AMBOS ACABARON ARDIENDO EN LAS LLAMAS DE LA PASIÓN

El bombero Dylan Quinn había perfeccionado el arte de amar… y de abandonar. Pero el día que rescató a aquella hermosa mujer, fue él el que acabó ardiendo.

Meggie Flannagan llevaba toda su vida enamorada de Dylan, pero él jamás se había fijado en ella. Sin embargo, ahora Meggie tenía la seguridad de que no iba a ocurrir lo mismo. Por fin tenía la oportunidad de vengarse del irresistible irlandés. ¿La echaría él de su vida o… la metería en su cama?

Kate Hoffmann

La aventura de la venganza

Serie: 2°- Los audaces Quinn

Título original: Dylan (2001)

Prólogo

La nieve del invierno se había derretido ya. Desde el Atlántico, soplaba un viento húmedo y salado que envolvía la parte sur de Boston y la calle Kilgore Street. Dylan Quinn subió un poco más al árbol, abriéndose camino entre las ramas, que ya empezaban a llenarse de flores. Esas ramas apenas podrían sostener el peso de una ardilla y mucho menos el del chaval de once años. Pero Dylan solo pensaba que, si pudiera subir un poco más, podría ver el océano. Su padre volvía ese día a casa tras haber estado casi tres meses fuera.

El invierno siempre era un tiempo difícil para los seis chicos de la familia Quinn. Cuando el viento se volvía demasiado fuerte y frío en el Atlántico Norte, los peces espada se desplazaban al sur, buscando aguas más cálidas. Y, al igual que los demás pescadores, El Poderoso Quinn, la barca de su padre, seguía a los peces allá donde fueran. La llegada del invierno iba acompañada para Dylan del temor de que a su padre se le olvidara mandarles dinero. Y también se preguntaba si Conor sería capaz de mantener a la familia unida y alejada de los asistentes sociales.

– ¿Puedes verlo?

Dylan miró hacia abajo para contestar a su hermano Brendan, que lo esperaba al pie del árbol. Llevaba un abrigo lleno de rotos y una gorra de lana de su padre. Al hablar, su aliento rodeó su cabeza en medio del aire helado. Como todos los Quinn, tenía el pelo prácticamente negro y los ojos de un color entre dorado y verde. Eran unos ojos tan extraños, que le llamaban la atención a todo el mundo.

– Vete -le gritó Dylan.

Porque aunque Brendan y él eran más o menos de la misma edad, a Dylan últimamente le fastidiaba la presencia constante de su hermano. Después de todo, tenía once y Brendan solo diez. Su hermano pequeño no tenía por qué seguirlo a todas partes.

– Tú tenías que estar cuidando a Liam y los gemelos -protestó Brendan-. Si Conor viene y te encuentra aquí, te va a matar.

Su hermano mayor, Conor, los había dejado a los dos encargados de todo mientras él se iba a hacer la compra al mercado. Ya apenas les quedaba dinero y, si el padre no llegaba ese día, Conor se vería obligado a birlar cualquier cosa de la tienda para la comida del fin de semana. A diario, desayunaban y comían en la escuela, así que no había problema. Pero los fines de semana eran más complicados.

– ¡Calla la boca, gusano! -gritó Dylan con el estómago revuelto por el hambre.

Odiaba la sensación de tener hambre y, cuando se hacía demasiado fuerte, trataba de pensar en el futuro. Le gustaba imaginarse cómo sería de mayor. Entonces tendría control sobre su propia vida y de lo primero que se ocuparía sería de tener los armarios de la cocina llenos de comida.

Al ver el dolor en los ojos de Brendan, se arrepintió de sus palabras. Siempre habían sido muy amigos, pero últimamente algo en su interior había cambiado. Sentía la necesidad de alejarse de él, de rebelarse contra todo. Quizá habría sido diferente si su madre se hubiera quedado. En ese caso, puede que vivieran en una casa acogedora, con ropa nueva y comida en la mesa todas las noches. Pero los sueños se terminaron seis años antes cuando Fiona Quinn se había ido de la casa de la calle Kilgore Street para no volver jamás.

Todavía había huellas de ella en la casa. En las cortinas de encaje que en ese momento colgaban sin gracia delante de la ventana de la cocina y en las alfombras que había llevado desde la casa de Irlanda. Dylan no recordaba casi nada de Irlanda, de donde habían partido cuando él tenía cuatro años. Pero su padre, Seamus, seguía hablando de su tierra natal a menudo.

Dylan se tumbaba a veces en la cama, cerraba los ojos y trataba de recordar el pelo oscuro y el precioso rostro de su madre. Pero la imagen era siempre vaga y ambigua. Lo que sí recordaba era su voz, el acento irlandés con que pronunciaba cada palabra. Dylan quería sentirse seguro de nuevo, pero sabía que ella era la única persona que podía conseguir eso. Y se había ido… para siempre.

– Si te caes del árbol y te rompes la pierna, las brujas de los servicios sociales vendrán por nosotros -le aseguró Brendan.

Dylan maldijo entre dientes y se bajó del árbol. Normalmente, Conor era el sensato y Brendan el que daba problemas.

Dylan dio un salto y aterrizó al lado de Brendan. Luego, dando un grito, agarró a su hermano por detrás y lo inmovilizó.

– No necesito tus consejos.

Lo soltó enseguida y ambos echaron a correr hacia la casa. Cuando entraron, se quitaron las botas llenas de barro y los abrigos. En comparación con el frío de fuera, la casa parecía casi caliente, pero Dylan sabía que a los pocos minutos el frío comenzaría a meterse en sus huesos y tendría que ponerse de nuevo el abrigo.

Fue hacia el salón, donde Conor había acondicionado un pequeño rincón con mantas y almohadas, cerca de la chimenea. Los seis dormían allí, juntos, durante casi todo el invierno. Dylan llegó al rincón y dio una patada al jersey de Sean.

– No dejes tus cosas aquí -gritó-. ¡Cuántas veces tengo que decírtelo! Puede saltar una chispa de la chimenea y saldremos todos ardiendo.

Dylan se sentó en el centro de la habitación y agarró el oso de peluche de Liam. Hizo como que bailaba con él delante de su hermano pequeño. Brendan sacó una baraja y comenzó a repartir cartas a los gemelos, Sean y Brian, y a él mismo. A pesar de que eran casi las cinco, nadie había mencionado que se acercaba la hora de la cena. Era mejor no pensar en ella y rezar para que su padre llegara pronto con los bolsillos repletos de dinero.

De pronto, la puerta de la entrada se abrió y todos se volvieron con la esperanza de que fuera Seamus Quinn. Pero fue Conor el que entró, con una sola bolsa de comida en la mano. Aunque el chaval tenía solo trece años, para Dylan era ya un hombre. Alto y fuerte, ganaba a todos los chicos de su edad e incluso a los mayores en cualquier deporte. Y pasara lo que pasara, Conor siempre estaba allí con ellos, silencioso, pero protegiéndolos.

El muchacho los miró, sonriendo.

– Papá llegará pronto y he traído la cena -sacó algo de la bolsa-. Espaguetis y palitos de pescado. Dylan, ¿por qué no les cuentas un cuento mientras yo lo caliento?

– Sí, sí -gritó Brian-. Cuéntanos un cuento de El Poderoso Quinn.

– Que lo cuente Brendan, lo hace mejor que yo.

– No, te toca a ti -protestó Conor-. Tú lo haces igual de bien que él.

Refunfuñando, Dylan se sentó en el suelo.

Los gemelos se acercaron y Liam se sentó en su regazo y lo miró con los ojos muy abiertos. Los cuentos de Conor tenían elementos sobrenaturales: duendes, trolls, gnomos y hadas. Los de Brendan sucedían en lugares lejanos y reinos mágicos. Los de Dylan contaban las hazañas de hombres nobles que robaban a los ricos para dárselo a los pobres o de valientes caballeros que rescataban doncellas.

A todos los hermanos les había tocado contar cuentos a sus hermanos pequeños. Lo habían heredado del padre. Seamus Quinn siempre estaba listo para contar alguna historia especial de los legendarios Quinn, sus antepasados, que tenían una sola regla: no sucumbir al amor de ninguna mujer. Porque Seamus creía que, si uno de los Quinn entregara su corazón a una dama, su fuerza lo abandonaría y se convertiría en una persona débil.

– Os voy a contar la historia de Odran Quinn y cómo luchó contra un gigante por salvar la vida de una bella princesa -comenzó Dylan.

Brendan se tumbó boca abajo, dispuesto a escuchar la historia. Su padre les había contado el cuento en numerosas ocasiones y Dylan sabía que si se equivocaba, lo corregirían enseguida.

– Ya sabéis la historia de cómo Finn envió a su hijo Odran Quinn a servir al gran rey de Tiranog. Odran era muy valiente y leal, de manera que el rey quería que viviera en su reino y lo ayudara a gobernar. Tiranog era un paraíso bajo el mar, donde los árboles estaban repletos de frutas y donde abundaban el vino y la comida. El rey envió a su hija más guapa, la princesa Nevé, a convencer a Odran de que fuera a verlo. Por supuesto, Odran no se enamoró de Nevé, pero decidió acompañarla para conocer Tiranog.

– Así no es -gritó Conor desde la cocina.

– Sí que se enamoró de la princesa Nevé. Ella era muy guapa y tenía una dote de oro y plata -añadió Brendan.

– Bueno, quizá le gustara un poco, pero no se enamoró de ella -replicó Dylan.

– Le dijo a su padre que era la mujer más guapa que había visto en su vida -añadió Brendan.

– ¿Quién está contando la historia, tú o yo?

– Tú -contestó Liam.

– Así que Odran dejó con mucho dolor a su padre y se fue con la princesa Nevé. Atravesaron muchos países y, cuando llegaron al mar, sus caballos cabalgaron por encima de las olas. Luego el mar se separó en dos y Odran Quinn se encontró en un maravilloso reino, lleno de sol, flores y castillos.

– ¿Cuándo viene la parte del gigante? – quiso saber Liam.

Dylan le dio un beso.

– Muy pronto. Cuando iban hacia el castillo del padre de Nevé, se encontraron con una fortaleza. Odran le preguntó a Nevé quién vivía en ella y Nevé le contestó: aquí vive una doncella. Fue capturada por un gigante, que la tiene prisionera, porque no quiere casarse con él. Dylan se detuvo y miró hacia la fortaleza. Entonces vio a la doncella en la ventana de la torre más alta. Le brillaba una lágrima en la mejilla y Odran decidió que debía salvarla.

Esa era la parte que más le gustaba a Dylan, porque cuando la contaba, se imaginaba a su madre sentada en la ventana. La veía con un precioso vestido, nuevo y limpio, y llevaba recogido su pelo oscuro en una trenza. De su cuello, colgaba un collar de esmeraldas, rubíes y zafiros. En realidad, su madre había tenido un colgante así y él recordaba que siempre lo tocaba cuando estaba preocupada.

– El nombre del gigante era Fomor -lo interrumpió Sean-. Te has olvidado.

La imagen de la madre desapareció y Dylan miró de nuevo a sus hermanos.

– El gigante era tan alto como dos casas y sus piernas parecían dos robles -continuó-. Tenía una espada tan afilada como una hoja de afeitar.

– ¡Háblanos de su pelo! -le suplicó Brian.

Dylan bajó la voz y se acercó a él.

– Era largo y negro, y estaba lleno de arañas y monstruos. La barba era muy rizada y le llegaba al suelo -los ojos de sus hermanos se abrieron horrorizados-. Y tenía la tripa enorme, porque cada día se comía tres niños o más. Con huesos y todo -cuando los hermanos estuvieron suficientemente asustados, Dylan se incorporó de nuevo-. Lucharon durante muchos días. El gigante utilizaba su fuerza y Odran, su inteligencia. Al décimo día, Odran le dio un golpe mortal con su espada y el gigante cayó al suelo. La tierra tembló a muchos kilómetros y el gigante se quedó duro y frío como una piedra.

Sean aplaudió.

– ¡Y luego le cortó la cabeza!

– Entonces, escaló la fortaleza y rescató a la prisionera -añadió Brian.

– Eso mismo -continuó Dylan. Y luego…

La puerta de la entrada se abrió y todos se volvieron. Era Seamus Quinn.

– ¿Dónde están mis niños?

Entre gritos de júbilo, Brian, Liam y Sean se levantaron y corrieron hacia él, olvidándose del cuento de Odran y Fomor. Brendan y Dylan se miraron y dieron un suspiro de alivio y resignación. Aunque se alegraban de verlo, era evidente que Seamus se había parado a tomar una pinta de cerveza antes de llegar a casa. Aunque, por lo menos, había llegado.

– En todos tus cuentos, hay siempre un rescate -comentó Brendan.

– No es verdad -replicó Dylan, encogiéndose de hombros.

Pero sabía que sí lo era.

Porque cada vez que contaba un cuento, él se imaginaba a sí mismo como el caballero que arriesgaba su vida para salvar a los demás y luego ser ensalzado como un héroe. La princesa a la que había que rescatar siempre se parecía a su madre. Dylan se puso en pie para dar un beso a su padre. Algún día, él sería un héroe. Algún día, cuando fuera mayor, viajaría para rescatar a los que tuvieran problemas.

Y quizá, a pesar de las advertencias de su padre, habría una maravillosa damisela que se lo agradecería, amándolo para siempre.

Capítulo 1

La alarma sonó justo a las tres y diecisiete minutos. Dylan dejó de dar brillo al camión y alzó la vista. La mayoría de los hombres de la Compañía Ladder 14 y de la Engine 22 estaban arriba, relajándose después de la comida. Pero algunos ya estaban empezando a bajar. Dylan dejó a un lado el paño del polvo y fue hacia el cuarto donde tenía las botas, la chaqueta y el casco.

Una voz les habló por los altavoces y repitió varias veces la dirección del incendio. En cuanto Dylan oyó la dirección, se quedó quieto. ¡Pero si era muy cerca de donde estaban! Dylan salió de la nave y miró hacia la calle Boyiston.

No se veía humo. Quizá el fuego no se hubiera descontrolado todavía. Lo que sería un alivio, ya que los edificios de las zonas antiguas de Boston estaban construidos muy cerca unos de otros y eso hacía difícil evitar que los incendios se extendieran.

La sirena comenzó a sonar y Dylan se volvió, haciéndole una seña a Ken Carmichael, el conductor del camión. Este salió de la nave y Dylan se subió en marcha a la parte delantera. Su corazón comenzó a latir a toda velocidad y sus sentidos se agudizaron, como siempre que salían a apagar un incendio.

Mientras se abrían paso entre el tráfico de la calle Boyiston, Dylan recordó el momento en que había decidido hacerse bombero. Cuando era pequeño, él quería ser de mayor un Caballero de la Mesa Redonda o un Robin Hood moderno. Cuando terminó la escuela, ninguno de esos puestos estaban disponibles, pero en cualquier caso tenía claro que no le interesaba seguir estudiando una carrera. Su hermano mayor, Conor, acababa de ingresar en la academia de policía, así que Dylan decidió entrar en la de bomberos. Y en cuanto ingresó en ella, se sintió como en casa.

No se lo tomó como la escuela, en donde no le importaba faltar un día o dos. En la academia, había trabajado mucho para convertirse en el mejor de su clase, el más rápido, el más fuerte, el más inteligente y el más valiente. La Brigada de Bomberos de Boston tenía fama de ser una de las mejores del país.

Tiempo después, Dylan Quinn se había convertido en parte de su historia. Como bombero, tenía fama de ser prudente y valiente al mismo tiempo. El tipo de hombre en quien sus compañeros podían confiar.

En la historia del departamento solo había habido dos hombres que se habían hecho tenientes antes que él. Y sería capitán en pocos años, en cuanto se sacara el título en la escuela nocturna. Pero no era la gloria, ni la excitación, ni siquiera las mujeres bellas que se acercaban a los bomberos, lo que atraía a Dylan. Era más bien la idea de salvar la vida de alguien, de arrancar a un completo desconocido de las garras de la muerte y darle otra oportunidad.

Cuando el camión se detuvo en medio del tráfico, Dylan agarró el hacha y dio un salto. Comprobó la dirección y entonces vio un hilo de humo gris que salía de la puerta de una tienda. Un momento después, una mujer delgada con la cara sucia salió de ella.

– Gracias a Dios que han llegado. Dense prisa.

La mujer corrió al interior y Dylan me tras ella.

– ¡No entre!

Lo último que quería era que una ciudadana se pusiera deliberadamente en peligro. Aunque a primera vista el incendio no parecía peligroso, Dylan sabía que no había que fiarse nunca del fuego. El interior de la tienda estaba lleno de humo. Este no era más denso que el que había en el pub de su padre cualquier sábado por la noche, pero sabía que podía haber en cualquier momento una explosión. De pronto, notó un olor a goma quemada y comenzaron a picarle los ojos.

Encontró a la mujer detrás de una gran barra, dando golpes al fuego con una toalla medio chamuscada. La agarró de un brazo y la atrajo hacia sí.

– Señorita, tiene que marcharse. Déjenos que lo hagamos nosotros, o puede hacerse daño.

– ¡No! -gritó la mujer, tratando de liberarse-. Hay que apagarlo antes de que pase algo grave.

Dylan miró por encima del hombro de la mujer y vio entrar a dos miembros de su equipo con extintores.

– Parece que viene de esa máquina. Rompedla y buscad el origen -ordenó.

Entonces tiró de la mujer y la tumbó en el suelo, a su lado.

– ¿Romperla?

Al decir eso la mujer, los dos hombres se quedaron inmóviles.

A pesar del humo, Dylan pudo ver que era una mujer muy guapa. El pelo, de color castaño oscuro, le caía en ondas suaves alrededor de los hombros. Su perfil era perfecto y cada rasgo de su cara, equilibrado. Tenía los ojos verdes y sus labios resultaban muy sensuales. Dylan sacudió la cabeza, como queriendo evitar verse atrapado por aquellos labios.

– Señorita, si no se va ahora mismo, voy a tener que llevarla yo a la fuerza -la avisó Dylan, mirándola de arriba abajo, desde su ajustado suéter, pasando por su minifalda de cuero, hasta sus botas altas-. Y dado el tamaño de su falda, supongo que no querrá que la cargue al hombro.

La mujer pareció ofenderse, tanto por su actitud dominante, como por el comentario sobre su forma de vestir. Dylan la observó y vio que sus ojos verdes brillaban de indignación. Al aumentar el ritmo de su respiración, sus senos comenzaron a subir y bajar a un ritmo muy sensual.

– Esta es mi tienda -declaró-. Y no voy a dejar que lo rompan todo con sus hachas.

Dylan dijo algo entre dientes e hizo lo que había hecho cientos de veces. Se agachó, la agarró por las piernas y luego se la puso sobre el hombro.

– Volveré enseguida -les aseguró a sus compañeros.

La mujer gritó y pataleó, pero Dylan apenas se dio cuenta. En lugar de ello, se concentró en la forma de la pierna que tenía contra su oreja. La mujer tenía el cuerpo de una adolescente. Una vez había tenido que cargar con un hombre que pesaba casi cien kilos. Esa muchacha pesaría unos cincuenta y cuatro.

Cuando Dylan la sacó fuera, la dejó delicadamente al lado de uno de los camiones y luego tiró de la falda para abajo para restaurar su dignidad. Ella le apartó la mano, molesta.

– Quédese aquí -le ordenó él, apretando los dientes.

– ¡No! -respondió ella, dirigiéndose hacia la puerta.

La muchacha pasó a su lado y Dylan corrió tras ella y la alcanzó ya dentro de la tienda. La agarró por la cintura y la atrajo hacia sí de un modo que le hizo olvidarse de los peligros del fuego y concentrarse en los peligros del cuerpo femenino.

Los dos vieron cómo Artie Winton agarraba la máquina de la que salía el humo, la colocaba en mitad de la tienda e intentaba romperla con el hacha. Unos momentos después, Jeff Reilly cubría con la espuma de su extintor la masa de acero retorcido.

– Al parecer, este era el origen del fuego y no ha pasado de ahí -gritó Jeff.

– ¿Qué es? -quiso saber Dylan. Reilly se agachó para mirar la máquina de cerca.

– ¿Una de esas máquinas de yogures?

– No -contestó Winton-, es una de esas cafeteras modernas.

– Es una Espresso Master 8000 Deluxe.

Dylan bajó la vista hacia la mujer, que observaba con amargura la masa de acero. Una lágrima resbalaba por su mejilla y se estaba mordiendo el labio. Dylan murmuró algo entre dientes. Si había algo que le molestara en los incendios, eran las lágrimas. A pesar de que había tenido que dar malas noticias a las víctimas muchas veces, nunca sabía qué hacer cuando se echaban a llorar. Además, dijera lo que dijera, sus palabras siempre le resultaban un poco falsas. Se aclaró la garganta.

– Quiero que reviséis todo -le ordenó, dando un golpecito en el hombro de la muchacha-. Aseguraos de que no ha habido ningún cortocircuito ni nada. No sabemos qué tipo de cables habrá. Mirad también en la caja de fusibles para ver si ha saltado alguno.

Dylan se quitó los guantes y tomó la mano de la mujer para llevarla fuera.

– No puede hacer nada aquí. Vamos a revisar todo y, si no hay peligro, podrá entrar cuando se despeje el humo.

Cuando salieron fuera, la llevó a la parte de atrás del camión y la hizo sentarse. Un médico con una bata blanca se acercó a ellos, pero Dylan le hizo una seña para que se fuera. Las lágrimas de la mujer se hicieron más abundantes y a Dylan le dio un vuelco el corazón mientras luchaba por contener el impulso de abrazarla. La mujer no tenía muchos motivos para llorar. Solo había perdido una cafetera.

– Está bien. Sé que ha tenido que pasar miedo, pero no le ha ocurrido nada y apenas ha habido daños materiales:

La mujer alzó la cabeza y lo miró enfadada.

– ¡Esa máquina costaba quince mil dólares! Es la mejor cafetera del mercado, hace cuatro cafés en quince segundos. Y sus hachas la han hecho añicos.

– Escuche, señorita, yo… -dijo Dylan, asombrado por la falta de gratitud de la mujer.

– ¡No me llame señorita!

– Bueno, pero debería estar contenta – contestó Dylan, que no pudo disimular su rabia-. No ha habido ningún muerto -Dylan dio un suspiro y trató de bajar el tono-, no ha habido heridos, no ha perdido a ningún familiar ni a ningún animal de compañía. Lo único que se ha roto ha sido una cafetera. Una cafetera que estaba defectuosa.

La mujer se quedó callada, mirándolo fijamente. Dylan vio otra lágrima bajar por su rostro y luchó por no secársela él mismo.

– No es una simple cafetera.

– Sí, lo sé. Es una Espresso Deluxe 5000 o como se llame. Una caja de acero con unos cuantos tornillos y muchos tubos. Señorita, he de decirle que…

– Le repito que no me llame señorita. Me llamo Meggie Flanagan.

Hasta ese momento, Dylan no la había reconocido. Ella había cambiado… bastante, pero todavía conservaba ciertas cosas de la niña que había conocido hacía mucho tiempo.-¿Meggie Flanagan? ¿Mary Margaret Flanagan? ¿La hermana pequeña de Tommy Flanagan?

– Puede ser.

Dylan, soltando una carcajada, se quitó el casco y se pasó una mano por el pelo.

– La pequeña Meggie Flanagan. ¿Cómo está tu hermano? Hace mucho que no lo veo.

La muchacha lo miró con suspicacia, pero luego reparó en el nombre que llevaba escrito él en la chaqueta, debajo de su hombro izquierdo. Inmediatamente, puso cara de asombro y se sonrojó.

– Quinn. ¡Oh, Dios mío! -exclamó, enterrando el rostro entre las manos-. Debería haberme figurado que aparecerías de nuevo y me arruinarías la vida.

– ¿Arruinarte la vida? ¡Te he salvado la vida!

Ella se puso muy seria.

– Te equivocas. Habría podido apagar el fuego yo sola.

Dylan se cruzó de brazos.

– ¿Entonces por qué llamaste a los bomberos?

– Yo no llamé, se disparó la alarma.

Dylan le quitó la toalla húmeda que todavía llevaba en la mano y la agitó delante de su cara.

– ¿Y lo pensabas hacer con esto? Apuesto a que ni siquiera tenías un extintor dentro, ¿a qué no? Si supieras cuantos fuegos se han apagado con un simple extintor. Yo…

Dylan no terminó la frase al ver la expresión de desafío de ella.

Era Meggie Flanagan, pensó Dylan, casi avergonzado por haberse sentido atraído por ella. Después de todo, era la hermana pequeña de uno de sus antiguos amigos y había una regla entre ellos que decía que nunca podías jugar con la hermana pequeña de un amigo. Pero Meggie ya no era la niña flacucha con un corrector en los dientes y gafas de cristales gruesos. Y él llevaba bastante tiempo sin ver a Tommy.

– Podría denunciarte por violar las normas.

– Adelante -contestó ella. Luego, después de soltar una maldición, se dio la vuelta y se metió en el interior de la tienda-. Conociéndote, no me extrañaría.

¿Conociéndolo?, pensó Dylan.

– Meggie Flanagan -dijo en voz alta. La recordaba como una chica tímida y nerviosa, pero esa mujer no parecía nada tímida. Tampoco era ya aquella muchacha flaca… y lisa como una tabla.

Él había pasado muchas horas en casa de Tommy Flanagan. Después del colegio, solían ir allí a escuchar música o a jugar con el ordenador. Y ella siempre los observaba en silencio a través de sus gafas de cristales gruesos. Dylan, cuando se hizo mayor, pasó prácticamente a vivir en casa de Tommy. Pero ya no eran los juegos los que le hacían ir allí. La madre de Tommy era una mujer alegre y cariñosa que lo invitaba a cenar con frecuencia. Algo que Dylan aceptaba gustosamente.

Meggie siempre se sentaba frente a él y, cada vez que miraba hacia ella, la sorprendía observándolo. Lo miraba fijamente, igual que siempre que se encontraban a la entrada del colegio. Ella tenía dos años menos que él y, aunque nunca fueron a la misma clase, solía verla en el comedor o por la entrada. Los chicos solían meterse con ella y Tommy tenía que salir en su ayuda continuamente. Poco después, él empezó también a defenderla, ya que era la hermana de su mejor amigo.

En ese momento, la observó ir de un lado para otro, muy nerviosa, frotándose los brazos. Debían de habérsele quedado helados con aquel viento frío de noviembre. Entonces volvió a sentir ganas de protegerla, pero no como en el pasado. En esos momentos, aquella sensación le llegó mezclada con una intensa e innegable atracción. Sentía la necesidad de tocarla de nuevo. Así que se quitó la chaqueta y fue hacia ella.

– Toma, vas a resfriarte.

Dylan, sin esperar a que ella asintiera, le puso la chaqueta por los hombros y dejó que sus manos se retrasaran unos instantes. El estremecimiento que le subió por los brazos al tocarla no le pasó inadvertido. Ella dejó de caminar y le dio las gracias de mala gana.

– ¿Qué querías decir con eso de que voy a arruinarte de nuevo la vida? -preguntó, apoyándose contra la pared de ladrillo del edificio.

Ella frunció el ceño.

– Nada, da igual.

Dylan sonrió en un intento de animarla.

– Me cuesta reconocerte, Meggie. Lo único que coincide con el recuerdo que guardo de ti es el nombre. Nunca nos conocimos de verdad, ¿no te parece?

Una extraña expresión asomó en la cara de ella. Dylan se quedó pensativo. Parecía haberla herido con sus palabras. Pero, ¿por qué?

Pero justo en ese momento el altavoz del camión de bomberos anunció otra alarma y el equipo se reunió para escuchar atentamente. Era en una fábrica.

– Tengo que irme -dijo Dylan, haciéndole una seña a Meggie y estrechándole la mano-. Es mejor que entres. Y siento lo de la cafetera.

Ella abrió la boca para decir algo, pero luego la cerró.

– Gracias -fue su única respuesta.

Dylan fue hacia el camión sin poderle quitar los ojos de encima a Meggie. Por un momento, le pareció la niña de antaño. Allí sola, insegura de sí misma y con las manos entrelazadas en el regazo.

– Saluda de mi parte a Tommy cuando lo veas.

– Lo haré-dijo ella, también mirándolo fijamente.

El camión arrancó y Ken Carmichael tocó el claxon.

– A lo mejor nos vemos pronto -añadió Dylan.

– ¡Tu chaqueta! -gritó ella de repente.

– Tenemos más en el camión.

Dylan se subió a la cabina y se sentó al lado del conductor. Mientras se alejaban del lugar, con la sirena encendida, Dylan se dio cuenta de que Artie y Jeff lo estaban mirando sonrientes.

– ¿Qué ha pasado con tu chaqueta? -le preguntó Artie-. ¿La perdiste en medio del incendio?

Dylan se encogió de hombros.

– Si fuéramos a apagar un fuego a la luna, tú te encontrarías allí a una mujer a la que seducir -añadió Jeff, que se inclinó hacia el conductor-. Oye, Kenny, tenemos que volver. Quinn se ha olvidado la chaqueta otra vez.

Carmichael soltó una carcajada.

– Este chico tiene la mala costumbre de perder siempre la chaqueta. Le diré al jefe que se la descuente del sueldo.

Dylan tomó una de las chaquetas que había de repuesto en la parte de atrás y se la puso. En esa ocasión no estaba seguro de querer recuperar su chaqueta. Meggie Flanagan no era como las otras mujeres con las que el plan le había salido bien. Por una razón: ella no lo había mirado con adoración. De hecho, parecía odiarlo. Además, tampoco era el tipo de mujer a la que pudiera seducir y luego marcharse. Era la hermana pequeña de alguien que había sido su mejor amigo.

Tomó aire y lo dejó salir lentamente. No. Pasaría mucho tiempo hasta que recuperara esa chaqueta.

