemnidad como si acompañara a una reina a sentarse en el trono.

– Estás perdido. Para cuando os marchéis ya le habrá sonsacado hasta el último detalle.

»Y luego yo le sonsacaré a él.

A Vito no le importó demasiado.

– Sophie sabe cuidarse. Tenemos que hablar, Tess.

La sonrisa que reflejaban los ojos de Tess se desvaneció.

– Ya lo sé. Tino me ha explicado que el asesino a quien buscáis fue a ver a Sophie ayer. Tiene que estar desquiciada. -Se sentaron a la mesa, con Tino, Dino y Dominic-. Habla, Vito.

– Todos habéis visto las noticias. Hemos descubierto un terreno plagado de cadáveres, y el hombre que los enterró allí ha estado observando a Sophie. No pienso perderla de vista.

Dino asintió con semblante adusto.

– ¿Y mis niños? ¿Corren peligro?

– No hay indicios de que el asesino esté pendiente de ningún policía. No obstante, es listo y sabe que andamos tras él, o sea que no puedo asegurarte nada. Hasta que todo termine, me mantendré alejado de esta casa.

Dino parecía hundido.

– No podremos volver a la nuestra hasta que no hayan cambiado toda la moqueta. Mientras, puedo buscar un piso de alquiler, pero me llevará unos cuantos días. Nadie más de la familia vive en una casa lo bastante grande para acogernos a todos.

– Sé que mamá y papá no tuvieron más remedio que vender la casa, pero ojalá hubieran tardado un poco más -rezongó Tino-. Allí cabían hasta diez niños.

La casa en que ellos habían crecido tenía muchas escaleras, todo lo contrario del piso en que ahora vivían sus padres. Eso le permitía a Michael conservar sus energías. Todos tenían las esperanzas puestas en cualquier cosa que sirviera para alargar un poco más la vida de su padre. De pronto, Vito deseó que el hombre viviera para conocer a sus hijos, a quienes imaginaba con el cabello rubio y los ojos verdes y vivos.

– Podemos irnos a un hotel -se ofreció Dino, pero su voz no denotaba mucha convicción.

– No, aquí estáis bien, Dino, de verdad. Y cuando Molly se recupere podéis instalaros en el piso de arriba. Yo me mudaré abajo, con Tino.

– Tiene razón -opinó Tino-. Tess, Dom y yo nos encargaremos de vigilar a los niños, y pronto Vito nos sacará de este apuro y podremos volver al bullicio habitual.

– Yo me quedaré por aquí hasta que Molly esté recuperada del todo -dijo Tess-, así que no tienes de qué preocuparte.

– ¿Y tu consulta psiquiátrica? -protestó Dino-. ¿Y tus pacientes?

– Los tengo a todos colocados. Además, ya no son tantos. Ahora trabajo menos horas.

Porque estaba intentando tener familia, observó Vito apenado. Tess sería una madre estupenda. Si en el mundo existía la justicia, lograría tener los hijos que tanto deseaba.

Y Sophie también. Vito se puso en pie.

– Voy a hacer la maleta. Dino, trasládate cuando quieras.

Tino esbozó una pícara sonrisa.

– A lo mejor nuestro hermanito mayor está tan dispuesto a ofrecer su casa porque sabe que pronto tendrá otra.

– Menudo bombón, Vito -añadió Dino con una mueca. Le dio un codazo a Dom-. ¿No crees?

Dominic se sonrojó.

– Parad ya -masculló.

– Le ha echado el ojo a una chica del instituto -explicó Dino, y Dominic se quedó mirando a su padre.

Tess le dio una palmadita en el brazo.

– Relájate, Dom, y vete acostumbrando. Reza para que no se entere tu abuelo si no quieres recibir una amonestación.

– ¿Qué amonestación? -preguntó Michael, que en ese momento entraba casualmente en la cocina. Sin aguardar respuesta, empezó a revolver todos los cajones.

– ¿Qué buscas, papá? -quiso saber Vito.

– Las cucharas de madera de mango largo y los pinchos esos para el maíz. Sophie les está enseñando a los chicos a fabricar una catapulta.

– Solo les falta otra excusa para empezar a tirarse cosas a la cabeza -gruñó Dino, pero se levantó para ayudar a su padre a buscar-. Así que una catapulta, ¿eh? Están muy de moda.

Tino arqueó una ceja.

– Va por ahí zumbando sobre dos ruedas, fabrica armas de asedio medievales con utensilios domésticos y tiene unas bonitas… camisetas.

Dino se echó a reír.

– Da la impresión de que es una buena guardiana, Vito.

– Ha llegado el momento de salir de esta casa. Tino, me gustaría que me echaras una mano. -Vito tenía que pedirle información sobre cámaras de videovigilancia y no quería hablar de ello delante de Tess. La aversión que la chica sentía por las cámaras ocultas estaba más que justificada puesto que unos años atrás la habían estado acechando.

Cuando Vito regresó, su padre se encontraba en el sofá, tallando un bloque de madera. Sophie estaba sentada en el suelo, ayudando a los chicos a construir un fuerte con los libros que antes aparecían perfectamente ordenados en las estanterías. Pierce levantó la cabeza; su pequeño rostro rebosaba entusiasmo.

– Estamos haciendo un castillo, tío Vito. Tendrá hasta un foso.

– Yo no he dicho nada de fosos, Pierce -lo corrigió Sophie-. A tu tío no le haría gracia que le inundáramos el salón, así que de eso nada. -Vito se estremeció cuando Connor dejo caer otra pila de libros junto a Sophie, pero ella se limitó a sonreír con dulzura-. Gracias, Connor. ¿Cómo va el contrapeso de la catapulta, Michael?

El padre de Vito la miró ofendido.

– Hacer las cosas bien lleva su tiempo, Sophie.

– Eduardo de Inglaterra solo tardó unos meses en construir la catapulta más grande de todos los tiempos, Michael -respondió ella en tono burlón-. Arrojaba pesos de hasta ciento veinte kilos. Nosotros solo lanzaremos granos de maíz, así que dese prisa.

– Ya va siendo hora de marcharse -dijo Vito-. Los chicos tienen que irse a dormir. -«Y yo también», pensó esperanzado.

– Oh, tío Viiito -protestó Pierce-. Déjanos jugar un ratito más.

– Sí, tío Viiito -imitó Sophie. Su puchero resultó más convincente que el de Pierce y los dos cómplices prorrumpieron en risas-. Al menos déjanos terminar la muralla del patio exterior. -Lo miró de soslayo con regocijo-. Si nos ayudas, acabaremos antes.

Se la veía tan contenta que fue incapaz de negarse. Se acomodó en el suelo y miró alrededor.

– ¿Dónde está Dante? Tendría que estar aquí ayudándonos.

– No ha querido jugar -explicó Pierce-. Ha dicho que no se encontraba bien.

– ¿Está enfermo? ¿Lo llevamos otra vez al médico? Igual ha estado expuesto al mercurio más tiempo del que creíais. -Vito se dispuso a levantarse, pero su padre sacudió la cabeza.

– Dante está sanísimo, solo que últimamente le da muchas vueltas a la cabeza.

– Él rompió el contador de gas -dijo Pierce sin rodeos.

Vito recordó el absoluto desespero que denotaba el semblante del chico la noche en que lo encontró llorando en el porche.

– Eso me temía. ¿Cómo ocurrió?

– En el barrio se organizó una pelea con bolas de nieve -explicó Michael-. Uno de los niños vecinos se chivó a su madre y Dante tuvo que dar explicaciones. Al principio mintió, dijo que no sabía cómo había ocurrido. Por suerte, Molly se pondrá bien y, mirándolo por el lado bueno, al chico le espera un gran futuro como bateador de béisbol en los Phillies. Menudo brazo tiene el tío.

– Dante tiene dos brazos, abuelito -lo corrigió Pierce-. Y lo has llamado «tío».

– Sí, tiene dos brazos muy fuertes -admitió Michael-. Y tienes razón, lo he llamado «tío». Lo siento, Pierce, no lo haré más. El contrapeso está listo, Sophie.

Ella los había estado observando llena de curiosidad.

– ¿Me pondrás al corriente? -le preguntó a Vito.

Él exhaló un suspiro.

– Claro, ya llevamos demasiado interés acumulado.

Jueves, 18 de enero, 23:35 horas

– Ha sido todo un detalle por parte de Tess prepararnos la cena para que nos la lleváramos -dijo Sophie, rebañando el plato. Estaba sentada en la cama, desnuda, mientras Vito disfrutaba del placer de contemplarla recostado sobre las almohadas. Ella lamió el tenedor. -Incluso frío está buenísimo.

– No estaría frío si nos lo hubiéramos comido al llegar -la provocó Vito-. Pero no, la señorita es una tigresa y no ha parado hasta subirme por la escalera a rastras.

Ella sonrió y le apuntó con el tenedor.

– Voy a ajustarte las cuentas.

Él la miró lleno de deseo.

– Sí, sí; las palabras se las lleva el viento. Ven aquí y salda tu deuda.

La sonrisa de Sophie se desvaneció. Apartó los platos con cuidado y Vito supo que había llegado el momento de quedar en paz.

– Hablando de saldar cuentas, Ciccotelli, me parece que ya es hora de hablar claro. Quiero que me expliques lo de las rosas. Me parece que ya he tenido bastante paciencia.

– Tienes razón. -Suspiró-. Se llamaba Andrea.

Sophie se sonrojó.

– ¿Y la amarás siempre?

Negarlo habría sido un error.

– Sí.

Sophie tragó saliva.

– ¿Cómo murió?

Vito vaciló, pero enseguida lo soltó.

– La maté yo.

Sophie lo miró estupefacta unos instantes; luego negó con la cabeza.

– Cuéntamelo todo, Vito. Desde el principio.

– Conocí a Andrea por un caso, el asesinato de un adolescente, su hermano pequeño.

– Vaya. -Los ojos de Sophie se llenaron de tristeza-. Qué duro debe de ser perder así a un familiar.

Vito se acordó del nombre que Katherine había pronunciado sin querer, Elle, y se preguntó quién sería. Pero ahora le tocaba hablar a él y no era su estilo hacerse el sueco.

– Nick y yo llevábamos el caso juntos y a mí me gustaba Andrea. Yo a ella también le gustaba, pero al principio se resistía.

– ¿Por qué?

– En parte porque aún estaba demasiado apenada por lo de su hermano. Temía refugiarse en mí para evitar el dolor emocional. Pero también había otros motivos que complicaban las cosas. Además de ser parte interesada en el caso, era policía, y mi categoría era superior a la suya. Sin embargo yo insistí y me dediqué a perseguirla.

Sophie esbozó una sonrisa irónica.

– Eso me suena de algo.

– Me lo pensé mucho antes de enviarte el regalo, no quería insistir si de veras tú no lo deseabas. Pero me parecías fascinante, Sophie.

– Hiciste lo correcto, dejaste la decisión en mis manos. Pero no estábamos hablando de mí, así que sigue.

– Insistí tanto que al final Andrea accedió, pero no quería que su jefe se enterara y optamos por mantenerlo en secreto hasta que supiéramos hacia dónde queríamos llevar la relación. Llegado el momento, tendríamos que tomar decisiones en el terreno profesional; no nos parecía prudente quemar las naves antes de saber si lo nuestro era para siempre.

– De entrada os parecía que sí lo era.

– Sí. Al cabo de unos meses, decidimos aclarar las cosas con nuestros jefes. Mi superior era Liz, y yo confiaba en que ella nos ayudaría a encontrar la mejor solución. Sin embargo el jefe de Andrea no era tan magnánimo, y ella temía buscarse problemas. A todo esto, Nick y yo seguíamos trabajando en el caso de su hermano pequeño y resultó que el asesino era el hermano mayor. Andrea se quedó deshecha.

– ¿Por qué un hermano mató al otro?

– Por asuntos de drogas. El mayor consumía heroína y el menor se metió por medio. La noche en que Andrea murió, yo acababa de llegar a casa tras salir de la suya cuando recibí una llamada de la comisaría. Un vecino había visto regresar al hermano mayor de Andrea y llamó al 911. -Suspiró-. Después descubrimos que ella le había dado dinero.

Sophie se estremeció.

– Lo estaba ayudando a escapar.

– Sí, pero Nick y yo no lo sabíamos. Ni siquiera se nos pasó por la cabeza dicha posibilidad. Fuimos a su casa y pedimos refuerzos para cubrir todas las salidas. Andrea no debería haber estado allí, había salido de su casa conmigo. Esa noche le tocaba guardia.

– Pero estaba allí.

Vito cerró los ojos, lo recordaba todo con absoluta claridad.

– Sí, allí estaba. El hermano de Andrea oyó que lo llamábamos por megafonía. Creemos que Andrea intentó que se rindiera y al no conseguirlo le apuntó con la pistola. Sin embargo, él le golpeó la cabeza con una silla; en ella encontramos pelo y sangre. Demasiado tarde otra vez. Evacuamos a los vecinos y luego irrumpimos en la vivienda. El hermano de Andrea empezó a disparar.

– Le había quitado la pistola.

– Sí. Ya había anochecido cuando lo acorralamos en la escalera. Él apagó la luz y todo quedó a oscuras. Nick encendió su linterna y el muy cabrón le disparó; la bala le rozó el hombro. Nick apagó la linterna, pero el hermano de Andrea siguió disparando. Cuando nuestros ojos se acostumbraron a la oscuridad logramos divisar su silueta y también la emprendimos a tiros. Al cabo de un minuto dejamos de disparar y volvimos a encender las linternas. Estaba muerto. Y ella también.

Sophie acarició el brazo de Vito.

– Oh, Vito. ¿Utilizó a su propia hermana como escudo?

– No lo sabemos. Ni siquiera sabíamos que estaba en el edificio. La había dejado inconsciente y había empezado a arrastrarla escalera abajo. Supongo que la tomó como rehén. Si le hubiera permitido llegar a la calle, la habríamos visto.

– Si le hubieras permitido salir a la calle, habría dispuesto de muchos más blancos, Vito. Se habría liado a disparar a los vecinos evacuados y a los transeúntes curiosos. Tú lo impediste. No puedo creer que te echaran la culpa.

– No lo hicieron. Hubo una investigación; pasa siempre cuando un policía dispara el arma. Esa vez fue un poco más a fondo porque hubo víctimas. Un policía también murió.

– ¿Nadie se enteró de lo tuyo con Andrea?

– No. Habíamos logrado comportarnos con mucha discreción. Solo lo sabía Nick porque le hice un comentario al verla tendida en la escalera. -«Cubierta de sangre»-. Ahora Tino también lo sabe, se lo conté el año pasado, en el primer aniversario de su muerte. Estaba destrozado.

– Lo comprendo.

– Liz se olía algo, pero no tenía ni idea de que Katherine lo supiera. Me enteré anoche.

Sophie suspiró.

– Por la cuenta que le trae, no lo habría mencionado de no temer por mi vida. Guarda muy bien los secretos, es una tumba.

Vito arqueó una ceja.

– No tanto. Me ha hablado de Elle.

Sophie alzó los ojos, sorprendida.

– Parece que la tumba ha sido profanada.

– Así que Elle murió -dijo Vito-. ¿Quién era? ¿Tu hermana?

– ¿Cómo lo has adivinado?

– Katherine dijo que Anna dejó de viajar al darse cuenta de que con Sophie y Elle se le ofrecía otra oportunidad. -Se encogió de hombros-. Además, soy detective.

– No se te dan muy bien las catapultas, pero no te lo tendré en cuenta.

Él pasó los dedos por el delicado perfil de su mentón.

– ¿Quién era Elle, Sophie?

– Mi hermanastra. Yo tenía doce años cuando nació. Había ido a Francia a pasar el verano y cuando volví a casa me encontré con un gran alboroto. Mi abuela estaba de gira cuando Lena se presentó en casa de Harry con otro regalito. Elle no tenía ni una semana.

– Tu madre tiene el instinto maternal de un cocodrilo.

– Los cocodrilos cuidan de sus crías mucho mejor que ella. Fue entonces cuando Anna se retiró definitivamente. Canceló todos sus compromisos a excepción de Orfeo, porque la función era en Filadelfia.

– O sea que tuve mucha suerte al oírla cantar.

– Sí, mucha.

– Y Anna crió a Elle.

– Lo hicimos entre Anna y yo. Sobre todo yo. Anna tampoco era precisamente maternal. «Ocúpate de ese bebé», bramaba siempre que volvía de la escuela. Pero a mí no me importaba, Elle era mía.

– Era la primera vez que algo te pertenecía de verdad, ¿no?

Sophie sonrió con gran tristeza.

– Ya te he dicho varias veces que soy bastante previsible. Elle tenía muchos problemas de salud, entre ellos una grave alergia alimentaria, así que no le quitaba ojo de encima. Y extremaba la vigilancia siempre que Lena se presentaba en casa como si tal cosa. Nunca cuidó de Elle en condiciones.

– ¿Lena volvió a casa?

– Aparecía de vez en cuando. Se sentía culpable, volvía a casa, se apoderaba de Elle y se marchaba al cabo de uno o dos días. Yo al principio tenía la esperanza de que Elle fuera lo bastante importante como para que Lena sentara cabeza, aunque no sintiera lo mismo por mí. Pero no fue así. Pasó el tiempo y Elle creció. -Sophie esbozó una sonrisa-. Era una niña preciosa. Parecía un ángel de Boticcelli, con los tirabuzones y aquellos grandes ojos azules. Yo tenía el pelo más liso que una tabla y era alta y desgarbada, pero Elle era guapísima. La gente se volvía a mirarla por la calle, y le regalaba cosas.

– ¿Cosas? ¿Qué cosas?

– Cosas inocuas, como pegatinas o muñecas. A veces le daban comida, y yo me asustaba mucho porque su alergia era muy fuerte. Siempre tenía que leer las etiquetas.

Vito creyó adivinar cómo seguía la historia.

– Y un día Lena volvió cuando tú no estabas y le dio un alimento inapropiado.

– Fue la noche de mi fiesta de graduación. Yo no salía mucho, siempre tenía que ocuparme de Elle; incluso dejé de pasar los veranos en Francia. Pero era mi graduación, y mi pareja era Mickey DeGrace.

– Debía de ser alguien muy especial -insinuó Vito en tono irónico.

– Desde mi primer año de instituto estaba loca por él. Nunca me había hecho caso, pero Trisha, la hija de Katherine, se empeñó en que me hacía falta un cambio de imagen. La cosa funcionó; por primera vez era Mickey quien estaba loco por mí. Llegó la noche de la fiesta y… bueno, desaparecimos del baile. Mickey conocía los mejores rincones del instituto. Yo me sentía tan emocionada de que se interesara por mí que lo seguí.

Sin duda eso no era nada bueno, pensó Vito. La culpabilidad que Sophie sentía por la muerte de su hermana iba de la mano de la que le provocó su primera experiencia sexual.

– ¿Qué ocurrió, Sophie?

– Estábamos… ya sabes. Cuando noté los golpecitos en el hombro pensé que iban a expulsarme. Vi cómo las expectativas de mi amigo se desvanecían ante mi primera y única indiscreción.

– ¿Eras virgen? -dijo Vito, y ella asintió.

– Supongo que eso fue lo que atrajo a Mickey. Se había acostado con todas las demás y yo era carne fresca. La cuestión es que me estaba preguntando cómo iba a explicar… aquello cuando reparé en la cara de la profesora y… comprendí lo que había ocurrido. Ella ni siquiera vio a Mickey subirse los pantalones.

– Era Elle. Lena había vuelto.

– Lena había vuelto y se había llevado a Elle a la heladería. La profesora me llevó allí corriendo, pero ya era demasiado tarde. Vi a Katherine llorando. -Sophie exhaló un hondo suspiro-. Estaba cerrando la bolsa del cadáver cuando yo llegué, aún con mi vestido de noche. Levantó la cabeza, y al verme…

Sophie se estremeció.

– Ocurrió lo mismo que el domingo pasado -aventuró Vito, y ella asintió.

– Lo mismo. Lo siguiente que recuerdo es haberme despertado aquí. Mi tío Harry estaba durmiendo ahí. -Señaló una silla-. Elle había muerto. Lena le había pedido una copa de helado con doble acompañamiento de frutos secos. Se le hinchó la garganta y se ahogó. Lena la mató. -Sophie levantó la cabeza, tenía la mirada llena de amarga ira-. Te dije que tenía buenos motivos para odiar a mi madre, Vito.

– ¿Sabía Lena lo de su alergia?

Los ojos de Sophie echaban chispas.

– Para eso tendría que haber pasado un poco más de tiempo con ella. Mira, no sé qué sabía Lena, lo que sé es que no podía aparecer y llevarse a Elle tan alegremente. Elle era mía.

Vito recordó las palabras pronunciadas por Katherine el domingo anterior en el escenario del crimen. «Fue un accidente», dijo. Vito estaba de acuerdo, pero no cometió el error de decirle lo mismo a Sophie.

– Lo siento, cariño.

Ella tomó aire y luego lo soltó.

– Gracias. El hecho de compartirlo ayuda. Después de su muerte me deprimí mucho. No podía soportar vivir más tiempo en esta casa, todo me recordaba a Elle, así que Harry me envió con mi padre. Alex me convenció para que me quedara en Francia y fuera a la universidad de París. Allí conocí a Étienne Moraux. Alex tenía contactos y dinero para pagarme los estudios. Yo conseguí un buen expediente, aprender a hablar francés con fluidez y la doble nacionalidad. Me convertí en una buena ayudante para Étienne, uno de los arqueólogos más prominentes de Francia.

– ¿Y cómo conociste a Brewster?

– Anna quería que regresara a casa, así que envié una solicitud a la Universidad Shelton para cursar allí el doctorado. Alan Brewster ya era toda una leyenda y hacerlo con él suponía mucho, mucho prestigio. -Se estremeció-. Lo de «hacerlo con él» no va con segundas.

– No lo pensaba -dijo Vito-. O sea que cursaste el doctorado con Brewster. ¿Y luego?

– Nos enamoramos locamente. Siempre que salía con alguien de mi edad me acordaba de Mickey DeGrace, y de Elle, así que dejé de ir con chicos. Hasta que conocí a Alan. Era el primer hombre que no me recordaba a Mickey. Creía que me amaba. Fuimos a trabajar a una excavación de Francia y Alan empezó a mostrarse atento conmigo. Al cabo de muy poco ya hacíamos salir humo de su tienda de campaña. Más tarde descubrí que estaba casado y que siempre se acostaba con sus ayudantes, y que… luego lo iba aireando por ahí. De todas formas, me puso un excelente -añadió con amargura-. Dijo que era una de las ayudantes más «hábiles» que había tenido.

Vito recordó esas mismas palabras pronunciadas por Brewster y pensó que ojalá le hubiera pegado un puñetazo a aquel traidor cuando tuvo la oportunidad. Ahora había desaparecido. Tal vez debiera haberlo vigilado más, reflexionó.

– Y yo te dije que era un imbécil y que lo mejor que podías hacer era olvidarlo.

– Y eso hice, más o menos. Regresé con Étienne. Me ofreció una plaza en su programa de doctorado. Por fin me doctoré y Anna quiso que regresara a casa. Conseguí un puesto en una universidad de Filadelfia, pero entonces Amanda y Alan entraron en acción y todo el mundo me rehuía o se burlaba de mí. Así que volví a Francia, me evitaba problemas. Trabajé durante meses para que me aceptaran en la excavación del castillo de Mont Vert, y cuando por fin lo había conseguido Harry me telefoneó para decirme que Anna había sufrido un derrame. Lo dejé todo y regresé a casa. -Arqueó las cejas-. Luego Ted me ofreció trabajo en el museo y me salieron las clases en Whitman. Y te conocí a ti.

– Pero tu padre era rico. ¿Por qué te hacía tanta falta el dinero?

– Alex me dejó una buena herencia, pero me lo he gastado casi todo en las residencias de ancianos. Y esto es todo.

– Gracias por explicármelo. -Extendió el brazo y ella se arrimó.

– Gracias a ti también. Pase lo que pase con lo nuestro, Vito, no le contaré a nadie lo de Andrea, aunque no tienes que avergonzarte de nada. Ella hizo su elección. Y tú hiciste tu trabajo.

Vito frunció el entrecejo. Él ya había decidido qué quería que pasara con aquella relación. Deseaba a Sophie desde el momento en que la vio por primera vez, pero su deseo se transformó en ganas de quedarse junto a ella para siempre al darse cuenta de cómo había conseguido hacer reír a sus sobrinos gracias a una catapulta que lanzaba granos de maíz y estaba fabricada con una cuchara de madera y un pincho, y el contrapeso que había tallado su padre.

Le preocupaba que ella no lo tuviera tan claro. Pero ya tendría tiempo de pensar en eso. Le dio un beso en la sien y apagó la luz.

– Vamos a dormir.

– Oh, tío Viiito -protestó ella en la oscuridad-. ¿No podemos quedarnos despiertos un ratito más?

Él se echó a reír.

– Solo cinco minutos. -Y ahogó un gemido cuando ella deslizó la mano por su cuerpo y le rodeó con ella el miembro.

– O diez.

Sophie ocultó la cabeza bajo las sábanas y él cerró los ojos expectante.

– Bueno, tómate el tiempo que necesites.

Viernes, 19 de enero, 7:15 horas

– ¿Hola? -gritó Sophie al entrar en el Albright-. ¿Hay alguien en casa?

– Este lugar sin luz resulta muy tétrico con todas esas espadas y armaduras -susurró Vito-. No me sorprendería que en cualquier momento aparecieran Fred, Velma y Scooby-Doo.

Ella le clavó un codazo en las costillas y se alegró al oírlo gruñir.

– Silencio.

Darla salió de su despacho y, al ver a Vito, abrió los ojos como platos.

– ¿Quién es este?

Sophie se bajó la cremallera de chaqueta y encendió la luz.

– Darla, el detective Ciccotelli. Vito, Darla Albright, la esposa de Ted. Por favor, dile que no estoy metida en ningún lío.

Vito y Darla se estrecharon la mano.

– Encantado de conocerla, señora Albright. -La saludó con la cabeza, bajándola un poco más de lo habitual-. Sophie no está metida en ningún lío. Siempre lía las cosas, pero eso es distinto.

Darla se echó a reír.

– Qué me va a contar. Sophie, ¿por qué siempre vienes acompañada?

– Tengo problemas con el coche -respondió, y Darla la miró con tan poco convencimiento como Ted.

– Ya. Bueno, encantada de conocerle, detective. Sophie, has recibido un paquete. Al llegar lo he encontrado en la puerta. -Señaló el mostrador y regresó a su despacho.

Sophie miró la cajita marrón y luego a Vito.

– Esta semana he recibido un regalo agradable y otro desagradable. ¿Qué hago? ¿Abro esa caja o miro qué hay detrás de la segunda cortina?

– Yo la abriré -dijo Vito, y se puso unos guantes muy finos. Al leer la tarjeta se quedó perplejo-. O es un código secreto o es ruso.

Sophie sonrió al leer la nota.

– Son letras cirílicas. El paquete es de Yuri Petrovich. «Para tu exposición.» Ábrelo, por favor. -Vito lo hizo y Sophie ahogó un grito de sorpresa y alegría-. ¡Vito!

– Es una muñeca -dijo él.

– Es una matrioshka. Un juego de muñecas que van una dentro de otra.

– ¿Tiene valor?

– ¿Material? No. -Abrió la primera muñeca y encontró otra nota que hizo que se le hiciera un nudo en la garganta-. Pero su valor sentimental es inestimable. Pertenecía a su madre, es una de las pocas cosas que se llevó de Georgia. Quiere cedérmela para la exposición sobre la Guerra Fría. Ayer estuvo aquí, quería darme las gracias. Nunca se me habría ocurrido pensar que me regalaría una cosa así.

– ¿Por qué te está tan agradecido?

– A través de Barbara, la bibliotecaria, le envié una botella de un vodka muy bueno. La tenía mi abuela en el mueble bar y estaba sin abrir. Pensé que él la apreciaría mucho más que ella.

– Está visto que le has causado muy buena impresión, Sophie Alexandrovna -la provocó Vito, y luego la besó con delicadeza-. Como a mí.

Ella sonrió y guardó la muñeca en la caja.

– ¿Quieres visitar el museo?

– No tengo tiempo. -Se puso serio-. Pero quiero que me muestres el lugar donde viste a Simon.

Sophie lo condujo hasta el mural con las fotos de las expediciones de Ted Primero.

– Fue aquí.

Vito asintió.

– ¿Y qué te dijo exactamente?

Sophie se lo explicó. Luego sacudió la cabeza mientras observaba el lugar donde había estado Simon.

– ¿Qué pasa? -preguntó Vito-. ¿Te has acordado de alguna otra cosa?

– Sí, pero no tiene nada que ver con Simon.

– ¿Qué es, Sophie? -la instó él con suavidad-. Dímelo.

– Pensaba en Annie Oakley, la francotiradora del circo. Hizo demostraciones para varios monarcas europeos. Un día eligió a un voluntario de entre el público y de un disparo hizo caer la ceniza del cigarrillo que sostenía en la boca. Ese hombre resultó ser el káiser Guillermo. Lo que ocurrió luego forma parte de la historia. Sin embargo se dice que más tarde Annie lamentó no haber errado el tiro para así haber evitado la Primera Guerra Mundial.

– No la habría evitado -repuso Vito-. Un hombre solo no empieza una guerra.

– Eso es cierto, pero creo que comprendo un poco cómo se sintió Annie. Cuando vi a Simon, acababa de terminar la visita de la reina vikinga -dijo con un hilo de voz-. Llevaba un hacha al hombro, y cuando me miró la aferré con fuerza porque se me puso la carne de gallina. Obviamente me dominé. Pero ahora pienso que ojalá me hubiera dejado llevar por mi impulso.

Vito la asió por los hombros y la volvió hacia él.

– Sophie, ese hombre ya ha matado a mucha gente y eso no podías evitarlo. Además, no me gustaría que tuvieras que pasarte la vida amargada por el recuerdo de ese hombre con un hacha clavada en la cabeza. Deja que seamos nosotros quienes nos encarguemos de él. Luego, cuando esté entre rejas, míralo todo lo que quieras.

– De acuerdo -musitó ella, pero la imagen del hacha clavada en la cabeza de un hombre que había matado a tanta gente se le antojó de lo más agradable.

Viernes, 19 de enero, 8:00 horas

Vito lanzó la caja de donuts sobre la mesa.

– Espero que estés contenta.

Jen miró dentro de la caja.

– No son de la panadería de tu barrio.

Vito la estudió con los ojos entornados.

– No me gustaría tener que pegarte, Jen.

Ella esbozó una sonrisa burlona.

– No creía que fueras a traer más donuts. Lo dije solo para fastidiarte.

– Hablando de fastidiar -empezó Nick mientras se acomodaba en una de las sillas-, ¿sabéis ese ruido tan molesto que se oye todo el rato en la cinta? Ese que suena como un chirrido. Los del departamento de electrónica creen que es la polea de un ascensor.

Jen tomó un donut glaseado.

– Eso acota un poco las posibilidades.

El resto de los miembros del equipo entraron en la sala y ocuparon sus asientos alrededor de la mesa: Liz, Nick y Jen a un lado; Katherine y Thomas Scarborough al otro. Vito se dirigió a la pizarra y anotó «Zachary Webber» en el tercer recuadro de la primera fila antes de tomar asiento en el extremo de la mesa.

– Solo nos faltan dos víctimas por identificar.

– No está mal, Vito -lo alabó Liz-. No pensaba que lograrais identificar siete de los nueve cadáveres en menos de una semana. Como ya los tenéis casi todos les he asignado otro caso a Bev y Tim. Se me está acumulando el trabajo.

– Esos dos nos han ayudado mucho -dijo Nick-. Los echaremos de menos -añadió con tristeza. Pero se animó de inmediato-. Como no están, tocamos a más donuts por cabeza.

– Bien dicho -soltó Jen con una sonrisa, y se chupó los dedos. Luego deslizó una hoja de papel hacia donde estaba Vito-. Según los geólogos de la Secretaría de Agricultura, estas son las zonas dentro de un radio de ciento cincuenta kilómetros en las que se encuentra normalmente el tipo de tierra de las fosas.

Vito sacudió la cabeza al ver el mapa.

– Eso son decenas de hectáreas, no nos ayuda en nada.

– Cientos -lo corrigió Jen-. Lo siento, Vito, es todo lo que podemos conseguir de momento.

– ¿Qué hay del lubricante de silicona? -preguntó él, y Jen se encogió de hombros.

– He enviado una copia de la formula a todos los pequeños laboratorios que se anuncian en la revista que te dio el doctor Pfeiffer. Aún no tengo respuesta de ninguno. Hoy volveré a llamar.

– ¿Katherine?

– He enviado una petición al forense de Dutton para que consiga el certificado de defunción de Simon Vartanian. Y también he iniciado los trámites para la exhumación del cadáver de quienquiera que esté enterrado en la tumba de Simon.

– ¿Cuándo empezarán a cavar? -preguntó Liz.

– Con suerte, esta misma tarde. El agente Vartanian hizo anoche unas cuantas llamadas para agilizar las cosas.

Vito miró alrededor de la mesa.

– Daniel y Susannah Vartanian. ¿Opiniones?

– Se sorprendieron de veras al saber que Simon sigue vivo -dijo Thomas-. Lo raro es que no preguntaran cómo encontramos a sus padres.

– A lo mejor pensaban que no íbamos a decírselo -apuntó Jen.

Nick negó con la cabeza.

– Yo lo habría preguntado, sobre todo después de lo que se ha hablado en las noticias de este caso. No es ningún secreto que en ese terreno encontramos un montón de cadáveres. Incluso después de tener toda la zona cubierta con un toldo han aparecido imágenes aéreas en televisión, y Simon lleva unos cuantos días en Filadelfia. Yo en su lugar querría saber si mis padres estaban enterrados ahí. Pero los Vartanian no hicieron ni una sola pregunta al respecto.

