LO ÚNICO QUE PUEDE HACER DOBLEGARSE A UN QUINN ES UNA MUJER…

El investigador Sean Quinn vivía de acuerdo con una regla: no implicarse jamás. Pero había un caso en el que le estaba siendo muy difícil seguir obedeciendo esa norma. Había localizado a un polígamo justo antes de que engañara a otra pobre mujer. ¿Cuál había sido su error? Había accedido a darle la mala noticia a la prometida. El problema era que Laurel Rand estaba ya en el altar esperando a casarse… fue entonces cuando le pidió que él se convirtiera en el novio.

Si no conseguía demostrarle a su tío que estaba casada, él dejaría toda su fortuna a unos coleccionistas. Pero no pasó mucho tiempo antes de que su tío se convirtiera en el menor de los problemas de Laurel. El mayor era tener que pasar tanto tiempo con Sean sin dejarse llevar por la increíble atracción que había entre ellos…

Kate Hoffmann

Cuando llega el amor

Serie: 7°- Los audaces Quinn

Título original: Sean (2003)

Prólogo

Sean Quinn estaba sentado en las escaleras de su casa en la calle Kilgore, con la barbilla en la palma de la mano, el codo sobre la rodilla. No le hizo falta levantar la cabeza para saber que su hermano gemelo, Brian, se aproximaba. Pero en esos momentos no quería hablar con él. No quería hablar con nadie. Solo quería que lo dejaran en paz.

– ¡Sean!

– ¡Déjame! -gritó mientras Brian se sentaba a su lado.

– Venga, no seas así. ¿Por qué no te has acercado? Ella quería hablar contigo.

Sean apretó los puños y contuvo las ganas de ponerle un ojo morado a su hermanito.

– Quería hablar contigo -refunfuñó-. Solo finge que le caigo bien para acercarse a ti, no soy tonto. Veo cómo te mira.

Brian se quedó boquiabierto. Se le arrugó el ceño. Debía reconocer que todavía no comprendía las estrategias y motivaciones misteriosas de las chicas.

Sean aflojó los puños, consciente de que no podía pelearse con su hermano por el hecho de que fuera tonto. Aunque no le habría importado zurrarle un rato sólo para divertirse. Aunque eran gemelos, nada más se parecían en el físico. Brian formaba parte de los espabilados del colegio, siempre sabía cómo actuar y qué decir. Los profesores lo adoraban, las chicas estaban locas por él y nunca le faltaban amigos.

Mientras que él no era más que el hermano de Brian: el tímido, el tonto, el callado. Siempre había intentado integrarse, pero no era un chico sociable. Cuando Colleen Kiley había empezado a fijarse en él. Sean había concebido la esperanza, por un instante, de que había encontrado a alguien que lo aceptaba como era. Pero no había tardado en darse cuenta de lo que pretendía en realidad. Siempre había tenido la capacidad de intuir cuándo le mentían o lo manipulaban.

– No… no le gusto -tartamudeó Brian-. Me ha dicho que le gustas tú.

– Sí, claro, y voy yo y me lo creo -gruñó mientras se ponía de pie-. Invítala al baile de fin de curso y ya verás como te dice que sí. No quiere ir conmigo, quiere ir contigo. Me está utilizando para hablar contigo.

Sean abrió la puerta de casa, entró y dejó que cerrara de golpe. Pasó de largo por delante de Liam, su hermano pequeño, que estaba tirado en el suelo viendo la televisión, así como por delante de Conor, el mayor de los Quinn, que acababa de volver a casa de la academia de policía. Dylan, estudiante de último curso del instituto, había salido con un amigo y Brendan estaba sentado a la mesa de la cocina, con la nariz hundida en algún libro estúpido sobre la India.

Llevaban una vida relativamente normal toda vez que su padre, Seamus Quinn, había vuelto a embarcarse en el Increíble Quinn. Estarían sin él durante al menos un mes, aunque Sean casi prefería que no volviera nunca. Los raros periodos en que estaba en casa sólo servían para alterar la tranquilidad familiar y subrayaban el hecho de que los seis hermanos Quinn vivían al límite, a un paso de caer en manos de los trabajadores sociales y los cobradores de facturas.

Conor se las había ingeniado bastante bien para mantener a la familia unida. Tras terminar el instituto y empezar a trabajar, recibía un cheque al final de cada mes y el futuro parecía un poco más despejado. La suerte de su padre en las partidas de póquer ya no determinaría si se iban a la cama o no con el estómago vacío.

Sean corrió a su habitación y se encerró. Tras desplomarse en la cama, se cubrió los ojos con un brazo. A veces, su hermano gemelo era muy corto de luces. Para tener a tantas chicas babeando por él, ya debería haber descubierto sus trucos.

Cada uno de los hermanos Quinn tenía una cualidad que lo caracterizaba. Conor, de diecinueve años, era estable, protector. Dylan, el segundo mayor, era el ligón. Le bastaba con mover un dedo para conseguir a cualquier mujer a cien metros a la redonda. Luego estaba Brendan, el soñador. Tenía quince años y ya era el que mejor sabía contar historias, con mucho más arte que las de su padre sobre los Increíbles Quinn.

Y Brian. Era brillante. Sacaba las mejores notas, lo habían elegido delegado de clase y se le daban bien los deportes. Podía ponerse de pie delante de la pizarra y hablar de lo que hiciera falta sin ponerse rojo y trabucarse la lengua. Sean estaba convencido de que, algún día, Brian sería famoso. Quizá hasta saldría en la tele. El hermano menor, Liam, solo tenía diez años, de modo que Sean no sabía todavía qué se le daría bien.

Pero él no era bueno en nada. Emitió un gruñido suave y giró sobre la cama hasta un extremo para sacar del cajón inferior de la mesilla de noche una caja de zapatos. Luego se sentó sobre el colchón con las piernas cruzadas y colocó la caja enfrente, sobre la colcha remendada.

La abrió, revolvió la colección de sellos, los cromos de béisbol, hasta encontrar la foto enmarcada de la Virgen María.

Sean sabía que sus hermanos le tocaban sus tesoros, pero también sabía que a ninguno se le ocurriría quitarle esa fotografía. No sabía si por superstición, miedo a un castigo eterno o simple falta de interés en la religión, pero le daba igual. Lo importante era que la foto enmarcada era un escondite perfecto.

Abrió con cuidado el cierre trasero del marco y sacó una foto descolorida que había escondido allí hacía ocho años. Había conseguido ocultarla en secreto todo ese tiempo. Quizá ese fuese su don, pensó Sean mientras miraba la única fotografía que quedaba de su madre: sabía mantener la boca cerrada.

No había cumplido los cuatro años cuando Fiona Quinn había salido de sus vidas. La rabia y la tristeza de su padre habían ensombrecido la alegría habitual de la casa. Seamus había empezado a beber y a apostar más de la cuenta. Dos años después, Seamus les había contado que su madre había muerto en un accidente de coche. Había borrado cualquier rastro de ella en la casa. Aunque sus hermanos habían llorado la pérdida, no habían tardado en seguir adelante con sus vidas.

Pero Sean se acordaba. Se acordaba del lugar, desde entonces vacío, en el que ella solía ponerse delante de la cocina. Y su perfume… Recordaba que siempre llevaba perfume y un mandil rojo. Al descubrir aquella foto, extraviada tras un cajón de la cocina, la había guardado como única prueba de la existencia de Fiona Quinn.

Deslizó el pulgar con cariño sobre su cara, como si estuviera acariciándola. Era la mujer más bella que había visto en su vida. Le brillaba el cabello, los ojos le resplandecían. Y tenía una sonrisa que le hacía sentirse bien sólo con mirarla. Y era cariñosa, comprensiva. Era su ángel y, viva o muerta, seguía sintiendo su presencia.

– Mamá -murmuró. Cerró los ojos e intentó imaginarla diciendo el nombre de él. En algún rincón lejano de la memoria, rescató la voz de Fiona, suave, balsámica, hasta que la rabia que lo atenazaba se disolvió.

Llamaron a la puerta. Sean devolvió la fotografía a su escondite de un brinco. Después de guardar la caja de zapatos en el cajón, se tumbó en la cama.

– ¡No quiero hablar contigo! -gritó, sabiendo que sería Brian.

– También es mi habitación -contestó este al tiempo que llamaba de nuevo, esa vez con un poco más de fuerza.

Sean se levantó, quitó el cerrojo y volvió a tirarse sobre la cama.

– Eres un pesado.

– Entro si quiero. No puedes echarme de mi habitación.

– Lo que tú digas -murmuro Sean-. Pero no pienso hablar contigo.

Brian se sentó en el borde del colchón y se cruzó de brazos.

– No deberías estar enfadado. Al fin y al cabo, eres un Increíble Quinn. Se supone que a los Increíbles Quinn no deberían gustarnos las chicas. Papá dice que son peligrosas. Que arruinaremos nuestras vidas si nos enamoramos.

Sean soltó una risotada cínica. Llevaba oyendo aquellas historias sobre los increíbles Quinn desde que era un bebé y sabía a qué se debía tanto despecho hacia las mujeres.

– Si te crees esas tonterías es que eres más tonto que un botijo.

Las historias se habían convertido en una tradición familiar. Historias de antepasados Quinn, fuertes, listos y valerosos, que habían matado dragones, luchado con ogros y salvado doncellas. Aunque había disfrutado oyéndolas cuando era más pequeño, hacía tiempo que se había dado cuenta de que eran mentiras, advertencias veladas de su padre contra los peligros del sexo opuesto.

– ¿Te acuerdas de la historia esa sobre Ronan Quinn, un antepasado? -Brian se acercó un poco.

– No quiero oír ninguna historia -insistió Sean.

– Ronan vivía en una casita de campo junto a un bosque enorme -continuó Brian de todos modos-. Su familia era pobre. Su padre siempre estaba fuera y su madre tenía que dar comida a seis bocas. Cuando acabaron con la última patata y la última pizca de harina, Ronan supo que estaba en una situación desesperada.

– ¡No quiero oír ninguna historia! -insistió Sean.

– Sí que quieres -dijo Brian-. Te sentirás mejor.

– Así que decidió agarrar un palo y una daga y adentrarse en el bosque para cazar al lobo -prosiguió una voz tímida. Sean y Brian se giraron hacia la puerta, por donde Liam acababa de asomar la cabeza. Aguardó expectante, esperanzado, y cuando Brian asintió con la cabeza, corrió a tirarse encima de la cama entre los dos.

– Si Sean no quiere que se la cuente, te cuento la historia a ti -dijo Brian mientras acariciaba la coronilla de Liam.

– Esta historia es genial -dijo el pequeño, con una sonrisa radiante.

Sean soltó una palabrota y aplastó la cara contra el colchón, empeñado en no oír otra absurda historia de sus antepasados imaginarios.

– El rey había ofrecido una recompensa por cada cabeza de lobo que se cazara en Irlanda -continuó Brian- y la recompensa alcanzaba para que Ronan y su familia tuvieran comida durante muchos años. Pero cazar lobos era un deporte peligroso, sobre todo siendo él tan joven. Además, Ronan tendría que enfrentarse al lobo con un palo y una daga nada más, arriesgándose a perder su propia vida.

– Los lobos tienen los dientes afiladísimos -comentó Liam-. Mi seño nos ha enseñado una foto. Dice que pueden matar a un hombre.

– El caso es que Ronan nunca había ido al bosque de noche y no estaba seguro de cómo encontrar a los lobos. Pero se juró no volver a casa hasta descubrir uno y matarlo… o morir en el intento. Desde el principio pasó sed, hambre. Entonces se encontró una codorniz y pensó que por fin cenaría. Pero, justo cuando iba a clavarle la daga, la codorniz se giró hacia él y dijo…

– Por favor -Liam le puso la voz al pájaro-, no me mates. Si no lo haces, te daré una bellota mágica. La bellota te concederá un deseo y yo te daré un consejo.

– Exacto -Brian asintió con la cabeza-. Y Ronan, que siempre había sido un chico de corazón tierno, no tuvo fuerzas para matar a la codorniz. Así que aceptó la bellota y se acercó a escuchar el consejo del pájaro. ¿Y qué le dijo la codorniz?

– El bosque está encantado -contestó Liam.

– Así que Ronan pidió un cubo entero lleno de monedas, pero no pasó nada. Mientras caminaba bosque adentro, pensó que había hecho un mal trato. Lo habían engañado y sólo tenía una bellota estúpida en el bolsillo. Horas después, seguía sin haber comido ni encontrado el menor rastro de lobo. Entonces vio un jabalí, negro y enorme, junto a un arrollo de bellas aguas cristalinas. Le sonaron las tripas y, de nuevo, pensó que por fin podría cenar. Se situó detrás del jabalí, levantó el palo, pero el animal se giró y le dijo que si no lo mataba, le daría un consejo y una bellota mágica. Pero esa vez no lo engañarían. No era tan tonto.

– Sí lo era -contestó Liam-. Aceptó la bellota aunque estaba muriéndose de hambre. Y el consejo del jabalí fue que en el bosque no todo era como parecía. Y fue un buen consejo, ya verás.

– ¿Es necesario? -protestó Sean-. Los dos sabéis cómo acaba la historia. Ronan se encuentra con un ciervo con osamenta de oro y se va con otra bellota y otro consejo: lo que quieres y lo que necesitas no siempre son la misma cosa. Y luego se encuentra a un lobo y…

– No -interrumpió Brian-. Esta versión es distinta.

– ¿Ah si? -lo desafió Sean.

– Sí, Ronan se encuentra con… una hermosa princesa druida con… un vestido blanco y una corona de esmeraldas sobre el cabello, largo y rubio. Ronan nunca había visto a una mujer tan bella y se quedó cautivado por su belleza al instante.

– No -Liam frunció el ceño-. La historia no es así.

– Sí -insistió Brian-. La princesa druida vio que Ronan tenía las tres bellotas mágicas y que, con las tres, podría tener cualquier cosa que deseara. La princesa las quería para ella. Así que engatusó a Ronan y le dijo que le concedería tres deseos, uno por cada bellota. Cuando le ofreció un banquete maravilloso a cambio de una de las bellotas, Ronan aceptó sin dudarlo. Nada más entregarle la bellota, aparecieron un montón de platos sabrosos ante sus ojos. Ronan dejó la daga, pues ya no la necesitaba, teniendo tantos alimentos que comer. Pero antes de probar nada, la princesa le ofreció otra cosa. Apareció un arco de plata y un carcaj con joyas incrustadas lleno de flechas. Ronan le entregó otra bellota y soltó el palo, pues le sería más fácil cazar al lobo con el arco y las flechas nuevas. Pero antes de poder tocar el arco, la princesa le hizo un último regalo. La última bellota a cambio de un corcel hermoso.

– ¿Es que no oís que os estoy llamando? – Conor estaba en la puerta, con el uniforme del departamento de policía de Boston. Por un momento, Sean se quedó sorprendido por lo distinto que parecía: mucho mayor, como un adulto de verdad. Ya no era el incordio de su hermano mayor. En un par de meses, sería policía-. La cena está lista. Venga, se está enfriando.

– Termina la historia -le dijo Liam a Brian después de marcharse Conor.

– ¿La termino? -Brian consultó a Sean con la mirada.

– Más te vale -dijo este, sabedor de que Liam no iría a cenar mientras no oyera otro final feliz de los Increíbles Quinn.

– Cuando Ronan vio el corcel, pensó que podría cazar muchos lobos, conseguir muchas recompensas y hacer rica a su familia. Sacó del bolsillo la última bellota. Pero dudó. Las bellotas debían de ser muy valiosas para que la princesa las deseara tanto. Con voz chillona, roja de rabia, la princesa le exigió que le entregara la bellota. De pronto, Ronan recordó los consejos de la codorniz, el jabalí y el ciervo.

– El bosque está encantado, las cosas no son lo que parecen y lo que quieres y lo que necesitas no siempre son la misma cosa -repitió Liam.

– ¡No!, gritó Ronan, reteniendo en el puño la última bellota. En un abrir y cerrar de ojos, el banquete, el arco, las flechas y el corcel desaparecieron, pues no eran más que una ilusión. Y la princesa se transformó en un lobo enorme, feroz, que arremetió contra él. Ronan había soltado sus armas, de modo que no tenía escapatoria.

Ni siquiera Sean estaba seguro de cómo terminaría la historia, pues se trataba de una versión totalmente distinta a la que les había contado su padre, en la que el lobo tenía prisionera a una princesa y Ronan mataba al lobo para rescatarla. Luego la llevaba con su padre y seguía su camino, pues los Increíbles Quinn nunca se enamoraban.

Brian hizo una pausa y esperó, saboreando el momento.

– Bueno, ¿y qué pasó entonces? -preguntó por fin Sean.

– Ronan se armó de valor, apretó la bellota con fuerza dentro del puño y, con los ojos cerrados, deseó que el lobo se convirtiera en un animal inofensivo, como un ratón o un conejo. Cuando dejó de oír los gruñidos del lobo. Ronan abrió los ojos y se encontró ante una delicada piel de lobo. Al agacharse a recogerla, saltó una rana fea y la princesa, al verse convertida en rana, se perdió entre los árboles del bosque. Ronan regresó a casa, ansioso por obtener la recompensa. Y nunca más volvió a faltar comida en su mesa.

Sean no pudo evitar reírse del final.

– No tiene sentido. Si Ronan era tan listo, ¿por qué no se volvió directamente a casa con las tres bellotas y pidió tres deseos que de verdad necesitara? ¿Y para qué va a querer una princesa bellotas mágicas si ya tiene una corona de esmeraldas? Y si ella ya tenía dos bellotas y Ronan sólo una, podía haber…

– Cállate ya -Brian le dio un empujón en el hombro-. No es más que una historia. ¿O es que crees que existen bellotas mágicas?

– A mí me ha gustado -dijo Liam con satisfacción-. Y he entendido la moraleja: no te fíes nunca de las mujeres, por muy bonitas que sean. Los Increíbles Quinn no deben enamorarse… Ah, y no seas demasiado codicioso cuando alguien te ofrezca algo -añadió justo antes de echar a correr, gritándole a Conor que estaba hambriento.

Brian se puso de pie. Sean lo siguió. Se sentía un poco mejor. A la porra con Colleen Kiley. Que la zurcieran. Además, en realidad no era tan guapa. Se ponía mucho maquillaje y se reía como una hiena.

– Una última cosa -dijo Brian mientras salían de la habitación.

– Si me vas a preguntar si voy a pedirle a Colleen Kiley que vaya al baile conmigo, ya te puedes ir despidiendo de tus dientes.

Brian soltó una carcajada y sacó del bolsillo tres bellotas.

– He pensado que te podían venir bien.

– ¿Para qué?

– No sé, podrías convertir a Colleen Kiley en una rana. O en un escarabajo -Brian sacó otras tres bellotas. Y si con tres no tienes bastantes, utilizaré las mías. Los Quinn tenemos que estar unidos -añadió, pasando un brazo sobre el hombro de su hermano.

Sean sonrió y asintió con la cabeza. Por mucho que se peleara con ellos, sabía que siempre podía contar con sus hermanos.

– Sí, supongo que sí -murmuró mientras se guardaba las bellotas en el bolsillo.

Capítulo 1

Sean Quinn estaba arrellanado en su maltrecho Ford. Había encontrado aparcamiento justo bajo la calle de un edificio de tres plantas situado en uno de los barrios de moda de Cambridge y llevaba observando el portal casi dos horas.

Le habían encargado el caso de forma indirecta, a través de un colega al que había conocido una noche en un bar. Bert Hinshaw, detective privado de sesenta años, mujeriego y bebedor empedernido, había visto numerosos casos delirantes. Habían hablado durante horas, Sean tomando nota de la mayor experiencia de Bert y éste complacido por tener a alguien dispuesto a escuchar sus historias. A partir de ahí habían desarrollado un sentimiento de amistad y quedaban de vez en cuando para charlar.

Pero Berr había tenido que reducir el ritmo de trabajo por problemas de salud y había empezado a derivar algún caso hacia Sean. Éste se lo había pasado hacía dos semanas y su cliente era una mujer adinerada a la que un tal Eddie Perkins, también conocido como Edward Naughton Smyth, Eddie el Gusano y seis o siete apodos más, había seducido, convencido para que se casara con él y esquilmado buena parte de su fortuna.

Se trataba del caso más lucrativo que había tenido nunca con diferencia, mejor incluso que el del banco Intertel de hacía unos meses, Estaba ganando mucho dinero, con un fijo garantizado de casi cuatrocientos dólares diarios.

Eddie, conocido estafador y polígamo, había dejado una buena ristra de corazones partidos y cuentas bancarias vacías por todo el país. El FBI llevaba años detrás de él, Pero era Sean quien lo había localizado después de que la séptima mujer de Eddie oyera que se encontraba en Boston. Había contratado a Sean para dar con él y entregarlo luego al FBI, a fin de obtener una indemnización en un juicio posterior.

Sean miró la hora. Los sábados, Eddie no solía levantarse antes de las tres de la tarde. Y la noche anterior había sido larga. La había pasado con una de las cinco amigas con las que coqueteaba en esos momentos, una divorciada también rica. Sean había decidido que había llegado el momento de actuar y había llamado al FBI. El agente al mando le había asegurado que enviaría a dos hombres al piso en menos de una hora.

– Venga, venga -murmuró mientras miraba por el retrovisor en busca de un sedan sin matricula.