Una capa fina de hollín cubría todas las superficies de la tienda. La fiesta Cuppa Joe estaba prevista para el día después de Acción de Gracias y Meggie estaba agobiada por todo lo que le quedaba por hacer. Tenía que dar unas lecciones a los ocho empleados que habían contratado y terminar la decoración. Había hablado por teléfono con la compañía de seguros y le habían prometido mandarle un equipo de limpieza y una nueva máquina. Pero no tenía tiempo a que llegara el equipo de limpieza. Las mesas y las sillas llegarían al día siguiente y, si querían abrir a tiempo, su socia, Lana Richards, y ella tendrían que limpiarlo y ordenarlo todo solas.

Lo peor del incendio del día anterior no había sido el humo. Lo peor había sido la destrucción de la cafetera.

– Tres meses -musitó-. Tardarán tres meses en traer otra máquina. Incluso me he ofrecido a pagarles más para que la enviaran antes, pero me han dicho que no es posible. Todas las cafeterías les han pedido la misma máquina.

– ¿Puedes dejar de hablar de la maldita cafetera? -le preguntó Lana, metiendo la bayeta en un cubo de agua caliente-. Compraremos dos cafeteras Espresso Master 4000, o cuatro Espresso Master 2000, o lo que tú prefieras. Pero, por favor, deja de hablar de cafeteras.

En realidad, se había obligado a pensar en las cafeteras para no ponerse a fantasear con el bombero que había ordenado que la destruyeran. ¿Cuántas veces en las últimas veinticuatro horas se había acordado de Dylan Quinn?

– Es nuestro negocio -dijo Meggie con suavidad-. No nos hemos pasado los últimos cinco años ahorrando todo el dinero que sacábamos de trabajos que odiábamos hacer, ni hemos pedido un préstamo al banco para que vengan los bomberos y se líen a hachazos con nuestra cafetera.

Cualquier mujer se sentiría fascinada con Dylan Quinn. Después de todo, no todos los días te encontrabas con un héroe de carne y hueso, alto y guapo, y con uniforme de bombero. Parecía hecho para ese trabajo. Era decidido, fuerte, infatigable y… Meggie soltó un suspiro profundo. Probablemente cada mujer tendría su Dylan Quinn particular. Un hombre que fuera su prototipo, su ideal.

¿Y si ella en la escuela no hubiera sido tan tímida y él tan guapo? ¿Y si ella se hubiera quitado el corrector dental un año antes? ¿Y si hubiera sido capaz de hablar con él sin dejar escapar risitas tontas? Un gemido escapó de sus labios. A pesar de que hacía mucho tiempo de todo aquello, no podía evitar sentir la misma vergüenza que entonces.

Durante los últimos años, había pensado en Dylan Quinn de vez en cuando, preguntándose qué habría sido de su primer amor. Incluso alguna noche solitaria o en ciertas fechas, había imaginado que volvía a encontrárselo. Después de todo, ella había cambiado mucho. Ya no llevaba corrector dental y las gafas las había sustituido por lentillas. Además, se arreglaba el cabello en una de las mejores peluquerías de Boston y, lo más importante de todo, era que tenía curvas en las partes adecuadas del cuerpo.

Pero había ciertas cosas que no habían cambiado. Todavía no se le daban bien los hombres. Aunque había conseguido bastantes logros en el terreno profesional, en el terreno personal no le había ido tan bien como deseaba. Probablemente, podía explicarse por la clase de hombres que siempre elegía, pero seguía pensando que su mala suerte se debía a los muchos años de haber sido tímida y fea.

Dylan, por otro lado, había sido uno de los chicos más famosos de la escuela. Con su pelo negro, su aspecto agresivo y su poderoso encanto, había sido el sueño de todas las chicas. Al ver sus ojos el día del incendio, recordó inmediatamente la imagen del chico alto, delgado y con aquella sonrisa irresistible.

Todos los hermanos tenían aquellos ojos entre dorados y verdes. Un color único y extraño que no podía ser definido como marrón. Aquellos ojos tenían el poder de hacer temblar a las chicas a las que miraban. Meggie había recordado inmediatamente la vergüenza y humillación que aquel hombre la había hecho pasar al no llevarla al baile del instituto muchos años atrás.

– El incendio no ha sido tan grave -dijo Lana-. Además, gracias a él, has vuelto a ver a Dylan Quinn.

– Sí, justo lo que necesitaba.

Eran amigas desde la época de la universidad, así que había pocas cosas sobre Meggie que Lana no supiera. Pero la imagen de Dylan Quinn que tenía, por las cosas que le había contado su amiga, no era demasiado buena… ni demasiado verdadera. Si le preguntaran a Lana cómo era, habría contestado que Dylan era una mezcla de Hannibal Lecter y Bigfoot.

En ese momento, sonó la campanilla de la puerta y Meggie salió de la barra, confiando en que fuera el repartidor con la cafetera nueva. Pero no era Eddie, el repartidor de siempre, quien había llamado a la puerta, sino un hombre alto, guapo y… Meggie tragó saliva. ¡Era Dylan Quinn!

Meggie soltó un gemido, se metió de nuevo tras la barra y se agachó. Luego, tiró de la pernera del pantalón de Lana.

– ¿Quién es? -preguntó Lana, sacudiendo la pierna para que Meggie la soltara.

– Dylan Quinn. Dile que se vaya. Que no está abierto. Dile que hay otra cafetería en Newbury, muy cerca.

– ¡Oh, Dios! -exclamó Lana, mirando hacia la entrada-. ¿Ese es Dylan Quinn? Pero si no parece…

– ¡Deshazte de él ahora mismo! -le ordenó Meggie, dándole una patada a Lana. Esta dijo algo entre dientes y salió de la barra.

– Hola, apuesto a que ha venido a tomar una taza de café. Pues como ya ve, todavía no hemos abierto. La inauguración será dentro de tres semanas.

– Pues la verdad es que no he venido a tomar café.

El sonido de su voz, profunda y grave, pareció meterse en la sangre de Meggie, que seguía agachada detrás de la barra. Se preguntaba cómo se sentiría después de oír aquella voz durante una o dos horas. ¿Sería tan peligrosa, que no podría luego acostumbrarse a dejar de oírla?

– Pero estoy segura de que podré arreglarlo. Somos uno de los pocos sitios donde se hace Blue Mountain jamaicano. ¿Quiere una taza? Es un manjar de dioses. Yo diría que la bebida apropiada para usted.

Meggie gimió y agarró la pierna de Lana.

– No le sirvas un jamaicano -susurró-. Es lo más caro que tenemos. ¡Deshazte de él!

– Usted es Dylan Quinn, ¿verdad? -preguntó Lana, sacando una bolsa de plástico del frigorífico.

– ¿La conozco? -preguntó Dylan. Por el tono de su voz, Meggie imaginó que Dylan estaba utilizando todo su poderoso encanto y Lana respondía a él como un gatito delante de un plato de nata. Seguro que Dylan había sonreído de aquel modo irresistible. Lana se echaría el pelo hacia atrás y reiría con su risa profunda y gutural. Y antes de que Meggie pudiera hacer algo, se irían rápidamente a la farmacia de enfrente para comprar una caja de preservativos.

– No, pero estoy segura de que podemos solucionar ese pequeño problema. Me llamo Lana Richards y soy la socia de Meggie. Meggie me contó que ayer le había salvado la vida. Le estamos muy agradecidos. Mucho. Espero que podamos… devolverle el favor de alguna manera.

Meggie soltó una maldición. Lana estaba haciendo aquello a propósito. Quería provocarla y ponerla celosa para que se levantara. Así que, finalmente y de mala gana, se levantó y se apartó el cabello de los ojos. Dylan, que estaba apoyado en la barra, retrocedió asombrado.

– ¡Meggie!

– Lo siento -dijo con una sonrisa forzada-. Es que estaba… tenía que hacer… tenía la cabeza dentro de la nevera y no te he oído entrar -se aclaró la garganta-. Me temo que no hemos abierto todavía -explicó, limpiándose las manos en los pantalones.

– El pobre habrá estado apagando fuegos todo el día. Creo que lo menos que podemos hacer es ofrecerle algo.

Meggie se cruzó de brazos y miró a Dylan con cautela. Este se había quitado su uniforme de trabajo y llevaba unos vaqueros, una camiseta y una chaqueta de cuero. Pero estaba tan guapo como siempre. Su cabello, espeso y negro, todavía estaba húmedo en la nuca y Meggie no pudo evitar preguntarse cuánto tiempo haría que había salido de la ducha… desnudo y mojado.

La muchacha tragó saliva y agarró un trapo con el que comenzó a limpiar la barra de cobre.

Lana pasó detrás de ella y le dio un pellizco en el brazo. Meggie la insultó en voz baja y se frotó el brazo. Luego, se volvió y miró a Lana.

– Sé amable con él -le aconsejó la amiga-. Voy a hacer cosas en el despacho.

– No tengo por qué ser amable. Odio a este hombre.

– Entonces ve tú al despacho a hacer el papeleo y yo me quedaré aquí con él. Es guapísimo. Y ya sabes lo que se dice de los bomberos.

– ¿El qué?

Lana se acercó y le habló al oído.

– Que no es el tamaño de la manguera, sino donde apuntan, lo que cuenta.

Meggie soltó una carcajada y dio un empujón cariñoso a Lana. Cuando finalmente se quedó a solas con Dylan, lo miró de reojo mientras preparaba un vaso de papel para echarle el café. Así podría llevárselo fuera.

Dylan la observó mientras preparaba el café. Sonreía relajadamente, como si estuviera seguro del poder que tenía sobre ella.

Meggie pensó que él era todavía más guapo de lo que recordaba. Todas sus amigas del instituto se habían enamorado de algún chico, pero ella se había enamorado del mejor: de Dylan Quinn. Aunque él era dos años mayor que ella, había fantaseado a menudo con la idea de que la atracción era mutua. Después de todo, cada vez que la veía, le sonreía e incluso alguna vez la había llamado por su nombre.

Un día, su hermano Tommy, le dijo que a Dylan le gustaría llevarla al baile del fin de curso. Era la primera gran fiesta desde que había empezado la escuela y ella había dado por sentado que iba a quedarse en casa, como las otras tímidas de la clase. Pero entonces Dylan, el chico más guapo del instituto, le había pedido que lo acompañara.

Ella no pudo guardar el secreto y se lo contó a todas sus amigas. Así que no tardó en correr la noticia y todo el instituto se enteró de que Meggie Flanagan tenía una cita con Dylan Quinn. Meggie se había comprado un vestido nuevo y unos zapatos a juego. Guando Dylan llegó aquella tarde, estaba tan nerviosa, que había estado a punto de echarse a llorar.

Dylan fue a recogerla en vaqueros y acompañado por Brian, su hermano pequeño, que iba con un esmoquin y tenía una sonrisa bobalicona en los labios.

Al principio, ella no lo había entendido, pero luego todo quedó claro. Ella tenía que ir con Brian, en vez de con Dylan. Aunque Brian era un Quinn, todavía no había alcanzado su máximo atractivo. Era un poco más bajo que ella y su idea de mostrarse encantador era mirarla con ojos soñadores mientras se tocaba la pajarita. Meggie habría preferido ir con su primo o incluso con su hermano Tommy.

– Me imagino que has venido a disculparte -dijo ella de espaldas a él.

– Pues no, he venido por la chaqueta, ¿recuerdas?

– Ah, sí.

Claro, no había ido a verla a ella. Simplemente había ido a recoger su chaqueta. Meggie se dio la vuelta despacio y fue hacia el fondo de la barra.

– Voy por ella, está en el despacho.

– No hay prisa, puedes dármela luego. Antes de nada, quiero invitarte a cenar.

El corazón de Meggie se detuvo al mismo tiempo que sus pies y, por un momento, hasta dejó de respirar. ¿Le había oído bien? ¿O estaría imaginándose cosas que no eran verdad, como ya le ocurrió en el pasado?

– ¿Qué?

– Que quiero invitarte a cenar. Tienes aspecto de necesitar un descanso y sería una buena oportunidad para recordar los viejos tiempos.

Meggie tragó saliva, pensando que aquello no podía ser cierto.

– Pues… no, yo… no puedo -murmuró, pasando un paño sobre la barra como si estuviera muy ocupada-. Esta noche no.

– ¿Y mañana? Yo salgo a las ocho. Podemos tomar algo y luego ir al cine.

– No. Tengo muchas cosas que hacer – aseguró ella.

Meggie tomó el vaso de papel y lo llenó de café. Pero echó más de la cuenta y se quemó la mano. Entonces dio un grito y se le cayó el vaso. En un momento, Dylan estaba a su lado. La agarró de la mano y la llevó hasta la pequeña pila que había debajo de la barra.

– ¿Tienes hielo?

Meggie señaló la máquina de hacer hielo que estaba a unos metros. Dylan tomó un puñado, lo envolvió en un trapo y se acercó de nuevo.

– ¿Te duele?

– Sí.

Dylan le metió la mano debajo del grifo y luego la puso sobre su pecho. Finalmente, le puso un trozo de hielo encima.

– Eso me alivia.

Dylan sonrió.

– Debes tener más cuidado -le aconsejó él, observando su rostro lentamente.

Se detuvo en sus labios y ella contuvo el aliento. Por un momento, pensó que, si cerraba los ojos, él la besaría.

Pero, de pronto, él le quitó el hielo.

– Veamos aquí -al decirlo, le giró la mano y miró la muñeca-. Esto está rojo, pero no se ha hinchado. Creo que se te pasará enseguida.

Se llevó la mano a los labios y le dio un beso.

Asombrada, Meggie retiró la mano como si hubiera vuelto a quemarse. Dylan la estaba provocando, se estaba aprovechando de que se ponía nerviosa cuando él estaba cerca.

– Por favor, no hagas eso -murmuró-. Iré por la chaqueta y luego te marcharás. Dylan se la quedó mirando un rato.

– Ya vendré otro día por ella. Así volveré a verte, Meggie Flanagan.

Dicho lo cual, salió por la puerta. A Meggie le entraron ganas de salir corriendo tras él y decirle que no volviera a ir por su bar. Pero, en lugar de ello, se quedó admirando sus anchos hombros y sus estrechas caderas.

– Soy una cobarde -murmuró. Habría deseado aceptar su invitación a cenar. Habría querido que el beso de la muñeca hubiera subido por el brazo hasta su boca. Ya no era la adolescente tonta y torpe de antes. Era una mujer de casi treinta años a la que los hombres consideraban guapa. Era inteligente y culta y sabía que, con el hombre adecuado, podía llegar a ser una brillante conversadora.

Pero la idea de intimar con Dylan Quinn la asustaba. Ella no era el tipo de mujer que pudiera manejar a un hombre como él. Así que lo mejor sería permanecer alejada de él.

Capítulo 2

Dylan aparcó al lado del pub Quinn's, pero no se decidió a salir. No sabía si quería ir al pub, a pesar de que el sábado por la noche solía tocar un grupo de música irlandés y había sandwiches típicos de maíz y carne. También solía haber mujeres guapas dispuestas a ser seducidas por uno de los hermanos Quinn.

Él no podía quejarse. Desde niño, había usado su encanto y su físico para hacerse un lugar en el mundo. Con los profesores, con sus amigos y con el sexo opuesto. Todos querían a Dylan Quinn. Aunque nadie conocía al verdadero Dylan, al niño cuya vida familiar había sido un caos. Nadie sabría nunca el miedo que habían ocultado entonces sus sonrisas y comentarios inteligentes.

Pero ya no tenía miedo, aunque eso sí, todavía seguía utilizando su encanto con cada mujer con la que se cruzaba. Sin embargo, desde que Conor se había enamorado, se había dado cuenta de que él quería algo más que una sucesión de mujeres bellas. Quería algo verdadero y sincero. ¿Por qué no podía encontrar una mujer a la que amar? ¿Y por qué una mujer no podía quererle lo suficiente como para corresponder a su amor?

– Debería ir a un psiquiatra. Apagó el motor y salió del coche. Un hombre más débil habría pedido enseguida una cita, pero él era un Quinn. Si tenía un problema, no hablaba de ello, lo arreglaba. Y en ese momento, lo que tenía que hacer era arreglar esa extraña atracción que sentía por Meggie Flanagan. Así tendría todas las respuestas que necesitaba.

Dylan miró a ambos lados antes de cruzar la calle. Después del primer encuentro, no había pensado en ningún momento en quedar con ella. Aparte de que a ella no parecía caerle muy bien, estaba el hecho de que seguía siendo la hermana pequeña de su amigo. Pero después del segundo encuentro, todas sus reservas habían quedado a un lado. En el momento en que la agarró de la mano, algo en su interior cambió. Y por mucho que lo intentase, no podía dejar de pensar en que era una mujer guapa y atractiva… y que no quería nada con él.

Quizá estuviera empezando una nueva fase en su vida. Probablemente, se había cansado de las mujeres que se sentían atraídas por él y, para evitar el aburrimiento, había empezado a sentirse fascinado por las mujeres que lo rechazaban.

– No necesitas un psiquiatra, amigo, lo que necesitas son unas cuantas pintas de Guinness. Eso sí que te va a poner en forma.

Entró en el pub e inmediatamente se olvidó de sus problemas con las mujeres. Lo primero que hizo fue echar un vistazo, dispuesto a encontrar una chica guapa que le hiciera olvidarse de Meggie Flanagan. Luego se dirigió hacia un taburete vacío que había al lado de una morena que estaba tomando una cerveza.

Desde allí, les hizo una seña a Sean y a Brian, que estaban detrás de la barra. Seamus estaba jugando a los dardos y Brendan estaba cerca de él, hablando con uno de los amigos de su padre. Un poco más allá, estaba Liam con su actual novia. Para completar la familia, Conor estaba con Olivia, sentados al final de la barra, con las cabezas muy juntas.

Dylan miró a su padre una vez más y recordó los cuentos que les contaba acerca de los peligros del amor. Se preguntó si él sería así para complacer a su padre, quien nunca había aprobado nada de lo que él había hecho.

Él no había sido como Conor, que había mantenido unida a la familia. Ni como Brendan, al que le encantaba el barco de su padre. Tampoco era como Brian, Sean o Liam, que adoraban al padre sin cuestionar sus defectos. Él había sido Dylan, el hombre que seducía a cualquier mujer y luego se marchaba sin mirar atrás.

Pero dentro vivía una persona que rara vez se mostraba a los demás. Dylan, el rebelde, el niño que nunca había tenido un verdadero papel en la familia. El niño que culpaba a su padre por el hambre que habían pasado. Cuando su madre había estado en casa, él se había sentido seguro, pero cuando ella se fue, se llevó con ella su corazón.

– ¿Qué pasa, hermano? -le dijo a Sean-. ¿Por qué no invitas a una pinta a esta chica tan guapa?

La mujer se dio la vuelta como si le hubiera sorprendido que él se hubiera dado cuenta de que estaba allí. Al verla, le pareció que la conocía. Trató de situarla, de recordar el nombre, pero finalmente decidió que debía haberse equivocado y que no la conocía. Si fuera así, la recordaría, ya que era guapa y muy joven. Su rostro solo podía definirse como… inocente. Sus ojos eran además de un color bastante inusual. Estaba seguro de que recordaría aquellos ojos.

– ¿Qué estás bebiendo?

– Tengo que irme, pero gracias de todos modos -ella agarró su bolso y su chaqueta y salió por la puerta sin hacer ruido.

Dylan se volvió hacia Sean.

– Ya van dos en un mismo día. Está empezando a gustarme que me rechacen las mujeres.

– No te preocupes. He estado intentando hablar con ella un buen rato, pero ha sido imposible. Solo quería estar aquí, tomándose una cerveza sola. Al principio, me resultó familiar, pero creo que no la conozco.

– ¿A ti también te ha pasado? Yo también pensé que la conocía.

Dylan se encogió de hombros y dio un sorbo a su cerveza.

– Si voy a pasarme toda la noche llorando sobre mi cerveza, será mejor que lo haga acompañado.

Entonces se fue hacia donde estaba Olivia y se sentó a su lado.

– Hola, Dylan -la mujer le sonrió cariñosamente y le dio un beso-. ¿Qué tal te va?

En unas pocas semanas, Olivia se había convertido en un miembro más de la familia. A Dylan le gustaba hablar con ella.

– Parece que has tenido un mal día. ¿Quieres hablar de ello?

– ¿Un mal día? No, lo normal. Rescaté a varios cachorros de los árboles, apagué algunos pequeños fuegos, salvé a unas cuantas personas… lo de siempre.

– ¿Ah, sí? ¿Y a quién has salvado últimamente? -Brendan se sentó en un taburete que había al lado de Dylan y sonrió a Olivia.

– A Mary Margaret Flanagan.

Al decir su nombre, se le aparecieron un torrente de imágenes. Su cara, cubierta de hollín, y la huella de sus lágrimas. La belleza natural y fresca que había descubierto en ella una hora antes. ¿Cómo podía olvidarse de ella? Meggie tenía algo que le resultaba fascinante. Quizá fuera el contraste entre la niña que había sido y la mujer que había llegado a ser.

Conor frunció el ceño.

– ¿Mary Margaret qué?

– ¿Meggie Flanagan? -dijo Sean, soltando una carcajada-. La Meggie Flanagan de las gafas de cristales gruesos y la boca llena de metal -el chico miró hacia el final de la barra, donde estaba Brian-. Oye, Brian, ¿a qué no adivinas a quién ha salvado Dylan?

– Bueno, en realidad no la salvé -aclaró Dylan-. Fue un fuego pequeño. Ha abierto una cafetería en la calle Boyiston, cerca del parque de bomberos. Parece un sitio agradable. Bueno, pues ayer por la tarde la cafetera se incendió. Meggie no quería salir y tuve que sacarla yo.

– ¿La sacaste de la cafetería? -preguntó Conor.

– Sí, como a un saco de patatas.

– ¡Oh! -exclamó Olivia-. Así se empieza.

– ¿Qué?

– Así nos conocimos Olivia y yo -dijo Conor-. Me la eché al hombro y la metí en un lugar seguro. Ella me dio una patada en la espinilla y me llamó «hombre de Neanderthal». Después, hubo un verdadero flechazo -se encogió de hombros.

– Yo no voy a enamorarme de Meggie Flanagan -protestó Dylan-. La saqué porque era mi trabajo. No tenía otra elección. Además, ella me odia. Fue bastante hostil conmigo. Incluso me insultó.

– ¿Sí? ¡Pero si apenas la conoces! -comentó Brendan.

– Pero ella sí conoce a Dylan -dijo Brian-. O por lo menos, conoce su fama. Tú hiciste mella en las chicas del instituto. Además, ¿no era ella una de las que se morían de amor por ti?

¿Por qué era eso lo que se recordaba siempre de él? Nadie mencionaba nunca que había sido un gran atleta, ni que era un amigo fiel o un chico simpático. Siempre se le relacionaba con las mujeres.

– Ella era la hermana pequeña de mi mejor amigo. Incluso cuidaba de ella. ¿No os acordáis que conseguí que Sean la acompañara a la fiesta de fin de curso?

Brian hizo un gesto negativo.

– No, fui yo. Fue mi primera cita con una chica y probablemente la experiencia más traumática con el sexo opuesto.

– Oh, cuéntame -lo animó Olivia, apoyando los codos sobre la barra.

– Era un poco más bajo que Meggie y aquel día tenía un grano en la nariz del tamaño del Everest. Estaba tan nervioso, que me tropezaba todo el rato. Después de aquello, estuve sin salir con ninguna otra chica durante dos años.

– ¿Crees que todavía está enfadada por aquel grano? -le preguntó Dylan-. ¿O hiciste alguna tontería? No intentarías hacer… -Dylan miró a Olivia y sonrió-… algo con ella, ¿verdad?

– No la toqué -aseguró Brian.

– ¿Por qué no le preguntas simplemente por qué te odia? -sugirió Olivia.

Todos los hermanos se miraron y sacudieron las cabezas.

– La familia Quinn nunca entra en discusiones de ese tipo -explicó Brendan-. ¿No has leído el manual? -se volvió hacia Conor-. Tienes que dárselo.

– Bueno, eso ya no importa -dijo Dylan-. No pienso volver a verla.

Pero incluso al decirlo Dylan sabía que estaba mintiendo. Tenía que verla otra vez, tenía que descubrir de dónde provenía aquella extraña e innegable atracción que sentía por ella.

– Está bien -dijo Olivia, apretándole el brazo-. Pero seguro que tiene una buena razón. Después de todo, ¿cómo puede haber una mujer que se resista al encanto de un miembro de la familia Quinn?

– Pareces una chica que acaba de descubrir que su vestido se ha enganchado por detrás durante el gran desfile -comentó Lana, mirando a Meggie de reojo.

Meggie estaba observando la foto que tenía de la fiesta de fin de curso. Iba con un vestido que parecía ya pasado de moda incluso entonces. Pero era rosa y brillante y, en aquel momento, le pareció el vestido más bonito que había visto nunca. Su acompañante y ella estaban de pie delante de una enorme planta.

– Me habría gustado que me tragara la tierra. Fue una experiencia increíblemente humillante. Pensé que no sería capaz de enamorarme nunca más.

– No creo que fuera una velada tan horrible. Es un chico guapo. Un poco bajo, pero guapo -agarró la foto para mirarla más de cerca-. ¿Y qué tiene Dylan en la nariz?

– No es Dylan -continuó Meggie-. Cuando tocaron Endiess Love, nuestra canción, creí que iba a echarme a llorar.

– ¿Pero no me estás diciendo que Dylan te ignoraba completamente? ¿Cómo teníais una canción?

Meggie metió la foto en el bolso y lo dejó detrás de la barra. Luego continuó trabajando.

– Créeme, teníamos una verdadera relación… aunque solo en mi mente fantasiosa.

Lana se sentó en un taburete al otro lado de la barra.

– Parece que lo pasaste muy mal. No me extraña que quieras vengarte.

– No quiero vengarme, pero tampoco puedo olvidar lo que pasó. Todo aquel asunto me persiguió hasta que acabé la carrera. Mis compañeros me recordaban por esa noche. Yo era la chica que estaba enamorada de Dylan Quinn y él me había dejado plantada. Éramos como la Bella y la Bestia.

Lana se encogió de hombros.

– Sería estupendo que pudieras seducirlo y dejarlo luego plantado, así estaríais empatados.

– Tú podrías hacerlo. Consigues lo que quieres de los hombres -Meggie agarró un frasco de sirope de avellana mientras daba vueltas a aquella idea.

Si se pareciera un poco a Lana… Si fuera más agresiva con los hombres, más desinhibida…

– Puedes hacerlo -le aseguró Lana-. Solo tendrás que pensar en ello como si fuera un negocio. Lo resolverías utilizando las reglas de marketing que aprendimos en la escuela.

– ¿Cómo exactamente?

– Estamos tratando de vender un producto… que eres tú. Y tenemos que hacer que un consumidor, es decir, Dylan Quinn, quiera ese producto. Pero una vez se decida a ir por él, cerraremos las puertas de la fábrica y no podrá conseguirlo -dijo Lana-. Así podrás vengarte de él.

– Pero no quiero vengarme. «Venganza» es una palabra demasiado fuerte. Digamos que sencillamente quiero equilibrar la balanza de mi vida amorosa.

– Para abreviar lo llamaremos «venganza» -insistió Lana-. Lo primero que tenemos que hacer es conseguir que se enamore de ti.

– ¿Y cómo vamos a lograrlo? -preguntó Meggie-. Ya sabes que soy un verdadero desastre con los hombres. En cuanto digo o hago alguna estupidez, pierdo el control y ellos me toman por una desequilibrada:

– Estás exagerando. Lo único que sucede es que has tenido mala suerte. Además, tienes a tu favor que Dylan Quinn es un mujeriego empedernido, así que nos será fácil manipularlo.

Meggie soltó una carcajada.

– Si no consigo una cita cuando me lo propongo, ¿cómo voy a conseguirla con Dylan? Además, ni siquiera he mostrado ningún interés por él.

– Precisamente por eso, porque supondrás un reto para él. Los hombres como Dylan solo quieren lo que no pueden tener – afirmó Lana-. Así que, ahora mismo, vamos a diseñar el plan a seguir -añadió, sacando un cuaderno y un bolígrafo-. Confía en mí.

– Está bien -dijo Meggie, que, efectivamente, sabía que podía confiar en Lana en lo referente a los hombres.

Pero de lo que no estaba tan segura era de sus propios sentimientos. ¿Podría ser objetiva estando Dylan Quinn de por medio?

– Haré todo lo que me digas -añadió.

– Hay una serie de reglas que debes seguir. La primera es que deben pasar al menos cuatro días desde que un hombre te propone una cita hasta que sales con él – Lana fue apuntando en la hoja de papel los puntos básicos del plan-. Si aceptas una cita para el mismo día, parecerá que estás ansiosa.

– Muy bien -aseguró Meggie-. ¿Qué más?

– Si te llama, debes esperar un día entero para devolverle la llamada; y sólo puedes telefonearle una vez. Si no lo localizas, no vuelvas a llamarlo.

Meggie asintió.

– ¿Y la regla número tres?

– En las tres primeras citas, no debes permitirle que te recoja en tu casa. Debes quedar con él directamente donde vayáis a ir. Además, debes ser cortés y amable con él y darás por terminada la velada una hora antes de lo que en verdad te apetezca.

Meggie frunció el ceño.

– ¿Y esto se supone que es para conseguir que se enamore? Si fuese él, me pondría a buscar inmediatamente otra mujer.

– Recuerda que a los hombres les gusta conseguir lo que no pueden tener.

– Muy bien. ¿Eso es todo?

– Luego están las reglas concernientes a los besos -dijo Lana-. En la primera cita, nada de beso de buenas noches; en la segunda cita, puedes dejarle que te bese en la mejilla; y en la tercera, en los labios, pero sin lengua.

– Pensará que soy una remilgada.

– Recuerda el principio básico de la economía, la ley de la oferta y la demanda. Cuanto menos le ofrezcas, más querrá él. Debes darle lo justo para que quiera volver por más.

– Pero voy a comportarme como una manipuladora.

– Por supuesto que sí, pero lo bueno de los hombres es que resulta sencillo manipularlos.

– No estoy segura de poder hacer algo así -murmuró Meggie.

Lana hizo un ruido de burla.

– Pero mira a tu alrededor. En el Cuppa Joe's también manipulamos a la gente. Les tentamos a comprar nuestros productos mediante el olfato y el gusto. Les vendemos un estimulante legal hecho casi totalmente con agua y donde el margen de beneficio es muy alto. Y es que, cuando se tiene un buen plan de marketing, no puedes fallar.