– Yo por una parte lo habría preguntado -dijo Jen-. Pero por otra no sé si querría saberlo.

Una de las comisuras de los labios de Liz se arqueó.

– Hay una buena noticia, y es que la ex novia de Greg Sanders se presentó anoche en la misa que se celebró en memoria del chico. Había estado huyendo de los acreedores de Greg; quienes entraron en su piso fueron personas a las que Greg debía mucho dinero por culpa del juego. El señor Sanders se ofreció a pagar las deudas de su hijo para proteger a Jill.

– Incluso después de muerto tiene que ayudarlo -masculló Vito-. Me pregunto cuánta inmundicia habrá tenido que limpiar el padre de Simon para salvaguardar su honor. ¿Qué más?

– Tenemos los resultados del análisis de las cartas de Claire Reynolds -prosiguió Jen-. El grafólogo a quien he consultado opina que es «bastante probable» que fuera la misma persona quien firmó las dos cartas.

– Ah, tenemos muestras de escritura de oRo -recordó Vito-. De Van Zandt y de su secretaria. Puedes pedirle al experto que también las compare con las firmas.

– Lo haré. En cuanto a la carta en la que el doctor Gaspar de Texas solicita el historial de Claire, resulta que tal persona no existe. La dirección corresponde a un centro veterinario.

Liz ladeó la cabeza, perpleja.

– ¿Recibieron allí el historial de Claire?

– No lo sé. Hoy telefonearé al centro. En el laboratorio han examinado la tinta de la carta y parece igual a la de la otra. Claro que en toda la ciudad pueden encontrarse muchísimas más hojas impresas con esa misma tinta, pero resulta curioso que coincidan la marca y el modelo de la impresora; seguro que quiere decir algo.

– ¿Hay huellas? -quiso saber Vito.

Jen soltó una risita burlona.

– ¿En la carta de dimisión? Cientos. Probablemente resultaría imposible aislarlas. Sin embargo en la carta del doctor hay muy pocas. ¿A manos de quién pudo ir a parar?

– De Pfeiffer y su recepcionista. Solicitaremos sus huellas y las eliminaremos de la carta.

– Me ocuparé de ello en cuanto lleguen a la comisaría -se ofreció Jen.

– ¿Le pediste a Sophie que echara un vistazo a la marca de la mejilla de Sanders? -preguntó Nick.

Vito puso mala cara. Se le había olvidado.

– No, anoche las cosas se complicaron demasiado tras oír la cinta. Se lo pediré hoy.

– ¿Has averiguado algo sobre el alumno que le preguntó lo de las marcas con hierro candente?

– ¿Qué alumno? -quiso saber Liz.

Vito frunció aún más el entrecejo.

– No, con todo el lío de lo de oRo no me ocupé de eso. Sophie me explicó que hace unos días uno de sus alumnos le pidió información sobre la práctica medieval de marcar la piel con un hierro candente, pero también me dijo que era un parapléjico que iba en silla de ruedas.

– Dame los datos del chico -dijo Liz-. Yo me encargaré de investigarlo. Tú ocúpate de Simon.

– Gracias, Liz. -Vito trató de ordenar sus ideas-. Las únicas personas que sabemos seguro que han visto a Simon, aparte de sus víctimas, son empleados de oRo, en especial Derek Harrington y Jager Van Zandt, y los dos han desaparecido.

– Y el doctor Pfeiffer -añadió Katherine-. Si el motivo de que Claire se cruzara en el camino de Simon es que los visitaba el mismo ortopedista, quiere decir que Pfeiffer también lo ha visto.

Vito esbozó una sonrisa sagaz.

– Tienes razón. Necesitamos una orden judicial para obtener el historial médico de Simon. ¿Con qué nombres puede estar registrado? No creo que firmara como Simon Vartanian.

– Frasier Lewis -dijo Nick, y empezó a contar con los dedos-. Bosch, Munch.

– Warhol, Goya, Gacy… -Jen se encogió de hombros-. Los de todos los autores de los cuadros que los Vartanian nos contaron que Simon tenía en las paredes de su habitación y debajo de la cama.

Nick anotó los nombres en su cuaderno.

– También tenemos que encontrar a la segunda chantajista. Si era la novia de Claire, debe de saber si ella conocía dónde vivía Simon. Puede que algún día lo siguiera al salir de la consulta.

– O sea que tenemos que conseguir la fotografía del periódico -concluyó Vito.

Llamaron a la puerta y Brent Yelton asomó la cabeza.

– ¿Puedo pasar?

Vito le indicó que entrara con un gesto de la mano.

– Pasa, por favor. ¿Qué has descubierto?

Brent se sentó y colocó su portátil sobre la mesa.

– He examinado a fondo el ordenador de Kay Crawford, la modelo a quien Simon no llegó a poner la mano encima. He encontrado el virus. Funciona como yo creía: es un troyano que se activa mediante la respuesta al e-mail. Esta mañana se ha borrado toda la información del ordenador desde el que yo respondí a Bosch, lo que quiere decir que tarda más o menos un día en actuar.

– ¿Te ha contestado al mensaje que le enviaste diciendo que aceptabas su oferta de trabajo? -preguntó Liz.

– No. Y tampoco ha vuelto a consultar el currículum de Kay en la página de tupuedessermodelo.com; parece que ha perdido el interés por la chica. Para ella es una suerte, pero para nosotros no.

– Por lo menos está viva -dijo Vito-. Es mucho más de lo que podemos decir de todos los otros.

– Hablando de los otros -empezó Brent-, tengo que enseñaros una cosa. Recibí una llamada del informático que trabaja con los detectives de Nueva York.

– Carlos y Charles -aclaró Nick.

– ¿Carlos y Charles? -exclamó Liz con una risita-. Suena casi tan gracioso como…

– Sí, sí, Nick y Chick -soltó Vito alzando los ojos en señal de exasperación-. Ya lo habíamos pensado. Bueno, ¿qué te dijo el informático?

– No es tanto lo que me dijo como lo que me entregó. -Brent le dio la vuelta al ordenador para que Vito y los demás pudieran ver la pantalla-. Son las intros que encontraron en un CD sobre el escritorio de Van Zandt.

Observaron las imágenes horrorizados.

– Es Brittany Bellamy -masculló Vito mientras veía cómo la chica que aparecía en la pantalla era arrastrada hasta una silla inquisitorial. Guardaron silencio y escucharon los gritos de la chica hasta que Brent alargó el brazo y cerró el archivo.

– Lo que sigue es mucho peor -dijo con la mandíbula tensa-. En el segundo CD aparece Warren Keyes. Lo estiran en un potro y luego…

– Lo destripan -adivinó Katherine, con semblante adusto.

Brent tragó saliva.

– Sí. Bill Melville sale en el tercer CD, pero las imágenes no son de una intro. Son del juego. El jugador es el inquisidor y lucha contra Bill, que es un caballero. Los movimientos son increíbles. La física de ese videojuego es de lo mejor que he visto nunca.

– ¿Crees que el experto que contrató Van Zandt, al que captó de una empresa de la competencia, colaboró con Simon en esto?

– No necesariamente. La gracia del funcionamiento de un videojuego consiste en los movimientos que tiene almacenados: las carreras, los saltos, los golpes… Todo está programado de antemano, forma parte de la estructura básica. Luego el diseñador decide las características físicas de los personajes, la altura, el peso, etcétera, y el propio programa toma los movimientos almacenados en su memoria y pone en acción a cada personaje del modo correcto. Un personaje esbelto se mueve con agilidad mientras que los movimientos de uno grueso son más pesados. Luego el diseñador crea el rostro de los personajes con otro programa y lo importa hasta el programa de acción. Es como si se creara un personaje en movimiento a partir del esqueleto. Una vez que el experto en física para videojuegos tuvo diseñado el programa de acción, Simon pudo trabajar por su cuenta, más aún con sus conocimientos de informática.

– Qué maravilla -musitó Jen, y al momento pestañeó, avergonzada-. Lo siento, me he dejado llevar por las explicaciones tecnológicas. Entoonces, ¿a Bill lo matan con un mangual?

– Sí y… sí. En la versión estándar lo golpean y cae de bruces. No tiene mucha gracia. Pero si se introduce esto… -Brent les mostró una hoja. Era una copia de un papel más pequeño en el que había anotados números-. Aparece una sorpresa, un regalito para el jugador. En esta versión, cuando a Bill Melville lo golpean con el mangual, le abren literalmente la cabeza.

– Que es tal como murió en realidad -masculló Katherine.

– Déjame ver ese papel -dijo Nick, y aguzó la vista-. Esto no lo ha escrito Van Zandt. Si lo comparamos con la nota que nos dejó, se observa que la caligrafía es distinta. -Miró a Vito-. Puede que nos encontremos ante una auténtica obra de Simon Vartanian.

Vito soltó una risita.

– Jen, pídele también al grafólogo que compare esto con las firmas. Lo uno son números y lo otro, letras, pero puede que descubra algo. Buen trabajo, Brent. ¿Qué más?

– La iglesia. Sabéis que en la grabación Simon menciona una iglesia. Después de la pelea en la que Bill Melville muere, aparece una intro. Se entra en una cripta donde hay dos efigies, la de una mujer rezando y la de un hombre con una espada.

– Warren y Brittany -observó Vito-. ¿Qué más?

– La cripta se encuentra junto a una iglesia. Y desde la iglesia se desciende a una mazmorra.

Vito se incorporó en la silla.

– ¿Se ve la iglesia?

Brent hizo una mueca.

– Sí y no. La iglesia que aparece es una abadía francesa, una muy famosa. Simon no la ha diseñado, pero la calidad de la reproducción es impresionante.

– ¿Y eso qué quiere decir? ¿Mata a sus víctimas en una iglesia o la mención que hace en la cinta es puramente simbólica? -preguntó Vito-. ¿Thomas?

– Yo creo que solo menciona la iglesia de forma simbólica -respondió Thomas-. La mayoría de las iglesias que hay por aquí cerca no se parecen en nada a esa, y no olvidéis que está obsesionado con el realismo. Además, un edificio así de grande se encontraría en una zona céntrica o por lo menos habitada. Si fuera así la gente oiría los gritos y él le dice a las víctimas que nadie puede oírlas. No obstante, por si me equivoco, podemos comprobar cómo son las iglesias que se encuentran dentro de las zonas señaladas en el mapa de la Secretaría de Agricultura.

– De acuerdo -convino Vito-. Ya sabemos cuáles son los siguientes pasos. Exhumar la tumba de Simon para asegurarnos de que no es él quien está enterrado. Pedirle el historial de Simon al doctor Pfeiffer. Encontrar a la segunda chantajista. Investigar al alumno de Sophie y comprobar cómo son las iglesias del mapa que nos ha facilitado Jen. Y dar con Van Zandt. Ayer tomó la autopista de Pensilvania y, según Charles y Carlos, todavía no ha regresado a Manhattan. Hemos dictado una orden de busca y captura, inclusive en los aeropuertos, por si intenta salir del país. -Vito miró alrededor de la mesa-. ¿Algo más?

– Que Kay Crawford os está agradecida -dijo Brent-. No sabe gran cosa de la investigación, pero es consciente de que se ha librado de algo muy serio. Me ha pedido que os dé las gracias a todos.

– ¿Y a ti? ¿Te ha dado las gracias? -preguntó Liz, dirigiéndole una mirada risueña.

Brent trató de evitar sonreír, pero le fue imposible.

– Todavía no. Quería invitarme a cenar pero le he dicho que era mejor dejarlo para cuando todo esto termine. Eh -exclamó cuando Nick soltó una risita-, ya me dirás de qué otro modo se las arreglaría un tipo como yo para salir con una rubia explosiva de un metro ochenta.

La sonrisa de Vito se desvaneció al instante.

– ¿Qué pasa?

Brent miró alrededor. Todo el mundo ponía mala cara.

– ¿He dicho algo malo? La chica es rubia y alta, y está buenísima.

– ¿Tienes alguna foto? -preguntó Nick.

– Solo la que aparece en tupuedessermodelo.com.

Brent la mostró y el corazón de Vito se paralizó.

– Santo Dios -musitó.

– ¿Qué pasa? -insistió Nick.

El semblante de Nick expresaba gravedad.

– Se parece a Sophie Johannsen.

Jen se estaba poniendo enferma.

– Ahora ya sabemos por qué Simon dejó de interesarse por la modelo.

– Porque prefiere a Sophie. -A Katherine se le quebró la voz-. Vito.

– Ya lo sé. -Vito dominó el terror que lo invadía-. Liz, tenemos que…

– Enviaré a un agente al museo -dijo Liz-. Sophie estará vigilada las veinticuatro horas del día, siete días a la semana, mientras no hayamos encerrado a Simon. No le pondrá la mano encima, Vito.

Vito, tembloroso, asintió.

– Gracias. Vamos. Cuidaos. Y encontrémoslo ya, por favor.

21

Viernes, 19 de enero, 9:30 horas

– Sophie.

Sophie levantó la cabeza del ordenador y vio a Ted Tercero plantado en la puerta de su despacho con expresión furiosa.

– Ted.

– No me vengas con familiaridades. ¿De qué va todo esto? -exigió saber Ted-. Una cosa es que la policía te acompañe al trabajo, pero resulta que me han invadido el museo. ¿Qué narices está pasando?

Sophie suspiró.

– Lo siento, Ted. Yo tampoco lo he sabido hasta hace media hora. Estoy colaborando con la policía en un caso.

– Sí, resuelves sus dudas históricas. Ya me acuerdo.

– Bueno, parece que a alguien no le ha gustado nada que los ayude y creen que podría correr peligro. Por eso han enviado agentes para vigilar que no me ocurra nada. Es una medida temporal.

La expresión airada de Ted se tornó preocupada.

– Dios mío, por eso llevan toda la semana acompañándote. No tienes ningún problema con la moto ni con el coche.

– Bueno, con la moto sí. Me han llenado el depósito de azúcar. -Pero Amanda Brewster había actuado con inteligencia y se había puesto guantes. La policía no había encontrado ni una sola huella.

– Sophie, no intentes desviar mi atención. ¿Qué aspecto tiene esa persona?

– No lo sé.

– Sophie. -Ted la miró con el ceño fruncido-. Si alguien supone un peligro para ti, todo el museo está en riesgo. Dime cómo es.

Sophie sacudió la cabeza.

– Si lo supiera, te lo diría. Pero no lo sé, de verdad. -Podía ser joven o viejo. Podía ser cualquier persona de cualquier grupo. Se había pasado un año entero acechando a su propia hermana y ella no lo había reconocido. Un escalofrío recorrió la espalda de Sophie. Podría tenerlo justo enfrente y ni siquiera sospecharlo-. Si quieres, me marcharé.

Ted soltó un resoplido.

– No, no quiero que te marches. Tenemos cuatro visitas programadas para hoy. -Se la quedó mirando con expresión cariñosa e irónica a la vez-. No será todo una treta para no tener que hacer de Juana de Arco, ¿verdad?

Sophie se echó a reír.

– Ojalá se me hubiera ocurrido una cosa así. No, no es ninguna treta.

Ted se puso serio.

– Si en algún momento corres peligro, ponte a gritar.

Sophie sintió otro escalofrío en la espalda, esta vez más intenso, y su sonrisa desapareció al instante.

– De acuerdo, eso haré.

Ted miró el reloj.

– Por desgracia, la fiesta continúa. A las diez te toca hacer de vikinga. Será mejor que empieces a maquillarte.

Atlanta, Georgia,

viernes, 19 de enero, 10:30 horas

Frank Loomis los esperaba en el aeropuerto.

– Siento lo de vuestros padres.

– Gracias, Frank -dijo Daniel. Susannah apenas habló, se fe veía débil. Tras enterarse de que Simon llevaba un año acechándola, ambos tenían los nervios de punta.

– Tengo que decirte una cosa, Daniel; de todos modos no tardará mucho en correr la voz. Vamos a exhumar la tumba de Simon. Tenéis que estar preparados para véroslas con unos cuantos periodistas.

Daniel ayudó a Susannah a subir al coche de Frank.

– ¿Cuándo empezarán a cavar?

– A partir de las dos, lo más probable.

Daniel ocupó el asiento del acompañante y se volvió para comprobar cómo estaba Susannah. En ese momento ella destapaba una caja de papel para impresora.

– ¿Qué es eso?

– El correo de vuestros padres -respondió Frank-. He pasado a recogerlo por la oficina de correos esta mañana. En el maletero hay tres cajas más. Le he pedido a Wanda que hiciera una primera selección; casi todo lo que no es propaganda está en esa caja, Suze.

– Gracias. -Susannah tragó saliva-. Menuda vuelta a casa.

Filadelfia,

viernes, 19 de enero, 10:45 horas

Vito se apoyó en el mostrador de recepción.

– Señorita Savard.

– Detective. -La recepcionista de Pfeiffer miró a Nick con atención-. ¿Quién es este?

– Soy el detective Lawrence -respondió Nick-. ¿Podemos hablar con el doctor Pfeiffer?

– En estos momentos está con un paciente, pero le diré que están aquí.

Pfeiffer salió a recibirlos a la sala de espera.

– Detectives. -Los llevó a su despacho y cerró la puerta-. ¿Han encontrado a la persona que mató a Claire Reynolds?

– Todavía no -respondió Vito-. Pero en el curso de la investigación ha salido a relucir otro de sus pacientes. -Los tres se sentaron y Pfeiffer suspiró.

– No puedo revelar datos de mis pacientes si están vivos, detective. Crea que me encantaría poder ayudarles.

– Lo sabemos -dijo Nick-. Por eso hemos venido con una orden judicial.

Pfeiffer arqueó las cejas. Luego extendió la mano.

– Muy bien, traiga.

De pronto Vito se sintió curiosamente reacio a entregarle la orden.

– Confiamos en su discreción.

Pfeiffer se limitó a asentir.

– Ya conozco las reglas del juego, detective.

Vito notó que Nick se ponía tenso y supo que habían tenido la misma impresión. No obstante, necesitaban el historial, así que le entregó la orden judicial al doctor.

Pfeiffer se quedó mirando un buen rato los nombres que aparecían; su expresión resultaba indescifrable. Luego asintió.

– Enseguida vuelvo.

Cuando se hubo marchado, Nick se cruzó de brazos.

– ¿Las reglas del juego?

– Sí -dijo Vito-. Cuando volvamos a la comisaría lo investigaremos.

Al cabo de un minuto Pfeiffer regresó.

– Aquí tienen el historial del señor Lewis. Cuando llevamos a cabo un estudio, siempre tomamos una fotografía de los pacientes. He incluido la suya en la carpeta.

Vito abrió la carpeta y vio a Simon Vartanian con un aspecto muy distinto. Era una instantánea tomada mientras Simon aguardaba en la sala de espera de Pfeiffer. Su mandíbula parecía más redondeada y su nariz mucho menos afilada que en el retrato que Tino había hecho de Frasier Lewis. Le pasó la carpeta a Nick.

– No parece haberse sorprendido, doctor -dijo Vito como quien no quiere la cosa.

– ¿Saben cuando alguien mata a su familia y todos los vecinos dicen: «Nos hemos quedado muy sorprendidos, parecía tan buena persona»? Pues Frasier no parecía una buena persona. Su frialdad me ponía nervioso. Siempre que entraba en la consulta tenía la impresión de estar encerrado en una jaula con una cobra. Además, llevaba peluquín.

Vito pestañeó.

– ¿De verdad?

– Sí. Una vez entré en la consulta después de haberle practicado una prueba y vi que llevaba la peluca ladeada. Volví a salir, llamé a la puerta y esperé hasta que él me indicó que entrara. Se había colocado la peluca en su sitio.

– ¿De qué color es su pelo verdadero? -quiso saber Nick.

– Entonces llevaba la cabeza rapada. De hecho, no tenía pelo en ninguna parte.

– ¿No le pareció extraño? -preguntó Nick.

– No especialmente. Frasier era deportista, y muchos se depilan.

Nick cerró la carpeta.

– Gracias, doctor Pfeiffer. Ya sabemos salir.

Se encontraban en el coche de Nick cuando sonó el móvil de Vito. Era Liz.

– Volved aquí -los instó Liz, nerviosa-. Otra vez es Navidad.

Viernes, 19 de enero, 13:35 horas

Habían dado con Van Zandt gracias a un delator «anónimo». Vito y Nick se tomaron un poco de tiempo para actualizar la información de que disponían acompañados por Jen antes de reunirse con Liz en la sala de interrogatorios. La encontraron examinando a Van Zandt a través del cristal de efecto espejo.

Vito esbozó una sonrisa llena de hostilidad al mirar a Van Zandt a través de la luna. Al hombre se lo veía enfadado, pero tenía un aspecto impecable con su traje de tres piezas. El abogado era un hombre delgado; se lo veía igual de enfadado que a Van Zandt pero ni de lejos estaba tan elegante.

– No veo el momento de entrar en acción.

Una de las comisuras de los labios de Liz se arqueó.

– Yo tampoco. Alguien ha llamado al 911 desde un móvil imposible de localizar. El soplón nos ha dicho que encontraríamos a Van Zandt en un hotel y nos ha dado el número de habitación. Cuando lo hemos detenido ha vuelto a llamar, pero esa vez ha telefoneado directamente a mi extensión.

– Estaba observando para asegurarse de que lo detuviéramos -dedujo Nick-. Simon sigue en Filadelfia.

– Sí. Su voz sonaba igual que en la cinta. Me han entrado unos escalofríos tremendos.

– ¿Qué le has dicho? -preguntó Vito.

– Le he preguntado quién era y él se ha echado a reír. Cuando han detenido a Van Zandt, su coche no se encontraba en el aparcamiento del hotel. Van Zandt asegura que esta mañana, cuando se disponía a marcharse, el coche no estaba donde él lo había aparcado. -Le mostró una hoja de papel-. Cuando Simon me ha llamado, me ha dicho dónde podríamos encontrar el coche y me ha sugerido que miráramos dentro del maletero. También me ha pedido que le comunicara eso a «VZ». -Dibujó las comillas en el aire-. No suelo prestarme a hacer recaditos a los asesinos, pero dadas las circunstancias…

Vito ya sabía qué había encontrado el equipo de Jen en el maletero de Van Zandt, de modo que Nick y él iban bien armados, por así decirlo. Vito tomó el papel que Liz le tendía y rió con ironía.

– Van Zandt no sabía con quién se la estaba jugando.

– Simon Vartanian tampoco lo sabe -dijo Liz en tono igualmente irónico-. Vamos a entrar y a decirle a ese arrogante que la ha pifiado bien.

Van Zandt levantó la cabeza cuando Vito y Nick entraron en la sala de interrogatorios. Su mirada era fría y su boca dibujaba una fina línea. Se quedó sentado sin decir nada.

El abogado se puso en pie.

– Soy Doug Musgrove. No tienen pruebas que les permitan retener a mi cliente. Dejen que se marche o presentaré oficialmente cargos contra el Departamento de Policía de Filadelfia.

– Hágalo -dijo Vito-. Jager, si es este el leguleyo que se encarga de contratar al personal en su empresa, más vale que busque la agenda y avise a un buen defensor.

Van Zandt lo miró de hito en hito.

Musgrove se erizó.

– Deténganlo o dejen que se marche -dijo, y Vito se encogió de hombros.

– Muy bien. Van Zandt, queda usted detenido por el asesinato de Derek Harrington.

Van Zandt se puso en pie de inmediato, ciego de ira.

– ¿Qué? -Miró a su abogado-. ¿Qué significa esto?

– Déjeme terminar -le espetó Vito-. Si no, no quedaría arrestado oficialmente. -Recitó el resto de la perorata. Luego se sentó y estiró las piernas-. Ya he terminado. Es su turno.

– Yo no he matado a nadie -masculló Van Zandt-. Musgrove, sácame de aquí.

Musgrove se sentó.

– Estás arrestado, Van Zandt. Pediremos que te pongan en libertad bajo fianza.

Jager habló con desdén.

– Yo no he matado a Derek. No tienen nada contra mí.

– Tenemos su coche -dijo Nick, y Van Zandt pestañeó.

– Me lo robaron -respondió él con tirantez-. Por eso me han encontrado aún en el hotel.

Vito se acarició la barbilla.

– Ya. ¿Ha denunciado el robo?

– No.

– Su Porsche solo tenía tres meses. Yo habría denunciado el robo al instante.

– Bueno, ya sabes lo que dicen de los ricos y sus juguetitos -intervino Nick.

Van Zandt dio una palmada en la mesa.

– ¡Yo no he matado a Derek! Ni siquiera sé dónde está.

– No se preocupe, nosotros sí -le espetó Vito-. Está en el maletero de su Porsche. Bueno, ya no. Ahora está en el depósito de cadáveres.

Los ojos de Van Zandt emitieron un centelleo.

– ¿Está muerto? ¿De verdad está muerto?

– Un disparo de una Luger de 1943 entre los ojos suele tener ese efecto. -Nick le habló con voz áspera-. Justo la pistola que encontramos oculta entre las herramientas de su coche. La misma que mató a Zachary Webber.

– Ah, y también a Kyle Lombard y a Clint Shafer -añadió Vito-. No se olvide de ellos.

Disfrutaron del placer de ver palidecer a Van Zandt.

– Alguien debió de poner allí la pistola -masculló furioso-. Y en cuanto a esos otros dos hombres, nunca he oído hablar de ellos.

– Jager, cállate -le aconsejó Musgrove.

Van Zandt le dirigió una mirada desdeñosa.

– Búscame un abogado criminalista. Yo no he matado a Derek ni a nadie. Ni siquiera sabía que Derek hubiera desaparecido.

– Claro que siempre puede contarle al jurado que le disparó para terminar con su sufrimiento -dijo Nick con semblante impertérrito-. Pero la verdad es que debió de hacerlo sufrir bastante al quemarle los pies y arrancarle las tripas.

Van Zandt se puso tenso.

– ¿Qué?

– Y al romperle las manos, y al cortarle la lengua. -Nick se recostó en el asiento-. No concibo que ningún jurado pudiera considerarlo compasivo, señor Van Zandt.

El movimiento de la nuez de Van Zandt al tragar saliva fue lo único que indicó que se sentía afectado al saber que el hombre a quien un día consideró su amigo había sido torturado.

– Yo no he hecho nada de eso.

– Esto estaba junto con la pistola -dijo Vito. Depositó una fotografía sobre la mesa y disfrutó del placer adicional de ver estremecerse a Van Zandt-. Ese es el coche de Derek Harrington y su responsable de seguridad asomado a la ventanilla. En el cristal se ve lo usted reflejado. Estaba detrás. -Vito volvió a recostarse en la silla-. Ayer, cuando nos dio la dirección de Derek, ya sabía que había desaparecido.

– No. -Van Zandt escupió la palabra entre sus apretadísimos dientes.

– Derek se encaró con usted y le mostró fotografías de Zachary Webber -prosiguió Nick-. Es el chico al que en su… juego le disparan con una pistola Luger. Usted hizo que siguieran a Derek y luego lo secuestró, lo mató y lo escondió en el maletero de su coche, y abandonó el vehículo en un área de servicio.

– No pueden saber cuándo fue tomada esa fotografía -se mofó Musgrove.

– Sí que lo sabemos. El fotógrafo es bastante listo -dijo Nick.

Vito deslizó otra fotografía sobre la mesa.

– Esta es una ampliación del rótulo del banco que hay detrás del coche de Harrington. Indica la temperatura, la hora y la fecha.

Van Zandt se puso más tieso que el palo de una escoba, pero seguía teniendo un color ceniciento.

– Cualquier chaval de diez años podría haber retocado esas fotos con el Photoshop. No quieren decir nada.

De hecho Jen creía que las fotos habían sido retocadas, pero no pensaba decírselo a Van Zandt.

– A lo mejor tiene razón, pero su secretaria ya lo ha delatado -dijo Nick.

Vito asintió.

– Sí, es cierto. El Departamento de Policía de Nueva York le ha tomado declaración esta misma mañana. Al correr el riesgo de que se la acusara de obstrucción a la justicia, confesó que Harrington y usted discutieron hace tres días y que él se marchó de la empresa. Y que usted avisó enseguida al responsable de seguridad.

– Eso son pruebas circunstanciales -dijo Musgrove, pero su tono revelaba que no estaba convencido.

Vito se encogió de hombros.

– Tal vez, pero hay más. Junto con la pistola también encontramos recibos bancarios que demuestran que le entregó dinero a Zachary Webber, Brittany Bellamy y Warren Keyes. -Vito colocó las fotografías de las víctimas sobre la mesa-. Los reconoce, ¿no?

– Hemos encontrado sus CD -dijo Nick, esta vez con suavidad-. Es un hijo de la gran puta, Van Zandt. ¿Cómo ha podido idear semejante mierda?

Van Zandt ladeó la mandíbula.

– No es más que un montaje.

– Lo hemos encontrado gracias a un delator… VZ -explicó Nick, y los ojos de Van Zandt centellearon-. Nos pidió que le dijéramos una cosa. ¿Cómo era, Chick?

– Jaque mate -dijo Vito, y la cara que se le quedó a Van Zandt fue indescriptible.

– Ha jugado con fuego, Jager -prosiguió Nick-, y se ha quemado. Ahora está acusado de asesinato.

Van Zandt se quedó mirando la mesa, uno de los músculos de su mandíbula temblaba de vez en cuando. Cuando levantó la cabeza, Vito supo que se habían salido con la suya.

– ¿Qué quieren? -preguntó Van Zandt.

– Jager -empezó Musgrove, y Van Zandt lo miró con mala cara.

– Haz el favor de callarte y traerme a un abogado de verdad -gruñó-. Repito, detectives, ¿qué quieren?

– A Frasier Lewis -dijo Vito-. Queremos al hombre a quien llama Frasier Lewis.

Dutton, Georgia,

viernes, 19 de enero, 14:45 horas

De no ser porque casi le estaba rompiendo la mano, Daniel habría dicho que Susannah estaba muy tranquila. Su expresión era circunspecta y sus gestos, relajados; se la veía igual que si estuviera trabajando en el juzgado. Pero aquello no era ningún juicio. Tras ellos se apostaba un muro de cámaras que no paraban de emitir destellos; daba la impresión de que prácticamente la provincia en pleno había salido a la calle para ver qué había en la tumba de Simon. Daniel estaba convencido de que no era su hermano.

– Daniel -musitó Susannah-. He estado pensando en lo que dijo la arqueóloga, que papá no quería que mamá supiera que había encontrado a Simon.

– Yo también lo he pensado. Papá tenía que saber que Simon estaba vivo, y no debía de querer que mamá supiera lo que había hecho. Me pregunto por qué se llevaría los dibujos a Filadelfia.

Susannah dejó escapar una triste risita.

– Papá estaba chantajeando a Simon. Piénsalo bien. Si sabía que Simon estaba vivo, ¿para qué todo esto? -Señaló con la cabeza la grúa que se estaba situando para empezar-. Y si todo esto fue un montaje, ¿cómo podía estar seguro de que Simon no volvería?

– Se guardó los dibujos como garantía -dijo Daniel con hastío-. Pero ¿por qué tuvo que hacer todo esto? Suze, si sabes algo, dímelo; por favor.

Susannah guardó silencio tanto rato que Daniel creyó que no iba a contestar. Entonces suspiró.

– En casa las cosas ya iban mal cuando tú vivías con nosotros, Daniel, pero cuando te marchaste a la universidad empeoraron mucho. Papá y Simon discutían todo el tiempo. Y mamá siempre se metía por medio. Era espantoso.

– ¿Y tú? -Daniel le habló en tono amable-. ¿Tú qué hacías cuando discutían?

Ella tragó saliva.

– Me apunté a todas las actividades extraescolares que pude, y cuando volvía a casa me encerraba en mi habitación. Era lo más sencillo. Pero justo al día siguiente de que Simon terminara el instituto, la situación llegó a un punto crítico. Era miércoles y mamá tenía cita en la peluquería. Yo estaba en mi habitación y oí a papá abrir de golpe la puerta de la de Simon. Se armó.

Cerró los ojos.

– Empezaron a hablar de unos dibujos. En ese momento pensé que se referían a los que guardaba debajo de la cama, pero ahora creo que lo más probable es que fueran los que tú dices. A papá tenían que reelegirlo juez y le dijo a Simon que le estaba arruinando la carrera con tanta mierda, que ya le había pasado por alto muchas cosas pero que esa vez se había pasado de la raya. Y todo quedó en silencio.

– ¿Qué más pasó?

Susannah abrió los ojos y miró la grúa.

– Siguieron discutiendo, pero hablaban demasiado bajo y yo no podía oírlos. De repente Simon gritó: «Antes de que tú me metas en la cárcel, yo te mandaré al infierno, carcamal.» Y papá respondió: «En el infierno es donde tendrías que estar tú.» Y Simon le contestó: «La culpa es tuya. Llevamos la misma sangre.» Luego añadió: «Algún día tendré una pistola más grande que la tuya.»

Daniel soltó el aire que había estado reteniendo.

– Santo Dios.

Ella asintió.

– Se oyó un portazo y… no sé por qué, pero algo hizo que me escondiera. Me metí en el armario. Al cabo de un minuto, la puerta de mi habitación se abrió y volvió a cerrarse. Supongo que papá quería saber si los había oído.

Daniel sacudió la cabeza, pero eso no lo sacó de su perplejidad.

– Dios mío, Suze.

– Nunca he estado segura de qué habría hecho de haberme encontrado. Esa noche Simon no volvió a casa a la hora de cenar. Mamá estaba consternada. Papá le dijo que seguramente habría salido con sus amigos, que no se preocupara. Al cabo de unos días, nos anunció que había recibido una llamada y que Simon estaba muerto.