Le resultaba asombroso que un hombre como Eddie pudiera haber convencido a nueve mujeres inteligentes para que se casaran con él y le confiaran su dinero. En ese sentido, debía reconocer que era digno de admiración. Aunque Sean tampoco tenía problemas con las mujeres. Era un Quinn y, por alguna razón, los hermanos Quinn tenían un gen misterioso que los hacía irresistibles para el sexo opuesto. Pero, a diferencia de sus hermanos, él nunca se había sentido relajado hablando con una mujer. No se le ocurría nada ingenioso ni halagador, nada para entretenerlas… aparte de su talento en la cama.

Las cosas no habían cambiado mucho desde que era un niño. Brian seguía siendo el gemelo extravertido y él permanecía en segundo plano, observando, evaluando. Sus hermanos le tomaban el pelo con que era justo ese aire reservado lo que lo hacía irresistible a las mujeres. Cuanto menos interés mostraba, más fascinadas quedaban.

Pero Sean sabía lo que esas chicas querían en realidad: sexo del bueno y un futuro que no estaba preparado para ofrecerles. Advertía su deseo de atraparlo en el matrimonio, y siempre se escapaba antes de que le echaran el lazo. Se suponía que los Quinn no debían enamorarse. Y aunque para sus hermanos era demasiado tarde, Sean no tenía intención de cometer el mismo error que ellos.

Un sedán gris pasó despacio por delante y Sean se incorporó.

– Ya era hora -murmuró. Salió del coche y, segundos después, se le acercaron dos agentes con trajes negros y gafas de sol.

– ¿El señor Quinn? -preguntó uno de ellos-. Soy Randolph. Éste es Atkins. Del FBI.

– ¿Por qué habéis tardado tanto?, ¿habéis parado a comprar donuts? -murmuró Sean.

– Estábamos ocupados deteniendo a unos tipos malos de verdad -respondió con desdén Atkins.

– Si el caso no os interesa, creo que en Baltimore ofrecen una recompensa -Sean levantó las manos en un gesto de burla, como si se rindiera-. Puedo llamar y que lo encierren allí – añadió, sabedor de que el FBI preferiría detener a Eddie por su cuenta.

– ¿En qué apartamento está? -preguntó Atkins.

– Es un animal de costumbres. Los sábados se marcha a las tres en punto, se toma un capuchino en la cafetería de abajo, compra el Racing News en el kiosco y llama a su corredor de apuestas desde una cabina. Se compra algo, cena y sale a pasar la noche.

– ¿Cuánto tiempo llevas vigilando a este tipo?

– Dos semanas -Sean devolvió la mirada al portal del edificio. La puerta se abrió y no pudo evitar sonreír al ver salir a Eddie, a la hora en punto, con un abrigo a medida y unos pantalones perfectamente planchados. Aunque tenía cuarenta y pico años, se ocupaba de mantenerse en forma. Podía pasar sin problemas por un hombre diez años menor. Llevaba una maleta pequeña de cuero, dato significativo para un hombre como Eddie. ¿Pensaba marcharse?-. Es él.

– Son las dos y cincuenta y cinco. Supongo que no conoces a tu hombre tan bien como crees -dijo Atkins y echó a andar seguido por su compañero-. Nosotros lo detendremos. Tú quédate aquí.

– Ni hablar -dijo Sean-. Si intenta huir, quiero estar cerca para atraparlo.

Estaban a mitad de camino cuando Eddie los vio. Sean supo antes que los agentes que echaría a correr. Lo supo nada más enlazarse sus miradas. Lo cual le permitió aventajar a los agentes. No les había dado tiempo a gritar siquiera y Sean ya había arrancado tras Eddie. Le dio alcance a mitad de la manzana, le agarró la muñeca por la espalda y lo tiró al suelo.

Cuando Randolph y Atkins llegaron, Sean ya lo tenía totalmente inmovilizado. Atkins lo esposó y le puso de pie.

– Eddie -le dijo.

– Un momento, esperad -se resistió Eddie-. No podéis detenerme ahora.

– ¿Quieres que volvamos luego? -Randolph rió-. Vale, lo que tú digas. Es más, si te parece, nos llamas por teléfono cuando estés dispuesto a entregarte, ¿de acuerdo? -añadió justo antes de darle un empujón hacia el coche.

– ¡Hey, tú! -Eddie se giró hacia Sean-. ¡Ven!

Sean miró a los dos agentes, los cuales se encogieron de hombros.

– ¿Qué quieres? -preguntó.

– Tienes que sacarme de esta. Es muy importante -Eddie trató de meterse la mano en un bolsillo del pantalón, pero los agentes se lo impidieron. Atkins sacó un fajo de billetes-. Dale cincuenta; no, que sean cien.

– ¿Para? -preguntó Sean cuando el agente le hubo entregado dos billetes de cincuenta dólares.

– Quiero que vayas al 634 de la calle Milholme y le cuentes a Laurel Rand lo que ha pasado.

– Tienes derecho a una llamada -contestó Sean-. Llámala tú -añadió al tiempo que le devolvía el dinero.

– No, no puedo. Será demasiado tarde. Tienes que hacer esto por mí. Dile que lo siento de verdad. Dile que la quería de verdad.

Sean miró los billetes. Sabía que debía negarse, pero cada dólar que echaba al bolsillo suponía estar un dólar más cerca de conseguir un despacho de verdad y, quizá, hasta una secretaria en condiciones. Con cien dólares podría pagar la factura de la luz durante unos meses. ¿Por qué no emplear un rato en un encargo tan sencillo?

– Está bien. ¿Quieres que le diga que te han detenido? -preguntó y Eddie asintió con la cabeza-. ¿Quieres que le cuente por qué?

– Como quieras. Cuando se entere de la verdad, no querrá volver a verme. Pero dile que la quería de verdad. Que era la elegida.

– Por supuesto, Eddie -murmuró Atkins-. Estoy seguro de que eso se lo dices a todas. ¿Lo haces antes o después de limpiarles la cuenta corriente?

– Las he querido a todas -aseguró él-. Pero es como una compulsión. No puedo evitar pedirles matrimonio y ellas siempre aceptan. La culpa es de ellas, no mía.

– Andando -el agente Randolph le dio un tirón del brazo.

– Recuérdalo, me lo has prometido -gritó Eddie a Sean-. Confío en ti.

Los agentes introdujeron a Eddie en el asiento trasero del sedán y se marcharon calle abajo. Sean volvió a mirar el reloj. No tardaría más de media hora en dar el recado. Después, volvería al apartamento, prepararía una última factura y la enviaría por correo electrónico. La semana siguiente tendría el dinero ingresado y a la otra podría empezar a buscar un despacho pequeño. Todavía tenía que pensar en amueblarlo y en los gastos de promoción, por supuesto. Y necesitaría un teléfono, un contestador y un busca. Si quería que el negocio tuviese éxito, debía prepararse para el éxito… y comprarse un par de trajes y una corbata o dos quizá.

– A la calle Milholme -murmuró camino del coche-. Será divertido.

Estaba a sólo unos pocos kilómetros de la casa de Eddie. Sean guiñó los ojos contra el sol y se bajó las gafas de sol para leer los números por la ancha avenida. Pero al llegar a la dirección que Eddie le había indicado, descubrió que no había un apartamento o una tienda, sino una iglesia.

Detuvo el coche. Delante de la iglesia había una limusina aparcada con un cartel de «Recién Casados» detrás. -¿Qué demonios? De pronto, Sean lamentó haber aceptado el encargo de Eddie. Lo último que quería era decirle a una mujer que su pareja no se presentaría al banquete de boda.

Sean se fijó en varias mujeres desparejadas, paradas frente a la iglesia, vestidas con elegancia. Una de ellas tenía que ser Laurel Rand. Bajó del coche, echó una carrera y se dirigió a la primera mujer que encontró.

– Busco a Laurel Rand -dijo.

– Está dentro -contestó la guapa invitada. Sean asintió con la cabeza y entró sin vacilar. Cuanto antes se librara de aquel recado, antes podría volver al Pub de Quinn y celebrar el cierre exitoso del caso. Justo detrás de la puerta había una dama de honor con un ramillete en la mano.

– ¿Laurel Rand? -preguntó Sean.

– Bajando por ese pasillo -la mujer apuntó hacia la izquierda-. La última puerta a la derecha. ¿Eres el fotógrafo?

Sean frunció el ceño y echó a andar pasillo abajo. No estaba seguro de qué esperaba al llamar a la puerta. Pero cuando una mujer vestida de novia abrió, supo que aceptar el dinero de Eddie había sido un error colosal.

– ¿Laurel Rand?

– ¿Sí?

Sean tragó saliva al reconocerla. Era una de las mujeres que había visto con Eddie en las últimas semanas. Pero nunca se había fijado en lo bella que era. Parecía un ángel, tan pálida y perfecta, vestida de blanco. Tuvo que cerrar las manos en puño para no acariciarla. Llevaba el pelo, rubio y ondulado, recogido hacia atrás y cubierto por un velo.

– ¿Eres Laurel Rand? -repitió Sean, rezando para que ésta estuviera en algún lugar dentro de la habitación, quizá arreglando las flores o limpiando los zapatos de la novia.

– Sí, ¿eres el fotógrafo? Se suponía que tenías que llegar una hora antes de la boda -Laurel le estrechó la mano y lo hizo pasar a la habitación. Su piel cálida y suave le provocó una reacción prohibida-. Sólo tenemos media hora hasta el comienzo previsto de la ceremonia. ¿Dónde tienes la cámara?

– No… no soy el fotógrafo.

– ¿Quién eres?, ¿por qué me interrumpes? – preguntó entonces ella al tiempo que le soltaba la mano-. ¿Es que no ves que soy la novia? No deberías ponerme nerviosa, se supone que tengo que estar tranquila, ¿parezco tranquila?

Contuvo el impulso de agarrarle la mano de nuevo mientras le daba la noticia.

– Pareces… -Sean respiró profundo en busca de la palabra adecuada-. Estás preciosa. Radiante. Arrebatadora.

Para no sentirse a gusto hablando con las mujeres, le había salido con mucha facilidad.

– Gracias -dijo Laurel, esbozando una leve sonrisa.

Le entraron ganas de darse la vuelta y echar a correr para quedarse con el recuerdo de Laurel Rand cuando sonreía. Al diablo con Eddie. Pero, aun así, cierto instinto desconocido quería protegerla de la humillación.

– ¿Podemos hablar? -le preguntó justo antes de sujetarla por el codo, ansioso por tocarla de nuevo.

– ¿Hablar?

Sean cerró la puerta, luego la condujo con delicadeza hacia una silla por si le daba por desmayarse.

– ¿Con quién te vas a casar? La mujer lo miró unos segundos con expresión confundida.

– Con… con Edward Garland Wilson. Pero deberías saberlo si estás invitado a la boda -dijo y frunció el ceño-. ¿Te has colado?, ¿quién eres?

– Sólo otra pregunta -dijo Sean-. ¿Tu novio mide alrededor de metro ochenta y cinco, tiene pelo negro, gris por las sienes?

– Sí. ¿Eres un amigo de Edward?

– No exactamente. Pero me ha pedido que te dé un recado -contestó Sean.

– ¿Sí? -el rostro de la mujer se iluminó-. ¡Qué considerado! Pero podía haber venido en persona. Yo no creo en esas supersticiones tontas de que el novio no puede ver a la novia antes de la ceremonia. ¿Cuál es el recado?

Sean maldijo para sus adentros. ¿Por qué habría accedido? Debería haberse dado media vuelta y punto. No quería romperle el corazón a esa mujer. Y menos todavía quería verla llorar. Pero mucho se temía que no podría salir de la habitación sin que ambas cosas pasaran.

– Edward no va a venir a la boda -contestó.

Laurel miró al apuesto desconocido, incapaz de comprender lo que le decía.

– ¿Qué es esto?, ¿una broma estúpida?

– Me temo que no -respondió el hombre-. Eddie me dio cien dólares para que viniera a decírtelo en persona.

– No, no es posible. Tengo que casarme hoy. Los invitados, las damas de honor. He estado dos meses eligiendo la música. ¡No puede echarse atrás media hora antes de la boda! – dijo Laurel al borde de un ataque de nervios-. ¿Dónde está? Quiero hablar con él.

– No está aquí -el hombre la agarró, frenándola en su intento de salir a buscarlo-. Y no puedes hablar con él.

– ¿Por qué no?

– Porque está camino de la cárcel.

– ¿Quién eres? -preguntó entonces Laurel, mirándolo a los ojos-. ¿Por qué estás aquí?

– Ya te lo he dicho. Me manda Eddie. Me llamo Sean Quinn, soy detective privado. Y… he sido yo el que lo ha mandado a la cárcel.

– ¿A la cárcel?, ¿has metido a Eddie en la cárcel?

Quizá fuera la tensión de los últimos meses, organizar la boda, asegurarse de que todo fuera a salir perfecto, encontrar por fin a un hombre adecuado que quisiera casarse con ella. No esperaba una boda de cuento de hadas, pero tampoco una pesadilla. En cualquier caso, lo último que imaginaba era que reaccionaría pegándole un puñetazo en el estómago a Sean Quinn. El golpe lo pilló desprevenido y lo dejó sin respiración durante unos segundos. Se limitó a mirarla asombrado. Después recuperó el aliento.

– Buen golpe. Supongo que me lo merezco -Sean carraspeó-. Aunque esperaba que te echaras a llorar, no un derechazo… En fin, creo que después de que le explique la situación quizá se sienta mejor.

– Lo único que me hará sentir mejor es que te esfumes ahora mismo y aparezca Eddie en tu lugar -replicó ella.

– Lo siento, pero eso no va a pasar. Tu prometido no es quien aparenta ser. Su verdadero nombre es Eddie Perkins. Es un estafador y está buscado en ocho estados.

– Tiene que tratarse de un error. Edward proviene de una familia muy buena. Se dedican a inversiones bursátiles. Me presentó a sus padres.

– Serían actores contratados -contestó Sean-. Es su modus operandi, según el expediente. Es muy bueno en lo que hace. No deberías sentirte estúpida por que te haya engañado.

– ¿Estúpida? -repitió Laurel a punto de pegarle otro puñetazo-. ¿Te parece que soy estúpida?

– No, no, en absoluto. Creo que eres…

– ¿Ingenua?

– Ya te lo he dicho -Sean negó con la cabeza, tragó saliva-. Eres preciosa.

Cuando la miró a los ojos, Laurel no pudo respirar. Tenía unos ojos increíbles, una extraña mezcla de verde y dorado, una mirada intrigante a la vez que directa y franca. Hasta ese momento, no se había molestado en fijarse bien en él. Al fin y al cabo, era el día de su boda. Se suponía que debía tener la cabeza puesta en su novio.

Sintió una tremenda frustración y estuvo a punto de ponerse a gritar. Las cosas no estaban saliendo como se suponía. No tenía por qué ser el día más romántico de su vida, pero al menos sí que debía representar un punto de inflexión. A partir de ese día, se suponía que debía tomar las riendas de su vida.

– Con lo bien que iba todo… -Laurel se acercó a la ventana y dejó que la vista se perdiera en algún punto del patio exterior. ¿Cómo podía haberse torcido todo?-. No puedo creer que esto esté pasando.

– Lo siento -Sean le puso una mano encima del hombro-. No… no pretendía estropearte un día tan especial.

De repente, se sintió exhausta. Laurel se dio la vuelta hacia Sean.

– No pasa nada, no es culpa tuya -dijo al tiempo que se le escapaba una lágrima.

– No llores -murmuró Sean mientras le acariciaba los brazos, como para consolarla.

Pero nada más sentir las manos del desconocido a su alrededor, Laurel se olvidó de Edward y de la boda, sorprendida por la amabilidad, la fuerza… y el torso espectacular de Sean.

Respiró hondo y dio un paso atrás. Si tenía alguna duda sobre la hondura de sus sentimientos por Edward, ya se le había resuelto. Nunca lo había querido. No hacía ni diez minutos que había salido de su vida y ya estaba en brazos de otro hombre.

Laurel retrocedió con disimulo unos pasos más, como si quisiera observar a Sean Quinn desde una distancia más prudente. Sus ojos no eran el único rasgo atractivo. Tenía el pelo negro, y un poco largo. Era guapo, pero tenía algo, cierto aire indiferente que lo hacía parecer distante, intocable.

– ¿Por qué lo han detenido? -preguntó entonces Laurel.

– Eh… -Sean carraspeo-. Por polígamo.

– ¿Polígamo? -repitió sorprendida Laurel-. ¿Ya estaba casado?

– Nueve veces. Tú habrías sido la mujer número diez.

Laurel sintió que las mejillas le ardían de humillación.

– Supongo que me lo merezco -dijo y esbozó una sonrisa tímida-. Debería haber sospechado que pasaba algo. Quería presentarle a mis amigos, pero siempre tenía alguna excusa, alguna reunión de negocios inaplazable. Y cuando le pregunté por su familia, cambió de tema. Y anoche no pudo ir al ensayo general de la boda. Dijo que tenía una reunión.

– Estaba con otra mujer -dijo Sean-. Pero si te hace sentirte mejor, dijo que te quería de verdad.

Laurel soltó una risotada. La quería. Era demasiado práctica para creer en el amor. Edward y ella eran compatibles, había creído que venía de una buena familia y había decidido aceptar su propuesta cuando le había pedido que se casaran. Encajaba en sus planes. Se casaría con Edward, adquiriría el fideicomiso administrado por su tío y haría realidad todos sus sueños. Pero todo se había venido abajo. ¿O no?

– Dime una cosa, ¿estás casado? -preguntó de pronto Laurel.

– No.

– ¿Tienes novia o prometida?

Sean negó con la cabeza y frunció el ceño con inquietud.

– Será mejor que me vaya. Tienes un montón de cosas que hacer. Supongo que no podrás devolver el vestido de novia, pero puede que los invitados dejen que te quedes con los regalos… cuando sepan que no ha sido culpa tuya.

– ¿De qué talla es tu chaqueta? -Laurel se dio la vuelta y agarró una percha que colgaba del pomo de un armario con espejo-. Creo que es la tuya. Aunque no habrá tanta suerte con los pies. Los de Edward eran realmente grandes.

– Ni hablar. No pienso vestirme para decirles a tus invitados que la boda se suspende – atajó Sean-. Ya he hecho lo que tenía que hacer. Me voy.

– No quiero que les digas nada a los invitados -dijo ella-. Pienso casarme esta tarde.

– Eddie está en la cárcel. No creo que lo dejen salir -respondió Sean.

– No, con Edward no. Voy a casarme contigo -afirmó Laurel. Sobrevino un silencio ensordecedor. Esperó. Observó cómo se le abría la boca a Sean. Tal vez se hubiera precipitado, pero estaba desesperada-. Antes de que digas que no, quiero que escuches mi oferta.

– Ni hablar -Sean levantó las manos para frenarla-. No pienso encontrarme contigo en el altar. Ni contigo ni con ninguna mujer.

– Y yo no tengo intención de cancelar la boda. Desde mi punto de vista, la culpa de todo la tienes tú. Tú eres quien ha detenido a Edward…

– ¡Era polígamo! -exclamó Sean-. Estaba infringiendo la ley. Deberías estarme agradecido.

– Lo estaría si no hubiera tanto en juego en esta boda. Hay invitados, regalos, un banquete. Sería muy violento -dijo Laurel cada vez con menos convencimiento. Se sentía un poco culpable por manipularlo, pero era verdad que la boda era importante. Una vez se casara, podría disponer de su herencia. Entonces podría alquilar un edificio. Ya lo tenía todo elegido, con fachada de ladrillos, techos altos y mucha luz.

Se le había ocurrido la idea hacía varios años, al empezar a impartir clases de música en Dorchester. Después de licenciarse, había ido de un trabajo a otro, tratando de encontrar su lugar en el mundo. Se había enrolado en el Cuerpo de Paz y,a los cuatro meses, había tenido que darse de baja por un caso crónico de disentería, Un par de meses después, había aceptado un puesto como profesora de danza en un crucero. Pero no había sido capaz de soportar los mareos. Y su carrera como azafata había terminado al descubrir que le daba pánico volar.

Pero esa vez había descubierto algo que de veras podía dársele bien. Había un montón de actividades extraescolares para niños interesados en aprender idiomas o hacer deporte, pero muy pocos centros para niños con talento artístico. Así que había decidido que, cuando pudiera disfrutar de los cinco millones de dólares del fideicomiso, abriría un centro para enseñar teatro, danza, música y, tal vez, hasta pintura. Lo llamaría Centro Artístico Louise Carpenter Rand, en honor a su madre, de la que había heredado su amor a las artes.

Si su tío Sinclair no hubiese sido tan avaro, no habría tenido que llegar a tal extremo. Pero controlaba el fideicomiso y lo repartía según le parecía conveniente. Lo habían nombrado administrador tras la muerte de sus padres y él fijaba las condiciones. Aunque recibía una cantidad mensual, tendría que casarse antes de los veintiséis años si quería heredar los cinco millones que le correspondían. Si seguía soltera, tendría que esperar a los treinta y un años para conseguir el dinero.

Era un machista. Para Sinclair Rand, ninguna mujer podía manejar tanto dinero sin un hombre que la supervisara. Le daba igual con quién se casara, ni siquiera se había molestado en conocer a Edward. Mientras su marido tuviera pene, el tío Sinclair daba por sentado que tendría cerebro suficiente para llevar sus finanzas, y con eso le bastaba. Tío Sinclair aseguraba que sólo seguía los deseos del padre de Laurel, Stewart Rand, pero ella sabía que sus padres la habrían apoyado en aquel proyecto.