Meggie pensó que Lana tenía razón. Era un buen plan y, con cualquier otra mujer, seguro que daría resultado, pero ella siempre había sido un desastre con los hombres. Por otra parte, sería un buen ejercicio para ella y, de lograr su objetivo, podría olvidarse de Dylan Quinn para siempre.

– Está bien, lo haré -dijo ella, tomando el papel donde Lana le había detallado las reglas.

Lana sonrió y luego le dio un abrazo.

– Va a ser divertido. Ahora, lo que tenemos que hacer es rezar para que él vuelva a intentar contactar contigo. Como eres católica, puedes poner una vela a algún santo.

– Las velas no se utilizan para este tipo de cosas -aseguró Meggie-. Puedo telefonearle y…

– No.

– Bueno, pues entonces puedo pasar casualmente por el parque de bomberos y…

– No -volvió a decir Lana.

– ¿Y si no vuelve a llamarme?

– Pues no conseguiremos nada. Pero si eres tú quien lo llama, tampoco conseguiremos nada. Así que lo único que puedes hacer es esperar.

Justo en ese momento sonó el teléfono. Fue Lana quien contestó.

– Cuppa Joe's. ¿Dígame?

Meggie no hizo caso de la conversación hasta que, de repente, oyó que Lana pronunciaba su nombre.

– No, Meggie no está -miró hacia Meggie y comenzó a hacerle señas con una sonrisa en los labios-. Oh, no estoy segura de cuándo volverá. ¿Le digo que lo llame?

– ¿Es por lo de la Espresso Master 8000 Deluxe? -le susurró Meggie-. Si es Eddie, insístele en que, si nos traen una pronto, les daremos un dinero extra.

Lana sacudió la cabeza y le hizo una seña para que se callara.

– Muy bien, yo le daré el mensaje. De acuerdo. Le telefoneará lo antes posible.

Después de colgar el teléfono, respiró hondo.

– ¿Qué, van a traernos la cafetera o no?

– ¡Olvídate de la maldita cafetera! Era Dylan Quinn.

A Meggie empezó a latirle el corazón a toda velocidad.

– ¿Y qué quería? -preguntó, tratando de tranquilizarse.

– Quería hablar contigo.

– Pero, ¿por qué le dijiste que no estaba? -gritó Meggie.

– Porque es parte del plan, ¿recuerdas? Meggie se cruzó de brazos mientras miraba fijamente a su socia. No tenía ni idea de lo que quería decir.

– Si nuestro objetivo es concertar una cita, ¿por qué no me has dejado hablar con él?

– Es demasiado pronto.

– O sea, que debo esperar un día para llamarlo, ¿no?

Lana se quedó pensando un instante y luego sacudió la cabeza.

– No, esta vez vamos a hacer algo diferente. Esperarás a que te llame otra dos veces. Luego, le telefonearás.

Meggie dio un suspiro profundo y decidió que debía confiar en Lana.

Lo cierto era que tanto si conseguía su objetivo, como si no, su vida social iba a pasar a ser bastante más excitante de lo habitual.

El frío invernal que había hecho durante la última semana en Boston había dejado paso a unos días soleados. Dylan se paró a mirar el escaparate de una librería mientras paseaba por la calle Boyiston. Aunque no quería admitirlo, sabía perfectamente dónde se dirigía.

Era su día libre y, como hacía tan bueno, habría podido aprovechar para salir con El Poderoso Quinn. De hecho, Brendan le había llamado por la mañana temprano para ir con él en el barco a Gloucester, pero él tenía otros planes.

Había telefoneado a Meggie en tres ocasiones durante los últimos tres días y ella no le había contestado. De manera que era consciente de que lo más sensato sería abandonar, pero no podía hacerlo. Quizá Olivia tuviera razón y lo más sensato era preguntarle directamente por qué lo odiaba. Así, al menos, sabría la respuesta y podría olvidarse de ella. Sin embargo, su orgullo no le había dejado telefonearle una cuarta vez y había decidido pasar a hacerle una visita.

Cuando ya casi había llegado al Cuppa Joe's, cruzó de acera para echar un vistazo antes de entrar. Desde allí, pudo ver a Meggie en la puerta. Dos hombres subidos a sendas escaleras estaban colocando un cartel.

Dylan pensó por un momento que lo mejor que podía hacer era marcharse inmediatamente de allí. Pero no, no iba a abandonar. La verdad era que no podía quitarse a aquella mujer de la cabeza. No podía dejar de pensar en acariciarla mientras olía el perfume de su cabello y contemplaba sus preciosos ojos verdes. Así que, después de mirar a ambos lados de la calle, cruzó de acera.

Ella no le oyó acercarse y siguió dando indicaciones a los hombres que estaban colocando el cartel.

– Bonito cartel -dijo Dylan.

Por un momento, pensó que Meggie no lo había oído, pero luego esta se dio la vuelta despacio. A juzgar por su expresión, no parecía muy contenta de verlo,

– Hola -lo saludó, forzando una sonrisa-. ¿Qué estás haciendo aquí?

Dylan se encogió de hombros, tratando de mostrarse indiferente.

– Nada, he salido a hacer algunas compras.

– ¿Por aquí?

– Sí -contestó él tratando de buscar una excusa convincente-. Mi hermano Conor y su prometida, Olivia Farrell, van a casarse a finales de noviembre y quiero hacerles un regalo de boda. ¿Se te ocurre algo?

– Hay una tienda de objetos de cocina cerca de Newbury. Quizá puedas comprarles una… licuadora o una vajilla.

– Sí.

Ambos se quedaron en silencio y él se dijo que lo mejor sería irse de allí inmediatamente. Pero, en lugar de ello, agarró a Meggie de un brazo y la obligó a girarse hacia él.

– Meggie, yo…

Justo en ese momento, los hombres empezaron a dar gritos. El viento había empezado a soplar más fuerte y las escaleras empezaron a balancearse peligrosamente hasta que, en un momento dado, no tuvieron más remedio que soltar el cartel.

Dylan apenas tuvo tiempo para pensar. Agarró a Meggie por la cintura y la empujó. Pero él no tuvo tiempo de apartarse y una esquina del cartel le rozó la frente antes de caer al suelo.

Sacudió la cabeza y se volvió para comprobar que no le había pasado nada a Meggie. Ella estaba apoyada contra un coche y lo miraba con cara de asombro.

– Me has salvado la vida.

Él se acercó y la agarró por los hombros.

– ¿Estás bien?

Ella asintió y él experimentó un gran alivio.

– ¿Estás segura? -insistió Dylan, agarrando su rostro entre las manos.

Ella volvió asentir y él, como si fuera la cosa más normal, se inclinó y la besó en los labios.

Ella soltó un gemido, pero él no se apartó. El sabor de sus labios resultaba demasiado tentador. Sacó la lengua y acarició con ella los labios de Meggie. Ella, entonces, abrió la boca y él introdujo la lengua.

Dylan notaba el latido de su corazón en la cabeza. Nunca antes había experimentado tanto deseo con un sencillo beso. De hecho, la necesidad de seguir besándola le resultó casi abrumadora y, si no hubieran estado en medio de la calle Boyiston con dos trabajadores mirándolos, habría seguido besando a Meggie hasta que ninguno de los dos hubiera podido soportarlo.

Pero, finalmente, se apartó y la miró a los ojos al tiempo que le pasaba un dedo por el labio inferior, todavía húmedo por sus besos.

– Siento haberte empujado, pero me temo que, si no lo hubiera hecho, en este momento estarías debajo de ese cartel.

– Lo sé, gracias. Creo que he tenido mucha suerte de que pasaras por aquí.

– Bueno, en realidad no pasaba por aquí. Quería hablar contigo y confiaba en que estuvieras. Quería saber por qué no has contestado a mis llamadas.

– Pensaba llamarte.

– ¿De veras?

Ella asintió.

– Pero, mira, si te hubiera llamado, no habrías venido hoy y no me habrías salvado la vida. Así que creo que ha sido una suerte.

Meggie se frotó los brazos como si tuviera frío, pero Dylan sospechó que era simplemente una reacción nerviosa. Eso le dio cierta esperanza. Por lo menos, no se había enfadado con él en esa ocasión.

– Te he llamado varias veces para invitarte a cenar -al decirlo, la agarró de la mano-. Sé que no hemos tenido un buen comienzo, pero…

– Sí, sí. Me encantaría cenar contigo. Será estupendo. ¿Cuándo?

– ¿Te parece bien esta noche? -le sugirió Dylan.

La sonrisa de Meggie desapareció y se quedó pensativa.

– ¿Puedes… puedes esperar un momento? Enseguida vuelvo.

Dylan la vio subir las escaleras de la cafetería a toda prisa y desaparecer dentro. Se preguntó si volvería a salir. Aquella chica era bastante extraña, pensó. Se había puesto tan nerviosa, que pareció que iba a desmayarse allí mismo.

Dylan se volvió entonces hacia los dos trabajadores, que lo estaban mirando con admiración.

– Tranquilo -dijo uno de ellos.

Dylan señaló el cartel que todavía estaba en el suelo.

– Yo no puedo deciros lo mismo. Habéis estado a punto de matarla. Así que, si fuera vosotros, pondría el cartel en su sitio y me aseguraría que no volviera a caerse.

Los hombres obedecieron y, cuando Meggie salió de nuevo, el cartel estaba ya colocado. Dylan pensó que tenía el tamaño perfecto y que se vería desde toda la calle.

Meggie se puso a su lado y miró al cartel.

– Es bonito. Me costó elegir los colores y las letras, pero creo que va a verse desde lejos. Y el dibujo de la taza de café deja perfectamente claro que es una cafetería.

– Así es -contestó Dylan-. Entonces, ¿está todo bien?

– ¿Bien?

– Sí, dentro. Ella sonrió.

– Sí, solo que tenía que hablar con Lana un momento. Respecto a la cena… bueno, no he hablado con ella de nuestra cena. Quiero decir, que esta noche no me viene bien.

– ¿Y mañana por la noche?

– No, tampoco puedo mañana. Dylan la agarró de la barbilla y la obligó a que lo mirara.

– ¿Estás segura de que quieres salir a cenar conmigo?

– El domingo sí me viene bien.

– ¿Quieres ir a cenar el domingo? Ni el jueves, ni el viernes ni el sábado, ¿el domingo?

– Sí, el domingo.

– De acuerdo, el domingo entonces. ¿Qué te parece si te recojo a las siete? Podemos ir a Boodle's.

– Nos encontraremos allí. Y prefiero que sea a las seis -se quedó callada unos segundos-. Y no me gusta la carne.

– ¿Prefieres entonces que vayamos al café Atlantis?

A Meggie se le iluminó la cara.

– Sí, y ahora debo entrar a ayudar a Lana.

Dylan asintió y se inclinó para darle un beso breve en la mejilla, pero Meggie lo esquivó y salió corriendo hacia la cafetería. Antes de abrir la puerta, se dio la vuelta y le hizo una seña con la mano.

– Nos veremos en el café Atlantis el domingo a las seis.

Dylan se quedó allí un rato, observando cómo la puerta se cerraba. Había quedado con muchas mujeres en su vida y no sabía por qué, pero aquella cita era diferente. De hecho, no parecía una cita. ¿Un domingo por la tarde? ¿A las seis? ¿Y en un lugar especializado en judías y tofu?

Dylan dio un suspiro y trató de conformarse, pensando en que al menos habían quedado. En vez de comerse un chuletón en uno de los mejores sitios de Boston, tendría que conformarse con tomar proteínas vegetales, pero si estaba en compañía de Meggie, lo disfrutaría igual.

Capítulo 3

Meggie abrió la puerta de su apartamento, situado en el sur de la ciudad, y entró rápidamente. Lana entró detrás de ella, gruñendo y quejándose.

– Todavía no sé para qué me necesitas. Nos quedan un montón de cosas por hacer en la tienda todavía. Tengo que repasar los menús para entregárselos a la imprenta y la segunda caja registradora sigue sin funcionar.

Meggie se quitó los zapatos, tiró el bolso sobre el sofá y se quitó el jersey.

– Este plan ha sido idea tuya y quiero asegurarme que está todo bien. Se supone que tendría que reunirme con Dylan dentro de una hora, pero voy a llegar un cuarto de hora tarde. No entiendo por qué no he podido salir un poco antes. Las últimas tres horas las hemos pasado tomando un café tras otro y charlando.

Lana fue a la cocina y sacó un zumo de la nevera.

– Te he retenido en la tienda porque no quería que te pusieras histérica con la cita. Y me alegro de haberlo hecho. Mírate. Estás hecha un desastre -se dejó caer en el sofá-. ¿No has aprendido nada?

– No estoy nerviosa por la cita -replicó Meggie, apartándose el pelo de la cara-. He tomado tanta cafeína, que podría estar despierta hasta el próximo martes -se quitó los pantalones y los dejó en el suelo. Luego se miró las piernas-. ¡Oh, no me lo puedo creer!

– ¿El qué?

Meggie elevó una pierna para enseñársela a Lana.

– ¡Llevo un mes sin depilarme!

– ¿Y qué?

– No puedo ir a una cita con las piernas llenas de pelos.

Lana se inclinó y observó su pierna.

– Claro que puedes. Las piernas con pelos son el equivalente moderno a los cinturones de castidad. Con esas piernas, no te atreverás a irte a la cama con un hombre tan pronto. Considéralo una bendición.

– ¿Y mis cejas? Si no me depilo, voy a parecer una mona -dijo, dejándose caer al lado de Lana-. Esto no es modo de prepararse para una cita. Voy a llamar para cancelarla.

Lana se levantó y agarró la mano de Meggie para obligarla a ponerse delante del espejo.

– Tus cejas están bien y tu pelo también. Solo tienes que ponerte un poco de colorete y pintarte los labios. Y echarte colonia, claro. Y recuerda, no te lo tomes demasiado en serio. Solo vas a cenar con él y luego te vendrás a casa. Además, no se te olvide que no debes demostrar en ningún momento que te lo estás pasando bien.

Meggie comenzó a maquillarse en el cuarto de baño mientras Lana iba al armario a buscar la ropa adecuada. Poco después, se la llevó al baño. Meggie se estaba aplicando rímel en los ojos y Lana, al entrar, le dio un codazo. Meggie se manchó de rímel el párpado y, al intentar quitárselo, se lo extendió por todo el ojo.

– Este vestido me parece bien. Es bonito, pero no demasiado sexy. Y el color es discreto. El rojo me parece demasiado evidente y el negro demasiado severo. Por otro lado, si tiene muchos dibujos, no le dejará fijarse en tu belleza natural.

Meggie agarró el vestido.

– A lo mejor puedes venir conmigo. Puedes esconderte debajo de la mesa y hablar mientras que yo muevo los labios.

Lana hizo un gesto hacia el techo.

– Tú arréglate mientras te repito todo lo que tienes que recordar.

Meggie salió del baño para ir en busca de una muda limpia. Si no iba con las piernas depiladas, por lo menos podría ir con ropa interior decente, pensó.

– Lo hemos repasado ya diez veces por lo menos. Me lo sé de memoria: mantener un aire de misterio, no hablar demasiado, evitar mirarlo a los ojos más de cinco segundos, hablar de cosas tópicas y superficiales y…

Sabía que había un punto más, pero no lo recordaba y trató de hacerlo mientras se metía rápidamente en el cuarto de baño.

– ¡Y no beber más café!

Lana se asomó al cuarto de baño e hizo una mueca con los labios.

– De acuerdo -respondió Meggie-. Y nada de besos -continuó.

Meggie le había hablado a Lana del beso que se habían dado en la calle. De hecho, no podía dejar de pensar en aquel beso.

En ese momento, se oyó un sonido penetrante y Meggie se asomó al salón.

– ¿Has puesto algo en el horno?

– No, es la puerta de la calle. ¿Será uno de tus admiradores? Meggie no dijo nada.

– Iré a ver.

Meggie se alegró de quedarse unos momentos a solas. Se puso el vestido y se miró al espejo. Lana tenía razón: el color era perfecto para una cita informal. También la forma del vestido, que no era muy ceñido, pero tampoco demasiado holgado. Luego tomó un par de medias. Comprobó el color en el puño y, sin sentarse, se las metió en un pie y luego en el otro. Pero cuando intentó subírselas, no pudo. Así que fue al dormitorio y se apoyó en la cama. Sin saber cómo, perdió el equilibrio y acabó en el suelo con las medias enrolladas en los tobillos.

Miró hacia arriba, y se encontró con Lana, que la estaba mirando asombrada.

– ¿Qué estás haciendo? Meggie se quitó las medias.

– Estoy intentando vestirme para mi cita -dijo, maldiciendo y frotándose la cabeza-. ¿Quién era?

– Dylan.

– ¿Dylan? -repitió Meggie, levantándose de un salto.

– Ha decidido venir a recogerte, en lugar de que os encontréis allí -le explicó Lana, tirando de la falda de Meggie hacia abajo-. ¿No es un detalle? Es un verdadero caballero.

Meggie fue tambaleándose hacia la puerta del dormitorio y la abrió. Pero cuando vio un trozo de la cabeza de Dylan, la cerró corriendo. Incluso la imagen de su cabeza por detrás la ponía nerviosa.

– ¡No tenía que haber venido! Esto no es lo acordado. Me dijiste que tenía que reunirme con él en el restaurante. ¿Qué voy a hacer ahora? Todo el plan se nos ha estropeado y ni siquiera ha empezado la tarde.

– No creo que puedas hacer mucho. A no ser que le digas que se vaya. Solo tienes que ser diplomática y decirle que ha metido la pata.

– Para ti es fácil decirlo. No tienes un ojo manchado de negro como si fueras un mapache, ni las cejas sin depilar, ni las piernas llenas de pelos -Meggie gimió y se apoyó en la puerta-. Y por si fuera poco, no me puedo poner las medias derechas.

Lana se acercó y le quitó las medias, estirándolas para que se las volviera a poner.

– ¿Cómo está? -preguntó Meggie mientras Lana le subía las medias-. ¿Está guapo o moderadamente atractivo? Si está muy guapo, creo que no voy a poder hablar con él.

– Está guapísimo -contestó Lana sentándose en el suelo. Es evidente que se ha tomado la cita muy en serio. Lleva unos pantalones de lana y un jersey muy bonito, la cazadora es deportiva. Va con un estilo moderno y a la vez muy masculino. Si no fuera tu chico, coquetearía con él.

– No es mi chico. Creo que debería cambiarme.

– Puedes hacer lo que quieras -dijo Lana, levantándose y pasándose las manos por los muslos-. Yo me voy.

– ¡Espera! No puedes irte. Todavía no hemos repasado el plan.

– ¡Meggie, por favor! No es la primera vez que sales con un hombre. Trata de acordarte de lo que hemos hablado y diviértete… aunque no demasiado. Impresiónalo.

Lana, entonces, salió del dormitorio y se fue al salón. Dylan, que estaba de espaldas, se dio la vuelta.

– Meggie saldrá enseguida.

Meggie cerró la puerta del dormitorio, dispuesta a terminar de vestirse. Se limpió el rímel corrido, se pintó los labios y se recogió el pelo. Cuando terminó, se fue hacia la puerta y tomó aire antes de salir.

– Sé agradable, míralo con naturalidad y no te desmayes a la primera sonrisa. Creo que podré recordarlo.

Nunca se había puesto tan nerviosa por quedar con un hombre. Quizá fuera porque no sabía cómo manejar la situación, dado que tampoco era una cita con un novio o pretendiente. Era más bien una operación militar, se dijo. Pero en cuanto salió al comedor, su corazón comenzó a latirle a toda velocidad y sintió que le faltaba el aire.

Dylan estaba de espaldas y ella lo miró. Fue como una de esas escenas de las películas que ocurren a cámara lenta. Todo sucedía con lentitud. Dylan se volvió y ella creyó que iba a quedarse ciega ante la intensidad de su sonrisa mientras oía en su cabeza la canción Endless Love. Le habría gustado salir corriendo. ¿Cómo demonios iba a ser capaz de mantener un aire misterioso con ese hombre? Cuando la miraba, ella sentía como si la traspasara con sus ojos. Como si viera el manojo de nervios en el que en realidad se había convertido.

– Hola -lo saludó.

– Hola. Estás muy guapa.

Lo dijo de una manera que casi le pareció sincera y buscó rápidamente algo que decir. ¿Cómo le respondería una mujer misteriosa? «Olvídate del misterio», se dijo. ¿Cómo respondería cualquier mujer cuando Dylan la miraba como si quisiera desnudarla con los dientes?

– Gracias.

– Siento haber aparecido de repente, pero vivo muy cerca. He pensado que sería una tontería ir los dos por separado. Aparcar en Back Bay es siempre complicado.

Meggie tragó saliva.

– Yo normalmente tomo el metro. Luego fue por su abrigo y él la ayudó a ponérselo. -Gracias.

Meggie pensó que la educación no era algo que ella pudiera relacionar con los miembros de la familia Quinn. De adolescentes, siempre habían sido bastante salvajes. Pero, al parecer, en algún lugar del camino, las asperezas habían ido limándose. Meggie se preguntó si sería debido a una de sus muchas novias o a que había tomado conciencia él mismo.

– Tenía muchas ganas de volver a verte.

Lo que no sabía Meggie era de qué iban a hablar. Aunque siempre podrían hacerlo de lo que habían hecho durante los tres últimos días desde que él había pasado por la tienda y la había besado en mitad de la calle. Se había pasado los últimos días pensando en él… y preguntándose cuándo volvería a besarlo de nuevo.

– Sí, estoy impaciente por cenar contigo -añadió ella.

No se dio cuenta de lo que había dicho hasta que ya no tenía remedio.

– Quiero decir que tengo mucha hambre…

Dylan abrió la puerta y colocó una mano en la espalda de Meggie.

– Estupendo, yo también tengo hambre. Meggie se alegró de bajar ella la primera para así poder ocultar su rubor. Dylan tenía que pensar que estaba tranquila y dispuesta a pasar una velada agradable con un antiguo amigo.

Soltó un suspiro y deseó que aquello fuera cierto. Así sería capaz de terminar la velada sin hacer el ridículo.

– Prueba esto, son judías al requesón. Tienen un sabor muy original. Dylan arrugó la nariz y se apartó.

– No, gracias. Ya he tomado mi dosis diaria de requesón. Siempre tomo un poco en el desayuno con cereales. Es lo que desayunamos todos en el parque de bomberos.

Meggie soltó una risita y dejó el tenedor en el plato. Dylan dio un sorbo a su copa y miró a Meggie por encima del borde. Durante toda la cena no había apartado la vista de ella. Meggie tenía algo, una especie de luz que irradiaba a través de sus tímidas sonrisas y sus miradas discretas. Él estaba acostumbrado a mujeres más claras en cuanto a sus deseos. A esas horas, ya estarían rozándole la pierna con el pie por debajo de la mesa.

Pero Meggie era dulce y extrañamente sexy sin ser evidente.

Dylan tomó aire. Meggie era tan auténtica como el deseo que lo atravesaba cada vez que la miraba a los ojos.

– Está muy bueno -dijo, bajando la vista a su plato.

– No sé si me lo dices de verdad. Imagino que la comida vegetariana no es tu favorita. No hay muchos hombres que se hubieran arriesgado a probarla.

– La comida no es lo más importante, sino la compañía.

En cuanto salieron las palabras de su boca, Dylan deseó no haberlas dicho. Se había hecho la promesa de no decir tópicos galantes, pero cuando no se sentía seguro, siempre caía en las mismas trampas. Meggie se merecía algo mejor.

– ¿Te apetece tomar algo de postre?

– Creo que hay un postre de la casa – aseguró Meggie, buscando a la camarera.

– Tengo otra idea mejor que la tarta de tofu -replicó Dylan, agarrándola de la mano.

Dylan notó la mano caliente de ella e hizo un repaso de las veces que había tocado a Meggie durante la cena. Lo había hecho tantas veces, que casi se había convertido en algo instintivo. Parecía incapaz de evitarlo y se preguntó si soportaría estar solo después de dejarla en su casa aquella noche.

Pero quería hacer algo más que tocarla. Después del beso que se habían dado a la puerta de su cafetería, había dejado de pensar en ella como en una niña frágil. Meggie no besaba como una niña, sino que había respondido a su beso con el deseo de una mujer segura de sí misma.

Dylan se dirigió a la camarera y, después de pagarle, le dejó una propina generosa en la mesa. Luego, se levantó y agarró la mano de Meggie, impaciente por salir del restaurante y quedarse a solas con ella.

– Vamos.

La ayudó a ponerse el abrigo y luego dejó la mano sobre su espalda. La noche estaba fresca y, cuando salieron a la calle, Meggie entrelazó su brazo al de él. Luego hizo ademán de ir hacia el coche, pero él le señaló una heladería que había en la cera opuesta.

– Me pregunto si tendrán helado de carne -bromeó-, o filetes helados con trocitos de beicon.

– De acuerdo, de acuerdo. La próxima vez, iremos al Boodle' s para que te comas un buen chuletón.

– Trato hecho -replicó él, contento de que fuera a haber una segunda vez.

Entraron en la heladería y Meggie pidió un helado de chocolate. Dylan eligió uno de trufa con nueces. Se sentaron a una mesa pequeña al lado de la ventana y Meggie se puso a mirar a la gente que pasaba mientras Dylan la observaba.

Meggie resultaba increíblemente sexy comiéndose un helado. Pasaba la lengua sobre el chocolate cremoso y luego se chupaba los labios hasta tenerlos totalmente mojados y brillantes. Dylan sintió un escalofrío y se preguntó cómo sabrían aquellos labios o cómo sería sentirlos sobre su cuello, sobre su pecho, o sobre su… Dylan tuvo que hacer un esfuerzo por controlarse para no quitar todo lo que había en la mesa y hacerla suya allí mismo.

Pero, en lugar de ello, volvió a concentrarse en su helado de trufa y nueces.

– Cuéntame, Dylan -dijo de repente ella-. ¿Por qué te hiciste bombero?

– Cuando era pequeño, quería ser un caballero de la Mesa Redonda o un aventurero -alzó la vista-. Pero no hay mucho trabajo de eso por aquí.

– Me imagino que no. Pero, ¿por qué un bombero?

– Siempre respondo lo mismo: Quise hacerme bombero para ayudar a la gente. Pero en realidad no es verdad. Creo que lo que quería era ser útil para algo y ser conocido como alguien en quien se puede confiar cuando hay problemas.

Dylan se quedó en silencio. Era la primera vez que decía aquello. Ni siquiera se lo había dicho a sí mismo. Pero con Meggie se sentía a salvo. Ella parecía no juzgarlo.

– ¿Tienes miedo alguna vez?

– No, simplemente hago mi trabajo. Además, creo que pasé tanto miedo cuando era pequeño, que me volví inmune -tomó una cucharada de su helado y se la ofreció-. Ten, pruébalo. Está muy rico.

Ella se acercó y aceptó la cucharada. Luego, le sonrió y Dylan se dio cuenta de que se había equivocado. Sí que tenía miedo de una cosa. Temía hacer alguna tontería con Meggie y que ella no quisiera verlo de nuevo.

– ¿Por qué estamos hablando de mí? Hablemos de algo mucho más interesante.

– ¿De qué?

– De ti.

– Mi vida no es muy interesante. Fui a la Universidad de Massachusetts, luego hice un master empresarial y me hice economista.

– ¿Economista?

Dylan sabía que ella en el instituto sacaba buenas notas, pero no sabía por qué, no le pegaba que se hubiera hecho economista… o por lo menos no le pegaba a la Meggie que él estaba intentando conocer. Aunque era una persona prudente, presentía que había una mujer apasionada debajo de esa fachada serena. Una mujer que había salido al exterior cuando él la besó.

– No fue una buena elección, pero fue útil. Y se gana mucho dinero. Gracias a eso, Lana y yo pudimos ahorrar para abrir la cafetería. Siempre habíamos hablado de tener nuestro propio negocio, ya desde la universidad.

– ¿Por qué una cafetería?

– Queríamos tener un sitio donde la gente fuera a relajarse, donde pudieran hablar, leer el periódico y escuchar música. Donde no se mirara continuamente el reloj. La mayoría de las cafeterías no son así. Son más bien como los restaurantes de comida rápida. Nosotras queríamos crear un ambiente como el de los bares de los años cincuenta y sesenta. Vamos a organizar conciertos de música folk y lecturas de poesía por las noches y los fines de semana. La gente no vendrá solo por el café, ya verás. Tendrán una sensación de vuelta al pasado.

El brillo que tenían los ojos de Meggie era razón suficiente para despertar en Dylan un súbito interés por la música y la poesía. Ella sabía lo que quería e iba a conseguirlo, pero su determinación intrigaba a Dylan. No, no era la Meggie Flanagan que había conocido años atrás. Esa mujer era decidida y apasionada.

Dylan dejó lo que le quedaba del helado en la mesa. Lo que más deseaba en ese momento era besar a Meggie en algún lugar privado.

– ¿Has terminado?

Después de que asintiera, tomó la mano de ella para que se levantara. Salieron a la calle y, cuando se pararon a ver el escaparate de una tienda, Meggie se dio cuenta de que Dylan la estaba observando.

– ¿Qué pasa?

– Tienes helado en la cara.

Meggie fue a limpiarse, pero Dylan le agarró la mano y la metió a la sombra de un portal.

– Déjame hacerlo a mí.

Se acercó entonces y le limpió el labio con un dedo. El contacto fue como un cortocircuito. Fue sorprendente, pero increíblemente delicioso. Y cuando Dylan se chupó el dedo, fue un gesto tan íntimo, como si la hubiera besado a ella. Meggie dio un suspiro y él, incapaz de contenerse, se inclinó hacia ella y la besó.

Luego, mientras sus labios se tocaban, Dylan la abrazó. Ella parecía muy pequeña y delicada en sus brazos, suave y receptiva. La primera respuesta fue vacilante, pero luego Meggie le devolvió el beso. El pecho de Dylan dejó escapar entonces un gemido mientras agarraba el rostro femenino entre las manos. Dylan había besado a muchas mujeres en su vida, pero nunca había resultado una experiencia tan intensa.