Lo miró llena de pesar.

– Durante todos estos años he pensado que papá lo había matado.

– ¿Por qué no dijiste nada?

– Por el mismo motivo que no lo dijiste tú cuando papá quemó los dibujos. Era mi palabra contra la suya. Yo solo tenía dieciséis años y él era todo un señor juez. Además, como ya dije, en algún momento tenía que dormir.

Daniel notó el estómago revuelto.

– Y yo te dejé allí. Dios mío, Suze. Lo siento. Si hubiera sabido que corrías peligro… o que tenías miedo, te habría llevado conmigo. Por favor, créeme.

Ella volvió a mirar la grúa.

– Lo hecho, hecho está. Anoche reparé en que seguramente papá encontró los dibujos y creyó que si alguien los veía su carrera estaba lista. Probablemente echó a Simon de casa y le amenazó con denunciarlo si volvía. Sabía que mamá no pararía de buscarlo mientras hubiera alguna esperanza de que siguiera con vida, así que…

– Le hizo creer que había muerto.

– Solo así le encuentro sentido. -Se mordió el labio-. Anoche estuve pensando en ellos dos. A papá lo torturó, Daniel.

– Ya lo sé. -También a él ese pensamiento lo había mantenido en vela.

– ¿Crees que lo torturó para que le dijera dónde estaba mamá?

– Yo también me lo he planteado -confesó Daniel-. Creo que Simon es perfectamente capaz.

– A mí me lo vas a contar.

– Suze… ¿Qué ocurrió? ¿Qué te hizo?

Ella negó con la cabeza.

– No es el momento. Algún día te lo contaré, pero ahora no.

– Cuando lo creas conveniente, solo tienes que llamarme.

Ella le apretó más la mano.

– Lo haré.

– Quiero creer que papá habría muerto antes de dejar que Simon le pusiera la mano encima a mamá -dijo él.

– A mí también me gustaría creerlo -respondió ella en tono cansino, lo cual lo decía todo.

– Ya sabes que Simon no está ahí dentro -dijo Daniel cuando la grúa elevó el ataúd.

– Ya lo sé.

Filadelfia,

viernes, 19 de enero, 16:20 horas

– Sophie.

A Sophie el corazón le dio un vuelco cuando vio a Harry atravesar a toda prisa el vestíbulo del museo y pasar por delante del agente Lyons sin siquiera mirarlo.

– ¡Harry! ¿Qué le ha pasado a la abuela?

Él miró con recelo el hacha que Sophie llevaba al hombro.

– Nada, Anna está bien. ¿Puedes bajar eso? Me pone nervioso.

Ella, aliviada, depositó el hacha en el suelo.

– Dentro de pocos minutos tengo programada una visita, Harry.

– Tengo que decirte una cosa y quería que fuera personalmente. No es nada bueno. Freya me ha dicho que habías llamado preguntado si nosotros habíamos guardado la colección de discos de Anna. Pues no, nosotros no la hemos guardado. He hecho unas cuantas comprobaciones y… mmm… se la han llevado.

Ella entornó los ojos.

– ¿Quién? -Aunque ya sabía la respuesta.

– Lena. Se presentó en casa cuando Anna tuvo el derrame, pero yo la eché. Entonces fue a casa de Anna y se llevó los discos y otras cosas de valor. He visto algunos anunciados en eBay. El vendedor creía que pertenecían a Lena. Lo siento.

Sophie emitió un lento suspiro. Notaba los latidos de su corazón en la cabeza.

– ¿Hay más cosas?

– Sí. Cuando descubrí que los discos habían desaparecido, hablé con el abogado de Anna. Al parecer, tenía invertido mucho dinero en bonos del tesoro, y yo no sabía nada. A su muerte, su abogado nos lo hubiera dicho. Como si… -Suspiró-. El abogado ha comprobado los números de serie de los bonos, y los han canjeado. Lo siento, Sophie. Una buena parte de lo que habría sido tu herencia… y la de Freya, se ha evaporado.

Sophie asintió, atontada.

– Gracias por decírmelo personalmente. Ahora tengo que trabajar.

Harry frunció el entrecejo.

– Tenemos que llamar a la policía y denunciarla.

Ella agitó con fuerza el hacha por encima del hombro.

– Encárgate tú. Si la denuncio yo, tendré que verla y prefiero no tener que hacerlo nunca más.

– Sophie, espera. -Harry había reparado en el agente Lyons-. ¿Por qué hay un policía en el museo?

– Normas de seguridad. -Era más verdad que mentira-. Harry, hay un grupo esperándome en la sala. Tengo que marcharme. Haz lo que quieras con Lena, a mí me da igual.

Viernes, 19 de enero, 17:00 horas

Vito se dejó caer en su silla de la sala de reuniones y se frotó la nuca con cansancio y frustración.

– Mierda.

Tras interrogar a Van Zandt durante tres horas habían conseguido ver algunas cosas desde otros ángulos, pero, en definitiva, no habían obtenido la información que tanto deseaban.

Liz se sentó a su lado.

– Es posible que Van Zandt no sepa dónde está Simon, Vito.

– Podrías intentarlo sometiéndolo a tortura -masculló Jen, y se encogió de hombros cuando Liz arqueó las cejas-. Es una idea.

– Una idea fantástica -comentó Katherine, y por las miradas que observó alrededor de la mesa, daba la impresión de que todo el mundo compartía su opinión.

Se habían reunido para celebrar la sesión informativa de última hora de la tarde. Estaban Nick y Jen, Katherine y Thomas, Liz y Brent, todos con expresión sombría. Se les había añadido una cara nueva, la ayudante del fiscal del distrito, Magdalena López, que junto con Thomas y Liz había observado el interrogatorio de Van Zandt. Maggy era una mujer delicada de ojos castaño oscuro que ahora entornaba al hablar.

– Puede que lo sepa y puede que no, pero no estoy dispuesta a darle más de lo que yo tengo, y menos la plena inmunidad.

Maggy le había ofrecido reducir la acusación de asesinato a homicidio involuntario si le decía dónde podían encontrar a Frasier Lewis, o sea a Simon, pero el arrogante de Van Zandt había solicitado la plena inmunidad.

– No queremos que le concedas la inmunidad, Maggy -dijo Vito-. Es posible que él no haya matado a nadie, pero está más claro que el agua que pensaba aprovecharse de ello.

– Además -añadió Nick-, si Simon creyera que Van Zandt posee información útil, no nos lo habría entregado así como así. Has hecho lo correcto, Maggy. -Pronunció la última frase con admiración, aunque no sin cierta reticencia; Vito pensó que era probable que se debiera al veredicto de culpabilidad que Maggy había obtenido en el caso Siever. Por fin Nick se sentiría merecedor de las postales navideñas que los padres de la chica asesinada le enviaban cada año.

– Nos ha dado el número de móvil de Simon -dijo Vito.

– El mismo desde el que me ha llamado a mí -aclaró Liz-. No tiene GPS; no podemos localizarlo.

– La reacción de Van Zandt al saber que por culpa de ese videojuego habían muerto personas de carne y hueso me ha parecido de lo más contundente -musitó Thomas-. «Para salvar un árbol hace falta cortar las ramas podridas» -dijo, imitando el marcado acento de Van Zandt-. «A veces sin querer se corta alguna rama sana.»

– Menuda filosofía barata -convino Nick-. Qué falso es ese tipo.

– Sophie nos explicó que la «R» de oRo correspondía a una palabra holandesa que significa riqueza -reveló Vito-. Me parece que Van Zandt nunca ha ocultado que lo único que le interesa es el dinero.

Thomas sacudió la cabeza.

– Es posible que Van Zandt sea un sociópata aún peor que Simon Vartanian. Por lo menos a Simon lo mueve el arte.

– Van Zandt nos ha dicho que todavía no le ha pagado a Simon -le explicó Vito a Katherine, Brent y Jen-. Su forma de pago se basa en los derechos de autor, y se hace efectiva a los noventa días.

– Además el porcentaje de los derechos es una miseria -añadió Nick-. Simon no ha hecho todo esto por dinero.

– ¿Cómo entró Simon en contacto con Van Zandt? -quiso saber Jen.

– Van Zandt se encontraba en un bar cerca de su casa, en el Soho -respondió Vito, y sacudió la cabeza-. El bar está justo enfrente del parque donde Susannah Vartanian pasea a su perro. Creemos que Simon conoció a Van Zandt uno de los días en que vigilaba a Susannah. La cuestión es que hace un año Simon se acerco a Van Zandt en el bar, lo invitó a unas cuantas copas y le enseñó una demo.

– Era el estrangulamiento de Clothilde -explicó Nick-, solo que en un escenario moderno. Van Zandt le vio futuro y le prometió a Simon que si situaba la escena en la Segunda Guerra Mundial, la incluiría en su siguiente videojuego. Simon lo hizo y Van Zandt le pidió más. Entonces Simon creó las escenas de la Luger y la granada. Fue todo cuanto Van Zandt pudo incluir en Tras las líneas enemigas porque se le echaba encima la fecha del lanzamiento.

– Derek protestó -dijo Thomas, y frunció el entrecejo-, «porque era un debilucho».

Maggy López suspiró.

– Van Zandt está hecho un buen elemento.

– Espero que se pudra en el infierno -soltó Nick-. Pero lo fundamental es que Van Zandt dice no saber de dónde procede Lewis, ni dónde vive, ni quién es el tipo a quien mató con la granada.

– Bueno, yo sí que tengo información de Frasier Lewis -terció Katherine-. Del verdadero.

Vito pestañeó, perplejo.

– ¿Existe de veras?

– Ya lo creo. Es un granjero cuarentón de Iowa. Simon se ha estado aprovechando de su cobertura médica durante un tiempo. La póliza del auténtico Frasier tiene un límite de cobertura vitalicio de un millón de dólares. Si sufriera alguna enfermedad grave, se vería en problemas porque gran parte de ese dinero ya se ha gastado. Me preguntaba cómo se las había arreglado Simon para costearse las caras prótesis que constan en el historial del doctor Pfeiffer. Las pagó gracias a la cobertura médica de otra persona.

– El auténtico Frasier Lewis, ¿tiene dos piernas? -preguntó Nick.

– Sí -respondió Katherine.

Nick fruncía el entrecejo.

– ¿Y no se dio cuenta Pfeiffer de que no constaba la amputación en el historial?

– No tenía por qué -dijo Brent, pensativo-. A Simon se le da muy bien la informática. Igual que nos planteamos que podría haber entrado en cuentas corrientes ajenas, puede que entrara en una base de datos médica. A lo mejor fue por eso por lo que eligió hacerse pasar por Lewis, porque tenía acceso a su historial y podía cambiar los datos. Es lo que se me ocurre.

– Bien pensado -lo alabó Vito-. Haz una búsqueda, a ver qué encuentras.

– Estoy contento de poder ayudar, porque en cuanto al ordenador del padre de Daniel no he averiguado nada. Por lo menos nada que tenga que ver directamente con Simon. Alguien instaló un programa para acceder al ordenador de forma remota, pero no es nada sofisticado. Es una aplicación UNIX corriente, cualquiera podría haberla instalado.

– Pareces decepcionado -dijo Nick, y Brent soltó una risita.

– Tal vez un poco. Esperaba algo mucho más importante, como el troyano con temporizador que hizo llegar a los ordenadores de los modelos. Pero esa vez utilizó una opción sencilla y elegante, imposible de rastrear. A lo mejor con las bases de datos médicas tengo más suerte. Ah -exclamó Brent lanzándole una foto enmarcada a Vito-, el sheriff de Dutton ha enviado esto junto con el ordenador. Dice que Daniel y Susannah le han pedido que nos lo hiciera llegar.

– Es Simon -dijo Vito-. Más joven. Tiene la misma cara que en la foto de Pfeiffer. Supongo que incluso a Simon le resultaba difícil acudir a un examen médico disfrazado con algo más que una peluca. Ya tenemos otra pieza del puzle.

Nick fruncía el entrecejo.

– ¿Sabrías decirnos cuándo instalaron ese programa de control remoto?

– Claro -respondió Brent-. Unos días después de Acción de Gracias.

– Y para eso, ¿Simon tendría que haber estado en la casa? -preguntó Nick.

– No conozco ninguna forma de hacerlo a distancia.

Liz seguía el razonamiento llena de desazón.

– El señor y la señora Vartanian vinieron a Filadelfia a buscar a la chantajista y, en teoría, a Simon. En algún momento encontraron a Simon, o más bien él los encontró a ellos, porque acabaron muertos y enterrados en su cementerio. Entonces Simon volvió a Georgia e instaló un programa de control remoto en el ordenador de su padre, dejó a la vista la información turística e hizo que pareciera que se habían marchado de vacaciones. Incluso siguió pagando las facturas. ¿Por qué?

– No quería que nadie supiera que sus padres habían muerto -dedujo Jen-. Arthur era un juez retirado, alguien habría investigado su muerte.

– Y Daniel y Susannah se habrían visto implicados, que de hecho es lo que ha ocurrido. -Nick miró a Vito-. Quería mantenerlos al margen porque aún no estaba listo para encontrarse con ellos.

– Por lo menos ahora saben que tienen que andarse con cuidado -dijo Vito-. ¿Dónde están?

– En Dutton -explico Katherine-. Por la exhumación.

– ¿Ya tenéis los resultados? -preguntó Vito.

– Solo sabemos que el cadáver no es de Simon. Los huesos corresponden a un hombre de un metro setenta y ocho.

– ¿No le practicaron la autopsia? -preguntó Liz, y Katherine alzó los ojos, incrédula.

– Sí, en México -explicó-. El supuesto accidente de coche tuvo lugar en Tijuana. El padre de Vartanian fue allí a por el certificado de defunción, compró un ataúd y lo pasó por la aduana. Puede que untara a alguien, pero también es posible que quien mirara dentro del ataúd viera unos restos completamente calcinados y lo cerrara sin pensárselo dos veces.

– O sea que puede que ni él mismo tuviera claro si Simon estaba muerto en realidad -dedujo Jen.

Katherine se encogió de hombros.

– No lo sé. Supongo que Daniel y Susannah querrán saber qué hemos descubierto, lo que no tengo tan claro es hasta qué punto lo que hemos hecho va a ayudarnos a encontrar a Simon.

– ¿Han venido ya Pfeiffer y su recepcionista para que les tomemos las huellas? -preguntó Nick.

Jen negó con la cabeza.

– Todavía no.

– Cuando lleguen, avísanos -dijo Vito-. ¿Qué más? ¿Qué hay de las iglesias de las zonas señaladas en el mapa, Jen? ¿Y de los fabricantes de silicona?

– Tengo a un técnico llamando a los fabricantes y a dos más localizando iglesias. Aún no sé nada. Yo me he pasado todo el día ocupada con lo del coche de Van Zandt. Lo siento, Vito. Hacemos cuanto podemos.

Vito suspiró.

– Ya lo sé. -Pensó en Sophie-. Pero tenemos que esforzarnos más.

– Ahora que Van Zandt está entre rejas, ¿qué pasará si Simon decide marcharse de la ciudad? -caviló Nick-. oRo quebrará, Simon se ha quedado sin trabajo.

– Tenemos que conseguir que se quede -resolvió Vito-, que se deje ver.

– Él cree que Van Zandt está de mierda hasta el cuello. -Nick miró a Maggy López-. ¿Qué pasaría si lo liberáramos?

Maggy negó con la cabeza.

– No puedo dejarlo ir así como así. Hemos presentado cargos contra él. No ha aceptado la acusación que le he propuesto y no pienso concederle la inmunidad. Tendrá que someterse al proceso legal. Nick, no puedo creer que seas precisamente tú quien me pida que lo libre de la justicia.

– Ni quiero que se libre de la justicia -dijo Nick-. Lo quiero en la calle para poder seguirlo. No se trata de soltarlo, exactamente. La vista para la libertad condicional es mañana por la mañana, ¿no?

– ¿Qué es esto? Hace dos horas estabas dispuesto a ponerle tú mismo la inyección letal y ahora me pides que lo suelte. ¿Quieres utilizarlo como cebo?

– No veo cuál es el problema -dijo Nick-. Lo vigilaremos de cerca. Simon no podrá resistirse. Será como si le hubiéramos pintado una diana enorme en el culo.

– Más bien tendríamos que pintarle una «R» -soltó Brent con ironía-. De riqueza.

– Y no olvidéis el comentario de las ramas -añadió Vito-. Van Zandt se merece todo lo que le ocurra, Maggy. Pero no dejaremos que Simon lo atrape porque también queremos verlo entre rejas. Si Van Zandt sabía lo de los asesinatos y lo permitió, eso lo convierte en cómplice.

Maggy suspiró.

– Si lo perdemos…

– No lo perderemos -prometió Nick-. Todo cuanto tienes que hacer es pedir la condicional.

– Muy bien -accedió Maggy-. No hagáis que tenga que lamentarlo.

– No lo lamentarás -aseguró Vito, sintiéndose de nuevo lleno de energía-. Liz, ¿puedes asignarnos a Bev y Tim unos días más? Puede que con mañana baste. Necesitamos vigilantes.

– Lo arreglaré -dijo Liz-. Pero solo para mañana. Si no sale bien, tendremos que replantearnos las cosas.

– Me parece justo. -Vito se puso en pie-. Volveremos a reunirnos mañana a primera hora para organizarlo todo.

22

Viernes, 19 de enero, 19:00 horas

Sophie se arrellanó en el asiento delantero de la camioneta de Vito. Hasta ese momento había conseguido dejar a un lado la ira, pero ahora que la jornada había tocado a su fin la notaba crecer de nuevo en su interior. ¿Qué más podía robarle Lena?

Vito puso el motor en marcha y guardó silencio mientras la calefacción caldeaba el vehículo. Estaba esperando a que ella dijera algo, Sophie estaba segura. Sabía que también él había tenido un mal día, y sus problemas eran mucho mayores que los propios. Tenía que atrapar a un asesino.

El enfado por la desaparición de los discos de vinilo la había mantenido ajena al hecho de que ese mismo asesino andaba acechándola, así que tal vez sin saberlo Lena hubiera hecho por fin algo bueno. Volvió la cabeza para mirar a Vito.

– Siento que hayas tenido que esperarme. ¿Qué te ha parecido mi papel de reina vikinga?

La mirada de Vito se tornó ardiente y sus labios se curvaron, haciendo que a Sophie se le acelerara el pulso.

– Me parece que eres la guerrera vikinga más sexy que he visto jamás. Me han entrado ganas de abalanzarme sobre ti allí mismo.

Ella se echó a reír, tal como él pretendía.

– ¿Delante de todos esos niños? Debería darte vergüenza.

Él se llevó su mano a los labios.

– ¿Qué ocurre, Sophie?

Le habló con tanta amabilidad que a Sophie se le empañaron los ojos.

– Ha venido a verme Harry.

Le contó lo que le había dicho y la mirada de Vito se endureció.

– Deberías denunciarla.

– Hablas igual que Harry. Si no la denuncié cuando mató a mi hermana, ¿por qué iba a denunciarla por robar unos discos viejos?

Vito negó con la cabeza.

– La muerte de Elle fue un accidente, pero esto no.

Sophie alzó la barbilla.

– Ahora hablas igual que Katherine.

– Porque Katherine tiene razón, Sophie. Lena es horrible como madre, pero no tenía ninguna intención de matar a Elle. Sin embargo, lo del robo ha sido intencionado. Lo planeó y le sacó provecho. Si quieres odiarla, hazlo por las cosas de las que es culpable. No tiene sentido odiarla por haber dado frutos secos a una niña que no sabía que era alérgica.

Sophie se lo quedó mirando boquiabierta.

– ¿Que no tiene sentido?

– Y me parece una actitud infantil -añadió él en tono tranquilo-. Anoche me dijiste que Andrea había hecho su elección, y tenías razón. Lena también ha hecho las suyas. Es eso lo que tienes que tenerle en cuenta, que te abandonara y que le haya robado a tu abuela, Sophie, pero no que Elle muriera. Odiarla por eso es malgastar las energías.

Sophie sintió que estaba a punto de echarse a llorar de rabia.

– Soy muy libre de odiar a mi madre por lo que me dé la gana, Vito, y no es asunto tuyo, así que déjame en paz.

Él se sintió herido y volvió la cabeza.

– Muy bien. -Se incorporó a la circulación-. Creo que eso deja muy claro mi lugar.

La culpa atenazó a Sophie.

– Lo siento, Vito. No tendría que haberte dicho eso. Es que estoy disgustada por no poder llevarle música a mi abuela, tengo muchas ganas de que vuelva a sentirse feliz.

– El hecho de verte a ti ya la hace feliz.

Sin embargo Vito no la miró, ni siquiera al detenerse en un semáforo en rojo, y a Sophie le entró pánico.

– Vito, lo siento. No tendría que haberte dicho que me dejaras en paz. No estoy acostumbrada a tener en cuenta lo que otra persona piensa de mí. Sobre todo si esa persona me importa.

– No te preocupes, Sophie. -Pero ella se daba cuenta de que sí tenía de qué preocuparse. No estaba segura de cómo cambiar las cosas, así que dejó de pensar en lo ocurrido y decidió intentar acercarse a él desde otro ángulo.

– Vito, aún no habéis encontrado a Simon Vartanian, ¿verdad?

Él apretó la mandíbula.

– No. Pero hemos encontrado a los dos tipos de la empresa.

– ¿Vivos?

– Uno está vivo.

Ella dio un suspiro.

– Simon está terminando con todos los cabos sueltos, ¿verdad?

Un músculo tembló en la mejilla de Vito.

– Eso parece.

– Me andaré con cuidado, Vito. Concéntrate en tu trabajo y no te preocupes por mí.

Esta vez sí que se volvió hacia ella. Su mirada era intensa y Sophie notó que el alivio reemplazaba al pánico.

– Me alegro de que pienses tener cuidado porque me estoy encariñando contigo, Sophie. Me gustaría que tuvieras en cuenta mi opinión y también me gustaría que consideraras asunto mío preocuparme por cómo te sientes.

Ella no sabía muy bien qué responder a eso.

– Es un gran paso, Vito. Sobre todo para mí.

– Ya lo sé. Por eso estoy dispuesto a tener paciencia. -Le dio una palmada en el muslo y luego le tomó la mano-. No te apures, Sophie. El hecho de que yo me preocupe por ti no tiene por qué suponerte una carga.

Ella se quedó mirando aquella mano fuerte y morena en contacto con su piel.

– Lo que pasa es que muchas veces meto la pata y no quiero que esto, sea lo que sea, salga mal.

– No saldrá mal. Ahora relájate y disfruta del viaje. -Esbozó una sonrisa burlona-. Por bosques y ríos cantando voy, a la abuela veré.

Ella lo miró con los ojos entornados.

– ¿Por qué siempre tengo la impresión de que eres el lobo feroz?

Esta vez su sonrisa fue casi imperceptible.

– Es para comerte mejor, querida.

Ella le dio un manotazo, pero se echó a reír.

– Conduce y calla, Vito.

Pasaron el resto del trayecto hablando de temas livianos que no tenían nada que ver con Lena ni Simon, ni con ninguna relación seria. Cuando llegaron a la residencia de ancianos, Vito ayudó a Sophie a bajarse de la camioneta y luego sacó una gran bolsa de papel de la parte trasera.

– ¿Qué es eso?

Él escondió la bolsa tras de sí.

– Es la cestita que le llevo a la abuelita.

A Sophie se le escapaba la risa mientras caminaban.

– Así que ahora el lobo feroz soy yo.

Él mantuvo la vista al frente.

– Puedes soplar y soplar hasta mi casa derribar.

Ella soltó una risita.

– Eres malvado, Vito Ciccotelli. Malvado hasta la médula.

Él le estampó un rápido beso en la boca mientras aguardaban frente a la puerta de la habitación de Anna.

– Eso dicen.

La abuela de Sophie los observaba con ojos de lince desde la cama y ella sospechó que Vito la había besado en la puerta precisamente por eso. Anna tenía buen aspecto, pensó Sophie cuando la besó en ambas mejillas.

– Hola, abuela.

– Sophie. -Anna extendió su débil brazo para acariciarle la cara. El movimiento representaba el mayor esfuerzo que había hecho en mucho tiempo-. Has traído a tu joven amigo.

Vito se sentó junto a la cama.

– Hola, Anna. -La besó en la mejilla-. Hoy tiene mejor aspecto, sus pómulos tienen un precioso color natural.

Anna le sonrió.

– Eres un adulador. Me gusta.

Él le devolvió la sonrisa.

– Me lo imaginaba. -Introdujo la mano en la bolsa y de ella extrajo una rosa de tallo largo que le tendió con galantería-. También he imaginado que le gustan las flores.

Los ojos de Anna adoptaron cierto brillo y Sophie notó que los suyos se empañaban.

– Vito -musitó.

Vito la miró.

– Para ti también habría habido si no fuera por tanto «Para ya, Vito» y «Eres malo, Vito». -Cerró la mano de Anna alrededor del tallo-. He pedido que le arrancaran las espinas. ¿Puede olería?

Anna asintió.

– Sí. Hacía mucho tiempo que no olía una rosa.

Sophie se lamentó de no haberlo pensado antes, pero parecía que Vito no había terminado todavía. Sacó un ramo de rosas a punto de abrirse y luego un jarrón de porcelana negra, que depositó con cuidado en la mesita que había junto a la cama de Anna. El jarrón tenía incrustaciones de cristal que brillaban como estrellas en la noche. Arregló el ramo y volvió a colocar bien el jarrón sobre la mesita.

– Así notará más el aroma -dijo, y le tendió a Sophie la jarra de plástico que había sobre la mesita-. ¿Nos traes un poco de agua para las flores, Sophie?

– Claro.

No obstante, se entretuvo en la puerta con la jarra en la mano. Vito aún no había terminado. Sacó un pequeño radiocasete.

– Mi padre tenía una colección de discos -dijo, y Anna abrió mucho los ojos.

– ¿Me has traído música? -susurró, y Sophie maldijo a Lena; luego se maldijo a sí misma por no haberse acordado para nada de la música hasta entonces.

– Y no una música cualquiera -dijo Vito con una sonrisa que hizo que Sophie contuviera la respiración.

Anna abrió la boca, pero enseguida la cerró con fuerza.

– ¿Es… Orfeo? -preguntó, y aguardó expectante, como una niña que teme que le nieguen algo.

– Sí. -Puso en marcha el aparato y Sophie reconoció al instante los primeros compases de «Che faro», el aria con que Anna se había hecho famosa hacía años. Su cristalina voz de mezzosoprano se elevó desde el pequeño altavoz y Anna soltó el aire que había estado conteniendo, cerró los ojos y se arrellanó como si hubiera estado esperando exactamente ese momento. A Sophie se le hizo un nudo en la garganta y se le encogió el corazón al ver que los labios de su abuela empezaban a moverse con las notas.

Vito no le había quitado los ojos de encima al rostro de Anna, y eso hizo que a Sophie el corazón se le encogiera aún más. No había hecho aquello para impresionarla; había sido un sincero gesto para hacer sonreír a una anciana.

Sin embargo, Anna no sonreía. Las lágrimas rodaban por sus mejillas mientras trataba de recobrar el aliento y cantar. Pero tenía los pulmones débiles y de su garganta solo brotaba un penoso graznido.

Sophie retrocedió un paso, incapaz de contemplar los vanos intentos de Anna ni la tristeza que inundaba los ojos de su abuela al darse por vencida. Abrazó la jarra de plástico contra su pecho y se volvió para echarse a andar.

– ¿Sophie? -Una de las enfermeras trató de detenerla-. ¿Qué pasa? ¿Necesita ayuda Anna?

Sophie negó con la cabeza.

– No. Solo quiere un poco de agua. Voy a buscarla. -Se acercó hasta la pequeña cocina que había al final del pasillo y, con las manos temblorosas, abrió el grifo. Llenó la jarra y al cerrar el grifo refrenó sus emociones.

Guardó silencio. Volvía a oírse una voz, pero no eran las fluidas notas de mezzosoprano de Anna. Se trataba de un sonoro barítono, y la atraía como un imán.

Con el corazón aporreándole el pecho, volvió a la habitación de Anna, donde seis enfermeras aguardaban petrificadas y casi sin respiración. Sophie se abrió paso y de pronto se quedó inmóvil, con los ojos clavados en Vito.

Era un extraño momento para enamorarse, se dijo mucho más tarde.

Se había equivocado, su tía Freya no se había llevado al único hombre que merecía la pena. Había otro sentado junto a su abuela, entonando las frases que Anna no podía cantar con una voz nítida y potente a la vez. En su rostro se reflejaba una gran ternura mientras Anna seguía con la mirada cada movimiento de su boca, una boca de la cual cada una de las notas brotaba con tal deleite que casi resultaba doloroso contemplarlo.

Pero Sophie lo contempló, y cuando Vito hubo cantado la última nota, se irguió con las mejillas húmedas y los labios sonrientes. Tras de sí el suspiro colectivo de las enfermeras, que retomaron sus tareas con lágrimas en los ojos.

Vito la miró y arqueó las cejas.

– Si has llenado la jarra de lágrimas, las rosas se morirán, Sophie -se burló. Luego se acercó a Anna-. Le hemos hecho llorar.

– Sophie siempre ha tenido el llanto fácil. Incluso los dibujos animados le hacían llorar.

Pero no cabía duda de que las palabras de Anna estaban llenas de cariño.

– No sabía que estuvieras pendiente de mí cuando lloraba con los dibujos, abuela.

– Yo siempre estaba pendiente de ti, Sophie. -Le dio unas palmaditas en la mano con incomodidad-. Fue un gran placer verte crecer. Me gusta tu joven amigo. Consérvalo. -Arqueó una ceja-. Me entiendes, ¿verdad?

Sophie miró a Vito al responder.

– Sí, abuela. Ya lo creo que te entiendo.

Viernes, 19 de enero, 20:00 horas

Algo había cambiado, pensó Vito. La sentía más cerca. Había algo distinto en la forma como Sophie caminaba abrazada a él al dirigirse de vuelta a la camioneta. Además, le sonreía, y eso siempre era un placer adicional.

– Si hubiera sabido que lo que necesitabas era oírme cantar, te habría cantado con gusto el domingo por la noche. -Abrió la puerta, pero ella en lugar de subir al vehículo se volvió y se arrojó en sus brazos. Le dio un beso ardiente y fluido que hizo que Vito deseara no haberse encontrado en un gélido aparcamiento.

– No ha sido el hecho de oírte cantar en sí sino todo junto, cómo la tomabas de la mano y cómo te miraba ella. Eres muy humano, Vito Ciccotelli.

– Hace un rato me has dicho que era malvado hasta la médula.

Ella le mordisqueó el labio y disparó una ráfaga de puro deseo por todos sus nervios.

– Lo uno no tiene por qué excluir a lo otro. -Entró en la camioneta y lo miró a los ojos-. Me parece que llamaré a la asociación de amigos de la ópera de Filadelfia. Tal vez puedan enviarle a mi abuela algunas visitas. Tendría que haber pensado en la música, Vito. Era su vida entera, no puedo creer que no se me haya ocurrido.

– Has estado muy ocupada tratando de que se recuperara. -Vito se situó tras el volante y cerró la puerta de golpe-. No te culpes. -Se incorporó a la circulación, rumbo a casa de Anna-. Además, la cinta me la ha grabado Tino.

– Pero a ti se te ha ocurrido. Y lo de las flores. Yo también debería haber pensado en eso.

– Tengo que confesar que lo de las rosas tiene un motivo oculto. En el jarrón está la cámara.

Sophie lo miró perpleja.

– ¿Qué?

– ¿Has visto todos esos cristales? Pues uno de ellos es la cámara. Ahora sabrás si la enfermera Marco es mezquina o no.

Sophie se lo quedó mirando.

– Eres increíble.

– No creas. Lo pensó Tino después de que mi cuñado Aidan nos diera unas cuantas ideas mientras anoche construíais el castillo. Te agradecería que no le dijeras nada de la cámara a Tess. Es un poco reacia a que filmen a la gente contra su voluntad.

– No abriré la boca.

– Muy bien. Ahora iremos a tu casa y cuando lleguemos volveré a cantar para recordarte lo increíble que soy.

Ella se echó a reír.

– Tendrá que ser más tarde. Les prometí a los chicos que les ayudaría a terminar el castillo, así que antes vamos a tu casa. Luego iremos a casa de mi abuela y… haremos el amor. Será increíble.

Vito suspiró con esfuerzo.

– Yo creía que íbamos a follar como animales en la escalera.

La carcajada de Sophie estaba llena de malicia.

– Antes tengo que terminar el castillo. Luego puedes sitiarme.

Los observó alejarse en la camioneta. Había estado de suerte, pensó, al retirarse el auricular antes de que el portazo le rompiera los tímpanos. Si el policía hubiera cerrado la puerta un minuto antes, se habría perdido las palabras mágicas.

Claro que él no creía en la suerte; todo era cosa de la inteligencia, la habilidad y el destino. Solo los tontos creían en los golpes de suerte, y él no era ningún tonto. Había sobrevivido gracias a su ingenio, y continuaría haciéndolo. Pensó en Van Zandt entre rejas, vestido con su elegante traje, y sintió una gran satisfacción. No obstante, también lo lamentaba. Era una pena que se perdiera una mente como la de Van Zandt, con tal clarividencia para los negocios. Pero el mundo estaba lleno de personas lúcidas para los negocios.

Ya le tenía el ojo echado a uno, el rival más agresivo y ambicioso de Van Zandt, que seguía camino de la fama. Simon se había puesto en contacto con él para mostrarle su trabajo hasta la fecha y habían tardado menos de un cuarto de hora en negociar las condiciones de empleo. El inquisidor aún aguardaba para ser lanzado y el escándalo por el asesinato de Derek y el encarcelamiento de Van Zandt, sin mencionar a las víctimas, harían que las ventas se dispararan.