– Dices que eres detective privado. Supongo que cobrarás en función del tiempo que necesites para resolver un caso -dijo por fin Laurel-. Estoy dispuesta a darte diez mil dólares si te pones el esmoquin y vas al altar conmigo.

– ¿Diez mil dólares?, ¿estás loca?

– No te estoy pidiendo que te cases conmigo. Sería ilegal. No tenemos licencia de matrimonio. Sólo te pido que me acompañes durante la ceremonia -Laurel hizo una pausa-. Y el banquete. Nada más tienes que hacerte pasar por Edward. Tómatelo como un reto interpretativo. Y una vez que subamos a la limusina, rumbo a nuestra luna de miel, se acabó. Fin del juego.

Sería una forma de comprar tiempo, pensó Laurel. Antes o después, su tío tendría que ver que su empeño en que se casara carecía de toda lógica. Al fin y al cabo, había estado a punto de contraer matrimonio con un delincuente por intentar obedecerlo. Comparado con eso, fingir casarse con un apuesto detective privado no era tan grave. Cuando su tío comprendiera hasta dónde estaba dispuesta a llegar por conseguir su sueño, tendría que ceder.

– ¿Todo esto por evitar una situación embarazosa? -preguntó Sean con desconfianza.

– Sí -mintió ella. Tampoco tenía por qué contarle la verdad, ¿no? Después de todo, le pagaría una suma considerable por sus servicios.

– No estoy seguro de si me fío de ti -dijo Sean tras mirarla unos segundos a los ojos.

Laurel sintió un escalofrío por la espalda. Había planeado pasar una luna de miel maravillosa en Hawai y estuvo tentada de incluir el viaje como parte del acuerdo. Con otros diez mil dólares, quizá pudiera cubrir una semana retozando en una playa apartada. De pronto se imaginó a Sean Quinn sin camisa, con la piel bronceada por el sol. Luego lo vio meterse en el mar, desnudo entre las olas, con el agua brillante sobre su…

Maldijo para sus adentros. Era absurdo. Había estado a punto de casarse con otro hombre y, de repente, no podía dejar de fantasear con un tipo al que apenas conocía.

– No te pago para que confíes en mí. Te pago para que te cases conmigo. Si eso te hace sentir mejor, lo pondré todo por escrito.

Sean pensó en la oferta unos segundos antes de suspirar.

– Está bien, supongo que puedo echarte un cable. Me vendrá bien el dinero.

Laurel se lanzó a sus brazos, incapaz de contener la alegría y el alivio. Pero cuando sintió las manos de Sean sobre su cintura, se sorprendió preguntándose qué sentiría besando a Sean Quinn.

– Voy… a poner por escrito el acuerdo mientras te preparas -dijo camino de la puerta. Antes de abrirla, se giró hacia él-. No te vas a echar atrás, ¿verdad?

Sean agarró el esmoquin y lo miró con atención.

– ¿Con el golpe de derecha que tienes? No se me ocurriría volver a causar tu enfado.

La puerta se cerró con suavidad. Sean exhaló un suspiro y sacudió la cabeza.

– ¿Se puede saber qué estoy haciendo? Debo de estar loco -murmuró. Miró hacia la ventana y se preguntó si podría abrirla y escaparse antes de que Laurel volviese.

Había empezado el día con grandes expectativas. Cerraría un caso importante, atraparía a un delincuente y cobraría sus honorarios. Pero había cometido un error al acceder a hacerle un favor al delincuente y las cosas se habían complicado. No debería haberse sentido tentado por los cien dólares de Eddie. La codicia lo había conducido a donde estaba.

Recordó entonces la historia de Ronan Quinn, cómo el lobo había estado a punto de matarlo por ser demasiado avaricioso. Y allí estaba él, ante la oportunidad de ganarse diez mil bellotas por hacerse pasar por Edward Garland Wilson.

Le llevaría un total de diez horas de trabajo, a razón de mil dólares la hora. Tendría que ser tonto para rechazar la oferta. Además, ¿qué tenía que perder? Esa noche no tenía más planes que tomarse unas cervezas en el Pub de Quinn, volver a casa y preparar la factura. Y Laurel Rand tenía razón, no había firmado ninguna licencia de matrimonio, de modo que el acto no quedaría registrado en ningún libro. Sólo sería una farsa para los invitados.

Sean miró la etiqueta del esmoquin, de un diseñador prestigioso. Parecía que le estaría un poco ajustado, al igual que los pantalones, pero al menos no se ahogaría con el cuello de la camisa.

Desde luego, aquello no tenía nada que ver con su idea del matrimonio. Claro que tampoco había pensado en ser el protagonista de una boda. Al igual que sus hermanos, Sean había crecido con las historias de los Increíbles Quinn. Pero él era el único de los seis que no había caído en las redes de una mujer,

Sin embargo, una parte de él envidiaba a sus cinco hermanos… y hasta a su hermana pequeña, Keely. Todos habían encontrado algo que él jamás había experimentado. Sí, por supuesto que había conocido a muchas mujeres. Pero ninguna se había acercado a rozarle siquiera el corazón, un corazón que había protegido a lo largo de los años.

Tal vez no se hubiera mostrado tan contrario al matrimonio de haber tenido un modelo decente que seguir. Su padre había sido un ejemplo espantoso. Y su madre… Sean hizo una pausa. Siempre la había tenido por un ángel, por una madre perfecta. Pero su opinión había cambiado un día, poco después de cumplir catorce años, al descubrir la verdad sobre el matrimonio de sus padres.

Sacudió la cabeza. Las imperfecciones de su padre y las infidelidades de su madre formaban parte del pasado. Entonces, ¿por qué no conseguía olvidarlas? Un psiquiatra diría que tenía dificultad para confiar en las personas, pero Sean no creía en todas esas bobadas. Él era como era y no tenía sentido analizarlo. Tenía que vivir con ello y punto.

Respiró profundo, se quitó su chaqueta y la dejó sobre el respaldo de una silla. Luego se quedó en calzoncillos y se puso los delicados pantalones negros. Acababa de terminar de subirse la cremallera cuando la puerta se abrió.

Laurel Rand entró y cerró la puerta deprisa.

Se giró hacia él. Por un momento, se quedó helada, mirándolo en silencio, con la vista clavada en su torso desnudo, para subir después hacia la cara. Sus ojos se enlazaron y, una vez más, Sean se quedó impactado por lo bonita que era. Pero en seguida se obligó a mirarla de un modo racional. Acababa de saber que su novio no iba a presentarse a la boda y parecía haber aceptado la noticia sin volverse histérica.

Sean se pasó la mano por el abdomen, justo donde le había pegado el puñetazo. El instinto le decía que no debía fiarse de Laurel Rand, pero era demasiado dinero para dejarlo pasar. No todos los días tenía la oportunidad de ganar diez de los grandes.

– Sí, voy a hacerlo.

Laurel esbozó una sonrisa delicada. Era ciertamente hermosa, pensó Sean; sobre todo, cuando sonreía. Podía ser que a alguien le pareciera que tenía una boca demasiado ancha o los pómulos demasiado marcados. Por separado, sus rasgos no eran tan bellos. Pero en conjunto resultaban de una belleza arrebatadora.

– Lo he puesto por escrito -dijo Laurel después de acercarse despacio a él y entregarle un papel doblado-. Y te he extendido un cheque. Con la fecha de pasado mañana.

Sean agarró el papel y el cheque y los guardó en el bolsillo del esmoquin.

– Gracias.

– ¿No vas a leerlo? -preguntó ella.

– Confío en ti -Sean se encogió de hombros. Luego miró los ojales de la camisa-. No hay botones.

– Hay gemelos -Laurel metió la mano en un bolsillo del pantalón y agarró un paquetito-. Ten.

Quiso sacar un gemelo, pero le temblaban los dedos de los nervios. Se le cayó al suelo y rodó bajo la silla.

– Nunca se me han dado bien estas cosas.

– Déjame -dijo Laurel, quitándole el gemelo de los dedos.

Se quedó quieto delante de ella, con la camisa abierta. Cuando lo rozó con los dedos, sintió un chispazo en el cuerpo. Sean contuvo la respiración mientras le ponía los gemelos, tratando de no imaginar que Laurel le quitaba la camisa y posaba los labios sobre su torso.

– ¿Son de tu talla? -la oyó preguntar de pronto.

Sean siguió la mirada de Laurel hasta el suelo, agarró el zapato el izquierdo y se lo calzó.

– Valdrán -contestó a pesar de que debían de quedarle grandes.

– No -Laurel se metió la mano en el escote del vestido y sacó unos pañuelos de papel-. Toma, póntelos en los zapatos. Total, no me hace falta el escote.

Sean contuvo una risotada. Su sinceridad resultaba conmovedora.

– ¿No estás nerviosa?

– ¿Por qué iba a estarlo?

– ¿No se supone que las novias están nerviosas?

– No voy a casarme -contestó Laurel-. Gracias a ti.

Sean notó un ligero reproche en su voz y lamentó haber sido el desencadenante de aquella situación apurada.

– Lo siento. Aunque creo que es mejor para ti -dijo-. ¿Lo querías mucho?

Ella puso la mano sobre su torso y fijó la mirada en brillo rosa de las uñas.

– Está claro que no lo conocía -contestó resignada. Luego se obligó a sonreír-. Supongo que deberíamos hablar de lo que va a pasar. Ya habrás ido a otras bodas, ¿no?

– A unas cuantas últimamente -dijo Sean, pensando en sus hermanos.

– Bien, entonces sabes cómo va todo. Irás hasta el altar y me esperarás.

– ¿Tengo padrino?

– No, Edward me llamó anoche para decirme que su hermano, Lawrence, no iba a poder al final. Tenía una urgencia familiar, no sé qué de su mujer embarazada. Claro que quizá fuera todo mentira. Quizá ni siquiera tenga hermanos -Laurel le acercó la chaqueta del esmoquin-. Será una ceremonia sencilla. Sólo tienes que oír al sacerdote y repetir todo lo que diga.

– Me veo capaz -Sean se dio la vuelta y Laurel le alisó los hombros de la chaqueta.

– Tengo que ir por el ramillete y hablar con el fotógrafo -dijo entonces-. Bueno, te veo en el altar.

– ¿Estás segura de que quieres hacer esto? – le preguntó Sean tras darse la vuelta.

Laurel asintió con la cabeza y echó a andar hacia la puerta. Pero se detuvo antes de abrirla.

– Otra cosa: ¿puedes hacer como si fuese el día más feliz de tu vida?

– Puedo intentarlo.

Laurel salió de la habitación. Sean se agachó por los zapatos y metió unos pañuelos en los dos. Se puso los calcetines antes de calzarse. Quería que la boda saliera bien. No estaba seguro de por qué. Lo único que sabía era que Laurel estaba en apuros y le había pedido ayuda.

Y tenía algo que lo atraía. No necesitaba medir cada palabra que le decía. Ella había sido totalmente sincera, confesándole lo que necesitaba y cómo se sentía. Le molestaban los jueguecitos habituales entre hombres y mujeres, las miradas insinuantes, los acercamientos y las retiradas que conducían al dormitorio. A sus hermanos se les daba bien, pero él tenía la sensación de que había faltado a clase ese día.

Laurel Rand no jugaba. Cuando la había informado de que había metido a Eddie en la cárcel, le había contestado con un puñetazo. Cuando se había dado cuenta de que necesitaba ayuda, se había limitado a ofrecerle dinero a cambio. No había intentado manipularlo para hacer algo que él no quisiera. Una mujer así era digna de admiración.

Terminó de atarse los zapatos y se dispuso a enfrentarse a la pajarita, pero no conseguía que le quedara recta. Al quinto intento se conformó. Se pasó los dedos por el pelo enmarañado y se miró al espejo. No tenía tan mala pinta.

– Para mí que es el día más raro de mi vida -murmuró antes de darse media vuelta hacia la puerta.

Bajó por un pasillo lateral. Vio a Laurel a lo lejos, de pie a la entrada de la iglesia. Ésta se giró y sus ojos se encontraron un instante. Ella esbozó una sonrisa insegura y él le devolvió un saludo discreto con la mano. Se paró y se giró para que le diera el visto bueno a su aspecto. Laurel rió y sus tres damas de honor se giraron para mirarlo. Sean avanzó hasta el final del pasillo, donde se encontró con el sacerdote.

– Bueno, ya casi estamos -dijo este-. ¿Preparado?

– Supongo -murmuró Sean.

– Sé que no pudiste venir al ensayo general, pero será una ceremonia muy sencilla. Sólo tenéis que estar atentos a lo que os diga. Yo os guiaré… ¿Estás seguro?

– ¿De?

– El matrimonio es para toda la vida, hijo – dijo el sacerdote-. Si no estás preparado, es mejor no seguir adelante.

– Estoy preparado -aseguró Sean.

– Entonces vamos -dijo el sacerdote. Se dirigió al altar y Sean no tuvo más remedio que seguirlo. No sabía qué pecado acababa de cometer al mentir a un sacerdote, pero debía de ser muy grave-. Tienes que esperar a la novia aquí. Luego le das la mano y subís esos tres escalones -le susurró luego el sacerdote.

– Perfecto.

Darle la mano y subir los escalones, se repitió para sus adentros. Aunque no había motivos para estar nervioso, lo estaba. No quería meter la pata. La boda parecía muy importante para Laurel.

De pronto, el órgano sonó en toda la iglesia y las puertas se abrieron. Lentamente, las damas de honor, con vestidos verdes claro, echaron a andar por el pasillo central. Después apareció Laurel. Aunque el velo ocultaba sus facciones, Sean no había visto nunca una mujer tan preciosa. Por un momento, se preguntó si sería así como se sentiría un novio auténtico. Pero luego se recordó que los siguientes quince o veinte minutos no significaban nada. Todo era una farsa.

Cuando Laurel llegó a su altura, le tomó la mano y la puso en el pliegue del codo. Después subieron los tres escalones juntos. La ceremonia transcurrió sin mayores sobresaltos. Sean miró al frente hasta el momento de ponerse los anillos. Le sostuvo la mano mientras le introducía el anillo en el dedo y le sorprendió cómo le tembló la mano a Laurel cuando ésta le puso el suyo. Aun así, no se atrevió a mirarla a los ojos.

Cuando el sacerdote los declaró por fin marido y mujer, Sean exhaló un suspiro de alivio. No había sido tan difícil. Pero la siguiente frase hizo que el corazón le diera un vuelco:

– Puede besar a la novia.

– ¿Qué? -Sean miró al sacerdote.

– Levántale el velo y bésala -susurró él. Sean pidió permiso a Laurel con la mirada. A través del velo, la vio sonreír.

– Bésame -murmuró-. Y más vale que lo hagas bien.

No se hizo rogar. Agarró el borde inferior del velo y lo puso sobre su cabeza. Con delicadeza, tomó su cara entre las manos y la miró al fondo de los ojos. Luego, despacio, posó la boca sobre la de ella. Sólo había pensado rozarlos unos segundos, para que disfrutaran los invitados. Pero después de sentir sus labios no parecía capaz de poner fin al beso.

Perdió la perspectiva por completo; se olvidó de los invitados que los miraban y del sacerdote. Sean centró toda su atención en la dulzura de su boca, en el modo en que sus labios se separaron tímidamente y el gemido delicado que escapó de su garganta cuando sus lenguas se enlazaron. No pudo decir cuánto duró, sólo que cuando por fin se apartó, los invitados rompieron a aplaudir.

– ¿Qué tal lo he hecho? -murmuró él, todavía a escasos centímetros de su boca.

– Bi… bien -dijo Laurel con voz trémula. Luego el órgano empezó a sonar y Sean se dio la vuelta y le ofreció el brazo. Mientras echaban a andar por el pasillo, la miró de reojo y vio la misma expresión de asombro que había visto en su rostro cuando había abierto los ojos al terminar el beso.

Sean tenía la impresión de que había disfrutado del momento tanto como él. Bueno, iba a pagarle diez mil dólares, pero al menos se quedaría satisfecha. Y si quería más, estaría encantado de ofrecérselo.

Capítulo 2

El banquete, elegante aunque apagado, se celebró en el Four Seasons, uno de los hoteles más majestuosos de la ciudad. Una orquesta pequeña tocaba melodías en un extremo del salón mientras los invitados charlaban relajados por las mesas desperdigadas alrededor de la pista de baile. Laurel estaba contenta con cómo había salido todo, después de tantos planes y una coordinación perfecta. Había sido la boda perfecta, salvo que el novio estaba en la cárcel y se había casado con un desconocido. Por suerte, nadie había notado nada extraño.

Era un milagro haber superado la prueba de la cena. Primero, los brindis y luego los besos obligatorios para complacer a los invitados. Después del beso de la iglesia, no había imaginado que la cosa pudiera mejorar. Pero cada vez que Sean rozaba su boca era diferente, una sensación más intensa, un sabor más adictivo. El último beso que habían compartido, en la pista de baile, la había dejado mareada, sin aliento, con ganas de acorralarlo en una esquina oscura.

Se llevó una mano al pecho y respiró profundamente. Sólo tenía que superar una última prueba para poder decir que la noche había sido un éxito. Su tío Sinclair se personaría en el banquete y tendría que presentarle a Sean. Aunque tenía más de ochenta años, seguía siendo tan perspicaz como cuando era un joven emprendedor y había empezado a amasar dinero con el padre de Laurel.

Miró hacia la pista de baile y vio a Sean bailando con una de las damas de honor. No bailaba muy bien, pero tenía una constitución atlética y un oído fino que le permitía seguir el ritmo con facilidad. Y no estaba nada mal en esmoquin. Cualquier mujer se sentiría atraída por un hombre como…

Frunció el ceño. Nan Salinger, dama de honor y compañera de trabajo, parecía estar disfrutando de la compañía de Sean demasiado. Llevada por un arranque de celos, se agarró la cola del vestido y entró en la pista de baile.

– Necesito pedirte prestado a mi marido un momento -le dijo, dándole una palmadita en un hombro-. Tenemos que cortar la tarta.

– De acuerdo.

Como si se tratara de una orden, Sean soltó a Nan y fue hacia la tarta, dejando a solas a las dos mujeres en la pista de baile.

– Creo que has encontrado a un verdadero príncipe -comentó Nan, siguiéndolo con una mirada soñadora-. ¿Por qué no encuentro yo un hombre así?

– ¿Así cómo? -preguntó Laurel, intrigada por saber la opinión que tenía del novio su amiga.

– No sé, un hombre varonil. Ya sabes, fuerte, callado pero atractivo. Hombros anchos, un trasero bonito. No habla mucho, ¿verdad? Pero eso lo hace más interesante. ¿Tiene hermanos solteros? Porque si tiene, me gustaría conocerlos.

Laurel frunció el ceño de nuevo. ¿Un trasero bonito? No tenía por qué escuchar esas cosas el día de su boda.

– No… no sé -contestó-. Pero te lo diré si me entero -añadió mientras se daba la vuelta, ansiosa por evitar más preguntas.

Porque en realidad no sabía nada sobre la familia de Sean… ni de él mismo. No sabía qué le gustaba comer ni qué hacía en su tiempo libre. No sabía su color favorito, qué coche tenía. Y entonces tomó conciencia de que nunca sabría nada de eso. Sean Quinn saldría de su vida esa misma noche y no volvería a verlo.

– ¿Señorita Laurel?

Laurel se giró y vio al hombre de confianza de su tío, Alistair Winfield. Su tío no iba a ninguna parte sin él. Alistair hacía de mayordomo, cocinero y gestor financiero todo en uno. También de chico de los recados. Había sido él quien la había informado de que su tío no acudiría a la ceremonia, el que había firmado la tarjeta del regalo de boda. Y quien se había asegurado de que hubiese dinero suficiente en la cuenta de Laurel para cubrir todos los gastos de la boda.

– Hola, Alistair.

– Está preciosa, señorita Laurel -dijo sonriente el hombre, calvo y bajito-. Siento mucho no haber podido asistir a la ceremonia, pero el señor Sinclair tenía una reunión muy importante con la Sociedad Numismática.

Como tenía poco dinero, encima se dedicaba a coleccionarlo. El tío Sinclair tenía pensado dejar todo su dinero a la Sociedad Numismática. Aunque a Laurel se le ocurrían muchas formas mejores en que emplear la fortuna de Sinclair, era cosa de él.

– Al menos ha podido venir al banquete.

– Quiere conocer a su marido -dijo Alistair.

– ¿Dónde está? -preguntó ella-. No lo he visto entrar.

– Está esperando fuera, en el pasillo. Ya sabe que no le gustan las aglomeraciones – Alistair esbozó una sonrisa tímida-. Ni las mujeres con sombreros raros. Además, si hay flores en el salón, exigiría que las quitaran. Ya sabe lo que le pasa con las rosas.

– Me aseguré de pedirle a la florista que no pusiera ninguna rosa -dijo Laurel-. Íbamos a cortar la tarta. En cuanto terminemos, le llevaré un trozo y le presentaré a Edward.

– No será de chocolate, ¿no? Ya sabe que no le gusta.

– Se me había olvidado -Laurel hizo una mueca de fastidio.

– Tranquila, la esperamos fuera -dijo él-. Pero sólo diecisiete minutos. Su tío nunca espera más de diecisiete minutos.