A pesar de que el deseo le hacía hervir la sangre, Dylan sabía que no la estaba besando para seducirla. La estaba besando porque disfrutaba sintiendo su boca y saboreando su dulzura. Cuando finalmente se apartó, lo hizo porque estaba satisfecho. De momento, aquello era suficiente.

– Debo irme a casa -dijo, acariciando la mejilla de ella-. Tú seguramente también tienes muchas cosas que hacer mañana.

Meggie parpadeó como si su comentario la hubiera sorprendido. Quizá ella quisiera seguir besándolo. Pero Dylan sabía que, si continuaban besándose, le sería imposible contenerse. Ese era el problema con Meggie.

– Sí, debería irme a casa.

Dylan le pasó el brazo por la cintura y fueron hacia el coche. Estaba satisfecho con la velada. Había demostrado a Meggie que no era tan mal tipo y, a juzgar por el modo en que había respondido a su beso, estaba seguro de que volverían a salir juntos.

Dylan sonrió. Sí, había sido una buena velada, considerando que se trataba de su primera cita.

– Fue horrible. No podía haber salido peor. Con todo ese café que tomamos, tuve que ir al baño antes de los entremeses. Luego, tuve que ir otra vez antes del plato principal y descubrí que tenía un trozo de ensalada entre los dientes.

Pero en realidad no había sido tan horrible. De hecho, había sido la mejor cena de su vida. Después de los nervios del primer momento, habían disfrutado hablando y bromeando como si se conocieran desde hacía mucho tiempo, lo cual, por otra parte, era cierto. Dylan parecía bastante interesado por lo que ella le había contado y más de una vez lo había descubierto observándola.

Lana la miró desde el otro lado de la barra del Cuppa Joe's. Meggie esperaba un interrogatorio más exhaustivo, parecido al de la Inquisición, pero, sorprendentemente, Lana no le pidió más detalles.

– Este plan nunca saldrá bien -terminó diciendo Meggie.

En realidad, Meggie no sabía si quería que el plan funcionara o no. Dylan no era el hombre que ella pensaba. Era dulce, atento y muy divertido. No era como el adolescente del instituto y no parecía tener la más mínima intención de herirla… ya no. No después de aquella noche.

– No empieces. Dime, ¿pareció interesarse por ti? -preguntó Lana.

¿Interesarse? A juzgar por el beso que se habían dado al salir de la heladería, ella diría que sí; y también por el beso que se habían dado en el coche, frente a su casa; o por el que le había dado ya en la puerta.

– Creo que sí.

– Eso está bien. ¿Intentó besarte?

– No.

No estaba mintiendo. Dylan no lo intentó, lo consiguió. Y ella había disfrutado con cada uno de sus besos. Se pasó los dedos por el labio inferior, imaginando que todavía podía sentir el calor de Dylan en él.

– No es para nada como el chico que yo recordaba -le explicó a su socia.

Y era cierto. Dylan le había parecido una persona muy distinta a la que esperaba.

Ella sabía muchas cosas de su dura infancia, porque, aunque sus padres nunca habían hablado de él en su presencia, ella había escuchado sus conversaciones muchas veces. De ese modo, se había enterado de que Seamus Quinn bebía y se gastaba en el juego el dinero que ganaba. También había oído que los chicos se quedaban solos durante semanas con una mujer a la que le gustaba demasiado el vodka. Pero ella siempre había creído que solo eran rumores.

Sin embargo, después de conocer mejor a Dylan, estaba empezando a creer que lo que había oído a sus padres sí era cierto. Dylan tenía algo en los ojos, una expresión extraña, que demostraba que ocultaba algo bajo su encantadora sonrisa y sus ingeniosos comentarios. El Dylan que se mostraba al público y el Dylan real eran dos personas totalmente diferentes.

– ¿Te pidió que salierais otra vez?

– Sí. El miércoles.

– ¿Y has aceptado?

Meggie frunció el ceño.

– Sí. ¿Tenía que decir que no? Eso no estaba en el plan.

– Para entonces solo habrán pasado tres días y te dije que tenían que ser cuatro -le recordó Lana.

– Bueno, me pareció que era suficiente y al final le dije que sí. Además, el miércoles es su día libre y tuve que tomar eso en cuenta.

– ¿Y te fuiste pronto a casa?

– No tuve que hacer nada. Después del postre, Dylan se ofreció a llevarme a casa. Lana frunció el ceño.

– ¿Y no te pidió entrar en tu casa?

– No -contestó Meggie, preocupada-. ¿Pasa algo?

– Creo que tenemos que hacer reajustes en el plan. Él no se está comportando de un modo normal. ¿Estás segura de que se lo pasó bien? ¿O tenía esa mirada impaciente que tienen los hombres cuando quieren irse a otra parte?

Meggie notó un nudo en el estómago.

¿Cómo iba a saber ella algo así? Lana era la experta en ese tipo de asuntos.

En ese momento, se abrió la puerta de la cafetería y ambas se volvieron. Un chico se acercó a ellas con un ramo de flores. Seguramente se las mandaba alguien para la inauguración.

Lana fue a firmar el acuse de recibo al chico y agarró el enorme ramo de rosas.

– ¿De quién son? -preguntó Meggie mientras Lana colocaba el ramo sobre el mostrador.

Lana tomó la tarjeta y se la dio a Meggie.

A esta el corazón le dio un vuelco.

Vi estas flores en el escaparate de la floristería y me recordaron a ti.

Dylan

– Son de Dylan -dijo Meggie con una sonrisa en los labios.

Las rosas desprendían un intenso olor y Meggie se acercó para aspirarlo. Sus brillantes colores le levantaron el ánimo inmediatamente.

– Son preciosas -comentó Lana, dando un suspiro-. De acuerdo, lo admito, no entiendo a ese tipo. Primero te deja pronto en casa, sin siquiera intentar darte un beso, y luego te envía flores a la mañana siguiente como si hubiera pasado contigo la noche más maravillosa de su vida. No es lógico.

– ¿Qué quieres decir?

– No habrá casos de esquizofrenia en su familia, ¿verdad?

– Quizá debamos olvidarnos del plan, ya que, al fin y al cabo, se basaba en que tú conocías a los hombres como él.

– No te preocupes, podemos continuar. Solo tienes que dejarme reflexionar sobre ello. Antes de nada, quiero que me cuentes todo lo que pasó ayer. No me ocultes ningún detalle. Ese hombre va a ser todo un reto, pero seguro que podemos con él.

Sin embargo, Meggie no estaba dispuesta a confesarle que había abandonado su meticuloso plan en cuanto Dylan la había mirado a los ojos. Así que le contó todo a su amiga, salvo lo de los besos.

– ¿Podemos hablar de todo esto después? -le preguntó Meggie después de contarle todo por tercera vez-. Tengo cosas que hacer. Y tú se supone que tenías que ir con los menús a la imprenta. Tenemos tres días para planificar la próxima cita.

– De acuerdo. Pero no quiero darlo por terminado. Necesitas prepararte y ser firme. Al final funcionará, ya lo verás.

Meggie asintió y se fue a la trastienda, donde tenían un pequeño despacho. Pero no podría ser firme, se dijo. Cada vez que Dylan la miraba, se le aflojaban las piernas. No podía resistirse a él. Aunque, por otra parte, sabía que, si no lo hacía, acabaría lamentándolo.

Encontró la chaqueta de Dylan colgada en la puerta del despacho. La agarró y se la puso. Cerró los ojos y se imaginó que estaba en sus brazos. El recuerdo de sus besos hizo que se le acelerase el corazón.

Poco después, abrió los ojos.

– Sabía que esto iba a ocurrir. Sales un día con él y te vuelves loca como cualquier adolescente.

Se quitó la chaqueta y se puso la suya. Se daba perfecta cuenta de que, si esperaba a que él se enamorase de ella para abandonarlo, no sería capaz de hacerlo. O quizá él la dejara a ella primero. Dio un suspiro. En ese momento, podía escapar con un poco de dignidad, ya que él todavía no le había roto el corazón.

Dylan Quinn la había hecho sufrir una vez, así que tenía que dejar de verlo inmediatamente antes de que volviera a hacerle daño.

Capítulo 4

Dylan agarró la manguera y roció de agua la escalera del camión. Al poco rato, se dio cuenta de que ya había limpiado esa zona antes. Dio un suspiro y movió la cabeza resignado. Afortunadamente, no habían tenido ninguna alarma durante su turno, porque lo cierto era que no había dejado de pensar en Meggie desde que había abierto los ojos aquella mañana.

Todavía no había descubierto qué lo atraía de ella. Habían pasado diez días desde que la había sacado gritando de su cafetería. Ese momento había marcado un antes y un después en su vida. Si hubiera sido otra mujer, ya habrían hecho el amor y en ese momento estarían en la recta final de la relación. Con Meggie, sin embargo, lo mejor estaba por llegar.

Dylan frunció el ceño mientras agarraba un paño y comenzaba a secar el parachoques. Le gustaría haber conocido mejor a Meggie cuando eran adolescentes, aunque quizá eso no le hubiera servido de nada. Ella no era la misma chica que él recordaba. Se había convertido en una bella mujer y la transformación era evidente. Pero igual que él llevaba dentro las cicatrices de su infancia, ella también conservaba el rastro de la adolescente tímida que había sido. La niña que se quedaba siempre al margen y observaba a los demás en silencio.

– ¡Quinn!

Vio a Artie Winton de pie en la entrada.

– ¿Qué pasa?

– Tienes visita.

Dylan se apartó del camión y, un instante después, Meggie aparecía en la entrada. Iba con una chaqueta clara que resaltaba el color caoba de su pelo y el verde de sus ojos. Tenía las mejillas sonrosadas por el aire fresco. Y llevaba la chaqueta suya que le había dejado prestada. Dylan se secó las manos en el pantalón.

– Meggie, ¿qué estás haciendo aquí?

– ¿Hay algún lugar donde podamos hablar?

Dylan la condujo hasta un banco que había al fondo de la nave.

– Siéntate.

– Gracias por las flores. Son preciosas y huelen maravillosamente. Dylan sonrió.

– No hay de qué. Me lo pasé muy bien eligiéndolas.

– ¿Las elegiste tú? -preguntó sorprendida.

– Sí.

– No debería haber venido -dijo tímidamente-. Sé que va contra las normas, pero tenía que hablar contigo.

– ¿Las normas?

– Sí, las del departamento de bomberos. Dylan le quitó la chaqueta de las manos, se levantó y la ayudó a que también se levantara ella.

– No, en realidad tratamos de tener una buena relación con la gente, así que no pasa nada porque hayas venido. De todas maneras, pasamos mucho tiempo sin hacer nada, esperando -Dylan buscó una excusa para que no se fuera-. ¿Quieres que te enseñe esto?

– He venido solo a decirte una cosa y a devolverte tu…

– ¿Has estado alguna vez en un parque de bomberos?

Ella se encogió de hombros.

– No, pero es que…

– Pues mira, este es el camión con la cisterna -la interrumpió, intentado ganar tiempo-. Y esa es la escalera. Estos son los depósitos de agua, ¿quieres sentarte dentro?

Dylan la ayudó a subirse a la cabina y luego se subió él. Las manos de ella jugaron sobre el volante y él recordó lo que aquellas manos habían provocado en él.

– Debe de resultar difícil aparcar el camión.

Dylan soltó una carcajada.

– Yo no tengo que conducir. Además, podemos aparcar donde queramos.

Dylan la agarró por la cintura y la bajó al suelo. Al hacerlo, el cuerpo de ella se rozó con el suyo. Sus caderas se encontraron, encendiendo el deseo en el cuerpo de Dylan. Cuando finalmente dejó a Meggie en el suelo, estuvo tentado de besarla allí mismo, pero se dio cuenta de que había algunos compañeros observándolos desde las ventanas.

– Podemos guardar la chaqueta.

Meggie lo siguió hasta un gran cuarto donde los bomberos dejaban sus uniformes y, en cuanto estuvieron solos, Dylan la abrazó. La giró y la puso contra las chaquetas. Luego, tomó su rostro entre las manos y le dio un beso suave en los labios. Lo hizo jugando con ella para tratar de animarla.

¿Cuánto tiempo podría soportarlo? ¿Cuánto tiempo seguiría anhelando sus besos y deseándola de esa manera? Había tratado de pensar en ella como la chica dulce y vulnerable que había sido, creyendo que con eso iba a mitigar su deseo, pero ya no le funcionaba. Ella era suave y delicada, y olía a flores. Él se perdería en su cuerpo sin dudarlo un momento.

– Así está mejor -murmuró sonriendo.

– Esto seguro que sí va contra las normas -dijo ella con la mirada fija en su boca.

Dylan dio un gemido y atrapó de nuevo los labios de ella, pero en aquella ocasión con más ardor. El sabor de sus labios fue directamente a su cabeza, haciéndole olvidarse de todo. La lengua de él jugó con la de ella, dulce y persuasiva, arrastrando a Meggie al calor del presente. Y cuando sus brazos le rodearon el cuello, se apretó contra sus caderas, acorralándola contra la pared.

Ella se estaba ofreciendo a él y Dylan no podía rechazarlo. Ninguno de los dos podía controlar la pasión que los había invadido. Y aunque sabía que debería reprimirse y tomarse las cosas con calma, el modo de responder de ella a sus besos le volvía loco.

Le acarició el rostro y luego bajó las manos por su cuerpo. Le apartó la chaqueta y agarró su cintura. Ella gimió suavemente. El jersey que llevaba se pegaba a sus senos y él tocó la delicada lana como si estuviera tocando la piel de ella.

A continuación, metió las manos debajo del jersey y acarició su piel desnuda, suave y delicada. Sintió que se le encendía la sangre, pero justo entonces sonó la alarma. Dylan se apartó despacio sin dejar de mirarla. Contempló sus labios todavía mojados y sus mejillas, encendidas por el deseo.

– Meggie, tengo que irme.

– ¿Irte?

En ese momento, dijeron a través de los altavoces la dirección del lugar de la emergencia.

– Tenemos que salir. Hay un fuego. Dylan murmuró entre dientes que, en realidad, había más de uno y luego se puso la chaqueta, ocultando así la evidencia de su deseo. Agarró de la mano a Meggie y salieron del cuarto. Dylan fue hacia el camión y se apoyó al lado del panel donde estaban los botones que hacían funcionar las cisternas de agua.

– Y así es cómo conseguimos la increíble presión de agua para apagar los fuegos en Boston -dijo con una sonrisa.

Meggie observó la actividad que se desarrollaba a su alrededor. Los hombres se ponían las chaquetas sin detenerse, se chocaban con ella al pasar, se ponían las botas… Dylan le dio un beso breve.

– Por cierto, ¿qué querías decirme?

– No es importante, puede esperar.

– Entonces te recogeré el miércoles a la hora de comer. Ve abrigada -gritó, yendo por su casco y sus botas.

Meggie permaneció allí, con expresión turbada. Los camiones empezaron a salir y Dylan se subió a la cabina de uno de ellos.

– ¡Gracias por traerme la chaqueta! -gritó por encima del sonido de las sirenas.

Meggie le dijo adiós con la mano mientras salía a la calle. Dylan sacó la cabeza por la ventanilla y no dejó de mirar hacia Meggie hasta que el camión se perdió a lo lejos. Tenía la boca todavía húmeda por los besos compartidos y no podía sacarse de la cabeza el aroma de Meggie. Metió finalmente la cabeza dentro de la cabina y sonrió para sí.

– Oye, Quinn, ya veo que has recuperado la chaqueta -le comentó Artie-. ¿Te la vas a olvidar hoy también?

Dylan movió la cabeza y soltó una carcajada.

– No, es una mala costumbre que voy a abandonar. Desde ahora, no me voy a dejar ninguna chaqueta más.

– ¿Vamos a montar en barco? -quiso saber Meggie mientras miraba fijamente el enorme barco que se balanceaba en el agua.

Aunque El Poderoso Quinn parecía estar en buenas condiciones de navegación, Meggie tenía miedo.

– Nunca he montado antes en barco. En el océano, quiero decir. Fui una vez a remar a un sitio, pero la barca estuvo a punto de darse la vuelta y yo me caí al agua. Porque pretendes que salgamos a navegar por el océano, ¿verdad?

– Bueno, me imagino que también podríamos atarlo al coche de Liam y luego montarnos e ir por la carretera, pero creo que sería más fácil navegar por el océano -replicó Dylan, riéndose y besándola en la mejilla-. Además, técnicamente no se trata del océano, sino de la bahía de Massachusetts.

– ¿Y para qué tienes que ir a Gloucester?

– Porque Brendan conoce allí a un tipo, que tiene un cobertizo donde poder dejar el barco para repararlo durante el invierno. Por otro lado, como está escribiendo un libro sobre la pesca del pez espada en el Atlántico Norte, aprovechará para quedarse y conocer los alrededores.

– Te repito que no sé nada de barcos.

La muchacha miró nerviosamente al coche que el hermano de Dylan les había dejado y al barco. Meggie tenía pensado romper su relación con Dylan aquel mismo día. No había tenido oportunidad de hacerlo en el parque de bomberos, pero después de dos días de darle vueltas al asunto, se había convencido de que lo mejor era romper con él cuanto antes.

¡Pero en un barco no podía hacerlo! ¿Y si se enfadaba? En un barco, no había sitio para correr. ¿Y si trataba de convencerla de que estaba equivocada? En un barco, no podría esquivar a Dylan. Lo único que él tenía que hacer era tocarla del mismo modo como lo había hecho en el parque para que ella cambiara de parecer.

Dio un suspiro profundo, pensando en que tenía que tomar una decisión rápida. O se iba a Boston en ese momento y se olvidaba para siempre de Dylan, o se pasaba el día en un barco con un hombre que tenía la capacidad de volverla loca con un simple beso. Parpadeó indecisa.

– ¡Oh, qué diablos!

¿Por qué tenía que resistirse a Dylan? ¿Por qué no aprovechar las cosas buenas de la vida? Ya podría romper con él al día siguiente, o al otro, cuando se cansara de cómo sabía su boca o del calor de sus manos en su cuerpo.

– Mi hermano Brendan hará la mayor parte del trabajo -explicó Dylan-. Conor y yo solo tenemos que ayudar en el muelle. Y la novia de Conor, Olivia, también vendrá con nosotros. Entre todos nos ocuparemos de llevar el barco, así que no tienes por qué preocuparte. Te lo pasarás bien, te lo prometo.

– ¿Me prometes que no te enfadarás si me mareo y vomito?

– No te marearás. El barco es muy grande y el mar está en calma. Además, no vamos a alejarnos mucho de la orilla. Pero si no te apetece, no tenemos por qué ir.

Pero ella había decidido relajarse y disfrutar del presente. Dylan la había invitado para que conociera a sus hermanos y ella no podía evitar cierta curiosidad. Los había conocido en el instituto, pero no los había tratado personalmente. Quizá, conociéndolos a ellos, entendería mejor a Dylan. ¿Qué mal podía haber en ello?

– ¡Eh, Brendan! Hay alguien merodeando en tu zona del muelle. ¿Quieres que lo arroje al mar?

Meggie se volvió y vio a un hombre alto y moreno en la cubierta del barco. Era tan guapo como Dylan y tenía los mismos ojos dorados que él. Al ver a Meggie, puso cara de sorpresa.

– ¿Quién es? -preguntó el hombre. Dylan agarró a Meggie de la mano.

– Meggie, este es mi hermano mayor, Conor. No sé si te acuerdas de él. Conor, esta es Meggie Flanagan… la hermana pequeña de Tommy Flanagan.

Conor esbozó una amable sonrisa y le dio la mano para ayudarla a subir a bordo.

– Me alegro de que hayas venido. Dylan señaló hacia la cabina del piloto, donde había otro hombre igual de guapo que los otros dos.

– Y ese es Brendan.

Brendan hizo un gesto con la mano a Meggie. Se quedó mirándola extrañado durante un rato y luego continuó con lo que estaba haciendo. Conor saltó al muelle y, segundos después, los motores comenzaron a sonar. Como un equipo bien organizado, Dylan fue a quitar las amarras de proa mientras Conor hacía lo propio con las de popa. En el último momento, ambos saltaron a bordo y el barco salió del puerto de Hull.

Una mujer rubia y guapa salió del camarote y se acercó a Conor, que se la presentó a Meggie como su novia, Olivia Farrell. Meggie nunca se había sentido cómoda con desconocidos, pero Olivia la hizo sentirse arropada. En un momento dado, la agarró de la mano y la llevó al interior del camarote, que era acogedor y limpio.

– ¡Qué bonito!

– Sí -dijo Olivia, sonriéndole. Luego agarró una cesta de mimbre y la colocó sobre la mesa-. Me alegro de que hayas venido. Me preguntaba cuándo íbamos a conocerte.

– ¿Conocerme? -preguntó Meggie, sentándose en la mesa para evitar así tener que mantener el equilibrio.

– Por el modo en que Dylan habló de ti el otro día en el pub, me dio la impresión de que ibais a empezar a veros a menudo – Olivia comenzó a sacar el contenido de la cesta y a dejarlo sobre la mesa-. Es un chico estupendo. Me alegro de que haya encontrado a alguien.

Meggie aceptó la taza de café que le sirvió Olivia. El café le asentó el estómago y le calentó las manos.

– Bueno, lo cierto es que solo hemos salido un día. Además, Dylan no parece un hombre al que le gusten las relaciones serias.

– Pero nunca antes había traído a ninguna amiga a estas excursiones. O por lo menos, eso es lo que me ha contado Conor. Eso significará algo, ¿no crees?

Meggie se encogió de hombros.

– Quizá. Pero los hombres como Dylan no se enamoran. O por lo menos, no para siempre.

– Parece que te sabes las historias de Seamus Quinn sobre los Quinn.

– ¿Qué quieres decir?

– Después de que su madre se fuera, Seamus Quinn les contaba a sus hijos por la noche historias sobre sus antepasados. Las historias siempre contenían el mismo mensaje: el enamorarse era una debilidad. Y los chicos las repetían una y otra vez cuando Seamus estaba en el mar. Brendan es el que mejor las cuenta, pero he oído que Dylan también es bueno… Me imagino cómo sería la vida de ellos de niños sin su madre -añadió, dando un suspiro.

– Dylan nunca menciona a su madre. ¿Tienen relación con ella?

– No. Seamus dice que se murió en un accidente de coche un año después de que los abandonara, pero Conor no se lo cree. No sé lo que pensará Dylan. Él oculta sus sentimientos bajo esa fachada simpática y cordial, pero creo que es al que más le afectan las cosas. Conor fue quien se encargó de criar a los chicos y Brendan ayudaba a su padre con el barco. Dylan no tenía ningún papel importante, así que aprendió a hacerse encantador.

– Sí, puede ser encantador. Algunas veces me atrapa ese encanto y hasta creo que me tiene un poco de cariño.

– ¿Y si fuera así? ¿Tú qué sientes por él? El rostro de Meggie se iluminó con una amplia sonrisa.

– Estoy enamorada de Dylan Quinn desde los trece años. Me gustó desde el primer día que vino a casa con mi hermano Tommy. Dylan era alto y muy guapo ya entonces y yo pensé que me moriría si él no me correspondía -de repente, se puso colorada-. No debería contarte esto.

Olivia se sentó a su lado y le ofreció galletas.

– No, no te preocupes. La primera vez que vi a Conor, sentí lo mismo. Me comporté como una colegiala. Todos los hermanos tienen algo irresistible. Son muy duros por fuera, pero por dentro son… frágiles.

– Algunas veces, no puedo pensar si él me mira. Y cuando me besa, yo… -Meggie se detuvo, pensando que quizá estaba hablando demasiado, pero Olivia la miró sonriendo.

– Lo sé. Yo intento resistirme a Conor, pero nunca lo consigo. Quizá los cuentos de Seamus sean verdad. A lo mejor esta familia tiene poderes mágicos.

Meggie asintió y luego dio un suspiro profundo.

– Algunas veces pienso que sigo enamorada de Dylan. Pero luego me enfado conmigo misma y trato de olvidarme de ello, porque sé cómo es él.

– La gente cambia y algunas veces merece la pena arriesgarse -se levantó y agarró a Meggie de la mano-. Vamos fuera; hace un día precioso.

Encontraron a Dylan y Conor en la cabina con Brendan. La vista desde la proa era espectacular. Meggie miró hacia la bahía y luego a la orilla, donde se veía el perfil de la ciudad de Boston, envuelta en una ligera bruma. El balanceo del barco era bastante pronunciado y Meggie se agarró al brazo de Dylan. Luego, cerró los ojos, dio un suspiro profundo y rezó para que no le entraran ganas de vomitar la galleta que acababa de tomarse junto con la taza de café.

Cuando abrió los ojos, Dylan la estaba mirando.

– Vamos abajo. Allí te sentirás mejor – dijo, ayudándola a bajar por la escalera-. ¿Qué tal?

– Mejor.

Dylan le pasó un brazo por los hombros.

– Estupendo.

Se quedaron en silencio un buen rato, ambos mirando el agua y respirando el aire salado. Las gaviotas volaban sobre ellos, sumergiéndose de vez en cuando en el agua en busca de la carroña que las barcas dejaban.

– Me gusta tu familia -dijo Meggie de repente-. Tus hermanos son muy simpáticos y Olivia es encantadora.

– Sí, lo es. Conor es un hombre con suerte. Y le estoy agradecido por ser el primero en demostrar que la leyenda de la familia es falsa. Al parecer, los miembros de la familia Quinn sí que pueden ser felices al lado de una mujer. Siempre que encuentren a la mujer adecuada.

Meggie se quedó un rato callada, pensando en si ella sería la mujer adecuada para él.

– Dylan, ¿por qué me has traído?

– No estoy seguro -contestó él, mirando al horizonte-. Solo sabía que, cuando estuviera en el mar, me gustaría tenerte a mi lado. Quería que vieras todo esto -añadió, mirándola de reojo-. Es parte de mí. Si no fuera por este barco, probablemente seguiría viviendo en Irlanda y sería una persona diferente -miró a su alrededor, como si estuviera hablando demasiado-. Cuando era pequeño, odiaba este barco.

– ¿Por qué?

Dylan se levantó y fue hacia la proa. Luego se volvió hacia Meggie y ella contuvo el aliento. Con el viento revolviéndole el cabello, Dylan parecía un dios antiguo. Era el hombre más guapo que había conocido y en ese barco, con el mar azul a su alrededor, parecía en su medio natural.

– Por este barco fue por lo que vinimos a América. Y también fue el culpable de que mi padre pasara semanas enteras fuera de casa -le explicó-. Este barco es el que hizo que mi madre se fuera y nos dejara. Este barco fue el culpable de todas las cosas malas que me pasaron de pequeño. Algunas veces, deseé que se hundiera en el fondo del mar para que nosotros pudiéramos ser una familia normal. Pero ahora que soy mayor, me doy cuenta de que no era el barco, sino lo que representaba: la soledad, el miedo y las privaciones.

Meggie se sorprendió de la repentina confesión de Dylan. ¿Qué pensaría Lana de ello? Tendrían que revisar su plan.

– ¿Qué le pasó a tu madre?

– No lo sé con seguridad. Conor cree que sigue viva, pero creo que a todos nos asusta un poco que sea cierto. Nos da miedo que la imagen que tenemos de ella no sea la real. Lo único que sabemos es que un día se fue y todo empezó a ir mal -esbozó una sonrisa-. Mi padre y sus historias sobre los Quinn… Lo único que tenía que hacer era mirar a sus hijos para darse cuenta de lo mucho que necesitábamos a nuestra madre. Por eso pasaba yo tanto tiempo en tu casa. Tu madre era siempre muy cariñosa conmigo y cocinaba mucho mejor que Conor.

– Y si un día apareciera, ¿qué haríais?

Dylan se quedó en silencio unos instantes, con la vista fija en ella. Meggie vio el dolor en sus ojos y, de repente, entendió al adolescente que una vez había sido él. Comprendió al muchacho que usaba su físico y su simpatía para hacerse un lugar en el mundo y para protegerse de los terrores de la vida.

Dylan volvió y se sentó junto a Meggie.

– La agarraría de la mano y no dejaría que se fuera nunca más.

Meggie sintió un nudo en la garganta. Por un momento, quiso creer que hablaba de ella. Se acercó y le dio un beso en los labios. Dylan puso cara de sorpresa y luego esbozó una sonrisa mientras apretaba su frente contra la de ella.

Meggie dio un suspiro profundo y besó de nuevo a Dylan, dejando a un lado sus dudas y preocupaciones. Quería disfrutar del presente y las sensaciones que calentaban su sangre en esos momentos. Ya decidiría qué iba a hacer más tarde. De momento, quería seguir soñando un poco más de tiempo.

– Así que esta mujer es Meggie Flanagan -murmuró Brendan, mirando hacia la proa.

Dylan miró por la ventanilla de la cabina. Meggie y Olivia estaban sentadas en proa, tomando chocolate caliente y charlando animadamente. Habían llegado, ya por la tarde, a Gloucester y Conor había ido a comprar algo de cena en el muelle.

– Desde luego, no es la Meggie Flanagan que yo recuerdo del instituto -añadió Brendan-. Era solo un año más pequeña que yo, pero no recuerdo haber visto nada en ella que sugiriera la belleza en que iba a convertirse.

– Es muy guapa, ¿verdad? Algunas veces pienso que podría mirarla durante horas y no aburrirme nunca.

Brendan le dio un golpecito a su hermano en el hombro.

– Parece que esa mujer te ha atrapado.

– Puede que sí, puede que no. Nos hemos visto varias veces desde lo del incendio, aunque solo hemos salido, oficialmente, una vez. Y todavía no puedo asegurar qué siente ella por mí.

– No puedes culparla. Ya sabes tu fama con las mujeres.

Dylan hizo un gesto de impaciencia. ¿Por qué siempre le hablaban de lo mismo?

– Espero quitarme esa fama durante la próxima década. Meggie es la primera chica especial en mi vida y no quiero que piense que estoy haciendo tiempo con ella hasta que aparezca otra.

