Conocida como la Reina de Hielo en los juzgados de Chicago, la joven abogada Kristen Mayhew vive por y para su trabajo. Posee el índice más alto de casos ganados en la fiscalía. Es una mujer fuerte, una profesional, incorruptible, apreciada por su tenacidad y dedicación. Pero ahora acaba de descubrir que tiene un peligroso admirador secreto.

Lleva tiempo observándote. Conoce todos sus movimientos, todos sus pensamientos. Le envía cartas. Y ha empezado a asesinar, en su nombre, a los delincuentes y criminales que ella no logró meter entre rejas.

Abe Reagan acaba de incorporarse al departamento de homicidios de Chicago. Este es su primer caso después de cinco años de trabajar como agente encubierto. Ahora empieza una nueva etapa de su vida, intentando dejar atrás un pasado donde perdió lo que más le importaba.

Mientras Kristen y Abe empiezan a redescubrir unos sentimientos que creían olvidados, un asesino frío y calculador sigue actuando de manera implacable. Y ahora su sed de castigo ha convertido a Kristen en el blanco perfecto.

En su novela más elogiada, Karen Rose, la escritora que está subiendo con más fuerza dentro del género romántico con suspense, combina admirablemente una inquietante intriga y una conmovedora historia de amor.

Karen Rose

Alguien te observa

Título original: I'm Watching You

© 2007, Laura Rins Calahorra, por la traducción

A mis amigos Kay y Marc Conterato, por el Minnesota Buzz, por vuestra creatividad, a menudo diabólica, y por estar presentes en todos los momentos importantes de la vida. Os quiero a ambos.

Y, como siempre, a Martin. Soy la mujer más afortunada del mundo al poder contar con un hombre que es a la vez mi marido y mi mejor amigo.

Agradecimientos

A Kay y Marc Conterato, por su ayuda en todas las cuestiones médicas.

A Sherry y Barry Kirkland, por invitarme tan amablemente al Tonitown Grape Festival y por responder a mis preguntas sobre balas sin arquear las cejas ni una sola vez.

A Susan Heneghan, por la información sobre la estructura y el trabajo conjunto del Departamento de Policía de Chicago y sus homólogos forenses y fiscales.

A Jimmy Hatton, Mike Koenig y Paula Linser, por representar el paradigma del trabajo en equipo. Fueron unos años estupendos.

Prólogo

Chicago, lunes, 29 de diciembre, 19.00 horas

El sol se había puesto. De todas formas, era normal que lo hiciera de vez en cuando. Tendría que levantarse y encender la luz.

Sin embargo, le gustaba la oscuridad, el silencio y la tranquilidad que proporcionaba. Permitía que un hombre pudiera ocultarse por dentro y por fuera. Ese hombre era él. Oculto por dentro y por fuera. Todo se lo guardaba para sí.

Sentado a la mesa de la cocina, miraba fijamente las brillantes balas que había fabricado. Todas hechas por él.

La luz de la luna se abrió paso a través de la cortina que cubría la ventana e iluminó de soslayo el montón reluciente. Cogió una bala y la sostuvo a contraluz; observó ambos lados dándole varias vueltas. Pensó en el daño que podría causar.

Sus labios se curvaron. Sí, sí. El daño que él podría causar.

Entrecerró los ojos en la oscuridad mientras sostenía la bala a la luz de la luna. Escrutó la impronta que su molde artesanal había reproducido en la base del proyectil, las dos letras entrelazadas. Era el signo de su padre, y antes lo había sido del padre de este; el símbolo de la familia.

La familia. Depositó con mucho cuidado la bala encima de la mesa y palpó la cadena que adornaba su cuello hasta rodear el pequeño medallón; aquello era todo cuanto le quedaba de la familia. De Leah.

Aquel medallón había sido suyo, lo llevaba engarzado en el brazalete y tintineaba con cada uno de sus movimientos. Tenía grabadas las iniciales en las cuales ella había basado su fe.

Repasó su trazo una a una. WWJD.

Exacto. What Would Jesus Do? ¿Qué haría Jesús?

Contuvo un momento la respiración; luego dejó escapar el aire. Probablemente jamás habría hecho lo que él estaba a punto de hacer.

Extendió el brazo hacia la izquierda, sin mirar, y asió el borde del marco de fotos. Incapaz de enfrentarse al rostro que lo miraba tras el cristal, cerró los ojos; pero enseguida los abrió, la imagen más reciente que albergaba su mente era demasiado angustiosa para soportarla. Nunca había creído que su corazón pudiera romperse de nuevo. Sin embargo, cada vez que la miraba a los ojos, inmortalizados para siempre en la fotografía, era consciente de su error. Un corazón podía romperse una vez y otra.

Y una mente podía reproducir imágenes lo bastante horribles para hacer enloquecer a un hombre. Una vez y otra.

Con la mano izquierda sopesó la fotografía en el sencillo marco plateado y la comparó con el ligerísimo medallón que sostenía en la derecha.

¿Estaba loco? Y si lo estaba, ¿tenía eso alguna importancia?

Evocó vívidamente el momento en que el juez de instrucción retiró la sábana que la cubría. El hombre había considerado que la imagen era demasiado horrible para verla en directo, así que la identificación tuvo que efectuarse por circuito cerrado de vídeo. Evocó vívidamente la mirada del ayudante del sheriff cuando el cadáver quedó expuesto. Expresaba compasión. Y repugnancia.

No podía culparlo. Para un sheriff de un pequeño pueblo, encontrar los restos de una mujer que había puesto fin a su vida no era algo que ocurriera todos los días. Ella había cumplido su propósito. Sin pastillas ni cortes en las muñecas. Su Leah no había dado gritos velados de auxilio. No. Había puesto fin a su vida con determinación.

Había puesto fin a su vida con un cañón del calibre 38 contra su sien.

Sus labios esbozaron una sonrisa desganada. Había puesto fin a su vida como un hombre. Y, como un hombre, él había aguantado el tipo mientras asentía. Sin embargo, la voz que brotó de su garganta le resultó ajena por completo.

– Sí, es ella. Es Leah.

El juez de instrucción asintió una vez para indicar que lo había oído. Luego volvió a cubrirla con la sábana y ella desapareció para siempre de su vista.

Sí, un corazón podía romperse una vez y otra.

Volvió a depositar el marco sobre la mesa con suavidad y cogió la bala. Con un pulgar acarició el signo estampado que había pertenecido a su padre mientras con el otro repasaba el trazo del signo de Leah. WWJD. ¿Qué haría Jesús en su lugar?

Seguía sin saberlo. Pero sí sabía lo que Él no haría.

No permitiría que un violador dos veces convicto rondara por las calles y atacara a mujeres inocentes. No permitiría que aquel monstruo volviera a violar. Y tampoco permitiría que la víctima se deprimiera hasta el punto de decidir que su única escapatoria era quitarse la vida. A buen seguro, no permitiría que aquel violador se librara por tercera vez de la justicia.

Había rezado para obtener sabiduría, la había buscado en las Sagradas Escrituras. «Dejadme a mí la venganza, dijo el Señor», leyó. A Dios correspondía dictar la última sentencia en aquel juicio.

Notó que Leah lo observaba desde el marco y tragó saliva.

Él tan solo ayudaría a Dios a dictar la sentencia final un poco antes.

Capítulo 1

Chicago, miércoles, 18 de febrero, 14.00 horas

– Tienes compañía, Kristen. -Owen Madden apuntó a la ventana que daba a la calle, donde un hombre con un grueso abrigo permanecía de pie con la cabeza ladeada, interrogante.

Kristen Mayhew le dirigió un breve gesto de asentimiento y el hombre entró en la cafetería donde ella se había resguardado de las protestas coléricas de la sala del tribunal y del aluvión de preguntas al que la prensa le había sometido al atravesar sus puertas. Bajó la mirada al plato de sopa mientras su jefe, John Alden, ayudante ejecutivo del fiscal del Estado, se sentaba en un taburete, a su lado.

– Café, por favor -dijo, y Owen le sirvió una taza.

– ¿Cómo sabías que estaba aquí? -le preguntó ella en voz muy baja.

– Lois me ha dicho que aquí es adonde sueles venir a comer.

«Y a desayunar y a cenar», pensó Kristen. Si no se llevaba comida precocinada para prepararla en el microondas, siempre acudía a la cafetería de Owen. La secretaria de John conocía bien sus hábitos.

– La emisora local ha interrumpido la retransmisión antes del veredicto y de la reacción -dijo John-, pero no te has librado de la prensa. Ni de Zoe Richardson.

Kristen se mordió la parte interior de la mejilla, la ira la corroía al recordar el micrófono que la rubia platino sostenía ante sus narices. Le habían entrado ganas de metérselo por…

– Richardson quería saber si el hecho de perder acarrearía consecuencias para la oficina.

– Sabes que un resultado no lo es todo. Tienes el mayor índice de condenas de la oficina. -John se estremeció-. Caray, qué frío. ¿Quieres explicarme qué ocurrió allí dentro?

Kristen deshizo el moño que mantenía su pelo bajo control; el dolor de cabeza era el precio que le tocaba pagar por tener sus rizos a raya. Al retirar las horquillas, sus tirabuzones brotaron como accionados por sendos resortes; de repente supo que acababa de convertirse en Annie la Huerfanita, aunque no tenía ningún perro llamado Sandy, ni tampoco ningún padre adoptivo que velara por ella. Kristen tenía que cuidarse sola.

Se masajeó el cuero cabelludo con gesto cansino.

– No ha habido unanimidad. Once miembros del jurado dicen que es culpable; uno, que es inocente. El número tres. Vendió hasta el alma por el dinero del «acaudalado industrial Jacob Conti». -Recitó literalmente la descripción que la prensa había hecho del padre de Angelo Conti, el hombre que ella sabía que había corrompido el proceso e impedido que una familia afligida obtuviera justicia.

La mirada de John se ensombreció y su mandíbula se tensó.

– ¿Estás segura?

Ella recordó cómo el hombre que ocupaba la silla número tres había evitado mirarla a los ojos cuando el jurado entró ordenadamente en la sala, tras cuatro días de deliberación, y cómo los otros miembros del jurado lo observaban con desdén.

– Sí, estoy segura. Tiene niños pequeños y un montón de facturas que pagar. Es el objetivo perfecto para un hombre como Jacob Conti. Todos sabemos que Conti estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de salvar a su hijo. Si te preguntas si puedo probar que el número tres aceptó dinero de Conti a cambio de romper la unanimidad del veredicto -agitó la cabeza-, la respuesta es no; no puedo.

John apretó el puño sobre el mostrador.

– Así que, para decirlo con pocas palabras, no tenemos nada.

Kristen se encogió de hombros. El cansancio estaba empezando a hacer mella. Demasiadas noches en blanco antes de que aquel juicio llegase a su punto culminante. Y tampoco aquella noche podría dormir. Sabía que, en cuanto posara la cabeza en la almohada, en sus oídos resonarían los gritos atormentados del joven marido de Paula García mientras el jurado se disolvía y el hijo de Jacob Conti abandonaba la sala en libertad. Por lo menos hasta que lograsen volver a procesarlo.

– Haré un seguimiento de los gastos del número tres. Antes o después tendrá que liquidar las facturas. Solo es cuestión de tiempo.

– ¿Y mientras tanto?

– Iniciaré otro juicio. Angelo Conti regresará a Northwestern y volverá a la bebida y Thomas García regresará a un piso vacío y se sentará delante de una cuna vacía.

John suspiró.

– Has hecho cuanto estaba en tu mano, Kristen. A veces no podemos hacer nada más. Ojalá…

– Ojalá hubiese estampado su Mercedes contra un árbol en lugar de contra el coche de Paula García -le espetó Kristen con amargura-. Ojalá hubiese estado sobrio y no tan borracho como para considerar una buena idea obligarla a salir del vehículo destrozado y golpearla con una llave inglesa hasta matarla para evitar que hablara. -Temblaba a causa del agotamiento y de la pena que sentía por aquella mujer y por el hijo que esperaba-. Ojalá Jacob Conti dedicase sus esfuerzos a enseñarle a su hijo a ser responsable más que a librarlo de la cárcel.

– Ojalá Jacob Conti le hubiera enseñado a su hijo a ser responsable antes de entregarle las llaves de un deportivo de cien mil dólares. Kristen, vete a casa. Estás hecha una mierda.

Ella soltó una risita histérica.

– Desde luego, sabes cómo tratar a una mujer.

Él no le devolvió la sonrisa.

– Hablo en serio. Vas a quedarte dormida de pie. Y mañana te necesito aquí, lista para continuar.

Kristen lo miró e hizo una mueca irónica.

– Camelador, más que camelador.

Esta vez sí que le devolvió la sonrisa. Pero enseguida recobró la seriedad.

– Quiero a Conti, Kristen. Se ha burlado del sistema y ha roto el consenso del jurado. Quiero que pague por ello.

Kristen se forzó a levantarse del taburete y obligó a sus piernas a sostenerla luchando contra el efecto de la gravedad y el agotamiento. Clavó sus ojos en los de John con adusta determinación.

– No más que yo.

Miércoles, 18 de febrero, 18.45 horas

Abe Reagan avanzó a través del laberinto formado por las mesas de trabajo de los detectives, muy consciente de las miradas escrutadoras que lo seguían, mientras trataba de localizar al teniente Marc Spinnelli, su nuevo jefe.

Oyó la conversación cuando se encontraba a un metro de la puerta entreabierta del despacho de Spinnelli.

– ¿Por qué él? -preguntaba una voz de mujer-. ¿Por qué no Wellinski o Murphy? Caray, Marc, quiero un compañero en el que pueda confiar, no el nuevo a quien nadie conoce.

Abe esperó la respuesta de Spinnelli. Sin duda, aquella mujer, Mia Mitchell, iba a ser su nueva compañera y, después de la pérdida reciente que había sufrido, no podía culparla por adoptar aquella actitud.

– En realidad, no quieres ningún compañero, Mia -fue la franca respuesta, y Abe pensó que era bastante acertada-. Pero de todas formas lo tendrás -prosiguió Spinnelli-. Y como resulta que soy tu superior, me toca a mí elegirlo.

– Pero si nunca ha trabajado en homicidios. Necesito a alguien con experiencia.

– Tiene experiencia, Mia. -La voz de Spinnelli sonaba tranquilizadora sin resultar condescendiente. A Abe le gustó-. Ha trabajado como agente encubierto para la sección de narcóticos durante los últimos cinco años.

«Cinco años.» Se infiltró en una organización un año después de que a Debra le dispararan, con la esperanza de que el riesgo atenuara el dolor que le producía ver la vida de su esposa reducida a aquel limbo de existencia asistida que los médicos llamaban «estado vegetativo persistente». Sin embargo, no le sirvió de nada. Al cabo de un año, ella murió y él decidió seguir con su tapadera, con la esperanza de que el riesgo atenuara el dolor de haber perdido por completo a su esposa. Y en esa ocasión sí que le sirvió.

Mitchell guardaba silencio y Abe llamó a la puerta cuando volvió a oír la voz de Spinnelli, esta vez acusatoria.

– ¿Has leído alguno de los informes que te entregué?

De nuevo se hizo el silencio, seguido de una respuesta defensiva por parte de Mitchell.

– No he tenido tiempo. He tenido que ocuparme de que a Cindy y a los niños no les faltase comida en la mesa.

Cindy debía de ser la viuda de Ray Rawlston, el antiguo compañero de Mitchell, muerto en una emboscada que a ella le costó una cicatriz justo por encima de las costillas causada por una bala que erró por poco los órganos vitales. Todo parecía indicar que Mitchell era una policía con suerte. Y todo parecía indicar también que Abe sabía mucho más sobre ella que ella sobre él. Ya no tenía por qué esconderse, así que golpeó enérgicamente la puerta con los nudillos.

– Adelante. -Spinnelli estaba sentado frente a su escritorio y Mitchell se apoyaba en la pared con los brazos cruzados sobre el pecho; lo escrutó con descaro. Su metro sesenta de estatura y sus cincuenta y siete kilos de peso conformaban una masa muscular bien distribuida. Su expediente revelaba que era soltera, no se había casado nunca y tenía treinta y un años, aunque su rostro aparentaba bastantes menos. Pero sus ojos… A juzgar por su mirada bien podría ser que hubiera acudido a recoger el reloj que le correspondía por la jubilación. A Abe aquel contraste le resultaba familiar.

Spinnelli se puso en pie y le tendió la mano para saludarlo.

– Abe, me alegro de volver a verte.

Abe miró brevemente a Spinnelli mientras le estrechaba la mano y enseguida retomó el examen de su nueva compañera. Ella lo miró a los ojos, lo que la obligó a echar la cabeza hacia atrás y a alzar la vista. No pestañeó. Continuó apoyada en la pared, con los músculos en tensión.

– Yo también me alegro de verlo, teniente. -Se volvió de nuevo-. Tú debes de ser Mitchell.

Ella asintió con toda tranquilidad.

– Eso ponía en mi taquilla la última vez que lo comprobé.

«Por lo menos no me aburriré», pensó Abe. Le tendió la mano.

– Soy Abe Reagan.

Ella se la estrechó con rapidez, como si el contacto físico prolongado resultara doloroso. Y tal vez tuviera razón.

– Me lo había imaginado. -Le dedicó una mirada hostil-. ¿Por qué dejaste narcóticos?

– ¡Mia!

Abe agitó la cabeza.

– No se preocupe. Haré un resumen. Sé que la detective Mitchell ha estado demasiado ocupada para consultar mi expediente. -Mitchell entrecerró los ojos pero no dijo nada-. Cerramos una dura operación que duró cinco años, pillamos a los malos y cincuenta millones de heroína pura, pero durante la operación se descubrió mi tapadera. -Se encogió de hombros-. Era hora de cambiar de aires.

Ella no apartó la mirada ni un segundo.

– Muy bien, Reagan. Me has convencido. ¿Cuándo empiezas?

– Hoy -intervino Spinnelli-. ¿Lo has dejado todo listo en narcóticos, Abe?

– Casi todo. Tengo que atar cuatro cabos sueltos en la oficina del fiscal, así que iré hacia allí en cuanto terminemos. -Su sonrisa forzada revelaba cierta angustia-. He estado infiltrado tanto tiempo que tendré que volver a acostumbrarme a plantarme delante de la puerta de la oficina del fiscal del Estado y presentarme como detective. -Abe se puso serio-. ¿Se me ha asignado algún escritorio? -preguntó, y observó el dolor que reflejaban los ojos de Mitchell.

Mia tragó saliva.

– Sí. Todavía tengo que despejarlo pero…

– No hay problema -la interrumpió Abe-. Yo mismo me ocuparé.

Mitchell negó con la cabeza.

– ¡No! -le espetó-. Lo haré yo. Vete a atar los cabos sueltos. El escritorio estará a punto cuando vuelvas. -A continuación, se dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta.

– Mia… -la llamó Spinnelli.

Ella lo miró y la ira sustituyó al dolor.

– He dicho que lo haré yo, Marc. -Respiró hondo mientras se esforzaba por controlarse.

– ¿Ya lo has solucionado, Mitchell? -preguntó Abe con suavidad.

Ella levantó los ojos hasta encontrarse con los de él.

– ¿El qué?

– Lo de la viuda de Ray y los niños. ¿Tienen comida?

Mia exhaló un suspiro entrecortado.

– Sí. Tienen comida.

– Estupendo. -Abe se dio cuenta de que acababa de marcarse un tanto con su nueva compañera. El gesto de asentimiento de Mitchell resultó brusco, pero recobró el control hasta tal punto que no dio ningún portazo al salir. Aun así, las persianas se agitaron ruidosamente.

Spinnelli suspiró.

– Todavía no lo ha superado. Era su mentor. -Se encogió de hombros, y Abe observó que tampoco él lo había superado-. Y su amigo.

– También era amigo de usted.

Spinnelli trató de sonreír antes de dejarse caer en la silla colocada ante su escritorio.

– Sí, también era mi amigo. Mia es una buena policía. -Spinnelli aguzó la vista y a Abe lo invadió la súbita e incómoda sensación de que estaba escrutándole directamente el alma-. Creo que os sentiréis bien trabajando juntos.

Abe fue el primero en desviar la mirada. Hizo tintinear las llaves del coche.

– Tengo que marcharme al despacho del fiscal -dijo. Y se dirigió a la puerta antes de que Spinnelli pudiera detenerlo.

– Abe, yo sí que he leído tu expediente. Tuviste suerte de salir vivo del último golpe.

Abe se encogió de hombros. A eso se limitaba su penosa vida. Suerte… No dirían lo mismo si supieran la verdad.

– Parece que, a fin de cuentas, Mitchell y yo tenemos algo en común.

Spinnelli tensó la mandíbula.

– Mia siempre guardaba las espaldas de Ray. Según tu reputación, andas por ahí jugándote el pellejo y vives al día. -Spinnelli lo miraba con expresión severa-. Te aconsejo que al mismo tiempo que abandonas narcóticos dejes atrás los impulsos suicidas. No quiero asistir a más funerales; ni al tuyo ni al de Mia.

Era más fácil decirlo que hacerlo. Pero, como se esperaba de él, Abe asintió con formalidad.

– Sí, señor.

Capítulo 2

Miércoles, 18 de febrero, 20.00 horas

Kristen pulsó con rabia el botón del ascensor. Otra vez salía tarde de la oficina.

– Vete a casa y descansa, ¡y una mierda! -murmuró para sí. John quería que estuviera en perfectas condiciones al día siguiente, pero también quería que echase un «vistazo rápido» a un caso. Y, como cada tarde, entre una cosa y otra era la última en marcharse, después incluso de que lo hiciera John. Cuando vio que las bombillas del pasillo que conectaba la oficina con los ascensores del aparcamiento estaban fundidas, su cara fue de exasperación. Echó mano al dictáfono que llevaba en el bolsillo.

– Nota para mantenimiento -musitó al aparato-. Hay dos bombillas fundidas frente a la puerta del ascensor.

Con suerte, Lois transcribiría aquella nota y las otras veinte que había grabado durante las últimas tres horas. No era que la secretaria se negara a cumplir con su tarea, el problema era conseguir que la atendiera. Todos los fiscales se enfrentaban a una cantidad de casos pasmosa y cualquier petición procedente de la unidad de investigación especial era siempre cuestión de vida o muerte. Por desgracia, las cuestiones que engrosaban la lista de casos de Kristen estaban casi siempre relacionadas con la muerte, y acababan por dejarla sin vida propia, y no es que tuviese mucha vida personal. Allí estaba ahora, esperando el ascensor para bajar al aparcamiento, sola y sin apenas fuerzas para que aquello le preocupara.

Dejó caer la cabeza hacia delante para estirar los músculos agarrotados de tanto escudriñar en los archivadores y, de pronto, notó que se le erizaba el vello de la nuca y detectó un cambio casi imperceptible en el olor a cerrado del pasillo. «Cansada, sí, pero no sola. Hay alguien más aquí.» El instinto, la experiencia y el recuerdo de vídeos antiguos la impulsaron a echar mano del espray de polvos picapica que llevaba en el bolso mientras el pulso se le aceleraba y su cerebro luchaba por recordar dónde se encontraba la salida más próxima. Muy lentamente, empezó a darse la vuelta, con el peso bien distribuido en la planta de los pies y el espray aferrado en la mano. Estaba preparada para salir corriendo pero también para defenderse.

En una fracción de segundo procesó la imagen de un hombre del tamaño de una montaña apostado detrás de ella; tenía los brazos cruzados sobre el ancho pecho y la mirada clavada en la pantalla digital situada sobre las puertas de los ascensores. De pronto, con una de sus enormes manos sujetó fuertemente el puño de Kristen y fijó sus penetrantes ojos en los de ella.

Tenía los ojos azules, brillantes como una llama y al mismo tiempo fríos como el hielo. Atraían la mirada de Kristen de forma inexplicable. Estaba temblando y, aun así, mantenía la vista fija en él, era incapaz de apartarla. Algo en aquellos ojos le resultaba familiar. Pero, aparte de ese detalle, el hombre le era completamente desconocido. Ocupaba todo el pasillo y sus anchas espaldas tapaban la poca luz que había; las sombras cubrían su rostro. Rebuscó en la memoria en un intento por recordar dónde lo había visto. No podía ser fácil olvidar a un hombre de una estatura y un empaque semejantes. Su rostro anguloso, incluso envuelto en la penumbra, expresaba una desolación inequívoca; el perfil de la mandíbula denotaba una entereza absoluta. Kristen trataba a diario con personas sumidas en el dolor y el sufrimiento e intuía que a aquel hombre le había tocado experimentar ambos sentimientos en abundancia.

Transcurrió un instante antes de que percibiera que el hombre respiraba con tanta agitación como ella. Él, renegando entre dientes, le arrebató el espray y rompió el hechizo. Luego le soltó la muñeca y ella se la frotó de inmediato mientras su corazón recobraba el ritmo normal. No la había tratado de forma ruda, solo había actuado con firmeza. Aun así, la presión de los dedos había dejado marcas en la piel incluso a través del grueso abrigo de invierno.

– ¿Está loca, señorita? -le espetó en tono suave; su voz grave retumbaba en su pecho.

Kristen tuvo un arrebato de genio.

– ¿Y usted? ¿Cómo se le ocurre acercarse a hurtadillas a una mujer en un pasillo a oscuras? Podría haberle hecho daño.

El hombre arqueó una de sus cejas oscuras, parecía divertido.

– Si piensa eso es que de verdad está loca. De haber tenido intenciones de agredirla, usted no habría podido hacer nada para impedírmelo.

Kristen sintió que palidecía mientras procesaba las palabras del hombre y las imágenes de antiguas cintas de vídeo desfilaban por su mente. Tenía razón. Se habría encontrado indefensa, a su merced.

El hombre entrecerró los ojos.

– No vaya a desmayarse, señorita.

Kristen notó que su genio se renovaba y acudía en su ayuda. Se irguió de golpe.

– Yo no me desmayo nunca -dijo, lo cual era verdad. Tendió la mano con la palma hacia arriba-. Devuélvame el espray, si no le importa.

– Sí me importa -gruñó él. No obstante, depositó el espray en su mano-. Se lo digo en serio, señorita, el espray solo habría servido para enfurecerme más, sobre todo si no hubiese acertado a la primera. Incluso podría haberlo utilizado en su contra.

Kristen frunció el entrecejo. Saber que tenía razón la sacaba de quicio.

– ¿Y qué esperaba que hiciese? -le espetó; el agotamiento hacía que se comportara con rudeza-. ¿Quedarme quieta dispuesta a ser su víctima?

– Yo no he dicho eso. -Se encogió de hombros-. Apúntese a un curso de defensa personal.

– Ya lo he hecho.

El timbre que anunciaba la llegada del ascensor sonó y ambos se volvieron de repente para ver qué puerta se abría antes. Lo hizo la de la izquierda y el hombre la invitó a entrar con un ademán exagerado.

Ella lo escrutó con la perspicacia adquirida a fuerza de pasarse horas y horas tratando con criminales que habían cometido las más horribles fechorías. Aquel hombre no era peligroso, por fin lo veía claro. Aun así, Kristen Mayhew era una mujer prudente.

– Esperaré al siguiente.

Los azules ojos del hombre emitieron un destello. Apretó la mandíbula angulosa y uno de los músculos de la mejilla empezó a temblarle. Lo había ofendido; se había pasado de la raya.

– No me dedico a agredir a mujeres inocentes -dijo con sequedad mientras aguantaba la puerta del ascensor para evitar que se cerrara. Poco a poco, su figura robusta se fue sosegando y Kristen tuvo la impresión de que se encontraba tan cansado como ella-. Vamos, señorita. No quiero pasarme así toda la noche, y no pienso dejarla aquí sola.

Ella miró con inquietud a ambos lados del pasillo desierto. No tenía ningunas ganas de permanecer allí más tiempo del imprescindible, así que entró en el ascensor. Se sentía enfadada, como siempre que topaba con la cruda realidad; a pesar de llevar diez años mentalizándose y de haber leído más de cincuenta libros de autoayuda, encontrarse sola en un pasillo lóbrego seguía atemorizándola.

– No me llame «señorita» -le espetó.

Él la siguió y la puerta se deslizó hasta cerrarse. Se la quedó mirando; ahora la expresión de sus ojos resultaba severa.

– Muy bien, señora. ¿Qué es lo primero que le enseñaron en esas clases de defensa personal?

Su tono condescendiente la sacaba de quicio.

– A tomar conciencia de cuanto me rodea. -Él arqueó una ceja con gesto arrogante y a Kristen empezó a hervirle la sangre-. Y, de hecho, me he dado cuenta de que usted estaba ahí, ¿no es así? A pesar de que se me ha acercado a hurtadillas. -Era cierto, el hombre se había aproximado con sigilo. Kristen podía jurar que no estaba allí un momento antes de que ella se apercibiera de su presencia y, al acercarse, no había hecho ningún ruido. Sin embargo, él resopló.

– Hacía más de dos minutos que estaba allí plantado.

Kristen entrecerró los ojos.

– No le creo.

El hombre se apoyó en la pared del ascensor y se cruzó de brazos.

– «Nota para mantenimiento» -la imitó-. Y lo que más me ha gustado: «Vete a casa y descansa, ¡y una mierda!».

Kristen notó que el rubor afloraba en sus mejillas.

– ¿Por qué no nos movemos? -preguntó, y enseguida alzó los ojos, exasperada. No habían apretado ningún botón. Con gesto rápido, pulsó el del segundo piso y el ascensor empezó a moverse.

– Ahora ya sé dónde ha aparcado el coche -anunció él mientras asentía satisfecho.

Estaba en lo cierto. Kristen había pasado por alto todo cuanto había aprendido para velar por su propia seguridad. Se frotó las sienes, palpitantes.

– Usted tenía razón, y yo estaba equivocada. ¿Está ahora contento el señor?

Los labios del hombre se curvaron en una sonrisa y su expresión dejó a Kristen sin respiración. Una simple sonrisa había transformado aquel semblante tremendo en uno… de tremendo atractivo. Su pobre y maltrecho corazón omitió un latido; Kristen tuvo el suficiente sentido común como para sorprenderse. No solía reaccionar ante los hombres, y menos de aquella manera. No era que no le gustaran, no se fijara en ellos o no supiera apreciar a un buen ejemplar cuando se cruzaba con él. Y aquel lo era, sin duda. Alto, ancho de espaldas y guapo como un actor de cine. Claro que se había fijado en él, no era de piedra; solo se sentía un poco herida. ¿Un poco? Lo pensó mejor y rectificó. Se sentía muy herida.

– No, señora -dijo él-. Para serle sincero, no tenía intenciones de acercarme a usted con tanto sigilo, pero parecía tan ensimismada en la conversación que mantenía consigo misma que no he querido importunarla.

A Kristen se le volvieron a encender las mejillas.

– ¿Usted nunca habla solo?

De pronto, la sonrisa se desvaneció y una mirada de desolación asomó a los ojos del hombre. Kristen se sintió culpable por el mero hecho de haber formulado aquella pregunta.

– A veces -masculló.

El timbre del ascensor volvió a sonar y la puerta se abrió a un espacio oscuro repleto de automóviles y a un penetrante olor a combustible y gases. Esta vez el ademán con el que la invitaba a salir primero fue mucho más sutil y dejó a Kristen sin saber cómo poner fin a la conversación.

– Mire, siento haber estado a punto de rociarlo con polvos picapica. Tiene razón, debería tener más cuidado.

Él la observó con detenimiento.

– Está cansada. Todos bajamos la guardia cuando estamos cansados.

Kristen esbozó una sonrisa irónica.

– ¿Tanto se me nota?

Él asintió.

– Sí. Y para quedarme más tranquilo, permítame que la acompañe hasta el coche.

Kristen entrecerró los ojos.

– ¿Quién es usted?

– Me extrañaba que no me lo preguntase. ¿Es siempre tan confiada como para mantener conversaciones con extraños en edificios desiertos?

No; no era nada confiada. Y tenía todo el derecho a no serlo.

– No, normalmente utilizo primero el espray y luego pregunto -respondió.

Él sonrió, esta vez con un triste gesto de aprobación.

– Entonces supongo que estoy de suerte -dijo-. Soy Abe Reagan.

Kristen frunció el entrecejo.

– Nos conocemos. Sé que nos conocemos.

Él meneó su cabeza morena.

– No. Me acordaría de usted.

– ¿Por qué?

– Porque nunca me olvido de una cara.

La frialdad de su tono anulaba toda posibilidad de galanteo. Y a Kristen le molestó sentirse decepcionada.

– Tengo que marcharme a casa. -Se dio media vuelta e hizo asomar la llave entre dos dedos, tal como le habían enseñado. Con la cabeza muy erguida, aguzó la vista y el oído mientras avanzaba, pero solo oyó los pasos del hombre tras ella. Al llegar junto al viejo Toyota se detuvo y él hizo lo propio. Volvió a mirar su rostro, de nuevo oculto por la penumbra-. Gracias. Ya puede irse.

– Me parece que no… señora.

Se estaba pasando de la raya.

– ¿Cómo dice?

Él señaló la rueda.

– Mírelo usted misma.

Kristen bajó la vista y de pronto sintió náuseas. Justo lo que faltaba, un pinchazo.

– Maldita sea.

– No se preocupe. Yo la cambiaré.

Cualquier otro día se habría negado, era perfectamente capaz de cambiar una rueda por sí sola. Sin embargo, dadas las circunstancias, decidió permitir que fuese él quien hiciera el trabajo.

– Gracias, es muy amable, señor Reagan.

Él se quitó el abrigo y lo dejó sobre el capó.

– Mis amigos me llaman Abe.

Ella vaciló un instante antes de encogerse de hombros. Si tuviese intención de cometer alguna fechoría, ya lo habría hecho.

– Yo soy Kristen.

– Pues abra el maletero, Kristen, y podrá irse a casa.

Mientras lo hacía, trataba de recordar cuándo lo había abierto por última vez y rezaba porque contuviese una rueda de recambio; ya se imaginaba el comentario mordaz del señor Sabelotodo en el caso contrario.

Pero al ver el interior del maletero, que creía haber dejado limpio y vacío, se detuvo en seco.

Decir que no estaba tal como ella lo había dejado sería quedarse corto. Extendió una mano para palpar el contenido pero la retiró rápido. «No toques nada», se dijo. Observaba el interior del maletero con la intención de adivinar qué eran aquellos tres grandes bultos que antes no se encontraban allí. A medida que sus ojos se acostumbraban a la tenue luz que proporcionaba la bombilla del maletero, su cerebro empezó a procesar lo que su vista captaba. Y el mensaje resultante le revolvió el estómago. Había creído que, después de la falta de unanimidad entre el jurado de Conti, el día no podría irle peor.

Sin embargo, estaba equivocada, muy equivocada.

La voz de Reagan atravesó aquella neblina mental.

– Solo me llevará unos minutos.

– Mmm, no lo creo.

Un momento después Reagan estaba detrás de ella y observaba el maletero por encima de su hombro. Lo oyó renegar entre dientes.

– Mierda.

O Abe Reagan tenía mejor vista que ella o el cansancio ralentizaba sus facultades mentales. Él no tardó más que una fracción de segundo en comprender lo que a ella le había llevado varios segundos, hasta sentirse completa y verdaderamente horrorizada.

– Tengo que llamar a la policía. -La voz le temblaba, pero no le importó. No violaban su espacio personal todos los días. Y, por descontado, no todos los días se encontraba presente en la mismísima escena del crimen. Además, esta podía calificarse de excepcional.

Tres cajas de plástico, de las que suelen utilizarse para transportar leche, se hallaban dispuestas una al lado de la otra. Cada una contenía un montón de ropa coronado por un sobre de papel manila. Cada sobre mostraba una foto de Polaroid fijada justo en el centro con cinta adhesiva. Desde donde se encontraba, era capaz de distinguir que el sujeto que aparecía en cada una de las fotografías estaba muerto y bien muerto.

– Tengo que llamar a la policía -repitió, contenta de que el sonido de su voz recobrara la normalidad.

– Acaba de hacerlo -respondió Abe con voz adusta.

Kristen se dio la vuelta.

– ¿Es usted policía?

Abe extrajo un par de guantes de látex de uno de sus bolsillos.

– Detective Abe Reagan, de homicidios, para servirla. -Se enfundó los guantes con un chasquido quirúrgico que hizo eco en el silencio del garaje-. Tal vez esta sea una buena oportunidad para completar las presentaciones, Kristen.

Ella lo observó mientras cogía el sobre de la caja más alejada.

– Soy Kristen Mayhew.

Él se volvió de repente, con expresión sorprendida.

– ¿La fiscal? Vaya, vaya -añadió al ver que ella asentía. La observó con atención-. Es el pelo -dijo, y volvió a centrarse en el sobre que sostenía en la mano.

– ¿Qué le ocurre a mi pelo?

– Lo llevaba recogido. -Acercó el sobre a la bombilla del maletero-. Ojalá tuviese una linterna.

– Llevo una en la guantera.

Él negó con la cabeza mientras mantenía la mirada fija en la fotografía.

– No se moleste. Pediré que remolquen su coche y lo cubran con talco para descubrir las huellas, así que no toque nada. Este hombre ha muerto de un disparo.

– ¿Cómo lo ha adivinado? Déjeme pensar, ¿tal vez por el agujero de bala que tiene en la cabeza? -preguntó Kristen con ironía y Abe Reagan la obsequió con una sonrisa breve pero igualmente burlona.

– Vamos a ver… ¿Qué puedo decir? -A continuación se puso serio y reanudó su examen-: Varón, caucásico, alrededor de los treinta años. Las manos atadas por delante… -Aguzó la vista-. Maravilloso -dijo en tono inexpresivo.

Kristen se estiró por encima del brazo de él para mirar.

– ¿Qué?

– Si no me equivoco, alguien ha cosido a este hombre de pies a cabeza.

Kristen lo aferró por el brazo e inclinó la fotografía hacia la luz del maletero. Podía observarse con bastante claridad una línea que partía del esternón y se prolongaba por el torso.

– ¡Dios santo! -masculló. Horrorizada ante la idea que había acudido a su mente, dirigió la mirada a las cajas de leche y luego a los ojos de Reagan-. No creerá… -Dejó la frase a medias al observar que este torcía el gesto.

– ¿Qué? ¿Que sus órganos se encuentran en esas cajas? Bueno, abogada, me parece que ya hemos averiguado bastante. ¿Reconoce a este hombre?

Ella aguzó la vista y negó con la cabeza.

– Está demasiado oscuro. Tal vez con más luz. -Levantó la cabeza para mirarlo; se sentía estúpida e impotente, y odiaba ambas sensaciones-. Lo siento.

– No se preocupe, Kristen. Resolveremos el caso. -Abrió el teléfono móvil y pulsó algunas teclas-. Soy Reagan -anunció-. Tengo…

– Un caso -apuntó Kristen mientras en lo más profundo de su ser se gestaba una risa histérica que consiguió mantener a raya. Alguien había cometido un asesinato y había ocultado las pruebas en el maletero de su coche. Podía haber corazones, bazos y Dios sabe qué más. Y ella había estado conduciendo, feliz en la ignorancia de que el maletero de su coche contenía el resultado completo de un crimen. Respiró hondo y sintió cierto alivio al percibir el olor a combustible y gases en lugar de la hediondez de los órganos putrefactos.

– Un caso -repitió Abe-. Estoy con Kristen Mayhew. Alguien ha cometido lo que parece un homicidio múltiple y ha dejado las pruebas en el maletero de su coche… Estamos en la segunda planta del aparcamiento del juzgado. Precinten las salidas, por si aún estuviera por aquí. -Se mantuvo a la escucha y luego la miró; un interés vehemente avivó aquellos ojos que ella había considerado fríos. Los posó en las manos de Kristen, quien en aquel momento se percató de que seguía aferrada a su brazo como si de una cuerda de salvamento se tratase. De forma apresurada, retrocedió, apartó la mirada y dejó caer los brazos justo cuando él decía-: Se lo diré. Sí, esperaré. -Cerró el teléfono y lo guardó en el bolsillo-. ¿Se encuentra bien? -preguntó.

Ella asintió; albergaba la esperanza de que su rostro mostrase el tono rosado propio de una peonía y no el rojo rubí que tanto desentonaba con el color de su pelo. Se esforzó por recuperar la dignidad y le preguntó:

– ¿Qué tiene que decirme? -Luego levantó la vista y la expresión de despreocupación que hasta cierto punto había conseguido labrar en su rostro se esfumó al instante.

Él mantenía la mirada penetrante y la mandíbula tensa. Kristen notó un estremecimiento que le brotaba del pecho y se expandía hasta las extremidades provocando su temblor; se avergonzó de tener que entrelazar las manos para evitar volver a aferrarse a él.

– Spinnelli me ha pedido que le diga que no es necesario que se busque tantos problemas para ser el centro de atención del departamento -anunció con voz grave y ronca-; un ramo de flores y unos dulces habrían bastado. -El sonido de su voz surtía en ella el mismo efecto que un suave masaje en la nuca. De repente se preguntó cómo se sentiría si de verdad le diera un masaje. Pero en ese momento él apartó la mirada y la posó en las otras dos cajas del maletero; y, al hacerlo, rompió el vínculo casi palpable que los unía. Kristen volvió a estremecerse-. Va a enviar a una unidad de la policía científica. Puede que aún tarde un rato.

Miércoles, 18 de febrero, 21.00 horas

«Por fin.» Se sentó en su coche y se sintió a salvo del trajín de profesionales uniformados que tenía lugar en el aparcamiento. Se veían luces de linternas y cinta amarilla por todas partes. Una de dos: o habían asesinado a algún dignatario político o Kristen Mayhew había abierto el maletero de su coche. Y estaba bastante seguro de poder descartar la primera opción.

Durante las semanas precedentes había estado muy ocupado. Ya habían caído seis. Sin embargo, aún le quedaban muchos.

Había matado al primero con discreción, sin provocarle dolor y sin hacer ruido.

Pero descubrió que con eso no tenía suficiente. No bastaba con haber hecho un bien al mundo, a las víctimas, a su Leah. No bastaba con que él lo supiera y lo celebrase en solitario.

Por eso cambió súbitamente de planes y, tras cometer el crimen, le resultó fácil decidir quién debía saber lo que había hecho. Quién más lo merecía.

Kristen Mayhew.

Llevaba un tiempo vigilándola. Sabía con cuánto esmero trabajaba para que se hiciese justicia con cada una de las víctimas que se cruzaban en su camino, y lo decepcionada que se sentía cuando fracasaba. Aquel había sido un mal día. Habían juzgado a Angelo Conti, un indeseable depravado e insensible.

Aferró el volante con las manos. Conti había asesinado a una mujer embarazada sin sentir el menor remordimiento; y aquella noche se encontraba en casa, durmiendo a pierna suelta. Al día siguiente se levantaría y seguiría viviendo tranquilo.

Esbozó una sonrisa. Al día siguiente él también se levantaría y añadiría el nombre de aquel malhechor a la pecera llena de papelitos recortados y doblados con absoluta precisión. Cada uno de ellos contenía un nombre mecanografiado que encarnaba la perversidad personificada. Todos se llevarían su merecido, cada uno a su tiempo. Y tarde o temprano le tocaría a Conti. Como todos los demás, pagaría por lo que había hecho.

Ya habían caído seis. Sin embargo, aún le quedaban muchos.

Capítulo 3

Miércoles, 18 de febrero, 21.30 horas

Spinnelli los esperaba en el laboratorio. Mientras entraban en fila, como si fuesen los Reyes Magos con presentes para el Niño Jesús, Spinnelli golpeteaba la palma de su mano con un par de guantes de látex.

– ¿Por qué habéis tardado tanto? -les espetó en cuanto Abe depositó una caja encima de la mesa de acero inoxidable que ocupaba el centro de la sala.

– Tuvimos que esperar a que Jack terminase -respondió Mia en tono igualmente seco mientras depositaba otra caja junto a la de Abe.

Jack Unger, el investigador de la escena del crimen, era el jefe de la unidad de la policía científica a la que habían encargado efectuar un minucioso examen del aparcamiento. El equipo trabajaba de forma concienzuda y profesional, y Abe se vio obligado a respetar su meticulosidad a pesar de que la inquietud lo invadía por momentos. A buen seguro las cajas contenían las pruebas de un homicidio múltiple, pero la iluminación del aparcamiento era demasiado tenue para distinguir nada. Jack había insistido en que debían finalizar el rastreo inicial antes de examinar el contenido del maletero del coche. Él fue quien depositó la última caja sobre la mesa y se dirigió a Spinnelli.

– ¿Cómo prefieres que lo hagamos, rápido o bien? -preguntó sin inmutarse.

– Rápido y bien -respondió Spinnelli-. ¿Dónde está Kristen?

– Aquí. -Kristen apareció la última y cerró la puerta-. Estaba tratando de ponerme en contacto con John Alden para explicarle lo sucedido, pero ha saltado el contestador.

– Bueno, pues ya que estáis aquí, ¿qué os parece si me lo explicáis a mí? -propuso Spinnelli mientras se embutía los guantes.

Kristen se quitó el abrigo, lo cual confirmó las sospechas de Abe. La gruesa prenda invernal ocultaba una figura menuda y delgada ataviada con un traje negro entallado que contrastaba con la piel de color marfil y el verde de aquella mirada que lo había cautivado desde el momento en que la viera junto al ascensor; tenía una voluminosa melena y los ojos grandes. Recordó la única vez que la había visto con anterioridad, hacía dos años. Aquel día también vestía de negro. Al parecer, ella también se había fijado en él, pero aún no era capaz de atar cabos. Abe se preguntó si llegaría a hacerlo, que acabara recordando aquel encuentro sería sorprendente. En el ascensor, con aquella mata de rizos de color rojizo que sobresalían en todas direcciones, no la había reconocido. Aquel día, dos años atrás, llevaba el pelo recogido en un moño muy tirante que daba toda la impresión de provocarle dolor de cabeza, igual que en ese momento.

Se quedó mirando a Kristen. Se pasaba la mano por el pelo para asegurarse de que no se había soltado el moño que se había hecho antes de que Mia y Jack llegaran al aparcamiento. No hacía falta ser detective para darse cuenta de que se estaba refugiando de nuevo en su papel de fiscal. Su reputación no le permitía llevar el pelo alborotado, sentir miedo ni aferrar el brazo de un desconocido.

– He conocido al detective Reagan mientras esperábamos el ascensor. -Se encogió ligeramente de hombros-. Era tarde y se ofreció a acompañarme al coche, pero al llegar allí vi que tenía una rueda pinchada. Y al abrir el maletero para cambiarla, encontré eso. -Señaló las tres cajas de leche y a continuación extendió la mano con la palma hacia arriba-. ¿Hay más guantes?

Jack le tendió un par y ella se los puso y se situó en un lugar frente a la mesa lo más alejado posible de Abe. Mantenía las distancias, lo había hecho durante la hora entera que había transcurrido desde que descubrieran las cajas llenas de prendas con sus sobres. Y no se había aferrado una sola vez a su brazo ni al de ninguna otra persona; Abe sabía que se sentía avergonzada por haberse mostrado vulnerable y asustada. Su actitud ya no expresaba lo uno ni lo otro; había recuperado la entereza y la cautela. Aquella transformación radical lo fascinó.

– Echemos un vistazo a lo que te ha dejado tu admirador secreto -dijo Jack-. ¿Prefieres empezar por alguna caja en concreto?

Abe observó que los ojos de Kristen se dirigían con rapidez a la última caja. La de la fotografía del torso cosido, la que le había hecho aferrarse a su brazo por el temor de que contuviese órganos humanos y la que él mismo había transportado.

– Las tres pesan lo mismo -dijo Abe. Ella alzó los ojos y los posó en los de él; por un momento, observó que denotaban gratitud y alivio. Pero al instante volvió a refugiarse en la coraza profesional.

– Entonces las abriremos por orden, tal como estaban en el maletero. De izquierda a derecha.

Jack extrajo un sobre de la primera caja y lo examinó.

– Sospecho que los sobres no van a ayudarnos mucho. Parecen corrientes, seguro que los venden en cualquier tienda de material de oficina. Aun así, lo rasgaré por la parte superior por si el asesino ha sido lo bastante estúpido como para pegarlo con la lengua y proporcionarme una muestra de ADN.

– No te hagas ilusiones -gruñó Spinnelli.

– Jack es muy optimista -dijo Mia-. Todas las temporadas se compra un abono para ir a ver a los Cubs porque piensa que van a quedar campeones.

Jack le dirigió una sonrisa de complicidad.

– Este año vamos a ganar. -Al instante se puso serio y le tendió el sobre a Kristen-. ¿Reconoces a este hombre?

Kristen vaciló.

– El aparcamiento estaba demasiado oscuro. -Dio un suspiro y extendió la mano-. Déjame ver. -Abe vio que estaba temblando; sin embargo recobró el control en cuanto puso los ojos en la fotografía granulada que había pegada al sobre-. Es Anthony Ramey -musitó.

– Mierda -masculló Mia.

– ¿Quién es Anthony Ramey? -preguntó Abe.

– Un violador en serie -respondió Kristen, y tragó saliva-. Solía sorprender a sus víctimas en los aparcamientos de Michigan Avenue. Elegía a mujeres que iban a buscar el coche solas y de noche. -Sus ojos verdes se posaron fugazmente en los de él y Abe recordó el miedo que había observado en ellos cuando ambos se encontraban frente al ascensor y el ridículo espray de polvos picapica con que ella pretendía agredirlo; estaba enfadado. No era de extrañar que la hubiera asustado. Lo extraño era que, con la cantidad de crímenes que se cometían, aún se atreviera a pisar la calle, ella y todas las demás mujeres-. Llevé su acusación hace dos años y medio -explicó-, pero el jurado lo absolvió.

– ¿Por qué?

Su rostro se cubrió de pesadumbre.

– Porque registramos el piso de Ramey sin el permiso correspondiente. El juez desestimó la única prueba con que contábamos y sus víctimas fueron incapaces de identificarlo en la rueda de reconocimiento.

– Warren y Trask fueron quienes registraron la vivienda -añadió Mia; levantó un poco el sobre para ver la fotografía y volvió a depositarlo en las manos de Kristen-. Aún no se han recuperado del disgusto.

Kristen suspiró.

– Ni yo tampoco. Ninguna de las tres víctimas quería prestar declaración, y yo las animé a hacerlo diciéndoles que así conseguiríamos deshacernos de Ramey para siempre.

– Bueno, parece que alguien se ha encargado de ello -apuntó Abe, y el comentario provocó desazón en Kristen.

– Eso parece. -Le devolvió el sobre a Jack-. No creo que me guste lo que voy a ver, pero enséñame la siguiente.

Jack le tendió el segundo sobre. En él había una fotografía igual de granulada que la anterior, pero en esta aparecían tres cuerpos alineados hombro con hombro. Kristen parpadeó y la alzó para acercarla a la bombilla.

– ¿Tienes una lupa, Jack? -Sin pronunciar palabra, Jack le tendió una pequeña lente. Ella entrecerró los ojos y escudriñó la fotografía-. Dios santo.

Mia miró por encima de su hombro y masculló un improperio.

– Son los Blade.

Abe arqueó las cejas.

– ¿Los Blade? ¿Esos tres chicos son de los Blade? -Había tratado con la banda cuando era agente encubierto. Los Blade tenían fama de traficar con armas y droga. Cuando él entró en narcóticos llevaban poco tiempo operando, pero crecieron como la espuma. Quienquiera que hubiese matado a tres miembros iba a ver que su vida se convertía en un infierno.

Desde el otro extremo de la mesa, Kristen volvió a posar los ojos en él.

– Los tatuajes de su piel lo indican. Mírelo usted mismo. -Le acercó el sobre y la lupa-. El año pasado llevé la acusación de tres de ellos por haber asesinado a dos niños que esperaban el autobús escolar. -Mientras Kristen hablaba, Abe se fijó en el tatuaje de la parte superior del brazo de uno de los cadáveres; representaba dos serpientes entrelazadas. Kristen tenía buena vista. O tal vez fuese que no había conseguido apartar aquella imagen de su mente-. Los niños quedaron atrapados en el fuego cruzado entre pandillas. Tenían solo siete años.

«Santo Dios. La vida de dos niños sesgada como si tal cosa por una pandilla de vándalos enzarzados en una pelea territorial», pensó Abe. A continuación preguntó:

– ¿Y los absolvieron?

Kristen asintió y él volvió a observar que el dolor invadía sus ojos verdes. El dolor, la ira y el temor creciente.

– Hubo cuatro testigos presenciales.

– Y los cuatro sufrieron un ataque de amnesia el día del juicio -añadió Mia con amargura-. Esa vez fue culpa mía. -Volvió la cabeza-. Y de Ray.

– Hiciste cuanto pudiste, Mia -la tranquilizó Spinnelli-. Todos hicisteis cuanto pudisteis.

Abe le devolvió el sobre a Jack.

– Vamos por el último -dijo.

– No estoy segura de querer verlo -musitó Mia.

Kristen se irguió.

– Tenemos dos de dos. Seguramente el último también será un caso mío. -Cogió ella misma el sobre-. A este hombre lo han cosido desde el esternón hasta el abdomen. -Frunció los labios-. No podrían haberle hecho algo así a un tipo mejor. -Se volvió hacia atrás para dirigirse a Spinnelli-: Es Ross King.

Los labios de Spinnelli esbozaron un mohín de aversión.

– Tendrán compañía hoy en el infierno…

Abe extendió el brazo hasta el otro lado de la mesa y le quitó el sobre de las manos. Kristen estaba en lo cierto, aunque a él le hizo falta forzar la vista para reconocerlo. El rostro maltrecho de la fotografía se parecía muy poco al que mostró la primera plana del Tribune durante las semanas precedentes al juicio de King.

– Tiene buena vista. Con todos esos moretones no lo había reconocido.

– A lo mejor es que ya me lo había imaginado así -respondió Kristen con voz severa y crispada-. Es tal como habría quedado si los padres de las víctimas la hubieran emprendido con él. -Abe la miró sorprendido y los labios de ella se curvaron en un gesto de amargura-. No somos de piedra, detective. Nosotros también vemos a las víctimas. Resulta difícil no sentir odio hacia un hombre que se aprovecha de chicos que confían en él.

– Lo leí en los periódicos cuando trabajaba de agente encubierto. -Abe le tendió el sobre a Spinnelli, quien había estado aguardando su turno-. Era entrenador de béisbol y pederasta.

– Y tenía un abogado más listo que el hambre. -Kristen tensó la mandíbula-. Hizo subir al estrado al hermano de King después de aleccionarlo para que soltase como si tal cosa que King tenía antecedentes de mala conducta sexual. El juicio resultó nulo, y eso también lo perjudicaba a él, pero nosotros nos vimos obligados a retirar los cargos de violación y acusarlo de delito menor porque los padres de los chicos se negaron a hacerlos comparecer en otro juicio.

– Menudo hijo de puta, lo tenía todo planeado -masculló Spinnelli apretando los dientes.

– Tal como he dicho, su abogado era muy listo. -Kristen se inclinó hacia delante, apoyó las manos enguantadas en la mesa y observó las cajas-. Ahora ya sabemos quiénes son los personajes. Cinco malhechores muertos. Que empiece la acción, Jack.

Todos prestaron atención mientras Jack abría el primer sobre con cuidado y vaciaba su contenido en la mesa de acero inoxidable. Puso en marcha un magnetófono.

– Este es el sobre con la instantánea de Anthony Ramey -dijo dirigiéndose al aparato-. Dentro hay cuatro fotografías más que muestran a la víctima desde distintos ángulos. Parecen haberse tomado sobre un pavimento de hormigón.

Abe examinó los retratos.

– Aquí hay un primer plano de la cabeza. Debió de utilizar una bala del calibre 22. -Miró a Kristen-. Si hubiese sido de un calibre mayor le habría destrozado el rostro casi por completo.

Jack estaba concentrado en el contenido del sobre.

– Cuatro fotos y… un plano de la ciudad con una pequeña cruz. Parece señalar el Jardín Botánico.

El bigote de Spinnelli se curvó hacia abajo.

– Ahí es donde atrapamos a Ramey.

Jack dejó el plano encima de la mesa y se quedó con un papel en la mano. Guardó silencio mientras sus ojos se movían recorriendo la página. Al fin levantó la cabeza con aire vacilante.

– También hay una carta, que empieza así: «Mi querida Kristen».

Kristen abrió los ojos como platos.

– ¿Yo?

Abe notó que estaba alarmada, lo cual era lógico. El asesino había entrado en un terreno algo más personal.

– Lee la carta, Jack -le pidió Abe en tono amable-. Léela en voz alta.

Miércoles, 18 de febrero, 22.00 horas

Jacob Conti ni siquiera miró a quienes sujetaban las puertas del club nocturno para que él entrara. Tenía más dinero que el que mucha gente era capaz de contar, y todo el mundo abría las puertas a su paso. Ya casi no se acordaba de los tiempos en que ese gesto de respeto le sorprendía. Buscó con la mirada entre los cuerpos que se movían con desenfreno en la pista de baile y entrecerró los ojos al distinguir a Angelo. Su hijo era fácil de reconocer. No podía ser otro que el que tenía a una prostituta sentada en cada rodilla y una botella en la mano. Cabía esperar que, después de haber estado a punto de ingresar en prisión, se comportarse como correspondía, aunque solo fuese una noche. En cambio, allí estaba. Celebrando su inocencia, sin duda.

Las juergas de Angelo eran legendarias; no obstante, estaban a punto de acabarse.

Jacob se plantó delante de Angelo y permaneció allí un minuto antes de que su hijo se diera cuenta de su presencia.

– Hola, padre -dijo arrastrando las palabras y alzando la botella casi vacía a modo de saludo.

– Levántate -le espetó Jacob-. Levántate y sal de aquí antes de que te saque yo a patadas.

Angelo se lo quedó mirando unos instantes y, poco a poco, se puso en pie.

– ¿Ha pasado algo?

– Pasará si te ven aquí emborrachándote.

Angelo esbozó una sonrisa burlona.

– ¿Por qué? Me han absuelto. -Se pasó la lengua por los dientes, como si le sorprendiera ser capaz incluso de pronunciar la palabra-. No pueden volver a juzgarme. Al menos por este delito.

Jacob aferró a Angelo por las solapas y lo obligó a ponerse de puntillas.

– Eres idiota. No te han absuelto. El jurado se ha disuelto por falta de unanimidad. Aún pueden volver a procesarte, y seguro que Mayhew no te quita ojo. Un paso en falso y te vas de cabeza a la cárcel.

Angelo se desembarazó de su padre y se alisó las solapas con las sudorosas palmas de las manos. Tanto coraje no era más que una efímera mezcla de bravatas y alcohol.

– No me importaría volver a ver a la señorita Mayhew. Debajo de ese traje negro hay un bonito culo. -Alzó una ceja con gesto hosco-. Pero no voy a ir a la cárcel.

Jacob apretó los puños. Si por él fuese, le daría un sopapo allí mismo, delante de todo el mundo, pero Elaine no aprobaba que le levantase la mano al niño. El problema era que el «niño» tenía veintiún años y no hacía más que meterse en líos. Aun así, Jacob se contuvo.

– ¿Por qué estás tan seguro, Angelo?

Angelo lo miró con desdén.

– Porque tú siempre estarás a punto para aflojar la mosca.

Jacob observó a su único hijo abrirse paso entre los cuerpos que bailaban; sabía que tenía razón. Lo quería y haría cualquier cosa por salvarlo.

Miércoles, 18 de febrero, 22.00 horas

– Eso es todo -exclamó Jack después de leer la última palabra de la carta.

Kristen miró el papel y se alegró de que lo sostuvieran las firmes manos de Jack, pues si de algo carecían las suyas en aquel momento era precisamente de firmeza. Sabía que todos estaban aguardando a que hablara, así que se puso los guantes de látex y cogió la carta con manos sudorosas, deseando con todas sus fuerzas que no le temblaran.

– ¿Puedo?

Jack se encogió de hombros y le tendió la carta.

– Tú eres la protagonista, abogada.

Ella le dirigió una mirada cortante.

– No me hace ninguna gracia, Jack.

– No pretendía hacerme el gracioso -replicó Jack-. ¿A qué se refiere con lo de las rayas azules?

A Kristen el corazón le iba a cien por hora. Miró la hoja con la esperanza de que Jack se hubiese saltado algo. Pero no era así. Le dio la vuelta al papel y observó el reverso confiando en que le proporcionase alguna pista sobre la identidad del remitente. Pero no encontró ninguna. Se trataba de una hoja de papel normal salida de una impresora corriente, una de las miles que podían encontrarse en la ciudad. No había ningún nombre, ninguna marca, nada de nada. Solo tres párrafos con las palabras más escalofriantes que había leído en su vida.

– Me apuesto cualquier cosa a que nunca habías recibido una carta semejante -dijo Mia, y empujó con suavidad la muñeca de Kristen hasta que esta desplazó la mano y la carta quedó plana sobre la mesa, donde también ella podía leerla.

Kristen negó con la cabeza.

– No, como esta no. -Tamborileó con los dedos en el tablero-. Nunca. -Al levantar la cabeza se topó con los ojos azules de Abe Reagan; la miraba fijamente, con una intensidad que le resultaba más desconcertante incluso que con la que le había observado cuando la había aferrado por la muñeca delante del ascensor-. ¿Qué? -le espetó.

Él torció el gesto.

– Vuelva a leer la carta -le pidió.

– Muy bien. -Kristen pronunció la primera frase-: «Mi querida Kristen».

– Es evidente que te conoce -murmuró Spinnelli, lo cual provocó que una serie de escalofríos volviera a recorrerle la espalda.

– O cree que la conoce -puntualizó Abe; luego hizo un ademán-. Continúe.

Kristen puso las manos enguantadas sobre la mesa, a ambos lados de la sencilla hoja impresa, para evitar tamborilear con los dedos.

– «Mi querida Kristen: Llega un momento en la vida de un hombre en que este debe posicionarse con respecto a sus creencias y reconocer que existe una ley más poderosa que la humana. Ese momento ha llegado. Llevo demasiado tiempo presenciando que los inocentes sufren y los culpables quedan en libertad. Ya no puedo más. Sé que tú sabrás apreciar esto de manera especial. Llevas muchos años trabajando con tesón para vengar a los inocentes y para que los culpables paguen por los crímenes que cometen. Sin embargo, ni siquiera tú eres capaz de conseguirlo siempre. Anthony Ramey se aprovechó de mujeres inocentes, las maltrató, les arrebató la seguridad y la confianza; y ellas, a pesar de afrontar a su agresor con valentía en la sala del tribunal, no lograron que se hiciera justicia. Pues bien, por fin se ha hecho la justicia que ellas merecen, y tú también. Esta noche podrás dormir tranquila sabiendo que Anthony Ramey se enfrenta a su juicio definitivo.» -Kristen respiró hondo-. Firmado: «Tu humilde servidor». -Empezó a tamborilear con los dedos, pero enseguida volvió a posar las palmas en la mesa-. Y hay una posdata. -Abrió la boca para leerla pero fue incapaz de pronunciar las palabras.

Mia, perpleja, tomó el relevo y leyó la última frase.

– «Y si por algún motivo no logras conciliar el sueño, te recomiendo que elijas el de rayas azules.»

El silencio se adueñó de la habitación, hasta que de pronto Reagan dio un suave golpe en la mesa. Kristen alzó la vista y se topó de nuevo con el mismo gesto torcido.

– ¿A qué se refiere con lo de las rayas azules, Kristen?

Ella se esforzó por ahogar la risa que a buen seguro era producto de la histeria.

– ¿Qué hace cuando no puede dormir, detective Reagan?

Él se la quedó mirando pensativo.

– Suelo levantarme y ponerme a ver la televisión o a leer.

– ¿Y tú, Mia?

Mia la observó extrañada.

– Unas veces veo la televisión y otras hago ejercicio.

Kristen se separó de la mesa dándose impulso y se quitó los guantes; se le habían quedado pegados por el sudor. Cogió un pañuelo de papel y se secó las manos.

– Pues yo me dedico a la decoración.

Las rubias cejas de Mia formaron un arco.

– ¿Cómo dices?

Los labios de Kristen esbozaron una sonrisa avergonzada.

– Hago arreglos en casa. Ya he pintado las paredes, he barnizado el parquet y he hecho obras en el cuarto de baño. El mes pasado decidí empapelar la sala de estar. Durante una semana me dediqué a pegar muestras en la pared para decidir qué papel me gustaba más. Si el de las rosas, el de la hiedra o… -espiró con fuerza y arrojó el pañuelo de papel-… el de rayas azules. -Se volvió a mirar al grupo; todos parecían turbados-. Veo que lo habéis entendido.

– El asesino te espía -dijo Mia con voz incrédula, y esta vez Kristen no logró contener la risa, aunque, por suerte, no sonó demasiado histérica.

– Jack, necesito otro par de guantes. Veamos qué más ha dejado en la caja.

Jack la complació y Kristen se puso los guantes secos mientras él removía con cautela la ropa doblada que contenía la caja y colocaba cada prenda en un cubo de plástico especialmente dispuesto para ello. Un olor fétido saturó el aire y Kristen se alegró de no haber cenado.

– La desdoblaremos en el laboratorio, buscaremos fibras y cosas de ese tipo -anunció Jack-. Hay una camiseta llena de sangre. -Dobló el cuello para mirar la etiqueta-. No es de una marca conocida. También hay un par de vaqueros, no tan manchados de sangre. Son Levi's. Y un cinturón. -Hizo una mueca-. Y unos calzoncillos, Fruit of the Loom.

– ¿Se sentiría orgullosa su madre? -preguntó Spinnelli en tono seco, y Jack se rio entre dientes.

– ¿Quieres decir si están limpios? Tal vez lo estaban cuando los llevaba puestos, ahora seguro que no. Unos calcetines, unas zapatillas Nike. Y por último… -Frunció el entrecejo al mirar el fondo de la caja-. No sé qué es esto. Parece una baldosa. Eso de ponerle un fondo a la caja ha sido todo un detalle por parte de tu humilde servidor, abogada. Así no se ha perdido nada importante. -Extrajo una piedra delgada y la volvió del revés y hacia ambos lados-. Bueno, esto es digno de mención. Creo que es mármol.

– La caja entera es digna de mención -puntualizó Kristen-. ¿Por qué no examinamos la siguiente, Jack? La de los Blade. Quiero saber si también contiene una carta.

Jack abrió el sobre correspondiente y de él extrajo más instantáneas y papeles.

– Es metódico -observó Jack mientras todos se acercaban-. Primeros planos de los tatuajes y de las heridas de bala.

Kristen apretó los puños para mantener los dedos quietos.

– ¿Hay alguna carta, Jack?

– Paciencia, paciencia…

– No dirías lo mismo si hubiese metido las narices en tu salón -le espetó Mia; Jack se lo tomó bien y puso cara de aguantar el chaparrón.

– Hay un plano marcado con una cruz… Y una carta. -Se la tendió a Kristen con sobriedad.

– Maravilloso. -Kristen escrutó la hoja y tragó saliva para tratar de deshacer el nudo que se le formó en la garganta al leer la posdata, más personal-: «Mi querida Kristen: Parece que aún no has dado con la primera muestra de mi estima.» -Levantó la vista y se encontró con que Reagan la estaba observando con tanta preocupación como antes-. Parece cabreado.

Reagan frunció las cejas.

– Siga.

– «No importa; al fin y al cabo, solo es cuestión de tiempo. Es una suerte que estemos en invierno. Así se conservan mejor.» -Al leer aquella frase, también Kristen frunció el entrecejo. Luego, al mirar el plano, comprendió lo que quería decir y la idea le revolvió el estómago-. Se refiere a los cadáveres.

– Qué suerte la nuestra, ¿verdad? -comentó Mia en tono irónico.

– «Esos tres desgraciados y los de su calaña no saben más que destruir la paz. Han arrebatado a dos inocentes su preciada vida y, aunque solo sea por eso, merecen morir; pero el horror y el sufrimiento que han causado a las personas que de buena fe se habrían prestado a testificar agravan su pecado. Libraste una buena batalla ante el tribunal, Kristen, pero el juicio estaba perdido antes de empezar. De nuevo te deseo que duermas tranquila sabiendo que esos tres asesinos despiadados se enfrentan a su juicio definitivo. Tu humilde servidor.»

– ¿Y la posdata? -preguntó Abe.

Kristen respiró con prudencia, tratando de no atorarse con las palabras.

– «Hiciste bien eligiendo el papel de rayas azules; un trabajo admirable. De todas formas, te aconsejo que la próxima vez escojas otro atuendo para trabajar. No me gustaría que alguien pensase que no eres toda una dama.»

Mia vaciló.

– ¿Cómo te vestiste para la sesión de empapelamiento, Kristen?

A Kristen le ardían las mejillas y volvía a tener las manos sudorosas.

– Con un top y unos pantalones de ciclista. Eran las tres de la madrugada, no pensé que hubiera ningún vecino despierto.

Reagan se apartó de la mesa y caminó por la habitación; todo su fornido cuerpo denotaba tensión.

– Eso no es lo que nos ocupa -se limitó a comentar-. Jack, quiero ver la última carta.

De nuevo, Jack hizo lo que se le pedía; abrió el sobre y depositó su contenido en la mesa. Obvió las instantáneas y el plano y le tendió a Reagan la carta sin pronunciar palabra. Este la ojeó mientras el color afloraba a sus pómulos y una mueca demudaba su semblante.

– «Mi querida Kristen: Estoy impaciente por compartir contigo la satisfacción que siento por mi labor. Ross King era el más rastrero de los criminales. Se aprovechó de niños, les arrebató la juventud y la inocencia, y luego se confabuló con el corrupto de su abogado para burlarse de la ley. Lo que ha recibido por mi parte es mil veces menos de lo que merecía. Esta noche podrás dormir tranquila sabiendo que los niños a quienes arruinó la vida han sido vengados y que todos los demás están a salvo. Tu humilde servidor.»

– ¿Y la posdata? -preguntó Kristen, consciente de que le temblaba la voz.

Reagan levantó la mirada con una expresión interrogante.

– «Cerezo, querida.»

Kristen cerró los ojos; el estómago vacío se le revolvió.

– He decapado la repisa de la antigua chimenea y estoy a punto de teñirla. Tengo que elegir entre roble, arce y cerezo. -Abrió los ojos-. La chimenea está en el sótano, no se ve desde la calle a no ser que te pegues a la ventana y mires abajo.

– Entonces es que se ha atrevido a entrar en tu casa. -Spinnelli mostraba un semblante adusto-. ¿Cuándo terminaste de decaparla?

– El sábado. -Kristen extendió las manos sobre sus muslos-. Durante los últimos días he estado demasiado ocupada con el caso Conti para dedicarme a la casa.

– Entonces ya tenemos un marco temporal. No debe de haberle hecho gracia que no miraras antes en el maletero. -Spinnelli posó los ojos sucesivamente en Abe, en Jack y en Mia-. ¿Habéis comprobado si alguien ha manipulado el neumático?

– Tiene un pinchazo en uno de los flancos -respondió Abe; había embutido las manos en los bolsillos de los pantalones.

– ¿Pincharon la rueda mientras el coche estaba aparcado en el garaje? -preguntó Spinnelli.

– Casi seguro -respondió Jack, y se volvió hacia Kristen-. ¿Quieres decir que llevas un mes sin abrir el maletero, Kristen? ¿Ni una vez?

Kristen se encogió de hombros.

– Nunca transporto cosas grandes. El material para las obras me lo entregaron a domicilio. Lo que yo llevo cabe en el asiento de atrás.

Mia la miró extrañada.

– ¿No compras comida?

– No, no mucha. No suelo cocinar.

– Y entonces, ¿qué comes? -preguntó Spinnelli.

Kristen volvió a encogerse de hombros.

– La mayor parte de las veces como en una cafetería que hay cerca del juzgado. -Se encontró dirigiendo la siguiente pregunta a Abe Reagan-: ¿Qué más?

Reagan observaba los planos.

– Enviaremos a algunos hombres a cada uno de estos lugares hasta que lleguen tus chicos, Jack. Quiero empezar de madrugada, en cuanto despunte el sol.

Spinnelli escrutaba las instantáneas.

– Hay cinco muertos. ¿Algún sospechoso?

Mia se mordió la parte interior de la mejilla.

– Lo primero que tendríamos que hacer es hablar con las víctimas de las… víctimas.

– ¿De cuántas víctimas hablamos, Kristen? -quiso saber Spinnelli.

Kristen se recostó en la silla.

– De Ramey hay tres, que sepamos. De los Blade, dos. De Ross King, se presentaron seis chicos de edades comprendidas entre los siete y los quince años. En total contamos con once víctimas, además de los familiares y amigos. -Volvió a alzar los ojos para fijarlos en la intensa mirada de Reagan-. Puedo conseguirle una lista de los nombres y las últimas direcciones de que disponemos.

– Pero eso significa que la víctima de un agresor habría matado a los cinco -advirtió Jack-. ¿Os parece lógico?

– A río revuelto… -Abe anotó las coordenadas de cada plano en su libreta-. Se venga, quita de en medio a unos cuantos y proporciona a la defensa argumentos razonables con los que sembrar la duda si lo atrapan. Es una forma de hacer justicia.

– Lo que me sorprende es que nuestro humilde servidor no haya liquidado de paso a un par de abogados defensores -masculló Mia.

Kristen recogió las fotografías, la ropa y los planos. Y también las cartas.

– No cantes victoria -dijo en tono quedo-. Me parece que aún no ha terminado.

Capítulo 4

Miércoles, 18 de febrero, 23.00 horas

Abe se detuvo en seco al final de la escalera. Allí estaba ella de nuevo. De pie frente a las puertas acristaladas que daban a la calle, casi oculta bajo el grueso abrigo, con el abundante pelo rojizo recogido en aquel moño tan tirante que provocaba dolor de cabeza con solo mirarlo. Su perfil parecía esculpido en piedra. Le sorprendió verla. Pensaba que se había ido hacía media hora, cuando la reunión se disolvió y cada uno se marchó por su lado. Spinnelli había regresado a su despacho para ordenar que enviaran vigilancia a los tres lugares indicados en los planos. Mia había desaparecido con una gran caja que contenía los efectos personales de Ray Rawlston.

Su nueva compañera resultó eficiente a la hora de erradicar todo rastro del hombre que había ocupado aquel escritorio durante veinte años. No le envidiaba la tarea de llevar los efectos personales a la viuda de un agente caído. A él también le había tocado hacerlo una vez, antes de meterse a detective. Se trataba de la gorra de béisbol de su compañero; abrazó a la esposa que este había dejado y, sintiéndose incómodo, le dio unas palmaditas en la espalda mientras ella sollozaba y estrechaba la gorra contra su pecho. La viuda de su compañero no había llorado en el hospital ni durante el funeral, pero por algún motivo el hecho de entregarle aquella gorra dio rienda suelta al llanto. Luego se marchó a casa y la emprendió a puñetazos con el saco de arena del garaje hasta que Debra, preocupada, acudió en su busca. Le besó las heridas de los nudillos y susurró junto a su oído las palabras reconfortantes que solo una esposa es capaz de pronunciar. Sin embargo, la suya ya no podría hacerlo nunca más. Aquello formaba parte del pasado. Debra había desaparecido para siempre.

Dios santo, cómo la echaba de menos. Por un momento, se permitió añorarla, recrearse en lo que pudo haber sido y preguntarse cómo se sentiría. Y entonces se dio cuenta de que no se había movido. Seguía allí, contemplando el perfil de Kristen Mayhew mientras ella miraba a través del cristal la calle oscura. Se preguntó qué pensamientos debían de atravesar su mente. Dio por hecho que estaba asustada. Era normal. Por mucho que Spinnelli hubiese ordenado que cada hora pasase una patrulla por delante de su casa, por mucho que tuviese los números de móvil de todos ellos, era normal que estuviese asustada.

Se acercó despacio y carraspeó.

– ¿Estoy fuera del alcance del espray?

En el reflejo del cristal, Abe observó la triste sonrisa que esbozaron sus labios.

– Está a salvo, detective Reagan -dijo en voz baja-. Creía que ya se había ido.

Abe se detuvo a pocos centímetros de su hombro derecho, más cerca de lo que se había propuesto, y, al captar el aroma de su fragancia, sus pies se negaron a retroceder. En el garaje, cuando ella lo había aferrado por el brazo, estaban a esa misma distancia, pero entonces tenía la cabeza embotada por el olor a combustible y gases. Pensó que olía bien. Muy bien. De hecho, habría preferido no notarlo.

– Me voy a casa. Pensaba que se había ido hace media hora.

– Estoy esperando un taxi.

– ¿Un taxi? ¿Por qué?

– Porque me han retenido el coche y la oficina de alquiler de vehículos está cerrada.

Abe sacudió la cabeza. Claro. No podía creer que ninguno de ellos hubiese reparado en aquello antes de separarse.

– ¿No puede llamar a un amigo?

– No. -Su respuesta no denotó amargura, simplemente fue negativa.

«¿No puedes llamarlo o no tienes amigos?» Ese pensamiento lo hizo bajar de las nubes y le provocó una necesidad imperiosa de protegerla. Pero ¿protegerla de qué? ¿Del espía asesino que la acechaba? ¿De la falta de amigos? ¿De él mismo?

– La llevaré a casa. Me pilla de camino. -Era mentira, por supuesto, pero ella no tenía por qué enterarse.

Kristen sonrió.

– ¿Cómo puede decir eso si no sabe dónde vivo?

Entonces Abe recitó su dirección y, a continuación, se encogió de hombros algo avergonzado.

– Estaba escuchando cuando le dijo a Spinnelli su dirección por lo de la patrulla. Deje que la acompañe a casa, Kristen. Echaré un vistazo y me aseguraré de que no hay ningún espía escondido en los armarios.

– La verdad es que estoy preocupada -admitió-. ¿Seguro que no le importa?

– Seguro. Pero a cambio le pediré dos favores.

Al instante, sus ojos verdes lo observaron con recelo y él se preguntó por qué. O, más bien, por culpa de quién. A una mujer como Kristen Mayhew le sería imposible eludir a los oportunistas deseosos de favores especiales.

– ¿Qué quiere? -preguntó con aspereza.

– En primer lugar, deja de llamarme detective o por mi apellido -aclaró-. Llámame Abe.

Incluso a través del grueso abrigo, Abe vio que relajaba los hombros.

– ¿Y en segundo lugar?

– Tengo hambre. Había pensado parar en algún sitio a cenar algo rápido. ¿Me acompañas?

Kristen vaciló, pero enseguida asintió.

– Nunca ceno, pero de acuerdo.

– Muy bien. Tengo el todoterreno aparcado en la otra acera.

Miércoles, 18 de febrero, 23.00 horas

Estaba preparado. Pasó un paño suave por el cañón mate de su rifle. Parecía nuevo. Tal como tenía que ser. Un hombre inteligente cuidaba bien sus herramientas de trabajo. Aquella le había prestado un buen servicio durante las semanas precedentes.

Acercó un poco más la fotografía del sencillo marco plateado. «Ya van seis, Leah. ¿Quién será el siguiente?», dijo en voz alta. Con cuidado, depositó el rifle en la mesa e introdujo una mano en la pecera que un día había albergado al pececito rojo de Leah. Desde que la conoció, Leah siempre había tenido un pececito rojo. Se llamaba Cleo. Cuando se moría uno, al día siguiente, como por arte de magia, aparecía otro cuyo nombre también era Cleo. Leah nunca reconocía que el pez había muerto, nunca se lamentaba. Se limitaba a salir y comprar otro. Él había encontrado a Cleo muerto en la pecera el día en que identificó el cadáver de Leah. No tuvo ánimo para comprar otro.

Ahora la pecera contenía los nombres de todos aquellos que habían escapado de la justicia por la que velaba Kristen Mayhew. Asesinos, violadores y pederastas andaban sueltos por la calle porque algún abogado defensor sin escrúpulos había encontrado un resquicio legal. Los abogados defensores no eran mejores personas que los propios criminales. Tan solo iban mejor vestidos.

Revolvió los papelitos y rebuscó hasta que sus dedos palparon una esquina doblada. No estaba seguro de cómo decidir qué orden debían seguir sus objetivos, qué crimen era más grave que el resto, qué víctimas merecían con mayor prioridad que se hiciera justicia. Y no tenía mucho tiempo, sobre todo ahora que la policía estaba de por medio. Contaba con que Kristen los pondría sobre aviso antes de que él tuviese tiempo de volver a meter la mano en la pecera, pero la satisfacción que le producía el hecho de que ella lo supiera justificaba el riesgo. Así que mezcló los nombres en la pecera y dejó que Dios guiara su mano. Sacó uno de los papelitos con el borde levantado y observó la esquina que él mismo había doblado. Lo único que había hecho era ayudar un poco a Dios.

Se preguntó qué castigo elegiría aquella vez. Evidentemente, algunos delitos eran peores que otros. La violación y la pederastia implicaban premeditación, una crueldad que debía ser castigada, erradicada. Por eso había doblado una esquina de todos los papelitos que contenían el nombre de un agresor sexual.

Observó el trozo de papel doblado durante un momento. La última elección había dado como resultado un objetivo excelente. Ross King merecía la muerte. Ninguna persona decente se atrevería a negarlo. No había tenido un final fácil, ni rápido. Y había acabado suplicando piedad de forma muy lastimera. Antes de iniciar todo aquello, se había preguntado en varias ocasiones si sería capaz de pegar a un hombre que implorara clemencia. Ahora sabía que sí.

Aquella noche había actuado correctamente; había librado al mundo de un parásito demasiado peligroso para vivir entre la gente decente. Dios estaría contento. Los inocentes se encontraban ahora un poco más protegidos. Así que tomó una decisión. Primero escogería los trocitos de papel con la esquina doblada. Aun así, el azar era definitivo, la elección última correspondía a Dios. Cuando no quedaran más papelitos de aquellos, pasaría a los delitos de menor importancia. Y, si no le daba tiempo de terminar, se consolaría pensando que, por el mismo precio, había realizado la parte más importante.

Desdobló el papelito y su sonrisa se tornó lúgubre. «Estoy preparado. Ya lo creo.»

Miércoles, 18 de febrero, 23.35 horas

– Está bueno.

Abe se rio.

– Pareces sorprendida.

– Lo estoy. -Kristen miró el gyro, iluminado de forma intermitente por la luz de las farolas. Se encontraban a pocos kilómetros de su casa; sin embargo, apenas un minuto después de salir del autoburguer confesó tener más hambre de la que creía y la emprendió a mordiscos con el bocadillo-. ¿Qué lleva esto?

– Cordero, ternera, cebolla, queso feta y yogur. ¿De verdad no lo habías probado nunca?

– Donde yo crecí, estas delicias no formaban parte de la comida cotidiana.

– ¿Y dónde creciste?

Kristen permaneció un buen rato con la vista fija en el bocadillo; Abe ya creía que no iba a responder.

– En Kansas -dijo al fin, y él se preguntó qué era lo que le fastidiaba tanto de Kansas.

Se esforzó por parecer despreocupado.

– ¿En serio? Te hacía de la costa Este.

– Pues no. -Kristen miró por la ventanilla-. Dobla a la izquierda después del semáforo.

Él guardó silencio mientras ella, lacónica, le indicaba cómo llegar a su casa. Cuando detuvo el todoterreno junto a la entrada, Abe se inclinó hacia delante para verle el rostro, o más bien el perfil, ya que ella mantenía la mirada fija en el infinito; no se volvió hacia él ni hacia su casa.

– Si lo prefieres, puedo llevarte a un hotel -se ofreció. Ella se puso tensa-. Lo digo en serio, Kristen. Nadie va a reírse de ti porque no quieras dormir aquí esta noche. Puedo dar una vuelta mientras recoges tus cosas.

– No. Vivo aquí. Nadie va a echarme de mi propia casa. -Envolvió lo que quedaba del bocadillo y recogió el ordenador portátil del suelo-. Te lo agradezco, pero no parece que ese hombre quiera hacerme daño. La alarma está conectada y cada hora pasará una patrulla. No me ocurrirá nada. Además, tengo que dar de comer a los gatos. Lo que sí te agradecería es que echases un vistazo a la casa. -Esbozó una media sonrisa y Abe se admiró de su valentía-. Los gatos no sirven de mucho como guardianes.

Él la siguió hasta la puerta lateral y esperó mientras entraba y desconectaba la alarma. En cuanto ella encendió la luz, Abe recorrió el interior con la mirada. Le llamaron la atención los electrodomésticos viejos, el estridente papel pintado y los armarios de formica desportillados. Al parecer, las horas de insomnio no habían dado tanto de sí como para reformar la cocina. Volvió los ojos hacia el lugar donde ella aguardaba; su tensión era evidente, ni siquiera se había quitado el abrigo. Incluso en la penumbra podía distinguir el movimiento de su garganta al tragar saliva. La necesidad de protegerla volvió a invadirlo; sin embargo, aunque la había conocido hacía pocas horas, sabía que no agradecería ningún tipo de contacto físico por muy buenas intenciones que abrigara el gesto. Así que se obligó a permanecer donde estaba, con las manos en los bolsillos.

– ¿Prefieres que encienda las luces o las dejo apagadas? -preguntó Kristen.

– Ya las iré encendiendo yo -respondió Abe. Ojalá hubiese accedido a que la llevase a un hotel. No sabía si se encontraba en peligro, pero estaba claro que tenía miedo, y la idea lo turbaba.

Avanzó por la casa y llegó a la sala de estar, encendió la luz y observó el papel de rayas azules. Kristen había hecho un buen trabajo. Annie, la hermana de Abe, que era decoradora profesional, no lo habría hecho mejor. En los dos dormitorios desocupados no encontró ningún espía asesino; ni tampoco en el cuarto de baño, en cuyos estantes aparecían bien dispuestos artículos de maquillaje y un bote de laca. Todo estaba muy ordenado, como si esperase a alguien. De pronto, Abe se preguntó a quién y se sintió irritado ante la idea de que una maquinilla y un bote de crema de afeitar tuvieran un lugar en el pulcro lavabo. Sin embargo, no vio ninguna de las dos cosas. No había rastro de ningún hombre. Se rio interiormente. Qué tonto. De haber un hombre en su vida, Kristen lo habría llamado para que fuera a recogerla en lugar de decidir tomar un taxi.

Y, de todos modos, no era asunto suyo.

Abrió la puerta del dormitorio de Kristen y lo recorrió con la mirada en busca de algún ligero movimiento. Nada. A decir verdad, tampoco lo esperaba. Accionó el interruptor y vio que el buen gusto de Kristen se extendía al mobiliario. Piezas de estilo art déco adornaban la habitación y proporcionaban solidez al ambiente. No había encajes ni puntillas, pero se respiraba un aire muy femenino. Tal vez se debiera al edredón de estilo antiguo que cubría la cama. O quizá al aroma de su perfume, todavía presente. En la almohada, un lustroso gato negro lo observaba con sus ojos verdes y cautelosos, como los de Kristen.

Abe dirigió el haz de la linterna bajo la cama y en el interior del armario ropero, lleno de trajes de color negro, azul marino y gris marengo. La habilidad de Kristen para combinar tonos no se reflejaba en el vestuario; quizá los funcionarios de tribunales dispusieran de algún código tácito en cuanto a la vestimenta. Aun así, le sorprendió la ausencia de trajes de fiesta, vestidos largos y zapatos extremados. Se entretuvo un rato acariciando al gato detrás de las orejas antes de volver a la cocina, donde Kristen se encontraba vertiendo té a granel en una tetera de porcelana decorada con grandes rosas. Aún llevaba puesto el abrigo; Abe pensó que tal vez al final hubiese decidido no quedarse en casa.

– En esta planta no hay nadie -aseguró, y ella asintió en silencio-. ¿Dónde está la puerta que conduce al sótano?

Kristen señaló la pared que quedaba detrás de Abe.

– Ten cuidado. Hay un poco de desorden ahí abajo.

Abe pensó que el desorden de casa de Kristen Mayhew resultaba más armonioso que el orden que reinaba en casa de cualquiera de sus hermanos. La repisa de la chimenea estaba lijada y desprovista de barniz. Sobre ella, apoyadas en la pared, había unas muestras de madera teñida. Abe suspiró. Su humilde servidor tenía razón. El cerezo era la mejor opción.

Kristen dio un respingo cuando la escalera que conducía al sótano crujió bajo los pasos de Reagan. No sabía qué la ponía más nerviosa, si el hecho de saber que un asesino la espiaba estando en su propia casa o que por primera vez en toda su vida hubiese un hombre en ella. Respiró hondo, el aroma del té la relajó lo bastante como para no comportarse como una loca. Abe Reagan regresó a la cocina y guardó la pistola en la funda que llevaba colgada al hombro.

La pistola. Había desenfundado el arma. Un escalofrío le recorrió la espalda.

– ¿Sin novedad?

Él asintió.

– Aquí no hay nadie más que tú, yo y el gato negro que está sobre tu almohada.

Kristen esbozó una sonrisa.

– Es Nostradamus. Me permite que duerma en su cama.

Reagan soltó una carcajada y ella notó que el corazón le daba un pequeño vuelco que nada tenía que ver con el acecho de un psicópata. Era increíblemente guapo y parecía agradable. Aun así, era un hombre.

– ¿Tu gato se llama Nostradamus? -le preguntó con una sonrisa.

Kristen asintió.

– Mefistófeles aún no ha vuelto. Ha salido a cazar ratones.

La sonrisa de Abe se hizo más amplia.

– Nostradamus y Mefistófeles. El profeta agorero y el mismísimo diablo. ¿Y por qué no Pelusa o Copo de Nieve?

– Nunca he sido capaz de ponerles nombres simpáticos -respondió Kristen con sequedad-. No va con su naturaleza. La primera semana que estuvieron en casa, destrozaron la moqueta de tres habitaciones.

– Pues si alguna vez te compras un perro, llámalo Cerbero. Así tendrás a la familia al completo.

Kristen notó un tirón en las comisuras de los labios, justo lo que él se había propuesto; de pronto, sintió una oleada de gratitud por sus esfuerzos para levantarle el ánimo.

– El guardián de tres cabezas del Hades. Lo tendré en cuenta. ¿Te apetece un poco de té? Suelo tomarlo por la noche cuando estoy muy tensa. Espero que me temple los nervios y pueda dormir.

– No, gracias. Debería marcharme a casa y recuperar unas cuantas horas de sueño. Tengo que encontrarme con Mia y Jack de madrugada en el escenario del primer crimen.

Las manos de Kristen se calmaron al posarlas en la tetera.

– ¿Por cuál empezaréis?

Él se encogió de hombros.

– Por Ramey. Iremos en el mismo orden que él.

Kristen se sirvió té. Le temblaban las manos y el té se derramó en la vieja encimera. Hizo una mueca.

– Tiene sentido. -Levantó la vista y se encontró con que Abe la miraba con la misma intensidad que en el despacho de Spinnelli. Se dio cuenta de que estaba preocupado y eso la hizo erguirse. Ella no era una mujer cobarde. Podía ser muchas cosas, pero no cobarde-. Yo también quiero ir.

Él lo pensó un momento.

– Tiene sentido -dijo repitiendo sus palabras-. Ponte calzado cómodo.

Kristen bajó la vista a la taza de té y luego volvió a alzarla.

– No tengo coche.

– Pasaré a recogerte a las seis en punto.

La partida había empezado y le tocaba a ella mover ficha.

– Gracias. Mañana alquilaré un coche, pero…

– No te preocupes, Kristen. No me importa.

Y era evidente que lo decía en serio, lo cual la inquietó.

– Entonces…

Él se dio impulso para apartarse de la pared en la que estaba apoyado.

– Me voy. -Se detuvo junto a la puerta-. Has hecho un trabajo estupendo en la casa.

Kristen rodeó con las manos la taza humeante y captó su calor. Tenía mucho frío.

– Gracias. Y gracias por acompañarme a casa. Y por el gyro.

Él escrutó su rostro con semblante impenetrable.

– ¿Estás segura de que quieres quedarte aquí?

Ella esbozó una sonrisa que aparentó mucha más seguridad de la que sentía.

– Segurísima. Vete a dormir. Quedan pocas horas para las seis.

Abe la miró poco convencido antes de volverse hacia la puerta de la cocina y salir en busca del coche. A través de las cortinas vaporosas que cubrían las ventanas la vio cerrar con llave y conectar la alarma. Por un momento, dudó si entrar y llevársela a la fuerza a algún lugar relativamente seguro, como un hotel; pero sabía que debía mantenerse al margen. Kristen Mayhew era una mujer adulta y totalmente capaz de tomar sus propias decisiones.

Cuando puso en marcha el motor y arrancó, se dio cuenta de que no lo había llamado detective Reagan. Ni tampoco Abe. Habían estado hablando durante casi una hora y no se había dirigido a él con ningún nombre. No debía permitir que aquello le molestara, que algo en ella lo molestara. Era atractiva, pero había conocido a muchas mujeres atractivas desde que no trabajaba de incógnito. Durante cinco años había evitado intimar con nadie, y encontraba tiempo para ver a su familia, a sus hermanos y hermanas, a sus padres, a Debra, siempre preocupado por si lo habían seguido, por si el simple hecho de visitarlos los ponía en peligro.

Ahora se había librado de la carga que suponían la confidencialidad y el aislamiento constantes y trabajaba en un entorno en el que las personas establecían relaciones profesionales y sociales. Era normal que se sintiese tentado el primer día que salía. Lo raro sería no encontrar tentadora a Kristen Mayhew. Se conservaba igual de guapa que la primera vez que la había visto.

Sin embargo, a diferencia de entonces, ahora se sentía libre de experimentar sin culpabilidad el deseo que se aferraba a su instinto visceral como una mano resbaladiza. Debra se había ido para siempre. Tras cinco años en los infernales confines de la existencia, por fin había alcanzado la paz. Y él debía seguir adelante con su vida. El primer paso sería conseguir que Kristen Mayhew lo llamara por su nombre de pila. A partir de ahí, todo se andaría.

Desde la ventana del salón, Kristen observó, preocupada, cómo las luces del coche de Reagan desaparecían al doblar la esquina. «Tengo que ser valiente», se dijo. Escrutó la calle preguntándose si el hombre que había asesinado a cinco personas la estaría espiando en aquellos momentos. Sin embargo, la calle estaba desierta y en las ventanas de las casas vecinas reinaba la oscuridad. No obstante, el sentimiento de inquietud persistía. Kristen no estaba segura de hasta qué punto podía atribuirlo al hombre que se hacía llamar su «humilde servidor» o a aquel que se había mostrado incapaz de dejarla desprotegida en un pasillo sin luz.

Se dirigió despacio a su dormitorio y se sentó frente al tocador. Tratándose de hombres, Abe Reagan constituía un buen ejemplar. Alto, moreno. Muy guapo. No era tan ingenua como para no darse cuenta del interés que destellaba en sus ojos azules, y era lo bastante honrada como para admitir que aquello no la dejaba indiferente. Metódicamente, extrajo las horquillas de su moño y las colocó en una bandejita de plástico mientras contemplaba su reflejo en el espejo. No era guapa, y lo sabía. Tampoco resultaba excesivamente poco atractiva, y también lo sabía. Los hombres a veces se fijaban en ella. Pero ella nunca se volvía a mirarlos, nunca les ofrecía la mínima esperanza.

Había oído los rumores. La llamaban la Reina de Hielo.

El nombre se correspondía bastante con la realidad, por lo menos en apariencia, que era lo único que permitía que los demás vieran.

Pero no era tan fría como para no reconocer a los hombres de buenas intenciones, y algunos había. No estaba tan ciega como para no darse cuenta de que Abe Reagan era uno de ellos. Sin embargo, incluso los hombres de buenas intenciones exigían más de lo que ella era capaz de dar, en muchos aspectos.

Del cajón del tocador extrajo el pequeño álbum que tal vez constituyera su mayor tesoro y su mayor pesar. Mientras lo hojeaba, sus ojos se clavaban en una fotografía detrás de otra. Luego, como siempre, cerró el álbum con decisión y lo guardó. Necesitaba dormir. Abe Reagan pasaría a recogerla a las seis y la llevaría al lugar donde deberían encontrar el cadáver de Anthony Ramey.

Le habría gustado poder lamentar su muerte, pero no podía.

Anthony Ramey era un violador, y no había recuperación posible para sus víctimas.

Ella lo sabía muy bien.

Jueves, 19 de febrero, 00.30 horas

Zoe Richardson cerró con llave la puerta después de haber enviado a su amante de vuelta a casa, junto a su esposa. Encendió el televisor; había grabado las noticias de las diez, pues durante la emisión había estado ocupada. Se estiró con gestos lánguidos; se sentía tan gratamente sorprendida como la primera vez. Se había propuesto seducirlo por ser quien era y por los contactos que tenía, pero además el hombre había resultado una maravilla en la cama. No había tenido que fingir ni una sola vez.

Pero la diversión había terminado. Era hora de ponerse a trabajar. Rebobinó la cinta hasta que aparecieron los alegres presentadores de las diez, y su buen humor se ensombreció súbitamente, como siempre que veía a otra persona ocupar el puesto que alguna vez le había pertenecido. Había cumplido con su deber, maldita sea. Había retransmitido todas las noticias insulsas y de poco interés que le habían puesto por delante. En fin, qué más daba. Con sus nuevos contactos, llegar a lanzar un bombazo, el relato que haría aparecer su rostro en todos los televisores estadounidenses, era solo cuestión de tiempo. Y una vez ahí, no tenía intenciones de desaparecer.

«Ah, ahí estamos», pensó. Su rostro aparecía en pantalla. Explicaba a los espectadores que aquella tarde había mantenido una entrevista con la señorita Mayhew, la ayudante del fiscal, quien había sido incapaz de conseguir que condenaran al hijo del adinerado industrial Jacob Conti. Se las arregló para parecer sinceramente afectada, pero la verdad era que el fracaso rotundo de Kristen Mayhew le producía un placer desmesurado. Se volvió. «Bonito perfil, Zoe», pensó, y la cámara se desplazó para volver a enfocar al famoso Jacob Conti.

«¿Puede explicarles a los espectadores cómo se siente al conocer el veredicto, señor Conti?»

El atractivo rostro de Conti adoptó una expresión de absoluto alivio.

«No puedo expresar lo aliviados y felices que nos hemos sentido mi esposa y yo al ver que los miembros del jurado no consideraban culpable a mi hijo. Esa acusación sin fundamento ha estado a punto de arruinar su juventud.»

«Algunos consideran que las vidas que han quedado arruinadas son las de Paula García y el hijo que gestaba, señor Conti.»

El semblante del hombre se demudó para dar paso a una expresión de absoluto pesar.

«Quiero expresar a la familia García mi más sentido y sincero pésame. No alcanzo a imaginar lo que deben de estar sufriendo con la pérdida. Pero la culpa no es de mi hijo.»

Zoe se vio a sí misma asentir y curvar los labios hacia abajo durante un breve instante antes de entrar a matar.

«Señor Conti, ¿puede dirigir unas palabras a quienes afirman que sobornó al jurado?»

Ajá, lo había pillado por sorpresa. Sin embargo, el hombre recobró enseguida la calma y, con admirable aplomo, arqueó una ceja.

«Tengo por costumbre hacer caso omiso de los rumores, señorita Richardson. Sobre todo si son tan ridículos como ese. -A continuación ladeó la cabeza en un gesto de asentimiento, un movimiento suave y elegante, para indicar que se disponía a marcharse-. Ahora debo volver junto a mi familia.»

Ella se volvió hacia la cámara.

«Estas han sido las palabras del industrial Jacob Conti, quien ha expresado su condolencia a la familia de Paula García y, al mismo tiempo, el alivio que siente al saber que su hijo dormirá en casa esta noche. Devolvemos la conexión.»

Zoe detuvo la cinta y la extrajo del aparato. Más tarde incorporaría aquel fragmento a la cinta maestra, aquella en la que grababa sus mejores momentos. Un currículum de lo más original. Se puso en pie y se deleitó con la sensación que le producía la seda resbalándole por las piernas a medida que la bata se colocaba en su sitio. Le encantaba la seda. Aquella prenda se la había regalado uno de los ayudantes del alcalde. Se habían hecho mutuamente unos cuantos favores políticos. Sonrió. Luego se habían entregado a otro tipo de favores. En los momentos en que se permitía sincerarse consigo misma, admitía que lo echaba de menos; pero la mayoría de las veces solo echaba de menos las prendas de seda.

Muy pronto podría comprarlas por sí misma. Muy pronto podría permitirse comprar todo lo que deseara. Porque, muy pronto, todo Estados Unidos confiaría en su rostro y en su voz a la hora de conocer las noticias. Se paseó inquieta por la pequeña sala de estar. Necesitaba una primicia. Hasta el momento le había ido bastante bien acosando a la incansable e intrépida perseguidora del mal, la fiscal Kristen Mayhew. Su intuición le decía que si algo funcionaba era mejor no tocarlo. Tabaleó en la manga de seda con una uña embellecida con la manicura francesa mientras se preguntaba qué actividad aparecía en la agenda de Kristen Mayhew para primera hora del día siguiente.

Jueves, 19 de febrero, 00.30 horas

La pantalla del ordenador relumbraba en la oscuridad de la habitación. No había duda de que internet había convertido el mundo en un pañuelo. La persona cuyo nombre había extraído de la pecera residía en la costa norte de Chicago, en una de las zonas más caras de la ciudad.

Pensó que no podría acometer a su séptima víctima en el mismo lugar donde vivía y trabajaba. Tenía que conseguir que el hombre saliera de allí, debía atraerlo hasta el lugar que había elegido para su cometido.

Miró el montón de sobres; a la luz de las farolas que se filtraba por las cortinas despedía una blancura poco natural. Pero antes tenía otra cosa que hacer.

Capítulo 5

Jueves, 19 de febrero, 6.30 horas

La policía científica tenía la zona preparada cuando Reagan detuvo su todoterreno frente al Jardín Botánico. El interior del edificio albergaba flores tropicales. En el exterior, los escasos restos de césped estaban secos y de color marrón. Caía una lluvia fina. Jack había tendido una lona tras la zona de aparcamiento, sobre un estrecho tramo de césped ensombrecido por las vías del ferrocarril elevado. La policía científica debía de haber encontrado algo.

Abrazándose a sí misma para protegerse del frío, Kristen se deslizó del alto asiento del todoterreno y, con sus zapatillas de deporte, se abrió camino por el fango cubierto de escarcha junto al fornido Abe Reagan. Él aminoró el paso para esperarla y ella se lo agradeció; su cuerpo la protegía del viento. Había detenido el coche delante de su casa cuando faltaba un minuto para las seis. En el asiento del acompañante llevaba una bolsa que contenía bagels de salmón ahumado, así que Kristen probó otro manjar local y descubrió que el salmón le gustaba casi tanto como el gyro de la noche anterior.

Cuando se aproximaron, Jack se paseaba con el semblante adusto por la parte exterior que limitaba la cinta amarilla.

– Venid a ver esto. -Fue todo cuanto dijo. Uno de sus ayudantes se arrodilló y enfocó la tierra con una linterna.

No; no era tierra. No era barro cubierto de escarcha. Horrorizada, Kristen no podía apartar la mirada mientras se le helaba la sangre. «No puede ser, no puede haber hecho esto. Es inconcebible.»

– Caray -masculló Abe con un hilo de voz-. ¿Quiénes son Sylvia Whitman, Janet Briggs y Eileen Dorsey?

– Las tres mujeres a las que Ramey violó -respondió Kristen sin apartar la vista del haz de luz, de la losa de mármol con los nombres inscritos. Y las fechas.

Se trataba de una lápida.

Kristen levantó la vista y topó con la mirada de Reagan.

– Son las fechas de su nacimiento y el día en que fueron agredidas. Él… -Tragó bilis.

Reagan sacudió la cabeza.

– No tiene sentido.

Mia se acercó corriendo; su vaho se condensaba al contacto con el aire.

– ¿Qué es lo que no tiene sentido? -Y al momento exclamó con voz queda-: Dios santo.

Kristen se estremeció.

– Tienes razón, no tiene sentido. Además, si les hubiese ocurrido algo a esas tres mujeres, o solo a una, yo me habría enterado. -Le habría informado alguno de los novios o maridos furiosos que tan implacablemente la habían culpado por arrastrar a las mujeres al infierno de declarar para acabar sufriendo de nuevo cuando Ramey resultó absuelto. Aún sentía la acritud de su rabia, de las acusaciones que ella no había intentado negar. Apartó de sí el sentimiento de culpa y se concentró en la losa que tenía a sus pies-. Es un homenaje -dijo-. A las víctimas.

Abe miró a Jack y asintió.

– Que empiecen a cavar. Cuidado con la losa; tal vez la tierra que hay pegada debajo contenga alguna pista. ¿Hay también losas en los otros lugares?

– Lo averiguaré. -Jack les hizo un gesto para que dejaran el camino libre a su equipo-. Nos llevará un rato. Hay bastante hielo.

Ellos se apartaron pero permanecieron bajo la lona que los cobijaba de la fina lluvia. El equipo empezó a cavar con cuidado.

– He confeccionado una lista con los nombres de las víctimas, de sus familias y de todas aquellas personas relacionadas con alguno de los tres casos -anunció Kristen al tiempo que una palada de tierra helada caía en el montón que iba creciendo junto a ella.

– ¿Otra noche en vela? -preguntó Mia con los ojos fijos en el lugar donde estaban cavando.

– Digamos que sí. -Había intentado dormir, pero imaginar a aquel hombre espiándola por la ventana aumentaba su tensión, y cualquier crujido o chirrido de su vieja casa empeoraba las cosas. Al final se había rendido-. También he anotado los nombres de los criminales a quienes he acusado sin éxito y he separado las absoluciones por tecnicismos jurídicos de las defensas legítimas.

– ¿Cuántos hay en total? -quiso saber Reagan.

– Tuve que cambiar el cartucho de tinta de la impresora cuando iba por la mitad -respondió Kristen con sequedad-. Estoy asombrada de mi profesionalidad.

– ¿Cuántos de esos casos crees que podrías haber ganado, más o menos? -preguntó Reagan con la intención de ser práctico.

Kristen se había hecho la misma pregunta tantas veces que al final se había entretenido en hacer el cálculo.

– Un veinticinco por ciento, aproximadamente -confesó con sinceridad.

– Solo un veinticinco por ciento, y eso contando con la ventaja de la perspectiva -dijo Reagan, y emitió un sonido gutural-. Eso quiere decir que el setenta y cinco por ciento de las veces no habrías cambiado ni una coma, lo cual me parece muy significativo.

El primer impulso de Kristen fue no conceder mayor importancia a las palabras de Reagan que la que él probablemente les había dado. Pero levantó la cabeza, vio los ojos azules clavados en su rostro y se convenció de que hablaba en serio. Se sentía incómodamente halagada y a la vez experimentaba una sensación creciente de haber vivido aquello mismo antes. Y como enfrentarse a eso último le resultaba mucho más fácil que aceptar sus palabras de admiración, lo miró con los ojos entornados.

– Sé que nos hemos visto en alguna parte. Anoche me dijiste que llevaba el pelo recogido. ¿A qué te referías?

Reagan abrió la boca para responder, pero sus primeras palabras fueron ahogadas por la exclamación de Jack.

– Venid a ver lo que hemos encontrado.

Reagan y Mia se acercaron al instante. Kristen lo hizo con mayor vacilación; incluso con las zapatillas de deporte le resultaba difícil avanzar por culpa de la falda. Rodeó el montón de tierra y se colocó con cautela junto al borde del hoyo, de un metro de profundidad. Tragó saliva.

«Tenía razón -fue lo primero que pensó-, tenemos suerte de estar en invierno.» De haber sido verano, el cadáver estaría tan descompuesto que resultaría irreconocible. Pero el frío invierno de Chicago lo había preservado bastante bien. Lo suficiente para que pudiese identificarlo sin dudar.

– Es él, Anthony Ramey. -Le temblaba la voz, pero sabía que nadie la censuraría por ello. La expresión de los hombres de Jack revelaba que habrían preferido estar tomando huellas dactilares en cualquier parte a encontrarse en aquella zanja con un cuerpo en proceso de descomposición. Mia se colocó un pañuelo en la cara y caminó por la zanja para tener otro ángulo de visión.

– O lo que queda de él -dijo Mia hablando a través del pañuelo-. Joder, Kristen, tu humilde servidor se ha ensañado a base de bien con Ramey. Se ha escudado en la Biblia para tomarse la justicia por su mano.

Era cierto. Allí descansaba el cuerpo de Anthony Ramey, desnudo y putrefacto; pero le faltaba la zona pélvica. En su lugar se abría un hueco del tamaño de una pelota de béisbol.

– «Ojo por ojo» -murmuró Kristen, que habría dado lo que fuera por un pañuelo. Incluso con la congelación natural, el hedor del cadáver le revolvía el estómago; por un momento le entraron ganas de cargar contra Reagan por haberla invitado a desayunar. Tenía los bagels de salmón ahumado en la garganta.

– ¿Le ha pegado un tiro? -preguntó Reagan a Mia, y esta asintió.

– Es lo más probable. -Mia se agachó para verlo más de cerca-. Pero seguro que no lo hizo con la misma arma que lo mató. Es muy posible que se lo hiciera después de muerto. En las instantáneas la zona pélvica no se ve dañada.

– El informe del forense lo confirmará -concluyó Reagan al tiempo que se agachaba junto a Mia-. ¿Qué es esto?

Mia aguzó la vista por encima del dobladillo del pañuelo.

– ¿El qué?

Reagan señaló la garganta de Ramey.

– Las marcas del cuello. -Se arrodilló y se inclinó hacia delante para verlo más de cerca, luego levantó la cabeza y se volvió hacia Mia-. Podrían ser marcas de estrangulamiento -aventuró-. ¿Jack?

¿Marcas de estrangulamiento? «Oh, no -fue todo cuanto Kristen pudo pensar-. No, no, no.»

Jack retiró con un cepillo la tierra que cubría el cuello de Ramey.

– Eso parece.

Mia se dio media vuelta y miró a Kristen con los ojos entrecerrados.

– Kristen, ¿verdad que Ramey…?

El presentimiento de Kristen había cobrado realidad. Lo que implicaba era demasiado inquietante para planteárselo. Pero no tenían más remedio que hacerlo.

– Se acercaba a sus víctimas por detrás y les oprimía la garganta con una cadena fina como un collar que solo cerraba el paso del aire lo imprescindible para que no pudieran gritar. Cuando ellas dejaban de forcejear, él dejaba de oprimirles la garganta. Luego las arrastraba hasta una zona oscura del aparcamiento y las violaba. La policía encontró la cadena al registrar el piso de Ramey, pero la defensa alegó que no había orden de registro. Con esa prueba habríamos conseguido que lo condenaran, pero el jurado no llegó a verla.

– Así que nuestro hombre se dedica a emular a sus víctimas -dedujo Reagan sin dejar de mirar las marcas de estrangulamiento.

Kristen sacudió la cabeza y, por la expresión que observó en Mia, supo que había interpretado el gesto correctamente. Fuera lo que fuese lo que quería decir, tenía que ser muy malo.

– Ese detalle no se lo comunicamos a la prensa.

Reagan se volvió despacio; su semblante parecía tan apagado como el de Mia.

– Entonces…

Kristen asintió.

– Tiene acceso a información confidencial.

Mia se puso en pie y se sacudió los pantalones.

– O está entre nosotros.

Reagan soltó un reniego.

– Mierda.

Jueves, 19 de febrero, 7.45 horas

Los bagels de salmón seguían en el estómago de Kristen, pero se encontraban allí más a gusto que ella junto a la tumba provisional de tres jóvenes que habían arrebatado la vida a dos niños sin importarles lo más mínimo. También esta vez el plano que había trazado su humilde servidor era exacto, y también esta vez había colocado una lápida en el lugar indicado.

Y había grabado en ella los nombres de los dos niños que no habían llegado a cumplir ocho años.

Jack se había comunicado por radio con los hombres que montaban guardia en el tercer escenario, donde se suponía que iban a encontrar el cadáver de Ross King y una lápida con los nombres de las seis víctimas a quienes había arrebatado la infancia de forma repugnante. Había traicionado su confianza. Aquellos seis chicos habían demostrado un gran valor al declarar en el juicio; a Kristen todavía se le encogía el alma al recordarlo. Habían confesado al tribunal el terror y el trauma vividos, lo habían hecho en una sala donde solo se encontraban sus padres, el juez, el abogado defensor, Ross King y ella. «Y el jurado.» Se había olvidado del jurado.

– Sus nombres no se hicieron públicos -anunció Kristen en voz alta, y tanto Mia como Reagan se volvieron a mirarla. Ella parpadeó para enfocar sus rostros-. Los nombres de las víctimas de King nunca se hicieron públicos. Eran menores. Solo los agentes de policía que efectuaron la detención, los abogados y el jurado sabían quiénes eran. Me había olvidado del jurado. -Sacó de su maletín los listados que había confeccionado durante la noche-. Esta es la lista de todos los implicados en alguno de los tres juicios. Las víctimas, sus familiares, todos aquellos que declararon. He imprimido una copia para cada uno. -Tendió sendos fajos de hojas a ambos detectives-. Pero me he olvidado de incluir a los miembros de los jurados. Claro que a lo mejor da igual. El jurado de Ramey no llegó a saber lo de la cadena, pero el de King sí conocía los nombres de las víctimas.

Mia hojeó sus papeles.

– ¡Uau! ¿Cuánto has tardado?

– En confeccionar la lista, diez minutos. Tengo una base de datos con todos los casos, así que el trabajo casi estaba hecho. Eso sí, imprimirla me ha llevado casi tres horas; mi impresora es muy antigua. -Frunció el entrecejo al ver que el rostro de Reagan se ensombrecía por momentos-. ¿Qué ocurre?