Y él, al fin y al cabo, conseguiría lo que quería. Publicidad. Una plataforma para encumbrarse en su carrera particular. Adquirir una reputación que le permitiera vender sus cuadros. No podría utilizar más el nombre de Frasier Lewis, pero eso daba igual; no importaba con qué nombre firmara sus obras. «Mientras todo el mundo sepa que son mías.»

Solo le faltaba completar una serie de cuadros. Van Zandt tenía razón con respecto a lo de la reina. En cuanto Simon vio a Sophie Johannsen en plena acción, supo que era exactamente lo que necesitaba, lo que quería. Y se conocía lo bastante bien para saber que no sería capaz de abandonar el juego hasta que todas las piezas encajaran a la perfección. Tenía que ver morir a Sophie Johannsen.

Solo que la chica había demostrado ser lista y precavida. Siempre tenía cerca a algún policía. Pero ahora ya sabía cómo separarla del rebaño.

Viernes, 19 de enero, 23:30 horas

– Es un torreón magnífico. -Sophie le dio el visto bueno a Michael llena de satisfacción-. Y estos bloques son estupendos.

Pierce y ella se sentaban tras un semicírculo de un metro veinte de diámetro y noventa centímetros de altura construido con bloques de madera pulida. Hasta habían incluido las angostas aberturas desde donde Sophie les explicó que se lanzaban las flechas para defenderse de sus atacantes.

Luego había hecho falta una visita a la juguetería del barrio para adquirir un equipo de tiro con arco de la marca Nerf. Por lo menos los libros que habían utilizado la noche anterior volvían a estar en los estantes de Vito, así no se quejaría tanto de que su sala de estar se hubiera convertido en un castillo normando.

Sophie pasó los dedos por uno de los bloques de madera, pero Vito ya sabía que no encontraría una sola astilla.

– Deben de haberte costado un ojo de la cara.

El padre de Vito fingió despreocupación.

– Son unos cuantos bloques viejos que tenía en el guardamuebles. Dom y Tess los han traído esta tarde al volver de la escuela. -Pero Vito también sabía que su padre se sentía halagadísimo.

– Mi padre nos hizo esos bloques cuando éramos pequeños -dijo desde el sillón reclinable, ahora convertido en puente levadizo. El resto de los muebles habían desaparecido o bien formaban las almenas colocados patas arriba-. Mi padre es un carpintero de primera.

Sophie abrió los ojos como platos.

– ¿De verdad? Ahora entiendo lo de la catapulta. Genial.

– Estoy listo -dijo Connor, colocando la maqueta en su sitio. La catapulta provisional diseñada la noche anterior con una cuchara de madera había desaparecido y la sustituía un modelo a escala que con toda probabilidad serviría para lanzar incluso el pavo de Acción de Gracias. Connor había querido probarla con un pollo congelado, pero por suerte esa vez Sophie no había cedido ni un ápice.

Vito sospechaba que su padre había invertido el día entero en construirla, tallándola con el cuchillo que siempre llevaba encima. En los viejos tiempos Michael podría haber creado una pieza como aquella en una hora gracias a sus herramientas de ebanistería, pero lo había vendido todo al verse obligado a abandonar el negocio por culpa de su dolencia cardíaca.

– No, no estás listo -le dijo Sophie a Connor-. No tienes nada que arrojar.

– Empezad la batalla de una vez -soltó Vito-. Es casi medianoche y Pierce y Connor tienen que irse a la cama. -Que era lo que él llevaba deseando toda la tarde.

– Tío Vito -protestó Pierce-, mañana es sábado. -Miró a Sophie esperanzado.

– Lo siento, pequeño -dijo Sophie-. Yo mañana también trabajo. ¿Tess? ¿Dominic?

– Ya vamos -gritó Tess, y Dom y ella emergieron de la cocina con bolsas llenas de pasta recién hecha-. Es la primera vez que cocino para un asedio, pero aquí está.

Siguió una intensa campaña militar durante la cual los chicos dispararon la catapulta por turnos mientras Sophie y Michael reconstruían las almenas siempre que era necesario.

Tess se refugió tras la silla de Vito.

– Hacía años que papá no se lo pasaba tan bien.

– Mamá no le deja -musitó Vito-. Cada vez que respira se preocupa.

– Bueno, ahora mamá no está. La he enviado junto con Tino a Wal-Mart con una larga lista de la compra. No es que vosotros dos tengáis la cocina muy bien provista y tengo que preparar y congelar muchísimos platos para cuando Molly salga del hospital. -Se encogió de hombros-. Mamá necesita sentirse útil, así que está feliz. Y papá también está feliz. Los chicos no caben en sí de gozo. Y a ti también se te ve feliz, Vito.

Él la miró.

– Lo soy.

Tess se sentó en el brazo del sillón.

– Me alegro. Me gusta tu Sophie, Vito.

En esos momentos su Sophie estaba esquivando una bolsa llena de pasta recién hecha.

– A mí también. -Reparó en que esa noche tanto él como Sophie le habían ofrecido algo a la familia del otro. Era un sólido comienzo para una relación que Vito pensaba cultivar durante mucho, mucho tiempo.

– Es un buen comienzo -musitó Tess-, para una buena vida. Te la mereces. -Entonces se puso a chillar a la vez que Sophie cuando una de las bolsas lanzadas con la catapulta se estampó en el techo y del impacto reventó, y la pegajosa pasta empezó a volar por todas partes.

Vito hizo una mueca.

– Mis paredes y mi techo nunca volverán a estar como antes, ¿verdad?

Tess soltó una risita.

– Te auguro un futuro lleno de pasta en las paredes, Vito.

Sophie y Michael se estaban riendo como tontos y a Vito no le quedó más remedio que echarse a reír también. Al fin Sophie se puso en pie mientras se retiraba trozos de pasta del pelo.

– Ha llegado la hora de irse a dormir. No -dijo cuando Pierce empezó a protestar-. Los generales no protestan, marchan. Ahora bajad en silencio. No despertéis a Gus.

Cuando los chicos se hubieron ido, Sophie miró a Vito.

– ¿Tienes un cubo y trapos?

– En el porche trasero -respondió él y se levantó de la silla-. Siéntate, papá. Se te ve cansado.

Michael le hizo caso, lo cual quería decir que estaba rendido. Aun así se echó a reír.

– Qué divertido. Tendríamos que hacerlo todos los viernes por la noche. Has sentado un precedente, Vito.

Vito suspiró.

– En casa con la pasta y en la oficina con los donuts. Dom, Tess, ayudadme a recoger los bloques de madera.

Acababan de apilarlos junto a la pared cuando Vito se dio cuenta de que Sophie no había regresado con el cubo. El pulso se le disparó. La había perdido de vista, aunque solo hubiera ido al porche de su casa.

– Enseguida vuelvo -dijo con voz tensa.

Al llegar al porche trasero respiró tranquilo. Sophie se encontraba junto a Dante, quien estaba sentado sobre el cubo boca abajo, con aire resentido.

– Me parece que lo que has hecho solo te ha servido para pasarlo mal -le decía-. Te has perdido toda la diversión.

– Nadie me quiere ahí -masculló-. ¿Por qué tengo que darte el cubo?

– Primero, porque soy una adulta y me debes respeto. En segundo lugar, porque tu tío debe de estar poniéndose nervioso al ver que la pasta se espesa en las paredes. Y tercero, porque me están entrando ganas de quitarte de ahí encima de un empujón y llevarme el cubo, y no me gustaría tener que hacerlo.

Dante la miró con los ojos entornados.

– No eres capaz.

– Escúchame bien, Dante -dijo-. No sé qué haces aquí fuera con esa cara de enfurruñado, te estás comportando como un mocoso.

Dante se puso en pie de un salto y retiró el cubo de una patada.

– Estúpido cubo, estúpido juego y estúpida familia. Todos me odian. No los necesito para nada.

Sophie recogió el cubo y se dispuso a marcharse, pero se volvió con un suspiro.

– Tu familia no es estúpida, de hecho es bastante especial. Además, todo el mundo necesita una familia. Y nadie te odia.

– Todos me miran como si fuera un delincuente. Total, porque rompí el contador.

– Bueno, yo lo miro desde fuera pero tengo la impresión de que nadie está enfadado contigo porque rompieras el contador. Lo que quiero decir es que tú no querías hacerle daño a nadie, igual que no querías hacerle daño a tu madre. Tú… no querías hacerle daño a tu madre, ¿verdad, Dante?

Dante negó con la cabeza, aún resentido. Entonces sus hombros se encorvaron y Vito lo oyó gimotear.

– No, pero seguro que mamá me odia. -Estalló en llanto y Sophie le pasó el brazo por los hombros-. He estado a punto de matarla, seguro que me odia.

– No, no te odia -musitó Sophie-. Dante, ¿sabes qué creo yo? Creo que todos están disgustados porque cuando te preguntaron si habías sido tú, les mentiste. Me parece que ya va siendo hora de que asumas lo que hiciste a propósito y te olvides de lo que ocurrió sin querer. -Vito vio que Sophie se ponía tensa y luego la oyó soltar una leve risita-. Muy bien, tú ganas. ¿Piensas quedarte aquí fuera toda la noche?

Dante se enjugó las mejillas.

– Puede.

– Pues te aconsejo que entres a buscar una manta porque hará mucho frío. -Se dio media vuelta y se disponía a marcharse con el cubo en la mano cuando vio a Vito mirándolos-. Voy a limpiar.

– Qué bien.

Sophie arqueó las cejas.

– Y voy a denunciar a Lena.

– Qué bien.

Al pasar por su lado musitó:

– Luego… animales.

Él sonrió tras ella.

– Qué bien.

Sábado, 20 de enero, 7:45 horas

– Has venido temprano.

Sophie se dio rápido la vuelta en el almacén, con el corazón encogido y tapándose la boca con la mano.

– De repente te veo muy interesada en nuestro pequeño museo, Sophie. ¿Cómo es eso?

Sophie consiguió controlar la respiración y retrocedió un paso. Vito la había acompañado a pie al museo media hora antes de lo habitual. El agente Lyons ya esperaba dentro. Le habían abierto Ted Tercero y Patty Ann, quien se dedicaba a limpiar las vitrinas. No se había dado cuenta de que Theo también estuviera en el museo.

– ¿Qué quieres decir?

– Hace unos días detestabas las visitas guiadas y tratabas a mi padre como si fuera idiota. Ahora llegas temprano y sales tarde, te dedicas a desembalar objetos y a organizar nuevas exposiciones. Mi padre está loco de alegría y mi madre se pasa el día contando cuánto dinero ganaremos. Quiero saber qué es lo que ha cambiado.

Sophie aún notaba el corazón aporreándole el pecho. Simon Vartanian seguía en libertad y en realidad ella no sabía nada de Theo Albright, excepto que era un hombretón de casi un metro noventa. Retrocedió otro paso, contenta de que Lyons pudiera oírla si gritaba.

– He decidido ganarme mi sueldo. Claro que yo podría preguntarte lo mismo. Hace unos días no se te veía el pelo y ahora te encuentro cada vez que me doy media vuelta. ¿Por qué?

El semblante de Theo se ensombreció.

– Porque te estoy vigilando.

Sophie pestañeó.

– ¿Me estás vigilando? ¿Por qué?

– Porque, a diferencia de mi padre, yo no soy un idiota que se fía de la gente así como así.

Se dio media vuelta y dejó a Sophie mirándolo boquiabierta.

Sacudió la cabeza. Era ridículo que tuviera miedo de Theo. Claro que, ¿qué sabía en realidad de los Albright? «Vamos, Sophie.» Simon tenía treinta años y su padre era juez. Theo apenas tenía dieciocho y su padre era nieto de un arqueólogo. Verdaderamente, era ridículo. Theo no era más que un joven algo peculiar. Aun así…

Encontró el hacha que Theo había utilizado para abrir las cajas y la puso donde pudiera alcanzarla con rapidez. Aunque el agente Lyons se encontrara en el museo, nunca estaba de más ser precavida.

Atlanta, Georgia,

sábado, 20 de enero, 8:45 horas

– Daniel, mira. Es de mamá.

Daniel levantó la cabeza del correo que estaba ordenando y vio a Susannah mirando con atención una hoja cuyo membrete reconoció enseguida; era del hotel donde sus padres se habían alojado.

– ¿Nos escribió? ¿Y se mandó la carta a su casa? ¿Por qué?

Susannah asintió.

– Dice que también te envió una carta a ti. -Buscó entre la pila, la encontró y se la tendió. Mientras Daniel abría la carta, Susannah se acercó la suya a la nariz-. Huele igual que su perfume.

Daniel trago saliva.

– Siempre me ha gustado ese perfume. -Echó una ojeada a la carta y lo invadió una profunda tristeza al reparar en que su madre había atado cabos-. Sabía que papá le estaba mintiendo, sabía que no estaba buscando a Simon, pero no se veía con ánimos de seguirlo a todas partes.

– ¿Es la misma carta? -preguntó Susannah.

Las colocaron una al lado de la otra.

– Eso parece. Supongo que no quería correr riesgos.

– Se quedó dos días en el hotel esperando a que papa volviera, Daniel.

– Imagino que había ido a ver a Simon -masculló Daniel.

– Pero yo estaba a solo dos horas. -La voz de Susannah denotaba que se sentía herida-. Pasó dos días sola estando enferma y no fue capaz de llamarme.

– Simon siempre fue su hijo predilecto, desde muy pequeños. No sé por qué a estas alturas aún nos sigue doliendo que viera las cosas blancas o negras. O bien amaba a Simon o bien nos amaba a nosotros.

– Vivió hasta el final con la esperanza de que se convirtiera en una buena persona. -Susannah planto la carta con rabia sobre la mesa-. Y confiaba en él. -Las lágrimas asomaron a sus ojos-. Sabía que papá había desaparecido y aun así fue a encontrarse con Simon.

Daniel exhaló un suspiro.

– Y él la mató.

«Si estáis leyendo esto, seguramente yo estaré muerta. Si estáis leyendo esto, podréis daros por satisfechos al saber que teníais razón con respecto a vuestro hermano.»

– Fue a encontrarse con él y él le rompió el cuello y la arrojó a una tumba sin nombre. -Daniel miró a Susannah, incapaz de controlar la amargura que sentía-. Una parte de mí querría decir que obtuvo lo que se merecía.

Susannah bajó la cabeza.

– Yo también lo he pensado. Por eso envió las cartas a su nombre. Si su visita a Simon resultaba inocua, habría revelado sus temores acerca del carácter de su hijito querido para nada. Si nos hubiera enviado las cartas a nosotros, habría sido inevitable que supiéramos lo que pensaba. Pero si se las enviaba a sí misma, siempre podía destruirlas antes de alertar a nadie.

– Y de todos modos, estaba a punto de morir. -Daniel lanzó la carta sobre la mesa-. ¿Qué podía perder? Excepto pasar más tiempo con nosotros.

– Simon sigue en libertad.

Daniel vaciló. Llevaba toda la mañana tratando de encontrar la forma de decirle aquello a su hermana. «Suéltalo ya y acaba de una vez.»

– Hay algo más, Suze. No quería pensar en ello, pero en toda la noche no he podido dejar de darle vueltas a lo que nos dijo Ciccotelli, que habían encontrado a Claire Reynolds, a papá y mamá, y dos fosas vacías. Lo que no nos dijeron es que también encontraron otros seis cadáveres.

Susannah abrió los ojos como platos.

– ¿Quieres decir que las tumbas que encontraron…? Lo he visto en las noticias, pero no había relacionado las dos cosas. Tendría que haberlo imaginado.

– Yo también. Supongo que estaba demasiado impresionado al saber que Simon no había muerto. -Daniel se interrumpió-. No, no es cierto. La verdad es que no quería pensarlo. Pero la duda me estaba carcomiendo, así que esta mañana he llamado a Vito Ciccotelli y se lo he preguntado. Me ha dicho que buscan a Simon como sospechoso de diez asesinatos, tal vez más.

Susannah cerró los ojos con desaliento.

– No dejo de decirme que las cosas no pueden ir peor.

– Ya lo sé. Me he pasado años despertándome por las noches preocupado por las víctimas que aparecían en los dibujos de Simon, por si eran reales, por si Simon había tenido algo que ver con su muerte y yo no había podido hacer nada por evitarlo. Ahora hay más víctimas, pero esta vez no soy capaz de mirar hacia otro lado. Tengo que regresar a Filadelfia y ayudar a Ciccotelli y a Lawrence.

– Iremos juntos. Esta semana hemos resuelto lo de nuestros padres los dos juntos. Cuando todo esto termine, espero que Simon esté muerto y que también juntos podamos celebrarlo y seguir adelante.

Sábado, 20 de enero, 9:15 horas

– ¿Está todo a punto? -preguntó Nick, tendiéndole a Vito un vaso de café a la vez que se situaba tras el volante.

– Sí. -Vito retiró la tapa de plástico-. Bev y Tim están en sus puestos junto al edificio. Maggy López acaba de llamar para decir que Van Zandt es el siguiente de la lista de casos. Si el juez le concede la libertad condicional, dentro de una hora estará en la calle.

– Espero que todo salga bien -masculló Nick-. No me gustaría nada que Van Zandt se fuera de rositas.

– A mí tampoco. -A Vito le tembló la voz al pronunciar aquellas palabras.

Nick lo miró.

– Tienes miedo.

Vito guardó silencio unos instantes, luego se aclaró la garganta con brusquedad.

– Sí, estoy aterrado. Cada vez que suena el teléfono me pregunto si van a decirme que Sophie ha caído en sus manos, que no he sabido protegerla bien.

– Esto es distinto a lo de Andrea, Chick. Esta vez no estás solo.

Vito asintió. Ojalá las palabras de Nick pudieran confortarlo, pero sabía que no respiraría tranquilo hasta que Simon Vartanian estuviera entre rejas. Aun así, resultaba grato saber que sus amigos se preocupaban por él.

– Gracias. -Entonces sonó su móvil y dio un respingo. Por suerte era Jen-. ¿Qué ocurre?

Jen bostezó.

– No he pegado ojo en toda la noche, Vito.

– Yo tampoco -dijo, y se arrepintió al instante-. Esto… Da igual.

– Que sepas que si sigues te odiaré, Ciccotelli -gruñó ella-. Me he pasado toda la noche trabajando mientras tú te lo pasabas pero que muy bien. No, me parece que ya te odio.

– La semana que viene te llevaré donuts todos los días. De la panadería de mi barrio.

– No me basta, pero algo es algo. Hemos situado en el mapa las iglesias que hay en un radio de ochenta kilómetros. Ninguna se parece ni de lejos a la del videojuego.

– Bueno, era de esperar. Gracias por el intento.

– No te atrevas a colgarme, Chick. He encontrado la foto.

– ¿Qué foto?

– La del periódico, salen Claire Reynolds y su novia. Es de marzo de hace tres años. La otra mujer tiene unos treinta años y es rubia y delgada. No hay ningún rasgo que la distinga en particular. Yo no la había visto nunca.

– Mierda -masculló Vito-. Tenía la esperanza de que la conociéramos. Me gustaría ir a ver la foto ahora mismo, pero tenemos que quedarnos aquí. Van Zandt podría salir en cualquier momento.

– ¿Puedes recibir fotos por el móvil?

– No. Pero Nick sí. ¿Se la envías?

– Ya lo estoy haciendo.

– Déjame el móvil -le dijo Vito a Nick, y aguzó la vista mientras la foto se descargaba en la pantalla. De repente, se le tensaron todos los músculos de su cuerpo-. Joder.

– ¿Quién es? -preguntó Nick. Asió el teléfono y soltó un silbido-. Qué hija de puta.

Jen pareció animarse.

– ¿La conoces, Vito?

– Es Stacy Savard -dijo él-. La chantajista número dos es la recepcionista de Pfeiffer.

– Conseguiré su dirección y enviaré allí un coche patrulla ahora mismo -resolvió Jen.

Vito tomó el teléfono de Nick y volvió a mirar la granulosa foto.

– Sabía que Claire estaba muerta y nos miró a los ojos sin pestañear.

– ¿Qué quieres hacer, Vito? ¿Quieres ir a buscar a Savard o prefieres quedarte a esperar a Van Zandt?

– Que la patrulla se encargue de Savard. Pediré una orden para registrar su casa. Si lo de Van Zandt no resulta bien, la chantajista número dos pasará a ser el plan B.

Sábado, 20 de enero: 12:45 horas

Probablemente no era lo más aconsejable, pero Simon no pudo resistirse. Si debía abandonar la identidad de Frasier Lewis, tenía que hacerlo bien. Claro que si la fiscalía del distrito hubiera conseguido mantener a Van Zandt entre rejas en lugar de dejarlo salir con la condicional, aquella oportunidad no se le habría presentado jamás.

Al fin y al cabo, era una magnífica ironía del destino. Simon había querido que el segundo soldado alemán que moría en Tras las líneas enemigas fuera ensartado con una bayoneta. Había algo muy cercano y personal en un bayonetazo, pero Van Zandt había insistido en que muriera como consecuencia de una gran explosión.

Simon dudaba de la eficacia del detonador de una granada de sesenta años de antigüedad. ¿Qué pasaría si montaba toda la escena y luego no estallaba? Como era un hombre concienzudo, se preparó por si se daba el caso. Simon sonrió; el codicioso de Kyle Lombard le había ofrecido un descuento por comprar al por mayor.

Sábado, 20 de enero, 12:55 horas

– ¿Qué quiere decir que ha desaparecido? -gruñó Vito por el móvil.

– Que no está en el piso -respondió Jen, molesta-. Su coche tampoco está. Un vecino la ha visto salir con una maleta esta mañana. Hemos dictado una orden de busca y captura.

– Entrevió nuestras intenciones cuando solicitamos el historial de Lewis. -Vito se frotó las sienes-. Da el aviso a todos los aeropuertos y a las estaciones de autobús. ¿Podrías enviar una patrulla a casa de Pfeiffer?

– ¿A él también vamos a arrestarlo?

– Solo quiero hablar con él. Pídele que se presente en la comisaría para responder a unas preguntas, nosotros llegaremos enseguida.

– ¿Aún no ha salido Van Zandt? -preguntó Jen.

Vito miró hacia el juzgado.

– Debe de estar pagando la fianza centavo a centavo.

Jen soltó una risita breve.

– Bueno, hemos acertado en una cosa. La impresora que hay en casa de Stacy Savard es del mismo modelo que la que imprimió las cartas de Claire.

– Chick -susurró Nick-. Mira, es Van Zandt.

– Tengo que dejarte, Jen. Ha llegado la hora.

Vito se guardó el móvil en el bolsillo en el momento en que Van Zandt salía del juzgado. Tenía el semblante frío y adusto y su abogado lo seguía a unos seis metros de distancia. Se precipitó a la calle con pasos agigantados y el brazo en alto para parar un taxi, pero tropezó con un anciano que se cruzó en su camino.

A Vito se le erizó el vello de la nuca. Había algo en aquel hombre que…

– ¡Nick! -exclamó Vito-. Mira ese anciano.

– Mierda -soltó Nick, y los dos se bajaron del coche a la vez.

– ¡Alto! ¡Policía! -gritó Vito. Entonces el anciano levantó la cabeza y durante una fracción de segundo Vito se encontró mirando los fríos ojos de Simon Vartanian.

Vartanian echó a correr rápido. Vito y Nick lo persiguieron.

De pronto, todo se fue al traste cuando, ante sus ojos, Jager Van Zandt saltó por los aires.

23

Sábado, 20 de enero, 13:40 horas

Habían estado a punto de pillarlo. Simon se sentó en su camioneta, todavía furioso. Un pequeño traspié y a esas horas habría estado en manos de las autoridades.

«Cómo les gustaría tenerme en sus manos.»

El agente Ciccotelli era más listo de lo que Simon creía. Y más cruel. La policía había utilizado a Van Zandt de cebo… «para que me dejara ver». Si no fuera porque casi lo habían pillado, Simon habría considerado aquella crueldad inexorable digna de admiración.

Casi lo habían atrapado. Apenas un tropiezo dentro de un plan mayor. La policía buscaba a Frasier Lewis. Las únicas personas que sabían que él no estaba muerto, estaban muertas.

A excepción del chantajista cuya táctica de aficionados había llevado a sus padres hasta él. Tenía que encontrarlo, fuera quien fuese, y hacérselo pagar. Luego debía ocuparse de Susannah y Daniel; ambos representaban la bondad personificada.

El hecho de que sus dos hermanitos pudieran andar libres perfectamente era motivo suficiente para odiarlos. El hecho de que ambos ocuparan puestos de responsabilidad en organismos de justicia los convertía en enemigos peligrosos.

Pronto le resultaría imposible continuar con la farsa de las vacaciones de Arthur y Carol Vartanian, incluso de su mera desaparición. Daniel y Susannah no dejarían correr el asunto, ahondarían hasta dar con el lugar donde se hallaban sus padres. Y sin duda, eran lo bastante listos para atar cabos. Si ahondaban más, acabarían descubriendo que en la tumba de Simon había enterrada otra persona.

Simon se había preguntado muchas veces quién habría allí dentro, a quién había colocado su padre en su lugar, por así decirlo. Se había sentido tentado de comprobarlo al volver a Dutton por primera vez en doce años para preparar las pequeñas vacaciones de sus padres y dejar a punto su ordenador de modo que pudiera acceder a él.

Su padre había ido a su encuentro, pero a Daniel y Susannah tendría que ir a buscarlos él. Sabía muy bien dónde encontrarlos. Daniel tenía una pequeña casa en Atlanta y Susannah vivía en un piso del Soho. Daniel representaba la ley y la pequeña Susannah representaba el orden.

Artie debería de haber estado orgulloso. Sin embargo, no fue así. «Porque bajo la toga de Arthur Vartanian se escondía alguien tan corrupto como yo.» Daniel y Susannah tenían que desaparecer. Pero antes le quedaba saldar una pequeña cuenta. Al escapar de la policía como si fuera un delincuente común, se había percatado de una cosa: lo habían reconocido; no como Frasier Lewis sino como «el anciano». Y la única persona que lo había visto disfrazado de anciano y todavía vivía era… la doctora Sophie Johannsen. Entornó los ojos. Hiciera lo que hiciese, aquella mujer siempre se interponía en su camino.

Todo había avanzado según lo previsto hasta que Sophie Johannsen empezó con sus preguntas sobre la existencia de un mercado negro. A partir de ese punto, todo se había precipitado. Aquella mujer sabía demasiadas cosas y no pararía hasta hacerla callar.

Ladeó la mandíbula. Además, su rostro era muy bello; qué expresividad. Tendría que haber sido actriz o modelo. Bueno, pronto lo sería.

Y si por el camino se cargaba a Ciccotelli… Sonrió. El premio sería doble.

«A lo mejor hasta me gano una vida más.» Simon rió entre dientes. Restablecida la paz interior, salió de su vehículo y entró en la residencia de ancianos.

Sábado, 20 de enero, 16:15 horas

Liz se estremeció al ver entrar a Vito y Nick en la oficina.

– Vaya, chicos.

– No son más que unas quemaduras sin importancia -dijo Vito-. Ha habido suerte. Los únicos heridos hemos sido el abogado de Van Zandt, dos transeúntes y nosotros. Los dos transeúntes ya han sido atendidos y han podido marcharse.

– ¿Y el abogado? -preguntó Liz.

– Se pondrá bien -explicó Nick-. Estaba a seis metros de distancia cuando Van Zandt voló por los aires.

Vito se sentó ante su escritorio.

– A nosotros solo nos ha alcanzado un poco de metralla.

– He enviado a Bev, Tim y media docena de agentes a que registraran hasta el último rincón -dijo Liz-, pero…

Nick sacudió la cabeza.

– Ese canalla corre como un diablo hasta con una pierna ortopédica, Liz. Me he quedado de una pieza. Y lo que ha acabado de dejarme petrificado del todo ha sido ver saltar por los aires a Van Zandt.

– ¿Qué ha pasado? Se suponía que teníais que protegerlo. -Maggy López entró corriendo en la oficina y al verlos se detuvo en seco-. Santo Dios.

– Simon estaba esperando a Van Zandt. -Vito se frotó la nuca-. Le ha metido una granada en el bolsillo del abrigo. La científica ha recogido los fragmentos de metralla. Imaginamos que coincidirán con los del chico a quien aún no hemos identificado.

Nick se dejó caer en la silla y cerró los ojos.

– Lo siento, Maggy.

López los miró a los dos.

– No hay nada que sentir, es probable que a Van Zandt le hubieran concedido la condicional de todos modos. Teniendo en cuenta todos los factores, no había bastantes pruebas para que se decretara la prisión preventiva. ¿Qué hacemos ahora?

Nick miró a Vito.

– ¿Pasamos al plan B? Stacy Savard.

Vito soltó un resoplido.

– Mierda. Ni siquiera sabemos dónde anda Savard.

Liz sonrió.

– Sí, sí que lo sabemos. Estabais en el hospital cuando la hemos detenido.

Vito se incorporó en la silla.

– ¿Tenemos a Stacy Savard? ¿Está aquí?

– Sí. La hemos pillado aparcando en el aeropuerto. Al parecer se disponía a tomar el primer vuelo que saliera del país. Cuando os encontréis en disposición, es toda vuestra.

Vito sonrió con tristeza.

– Ya estamos en disposición. No veo el momento de hacer hablar a esa hija de puta.

Sábado, 20 de enero, 16:50 horas

Quitar de en medio a Van Zandt había resultado más complicado de lo que creía, pero ahora que conocía a su adversario, librarse de Johannsen sería más fácil. Se había preparado para todos los posibles contratiempos, desde una escolta policial hasta los detectives que parecía que llevara pegados con cola. Estaba preparado.

Los labios de Simon esbozaron una sonrisa. Muy pronto una enfermera cambiaría el gota a gota a la abuela. Sonarían los pitidos y saltarían las alarmas. La dulce Sophie recibiría una llamada urgente. Urgente y verdadera. Una de las cosas que siempre había admirado en Johannsen era su pasión por la autenticidad. En el destino de Sophie había cierto… paralelismo.

Su abuela se estaba muriendo, así que Sophie había regresado a casa. Al regresar a casa, se había topado con él. Al toparse con él, él había podido adquirir conocimientos del mundo medieval; y gracias a esos conocimientos, había podido crear un videojuego de la hostia. Pero por culpa del videojuego y de la intromisión de Johannsen tenía a la policía demasiado cerca. Siempre había pensado en quitarla de en medio cuando llegara el momento, pero tener a la policía tan cerca lo había obligado a jugar aquella carta antes de lo previsto, y precisamente por eso… Miró el reloj. Era la hora. Precisamente por eso la abuela moriría. Ya.

Era un bello círculo que encajaba a la perfección. Era el destino.

Dio un respingo. Allí estaba, caminando hacia el vestíbulo desde la Gran Sala, vestida con su armadura. Esperaba que se despojara de ella antes de emprender la carrera que sin duda sería desenfrenada. Sophie era alta y le costaría un gran esfuerzo moverla, incluso vestida con normalidad. La armadura constituía un impedimento inoportuno. Claro que si tenía que moverla con armadura, la movería igual. Se acercó un poco a la puerta. Muy pronto no habría entre ellos ningún cristal que atenuara la experiencia recreativa. Muy pronto la tendría en sus manos, en su mazmorra, con cámaras y focos. «Es para verte morir mejor, querida.»

Sábado, 20 de enero, 17:00 horas

Stacy Savard se encontraba sentada frente a la mesa de la sala de interrogatorios, cruzada de brazos. Mantuvo la vista al frente con gesto hosco hasta que Vito y Nick entraron en la sala, y entonces se volvió hacia ellos y sus ojos empezaron a derramar patéticas lágrimas de desesperación.

– ¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué me han traído aquí?

– Déjese de dramatismos, Stacy. -Vito ocupó la silla contigua-. Sabemos lo que ha hecho. Tenemos su portátil y el de Claire. Sabemos lo de Claire y Arthur Vartanian, y hemos descubierto su jugosa cuenta bancaria. -La miró con aire perplejo-. Lo que no comprendemos es cómo pudo traicionar así a Claire. Usted la amaba.

Stacy se mantuvo impertérrita unos instantes, luego se encogió de hombros.

– Yo no amaba a Claire. Nadie amaba a Claire excepto sus padres, porque no sabían quién era en realidad. Claire era mala… pero muy buena en la cama. Eso es todo.

Nick soltó una breve risita de incredulidad.

– ¿Eso es todo? ¿Qué pasó, Stacy? ¿Sabía desde el principio que estaba chantajeando a Frasier Lewis?

Stacy resopló con aire burlón.

– Como si Claire fuera a explicarle a alguien una cosa así. Pensaba quedarse todo lo que les sacara a los Vartanian para ella sola. Era una bruja.

Vito sacudió la cabeza. No daba crédito a lo que oía.

– ¿Cuándo supo que Claire estaba muerta?

Ella entornó los ojos.

– Quiero la plena inmunidad.

Vito soltó una carcajada, luego se puso serio de golpe.

– No.

Stacy se recostó en la silla.

– Pues entonces no les diré nada más.

Nick, que preveía su reacción, deslizó sobre la mesa una fotografía de Van Zandt tras la explosión y vieron que Stacy palidecía.

– ¿Quién es ese?

– El último idiota a quien se le ocurrió pedir la inmunidad -respondió Vito en tono mordaz.

– Y el último idiota que intentó contrariar a Frasier Lewis -añadió Nick en voz baja-. Podemos dejarla ir, ya sabe. Y decirle a Frasier Lewis dónde puede encontrarla.

El miedo ensombreció su mirada.

– No se lo dirán. Sería un asesinato.

Vito suspiró.