– Estaré en cinco -aseguró Laurel. Luego se agarró la falda y corrió hacia Sean, que la estaba esperando con el cuchillo en la mano.

– No tengo ni idea de cómo partir esto – dijo mirando la tarta de cuatro pisos-. ¿Empiezo por arriba o por abajo? Parece que necesitamos unas cien raciones -añadió tras calcular el número de invitados de un vistazo.

– Sólo tenemos que cortar un trozo para ti y otro para mí -explicó sonriente Laurel-. El fotógrafo hará unas fotos y los del hotel se encargan de repartir el resto. ¿No decías que ya habías estado en más de una boda?

– En el bar -contestó él-. Y la tarta no estaba ahí.

– Pon la mano encima de la mía y sonríe – dijo Laurel tras agarrar el cuchillo. El fotógrafo disparó un par de veces antes de que Laurel partiera la tarta. Cortó un pedacito pequeño y se lo ofreció-. Toma. Sonríe y párteme un trozo a mí.

Sean obedeció. Cortó un pedacito y se lo llevó a la boca. Pero nada más rozar los labios de Laurel, una buena parte se escurrió y cayó sobre su vestido. Los invitados rieron y aplaudieron, instando a Sean a que le quitara él la tarta.

– Ni se te ocurra -susurró ella al ver cómo le miraba el corpiño. Sean se apartó un poco y Laurel se giró para limpiarse el vestido. Cuando hubo recobrado la compostura, sonrió de nuevo y pasó un brazo alrededor de Sean-. Ahora, mi tío Sinclair está esperando a conocerte. Tiene ochenta años, es un poco excéntrico y te hará un par de preguntas raras. Probablemente querrá ver tus uñas. Tiene una manía con las uñas limpias. Intenta tomártelo con sentido del humor y, si no sabes qué decir, me aprietas la mano y dejas que yo conteste. Recuerda, te llamas Edward Garland Wilson, eres de West Palm Beach, Florida, y tu familia se dedica a hacer inversiones bursátiles. Aparte de eso, no sabe nada de ti.

– ¿Por qué no le habías presentado a Edward hasta ahora? -preguntó Sean mientras salían.

– Sinclair es un poco ermitaño. Vive en una isla, en Maine. Le gusta coleccionar sellos y monedas y observar pájaros. Es vegetariano, tiene siete pares de zapatos iguales. Y cree que hay extraterrestres viviendo entre nosotros. Por favor, no le lleves la contraria en eso.

– Suena un poco chiflado -comentó él.

– Es multimillonario, así que no está chiflado, es excéntrico -precisó Laurel. Cuando llegaron a la puerta del vestíbulo, respiró hondo-. Acabemos con esto. Después de ver a mi tío, podemos irnos.

– Y yo que empezaba a divertirme.

– ¿Estás seguro de que te las arreglarás con mi tío? Si no, podemos dejarlo para otro día.

– Podré -contestó Sean. La rodeó por la cintura y salieron. Laurel estaba deseando que volviera a abrazarla y besarla como había hecho en la pista de baile. Pero se obligó a pensar en la prueba que tenía por delante, el último obstáculo para finalizar con éxito el plan.

Encontraron a Sinclair Rand sentado en un lujoso asiento situado cerca de recepción, arrellanado como si fuese un miembro de una familia real. Mientras se acercaban, le susurró algo a Alistair, el cual asintió con la cabeza. Laurel agarró la mano que Sean había posado sobre su cintura. Podía conseguirlo. Podía salir de aquel lío.

– Hola, tío Sinclair -lo saludó Laurel-. Tío, te presento a mi flamante marido, Edward Garland Wilson. Edward, Sinclair Rand, mi tío.

Sean extendió la mano. Sinclair la aceptó, examinó sus uñas y dejó caer la mano.

– Te has casado con mi sobrina -afirmó el anciano.

– Así es,

– ¿Qué tomas para desayunar? -le preguntó entonces Sinclair.

Al principio, pareció desconcertado, pero en seguida reaccionó.

– Cereales: Corn Flakes o Smacks con leche -Sean se aclaró la garganta y se tomó la confianza de tutearlo-. Tú tienes pinta de que te guste la avena.

– Eh… pues sí, soy hombre de tomar avena -dijo complacido Sinclair-. ¿Te han operado alguna vez?

– No, tengo buena salud. ¿Y a ti?

– Sabes que tengo dinero -continuó el anciano sin responder a la pregunta de Sean.

– Yo también. Aunque probablemente no tanto. ¿Cuánto tienes tú?

Laurel no pudo evitar sonreír. La gente solía intimidarse ante Sinclair Rand. Pero Sean parecía tan tranquilo, devolviéndole las preguntas con una franqueza que estaba dejando a su tío desconcertado.

– Tío, tenemos que irnos. Nos espera una estupenda luna de miel en Hawai.

– ¿Hawai? No comáis plátanos -los avisó-. Manteneos lejos de cualquier fruta amarilla y todo irá bien. Ya hablaremos de tu herencia cuando vuelvas.

Laurel se agachó a darle un beso en la mejilla a su tío.

– Te llamaré cuando volvamos -dijo y tiró con disimulo del brazo de Sean. Pero éste permaneció firme.

– Encantado de conocerte. Espero que volvamos a vernos.

Cuando Sinclair sacudió la mano dándoles permiso para marcharse, Laurel decidió retirarse antes de que Sean dijera nada más. Una vez se hubieron alejado, se giró hacia él:

– ¿Por qué has dicho eso? Sabes que no vas a volver a verlo.

– Pero se supone que él no lo sabe. De hecho, si de verdad fuera Edward, pensaría que volveríamos a encontrarnos, ¿no?

– Sí -murmuró ella con el ceño fruncido-. Tiene lógica. Bien pensado. Venga, ya sólo tenemos que despedirnos, lanzo el ramo de flores y asunto terminado.

Y, sin embargo, Laurel no quería que la noche terminara. Aunque le dolían los pies y estaba deseando cambiarse de ropa, no estaba segura de qué haría a continuación. Se suponía que debía marcharse a Hawai a la mañana siguiente. Cuando volviera, buscaría a su tío y este le extendería un cheque por cinco millones de dólares. Luego espaciaría las visitas, aparentaría estar triste y acabaría confesando que el matrimonio había sido una equivocación. Si le echaba la culpa a Sean, a Edward, tal vez su tío se mostrase comprensivo.

Pero, a pesar de que apenas conocía a Sean, le costaba imaginarlo como un marido horrible.

La había apoyado durante todo el día, se había mostrado atento y había empezado a verlo como algo más que un desconocido que estaba haciendo un trabajo a cambio de dinero. Por un instante, había sido el marido perfecto: un hombre seguro de sí mismo, en quien podía confiar… y atractivo.

Lo miró. Podía ser que no supiera nada de Sean Quinn. Pero sí sabía lo que la hacía sentir cuando la besaba y la rozaba. Apasionada, salvaje… la dejaba sin aliento. Y Laurel sabía que quizá no volviera a sentirse así con otro hombre.

Estaba sentado en el asiento trasero de la limusina, mirando por la ventanilla. Iban por la costa, por un barrio caro de casas y mansiones bonitas junto al mar. Laurel le había ofrecido acercarlo a la iglesia para que pudiera recoger su coche, pero Sean había insistido en que podía esperar. No había imaginado que viviera tan lejos.

Con todo, se alegraba de la tranquilidad del viaje y de tener la oportunidad de pasar un rato más con Laurel. Aunque le había pagado por un día de trabajo, no quería poner fin a aquel trato. Al principio, le había parecido que sería una odisea superar la farsa de la boda. Pero la responsabilidad de compartir la tarde y la velada con Laurel había terminado resultándole agradable.

La miró y la encontró ensimismada en sus propios pensamientos.

– ¿A qué hora sale tu avión? -le preguntó.

– A primera hora. Tengo que estar en el aeropuerto a las cinco de la mañana. Tío Sinclair está en casa, pero puedo colarme, cambiarme de ropa y recoger el equipaje sin despertarlo. El chofer te llevará a tu coche -Laurel se giró a mirarlo-. ¿Qué vas a hacer el resto de la noche?

– Mi familia tiene un pub en Southie, el Pub de Quinn. Abren hasta las dos. Supongo que me acercaré a tomar una pinta si no es muy tarde.

– Quiero darte las gracias por ayudarme – dijo ella.

– No hay de qué -dijo Sean. De repente, ya no le resultaba tan fácil hablar con Laurel. Volvía a sentirse como un adolescente nervioso ante una chica bonita-. Seguro que hará un tiempo estupendo en Hawai -añadió, lamentando al instante haber caído tan bajo como para tener que recurrir a hablar del tiempo.

Poco después, la limusina se detuvo y el chofer aparcó frente a una mansión de piedra enorme.

– Ésta es mi casa -dijo.

– Es enorme.

– Sí, demasiado para una sola persona. Pero es de la familia. Crecí aquí. Y tío Sinclair no me deja venderla, así que vivo aquí -contestó Laurel-. Bueno, supongo que ha llegado el momento de despedirnos -añadió tras unos segundos de silencio.

– Te acompaño -propuso Sean. Abrió la puerta de la limusina y rodeó el vehículo para abrir la de Laurel. Salieron dados de la mano y caminaron, con el frufrú del vestido sobre la acera, hasta que Laurel tecleó el código de seguridad y la puerta se abrió automáticamente.

– Supongo que ahora sí que ha llegado el momento de despedirnos -repitió.

– Todavía no -dijo él justo antes de estrecharla entre los brazos.

– ¿Qué haces?

– Terminar el trabajo -Sean empujó la puerta con el pie, entró en la casa a oscuras y cerró.

– No tienes que seguir con la farsa por el chofer. No trabaja para la familia. No dirá nada.

Si creía que estaba actuando para el chofer, estaba muy equivocada. Sólo se había limitado a encontrar una excusa para volver a tocarla. Despacio, la posó de nuevo sobre el suelo, pero sin dejar de sujetarla por la cintura.

Trató de controlarse, pero perdió la batalla. Sin pensar en las consecuencias, la besó, con fuerza, a fondo. Necesitaba saborear sus labios una última vez. Sólo entonces podría marcharse.

¿Qué tenía esa mujer que lo hacía sentirse tan a gusto? Se había puesto un poco nervioso en la limusina, pero el resto del día había estado muy relajado con ella. Con otras mujeres, siempre se había sentido inseguro, receloso de los motivos por los que estaban a su lado. El acuerdo al que había llegado con Laurel le había permitido disfrutar de su compañía sin los juegos habituales al cortejar a una mujer. Y al besarla no se había molestado en pensar qué hacer a continuación.

Sólo había aprovechado el momento.

Sean se echó hacia atrás, pero ella entrelazó las manos tras su nuca y le impidió alejarse. Paso a paso, la hizo retroceder hasta clavar su cuerpo contra una pared. Apretó las caderas contra las de ella, sorprendido por la erección que había despertado bajo sus pantalones. ¿Dónde estaba su autocontrol?, ¿por qué le resultaba tan fácil desearla?

Recordó todas las viejas historias de los Increíbles Quinn, pero nada pudo frenarlo. Le acarició los costados con las manos al tiempo que su boca se deslizaba sobre un hombro desnudo de Laurel. Si hubiese sido una noche de bodas auténtica, no habrían tardado en hacer el amor sobre el suelo del vestíbulo. Pero sólo eran desconocidos apurando unos segundos furtivos.

– Deberías irte -murmuró ella mientras le acariciaba el pelo.

– Debería -Sean posó los labios sobre la curva de su cuello.

– Si seguimos adelante, acabaremos arrepintiéndonos.

– Nos arrepentiremos -respondió él.

– Tienes razón -Laurel tomó aire y apoyó las palmas sobre su torso para empujarlo un poco.

– A veces me equivoco -dijo Sean, mirándola a los ojos. Una simple señal y la llevaría a la habitación más próxima. Pero advirtió cierta indecisión en su cara. ¿Por qué complicar más las cosas? Había cumplido su parte del trato y había llegado el momento de marcharse. Además, era evidente que Laurel Rand era de las que se casaban. Y él no.

– Ha sido un placer estar casada contigo – susurró ella, esbozando una sonrisa débil-. Gracias por sacarme las castañas del fuego.

– Gracias por los diez mil dólares -dijo Sean al tiempo que le acariciaba una mejilla-. Disfruta de la luna de miel. Espero que encuentres otro marido… Un buen marido. Pronto. Te lo mereces.

Laurel asintió con la cabeza y Sean echó a andar hacia la puerta; pero el sonido de su voz lo hizo girarse:

– ¿Te gustaría…? -dejó la frase en el aire.

– ¿Qué?

– No importa -Laurel negó con la cabeza-. Era una tontería. Adiós, Sean Quinn.

– Adiós, Laurel Rand.

El Pub de Quinn estaba abarrotado cuando llegó. Los sábados por la noche siempre había mucho movimiento; sobre todo, después de que una guía turística hubiese dicho que era un bar «típico irlandés». Esperaba encontrar a uno de sus hermanos al menos, aunque desde que estaban casados o prometidos las probabilidades no eran tantas como antes.

Sean no se había molestado en ir a casa a cambiarse tras recoger el coche en la iglesia. Durante el trayecto, no había dejado de pensar en su breve y agradable matrimonio con Laurel Rand. Había un hueco libre entre dos mujeres que le sonrieron nada más verlo llegar. Dado que el resto de hermanos estaban fuera del mercado, se había convertido en el objetivo de muchas de las clientes del pub. Sólo quedaba un Quinn libre y las mujeres lo consideraban su última oportunidad.

Pero en esos momentos sólo había una mujer en su cabeza; Laurel Rand. Se abrió hueco entre la multitud y lo sorprendió localizar a su hermano gemelo, Brian, detrás de la barra. Su prometida, Lily Gallagher, estaba charlando con él, sentada en un taburete. Los tres habían vivido juntos hasta finales de agosto cuando los recién casados se habían mudado a un apartamento nuevo.

Luego distinguió a Dylan y a Meggie, que estaban echando una partida de billar al fondo;Lily recibió a Sean con una sonrisa, pero cuando Brian se giró, exclamó asombrado:

– ¿Se puede saber qué llevas puesto?

– Un esmoquin -contestó Sean mientras tomaba asiento junto a Lily.

– Ya sé que es un esmoquin. ¿Qué haces con él?

– He asistido a… un acontecimiento -Sean se encogió de hombros-. No eres el único que puede ponerse elegante.

– ¿Y qué desea tomar, señor Bond?, ¿tal vez un martini?

– Una Guinness -contestó Sean-. Y un poco de esparadrapo para taparte la boca.

Brian rió mientras le servía una pinta encima de un posavasos. Sean se quitó la chaqueta y la dejó sobre la barra. Sacó un papel doblado del bolsillo de la pechera y desdobló el acuerdo que Laurel había dejado por escrito. Estaba observando los trazos delicados de su caligrafía cuando le arrebataron el papel.

– ¿Qué es esto? -preguntó Brian.

– Dámelo -Sean se puso de pie.

– Brian, devuélveselo -dijo Lily.

– ¿Tiene que ver con el esmoquin que llevas? -contestó Brian, alejándose lo justo para poder leer el papel-. Yo, Laurel Rand, prometo pagarte, Sean Quinn, la suma de… ¡Caramba! ¿Diez mil dólares?

Sean apoyó las manos sobre la barra para darse impulso y salto al otro lado. Le quitó el papel a su hermano y lo agarró por las solapas de la camisa. Siempre igual: tan pronto eran los mejores amigos como, de repente, se convertían en los peores enemigos. Quizá consistiera en eso ser hermanos gemelos.

– No te metas donde no te llaman -dijo Sean.

– ¿Se puede saber qué pasa? -terció Seamus al advertir el revuelo.

– Tus hijos están a punto de liarse a puñetazos -informó Lily-. Y yo me voy a jugar al billar con Dylan y Meggie antes de acabar en medio -añadió justo antes de darse la vuelta y marcharse

– Sal de la barra -le ordenó Seamus a Sean-. La gente va a pensar que es un bar de finolis si te ve con esa pinta.

– No pretendía entrometerme -Brian le dio una palmada en la espalda a su hermano.

– Claro que querías.

– Bueno, ¿qué haces vestido así?

– ¿Me prometes que no se lo contarás a los demás? -dijo Sean tras mesarse el pelo. Se habían hecho la misma promesa miles de veces. Desde aquella vez en que Sean había roto la ventana del dormitorio y Brian le había jurado a Conor que había sido un pájaro, a cuando Brian le quitó las llaves del coche a Dylan para dar una vuelta. Sus secretos estaban a salvo con Brian.

– Sabes que no se lo contaré -dijo éste.

– Acabo de casarme.

Brian se quedó boquiabierto. Trató de decir algo, pero no consiguió articular palabra. Cuando por fin recuperó la voz, sacudió la cabeza.

– ¿Te has casado?, ¿así sin más, sin decírselo a la familia? No sabía ni que estuvieses saliendo con alguien. Tío, vale que hayamos aceptado que eres reservado, pero esto es demasiado.

– No ha sido una boda de verdad -explicó Sean.

– ¿Y tampoco llevas un esmoquin de verdad? -replicó Brian. Lo agarró por el brazo y tiró de él hasta el final de la barra-. Anda, consigue una mesa para que hablemos mientras voy por algo más fuerte para beber.

Sean encontró un sitio cerca de la entrada del pub; no era un lugar muy tranquilo, pero suficientemente alejado de oídos cotillas para tener una conversación en privado. Brian se unió a él instantes después con una botella de whisky y dos vasos. Los puso en la mesa, tomó asiento frente a su hermano, llenó los dos vasos y se bebió el suyo de un trago. Sean lo imitó, agarró la botella y sirvió de nuevo.

– Primero cuéntamelo todo -dijo Brian.

– He estado siguiendo a un estafador llamado Eddie Perkins. Seduce a mujeres ricas, se casa con ellas y las deja sin dinero.

– ¿Y eso qué tiene que ver?

– Lo encontré y avisé al FBI para que lo detuvieran. Entonces me pidió que le hiciera un favor. Me dio un billete de cien dólares a cambio de que le diera un recado a una mujer llamada Laurel Rand. No me di cuenta de que la dirección que me dio era de una iglesia y Laurel Rand estaba esperándolo vestida de novia.

– Así que decidiste casarte tú con ella. ¿No te parece extralimitar tus responsabilidades?

– Me ofreció pagarme -Sean sacó el cheque y lo puso encima de la mesa-. Diez mil dólares por acompañarla al altar. Por hacerme pasar por su novio durante la ceremonia y el banquete.

– Pero te has casado con ella.

– No de verdad. No teníamos permiso de matrimonio. No es legal. ¿Crees que me habría casado con una mujer a la que acabo de conocer?

Brian miró la botella de whisky y volvió a llenar los dos vasos.

– Si somos objetivos, ¿podría decirse que…has acudido en su auxilio?

– Sí. Y me he casado con ella. La maldición se ha roto, ¿es que no lo ves? -contestó Sean-. He recogido mi dinero y punto. Sin más complicaciones.

Aunque las historias de los Increíbles Quinn se remontaban a tiempos inmemoriales, la maldición era un añadido reciente. Había empezado el día en que Conor había conocido a Olivia y, desde entonces, cada vez que un hermano Quinn acudía en auxilio de una dama en apuros, se enamoraba de ella irremediablemente. Pero eso no le pasaría a él, se aseguró Sean.

– No sé yo -dijo Brian-. ¿Cuándo vas a volver a verla?

– No voy a volver a verla -contestó Sean-. Hice lo que me pidió, me pagó y por fin puedo alquilar un despacho y comprar algún mueble y material de oficina. Ya no tendré que llevar el trabajo desde casa. Quizá consiga clientes mejores.

– Tengo la sensación de que no quieres que la cosa termine aquí.

Sean acarició el borde del vaso de whisky.

– Era guapa. Sabía que no debía haber aceptado su propuesta, que era jugar con fuego. Pero quería ayudarla. Me alegro de haberlo hecho.

– ¿Sabes qué creo? Creo que todas esas historias que nos contaba papá sobre los Increíbles Quinn son una tontería. Igual que la maldición. Existe una razón por la que todos nos hemos enamorado de nuestras mujeres. Eran las mujeres adecuadas y aparecieron en el momento justo y en el lugar apropiado.

– ¿Y eso qué tiene que ver con Laurel Rand?

– Quizá sea tu pareja perfecta -respondió Brian-. Quizá sea el momento justo y no te has dado cuenta todavía. Piénsalo: tú siempre guardas las distancias con el sexo opuesto. Pero con esta mujer no lo has hecho. Quizá tenga una explicación.

– Eso son muchos quizás. Estás enamorado y no dices más que bobadas.

– Yo sólo digo que quizá no deberías quitártela de la cabeza tan rápidamente -Brian suspiró-. Puede que haya algo especial.

– Sí, hay algo especial -Sean se levantó, agarró el cheque y lo puso ante la cara de su hermano-. Diez mil dólares y la oportunidad de dar un empujón a mi negocio.

Después de despedirse de su padre, salió del pub. Había sido un día muy largo y el whisky lo había dejado adormilado, Pero una vez en la calle no pudo evitar considerar las dudas de su hermano. Quizá…

Cuando llegó al coche, entró, apoyó las manos en el volante y se quedó sentado en silencio. No podía negar que en los últimos tiempos había pensado bastante en su futuro. Había visto a sus hermanos enamorarse y era evidente que se sentían más felices y contentos de lo que jamás habían estado.