– Esto no presagia nada bueno. Primero Conor y luego tú. Papá ha tenido que hacer un gran esfuerzo para aceptar lo de Conor. Cuando se entere de lo tuyo, le va a dar un infarto. Todos aquellos cuentos no han servido para nada.

– Te repito que es pronto para decir que lo mío vaya en serio.

Dylan volvió a mirar a Meggie, que en un momento lo vio observándola y lo saludó alegremente con la mano.

– Me doy cuenta de cómo la miras. Así que te diré lo mismo que le dije a Conor. No lo estropees, puede que solo tengas una oportunidad de hacer que salga bien.

Dylan asintió.

– ¿De qué estarán hablando?

– Ya conoces a las mujeres. Probablemente están haciendo comparaciones sobre la virilidad de los hermanos.

– ¿De veras? -preguntó Dylan-. ¿Hablan de eso? Pero si no se conocen apenas.

– Bueno, supongo que no estarán hablando de deportes y tampoco pueden estar tanto tiempo hablando de barras de labios y esmalte de uñas. Más tarde o más temprano, me imagino que se habrán puesto a hablar de hombres.

– Será mejor que vaya con ellas. No quiero que Olivia la asuste.

Hasta ese momento, no le había importado que sus hermanos conocieran a sus novias. Pero Meggie no era una conquista y quería que la conocieran como él la conocía. Que vieran lo simpática que era y entendieran por qué le hacía reír. Y quería demostrarles que no todas sus relaciones tenían por qué terminar en poco tiempo, que él también era capaz de enamorarse.

Después de todo los cuentos que su padre les había contado sobre los peligros del amor, había imaginado que nunca llegaría a querer a una mujer. Pero cada vez que pasaba un rato con Meggie, se daba cuenta de que sí era posible encontrar a la persona perfecta con la que compartir la vida. Sí, quizá esa persona fuera Meggie.

Bajó la escalera y, al torcer para dirigirse hacia donde estaban ellas, se chocó con Olivia. Esta sonrió y le dio un beso.

– Meggie es maravillosa. No lo estropees, ¿de acuerdo?

– ¿Por qué todo el mundo piensa que voy a estropearlo?

Encontró a Meggie apoyada en la barandilla de babor, mirando hacia el mar. La agarró por detrás y la apretó contra sí.

– ¿No tienes frío? Ella asintió.

– Sí, iba a entrar y… -en ese momento un pez apareció sobre el agua y volvió a sumergirse-… ¿Qué ha sido eso?

– Me imagino que habrá sido una sirena.

– No existen las sirenas. Excepto en Disneylandia.

– Te equivocas. Un antepasado mío, Lorcan Quinn, conoció a una sirena que se llamaba Muriel.

– Entonces tu antepasado Lorcan estaba tan loco como tú.

– Lorcan fue un chico salvaje y se merece una historia mágica -comenzó Dylan, incapaz de resistir el reto de convencer a Meggie-. Un chico valiente e irresponsable. Un día, su padre le dijo que tenía que convertirse en una persona útil, así que Lorcan se ofreció a salir a pescar con la barca. Bueno, la verdad es que no tenía intención de pescar nada y lo único que hizo fue tumbarse a descansar. Se quedó dormido, pero al poco rato abrió los ojos y oyó una canción muy hermosa. Cuando se incorporó, estaba lejos de la orilla.

– Parece un cuento irlandés.

Dylan no se había dado cuenta de que contaba el cuento con el acento de su país natal, pero así tenían que contarse las historias, como si fueran música.

– Bien, pues se asomó al mar y vio a una sirena nadando alrededor de la barca. Se llamaba Muriel y vivía en un reino que había en el fondo del mar. Le habló a Lorcan de la belleza de su reino y de su riqueza, animándolo a que se fuera con ella. Pero Lorcan no confió en ella porque había oído muchos cuentos acerca de sirenas que arrastraban a los pescadores a morir. Así que remó hacia la orilla.

– ¿Y qué pasó? ¿Era una sirena buena o mala?

– Ya lo verás -replicó Dylan, besándola en la nariz-. Pero lo cierto era que Lorcan no podía olvidarse de ella. Y cada vez que salía al mar, la oía cantar. Un día, se dio cuenta de que se había enamorado de ella por su belleza y el sonido de su voz. Pero ella pertenecía al mar y él a la tierra, así que era imposible que pudieran estar juntos. De todos modos, eso no impidió que Lorcan saliera al mar todos los días para reunirse con ella, hiciera el tiempo que hiciera.

Meggie lo escuchaba, mirándolo fijamente a los ojos.

– Un día hubo una gran tormenta y la barca de Lorcan se vio arrastrada por una enorme ola. Muriel intentó salvarlo, pero la tormenta era muy fuerte y los arrastró a ambos contra las rocas. Estaban medio muertos y Muriel pidió a Lorcan que la devolviera al mar, porque sería el único modo de salvarse.

Lorcan sabía que eso significaría su muerte, pero como la amaba, saltó al mar con Muriel en brazos.

– ¿Y murió?

– En la historia que siempre cuento, se muere y se queda en el fondo del mar. Y todo por ser tan estúpido de creer a una sirena.

– Es terrible -gritó Meggie, dándole un codazo.

– Pero en la versión de Brendan, Lorcan devuelve a Muriel a su reino y su padre, que es quien gobierna el océano, se pone tan contento de volver a ver a su hija, que le concede un regalo a Lorcan. Le da el poder de vivir bajo el agua. Así que, al sacrificar su propia vida por el amor, consigue una nueva vida debajo del mar. Allí, vivirá feliz con Muriel el resto de sus días.

– Esa versión me gusta más.

– Cuando papá estaba fuera, Brendan siempre cambiaba el final de las historias y acababan teniendo seis o siete finales. Nunca sabíamos cuál iba a contarnos. Eso mantenía el interés. A mí, las versiones de Brendan, siempre me parecieron algo blandas, pero esta en concreto sí me gustaba.

Entonces agarró a Meggie, que se había girado hacia el mar, y la hizo volverse hacia él. Luego la besó dulcemente hasta que notó que su sangre comenzaba a arder. ¿Cuántas veces había tratado de descubrir lo que lo atraía a ella? ¿Sería su belleza o quizá su fragilidad? ¿O el hecho de conocerse hacía mucho tiempo?

Abrazó su cuerpo esbelto y se abandonó en él. Entonces se dio cuenta de que nada importaba, salvo el que se hubieran reencontrado y estuvieran juntos en ese momento. Ya tendría tiempo más adelante de analizar sus sentimientos.

Capítulo 5

Meggie dio un suspiro y se apretó un poco más contra Dylan. Al salir de Gloucester, se había quedado dormida, apoyada sobre su hombro y, en ese momento, las luces de la autopista la avisaron que estaban llegando a Boston.

Había sido un día casi perfecto, cálido para estar en noviembre y con un cegador cielo azul. Aunque si hubiera llovido y las olas hubieran sido de diez metros, habría seguido pensando lo mismo.

Y en parte se lo debía a Olivia Farrell. Meggie no tenía ninguna hermana, pero si la hubiera tenido, habría querido que fuera como ella. Era guapa y elegante, pero también divertida. Había hecho que se sintiera como si fueran amigas de siempre y a los hermanos sabía ponerlos en su sitio.

Al despedirse, Olivia le había prometido que iría a la inauguración de la cafetería. Meggie, por su parte, había prometido ir a verla a su tienda de antigüedades en cuanto pudiera. Pero al decirle adiós con la mano desde el muelle, se dio cuenta de que posiblemente no volvería a verla más. La única conexión que tenía con ella era tan frágil como la que tenía con Dylan Quinn.

Aunque no sabía lo que le depararía el futuro, estaba segura de una cosa: si seguía intimando con Dylan Quinn, acabaría lamentándolo. Porque por mucho que siguiera el plan de Lana, un hecho era indudable: los hombres como Dylan no se enamoraban eternamente. Quizá sí en las películas románticas o en las novelas, pero no en la vida real.

De todos modos, eso no quería decir que no pudiera disfrutar del momento, como había hecho aquel día. Siempre había llevado una vida perfectamente ordenada. Había estudiado mucho en el instituto para obtener una beca, se había esforzado en la universidad para conseguir un buen trabajo y luego había ahorrado todo lo que había podido para montar la cafetería.

Parecía que sus sueños profesionales estaban a punto de hacerse realidad, así que, ¿por qué no podía permitirse alguna fantasía en el terreno personal? Estaba a punto de cumplir treinta años y, antes de cumplirlos, le gustaría experimentar al menos una vez la pasión que suele acompañar a una aventura breve con el hombre equivocado. Y si eso era lo que deseaba, Dylan Quinn era el candidato favorito.

– ¿Estamos llegando?

Meggie alzó la vista para mirarlo y, al ver el rostro de Dylan, iluminado por las luces de la calle, contuvo la respiración. A veces deseaba que el tiempo se detuviera para poder contemplar mejor su rostro, para memorizar cada una de sus facciones y examinar la línea de su mandíbula y su boca.

– Sí. Y ahora, antes de nada, tengo que pasarme por el pub. Les prometí a Brian y Sean que llevaría el dinero al banco. Sé que estás cansada, pero solo será un momento.

– Me lo he pasado muy bien -murmuró Meggie, ya totalmente espabilada.

– Yo también.

Pocos minutos después, llegaron al pub. Dylan apagó el motor y se inclinó sobre Meggie para darle un beso en los labios.

– Tengo que darme prisa, ya han cerrado. No quiero que te quedes aquí sola, ven.

– De acuerdo.

Dylan salió del Mustang y dio la vuelta para abrir la puerta de Meggie. Cruzaron la calle de la mano, Dylan abrió la puerta del pub y dejó que Meggie entrara primero. Luego encendió las luces y Meggie no pudo evitar mirarlo todo con curiosidad. Allí era donde Dylan pasaba la mayor parte del tiempo y, seguramente, en aquel lugar conocía a muchas mujeres guapas.

– Nunca había estado antes en un pub.

– ¿Qué?

– Sé cómo son. Conozco la serie Cheers, pero cuando iba a la universidad me pasaba las noches de los viernes y los sábados estudiando. Luego, cuando comencé a trabajar, tampoco tenía tiempo para salir. Además, siempre hay mucha gente en estos sitios. Muchos desconocidos.

– ¿Y entonces dónde conoces a los hombres?

Meggie se ruborizó.

– Ese debe de ser mi problema. Siempre están en los bares, ¿verdad? Y yo esperando al hombre de mis sueños en el taller de cerámica donde paso mi tiempo libre…

Dylan soltó una carcajada y Meggie sonrió, satisfecha de haber contestado a su pregunta de una manera tan ingeniosa.

– En realidad, no he conocido a muchos hombres. Me imagino que no debería ser tan sincera, pero es la verdad.

Dylan puso un dedo bajo su barbilla y se la levantó.

– Pues yo te aseguro que, si entras aquí un viernes por la noche, a los pocos minutos tendrás a todos los hombres que quieras a tu disposición.

– La próxima vez que quiera conocer a un hombre simpático, solo tendré que incendiar mi casa.

Dylan se echó a reír al tiempo que la agarraba de la mano y la llevaba hacia la barra.

– Conocer a un hombre en un bar no es difícil. Es peor para él, que se arriesga a que lo rechacen delante de sus amigos. Eso puede ser suficiente para que no lo intente. Pero una mujer solo tiene que ser guapa.

– No creo que eso sea suficiente.

– Te lo demostraré.

Dylan se metió en la barra y tomó una botella de ron. Luego echó un chorro a un vaso con hielo y añadió zumo de fruta y granadina. Por último, le puso una guinda y un chorrito de pina y se lo dio a Meggie.

– ¿Qué es esto?

– Es un ponche de ron. Es típico de Irlanda.

Mientras lo decía, se sirvió una cerveza y luego se fue al último taburete de la barra e hizo una seña a Meggie.

Esta le respondió y bebió un sorbo de su ponche. Estaba dulce y fuerte; era la bebida perfecta para el juego de Dylan. Meggie pensó para sí que, si de verdad quería vivir de una manera más excitante, tendría que empezar en esos momentos.

– ¿Y ahora qué hago? -preguntó ella, sintiéndose desinhibida después de dar un nuevo trago a su ponche.

– Bueno, si te gusta beber y quieres conocerme, te sugiero que vayas hasta la máquina de discos y pongas alguno.

– ¿Por qué?

– Porque eso me dará oportunidad de ver tu cuerpo y también cómo te mueves.

– ¿Y si no tengo un cuerpo bonito? -preguntó, ya metida en la fantasía de él.

Dylan se levantó y fue hacia la máquina registradora, de donde sacó algunas monedas, que luego dejó sobre la barra, frente a ella.

– Cielo, te aseguro que si te acercas a la máquina de discos y el bar está muy lleno, no seré el único que te mire. Ahora ve a poner algo de música y deja de preguntar.

Meggie tomó su bebida y se acercó a la máquina. Sentía los ojos de Dylan clavados en ella, así que caminó más despacio y movió las caderas un poco más de lo normal. Aunque llevaba un jersey de lana gruesa y unos vaqueros viejos, en ese momento se sentía muy sexy… y un poco traviesa. Al llegar a la máquina, puso un disco de Clannad y esperó a que comenzara a sonar.

– Hola.

Dylan estaba detrás de ella y, al notar su aliento en la nuca, dio un respingo. Se giró, pero al hacerlo no se dio cuenta que tenía el ponche en la mano. El vaso chocó con el pecho de Dylan y se derramó sobre su jersey.

– Lo siento… no me había dado cuenta de que estabas tan cerca.

– No te preocupes.

Al decirlo, Dylan se quitó el jersey y lo dejó en una mesa cercana. Pero el ponche también le había mojado la camiseta.

¡Eso era lo que le pasaba cuando se dejaba llevar! Con cualquier otro hombre, habría sido capaz de seguirle el juego, pero con Dylan se estaba poniendo nerviosa. Solo la idea de que la tocara… de que la besara… Tragó saliva y decidió calmarse para continuar. Pero el deseo le nublaba el sentido común.

Con mano vacilante, tocó la camiseta mojada de Dylan.

– A lo mejor tendrías que quitártela también. Puedo lavarla.

Dylan se quedó mirándola unos instantes y luego empezó a quitársela. Pero ella lo detuvo, agarrando la tela y subiéndosela despacio hasta quitársela.

– Ya está. Así estás mejor. Entonces, Dylan la abrazó y Meggie acarició su piel desnuda y el vello que cubría su pecho.

– ¿Y ahora qué haríamos? Dylan se inclinó y le rozó la mejilla al ir a hablarle al oído.

– Ahora yo te preguntaría si quieres jugar a los dardos.

– ¿Por qué?

– Porque probablemente no sabrías jugar. Así tendría que enseñarte y eso me daría la oportunidad de tocarte.

Meggie apoyó la cabeza en su hombro y giró la cabeza hasta que sus labios estuvieron muy cerca de los de él.

– Y después también podemos jugar al billar -propuso ella.

– Ahora tienes que alinear mentalmente la bola con el agujero donde vas a meterla.

Luego, piensas el lugar donde tienes que golpear la bola y le das con el palo.

– De acuerdo.

Meggie se inclinó sobre la mesa de billar y sus nalgas rozaron el vientre de Dylan. A este se le escapó un gemido y agarró a Meggie por detrás para enseñarle cómo sujetar el palo. Ya le había enseñado a tirar dardos, y justo cuando creía que no podía aguantar más, que no podía controlar su deseo por más tiempo, le sugirió que jugaran al billar.

Si Meggie hubiera sido cualquier otra mujer, Dylan habría dejado a un lado todos sus escrúpulos y la habría seducido. Pero con ella era diferente. Meggie no tenía nada que ver con sus otras conquistas.

La deseaba como no había deseado a ninguna otra mujer, pero sospechaba que, cuando hicieran el amor, sentiría algo mucho más profundo que con las otras mujeres con las que se había acostado. Decir que no estaba un poco asustado sería mentir. Meggie era la única mujer que había conocido que tenía la capacidad de llegar hasta su corazón… y sabía que podría rompérselo con la misma facilidad.

– ¡Ha entrado! -gritó Meggie. Pero Dylan seguía inclinado sobre ella con las manos a ambos lados de su cuerpo y, al levantarse, rozó la nariz de Dylan con su palo.

– Oh, lo siento. No sabía que esta… quiero decir que, al darme la vuelta, el palo… ¿Te ha dolido?

– Me imagino que debería estar contento por que no me hayas hecho nada jugando a los dardos.

– Nunca se me han dado bien los juegos. Me pongo nerviosa y hago las cosas torpemente -se puso de puntillas y le dio un beso en la nariz-. ¿Mejor?

– Mejor.

Meggie se puso seria y lo miró durante un rato. Luego volvió a besarlo. Esa vez en la mejilla y fue un beso más largo.

– ¿Y ahora?

– Si me das otro, seguro que me pongo bien.

Meggie se inclinó para besarlo en la otra mejilla, pero en el último momento, él se giró y sus labios se encontraron. Dylan no llevó esa vez el mando, sino que fue Meggie. Al principio, fue un beso lento y vacilante, pero luego le pasó la lengua por los labios, provocándolo y animándolo para que profundizara el beso. Él, como era lógico, no pudo resistirse.

La agarró por la cintura y la sentó sobre la mesa de billar sin dejar de besarla. Luego, se metió entre sus piernas y la apretó contra su pecho desnudo. Meggie estaba tan caliente y era tan delicada, que tocara donde tocara, nunca tenía bastante.

El deseo de Dylan por Meggie se había hecho casi una constante en su vida y, cada vez que la tocaba o la besaba, sabía que llegaría un momento en que no podría detenerse. Su capacidad de autocontrol era cada vez más débil y sentir las manos de ella acariciando su torso se lo estaba poniendo todavía más difícil.

Las manos de ella parecían trazar senderos de fuego allá donde lo tocaban. Deseaba que Meggie lo poseyera, que utilizara su cuerpo como si le perteneciera, que disfrutara excitándolo.

Entrelazó sus manos con las de Meggie. Luego se llevó una de ellas a la boca. En el pasado, la seducción había sido para él un juego, un medio para conseguir un fin, pero con Meggie, solo era el comienzo, como si solo fuera una puerta que condujera a su alma. Quería conocerla, física y emocionalmente. Necesitaba saber lo que le hacía feliz o desgraciada, lo que le hacía temblar de deseo y gritar.

Dylan apretó los labios contra la delicada piel de debajo de su oreja y luego se la chupó y mordisqueó con cuidado. Meggie soltó un gemido que le confirmó que había conseguido el efecto deseado. Entonces, metió la mano por debajo del jersey y buscó hasta encontrar otro punto igualmente sensible. Observó su reacción y, poco después, ella gemía dulcemente con la cabeza echada hacia atrás.

Pero el pesado jersey de lana estaba empezando a ser un obstáculo y Dylan, impaciente por continuar, agarró el borde y tiró de él hacia arriba. Meggie vio que en los ojos de él brillaba un intenso deseo. El mismo que la tenía atrapada a ella. Con un suspiro de impaciencia, retiró las manos de él y, de un solo movimiento, tiró del jersey y de la camiseta al mismo tiempo. Su pelo cayó como una cascada sobre sus hombros.

Dylan apenas podía respirar. Era la mujer más guapa que había visto en su vida. Su piel, incluso bajo las luces que iluminaban la mesa de billar, era tan luminosa y tan perfecta, que instintivamente llevó las manos a sus hombros. Luego, le retiró las tiras del sujetador.

Meggie se estremeció.

– ¿Tienes frío?

Ella negó con la cabeza. Dylan vio la duda en sus ojos y estuvo a punto de dar por terminado el juego, pero entonces ella estiró las manos, las metió en la cinturilla de sus pantalones y lo atrajo hacia sí hasta que se quedó prácticamente tumbado encima de ella.

– No lo hago demasiado bien, ¿verdad?

– Solo tienes que tocarme -replicó Dylan, besándola en el cuello-. Y yo te tocaré a ti. El resto llegará solo.

A pesar de que Meggie había tenido alguna experiencia, Dylan sospechaba que no había sido seducida apropiadamente. Con ese tipo de seducción en que la mente pierde todo contacto con el cuerpo, dejando salir los instintos más primarios. Él sabía que podía hacerla llegar allí. Sería solo cuestión de tiempo.

Meggie empezó a acariciarle el cuello con la mano y luego continuó con la boca. Cuando su lengua llegó a uno de sus pezones, él soltó un gemido. Ella se quedó inmóvil y alzó la vista.

– ¿Te he hecho daño?

Dylan sonrió y le pasó la mano por el pelo.

– No, ha sido increíble.

A Meggie pareció gustarle descubrir que tenía el poder de hacerle gemir. Mientras seguía besando el pecho de él, su cabello comenzó a hacerle cosquillas en el vientre. Luego, ella fue bajando cada vez más y, cuando Meggie continuó acariciándolo por encima de los pantalones, Dylan pensó que iba a volverse loco.

No estaba preparado para ello, no estaba preparado para la repentina necesidad de quitarse toda la ropa, de desnudarla a ella también y enterrarse en su cuerpo. Pero la agarró por la cintura y la echó hacia atrás hasta que sus ojos se encontraron.

– ¿Es esto lo que deseas? Meggie asintió.

– Dilo.

– Sí, te deseo -replicó con voz firme. Pero, de repente, se sintió insegura-. Bueno, si tú me deseas también, claro.

Dylan hizo un ruido con la boca.

– Oh, Meggie, claro que te deseo. Y no creo que sepas cuánto -la agarró y la hizo rodar hasta quedar sobre ella.

– Dime lo que te gusta -le dijo Meggie.

– Solo que lo hagas despacio. Eso es lo que me gusta.

– Despacio -murmuró ella, pasando la mano por su pecho hasta meterla debajo de la cinturilla del pantalón.

– Despacio -repitió él, poniendo las manos sobre sus senos.

Y entonces comenzó otro juego que consistía en quitarse toda la ropa. No había reglas, así que lo hicieron de manera espontánea. Meggie le desabrochó los pantalones y él el sujetador.

El cuerpo de Meggie era perfecto y Dylan, impaciente, le quitó los pantalones y se quitó también los suyos. Finalmente, volvió a tomar su cuerpo entre sus brazos.

La sensación de tenerla así, lo alteraba por completo. Las sensaciones se hicieron cada vez más fuertes hasta que la simple idea de tenerla bajo él fue suficiente para llevarlo al límite. Dylan trató de controlar sus pensamientos, temeroso de terminar antes de haber empezado. En el pasado, se había considerado siempre un maestro en el arte de la seducción, pero con Meggie era una experiencia totalmente nueva. Se sentía totalmente descontrolado, como un colegial, abrumado por una sensación tras otra.

Y Meggie no le ponía fácil lo de controlarse. Quien le hubiera dicho que no era buena en el sexo, se había equivocado por completo. Meggie combinaba un insaciable deseo con una frágil vulnerabilidad, y el contraste era tan excitante, que él parecía atrapado por su hechizo.

Lo que los rodeaba se convirtió en algo borroso. No estaban haciendo el amor en la mesa de billar del pub. No existía nada aparte de sus cuerpos desnudos disfrutando el uno del otro. Y cuando Dylan no pudo aguantarse más, la puso a horcajadas sobre él. Luego, muy lentamente, comenzó a acariciarle los senos.

Pero Meggie tampoco podía aguantar más. Tenía la piel encendida y respiraba entrecortadamente. Dylan estiró la mano, agarró sus pantalones y sacó un paquete de un bolsillo. Meggie sacó el preservativo y se lo puso con manos temblorosas.

Luego se quedó muy quieta mientras esperaba y Dylan pensó que quizá quería parar, pero cuando la penetró, se dio cuenta de que ella solo quería tranquilizarse para disfrutar más. Por un momento, Dylan tuvo miedo de moverse, pero, finalmente, no pudo evitarlo.

Empezó a hacerlo muy lentamente y enseguida aceleró el ritmo. Ella se movió acompasadamente sin dejar de mirarlo un instante.

Dylan notó los cambios en ella. Vio cómo arqueaba la espalda, cómo se le aceleraba la respiración y la forma en que sus ojos se nublaron. Y cuando sintió que estaba a punto, la tocó. Un instante después, Meggie se puso rígida y abrió mucho los ojos, como si no se esperara aquel orgasmo. Luego, se estremeció y gritó su nombre.

El sonido de su voz hizo que perdiera el control por completo. Entonces la agarró por la cintura con fuerza y la penetró por última vez, abandonándose al placer más exquisito e intenso que nunca había sentido. Fue como una ola, tan potente, que le pareció que se ahogaba en ella.

Meggie se derrumbó sobre él, desnuda y saciada. Dylan la abrazó y enredó sus dedos en su cabello. Luego la agarró para que se tumbara a su lado y le mordisqueó la zona de debajo de la oreja.

– Me quedaría aquí toda la vida – murmuró Dylan.

Meggie lo miró con ojos soñolientos.

– Sería un poco difícil jugar al billar con nosotros aquí. Seguro que iba a haber muchas quejas.

– Pueden jugar a nuestro alrededor.

– De acuerdo -dijo ella, suspirando y abrazándose a su cintura.

A los pocos segundos, se había quedado dormida. Dylan se quedó mirándola.

Había hecho el amor con Meggie y estaba seguro, totalmente seguro, de que no volvería a hacer el amor con ninguna otra mujer.

Desde ese momento, para él solo existiría Meggie.

Meggie abrió los ojos despacio. Al principio, no supo dónde estaba. ¿Por qué habían puesto luces de neón en su dormitorio? Pero en seguida se dio cuenta de que estaba sobre una mesa de billar, al lado de Dylan Quinn, arropada con la chaqueta de él.

Se movió y notó que Dylan estaba detrás de ella. La tenía abrazada y tenías las piernas entre las suyas. No se había molestado en vestirse y procuraba mantenerse caliente apretándose a ella.

Meggie no estaba segura de qué debía hacer. Sacó con cuidado el brazo y consultó el reloj.

– ¡Dios mío, no puede ser! ¿Las nueve menos cinco?

Entonces se dio la vuelta y tocó en el hombro a Dylan.

– Despierta, Dylan. Es por la mañana. Nos hemos quedado dormidos en la mesa de billar.

Dylan gimió y se acurrucó contra ella.

– ¿Qué hora es?

– Casi las nueve.

– No abren hasta las once, duérmete.

Meggie se puso la chaqueta de él sobre los hombros, como si con ello pudiera ocultar la vergüenza que sentía.

– No quiero estar aquí cuando lleguen tu padre y hermanos. Además, quedé con Lana a las ocho en la cafetería y estará preguntándose dónde estoy. Tenemos que irnos. Tengo que irme.

Dylan se sentó y se frotó los ojos.

– Estás guapísima -aseguró, esbozando una sonrisa.

– No intentes camelarme y vístete. Tenemos que marcharnos.

Meggie se fue hacia el borde de la mesa y puso una pierna en el suelo, pero Dylan la agarró antes de que saliera del todo.

– Nunca he sido buen jugador, pero tengo que admitir que estoy empezando a disfrutar del juego.

– No me lo puedo creer. Nunca había hecho una cosa así en toda mi vida.

Meggie se preguntó si lo que había pasado habría sido producto del cansancio o del ponche de ron. Pero en cualquier caso, aunque debería estar avergonzada de su comportamiento, lo cierto era que se sentía casi orgullosa. Había tomado la decisión de vivir el momento y desde luego aquella iba a ser una noche que no olvidaría jamás.

Recogió su ropa del suelo y comenzó a ponérsela mientras Dylan seguía tumbado en la mesa, mirándola con una sonrisa de satisfacción en los labios. Meggie reprimió el impulso de volver con él a la mesa y comenzó a buscar sus zapatos y sus calcetines.

Cuando se puso de pie, Dylan seguía sonriendo.

– Para.

– ¿Que pare el qué?

– De mirarme como si fueras un gato que acaba de dormir con un canario.

– ¿Qué le voy a hacer si estoy contento? Dylan se puso boca abajo y se incorporó sobre los codos. Estaba desnudo, pero parecía totalmente a gusto con su cuerpo. Y lo cierto era que tenía un cuerpo increíble, pensó Meggie.

– ¿Sabes? Yo tampoco había hecho nada parecido antes -declaró Dylan.

– No me mientas. Dylan se puso serio.

– Meggie, nunca te he mentido. Te lo juro. Y la noche pasada fue la primera en muchas cosas.

Meggie se quedó mirándolo unos segundos, sopesando sus palabras. No se atrevía a preguntarle lo que quería decir en realidad. ¿Quizá que era la primera vez que había hecho el amor con una mujer con tan poca experiencia como ella? ¿O que era la primera vez que había seducido a una mujer con esa rapidez? Quería pensar que la noche anterior había sido tan maravillosa para él como para ella, pero el sentido común la hacía sospechar que no era así.

Meggie se quitó la chaqueta de él y se puso la camiseta y el jersey.

– Deberíamos irnos -repitió-. Voy a echarme un poco de agua en la cara.

Pero Dylan la agarró del brazo, la atrajo hacia sí y la miró a los ojos fijamente.

– No me arrepiento de nada de lo que pasó anoche -murmuró con los ojos brillantes-. Y me gustaría que tú tampoco lo hicieras.

Meggie asintió y se fue corriendo al cuarto de baño con la ropa que le quedaba por ponerse. Al entrar, se apoyó en la puerta. Quizá Dylan no le había mentido, pero ella sí tenía la sensación de haberle mentido a él. Todo ese plan de seducirlo para luego abandonarlo estaba empezando a agobiarla. Ya no estaba tan segura de querer llevarlo a cabo.

– Soy tonta -dijo en voz alta. ¿De verdad había creído que podría tomarse aquello como una aventura de una noche? Según eso, ya lo había conseguido y no tenía que volver a verlo. Pero lo cierto era que estaba deseando que volviera a ocurrir. Y no una sola vez, sino muchas más.

– Idiota.

Se puso los pantalones, se lavó la cara y se enjuagó la boca. Como se había dejado el bolso en el coche, no podía cepillarse el pelo. Cuando salió del baño, Dylan estaba medio vestido. No se había puesto la camiseta y tenía el pantalón desabrochado. Al verla, se apoyó en la mesa de billar y esbozó una sonrisa.