– Nos ha pillado. Pero si la noticia se filtra… Puede que no pase nada hasta el juicio, pero puede que él lo descubra antes. El caso está provocando demasiada sensación para mantener las cosas en secreto.

– De modo que se pasará la vida mirando quién la sigue hasta que un día le metan una granada en el bolsillo.

Stacy se mordió la parte interior de la mejilla, nerviosa. Luego levantó la cabeza.

– Un día de octubre, hace quince meses, había quedado para cenar con Claire. No acudió a la cita, así que fui a buscarla a su casa. Tenía la llave. Entré y vi su portátil y fotos que había tomado de «Frasier Lewis» mientras aguardaban en la sala de espera. -Una de las comisuras de sus labios se curvó-. Claire tenía otra cosa buena, escribía bien. Tenía pensado escribir un libro sobre el tema en algún momento. Había descubierto que Lewis era Simon Vartanian y le pareció curioso.

– Porque se suponía que ese chico estaba muerto -dijo Vito.

– Sí. Buscó información sobre Frasier Lewis y descubrió que era un tipo de Iowa.

Nick la miró perplejo.

– También sabe lo del fraude con la póliza de enfermedad…

Stacy frunció los labios con terquedad y Vito, con un suspiro de resignación, colocó sobre la mesa, junto a la imagen de Van Zandt, una foto de Derek Harrington con un disparo en la frente.

– No le gustará tener que vérselas con Simon Vartanian, Stacy, de hecho, le gustará bastante menos que vérselas con nosotros. Responda a la pregunta del detective Lawrence.

– Sí -escupió-. Sabía lo del fraude de la póliza. Encontré los e-mails en el ordenador de Claire, los que le envió a Simon y a su padre. El del padre decía: «Sé lo que hizo tu hijo.»

– ¿Qué cree que significaba? -preguntó Nick, y ella se encogió de hombros.

– Que estaba engañando a la compañía de seguros y que había fingido su muerte. El e-mail de Simon decía: «Sé quién eres, Simon.» El padre pagó. Simon insistió en que se encontraran y Claire, como una idiota, cayó.

– ¿Dónde fue? -preguntó Vito sin rodeos-. ¿Dónde se encontraron?

– Simon le propuso verse en la puerta de la biblioteca donde ella trabajaba, pero pasaron unos días y no aparecía por ninguna parte, así que supuse que había muerto.

– Usted envió las cartas -dijo Nick-. A la biblioteca y a la consulta.

– Sí, fui yo.

Vito pensaba que aquel caso ya tenía cubierto el cupo de personalidades antisociales, pero siempre aparecía alguna más.

– Y siguió con lo que ella había dejado a medias.

– Solo con el padre; con Simon no.

– ¿Por qué no? -preguntó Nick, y Stacy le clavó una mirada de incredulidad.

– Vaya pregunta, porque era un asesino. Claire era idiota, yo no.

– Pues ahora está aquí, así que yo no me vanagloriaría de mi inteligencia -soltó Nick tranquilamente, pero Vito vio temblar un músculo de su mejilla y se dio cuenta de que lo de la calma era mera fachada.

– Porque era un asesino… -Vito sacudió la cabeza-. Lo veía siempre que acudía a la consulta, sabía que no era Frasier Lewis, sabía que había matado a Claire Reynolds, ¿y en ningún momento fue capaz de decir nada?

– ¿Para qué? -Stacy se encogió de hombros-. Claire estaba muerta, nada de lo que yo pudiera decir le devolvería la vida y era evidente que a Arthur Vartanian le sobraba el dinero.

Nick ahogó una carcajada.

– Dios mío, este caso pinta cada vez mejor. A ver, Stacy, díganos, ¿qué hizo que Arthur Vartanian fuera a buscarla?

Stacy pestañeó.

– No vino a buscarme. Siguió pagando.

– Claro que fue a buscarla. Está muerto. Los hemos encontrado a él y a su esposa enterrados junto a Claire. -Nick arqueó una ceja-. ¿Quiere ver las fotos?

Stacy negó con la cabeza.

– Quería que le demostrara que conocía a su hijo, pero siguió pagando.

Vito miró a Nick.

– Y usted ¿cómo se lo demostró, Stacy? -preguntó Vito.

– Le envié una foto de Simon, la que tomé para Pfeiffer.

– Él no sabía que le estaba haciendo esa foto -recordó Vito.

– Claro que no, no me habría dejado. Disparé la cámara cuando no me veía. Pensé que tal vez algún día me hiciera falta.

– Muy bien -dijo Nick en voz baja-. Ahora necesitamos que nos ayude.

Sábado, 20 de enero, 17:00 horas

– ¿Ves a ese flacucho calvo? -le susurró Ted Tercero a Sophie mientras despedían al último grupo del día-. Dirige una organización benéfica.

Sophie sonrió y siguió agitando la mano.

– Ya lo sé, me lo ha dicho. Tres veces.

– Es un poco arrogante -admitió Ted-, pero representa a un montón de gente rica que quiere que su dinero sirva «a la educación y al arte». Le has gustado, mucho.

– Ya lo sé. Por primera vez me he alegrado de llevar la armadura. Ha intentado pellizcarme el culo, Ted. -Puso cara de desagrado, pero Ted se limitó a sonreír.

– Llevabas una espada en la mano, Sophie. Míralo por el lado bueno. Es posible que la próxima vez tengas el hacha de combate. -Se aflojó la corbata-. Me parece que esta noche voy a echar la casa por la ventana y voy a salir a cenar con Darla.

– ¿Adónde la llevarás, a Moshulu's o a Charthouse? -preguntó ella, y Ted ahogó una carcajada de sorpresa.

– Mi idea de echar la casa por la ventana es un restaurante chino.

Se alejó, sacudiendo la cabeza.

– No salen nunca. No tienen dinero.

Sophie se dio media vuelta con movimientos torpes a causa de la armadura. Levantó la cabeza, más enfadada que asustada esta vez.

– ¡Theo!

– No recuerdo la última vez que salimos a cenar fuera. -Theo ladeó la cabeza-. Ah, espera. Sí. Fue justo antes de que papá te contratara.

– Theo, si tienes algo que decirme, dímelo ya, por el amor de Dios.

– Muy bien. Tu sueldo supera lo que ganan ellos dos juntos.

Sophie se lo quedó mirando estupefacta unos instantes.

– ¿Qué?

– Estaban muy emocionados contigo -dijo Theo con frialdad-. Mi madre accedió a renunciar a su sueldo. Suponían que tener una «historiadora auténtica» en el museo les ayudaría a aumentar los ingresos. Era un sacrificio temporal.

Se dio media vuelta para marcharse, pero Sophie lo aferró por el brazo.

– Theo, espera.

Él se detuvo, pero no se volvió a mirarla.

– No tenía ni idea de que mi sueldo les supusiera privaciones. -A ellos y, de rebote, a él. Se preguntó qué significaba para Theo pasar apuros económicos, qué implicaciones tenía para su futuro.

– Pues ahora ya lo sabes.

– El año pasado terminaste el instituto. ¿Por qué no vas a la universidad?

Él se tensó.

– Porque no tenemos dinero.

Sophie se esforzó por apartar el sentimiento de culpa que la invadía. Ted Tercero había hecho muchos sacrificios por aquel museo, pero a fin de cuentas los sacrificios eran voluntarios.

– Theo, lo creas o no tus padres me pagan menos de lo que ganaría trabajando en un McDonald's. Me ofrecería a devolverte el dinero, pero necesito hasta el último centavo para pagar la residencia de mi abuela.

Entonces el chico se volvió y Sophie se dio cuenta de que se había ganado cierta confianza.

– ¿Menos que en un McDonald's? ¿En serio?

– En serio. ¿Sabes qué? En lugar de enfadarnos, ¿qué te parece si nos dedicamos a pensar en formas de mejorar el negocio? Podemos organizar más visitas, más exposiciones.

Él apretó la mandíbula.

– Detesto las visitas. Paso vergüenza. Patty Ann está acostumbrada a hacer teatro, pero yo…

– Yo también pasaba vergüenza. Pero la gente lo agradece, Theo. El otro día, cuando estuvimos hablando, parecías interesado en lo de la exposición interactiva. ¿Aún te apetece montarla?

Él volvió a asentir.

– Sí. Se me da muy bien el bricolaje.

– Ya lo sé. Es asombroso lo bien que te quedaron los paneles de la Gran Sala. -Sophie pensó en Michael, en los bloques de madera y la catapulta que había construido-. Dame un poco de tiempo y pensaré en alguna forma de que utilices tus habilidades y ayudes a tu…

Entonces vibró el móvil que Sophie llevaba guardado dentro del sujetador y la chica dio un respingo. Se aflojó rápidamente los velcros que mantenían unido el peto.

– Ayúdame a quitarme esto, Theo.

Al mirar la pantalla del móvil se olvidó de todo lo que estaba pensando.

– Es de la residencia de mi abuela.

Respondió a la llamada con el corazón aporreándole el pecho.

– ¿Diga?

– Soy Fran.

Fran era la jefa de enfermeras y su tono sonaba apremiante.

Sophie notó que su acelerado corazón se detenía.

– ¿Qué ocurre?

– Anna ha sufrido un paro cardíaco y hemos tenido que avisar a una ambulancia. Sophie, tienes que darte prisa. La cosa no pinta bien, cariño.

A Sophie le flaquearon las piernas y se habría caído de no haber sido porque Theo la sujetó con fuerza.

– Voy ahora mismo. -Sophie cerró el teléfono con las manos trémulas. «Piensa.»

«Simon.» Tal vez fuera mentira. «¿Y si es una trampa?» Consciente de que Theo la estaba mirando, llamó a la centralita de la residencia de ancianos.

– Hola, soy Sophie Johannsen. Acabo de recibir una llamada y quería saber si mi abuela…

– ¿Sophie? Soy Linda. -Otra enfermera. Sophie dudaba incluso de si Simon Vartanian habría obligado a mentir a dos enfermeras-. ¿No te ha llamado Fran? Tienes que ir al hospital enseguida.

– Gracias. -Sophie colgó, se sentía mareada-. Tengo que ir al hospital.

– Te acompaño -se ofreció Theo.

– No te preocupes, gracias. Me acompañará el agente Lyons. -Miró alrededor, el pánico aumentaba con cada latido de su corazón-. ¿Dónde está?

– Sophie, ¿por qué te acompaña la policía a todas partes? -preguntó Theo siguiéndola a medida que ella avanzaba hacia la puerta del museo con tanta rapidez como le permitía la armadura.

– Ya te lo contaré. ¿Dónde está Lyons? Mierda. -Se detuvo en la puerta y miró fuera. Estaba oscuro. Los minutos transcurrían y Anna se estaba muriendo. El día en que murió Elle había llegado demasiado tarde. No permitiría que Anna muriera sola. Tiró del velcro que sujetaba las grebas-. Ayúdame a quitarme esto, por favor.

Theo se puso en cuclillas y la ayudó a retirarse las grebas. Luego le tomó el pie.

– Levanta la pierna.

Ella obedeció y se apoyó con una mano en el frío cristal mientras él tiraba de la bota. Miró fuera y vio a un policía, tenía la cabeza vuelta y no se le veía del todo la cara. A pocos centímetros de su boca se observaba la lumbre rojiza de un cigarrillo encendido. No era Lyons. Miró el reloj; pasaban de las cinco. «Ha habido cambio de turno.» Theo le quitó la otra bota y Sophie se precipitó hacia la puerta mientras agitaba las manos para despedirse de Theo.

– Gracias, Theo. Luego te llamaré.

– Espera, Sophie. No llevas zapatos.

– No tengo tiempo de ir a buscarlos, no puedo entretenerme.

– Ya te los traigo yo -se ofreció Theo-. No tardaré más de un segundo, espérame aquí.

Pero Sophie no tenía tiempo. Corrió hacia el nuevo agente sin importarle el frío tacto de la acera bajo sus pies descalzos. Solo tenía que aguantar hasta llegar al coche patrulla, en el hospital pediría unas zapatillas.

– Agente, tengo que ir al hospital. -«Rápido.»

Se dirigió al bordillo, junto al que estaba aparcado el coche patrulla, y oyó los pasos del agente tras de sí.

– Doctora Johannsen, espere. Tengo órdenes de que aguardemos aquí hasta que llegue uno de los detectives.

– No tengo tiempo de esperar a nadie. Tengo que ir al hospital.

– Muy bien. -La alcanzó y la asió por el brazo-. No corra tanto, no se vaya a resbalar con el hielo. A su abuela no va a servirle de mucho si sufre una caída y se queda inconsciente.

Ella estaba a punto de decirle que se diera prisa, pero de pronto se quedó helada. No había mencionada a Anna para nada. «Simon.» Apartó el brazo para librarse de él.

– No. -Había dado dos pasos cuando él le rodeó la garganta con el brazo y le cubrió la boca con un trapo. Sophie forcejeó con todas sus fuerzas, pero aquel hombre era alto y fuerte, y de repente oyó en su interior la queda e inquietante voz de Susannah Vartanian: «Simon es más corpulento»-. No.

Pero la palabra quedó ahogada por la mordaza y su visión empezó a tornarse borrosa.

«Resístete. Grita.» Su cuerpo ya no obedecía las órdenes de su cerebro. Su chillido sonó alto y estridente, pero tan solo dentro de su cabeza. Nadie podía oírla.

Se la llevaba a rastras. Ella se esforzó por volver la cabeza para ver adónde iban, pero no pudo. Oyó abrirse una puerta corredera y un dolor repentino le recorrió la columna vertebral. Lo notaba todo, pero no podía mover más que los ojos. Se encontraba tumbada de espaldas mirando hacia la puerta lateral de una camioneta.

Se esforzó por distinguir algo entre las borrosas imágenes y vio a Theo acercarse corriendo a él. «Los zapatos.» Theo llevaba en la mano sus zapatos. Sin embargo su mirada debió de alertar a Simon porque Theo Albright cayó con un simple puñetazo en la cabeza.

Empezaban a desplazarse. La camioneta traqueteó al pasar sobre algo abultado. Luego se alejó del aparcamiento con un chirrido de neumáticos. «Vito -pensó, tratando de resistirse al efecto de lo que hubiera en aquel trapo-. Lo siento.»

Y todo quedó sumido en la oscuridad.

24

Sábado, 20 de enero, 17:30 horas

Stacy Savard los miraba con aire retador.

– No pienso hablar con él. No pueden obligarme. Acabaría igual que ellos. -Empujó las fotos-. Ni hablar. Pero ¿están locos, o qué?

Vito se tragó la rabia y la indignación.

– Podría haber denunciado a Simon Vartanian hace tiempo y así habría evitado que murieran más de diez personas. Usted es en parte responsable, y por eso nos ayudará. Queremos que Simon se deje ver.

– Solo tendrá que hablar con él por teléfono -la tranquilizó Nick-. No hará falta que lo vea. Claro que si no quiere ayudarnos… Lástima que no siempre consigamos controlar a los periodistas.

Savard hizo una mueca.

– Me parece que no tengo alternativa. ¿Qué tengo que decirle?

Nick sonrió sin ganas.

– Siempre hay alternativas, señorita Savard, solo que tal vez sea esta la primera vez que elige bien. En el historial de Simon anotó que había pedido más lubricante de silicona.

– Hace dos días. Suele comprarlo en otro sitio, pero se ve que casi se le había terminado y nos lo pidió a nosotros porque lo recibimos antes. ¿Y qué?

– Y nada -empezó Nick-, que vendrá con nosotros a la consulta de Pfeiffer, lo llamará por teléfono desde allí y le dirá que ha llegado el pedido.

– Pero si hoy la consulta está cerrada -se alarmó ella; empezaba a temblarle la voz.

– El doctor Pfeiffer nos abrirá -dijo Vito-. Tiene muchas ganas de colaborar con nosotros. De hecho, la idea de tenderle una trampa con lo del lubricante ha sido suya. -Se alegró de ver que la chica se quedaba boquiabierta-. ¿Cómo cree que la hemos encontrado tan rápido, Stacy? Habíamos dictado orden de busca en los aeropuertos, pero usted no había realizado ninguna reserva y ni siquiera llegó a facturar. Pfeiffer estuvo dándole vueltas y llegó a la conclusión de que probablemente estaba implicada, así que esta mañana la ha seguido y cuando ha visto que se dirigía al aeropuerto, nos ha llamado.

La puerta se abrió y apareció Liz con expresión indescifrable.

– ¿Detectives?

Vito y Nick se pusieron en pie, y Nick le lanzó a Stacy una última mirada.

– Vaya practicando la voz de recepcionista, Stacy -dijo-. Vartanian no es precisamente tonto. Sabe distinguir un tic nervioso a un kilómetro y medio de distancia.

Cuando ambos hubieron salido de la sala, cerró la puerta.

– ¿Has oído lo que ha dicho? -preguntó Vito a modo retórico.

Nick sacudió la cabeza.

– Menudo elemento, seguro que la cárcel le pule las aristas.

– Vito -susurró Jen con aspereza.

Vito apartó la vista de la luna de efecto espejo y se le heló la sangre al ver que Jen estaba blanca como el papel y que Liz ya no lo miraba con expresión indescifrable sino con pánico controlado.

– Es Sophie -empezó Liz-. Han tenido que llevarse a su abuela al hospital con urgencia. Ha sufrido un ataque al corazón.

Vito se esforzó por conservar la calma.

– Iré al museo y la acompañaré al hospital.

Liz lo aferró por el brazo y tiró con fuerza cuando él se dispuso a alejarse.

– No, Vito. Escúchame. El departamento de emergencias ha recibido una llamada del Albright. Han encontrado al hijo del matrimonio inconsciente delante del museo. -Era obvio que Liz estaba haciendo uso de todo su temple-. Y han encontrado al agente Lyons muerto en el asiento trasero del coche patrulla.

Vito abrió la boca, pero no pudo articular palabra.

– ¿Y Sophie? -preguntó Nick con un hilo de voz.

Liz se echó a temblar.

– Hay testigos que vieron cómo la obligaban a subir a una camioneta blanca antes de que esta atropellara al chico y se alejara. Sophie ha desaparecido.

Vito solo pudo oír la afluencia de su propia sangre cuando su corazón pasó de la parálisis absoluta a aporrearle el pecho como si fuera a atravesarlo.

– Entonces, la ha atrapado -musitó.

– Sí -musitó Liz a su vez-. Lo siento, Vito.

Aturdido, Vito miró a través del cristal y tuvo que refrenar el tremendo impulso de rodear con sus manos el cuello de Savard y asfixiarla.

– Sabía que era un asesino y no dijo nada. -Su respiración era agitada y tuvo que esforzarse por hacer brotar de su garganta cada una de las palabras-. Ahora es demasiado tarde. Ni siquiera nos sirve para atraerlo con engaños. Simon ya tiene lo que quiere; tiene a Sophie.

Nick le aferró el otro brazo y lo estrechó hasta que Vito se volvió a mirarlo.

– Cálmate, Vito. Cálmate y piensa. Simon sigue necesitando el lubricante. Puede que aún funcione, tenemos que intentarlo.

Vito asintió, todavía aturdido. En el fondo sabía la verdad. Había visto los ojos de Simon en el instante inmediatamente anterior a que Van Zandt muriera. Su mirada era fría, calculadora. «Tenía la impresión de estar encerrado en una jaula con una cobra», había dicho Pfeiffer. Ahora dentro de la jaula estaba Sophie.

Sábado, 20 de enero, 18:20 horas

El móvil de Simon sonó. Aguzó la vista ante la pantalla y respondió con cautela.

– ¿Diga?

– Señor Lewis, soy Stacy Savard, la enfermera del doctor Pfeiffer.

Simon se mordió la parte interior de las mejillas. La consulta no estaba abierta los sábados.

– Dígame.

– Al doctor Pfeiffer le ha surgido un imprevisto familiar y tendrá que cerrar la consulta durante una semana. Por eso hemos venido hoy, para ocuparnos de los detalles de última hora. Quería decirle que su lubricante de silicona ya ha llegado.

Simon estuvo a punto de echarse a reír.

– Ahora estoy algo ocupado. Pasaré a recogerlo el lunes.

– El lunes la consulta estará cerrada. Cerraremos toda la semana. Si quiere el lubricante, tendrá que pasar a recogerlo esta tarde. No querría que se le terminara el que tiene y no dispusiera de otro.

Simon se vio obligado a admitir que era buena; no obstante en su voz se apreciaba un ligerísimo temblor.

– Ya lo compraré en otro sitio. De todos modos, pronto me mudaré.

Colgó antes de que ella pudiera añadir una sola palabra y se echó a reír, esta vez sin tapujos. Savard estaba colaborando con la policía, cualquier idiota se daría cuenta.

– Tu novio es muy listo -gritó Simon hacia atrás-. Claro que yo lo soy más. -No obtuvo respuesta. Si aún no estaba despierta, pronto lo estaría, pero no le causaría más problemas. Había hecho una parada para cambiar las placas de matrícula de la camioneta y atar a Sophie de pies y manos en cuanto se encontró lejos de las principales carreteras.

Stacy Savard colgó el teléfono con manos temblorosas.

– Lo he hecho lo mejor que he podido.

– Pues no ha bastado -le espetó Nick-. Se ha dado cuenta.

Vito se pasó las manos por las mejillas mientras dos policías de uniforme esposaban a Stacy Savard y la llevaban de nuevo a la comisaría.

– Ya me imaginaba que no funcionaría.

Pfeiffer se puso en pie y se frotó las manos con inquietud.

– Lo siento. Yo creía que sí.

– Nos ha resultado de gran ayuda, doctor -dijo Nick con amabilidad-. Se lo agradecemos.

Pfeiffer asintió y miró a Savard cuando esta salió por la puerta.

– No puedo creer que lleve tantos años en mi consulta y no la conozca. En el fondo esperaba estar equivocado, por eso no les dije nada cuando vinieron a verme ayer. No me habría gustado nada acusarla y que luego resultara que estaba equivocado.

Vito habría preferido que la hubiera acusado de buen principio, pero no dijo nada.

– ¿Y ahora qué hacemos? -preguntó Nick cuando estuvieron de nuevo en el coche.

– Volvemos a estar como al principio -respondió Vito con gravedad-. Hay algo que se nos escapa. -Miró por la ventanilla-. Rezo porque Sophie resista hasta que la encontremos.

Sábado, 20 de enero, 20:15 horas

– Aparece en las imágenes -dijo Brent cuando entró en la sala de reuniones con un CD en la mano. Se lo entregó a Jen-. El muy hijo de puta ha manipulado el gota a gota de la abuela.

Vito recordó la cámara que había colocado junto a la cama de Anna durante el trayecto de vuelta de la consulta del doctor Pfeiffer. Ahora se encontraba de pie tras la silla de Jen mientras esta insertaba en su portátil el CD con la grabación. Nick y Liz se apostaban a su derecha y Brent se situó a su izquierda. Katherine se quedó sentada; se la veía pálida y aturdida.

Vito no había sido capaz de mirarla a los ojos. Le había prometido que cuidaría de Sophie y no había cumplido su palabra. Podría haberla mantenido encerrada bajo llave hasta que atraparan a Simon; podría haber hecho muchas cosas, pero no había hecho ninguna y ahora Sophie había desaparecido. Simon Vartanian la había atrapado, y todos sabían lo que ese hombre era capaz de hacer.

Tenía que dejar de pensar en eso o se volvería loco. «Céntrate, Chick. Y encuentra lo que has perdido.»

Brent lo miró de soslayo.

– Simon aparece hace cinco horas en la cinta. La cámara se activa con el movimiento. En las primeras dos horas se os ve a ti y a Sophie mientras estabais con su abuela anoche. Me he saltado esa parte y también las visitas de las enfermeras para tomarle la tensión y darle las medicinas y la comida. Incluso juegan una partida de cartas.

Vito lo miró extrañado.

– ¿Una partida de cartas?

– Una enfermera ha entrado con una baraja sobre las diez de esta mañana y le ha dicho que era la hora de la partida diaria. La abuela de Sophie ha perdido y le ha dicho a la enfermera que era mezquina.

– ¿Se apellidaba Marco?

– Sí. Es la misma que le ha salvado la vida.

– Bueno, por lo menos está bien saber que las enfermeras no maltrataban a la abuela de Sophie. -Vito sacudió la cabeza-. Lo que pasa es que a Anna no le gusta perder a las cartas.

– Lo tengo a punto -dijo Jen. Vieron cómo Simon Vartanian entraba en la habitación de Anna y se sentaba en su cama. Iba disfrazado de anciano.

– Debe de haber ido directamente después de ponerle la bomba a Van Zandt -masculló Nick.

– Sí que ha estado ocupado -dijo Jen en tono cansino-. Mierda.

Brent se inclinó sobre Jen y avanzó la grabación.

– Le dice que es de la asociación de amigos de la ópera, que va de parte de Sophie. La llama por su nombre. Charlan durante veinte minutos hasta que la abuela se queda dormida. Ahora es cuando manipula el gota a gota.

En la grabación se veía a Simon sacarse una jeringuilla del bolsillo e inyectar una sustancia en la solución intravenosa que la enfermera había dejado preparada junto a la cama. Luego se guardaba la jeringuilla de nuevo en el bolsillo, comprobaba que el goteo funcionara y miraba el reloj.

– Una sencilla forma de contar con un efectivo margen de tiempo -observó Jen con abatimiento-. Le ha permitido marcharse de la residencia y prepararse para cuando Sophie saliera hacia el hospital.

Una vez más, Simon había pensado en todo.

Y, una vez más, a Vito se le heló la sangre.

Brent carraspeó.

– La enfermera entra a cambiar el gota a gota. -Jen volvió a adelantar la grabación y todos observaron. Era Marco de nuevo; anotó las constantes de Anna después de cambiar la bolsa de solución intravenosa. Entonces la pantalla se oscureció y un segundo más tarde hervía de actividad cuando Marco corrió de nuevo junto a Anna. El monitor cardíaco estaba pitando y Anna se retorcía de dolor. Marco se inclinó sobre ella.

– Según la enfermera, Anna se quejaba de que el líquido quemaba -explicó Liz-. La enfermera es muy buena, ha echado un vistazo al monitor y ha reconocido la sobredosis de cloruro potásico. Entonces le ha administrado una inyección de bicarbonato que ha interrumpido el ataque cardíaco.

– Y ha salvado la vida a Anna -musitó Vito, y tragó saliva.

– Marco cree que ha cometido un error al preparar la solución intravenosa -prosiguió Liz-. Está dispuesta a aceptar las medidas disciplinarias, incluso ser despedida. Ha dicho que no podía mentir, que si había causado daño a un paciente tenía que admitir sus responsabilidades.

Vito suspiró.

– ¿Sabe lo de la cámara?

– No -dijo Liz-. Si se lo dijéramos se quedaría tranquila.

– Y se enteraría de que Sophie no confiaba en ella -añadió Vito-. De todos modos, lo acabará sabiendo, y la familia de Sophie también. Me acercaré al hospital dentro de un rato.

Se sentó en su silla del extremo de la mesa. Al inicio del caso se había alegrado de dirigir una investigación tan importante. Ahora la responsabilidad le pesaba como un plomo atado al cuello con una soga. Aquella investigación era cosa suya y lo que sucediera en adelante también lo sería. Eso implicaba que lo que le sucediera a Sophie era igualmente su responsabilidad.

– ¿Qué es lo que no sabemos? -preguntó-. Necesitamos más detalles.

– Nos falta situar los edificios aislados con ascensor que se encuentren cerca de alguna cantera -dijo Jen.

– Y las identidades de la anciana y del hombre de la primera fila -añadió Nick.

Liz frunció los labios.

– El maldito campo -dijo, y Vito entrecerró los ojos.

– ¿Quieres decir que por qué precisamente ese campo? -preguntó, y Liz asintió.

– Nunca nos lo hemos preguntado, Vito. ¿Por qué ese campo? ¿Cómo lo eligió?

– Winchester, el empleado de correos a quien pertenece el terreno, dijo que lo había heredado de su tía. -Vito hizo girar la silla para situarse de cara a la pizarra-. La anciana enterrada junto a Claire Reynolds no puede ser la tía de Winchester.

– Puesto que la tía de Winchester no murió hasta octubre del año pasado -prosiguió Nick-. En cambio, la anciana enterrada en el campo murió un año antes.

– Y era europea -añadió Katherine. Eran las primeras palabras que pronunciaba desde que entrara en la sala-. Pedí que analizaran sus empastes y ayer recibí el informe. El material es una amalgama que no se ha utilizado nunca en nuestro país, pero que era de uso frecuente en Alemania durante los años cincuenta. -Negó con la cabeza-. No veo en qué va a ayudaros eso, hay miles de personas de esa zona que emigraron después de la guerra.

– Es información nueva -dijo Vito-. Vayamos a ver otra vez a Harlan Winchester. Averiguaremos todo lo que podamos de su tía. Tenemos que encontrar algo que relacione a Simon con ese terreno, y por ahora lo único que tenemos en relación con el terreno es la tía.

Liz le posó una mano en el hombro.

– Se me ocurre un plan mejor. Nick y yo iremos a ver a Winchester. Tú ve a ver a la familia de Sophie.

Vito alzó la barbilla.

– Liz, necesito hacerlo yo.

La sonrisa de Liz fue amable pero firme.

– No hagas que te aparte de este caso, Vito.

Vito abrió la boca para protestar y la cerró de inmediato.

– Es como si estuviera sentado encima de un cubo al revés y te entraran ganas de darme un empujón y quitármelo, ¿no? -dijo en tono quedo al recordar la escena con Sophie y Dante.

– Me parece una extraña asociación de ideas, pero sí, supongo que es algo así. -Liz arqueó las cejas-. Las emociones te están desbordando. Vete a casa y descansa; es una orden.

Vito se puso en pie.

– Muy bien, pero solo esta noche. Mañana por la mañana me tendrás otra vez aquí. Si no hago algo para encontrar a Sophie, me volveré loco, Liz.

– Ya lo sé. Confía en nosotros, Vito. No dejaremos piedra por mover. -Miró a Jen-. Y tú ayer te pasaste aquí la noche entera. Márchate a casa también.

– No pienso llevarte la contraria -dijo Jen cerrando el portátil-, pero no tengo claro que sea capaz de llegar a casa. Me parece que voy a echar una cabezada en la sala de descanso. -Al salir abrazó a Vito con fuerza-. No pierdas la esperanza.

– Nick, tú vienes conmigo -dispuso Liz-. Voy a recoger el abrigo.

– A la fuerza ahorcan -repuso Nick, y se detuvo junto a Vito-. Duerme, Chick -musitó-. No pienses. Últimamente piensas demasiado. -Luego Liz y él se marcharon.

Brent vaciló, pero al final le entregó a Vito un CD en una funda de plástico.

– He pensado que te gustaría tener una copia. -Una de las comisuras de sus labios se curvó con tristeza-. Menudos pulmones tienes, Ciccotelli. En toda la planta de informática no ha habido una sola persona que contuviera las lágrimas cuando he visionado esa parte de la grabación.

Vito notó un escozor en los ojos.

– Gracias.

Luego Brent se marchó y Vito se quedó a solas con Katherine. Sin importarle que ella lo viera, se enjugó los ojos con la parte interior de las muñecas.

– Katherine, no sé qué decir.

– Yo tampoco, excepto que lo siento.

Él la miró perplejo.

– ¿Que lo sientes?

– Esta semana he perjudicado nuestra amistad más de lo que creía. Como el otro día te ataqué, ahora crees que te culpo de esto, y no hay nada más alejado de la verdad.

Vito dio varias vueltas al CD en sus manos.

– Pues deberías echarme la culpa. Yo me considero culpable.

– Y yo me considero culpable de haber implicado a Sophie en todo esto.

– No puedo dejar de pensar en todas las víctimas.

– Ya lo sé -susurró ella con aspereza.

Entonces Vito la miró. Su mirada denotaba angustia. Esa semana había practicado doce autopsias, una por cada víctima de Simon Vartanian.

– Tú lo sabes mejor que nadie.

Ella asintió.

– Y también conozco a Sophie Johannsen mejor que nadie. Si hay alguna forma de sobrevivir, la encontrará. Y tú tendrás que conformarte con eso porque de momento es todo cuanto tenemos.

Sábado, 20 de enero, 21:15 horas

Sophie se estaba despertando. Abrió los ojos y volvió la mirada de un extremo al otro de su visión periférica sin mover la cabeza. Sobre ella había una lámina acústica. Debido a las veces que había acompañado a Anna a los estudios de grabación, sabía que servía para insonorizar y controlar la calidad del sonido. Las paredes estaban revestidas de piedra, aunque costaba distinguir si era auténtica o no. Las antorchas, colocadas en candeleros, sí que parecían reales, y su titilante luz proyectaba sombras entre las sombras.

Olía a muerto. Sophie recordó los gritos. Greg Sanders había muerto allí, igual que tantos otros. «Y tú también morirás», se dijo. Apretó los dientes. «No mientras me quede una pizca de energía.» Tenía demasiadas ganas de vivir para darse por vencida.

Como idea estaba muy bien; claro que en la práctica se encontraba atada de pies y manos y tendida sobre una tabla de madera. Llevaba ropa, pero no era la misma de antes. Lo que llevaba puesto era un vestido o una túnica. Oyó pasos y cerró los ojos enseguida.

– No finjas, Sophie, sé que estás despierta. -El hombre arrastraba las palabras con el refinamiento propio de una persona culta-. Abre los ojos y mírame.

Ella siguió con los ojos cerrados. Cuanto más postergara la confrontación, de más tiempo dispondría Vito para encontrarla. Porque Vito la acabaría encontrando, de eso estaba segura. Lo único que no tenía claro era dónde y en qué estado.