Resultaba milagroso que hubiesen conseguido llevar una vida normal con la infancia tan caótica que habían sufrido. Aunque nunca se había parado a pensarlo demasiado, lo cierto era que aquellos años le habían dejado más huella de lo que quería reconocer. Su actitud ante el amor, sus inseguridades al relacionarse y su desconfianza hacia las mujeres se debían a esa primera etapa de crecimiento.

Y aunque se merecía ser feliz, no estaba seguro de lo que el futuro le depararía. En los últimos meses lo había perseguido una imagen de sí mismo; sólo que ya no era joven, sino viejo y agotado, como Bert Hinshaw, que se pasaba el día en los bares y las noches en un apartamento solitario. Sean no quería terminar así, que la vida le pasara de largo.

¿Cómo habían encontrado la felicidad sus hermanos?, ¿había ido a su encuentro o la habían buscado ellos? Y una vez que la habían encontrado, ¿cómo habían sabido que era una felicidad para toda la vida? Quería formularles esas preguntas, pero se sentía incómodo hablando de esos temas. Le había sido más sencillo no dar importancia a sus relaciones y negarse a creer que durarían.

Sean sabía el origen de su recelo. Fiona. El abandono de su madre había creado un vacío en su vida que no había conseguido llenar todavía. Sacó del bolsillo trasero la cartera y, de ésta, la fotografía que había encontrado de pequeño. Durante años, había tomado a su madre como su ángel personal de la guarda, que lo protegía desde el cielo. Hasta que un día, de pronto, todo había cambiado. Había bajado a un bar para arrastrar a su padre de vuelta a casa. Y lo había encontrado borracho, hablando con otros clientes sobre su «difunta» esposa.

Seamus, sin advertir la llegada de Sean, había procedido a contar cómo había sorprendido a su mujer con otro hombre y la había echado de casa. El accidente de coche en el que había fallecido años después había sido un castigo divino por el adulterio.

Sean recordó haber salido del bar a todo correr y no haber parado hasta arderle los pulmones y no poder respirar. Su ángel lo había traicionado. Era como si todo el amor que le había ofrecido hubiese sido una mentira. Y había cargado con ese sentimiento desde entonces… incluso después de regresar su madre.

Fiona Quinn había vuelto a sus vidas hacía casi dos años, junto con Keely, la hermana a la que nunca habían conocido. Sus hermanos la habían acogido con los brazos abiertos, hasta habían perdonado a su padre por haberles hecho creer que había muerto. Pero Sean no podía perdonar tan fácilmente… ni confiaba en el cariño que Fiona parecía dispuesta a volcar sobre toda la familia.

Si no podía querer a su propia madre, ¿cómo iba a querer a otra mujer? No había respuestas fáciles… y las preguntas se amontonaban sin parar.

Capítulo 3

Laurel llegó a la mansión de los Rand a las cinco de la tarde. Ocultó un bostezo tras la mano e intentó relajar la tensión del cuello. El vuelo desde Honolulu a Boston, con escala en Los Ángeles, la había dejado agotada y estaba deseando darse una ducha caliente y acostarse.

Aquellas vacaciones sola habían sido justo lo que necesitaba para comprender lo que había ocurrido el día de su boda. Laurel apago el motor y apoyó las manos sobre el volante. Edward la había engañado, pero, teniendo en cuenta su reacción ante Sean Quinn, quizá fuese mejor que su prometido no hubiese acudido a la boda.

Había pensado que podría tolerar un matrimonio sin amor. Edward era simpático e inteligente y le había parecido que le tenía cariño de verdad. Pero le habían bastado unas horas con Sean Quinn para darse cuenta de lo equivocada que había estado.

Una pasión oculta hasta entonces en su interior había subido a la superficie. Cada vez que Sean la había tocado, el corazón se le había acelerado y las rodillas se le habían vuelto de mantequilla. Edward nunca había tenido tamaño efecto sobre ella.

Sacando fuerzas de donde no creía tenerlas, Laurel bajó del coche. Las maletas parecían pesar una tonelada mientras las cargaba hasta la puerta. Tecleó el código en el sistema de seguridad y, cuando la puerta se abrió, metió el equipaje.

Una vez en el vestíbulo, recordó la noche de bodas. Sintió un escalofrío al acordarse de aquel último beso, Sean acorralándola contra la pared, explorándola con los labios y las manos.

– Bienvenida, señorita Laurel -dijo Alistair y ella se sobresaltó al oír su voz cantarina-. ¿Dónde está el señor Edward? -preguntó mientras se acercaba a recoger las maletas.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó Laurel.

– Su tío ha decidido quedarse aquí una temporada. Se ha enterado de que se va a celebrar una subasta de numismática cerca y ha decidido no volver a Maine hasta finales de mes. Parece muy cansada. ¿El señor Edward no está con usted?

Se estrujó los sesos en busca de una excusa. ¡La presencia de su tío no formaba parte del plan!

– Lo… lo he dejado en su apartamento para que recoja unas cosas. No tuvo tiempo antes de la boda. Dentro de una hora vuelvo a recogerlo.

– ¿Y qué tal el viaje? Romántico, ¿verdad?

– ¡Mucho! Lo hemos pasado… de maravilla -Laurel trató de sonar entusiasmada-. Las playas eran preciosas y… hemos salido a pasear todos los días. Voy por Edward -finalizó con brusquedad, consciente de que nunca se le había dado bien mentir, no fuese a despertar alguna sospecha.

– Creía que la esperaba dentro de una hora.

– Ya, pero… no quiero que termine la luna de miel. No puedo estar lejos de él ni un segundo -contestó justo antes de abrir la puerta, cerrar y echar a correr hacia el coche-. ¡Maldita sea!

¿Qué podía hacer? No había imaginado encontrarse aquel inconveniente. Durante las anteriores dos semanas, había trazado un plan perfecto. Cobraría su herencia, esperaría unos meses y escribiría a su tío para comunicarle que el matrimonio había sido un error. Hasta había decidido utilizar el verdadero pasado de Edward a su favor. Se había casado con un estafador que ya estaba casado. Así que había cumplido los requisitos para conseguir el dinero. Lo único que la preocupaba era que su tío era un hombre caprichoso y que decidiera que un matrimonio Frustrado no era un matrimonio de verdad.

– Necesito un marido -se dijo mientras arrancaba-. Tengo un marido. Sólo tengo que encontrarlo.

Mientras conducía hacia Boston, Laurel buscó en el bolso el teléfono móvil. Llamó a información y preguntó por Sean Quinn.

– Lo siento, señorita, no viene en la guía.

– Pruebe con S. Quinn, por favor.

– No aparece, lo siento.

Laurel gruñó. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? Por diez mil dólares, debería haberle pedido el número de teléfono por lo menos. Tenía que haber alguna forma de encontrarlo.

– ¿Y el Pub de Quinn? -preguntó entonces-. Está en el sur de Boston.

Esperó unos segundos, conteniendo la respiración hasta que la operadora contestó:

– Tome nota.

Una voz grabada le dictó el teléfono y un minuto después ya tenía la dirección del pub e indicaciones para llegar.

Hasta ese momento, no había considerado posible volver a ver a Sean. Pero después de lo que había ocurrido entre ambos, no había podido evitar fantasear con un reencuentro. Había estado a punto de pedirle que se fuera con ella a Hawai esa noche al despedirse, y había lamentado no haberlo hecho.

Mientras conducía, trató de pensar en la mejor manera de abordar el problema. Diez mil dólares era mucho dinero por un día de trabajo. Tal vez pudiera convencerlo de que le debía más tiempo. Si le pedía más dinero, quizá pudiera ofrecerle unos cientos. O quizá aceptara esperar a obtener un cachito de la herencia.

Cuando aparcó frente al pub, rezó por que se lo encontrara. Se miró al espejo del retrovisor, agarró el bolso y se aplicó un poco de pintalabios. Luego salió del coche y corrió hacia el bar.

Sonaba música irlandesa. Una barra de madera recorría una pared lateral y un espejo reflejaba la tenue iluminación. Sólo había estado una vez en Dublín, durante unas vacaciones cuando iba a la universidad, y los pubs que habían visitado eran como aquél. Un hombre canoso la saludó cuando se acercó a la barra.

– Me gustaría encontrar a Sean Quinn. ¿Sabría decirme cómo localizarlo?

– ¿Para qué quieres hablar con Sean? -preguntó el hombre con un fuerte acento irlandés.

– Un asunto personal -contestó Laurel-. ¿Sabes dónde está?

– No estoy seguro. ¿Por qué no le dejas una nota y se la doy cuando…

– No -atajó con impaciencia ella-. Tengo que verlo ahora.

– No sé quién crees que eres, pero…

– Soy su mujer -espetó Laurel. El hombre canoso se quedó helado, estupefacto, y Laurel lamentó tener la lengua tan suelta. Pero necesitaba encontrar a Sean-. No exactamente su mujer, pero…

– Un momento, voy a llamarlo -la interrumpió el hombre. Se marcho al otro extremo de la barra y, tras una breve conversación, regreso-. Viene de camino.

– Gracias -dijo Laurel al tiempo que notaba como si se le formase un nudo en el estómago. Se mesó el pelo y se alisó las arrugas del vestido. Si quería que las cosas salieran bien, tendría que controlar su temperamento. Siempre había sido demasiado impulsiva… motivo por el cual había acabado casándose con un hombre al que ni siquiera conocía.

– ¿Quieres beber algo? -le preguntó el hombre canoso.

– Un vino blanco, por favor.

Mientras daba el primer sorbo, Laurel echó un vistazo a su alrededor. En la parte de atrás había una mesa de billar y unas dianas. Cerca de la barra colgaba una pizarra con un menú de platos irlandeses. Cuando le sonaron las tripas, advirtió que hacía seis horas que no comía nada.

– Me gustaría comer algo. ¿Tiene sopa? – preguntó tras hacerle un gesto para llamarlo.

– La sopa de patata está muy rica. O quizá prefiera la de guisantes con jamón.

– La de patata, por favor.

– Ahora mismo.

Laurel se tomó el resto del vino de un trago con la esperanza de que le infundiera valor. Había pagado a Sean para que se hiciera pasar por su novio un día y no tenía obligación de ayudarla. ¿Cómo podría convencerlo para que siguiera interpretando su papel?, ¿qué clase de oferta aceptaría?

No sabía cuánto debería pagar por un marido, pero supuso que no podía ser más de lo que pudiera ganar en su trabajo. Al fin y al cabo, no era un trabajo difícil. Empezaría a negociar a partir de veinte mil dólares. Veinte mil dólares no era tanto a cambio de obtener los cinco millones.

– Aquí tienes, sopa de patata -el hombre canoso se acodó sobre la barra-. Dime, ¿cuándo te has casado con mi hijo?

La cuchara estaba a medio camino cuando el hombre formuló la pregunta. Laurel se atragantó y se limpió con la servilleta. Los ojos empezaron a llorarle.

– ¿Es… tu hijo?

– Sean es mi hijo, sí. Soy Seamus Quinn. ¿Y tú eres?

– Laurel Rand.

– Me sorprende que Sean no nos haya contado que había encontrado a una mujer. Claro que el chico nunca ha sido muy hablador.

– En realidad no soy su mujer. Al menos técnicamente -Laurel se levantó y agarró el bolso para arreglarse el rímel corrido de los ojos-. ¿Me disculpas un momento? En seguida vuelvo.

El aseo de mujeres estaba en la parte de atrás, pasada la mesa de billar. Una vez dentro, echó el cerrojo y se miró al espejo.

– Tranquila -se dijo-. Si acepta la oferta, todo irá bien. Y si se niega, ya te las arreglarás.

Luego abrió el bolso y sacó el neceser de los cosméticos. Iba a tener que utilizar todas las armas que estuviesen a su alcance, incluida perfumarse y perfilarse los ojos y la boca de modo que resultaran irresistiblemente sexys.

Sean entró en el Pub de Quinn y buscó a su padre con la mirada. Seamus lo había llamado hacía diez minutos, nervioso, pidiéndole que fuera al pub de inmediato. Había dicho que era urgente, pero se había negado a entrar en detalles; de modo que había tenido que interrumpir el partido que había estado viendo en la tele para acercarse al bar.

Mientras se dirigía hacia allá había pensado que tal vez hubiera mucha gente y simplemente necesitaba que alguien le echara una mano. Pero la gente que había allí era la normal para un sábado. Sean tomó asiento en un extremo de la barra, agarró un mandil, se lo puso y vio que su padre se acercaba a él.

– Me alegra verte -dijo Seamus.

– ¿Qué pasa?

– Está aquí. En el aseo.

– ¿Quién?

– Tu mujer. Hemos estado hablando un poco y dice que estás casado.

Sean frunció el ceño. Una cosa era querer llamar la atención del único hermano Quinn que quedaba libre y otra llegar a esos… Dios, ¿se estaría refiriendo a Laurel Rand?

– ¿Qué aspecto tiene, papá?

– Tiene aspecto de acabar de casarse.

– ¿Es rubia?, ¿con el pelo ondulado? -Sean se puso la mano en la barbilla-. ¿De esta altura?

– Ha dicho que se llamaba Laurie o…

No se molestó en continuar la conversación con su padre. Se quitó el mandil, lo dejó sobre la barra y fue hacia el servicio de mujeres. Al despedirse de Laurel aquella noche después de la boda, se había dicho que no volvería a verla. Y aunque sentía curiosidad por lo atraído que se había sentido hacia ella, había preferido no prestarle atención. No estaba preparado para enamorarse y sospechaba que nunca lo estaría.

La puerta de los aseos se abrió un instante antes de que pusiera la mano en el pomo. Laurel apareció ante él, con una mezcla de sorpresa y cautela en su expresión. Sean trató de decir algo. Se le ocurrieron varias frases para romper el hielo y abrió la boca para probar suerte con una. ¿Qué le pasaba con esa mujer? Tan pronto se sentía cómodo con ella como era incapaz de hablar y pensar con normalidad.

De pronto, Laurel se lanzó a sus brazos y lo besó. Al principio se quedó demasiado asombrado como para responder. Pero cuando separó los labios, Sean no vio razón alguna para no disfrutar de lo que le ofrecía. La sujetó por la cintura, la atrajo contra su cuerpo y aumentó la intensidad del beso hasta dejarla rendida en sus brazos. Cuando Laurel se apartó, tenía las mejillas encendidas y los ojos chispeantes.

– Hola -dijo Sean.

– Hola -Laurel esbozó una sonrisita-. Supongo que te estarás preguntando qué hago aquí.

– No -contestó él. Lo cierto era que desde que había rozado su boca, había dejado de preocuparse por el motivo de su visita. El beso era motivo de sobra. En las últimas dos semanas casi había olvidado el sabor de sus labios, la sensación de tenerla entre sus brazos…

– ¿No?

– Bueno, quizá -reconoció Sean-. ¿Qué tal en Hawai?

– Bien: buen tiempo, playas preciosas. Era la única mujer soltera en un chalé de luna de miel, así que me sentía un poco rara. Pero me venía bien descansar un poco. Ha sido una buena forma de celebrar mi veintiséis cumpleaños.

– Felicidades -dijo él al tiempo que le acariciaba un mechón sobre la oreja.

– Gracias -dijo Laurel-. Un año más vieja, pero no un año más sabia.

– Laurel, ¿Qué haces aquí?

– Yo… quería verte -contestó. Luego se quedó callada. Negó con la cabeza-. No, no es verdad. Tío Sinclair se ha mudado a la mansión donde vivo a pasar una temporada. Hasta que se celebre una subasta de numismática. Y, claro, no se le ha ocurrido alquilar una habitación de hotel cuando yo tengo ocho habitaciones vacías.

– ¿Le has dicho lo de Edward?

– Necesito que me hagas un favor -respondió inquieta Laurel-. Sé que te dije que sólo tendrías que hacerte pasar por mi novio un día; pero creo que voy a necesitarte un poco más de tiempo. Y me preguntaba si podía… alquilarte unas semanas más.

– ¿Alquilarme?

– Contratarte. Necesito que vuelvas a ser mi marido -Laurel le agarró una mano y lo metió dentro del servicio de mujeres-. Hay una cosa que no te conté el día de la boda. No sólo me resultaba violento quedarme plantada en el altar. Necesitaba casarme ese día.

– ¿Estás embarazada? -preguntó él, dirigiendo la mirada hacia su vientre automáticamente.

– ¡No! Tenía que casarme antes de cumplir los veintiséis para poder heredar cinco millones de dólares de un fideicomiso -reconoció Laurel-. Mi tío es el administrador del dinero que mi padre me dejó al morir. Parece que no me ve capaz de manejarlo si no estoy casada.

– O sea, que no era porque te diera vergüenza. Era por dinero -dijo Sean decepcionado. La mujer con la que creía haberse casado desapareció ante sus ojos. De pronto comprendió que la atracción que habían compartido no había sido más que un acto motivado por intereses mercenarios.

– Necesito el dinero. Ya. Si no me caso, tendré que esperar a cumplir treinta y uno. Son cinco años, no puedo esperar tanto.

– ¿Te falta dinero para comprarte modelitos y joyas? -preguntó Sean con sarcasmo.

– No, no es eso.

Se había quedado cautivado por su honestidad y al final todo había sido un engaño. En realidad no era distinta a las demás mujeres: sólo le interesaba lo que pudiera hacer por ella, lo que pudiera darle. Sean se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros para no tocarla de nuevo. No debería haber confiado en ella. Por muy bonita que fuera.

– ¿Qué me estás ofreciendo?

Pareció sorprendida por la pregunta, pero Sean no se arrepintió de formularla. Si se trataba de una cuestión de dinero, no le ofrecería sus servicios gratis.

– He estado pensándolo. Tendríamos que negociar una cantidad razonable. Pero podemos dejarlo para luego. Ahora necesito que recojas tus cosas y te vengas a casa conmigo. Sean se apoyó contra la puerta del cuarto de baño y la observó con detenimiento. En las últimas semanas se había estado preguntando si habría caído en la maldición de los Quinn, si acudir al rescate de Laurel aquel día le costaría su libertad. Pero le alegraba comprobar que le había ganado la batalla a la maldición. Una mujer tan maquiavélica nunca podría conquistar su corazón.

– No hasta que lleguemos a un acuerdo – contestó-. ¿Cuánto tiempo vas a necesitar mis servicios?

– Un mes como poco.

– Mi tarifa son quinientos dólares al día – dijo Sean-. Treinta días a quinientos dólares hacen quince mil dólares. Gastos aparte, por supuesto.

– ¿Tu tarifa?, ¿eres fontanero?

– Soy detective privado -le recordó.

– ¡De acuerdo!, ¡perfecto! Quinientos dólares al día más gastos, hasta un máximo de cinco mil dólares más -Laurel extendió la mano y él la estrechó, sujetándola un poco más de lo necesario.

– Trato hecho.

– Bien, entonces vámonos. Tenemos que ir por tus cosas. Le he dicho a Alistair que volveríamos en una hora. El tiempo justo para repasar los detalles de nuestra supuesta relación.

Sean asintió con la cabeza, abrió la puerta del baño y se echó a un lado para dejarla pasar. Mientras se abrían paso entre los clientes del bar, dejó la mano reposando sobre el talle de Laurel. Cualquier marido lo haría. Se lo había visto hacer a sus hermanos con las mujeres a las que amaban. El problema era que le bastaba tocarla para olvidar que todo lo que había entre ellos era pura fachada.

– Me voy, papá -gritó Sean-. No volveré en unas semanas. Dale un toque a Rudy, que me sustituya en el bar.

– ¡No puedes dejarme colgado! -gritó Seamus.

– Te las arreglarás.

Laurel había aparcado frente al bar. Rodeó el coche hasta la puerta del conductor y Sean la siguió.

– ¿Qué? -preguntó ella.

– Las llaves. Soy el marido. El marido siempre conduce.

– En este matrimonio no. Mi coche tiene mucho genio.

– ¿Vamos a tener nuestra primera discusión? -contestó él. Laurel le entregó las llaves a regañadientes y fue al lado del pasajero. Sean se acomodó frente al volante y se estiró para subir el seguro de la puerta de Laurel, pero ésta no la abrió-. Entra.

– Los maridos les abren la puerta a la mujer -replicó ella a través del cristal de la ventana.

Sean gruñó. Para no estar casado de verdad, ya estaba obedeciendo órdenes como un perrillo faldero. Salió del coche, lo rodeó y le abrió la puerta.

– No dejes de criticar cómo conduzco -le sugirió-. Y asegúrate de guiarme mal hasta tu casa. ¿No es eso lo que hacen las mujeres?

Luego, mientras cerraba la puerta, sonrió. Tal vez ese matrimonio fuese justo lo que necesitaba para convencerse de que él sí que se quedaría soltero.

Llegaron a la mansión una hora después. Alistair les dio la bienvenida en la entrada e hizo intención de tomar la bolsa de Sean. pero éste negó con la cabeza e insistió en subirla él mismo. Laurel se anotó en la cabeza que tendría que decirle a su marido que debía tener mucho cuidado con Alistair. Era un hombre leal a Sinclair y no dudaría en hablar con él si sospechaba lo más mínimo.