– ¿Qué? -preguntó ella.

– Meggie, lo que te he dicho iba en serio. Lo de anoche fue muy especial para mí. Sé que a lo mejor tú no te lo crees, a mí me pasaría igual, dada mi fama de mujeriego, pero quiero que sepas que…

Meggie se acercó y lo abrazó. Luego, lo besó y ese beso puso fin a sus explicaciones.

– Tenemos que irnos ya -dijo luego. Le dio la camiseta y el jersey y lo arrastró hacia la puerta. Pero antes de que le diera tiempo a abrirla, él la tomó entre sus brazos y le dio un beso largo y apasionado, como si quisiera recordarle lo que había pasado unas horas antes.

Pero Meggie no necesitaba recordatorios.

Mientras iban hacia el coche, recordó la manera en que él había respondido a sus caricias, la sensación de su cuerpo bajo el de ella… y sobre todo, el momento en que él la había penetrado, convirtiéndose ambos en una sola persona. Pasara lo que pasara entre ellos, ella siempre lo recordaría.

Dylan la llevó a la cafetería en silencio. Parecía satisfecho y no dejaba de sonreír. Meggie trató de concentrarse en el día que tenía por delante, pero una y otra vez acudían a su mente imágenes de lo sucedido con Dylan y de su cuerpo desnudo, del placer sentido…

Al llegar, se dio cuenta que en realidad le hubiera gustado haberse quedado un poco más en el pub.

– ¿Nos vemos esta noche? -le preguntó Dylan, pasándole el brazo por detrás.

– Tengo una fiesta. Mi abuela cumple ochenta y ocho años.

– Puedo llevarte -replicó Dylan, jugando con su pelo.

– ¿Quieres verme a mí o a mi familia? – le preguntó Meggie sorprendida.

– Las dos cosas. Hace un montón que no veo a tus padres y también me gustaría ver a Tommy. Pero, sobre todo, no estoy seguro de si puedo pasarme veinticuatro horas sin verte.

– De acuerdo.

Dylan la besó entonces. Fue un beso increíblemente dulce y Meggie habría podido pasarse todo el día en el coche, besándose con Dylan. Pero Lana la estaba esperando, así que se despidió de Dylan y quedaron en verse por la noche.

Salió del coche y echó a correr hacia la cafetería. Se sentía casi mareada de felicidad. Acababa de pasar la noche más maravillosa de su vida. Pero antes de entrar, al ver por la ventana a Lana, decidió bajar de nuevo a la realidad. La felicidad nunca era eterna. Antes o después, Dylan se enamoraría de otra y ella se quedaría a solas con sus recuerdos. De pronto, recordó que Olivia le había dicho que a veces había que arriesgarse. Abrió la puerta. «Sabía el riesgo que corría», murmuro para sí. «Y he disfrutado del premio. No tengo derecho a quejarme por las consecuencias».

Lana estaba ojeando el periódico, sentada en la barra, cuando Meggie entró.

– Llegas tarde.

– Me he quedado dormida. Cuando abramos, vamos a tener que levantarnos muy temprano y acostarnos tarde, así que pensé que iba a aprovecharme ahora que puedo.

– ¿Qué tal con Dylan?

– Bien -contestó, encogiéndose de hombros-. Acompañamos a su hermano Brendan a llevar su barco a Gloucester. Vinieron también su hermano mayor, Conor, y su novia, Olivia. Fue un día estupendo.

– ¿Pasaste el día con sus hermanos? Meggie asintió.

– Ya está -dijo Lana entusiasmada-. Está funcionando. Y mucho más rápidamente de lo que creía.

– ¿De qué hablas?

– Un hombre como Dylan Quinn no presenta a su novia a sus hermanos así como así. Este es un gran momento y ni siquiera te has dado cuenta.

Aunque Meggie quería creer sus palabras, había aprendido a ser cautelosa con lo que Lana decía.

– Olivia dijo que yo era la primera chica a la que había llevado al barco familiar.

– Eso está muy bien. ¿Y qué hay de la tercera cita? ¿Habéis hecho algún plan?

Meggie sabía que Lana iba a regañarla por romper las reglas, pero después de lo que había sucedido la noche anterior, le daba todo igual.

– Vamos a salir esta noche. Lo sé, he roto la regla de esperar cuatro días, pero tengo que ir a la fiesta de cumpleaños de mi abuela y pensé que sería una buena idea dejarle que me acompañe. Mi madre siempre me dice que por qué no salgo con chicos. A lo mejor esto la deja tranquila para unos cuantos años.

– Me sorprende que Dylan haya aceptado ir.

– Se ofreció él.

Lana se levantó del taburete y puso una expresión pensativa.

– Creo que vamos a tener que revisar el plan. Este chico está yendo muy deprisa. Debe de ser porque has estado esforzándote mucho -sonrió-. Un hombre como él solo va a acontecimientos familiares si se ha enamorado de ti.

A Meggie le dio un vuelco el corazón. ¿Enamorarse? ¿Dylan enamorado de ella?

– No puede ser. No puede haberse enamorado de mí. Es demasiado pronto.

Además, sabía que el sexo no era lo mismo que el amor, especialmente para un hombre como Dylan Quinn.

– ¿Por qué no? Has seguido el plan, ¿verdad?

– Sí -mintió Meggie.

En el plan de Lana no figuraba, ni por asomo, lo que había sucedido durante las veinticuatro horas pasadas. Ella solo había seguido sus instintos… sus hormonas… sus deseos.

– Creo que es hora de hacerle una prueba.

– No sé si me gusta cómo suena eso.

– Es sencillo. Vamos a introducir otro elemento en el plan. Lo llamaremos… David.

– No conozco a ningún David.

– Yo tampoco, pero Dylan no lo sabe. Meggie se sentó en un taburete, mirando fijamente a Lana, que empezó a tomar notas en una hoja. Meggie no podía pensar en el plan, porque no estaba funcionando. No estaba incluido en el plan que ella disfrutara con sus caricias ni anhelara sus besos. Tampoco estaba incluido que hiciera el amor con él la segunda vez que se vieran ni que mintiera por él a su mejor amiga.

Y, desde luego, no estaba incluido que se enamorara de él por segunda vez.

Capítulo 6

– Estaré lista enseguida -le aseguró Meggie, corriendo hacia su dormitorio.

Dylan entró y ella fue a cambiarse de ropa. De camino hacia su casa, Dylan se había preguntado cómo sería el encuentro entre ambos después de lo sucedido. Cuando Meggie le abrió la puerta, él la miró a los ojos para ver si había en ellos vergüenza o arrepentimiento, pero el saludo había sido tan breve, que no le había dado tiempo ni a besarla y mucho menos a averiguar su estado de ánimo. De lo que sí se dio cuenta era de que ella no tenía pensado quitarse la ropa y seducirlo a continuación.

– Ponte cómodo. Hay zumo en la nevera, o vino, si prefieres. Creo que lo que no hay es cerveza -se asomó a la puerta-. Siento haberme retrasado, pero he estado en la cafetería haciendo cosas y no me he dado cuenta de la hora que era. Si llego tarde a la fiesta, mi madre me matará.

Meggie cerró la puerta de un golpe y Dylan se quedó en medio del salón, con el ceño fruncido.

Así no era cómo él se había imaginado el encuentro. Se suponía que, por lo menos, habría algo, un gesto, una sonrisa, que recordara la noche anterior. O por lo menos, un beso prolongado. Dylan cruzó el salón y llamó a la puerta donde ella se había metido.

– ¿Qué pasa?

Dylan empujó la puerta y entró. Meggie solo llevaba los vaqueros y el sujetador. Sin darle tiempo a protestar, le pasó un brazo por la cintura y la atrajo hacia sí, besándola apasionadamente.

Después, acarició todo su cuerpo en silencio y posesivamente, para recordar el modo en que sus curvas se amoldaban a sus manos. Y de paso, haciéndole recordar a Meggie lo que esas manos podían provocar en ella. Cuando finalmente la soltó, lo hizo satisfecho y sabiendo que el deseo de ella por él no había desaparecido.

Dylan la miró a la cara. Meggie tenía los ojos cerrados y los labios húmedos y ligeramente hinchados. Sonreía y parecía esperar que él volviera a tomarla de nuevo, pero Dylan quería dejarla insatisfecha por el momento.

– Ya está, ahora puedes vestirte.

Meggie abrió los ojos y dio un gemido al ver que él salía y cerraba la puerta. Dylan sintió luego un escalofrío por toda la espalda. Creía que lo había experimentado ya todo a sus treinta y un años. Pero solo necesitaba estar unos segundos con Meggie para darse cuenta de que aún le faltaba mucho por vivir.

Hasta que no se había reencontrado con ella, no había tenido la convicción de que estaba contento con su vida. Tenía su trabajo, una casa agradable, unos hermanos que lo querían y solía salir con mujeres que no le causaban problemas. Llevaba una vida feliz y creía que no podía aspirar a nada que la mejorara. Pero al reencontrarse con Meggie, todo había cambiado. De repente, nada le parecía ya suficiente. Había algo que se le escapaba, algo que no sabía lo que era y que solo encontraba entre los brazos de Meggie.

Pero, a pesar de que habían pasado mucho tiempo juntos, tenía la sensación de que ella le ocultaba algo, de que no expresaba sus sentimientos. Ella no confiaba en él y no era capaz de evitarlo. Era como si ella, al igual que sus hermanos, esperara que él lo estropeara todo en cualquier momento. Parecía esperar que él volviera a comportarse como el Dylan Quinn de antaño. Quizá solo le hiciera falta un poco más de tiempo para demostrarle que aquello no iba a suceder.

Dylan anduvo curioseando por el salón, mirando las fotos y los adornos que había allí, como si aquello pudiera desvelarle nuevas facetas de la mujer con la que había pasado la noche anterior. La mujer que, en cuestión de un segundo, podía pasar de la frialdad a la pasión.

Sobre su escritorio, encontró una foto de Meggie con su familia. Era una foto antigua de cuando todavía llevaba gafas y un corrector dental.

Así era como él la recordaba. La miró atentamente y vio que, a pesar del corrector, de las gafas y del corte de pelo, era ya entonces muy guapa. ¿Por qué no se habría dado cuenta antes? Meggie no había cambiado, simplemente había crecido. Su sensual boca, sus pómulos y sus grandes ojos resultaban extraños en una adolescente de su edad, pero eran perfectos para una mujer.

Dylan esbozó una sonrisa. Quizá fuera una suerte que hubiera tardado unos años en ser una verdadera belleza. Si alguien la hubiera notado en el instituto, en ese momento estaría felizmente casada, tendría tres hijos y una casa residencial en las afueras. Y cuando él la hubiera salvado del incendio de la cafetera, habría sido ya demasiado tarde.

Él nunca había creído en el karma ni en el destino, pero quizá había sido este el que había puesto una cafetera defectuosa en la cafetería. Pero en cualquier caso, él había reencontrado a Meggie en el momento adecuado y, por eso, solo por eso, se sentía un hombre afortunado.

Además, Meggie podría haber estado saliendo con alguien y entonces… Dylan se paró de repente al ver un ramo de flores en un jarrón de la cocina. Eran de una especie bastante exótica y costaban muy caras. Se acercó a ellas y tomó la tarjeta.

Su pequeño ramo de rosas no era suficientemente impresionante al lado de esas flores. Ese ramo medía casi un metro de alto.

Y quien se lo hubiera enviado lo había hecho con un claro propósito.

Hasta pronto:

David

Dylan frunció el ceño y dejó cuidadosamente la tarjeta entre las flores.

– ¿Quién demonios es David? -murmuró.

Y sobre todo, ¿por qué le mandaba flores a Meggie, a su Meggie? Dylan memorizó el nombre de la floristería, pensando en que Conor podría utilizar su influencia para averiguar algo… Entonces, dejó escapar un gemido y se apartó de la encimera. ¿Estaba volviéndose loco? ¿Cómo quería que Meggie confiara en él si él no confiaba en ella?

Lo que tenía que hacer, si Meggie tenía otro pretendiente, era demostrarle que él era el único hombre que le convenía.

– Bonitas flores -comentó en voz alta mientras volvía al salón.

Meggie se asomó desde el dormitorio con el pelo envuelto en una toalla.

– Sí, son bonitas.

Meggie cerró la puerta de nuevo.

– Sí, muy bonitas -murmuró Dylan.

Luego fue a sentarse al sofá sin dejar de darle vueltas a la cabeza. Era imposible que el tal David fuera una amenaza seria. Después de todo, Meggie había hecho el amor con él la noche anterior y no era el tipo de mujer que se tomara a la ligera algo así.

Se echó hacia atrás, sobre los cojines, y oyó un ruido debajo. Metió la mano y agarró un trozo de papel arrugado que había debajo de uno de los cojines. Alisó la hoja sobre la pierna y trató de leer lo que había escrito. Era un organigrama. Al principio, imaginó que estaría relacionado con el trabajo de Meggie, pero conforme lo iba leyendo, se dio cuenta de que era un plan bastante particular. Por lo que allí ponía, era un plan para conquistar a un hombre. ¡Y ese hombre era él!

Escondió rápidamente el papel debajo del cojín sin querer seguir leyendo, pero finalmente le pudo la curiosidad y volvió a sacarlo. Había un círculo rojo en uno de los puntos donde decía: enviarse flores una misma. Pero lo que más le llamó la atención fue el punto número uno, en letras mayúsculas:

VENGANZA.

– Entonces, ¿de verdad estás dispuesto a pasar una noche en casa de mi loca familia? -preguntó Meggie, saliendo del dormitorio.

Dylan se metió el papel en el bolsillo de la chaqueta y se levantó. Meggie estaba guapísima con aquel vestido negro ceñido y escotado y en seguida se olvidó de la hoja de papel que había encontrado.

– Siempre podemos quedarnos aquí y felicitar a tu abuela por teléfono -aseguró él, agarrándola por la cintura-. No se darán cuenta de que no hemos ido.

– Si no te apetece ir, lo entenderé perfectamente. Lo de venir a casa de mi familia no te…

– Estaba bromeando -dijo él, poniendo un dedo en los labios de ella-. Quiero ir contigo, de verdad.

Meggie asintió y luego se soltó para ir por su abrigo, que había dejado sobre el sofá.

– Mi tía Doris seguramente también estará en la fiesta -comentó, yendo hacia la puerta-. Evítala a toda costa. Si no lo haces, te contará con todo detalle sus últimas operaciones y los problemas digestivos que ha tenido después. Y el tío Roscoe es un jugador compulsivo, así que si intenta apostar algo contigo, asegúrate de que sea una cantidad pequeña. Y mi prima Randy tiene…

– Meggie.

– Un verdadero problema con la comida y…

– ¡Meggie!

Ella se dio la vuelta y lo miró sorprendida.

– ¿Qué?

– No te preocupes, creo que sabré tratar a tu familia. No va a ser la primera vez que vaya a tu casa.

– Claro que sí. No quería decir que…

– Por supuesto, claro que no.

– Es que a lo mejor piensan que eres mi novio y…

Dylan la tomó entre sus brazos y la miró a los ojos.

– De acuerdo, creo que tenemos que dejar claro una cosa ahora mismo. ¿Te acuerdas de lo que pasó anoche? ¿O me lo he imaginado yo todo?

– No.

– Si alguien de tu familia piensa que soy tu amigo, tu novio, o incluso tu amante, no me va a molestar. Porque para mí, soy las tres cosas. ¿Lo entiendes?

Meggie fue a decir algo, pero se detuvo. No estaba segura de lo que podía contestar. Y Dylan, en lugar de esperar una respuesta, se inclinó y le dio un beso rápido en los labios.

– Entonces ya está todo aclarado. Y a propósito, puedes tirar esas flores. Si David te pregunta por qué no quieres verlo más, dile que me llame y yo se lo explicaré.

Meggie fue, durante todo el trayecto, con la mirada clavada en la ventanilla del Mustang. En un momento dado, miró a Dylan, que iba concentrado en la carretera, y dio un suspiro. Tenía que admitir que estaba nerviosa.

Nunca había llevado a un hombre a una reunión familiar, así que sus padres, que lo que más deseaban era verla felizmente casada y con hijos, empezarían a preparar inmediatamente la boda. Tendría que recordarle a su madre los malos momentos que Dylan Quinn le había hecho pasar cuando era una adolescente.

En ese momento, se acordó de Lana y deseó poder hablar con ella por teléfono. Le diría que las flores habían causado el efecto deseado. Dylan era ya su novio oficial y, sin embargo, no se sentía feliz, sino un poco culpable.

No había duda de que había manipulado a Dylan y él se había dejado engañar. Además, como nunca había imaginado que el plan fuera a funcionar, no se había preparado para ello, y en ese momento no sabía qué hacer. Por otro lado, como lo había conquistado utilizando el engaño, no podía estar segura de si sus sentimientos por ella eran verdaderos o solo el resultado de su manipulación.

Llegaron y Dylan aparcó y paró el motor.

– Bueno, ya hemos llegado -murmuró Meggie con la mirada fija en la pequeña casa amarilla.

– No te preocupes -comentó él-. Si hago algo inapropiado, hazme una seña y saldremos corriendo hacia la puerta -añadió mientras sacaba del asiento de atrás un paquete envuelto con un elegante papel de regalo.

– ¿Qué es?

– Un regalo para tu abuela. Me dijiste que era su cumpleaños, ¿verdad?

– Sí, claro. ¡Qué atento eres!

– Olivia me ayudó a escogerlo. Es un marco de plata de estilo Victoriano.

Meggie bajó la cabeza y miró el pequeño paquete que tenía en su regazo. Ella solo le había comprado unos pañuelos bordados. Pero, Claro, Dylan Quinn era un hombre encantador.

– Seguro que le gusta.

Dylan salió entonces del coche y fue a abrirle la puerta. Luego, mientras iban hacia la casa, le tomó de la mano. Pero justo antes de que su madre saliera a abrirlos, ella se soltó.

– ¡Meggie! -Maura Flanagan le dio un abrazo de bienvenida a su hija-. ¡Me parece como si hiciera siglos que no nos vemos!-. ¿Y este chico quién es? Creo que lo conozco.

– Es Dylan, mamá. Dylan Quinn, el amigo de Tommy.

– ¿Dylan Quinn? -la madre de Meggie le dio un abrazo igual de fuerte que el que le había dado a su hija-. ¡Dios mío, cómo has crecido! ¡Y qué guapo! Pero, ¿qué estás haciendo aquí? ¿Te ha invitado Tommy?

– No, pero en cuanto Meggie me habló de esta fiesta, sabía que tenía que venir. Seguro que has hecho uno de esos guisos tuyos, ¿verdad?

Entonces Maura lo tomó del brazo y entraron juntos en la casa, dejando a Meggie sola en el porche. Dylan ya había vuelto a conquistar a su madre con su encanto, pensó… y eso que su madre sabía el daño que le había hecho la noche del baile.

Mientras se quitaba el abrigo, oyó cómo su hermano Tommy y su padre también lo saludaban cariñosamente. Finalmente, vio cómo felicitaba a su abuela, con tanta confianza como si fuera un miembro más de la familia.

Por un momento, pensó que le gustaría que fuera su novio de verdad. Ella nunca había salido con un hombre que le importara lo suficiente como para presentárselo a su familia. Además, todos parecían encantados con él. ¡Era tan guapo y simpático! ¿Y quién podría resistirse a una de sus sonrisas?

– No sabía que estabas saliendo con Dylan Quinn.

Meggie se volvió y se encontró con su madre.

– No estamos saliendo, solo somos amigos -y amantes, dijo para sí-. Dylan es bombero y vino a apagar el incendio que te conté que hubo en la tienda. Así fue como volvimos a vernos.

– ¿Solo sois amigos? Y si solo sois amigos, ¿por qué le has pedido que te acompañe a la fiesta de cumpleaños de la abuela May?

– No se lo pedí yo. Fue él quien se ofreció a acompañarme.

– ¿Fue él quien se ofreció? -su madre la miró con los ojos abiertos de par en par y luego una sonrisa iluminó su rostro-. Eso es que le gustas, Mary Margaret, y veo en tus ojos que él también te gusta a ti. Me alegro, Dylan es un buen hombre.

– ¿Es que te has olvidado de lo que me hizo en el instituto? Envió a su hermano para que me acompañara a la fiesta en vez de venir él. Fue una humillación horrible y me pasé dos días llorando.

– Pero eso es cosa del pasado. Ambos erais unos críos -le dio un apretón en el codo-. Bueno, ahora voy a preparar el ponche. Dile a tu hermano que suba el hielo del refrigerador del sótano.

Meggie entró en el comedor; Tommy estaba charlando con Dylan. Cuando se acercó a ellos, Dylan la abrazó con un gesto despreocupado mientras le sonreía.

– Vaya, hermanita -le dijo Tommy, sonriendo-, eres una caja de sorpresas. Lo último que esperaba era que aparecieras aquí con mi viejo amigo Dylan.

– Es una fiesta estupenda -añadió Dylan-. Me alegro de que me invitaras a venir. Meggie fingió una sonrisa.

– Sí. Y ahora, Tommy, tienes que ir por hielo -dijo, agarrándolo por el brazo y yendo hacia la cocina-. ¿Por qué estás siendo tan amable con él? -le preguntó en voz baja.

– ¿Qué quieres decir? Es Dylan, mi viejo amigo. Y por lo que parece, vosotros también habéis intimado. Nunca me habría imaginado que…

– Por supuesto que no podías imaginártelo. Porque sabes perfectamente lo que me hizo en el instituto.

– ¿Qué?

– En aquella fiesta, ¿no te acuerdas? Se suponía que iba a acompañarme, pero luego envió a su hermano en su lugar. Yo le había contado a mis amigas que iba a ir con Dylan Quinn y él me dejó plantada. Fue muy humillante.

– Dylan nunca dijo que fuera a acompañarte. Era mucho mayor que tú.

– Pero tú me dijiste que sí iba a acompañarme.

– No. Lo que pasa es que, como tenías tantas ganas de ir a aquella estúpida fiesta, le pedí que le dijera a alguno de sus hermanos que fuera contigo. Yo pensé que se lo diría a Brendan, pero finalmente se lo pidió a uno de los gemelos.

Meggie se quedó mirándolo con los ojos abiertos de par en par.

– Además -añadió su hermano-, ¿de qué te quejas? Al fin y al cabo, conseguiste ir a la fiesta, ¿no?

– ¡Cómo puedes decir eso!

– ¿De verdad te enfadaste porque no te llevó él?

– ¡No! -contestó, consciente de que, para su hermano, el asunto era una completa estupidez de colegiala-. No, es solo que se suponía que tenía que llevarme -Meggie tragó saliva-. Y ahora, será mejor que le lleves el hielo a mamá.

Tommy se fue por el hielo y Meggie se dirigió a su dormitorio. Necesitaba reflexionar sobre todo aquello. ¿Habría estado todo ese tiempo equivocada con respecto a Dylan? Justo cuando iba a entrar a la habitación oyó la voz de Dylan detrás.

– ¿Meggie?

Se dio la vuelta y se forzó a sonreír.

– Hola -murmuró, sonrojándose.

– ¿Pasa algo?

Ella trató de mantener la calma, pero se sentía culpable por haberlo acusado durante todos aquellos años de algo de lo que él no tenía ninguna culpa.

– No. Solo quería sacar una cosa de mi bolso, que está en mi habitación.

– Enséñame tu habitación. Tengo curiosidad por verla.

Su dormitorio estaba exactamente igual que cuando se había marchado de casa. Era la habitación de una chica que se había dedicado solo a estudiar. No había signos de novios ni ninguna otra cosa que prefiriera mantener en secreto.

– Me pregunto a cuántos chicos habrás invitado aquí -bromeó Dylan.

– ¿Es una broma? -replicó ella, echándose a reír.

– No.

– Tú eres el primer hombre que entra aquí, aparte de mi padre y mi hermano. Dylan la abrazó y la besó en el cuello.

– O sea que soy como Neil Armstrong cuando pisó la luna o como Cristóbal Colón cuando descubrió América. Supongo que debería sentirme halagado -dijo, empujándola contra un tablón donde había varios recuerdos colgados-. Mira esto – añadió, señalando un boletín de notas-. Ninguna falta en asistencia a clase.

Ella no pensaba confesarle que, si no había faltado nunca, ni siquiera cuando había tenido gripe, había sido porque siempre iba al instituto con la ilusión de encontrárselo en el vestíbulo.

– Te parecerá estúpido.

– No, siempre he querido salir con una chica inteligente.

– ¿De verdad estamos saliendo? -preguntó ella.

Él se quedó mirándola fijamente a los ojos.

– Yo creo que sí.

– Eso debe de ser una novedad para alguien como tú.

– Bueno, contigo quiero que la cosa vaya en serio.

Meggie soltó un suspiro.

– No sé si creerte o no con la reputación que tienes.

Él se puso serio al oír aquel comentario. Pero justo entonces llamaron a la puerta.

– Quinn, mis primos y yo vamos a jugar un partido de fútbol en la calle. ¿Te apuntas?

El se apartó de ella y la miró como pidiéndole permiso.

– Anda, ve. Mientras tanto yo ayudaré a mi madre.

Cuando él salió de la habitación, Meggie respiró hondo. Luego, se tiró boca abajo sobre la cama y dejó escapar un gemido. Al día siguiente, tendría que confesarle a Lana todo lo que había pasado y tendrían que trazar un nuevo plan para ver qué iba a hacer con Dylan.

Dylan leyó la misma noticia en el periódico de la mañana una y otra vez. A pesar de sus esfuerzos, le resultaba imposible concentrarse. No podía quitarse de la cabeza a Meggie.

Al principio, no se había tomado en serio los comentarios de Tommy. Este, primero jugando al fútbol y luego mientras se tomaban una cerveza en el porche, le había dicho que le extrañaba que Meggie y él fueran amigos.

Pero cuando finalmente le habló del rencor que su hermana había sentido hacia él debido a lo de la fiesta, lo comprendió todo. Recordó la hostilidad de ella cuando se encontraron, su repentino cambio de actitud y el plan de venganza.

A partir de ese momento, se había pasado el resto de la noche observando a Meggie para tratar de adivinar lo que pensaba. Al final de la noche, al dejarla en la puerta, estaba tan ensimismado, que no le había dado un beso de despedida ni había quedado con ella para otro día.

Dylan seguía sin poder creerse que Meggie lo hubiera odiado todos aquellos años por no haberla llevado a la fiesta cuando él siempre había pensado que les había hecho un favor a Tommy y a ella al pedir a su hermano que la acompañara.

Se mesó el cabello mientras miraba fijamente el periódico. Por otra parte, estaba seguro de que la reacción de ella cuando habían hecho el amor sobre la mesa de billar no habían sido imaginaciones suyas. Era imposible que hubiera estado fingiendo.

Soltó una maldición y se puso en pie.

– Necesito un poco de aire fresco -les dijo a sus compañeros.

Pero, cuando estaba bajando las escaleras, vio a través de las puertas del garaje a su hermano Conor.

– Hola, Conor. ¿Qué estás haciendo aquí?

– Tenía que entrevistarme con un testigo en el centro y pensé en pasarme a hacerte una visita.

Dylan lo miró con el ceño fruncido.

– No me creo que vengas a verme sin un motivo.

– Bueno, vengo de parte de Olivia. Quiere que hagamos una cena para celebrar nuestro compromiso y hemos pensado invitaros a Meggie y a ti.

Dylan respiró hondo. Después de haberla invitado a El Poderoso Quinn, todos pensaban que eran novios.

– Sois muy amables, pero no estoy seguro de que podamos ir.

– Pero si todavía no hemos fijado el día -protestó Conor.

– Ya, pero es que no estoy seguro de que lo mío con Meggie vaya a funcionar.

Conor se le quedó mirando fijamente y Dylan vio la decepción que había en sus ojos.

– ¿Qué ha pasado?

Dylan se sacó del bolsillo de la camisa el papel que había encontrado en el apartamento de Meggie.

– ¿Qué es esto? -le preguntó Conor después de leerlo.

– Es un plan para que me enamorase de Meggie Flanagan. Después, ella me dejaría plantado para vengarse de algo que pasó hace trece años. Y lo más sorprendente es que el plan le ha funcionado.

– ¿Que ha funcionado?

– Sí, creo que me he enamorado de ella.

– Parece que no lo dices con mucho entusiasmo.

– Es que, en cuanto admita que estoy enamorado, Meggie me dejará -aseguró Dylan, levantando las manos-. Y si no lo admito, supongo que se acabará cansando y también me dejará plantado.

– ¿Una mujer dejándote plantado? Eso es nuevo.

– Sí, y no quiero que ocurra. Porque esta vez te aseguro que iba en serio.

– ¿Y qué vas a hacer?

– No lo sé.

– Quizá podamos pensar algo mientras nos tomamos un café. Creo que han abierto una nueva cafetería aquí cerca -bromeó Conor.

– Muy gracioso. ¿Tienes algún otro comentario ingenioso que hacer antes de que te de una patada en el trasero?

– Mira, Dylan, solo te diré una cosa. Que si Meggie te gusta de verdad, no te rindas. Ve por ella.

– ¿Tú con Olivia tuviste alguna duda? Quiero decir, ¿nunca te preguntaste si te estabas equivocando de mujer?

– Nunca -respondió Conor sin dudarlo un momento-. ¿Tienes tú alguna duda respecto a Meggie?

– No, y eso es lo que más me asusta. ¿Me estaré engañando a mí mismo?

– No creo.

– Y entonces, ¿qué puedo hacer?

– Quizá deberías preparar también tú un plan de acción. Ella está esperando a que le expreses tus sentimientos, ¿no? Pues hazlo. Confiésale que la amas y reza para que ella también se haya enamorado de ti.

– ¿Y si no es así? -le preguntó Dylan-. Entonces se acabaría todo.

– Pues no le confieses todavía que la quieres. Si no se lo dices, ella quizá siga saliendo contigo indefinidamente. Al fin y al cabo, eres un tipo encantador y ella no podrá resistirse mucho tiempo.

– Gracias por el consejo -dijo Dylan, dándole a su hermano una palmada en el hombro.

– ¿Y qué pasa con la cena?

– Te contestaré más adelante. Dile a Olivia que tengo que comprobar si tengo un hueco en mi agenda.