Sus ojos azules reflejaban frialdad.

– En esta lista hay policías -dijo casi sin voz.

Kristen sintió los rugidos de su estómago, señal inequívoca de que estaba nerviosa. Retuvo el aire y se tranquilizó, tal como hacía siempre. Aquella era una de sus mayores habilidades. Impávida, cruzó su mirada con la de Reagan.

– Pues claro. Participaron en la investigación.

En las mejillas bien afeitadas de Reagan aparecieron sendas manchas de rubor.

– Y llevan demasiado tiempo observando cómo los culpables quedan en libertad, ¿no? -dijo citando la carta del asesino.

Kristen apretó la mandíbula, pero no levantó la voz.

– Eso lo dices tú, no yo. Pero es cierto. Además, ahora sabemos que él tiene acceso a información interna. -Con el rabillo del ojo pudo ver que Mia escuchaba la discusión con el entrecejo fruncido.

Reagan volvió a hojear los listados con impaciencia.

– ¿Dónde están los abogados, Kristen?

– Ahí están. Todos los defensores titulares y sus ayudantes.

Él bajó la cabeza para concentrarse en los papeles; era un gesto algo amedrentador, pero Kristen no estaba segura de que fuera intencionado.

– ¿Y los de tu despacho? ¿Dónde están los fiscales? -preguntó en un tono falsamente tranquilo.

Kristen exhaló un suspiro imperceptible.

– Tiene a la fiscal delante de usted, detective Reagan.

– Pero tendrás ayudantes, ¿verdad, Kristen? -intervino Mia, neutral-. Seguro que tienes por lo menos una secretaria.

A decir verdad, ese era un punto que no había tenido en cuenta. No obstante, si quería hacer las cosas de forma correcta y justa debía incluir a todo el mundo en la lista, sobre todo ahora que sabían que el asesino tenía acceso a información confidencial.

– Revisaré las listas y os las enviaré a vuestros despachos después de comer. -Se cargó el ordenador portátil al hombro y lo recolocó para que el peso quedara bien repartido-. Hasta luego.

– ¿Adónde vas? -preguntó Reagan.

La irritación que sentía hizo que Kristen se irguiera.

– A las nueve tengo que presentar peticiones. -Lo obsequió con una mirada tan penetrante como las suyas-. Todos andamos muy ocupados, detective.

Él asintió con frialdad y agitó los listados en el aire.

– Gracias. De no haber sido por ti, habríamos tardado horas en conseguirlos. -Aquello era una invitación a firmar la paz y Kristen la aceptó con un asentimiento cortés.

– Días -lo corrigió Mia-. Empezaremos a interrogar a las víctimas de las víctimas hoy mismo.

A Kristen se le encogió el estómago.

– Así que otra vez van a verse envueltas en un proceso… -Se quedó mirando a Mia-. Me gustaría acompañaros, sobre todo cuando vayáis a ver a las víctimas de Ramey y de King.

Mia, con expresión comprensiva, abrió la boca para añadir algo, pero Reagan se le adelantó.

– ¿Por qué, abogada? -preguntó en un tono casi mordaz-. ¿Crees que las intimidaremos para que confiesen?

Mia resopló.

– Eso está fuera de lugar, Reagan. Kristen…

Kristen alzó la mano.

– No, Mia. No te preocupes. Puedo comprender que el detective Reagan se lleve una impresión equivocada, dadas las circunstancias. -Lo miró fijamente y lo desafió a hacer lo propio guardando silencio hasta que lo hubo conseguido-. Dejemos claras unas cuantas cosas, detective. En general mantengo una buena relación profesional con el equipo de Spinnelli. Cualquiera sería capaz de decirte que soy justa y meticulosa. No sé si nos enfrentamos a un policía, a un abogado o a un chiflado con buenos contactos. Lo que está claro es que en el punto de partida no podemos permitirnos descartar a ningún posible sospechoso, ni siquiera a los policías, más bien al revés, vuestra placa me merece gran respeto y no me gustaría que una oveja descarriada la empañara.

Reagan abrió la boca pero esta vez fue ella quien lo atajó.

– No he terminado -prosiguió con voz calmada. Si supieran cuánto había practicado para mantener aquel tono a pesar de que por dentro estaba como un flan-. Basándome en mi limitada experiencia personal, no te creo capaz de intimidar a una víctima de violación que ya ha tenido que pasar por un infierno; pero si me limito a lo que he visto en los últimos minutos, podría pensar que incluso el jurado fue más considerado que tú. -Él apartó la mirada, avergonzado, y ella suspiró-. Esas diez personas dependían de mí para que se hiciera justicia, y nueve de ellas me culpan por no haber sido capaz de conseguirlo. No quiero estar en deuda con ellas, pero así es como me siento. Así que me gustaría ir con vosotros. Llámame masoquista si quieres, o defensora de las causas perdidas, pero no consiento que me trates de injusta, y eso es precisamente lo que acabas de hacer.

– Lo siento -dijo Abe con un hilo de voz. Clavó en ella sus ojos azules-. Lo que he dicho estaba fuera de lugar.

Por un momento, a Kristen aquella mirada le resultó tan tangible como el contacto físico. Tragó saliva y negó con la cabeza sin saber muy bien si lo hacía para que su mirada dejase de cautivarla o para restar importancia a sus palabras.

– No te preocupes, detective. Lo comprendo.

Mia carraspeó y Kristen se volvió hacia ella. Casi se había olvidado de que Mitchell estaba allí.

– Te avisaremos cuando lo tengamos todo a punto para hablar con las víctimas, Kristen -dijo en tono seco.

A Kristen le ardían las mejillas. Por el amor de Dios. La había sorprendido mirando a un hombre como si fuera una adolescente descerebrada. Pero aquel hombre poseía unos ojos fascinantes. Y estaba segura de haberlos visto antes.

– Gracias -respondió en tono enérgico-. Ahora debo irme, si no llegaré tarde.

Estaba a medio camino del aparcamiento del Jardín Botánico cuando notó que una mano se posaba sobre su hombro. No hizo falta que Reagan pronunciara una sola palabra para que Kristen supiera que era él. A pesar de las capas de ropa que separaban aquella mano de su piel, notó en el hombro un estremecimiento anticipatorio.

– ¿Necesitas que te lleve, Kristen?

Ella negó con la cabeza.

– No -dijo, y se sintió morir de vergüenza al advertir que apenas le salía la voz. Se esforzó por mantener la mirada fija al frente-. Cogeré un taxi. Esta mañana me entregarán un coche de alquiler, así que en ese aspecto está todo solucionado. De veras tengo que marcharme, detective.

Él retiró la mano y ella siguió adelante sin volverse. Aun así, supo que su mirada la acompañó durante todo el camino.

Jueves, 19 de febrero, 8.15 horas

– Vaya, vaya, esto sí que es interesante -dijo Zoe, pensativa, y dio un sorbo a su taza de café.

El cámara con el que trabajaba respondió al tiempo que bostezaba.

– ¿El qué?

– Mayhew subiendo las escaleras del juzgado. Sácale algunos planos, ¿de acuerdo?

– ¿Por qué? -replicó el cámara con mala cara-. No te habrá entrado una de tus manías persecutorias…

– Haz lo que te pido. Y obtén un primer plano de los pies.

– Das asco -le espetó Scott, pero hizo lo que le pedía y siguió con la cámara a Kristen mientras subía por la escalera, hasta que entró en el edificio y la perdieron de vista.

Zoe le arrebató la cámara.

– Echemos un vistazo.

Rebobinó la película y observó por el visor.

– ¿Lo ves? Mírale los pies.

Scott extendió el brazo para coger su taza de café.

– Ya. Lleva unas Nike. No le quedan nada bien con el traje.

La cara de Zoe reflejaba exasperación.

– No es eso. Fíjate en las suelas, están llenas de barro.

Scott se encogió de hombros.

– ¿Y qué? Habrá salido a correr de buena mañana.

Zoe negó con la cabeza.

– No. No sale a correr. Practica aeróbic dos veces por semana en el gimnasio municipal. -Levantó la cabeza y vio que Scott iba sin afeitar y encima la miraba con una mueca de disgusto.

– La has estado espiando.

Zoe soltó un bufido.

– No seas idiota. Claro que no la he estado espiando. Me estoy familiarizando con sus costumbres, eso es todo. Así sé si está metida en algo especial, como ahora. Esta mañana ha ido a alguna parte antes de presentar las peticiones. -Zoe entrecerró los ojos y se calló de golpe. El fino vello que le cubría la nuca se le erizó. El periodismo de investigación exigía intuición y perseverancia. Y también una buena preparación. Todo el tiempo que había invertido en prepararse iba a dar por fin su fruto aquella mañana-. Nuestra abnegada funcionaría se trae algo entre manos. -Se volvió hacia Scott con una sonrisa de satisfacción-. Estamos a punto de dar con un filón de oro.

Jueves, 19 de febrero, 10.15 horas

John, con la vista fija más allá de la ventana, parecía muy tenso. Sus manos aferraban con fuerza sus brazos cruzados, y Kristen pudo ver que el blanco de los nudillos aumentaba a medida que lo ponía al corriente de la situación.

– Esta mañana, cuando he salido de la reunión para presentar peticiones, tenía en el contestador un mensaje de la detective Mitchell -dijo ella para acabar-. Han desenterrado los cadáveres de los tres miembros de la banda. Todo estaba igual, excepto el tiro en la pelvis. -Observó el reflejo de John en el cristal y lo vio fruncir los labios-. Iban de camino hacia el último escenario, el de Ross King.

– ¿Sabes qué hora es, Kristen? -preguntó John en tono cansino.

Parecía un padre enojado preguntándole a su hija si era consciente de que había regresado más tarde de la hora fijada. Ahora era ella la que se sentía molesta.

– Sí, John. Mi reloj es muy preciso.

– Entonces, ¿por qué has esperado doce horas para ponerme al corriente?

Kristen frunció el entrecejo.

– Traté de localizarte. Te dejé tres mensajes en el contestador para comunicarte que era urgente.

John se volvió, también él tenía el entrecejo fruncido.

– ¿Tres mensajes? No he oído ninguno. -Se sacó el móvil del bolsillo y empezó a teclear botones-. Le pediré a Lois que llame a la compañía. Es inaceptable que den tan mal servicio. -Su gesto de enfado se transformó en uno de preocupación-. ¿Estás bien?

Kristen se encogió de hombros.

– Estoy esperando a que alguien más de este despacho se lleve una sorpresa tan agradable como la mía; así por lo menos no seré la única. -Recordó de forma vívida todos y cada uno de los crujidos que había oído en su casa durante la noche mientras se preguntaba si él estaría allí fuera vigilándola. Se sentía aliviada de que Reagan hubiese registrado el interior de los armarios y mirado debajo de la cama; luego apartó de su mente a aquel hombre y sus ojos enigmáticos-. No creo que esté en peligro, pero esta situación me resulta inquietante.

John llamó a Lois por el interfono.

– Lois, por favor, convoca una reunión urgente del departamento a la una. La asistencia es obligatoria. Diles a los que están en el juzgado que pasen a verme antes de marcharse a casa esta noche. -Miró a Kristen-. Si lo intenta con alguien más, estaremos preparados.

Jueves, 19 de febrero, 12.00 horas

– Gracias por hacernos un hueco, Miles -dijo Mia al entrar la primera en el despacho del doctor Miles Westphalen, el psicólogo de la plantilla-. Nos enfrentamos a una situación excepcional.

– ¿Qué ha ocurrido? -Los ojos de Westphalen se centraron en Mia mientras ella lo ponía al corriente-. Enséñame las cartas -pidió, y Mia le tendió una copia de las tres. Las leyó dos veces antes de levantar la cabeza y quitarse las gafas-. Muy interesante.

– Sabía que pensarías eso -dijo Mia-. ¿Qué más?

– Es sincero -opinó Westphalen-. Y listo. O bien tiene estudios de literatura o bien es un ávido lector. Su escritura presenta… Un ritmo poético. Tiene refinamiento y… cultura. Escribe como un abuelo cultivado que trata de transmitir conocimientos a sus nietos. Es religioso, a pesar de que no menciona a Dios ni ninguna religión en particular.

Abe frunció los labios.

– Es un hipócrita, se jacta de vengar a las víctimas pero persigue a la fiscal Mayhew.

Westphalen arqueó una de sus cejas canas y se volvió hacia Mia.

– ¿Tú qué opinas, Mia?

Mia exhaló un suspiro.

– Siente un odio particular hacia los agresores sexuales. Hoy hemos encontrado cinco cadáveres. A los violadores y a los pederastas les voló la zona pélvica de un tiro, mientras que a los asesinos se limitó a dispararles en la cabeza. Y, ¿sabes? El último, King…

– El pederasta -observó Westphalen.

Mia hizo una mueca.

– Sí. O bien se pegó un leñazo contra una pared o bien nuestro humilde servidor lo hizo papilla. No lo habría reconocido ni su propia madre.

– Kristen sí lo reconoció -puntualizó Abe.

Mia frunció el entrecejo y se dio media vuelta para mirarlo.

– ¿Qué quieres decir?

Abe se encogió de hombros, intranquilo.

– Solo era un comentario. Tiene buen ojo.

Mia entornó los párpados.

– Sigues cabreado con ella.

Abe negó con la cabeza.

– No, no estoy cabreado. Lo estaba, pero ya no. -Westphalen los estaba escuchando y Abe se sintió obligado a darle explicaciones-. Elaboró un listado de todas las personas relacionadas con los crímenes iniciales, incluidos los policías. Eso… me sorprendió.

Mia hizo girar la silla para volverse hacia Westphalen.

– El asesino sabe cosas que no debería saber.

– ¿Cosas? ¿Qué cosas?

– A Ramey lo estrangularon con una cadena -explicó Mia-. Ese era precisamente su modus operandi, y esa información no se había hecho pública.

Westphalen se recostó en la silla y miró a Abe.

– Y eso te preocupa.

Abe frunció el entrecejo.

– Pues claro. Implica un fallo de seguridad.

– O que el asesino está entre nosotros. -Mia repitió las mismas palabras que había pronunciado por la mañana, cuando se encontraban junto a la tumba provisional de Ramey. «Está entre nosotros.» Abe se sintió tan irritado como entonces; le sacaba de quicio la idea de que un policía pudiera tomarse la justicia por su mano, de que se atreviera a acechar a una mujer en su propia casa. Era repugnante. Sin embargo, lo que más le preocupaba era que no tenía claro qué le molestaba más del asesino: si que espiara a Kristen o que hubiese matado a cinco personas.

– ¿Por qué nos ha dejado la ropa? -preguntó Abe cambiando de tema.

Westphalen se acarició las puntas de los dedos.

– ¿Qué otra cosa podría haber hecho con ella?

– Tirarla -intervino Mia-. ¿Por qué no la destruyó?

Abe caminaba de un lado a otro de la habitación.

– Si la hubiese tirado, alguien podría haberlo visto. Algún perro podría haber rebuscado en la basura. Si la hubiese quemado, podríamos utilizar las cenizas para dar con él. -Se volvió hacia Mia con una sonrisa irónica-. ¿Hay algo más seguro que dársela a la policía?

Mia le devolvió la sonrisa con expresión forzada.

– Es inteligente. ¿Y qué hay de la lápida?

– Me parece realmente fascinante -comentó Westphalen-. Es muy significativa, y debe de haberle costado mucho grabarla. ¿Es de mármol?

Abe se detuvo y se sentó al lado de Mia.

– En el laboratorio nos lo confirmarán. Hemos hecho unas cuantas llamadas para localizar a los marmolistas. No hay tantos.

– Queremos saber si alguien reconoce la obra -aclaró Mia-. ¿Y qué te parece lo que ha grabado?

– La segunda fecha corresponde al día de la agresión -dijo Westphalen-, como si fuese el día en que murieron. Para él, sus vidas terminaron el día en que las violaron, aunque de hecho no fuera así. Dice que lleva demasiado tiempo observando cómo los culpables quedan en libertad. Podría referirse a observarlo de lejos, por televisión; o tal vez viva en algún lugar en el que cada día muere gente. -Se encogió de hombros-. Claro que también podría referirse a observarlo de cerca, como le ocurriría a un policía. De todas formas, lo que está claro es que ha sufrido un trauma recientemente. Hay algo personal en todo esto. Yo buscaría a alguien atormentado por la pérdida reciente de un ser querido.

– Una víctima reciente -musitó Mia.

– Tal vez sí, tal vez no. -Westphalen frunció el entrecejo-. Se deja llevar por la pasión de forma esporádica, como demuestra el hecho de que le rompiera la cara a King y disparara a la pelvis de los dos delincuentes sexuales. Es como si una vez que los tiene en sus manos no pudiera evitarlo. Sin embargo, el hecho de perseguirlos y deshacerse de ellos una vez muertos, y las cartas… Está todo muy calculado. Dudo que encontréis alguna pista útil en la escena del crimen. Por lo menos de momento. Quizá más adelante, cuando se confíe. Pero puede pasar bastante tiempo.

– Pues qué bien -masculló Abe.

– Lo siento. Me reservo la percepción extrasensorial para ocasiones especiales. Bromas aparte, creo que la pérdida o el trauma que ha desencadenado la serie de asesinatos es reciente, pero no el sufrimiento de ese hombre. Labrar tanto odio lleva mucho tiempo.

– ¿Alguna pista sobre su edad? -preguntó Mia.

Westphalen se encogió de hombros.

– Ni idea. Escribe como un intelectual de edad avanzada, pero tiene que estar en buena forma física para mover los cadáveres. Yo diría que es más bien joven.

– ¿Por qué ha elegido a Kristen? -quiso saber Mia, y el rostro de Westphalen se tornó sombrío.

– Tampoco lo sé. Podría ser por algo tan sencillo como que es atractiva y a los periodistas les gusta mostrarla por televisión. Pero ese hombre es un obseso. ¿Le habéis puesto vigilancia a Kristen?

Mia miró disimuladamente a Abe.

– ¿Crees que la necesita? -preguntó Mia.

– Tal vez. Si los otros fiscales del Estado empiezan a recibir regalitos parecidos, entonces diría que no.

– Pero no te parece probable que eso suceda -intervino Abe.

La expresión algo turbada de Westphalen se tornó intranquila.

– No, no me lo parece.

– Pues qué bien -masculló Abe.

Capítulo 6

Jueves, 19 de febrero, 13.30 horas

– La próxima vez elegiré yo el restaurante -protestó Mia mientras subía de dos en dos la escalera que conducía directamente a la comisaría.

Abe la seguía.

– No ha estado mal. El mejor curry indio que he probado en mucho tiempo.

Mia se volvió con un mohín.

– Solo tenían comida vegetariana. -«Ray nunca habría…» Interrumpió el pensamiento. Ray ya no estaba, y ahora tenía un nuevo compañero. Por fin la noche anterior, antes de acostarse, había leído su expediente.

– Solo ha sido una comida, Mitchell; no te lo tomes como si fuese una hecatombe. ¿Qué es esto?

Mia cogió el montón de hojas que había sobre su escritorio, idéntico al que Abe sostenía.

– Los nuevos listados de Kristen. Cumple sus promesas.

Pasó las páginas hasta llegar a una marcada con un Post-it verde fosforescente y ahogó una carcajada. Al principio de la lista se encontraba el nombre de la propia Kristen, en negrita y en cursiva, seguido del de su secretaria, los de tres fiscales más y el de su jefe, el mismísimo John Alden, escritos con fuente normal.

– Nos llevará horas repasar todo esto -dijo Abe al hojear el listado. Mia supo cuándo Abe vio el Post-it verde porque se ruborizó-. No tenía intenciones de ofenderla -comentó-, solo estaba sorprendido.

– Creo que lo ha comprendido. -Mia levantó la vista y observó a un desconocido cruzar la oficina. No lo había visto antes, pero se parecía demasiado a Abe para tratarse de un extraño-. Parece que tienes compañía.

Abe alzó la vista y una sonrisa iluminó su rostro. Mia reprimió un suspiro involuntario. Una sonrisa de Abe Reagan era suficiente para hacerle olvidar que se había propuesto no salir con policías. Pero se había dado cuenta de cómo miraba a Kristen. Abe tenía una ardua tarea por delante. Kristen Mayhew era dura de roer.

– ¡Sean! -exclamó Abe. Los dos hombres se abrazaron con torpeza y Abe miró a Mia con una mueca para que no se tomara aquello por lo que no era-. Es mi hermano Sean.

– Lo he deducido yo solita -dijo Mia en tono seco. El hermano de Abe era igual de moreno y atractivo que este pero lucía una alianza en el dedo.

– Pasaba por aquí -dijo Sean, y Abe soltó un bufido.

– ¿Desde cuándo te dejas caer por los barrios bajos? Mi hermano es corredor de bolsa -explicó.

– Desde que mamá me recomendó que no te perdiera de vista. Quiere estar segura de que te tratan bien. Papá no la deja venir a ella.

Abe frunció los labios.

– Me lo imagino. Me alegro de verte. ¿Qué tal está Ruth?

– Mejor desde que el bebé duerme toda la noche de un tirón.

Una sombra atravesó el rostro de Abe y fue reemplazada por una sonrisa tensa pero sincera.

– Bien, bien.

La sonrisa de Sean se desvaneció.

– Abe… El próximo sábado es el bautizo.

La sombra fugaz reapareció de nuevo, seguida por una sonrisa tensa.

– Allí estaré, te lo prometo.

– Lo sé. Es que… A Ruth le parece fatal, pero sus padres han invitado a Jim y a Sharon.

La sonrisa tirante se disipó y Abe apretó la mandíbula. Mia sabía que no debía escuchar la conversación, pero pensó que si hubieran deseado hablar en privado se habrían retirado a algún otro lugar. Los nombres de Jim y Sharon no aparecían en el expediente de Reagan pero parecían muy importantes.

– Dile a Ruth que no se preocupe -lo tranquilizó Abe-. Iré de todas formas. Por mi parte no habrá ningún problema. Seguro que la iglesia es lo bastante grande para que quepamos los tres.

Sean suspiró.

– Lo siento, Abe.

– No importa. -Abe forzó una sonrisa muy artificial-. De verdad.

– La buena noticia es que mamá está preparando una pierna de cerdo para asarla el domingo. Me ha pedido que te lo diga.

– Esta noche la llamaré y le diré que allí estaré.

Se hizo otro silencio corto durante el cual la pena crispó el rostro de Sean.

– Ruth y yo estuvimos en Willowdale el fin de semana pasado. Las rosas son muy bonitas.

Abe tragó saliva y Mia comprendió por qué. Willowdale era un cementerio y, según había leído en el expediente, hacía poco que Abe se había quedado viudo.

– Es la primera vez que me atrevo a ir.

Mia se preguntó cómo debía de sentirse uno al tener que ir de incógnito y no poder siquiera visitar la tumba de su esposa. La invadió un sentimiento de compasión y de respeto. Abe Reagan había renunciado a muchas cosas para someter a unos cuantos traficantes de drogas a la justicia.

Sean estrechó el brazo de Abe con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.

– Lo sé. Nos vemos el domingo.

– Gracias por venir -dijo Abe con voz apagada. En cuanto su hermano se marchó, se dejó caer en la silla y cogió el nuevo listado de Kristen.

Mia lo contempló impertérrita.

– Así que él es la oveja negra de la familia, ¿no? Negra pero rica.

Abe sofocó una risita.

– Imagínatelo. Todos los demás somos policías, y él se pasa el día jugándose el dinero.

– Así que tienes sangre azul.

– Sí. Mi padre era policía. Ahora está retirado, pero lo lleva en la sangre. Mi abuelo también lo fue. Y también lo es uno de mis hermanos. -Arqueó una ceja-. Aidan está soltero.

– No salgo con policías -aclaró Mia con una sonrisa.

– Una chica lista.

Mia frunció el entrecejo.

– Lo suficiente para darme cuenta de que Ruth es la esposa de Sean y de que Debra era la tuya y está enterrada en Willowdale. ¿Quiénes son Jim y Sharon?

Abe abrió los ojos, más sorprendido por el descaro de Mia que por su capacidad deductiva.

– Los padres de Debra -respondió-. No nos llevamos del todo bien. ¿Siempre eres tan entrometida?

– Ahora eres mi compañero -aclaró Mia-. ¿Cuánto tiempo hace que murió Debra?

– Depende de cómo se mire -respondió él, y suspiró al ver que ella arrugaba el entrecejo-. Debra resultó herida hace seis años. Técnicamente, la muerte cerebral se produjo antes de que la ambulancia entrara en urgencias. Y ya no despertó.

Eso no figuraba en el expediente.

– ¿Qué le ocurrió?

Poco a poco, el semblante de Abe se tornó inexpresivo.

– Le alcanzó una bala que iba dirigida a otra persona.

– ¿A quién? -preguntó Mia, como si Abe no lo llevara escrito en el rostro. Pobre hombre.

– A mí. Fue un cabrón con cierta debilidad por la venganza; yo había detenido a su hermano. -Tragó saliva con impaciencia-. Y el maldito cabrón tenía una puntería nefasta.

La compasión suavizó la mirada de Mia.

– ¿Y cuándo murió? Técnicamente.

– ¿Técnicamente? Hace un año.

– Lo siento -dijo ella.

Abe asintió con frialdad.

– Gracias.

– ¿De cuántos meses estaba embarazada?

Abe apretó los dientes y apartó la mirada.

– De ocho. Ocho jodidos meses.

Mia suspiró.

– ¿Sabes qué mierda le cayó al que mató a Ray? Le rebajaron la pena. Si se porta bien, lo tendremos paseándose por la calle dentro de dos años.

Abe alzó los ojos.

– Pues dentro de dos años lo estaremos esperando, Mitchell.

«A Ray le habrías gustado, Abe Reagan -pensó Mia-. A pesar de tu manía de hacerte el valiente y correr riesgos innecesarios.» De todas formas, ahora comprendía por qué Abe había expuesto su vida tantas veces. El dolor puede hacer que un hombre se comporte como no lo haría en otras circunstancias.

– ¿Tienes previsto hacer alguna proeza estúpida, del estilo de las de narcóticos?

Los labios de Abe se curvaron hacia arriba.

– No.

– Bien.

Jueves, 19 de febrero, 14.30 horas

Desde la furgoneta, observó a una anciana con uniforme de criada abrir la puerta y recoger la caja que él había dejado en el peldaño de la puerta después de llamar al timbre.

Puso en marcha el vehículo y esbozó una sonrisa de satisfacción. Dobló la esquina y entró en un callejón; bajó de la furgoneta de un salto y retiró el rótulo magnético, de forma que el que había estampado debajo quedó al descubierto. Se dirigió al otro lado e hizo lo propio. Luego enrolló los rótulos magnéticos, los guardó en la furgoneta y se sentó al volante.

Tenía que volver al trabajo, al que le daba de comer. Aunque el que de verdad le importaba comenzaba en cuanto se ponía el sol.

Jueves, 19 de febrero, 15.30 horas

Kristen estaba sentada en el interior de su coche, aterrorizada ante lo que estaba a punto de hacer. Mitchell y Reagan llegarían de un momento a otro. Y ella tendría que enfrentarse una vez más a los ojos acusadores de Sylvia Whitman.

Recordaba el día del juicio de Ramey. Hacía mucho frío, como en aquel momento. Las tres mujeres, vestidas con las clásicas prendas que llevaban a diario para ir a trabajar, parecían petrificadas y al borde de la náusea. Sus maridos o novios apenas lograban contener la furia que sentían al ver a Ramey sentado junto a su abogado defensor. Cada una de aquellas mujeres se enfrentó a los hechos y volvió a contar su historia con las manos fuertemente entrelazadas. Ninguna de ellas pudo ocultar la vergüenza que sentía. No eran capaces de mirar a nadie a los ojos. «Excepto a mí», pensó Kristen. Las tres fijaron la mirada en el rostro de Kristen, como si fuese su única ancla de salvación en toda la sala.

Qué valientes habían sido. Incluso cuando el abogado defensor las bombardeó a preguntas y minó su autoestima y su compostura. Ninguna de las tres se desmoronó. Hasta que el jurado leyó el veredicto y Ramey salió en libertad. Entonces se vinieron abajo.

Kristen exhaló un suspiró tembloroso. A ella le había ocurrido lo mismo. Y el abatimiento se había agravado aquella mañana, al ver el cadáver de Anthony Ramey con la pelvis destrozada.

No sentía indignación por el daño que había sufrido Ramey, ni pena por el dolor que experimentaría su familia ante la pérdida. Había negado aquella emoción mientras permanecía frente al cadáver junto a Mitchell y Reagan, pero luego, a solas, fue capaz de admitirla. Era muy simple… sentía satisfacción. Y gratitud.

Su humilde servidor había asesinado a un hombre que no merecía vivir y cuya muerte ella se negaba a lamentar. Estaba mal, pero era un sentimiento humano. Y, a fin de cuentas, ella era un ser humano.

Mitchell detuvo su sedán oscuro frente a ella; lo aparcó junto al bordillo y Kristen observó que se abría la puerta del acompañante y Reagan salía del coche, se erguía y se alisaba la corbata. Sintió un nudo en la garganta al ver sus hombros anchos, su figura esbelta y el atisbo casi imperceptible de barba en sus mejillas. Tragó saliva. Sí, aún era un ser humano.

Reagan miró la casa que se alzaba al final de la cuesta y luego volvió su mirada hacia ella. El corazón de Kristen obvió un latido al observar que el viento le revolvía el pelo oscuro y hacía ondear el bajo de su abrigo desabrochado. Una imagen magnífica, tenía que reconocerlo.

Aquello la obligaba a admitir algo más. La sangre aún le corría por las venas, su pulso era capaz de acelerarse por algo más que por el miedo. Le parecía ridículo. En especial, el no poder apartar la vista de sus ojos. Así que abrió la puerta en el mismo instante en que él se disponía a hacerlo. Bajó del coche sin ayuda e hizo un ademán de agradecimiento con la cabeza al ver su mano extendida.

– No es necesario -dijo en voz alta-. ¿Qué hay de nuevo?

Mia aguardaba en la acera.

– Hemos avisado a los parientes más cercanos. Acudirán a identificar los cadáveres durante las próximas horas. La madre de King ha estado a punto de romperme los tímpanos con sus gemidos y su novia casi le destroza a Abe su cara bonita con las uñas.

Abe alzó la vista al oír lo de su cara bonita.

– ¿Y nuestros amigos los Blade? -preguntó Kristen.

– Hemos dado con los familiares cercanos de dos de ellos. Nadie parece saber nada del tercero. -Mia frunció el entrecejo-. La novia de uno de ellos asegura que estaba con ella el 12 de enero y que al día siguiente desapareció. El hermano del segundo afirma que el 20 de enero se encontraba en casa y que al día siguiente desapareció. Una semana de diferencia.

Abe se encogió de hombros.

– Con suerte, el examen del forense nos proporcionará una estimación razonable de la fecha de la muerte. -Volvió a mirar al final de la cuesta-. ¿Estamos a punto?

– ¿Qué le preguntaréis a la señora Whitman? -quiso saber Kristen-. No sabemos qué día murió ninguno de ellos, así que no podemos pedirle que presente una coartada.

– No importa -dijo Abe-. Me interesa más ver cómo reacciona ante la noticia.

– Yo no esperaría lágrimas -replicó Kristen en tono rotundo.

– ¿De aflicción?

– De ningún tipo. Sylvia Whitman no es una mujer de lágrima fácil. -Kristen irguió la espalda-. Acabemos de una vez con esto.

Mia y Reagan se quedaron detrás y dejaron que fuese Kristen quien llamara al timbre. Sylvia Whitman abrió la puerta y mostró una expresión de desdén pero no de sorpresa.

– No parece sorprendida de verme, señora Whitman -aventuró Kristen en tono tranquilo.

– No lo estoy. -La mujer retrocedió-. Entren.

Mientras tenían lugar los saludos de rigor, Abe pensó que, aunque no podía decirse que la mujer los hubiese recibido con los brazos abiertos, al menos no les había ordenado que se marcharan. Durante el trayecto en coche, Mia lo había puesto al corriente de las consecuencias del juicio, de las mordaces cartas que el señor Whitman había enviado al jefe de Kristen pidiéndole que la despidiera por incompetente.

El hecho de que Kristen todavía se sentía culpable por no haber conseguido que condenaran a Ramey se hizo evidente en cuanto pisó la calle; el terror que experimentó al mirar la casa casi podía palparse. Sin embargo, una vez dentro recobró la compostura y mantuvo un semblante tan sereno como el de Whitman. Abe le reconoció el mérito.

– Perdonen que no les ofrezca té -dijo la señora Whitman mientras los conducía a la sala de estar. Abe escogió un asiento desde donde podía observar bien el rostro de Whitman. Cuando la noche anterior afirmó que una de las víctimas originales podría haber asesinado a todos los hombres hablaba en serio. Con el término «originales» se refería a las once víctimas cuyos nombres aparecían inscritos en mármol. Que los cinco hombres pudieran merecer ese final, no cambiaba el hecho de que los habían asesinado. Una de sus víctimas podría haber tramado el plan: matar al agresor y de paso eliminar a unos cuantos más que también lo merecían. Menuda ironía para la acusación.

Kristen, sentada, entrelazó las manos sobre el regazo.

– Estos son los detectives Reagan y Mitchell. Señora Whitman, ¿por qué no le sorprende verme? -preguntó Kristen con serenidad, lo cual llenó a Abe de orgullo.

La señora Whitman frunció los labios, se puso en pie y cogió un sobre de un escritorio. «Más sobres», pensó Abe. Sin pronunciar palabra, le entregó el sobre a Kristen, quien extrajo la carta y, sosteniéndola por un extremo, la ojeó y suspiró.

– «Mi querida señora Whitman» -leyó en voz alta-: «Lo que ha sufrido es indescriptible, así que no intentaré buscar palabras para expresarlo. Quiero que sepa que su torturador por fin ha recibido su merecido. Está muerto. Eso no le ayudará a recuperar lo que ha perdido, pero deseo que la ayude a seguir adelante con su vida.» -Levantó la vista-. «Su humilde servidor.»

– Entonces, ¿es verdad? -preguntó Whitman-. ¿Ramey ha muerto?

Kristen asintió.

– Sí. ¿Cuándo recibió esa carta, señora Whitman? ¿Y cómo le llegó?

– La he encontrado esta mañana en el felpudo, debajo del periódico.

«Después de que Kristen encontrara los regalitos en el maletero de su coche», pensó Abe. La secuencia temporal era interesante, y el medio por el que le había llegado la carta hacía difícil el rastreo. Se apostaba cualquier cosa a que no iban a encontrar huellas en la carta ni en el sobre; pero podían preguntarle al repartidor de periódicos la hora de la entrega.

– ¿Había algo más junto con la carta? -preguntó Abe, y Whitman lo miró impávida.

– No. Solo la carta y el sobre. ¿Por qué?

Kristen introdujo la carta en el sobre y se la entregó a Mia.

– Los detectives necesitan que les explique dónde se encontraba en el momento de la muerte de Ramey, señora Whitman.

Mia guardó la carta.

– Les agradeceremos a usted y a su marido que se acerquen a la comisaría y nos permitan tomar sus huellas dactilares. Así podremos comprobar que son distintas de las de la persona que escribió la carta.

– Les ahorraré tantas molestias, detectives -dijo Whitman con excesiva suavidad-. Si Ramey fue asesinado por la noche, yo me encontraba en casa sola. Nadie puede confirmar mi coartada. Yo no lo maté pero me quito el sombrero ante quien lo hizo.

– ¿Y el señor Whitman? -preguntó Kristen.

– No está. -Por un momento Abe creyó que Whitman iba a perder la compostura, pero se recuperó tras respirar hondo-. Solicitó el divorcio un año después del juicio.

– Necesitamos su dirección, señora -dijo Abe. Los ojos de Whitman emitieron un destello de dolor, enojo y humillación, y Abe la compadeció-. Lo siento.

Jueves, 19 de febrero, 18.00 horas

Si las entrevistas con Sylvia Whitman y Janet Briggs habían sido frías y formales, la conversación con Eileen Dorsey y su marido fue todo lo contrario. Los gritos retumbaban todavía en los oídos de Kristen, su corazón aún latía salvajemente.

– Ha sido de lo más agradable -ironizó Mia mientras se frotaba la frente con desaliento.

Kristen se recostó en el asiento del coche de alquiler. No lograba controlar el temblor de su cuerpo.

Oyó la voz de Reagan detrás de ella.

– ¿Estás bien, Kristen?

Dejó que el sonido de su voz, su cercanía, la invadiera. Notó que el temblor amainaba. No se permitió pararse a pensar cómo o por qué aquel hombre le hacía sentirse tan segura. De momento se limitaría a tomar lo que le ofrecía.

– Sí -respondió con una leve sonrisa-. Pero me alegro de que estuvierais allí. El hecho de ir acompañada de dos detectives armados me ha ayudado a mantenerlos a raya. Por lo menos ya sabemos que tienen una pistola.

Mia resopló.

– Tienen cincuenta, no una. Juro que nunca había visto a un particular con tantas armas juntas.

Reagan se desplazó para apoyar la cadera en el capó del coche de Mia.

– «Sí, tengo una pistola, detective» -parodió.

Kristen soltó una risita. Su nivel de adrenalina empezaba a disminuir. Reagan había imitado a la perfección a Stan Dorsey cuando, indignado, había depositado un enorme revólver encima de la mesa del comedor y, a continuación, dos semiautomáticos, un rifle de caza pintado de camuflaje y un AK-47. Luego, había abierto la puerta de un descomunal armero hecho a medida para mostrarles cuarenta armas más al tiempo que los miraba lleno de furia.

– Y lo cierto es que todas han sido disparadas recientemente -añadió Kristen con un hilo de voz. Aún le duraba el miedo que había sentido cuando Dorsey se había plantado delante de ella y le había confesado que todas las noches soñaba que dejaba a Ramey como un colador. Aseguró que él no había matado a aquel hijo de puta, pero que, de haberlo hecho, habría rezado para que fuera ella quien llevara la acusación; dada su ineptitud, seguro que estaría de vuelta en casa a la hora de cenar. Luego se le había encarado y había lanzado el último bombazo: ojalá Ramey la hubiera seguido a ella aquella noche; así sabría lo que quería decir ser una víctima.

Entonces Kristen había notado el calor de Reagan, quien se le había acercado por detrás. No la tocó, no dijo nada, pero algo en su rostro captó la atención de Dorsey e hizo que el hombre, con movimientos lentos y comedidos, retrocediera un paso y bajara los puños cerrados. Reagan extendió el brazo por encima de su hombro para entregarle a Dorsey una tarjeta al tiempo que le indicaba que llamase si sabía algo más.

Mia sacudió la cabeza.

– Me pregunto si los vecinos saben que viven al lado de un puto arsenal. Conque coleccionista, ¿eh? Qué listo.

Reagan se encogió de hombros.

– Están todos registrados. No infringen la ley.

– También han recibido una carta.

Kristen trató de apartar de su mente la mirada salvaje de Dorsey. Estaba lo bastante fuera de sí como para haber asesinado a alguien; pero era demasiado apasionado para haberlo hecho de una forma tan metódica.

– Como Janet Briggs -apuntó Mia.

– O nuestro humilde servidor contrató un servicio de entrega a domicilio verdaderamente discreto, o se ocupó él en persona -observó Abe-. Si las otras víctimas también han recibido una carta, en total son once. Alguien tiene que haber visto algo. Haremos un sondeo por el vecindario para ver si alguien recuerda algún coche o a alguien que merodeara por allí anoche.

– Buena idea. -Se oyó el móvil de Mia, un sonido sencillo y poco melodioso-. Sí. -Entrecerró los ojos-. ¿Cuándo?… Muy bien, allí estaremos. -Se guardó el teléfono en el bolsillo y los miró-. Spinnelli dice que tiene noticias del forense. Tenemos que reunirnos en su despacho cuanto antes. ¿Vienes, Kristen?

Kristen notó el rugido de su estómago.

– Sí, pero antes iré por algo para cenar. Anoche invitaste tú, detective. Hoy me toca a mí; iré a la cafetería de Owen a comprar comida y la llevaré al despacho de Spinnelli. Encárgate de que el forense no empiece antes de que yo llegue.

– ¿Qué comida tienen en esa cafetería? -preguntó Mia-. Por favor, dime que tienen carne.

Reagan meneó la cabeza.

– El curry indio estaba buenísimo.

– Yo necesito carne, Reagan. Si no, me quedaré anémica.

– Sí, sí. Me parece que tienes una anemia de caballo -le espetó él con un bufido.

Mia pasó por alto el comentario y se volvió hacia Kristen.

– Si en la cafetería de Owen tienen carne, yo me apunto.

Kristen sonrió.

– Suelo comer allí. ¿Quieres probar el pollo frito que preparan?

Mia suspiró.

– Es la mejor propuesta que me han hecho en todo el día.

Jueves, 19 de febrero, 18.15 horas

Zoe cerró su teléfono móvil.

– Bingo.

Scott bostezó.

– Esta noche he quedado, Richardson.

– Y yo. -Zoe anotó mentalmente que debía cancelar su cita.

Si se daba prisa podría tener la noticia lista para la edición de las diez. Vio pasar dos coches; el primero lo conducía la detective Mitchell y en el asiento del acompañante viajaba un hombre a quien no conocía pero con quien se hizo el firme propósito de intimar. Al volante del otro coche vio a Kristen Mayhew; iba sola.

– Ese no es su coche.

Scott volvió a bostezar.

– A lo mejor se lo ha cambiado.

– ¿Estás de broma? Le tiene mucho cariño a su viejo Toyota; además, aún puede tirar unos años. -Cuando Scott volvió la cabeza y la miró con expresión de desagrado, Zoe se encogió de hombros-. Conozco a su mecánico. Me cuenta cosas.

– Conversaciones íntimas, ¿eh? -se mofó Scott y Zoe se mordió la lengua. Le gustase o no, necesitaba a Scott para grabar las imágenes.

Sacó un espejito del bolso. El maquillaje se mantenía impecable.

– Además, ese coche lleva una pegatina de Avis en la ventanilla. Muévete, vamos a hacer una entrevista.

– ¿A quién? Tu heroína acaba de marcharse.

Zoe se abstuvo de responder. El día en que Mayhew fuera su heroína… Tal vez se hiciera rica gracias a ella, pero admirarla… nunca.

– ¿Es que no te fijas en nada? Ha entrado en tres casas con la detective Mitchell. ¿No quieres saber por qué? ¿No te pica la curiosidad?

– Ya me lo contarás tú -dijo Scott con voz cansina.

Las uñas de Zoe se clavaron en las palmas de sus manos.

– Me consta que esta casa pertenece a Eileen Dorsey. En la última vive Janet Briggs, y en la anterior, Sylvia Whitman. Las tres víctimas de Anthony Ramey -aclaró, y vio cómo el cámara abría los ojos como platos. Scott no era estúpido, solo estaba dolido porque meses atrás habían pasado una noche juntos y él había creído tontamente que aquello se convertiría en una relación formal; cuando se dio cuenta de su error, se puso hecho una fiera-. Así que ves las noticias -dijo, disimulando una sonrisa de satisfacción.

Scott se irguió.

– Ramey no ingresó en prisión. O ha vuelto a la carga o está muerto.

Zoe bajó de la furgoneta y se alisó la falda.

– Bueno, vamos a averiguarlo.

Jueves, 19 de febrero, 18.30 horas

– Kristen, me alegro de verte. -Vincent le entregó una bolsa marrón que sacó de detrás de la barra-. Tu pedido está listo.

Vincent ya trabajaba en la cafetería de Owen cuando ella empezó a frecuentarla. Era un hombre modesto y agradable. Todo el mundo lo apreciaba.

Un súbito estrépito hizo que ambos se echasen a temblar.

– ¿Cocinero nuevo? -preguntó Kristen.

– Durará dos días, como mucho.

Owen había contratado a tantos cocineros durante el último mes que Kristen ya no se esforzaba por recordar sus nombres.

– ¿Tienes noticias de Timothy?

– No. Espero que su abuela esté mejor. Owen anda muy ocupado últimamente con tanto cocinero sin experiencia.

– Si encontrásemos a alguien que ayudase a Timothy con los cuidados de su abuela, él podría volver.

Vincent se encogió de hombros.

– Owen se lo propuso, pero Timothy se negó. Ya sabes lo que le cuesta aceptar ayuda.

Kristen asintió.

– Sí, lo sé. -Timothy era un adulto altamente funcional con síndrome de Down leve; era orgulloso e independiente, y era muy propio de él rechazar la ayuda de Owen.

– ¿Qué es lo que sabes? -Owen emergió de la cocina; avanzaba secándose las manos en el paño que llevaba atado alrededor de su prominente talle. Era serio y cumplidor y preparaba un estofado de pollo para chuparse los dedos. Una sonrisa se dibujó en su rostro al verla-. No has venido a comer.

Kristen hizo una mueca.

– Ponme unas galletas saladas con crema de cacahuete.

Owen la miró con mala cara.

– Si no te alimentas bien, te pondrás enferma.

Kristen se llevó la mano al pecho.

– No te preocupes. He encargado comida para llevarla al despacho.

Owen examinó la libreta en la que anotaban los pedidos.

– ¿Tres raciones de pollo frito y tres de estofado?

Kristen se relamió.

– Y patatas con salsa de carne.

– Está todo anotado. ¿Qué haces esta noche? -Owen unió las dos asas de la bolsa en su brazo y se dirigió a la puerta de entrada.

– Tengo una reunión. Me he ofrecido a llevar la cena. -Abrió la puerta y se retembló mientras Owen, en mangas de camisa y sin inmutarse a pesar del frío, echaba un vistazo a la calle con el entrecejo fruncido-. Tengo el coche ahí. -Kristen señaló el coche de alquiler y una sonrisa radiante transfiguró el semblante de Owen.

– Al final me has hecho caso y te has deshecho de aquel trasto.

– No es viejo. Solo tiene muchos kilómetros. -Abrió la puerta trasera y depositó la bolsa en el asiento.

– Era un montón de chatarra. Cada vez que te veía con él, Vincent se ponía a rezar. Nos preocupaba que anduvieses por ahí de noche en esa carraca oxidada.

– Este coche es de alquiler. El mío está en el taller. -Kristen se mordió el labio después de soltar aquella mentira piadosa.

Owen volvió a poner mala cara.

– Es un montón de chatarra, Kristen. Cualquier noche te dejará tirada y… -Sacudió la cabeza, indignado-. Eres muy tozuda.

– Pero no tengo que pagar la letra del coche cada mes. Vuelve dentro, Owen. Hace mucho frío y te vas a poner enfermo.

Capítulo 7

Jueves, 19 de febrero, 19.00 horas

– ¿Dónde está Spinnelli? -Mia dejó la chaqueta sobre una silla, frente a la mesa alrededor de la cual se habían sentado la noche anterior.

Abe reparó en que alguien había llevado una pizarra para que anotasen en ella la información con que contaban. Sentada a la mesa había una joven ataviada con una bata blanca, y en la silla contigua estaba colgado el abrigo de Jack, aunque él no se encontraba en la sala. La joven se levantó y les tendió la mano.

– Soy Julia VanderBeck -dijo al tiempo que estrechaba la mano de Abe-. La forense.

Tenía unos treinta y cinco años, grandes ojos castaños y el pelo de color café con leche. Abe se dijo que era guapa y que debería sentir interés por ella. Pero no podía dejar de pensar en la piel de color marfil, los ojos verdes y el pelo rizado y voluminoso.

– Yo soy Abe Reagan. ¿Están los cinco cadáveres en el laboratorio?

– Sí, pero si no te importa esperaré a que llegue todo el mundo para no tener que explicar las cosas dos veces. -Hizo aquella observación en tono amable pero cansado.

Mia se dejó caer en la silla.

– ¿Dónde está Spinnelli? -repitió-. ¿Y Jack?

– Estamos aquí -dijo Spinnelli entrando por la puerta; sostenía una cazuela-. Tenemos visita. -Parecía divertido.

– Y una visita así es siempre bienvenida -añadió Jack, que apareció cargado de fiambreras.

Abe reconoció los platos y las fiambreras antes de oír la voz de su madre y de que esta irrumpiera en la sala.

– ¡Abe! -Le tiró del cuello para obligarlo a bajar la cabeza y estamparle un sonoro beso en la mejilla.

Él pasó por alto las sonrisitas burlonas de sus compañeros y la dejó hacer.

– Hola, mamá. -Ella lo miró sonriente; se la veía tan contenta que Abe no se atrevió a amonestarla. En vez de eso, también le sonrió. Sabía que se presentaría allí en cualquier momento. Según Sean, su padre no le permitía que fuera, pero Becca Reagan solía tomar sus propias decisiones-. ¿Qué has hecho?

– No me vengas con sermones -le espetó con una risita-. Llamé al teniente Spinnelli para que me diera el número de tu extensión y muy amablemente me informó de que hoy os quedaríais trabajando hasta tarde, para que no me preocupara.

Spinnelli destapó la cazuela y Abe percibió el olor del estofado de col desde la otra punta de la sala. Era uno de sus platos favoritos.

Spinnelli respiró hondo para deleitarse con el aroma.

– Tu madre se ha ofrecido a traernos algo de cenar. -Sonrió-. No he podido negarme.

Abe se agachó para besar a su madre en la mejilla.

– Gracias, mamá. -La mujer se ruborizó y Abe pensó que seguía igual de guapa que aquel día en que, siendo él pequeño, lo envió a la escuela con pastelitos de chocolate para celebrar su cumpleaños-. Eres un encanto.

– No me vengas con zalamerías. -Se apartó a toda prisa para sacar platos y cubiertos de plástico de la enorme bolsa que llevaba siempre consigo-. ¿Acaso crees que podía dejaros pasar hambre?

Mia estaba inclinada sobre la cazuela, aspirando el aroma.

– ¿Lleva carne?

La madre de Abe la miró ofendida.

– Claro. ¿No serás vegetariana, verdad, cariño? -añadió en tono preocupado.

Mia se echó a reír.

– No. Soy la detective Mia Mitchell. La nueva compañera de Abe.

La mujer la miró aún más preocupada.

– ¿Su compañera?

Mia soltó una risita y no pareció ofenderse.

– No se apure. Conmigo está a salvo.

Spinnelli asintió en señal de confianza.

– Mia sabe cuidarse.

Poco convencida, la madre de Abe se dirigió a la puerta.

– Bueno. Os dejo con vuestra reunión.

Mia llenó un plato de plástico de estofado hasta casi rebosar y se dirigió hacia Jack, quien retrocedió con las manos en alto en señal de rendición.

– Te acompaño abajo, mamá -dijo Abe.

Su madre se detuvo al final de la escalera.

– ¿Quién es la otra? -preguntó-. La de la bata blanca.

– Es la forense. -Abe tuvo que contener la risa al ver la cara de su madre-. Estoy seguro de que se ha lavado las manos antes de salir del depósito de cadáveres.

– Caramba. -La mujer se encogió de hombros-. Bueno, supongo que alguien tiene que ocuparse de esas cosas. ¿Qué tal te va con tu nueva compañera? -Lo miró sin levantar la cabeza-. Es muy mona.

Abe se echó a reír.

– Déjalo, mamá. No te empeñes. Si me enamorase, perdería el mundo de vista y no perseguiría a los malos.

La madre de Abe sonrió.

– En eso tienes razón. ¿Me devolverás los platos?

– El domingo, cuando vaya a probar tu asado; puede que antes.

– Ah, has hablado con Sean. -Su sonrisa menguó-. Entonces ya lo sabes.

Lo sabía. Había logrado no pensar en ello, sin embargo no había conseguido librarse del malestar que sentía. La idea de ver a Jim y a Sharon adquiría de nuevo protagonismo y le atenazaba el estómago. Nunca se había llevado bien con los padres de Debra; no obstante, la relación se había deteriorado hasta tornarse hostil hacia el final de la vida de su esposa. Apretó el brazo de su madre.

– No te preocupes. Te prometo que no les amargaré el bautizo a Sean y Ruth.

– Nunca he pensado que fueses a hacerlo, Abe. Pero prefería que lo supieras antes de que llegara el día.

El apoyo que la madre de Abe ofrecía a sus hijos era incondicional. Él la adoraba por ello.

– Estoy avisado. -Le dio un beso en la mejilla-. Gracias por la cena, mamá. Iré a verte en cuanto pueda.

La mujer le posó las manos en el rostro y ejerció cierta presión, lo cual obligó a Abe a seguir con el cuerpo inclinado para mantenerse a su alcance.

– Estoy muy contenta de que hayas cambiado de trabajo. -Suspiró llena de orgullo.

– Lo sé.

– Pienso en ti cada día.

Era esposa de un ex policía y madre de dos en activo. Estaba familiarizada con el peligro y convivía con él, pero la familia no llevaba nada bien que Abe se hubiese convertido en un agente encubierto, y él lo sabía. Al principio iba a verlos una vez al mes; pero, a medida que se implicaba en el trabajo, las visitas se iban espaciando. La última vez que se había arriesgado a ir a casa de sus padres fue la noche en que Debra murió. Ya hacía un año. Había acudido en secreto, amparándose en la oscuridad. Ahora todo aquello formaba parte del pasado y podía ver a su familia cuando quisiera.

– Lo sé, mamá. Estoy bien, de verdad.

La mujer no apartaba las manos y a Abe empezaba a dolerle el cuello en aquella postura tan incómoda; sin embargo, no hizo el menor intento de erguirse.

– Espero que no te haya puesto en un compromiso al venir esta noche. No he podido resistirme a la tentación.

– Te quiero, mamá. Has hecho muy bien en venir. -A la mujer le chispeaban los ojos y Abe hizo una mueca para restar solemnidad al momento-. De todas formas, no lo tomes por costumbre. Estos son peores que los bichos que andan sueltos por la calle. Llegaría un día en que no sabrías cómo quitártelos de encima.

La madre de Abe se echó a reír con voz trémula y lo soltó. A continuación señaló hacia la ventana que daba a la calle.

– Abe, ayuda a esa chica. Es menuda y no puede con tanto peso.

Kristen trataba de abrir la puerta con una mano mientras en la otra sostenía una gran bolsa de papel; de pronto Abe recordó que había ido a la cafetería a comprar la cena. Esperaba que no le importase congelarla. Dudaba de que alguien pudiera quedarse con hambre después de acabar con todo lo que había llevado su madre. Ni siquiera se le pasó por la cabeza que alguien pudiese preferir la comida preparada. Se apresuró a abrirle la puerta y le arrancó la bolsa de las manos.

– Ya la llevo yo.

Kristen movió los hombros para desentumecerlos.

– Gracias. No creía que pesase tanto; Owen me la ha acercado al coche. -Se volvió hacia la madre de Abe, quien aguardaba expectante a que este las presentara, y luego lo miró a él con gesto interrogatorio.

– Kristen, esta es mi madre, Becca Reagan. Mamá, esta es Kristen Mayhew. Trabaja en la fiscalía.

La madre de Abe miró a Kristen de arriba abajo.

– Por televisión pareces más alta -dijo.

Kristen le sonrió por cortesía.

– Es la primera persona que me lo dice. Gracias.

– A veces me entran ganas de estamparle un bofetón a esa reportera y enseñarle modales.

La sonrisa cortés de Kristen se tornó sincera.

– Eso es muy amable por su parte, señora Reagan. A mí me entran ganas de hacer lo mismo casi todos los días.

– Mi hija quiere estudiar derecho -dijo, pensativa.

– ¿Annie? -preguntó Abe, extrañado.

– No, Annie no. -La madre de Abe se volvió con un mohín-. Annie ya tiene una carrera. Me refiero a Rachel. Despierta, Abe.

– No puede ser. Aún es una niña.

Rachel había sido una sorpresa tardía para sus padres. De hecho, más bien les había dado un susto. Abe se llevaba veintidós años con su hermana pequeña, así que todos la consideraban como una hija.

– Ya tiene trece años -puntualizó su madre con aspereza-. Haz el favor de tenerlo en cuenta en mayo, cuando llegue su cumpleaños. No se te ocurra regalarle un peluche. Ya no tiene edad para eso.

Abe se quedó pasmado. No era posible que Rachel tuviese trece años. No podía ser. Las chicas de trece años empezaban a maquillarse, y a salir con chicos, y… Con más chicos. La idea le hizo estremecerse. Tenía que hablar largo y tendido con su hermana pequeña.

– ¿Y qué quiere para su cumpleaños?

– Dinero. -La madre de Abe miró a Kristen-. Dice que quiere ser abogada, como tú.

Kristen abrió los ojos como platos.

– ¿Como yo?

– Sí. Te ha visto por televisión. ¿Te importaría hablar un día con ella?

Kristen esbozó una sonrisa de satisfacción y Abe se quedó sin aliento. Ese gesto, pícaro y divertido, no se parecía a ninguno de los que había mostrado el rostro de Kristen hasta aquel momento.

– ¿Quiere que hable con ella de mi trabajo, señora Reagan?

– No lo sé. ¿A ti te parece buena idea?

Kristen se encogió de hombros.

– Depende del día. Pero claro que me gustaría hablar con ella. Su hijo tiene el teléfono de mi despacho.

«Su hijo.» Sonaba igual de formal que la manera en que se había dirigido a él durante todo el día, y también la noche anterior. Aquello empezaba a molestarle. Tenía un nombre de pila. A Mia, a Jack y a Marc los llamaba por los suyos. A la mierda tanta cortesía.

– Tenemos que irnos, mamá. Nos esperan para empezar la reunión. Conduce con cuidado.

La madre de Abe notó la aspereza de su tono y lo miró perpleja.

– Claro. No te olvides de devolverme los platos -dijo. Se despidió con un gesto de la mano y se marchó.

Kristen miró a Abe con recelo.

– ¿Qué platos?

– Los planes de la cena han cambiado. Mamá nos ha traído un poco de comida.

Mientras subía por la escalera, Kristen se fue desabrochando el abrigo.

– ¿Solo un poco?

– ¿Te gusta el pollo frito para desayunar?

Ella se encogió de hombros.

– Si no hay más remedio…

Jueves, 19 de febrero, 19.15 horas

Spinnelli daba cuenta del último bocado de su plato cuando entraron.

– Estaba a punto de enviar a una patrulla a buscaros.

– Pues yo no. -Mia lamió el tenedor-. Si no hubieseis vuelto, habría podido repetir.

– ¿Nos habéis dejado algo? -preguntó Abe mientras echaba un vistazo a la cazuela.

Mia hizo una mueca.

– Solo quedan verduritas.

Abe dejó la bolsa de papel de Kristen sobre la mesa y extrajo de ella dos recipientes de plástico.

– Bueno, empecemos. Julia, ¿qué puedes decirnos de los cadáveres?

Julia sacó un cuaderno.

– Han traído los cinco cadáveres esta tarde, hacia las dos.

Abe tendió a Kristen uno de los recipientes y tomó asiento junto a ella. Al notar el calor de su cuerpo, Kristen recordó cómo se había colocado tras ella en la casa de los Dorsey. En aquel momento le había dado seguridad. Sin embargo, ahora tenía la sensación de que invadía su espacio. Ocupaba parte de su sitio en la mesa, además del propio; pero le pareció descortés apartar la silla siquiera unos centímetros, así que permaneció donde estaba y trató de concentrarse en el asunto por el que se habían reunido. Julia tenía cinco nuevos cadáveres en el depósito. El culpable seguía en libertad y, probablemente, planeaba el sexto asesinato.

– ¿Han muerto de un disparo en la cabeza? -preguntó.

Julia negó con la cabeza.

– Ojalá fuese tan sencillo. La cosa es complicada, así que sacad los cuadernos. Hay cinco cadáveres. Los cinco muestran heridas de bala en la cabeza; sin embargo, dichas heridas solo fueron la causa de la muerte de los tres Blade. A Ramey y a King les dispararon después de muertos y con un arma distinta.

La chica acaparaba la atención de todos los presentes.

– A Ramey lo estrangularon. Los rayos X muestran que le oprimieron la laringe. He conseguido una buena fotografía de las marcas de la cadena. El asesino tiró con fuerza, las estrías están muy marcadas. -Le tendió una fotografía a Jack, quien la examinó antes de pasarla para que la vieran los demás-. Tal vez podría hacer incluso un modelo de escayola. Os tendré al corriente. Ramey también presentaba una fractura en la base del cráneo. Parece que el asesino lo golpeó con un objeto contundente antes de estrangularlo.

– ¿Tienes idea de qué tipo de objeto contundente pudo utilizar? -preguntó Mia.

– Todavía no. Os lo diré cuando lo sepa. Ramey no presenta heridas hechas en defensa propia y no tiene ningún resto debajo de las uñas. He encontrado residuos de metralla alrededor de la herida de bala de la cabeza. También he descubierto escoriaciones en las muñecas y en los tobillos.

– Así que golpeó a Ramey, lo ató, lo estranguló, le reventó los sesos y luego se lo llevó y lo enterró. -Spinnelli anotó los detalles en la pizarra con el entrecejo fruncido-. El disparo en la cabeza significa que lo mató dos veces. -Puso cara de exasperación ante las risitas que se oyeron en la sala-. Ya sabéis a qué me refiero.

– Una vez cobrada su venganza aún no tenía suficiente -dijo Reagan, pensativo-. Por eso lo llevó al lugar de la sepultura y volvió a agredirlo. No le bastaba con verlo muerto, así que le llenó de plomo la zona pélvica.

– Hemos examinado la tierra -intervino Jack- y hemos encontrado perdigones. Son iguales que los de King.

– Eso quiere decir que no utilizó silenciador -dijo Mia-. Alguien tuvo que oír algo.

Spinnelli asintió.

– Mañana haremos un sondeo por el área. -Atravesó la sala hasta la pizarra, trazó tres columnas y las tituló Ramey, Blade y King, respectivamente-. ¿Cuándo vieron a Ramey por última vez?

Mia abrió su libreta.

– Su madre afirma que lo vio por última vez el 3 de enero. Su novia dice lo mismo. Está segura porque esa noche la dejó plantada.

Kristen suspiró mientras Spinnelli anotaba la fecha en la columna correspondiente a Ramey; el chirrido del rotulador le ponía los nervios de punta. «Rayas azules.» Esa fue la noche en que se decidió por el papel de rayas azules, pero no retiró las muestras hasta dos noches más tarde, cuando volvió a sufrir insomnio y empezó a empapelar la habitación.

– Debió de colocar la caja de Ramey en el maletero aquella misma noche o, como muy tarde, la noche siguiente. -Se quedó mirando a Spinnelli, cuyo bigote se curvaba hacia abajo en un gesto de preocupación-. Fue entonces cuando retiré las muestras. Podéis preguntarles a los vecinos, por si alguien vio algo, pero a las once de la noche suelen estar todos acostados.

– ¿Qué muestras? -preguntó Julia, extrañada.

Spinnelli inclinó la cabeza hacia Kristen para indicar que le cedía la palabra. La chica exhaló un fuerte suspiro.

– El asesino me dejó unas cartas en el maletero del coche.

– Esa parte ya la conozco. Pero ¿de qué muestras hablas? -repitió Julia.

– En una de las cartas hace referencia a unas muestras de papel pintado que había en el salón de mi casa.

Julia se recostó en la silla con el entrecejo fruncido.

– ¿Te ha estado espiando?

– Eso parece. -Kristen notó que un escalofrío volvía a recorrerle la espalda-. No me mires así, Julia.

Después de dirigirle una mirada penetrante, Julia extrajo más fotos. Una de las láminas brillantes mostraba el rostro magullado de Ross King.

– Ross King presenta fuertes traumatismos en la cabeza y la zona de los hombros. -Sostuvo en alto una fotografía y señaló con el bolígrafo-. Hay fracturas detrás de la oreja derecha y en la sien izquierda. A juzgar por la forma del cardenal, diría que le asestaron un golpe con un bate de béisbol.

– King era entrenador -dijo Kristen en voz baja-. Otra vez el «ojo por ojo».

Reagan miró de cerca una de las fotografías.

– ¿Alguna astilla?

– No; ni rastro. Creo que debió de utilizar un bate de aluminio.

– ¿Lo golpeó hasta matarlo? -preguntó Mia.

Julia meneó la cabeza.

– No lo sé. No lo sabré hasta que no lo abra, pero podría ser que King muriese de un disparo en el pecho. -Sostuvo en alto otra foto, un primer plano ampliado de las suturas que recorrían el torso de King, y señaló una zona en forma de media luna a la que le faltaba la piel.

– Podría ser una herida de bala -convino Reagan.

– Me parece que ahí no acaba todo. -Julia le tendió la foto-. En la radiografía no aparece ninguna bala, pero le falta medio pulmón izquierdo. Tampoco existe ningún agujero por donde pudiera salir la bala. Por qué el asesino quiso recuperar la bala es asunto vuestro, no mío.

– ¿Y con qué lo cosió? -preguntó Spinnelli asomándose por encima del hombro de Reagan.

– Con hilo de algodón del que se encuentra en cualquier mercería.

– Una bala en la cabeza y otra en el corazón. -Kristen fijó la mirada en Julia. La conocía lo bastante como para saber que la cosa no acababa ahí-. ¿Qué más?

Julia le devolvió una mirada de preocupación.

– Le reventó las rodillas, Kristen. -Extrajo otra foto y se la entregó a Jack, que estaba sentado a su izquierda.

– Vimos las heridas cuando lo desenterramos -dijo Jack-, pero no sabíamos qué podía haberlas causado.

– Una bala -aclaró Julia-. He obtenido la información a partir de la radiografía, aún no he podido hacerle la autopsia. La imagen muestra que las dos rótulas están destrozadas; de hecho, pulverizadas. Apuntó a ellas directamente. No sé qué arma utilizó vuestro hombre, pero seguro que era potente.

– Inmovilizó a King de manera que no pudiese escapar -murmuró Kristen. Por algún motivo, aquello la dejó más preocupada que el propio asesinato.

Julia sacó otra serie de fotos.

– Es lo que yo pensaba. Un dato más para la pizarra, Marc. A los chicos de la banda los derribaron de un solo disparo en la frente. Al contrario de los otros, no presentan restos de pólvora ni golpes en la cabeza. Tampoco hay heridas defensivas de ningún tipo. -Levantó la vista y captó la mirada de Kristen-. Seguro que querréis oír la opinión de los expertos en balística, pero a juzgar por el orificio de entrada y de salida que presentan cada una de las víctimas, diría que el asesino les disparó desde arriba. Y, si tenemos en cuenta la ausencia de restos de pólvora, desde bastante distancia.

Mia se apoyó en el extremo opuesto de la mesa y observó las fotografías con expresión penetrante.

– ¿Qué distancia?

Julia se encogió de hombros.

– Unos seis metros, tal vez nueve.

– Podría haber eliminado los restos -apuntó Mia, pero por su tono se deducía que ni ella misma creía en esa posibilidad.

Kristen resopló. Ahora entendía por qué Julia parecía tan preocupada.

– No les golpeó primero, lo que significa que estaban conscientes cuando les disparó. Y no alcanzo a imaginar que ni siquiera el más joven de los Blade permitiera que lo derribaran sin defenderse. -Levantó la vista y topó con los ojos azules de Reagan clavados en su rostro; esa vez le resultaron extrañamente reconfortantes-. No lo vieron -concluyó con un hilo de voz-. Los acechó desde un tejado.

Reagan asintió con expresión seria y dijo lo que todos estaban pensando.

– Nos enfrentamos a un francotirador.

Mia se recostó en la silla.

– Que inmoviliza a sus víctimas de forma premeditada y luego las golpea hasta dejarlas sin sentido.

Kristen se estremeció; se había quedado helada a pesar del calor que despedía el cuerpo de Reagan junto a ella.

– Y me espía -murmuró.

Spinnelli tapó el rotulador.

– Mierda.

Jueves, 19 de febrero, 19.45 horas

Spinnelli había llenado la pizarra de anotaciones, pero Kristen tenía la sensación de que no habían hecho más que descubrir la punta del iceberg con respecto a su humilde servidor.

– Sabemos que asesinó a las víctimas en un lugar y luego las trasladó al interior de otro para tomar las instantáneas y despojar los cuerpos de cualquier prueba antes de desplazarlos al tercer escenario y enterrarlos.

Kristen observó los datos anotados en la pizarra. Le había aturdido el hecho de saber que quien la espiaba poseía un fusil y puntería de francotirador, pero un pedazo de tarta de limón y merengue de la madre de Reagan ayudaron a tranquilizarla. No tuvo más remedio que reconocer que cocinaba mejor que Owen.

– Te olvidas de las amputaciones pélvicas post mortem -dijo Mia en tono irónico.

Kristen suspiró.

– No, no podemos olvidarnos de eso.

Reagan volvió a sentarse y se cruzó de brazos.

– Con los asesinos actuó de forma limpia y eficiente. Los delincuentes sexuales no tuvieron tanta suerte.

– Tal vez también él haya sido víctima de alguna agresión -apuntó Jack.

– Él o algún miembro de su familia -respondió Spinnelli.

– O ambos -añadió Kristen en voz baja. Alzó la vista y la apartó al encontrarse con la de Reagan-. Los familiares también son víctimas, aunque de otro tipo.

Abe frunció el entrecejo. Su tono y la forma de esquivar su mirada denotaban algo especial.

– Stan Dorsey lo tiene bastante claro -dijo mientras se preguntaba si aún se sentía afectada por la conducta de Dorsey. Él sí; y eso que no era la primera vez que se encontraba con alguien así. La imagen de su mirada perturbada y de todas aquellas pistolas… No le entraba en la cabeza que Kristen Mayhew pudiera enfrentarse a aquello a diario.

Ella mostraba una sonrisa distante, frágil.

– Ya lo creo. -Se volvió hacia Mia para evitar mirar a Abe. A él le habría gustado aferrarla por los hombros y darle media vuelta, pero por supuesto no lo hizo-. ¿Qué ha dicho Miles Westphalen esta mañana? -preguntó Kristen.

Mia le lanzó una mirada a Abe por encima de la cabeza de Kristen antes de contestar.

– Piensa que nuestro hombre ha sufrido alguna experiencia traumática reciente que lo ha marcado. El crimen del que él o algún familiar suyo fue víctima tuvo lugar hace tiempo. Sin embargo, algún hecho reciente ha desencadenado la reacción. -Mia se volvió hacia Spinnelli y luego de nuevo hacia Kristen-. Miles me ha preguntado si te han asignado protección.

Kristen mantuvo la compostura.

– ¿Le parece que la necesito?

– Sí -dijo Mia, impertérrita.

Kristen repiqueteó con los dedos en el tablero de la mesa y acabó posando en él la mano plana. Abe no se habría percatado del ligero temblor de su mano si no la hubiese estado observando. No cabía duda de que era muy buena ante el tribunal; Kristen Mayhew era toda una experta en autocontrol.

– No he recibido ninguna amenaza específica.

– Yo que tú pediría que me asignaran protección, Kris -dijo Julia con sinceridad-. No me hace ninguna gracia pensar que te espía un francotirador.

Kristen apretó la mandíbula.

– Me ocuparé de eso a su debido tiempo. De momento, no pienso convertirme en una prisionera ni permitiré que me echen de mi propia casa. ¿Qué más ha dicho Westphalen?

Mia sabía cuándo debía dejar de insistir.

– Se ha interesado por las lápidas.

– Pues hablemos de eso -dijo Spinnelli-. Jack, ¿hay algo que comentar?

Julia se puso en pie.

– No dispondré de más información hasta que empiece mañana con las autopsias, y la canguro me está esperando en casa. ¿Me necesitáis para algo?

Spinnelli negó con la cabeza.

– Vete a casa, Julia. ¿Quieres un poco de tarta?

– No, gracias. Empezaré las autopsias a las nueve; lo digo por si alguien quiere venir. -Cogió el bolso y la libreta-. Buenas noches a todos.

– ¿Jack? -Spinnelli tamborileó en la mesa y Jack se volvió de repente.

– ¿Eh? -Le ardía el rostro-. Lo siento, ¿qué has dicho?

Abe se había dado cuenta de que Jack había seguido cada uno de los movimientos de Julia hasta que esta abandonó la sala. Estaba enamorado de ella, y Julia o no lo sabía o no le hacía caso. Pobre hombre.

Spinnelli pasó por alto su reacción.

– Las lápidas. ¿Qué has encontrado?

Jack carraspeó.

– Son de mármol. Las inscripciones están grabadas con chorro de arena y no a mano, lo cual tiene sentido. A mano habría necesitado una semana para cada una.

– ¿Con chorro de arena? -preguntó Kristen-. ¿Cómo se hace eso?

Jack se arrellanó en el asiento.

– Normalmente, el artesano crea una plantilla de caucho o de vitela, como si fuera el negativo de una fotografía, y recorta en ella lo que quiere inscribir. Luego coloca la plantilla en la superficie y le aplica el chorro de arena. Consiste en lanzar una ráfaga de arena fina contra la piedra, la cual lo corroe todo menos la plantilla. Cuando ha terminado, retira la plantilla y ahí está la inscripción. Sin embargo, cuando la inscripción es muy profunda, como en este caso, cuesta más retirar el material de la superficie.

Mia estaba impresionada.

– ¿Tú sabes hacerlo?

Jack la miró con una mueca.

– Dejé las manualidades cuando estuve a punto de perder el pulgar en un taller del instituto. No. He buscado la información en internet. Hay unos cuantos marmolistas en la zona, pero no creo que ese hombre encargara las lápidas. Me parece más probable que hiciera él las inscripciones. Por lo que he leído, si se cuenta con el equipo apropiado no es muy difícil.

– ¿Y de dónde podría haberlo sacado? -preguntó Spinnelli.

– Hay muy pocos fabricantes capaces de comercializar un equipo así. En la inscripción de King encontramos restos de la plantilla, y en el laboratorio dicen que no es caucho. Se trata de vitela. Eso acota las posibilidades.

– Tendré en cuenta esa información -dijo Mia-. Jack, mañana te pediré los nombres de las empresas y confeccionaré una lista de los clientes que tienen en Chicago.

– Tal vez adquirió el equipo hace mucho tiempo -observó Abe.

Mia asintió, pensativa.

– Tal vez. Pero el material tuvo que comprarlo en algún sitio. Lo investigaré. No creo que se pueda comprar un mármol de la calidad suficiente para hacer una lápida en una ferretería.

Spinnelli lo anotó en la pizarra.

– ¿Qué más?

– Todavía estamos analizando la ropa que encontramos en las cajas. Mañana por la mañana tendré parte de los resultados. También analizaremos mañana las notas que recibieron las víctimas de Ramey -dijo Jack-. Aunque me extrañaría que encontráramos algo.

Kristen suspiró.

– Aún tenemos que ir a ver a las víctimas de King y a los padres de los dos chiquillos a los que asesinaron los Blade.

Abe notaba que aquello le causaba pavor.

– Puedo ir yo solo, Kristen.

Ella negó con la cabeza justo en el momento en que él pensó que iba a hacerlo.

– No. Es algo que debo hacer. ¿Puedes esperar hasta las diez? A las nueve tengo que presentar peticiones. -Una versión electrónica del Canon de Pachelbel emergió de su móvil-. ¿Diga? Hola, John. Sí, casi hemos terminado. -De pronto palideció y, tras ponerse en pie de un salto, se acercó al televisor que había en una esquina-. Maldita sea. ¿Por qué canal?

Conectó el aparato y de inmediato apareció la imagen de Zoe Richardson retransmitiendo desde una calle que le resultaba familiar.

– Joder -gruñó Mia.

– Es una cerda asquerosa -masculló Jack.

Abe escrutó a Kristen, quien permanecía plantada delante de la pantalla observando las imágenes y sostenía el mando a distancia con una mano visiblemente temblorosa. Sin embargo, esta vez su rostro no denotaba miedo sino rabia. Entendía muy bien cómo se sentía. Richardson debía de haberla acechado durante toda la tarde, oculta en la penumbra, hasta que consiguió lo que tanto codiciaba.

«Y así termina el episodio más escalofriante de la vida de tres mujeres -oyeron decir a Richardson. A pesar de la brisa vespertina, no se le movía ni un pelo. La cámara acercó la imagen hasta obtener un primer plano de la casa de Sylvia Whitman-. Primero fueron víctimas de violación; luego la justicia les dio la espalda debido a lo que muchos califican de incompetencia por parte de la fiscalía del Estado. Sin embargo, hoy por fin han sido resarcidas. Hoy estas tres mujeres inocentes han recibido la visita de Kristen Mayhew, ayudante del fiscal del Estado, acompañada de dos detectives del Departamento de Policía de Chicago; ellos les han informado de que Anthony Ramey, el hombre que presuntamente las tenía aterrorizadas y del cual fueron víctimas, ha pagado el crimen con su vida.»

A continuación intervino la presentadora en tono grave y preocupado.

«¿Qué dice de todo esto la policía y la fiscalía del Estado, Zoe?»

«No hemos logrado obtener declaraciones de la policía esta tarde. Suponemos que están trabajando para descubrir la identidad del asesino de Ramey.»

«¿Han proporcionado más información esas mujeres? ¿Han dicho algo que pueda resultar útil a la policía?»

– Qué hija de puta -masculló Jack-. Solo nos faltan ayudas de este tipo.

– Por favor, que no diga nada de las cartas -masculló Mia con desesperación-. Que no se le ocurra mencionar las cartas. -Pero Richardson abrió mucho los ojos, como si acabara de recordar algo importante, y Mia golpeó la mesa con la palma de la mano-. ¡Mierda!

Kristen levantó la mano en señal de silencio y Mia apretó los dientes.

«Sí, Andrea. Las tres mujeres han recibido hoy una carta anónima en la que se les comunica que Ramey está muerto y que por fin se ha hecho justicia. -A Zoe le refulgían los ojos-. Las cartas las firma "Su humilde servidor". Les ha informado Zoe Richardson.»

La cámara volvió a enfocar el semblante adusto de Andrea, la presentadora.

«Gracias, Zoe. Aguardaremos ansiosos a obtener más detalles sobre esta impactante noticia. -De pronto su rostro se tornó alegre hasta el punto de resultar cómico-. Les dejamos con la programación habitual.»

Kristen apagó el televisor con brusquedad y durante un buen rato nadie abrió la boca.

– ¿Cómo se ha enterado? -preguntó al final Spinnelli; era obvio que se esforzaba al máximo por mantener la calma-. ¿Cómo diablos se ha enterado?

Kristen seguía mirando la pantalla oscura; a pesar de darles la espalda, su tensión era evidente.

– Nos ha seguido. -Se la oyó tragar saliva-. Me ha seguido. -Depositó el mando a distancia sobre el televisor con meticulosidad-. No puedo creerlo.

– Ya sabes que mi madre está dispuesta a darle una tunda -dijo Abe para romper el hielo-. Y sé por experiencia que cuando se enfada pega unos bofetones de miedo. -Suspiró en silencio al ver que Kristen relajaba los hombros y se volvía a mirarlo esbozando una tensa sonrisa.

– ¿Y cuántas veces has hecho enfadar a tu madre, detective Reagan? -preguntó.

Abe forzó una sonrisa.

– Más de las que recuerdo.

El gesto tenso de Kristen se tornó irónico.

– Eso me lo creo.

Spinnelli se pasó las manos por el rostro.

– Bueno, chicos, ya se ha descubierto el pastel. Convocaré una rueda de prensa para mañana. Abe, asegúrate de obtener información sobre dónde se encontraban las víctimas en el momento de los asesinatos; lo más precisa que puedas. Y averigua si entre ellas hay algún tirador de primera.

– ¿Además de Stan Dorsey? -preguntó Abe en tono seco, y Spinnelli alzó los ojos en señal de exasperación.

– Que Dios nos coja confesados. Quiero conocer todos los movimientos de Dorsey durante esos días. Revisaré la lista de policías y abogados para ver si alguno cuenta con la destreza suficiente como para haber efectuado los disparos. Mia, averigua lo que puedas sobre lo del chorro de arena. Con un poco de suerte Julia nos proporcionará más información después de las autopsias.

– ¿Y qué hacemos respecto a la siguiente víctima? -preguntó Kristen-. ¿Esperaremos a que aparezca otra caja en la puerta de mi casa?

Spinnelli negó con la cabeza.

– Mañana haré instalar cámaras de vigilancia alrededor de tu casa. Si vuelve a acercarse, lo sabremos.

Kristen agitó la cabeza con gesto rápido y resuelto.

– No me refería a eso. Sabemos que tiene predilección por los delincuentes sexuales. Puedo confeccionar una lista de todos los autores de ese tipo de delitos de quienes he llevado la acusación. Tal vez podamos pararle los pies.

Spinnelli asintió.

– Es una buena forma de empezar. Y, Kristen…

La fiscal lo miró con recelo.

– ¿Qué?

– ¿Tienes perro?

Ella negó con la cabeza.

– No.

– Pues te aconsejo que te compres uno.

– Y que sea grande -añadió Mia-. Nada de cachorros, aunque sean monísimos.

– Que ladre mucho. -Jack mostró los dientes-. Y que tenga grandes colmillos.

Kristen se volvió hacia Abe arqueando una de sus cejas pelirrojas.

– ¿Alguna otra recomendación?

Abe hizo una mueca de suficiencia.

– Cerbero completaría tu colección y haría buenas migas con Mefistófeles y Nostradamus.

Para su sorpresa, Kristen se echó a reír, y no con disimulo sino con una sonora carcajada y lágrimas en los ojos. El sonido de aquella risa atenazó el estómago de Abe.

Jueves, 19 de febrero, 21.00 horas

Zoe tapó el vino. Se había dado un buen baño y por fin había entrado en calor. Cuando fuese famosa, se iría a vivir a algún lugar cálido. Al carajo Chicago y aquel clima invernal que lo dejaba a uno más frío que un muerto.

«Muerto.» Sus labios se curvaron. Anthony Ramey estaba muerto y el Departamento de Policía de Chicago andaba tras la pista de un espía asesino. Y ella, Zoe Richardson, había comunicado el bombazo.

«Mayhew debe de estar subiéndose por las paredes -pensó con regocijo-. Qué maravilla.» Extrajo con cuidado la cinta de vídeo del reproductor. Esa grabación merecía ser guardada. Había empezado a escribir con esmero la fecha en la etiqueta cuando la sorprendieron unos fuertes golpes en la puerta de entrada. Observó por la mirilla y se inquietó un poco, pero enseguida ahuyentó aquella sensación.

Él no podía decir nada; no lo haría. Ella sí, podía desenmascararlo y lo haría. Lo tenía en sus manos como si fuese una marioneta. Abrió la puerta y puso cara de mosquita muerta.

– No te esperaba. ¿No has recibido mi mensaje cancelando la cita de esta noche?

Él empujó la puerta y la cerró de un fuerte golpe antes de aferrar a Zoe por los hombros. Su expresión era sombría y airada, y una vena le palpitaba en la sien. La excitación recorrió el cuerpo de Zoe hasta las puntas de los pies.

– ¿A qué coño estás jugando? -la increpó, zarandeándola.

Ella parpadeó mientras la boca se le hacía agua. Quién podía imaginarse el ímpetu que aquel hombre llevaba dentro.

– ¿A qué te refieres?

– «Les ha informado Zoe Richardson» -la parodió cruelmente. Volvió a zarandearla-. ¿A qué coño crees que estás jugando?

– Me haces daño.

Él la soltó al instante, pero su pecho seguía moviéndose como un fuelle. Ella lo miró a los ojos, ya despojada de todo fingimiento.

– Hago mi trabajo. Soy periodista y me dedico a informar.

– No me trates como si fuera uno de tus estúpidos adeptos -le espetó-. Ya sé que eres periodista. Pero ¿por qué sigues a Mayhew? ¿Tienes idea de los problemas que estás causando?

Ella se encogió de hombros con actitud despreocupada y cogió la copa de vino.

– Ese no es mi problema. ¿Te apetece un poco de vino? Es un chardonnay estupendo.

Él la miraba como si estuviese a punto de enloquecer.

– No te importa nada, ¿verdad? No te importa armar revuelo aunque eso suponga arruinar mi carrera.

Zoe esperaba que su sonrisa pareciera sincera.

– No veo la relación entre tu trabajo y el mío. -Desde luego la había, y Zoe contaba con ella. Se le acercó; era perfectamente consciente de cómo la seda se ceñía a su piel perfumada por el baño, de cómo la prenda se abría y dejaba al descubierto lo suficiente para que él posara sus ojos, ardientes y centelleantes, en el escote-. No te disgustes, cielo.

Se puso de puntillas y le estampó un beso en los labios fruncidos. Notó que relajaba los hombros un poco y que otra parte de su cuerpo se ponía bastante dura. «Es como quitarle un caramelo a un niño. Es una maravilla que los hombres sean tan previsibles», pensó.

– Sabías que yo era periodista antes de que consiguieras que nos presentaran. -Era ella quien había conseguido que los presentaran, pero el hecho de que él se creyera en desventaja formaba parte de la farsa. Le rozó la comisura de los labios con la lengua y notó cómo se estremecía-. Cuando nos conocimos, yo ya llevaba años informando sobre Mayhew, y seguí haciéndolo después de que te cansaras de mí y volvieras con tu mujer. -Lo besó y le dio un ligero mordisco-. Por cierto, ¿cómo está?

Él deslizó la mano por debajo del vestido y palpó la desnudez de su espalda.

– ¿Quién? -murmuró mientras bajaba la cabeza para que ella lo siguiera besando.

– Tu esposa, cariño -susurró ella.

– Durmiendo, probablemente. -Con la otra mano jugueteaba con los extremos del lazo entre sus pechos-. Y cuando está durmiendo no se despierta hasta que se hace de día.

Zoe depositó la copa a tientas en la mesita auxiliar y pasó el brazo por encima del hombro de él para correr el cerrojo de la puerta.

– Excelente.

Capítulo 8

Jueves, 19 de febrero, 21.00 horas

Kristen ajustó el retrovisor y miró a ambos lados antes de salir del aparcamiento. Se sentía sola y muy vulnerable. Se volvió para mirar atrás mientras se preguntaba si la estaría siguiendo. Y, si no era así, ¿qué debía de estar haciendo? ¿Quién sería la siguiente víctima del espía justiciero? Aferró el volante y entrecerró los ojos ante la luz cegadora de unos faros que se aproximaban. En el mundo había gente para todo; la mayoría andaba ocupada en actividades perfectamente legales. Sin embargo, por cada veinte ciudadanos honrados había uno que no lo era.

La suma de todos esos unos bastaba para garantizarle ocupación y ganancias durante el resto de su vida. Exhaló un suspiro que vio tornarse vapor antes de disiparse. Él andaba cerca; se encontraba en alguna parte acechando al tipo de turno.

Y, por alguna razón, le había hecho llegar los frutos de su trabajo.

Los frutos de su trabajo.

– Ya hablo igual que él -murmuró-. Es la pompa y solemnidad personificadas. -Se mordió el labio mientras volvía a levantar la cabeza para mirar por el retrovisor-. Pero enseña los dientes.

Aquello le hizo pensar en la expresión divertida de Jack al recomendarle que se comprara un perro con grandes colmillos. Sonrió. El equipo trataba por todos los medios de levantarle el ánimo, de aplacar su miedo. Todos la habían acompañado hasta el coche que acababa de alquilar; Mia, Jack y Marc. Y también Reagan. No podía olvidarse de Reagan, de sus profundos ojos azules y su irónico sentido del humor. Cerbero. Soltó una risita. El guardián de tres cabezas de las puertas del infierno; qué apropiado. Tal vez se decidiese a comprarse un perro, quizá durante el fin de semana. Un perro ladrador, nada de cachorros monísimos; y que tuviera grandes colmillos. Ah, y que no se comiera a los gatos.

Se entretuvo dándole vueltas a la idea durante todo el camino. Sin embargo, cuando se disponía a entrar en el recinto de su casa los alegres pensamientos se esfumaron y se encontró observando su propia vivienda con pavor.

Podía estar en cualquier parte. Además de pavor sentía enojo; le enfurecía que el miedo la obligara a permanecer sentada en el coche en el camino de entrada a su casa. Tenía miedo en su propia casa. Mierda.

Oyó unos golpecitos en la ventanilla y del bote que pegó casi atravesó el techo. Se llevó la mano al corazón y al volverse descubrió que Reagan la miraba con el gesto torcido. Él le indicó con un movimiento rotativo de los dedos que bajara la ventanilla. Al hacerlo, una ráfaga de aire helado le provocó un escalofrío.

– Estamos a diez grados bajo cero -susurró Reagan, consciente de que todas las ventanas de las casas estaban a oscuras-. Si ese hombre no te mata antes, te morirás de frío.

Ella lo miró con expresión de disgusto.

– En el coche se está bien. Bueno, se estaba bien.

– Pues a mí se me está congelando el trasero. Déjame las llaves.

– ¿Cómo dices?

Él metió la mano enguantada, con la palma hacia arriba, por el hueco de la ventanilla.

– Déjame las llaves para que compruebe que no hay nadie escondido en los armarios. Caray, Kristen, date prisa.

Ella extrajo de un tirón las llaves del contacto y se las estampó en la mano.

– No te he pedido que vinieras -dijo, pero sintió una tremenda y repentina alegría de que lo hubiese hecho. Maldiciendo la flojera de sus piernas, se dispuso a seguirlo por la acera.

– De nada -dijo Abe-. Tendrías que instalar una luz en la entrada.

– Ya lo hice -respondió; se estremeció al ver que Reagan no acertaba en la cerradura y la llave rozaba la puerta que tanto se había esmerado en pintar el otoño anterior-. Pero los vecinos se quejaron de que les impedía dormir y recogieron firmas para que la quitara.

Él se sacó una linterna del bolsillo del abrigo, iluminó la cerradura y abrió la puerta que daba a la cocina.

– A tus vecinos lo que les hace falta es que los espabilen. -Esperó a que ella entrase tras él y cerró la puerta-. Desconecta la alarma y quédate aquí.

– Sí, señor.

Él la miró de soslayo con una sonrisa ladeada y a Kristen el corazón volvió a latirle a ritmo galopante. Esta vez no era debido al miedo, o no al mismo tipo de miedo. Sin embargo, la rapidez y la fuerza del latido eran las mismas. Observó cómo la mueca se desvanecía al tiempo que empuñaba el arma.

– Quédate aquí -repitió, esta vez con suavidad-. Lo digo en serio.

– No soy estúpida -murmuró en cuanto se quedó sola en la cocina. Para entretenerse, dio de comer a los gatos y luego preparó té, deseando que el temblor de sus manos no hiciese tintinear la porcelana.

Ya había preparado y servido la infusión y él aún no había vuelto. Caminó de puntillas hacia el arco que dividía el comedor y se asomó. Reagan había dejado todas las luces encendidas a su paso, igual que la noche anterior; pero ella, a pesar de haberse quejado de lo que subiría la factura, no accionó ningún interruptor. Sospechaba que aquella noche ocurriría más o menos lo mismo.

Detrás de ella, la puerta se abrió y se cerró de golpe. Kristen ahogó un chillido al tiempo que la voz grave de Reagan retumbó en la cocina.

– ¡Caray! ¡Qué frío hace!

Se volvió y se lo encontró dando patadas en el suelo para sacudirse la nieve de los zapatos.

– Haz el favor de no darme estos sustos.

Abe levantó la vista con expresión sombría. Ella, muda como una tumba, sostenía con tal fuerza una taza de frágil porcelana que parecía soldada a sus manos. Aún llevaba puesto el abrigo, abrochado hasta el último botón a pesar de que la cocina estaba caldeada.

– Lo siento. No pretendía asustarte. -Arrojó las llaves a la encimera y, con más cuidado, depositó al lado el maletín con el portátil-. He subido la ventanilla y he cerrado la puerta del coche con llave.

Kristen respiró hondo.

– Gracias. ¿Por qué has tardado tanto?

Abe se guardó la linterna en el bolsillo del abrigo.

– He salido al patio por la puerta del sótano y he dado una vuelta alrededor de la casa.

– ¿Y?

Abe frunció los labios.

– Alguien más ha estado aquí. He encontrado huellas recientes en la nieve, cerca de las ventanas del sótano. ¿Qué guardas en el pequeño cobertizo del patio?

– Es un garaje, pero yo lo utilizo como trastero. ¿Por qué?

Él se encogió de hombros.

– Por curiosidad. Es un poco raro cerrar un trastero con candado. Alguien podría pensar que guardas cosas de valor.

Kristen esbozó una sonrisa trémula y por completo falsa. Abe había oído la espontaneidad de su risa verdadera y era capaz de reconocer como forzados todos los otros tipos de risa.

– Lo que para unos no es más que basura para otros es un tesoro -dijo ella con voz débil. Lo cual significaba que no tenía ninguna intención de revelarle lo que guardaba allí. Él se sintió un tanto herido. Kristen dejó la taza-. ¿Quieres un té?

Abe se la quedó mirando un instante. Era evidente que intentaba ser amable. El que él estuviera en la cocina de su casa hacía que se sintiese incómoda, de eso estaba seguro. Sin embargo, hacía sinceros esfuerzos por mostrarse hospitalaria. Lo mejor que podía hacer era dejarla en paz y permitirle satisfacer su obvia necesidad de descanso. No obstante, por algún motivo no era capaz de marcharse.

Quería volver a oír su risa; lo deseaba con tal intensidad que el ansia le producía malestar físico.

– Claro. Me ayudará a entrar en calor. -Abe se sentó a la mesa y se quitó los guantes y la bufanda-. ¿No piensas quitarte el abrigo?

Ella bajó la vista y pareció sorprenderse de llevarlo puesto todavía. Se despojó de la prenda con timidez y la depositó en el respaldo de una silla, pero no hizo ademán de quitarse la chaqueta del traje gris marengo.

– Gracias por seguirme hasta casa. -Se concentró en servir el té en un gran tazón que desentonaba por completo con su delicada taza-. Me daba miedo entrar sola, y eso me estaba poniendo furiosa. Te ha tocado pagar el pato. -Levantó la cabeza y lo miró a los ojos-. Lo siento.

Abe ladeó la cabeza y la observó depositar el tazón en la mesa, frente a él. No había apartado la vista al disculparse, lo cual le pareció encomiable.

– No te preocupes. Estoy acostumbrado a que las mujeres se enfurezcan y me hagan pagar las consecuencias. Tengo dos hermanas. Por favor, siéntate.

Kristen le obedeció, cohibida. Abe se preguntaba si siempre se sentía tan a disgusto en su propia casa o si la incomodidad la provocaba el hecho de que la acechara un espía homicida.

– Annie y Rachel, ¿verdad?

Él asintió, satisfecho de que recordase sus nombres.

– Y dos hermanos, Aidan y Sean. -Sopló para enfriar el té mientras agradecía el calor que el tazón transmitía a sus manos-. Aidan también es policía. Y mi padre lo era antes de jubilarse, al igual que todos sus amigos.

Ella entrecerró los ojos con perspicacia.

– Ahora lo entiendo. Perdona si te ha parecido que insistía en presentar a los policías como posibles sospechosos. Tendría que haber incluido al equipo de John desde el principio. Lo habría hecho si se me hubiera ocurrido, pero estoy muy acostumbrada a ir a mi aire. -Se presionó la nuca con las yemas de los dedos para masajearla-. No tenía intención de ofenderte.

– Me he mostrado demasiado susceptible. -Frunció los labios en una mueca-. En mi casa decir «asuntos internos» es peor que soltar un taco.

Ella esbozó una sonrisa breve pero sincera.

– Bueno, me alegro de que no haya ningún malentendido. -Su mirada se tornó severa-. No obstante, convendrás en que, al tratarse de un francotirador, las posibilidades de que se trate de un policía aumentan.

Abe asintió.

– Lo sé. Lo comprendí esta mañana, pero no me resulta fácil admitir que puede haber policías malos. -Kristen volvió a masajearse la nuca y él aferró el tazón templado para evitar relevarla en la tarea-. Suéltatelo.

Ella abrió los ojos como platos.

– ¿Cómo dices?

Él dio un sorbo de té.

– Que te sueltes el pelo. Las horquillas te provocan dolor de cabeza. Además, no es la primera vez que te veo con el pelo suelto, y estás en tu casa.

Tras vacilar un momento, Kristen le hizo caso. Extrajo gran cantidad de horquillas y su mata de pelo cayó sobre sus hombros. «No, "caer" no es la palabra más indicada», pensó él. Los bucles brotaron de su cabeza en todas direcciones, como impulsados por muelles. Él ahogó la risita en el té imaginando que a ella no le haría ninguna gracia saber lo que le rondaba por la cabeza.

– ¿Qué estás pensando?

Mientras pasaba los dedos entre los rizos, el rostro de Kristen se relajó. Abe apretó los dedos contra el tazón; se preguntaba si aquel pelo sería suave o áspero al tacto. Estaba seguro de que si alguna vez se atrevía a averiguarlo su aroma persistiría en sus manos. Abandonó sus pensamientos y sacudió la cabeza.

– Si te lo digo te enfadarás.

Ella adoptó una expresión de suficiencia.

– ¿Por qué? Si vas a decirme que soy igual que Annie la Huerfanita o que parece que haya metido los dedos en un enchufe no te preocupes; no será la primera vez.

– Me gusta.

Ella lo miró con recelo; sospechaba que mentía pero le pareció demasiado descortés decírselo.

– Gracias.

Guardaron silencio unos minutos mientras sorbían el té en la absoluta quietud de la cocina. Abe se preguntó si alguna vez se oía algo en casa de Kristen Mayhew. En casa de sus padres había habido siempre tanto alboroto que con frecuencia anhelaba el silencio; sin embargo, el de aquella casa resultaba demasiado agobiante. A pesar de que Kristen se había esmerado en la decoración de las habitaciones, la casa parecía desierta.

– ¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí? -le preguntó.

– Unos dos años. -Kristen miró a su alrededor con orgullo-. He disfrutado reformando la vivienda.

– Se te da muy bien la decoración -la alabó Abe, y ella sonrió con verdadero placer-. Mi hermana Annie es interiorista y regenta un negocio propio. Seguro que le encantaría enfrentarse al reto que supone decorar una casa tan antigua como esta.

– La construyeron en 1903. Cada vez que restauro una habitación, descubro el artesonado del techo. Aún no me he decidido a arreglar la cocina. Estoy esperando a que se estropee algún electrodoméstico, así tendré una excusa para cambiarlos todos. Pero, como no suelo cocinar, no creo que el horno me dé problemas, y el frigorífico parece a prueba de bombas.

– Annie los sacaría por esa puerta en menos que canta un gallo. Mi madre se resistió durante años a hacer obras en la cocina de casa, hasta que Annie la convenció. Mi madre se pasaba el día quejándose de que nadie tenía en cuenta su opinión, pero al final le encantó el resultado.

Los labios de Kristen se curvaron; a Abe el gesto le pareció melancólico.

– Tu madre parece muy agradable. Se preocupa por su pequeño.

– La hermana pequeña es Rachel -la corrigió.

Ella arqueó las cejas.

– Ah, claro. Rachel es la que quiere ser como yo. Tiene trece años, ¿verdad?

Abe se encogió de hombros con un ademán exagerado.

– Eso parece.

– Una sorpresa tardía, ¿no?

– Más bien la campanada del siglo. -La miró con una sonrisa-. Recuerdo que a todos nos consternó descubrir que nuestros padres aún mantenían relaciones. -Kristen se rio entre dientes pero no dijo nada. Al cabo de un minuto, el silencio volvía a resultar insoportable-. ¿Y tu familia? -le preguntó Abe ante su propia sorpresa-. ¿Vive cerca?

Ella negó con la cabeza.

– No.

Abe se inclinó un poco hacia delante mientras aguardaba a que prosiguiera.

– ¿Y?

Ella se echó hacia atrás con un movimiento tan imperceptible que Abe estaba seguro de que la chica no era consciente de haberse retirado. A propósito o no, guardaba las distancias.

– No, no tengo familia en Chicago.

Abe frunció el entrecejo. El tono de Kristen se había tornado alicaído, y su mirada, vacua.

– ¿Dónde? ¿En Kansas?

Al oír mencionar el estado del que procedía, los ojos de Kristen emitieron un centelleo. Depositó la taza en la mesa poco a poco.

– No. Gracias por escoltarme hasta casa, detective Reagan. Ha sido un día muy duro para ambos. -Dicho esto, se levantó.

Él, aunque a regañadientes, habría hecho lo mismo de no haber observado el temblor de las manos de ella justo antes de que las entrelazara detrás de la espalda. Al verla allí de pie, ataviada aún con el traje oscuro y los zapatos de tacón, se dijo que aquella era la misma imagen que mostraba en los tribunales; impenetrable.

Pero le temblaban las manos, así que permaneció sentado.

El día anterior había confesado que no tenía amigos. Ahora resultaba que no tenía familia cercana. Las dos veces que había echado un vistazo a la casa, le extrañó no encontrar fotos ni recuerdos, a excepción de los diplomas de la facultad de derecho colgados en la pared del despacho.

– Siéntate, Kristen. -Abe acercó la silla adonde ella seguía de pie-. Por favor.

Ella apretó la mandíbula y apartó la mirada.

– ¿Por qué?

– Porque tienes que estar agotada.

Ella negó con la cabeza y los rizos botaron al compás.

– No. ¿Por qué tienes tantas ganas de saber cosas de mi familia?

– Porque… la familia es importante.

Ella se volvió a mirarlo. Su expresión ya no revelaba furia sino cansancio.

– ¿Te llevas bien con tu familia, detective?

«Detective.» Estaba empeñada en mantenerlo a raya. Y él estaba empeñado en derribar el muro que había construido a su alrededor.

– No nos hemos visto mucho durante los últimos años; gajes del oficio. Pero sí, nos llevamos bien. Es mi familia.

– Pues me alegro. De verdad. Pero deberías saber que la mayoría de las personas se lleva mal con sus familiares, no hay mucha unión. Casi todas las familias tienen problemas.

– Eres demasiado joven para estar tan amargada.

Kristen se abatió.

– Tengo bastantes más años de los que crees.

Abe se levantó.

– Lo que creo es que estás cansadísima. Trata de dormir un poco.

Ella torció el gesto.

– «Que duermas bien, Kristen» -recitó con amargura-. Pues me parece que no voy a dormir bien. -En cuanto vio que se disponía a abrir la boca, levantó la mano para detenerlo-. No me lo digas.

– ¿El qué?

– Que me vaya a un hotel. Estoy en mi casa. No permitiré que me eche.

Abe cogió las tazas y las depositó en el fregadero.

– No pensaba en eso. Quería proponerte ir a la farmacia a comprar algo que te ayude a conciliar el sueño.

Ella cerró los ojos y con una mano se aferró al respaldo de la silla.

– ¿Por qué eres tan amable conmigo, detective?

Aquella era una buena pregunta. Tal vez porque parecía estar muy sola. Tal vez porque había descubierto que estaba asustada y que era vulnerable a pesar de mostrarse ante todo el mundo como valiente y segura de sí misma. Quizá porque no tenía vestidos de fiesta en el armario ni fotos de su familia en la mesilla de noche. O porque la encontraba fascinante y no lograba apartarla de sus pensamientos. Tal vez porque su risa le atenazaba el estómago.

– No lo sé -respondió muy serio-. ¿Por qué no me llamas por mi nombre?

Ella abrió los ojos de forma desmesurada. La pregunta la puso en guardia.

– No lo sé.

– Pues entonces estamos en paz.

Se puso el abrigo, consciente de que ella seguía todos los movimientos de sus manos mientras se lo abrochaba. Cuando llegó al botón del cuello, ella alzó los ojos hasta topar con los de él. Abe notó que su pregunta aún la inquietaba. Y le pareció bien. A él también le inquietaba la que ella había formulado.

– Mañana por la mañana pasaré a recogerte por el juzgado. Me gustaría hacer una visita a las otras víctimas originales antes de que las familias de los cinco asesinados aten cabos gracias a la noticia de esta noche y se pongan en contacto con tu amiga Richardson.

Kristen frunció los labios al oír mencionar a Richardson.

– Allí estaré.

Jueves, 19 de febrero, 22.30 horas

Tenía frío, mucho frío; le dolían las manos. Observó con ansia los guantes forrados de pelo que sobresalían de la bolsa. Enseguida iría por ellos. De momento tenía que contentarse con los de fina piel. Los más calentitos eran tan gruesos que no le permitirían notar el tacto del gatillo.

Avanzó un poco reptando y trató de acomodarse en el duro pavimento de hormigón. Luchó contra las ganas de mirar el reloj. No podía haber transcurrido más de una hora desde que había llegado. Durante las gélidas mañanas en que salía a cazar plumíferos, el tiempo que permanecía agazapado y oculto triplicaba a aquel. Bien podía aguardar un poco más para obtener una recompensa mucho más valiosa.

Esperaba que su invitado apareciese de un momento a otro. Ni siquiera había concebido la posibilidad de que Trevor Skinner no se presentara. El anzuelo era demasiado tentador, tanto que incluso alguien como Skinner se arriesgaría a acudir en plena noche a un lugar como aquel. Hacía ya varias semanas que había delimitado el territorio con estacas. La elección del escenario era fundamental. Y aquel lugar lo tenía todo. Un callejón oscuro y desierto. Unos almacenes. Un edificio abandonado de dos plantas con acceso difícil al tejado. Y un barrio lo bastante degradado como para desalentar a quien pudiera oír algún ruido y se le ocurriera salir a investigar.

Oyó el coche antes de verlo doblar la esquina; llevaba encendidas solo las luces de cruce. Aguardó y observó en silencio mientras Skinner salía de su Cadillac. Entonces asomó un poco la cabeza y echó un vistazo para asegurarse de que era el hombre al que estaba esperando.

Era él.

Con gesto rápido bajó la vista a las rodillas de la víctima apretó el gatillo -una vez, dos- y Skinner cayó con un alarido. Exactamente igual que King. Sintió que lo invadía la emoción del triunfo, pero enseguida la apartó de sí y se concentró en la imagen, en Skinner, de forma que cuando el hombre movió la mano disparó de nuevo. La mano de Skinner describió un arco y cayó inerte en el pavimento. Había pretendido sacar algo del bolsillo del abrigo, pero ya no podía.

Esperó medio minuto más hasta convencerse de que Skinner no se movía. Recogió deprisa sus cosas, incluidos los casquillos; hizo una mueca de dolor al quemarse la mano. La policía lo atraparía tarde o temprano, pero no pensaba facilitarle las cosas más de la cuenta. Al cabo de un minuto ya había descendido hasta la calle y guardaba los bártulos en el pequeño compartimento oculto en la parte trasera de su furgoneta. Si la policía registraba a fondo el vehículo, lo descubriría; sin embargo, a simple vista no se advertía más que la caja vacía de una furgoneta de reparto. Por fin miró el reloj para calcular el tiempo que le llevaría el resto de la operación. Descargó de la furgoneta la plataforma con ruedecillas que había fabricado expresamente para la ocasión. Bajó la rampa; hizo rodar la plataforma hasta el punto señalado; deslizó por la plataforma al hombre, que se retorcía de dolor, y lo ató boca abajo. Normalmente el cinturón de seguridad servía para salvar vidas, pensó mientras hacía caso omiso de Skinner, que entre gemidos insistía en saber quién era. Sus débiles amenazas de venganza solo sirvieron para arrancarle una sonrisa.

Nada de eso. Si alguien iba a vengarse aquella noche era él. Y también la mujer cuya brutal violación había quedado impune un año atrás. Renee Dexter.

Y, por supuesto, Leah.

Hizo rodar la plataforma por la rampa para subirla hasta la furgoneta y colocarla sobre el grueso plástico que había tendido en el suelo. Las manchas de sangre eran muy difíciles de eliminar de la fibra de las alfombras, y la policía contaba con medios para detectar los restos incluso después de haberlas limpiado a conciencia.

Para terminar, palpó los bolsillos de Skinner y extrajo un juego de llaves, una agenda electrónica y una pistola que parecía de juguete.

– ¿Por qué… por qué… haces esto? -preguntó Skinner con el semblante demudado en una mueca de agonía-. Llévate… la cartera… Por favor… Deja… que me vaya.

Él se rio entre dientes, cerró las puertas de la furgoneta, se metió la agenda electrónica en el bolsillo y lanzó las llaves de Skinner al asiento delantero del Cadillac. Abandonado y con las llaves a la vista, el coche habría desaparecido antes del amanecer.

Miró el reloj por última vez. Había tardado menos de siete minutos en llevar a cabo la segunda parte de la operación. Con King había tardado ocho minutos y veinte segundos. Se estaba superando.

Jueves, 19 de febrero, 22.30 horas

Desde el coche, Abe observó el edificio donde vivía, la fachada de oscuro hormigón que parecía fundirse con el cielo. Tenía veinte pisos. Él vivía en el decimoséptimo. En casa tenía una cama, una silla reclinable y televisión por cable; sintonizaba doscientos cincuenta canales. Sin embargo, llevaba más de seis meses sin encender el aparato. Su espacio era un caparazón vacío, un lugar al que solo acudía para dormir.

Exhaló un suspiro lleno de frustración. Tampoco en su espacio había fotografías de su familia. Estaban almacenadas en cajas, en el guardamuebles. Las había llevado allí el día en que entregó las llaves de la casa a los nuevos propietarios. La casa que había comprado con Debra tenía un patio con unos balancines y una habitación destinada al bebé que ella había empezado a decorar en color azul cielo.

Kristen Mayhew contaba con el pequeño cobertizo del patio trasero.

Él utilizaba el guardamuebles de Melrose Park. «Soy el hipócrita número uno», pensó.

Miró el reloj del salpicadero y luego los platos vacíos del asiento del acompañante. Su madre a veces se acostaba tarde, sobre todo cuando Aidan o su padre patrullaban de noche. «Como cuando lo hacía yo», pensó, recordando la cantidad de veces que había aparecido a la hora del desayuno tras acabar el turno y la había encontrado dormitando en su sillón favorito, cuando ya hacía horas que había terminado la película que había empezado a ver.

Sin volverse a mirar atrás, abandonó el recinto de su casa. Veinte minutos después penetraba en el de la casa de sus padres. La luz, cómo no, estaba encendida, y su llave aún servía para abrir la puerta de entrada. Había pasado mucho tiempo desde que se fue de allí de madrugada, antes de casarse con Debra. Allí estaba su madre, dormitando en su sillón favorito. Había cosas que no cambiaban nunca. Dejó los platos en el fregadero y la tapó con una manta. Pero ella se removió un poco y enseguida se despertó; al verlo se quedó estupefacta.

– ¿Qué ocurre?

Él se puso en cuclillas.

– Nada. Vengo a devolverte los platos.

Ella lo miró con recelo.

– Eso podía esperar hasta el domingo. ¿Qué ocurre?

Abe le tomó la mano y la entrelazó con la suya.

– Nada. Te echaba de menos.

Ella sonrió y le apretó la mano.

– Yo también. ¿Cómo ha ido la reunión?

– Ha sido muy larga. El estofado de col nos ha venido de maravilla.

– Me alegro. ¿Se burló alguien de ti porque tu madre te llevara la cena?

Él esbozó una sonrisa.

– ¡Qué va! De hecho, han propuesto que te unas al equipo.

Ella le devolvió la sonrisa y su expresión se tornó pícara.

– Y… ¿qué tal con la señorita Mayhew?

Abe se hizo el tonto, pero sabía perfectamente a qué se refería.

– Llegó demasiado tarde para probar el estofado. Mia se lo había terminado todo excepto las verduritas.

Su madre negó con la cabeza.

– No, no me refiero a eso. Es muy guapa. Y también inteligente.

Tendría que haberse imaginado que su vista de lince no iba a perderse ni un detalle del intercambio de miradas con Kristen.

– Sí, lo es.

– No te ha gustado nada que no te hiciese caso.

Lo conocía muy bien.

– No, no me ha gustado.

El semblante de la mujer adquirió serenidad.

– ¿Quieres que prepare un tentempié?

Abe la obligó a levantarse.

– No. Quiero que te vayas a la cama.

Ella hizo una mueca.

– Tu padre ronca.

– No es verdad. -Kyle Reagan apareció rascándose la abultada panza.

– ¡Sí! ¡Y mucho! -La voz desdeñosa procedía de detrás de la puerta cerrada del dormitorio de Rachel.

– ¿Se puede saber qué haces despierta a estas horas de la noche? -la amonestó su padre.

Rachel asomó la cabeza por la puerta y Abe se quedó perplejo al ver a su hermana pequeña vestida tan solo con una camiseta muy holgada. Había crecido mucho. «Dios mío. Tiene trece años y parece que tenga diecisiete», pensó. Se preguntó si su padre habría limpiado últimamente la pistola. Su morena cabellera lucía un peinado distinto y se observaban restos de rímel alrededor de sus ojos azules, que en aquel momento alzaba con un exagerado gesto de exasperación.

– Como si hubiera forma de dormir con todo este ruido -protestó-. Es imposible. -Observó detenidamente a Abe-. Hola, Abe. Me alegro de que hayas vuelto.

Seguro que quería algo. No podía haber cambiado tanto en tan solo un año.

– Hola, Rach.

– ¿Me conseguirás la entrevista o no?

Abe volvió a mirarla, perplejo.

– ¿A quién?

– Querrás decir «¿Con quién?» -lo corrigió en tono de superioridad. Esta vez fue Abe quien puso cara de exasperación.

– Muy bien, pues ¿con quién?

– Con Kristen Mayhew. Mamá dice que os lleváis muy bien.

Abe se estremeció al pensarlo.

– ¿Quieres entrevistar a Kristen Mayhew? ¿Con una cámara?