– Me he tomado la libertad de prepararles algo de picar -dijo el mayordomo, unos escalones detrás de ellos-. Unos sandwiches, una ensalada y fresas. Lo he puesto todo en la habitación. Al señor Sinclair le complacería que se tomara un coñac con él en la biblioteca cuando se haya instalado. ¿Quiere que le deshaga la maleta? -añadió tras entrar en el dormitorio de Laurel y encender la lámpara situada junto a un sofá.

– No, gracias -contestó Sean. Hizo ademán de echarse mano a la cartera, pero Laurel le agarró el brazo para frenarlo.

– Ya nos ocupamos nosotros -dijo ella-. Dile al tío que bajaremos en veinte minutos. Gracias, Alistair.

– Iba a darle una propina -comentó Sean cuando el mayordomo se hubo marchado-. ¿No está bien?

– No, Alistair trabaja para mi tío. Pero se ocupa de mí, y de ti ahora, porque quiere. No por obligación -explicó Laurel. Luego fue hacia la mesita de noche donde el mayordomo había dejado la bandeja con la cena. Agarró uno de los suculentos sandwiches y le dio un bocado-. ¿Tienes hambre? Alistair cocina de maravilla.

– No -contestó Sean, quieto en medio de la habitación, como si no supiera bien qué debía hacer.

Laurel se acercó al armario, abrió el cajón superior y sacó toda su ropa interior.

– Puedes guardas tus cosas aquí. Si necesitas otro cajón, me lo dices -Laurel metió la ropa interior en otro cajón con más prendas-. El baño está ahí. Tendrás que cambiarte antes de bajar -añadió apuntando hacia la puerta.

– ¿Que pasa con la ropa que llevo? -preguntó Sean.

Laurel deslizó la vista por aquel cuerpazo. Una camiseta se ceñía a su pecho musculoso y los vaqueros negros le caían por debajo de la cintura.

– Mi tío insiste en ir bien vestido a partir de las seis de la tarde. Es una de sus reglas. ¿Qué has traído?

– Vaqueros, camisetas -Sean buceó entre la ropa de la bolsa hasta sacar un jersey negro-. ¿Qué tal esto?

– ¿No tienes una chaqueta con corbata?

– Nunca he tenido chaquetas o corbatas – respondió Sean-. Si alguna vez necesito ponerme elegante, le pido la ropa prestada a mi hermano Brian.

– Entonces tendremos que ir de compras – Laurel abrió otro armario-. Creo que Edward se dejó algo en casa.

– No pienso ponerme su ropa -Sean fue a meter su ropa en el cajón de arriba, donde Laurel se había dejado un sujetador suelto. Rojo.

– Me lo regaló mi cuñada en navidades – comento Laurel sonrojada-. No me lo he puesto nunca.

– Me pondré el jersey -dijo él sin más justo antes de quitarse la camiseta.

Pasó tan rápidamente que Laurel no tuvo ocasión para prepararse o encontrar otro lugar donde fijar la mirada. Sus ojos cayeron sobre su torso, liso y musculoso. Aunque Laurel tenía la sensación de que no era de los que se machacaban el cuerpo en el gimnasio. No le pegaba.

– Te… tenemos que ponernos de acuerdo sobre qué contamos de la luna de miel -dijo Laurel mientras le alisaba las arrugas del jersey antes de dárselo-. Creo que deberías dejar que lleve el peso de la conversación. Añade algún comentario aquí o allá, pero no hables mucho.

– Nunca lo hago.

– Y tenemos que mostrarnos cariñosos. Tenemos que parecer… a gusto juntos. Mi tío tiene que ver que estamos enamorados, pero sin resultarle pegajosos. Es un hombre muy anticuado, con un sentido muy estricto del decoro.

– Dime qué debo hacer -dijo Sean.

– Podemos darnos la mano -sugirió ella. Sean estiró el brazo, entrelazó los dedos con los de Laurel.

– ¿Así está bien? -preguntó él.

– Sí. Y puedes tocarme de más formas. Rodearme con el brazo.

– ¿Qué tal? -Sean le pasó el brazo por la cintura y la acercó contra su cuerpo.

– Y… también puedes…

– ¿Besarte? -finalizó él.

– Sí.

– ¿Aquí por ejemplo? -Sean posó los labios sobre su cuello con suavidad.

– Creo que eso es demasiado… -dijo ella tras exhalar un gemido. De pronto, Sean se retiró, como si el contacto no le hubiera afectado en absoluto-. Acariciarse vale. Un beso de vez en cuando. Pero nada más… Si mi tío te hace alguna pregunta rara, síguele la corriente. Nunca ahonda en un tema mucho tiempo -añadió tras sentarse en el sofá y poner las manos entre las rodillas para que no le temblaran.

– No creo que cueste engañarlo. ¿Cuándo crees que te dará el dinero?

– No quiero engañarlo. El dinero es mío. Me lo dejó mi padre. Pero cometió el error de nombrar a mi tío como administrador del fideicomiso, así que tengo que aceptar sus reglas si quiero conseguir el dinero.

– ¿Por qué lo necesitas ahora?

– Es cosa mía -contestó Laurel. Nunca le había contado a nadie su proyecto. Hasta ese momento, la academia de artes había sido un sueño. Había llenado un montón de cuadernos con ideas, desde el ideario hasta la decoración de las clases, pasando por los profesores que tendría que contratar. Pero no quería comentar con nadie su sueño, por miedo a que alguna crítica negativa se lo echara abajo-. Tengo mis motivos.

– Como quieras -Sean se encogió de hombros, se puso el jersey y se pasó una mano por el pelo-. ¿Listos?

– De acuerdo, Edward -Laurel fue hacia la puerta-. A mi tío no le gusta que lo hagan esperar.

Mientras bajaba las escaleras, trató de serenarse. Había pensado que no le costaría seguir adelante con aquella farsa. Una vez que su tío se convenciera de que se había casado con Edward por amor, le daría su dinero. No se atrevería a pedir que se lo devolviera si el matrimonio fracasaba.

Aunque no le gustaba mentir, era por una buena causa. Podía haber esperado a encontrar a otro hombre; pero, ¿cuánto tiempo podía haber pasado? ¿Y cómo iba a fiarse de su propio criterio después de dejarse engañar por Edward? Y, desde luego, no quería esperar cinco años más para conseguir el dinero.

Una vez abajo, Laurel se detuvo a esperar a Sean. Le dio alcance segundos después, le agarró la mano y entrelazaron los dedos.

– Adelante -dijo él.

Encontraron a Sinclair sentado en un sillón enorme de la biblioteca. Alistair había puesto el coñac sobre una mesita y estaba de pie, quieto en la sombra. El tío de Laurel no se molestó en saludarlos al entrar y siguió con la nariz hundida en el libro que estaba leyendo.

Laurel se sentó frente a su tío e instó a Sean a que tomara asiento a su lado. Alistair les sirvió una copa y volvió a retirarse. Al cabo de cinco minutos, Sinclair levantó por fin la cabeza, como sorprendido al ver a su sobrina y a Sean en la biblioteca.

– Ya has vuelto -dijo mirando a Laurel-. Espero que te hayas aplicado protector solar.

– Hacía un tiempo maravilloso, tío.

– Maravilloso -repitió Sean.

– ¿Has visto algún pájaro?

– Había muchos. Seguro que habrías podido añadir alguna especie nueva a tu lista -contestó Laurel.

– ¿Te gustan los pájaros, Edward? -le preguntó Sinclair entonces.

– Sí, sobre todo los gorriones -respondió Sean. En vista de que Sinclair se quedó callado, añadió-. Tengo entendido que te gustan las monedas. ¿Cuál es tu favorita?

– Deja que te enseñe -Sinclair cerró el libro-. Alistair, tráeme el catálogo.

Laurel dio un pellizquito a Sean en la mano. A su tío le encantaba hablar de sus monedas con quienquiera que estuviese dispuesto a escucharlo. Se levantó, se acercó a la biblioteca y echó un vistazo a los títulos de los libros mientras Sinclair contaba la historia de sus monedas.

– Ésta es muy valiosa. Se acuñó en 1866. Sólo hay una en mejor estado y la subastan la semana que viene.

Sean parecía realmente interesado. De hecho, agarró una banqueta para poder sentarse al lado de Sinclair y examinar las monedas de cerca. Laurel lo contempló bajo la luz tenue de la sala, cautivada por lo dulce que podía resultar. ¿Cómo era posible que un hombre como Sean Quinn hubiera conseguido estar soltero tanto tiempo?

– Y ésta es de 1974 -continuó Sinclair.

– ¡Guau! Parece nueva.

– ¡Laurel! Trae la enciclopedia que te regalé por navidades en 1991 -dijo y su sobrina sacó de un estante un volumen-. Si te interesan las monedas, este libro es el mejor -añadió dando una palmadita sobre la Enciclopedia de monedas estadounidenses.

– ¿Sólo coleccionas monedas nacionales?

– Monedas y sellos. Pero sólo de los Estados Unidos. Un buen coleccionista tiene que fijarse unos límites. De ese modo, no desperdicias dinero buscando cosas que en realidad no necesitas -contestó Sinclair. Luego le devolvió el catálogo a Alistair y se levantó-. Seguiremos hablando, Edward. Eres un hombre interesante.

– Gracias, señor -dijo Sean al tiempo que se ponía también de pie.

Laurel esperó a que su tío y Alistair salieran. Luego sonrió.

– Te ha enseñado la enciclopedia -dijo.

– ¿Eso es bueno?

– No es más que un libro, pero es como su Biblia. Debe de sabérselo de memoria.

Sean asintió con la cabeza y cerró la enciclopedia.

– ¿No me va a poner una prueba?

– Puede, pero no de inmediato -Laurel se agachó y le dio un beso en la mejilla-. Eres un buen marido.

– Para eso me pagan -Sean sonrió encogiéndose de hombros.

Se le paró el corazón. Por un momento, Laurel había olvidado que no era más que una interpretación y que aquel hombre apuesto no era en realidad su marido.

– Supongo que es hora de acostarse.

– Ya sé lo que haré si no puedo dormir – dijo él sujetando la enciclopedia.

Luego la rodeó por la cintura y salieron juntos de la biblioteca. Laurel sabía que aquel gesto posesivo era innecesario. Estaban solos. No los veía nadie. Pero le gustaba lo que sentía cuando la tocaba, la sensación de cariño que le transmitía.

Pero, ¿qué ocurriría una vez que se encerraran en la habitación?, ¿seguirían adelante con aquel falso romance? El corazón se le aceleró con cada escalón que subían. Había llegado la noche de bodas que no había tenido. Y le daba miedo que amaneciese demasiado pronto.

Capítulo 4

Sean cerró la puerta del dormitorio y se recostó contra ella mientras Laurel avanzaba hacia la cama de matrimonio. La habitación, como el resto de la mansión, estaba llena de antigüedades caras y telas bonitas, nada que ver con la casa destartalada en la que se había criado o el piso en el que vivía en Southie.

Todo eran recordatorios de que pertenecían a mundos distintos. El cheque de diez mil dólares que tenía en la cartera representaba una fortuna para él, la oportunidad de establecer su negocio. Para Laurel, en cambio, era calderilla. Y, en el fondo, no podía culparla. De presentársele la ocasión de ganar cinco millones de dólares, Sean probablemente habría arriesgado algo más que dinero.

Mientras se movía por la habitación, siguió con la mirada su cuerpo esbelto, sus bellas facciones. Había conocido a muchas mujeres guapas, pero la belleza de Laurel las eclipsaba a todas. No era como las mujeres con las que solía verse. Ella… tenía clase. Era inteligente. Y estaba fuera de su alcance.

– Creo que esta noche nos ha ido bastante bien -comentó ella al tiempo que acariciaba un conejito de porcelana que había sobre la mesilla de noche.

– ¿Crees que sospecha algo? -preguntó Sean después de dejar el libro sobre una mesa junto al sofá.

– ¿Y tú?

Sean se encogió de hombros. La entrevista con Sinclair había sido cuando menos extraña. El anciano no parecía interesado por el matrimonio de su sobrina. Apenas se había fijado en que Laurel estaba en la biblioteca, de ocupado que estaba con sus monedas. Pero a Sean no lo engañaba.

– Tu tío quiere que creas que le falta un hervor.

– ¿Un hervor? -repitió ella-. ¿Es una broma de vegetarianos?

– No, quiero decir que está un poco…

– ¿Tronado? -Laurel sonrió.

– Pero en realidad no lo está. Sólo quiere hacértelo creer. En realidad tiene una cabeza muy lúcida.

Laurel retiró la cubierta de la cama.

– Nunca he logrado entenderlo. Mi madre murió cuando tenía diez años y mi padre cuando tenía diecinueve. Tío Sinclair se hizo cargo de mí. Es toda mi familia… Pero ni siquiera sé qué siente por mí.

– ¿Te importa? -preguntó Sean.

Laurel se sentó en un borde de la cama, puso las manos en el regazo y se miró las uñas. Sean contuvo el impulso de sentarse junto a ella y abrazarla. Se había pasado toda la velada interpretando al marido modélico, tocándola de vez en cuando, sonriendo cuando decía algo, sujetándole la mano cuando hablaba con su tío. Le había parecido muy natural, pero, una vez a solas, no le bastaba con eso. ¿Dónde terminaba la farsa y dónde empezaba el deseo?

– Sería bonito saber que hay alguien en el mundo que me quiere -contestó Laurel-. Tú tienes familia. Seguro que te quieren mucho.

Sean se acordó de su madre. Aunque sabía que siempre podría contar con su padre y sus cinco hermanos, todavía no había resuelto su relación con Fiona Quinn.

– Supongo -contestó.

Sería tan fácil confiar en Laurel, abrirle el corazón y compartir con ella problemas que siempre se había callado. Pero debía recordar que Laurel era una mujer y que, por tanto, no debía fiarse de ella.

– Háblame de tu familia -le pidió Laurel.

Sean se apartó de la puerta, se acercó por su bolsa y terminó de sacar camisetas y calzoncillos.

– No tienes por qué darme conversación – contestó. Luego, al ver la cara de Laurel, lamentó haber sido tan brusco. Se sentó a su lado y le agarró una mano-. Perdona, es que no suelo hablar de esas cosas. Deportes, el tiempo, actualidad… hasta ahí me manejo.

– No, tienes razón. No tenemos por qué hablar de temas personales. Conviene que recuerde que sólo estás haciendo un trabajo.

– Es lo que querías, ¿no?

Laurel asintió con la cabeza. Después retiró la mano y se levantó.

– Voy a darme una ducha… ¿o prefieres entrar al baño tú primero?

– No, adelante -dijo él-. ¿Cómo vamos a hacer para dormir? -preguntó entonces, tras echar un vistazo a la habitación.

Laurel miró hacia la cama. Por un momento, Sean pensó que lo invitaría a compartirla. Aunque la perspectiva resultaba tentadora, prefirió no jugar con fuego y apuntó hacia un sofá que había en un lateral de la habitación.

– Me arreglaré en el sofá -dijo.

– No, quédate tú con la cama -contestó ella al tiempo que agarraba una colcha-. Ese sofá es demasiado pequeño para…

– En casa duermo en el sofá constantemente -Sean le quitó la colcha-. Si no es cómodo, siempre puedo tirarme al suelo.

– Está bien -Laurel agarró un albornoz-. Voy a ducharme.

Cuando la puerta del baño se cerró, Sean soltó el aire que había estado conteniendo. Había creído que sería un trabajo sencillo, pero la tensión que había entre los dos hacía que cada segundo que pasaban juntos fuese una auténtica tortura. Casi le entraban ganas de volver a la biblioteca a seguir hablando con su tío.

Sean se acercó a la puerta del cuarto de baño y oyó el correr del agua. Se imagino a Laurel desnudándose, metiéndose bajo el agua, dejando que se deslizara por su cuerpo… pasando las manos enjabonadas por…

Sean maldijo para sus adentros y se alejó. ¡Era una locura! ¿Cómo pretendía que conviviese con ella como si fuese su marido y no pensar en los placeres que un marido solía compartir con su mujer?

Se mesó el pelo y fue hacia la puerta. No iba a estar ahí parado hasta que Laurel saliera del baño con la piel húmeda y el albornoz pegado al cuerpo. Tenía que encontrar alguna distracción hasta que se metiera en la cama y apagase las luces.

Bajó las escaleras con sigilo. Cuando llegó a la puerta de la cocina, la empujó y se frenó, sorprendido al encontrarse a Alistair todavía despierto.

– Creía que se había acostado -comentó sonriente el hombre.

– Extraño la casa -dijo Sean-. Creo que tardaré un par de noches en acostumbrarme.

– ¿Quiere que le prepare algo?

– ¿Hay cerveza?

Alistair asintió con la cabeza y sacó dos botellas de una nevera enorme.

– ¿Quiere vaso? -le preguntó tras abrirlas.

– No, gracias -Sean dio un sorbo largo y miró la botella-. Guinness.

Alistair se sirvió su cerveza en una copa de media pinta.

– De vez en cuando, me apetece tomarme una cerveza negra.

– Mi padre tiene un pub irlandés en Southie y… -Sean se dio cuenta de que acababa de delatarse-. Quiero decir, que he estado en un pub…

– No se moleste -dijo Alistair-. Sé que es un juego.

– ¿Un juego? -Sean trató de mantener la calma-. No sé a qué te refieres.

– Podía decirme su nombre -dijo Alistair.

– Edward. Edward Garland Wilson -contestó Sean. Cuando el mayordomo enarcó una ceja, supo que era inútil-. Está bien. Me llamo Sean Quinn. ¿Cómo lo has sabido?

– No se parece nada al hombre del que Laurel hablaba. Sé que su tío la ha presionado mucho para que se case y que estaba ansiosa por conseguir el dinero de su padre. ¿Qué ha sido de Edward?

– No pudo ir a la boda.

– La verdad es que no estaba seguro ni de que existiera. ¿Y cómo se ha visto enredado en esta historia con la señorita Laurel?

– Necesitaba un marido y me hizo una oferta que no pude rechazar.

– Entiendo, ha tomado el toro por los cuernos -Alistair sonrió-. No me sorprende. La señorita Laurel siempre ha sido así.

– Supongo que está acostumbrada a salirse con la suya -comentó Sean.

– No crea que es una mujer mimada, en absoluto. Pero cuando se empeña en algo, va directo por ello sin pensar en las consecuencias primero. Es cabezota, pero nada egoísta -Alistair dio un sorbo y se limpió la espuma del labio superior-. No la culpo. Sinclair Rand juega con ella como un gato con un ratón. La señorita Laurel no tuvo una infancia fácil y Sinclair no la ha ayudado mucho de mayor. Siempre han estado enfrentados, a ver quién era más testarudo. La madre de Laurel murió cuando tenía diez años, y su padre nueve años después. Fue muy duro para ella.

– Perdí a mi madre cuando tenía tres años -comentó Sean.

– Entonces comprende lo que digo. Luego permanecieron varios minutos en silencio, bebiendo su cerveza y ensimismados en sus propios pensamientos. Alistair parecía conocer a Laurel mejor que nadie, incluido su tío, y Sean se alegraba de aquella oportunidad para conocer más cosas de ella.

– ¿Qué les pasó a sus padres?

– El padre de Laurel, Stewart Rand, era mayor cuando se casó con la señorita Louise. Era bailarina y actriz. Él y su hermano, Sinclair, habían reunido una gran fortuna y el señor Stewart estaba decidido a disfrutar del dinero en sus últimos años. A Sinclair no le gustaba Louise Carpenter. Se llevaban veinticinco años y le parecía una elección desafortunada.

– ¿Cómo murió? La madre -aclaró la pregunta Sean.

– La señorita Louise murió de cáncer tres días después de su duodécimo aniversario de boda. Laurel y su madre estaban muy unidas, lo hacían todo juntas. Su madre la apuntó a clases de teatro y ballet. Se matricularon en pintura y escultura. Mientras la mayoría de las niñas estaban jugando con muñecas, la señorita Louise se llevaba a Laurel a museos, óperas y conciertos sinfónicos. En su día creía que Laurel sería actriz. Pero todo cambió después de morir la señorita Louise. El señor Stewart se olvidó de la niña y tuvo que crecer sola. Falleció nueve años después. Sufrió un infarto al poco de entrar Laurel en la universidad. Quizá pensó que había terminado de educarla y que por fin podía reunirse con su esposa.

– Y Sinclair se hizo cargo de ella -comentó Sean.

– La miraba como si fuera un incordio, un motivo de vergüenza, como si le recordara que su hermano había sucumbido a los más bajos instintos. Tras salir de su casa, Laurel empezó a florecer, volvió a pintar y bailar, hasta intervino en varias obras de teatro. Pero Sinclair insistió en que estudiase algo práctico, decidió que hiciese Magisterio, amenazándola con no pagarle los estudios si se negaba a ir a clase.

– No sabía que fuera profesora.

– Hasta junio pasado, daba música en un instituto en Dorchester -contestó Alistair-. Le encanta dar clases. Y los niños. Pensaba que por fin había encontrado su lugar en el mundo, pero luego decidió casarse y dimitir. Fue una sorpresa para todos.

Tardó un rato en asimilar la información. Había dado por sentado que Laurel vivía de las rentas de su familia y que no era más que una niña mimada encaprichada con salirse con la suya.

– ¿Por que le importa tanto el dinero de la herencia?

– Quizá para ser independiente -Alistair se encogió de hombros-. Podría irse de casa e iniciar una nueva vida, apartarse de Sinclair. Pero el la retiene por todos los medios a su alcance. Creo que, a su manera, se ha encariñado de ella.