– Sophie -la llamó con voz melodiosa. Notó que su aliento le empañaba la cara y se esforzó por no estremecerse. Sintió incluso el aire que desplazaba su cuerpo al erguirse-. Eres muy buena actriz. -Como Sophie preveía lo que haría a continuación, consiguió controlar su reacción cuando él le pellizcó el brazo. El hombre se rió entre dientes-. Te concedo unas horas más, pero solo porque me he quedado sin energía.

Pronunció las últimas palabras con tal ironía que casi parecía desaprobar su propia conducta.

– En cuanto recobre la fuerza motriz, me encontraré en perfecta forma para continuar activo durante treinta horas más. Treinta horas; imagínate cuánto nos vamos a divertir, Sophie.

Se alejó riéndose y Sophie rezó para que no reparara en el escalofrío que no fue capaz de controlar.

Sábado, 20 de enero, 21:30 horas

– Hola, Anna. -Vito se sentó en una silla junto a la cama que Anna ocupaba en la unidad de cuidados intensivos coronarios. La mujer apenas mostraba lucidez, pero el ojo que podía mover emitió un centelleo-. No se preocupe, entiendo que no pueda hablar. Solo he venido a ver cómo está.

Anna desvió la mirada hacia la puerta y sus labios empezaron a temblar, pero no consiguió pronunciar palabra. Estaba buscando a Sophie y Vito no se sentía con ánimos de contarle la verdad.

– Ha tenido un día muy largo, se ha quedado dormida. -No era mentira. Había testigos que habían visto cómo la arrastraban hasta la camioneta blanca en que se la habían llevado con el cuerpo laxo, como si estuviera drogada. Vito esperaba que así fuera y que siguiera dormida. Cada hora que tardara en despertarse les concedía una hora más para encontrarla.

– ¿Quién es usted?

Vito se volvió hacia la puerta abierta y en ella vio a la doble de Anna, solo que más joven y más bajita. Imaginó que sería Freya. Le dio una palmadita en la mano a Anna.

– Vendré a verla de nuevo en cuanto pueda, Anna.

– Le he preguntado que quién es. -La voz de Freya era chillona, pero Vito notó el pánico que encubría.

Un pánico que comprendía muy bien.

– Soy Vito Ciccotelli, un amigo de Anna. Y de Sophie.

Un hombre con una delgada tira de pelo en el cogote apareció detrás de Freya; su mirada se debatía entre el miedo y la esperanza. Debía de ser el tío Harry.

El hombre lo confirmó.

– Soy Harry Smith, el tío de Sophie. Usted debe de ser su policía.

«Su policía.» A Vito se le partió un poco más el corazón.

– Vamos a algún sitio tranquilo donde podamos hablar.

– ¿Y Sophie? -preguntó Harry cuando estuvieron sentados en una pequeña sala de espera para las familias de los enfermos.

Vito bajó la mirada a sus manos y luego la levantó de nuevo.

– Aún no ha aparecido.

Harry sacudió la cabeza.

– No lo entiendo. ¿Quién podría querer hacerle daño a nuestra Sophie?

Vito vio que una comisura de la boca de Freya se tensaba. El movimiento fue casi imperceptible y probablemente se debía a los nervios. Sin embargo, no lo tenía claro del todo. Lo que sí sabía era que el hombre sentado frente a él representaba lo más parecido a un padre que Sophie había tenido en toda su vida y merecía conocer la verdad.

– Sophie nos ha estado ayudando con un caso. Ha aparecido en las noticias.

Harry entornó los ojos.

– ¿El de las tumbas que descubrió aquel hombre con el detector de metales?

– Ese mismo. Nos hemos pasado la última semana siguiendo la pista del asesino de toda esa gente. -Exhaló un suspiro-. Tenemos motivos para creer que ha secuestrado a Sophie.

Harry palideció.

– Dios mío. Dijeron que habían aparecido nueve cadáveres.

De hecho ya habían aparecido cinco más, y podrían ser seis si se tenía en cuenta que seguían sin encontrar a Alan Brewster. Claro que Harry no tenía por qué saber eso.

– Estamos haciendo todo lo posible por encontrarla.

– El infarto de mi madre -empezó Freya despacio- ocurrió apenas una hora antes de que se llevaran a Sophie. No puede ser una mera coincidencia.

Vito recordó la mirada de la enfermera Marco al explicarle lo de la grabadora y la manipulación del líquido intravenoso. Tal como imaginaba, la mujer se había sentido tan herida como aliviada. Vito se preguntó cómo reaccionaría Freya Smith al conocer lo ocurrido.

– Sabemos que no lo fue. El asesino manipuló el gota a gota de su madre, añadió algo con una alta concentración de cloruro potásico. -Probablemente sal gorda, según creía Jen, de la que se usaba para derretir el hielo de los tejados y las calles y que en esa época del año se encontraba en cualquier droguería.

La boca de Freya dibujó una fina línea.

– Ese hombre ha estado a punto de matar a mi madre para llegar hasta Sophie.

Vito puso mala cara, no por las palabras en sí sino por el modo en que Freya las había pronunciado. Parecía que Harry también estaba dolido, porque una expresión consternada asomó a su rostro.

– Freya, Sophie no tiene la culpa. -Al ver que Freya no decía nada, Harry se puso en pie con movimientos inseguros-. ¿No lo has oído, Freya? Sophie ha desaparecido. El asesino de nueve personas ha raptado a nuestra Sophie.

Freya se echó a llorar.

– Será a tu Sophie -le espetó-. Siempre ha sido tu Sophie. -Lo miró a los ojos-. Tienes dos hijas, Harry. ¿Qué me dices de ellas?

– Quiero mucho a Paula y a Nina -dijo; su consternación empezaba a transformarse en ira-. ¿Cómo te atreves a insinuar lo contrario? Pero Paula y Nina siempre nos han tenido a su lado. Sophie no tenía a nadie.

El semblante de Freya se demudó.

– Sophie tenía a Anna -dijo recalcando mucho las palabras.

Harry palideció aún más y luego sus pómulos se encendieron al comprender lo que ocurría.

– Yo creía que era por Lena, pensaba que no amabas a Sophie porque era su hija. Pero en realidad es porque Anna la cuidó.

Ahora Freya estaba sollozando.

– Lo dejó todo por esa niña, su casa, su carrera… Cuando nosotras éramos pequeñas, nunca estaba en casa para cuidarnos. En cambio a Sophie… se lo ha dado todo. Es mi madre y ahora se está muriendo… -Un sollozo la interrumpió-. Por culpa de Sophie.

Vito exhaló un suspiro, Freya la Buena no era tan buena.

– Santo Dios, Freya -exclamó Harry con un hilo de voz-. No te conozco.

Ella se cubrió el rostro con las manos.

– Vete, Harry. Vete y déjame.

Harry, tembloroso, abandonó la pequeña sala de espera y se dejó caer contra la pared. Vito dirigió una mirada cargada de perplejidad y menosprecio a la sollozante Freya y fue a reunirse con Harry. El hombre tenía los ojos cerrados y se lo veía demacrado.

– No me había dado cuenta hasta ahora.

– Se equivoca en una cosa -dijo Vito con suavidad.

Harry tragó saliva y abrió los ojos.

– ¿En qué?

– No es cierto que Sophie no tenga a nadie, lo tiene a usted. Ella me contó que siempre lo había considerado su verdadero padre y que creía que nunca se lo había dicho.

A Harry le costó hablar.

– Gracias -dijo con un hilo de voz.

Vito se irguió.

– Lo tiene a usted y tiene a Anna. Y ahora también me tiene a mí. Pienso encontrarla. -Al propio Vito le costaba hablar, pero se esforzó por pronunciar las siguientes palabras-. La amo, Harry. Conmigo tendrá el hogar que siempre ha querido tener. Le doy mi palabra.

Harry lo miró a los ojos mientras su mente procesaba tanto la promesa de Vito como su propia respuesta.

– Le dije que existía un hombre para ella, que solo tenía que ser paciente y esperar.

«Ser paciente y esperar.» En esos momentos Vito no estaba en situación de ser paciente. Liz le había dicho que se marchara a casa, pero no era capaz. Le debía demasiado a Sophie como para limitarse a ser paciente y esperar.

– Le llamaré en cuanto averigüe algo más -le dijo a Harry-. En cuanto la encuentre.

Vito se había alejado unos pasos cuando volvió a acordarse de la grabación.

– ¿Sabe la enfermera de Anna, Lucy Marco? Pues su lucidez le salvó la vida.

Harry cerró los ojos.

– La hemos tratado fatal -musitó-. Nos ha dicho que se había equivocado al preparar el gota a gota de Anna y nos hemos puesto como unas fieras. Le prometo que me disculparé.

Vito no esperaba otra respuesta.

– Muy bien. También tengo que decirle que el joven hijo de los propietarios del museo ha arriesgado su vida para intentar detener al hombre que se ha llevado a Sophie.

Harry abrió los ojos como platos.

– ¿Theo Cuarto? Sophie creía que no le caía bien.

Vito recordó la preocupación que había observado en la mirada del matrimonio Albright. Estaban preocupados tanto por Theo, que sufría heridas internas de gravedad al haber sido atropellado por la camioneta de Simon, como por Sophie.

– A todos los Albright les cae bien Sophie, Harry. Están aterrorizados.

Harry asintió con vacilación.

– ¿Theo se pondrá bien?

– Eso esperan. Su pronóstico no está nada claro.

Harry volvió a asentir.

– ¿Necesitan… algo?

Vito suspiró.

– Dinero. No tienen cobertura médica, no podían pagarla.

«Cobertura médica.» Simon se había estado aprovechando de la cobertura médica de otra persona. Vito respiró hondo. Le sentó como una patada en el estómago darse cuenta de que, con tantas prisas, en aquel caso se había olvidado de un principio fundamental: siempre había que seguir la pista del dinero.

– ¿Qué pasa? -Harry lo aferró por el brazo, preso de pánico-. ¿Qué pasa?

Vito le posó la mano en el hombro y se lo estrechó.

– Me he acordado de una cosa. Tengo que irme.

Marcó el número de la fiscal Maggy López mientras partía corriendo en dirección al ascensor.

Sábado, 20 de enero, 21:50 horas

Enchufó la pierna a la corriente justo a tiempo. Había estado tan ajetreado durante las últimas horas que casi se le había agotado la batería. Tardaría horas en recargarla del todo. Disponía de otras piernas, pero ninguna le proporcionaba la misma libertad de movimientos ni tanta estabilidad como la que contenía el microprocesador obtenido al participar en el estudio de Pfeiffer, y tenía la impresión de que para matar a Sophie Johannsen iba a necesitar encontrarse en plena forma física.

La recordó disfrazada de vikinga, blandiendo el hacha de combate sobre su cabeza. Aquella florecilla no tenía ni un pelo de frágil. Estaba claro que debía hacer uso de todas las ventajas que le ofrecía el circuito integrado de Pfeiffer.

Sentado en la cama de su estudio, se detuvo a pensar en el doctor Pfeiffer. Él y su enfermera estaban colaborando con la policía, era la única explicación posible a la llamada telefónica que había recibido. Querían que fuera a recoger el lubricante. Bah. Creía que Ciccotelli era más listo que todo eso. Menos mal que no había permitido que la enfermera de Pfeiffer lo fotografiara, si no, Ciccotelli conocería su verdadero aspecto, y eso podía crearle problemas cuando decidiera salir a la calle con una nueva identidad.

Cuando Sophie estuviera muerta, solo quedarían los descendientes del viejo. Sonrió; de pronto se sentía impaciente por que se celebrara aquella reunión familiar, sobre todo tenía ganas de ver a Daniel. Miró el cebo depositado sobre la mesa, junto al dibujo inacabado de la tabla de tumbas. Le carcomía el hecho de que aquel cementerio tan bien planeado aún estuviera por terminar; tenía que acabar lo que su hermano había empezado muchos años atrás. Había soñado con la venganza tantísimas veces… A lo mejor esa noche soñaba con Daniel, atrapado como un animal.

Sin embargo, se sentía demasiado inquieto para dormir. Si tuviera la pierna cargada, saldría a dar un paseo. Como no era así, tendría que buscar otra forma de eliminar la tensión. De hecho, contaba con lo más apropiado. Se colocó la pierna vieja, se dirigió a las puertas de la escalera y las abrió con una sonrisa. Brewster se encontraba ovillado como un feto, atado de pies y manos. Aún respiraba.

– ¿Aún no ha perdido la esperanza, Brewster?

El hombre pestañeó pero no emitió el mínimo ruido, ni siquiera un gemido. Podría haber hecho desaparecer a Alan Brewster apoyado sobre una pierna con la fuerza de un huracán. Sin embargo, tenía otros planes.

– Ya sabe, Alan, nunca he llegado a demostrarle bastante lo agradecido que le estoy. Fue usted quien me proporcionó todos los contactos que necesitaba. Qué suerte que su nombre apareciera entre los primeros cuando busqué expertos en armas e instrumentos medievales. Y qué suerte que conociera a… comerciantes tan dispuestos.

Empujó a Brewster hasta sentarlo contra la pared.

– Por cierto, gracias por hablarme de la doctora Johannsen, su… ¿Cómo la llamó? Ah, sí, su hábil ayudante. Tenía razón. Sus habilidades me han parecido de lo más útil. Claro que por «habilidades» usted y yo entendemos cosas distintas. Me alegro de que estuviera demasiado ocupado deleitándose con sus aptitudes básicas como para explotar su valía profesional.

Hizo una pausa para observar a Brewster y se imaginó la escena. Van Zandt tenía razón al decirle que la reina debía ser imponente. Y después de darle muchas vueltas, tenía que admitir que también tenía razón respecto a la escena del mangual. Hacía falta algo más impactante.

Van Zandt quería que a alguien le volara la cabeza. Simon sonrió. Le había concedido su deseo; lo había experimentado de cerca y en primera persona. La próxima vez además lo filmaría.

Sábado, 20 de enero, 21:55 horas

Vito alcanzó a Maggy López cuando entraba en la comisaría.

– Maggy, gracias por venir. -La asió por el codo y la dirigió con apremio hacia el ascensor-. Tenemos que darnos prisa, hace cinco horas que tiene a Sophie.

Vito estaba haciendo uso de toda su capacidad de concentración para no pensar en lo que Simon podría haberle hecho en esas cinco horas.

Maggy tenía que correr para seguir sus pasos.

– Ve más despacio, voy a romperme un tobillo.

Él aminoró un poco la marcha, pero cada minuto que perdía lo irritaba.

– Necesito tu ayuda.

– Me lo imagino. -Ella exhaló un suspiro cuando se detuvieron frente al ascensor-. ¿Qué necesitas con exactitud, Vito?

Las puertas del ascensor se abrieron y él la empujó dentro.

– Necesito acceder a los movimientos bancarios de Simon Vartanian.

Ella asintió.

– Muy bien, pediré una orden judicial que incluya todos los nombres que utilizamos para solicitar el historial a Pfeiffer. -Entrecerró los ojos-. Pero eso me lo podrías haber pedido por teléfono. ¿Qué más quieres, Vito?

Sonó el timbre del ascensor y él la arrastró al pasillo de la planta de homicidios. Maggy se detuvo y apartó el brazo.

– Para ya, Vito. ¿Qué quieres?

Él exhaló un suspiro.

– No podemos esperar a obtener la orden judicial, Maggy, no tenemos tiempo. Simon compró material, debe de tener una fuente de ingresos y tenemos que descubrir cuál es.

– Utilizaremos como pruebas los movimientos bancarios y los cheques devueltos. -Lo miró con el entrecejo fruncido-. Pero lo haremos de forma legal.

– No hay ningún cheque devuelto, no dispongo de un solo comprobante que demuestre que ha comprado nada. Mierda -soltó Vito-. Hace cinco horas que tiene a Sophie. Si eso no es una circunstancia apremiante, no sé qué lo puede ser. Tú tienes contactos que pueden proporcionarnos esa información con rapidez. Por favor.

Ella titubeó.

– Vito… La última vez que te ayudé, murió un hombre.

Vito se esforzó por recobrar la calma.

– Dijiste que a Van Zandt le habrían concedido la condicional de todas formas. Además, ese hombre merecía morir. Sophie no.

Ella cerró los ojos.

– Tú no eres nadie para decidir quién debe morir y quién no, Vito.

Vito la aferró por los hombros y ella abrió los ojos como platos. Él hizo caso omiso de su feroz mirada de advertencia y la aferró con más fuerza.

– Si no la encuentro, la torturará y la matará. Te lo suplico, Maggy, por favor. Haz todo lo que esté en tu mano. Por favor.

– Por Dios, Vito.

Él contuvo la respiración mientras observaba la indecisión en la mirada de Maggy, quien al fin exhaló un suspiro.

– Muy bien. Haré unas cuantas llamadas.

Vito soltó aire despacio, aliviado de poder volver a respirar.

– Gracias.

– No me las des aún -dijo ella en tono enigmático, y lo empujó para entrar en la oficina.

Brent Yelton estaba aguardándolos junto al escritorio de Vito.

– He venido lo más rápido posible.

Maggy clavó los ojos en Vito.

– ¿Ya está aquí tu pirata? Qué seguro lo tenías, ¿eh? Menuda pieza estás hecho.

Vito se negó a sentirse culpable.

– Puedes utilizar la mesa de Nick, Maggy.

Maggy se sentó murmurando para sí mientras sacaba de su bolso la agenda electrónica.

Brent asintió con satisfacción.

– ¿Qué quieres que busque?

Parecía tan entusiasmado que a Vito le entraron ganas de sonreír.

– Aún no lo sé. Me he estado devanando los sesos intentando recordar algo que haya comprado.

– Le compró lubricante al doctor -recordó Brent, pero Vito negó con la cabeza.

– A Pfeiffer siempre le pagaba en efectivo, tanto las visitas como el lubricante, lo he comprobado al venir hacia aquí. ¿Podemos echar un vistazo a los bancos de la zona? A lo mejor tiene una cuenta en alguno.

Brent hinchó de aire los carrillos.

– Sería más fácil si supiéramos por dónde empezar. Entrar en las redes bancarias es delicado, lleva su tiempo. Sería más fácil investigar las oficinas de crédito para ver si dispone de alguna tarjeta.

Maggy renegó.

– No quiero oírlo. -Se levantó y se trasladó a otro escritorio, fuera del radio de alcance de la voz, pero tenía un móvil en la mano y estaba efectuando llamadas.

Vito imaginó que eso quería decir algo.

Brent abrió su portátil.

– ¿Cómo le pagaba oRo?

– No llegó a pagarle. Van Zandt nos dijo que los pagos se hacían a noventa días.

Vito abrió con llave el cajón de su escritorio y de él extrajo la carpeta de Pfeiffer.

– Aquí está el número de la Seguridad Social que le dio a Pfeiffer. Búscalo con todos los nombres.

Brent levantó la cabeza y miró a Vito con compasión.

– Sal a ventilarte, Vito.

Él dejó caer los hombros.

– Lo siento, te estoy diciendo cosas que ya sabes.

– Ve a por un café. -Brent hizo una mueca-. Yo quiero dos sobres de azúcar.

Vito se dio media vuelta… y tropezó con Jen. Esta se tambaleó sin llegar a caerse.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó. Llevaba el pelo alborotado y por su aspecto se diría que acababa de despertarse. Miró a Vito con los ojos entornados-. ¿Qué estás tramando?

– Estoy siguiendo la pista del dinero -dijo él con denuedo-. Es lo que debería haber hecho desde el principio. ¿Y tú? ¿Qué haces aquí?

Jen volvió la vista atrás, y entonces Vito reparó en los dos jóvenes que la acompañaban.

– Estos son Marta y Spandan, son alumnos del curso de posgrado que imparte Sophie.

Marta era menuda y morena y tenía el rostro surcado de churretes. Iba del brazo de un chico hindú de mirada asustada.

– Lo hemos visto en las noticias -dijo Marta, temblorosa-. Ha habido un asesinato en el Albright y la doctora J… Se la han llevado.

– Hemos venido lo más rápido posible -explicó Spandan-. Dios mío, no me lo creo.

– El sargento de guardia ha avisado a Liz, y ella me ha avisado a mí. -Jen señaló un par de sillas y los estudiantes se sentaron-. Este es el detective Ciccotelli. Decidle lo que me habéis dicho a mí.

– Según la locutora -empezó Spandan con vacilación-, la doctora J estaba ayudando a la policía a resolver un caso. Su caso, detective. Ha dicho que tenía que ver con todas esas fosas que encontraron y que la última víctima es Greg Sanders. -Tragó saliva-. Ha dicho que le habían cortado las piernas.

Vito dirigió una mirada de frustración a Jen y esta asintió.

– Ya sabíamos que no podríamos mantenerlo siempre en secreto, Chick. Hemos tenido suerte de que los periodistas hayan tardado tanto en atar cabos. -le hizo a Spandan un gesto de asentimiento en señal de ánimo-. Sigue.

– Los domingos ayudamos a la doctora J en el museo.

– El otro día estuvimos hablando de las mutilaciones que se practicaban como castigo por robo en la Edad Media -explicó Marta-, al ladrón le cortaban una mano y el pie opuesto. De repente van y la raptan. Teníamos que venir a decírselo.

Vito abrió la boca, pero no pudo articular palabra.

– Santo Dios -susurró al fin-. Ni siquiera he tenido tiempo de preguntarle por las marcas con hierro candente, ni las mutilaciones, ni las iglesias. Si le hubiera preguntado…

– No sigas por ese camino, Vito -le espetó Jen-. No sirve de nada.

– ¿Marcas con hierro candente? -se extrañó Spandan-. De eso no hablamos.

– Uno de sus alumnos sacó el tema -dijo Vito, esforzándose por respirar-. ¿No fue ninguno de vosotros?

Ambos negaron con la cabeza.

– En el curso somos cuatro -explicó Marta-. No hemos encontrado a Bruce ni a John, por eso hemos venido los dos solos.

– John es el nombre que mencionó Sophie. John… -Vito cerró los ojos-. Trapper.

Jen suspiró.

– Vaya.

– ¿Sabéis dónde vive John? -preguntó Vito, pero ellos volvieron a negar con la cabeza-. ¿Y qué coche tiene?

– Una camioneta blanca -respondió Spandan de inmediato-. Acompañó a la doctora J el martes por la noche.

– Porque le habían estropeado la moto. -«Respira, piensa.» Entonces reparó en otro detalle-. Si es alumno del curso, tiene que pagar las cuotas de la universidad. -Se volvió hacia Brent.

El informático ya tecleaba.

– Estoy en ello. Me iría bien saber su número de estudiante.

– Solo sabemos el propio -dijo Spandan-. Pero seguro que en la biblioteca lo tienen. Para sacar libros, hace falta el número de estudiante.

– Llamaré a la biblioteca -se ofreció Brent-. Aunque seguramente hoy estará cerrada.

Maggy se levantó de la silla.

– A lo mejor a nuestros invitados les apetece tomar algo.

Jen arqueó las cejas y su mirada denotó que la había comprendido.

– Los acompañaré a la cafetería.

Marta sacudió la cabeza con gesto rotundo.

– No, yo no soy capaz de probar bocado.

– Quieren que nos vayamos -musitó Spandan. Miró a Vito-. Volveremos al campus. Por favor, avísennos en cuanto la encuentren.

Brent aguardó a que se hubieran marchado.

– La biblioteca está cerrada. ¿Quieres que busque el modo de entrar?

Jen alzó la mano.

– Espera. Liz, Beverly y Tim estuvieron investigando a John Trapper. Bev me dijo que según su historial médico va en silla de ruedas.

– Pero sabemos que Simon manipula los historiales -dijo Vito-. Si Bev y Tim han accedido al suyo, deben de saber el número de la Seguridad Social que ha estado utilizando. Si pagaba las cuotas universitarias, eso nos llevará hasta el banco.

– Los llamaré -decidió Jen, y ocupó el escritorio libre mientras Maggy López se le acercaba con expresión grave.

– He encontrado un nombre en el Servicio de Administración Tributaria. Vito, tiene que quedarte clara una cosa. Lo que estamos haciendo es ilegal, y los datos que encontremos por esta vía serán fruto del árbol prohibido. No podremos utilizarlos como pruebas. Si detienes a Simon Vartanian a partir de lo que encontremos ahora, podría salir impune aun habiendo cometido trece asesinatos.

Vito la miró a los ojos.

– Más vale que no sean catorce.

25

Sábado, 20 de enero, 22:30 horas

A Sophie le dolía todo el cuerpo. Tenía todos los músculos tensos hasta tal punto que le resultaba imposible dominar su voluntad y relajarse. Se había producido una explosión, tan fuerte que todavía notaba la vibración en los oídos y tan violenta que se habían desprendido piedras de las paredes. Había conseguido ahogar el grito antes de que este brotara de su garganta, pero era incapaz de disimular los movimientos reflejos debidos a la tensión. Si en aquel momento aparecía Simon Vartanian, vería que no estaba dormida.

Tenía que relajarse. Pensó en la música, en el «Che faro» de Vito. Recordó su mirada mientras cantaba para… Anna. «Anna. Quiero que vivas, abuela, por favor. Por favor, quiero que estés bien.»

Rezó por Anna. Rezó por que Simon hubiera muerto en aquella explosión.

Oyó crujir el techo; fue un crujido sonoro y prolongado que le encogió el corazón. Simon no estaba muerto. Caminaba por la planta superior. Rezó por que se quedara donde estaba, al menos hasta que las lágrimas que resbalaban de sus ojos cerrados se hubieran evaporado.

Sábado, 20 de enero, 23:45 horas

Liz estampó una caja sobre el escritorio de Vito.

– Creía haberte dicho que te marcharas a casa.

Vito miró con el entrecejo fruncido a Maggy, que seguía sentada frente al escritorio de Nick, y a Jen, que había acercado una silla a donde estaba Vito y se había sentado en ella con los pies apoyados en el borde de la mesa y el portátil sobre su regazo. Brent había adoptado una postura similar y los cables cruzaban por encima de sus piernas.

– Y vosotros tres, ¿qué? -los acusó Liz-. Lo estáis apoyando en contra de mis órdenes.

Jen se encogió de hombros.

– Ha traído rosquillas. -Señaló la caja con el dedo gordo del pie-. Toma una.

Nick entró con otra gran caja de pruebas.

– Anda, rosquillas. Estoy muerto de hambre.

Liz inspiró aire irritada, y si no fuera porque ya habían encontrado lo que buscaban, la situación no habría pintado nada bien.

– A ver, ¿qué está pasando aquí?

Vito levantó la cabeza de la pantalla del ordenador.

– Es ingeniero de redes.

Liz sacudió la cabeza para aclararse las ideas.

– ¿Que es qué? ¿Quién?

– Simon Vartanian es ingeniero de redes. -Vito recogió la hoja que acababa de salir de la impresora-. Hemos accedido a su información fiscal.

Liz frunció el entrecejo.

– ¿Cómo? ¿O es mejor que no lo sepa?

Jen se encogió de hombros.

– Brent ha mantenido una conversación amistosa con un colega, otro loco de la informática que resulta que trabaja en el Servicio de Administración Tributaria.

– Y que resulta que es amigo de un amigo de otro amigo -dijo Brent sonriéndole a Maggy-. Hemos encontrado el número de la Seguridad Social que Simon utilizó cuando se matriculó en el curso universitario de Sophie con el nombre de John Trapper. Paga las cuotas mediante cheques bancarios y en la cuenta constan varias imposiciones hechas durante el último año. Trapper tiene su propio negocio de instalación de redes informáticas.

Vito le entregó la hoja a Liz.

– John Trapper ha recibido 1099 solicitudes de veinte empresas en ese tiempo. -Miró a Liz con ironía-. Es un maldito consultor.

Vito podía ver las vueltas que Liz le estaba dando a la cabeza.

– Y no trabaja gratis -dedujo ella.

– No. -Vito sonrió con tristeza-. Ni por asomo.

– Vito se preguntaba de dónde podía estar sacando Simon tanto dinero -explicó Jen-. Ha recibido atención médica gracias a la póliza de Frasier Lewis, pero tiene que vivir en alguna parte, tiene un equipo informático que cuesta un riñón y dispone de dinero en efectivo para comprarle material a Kyle Lombard. Claire no tenía dinero, por lo que no pudo robárselo a ella, y tampoco le robó a sus padres. Así que ¿de qué vive?

– Ha decidido seguir la pista del dinero -musitó Nick con una rosquilla en la boca-. Bien pensado.

– Muy bien -admitió Liz-. Os sigo. ¿Qué hace exactamente un ingeniero de redes?

– Instalar redes -respondió Brent-. Conectar los ordenadores de una empresa entre sí y con otros sistemas. Todos estos ordenadores están conectados a la red del Departamento de Policía. Hay archivos guardados en servidores compartidos que puede ver todo aquel que tenga acceso, hay bases de datos que pueden consultarse si se tiene acceso. La clave está en tener acceso.

Liz tomó una rosquilla de la caja.

– Sigue hablando, Brent. De momento no me he perdido.

– Las empresas o instituciones grandes, como el Departamento de Policía de Filadelfia, disponen de un servicio informático propio para asegurarse de que todo el mundo pueda acceder a la información que necesita, a las cuentas de correo electrónico, etcétera. Pero es imprescindible asegurarse de que acceda a la información solo quien verdaderamente la necesita. Por ejemplo, todo el mundo puede bajarse los formularios para solicitar atención médica del servidor de Recursos Humanos, pero el encargado de distribuir el correo interno no tiene acceso al Sistema Automático de Identificación Dactilar. Jen sí que tiene acceso porque necesita identificar huellas dactilares.

– Las grandes empresas cuentan con un departamento de informática propio -añadió Vito-. Las pequeñas empresas de diez empleados también necesitan trabajar en red, pero para instalarla solicitan los servicios de un consultor externo.

– Y Simon es consultor. -Liz asintió-. No sé por qué me temo que no limitó las malas acciones a su arte. ¿Les robó a esas empresas?

Brent sonrió.

– A las empresas no; a sus clientes. Todas las redes disponen de un administrador, que es quien concede los permisos de acceso pertinentes. Imaginamos que Simon debió de dejarse una puerta abierta a la red de algunas de esas empresas, si no a todas, con permisos de administrador. Así podía acceder siempre al sistema y comprobar cualquier cosa de cualquier persona.

– Como los movimientos bancarios de los modelos -dijo Nick-. Así es como supo que Warren, Brittany, Bill Melville y Greg Sanders estaban desesperados por obtener ingresos. El muy…

Vito tamborileó sobre la hoja impresa.

– Veinte empresas contrataron los servicios de Frasier Lewis. Entre ellas hay seis financieras, tres agentes inmobiliarios y dos aseguradoras médicas.

– Ahí nos hemos quedado encallados -dijo Maggy-. Hemos estado buscando cualquier cosa que vincule a esas empresas con los Vartanian o con alguna de las víctimas, pero de momento no hemos encontrado nada.

– Dios. -Liz le arrebató la hoja a Vito-. Simon ha pensado en todo. -Entonces se echó a reír con alegría y cierta petulancia- Nosotros también somos bastante buenos. -Le entregó la hoja a Nick-. Mira cuál es la sexta empresa que aparece, Nick.

Nick sonrió con sagacidad.

– Hijo de… -Le dio a Vito una palmada en la espalda y depositó la hoja sobre su escritorio-. Mira, Chick, es la empresa que administraba las finanzas de la tía de Winchester. -Señaló la caja de pruebas que tenía detrás-. Ahí están los balances de los últimos cinco años.

– Rock Solid Investments es una empresa financiera especializada en captar clientes jubilados -añadió Liz-. Muchas personas de edad ponen su dinero en sus manos.

– Puede que la anciana enterrada junto a Claire también lo hiciera. -Vito exhaló un suspiro. Estaban muy cerca, solo rezaba porque no llegaran demasiado tarde-. Muy bien, ¿qué tenemos que hacer ahora?

– Diría que necesitamos una orden judicial para registrar los archivos de los clientes de Rock Solid -apuntó Maggy-. Espero que el juez de guardia sea insomne. ¿Quién quiere ir?

Vito se puso en pie, pero Liz y Nick lo asieron por los hombros y lo obligaron a sentarse.

– Mierda, Liz -dijo Vito entre dientes-. Esto no tiene gracia.

Liz se puso seria de inmediato.

– Maggy, acompaña a Nick. Brent, ve tú también por si necesitan a alguien que se entienda con su informático. Vito, tú te quedas conmigo. Si de verdad quieres ayudar a Sophie, descansa un poco. Necesitarás estar fresco cuando encuentres a Simon Vartanian.

Domingo, 21 de enero, 3:10 horas

El teléfono del escritorio de Vito sonó y este se abalanzó sobre él.

– Ciccotelli.

– Soy Tess. Sé que si tuvieras noticias nos habrías llamado, pero quería decirte que estamos todos reunidos en tu casa, la familia entera. Estamos preocupados por ti. Solo quería que lo supieras.

Se imaginó la escena: toda la familia reunida en señal de apoyo. De pronto anheló acudir junto a ellos y hallar consuelo.

– No deberíais preocuparos por mí sino por Sophie.

– Ya lo hacemos. No sufras, tenemos muchos motivos por los que estar preocupados -añadió Tess con ironía-. No te rindas. Estoy segura de que Sophie sabe que estás haciendo todo lo posible por encontrarla.

Si alguien lo comprendía, esa persona era Tess.

– Gracias. Dáselas a todos de mi parte. Os llamaré en cuanto pueda.

Colgó el teléfono, se recostó en la silla y se cruzó de brazos con fuerza. Hacía diez horas que Simon se había llevado a Sophie y tres que Maggy, Nick y Brent se habían marchado a por la lista de clientes de Rock Solid Investments.

– ¿Dónde se han metido?

Jen levantó la cabeza del portátil y lo miró con compasión.

– Intenta relajarte, Vito, aunque sé que es difícil.