– No, con una cámara no. Con un bolígrafo. Tenemos que presentar un trabajo sobre la carrera que queremos estudiar y entrevistar a alguien que ejerza esa profesión. Yo quiero ser abogada, como la señorita Mayhew.

– A la porra con los abogados -gruñó Kyle-. Los policías nos dejamos la piel para atrapar a los criminales y esos abogados presuntuosos les consiguen la libertad.

Rachel sacudió la cabeza.

– Esta abogada es diferente, papá. Es la que ha condenado a más criminales de toda la oficina. -Rachel arqueó las cejas. A Abe le pareció que las llevaba mucho más depiladas que la última vez que él había estado en casa de sus padres-. Bueno, ¿qué? ¿Me conseguirás la entrevista o no?

«Si ni siquiera he sido capaz de conseguir que me llame por mi nombre», pensó Abe.

– No lo sé -respondió con sinceridad-. Pero puedo preguntarle qué le parece.

– El año pasado leyó un discurso en la ceremonia de graduación de la facultad de derecho de la Universidad de Chicago -explicó Rachel.

Kyle se dirigió a la cocina sin dejar de despotricar contra los abogados.

A Abe le costaba imaginarse la escena.

– ¿De verdad?

Rachel asintió y el gesto hizo que sus pendientes se zarandearan.

– He buscado en internet y he encontrado el discurso en una de las páginas de la universidad. Dice que orientar a los jóvenes es una de las mejores cosas que pueden hacer los profesionales para garantizar un futuro de éxito en todos los campos.

– ¿De verdad?

Rachel volvió a poner cara de estar perdiendo la paciencia y Abe descubrió a su madre tratando de disimular una sonrisa.

– Ahora resultará que en esta casa hay eco -dijo Rachel en un tono idéntico al que había utilizado su padre-. Sí, de verdad. Por eso me imagino que estará encantada de ayudar a una joven como yo. -Su expresión se suavizó hasta convertirse en una sonrisa a la que Abe no podría resistirse-. Venga, Abe. Por favor.

Abe exhaló un suspiro de impotencia.

– Se lo preguntaré, Rachel. Pero no te lleves un mal rato si dice que no. Siempre anda muy ocupada.

Rachel ladeó la cabeza en señal de complicidad.

– Podrías invitarla a comer el domingo. Mamá va a asar una pierna de cerdo enorme. Habrá suficiente para todos.

– No, no y no -dijo Abe con el entrecejo fruncido; pero no porque no le gustase la idea de sentarse a la mesa frente a Kristen, en casa de sus padres. Eso no le costaría nada. La mueca era debida a la mirada desdeñosa con que ella lo había obsequiado al rechazar su invitación-. ¿Te ha quedado bastante claro?

La emoción se desvaneció del rostro de Rachel.

– Bueno, pregúntale lo de la entrevista. Seguro que me pondrían un diez.

– Vale.

– Me parece que hace rato que deberías haberte acostado, cielo -dijo Becca.

Rachel, aunque a regañadientes, obedeció a su madre. Pero antes se puso de puntillas para darle un beso a Abe.

– Me alegro de que hayas venido -susurró-. Aunque no me consigas la entrevista.

Él la besó en la frente. Por lo general, era una buena chica.

– Yo también, pequeñaja. Haz el favor de irte a la cama, si no mañana te dormirás en clase.

Cuando la puerta del dormitorio de Rachel se cerró, la madre de Abe lo abrazó por la cintura.

– Se ha emocionado tanto al saber que conoces en persona a la señorita Mayhew… Yo le había aconsejado que esperara un poco para pedírtelo, pero ya sabes cómo es. Si quieres quedarte a dormir, tienes la cama preparada, Abe. Para desayunar, haré gofres; y de los buenos, no de esos congelados que no valen nada.

– A mí nunca me preparas gofres de los buenos -se quejó Kyle desde la cocina.

– No te convienen -le espetó su madre-. Estás a dieta.

Abe no pudo evitar esbozar una sonrisa al oír a su padre protestar entre dientes.

– No, mamá. Mañana tengo que estar muy temprano en el despacho. Solo quería verte un momento.

Su madre exhaló un suspiro y lo acompañó hasta la puerta.

– ¿Sigue en pie lo del domingo?

– Si no surge algo verdaderamente importante sobre el caso, sí.

Viernes, 20 de febrero, 1.00 horas

– ¿Por qué?

Lo preguntó con un grito agónico; era lo mínimo que se merecía aquel loco.

Él le dedicó una mirada glacial.

– Por Renee Dexter.

Skinner volvió la cabeza para seguirlo con la mirada mientras él escogía los utensilios; tenía los ojos desorbitados de terror.

– ¿Quién?

Él se detuvo. Centró su atención en la imagen patética de Skinner, que seguía amarrado con el cinturón. Ya no sangraba tanto, pero el traje de Armani había quedado empapado. Aquella sería la prenda más cara que embutiría en una caja, hasta el momento. Skinner intentaba visualizar la respuesta en su memoria mientras hacía esfuerzos por resistir.

– No te acuerdas de ella, ¿verdad?

– No. Mierda. ¿Dónde estoy? -gritó Skinner con dificultad-. ¿Quién eres?

Él se dio media vuelta e hizo caso omiso a las preguntas de Skinner.

– Renee Dexter era una estudiante de la universidad que volvía a casa en coche después de su jornada laboral; trabajaba a tiempo parcial en la biblioteca del campus. -Abrió un cajón y examinó el contenido-. Tuvo un problema con el coche y no llevaba móvil. -Eligió un objeto y lo sostuvo en alto para que Skinner lo viera antes de depositarlo en la mesa contigua. Se regocijó al ver su mirada vidriosa llena de terror-. ¿La recuerdas ahora?

– Oh, Dios -gimió Skinner mientras se retorcía para tratar de escapar-. Estás loco. Loco.

– Tal vez. Eso será Dios quien lo juzgue. -Empujó una carretilla que contenía un torno de banco y la situó a la altura de la cabeza de Skinner. Ajustó los extremos del torno a ambos lados de su cráneo y giró la manivela. Skinner se quejó-. Renee Dexter estaba aterrorizada. Tenía diecinueve años y estaba asustadísima. Un coche se detuvo y de él emergieron dos hombres de aspecto elegante; ella suspiró aliviada. Tenía miedo de que apareciera algún gamberro o algún criminal. Sin embargo, la suerte le sonreía; el destino había enviado a dos jóvenes agradables a su encuentro. -Volvió a girar la manivela y Skinner empezó a sollozar-. Por desgracia, los jóvenes agradables no eran tales, señor Skinner. Cuando a la mañana siguiente la policía dio con Renee Dexter, la chica iba esquivando coches por la carretera con las prendas rasgadas. Creyeron que estaba bebida, pero no era así. ¿Mejora su memoria, señor Skinner?

– ¿Por qué? -dijo Skinner entre sollozos-. ¿Por qué me haces esto?

Su semblante se demudó.

– Qué ironía. Renee preguntó exactamente lo mismo a aquellos dos jóvenes cuando se abalanzaron sobre ella aquella noche para violarla por turnos. Luego contó que ellos se habían reído y le habían respondido: «Porque podemos». La policía logró detener a los dos hombres gracias a la descripción que proporcionó Renee desde la cama del hospital y a los cargos archivados en la fiscalía del Estado. -Alzó el arma que había elegido y la volvió a ambos lados para observar su brillo bajo la lámpara-. Y ahí es donde aparece usted, señor Skinner. -Se rio con escarnio mientras veía en la mirada de Skinner que el hombre había caído en la cuenta-. Veo que ya se acuerda.

– Tú… No estabas allí.

– ¿Está seguro, señor Skinner? ¿Está completamente seguro? Se sentaba en la misma mesa que aquellos dos animales. -La voz le temblaba de rabia-. Y cuando Renee subió a prestar declaración, usted se ensañó agrediéndola por segunda vez. No con los puños o con… -hizo un ademán para señalar las partes bajas de Skinner-, pero la agredió. Dijo que era una chica aficionada a las fiestas y que aquellos jóvenes la habían conocido el fin de semana anterior. No era cierto. Y que ella los había citado. Tampoco era cierto. Un análisis demostró que la muchacha había consumido marihuana durante las dos semanas anteriores, lo cual confirmaba el tipo de mujer que era. Así que usted concluyó que era ella quien había buscado que aquello ocurriera y que les había permitido que lo hicieran para después acusarlos falsamente. -Se inclinó sobre él con el cuerpo temblándole de furia-. ¿Se acuerda ahora, señor Skinner?

– Yo…

– Responda a la pregunta, señor Skinner, ¿sí o no?

Skinner gimió.

– ¡Dios mío!

Él tensó el aparato.

– Ahora no se siente tan cómodo, ¿verdad, señor Skinner? He meditado sobre esto durante mucho tiempo. Esos animales quedaron en libertad porque usted presentó a Renee Dexter como una chica de moral libertina. Cuando trató de defenderse le tendió trampas para que se contradijera una y otra vez hasta que se quedó sin habla. -Había recobrado la calma y estaba preparado para hacer lo que debía-. Pues ahora sabrá lo que es quedarse sin habla, señor Skinner.

Viernes, 20 de febrero, 3.45 horas

Zoe se quitó de encima la sábana.

– ¡Arriba! -Lo aferró por el hombro y lo agitó con impaciencia-. ¡Levántate y espabila, grandullón! Es hora de que te marches a casa.

Él se volvió boca arriba y la miró con ojos legañosos.

– ¿Qué hora es?

– Casi las cuatro. El despertador de tu mujer sonará en menos de dos horas y media.

Él abrió los ojos de golpe.

– Mierda. -Se levantó de inmediato y cogió los calzoncillos-. ¿Por qué narices has permitido que me durmiera?

Zoe apartó la mirada con la excusa de recoger los objetos que se le habían caído de los bolsillos. Cuando logró controlar el destello de sus ojos, se volvió hacia él con todas sus pertenencias en las manos.

– Porque yo también me he quedado dormida. -Le dedicó una sonrisa seductora-. Me has dejado exhausta.

Él levantó la cabeza tras remeterse la camisa en los pantalones y se la quedó mirando con expresión engreída. Se lo había ganado, así que de momento Zoe permitió que se creciera.

– Follas de maravilla.

Ella frotó sus labios contra los de él.

– Mmm, Lo sé. Pero es hora de que te marches a casa.

– Ya me voy. ¿Quieres que quedemos esta noche?

«No si puedo evitarlo», pensó. De todos modos, le sonrió.

– Me encantaría. -Si todo iba bien, al atardecer estaría enfrascadísima en aquel caso cuyo interés aumentaba con cada nuevo chisme que llegaba a sus oídos.

Él le sostuvo la barbilla entre sus dedos y le estampó un fugaz beso en los labios.

– Luego te llamo.

Ella lo acompañó a la puerta.

– Claro.

En cuanto hubo salido, cerró la puerta y corrió el cerrojo. Una sonrisa de oreja a oreja se dibujó en su rostro.

Se preguntaba si él sabía que hablaba en sueños. Imaginaba que su esposa sí.

Descolgó el teléfono.

– Scott… Pues claro que sé qué hora es. Quedamos en la estación dentro de una hora. El día promete.

Capítulo 9

Viernes, 20 de febrero, 8.30 horas

– Tienes mala cara, cariño.

Kristen levantó la vista del montón de papeles que inundaba su escritorio. Se la veía agotada. La secretaria de John la observaba desde la puerta de su despacho con cara de preocupación y una pila de carpetas en las manos.

– Muchas gracias, Lois. -Miró con recelo las carpetas-. No me digas que todo eso es para mí.

– Me temo que sí. -Lois soltó la pila en el escritorio y se llevó las manos a las caderas-. ¿Has dormido esta noche?

«No he pegado ojo.»

– Un poco. -Desenroscó la tapa del termo que Owen había llenado de café aquella mañana y se sirvió otra taza-. Pero tengo suficiente café para mantenerme despierta.

– ¿Ha habido más cartas?

Kristen negó con la cabeza mientras pensaba en las huellas que Reagan había descubierto en la nieve, alrededor de su casa.

– No, pero no tardarán en llegar. Es solo cuestión de tiempo.

Su compañero, el también fiscal Greg Wilson, asomó la cabeza por la puerta.

– ¿Se lo has preguntado, Lois?

Lois se volvió con mala cara.

– Estaba a punto de hacerlo.

Greg entró tranquilamente en el despacho. Acababa de cumplir los cuarenta, sin embargo conservaba un aspecto atractivo y juvenil que hacía que a todas las mujeres de la oficina se les cayera la baba de admiración y, al mismo tiempo, se les pusiera el pelo verde de pura envidia.

– Todos estamos preocupados por ti, Kristen.

Aquella confesión la irritó.

– Sé cuidarme, Greg.

Él agitó la mano en el aire haciendo caso omiso de sus palabras.

– Vente a casa. Desde que mi suegra se escapó con aquel hombre del bingo tenemos una habitación libre.

Kristen se quedó boquiabierta.

– ¿Qué?

– Sí, mi suegra conoció a ese tipo y…

Kristen sacudió la cabeza, tanto para aclarar sus ideas como para obligarlo a callarse.

– No… ¿Me estás diciendo que me vaya a vivir contigo?

– Todos sabemos que vives sola -se apresuró a explicar Lois-. Y nos jugamos al palito más largo quién iba a proponértelo.

Kristen los miró con recelo.

– Y perdiste tú, ¿no, Greg?

– No. Yo gané. Quiero que te vengas a casa. Por lo menos hasta que todo esto se calme.

Kristen, emocionada, logró esbozar una sonrisa.

– Creo que a tu mujer no le parecería muy bien.

– Fue ella quien tuvo la idea.

Kristen abrió los ojos como platos.

– ¿Le has contado lo de las cartas?

Greg frunció el entrecejo.

– Claro que no. Le he dicho que estabas haciendo obras en casa y que necesitabas alojarte unos días en otro sitio. -Su expresión se tornó algo tímida-. Anoche vio a Richardson por la tele, y esta mañana, durante el desayuno, me ha preguntado abiertamente si lo tuyo tenía algo que ver. Pero no le he contado nada. ¿Qué dices?

Kristen se los quedó mirando a ambos; la contemplaban con expresión de sincera preocupación, lo cual la conmovió un poco. Hacía mucho tiempo que nadie se tomaba la molestia de cuidar de ella. Bueno, en realidad no hacía tanto. Reagan lo había hecho la noche anterior.

– Digo que es un gesto muy amable.

Greg hizo un mohín.

– ¿Pero…?

– Pero no puedo permitir que me echen de mi casa. Además, el teniente Spinnelli ordenará que me instalen una cámara hoy mismo.

Greg se resignó.

– Creo que te equivocas.

Kristen les sonrió.

– Gracias. De verdad.

Lois se inclinó sobre el escritorio para darle un breve abrazo y Kristen se puso tensa. Hacía mucho tiempo que no le demostraban cariño, y aún hacía más tiempo que nadie le daba un abrazo de ningún tipo. Lois se apartó enseguida, con un ligero rubor en las mejillas, pero no se disculpó por aquel gesto espontáneo.

– Si podemos ayudarte, dínoslo, Kristen.

– Lo haré; os lo prometo. -Kristen se esforzó por que su tono sonase liviano y compensar así la negativa-. Me queda menos de una hora para revisar todos estos informes antes de marcharme al juzgado.

Lois salió meneando la cabeza. Greg se detuvo en la puerta para hacer un último comentario. Su semblante, habitualmente afable, aparecía sombrío.

– Kris, estamos realmente preocupados. No subestimes a ese tipo.

Ella lo miró a los ojos.

– No lo haré.

Luego, volvió a sentarse y se quedó mirando las carpetas que se habían sumado a su carga de trabajo. Al cabo de un momento, se espabiló y abrió la primera carpeta de la pila. Suspiró. Otro caso de violación.

Había días mejores y días peores. Todo apuntaba a que aquel iba a ser del segundo tipo.

Viernes, 20 de febrero, 11.00 horas

– Gracias por esperarme.

Abe miró a Kristen, que viajaba en el asiento del acompañante. Eran las primeras palabras que pronunciaba desde que se había subido al todoterreno con el abrigo desabrochado y las mejillas encendidas debido a una mezcla de frío y trabajo excesivo. Había bajado la escalera del juzgado tan deprisa que, teniendo en cuenta que llevaba zapatos de tacón alto, a Abe le había extrañado que no tropezase y se cayera. Durante los veinte primeros minutos de trayecto no hizo más que volverse a mirar atrás, nerviosa, hasta que se convenció de que Zoe Richardson no los seguía; aunque lo hubiese intentado, haría unos cuantos kilómetros que la habrían dejado atrás.

Ahora permanecía inmóvil, con los ojos posados en el paisaje del pequeño barrio periférico en el que vivía la primera joven víctima de Ross King.

– No te preocupes -la tranquilizó Abe-. He aprovechado para hacer unas cuantas llamadas.

Pasó medio minuto antes de que ella susurrara:

– ¿Hay novedades?

– Jack ha encontrado restos de leche en polvo en el interior de una de las cajas. Un dos por ciento.

Kristen ni siquiera pestañeó; seguía con los ojos pegados a la ventanilla.

– ¿Os extraña encontrar leche en cajas para transportar leche?

– No, pero quiere decir que las han utilizado para eso hace poco.

– Así que está en contacto con una persona o con una empresa que recibe partidas de leche.

– Sí; a no ser que las utilice para colocar encima el equipo de música.

– Podría haberlas recogido de la basura.

Abe se encogió de hombros, se sentía un poco turbado ante el poco ánimo de Kristen. Aquella mañana le había ocurrido algo, pero no tenía claro que confiara en él lo bastante como para sincerarse.

– Tal vez, pero al menos tenemos otra pieza del rompecabezas. Jack también ha encontrado trocitos de mármol en todas las cajas, lo cual no es de extrañar si tenemos en cuenta que el asesino colocó losetas de ese material en el fondo.

Aparcó el todoterreno junto al bordillo, enfrente de su primer destino.

– ¿Piensas contarme lo que ha ocurrido? -le preguntó con aspereza. Kristen se puso tensa-. ¿Alguna otra carta?

Kristen se volvió de súbito; sus ojos verdes expresaban enfado y agitación.

– No. Te lo habría dicho. No soy idiota, detective.

Él tenía ganas de acariciarla, de tranquilizarla, pero por supuesto no lo hizo.

– Entonces, ¿qué es?

Su mirada se aplacó.

– Hoy he tenido otro caso de agresión sexual. La víctima y su padre me estaban esperando en la puerta del despacho cuando he salido de la reunión para presentar peticiones.

Eso explicaba su tensión cuando lo llamó al móvil para decirle que tardaría media hora más de lo previsto. Sin embargo, él no dijo nada, aguardó a que continuara. Y ella lo hizo unos instantes después, tras relajar los hombros con gesto de agotamiento.

– La chica ha irrumpido en mi despacho; le aterrorizaba tener que declarar. Y a su padre no se le ha ocurrido nada mejor que amenazarla si no lo hacía. Ha dicho que no descansaría hasta ver a ese pedazo de escoria entre rejas.

– Su declaración no resultará muy convincente si el jurado sabe que actúa bajo coacción.

Kristen se volvió a mirar la casa al otro lado de la acera.

– No; aunque a mí me parece que dice la verdad. Por si fuera poco, no hay muchas señales físicas que lo demuestren. Me toca a mí decidir si tenemos pruebas suficientes para presentar cargos contra el hombre a quien acusa.

– Y si lo haces, tendrás que obligarla a subir al estrado. -Siguió con su mirada la de Kristen y la posó en la casa-. Como a los chicos del caso de King.

Ella exhaló un largo y profundo suspiro.

– Y como en el caso de Ramey y en todos los demás. Cada vez que una víctima de agresión sexual se presenta ante el tribunal, revive los hechos.

– Tal vez les sirva para que las heridas cicatricen, para olvidar lo ocurrido y seguir adelante con sus vidas.

Kristen se volvió y lo miró a los ojos. Su expresión, repleta de aflicción, pesar y vulnerabilidad, lo atenazó.

– No lo olvidarán nunca -dijo con un hilo de voz-. Tal vez las heridas cicatricen y ellas consigan salir adelante con sus vidas, pero nunca, nunca olvidarán lo ocurrido. -Abrió la puerta del coche y se bajó de un salto-. Vamos a terminar de una vez con esto -dijo sin volverse a mirarlo de nuevo.

Abe se quedó pasmado y no pudo hacer más que contemplarla desde su asiento mientras ella se aproximaba a la casa. Por fin reaccionó y la alcanzó.

– Kristen…

Con un ademán severo y resuelto, ella dio por terminada la conversación. De todas formas, Abe no sabía qué decir.

Kristen señaló el camino de entrada a la casa.

– Los Reston tienen compañía -observó.

Era cierto. Había coches aparcados en el camino y también junto al bordillo opuesto.

– El señor Reston fue el interlocutor. El matrimonio se mantuvo unido -explicó Kristen, y enfiló el camino de entrada a casa-. Es lo que hacen todos los padres. Imagino que las cosas siguen igual.

Ni siquiera tuvo que llamar a la puerta. Esta se abrió en el mismo momento en que llegaban al porche. Los recibió un hombre vestido con una sudadera de los Bears, unos vaqueros desgastados y calcetines. Su rostro expresaba resignación.

– Señorita Mayhew -la saludó en tono suave-. La estábamos esperando. -Abrió más la puerta y ellos entraron.

Abe paseó la mirada por la sala en la que se encontraban sentados nueve adultos más. Todos lo escrutaron con curiosidad y a continuación dedicaron una mirada hostil a Kristen.

Aquello enfureció a Abe. Respiró hondo y se esforzó por no olvidar por qué se encontraban allí. Los hijos de aquellas personas habían sido víctimas de una horrible agresión, no únicamente por parte de King sino también por culpa del sistema judicial, que no había conseguido que se hiciese justicia. Se situó detrás de Kristen y posó la mano en su hombro con suavidad. Al notar el contacto, ella se estremeció; al momento, carraspeó.

– Este es el detective Reagan. Le han asignado este caso.

No hacía falta que especificara de qué caso se trataba. Ninguno de los padres pronunció una sola palabra.

Aunque tensa, Kristen continuó:

– Ross King ha sido asesinado. Nuestra intención era ir casa por casa para informar a los familiares de sus víctimas, pero el hecho de que se encuentren todos juntos nos facilita el trabajo.

– Qué alegría facilitarle el trabajo, señorita Mayhew. -El comentario desdeñoso provino de uno de los hombres que estaban sentados en el sofá; de nuevo Abe tuvo que esforzarse para no olvidar por qué se encontraban allí.

Kristen pasó por alto el ataque.

– Es obvio que todos estaban al corriente.

Reston señaló una mesita auxiliar sobre la que había cinco sobres dispuestos en hilera.

– Todos recibimos una carta ayer por la mañana. Y luego vimos a aquella periodista en las noticias.

Kristen examinó la sala.

– ¿Dónde están los Fuller?

– Se divorciaron el año pasado -respondió Reston-. Ella regresó a Los Ángeles con el chico. A él la empresa lo trasladó a Boston. Su matrimonio no superó tantas tensiones.

Una mujer se levantó, se colocó de pie junto a Reston y le pasó la mano por la cintura como muestra de apoyo conyugal.

– Supimos que ayer fueron a ver a esas mujeres y nos imaginamos que era solo cuestión de tiempo que vinieran aquí. -Levantó una mirada retadora y la cruzó con la de Abe-. Antes éramos una familia normal, una familia feliz, detective Reagan. Hasta que apareció Ross King. Ninguno de nosotros lamenta que haya muerto.

Abe escrutó los rostros de cada uno de los familiares presentes y eligió con cuidado sus palabras.

– No dudo de su inteligencia, y por tanto no voy a comportarme como si lo hiciera. No pienso degradarme, y por tanto no voy a comportarme como si Ross King mereciera mi compasión. Sin embargo, mi trabajo consiste en investigar los crímenes al margen de mi opinión sobre la víctima. No espero que lo comprendan, pero eso no hará que lo que digo sea menos cierto.

En la sala se hizo el más absoluto silencio. Entonces una de las mujeres se echó a llorar. Su marido se puso en pie con el rostro encendido de furia e impotencia.

– Díganos, señorita Mayhew. ¿King sufrió mucho?

La mujer levantó la vista, las lágrimas le rodaban por las mejillas.

– Nos lo debe.

Kristen se volvió a mirar a Abe y, por un instante, la angustia de la madre que sollozaba se reflejó en sus propios ojos. Al momento, el sentimiento se desvaneció. Se volvió de nuevo hacia los padres que aguardaban su respuesta.

– No puedo ofrecerles detalles de una investigación en curso.

– ¡Váyase al infierno! -Otro de los padres se puso en pie-. Aquella vez le hicimos caso y fueron nuestros hijos los que pasaron por un infierno, y todo porque nos prometió que iba a meterlo entre rejas. -Se dejó caer en el asiento, hundió la barbilla en el pecho y empezó a estremecerse-. ¡Váyase al infierno! -volvió a renegar entre sollozos.

Abe la vio dudar.

– No puedo darles detalles -repitió-, pero…

El padre levantó la vista y, al mirarlo a los ojos, Abe se sintió atenazado por su suplicio.

– Pero ¿qué? -sollozó el hombre.

– Sufrió -se limitó a decir Kristen.

– Mucho -añadió Abe en tono rotundo; se preguntaba qué harían aquellas parejas a continuación. Se miraron entre ellas, sus ojos reflejaban una morbosa expresión de alivio-. Entiendo que cuando encontremos al asesino quieran enviarle una postal de agradecimiento, pero…

– Y una botella de whisky escocés de veinte años.

– Y una invitación para que pase con nosotros las vacaciones en Florida.

– Y un abono para ir a ver a los Bears.

Abe levantó la mano para apaciguarlos.

– Me lo imagino. Sin embargo, tengo que pedirles que colaboren. ¿Alguno de ustedes vio algo que pueda ayudarnos a establecer la hora de la entrega de esas notas? -Nadie abrió la boca y Abe suspiró-. Es obvio que son personas inteligentes. Saben por las noticias que King no ha sido el único asesinado. Saben que yo no puedo tolerar que nadie se tome la justicia por su mano. Si ustedes lo consienten, será como si hubiesen matado personalmente a King.

– ¿Y qué le hace suponer que no lo hemos hecho? -preguntó Reston en tono tranquilo.

– Yo no supongo nada -aclaró Abe-. Pero, tal como he dicho, me parecen personas inteligentes. Saben que todos están en mi lista de sospechosos. Y también saben que eso no va a facilitarles las cosas a sus hijos. Ya han pasado por un infierno. Creo que el único motivo por el que ustedes no mataron a King hace tres años fue que no querían que sus hijos los vieran entre rejas. -Abe observó que todos se estremecían y supo que había conseguido lo que pretendía-. Necesito saber cuándo recibieron las notas y dónde estaban la noche en que King desapareció.

– ¿Cuándo desapareció? -preguntó la señora Reston.

– Lo primero es lo primero. -Abe sacó su cuaderno-. A los Reston ya los conozco; los demás tendrán que decirme su nombre, y luego dónde encontraron la nota y cuándo la recibieron.

El señor Reston se encogió de hombros.

– Anteayer por la noche me quedé dormido en el sofá. Me desperté a las tres de la madrugada y abrí la puerta para cerrar el postigo. Entonces vi la nota colocada en el marco.

– Muy bien. -Abe lo anotó-. A ver, el siguiente.

Los demás padres declararon haber encontrado las notas cuando se despertaron; uno, a las seis; otros, a las siete. Habían respondido todos excepto el hombre que había insultado a Kristen, quien seguía sentado y cabizbajo. Abe aguardó, pero el hombre no dijo nada.

Kristen no había pronunciado palabra durante el interrogatorio. Se inclinó y posó la mano en la espalda del hombre.

– ¿A qué hora llegó a casa, señor Littleton?

El hombre levantó la cabeza y entrecerró sus ojos enrojecidos.

– ¿De qué me habla?

Su esposa suspiró con desaliento.

– Ya sabes de qué te está hablando, Les. Llegó sobre la una y media. -Miró a Abe-. Les y Nadine Littleton.

– ¿Encontró entonces la nota, señor Littleton? -preguntó Kristen.

– Sí. -Littleton apartó la mirada.

Abe sabía que había algo más.

– ¿Vio a alguien dejarla allí? -Kristen insistió con delicadeza.

Littleton vaciló un momento y luego asintió.

– Metió el sobre por la ranura del buzón.

Abe esperó, pero el hombre guardó silencio.

– ¿Y? ¿Qué aspecto tenía?

Littleton se encogió de hombros, visiblemente tenso.

– Iba vestido de negro. No era ni alto ni bajo. Eso es todo.

– ¿Llegó en coche? -Kristen volvió a posarle la mano en la espalda-. Por favor, señor Littleton.

– Tenía una furgoneta blanca. Es todo cuanto sé.

Kristen se irguió.

– ¿Puedo hablar con usted a solas un momento, señora Littleton? Puedes empezar a preguntarles dónde estaban en el momento del asesinato -susurró a Abe-. Volveremos enseguida.

En cuanto Kristen hubo conducido a la señora Littleton a la cocina, Abe se volvió hacia el grupo. Empezó por preguntar a una pareja, y ambos juraron encontrarse en casa juntos la noche en cuestión. Kristen volvió con la señora Littleton y se puso los guantes.

– La señora Littleton ya me ha informado de dónde se encontraban ellos, detective Reagan.

Abe le lanzó una mirada perpleja. A continuación, cerró el cuaderno y guardó los cinco sobres que había sobre la mesa.

– Tengo que pedirles que no hablen con la prensa.

– Y si lo hacemos, ¿qué? -preguntó Reston.

Abe suspiró.

– Están en su derecho, desde luego. Pero a Zoe Richardson solo le interesa lucrarse con el asunto. La primera vez consiguieron que no salieran a relucir los nombres de sus hijos. Espero que sigan teniendo claras las prioridades. -Los dejó con esa frase y, en silencio, se dirigió con Kristen hacia el todoterreno.

Cuando ambos se hubieron abrochado los cinturones de seguridad, puso en marcha el motor.

– Te escucho -dijo Abe.

Ella suspiró.

– El señor Littleton empezó a tener problemas con la bebida a raíz del juicio. Estuvo en prisión unos cuantos meses a causa de una pelea en un bar. La señora Littleton acudió a pedirme ayuda.

– Tuvo que costarle mucho.

Kristen arqueó una de sus cejas pelirrojas con gesto irónico.

– Ni te lo imaginas. Me puse a trabajar con el fiscal del caso para aducir un atenuante y conseguir una pena menor con libertad condicional y que así pudiera seguir un tratamiento para el alcoholismo. Supuse que ayer por la noche había estado por ahí bebiendo. La señora Littleton me dijo el nombre del bar y de la compañía de taxis con que volvió a casa. Tal vez el taxista viera algo. El señor Littleton también salió la noche de la desaparición de King. El hombre estuvo en el bar hasta que un taxi lo recogió y lo llevó a casa. -Kristen volvió la cabeza para mirar la casa de los Reston-. Me ha parecido que no era necesario airear sus problemas delante de todo el mundo.

Abe arrancó.

– Bueno, hoy nos hemos enterado de unas cuantas cosas.

Kristen seguía mirando por la ventanilla.

– Por ejemplo, ¿de qué?

– De que nuestro hombre tiene una furgoneta blanca, se oculta en la oscuridad y deja las notas entre la una y media y las tres de la madrugada. Y… -Aguardó a que lo mirara.

Al fin lo hizo, con recelo.

– ¿Y?

– Y de que tú, Kristen Mayhew, eres una gran persona.

Ella abrió los ojos como platos en un espontáneo gesto de sorpresa y se ruborizó, pero no apartó la mirada y el instante se prolongó. Abe, de pronto, se apercibió de su respiración agitada. Iba acompasada con el latido de su propio corazón. Ella tragó saliva y su voz surgió como un susurro extremadamente sensual.

– Gracias, Abe.

Él posó los ojos en los labios entreabiertos de ella, y luego más abajo, en el final de su garganta, donde el pulso se hacía evidente. Abe se dio cuenta de que el ambiente estaba indudablemente caldeado, de que ella se cubría el labio inferior con los dientes, y de que él estaba empezando a olvidarse del trabajo. Por eso se acomodó en el asiento y se concentró en la carretera.

– De nada.

Viernes, 20 de febrero, 13.00 horas

Zoe estaba furiosa. Ni siquiera la información que había sonsacado al forense le compensaba. Allí estaba, sentada junto al cámara frente al juzgado, aguardando a que la gran estrella se dejara ver.

– No puedo creer que los hayas dejado escapar.

Scott se pellizcó la nariz.

– Ya te he dicho que lo siento; me he disculpado las diez veces que me lo has repetido. Allá tú si quieres enfrentarte a un policía que no está dispuesto a que lo sigan. A partir de ahora, tú conduces. Ya me encargaré yo de enchufarle el micrófono en la epiglotis al infeliz de turno.

Zoe alzó los ojos en señal de exasperación. Por lo menos había conseguido el nombre del policía gracias a la matrícula del coche. Se trataba del detective Abe Reagan. Mediante una llamada al registro averiguó que pertenecía al Departamento de Policía de Chicago, que procedía de una familia de policías y que su esposa había muerto. Saldría muy favorecido en las imágenes. Tenía un bonito perfil y los hombros más anchos que un defensa. Mmm… Cuánto envidiaba a Mayhew por ocupar el asiento del acompañante.

– Bueno, en algún momento tendrá que salir.

Scott ya no sabía cómo ponerse; estaba harto de esperar.

– Ya tienes los nombres de las víctimas que desenterraron ayer. ¿Por qué no hablas de eso?

Tenía razón. El pequeño patinazo de un forense tras una fiesta organizada en el trabajo para celebrar las vacaciones le había proporcionado una fuente inagotable de información. Era increíble lo que un hombre podía llegar a hacer para que su esposa no supiera que tenía una aventura. Ella se había ganado la recompensa. Todavía se estremecía al pensar que las manos que la habían acariciado cortaban cadáveres en pedazos. Ahora sabía que el espía de Kristen había vengado tres crímenes y que como resultado había cinco cadáveres en el depósito, y también sabía quiénes eran las víctimas. Podría haber conseguido imágenes de las familias de los niños asesinados por los Blade, pero no quería perderse la de la cara de Mayhew cuando le soltara la pregunta del día.

– ¿Qué hacemos? -preguntó Scott-. ¿Vamos a casa de los niños asesinados o no?

– No -respondió Zoe. A continuación, se irguió en su asiento al observar que el detective Reagan aparcaba su todoterreno frente al juzgado-. Empieza el espectáculo, Scott. Vamos.

Esperó a que Kristen saliera del coche y se encontrase a media escalinata para dejarse ver. Scott le iba a la zaga con la cámara encendida. Zoe experimentó un gran placer cuando, al verla, los ojos de Kristen destellaron de ira.

– No tengo nada que decir, Richardson -le espetó de forma mecánica.

Subió un escalón más, pero Zoe la atajó con gran soltura haciendo que el ademán pareciera un gracioso paso de danza. Era una artista consumada.

– Aún no he formulado ninguna pregunta, señora fiscal.

– Pero está a punto de hacerlo.

– Claro. -Se acercó el micrófono a la boca-. ¿Es cierto que se han producido cinco asesinatos, señora Mayhew?

Kristen abrió los ojos como platos, inicialmente sorprendida. Luego los entrecerró.

– No tengo nada que decir. -Siguió caminando. Zoe la detenía a cada escalón; Scott filmó todo el espectáculo.

– ¿Es cierto que el asesino le ha enviado cartas personales y que le ha obsequiado con los restos de las víctimas?

Kristen se detuvo en seco; sus labios dibujaban una fina línea en su rostro.

– No tengo nada que decir. -Pero el gesto brusco ya lo había dicho todo. Subió la escalera deprisa y Zoe dejó que se alejara mientras se preparaba para el último ataque. Le gritó la pregunta final mientras Kristen se retiraba.

– El asesino firmó las notas que envió a las víctimas de Ramey como «Su humilde servidor». ¿Fue así como firmó también sus cartas, señora Mayhew?

Kristen se detuvo y se dio media vuelta; había recobrado la compostura por completo.

– A lo mejor es que las otras tres veces no me ha entendido. No tengo nada que decir, señorita Richardson.

– Sigue filmando -ordenó Zoe, y Scott siguió filmando a Kristen hasta que esta entró en el juzgado y la perdieron de vista.

Scott bajó la cámara.

– ¿Cómo te has enterado de que le ha enviado cartas?

Zoe sonrió con serenidad.

– Soy muy buena, Scottie. No lo olvides.

Viernes, 20 de febrero, 13.30 horas

Veía borrosas las palabras de las páginas que tenía delante. No había podido leer ni una.

«No es justo», pensó.

Kristen se mordió el labio. ¿Cuántas veces había oído aquella frase en los cinco años que habían transcurrido desde que entrara a trabajar en la fiscalía del Estado? Demasiadas y de boca de demasiadas víctimas, lo cual no les quitaba razón. ¿Cuántas veces se la había repetido a sí misma? Últimamente no muchas, tenía que admitirlo. Por lo menos en lo que respectaba a su vida privada.

En el presente, su vida privada no existía.

Pero había pasado por momentos peores. Unos cuantos, y realmente malos. Aun así, no tenía motivos para quejarse. Había conseguido que su vida privada lo fuera de verdad. «¿Por qué precisamente hoy? Maldita sea», se dijo. Apretó los dientes y se enjugó el labio con un pañuelo de papel. ¿Qué la habría impulsado a decirle semejante cosa a Reagan? «Nunca, nunca olvidarán lo ocurrido», había asegurado. «¿Me estaré volviendo loca?» Cerró los ojos y los apartó del escritorio, como si quisiese borrar de su mente la imagen de la mirada atónita de Reagan, el sonido de su voz al pronunciar su nombre. «Como si él supiera lo que significa.» Y su mirada tras la visita a casa de los Reston. La había observado con sus ojos azules y chispeantes, como el centro de una llama de gas.

Le había dicho que era una gran persona.

«Santo Dios. Si él supiera… Si supiera toda la verdad…»

Él quería ir más allá. Había visto su mirada encendida y había notado que el ambiente se caldeaba hasta ponerle la piel de gallina y causarle escalofríos.

La habían llamado muchas cosas, pero «ingenua» no era de las más frecuentes. Frígida, sí. Reina de Hielo, también. Pero ingenua, no; últimamente no. Reagan había querido besarla. Allí mismo, enfrente de la casa de los Reston.

Soltó un resoplido de tristeza y desolación. «Si él supiera… Se apartaría volando.»

Había querido besarla. Y en un instante de locura, ella había llegado a preguntarse cómo se sentiría si la acariciase, si sus labios serían firmes o mullidos, qué sentiría al rodear su ancho cuello con los brazos y aferrase a él. Con fuerza.

En ese instante de locura, también ella había querido besarlo. Tal vez por eso estaba tan alterada.

– Kristen, tienes visita.

Se volvió, sobresaltada, y vio a Lois de pie en la puerta con expresión preocupada. Kristen soltó un pequeño resoplido y miró su agenda. Le quedaban quince minutos libres.

– ¿Puedes pedirle que vuelva más tarde? -Sería mejor que la visita volviera después de la rueda de prensa. Después de que Richardson soltara el bombazo ante todos los micrófonos de Chicago. «Tendría que habérselo dicho a Reagan -pensó-. Tendría que haberlo prevenido.» Era lo mínimo que podía hacer por el hombre que la consideraba una gran persona-. Ahora estoy ocupada.

– No, no puedo esperar. -Owen apareció detrás de Lois con una gran bolsa de papel-. No has venido a la hora de comer.

Kristen se apoyó en el respaldo de la silla, aliviada. Hizo un ademán para señalar la pila de carpetas del escritorio.

– Tengo un montón de papeleo pendiente.

Owen mostró desagrado.

– El papeleo no es motivo suficiente para saltarse la comida, Kristen. Te he traído un poco de estofado de ternera. -Dejó la bolsa sobre el escritorio y arqueó sus pobladas cejas-. Y de postre, un pedazo de tarta de cereza.

Kristen le sonrió.

– No tendrías que haberte molestado.

Él le dirigió una mirada severa.

– No es ninguna molestia. He puesto un poco de estofado en un recipiente de plástico y te lo he traído. Total, estoy aquí al lado. Además, tengo que repartir más comida en este mismo edificio. -Extrajo de la bolsa un recipiente de plástico y lo depositó frente a ella-. Vi a Richardson en las noticias ayer por la noche.

Kristen suspiró.

– Ya. Yo vi el final.

Owen frunció el entrecejo.

– ¿Es verdad lo que dijo? ¿Hay un espía asesino merodeando por ahí?

Kristen retiró la tapa del recipiente. Olía muy bien.

– Owen, ya sabes que no puedo decirte nada. -Levantó la vista y lo obsequió con un intento de sonrisa que resultó de lo más inexpresiva-. Aun así, ¿puedo comerme el estofado?

El hombre no le devolvió el gesto.

– Me he pasado la mañana escuchando las noticias. No han dejado de hablar de lo que Richardson dijo anoche.

– Fantástico. ¿Y qué opina la gente?

Él frunció los labios.

– Que por fin alguien combate el crimen en esta ciudad.

Kristen puso mala cara.

– Para eso tanto trabajo… -Señaló la pila de informes-. Más me valdrá acordarme de eso cuando se me echen encima las diez de la noche y siga aún aquí.

– Las cosas pueden ponerse feas, Kristen. -Owen se abrochó el abrigo-. Vincent y yo estamos preocupados. Queremos que te andes con cuidado.

«Pues esperad a que Zoe airee la última información -pensó Kristen-. Entonces sí que van a ponerse feas.»

– Ya lo hago, Owen. Gracias por la comida.

Viernes, 20 de febrero, 13,50 horas

Abe depositó una bolsa sobre el escritorio.

– ¿Tienes hambre?

Mia levantó la cabeza y aspiró profundamente.

– Depende. ¿Qué es?

– Gyros y hamburguesas. -Echó un vistazo dentro de la bolsa-. Y baklava.

Mia se relamió.

– Retiro todo lo malo que haya dicho sobre ti.

Abe se rio.

– No me lo creo.

Mia se decidió por una hamburguesa.

– ¿Te ha contado algo interesante el taxista?

– Dice que vio una furgoneta blanca con una flor grande estampada en un lateral justo después de dejar a Littleton en su casa ayer por la mañana temprano.

Mia abrió los ojos como platos.

– ¿Una furgoneta de reparto de una floristería? ¿Cuál?

– Dice que solo vio escrito «flores» -explicó Abe muy serio mientras desenvolvía un gyro. Aspiró con fruición. Hasta aquel momento no se había percatado de lo hambriento que estaba.

– Bueno, eso nos facilita un poco las cosas.

– En Chicago hay cuatrocientas sesenta floristerías. Lo he comprobado.

– ¿Ha encontrado Jack algo que tenga que ver con las flores entre todo lo que había en el coche de Kristen?

– No, y eso le extraña. Jack cree que, si el asesino hubiese utilizado la furgoneta de una floristería para trasladar los cadáveres o las cajas de embalaje, como mínimo habríamos encontrado algún resto en las prendas. Polen o algo así. -Señaló los faxes en los que aparecían los establecimientos de Chicago que utilizaban la técnica del chorro de arena-. ¿Qué tal va con esto?

Mia apartó los papeles de mal talante.

– Si supiese qué coño estoy buscando sería un poco más fácil. Hay cientos de nombres. Le he pedido a Todd Murphy que me ayude a compararlos con los de la lista de personas con antecedentes, pero no sé por qué intuyo que nuestro hombre no ha estado metido nunca en ningún embrollo.

Abe se decantaba por lo mismo.

– Bueno, veamos si alguna de esas personas trabaja en una floristería que se llame Flores. Pásame unas cuantas hojas.

Mia le entregó un montón. El rostro se le crispó al oír un grito procedente del despacho de Spinnelli.

– No está muy contento.

Abe echó un vistazo; Spinnelli andaba de un lado a otro con el teléfono pegado a la oreja y no paraba de gesticular.

– ¿Qué ocurre? ¿Le asusta la rueda de prensa?

Estaba prevista a las tres.

– Qué va. Está tratando de explicarle al comisario cómo se hizo Richardson con la primicia. -Ladeó la cabeza y frunció el entrecejo cuando él se la quedó mirando-. Vaya, creía que lo sabías.

Abe notó un pinchazo agudo en la nuca; era un claro síntoma de estrés.

– ¿Qué tenía que saber?

– Richardson ha descubierto que Kristen recibió cartas y que tenemos cinco cadáveres en el depósito, y también sabe quiénes son las víctimas. Parece que Richardson la ha abordado cuando entraba en el juzgado. Kristen ha llamado a Spinnelli de inmediato. Pensaba que también te lo habría dicho a ti.

El hambre se le pasó de golpe.

– No, no me lo ha dicho.

Había tenido tiempo de sobra. Las horas que habían transcurrido después de salir de casa de los Reston habían resultado muy embarazosas, por no decir algo peor. Ella se había encerrado en sí misma y no había dicho nada hasta que llegaron a casa de la primera víctima del tiroteo de la banda. Luego solo habían hablado de trabajo. Y no había vuelto a llamarlo «Abe» ni una sola vez. Habían hablado con los familiares de los muertos y habían tenido que soportar más odio y más acusaciones; luego habían recogido dos cartas más de su humilde servidor y la había llevado en coche hasta el juzgado sin pronunciar palabra; en un silencio denso y violento.

No le había contado lo de Richardson. No se fiaba de él. Aquello le dolió. Sin embargo, cuando estaban sentados enfrente de la casa de los Reston, se había percatado de que sentía interés por él. Se sentía atraída por él. Había estado a punto de besarla, allí mismo, delante de la casa de los Reston, lo que habría resultado completamente inapropiado. Habría demostrado muy poca profesionalidad. Pero seguro que habría sido maravilloso.

Sin embargo, ella se había apartado. Estaba asustada, lo notaba. «Yo también estoy asustado», pensó. Pero el miedo de Kristen era más profundo, y a él le asustaba averiguar qué lo provocaba; creía saberlo y, si estaba en lo cierto, le haría falta hurgar con pico y pala para llegar hasta él.

«Debo de estar loco para plantearme hurgar en el interior de Kristen Mayhew -pensó-. ¿Por qué lo hago?» Ella tenía valor y coraje. Y también unos bonitos ojos verdes, unas curvas sensuales, una mente despierta y una elegancia discreta. Y una risa que lo dejaba sin respiración.

Tal vez fuera solo porque se trataba de una buena persona. Kristen Mayhew le gustaba porque era una mujer guapa y una buena persona.

«Y un cuerno», se dijo. Lo que sentía era bastante más complejo.

Mia se terminó la hamburguesa en silencio, pensativa. Se limpió los labios con una servilleta y la dobló formando un cuadrado.

– Hace mucho tiempo que trabajo con Kristen. La conozco tanto como el que más -dijo al fin. Abe levantó la cabeza y en los ojos azules de Mia leyó que lo había comprendido todo. Notó que le ardían las mejillas-. Aunque en realidad nadie la conoce muy bien -prosiguió ella-. Siempre ha sido muy solitaria. -Mia frunció el entrecejo-. Sus compañeros la llaman la Reina de Hielo, lo cual me parece totalmente injusto.

Abe recordó su mirada angustiada cuando aquella madre había perdido el control en casa de los Reston, recordó que Kristen no había pronunciado una sola palabra en defensa propia cuando los padres le habían proferido crueles acusaciones. Y también la forma en que había asegurado que las víctimas no olvidarían nunca lo ocurrido, justo antes de entrar. Nadie que hubiese presenciado aquello sería capaz de considerarla fría.

– Sí, es muy injusto. -Hablaba con mucha más calma de la que experimentaba. Kristen Mayhew había despertado en su interior un sentimiento que llevaba años sin emerger, un profundo deseo de protegerla, de atajar a cualquiera que se propusiera herirla.

«El asesino siente lo mismo. -El apercibimiento fue repentino y rotundo-. Por eso la ha elegido como destinataria y por eso la espía en su propia casa.»

– El asesino la conoce -dijo.

Mia lo miró perpleja.

– Eso ya lo sabemos.

– Me refiero a que la conoce bien. La ha observado interactuar con la gente, con las víctimas. -De ahí venía la compasión, la angustia-. Y no la odia.

– ¿Qué quieres decir?

Abe se inclinó hacia delante con vehemencia.

– Durante estos dos últimos días, la he visto hablar con las víctimas y con sus familias. Cuando menos, la gente se ha mostrado distante; en algunos casos, incluso hostil.

– Como Stan Dorsey.

– Sí. Ninguna de esas personas parece tenerle simpatía y, por descontado, ninguna la admira. Ni siquiera Les Littleton. Kristen se ha desvivido por ayudarla y ella, aun así, la ha humillado escudándose en su patético sufrimiento.

A Mia se le iluminó la mirada.

– Cree que no hizo bien su trabajo; de lo contrario no habría perdido el caso.

– Él perdió -dijo Abe-, lo de menos es si Kristen lo representó o no. Recuerda lo que dijo Westphalen. Y mi instinto me dice que el asesino tiene una estrecha relación con Kristen, no es alguien que la conoce solo de verla por televisión. La conoce personalmente, estoy seguro. Me pregunto si habrá alguna víctima que haya perdido el caso y que no culpe a Kristen por ello.

Mia ladeó la cabeza, pensativa.

– Nos entregó la lista de todos los casos que ha perdido. Tal vez en su base de datos anote si el cliente ha quedado o no satisfecho.

Abe descolgó el teléfono.

– Solo hay una forma de saberlo.

Viernes, 20 de febrero, 14.00 horas

El hombre que había construido la casa que ahora ocupaba él tocaba la trompeta. Su esposa no apreciaba gran cosa las dotes musicales de su marido y había insistido en que abandonara la práctica del instrumento o insonorizara el sótano.

Al bajar, cerró la puerta tras de sí.

Por suerte, a aquel hombre le gustaba mucho tocar la trompeta. Sin el aislamiento acústico, seguro que algún vecino lo habría denunciado.

Ahora ya no había ruidos. Skinner estaba muerto. La rigidez había aparecido y desaparecido y el cadáver había quedado flácido. Se acercó a él y pensó que era una pena que un hombre no pudiera morir dos veces; tratándose de Skinner, incluso cien. Aquel hijo de puta se había convertido en un experto defensor de la escoria que vivía a costa de gente inocente. La casa de ocho habitaciones que Skinner tenía en la costa norte, sus coches de lujo, las escuelas privadas a las que llevaba a sus hijos… todo lo había comprado con dinero manchado de sangre, a costa del sufrimiento de gente inocente y la vil absolución de los culpables.

Sacó la pistola del cajón, a pesar de ser consciente de que nadie podía morir dos veces y de que tendría que contentarse con el simbolismo de aquel gesto. Sin aspavientos, centró el cañón del arma en la frente de Skinner.

En cuanto ultimara algunos detalles, estaría listo para volver a meter la mano en la pecera de Leah. Se enfundó los guantes y se dispuso a despojar al señor Skinner de su traje de Armani. A fin de cuentas, el hombre iba a experimentar un calor insoportable en su último destino.

Capítulo 10

Viernes, 20 de febrero, 14.15 horas

Kristen observó junto a Jack cómo Julia descosía el torso de Ross King. La reunión había terminado, así que había decidido bajar y asistir a la autopsia. Si aquello no le quitaba las preocupaciones de la cabeza, nada podría hacerlo. De camino se había encontrado a Jack. Su expresión era sombría; no había hallado nada nuevo en las prendas ni en las cajas de embalaje, ni tampoco en la tierra extraída de las tumbas. Estaba allí para tratar de descubrir algo que orientara sus análisis y le proporcionara resultados.

«Y porque siente algo por Julia -pensó Kristen-. Es una pena que todo el mundo se dé cuenta excepto ella.»

– Quienquiera que hiciera esto sabía muy bien lo que se traía entre manos -opinó Julia-. Las puntadas son pulcras y regulares, la cicatriz está perfectamente situada y no se aprecia ningún desgarro. -Levantó la cabeza y miró a Kristen; las gafas que llevaba distorsionaban la imagen de sus ojos-. O es médico o se le da muy bien el patchwork.

– O es cazador -añadió Jack desde su posición, a la derecha de Kristen. Cuando Kristen y Julia lo miraron sorprendidas se encogió de hombros-. Solía ir a cazar con mi tío; sobre todo matábamos ciervos y patos, y luego él los cosía y los dejaba como nuevos, mejor que un cirujano.

– Eso explicaría la pulcritud de la incisión -advirtió Julia, y volvió a bajar la vista al cadáver.

Kristen se acercó y observó las manos enguantadas de Julia.

– ¿Qué quieres decir?

Julia levantó la piel de uno de los bordes de la herida de King.

– Ni rastro de vacilación.

– No se aprecian muescas -dijo Jack, y Julia asintió.

– Exacto. Y la hendidura tiene la profundidad necesaria, ni más ni menos.

Julia tiró de los dos bordes del corte y dejó al descubierto la anatomía interna.

– No ha dañado ningún órgano… Por lo menos, no con el cuchillo. Por aquí es por donde entró la bala. Quienquiera que haya hecho esto sabe cortar muy bien. No se me había ocurrido que podría tratarse de un cazador, pero a lo mejor tienes razón.

– Es una posibilidad.

La voz grave, a su espalda, hizo saltar la alarma en su cabeza; casi no le dio tiempo de serenarse antes de volverse y ver a Reagan en la puerta. Llenaba todo el vano, Mia apenas asomaba tras él. En la conciencia de ambos planeaba el recuerdo aún candente de lo ocurrido por la mañana. Kristen apartó la mirada.

– Hola, Reagan -lo saludó Julia-. ¿Traes comida de tu madre? -preguntó esperanzada.

Reagan penetró en la sala y el espacio pareció reducirse.

– Quizá la próxima vez. Así que nuestro hombre es un tirador de primera que le da bien a la aguja. ¿Ha revelado algo más la autopsia?

– De momento no. -Resuelta, Julia volvió a concentrarse en el cadáver.

– ¿Qué habéis averiguado sobre la furgoneta blanca? -preguntó Kristen.

Reagan se volvió. Sus ojos expresaban reproche y por un momento no dijo nada. Ella sabía que estaba al corriente de la llamada que había hecho a Spinnelli y que lo había ofendido al no avisarlo a él primero. Era posible que incluso se sintiera herido.

Sin embargo, no había sido capaz de llamarlo. Las heridas en las que ella misma había hurgado aquella mañana todavía le dolían, tenía presente el sentimiento de humillación. Él creía saber lo que ocurría, pero no era así. Y, aunque lo supiera, no podría comprenderlo.

– Es de una floristería -dijo al fin-. Spinnelli ha enviado a unos cuantos hombres a sondear la zona del Jardín Botánico en la que encontramos a King para ver si alguien ha visto por allí alguna furgoneta de esas características. Espero que no haya pasado tanto tiempo como para que la gente se haya olvidado.

Uno de los ayudantes de Julia entró llevando una carpeta con sujetapapeles.

– Bueno, esto no se ve todos los días -dijo Julia-. Dos de los Blade tienen los tejidos dañados. A juzgar por estas diapositivas, fueron congelados por completo.

Mia chasqueó la lengua.

– Presentarían quemaduras. A menos que utilizara film transparente.

Reagan le dedicó una mirada divertida antes de volverse hacia Julia.

– Tiene razón.

Mia asintió.

– En la foto, los tres Blade aparecen juntos, pero los vieron por última vez a horas distintas. Todos nos preguntábamos qué hizo nuestro humilde servidor con los cadáveres de las primeras víctimas. Los tres habían cometido el crimen y él quería que aparecieran juntos en la foto.

Reagan se cruzó de brazos.

– Por tanto, es probable que lleve a sus víctimas a algún lugar donde no hay peligro de que los detecten. Si no los hubiera congelado, los dos primeros cadáveres habrían empezado a apestar antes de que se hubiera cargado al tercero.

Mia torció el gesto.

– Es un perfeccionista.

– Eso cuadra con la hipótesis del cazador -observó Jack-. Los cazadores, sobre todo los que se dedican a la caza mayor, suelen tener un congelador grande para los animales.

Reagan asintió lentamente.

– Habéis dado con algo importante -concluyó, y se volvió hacia Mia-. Después de la rueda de prensa iremos al campo de tiro. Seguro que en las instalaciones hay un club de caza. Y, si no, por lo menos sabrán dónde está.

– Preguntad quién se dedica a la caza menor -les aconsejó Jack-. Los animales grandes no se cosen después de disecarlos, pero los pájaros sí. Tengo que marcharme. Adiós, Julia.

Julia levantó la vista del cadáver de King y esbozó una sonrisa ausente.

– Adiós.

Mia meneó la cabeza después de que Jack se marchara agitando la mano.

– Qué idiota -masculló.

Kristen no sabía si se refería a Jack o a Julia, pero no estaba de humor para averiguarlo. Lo único que deseaba era escapar de los ojos de Reagan, que parecían controlar todos sus movimientos. Se puso el abrigo y se disponía a salir cuando Mia alzó la mano para detenerla.

– Espera. De hecho hemos venido para preguntarte por tu base de datos, esa en la que registras todos los casos. ¿Anotas en algún sitio si la víctima queda satisfecha con la resolución del caso? -preguntó.

– Bueno, más bien si queda satisfecha con tu trabajo -añadió Reagan-. Buscamos a alguien que no te culpe por haber perdido su caso.

Kristen tragó saliva; su voz le hacía estremecerse. Se encontraba muy cerca, demasiado cerca, pero no había sitio para apartarse. Así que, en lugar de eso, exhaló un hondo suspiro para tranquilizarse y, sin quererlo, aspiró su fragancia. Olía a jabón y… a gyros. Había comido gyros.

– De una forma u otra, todos me culpabilizan. Pero revisaré la lista y trataré de recordar lo que pueda. -Miró el reloj y notó las punzadas de dolor en la nuca debidas a la tensión; esta vez lo que le preocupaba era que Zoe Richardson se había propuesto convertir la rueda de prensa de Spinnelli en un circo de tres pistas.

– La función está a punto de empezar, chicos.

Viernes, 20 de febrero, 15.00 horas

«Esto es mejor que el sexo.» A Zoe la idea se le antojó muy divertida, casi tanto como cierta, pero no sonrió. Las cámaras estaban a punto y en la tarima había micrófonos y dos sillas. Se abrió una puerta a su izquierda y dos hombres se dirigieron al podio. Uno de ellos era John Alden, el jefe de Kristen Mayhew; el otro, el teniente Marc Spinnelli.

Mientras Alden y Spinnelli se acomodaban en sus respectivas sillas, Mayhew apareció escoltada por Mitchell y Reagan. Zoe se enfadó un poco al ver a Reagan; el hombre estaba como un tren, y por la mañana se les había escapado. Escoltada por su guardia de honor, Mayhew se situó en un lado de la sala. En su expresión no se observaban signos del último altercado, hasta que divisó a Zoe sentada en primera fila. Mayhew ahogó rápidamente la reacción, pero a Zoe no le pasó inadvertido el centelleo de sus ojos verdes.

Spinnelli se acercó al micrófono y el rumor de fondo cesó.

– Habrán oído que estamos investigando una serie de crímenes encadenados -anunció Spinnelli sin preámbulos, y Zoe, más que verlo, notó que todo el mundo se volvía a mirarla.

«Gracias, gracias», pensó.

– Ayer encontramos cinco cadáveres. Los cinco corresponden a casos de homicidio. Como ya saben, los asesinados se habían enfrentado a la justicia durante los últimos tres años; todos fueron absueltos, bien por considerarlos inocentes, bien mediante algún alegato. La investigación la dirigen los detectives Mia Mitchell y Abe Reagan, de mi departamento, y cuentan con la colaboración de la fiscalía del Estado. De momento no vamos a hacer declaraciones sobre la investigación; lo único que podemos decir es que estamos haciendo todo lo posible por que el asunto se resuelva con la máxima urgencia.

Hubo una pausa y los flashes de las cámaras se sucedieron.

Junto a Zoe, un periodista de otro canal se puso en pie.

– ¿Qué pueden decirnos acerca de las cartas que recibieron las víctimas de los cinco asesinados?

– Tampoco vamos a hacer declaraciones sobre eso.

Zoe hizo caso omiso del murmullo de sus colegas y se levantó.

– Teniente, ¿puede decirnos algo de las cartas dirigidas a la fiscal Mayhew en las que el asesino explica que le dedica a ella los crímenes y se confiesa su humilde servidor?

Lo de que los crímenes iban dedicados a Mayhew se lo había inventado, pero enseguida se percató de que había dado en el blanco.

El murmullo se convirtió en agitación y, desde el lugar privilegiado que ocupaba en la primera fila, Zoe observó que Spinnelli tensaba la mandíbula; estaba furioso, si no sorprendido. El hecho de asaltar a Mayhew por la mañana había sido necesario para dejar claro quién llevaba la voz cantante, pero por desgracia también le proporcionaba a Spinnelli la oportunidad de prepararse. Aun así, el disparo había sido certero. Se dispuso a disfrutar de la emoción que había suscitado la primicia.

– No vamos a hacer ninguna declaración -repitió Spinnelli sin alterarse; no obstante, el daño ya estaba hecho.

Zoe miró a Mayhew de reojo; permanecía de pie, muy erguida, con el semblante perfectamente sereno mientras los flashes lo iluminaban. Por ella, podía irse a la mierda. Sin embargo, tenía que reconocer que sabía mantener el control cuando era necesario. Probablemente por eso era el brazo derecho de Alden. Sabía muy bien cómo comportarse en público.

– Pero la fiscal Mayhew llevó la acusación de todos los asesinados y perdió los casos -lo presionó Zoe-. ¿Podría dirigir unas palabras a todas las personas que están en libertad porque Mayhew no fue capaz de hacer que los condenaran?

Tras ella, un hombre exclamó:

– ¡Agachaos!

Los periodistas respondieron con risas ahogadas, aunque era obvio que ni a Alden ni a Spinnelli les había hecho gracia.

Spinnelli señaló a un periodista de la WGN.

– Pasemos a la siguiente pregunta.

Zoe se sentó, satisfecha. A veces, el hecho de desatender descaradamente una pregunta decía más que la respuesta.

– ¿Buscan a un asesino o a una banda? -preguntó el hombre de la WGN.

– Sin comentarios -declaró Spinnelli-. Siguiente.

– Solo ha asignado este caso a dos detectives, mientras que en otras investigaciones de asesinos en serie han trabajado equipos de cuatro personas o más. -La observación procedía de un reportero del Tribune y despertó más rumores-. ¿Debemos entender que considera menos importantes estos homicidios por tratarse las víctimas de criminales?

Spinnelli tensó más la mandíbula y Zoe observó que le palpitaba un músculo de la mejilla. El del Tribune había asestado un buen golpe. «Este punto de vista es interesante -pensó-. Este caso presenta un conflicto de intereses. ¿Cuántos policías quieren de verdad atrapar al asesino?»

Los acusados que habían ganado frente a Mayhew debían de estar asustadísimos. Pensó en el más reciente. Angelo Conti seguro que tenía algo que decir al respecto, sobre todo si lo abordaba a la salida de algún bar. No era propiamente una noticia, pero suscitaría interés. Y a veces el interés de la gente creaba las buenas noticias. Era una gran oportunidad.

Entre comentarios y flashes, Spinnelli respondió:

– Hemos asignado el caso a los detectives Reagan y Mitchell. Ambos son profesionales cualificados y tienen experiencia. Cuentan con todo el apoyo y los recursos del Departamento de Policía de Chicago. El caso está asignado correctamente.

John Alden se puso en pie. Spinnelli se hizo a un lado para cederle la palabra.

– El teniente Spinnelli y yo estamos completamente de acuerdo en el personal que se ha asignado a la investigación y en el plan a seguir. No tenemos nada más que decir por el momento.

Los dos hombres bajaron juntos del podio y Zoe se vio obligada a admitir que estaban buenísimos; eran unos magníficos especímenes del género masculino. Spinnelli llevaba el uniforme de gala; Alden, un traje elegante. Pero no era momento de tontear.

Debía tener lista la noticia antes de las seis. Esperaba que Angelo Conti estuviese borracho.

Viernes, 20 de febrero, 16.15 horas

El chico que había detrás del mostrador de cristal era más robusto que un tanque Sherman, lo cual era muy apropiado puesto que debajo del cristal se exhibía una colección formidable de armas de fuego.

– Ese tipo tiene un arsenal casi tan grande como el del idiota de Dorsey -murmuró Mia.

Abe ahogó una risita. Tenía razón. Por desgracia, tanto el idiota de Dorsey como su esposa disponían de unas coartadas solidísimas para las noches en que King y Ramey habían desaparecido y también para las tempranas horas de la mañana del jueves en las que creían que su humilde servidor había entregado las notas.

El tanque de detrás del mostrador los miró con recelo.

– ¿En qué puedo ayudarles?

Abe le mostró la placa y Mia hizo lo propio.

– Soy el detective Reagan, y esta es la detective Mitchell.

Los ojos del chico emitieron un destello y su boca se torció en un mohín de desprecio.

– Tenía que ocurrir tarde o temprano -dijo con rencor.

– ¿Por qué dice eso? -preguntó Mia.

– En cuanto un tío se carga a unos cuantos, la policía empieza a meterse con todos los que tienen permiso de armas. -Sacudió la cabeza en señal de desaprobación.

– En realidad, hemos venido a pedirle ayuda -explicó Abe, y el chico soltó un resoplido burlón.

– Muy bien. ¿Qué quieren?

Abe apoyó la cadera en el mostrador y se encogió de hombros.

– Es obvio que sabe por qué estamos aquí. Buscamos al tío que se ha cargado a unos cuantos y está a punto de cargarse a unos cuantos más. Hemos elegido su establecimiento porque patrocina una competición de tiro. Esperamos que colabore y nos proporcione la lista de los participantes sin necesidad de que tengamos que volver con una orden.

El tanque se creció.

– Vuelvan con una orden.

Abe suspiró.

– Confiaba en que sería más razonable.

– No se preocupe. Dale la lista a este señor, Ernie. -Una anciana menuda emergió de la trastienda. Llevaba el brazo en cabestrillo-. Soy Diana Givens, la propietaria de la tienda. El chico es Ernie, mi sobrino. Me ayuda con el negocio mientras yo estoy de baja. -Extendió la mano sana y Abe se la estrechó-. He visto la rueda de prensa, detective. Sé quiénes son y por qué están aquí. -Se volvió hacia Ernie-. Saca la carpeta del armario del despacho y tráela ahora mismo. -Chasqueó los dedos y el chico la obedeció, aunque de mala gana y refunfuñando-. Ese condenado se cree el próximo presidente de la Asociación Nacional del Rifle -repuso Givens-. En este establecimiento no hay gato encerrado, detectives. Cumplo la normativa de venta de armas y controlo a los compradores tal como dicta el sistema. Obedezco la ley, aunque no creo que sirva para combatir el crimen. Colaboraré con ustedes en todo lo que pueda.

– Entonces tal vez pueda decirnos algo más -añadió Mia mientras observaba la vitrina de la pared-. Esa colección es magnífica. Mi padre es coleccionista. Tiene un LeMat en perfecto estado.

Diana Givens se relajó visiblemente y la codicia se reflejó en sus ojos.

– ¿En perfecto estado?

– Sí.

– Pues si quiere venderlo, yo estoy interesada.

Mia se volvió para disimular una sonrisa.

– Algún día lo heredaré yo. De entrada, no tengo intención de desprenderme de él, pero muchas gracias. Buscamos a un cazador.

La mujer hizo una mueca de suficiencia.

– Eso facilita las cosas, cariño.

Mia sonrió.

– Lo sé. Es probable que se dedique tanto a la caza mayor como a la menor. ¿Tiene algún listado de las municiones que vende a cada cliente? Nos interesa saber quién compra de los dos tipos.

– ¿Usted caza? -le preguntó Diana Givens.

Mia la miró con expresión divertida.

– Lo he hecho. No muchas veces, pero sé abrirme camino en el bosque. Una vez mi padre y yo derribamos a un ciervo de tres puntas. Mi madre se pasó un mes entero cocinando carne de venado.

– ¿Por qué no has dicho nada en el depósito de cadáveres, cuando Jack le ha comentado a Julia lo del cazador? -preguntó Abe.

Mia hizo una mueca.

– Porque quería dejar que Jack tuviera su momento de gloria delante de Julia. Ella apenas parece percatarse de su existencia, y él lleva un año entero deshaciéndose en atenciones. -Mia se apoyó en el mostrador y miró a la diminuta señora Givens a los ojos-. ¿Podemos echar un vistazo al listado, señora Givens?

Givens vaciló un momento y acabó por asentir.

– ¿Sabe? Odio tener que decirle que sí. Ese tipo se ha cargado a unos cuantos cabrones. No me apetece nada que le paren los pies.

– Pero tenemos que hacerlo -dijo Abe en tono quedo, y Givens exhaló un profundo suspiro.

– Lo sé, pero no voy a ponerme a dar saltos de alegría. Los listados están en la trastienda.

Viernes, 20 de febrero, 16.30 horas

– Myers y su padre están aquí, Kristen.

Kristen levantó la cabeza del documento que tenía entre manos. Notaba en los ojos que se avecinaba una tremenda jaqueca. Lois miraba hacia la sala de espera con mala cara.

Myers era la víctima del nuevo caso de agresión sexual, la chica cuyo padre insistía en que declarara. Lo único que le faltaba para completar el día era que volviera a montarle un número en el despacho.

– No creo que estén dispuestos a volver más tarde.

Lois resopló disgustada.

– No, no lo creo. Kristen, ese padre me asusta. Es muy nervioso. ¿Quieres que llame a seguridad?

– Sí. Avísalos para que estén preparados. Dile a Myers que los atenderé en cinco minutos, antes quiero terminar esto.

Quería acabar por lo menos una cosa. El teléfono no había parado de sonar desde la rueda de prensa; todos y cada uno de los periodistas que había en la ciudad tenían preguntas que hacerle.

– Muy bien, Kristen. Ah, se me olvidaba. -Lois depositó en su escritorio un montón de papeles sujetos con una gran pinza negra-. Han llegado e-mails de todas partes. Algunos solicitan información; la mayoría son muestras de apoyo al asesino. -Suspiró-. No te vayas sola esta noche. Llama a seguridad para que te acompañen hasta el coche. Yo me marcharé temprano, me duele la cabeza.

«Bienvenida al club», pensó Kristen mientras contemplaba la pila de papeles. No había ni un solo medio de información que no hubiera tratado el tema desde la rueda de prensa de aquella tarde. En la CNN hablaban de ello cada media hora; incluso en la página principal de Yahoo! aparecía una foto de Spinnelli y Alden en el podio. Se frotó las sienes con hastío.

Atendería a Myers y luego se marcharía a casa. Después de todo, ¿a quién le hacía falta una fiscal agotada teniendo a un humilde servidor? Se dijo con sarcasmo que tal vez debería dejarle que se ocupara de todos los casos que ella perdiera. Así trabajaría menos horas.

Caramba, incluso podría marcharse de vacaciones.

Sus labios dibujaron una sonrisa al imaginarse a sí misma en una playa soleada, con traje de baño, gafas de sol y un libro por empezar en el regazo. Como si alguna vez hubiera disfrutado de unas vacaciones. Alden siempre insistía en que se tomara unos días libres, pero las pocas veces que se lo había pedido, él siempre encontraba alguna excusa que la retenía en la oficina. Y lo había sustituido unas cuantas veces cuando él estaba fuera. El resentimiento hizo que el dolor de cabeza se agudizara, así que respiró hondo y relajó la mente imaginándose el romper de las olas y el chillido de las gaviotas. Era lo que recomendaban los terapeutas. Lo sabía porque lo había oído unos meses atrás en un programa nocturno de televisión mientras pulía el parquet.

«Encuentra tu lugar ideal y todas tus preocupaciones desaparecerán como por arte de magia.»

Se recostó en la silla y cerró los ojos. Al cabo de un momento, los abrió en su imaginación y apoyó la cabeza en la hamaca que tenía al lado.

En ella yacía Reagan, con el cuerpo bronceado, bien musculado y… perfecto. Al notar su mirada, clavó en ella sus profundos ojos azules y en su rostro se dibujó una blanca y radiante sonrisa. Y cubrió la mano con la suya.

Kristen se incorporó de golpe y un tirón le recorrió de nuevo la nuca. Mierda. No le bastaba con no dejarla a sol ni a sombra, con revisar sus armarios, invitarla a cenar y fastidiarle la interesante asistencia a una autopsia. Además tenía que penetrar en su mente. Se frotó la mano con fuerza para borrar la sensación que le había producido la caricia imaginaria. Maldijo el latido acelerado de su corazón y apartó de sí los sentimientos que, tendría que estar loca, para considerar algo más que un anhelo vano.

No servía de nada anhelar las cosas que nunca poseería. Si permitía que Reagan se le acercara, él saldría corriendo. Vaya si lo haría.

Pero tenía un aspecto estupendo tendido al sol en la playa.

Su propia idiotez la sacaba de sus casillas. «Enfréntate a la realidad, Kristen. Nunca tendrás pareja. Y tampoco irás de vacaciones a la playa.»

Descolgó el teléfono con determinación.

– Lois, haz pasar a Myers.

Viernes, 20 de febrero, 16.30 horas

El gorro con orejeras le ocultaba el rostro. Como hacía mucho frío, a nadie le llamaría la atención. De todas formas, si era capaz de esquivar a la policía y seguir con su trabajo hasta la primavera, tendría que ingeniarse algún otro modo de pasar inadvertido.

El pensamiento le arrancó una sonrisa, tal como le había sucedido al observar la caja marrón situada con total discreción en el porche de la casa de Kristen. El recadero había hecho muy bien su trabajo. Suponía que las cámaras de vigilancia captarían bien su rostro. El hecho de seguirle la pista mantendría ocupados a Reagan y a Mitchell durante un día o dos; sin embargo, cuando consiguieran interrogarlo, solo sería capaz de describir cuatro rasgos básicos. Cualquier retrato robot que la policía obtuviera correspondería como mínimo al diez por ciento de los hombres de Chicago.

Los informativos lo retransmitirían y el chico quedaría vinculado al asesino en serie que lo había contratado. Había elegido a la persona con esmero. Si el hecho de estar relacionado con el espía asesino, tal como lo llamaban en los informativos, tenía alguna repercusión negativa, el chico en cuestión tenía que ser merecedor de ella. Si no le acarreaba consecuencias, mejor para él. Pero si se metía en líos, le estaría bien empleado.

Sin aminorar la marcha, siguió avanzando por la calle en la que vivía Kristen; se detuvo obedientemente ante un stop y puso el intermitente. No iba a cometer ninguna infracción que llamara la atención sobre su furgoneta blanca, que aquel día lucía el logotipo de una empresa de instalaciones eléctricas. Le pareció que el rostro alegre del emblema publicitario le proporcionaba un toque original.

A Leah le habría parecido divertido.

Viernes, 20 de febrero, 18.50 horas

Spinnelli recostó la cabeza en el asiento; el agobio se reflejaba en su semblante. Ninguno de ellos había tenido un buen día, pero a Spinnelli le había tocado aparecer en público.

– Así que ya tenéis unos cuantos nombres de tiradores, de cazadores de reses y de aves, de floristas y de marmolistas. -Se pasó las manos por el rostro-. Parece la letra de una cancioncilla infantil.

Con un sentimiento de total frustración, Abe se quedó mirando las listas que cubrían la mesa de la sala de conferencias. Había muchísimos cazadores en Chicago, y eso que solo habían indagado en unas cuantas tiendas de municiones.

– Nos llevará varios días investigar todo esto, aun contando con más personal. ¿Crees que el departamento de informática nos echaría una mano? Podrían registrar los nombres y buscar información relacionada.

Mia se dirigió a Spinnelli.

– Me ha parecido oír que teníamos los recursos del departamento a nuestra disposición.

Spinnelli se encogió de hombros.

– Lo preguntaré. Tantos ordenadores nuevos deberían servir para algo.

Abe apartó la silla de la mesa y se puso en pie para acercarse a la pizarra. Allí continuó anotando datos, aún inconexos.

– Hemos interrogado a todas las víctimas originales para saber dónde se encontraban las noches en que desaparecieron las nuevas víctimas. Los únicos cuyas coartadas son discutibles son Sylvia Whitman y Paulo Siempres, el padrastro de uno de los chicos asesinados.

– ¿Crees que podrían estar implicados?

Abe negó con la cabeza.

– Siempres no. No habría tenido fuerza suficiente para estrangular a Ramey. Tiene el brazo derecho atrofiado por la polio.

– ¿Y la señora Whitman?

– Qué va. -Mia cruzó los pies apoyados en el borde de la mesa-. Es una bocazas, pero no la creo capaz de algo así. Podría haber contratado a alguien para que se cargara a Ramey, pero entonces no sé de dónde sacó el dinero. Hemos comprobado los movimientos bancarios de todos. Nadie ha gastado la cifra que haría falta para pagar a un sicario.

– Es más -intervino Abe-, sabemos que el autor conocía los nombres de las seis víctimas de King porque los esculpió en la lápida, y no hay razón para pensar que Whitman o Siempres tuvieran acceso a esa información.

Spinnelli suspiró.

– Aquí está la lista de abogados y policías relacionados con los tres casos que nos ha proporcionado Kristen. Esta otra es la lista de los tiradores.

– Pobre Marc -dijo Mia compasiva-. Primero tiene que vérselas con la prensa y ahora con asuntos internos.

– Prefiero a la prensa -masculló Spinnelli-. De todas formas, echad un vistazo a esta lista y mirad si algún nombre coincide con los de los floristas, los cazadores o los marmolistas.

Abe miró la lista y soltó un silbido por lo bajo.

– Mira esto, Mia.

Mia abrió los ojos como platos.

– John Alden.

– El jefe de Kristen fue militar y se clasificó como tirador de primera. -Abe se dirigió a Spinnelli-. ¿Quieres que lo investiguemos nosotros o prefieres hacerlo tú mismo?

Spinnelli se encogió de hombros.

– Vosotros interrogad a todo el mundo para saber dónde se encontraban en el momento de los asesinatos, como medida de precaución. Yo me encargaré de Alden.

– Empezaremos mañana a primera hora -dijo Mia.

Spinnelli puso mala cara.

– ¿Por qué no ahora?

Mia miró el reloj con un gesto exagerado.

– Es viernes, tengo una cita.

– ¿Y qué? -replicó Spinnelli-. Yo llevo una semana sin ver a mi mujer ni a mis hijos.

– Entonces también deberías marcharte a casa -le soltó Mia-. Porque…

El teléfono móvil que Abe llevaba en el bolsillo vibró en ese momento, y al ver quién llamaba hizo un ademán indicando que guardaran silencio.

– ¿Qué ocurre? -Escuchó a su interlocutor mientras Spinnelli y Mia se callaban de repente-. Quédate ahí, sube las ventanillas y pon el seguro. Llegaré en diez minutos. -Cerró el móvil-. Acaban de atacar a Kristen. La han sacado de la carretera y ha chocado contra un poste. La han amenazado dos chicos armados con cuchillos que querían saber la identidad de su humilde servidor.

Mia palideció.

– Mierda. Por lo que dices deben de ser dos de los Blade. Maldita Richardson.

Spinnelli se puso en pie de un salto.

– ¿La han herido?

– ¿Dónde están ahora? -preguntó Mia.

– Me parece que no la han herido -dijo Abe en tono grave-, pero está asustada. -Tan solo por aquello, los muy gamberros iban a llevarse su merecido-. Los ha rociado con polvos picapica y se ha encerrado en el coche. Luego se ha puesto a tocar el claxon para llamar la atención de los coches que pasaban por allí y esos gilipollas se han dado a la fuga. -Cogió el abrigo-. Voy a ver cómo está. Ya os llamaré.

Viernes, 20 de febrero, 19.10 horas

Ahora que ya había pasado todo, Kristen tenía ganas de chillar.

Le dolía el hombro, del cual la habían agarrado para hacerla salir del coche, y el rostro le escocía por culpa del airbag, que se había disparado. Tenía suerte de no haberse roto la nariz. Todo su cuerpo se resentía de los nervios que había pasado hasta que logró zafarse y encerrarse en el coche. Sabía que si se relajaba se echaría a llorar, y no podía permitírselo. Imposible. Richardson y el lameculos de su cámara estarían al acecho. La sangre le hervía de rabia. Si se enteraba de que aquella tipeja lo había visto todo y se había limitado a filmarla mientras ella gritaba pidiendo auxilio… No habría un foso lo bastante profundo para aquella cerda.

Alguien tamborileó en la ventanilla y Kristen ahogó un grito. Un policía uniformado la miraba desde el otro lado de la puerta.

– ¿Se encuentra bien, señorita Mayhew? -dijo lo bastante alto como para que lo oyera a través del cristal.

Era la respuesta a su llamada al teléfono de emergencias; había marcado el número después de hablar con Reagan. En aquel preciso instante no se paró a pensar en lo que significaba el orden de sus llamadas para pedir ayuda. En vez de eso, asintió con un movimiento brusco que estuvo a punto de hacerla gemir de dolor. Sin embargo, consiguió ahogar el quejido; lo tenía todo bajo control.

– Sí.

– ¿Necesita que llame a una ambulancia?

Solo faltaba que saliera esa imagen en las noticias de las diez.

– No. ¿Los han cogido?

El agente negó con la cabeza.

– Los estamos buscando, pero me parece que han cruzado la calle y se han colado entre los edificios del parque industrial. -El policía se irguió de repente y Kristen supo sin verlo que Reagan había llegado. Habían pasado siete minutos y medio; seguro que se había saltado unos cuantos semáforos en rojo. No podía evitar estarle agradecida.

Su rostro apareció en la ventanilla con expresión angustiada e inquieta.

– Abre la puerta, Kristen.

Trató de que no le temblara la mano y disimuló una mueca al notar una punzada en el hombro. Abrió la puerta; esta crujió y Kristen puso mala cara.

– Me han golpeado por este lado -masculló-. Me parece que han estropeado la carrocería.

Él se agachó y la miró desde su misma altura con semblante adusto.

– Se ha disparado el airbag -dijo Reagan escupiendo las palabras, como si eso sirviera para describir mejor el desastre.

– Suele pasar cuando vas a cuarenta y chocas contra un poste de teléfono. -Kristen arqueó una ceja; seguía dominándose-. Los he rociado con polvos picapica; justo en los ojos.

Los labios de Abe se curvaron; de pronto Kristen se sintió muy contenta de tenerlo allí.

– Bien hecho.

– Se han marchado corriendo. -Señaló una zona en la que se veían luces y bloques de hormigón-. Han ido hacia el parque industrial. Me parece que el coche era robado. -Habían abandonado el vehículo; el guardabarros delantero seguía empotrado en el de Kristen-. Son de la familia Blade, querían saber quién ha matado a sus hermanos. Cuando les he dicho que no lo sabía, han respondido que no importaba, que me retendrían hasta que él acudiera a buscarme.

Reagan escrutó su rostro.

– No te han hecho daño.

Ella negó con la cabeza.

– Solo me duele un poco el hombro y la rodilla. Con ibuprofeno y un baño caliente, por la mañana estaré como nueva. Por favor… -Empezó a temblarle la voz; tragó saliva-. Por favor, acompáñame a casa.

Él le tendió la mano y la ayudó a salir del coche. Durante una décima de segundo, Kristen titubeó; aquellos ojos la tenían atrapada. De pronto, la situación se le escapó de las manos. Dio rienda suelta a una necesidad que era incapaz de admitir y se apoyó en él, en su cuerpo robusto. Notó cómo este se contraía y medio segundo más tarde la rodeaba con sus brazos, la atraía hacia sí, la abrazaba. Aquella sensación le hizo estremecerse, se sentía totalmente a salvo; pero al cabo de un momento el dolor del hombro la interrumpió. No consiguió ahogar el pequeño gemido y Abe se irguió.

– Sí que te han hecho daño. Tengo que llevarte a urgencias.

– No, por favor. -Respiró hondo y se apartó; la breve tregua había tocado a su fin. Él quiso sujetarle la barbilla pero ella lo disuadió-. Aquí no; nuestra amiga nos vigila.

La mirada de Reagan adquirió un brillo peligroso. Kristen se percató de que no hacía falta dar más explicaciones.

– ¿Dónde está?

Kristen señaló una pequeña furgoneta sin rotular.

– Su secuaz nos tiene dentro del ángulo óptico.

– Su secuaz va a entregarme esa puñetera película -gruñó Reagan-. ¿Puedes quedarte sola un momento?

– ¿Vas a apalear a Richardson? -preguntó Kristen; al ver que Reagan enseñaba los dientes a modo de respuesta, no pudo evitar imaginárselo en la playa. Sin embargo, por algún motivo le resultaba mucho más atractivo en aquel momento que en la imagen ficticia.

– Solo si me saca de mis casillas.

– Entonces puedo quedarme sola.

Vio cómo Reagan se alejaba del coche y acortaba la distancia que lo separaba de la unidad móvil de Richardson a pasos agigantados. Abrió la puerta corredera e interceptó la imagen que captaba la cámara con su cuerpo robusto. Richardson salió del vehículo con los brazos en jarras, pero Reagan no se movió. Un minuto después, tenía una carcasa negra en la mano.

Al momento, volvió y la ayudó a subir al todoterreno.

– Tengo que levantar acta, señor.

Reagan respiró hondo; tuvo que refrenarse antes de volverse hacia el desafortunado joven de uniforme que había respondido a la llamada de emergencia.

– ¿Sabe quién es esta señorita?

El oficial miró a Kristen por encima del hombro de Reagan.

– Sí.

– Entonces, encuéntrese con nosotros en su casa dentro de media hora. Allí podrá redactar el acta. Ah, agente, ¿podría evitar que esa víbora nos siga?

El joven miró la furgoneta de Richardson con desprecio.

– Con mucho gusto, detective. Señorita Mayhew, ¿seguro que no necesita atención médica?

Kristen le sonrió; empezaba a sentirse aliviada.

– Seguro. De todas formas, muchas gracias.

El joven se alejó y Reagan se volvió hacia Kristen. Ella se quedó sin habla al observar que su semblante expresaba auténtico cariño. Resultaba verdaderamente difícil resistirse.

– La esposa de mi hermano Sean es pediatra. Sus pacientes suelen ser un poco más jóvenes, pero seguro que accederá a hacerte una visita a domicilio.

– Te lo agradezco, pero no te preocupes, de verdad. Por favor, acompáñame a casa.

Abe cerró la puerta del acompañante y rodeó el coche para ocupar el asiento del conductor. Permaneció un momento en silencio y prosiguió en tono muy amable.

– ¿Por qué no me has avisado al salir del trabajo? Habría ido a buscarte.

Kristen se horrorizó al notar que las lágrimas asomaban a sus ojos. Él se dio cuenta pero no dijo nada; se limitó a aguardar su respuesta.

– ¿Recuerdas el nuevo caso del que te he hablado esta mañana? -dijo Kristen con voz insegura, pero Reagan no desvió la mirada ni un ápice.

– ¿El de la chica que ha sufrido una agresión sexual y que no quiere denunciarlo a pesar de que su padre insiste en que lo haga?

Ella asintió.

– Sí, ese. Esta tarde han venido a verme. El padre ha dicho… -La voz se le quebró; con un suspiro nervioso se tragó las lágrimas-. Por un momento he pensado que iba a pedir un cambio de fiscal debido a la atención mediática que recibirá su hija si llevo yo la acusación. Pero no ha sido así.

Reagan sacó un paquete de pañuelos de papel de la consola que separaba ambos asientos y se lo ofreció en silencio. Ella cogió el paquete y lo aferró.

– Me ha dicho que esperaba que perdiera porque así mi «humilde servidor» se encargaría personalmente del hijo de puta que había violado a su hija. Hace tres días yo era fiscal. Ahora no soy más que un cebo para que un espía asesino apriete el gatillo. -Soltó el paquete estrujado de pañuelos de papel y trató de devolverle su forma original-. Necesitaba estar sola. -Apartó la mirada-. Lo siento.

Abe puso el motor en marcha.

– Estás bien y eso es todo cuanto importa ahora mismo. -Se alejó del bordillo-. Hoy dormiré en el sofá.

Kristen comprendió que no se trataba de una pregunta. Por el retrovisor lateral, vio cómo el coche de alquiler desaparecía. Por primera vez se percató de que había estado verdaderamente en peligro.

«Podrían haberme hecho cualquier cosa. Podrían haberme… Me habrían…»

Aquello fue como abrir la caja de Pandora. Recuerdos que llevaban demasiado tiempo enterrados en su mente empezaron a brotar. Un tremendo escalofrío recorrió su cuerpo.

– Es un sofá cama -murmuró mientras cerraba los ojos y trataba de recuperar la imagen de la playa, el sol y las olas. Sin embargo, una vez abierta la veda, una única imagen invadía su mente y se repetía una y otra vez como si fuera el fotograma de una película de terror. Pero la protagonista no era ninguna actriz. Era ella.

Viernes, 20 de febrero, 19.30 horas

En el momento en que el vehículo de Reagan se alejó, él soltó un resoplido de enojo. Por fin Kristen estaba a salvo; pero las cosas podrían haberse torcido. Había estado a punto de tomar partido; por suerte, ella había conseguido hacerse con las riendas y rociarles los ojos con polvos picapica hasta obligarlos a largarse con el rabo entre las piernas.

No estaba herida. Pero podría haberlo estado, y todo por culpa de esos gusanos despreciables que se habían atrevido a sacar de la carretera a una mujer con Dios sabe qué propósito.

Se sobresaltó al oír que alguien golpeteaba en la ventanilla. Era un policía.

– Estamos despejando la zona, señor. ¿Le importaría marcharse?

Él sonrió. Debía mostrarse amable y colaborar para no despertar sospechas. Asintió en silencio. Puso la furgoneta en marcha y se mezcló entre la circulación. No podían detenerlo, todavía no. Aún le faltaba mucho para vaciar la pecera.

Capítulo 11

Viernes, 20 de febrero, 20.00 horas

– Dame las llaves.

Kristen no dijo nada, no movió ni un músculo; se limitó a mirar por la ventanilla, tal como llevaba haciendo todo el trayecto. Estaba en estado de shock. Al darse cuenta, Abe se arrepintió de no haber hecho caso de su primer impulso y haberla llevado directamente a urgencias.

Se acercó hasta su puerta y le alzó suavemente la barbilla.

– Kristen. -Chasqueó los dedos y ella parpadeó-. Vamos dentro. ¿Puedes caminar?

Ella asintió, confusa, y salió del coche como pudo, pero al poner los pies en el suelo hizo una mueca de dolor. Él hizo caso omiso de sus grititos de protesta y la cogió en brazos como si de uno de los hijos de Sean se tratase.

Entró con ella en la cocina, con cuidado de no lastimarle la rodilla; la había visto frotársela mientras se disponía a arrebatarle a la asquerosa de Richardson la cinta que había obtenido de forma tan poco ética. No había podido pararle los pies en la rueda de prensa, pero no pensaba permitirle que presentara ante todo Chicago la imagen de Kristen herida y asustada.

A pesar de que se hacía la valiente, la mujer que llevaba en brazos estaba herida y asustada. De hecho, estaba completamente aterrorizada. Pensó en la mirada que había observado en sus ojos esa mañana, cuando estaban sentados en el coche delante de la casa de los Reston. Parecía mentira que hubiera sido aquella misma mañana.

Sin embargo, por inverosímil que resultara, era cierto. Ella misma había dicho que las víctimas no olvidaban nunca la agresión; nunca. En aquel momento le había asaltado la sospecha de que Kristen también había sido una víctima. Y todavía lo era. Ahora estaba seguro. No estaba preparado para analizar el sentimiento que le producía el hecho de saberlo. Las circunstancias presentes lo abrumaban demasiado para pensar en el pasado.

– Voy a desconectar la alarma -murmuró Kristen.

Él la bajó hasta una altura que le permitiera accionar los botones del panel y luego la condujo al mullido sofá de la sala de estar. La tendió en él con las piernas estiradas y le colocó un cojín debajo de las rodillas.

A continuación le desabrochó el primer botón del abrigo, pero ella lo detuvo.

– No. -Se incorporó y su mirada se perdió en la penumbra.

– Muy bien. -Abe encendió la luz y la claridad repentina los obligó a pestañear-. Te prepararé un poco de té. -Esperaba que tuviese infusiones en bolsita, pues no tenía ni idea de qué cantidad de té debía poner en la tetera de porcelana con grandes rosas estampadas-. Aguarda aquí.

Estaba de suerte; preparó una infusión mientras llamaba a Spinnelli, a Mia y a su cuñada Ruth, que era médico. La voz no le temblaba. Sin embargo, sí le temblaron las manos al coger la taza de té.

Se dio media vuelta y se apoyó en el viejo frigorífico con la delicada taza entre las manos; notaba un nudo en el estómago. De pronto, acudió a su mente la imagen de aquel día. Se encontraba con Debra en el momento en que le habían disparado, permanecía atrapado en aquella escena que había reproducido mentalmente tantas veces que no era capaz de contarlas. La noche anterior había estallado una tormenta primaveral que dejó más de diez centímetros de nieve. Por la mañana, los márgenes del camino seguían cubiertos de hielo y a él le dio miedo que Debra resbalase y se cayera. Podría haber sufrido algún daño, ella o el hijo que esperaban. Qué ironía.

– Te dejaré enfrente de la tienda -se ofreció; le preocupaba que el trayecto a pie desde la zona de aparcamiento hasta la tienda de ropa de bebé fuera excesivo para Debra, embarazada de ocho meses.

Ella se había echado a reír con aquellas carcajadas que le parecían tan increíblemente excitantes.

– No me seas protector -le dijo en tono guasón-. Estoy embarazada pero no soy una inválida. Un poco de ejercicio me sentará bien. Ruth me lo ha dicho.

Por eso había continuado hasta encontrar un hueco, a dos manzanas de la tienda de bebés de Michigan Avenue. A Debra, el vale que había recibido como regalo en la fiesta que habían celebrado la noche anterior le quemaba en las manos y había saltado del coche sin que a él le diera tiempo a abrirle la puerta. A continuación, todo había ocurrido muy deprisa. Se oyó un disparo y ella se desplomó; el rostro del asesino adolescente se demudó de sorpresa y disgusto, y luego se apresuró a subirse al coche que lo esperaba. Los neumáticos chirriaron cuando se dio a la fuga.

Después, todo había ocurrido muy lentamente. La sangre de ella se derramó en la cuneta y un transeúnte empezó a gritar para pedir auxilio mientras él intentaba sin éxito detener el chorro que manaba del agujero de la sien. Suplicó una y otra vez: «Debra, por favor, cariño, abre los ojos».

Pero Debra no abrió los ojos. No volvió a hacerlo nunca más. Una hora más tarde los médicos le entregaron el bebé en el hospital; yacía inmóvil, inerte. Nunca se había sentido tan impotente.

Hasta aquella noche, cuando se dirigía al lugar del siniestro sabiendo que Kristen se encontraba encerrada en su coche por culpa de dos rufianes sedientos de sangre que la habían amenazado por algo de lo que ella no era la causante.

«Pero está bien. Ha sabido defenderse», se dijo.

Soltó una risita triste. Con un simple espray de polvos picapica. Menos mal que lo llevaba encima y había tenido agallas para emplearlo. Menos mal que no se había quedado paralizada y sin saber qué hacer.

– Abe.

Alzó la vista y la encontró en el arco de la puerta con expresión preocupada. Lo había llamado «Abe».

– No tendrías que haberte levantado -la regañó.

Ella avanzó cojeando por el desgastado suelo de linóleo y le cogió la taza de las manos.

– No estoy herida. Me encuentro bien.

Estaba mejor, lo notó enseguida. Tenía la mirada más viva y el rostro menos pálido. Pero ni con mucho estaba bien.

– Ya, por eso no te has quitado el abrigo. -Su voz resultó más áspera de lo que pretendía; aun así, ella se despojó del abrigo en silencio y dejó al descubierto el traje gris marengo y la blusa fucsia que, por extraño que resultara, no desentonaba con su pelo.

– ¿Es para mí este té? -preguntó.

– Si está bueno sí, si no me lo tomaré yo.

Ella dio un sorbo.

– Está bueno. ¿Puedo ofrecerte algo? Tienes peor aspecto que yo.

Él supuso que tenía razón.

– ¿Tienes algo un poco más fuerte que el té?

– Yo no bebo, pero es posible que tenga algún licor. -Abrió un armario y sacó una botella de whisky escocés que estaba por estrenar; era de buena marca-. Me tocó el año pasado en un sorteo que se celebró en la oficina por Navidad. Si no te gusta, échale la culpa a John.

La siguió hasta la mesa de la cocina y se sentó enfrente de ella.

– Está muy bueno -opinó después del primer trago. Alden tenía buen gusto-. ¿Por qué no bebes?

Ella lo miró por encima de la taza de té.

– Eres un entrometido.

Él siguió bebiendo whisky y notó cómo le templaba el estómago y le aplacaba los nervios que le había dejado el paseo por los caminos del recuerdo.

– Gajes del oficio.

Kristen aceptó su explicación con una mueca irónica.

– Cuando yo tenía dieciséis años mi hermana murió en un accidente de tráfico en el que el conductor iba bebido. Nunca he probado el alcohol.

– Lo siento.

– Gracias.

No dijeron nada más, se limitaron a permanecer sentados mientras cada uno se tomaba la bebida que había elegido. A Kristen aquel silencio no le resultó incómodo; observaba a Reagan al otro lado de la mesa. Tras las últimas noches, ya no le extrañaba tenerlo en la cocina; su compañía imprimía al ambiente cierta intimidad, y ella la disfrutaba a pesar de ser consciente de que solo se trataba del producto de su imaginación. Y de un deseo vano.

Sonó el timbre y Reagan se puso en pie.

– Debe de ser el agente McIntyre que viene a levantar acta de lo ocurrido.

– Hazlo entrar aquí.

Lo oyó abrir la puerta y saludar a McIntyre. Pero al momento empezó a despotricar, y antes de que entrara en la cocina Kristen ya sabía que sostenía en las manos una caja de cartón de color marrón.

– Qué hijo de puta -gruñó Reagan-. Por lo menos esta vez la cámara habrá captado las imágenes.

Kristen se quedó mirando la caja marrón; le pesaban las extremidades debido al agotamiento.

– Sabíamos que ocurriría tarde o temprano. ¿Quieres abrirla aquí o en la comisaría?

Reagan sacó el móvil.

– Que lo decida Spinnelli.

Salió de la cocina y la dejó allí con la caja, en compañía del inquieto agente McIntyre.

– Estamos pasando una mala racha, señorita Mayhew -dijo McIntyre.

No sabía por qué, pero las palabras honestas del joven agente se le antojaron a Kristen de lo más gracioso. Se echó a reír a carcajadas; no podía parar. Cuando al fin se quedó sin aliento, se dejó caer en la silla. McIntyre escrutaba su taza con recelo.

– No es más que té, agente -explicó cuando consiguió llenar de aire los pulmones-. El whisky es de Reagan.

– Claro, señorita. ¿Puedo redactar el acta ahora?

Kristen arrastró una silla y le indicó con un ademán que se sentara.

– Adelante. No estoy borracha, agente McIntyre, solo cansadísima y muy preocupada. -Se irguió en la silla-. Le ha tocado poner el remate a un día horroroso.

El chico sacó el bloc con expresión comprensiva.

– Seré breve.

Y, fiel a su promesa, no formuló preguntas estúpidas ni le hizo repetir nada. Cuando Reagan volvió, ya se había guardado el bloc en el bolsillo.

– ¿Lo tiene todo, McIntyre?

– Sí. No tengo claro que logremos atraparlos, pero de todas formas mañana enviaremos a algunos hombres a rastrear la zona. Tal vez los vecinos hayan reparado en la presencia de algún matón. Ya veremos.

Reagan hizo una mueca.

– Volverán a intentarlo.

A Kristen se le encogió el estómago.

– Maravilloso.

Reagan le apretó ligeramente el hombro sano.

– Trata de no preocuparte. -Retiró la mano antes de que ella cediera a la tentación de apoyarse en él-. Spinnelli y Jack vienen hacia aquí. McIntyre, tendrá que confirmar dónde ha encontrado exactamente la caja.

McIntyre se ajustó la gorra.

– No hay problema, detective. Señorita Mayhew, la llamaré si surge algo nuevo.

Reagan lo acompañó a la puerta. Kristen lo oyó saludar a otra persona y abrió los ojos como platos cuando lo vio aparecer con una treintañera de pelo castaño claro que llevaba un bolso negro. Había tenido más visitas en una hora que durante los últimos dos años. Reagan le dedicó una mirada cautelosa.

– Esta es mi cuñada Ruth.

La pediatra. Kristen frunció los labios.

– Te he dicho que no es nada.

– Y seguramente tiene razón, señorita Mayhew -convino la mujer-. Lo comprobaremos y así podremos irnos todos a dormir.

– Por favor, llámame Kristen. -Le lanzó una mirada feroz a Reagan, quien no parecía tener ninguna intención de disculparse-. Siento que Reagan te haya hecho salir de casa; no me pasa nada.

– Le duele el hombro y la rodilla -dijo Reagan. Kristen dio un resoplido de frustración, pero Ruth la miraba con expresión divertida.

– Llámame Ruth o doctora Reagan, pero no doctora Ruth. Es todo cuanto te pido. Abe, lárgate. -Esperó a que le hubiera obedecido y luego esbozó una sonrisa-. Quítate la chaqueta y las medias, si puedes.

Con la chaqueta lo logró, aunque le costó lo suyo. Las medias eran harina de otro costal. Kristen reconoció a regañadientes que no podía.

– Menos mal que has venido. No me imagino durmiendo con las medias puestas.

Ruth sonrió abiertamente y se arrodilló junto a la silla.

– Yo ni siquiera me imagino llevándolas. Debes de sentirte como una salchicha. Deja que te ayude. -Tras unos cuantos tirones, las piernas de Kristen quedaron desnudas, con la falda por encima de las rodillas. Ruth le dio unos cuantos golpecitos suaves y luego se puso en cuclillas-. Me parece que te has torcido la rodilla y te has hecho un esguince en el hombro. No es grave, pero mañana te dolerá.

Kristen frunció el entrecejo.

– ¿Más que ahora?

– Mucho más -aseguró Ruth en tono jovial-. Pero teniendo en cuenta lo que podría haber sido, diría que has estado de suerte. -Se puso en pie y miró al suelo. Su expresión se tornó preocupada-. Abe es una buena persona. Tenía miedo de que hubieras entrado en estado de shock. No seas excesivamente dura con él.

Kristen se bajó la falda para cubrirse las rodillas.

– Siento que hayas tenido que venir.

– No te apures. ¿Has cenado?

Kristen hizo un esfuerzo por recordarlo.

– Sí, sí. Fui a la cafetería de Owen. Volvía a casa cuando esos tipos me abordaron.

– Bueno, me parece que lo mejor será que tomes ibuprofeno y te des un buen baño.

Kristen dio un bufido.

– Eso es exactamente lo que le he dicho a Reagan que iba a hacer, pero es muy terco y no escucha.

Ruth se echó a reír.

– Es cosa de familia. Espera a conocer a su padre.

Kristen sacudió la cabeza, muy alarmada por lo que Ruth pudiera estar pensando.

– No, no… Yo no… Quiero decir que… -Se dio por vencida al observar el regocijo creciente de Ruth-. Déjalo, da igual.

– Encantada de conocerte, Kristen. -La sonrisa de Ruth se desvaneció y la chica se volvió hacia la puerta-. Déjale que te cuide, por favor. Es muy importante.

Kristen recordó la expresión del rostro de Abe cuando ella había entrado en la cocina; reflejaba desconsuelo y desesperanza. Aferraba la taza con tal fuerza que pensó que iba a hacerse añicos entre sus manos.

– ¿Por qué? -preguntó.

Pero no obtuvo respuesta. Reagan había elegido aquel preciso momento para volver.

– Kristen está bien, Abe -dijo Ruth dándole una palmadita en el hombro-. En cambio tú necesitas imperiosamente tomarte algo caliente y descansar.

Abe le dirigió a su cuñada una sonrisa que denotaba verdadero afecto. A Kristen se le encogió un poco el corazón. Se preguntaba cómo debía uno de sentirse al tener familiares tan allegados que acudían al momento de haberles pedido ayuda. De nuevo, se puso a soñar despierta.

– No te preocupes por mí -dijo Abe.

Ruth suspiró.

– Siempre me dices lo mismo, pero no puedo evitarlo. Vendrás el sábado, ¿verdad? Falta solo una semana, no te olvides.

– Ni por todo el oro del mundo me perdería el bautizo de mi nueva sobrinita.

Ruth se mordió el labio inferior.

– Siento lo de los padres de Debra, Abe. Mi madre los ha invitado y no podía decirles que no vinieran sin provocar un altercado familiar.

¿Quién era Debra? ¿Por qué al mencionar a sus padres la mirada de Abe se había endurecido?

– No te preocupes, Ruth. Seguro que podemos convivir de forma pacífica durante unas horas. -Le colocó un mechón de cabello detrás de la oreja; tenía práctica, se notaba que lo había hecho muchas veces antes-. Si veo que se avecinan problemas me iré, te lo prometo.

– No quiero que te marches, Abe. -La voz de Ruth se empañó; cerró los ojos-. Lo siento. Es que ya te has perdido muchas cosas y no quiero que te pierdas también esta.

Él, incómodo, se volvió hacia Kristen. Ella estuvo tentada de apartar la mirada, por educación, pero recordó de nuevo aquella expresión afligida y decidió dedicarle una sonrisa de apoyo. Aquel desconocido se había portado con ella como si formara parte de su familia. Se había preocupado por ella cuando no tenía ninguna obligación de hacerlo. Ruth había dicho que era importante que le permitiera cuidarla y, cualquiera que fuese el motivo, Kristen creyó que tenía razón.

– No me seas melindrosa -dijo Abe-. Ya sabes cuánto lo odio.

Ruth, con los ojos llorosos, esbozó una sonrisa.

– Es culpa de las hormonas. Encantada de haberte conocido, Kristen. Mantén la pierna en alto. -Se inclinó y besó a Reagan en la mejilla-. ¿Vendrás a cenar el domingo?

Kristen observaba la escena fascinada mientras las mejillas de barba incipiente de Reagan se enrojecían ante el pequeño gesto de su cuñada.

– ¿Crees que voy a perderme el asado? Pues te equivocas. Te acompaño al coche.

Kristen agitó la mano en señal de despedida.

– Gracias.

Los vio marcharse. Reagan rodeaba a Ruth por los hombros; la imagen la atenazó. Odiaba desear cosas que nunca tendría. Se volvió y miró la caja.

Él estaba allí por aquella maldita caja; por todas aquellas malditas cajas. Y en cuanto su humilde servidor estuviera entre rejas, desaparecería. Aspiró hondo y soltó el aire antes de concentrarse en la caja.

Se preguntaba a quién habría elegido esta vez el espía como víctima. Se esforzó por sentir su muerte, pero era muy difícil lamentarse por la desaparición de aquellos criminales. Y todavía le resultaba más difícil después de lo ocurrido aquella noche. No hacía falta ser ningún genio para adivinar lo que aquellos hombres le habrían hecho si no se hubiera librado de ellos. No hacía falta mucha imaginación para saber cómo habría terminado.

Con los recuerdos bastaba.

– Spinnelli llegará enseguida -masculló para sí. No era cuestión de que la encontrara allí sentada con las piernas desnudas. Tenía que cambiarse. Hizo acopio de toda su energía y se puso en pie.

Viernes, 20 de febrero, 21.15 horas

No llamó. Dio tal golpe en la puerta que bastaba para despertar a un muerto.

Zoe le abrió.

– ¿Es que no eres capaz de dominarte? -le espetó.

Él la empujó para abrirse paso y dio tal portazo que el edificio tembló.

– Parece que no, puesto que he sido lo bastante estúpido para liarme contigo. -El cuerpo le temblaba por la furia apenas contenida y por primera vez Zoe sintió miedo.

– Tranquilízate, por el amor de Dios. ¿Quieres tomar algo?

– No, no quiero tomar nada. -La aferró por los brazos y ella soltó un grito. Tiró de ella hasta obligarla a ponerse de puntillas-. Lo que quiero es que te retractes y dejes de hablar de Mayhew y de espías asesinos. -Tiró con más fuerza y ella ahogó un gemido-. ¿Lo entiendes?

Ella luchó por liberarse pero él la tenía inmovilizada.

– Es mi trabajo. Estoy haciendo mi trabajo.

– Pues búscate otra noticia o conseguirás que pierda el mío.

– Estás exagerando. No vas a perder el trabajo.

Él la zarandeó con ímpetu.

– Claro que no; porque tú vas a dejarlo estar.

Ella echó la cabeza hacia atrás y lo miró a los ojos.

– Y si no, ¿qué? ¿Qué harás? ¿Le contarás a todo el mundo que me acuesto contigo? Recuerda que yo no estoy casada; a mí me da igual. -Entrecerró los ojos-. ¿O piensas convertirme en un regalito para Kristen?

Él palideció de golpe, tal como ella preveía.

– ¿De qué estás hablando?

Ella se encogió de hombros con gesto despreocupado.

– Del poder de los periodistas, de la comunicación. Corre un rumor y de pronto la gente te asocia con un espía. Algo así arruinaría la carrera de cualquiera.

Se la quedó mirando un momento, luego la apartó de sí con fuerza, como si le quemara. Si por ella fuera, lo quemaría de verdad. Nadie se atrevía a amenazar a Zoe Richardson; nadie.

– Estás loca -masculló.

– Para tu desgracia, estoy perfectamente cuerda. -Se llevó las manos a las caderas, muy consciente del efecto que provocaba-. Bueno, ¿piensas quedarte o no?

El horror se plasmó en el rostro de él.

– ¿Crees que voy a acostarme contigo después de esto? ¡Santo Dios!

– Lástima. Después de la rueda de prensa y la entrevista con los Conti aún me va el corazón a mil. Lo último que me apetece es dormir.

Él la miró con recelo.

– ¿Has dicho Conti? ¿Qué tiene que ver ese hijo de puta en todo esto?

Zoe se echó a reír.

– Qué mojigato te has vuelto de repente. Vete a casa, cielo. A lo mejor aún llegas a tiempo de ver la entrevista.

Él agitó cabeza.

– Eres peor que el veneno.

– Es probable. Ah, y te aconsejo que tengas cuidado con lo que dices mientras duermes, cielo.

Él volvió a palidecer y guardó silencio un momento.

– ¿De qué hablas?

Aquello era demasiado denso para resumirlo en cuatro palabras.

– Hablas en sueños, cariño. Estoy segura de que tu mujer sabe lo nuestro. Y si no, pronto lo sabrá. -Zoe ladeó la cabeza y sonrió con expresión condescendiente-. Que duermas bien.

Viernes, 20 de febrero, 22.00 horas

Había seleccionado el siguiente nombre de la pecera. Era una buena elección. Lo miró mientras reflexionaba sobre la vileza de los crímenes de aquel sujeto. Sería un gran placer verlo muerto.

Suspiró. Debía admitirlo; al menos tenía que confesárselo a sí mismo. Había empezado la misión para vengar a Leah y a las muchas otras víctimas a quienes la justicia había dado la espalda. Tras eliminar al segundo, a Ramey, sintió satisfacción, lo cual estaba bien. Con King fue más que satisfacción, sintió casi… entusiasmo al apalear el rostro de aquel hombre hasta dejarlo como una masa sanguinolenta. Pero lo de Skinner… había sido verdadero placer.

Observó los ojos horrorizados de Skinner. Lo vio forcejear y dar boqueadas cuando ya tocaba a su fin. Y sintió placer.

¿Estaba eso mal? ¿Se habría enfadado Dios?

Se dijo que no. Los hombres de Dios se vieron a menudo obligados a matar y después fueron alabados por ello. Había precedentes. Incluso el propio Skinner habría apreciado que hubiese precedentes.

Se levantó para acercarse al ordenador cuando una imagen del televisor captó su atención. Llevaba todo el día mirándolo, primero apagado y luego encendido. Oyó que lo nombraban y observó la reacción del público. Si la opinión de la gente en el juzgado era un buen indicador, contaba con muchos adeptos. Su cuerpo se tensó cuando Zoe Richardson llenó la pantalla.

Odiaba a aquella mujer. También ella era vil; siempre pavoneándose y haciendo que Kristen pareciera incompetente. Se alegraba de que Reagan le hubiera arrebatado la cinta aquella tarde. Si no, lo habría hecho él mismo. Se sentó, cogió el mando a distancia y subió el volumen. Richardson estaba entrevistando a aquel asesino, a Angelo Conti.

– ¿Cuál fue su reacción al conocer la existencia de Humilde Servidor? -preguntó Richardson.

Conti adoptó un aire fanfarrón.

– No me sorprendió demasiado -respondió.

Richardson ladeó su cabeza rubio platino.

– ¿Y por qué no?

– Por la forma en que ella se dedicó a perseguirme, como si estuviese loca o algo parecido. Soy inocente.

– De hecho, su caso no está cerrado. La fiscal Mayhew podría volver a llevarlo ante los tribunales.

El rostro de Angelo se tornó granate.

– Sí, y volvería a perder. Es una incompetente, ¿sabe? Por eso ha contratado a ese tipo. No puede ganar por sí misma y busca otra forma de pelear.

Richardson pareció desconcertada.

– ¿Está diciendo que la fiscal Mayhew paga a Humilde Servidor para que asesine a las personas que ella no ha conseguido que condenen? ¿Se trataría, entonces, de un sicario?