– ¿Le vas a decir a Sinclair lo nuestro? -pregunto entonces Sean.

– Esto es entre la señorita Laurel y su tío – dijo el mayordomo, negando con la cabeza-. A usted lo han pillado en medio, nada más. Veremos cómo se desarrollan los acontecimientos, ¿no?

– Lo veremos -Sean dio un sorbo a su cerveza-. Ha sido un placer hablar contigo -añadió sonriente.

– Buenas noches, señor Edward.

Mientras andaba por la casa a oscuras, se vio obligado a reconocer que podía haberse formado una idea equivocada sobre Laurel. Tal vez no fuera codiciosa. Se había precipitado al juzgarla. De modo que le concedería el beneficio de la duda. Al fin y al cabo, era su esposa. Era lo menos que podía hacer.

Laurel se volteó en la cama y dio un puñetazo a la cama, incapaz de relajarse. Aunque debía haber estado agotada, estaba tensa. Había supuesto que encontraría a Sean en el sofá al salir del cuarto de baño, pero se había marchado. Presa del pánico, había bajado las escaleras, hasta oír su voz, procedente de la cocina. -Tranquila -se dijo-. No se va a ir. Pero quizá no fuesen suficientes veinte mil dólares. Podía ofrecerle más, teniendo en cuenta que en realidad no tenía ni los veinte mil. Sólo podría pagarle si su plan tenía éxito y Sinclair le entregaba su herencia. Y en ese caso, no significarían mucho unos miles de dólares más o menos.

Laurel gruñó y se puso la almohada sobre la cara. Un mes de noches durmiendo en la misma habitación que Sean Quinn. Un mes de días viéndolo moverse, oyendo su voz, mirando su cara. ¡Sería imposible controlarse! Aunque no se había enamorado de Edward, le había caído suficientemente bien como para casarse con él. Se había limitado a ser pragmática.

Como apenas había existido chispa entre Edward y ella, no había tenido que preocuparse por desafueros pasionales. El hecho de que no mantuviesen relaciones sexuales probaba que su relación no pasaba de ser amistosa. Por muy caballeroso que le hubiera parecido que Edward le pidiera esperar a estar casados. Frunció el ceño.

– Eso debería haberme hecho sospechar – murmuró-. Ningún hombre deja escapar la oportunidad de acostarse con una mujer dispuesta.

Aunque quizá no fuera Edward. Sino ella. Quizá no había querido sacar su lado apasionado. Había visto a su padre desmoronarse tras la muerte de su madre. Durante nueve años, había llorado la ausencia de su esposa, incapaz de volver a interesarse por la vida. Esa clase de amor y deseo la asustaba, Y no había querido compartir unos sentimientos tan intensos… hasta conocer a Sean Quinn.

Laurel exhaló un suspiro. De repente, Sean había despertado todas esas emociones poderosas, dormidas hasta entonces, y no sabía qué hacer con ellas. Por primera vez en la vida, deseaba realmente a un hombre.

Tapada bajo la almohada, oyó abrirse la puerta de la habitación y el golpecito al cerrar.

– Has vuelto -dijo al tiempo que se incorporaba sobre la cama.

– Estás despierta -dijo él a la tenue luz que se filtraba por la ventana.

Laurel estiró un brazo, encendió la lámpara y se mesó el pelo.

– No puedo dormirme. Supongo que será el desfase horario. En Hawai ahora es de día.

Sean puso una botella de cerveza sobre la mesa pegada al sofá y se quitó el jersey. Luego se sentó y se quitó los zapatos y los calcetines.

– Has tenido un día ajetreado.

– Sí… Estabas hablando con Alistair -contestó Laurel sonriente-. Fui a buscarte. ¿De qué habéis hablado?

– Nada especial.

– Creía… creía que te habías marchado. Para siempre.

– Tenemos un trato. No voy a echarme atrás -aseguró él.

Laurel se sorprendió mirando el torso desnudo de Sean. Al levantar los ojos, advirtió que la había pillado.

– No… no te culparía si quisieras irte. Es una locura de plan.

– Lo es -Sean echó mano a los botones de los vaqueros y ella apagó la luz. Tardó unos segundos en que los ojos se le acostumbraran a la oscuridad de nuevo y, para entonces, Sean ya estaba en calzoncillos. Laurel tragó saliva. Quizá no se había sentido así de atraída hacia Edward porque no tenía el cuerpo de un dios griego.

– Quizá debieras decirme por qué te importa tanto ese dinero -comentó él tras sentarse en el sofá.

– Quiero hacer algunas cosas -murmuró Laurel-. Y quiero empezar a hacerlas ya.

– ¿Por ejemplo? -Sean se levantó, dio unos pasos y se sentó en un borde de la cama-. Cuéntamelo.

Apenas podía verlo, pero sentía el calor de su cuerpo, oía el sonido suave de su respiración. Sean le agarró la mano, entrelazó los dedos y la levantó para darle un beso en la palma.

– Ten… tengo un plan -dijo ella-. Quiero hacer algo bueno con el dinero. Pero no puedo hablar del tema. Me da miedo gafarlo.

– Puedes contármelo, Laurel -insistió Sean justo antes de besarle la punta de un dedo. Laurel tembló, dio gracias por no tener ningún secreto embarazoso. Porque no podría mantenerlo si Sean seguía haciendo eso-. He visto un edificio antiguo en un barrio de Dorchester y quiero abrir un centro artístico. Habría clases extraescolares de teatro, música, baile, puede que pintura… Deberías ver el edificio, es perfecto. Espacioso, con una parada de autobús justo al lado. Y tiene dos institutos muy cerca -añadió tras encender la luz una vez más, emocionada de pronto por poder compartir su proyecto.

– ¿Para eso quieres el dinero?

– Cuando era pequeña, mi madre me matriculó en clases de pintura y ballet -respondió ella al tiempo que asentía con la cabeza-. Cuando murió, no podía pensar en esa parte de mi vida, porque me recordaba demasiado a ella. Me dolía demasiado. Pero luego empecé a dar clases de música y recuperé la pasión por el arte.

– Es una idea estupenda.

– ¿De verdad te lo parece? -Laurel le apretó la mano.

– ¿Quién sabe? Un centro así podría haberme cambiado la vida.

– Yo te he dicho mis secretos -dijo ella sonriente-. Ahora te toca contarme los tuyos.

– No tengo secretos -contestó Sean.

– Te prometo que no te juzgaré -Laurel le agarró la mano y empezó a besarle las puntas de los dedos. Luego lo miró a los ojos y sintió una descarga eléctrica. A veces le parecía que la deseaba. ¿Acaso fantaseaba con ella de la misma forma que ella con él?

– De acuerdo -dijo Sean-. Hazme hueco. Laurel se desplazó a un lado de la cama y Sean se tumbó a la derecha. La proximidad de su cuerpo, el roce casual de su hombro al recostarse… ¡resultaba todo tan excitante!

– No tuve la mejor de las infancias -arrancó él-. Mi padre era pescador y estaba fuera de casa todo el tiempo. Mi madre se marchó cuando tenía tres años. Mis hermanos y yo crecimos solos. Yo… me sentía confundido. Y furioso. Y rebelde.

– ¿Te metiste en algún lío?

– Di un par de pasos en lo que podía haber sido una prometedora carrera como delincuente.

– ¿Y qué te hizo cambiar?

Sean se encogió de hombros, gesto al que recurría habitualmente. Se encogía de hombros cuando necesitaba más tiempo para pensar, siempre midiendo lo que desvelaba de él, sin dejar que nadie lograra conocerlo. Era un hombre de pocas palabras y Laurel había aprendido a apreciar esa cualidad.

– Cometí bastantes delitos sin importancia. Hasta que un día robé un coche y me pasé una noche en el calabozo. Me di cuenta de que estaba a punto de perder las riendas de mi vida. Aunque todavía tardé un tiempo en tomarlas. Me echaron de unos cuantos trabajos, salí rebotado de la academia de policía. Luego me apunté a unos cursos y me saqué el título de detective privado.

– Y ahora te ganas la vida rompiendo bodas -bromeó Laurel y Sean rió.

No reía a menudo, así que le pareció un triunfo. Sean confiaba lo suficiente en ella para mostrarle ese lado de su vida que solía esconder. Siempre había creído que guardaba muchas cicatrices de la infancia, pero no tenía ni cicatrices: las heridas seguían abiertas.

– Creo que te hice un favor -dijo él después de pasarle un brazo por los hombros y atraerla hacia sí.

Laurel apoyó la mano sobre el torso de Sean y la miró subir y bajar con la respiración.

– Yo también lo creo -murmuró-. Me has salvado.

Lo miró con la esperanza secreta de que la besara. Y, entonces, la besó, con dulzura, delicadeza, vertiendo en su boca un mar cálido de sensaciones. Laurel se preguntó si sería consciente del poder que tenía sobre ella, de cómo un simple beso podía hacerle perder el sentido.

– Creo que necesitas descansar -susurró Sean, apartándole de los ojos un mechón de pelo.

Laurel se acurrucó contra él. De repente, se sintió exhausta.

– Estoy cansada.

– Estaré aquí cuando despiertes -dijo él. Sintió sus labios en la frente y sonrió. Quizá ese matrimonio no fuese tan malo después de todo. Si encontraba la forma de retenerlo en la cama, podría ser mucho mejor de lo que había esperado.

Sean abrió los ojos y se encontró en una cama extraña. Por un instante, no supo dónde estaba. Pensó si habría bebido mucho la noche anterior, pero no le dolía la cabeza. Se incorporó despacio sobre los codos y miró a su alrededor.

– Laurel -murmuró antes de recostarse de nuevo sobre la almohada. Se tumbó boca abajo y cerró los ojos. Nunca había pasado una noche entera en la cama de una mujer. Y el tiempo que había compartido siempre había sido por un intercambio sexual.

Aunque no habían llegado a tener un contacto íntimo, la idea de hacer el amor con Laurel le había rondado por la cabeza. Pero ella misma lo había dicho: la había salvado. Y si quería evitar la maldición de los Quinn, tendría que controlarse.

La puerta del cuarto de baño se abrió. Con la mejilla apoyada todavía sobre la almohada, Sean miró salir a Laurel. Llevaba un albornoz fino que se abría a la altura de los pechos.

Laurel miró hacia la cama, pero debió de parecerle que Sean estaba dormido. Un segundo después, dejó caer el albornoz, ofreciéndole una vista tentadora de su trasero. Contuvo la respiración mientras la miraba sacar unas braguitas y un sujetador del armario.

Estuvo a punto de emitir un gruñido mientras deslizaba los ojos desde su nuca hasta los pies. Tenía un cuerpo precioso, de curvas perfectas y una piel como la seda. Después de verla desnuda, no pudo evitar que le sobreviniera una erección. Sean sabía que debía dejar de mirar o, al menos, avisarla de que lo estaba haciendo. Pero esperó a que terminara de ponerse una blusa para moverse. Cuando lo hizo, ella se giró de inmediato.

– Buenos días -lo saludó Laurel mientras sacaba del armario una faldita floreada-. ¿Estás despierto?

Sean se incorporó, hizo como si estuviera más dormido de lo que en realidad estaba. En verdad la sangre le corría torrencialmente por las venas y el corazón le latía tanto, que podría haberse levantado y hacer cinco kilómetros en tiempo récord.

– Sí -murmuró. Estaba más despierto de lo que quisiera incluso.

– Levántate -le dijo ella-. Quiero llevarte a un sitio -añadió al tiempo que se acercaba a la cama.

Se sentó en el borde sin molestarse en terminar de vestirse. La desnudez de sus piernas no contribuyó en absoluto a aliviar la incomodidad de Sean.

– Dame un segundo -contestó éste. Laurel le agarró una mano y dio un tirón, pero él la atrajo hasta hacerla tumbarse sobre el colchón a su lado. Quería besarla, recorrer esas piernas increíbles con las manos. Pero Sean sabía que así no conseguiría rebajar… su estado.

– He dormido de maravilla -comentó entonces Laurel sonriente, tras sentarse de nuevo en la cama, con las piernas cruzadas frente a él-. Creía que notaría el cambio horario, pero estoy descansadísima. Me siento radiante. Y me muero de hambre. Deberíamos salir a desayunar algo.

– Me vendría bien un café -dijo Sean. Eso y una ducha fría-. ¿Crees que Alistair tendrá preparado?

– Deduzco que no eres una persona madrugadora.

– ¿Ya es de día?

– El sol ha salido. Son casi las nueve. Tenemos todo el día por delante. Venga, podemos tomar un café de camino -insistió Laurel-. Dúchate rápido y nos vamos.

Era normal. Una reacción natural. Una respuesta fisiológica común a la de muchos hombres al amanecer. Se levantó. Laurel se recreó en su torso desnudo, luego bajó hasta más allá de la cintura, hasta advertir el bulto evidente de los calzoncillos. Carraspeó y desvió la mirada.

– Aunque también te puedo ir preparando yo el café -añadió. Luego se puso la falda y salió de la habitación corriendo.

Cuando cerró la puerta, Sean se quitó los calzoncillos y echó a andar hacia el cuarto de baño. Entonces se abrió la puerta de nuevo. Sean se quedó helado. Giró la cabeza hacia airas y vio asomar la de Laurel.

– Perdón -murmuró esta y entornó hasta dejar abierta sólo una rendija-. ¿Azúcar? -preguntó casi sin voz.

– No.

Laurel cerró la puerta y Sean esperó. Tal como había previsto, Laurel abrió de nuevo.

– ¿Leche?

– Un poco, por favor.

Cuando volvió a cerrar la puerta, Sean sonrió. Teniendo en cuenta cómo la afectaba verlo sin ropa, quizá fuese la mejor forma de mantener las distancias.

Sacó de su neceser el cepillo de dientes y entró en el baño. Nada más hacerlo, se paró. Suspiró. Era casi tan grande como el dormitorio de su apartamento. Una bañera enorme se extendía a lo largo de una pared, cerca de la cual había una ducha. El mueble del lavabo, lleno de cosméticos, lociones y perfumes, tenía dos senos con remates de oro. Hasta el retrete tenía clase.

Sean abrió el grifo de la ducha. El olor del champú de Laurel envolvió la pieza de inmediato. Se lavó los dientes deprisa, corrió la mampara y entró en el plato. Exhaló un gemido de placer al sentir el agua sobre el cuerpo.

Como el resto de las cosas de la mansión, la ducha era funcional y lujosa. Echó la cabeza hacia atrás mientras se masajeaba el pelo. Luego se frotó con jabón. No quería pasarse el día oliendo a Laurel. Bastante le costaba ya no pensar demasiado en ella.

Estaba tan a gusto, que se quedó bajo el chorro de agua hasta que los dedos empezaron a arrugársele. El baño se había llenado de vapor cuando salió de la mampara y se cubrió con una toalla alrededor de la cintura. Al salir del baño, se encontró a Laurel esperándolo en la habitación, sentada en la cama con una bandeja llena de comida.

– Alistair nos ha preparado el desayuno – dijo-. Dice que todavía seguimos en nuestra luna de miel.

Estuvo a punto de decirle que el mayordomo sabía la verdadera naturaleza de su relación, pero decidió no revelárselo por el momento. Se guardaría el secreto para otra ocasión. Quería que la farsa continuase un poco más… por ver adonde los conducía.

Sean se reajustó la toalla al tiempo que se preguntaba qué ocurriría si la dejaba caer al suelo. ¿Saldría Laurel corriendo?, ¿o lo tumbaría sobre la cama para explorar su cuerpo con las manos? Echó a un lado cualquier fantasía a fin de no tener una nueva erección.

– Hay de todo -dijo ella mientras masticaba un cruasán-. Huevos fritos, champiñones, beicon, salchichas. Ideal para tener un infarto.

– Hay una cosa que me apetece más -dijo Sean sonriente.

– ¿El qué? Si quieres, llamo a Alistair, que te lo prepare.

Sean le puso un dedo bajo la barbilla y le giró la cara hacia él.

– Esto es lo que quiero -contestó un instante antes de cubrir su boca y saborear la mermelada de fresa con que había untado el cruasán.

No se retiró de inmediato, sino que permaneció sobre sus labios hasta satisfacer ese apetito en concreto. Había estado conteniéndose demasiado tiempo. Y aunque había sucumbido y admitido lo atraído que se sentía hacia Laurel, un par de besos y caricias no significaba que hubiese caído víctima de la maldición de los Quinn. Sólo estaba siguiendo su instinto natural. Laurel era una mujer bella y él no era de piedra. Pero cuando llegara el momento de marcharse, lo haría sin dificultad.

– Una forma estupenda de empezar el día -comentó Sean tras poner fin al beso y partir un trozo de salchicha.

– ¿Lo dices por el desayuno? -preguntó Laurel, todavía un poco sorprendida.

– No, por el beso -Sean sonrió-. Aunque la comida también está rica.

Mientras disfrutaban del desayuno, Sean pensó que no le costaría acostumbrarse a esos lujos. Le estaban pagando un sueldo generoso por estar junto a una mujer hermosa. Y Alistair era un cocinero maravilloso. Todo era perfecto.

Pero al ver a Laurel meterse un trozo de tortilla entre los labios, todavía hinchados por el beso, comprendió que todavía podían mejorar las cosas… y complicarse al mismo tiempo.

Capítulo 5

Motas de polvo flotaban el aire cuando Sean y Laurel entraron en el viejo edificio. Los ventanales estaban rotos, cubiertos de mugre, señal de que el lugar llevaba un tiempo vacío. Olía a cerrado y a humedad, hacía calor en medio de una tarde de principios de septiembre.

– ¿Qué te parece? -preguntó ella. Sean miró a su alrededor. La veía tan emocionada con el sitio, que le daba miedo reconocer que había esperado algo más acogedor.

– Creo que tienes bastante trabajo por delante.

– Lo sé -contestó entusiasmada Laurel-. Pero será un centro fantástico. Y es probable que consiga alguna subvención para las obras de rehabilitación. Lo primero que voy a hacer es contratar a alguien a quien se le dé bien recaudar fondos. Los cinco millones no durarán mucho si no entra dinero.

– ¿Y si tu tío no te da el dinero?

– Tengo que ser positiva. Seguro que me lo dará -dijo ella con un ligero tono de ansiedad-. No puedo dejar escapar este sitio. Es perfecto.

A Sean no le parecía tan perfecto. De hecho, era lo menos parecido a la perfección que se le ocurría. Pero no podía combatir el entusiasmo de Laurel.

– ¿Cómo puedes estar tan segura de que esto es lo que quieres hacer?

Laurel se giró despacio, abarcando con la mirada la habitación entera.

– Simplemente lo estoy. Es como si mi pasado se hubiese conectado con mi presente. En algunos momentos me he sentido… a la deriva. Cuando mi padre murió, me sentí sola, desarraigada. Este sitio representa la oportunidad de recuperar mis raíces.

– Tiene que ser estupendo estar tan segura -comentó Sean.

– ¿Tú no lo estás?

Lo cierto era que Sean nunca había estado seguro de nada en su vida. Siempre había estado a la espera de la siguiente mala noticia, del siguiente desastre que llamara a su puerta. Sólo había una persona en la que de verdad podía confiar y apoyarse: él mismo.

– Sí -mintió.

– Lo llamaré Centro Artístico Louise Carpenter Rand -dijo Laurel-. En honor a mi madre,

– ¿Y si tu tío te pide alguna prueba antes de darte el dinero?, ¿que le enseñes la licencia de matrimonio?

– Ya me las arreglaré. La verdad es que mi padre no era consciente de lo que hacía poniéndome bajo el poder de Sinclair. De haberlo sabido, no le habría hecho custodio de mi fideicomiso. Y sé que me apoyaría si estuviera vivo. A mi madre también le habría encantado este proyecto. Tengo que ser positiva -repitió Laurel. Luego fue apuntando a distintos puntos del local-. Ahí estará la sala de baile. Pondremos espejos en toda la pared y cambiaremos el suelo. Y allí pondré una sala con caballetes para pintar. Detrás de esa pared estarán los materiales. Y abajo me gustaría hacer una pequeña galería para que la gente del barrio pueda acercarse y ver lo que hacen los alumnos -añadió justo antes de dar un giro de bailarina.

– Podías probar a contarle tus planes a Sinclair -dijo Sean tras sujetarla por la cintura-. Quizá te apoye.

– No lo conoces -Laurel negó con la cabeza-. Su concepto de las mujeres debió de formarse allá por la época de los neandertales. Para él, mi único futuro es casarme y tener hijos. Su idea del marido perfecto no tiene nada que ver con el amor. Basta con que sepa llevar la cuenta de mi dinero.

– ¿Querías a Edward? -le preguntó Sean de pronto. No quería saber la respuesta, pero tema que hacerlo.

– No -contestó Laurel tras considerar la respuesta unos segundos-. Pero ha sido el único hombre que me ha pedido que me case con él. Y creía que era la clase de hombre con quien podría convivir. Me conformaba con eso.

– Te vendes por poco -dijo él.

Sean la soltó y se acercó a examinar una puerta rota. ¿Por qué no veía lo maravillosa que era? Era guapa, atractiva, inteligente, la clase de mujer con la que cualquier hombre soñaba,

– ¿Cómo puedes saberlo? -Laurel siguió a Sean-. ¿Crees que debería renunciar a mis sueños y esperar a que un hombre acudiera en mi rescate? Quiero tomar las riendas de mi vida y no podré hacerlo si Sinclair no me da mi dinero,

– Busca el dinero por otros medios -replicó cortante Sean.