Dylan se quedó mirando a su hermano mientras este se dirigía a la salida. Luego, empezó a darle vueltas a las palabras de su hermano.

Regresó a la sala donde estaban sus compañeros y fue por papel y lápiz.

– Voy a diseñar yo también un plan -se dijo.

Capítulo 7

Meggie contempló el vapor que salía de la cafetera. Se moría por tomarse una taza. Después de otra noche sin dormir, el único antídoto contra el cansancio era una buena taza de café hawaiano, extra fuerte.

Añadió una buena cantidad de azúcar y leche, lo removió y dio un trago. Pero a pesar de notar lo bien que le sentaba, sabía que la cafeína no acabaría con todas sus preocupaciones.

Lo suyo con Dylan se había terminado. Tres días después de la fiesta de cumpleaños de su abuela, todo había acabado entre ellos.

Porque, aunque no sabía qué había pasado aquella noche, lo cierto era que en un momento dado su relación con él había cambiado. Al dejarla en su casa, Dylan se había mostrado frío y distante.

Ella no debería haberle permitido que la acompañara a la fiesta. Sabía que presentarle a su familia tan pronto podía ser algo precipitado. Pero había sido él quien había insistido y hasta le había asegurado que estaban saliendo juntos.

Mientras tomaba otro sorbo de café, comenzó a masajearse la frente para ver si aliviaba así su dolor de cabeza.

En ese momento, sonó la campanilla de la puerta y Meggie se volvió y vio entrar a Lana. Necesitaba hablar con su amiga, pero como le había mentido respecto a Dylan, no podía hacerlo.

– ¡Buenos días! -la saludó Lana con las mejillas coloradas por el frío.

– Buenos días -respondió Meggie, tratando de disimular su estado de ánimo.

– ¿Qué te pasa? -le preguntó entonces Lana, mirándola con el ceño fruncido.

Meggie sintió ganas de echarse a llorar, pero se contuvo. Sus lágrimas dejarían claro que Dylan Quinn había vuelto a romperle el corazón. La primera vez había pensado que no podría aguantarlo, pero aquello no había sido nada comparado con el dolor que sentía en esos momentos.

– ¿Ha pasado algo con Dylan? -le preguntó Lana, sentándose en un taburete junto a Meggie.

Meggie asintió y respiró hondo.

– Sí, ha pasado algo. De hecho, han pasado muchas cosas.

– ¿Quieres hablar de ello? Meggie se giró hacia su amiga.

– Creo que te vas a enfadar si te lo cuento todo.

– Te has enamorado de él, ¿verdad? Meggie carraspeó.

– ¿Qué?

– Ya me has oído -Lana tomó la taza de café de su amiga y bebió un trago.

– ¿Y cómo lo sabes? Lana la miró sonriente.

– Porque fui yo quien hizo que ocurriera.

– ¿Qué?

– Con mi plan, ¿recuerdas? Sin mi plan, nunca te habrías acercado a él. Y por otro lado, sabía que, si salías unas cuantas veces con Dylan, acabarías enamorándote de él.

– ¡Qué ingenua he sido! No puedo creer que me hayas manipulado de ese modo. Yo pensaba que lo estaba haciendo para vengarme y tú en realidad querías que me enamorase de él. Lana la abrazó.

– Pero me perdonarás, ¿verdad? Después de todo, gracias a mí estoy segura de que has tenido la mejor experiencia sexual de toda tu vida. Porque te has acostado con él, ¿verdad? Además, como seré tu dama de honor cuando os caséis, no puedes seguir enfadada conmigo eternamente.

– No vamos a casarnos.

– Por supuesto que os casaréis.

– No. Algo va mal entre nosotros a partir de la noche de la fiesta de cumpleaños de mi abuela. De pronto, lo sentí distante, y no me ha llamado en estos dos días. Imagino que ha decidido romper.

– Oh, cariño, pero si es algo normal. Todos los hombres pasan por unos días de crisis. Seguro que sus amigos solteros han empezado a decirle que ya lo han atrapado o que a partir de ahora ya nunca más será libre.

– ¿Crees que le habrán dicho eso?

– Siempre lo hacen. Pero seguro que él termina por no hacerles caso y vuelve a ti. Especialmente, si os lo pasasteis bien en la cama. Porque estuvo bien, ¿verdad?

– Fue increíble -admitió Meggie-. Pero, ¿estás segura de que no romperá conmigo?

– Ya sabes que conozco a los hombres, ¿no?

– Sí. ¿Y qué debo hacer entonces?

– Tener paciencia. Y en cualquier caso, no lo llames. Deja que sea él quien vaya a buscarte.

– ¿Y si no llama?

– Llamará -le aseguró Lana-. Igual que te llamó la primera vez. Eres una chica maravillosa. Eres guapa y divertida y, si él no es capaz de darse cuenta de ello, es que no te merece. Además, si no nos sale bien, aplicaremos el plan con otro hombre. He introducido algunas mejoras.

Meggie pensó en que no le apetecía nada ensayar aquel plan con ningún otro hombre.

En ese momento, sonó la campanilla de la puerta y entró el cartero. Lana se levantó y fue a prepararle un café, como todas las mañanas.

– ¿Ha pasado algo en la calle Boyiston, Roger? ¿Hay algún rumor interesante?

– He oído que van a subir las tarifas para aparcar -dijo, dándole la correspondencia a Meggie-. Y según parece, el conservatorio de Berkeley va a cambiar su logotipo.

Meggie comenzó a ojear el correo sin hacer caso de la conversación. Pero en un momento oyó la palabra «bomberos» y entonces levantó la vista hacia Lana.

– ¿No has oído? -le dijo su amiga-. Roger acaba de contarme que hacia las cinco de la mañana ha habido un incendio y algunos bomberos del parque de Boyiston han resultado heridos.

– Bueno, Dylan no trabaja de noche – comentó Meggie, tratando de tranquilizarse.

– Creo que los han ingresado en el Hospital General -dijo Roger-. Seguramente, allí os informaran de quiénes son los bomberos que han resultado heridos -el hombre se terminó su café y les hizo un gesto de despedida.

Meggie se quedó muy preocupada. Nunca hasta ese momento había pensado que Dylan pudiera correr peligro en su trabajo. Además, él parecía siempre muy seguro de sí mismo. Sin embargo, había situaciones en las que hasta los mejores bomberos podían tener accidentes.

– Creo que debería llamarlo a casa. O quizá sería mejor telefonear al hospital. Aunque lo más probable es que no quieran informarme por teléfono.

Lana agarró el listín telefónico y marcó un número. Meggie, de lo nerviosa que estaba, apenas entendió lo que decía. No podía haberle pasado nada, se dijo. Él no trabajaba de noche. Después de colgar, Lana se volvió hacia ella.

– He llamado al parque de bomberos y he preguntado por Dylan.

– Si Dylan está herido, quiero saberlo.

– Me han dicho que está en el hospital, pero eso no quiere decir que esté herido.

– Voy a acercarme al hospital.

– ¿Quieres que te acerque?

– Iré en mi coche. No te preocupes, estoy bien -dijo, intentando relajarse-. No puede estar herido. No puede ser. Ya sé que es un oficio peligroso, pero él siempre me pareció… invencible.

– Anda, ve -le aconsejó Lana-. Y llámame en cuanto sepas algo.

Meggie se dirigió a su coche y, antes de poner el motor en marcha, respiró hondo.

– Bueno, supongo que estos son los riesgos de estar enamorada -se dijo.

Pero no podía estar herido. Y menos estar… No, no podía haber muerto. Seguro que no le había pasado nada.

Sin embargo, no podía dejar de pensar en una cosa. En que nunca había tenido la oportunidad de decirle lo que sentía por él. Nunca le había confesado que lo amaba.

Dylan volvió a echar un vistazo al reloj de la sala de espera. Luego, se reclinó en la silla y cerró los ojos. Todos los bomberos del parque de Boyiston habían ido directamente al hospital después de sofocar el incendio. Dos de sus hombres, Artie Winton y Jeff Reilly, habían resultado heridos. Estaban trabajando en la segunda planta del almacén donde se había producido el incendio cuando el suelo se derrumbó. Ambos cayeron a la planta de abajo.

Y lo más extraño era que ninguno de ellos debería haber estado allí. Pero uno de los muchachos del turno de noche se había casado el día anterior y los hombres de Dylan se habían ofrecido a cambiarles el turno para que pudieran acudir a la ceremonia.

Por otra parte, Dylan se sentía responsable del accidente. Eran sus hombres y él les había ordenado subir a esa segunda planta, pensando que no había ningún peligro. De haber sabido que se iba a derrumbar, nunca…

Soltó una maldición. No podía sacárselo de la cabeza. ¿Por qué se habría derrumbado el suelo? No había fuego debajo, así que, ¿qué había provocado el derrumbamiento?

Abrió los ojos y volvió a mirar el reloj, temiéndose lo peor. Artie se había roto una pierna y quizá tuviera dañado un pulmón. En cuanto a Jeff, estaba inconsciente y tenía heridas en la cabeza y en la cara. Estaba impaciente por saber si estaban fuera de peligro o no. Volvió a cerrar los ojos.

– ¿Dylan?

Al abrir los ojos, se encontró con Meggie, que tenía los ojos llenos de lágrimas y se estaba mordiendo el labio.

– Yo… me he enterado de lo del incendio. Lana llamó al parque y le dijeron que estabas aquí. Solo quería asegurarme que te encontrabas bien.

Dylan se puso en pie y se la quedó mirando fijamente, tratando de averiguar por qué habría ido. Estaba exhausto y muy nervioso, así que tuvo el impulso de preguntarle si aquello también formaba parte del plan. Cerró los ojos y tomó aire profundamente para contenerse. Ella no podía haber adivinado de antemano que iba a ocurrir un incendio y solo una mala persona se aprovecharía de ello.

– Estoy bien -respondió finalmente-, pero no puedo decir lo mismo de Artie y Jeff.

Meggie se acercó y le agarró la mano, confortándolo de inmediato. Él comenzó a sentirse mejor y le entraron ganas de abrazarla y hundir el rostro en su cabello sedoso para respirar su perfume.

– ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

– Un par de horas -contestó él, impaciente-. ¡Maldita sea, y todavía no nos han dicho nada!

Meggie le apretó la mano.

– Voy a ver qué puedo averiguar -le dijo-. Tú espérame aquí sentado. Pareces muy cansado.

Dylan se quedó mirándola mientras ella se acercaba a la sala de enfermeras. Se sorprendía de seguir alegrándose de verla, después de lo que había averiguado. Pero tenía que admitir que su presencia lo había tranquilizado un poco.

Cuando ella regresó poco después, le tomó la mano y se la besó.

– El doctor va a venir ahora mismo -le informó Meggie-. ¿Quieres que me quede a esperarlo contigo?

Dylan asintió y ella se sentó a su lado. Ambos se quedaron en silencio, pero el hecho de tenerla a su lado era más que suficiente.

Volvió a cerrar los ojos y, una vez más, visualizó el accidente, tratando de averiguar lo que podía haberlo provocado. Pero estaba demasiado cansado para pensar. Lo único que le apetecía en esos momentos era acostarse con Meggie a su lado y dormir muchas horas.

Dylan sintió que ella le apretaba el brazo y, cuando abrió los ojos, vio que el doctor estaba entrando en la sala de espera.

– Sus amigos van a ponerse bien -les anunció el médico a los bomberos, que lo rodearon inmediatamente-. El señor Winton se ha roto una pierna, pero esta tarde le operaremos y se la fijaremos con tornillos. Los problemas respiratorios están provocados por varias costillas rotas, pero se recuperará totalmente.

El hombre hizo una pausa.

– En cuanto al señor Reilly, ha sufrido una conmoción cerebral, pero el escáner nos ha informado de que no hay daños internos. Mañana seguramente podrá irse a casa. Ahora mismo están los dos descansando y no podrán recibir visitas hasta más tarde, así que les sugiero que se vayan a casa a descansar -después de decir aquello, el hombre se despidió con un gesto y volvió a salir al pasillo.

Los bomberos respiraron aliviados y comenzaron a darse palmadas en la espalda unos a otros.

– Gracias -le dijo Dylan a Meggie, sonriéndole.

– ¿Me dejas que te lleve a casa? -le propuso ella-. Tengo el coche ahí fuera.

Dylan asintió y, después de recoger su casco, la siguió hasta el ascensor. Se sentía como si le hubieran quitado un gran peso de encima. Artie y Jeff estaban bien, y Meggie estaba allí, a su lado.

Le había demostrado que se preocupaba de verdad por él, así que había esperanza para ellos. A pesar de que hubiera leído en aquella hoja que quería vengarse de él, había ido al hospital para asegurarse de que estaba bien.

Cuando llegaron al coche, Dylan se quitó la chaqueta y las botas del uniforme antes de meterse dentro. Dejó el casco y las demás cosas en el asiento de atrás y luego se sentó, apoyando la cabeza en el cabecero del asiento.

– Todo va a salir bien -le dijo Meggie mientras se sentaba al volante.

Dylan se volvió hacia ella y le sonrió débilmente.

– Lo sé.

Ella puso las manos en el volante, pero no hizo intención de poner el motor en marcha.

– Ya has oído al doctor. Tus amigos van a ponerse bien.

– Sí, pero me gustaría saber qué pasó – aseguró él-. No entiendo por qué se derrumbó aquel suelo.

– Seguro que mañana averiguas la causa. Hoy será mejor que te olvides del accidente.

Dylan comenzó a acariciarle el pelo. Después, la atrajo hacia sí y miró sus labios. Al principio vaciló como si no supiera qué hacer. Pero, luego, la besó y su sabor le hizo olvidarse de toda la confusión, de las horas de espera.

Y así tenía que ser el amor. A medida que el beso se fue haciendo más intenso, Dylan sintió cómo un agradable calor empezaba a confortarle el corazón.

Y en esos momentos, aquello era lo único que necesitaba. Lo único que le importaba, durara lo que durara, era el amor que sentía por Meggie.

La cocina del apartamento de Dylan era la típica de un piso de soltero. Había un cuenco de cereales de esos con más azúcar que nutrientes. En la nevera, tenía leche, cerveza, mostaza y algo de queso, que se había puesto mohoso. Pero Meggie encontró también un poco de pan y un lata de sopa, así que decidió hacerle un sandwich de queso y una sopa de tomate.

Después de quitar el moho del queso, quedó la cantidad justa para hacerle un sandwich. Mezcló la leche con la sopa y las puso al fuego. Luego echó un vistazo a su reloj, comprobando que Dylan llevaba aproximadamente media hora en la ducha.

Se le había pasado por la cabeza meterse también ella, pero no sabía cómo podía reaccionar él. De todos modos, no podía sacarse de la cabeza las deliciosas posibilidades de ducharse con él.

Sintió una oleada de deseo al imaginarse a Dylan desnudo en la ducha, mojado y excitado. Mientras el agua caía sobre los dos, él la apoyaría contra la pared y la agarraría por la cintura… Tragó saliva, tratando de concentrarse otra vez en la sopa que estaba preparando.

Meggie soltó una maldición mientras apagaba el fuego. Encontró un plato limpio para el sandwich y lo puso en una bandeja, junto con el cuenco de sopa. Luego, sacó una cerveza de la nevera y lo llevó todo al dormitorio de Dylan.

Llamó a la puerta, pero como él no contestó, abrió. Del cuarto de baño seguía saliendo una gran cantidad de vapor, así que pensó que en cualquier momento podría salir Dylan, desnudo y mojado. Pero de repente se fijó en la cama y lo vio allí, vestido únicamente con la ropa interior y con aspecto de estar dormido.

Meggie se acercó sonriendo y le dejó la comida sobre la mesilla. No quiso despertarlo. Parecía relajado después de la tensión que había sufrido. Le apartó un mechón de pelo húmedo de la frente y él no se inmutó, así que se sentó al lado de la cama y se quedó observándolo. Reparó en una pequeña cicatriz que tenía en el labio superior y admiró su nariz recta y su mandíbula ancha. Ningún hombre tenía derecho a ser tan guapo.

Se inclinó sobre él y le dio un beso breve en los labios. Cuando se echó hacia atrás, vio que él había abierto los ojos y la estaba mirando.

Lo cierto era que se moría de ganas por sentir una vez más la pasión que había habido entre ellos pocas noches atrás. Nunca le había dado mucha importancia al sexo, pero no podía dejar de pensar en volver a acariciar el pecho de él, en besar su vientre plano o en acariciar su miembro erecto. Incluso podía recordar perfectamente su olor, una mezcla de aroma a jabón, a loción para después del afeitado y a sudor, que resultaba irresistiblemente masculina. Y por otra parte, estaba su voz. No podía olvidarse de cuando había susurrado su nombre mientras alcanzaba el climax. -Te he traído una sopa y un sandwich -le dijo, forzando una sonrisa.

Pero en vez de darle las gracias, él la agarró y la acercó para besarla. Fue un beso tan apasionado, que a Meggie se le escapó un gemido. Intentó ponerse en pie, pero finalmente cayó encima de él, que se giró para situarla debajo. Inmediatamente, se despertó un gran deseo en ella.

Estaba impaciente por sentirlo dentro. Dylan le agarró el rostro entre ambas manos y la ayudó a que se incorporara hasta quedarse arrodillada enfrente de él. Luego, le quitó el jersey y la camisola que llevaba y comenzó a acariciarle los pechos desnudos. Seguidamente, le desabrochó el cinturón. Era evidente que él la deseaba tanto como ella a él. Su visible erección lo dejaba bien claro. Así que Meggie se apartó de él para terminar de desnudarse.

Se descalzó y se quitó los pantalones y las braguitas. Finalmente, se quedó desnuda enfrente de él, disfrutando anticipadamente de lo que iba a suceder a continuación.

Dylan se inclinó hacia ella y la agarró para que se tumbara en la cama, debajo de él. Meggie sintió el miembro erecto acercándose a su sexo y se arqueó para facilitarle la entrada, pero de repente se dio cuenta de que no habían tomado ninguna precaución.

Entonces miró a Dylan a los ojos y este pareció leerle el pensamiento. Sacó una caja de la mesilla y se la dio sin decir nada.

Mientras ella le ponía el preservativo, él no dejó de observarla. Una vez terminó, Meggie tiró la caja a un lado.

Dylan se tumbó sobre ella y la penetró de un modo casi violento. Hicieron el amor con brusquedad en aquella ocasión y Meggie suspiró de placer cuando lo sintió en lo más profundo de su cuerpo.

De pronto, todas sus dudas se disiparon y se abandonó. Lo único que sabía era que amaba a Dylan. Lo amaba con toda su alma y nada podría cambiarlo. Así que disfrutó del placer de sentirlo dentro.

Cuando ya se estaba acercando al climax, él murmuró su nombre. Fue como una promesa de que, si ella se abandonaba, él la seguiría. Entonces Meggie sintió un temblor dentro de si y luego varias oleadas de placer. Inmediatamente, él explotó también dentro de ella.

Cuando ambos volvieron a la tierra, Dylan se tumbó a su lado y la abrazó. Su respiración se hizo más lenta y Meggie pensó por un momento que él se había dormido. Pero entonces oyó la voz grave contra su oído.

– Prométeme que nunca me abandonarás.

– Te lo prometo -susurró ella. Pero sabía que eso no les aseguraba que siguieran siempre juntos. El que funcionaran tan bien en la cama no quería decir que fueran a compartir su futuro.

Meggie se apretó contra él y lo observó mientras él se dormía.

– Te quiero -dijo, acariciándole la mejilla-. Siempre te he querido y siempre te querré.

Aunque eso no cambiaba el hecho de que se había servido de una serie de artimañas para conseguir que él la deseara. Lana le había dicho que todos los hombres ansiaban lo que no podían tener. Pero, ¿seguiría Dylan deseándola después de haber conseguido lo que quería?, pensó, recordando su frialdad la noche de la fiesta de cumpleaños de su abuela.

Se levantó de la cama, sintiendo que no aguantaría volver a ver esa mirada. Sobre todo después de haber hecho el amor tan apasionadamente como lo habían hecho. Sí, no se quedaría para verlo despertar.

Así quizá él se preguntara si la había poseído de veras. Quizá hasta pensara que había sido solo un sueño. De ese modo, volvería por más.

Meggie se secó una lágrima y comenzó a recoger su ropa. Mientras se vestía despacio, no dejó de mirarlo y, antes de marcharse, sintió ganas de tocarlo una vez más. Se acercó a la cama y puso la mano sobre su corazón, que latía con fuerza, aunque con un ritmo lento.

Después de soltar un suspiró, salió de la habitación. Mientras se dirigía a su coche, decidió que, aunque se moría de ganas de seguir a su lado, estaba haciendo lo mejor. Necesitaba tiempo para pensar en lo que iba a hacer para conseguir que él se enamorase. Y estando cerca de él, era incapaz de pensar en nada.

Abrió el coche y, antes de meterse dentro, echó un último vistazo hacia la ventana de la habitación de Dylan. Se lo imaginó allí tumbado sobre la cama. Algún día, quizá pudiera quedarse con él. Algún día, esa cama quizá también fuera su cama.

Pero ese día todavía no había llegado.

Capítulo 8

Cuando Dylan se despertó al atardecer y vio que ella se había marchado, soltó un gemido. Aunque no le sorprendía. Nada podía sorprenderle ya respecto a Meggie. Ni cómo lo había consolado en el hospital, ni cómo lo había cuidado en el apartamento, ni cómo se había entregado a él cuando habían hecho el amor.

Pero todo aquello encajaba perfectamente dentro de su plan de venganza. Lo único que Meggie buscaba era que él se enamorase para luego abandonarlo.

Cerró los ojos y se pasó la mano por el rostro, tratando de no obsesionarse con todo aquello. Meggie debía de tener un corazón de hielo para utilizarlo de aquel modo. Aunque, por otra parte, mientras hacían el amor él había visto el deseo y el éxtasis que había llenado sus ojos. Si había estado fingiendo, sin duda era la mejor actriz del mundo.

Se levantó y agarró su camisa, que todavía olía ligeramente a humo. En el bolsillo llevaba la hoja de papel con el plan de Meggie. Trató de encontrar algún sentido en todo aquello, pero fue incapaz, y es que al fin y al cabo era consecuencia de un estúpido baile de instituto.

Se mesó el cabello y soltó una maldición. Contempló las sábanas revueltas de su cama y se la imaginó allí, desnuda y con la piel encendida por el deseo. Ella era todo lo que él había buscado siempre en una mujer, pero no podía seguir viviendo con aquella duda y aquella confusión. Ya no podía más.

Tiró el papel encima de la cama y fue a su armario por unos pantalones y una camisa limpios. Aquello había ido ya demasiado lejos y tenía que acabar. Si Meggie lo amaba de veras, la obligaría a admitirlo. Y si no era así, rompería con ella inmediatamente.

Se metió el papel en un bolsillo, se puso una chaqueta y salió del dormitorio. No sabía qué le iba a decir exactamente, pero desde luego no iba a ser blando con ella. Por primera vez en su vida, se había enamorado de una mujer y no estaba dispuesto a que ella jugase con él.

– Quizá debería haber hecho más caso de todos aquellos cuentos de los Quinn -se dijo mientras agarraba el casco, la chaqueta de bombero y las botas.

Salió y fue hacia su coche, pensando en que él no podía aspirar a una relación como la que tenían Conor y Olivia. Él no era la clase de hombre que pudiera a aspirar a ser feliz junto a una mujer.

Fue al parque de bomberos a dejar su equipo y luego se dirigió a la cafetería de Meggie. Decidió que lo mejor sería confesarle lo que sentía por ella y pedirle que fuera sincera con él. Si lo amaba, estupendo; y si no, no la volvería a ver. Pero en cuanto entró en el Cuppa Joe's, desapareció toda su resolución.

Meggie estaba delante de la caja registradora golpeando los botones y maldiciendo porque parecía no querer abrirse. Dylan contuvo el aliento y esperó a que ella se diera cuenta que había llegado. Quería ver su reacción.

Pero finalmente se acercó a ella y tiró el papel encima de la barra.

– Cuéntame qué significa esto -dijo, apretando la mandíbula.

– ¿Qué? -preguntó sorprendida.

– No juegues conmigo, Meggie. Ya he visto tu plan y sé lo que pretendes.

Ella se quedó mirando el papel sin poderse creer lo que estaba ocurriendo. En seguida reconoció la hoja de papel.

– ¿Dónde la has encontrado?

– Eso no importa.

– No… no sé qué decir. Esta hoja no significa nada.

– Bueno, dime que el juego ha terminado. ¿O no puede acabarse hasta que reconozca que te quiero? -él respiró hondo y continuó mirándola enfadado-. Bueno, pues muy bien. Te quiero. Te quiero más de lo que he querido nunca a ninguna mujer.

Soltó una maldición.

– De hecho, nunca había querido a ninguna mujer. Tú eres la primera. ¿Te hace sentirte eso mejor?

Ella trató de agarrarle la mano, pero él la apartó.

– Lo siento, pero te aseguro que se trata de un malentendido…

– Lo que más me apena es que podríamos haber tenido un futuro juntos -aseguró él.

– Todavía podemos tenerlo.

– Lo dudo.

– Lana y yo confeccionamos ese plan la primera noche que viniste. Fue una tontería y yo nunca me lo tomé en serio. Sin embargo, cuando me llamaste para salir, me sentí insegura, porque apenas tenía experiencia con los hombres. Así que decidí seguir el plan.

– ¿Esperas que te crea? Todo lo que ha ocurrido entre nosotros está aquí escrito. El que esperaras a que te llamara tres veces, lo de las flores de David… Además, en la fiesta de cumpleaños de tu abuela, Tommy me dio la clave de por qué estabas haciéndome esto. Me contó lo de aquella fiesta en el instituto.

Meggie se quedó mirándolo fijamente a los ojos y él vio en ellos el dolor y el arrepentimiento. De pronto, sintió el deseo de acercarse y consolarla, pero también sabía que no podía hacerlo. Si la tocaba, estaría perdido.

– Aquello fue una equivocación y, desde que lo descubrí, me olvidé de ese absurdo plan.

Pero Dylan no podía creerla.

– Pensé que lo nuestro era real y resulta que todo era parte de un juego.

– Empezó siendo un juego, pero luego todo cambió -insistió Meggie.

Dylan quería creerla. Quería convencerse de que había sido real lo que habían compartido. Pero le parecía que todo estaba contaminado, que todo había sido una manipulación de ella.

– Por otra parte, Dylan, te conozco desde que tenía trece años y sé que no soy la mujer adecuada para ti. Así que imagino que si ahora mismo crees que estás enamorado de mí, es solo producto de este plan. Que tarde o temprano, acabarás cansándote de mí.

Las palabras de ella lo hirieron profundamente. Una vez más, volvían a acusarlo por su reputación con las mujeres. ¿Pero no se había portado bien con ella? ¿Qué quería Meggie que no le hubiera dado? Él no podía cambiar su pasado. Si pudiera, lo haría. Él era así, pensó, sintiendo una enorme rabia. Él estaba dispuesto a perdonarla y que el pasado no influyera en su futuro. ¿Por qué ella no podía hacer lo mismo?

– Quizá tengas razón -murmuró él. Sí, quizá todo hubiera sido una fantasía. Quizá se hubiera engañado a sí mismo, empujado por el deseo de encontrar a una mujer, igual que su hermano Conor había encontrado a Olivia. Pero él no era como Conor y nunca podría llegar a serlo.

– Ahora tengo que irme -dijo, todavía sin creerse que aquello pudiera ser el fin.

– Nunca quise hacerte daño -le aseguró Meggie con voz temblorosa-. Y si te lo he hecho, lo siento mucho.

Sus disculpas no hicieron que Dylan se sintiera mejor. Se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta. En un momento, estuvo tentado de darse la vuelta, pero finalmente se lo impidió el orgullo. Sabía que le iba a costar mucho olvidarla, pero ella no le había dejado otra opción.

– ¿Qué te pasa, muchacho? Ven y tómate otra Guinness. Ya verás cómo te animas.

Dylan apartó la botella que se acababa de beber y agarró otra Guinness a la que dio un buen trago. Si bebía lo suficiente, conseguiría olvidarse de Meggie Flanagan.

– ¿Es por una muchacha? -añadió Sea-mus.

Su padre era la última persona con la que quería hablar de su vida amorosa. No quería sus consejos ni sus opiniones respecto a las mujeres.

– No me pasa nada, papá. Solo estoy un poco preocupado por mis compañeros.

– ¿Por los dos tipos que salieron heridos en ese incendio? ¿Cómo están?

– Están bien -aseguró Dylan-. Winton saldrá en unos días del hospital y Reilly se va ya mañana a su casa -agarró la Guinness y se alejó de la barra-. Voy a ver qué hace Brendan.

Su hermano, sentado cerca de la mesa de billar, estaba trabajando con un ordenador portátil. Tenía una cerveza y la mesa llena de papeles.

– ¿Puedo sentarme? -le preguntó Dylan.

– Claro -contestó Brendan, levantando la vista-. No sabía que estabas aquí. ¿Cuándo has llegado?

– Hace un rato.

– Me enteré de lo de ese incendio. Varios de tus compañeros vinieron a tomarse una cerveza antes de ir a casa. Me contaron que te fuiste del hospital con Meggie. Bueno, ¿y qué te trae por aquí?

– Necesitaba tomarme una cerveza o, mejor aún, unas cuantas cervezas. Creo que voy a emborracharme -hizo un gesto hacia el portátil-. ¿Qué estás haciendo?

– Estoy escribiendo un artículo para la revista Adventure sobre el viaje que hice por el Amazonas la primavera pasada. Y esto de aquí -añadió, agarrando unas cuantas hojas- es para mi libro. Creo que necesito una secretaria. Tengo toda la información revuelta y, si no consigo ordenarla, nunca escribiré ese libro… -Brendan se detuvo-. ¿Me estás escuchando?

– Sí.

– No te creo. ¿Qué te pasa? ¿No te habrás peleado con Meggie?

A Dylan no le apetecía hablar de sus problemas, pero ya que Brendan lo había sacado, pensó que quizá estaría bien conocer su punto de vista al respecto.