El estómago se le revolvió al oír la acusación que había lanzado Richardson desde el televisor.

– No -susurró mientras aferraba con el puño cerrado el medallón que llevaba colgado al cuello-. No es cierto.

Angelo Conti se encogió de hombros.

– Llámelo como quiera. Me gustaría que alguien husmeara en su cuenta corriente como ella hizo con la mía.

– Es un punto de vista interesante. -Richardson se volvió hacia la cámara-. Les ha informado Zoe Richardson desde Chicago.

Apagó el televisor. Estaba temblando. Miró el nombre del papelito que había sacado de la pecera y decidió que tendría que esperar. Otro blanco ocupaba ahora el punto de mira.

Viernes, 20 de febrero, 22.30 horas

– ¿Dónde está Spinnelli? -se quejó Jack-. Quiero abrir la caja.

Abe hizo una mueca irónica. Jack parecía un niño el día de Navidad.

– Llegará enseguida. Mañana tendrás todo el día para analizar lo que ha dejado esta vez.

Jack gruñó.

– ¿Y dónde está Mia? Pensaba que llegaría pronto para coger sitio en primera fila.

– Tenía una cita. La he llamado para decirle que Kristen estaba bien y he hablado con ella, pero media hora más tarde tenía el teléfono desconectado.

Jack parecía enfadado.

– Bueno, por lo menos mañana alguien estará contento.

Kristen levantó por un momento la vista desde su asiento, en un extremo de la mesa de la cocina. Se había puesto un chándal pero seguía llevando aquel pingorote tirante en la cabeza y Abe tuvo que contenerse para evitar extraerle las horquillas y liberar sus rizos; probablemente aquel moño era su último recurso para aparentar control.

– ¿Por qué iba a estar Mia más contenta que los demás? -preguntó, y al momento abrió los ojos como platos y sus mejillas se tornaron de un rosa muy favorecedor al captar el significado de lo que Jack había dicho-. No importa.

Jack sonrió.

– Lo siento, Kristen -dijo, y enseguida se puso serio-. Ya sabes que no habrá gran cosa para analizar mañana. Él ni siquiera se ha acercado a la casa.

Así era. El hijo de puta debía de haber descubierto las cámaras porque en la cinta solo aparecía un jovencito en el momento de dejar la caja. Habían captado un buen plano del rostro del chico y del nombre de la escuela que llevaba bordado en la chaqueta; sería fácil localizarlo.

No obstante, el equipo de Jack estaba esparciendo talco en el porche de la casa de Kristen, para tratar de descubrir huellas, y registrando a fondo cada rincón del jardín de la entrada en busca de cualquier rastro. Una llamada a los vecinos reveló que la caja ya se encontraba allí cuando regresaron del trabajo a las cinco. Aparte de eso, nadie había visto nada más.

Jack señaló la caja.

– Vamos a abrirla, ¿de acuerdo?

Abe suspiró.

– De acuerdo. Adelante.

Jack había cubierto la mesa de la cocina de Kristen con papel de embalar de color blanco.

– No creo que encontremos ninguna huella en la caja, aunque nunca se sabe. Aquí está. -Abrió la caja y sacó de ella un sobre. Se dejó caer en la silla-. Dios santo.

Kristen se puso en pie de repente.

– ¿Qué?

Jack levantó la cabeza, su rostro había perdido el color.

– Es Trevor Skinner.

– Oh, no. -Kristen se sentó y se hundió en la silla; tenía el rostro tan blanco como el papel que cubría la mesa-. Me lo temía -suspiró-. Ha añadido a los abogados defensores en su lista de objetivos.

Abe cogió el sobre de la mano temblorosa de Jack. De aquel hombre solo conocía su reputación. Hacía un trabajo excelente.

– ¿Lo conocías bien?

Ella asintió, aturdida.

– Tuvimos unos cuantos encontronazos. Era implacable. Odiaba encontrármelo en los tribunales. Se mostraba despiadado con las víctimas y las machacaba hasta anularlas. -Se presionó los labios con las puntas de los dedos-. No puedo creerlo.

Abe rebuscó entre el contenido del sobre esparcido en la mesa y encontró la carta.

– «Mi querida Kristen: Me alegro mucho de que se haya descubierto el pastel. Espero que te haya reconfortado saber que esos monstruos han muerto. Mientras pueda seguir, seguiré. A estas alturas debes de estar preguntándote por qué lo hago, por qué me he embarcado en la misión de librar a la ciudad de la chusma inmunda que vaga por sus calles. Huelga decir que tengo mis motivos. Vi al señor Trevor Skinner en acción en los tribunales, observé la habilidad con que minaba la confianza de las víctimas y las dejaba incapaces de hablar con voz propia.»

Abe hizo una pausa y miró a Kristen.

– Sí, es cierto; yo protestaba una y otra vez, pero él nunca se daba por vencido. Estaba muy solicitado por los ricos; era capaz de hacer que una víctima pareciera peor que el acusado. Los casos de violación eran de lo más penoso. -Empezaron a temblarle los labios y los frunció-. Conseguía que las mujeres acabaran considerándose sucias y despreciables -dijo con un hilo de voz. Miró a Abe a los ojos; los suyos mostraban un brillo lloroso-. Siento que lo haya asesinado, Abe, pero me alegro mucho do que no pueda volver a hacer eso a ninguna otra mujer. -Parpadeó y dos lagrimones le resbalaron por las mejillas; Jack le cogió la mano.

– Tendríamos que haber hecho esto en el laboratorio -apuntó Jack en voz baja-. Es demasiado para ti, después de todo lo que ha pasado esta noche.

Ella espiró largamente y le soltó la mano con suavidad.

– Estoy bien, solo un poco afectada. Oigamos el resto.

– «Siguiendo la filosofía del "ojo por ojo", concebí un castigo apropiado. Ahora podrás dormir tranquila, Kristen, al saber que Skinner murió sin poder pronunciar ni una palabra en su defensa. Por favor, asegúrate de que los criminales de Chicago sepan que los acecho; estoy furioso y no pienso atenerme a las leyes de los hombres. Se despide como siempre, tu humilde servidor.»

Abe suspiró.

– «Posdata: Sería mejor que terminaras una cosa antes de empezar la siguiente.»

– ¿Qué has empezado a hacer? -preguntó Jack.

Los labios de Kristen se tensaron.

– Anoche empecé a confeccionar unas cortinas para cubrir las ventanas.

Jack hizo esfuerzos por aguantarse la risa. De pronto, estalló, y al cabo de un momento Kristen hizo lo propio. Abe pensó que tenía una risa maravillosa; de nuevo le atenazaba el estómago, y su semblante debió de manifestarlo porque Kristen se puso seria de repente y pareció sentirse culpable.

– Lo siento, de verdad. Es que… ha sido un día muy largo.

– Y lo que queda todavía -dijo Spinnelli desde el vano de la puerta-. ¿Habéis oído las noticias?

– Andamos algo ocupados, Marc -respondió Kristen con ironía-. Hemos asistido a la rueda de prensa. ¿Qué otro desastre puede haber causado esa mujer desde entonces?

Spinnelli extrajo una cinta del bolsillo de su abrigo.

– ¿Dónde tienes el vídeo?

– En la sala de estar -dijo en tono preocupado.

Spinnelli miró la caja.

– ¿A quién le ha tocado esta vez?

– A Trevor Skinner -respondió Abe.

El rostro de Spinnelli se tornó tan céreo como el del resto.

– Y yo que creía que el día no podía ir a peor.

Sábado, 21 de febrero, 2.00 horas

– Tendrías que estar durmiendo.

Sorprendida por la voz grave de Reagan procedente de la escalera del sótano, Kristen desvió la atención de la repisa de la chimenea que estaba puliendo y apartó de su mente la imagen de Zoe Richardson sumergida en miel y atada junto a un rebosante hormiguero. Las fieras hormigas rojas mordían con fuerza. Horas después, aún estaba enojada; le exasperaba que Richardson insinuara que ella había contratado al asesino, que aquella bruja teñida de rubio platino proporcionase a la comunidad criminal un nuevo motivo para cernerse sobre ella, que Angelo Conti contara con otra oportunidad de mentir ante la cámara. Y, en aquel preciso momento, le exasperó que el pulso se le acelerara con solo oír la voz de Reagan.

Pero él no tenía la culpa de los motivos de su enfado. Él había sido más que amable y se había negado a marcharse después de que lo hicieran Spinnelli y Jack, preocupado porque los hombres que la habían abordado volviesen.

– Lo siento -se disculpó Kristen-. No quería despertarte. Trataba de no hacer ruido.

– No estaba durmiendo.

Lo observó descender por la escalera despacio, con cuidado. Aún llevaba puestos los gruesos zapatos, como si esperase tener que salir corriendo en cualquier momento detrás de algún intruso. Sus pantalones conservaban la raya a pesar de la cantidad de horas que hacía que los llevaba puestos. Los únicos indicios de relajación los constituían la ausencia de corbata y el hecho de llevar la camisa por fuera de los pantalones y el botón del cuello desabrochado. Fijó los ojos en el cuello, probablemente más tiempo del que debía. Luego los posó en su rostro, cuyas mejillas oscurecía una barba incipiente, y, de allí, en sus ojos, ensombrecidos por la preocupación. «Está preocupado por mí», pensó, y trató de que la idea no calara en ella excesivamente.

– ¿No te duele el hombro haciendo eso? -preguntó Abe, y ella bajó la vista al papel de lija.

– No mucho. El que me duele es el izquierdo, y soy diestra.

– Ah, pensaba que estabas cosiendo las cortinas -dijo.

– La máquina de coser hace demasiado ruido y…

– Y no querías despertarme; ya lo he entendido. -Se dirigió a las pequeñas ventanas que se alineaban en la pared del sótano. A diferencia de ella, Reagan era lo bastante alto para mirar a través del cristal sin necesidad de encaramarse a una silla. Su estatura y su fuerza resultaban tranquilizadoras-. ¿Dónde tienes la máquina de coser?

– En la habitación libre.

– Entonces puede haberte visto desde la calle.

Kristen dejó el papel de lija; de pronto notó en las palmas de las manos un sudor frío. Se las secó en el pantalón del chándal.

– Sí. -Se levantó; al hacerlo el dolor de la rodilla la obligó a torcer el gesto-. Mira, ya sé que esto me hace parecer débil y cobarde, pero ¿podríamos no hablar de él? Me estoy volviendo loca, no dejo de preguntarme si está ahí fuera observándome. -Sintió un frío repentino y se frotó la parte superior de los brazos-. Espiándome. Es como una película de Hitchcock. Me da miedo hasta meterme en la ducha.

Abe frunció los labios. No era la primera vez que Kristen observaba lo atractivos que eran. Armonizaban con las otras facciones del rostro que en aquel momento se volvía hacia ella.

– Bueno, si quieres ducharte ahora me ofrezco a vigilar desde la puerta. Te prometo que no miraré.

Kristen se quedó muda. Todos los músculos de su cuerpo se tensaron de golpe. Lo había dicho de broma, con la intención de hacerle sonreír, pero era evidente que sus propias palabras le habían afectado. Todo en él se paralizó, a excepción del rítmico movimiento de su pecho, mientras sus ojos azules emitían un destello y capturaban la mirada de Kristen. El aire que los separaba había adquirido una carga eléctrica. Casi veía las chispas.

Chispas. Levantó la cabeza al encendérsele la luz.

– Participante en el caso Electric, ¿verdad? De eso te conozco. Fue hace dos años, en verano. Trabajabas de incógnito y te detuvieron junto con los demás acusados por posesión de drogas. Te vi en la zona de registro. -Recordó que primero lo había oído y luego lo había visto. Cómo no iba a acordarse.

Los labios de Abe se curvaron en una sonrisa casi petulante.

– Me preguntaba si te acordarías. Te ha costado bastante.

Kristen avanzó cojeando.

– Y con razón. -Soltó una risita al recordar su aspecto-. Entonces llevabas coleta, barba y un ojo morado, y tenías la lengua muy larga.

Abe sonrió abiertamente y la imagen dejó a Kristen sin aliento.

– Aquel día iba camuflado. Tendrías que haber oído lo que dije de ti en cuanto te marchaste.

Estaba sola con un hombre al que había conocido hacía tres días, que le proporcionaba seguridad y que, si no se equivocaba, flirteaba con ella. No era la primera vez que alguien lo hacía, pero todos los casos anteriores la habían dejado fría. En ese momento no podía decir lo mismo.

– Casi me da miedo preguntártelo. -Lo decía en serio.

Él arqueó una de sus cejas morenas y el gesto le confirió un aire travieso. Kristen se avergonzó al notar que la boca se le hacía agua y que el calor de sus mejillas invadía el resto de su cuerpo. «No lo desees, Kristen. Nunca será tuyo.»

– Digamos que mi personaje era muy masculino; dejémoslo así -dijo con ironía y sin apartar la mirada de sus ojos.

Kristen tragó saliva y volvió la cabeza. Retomó su tarea y se concentró en lijar bien una zona de la repisa en la que la pintura de hacía décadas estaba muy adherida.

– Aquel día llevaba documentos a la policía del distrito -explicó-. Primero te oí y luego te vi. Tú me observabas. -Lo hacía con aquellos ojos azules penetrantes que nunca había olvidado del todo-. ¿Por qué?

Lo oyó aproximarse y a continuación notó el calor de su cuerpo detrás de ella. De pronto, le pareció imposible haber sentido frío.

– No lo sé -dijo muy serio-. Levanté la vista y allí estabas tú, con el traje negro y el pelo recogido. Me quedé… anonadado.

«Anonadado.» Kristen se echó a reír.

– Vamos, detective. «Anonadado» es un poco exagerado, ¿no te parece?

– Tú has preguntado, y yo he respondido -dijo en tono seco-. No me gustó nada sentirme así.

Al oír la dureza de sus palabras, el estómago de Kristen dio un vuelco peligroso. Aquello le había dolido. Se refugió en la pintura hasta que estuvo segura de que podía hablar con voz firme.

– Es bueno saberlo. Me parece que ya estoy preparada para hablar de espías obsesos.

– Entonces mi esposa aún vivía. -Las palabras quebradas parecieron cernerse sobre ambos.

«Su esposa.» Kristen se volvió despacio. Él se encontraba muy cerca; retrocedió hasta apoyarse en la repisa de la chimenea para ganar unos centímetros de distancia. Se había fijado en ella cuando aún estaba casado. No creía que fuera de ese tipo de hombres. Aquello le dolió aún más.

– ¿Tu esposa? -preguntó con un hilo de voz.

Él la miraba con ojos penetrantes, retador.

– Sí. Debra, mi esposa.

Debra era su esposa. Y a él le molestaba que sus padres acudieran al bautizo del sábado. Kristen se humedeció los labios; de repente, los tenía resecos.

– Si lo he entendido bien, murió.

– Hace un año.

Ella aguardó un momento pero él no añadió nada más.

– ¿De qué murió?

La expresión de Abe se tornó airada.

– Me parece que la causa oficial de la muerte fue un fallo cardíaco, pero tras cinco años en estado vegetativo un fallo de cualquier órgano habría bastado.

Ella se quedó sin aliento al asimilar la magnitud de lo que acababa de decirle. «Cinco años.» Le dolió en el alma que hubiese tenido que pasar por semejante experiencia. Su primera impresión la noche en que coincidieron en el ascensor había sido acertada. Su semblante mostraba una desolación inequívoca.

– La amabas.

Los ojos de Abe emitieron un destello.

– Sí. -La intensidad con la que pronunció aquella corta palabra lo expresaba todo.

Kristen supo que si quería saber más cosas tendría que preguntárselas. Aunque no estaba segura de querer saber más. Ya le había creado bastantes problemas ocuparse de los asuntos ajenos. «Pero él se ha ocupado de los tuyos, Kristen, y lo ha hecho sin dudarlo ni un segundo.» De pronto, se dio cuenta de que él le estaba ofreciendo la oportunidad de compartir lo que pesaba sobre ambos.

Una relación. Algo con lo que llevaba años soñando, algo que la aterrorizaba tanto como la atraía.

Mientras ella reflexionaba, él la observaba, lo cual la ponía nerviosa; le parecía que podía leer sus pensamientos, y tal vez fuera así. «Quizá no le importe», se dijo. Pero casi en el mismo momento en que aquella idea, ingenua y esperanzadora, acudió a su mente la descartó. Sí le importaría. Aquello los alejaría; pero eso pasaría más adelante. En ese momento él necesitaba hablar, y ella quería escucharlo. Serían amigos.

Pero solo amigos. Así lo decidiría él, y no ella. Él sería quien se apartara de ella y no al revés. Lo sabía. A ambos les dolería. Pero aún no había llegado aquel momento. Partió el papel de lija y le ofreció la mitad.

– Háblame de ella; de Debra.

Abe cogió el trozo de papel de lija; en su mano parecía ridículamente pequeño. Se alejó para empezar por el extremo opuesto de la repisa y Kristen respiró hondo para llenar de aire los pulmones. Luego siguió lijando.

– Debra era… -su voz se tornó áspera y se quebró-. Lo era todo para mí.

Kristen notó que se le partía el corazón mientras se preguntaba qué debía significar serlo todo para alguien. Sobre todo para alguien como él. Lijó con más fuerza.

– ¿Qué ocurrió?

– Nos dirigíamos a una tienda. Ella salió del coche y le dispararon.

Kristen lo miró por el rabillo del ojo. Permanecía inmóvil, con la vista fija en el papel abrasivo.

– ¿Querían atracaros?

Abe apretó la mandíbula.

– No. Fue un desgraciado que quería vengarse del detective al que acababan de ascender por haber detenido a su hermano.

Cerró un momento los ojos. Le habían arruinado la vida por hacer su trabajo. Había un claro paralelismo entre el pasado de él y la vida actual de ella, pero de momento no pensaba tocar el tema.

– Háblame de ella.

– Tenía el pelo castaño y los ojos oscuros. -Se calló un momento y Kristen observó cómo se esforzaba por recuperar el recuerdo de la mujer que lo había sido todo para él-. Era alta -prosiguió con voz más firme-. Era maestra; le encantaban los niños.

– Debía de ser una gran mujer.

– Lo era. -Notó la tristeza en su voz y se volvió para descubrir que su sonrisa también la reflejaba. Permanecía de pie, con el papel de lija en la mano-. Tenía mucha paciencia conmigo.

Kristen sonrió.

– Me lo imagino.

La sonrisa de Abe se disipó y, con ella, toda la energía de Kristen.

– No tienes ni idea.

De pronto, Kristen reparó en que no se sostenía en pie y dejó de lijar.

– Estoy muy cansada, Abe. Creo que ya he tenido bastante por esta noche. Y a ti también te convendría irte a dormir. Haz el favor.

Él se limitó a volver la cabeza y mirarla de arriba abajo; y, luego, de abajo arriba. Tenía la mirada acalorada. El cansancio se desvaneció y fue reemplazado por un hormigueo. Él se había quedado anonadado la primera vez que la vio. A ella le estaba ocurriendo lo mismo, tenía que admitirlo.

– ¿Piensas cambiar de peinado algún día? -preguntó él; ella exhaló tal suspiro que le vació el aire de los pulmones y la cabeza empezó a darle vueltas.

«Respira, Kristen, respira.»

– ¿Por qué lo dices?

Él sacudió la cabeza y el gesto rompió el hechizo.

– No importa. Vete a dormir. Falta poco para que se haga de día.

– ¿Qué haremos mañana?

Abe arqueó una ceja.

– Desenterraremos a Trevor Skinner.

Capítulo 12

Sábado, 21 de febrero, 7.00 horas

Los periodistas formaban una horda que apenas se dominaba. Los encabezaba nada más y nada menos que Zoe Richardson, quien desafiaba al destino blandiendo un micrófono justo en las narices de Abe.

– La gente tiene derecho a conocer la identidad de la víctima -reclamó Richardson-. No pueden ocultarla.

– Lo haremos hasta que se lo hayamos notificado a la familia -afirmó Abe en tono de advertencia, consciente de que cada uno de sus movimientos estaba siendo grabado para mostrárselo a la gente que tenía derecho a saberlo todo. Se acercó al agente a quien habían asignado la tarea de controlar a la multitud-. Que no pasen de esa raya. -dijo, y volvió al escenario del crimen bajo el amparo de unos árboles que bordeaban la carretera.

Julia se encontraba de pie al lado de Jack, junto a la tumba poco profunda coronada con una lápida que rezaba Renee Dexter. Mia estaba al lado de Kristen, quien los había puesto al corriente de los detalles del caso. Todo había sucedido tal como ella lo había descrito la noche anterior, en la cocina de su casa. Dexter era una víctima de violación a quien Skinner había destrozado verbalmente en el estrado.

– Yo protesté una y otra vez -masculló mientras miraba el nombre de aquella mujer inscrito para siempre en el mármol-. Pero el juez permitió que Skinner la hiciese pedazos.

El equipo de Jack extraía el cadáver bajo la mirada atenta de Julia. Cuando los restos de Skinner fueron depositados en el suelo, los cinco se apiñaron a su alrededor y Mia se arrodilló justo al lado.

– Tiene algo en la mano -dijo-. Lleva el puño vendado. -Jack quitó la venda con cuidado y le abrió la mano. Con repugnancia, Mia levantó la vista y la cruzó con la de Abe-. Parece que Skinner no ha podido relamerse con el pastel que nuestro humilde servidor ha hecho que descubriéramos. Tanta elocuencia le ha costado la lengua.

– «Murió sin poder pronunciar ni una palabra en su defensa» -citó Kristen-. ¿Se lo habéis dicho a su esposa?

Abe asintió.

– Spinnelli llegó a casa de Skinner al mismo tiempo que nosotros llegamos aquí. No queríamos que se enterara por la prensa.

Mia, todavía arrodillada junto al cadáver, miró a Julia.

– ¿Puede morir una persona porque le corten la lengua?

Julia se arrodilló al otro lado del cuerpo de Skinner.

– No. Pero mira estas concavidades a ambos lados del cráneo, justo detrás de las orejas. Son del mismo tamaño y simétricas.

– Se las han hecho con un torno de banco -dijo Jack, y Julia le dirigió una mirada aprobatoria.

– Eso lo explicaría.

– ¿El qué? -preguntó Abe.

Julia se puso en pie.

– Tendré la confirmación después de la autopsia. Pero si vuestro hombre es consecuente y este agujero de bala que Skinner presenta en la frente resulta ser posterior a la muerte y no la causa, tendríamos que encontrar sangre en los pulmones.

Abe suspiró.

– Quieres decir que le cortó la lengua y le inmovilizó la cabeza de forma que se ahogó con su propia sangre.

Mia se levantó y se sacudió la tierra de las rodillas.

– Creo que tendríamos que proteger al hombre que fue absuelto tras la violación de Renee Dexter. Lo lógico sería que ahora fuera por él.

Todos dieron un paso atrás cuando el forense cerró la cremallera de la bolsa que contenía el cadáver de Skinner.

– Ha ido demasiado lejos -masculló Kristen-. Skinner era un hijo de puta en los tribunales, pero nunca infringió la ley.

– ¿Y quiénes serán los siguientes? -preguntó Jack con amargura-. ¿Los jueces?

– O los fiscales que pierden los casos -dijo Abe, y Kristen lo miró con los ojos muy abiertos-. Ese tipo no conoce límites, Kristen. De momento no te culpa a ti de nada, pero eso puede cambiar.

– Le hemos pedido a Spinnelli que te ponga protección las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana -agregó Mia.

Kristen abrió la boca para protestar pero enseguida la cerró.

– Gracias -dijo.

– Y hasta entonces -añadió Abe-, te quedarás en casa de uno de nosotros.

Sonó el móvil de Mia y esta lo abrió.

– Mitchell. -Sus labios se curvaron en una sonrisa desmesurada mientras escuchaba-. No me digas. Para que luego vengan con que la tecnología no es una maravilla. No cuelgues. -Miró a Abe con las cejas rubias arqueadas-. Han encontrado el coche de Skinner fuera de la ciudad; tiene GPS.

A Abe le dio un vuelco el corazón. Por fin iban a tener un respiro.

– Pregunta si pueden investigar los desplazamientos que realizó el jueves por la noche.

Mia mostró satisfacción.

– Sí que pueden, ya lo han hecho. Parece que ya saben adónde debemos dirigirnos.

Sábado, 21 de febrero, 7.00 horas

Se apoyó tambaleándose en la pared del sótano, sentía náuseas. Jadeante, se deslizó hasta el suelo. El corazón le latía de tal forma que parecía que fuera a salírsele del pecho. Las manos, los brazos, el pecho, el rostro… Estaba completamente cubierto de sangre.

«¿Qué he hecho? Dios mío… Lo he hecho… ¿Qué he hecho?»

Cerró los ojos.

«Relájate. Respira hondo y recobra el control.»

Cogió aire a grandes bocanadas y lo expulsó de la misma forma. Poco a poco sintió que recuperaba el dominio de sí mismo. Había acabado con él. Angelo Conti estaba muerto y bien muerto.

Apoyando con firmeza los pies en el suelo de cemento, se dio impulso contra la pared para ponerse en pie. Contempló la carnicería que había hecho sin proponérselo; había perdido el control. No podía permitir que aquello volviera a ocurrir.

«Pero ese cabrón engreído de Conti se lo merecía», pensó. No le había costado mucho dar con él la noche anterior. Había aguardado a que Angelo saliera del bar que frecuentaba cerca del campus de la Universidad de Northwestern; andaba haciendo eses. Se dirigía a su Corvette recién estrenado con la clara intención de sentarse al volante. Ni siquiera se daba cuenta de que estaba demasiado borracho incluso para andar. Cualquiera hubiera pensado que el chico moderaría su conducta después de salvarse por los pelos de ir a la cárcel tras el asesinato de Paula García y del hijo que gestaba. Sin embargo, Angelo se creía invulnerable.

Y se equivocaba…

«Ni siquiera vio que me acercaba.» Podría haberle asestado un golpe en la cabeza y llevárselo a la furgoneta, pero su andar zigzagueante y el flamante coche lo habían puesto a mil. Así que le había disparado a las rodillas; a ambas.

Luego le había aporreado la cabeza y lo había trasladado a la furgoneta.

Saboreaba con anticipación el momento en que recuperaría la conciencia, el miedo que le tornaría los ojos vidriosos y lo obligaría a dejar de darle a la lengua. Pero no. Angelo había vuelto en sí en un estado de alerta sorprendente y en cuestión de segundos ya sabía dónde se encontraba.

«Y me reconoció.»

No había cesado de hablar.

«Antes de que me diera cuenta, ya tenía la llave inglesa en la mano.»

Con los primeros golpes solo pretendía llamarle la atención, pero Conti no se había callado. En vez de eso, empezó a hablar de Kristen.

«Y perdí el control.»

La de cosas que había llegado a decir… Cosas crueles, infames. «¿Y qué te ha dado a cambio de que le hagas el trabajo sucio, eh? ¿Qué tal se porta? Seguro que detrás de ese aire remilgado se oculta una tigresa.» Había seguido hablando, haciendo afirmaciones viles y obscenas sobre él y sobre Kristen. Y no pensaba callarse.

«Por eso yo tampoco me detuve.»

Suspiró. Ahora nadie podría reconocer a Conti. Apenas quedaba algo de su rostro. No tenía sentido tomar una instantánea. Se dirigió a donde había dejado las pertenencias de Conti y encontró su cartera. Le habían quitado el carnet de conducir por haber cometido demasiadas infracciones, pero tenía el de la universidad. Y en él había una foto. Con eso bastaría.

Se entretuvo ocupándose de Conti. El fuerte estallido y el olor acre procedente del arma recién disparada lo aplacaron. Se había convertido en un acto rutinario.

Miró el reloj y puso mala cara.

– Llego tarde -masculló. Tenía que cambiarse y regresar al trabajo. Volvería más tarde y grabaría la lápida. Paula García y el hijo que gestaba en el momento de su muerte se merecían aquello.

Sábado, 21 de febrero, 9.30 horas

La esposa de Trevor Skinner era una mujer delgada y de piel pálida que parecía estar a punto de desmayarse de un momento a otro. No resultó de gran ayuda a la hora de responder a las preguntas sobre el paradero de su marido y las posibles visitas extrañas, algo que explicara cómo Skinner fue atraído hasta el lugar donde le habían disparado el jueves por la noche.

Gracias a la tecnología, les resultó fácil descubrir el sitio de la emboscada. Skinner había contratado uno de esos servicios telefónicos de localización de los vehículos vía satélite, de forma que el conductor puede pedir ayuda si sufre una emergencia. Afortunadamente, el servicio también puede proporcionar información sobre la ruta. Skinner había preguntado cómo dirigirse a una fábrica abandonada y una vez allí el asesino le había disparado en las rodillas y se lo había llevado a otro lugar. En apariencia, el coche había sido robado por unos adolescentes que se habían trasladado en él hasta el emplazamiento donde había sido encontrado por la mañana.

Abe estaba a punto de dar por terminada la entrevista con la histérica señora Skinner cuando una criada entrada en años le tiró de la manga de la chaqueta.

– Señor -susurró-. Dejaron un paquete.

Tras un instante de sorpresa, Abe y Mia acompañaron a la criada a la habitación contigua para que pudiera hablar sin que los comprensibles gritos histéricos de la señora Skinner ahogaran su voz.

– ¿Cuándo? -preguntó Abe.

– El jueves. -Se encogió de hombros, incómoda-. Creo que sobre las dos.

– ¿Vio a la persona que lo dejó?

– No, señor. Llamaron a la puerta y al abrir encontré el paquete.

– ¿Puede describirlo? -intervino Mia.

– Estaba envuelto en papel de embalar de color marrón. Llevaba una etiqueta escrita a máquina con el nombre del señor Skinner. Era muy ligero, como si no contuviera más que aire. De un tamaño así -dijo separando las manos.

Ligero como el aire. Una hoja de papel, probablemente otra carta. Abe se preguntó qué podría haber tentado a Skinner lo bastante como para dirigirse a aquel lugar.

– ¿Vio algún coche?

– Sí, sí. Había una furgoneta blanca. Me acuerdo porque me extrañó que fuera de una floristería y que no hubieran dejado flores.

– Sí -masculló Mia-. Una flor, sea cual sea, siempre huele bien. ¿Abrió el paquete?

La criada abrió los ojos como platos en un gesto horrorizado.

– No. Al señor Skinner no le gustaba que tocáramos sus cosas. Era muy suyo. -Se volvió a mirar a la señora Skinner, que sollozaba-. ¿De verdad está muerto?

«Ya lo creo -pensó Abe-. Muerto y bien muerto.»

– Sí, señora. Lo sentimos mucho.

Sábado, 21 de febrero, 16.00 horas

– Diana Givens no podrá ayudarnos. -Mia, sentada en el asiento trasero del todoterreno de Reagan, parecía abatida-. Nadie puede ayudarnos. La bala está hecha cisco.

La policía científica había encontrado la bala en el marco de madera de una puerta de la vieja fábrica en la que Skinner había sido secuestrado el jueves por la noche. El análisis de la sangre que habían encontrado en la calle les confirmaría si era allí donde le habían disparado, aunque ellos ya estaban casi seguros de que así había sido. La bala era un gran hallazgo, puesto que el asesino se había tomado muchas molestias para extraerla del cuerpo de King y para ello lo había abierto en canal y después lo había cosido.

Tenía la marca del fabricante, según el informe de balística. Pero por desgracia la marca estaba destrozada hasta el punto de resultar irreconocible.

– No lo sabías, Mia. -Reagan aparcó su enorme vehículo junto a una armería antigua y Mia se bajó.

– ¿Vienes, Kristen?

Kristen suspiró. Aquel día había estado en todos los lugares posibles de la ciudad. Era la séptima armería que visitaban.

– ¿Por qué no?

Reagan le dirigió una mirada comprensiva.

– Puedo llevarte a casa. A estas horas Spinnelli ya te habrá asignado un guardaespaldas.

La idea le fastidiaba tanto como la reconfortaba. Los vecinos ya estaban hartos de soportar las linternas de la policía científica durante toda la tarde. Solo faltaba que vieran un coche patrulla aparcado permanentemente delante de su casa, hasta… Bueno, suponía que hasta que las cosas cambiasen y su humilde servidor la dejase en paz; hasta que dejase de ser el punto de mira de pandillas furibundas y ávidos periodistas; hasta que ya no se sintiese como una víctima esperando a que sucediera lo inevitable. Miró el gran letrero sobre el escaparate de la armería y se decidió.

– No. Yo también voy.

Reagan la ayudó a bajar del alto asiento y ella contuvo la respiración hasta apoyarse con firmeza sobre ambos pies. La rodilla le daba unas punzadas terribles, pero no pensaba siquiera dejarlo entrever, no fuera a ser que hubiese alguna cámara al acecho.

– ¿Veis alguna cámara? -preguntó, y Reagan miró a ambos lados de la calle.

– No. Creo que están todas en la rueda de prensa de Spinnelli -dijo Reagan con ironía-. Más vale que lo graben a él y que nos dejen tranquilos, sobre todo ahora que nuestro hombre ha ampliado su abanico.

– He recibido quince llamadas de abogados defensores desde que Richardson difundió la noticia de la muerte de Skinner. -Kristen hizo una tentativa de andar y se le crispó el rostro por el dolor-. A todos les asusta salir de casa. -Sintió cierta satisfacción al imaginárselos encerrados en sus casas, temblando como flanes; pensó que estaba en su derecho. Nunca había conseguido entender la mentalidad de los abogados defensores. Sabían que la mayoría de sus clientes eran culpables y sin embargo defendían a aquellos canallas como si las víctimas fuesen ellos.

Reagan soltó un gruñido.

– Eso les pasa por ponerse al servicio de unos hijos de puta. No les irá mal pasar miedo un par de días. Tendríamos que haber cogido el coche de Mia. A tu rodilla no le va a gustar que te pases el día forzándola para subir y bajar.

Kristen alzó la cabeza para mirarlo pero no pudo ver sus ojos detrás de las gafas de sol. Encajó la desilusión; en el fondo, era mejor así. Se estaba acostumbrando a su mirada afectuosa y eso no era bueno.

– Ya has oído a Ruth. Estoy bien.

Él le ofreció el brazo y juntos entraron en la tienda, detrás de Mia.

– ¿Qué es eso? -preguntó Kristen al ver el maletín que llevaba Mia. Había insistido en que hicieran una parada en su casa antes de iniciar la ruta de las armerías y había salido de allí con él.

Reagan soltó una risita.

– Ya lo verás.

Tras el mostrador de cristal, el tanque les dirigió una mirada feroz.

– Han vuelto.

– Eso parece -dijo Mia en tono cortante-. ¿Está Diana?

– No -espetó el chico.

– Ernie, por el amor de Dios. -La anciana emergió de la trastienda con el brazo en cabestrillo-. Aquí estoy. ¿En qué puedo servirles hoy? -La mujer miró con cautela el maletín negro y a continuación hizo un comentario que demostraba abiertamente su aprecio por Kristen-. Vaya, han venido en compañía de una persona famosa.

– Sí, sí. Es toda una celebridad. -Mia se inclinó sobre el mostrador-. Se trata de lo siguiente, Diana. Durante la investigación hemos encontrado una bala. -Sacó una bolsa y la depositó en el tablero de cristal-. No es gran cosa, pero es todo cuanto tenemos por ahora. ¿Qué puede decirnos?

La anciana frunció los labios y en las comisuras se formaron varias arrugas como rayos de sol. No paraba de toquetear la bolsa que contenía la bala.

– ¿Qué me darán a cambio?

Mia tamborileó en el maletín.

– Sea buena chica, y luego ya veremos.

– ¿Qué es esto? -susurró Kristen a Reagan, pero él negó con la cabeza para acallarla.

La mirada de Diana se suavizó considerablemente.

– Hacía mucho tiempo que no me llamaban «chica».

– Considérelo parte de la recompensa -espetó Mia-. Creemos que esta bala está fabricada artesanalmente.

Diana torció la boca con gesto pensativo.

– Sí. Pero está demasiado estropeada para obtener información sobre el molde. -Cogió la bala y aguzó la vista-. Tiene la marca del fabricante.

– Lo sé. Un compañero de balística me lo ha dicho, pero no ha sido capaz de reconocerla. ¿Y usted?

Sacó una lupa y examinó la bala con detenimiento.

– No, ya le he dicho que está demasiado estropeada. Pero no hay muchas personas que fabriquen sus propias balas.

– ¿Alguno de sus clientes? -preguntó Mia-. ¿O de las personas de las listas que nos entregó?

La anciana se quedó pensativa.

– Hay unos cuantos, pero no ponen marca. -Se quedó mirando el maletín-. ¿Qué lleva ahí dentro, detective Mitchell?

Mia accionó las cerraduras del maletín.

– La pistola de mi padre. -Sonrió al ver que la mirada de Diana se tornaba reverencial-. Es un tesoro magnífico. -En cuanto Diana hizo un intento de tocar el arma, Mia cerró el maletín de golpe-. Tal vez luego.

Diana alzó una ceja.

– Es mi retribución, ¿no?

– Depende. Mi compañero y yo necesitamos información sobre la marca de la bala. Si conseguimos un esbozo decente, ¿lo colgará en el tablón de anuncios?

Diana accedió con un asentimiento solemne.

– Me gusta ayudar, detective Mitchell. De hecho, haré algo mejor. Reuniré a mis amigos aficionados a la práctica de tiro y entre todos elaboraremos una lista de todas las marcas que seamos capaces de recordar.

Kristen oyó que Reagan soltaba una risita discreta.

– Es buena, ¿verdad? -dijo.

Kristen ladeó la cabeza hacia atrás para mirarlo de perfil. Tenía los ojos fijos en Mia y su boca esbozaba una sonrisa que expresaba tanto orgullo como diversión. No era el tipo de hombre al que le asusta la destreza de otro, aunque el otro fuera una mujer. Solo eso ya lo distinguía de la mayoría de los que ella conocía.

– Sí, sí. Lo es. ¿Adónde iremos después?

– Mia y yo iremos a la escuela King. Gracias al equipo de videovigilancia hemos obtenido una imagen del chico que dejó la caja en tu casa y queremos distribuir algunas copias. Es sábado, así que durante todo el día habrá alumnos en la pista de baloncesto que hay justo enfrente.

– ¿Hay algún problema si llegáis media hora más tarde?

Abe la miró con cara de desconcierto.

– Supongo que no. ¿Por qué?

Kristen se volvió hacia el mostrador.

– Porque voy a comprarme una pistola.

Sábado, 21 de febrero, 17.00 horas

– ¿Puedo hablar contigo un momento, Jacob?

Jacob Conti levantó la cabeza y vio a Elaine de pie en la puerta de su despacho frotándose las manos.

– ¿Qué ocurre, Elaine? -preguntó, aunque ya lo sabía.

Ella se acercó con su aire tímido. La primera vez que la vio, veinticinco años atrás, le recordó a un frágil pajarillo. De hecho, aún se lo recordaba.

– Llevo todo el día tratando de localizar a Angelo. Estoy empezando a preocuparme. Había quedado con sus amigos en el club para ir a jugar al frontón pero no se ha presentado. ¿Puedes enviar a Drake a buscarlo?

Conti asintió.

– Claro, cariño. Intenta calmarte.

Ella se acercó más y lo besó en la mejilla.

– Lo procuraré. Gracias, Jacob.

Dejó que se marchara sin decirle que ya había enviado a Drake Edwards y a otros tres hombres a buscar a Angelo. De momento, no habían dado con él.

Empezó a sentir un nudo en el estómago.

«Angelo, solo faltaba que abrieras tu bocaza delante de todo el mundo. Como si no corrieras ya bastante peligro, has tenido que dar la nota en la tele, por el amor de Dios.»

Si le había ocurrido algo a su hijo… El culpable iba a pagarlo.

Y Jacob Conti no era un hombre dado a amenazar a la ligera.

Sábado, 21 de febrero, 19.00 horas

Había vuelto a sorprenderlo. Eso pensaba Abe mientras oía a Kristen pedirle al camarero la comida en italiano y seguir hablándole con fluidez. La había llevado a Rossellini's, un restaurante italiano que su familia frecuentaba desde que él era pequeño. El ambiente resultaba de lo más acogedor y la comida era estupenda. A diferencia de Mia, Kristen parecía abierta a nuevas experiencias gastronómicas.

Al verla sonreír mientras las palabras en italiano brotaban de sus labios, no pudo evitar preguntarse si también estaría abierta a nuevas experiencias en otros terrenos. Durante todo el día, mientras permanecía sentada a su lado en el todoterreno, se había deleitado con su fragancia y había contemplado los cambios que las distintas emociones reflejaban en su rostro; unos, sutiles; otros, no tanto. Había observado que se ponía tensa cada vez que sonaba su teléfono móvil; sabía que tenía que sufrir el hostigamiento de los aterrorizados abogados defensores que habían tenido la desgracia de vérselas con ella en los tribunales. La veía mirar atrás continuamente, preocupada por la posibilidad de que hubiera alguna cámara filmándola o la siguieran los miembros de alguna banda o su humilde servidor.

Durante todo el día, Abe repasó mentalmente los acontecimientos de la noche anterior, incluida la excitación que observó en sus ojos verdes en lugar del habitual recelo y la sencilla compasión que ella le había demostrado al pedirle que le hablara de Debra. Se preguntó cómo les irían las cosas.

Si estuvieran juntos.

Se preguntó cómo se sentiría al ver su rostro solemne sonreír a diario, al oír su risa sin que la preocupación apagara su sonoridad.

Y a continuación se preguntó si se estaba volviendo loco, si se estaba aferrando a la primera mujer cuerda que había encontrado desde que ya no trabajaba de incógnito. Kristen era una mujer íntegra, inteligente. Era hermosa y elegante. Había conocido a muy pocas mujeres que reunieran aquellas cualidades en los últimos cinco años. No eran habituales entre los traficantes de armas y de drogas.

Se deleitó recordando el día en que la conoció. La noche anterior no había mentido. Al principio se quedó anonadado; luego se sintió cautivado y, a continuación, excitado. Lo excitaba de un modo increíble, inconfundible. Aquel día iba camuflado, y no había parado de soltar indirectas gracias a las cuales se había ganado unas cuantas palmadas en la espalda por parte de sus cómplices del mundo del hampa. Sin embargo, la primera impresión no se había desvanecido, había permanecido fija en su mente mientras tenía lugar la detención que había sido planeada para conferir credibilidad a su falsa identidad. Había hecho ver que era uno de ellos y lo habían detenido y fichado. Poco después lo habían dejado en libertad bajo fianza y había regresado a la zona de la ciudad sombría e inmunda en la que, según su falsa identidad, vivía.

Sin embargo, en cuanto pudo se escabulló para ver a Debra en el centro de enfermos terminales; se sentó junto a su cama y le acarició las manos y los pies al tiempo que pronunciaba su nombre en voz baja. El sentimiento de culpa lo atormentaba. Mientras su esposa yacía en un silencioso infierno, él deseaba a otra mujer.

Ahora, ella por fin descansaba en paz. Y él seguía deseando a Kristen Mayhew.

El camarero interrumpió la conversación con obvio pesar y se dispuso a atender a otros clientes. Kristen se volvió hacia Abe y abrió los ojos como platos, por lo que él dedujo que debía de llevar escritos sus pensamientos en el rostro. Por un momento pensó en tomárselo a risa y quitarle importancia. No obstante, la mirada de Kristen adquirió una excitación progresiva y se le sonrosaron las mejillas. Se humedeció los labios con la punta de la lengua y Abe estuvo a punto de soltar un gemido de placer.

– Lo siento -dijo-. He sido muy grosera al desatenderte. Es que hacía mucho tiempo que no tenía oportunidad de hablar en italiano.

– No te disculpes. Me ha encantado escucharte. No sabía que hablases italiano.

Kristen se encogió de hombros sin saber muy bien qué decir.

– Pasé un año en Italia cuando estaba en la universidad. Aprendí mucho vocabulario coloquial, pero estoy segura de que la gramática la llevo fatal. La tengo oxidadísima. -Cogió la carta y jugueteó nerviosamente con el borde-. No tienes por qué invitarme a cenar. Spinnelli ha enviado un coche patrulla a mi casa. Creo que puedo apañármelas sola.

Algo se removió en su interior, sentía deseo e inquietud.

– ¿Y no se te ha ocurrido pensar que tal vez me apetezca estar contigo? ¿Que el hecho de traerte aquí no tiene nada que ver con el caso?

Ella levantó la cabeza y lo miró a los ojos.

– Sí. -Su voz se había vuelto áfona, ronca, y a él le provocó un cosquilleo por todo el cuerpo-. Sí, lo he pensado.

Abe tragó saliva. Se le ocurrían mil respuestas, pero todas eran completamente inapropiadas y la habrían ahuyentado de inmediato.

– Ah, signorina.

Abe se tragó una maldición por la interrupción mientras Kristen se volvía hacia un radiante Tony Rossellini, alma del restaurante y viejo amigo de sus padres. En su lugar, sonrió.

– Tony, me alegro mucho de verte.

Tony se llevó una gran sorpresa. A Abe la situación le hizo gracia; de pronto se dio cuenta de que el hombre no se había acercado a hablar con él.

– Abe. Abe Reagan. Mi sobrino no me ha explicado que eras tú quien acompañaba a esta bella signorina. Me alegro de verte. Tus padres vinieron la semana pasada pero no me dijeron que hubieras vuelto a la ciudad.

Era la historia que la familia contaba a todos sus amigos. Abe se había trasladado a Los Ángeles y solo volvía de vez en cuando para visitarlos. Por lo que sabía, incluso se lo habían contado a Rachel. Habría resultado demasiado peligroso que alguien mencionara sin querer su verdadera ocupación. Le dirigió una mirada a Kristen y vio que lo había entendido y que, por tanto, no iba a ponerlo en evidencia.

– Sí, señor. He vuelto. Ahora trabajo en el departamento de homicidios. Esta es Kristen Mayhew.

El rostro marchito de Tony hizo un esfuerzo por recordar dónde había oído aquel nombre. De pronto, abrió mucho los ojos.

– Bueno, esta noche no vamos a hablar de cosas de esas. Nada de trabajo; solo diversión. -Mostró una botella de vino tinto que ocultaba a su espalda. Era una marca excelente; Abe se percató a simple vista-. Mi sobrino solo me ha hablado de una atractiva joven que vivió un año en la hermosa ciudad de donde eran mi padre y mi abuelo. -Con la destreza de un experto, descorchó la botella-. Hace mucho tiempo que no voy a Florencia, pero siempre la llevo en el corazón. -Se dispuso a llenarles las copas con orgullo y entonces Abe recordó que Kristen no bebía.

Abrió la boca pero se quedó mudo y se le tensó todo el cuerpo al notar que ella deslizaba una mano sobre la suya. La miró y ella hizo un discreto movimiento de negación con la cabeza, perceptible solo por él. A continuación, retiró la mano y alzó la copa en un brindis que dirigió a Tony. Se expresó en italiano y lo que dijo hizo que Tony apareciera aún más radiante. El hombre respondió con amabilidad antes de volverse hacia Abe muy sonriente.

– Ahora que has vuelto a casa vendrás a vernos con frecuencia, ¿verdad, Abe? Y, cuando vengas, te acompañará la signorina.

– Claro. -No supo si Abe se refería a la primera afirmación o a ambas-. Tony, los periodistas llevan persiguiéndonos todo el día. Si aparece alguien sospechoso, ¿podrías…?

Tony frunció el entrecejo.

– No hace falta que digas nada más, Abe. No os molestarán -dijo, y volvió a la cocina sin esperar respuesta.

Kristen dejó la copa en la mesa y apartó la mirada.

– Qué amable.

– Sí. Tony es un viejo amigo de mis padres.

Ladeó la cabeza; quería que ella se volviese a mirarlo pero no lo hizo. Se moría de ganas de tocarla, de deslizar la mano bajo la mesa y cogerla de la mano tal como ella había hecho. Sin embargo, en vez de eso se llevó la copa a los labios.

– Pensaba que no bebías.

– No bebo, pero no he querido ofenderlo rechazando su hospitalidad. Daré solo un par de sorbos y quedará entre nosotros.

Otra vez volvía a demostrar su consideración por los sentimientos de los demás. Se acordó de la mirada que le había dirigido la noche anterior al partir en dos el papel de lija y ofrecerle la mitad. Había encontrado en ella compasión y comprensión, y también algo más. Algo que lo había mantenido en vela casi toda la noche.

– Kristen. -Aguardó, pero ella mantuvo los ojos fijos en la otra punta del restaurante-. Podrías haberte ido a casa en cuanto Spinnelli te asignó un guardaespaldas. Mia se ofreció a llevarte a casa, le quedaba de camino al lugar donde había quedado. ¿Por qué estás aquí conmigo?

Hubo un largo silencio antes de que ella se volviera a mirarlo a los ojos, y al hacerlo adivinó en ellos tanto interés como vulnerabilidad, lo cual le atenazaba el corazón y, curiosamente, le hacía hervir la sangre.

– ¿Se te ha ocurrido pensar que tal vez yo también esté aquí porque quiero estar contigo? -preguntó con voz suave.

– Tenía la esperanza de que fuera así -respondió él con sinceridad.

Los labios de Kristen se curvaron con tal discreción que si no la hubiera estado mirando fijamente no lo habría notado. Posó la mano sobre la de ella y notó un ligero retroceso. Pero no llegó a retirar la mano y él lo interpretó como una señal positiva.

– ¿Por qué te fuiste a Italia?

Ella parpadeó; era evidente que no esperaba aquella pregunta.

– ¿Cómo dices?

Él deslizó su dedo pulgar bajo la palma de la mano de ella y empezó a moverlo adelante y atrás en una suave caricia. Ella se puso rígida pero no retiró la mano.

– Que por qué pasaste un año en Italia.

Ella bajó los ojos a sus manos unidas.

– Fui a estudiar a Florencia.

– ¿Arte?

Ella alzó la cabeza, esbozaba una pequeña sonrisa. A Abe volvió a paralizársele el corazón.

– ¿Es que hay alguien que vaya a Florencia a estudiar otra cosa?

– Ya he notado que tenías una gracia especial escogiendo colores -dijo-. ¿Cómo es que estudiaste arte y acabaste siendo abogada? ¿Por qué no te dedicas a pintar o a esculpir o a cualquiera de las cosas que estudiaste?

La sonrisa de Kristen se desvaneció.

– La vida no siempre acaba siendo como uno la planea. Aunque me imagino que lo sabes por experiencia propia.

Así era.

– Sí.

Ella se estremeció visiblemente.

– Me estoy comportando como una egoísta. Me invitas a cenar en un sitio estupendo y yo me pongo sensiblera. Hablemos de otra cosa.

– Vale, hablemos de otra cosa. -Ladeó la cabeza y la escudriñó con la mirada-. Esta tarde nos has sorprendido en el campo de tiro. No nos habías dicho que supieras disparar. -Lo hacía muy bien. La había observado elegir el arma de forma metódica ante el mostrador de Diana Givens y había fantaseado sobre lo agradable que resultaría enseñarle las cuestiones básicas sobre el manejo de las armas de fuego. Qué debía de sentirse al rodearla con los brazos, al notar el contacto de su delgado cuerpo. Su fisiología había respondido instantáneamente a la fantasía y casi se había sentido aliviado al oír que rechazaba la ayuda que le habían ofrecido Mia y él. En lugar de eso, había vaciado la recámara en el objetivo de cartón con rapidez y precisión, dejándolos a todos mudos por un momento-. En todas las ocasiones has hecho diana en la cavidad torácica.

– No soy una tiradora de primera, pero acierto en una lata colocada sobre una valla.

– Así que en Kansas vivías en una granja -supuso él al unir los pocos detalles que le había ido contando sobre su vida en los últimos días.

Ella se removió en la silla, incómoda, pero asintió.

– Mi padre tenía un antiguo rifle del calibre 38 con el que nos dedicábamos a practicar.

Había tratado de eludir aquella cuestión sobre la vieja granja de la familia Mayhew.

– ¿Y quién heredó el rifle de tu padre cuando él murió?

El ánimo de Kristen se enfrió.

– Mi padre no ha muerto.

Abe frunció el entrecejo.

– Pero me habías dicho que no tenías familia.

– Porque así es. -Volvió a suspirar y a estremecerse visiblemente-. Lo siento. He vuelto a comportarme de forma grosera. Es que me pone enferma tener que esperar tres días para que me den mi pistola. Al rellenar los impresos y darme cuenta de lo difícil que resulta conseguir una licencia me he sentido como si me metieran el dedo en la llaga.

– ¿Qué quieres decir?

Ella hizo una mueca.

– Que los tipos de los que me protejo habrán comprado las armas a algún traficante que no cumple la ley. Ellos van armados y yo tengo que esperar.

– Es posible que no te hagan esperar.

– ¿Y no te parece que eso le va a ir de perlas a Zoe Richardson para su exclusiva? -Meneó la cabeza-. No; dormiré con un garrote bajo la almohada hasta que obtenga el permiso.

Reagan iba a responder pero se calló de inmediato con un gruñido cuando se abrió la puerta del restaurante. Kristen se irguió de inmediato y retiró la mano hacia su lado de la mesa.

– ¿Qué hay? -preguntó torciendo el cuello para mirar atrás con expresión alarmada-. ¿Más periodistas?

– No. Peor. Mi hermana.

Era cierto. Rachel entró seguida de un tropel de adolescentes, y el ambiente del restaurante se saturó de repente.

Era difícil que Rachel no lo viera, pero que no reconociera a Kristen era imposible. Desde la otra punta del restaurante vio cómo Rachel abría los ojos como platos. En menos de un minuto se había situado junto a su mesa.

– ¡Abe! -Se inclinó y le dio un beso rápido en la mejilla-. No sabía que estarías aquí esta noche. ¿Se lo has preguntado? ¿Eh? ¿Se lo has preguntado?

Abe suspiró. Rachel se refería a la entrevista con Kristen para el trabajo de la escuela. Entre tanta actividad lo había olvidado completamente.

– No, Rach. Hemos estado muy ocupados.

Rachel mostró disgusto.

– Pues por lo menos preséntamela y ya lo haré yo. Por favor.

Abe suspiró, esta vez con mayor elocuencia.

– Kristen, esta es mi hermana pequeña, Rachel. Rachel, esta es Kristen Mayhew, ayudante del fiscal del Estado.

Sábado, 21 de febrero, 19.30 horas

– No quiere que lo molesten.

Jacob Conti oyó las palabras de su mayordomo. En la penumbra de su despacho una voz de tenor se elevaba desde los altavoces para ofrecerle las últimas notas de su aria favorita. Solía servirle para relajarse al acabar la jornada, pero aquel día no lo conseguía. Angelo había desaparecido. Elaine no paraba de llorar y él sabía que, fuera cual fuese el desenlace, sería malo.

– Seguro que se alegrará de verme -oyó decir a Drake Edwards.

«No, no me alegro de verte», pensó Jacob. Pero bajó el volumen del aria con el mando a distancia.

– Hazlo pasar. -Se puso en pie y se sintió furioso al notar que le temblaban las piernas. Dirigió una mirada a Drake y se dejó caer en la silla. El jefe de seguridad tenía el semblante lúgubre.

– Lo siento, Jacob -empezó Drake en voz baja. Se sacó un juego de llaves del bolsillo y Jacob reconoció al instante el logotipo que pendía de la cadena-. Hemos dado con el Corvette. Unos chicos han dicho que habían encontrado las llaves tiradas en el asiento del conductor y que habían dado una vuelta con él.

– ¿Y Angelo? -Jacob había enronquecido.

Drake meneó la cabeza.

– Lo vieron por última vez en un bar de las afueras. Sus amigos dicen que había bebido mucho pero que no quiso que llamaran a un taxi.

«Qué estúpido. Qué estúpido.»

– Me lo imagino. Es normal tratándose de Angelo.

– Jacob… -Drake cerró los ojos y su semblante expresó pesadumbre-. Hemos encontrado manchas de sangre en el asiento del conductor.

Jacob exhaló un suspiro. Tenía que decírselo a Elaine, pero aquello la mataría.

– Esperaré a estar seguro para decírselo a la señora Conti. Sigue buscándolo, Drake. Y haz que vigilen a Mayhew y a esos dos detectives… Mitchell y Reagan. Según Richardson, el asesino le envía cartas a Mayhew. Si Angelo… -Se esforzó por que la palabra brotara de su boca- está herido, se lo hará saber pronto.

Drake asintió con formalidad. Jacob pensó que a él también debía de resultarle duro. Llevaba trabajando para él mucho tiempo, desde mucho antes de que se convirtiera en el actual Jacob Conti, el adinerado empresario de Chicago. Drake había sido su brazo derecho desde que empezara a estafar a ancianas solitarias y a hacer algunos trabajitos sucios. Era como de la familia. Le había cambiado los pañales a Angelo y de niño solía llevarlo al circo. Debía de tener el corazón hecho añicos.

– He ordenado a unos cuantos hombres que los sigan, y también a sus jefes y a esa Richardson -explicó Drake-. Jacob, trata de descansar. Yo no pararé hasta encontrar a Angelo.

No, Drake no pararía de buscarlo. Conti lo sabía tan bien como que se llamaba Jacob. «Pero cuando lo encuentre, ¿seguirá pareciéndose a mi hijo?»

Capítulo 13

Sábado, 21 de febrero, 21.30 horas

Reagan hizo una señal con la mano al coche patrulla y penetró en el camino de entrada a la casa de Kristen. Los faros de su coche iluminaron otro vehículo allí estacionado.

– Parece que tienes visita -dijo.

– No lo creo. -Nunca recibía visitas, a excepción de él-. Creo que la compañía de alquiler me ha traído otro coche. -Kristen aguzó la vista para ver la marca y el modelo en medio de la penumbra-. Es un Chevy. -Se volvió y lo encontró escrutándola con expresión intensa y expectante, tal como venía haciendo durante todo el trayecto. En el ambiente reinaba una esperanza que le hacía sentir a un tiempo nerviosismo y nostalgia-. A lo mejor tiene GPS, como el de Skinner.

Reagan esbozó una sonrisa.

– No estaría mal.

Se hizo un silencio violento. Los ojos de Reagan la habían atrapado. Él estaba esperando. Kristen no sabía muy bien el qué. Bueno, sí, lo sabía. El problema era que no tenía ni idea de cómo empezar.

– Gracias -dijo-. Lo he pasado bien.

Era cierto. Había conocido a su hermana y a unos cincuenta amigos suyos. Los chicos se habían comportado de forma escandalosa y alocada, pero tanto entusiasmo juvenil sirvió para disipar su desánimo. Habían mostrado curiosidad por el caso, que gracias a Rachel todos conocían, y habían formulado preguntas, en su mayoría sorprendentemente pertinentes. Rachel imitó a Zoe Richardson de un modo tan irreverente y divertido que a Kristen acabaron doliéndole los costados de tanto reír. Luego, el tropel de adolescentes se trasladó a la otra punta del restaurante y Kristen y Reagan pudieron charlar en paz.

A Reagan le gustaba el arte, según le contó, y descubrieron su afición común por los impresionistas. En cuestión de música había diferencias. Él prefería el rock de los setenta y ella había confesado que tenía todos los álbumes de los Bee Gees, a quienes él desdeñaba. Reagan le pareció un verdadero encanto y su compañía le resultó de lo más cómoda. Y tentadora.

Volvió a tomarle la mano. Hacía mucho tiempo que nadie le cogía de la mano. Le entraron ganas de ir más allá. Y la idea la asustaba tanto como la atraía.

– Siento lo de mi hermana. Puede resultar de lo más…

– ¿Adolescente?

En el rostro de Abe se dibujó una sonrisa radiante.

– Sí, me imagino que es un calificativo tan bueno como cualquier otro. No tienes por qué acceder a que te haga esa especie de entrevista mañana por la tarde, Kristen. Ya sé que te has sentido obligada a decirle que sí.

Kristen negó con la cabeza. Rachel Reagan tenía madera de comercial. Un minuto después de declinar amablemente la petición de la chica, se encontraba aceptando la invitación para la cena del domingo en casa de los Reagan; es decir, al día siguiente.

– No hay problema. -Y de verdad pensaba que no lo había-. No me importa.

«De hecho, para ser sincera, me muero de ganas de ir. Además, me servirá para tener buena prensa.»

Reagan la miró con una mueca.

– A Tony le ha sentado fatal.

– Era normal que ocurriera. Él no tiene la culpa de que los periodistas estuvieran fuera al acecho. Me pregunto cuándo duerme Richardson. Está en todas partes.

– Por lo menos, el policía apostado delante de tu casa le impedirá que te moleste aquí.

Se hizo otra pausa violenta; a Kristen le habría gustado tener más don de gentes, ser capaz de invitarlo a entrar y tomar un té sin hacer de ello una montaña. Aunque, de hecho, a ella se le hacía una montaña. Aún sentía en la palma de la mano la caricia de su dedo pulgar. Tenía ganas de volver a notar su tacto. Exhaló un profundo suspiro.

– No se me da nada bien.

Él arqueó una de sus cejas morenas y la miró con desenfado.

– ¿El qué?

Kristen alzó la vista.

– ¿Te apetece entrar y tomar un té o no?

Sus ojos centellearon en la oscuridad y a Kristen se le aceleró el corazón mientras aguardaba su respuesta.

– Sí, claro -aceptó a media voz; Kristen supo definitivamente que sus intenciones iban más allá de tomarse un té-. Tengo que hablar un momento con el policía que vigila la calle. Vuelvo enseguida.

Él dio un portazo y la dejó en la penumbra con sus pensamientos.

«Te besará, Kristen. Idiota, estúpida. Lo descubrirá.»

No era tan ingenua. Sí, intentaría besarla. Y ella no podría evitar lo inevitable. Él lo descubriría. A un hombre como Reagan le bastaría un beso para descubrirla. «Se dará cuenta. Bueno, ¿y qué? A lo mejor no le importa», pensó.

«¡No, qué va! -se burló de sí misma-. Eres una imbécil integral. A todos les importa.»

Suspiró. Incluso un hombre tan encantador como Abe Reagan buscaría algo que ella no podía ofrecerle. Con el primer beso se daría cuenta de su frialdad… De su frigidez, excesiva para darle lo que necesitaba, lo que quería. Enseguida concluiría que aquello no podía funcionar y, aunque tratara de ser amable, ambos resolverían que lo más recomendable era mantener una relación puramente profesional. Lo cual era mucho mejor. Cuanto antes atraparan al asesino, antes desaparecería Reagan de su vida y esta volvería a la normalidad.

«La normalidad es la soledad. La normalidad es lo que siempre has tenido. Olvídalo y punto.»

Él abrió la puerta del coche. Una ráfaga de aire frío puso el punto final a sus reflexiones. Lo miró con desaliento.

– ¿Ha ocurrido algo mientras he estado fuera?

– No. Esta noche le toca el turno a Charlie Truman. Es un buen policía, es amigo de mi hermano. Con él ahí afuera, estarás a salvo. ¿Te acuerdas de McIntyre, el chico que te tomó declaración ayer? A él le toca el turno de día. Lo verás por la mañana. -La miró con atención-. Kristen, ¿qué ocurre?

– Nada.

La ayudó a salir del coche en silencio, abrió la puerta de la cocina y se apresuró a encender todas las luces mientras ella desconectaba la alarma.

– Olvidemos lo del té -dijo con suavidad-. Debes de estar cansada.

– No. -La palabra brotó de sus labios con premura y ambos se sorprendieron. Ella exhaló y se desabrochó el abrigo. «Acabemos con esto cuanto antes», se dijo-. No; quédate, por favor. -Se quitó el abrigo de cualquier manera y se dedicó a preparar el té mientras oía cómo la prenda se escurría de la silla; se enfadó consigo misma al ver que la mano le temblaba y la mitad de la cucharada de té iba a parar a la encimera.

– Kristen. -La voz procedía de atrás. Era grave, profunda y tranquilizadora-. No te preocupes.

«Sí que me preocupo.» Bajó mucho la cabeza, de modo que la barbilla le rozaba el pecho.

– Puede que tengas razón. Estoy cansada.

«Y esto se me da fatal.»

Se estremeció cuando él le puso las manos en los hombros; no hacía fuerza, se limitaba a calmarla, a masajearle los hombros trazando grandes círculos que la obligaron a ahogar un suspiro y rogarle sin voz que no dejara de hacerlo. Le bajó la chaqueta y retomó la tarea; ella notó el calor de su tacto a través de la blusa y, poco a poco, su cuerpo se relajó.

«Y a ti esto se te da genial», pensó.

– Gracias -dijo él.

Kristen comprendió que había respondido en voz alta a sus pensamientos. Su voz se había vuelto más profunda, más ronca. Un gran escalofrío la recorrió de pies a cabeza. Por un momento, las manos de Abe le aferraron los hombros, pero enseguida las desplazo hasta la nuca. Le presionó con los pulgares los tensos músculos de ambos lados del cuello y ella notó que le flaqueaban las rodillas. La rodeó un brazo firme, justo por debajo del pecho, y… dejó que la sujetara, que la atrajera contra sí, contra su cuerpo robusto, recio en todas sus partes, incluidas las prohibidas. Dio un tirón hacia delante, para aumentar la distancia que los separaba; volvía a estar tensa. Él la soltó sin pronunciar palabra y puso las manos en sus hombros para empezar de nuevo. «Para tranquilizarme», pensó.

– Aja -masculló él y Kristen supo que había vuelto a pensar en voz alta-. Y a mí -añadió.

– ¿Tranquilizarte, tú?

– No eres la única que está nerviosa, Kristen.

Se volvió para mirarlo. Mostraba una expresión seria, casi adusta.

– ¿Por qué? -La pregunta brotó en un susurro y las manos de Abe se ralentizaron; permaneció un instante en silencio.

Luego respondió, también con voz susurrante.

– Porque me has dicho que no tienes familia y resulta que tu padre está vivo; porque dices haber estudiado arte en Florencia y no veo en esta casa ninguna de tus obras; porque aseguras que las víctimas no olvidan nunca. Alguien te hizo daño y temo que por algún motivo pienses que yo también te lo haré, porque no va a ser así.

Pero sí que sería así. A Kristen se le partió el corazón al reconocerlo en su fuero interno. Sin embargo, asintió.

– Ya lo sé -dijo. Sabía que él no quería herirla. Y una parte de su ser deseaba con todas sus fuerzas que tuviera razón.

Él le dirigió una mirada penetrante.

– ¿De verdad? -Deslizó las manos hasta su pelo y ella notó que buscaba algo. De pronto, extrajo una horquilla que cayó haciendo ruido en la encimera; a continuación, extrajo otra.

– ¿Qué estás haciendo? -La pregunta brotó con voz grave y áspera.

– Te suelto el pelo. Estas horquillas llevan todo el día sacándome de quicio. -Lo dijo con un hilo de voz, lo cual hizo que un escalofrío le recorriera de nuevo todo el cuerpo. A Abe le brillaban los ojos; siguió extrayendo horquillas hasta que por fin su pelo quedó suelto, entonces sumergió en él sus dedos y le masajeó el cuero cabelludo. Ella relajó los párpados al tiempo que emitía un suave gemido; sus pulmones exhalaron hasta la última gota de aire. El contacto de sus manos le hacía mucho bien, le resultaba muy necesario.

Estaba loco por ella. La simple idea le daba vértigo.

Deslizó una mano del pelo al mentón y se lo sujetó mientras con el pulgar le acariciaba la mejilla, tal como antes había hecho en la palma de su mano. Ella abrió los ojos con dificultad; se sentía adormilada por el placer. El rostro de él se encontraba ahora más cerca; mucho más cerca.

Sus labios le rozaron la sien y de repente a ella se le cortó la respiración.

– Hay otro motivo por el que estoy asustado -susurró; su cálido aliento le abrasaba la piel.

– ¿Cuál? -Movió los labios para formular la pregunta, pero la voz apenas brotó.

– Te deseé en cuanto te vi por primera vez. Y te sigo deseando.

Aquella confesión en voz baja la hizo temblar, estremecerse. Debería estar asustada, aterrorizada.

«Pero no lo estoy.» En vez de eso, se sentía fascinada. De pronto, los labios de él le rozaron la mejilla a escasos centímetros de la boca. Se sentía tan fascinada… Lo único que tenía que hacer era volver un poco la cabeza y los labios de ambos se unirían. Lo deseaba, deseaba notar el calor de su boca y saber qué se sentía al ser besada por un hombre como él.

– Abe.

Él se detuvo en seco.

– Dilo otra vez -le pidió-. Di mi nombre otra vez.

Kristen tragó saliva y de algún modo consiguió que se oyera su voz.

– Abe.

Él se estremeció y el temblor de su cuerpo alcanzó el de ella. Un agudo cosquilleo le abrasaba la piel y penetraba en ella haciendo que anhelara más. Pero los pensamientos se disiparon en cuanto él desplazó la cabeza y cubrió los escasos centímetros que separaban sus labios. Cubrió sus labios sobre las de ella, con firmeza y suavidad a un tiempo le resultaron terriblemente ardientes. Quería más. Se volvió para enfrentar su cuerpo al de él, quien, en menos tiempo del que tardaba su corazón en dar un fuerte latido, la abrazó y puso las palmas de las manos en su espalda; le abrasaban la piel. Inclinó la cabeza y puso más pasión en el beso; ella levantó los brazos y los posó en su pecho robusto hasta que él le cogió las muñecas y la alentó a rodearle el cuello. Luego volvió a posar las palmas de las manos en su espalda y la presionó con las yemas de los dedos con insistencia; con desesperación.

Y el beso se prolongó más y más.

De pronto, él lo interrumpió. La decepción estuvo a punto de arrastrarla como una ola, pero él le tomó una mano y la llevó a su corazón. Al notar el fuerte latido, lo miró a los ojos y supo que nunca en toda su vida, ocurriera lo que ocurriese al día siguiente o al siguiente minuto, olvidaría la forma en que la miraba.

«No puede obtener lo que espera de mí.»

– No, no puedo. -Sus ojos centelleaban, azules como el corazón de una llama; ella supo que había vuelto a pensar en voz alta y, sin embargo, lo último que sintió fue vergüenza-. ¿Notas lo que provocas en mí, Kristen? Por favor, no tengas miedo.

– No tengo miedo. -«De verdad que no.» Y para demostrárselo, y tal vez también para demostrárselo a sí misma, lo atrajo del cuello para besarlo; esta vez el beso fue más corto pero por iniciativa suya. A continuación lo apartó de sí y lo vio sonreír. Y su pulso se detuvo un instante antes de reanudar el ritmo acelerado. Tenía una sonrisa muy dulce, muy relajante, muy aliviadora. Y sus labios respondieron con un gesto similar.

– Me alegro -dijo él.

– Yo también.

– Tengo que irme.

Kristen, sorprendida, lo miró con los ojos muy abiertos.

– ¿Por qué?

La sonrisa de Abe se tornó compungida.

– Porque deseo mucho más que besarte.

La imagen que aquellas palabras despertaron en su mente la atenazó. Aquello superaba con creces lo que esperaba, lo que había planeado.

– Abe, yo…

Él le puso los dedos en los labios.

– No te preocupes, Kristen. Puedo esperar.

Ella le besó las yemas de los dedos y la mirada de él se tornó cálida.

«Soy capaz de despertar… su pasión.» Y vaya si era capaz. Lo había notado en el breve contacto de sus cuerpos mientras se besaban. Estaba excitado; aun así, no había insistido. No la había presionado; no la había forzado, ni la había herido. De pronto, se vio a sí misma a los veinte años, muerta de miedo. «Estate quieta, no forcejees. Eres una maldita provocadora, tú te lo has buscado.» El pavimento estaba muy duro y aquella noche hacía mucho calor; la noria no paraba de dar vueltas, las luces lo iluminaban todo.

«No, no, no.» Cerró los ojos, suspiró y se obligó a interrumpir el recuerdo. Cuando volvió a abrirlos, se dio cuenta de que él lo sabía todo. Lo había entendido. Y no había echado a correr.

– Iremos poco a poco, Kristen -susurró-. Eso es lo que haremos.

«Haremos.» Las lágrimas asomaron a sus ojos y ella parpadeó para ocultarlas.

– ¿Por qué te preocupas por mí?

Él sonrió con tal dulzura que estuvo a punto de romperle el corazón.

– Porque me gustas. Ahora tengo que irme y voy a darte un beso de buenas noches. -Lo hizo; fue un breve gesto cómplice-. Pasaré a recogerte mañana para ir a cenar. Hasta entonces, no salgas si no es acompañada de Truman, de McIntyre, de Mia o de mí.

Domingo, 22 de febrero, 9.00 horas

La mayoría de la gente opinaba que hacía demasiado frío para estar al aire libre; sin embargo, al oír los botes rítmicos de las pelotas de baloncesto, Abe supo que algunos habían optado por salir de casa. Tal vez aquel día les deparara mayor fortuna que el anterior y lograran encontrar al chico que había dejado la caja en la puerta de la casa de Kristen. Si alguna de las personas con quienes habían hablado lo conocía, lo había negado. De otro modo, tendrían que esperar a que la escuela abriera sus puertas al día siguiente para preguntar a los profesores si el rostro de la fotografía les resultaba familiar.

Mia estaba apoyada en el coche, tratando de levantar la lengüeta de la tapa de plástico que cubría su taza de café. Señaló otra taza humeante depositada en el capó.

– Es para ti.

Abe tomó la taza y le dio las gracias entre dientes.

Mia le dirigió una mirada inexpresiva.

– Vaya; pensaba que hoy tendrías una cara más alegre.

– No he dormido bien.

– ¿Por qué?

Abe hizo una mueca. «Porque cada vez que cerraba los ojos soñaba que besaba a Kristen hasta que ella era incapaz de recordar su propio nombre, hasta que lograba arrancarle de la mente lo que tanto la había herido, hasta que me suplicaba que siguiera adelante.» El sueño lo había dejado tenso y apesadumbrado; se sentía solo.

– Creo que es culpa de este caso, me está afectando demasiado. Empecemos ya. Tenemos que encontrar pronto al chico, esta noche voy a cenar a casa de mi madre.

A Mia se le iluminó el rostro.

– ¿Me guardarás las sobras?

Abe se echó a reír.

– Vamos, Mia.

Se dejaron guiar por el sonido de los botes y penetraron en el patio de la escuela King, al otro lado de la calle. Aquel era el nombre que mostraba con toda claridad la insignia de la chaqueta del chico fotografiado. En la pista de cemento había cinco jóvenes. Y los cinco se detuvieron al verlos.

– Son polis.

Abe lo oyó.

– Ayer ya vinieron a meter las narices -masculló otro.

Abe mostró su placa.

– Soy el detective Reagan y esta es la detective Mitchell. Estamos buscando a un chico de la escuela King. ¿Alguno de vosotros va a esa misma escuela? -Los cinco se miraron entre ellos. Parecían tener unos dieciséis años. «No son mucho más jóvenes que el desgraciado que disparó a Debra», pensó-. Os he hecho una pregunta -insistió Abe con voz más seria-. ¿Vais a la escuela King?

Todos asintieron de mala gana.

Mia se sacó la fotografía del bolsillo.

– Estamos buscando a este chico. Si no lo encontramos hoy, daremos con él mañana, cuando la escuela esté abierta. Si hoy decís que no lo conocéis y mañana nos enteramos de lo contrario… -Dejó la frase a medias expresamente-. Os conviene ayudarnos.

Se miraron con expresión de disgusto y se oyeron unas cuantas quejas. Observaron la foto y volvieron a mirarse unos a otros.

– Lo conocéis -afirmó Mia.

Uno de los chicos asintió.

– Sí, lo hemos visto por aquí.

Abe fijó la mirada en uno de los muchachos; sujetaba la pelota bajo el brazo. El chico le aguantó la mirada, desafiante.

– No ha hecho nada malo.

– Nosotros no hemos dicho eso -dijo Mia en tono tranquilo-. ¿Dónde podemos encontrarlo?

Los chicos bajaron la vista al suelo.

– Ni idea.

Abe suspiró.

– Muy bien. Todos contra la valla. Llamaremos a unos coches patrulla para que os lleven a la comisaría.

El chico de la pelota dio una patada en el suelo.

– No hemos hecho nada malo. ¿Por qué coño van a llevarnos a la comisaría?

Mia se encogió de hombros; tenía el móvil en la mano.

– Sois posibles testigos relacionados con la investigación de un homicidio. ¿Es que no veis pelis de polis?

– ¡Me cago en la leche! -dijo otro joven-. ¡Mi madre me matará si se entera de que se me ha vuelto a llevar la poli!

Abe siguió hablando con severidad.

– Pues decidnos dónde podemos encontrar a ese chico y os dejaremos en paz.

El chico de la pelota frunció el entrecejo.

– Se llama Aaron Jenkins y ya no va a la escuela King. Vive tres manzanas más arriba. -Señaló a lo lejos con un dedo escuálido-. Por allí.

– «Por allí» hay muchos edificios. -Mia señaló en la misma dirección que él-. Nos iría bien que precisaras un poco más tus amables indicaciones -añadió en tono seco y mordaz.

La expresión del chico se endureció.

– Es el único edificio de la manzana que tiene la entrada pintada de verde. Hay una vieja que se pasa el día allí sentada, espiándonos.

– Lleva un pañuelo de topos en la cabeza, es inconfundible -añadió otro de los chicos con cara de fastidio-. Se dedica a echar el mal de ojo a la gente.

Mia esbozó una falsa sonrisa.

– Gracias -dijo, y tendió la mano al chico de la pelota-. ¿Puedo?

Era evidente que el muchacho no la creía capaz de encestar. Le lanzó el balón y ella lo cogió con una mano. Luego, desde una distancia de tres puntos, Mia cerró un ojo, lanzó el balón y, tras describir un arco, este atravesó el aro. Los chicos la observaban boquiabiertos mientras ella se limitaba a sonreír.

– No os metáis en ningún lío, ¿de acuerdo, chicos? No me gustaría llevaros a la comisaría.

Abe los oyó refunfuñar mientras se alejaban.

– ¿Dónde aprendiste a jugar?

– Me enseñó mi padre. -Mia se encogió de hombros-. Quería un niño y solo tuvo niñas.

Abe pensó que era una pena, pero no dijo nada. Avanzaron en la dirección que les habían indicado los chicos. Abe recordó la frialdad de los ojos de Kristen la noche anterior, cuando le había revelado que su padre seguía vivo, y pensó que sus problemas debían de tener motivos bastante más complejos que el hecho de que él deseara haber tenido un niño.

– Una entrada verde, una vieja que echa el mal de ojo… -masculló Mia mientras se acercaban al edificio donde saltaba a la vista una anciana con un pañuelo moteado que los miraba con recelo. Ni siquiera la más dulce sonrisa de Mia suavizó el semblante de la mujer.

– Parece que hemos llegado -convino Abe-. Crucemos los dedos para que Aaron Jenkins esté en casa.

Encontraron la puerta y llamaron. Abrió una mujer con un niño pequeño apoyado en la cadera. Al verlos, abrió los ojos como platos.

– ¿Qué ocurre?

– Estamos buscando a un joven llamado Aaron Jenkins, señora -empezó Mia en tono amable.

La mujer se colocó bien al niño.

– Es mi hijo. ¿Por qué? ¿Se ha metido en algún lío?

Mia negó con la cabeza.

– Solo queremos hablar con él.

La mujer se volvió hacia atrás, vacilante.

– Mi marido está trabajando.

– Solo nos llevará unos minutos -la tranquilizó Abe-. Luego nos iremos.

– ¡Aaron! -llamó la mujer, y el joven de la foto salió de una de las habitaciones. Los miró brevemente y se dispuso a retroceder.

– Solo queremos hablar contigo -aclaró Mia, y el chico se detuvo.

– No he hecho nada malo.

– ¡Aaron! -gritó su madre-. ¡Ven aquí! -Y él se acercó arrastrando los pies.

– Entregaste un paquete el viernes por la tarde, ¿verdad? -dijo Abe.

Aaron frunció el entrecejo.

– ¿Y qué? Eso no es ilegal.

– No hemos dicho que lo sea. ¿De dónde lo sacaste, Aaron? -preguntó Mia.

– Me lo dio un blanco. Y también me dio cien dólares por llevarlo.

– ¿Qué aspecto tenía? -preguntó Abe.

Aaron se encogió de hombros.

– Yo qué sé. Llevaba una sudadera con capucha, no le vi la cara.

– ¿Era joven o viejo? -insistió Mia.

Aaron resopló, impaciente.

– Les he dicho que llevaba capucha. No le vi la cara.

– ¿Iba en coche? -prosiguió Abe.

– En una furgoneta. Blanca. Llevaba un dibujo al lado, un anuncio.

Abe se extrañó.

– ¿Un anuncio?

– Sí, como los de la pared. Una cara contenta. Decía algo así como «Componentes electrónicos Banner». -Aaron asintió, satisfecho de sí mismo-. No sé nada más.

Abe se extrañó aún más. No era la misma furgoneta. Mia lo miró preocupada y luego desvió la atención de nuevo hacia Aaron.

– ¿Cómo sabías dónde tenías que dejar la caja?

Aaron se encogió de hombros.

– Me apuntó la dirección en un papel y me dijo que luego lo tirara. Y eso hice. Ya les he dicho que no sé nada más. -Miró a su madre-. ¿Puedo irme?

La señora Jenkins colocó bien al niño que sujetaba.

– ¿Puede?

Mia asintió.

– Claro. -No dijo nada más hasta que estuvieron en la calle-. El equipo de chorro de arena también sirve para grabar letreros de goma.

– Que con un imán pueden sujetarse al lateral de una furgoneta. -Abe dio un resoplido que le levantó el flequillo-. Caray.

Mia alzó los ojos con gesto de exasperación.

– Me he pasado horas buscando floristerías y ahora resulta que el rótulo es falso. Por eso Jack no encontró restos de flores ni polen en la furgoneta. Puede que cada día anuncie una cosa diferente.

Sonó el móvil de Abe. Al mirar la pantalla se le erizaron los pelos de la nuca.

– ¿Qué pasa, Kristen?

La chica tenía la voz temblorosa.

– Me han dejado otra caja, Abe. McIntyre ha visto al chico que la traía y va a retenerlo hasta que llegues.

– Vamos hacia allá -dijo Abe en tono muy serio; luego se volvió hacia Mia-. Llama a Jack y dile que vaya casa de Kristen. Ya llamo yo a Spinnelli. Nuestro humilde servidor ha vuelto a atacar.

Domingo, 22 de febrero, 10.00 horas

– Dios mío. -Kristen palideció en cuanto Jack depositó el contenido del sobre en la mesa de la cocina-. Es Angelo Conti.

Mia le pasó el brazo por los hombros para reconfortarla.

– No te nos desmayes.

– No; no me desmayo nunca.

Abe recordó que se lo había dicho la noche en que se encontraron en el ascensor, después de darle aquel susto de muerte. Y ciertamente había demostrado tener unos nervios de acero; se sentía orgulloso de su fortaleza. Le costaba mantener las distancias, pero sabía que ella prefería conservar su imagen profesional. Volvía a llevar el pelo bien peinado y recogido, aunque las horquillas que le había extraído la noche anterior seguían en la encimera.

– No hay ninguna instantánea -observó Jack-. Solo el carnet de estudiante de la Universidad de Northwestern. ¿Por qué?

– No lo sé. -Abe cogió la carta-. «Mi querida Kristen: Angelo Conti está muerto. Su delito fue, inicialmente, producto de la negligencia, puesto que chocó contra el coche de Paula García mientras conducía borracho. Sin embargo, su flagrante desprecio por la vida humana lo indujo a apalear a la mujer hasta la muerte. Y el desprecio de su padre por el sistema judicial estadounidense lo llevó a comprar al jurado. Angelo Conti había quedado en libertad, por lo menos hasta que tú lograras volver a procesarlo. Pero no tenía bastante con los crímenes originales, así que agravó la situación deshonrándote públicamente, lo cual era intolerable. Espero que su muerte sirva de aviso a todo aquel que pretenda burlarse del sistema judicial y de los que están a su servicio. Como siempre, tu humilde servidor.»

Abe levantó la vista y vio que Kristen se dejaba caer en una silla.

– ¿Qué dice la posdata?

– Aparece un número de matrícula.

Abe le entregó la carta y ella lo observó perpleja.

– No es el mío. Esto no tiene ningún sentido.

– Creo que tendremos que hablar con el chico que dejó la caja -opinó Mia, y Abe se mostró de acuerdo.

Mia y él salieron de la casa y se acercaron al coche patrulla de McIntyre, donde el chico aguardaba en el asiento de atrás.

– Se llama Tyrone Yates -explicó McIntyre-. Sus padres vienen hacia aquí.

– Yo no he hecho nada -protestó Yates.

– Nadie dice lo contrario -replicó Mia.

Yates describió una escena casi calcada a la de Aaron Jenkins. Excepto que esta vez la furgoneta blanca lucía el nombre de un fabricante de alfombras. Para cuando el chico acabó con la explicación, sus padres ya habían llegado dispuestos a llevárselo a casa.

Kristen estaba preparando té cuando Abe y Mia entraron seguidos de McIntyre. Mia se acomodó en una silla y Abe se acercó a una ventana que daba al patio trasero, cubierto de hielo. McIntyre aguardó en el vano de la puerta de la cocina; su rostro juvenil expresaba preocupación.

– ¿Qué habéis descubierto? -preguntó Kristen.

Abe volvió la cabeza momentáneamente con aire abatido.

– No gran cosa, la verdad.

McIntyre se removió con inquietud.

– La furgoneta blanca…

– ¿La de la floristería? -preguntó Kristen, y Mia negó con la cabeza.

– Creemos que usa distintivos magnéticos -explicó-. El chico de la escuela King asegura que se trataba de un electricista. Este, en cambio, dice que era de un fabricante de alfombras.

– Por eso no he encontrado restos de flores ni de polen en las cajas -observó Jack con enojo dando un golpe en la mesa-. Maldita sea. Cambia de furgoneta como quien cambia de camisa.

Abe se volvió desde la ventana con expresión grave.

– ¿Qué sabemos de la furgoneta blanca, McIntyre?

– La noche en que la señorita Mayhew se salió de la carretera yo regulaba el tráfico. La gente se paraba a curiosear. Uno de los vehículos era una furgoneta blanca con el distintivo de un electricista.

A Kristen se le revolvió el estómago. Ahora entendía lo que quería decir la posdata. Cogió la carta de encima de la mesa y se la mostró a McIntyre.

– ¿Reconoce este número, agente?

McIntyre asintió.

– Es la matrícula del coche que chocó con el suyo. Lo habían robado aquel mismo día.

Kristen dejó la carta en la mesa; tenía el pulso sorprendentemente firme.

– Me lo temía.

Jack renegó entre dientes.

– Él estaba allí.

Abe sonrió con tristeza.

– Probablemente lo tuve al alcance de la mano. ¿Se acuerda de su aspecto, McIntyre?

McIntyre negó con la cabeza.

– Llevaba un gorro con orejeras que le cubría casi todo el rostro. Aquella noche hacía mucho frío y no me extrañó. Fue muy amable, eso sí que lo recuerdo.

– ¿Qué edad cree que tiene? -preguntó Mia con aspereza.

McIntyre se encogió de hombros con impotencia.

– No lo sé. Unos cuarenta tal vez. No dijo casi nada, solo asintió cuando le pedí que circulara. Me imaginé que se avergonzaba de que lo hubiera sorprendido mirando.

Durante un momento, nadie dijo nada. Entonces Jack se puso en pie.

– Tengo que avisar a mi equipo para que se dirija al lugar indicado en el mapa. Llamaré a Julia para que se reúna con nosotros allí. ¿Venís, chicos?

– No me lo perdería por nada del mundo -dijo Abe con denuedo-. Vamos.

Kristen se dispuso a seguirlos pero Abe la detuvo.

– Quédate aquí, por favor.

– Quiero ir -dijo con un hilo de voz, consciente de que los demás los estaban observando.

Abe miró a Jack, a Mia y a McIntyre.

– Dadnos un minuto, por favor.

McIntyre salió al instante.

– Saldré a vigilar.

Mia abrió mucho los ojos y los miró con patente curiosidad.

– De acuerdo.

Kristen notó que le ardían las mejillas.

– Reagan, por favor.

Jack le dirigió una mirada reprobatoria.

– Abe tiene razón. Ya has sufrido un accidente este fin de semana. No queremos que acabes herida. -A continuación, siguió a Mia hasta la cocina y los dejó solos.

Abe la miró con expresión convincente.

– Quédate aquí.

A Kristen la frustración le hacía hervir la sangre.

– No me excluyas de esto, por favor. Necesito estar presente.

Abe puso las manos sobre sus hombros y empezó a masajeárselos de forma compulsiva.

– ¿Sabes lo que ocurrirá cuando Jacob Conti descubra que han asesinado a su hijo? -Sus ojos azules centellearon-. ¿Lo sabes, Kristen? Si vienes y aparecen los periodistas, tu rostro cobrará protagonismo, sobre todo si corre el rumor de que Angelo ha sido asesinado por atacarte verbalmente. Conti te culpará, y seguro que no es precisamente la persona que quieres que ande detrás de ti. Por favor, quédate aquí; hazlo por mí.

Su mirada resultaba instigadora, pero al final fue la emoción que transmitía su voz lo que hizo que se diera por vencida.

– De acuerdo, me quedo.

El alivio que sintió Abe fue palpable. La soltó.

– Vendré a buscarte esta tarde.

– A las cuatro.

Él se inclinó y le estampó un beso en los labios que la dejó turbada.

– Llámame si me necesitas.

Kristen suspiró al oír el portazo. Se había acostumbrado a llamarlo cuando lo necesitaba. En un momento de lucidez, las palabras de la cuñada de Abe cobraron sentido. Ruth le había dicho que a él le hacía mucho bien cuidarla. No hacía falta ser psiquiatra para atar cabos. Abe había visto cómo disparaban a su esposa sin poder hacer nada por evitarlo. Él, que trabajaba por mantener el orden público, no había sido capaz de salvar la vida de su mujer.

«Así que se dedica a proteger la mía.» Y aunque la idea la reconfortó, no pudo dejar de preguntarse qué ocurriría cuando la pesadilla tocara a su fin y ya no necesitase su protección. Se llevó los dedos a los labios, aún vibrantes por el efecto del beso.

«Me conformaré con disfrutarlo mientras dure.» Por el momento lo que tenía que hacer era acabar de coser un montón de cortinas.

Domingo, 22 de febrero, 11.30 horas

El lugar marcado con una cruz resultó estar a cincuenta metros de donde el coche de Angelo Conti había chocado con el de Paula García. Muy apropiado. Encontraron una lápida de mármol en la que había inscritos los nombres de la chica y el hijo que gestaba. A Abe se le humedecieron los ojos al contemplarlos; al pensar en Thomas García experimentaba una empatía que a buen seguro los demás no alcanzaban a comprender. En el lugar de la sepultura reinaba un silencio tenso que solo interrumpían las paladas y alguna palabra ocasional de los hombres de Jack.

– Uf. -Mia torció el gesto cuando retiraron la tierra que cubría el rostro de Conti. O, más bien, lo que quedaba de él.

Julia hizo una mueca.

– Esta vez se le ha ido la mano.

El cadáver fue extraído con cuidado de la fosa. Abe le dio la vuelta con suavidad y al hacerlo quedaron expuestos una serie de moretones en la parte baja de la espalda.

– ¿Son de una llave inglesa?

Julia se arrodilló junto a él.

– Es probable. Lo tendré más claro cuando lo limpie.

– Conti golpeó a García con una llave inglesa -explicó Mia-. Esa parte de la historia no se hizo pública.

– Ha vuelto a hacer uso de información privilegiada -masculló Abe-. Perfecto.

Julia observaba el cadáver con una mueca de preocupación.

– Se ha pasado con Conti, Abe. Hacía mucho tiempo que no veía el resultado de una paliza semejante. ¿Sigue espiando a Kristen?

Abe frunció los labios.

– Sí. Y seguimos sin saber por dónde empezar.

Julia se encogió de hombros; su aliento se condensaba por el frío.

– Míralo por el lado bueno. Ha perdido el control. Quizá esta vez no haya sido tan precavido en cuanto a no dejar rastros. -Le hizo una señal con la cabeza a una ayudante, quien de forma muy eficiente colocó el cadáver en una bolsa y cerró la cremallera-. Anoche terminé la autopsia de Skinner. Encontré sangre en los pulmones.

Mia resopló.

– Así que hizo lo que pensábamos.

Julia asintió.

– Esta mañana he sacado fotos de las marcas del cráneo para entregárselas a Jack. Intentará ver si se corresponden con algún modelo concreto del aparato. Skinner tenía las rótulas reventadas, igual que King, y el agujero de bala de la cabeza se lo hicieron después de muerto. -Se quitó los guantes de goma y se colocó otros de piel-. Ah, he conseguido hacer un modelo de escayola de las marcas de estrangulamiento de Ramey. También lo tiene Jack.

– Buen trabajo, Julia -alabó Abe.

– Gracias. Haced el favor de encontrar a ese tipo antes de que me dé más trabajo. Esta noche he quedado con un niño de tres años que no entiende por qué su mamá lo deja plantado para trocear a los muertos. -dijo, y se despidió con un gesto de la mano.

Abe se volvió hacia Mia.

– ¿Tiene un hijo?

– Es una ricura. Su marido la abandonó y desde entonces hace lo imposible por ser una buena madre soltera.

– Qué duro. -Abe miró a Jack; estaba observando cómo Julia daba instrucciones a sus ayudantes para que colocaran el cadáver en la furgoneta del equipo forense-. ¿Y qué tiene que ver Jack en todo eso?

– Nada. -Mia alzó los ojos-. Está sola. -Su semblante se tornó pícaro-. No puedo decir lo mismo de otra persona.

A su pesar, Abe notó que le ardían las mejillas.

– Ya está bien, Mia. Vamos a tomar unas fotos del escenario. Yo… -Lo interrumpió un grito alarmado. Giró sobre sus talones y vio que un hombre de pelo cano empujaba a Julia contra su coche-. Mierda. Es Jacob Conti -dijo, y salió corriendo hacia allí.

Jack fue más rápido. Cuando Abe llegó al coche, seguido de muy cerca por Mia, Jack tiraba de Conti para apartarlo de Julia.

– Quítele las manos de encima -dijo con furia.

Abe los separó.

– Tranquilízate, Jack. -Este dio un paso atrás a pesar de que estaba temblando de rabia. Abe se volvió hacia Conti, quien le clavó una mirada encendida-. Estamos en el escenario del crimen, señor Conti. Me veo obligado a pedirle que se retire.

– Es su hijo, maldita sea.

Se acercó otro hombre, era corpulento y tenía un aspecto amenazador.

Mia sacó el cuaderno.

– ¿Y usted quién es, señor?

– Drake Edwards. Soy el jefe de seguridad del señor Conti. Queremos ver a Angelo.

Mia exhaló un suspiro.

– Pensábamos informarle de la muerte de su hijo en mejores circunstancias, señor Conti. Por ahora creo que es preferible que no lo vea.

Conti cerró los ojos y se encorvó. Drake Edwards le pasó el brazo por los hombros.

– Entonces, ¿es cierto? -masculló Edwards-. ¿Es Angelo?

Mia asintió.

– Sí, señor. Eso creemos.

Conti abrió los ojos como platos.

– ¿Cómo que eso creen? ¿No lo saben seguro? Son… -Abrió más los ojos al asaltarlo la cruda realidad-. Le ha hecho algo en la cara. Por eso no han podido reconocerlo. -Se abalanzó sobre la furgoneta del equipo forense, pero Edwards lo retuvo y le murmuró unas palabras al oído que consiguieron que se esforzara por recobrar la calma. La transmutación resultó fascinante. Un instante después, el señor Conti, sereno, se volvió hacia Julia, todavía pálida, y le preguntó con sangre fría-: ¿Cuándo nos entregarán el cuerpo? Su madre querrá enterrarlo.

– En cuanto terminen el examen forense -le espetó Jack, pero Julia le puso una mano en el hombro.

– Haré lo posible por terminar la investigación cuanto antes, señor Conti -dijo con voz algo trémula-. Lo siento mucho.

Conti asintió con formalidad y se dio media vuelta.

– ¿Cómo se ha enterado? -preguntó Julia, con voz temblorosa-. ¿Cómo sabía que se trataba de Angelo?

Mientras la limusina de Conti se alejaba, Abe captó la presencia de Zoe Richardson y su cámara filmándolo todo. Sin dudarlo ni un segundo, Zoe se le acercó con el micrófono en la mano.

– Menuda pájara -dijo Julia en voz baja.

– Menudo buitre -añadió Abe en tono mordaz.

– Menuda zorra -escupió Jack.

– Dios, qué sangre fría -se maravilló Mia.

Abe avanzó un poco; sabía que tenía que controlar la ira que sentía. Aquella mujer empeoraba las cosas sistemáticamente.

– Señorita Richardson, me veo obligado a pedirle que se marche. Estamos en el escenario de un crimen y no le está permitido permanecer aquí.

Ella hizo oídos sordos.

– Doctora VanderBeck, ¿la ha lastimado el señor Conti?

Julia miró a Richardson tan pasmada como si tuviese tres cabezas.

Mia se plantó delante de la cámara.

– Sin comentarios -respondió-. Váyase ahora mismo, señorita Richardson, o la detendré por interferir en la investigación policial.

– Pero…

– Ahora mismo.

Mia cogió las esposas y el cámara bajó el aparato.

– Vámonos -dijo, mirando a Richardson de reojo.

Ella parecía furiosa.

– No; nos quedamos. Son ustedes quienes no están respetando la Primera Enmienda. La gente tiene derecho a estar informada.

– Te he dicho que nos vamos -insistió el cámara, y Zoe se volvió despacio. La estupefacción afeaba sus rasgos habitualmente perfectos.

– Me parece que se iban -dijo Abe en tono seco.

Richardson se lo quedó mirando con ojos envenenados.

– Por cierto, ¿dónde está Mayhew?

– Fuera de su alcance. Si no quiere tener que entregarme una vez más la cinta, le aconsejo que siga a su compañero.

La chica se marchó dando fuertes pisotones.

– De verdad que odio a esa mujer -dijo Abe.

Julia se alisó el abrigo.

– Lo entiendo perfectamente. Me voy al depósito de cadáveres, allí se está más tranquilo. Te llamaré si descubro algo. -Miró a Jack-. Gracias -dijo en tono suave, y se alejó dejando a Jack ruborizado.

– A lo mejor no está tan sola -susurró Mia con una sonrisita-. Siempre llueve sobre mojado.

Capítulo 14

Domingo, 22 de febrero, 17.30 horas

La cena del domingo en casa de los Reagan fue como encontrarse en medio de un tornado de los de Kansas. Dos televisores se disputaban la audiencia; el de la sala de estar retransmitía un partido que tenía a todos los hombres refunfuñando; el de la cocina estaba sintonizado en el canal de teletienda QVC, cuyas existencias de collares de perlas casi se habían agotado. En la cocina, la señora Reagan preparaba un puré de patatas y vigilaba el asado. Cada vez que abría un poquito el horno, el olor que invadía la cocina conseguía que a Kristen se le hiciese la boca agua.

– Qué bien huele -dijo.

Estaba sentada junto a Rachel a la mesa de la cocina, donde la hermanita de Reagan había dispuesto en semicírculo un montón de libros y una pequeña grabadora.

– Mamá es la mejor cocinera del mundo. Todos mis amigos lo dicen. -Abrió el cuaderno por una hoja en blanco-. Gracias por acceder a que te haga la entrevista. Mi madre dice que no debería molestarte, que ya tienes bastante con todo lo que está ocurriendo.

– No te preocupes. Después de tantas horas encerrada sola en casa, estaba a punto de volverme loca. -Se oyó un clamor procedente de la sala-. Pensaba que la temporada de fútbol había terminado.

Rachel se echó hacia atrás en la silla para poder ver la sala de estar.

– Así es. Están viendo a la vez un partido de hockey y un derby interuniversitario de baloncesto. El año pasado, para Navidad, Sean le regaló a papá uno de esos televisores de pantalla doble. -Esbozó una pícara sonrisa de adolescente-. A mamá le sentó fatal. ¿Te importa si grabo la entrevista?

– ¿Tú crees que se oirá algo?

– Seguro que sí. Estoy acostumbrada al ruido que suele haber en esta casa y he desarrollado una excelente audición selectiva. -Rachel accionó la grabadora-. Estamos entrevistando a la ayudante del fiscal del Estado Kristen Mayhew. Para empezar, ¿podría decirnos por qué decidió dedicarse a la abogacía?

Kristen abrió la boca y se dispuso a soltar la respuesta habitual, aquella que no se parecía en nada a la verdad. Sin embargo, algo en los ojos azules de Rachel Reagan la disuadió.

– Al principio no pensaba dedicarme a esto -dijo con sinceridad-. Quería estudiar arte. Me dieron una beca. Pero durante el segundo año de la carrera una persona muy cercana fue víctima de una agresión.

Rachel abrió los ojos como platos.

– ¿Quién?

– Prefiero no decirlo. Ella quiere que se mantenga en secreto. La cuestión es que el autor de la agresión no recibió castigo alguno y yo pensé que aquello no era justo.

– ¿Y se hizo abogada para cambiar las cosas?

La expresión vehemente de la chica le llamó la atención. Rachel Reagan le recordaba mucho a sí misma muchos años atrás.

– Me gustaría creerlo así.

Rachel tenía una larga lista de preguntas. Kristen las respondió una a una mientras seguía los movimientos de Becca en la cocina. Le traía recuerdos de su madre; recuerdos agridulces. Becca trabajaba la masa con el rodillo cuando se abrió la puerta trasera y por ella entró un hombre vestido con una sudadera de los Bears y unos vaqueros descoloridos; era tan alto y de piel tan morena como Abe. Le dio un beso cariñoso en la mejilla a Becca, y Kristen supo que se trataba del otro hermano de Abe. Le habían presentado a Sean al llegar, así que aquel tenía que ser…

– ¡Aidan! -Rachel soltó el bolígrafo-. Pensábamos que no vendrías.

Aidan llevaba al hombro una percha con un uniforme de policía.

– He tenido que arreglármelas para que me cambiaran el turno, pero no quería perderme el asado. -Puso la gorra de policía en la cabeza de Rachel y bajó el ala con un tirón para que le cubriera los ojos-. ¿Qué hay de nuevo, pequeñaja?

Rachel se subió la gorra para poder ver.

– Estoy haciendo los deberes.

Aidan se volvió hacia Kristen y esta pudo observar la mirada crítica de sus fríos ojos azules.

– Ya lo veo -dijo-. Tú eres la fiscal Mayhew.

No estaba segura de que lo considerara algo bueno, pero le tendió la mano.

– Me llamo Kristen.

Él se la estrechó.

– Yo soy Aidan. -Entrecerró aquellos ojos tan parecidos a los de Abe-. ¿Qué haces aquí?

– ¡Aidan! -Becca hizo una mueca de desaprobación-. ¿Qué demonios te pasa?

– Lo siento -se disculpó él, pero la tensión de su mandíbula y su expresión desdeñosa dejaban claro que no era así.

– ¡Aidan!

Kristen se volvió instintivamente al oír la voz de Abe. Estaba apostado en el vano de la sala de estar. Verlo le cortó la respiración e hizo aflorar en sus labios el beso que le había dado cuando regresó del lugar en el que Conti estaba enterrado. Aún llevaba el traje, pero se había desanudado la corbata, y la camisa un poco abierta revelaba la anchura de su cuello y dejaba entrever su pecho, poblado de espeso vello.

Abe se acercó a su hermano con una expresión de cautela en los ojos.

– ¿Qué ocurre? -preguntó.

Aidan miró a Abe y luego de nuevo a Kristen. La incredulidad se mezclaba con el desdén, y Kristen se preguntó si llevaba tatuada en la frente la frágil relación que mantenía con Abe.

– Ni hablar -soltó Aidan.

Rachel quiso meter baza.

– ¿Ni hablar de qué?

– Cállate, Rachel -atajó Aidan-. Dime que no es cierto, Abe.

Abe lo analizó con serenidad.

– Nunca te habías comportado de forma insolente con un invitado. ¿Qué te ha ocurrido?

– Ah, nada. Es que a mi compañero y a tres policías más del distrito los avisaron ayer de asuntos internos. Parece ser que el fiscal del Estado está interrogando a algunos policías por los asesinatos de esos desgraciados a los que hacía tiempo que deberían habérselos cargado. -Aidan miró a Kristen-. Son buenas personas y buenos profesionales que no harían daño a nadie, ni siquiera a los que no están entre rejas por culpa de ineptos como vosotros. -Kristen estuvo a punto de protestar, pero una mirada de Abe hizo que mantuviera la boca cerrada-. Y encima tienes el valor de traerla aquí -añadió Aidan con desprecio-. Pues yo me voy.

– No se te ocurra moverte -intervino Becca-. Antes de marcharte, discúlpate ante la invitada de Rachel.

Aidan abrió los ojos como platos y se volvió hacia Abe.

– Yo pensaba que…

Abe torció el gesto.

– Esta vez la ha invitado Rachel. -Dejó a Aidan un momento en suspenso y luego añadió-: Pero la próxima vez lo haré yo.

Becca y Rachel se volvieron encantadas hacia Kristen, cuyas mejillas ardían. Ella las soslayó deliberadamente y miró a Aidan.

– Siento que hayan molestado a tus amigos, pero todas las personas relacionadas con esos casos deben dar razón de su paradero las noches de los asesinatos. Están interrogando a todas las personas de la fiscalía, también a mí. Si cuentan con una coartada, los eliminarán de la lista. Si no, tendrán que esperar un poco más. -Levantó las manos y las dejó caer-. Lo siento; de verdad.

Aidan vaciló, luego inclinó la cabeza en un único gesto de asentimiento.

– Muy bien.

– Si lo sentamos fuera, en el porche trasero, ¿puede quedarse a cenar? -preguntó Rachel con ironía.

Aidan la miró con expresión de hastío.

– Devuélveme la gorra, listilla del carajo.

– ¡Aidan! -lo reprendió Becca-. ¡En mi cocina no se dicen palabrotas!

– Vete al salón y dilas con papá -propuso Rachel con una sonrisita.

Por un momento Aidan también sonrió, pero en cuanto cruzó la mirada con Kristen se puso serio.

– Lo siento -dijo con voz queda-. A mi compañero le ha sentado muy mal que lo llamaran de asuntos internos. Todos nos tememos que esto se convierta en una caza de brujas.

– No mientras dependa de mí -prometió Kristen y Aidan frunció los labios para indicar que lo tendría en cuenta.

– Muy bien. -Arqueó una de sus cejas morenas-. Supongo que puedes quedarte.

Domingo, 22 de febrero, 20.00 horas

Abe pensó con orgullo que Kristen se había defendido bien; había sobrevivido a una cena de domingo en casa de los Reagan. La pierna de cerdo formaba parte de la tradición culinaria, y el hecho de que todos se reunieran en la sala de estar a ver una película, como en los viejos tiempos, hizo que notara un nudo en la garganta. Sean se sentó en el sofá y Ruth en el suelo, con el recién nacido en brazos y la espalda apoyada en las piernas de su marido. Tras la muerte de Debra, durante mucho tiempo Abe fue incapaz de ver a Sean y a Ruth juntos. El problema no era solo que ellas se parecían mucho (eran primas, sus madres eran hermanas), lo más difícil de soportar era la felicidad que irradiaban cuando estaban juntos. Sin embargo, al cabo de los años Abe se había acostumbrado al dolor incisivo de la pérdida. Había pasado a formar parte de la cotidianidad. Al ver a Sean y a Ruth juntos le dolía el alma.

Pero aquel día había sido distinto. No estaba solo. Había presentado a Kristen a su familia y ella había encajado bien, como si los conociera de toda la vida. En aquel momento estaba sentada junto a Rachel viendo una comedia de Steve Martin que Sean había alquilado. Desde el canapé, Abe observaba su rostro, relajado por primera vez en cinco días.

Estaba concentrada en la película cuando Rachel le susurró algo al oído. Debía de ser una de sus típicas bromas, irreverentes y divertidas, porque Kristen echó la cabeza atrás y soltó una de aquellas sonoras carcajadas que le atenazaban el estómago. Si hubiese mirado atrás se habría dado cuenta de que no era el único que se sentía así; Ruth, con el rostro desencajado por la sorpresa, torció el cuello para mirarla; sus padres también se volvieron, afligidos.

Abe habría querido congelar la escena y hacer desaparecer a Kristen de la sala antes de que se diera cuenta de la reacción familiar. Pero ya era demasiado tarde. Su sonrisa se disipó como la niebla al salir el sol.

Sus ojos verdes, de nuevo recelosos, se clavaron en los de él.

– ¿Qué ocurre? -preguntó.

– Dios santo -susurró Ruth, y a continuación agitó la cabeza con desesperación-. Lo siento, Kristen, no querría parecerte grosera; es que… tu risa se parece mucho a la de una persona que ya no está entre nosotros.

Kristen se quedó paralizada, sus ojos fijos en los de Abe.

– ¿Debra?

Había observado en sus ojos temor y valentía, vulnerabilidad y tristeza. Ahora, al deducir por sí misma la respuesta, observaba dolor, un dolor que a Abe se le clavaba en el alma como un cuchillo.

– Kristen…

Ella levantó la mano mientras una sonrisa afloraba a sus labios.

– No importa. -Pero Abe sabía que sí importaba. Se volvió hacia el televisor-. ¿Podrías rebobinar un poco el vídeo, Sean? Nos hemos perdido un par de minutos.

Sean obedeció. Ruth le envió a Abe un mensaje silencioso y sincero de disculpa. La película continuó, pero Steve Martin había dejado de parecerles gracioso.

Domingo, 22 de febrero, 22.00 horas

Abe pasó por delante del coche patrulla y penetró en el camino de la casa de Kristen. La chica había dado las gracias a sus padres por la cena, había felicitado a Sean y a Ruth por su bebé y había cruzado los dedos para desear a Rachel que le pusieran una buena nota por la entrevista. Sin embargo, en cuanto se subió al todoterreno, permaneció en silencio. Abe experimentó durante todo el trayecto una pesadumbre creciente. Casi oía el mecanismo de su cerebro dar vueltas y deseaba con desesperación que dijera algo, cualquier cosa. Al fin, lo hizo.

– No importa, Reagan -dijo. Le dolió que lo llamara por el apellido. No lo miraba a los ojos, tenía la mirada fija en las ventanas de su casa, cubiertas por las nuevas cortinas-. Lo entiendo.

Él le tomó la mano.

– ¿Qué es lo que entiendes?

– Ya había comprendido antes de esta noche que necesitas cuidarme, protegerme porque no pudiste hacerlo con Debra. Pero creo que no me había planteado el hecho de ser una sustituta en otros aspectos. -Tragó saliva y se volvió a mirar por la ventanilla-. Ha sido un pequeño golpe para mi amor propio -añadió con ironía.

– No eres la sustituta de Debra. Mierda, Kristen, mírame.

Ella agitó la cabeza con fuerza y abrió la puerta.

– Gracias, de verdad. Lo he pasado muy bien, tienes una familia estupenda. Llámame mañana si quieres, para seguir con la investigación. Esta noche tengo aquí al agente Truman. Estaré tranquila.

Y de verdad pensaba que lo estaría. Había pasado por momentos mucho peores que aquel. Había cerrado de golpe la puerta del todoterreno con la vaga esperanza de que Abe corriera tras ella, y al ver que no lo hacía no se permitió sentirse decepcionada. Él se alejó por el camino pisando a fondo el acelerador, lo cual iba a provocar las protestas de los vecinos. Entró en la cocina. No pensó que era la primera vez que lo hacía sola en cinco días. Tampoco pensó en el beso que se habían dado junto a la tetera. No pensó en él en absoluto.

Por lo menos, no había sido una completa pérdida de tiempo. Había descubierto que era capaz de tolerar, e incluso de esperar, que un hombre la rodeara con sus fuertes brazos. Podía besarlo sin después vomitar, y hasta podía anhelar sentir el contacto de sus labios en los de ella. No todo era malo.

Depositó el abrigo en la silla de la cocina, vio la tetera y pasó de largo. No creía que le sentase bien un té. Por lo menos aquel tipo ya no podría espiarla a través de las ventanas. Los cristales estaban cubiertos por gruesas cortinas.

Cerró la puerta del dormitorio y no pensó más en Abe Reagan.

Sin embargo, fue su nombre el que pronunció cuando en plena noche una mano le cubrió la boca y, ahogando su grito, tiró de ella hasta aferrarla de espaldas contra una figura alta y robusta. Ella forcejeó con ímpetu, le clavó las uñas y las arrastró por su piel. Oyó un grito entrecortado y la mano que le cubría la boca la soltó, pero al instante un brazo férreo la sujetó por el pecho y la inmovilizó. Volvió a chillar, empezó a dar patadas y topó con el talón contra algo duro. Entonces se quedó paralizada. El frío y duro metal le rozaba la sien. «Voy a morir.»

Unos labios se acercaron a su oído y tragó bilis.

– Mejor así -dijo una voz áspera-. Ahora, dime, ¿quién es?

Domingo, 22 de febrero, 22.05 horas

«Tenía derecho a sentirse herida», pensó Abe al alejarse por el camino de su casa. Una mujer lista como Kristen ataba cabos muy rápidamente; por desgracia aquella vez el resultado no había sido muy agradable. «No es una sustituta de Debra. No lo es.» Pensó en cómo debía de sentirse al entrar sola en casa; completamente sola. Tendría que haberla acompañado y mirar dentro del armario. Pero Charlie Truman estaba allí y, si hubiese entrado alguien, lo habría visto.