Maggy López había conseguido la orden judicial con bastante facilidad, pero encontrar a alguien de Rock Solid Investments que tuviera acceso a la lista completa de clientes estaba resultando más difícil de lo que esperaban. El empleado que jugaba a hacer de administrador de la red en su tiempo libre estaba de vacaciones y no había forma de dar con él, y al parecer nadie más conocía todas las contraseñas. De hecho, resultaba irónico que hubieran llegado a sugerirles que hablaran con su consultor informático.

Vito trató de relajarse, pero no le resultaba posible. Posó la vista en el CD con la grabación de la cámara oculta que le había ofrecido Brent. Recordó que el día en que encontró a Sophie viendo la película de su padre ella le había confesado que necesitaba verlo. Ahora Vito necesitaba verla a ella. Introdujo el CD en su ordenador y se contempló a sí mismo junto a la cama de Anna mientras Sophie aguardaba en la puerta con la jarra de plástico en la mano.

Quitó el sonido y avanzó rápido hasta que volvió a ver a Sophie, con la jarra en la mano y las lágrimas rodándole por las mejillas. Observó que su expresión se suavizaba y su mirada se demudaba. Y vio lo que no había visto el viernes por la noche porque había estado pendiente de Anna: Sophie lo miraba con amor. Ninguno de los dos había pronunciado las palabras; ella tenía miedo de estropear las cosas. Sin embargo, acababa de verlo con sus propios ojos. Vito cerró el archivo y también cerró los ojos. E hizo lo que llevaba dos años sin hacer: rezar.

Domingo, 21 de enero, 4:15 horas

Nick entró corriendo con un montón de hojas en la mano.

– Tenemos la lista.

De inmediato, Vito se puso en pie y tomó el listado, pero eran páginas enteras de nombres que no le decían nada. Miró a Liz, que al oír la voz de Nick había salido de su despacho a toda pastilla.

– ¿Qué se supone que tenemos que hacer con esto? -preguntó Vito, frustrado.

Brent se encontraba justo detrás de Nick, con el portátil bajo el brazo.

– Tenemos que hacer una selección y filtrarlo. Según Katherine, la anciana muerta parecía tener entre sesenta y setenta años, así que he efectuado una búsqueda de las clientas de entre cincuenta y cinco y ochenta, para asegurarnos. Salen unos trescientos nombres. He mirado cuántas tienen exactamente entre sesenta y setenta, pero siguen saliendo más de doscientas.

Vito se hundió en la silla.

– Doscientas. -Esperaba obtener un solo nombre. Sin embargo, los demás no se desanimaron. Estaban llenos de energía, y Vito se imbuyó de ella.

Jen caminaba de un lado a otro de la oficina.

– Bueno, pensemos. ¿Qué le ha robado a toda esa gente? ¿Dinero?

– Propiedades -respondió Liz-. Se quedó con el terreno de la tía de Winchester. Puede que a otra persona le robara otro cerca de una cantera, lo bastante aislado para poder hacer lo que le diera la gana sin levantar sospechas.

– Y sin que nadie lo oyera -añadió Nick.

Vito cerró los ojos. La desesperación volvía a amenazarlo.

– Hemos dado por hecho que se ha llevado a Sophie al mismo sitio adonde llevó a todos los demás.

– No compliques las cosas -le ordenó Nick-. A menos que tengamos un motivo para creer lo contrario, debemos dar por hecho que Simon seguirá con su rutina.

Vito se puso en pie y asintió con firmeza.

– Muy bien. Dividiremos el listado y averiguaremos cuáles de esas personas tienen propiedades dentro de la zona indicada en el mapa de la Secretaría de Agricultura. Luego buscaremos las casas de más de una planta.

– Por lo del ruido del ascensor -dedujo Nick-. No os olvidéis de la amalgama de los empastes. Tenemos que buscar a alguien que vivió en Europa antes de los años sesenta.

– Daniel me llamó anoche -dijo Liz-. Su hermana y él han regresado a la ciudad y quieren ayudarnos. Aprovecharé la baza y les pediré que nos proporcionen información, por si tenemos que negociar para que Simon libere a su rehén.

Vito se esforzó por respirar.

– Pues en marcha. Ya hace once horas que tiene a Sophie.

Domingo, 21 de enero, 4:50 horas

Simon se alejó del ordenador y estiró la musculatura de los hombros. Alan Brewster pesaba mucho más de lo que parecía. No obstante, había hecho bien en llevárselo al garaje para filmar la escena. El mero hecho de que le explotara la cabeza ya había resultado bastante caótico, pero además la reverberación producida por la granada había derribado parte de la pared. Si hubiera filmado la escena dentro de la casa, su estudio podría haber sufrido daños.

Tenía planeado dejar el cadáver de Brewster allí, pero descubrió que la luz del garaje no era lo bastante potente para alcanzar el nivel de detalle que requería la filmación. Las imágenes resultaban granulosas y las lentes de la cámara se habían ensuciado por culpa de los despojos humanos que habían salido despedidos. Así que volvió a llevar a Brewster dentro de la casa para obtener un plano mejor de sus restos. Resultaba obvio que trasladarlo le había costado un poco menos esa vez. Calculaba que solo su cabeza debía de pesar unos cuatro kilos y medio.

Simon accionó el ratón de su ordenador para ver de nuevo los cambios realizados en la escena de la muerte de Bill Melville con el mangual. Detestaba tener que admitirlo, pero Van Zandt tenía toda la razón. El hecho de ver explotar la cabeza del caballero hacía que El inquisidor resultara mucho más emocionante. Muy real no era, pero producía un efecto brutal.

Simon se frotó las manos con expectación. Sophie le proporcionaría tanto realismo como emoción y no veía el momento de empezar. Miró el reloj. Faltaban pocas horas para que su pierna estuviera recargada y a punto para seguir rodando.

Como rodando saldría una parte de Sophie.

Domingo, 21 de enero, 5:30 horas

– Mierda.

Vito se quedó mirando el mapa de la Secretaría de Agricultura cubierto con casi cuarenta chinchetas que representaban a todas las ancianas que vivían en la zona y tenían tratos con Rock Solid Investments. Y el reloj seguía corriendo. Habían pasado casi trece horas sin pena ni gloria.

– Siguen siendo demasiados nombres -masculló Nick-. Y no hay ni uno alemán.

– A lo mejor el nombre alemán era el de soltera -apuntó Jen-. Tenemos que empezar con las llamadas; es la única solución.

– Pero si damos con la persona correcta, responderá Simon -protestó Brent-. Y adivinará nuestras intenciones.

Todos miraron a Vito expectantes. Durante unos instantes su cabeza dio vueltas sin llegar a ninguna conclusión. De pronto, lo vio claro.

– ¿Y los familiares cercanos? -preguntó-. ¿Aparecen sus datos en los contratos de Rock Solid?

Brent asintió emocionado.

– Están en la base de datos.

– Nos repartiremos el trabajo. -Vito aguzó la vista ante el listado de nombres que tenía en la mano-. Nick, tú te encargas desde Diana Anderson hasta Selma Crane. Jen, tú desde Margaret Diamond hasta Priscilla Henley. -Adjudicó unos cuantos nombres a Liz, Maggy y Brent; del resto, se encargó personalmente. Y rezó otra vez.

Domingo, 21 de enero, 7:20 horas

– Sophie -la llamó con voz dulce-. He vuelto.

Al ver que Sophie no respondía, se echó a reír.

– Eres muy buena actriz. Claro que lo llevas en la sangre, ¿verdad? Tu padre era actor y tu abuela, toda una diva. Hace tiempo que lo sé, pero esperaba que me lo dijeras tú.

«No es posible.» Sophie hizo cuanto pudo para no ponerse tensa. Aquellas palabras eran las mismas que le había oído pronunciar a Ted.

– Me alegro de conocerte por fin, Sophie.

«No.» Sabía qué aspecto tenía Simon. Ted era alto, pero ¿tanto? No lo recordaba. Estaba muy cansada y el pánico le atoraba la garganta.

– Había pensado en María Antonieta; con cabeza, claro. -Pasó los dedos por su garganta y ella se estremeció. Entonces él se echó a reír-. Abre los ojos, Sophie.

Ella lo hizo despacio, rezando por que aquel no fuera Ted. Vio un rostro a muy corta distancia del suyo. Sus huesos eran anchos y el mentón, prominente. Sus dientes relucían, igual que su calva. No tenía cejas.

– ¡Bu! -susurró, y ella volvió a estremecerse. Por suerte, no era Ted. «Gracias a Dios.»

Su alivio duró poquísimo.

– Se acabó la farsa, Sophie. ¿No sientes la mínima curiosidad por saber lo que te espera?

Ella alzó la barbilla y miró alrededor, y entonces el horror tomó consistencia y le atenazó las entrañas. Vio la silla, tenía el mismo aspecto que la del museo. También vio un potro y una mesa con todos los instrumentos de tortura que aquel hombre había usado para matar a tanta gente. Se miró a sí misma y vio que llevaba un vestido de terciopelo color crema con un ribete morado. La simple idea de que la hubiera tocado, de que la hubiera vestido… Disimuló una mueca.

– ¿Te gusta el vestido? -preguntó él, y ella levantó la mirada. Mostraba una burlona expresión de tolerancia sin rastro de nerviosismo ni miedo-. El contraste del color crema con el rojo de la sangre quedará bonito.

– Me queda pequeño -respondió Sophie con frialdad, aliviada por que no le temblara la voz.

Él se encogió de hombros.

– Era para otra persona. He tenido que hacer cambios de última hora.

– ¿Tú sabes coser?

Él sonrió con crueldad.

– Tengo muchas habilidades, doctora Johannsen, entre ellas manejo muy bien la aguja y otros instrumentos punzantes.

La barbilla de Sophie seguía levantada en señal de orgullo y su mandíbula, apretada con gesto resuelto.

– ¿Qué piensas hacer conmigo?

– Bueno, en realidad el mérito es tuyo. Había planeado algo muy distinto, pero luego os oí a ti y a tu jefe hablar en el museo. ¿Te acuerdas de María Antonieta?

Sophie se esforzó por mantener la voz severa.

– Te has saltado unos cuantos siglos de golpe, ¿no crees?

Él sonrió.

– Será divertido jugar contigo, Sophie. No he podido conseguir ninguna guillotina, así que en ese sentido estás salvada. Tendremos que proceder con métodos más propios de la Edad Media.

Ella chasqueó la lengua.

– Sin dobles sentidos, ¿no?

Él se quedó mirándola unos instantes, luego echó hacia atrás la cabeza y estalló en carcajadas. Su risa sonaba estridente, áspera y… mezquina.

Mezquina. «Anna.»

– Has intentado matar a mi abuela, ¿verdad?

– Vamos, Sophie, no hay intentos que valgan. Todo es cuestión de éxito o fracaso. Claro que he matado a tu abuela, siempre consigo lo que me propongo.

A Sophie le costó dominar la profunda pena que la invadía.

– Eres un hijo de puta.

– Cuida tu lenguaje -la reprendió-. Eres una reina. -Retrocedió y Sophie vio una sábana blanca impecable atada a dos postes. Él tiró de la sábana y entonces Sophie reparó en que los postes eran en realidad altos micrófonos de pie. Con una floritura, Simon retiró la sábana por completo y dejó al descubierto una plataforma elevada rodeada por una valla blanca y baja. En el centro de la plataforma había un tajo con la superficie cóncava. Estaba teñido de sangre.

– ¿Qué? -dijo-. ¿Qué te parece?

Durante un momento Sophie no pudo hacer más que contemplarlo mientras su mente se negaba a aceptar lo que veían sus ojos. Aquello no era posible, era una locura. No podía ser cierto. Pero entonces se acordó de los otros… Warren, Brittany, Bill… y Greg. Todos habían sufrido a manos de Simon Vartanian. Lo haría; haría algo espantoso, atroz. No le cabía la menor duda.

Trató de recordar cuánto sabía de Vartanian, pero en su mente solo oía los gritos de Greg Sanders. El tajo estaba manchado de sangre. A Greg le había cortado la mano. Un grito empezaba a formarse en su garganta y se mordió la lengua hasta conseguir ahogarlo.

Simon Vartanian era un monstruo, un sociópata con grandes ansias de poder, con necesidad de doblegar al prójimo. No podía permitir que se saliera con la suya. No podía seguirle el juego y alimentar sus ansias. Se enfrentaría a aquello con agallas, aunque el pánico hiciera temblar todos los huesos de su cuerpo.

– Estoy esperando, Sophie. ¿Qué te parece?

Sophie echó mano de todas y cada una las gotas de su sangre artística y soltó una carcajada.

– Debes de estar bromeando.

Simon entornó los ojos y su expresión se tornó sombría.

– Yo no bromeo.

Y no le gustaba que se rieran de él. Por eso Sophie había utilizado esa estrategia. Teniendo en cuenta que seguía atada de pies y manos, tenía que utilizar cualquier cosa que se le ocurriera para librarse de aquello. Imprimió un burlón tono de incredulidad a su voz.

– ¿Esperas que me suba ahí, coloque bien la cabeza y aguarde a que tú me la cortes? Estás más loco de lo que creíamos.

Simon se la quedó mirando un buen rato y al fin esbozó una breve sonrisa.

– Mientras pueda grabar las imágenes que quiero, me da igual lo que penséis.

Se dirigió a un armario alto y ancho y abrió la puerta.

A Sophie el corazón le dio un vuelco y tuvo que hacer un gran esfuerzo para evitar que su expresión de burla se tiñera de horror.

El armario estaba lleno de dagas, hachas y espadas. Muchas eran antiguas y aparecían picadas por el paso de los años. Y por el uso. Otras se veían relucientes y nuevas; resultaba evidente que eran reproducciones. Todas parecían letales. Simon ladeó la cabeza, tanteando la longitud de las piezas de su alijo, y Sophie se dio cuenta de que estaba actuando en su honor. El pavoneo surtió efecto. Sophie recordó el cadáver del hombre que habían encontrado en el terreno, Warren Keyes. Simon lo había destripado. Luego recordó el grito de Greg Sanders cuando Simon le cortó la mano.

El miedo volvía a atorarle la garganta. Aun así mantuvo la sonrisa helada en el rostro.

Simon tomó un hacha de combate, parecida a la que Sophie utilizaba cuando se vestía de reina vikinga. El hombre se echó el mango al hombro y le sonrió.

– Tú tienes una igual.

Ella le habló con frialdad.

– Tendría que haberme dejado llevar por mi instinto y clavártela cuando podía.

– Dejarse llevar por el propio instinto suele ser una decisión sabia -convino él en tono afable, y guardó el hacha. Al final eligió una espada y poco a poco la extrajo de la vaina. La hoja destelló, era reluciente y nueva-. Esta está muy afilada. Debo hacer un buen trabajo.

– No es más que una reproducción -soltó Sophie con desdén-. Esperaba más de ti.

Él se la quedó mirando un momento, luego se echó a reír.

– Qué divertido. -Se acercó con la espada hasta Sophie, la sostuvo en alto frente a su rostro y la giró para que brillara bajo la luz parpadeante-. Las espadas viejas van muy bien para hacerse una idea del peso, la altura y el equilibrio, para saber cómo se movía quien las manejaba. Pero son feas y están oxidadas, y sin duda no están tan afiladas como esta.

– Claro, y los dos queremos que la espada que utilices conmigo esté afilada, ¿verdad? -dijo ella en tono irónico con la esperanza de que Simon no oyera los fuertes latidos de su corazón.

Él sonrió.

– A menos que quieras que destroce ese precioso cuello.

Simon volvía a atormentarla.

Sophie hizo un esfuerzo y se encogió de hombros.

– Si utilizas esa espada, no puedes utilizar el tajo. Es como llevar tirantes y cinturón. No queda bien.

Él volvió a tantearla. Luego se dirigió a la plataforma, levantó el tajo y lo hizo a un lado.

– Tienes razón. Tendrás que ponerte de rodillas. Además así te enfocaré mejor la cara. Gracias.

Empujó una cámara colocada sobre un trípode con ruedas hasta que estuvo en su sitio.

– De nada. ¿Dejaste que las otras víctimas manejaran las espadas antiguas?

Él se volvió a mirarla.

– Claro. Quería captar sus movimientos. ¿Por qué?

– Me estaba preguntando qué debe de sentirse al sostener en las manos una espada de casi ocho siglos de antigüedad.

– Es como si llevara todos esos años durmiendo y se despertara expresamente para ti.

Sophie se quedó boquiabierta al reconocer sus propias palabras. Cuando habló, su voz apenas resultaba audible.

– ¿John?

Él sonrió.

– Es uno de mis nombres.

– Pero, y la… -«La silla de ruedas. Oh, Vito.»

– ¿La silla de ruedas? -Él exhaló un suspiro afectado-. Ya sabes, la gente cree que los ancianos y los minusválidos son inofensivos. Me ha permitido esconderme a la vista de todos.

– ¿Todo… todo este tiempo?

– Todo este tiempo -respondió él con regocijo-. Ya ves, doctora J, no estoy loco y no soy estúpido.

Ella se dominó y, con esfuerzo, eliminó el temblor de su voz.

– No. Eres malo.

– Lo dices para quedar bien. Además, «malo» es uno de esos términos relativos.

– Puede que en un mundo paralelo lo sea, pero en este matar a tanta gente sin tener motivos para ello es una mala acción. -Ladeó la cabeza-. ¿Por qué lo has hecho?

– ¿El qué? ¿Matar a tanta gente? -Colocó otra cámara en su sitio-. Por varios motivos. Algunos se cruzaron en mi camino. A uno lo odiaba. Pero sobre todo quería verlos morir.

Sophie respiró hondo.

– ¿Verlos morir? Eso está muy mal hecho. No…

Él levantó la mano.

– No digas que no me saldré con la mía. La frase está muy trillada, y de ti espero algo más original.

Colocó la tercera cámara en su sitio y retrocedió mientras se sacudía las manos.

– Las cámaras ya están. Ahora tengo que hacer una prueba de sonido.

– Una prueba de sonido.

– Sí, una prueba de sonido. Necesito que grites.

«Adelante, grita.» Sophie negó con la cabeza.

– Y una mierda.

Él se rió entre dientes.

– Cuida tu lenguaje. Ya lo creo que gritarás. Si no, utilizaré el hacha.

– De todas formas me matarás. No pienso darte ese gusto.

– Me parece que Warren dijo lo mismo. No, fue Bill. Bill el Malo, don Cinturón Negro. Se creía muy fuerte, y al final acabó llorando como un bebé. Y gritó, mucho.

Él se acercó y le acarició el pelo que aún llevaba recogido en una trenza al haber hecho de Juana de Arco el día anterior.

– Tienes un pelo precioso. Me alegro de que lo lleves recogido, me habría dado mucha rabia tener que cortártelo. -Soltó una risita-. Claro que, bien pensado, resulta un poco tonto preocuparse por el pelo si voy a cortarte algo mucho más importante. -Le pasó los dedos por la garganta-. Creo que lo haré por aquí.

A Sophie le costaba respirar a causa del pánico. Seguir provocándolo no le serviría para ganar más tiempo. «Vito, ¿dónde estás?» Echó el cuerpo hacia atrás para apartarse de sus manos.

– ¿Quién era Bill? ¿El que destripaste?

Él estaba visiblemente asombrado.

– Bueno, bueno. Sabes más cosas de las que creía. No pensaba que tu amiguito el policía te diera tantos detalles.

– No le hizo falta. Yo estaba presente cuando desenterraron el cadáver. Le cortaste la mano a Greg Sanders.

– Y el pie. Se lo merecía, había robado en una iglesia. Tú misma lo dijiste.

El horror le revolvió el estómago. Había utilizado sus palabras, sus lecciones, para cometer aquellos viles asesinatos.

– Eres un hijo de puta, estás loco.

Él la miró con expresión sombría.

– Te he concedido un poco de margen porque me diviertes, pero esta vez te has pasado. Estás tratando de desconcertarme y no va a salirte bien. Cuando me enfado, me concentro mejor.

La aferró por el brazo y la tiró al suelo.

Sophie hizo una mueca de dolor al darse un fuerte golpe en la cadera contra el duro pavimento.

– Sí, como con Greg Sanders.

Le había cortado la mano… y el pie. Al parecer lo había hecho porque la víctima había robado en una iglesia, pero eso no era lo que ella había dicho. No era correcto. «Ha cometido un error.» No era cierto que furioso se concentrara mejor; de hecho, cometía errores. Tenía que utilizar eso en su favor.

Él la arrastró y ella trató de librarse de él, pero vio las estrellas cuando él le golpeó la cabeza contra el suelo, agarrándola por la gruesa trenza de la coronilla como si fuera un asa.

– No vuelvas a intentarlo.

Ella se tumbó de espaldas y lo miró a los ojos mientras se esforzaba por respirar. Era enorme, sobre todo visto desde ese ángulo. Estaba plantado delante de ella con los brazos en jarras y el semblante pétreo. Pero a él también le costaba respirar, sus ventanas nasales se movían.

– La jodiste con Greg, ¿lo sabes? -dijo ella jadeando-. A los ladrones de iglesias no se les cortaba el pie, solo la mano. Te dio tanta rabia que quisiera robarte que confundiste las cosas.

– Yo no confundí nada. -La agarró por el cuello del vestido y retorció la tela de terciopelo hasta que esta oprimió la garganta de Sophie y empezó a faltarle el aire. Ante sus ojos aparecieron más estrellas, y de nuevo forcejeó para librarse de él. Por fin la soltó de golpe y sus pulmones volvieron a llenarse.

– Vete al cuerno -lo insultó ella tosiendo-. Mátame si quieres, pero no pienso hacer nada para ayudarte con tu precioso juego.

Simon aferró el canesú del vestido con las dos manos y la puso derecha sin esfuerzo. Luego la levantó hasta que sus ojos quedaron a la misma altura.

– Tú harás lo que yo te diga. Si es necesario te clavaré a una tabla para que no puedas forcejear. ¿Lo has entendido?

Sophie le escupió en la cara y tuvo el placer de ver cómo la rabia demudaba su semblante. Él echó la mano hacia atrás con el puño cerrado mientras la sujetaba con la otra, y Sophie alzó la barbilla, preparándose para el golpe. Pero no la golpeó.

– No puedo señalarte la cara. Necesito que estés… guapa.

Se limpió la mejilla con la manga y la bajó al suelo.

– ¿Qué pasa? -lo provocó adrede-. ¿Acaso no serás capaz de disimular unos cuantos moretones cuando me inmortalices en tu estúpido juego? ¿O es que no sabes dibujar si no tienes un modelo exacto? Qué frustrante debe de resultar ser solo capaz de copiar, no saber crear nada original, -tragó saliva y volvió a alzar la barbilla-, Simon.

Él apretó la mandíbula y entornó los ojos, y de nuevo la levantó del suelo.

– ¿Qué más sabes?

– Todo -se burló ella-. Lo sé todo. Y la policía también, así que aunque me mates no te saldrás con la tuya. Te encontrarán y te meterán en la cárcel. Allí podrás pintar todos los payasos que quieras sin necesidad de esconderlos debajo de la cama.

A Simon le tembló un músculo del mentón.

– ¿Dónde están?

Sophie le sonrió.

– ¿Quiénes?

Él la sacudió con tanta fuerza que le castañetearon los dientes.

– Daniel y Susannah. ¿Dónde están?

– Están aquí, buscándote. Como Vito Ciccotelli, que no descansará hasta que te encuentre. -Entrecerró los ojos-. ¿Qué creías, que nadie lo sabía, Simon? ¿Que nadie te encontraría? ¿De verdad pensabas que nadie oiría nada?

– De momento no me ha encontrado nadie -respondió él. La levantó más y sonrió al ver la mueca de Sophie-. Hasta ahora nadie me ha oído -dijo-. Y a ti tampoco te oirán.

Sophie sacó fuerzas de la furia.

– Te equivocas. Todas las personas a quienes has matado han seguido gritando mucho tiempo después de que las enterraras, solo que tú no las has oído. Pero Vito Ciccotelli sí que las ha oído. Las oirá siempre.

Él la obligó a arrodillarse.

– Entonces a él también lo mataré. Pero antes te mataré a ti.

Domingo, 21 de enero, 7:45 horas

Selma Crane vivía en una cuidada casa victoriana antes de que Simon la enterrara junto a Claire Reynolds en el campo de Winchester. Vito se acercó sigilosamente hasta el garaje contiguo con el arma en la mano y miró por la ventana. Dentro había una camioneta blanca. Les hizo una señal afirmativa a Nick y Liz, situados detrás de un coche patrulla al inicio del camino de entrada.

Detrás de Nick y Liz se apostaba el cuerpo especial de intervención, a punto para irrumpir en la casa cuando Vito así lo indicara. Vito se acercó a ellos.

– Es una camioneta blanca. Dentro no he visto ninguna señal de movimiento.

El jefe del cuerpo especial dio un paso al frente.

– ¿Entramos?

– Preferiría sorprenderlo -dijo Vito-. De momento, esperad.

Un coche se aproximó. Al volante iba Jen McFain, Daniel Vartanian ocupaba el asiento del acompañante y su hermana viajaba detrás. Dejaron las puertas del coche abiertas y se acercaron con sigilo.

– ¿Está ahí dentro? -preguntó Daniel en tono quedo.

– Eso creo -respondió Vito-. Hay una puerta que da a la cocina. Todas las ventanas de la parte trasera de la casa están tapiadas y cubiertas con lona negra.

– Entonces el sitio es este -musitó Susannah-. Cuando Simon vivía en casa con nosotros tapió las ventanas de su habitación e instaló lámparas graduables para limitar la cantidad de luz.

– McFain nos ha puesto al corriente -explicó Daniel-. Nos ha dicho que tiene a su asesora. Déjeme entrar.

– No. -Vito sacudió la cabeza-. Ni hablar. No pienso dejarlo entrar ahí así como así, solo porque se siente culpable de no haberlo denunciado hace diez años.

A Daniel le tembló un músculo de la mandíbula.

– Lo que iba a decirle -empezó con cautela- es que tengo experiencia en el cuerpo especial de intervención y también como negociador. Sé lo que tengo que hacer.

Vito vaciló.

– Pero es su hermano.

Daniel no apartó la mirada.

– Eso es un golpe bajo. Le estoy ofreciendo mi ayuda; acéptela.

Vito miró a Liz.

– ¿Cuándo llegará el negociador?

– Aún tardará una hora -dijo Liz-. Como mínimo.

Vito miró el reloj, aunque sabía con exactitud qué hora era y cuánto tiempo había pasado. Sophie se encontraba allí dentro, lo notaba. No quería ni pensar en lo que Simon podría estar haciéndole en esos precisos momentos.

– No podemos esperar una hora más, Liz.

– Daniel tiene experiencia como negociador. Me lo dijo su oficial cuando buscaba información sobre él la otra noche. ¿Quieres que te reemplace y dé la orden?

Resultaba tentador, pero Vito negó con la cabeza y miró a Daniel Vartanian directamente a los ojos.

– Ahí dentro cumplirá mis órdenes. No quiero que me pregunte ni me discuta nada.

Daniel arqueó las cejas.

– Considéreme un asesor.

Vito se sorprendió a sí mismo al sonreír.

– Como quiera. Usted y yo iremos delante; Jen, Nick y tú nos seguís. Que el cuerpo especial esté preparado.

– Los haré entrar al primer disparo -dijo Liz, y Vito asintió.

– Preparaos para cualquier cosa. Vamos.

Domingo, 21 de enero, 7:50 horas

Sophie se encontraba arrodillada y Simon había entrelazado los dedos en su trenza. Le aferró la cabeza con saña y tiró hacia arriba mientras ella se resistía.

– Grita, venga -le ordenó entre dientes, mientras le retorcía el cuero cabelludo hasta producirle quemazón. Pero Sophie se mordió la lengua.

No pensaba gritar, no pensaba acceder a lo que él quería. Se echó hacia un lado con torpeza al tener las manos y los pies atados y estar aún arrodillada. Simon le plantó un pie sobre la pantorrilla para sujetarle las piernas. Volvió a tirarle del pelo mientras buscaba algo a tientas tras de sí. Ella oyó el sonido metálico de la espada al extraerla de su vaina; luego la vaina cayó al suelo, frente a ella. Él le tiraba del pelo con la mano izquierda de tal modo que la nuca le quedaba al descubierto a la vez que situaba su rostro de cara a las cámaras. Alzó el brazo derecho y Sophie volvió a morderse la lengua.

«No grites. Haz cualquier cosa menos gritar.»

– Que grites, joder. -Estaba furioso; temblaba.

– Vete al infierno, Vartanian -le espetó. Simon volvió a pisotearle la pantorrilla y el dolor se irradió por la columna vertebral de Sophie, quien se mordió la lengua con más fuerza y notó el sabor de la sangre. Se retorció para tratar de escupirle, pero él le clavó más los dedos en la coronilla. A Sophie le retumbaba la cabeza debido a la presión que él ejercía al aferrarla con su manaza.

Tiró de ella y casi le levantó las rodillas del suelo. Entonces Sophie oyó un ruido procedente del piso de arriba. Un crujido. Simon dio un respingo. Él también lo había oído.

«Vito.» Sophie escupió la sangre, se llenó los pulmones de aire y gritó.

– Cállate -gruñó Simon.

Sophie sintió ganas de cantar, pero en vez de eso volvió a gritar. Gritó el nombre de Vito.

– Eres una zorra. Vas a morir. -Simon levantó el brazo y dejó que todo su peso recayera en el pie que tenía sobre las rodillas, su único pie.

«Su único pie.» Sophie hizo un brusco movimiento hacia la derecha y luego se dejó caer hacia la izquierda para clavar el hombro en la pierna ortopédica de Simon. Él se tambaleó unos instantes y por fin perdió el equilibrio. La espada saltó de su mano mientras trataba de evitar la caída. Sophie se hizo a un lado y se libró por poco de que Simon le cayera encima. Sin embargo, él aún la tenía aferrada por el pelo y no podía zafarse. La puerta de lo alto de la escalera se abrió y se oyó un ruido de pasos.

– ¡Policía! ¡Que nadie se mueva!

«Vito.»

– ¡Estoy abajo! -gritó Sophie.

Simon se apoyó en la rodilla sana y se echó hacia atrás, atrayéndola hacia él. La había convertido en un escudo humano.

– Fuera -gritó-. Fuera o la mato.

El ruido de pasos siguió oyéndose hasta que Sophie vio los pies de Vito, y luego sus piernas. Y luego su rostro, con una sombría expresión de furia controlada.

– ¿Te ha hecho daño, Sophie?

– No.

– No deis ni un paso más -les advirtió Simon-. Si no, os juro que le romperé el cuello.

Vito se encontraba en la escalera y le apuntaba a Simon con la pistola.

– No la toques, Vartanian -dijo con voz bronca y amenazadora-. O te haré saltar la cabeza a tiros.

– ¿Te arriesgarás a que la mate? No lo creo. Creo que lo que vas a hacer es subir esa escalera y decirles a esos perros que se retiren. Luego tu bomboncito y yo nos marcharemos.

Sophie respiraba con esfuerzo. Simon tenía una mano entrelazada en su pelo y con el otro brazo la sujetaba por la garganta. No podía haberlo planeado mejor, no podía haberla colocado de modo que resultara más vulnerable para obligar a Vito a quedarse inmóvil.

– Mátalo, Vito -dijo ella-. Mátalo porque si no será él quien vuelva a matar. Y yo no podría vivir con esa carga.

– Tu chica ha expresado un último deseo, Ciccotelli. Acércate y haré que ese deseo se cumpla. Deja que me marche y ella vivirá.

– No, Simon. -Era una voz suave con acento del sur, firme y tranquila-. No te marcharás. Yo no lo permitiré.

Sophie notó tensarse de repente el cuerpo de Simon al oír la voz de Daniel. Se inclinó hacia un lado, pero él se venció junto con ella y ambos cayeron al suelo. Él la aplastó contra el pavimento y su peso le vació el aire de los pulmones. Luego se puso en pie y la arrastró consigo. Ella quiso golpearlo con las manos atadas pero solo consiguió cortar el aire. Él le retorció más el pelo y ella notó que las lágrimas asomaban a sus ojos.

Buscó a tientas algo a lo que asirse, cualquier forma de poner suficiente distancia entre ellos para que Vito pudiera disparar. Volvió a perder el equilibrio, pero esa vez sus manos toparon con un objeto metálico. Era la reluciente espada de Simon. Sophie se arrodilló sobre ella y flexionó los dedos en torno a la empuñadura. Luego se apartó y la hoja pasó rozando su costado.

La clavó hacia atrás con todas sus fuerzas. La espada topó con un cuerpo, se clavó y penetró en él. Con un grito ahogado de asombro, Simon cayó hacia atrás y arrastró a Sophie consigo. Ella soltó la empuñadura y se puso de rodillas; luego inclinó el tronco hacia delante y se retorció con gran dolor, pues él aún le aferraba el cuero cabelludo. Por un momento, todo cuanto Sophie pudo oír fue su propia respiración agitada. Luego reparó en los ruidosos pasos de la escalera.

Simon yacía de espaldas, tenía su propia espada clavada en el vientre con la hoja doblada formando un extraño ángulo hacia el exterior. Su camisa blanca se estaba tornando roja por momentos. Tenía la boca abierta y respiraba de forma entrecortada. Aun así, la rabia y el odio ardían en sus ojos y con un fuerte impulso se incorporó y asió la garganta de Sophie con la mano que le quedaba libre.

– No muevas ni un músculo -dijo Vito-, porque te aseguro que me muero de ganas de dispararte.

Jadeando, Sophie se incorporó cuanto pudo sin dejar de mirar a Simon a los ojos.

– Adelante, Simon, grita.