– No solo nos hemos peleado, hemos roto -sacudió la cabeza y luego dio otro trago de cerveza-. No sé que me hizo pensar que mi relación con ella iba a funcionar. Nunca en mi vida me ha durado ninguna relación, así que, ¿por qué iba a ser diferente con ella?

– Porque estás enamorado de ella.

– ¿Es tan obvio? Bueno, en cualquier caso, ella solo quería vengarse de mí. Quería que me enamorara de ella para luego dejarme.

– Lo sé. Conor me lo contó.

– ¿Qué? ¿Es que todo el pub está ya al tanto de ello?

– Puede ser. La verdad es que no hay mucho más de lo que hablar, exceptuando la boda de Conor. Y ya empiezo a estar un poco harto de ese tema. Nunca pensé que a nuestro pobre hermano le interesara tanto hablar de muebles y adornos para la casa.

– Yo le entiendo. Cuando un hombre ama a una mujer, se interesa por las cosas que le gustan a ella. Cuando Meggie empieza a hablar de su cafetería, podría estar escuchándola toda la noche. Se entusiasma tanto, que se le ilumina la cara y me parece entonces más guapa que nunca.

– Oh, Dios, estás enamorado de ella, ¿verdad? -le preguntó Brendan, mirándolo como si no pudiera creérselo.

– Pues sí, la verdad es que estoy enamorado. Y así se lo dije a ella, pero no me creyó. Al fin y al cabo, soy Dylan Quinn y es imposible que yo me enamore.

– O sea, que tú también has caído. Primero Conor y después tú. ¡Dios se apiade de vosotros!

– Bueno, quizá el siguiente seas tú -le advirtió Dylan-. Porque Conor nos ha enseñado algo a toda la familia. Ha demostrado que todas esas historias de los Quinn eran mentira. Así que seguro que tú también acabarás enamorándote.

– ¿Y tú? ¿Es que vas a rendirte tan fácilmente con Meggie?

– ¿Y qué otra cosa puedo hacer? -preguntó Dylan, bebiendo otro trago de Guinness.

– Vamos a ver -dijo Brendan-, tú le has confesado que la quieres, ¿no? Pero, según parece, el problema está en que Meggie no se lo cree. Pues entonces lo que tienes que hacer es convencerla de que no puedes vivir sin ella.

– No es tan fácil. No sé si ella me corresponde. Creo que sí, pero no puedo estar seguro debido a lo extraño que ha sido todo en nuestra relación. Me gustaría que pudiéramos volver a empezar. De ese modo, podría estar seguro de sus sentimientos hacia mí.

– Ya sé lo que puede ayudarte en estos momentos -dijo Brendan-. Una buena partida de dardos.

– No me apetece.

– Oh, vamos, anímate -dijo, inclinándose hacia él-. ¿Quieres que te dé un consejo?

– ¿No es eso lo que llevas haciendo desde hace diez minutos?

– No, hasta ahora solo hemos estado charlando. Así que, hermano, escucha el consejo que voy a darte.

Pero Dylan le hizo un gesto para que se detuviera.

– Para ser sincero, prefiero que me aconseje Olivia. Ella sí sabría lo que me conviene hacer, ya que conoce a las mujeres mejor que tú.

– Me estás insultando. Sé exactamente lo que te conviene hacer y voy a decírtelo.

– Está bien, dímelo.

– Si lo que quieres es volver a empezar con ella, hazlo. No hay nada que te lo impida.

– ¿Es que has inventado una máquina para viajar en el tiempo?

– Usa la imaginación -dijo Brendan, levantándose y dándole una palmada en la espalda-. Vamos, te dejaré ganar a los dardos. Seguro que eso hace que te sientas mejor.

– ¿Que me vas a dejar ganar? Hace cinco años que no me ganas a los dardos.

Dylan se puso en pie y siguió a su hermano. Quizá una partida de dardos sirviera para olvidarse de Meggie por un rato.

Luego, mientras desclavaba los dardos de la diana, recordó el consejo de Brendan y, de repente, se le ocurrió una idea. Quizá sí pudiera volver a empezar de nuevo con Meggie. Se colocó detrás de la línea y lanzó su primer dardo, clavándolo a pocas pulgadas del centro de la diana.

– Todo se ha terminado entre nosotros – dijo Meggie, mirando fijamente la taza de café que estaba tomándose, como si esta pudiera ofrecerle alguna solución.

Pero en realidad sabía que no había ninguna solución a sus problemas. No había nada que pudiera decir o hacer para arreglar las cosas.

– Nunca debería haber aceptado seguir aquel plan que diseñaste.

– Lo siento -se disculpó Lana-. Todo esto ha sido culpa mía. Quizá debería ir a ver a Dylan para explicárselo. Ya han pasado tres días desde que os visteis por última vez y a lo mejor ya no esté tan enfadado. No puede seguir haciéndote a ti responsable de algo que fue idea mía.

– Eso ya no importa -dijo Meggie-. Además, el plan funcionó. El problema es que luego se estropeó.

– No entiendo qué quieres decir.

– Me dijo que me amaba -recordó Meggie emocionada.

A pesar de que él se lo había dicho muy enfadado, ella había sentido una gran alegría al oír sus palabras. ¡Dylan Quinn se había enamorado de ella! Era un verdadero milagro.

– Siempre pensé que el día que un hombre me lo dijera, mi vida cambiaría para siempre -añadió-, pensé que me casaría con ese hombre. Pero mi vida no ha cambiado en absoluto. Estoy exactamente igual que antes de que Dylan me sacara de la tienda sobre su hombro.

– Si de verdad lo quieres, Meggie, y si el te quiere también a ti, no debería haber más problemas.

– Eso solo sirve para los cuentos de hadas. Además, creo que finalmente se dio cuenta de que yo no pensaba de verdad vengarme de él. Solo lo ha utilizado como excusa para no comprometerse conmigo. Así lo mejor será asumir cuanto antes que hemos terminado.

– No puedes rendirte tan fácilmente.

– ¿Y qué otra cosa puedo hacer? Lana se quedó pensativa unos instantes hasta que, de pronto, una sonrisa iluminó su rostro.

– ¿Dónde está la hoja con el plan? Meggie se levantó del taburete en el que estaba sentada y fue detrás de la barra a recoger el papel arrugado que había dejado junto al cuaderno de notas que tenían allí.

– Ten, no quiero verlo más.

– Sí, creo que lo mejor será librarnos de él ahora mismo -dijo Lana.

– Buena idea -gritó Meggie. Lana agarró el papel y me hacia el despacho.

– Ven conmigo.

Meggie frunció el ceño y luego fue tras ella.

– ¿Dónde vas?

Cuando Meggie entró en el despacho, Lana estaba vaciando el contenido de la papelera de metal que tenían en un rincón. Luego, la colocó en el centro de la pequeña habitación.

– Ahora vamos a tirar este trozo de papel y a olvidarnos de él para siempre -dijo Lana, dándole la hoja con el plan-. Pero no basta con tirarlo -añadió, sacando un mechero del bolsillo-. Hay que quemarlo para que Dylan no pueda volver a encontrarlo.

Antes de que Meggie pudiera protestar, prendió una esquina del papel.

Meggie soltó un grito al ver la llama y tiró la hoja a la papelera.

– ¿Estás loca?

– Es una papelera de metal -aseguró Lana-. En pocos segundos, se habrá apagado el fuego.

Pero lo cierto es que las llamas duraron más tiempo del que pensaban y empezó a salir una buena cantidad de humo. Antes de que pudieran apagar el fuego, saltó el dispositivo de alarma de incendios.

Meggie soltó una maldición mientras contemplaba cómo el fuego se apagaba. Luego, se volvió hacia su socia y vio que estaba sonriendo astutamente.

– Lo has hecho a propósito -gritó Meggie-. Sabías que el humo haría saltar la alarma de incendio, que está conectada con el parque de bomberos.

Lana consultó su reloj.

– Dylan llegará en cualquier momento. Llamé para asegurarme que le tocaba ir a trabajar. Yo que tú me peinaría un poco y me pintaría los labios. No tienes muy buen aspecto.

Meggie soltó una maldición y se dirigió al espejo que había colgado en el despacho. Se pellizcó las mejillas y se arregló el pelo con la mano.

Entonces pensó que no estaba segura de querer ver a Dylan. La última vez que lo había visto, él se había marchado de la cafetería muy enfadado. Así que debería prepararse para lo peor. Podía entrar y ni siquiera saludarla.

Pocos minutos después, tres bomberos entraron en la cafetería. A Meggie le dio un vuelco el corazón cuando vio que Dylan era uno de ellos.

– El fuego ya está apagado -dijo Lana-. Solo fue un papel que prendió en el despacho. Se lo enseñaré -les dijo a los dos hombres que se habían adelantado. Dylan se había quedado en la entrada.

– Hola -lo saludó Meggie una vez Lana y los dos bomberos hubieron entrado en el despacho.

Meggie se fijó en lo guapo que estaba con su traje de bombero y, cuando sus ojos se encontraron, sintió que se le aflojaban las rodillas.

Él le devolvió el saludo con un gesto.

– ¿Qué ha pasado?

– Nada, fue un pequeño incendio que se apagó solo.

– ¿Cuál fue la causa? -preguntó él en un tono profesional.

– Lana tiró sin querer una cerilla en la papelera y un papel que había dentro prendió.

En ese momento, uno de los bomberos que habían entrado al despacho salió con la papelera. Se la enseñó a Dylan y este asintió.

– Dylan -dijo entonces Meggie-, me gustaría hablar contigo unos minutos.

– Muy bien, muchachos, esperadme fuera. Decidle a Carmichael que saldré dentro de un rato.

Una vez salieron los bomberos, Meggie se volvió hacia el despacho y vio que Lana seguía allí. Entonces respiró hondo y se giró de nuevo hacia Dylan.

– ¿De qué querías hablarme?

– No me metas prisa -protestó ella-. Tengo que decírtelo como es debido -añadió, mirándolo a los ojos-. Te amo, Dylan.

Meggie volvió a respirar hondo.

– Te… amo y quiero que lo sepas, aunque imagino que eso no va a cambiar nada.

Dylan se la quedó mirando fijamente con la boca ligeramente abierta.

– Ya sé que no me creerás, pero no me importa. Lo de hacer ese plan fue una estupidez y, aunque no haya modo de cambiar el pasado, quería que supieras la verdad.

Ella esperó a que él dijera algo, pero justo entonces sonó la campanilla de la puerta, devolviéndolos a la realidad. Meggie se giró y vio que se trataba de un bombero.

– Hay otra alarma. Ha habido un accidente de tráfico aquí al lado y se ha derramado bastante gasolina sobre el pavimento.

Dylan asintió y luego se volvió hacia Meggie con expresión pensativa, como si tratara de averiguar si le había dicho la verdad.

– Tengo que irme.

– Muy bien.

– No sé qué puedo decir.

– No tienes que decir nada. Lo entiendo perfectamente.

Dylan se dio la vuelta hacia la puerta, pero se detuvo antes de salir y miró hacia atrás. Por un momento, ella pensó que iba a acercarse para abrazarla y besarla. Pero luego se giró hacia los compañeros que lo estaban esperando fuera.

– Hasta luego -se despidió.

– Hasta luego -contestó ella.

Meggie se quedó mirando la puerta fijamente mientras pensaba en que él había vuelto a romperle el corazón. Le había confesado que lo amaba y él como respuesta se había limitado a marcharse de allí, sin contestar nada.

Lana salió en ese momento del despacho y se acercó hasta donde estaba ella,

– ¿Qué, te ha ido bien? -preguntó, pasándole un brazo por los hombros.

– Le dije que lo amaba y él se ha ido sin más -contestó Meggie-. Mi única esperanza es que, en vez de adiós, me haya dicho hasta luego.

Meggie fue a sentarse en un taburete, frente a la barra. Amaba a Dylan Quinn y no del modo infantil en que lo había amado cuando estaban en el instituto, sino con un amor profundo. Así que se alegraba de habérselo dicho. De algún modo, había sido una especie de liberación.

– Has hecho bien en decírselo -le aseguró Lana-. En cuanto piense despacio en ello, volverá.

– ¿Cómo puedes saberlo?

– Ya sabes que conozco a los hombres. A Meggie le hubiera gustado creer que su amiga estaba en lo cierto. Y también le habría gustado que lo que Dylan le había dicho días atrás fuera cierto. Porque si él la amaba de veras, como ella lo amaba a él, entonces nada podría separarlos.

Capítulo 9

– Sonríe.

Lana abrazó por la cintura a Meggie y sonrió a la cámara. Meggie levantó una taza de café del Cuppa Joe's hacia Kristine mientras esta les hacía la foto.

– Solo una más -dijo Kristine-. Meggie, tienes que sonreír más. Es un día muy especial.

Era cierto. Lana y ella llevaban esperando ese día desde que habían terminado la carrera. Al fin iban a inaugurar su propio negocio. Pero Meggie sentía que le faltaba algo. Y ese algo seguro que era Dylan.

Era el día más importante de su carrera profesional y le hubiera gustado compartirlo con Dylan. Desde que acudió por lo del incendio de la papelera, no había vuelto a saber de él. Había llegado a pensar en telefonearle, pero luego había decidido que era a él a quien le correspondía hacer el siguiente movimiento.

Lana se había pasado los últimos día tratando de animarla. Le había llevado donuts para desayunar, la había invitado a una deliciosa hamburguesa para comer, la había llevado una noche a que le hicieran la manicura… Y ella, a cambio, le había prometido que el día de la inauguración sería el último que pensaría en Dylan Quinn. Tenía que dejar de acordarse de los momentos de pasión que había vivido con él.

– Aleja un poco más la taza -le pidió Kristine, tirándole otra foto.

Habían contratado a ocho empleados, entre ellos a Kristine y, como era la que tenía más experiencia, iba a ser la encargada. Su novio era músico y había prometido que las ayudaría a conseguir cantantes cuando el negocio estuviera en marcha.

– Y ahora, creo que estaría bien una foto de las dos con el cartel.

Meggie y Lana entraron en la cafetería y salieron al rato con el cartel que pondrían en la acera para atraer clientes.

Después de que Kristine les hiciera otra foto, Lana consultó su reloj.

– Creo que ya es la hora.

– Bueno -dijo Meggie, contagiada por la alegría de su socia-, pues aquí está. Para esto hemos estado ahorrando tanto tiempo -un pequeño escalofrío le recorrió la espalda-. La verdad es que estoy un poco asustada.

Entraron en la tienda una del brazo de la otra y encendieron las luces de neón en forma de taza que adornaban la cristalera principal. Después, se metieron tras la barra y esperaron a que entrara el primer cliente.

Pasó una hora antes de que entrara un hombre, que llevaba un enorme paquete. Meggie se acercó a él sonriendo mientras Kristine se disponía a hacerle la foto como primer cliente.

– Bienvenido al Cuppa Joe's -dijo Meggie-. ¿En qué puedo atenderle?

– Solo firme aquí -dijo el hombre, acercándole una hoja-. Traigo un paquete para Meggie Flanagan. ¿Es usted?

Habían estado llegando regalos durante toda la semana. Les habían mandado plantas de adorno y varias placas de felicitación de diferentes asociaciones. Meggie agarró la caja y la puso encima de la barra. No llevaba remite y estaba envuelta con un papel marrón sencillo, y atada con una cuerda. Rasgó el envoltorio, abrió la tapa y quitó el papel de seda que cubría el regalo.

Dentro había un sobre y un vestido de color rosa satinado. Lo sacó de la caja y vio que era un vestido de fiesta.

– ¿Qué demonios es esto? -le preguntó Lana.

– No estoy segura -contestó Meggie-, pero parece… -se detuvo-. ¡Oh, Dios, no puede ser!

– ¿Qué pasa?

– Este vestido es el que llevé a la fiesta del instituto, cuando pensé que Dylan iba a acompañarme -le dio la vuelta y comprobó que el lazo de la espalda seguía donde había estado años atrás-. Es exactamente el mismo vestido. ¿De dónde habrá salido? Recuerdo que lo tenía guardado en un armario en casa de mis padres.

Meggie vio que en la caja había también un par de zapatos horribles, también de color rosa.

– No puedo creer que me pusiera esto.

– ¿Y para qué te habrá enviado tu madre todo esto?

– No sé.

Meggie abrió el sobre y vio que se trataba de una invitación escrita a mano.

– «El instituto de South Boston organiza esta noche una fiesta en el gimnasio. Queda usted formalmente invitada. Una limusina pasará a recogerla a las ocho de la tarde» -leyó en voz alta.

Lana le quitó la invitación y volvió a leerla.

– Es él -dijo, sonriendo.

– ¿Dylan? ¿Y por qué haría algo así? ¿Es una broma o qué?

– No, es un gesto romántico -le explicó Lana-. Quiere hacerte revivir aquella noche, pero esta vez sí será tu acompañante.

– Pero, ¿por qué?

– Seguramente porque te quiere -comentó Kristine-. Los hombres solo hacen este tipo de cosas cuando están enamorados.

Lana y Meggie miraron a su encargada. Meggie, al oírselo decir a ella, que era una observadora imparcial, empezó a creer que podía ser verdad.

– Pero no puedo ir -protestó-. Hoy es la inauguración de la cafetería.

– Por supuesto que puedes ir -aseguró Lana-. Durante los primeros días no habrá mucho trabajo y, además, esto es más importante que el Cuppa Joe's.

Meggie se quedó mirando el vestido y pensó en todas las molestias que debía de haberse tomado Dylan para darle aquella sorpresa. Habría ido a ver a su madre para que le diera el vestido y habría alquilado el gimnasio del instituto. Luego, estaba lo de la limusina. Dio un suspiro y reconoció para sí que Lana estaba en lo cierto. Era un gesto muy romántico.

– Está bien, supongo que tendré que ir -dijo finalmente.

– Pruébate el vestido -le propuso Lana-. Me gustaría ver cómo te queda.

– Seguro que no me queda bien. Por aquella época parecía un esqueleto.

– Anda, pruébatelo -le insistió su socia, agarrándola por un brazo y llevándola al despacho-. Y si no te está bien, conozco a una costurera que podría arreglártelo.

Meggie entró en el despacho y cerró la puerta. Se quitó el uniforme del Cuppa Joe's y se puso el traje. Para su sorpresa, le quedaba bien. Pero al mirarse por detrás y ver el lazo, frunció el ceño.

– Está bien. Llevaré el vestido, pero lo que no estoy dispuesta es a ir con este lazo.

Agarró unas tijeras que había en un cajón del escritorio y salió del despacho.

Lana y Kristine la miraron fijamente en silencio. Meggie se miró de nuevo al espejo y pensó que, salvo el color y el lazo, no le quedaba nada mal.

– Ya lo sé. Parezco una de esas bolas de algodón dulce.

– Nada de eso -aseguró Lana-. De hecho, te está muy bien. Seguro que te sienta mejor ahora que cuando eras una adolescente. Entonces no debías llenarlo como ahora.

Meggie se fijó en el generoso escote que quedaba a la vista.

– Tengo unos pendientes de diamantes de imitación y una gargantilla en casa -dijo Kristine-. Puedo ir por ellos a la hora de comer.

– Y también necesitarás unos guantes – añadió Lana-. De esos largos tan sensuales.

– ¿Y por qué no también una tiara? -dijo Meggie-. Así pareceré una idiota integral.

– ¿Meggie?

Todas se volvieron hacia la puerta, comprobando que la voz era la de Olivia Farrell.

– ¡Olivia! -gritó Meggie, echando a correr en dirección a ella-. Me alegro de verte. ¿Qué te parece? -le preguntó, haciendo un gesto hacia el vestido.

– Es maravilloso -dijo Olivia-. Totalmente retro. Si llegas a decirme que ibas a vestirte así, podría haberte traído varios complementos que parecen de lo años cincuenta. De todas maneras, me resulta raro verte así vestida.

– Bueno, creo que es cosa de Dylan. Me parece que quiere recrear aquella fiesta de instituto a la que se suponía que debía llevarme.

– ¡Así que era eso lo que estaba tramando! -exclamó Olivia, sonriendo.

– ¿Qué?

– Últimamente no paraba de hacerme extrañas preguntas. Ayer mismo estuvo en la tienda buscando… -Olivia no terminó la frase-. No, no debo decírtelo. Seguro que quiere darte una sorpresa.

Dylan, ya frente al Cuppa Joe's, consultó su reloj.

– Las ocho menos cuarto -murmuró. De pronto, se preguntó si no habría cometido un error. Quizá debería haber solicitado respuesta al entregar la invitación. Así sabría con seguridad si Meggie pensaba acudir a la cita o no. Porque lo cierto era que todo aquello era bastante ridículo. Aunque, por otra parte, sabía que a las mujeres les gustaba que los hombres enamorados hicieran tonterías por ellas.

Debía de haber sido por ese mismo motivo por lo que había escogido el esmoquin más pasado de moda que había encontrado. Era de un horroroso color rojo oscuro, con unas cintas de terciopelo en las solapas.

Se acercó al chofer, que estaba de pie junto a la limusina.

– Volveré en seguida.

Se arregló la pajarita y se dirigió a la cafetería. Dentro había bastantes clientes, que se volvieron hacia él extrañados. Dylan se alegraba de que el negocio de Meggie empezara así de bien, pero al mismo tiempo se sentía incómodo por su aspecto.

Lana estaba de pie junto a la barra, mirándolo con una enorme sonrisa en los latebios.

– Tienes aspecto de… idiota -dijo, yendo hacia él y dándole un abrazo-. Espero que Meggie sepa apreciar todo esto. Porque supongo que lo estarás haciendo por ella. ¿O es simplemente que tienes muy mal gusto para la ropa?

– Bueno, es más bien lo primero.

– Espera un momento, que voy a buscarla. Está escondida en el despacho.

– No, déjame ir a mí.

Dylan fue hasta el despacho y llamó a la puerta.

– ¿Ya ha llegado la limusina? -se oyó preguntar a Meggie.

Dylan no contestó nada, pero a los pocos segundos la puerta se abrió y apareció Meggie con el vestido rosa que él había pedido a su madre.

– Hola… Estás preciosa.

– Tú también estás muy guapo -contestó ella, sonriendo.

– ¿Estás lista?

Meggie asintió y él le ofreció el brazo. Fueron hacia la puerta bajo la mirada de todos los clientes, que rompieron a aplaudir cuando llegaron a la puerta. Entonces Meggie se volvió e hizo una reverencia.

Seguidamente fueron hasta la limusina y se sentaron atrás.

– Me sorprendió mucho tu invitación. Después de nuestro último encuentro pensé que…

Él puso un dedo sobre sus labios y contuvo el deseo de besarla apasionadamente.

– Nada de eso ha ocurrido todavía. Nuestra relación empieza en este preciso instante. Esta noche es como debería haber sido aquella noche, hace trece años -le dio una caja-. Ten, esto es para ti.

– Has pensado en todo, ¿verdad? -comentó ella al ver que era un ramo de flores.

El aroma de las gardenias impregnó el aire de la limusina.

– Pues te aseguro que es una experiencia nueva para mí -comentó él-. Esta es la primera vez que llevo a alguien a un baile de instituto.

– ¿De veras? Dylan asintió.

– Hasta ahora no había podido permitírmelo, pero ahora tengo un trabajo muy bien pagado -dijo, agarrando la botella de champán que había en una cubitera y sirviendo dos copas.

Después de beber un trago de champán, sintió que empezaba a relajarse. Y es que aquella cita y los preparativos le habían hecho sentirse como un adolescente inseguro y nervioso. Había estado preguntándose continuamente si saldría bien y si aquello les permitiría empezar de nuevo.

Se volvió hacia Meggie, que lo estaba mirando en silencio. Había preparado toda aquella velada romántica para ella, pero en esos momentos lo único que le apetecía era besarla. Sin embargo, sabía que no podía hacerlo hasta después de…

– Quería esperar un poco más para hacer esto -empezó, buscando algo en el bolsillo de la chaqueta-, pero no puedo. Toma, esto es para ti -añadió, mostrándole un anillo con la insignia del instituto South Boston.

– ¡Tu anillo del instituto!

– Sí, quiero dártelo para formalizar nuestra relación.

– ¿Para formalizarla?

– Sí, y espero que me digas que sí, porque no sabes lo que me ha costado encontrarlo. Tuve que revolver toda la casa de mi padre hasta que finalmente lo encontré en el desván.

– Pero, ¿qué quieres decir exactamente con formalizar nuestra relación?

– Te estoy pidiendo que salgas conmigo. Meggie se puso el anillo mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.

– Eso suena bien. Pero creo que este anillo me está un poco grande -añadió, soltando una risita.

– Entonces tendré que darte otro que te quede mejor -comentó él, mostrándole otro anillo.

Meggie se quedó mirándolo con los ojos abiertos de par en par, incapaz decir nada. Una lágrima comenzó a correr por su mejilla. Dylan se la secó con el pulgar y luego le agarró el rostro entre las manos.

– Sé que es un poco pronto. De hecho, solo llevamos saliendo un minuto o dos, pero creo que este anillo te quedara mucho mejor que el otro.

– ¿Estás intentando…? -Meggie no acabó la frase-. Pero si hace muy poco que nos conocemos… Bueno, hace dieciséis años que nos conocemos, pero íntimamente hace solo unas pocas semanas.

Dylan le puso el anillo en la mano con un gesto tierno.

– Cuando decidas que estás lista, dímelo, y te lo pondré en el dedo.

Meggie asintió y luego se llevó la mano con el anillo al pecho mientras miraba a Dylan en silencio.

– Te quiero, Meggie -dijo Dylan, contemplando los labios de ella-. Ya te lo dije una vez, pero no fue en las circunstancias más adecuadas. Creo que he estado toda la vida esperándote y quiero pasar el resto de mi vida a tu lado.

Meggie trató de contener el llanto.

– Siempre había soñado con este momento, pero nunca había imaginado que sería tan… perfecto -dijo, acariciándole la mejilla-. Te quiero, Dylan. Y ya no es el amor de una adolescente, sino el de toda una mujer.

Dylan se inclinó hacia ella y la besó. Al principio, fue un beso leve, pero luego se fue haciendo más apasionado. Dylan se sintió el hombre más afortunado del mundo mientras se separaba de ella para mirarla a los ojos.

– O sea, que mi plan ha funcionado, ¿no?

– ¿Tu plan?

– Sí, he estado preparando concienzudamente todos los detalles de esta noche – aseguró él justo en el momento en que la limusina aparcaba frente a la puerta del instituto-. Y aún hay más.

El chofer les abrió la puerta y Dylan bajó el primero. Luego, ayudó a bajar a Meggie y se acercaron a la entrada del instituto, donde los esperaba el conserje.

– No había vuelto a estar aquí desde entonces -comentó ella en medio del vestíbulo tenuemente iluminado-. Pero el olor del instituto me sigue resultando familiar.

Dylan la condujo hasta el gimnasio, en el centro del cual había una mesa lista para cenar. Desde un altavoz, salía una música suave. De pronto, Dylan encendió un interruptor en la pared y el techo se llenó de pequeñas luces, que parpadeaban como si fueran estrellas.

– ¿Cómo has hecho esto?

– Es un secreto -respondió Dylan.

Lo cierto era que habían sido sus compañeros quienes lo habían ayudado a poner esas luces.

– Y ahora, ¿quieres bailar conmigo, Meggie Flanagan?

Meggie se volvió y lo abrazó. Luego, lo besó en los labios.

– Puedes bailar conmigo hoy y siempre que quieras -dijo ella, separándose.

Él contempló sus ojos. Entonces se dijo que los cuentos de los Quinn eran mentira. Que sí que era posible encontrar el amor. Y él lo había hallado con Meggie.

La pequeña iglesia de piedra estaba iluminada por cientos de velas, que daban un aire mágico a la ceremonia. Meggie estaba sentada junto a Dylan en uno de los viejos bancos de madera y ambos, de la mano, escuchaban las palabras del sacerdote. Estaba tan emocionada como debían estarlo Conor y Olivia.

Solo la familia y los amigos más cercanos habían acudido a la boda, que se estaba celebrando un viernes por la tarde en la costa de Maine. La iglesia estaba todavía decorada con los adornos del Día de Acción de Gracias y Olivia había añadido algunos ramos de flores.

Habían llegado todos por la mañana. Meggie, Dylan, Brendan, Sean, Brian y Liam. Incluso Seamus había asistido, pese a que hasta el último momento había intentado convencer a Conor de que estaba cometiendo un gran error. Por la noche, se hospedarían todos en una posada con vistas al Atlántico.

La ceremonia estaba siendo tan sofisticada y elegante, como había esperado de su futura cuñada. Olivia llevaba un traje de novia impresionante que remarcaba su perfecta figura. Y Conor, al igual que sus hermanos, estaba guapísimo con su esmoquin. Eso la hizo recordar la noche en que Dylan le había pedido que se casara con él.

Ella, desde entonces, llevaba siempre encima el anillo que le había dado, en espera del momento adecuado para aceptar su proposición de matrimonio. Seguramente sería aquella noche, después de la ceremonia, cuando se retiraran a la habitación.

Justo en ese momento se volvió hacia él y vio sus ojos llenos de amor. De pronto fue como si las palabras que estaba diciendo el sacerdote no fueran dirigidas a Conor y Meggie, sino a ellos. Dylan se llevó su mano a los labios y se la besó. Entonces ella decidió que el momento había llegado. Apartó la mano de él, sacó el anillo de su bolso y se lo dio sin decir nada.

Ambos se quedaron mirando un rato el diamante que centelleaba en el anillo. Finalmente, Dylan lo agarró y se lo puso sobre la punta del dedo. Luego levantó la vista hacia ella y la miró fijamente a los ojos; Ella asintió con los ojos llenos de lágrimas. Sí, aceptaba casarse con él y prometía amarlo siempre.

Mientras Dylan empujaba el anillo a lo largo de su dedo, el sacerdote declaró a Conor y Olivia marido y mujer. Cuando los recién casados se besaron, solo había dos personas en toda la iglesia que no tenían clavada la mirada en ellos. Dylan y Meggie estaban absortos el uno en el otro. Solo les importaba lo mucho que se amaban.

Kate Hoffmann

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