De pronto, Abe se quedó paralizado mientras los pelillos de la nuca se le erizaban. Truman estaba allí, ¿verdad? Había visto el coche patrulla, pero ¿había visto a Truman?

El pánico le atenazó la garganta y dio media vuelta en plena carretera. Un coche le pitó, pero Abe ya ascendía por el camino de entrada a la casa de Kristen. Dio un frenazo junto al coche patrulla y se bajó de un salto para mirar por la ventanilla. El interior del coche estaba oscuro y vacío. Accionó el tirador para abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave. Truman se había marchado.

«Kristen.»

«Maldita sea.» Abe subió corriendo por el camino, resbalando por culpa del hielo. Se cayó, pero se puso en pie de inmediato y siguió corriendo. La puerta de la cocina estaba cerrada con llave. La emprendió a puñetazos.

– ¡Kristen!

Bordeó la casa hasta la parte trasera. La puerta del sótano no era tan resistente y podría echarla abajo. Se abalanzó contra esta una y otra vez hasta que la estructura cedió y se encontró dentro. Subió las escaleras de cuatro en cuatro e irrumpió en el dormitorio empuñando el arma; el corazón se le salía por la boca.

Ella estaba arrodillada en el suelo, cabizbaja, jadeante; tenía en la mano el teléfono inalámbrico de la mesilla. Él se apoyó sobre una rodilla y le levantó la barbilla. Tenía los ojos muy abiertos y vidriosos.

Se lo quedó mirando y luego bajó la vista al teléfono que sujetaba en la mano; el móvil de Abe empezó a vibrar en su bolsillo.

– Te estaba llamando -dijo ella en un tono distante que le resultaba desconocido-. Acaba de escaparse, por la ventana.

Abe se asomó a tiempo de ver una figura vestida de negro que destacaba sobre el blanco de la nieve que cubría el patio. El hombre puso una mano en la valla y la saltó como si se hallara en mitad de una carrera.

– Mierda -gruñó Abe.

Si se hubiese quedado fuera lo habría atrapado. Sin embargo, también cabía la posibilidad de que el hecho de irrumpir en la casa fuera lo que había ahuyentado a aquel hijo de puta. Se volvió y vio a Kristen luchando por ponerse en pie. En dos zancadas estuvo a su lado, la ayudó a levantarse y la abrazó. Se sentó en la cama sin soltarla; notaba el temblor de su cuerpo. Ella se refugió en sus brazos, con las manos asía las solapas de su abrigo. Respiraba deprisa, muy deprisa, y él la meció suavemente.

– No te preocupes. Estoy aquí contigo. -La mecía mientras con la mejilla apoyada en su cabeza ejercía una ligera presión. «Dios mío. Dios mío. He llegado a tiempo.» Exhaló un suspiro y se dio cuenta de que su respiración era casi tan irregular como la de ella. Rebuscó en el bolsillo el teléfono móvil y se dispuso a dar el aviso.

– El agente Truman ha desaparecido.

La operadora le respondió con voz calmada.

– El agente Truman ha llamado hace diez minutos para informar de que tenía que interrumpir el servicio. Una joven se acercó al coche y le dijo que su abuelo se había caído y estaba inconsciente en el patio de su casa, así que fue a ayudarla. ¿Qué ha ocurrido, detective?

– La mujer a la que tenía que proteger ha sido atacada en su propio dormitorio -masculló Abe-. Avíselo para que regrese inmediatamente.

Colgó y llamó a Mia. Esta contestó a la primera.

– ¿Qué ha pasado?

– Han atacado a Kristen.

Oía los pasos de Mia y el ruido de cajones que se abrían y cerraban.

– ¿Está bien?

– No lo sé. Llama a Jack. Quiero que venga una unidad de la policía científica cuanto antes. Yo llamaré a Spinnelli.

– De acuerdo. ¿Dónde está el agente que le ha sido asignado esta noche?

– Ha tenido que atender a otra persona. Enseguida estará de vuelta. Ven en cuanto puedas.

Colgó y, con la mano temblorosa, lanzó el teléfono móvil sobre la cama. Kristen no había pronunciado palabra desde que la había ayudado a levantarse.

– Kristen, Kristen, cariño, tienes que concentrarte. Escúchame, cielo. ¿Te ha hecho daño?

Ella negó, con la cabeza apretada contra su pecho, y respiró aliviada. Empezaba a eliminar la tensión. Su corazón recuperaba poco a poco el latido normal.

– Muy bien. ¿Te ha dicho algo?

Ella asintió.

– ¿El qué, cariño? ¿Qué te ha dicho?

Murmuró una respuesta que su abrigo ahogó. Él la echó hacia atrás con suavidad y ella trató valientemente de controlar la respiración.

– ¿Quién… es?

«Mierda.»

– ¿Quería saber quién es el asesino?

Ella asintió y cerró los ojos.

– Tenía… una pistola. Estaba muy fría. Me… la ha puesto… en la cabeza… y me ha dicho… que me dispararía… -Se estremeció y se aferró de nuevo a su abrigo-. Me ha dicho… que me volaría la cabeza. Y que… sabía que recibía cartas, así que… tenía que… conocerlo. Insinuó que… yo le pagaba.

Abe soltó una sarta de reniegos referentes a Zoe Richardson, y Kristen, por inverosímil que resultara, sonrió.

– Qué… caballerosidad -dijo mientras se sorbía la nariz.

Abe volvió a estrecharla en sus brazos, la abrazaba con fuerza.

– ¿Qué más te ha dicho?

– Me ha dicho que, si no lo sabía… más me valía que lo descubriera; si no… algunas personas cercanas morirán.

En la distancia sonó una sirena que se hacía más audible a cada segundo. Abe la ayudó a sentarse en la cama.

– Tengo que echar un vistazo alrededor de la casa. A lo mejor ha perdido algo al entrar o al salir.

– Pero no lo crees.

– No. Quédate aquí. Enseguida vuelvo.

– Abe.

Se volvió desde el vano de la puerta y la vio con la vista clavada en las manos; aún respiraba de forma entrecortada.

– Envía a uno de los… ayudantes de Jack… para que… me examine las uñas. -Levantó la cabeza, su boca describía un gesto de satisfacción-. Le he arañado la cara.

Abe esbozó una grave sonrisa.

– Esa es mi chica.

Lunes, 23 de febrero, 00.30 horas

Todo había terminado. La policía, incluso la científica, se había marchado. Los únicos que quedaban en la casa eran Abe Reagan y ella. Estaban en la sala, el uno frente al otro. Abe le tendió la mano, ella se acercó y la estrechó en sus brazos.

– ¿Cómo es que has vuelto? -le preguntó con la mejilla apoyada en su pecho.

En un abrir y cerrar de ojos, la cogió en brazos y se sentó en el sofá con ella en el regazo como si fuese un bebé. Ni siquiera se le ocurrió protestar.

Le extrajo las horquillas del pelo con movimientos rápidos y eficientes y ella suspiró mientras desaparecía la presión de la cabeza y sus rizos se liberaban.

– Me he acordado de que no había visto a Truman en el coche patrulla. -Se encogió de hombros-. Y lo he sabido.

– Gracias. -Esbozó una sonrisa ladeada-. O yo soy muy buena interpretando el papel de dama en apuros o tú eres muy bueno haciendo de caballero andante.

Él le masajeó la cabeza con la palma de su gran mano.

– ¿Una cosa excluye la otra?

Ella cerró los ojos y se limitó a disfrutar de la sensación que le producía el contacto de su mano.

– No. Te he vuelto a llamar.

– Antes de llamar al teléfono de emergencias -observó él con severidad.

Ella sonrió.

– Supongo que sí. Estaba segura de que vendrías. -Suspiró-. Gracias; por protegerme.

Él guardó silencio durante un rato.

– Has estado de suerte esta noche.

Kristen no tenía ganas de pensar en ello.

– ¿Se ha metido en un lío el agente Truman?

Abe negó con la cabeza y Kristen respiró aliviada. El agente Truman parecía tan apurado como ella cuando regresó unos minutos después de que Reagan echara la puerta abajo para salvarla.

– No. Ha hecho lo correcto. ¿Cómo iba a saber que lo estaban engañando para alejarlo de ti? La chica que se acercó al coche parecía de verdad desesperada.

– ¿Quién es?

– Truman facilitará una descripción a los dibujantes, pero no tengo claro que sirva de mucho. Ni siquiera estaba seguro de que fuera una adolescente. Le dijo que su abuelo había sacado a pasear al perro, que hacía un rato que se había dado cuenta de que no había vuelto, y que lo había encontrado boca abajo en la nieve, inconsciente. Achacó a su edad el hecho de que no hubiera llamado al teléfono de emergencias. Por supuesto, no había ningún anciano.

– ¿Por qué no se fue en coche a la casa de la chica?

– Ella le dijo que era más rápido cruzar por los patios, que su casa no estaba lejos. Estaba llorando, histérica. Y entonces desapareció. Se esfumó en cuanto él se dio la vuelta para buscar al hombre. Para cuando se dio cuenta de que le habían tendido una trampa, yo ya estaba aquí.

Kristen frotó la mejilla contra la almidonada camisa de algodón y él volvió a ahondar en sus rizos y a masajearle la nuca. Notaba cómo la tensión desaparecía poco a poco.

– Bueno, todo ha terminado y los dos estamos bien. Menudo día.

Él relajó la mano y le sostuvo en ella la cabeza.

– Kristen, lo siento.

Ella abrió los ojos y lo encontró mirándola con expresión afligida.

– ¿Por qué?

– Porque he hecho que te sintieras incómoda en presencia de mi familia. Sí, te ríes igual que Debra. Pero te juro que no eres la sustituta de mi difunta esposa.

Ella lo observó, notó los brazos fuertes que la rodeaban. Recordó cómo se había sentido al oírlo entrar dando fuertes pisadas en el sótano. Había vuelto.

– No importa.

Él la miró con los ojos muy abiertos.

– ¿De verdad?

Ella asintió.

– Abe, has acudido siempre que te he llamado. Me haces sentir cosas que nunca pensé que llegaría a sentir. Y te lo agradezco mucho. En realidad, el hecho de que me parezca a Debra no es tan importante. -Entrecerró los ojos-. Pero si me pides que me ponga su ropa o que me peine igual que ella me parecerá raro.

Él soltó una risita.

– Parecerías una niña jugando a ser mayor. Medía un metro setenta.

Kristen volvió a apoyar la cabeza en el hombro de Abe y notó que, a modo de respuesta, él la estrechaba entre sus brazos.

– Me cae bien tu familia. Incluso Aidan.

Él soltó un ligero bufido.

– A veces es un imbécil integral.

– Tú no.

Abe se apartó un poco para mirarla a los ojos.

– ¿Cómo dices?

– Tú no te pusiste histérico cuando viste que había incluido nombres de policías en la lista de sospechosos, ¿verdad?

Le tiró de un rizo.

– Haz el favor de callarte o te quedas sin masaje.

Ella abrió los ojos como platos.

– ¿Vas a darme un masaje?

– Me lo estoy pensando. Sigues estando más tensa que la piel de un tambor.

Ella lo miró fijamente; se imaginó que le acariciaba los hombros, la espalda. Se derretía. En cambio, cuando imaginó que le acariciaba otra zona…, se le puso un nudo en el estómago.

– Confío en ti, lo sabes, ¿verdad?

Los ojos de Abe ardían al pensar en lo que ella no había dicho.

– Lo sé. Me mata, pero lo sé. Solo será un masaje, nada más. Pero quiero algo a cambio.

Ella hizo una mueca de recelo.

– ¿El qué?

– Que me hables de tu familia. Yo ya te he presentado a la mía, incluido al idiota de mi hermano. Ahora te toca a ti.

Kristen suspiró. No era lo mismo, ni de lejos. Pero, de nuevo, bien mirado, no importaba tanto. Se crió en un rancho de Kansas, a más de cien kilómetros de distancia del semáforo más próximo.

– Solo éramos dos hermanas, Kara y yo.

– Ya me explicaste que tu hermana murió en un accidente de tráfico.

A Kristen la invadió aquel conocido sentimiento de pérdida; parecía que hubiese ocurrido el día anterior y no quince años atrás.

– Yo tenía dieciséis años, ella dieciocho. -Hizo una pausa para encontrar la palabra adecuada-. En nuestra casa se respiraba mucha rigidez. A mi padre le gustaban las normas; a Kara, no. Cuando cumplió dieciocho años, se fue de viaje con unos amigos. Se dirigieron a Topeka, un hervidero de pecado.

Abe sonrió y ella le devolvió el gesto con tristeza.

– Después de haber vivido en una pequeña granja rodeada de campos de trigo por todas partes, Topeka le parecía el no va más. Supongo que Kara empezó a salir de fiesta. En fin; mis padres recibieron una llamada de la policía en plena noche. Kara había muerto.

El semblante de Abe se había tornado serio.

– Lo siento.

– Yo también lo sentí. Por varios motivos. Quería a mi hermana y la echaba de menos. De hecho, todavía la añoro. Pero mis padres también cambiaron al perderla. Mi padre se volvió más estricto y mamá se deprimió. Antes, ella atemperaba la rigidez de él. Pero al morir Kara quedó sumida en una especie de… Yo qué sé. En la oscuridad. Nunca volvió a ser la misma.

– Supongo que le reprochabas que no se preocupara de ti lo bastante.

Kristen lo pensó un momento.

– Supongo que sí. Me subía por las paredes. Además, mi padre tomó enérgicas medidas con respecto a mí. Cualquiera habría pensado que era una chica díscola. Solo me dejaba salir de casa para ir al colegio. Me perdía todos los partidos de fútbol, los bailes, todo. Pero en el instituto topé con un profesor de arte que me ayudó a conseguir la beca para Florencia y me puso en contacto con una familia de allí. Incluso le pidió permiso a mi padre para que me dejara ir.

– Y dijo que no.

Kristen se lo quedó mirando. No le había quitado ojo de encima.

– Dijo que no. -Se encogió de hombros-. Así que le desobedecí y me fui de todas formas. Tenía dieciocho años y contaba con el dinero que había ganado trabajando de canguro antes de que Kara muriera. Además, Kara tenía algunos ahorros. Sabía que habría querido que yo me quedara el dinero; lo cogí y compré un billete de avión para Italia. Solo de ida. Sabía que un día u otro tendría que volver a casa, pero en aquel momento no me lo planteé.

– No te imagino improvisando -dijo Abe en tono quedo.

Kristen pensó en la persona que había sido de joven.

– La gente cambia con el tiempo. De todas formas, volví de Italia y me matriculé en la universidad. Mi padre no había cambiado nada, así que… me marché de casa. -Todo aquello solo era verdad a medias, pero de momento no podía o no quería contarle nada más. Tal vez no lo hiciera nunca.

Él escrutó su rostro y ella supo que él era consciente de que no le había contado toda la historia; sin embargo, no insistió.

– Me dijiste que tu padre todavía vive. ¿Cuándo lo viste por última vez?

– El mes pasado.

Abe la miró sorprendido.

– ¿El mes pasado?

– Sí. Mi madre está en una residencia. -Se le puso un nudo en la garganta-. Tiene Alzheimer en un estado muy avanzado. Hace tres años que no me reconoce, pero una vez al mes cojo el avión para ir a Kansas a visitarla. Mi padre estaba con ella la última vez. Los domingos no suele ir, pero mi madre había pasado mala noche y lo habían avisado. En cuanto yo llegué, él se marchó, así que puedo decir que lo vi aunque no cruzamos palabra.

– Lo siento.

– Yo también. Es muy duro ver a mi madre así. Anoche me deleité contemplando a la tuya. Antes de que muriera Kara, a mi madre le encantaba la cocina; en cambio, después de su muerte estaba demasiado deprimida para hacer nada. Ahora su vida consiste en permanecer allí tumbada, consumiéndose. Es como si me hubiese quedado sin madre a los dieciséis años.

Él guardó silencio un momento.

– Solía visitar a Debra y hablar y hablar sin saber si podía oír algo de lo que le decía.

Kristen apoyó la frente en el pecho de él.

– A veces -dijo con desaliento- deseo que mi madre se muera, y luego me siento tan culpable…

Su pecho se hinchó y se deshinchó.

– Sí, a mí me ocurría lo mismo. Y también me sentía culpable.

– El viernes por la noche me dijiste que se había pasado cinco años en coma. -Cinco años era demasiado tiempo para soportar la postración de una persona amada.

– No estaba en coma. Estaba en estado vegetativo persistente. Es distinto. A Debra le diagnosticaron muerte cerebral en el momento en que ingresó en urgencias.

Kristen vaciló, luego soltó lo que pensaba.

– ¿En algún momento te planteaste desconectarla?

El pecho macizo de Abe volvió a hincharse y a deshincharse.

– Cada vez que la veía o pensaba en ella. Pero no fui capaz. No lo logré mientras permaneció con vida. Pero sus padres querían que lo hiciera.

Kristen abrió los ojos como platos.

– Yo creía que los padres eran los que siempre querían seguir adelante.

– Los de Debra no. -Su rostro se ensombreció-. Su padre había interpuesto una querella para solicitar la custodia cuando ella murió. Decían que ella no habría querido continuar así, y yo sabía que tenían razón, pero al menos estaba viva.

– Y mientras hay vida hay esperanza.

– Sí. Entonces la madre de Debra sufrió un ataque al corazón. Su padre dijo que el hecho de ver a su hija así año tras año la estaba matando. Estaba desesperado. Yo no sabía qué hacer, pero no podía acceder a lo que me pedía. Solicitó la custodia un mes antes de que Debra muriera de una infección. Sus padres y yo no mantenemos una relación lo que se dice cordial.

– Me lo imagino.

Él suspiró.

– Debra y Ruth eran primas. Por eso nos conocimos. Sean y Ruth me prepararon una cita a ciegas.

Kristen pensó que, por algún motivo, aquel detalle era importante y rebuscó en su cabeza para atar cabos. Al lograrlo, asintió.

– De eso es de lo que hablaba Ruth la otra noche, cuando vino a casa. Su madre había invitado a los padres de Debra al bautizo.

Abe sonrió con tristeza.

– Muy bien. Si además se te ocurre qué se supone que tengo que decirles cuando los vea, quedaré realmente impresionado. Pero por esta noche ya está bien de angustia. -Se puso en pie y dejó que su cuerpo se deslizara contra el suyo hasta que sus pies también tocaron al suelo. Le estampó los labios en la frente y los mantuvo allí durante tres fuertes latidos de su corazón. A continuación la empujó con suavidad hacia el dormitorio-. Un masaje, y luego me acostaré en el sofá y dormiré fatal.

– ¿No es cómodo?

– Sí -respondió con cómico pesar mientras avanzaba tras ella-. Pero yo no me sentiré cómodo.

Ella se detuvo en seco, tenía todo el cuerpo tenso. Él se acercó y el calor que desprendía le abrasó la espalda.

– Lo siento.

De verdad lo sentía. Y él también iba a sentirlo cuando por fin llegara el momento.

Le retiró los rizos de la nuca y le rozó la piel con los labios. Ella se estremeció.

– No lo sientas -susurró-. Hablaba en serio. Iremos poco a poco. Eso es lo que haremos.

Ella hizo acopio de valor.

– No… te gustará.

Notaba su cálido aliento en la piel.

– Yo creo que sí, pero no te preocupes ahora por eso. De momento, voy a deshacerte esos nudos de la espalda y dormirás como un bebé. -Le dio otro suave empujoncito-. Te doy mi palabra.

Kristen se detuvo junto a la cama. Empezó a quitarse la blusa, vacilante. Se sentía ridícula. Por el amor de Dios, tenía treinta y un años.

– Ponte como te sientas más cómoda -murmuró él-. Has dicho que confiabas en mí.

Ella dio un hondo suspiro y se tendió boca abajo, con la ropa puesta.

– Sí. -«Más de lo que nunca he confiado en ningún hombre.»

– Apártate un poco -dijo él, y se sentó junto a su cadera-. Tengo que confesarte una cosa. Aprendí a dar masajes por Debra. Evitaban que se le atrofiaran los músculos y el hospital no tenía personal suficiente para dárselos con la frecuencia necesaria.

Cuando puso las manos en su cuerpo, ella se tensó, pero él no dijo nada; se limitó a masajearle los músculos con metódica destreza hasta que Kristen empezó a relajarse.

– Mmm, se te da muy bien.

Él permaneció en silencio; siguió masajeándole los músculos de ambos lados de la columna y ella suspiró. Se preguntaba qué sentiría si sus manos le rozaran directamente la piel.

Abe detuvo los movimientos.

– Me parece que te gustaría bastante más -susurró con voz cálida y queda-. Quítate la blusa. -Había vuelto a pensar en voz alta. Debería asustarse de que aquel hombre fuera capaz de hacer aflorar sus pensamientos, pero no era así como se sentía-. Date la vuelta.

Ella se despojó de la blusa y vaciló con el sujetador. No, el sujetador no. Volvió a colocarse boca abajo.

– Vale.

Aguardó expectante el primer contacto de sus manos en la piel desnuda. Contuvo la respiración cuando la tocó y luego exhaló un largo suspiro. Tenía razón, le gustaba bastante más.

– Tienes una espalda muy bonita -dijo bajito.

Ella sintió un escalofrío. Muy fuerte.

– ¿Tienes frío?

– No. -Ni por asomo. Sentía calidez allá donde la tocaba, y donde no lo hacía. Notaba los pechos turgentes y sensibilizados, ocultos por el sencillo sujetador de algodón, y el pulso le latía entre las piernas con una presión casi dolorosa. Arqueó la espalda y apretó la pelvis contra el colchón.

Él hizo una pausa.

– ¿Te he hecho daño?

– No. -Por lo menos, no de la forma a la que él se refería. Las punzadas que sentía no eran de dolor sino más bien de anhelo. Un anhelo que solo él podía satisfacer. «Estoy deseando que me acaricie.»

Abe se detuvo en seco. Sabía que Kristen no tenía intención de que oyera aquella frase, pero la había oído. Deseaba que la acariciara, en aquel lugar y en aquel momento; apenas era capaz de pensar en otra cosa. Sin embargo, le había prometido que solo iba a darle un masaje; nada más. A pesar de que vislumbraba la sugerente turgencia de sus senos; a pesar de que su espalda describía una atractiva curva a la altura de la cinturilla de los pantalones de lana; a pesar de que en aquel preciso momento él se sentía más erecto y preparado de lo que jamás se habría imaginado.

Hizo acopio de toda su fuerza de voluntad, cogió el edredón que cubría los pies de la cama y la tapó. Estaba casi dormida, en cambio él estaba seguro de que apenas iba a pegar ojo en toda la noche. Se puso en pie. Observó su respiración profunda y regular. Notó la forma en que sus oscuras pestañas descansaban en su claro rostro, como abanicos. Se inclinó y la besó en la mejilla.

– Que descanses -susurró. Se incorporó despacio, pero de pronto ella lo aferró por la muñeca con una fuerza asombrosa.

Se puso de lado para mirarlo con sus intensos ojos verdes.

– No te vayas.

Él bajó sus arrolladores ojos azules y los posó en sus pechos mientras en silencio se lamentaba de que aquel sujetador blanco los ocultara. Tenía que alejarse de allí, al instante.

Sacudió la cabeza.

– Dormiré en el suelo, ahí fuera. No te ocurrirá nada.

– No te vayas. -Lo aferró con más fuerza-. Por favor.

– Kristen… -Suspiró y le levantó los dedos con suavidad para que lo desasiera-. Necesitas dormir. Y yo no puedo quedarme aquí. Te he hecho una promesa.

– Ya lo sé. -Se cogió a su camisa, se incorporó y se sentó en el borde de la cama. Con la mano libre tomó la de él y se la llevó a los labios.

Él no pudo ahogar un gemido.

– Kristen, deja que me vaya ahora.

– No. -Le puso la mano sobre su corazón palpitante-. Tú no lo entiendes… Nunca pensé que sentiría algo así. -Sus ojos no reflejaban miedo ni preocupación ni dolor. Al revés; su mirada era viva y cautivadora. Irresistible. Sin apartarla de la de él, le desplazó la mano poco a poco hasta que esta cubrió el tejido de algodón. Y, posando encima la suya, hizo presión sobre los dedos para que rodeara con ellos su pecho-. Eres tú -susurró, tan bajito que él apenas lo oyó. Ella le soltó la mano y apoyó la suya en el regazo mientras cerraba los ojos.

Y Dios acudió en su ayuda; no podía negarse. Despacio, se tumbó de espaldas en la cama y la invitó a unirse a él mientras su mano la exploraba ya con total libertad y el pulgar palpaba el erecto pezón que el tejido de algodón blanco no podía ocultar.

– Eres preciosa -susurró, y se inclinó para besarla.

Ella levantó la mano y le acarició el pelo que le cubría la nuca, así que él la besó con más pasión y la oyó gemir. Desplazó la mano al otro pecho y ella arqueó la espalda para unir su cuerpo al de él. Su gracia fluía y contagiaba inocencia y él en aquel momento estuvo seguro de que, fuera cual fuese su pasado, fuera lo que fuese lo que le impedía comportarse de la forma impulsiva y espontánea de su adolescencia y la había convertido en la mujer cautelosa que había conocido cinco días atrás, lo que en aquel momento sentía era totalmente nuevo. Inclinó la cabeza sobre su pecho y lo besó a través del sujetador; su gemido le hizo sentirse orgulloso, como si acabase de hacer algo realmente importante. Y tal vez fuera así.

Ella le bajó la cabeza y él abrió la boca y lamió ligeramente el duro pezón deseando que nada separara la lengua de su piel. Entonces ella le soltó la cabeza y tiró de la prenda de algodón hasta que dejó de estar allí. Él atrajo el pezón dentro de su boca y lo succionó.

Ella, entre gemidos, pronunció su nombre. Y el violento latido de su corazón estalló. La deseaba. Deseaba desnudarla, notar que lo asía con su cuerpo. Quería notarla tensa y luego convulsa, y que de sus labios brotara su nombre. Antes de que adquiriera conciencia de sus intenciones, ya había deslizado la mano hacia abajo y sus dedos buscaban algo, lo palpaban, empujaban.

Un pequeño gemido sobresaltado lo sorprendió; bajó la cabeza. El pánico y el desconcierto se mezclaban con la pasión de su mirada.

– Chis -siseó él-. Es solo la mano. Ya paro.

Ella entrecerró los ojos y volvió a cogerle la mano evitando así que cumpliera lo dicho.

– No, ni se te ocurra.

Él hizo una mueca. Ella había tomado las riendas. Bien hecho.

– Como usted quiera, señorita.

– No me llames «señorita». -A continuación, cerró los ojos y frunció los labios. Retiró la mano que cubría la de él y se aferró al edredón. Su gesto tenso y su expresión de esfuerzo lo hicieron sonreír. Le frotó el pubis con la base de la mano y observó cómo le cambiaba el semblante, su gesto se suavizó y el placer disipó el ceño. Estaba muy guapa de aquella manera, descubriendo su propia capacidad de apasionarse. Le acarició la entrepierna de los pantalones, en silencio, y le hizo saber lo bien que podía llegar a sentirse. De pronto, ella abrió los ojos como platos y Abe vio en ellos asombro y apremio.

– No pares -susurró.

Él apretó los dientes mientras luchaba contra el repentino impulso de su propio cuerpo. No, ahora no. «Le toca a Kristen.»

– No lo haré. -Y no lo hizo.

Ella empezó a mover las caderas y se frotó contra su mano entre sonoros jadeos. Se asió al colchón para poder empujar con más fuerza y entonces su cuerpo se paralizó. Soltó la colcha y entrelazó la mano con la de él haciendo mucha fuerza. Y en aquel instante Abe supo que no había visto nunca nada más sexy que a Kristen alcanzando el clímax. Se dejó caer en la cama, aún jadeante. A él le dolía el miembro, la erección pujaba por aliviarse. Sin embargo, la intensidad de su propia necesidad no tenía punto de comparación con la de la mirada de los ojos de Kristen cuando cerró los párpados.

– Lo he logrado. -El susurro denotaba asombro-. Lo he logrado.

Él no pudo por menos que sonreír a pesar de las punzadas que notaba en la ingle.

– Sí, lo has logrado.

– Gracias. -La palabra contenía más que simple gratitud. Se trataba de un hito en su vida y él había gozado del privilegio de compartirlo. No podía sino albergar la esperanza de que muy pronto llegara otro, un poco más ambicioso. No estaba seguro de que su organismo le permitiera contemplarla de nuevo sin participar de forma más activa.

Le subió el sujetador para cubrirle los pechos y le apartó los rizos alborotados de la cara.

– Ha sido un placer.

En aquel momento ella dio un grito ahogado.

– Tú no…

Él le estampó un beso en los labios.

– Yo no, pero no importa.

Ella se mordió el labio.

– Lo siento.

Él puso un dedo en sus labios.

– No digas nada. Estoy bien.

– Abe… -Los ojos se le llenaron de lágrimas y su respiración se tornó sollozante-. Lo siento. Yo…

– Chis. -Él la rodeó con los brazos y se la sentó en el regazo por segunda vez aquella noche. En el fondo se esperaba aquella respuesta, pero las lágrimas le resultaban desgarradoras. Apretó la mejilla de ella contra su pecho y observó en sus hombros un movimiento convulsivo.

– Tenía mucho miedo.

Él la besó en la coronilla.

– ¿De mí?

Ella meneó la cabeza.

– No, de ti no. De que yo nunca… -Levantó un hombro-. Ya sabes.

Lo sabía y maldijo en silencio a aquel que le había hecho perder la confianza en su propio cuerpo, a aquel que le había hecho tanto daño que la había obligado a anular a la persona que un día había sido.

Decir que le había hecho daño era un eufemismo patético. Él era policía y había visto de todo, aun así le costaba pronunciar la palabra que ella nunca podría olvidar. La habían violado. Se obligó a pensar en la palabra y a mantenerse sereno cuando de lo que en realidad tenía ganas era de averiguar quién lo había hecho y arrancarle las entrañas con sus propias manos, y por un instante sintió respeto y gratitud al pensar en el asesino que había erradicado a un violador del planeta. Aquel sentimiento no era bueno, pero no podía prometer que si en aquel momento hubiese sabido quién le había hecho daño a la mujer que tenía en sus brazos no se habría cobrado venganza cometiendo un crimen a sangre fría.

– ¿Quieres que hablemos de eso ahora? -le preguntó con voz queda, y ella se puso en tensión.

Volvió a sacudir la cabeza, esta vez con mayor vehemencia.

– No, ahora no, ahora no.

Abe la abrazó fuerte.

– Pues duerme.

Lunes, 23 de febrero, 1.30 horas

Con Angelo Conti había perdido el control. Aquello no podía volver a pasar; no debía volver a pasar. No es que aquel salvaje no se lo mereciera; se merecía aquello y mucho más. Pero era peligroso. Había dejado rastros en el cuerpo de Conti, estaba seguro. Sin embargo, aparte de introducir al hombre en un barreño de lejía, no se le ocurría qué más podía hacer para arreglar aquel desaguisado. Lo hecho, hecho estaba.

«Podría haberme limitado a enterrarlo y dejar que su familia lo buscara», pensó. Pero aquello le habría impedido disfrutar del punto final. Todo el mundo sabía que Conti había sido castigado por los crímenes que había cometido contra Paula García, contra el hijo que esperaba, contra el sistema judicial estadounidense y, por último pero no por ello menos importante, contra Kristen Mayhew. Tal vez ahora la escoria que desfilaba ante ella en los tribunales lo pensaría dos veces antes de difamarla.

Se removió en la cubierta de hormigón, tratando de encontrar una postura cómoda. Había tenido que buscar otro tejado. ¿Quién podía imaginarse que la policía utilizaría el coche de Skinner para localizar el anterior? Los detectives le merecían respeto. Mitchell y Reagan no eran tontos, sobre todo Reagan. Torció un poco el gesto al pensar en cómo había rescatado a Kristen de los bestias que la habían obligado a salirse de la carretera. Y Kristen se había arrojado en sus brazos como si lo conociera de toda la vida y no de hacía solo unos pocos días.

Esperaba de veras que Reagan no fuera del tipo de hombres que se aprovechan de las circunstancias. Si cometía una insensatez y lo intentaba, descubriría que Kristen tenía poderosos aliados en lugares ocultos.

Ajá, por fin. Pensaba que nunca daría con aquel blanco. Tras el pequeño rodeo de Conti, había vuelto a meter la mano en la pecera para elegir el siguiente. El objetivo de aquella noche había resultado muy fácil de engañar. Había encontrado a Arthur Monroe en un bar y se había ganado su confianza invitándolo a una cerveza. Luego casi lo había hecho babear al hablarle de un alijo de cocaína pura y le había ofrecido parte de la droga si accedía a encontrarse con él en aquel lugar. El truco había funcionado bien otras veces, excepto con Skinner, para quien había tenido que idear otro tipo de cebo. A él le había prometido proporcionarle información para desacreditar a una víctima que acusaba a uno de sus clientes de acoso sexual. Sus labios se curvaron hacia abajo con expresión disgustada. El asesinato de Skinner había sido una de sus mayores contribuciones al bienestar de la humanidad.

Pero aquella noche se trataba de Arthur Monroe, un hombre que había justificado el flagrante hecho de abusar sexualmente de la hija de su novia alegando que la pequeña de cinco años lo había tentado y que él no había podido evitarlo, que solo lo había hecho una vez. Kristen había presionado para que el juicio se celebrara, pero la madre no quiso que la niña declarara. Apretó los dientes mientras apuntaba al blanco. La mayor parte de las veces los padres se negaban a que sus hijos testificaran para evitar que salieran en los medios de comunicación y protegerlos de traumas posteriores. La madre de aquella niña no quería que su novio fuera a la cárcel. Y, para sorpresa de Kristen, en aquel caso el juez se puso de parte del hombre.

Para entonces ya la conocía y recordaba aquel día muy bien. Estaba destrozada. Había elaborado un alegato de contenido repugnante. Sin embargo el juez, increíblemente, resolvió que la conducta del novio pederasta era culpa del trato que había recibido de la sociedad, rechazó el alegato y dictó para Monroe libertad condicional y asistencia sociopsicológica.

Libertad condicional. Después de acosar a una niña de cinco años. Sonrió con tristeza mientras seguía al hombre que, en aquel momento, cruzaba la calle. Ahora se ocuparía del novio. Quizá la vez siguiente extrajera de la pecera el nombre de un juez. Puesto que en la pecera también había jueces que aguardaban junto con los demás.

Inclinó un poco el objetivo y captó con el visor las rodillas del hombre. Tenía muchas ganas de que Monroe pagara lo que había hecho, y con algo más que con una muerte rápida. Sin embargo, la imagen de sus manos ensangrentadas tras matar a Conti ocupaba su mente de forma clara y destacada. Tenía las manos ensangrentadas y no llevaba guantes. Había cometido un error estúpido. No podía arriesgarse a volver a perder el control. La policía ya sabía que el rótulo de la floristería era falso. Y habían encontrado una bala. El hecho de que el proyectil estuviera demasiado destrozado para que lo identificaran solo ayudaría a retrasar la investigación. Más tarde o más temprano darían con él. Tenía que apresurarse. Aún quedaban muchos nombres en la pecera.

Subió el visor hasta centrarlo en la frente de Monroe y apretó el gatillo.

Ya habían caído nueve. Quedaban muchos más.

Capítulo 15

Lunes, 23 de febrero, 5.00 horas

– Despierta. -Kristen oyó el zumbido de una mosca y le dio un manotazo-. Kristen, despiértate.

No, no era una mosca. Era una voz grave, la de Abe. Se dio la vuelta para quedar boca arriba y abrió los ojos. Permanecía sentado en el borde de la cama con expresión preocupada. Estaba guapísimo. La camisa un poco desabrochada dejaba entrever el pecho. Kristen sabía que era robusto, había notado su fuerza protectora cada vez que la había abrazado. Ahora se preguntaba qué sentiría si acariciase justo aquella parte de su cuerpo, si pasase los dedos por el grueso vello moreno que la cubría. ¿Resultaría áspero o suave? ¿Qué le parecería a él? ¿Notaría en las manos la vibración de sus gemidos?

Mientras lo contemplaba, él levantó la mano para apartarle el pelo de la cara y lo hizo con tanta ternura que sintió ganas de suspirar. Tenía unas manos muy suaves, y muy atractivas. Se removió al notar una calidez palpitante entre las piernas que ahora sabía que podía llegar a proporcionar algo más que una sensación de frustración. Mucho más. «Por eso todo el mundo está tan enganchado a los orgasmos», pensó. La sensación era… indescriptible. Excitante. Intensa. «Lo he conseguido. Por fin lo he conseguido.» Y quería experimentarlo otra vez.

¿Cómo se las arreglaba uno para hacer una petición de aquellas características? Y si la hacía, ¿cuánto tardaría él en querer ir más allá? Un día u otro querría… ir más allá. Y, por mucho que se esforzase en asegurar lo contrario, no le gustaría el resultado. La cálida sensación desapareció de repente. «Pues sí que ha durado poco», pensó.

Él inclinó la cabeza para acercarse.

– ¿Te encuentras bien?

– Sí.

Él entrecerró sus ojos azules.

– Pues no tienes buen aspecto. Hoy no deberías ir a trabajar.

– Tengo que ir. A las nueve tengo que presentar peticiones. -Se apoyó sobre los codos para incorporarse y gimió al notar el dolor en la espalda-. Me siento como si me hubiese pasado por encima un camión.

– Claro; eso es lo que ha pasado. El camión era enorme. Y el camionero tenía una pistola.

Kristen sintió un nudo en el estómago; se volvió hacia la ventana del dormitorio. Casi se había olvidado de la agresión. Lo normal habría sido que hubiese pensado en ella en cuanto se despertó. Sin embargo, no había sido así. En lo primero que había pensado había sido en Reagan y en sus manos.

– Ahora estás a salvo -dijo él en tono tranquilizador-. No tienes que temer nada.

De hecho, no temía nada. Ningún hombre en toda su vida le había infundido seguridad; ninguno, hasta conocerlo a él.

Lo miró fijamente a los ojos.

– Ya lo sé. Gracias.

La expresión de sus ojos cambió de súbito, en lugar de preocupación veía en ellos ardor, y volvió a notar la palpitación cálida, que se intensificó hasta tornarse casi dolorosa. Observó el movimiento de su garganta al tragar saliva. Él apretó la mandíbula, pero no hizo el más mínimo ademán de tocarla. Y ella lo deseaba.

Estaba en la cama. Con un hombre. Y no sentía miedo. Sin dejar de mirarlo a los ojos, esbozó una sonrisa.

– Buenos días.

Los orificios nasales de él se ensancharon y ella oyó el sonido de la breve inspiración.

– Buenos días.

Kristen pensó que le hacía falta un buen afeitado. Tenía las mejillas y la barbilla cubiertas de una oscura barba incipiente, y también el espacio comprendido entre la nariz y el labio superior. Extendió el brazo tímidamente y tanteó la distancia con los dedos hasta palpar sus labios. Y él tragó saliva.

– ¿Qué? -dijo con voz queda y los dedos aún posados en sus labios. Eran mullidos, pero sabía que podían tornarse muy consistentes al rodear los suyos.

La pasión ardía en los ojos de él.

– Eres preciosa -respondió en voz baja.

Por un momento, Kristen se olvidó de respirar.

– No es cierto.

Él le dio un beso en la parte interior de la muñeca y ella se preguntó si notaba la aceleración de su pulso. Él se inclinó para acercarse hasta que sus ojos quedaron separados solo unos centímetros. A esa distancia Kristen descubrió que el azul de sus ojos estaba bordeado de negro.

– Sí, sí que lo es. -Ladeó la cabeza, acercó los labios a los de ella y todo volvió a comenzar. El apremio, la palpitación, las punzadas. El deseo. Ella se oía gemir de placer y él también debía de oírlo, porque puso más pasión en el beso mientras la sujetaba por la espalda y ambos volvían a quedar apoyados en la almohada. Kristen extendió los brazos, topó con sus hombros y se aferró. Él tenía la espalda tensa; ella se dio cuenta de que estaba sosteniendo el peso para guardar cierta distancia. Solo le rozaba la boca y mantenía el resto del cuerpo apartado del suyo. No la presionaba, no la forzaba. Era fuerte, pero delicado. El contraste le resultaba excitante.

Él acabó el beso sin ponerle del todo punto final; en vez de eso, la provocó tanteándole las comisuras de los labios con la punta de la lengua y le cubrió de besos las mejillas, la barbilla, la frente.

– Eres muy guapa, Kristen -le susurró al oído.

Ella se estremeció y su espalda se arqueó impulsando hacia arriba las caderas, pero solo topó con la sábana y el aire. Él se puso más tenso y se echó hacia atrás para recuperar la postura original. Entonces ella abrió los ojos y vio que la estaba mirando y que su pecho se hinchaba y se deshinchaba mientras se esforzaba por regular la respiración.

«De esto es de lo que hablan cuando se refieren a la tensión sexual -pensó-. Me gusta.»

– ¿Cómo lo haces? -preguntó con voz entrecortada y susurrante.

Él arqueó las cejas.

– ¿Te ha gustado? -Ella notó que las mejillas se le encendían y supo que había pasado del rosa pálido al rojo rubí. Y, por la mirada de sus ojos, dedujo que no le importaba que el color desentonara con su pelo.

– Sí.

– Estupendo -concluyó; lo dijo con tal satisfacción que la obligó a sonreír.

Ella cerró los ojos e hizo acopio de valor.

– Me entran ganas de que sigas.

Se hizo un instante de silencio. Y otro.

– Estupendo -dijo al fin, y esta vez fue su voz la que resultó entrecortada y susurrante. Le acarició los labios con las yemas de los dedos.

El colchón ascendió al ponerse en pie. Ella abrió los ojos y se le secó la garganta de golpe al verlo de perfil. «El pecho no es lo único que tiene firme», pensó sin avergonzarse. La invadió una mezcla de alivio y orgullo al mismo tiempo que él sofocaba una risita.

– Gracias -dijo y ella sintió deseos de esconderse debajo de la cama.

– ¿Lo he dicho en voz alta? -preguntó.

– Me temo que sí. -Le dirigió una sonrisa con expresión divertida-. Ahora tienes que levantarte. Tengo que ir a casa para ducharme, cambiarme de ropa y afeitarme antes de llevarte al trabajo.

Kristen abrió la boca para protestar; podía ir sola. Pero enseguida se volvió hacia la ventana. Una cosa era el orgullo y otra la estupidez, y Kristen no se consideraba estúpida.

– De acuerdo.

Lunes, 23 de febrero, 8.00 horas

Spinnelli parecía preocupado. Abe pensó que tenía todo el derecho a estarlo. No habían encontrado nada de nada.

Se apoyó sobre una cadera en la mesa de la sala de reuniones; su espeso bigote se curvaba en un gesto de disgusto.

– Para hacer un pequeño resumen… -Levantó la mano y contó con los dedos-. Primero: tenemos dos cadáveres más. Segundo: una de las fiscales más destacadas de la ciudad ha sido agredida dos veces, en una ocasión en su propio domicilio. Tercero: han empezado con los abogados defensores.

– Pues no está tan mal -masculló Mia.

Spinnelli la atajó con una mirada feroz.

– Cuarto: el comisario lleva todo el fin de semana recibiendo llamadas de Jacob Conti, a razón de una por hora, porque los forenses están, según sus propias palabras, «desgraciando aún más a su hijo». Y, quinto -sostenía los cinco dedos de la mano en alto-: no tenemos ni un puñetero sospechoso.

Mia, incómoda, se removió en la silla.

– Más o menos eso es lo que hay, sí.

– Ayer Kristen arañó al agresor -dijo Abe-. ¿Qué sabemos de los restos que encontraron en las uñas?

Jack, sentado detrás de Mia, se encogió de hombros.

– Puedo obtener el ADN, pero si no tenéis ningún sospechoso no puedo compararlo con nada.

Spinnelli se quedó mirando la enorme pizarra blanca con frustración.

– ¿Julia no encontró nada en el cuerpo de Skinner? ¿No había pelos, ni hilos? ¿Nada?

Jack negó con la cabeza.

– No. Encontramos restos de tierra en las prendas, barro mezclado con algún residuo químico de la fábrica. Lo he contrastado con la del lugar en el que hallamos la bala y puedo confirmar que Skinner estuvo allí. Además, apretó de tal manera el aparato que utilizó para inmovilizarle la cabeza, que le ha dejado marcado el código del modelo. Julia ha teñido la piel para que se pueda ver en las fotos. Corresponde a un torno de banco.

– Pues vaya descubrimiento -masculló Mia-. Es lo que lodos los padres de familia piden por Navidad.

– Yo también tengo uno -dijo Spinnelli-. Mi esposa me lo regaló hace tres años.

– Me temo que todo el mundo tiene uno -dijo Jack.

– ¿Y qué sabemos de la bala? -preguntó Spinnelli.

– La hemos mostrado en todas las armerías importantes -explicó Mia-. Nadie reconoce la marca del fabricante. Es ilegible. Y todos los dueños nos han dicho que ningún miembro de su club de tiro utiliza balas hechas a mano. Pero estaba pensando…

– No. -Spinnelli arrastró la voz y Mia le dirigió una mirada medio enfadada y medio dolida.

– Sí. Lo hago de vez en cuando, Marc -dijo sin alterar el tono.

– Lo siento, Mia. Ya sé que lleváis casi todo el fin de semana con esto, pero esta mañana me ha llamado el comisario. Acababa de hablar con el alcalde y se ve que este se ha callado lo de las llamadas de Conti y le ha pedido que asigne más personal al caso. El alcalde no estaba precisamente contento y el comisario tampoco. Además, parece que todos los abogados defensores de la ciudad los han llamado para quejarse. Dicen que si los amenazados fueran los fiscales asignarían más policías al caso. -Spinnelli apretó la mandíbula-. Menuda mierda.

– Así que estás de mierda hasta el cuello -ironizó Mia-. Pues no lo pagues conmigo.

– Muy bien. -Spinnelli arqueó las cejas-. ¿En qué estabas pensando exactamente, Mia?

Ella no pareció aplacarse.

– En que si ese tipo se ha molestado en fabricar las balas y es un francotirador que no practica en ningún lugar público, es posible que tenga su propio campo. Para eso necesita bastante terreno, con lo cual los vecinos lo habrían visto y habrían llamado a la policía. Desde el 11-S, todo el mundo se ha vuelto bastante neurótico y no hay quien soporte a los vecinos que juegan a ser Rambo.

– Buena idea, Mia -dijo Abe-. Si es propietario de un terreno, su nombre aparecerá en el registro. Podemos cruzar los datos con la lista de la empresa que vende los equipos de chorro de arena.

– No hace falta que los crucemos con la de los floristas -dijo Jack.

– Aún se me revuelve el estómago al pensarlo -se quejó Mia-. Me pasé horas comprobando el listado. Cuánto tiempo perdido.

– ¿Seguro? -insistió Spinnelli-. Hay dos chicos que dicen que vieron rótulos distintos en la furgoneta, pero ¿cómo sabemos que es verdad?

– McIntyre también lo vio -dijo Abe, y Spinnelli se encogió de hombros y accedió sin estar del todo convencido.

– De todas formas, ¿por qué iban a mentir los chicos? -observó Jack-. ¿A ellos qué más les da?

– Sobre todo teniendo en cuenta que el del paquete de Conti pasó por delante de un coche patrulla cuando iba a entregarlo -añadió Mia-. McIntyre se encontraba en la puerta de la casa de Kristen cuando Tyrone Yates dejó la caja. Si estuviese compinchado con el asesino, no haría algo tan tonto.

A Abe lo asaltó una idea terrible.

– No es que ellos sean tontos. Es idea de él.

Mia se volvió a mirarlo con extrañeza.

– ¿Qué quieres decir?

Abe se sentó delante del ordenador y entró en la base de datos del departamento criminal.

– ¿Cómo eligió el asesino a los chicos? Viven en barrios distintos, van a escuelas distintas. ¿Los eligió de forma aleatoria? ¿Dio con ellos por casualidad?

Spinnelli lo miraba con expresión sombría.

– No hace nada por casualidad. Es metódico. Todo guarda alguna relación, lo tiene todo controlado. Abe, dime que esos chicos son angelitos y que nunca han tenido tropiezos con la ley. Por favor.

Abe tecleó el nombre de Tyrone Yates y esperó la respuesta del ordenador. Cuando la obtuvo, suspiró.

– La lista de delitos del chico es más larga que mi brazo. Agresión, absolución. Tenencia ilícita, absolución. Etcétera, etcétera.

Mia se quedó muda.

– ¿Y qué hay de Aaron Jenkins?

El golpear de los dedos en el teclado llenó la sala.

– Lo mismo. Delitos menores por robos de poca monta. -Bajó por la pantalla con el ratón-. Hace cuatro meses que cumplió los dieciocho años. Su expediente es confidencial. -Abe levantó los ojos y vio que acaparaba la atención de todos-. Escogió a los chicos con premeditación.

Jack frunció el entrecejo.

– No te sigo.

Abe se recostó en la silla y se cruzó de brazos.

– No los seleccionó al azar. De eso estoy seguro. ¿Y si tenía algún asunto pendiente con ellos? Tal vez le hicieran algo personalmente, o se lo hicieran a alguien a quien quiere vengar. Si les paga por los encargos, lo lógico es que la gente piense que saben quién es él. Si suelen obrar mal, tendrán mala reputación en el barrio. Correrá la voz y todo el mundo los asociará con el asesino, así que si quieren dar con él lo lógico es que vayan a por los chicos.

Jack negó con la cabeza.

– Eso no tiene sentido, Abe. Aparte de la cantidad de suposiciones que tienes que hacer para llegar a esa conclusión, si ese tipo tuviera algún asunto pendiente con los chicos se encargaría de asesinarlos él mismo, ¿no te parece?

Abe se encogió de hombros.

– No sé por qué no lo hace. A lo mejor tiene que ver con algún código ético. A lo mejor considera que su delito no es lo bastante grave como para tomarse la justicia por su mano, pero no pondrá mala cara si otra persona les hace los honores. No sé. Sólo digo que esa es la única información con que contamos.

Mia cerró los ojos.

– Hemos enseñado la foto de Aaron Jenkins por todo el barrio; por todo el puto barrio.

Jack se presionó las sienes con movimientos circulares.

– Y, gracias a Zoe Richardson, en todas las casas en las que hay televisión se sabe que vosotros sois los encargados del caso.

– Anoche difundió en las noticias la imagen de Tyrone Yates -dijo Spinnelli, muy serio.

Abe apretó la mandíbula. No había visto las noticias la noche anterior. Había estado demasiado atareado ocupándose del agresor de Kristen.

– ¿Cómo la consiguió?

Spinnelli se pasó la mano por el pelo con gesto de frustración.

– Ayer debió de andar merodeando por casa de Kristen. Mostró un vídeo muy borroso en el que se veía a Yates aguardando detrás del coche de McIntyre. Luego captó las imágenes de Conti maltratando a Julia. Richardson lo llamó «la profunda pena de un padre» -dijo con sarcasmo-. Mi esposa lo grabó y lo vi al llegar a casa, puesto que todos estábamos en casa de Kristen ayer por la noche.

Mia se puso en pie y anduvo de un lado a otro.

– Así que tanto Richardson como nosotros conocemos la identidad de los dos mensajeros.

– Los chicos no podrán identificar al asesino -aseguró Jack-. A menos que os mintieran acerca de lo que vieron.

– Puede que hayan mentido -dijo Abe-, y puede que no. Si lo han hecho, los quiero aquí para arrancarles la verdad. Si no, quienes quieren conocer a toda costa la identidad de nuestro humilde servidor no se creerán el relato de los chicos y entonces su vida corre serio peligro. Sabemos que los Blade son de esos; por ello se arriesgaron a atacar a Kristen en plena calle. Lo mejor será que hagamos venir a los chicos, por su propio bien. Mientras tanto, quiero saber cuáles son los vínculos que los unen a nuestro hombre. Kristen no estuvo implicada en ninguno de los dos casos.

Lunes, 23 de febrero, 11.30 horas

Un completo silencio reinaba en la sala de reuniones de la fiscalía del Estado. Kristen exhaló un hondo suspiro.

– Eso es todo. -Miró los veinte rostros que la escrutaban y en la mayoría observó estupor o consternación. Greg y Lois mostraban lo último.

A la cabeza de la mesa, John tenía aspecto de cansado. Había sido él quien le había pedido que les relatara la acometida del coche el viernes por la noche, el descubrimiento de las cajas de Skinner y de Conti, lo de los mensajeros y el ataque de la noche anterior. Kristen omitió la parte más personal, en especial cómo Reagan le había ayudado en más de un aspecto.

– ¿Seguro que no sabes quién es ese tipo? -preguntó Greg en aparente tono de duda, lo cual obligó a Kristen a dejar de pensar de súbito en Abe Reagan.

– ¿Qué crees? ¿Qué me lo callo? -protestó con aspereza ante el bofetón verbal de Greg.

El chico puso mala cara.

– Ya sabes que no me refiero a eso. Lo que quiero decir es que ese tipo te conoce. Tiene acceso a tu vida privada. Es probable que más de una vez te tenga al alcance de la mano.

– Gracias por presentarle un panorama tan alentador -espetó Lois con ironía y en la sala se oyeron unas risas ahogadas.

Kristen consiguió esbozar una sonrisa a pesar de que el frío que sentía le agarrotaba los músculos.

– Greg no ha dicho nada que yo no haya pensado ya.

John carraspeó.

– La policía ha establecido el espacio temporal aproximado de cada asesinato. Puesto que creen que el asesino tiene acceso a información confidencial del juzgado, os pedirán a todos que deis explicaciones sobre vuestro paradero en el momento de los asesinatos. Le he asegurado al teniente Spinnelli que colaboraréis en todo lo necesario.

A oídos de Kristen llegaron airados rumores y levantó la mano para acallarlos.

– Muchas veces criticamos a la policía por no poner los puntos sobre las íes. Y eso es precisamente lo que ahora tratan de hacer, tratan de descartar como posibles culpables a todos los que tenemos acceso a la información confidencial del juzgado, tal como ha mencionado John. Por favor, cooperad cuando vengan a hablar con vosotros.

John alzó la mano con gesto cansino.

– A mí me interrogó Spinnelli el sábado. Cuando os pregunten dónde estabais en el momento de los asesinatos, decidlo. Y recordad que todo cuanto habéis oído es confidencial. No se os ocurra hablar de ello fuera de esta sala. Ahora podéis iros. -Señaló a Kristen-. A ti te necesito.

Esperó a que todo el mundo hubiera salido y quedaran solo los dos sentados a la mesa. Se pasó las manos por el rostro y suspiró.

– ¿Qué tal las peticiones esta mañana?

Kristen abrió mucho los ojos, le sorprendía aquella pregunta. John nunca mostraba interés por las peticiones, a no ser que trataran de algún caso importante, y los de aquella mañana eran absolutamente rutinarios.

– Tensas. -La palabra se quedaba corta. El abogado defensor se había situado en el extremo opuesto de la sala, como si Kristen contaminase el espacio-. Pero me las he apañado.

– Tú siempre te las apañas, pero no puedes seguir así.

A Kristen se le erizaron los pelillos de la nuca.

– Así, ¿cómo?

– En lo que he podido, he tratado de evitarlo. He ascendido la cuestión tanto como he podido en el escalafón. -Kristen vio en él cansancio y resignación y notó un nudo en el estómago-. Milt no ha parado de recibir llamadas desde que salió a la luz lo del asesinato de Skinner. -Milt era el jefe de John. Siempre que intervenía era bien para reprender a alguien bien para ascenderlo. Y Kristen no era tan ingenua como para esperar un ascenso-. Quedas suspendida de tu cargo temporalmente, hasta que todo esto termine.

Kristen se quedó helada, no daba crédito a lo que acababa de oír.

– ¿Cómo has dicho?

John volvió a suspirar.

– Ningún abogado defensor quiere entrar contigo en la sala del tribunal. Alegan que su integridad física y la de sus clientes se halla seriamente amenazada. Milt lo considera una causa suficiente para solicitar la apelación de todos tus casos. Tienes que tenerlos preparados para transferirlos esta misma tarde, a las cuatro. Nos repartiremos tu trabajo entre todos.

Kristen permaneció inmóvil; se había quedado anonadada, era incapaz de pronunciar palabra.

John se puso en pie.

– Lo siento, Kristen. Le he dicho a Milt que creo que se equivoca, que no es justo, pero no ha servido de nada. Me siento responsable de esto, pero no hay nada que pueda hacer. -Le puso la mano en el hombro con gesto vacilante y lo apretó. Ella apenas se dio cuenta-. Tómatelo como unas merecidas vacaciones -dijo con poca convicción-. Ya; ya me imagino que no puedes.

«Unas merecidas vacaciones.» La mera idea resultaba grotesca. Se levantó y consiguió mantener las piernas firmes gracias a su voluntad de hierro. Como siempre, lo tenía todo bajo control.

– Voy a recoger mis cosas.

– Kristen… -John extendió el brazo pero se puso fuera de su alcance. Dejó caer el brazo mientras suspiraba una vez más-. Si necesitas ayuda, dímelo.

– No; no hará falta.

Lunes, 23 de febrero, 13.00 horas

Abe odiaba el olor de la sala de autopsias. En los mejores días era tan desagradablemente aséptico como un hospital, y él odiaba los hospitales. En los peores… Por fortuna, Conti no llevaba muerto tanto tiempo como para que aquel día fuera de los peores.

– Hemos venido en cuanto hemos podido, Julia -dijo Mia acercándose a la mesa sobre la que descansaba el cadáver de Angelo Conti-. ¿Qué hay de nuevo?

– Os gustará ver esto. -Julia se unió a ellos-. El cuerpo de Conti es el que está en peor estado de todos. Ese hombre no se limitó a golpearlo, lo aporreó hasta hacerlo picadillo.

– Esto no se ve a menudo, contened la respiración -soltó Mia y Julia frunció los labios.

– No me hagas reír. Aún tengo las costillas doloridas a causa de lo de ayer.

Abe torció el gesto.

– ¿Tanto daño te hizo Jacob Conti?

Julia se mostró displicente.

– Tengo unos cuantos moretones. Podría haber sido peor.

– Claro, Jack podría haberle partido la cara a Conti. -Mia puso cara de satisfacción ante la idea.

Julia se sonrojó un poco.

– Jack no tendría que haberse abalanzado sobre él de ese modo.

– Bueno, yo me alegro de que lo hiciera -dijo Mia.

Tras un intento de vacilación, Julia se mostró de acuerdo.

– Yo también.

– Podrías haber presentado cargos -observó Abe.

– Sí, pero la situación ya me parecía lo bastante violenta; además, esa periodista andaba filmando todos nuestros movimientos. Por el amor de Dios, Conti acababa de enterarse de que su hijo había muerto.

– El asesino de su hijo, querrás decir -masculló Mia-. Yo no derramaría ni una lágrima por él, Julia. Angelo Conti murió igual que Paula García, apaleado con una llave inglesa.

Julia exhaló un suspiro.

– Supongo que vuestro hombre se rige por el «ojo por ojo». De todas formas, echad un vistazo a esto. -Levantó un poco el cadáver y señaló una marca justo debajo de la rodilla-. Está borrosa e incompleta, pero es mejor que nada.

Abe se inclinó para verlo mejor y el pulso se le aceleró.

– Una huella dactilar.

Mia lo miró con ojos chispeantes.

– Impresa en la sangre de Conti. Buen trabajo, Julia.

– La lividez indica que el asesino colocó a Conti de lado poco después de su muerte. La sangre aún debía de estar fresca.

– Y no llevaba guantes -murmuró Mia.

Abe sintió una emocionante chispa de esperanza.

– Estaba tan enajenado que cometió un error.

– Sí -afirmó Julia con satisfacción-. A causa de la brutalidad de la paliza al cadáver le quedaba muy poca sangre. Seguramente luego se dio cuenta de que la había fastidiado y trató de limpiarlo. Pero después de colocar a Conti de lado, el cuerpo se quedó rígido y este rincón detrás de la rodilla debió de quedar oculto. Se le pasó por alto.

Abe dio un silbido.

– Tenemos suerte de que la huella no se haya borrado con el roce de la pierna.

– Sí. He avisado a Jack para que nos ayude a identificarla. Llegará de un momento a otro.

– No está completa -advirtió Mia-. No cantemos victoria todavía.

– No lo hacemos. -Abe echó otro vistazo a la huella-. Pero ha cometido un error. Eso quiere decir que cometerá otros y que lo atraparemos.

Julia se quitó los guantes.

– Muy bien. Tengo ganas de que esto acabe, por todos pero sobre todo por Kristen. Me he enterado de lo de ayer. ¿Cómo está?

– Ah, Kristen -dijo Mia dirigiendo a Abe una pícara mirada de reojo-. Cuando la dejé en casa parecía que estaba bien. Pero yo no me quedé toda la noche con ella.

Julia puso una expresión divertida.

– Supongo que has dormido en el sofá, ¿no, Abe?

Abe alzó los ojos.

– Sí, claro. Es muy incómodo.

Y así era. Kristen se había quedado dormida en sus brazos y él se había sentado en el borde de la cama. Se había quedado un buen rato junto a ella observando sus largas inspiraciones y preguntándose si su gran y repentino interés se debía al hecho de que ella era la primera mujer tras seis años de abstención o si, por el contrario, era producto de una comparación inconsciente con Debra. Llegó a la conclusión de que no se debía ni a lo uno ni a lo otro, que solo se trataba de una reacción sana y viril ante una mujer guapa, inteligente y sensible. Luego se había retirado a la relativa incomodidad del sofá cama, en el que había permanecido despierto gran parte de la noche lamentándose de que un hombre sano y viril como él tuviera que yacer allí mientras una mujer guapa, inteligente y supersexy descansaba en la habitación contigua. Reprimirse tras unos cuantos besos de buenos días había sido una de las cosas más difíciles que había hecho en su vida.

– Las camas plegables casi siempre son incómodas -comentó Julia con ironía. Al abrirse la puerta, desvió la mirada y su expresión divertida cambió al topar con la realidad-. Jack.

Jack cerró la puerta tras de sí.

– En el mensaje decías que era urgente.

– Y lo es. -Abe se puso la chaqueta-. Ve con cuidado, Jack. Por ahora es todo cuanto tenemos.

Lunes, 23 de febrero, 14.30 horas

Las cosas eran mucho más fáciles cuando conseguía mantener la cabeza sobre los hombros. La limpieza era mucho menos necesaria cuando la única señal que presentaba el cuerpo era un agujero de bala en la frente. El hecho de que el proyectil saliera por la parte posterior de la cabeza era una lata, pero las cosas más importantes de la vida no solían ser las más fáciles. Por lo menos había sido más fácil que con Conti. Aún se estremecía al pensar en lo que le había costado limpiar el cadáver. Había sido repugnante. «Incluso para alguien como yo», pensó.

Ya estaba bien de pensar en Conti. Había pasado a hacerse cargo de Arthur Monroe, el pederasta que se había hecho pasar por víctima con la excusa de que la sociedad lo había maltratado. Había hecho acopio de todo su sarcasmo para elegir su último lugar de descanso. El juez de gran corazón que se había compadecido más del ofensor que de su víctima de cinco años era propietario de una pequeña tintorería en el norte de la ciudad. El lugar le serviría de vertedero donde dejar a Monroe y al mismo tiempo para advertir al juez.

Entró con la furgoneta en el callejón al que daba la parte trasera de la tintorería. El vehículo lucía un nuevo rótulo, una imitación más que aceptable del utilizado por la compañía de aguas de Chicago. Al igual que el de electricista, constituía la tapadera perfecta en la que atrincherarse. Nadie miraría dos veces un vehículo de servicios.

Y así fue. Al volver a la furgoneta para alejarse de allí pensó que casi resultaba aburrido. Nadie sospechaba de él, nadie le preguntaba «¡Eh, tú! ¿Qué haces aquí?».

Sin embargo, era mejor así. La recompensa le llegaría cuando se descubriera que otro repugnante peligro público había desaparecido de las calles para siempre.

Tenía que volver al trabajo; aquella misma noche metería de nuevo la mano en la pecera. Era estupendo contar con un pasatiempo.

Lunes, 23 de febrero, 15.45 horas

– ¿Kristen?

Levantó la cabeza al oír la voz de Greg y lo vio apostado a la entrada de su despacho con aspecto abatido. Habría dicho que se sentía tan desdichado como ella misma si el semblante fuera capaz de traslucir una emoción semejante. Se volvió y se concentró de nuevo en la tarea de recoger archivadores mientras se esforzaba por que su voz sonara atemperada.

– Casi he terminado, Greg. Dentro de una hora estaré lista para traspasarte todos estos casos.

Él exhaló un hondo suspiro.

– Sabes que no he venido por eso. -Entró en el despacho y cerró la puerta tras él-. Lo siento; siento que todo esto te haya ocurrido precisamente a ti y también que me haya tocado a mí hacer el papelón.

Ella volvió a levantar la vista y se topó con la ternura de los ojos de él.

– Ya lo sé. No estoy enfadada contigo, Greg. De verdad que no.

Él se dejó caer en la silla que había frente al escritorio.

– Esto no es justo; no está bien. Pero tampoco lo ocurrido durante toda la semana pasada es justo ni está bien. ¿Cómo estás, Kristen? Físicamente, quiero decir.

Ella puso las manos sobre los archivadores.

– Estoy bien, Greg.

– Siempre dices lo mismo -observó él con amargura-. Lois y yo nos temíamos que pasara esto, por eso queríamos que te quedaras en casa de uno de los dos.

– ¿Y que los intrusos entraran en vuestra casa y pusieran en peligro a vuestra familia? No lo creo.

Al oír aquellas palabras Greg puso mala cara y se golpeó la rodilla con el puño.

– ¡Mierda! ¡Alguien tiene que hacerte compañía! ¡No puedes pasar por todo esto sola!

«No estoy sola», pensó. La idea hizo eco en su mente y eliminó parte de la tensión de sus hombros. Durara lo que durase, tenía a su lado a Abe Reagan. Todavía no sabía muy bien por qué, pero de momento la cuestión era que sabía que él acudiría en cuanto lo llamara.

– Estoy bien, Greg -repitió en tono más convincente-. Tengo protección policial, alarma…

– Y las dos cosas te fueron la mar de bien ayer por la noche -la interrumpió con sarcasmo.

Ella admitió que tenía razón con un pequeño gesto de asentimiento, pero no se permitió pensar en lo vulnerable que era.

– Me estoy planteando hacerme con un perro.

Greg no pareció apaciguarse.

– ¿Uno grande?

– Uno muy malo con tres cabezas. Lo llamaré Cerbero.

Greg frunció el entrecejo y a continuación se relajó un poco.

– ¿Lo comprarás pronto?

– Tal vez mañana mismo.

Unos golpes en la puerta interrumpieron la conversación y Lois asomó la cabeza.

– Kristen, tienes visita.

La sonrisa de Kristen se desvaneció.

– Pues pásasela a John, yo estoy de vacaciones.

Lois negó con la cabeza.

– Es personal.

Abrió más la puerta; primero apareció el rostro de Owen y luego él de cuerpo entero. Sostenía una bolsa de papel que olía de maravilla.

– No has venido a comer -dijo en tono de reproche.

Greg se levantó.

– Hazte con el perro mañana -la instó.

– Te lo prometo.

Greg salió y dejó paso a Owen, quien al ver la caja sobre el escritorio torció el gesto.

– ¿Qué es todo esto?

Kristen hizo un gesto de despreocupación con la mano.

– Nada, nada. Estoy ordenando unos cuantos archivadores.

– ¿Y qué decía ese hombre de un perro?

– Es que me voy a comprar uno -dijo en tono despreocupado-. ¿Qué hay dentro de esa bolsa?

– Sopa y un sándwich de carne. Pensaba que no te gustaban los perros; después de que entrara aquel ciego con su perro tardaste una semana en aparecer por la cafetería…

– ¿Me has traído pastel? -preguntó con la esperanza de desviar la conversación.

– De manzana. Es una receta de la familia de Vincent. ¿Por qué vas a comprarte un perro?

Kristen abrió la bolsa y olfateó con gusto.

– Estoy muerta de hambre. No he tenido tiempo de bajar a comer. -En realidad no había bajado porque le daba miedo salir del despacho, además del disgusto que llevaba.

Cuando estaba a punto de meter la mano en la bolsa, Owen la cerró.

– Primero cuéntame lo del perro. ¿Qué ha ocurrido?

– Hay algún que otro pesado merodeando por casa por culpa del ridículo asunto del humilde servidor. -Se obligó a sonreír para evitar que Owen se preocupara-. Y les he prometido a los chicos que me compraría un perro.

Él entrecerró los ojos.

– ¿Eso es todo? ¿Solo algún que otro pesado?

Kristen asintió.

– Muy pesados. ¿Qué tal el nuevo cocinero?

Owen le entregó la bolsa con mala cara.

– Se ha largado. He contratado a otro pero tampoco está contento. ¿Por qué no has venido a cenar en todo el fin de semana? No estarás a dieta, ¿verdad?

Kristen soltó una risita. Entre los gyros de Reagan, la comida italiana y los guisos de su madre, había engordado. Hacía tiempo que no comía tan bien.

– No; lo que pasa es que… -Titubeó-. Estoy saliendo con una persona. -Se encogió de hombros cuando una amplia sonrisa de satisfacción se dibujó en el rostro de Owen-. Y me invita a cenar.

– Estupendo. Eso es estupendo. ¿Cómo se llama?

– Abe Reagan.

La mirada de Owen volvió a tornarse recelosa.

– ¿El detective que se ocupa del caso del asesino?

– Sí -admitió Kristen mientras destapaba el cuenco de sopa-. ¿Por qué?

– No sé. Parece peligroso.

«Seguro que no representa mayor peligro del que ya corre mi vida», pensó Kristen.

La expresión de Owen se suavizó.

– ¿Te trata bien?

Ella recordó lo ocurrido la noche anterior y aquella mañana, su paciencia y su delicadeza, y notó que se ruborizaba.

– Sí, sí. Muy bien.

– Pues con eso ya me quedo tranquilo. Tengo que volver antes de que Vincent se cargue al nuevo.

Kristen sonrió.

– No me imagino a Vincent en esa tesitura.

– Te sorprenderías. Tiene mucho genio.

Kristen se quedó verdaderamente asombrada.

– ¿Vincent? ¿Vincent tiene genio?

Por un instante, una estúpida idea atravesó su mente. No, no era posible que Vincent le hiciera daño a nadie; aunque cosas más raras se habían visto.

– Ajajá. -Owen se dirigió a la puerta-. Anoche perdió veinte dólares por culpa de los Bulls y se le escapó un «mecachis». Un poco más y tenemos que atarlo.

Kristen se dio cuenta de que le estaba tomando el pelo y se rio para sus adentros al pensar que por un momento se había planteado que aquel hombre pudiera ser el humilde servidor.

– Qué malo eres, Owen.

Él sonrió con aire burlón.

– Ya lo sé. -Abrió la puerta y estuvo a punto de chocar con Lois.

– Kristen, tienes otra visita. -Parecía en parte divertida y en parte atribulada; enseguida descubrió por qué.

– ¡Kristen! -Rachel Reagan entró dando botes en el despacho-. ¡Ohhh! ¡Tienes comida! ¿Puedo?

Kristen se echó a reír, le había alegrado el día de golpe.

– Claro que sí. Pero ni se te ocurra tocar la tarta de manzana; es mía. Rachel, te presento a mi amigo Owen. Owen, esta es la hermana pequeña de Abe, Rachel.

Rachel le sonrió con aquel gesto reservado exclusivamente a las personas interesantes a quienes aún no había conseguido camelarse.

– Encantada de conocerlo.

Owen le correspondió ladeando un sombrero imaginario.

– El gusto es mío. Hasta pronto, Kristen.

– Gracias, Owen. -Kristen le sonrió a Lois, que aguardaba en la puerta-. La chica puede quedarse.

Rachel desenvolvió el sándwich.

– Me muero de hambre. He estado hablando con la profesora y no me ha dado tiempo a comer. -Dio un gran bocado y mientras masticaba añadió-: Hemos estado hablando de ti.

– ¿De mí?

Rachel asintió y se tragó la comida.

– ¿Se puede comprar bebida por aquí?

Kristen le tendió uno de los botellines de agua que guardaba en un cajón del escritorio y Rachel engulló la mitad antes de continuar.

– Gracias. La entrevista que te hice le ha encantado. Quiere saber si estarías dispuesta a dar una charla en clase. -Ladeó la cabeza con aire pícaro-. Por favor.

Kristen puso mala cara porque consideraba que era lo que tenía que hacer.

– ¿Sabe tu madre que estás aquí?

– Más o menos. Le he dicho que iría a casa de una amiga al salir de clase. Tú me contaste que trabajas tantas horas que casi vives aquí, así que no le he dicho ninguna mentira.

Kristen se tragó la sonrisa y dirigió a Rachel una mirada severa.

– Pero tampoco le has dicho la verdad. ¿Cómo has llegado hasta aquí?

– He venido en el ferrocarril elevado. -Parecía molesta-. No soy tonta, Kristen. Sé moverme por la ciudad.

Pero entre el barrio donde vivía Rachel y la parada del ferrocarril que llevaba hasta la fiscalía había varios rincones sórdidos. Kristen se echó a temblar al pensar que una niña de trece años andaba sola por la calle.

– Rachel, tus padres no te dejan que te muevas sola por la ciudad, ¿verdad?

Rachel clavó los ojos en el bocadillo que sostenía sobre el regazo y Kristen se dio cuenta de que había observado aquella misma expresión en Abe; fue la mañana en que encontraron el primer cadáver y él se enfadó muchísimo al ver que Kristen había incluido policías en la lista de sospechosos. Ella se lo había reprochado y lo había violentado. Rachel sacudió su cabeza de pelo castaño.

– No. Es probable que vuelvan a castigarme. -La miró y Kristen observó un destello en sus ojos azules. Tenía los mismos ojos de Abe, y en ellos Kristen también había observado un destello igual-. Claro que si tú no te chivas…

A Kristen se le escapó la risa.

– Lo que voy a hacer es acompañarte a casa. A tus padres les extrañará vernos juntas, así que tendrás que contárselo. Supongo que no pensabas que dejaría que te marchases sola, ¿verdad? No tardará en oscurecer.

Rachel, disgustada, frunció sus bonitos labios.

– No lo había pensado.

Kristen arqueó una ceja.

– Pues si quieres ser fiscal, más vale que te acostumbres a pensar bastante más rápido que los demás. Hace falta determinar todas las posibles consecuencias y trazar un plan para cada una.

Rachel se animó.

– ¿Darás la charla en la escuela? Por favor. -Se llevó las manos entrelazadas al pecho-. Te prometo no volver a venir sola en el ferrocarril nunca más.

– Ya me había dado cuenta de que no me lo habías prometido -respondió Kristen con ironía. Rachel se limitó a esbozar una sonrisa. Kristen se quedó mirando los archivadores colocados sobre su escritorio. Habían pasado a ser problema de Greg. Ella iba a tomarse las vacaciones que le debían-. ¿Por qué no? Acabo de cancelar todos los compromisos de mi agenda.

Con un aspecto de plena confianza que indicaba que no esperaba una respuesta distinta, Rachel se volvió a sentar y dio otro bocado.

– Prepárate, éxito, que ya llego.

Kristen miró a la niña con cariño.

– No hables con la boca llena, Rachel.

Lunes, 23 de febrero, 17.00 horas

Jacob Conti se dejó caer en la silla con aire melancólico.

– Bueno, ¿qué has averiguado?

Drake le dirigió una mirada preocupada.

– Es perfectamente honrada, Jacob. Ni siquiera le han puesto una multa en toda su vida. Es imposible que haya sido ella. Es una abogada honesta.

Jacob hizo girar la silla y se quedó de cara a la pared con el entrecejo fruncido.

– Eso ya me lo habías dicho.

– Lo era cuando juzgaron a Angelo. Y lo es ahora -dijo Drake con una paciencia que a Conti le ponía de los nervios.

Drake había investigado a Mayhew de cabo a rabo cuando le asignaron el juicio de Angelo. Buscó cualquier cosa que pudiera ser utilizada en su contra, que sirviera para comprometerla, para chantajearla si era necesario. Pero no encontró nada.

La tipeja era una mojigata.

Se quedó mirando el retrato de Angelo colgado en la pared y los ojos se le llenaron de lágrimas. Qué chico tan estúpido, no había sido capaz de tener el pico cerrado.

El hombre que le había quitado la vida iba a pagarlo muy caro.

Elaine no se había levantado de la cama desde que el día anterior le diera la noticia. Era lo más difícil que había hecho en la vida. Habían tenido que sedarla y el médico seguía aguardando al pie de la cama por si volvía a despertarse con un ataque de histeria.

– Le arañó a Paglieri -dijo Drake.

Jacob se volvió a mirarlo.

– ¿Cómo dices?

– Paglieri -respondió Drake en tono seco-. El hombre al que enviaste anoche para intimidar a Mayhew sin que yo lo supiera.

Jacob hizo girar de nuevo la silla y lo miró con recelo.

– No necesito pedirte permiso para nada, Drake. Aún soy el jefe, ¿lo recuerdas?

Drake ni siquiera pestañeó.

– Lo recuerdo. Solo te digo que cometiste una estupidez. Te dejaste guiar por los sentimientos, no por la razón.

De pronto un cenicero voló por la habitación y se hizo añicos contra la pared dejando todo el suelo cubierto de ceniza.

– ¡Claro que me guío por los sentimientos! ¡Mi hijo ha muerto, Drake! -De súbito lo invadió una pesadumbre tal que lo obligó a encorvarse-. ¡Angelo ha muerto, Drake!

– Ya lo sé, Jacob -dijo Drake con suavidad-. Pero no puedes asediar a una mujer como Mayhew en su propia casa sin que eso te acarree consecuencias. Le arañó a Paglieri. Ahora tienen una muestra de su piel, Jacob, del ADN. Si lo cogen, darán contigo. Deja que me ocupe yo de esto.

– Tú lo único que sabes decir es que no has podido averiguar nada.

– Nada ilegal, Jacob. Pero eso no quiere decir que no se la pueda convencer para que coopere.

Jacob suspiró. Drake tenía razón. Actuar de modo impulsivo no beneficiaba en nada a Angelo.

– Te escucho.

Lunes, 23 de febrero, 18.00 horas

Zoe aguzó la vista al proyectar la cinta. Mierda; estaban demasiado lejos y las imágenes eran poco nítidas. La noche anterior había tratado de filmar la casa de Mayhew desde unas cuantas calles de distancia puesto que los estúpidos policías que había en la puerta no le permitieron acercarse más. Había ocurrido algo, y por una vez la acción tenía lugar dentro de la casa y no fuera. Parecía que alguien había conseguido penetrar en la fortaleza de Mayhew. Por desgracia, no había conseguido herirla. Qué decepción. La noticia habría sido un bombazo. Sin embargo, aquella historia se estaba propagando por todas partes, y eso era algo bueno puesto que su amante no había vuelto a la carga. Suponía que aún era capaz de tener remordimientos.

Detuvo la imagen borrosa. No merecía la pena continuar. Necesitaba algo nuevo. Por la mañana la habían llamado de la CNN para comprar los derechos de difusión. Aquella era su jugada maestra, y no permitiría que Mayhew y sus perros guardianes se la arruinaran.

Capítulo 16

Lunes, 23 de febrero, 21.00 horas

Abe entró en la cocina de la casa de su madre y aspiró con fruición. La cena olía de maravilla. Esperaba que le hubiesen guardado un poco.

– ¿Y bien? -preguntó Kristen detrás de él.

Abe se olvidó de la cena de inmediato. Se volvió y la vio en la puerta de la sala de estar; estaba guapísima. Los pensamientos sobre la nueva caja que habían encontrado en el porche de la entrada de su casa quedaron relegados a los confines de la mente de Abe. Dirigió la vista un poco más lejos del lugar que ocupaba Kristen y descubrió que Rachel sonreía con aire burlón.

– Hola, Abe.

Pasó junto a Kristen, cubrió el rostro de Rachel con la palma de la mano y le dio un suave empujón, y al hacerlo notó por el tacto que la chica aún se reía.

– Lárgate, mocosa.

Kristen sonrió con ironía.

– Hemos estado estudiando álgebra; bueno, de hecho Rachel ha estudiado sola mientras yo no podía dejar de sentirme vieja y estúpida. -En silencio, articuló: «Sálvame, por favor».

Abe le pasó el brazo por los hombros ante el evidente regocijo de Rachel.

– Te lo digo en serio, Rach. Kristen y yo tenemos que hablar de trabajo. Vuelve a ponerte con el álgebra.

– Vale -condescendió Rachel mientras le guiñaba el ojo con descaro-. Id tranquilos a… hablar de trabajo. -Desapareció a regañadientes.

– Quién pudiera volver a tener trece años -suspiró Kristen.

Abe se la quedó mirando.

– ¿Te gustaría volver a tener trece años?

Kristen hizo una mueca de horror y Abe soltó una risita.

– Ni hablar. -De inmediato se puso seria-. ¿Qué has descubierto?

Él negó con la cabeza.

– Aquí no. Rachel tiene el oído más fino que un murciélago.

La guió a través de la cocina hasta el lavadero y cerró la puerta, acallando el sonido del televisor; solo se oía la secadora y los tremendos porrazos de un par de zapatillas de deporte en el tambor.

– Cuéntamelo -dijo, pero él negó con la cabeza, quería mantener la realidad al margen un rato más.

– Lo primero es lo primero. -Inclinó la cabeza y se arrimó al cuello de Kristen para imbuirse de su suave aroma y relajarse. Ella suspiró y se dejó caer en sus brazos como si llevase toda la noche esperando aquello. Él le cogió los brazos y tiró para que le rodeara el cuello; estuvo a punto de gemir de placer al notar el roce de sus pequeñas manos jugueteando con su pelo. Ella levantó la cabeza y él acercó la suya; el contacto de sus labios era tal como lo recordaba, incluso mejor-. ¿Cómo estás? -preguntó sin despegar los labios; los de ella se curvaron hacia arriba.

– ¿A ti qué te parece? Me has salvado del álgebra.

Volvió a besarla y se retiró un poco para mirarla a los ojos. Para ella había sido un día espantoso; le había afectado mucho que la relevaran de su cargo. Aun así, no estaba abatida, por lo menos aparentemente. Pero no había tenido ni un solo instante para pensar desde hacía cuatro horas, momento en que él había pasado por la oficina a recogerlas a ella y a Rachel. A lo mejor no le había venido mal. Rachel era capaz de quitarle cualquier cosa de la cabeza al más pintado.

– ¿Qué había para cenar?

– Carne asada. -Se pasó la lengua por los labios y él notó en todo el cuerpo su pulso acelerado. Retrocedió de forma casi imperceptible para separarse un poco de ella; no quería asustarla. Antes o después acabaría acostumbrándose a él, al modo en que su cuerpo respondía a la presencia de ella; y esperaba que fuese más bien antes que después-. Con patatas, de esas pequeñas y rojas -añadió-. Tu madre te ha guardado un plato. -Lo miró de arriba abajo-. Tu padre ha estado contándonos cosas.

Abe emitió un gemido.

– Me lo imagino. -La había llevado allí porque su padre podía protegerla. El hombre no había formulado una sola pregunta, pero Abe sabía que se imaginaba lo que estaba ocurriendo. Kyle Reagan, a pesar de estar retirado, se mantenía en perfectas facultades, tanto como cuando dejó el cuerpo policial-. ¿Qué os ha contado? ¿O más vale que no lo pregunte?

– Ah, de todo. -Kristen le acarició la nuca con las yemas de los dedos y él tensó todo el cuerpo.

Ella entrecerró los ojos y repitió los movimientos mientras lo observaba. Él extendió las manos en el centro de su espalda y se esforzó para no tocarla como le hubiese gustado. Lo estaba poniendo a prueba, tanteaba el poder que ejercía sobre él.

– Eso sienta muy bien -susurró, y vio en sus ojos que la confianza en sí misma aumentaba. Volvió a acariciarlo y luego desplazó las manos hasta su pecho y le retiró el abrigo de los hombros. Él dejó caer los brazos y con un pequeño encogimiento echó el abrigo al suelo. Ella se dispuso a recogerlo, pero él la rodeó con los brazos y la sujetó con fuerza-. Déjalo.

La mirada de ella adquirió ardor, conciencia, y él inspiró con profundidad mientras Kristen tiraba de la corbata para deshacer el nudo y luego la echaba hacia atrás y la dejaba caer.

– Tu padre me ha dicho que Sean y tú os peleabais continuamente. -Su voz se había tornado susurrante y sus dedos luchaban por desabrocharle el botón del cuello de la camisa.

Abe respiró hondo y se obligó a mantener las manos quietas en su espalda.

– Continuamente -reconoció-. Volvíamos loca a mi madre.

Por fin logró desabrochar el botón y él dejó caer de nuevo los brazos mientras apretaba los puños. Ella estaba tomando la iniciativa y no pensaba robarle ni un ápice de protagonismo.

– Mmm… -Kristen frunció el entrecejo y se concentró en el siguiente botón-. Lo que más me ha gustado es lo de aquella vez que ibais en el coche de tu madre y Sean empezó a meterse contigo desde el asiento de atrás y a ti se te ocurrió la brillante idea de lanzarle el cinturón de seguridad.

Logró desabrochar el botón y a él empezó a costarle pensar; casi no recordaba ni su nombre, como para acordarse del episodio que describía.

– Tuvieron que darme cuatro puntos en el labio porque el cinturón, cuando se recogió, me dio en la cara.

– Pobrecito. -Abe no sabía si se compadecía del niño de siete años al que tuvieron que darle puntos en el labio o del adulto que soportaba la tortura en sus manos. Le desabrochó otro botón y sus dedos rozaron con suavidad el vello que la camisa dejaba al descubierto. Lo miró sorprendida-. Qué suave.

El sudor empezaba a perlar la frente de Abe.

– ¿Qué?

Ella continuó acariciándole aquella pequeña zona mientras lo miraba a los ojos.

– Me preguntaba si el vello de tu pecho sería áspero o suave.

Sin apartar la mirada, él se desabrochó el resto de los botones y la camisa quedó abierta hasta la cintura. Le tomó las manos y las colocó sobre su pecho tirando con suavidad de sus dedos hasta que toda la palma quedó contra la piel. Observó en su garganta que el pulso se le aceleraba al desplazar las manos de lado a lado, casi gimiendo de placer. Hacía demasiado tiempo que no notaba el tacto de las manos de una mujer en su cuerpo; seis años enteros. Era como regresar a un hogar en el que han cambiado algunas cosas. Cerró los ojos y se abandonó a la sensación. Le soltó las manos y ella siguió con las amplias y extensas caricias. Cuando abrió los ojos encontró su verde mirada maravillada por el descubrimiento que acababa de hacer.

– Te gusta, ¿verdad? -susurró ella.

El ruido de la secadora le impidió oír su voz pero leyó las palabras en sus labios y las comprendió.

– Incluso demasiado. -Estaba más duro que una piedra y sabía que si se dejaba llevar por las ganas y la empujaba contra la secadora le daría un susto de muerte. Ella le palpó los pezones, ocultos bajo el grueso y tupido vello, y él gimió.

La lengua asomó entre los labios de Kristen para humedecerlos y él notó que estaba excitada; tan solo una sedosa y vibrante tela de araña los separaba.

– Bésame, Kristen, por favor. -Ella se puso de puntillas y posó los labios en los de él; un amago de beso. Él inclinó el torso y sus manos aferraron la secadora detrás de ella. Estaba atrapada entre sus brazos y el aparato en movimiento, pero él se las arregló para mantener las caderas firmes a quince centímetros de distancia-. Te deseo -dijo-. No quiero asustarte pero te deseo con todo mi cuerpo.

De pronto, ella volvió a ponerse de puntillas y, rodeándole el cuello con los brazos, estampó los labios en los de él. Esta vez el beso resultó apasionado; abrió la boca, dejó que él introdujera la lengua e introdujo a su vez la suya. Él ladeó la cabeza en un intento por obtener todo cuanto pudiese del simple beso. Ella volvió a ponerle las manos en el pecho y, por debajo de la camisa, las desplazó hasta su espalda. Él se aferró al canto de la secadora como si se estuviese ahogando y aquello fuera la cuerda de salvamento.

De hecho, se estaba ahogando. Y no quería subir a la superficie a tomar aire.

Entonces se abrió la puerta exterior y dio paso a una ráfaga de aire gélido y a un Aidan estupefacto. Se quedó boquiabierto y los ojos parecían estar a punto de salírsele de las órbitas. Por un momento, los tres se miraron. Entonces Aidan retrocedió.

– Lo siento. Entraré por la otra puerta. -Se volvió para marcharse pero se giró de nuevo y los miró sonriente-. Atención; acaba de aparecer la furgoneta de Sean y Ruth y parece que llevan a los cinco niños.

La puerta se cerró y rompió el hechizo. Kristen miró a Abe; aún tenía las manos en su espalda. Lo acarició suavemente con las puntas de los dedos y él se estremeció mientras maldecía a Aidan y al mismo tiempo le daba gracias. Si hubiese transcurrido un minuto más no habría podido garantizarle a Kristen el espacio que sabía que necesitaba.

– Hay visitas -dijo ella-. Mejor lo dejamos aquí.

Seguía acariciándole la espalda.

– Un poquito más. Me gusta mucho. -La besó en la sien, en la frente y en la comisura de los labios-. Me gustas mucho.

– Tienes mucha paciencia conmigo.

Él tragó saliva.

– La espera vale la pena.

Aquellas palabras la hicieron sonreír, pero el discreto y triste gesto a Abe le pareció desgarrador.

– Ya lo veremos -dijo Kristen en tono misterioso. Sacó las manos de debajo de su camisa y se apoyó en la secadora-. Bueno, ha sido una forma muy agradable de quemar las calorías de la tarta.

Abe pensó que por el momento estaba bien. Se irguió con desgana y empezó a abrocharse la camisa.

– ¿Habéis comido tarta?

– De cerezas. Está mejor que la que prepara Owen, pero no se lo digas.

Él sonrió.

– Te guardaré el secreto.

Ella frunció un poco el entrecejo.

– ¿Cuál?

Él jugueteó con una de las horquillas de su pelo.

– Cualquiera. Todos.

Kristen se quedó callada un momento.

– Debra fue muy afortunada -dijo por fin.

Él no supo qué responder. Al fin reaccionó.

– Gracias.

– De nada. -Ladeó la cabeza y lo miró muy seria-. ¿Qué has averiguado?

La llamada había tenido lugar justo cuando se sentaban a la mesa para cenar. Truman había atrapado a otro chico que se disponía a depositar una caja en la puerta de la casa de Kristen. Resultó ser otro adolescente con una lista de delitos más larga que su propio brazo.

La secadora se paró y la estancia quedó en silencio.

– Es Arthur Monroe.

Ella parpadeó.

– La pequeña Katie Abrams -dijo.

– Katie Abrams era el nombre que aparecía en la lápida -le confirmó él.

– Uno de los peores casos de toda mi carrera. Topé con el juez más liberal de la faz de la tierra; no sé cómo pudo dictaminar que un hombre había acosado a una niña de cinco años porque la sociedad lo había maltratado.

Kristen cerró los ojos y Abe observó cómo se abrazaba a su propio cuerpo.

– ¿Qué decía la posdata?

Él apretó la mandíbula mientras lo invadía una nueva oleada de ira. «Menudo hijo de puta. Hace ver que se preocupa por ella, pero no deja de ponerla en peligro.»

– Le preocupa tu seguridad. A mi lado.

Ella abrió los ojos como platos, atónita.

– ¿Qué?

– Dice: «Ten cuidado con aquel a quien confías tu protección por las noches».

Ella lo miró con ojos centelleantes, parecían dos esmeraldas sobre el ocre de su rostro.

– Le odio.

– Ya lo sé. No quiero que te quedes sola en casa esta noche. Vente a mi apartamento.

Ella le respondió con labios trémulos.

– No quiero que me eche de mi propia casa -susurró-. Te parecerá una tontería, pero para mí es muy importante quedarme en casa. Por favor.

Abe estaba seguro de que detrás de aquello había algo más. Tenía que haber algún otro motivo por el que se mostraba tan decidida. Por algo había dicho que no quería que la echara de su propia casa, tenía que haber alguna razón para que lo hubiera expresado con aquellas palabras. Se lo confesaría cuando llegase el momento, como había hecho con todo lo demás.

– Muy bien -accedió-. Pero yo me quedo contigo.

A Kristen se le llenaron los ojos de lágrimas y se las enjugó con enojo.

– Estoy harta de todo esto.

Él la atrajo hacia su pecho y ella se lo permitió con gusto.

– Lo sé. -En ese momento el teléfono móvil vibró en su bolsillo; lo sacó mientras ella se abrazaba a él-. Dígame.

La voz de Mia llegaba entrecortada. Pero no era culpa de la línea; la oía así porque hablaba con voz entrecortada.

– Abe, han encontrado a Tyrone Yates. Está muerto.

– Maldita sea. ¿Cómo ha sido?

– Han sido los Blade. Le han dejado su signo grabado en el rostro.

– ¿Y el otro chico, Aaron Jenkins?

– Todavía lo están buscando -dijo Mia-. Sus padres están histéricos. Por lo menos ahora los padres del chico que hemos atrapado esta noche dejarán de darnos la lata por haber detenido a su pequeñín como medida preventiva.

– A lo mejor a raíz de esto se abra el expediente de Jenkins. Hasta ahora el juez Rheinhold se ha mostrado totalmente reacio. Quizá ahora cambie de idea.

Al otro lado de la línea, Mia suspiró.

– Me parece que con la señora Jenkins habrá más suerte. Pero hasta que llegue el momento, los Blade representan un serio peligro. Dile a Kristen que se marche de vacaciones a Jamaica.

– Se lo diré -respondió Abe en tono irónico. Volvió a guardarse el teléfono móvil en el bolsillo-. Mia te manda saludos.

Kristen lo miró con recelo.

– ¿Y qué más te ha dicho?

Le contó lo de Tyrone Yates y Kristen mostró desánimo.

– Prefiero el álgebra.

Abe le estampó otro beso en la frente.

– Dime en serio cómo estás.

– ¿Por lo de hoy o por lo de ayer?

– Por las dos cosas.

Ella exhaló un suspiro y enderezó la espalda.

– Si te soy sincera, estoy cabreadísima. Pero todo tiene su lado bueno. Ahora tendré más tiempo para dedicarme a esos viejos expedientes y así podré ayudarte a descubrir qué tienen en común aparte de mí.

Abe frunció el entrecejo.

– Pero… -Ella le dedicó una sonrisa ufana.

– He grabado en un CD toda la información. Así podré trabajar en casa.

– Me parece que eso es ilegal.

Su sonrisa se tornó pícara y él se quedó un instante sin respiración.

– ¿Vas a detenerme, Reagan?

Él se echó a reír con cierta tristeza.

– Estoy tentado de hacerlo. Vámonos antes de que saque las esposas. -Le rodeó los hombros con el brazo y la guió fuera del lavadero hasta la cocina, donde se oía bastante más ruido del que hacía la secadora. Los niños de Sean y Ruth no paraban de correr como si la cocina fuese el circuito de las mil millas de Indianápolis. Abe le dio un beso en la mejilla a su madre y otro al bebé que sostenía en brazos. Era su nueva sobrinita.

– Ya estoy de vuelta.

Becca lo miró con expresión divertida y Abe supo que Aidan le había contado lo del lavadero.

– Ya lo veo. Hola, Kristen.

Abe vio que Kristen miraba a Ruth con una expresión de horror.

– ¿Son todos tuyos?

Ruth sonrió y al momento se estremeció al oír el ruido de cristales rotos.

– Sí. Todos estos y uno más que va a pagar lo que acaba de romper con las semanadas de toda su vida.

Becca le pasó el bebé a Ruth.

– Iré a ver qué ha ocurrido. Abe, te he guardado una ración. Caliéntala en el microondas.

Abe resopló.

– Dios, voy a comerme la tarta que ha quedado antes de que Aidan se entere.

– Pues ve a comértela a la sala de estar -dijo Ruth-. Quiero hablar con Kristen. ¿Quieres café?

Kristen negó con la cabeza.

– No, gracias.

– Siéntate, por favor. -Ruth señaló la mesa y Kristen se sentó-. Becca me ha avisado de que esta noche estabas aquí. Temía que no quisieses volver.

Kristen frunció el entrecejo.

– ¿Por qué?

– Bueno, anoche, cuando te marchaste, parecías muy afectada. Querías disimularlo pero se te notaba.

La noche anterior había estado con Reagan, se habían estado besando. Antes de eso, un agresor armado con una pistola la había atacado en su propio dormitorio. Y antes…

– Ah, por lo de Debra. Lo siento. Me afectó un poco, pero después de que Abe me acompañara a casa -vaciló-… alguien entró en mi dormitorio y me amenazó. Y Abe lo ahuyentó.

Ruth se quedó muda.

– ¿Era el mismo hombre que te obligó a salir del coche el viernes por la noche?

– No lo creo. -Todos sospechaban de Jacob Conti, pero no había pruebas. Solo contaban con los restos de piel que Jack le había extraído de las uñas. Sin un sospechoso con quien compararla, la muestra servía de bien poco.

Kristen se encogió de hombros.

– Me encuentro bien, de verdad. Solo estoy un poco alterada.

– Abe se quedó contigo anoche, ¿no? No iría a dejarte sola.

Kristen trató con todas sus fuerzas de no sonrojarse, pero por el brillo de los ojos de Ruth dedujo que no lo había logrado.

– No -dijo mientras se esforzaba por mantener la dignidad-. No me dejó sola.

Ruth extendió el brazo sobre la mesa y le cubrió la mano con la suya.

– Me alegro, Kristen; te lo digo de verdad. Abe lleva solo mucho tiempo. Es un buen hombre. Se merece estar con alguien que lo haga feliz.

Kristen no pudo soportar la mirada cálida de Ruth. Sabía que de momento hacía feliz a Abe, pero aquello no duraría mucho.

– No me gustaría que os hicierais demasiadas ilusiones, Ruth. Abe se preocupa por mí a causa de… todo esto. -Hizo un ademán vago con la mano-. Entre los medios de comunicación, los asesinos y los tipos armados con pistolas… Hay mucho jaleo, pero cuando todo termine no creo que se quede a mi lado.

Ruth suspiró.

– Eso depende de ti, Kristen. De ti y de Abe. Lo que ocurra entre los dos es asunto vuestro y de nadie más. Yo solo quiero que sepas que lamento la reacción que tuve anoche. Fue muy grosero por mi parte, pero al oír tu risa tuve la sensación de que Debra estaba entre nosotros. -Acunó al bebé y a Kristen aquella imagen le pareció enternecedora-. Para Abe será muy difícil encontrarse el sábado con los padres de Debra.

El sábado era el bautizo del bebé. A Kristen le horrorizaban los bautizos y hasta el momento siempre había logrado zafarse de ese tipo de compromisos, pero si Ruth se lo pedía acompañaría a Abe. Aquello abriría de nuevo las viejas heridas pero estaba dispuesta a ir para darle apoyo aunque por dentro se sintiera atenazada.

– Abe me ha contado que no se pusieron de acuerdo en cuanto a Debra.

Ruth se quedó pensativa; al momento le dio un beso en la vellosa cabecita al bebé y la visión volvió a enternecer a Kristen.

– No les cargues la culpa a ellos. Mi tía y mi tío creían que era lo mejor para Debra. No quiero ni imaginarme lo que debe de suponer tener que decidir algo así.

Kristen observó a Ruth abrazar al bebé y pensó en sus palabras. Qué difícil debía de ser tener que decidir qué era lo mejor para un hijo, actuar por su bien aunque a uno aquello le rompiera el corazón. Ella debía de entenderlo mejor que nadie.

Ruth carraspeó.

– De todas formas, creo que el sábado Abe agradecería ir acompañado. ¿Vendrías al bautizo? Ya sé que te aviso con muy poco tiempo, pero…

Él le había demostrado apoyo muchas veces.

– Claro. Gracias por invitarme.

– ¿Invitarte a qué? -Abe apareció en el vano de la puerta con el bolso de Kristen en la mano. Se inclinó para besar al bebé-. Algo suena en tu bolso.

Kristen se puso en pie.

– El móvil. -Rebuscó en el bolso y lo extrajo-. Dígame.

Abe la observó mientras escuchaba y su temor aumentó a medida que ella palidecía. Kristen se dejó caer en la silla, sus ojos mostraban verdadero terror.

– ¿Ella está bien? -preguntó. Aferraba el móvil con fuerza-. ¿Seguro? -Escuchó y exhaló un hondo suspiro-. Estoy calmada. ¿Hace falta que vaya? -Torció el gesto al oír la respuesta-. Ya me imagino que no. ¿Habéis avisado a la policía? -Apretó los dientes-. No, no es ninguna broma, papá… No toques la nota ni la flor, ¿de acuerdo? Voy a llamar a la policía. Querrán ver la nota y también una descripción de todas las personas que han pasado esta noche por la residencia. -Frunció los labios con fuerza y cerró el teléfono móvil de golpe-. Sí -dijo con amargura y sin dirigirse a nadie en particular-. Claro.

Abe se sentó en el borde de la mesa, junto a ella.

– Tu madre, ¿no?

Ella asintió.

– Alguien le ha dejado una rosa negra y una nota en la almohada. -Dirigió una mirada a Ruth-. Mi madre tiene Alzheimer en fase terminal.

Abe le puso la mano en la barbilla y la notó temblar.

– ¿Qué dice la nota?

– «¿Quién es?» -Se puso en pie tambaleándose, visiblemente turbada-. ¿Dónde está mi abrigo?

– ¿Piensas ir a Kansas? -preguntó Abe.

Kristen negó con la cabeza mientras se dirigía a la puerta.

– No; me voy de aquí. El tipo de ayer me dijo que las personas que me importaban morirían si no le decía quién era él. No pienso poner en peligro a tu familia. Llévame a casa.

Con el rabillo del ojo, Abe vio que Ruth aferraba inconscientemente al bebé contra su pecho.

– Cálmate, Kristen. -Se dio cuenta demasiado tarde de que era lo peor que podía decirle. Su padre le había dicho lo mismo.

– Estoy calmada -dijo con frialdad-. Pero lo estaré más cuando me lleves a casa.

Abe, resignado, se puso en pie.

– Voy por tu abrigo.

Lunes, 23 de febrero, 23.00 horas

Sabía que se precipitaba. No se había tomado ni siquiera un pequeño descanso, pero se le estaba agotando el tiempo. La pecera estaba llena de nombres. Había maleantes, abogados, jueces.

Hacía mucho frío. Se estremeció, le dolían los huesos. El escozor de la garganta aumentaba por momentos. Tendido boca abajo, notaba la dureza del hielo del tejado. Se le estaban congelando los dedos. Llevaba dos horas esperando. No parecía que William Carson fuese a acudir a la cita. Esbozó una sonrisa y los labios se le agrietaron. Tal vez los abogados estuviesen cayendo en la cuenta. Tal vez el deceso prematuro de Skinner los hubiera advertido de que no debían acudir a horas intempestivas a lugares sórdidos en busca de pruebas contra las víctimas. Unas pruebas que les servirían para absolver a la chusma a la que representaban. Pero los medios de comunicación no habían difundido cómo atraía a sus objetivos, así que no había razón para que Carson recelara de una nota anónima.

Frunció el entrecejo mientras se abrazaba para protegerse del viento helador. Si los medios de comunicación lo revelaban sería por culpa de aquella víbora de Zoe Richardson. Día tras día contaba noticias, día tras día insinuaba que tanto Kristen como la policía sabían más cosas de las que confesaban. Alguien tenía que pararle los pies. Por desgracia, no había hecho nada ilegal, ni siquiera inmoral. Era una periodista del tres al cuarto.

Su ojo captó un movimiento. Se apoyó sobre los codos doloridos y aguzó la vista en la oscuridad. A aquella rata el queso le había parecido demasiado irresistible para soslayarlo.

Excelente. Se asomó, pegó el ojo al visor e hizo una mueca al notar el contacto del frío metal en el rostro. Apuntó a la frente de Carson. Una ligera presión en el gatillo… Captó otro movimiento en el margen del ángulo de visión y se estremeció justo en el momento en que apretaba el gatillo. Un grito agudo hendió el aire y Carson cayó al suelo.

«He fallado. Está vivo.»

Apenas había formulado el pensamiento cuando otro hombre emergió corriendo de la penumbra y se arrodilló junto a Carson. Observó horrorizado que sacaba un teléfono móvil. Carson no había acudido solo. Como guiado por una mano invisible, volvió a asomarse, apuntó al hombre arrodillado y disparó. El hombre cayó sin hacer el más mínimo ruido, pero Carson seguía retorciéndose. Apuntó al pecho y apretó el gatillo una vez más. Carson se calló.

Cogió el fusil y echó a correr.

Lunes, 23 de febrero, 23.35 horas

Kristen estaba de pie junto a la ventana, miraba cómo el todoterreno de Abe desaparecía a lo lejos. Otra víctima. Pero esta vez había sido diferente. El asesino había fallado el tiro y había dejado con vida a uno de sus objetivos.

Abe no estaba nada convencido de dejarla sola, pero ella había insistido y, puesto que era su deber, al final se había marchado. Todo volvía a estar en silencio, estaba sola; se sentía extraña y asustada en su propia casa. Entró en la cocina para preparar un poco de té; los movimientos rutinarios la reconfortaron, aunque poco. Vio las horquillas en la encimera, donde las había dejado Abe. Su pensamiento retrocedió hasta el sábado por la noche; hacía dos días pero le parecía que habían pasado veinte. Allí mismo era donde la había abrazado, donde la había besado por primera vez y le había hecho sentirse… viva. Ojalá ahora estuviese allí con ella.

Sonó el timbre de la puerta y dio un respingo.

– Esto es ridículo -murmuró-. Ahí fuera hay un policía. -«Sí, como anoche», pensó de pronto.

El timbre volvió a sonar, esta vez durante más tiempo. Mientras pensaba que ojalá los tres días que tenía que esperar para tener su pistola hubiesen transcurrido ya, salió de la cocina con las piernas temblorosas. Sacó el teléfono móvil del bolsillo, marcó el número de emergencias y colocó el pulgar sobre la tecla de llamada. Por si acaso. De todas formas, no creía que a nadie que se acercara allí con malas intenciones se le ocurriera llamar al timbre, aunque cosas más raras se habían visto; aquella misma semana habían ocurrido varias. «Y me han ocurrido a mí», pensó.

Observó a través de la mirilla de la puerta y suspiró aliviada.

– Kyle -dijo al abrir la puerta y accionar una tecla para borrar el número de emergencias de la pantalla del móvil.

Kyle Reagan entró en su casa. Era tan alto como su hijo. Se trataba de un hombre callado, no lo había oído pronunciar más de un par de docenas de palabras durante las dos veces que había visitado a la familia. Sin embargo, su habitual sonrisa y el brillo de sus ojos azules le habían proporcionado una buena acogida en ambas ocasiones. Ahora conservaba la mirada grave mientras escrutaba su rostro, probablemente en busca de alguna señal de tensión. No era ningún secreto que aquella noche no había salido de la casa de los Reagan muy serena. Le tendió una bolsa.

– Becca te envía comida.

Los labios de Kristen esbozaron una mueca. Para Becca la comida era la panacea.

– ¿Y Abe le ha enviado a usted?

Él se encogió de hombros.

– Más o menos. ¿Tienes café? Hace mucho frío.

– Estaba a punto de prepararme un té. -Kyle la siguió hasta la cocina y no dijo nada mientras ella echaba unas cucharaditas de té en la tetera-. Supongo que tendría que decir que no hacía falta que viniera, pero me alegro de que lo haya hecho. -Se aferró al mostrador-. No soporto tener miedo en mi propia casa.

– Lo sé -dijo él en voz baja-. No voy a decirte que no tengas miedo. Es una reacción humana y, en tu caso, apropiada. Sirve para que te mantengas alerta.

– Me he comprado una pistola.

– Abe me lo ha contado. Dice que eres una tiradora realmente buena.

Kristen se reclinó sobre el mostrador.

– ¿De verdad?

– Sí. De hecho, todos los miembros de la familia te alaban.

Kristen apartó la mirada.

– Me cae bien su familia, Kyle. Demasiado bien para meterla en todo esto.

– Ya sé que no quieres implicarnos. -La escrutó desde la otra punta de la cocina. No le había quitado importancia al temor que Kristen sentía por su familia; automáticamente el respeto que el hombre ya le merecía aumentó-. ¿Cómo está tu madre? -preguntó.

– Está bien, gracias. -En ese momento la tetera empezó a silbar y Kristen la retiró del fogón-. En cuanto he llegado a casa he llamado a la residencia. -Lo había hecho sentada en el sofá, con Abe a su lado rodeándole los hombros en señal de apoyo-. Necesitaba que me lo dijeran las propias enfermeras. Mi padre suele… ocultarme cosas.

– Todos los padres lo hacemos, no queremos que nuestros hijos se preocupen.

Kristen se encogió de hombros. En su caso había algo más.

– Tal vez sea por eso. -Se acercó a la mesa con la tetera, se sentó junto a él, sirvió dos tazas y cambió de tema-. Luego Abe ha llamado a la policía de Kansas.

– ¿Ha averiguado algo?

– No. Nadie vio nada, y en la residencia no hay cámaras.

– ¿Qué han hecho con la nota y con la flor?

– Abe trató de convencerlos para que las enviaran aquí, pero se han negado muy amablemente. Dicen que tienen que enviarlas al laboratorio criminal de Topeka.

– Si ha sido cosa de Conti, no encontrarán nada -aseguró Kyle en voz baja.

– Ya lo sé.

Él se metió la mano en el bolsillo y sacó una baraja de cartas.

– Si quieres dormir, yo esperaré aquí. Pero si no puedes… -Agitó la baraja.

Kristen estaba convencida de que no conseguiría conciliar el sueño hasta que Abe estuviera de vuelta con las noticias sobre los últimos disparos.

– Apenas sé jugar a las cartas -se disculpó-. Mi padre no me lo permitía. De todas formas, tengo bastante trabajo.

– ¿Puedo ayudarte?

– ¿Sabe algo sobre bases de datos?

El hombre hizo una mueca.

– Tanto como tú sobre juegos de cartas.

Kristen sonrió.

– Entonces, me hará compañía.

Él se repartió una mano dispuesto a empezar un solitario.

– Eso se me da bien.

Martes, 24 de febrero, 00.05 horas

Un centelleo de luces rojas creó un efecto estroboscópico al iluminar nada menos que cinco coches de policía, seis sin distintivo, una furgoneta de la policía científica y dos ambulancias.

Mia se encontraba en cuclillas junto a uno de los dos hombres. Al ver a Abe, se puso en pie y le hizo una seña para que se acercara.

– Siento llegar tarde -se disculpó-. He tenido que arreglármelas para que alguien se quedara con Kristen.

– No te preocupes. Este es Rafe Muñoz -dijo señalando al hombre corpulento tendido en una camilla dentro de una bolsa sin cerrar-. Es guardaespaldas. Bueno, lo era. Y ese -señaló una camilla que estaba a punto de ser introducida en la ambulancia- es William Carson.

Abe torció el gesto. Conocía a aquel hombre; años atrás, cuando aún trabajaba de uniforme, había tenido la desgracia de que lo llamara a declarar.

– Otro abogado defensor. ¿Cuál es el pronóstico?

– Inestable. Puede que se salve o puede que no. Aún estaba consciente cuando ha llegado el primer vehículo policial. Ha identificado a Muñoz antes de perder el conocimiento. Se lo llevan a urgencias. Muñoz tiene un agujero de bala en la frente. Parece que estaba arrodillado junto a Carson cuando le dispararon. Pero Carson… -Incluso en la penumbra Abe vio el brillo de los ojos de Mia-. El primer disparo iba dirigido aquí -se dio unos golpecitos en la coronilla-, pero apenas lo rozó. El segundo le alcanzó en el pecho. Hay un agujero de entrada, pero no hay ninguno de salida.

A Abe se le paralizó el pulso un instante.

– La bala sigue dentro.

– Con un poco de suerte, antes de que amanezca tendremos la marca del fabricante y podremos enseñársela a Diana Givens.

– ¿Desde dónde les dispararon?

Mia se volvió y señaló el edificio de cuatro plantas del otro lado de la calle.

– Esperaba a Carson desde allí arriba. Vamos a echar un vistazo.

Guiados por una potente linterna, treparon por la escalera de incendios hasta el tejado y cruzaron con cautela hasta donde el tirador debía de haberse tendido al acecho.

Mia dio un pequeño silbido.

– ¿Me engañan los ojos o de verdad veo lo que creo ver?

Abe se quedó mirando el vaso con la tapa de plástico y el corazón empezó a latirle como dando saltos de alegría. No obstante, se resistió a cantar victoria.

– Puede que no sea suyo.

Mia se agachó, lo olfateó y lo rodeó con los dedos enfundados en unos guantes de látex.

– Es café y aún está tibio. -Le sonrió-. A Jack le va a encantar.

Martes, 24 de febrero, 00.30 horas

Se sentó a la mesa de la cocina, las manos le temblaban de forma incontrolada. Había fallado.

Había fallado. Y entonces había sido presa del pánico y había asesinado a un hombre inocente.

Bueno, pensándolo bien, era probable que aquel hombre no fuera tan inocente. A fin de cuentas, iba con Carson, el sucio abogado que representaba a asesinos, traficantes de drogas y violadores. Cualquiera que se relacionara con semejante canalla no podía ser del todo inocente.