– Eres una zorra -le espetó Simon. Entornó los ojos y volvió a arremeter contra ella, y Sophie se dio cuenta demasiado tarde del rápido movimiento con que asió el espadín que tenía escondido dentro de la manga. Oyó los disparos al mismo tiempo que sentía un dolor punzante en el costado.

La mano con que Simon la asía por el pelo flaqueó de tal modo que al descender la arrastró consigo y Sophie quedó arrodillada a su lado, con el cuello torcido. Podía mirar hacia arriba pero no hacia abajo. Con el rabillo del ojo vio a Vito retroceder y enfundar la pistola.

Lo que por el ruido de los pasos parecía un ejército cruzó la planta superior y bajó la escalera.

– Campo libre -gritó Vito a pleno pulmón, pero le temblaba la voz-. Llamad a una ambulancia.

Sophie notó el olor acre de la pólvora y el férreo de la sangre. Una gran náusea se elevó desde su estómago.

– Quitadme esa mano del pelo -masculló Sophie. Luego se dejó caer contra Daniel mientras este retiraba la manaza de Simon de su trenza. Sophie se tendió de espaldas con cuidado y cerró fuerte los ojos ante el agudo dolor que sentía en el costado.

– Merde -musitó-. Esto duele.

– ¿Chick? -Era la voz de Nick, procedente de la escalera-. ¿Qué ha ocurrido?

Vito corrió al lado de Sophie.

– Llama a otra ambulancia, Nick. Sophie está herida.

Vito utilizó la hoja de la espada para cortar el vestido a tiras y aplicárselas con fuerza de modo que detuvieran la hemorragia.

– No es una herida profunda -dijo-. No es profunda.

Ella hizo una mueca.

– Pues cómo duele. Dime que Simon está muerto.

– Sí -dijo Vito-. Está muerto.

Sophie miró hacia donde Simon yacía a menos de un metro de distancia, con la mirada vacía posada en el techo. Tenía dos heridas más, una en la cabeza y otra en el pecho. Sophie se sintió satisfecha de comprobar que la espada seguía clavada en su vientre.

– Supongo que Katherine averiguará quién de los dos lo ha matado -dijo.

– No puedes sentirte culpable, Sophie -musitó Vito-. No tenías elección.

Sophie resopló.

– ¿Culpable? Espero haber sido yo quien ha matado a ese hijo de puta con la espada. Aunque quien le haya disparado en la cabeza debería llevarse el trofeo a casa.

– Ese debo de haber sido yo -dijo Vito.

– Bien -aprobó Sophie. Miró a Daniel, que cortaba con el espadín la cuerda que mantenía sus manos atadas-. Lo siento.

– ¿El qué? -preguntó Daniel-. ¿Que esté muerto o que no me lleve yo el trofeo?

Ella lo observó con los ojos entornados.

– Lo que sea lo correcto.

Daniel rió en silencio.

– Creo que hoy hemos hecho un bien al mundo. Dígame, Sophie, aparte del corte del costado, ¿tiene alguna otra herida?

– Tengo una en la lengua.

La mostró a los dos hombres y ambos se estremecieron.

Daniel la asió por la barbilla con suavidad y le volvió la cabeza hacia la luz.

– Santo Dios, criatura, un poco más y se la arranca. Tendrán que suturarle también esa herida.

– Pero no he gritado -dijo satisfecha-. Hasta que he oído el ruido arriba.

Daniel sonrió con tristeza.

– Bien por usted, Sophie.

Le tomó una mano y empezó a frotarle la muñeca que la cuerda había escoriado.

Vito le tomó la otra mano. Estaba temblando.

– Dios mío, Sophie.

– Estoy bien, Vito.

– Está bien -repitió Daniel, y Vito levantó la cabeza y clavó los ojos en el chico.

– ¿Qué clase de negociación es esa? -soltó lleno de furia-. «No, no te marcharás. Yo no lo permitiré.» ¿Qué mierda de negociación es esa?

– Vito -musitó Sophie.

– Usted no lo habría dejado marchar, y lo sabe -dijo Daniel-. Simon detestaba que nadie le dijera lo que tenía que hacer. Esperaba que se pusiera como loco y que Sophie pudiera servirse de eso. -La miró con una sonrisa-. Lo ha hecho muy bien, buena chica.

– Gracias.

– Tengo que decírselo a Suze. -Daniel se puso en pie-. Lo siento, Vito. No pretendía asustarle.

Él respiró hondo.

– No se preocupe. Sophie está bien y Simon ha muerto. Estoy satisfecho.

Cuando Daniel hubo subido la escalera, Sophie le estrechó la mano a Vito.

– ¿Y mi abuela?

– Resiste.

Sophie respiró de veras por primera vez, a pesar del dolor del costado.

– Gracias.

Vito la miró con vacilación.

– Has hecho un buen trabajo con la espada.

Los labios de Sophie se curvaron.

– Mi padre y yo solíamos practicar esgrima. Alex participaba en campeonatos, pero a mí tampoco se me daba mal. Si Simon me hubiera visto hacer de Juana de Arco, lo habría sabido.

Vito recordó la elegancia con que Sophie blandía la espada, para deleite de los niños que seguían la visita. No tenía claro que volviera a hacerlo alguna vez.

– Quizá deberíamos retirar a Juana de Arco. Amplía el repertorio -añadió, imitando el acento de Nick.

Sophie cerró los ojos.

– Me parece una buena idea. Claro que después de esto, no quiero a ninguna María Antonieta a menos de tres metros.

Vito se llevó las manos de Sophie a los labios y rió con voz trémula.

– Siempre te queda la guerrera celta.

– Boudica -musitó ella, y oyó más pasos en la escalera. Había llegado el equipo médico-. Podríamos ofrecer una visita nocturna no apta para menores. Ted tendría cubiertos los estudios de Theo en menos que canta un gallo.

26

Domingo, 21 de enero, 7:50 horas

– Vito, ven a ver esto. -Nick le hizo señales a Vito para que volviera a entrar en la casa-. Arriba.

Desde el camino de entrada a la casa de Selma Crane, Vito siguió con la mirada a la ambulancia que se llevaba a Sophie. Irguió la espalda y se dirigió adentro dispuesto a cumplir con su trabajo. Subió la escalera y, una vez arriba, miró a su alrededor despacio, con los ojos muy abiertos.

– Imagino que no fue así como Selma Crane dejó este lugar.

– Mmm, no. Pero lo que tienes que ver está por aquí.

Simon Vartanian se había acomodado bien. Había derribado todos los tabiques de la planta superior. A excepción de la cama de matrimonio extragrande que conservaba en un extremo y un ordenador último modelo, había convertido el resto del espacio en un estudio enorme. Vito se dirigió al fondo de la sala para reunirse con Nick y se desplazó de cara a la pared mientras examinaba la colección de macabras pinturas.

Durante un buen rato, Vito no pudo hacer otra cosa que mirar y maravillarse de que hubiera una mente capaz de… crear todo aquello. Esta vez no se trataba de simples reproducciones. Simon Vartanian había captado algo en los ojos de sus víctimas; una luz, o tal vez la extinción de la luz.

– El instante de la muerte -masculló.

– Estaba experimentando con las fases de la muerte mediante tortura -dijo Nick-. La muerte de Claire, La muerte de Zachary, La muerte de Jared; de Bill, Brittany, Warren y Greg hay series de cuadros.

– Así que la última víctima se llama Jared. Es algo para empezar.

– Tal vez nunca sepamos quién es. Puede que Simon solo conociera su nombre de pila. Guardaba mucha información de todos los modelos, pero de Jared no. -Nick le indicó que se acercara hacia la mesa donde Simon había instalado su ordenador. En mitad del escritorio impoluto había una única carpeta. Nick colocó la mano sobre ella cuando Vito se dispuso a abrirla-. Recuerda que Sophie está bien, ¿eh?

Vito asintió, y apretó los dientes con renovada cólera cuando vio lo que había dentro.

– Son fotos de Sophie vestida de vikinga. -Se la veía de pie frente al pasmado grupo de niños, blandiendo el hacha de combate sobre su cabeza con expresión resuelta. Vito cerró la carpeta-. Me alegro de que no viera la visita de Juana de Arco. El elemento sorpresa le ha salvado la vida.

– Mira esto. -Había dibujado un diagrama que conectaba a Kyle Lombard con Clint Shafer y a Clint con Sophie mediante una línea vertical. El nombre de Alan Brewster aparecía unido a los otros tres.

– Así que Alan estaba implicado -dijo Vito.

– Me lo he olido.

Vito entornó los ojos.

– ¿Has encontrado a Brewster?

– Eso creo. He descubierto a qué se debía el chirrido de la grabación. -Se dirigió a la pared contigua a la escalera y abrió una pequeña puerta-. Un montaplatos.

Vito miró dentro con una mueca. Allí había un hombre desnudo a quien le faltaba la mayor parte de la cabeza.

– Da la impresión de que le haya… explotado. -Se inclinó para examinar la mano del hombre-. En su sello aparecen las iniciales «A.B.». Imagino que era Brewster.

– El montaplatos llega hasta el sótano y dispone también de acceso desde la planta baja. Así era como Simon bajaba a las víctimas y los instrumentos pesados. También da la impresión de que una vez muertas las subía hasta aquí para pintarlas.

– Qué bestialidad.

– Pues sí. -Nick introdujo la mano en el montaplatos y tiró de la cuerda para desplazar hacia abajo la plataforma sobre la que descansaba Alan Brewster. Luego volvió a subirla-. El chirrido suena igual que en la grabación. Esta es su máquina del tiempo.

Jen se acercó a ellos desde el rincón que Simon utilizaba como sala de estar, de donde había estado tomando muestras.

– ¿Y la iglesia?

– Está en el sótano -dijo Vito-. Separó la mitad del espacio con un tabique para hacerlo servir de cripta. Incluso hay colgados pósters que simulan las vidrieras de colores.

– Así que no había ninguna iglesia -dijo Jen con un suspiro-. Cuántas horas perdidas.

– Gracias, Jen -dijo Vito, y tragó saliva-. Gracias a los dos.

– Me alegro de que Sophie esté bien. -Se aclaró la garganta-. He encontrado los restos del lubricante de Simon. Lo compararé con el de las manos de Warren, pero estoy segura de que coincidirá.

– ¿Y los cuadros? -preguntó Nick-. Nos servirán como pruebas, pero me pregunto qué querrán hacer los Vartanian con ellos después.

– Los quemaremos -dijo Susannah Vartanian desde la escalera-. Queremos destruirlos.

– Nosotros también hemos atado algún que otro cabo -dijo Daniel, quien adelantó a su hermana en la escalera y luego le tendió la mano para ayudarla a acabar de subir-. Nuestra madre intuía que nuestro padre encubría algunas fechorías de Simon, pero no creía que este estuviera vivo. Cuando Stacy Savard le envió la fotografía a mi padre, mi madre la vio y pensó que se había cometido un grave error en la identificación y que Simon ni siquiera sospechaba que le creyeran muerto. Pero cuando vino a Filadelfia con mi padre empezó a sumar dos y dos. Lo último que le faltó fue que mi padre tratara de sonsacar al anciano ruso de la biblioteca.

– Llegó a la misma conclusión que Sophie -explicó Susannah-. Contrató a una persona para espiar a mi padre. Se dio cuenta de que había encontrado a Simon y no pensaba decírselo. Nos dejó dicho por escrito que pensaba ir a ver a Simon para averiguar qué había ocurrido durante todos aquellos años. En la carta ponía que si no regresaba, quería decir que nosotros teníamos razón y que Simon era tan malvado como siempre habíamos tratado de hacerle ver.

– Lo siento -dijo Vito-. El desenlace es pobre, tardío y no beneficia a nadie.

– Por lo menos ahora Simon está muerto de verdad. Quién sabe a cuántas personas más podría haber asesinado. -Daniel miró los cuadros-. Se ha pasado la vida entera buscando esa mirada. Al final la ha encontrado, y ya no la habría abandonado jamás. Habría seguido matando. O sea que los beneficiados somos todos. -Le estrechó la mano a los tres y esbozó una sonrisa forzada-. Tengo que regresar a casa y empezar a trabajar de nuevo. Si alguna vez viajan a Atlanta, avísenme.

Susannah no sonrió al estrecharles la mano.

– Gracias. Daniel y yo llevábamos prácticamente toda la vida esperando este momento.

Jen vaciló; luego se encogió de hombros.

– Hemos encontrado un cepo para osos, Daniel. Atrapada en él había una fotografía suya.

Daniel asintió con gesto inseguro.

– Ese era el final que me aguardaba. No me sorprende.

Tomó a su hermana del brazo y empezó a bajar la escalera.

– Espere -gritó Vito-. Tengo que preguntarle una cosa. ¿Dónde enterrarán a Simon?

– No lo enterraremos -respondió Daniel-. Hemos pensado que su tumba se haría famosa y no queremos que Dutton se llene de plagas de admiradores de un asesino en serie.

Susannah asintió.

– Vamos a donar sus restos a los servicios médicos de Atlanta. A lo mejor sirve para que alguien aprenda algo útil.

– ¿Sobre cómo es el cerebro de un sociópata, por ejemplo? -preguntó Jen.

Daniel se encogió de hombros.

– Tal vez. Al menos, seguro que algún estudiante de medicina puede utilizarlo para aprender a salvar vidas. No se moleste en acompañarnos, oficial McFain, nos marcharemos en uno de los coches patrulla.

Los Vartanian se fueron. Desde lo alto de la escalera, Vito, Nick y Jen observaron a través de la puerta de entrada cómo los hermanos se detenían ante la camilla en que estaba tendido el cadáver de Simon. Los hombros de Susannah se encorvaron y Daniel la rodeó con su brazo.

– Esta vez está muerto de verdad -dijo Vito en tono quedo-. Y yo me alegro.

– Ah, eso. -Nick se llevó la mano al bolsillo y extrajo tres cintas de vídeo-. Simon tenía las cámaras en marcha todo el tiempo. Daniel y tú habéis hecho las cosas bien, pero… -Depositó las cintas en la mano de Vito-. Puede que quieras guardarlas en un lugar seguro.

Vito empezó a bajar la escalera.

– Gracias. Ahora voy a darme una ducha, luego iré a la comisaría a cumplir con los trámites por haberle disparado a Simon. Y luego iré a comprar seis docenas de rosas.

– ¿Seis docenas? -Jen lo miraba boquiabierta-. ¿Para quién?

– Para Sophie, Anna, Molly y Tess. Y para mi madre, porque aunque en algún momento haya considerado que no es perfecta, la madre de Sophie es un millón de veces peor que ella.

– Eso solo son cinco, Vito -observó Jen.

– La última docena la pondré en una tumba.

Al día siguiente viajaría a Jersey. Aunque hubiera transcurrido una semana, seguía teniendo esa idea en la cabeza. Además, Andrea comprendería que había pasado unos días muy ajetreados.

– Vito -dijo Nick con un suspiro.

– Lo tengo decidido, Nick -respondió Vito-. Homenaje y despedida. Después de eso me sentiré bien.

Domingo, 21 de enero, 13:30 horas

– Harry, despiértate. -Sophie le zarandeó el hombro. Se había quedado dormido sentado en el sofá de la pequeña sala de estar de la unidad de cuidados intensivos coronarios.

Él abrió los ojos de golpe.

– ¿Anna?

– Está durmiendo. Vete un rato a casa, Harry. Pareces destrozado.

Él tiró de ella para que se sentara en el brazo del sofá, a su lado.

– Tú también.

– Solo son unos puntos. -Llevaba más de catorce, y el costado y la lengua le escocían muchísimo, pero se sentía tan contenta de estar viva que no podía considerarse que hubiera dicho ninguna mentira.

Harry acarició con el pulgar un cardenal de la mejilla de Sophie.

– Te ha golpeado.

– No, me lo hice yo al lanzarme a por la espada. Tendrías que haberme visto, Harry -añadió en tono liviano-. Parecía Errol Flynn. En garde. -Fingió una estocada.

Harry se estremeció.

– Prefiero imaginármelo a verlo.

– Pues muy mal. Creo que hay una grabación. A lo mejor podemos verla juntos la próxima vez que tengas insomnio. -Le sonrió, y él soltó una carcajada a su pesar.

– Sophie, eres incorregible.

Ella se puso seria.

– Vete a casa, Harry. Deja de esconderte aquí.

Él suspiró.

– Tú no lo comprendes.

Ante su insistencia, Harry le había contado lo ocurrido entre Freya y él. Sophie le besó la calva.

– Lo que comprendo es que me quieres. Y comprendo que tienes una esposa a quien también quieres, aunque hay una cosa que no te gusta de ella. Yo no necesito que Freya me quiera, Harry. Si lo hiciera, sería fantástico; pero antes de convertirme en la causa de vuestra ruptura, me moriría. -Se estremeció-. Siento haber elegido esa palabra. Vete a casa con tu familia. Duérmete en tu sillón y, si te necesito, sabré dónde encontrarte.

Él frunció los labios.

– No es justo, Sophie. Tú no le has hecho nada.

– No, es cierto, pero míralo de otro modo. Yo ya tengo una madre y un padre: Katherine y tú.

– Eso no es una verdadera familia, Sophie.

Ella rió por lo bajo.

– Harry, mi verdadero padre era el amante de mi abuela, y mi verdadera madre es una ladrona. Prefiero mil veces teneros de padres a Katherine y a ti. Además, he tenido la suerte de elegir yo misma a mi familia. ¿Cuánta gente puede decir eso?

Él la rodeó con el brazo y la atrajo hacia sí con cuidado.

– Me gusta tu detective.

– A mí también.

– A lo mejor pronto formas tu propia familia -dijo, de nuevo en tono pícaro.

– A lo mejor. Y te prometo que serás el primero en saberlo. -Se acercó más a él-. Si yo fuera tú, desempolvaría el esmoquin. Puede que pronto tengas que acompañar a la novia al altar.

Harry tragó saliva.

– Siempre pensé que eso lo haría Alex. Supongo que ahora que él…

– Chis. -Las lágrimas asomaron a los ojos de Sophie por primera vez en todo el día-. Harry, aunque Alex viviera, te lo habría pedido a ti. Él lo tenía claro, y creía que tú también. -Le hizo ponerse en pie y lo empujó hacia la puerta-. Ahora vete. Yo me quedaré un rato más con Anna y luego también me iré a casa.

– ¿Con Vito? -preguntó él en tono cauteloso.

– Apuéstate la colección de películas de Bette Davis.

Ella lo ahuyentó hacia el pasillo y sonrió. Mientras la puerta del ascensor de Harry se cerraba, otra se abría y Vito apareció con una docena de rosas blancas en cada brazo.

– Hola. -Él le dirigió esa sonrisa que hacía que dejara de parecer un simple modelo para convertirse en todo un galán cinematográfico y a Sophie se le desbocó el corazón-. Estás aquí -dijo.

– Me han curado y me han dejado marchar -explicó ella, y alzó la cabeza para recibir un beso que le hizo suspirar-. No creo que permitan a Anna tener esas rosas en la unidad de cuidados intensivos. Lo siento.

– Entonces supongo que serán para ti. -Las depositó en una mesita de la sala de espera y luego entrelazó la mano en su pelo y buscó su mirada-. Dime la verdad. ¿Cómo estás?

– Bien. -Ella cerró los ojos-. Por lo menos, físicamente. He pasado malos momentos pensando en lo que podría haber ocurrido si no hubierais aparecido vosotros.

Él la besó en la frente y la atrajo hacia sí.

– Ya lo sé.

Ella posó la mejilla en su pecho y escuchó el suave latido de su corazón. Era exactamente lo que necesitaba.

– Aún no me has explicado cómo me encontrasteis.

– Mmm… Bueno, junto a Claire Reynolds había enterrada una anciana. Utilizaba los servicios de la misma empresa financiera que la antigua propietaria del terreno. No sabíamos su nombre, así que buscamos a los clientes de la empresa que vivieran cerca de una cantera.

Ella se retiró para mirarlo.

– ¿Una cantera?

– La tierra del interior de las tumbas procedía de una zona cercana a una cantera. Aun así, salieron muchos nombres y se estaba haciendo de día. Katherine sabía que la anciana sin identificar llevaba empastes hechos con una amalgama que la situaba en Alemania antes de los años sesenta, pero ninguno de los nombres era europeo. No queríamos arriesgarnos a telefonear directamente a los clientes porque temíamos que contestara Simon, así que en vez de eso decidimos llamar a las personas de contacto que aparecían en los contratos de toda aquella gente. Al final dimos con una mujer cuyo padre había sido diplomático en Alemania Federal en los años cincuenta. La anciana se llamaba Selma Crane.

– O sea que la casa donde estaba Simon pertenecía a Selma Crane, y ella está muerta.

– Simon encontró el sitio perfecto y por eso la mató. La enterró junto a Claire y continuó pagando sus facturas. Incluso envió postales de Navidad en su nombre durante dos años.

– Él me dijo que había matado a todas esas personas para verlas morir.

– Y luego las pintaba, en un lienzo. Algún día quería ser famoso. -Él le alzó la cabeza y ella observó su expresión sombría-. He visto la grabación. Menuda actriz estás hecha, qué forma de provocarlo.

Ella se estremeció.

– Tenía mucho miedo, pero no quería que se diera cuenta.

– Le dijiste que las personas a quienes había matado seguían gritando, y que yo las oía -dijo con cierto asombro, y Sophie se dio cuenta de que le había hecho el mayor halago posible.

– Y siempre las oirás. -Se puso de puntillas y lo besó en la boca-. Eres mi caballero andante.

Él hizo una mueca.

– No quiero ser ningún caballero. ¿Qué te parece si lo dejamos en policía?

– Y yo, ¿qué soy para ti?

Él la miró a los ojos y a Sophie el corazón le dio un lento y agradable vuelco.

– Pregúntamelo dentro de unos meses y te diré: «Mi esposa». -Arqueó una ceja-. De momento, me conformo con que seas mi Boudica.

Ella le sonrió satisfecha.

– Eres malvado, Vito Ciccotelli. Malvado hasta la médula.

Él deslizó el brazo sobre sus hombros y la guió hacia la habitación de su abuela.

– Lo dices para quedar bien.

Ella lo miró mientras entraban en la unidad de cuidados intensivos coronarios.

– Le has oído a Simon decir eso en la grabación, ¿verdad? Eres una rata de alcantarilla.

Él soltó una risita.

– Lo siento. No he podido evitarlo.

Domingo, 21 de enero, 16:30 horas

Daniel detuvo el coche de alquiler frente a la estación de tren.

– Me gustaría que no te marcharas, Suze.

Ella lo miró con gran tristeza.

– Tengo que volver al trabajo, Daniel. Y a casa.

Resultaba curiosa su forma de ordenar la información. Primero el trabajo; luego su casa. Ese era también su orden de prioridades.

– Siento que te he reencontrado.

– Nos veremos la semana que viene.

En el funeral de sus padres, en Dutton.

– ¿Y después? ¿Vendrás alguna vez a visitarme?

Ella tragó saliva.

– ¿A casa? No. Cuando hayamos enterrado a mamá y papá, no quiero volver a aquella casa nunca más.

A Daniel se le rompía el corazón con solo mirarla.

– Suze, ¿qué te hizo Simon?

Ella apartó la mirada.

– En otro momento, Daniel. Después de todo lo que ha ocurrido… No puedo.

Se bajó del coche y corrió hacia la estación. Daniel no se marchó. Aguardó, y cuando ella llegó a la puerta de la estación, se detuvo, se dio media vuelta y lo vio mirándola. Se la veía frágil, pero él sabía que en el fondo era tan fuere como él. Tal vez más.

Al fin hizo un gesto de despedida con la mano; solo uno. Y se alejó, dejándolo solo con todos sus recuerdos. Y sus remordimientos.

Allí sentado, en la quietud de su coche, estiró el brazo para alcanzar el maletín de su portátil. De dentro sacó un sobre de papel manila. Extrajo el contenido del sobre y hojeó la pila de fotografías examinándolas una a una. Le había entregado a Ciccotelli una copia y se había guardado los originales. Se obligó a mirar cada imagen, cada mujer. Las fotografías eran reales, tal como creía desde hacía tanto tiempo.

Le prometió en silencio a cada una de aquellas mujeres que haría lo que debería haber hecho diez años atrás. De una u otra forma, sin importarle los años que tardara, encontraría a las víctimas que se correspondían con las imágenes. Si Simon había cometido algún delito contra ellas, lo menos que podía hacer era notificarles a las familias que por fin se había hecho justicia.

Y si había más responsables… «Los encontraré. Y se lo haré pagar.»

Tal vez así hallara por fin la paz.

Epílogo

Sábado, 8 de noviembre, 19:00 horas

– Atención. -Sophie tamborileó en el micrófono-. ¿Me escuchan, por favor?

Las conversaciones se extinguieron poco a poco y todos los presentes en la abarrotada sala se volvieron hacia la tarima sobre la que Sophie se encontraba de pie, ataviada con un elegante vestido de noche de seda verde. Vito, por supuesto, no había apartado los ojos de ella en toda la velada.

Había pasado casi todo el tiempo a su lado, con el único objetivo de cortar el paso a todos aquellos filántropos vetustos y enclenques que, a pesar de haber ayudado a hacer posible aquella celebración, no habían captado que no estaban autorizados a pellizcarle el culo a Sophie.

Esa tarea era exclusivamente responsabilidad de Vito. En la mano izquierda llevaba la pieza que lo demostraba. Sophie lo miró y le guiñó un ojo antes de dirigirse a la audiencia.

– Gracias. Me llamo Sophie Ciccotelli y quiero darles la bienvenida a la inauguración de la nueva sala del Museo de Historia Albright.

– Esta noche se la ve radiante -musitó Harry, y Vito asintió. Sabía que Harry no se refería al vestido que se ceñía a cada una de las curvas de Sophie. Eran sus ojos los que resplandecían de felicidad, y la energía que irradiaba su semblante se transmitía a los demás.

– Se ha esforzado mucho para conseguir esto -musitó Vito a su vez. Pero decir eso era quedarse corto. Sophie había trabajado sin descanso para crear un conjunto de exposiciones interactivas que habían cautivado a los periódicos y a varias revistas de ámbito nacional.

– Muchas personas han contribuido al éxito de esta empresa -prosiguió Sophie-. Tardaría la noche entera en nombrarlas a todas, así que no lo haré. Pero me gustaría mostrar mi agradecimiento a aquellos infatigables que han dedicado tantísimas horas a crear lo que están a punto de disfrutar.

»La mayoría de ustedes ya sabe que el museo Albright es un negocio familiar. Ted Albright fundó el museo hace cinco años con la intención de hacer honor al legado de su abuelo. -Sonrió con cariño-. Ted y Darla han hecho muchos sacrificios a diario para ofrecer precios económicos y poder así abrir las puertas a todo el mundo. Con ese fin, hemos echado mano de la familia para que nos ayudaran a montar las exposiciones. Theo, el hijo de Ted, y Michael Ciccotelli, mi suegro, han diseñado y construido todo lo que verán dentro. Su guía será la hija de Ted, Patty Ann, a quienes tantos de ustedes vieron hacer de María en la representación de West Side Story en el Little Theatre.

Patty Ann sonrió y Ted y Darla la miraron orgullosos. No era precisamente Broadway, pero Patty Ann por fin se había hecho un hueco en el mundillo y había visto su nombre escrito con luces de neón.

– La sala está dividida en tres secciones. En «La excavación» pueden ensuciarse las manos buscando objetos. Luego viene «El siglo xx», donde darán un paseo por los descubrimientos científicos y los acontecimientos culturales y políticos de la época y oirán los relatos de las personas que los vivieron. Por último «La libertad» es una exposición cambiante que destacará los testimonios de personas que tuvieron que pagar un alto precio por ella. La primera de estas exposiciones está dedicada a la Guerra Fría.

Miró a Yuri Petrovich Chertov.

– ¿Está listo?

Ella colocó con cuidado las tijeras en sus manos y luego les entregó a Ted y Darla las suyas.

– No sé cómo es capaz de aguantar el tipo -musitó Harry con voz ronca.

A Vito se le hizo un nudo en la garganta al pensar en lo que venía a continuación. Pero Sophie sonrió cuando Yuri y los Albright ocuparon sus puestos junto a la cinta roja que se extendía frente a la puerta de lo que once meses antes era un almacén vacío.

– Muy bien. -Sophie se acercó al micrófono-. Es un placer inaugurar la nueva sala del museo dedicada a la memoria de Anna Shubert Johannsen. -Retrocedió entre los centelleos de las cámaras para dar paso a quienes tenían que cortar la cinta. Había aceptado el empleo en el museo para pagar la residencia de Anna y ese empleo le había servido para superar la tristeza después de que Anna muriera mientras dormía, un mes después de que Simon Vartanian dañara su corazón sin remedio.

Katherine había declarado homicidio la muerte de Anna, y la lista de las víctimas de Simon había ascendido a diecinueve.

Según Vito, ni siquiera en el infierno Simon Vartanian ardería todo lo que se merecía.

Pero aquella no era la noche apropiada para sentirse triste. Sophie había abandonado la tarima y se había mezclado con la multitud buscando a Vito con la mirada. Reparó en los ojos empañados de Harry y le dirigió a Vito un gesto de asentimiento y una sonrisa antes de volverse a hablar con un periodista del Inquirer.

– Harry, tengo que acercarme ahí y asegurarme de que los aficionados al manoseo se estén quietecitos. ¿Podrías ir a por una bebida para Sophie? Creo que habrá pasado mucho calor con los focos.

Harry asintió y cobró ánimo.

– ¿Qué tomará? ¿Vino? ¿Champán?

– Agua -dijo Vito-. Solo bebe agua.

Harry entrecerró los ojos.

– ¿Solo agua? ¿Por qué?

– No puede tomar alcohol -dijo Vito y dejó que se le escapara una sonrisa-. No es bueno para el bebé.

Harry se volvió hacia Michael, que aún se enjugaba los ojos.

– ¿Tú lo sabías?

– Desde esta mañana. Ha pedido salmón ahumado para acompañar las rosquillas. Menuda combinación.

Vito sonrió.

– Papá ya está diseñando la cuna.

– La construirá Theo. -Michael miró complacido al chico que había hecho lo que ni Vito ni sus hermanos habían sido capaces de hacer: seguir con el oficio de su padre. A ninguno de los hijos se le daba nada bien trabajar la madera, sin embargo Theo Cuarto lo compensaba con creces.

– No es nada del otro mundo -musitó Theo.

– No es nada del otro mundo -repitió Michael en tono burlón-. Ya ha terminado una de las de Tess.

Después de dos años intentando concebir un hijo, Tess iba a tener gemelos. Vito no podía sentirse más feliz. Comenzaba la segunda generación de nietos Ciccotelli; más alegría para la familia.

Y para Vito esa era la mayor de las riquezas.

Agradecimientos

Muchas personas han contribuido a ampliar mis conocimientos mientras escribía este libro. A todos vosotros, mi más sincera gratitud.

A Danny Agan, por responder a todas mis preguntas sobre detectives y en particular por ayudar a mi héroe a localizar las cosas ocultas bajo tierra.

A Tim Bechtel, de Environscan Inc., por la información general y los detalles y cuestiones más técnicos sobre el radar de penetración terrestre.

A Niki Ciccotelli, por hacerme una descripción tan realista de lo que fue crecer en Filadelfia que me sentí como si yo misma me hubiese criado allí.

A Monty Clark, del Art Institute of Florida de Fort Lauderdale, por la inestimable y actualizada información sobre el diseño y los diseñadores de videojuegos.

A Marc Conterato, por todas las cuestiones médicas, y a Kay Conterato, por recortar todos esos artículos de periódico tan extremadamente útiles sobre los sistemas de seguridad informáticos y los hackers.

A Diana Fox, por un gran título.

A Carleton Hafer, por responder a mis preguntas sobre informática de forma que pudiera entenderlo todo con claridad.

A Linda Hafer, por la maravillosa introducción a la ópera y por abrirme la mente a un universo musical que nunca creí que pudiera gustarme pero que, de hecho, me encanta.

A Elaine Kriegh por sus gráficas descripciones de tumbas medievales.

A Sonie Lasker, mi senpai, por su demostración del manejo de armas y por enseñarme lo enriquecedoras que pueden resultar las artes marciales en el terreno personal. Domo arigato.

A Deana Seydel Rivera, por mostrarme Filadelfia… nada menos que tres días antes de su boda.

A Loretta Rogers, por su habilidad con las motocicletas. ¡Cómo me gustaría tener el valor de andar por ahí zumbando sobre dos ruedas!

A Sally Schoeneweiss y a Mary Pitkin, por mantener mi página web organizada, atractiva y funcional.

A mis asesores lingüísticos: Mary C. Turner y Anne Crowder, merci beaucoup; Bob Busch y Barbara Mulrine, spasiba; Kris Alice Hohls, danke, y Sarah Hafer, domo arigato.

A todos los amigos que han respondido a mis múltiples preguntas: Shari Anton, Terri Bolyard, Kathy Caskie, Sherrilyn Kenyon y Kelley St. John.

A mi editora, Karen Kosztolnyik, y a mi agente, Robin Rue, que han convertido esto en algo tan divertido.

Como siempre, cualquier error es exclusivamente mío.

Karen Rose

Karen Rose es una de las escritoras que se está ganando con mayor rapidez el favor de las lectoras y la crítica norteamericanas. Publicó su primer libro en 2003. Con el tercero, Alguien te observa, ganó el premio RITA a la mejor novela romántica con suspense que concede la Asociación de Autores de Novela Romántica de Estados Unidos, un galardón al que ha sido finalista en posteriores ocasiones.

Una sabia y equilibrada mezcla de intriga y pasión, unos personajes principales con carácter, unos secundarios bien perfilados y un suspense que atrapa hasta el final son el sello de las novelas de esta autora.

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