No obstante, el resultado era lamentable, tenía que reconocerlo. Y lo peor era que había echado a correr sin tener la seguridad de que los dos hombres estuviesen muertos; había huido por la escalera de incendios como un criminal cualquiera, como un delincuente de poca monta a quien la policía pisase los talones.

La policía aún no sabía quién era. Todavía no. Pero tal vez fuera el momento de empezar a plantearse que el final estaba cerca. Cogió los tres papelitos que no había echado en la pecera. Aquellos nombres eran especiales. Había pospuesto su ejecución porque en cuanto los tres aparecieran muertos la policía sumaría dos y dos y sabría perfectamente cómo dar con él. Antes quería vaciar la pecera, pero cada vez le quedaba menos tiempo.

Se puso en pie y notó el dolor de los huesos. Le costaba tragar y le dolía mucho la cabeza. Estaba pagando las consecuencias de las muchas horas de vigilancia en el tejado, de tanto cavar tumbas y arrastrar cadáveres. Apenas podía continuar haciendo su trabajo diurno. Todo aquello tenía que terminar, y pronto. Se disponía a preparar café con la esperanza de que le templara el cuerpo. Destapó la lata y cuando le llegó el aroma del café molido se quedó paralizado.

El café. Tenía un vaso de café. Y se lo había dejado olvidado.

Se puso de inmediato en movimiento y, reanudando su tarea, echó unas cucharadas de café en la cafetera. La policía no era tonta. Reagan y Mitchell encontrarían el vaso de café y extraerían de él su ADN. Aquello tenía que ocurrir tarde o temprano. Era lógico que, por muy cuidadoso que fuera, acabara dejando alguna pista. Había llegado el momento, e iba a pagarlo. Tenía que ocuparse de las tres piezas clave antes de que la policía descubriese su identidad. Se lo debía a Leah.

Capítulo 17

Martes, 24 de febrero, 8.30 horas

Jack estaba encantado.

– De esta taza de café vamos a sacar mucho más que una muestra de ADN -explicó-. Nuestro hombre tiene faringitis. Hemos encontrado restos de alguna sustancia mentolada en el café, parece que estaba tomando una pastilla para la tos al mismo tiempo que bebía.

– Qué alegría -exclamó Mia en tono irónico-. Estamos en la época de la gripe. Será muy fácil detectar a alguien que está resfriado.

– Es posible que por eso fallara el tiro -musitó Abe-. No se encuentra bien.

– Pobrecito -dijo Kristen sin sentirlo en absoluto-. Se me rompe el corazón al pensarlo.

– Sea como fuere, es posible que vuelva a fastidiarla. -Mia sostenía una bolsa de plástico-. Y ahora tenemos la marca del fabricante. Acabadita de salir del horno.

Spinnelli cogió la bolsa y la sostuvo a contraluz.

– Esta vez se encuentra en buen estado.

– La encontraron en el pulmón derecho de Carson -explicó Abe-. El cirujano la extrajo hace solo unas pocas horas.

– Me alegro de haber estado allí -gruñó Mia-. Estuvo a punto de deshacerse de ella.

– Pero luego se sintió tan culpable que invitó a Mia a salir a cenar para disculparse -añadió Abe con una sonrisa.

Tras un segundo más de gruñidos, Mia también sonrió.

– Esta vez es un médico. Estoy subiendo en la escala social.

Spinnelli movió la cabeza mientras esbozaba una sonrisa forzada.

– ¿Y ahora qué más está pendiente, chicos?

– Hoy Julia le hará la autopsia a Arthur Monroe -explicó Mia-. Resulta extraño. A Conti le causó la muerte de forma brutal, en cambio a Monroe… -se encogió de hombros- un tiro en la cabeza y santas pascuas. Se supone que debería haber reservado un final peor para un tipo que abusó de una niña.

– Lo de Conti fue un arrebato -dijo Jack-. Le reventó que… cómo lo diría… que difamara públicamente a Kristen. Aquello fue una venganza personal, en cambio Monroe forma parte de su misión.

– Tal vez esté desconcertado -opinó Kristen, pensativa-. Con Conti perdió el control.

– Lo cual podría ser otro motivo para que errase al dispararle a Carson anoche -observó Abe-. Quiero saber cómo atrajo a Carson hasta la emboscada. Sabemos que Skinner recibió un paquete el día en que fue asesinado. Tenemos que averiguar si en el caso de Carson también fue así.

Spinnelli frunció el entrecejo.

– Preguntádselo a él mismo.

Mia negó con la cabeza.

– Hemos estado esperando tras la operación para ver si recobraba el conocimiento, pero no ha habido suerte. Se supone que nos llamarán del hospital cuando vuelva en sí.

– ¿Y qué hay de Muñoz? -preguntó Spinnelli-. ¿Qué relación había entre él y Carson?

Mia se encogió de hombros.

– Lo había contratado como guardaespaldas. El propio Carson se lo explicó a los primeros policías que llegaron al escenario del crimen.

– Parece que muchos abogados defensores están haciendo lo mismo -dijo Kristen con sequedad-. Uno de ellos me envió esta factura justo antes de que saliera de la oficina ayer por la tarde.

– Pues menudo guardaespaldas -masculló Jack-. Ni siquiera llevaba pistola.

Mia frunció el entrecejo.

– ¿No habéis encontrado la pistola? Llevaba la funda, me acuerdo de haberla visto cuando cerraron la bolsa del cadáver.

– Nosotros no la cogimos -dijo Jack-. Lo único que tenemos de Muñoz es su móvil.

– Entonces, la cogió otra persona -dedujo Abe-. Alguien vio que cesaban los disparos y se llevó el arma antes de que llegara la policía.

– A lo mejor fue el mismo asesino -opinó Jack.

Mia negó con la cabeza.

– Entonces, ¿por qué no le quitó también a Muñoz el móvil? Gracias a eso supimos dónde encontrarlos.

– Menudo invento el GPS -dijo Jack-. Tienes razón, Mia. Si tuvo el aplomo suficiente para coger la pistola, debería haber visto también el móvil. Muñoz lo llevaba aferrado en la mano.

– Lo cual quiere decir que tenemos un testigo -concluyó Abe.

– Que vio una furgoneta con un falso rótulo magnético -dijo Kristen con un suspiro-. ¿Y?

– Un día de estos daremos con un testigo que haya visto algo que merezca la pena -insistió Abe-. Marc, ¿puedes enviar a alguien a rastrear las casas de empeños? La pistola de Muñoz no debe de ser precisamente barata; quienquiera que la haya robado la empeñará.

Spinnelli tomó nota en su cuaderno.

– Le pediré a Murphy que se ocupe de eso. Acaba de terminar con un caso importante.

– También es posible que quien la cogió tenga varias pistolas en propiedad -masculló Mia.

– Todo el mundo tiene pistola menos yo -protestó Kristen.

Los labios de Abe describieron una curva.

– Puedes recogerla mañana, pero si quieres verla antes ven con nosotros a hablar con Diana Givens. Aprovecha esas vacaciones que te has cogido.

– ¿Qué? -preguntó Jack, boquiabierto-. ¿Qué ha ocurrido?

– Me han suspendido temporalmente del cargo. Los abogados defensores me consideran una amenaza. -Lo dijo en tono deliberadamente inexpresivo y Mia soltó una risita.

Abe hizo esfuerzos por mantenerse serio.

– Estamos agotados, Marc. Ninguno de nosotros ha dormido esta noche.

Spinnelli se quedó mirando a Kristen.

– Tú no has ido al escenario del crimen, ¿verdad?

Kristen negó con la cabeza.

– No, pero de todas formas no he podido dormir. Estuve haciendo unas cuantas averiguaciones mientras vosotros estabais en el hospital con Carson. -Golpeteó el montón de papeles que tenía enfrente, sobre la mesa-. A excepción de los Blade y de Angelo Conti, todos los asesinados están relacionados con algún delito sexual. De todas formas, esa no es una buena pista. No existe un orden cronológico. Tan pronto se salta un año como retrocede dos. Las sentencias no tienen nada en común a excepción de que ninguno de los acusados cumplió condena. Algunos fueron absueltos y los menos fueron puestos en libertad por falta de pruebas. Ha elegido tanto a abogados como a acusados. Diría que selecciona a las víctimas al azar, pero entonces lo raro es que entre ellas haya tantos agresores sexuales.

– Muy bien. -Spinnelli señaló con un gesto la pila de papeles-. ¿Qué es eso?

– La lista de todos los delitos sexuales de los que he llevado la acusación durante los últimos cinco años y cuyo autor no cumplió condena. No creo que los casos estén relacionados entre sí, pero el asesino tiene que estarlo con alguno, estoy segura. Tal vez no se trate de ninguna de las víctimas que ya ha vengado. A lo mejor es otra. Si no… -se encogió de hombros- tiene que ser algún funcionario.

– Nuestro humilde servidor presta un servicio público -observó Jack exhalando un suspiro.

– Exacto. Y es probable que la próxima vez que entre en acción se ocupe de alguna de las personas de esta lista; podría atacar tanto al autor de algún crimen como al abogado defensor.

Spinnelli retrocedió.

– Por favor, dime que no estás pensando en que ofrezcamos protección a toda esa gente.

– No, Marc. Pero ¿te acuerdas de que Westphalen comentó que podría haber sufrido un trauma reciente? Bueno, ya habéis investigado a todas las víctimas originales y no habéis encontrado que ninguna estuviera especialmente afectada en el momento del primer asesinato, el de Anthony Ramey. Creo que habría que llamar a las víctimas de todos estos casos para averiguar cómo se encuentran, a ver si alguien ha pasado por alguna experiencia traumática.

– Si el interrogado es el asesino, no admitirá que haya sufrido ningún trauma reciente -observó Jack.

Kristen arqueó una ceja.

– Ya he pensado en eso. El esfuerzo no tiene por qué ser baldío. Puede que nos ayude a descartar algunos de los nombres de esta lista. ¿Se os ocurre algo mejor? Tenéis una muestra de ADN, a un hombre inconsciente, parte de una huella digital y una bala.

– Puede que Carson recobre el conocimiento, y podemos investigar la procedencia de la bala -dijo Abe.

Kristen se encogió de hombros.

– Pues hacedlo. El hecho de que yo investigue casos cerrados no tiene por qué interferir con eso.

– Podría resultar de ayuda, Abe -dijo Mia en tono tranquilo-. Además, Kristen está de vacaciones, si se le puede llamar así. Yo, en su lugar, me volvería loca sin nada que hacer.

– Exacto -admitió Kristen-. También podría terminar la repisa de la chimenea del sótano. El caso es que si me paso el día mano sobre mano acabaré volviéndome loca. No me han echado de la oficina de John, solo han decidido apartarme de los casos actuales. Pero no han dicho nada sobre los casos archivados.

Abe comprendió que necesitaba mantenerse ocupada. Él se había refugiado en el trabajo después de que le disparasen a Debra, y la mayor parte de los días era lo único que le ayudaba a seguir adelante.

– Hazlo aquí -le aconsejó-. No quiero que empiecen a verificar la procedencia de las llamadas que hagas desde tu casa.

– Aquí aparecen muchísimos nombres -observó Spinnelli-. Te llevará horas y horas, días enteros.

Kristen los miró a todos.

– Escuchadme, tenemos nueve cadáveres. Nueve. No pienso ir a ninguno de los funerales y echarme a llorar, pero esas personas han sido asesinadas. Skinner ha dejado esposa e hijos. Y ellos merecen que se haga justicia. Mi vida pende de un hilo y anoche amenazaron a mi madre. Hasta que atrapemos a ese tipo, cuento con todo el tiempo del mundo.

Martes, 24 de febrero, 9.15 horas

Mia se apoyó en el mostrador de cristal y se quedó mirando a Diana Givens, quien a su vez observó la bala con una lupa.

– ¿Y bien? -le preguntó-. ¿Había visto antes esa marca?

Diana levantó la cabeza, molesta.

– Calma, no disparen. -Bajó la cabeza y entornó los ojos-. Parecen emes o uves dobles entrelazadas. Nunca había visto esta marca, pero tal vez alguno de mis clientes la reconozca.

– ¿Y cómo podemos localizar a sus clientes? -insistió Mia.

– Bueno, ya les dije que pensaba proponerles que nos reuniéramos, pero no esperaba que tardasen tan poco en volver con una bala en buenas condiciones. -Le entregó la bala a Mia y sacó una hojita de papel de debajo del mostrador-. Aquí tienen sus nombres. Si quieren, pueden llamarlos y hablar con ellos.

Mia le sonrió.

– Gracias. Le debemos una.

Martes, 24 de febrero, 11.30 horas

– Odio casi tanto los hospitales como los depósitos de cadáveres -masculló Abe.

Mia mantenía los ojos fijos en el panel luminoso del ascensor.

– Ya lo sé. Me lo dijiste anoche mientras esperábamos para hablar con Carson, varias veces. -Sonó el timbre y se abrieron las puertas-. No seas infantil, sube, quiero hablar con él antes de que vuelva a perder el conocimiento.

Una enfermera los miró con mala cara cuando entraron en la habitación de Carson.

– No está en disposición de hablar.

– Está vivo -espetó Mia-. Está en mejor disposición que los nueve cadáveres del depósito.

Carson, con el rostro ceniciento, yacía recostado en la almohada.

– ¿Cómo está Muñoz?

– Ha muerto -dijo Abe en tono quedo.

– Menudo guardaespaldas -masculló Carson-. Tengo que acordarme de no pagar sus honorarios.

Mia alzó los ojos, pero habló como una buena profesional cuando se acercó a la cama de Carson.

– Tenemos que hacerle unas cuantas preguntas, señor Carson; luego lo dejaremos descansar. Necesitamos saber qué le hizo acudir a aquel lugar anoche.

Carson cerró los ojos y exhaló un hondo suspiro.

– Me prometieron información -confesó-. Me llamaron al móvil antes de cenar y me dijeron que tenían información sobre Melanie Rivers.

– ¿Quién es Melanie Rivers? -preguntó Abe y Carson puso expresión de disgusto.

– Una blancucha de mierda. -Respiró hondo y los detectives aguardaron-. Acusó a mi cliente de violación, dijo que había abusado de ella en una fiesta. Sabe que tiene dinero. -Volvió a respirar-. Solo quiere que le pague por sus servicios.

Abe disimuló la repugnancia que sentía.

– Puede que diga la verdad.

– ¿Y qué? -Carson abrió los ojos, su mirada era perspicaz y astuta a pesar de su estado-. Ya sé lo que piensan de mí y, francamente, me tiene sin cuidado. Yo tampoco espero mucho de ustedes.

– ¿Por qué? -preguntó Mia con frialdad.

Carson frunció sus labios grisáceos.

– Ese asesino se está ocupando del trabajo sucio que ustedes no quieren hacer. Yo en su lugar también me espabilaría por mi cuenta.

Mia abrió la boca para protestar pero acabó apretando los labios.

– ¿Quién sabía su número de móvil, señor Carson? -preguntó Abe.

– No mucha gente. Por eso acudí a la cita. Dijo que un amigo común le había dado el número, que quería ayudarme. A cambio de dinero. -Respiró con dificultad y le dio un manotazo a la enfermera en la mano cuando esta trató de colocarle bien el conducto del oxígeno en la nariz-. Dijo que quería dos mil dólares. Si hubiésemos ganado el caso, eso habría significado muy poco dinero.

Abe estaba preguntándose qué tipo de amigos tendría un parásito como Carson cuando se le ocurrió una idea.

– ¿Conocía Trevor Skinner su número de móvil? -preguntó-. ¿Podría ser que lo tuviera anotado en la agenda?

– Es probable. -Carson hizo un esfuerzo para inspirar-. Trev guardaba su autobiografía en la BlackBerry.

– ¿Se refiere a la agenda electrónica? -preguntó Mia.

Carson asintió.

– Es un aparatejo magnífico. Trev podía enviar e-mails desde cualquier parte. -Alzó una ceja-. No la llevaba encima cuando lo encontraron, ¿verdad?

– No. -Abe negó con la cabeza-. No la llevaba.

– Entonces me parece que van a sudar tinta, detectives. Trev guardaba en ella los datos personales de todos sus clientes y de la mitad de los abogados de la ciudad. Y también de los jueces.

Martes, 24 de febrero, 13.30 horas

Spinnelli frunció el entrecejo.

– ¿Qué ha querido decir con «y también de los jueces»?

Mia echó kétchup en la hamburguesa.

– Cuando se lo preguntamos, sonrió y nos dijo que pusiéramos en marcha la imaginación. Qué hijo de perra.

– Pero tiene razón. -Abe volvió a analizar la insinuación-. Si el asesino tiene la agenda de Skinner, cuenta con municiones suficientes para mantenerse activo durante semanas enteras.

– Hablando de municiones -intervino Spinnelli-. ¿Qué ha ocurrido en la armería?

– La propietaria nos facilitó los nombres de los clientes que fabrican sus propias balas -explicó Mia-. Habíamos hablado con los dos primeros de la lista cuando recibimos la llamada del hospital avisándonos de que Carson estaba consciente. Ninguno de los dos reconoció la marca, pero aún nos quedan otros cuatro.

– Bueno, ya tenemos la respuesta a la petición de abrir el expediente confidencial de Aaron Jenkins. -Spinnelli apretó la mandíbula-. No, no y no.

Abe suspiró.

– Entonces más vale que vayamos a hablar con la madre del chico en cuanto hayamos terminado con los cuatro adultos.

Mia echó un vistazo al interior de la bolsa.

– Queda una hamburguesa. La hemos traído para Kristen. ¿Dónde está?

Abe recorrió de nuevo el despacho con la mirada. Ella fue su primer pensamiento cuando entró y la había tenido en mente mientras ponían al día a Spinnelli aprovechando la hora de comer. Pero Mia le había dirigido una sonrisita socarrona y él se había tragado momentáneamente las ganas de preguntar dónde estaba.

Spinnelli se encogió de hombros.

– Hace más o menos una hora que se ha tomado un respiro. Ha dicho que se iba a comer.

Abe notó que se le erizaban los pelillos de la nuca.

– ¿La has dejado salir? ¿Sola?

– Es una mujer adulta, Abe -dijo Spinnelli en tono moderado-. Y no es estúpida. Me ha dicho adónde iba y le ha pedido a Murphy que la llevara. El sitio se llama Owen's. Deduzco que debe de ser una cafetería.

Abe se tranquilizó un poco.

– Sí, lo es.

– Pero aun así la llamarás para asegurarte de que no le ha pasado nada, ¿verdad? -preguntó Mia en tono malicioso.

Abe se concentró en la hamburguesa; la mirada que cruzaron Marc y Mia le importaba un bledo.

– Pues claro.

Martes, 24 de febrero, 13.30 horas

– Has dejado el plato limpio -dijo Vincent en tono aprobatorio.

Kristen bajó la vista a las migajas.

– Tenía mucha hambre. -Estaba sorprendida. Pensaba que después de pasarse horas removiendo la frustrante historia de las víctimas a quienes había representado se le quitaría el apetito. Había acudido a la cafetería para despejarse y había accedido a comer solo porque Owen había agitado el dedo con gesto amenazador antes de desaparecer para darle instrucciones al nuevo cocinero. Kristen se estremeció al oír el ruido de platos y los gritos de Owen-. No sé por quién lo siento más, si por Owen o por el nuevo.

Vincent sacudió su greñuda cabeza.

– Creo que deberías sentirlo por mí. Pasaré por casa de Timothy y le preguntaré a su madre cuándo volverá. ¿Cómo es posible que su abuela esté enferma tantos días? Tiene que volver al trabajo antes de que yo pierda los nervios.

– ¿Cuánto tiempo lleva Timothy trabajando aquí? -preguntó Kristen.

Vincent se rascó la cabeza.

– Bueno, yo llevo aquí quince años. Owen compró el local hace unos tres años y pasó más o menos uno antes de que contratara a Timothy. ¿Quieres un poco de tarta? La he preparado esta mañana.

– Me estás tentando, Vincent.

Él esbozó una de sus pausadas sonrisas.

– ¿Te pongo helado?

– Claro.

Vincent estaba colocando las bolas de helado de vainilla junto a la tarta cuando tintineó la campanilla de la puerta acristalada. Kristen se estremeció al notar una ráfaga de aire frío en la espalda y se volvió al observar que Vincent bajaba poco a poco la cuchara y se quedaba mirando al recién llegado. A ella también le costó un momento reconocer el rostro que asomaba por encima de aquel abrigo de pelo corto tan fuera de lugar en un establecimiento con taburetes de escay agrietado. Al fin ató cabos.

– ¿Sara? -Era la esposa de John. «Dios santo», pensó mientras observaba el rostro de Sara Alden imaginándose lo peor-. ¿Qué pasa? ¿Qué le ha ocurrido a John?

Sara se desabrochó el abrigo con tranquilidad y elegancia.

– ¿Podemos hablar a solas, Kristen?

– Por supuesto. -Guió a la esposa de su jefe hasta un reservado de la esquina.

Al sentarse, Sara le preguntó sin preámbulos:

– ¿Qué te hace pensar que a John le ha ocurrido algo?

– Te has tomado la molestia de venir a buscarme y me he imaginado que… ¿Cómo me has encontrado?

– Lois me ha dicho que seguramente estarías aquí. Me ha explicado que estarás fuera de la oficina por un tiempo indeterminado.

A Kristen el comentario le atenazó las entrañas.

– Sí, es cierto.

– Ha sido cosa de John. -Los ojos de Sara destellaban de ira.

Kristen, perpleja, negó con la cabeza.

– No, fue su jefe quien lo llamó. John me dijo que había tratado por todos los medios de evitarlo, pero Milt estaba decidido.

Sara hizo una mueca de incredulidad.

– Sí, sí, ya me imagino el esfuerzo que hizo John por evitarlo.

Kristen no sabía cómo reaccionar ante aquello.

– Sara, ¿qué está ocurriendo?

– Esta mañana han llamado de parte del teniente Spinnelli. Un tal detective Murphy me ha explicado que estaban contrastando las coartadas de todos los subordinados de John para las noches de los asesinatos de esos hombres. Me ha preguntado dónde estaba John.

– Es lógico, es el procedimiento habitual. El teniente Spinnelli está investigando a todas las personas implicadas en los casos. ¿Es eso lo que te preocupa, Sara? Puedo asegurarte que nadie sospecha de John. No está implicado en ningún asesinato.

– Ha mentido -dijo Sara en tono rotundo-. John le dijo a Spinnelli que estaba en casa conmigo, en la cama. Pero ha mentido. Estaba con otra mujer. Él se cree que duermo, pero me doy perfecta cuenta cuando se marcha.

Kristen se dejó caer en la silla y respiró hondo. Sabía que John formaba parte de la lista de tiradores de Spinnelli, pero lo había descartado nada más leer su nombre. Ni por un instante había concebido la posibilidad de que John Alden pudiese estar implicado en los asesinatos. Se tomaba muchas molestias para seguir el procedimiento legal, para asegurarse de que se cumpliera la ley al pie de la letra y que todos los condenados lo fueran de forma legal. Era un buen fiscal.

Pero parecía que no era tan buen marido.

– Vaya, Sara. -Para su consternación, los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas-. No sé qué decir.

Sara rebuscó en el bolso y sacó un pañuelo.

– Y encima quiere que mienta.

– ¿Lo has hecho?

– No. -Sara le dirigió una mirada empañada-. Bueno, no del todo. Le he dicho al detective Murphy que John no se acostó en toda la noche, que no estaba segura de dónde se encontraba.

– ¿Pero lo sabes? -preguntó Kristen con delicadeza.

Sara se subió el cuello del abrigo de piel y recobró la compostura.

– Hace años que habla en sueños, Kristen. Y habla de todo, a veces incluso de cosas que yo no debería oír. Pero durante años me he comportado como una buena esposa y no le he contado a nadie sus secretos.

Aquella insinuación hizo que Kristen abriera los ojos como platos.

– ¿Habla de los casos?

– Entre otras cosas.

– ¿Y alguna vez ha mencionado a esa otra mujer?

– Sí. ¿Te imaginas cómo supo Zoe Richardson lo de las cartas dirigidas a ti, Kristen? ¿Y lo de que iban firmadas por «Tu humilde servidor»? -Kristen se quedó boquiabierta-. Lo susurró todo en sueños pocas noches después de que empezara todo esto -confesó Sara con un hilo de voz-. Así fue como yo lo supe. Y así es como lo ha sabido Zoe Richardson.

Kristen tragó saliva; ataba cabos pero seguía sin poder dar crédito al resultado.

– ¿Tiene una aventura con Zoe Richardson? ¿John? ¿John Alden? ¿Mi jefe?

– Tu jefe y mi marido. Richardson no es la primera, Kristen. Pero con ella es distinto. Tú estás en peligro por culpa de que esa mujer ha sacado tu rostro en los telediarios y te ha vinculado con el asesino. Sé lo del sábado por la noche, y lo del domingo. Te han agredido dos veces.

Kristen se llevó los dedos a sus labios mientras le daba vueltas a la cabeza.

– Yo… -Desde su extremo de la mesa, miró a Sara a los ojos-. ¿Por qué no le has echado antes en cara que te engañara?

Sara se encogió de hombros. Su mirada reflejaba amargura.

– Me daba vergüenza, así que lo dejé correr.

– Hasta esta vez. -Kristen cerró los ojos; la magnitud de la situación la abrumaba.

– No pienso mentir por él, Kristen. Pagará por lo que te ha hecho. ¿Te acuerdas de la noche en que encontraste las primeras cartas en el maletero? Lo llamaste tres veces.

– Tenía el móvil desconectado.

– Porque estaba con ella. Llegó a casa en plena noche y entró a hurtadillas, como un perro. Se dio una ducha pensando que yo estaba dormida y no lo oía. Pero yo encendí el móvil y escuché los mensajes. Luego los borré para que no supiera lo que había hecho.

– Se puso hecho una furia con los de la compañía telefónica porque creía que no había recibido los mensajes -recordó Kristen mientras seguía pensando-. Y se puso hecho una furia conmigo por no haberlo llamado.

Sara salió del reservado.

– A lo mejor él también tiene que cogerse unas vacaciones forzosas.

Kristen la vio marcharse; respiró hondo, sacó el teléfono móvil y marcó el número de Spinnelli.

Martes, 24 de febrero, 17.30 horas

– Entren, siéntense.

Abe echó un vistazo al pequeño apartamento de Grayson James. Vio una discreta chimenea con una repisa sobre la cual había varios trofeos, todos premios de tiro.

– Gracias por dedicarnos su tiempo, señor James.

– Diana me ha avisado de que vendrían. Me ha dicho que están interesados en averiguar quién es el fabricante de una marca. -Colocó un flexo sobre la mesa de la cocina y lo encendió-. Vamos a ver esa bala.

Por sexta y última vez en aquel día, Mia sacó la bolsa de plástico que contenía la bala. Ninguna de las otras personas de la lista de Diana había podido ayudarlos.

– ¿Puedo cogerla? -preguntó James.

– Claro que sí -dijo Abe, y observó al anciano manejar la bala con sus dedos diestros.

James miró el proyectil a contraluz.

Luego se dejó caer despacio en la silla.

– ¿De dónde la han sacado? -preguntó.

Mia miró a Abe con intensidad renovada en los ojos.

– ¿La había visto antes?

– Sí. Hace más años de los que me gustaría recordar. -Durante unos momentos, escrutó la bala mientras su semblante adquiría una expresión ausente. Al fin parpadeó y se la devolvió a Mia-. De joven tenía un amigo, antes de la guerra. Solíamos practicar el tiro en la cabaña de su padre. El hombre fabricaba sus propias balas y nos enseñó cómo hacerlo. Esta era su marca. No la había visto nunca antes y no había vuelto a verla. ¿De dónde la han sacado?

– Su amigo, señor James -dijo Abe con toda la calma que le fue posible-. ¿Podemos hablar con él?

James apretó los labios.

– Como no conozcan a algún médium… Hank Worth murió en Iwo Jima en 1944.

Mia exhaló un suspiro, su desilusión era tan evidente como la de Abe.

– ¿Vive algún hijo suyo?

– No. Tenía dieciocho años cuando nos conocimos. Miren, les he ayudado en lo que he podido. Lo mínimo que pueden hacer es decirme dónde han encontrado la bala. Son detectives, así que, sea lo que sea lo que les trae aquí, no puede ser nada bueno. No puedo soportar que alguien empañe el nombre de Hank. Era mi amigo.

Abe vaciló.

– No puedo darle detalles, señor James, pero somos de homicidios. Han utilizado esta bala en una tentativa de asesinato.

James abrió los ojos como platos al atar cabos.

– Están investigando al que mata a criminales y abogados.

Mia irguió la espalda ante la acusación que llevaban implícita las palabras de James.

– Sí.

– Es un buen dilema -opinó James-. Se carga a tipos que se lo merecen, pero aun así…

– Aun así, ¿qué? -preguntó Mia.

– Aun así, matar es matar. Yo lo hice, en la guerra, porque no tenía más remedio. Pero es algo que te cambia. Cuando le quitas la vida a una persona no puedes seguir siendo el mismo.

Mia parecía desorientada y Abe sabía que estaba recordando el tiroteo que tuvo lugar la noche en que su anterior compañero murió. Ella también le había disparado a un hombre aquella noche, y lo había matado. Su compinche les había disparado a ambos, a Mia y a su compañero. Ella tuvo suerte de salir con vida.

– Sí, señor James -dijo-. Matar cambia a las personas. Tenemos que encontrar a ese hombre. Por favor, cuéntenos todo lo que recuerde.

James la miraba con expresión grave.

– Mi amigo tenía una novia antes de embarcarse en la batalla del Pacífico. Tenían pensado casarse en cuanto volviera, pero ella se casó con otro menos de dos meses después de que él se marchara. Eso lo mató, vaya si lo mató. Espérenme aquí.

Aguardaron en silencio y unos minutos más tarde James estaba de vuelta.

– Esta es la carta que me envió. Es de diciembre de 1943. Aquí aparece el nombre de su novia, se llamaba Genny O'Reilly. Dijo que acababa de recibir la carta, pero en aquella época el correo tardaba años. Podían haber pasado meses desde que ella se casara. -Les entregó la hoja amarillecida-. Me gustaría recuperarla cuando terminen. A veces me parece que los recuerdos son todo cuanto me queda.

Martes, 24 de febrero, 18.00 horas

El jefe de Zoe, Alan Wainwright, le lanzó una mirada feroz.

– ¿En qué estabas pensando?

Zoe le devolvió la mirada.

– En que si lo emborrachaba lo suficiente, conseguiría que se le escapase algo.

Wainwright expresó desdén.

– ¿De la bragueta? Dios santo, es el fiscal del distrito. ¿Sabes cómo sienta que los jefazos de las cadenas televisivas además del alcalde te revienten el culo?

– ¿Sabes cuánto han subido nuestras acciones desde que filtré la noticia? -espetó Zoe.

El día no le había resultado nada fácil, había tenido que soportar abucheos y comentarios obscenos al cruzar la sala de redacción. Más que una redacción parecía un bar de viejos verdes. John Alden no era el primer hombre al que se había acercado utilizando sus encantos femeninos, pero normalmente elegía a personas discretas, sobre todo porque no quería que el asunto de faldas desacreditara la noticia.

Wainwright hizo una pausa y luego esbozó una sonrisa rapaz.

– Siete puntos.

– Pues déjame en paz de una vez -gruñó Zoe-. He hecho lo que tenía que hacer. Y volvería a hacer lo mismo. -Agarró su maletín y se dirigió a la puerta. Lo que más deseaba en aquel momento era darse un baño caliente y tomarse una copa de vino.

– Spinnelli se lo ha dicho al alcalde. A ver si adivinas quién se lo dijo a Spinnelli.

Zoe se quedó paralizada.

– ¿Quién? -preguntó, aunque ya sabía que solo había una persona capaz de suscitar la petulancia que denotaba la voz de Wainwright.

– Kristen Mayhew.

Zoe dio un resoplido y Wainwright se rio entre dientes.

– Sabía que te gustaría saberlo.

Martes, 24 de febrero, 18.30 horas

Jacob Conti estaba sentado frente a la mesa en la penumbra de su despacho. Oyó los rumores procedentes del vestíbulo y supo que Drake había regresado con noticias por segunda vez en aquel día. Sabía que el asesino había vuelto a la carga dos veces más después de matar a su Angelo, y la última ocasión había dejado a un testigo con vida.

Su esposa no se había levantado de la cama desde el asesinato de su hijo; durante las pocas horas de lucidez no había parado de llorar por él profiriendo unos sollozos profundos y convulsivos que a él le partían el corazón. Sabía que ahora, después de que el médico le administrara otro sedante, estaba durmiendo.

También sabía que el cadáver de su hijo yacía en el depósito desnudo, frío y hecho una carnicería.

Pero, por encima de todo, sabía que el asesino de Angelo iba a pagar por lo que le había hecho.

Drake entró discretamente y cerró la puerta. Tras un momento de silencio, su voz atravesó la oscuridad.

– ¿Puedo encender la luz, Jacob?

– Como quieras; da igual.

La luz inundó la habitación. Jacob parpadeó varias veces ante el deslumbramiento repentino.

Drake se acercó con mala cara.

– No te hace ningún bien permanecer aquí a oscuras.

Jacob le devolvió el gesto.

– Guárdate tus consejos y dime qué has descubierto.

Drake sacó una libretita del bolsillo de la chaqueta.

– Apenas tiene familia. Su madre está en una residencia de Kansas con Alzheimer y ella la visita religiosamente una vez al mes. Su padre dice que lleva años sin hablar con ella.

– ¿Por qué?

– No me lo ha contado, pero sé que siempre ha habido hostilidad entre ellos.

– Entonces no está muerto, de momento.

Drake negó con la cabeza.

– Me da la impresión de que su muerte no te serviría de gran cosa. Anoche hice que dejaran una rosa negra y una nota en la almohada de su madre.

Jacob hizo una mueca de desprecio.

– Qué melodramático.

Drake se encogió de hombros.

– Forma parte del plan. Mi hombre se presentará como investigador con la excusa de indagar en lo de la flor y la nota. Si él no descubre nada, es que no hay nada que descubrir.

– Todo el mundo esconde algo. Incluso alguien tan inmaculado como la fiscal Mayhew.

Drake no parecía muy convencido.

– Ya lo veremos. El matón que le enviaste el domingo por la noche le dijo que, si no hablaba, las personas que le importaban morirían.

– Sí. Yo le pedí que lo hiciera. -Aquello también formaba parte del plan-. ¿Y qué?

Drake gruñó, la estratagema le seguía desagradando.

– Me he guiado por eso. No ha habido muchas más personas en su vida durante los últimos cinco años, por lo menos yo no he sido capaz de encontrarlas. Pero últimamente pasa mucho tiempo junto al detective Abe Reagan.

Jacob frunció el entrecejo.

– Si Reagan se pasa el día con ella, será más difícil volver a atacarla. Mayhew no es tonta.

– Por eso yo no quería que la atacaran en su casa -dijo Drake, enfadado.

El hecho de reconocer que Drake tenía razón solo sirvió para aumentar la frustración que sentía.

– ¿Y qué propones? -quiso saber Jacob-. Quiero coger a ese espía asesino. -Apretó los puños-. Quiero coger al hombre que apaleó a mi hijo hasta la muerte, y Mayhew sabe quién es. Seguro que lo sabe.

– Pues a mí me parece que no, Jacob. Si lo supiera, ya lo habrían encerrado.

– No quiero que lo encierren. Lo quiero para mí. -Jacob dio un puñetazo en el escritorio.

Drake arqueó las cejas.

– Pasa bastante tiempo con el detective Reagan, y también con su familia.

Jacob se relajó. La familia siempre representaba una buena palanca para cualquier tipo de negociación.

– Muy bien. Quiero la respuesta. Me da igual de dónde provenga.

En el rostro de Drake se dibujó una sonrisa diabólica que hizo que él mismo se estremeciera.

– La cosa ya está en marcha.

Martes, 24 de febrero, 19.00 horas

Abe penetró en el camino de entrada a la casa de sus padres y apagó el motor; las manos le temblaban debido a la mezcla de miedo y furia que aún sentía. Miró a Kristen. Seguía plácidamente dormida en el asiento del acompañante; tenía el rostro ligeramente sonrojado y su pecho subía y bajaba de forma acompasada. Ella había salido como un rayo en cuanto se marcharon de la comisaría. No había oído el sonido vibrante del móvil de él ni los insultos que había proferido como respuesta a las peticiones acuciantes de Aidan. Tampoco había oído el sonido melódico de su propio móvil. Ni los epítetos que le había dirigido al emisor de voz ofensiva que se había negado a identificarse.

Sus ojos recorrieron la hilera de coches aparcados frente a la casa de sus padres. Todo el mundo estaba allí. Sean y Ruth, y Aidan y Annie. Kristen y él engrosarían el grupo de los que se habían reunido allí para prestar su apoyo.

Ella se sentiría culpable. No lo era, pero de todas formas ella creería que sí. No podía posponerlo durante más tiempo. La zarandeó por el hombro.

– Kristen, despierta.

Ella se volvió en su asiento, se apoyó en el brazo de él y murmuró algo ininteligible. Posó el rostro en la palma de su mano con tanta confianza que a Abe se le encogió el corazón. Cuando todo aquello terminase, se la llevaría muy lejos, a algún lugar en el que estuvieran solos los dos. A algún lugar donde ella lograse por fin relajarse y despojarse de aquellas malditas horquillas, donde él pudiese estrecharla en sus brazos con ternura, enseñarle a descubrir los misterios de su sensualidad y convencerla de que no lo decepcionaría, de que era imposible que lo decepcionase jamás.

– Kristen, cariño, despiértate.

Sus pestañas temblaron ligeramente y por fin abrió los ojos. Poco a poco fue tomando conciencia, y alzó la barbilla con un gesto rápido cuando se apercibió de dónde se encontraban.

– Me dijiste que me llevarías a casa.

Él le rodeó la nuca con la palma de la mano y le dio un suave apretón.

– Y te llevaré a casa. Pero antes tenía que ver a mi familia.

Ella se irguió.

– ¿Qué ha ocurrido? -Escrutó el rostro de él en la oscuridad del todoterreno y se hundió en el asiento con expresión derrotada; solo por aquello ya tenía ganas de coger a Conti y a su humilde servidor y hacérselo pagar-. ¿Quién?

– Mi padre -confesó él con voz inestable. Ella cerró los ojos-. Afirma que se encuentra bien, pero no he querido dar por sentado que dice la verdad. Según Aidan, está bastante animado, pero aun así…

– Déjame adivinarlo -dijo ella con amargura-. Quien lo hizo quería saber quién es él.

No pensaba mentirle.

– Sí.

Ella se frotó la frente con gesto cansino.

– Ya te dije que no debería acercarme a tu familia. Ahora no tendría que estar aquí. Entra a ver a tu padre. Llamaré a un taxi para que me lleve a casa. Me parece que hoy le toca el turno a Truman. Estaré bien.

«Estaré bien.» Las palabras hicieron eco en la mente de Abe y el impulso fue instantáneo. Se dio la vuelta como pudo y acercó el rostro hasta colocarlo a pocos centímetros de distancia del de ella, el cual mostraba su sobresalto. Por un momento se miraron, luego él se lanzó sobre su boca con una ferocidad que lamentó de inmediato. Estaba furioso, pero no con ella. Kristen era frágil y vulnerable y lo último que necesitaba era que él empeorara las cosas. Se apartó, sin embargo ella extendió las manos y lo acercó de nuevo casi con desesperación. Lo besó con pasión y cuando por fin lo soltó ambos jadeaban como atletas agotados.

– No estás bien -susurró junto a sus labios-. Estás asustada, como yo.

– Lo siento, Abe. Lo siento muchís…

Él interrumpió la disculpa con otro beso apasionado que suavizó tras el primer contacto más ávido. Ladeó la cabeza para que sus labios encajasen mejor y se retiró lo justo para permitirse y permitirle tomar aire antes de continuar. Terminó el beso lentamente, le besó la comisura de los labios y la sien; luego la besó detrás de la oreja y descendió por el cuello, y se obligó a seguir siendo delicado al notar que ella se estremecía.

– Cuando todo esto termine, te llevaré muy lejos -susurró; la gravedad la hizo temblar hasta la médula-. Nos tumbaremos en la playa y nos olvidaremos de todo esto.

«No me prometas nada -quiso decir en voz alta. Estaban allí porque alguien había golpeado a su padre-. Estamos aquí por mi culpa.» Ni siquiera los Reagan podrían pasar por alto algo así, y ella no se creía capaz de soportar sus reproches, daba igual cuánta razón tuvieran. Kristen volvió el rostro hacia la palma de la mano de él y la besó.

– Ve a ver a tu padre -dijo-. Yo te espero aquí.

– No pienso dejarte sola. Entra conmigo.

Kristen sabía que no tenía opción, al igual que sabía que era una locura tentar a la suerte y aguardar sola en el coche, desprotegida. Por eso cuando él le abrió la puerta salió sin rechistar y avanzó hacia la casa mientras él le rodeaba los hombros con su fuerte brazo.

Desde el lavadero notó el aroma de la cena que Becca estaba preparando, pero aquella quietud inhóspita resultaba extraña en casa de los Reagan. Abe abrió la puerta de la cocina y cinco pares de ojos se volvieron a mirarlos, todos invadidos por algún sentimiento turbador. Los de Becca expresaban miedo; los de Aidan, furia. Los de Sean y Annie reflejaban incredulidad. Ruth, apostada junto a Kyle, sostenía un rollo de gasa y movía ligeramente la cabeza. Kyle mantenía la cabeza vuelta y Kristen observó que Abe tragaba saliva antes de acercarse a su padre; lo vio cerrar los ojos y notó el movimiento de su garganta en un esfuerzo por mantener la serenidad.

– ¿Está muy mal? -oyó que le preguntaba a Ruth en voz baja.

– He superado cosas peores -espetó Kyle, pero pronunciaba mal-. Me han dado más golpes que a un pulpo, pero aún soy capaz de oír y de hablar.

– ¿Cómo ha sido? -se limitó a preguntar Abe.

Becca tomó aire.

– Salía de la tienda de comestibles y un hombre…

– Ya se lo cuento yo, Becca. -Kyle hizo esfuerzos por incorporarse en la silla; Aidan trató de ayudarlo pero él lo apartó-. Puedo yo solo. Salía de la tienda de comestibles y un hombre me clavó una pistola en los riñones. Me ordenó que avanzara en silencio y me llevó detrás de la tienda.

– ¿Cuántos hombres había allí? -preguntó Abe.

– Cuatro -respondió Kyle; Kristen, oculta en el lavadero, se echó a temblar-. Me dijeron que más vale que descubras ya quién es el asesino si no quieres que se encarguen del resto de la familia.

Abe se volvió de súbito a mirar a su alrededor.

– ¿Dónde está Rachel?

Ruth le puso la mano en el hombro para tranquilizarlo.

– Está en el dormitorio, con los niños.

– ¿Dónde está Kristen? -preguntó Kyle-. No la habrás dejado sola…

– Estoy aquí -dijo Kristen con un hilo de voz-. Estoy bien.

Kyle levantó una mano vendada.

– Acércate.

Kristen avanzó con las piernas temblorosas. Lo que tuviera que decirle no sería ni mucho menos lo que se merecía. En cuanto miró a Kyle a la cara se echó a temblar de nuevo. La tenía llena de cardenales, más o menos negruzcos, y su pelo cano mostraba una calva cubierta por un apósito. Llevaba ambas manos vendadas, la derecha más que la izquierda. Kristen se arrodilló a sus pies y se lo quedó mirando mientras parpadeaba para no derramar lágrimas. Había permanecido con ella toda la noche, jugando al solitario y haciéndole compañía. Le había proporcionado seguridad. Y por su amabilidad lo habían apaleado hasta casi arrebatarle la vida. En cuanto abrió la boca, él la acalló con un carraspeo de exasperación.

– Si se te ocurre decir que lo sientes, me veré obligado a darte un puntapié en el trasero -le espetó Kyle con los labios hinchados y una risa ronca.

Kristen respondió de la única forma que sabía que lo ayudaría a preservar la dignidad.

– Iba a preguntarle qué aspecto tenían los otros -mintió en tono irónico.

Los ojos azules del hombre emitieron un destello de agradecimiento cargado de humor.

– No eran tan guapos como yo -dijo.

Tras él, Becca esbozó una sonrisa trémula.

– No es culpa tuya, Kristen. Tú no eres más que una víctima, igual que todos los demás.

Kyle asintió al tiempo que hacía una mueca de dolor.

– ¿Le han roto algo? -preguntó Kristen.

– Unas cuantas costillas, y el orgullo. -Kyle se puso muy serio-. No les digas nada, Kristen. Prométeme que no lo harás.

Kristen resopló, se sentía frustrada.

– No puedo; no sé nada. Si supiese quién es el asesino, estaría en prisión. Y si creyese que iba a servir de algo, llamaría a Conti y le diría que no sé quién es.

– No serviría de nada -dijo Abe, y ella se volvió a mirarlo-. Te han llamado al móvil mientras dormías. Han dicho que se pondrían en contacto contigo a diario hasta que les dieras una respuesta. No les importa cómo lo averigües, quieren saber quién es el asesino.

«A diario.» Reprimió el pánico y la impotencia y mantuvo la voz templada.

– ¿Puedes localizar la llamada?

Abe se encogió de hombros.

– Ya lo he solicitado, pero estoy casi seguro de que la habrán hecho desde un móvil robado o desechable.

– ¿No puedes detener a Conti? -preguntó Aidan-. Utiliza cualquier excusa, sabes que es él.

Abe frunció los labios.

– No serviría de nada, y encima nos demandaría por arresto indebido. Él está detrás de todo esto pero no lo lleva a cabo en persona. Los jefazos ya le han advertido a Spinnelli que no lo detenga hasta que no dé con un buen motivo.

Kristen se puso en pie.

– Bueno, entonces tendremos que averiguar quién trabaja para él. La primera persona que se me ocurre es el hombre que lo acompañaba el día en que acorraló a Julia contra el coche. Se llama Drake Edwards y es el brazo derecho de Conti. Tiene fama de ser un cabrón despreciable. -Miró a Kyle-. ¿Pudo observar algún rasgo distintivo en alguno de los hombres que lo atacaron?

Los labios hinchados de Kyle se retorcieron en una mueca.

– Solo las marcas que yo mismo les dejé. No llegué a verles la cara, pero uno de ellos debe de tener un buen cardenal en la mejilla izquierda.

– Lo tendré en cuenta -dijo Abe.

Becca agitó las manos.

– Ya está bien de charla. Sean, saca los platos para poner la mesa. Aidan, trincha la carne. Annie, necesito que me ayudes a pelar más patatas. Tengo que arreglármelas para que la cena alcance para cuatro adultos más y para los niños.

Kristen retrocedió.

– Becca, yo no…

Beca la acalló con otro gesto de sus manos.

– Cállate, Kristen. Ya contaba con Abe y contigo; a los que no esperaba es al resto de la familia.

La insistencia de Becca se reflejó en los rostros de los demás miembros de la familia Reagan. No la echaban. Notó que se le deshacía el nudo del estómago; seguía formando parte de aquella increíble familia.

– Pues deja que te ayude yo a pelar patatas. -Miró a Annie-. Si no te importa.

Annie le tendió el cuchillo con una sonrisa alentadora y todos se pusieron a trabajar.

Martes, 24 de febrero, 19.00 horas

El sol ya se había puesto y seguía allí sentado, pensando, dándole vueltas a la cabeza, evocando recuerdos en la oscuridad de la cocina. La fotografía de Leah se encontraba a su izquierda; el montón de balas, a su derecha; y en el centro de la mesa se hallaba la pecera, todavía llena de nombres. Había demasiada maldad en el mundo. No necesitaba encender la luz para leer los nombres, habían quedado grabados para siempre en su memoria. Un juez, un abogado defensor y un violador en serie. Cerró los ojos y evocó la mirada de Leah la última vez que la vio con vida. Reflejaba tanta, tanta soledad… Por culpa del juez, del abogado y del violador. Todos merecían morir.

Y lo harían. Pero tenía que andarse con cuidado. Cuando hubiese matado al juez, empezarían a acercarse a la respuesta, y en cuanto matase al abogado, lo descubrirían. El violador lo sospecharía y huiría, y él no podría completar su venganza.

No podía permitirlo. Tenía que matarlos de forma que los demás no sospechasen que iban a convertirse en las siguientes víctimas. Sin embargo, tenía ganas de que la idea cruzase sus mentes aunque tan solo fuese por un instante. Tenía ganas de que el abogado se aterrorizase al conocer la muerte del juez, y de que el violador supiese que iba por él y sintiese tanto terror como su Leah.

También quería que todos supieran por qué los asesinaba.

Y que todos sufrieran mucho.

Permaneció sentado en la oscuridad trazando varios planes hasta que se decidió por el primero de todos. Les daría caza como a perros, como lo que eran; los heriría para que no pudiesen escapar y los llevaría allí. Los atraparía rápido, de forma eficiente. Pero una vez capturados, los mataría despacio hasta obligarlos a suplicar piedad.

Y recibirían tanta piedad por su parte como la que ellos habían mostrado por Leah.

Dicho de otro modo, ninguna.

Martes, 24 de febrero, 22.00 horas

Kristen abrió los ojos con sorpresa cuando entraron en el camino de entrada a su casa. Era evidente que el coche patrulla estaba vacío.

– ¿Qué le ha ocurrido a Truman?

– Ha tenido que volver a su puesto. Media docena de compañeros han llamado diciendo que tenían la gripe y en la comisaría ya no sabían qué hacer para cubrir el turno. Les he dicho que no se preocuparan.

Kristen permaneció un momento en silencio hasta que por fin dijo en voz baja:

– Les has dicho que te quedarías conmigo.

No habían hablado de ello hasta aquel momento. Él lo había dado por hecho, pero ahora veía que Kristen estaba indecisa, casi podía apreciar las vueltas que le daba la cabeza, y lo entendía. Las otras dos noches que se había quedado con ella la situación era excepcional. En ambas ocasiones la habían agredido. La noche anterior había sido su padre, un vigilante respetable, quien se había quedado con ella. Pero aquella noche era diferente. No eran más que un hombre y una mujer solos en casa de ella. Habría mentido si le hubiese dicho que no se le habían pasado por la cabeza las posibles consecuencias; de hecho, una parte de su mente seguía pensando en ello, y agradeció que se encontraran sumidos en la oscuridad.

– Dormiré en el sofá.

Ella se recostó en el asiento y se volvió para mirarlo.

– ¿Y no te moverás de allí?

– No me moveré -respondió sin dudarlo-. Bueno, solo si tú me lo pides.

Ella esbozó una sonrisa forzosa.

– Así que la decisión es mía, ¿no?

Él no sonrió.

– Completamente.

– ¿Me darás al menos un beso de buenas noches?

Él siguió sin sonreír.

– Pero no me pidas que te arrope, mis principios tienen un límite. -Sin darle tiempo a responder, la ayudó a bajar del coche y le cogió el maletín que llevaba en una mano y la bolsa de Marshall Field's que llevaba en la otra.

– ¿Qué hay en la bolsa?

– Revistas -respondió-. Le he dicho a Annie que me gustaría hacer obras en la cocina mientras pelábamos patatas y me ha dejado estas revistas para que saque algunas ideas. Estoy pensando en derribar una pared y duplicar la superficie. A lo mejor la decoro al estilo provenzal. Puedes echar un vistazo a las fotos y decirme…

Interrumpió la frase con una exclamación de sobresalto y enseguida Abe entendió por qué. La pared exterior de la cocina, junto a la puerta, estaba llena de pintadas negras. Eran graffitis de casi dos metros, típicos de los Blade. Una larga línea horizontal recorría la pared hasta la esquina y terminaba en una punta de flecha estilizada.

– Voy por una linterna. Quédate aquí. -Abe dejó la bolsa y el maletín en el suelo y cogió una potente linterna que guardaba en el todoterreno. Luego se acercó a la casa con cautela y dobló la esquina iluminando la nieve hasta encontrar lo que la banda había dejado.

– Mierda.

– ¿Qué hay? -preguntó Kristen desde detrás. Él se sobresaltó.

– Maldita sea, Kristen, te he dicho que te quedaras junto a la puerta. -Pero ya era demasiado tarde. Su amonestación quedó interrumpida por el grito ahogado de Kristen.

– Oh, Abe. No.

– Sujeta esto y no te muevas. -Le tendió la linterna, sacó el teléfono móvil y pulsó la tecla en la que tenía grabado el número de Mia-. Ven a casa de Kristen -le pidió-. Acabamos de encontrar a Aaron Jenkins.

Capítulo 18

Miércoles, 25 de febrero, 8.00 horas

– Vamos a empezar -anunció Spinnelli, situado junto a la pizarra.

Las conversaciones cesaron. Kristen pensó que en la sala se respiraba un ambiente tranquilo. Por fin contaban con una línea que seguir, pero también tenían un nuevo cadáver en el depósito. A Aaron Jenkins le habían cortado el cuello y su cuerpo había quedado expuesto a la congelación en la penumbra del patio trasero de la casa de Kristen. Los miembros de la banda debían de haberse acercado en coche hasta allí y al no ver ningún coche patrulla habían aprovechado la oportunidad. La amenaza era evidente. Cualquiera que colaborara con el asesino merecía que la banda tomase represalias contra él. Y Kristen seguía encabezando la lista.

La mesa de la sala de reuniones estaba al completo. Además del equipo principal se encontraban allí Julia; Todd Murphy, un miembro del equipo de Spinnelli; y Miles Westphalen, el psicólogo de la plantilla.

– ¿Qué tenemos, chicos? ¿Abe?

– Un nombre asociado a la bala -explicó Abe-. Hank Worth. El problema es que murió hace sesenta años.

El rotulador chirrió cuando Spinnelli anotó el nombre en la pizarra.

– ¿Qué más?

– Sabemos que Genny O'Reilly era su prometida -prosiguió Mia-. Se casó con otro dos meses después de que él partiese a bordo de un barco. A lo mejor he visto demasiadas películas, pero supongo que ella debió de pensar «puede que no vuelva nunca de la guerra» y encontrarse con que tenía que alimentarse por dos. Si es así, su hijo debe de tener unos sesenta años.

Spinnelli lo consideró.

– Me parece una edad algo avanzada para nuestro humilde servidor.

– Muchas personas están en perfecta forma a los sesenta años -apuntó tímidamente Westphalen.

Spinnelli sonrió.

– Protesta aceptada, Miles.

– Bueno -observó Jack-, quienquiera que sea la persona a la que nos enfrentamos debe de tener más fuerza que el común de los mortales. ¿Cuánto pesaba la víctima más corpulenta, Julia?

Julia sacó sus anotaciones.

– Ramey pesaba noventa y nueve kilos, y King, ciento catorce. Los otros, menos. Pero creo que utilizó una carretilla o una plataforma con ruedas.

– ¿Por qué? -preguntó Abe enseguida.

– Los cadáveres no mostraban ninguna señal de haber sido arrastrados. No presentaban rasguños en la espalda ni cardenales en los tobillos, en las muñecas o debajo de los brazos que indicaran que los habían agarrado y tirado de ellos con fuerza. Sí que se ven las marcas de la cuerda que utilizó para atarles las muñecas y los tobillos pero son muy distintas de las que resultarían de arrastrar un cuerpo. De haberlos colocado sobre una plataforma con ruedas, no habría necesitado mucha fuerza. Solo habría tenido que hacerlos rodar.

– Aun así, ¿hacer rodar un cuerpo de ese peso no es demasiado esfuerzo para un hombre de sesenta años? -se extrañó Jack.

Mia alzó la mano.

– Antes que nada, deberíamos comprobar en el registro si Genny O'Reilly tuvo un hijo; si es así, ya nos preocuparemos de la edad del asesino. Buscaremos las posibles partidas de matrimonio de sus hijos y las de nacimientos posteriores. Los nietos de Hank y de Genny tendrían entre veinte y cuarenta años, y esa edad sí parece apropiada.

– Si la hipótesis resulta cierta -intervino Miles, pensativo-, o el asesino conoce la identidad de su padre biológico para hacerse con un molde o, como mínimo, conoce la marca de la familia Worth. Estaba pensando en el hombre con quien se casó Genny O'Reilly. ¿Cómo debió de reaccionar al tener un hijo que no era suyo? ¿Cómo debió de tratarlo? Si tuvieron más hijos, ¿consideraría al bastardo el primogénito? Tal vez sentía ira y rencor. -Westphalen se encogió de hombros-. O tal vez no.

– Buscaremos los documentos de Genny O'Reilly y lo averiguaremos -propuso Spinnelli-. ¿Qué más tenemos?

Abe se inclinó hacia delante.

– El anciano, Grayson James, dijo que Hank Worth y él solían ir a la finca de su padre a practicar el tiro. Mia, ¿recuerdas que el otro día dijiste que el asesino debía de tener alguna propiedad donde pudiese practicar?

A Mia se le iluminó la mirada.

– Podemos comprobar en el registro qué propiedades pertenecen a los Worth.

El rotulador volvió a chirriar al escribir Spinnelli en la pizarra.

– ¿Qué más?

– He estado tratando de averiguar cómo era la cadena con la que estranguló a Ramey -dijo Jack-. Hemos hecho un modelo con las marcas y he identificado unas cuantas de ese tamaño. -Depositó tres cadenas sobre la mesa-. La más parecida al modelo de escayola es la del centro.

– Parece de perro -saltó Spinnelli-. He visto que la gente utiliza cadenas así para ponerles la placa de identificación.

Mia mostró la cadena que llevaba colgada al cuello por dentro de la blusa.

– ¿Te refieres a una cadena como esta?

Unas cuantas placas de identificación militar colgaban de un extremo.

– Mi padre me entregó estas placas cuando me hice policía. Me dijo que a él le habían servido para conservar la vida en Vietnam y que esperaba que a mí me ayudasen a conservar la mía durante el servicio.

– Un tirador tan bueno tenía que ser militar -dijo Abe con voz emocionada-. La explicación parece lógica.

Spinnelli caminó de la pizarra a la mesa y viceversa.

– Bien, bien. Seguidle la pista, y si topáis con algún problema para investigar en los registros militares, decídmelo y hablaré con el gobernador. -Hizo una mueca-. Le daré trabajo para que deje de molestar al alcalde, y así el alcalde dejará de molestarme a mí. ¿Algo más? -Nadie pronunció palabra y Spinnelli señaló al detective Murphy, que había permanecido sentado en silencio-. Murphy, háblanos de la pistola de Muñoz.

– Hemos visitado las casas de empeños -explicó Murphy. Era un hombre serio y llevaba el traje arrugado. A Kristen le sonaba que tenía fama de ser un buen policía, metódico-. Encontramos la pistola ayer a última hora.

– ¿Tiene huellas? -preguntó Abe.

Murphy asintió.

– Sí. Y estaban registradas. Pertenecen a un delincuente común que suele andar por ahí armando jaleo. Hemos hecho circular una orden de detención. Con un poco de suerte lo encontraremos; es posible que viera algo el lunes por la noche.

Spinnelli tapó los rotuladores.

– Y yo pediré que nos permitan examinar el expediente de Aaron Jenkins. Ahora que está muerto, no tienen por qué poner pegas.

Mia se puso en pie.

– El registro abre a las nueve y quiero llegar la primera. ¿Estás apunto, Abe?

Abe cogió el abrigo y Kristen se vio obligada a volver la cabeza para no mirarlo. La noche anterior no había habido el más mínimo roce entre ellos y eso hacía que lo deseara aún más. Primero hablaron con la policía científica y luego con los forenses, mientras estos retiraban el cadáver de Jenkins. Al fin, cuando todo el mundo se hubo marchado, Abe le dio un beso de buenas noches prolongado y vehemente, y luego la envió a la cama con una palmadita en la espalda. Él se acostó en el sofá, tal como le había prometido, y la dejó con el corazón a cien mientras se preguntaba qué habría ocurrido si le hubiese pedido que la arropara. Abe se levantó varias veces durante la noche para comprobar que estaba bien, y ella se había sentido invariablemente tentada de pedirle que se quedara. Pero no lo había hecho y, cuando al fin se quedó dormida, en sus sueños no cesaron de aparecer imágenes ardientes que aún le hacían bullir la sangre.

– Voy a conducir yo, Mitchell, así que iré por algo para desayunar. -Se detuvo junto a la silla de Kristen y se inclinó para susurrarle al oído-: No vayas sola a ninguna parte, ni siquiera a Owen's. Por favor.

Su mirada, llena de ternura y preocupación, le atenazó el corazón.

– Te prometo que me quedaré aquí todo el día.

Abe se incorporó.

– Todo el día tal vez no -respondió él en tono enigmático.

– Abe -lo llamó Spinnelli con voz seria-, me han contado lo que le ocurrió a tu padre anoche. Mientras no consigamos pruebas para inculpar a Conti, andaos con cuidado tú y los tuyos.

Miércoles, 25 de febrero, 10.00 horas

– ¿Todo esto? -preguntó Abe mientras ojeaba la pila de gruesos volúmenes-. Tardaremos días.

La empleada, que se llamaba Tina, les dirigió una mirada compasiva.

– Las partidas de matrimonio de los años cuarenta aún no están informatizadas -explicó-. Pero no es tan difícil como parece. Díganme el nombre y la fecha.

– Genny O'Reilly -respondió Mia mientras miraba por encima del hombro de la mujer-. Se casó durante el otoño de 1943.

Tina colocó separadores en uno de los volúmenes para marcar las páginas.

– Tiene que estar entre las páginas marcadas por los separadores. Si lo comprueban ustedes mismos yo me dedicaré a buscar el listado de propiedades que me han pedido.

– De acuerdo -dijo Mia-. Nos gustaría que nos ayudase a encontrar la finca de un tal Worth. No sabemos exactamente dónde está, solo que es por la parte norte de la ciudad.

Tina se mordió el labio.

– ¿Saben el nombre de pila?

Abe negó con la cabeza.

– La persona que nos proporcionó la información lo llamó «señor Worth». Su hijo se llamaba Hank, por si sirve de ayuda. A lo mejor el padre se llamaba igual.

Tina se encogió de hombros.

– Haré lo que pueda. Que tengan suerte.

Cuando Tina se marchó, Mia se dejó caer en una silla.

– Tenemos que acabar con las fiestecitas nocturnas.

Abe abrió el grueso libro.

– ¿Qué dijo ayer tu cirujano cuando lo abandonaste tan temprano?

– Menudo pelmazo. De hecho, estaba buscando alguna excusa para pedirle que me llevara a casa. -Lo miró con gesto burlón-. ¿Qué tal lo pasaste tú? ¿Cómo fue la noche después de que el séquito os dejara solos?

«Eterna.» Abe pensó en Kristen, en la forma en que lo había mirado la noche anterior. Se encontraban junto a la puerta de la cocina, ella acababa de cerrarla con llave tras salir la última persona y conectó la alarma. En el mismo instante en que se dio la vuelta, la tensión se adueñó del ambiente y casi notó un chisporroteo mientras ambos permanecían en extremos opuestos de la estancia, mirándose. Hasta que de pronto ella se lanzó en sus brazos como si lo hubiera hecho toda la vida. Él la besó, y volvió a besarla. Por suerte, consiguió limitarse a seguir besándola mientras la sujetaba por las caderas; los cuerpos de ambos temblaban. Al final, en lugar de atraerla y pegar su cuerpo al de ella tal como se moría de ganas de hacer, la apartó de sí con suavidad y le dio media vuelta para que se dirigiera al dormitorio con un simple «buenas noches». Si ella le hubiese insinuado que la acompañara, lo habría hecho. La habría tomado en brazos y la habría llevado a la cama, y luego la habría ayudado a alcanzar otro… hito.

Sin embargo, ella no se lo había insinuado. Se dirigió al dormitorio y solo volvió la vista atrás una vez, pero aquella mirada había valido más que diez hitos seguidos. Reflejaba una mezcla de confianza y deseo ardiente, y la combinación despertó en él algo muy profundo. Le permitió que se alejara y oyó, con el cuerpo tenso, lleno de deseo, cómo se preparaba para meterse en la cama. No consiguió dormirse hasta las tres; lo sabía porque había ido a observarla en silencio cada media hora. Prefirió pensar que iba a verla porque estaba preocupado. Le había afectado mucho encontrar el cadáver de Jenkins en el patio, con la amenaza que aquello implicaba. Prefirió pensar que era por eso, pero en realidad albergaba la esperanza de que cambiase de opinión y le pidiese que se quedara junto a ella. Lo deseaba, lo veía en sus ojos. Pero no lo hizo, y al final se acurrucó en la cama y se quedó dormida como un angelito.

En cambio, lo último que él albergaba eran pensamientos angelicales. La deseaba con tal intensidad que le faltaba el aliento. Pensó en ello durante mucho tiempo mientras permanecía despierto, tendido en el incómodo sofá con la vista fija en el papel de rayas azules. Era muy bella, de eso no cabía duda, pero había conocido a muchas mujeres bellas en su vida. Kristen, sin embargo, tenía algo más, algo más profundo; era íntegra, valiente y amable, y en su interior latía un gran corazón que ella mantenía oculto. Un corazón que justo empezaba a dejarse entrever y que él quería para sí.

En solo una semana ella le había robado el suyo.

Levantó la cabeza. Mia lo miraba fijamente, comprendía lo que expresaban sus grandes ojos azules. Ella también era muy atractiva, pero no la deseaba. Deseaba a Kristen.

– Quería advertirte que la trataras con delicadeza, pero creo que ya lo sabes -dijo con seriedad.

Abe puso mala cara.

– ¿El qué? ¿Qué sabes tú?

Mia se encogió de hombros.

– Hace mucho tiempo que sospecho que detrás de la entrega de Kristen a su trabajo hay algo más que el simple afán de justicia. Una vez incluso llegué a hacer comprobaciones, quería saber si había interpuesto alguna denuncia. Tengo una muy buena amiga, Dana, que se dedica a asesorar a las mujeres en estos casos y pensé que podría ayudar a Kristen. Pero en Chicago no consta ninguna denuncia.

– Yo también había pensado en comprobarlo -admitió Abe.

– Pero prefieres que sea ella quien te lo diga. Ten paciencia, Abe. Kristen lleva mucho tiempo sola. Tardará un tiempo en acostumbrarse a poder confiar en alguien.

Abe notó que la voz de Mia denotaba añoranza.

– ¿En quién confías tú?

Una de las comisuras de sus labios se alzó y esbozó una triste sonrisa.

– En mí. -Exhaló un suspiro exagerado-. Hasta las marimacho sueñan con un príncipe encantado. Por desgracia, yo no he pasado de la rana. -La sonrisa se convirtió en una mueca de aflicción y Mia tiró del libro para acercárselo-. Bueno, vamos al grano. No puede haber muchas Genny O'Reilly que se casasen en 1943.

Miércoles, 25 de febrero, 10.00 horas

Capturar al juez estaba resultando más fácil de lo que había previsto. Parecía mentira lo que facilitaba las cosas el hecho de contar con un poco de información privilegiada. Al principio había planeado asaltar al juez cuando entrase o saliese del Lincoln con cristal antibalas que conducía su chófer, lo cual, en el mejor de los casos, habría resultado dificultoso. En el peor, lo habrían cogido.

Sin embargo… Sonrió al pensar en el milagroso artilugio electrónico que había hallado en el bolsillo de Trevor Skinner. Era a la vez teléfono móvil, agenda, listín telefónico y varias cosas más. En apariencia Skinner había dejado pocas cosas al azar, y aún menos a cargo del jurado. Cada uno de los abogados defensores y los jueces de la ciudad ocultaban suficientes trapos sucios como para tenerlo ocupado durante semanas. Por una parte lamentaba haberse dado a conocer; pero por la otra, no. Los criminales y la escoria que los defendía estaban muertos de miedo, temían salir solos de casa y, como las víctimas, se volvían a mirar atrás a cada paso. Gracias al periodismo sensacionalista de Zoe Richardson, sabía que el hombre que acompañaba a William Carson era su guardaespaldas y que los abogados defensores de más renombre de la ciudad se rifaban a los mejores gorilas para que los protegieran.

Pero la protección era una vana esperanza. Un hombre paranoico tendría miedo en el lugar más seguro del mundo. Y ese era su objetivo, aterrorizar a todos los hombres cuyos nombres contenía la pecera.

Palpó el papelito que llevaba en el bolsillo; el nombre del juez Edmund Hillman. Él había presidido el juicio de Leah. Gracias a la BlackBerry de Skinner, sabía que el honorable Edmund Hillman tenía una amante. Llevaba tres años citándose con Rosemary Quincy todos los miércoles por la tarde en un pequeño hotel de Rosemont; allí el honorable juez Hillman no hacía precisamente honor a su condición. Según los datos de Skinner, aquella era la única ocasión en que Hillman conducía su coche.

Pensó en llegar al hotel temprano, antes de la hora en que solía hacerlo Hillman. Aguardaría, observaría, y entraría en acción. Había llegado el momento de que fuera él quien impusiera orden.

Miércoles, 25 de febrero, 11.30 horas

Kristen colgó el auricular muy despacio y venció el impulso de estamparlo contra la pared, tal como acababa de hacer Ronette Smith. Le había agradecido la llamada y le había dicho con retórica cargada de ironía que estaba perfectamente, que su familia también estaba perfectamente y que la vida le iba perfectamente, a pesar de que la justicia estadounidense no la hubiese ayudado en absoluto ni ella tampoco. Kristen se frotó la frente. Ronette no se había ido por las ramas.

Había sido tan clara como la mayor parte de las personas que aparecían en su lista. Kristen la observó con objetividad. Había conseguido ponerse en contacto con casi la mitad. Tres se habían quedado sin trabajo hacía poco, lo cual podía resultar un hecho traumático, pero su voz no era la que esperaba de un asesino.

«¿Y qué voz se supone que tiene alguien que ha asesinado a nueve personas? ¿Fría? ¿Desapasionada? ¿De loco?»

Estaba pensando en eso cuando una sombra cubrió el listado. Levantó la cabeza, casi segura de encontrar a Spinnelli o a Abe, y abrió los ojos como platos al ver ante ella a Milt Hendricks, el jefe de John. Se puso en pie de inmediato.

– Señor Hendricks…

Él reparó en los documentos que ella estaba revisando en la mesa de Abe y levantó la cabeza para mirarla a los ojos.

– No me andaré con rodeos. Solo quiero tener la seguridad de que sabes por qué te he apartado de los tribunales.

– Porque los abogados defensores están asustados y le preocupa que apelen las sentencias de los casos que estaba llevando -dijo Kristen reproduciendo las palabras de John.

Hendricks asintió.

– Es cierto. Pero también quería apartarte del punto de mira. Ese hombre te ha elegido a ti por algún motivo. Insistí para que John te hiciese saber que hago esto por tu seguridad, no como castigo. Pero, dadas las circunstancias, no estoy seguro de que te haya transmitido el mensaje completo. Esta situación es temporal, Kristen. De todos los fiscales de la ciudad, tú eres quien consigue que se dicten más condenas. Cuando todo esto termine, quiero que vuelvas al trabajo. Aunque, a juzgar por esos documentos, parece que no has dejado de trabajar.

Kristen notó que se ruborizaba, pero conservó la serenidad.

– Estoy ayudando a la policía a analizar estos viejos casos -dijo-. Estamos seguros de que existe alguna conexión.

Hendricks alzó una ceja.

– ¿John te ha dado permiso?

– Tampoco me lo ha negado, señor -respondió tardíamente.

A él estuvo a punto de escapársele la risa.

– Ya. Bueno, supongo que no hay ningún problema, pero ten cuidado. -Se puso muy serio-. Ten mucho cuidado. Acabo de perder a uno de los mejores fiscales de mi equipo; no quiero perder a otro.

Kristen palideció.

– ¿A John? ¿Le ha ocurrido algo?

– No, no. Físicamente está bien -la tranquilizó Hendricks-. Esta mañana ha presentado la dimisión. Y yo la he aceptado.

Kristen se sentó y se lo quedó mirando.

– No sé muy bien qué decir.

– Ha puesto en peligro su cargo -se limitó a explicar Hendricks-, y también la reputación de la oficina. Con un poco de suerte, todo esto terminará pronto y podremos volver al trabajo. Ah, sé que necesitas información sobre los delitos de Jenkins. Considérala en tus manos. -Tras una inclinación de cabeza, Hendricks se marchó y dejó a Kristen mirándolo boquiabierta.

– Mi madre diría que en boca cerrada no entran moscas.

Kristen se volvió hacia su izquierda y vio a Aidan Reagan apoyado sobre un escritorio cercano. Cerró la boca de golpe y él sonrió.

– ¿Estás libre para comer? -le propuso.

– ¿Me estás haciendo una propuesta?

– Sí. Abe me ha dicho que tenías que recoger un encargo y yo tengo tiempo antes de pasar a buscar a Rachel.

– ¿Un encargo? Ah, sí -recordó-. La pistola. Ya han pasado los tres días. -Frunció el entrecejo-. ¿Por qué vas a recoger a Rachel? ¿No está bien?

– Sí, sí. Es que esta semana trabajo de noche y eso me permite convertirme en su sombra. Hasta que todo esto termine, la llevaré a la escuela y luego la recogeré. Creo que es lo mejor. Y no se te ocurra decir que lo sientes -le advirtió-. Papá se pondría como loco y te daría una patada en el trasero.

Aquello la obligó a sonreír, aunque con tristeza.

– ¿Cómo está tu padre?

Aidan se encogió de hombros.

– Dolorido. Y muy cabreado. Creo que lo que más rabia le da es no haberles hecho más daño. Eso le hiere en el amor propio. Pero se recuperará.

Kristen lo escrutó con detenimiento.

– ¿Has cambiado de opinión respecto a mí?

Aidan se sonrojó, exactamente igual que le ocurría a Abe cuando se sentía incómodo.

– Siento haber sido desagradable contigo cuando nos conocimos. Sé lo de la pintada de los Blade en tu casa. Abe me ha contado que quieres comprarte un perro. Conozco a un chico que los adiestra para la unidad canina. ¿Te interesa?

Kristen, conmovida, cogió el abrigo.

– Vamos.

Miércoles, 25 de febrero, 12.00 horas

– ¿Ha habido suerte? -preguntó Tina, la empleada del registro.

Mia alzó los ojos.

– Sí, pero estaba al final de todo; cómo no.

– Siempre ocurre lo mismo -convino Tina.

– Genevieve O'Reilly -leyó Abe en su cuaderno-. Se casó con Colin Barnett el 15 de septiembre de 1943; los casó el padre Thomas Reed en la parroquia del Sagrado Corazón.

Tina asintió, satisfecha.

– Muy bien. Pueden comprobar en el censo si tuvieron hijos. De todas formas, si eran miembros de la parroquia, en la iglesia tendrán un registro de los bautizos.

– ¿Qué tal le ha ido a usted? -preguntó Mia-. ¿Ha avanzado algo en la búsqueda de la propiedad?

Tina le tendió una hoja.

– He caído en la cuenta de que Hank es el diminutivo de Henry, y así lo he encontrado. Henry Worth. Cuando él murió, la propiedad pasó a Paul Worth. Es todo cuanto he descubierto. Espero que les sirva de ayuda.

Mia ojeó el papel; cuando levantó la cabeza los ojos le brillaban.

– Nos es muy útil. Vamos a llamar a Spinnelli. Debería enviar a una unidad táctica por si el hombre se encuentra allí.

Abe cogió su abrigo.

– Espero que esté en casa -dijo muy serio-. Quiero ser el primero en ponerle la mano encima.

Miércoles, 25 de febrero, 13.30 horas

– Tendrías que haberme dicho que eras alérgica a los perros -le reprendió Aidan entre carcajadas mientras la ayudaba a salir del coche.

– Qué horror. -No le quedaba ni un ápice de la satisfacción que había sentido al probar la pistola nueva en el campo de tiro de Givens. El sentimiento se desvaneció por completo en cuanto llegaron al criadero de perros guardianes adiestrados de forma impecable. Fue poner un pie allí y empezar a moquear, y cinco minutos después profería unos estornudos tan tremendos que se habría caído al suelo si Aidan, entre risas, no la hubiese sostenido-. A mí no me hace ninguna gracia -protestó.

– ¿Cómo se te ocurre entrar en un criadero sabiendo que eres alérgica a los perros?

Kristen se apoyó en el coche para coger aliento.

– No lo sabía. No he estado en contacto con muchos perros. Una vez un invidente entró con su perro en el local adonde suelo ir a comer y empecé a estornudar, pero pensaba que era cosa de aquel animal en particular. -Se enjugó los ojos llorosos y entró en el coche. A diferencia de su hermano, Aidan prefería la sobriedad y la elegancia de un Camaro a la robustez de un todoterreno. Kristen se sorbió la nariz y se estremeció mientras él ponía en marcha el motor y de la rejilla de la calefacción empezó a salir un aire gélido-. Creo que me he quedado sin perro guardián.

Los labios de Aidan se curvaron.

– Supongo que no tienes opción. De todas formas, me imagino que a Abe no le importará sustituirlo.

A ella se le encendieron las mejillas a pesar del aire frío que despedía la supuesta calefacción.

– Abe es muy amable.

Aidan se volvió a mirarla antes de salir del aparcamiento.

– Pues si todo lo que sabe hacer es ser amable, tendré que darle unos cuantos consejos. -El rostro de Kristen debió de reflejar el horror que sintió, pues él se echó a reír-. Estoy bromeando, Kristen. En primer lugar, lo que ocurra entre Abe y tú es cosa vuestra, y en segundo, si le dijese eso me ganaría una patada en el trasero.

– Parece que es una reacción típica de la familia -comentó Kristen.

– Bueno, casi todos somos chicos.

– Tienes dos hermanas -observó Kristen.

– Son ellas quienes tienen tres hermanos -la corrigió Aidan-. No es lo mismo.

– Lo tendré en cuenta -dijo en tono irónico, y él soltó una risita.

– Debes de considerarme un hombre de Neandertal, un salvaje como los que andaban arrastrando las manos por el suelo.

Kristen hizo ver que escrutaba sus nudillos en busca de rasguños.

– No, diría que has evolucionado hasta cierto grado de modernidad. -Contuvo el aliento cuando él hizo un viraje brusco-. ¿Qué haces? -Miró atrás y luego se volvió hacia Aidan. Miraba el retrovisor con aire de satisfacción-. ¿Periodistas?

– Esa bruja teñida de rubio y el pelotillero que carga con la cámara. Ya no nos siguen.

– De verdad que odio a esa mujer -dijo Kristen con hastío.

– Me parece que el sentimiento es mutuo.

Kristen frunció el entrecejo.

– Pues yo no le he hecho nada. ¿Por qué la ha tomado conmigo?

– Se alimenta de la desgracia ajena y esta vez te ha tocado a ti.

– Sigo sin entenderlo -protestó Kristen.

Aidan se inclinó para ajustar la calefacción.

– ¿Mejor así?

– No te preocupes, cuando iba andando a la escuela en pleno invierno pasaba más frío.

– Vivías en Kansas, ¿verdad?

Kristen suspiró.

– ¿Qué es lo que no te ha contado Abe?

Aidan sonrió con picardía y Kristen alzó los ojos con exasperación.

– Por el amor de Dios -masculló, consciente de que su rostro había adquirido un tono bastante más oscuro que el rojo rubí; parecía un volcán en erupción. Y, total, ¿por qué? No habían pasado de las caricias y los besos. Pero ambos sabían que, cuando ella lo decidiera, irían más lejos. Por una vez, las reglas las ponía ella. La sensación le resultaba muy agradable, tentadora, liberadora.

– Tendrás que acostumbrarte a que te tomen el pelo -dijo él-. En mi familia es práctica habitual.

Kristen sintió un anhelo muy fuerte; era como si alguien le aferrara el corazón. Le encantaría formar parte de aquella familia. Sintió un atisbo de celos hacia Debra; era evidente que había encajado en ella sin esfuerzo alguno.

– Háblame de Debra -dijo de pronto.

Aidan parpadeó con evidente desconcierto.

– ¿De Debra?

– Sí, ya sabes, la que se reía como yo, tu cuñada.

Aidan se concentró en la carretera.

– No tienes por qué ponerte de mal genio, abogada. ¿Qué te parece si comemos? Estoy muerto de hambre.

Era una manera muy poco sutil de cambiar de tema. Estaba claro que a Aidan no le apetecía hablar de Debra. «A lo mejor no le apetece hablar de ella conmigo», pensó.

– Perfecto. No estamos lejos de la cafetería adonde suelo ir.

Le indicó cómo llegar a Owen's, luego se recostó en el asiento y trató de que se le ocurriera algún otro tema de conversación.

– Para Abe, era su vida entera -dijo de repente Aidan. Kristen se acomodó en el asiento para observarlo de perfil. Vio que apretaba la mandíbula y que los nudillos se le ponían blancos de tan fuerte como aferraba el volante-. Cuando le dispararon, pensé que él se moriría. Y, de hecho, quiso morirse.

La voz de Aidan resultaba curiosamente inexpresiva, y aquello a Kristen le pareció más revelador que si se hubiese echado a llorar.

– Lo siento -dijo-. No tendría que haber sacado el tema.

– No te preocupes. Supongo que tienes derecho a saberlo. -Encogió sus anchos hombros-. Cuando ocurrió yo llevaba unos cuantos años en la policía y creía que ya lo había visto todo. -Sacudió la cabeza mientras se esforzaba por tragar saliva-. Pero el hecho de verla tan exánime, durante tanto tiempo… -Carraspeó-. Creo que lo peor de todo fue el entierro del bebé.

El pasmo atenazó la garganta de Kristen.

– ¿Qué bebé? -logró articular.

Aidan le dirigió una mirada breve.

– Debra estaba embarazada de ocho meses cuando le dispararon. El bebe no sobrevivió. Pensaba que lo sabías.

Ella negó con la cabeza y se volvió a mirar por la ventanilla. Cuando Aidan detuvo el coche ella ni siquiera era consciente de que estaban frente a Owen's.

– No, Abe no me contó que esperaba un hijo.

– No se lo tengas en cuenta. Desde el funeral, no ha hablado de ello con nadie, ni siquiera con mamá y papá. Pensaba que era su forma de hacerle frente. Pero le encantan los niños. Solo tienes que fijarte en cómo mira a los hijos de Sean. Estoy seguro de que tiene ganas de formar una familia.

Kristen apretó los labios para evitar que le temblaran. Aidan creía que lo que a ella le molestaba era pensar que tal vez Abe no quisiera tener hijos. Qué ironía. Abe había perdido a su hijo mientras ella… «Qué tremenda ironía.»

– ¿Era un niño o una niña? -preguntó, incapaz de callárselo.

Aidan vaciló.

– Era un niño. Abe quería llamarlo Kyle, como papá.

– Pobre Abe -dijo con voz queda-. Lo perdió todo en un solo día. -«¿Cómo se sentirá cuando descubra la verdad sobre mí?», se preguntó. No tenía ningunas ganas de averiguarlo.

Aidan apagó el motor.

– Lo que cuenta -dijo- es que hacía años que no lo veía tan feliz como durante la última semana. Has devuelto el brillo a sus ojos. -Aidan carraspeó-. Todos nos sentimos agradecidos por eso.

– Gracias. -Kristen forzó una sonrisa y señaló el local de Owen-. Vamos a comer. -Salió del coche abatida y su expresión fue de disgusto cuando al tirar de la puerta del restaurante esta no se abrió. Miró dentro; la luz estaba encendida pero todos los asientos de escay agrietado se veían desocupados.

– Según el letrero, está cerrado -observó Aidan.

– Nunca cierran al mediodía. -De pronto tuvo un presentimiento y el corazón se le aceleró-. Oh, no. Tendría que habérselo advertido. -Se dirigió corriendo a la barbería contigua y asomó la cabeza por la puerta-. Señor Poore, ¿qué le ha ocurrido a Owen?

El señor Poore levantó la vista del pelo que estaba cortando; su rostro surcado de arrugas expresaba dolor.

– Está en el hospital con Vincent, Kristen.

– ¿Por qué? ¿Qué ha pasado? -preguntó, y el señor Poore se le acercó despacio mientras se secaba las manos con la bala blanca.

– Unos bestias han apaleado a Vincent en el callejón de detrás del local cuando ha salido a tirar la basura. Este era un barrio tranquilo, y ahora… -Alzó las manos en señal de derrota-. La cosa pinta mal, Kristen, muy mal.

– No. -Kristen flaqueó y notó que Aidan le pasaba el brazo por los hombros.

– Sí -dijo muy serio el señor Poore-. Owen ha salido a ver qué ocurría y también ha recibido algún golpe, pero no está tan mal. En cuanto he oído los gritos he llamado a la policía, pero esos hombres se han largado corriendo. -Sacudió su cabeza de bola de billar-. Vincent no tenía buen aspecto, para nada. Se lo han llevado al hospital.

– ¿Sabe a cuál? -preguntó Aidan. Su voz denotaba serenidad; había adoptado el tono de un policía formulando preguntas. Aquello le proporcionó a Kristen el ánimo suficiente para mantenerse en pie.

– La policía ha dicho que irían al hospital del condado.

Aidan atrajo a Kristen con fuerza y la obligó a erguirse.

– Vamos, Kristen.

Miércoles, 25 de febrero, 14.15 horas

Aidan entró con ella en el hospital y aguardó en silencio mientras Kristen le preguntaba a una enfermera dónde podía encontrar a Vincent. La siguió hasta el ascensor y pulsó el botón de la planta de cirugía sin pronunciar palabra. Cuando ella salió del ascensor y vio a Owen sentado solo en la sala de espera, Aidan se hizo a un lado y se limitó a observar.

Kristen avanzó hasta el extremo de la sala donde se encontraba Owen y ocupó el asiento contiguo. Se lo veía envejecido. Envejecido, cansado y súbitamente débil. La culpa que sentía se mezclaba con la ira y el miedo y no estaba segura de que fuese capaz de hablar.

– ¿Estás herido? -susurró. Él negó con la cabeza.

– Vincent… -Owen dejó la frase inacabada mientras trataba con todas sus fuerzas de tragar saliva. Apartó la mirada-. Él nunca le ha hecho daño a nadie; nunca. Era el hombre de mejor corazón que he conocido en mi vida.

Kristen le aferró el brazo.

– ¿Era? Owen, háblame. -Owen no reaccionó y Kristen le tiró del brazo con más fuerza-. Maldita sea, Owen, dime si sigue con vida.

Owen se volvió con lágrimas en los ojos.

– El cura ha estado con él.

Kristen sintió como si acabaran de propinarle un puñetazo en el pecho.

– Dios mío…

Ambos guardaron silencio. De pronto, Kristen oyó unos compases del Canon de Pachelbel procedentes de su bolso. Sacó el móvil y vio que no aparecía ningún número en la pantalla.

– Eh, señorita. -Una mujer que leía el Cosmopolitan la miraba con desagrado-. Aquí dentro no se puede utilizar el móvil. ¿Es que no ha visto el cartel?

Helada por el espanto, Kristen se llevó el teléfono al oído.

– ¿Diga?

– ¿Aún no tiene la respuesta? -Era la voz de un hombre.

Por dentro temblaba, pero por fuera parecía serena.

– ¿Quién es?

– Responda sí o no, señorita Mayhew -dijo la voz en tono burlón-. ¿Tiene la respuesta?

Owen le hacía señas a la señora del Cosmopolitan para que se callara.

– No -respondió Kristen-. No tengo la respuesta.

– Muy bien -dijo la voz-. Pues dese prisa. La próxima vez no nos ocuparemos de ningún viejo, iremos por alguien muy joven. -Y colgó.

«Alguien muy joven… Rachel.»

Kristen, aterrorizada, miró el reloj. Al cabo de un cuarto de hora las clases terminarían y Rachel se encontraría sola. «Porque Aidan está aquí, conmigo.» Dirigió la vista a la pared en la que lo había visto apoyado, pero ya no estaba allí. Frenética, lo buscó hasta encontrarlo junto a un teléfono, cerca de la zona de enfermería. Corrió hacia él.

– ¿Dónde está Rachel?

Aidan colgó el teléfono con calma.

– Con Sean. Está bien, Kristen.

Notó que le flaqueaban las piernas y Aidan la sujetó por los hombros.

– ¿Seguro? -La voz le temblaba pero le daba igual-. Me han dicho que la próxima vez irán por alguien muy joven. En la primera persona que he pensado es en Rachel y… -Se le hizo un nudo en la garganta y sus ojos se llenaron de lágrimas.

Aidan la atrajo hacia sí y le dio unas palmaditas en la espalda mientras ella se estremecía y trataba de contener lo que parecía un torrente de lágrimas.

– Llora si quieres -susurró él-. Ya sabes que tengo dos hermanas.

Kristen se aferró a su sudadera y se contuvo.

– Creía que eran ellas las que tenían tres hermanos -dijo entre dientes, y notó que Aidan se reía en silencio.

– Todo depende de cómo se mire. Desde mi punto de vista, has tenido una mala semana. Si quieres llorar, estás en tu derecho.

Ella apretó los dientes.

– No voy a llorar.

– Entonces no necesitarás esto.

Le puso un pañuelo de papel en la mano y ella se dio unos toquecitos en los ojos lo más furtivamente que pudo. Se retiró y respiró hondo.

– Gracias. ¿Cuándo has llamado a Sean? Has estado conmigo todo el tiempo.

– Cuando estábamos abajo, mientras tú hablabas con la enfermera.

– Pero ¿cómo es que no te he oído…?

Aidan sacó el móvil.

– Le he mandado un mensaje. También le he enviado uno a Abe, pero está fuera de cobertura. He llamado a Spinnelli desde el teléfono de la zona de enfermería para explicarle lo sucedido. Tiene un equipo dedicado exclusivamente a los casos de amenaza, Kristen. Cogerán a la persona que ha herido a papá y a tu amigo.

– Es cosa de Conti -dijo muy seria-. Estoy segura.

– Y yo también. Pero Abe tiene razón. Mientras no tengamos pruebas, estar seguros no nos sirve de nada.

Kristen se volvió con disimulo a mirar a Owen. Seguía sentado allí solo.

– Tengo que volver junto a él.

Aidan le respondió con una sonrisa y ella le dio un golpecito en el brazo con timidez.

– Gracias; de verdad.

Aidan enrojeció.

– No hay de qué. Ve con tu amigo.

– ¿Está bien la chica? -preguntó Owen cuando Kristen volvió a su lado.

– Sí.

Él se arrellanó en la silla, aliviado.

– Menos mal. Parece una buena chica.

– Owen, lo siento mucho. Tendría que haberos avisado a ti y a Vincent. Me siento responsable de lo ocurrido.

Owen frunció los labios.

– ¿A ti también te han amenazado?

– El domingo por la noche entró un hombre en mi casa. -Owen palideció y le cogió la mano-. No me hizo nada -explicó ella-. Estoy bien, Abe lo ahuyentó. Pero el hombre me dijo que si no entregaba al asesino, las personas que me importaban morirían. Tendría que haberos avisado. Lo siento.

– Podrían haberte matado -dijo él con gravedad-. Dios mío. ¿A quién más han agredido?

– Han amenazado a mi madre.

El rostro de Owen denotó sorpresa.

– Pensaba que tus padres habían muerto.

– Mi madre tiene Alzheimer. No… no me reconoce. Voy a verla tan a menudo como puedo, pero mi padre no me deja que la traiga aquí. No le han hecho nada. Solo la han amenazado.

– ¿Y a quién más, Kristen? ¿A quién más han agredido?

– Al padre de Abe. Le dieron una paliza, como a Vincent. -Los labios empezaron a temblarle y los apretó con fuerza-. Pero está bien. Pobre Vincent.

Owen le puso la mano en la barbilla.

– Tú no tienes la culpa, Kristen. -Ella no dijo nada y él alzó los ojos-. No hace falta que te quedes en el hospital. Te llamaré cuando Vincent salga del quirófano. Ve con tu amigo, te está esperando.

Kristen miró a Aidan. Permanecía de pie apoyado en la pared, observándolos en silencio.

– Ese no es Abe; es su hermano Aidan. Abe le ha pedido que me acompañe durante el día de hoy.

Owen escrutó a Aidan durante un rato antes de asentir en señal de aprobación.

– Eso quiere decir que la familia te ha aceptado. Eso es bueno. A Vincent y a mí nos preocupaba que no tuvieses familia y te pasases la vida junto a dos viejos como nosotros.

Kristen le cogió las manos con firmeza.

– No te preocupes por mí. No me dejan sola ni un minuto. -Esbozó una pequeña sonrisa-. Empieza a ponerme de los nervios eso de no poder estar nunca sola. Pero todo esto no durará mucho. Mira, sé que Aidan tiene que volver al trabajo, así que le pediré que antes me lleve a casa, le diré que envíe a alguien para que te lleve a ti.

Owen esbozó una sonrisa paternal.

– No hace falta. Puedo volver solo.

Kristen suspiró.

– Por favor, Owen, piénsalo. Podría ocurrirte lo mismo que a Vincent. -Ambos se volvieron al unísono hacia las puertas del quirófano, pero seguían cerradas-. ¿Me llamarás cuando salga?

– Te doy mi palabra.

Miércoles, 25 de febrero, 15.55 horas

Abe se agazapó detrás del coche patrulla.

– No parece que aquí viva nadie.

Habían encontrado la antigua propiedad de los Worth y, dentro de esta, una pequeña choza. Atravesaba el techo un tubo de estufa, pero no salía humo. Llevaban aguardando veinte minutos y no habían apreciado el más mínimo movimiento.

– Entremos -propuso Mia.

Abe se dio cuenta de que era su primera incursión juntos.

– Yo iré delante -dijo él-. Tú cúbreme.

– A mí se me ve menos y es más difícil que me den -protestó Mia-. Con Ray, yo siempre iba delante.

Abe la miró, algo molesto.

– Yo no soy Ray.

– Lanzad una moneda al aire y entrad de una vez -los apremió Jack, malhumorado, desde otro coche patrulla-. Ojalá hubiese suficiente luz para poder registrar el lugar; seguro que en esa choza no hay suministro eléctrico.

– Jack tiene razón -accedió Abe-. Cúbreme, por favor. -Abe salió de detrás del coche empuñando el arma, era consciente de que un francotirador podría hallarse escondido en cualquier rincón de la propiedad. Iba plenamente equipado para la intervención, pero una incursión siempre entrañaba peligro, y aquella aún más, puesto que la espesa vegetación proporcionaba protección a quien los acechara. Se acercó al porche de la entrada y, antes de subir el primer escalón, tomó la precaución de probar la resistencia de las tablas del suelo.

– «Cúbreme» -masculló Mia en tono burlón, pero hizo lo que le había pedido. Lo siguió con agilidad escalera arriba y a continuación se apostaron uno a cada lado de la puerta de madera.

– ¡Policía! -gritó Abe-. ¡Abran!

Siguió un silencio sepulcral. Probó a accionar el pomo de la puerta y este giró con facilidad.

– No está cerrado con llave -susurró Mia, y entró detrás de él-. Hace mucho tiempo que aquí no vive nadie.

– Tienes razón. -Abe retrocedió hasta la puerta e hizo señas a Jack y al resto para que entrasen-. ¡Campo libre! -gritó, y se dio media vuelta para inspeccionar el interior sin separaciones de la choza-. No vive aquí, eso está claro.

– Y el suelo no es de cemento como en las fotos, así que cometió los asesinatos en otro sitio. -Mia abrió un armario que había colgado encima de un lavabo seco-. No hay agua corriente, pero he encontrado unos cuantos botes de judías y una pastilla de jabón. -Cogió el jabón y lo sostuvo en alto a contraluz-. Se parece al que usaba mi abuela. Es muy antiguo.

– ¿Qué es antiguo? -preguntó Jack desde la puerta.

– Todo. -Mia exhaló un suspiro de frustración-. Pensaba que estábamos sobre la pista.

– La paciencia no es una de sus virtudes, ¿verdad? -preguntó Abe a Jack.

Este sonrió.

– Pues sí que has tardado en darte cuenta. Menudo detective estás hecho.

Abe le devolvió la sonrisa y recorrió el perímetro interior de la cabaña.

– Alguien ha estado aquí hace poco -dijo, y mostró un periódico-. Es del 28 de diciembre del año pasado.

– Y mirad esto. -Mia se agachó y cuando se incorporó sostenía una bala en la mano enguantada-. Está limpísima. Tiene dos uves dobles entrelazadas, como las otras. Uve doble, de Worth.

– Pues no debe de haberse quedado aquí mucho tiempo. Está todo lleno de telarañas.

– No vive aquí. -Abe abrió la puerta trasera y miró el terreno que se extendía ante él-. Tenías razón, Mia; dispone de un campo donde practicar el tiro.

Salió pisando la nieve y siguió observando el terreno, pendiente de detectar algún movimiento. Descubrió un objetivo móvil improvisado, un alambre tendido entre dos árboles del que colgaba un tablero de contrachapado del tamaño de una puerta recubierto con una típica figura de hombre recortada en papel. Tenía agujeros en la frente y a la altura del corazón. No había rastro de tiros errados.

– Se mueve gracias a un motorcito con pilas que acciona la pinza que lo sujeta. Es perfecto; tiene cuatro velocidades.

Mia rodeó el objetivo.

– No hay balas ni huellas a la vista. La última vez que nevó fue hace una semana, lo cual quiere decir que no se ha acercado por aquí desde entonces.

– ¡Mia! ¡Abe! -Jack les hacía señas desde la puerta trasera-. Venid a ver esto. -Sostenía dos marcos de foto-. Hemos encontrado esto en una caja junto a una cuna.

Uno contenía una foto de familia; aparecían el padre, la madre y dos hijos.

– Por la indumentaria, parece de principios de los años treinta -opinó Mia-. Podrían ser los Worth.

– Sacaremos las fotos de los marcos en el laboratorio -indicó Jack-. Tal vez encontremos algo escrito en el reverso. Mirad esta otra. Es el hijo mayor, unos diez años después; abraza a una chica.

– Va vestido de marinero -observó Abe-. Podrían ser Genny O'Reilly y Hank Worth justo antes de que él se marchase a la guerra.

– Es posible. Me pregunto por qué el señor James no mencionó al hijo pequeño. -Mia dio un vistazo a su alrededor-. ¿Habéis encontrado algo más, chicos?

El agente de la policía científica que sostenía el foco negó con la cabeza y lo apagó.

– No. He cogido el jabón y los botes. En el laboratorio analizaremos las huellas. Podemos instalar unos cuantos focos y buscar más huellas por la pared y los muebles, pero yo no echaría las campanas al vuelo.

Mia frunció los labios, pensativa.

– No está todo perdido; eso si la chica resulta ser Genny, claro está.

Jack guardó en la bolsa las fotografías enmarcadas.

– Pues crucemos los dedos porque esto es todo cuanto tenemos.

– ¿Detective Reagan? -Un policía vestido de uniforme apareció frente a la puerta principal-. Spinnelli lo ha llamado por la radio, dice que se ponga en contacto con él en cuanto termine con esto. Es importante.

«Kristen.» El corazón le dio un vuelco y tuvo que esforzarse por respirar hondo y tranquilizarse.

– ¿Ha dicho que era importante o urgente?

– Importante.

Kristen estaba bien. Si se hubiese visto en apuros, Spinnelli habría dicho que el asunto era urgente. Abe miró a Mia.

– ¿Hemos terminado con esto?

Ella asintió.

– Sí. Llama a Spinnelli.

Miércoles, 25 de febrero, 18.15 horas

Había llegado tarde y no había visto al juez entrar en el hotel. Alzó la vista a los ventanales de la fachada. No importaba. Según las anotaciones de Skinner, Hillman nunca se quedaba a pasar la noche.

Aprovechó la espera para repasar mentalmente la transcripción del juicio que tendría que haber servido para que se hiciera justicia con el caso de Leah. Por desgracia, no había sido así. El jurado había hecho su trabajo y había concluido que el acusado era culpable. Pero con una maniobra poco frecuente, Hillman había rechazado el veredicto acogiéndose a un tecnicismo jurídico. El ser monstruoso que había violado a Leah salió de la sala del tribunal en libertad.

En aquellos momentos todavía no conocía a Leah. Habían hablado por primera vez después del juicio, cuando ella no era ni la sombra de la mujer que un día había sido. Leyó la transcripción y la impotencia le hizo sentir una ira desgarradora a medida que pasaba las páginas.

Ahora no se sentía impotente. Era Hillman quien iba a tener esa sensación.

Aguardó pacientemente a que el hombre saliera caminando con el brío que le era propio. Hillman se detuvo junto a un viejo Dodge. Aquel intento patético de subterfugio no engañaba a nadie. «Y menos a mí», pensó. Puso en marcha la furgoneta y se acercó hasta donde Hillman tenía el coche aparcado. Le dolía la cabeza, pero se olvidó del malestar y se concentró en su víctima.

Vio la alarma en los ojos de Hillman en el mismo instante en que él bajó de la furgoneta con el revólver bien a la vista; el silenciador brillaba bajo la luz del aparcamiento.

– Ponga las manos donde yo pueda verlas -le ordenó sin alterarse. Hillman se llevó las manos a los bolsillos y él le clavó la pistola en el vientre con mucha más fuerza de la necesaria; estaba enfadado con el juez y también por los acontecimientos del día-. He dicho que quiero verlas. Si aprieto el gatillo ahora, morirá aquí mismo, en este aparcamiento, junto al coche que utiliza para que su mujer no descubra que tiene una amante.

Hillman abrió los ojos como platos.

– Si lo que quiere es dinero…

– No soy un vulgar atracador, juez Hillman. -Abrió la puerta lateral del vehículo y observó cómo Hillman palidecía al darse cuenta de lo que le esperaba-. Quítese el abrigo. -Al ver que no se movía, le clavó la pistola en el vientre con más fuerza-. Ahora mismo, por favor.

Con manos temblorosas, Hillman se desabrochó los botones de la carísima prenda de lana.

– No se irá de rositas -dijo con voz entrecortada.

La frase lo hizo sonreír.

– Con Skinner lo conseguí. Claro que fue una lástima que en lugar de Carson muriera su guardaespaldas, pero para aprender a hacer una tortilla hay que romper unos cuantos huevos. Lo más probable es que de esta también salga airoso. Y aunque no sea así, usted morirá de todas formas.

Hillman palideció aún más.

– Oh, Dios mío.

– Espero sinceramente que esté preparado para enfrentarse al Creador, juez Hillman, porque es Él quien va a juzgarlo. Entre y tome asiento.

Hillman miró a su alrededor con desespero, pero, por supuesto, no había nadie por allí. Así lo había planeado Hillman semana tras semana. Un aparcamiento desierto donde nadie lo vería acudir a la cita con su amante.

– Voy a gritar -amenazó con voz quebrada.

– Nadie le oirá y morirá de todas formas. Es una pena que estuviese tan preocupado por mantener el anonimato en sus citas con la señorita Quincy. -Sonrió con crueldad-. Qué ironía, ¿verdad? -Empujó más la pistola-. Si aprieto el gatillo, morirá.

– Y si me monto en el coche con usted, también.

El asesino arqueó las cejas.

– Pero es un cobarde y conservará hasta el final las esperanzas de que alguien acuda a salvarlo. Contaré hasta tres, juez Hillman. Una, dos…

El juez entró en la furgoneta, tal como él sabía que acabaría haciendo. Con la eficiencia que otorgaba la práctica, extendió el brazo y cerró las esposas que mantendrían a Hillman inmóvil en el fondo de la furgoneta. El hombre empezó a patalear y le propinó un puntapié inesperado que lo hizo estremecerse de dolor.

– Pagará por esto, juez Hillman -afirmó-. Igual que por todo lo demás.

A Hillman le brillaba la frente.

– ¿Qué es lo que he hecho?

Cortó un pedazo de cinta aislante para cubrirle con él la boca.

– Leah Broderick.

En los ojos de Hillman vio que aquel nombre no significaba nada para él y su furia contenida creció.

– Aún no se acuerda de ella, pero pronto lo hará. Antes de que esto termine, todos la recordarán. -Presionó la cinta contra la boca de Hillman y se aseguró de cubrir también el bigote, fino como un lápiz. Cuando le arrancase la cinta, el tirón le dolería. No era más que una menudencia, una nimiedad.

Pero había tenido un mal día.

Miércoles, 25 de febrero, 18,30 horas

Abe oyó los golpes en cuanto salió del todoterreno. Aparcó en la calle, pues el Camaro de Aidan ocupaba el camino de entrada a la casa de Kristen. Se detuvo junto al coche patrulla, y McIntyre bajó la ventanilla.

– ¿Hay alguna novedad?

McIntyre se encogió de hombros.

– No han traído ningún paquete. Ha recibido una visita del hombre que vive dos casas más abajo, pero no lo ha dejado entrar. Su hermano la ha traído del hospital hace unas horas. Al oír los golpes me he acercado a ver qué ocurría, pero su hermano me ha dicho que todo iba bien, que solo estaba quitándose de encima el estrés. Creo que está bien.

Abe asintió. Spinnelli le había contado lo de sus amigos del restaurante. Sabía que lo estaba pasando mal.

– Gracias.

Subió corriendo por el camino y aminoró la marcha al llegar arriba. Detrás del coche de alquiler se alzaba una pila de armarios destrozados; y allí estaba también el viejo horno, volcado en el suelo. Abrió la puerta de la cocina con cautela y vio a Aidan extrayendo la nevera, tan antigua como el horno. Su hermano lo vio; no paraba de resollar.

– Este maldito cacharro no lleva ruedas -gruñó Aidan-. Pesa una tonelada. Cierra la puerta o cogeremos una pulmonía.

Abe lo hizo y se lo quedó mirando con sorpresa al tiempo que los golpes cesaban. Una capa de polvo blanco cubría la cocina y todo lo que esta contenía, incluidos a Aidan y a Kristen. Ella se encontraba frente a la pared del fondo con un martillo en la mano. A través del gran agujero, Abe podía ver parte de la vieja sala.

Kristen se volvió, su pelo recogido parecía blanco en lugar de rojizo. Regueros de sudor se deslizaban por sus mejillas, enrojecidas por el esfuerzo, y sus pechos subían y bajaban tras una camiseta sin mangas muy fina, como de papel de fumar. Llevaba un sujetador deportivo y unas ajustadas mallas de ciclista. En un abrir y cerrar de ojos, la camiseta reveló cuánto se alegraba de verlo. Abe hizo un esfuerzo por apartar la vista de sus pezones y mirarla a los ojos. Sus ojos verdes reflejaban sinceridad y excitación. Bajó el brazo poco a poco y el martillo acabó colgando de su mano.

Aidan carraspeó.

– Es hora de que me vaya a trabajar.

Abe observó a Aidan mientras salía por la puerta de la cocina y se dio cuenta de que también él hacía esfuerzos por apartar la vista de la finísima prenda de Kristen.

– Hasta luego. Llámame si necesitas… cualquier cosa. -Pronuncio las últimas palabras con un amago de tos que Abe sabía que disimulaba una risita.

La puerta se cerró y Kristen y Abe se quedaron solos entre los escombros de la cocina.

Abe no sabía muy bien qué decir. Abrió la boca y volvió a cerrarla; al fin se dio por vencido y puso los ojos en los pechos de Kristen.

– ¿Qué has descubierto? -preguntó ella con voz ronca.

Rápidamente volvió a levantar la vista y a posarla en los ojos de ella.

– Hemos encontrado el terreno donde practica, pero él no estaba. -Ella asimiló lo que le decía en silencio, sin mover ni un músculo. Él, incómodo, señaló los escombros-. ¿Qué es todo esto?

Abe observó sus labios temblorosos, pero enseguida los tensó y controló el temblor con firmeza. Se volvió hacia la pared, alzó el martillo y empezó a golpearla de nuevo. Durante un minuto él se limitó a observarla. Luego, se despojó del abrigo y de la chaqueta del traje y los dejó caer al suelo; de haberlos dejado en otro lugar, habrían quedado cubiertos de polvo de todos modos. A continuación se quitó la corbata y la camisa. Encima de la mesa había una palanca; la cogió y se dispuso a derribar la pared que quedaba alrededor del agujero que ella había empezado a abrir.

Durante diez minutos trabajaron codo con codo sin dirigirse la palabra. Ella golpeaba la pared y él derribaba los cascotes restantes. Entonces ella se detuvo y volvió a hacerse el silencio.

– Vincent está en cuidados intensivos -suspiró. El martillo se le resbaló de la mano y fue a parar al suelo-. Los hombres de Conti le han dado una paliza.

Abe dejó la palanca en la mesa, detrás de él, sin volverse, y le tendió los brazos. Ella se acercó de buena gana y se apoyó en su pecho con los puños cerrados. Él la rodeó con sus brazos y posó la mejilla en su cabeza.

– Lo sé, cariño. Lo siento muchísimo.

Ella lo golpeó con el puño en el pecho con gesto contenido; solo una vez.

– Ha sufrido un derrame cerebral en la mesa de operaciones. Acababa de llegar a casa con Aidan cuando Owen me ha llamado. Los médicos dicen que es posible que no lo supere. Maldita sea, Abe. Conti ha hecho que le dieran una paliza por mi culpa. -Estaba abatida, pero no lloró-. Vincent es un buen hombre. Es amable y nunca ha hecho daño a nadie.

Él la meció con suavidad y ella abrió y cerró los puños varias veces contra su pecho.

– Tú no tienes la culpa, Kristen. Ya lo sabes.

Ella volvió a golpearlo, esta vez con más fuerza.

– Luego he entrado en casa y Aidan ha cerrado la puerta. -Ahora sí resbalaban lágrimas por sus mejillas; Abe no tenía ni idea de qué podía hacer, así que se limitó a abrazarla-. Al cabo de un rato han llamado y me he asustado. Me daba miedo abrir la puerta de mi propia casa. -Sollozó como si se ahogase-. Pero solo era el presidente de la asociación de vecinos. Han firmado una petición entre todos. Dicen que soy un peligro para el vecindario y quieren que me vaya de aquí. Quieren echarme de mi casa.

Los hombros de Kristen volvieron a hundirse y Abe sintió ganas de ir a casa de los vecinos y estrangularlos.

– No pueden echarte, cariño -susurró-. Nos ocuparemos de eso más tarde.

– He roto en pedazos la petición y se la he tirado a la cara -prosiguió como si él no hubiese abierto la boca-. Luego lo he mandado al infierno, a él y a su asociación.

Él sonrió sobre su pelo cubierto de restos de escayola.

– Bien hecho -murmuró.

Ella se apartó, tenía el rostro empapado pero sus ojos ya no derramaban lágrimas.

– Me he cambiado de ropa. He decidido ponerme lo que me diera la gana para estar en mi casa. A continuación, he ido por el martillo y he abierto el boquete en la pared. -Miró a su alrededor con mala cara-. Y los gatos han corrido a esconderse.

Él le limpió las mejillas con el pulgar.

– Saldrán cuando tengan hambre.

– Ya lo sé. Tu hermano me ha preguntado qué quería que hiciera y le he pedido que tirase los armarios. Y también los electrodomésticos. Son viejos y feos.

– Sí. -Abe tanteó su pelo en busca de las horquillas y empezó a quitárselas una a una-. En cambio tú eres muy guapa.

Le pareció que había conseguido disipar su turbación.

– Lo crees de veras, ¿no?

– No lo creo, lo sé.

Ella tragó saliva y su corazón se aceleró.

– Tú haces que me sienta guapa. -Lo dijo con un hilo de voz, como si tuviese miedo de que alguien más lo oyera-. Y…

Él le rozó los labios con los suyos.

– ¿Y sexy?

La mirada de Kristen se tornó apasionada.

– Nadie había conseguido nunca que me sintiese así.

– Peor para ellos. Y mejor para mí -dijo mientras le presionaba la espalda para atraerla hacia sí y se apoderaba de su boca tal como había soñado desde que la noche anterior la enviara a acostarse sola.

Ella puso las palmas de las manos en su pecho y hurgó con los dedos en su vello, luego las movió arriba y abajo para darle placer, tal como él le había enseñado. Él le acarició la espalda, se moría de ganas de abrazarla con fuerza, de apretarla contra sí, de introducirse en ella, de notar que se estremecía abrazada a él. Por suerte, en el último momento su mente tomó el control de la situación y detuvo las manos en sus caderas. Gimió junto a sus labios y se apartó.

– No quiero forzarte.

Ella respiraba con igual agitación que él.

– No lo haces. -Se puso de puntillas para rodearle el cuello con los brazos y al hacerlo sus pechos ejercieron presión en él-. Anoche viniste a mi dormitorio -susurró pegada a su boca, y a continuación lo besó con suavidad-. ¿Por qué?

La boca se le secó de golpe.

– Quería asegurarme de que estabas bien.

Ella sacudió la cabeza y con el movimiento rozó sus labios.

– Prueba otra respuesta.

Él cerró los ojos y bajó los dedos hasta rozar el principio de la curva de sus nalgas. Las mallas de ciclista realzaban las curvas de su cuerpo.

– Esperaba que me pidieses que me quedase contigo.

– ¿Con qué intenciones? -Lo dijo con un puro ronroneo.

Abe se estremeció de pies a cabeza. Ella había vuelto a tomar las riendas y él volvió a prometerse a sí mismo que bajo ningún concepto le tomaría la delantera. Si solo trataba de provocarlo, lo soportaría. Tal vez aquel juego acabase con él, pero lo soportaría. Sabía que ella lo deseaba. Notaba sus pezones duros contra su pecho. Pero hasta que estuviese preparada, hasta que le pidiera lo contrario, se dominaría.

Ella le mordisqueó los labios.

– ¿Qué habrías hecho si te hubiese pedido que te quedaras?

Él volvió a tragar saliva.

– Kristen, no creo…

– He soñado contigo toda la noche -susurró ella.

Él abrió los ojos y de nuevo creyó morir.

– ¿Y qué has soñado?

– Que me tocabas y me hacías gritar.

Él bajó las manos a las nalgas y empezó a acariciarlas.

– ¿Así?

– Justo así. Luego me hacías el amor. -Vaciló un momento y apartó la vista.

Él le tomó la barbilla con una mano mientras con la otra aferraba su nalga con fuerza.

– Mírame, por favor. -Aguardó hasta que sus pestañas se levantaron y desvelaron la tímida indecisión de su mirada-. Has soñado que hacía el amor contigo. ¿Y qué más?

Ella suspiró varias veces.

– Te gustaba -respondió finalmente.

Abe se sintió como si acabase de darle un puñetazo.

– Kristen… No se trata de que a mí me guste. A estas alturas, ¿aún no te has dado cuenta? Se trata de que nos guste a los dos. -La besó intensamente-. ¿Te ha gustado esto?

Ella asintió con un movimiento muy leve.

– Sí.

Le soltó la barbilla y con la mano le cubrió un pecho; oyó una inspiración brusca y notó que el pezón se erguía.

– ¿Y esto?

Ella le pasó la lengua por los labios y retuvo el inferior entre sus dientes.

– Sí.

Él rozó con los nudillos el punto de unión de los muslos y notó cómo se estremecía.

– Y la otra noche, ¿te gustó?

– Ya sabes que sí.

Le cogió una de las manos, aún posadas en su cuello, y le besó la palma.

– Entonces te prometo que a mí me gustarán las mismas cosas. -Le bajó la mano hasta hacerle recorrer su erección con la punta de los dedos y, en respuesta, se puso tenso-. ¿Lo ves? A mí también me gusta. -La indecisión enturbió los ojos de Kristen; Abe volvió a maldecir a quien le había hecho tanto daño, a quien se había atrevido a herir a aquel ser magnífico-. Pero no tienes por qué hacer nada que no te apetezca -susurró, y los labios de ella adquirieron un gesto decidido. Fue como si él le plantease un reto-. Kristen, no te estoy desafiando. Podemos dejarlo ahora mis…

Ella quiso besarlo y le tiró del cuello con tal fuerza que lo hizo ver las estrellas.

– Ni se te ocurra -suspiró en tono feroz-. No me trates como si fuese de cristal. Cuando anoche entraste en mi habitación, ¿qué querías? Sé sincero conmigo.

Abe no habría podido mentir aunque hubiese querido.

– Quería estar dentro de ti. Quería sentir que me envolvías. Quería oírte gritar y suplicarme que siguiera. Lo deseaba más que el aire que respiro. ¿Te parece que he sido lo bastante sincero?

A Kristen se le llenaron los ojos de lágrimas pero parpadeó en un gesto retador para evitar derramarlas.

– Sí. Ahora, dime, si las cosas fueran normales… Si yo fuera normal…

Esta vez fue él quien la interrumpió estampándole un beso.

– No sigas. Tú no tienes nada de raro.

Los ojos verdes de ella emitieron un intenso destello.

– Entonces demuéstramelo. Demuéstrame cómo se supone que funciona todo esto, porque siempre he querido saberlo.

Permanecieron un momento mirándose el uno al otro y Abe se percató de que ahora era ella quien lo desafiaba. Quería que la cortejara, que se mostrase enamorado. Y también se percató de otra cosa. Estaba muerto de miedo. Inspiró hondo y exhaló el aire poco a poco.

– Muy bien. La cosa funciona así. Para empezar, yo iría mejor vestido. Llevaría traje y tal vez corbata.

Ella esbozó una sonrisa y extendió las manos en su pecho desnudo.

– Me gustas así. ¿Qué más?

El contacto de sus manos le parecía de lo más agradable.

– Luego te prepararía una cena exquisita.

Ella alzó una ceja.

– ¿Sabes cocinar?

Él sonrió.

– Claro. ¿Tú no?

Ella frunció el entrecejo.

– Pensaba que se trataba de conquistarme, no de insultarme.

– Lo siento. Después de cenar, pondría música suave y te estrecharía entre mis brazos. -La atrajo hacia sí y ella bajó los brazos y los posó en los hombros de él-. Y bailaríamos.

– No sé bailar -confesó.

– Bueno, da igual. -Le rozó los labios con los suyos en un beso fugaz-. El baile no es lo más importante.

– ¿Qué es lo más importante? -preguntó ella sin apenas aliento.

– Abrazarte. Acariciarte. Notar el contacto de tu cuerpo contra el mío. Hacerte desear ir un poquito más allá. -Se balanceó junto a ella y le enseñó a seguir el compás, y permitió que su cuerpo excitado la rozara levemente. Ella se estremeció en sus brazos y él apretó los dientes al notar aquella súbita oleada de placer.

– La cosa va bien -dijo ella con voz emocionada-. ¿Cómo sigue?

– Paciencia, paciencia. -Le besó la polvorienta frente-. Aún no hemos terminado de bailar. -Pero fue disminuyendo el ritmo hasta que se mecieron sin levantar los pies del suelo. Le besó la sien, la barbilla, el hueco de la garganta. Y la oyó suspirar-. A estas alturas me estaría muriendo de ganas de notar tu cuerpo pegado con fuerza al mío -dijo-. Sin dejar de bailar, te haría retroceder hasta que tuvieses la espalda contra la pared y me apoyaría en ti. -Arqueó las cejas-. Pero la has echado abajo, así que no puedo hacerlo.

Ella sonrió; su sonrisa de sirena le hizo bullir la sangre.

– Pues improvisa.

Él no pudo aguardar más. Le invadió la boca con un beso que representaba todo cuanto deseaba y ella se lo devolvió con igual pasión. Deslizó los brazos alrededor de su cuello y apoyó todo su cuerpo en él. Abe aferró la redondez de sus nalgas con ambas manos, la levantó y la abrazó con fuerza, tal como había soñado. Ella arqueó la espalda y suavizó el contacto hasta que él gimió y ambos se dejaron caer de rodillas. Con un movimiento ágil, la colocó de espaldas en el suelo y le sostuvo la cabeza con las manos.

Luego acercó su rostro al de ella. Todos los músculos de su cuerpo pedían a gritos que liberase la tensión contenida.

– Esto es lo que quería. -Se abrió paso entre los muslos de ella, ejerció presión con las caderas y detectó un centelleo en sus ojos-. Es lo que quise la primera vez que te vi.

– Es también lo que yo quiero -dijo Kristen-. Muéstrame el resto, Abe, por favor.

Él retrocedió hasta quedar arrodillado. Le quitó la camiseta y al hacerlo la despojó también del sujetador. Ella levantó los brazos para ayudarlo y quedó desnuda hasta la cintura ante la mirada de él.

– Eres preciosa, Kristen. Sabía que eras preciosa. -Se apoyó sobre los codos mientras ella permanecía tendida, pendiente de todos sus movimientos-. Cuando te tuviera así, bien sofocada, te haría desear ir más allá. -Bajó la cabeza y le succionó el pezón con suavidad. Ella se agitaba bajo su cuerpo. Repitió el movimiento y ella arqueó la espalda para pedirle más. Pero él continuó con las suaves caricias, como suspiros en su piel. Hasta que la hizo gemir.

– Por favor.

– Por favor ¿qué?

Ella volvió a arquear la espalda.

– Mierda, Abe. Ya lo sabes.

Él pasó la lengua por debajo de su pecho y el sabor salino de su piel le hizo prometerse que la haría sudar mucho más.

– Tal vez no -susurró-. Te estoy demostrando lo que haría y vas tú y me cambias las reglas del juego.

Ella rio con una risa ahogada, impaciente.

– Abe.

Él decidió tener compasión y concederle lo que no pedía por timidez, le rodeó el pecho con la boca y lo succionó; le rozó el pezón con la lengua y volvió a succionar. Ella gimió, hundió los dedos en su pelo y lo atrajo hacia sí. Y entonces él se dio por vencido. Le devoró primero un pecho y luego el otro, hasta que ella empezó a retorcerse.

– Dios -dijo entre jadeos.

Él levantó la cabeza, presa del pánico.

– Por favor, no me pidas que pare ahora.

Ella levantó la cabeza del suelo y lo miró a los ojos.

– Si paras, te mato.

Él exhaló un pequeño suspiro de alivio. No estaba seguro de qué habría hecho si le hubiese pedido que se detuviera. Habría parado, pero… Le besó los pechos humedecidos y siguió por el estómago hasta el ombligo, espaciando los besos cada vez más.

Ella levantó las caderas.

– Abe, puede que todo esto sea nuevo para mí, pero creo que ha llegado el momento de quitarnos toda la ropa.

Él se había deslizado por su cuerpo. Tenía los hombros entre los muslos de ella.

– Entonces te alegrarás de contar con un experto como yo -dijo en tono frívolo-. Eres muy impaciente. -Introdujo la boca entre sus piernas y ella gritó-. Dios, qué húmeda estás ya -dijo, y la miró a los ojos. Ella se incorporó apoyándose sobre los codos; sus ojos exigían más-. Esto es lo que quería ayer -dijo él en voz baja-, ¿lo entiendes? -Ella asintió sin pronunciar palabra; el corazón de Abe amenazaba con salírsele del pecho-. ¿Puedo? -Y ella volvió a asentir.

Incapaz de esperar más, le bajó las mallas de un tirón. Luego descendió sobre ella y enterró la boca en su cálida y húmeda excitación. Ella se tendió mientras exhalaba otro gemido entrecortado y se cubría los ojos con el brazo. Y Abe se lanzó al banquete. Había pasado mucho tiempo desde la última vez, y Kristen sabía a gloria.

Unos grititos guturales y espasmódicos surgieron de la boca de ella y él aminoró el ritmo para prolongar al máximo su placer.

– ¿Te gusta esto? -preguntó.

– Sí -respondió levantando las caderas-. Por favor. -Y unos gloriosos instantes después empezó a tensarse y extendió los brazos en busca de él. Él le cogió una mano mientras con la otra la rodeaba por detrás y la atraía hacia sí-. Abe. -Pronunció su nombre en un grito agudo y penetrante y él intensificó la presión hasta que ella se liberó al tiempo que emitía un largo y quedo gemido. Sus besos recorrieron suavemente la parte interior de sus muslos hasta que su respiración se tornó regular.

Su cuerpo exigía liberar la tensión contenida. Levantó la cabeza y al mirarla se dijo que nunca, nunca, olvidaría su aspecto en aquellos momentos. Estaba radiante, rebosante de placer. Impresionada. Y cubierta de yeso blanco.

Ella lo miró a los ojos.

– ¿Y qué harías después? -suspiró.

Él tragó saliva.

– Te pediría que me ayudases a desabrocharme el cinturón, y a bajarme la cremallera del pantalón.

Ella se sentó y lo ayudó a ponerse de rodillas.

– Pues te ayudo. -Y lo hizo. Tiró de la hebilla; sus pechos se agitaban con cada movimiento ante los ávidos ojos de él. Debido a la concentración, la punta de la lengua asomaba entre sus labios. Cuando al fin logró desabrocharla él le cubrió las manos con las suyas e interrumpió un momento la búsqueda.

– Espera. -Extrajo la cartera del bolsillo del pantalón y sacó un condón. Kristen abrió los ojos como platos; Abe casi podía oír los engranajes de su cabeza dando vueltas. ¿Llevaría siempre uno encima? ¿Hacía aquello con todas las mujeres? En ese punto, él disipó todas sus dudas-. Kristen, la última vez que hice el amor fue hace seis años, antes… -Vio que ella lo entendía-. Puse el condón en la cartera el miércoles por la noche, al volver a mi casa.

– Cuando me viste por primera vez -dijo muy bajito.

– Cuando volví a verte -la corrigió él con voz queda-. Ahora voy a pedirte con todo el respeto del mundo que acabes de bajarme los pantalones porque de verdad, de verdad quiero estar dentro de ti. -Las mejillas de Kristen adquirieron un tono rosado; inclinó la cabeza y se concentró en su cintura. Le costó un poco desabrochar el botón pero él dejó que lo hiciese por sí misma. Poco a poco bajó la cremallera. Exhaló un hondo suspiro. Tiró de los pantalones y de los calzoncillos hasta bajárselos a la altura de las rodillas y al suspirar de nuevo vio que él contenía la respiración. Lo acarició con vacilación y el aire retenido durante tanto rato surgió en un gemido gutural-. Dios, qué gusto. -Aquello debió de animarla, porque lo rodeó con la mano y ejerció presión, y él se supo a punto de estallar-. Para. -Le aferró el puño-. Quiero correrme dentro de ti. -Se despojó a patadas de los pantalones y se puso el condón; las manos le temblaban. Luego, se arrastró hasta colocarse entre sus piernas y la besó en la boca para volver a notar que se fundía con él-. No tengas miedo -susurró mientras la tendía de espaldas en el suelo.

Ella lo miró fijamente con los ojos muy abiertos.

– No tengo miedo.

Pero estaba asustada. Y él lo sabía. La única forma de disipar su temor era demostrarle qué se sentía. Empujó hondo y se estremeció al notar que ella lo rodeaba y contraía los músculos en señal de aceptación. La notó ardiente y tensa. Era muy guapa. «Y es mía.»

– ¿Kristen?

Su rostro parecía contrito pero el miedo había desaparecido de sus ojos.

– No pares.

– No lo haré. No puedo. -Se retiró y volvió a hundirse en ella; Kristen contuvo el aliento-. Llegados a este punto, te sugeriría… -Se interrumpió porque ella alzó las rodillas y lo asió con las caderas. Él se hundió aún más-. Oh, Dios. Sí, así. Muévete conmigo, Kristen. -Hizo que sus cuerpos cimbrearan al compás. Háblame. Dime lo que sientes.

– Es increíble -gritó cuando él empujó. Extendió los brazos para aferrarlo por los hombros-. Nunca pensé…

En algún momento, él perdió el hilo de la conversación. Su cuerpo se había hecho con el control; siguió y siguió hasta que, desde la distancia, oyó el grito ahogado de ella, notó su cuerpo contraerse a su alrededor, y aquel placer catapultó el suyo. Apretó los dientes y empujó por última vez.

A continuación se hizo la calma. Aún jadeante, se colocó de lado sin dejar de abrazarla; suplicó que, ahora que había terminado, ella no se sintiese culpable ni se arrepintiese. No pensaba consentirlo. Era una mujer extraordinaria, aunque nunca lo reconocería. Pensó que era la mujer más extraordinaria del mundo; y en ese punto detuvo sus reflexiones porque, en medio del silencio que siguió a la plenitud, se había dado cuenta de que era muy afortunado. Había gozado de dos mujeres extraordinarias en su vida. Debra se había marchado y él nunca podría hacer que volviera. Ella más que nadie habría querido que siguiese adelante; y en aquel momento, por primera vez desde el día en que abrazó a su esposa mientras esta se desangraba en la cuneta, se permitió fantasear sobre el futuro. Se imaginó qué supondría volver a llevar una vida normal, junto a una mujer a quien abrazar de noche y niños con cabellos de rizos pelirrojos. La idea le hizo sonreír.

Kristen permanecía tendida, avanzando por el caleidoscopio de sensaciones con que él la había obsequiado; allí mismo, en el suelo de la cocina. Le estampó un beso perezoso en el pecho cubierto de vello y recostó la cabeza en su brazo. La sensación predominante en aquellos momentos era el alivio. Él había sentido placer; mucho placer, si se atrevía a considerarse apta para juzgarlo. No tenía gran experiencia, pero tampoco era idiota. Casi al final había estado a punto de darle un ataque al corazón de lo agitado que tenía el pulso. La forma en que había empujado, exhibiendo sus dientes apretados; la forma en que su cuerpo se había sacudido y convulsionado; el gemido al alcanzar el clímax. Sí, había sentido placer. Y ella también. No se había corrido una vez sino dos, y la sensación no se parecía en nada a lo que había imaginado.

«Así pues, no soy frígida.» La idea era tan estimulante que soltó una carcajada.

Abe espiró con fuerza.

– Ahora te pediría que si alguna vez volvemos a hacer el amor, después no te eches a reír -dijo en tono burlón. A ella el corazón le dio un vuelco-. Es fatal para mi ego.

Ella le besó la parte inferior de la barbilla.

– No te preocupes por tu ego. Me he reído por una tontería; es que me siento feliz.

Él la atrajo hacia sí y le dio un fuerte abrazo.

– Eso no es ninguna tontería, Kristen. Es muy importante.

– Tienes razón. -Ella levantó la cabeza y contempló sus cuerpos desnudos. Era algo que pensaba que jamás vería, ella desnuda junto a un hombre. Aquel hombre era Abe, y eso era muy importante. Le besó el hombro y luego descansó la cabeza en su brazo-. ¿Te das cuenta de que estamos desnudos en la cocina de mi casa con un coche patrulla en la puerta?

Él se frotó la nariz.

– ¿Te das cuenta de que estoy a punto de estornudar por culpa de tanto polvo y de estar aquí tumbado sobre los escombros? -preguntó, y ella soltó una risita. Una risita. Ella, Kristen Mayhew, con fama de frígida, estaba tendida desnuda sobre un montón de yeso junto a un hombre que parecía Abe Reagan y riéndose. Él sonrió y le tocó la punta de la nariz-. Tendrías que reírte más a menudo -dijo-. Tienes la nariz cubierta de yeso.

Ella se desperezó lentamente; se sentía mejor que de maravilla.

– Eso se arregla con una ducha.

– Mmm… La ducha. -Apenas podía contener la risa-. ¿Quieres saber lo que tengo ganas de hacer en la ducha?

Capítulo 19

Miércoles, 25 de febrero, 20.30 horas

– Gracias. -Zoe cerró de golpe el teléfono móvil-. Vamos.

Scott, harto, puso en marcha el monovolumen.

– ¿Adónde?

– Al hospital del condado, acaba de entrar con el detective Reagan.

Scott suspiró y alejó el vehículo de la acera.

– Deja que lo adivine. ¿Otro de tus soplones?

– La han visto en el vestíbulo del hospital -dijo Zoe con satisfacción mientras abría la polvera-. Esta mañana se ha escapado temprano pero aun así la cogeremos.

– Qué emoción -masculló Scott.

Zoe se lo quedó mirando.

– Conduce y calla.

Miércoles, 25 de febrero, 20.45 horas

Kristen estaba de pie junto a la ventanilla de la unidad de cuidados intensivos; contemplaba a Vincent, inmóvil en una cama del hospital. En teoría, Abe y ella habían salido de casa por algo de cenar, pero Abe la había llevado directamente al hospital sin preguntarle nada, lo cual era muy amable por su parte.

– Gracias -murmuró.

– ¿Por qué?

Ella notó las vibraciones de su voz grave recorriéndole la espalda mientras la abrazaba con fuerza contra sí; era un gesto de posesión pero también, y sobre todo, de apoyo. Ella se respaldó en él; el pelo se le enredaba en su barba incipiente. Por primera vez en muchos años había salido de casa con el pelo suelto. Lo había hecho porque él se lo había pedido; no sabía si sería capaz de negarle algo.

– Por acompañarme. Ya sé que no te gustan los hospitales.

– ¿Cómo lo has adivinado?

– Me lo imaginé cuando en el ascensor dijiste que los odiabas.

– Lo siento, es algo muy… arraigado.

– De todas formas, gracias por acompañarme. Es justo lo que necesitaba.

Lo vio encogerse de hombros.

– Sabía que estabas preocupada por Vincent.

– Y gracias por conseguir que me dejasen entrar. -Al principio le habían prohibido el acceso porque no era familiar del enfermo, pero Abe lo había solucionado mostrando su placa. Ella exhaló un hondo suspiro al observar a Vincent allí tendido-. Nunca he pensado en ellos como dos ancianos, pero supongo que lo son.

Pasó una enfermera.

– Hace mucho tiempo que se ha agotado el tiempo de las visitas, detective. Tienen que irse. -Alzó una ceja-. A no ser que tenga más preguntas.

– No, ya nos ha dicho que no hay ningún cambio en el pronóstico. No tenemos más preguntas -dijo Kristen en voz baja.

– Espere, yo sí quiero hacerle una pregunta. ¿Ha venido alguien a verlo? -preguntó Abe en el tono que utilizaría en un interrogatorio policial, y Kristen, sorprendida, se volvió a mirarlo.

– Dos hombres, pero no eran familiares del enfermo -respondió la enfermera.

– ¿Dos? -Kristen, confundida, miró a la enfermera con extrañeza-. Me imagino que uno era Owen Madden, pero ¿quién era el otro?

– No me ha dicho su nombre, estaba muy afligido.

– ¿Podría describirlo? -le pidió Abe.

La mirada de la enfermera se suavizó.

– Debía de tener unos veinticinco años. Era un varón de rasgos caucásicos con síndrome de Down leve. Dijo que había oído lo de su amigo en las noticias. Me habría gustado dejarlo entrar, pero…

Kristen parecía abatida.

– Timothy.

Abe inclinó la cabeza para mirarla a los ojos.

– ¿Lo conoces?

– Trabajaba para Owen hasta hace un mes, pero lo dejó porque su abuela se puso enferma.

Abe entrecerró los ojos.

– ¿Cuándo dejó el trabajo? ¿Cuándo exactamente, Kristen?

– No lo sé. A mediados de enero, más o menos. -La intención del tono de Abe la turbó; sacudió la cabeza con convencimiento-. No puede ser. No es posible que Timothy esté implicado en nada de lo que estamos investigando. No, Abe.

– A mediados de enero… ¿No te llama la atención?

La enfermera intervino en la conversación.

– Si se refiere a ese asesino, soy partidaria de la opinión de la señorita Mayhew. Por lo que he leído en los periódicos, el asesino es muy inteligente y calculador. En cambio ese tal Timothy es altamente funcional. Hablamos de dos casos muy distintos.

Abe frunció el entrecejo.

– Lo sé, pero odio las coincidencias. Si vuelve, ¿podría avisarme?

La enfermera cogió la tarjeta que le tendía.

– Claro.

Miércoles, 25 de febrero, 21.05 horas

Sonó la campana que indicaba la llegada del ascensor y se abrieron las puertas. Zoe torció el gesto al ver que Reagan rodeaba a Kristen por los hombros. Sabía que detrás de aquella relación había algo más que el mero interés de Reagan en vigilar su casa. Su mente empezó a trabajar para sacar el máximo partido de aquella situación.

– Ahí están -siseó Zoe-. Scott, ¿estás a punto?

– Rodando -dijo él en tono seco. Ella avanzó hasta colocarse enfrente de la pareja y captó sus reacciones. Mayhew la miró con ojos encendidos y Reagan apretó los dientes. Muy bien, muy bien.

– Señorita Mayhew, ¿podría hacer unas declaraciones sobre el estado de salud de Vincent Potremski?

– No.

Reagan y ella prosiguieron su camino pero Zoe se interpuso.

– ¿Cuál ha sido la reacción en la oficina de John Alden ante el comportamiento indecoroso que se le imputa?

Mayhew se detuvo en seco y le dirigió una mirada de absoluta incredulidad. Sacudió la cabeza y sus rizos botaron como movidos por un resorte.

– No haré ninguna declaración, señorita Richardson. Ahora, por favor, discúlpenos.

Avanzaron de nuevo, pero Zoe advirtió el temblor de las manos de Mayhew, la señal que tanto había esperado en momentos de estrés. Mayhew aparentaba aplomo, pero no estaba tranquila.

– ¿No es cierto que por su culpa han apaleado a su amigo hasta dejarlo medio muerto y que es probable que quede en estado vegetativo el resto de sus días? -preguntó en pos de Mayhew.

Kristen se detuvo. Sin embargo, cuando esta vez se volvió, sus ojos no mostraban incredulidad sino cólera. Zoe aguardó, aguzando los cinco sentidos. Había conseguido que Mayhew perdiera el control; por fin.

Kristen avanzó un paso pero Reagan le apretó el hombro.

– Kristen -dijo con voz queda pero lo bastante clara para que lo oyera-. No vale la pena.

Por un momento pareció que Reagan había ganado y Zoe se sintió decepcionada. Pero entonces Mayhew volvió a avanzar con paso trémulo.

– Antes que nada, señorita Richardson, debe saber que el término correcto es «estado vegetativo persistente»; estoy segura de que los familiares de los afectados apreciarán que lo tenga en cuenta. En segundo lugar, debería ser consciente del poder que le da ese micrófono, señorita Richardson, y a usted, señor, su cámara. Espero que utilicen ambas cosas para ayudar a que se haga justicia con las víctimas inocentes y no para echar más leña al fuego. -Dicho esto, se alejó. Reagan volvía a rodearla por los hombros y tomaba el control; Zoe vio que Mayhew se apoyaba en él.

Por un breve instante, Zoe deseó contar con alguien en quien poder apoyarse. Pero el pensamiento quedó destruido por el fuego de la ira. Menuda bruja pretenciosa.

– Deja de filmar -dijo con furia contenida. Scott bajó la cámara sin dejar de observar la retirada de Mayhew; la admiración que reflejaba su mirada la enfureció aún más-. No se te ocurra abrir la boca -siseó y le pasó por delante.

Tenía que redactar una noticia.

Miércoles, 25 de febrero, 22.30 horas

– ¿Quién es Leah Broderick? Dígamelo, por favor…

Miró a Hillman con desdén. El arrogante y poderoso hombre de la sala del tribunal se había convertido en un tembloroso amasijo insignificante. Deseó que Leah pudiese estar allí para verlo.

No había sido difícil trasladar a Hillman desde la furgoneta hasta el sótano de su casa. Sin embargo, se resistió un poco cuando quiso tenderlo en la mesa y tuvo que convencerlo con un golpe en la cabeza. Había recobrado el conocimiento y llevaba una hora tratando inútilmente de arrancar las cadenas que lo sujetaban. Al fin había empezado a suplicar. Resultaba muy gratificante ver tanta arrogancia reducida a la mínima expresión.

Cogió la pistola y, haciendo oídos sordos a sus súplicas de piedad, le disparó en la rodilla izquierda. El grito fue agudo y estridente; se retorcía de dolor. Empezó a sollozar y él volvió a desear que Leah se encontrase presente.

– Es solo una medida de precaución, juez Hillman. No puedo permitir que se escape. -La rodilla derecha estalló con igual impacto que la izquierda y Hillman volvió a chillar. Él se inclinó para contemplar su trabajo. No paraba de brotar sangre de las heridas, así que le aplicó sendos vendajes-. No quiero que se desangre, juez. Por lo menos, no todavía. Más tarde me ocuparé de usted. De momento, voy a obsequiarlo con algo especial. -Se dirigió al equipo estereofónico y lo accionó-. Me he tomado la libertad de grabar la transcripción de un juicio.

Se dirigió al piso de arriba y se tendió en la cama; estaba más cansado de lo habitual. Tenía tiempo de dormir unas horas antes de proseguir la caza.

Miércoles, 25 de febrero, 23.40 horas

– ¿Cómo está Kristen? -preguntó Mia a modo de saludo.

– Bien. -«Mejor de lo que te imaginas», pensó Abe-. Nos espera en el despacho.

Mia le dirigió una mirada pícara.

– Espero no haber interrumpido nada al llamar tan tarde; ya sabes…

Abe negó con la cabeza y se esforzó por qué no lo delatara una sonrisa de satisfacción, pero no lo consiguió del todo.

– No te preocupes, estaba echando una cabezada. -Junto a Kristen, en su cama, cubriéndole con una mano uno de sus pechos desnudos mientras ella yacía con las nalgas encajadas en las ingles de él. La vida era maravillosa.

Mia lo observó con gesto burlón.

– En el sofá…

– Claro -mintió Abe y la vio tragarse la sonrisa. Señaló al ventanal de la sala de interrogatorios-. ¿A quién tenemos ahí?

– A Craig Dunning. Es el chófer y guardaespaldas de Edmund Hillman.

– El juez que ha desaparecido.

Mia asintió.

– Sí. -Empujó la puerta para abrirla y se sentó junto al hombre. Tenía unos treinta años y, en su nerviosismo, no paraba de darle vueltas a la gorra de su uniforme como si fuese un disco volador-. Aquí está mi compañero, señor Dunning.

Abe le tendió la mano.

– Soy el detective Reagan.

Dunning tenía la mano sudorosa pero le dio un firme apretón.

– Le he visto por la televisión.

– Cosas de la fama -dijo Abe con ironía-. Dígame, ¿a qué hora ha visto al juez Hillman por última vez?

– Sobre las cinco.

– ¿Y dónde estaban? -prosiguió Abe.

Dunning se removió con incomodidad.

– En el aparcamiento de la empresa de alquiler de limusinas.

Mia alzó los ojos.

– Vamos, Dunning, ya es bastante tarde. Cuéntenos la historia.

Dunning la miró con odio, pero obedeció.

– Todos los miércoles paso a recoger al señor Hillman por el juzgado y lo acompaño hasta la empresa de alquiler de limusinas. Allí… nos intercambiamos los coches. Él se lleva el mío y yo lo espero en la limusina hasta que regresa. Pero esta noche no ha vuelto.

Mia hizo un ademán de impaciencia.

– ¿Y adónde va?

Dunning vaciló.

– A encontrarse con su amante.

Abe sacudió la cabeza.

– Primero Alden, ahora Hillman. ¿Es que no hay ningún hombre que se acueste con su esposa? Muy bien, señor Dunning, cuéntenos los detalles. ¿A qué hora suele volver el señor Hillman? ¿Dónde se encuentra con esa mujer? Y ¿cómo se llama ella?

– Se llama Rosemary Quincy, se dan cita en un hotel de Rosemont. Suele volver alrededor de las siete.

Mia se pasó la lengua por los dientes; era evidente que lo hacía para evitar pronunciar lo que probablemente era un comentario jocoso sobre la resistencia de Hillman.

– ¿Cuánto tiempo lo ha estado esperando?

Dunning volvió a removerse en su asiento.

– Hasta las nueve y media. Luego me he marchado a casa. Pero a las diez y media ha llamado Rosemary. Salía del hotel y ha visto allí su coche… mi coche; todavía estaba en el aparcamiento. Ha dicho que el señor Hillman hacía horas que se había marchado. Estaba asustada. Con todos esos asesinatos…

– ¿Por qué no nos ha llamado ella misma? -preguntó Mia.

Dunning se encogió de hombros.

– Quería mantener su nombre en secreto.

– No es probable que lo consiga. ¿Y su mujer? ¿Está al corriente?

Dunning se mordisqueó los labios con nerviosismo.

– ¿De qué? ¿De la aventura o de la desaparición?

– De ambas cosas -respondió Mia.

– No creo que sepa lo de Rosemary. A Hillman le espera una buena si lo descubre. Pero sí sabe que ha desaparecido. Me ha llamado ella misma, sobre las ocho. Yo…

– Usted le ha dicho que estaba en otra parte. -Mia terminó la frase con enojo.

– Sí. Mire, he venido aquí por voluntad propia. ¿Puedo marcharme ya?

Abe le tendió un bloc y un lápiz.

– Primero anote el nombre y el teléfono de Rosemary, una descripción de su coche y el número de la matrícula. Cuando termine, puede irse.

Le hizo una señal a Mia y salieron juntos de la sala. Abe cerró la puerta tras él y observó a Dunning a través del cristal.

– Puede que Hillman esté bien.

– A lo mejor se lo ha cargado la señora Hillman por tener una aventura -apuntó Mia.

– Pero no lo crees.

– Ni tú tampoco. -Mia se frotó las mejillas con las palmas de las manos-. Mierda, estoy cansada de todo esto. Creo que deberíamos volver a revisar la lista de Kristen.

Jueves, 26 de febrero, 8.00 horas

Estaban todos sentados alrededor de la mesa. Kristen pensó que sus expresiones reflejaban pesimismo. Era lógico, había desaparecido un juez. La prensa estaba alborotada y la comunidad jurídica aún más.

Spinnelli se presionó las sienes con los pulgares.

– Por favor, decidme que habéis encontrado algo cerca del coche.

– Pues no. -Incluso Jack estaba desanimado-. Nada de nada.

– Y nadie ha visto nada -añadió Abe.

Kristen carraspeó.

– Ya sé que estáis hasta el gorro de mis listas, pero os he traído otra. Contiene todos los casos de agresión sexual que ha juzgado Hillman y en los que yo he llevado la acusación. Ya he hablado con algunos de los demandantes. La mayoría de ellos siguen mostrándose resentidos, pero ninguno ha sufrido ningún trauma durante los últimos tres meses.

– ¿Contiene algún nombre que ya conozcamos? -preguntó Mia.

– Uno. Katie Abrams.

– La niña de cinco años que «provocó» al novio de su madre -reconoció Spinnelli con amargura.

Un enojo que le resultaba familiar le hizo hervir la sangre ante el recuerdo de Katie Abrams y el flagrante error judicial.

– Sí, ese es el caso. -Kristen miró a Todd Murphy, quien había vuelto a unirse a ellos-. Pero Murphy investigó a la familia de Katie después de que asesinaran a Arthur Monroe. La madre está en prisión por posesión de drogas y Katie está con una familia de acogida. He hablado con la trabajadora social que se encarga del caso y me ha dicho que vio a Katie hace dos semanas. Está con una buena familia y Katie es relativamente feliz.

– ¿Y los padres adoptivos? -preguntó Spinnelli-. ¿Habéis averiguado algo sobre ellos?

– Tienen coartadas muy sólidas -respondió Murphy en tono quedo.

– Mierda -exclamó Spinnelli-. ¿Qué nos espera ahora, Miles?

– Depende. -Westphalen levantó las manos al observar la expresión enojada de Spinnelli-. Depende de si ha elegido a Hillman al azar o si ha sido su objetivo desde el principio. No ha agredido a nadie desde que el lunes por la noche falló al dispararle a Carson. A lo mejor está inquieto y ha decidido decirnos en qué consiste exactamente su venganza.

– Si Hillman es una víctima elegida al azar, no sabemos más de lo que sabíamos ayer -opinó Abe-. Si es el objetivo inicial de su venganza, quiere decir que con él habrá terminado, ¿no?

– Yo creo que actúa siguiendo unas pautas -insistió Kristen-. Es metódico. Hace las cosas siempre de la misma manera. Y su actuación se centra en la víctima.

– Y en ti -observó Mia.

– Y en mí. Por algún motivo, yo estoy relacionada con todo esto. Pero son más importantes las víctimas. Pensad en las lápidas y en las cartas. Yo solo aparezco en la posdata. El grueso lo dedica a las víctimas. Tal vez el haberme pasado los últimos días hablando con esas personas me ha afectado, pero no hago más que oír las mismas cosas una y otra vez. Las víctimas a quienes la justicia ha vuelto la espalda culpan al sistema. Culpan al criminal, al abogado defensor, al juez y a mí. Todo en el mismo paquete.

– Como los paquetes que él te deja -observó Miles-. Es un paralelismo interesante.

– ¿Adónde quieres ir a parar, Kristen? -preguntó Jack-. ¿Cuál es el punto en común? ¿Katie Abrams?

Kristen sacudió la cabeza.

– No lo creo. Por una parte, últimamente no ha ocurrido nada que guarde relación con Katie Abrams. Por otra, nadie se ocupó lo bastante de la niña en su momento como para querer vengarla. Ese fue uno de los motivos que hizo que el caso resultara especialmente duro. Se trata de otra cosa.

– Quizá todos nos equivocamos y actúa sin ton ni son -apuntó Mia en voz baja-. A lo mejor ha leído sobre ti en los periódicos, Kristen, y te obsequia con esos paquetes porque está como una cabra. Igual que John Hinckley júnior con Jodie Foster. A lo mejor el único punto en común eres tú.

– Si es así, estamos como al principio -concluyó Kristen, desanimada-. Ha sido lo bastante listo para no dejarnos más que una bala, media huella digital y un vaso de café.

Spinnelli suspiró.

– ¿Qué hay de la cabaña que registrasteis ayer? ¿Encontrasteis huellas, Jack?

– Unas cuantas, en los marcos de las fotos; por desgracia están incompletas y cubiertas por una espesa capa de polvo. También hemos encontrado algunas en el periódico; claro que podría haber ido de mano en mano, pero aun así las estamos analizando. Ninguna se ajusta a la que encontramos en el cuerpo de Conti. Ambas fotos estaban escritas por detrás. En una decía: «Worth: Henry, Callie, Hank y Paul». En la otra: «Hank y Genny, 1943».

Abe tomó nota.

– Así que Paul es el otro hijo. Tiene sentido; la funcionaría del registro nos dijo que la finca de los Worth había pasado a ser propiedad de Paul Worth cuando Henry, el padre, murió. Y sabemos por el certificado de matrimonio que Genny se casó con un hombre llamado Colin Barnett. Sabemos en qué iglesia lo hizo y también en qué año, y además tenemos una foto suya. Yo seguiría investigando por ahí; es la única pista con la que contamos.

– También tenemos el nombre de Paul Worth -añadió Mia-. Él habría heredado las viejas matrices de su padre. Deberíamos seguir esa pista.

Abe reconoció que tenía razón y esbozó una sonrisa triste.

– Es más fácil dar con información sobre él que sobre un posible hijo de unos sesenta años, ¿verdad?

– Yo seguiría la pista de Paul Worth -opinó Kristen-. Si es el propietario de la finca donde estuvisteis ayer, tiene que constar en algún documento de la oficina de recaudación.

– Muy bien. -Spinnelli anotó todo aquello en la pizarra-. ¿Qué más?

– Una cosa. -Murphy habló desde el extremo opuesto de la mesa-. Marc me ha pedido información detallada sobre el expediente de Aaron Jenkins. El chico fue acusado de abusos sexuales. Trató de violar a una chica en el hueco de la escalera de su instituto hace siete años, pero ella no consta en ninguna de las listas de las víctimas, Kristen. Lo he comprobado. Se llama June Erickson.

Kristen hizo memoria.

– Es la primera vez que oigo ese nombre. ¿Podemos hablar con ella?

Murphy hizo una mueca.

– Si somos capaces de dar con ella, sí. Su familia se trasladó poco después de interponer la denuncia. He hablado con algunos vecinos y dicen que la chica tuvo problemas en la escuela después de lo ocurrido. Sus compañeros la intimidaban por haber denunciado a Jenkins; parece que él era muy popular. He confeccionado una lista de personas que se llaman igual que sus padres y hoy me dedicaré a buscarlos. Cuando tenga más noticias, os lo haré saber.

– Entonces ya tenemos el trabajo repartido -determinó Spinnelli enérgicamente-. Abe y Mia, vosotros os dedicaréis a buscar a Genny O'Reilly. Murphy, tú trata de dar con June Erickson. Kristen, tú ocúpate de Paul Worth, pero no salgas del edificio sin que te acompañe uno de nosotros. Si te dejan en casa un paquete relacionado con el juez Hillman, el agente que está allí vigilando nos lo hará saber.

– ¿Y tú? -preguntó Abe.

– Yo me ocuparé de los políticos y de los periodistas que pretenden enseñarnos cómo tenemos que hacer nuestro trabajo.

Kristen le entregó la última lista.

– Aquí aparecen los casos que llevó Hillman, los nombres de los abogados defensores y de los acusados. Si es cierto que todo esto guarda alguna relación y se trata de una venganza, una de estas personas será la siguiente víctima.

Jueves, 26 de febrero, 9.30 horas

El padre Ted Delaney, de la parroquia del Sagrado Corazón, tenía un algo de detective, por algo había seguido los episodios de Colombo religiosamente, y nunca mejor dicho. Así que cuando Abe le explicó lo que buscaban, el anciano sacerdote se zambulló en la tarea con un entusiasmo tal que hizo sonreír a los policías.

– En aquella época no era yo el párroco, como comprenderán -dijo colocándose bien las gafas en el puente de la nariz-. Yo llegué aquí en 1965. Dos generaciones antes que yo, al frente de la parroquia estaba el padre Reed. En 1943 ya era anciano. Creo que murió antes de que terminase la guerra.

– Ya nos imaginábamos que el sacerdote que los casó habría muerto -dijo Abe-. ¿Recuerda que a esta parroquia perteneciera una pareja apellidada Barnett? Él se llamaba Colin, y ella, Genny.

– No puedo afirmarlo, pero en aquel tiempo la parroquia era mucho más extensa. -Los miró por encima de sus pequeñas lentes con cierta expresión de reproche-. La gente ya no va a la iglesia como antes.

Abe se esforzó por no bajar la cabeza.

– Tiene razón -dijo-. ¿Y qué hay de las partidas de bautismo? Creemos que su hijo nació en marzo de 1944.

Delaney sacó un grueso ejemplar y lo hojeó; sus dedos se habían tornado torpes y deformes por la edad. Al fin alzó la vista.

– Sí, fue un niño. Lo bautizaron como Robert Henry Barnett el 2 de marzo de 1944.

Un paso más.

– ¿Tuvieron más hijos, padre? -preguntó Abe.

– Si tienen paciencia, lo miraré.

Después de lo que a ellos les parecieron horas, los lentos dedos de Delaney volvieron a detenerse.

– Una hija, la bautizaron como Iris Anne el 12 de mayo de 1946. -Sus dedos siguieron recorriendo las páginas-. Y otro hijo, Colin Patrick, bautizado el 30 de septiembre de 1949.

– ¿Es posible que Genny siga viva? -preguntó Mia.

– Si es así, ahora debería de tener unos ochenta años -dijo Delaney-. Los certificados de defunción están en otra sala. Si esperan aquí, iré a comprobarlo.

Cuando se hubo marchado, Abe se volvió hacia Mia.

– No llamaron a su primogénito Colin, como el padre -susurró Abe sin apenas voz.

Mia alzó una ceja.

– Un sietemesino. Menudo revés. Me pregunto si Colin padre lo sabía de antemano o si le sorprendió un hijo perfectamente formado que nació dos meses antes de lo esperado.

– Ella llamó a su primer hijo Robert Henry.

– Y Hank es el diminutivo de Henry.

Abe asintió.

– Tanto si Colin padre era el más compasivo de los hombres, como si Genny O'Reilly lo engañó, le puso a su hijo el nombre del padre biológico.

– Esperemos que al menos uno de los hijos de Barnett viva en Chicago.

– Cuando regrese el bueno del padre Delaney, iremos a comprobarlo.

Jueves, 26 de febrero, 10.30 horas

Kristen colgó el teléfono. Los últimos intentos realizados para contactar con las víctimas de su lista habían resultado en vano. Algunas se habían mudado, y otras simplemente habían desaparecido del mapa.

Spinnelli se le acercó con cara de pocos amigos.

– Estaba esperando a que acabases de hablar por teléfono.

– ¿Qué ocurre?

Él le tendió la lista que ella le había entregado un par de horas antes. Uno de los nombres aparecía señalado con un círculo rojo.

– Gerald Simpson no se ha presentado en la sala del tribunal esta mañana.

Kristen frunció los labios. Simpson era un abogado defensor entregado a su trabajo. Según él, todos los agresores podían ser reinsertados y los fiscales eran unos rencorosos con ansias de poder que solo buscaban que se declarase culpables a los acusados para obtener prestigio. Defendía a sus clientes con gran fervor, pero mostraba muy poca compasión por las víctimas.

– Así, siguiendo con la suposición de que todo esto está relacionado con Hillman, hemos acotado mucho las posibilidades. Solo he coincidido en la sala con Hillman seis veces. ¿Vamos a poner vigilancia a esos seis abogados?

– Ya lo he solicitado. Hemos lanzado una orden de localización del coche de Simpson. Voy a entrevistarme con su esposa, ya que Abe y Mia siguen en el campo. Tal vez la señora Simpson sepa algo más. -Pero su expresión mostraba con claridad que no lo esperaba.

– Llamaré a las seis víctimas.

Spinnelli se pasó la mano por el pelo con un claro gesto de frustración.

– ¿Sabemos algo de Paul Worth, el hijo?

– Están buscando su nombre en el registro. Han dicho que me avisarán cuando den con los datos.

Jueves, 26 de febrero, 14.30 horas

Ya no vivía ningún Barnett en el ámbito de la parroquia; aun así el padre Delaney les había entregado una lista de sus predecesores.

Viola Keene había sido miembro del Sagrado Corazón durante toda la vida; sin embargo, el hecho de formar parte de la parroquia no había favorecido ni un ápice su predisposición a ayudar.

– Claro que recuerdo a los Barnett. ¿Por qué quieren saberlo? -Viola Keene torció el gesto al observar sus pies-. Acabo de fregar el suelo. ¿Les importaría sacudirse los pies?

– Lo sentimos, señora. -Abe se esmeró en limpiarse los zapatos y Mia lo imitó-. La nieve está medio derretida.

– A ver si por fin deshiela -dijo la mujer, malhumorada.

Abe pensó que no era ninguna anciana. No debía llegar a los sesenta, pero parecía mayor debido al perpetuo gesto de descontento de sus labios. Y el peinado sobrio y las prendas negras no ayudaban en nada.

– No hay que perder la esperanza -opinó Mia y Abe tuvo que disimular una sonrisa.

– Bueno, ¿qué es lo que quieren saber? -espetó Keene-. Tengo un negocio que atender.

Regentaba una pequeña sombrerería, pero la privacidad de la entrevista parecía estar garantizada. La capa de polvo que cubría los sombreros indicaba que hacía bastante tiempo que Keene no tenía ningún cliente.

– Cosas de la familia Barnett -dijo Abe-. ¿Cómo estableció contacto con ella?

– Iba a la escuela con Iris Anne. Era una alocada.

Se acercaron al ancho mostrador donde la señorita Keene se inclinaba sobre lo que parecía una gran lazada.

– ¿En qué sentido?

– Siempre andaba detrás de los chicos y no se aplicaba nada en los estudios. Su hermano era harina de otro costal.

Mia se encorvó un poco para observar el rostro de la mujer más de cerca.

– ¿Qué hermano, señorita Keene?

Ella pareció ofenderse.

– El mayor, por supuesto. Robert se aplicaba mucho en los estudios y ayudaba a su padre en la tienda. Era un buen hijo. -Su rostro se suavizó en extremo y la transformación le quitó diez años de encima-. Se ocupaba de Iris y del otro hermano. -Volvió a torcer el gesto-. En cambio, el pequeño… -Hizo una pausa mientras se esforzaba por recordar-. Colin. Era un consentido. Siempre se metía en líos, andaba continuamente mortificando a los vecinos. -Se sorbió la nariz-. Pero se llevó su merecido.

Mia miró a Abe de reojo. Luego volvió a centrar su atención en Keene.

– ¿Por qué lo dice?

– Colin se metió con quien no debía. -Keene cogió la lazada y empezó a alisar las puntas-. El chico le dio una paliza y tuvieron que ingresarlo en el hospital. En el vecindario, la noticia fue un verdadero acontecimiento.

– ¿Y qué ocurrió después?

– Colin murió.

Mia pestañeó; estaba perpleja.

– Uau. Tuvo que ser todo un acontecimiento.

Keene ahuecó la lazada.

– El chico llevaba un cuchillo escondido en la bota. Colin ni siquiera se dio cuenta de que se lo iba a clavar.

Abe ocultó la sorpresa que le causaba la frialdad de la mujer.

– ¿Qué le ocurrió a Robert?

Sus facciones volvieron a suavizarse, podría decirse que adquirieron una expresión melancólica.

– En casa empezó a pasarlo aún peor. Al final se escapó; a Iris Anne le rompió el corazón.

Abe sospechó que había roto también el de la señorita Keene.

– ¿Por qué dice que en casa lo pasó «peor»? ¿Es que antes lo pasaba mal?

Keene, enojada, levantó la cabeza para mirarlo.

– El señor Barnett era muy duro con Robert. Iris y Colin hacían lo que les daba la gana, pero Robert se veía obligado a trabajar muchísimo. Si se equivocaba, aunque fuera al respirar, su padre lo castigaba con la palmeta. Como les digo, al final se escapó de casa. No he vuelto a verlo jamás.

– Señorita Keene -dijo Mia con suavidad-, ¿qué le ocurrió al chico que mató a Colin?

Keene bajó la vista a la lazada.

– Lo metieron en la cárcel, bueno, en uno de esos reformatorios. Cuando salió, se lió a puñetazos en un bar y lo apuñalaron; acabó igual que Colin. -Sostuvo la lazada a contraluz-. En el informe lo llamaron «venganza». No llegaron a coger a quien lo hizo. A todo el mundo le pareció normal que se hubiera ganado unos cuantos enemigos; en cambio, Iris y yo nos preguntamos si Robert había vuelto. -Suspiró-. Claro que no era más que una chiquillada. Años después creí verlo una vez, pero me equivocaba.

– ¿Dónde le pareció verlo?

– En el funeral. Iris Anne y sus padres murieron en un accidente de coche.

– Lo siento -masculló Mia.

Keene se encogió de hombros.

– De eso hace casi veinticinco años. -Ambos se sorprendieron cuando la mujer sonrió a Mia-. Pero gracias. Era mi mejor amiga.

– ¿Qué le hizo pensar que no era a Robert a quien había visto, señorita Keene? -preguntó Abe.

– Lo llamé y no respondió. Mi Robert nunca se habría comportado de un modo tan grosero.

– Una pregunta más y la dejaremos tranquila -dijo Mia-. ¿Tiene alguna foto? ¿Tal vez alguna en la que aparezca Robert?

– Guardo un par de anuarios de la escuela, pero no tengo ni idea de dónde paran.

Mia le entregó una tarjeta.

– Es muy importante que consigamos una foto. Aquí tiene mi nombre y mi teléfono. Si encuentra algo, llámenos, por favor.

Jueves, 26 de febrero, 15.00 horas

– El señor Conti la recibirá enseguida.

Zoe no podía estarse quieta. Se preguntaba si había sido una buena idea solicitar una entrevista, sobre todo después de que él hubiese exigido que acudiera sin la compañía de Scott. Ni siquiera le habían permitido llegar en su propia furgoneta. Siguió al mayordomo, vestido con un traje de raya diplomática, camisa blanca almidonada y corbata negra. Todo aquello le recordó a las películas de Al Capone. Se alegró de haber dicho en la redacción adónde iba.

– La señorita Richardson -anunció el mayordomo, e hizo un gesto para indicarle que podía entrar en el despacho privado de Jacob Conti.

El mafioso en persona estaba sentado tras su escritorio y la miraba con ojos recelosos. Drake Edwards se hallaba de pie a su lado. Supuso que Edwards se esforzaba por parecer despreocupado, pero le rodeaba un halo tal de poder que era imposible que transmitiera nada que recordase, ni remotamente, a la despreocupación. Por un momento lo contempló fascinada; luego se volvió hacia Jacob Conti.

– Gracias por recibirme. Permítame que le dé el pésame por la muerte de su hijo.

Conti no respondió, pero Edwards le señaló la otra silla que había en la sala.

– Siéntese, señorita Richardson -dijo con suavidad-. Tómese su tiempo.

Había algo siniestro en sus palabras, pero Zoe se negó a mostrarse intimidada. Tomó asiento y se aseguró de que su pierna quedase al descubierto.

– Me gustaría que me concediera una entrevista para emitirla por televisión.

Edwards alzó una ceja.

– ¿Por qué cree que el señor Conti podría estar interesado en conceder una entrevista?

– Esta semana se han producido varias agresiones contra Kristen Mayhew y personas de su círculo más próximo -empezó Zoe.

El rostro de Conti permanecía hierático y el de Edwards se iba tornando más y más risueño.

– ¿Y qué tiene eso que ver con nosotros? -preguntó Edwards, y Zoe supo que se estaba mofando de ella.

– Se le acusa de estar implicado en ello, señor Conti. Esta misma mañana ha venido la policía a hablar con usted.

– La policía no nos ha hablado de ninguna acusación, señorita Richardson -aclaró Edwards; volvía a reírse de ella-. A lo mejor su fuente de información está… equivocada. -La miró de arriba abajo con descaro.

Zoe se volvió hacia el silencioso Conti.

– Quería brindarle la oportunidad de negar las acusaciones en un foro público -dijo con tanta honestidad como fue capaz mientras hacía caso omiso de la evidente mirada lasciva de Edwards.

Conti no pronunció palabra. Su semblante no había cambiado ni un ápice desde que ella entrara en la sala. Si no fuera porque observaba un ligero movimiento en su pecho, habría pensado que estaba muerto. Pero lo cierto era que estaba vivito y coleando.

Y representaba una verdadera amenaza. Zoe se puso en pie.

– Si está interesado, póngase en contacto conmigo, por favor. -Depositó una tarjeta en una esquina del escritorio-. Acepte de nuevo mi pésame.

Estaba a punto de salir por la puerta cuando Conti por fin habló.

– Señorita Richardson, la considero tan responsable de la muerte de mi hijo como a la señorita Mayhew y a su asesino.

Incapaz de controlar el súbito temblor de su cuerpo, Zoe se volvió para mirarlo.

– ¿Me está amenazando, señor Conti?

– ¿Qué le hace pensar una cosa semejante? -preguntó Conti. Sus labios se curvaron en una sonrisa aterradora y Zoe supo lo que era el miedo-. Márchese antes de que la eche por la fuerza.

Ella obedeció con las piernas trémulas. Edwards la acompañó a la entrada principal de la mansión y le abrió la puerta. Alzó la tarjeta de Zoe y la deslizó por su escote, entre sus pechos.

– Sabemos muchas cosas, señorita Richardson. Si fuese necesario, sabríamos dónde encontrarla.

No supo cómo fue capaz de poner el coche en marcha. Todo cuanto sabía era que había contenido la respiración hasta que se hubo alejado de la verja de entrada. Un par de kilómetros después, las náuseas que sentía fueron desterradas por una oleada de ira. Había perdido el control de la situación y tenía que recuperarlo.

Cuando Drake volvió a entrar en el despacho, Jacob ni siquiera levantó la vista de los documentos.

– Mátala.

Jueves, 26 de febrero, 17.00 horas

Kristen se echó a reír cuando un singular y espantoso sombrero aterrizó frente a ella en la mesa del despacho. Alzó los ojos y vio a Mia exhibiendo una gran sonrisa.

– ¿Qué es esto?

– Un regalo para ti.

Abe apareció detrás de Mia con cara de satisfacción.

– Se ha hecho amiga de una sombrerera.

Mia se sentó frente a su escritorio y exhaló un suspiro.

– Me ha dado pena, la pobre se pasa el día sola en la tienda.

– Está sola porque es muy desagradable con la gente. -Abe cogió una silla y se sentó en ella a horcajadas. Lo tenía al alcance de la mano; el hecho de verlo allí sentado en aquella postura hizo que afluyesen los recuerdos. Kristen extendió la mano y volvió a cerrarla, y por fin acabó centrando la atención en aquel horrendo sombrero. Sin embargo, por el rabillo del ojo observó que él sonreía, seguro que estaba pasándoselo en grande al saber cuánto le afectaba lo que hacía-. Pero contigo no, Mia. Todo el mundo sucumbe a tus encantos.

Mia hizo una mueca.

– Cállate. ¿Se lo cuentas tú o tengo que hacerlo yo?

Abe hizo un ademán exagerado.

– Adelante.

Kristen escuchó con atención mientras Mia reproducía la conversación con Keene.

– Así que Robert empezó a edad temprana -dijo-, eso suponiendo que fuese él quien volvió para cargarse al asesino de su hermano.

– El joven vengador. Suena como los Boy Scouts pero con una filosofía distinta.

Kristen sacudió la cabeza al tiempo que esbozaba una triste sonrisa.

– Mia, ¿tú qué crees? ¿Es posible que el hombre que estamos buscando sea Robert Barnett? Su nombre no consta en ninguna de mis listas, pero…

Abe asintió.

– Yo diría que sí, pero hemos topado contra un muro. No hemos conseguido averiguar nada más allá del relato de la señorita Keene. ¿Qué tal te ha ido a ti el día?

– He llamado a todos los implicados en el caso que Simpson defendió con Hillman como juez. Nadie parece haber sufrido ningún trauma; he recibido dos invitaciones para cenar y me han propuesto que se nomine al asesino para el Nobel de la Paz. Hay tres personas con quienes no he podido ponerme en contacto; mañana volveré a llamarlas. Ah, y he encontrado a Paul Worth. Creo que era el tío de Robert Barnett por parte de Hank.

Abe alzó una ceja.

– ¿Y?

– Está vivo pero no podemos hablar con él. Vive en una residencia de ancianos cerca de Lincoln Park. No conserva la lucidez. He hablado con su procurador, que es el albacea del Estado. Paul Worth no tiene hijos; cuando muera, la propiedad que encontrasteis ayer pasará a manos del Estado.

– Me pregunto cómo se las arregló nuestro hombre para dar con la propiedad -dijo Abe, pensativo.

– No lo sé. Tal vez conocía a los Worth. -Le tendió la hoja en la que había hecho sus anotaciones-. He preguntado en la residencia si te permitirían verlo. Me han dicho que puedes intentarlo. Spinnelli ha salido, y no iba a ir yo sola.

Abe se quedó mirando el despacho desierto de Spinnelli.

– ¿Adónde ha ido?

Kristen suspiró.

– Está en el despacho del alcalde.

Mia hizo una mueca.

– Oh, oh.

– Sí. Tiene prevista una rueda de prensa a las siete. No será muy agradable.

Guardaron silencio. Al momento sonó el móvil de Abe. A Kristen se le paralizó un instante el corazón. Llevaba todo el día nerviosa, estaba preocupada por los Reagan, por Owen, por su madre; pero todo el mundo estaba al corriente. Había advertido a Lois y a Greg y sabía que hacían cuanto podían por proteger a aquellos que le importaban.

– ¿Diga? -Su rostro se tensó.

Kristen lo cogió del brazo.

– ¿Es Rachel?

Él negó con la cabeza, le cubrió la mano con la suya y le dio un ligero apretón.

– No, mi familia está bien. Se trata de otra cosa. -Se levantó y dio unos pasos-. No es buen momento -masculló-. No, no puedo quedar para cenar… No, para tomar una copa tampoco… Mierda, Jim, suelta de una vez lo que se te ha pasado por la cabeza.

Jim. El padre de Debra. «Pobre Abe.»

– Lo intentaré. -Abe cerró de golpe el teléfono y se quedó inmóvil un instante; denotaba soledad y a Kristen se le partió el corazón. Sin importarle quién lo viera, se levantó y le pasó la mano por su ancha espalda. Él tensó los músculos y cuando se volvió a mirarla vio que lo había entendido-. Están en la ciudad para el bautizo. Quieren que cenemos juntos.

– ¿Por qué?

Él se encogió de hombros con inquietud.

– No lo sé. Dicen que tienen que hablar conmigo.

– ¿Quieres que te acompañe?

Él esbozó una sonrisa forzada.

– Gracias, pero creo que no es buena idea. No te enfades.

– Claro que no. -Apoyó la frente en la parte superior de su brazo-. Solo es que… me preocupas.

A sus espaldas, Mia carraspeó deliberadamente.

– Hola, Marc.

Kristen y Abe se volvieron al unísono y se encontraron con la mirada sorprendida de Spinnelli.

– Por lo menos todo esto tendrá un final feliz.

Kristen apartó la mano de la espalda de Abe.

– El alcalde no está muy contento, ¿verdad?

Spinnelli se hundió en la silla.

– Bueno, al parecer somos unos incompetentes, el hazmerreír de la ciudad, el blanco de todas las críticas y… una vergüenza. Somos muchas más cosas, pero esas son las más importantes. Mia, llama a Murphy. Averigua si ha progresado en su intento de localizar a esa chica. -Chasqueó los dedos y frunció la frente-. Cómo se llama…

– June Erickson -apuntó Mia.

Spinnelli clavó la mirada en el sombrero.

– ¿Qué demonios es esto?

– Algo así como una buena acción -explicó Abe-. Te pondré al corriente.

Jueves, 26 de febrero, 20.45 horas

– Me estoy mareando -dijo Kristen; la habitación daba vueltas a su alrededor.

– Es muy tranquilo -opinó Rachel.

Estaban sentadas frente al televisor de la casa de los Reagan y descendían esquiando virtualmente por una montaña que parecía real.

– Bienvenida a mi mundo -dijo Kyle en tono irónico, y Becca ahogó una risita.

Kristen se tapó los ojos.

– No puedo seguir mirando. Estoy a punto de vomitar.

– ¡Qué bien! ¡He quedado sexta! -Rachel detuvo el videojuego-. Se acabó por hoy.

– Es increíble que aún consigas mover las manos y que no tengas los ojos rojos -dijo Kyle-. Llevas todo el día con ese juego del demonio.

Aquel día no había ido a la escuela. Kyle dijo que era tan solo una medida de precaución y Becca insistió en que no era culpa de Kristen, pero ella se sentía responsable de todos modos. Por otra parte, Rachel estaba contentísima porque se había saltado un examen; además, todas sus amigas la admiraban.

– No se te ocurra disculparte -le advirtió Kyle.

– Si no, me dará una patada en el trasero -replicó Kristen con una sonrisa cansina-. Ya lo sé. ¿Ha llamado Abe?

– En los cinco minutos que han pasado desde la última vez que lo has preguntado, no.

Becca le dio unos golpecitos en la mano.

– Todo va bien, Kristen. Sabe cuidarse. -Lo dijo con la voz de esposa y madre de policías que era.

– Además, es solo una cena -la tranquilizó Kyle-. Lo peor que puede ocurrir es que se equivoque de tenedor y que Sharon lo fulmine con la mirada.

Kristen lo miró perpleja.

– ¿Por qué dice eso?

Kyle se inquietó, pero Becca dio un resoplido.

– Debra era la mujer más dulce y generosa del mundo, en cambio a sus padres solo les importa el dinero y el poder que se consigue con él. -El rostro de Kristen se cubrió de tristeza-. Abe no era lo bastante bueno para Debra, y su padre nunca perdía la oportunidad de hacérselo notar.

– Becca -la reprendió Kyle con amabilidad-, lo pasado, pasado está. Ya no pueden hacerle daño.

Kristen miraba al uno y al otro alternativamente, pero no parecían estar preparados para explicarle más cosas.

– Abe me ha contado lo de la demanda para hacerse con la custodia de Debra.

Kyle abrió los ojos con gesto de sorpresa.

– ¿Lo sabías?

Becca apretó la mandíbula.

– ¿Te ha dicho que lo culparon a él del disparo que recibió Debra? No dejaron de echarle la culpa durante los cinco años que ella permaneció en estado vegetativo.

Pobre Abe. Pobre Kyle y pobre Becca, tener que soportar que su hijo pasara por semejante tortura.

– Hoy no tenía ningunas ganas de verlos.

Becca volvió a resoplar.

– Pues claro que no.

– ¿Y por qué hace lo que ellos quieren? -preguntó Rachel desde el suelo.

Kristen parpadeó desconcertada. Casi se había olvidado de que la adolescente estaba allí y oía la conversación.

Kyle suspiró.

– Me imagino que ha optado por dejar que se desahoguen para terminar de una vez con esto.

– Así el sábado no tendrán nada que decir que pueda estropearles el día a Sean y a Ruth -concluyó Kristen. Aquello hizo que sintiese aún más respeto por Abe Reagan.

A Becca se le empañaron los ojos.

– Tú sí que lo comprendes.

Kristen notó una oleada de anhelo que empezaba a resultarle familiar. Deseaba la compañía de Abe y de su familia. Y también la calidez de aquella casa.

– Abe es un buen hombre -dijo.

Kyle carraspeó con tosquedad y cogió la cartera que había depositado en la mesita auxiliar.

– Kyle -masculló Becca-. No…

Kristen torció el gesto.

– ¿Quiere pagarme?

– No, quiere mostrarte la foto de Debra -la corrigió Rachel.

Kristen se puso tensa. Pero ya era demasiado tarde; Kyle sostenía el deteriorado retrato y habría sido grosero no mirarlo.

Así que hizo un esfuerzo por mirar la fotografía de aquella mujer que lo había sido todo para Abe. Era bonita, lucía un vientre prominente debido al avanzado estado de gestación y aferraba el brazo de un hombre que sonreía como si fuese la persona más feliz del mundo.

– Era encantadora -dijo. Y era verdad. Aquel rostro reflejaba un bienestar, una expresión radiante que denotaba que Debra era también sumamente feliz.

– Se la hicieron dos semanas antes de que le dispararan -explicó Kyle; su voz entrecortada hizo que Kristen tragase saliva-. Pensaba que nunca volvería a ver esa expresión en el rostro de mi hijo. -Pasó el pulgar por el forro de plástico con un gesto a buen seguro habitual-. Pero sí he vuelto a verla; está pletórico desde que te conoce. -De pronto, el pulgar se desdibujó y Kristen se mordió la parte interior de la mejilla sin atreverse a levantar la cabeza.

Rachel le puso un pañuelo de papel en la mano, igual que Aidan había hecho el día anterior.

– Suénate antes de que empecemos todos a berrear -dijo.

Kristen se rio con voz trémula.

– ¿Seguro que solo tienes trece años?

– Casi catorce -replicó Rachel con orgullo.

– Pero se comporta como si tuviese veinte -refunfuñó Kyle, y el tierno momento se desvaneció.

– Entonces, ¿puedo decirle a Trent que somos novios? -preguntó Rachel.

Kyle la miró con expresión de disgusto.

– No. Por lo menos, hasta que cumplas los dieciséis.

Rachel se encogió de hombros.

– Bueno, no perdía nada por intentarlo.

Agradecida por el alivio temporal de sus preocupaciones, Kristen miró el reloj y Kyle gruñó de nuevo.

– Si tan preocupada estás, llámalo al móvil.

– No quiero que piense que quiero controlarlo.

Kyle resopló disgustado.

– Mujeres…

– Todas somos iguales -Rachel terminó el sonsonete.

– Y tú, a tu edad, lo sabes mejor que nadie -dijo Kristen en tono irónico.

– Oye, yo he visto muchas cosas y sé más de lo que te crees. -Rachel cogió el teléfono y se lo tendió-. Llámalo. Lo estás deseando.

Kristen, algo avergonzada, cogió el teléfono y marcó el número de Abe. Un momento después frunció el entrecejo.

– Está apagado.

Las cejas de Kyle se alzaron al unísono.

– ¿Cómo?

– O ha apagado el móvil o está fuera de cobertura. No lo coge.

Kyle tendió la mano; sus ojos denotaban preocupación.

– Dame el teléfono.

Capítulo 20

Jueves, 26 de febrero, 22.20 horas

Los padres de Debra le habían rogado que los perdonara. Era lo último que esperaba. Abe apoyó los brazos en la parte superior del volante y contempló las intensas luces de la noria del parque de atracciones del embarcadero Navy Pier. Era el único lugar en el que aún podía ver a Debra sonreír. Allí se habían conocido el día de la cita a ciegas preparada por Sean y Ruth. Y allí la había llevado para pedirle que se casara con él. A cambio de una propina, el encargado había accedido a detener la noria cuando su cabina se encontrara arriba del todo, de forma que le pidió matrimonio con todo Chicago a sus pies. El día en que Debra le comunicó que iba a ser padre, también lo llevó allí y le dio una propina al encargado para que hiciese exactamente lo mismo. Ahora había acudido a aquel lugar para pensar, para recordar a su esposa como la feliz mujer que había sido. Y para tratar de encontrar en su corazón el perdón que los padres de ella le habían pedido.

Había perdido la noción del tiempo y los golpecitos en la ventanilla le dieron un susto de muerte.

Sean lo miraba con el entrecejo fruncido.

– ¿Qué diablos estás haciendo aquí? Estábamos preocupados.

Abe, perplejo, miró el reloj.

– No me había dado cuenta de que fuera tan tarde.

– ¿Y tu maldito teléfono? Hace una hora y media que te llamamos.

Abe sacó el móvil del bolsillo y torció el gesto.

– Está sin batería. -Era la primera vez que se mostraba tan desconsiderado con los demás. Lo enchufó en el encendedor del coche.

– Kristen está en mi coche.

Su mirada se dirigió de inmediato hacia el coche de Sean, donde Kristen permanecía con los ojos fijos en sus manos.

– ¿Qué hace aquí?

– Se estaba subiendo por las paredes, pensaba que los hombres de Conti te habrían herido.

De pronto, se sintió agotado. Se respaldó en el asiento.

– No lo había pensado.

– Bueno, pues díselo tú mismo. Yo tengo que volver con mi mujer.

Un minutó después, Sean se alejaba en su coche y Kristen subía al todoterreno. Bajó la vista y Abe se sintió culpable. No había pensado en ella.

– Lo siento, Kristen. No se me ha ocurrido que pudieras estar preocupada.

– Pues sí. Pero da igual. -Tenía la barbilla prácticamente hundida en el pecho.

– Mírame, por favor.

Ella hizo lo que le pedía; volvió el cuello lo imprescindible y lo miró con el rabillo del ojo; pero sus miradas siguieron sin cruzarse. Estaba… extraña.

– ¿Qué ocurre?

Cerró los ojos y dio un suspiro entrecortado.

– ¿Puedes llevarme a casa, por favor?

– No hasta que me digas de qué va todo esto. Abre los ojos.

Ella se echó hacia atrás en el asiento y se aovilló; cerró los ojos con fuerza.

– Abe, por favor.

Alarmado, Abe puso en marcha el todoterreno y lo sacó del aparcamiento.

– ¿Qué ocurre? Mierda, Kristen; si lo que quieres es devolverme la pelota por haberte hecho sufrir, lo estás consiguiendo.

– No es eso. Conduce.

Él salió a la carretera.

– ¿Es Vincent?

– No, Vincent sigue igual. Owen ha llamado para decírmelo cuando estaba en el coche con Sean.

– ¿Ha vuelto ese Timothy a visitar a Vincent?

– No se lo he preguntado. Estaba demasiado preocupada por ti.

La vio abrir un ojo y posarlo en el retrovisor lateral, luego volvió a cerrarlo.

Miró por el retrovisor, pero solo vio las luces de la noria.

– Cuando lleguemos a tu casa, ¿me lo contarás?

Ella asintió una sola vez.

– Sí.

Jueves, 26 de febrero, 22.45 horas

Se sintió aliviado al ver el todoterreno de Reagan penetrar en su casa. Lo vio entre las casas, desde el lugar que ocupaba en la manzana contigua. Reagan salió del coche y se dirigió hacia la puerta del acompañante. Era todo un caballero. Tenía su aprobación.

Se alegraba de que hubiesen llegado a casa sanos y salvos. No podría haberse perdonado que le ocurriera algo malo a otra de las personas que ella apreciaba. No pensaba que las cosas pudieran torcerse tanto. Su intención, al hacerle saber que estaba eliminando el mal de la faz de la tierra, era tranquilizarla; el resultado, sin embargo, era el contrario. La habían amenazado en su propia casa. Él debía encontrar un modo de asegurarse de que todas las personas que le importaban estuviesen a salvo; ella no tenía que saber nada más. No le escribiría más cartas.

Frunció el entrecejo. Ya hacía rato que ella debería haber salido del coche. Aquella noche hacía mucho frío. Se resfriaría. Reagan, en vez de hacerla entrar en la casa, se había quedado allí plantado. Algo iba mal. Al fin, ella salió, Reagan le pasó el brazo por los hombros y ambos entraron por la puerta de la cocina. Parecía que estaba bien. Pero tenía que asegurarse.

Jueves, 26 de febrero, 22.45 horas

Cuando entró en la cocina, Kristen se quedó petrificada. La noria desapareció momentáneamente de su cabeza.

– Está limpia. Los escombros han desaparecido. -Y la pared también. Abe y ella no habían terminado de echarla abajo la noche anterior, sin embargo el espacio aparecía despejado. Tampoco estaban la nevera, el fregadero y la encimera de linóleo. Lo único que quedaba era la mesa, cubierta con revistas abiertas por páginas llenas de fotografías de atractivas cocinas-. Son las revistas de Annie -exclamó; por fin lo entendió todo-. Aidan y Annie han estado aquí. ¿Tú lo sabías?

Abe sonreía.

– ¿De dónde te crees que han sacado la llave?

– ¿Y de dónde la has sacado tú?

– Mia te la cogió del bolso y yo hice una copia. ¿Te sorprende?

Ella se hundió en una silla y se cubrió la boca con la mano. Las lágrimas afloraron a sus ojos. Abe se arrodilló a su lado y la estrechó entre sus brazos.

– Querían hacer algo por ti. Ha sido idea de Aidan.

– Es lo más bonito que han hecho por mí en toda mi vida. Abe…

Él le acarició la espalda trazando grandes círculos.

– ¿Estás ya en condiciones de hablar?

Ella se secó las lágrimas con el abrigo.

– Creo que sí.

Él la apartó de sí, le sujetó la barbilla y la besó en la boca. Luego ocupó la silla contigua y se desabrochó el abrigo.

– Estoy listo, cuando tú quieras.

Kristen sabía que había llegado el momento de relatar lo que solo había contado una vez hasta el momento. Esta vez la creerían. Aun así… Llevaba mucho tiempo guardando aquel secreto; demasiado tiempo. Era hora de verbalizarlo.

– Yo tenía veinte años -empezó, exhalando un suspiro-. Cursaba el segundo año en la Universidad de Kansas. Había pasado un año en Italia y me costaba seguir el ritmo de los estudios, así que aquel verano decidí asistir a unas clases de refuerzo para ponerme al día. Había un chico en la clase de estadística que me ayudaba con los deberes; yo era de letras y los números no se me daban demasiado bien. -Sonrió con tristeza-. Gracias a él, la cosa empezó a cambiar.

Abe mantenía el rostro sereno pero sus ojos azules expresaban turbación.

– Entonces, lo conocías.

– Eso creía. Habíamos salido unas cuantas veces; íbamos a alguna hamburguesería o pizzería. Él solía tomar unas cuantas cervezas; yo no bebía. A veces me decía que era una mojigata, pero yo me lo tomaba a broma. Un día fuimos juntos a la feria, era una agradable noche de verano y él dijo que tenía ganas de pasear, así que nos alejamos del grupo con el que íbamos. Sobrepasamos las casetas donde guardaban a los animales. Entonces él me besó. No era la primera vez que lo hacía. Pero luego quiso… -Se le entrecortó la voz; la emoción atenazaba su garganta.

– Quería sexo -dijo Abe en tono monótono.

Ella asintió, aliviada de que hubiese terminado la frase en su lugar.

– Era la primera vez.

– ¿La primera vez que él lo buscaba o tu primera vez?

– Las dos cosas.

Él cerró los ojos; tras el nudo de su corbata podía observarse su garganta tragar saliva.

– Eras virgen.

– Probablemente la única de la clase. Mi padre me había prohibido beber, bailar, escuchar rock y jugar a las cartas; el sexo era el pecado capital. Así que yo estaba aguardando el momento propicio, pero con aquel chico no me apetecía hacerlo.

– Sin embargo, él no aceptó un «no» como respuesta.

– Exacto. Yo me resistí y le arañé, pero era demasiado corpulento. Me redujo sin ningún esfuerzo. Me dijo que yo lo estaba deseando, que se lo había pedido. Yo le respondí que era la primera vez… Él se echó a reír. Dijo que había viajado a Italia, que estaba acostumbrada a ir por el mundo. Me tiró al suelo y me tapó la boca. -Kristen alzó los ojos al techo, incapaz de mirar a Abe mientras pronunciaba aquellas palabras-. Me violó. Yo me limité a pensar que duraría poco; tenía que durar poco. Miré hacia arriba y al ver en el cielo la noria dando vueltas me dediqué a contar cabinas. Al fin terminó. -Bajó la mirada y vio que Abe apretaba los puños sobre la mesa. Cubrió con su mano la de él, consciente de que, a pesar de su insistencia por conocer la verdad, debía de resultarle más difícil escuchar aquello que a ella contarlo-. Y me dejó allí, tendida en el suelo detrás de las casetas.

– ¿Se lo dijiste a alguien?

– Al cabo de un tiempo.

– ¿A la policía? -preguntó muy tenso.

– No. -Kristen suspiró-. Les pedimos a las otras chicas que lo contaran ante las autoridades, pero tenían miedo. Y yo también tenía miedo. Temía que nadie me creyera. Él me advirtió que diría que lo habíamos hecho de mutuo acuerdo; llevábamos dos meses saliendo juntos, nadie habría dudado de su palabra. No era ningún gamberro, era un chico normal que asistía a todas las clases y entregaba los deberes con puntualidad. No era un mujeriego. Por eso me fiaba de él.

– ¿Pero a quién se lo dijiste?

– A mis padres.

– ¿Y?

Recordaba el semblante de su padre como si aquello hubiese ocurrido el día anterior; temblaba y estaba rojo de furia. Aún podía oír el ruido de su mano al cortar el aire justo unos segundos antes de que la tirara al suelo con un bofetón. Se quedó allí tendida, temblaba y sentía náuseas. Estaba embarazada.

– Mi padre no me creyó.

– ¿Qué? -El grito de indignación hizo que Abe se tambaleara-. ¿Que no te creyó?

– No. Me dijo que era igual que mi hermana, una alocada y una depravada.

Observó a Abe andar de un lado a otro.

– ¿Por eso te marchaste de casa? -preguntó.

– No me fui yo, me echó él. -Estaba aterrorizada, no tenía ni un céntimo y encima se había quedado embarazada.

Abe se detuvo en seco, luego se volvió y la miró; no daba crédito a lo que oía.

– ¿Que te echó de casa?

– Sí.

– ¿Y tu madre? ¿Qué hizo?

– Nada. Se limitó a mirarme. Tal vez si Kara no hubiese muerto, mi madre habría tenido el valor de enfrentarse a él, pero en aquellos momentos ya vivía por inercia. De todas formas, daba igual. Para entonces aquel chico ya se lo había contado a todos sus amigos. Todos me consideraban una mujer fácil. -«Y sabía que en otoño ya se me notaría el embarazo», pensó Kristen-. Al final del verano, dejé la Universidad de Kansas. Una buena amiga de mi hermana se había mudado a Chicago, así que me vine a vivir con ella. Solicité el traslado de expediente a la Universidad de Chicago y terminé la carrera.

A Abe le temblaban las manos; las metió en los bolsillos.

Ella sacudió la cabeza.

– Después de aquello, me era imposible pintar. Me concentré en el trabajo y decidí estudiar derecho. -«Y tuve una niña, y la di en adopción», pensó. Pero, cuando abrió la boca para acabar el relato, recordó la foto de Abe y Debra, ella embarazada del niño que nunca llegaron a tener.

Abe estaba hundido en la silla con la cabeza reposando entre las manos.

– Santo Dios.

– Por eso esta noche, al ver la noria… -Se estremeció-. Soy incapaz de mirar las norias.

Él no dijo nada, se limitó a permanecer cabizbajo. Ella extendió el brazo y le acarició el pelo.

– Aquello ya pasó, Abe. He seguido adelante con mi vida.

Él levantó la cabeza y la miró con ojos penetrantes.

– Sola.

Ella mantuvo la mirada fija en sus ojos.

– Por un tiempo.

– ¿Qué pasó con el chico?

Kristen negó con la cabeza.

– No, eso no te lo contaré.

Abe no apartó la vista de ella.

– Cuéntamelo.

– Y si no, ¿qué? -dijo ella en tono calmado.

Él se encorvó; su rostro adquirió de pronto un aspecto demacrado.

– Por favor.

Kristen tendría que haber pensado que él necesitaría conocer el final de la historia; de hecho, sabía que sería así. Le había seguido la pista, incluso al cabo de los años.

– Ironías de la vida; también acabó estudiando derecho. Se metió en política y ahora resulta que es el alcalde de un pueblecito de Kansas. -Frunció los labios-. Pretende conseguir un puesto en la Asamblea Legislativa del Estado. Según los sondeos, gana por diez puntos.

A Abe se le revolvió el estómago. Aquel monstruo prosperaría sin pagar su crimen. No podía soportar la idea de que jamás supiera el daño que le había hecho a Kristen.

– Podrías arruinarle la carrera.

Ella conservaba la calma.

– Pero no pienso hacerlo. No dije nada entonces y tampoco lo diré ahora. -Desvió la mirada no sin que él se apercibiera de que tenía los ojos llorosos-. La verdad es que soy una cobarde.

Abe se la quedó mirando, no daba crédito a las palabras que acababa de pronunciar.

– Tú no eres ninguna cobarde.

Ella pestañeó y las lágrimas resbalaron por sus mejillas.

– Sí, sí soy cobarde. Las valientes son esas mujeres que denuncian los crímenes. Y yo las obligo a revivir los hechos una y otra vez, hago que se humillen en público y la mayoría de las veces no sirve de nada.

Él la aferró por los brazos y la hizo ponerse en pie.

– No quiero volver a oírte decir eso. -Le había contado la historia con desapego, en cambio ahora lloraba; a él, por una parte, lo invadía la impotencia y la rabia por la violación y, por otra, sus lágrimas le partían el corazón. La atrajo hacia sí y la estrechó entre sus brazos con fuerza-. Hay muchos tipos de valentía, Kristen. En tu trabajo, tú revives tu experiencia todos los días. Posibilitas que se haga justicia con esas mujeres. Eres la mujer más valiente que he conocido en mi vida. -Le besó la coronilla mientras la acariciaba con suavidad, y notó que la oleada de emociones amainaba-. Después de que le disparasen a Debra, me acostumbré a pensar solo en el presente. Me ofrecía voluntario para los trabajos más peligrosos porque no daba importancia a mi vida. Me asustaba el futuro, Kristen. Me asustaba pensar que algún día volvería a ser feliz.

Ella se quedó muy quieta.

– ¿Eres feliz ahora, Abe?

Él le tiró de la barbilla para que alzara la cabeza.

– Sí. -Se le acercó y le dio un suave beso en los labios-. ¿Y tú?

– Más que nunca. -Lo dijo tan seria que a Abe se le encogió el corazón. Necesitaba verla sonreír de nuevo.

– Pues me parece que aún puedo hacerte más feliz -la provocó en tono de broma.

Los labios de Kristen se curvaron hacia arriba.

– Te creo.

Jueves, 26 de febrero, 23.15 horas

Aguardó a que salieran de la cocina para abrirse paso por el patio trasero hasta la furgoneta. Al principio la historia lo había conmocionado y lo había hecho sentirse turbado e inseguro, pero ahora lo que sentía era furia y confianza. Había perseguido y cazado a sus presas. Los tres hombres se encontraban en el sótano de su casa gimiendo y aguardando a que él impusiera justicia. Le sobraba tiempo.

Aún tenía la oportunidad de subsanar un error más.

Viernes, 27 de febrero, 8.45 horas

Era viernes, pero Abe sabía que nadie tenía motivos para alegrarse. Spinnelli parecía demacrado por culpa de la rueda de prensa de la noche anterior; habría preferido estar en cualquier sitio antes que tener que presidir la reunión matutina; sin embargo, allí estaba, rotulador en mano. Verdaderamente, había muchas formas de demostrar valor.

– ¿Qué sabemos de nuevo, chicos?

– He hablado con los hombres a quienes encargó que siguieran la pista a los seis abogados defensores relacionados con Hillman y con Simpson -empezó Abe-. Han localizado a cuatro, pero hay dos que no se sabe dónde están. Tal vez estén vivitos y coleando, pero no lo sabemos, así que tendremos que seguir buscándolos.

– Anoche encontraron el coche de Simpson -explicó Jack-. La ventanilla del conductor estaba hecha añicos, parece que la golpearon desde el exterior, como si se hubiese encerrado en el coche y alguien hubiese roto el cristal para obligarlo a salir. En emergencias recibieron una llamada de su móvil sobre las seis de la madrugada; quien llamó no dijo una palabra y al cabo de diez segundos se cortó la comunicación. Trataron de devolverle la llamada, pero no hubo suerte. Encontramos el móvil destrozado dentro del coche de Simpson. Parece que ese tipo se ha dado cuenta de que el GPS lo delata.

– ¿Dónde habéis encontrado el coche, Jack? -quiso saber Abe.

– Aparcado cerca del gimnasio adonde suele ir. Es uno de esos que está abierto las veinticuatro horas.

– Su esposa me ha dicho que le gusta hacer ejercicio antes de empezar la jornada -aportó Spinnelli-. ¿Habéis visto algo raro en el vídeo de seguridad del local?

Los ojos de Jack emitieron un destello.

– Una furgoneta blanca. La matrícula pertenece a un Oldsmobile propiedad de Paul Worth.

Se oyó un suspiro colectivo.

– ¡Por fin, información útil! -exclamó Mia.

– Pero él no sale en la grabación -dijo Jack, disgustado-. La furgoneta lo tapa.

Spinnelli se frotó las manos.

– Tendremos que conseguir una orden para registrar la casa de Paul Worth. Kristen, ¿tienes el nombre de su procurador?

– Lo tengo yo -intervino Abe. De entre las hojas de su cuaderno, extrajo la nota que ella le había entregado el día anterior-. Solicitaré la orden de registro.

La puerta de la sala de reuniones se abrió y apareció Murphy; tenía bolsas en los ojos. Mia hizo una mueca.

– No tienes muy buen aspecto, Todd.

– Gracias por comentarlo -dijo Murphy con ironía-. He encontrado a June Erickson, la chica que presentó la demanda por intento de violación contra Aaron Jenkins. Estudia en la Universidad de Colorado.

Spinnelli se irguió un poco.

– ¿Cuándo has dado con ella?

– De madrugada, a eso de las cuatro.

Mia lanzó un silbido.

– ¿Te dedicas a llamar a la gente a esas horas? Ahora entiendo por qué los amigos no te duran muchos años.

Murphy hizo una mueca.

– Sí me duran.

– Gracias, Todd -dijo Spinnelli-. Aprecio la dedicación.

– No soporto que me consideren un incompetente -dijo Murphy con el entrecejo fruncido-. Al principio los padres de June no querían hablar con nosotros pero cambiaron de opinión en cuanto estuvieron un poco más despiertos y les dije que Jenkins había muerto. Tengo los números de teléfono de la residencia de estudiantes donde se aloja June y de la casa de sus padres. Esperan nuestra llamada a las siete y media, hora de las Montañas Rocosas; así June no se perderá la primera clase. Me parece que lo más efectivo sería establecer una conferencia a tres bandas. Casi es la hora.

Spinnelli colocó el altavoz y el micrófono en el centro de la mesa.

– Empecemos.

Kristen cogió la mano de Abe por debajo de la mesa y le dio un ligero apretón mientras Murphy marcaba un número, luego el otro y por fin hacía las presentaciones.

– Gracias por dedicarnos su tiempo -dijo Abe-. Soy el detective Reagan. La detective Mitchell y yo estamos trabajando en un caso de homicidios en serie desde hace una semana.

En el otro extremo de la línea solo le respondió el silencio. Al cabo de un rato se oyó la voz desconcertada del señor Erickson.

– ¿Qué tiene eso que ver con nosotros?

– A Aaron Jenkins lo mataron como consecuencia de los otros asesinatos. Tras su muerte, pudimos abrir el expediente confidencial y vimos el nombre de June. Esperamos que puedan proporcionarnos información que nos ayude a descubrir la relación entre Jenkins y el asesino.

– ¿Es el caso del asesino que salió en la CNN? -preguntó la señora Erickson.

– Sí, señora; es ese caso -respondió Abe-. En el expediente consta que su hija presentó una denuncia contra Jenkins por agresión sexual.

De nuevo se hizo el silencio. Al fin se oyó hablar a una joven.

– Me arrinconó en el hueco de la escalera del instituto. -La voz se le quebró-. No me apetece nada recordarlo.

Kristen se inclinó sobre el micrófono.

– Te entiendo muy bien, June -la tranquilizó-. Soy la fiscal del caso, ayudo a la policía. Me llamo Kristen. Continuamente trato con jóvenes que están en tu misma situación y sé que es muy duro recordarlo, pero tu ayuda es imprescindible. ¿Podrías decirnos cómo ocurrió?

– Me empujó hasta el hueco de la escalera -dijo June con un claro titubeo-. Intentó… propasarse.

– Y tú, ¿qué hiciste? ¿Cómo escapaste, June?

Esta vez el silencio fue más largo. Kristen frunció el entrecejo ante el micrófono.

– June, soy Kristen. ¿Sigues ahí?

– Sí, sí -suspiró-. Justo en aquel momento apareció una chica. Yo chillaba pero nadie me hacía caso porque tenían miedo de Aaron. Aquella chica fue la única que trató de ayudarme. Quiso quitármelo de encima, pero ella era menuda y él muy corpulento.

– Como siempre -dijo Kristen. Abe estuvo a punto de hacer una mueca de dolor cuando le apretó la mano. Sin embargo, su voz era firme; estaba orgullosísimo-. ¿Qué ocurrió después?

– Fue a buscar a un profesor. Llegaron… justo a tiempo. No pasó nada.

Abe sabía por el expediente que sí había pasado algo. Jenkins le había arrancado la ropa y estaba a punto de violarla cuando acudieron en su ayuda. Aun así, no contradijo a la chica. Kristen lo estaba haciendo muy bien.

– Bueno, no estoy del todo de acuerdo contigo -prosiguió Kristen con pragmatismo-. Te habían agredido y estabas asustada. Eso ya es algo.

– Bueno, sí, el profesor dio parte. Dijo que era su obligación. Luego todo se llenó de policías. Fue horrible. Aaron era muy popular. Todos los que se cruzaban con él… Digamos que las cosas no volvieron a ser igual que antes.

Mia entregó una nota a Kristen: «Pregúntale el nombre de la chica y por qué no aparece en el expediente».

Kristen asintió.

– Créeme, June, te entiendo. Uno de los detectives quiere que te haga una pregunta. ¿Quién era la otra chica y por qué no aparece su nombre en el expediente?

– Se llamaba Leah -respondió June; Kristen cerró un instante los ojos al reconocer el nombre-. Después de que apareciera el profesor y Aaron se marchara corriendo, me pidió que no le dijera a nadie que me había ayudado. Ya se reían bastante de ella; no quería que la señalaran con el dedo.

– Eso no nos lo habías contado, cariño -intervino la señora Erickson.

– Ella me pidió que no se lo dijera a nadie, mamá. Insistió mucho. Era lo mínimo que podía hacer. Se había arriesgado para ayudarme.

Kristen trazó un gran círculo alrededor de uno de los listados y lo colocó en el centro de la mesa. Leah Broderick. Era una de las víctimas. Se miraron unos a otros emocionados. Por fin.

– Conocí a Leah -dijo Kristen-. Se convirtió en una mujer extraordinaria.

– Me lo imagino. -A June se le entrecortó la voz-. Si la ve, dele las gracias de mi parte.

El rostro de Kristen se ensombreció.

– Claro. Dime una cosa más, June; con esto acabamos. ¿Qué os ocurrió a Leah y a ti después del incidente?

June suspiró.

– Yo no dije ni una palabra sobre Leah a la policía, y el profesor tampoco, pero no sirvió de nada. Aaron convirtió la vida de Leah en un infierno. Su madre la cambió de escuela. Y a mí mis padres también; nos trasladamos aquí.

– Me lo imaginaba. Nos has ayudado muchísimo, June. Gracias.

– ¿Es la información que necesitaban? -preguntó el señor Erickson.

Abe los miró a todos. Por primera vez, desde que había empezado aquella pesadilla, se respiraba un poco de optimismo.

– Sí, exactamente. Gracias.

– ¿Kristen? -A June le temblaba un poco la voz.

– Sí, dime, June.

– Me daba mucho miedo volver a hablar de esto, pero usted me lo ha hecho más fácil.

Kristen se mordió los labios con fuerza. Aun así, se le llenaron los ojos de lágrimas.

– Me alegro, June. A veces ayuda hablar con alguien que ha pasado por lo mismo. Cuídate.

Murphy se quedó mudo, anonadado. Desconectó a tientas el micrófono. Durante unos instantes, todos los ojos permanecieron posados en Kristen. Ella se levantó.

– Perdonadme unos minutos.

Afectada, Mia se dispuso a seguirla, pero Abe la detuvo con amabilidad.

– Déjala, está bien.

Viernes, 27 de febrero, 8.55 horas

Todos aguardaban en silencio cuando volvió. Poca cosa podía hacer el maquillaje para ocultar el rostro hinchado y los ojos enrojecidos; aun así, lo había intentado. Abe la miró fijamente; los ojos de él reflejaban orgullo. Kristen se sentó a su lado y los miró a todos. Mia expresaba su apoyo en silencio, mientras que en los semblantes de Jack y de Murphy aún se observaba desconcierto; Spinnelli estaba entre la pena y la ira. Miles Westphalen se había incorporado a la reunión. Kristen no sabía si estaba allí porque tenían nueva información sobre Leah o porque les preocupaba que ella se desmoronase. De todas formas, no pensaba preguntarlo.

– Le he pedido a Lois que nos envíe el expediente del caso de Leah por mensajería. -Colocó la carpeta encima de la mesa y se tomó un momento para poner las ideas en orden-. A Leah Broderick la violaron hace casi cinco años. Fue uno de los casos de agresión sexual que llevé, pero no me acuerdo de ella por eso. Tenía problemas cognitivos. Se hallaba estancada en una edad mental de doce o trece años. Era una chica con mucho orgullo.

– Has dicho «era» -observó Miles.

Kristen apoyó las palmas de las manos en la mesa para controlar su temblor.

– Fuiste tú quien sugirió que todo esto podría tener su origen en un trauma, Miles. Ayer traté de ponerme en contacto con Leah, pero su teléfono estaba desconectado. Llamé al supermercado donde trabajaba y me dijeron que llevaban más de un año sin verla. -Miró a Abe-. A mí tampoco me gustan las coincidencias.

– No pinta muy bien -masculló él.

– Leah tenía un trabajo; se desplazaba en autobús. Y también colaboraba en la parroquia. Los domingos daba clases de catequesis a los niños. Todo el mundo la apreciaba mucho. Un día, cuando volvía a casa desde la parada del autobús, la abordó Clarence Terrill.

– Es uno de los dos hombres a quienes los agentes no consiguen localizar -dijo Abe.

– Ya tenemos el paquete completo -observó Miles-. Un juez, un abogado defensor y un acusado. Tal como tú decías.

Kristen se limpió el sudor de las palmas de las manos en los pantalones.

– Por aquel entonces Clarence Terrill ya tenía imputados dos delitos. Era uno de esos chicos que viven fuera del sistema. La violó. Leah proporcionó una buena descripción y además hubo un testigo que lo vio obligarla a subir a su coche. Él alardeaba delante de sus amigos de «la retrasada» a la que se había tirado. El proceso fue bien. Obtuvimos muestras de ADN. En los casos de violación, la estrategia de Simpson solía ser que su cliente admitiera que había mantenido relaciones sexuales con la víctima pero que adujera que se habían producido de mutuo acuerdo. En aquel caso estaba claro que no había sido así. A pesar de su discapacidad, la declaración de Leah resultó muy creíble. Por desgracia, Simpson empezó a liar las cosas. Se mostró despiadado. Quebrantó todas las leyes del código y Hillman se lo permitió. Protesté tantas veces que el juez me hizo pasar a su despacho y me dijo que si no dejaba de interrumpir lo consideraría un desacato. -Entrecerró los ojos con expresión hostil-. Por entonces yo aún estaba verde, me gustaría que lo intentase ahora.

– Si sigue vivo -dijo Abe.

– Esperemos que sí -masculló Mia.

– Simpson aportó testigos que aseguraron que conocían a Leah del instituto y que todo el mundo sabía que era una chica fácil. Dijeron que era probable que hubiese provocado a Clarence Terrill y eso reforzó la versión del mutuo acuerdo. -Abrió la carpeta-. Tyrone Yates era uno de los treinta testigos cuyo nombre figuraba en la lista. Y también aparecía el del chico que entregó el último paquete, el que tenéis bajo detención preventiva.

– Por mí podéis soltarlo -espetó Jack sin el menor atisbo de arrepentimiento.

– No los tenía en la base de datos porque Simpson no los llamó a declarar. Protesté después de que testificaran tres de esos cabrones, y excepcionalmente Hillman aceptó esa objeción de entre el montón que expuse. Entonces Simpson empezó a meterse con el aspecto de Leah. Decía que se vestía de forma provocativa, lo cual no era cierto. Le preguntó si le gustaban los chicos, y como estaba bajo juramento ella respondió que sí. Le preguntó si esperaba casarse algún día, si tenía curiosidad por el sexo, si había mantenido relaciones sexuales, si le gustaba hacerlo. Yo protesté y protesté, y Hillman me sancionó. De todos modos, el jurado consideró que Terrill era culpable. Hillman dio las gracias a todos los miembros y les dijo que podían marcharse. Y entonces, cuando se hubieron marchado, dijo que la declaración de Leah demostraba claramente que había habido consentimiento y que iba a desestimar el veredicto.

Mia se quedó boquiabierta.

– Qué hijo de puta.

Kristen hizo una pausa al rememorar aquel día.

– Me dejó anonadada. Me acuerdo de que Terrill chocó los cinco con Simpson y le guiñó el ojo a Leah al salir de la sala. Se atrevió a guiñarle el ojo. Yo no daba crédito. Leah se quedó destrozada. -Suspiró y hojeó los documentos de la carpeta-. El único pariente de Leah era su madre, pero la chica tenía muchos amigos. Si el asesino es uno de ellos, nos costará mucho dar con él.

Viernes, 27 de febrero, 11.30 horas

Drake cerró la puerta del despacho.

– La relación va mejor.

Jacob se recostó en la silla.

– ¿Cómo lo sabes?

– Spinnelli ha salido del despacho del alcalde sin haberse llevado ninguna bronca.

– Ah, claro, tu sobrina trabaja en el ayuntamiento. ¿Qué tal está?

– Tan guapa como siempre, y sigue siendo igual de fiel.

Jacob no paraba de toquetear el puño de su camisa. Aquel día Elaine se había obligado a levantarse y prepararle la ropa; luego se había vuelto a la cama. Su esposa se encontraba sumida en un permanente letargo debido a los medicamentos. A veces la envidiaba, pero alguien tenía que hacerse cargo de la familia.

– El forense nos ha entregado el cuerpo de Angelo esta mañana -le comunicó.

Drake se mostró abatido.

– Jacob.

Conti apartó la mirada, incapaz de soportar el dolor que observaba en el rostro de su amigo, pues sabía que era un reflejo del propio.

– No instalaremos capilla ardiente. -El rostro de Angelo había quedado demasiado destrozado. El solo hecho de pensarlo le revolvía el estómago. «Mi hijo», pensó-. El funeral se celebrará mañana, pero el ataúd estará cerrado. -En el fondo de su pesar saboreaba la dulce anticipación de la venganza, fría y bien calculada-. Antes quiero que hayas atrapado al asesino de Angelo.

Drake se puso en pie.

– Te llamaré en cuanto tenga alguna novedad.

– ¿Qué tal está la señorita Mayhew?

– Asustada. No pasa ni un minuto sin escolta. Y los de su círculo, tampoco. Estuvimos a punto de atrapar a la pequeña de los Reagan a la salida de la escuela, pero uno de sus hermanos llegó antes que nosotros.

– Qué pena.

– Mañana celebran un bautizo.

– Muy bien. No les quites ojo a Mayhew y a Reagan. Quiero dar con ese parásito antes que ellos; no quiero que vaya a juicio. No hay quien se fíe de los jurados. Ah, otra cosa, Drake.

El hombre se detuvo en la puerta.

– Dime, Jacob.

– ¿Qué hemos hecho con Richardson?

Hubo una breve pausa.

– Ya no representa ningún problema.

Jacob consideró los artilugios defensivos que su amigo llevaba consigo; conocía sus… aficiones. Siempre había hecho caso omiso de aquella faceta de Drake, la forma en que cada uno se procura placer es un asunto personal. Sin embargo, tal vez hubiese llegado el momento de sacarles partido.

– Así, la tienes.

– Sí.

– ¿La echarán de menos?

– Ella misma le comunicó a su jefe que necesitaba tomarse un tiempo hasta que se apaciguaran los ánimos por el escándalo de Alden; le dijo que eso le estaba creando dificultades a la hora de conseguir buenas entrevistas.

– ¿Y resultó convincente?

Drake se volvió un poco y en sus ojos destelló una mirada diabólica.

– Mucho.

– La ceremonia se celebrará con el ataúd cerrado, Drake. -Jacob guardó silencio un momento para subrayar la frase. Miró a Drake mientras este captaba sus intenciones.

– Quería entrevistar a un Conti -murmuró Drake-. Yo me encargaré de que lo consiga.

Jacob observó la puerta cerrarse detrás de Drake; sabía que su mejor amigo se aseguraría de que las cosas llegasen a buen término. Luego se centró en la investigación que tenían entre manos. Cuando conocieran la identidad del asesino de Angelo, la señorita Mayhew ya no les haría falta para nada. Albergaba la esperanza de que a Drake también le gustasen las pelirrojas a la hora de poner en práctica sus aficiones.

Viernes, 27 de febrero, 16.30 horas

– ¡Detective Reagan!

En el camino de regreso a la comisaría, Abe se volvió y observó que el cámara que trabajaba con Richardson les seguía con mucha prisa.

– ¿Es que no nos han molestado ya bastante? -masculló.

El chico corrió para alcanzarlos; no llevaba la cámara.

– Me llamo Scott Lowell.

Abe lo miró con recelo.

– Ya sé quién es. ¿Qué quiere?

– Sé que me odia, y no lo culpo por ello. Solo quería que supiera que Zoe no está.

Abe y Mia cruzaron una mirada fugaz.

– ¿Qué quiere decir con que no está? -preguntó Mia.

– Ayer fue a ver a Jacob Conti para que le concediera una entrevista.

– Santo Dios, qué huevos tiene -se maravilló Mia.

– Fue sola -prosiguió Scott.

– Más que huevos, lo que tiene es la cabeza llena de serrín -se corrigió Mia-. Y no volvió, ¿no?

– Sí, sí. Estaba hecha una furia; no paraba de repetir que había puesto a Conti entre la espada y la pared. Y esta mañana coge y llama para decir que va a tomarse unos días libres hasta que la gente se olvide un poco de lo de John Alden.

– Y usted no la cree -dijo Abe.

– Zoe nunca abandona una noticia. Quería el reportaje de Conti, pero el de Mayhew aún más.

– Se refiere a la noticia del asesino -concretó Mia.

– Sí. Para ella esa noticia representa su catapulta a la fama. La han estado llamando de la CNN y de la NBC. Pero aparte de que ansíe la fama, Zoe odia a Mayhew. No renunciaría al tema así como así.

– ¿Por qué odia tanto a Kristen? -quiso saber Mia.

Scott sacudió la cabeza.

– No lo sé, y tampoco me interesa. Ya he tenido bastante con filmarlo todo. Hacía mi trabajo, pero sé que eso no es excusa. Por favor, díganle a la señorita Mayhew que lo siento.

Abe apretó los dientes y dejó que Mia continuara.

– Se lo diremos, señor Lowell. ¿Ha denunciado la desaparición de Richardson?

Scott se encogió de hombros.

– Creo que no serviría de nada. Ha llamado ella misma. Solo quería que lo supieran porque tal vez podría ser importante. Tengo que irme. Hoy me han asignado a otro periodista. Buena suerte.

Se marchó y Mia exhaló un suspiro.

– Ese asesino se dedica a quitar de en medio a la chusma, y Conti, que por muy rico que sea es pura chusma, se dedica a dar palizas a los ancianos y, no contento con eso, va y secuestra a Richardson. Ya no sé quiénes son los buenos y quiénes los malos.

Viernes, 27 de febrero, 16.45 horas

– La madre de Leah está muerta -anunció Abe cuando todos estuvieron reunidos en la sala-. Murió de cáncer hace tres años.

– Ninguna de las personas a las que hemos preguntado ha visto a Leah durante el último año -añadió Mia-. El pastor de su parroquia nos ha contado que se fue deprimiendo cada vez más y dejó de acudir a la iglesia. Luego averiguaron que se había mudado, pero no dejó la nueva dirección. Lo siento, Kristen.

Kristen trató en vano de apartar de sí la tristeza.

– Pobre Leah.

– Hemos registrado la casa de Paul Worth -explicó Jack-. Hemos encontrado distintas huellas, pero ninguna coincide con la que Julia extrajo del cadáver de Conti. Por cierto, hoy van a entregárselo a su familia. En el garaje de la casa de Worth había un Oldsmobile al que le faltaban las placas de matrícula, y entre una sierra de mesa y un arcón que contenía ruedecillas había un espacio vacío que correspondía al tamaño del torno de banco que utilizaron para inmovilizar a Skinner. La casa estaba desierta. Cada dos semanas acude un equipo de limpieza, pero nadie ha observado nada raro.

– Bueno, yo os aseguro que Paul Worth no está implicado -anunció Miles-. Perdió la lucidez el año pasado, cuando tuvo el derrame cerebral. Lo he visto con mis propios ojos en la residencia.

– ¿Recibe visitas? -preguntó Abe.

– No. -Miles parecía afectado-. Qué manera más horrible de pasar los últimos días de tu vida.

– Vaya -exclamó Mia-. Pues Zoe Richardson ha desaparecido.

La noticia desencadenó un murmullo hasta que Spinnelli alzó la mano para acallarlo.

– Mientras no la consideren oficialmente desaparecida, no podemos hacer nada. Intentemos no desviarnos de nuestro objetivo, chicos. Sabemos que Robert Barnett es el hijo ilegítimo de Hank Worth y Genny O'Reilly, y que por tanto es el sobrino de Paul Worth. Pero ¿dónde está la relación entre la familia Worth y Leah Broderick?

– Aún no la hemos descubierto -dijo Abe.

– No hemos encontrado fotos de Leah en la casa -dijo Jack-. Lo siento.

Spinnelli suspiró.

– ¿Qué más?

– Murphy y yo hemos empezado a buscar el certificado de defunción de Leah -dijo Kristen en voz baja-. Murphy ha enviado una foto de la chica a la policía nacional antes de que lo obligase a marcharse a casa a descansar, y Julia ha colaborado enviando fotos a la oficina forense y a la sala de instrucción de Illinois. Cree que es posible que nadie reclamara el cadáver. -La emoción atenazó la garganta de Kristen. «Qué terrible pérdida.»

Viernes, 27 de febrero, 18,00 horas

– Parece que está la familia al completo. Mamá ha organizado una reunión informal esta noche. La verdadera celebración será mañana después del bautizo -dijo Abe mientras encajaba el todoterreno entre el monovolumen de Sean y el Camaro de Aidan. Exhaló un suspiro-. Va a ser interesante.

Observó un Lexus deportivo estacionado frente al monovolumen; Kristen dedujo a quién pertenecía.

– ¿Es de los padres de Debra?

– Sí.

– No me has contado cómo te fue la otra noche -dijo.

Abe apoyó la barbilla en el volante.

– Me pidieron que los perdonara.

– ¿En serio?

– Sí. Casi me caigo de la silla de la impresión. Me dijeron que se habían equivocado, y que el día en que murió Debra se dieron cuenta de que no podrían haber puesto fin a su vida aunque yo lo hubiese permitido. Pero no pudieron ponerse en contacto conmigo porque mis padres no le decían a nadie dónde estaba.

– ¿Y tú qué les dijiste?

– Que lo pensaría.

– ¿Y ya lo has pensado?

Levantó la cabeza y, al ver los ojos verdes de Kristen llenos de comprensión y apoyo incondicional, algo en su interior se hizo evidente. Y se dio cuenta de que el sentimiento había residido allí desde el principio, desde el momento en que ella había tratado de reducirlo con un ridículo espray de polvos picapica.

La amaba. La vio ruborizarse y supo que su amor se reflejaba en su rostro y que ella lo había notado.

– Sí.

Kristen extendió el brazo y le acarició la mejilla con las puntas de los dedos.

– ¿Y?

– Claro que los perdono. La vida es demasiado corta, Kristen. Me siento preparado para seguir adelante. Contigo.

Los labios de Kristen se curvaron hacia arriba.

– ¿De verdad?

– Sí. -Le puso la mano en la nuca y la atrajo hacia sí-. ¿Quieres estar conmigo?

A Kristen se le iluminaron los ojos.

– Delante de casa de tus padres, no. Más tarde, tal vez.

Él se echó a reír y le besó la mano.

– Mala, más que mala. Vamos dentro con los demás.

En la cocina reinaba un ligero caos, como de costumbre. Los niños de Sean corrían en círculo; la madre de Abe agitaba la mano para ahuyentar a Aidan de la tarta que acababa de sacar del horno; Annie pelaba patatas en el fregadero, y el televisor de la sala emitía a todo volumen la sintonía de la ESPN. La tarta era de cerezas. Todo iba de maravilla.

– Hola, mamá -saludó Abe-. ¿Hay comida para dos invitados más?

– En mi casa no podemos cocinar -explicó Kristen con ironía en la voz-. Alguien ha hecho desaparecer la encimera.

Aidan y Annie se miraron el uno al otro. Kristen sorprendió a todo el mundo al acercarse a Aidan, bajarle la cabeza y estamparle un beso en la mejilla.

– Gracias -dijo. Pasó el brazo por los hombros de Annie y apretó con cariño-. Es lo mejor que me ha pasado en la vida.

En el rostro de Annie se dibujó una sonrisa radiante. Aidan se recuperó enseguida de la sorpresa y esbozó una sonrisa pícara.

– Si eso es lo mejor que te ha pasado, tengo que hablar con Abe.

Kristen se volvió hacia la madre con las mejillas de color carmesí.

– Haga el favor de darle un cachete.

Becca arqueó las cejas.

– Ya eres de la familia, dáselo tú. -Recobró la seriedad y se dirigió a Abe-. Te está esperando una visita en la sala de estar.

– Ya lo sé. Vuelvo enseguida.

Kristen lo vio alejarse, decidido a deshacerse de los restos desagradables de su pasado para empezar a construir su futuro, un futuro que quería compartir con ella. «¿Quieres estar conmigo?», le había preguntado. Kristen sabía muy bien lo que aquello significaba. Abe Reagan no era hombre de aventuras amorosas. Lo que quería era una esposa; una familia. Cuántas ganas le entraron de responderle que sí de inmediato; pero antes tenía cosas que contarle. Y cuando las supiera, tal vez cambiase de idea. Así que decidió tomarse con calma la atractiva proposición. Tenía que contárselo, y pronto. Si después aún quería estar con ella, pronunciaría la respuesta que su corazón se moría de ganas de dar.

Sacudió la cabeza para volver en sí y se dirigió a Annie.

– Dime, ¿tú qué harías con la cocina? ¿Te gusta más el estilo rústico o el provenzal?

Viernes, 27 de febrero, 18.30 horas

Dar con él no había representado el menor problema. Había muy pocos alcaldes de pueblecitos de Kansas que optaran a ocupar un puesto en la Asamblea Legislativa del Estado y, de estos, solo uno había estudiado en la Universidad de Kansas. Le había llevado una hora deducir que el hombre que había agredido a Kristen era Geoffrey Kaplan. Por desgracia, desplazarse desde Chicago hasta Kansas le había llevado catorce. Aun así, había podido dormir un rato mientras Kaplan cumplía con sus obligaciones de alcalde en el pueblo.

Aguardaba a que el hombre regresase a su bonita casa, aislada en medio de un terreno de cuarenta mil metros cuadrados. El viejo cobertizo le vino de perlas para ocultar la furgoneta. La confiada esposa de Kaplan dejaba abierta la puerta del garaje todo el día, así que no le costó colarse dentro para esperarlo. El garaje ocupaba la planta del sótano, como en su casa, y había un montón de rincones donde esconderse. Arriba había por lo menos dos televisores encendidos a todo volumen, y su pistola tenía silenciador. No se oiría ningún ruido.

Cuando aquel hijo de puta entró con el coche, el corazón le dio un vuelco; por fin vería el rostro del hombre que había violado a una joven en la feria del condado y la había dejado tirada en el suelo. Se apagaron los faros y todo quedó sumido en la oscuridad. Se abrió la puerta del coche, el piloto iluminó el interior del vehículo, y vio a Kaplan salir de él. Su primer pensamiento al observarlo le confirmó que Kristen tenía razón; era un hombre de aspecto totalmente corriente. Debía de medir un metro ochenta; era de complexión mediana, con un poco de barriga. Su calvicie resultaba muy evidente.

Aguardó a que el hombre se inclinase sobre el asiento trasero para recoger su maletín y salió de su escondrijo empuñando la pistola. Con la otra mano sostenía en alto una llave inglesa de Kaplan. Se le acercó en silencio.

– Póngase derecho, señor Kaplan. Levante las manos.

Kaplan se quedó paralizado; luego, poco a poco, se irguió y levantó las manos.

– ¿Quién es usted?

– Dese la vuelta, señor Kaplan; despacio.

Kaplan obedeció. Incluso a la tenue luz del piloto observó el terror en los ojos del hombre. Y eso le gustó.

– ¿Quién diablos es usted? -bisbiseó Kaplan. Bajó la mirada, aterrorizado, a la pistola que llevaba en la mano y a continuación la alzó en un movimiento rápido hasta el techo, por encima del cual la señora Kaplan andaba de un lado a otro.

Vaciló un instante pero enseguida se recobró. A fin de cuentas la esposa estaría mejor sola. Quedarse viuda era mucho mejor que estar casada con un monstruo.

– Kristen Mayhew -dijo, y aguardó.

– ¿Qué? -Kaplan sacudió la cabeza; se sentía aterrorizado y aturdido-. ¿Quién es Kristen Mayhew?

Ni siquiera se acordaba. Había arrebatado la inocencia a una hermosa chiquilla que confiaba en él y ni siquiera recordaba su nombre.

– Piense, señor Kaplan. Estudiaba en la universidad. Era verano. Fueron a la feria.

Examinó a Kaplan mientras este asimilaba los datos con desesperación.

– Kristen May… -Su mente dio con la información, aunque de forma muy vaga-. Ah, sí. Ya me acuerdo de ella. Salimos unas cuantas veces juntos cuando íbamos a la universidad. ¿Qué pasa?

«Salimos unas cuantas veces juntos. ¿Qué pasa?»

– Usted la violó.

Kaplan abrió los ojos como platos y al momento los entornó.

– ¿Eso ha dicho? ¡Menuda zorra!

La llave inglesa se elevó en el aire y golpeó a Kaplan justo por encima de la sien derecha. El hombre cayó de rodillas y empezó a gemir.

– Mida sus palabras, señor Kaplan.

Kaplan alzó la cabeza y en la penumbra vio que tenía los dedos ensangrentados.

– Yo no he violado a nadie. Lo juro. Lo dice para arruinarme la carrera. Eso es todo.

«Eso es todo.»

– ¿Y por qué iba a querer arruinarle la carrera?

Kaplan lo miró enfurecido.

– Porque soy el favorito en las encuestas, por eso. Todas las imbéciles a las que me he follado aparecen de no se sabe dónde.

«Imbéciles.» El rostro de Kristen se dibujó ante él. Luego, todo se tiñó de rojo y la llave inglesa cortó el aire una vez, y otra, y otra más.

– ¿Papá?

Se detuvo con el arma en alto y, poco a poco, recobró la visión. Volvió a oír la voz infantil.

– ¿Papá? Hay una furgoneta aparcada detrás del cobertizo.

Preso del pánico y tambaleándose se puso en pie; la pistola y la llave inglesa pendían de sus manos.

Por encima del coche, sus ojos se cruzaron con la mirada horrorizada de una niña.

Se observó. Estaba completamente manchado de sangre, de la sangre de su padre. Lo había descubierto manchado de la sangre de su padre.

Lo había descubierto. Y había salido corriendo. Lo contaría todo. Lo cogerían.

«No puedo dejar que me cojan. Aún no he terminado. Leah.»

Poco a poco, levantó la pistola.

Capítulo 21

Viernes, 27 de febrero, 22.00 horas

Tumbado en la cama de Kristen, Abe observaba cómo ella se preparaba para acostarse. Era la primera vez que tenía la oportunidad de hacerlo; en todas las ocasiones anteriores habían entrado en el dormitorio a trompicones, despojándose de la ropa por el camino y dejándose caer en la cama para hacer el amor de forma increíble. Aquella noche, en cambio, podía dedicarse a contemplarla. Le encantaba mirar a Debra mientras se preparaba para acostarse. Había echado de menos esa intimidad, el hecho de saber que al cabo de un momento ella se tendería a su lado.

Le resultaba difícil creer que hubiese vuelto a encontrar aquella intimidad.

Kristen detuvo sus dedos en el botón intermedio de la blusa. Sabía que la miraba desde la cama; se había colocado unos cuantos cojines detrás de la cabeza y se había sentado con la espalda apoyada en el cabezal y las piernas estiradas cuan largas eran. Volvió la cabeza y se estremeció al ver la expresión ardiente de sus ojos.

– ¿Por qué me miras?

La sonrisa que él esbozaba era a la vez sensual y pura, y la dejó sin aliento.

– Porque eres guapa. No me hagas caso, tú sigue.

Kristen volvió a concentrarse en los botones de su blusa y deseó que no le temblasen las manos. Tenía que decírselo. «Ahora, Kristen.» Pero en vez de hacerlo, se concentró en las prendas; mientras se las quitaba, las iba colgando tal como tenía por costumbre, hasta que se quedó solo con el sujetador y las braguitas. Se oyó un frufrú procedente de la cama y al momento lo tenía detrás; el ardor que desprendía casi le abrasaba la espalda. Le cubrió los hombros con las manos y le besó el cuello. Ella ladeó la cabeza para permitir que se acercara más y volvió a estremecerse cuando él le deslizó su lengua hasta el final del hombro.

– ¿Tienes frío? -musitó.

– No -susurró ella.

– Mmm… mejor. -Le masajeó los tensos músculos de la espalda y a continuación la hizo avanzar hasta la silla que había colocada frente al tocador-. Siéntate.

Ella lo hizo y se miró en el espejo con los ojos entrecerrados mientras él le extraía las horquillas del pelo; sabía que estaba asentando costumbres. Fue depositando las horquillas sobre el tocador hasta que sus rizos quedaron sueltos. Entonces cogió el cepillo y se lo pasó por el pelo rozándole con suavidad el cuero cabelludo. Los párpados de Kristen se cerraron. «Qué maravilla.»

– Me alegro de que te guste -dijo él en voz baja-. Si no, no continuaría.

Ella abrió los ojos de golpe y alzó la cabeza para mirarlo.

– ¿Cómo lo haces? ¿Cómo consigues que diga en voz alta lo que pienso?

– Supongo que lo dices en voz alta porque en el fondo quieres que lo oiga. -Interrumpió el cepillado y se puso serio-. ¿Qué ocurre, Kristen? Llevas toda la noche muy callada.

«Ahora, Kristen. No seas cobarde.» Se puso en pie y pasó por su lado para ir por la bata.

– Tengo que hablar contigo. Necesito que me escuches con atención porque lo que voy a decirte no es nada agradable.

Él frunció el entrecejo; depositó el cepillo sobre el tocador y se sentó en la cama.

– Te escucho.

Ella abrió el cajón del tocador y extrajo el pequeño álbum. Lo estrechó contra su pecho, se volvió y clavó la mirada en los ojos azules llenos de preocupación de él.

– Sé lo del bebé.

Él palideció.

– ¿Cómo te has enterado?

– Lo mencionó Aidan sin querer. No sabía que yo no lo sabía. Luego tu padre me enseñó una fotografía de Debra justo antes de… Ya sabes.

El gesto de asentimiento fue brusco; la piel de Abe aparecía cérea bajo la sombra oscura de su barba incipiente.

– Lo siento. No pretendía ocultártelo, Kristen, pero no hablo de eso con nadie.

– Ya lo sé. -Se sentó en la cama frente a él-. Y lo comprendo. -Tragó saliva. Colocó el álbum en la cama, junto a él, y bajó la vista a sus pies.

Él lo cogió; examinó la primera foto, una niñita con diminutos rizos pelirrojos y enormes ojos verdes. La reconoció al instante.

– Es tu hija -dijo con un hilo de voz. Kristen no respondió y él pasó a la siguiente foto, y luego a otra y a otra, hasta llegar al final-. Hay once fotos.

A Kristen le temblaba todo el cuerpo, no podía dominarse.

– La primera es de cuando nació, y luego hay una de cada cumpleaños.

– Es muy guapa.

– Gracias.

Él la miró con ojos impenetrables.

– ¿Cómo se llama?

Ella se abrazó a sí misma intentando controlar el temblor.

– Le pusieron Savannah.

Él asintió sin dejar de mirarla.

– ¿Dónde está?

– En California.

– Qué lejos.

– Sus padres vivían en Chicago, pero se trasladaron allí cuando ella tenía cuatro años.

Abe bajó la vista al álbum y recorrió con la punta del dedo índice la sonrisa de Savannah a los diez años.

– ¿Que creías que te diría, Kristen?

Ella se mordió el labio.

– No lo sé.

– ¿Creías que te culparía?

Ella se encorvó, cabizbaja.

– No lo sé. Yo sí me culpo.

– Eso sí puedo creerlo. -La calidez de su voz hizo que Kristen levantase la mirada. Entonces él extendió los brazos hacia los lados y ella se arrastró por la cama hasta refugiarse en ellos-. Kristen, cariño.

Por fin brotaron las lágrimas; él la sentó en su regazo.

– Dios mío, Abe, no sabía qué me dirías. Tú perdiste a tu bebé y yo me deshice del mío.

– No, tú no te deshiciste de nadie. Lo único que hiciste fue proporcionarle a tu hija la oportunidad de que tuviese una vida normal. -Le puso las manos en el pelo y empezó a acariciárselo. La tuvo así abrazada hasta que el llanto amainó; tenía la camisa empapada-. Ya me imaginaba que te habías quedado embarazada después de… -La besó en la coronilla-. Después.

– No pensaba contárselo a nadie, pero tuve la primera falta, luego la segunda; no sabía qué hacer. Al final se lo dije a mis padres.

Él la abrazó más fuerte.

– Y no te creyeron.

– Tener una hija soltera y embarazada era peor que haber perdido a otra borracha en un accidente de coche.

Se hizo una pausa muy, muy larga.

– Odio a tu padre, Kristen.

Ella apoyó la mejilla en la solidez de su pecho.

– Yo también.

Siguió otro largo silencio.

– ¿Aún la ves? A Savannah.

A Kristen se le encogió el corazón.

– No. Acordamos que todos los años me enviarían una foto por su cumpleaños y que si alguna vez les preguntaba por mí le dirían que yo era joven y estaba sola, que no podía ocuparme de un bebé.

– Y es cierto.

– Sí. Cuando cumpla dieciocho años le permitirán decidir si quiere conocerme o no.

– Son buena gente.

A Kristen le ardía la mirada.

– Sí. Y la quieren mucho.

– Entonces hiciste lo correcto -susurró. Depositó el álbum en el cajón del tocador. A continuación le puso la mano en la barbilla para alzarle la cabeza y le cubrió los labios con un beso dulcísimo y extremadamente suave. El corazón de Kristen se hinchió en el pecho. Cuando él volvió a erguirse, no podía dejar de mirarlo mientras unas palabras atravesaban su pensamiento.

«Eso no es lo único malo que tengo que decirte. Aún hay más cosas.»

«Por favor, que no te importe. Por favor, no dejes que te afecte.»

«Te quiero.»

Los ojos de Abe emitieron un destello de un azul intenso.

– Vuelve a decirlo. Necesito saber que quieres que lo oiga.

Nunca se le pasaría por la cabeza llevarle la contraria.

– Te quiero -musitó.

Él la tumbó de espaldas y se abalanzó sobre ella; le cubrió la boca con la suya sin ningún miramiento mientras, empujando sin cesar, le sujetaba la cabeza entre las manos.

– Dime que me deseas.

– Te deseo.

Y era cierto. Mientras palpitaba en respuesta a la pasión que él demostraba, se incorporó para acercar sus cuerpos. Con torpeza, tiró de su camisa y esta se abrió hasta la cintura. Le acarició el pecho y se estremeció al oírlo gemir.

Él la despojó de la bata y se arrodilló entre sus piernas; luego tiró de los puños de su camisa hasta que los botones cedieron. Ella se sentó y, sin apartar la mirada de sus ojos, se desabrochó el sujetador y lo dejó caer al suelo, junto a la cama. Él se encargó del resto; le quitó las braguitas y se despojó de los calzoncillos. Entonces se detuvo. La miró. Y ella se quedó sin respiración.

Aquel hombre no era el amante delicado y considerado que conocía. Un frenesí, una agitación brusca se había apoderado de él; su autocontrol pendía de un hilo, y este se rompió en cuanto ella lo aferró por los hombros y lo atrajo hacia sí. Se besaron de forma salvaje, sus bocas abiertas invadieron labios, mejillas, todo pedazo de piel que fueron capaces de alcanzar; hasta que ella empezó a vibrar debajo de él.

– Ahora, Abe.

Y él la penetró, erecto y hasta el fondo, y gimió junto a su boca cuando la oyó gritar. Empujaba con ahínco y con cada embate la elevaba un poco más. Ella notó la ya familiar tensión en la parte interior de los muslos, un milagro después de haber pasado sola tantos años; y entonces entró en el paraíso que había conocido solo junto a aquel hombre, aturdida por la intensidad del clímax. Pero el verdadero regalo llegó al ver la expresión del rostro de él, la belleza absoluta de sus rasgos al alcanzar la cumbre, el movimiento convulsivo de su cuerpo al derramarse en ella.

Y se le desplomó encima; notaba el peso de su pecho mientras se esforzaba por respirar. Ella le acarició la ancha espalda y aguardó, otorgándole el instante que necesitaba para recobrarse. Se quedó quieto un momento, respiró hondo, y por fin pronunció las palabras que llevaba toda la vida esperando oír.

– Yo también te quiero.

Se colocó de lado y la hizo hacer lo propio; frente a frente, le rodeó las nalgas con las manos, la atrajo hacia sí, y quedaron tendidos como si fuesen uno solo.

Un buen rato más tarde, mucho después de creerlo dormido, oyó la voz grave junto a su mejilla.

– Kristen, lo siento. Me he olvidado de tomar precauciones.

– No te preocupes -susurró ella.

Él permaneció un instante en silencio.

– ¿No estás en tu momento fértil? -aventuró al fin. Kristen notó la decepción en su voz; era un ligero matiz, pero lo captó.

Tragó saliva, muy nerviosa.

– No, no estoy en mi momento fértil.

Y nunca lo estaría.

«Nunca tendré el hijo que tanto deseas, Abe.»

Esperaba que las palabras brotasen de su boca, que surgiesen con la misma facilidad con que lo habían hecho los otros pensamientos. Pero resultaba obvio que Abe estaba bien. El mecanismo solo funcionaba cuando realmente quería que la oyese. Y aquello era algo que no tenía ningunas ganas de que él supiera. Ni entonces ni nunca.

Sábado, 28 de febrero, 9.00 horas

«Me duele todo.»

Fue el primer pensamiento coherente que Zoe articuló mientras emergía de la neblina que la envolvía.

Tomó conciencia de que se estaba moviendo. Tenía la extraña sensación de estar flotando. Poco a poco, la realidad fue tomando forma y, con ella, también lo hicieron imágenes abominables, insoportables.

«Dios mío. Qué dolor. Ese hombre me ha hecho mucho daño.» Se estremeció cuando recordó la brutalidad de que había sido objeto en manos de Drake Edwards. Trató de quejarse, pero su voz no brotó de la garganta. Parpadeó intentando adivinar dónde se encontraba. Todo era blanco; muy blanco. «A lo mejor estoy muerta. Por favor, quiero estar muerta.» La muerte era preferible a Drake Edwards. El movimiento se ralentizó y adquirió conciencia de las puertas; estaba atravesando puertas. Por fin, el movimiento cesó.

– ¿Cuánto tardará en volver en sí?

«Nooo.» Quiso protestar de nuevo, pero su voz siguió sin brotar. Era Drake Edwards. Se encontraba allí. Mierda; no estaba muerta.

– Parece que se está despertando. La droga habrá perdido todo su efecto dentro de una hora. -La otra voz le resultaba desconocida. «¿Quién está hablando? ¿Qué droga?»-. Hasta entonces no podrá moverse ni hablar.

– Muy bien. -La voz de Edwards expresaba satisfacción. La había oído durante mucho tiempo desde que él acudiese al piso donde vivía para secuestrarla-. Quiero que tenga fuerzas para arañar y gritar.

El otro hombre permaneció en silencio y a continuación se oyó la risita cruel de Edwards.

– No te pago para que disfrutes. Te pago para que lo hagas, y punto.

Se oyó un suspiro.

– Si quitamos el relleno cabrán los dos.

«¿El relleno?» Trató frenéticamente de mirar a su alrededor, pero no podía mover la cabeza. Forzó la visión periférica hacia la izquierda. Y se quedó sin respiración.

Era un ataúd. Quiso gritar.

– No me importa cómo te lo montes -dijo Edwards-. Hazlo y punto.

Su rostro se inclinó sobre ella y la náusea que sintió en aquel momento fue tan intensa que estuvo a punto de ahogarse. El hombre esbozaba una sonrisa, la misma sonrisa de buitre que había observado en el despacho de Conti. ¿Cuándo había tenido lugar aquello? ¿Qué día era?

– Había solicitado una entrevista con Jacob, señorita Richardson -dijo en tono burlón-. Por desgracia, el señor Conti está ocupado esta tarde. Se celebra el funeral de su hijo. Sin embargo, le ha preparado otra entrevista. Tómese el tiempo que necesite. -Le volvió la cabeza para que pudiese ver el cadáver a su derecha-. Es digna de un Emmy.

Riéndose entre dientes, se apartó para permitir que obtuviese una visión completa de lo que allí yacía.

A Zoe se le heló el corazón. Era un cuerpo vestido con un traje negro. Y no tenía rostro.

Era Angelo Conti. Pensaban enterrarla con Angelo Conti. Chilló y chilló pero la voz solo resonó en su cabeza.

Sábado, 28 de febrero, 11.15 horas

Era la primera vez que Kristen entraba en una iglesia católica y no tenía ni idea de cómo comportarse. Por suerte, había presentes muchos miembros de la familia Reagan, así que lo único que tenía que hacer era imitarlos. Había bancos donde arrodillarse y hojas con fragmentos del Evangelio para recitar. Observó la eucaristía y oyó resonar el órgano. El sacerdote vestía sus mejores galas y venteaba incienso. Junto a una dorada pila bautismal se hallaban, radiantes, Sean y Ruth.

Había familiares, tantos que su visión atenazó el corazón de Kristen. También había más de una docena de policías allí sentados, todos armados con sendas pistolas. Había amigos de Kyle, de Aidan y de Abe; se encontraban allí para garantizar que ni Conti ni nadie causase disturbios. También habían acudido Mia y Spinnelli, e incluso Todd Murphy, con un traje recién planchado.

Kristen observó al sacerdote tomar al bebé y mirar su pequeño rostro con una sonrisa. El profundo suspiro que exhaló no le pasó inadvertido a Abe, situado a su lado.

– Es muy guapa, ¿verdad? -susurró.

Kristen estaba a punto de echarse a llorar.

– Sí.

– Ahora es cuando suben los padrinos -explicó en voz baja-. Annie es la madrina, y Franklin, el primo de Ruth, es el padrino.

Abe contempló cómo Annie y Franklin ocupaban los lugares que tenían destinados. A él lo habían elegido como padrino de Jeannette, la sobrina que ahora tenía cinco años, pero acababa de entrar como agente infiltrado y no podía asumir la responsabilidad del compromiso. Los Reagan se tomaban todos sus compromisos muy en serio. Aidan acabó siendo el padrino de Jeannette. Abe no pudo verla crecer y convertirse en la niña feliz que era en la actualidad.

Debra y él habían elegido a Ruth y a Sean como padrinos de su hijo. Pero el bautizo no había llegado a celebrarse. Tal vez volviese a pensar en ellos cuando tuviese su primer hijo con Kristen. Reconfortado con aquel pensamiento, la cogió de la mano y se la apretó con cariño.

Ella se volvió a mirarlo con una sonrisa; sin embargo, sus ojos llorosos no reflejaban alegría. Aquella semana había pasado por situaciones muy duras. Resultaba difícil adivinar qué acechaba las tinieblas de su pensamiento tras la frágil sonrisa. Había sufrido mucho. Pensó en la pequeña, en Savannah; en el dolor que Kristen debía de sentir todos los años cuando recibía una nueva fotografía por correo. Se lo imaginaba porque era el mismo dolor que él sentía cada vez que el cumpleaños de su hijo se aproximaba y pasaba sin haberlo celebrado. Pensó en la noche anterior; le había dicho que lo quería. Y a él le había resultado muy fácil llegar a quererla a ella. Observó su perfil y notó que se excitaba. La noche anterior la había penetrado sin barreras. Estaba muy segura de que no había peligro alguno, de que no era el momento apropiado del ciclo. Sonrió. A fin de cuentas, él era católico. La mitad de las personas que conocía habían sido engendradas durante el momento «no apropiado» del ciclo. Tal vez ella también estuviese equivocada.

Le rodeó los hombros con el brazo y la atrajo hacia sí. Se imaginó el día en que ambos se hallarían junto al sacerdote y él sostendría en sus brazos a un bebé con diminutos rizos pelirrojos y grandes ojos verdes. Por fin había empezado una nueva vida. Se sentía renacer. Y Kristen era el motivo.

Sábado, 28 de febrero, 12.00 horas

Drake se deslizó en el banco y se sentó junto a Jacob y Elaine. La mujer estaba atontada, enajenada. Jacob le cogía la mano y cargaba con el pesar de ambos mientras contemplaba el ataúd. Tal vez el hecho de saber que parte de su venganza se había cumplido le sirviese de bálsamo.

– Ya está, Jacob -masculló Drake.

Jacob no movió ni un dedo; permaneció sentado con la vista fija en el ataúd.

– Muy bien.

Sábado, 28 de febrero, 12.15 horas

– Una fiesta preciosa, Abe -dijo Mia dirigiéndose a él con una copa de ponche en la mano-. Aunque el ponche podría estar un poquito más fuerte.

– Es un bautizo, Mia -replicó Abe con una sonrisa.

– Bueno, bueno. Todo el mundo tiene derecho a montarse una fiesta alguna vez. -Paseó la mirada por la sacristía-. Parece que os habéis cubierto bien las espaldas. Acabo de recibir una llamada de la señorita Keene, la sombrerera. Ha encontrado los anuarios de la escuela y tiene fotografías de Robert Barnett.

A Abe se le aceleró el pulso.

– Tal vez por fin descubramos qué tienen que ver Paul Worth, Robert Barnett y esas balas con Leah Broderick. ¿Quieres que te acompañe?

– No. Quédate con tu familia. Puedo arreglármelas sola con la señorita Keene; le caigo bien, ya sabes.

Abe la miró fijamente.

– Le caes bien a mucha gente.

Mia apartó la vista.

– A Ray tú también le habrías caído bien, Abe. Traeré aquí los anuarios.

Abe la siguió con la mirada mientras se alejaba; sabía que reconocer la aprobación de su antiguo compañero era uno de los mayores cumplidos que podía dirigirle. Oyó sonar su móvil y apartó de sí aquellos pensamientos.

– ¿Diga? -Se mantuvo a la escucha mientras se le tensaban todos los músculos-. Llegaremos en cuanto podamos.

Miró a su alrededor, Kristen estaba hablando con Aidan. Fue hacia ellos y vio que a Kristen se le demudaba el semblante al observar la urgencia que reflejaba su expresión.

– ¿Qué ocurre? -preguntó en voz baja.

– Has recibido otro sobre. Aidan, ¿puedes decirles a Sean y a Ruth que lo sentimos, pero que tenemos que marcharnos? Vamos por los abrigos.

Sábado, 28 de febrero, 12.50 horas

Kristen se detuvo ante el porche de la entrada de su casa y frunció el entrecejo al ver el sobre.

– No hay ninguna caja. Siempre deja una caja.

Un coche estacionó detrás del todoterreno.

– No hay ninguna caja -dijo Jack en cuanto salió del coche.

– Ya lo hemos visto, Jack -respondió Abe-. Abramos el sobre y veremos de qué se trata esta vez.

– Espero que podamos solucionarlo rápido -murmuró Jack señalando el coche. Julia aguardaba en el interior. En el asiento trasero había una sillita y, sentado en ella, un niño pequeño. Jack se ruborizó-. Íbamos al circo.

– Me alegro mucho, Jack -dijo Kristen con una sonrisa sincera-. A ver si terminamos pronto y no se llevan una decepción.

Jack se detuvo en seco al ver la cocina en obras.

– ¿Lo has hecho tú?

– Solo en parte. Me han ayudado.

Jack extendió papel blanco sobre la mesa.

– Veamos qué hay. -Agitó el sobre y de él cayeron dos hojas de papel. Le tendió la carta a Kristen y desdobló él mismo la otra hoja.

– ¡Dios mío! -exclamó Kristen ahogando un grito. Se llevó la mano a la boca y parecía mareada.

Abe bajó la vista a la hoja desdoblada y, de pronto, sintió como si acabasen de propinarle un martillazo en la cabeza. Era un cartel de propaganda electoral: Geoffrey Kaplan, por Kansas y, debajo, la fotografía de un hombre anodino y medio calvo.

Era el violador de Kristen. «Santo Dios.»

– ¿Es él? -preguntó, y ella asintió sin apartar la mano de su boca-. ¿Cómo se ha enterado? -la interpeló-. Mierda, Kristen, ¿cómo es posible que se haya enterado?

Ella se dejó caer en la silla, horrorizada.

– No lo sé. -Se volvió y miró hacia la ventana-. Puede ser que nos estuviera escuchando.

Jack se puso en cuclillas para mirar a Kristen a los ojos.

– ¿Quién es?

Ella clavó la vista en Abe y le suplicó ayuda en silencio.

– Piensa un poco, Jack -dijo Abe sin levantar la voz-. Piensa en lo que Kristen le dijo ayer por teléfono a June Erickson.

Jack palideció.

– No.

A Kristen le temblaban las manos.

– Solo lo sabías tú, Abe. La única vez que he hablado de ello fue el jueves por la noche, sentada aquí contigo. O nos estaba espiando por la ventana o ha colocado un micrófono en la cocina.

Jack miró a su alrededor, todas las paredes estaban limpias de yeso.

– El único sitio donde podría estar escondido es debajo de la mesa. Ayúdame, Abe. -Volcaron juntos la mesa y Jack rebuscó en ella-. No veo nada. Espera. -Meditó un momento-. Debía de andar por ahí fuera. La nieve empezó a derretirse el jueves por la mañana, así que es posible que estuviese aquí el jueves por la noche. ¿Y qué ha pasado cerca del cobertizo?

– Ya le respondo yo. -McIntyre había entrado en la casa-. He oído alboroto en el patio y al momento he visto humo. Cuando me he acercado a ver qué ocurría, he encontrado una granada de humo. He vuelto corriendo a la entrada y he visto el sobre.

– Lo ha hecho para distraerle -masculló Abe-. ¿Cuándo ha sido eso?

– Dos minutos antes de que yo le llamara -respondió McIntyre-. He pedido que viniera enseguida una patrulla para que rastrearan el barrio en busca de una furgoneta blanca, pero de momento no han descubierto nada.

– Lee la carta, Kristen -dijo Abe.

– No puedo. -Estaba temblando como un flan.

Abe cogió la carta de sus manos. Estaba escrita a mano con letra rápida en una hoja de papel blanco.

– «Mi querida Kristen: No tengo palabras para expresar la tristeza que siento al haberte causado tanto sufrimiento, a ti, a tus amigos y a tus familiares. Mi única intención era hacer que te sintieses protegida y resarcida. No te enviaré más cartas, pero quería hacerte llegar este último y justo castigo. Te he vengado, querida. El hombre que te arrebató la inocencia y la juventud no volverá a hacer daño a nadie. Recibe un saludo del que sigue siendo, como siempre, tu humilde servidor.»

Kristen estaba anonadada.

– ¿Y la posdata?

– «Adiós.»

Sábado, 28 de febrero, 13.00 horas

Se sentó en el escalón del sótano y se quedó mirando a los tres hombres que había atado a unas tablas. Los tres lo miraban con los ojos vidriosos debido al pánico y al dolor.

El juez Edmund Hillman, el abogado Gerald Simpson y el violador Clarence Terrill.

Miró la pistola que sostenía con la mano derecha y luego miró su mano izquierda. El medallón de Leah. Lo había llevado colgado al cuello desde que a ella se lo quitaran en el depósito de cadáveres. Le dio la vuelta y dejó que la luz impactara en él. Y, como tantas veces, leyó las iniciales grabadas. WWJD. ¿Qué haría Jesús?

Cerró los ojos. En ningún caso haría lo que él había hecho; bajo ningún concepto.

El sonido de su propia voz recitando la transcripción del juicio de Leah llenaba la estancia. Había grabado el CD semanas atrás, cuando planeó la escena final. Lo había programado para que sonase sin interrupción mientras él viajaba a Kansas. Aquellos hombres debían de haberlo oído unas diez veces, o veinte; tal vez más.

Había ido a Kansas y, como era inevitable, había matado a Kaplan. Aquel hombre merecía la muerte. Sin embargo, lo había matado enceguecido, preso de un encarnizamiento animal.

Luego se había cruzado con la mirada de aquella niña. Lo había descubierto.

Y había empuñado la pistola para matarla.

La hija de Kaplan no había pronunciado palabra. Se había limitado a permanecer allí quieta, mientras él emergía del suelo del garaje como el monstruo de una película de terror, ensangrentado y enloquecido por la rabia que se había apoderado de su razón. La niña lo miraba por encima del coche de su padre, paralizada y con los ojos muy abiertos.

Había estado a punto de matar a una niña indefensa, a una personita que no había hecho daño a nadie. La niña era inocente. En aquel momento supo en qué se había convertido.

En uno de aquellos a los que tanto odiaba.

Pero había bajado la pistola, había soltado la llave inglesa y había salido corriendo hacia la furgoneta; luego había conducido kilómetros y kilómetros antes de detenerse para limpiarse la sangre en la nieve. Restregó y restregó, y a su alrededor todo quedó teñido de rojo. Regresó a la furgoneta y condujo durante horas hasta llegar a Chicago. Volvió a casa de Kristen, estacionó a una manzana de distancia, distrajo al vigilante, dejó el último sobre y se marchó a su casa.

Tenía frío. Y estaba dolorido. Pero aún tenía trabajo que hacer. Siempre acababa aquello que empezaba. Se levantó con esfuerzo y se dispuso a apagar el reproductor de CD. Los tres hombres tenían los ojos clavados en él, en cada uno de sus movimientos. La sala quedó sumida en el silencio.

– Espero que ahora recuerden a Leah Broderick -dijo-. Era mi hija. Está muerta.

– Pues yo no la maté -la voz quejumbrosa e insolente pertenecía a Clarence Terrill.

Se volvió a mirar al hombre que había deshonrado a su hija. Ni siquiera ante su inminente y amargo final sentía remordimientos.

Empuñó la pistola y apretó el gatillo. Clarence Terrill ya no volvería a comportarse de modo insolente. Se volvió hacia Simpson; el hombre sollozaba y suplicaba compasión.

– Usted la presentó como una puta y destrozó la poca autoestima que le quedaba. -Con otro disparo, Simpson cayó muerto-. Ahí tiene la compasión que se merece.

Se volvió hacia Hillman, que lo miraba aterrorizado.

– Y usted, señor Hillman, diría que es el que más culpa tiene. Juró respetar la ley, pero abusó de su superioridad. Durante las semanas que he pasado pensando en este día, había planeado poner en escena un juicio en el que yo sería el juez. Pero no hay tiempo para tanta parafernalia. Estoy acabado. -Sin más, puso fin a la vida del juez con mucha más clemencia de la que el hombre merecía.

Estaba agotado. Pero aún le quedaba una carta por escribir. Miró la pistola y notó el olor acre de la descarga de pólvora. Enseguida se encontraría con Leah.

Sábado, 28 de febrero, 14.00 horas

A pesar del horror por el que había pasado durante la última semana y media, Abe no había visto a Kristen tan frágil hasta ese momento. Estaba sentada en el sofá; se la veía muy pálida. Mediante una llamada telefónica al alguacil del ayuntamiento en el que Kaplan ejercía de alcalde comprobaron que, en efecto, el hombre había fallecido. Su esposa lo había hallado apaleado hasta la muerte en el garaje de su casa; las autoridades locales pensaban que se trataba de un robo frustrado. No obstante, lo que echó por tierra la serenidad de Kristen fue saber que la esposa de Kaplan había encontrado a su hija frente a la entrada del garaje en estado de shock. Nadie sabía lo que la niña había presenciado, puesto que se había encerrado en sí misma y no quería hablar. Sin embargo, aquella vez el asesino había dejado huellas; huellas de sangre por todas partes. Había cometido un grave error. Por fin.

El autocontrol de Kristen pendía de un hilo.

Abe se sentó a su lado y le rodeó los hombros con el brazo. Pero ella no le correspondió. Permanecía rígida, con la mirada fija en el frente.

– Kristen, ¿cómo puedo ayudarte?

– No lo sé. -Cerró los ojos-. Estoy muy cansada, Abe.

– Ya lo sé, cariño. Pero esta vez ha metido la pata. Pronto lo cogeremos y la pesadilla habrá terminado. -Le frotó la espalda con la palma de la mano-. Y luego nos marcharemos a algún lugar cálido y nos olvidaremos de todo esto.

Ella no dijo nada, así que él trató de cambiar de tema, hablar de cualquier cosa que pudiese relajarla. Estaba empezando a asustarse.

– La ceremonia ha sido muy bonita, ¿verdad? -susurró-. Sean y Ruth estaban muy contentos. -Le pareció que se ponía aún más tensa-. He pensado en mi hijo. -Ella se volvió a mirarlo; sus ojos expresaban tanto dolor que a Abe se le encogió el alma-. Me imagino que tú también has pensado en tu hija, en Savannah.

– Abe…

Él le puso una mano en la barbilla y con el pulgar le acaricio suavemente la mejilla.

– Luego he pensado en nosotros, en el día en que estemos en el altar con nuestro hijo en brazos.

Lo que creyó que podría relajarla produjo el efecto contrario. Se puso en pie tambaleándose y se apartó de él con una mirada de pánico.

– Para. -Él se levantó y trató de atraerla hacia sí, pero ella retrocedió un poco más, trastabillando-. Abe, para. -Cerró los ojos-. Tengo que hablar contigo. Necesito que me escuches con atención porque lo que tengo que decirte no es nada agradable.

Eran las mismas palabras que había pronunciado la noche anterior, cuando le reveló la verdad sobre su hija. El corazón se le heló y, poco a poco, bajó los brazos.

– Muy bien.

Observó cómo ella serenaba el gesto, adoptaba una postura erguida y entrelazaba las manos detrás de la espalda; de repente, había vuelto a convertirse en la mujer que había conocido unos días atrás. De nuevo había levantado a su alrededor un muro protector. Era intocable.

– No voy a tener más hijos.

La frialdad de su tono le sentó como una patada en el estómago, le cortó la respiración. Al principio no fue capaz de decir nada; luego se recuperó.

– Kristen, es normal que te sientas culpable por haber dado a tu hija en adopción, pero eso no significa que no puedas ser una buena madre.

Los ojos de Kristen emitieron un destello y, por un momento, Abe creyó haber oído una risa histérica. Sin embargo, su autocontrol era firme y al responder se mostró tranquila.

– No, Abe, no lo entiendes. No puedo… No… -Tragó saliva-. Después de tener a la niña y de que se la llevaran, me sentí acabada. Lo que había entregado era preciosísimo. Sin embargo, me consolé pensando que aún era joven y que algún día tendría otro hijo. Al cabo de seis semanas acudí al ginecólogo y me dijo que tenía un tumor. -Sus labios se crisparon, pero su postura seguía denotando estricto control-. Kaplan hizo algo más que violarme y dejarme embarazada. Me contagió un virus asqueroso que con los meses de embarazo hizo que desarrollase un tumor canceroso. -Vio que Abe estaba totalmente aturdido y le dedicó una débil sonrisa-. No te preocupes, consiguieron extirparlo; junto con medio útero.

Abe palpó a tientas el sofá que tenía detrás y se sentó en un brazo. Exhaló un suspiro y trató de encontrar las palabras que a ella le resultasen creíbles. De hecho, también él necesitaba creerlas.

«No importa.» Pero claro que importaba.

«Podemos adoptar.» Demasiado irónico.

Por un momento experimentó una sensación de pérdida. Nunca la vería redonda y llena, con su hijo dentro de ella. Nunca acariciaría su vientre abultado ni notaría las pataditas del niño. Nunca subirían al altar de la iglesia con su hijo en brazos mientras sus familiares y amigos los contemplaban con deleite. Nunca haría todo aquello que tantas veces había visto hacer a Sean y a Ruth. No lo haría él y no lo haría Kristen.

Seguían siendo una pareja. Tuviesen o no la casa llena de niños. Él la amaba, y ella había dicho que lo amaba.

Kristen lo observó; vio cómo la verdad hacía mella en él y cómo su sueño se iba haciendo añicos ante sus ojos. Él permaneció sentado sin decir nada; no podía seguir mirándolo. Se dio media vuelta, se dirigió al dormitorio y se asomó a la ventana.

Abe la vio marcharse. Tenía tanto miedo de decir algo inapropiado que al final no dijo nada. En aquel momento sonó su móvil; la melodía hizo eco en el terrible silencio.

– ¿Diga?

– Detective Reagan, soy la enfermera de la unidad de cuidados intensivos del hospital del condado.

El corazón le dio un vuelco. Vincent había muerto. No podía imaginar cómo soportaría Kristen otro duro golpe.

– Sí, me acuerdo de usted. ¿Qué le ha ocurrido a Vincent?

– El estado del señor Potremski no ha cambiado. Lo llamo porque ha vuelto el joven del que le hablé, Timothy. Quiere ver a Vincent.

Abe se puso en pie de un salto.

– ¿Puede entretenerlo durante una media hora?

– Lo intentaré.

Abe corrió hacia el dormitorio y, una vez allí, se detuvo en seco. Kristen permanecía encorvada en la ventana, abrazada a sí misma. Abe observó el violento temblor que sacudía su cuerpo. Había llegado al límite de sus fuerzas, lo último que necesitaba era pasearse por la ciudad en aquel estado. Sabía lo importante que era para Kristen la serenidad, por lo menos el hecho de aparentarla. Era mejor que se quedara y pusiera orden en su cabeza. Él se encargaría de hablar con Timothy. Luego regresaría, conversarían y conseguiría convencerla de que las cosas iban a irles bien.

– Kristen, tengo que salir un rato. -Trató de que su tono fuera lo más dulce posible-. Avisaré a Aidan para que te haga compañía hasta que yo vuelva. -Atravesó la habitación y se apostó tras ella; hubiera dado cualquier cosa por saber qué decir o qué hacer. Al final se limitó a estrecharla entre sus brazos, mientras ella seguía temblando-. Acuéstate y descansa. Luego hablaremos.

Ella asintió, le permitió que la guiara hasta la cama y se sentó. Permanecía en silencio. Él le alzó la barbilla, le dio un breve y suave beso en los labios y se marchó.

Sábado, 28 de febrero, 14.15 horas

Claro que importaba. Kristen no tuvo más que observar la desolación de su rostro para saber cuánto. Aun así, había esperado oírle decir que las cosas irían bien, que la amaba de todos modos y que serían felices juntos. Sin embargo, no había dicho nada.

«Tampoco ha dicho que quiera poner fin a la relación», se dijo. La lógica empezó a abrir brecha en su ánimo. No obstante, la lógica era una pobre sustituta de las palabras que tanto necesitaba oír. Exhaló un suspiro, se puso en pie y se paseó por la casa. Todo estaba en silencio. Por primera vez desde hacía una semana, se encontraba sola en su casa. La situación le resultaba desconcertante.

– Minino, bsss, bsss -dijo solo para oír el sonido de su propia voz. Antes de conocer a Abe Reagan la casa estaba siempre así de silenciosa; sin embargo, hasta aquel momento no fue consciente de la poca importancia que le había concedido a aquel hecho. Tenía ganas de estar en casa de Kyle y Becca, con la televisión a todo volumen y el constante ir y venir. De pronto, dio un respingo; Nostradamus le había rozado las piernas. No había vuelto a ver a los gatos desde que echara abajo la pared de la cocina-. Ven, voy a darte de comer.

Pero se había quedado sin cocina. Miró a su alrededor. Ni siquiera sabía dónde estaban los platos. Supuso que Annie los habría metido en alguna parte. Vació un platito que contenía flores secas aromáticas y lo llenó de comida para gatos. Luego se preguntó qué más podía hacer para entretenerse.

Su oído captó los graves compases de la melodía de su móvil y, con el corazón a cien por hora, abrió el bolso para cogerlo. La última llamada que había recibido había resultado ser una amenaza. La iglesia estaba llena de policías, pero los Reagan seguirían en peligro hasta que aquella pesadilla terminase.

– ¿Diga?

– Señorita Mayhew, no me conoce, soy el doctor Porter. Trabajo con el juez de instrucción del condado de Lake. Me han dicho que está buscando a Leah Broderick.

Con el pulso acelerado, Kristen se sentó en el escritorio y sacó un cuaderno. En el condado de Lake habían encontrado el cobertizo de Worth con los utensilios para practicar el tiro.

– Sí, la estamos buscando. ¿Qué sabe de ella?

– Bueno, firmé su certificado de defunción el 27 de diciembre del año pasado. Se suicidó.

Kristen suspiró.

– Llegados a este punto, ya no me sorprende. ¿Podría decirme quién se encargó de la identificación y del entierro?

– Su padre. Me acuerdo perfectamente. -Se oyó el ruido de un armario al abrirse-. Voy a mirar su nombre.

A Kristen aquello le pareció muy raro; recordaba que el único familiar que tenía Leah era su madre. Aun así, no tenían nada que perder…

– ¿No será Robert Barnett por casualidad? ¿O alguien apellidado Worth?

– No, no. No se llamaba así. Espere… Aquí está. Owen Madden.

A Kristen se le cayó el bolígrafo de la mano.

– No, no puede ser.

– Le aseguro que es verdad. -El doctor parecía ofendido-. Me acuerdo muy bien de él. La identificación se realizó mediante circuito cerrado de vídeo porque el cuerpo había quedado muy desfigurado. El hombre se mantuvo estoico como un marine.

Por un momento, Kristen permaneció con la mirada fija. Tenía la respiración agitada y entrecortada. Owen. No podía ser cierto.

«Dios mío.»

– Bien, gracias, doctor Porter. Disculpe mi reacción, es que estoy un poco sorprendida. -¿Un poco? A punto había estado de desmayarse-. Gracias.

– He hecho una copia de la foto de su documento de identidad -prosiguió Porter-. Si quiere, puedo enviársela por fax.

– Sí, gracias. -Le dictó a Porter su número de fax-. Gracias por su llamada.

Cuando colgó el teléfono, el corazón le latía a un ritmo frenético. «Necesito pensar, necesito pensar.»

Owen. ¿Cómo podía ser él?

Pero, llegados a aquel punto, ¿cómo podía ser que no fuese él?

– Tengo que llamar a Abe -se dijo entre dientes, y abrió el móvil con manos trémulas.

– Luego, tal vez -dijo una voz grave detrás de ella. Y, sin darle tiempo a gritar, una mano le cubrió la boca mientras otra le arrebataba el móvil y la obligaba a echarse hacia atrás. Topó contra un cuerpo duro como una roca-. De momento, estate calladita y haz lo que te digo.

Kristen forcejeó, pero el hombre era corpulento y fuerte. Se acordó de Vincent y de Kyle y supo que sería la siguiente de la lista. Se preguntó dónde se habría metido McIntyre.

– Deja de resistirte o te arrepentirás.

Pensó en la pistola nueva que guardaba en el cajón del escritorio. Para el caso, habría dado lo mismo que no la tuviera.

Se retorció y dio patadas hacia atrás, pero la mano le destapó la boca y le propinó un bofetón en la cabeza.

Kristen parpadeó; veía chiribitas. Aun así, inspiró hondo y gritó tanto como pudo. Milagrosamente la puerta principal se abrió y apareció Aidan con la llave de la puerta en la mano. Su semblante denotó sobresalto pero enseguida dio un brinco y tiró al hombre al suelo. Kristen retrocedió y se detuvo cuando topó contra la mesa. Observó horrorizada que los hombres se estaban peleando.

Tenía que llamar a la policía. El hombre le había quitado el móvil así que descolgó el teléfono fijo. No había línea. Habían cortado el cable. Cogió la pistola. Los dos hombres rodaban por el suelo, luchaban cuerpo a cuerpo por hacerse con el control; entonces Aidan le propinó al intruso un tremendo empujón y lo estampó contra la pared. Kristen no pensó; actuó. Apretó el gatillo una vez tras otra hasta que el hombre se desplomó en el suelo. Aidan se puso a cuatro patas y se la quedó mirando mientras trataba de recobrar el aliento. Kristen estaba como petrificada; permanecía con los brazos extendidos y apuntaba a la pared. Un reguero de sangre se deslizaba por el papel de rayas azules.

– Dios mío. -Aidan se puso en pie, fue hasta ella y le quitó la pistola de las manos. Luego la abrazó y ambos exhalaron juntos largos suspiros jadeantes. Pero, de repente, Aidan dio un respingo y cayó al suelo. Kristen lo vio desplomarse como si tuviese la mente separada del cuerpo; a continuación, levantó los ojos y vio unos zapatos, unos pantalones, un abrigo. Una mano que sostenía una pequeña porra. Y el rostro enojado de Drake Edwards.

– Así es como se hacen las cosas -masculló. Se agachó y recogió la pistola de Kristen del suelo, sacó la de Aidan de la funda y por fin le dio media vuelta al cadáver y extrajo la que este llevaba sujeta en la cintura-. Tendrá que acompañarme, señorita Mayhew.

– No.

Él la miró con expresión divertida.

– ¿Cómo que no? ¿Qué piensa hacer para evitarlo?

Los latidos salvajes del corazón de Kristen le aporreaban el pecho. Dio un paso atrás y gritó cuando Drake Edwards la aferró por el brazo. Entonces sonó el teléfono y se oyó el doble tono del fax. Ambos se volvieron. El hombre que la había atacado había desconectado el teléfono pero no el fax. Edwards contempló fascinado la página que salía de la impresora.

A Kristen se le revolvió el estómago. Era el permiso de conducir de Owen. Edwards arqueó las cejas por la sorpresa y sus labios esbozaron una sonrisa despiadada.

– ¿Sigue trabajando a estas horas, señorita Mayhew? ¿Quién es ese? ¿Alguien en especial?

A Kristen se le secó la boca y fue incapaz de idear una respuesta.

– Sabía que tenía que ser alguien cercano. Así que este es el tipo, ¿no? El premio gordo. -Edwards dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo-. Venga conmigo. Tengo por costumbre no matar a ningún policía; me crearía demasiados enemigos, y los policías no olvidan nunca. Aun así, si vuelve a abrir la boca, haré una excepción. -Kristen dirigió una última mirada desesperada a la figura inconsciente de Aidan y, sintiéndose impotente, salió de la casa y se dirigió hacia el coche patrulla que había aparcado a la entrada. Sentado al volante había un extraño vestido de uniforme. El hombre la saludó con una sonrisa burlona. ¿Dónde se habría metido McIntyre?

Drake Edwards estaba llevándosela en pleno día y en un coche patrulla. Sin dar crédito a lo que estaba ocurriendo, le dirigió una mirada y vio que el gesto de sus labios denotaba verdadera satisfacción.

– Con tantas idas y venidas a su casa y tantas escoltas diferentes, nadie se ha extrañado de ver a un policía más, señorita Mayhew. -Tenía razón, nadie se había dado cuenta de nada. Edwards abrió la puerta de detrás del conductor y Kristen vio a McIntyre desplomado en el asiento del acompañante. Le salía sangre del oído, pero su pecho se movía; estaba vivo. Edwards se inclinó y acercó la boca al oído de Kristen-. No haga nada raro o esos dos chicos que cruzan la calle en bicicleta morirán.

Kristen miró a los chicos, sabía que Edwards cumpliría su promesa. Era la mano derecha de Conti y corrían rumores de que era un gran hijo de puta. Sin embargo, las autoridades no habían podido recoger pruebas suficientes para presentar cargos contra él. Se preguntaba si después de aquello podrían hacer algo o si también ella acabaría convirtiéndose en un rumor más.

– ¿Adónde me llevan? -preguntó cuando el hombre subió al coche.

– Tiene una cita, señorita Mayhew. Estoy seguro de que no quiere llegar tarde.

Sábado, 28 de febrero, 14.15 horas

Mia regresó a la iglesia con el anuario de la escuela de la señorita Keene bajo el brazo. Buscó a Spinnelli.

– ¿Abe sigue en el hospital? ¿Todavía no ha vuelto?

Spinnelli negó con la cabeza.

– Todavía no. Ha dicho que te llamaría y te contaría las últimas noticias. -Volvió a sacudir la cabeza-. Pobre Kristen.

– Sí, después de todo lo que ha pasado solo le faltaba llevarse un susto así. -Miró a su alrededor con mala cara-. Por cierto, ¿dónde está?

– En casa, descansando. El hermano de Abe ha ido a hacerle compañía.

– Bueno, por lo menos no está sola.

– ¿Qué has averiguado en la tienda de esa señora? Has tardado siglos.

Mia suspiró y abrió el anuario por la página que tenía marcada.

– Este es Robert Barnett. Me he dado una vuelta por la facultad de bellas artes para pedirles que dibujasen su retrato con cuarenta años más. -Le mostró el bosquejo-. No lo he visto nunca.

– Yo tampoco. -Spinnelli frunció el entrecejo-. Esperaba que fuese la gran revelación.

– Ya; yo también. Sabemos que es el hijo de Genny O'Reilly y el sobrino de Paul Worth, el anciano de la residencia, pero aparte de eso no veo la relación por ninguna parte.

– Hola. -Se les acercó una jovencita con una sonrisa amigable-. Me han encargado que compruebe que todos los invitados están servidos. Soy Rachel. -La chica los examinó con la mirada-. Y seguro que ustedes son Mia y el teniente Spinnelli.

A Mia no le hacían falta las presentaciones para reconocer a la hermana pequeña de Abe. Tenía los mismos ojos que él.

– Encantada de conocerte, Rachel. Tu familia ha preparado una fiesta preciosa.

– No está mal. Yo echo en falta la pizza. -Miró con curiosidad el anuario y se inclinó para aproximarse mientras observaba con atención el bosquejo-. ¿Es de Kristen?

Mia, perpleja, se volvió hacia Spinnelli y luego se dirigió de nuevo a Rachel.

– ¿Por qué lo preguntas?

La chica se encogió de hombros.

– Parece su amigo.

– ¿Conoces a este hombre? -preguntó Mia en tono enérgico.

Rachel, asustada, abrió mucho los ojos.

– Creo que sí. ¿Por qué?

– ¿Dónde lo has visto? -intervino Spinnelli con calma.

– Le llevó un sándwich a Kristen la semana pasada. Fui a verla al trabajo y él estaba a punto de marcharse. Se llama Owen no sé qué. -Parecía angustiada-. ¿Por qué?

Mia sacó el teléfono.

– Tengo que llamar a Abe. -Hizo una mueca cuando saltó directamente el contestador-. Debe de estar todavía en la UVI, hablando con el amigo de Kristen. Tiene el móvil desconectado.

– Llama a Kristen. -Spinnelli hizo un gesto a Todd Murphy.

Kyle Reagan se acercó a ellos con semblante preocupado.

– ¿Qué ocurre? -Aunque estaba jubilado, había sido policía y sabía cuándo las cosas no iban bien.

Mia apretó la mandíbula.

– No lo coge. Mierda. Kristen no contesta.

Kyle le arrebató el teléfono.

– Voy a llamar a Aidan. -Unos segundos más tarde, el hombre palidecía-. Tampoco contesta.

Spinnelli sacó su móvil y empezó a presionar las teclas de forma frenética.

– Envíen una unidad a la casa de la fiscal Mayhew lo más rápido posible; que pongan la sirena.

Spinnelli se quedó mirando a Murphy y a Kyle Reagan.

– Encargaos de que todo el mundo se quede aquí y esté tranquilo. Vámonos, Mia.

Sábado, 28 de febrero, 14.45 horas

Lo sorprendió el sonido del teléfono. No recibía llamadas en casa. De hecho, la última persona que lo había telefoneado había sido el sheriff del condado de Lake para comunicarle el suicidio de Leah. Dejó a un lado el bolígrafo y contestó.

– ¿Diga?

– Señor Madden, soy Zoe Richardson. Seguramente habrá oído hablar de mí.

Él apretó la mandíbula y aferró el teléfono con fuerza.

– Sí, he oído hablar de usted.

– Me alegro. Se ha descubierto el pastel, señor Madden. Sé quién es en realidad.

«Que no cunda el pánico», se dijo.

– No sé de qué me habla.

Ella emitió una risa gutural.

– No se preocupe. Solo quería que supiese que estoy preparando la noticia de esta noche. He conseguido pruebas de que la fiscal Mayhew tiene una relación personal con el espía asesino y de que es ella quien guía sus acciones. Será todo un notición.

A pesar de lo fatigado que se sentía, la sangre empezó a hervirle en las venas.

– Sabe perfectamente que eso es absurdo. Kristen no ha hecho nada malo.

– Puede ser, pero si últimamente su carrera peligraba, después de esto no le permitirán ejercer en ningún juzgado del país. -La voz de la chica se oía cada vez más entrecortada-. Necesito dar un notición esta noche, señor Madden. Y si no es uno, será otro. Supongo que me entiende. Puede ocultar su rostro y disimular la voz; luego puede seguir con sus acciones. Solo quiero una exclusiva. ¿Tiene un bolígrafo a mano?

– Sí -dijo entre dientes.

– Muy bien. Pues anote esta dirección. Lo estaré esperando.

Volvió la hoja en la que había estado escribiendo y tomó nota de los datos.

– Es una sabandija.

– Bueno, bueno, señor Madden. «No te acerques, que me tiznas», le dijo la sartén al cazo.

Él observó los datos y tomó una decisión. La vida de Kristen no podía verse arruinada por culpa de lo que él había hecho. Arrancó la hoja del cuaderno y se la guardó en el bolsillo. Luego abrió la puerta de cristal del armario en el que guardaba las pistolas. Había matado a muchas personas. ¿Qué importaba una más?

La chica le devolvió el móvil.

– ¿Qué tal lo he hecho?

Drake sonrió.

– Perfectamente. -Le metió un billete de cien dólares en el bolsillo del abrigo-. Cómprate algo bonito. Y dale recuerdos a tu madre.

– Gracias, tío Drake. -Se levantó y lo besó en la mejilla.

Jacob aguardó a que la sobrina de Drake saliese de la limusina.

– Esta chica promete.

– Mucho. -Drake sonrió, satisfecho-. Es casi la hora, Jacob.

Sábado, 28 de febrero, 14.45 horas

Mia y Spinnelli entraron en la casa de Kristen. Jack y sus hombres estaban buscando cualquier cosa que indicase adónde se la habían llevado. El dormitorio estaba hecho un desastre y en el papel de rayas azules había manchas de sangre. Mia trató de controlar el pánico que sentía y se arrodilló junto al hermano de Abe para ponerle los dedos en la garganta. Su pulso parecía regular. «Gracias a Dios.»

– ¿Quién de ustedes me ha llamado? -preguntó Spinnelli.

Un agente dio un paso al frente.

– He sido yo, señor. He encontrado al agente Reagan inconsciente y he llamado a una ambulancia. El otro hombre no lleva documentación y está muerto. La pistola de Reagan ha desaparecido.

Mia levantó la cabeza.

– ¿Y McIntyre?

– No hay rastro de él ni del coche patrulla. Hemos registrado la casa y el cobertizo del patio. No responde a las llamadas por radio. Una vecina vio a la señorita Mayhew subir al coche. Dice que la acompañaba un hombre alto, el sombrero le ocultaba el rostro. Nadie más ha visto nada.

Spinnelli empezó a despotricar.

– ¿Y le ha preguntado por qué no ha llamado a la policía?

– Ha dicho que, como ha habido mucha policía durante toda la semana, no le ha dado importancia -explicó el agente.

– ¿Y nadie ha oído el maldito disparo? -intervino Mia.

– Ha dicho que, como llevan toda la semana dando porrazos, no le ha parecido raro oír ruido.

El gesto de Jack se endureció.

– He hablado con el jefe directo de Aidan. Él tiene una Glock del calibre 38. A este hombre lo han matado con un arma del 22.

– Kristen acaba de comprarse una pistola del 22. -Mia pulsó la tecla del móvil que correspondía al teléfono de Abe, pero no obtuvo mayor éxito que las diez veces anteriores-. Mierda. ¿Dónde se ha metido Abe?

– ¿Has llamado al hospital? -preguntó Jack al tiempo que Spinnelli se arrodillaba para echar un vistazo al cadáver.

– Lo están buscando -dijo Spinnelli-. Al parecer, ese tal Timothy se ha llevado un susto de muerte al ver a Abe y han tenido que hacerlo salir de la UVI. Abe se lo ha llevado para tranquilizarlo y poder hablar con él.

Mia ladeó la cabeza mientras escuchaba con atención.

– Silencio. Está sonando el móvil de Kristen.

Spinnelli dio la vuelta al cadáver para despojarlo del abrigo.

– Lo lleva en el bolsillo. -Abrió el móvil de Kristen-. ¿Diga? Sí, este es su móvil… Soy el teniente Marc Spinnelli, del Departamento de Policía de Chicago. ¿Quién es usted? -Se mantuvo a la escucha y al poco se puso en pie-. Chicos, cuando entrasteis ¿visteis algo en el fax?

Los agentes se miraron el uno al otro.

– No, señor.

– No -respondió Spinnelli-. No lo ha recibido. ¿Puede volver a mandarlo enseguida? Gracias. -Se volvió hacia Mia-. Era el juez de instrucción del condado de Lake. Se ve que ha llamado a Kristen para darle el nombre de la persona que identificó el cadáver de Leah Broderick y luego le ha enviado una foto por fax. Es Owen Madden.

Mia cerró los ojos.

– Entonces, ella ya lo sabe.

– Sí -dijo Jack-. Y el que se la ha llevado también lo sabe.

– Y suponiendo que esto es cosa de Conti… -Spinnelli no terminó la frase.

No hacía falta. Conti quería al asesino y ya lo tenía. Y además tenía a Kristen.

Capítulo 22

Sábado, 28 de febrero, 15.00 horas

– ¿Estás mejor?

Timothy asintió, pero Abe no estaba convencido. Lo único que había averiguado era que Timothy había visto algo que lo había horrorizado. Pero cada vez que estaba a punto de confesar la verdad, le entraba un temblor tan violento que le impedía hablar. Abe estaba a punto de llamar a Miles. Sin embargo, sabía dos cosas con seguridad. Por una parte, aquel hombre sentía un gran afecto por Kristen y por Vincent y, por otra, era imposible que fuese el asesino. La descripción que les había proporcionado la enfermera resultaba acertada por completo. Timothy era un hombre altamente funcional con síndrome de Down leve.

«Altamente funcional», pensó. Así era como Kristen había definido a Leah Broderick. Y las coincidencias no existían.

– Vamos a intentarlo otra vez. Trabajabas en la cafetería donde Kristen suele ir a comer, ¿verdad?

El joven, atormentado, cerró los ojos.

– Sí -susurró.

– Timothy, ¿conocías a una chica llamada Leah Broderick?

Timothy asintió.

– Sí. Íbamos juntos a la iglesia. A veces también acudíamos juntos a los actos del centro social.

– ¿Era tu novia?

Él frunció el entrecejo.

– No. Solo era mi amiga.

– Muy bien. ¿Cuándo viste a Leah por última vez?

Bajó la vista a sus rodillas.

– Hace mucho tiempo. Ahora está muerta.

– ¿Puedes decirme cómo murió?

Timothy tiró de un hilo que sobresalía de sus pantalones.

– Se suicidó.

Estaban buscando a alguien que hubiera sufrido un trauma. El suicidio de un ser querido era un hecho lo bastante traumático como para desencadenar una reacción emocional intensa.

– Lo siento. -Timothy no dijo nada, así que Abe prosiguió-. ¿Tenía familia?

Timothy palideció.

– Sí.

– Escucha, Timothy. Sé que estás asustado, pero esto es muy importante; puede que sirva para salvar a Kristen. ¿Hay algún familiar de Leah que se llame Robert Barnett?

– No lo sé. Su madre murió de cáncer. Tenía a su padre, pero no se llama así.

– ¿Conoces a su padre?

Timothy se echó a temblar de nuevo.

– Es mi jefe.

A Abe se le paralizó el corazón.

– ¿Tu jefe? ¿En la cafetería? ¿Owen es el padre de Leah?

Timothy asintió, desconsolado.

– Timothy, ¿qué es lo que has visto? Dímelo, por favor.

– El congelador. Fui a su casa, sabía que guardaba helado en el congelador, y lo abrí. -Empezó a balancearse-. Dos hombres. Estaban muertos. En el congelador.

«Santo Dios.» Timothy había visto a los dos hermanos Blade en el congelador de Owen.

– ¿Sabe Owen que viste a esos dos hombres muertos?

– No. Me fui corriendo. Cogí el autobús.

– Está bien, Timothy, está bien. No te hará daño. ¿Puedes decirme dónde vive?

Abe llamó a Mia en cuanto se encontró en el vestíbulo del hospital.

– ¿Dónde estabas? -lo interpeló Mia.

– Hablando con Timothy. -Abe salió corriendo hacia el aparcamiento al aire libre-. Mia: Owen, el amigo de Kristen, es el padre de Leah Broderick.

Hubo un instante de silencio.

– Ya lo sé, Abe. Owen es Robert Barnett.

Por fin, la conexión que esperaban. Pero Mia estaba demasiado callada, parecía cohibida. A Abe se le aceleró aún más el corazón, y no precisamente por la carrera.

– Mia, ¿qué ha ocurrido?

– Kristen ha desaparecido, Abe. Alguien se la ha llevado de su casa.

Abe acababa de llegar junto al todoterreno y se quedó paralizado, con la mano en el aire.

– Dios mío. -«Conti.»

– Kristen sabe lo de Owen, Abe. Y la persona que se la ha llevado también lo sabe, y además tiene la dirección de Owen. Marc y yo vamos hacia allí.

Abe se esforzó por respirar hondo varias veces. Abrió la puerta del coche con dificultad. Conti podía ocultarla en cualquier parte, pero era lógico pensar que, para vengarse, se la hubiese llevado al lugar donde habían matado a su hijo.

– No estoy lejos. Allí os veré.

Sábado, 28 de febrero, 15.30 horas

Kristen miró a su alrededor. El almacén estaba lleno de pilas inmensas de cajas de embalaje; debían de tener unos quince metros de altura. Algunas estaban apiladas las unas sobre las otras. Otras descansaban en soportes metálicos y se alzaban hasta el techo. Las marcas rotuladas en las cajas le resultaban familiares debido a las muchas horas que había invertido en investigar los negocios de Conti mientras llevaba la acusación de Angelo por el asesinato de Paula García. Estaba en territorio de Jacob Conti; y ella, allí en medio, era un blanco perfecto.

Habían recorrido unos cuantos kilómetros en el coche patrulla hasta llegar al lugar oculto donde se encontraba la limusina de Conti. Edwards se había subido a ella y había dejado a Kristen en compañía del extraño policía. Unos minutos después, de la limusina bajó una joven con cara de satisfacción. Y, al momento, obligaron a Kristen a trasladarse al elegante vehículo. Jacob Conti la recibió con una sonrisa viperina.

Sin embargo, ahora estaba allí, entre las cajas. Era inútil tirar de las cuerdas que le ataban las muñecas y los tobillos. Drake Edwards había hecho su trabajo a conciencia. Era inútil intentar gritar. La mordaza se lo impedía. Iba a ocurrir algo pronto, lo sabía por la forma en que Edwards se rio al dejarla allí.

– ¡Richardson! -Conocía esa voz. «Es Owen. Y yo soy el cebo.»-. ¡Richardson! ¡Estoy harto de tus tretas! ¡Sal y acabemos con esto de una vez!

Kristen estaba destrozada. Owen Madden era un asesino.

«Es mi amigo. Pero ha matado a trece personas.» Dio por supuesto que los últimos tres desaparecidos, Hillman, Simpson y Terrill, habían muerto. No tenía ningún motivo para pensar que no fuese así.

Aun así, no quería que cayese en manos de Conti.

Owen apareció entre las pilas, lo reconoció en cuanto divisó su figura en la penumbra de la parte opuesta del almacén. El grito ahogado hizo eco en el silencio cavernoso y las pisadas de sus botas al correr hacia ella retumbaron como cañonazos. Le arrancó la mordaza.

– Owen, es una trampa. Corre.

Sábado, 28 de febrero, 15.30 horas

Abe disparó a la cerradura de la puerta de la casa de Owen Madden. La vivienda estaba en completo silencio. Avanzó con cautela empuñando el arma.

Recorrió todas las habitaciones y al pasar junto a la cocina se detuvo en seco. En medio de la mesa había una pecera llena de papelitos doblados, y a su lado había trece tiras alineadas de unos dos y medio por diez centímetros de tamaño. En cada una aparecía un nombre mecanografiado; correspondían a los cadáveres del depósito, además de Hillman, Simpson y Terrill. Vio también un montón de balas y una fotografía de Leah Broderick, la reconoció por los retratos que Jack, Kristen y Julia habían hecho circular el día anterior. Junto al montón de balas encontró una taza de café; aún no estaba frío.

Delante de la pecera había un cuaderno abierto por una página en blanco. Abe lo hojeó y vio que la letra era la misma que la de la carta a propósito de Kaplan. La primera página del cuaderno comenzaba con un «Mi querida Kristen». Le invadió una oleada de ira y arrojó el cuaderno sobre la mesa. Madden había puesto en peligro a Kristen y aún tenía la desfachatez de dirigirse a ella con palabras cariñosas.

Siguió avanzando y encontró la puerta del sótano. Bajó los escalones despacio, uno a uno, sin quitar el dedo del gatillo. Si Conti lo estaba esperando allí abajo, le sería muy fácil dar en el blanco. Sin embargo, al llegar abajo, no oyó disparos ni ruidos de ningún tipo. Descubrió los cuerpos sin vida de tres hombres atados a unas tablas. Cada uno presentaba un agujero de bala en la frente. Dio un rápido vistazo a la habitación y halló el torno de banco, los moldes para fabricar balas, las losas de mármol bien apiladas y los rollos de caucho colocados de pie como si fuesen alfombras. En una esquina divisó un aparato y se acercó sin bajar la guardia. Encontró una fina capa de arena acumulada al pie de una caja de casi dos metros de altura; el frente era de plexiglás y tenía unos guantes encajados en este, de modo que la persona que lo utilizase pudiese trabajar protegido por el frontal. Se asomó y vio una lápida en la que se leía Leah Broderick.

En otra esquina vio un congelador, un viejo modelo en forma de arcón. Levantó la tapa. Estaba vacío. Allí no había nadie.

Conti había llevado a Kristen a otro sitio. Abe se impuso a la oleada de pánico que amenazaba con dejarlo sin respiración y volvió a subir a la planta baja. Dio otra vuelta y se detuvo frente a la foto que había sobre el televisor. Era Genny O'Reilly Barnett en su madurez. Aquella mujer era la madre de Owen. Abe se dirigió de nuevo hacia la mesa y volvió a hojear el cuaderno. Había tres páginas llenas, la cuarta estaba escrita solo hasta la mitad y la última frase había quedado incompleta, como si le hubiesen interrumpido. Abe volvió la cuarta página y vio los restos de la quinta; había sido arrancada. Pasó el dedo por la siguiente página en blanco mientras el pulso se le aceleraba. Era uno de los trucos más viejos del mundo. «Por favor, Dios mío, haz que funcione.»

Coloreó la página con un lápiz, sin presionar mucho, y vio aparecer la nota manuscrita. Conocía aquella dirección. Estaba junto al lago, en el puerto.

Era un almacén. El de Conti. Cuando trabajaba en narcóticos, su jefe estaba seguro de que Conti utilizaba la mercancía del puerto como tapadera para ocultar alijos de droga. Pero en ninguno de los registros policiales habían hallado ni un gramo de sustancias ilícitas, y Conti seguía moviéndose por el mundo libremente, amparado en la respetabilidad y la riqueza. Hasta el momento.

– Gracias -susurró, y sacó el móvil-. Mia, reúnete conmigo en el almacén que Conti tiene en el puerto. -Recitó la dirección de una tirada y corrió hacia la puerta-. Pide refuerzos.

– Abe, espérame. No entres solo. -Había urgencia en su voz.

Abe oyó a un hombre que mascullaba. Al fin Spinnelli se puso al teléfono.

– Abe, no entres en ese almacén hasta que lleguen refuerzos. Es una orden.

Abe no respondió. Kristen se encontraba allí, estaba seguro. Haría cualquier cosa con tal de sacarla sana y salva. Cuando se sentó al volante del todoterreno, las manos le temblaban. «Por favor, Dios mío, que no le hagan nada.»

– ¡Abe! -espetó Spinnelli-. ¿Me oyes?

Los neumáticos chirriaron y el coche se alejó de la casa de Madden como alma que lleva el diablo.

– Sí, te oigo.

Sábado, 28 de febrero, 15.45 horas

Owen levantó la cabeza tras desatarle los pies.

– ¿Lo sabías?

– Me he enterado hace una hora.

Él se irguió.

– ¿Quién te ha hecho esto?

– Jacob Conti. -Kristen se puso en pie mientras se frotaba las muñecas-. No le gustó que asesinaran a su hijo.

Owen la miró y Kristen se preguntó si alguna vez había observado en sus ojos aquella mirada fría y decidida. Creía que no, pero a decir verdad nunca se había fijado. Era Owen, su amigo. Tenía un establecimiento de comida y preparaba pollo frito y tarta de cerezas.

«Ha asesinado cruelmente a trece personas», se dijo.

– Si todo esto no te pusiese en peligro a ti, volvería a hacerlo.

– Y pagarás por ello.

Sin sorprenderse, Owen y Kristen se volvieron y vieron a Jacob Conti y a Drake Edwards al final de la hilera de cajas. El que había hablado era Drake Edwards y ahora se les acercaba empuñando un semiautomático y mirándolos con ojos de buitre.

A Kristen se le heló la sangre. «Abe, por favor, date cuenta de que he desaparecido. Ven a buscarme. Por favor.»

– Drake, regístralo por si lleva armas. Luego nos iremos todos juntos a un sitio más cómodo, ¿de acuerdo? -dijo Conti con la más absoluta tranquilidad.

Edwards cacheó a Owen y le arrebató dos semiautomáticos enormes; uno lo llevaba en una funda colgada al hombro, y el otro, sujeto en la cintura. Luego lo obligó a caminar hasta que llegaron al amplio pasillo por el que solían circular las carretillas para apilar las cajas. Al final del pasillo había un área de carga desierta. Todo estaba en silencio.

Owen se detuvo.

– Mátame aquí -lo desafió-. No pienso andar más.

– Harás lo que yo te diga -espetó Edwards.

– Ahora ya me tienes -prosiguió Owen como si Edwards no hubiese abierto la boca-. Deja que ella se vaya.

Los labios de Conti dibujaron una curva.

– ¿Y quedarme sin la mejor parte de la venganza? Ni mucho menos.

Kristen volvió a observar la mirada de buitre de Edwards y lo comprendió todo. Owen había matado por ella y ahora iban a utilizarla para hacerle sufrir.

Edwards soltó una risita.

– Te lo vas a pasar de miedo con una mujer tan inteligente, Jacob. La chica ya lo ha entendido todo.

Owen palideció pero no dijo nada. Conti se echó a reír.

– Ya lo ves, no me basta con matarte. Vas a sufrir, igual que hiciste sufrir a mi hijo. Drake jugará con ella delante de ti. Luego la matará, también delante de ti. Después… Preferirás estar muerto.

– Venga conmigo, señorita Mayhew. -Edwards la aferró por el brazo y Kristen, horrorizada, trató de librarse de él. A Edwards se le ensombreció el semblante y le hincó los dedos en la carne-. He dicho que venga. -Tiró de ella y Kristen se resistió, lo empujó por el pecho y volvió la cabeza cuando el hombre trató de besarla.

Conti volvió a reírse.

– ¿Qué, Drake? ¿Te lo pasarás tan bien como con Richardson?

Edwards la agarró por los hombros y la zarandeó hasta que empezó a ver chiribitas.

– Me parece que sí, Jacob. Me gusta que tengan carácter.

Kristen parpadeó varias veces para tratar de espabilarse. Cuando vio que Owen se arrodillaba sobre una pierna y que Edwards daba un respingo, creyó que su imaginación le estaba gastando una mala pasada. Durante una décima de segundo, Edwards permaneció inmóvil. Tenía un agujero de bala en la frente. Al fin se desplomó. Sin embargo, en menos que canta un gallo Conti le había rodeado el cuello con el brazo y le apuntaba con una pistola en la sien.

Owen seguía arrodillado, tenía una pequeña pistola en la mano. Debía de llevarla escondida en la bota. Respiraba con agitación. Viendo cómo entrecerraba los ojos, Kristen volvió a tomar conciencia de que el hombre que tenía delante había matado cruelmente a trece personas. Miró el cuerpo de Edwards con el rabillo del ojo y la visión le atenazó el estómago.

«Catorce.»

– Hijo de puta -gruñó Conti-, si no tiras ahora mismo la pistola, la mato.

– Me matará de todos modos -dijo Kristen-. Busca ayuda. Por favor.

Conti le hincó la pistola en la sien.

– Cállate. Suelta la pistola, Madden. Ahora mismo.

Owen lo hizo y la pistola cayó al suelo.

– Ahora levántate y lánzala de una patada hacia mí.

Owen le obedeció. Entonces se oyó otro disparo y Owen cayó al suelo; se retorcía de dolor y le sangraba la rodilla. Sin embargo, no se quejó. Kristen recordó las palabras del juez de instrucción del condado de Lake. «Se mantuvo estoico como un marine.» Un marine con muy buena puntería.

– Ahora mira cómo ella muere, Madden.

Kristen cerró los ojos y se preparó para lo peor. Le hubiese gustado pasar aunque solo fuera un día más con Abe. «Me encontrará aquí. Muerta de un disparo, igual que Debra -pensó-. Lo siento mucho, Abe.»

Y en aquel preciso instante resonó la voz de Abe.

– Suéltala, Conti.

Kristen se desmoronó. Era Abe. Conti tiró de ella para que se mantuviese en pie sin separar la pistola de su sien. Abe emergió de detrás de un montón de cajas que se encontraba cerca del área de carga y descarga; empuñaba su pistola.

– ¿Y por qué iba a hacerlo? -lo desafió Conti.

– Porque como le toques un pelo, voy a dejarte seco ahí mismo. -Se aproximó despacio-. Suéltala.

Conti retrocedió un paso llevándosela consigo mientras gritaba unos cuantos nombres en tono autoritario.

Abe siguió acercándose con paso firme.

– Si llamas a los hombres que estaban montando guardia en el exterior, te aconsejo que no te esfuerces. Digamos que están fuera del alcance de tu voz.

Kristen notó que Conti se ponía rígido. Estaba lleno de rabia.

– La mataré, te juro que la mataré.

Mientras trataba de ahuyentar el pánico, Kristen miró a Owen. Yacía en el suelo, aferrándose la rodilla; de pronto vio que clavaba los ojos en un punto a su derecha. Siguió con la mirada la misma trayectoria, y del alivió que sintió estuvo a punto de desmayarse.

Oculto entre las cajas, Spinnelli apuntaba con su pistola a Conti.

«Y a mí», pensó Kristen. Trató frenéticamente de idear una forma de librarse de Conti para que Abe y Spinnelli pudiesen disparar sin obstáculos.

Entonces Owen alzó la vista y Kristen hizo lo propio. Mia se encontraba arrodillada en lo alto de uno de los soportes metálicos; sostenía una caja que iba soltando poco a poco. Kristen contuvo la respiración y aguardó… Y aguardó… Hasta que la caja cayó detrás de ellos e impactó en el suelo con gran estruendo. Conti, sobresaltado, vaciló, y Kristen aprovechó ese instante para dar golpes y patadas, para retorcerse, arañarle, morderle, agacharse y alejarse en cuanto él la soltó. Se sucedieron tres disparos rápidos y Conti se desplomó.

Ya no volvería a levantarse.

Al cabo de un instante, Abe la mecía entre sus brazos.

– Dios mío, Dios mío -no podía dejar de decir con el rostro hundido en su pelo-. Pensé que iba a perderte.

Había creído que vería otra vez cómo asesinaban delante de sus ojos a la mujer que amaba. Un escalofrío le recorrió el cuerpo y la abrazó con más fuerza. Kristen le acariciaba la espalda de arriba abajo.

– Estoy bien, Abe. De verdad que estoy bien.

Aquellas palabras hicieron mella en el temor que él sentía y, poco a poco, la soltó. Por fin extendió los brazos para apartarla un poco y observarla con atención; trataba de descubrir alguna señal de maltrato. Al no encontrar ninguna, cerró los ojos aliviado.

– Tenía ganas de matar a Edwards por ponerte la mano encima.

– No te preocupes. Ya está muerto. Owen lo ha matado.

– Lo sé. Estaba escondido detrás de las cajas cuando vosotros habéis aparecido entre las pilas. Lo he visto todo. -Abe volvió a estremecerse; sabía que nunca olvidaría la imagen de aquel hijo de puta propasándose con Kristen-. Si no te hubieses detenido aquí, no habríamos llegado a tiempo.

Kristen se dio media vuelta para mirar a Owen. Yacía en silencio, observándolos. Tenía el rostro crispado por el dolor.

– Has sido tú quien ha hecho que nos detuviésemos aquí. Has dicho que no pensabas andar más.

Mia se descolgó por el soporte metálico.

– Nos ha visto en la puerta del área de carga y descarga. -Miró a Owen con expresión hierática-. Tienes una vista de lince.

Kristen exhaló un suspiro.

– Me has salvado la vida, Owen… -Su semblante se demudó; sentía mucha lástima y los ojos se le llenaron de lágrimas-. ¿Cómo has podido hacerlo? ¿Cómo has podido matar a todas esas personas? -Él no dijo nada, se limitó a contemplarla-. No puedo dejarte marchar -resolvió de pronto con voz entrecortada, como si los tres policías que la rodeaban se lo hubiesen permitido de haberlo querido así.

– Ya lo sé -dijo él apretando los dientes-. No me merecerías respeto si lo hicieses. -Se esforzó por sentarse con la espalda erguida; luego, a la velocidad del rayo, extrajo una segunda Beretta de la otra bota-. Pero tampoco voy a ir a la cárcel. Adiós, Kristen.

– ¡Owen, no! -Kristen vio horrorizada cómo se colocaba el pequeño revólver debajo de la barbilla.

Abe la obligó a darse la vuelta y le hundió el rostro en su hombro en el momento en que oía un último disparo.

– No mires, cariño -susurró Abe contra su pelo-. No mires.

No pensaba hacerlo. Ya había visto más que suficiente.

Sábado, 28 de febrero, 18.15 horas

«Kristen no tendría que estar aquí», pensó Abe. La idea le rondaba por la cabeza mientras la observaba leer la nota que Owen había escrito justo antes de que lo llamaran para que acudiese al almacén de Conti. Tendría que estar en el hospital, como Aidan y McIntyre. Habían recobrado la conciencia, pero los tenían en observación. A Kristen deberían examinarla, había sufrido un shock. Sin embargo, se había negado a quedarse en el hospital a pesar de que todos los miembros de la familia Reagan se lo habían pedido y suplicado. Había insistido en acompañarlos, a él y a Mia, a la casa de Owen. El lugar donde había empezado toda aquella pesadilla.

Ahora se encontraba sentada frente a la mesa de la cocina. Estaba pálida y las manos enguantadas le temblaban a pesar de que apoyaba las palmas contra el tablero. Él también temblaba, y no sentía ninguna vergüenza. Había estado a punto de perderla. No pensaba que fuese capaz de superar la visión de Conti sujetándola mientras le apuntaba con la pistola en la cabeza. Por suerte, estaba viva, y había salido ilesa; por lo menos físicamente. A saber lo que tardarían en cicatrizar las heridas emocionales. Conti había estado a punto de matarla. Había descubierto que una persona en la que confiaba se dedicaba a asesinar a la gente a sangre fría. Luego había visto cómo esa persona se colocaba una pistola del 38 debajo de la barbilla y había oído cómo se quitaba la vida.

Mia le puso la mano en la espalda.

– No te preocupes, está bien.

– Ya lo sé. Es que… -Invadido por la impotencia, dejó la frase a medias.

Mia le dio unas palmaditas.

– Ya. Vamos a ver qué ha encontrado Jack. Le irá bien que la dejemos a solas un rato.

Sin estar del todo convencido, Abe permitió que Mia lo guiase hasta un dormitorio del fondo de la casa. Jack se encontraba sentado frente a un ordenador.

– ¿Qué has encontrado? -preguntó Abe.

Jack se volvió a mirarlos con expresión sombría.

– Es la base de datos de Kristen -explicó Jack-. ¿Cómo demonios se las ingenió Madden para grabarla en su ordenador?

– Me engañó -dijo Kristen desde detrás, con voz apagada. Se abrió paso con suavidad y se situó delante de Abe; llevaba el cuaderno de Owen en la mano-. Una noche, después de la cena, me echó algo en el té para que me quedase dormida. -Frunció los labios-. Me acuerdo de que me desperté pensando que debía de estar más cansada de lo que creía. Llevaba unas cuantas noches durmiendo mal. Recuerdo que al no ver mi ordenador me asusté. No sabía dónde estaba. Entonces me di cuenta de que estaba dentro del maletín, a mis pies. Owen me vigilaba y no habría dejado que nadie me robase el ordenador mientras dormía. -Le tendió el cuaderno a Abe-. Todo está aquí escrito. Copió la base de datos mientras yo dormía. Debió de ser poco después de Año Nuevo.

Otra traición.

– Lo siento, Kristen -dijo Abe con voz suave.

Ella tragó saliva.

– Me ha utilizado para matar a todas esas personas -masculló con dureza.

– Tú has sido una víctima más en toda esta pesadilla -aclaró Mia.

Kristen se rio con tristeza.

– Díselo a las familias de las víctimas de Owen. Me parece que no pensarán lo mismo. -Alzó la mirada y la clavó en la pared, detrás de la mesa del ordenador; había varios diplomas enmarcados. Los de Chicago eran por su trabajo como voluntario con disminuidos psíquicos. Había dado clases de carpintería, cantería y metalistería en el centro social al que Leah acudía para hacer amigos. Los diplomas de Pittsburgh eran por su desempeño excepcional durante los treinta años que había trabajado como policía. Una sola medalla se encontraba colgada en medio de todos los diplomas. Era la condecoración que le habían otorgado por haber sido herido mientras combatía como marine en Vietnam, en 1965-. Aún no puedo creerlo -dijo Kristen con un hilo de voz-. No puedo creer que fuese policía, ni tampoco que matase a todas esas personas. Pero lo hizo. Y además me dijo que lo volvería a hacer.

Mia cogió el cuaderno que Abe tenía en las manos y echó un vistazo a la última carta.

– Bueno, al menos lo había contado casi todo antes de que lo interrumpieran. Las piezas van encajando.

– ¿Qué piezas? -preguntó Spinnelli desde la puerta. A él también se le veía muy serio-. ¿Qué hay en ese cuaderno?

– Una carta para Kristen -respondió Abe. Kristen, aturdida, seguía con la vista fija en los diplomas-. En ella le explica unas cuantas cosas, como que su nombre era Robert Henry Barnett pero se lo cambió a principios de los sesenta debido a desavenencias en la familia.

– Eso fue más o menos cuando asesinaron al chico que mató de una paliza a Colin Barnett -observó Mia-. La señorita Keene, la sombrerera, dijo que pensaba que tal vez Robert Barnett hubiese vuelto para vengar a su hermano. Tiene sentido.

– Fue marine en Vietnam -dijo Spinnelli, y sus ojos se posaron de inmediato en la medalla colgada en la pared-. Me parece que ya lo sabíais.

– ¿Cómo te has enterado? -preguntó Abe.

– Gracias a las huellas que encontraron en el garaje de Kaplan. -Spinnelli se acercó a la pared para observar los certificados-. A Owen Madden le concedieron una licencia honorable y abandonó el ejército tras el episodio de Vietnam; luego, volvió a Estados Unidos y consiguió trabajo como policía. Ya ves qué regalito le deparó el yin yang. Se retiró hace cinco años y compró un bar para policías en el centro de Pittsburgh. He llamado al que fue su jefe y me ha dicho que hace tres años que desapareció sin dar explicaciones. El día anterior, el bar estaba abierto con total normalidad; al día siguiente, en la puerta había un cartel de «Se vende».

– Se fue cuando supo lo de Leah -dijo Kristen en voz baja. Apartó la vista de la pared con expresión reservada. Era su forma de aferrarse a los últimos resquicios de control y Abe no podía culparla por ello-. La madre de Leah se estaba muriendo de cáncer y le preocupaba quién cuidaría de su hija cuando ella no estuviese. Contrató a un investigador privado para que localizase a Owen. Parece que él había venido a Chicago veintitrés años antes y conoció a la madre de Leah. Solo estuvo en la ciudad una semana, pero durante ese tiempo tuvieron una aventura. Cuando la semana tocó a su fin, él tuvo que regresar a Pittsburgh.

– Veintitrés años antes -musitó Mia-. Vino a Chicago para asistir al funeral de sus padres y su hermana, Iris Anne. Acordaos de que la señorita Keene creyó verlo pero él no le respondió cuando lo llamó por su nombre.

– Tiene sentido -convino Kristen sin entusiasmo-. Parece ser que la madre de Leah se quedó embarazada, pero no sabía dónde encontrar a Owen. Él no tenía pensado volver a Chicago. Al final lo localizó justo antes de morir. Leah ya había pasado por el mal trago del juicio y empezaba a estar sumida en una depresión. A su madre le preocupaba qué sería de ella cuando no pudiese cuidarla.

– Bueno, parece que Owen entró a formar parte de la vida de su hija demasiado tarde -opinó Spinnelli en tono firme mientras observaba los diplomas y tomaba conciencia de la actividad que el hombre había desarrollado como voluntario-. ¿Cómo lo conociste, Kristen?

Kristen se encogió de hombros.

– Por pura casualidad. Estaba enfadada porque acababa de perder un caso y salí a dar un paseo para despejarme. Entré en el restaurante de Owen y empezamos a hablar. No tenía ni idea de que fuese el padre de Leah. Ni tampoco sabía que hubiera sido policía.

Lo dijo como si creyese que la responsabilidad era suya.

– ¿Cómo ibas a saberlo? -dijo Abe-. Tenía un restaurante. ¿Por qué ibas a pensar que era un policía retirado?

Kristen sacudió la cabeza.

– Cuando lo pienso, sé que no tenía modo de saberlo. -Se dio unos golpecitos en la cabeza-. Pero una cosa es pensarlo, y otra, asumirlo. De todas formas, parece que Leah se fue deprimiendo cada vez más y Owen decidió trasladarla a un piso lejos de la ciudad para que cambiase de aires y evitar que tuviese que pasearse por las mismas calles que había recorrido el día en que la violaron. Buscó un lugar en el condado de Lake, no muy lejos de la propiedad de los Worth que vosotros encontrasteis.

– Pero era demasiado tarde -añadió Mia-. Leah acabó suicidándose.

– Ya tenemos el trauma que buscábamos -concluyó Spinnelli.

– ¿Cómo está la pequeña? -preguntó Kristen-. Me refiero a la hija de Kaplan. Llevo todo el día pensando en ella.

Spinnelli apretó la mandíbula.

– Por lo que han conseguido sonsacarle, parece que no vio a su padre muerto. No creen que viera el cadáver, solo se fijó en Madden. Estaba lleno de sangre y parecía un loco. Eso es lo único que dice. «Sangre» y «loco».

– Quedará traumatizada de por vida -masculló Kristen. Saltaba a la vista que se sentía culpable.

– Tú no tienes la culpa -dijo Abe.

– ¿Cómo supo Owen lo de su tío, Paul Worth? -preguntó Spinnelli.

Kristen se encogió de hombros.

– No llegó hasta ese punto. Dejó de escribir cuando estaba explicando cómo me drogó y copió la base de datos de mi disco duro. Debió de recibir una llamada de Zoe Richardson, porque cuando entró en el almacén la buscaba a ella.

La expresión de Spinnelli se tornó más cruda, su poblado bigote se frunció al torcer el gesto.

– Debió de recibir una llamada de alguien que se hizo pasar por Richardson.

Kristen cerró los ojos.

– Está muerta, ¿no?

Spinnelli vaciló.

– Sí.

– ¿Cómo ha muerto? -quiso saber Kristen.

La mirada que Spinnelli cruzó con Abe lo decía todo. Kristen no tenía por qué saberlo. Ante el silencio prolongado, Kristen abrió los ojos.

– Decídmelo.

– Conti la mató, Kristen. No hace falta que sepas nada más.

Los ojos de Kristen emitieron un destello.

– ¿Cómo murió? Mierda, Marc, tengo derecho a saberlo.

Spinnelli suspiró.

– Se ahogó.

Mia frunció el entrecejo.

– ¿Que se ahogó? Pero…

– Jack, ¿has terminado? -la interrumpió Spinnelli-. Tengo que preparar una rueda de prensa y necesito un resumen de todo lo que has descubierto. Kristen, en la mesilla de noche de Madden había un montón de libros. Encima pegó un Post-it con tu nombre. Me parece que son de poesía, de Keats y Browning. Mia, ¿acompañas a Kristen para que les eche un vistazo?

Kristen lo miró sin pestañear.

– No importa que me lo digas o no, Marc. Más tarde o más temprano algún periodista lo descubrirá. Todo cuanto tengo que hacer es ver las noticias de las diez. -Salió de la sala, y Mia la siguió.

Cuando se hubieron alejado, Spinnelli volvió a suspirar.

– Al difundirse la noticia de que tanto Edwards como Conti han muerto, hemos recibido una nota anónima que decía que si impedíamos que enterrasen a Angelo Conti, encontraríamos a una persona desaparecida. Por suerte, la tierra está tan empapada por la nieve derretida que no han convencido a los enterradores para que caven el hoyo.

Abe hizo una mueca al comprender lo que Spinnelli quería decir.

– No puede ser.

Spinnelli asintió.

– Sí. Y Kristen tiene razón. Las noticias lo harán público tarde o temprano. Te dejo encargado de decírselo. Ahora, haz el favor de marcharte y volver con tu familia. ¿Cómo está tu hermano?

Abe miró el reloj.

– Le darán el alta en cualquier momento. Voy a llevar a Kristen a casa.

– A su casa no -le advirtió Spinnelli-. Tenemos que enviar a alguien para que limpie la sala de estar. La pared está llena de sangre.

La pared con el papel de rayas azules. Abe reprimió un escalofrío al imaginarse la escena que habían presenciado Mia y Spinnelli. Habían encontrado un cadáver en la sala de estar y el papel pintado lleno de sangre. Sabía que Kristen había disparado al hombre que se coló en su casa y la inmovilizó. Y, a pesar del horror, se sintió muy orgulloso de que hubiese actuado con tanta calma y precisión. Diez años atrás no había sido capaz de enfrentarse a su agresor, pero hoy lo había compensado con creces.

– No -dijo Abe con voz temblorosa-. No la llevaré a su casa. La llevaré a la de mis padres. Toda la familia estará allí. -Se disponía a marcharse cuando notó que Spinnelli le ponía la mano en el hombro.

– Hoy me he sentido orgulloso de ti, Abe. Nos has esperado para entrar en el almacén en lugar de encargarte tú solo de salvar la situación. Has hecho lo correcto.

Le había costado mucho permanecer allí sentado, consciente de que pasaba el tiempo y de que Conti tenía en su poder a Kristen y podía estar asesinándola en aquellos precisos momentos. Pero Spinnelli tenía razón, había hecho lo correcto. Él solo no habría podido salvarla.

– Gracias -musitó.

Spinnelli le dedicó una de aquellas miradas prolongadas que una vez hicieron que Abe sintiese como si el hombre le estuviese leyendo el alma.

– De nada.

Sábado, 28 de febrero, 19.30 horas

El mero hecho de oír ruido constituía tal alivio que a Kristen se le llenaron los ojos de lágrimas. Por un acuerdo tácito, en vez de volver a la casa de Kristen se habían dirigido al único lugar al que tenía sentido acudir. Cuando Abe abrió la puerta de la cocina que daba al lavadero, Kristen se sintió como en casa. Los niños de Sean y Ruth se perseguían por la estancia, Becca veía la QVC y Annie pelaba patatas. Rachel, sentada a la mesa de la cocina, hacía ejercicios de álgebra. De la sala de estar llegaba el sonido de la retransmisión televisiva de algún acontecimiento deportivo y los gritos escandalizados de los hombres de la familia.

Con un grito emocionado, Rachel se levantó de un salto, corrió hacia Kristen y la abrazó con tal fuerza que a punto estuvo de tirarla al suelo. Kristen la estrechó con fuerza y la meció suavemente. Rachel no estaba en el hospital cuando Abe y ella habían ido a ver a Aidan. Kristen supuso que la chica necesitaba comprobar con sus propios ojos que estaba sana y salva. Tal vez Kristen también necesitase aquella corroboración. Tragó saliva y atrajo hacia sí la cabeza de Rachel, invitándola a que la apoyase sobre su hombro.

– Ya ha pasado todo, cariño. Te lo prometo. Todo ha terminado.

– Tenía mucho miedo -susurró Rachel, temblando-. Cuando me dijeron que habías desaparecido…

– Yo también he pasado miedo. -Ya podía reconocerlo; todo había terminado. Había visto morir a cuatro hombres aquella tarde, y a uno de ellos lo había matado ella. No acababa de asumir que hubiese matado a un hombre en la sala de estar de su casa. Suponía que necesitaba tiempo. Por ahora, le bastaba con abrazar a Rachel-. Pero tú, cariño, me ayudaste a salvar la vida. La detective Mitchell me ha dicho que reconociste a Owen porque recordabas haberlo visto en mi despacho. De no haber sido por ti, no habrían sabido quién era. Y también los ayudaste a encontrar a Aidan, y así pudieron llevarlo al hospital.

Rachel se apartó un poco y sus labios describieron una sonrisa vacilante. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

– Sí, ¿verdad? Está en deuda conmigo.

Kristen puso la mano en su mejilla y le enjugó las lágrimas con el pulgar.

– Sí. Y yo también. Gracias, Rachel.

– ¿Estás bien? -preguntó, preocupada-. ¿De verdad? ¿No me mientes?

A Kristen le temblaban los labios.

– No te miento. De verdad que estoy bien. Y ahora, aquí contigo, estoy mucho mejor.

Rachel ladeó la cabeza y la escrutó con la mirada.

– Aidan me ha dicho que le disparaste a un tipo y lo mataste.

Kristen exhaló un suspiro.

– Sí, así es.

Rachel entrecerró los ojos.

– Bien hecho. Se lo merecía.

– Rachel, no creo que Kristen tenga ganas de hablar de eso -la amonestó Becca. La mujer también rodeó a Kristen con los brazos y la atrajo hacia sí-. Estábamos muy preocupados -susurró-. Me alegro mucho de que hayas vuelto a la que ya es tu casa. -Le estampó un beso en la coronilla. Luego se apartó y volvió al trajín de la cocina, muy atareada-. Abe, llévale esta tarta a tu hermano. Está descansando en el sofá.

Abe frunció el entrecejo.

– ¿Para Aidan hay tarta? No es justo.

– Sí es justo, ha sufrido una conmoción cerebral. -Colocó el plato en las manos de Abe-. Y no picotees por el camino. Anda, ve. Qué chicos estos -dijo a su espalda con una risita-. Kristen, esta noche voy a tener la casa llena de gente. Si te apetece echarme una mano, en la nevera encontrarás una lechuga y varios ingredientes para preparar una ensalada.

– Mamá -murmuró Annie.

Becca la miró con mala cara. Kristen comprendió que no necesitaba ayuda; se lo había propuesto para que se sintiese como una más de la familia.

Estaba sacando los pepinos del cajón de la nevera cuando en el vano de la puerta apareció Ruth abrazando a su bebé. Observó a Kristen y sonrió.

– Me han dicho que has tenido un día bastante agitado.

Kristen la oyó, pero solo tenía ojos para la criatura que llevaba en brazos. No se había olvidado de que Abe y ella aún tenían cosas de que hablar. Sabía que el hecho de ver al bebé de Ruth provocaría en ella algún tipo de reacción, pero no esperaba sentir esa oleada de emoción, una combinación de anhelo y miedo que hacía que las rodillas le temblaran. Anhelaba tener en brazos a su propio bebé, al hijo de Abe. Y temía que la imposibilidad de que aquello ocurriese se interpusiera entre ellos y la hiciera perder el lugar que ocupaba en aquella maravillosa familia.

– ¿Kristen? -Ruth se acercó y le levantó la barbilla con la mano que le quedaba libre-. Di algo.

Kristen parpadeó, se llenó los pulmones de aire y consiguió articular unas palabras.

– No pasa nada. Es que estoy un poco afectada por todo lo de hoy. -Depositó las hortalizas en la mesa-. Me parece que lo mejor que puedo hacer es mantenerme ocupada. El bautizo ha sido muy bonito, Ruth. Siento haber estropeado la fiesta.

Ruth la miró sin mucho convencimiento.

– Si necesitas algo me lo dirás, ¿verdad?

– Sí. Te lo prometo. -Kristen empezó a cortar la lechuga; mantenerse activa le serviría de catarsis-. ¿Qué, Rachel? ¿Más álgebra?

Rachel hizo una mueca.

– He faltado muchos días a clase y tengo que ponerme al día. Pensaba que, dadas las circunstancias, me perdonarían algunos temas. Pero de eso nada. Lo quieren todo hecho para el lunes.

Kristen se concentró en la lechuga.

– Bienvenida al mundo real.

«Rara vez la vida le perdona a uno nada. Pero, por una vez, podría hacer una excepción, ¿no?»

Sábado, 28 de febrero, 22.45 horas

La casa estaba relativamente tranquila. Sean y Ruth se habían marchado y se habían llevado a sus cinco hijos, lo cual eliminaba el ochenta por ciento del ruido. Aidan, después de que Becca insistiese en que se quedase a pasar la noche, se había instalado en su antiguo dormitorio. Annie también se había marchado, pero antes había tranquilizado a Kristen diciéndole que no se preocupase por la pared de su casa, que ella tenía un papel que iba a quedar de maravilla, lo colocaría ella misma y la sala quedaría como nueva.

Abe y Kristen estaban sentados junto a Becca y Kyle. La televisión emitía un programa sobre mascotas que hacían todo tipo de monerías. Abe la rodeaba con el brazo y la estrechaba con fuerza cada vez que la invadían los recuerdos.

«Mascotas -pensó de pronto-. Mierda.»

– Tengo que ir a casa -dijo, aunque la mera idea le producía horror-. Tengo que dar de comer a los gatos.

Abe la abrazó fuerte.

– Mia les ha puesto comida. Están bien.

Kristen se relajó y decidió apartar de sí la idea perturbadora de que aún quedaba un tema importante por resolver. Cuando acabó el programa, Kyle se levantó bostezando.

– Lo siento, pero me voy a la cama. Soy demasiado viejo para tantas emociones. ¿Vienes, Becca?

Becca se puso en pie y se inclinó para besar a Abe en la mejilla. Luego hizo lo propio con Kristen.

– ¿Dónde dormiréis hoy?

– En mi casa -respondió Abe con decisión. Kristen no se sentía con fuerzas para discrepar.

Unos minutos más tarde, ambos se encontraban sentados en el todoterreno. Abe no había puesto en marcha el motor y el silencio era casi absoluto. Kristen sabía que Abe también se había esforzado por apartar de sí el tema que tenían pendiente. Al parecer, había llegado el momento de hacerle frente.

– Tenemos que hablar, Kristen -dijo con voz queda-, pero no lo haremos aquí.

En silencio, se dirigieron al piso que ella había visto solo una vez, a la mañana siguiente de que la agredieran en su dormitorio. El piso de Abe le pareció vacío e impersonal y Kristen sintió que el hecho de encontrarse allí le horrorizaba tanto como la idea de volver a su casa. Aunque tal vez le asustaba más la conversación que el lugar.

Él le cogió el abrigo y encendió unas cuantas luces. A continuación, accionó un interruptor y de la chimenea de gas brotó una llamarada. Le dio la espalda unos momentos mientras ella se limitaba a aguardar.

– Ayer por la noche te dije que te quería -dijo Abe con brusquedad; Kristen era perfectamente consciente de que no lo había repetido desde entonces-. Tú me dijiste que también me querías. -Se volvió y clavó aquellos penetrantes ojos azules en su rostro-. ¿Lo decías de verdad?

Kristen tragó saliva.

– Sí.

Los ojos de Abe emitieron un centelleo.

– ¿Y qué pensabas que te decía, Kristen? ¿Que mi amor tiene condiciones? ¿Que si no puedes albergar a mis hijos en tu vientre, no hay trato?

La acritud de su tono hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas.

– Ya te advertí que te llevarías una decepción.

Él alzó los ojos al techo y exhaló un gran suspiro.

– Y me llevé una decepción -confesó. Luego volvió a posar los ojos en ella-. Pero no por ti. -Recorrió la distancia que los separaba y la rodeó con sus brazos-. Tú no me decepcionarás nunca. ¿Qué puedo hacer para que te lo creas de una vez?

El hecho de ver que volvía a abrazarla la desbordó. No pudo contenerse y las lágrimas empezaron a resbalarle por las mejillas. Se aferró a la camisa de Abe y se deshizo en llanto. Él la cogió en brazos, se sentó en el sofá y la acomodó en su regazo. Así estuvieron hasta que el mal trago pasó y las lágrimas fueron espaciándose. Entonces le alzó la barbilla y la besó. Un beso largo, apasionado e… incondicional. Eso es lo que era, incondicional. Había hecho su elección.

Kristen, aliviada, exhaló un suspiro entrecortado.

– Lo siento, Abe. Me gustaría poder cambiar las cosas, pero no puedo.

Él la miró con intensidad.

– Somos quienes somos por todo lo que hemos vivido, Kristen. Por mucho que lo deseemos, no podemos volver atrás y hacer que las cosas cambien. Y estamos donde estamos porque, en un momento dado, nuestras vidas se han cruzado. Por algún motivo todo esto ha ocurrido. Ahora estamos juntos. Y aquí y ahora te digo que no cambiaría nada de nada.

El rostro de Abe se desdibujó. Parpadeó y las lágrimas volvieron a resbalarle por las mejillas.

– ¿Y después? ¿Qué pasará cuando quieras tener un hijo?

– Podemos adoptar uno. Quería decírtelo esta mañana, pero no pensaba que estuvieses preparada para oírlo.

– Hay que esperar mucho -susurró; parecía demasiado bonito para ser cierto-. No es fácil adoptar a un bebé.

– ¿Quién habla de bebés? El mundo está lleno de niños que necesitan familia, hogar y cariño. Podemos formar una familia, Kristen. Tú y yo. Aunque no podamos reproducirnos biológicamente, te amo. Y si no llegamos a tener hijos, te seguiré amando. -La besó en los labios con tanta ternura que ella sintió que su corazón estaba a punto de hacerse añicos-. Cásate conmigo.

Casarse. Y con Abe, un hombre con un gran corazón. Era mucho más de lo que se atrevía a anhelar.

– ¿Estás seguro, Abe? -«Di que sí, por favor.»

– Segurísimo. -Lo dijo con voz queda, de forma que el sonido gutural pareció brotar directamente de su pecho.

– Te quiero -susurró Kristen mientras le recorría los labios con un dedo-. Nunca creí que pudiese encontrar a una persona como tú. Quiero hacerte feliz.

Sus ojos se tornaron abrasadores, del azul intenso de una llama, y Kristen se extrañó de que un día pudiesen parecerle fríos.

– Responda a la pregunta, abogada.

Ella sonrió junto al rostro de él.

– Sí.

Abe se relajó de repente y entonces Kristen se dio cuenta de que no estaba completamente seguro de que esa fuese a ser su respuesta. Él se puso en pie y la levantó también a ella. Sin pronunciar palabra, encendió el televisor y pasó de un canal a otro mientras ella lo observaba perpleja. Se detuvo cuando dio con uno de esos canales que solo emiten música y preciosas imágenes de fondo. Una suave voz invadió la habitación. Cantaba melodías del ayer. Abe se dio media vuelta y la cogió de la mano.

– ¿Bailas?

Ella se le acercó y ambos se abrazaron mientras se balanceaban al compás de la música. Él esperó a que ella se sumergiese en los confines de la intimidad antes de llevarla contra la pared. La empujaba con fuerza, estaba acalorado, erecto y a punto.

– ¿Tienes hambre? -preguntó.

Ella lo miró y exhaló un suspiro corto. Él sí tenía hambre, pero no precisamente de comida.

Los labios de Kristen esbozaron una sonrisa. Recordó que la primera vez que habían hecho el amor él le explicó cómo tenían que ser las cosas. Primero venía la cena, luego el baile y por último… Aunque hubiese tenido hambre, le habría mentido.

– No.

– Mejor. -La besó hasta que a Kristen le pareció que la habitación daba vueltas a su alrededor-. Lo que menos me apetece ahora es ponerme a cocinar.

Cuando levantó la cabeza, ella lo miró con picardía.

– Pero me encantaría probar el postre -dijo.

La sonrisa que se dibujó en su rostro disparó el pulso de Kristen.

– A mí también, abogada. A mí también.

Epílogo

Sábado, 17 de julio, 13.30 horas

Abe apretó el último tornillo del caballete. Según las instrucciones de montaje, bastaban diez minutos para completar la operación, pero él había tardado dos horas. El que le hubiesen obsequiado con un vídeo sobre el montaje y la posterior utilización debería haberle hecho sospechar de que todo resultaría más complejo de lo que parecía a simple vista. No obstante, qué más daba. Era un regalo para Kristen.

La sala entera era un regalo para Kristen.

Ocupaba la habitación que quedaba libre en la casa, a la que se habían mudado la semana anterior. Él la había convertido en un estudio de arte y lo había llenado de todas las pinturas que pudiera necesitar. «No me extraña que el dependiente de la tienda de bellas artes haya estado a punto de besarme», pensó Abe con ironía; las pinturas eran carísimas. No obstante, qué más daba. Era un regalo para Kristen y, ahora que ya no tenían que pensar en la hipoteca de su casa anterior, podían permitírselo.

Por suerte, la habían vendido enseguida. Annie les había ayudado a realizar algunas reparaciones imprescindibles. Habían empapelado la sala y habían terminado las obras de la cocina. Y, a pesar del tiempo empleado y el coste económico, tanto Kristen como sus antiguos vecinos se alegraban de que la casa albergase a una pareja que se sentía fascinada por los últimos acontecimientos allí vividos. Él era periodista, y ella, escritora. A Abe le entraban escalofríos solo de pensar en ello. Mejor sería venderles la casa y desearles que la disfrutasen.

Los nuevos propietarios de la casa de Owen también estaban encantados. Owen se la había legado a Kristen con la condición de que se quedase con parte de los beneficios de la venta y donase el resto al centro social al que habían asistido Leah y Timothy. Ella había hecho la donación y había empleado el resto en instituir un fondo de ayuda para la hija de Kaplan y para las sesiones de fisioterapia que Vincent había iniciado. Este había resultado ser más fuerte de lo que creían y, a pesar de que no volvería a trabajar en una cafetería, la rehabilitación le permitiría llevar una vida más o menos normal.

Abe retrocedió para observar el resultado. Era un caballete de dos palos y disponía de una manivela para subir y bajar los lienzos. Podía sostener cuadros de hasta dos metros y medio de altura. Dio un vistazo a los que había sacado del cobertizo de la vieja casa de Kristen. Eso era lo que ocultaba tras un enorme candado; los cuadros que había pintado en Italia y durante los primeros años de sus estudios de arte. Retratos y paisajes tan sensacionales que, al verlos, se le encogió el corazón. Y, por supuesto, él era completamente objetivo.

Su esposa estaba bien dotada; en muchos sentidos. Su última obra, todavía sin terminar, se encontraba sobre un caballete improvisado en un rincón de la estancia. Había captado en ella la belleza de Florencia. Era la vista que tenían desde la habitación del hotel en el que se habían alojado durante la luna de miel, lo cual otorgaba a la obra un valor especial.

La casa en sí no era gran cosa, pero Abe sabía que, gracias a Kristen y a Annie, su aspecto iba a cambiar rápidamente. Además, esta vez Kristen se llevaba bien con los vecinos. La nueva casa se encontraba a pocos metros de la de sus padres. Y a tan solo unas manzanas de la de Sean y Ruth. La vida les sonreía.

– ¿Abe?

Oyó el ruido de la puerta de entrada al abrirse de golpe.

– Estoy aquí, cariño. En la habitación libre. -Impaciente por ver su reacción, la observó subir la escalera. Pero la emoción se tornó perplejidad en cuanto Kristen llegó al descansillo. Estaba pálida y temblorosa a pesar del calor que hacía en aquel día de julio-. ¿Qué ocurre? -Ella lo miró con expresión distante e impenetrable. La asió del brazo, la hizo entrar en la habitación y la apremió delicadamente a sentarse en una silla mullida. Luego se agachó a su lado para observar de cerca la palidez de su rostro-. Te he preguntado qué ocurre.

Ella recorrió la sala con la mirada y se quedó sin respiración.

– Abe… Muchas gracias.

Pero pronunció las palabras con un hilo de voz. Aquella reacción no era propia de ella.

– Kristen, me estás asustando. ¿Qué ocurre?

– He ido al médico.

A Abe se le paralizó el corazón. Dios santo. La cabeza empezó a darle vueltas y al final recuperó el pensamiento que había enterrado en los confines de su mente: la posibilidad de que el cáncer se reprodujera.

– ¿Vuelve a la carga?

Ella lo miró, confusa.

– ¿El qué?

– El cáncer.

Ella se demudó y relajó los hombros.

– No, no, Abe, no. Lo siento. No te preocupes. Estoy bien, de verdad. -El pulso acelerado de Abe se normalizó y ella volvió a dar un vistazo a la habitación mientras esbozaba una sonrisa-. Veo que has estado muy ocupado esta mañana. Qué lástima que tengas que llevártelo todo de aquí.

Abe sacudió la cabeza.

– Ni hablar. Me he pasado la mañana entera… -Pero se interrumpió al observar la mirada de Kristen. Nunca había visto en sus ojos un brillo igual. Reflejaban esperanza y… algo más. El corazón le dio un vuelco; apartó con suavidad los rizos de su rostro mientras se esforzaba para no ilusionarse-. ¿A qué médico has ido?

Ella lo miró fijamente.

– Quería ver qué tal andaba de hierro. Me siento muy cansada desde que volvimos de Kansas, y mi madre solía tener anemia.

Abe no tenía ganas de pensar en aquel viaje, en el enfrentamiento final con el padre de Kristen, quien se negaba a dar a su hija el amor que merecía. Le habían entrado ganas de romperle la cara; sin embargo, Kristen se había limitado a decirle adiós para siempre. Había seguido yendo a visitar a su madre mientras esta vivió, pero había dejado a su padre por imposible. Peor para él. Acabaría más solo que la una. En cambio Kristen estaba bien rodeada, había entrado a formar parte de la familia Reagan.

– ¿Y qué te ha dicho el médico?

– La doctora dice que estoy bien de hierro. -En su rostro se dibujó una expresión maravillada-. Y también dice que estoy embarazada. -«Embarazada.» La palabra estalló en la mente de Abe y le paralizó el corazón. Se sentía eufórico, tenía ganas de gritar, de reír, de ponerse a dar volteretas. Sin embargo, ella estaba muy callada; así que aguardó-. Yo le he dicho que era imposible, que me habían quitado casi todo el cuello uterino. Pero ella me ha explicado que lo que me habían practicado se llama biopsia cónica y que, a pesar de haberme extirpado una parte importante, no interfiere con la concepción. -Kristen pronunció aquellas palabras como si se las hubiese aprendido de memoria pero no las creyese-. Me ha dicho que el médico debió explicarme todo esto hace diez años.

– ¿No lo hizo?

– Tal vez sí. Entre el parto, el proceso de adopción y la operación estaba tan destrozada que es probable que ni lo oyera. Di por hecho que no podría tener hijos. Y después no quise volver a pensar en ello.

Abe no pudo contenerse. Una gran sonrisa se dibujó en su rostro. Al tiempo que profería un grito de alegría, la abrazó con fuerza y la hizo dar vueltas como si tuviese la edad de la pequeña Jeannette. Ella, jadeante, se rio y le echó los brazos al cuello.

Él apartó un poco la cabeza para mirarla a los ojos. El verde intenso y las lágrimas les conferían un brillo deslumbrante.

– Ya sabes que te quiero.

Ella parpadeó y al hacerlo las lágrimas le resbalaron por las mejillas.

– Lo sé. Yo también te quiero, Abe. No puedo creerlo.

– ¿Cuándo cumples?

– En enero.

Él echó cuentas rápidamente.

– Entonces, ¿estás de tres meses?

Ella, abrumada, volvió a mirarlo.

– He oído el latido, Abe. -Se llevó la mano al vientre con vacilación-. Vamos a tener un bebé.

Él le cubrió la mano con la suya; le hubiese encantado estar a su lado en aquel momento.

– La próxima vez iré contigo, yo también quiero oírlo. Te acompañaré a todas las visitas.

Ella hizo una mueca imprevista.

– Tendrás que pagarle a Mia de alguna manera el doble trabajo que le tocará hacer cada vez que tengamos visita.

– Le dejaré que elija los restaurantes. -Abe apoyó la frente en la de ella. Se sentía tan feliz que no cabía dentro de sí-. Te quiero.

– Yo también.

– ¿Podemos decírselo a todo el mundo?

Kristen se libró del abrazo y se dirigió hacia la puerta.

– Sí. Eso si no se nos ha adelantado Ruth.

Abe esbozó una sonrisa.

– ¿La doctora es ella?

Kristen le devolvió la sonrisa.

– ¿A ti qué te parece? Me ha hecho descuento.

Karen Rose

Karen Rose es una de las escritoras que se está ganando con mayor rapidez el favor

de las lectoras y la crítica norteamericanas. Publicó su primer libro en 2003. Con el tercero, Alguien te observa, ganó el premio RITA a la mejor novela romántica con suspense que concede la Asociación de Autores de Novela Romántica de Estados Unidos, un galardón al que ha sido finalista en posteriores ocasiones.

Una sabia y equilibrada mezcla de intriga y pasión, unos personajes principales con carácter, unos secundarios bien perfilados y un suspense que atrapa hasta el final son el sello de las novelas de esta autora.

Karen Rose vive en Florida, con su marido y sus dos hijas.

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