– ¿Quién me va a dar cinco millones de dólares?

– Tú misma lo has dicho; alguna fundación, una subvención del gobierno quizá. ¿Lo has intentado?

– No me ves capaz de hacerlo, ¿verdad? – repuso irritada Laurel-. Eres igual que mi tío.

– No es eso. Yo sólo…

Un movimiento repentino sobresaltó a Laurel, que pegó un grito al ver una paloma pasar entre ambos. Un segundo después, estaba en brazos de Sean, respirando casi sin resuello.

– Sólo es una paloma -dijo éste mientras le acariciaba el pelo, al tiempo que la paloma se posaba sobre una tubería cerca del techo.

Sean esperó a que Laurel se retirase y rompiese el contacto. Pero los ojos de ella estaban clavados en su boca. Sean pasó el pulgar por el perímetro de sus labios y ella cerró los ojos. Parecía un ángel, con el sol que se filtraba por una de las ventanas bañando su cabello de luz celestial. Se acerco, rozó su boca y Laurel respondió al instante, abriéndose al beso. Era como tocar el paraíso y saborear la inmortalidad. Cada célula de su cuerpo estaba centrada en la sensación de sus labios bajo su boca.

Besar nunca había tenido el menor misterio para él. No era más que un pasatiempo agradable y un paso necesario en el proceso de seducción. Pero con Laurel era una experiencia incomparable. Parecían comunicarse con el tacto de las lenguas y los labios.

Era todo cuanto necesitaba y, al mismo tiempo, no era suficiente. Sean la rodeó con ambos brazos y la levantó sin perder el contacto con su boca en ningún momento. No sabía hacia dónde avanzaba, pero cuando llegó a un muro de ladrillo, la atrapó contra él, dejando que Laurel le rodeara la cintura con las piernas.

El beso se volvió más fogoso. Laurel plantó las manos bajo la camiseta y se la subió, torso arriba. La sensación de tener las manos sobre su piel era como una descarga eléctrica. No podía frenarse aunque quisiera. No podía.

Sin dejar de sostenerla con un brazo, Sean le desabrochó los botones de la blusa hasta poder posar la boca sobre un hombro desnudo. Tenía la falda arrugada, le acarició las piernas.

De todos los lugares posibles para perder el control, no podía haber elegido uno peor. Hacía un calor infernal y no había ningún sitio cómodo donde seguir adelante con la seducción. Si continuaba adelante, no habría vuelta atrás… porque quería hacer el amor con Laurel, explorar el resto de su cuerpo como había explorado su boca.

Llevó una mano hacia uno de sus pechos y lo ponderó sobre la palma. Siempre se había sentido incómodo con las mujeres; no en el momento de la seducción, sino con la intimidad posterior. El sexo no había sido más que una necesidad fisiológica. Pero sabía que con Laurel sería mucho más.

Sólo pensar en desnudar y dejarse arrastrar por el deseo hacía que el corazón le martilleara y la sangre le subiera de temperatura. Tenía una erección poderosa que crecía con cada roce contra el cuerpo de Laurel.

Un revoloteo de alas hizo que Laurel contuviera la respiración y Sean aprovechó la ocasión para recuperar el control. La deseaba como no había deseado a ninguna mujer hasta entonces. Pero no era el momento apropiado. Aunque sí muy pronto.

– Deberíamos irnos -murmuró.

Laurel parecía desconcertada. Sean la besó de nuevo como asegurándole que las cosas no se quedarían ahí. Luego la posó sobre el suelo.

– Supongo que no es imprescindible que actuemos como un matrimonio hasta ese punto.

– Tenemos que ser creíbles -contestó él mientras le abotonaba la blusa.

– Sí -Laurel suspiró y le acarició una mejilla-. Es verdad.

Siguieron tocándose mientras terminaban de recomponer el estado de su ropa. Laurel deslizó las manos por su torso, luego le apartó el pelo de los ojos. Y Sean aprovechó para rozarle el cabello de la nuca.

Era como si los dos supieran que lo inevitable se acercaba. Acabarían haciendo el amor y sería perfecto. Cuándo y dónde lo decidirían más adelante.

La noche estaba siendo tan húmeda y calurosa como lo había sido el día. Laurel salió hacia la terraza con vistas a la piscina. Aunque era un lujo, había insistido en que, si tenía que vivir en la mansión, Sinclair pagaría a un hombre que cuidara de la piscina.

Su tío prefería la casa que tenía en Maine, donde podía centrar toda su atención en sus monedas, sus sellos y sus demás obsesiones. Con tantas cosas que tenía para estar ocupado, ¿por qué seguía interfiriendo en su vida? Hasta la casa se había convertido en una fuente de fricción entre ambos. La mitad de la mansión le pertenecía a ella, herencia de su padre, pero la otra mitad era de Sinclair y ninguno podía venderla salvo que llegaran a un acuerdo.

Laurel se sentó en la mocheta que rodeaba la terraza. Había veces en que la mansión era una carga, otra cadena más que la ataba a su tío. Pero la sensación era muy distinta en esos momentos, estando Sean con ella. Se giró hacia las ventanas que comunicaban con el salón, iluminado por una araña de cristal que su padre había comprado en París.

Pensó entonces en el hombre que había metido en casa como si fuera su marido. Estaba sentado en la biblioteca con su tío, charlando sobre la colección de sellos de Sinclair. Sintió un ligero escalofrío. Tras el incidente de esa mañana, ambos habían intentado actuar como si no hubiese ocurrido nada. Pero cada vez que se daban un beso o se acariciaban se acercaban más al borde del abismo.

Laurel se giro hacia el césped que se extendía ante la terraza. Cerró los ojos, respiró hondo. Podría hacer el amor con él si de veras quería. Bastaría con dar el primer paso y seguir moviéndose hasta que Sean no pudiese parar.

Pero había actuado por impulsos. Nunca había pensado las cosas con calma. Porque sí, seguro que disfrutarían de una noche increíble juntos, quizá diez o veinte noches sensacionales. Pero si no tomaba precauciones, esa vez podría salir muy herida.

– ¿Qué haces aquí?

No se molestó en darse la vuelta. Sean la rodeó por la cintura y la atrajo contra su pecho. Le acarició las caderas con las manos y le dio un beso en el cuello.

– Disfruto del silencio -contestó ella.

– Acabamos de tener una discusión sobre corbatas -dijo Sean al tiempo que ponía la que llevaba puesta sobre el hombro de Laurel-. A mí ésta me gusta, pero Sinclair dice que las corbatas de hombres tienen que ser a rayas. Creo que cuestiona mi masculinidad.

– Bueno, yo la defiendo -Laurel se giró entre sus brazos y volvió a recordar el encuentro que habían tenido por la mañana, cuando Sean no había podido ocultar su excitación… y ella no había podido disimular su curiosidad. De pronto vio una imagen de su trasero desnudo. El pulso se le aceleró-. Y la corbata te sienta bien.

– Sí -dijo Sean.

– ¿Me perdonas entonces por haberte hecho pasar la tarde de compras?

Después de visitar el edificio de Dorchester, Laurel había insistido en acercarse a un par de tiendas para comprarle ropa a Sean. Aunque al principio había aceptado a regañadientes, al ver cómo disfrutaba Laurel, había terminado divirtiéndose, posando de modelo para ella.

– Esta ropa me hace parecer un hombre respetable.

Lo cierto era que estaba muy elegante y atractivo con el nuevo vestuario. La camisa se ceñía a su torso con suavidad y los pantalones le estaban perfectos.

– Está bien… aunque echo de menos tu ropa normal. Te hace parecer… peligroso.

En efecto, aparte de las camisetas y los vaqueros, Sean Quinn tenía un aire peligroso. La primera vez que lo había visto le había parecido distante y reservado. Pero luego había ido bajando la guardia, dejándole mirar detrás de sus corazas. Y lo que antes había sido frialdad había dado paso a un hombre dulce, tierno y, de alguna manera, vulnerable. Cuanto más tiempo pasaba a su lado, más cerca estaba de…

Laurel atajó el pensamiento. No, no se estaba enamorando. Quizá estaba un poco embelesada, pero no debía permitirse creer que estaban casados de verdad. Sólo era un acuerdo de negocios, nada más.

– Tu tío quiere enseñarme un sello nuevo – susurró Sean-. Me está esperando en la biblioteca.

– Te tendrá entretenido toda la noche – Laurel entrelazó las manos tras la nuca de Sean y le dio un besito en los labios-. Quédate conmigo. Acabamos de casarnos. Tiene que entenderlo.

Sean le devolvió el beso con uno más intenso. Introdujo la lengua en su boca. Laurel creyó que se detendría ahí, pero no lo hizo. Sintió sus manos por el cuerpo. Sean se sentó en la mocheta, la colocó entre sus piernas y le subió el top para darle un beso en el ombligo.

Laurel suspiró, abandonándose a la mareante sensación que huía por su cuerpo. Le agarró las manos y las subió hasta situarlas justo bajo sus pechos.

– Llévame a la cama -le pidió ella.

– No puedo -susurró Sean. El calor que llameaba en su interior se heló al instante.

– ¿No puedes?

– Sinclair me espera -dijo antes de darle otro tieso en la cadera-. Cuanto antes convenzamos a tu tío de que soy el marido perfecto, antes tendrás los cinco millones. Tienes que dejarme hacer mi trabajo.

Laurel maldijo para sus adentros. En esos momentos, el dinero le importaba un comino. Lo único que quería era seguir sintiendo las caricias de Sean.

– No tienes por qué hacer esto -dijo ella.

– Quiero hacerlo, Laurel -Sean se puso de pie y le dio un último beso-. Es por una buena causa.

Sintió un escalofrío y se frotó los hombros mientras lo veía meterse en la casa. ¿Podía haber dejado más claras sus necesidades? Aunque parecía que Sean la deseaba, quizá no le resultaba tan atractiva a pesar de todo.

Pero no tardaría en descubrirlo. En una hora o dos, se quedarían a solas en la habitación. Si entonces seguía deseándolo, sería el momento de atacar.

Por otra parte, ¿estaba dispuesta a poner en peligro el corazón a cambio de una noche apasionada?, ¿estaba dispuesta a lastimar su orgullo si Sean la rechazaba? Laurel respiró hondo y cerró los ojos. Si había un hombre por el que mereciera la pena arriesgarse, ése era Sean Quinn.

Mientras subía las escaleras, oyó el murmullo incesante de su tío, hablando desde la biblioteca. Por un momento, pensó en rescatar a Sean y llevárselo al dormitorio. Pero optó por seguir su camino y encerrarse sola en la habitación.

Sentía como si el cuerpo le estuviese ardiendo, de modo que, dejando un rastro de prendas tras ella, fue al cuarto de baño, reguló la temperatura de la ducha, asegurándose de que estuviera más fresca que cálida, entró y dejó que el chorro se llevara el calor por el deseo que Sean había avivado en ella.

Pero, a pesar de ponérsele la carne de gallina, seguía sintiendo una tensión bajo el estómago, en el vértice de las piernas. Aumentó la temperatura del agua con la esperanza de relajarse, se apoyó contra la pared y trató de despejar la cabeza. De pronto oyó un ruido, se giró y vio, al otro lado de la mampara, la sombra de un hombre.

Por la silueta, la anchura de los hombros y la longitud de las piernas, supo que era Sean. Contuvo la respiración, expectante, preguntándose qué debía hacer. Estaba a punto de irse cuando Laurel abrió la mampara.

Sabía que había sido un movimiento impulsivo, pero no se arrepentía. De haberse parado a pensarlo, quizá se habría quedado sola en la ducha; pero no estaba dispuesta a desperdiciar la que tal vez fuera su única oportunidad.

– Creía que estarías más tiempo con mi tío -dijo ella con voz trémula, envuelta en un halo de vapor.

– Le dije que estaba cansado -Sean acarició su cuerpo desnudo con la mirada.

– ¿Lo estás?

Sean negó con la cabeza. Luego miró hacia la puerta.

– Si quieres que me vaya, me voy.

– No quiero -Laurel dio un paso al frente y el lo interpretó como una invitación.

Se quitó los zapatos y entró en la ducha con ella, totalmente vestido. Nada más cerrar la mampara, la besó y empezó a recorrer su cuerpo con las manos. Era como si estuvieran en un sueño, en medio de la bruma del vapor, azotados por una oleada de pasión.

Laurel tiró de la camisa de Sean, pero no era fácil desabrocharla estando empapada. Presa de la impaciencia, Sean se quitó la corbata y se desgarró la camisa. Los botones salieron despedidos por el aire. No había mucho espacio, razón de más para apretar sus cuerpos mientras el agua continuaba mojándolos.

Laurel pasó las manos por su torso desnudo. Cada vez que lo tocaba era como si lo tocase por primera vez. Quería aprenderse cada centímetro de su piel, cada contorno de sus músculos. Sean echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos cuando sintió la boca de Laurel sobre su pecho.

Hasta ese momento no había tomado conciencia de cuánto lo deseaba. De repente, no podía pensar con claridad, estaba dominada por un torbellino de sensaciones. Al desabrocharle el cinturón, le rozó sobre la cremallera y lo encontró totalmente excitado, con una erección evidente a pesar de los pantalones.

Insegura, lo tocó justo ahí y Sean emitió un gruñido gutural. Apoyó las manos contra las paredes de la ducha mientras ella bajaba la cremallera. Laurel contuvo la respiración, le bajó los pantalones y le quitó los calzoncillos en el mismo movimiento.

Antes de incorporarse, contempló sus largas piernas. Era un Adonis. Jamás había visto un cuerpo tan perfecto y tentador. De repente, era como estar haciendo realidad la más desinhibida de sus fantasías.

Deslizó los dedos a lo largo de su erección y se quedó encantada con la reacción de Sean. Luego, cuando lo envolvió con los labios, terminó de darse cuenta del poder que podía ejercer sobre él, de lo vulnerable que era a su tacto. Sean susurró su nombre y le acarició el pelo mientras ella continuaba saboreándolo.

Poco a poco, notó cómo si las barreras de Sean fuesen desvaneciéndose y le abriera el corazón. Laurel nunca se había sentido tan unida a un hombre, tan ansiosa por complacerlo, tan desesperada por poseerlo. Se había preguntado acerca de lo que de veras sentía por Sean y ya no le quedaban dudas: aquello no era un pacto de negocios, sino fuego, necesidad, deseo… tan intensos que la asustaban.

Lo llevó hasta cerca del precipicio y se retiró; pero Sean no estaba dispuesto a someterse. Tiró de sus brazos, la levantó y le mordió los labios. Estrujó su cuerpo contra una pared de la ducha y empezó a besarla y lamerla por el cuello, los hombros, los pechos, los pezones. Cuando la tocó con los dedos en el punto sensible entre las piernas, Laurel gritó sorprendida. Había fantaseado con estar con Sean, pero había imaginado un escenario más tradicional: una cama, la caída paulatina de la ropa, un lento paseo hacia la liberación final. Pero aquello era una locura incontrolada que le tenía arrebatados todos los sentidos. Cada segundo experimentaba una necesidad y un placer nuevos.

– ¿Qué me estás haciendo? -murmuró él contra uno de sus pechos-. ¿Por qué te deseo tanto?

Introdujo un dedo entre las piernas y estuvo a punto de hacerla explotar. Pero Sean redujo el ritmo. Con respiración entrecortada, se agachó para recoger la cartera del bolsillo de los pantalones.

Laurel sonrió mientras lo veía sacar un preservativo. No tardó más que un segundo en enfundarlo y, acto seguido, la penetró con una fuerza y desesperación que ella no conocía. Le levantó las piernas, de forma que le rodeasen la cintura, y empujó cada vez con más fuerza.

En seguida perdió toda noción del tiempo o de la realidad, del agua que los salpicaba o el vapor que le llenaba los pulmones. Laurel enredó los dedos en su cabello y lo miró mientras Sean le hacía el amor, maravillada por la mezcla exquisita de placer y dolor que se dibujaban en sus facciones.

Como si hubiese advertido que lo estaba observando, Sean abrió los ojos y sus miradas se enlazaron. Aminoró la velocidad. Laurel notó que estaba esperándola. Arqueó las caderas y dejó que una ola de placer estallara en su interior.

Un segundo después de ver en su cara el placer del éxtasis, cayó con ella por el precipicio. La besó de nuevo mientras se desbordaba, gimió, murmuró su nombre y se apretaron con fuerza, fundidos en un abrazo.

Muy despacio, volvieron a la realidad. Laurel notó el agua sobre la piel, la pared tras la espalda. Apoyó una mejilla sobre el cuello de Sean y esperó a poder respirar con normalidad. Plenamente satisfecha, le dio miedo poner los pies en el suelo, no fuera a ser capaz de mantenerse en pie por sí sola.

Sean cerró el agua y abrió la mampara con el pie sin salirse de Laurel. Mientras la llevaba a la cama, dejando un reguero de agua por el camino, la besó con suavidad.

– Deberíamos acostumbrarnos a ducharnos juntos todos los días -dijo él.

– Para ahorrar agua.

Sean rió mientras la colocaba sobre la cama. Laurel le acarició una mejilla. Cuando Sean sonrió, sintió como si todo fuese posible, como si fuera a haber muchas más duchas que acabasen en la cama. Quizá fuera un sueño, una fantasía, un engaño. Pero, de momento, no pondría en duda su buena suerte. Simplemente iba a disfrutar de ella.

Sean abrió los ojos al sentir los rayos que se filtraban por la ventana. Se puso de costado, apoyándose sobre un codo, y observó a Laurel, acurrucada junto a él. El pelo, alborotado, le caía sobre la cara. Retiró un mechón y la besó en la mejilla.

Sus párpados se abrieron. Al verlo, Laurel sonrió. Sólo habían dormido tres o cuatro horas, pero Sean no echaba de menos haber descansado más. Pasarse la noche dentro de Laurel lo había dejado agotado y pletórico al mismo tiempo.

– Buenos días -la saludó sonriente.

– ¿Días o tardes?

– Sólo son las nueve. Dios, estás preciosa – dijo y Laurel se cubrió la cara. Al sentir que estaba despeinada, gruñó avergonzada-. En serio, estás preciosa.

– En cuanto anoche… -Laurel se puso seria.

– ¿Qué pasa con anoche? -Sean le dio un beso en los labios.

– Compartimos habitación -dijo ella- y fingimos que somos marido y mujer. Pero lo de anoche era de verdad, ¿no?

– Yo no estaba fingiendo -contestó él-. ¿Y tú?

Laurel se ruborizó y escondió la cara en el hombro de Sean.

– No, fue todo real… y maravilloso -aseguró. Luego lo miró a la cara-. ¿Te arrepientes de algo?

– No -respondió antes de darle un beso en la frente.

Y, sorprendentemente, era cierto. Nunca en la vida había hecho el amor con una mujer sin arrepentirse después. Al despertar siempre se había sentido incómodo, pero con Laurel se sentía contento. Podía imaginarse una relación con ella, ir juntos al cine y a cenar, pasar noches tranquilas en casa viendo la tele, despertar abrazados, hacer el amor hasta el amanecer.

Había ocurrido lo que siempre había tratado de evitar. Había caído víctima de la maldición de los Quinn y se había enamorado. Pero lo curioso era que no lo sentía como una maldición. No sentía que le hubieran robado el corazón, sino que éste se hacía más grande por segundos, rompiendo la coraza con la que lo había protegido toda la vida.

– Voy por el desayuno. Espérame en la cama.

– Una tostada -murmuró ella-. Y café. Nada de salchichas.

– Tostada y café -repitió él sonriente.

Sean se puso los vaqueros, prescindiendo de los calzoncillos, y agarró una camisa. Miró a Laurel mientras se le cerraban los ojos de nuevo, con una mano doblada junto a la cara.

Quizá no debería haber entrado en esa ducha la noche anterior, pero una fuerza irresistible lo había empujado a hacerlo. Una fuerza que no podía seguir negando. Desde la primera vez que la había besado, Sean había tenido la certeza de que acabarían así. Laurel lo hacía olvidarse de todos sus miedos. Con ella, se sentía seguro y fuera de control al mismo tiempo, dos sentimientos que nunca había experimentado hasta entonces.

Allí estaba, con treinta años y nunca se había permitido acercarse a una mujer. Nunca había tenido una relación de verdad, al menos de las que implicaban sinceridad y confianza recíprocas. Hasta ese momento. Con Laurel había ocurrido.

Sean suspiró antes de bajar las escaleras. Debería saber qué estaba pasando. Había rescatado a Laurel de un estafador y había acabado casándose con ella. Pero, aunque el matrimonio no fuese legal, la relación era auténtica. Le gustaba estar con ella. Se sentía bien… feliz.

Mientras bajaba las escaleras, oyó que llamaban a la puerta.

– Abro yo, Alistair -avisó. Como no oyó que el mayordomo respondiera, siguió hacia la puerta. Al encontrarse frente a Eddie Perkins, lamentó haber abierto-. ¿Se puede saber qué haces aquí?

– ¿Nos conocemos? -Eddie frunció el ceño

– ¿No me recuerdas? -preguntó Sean tras salir y cerrar la puerta de la casa.

– Ah, sí… eres el tipo que estaba con los del FBI cuando me detuvieron -recordó el estafador-. ¿Qué demonios haces aquí?

– Evitar que te acerques a Laurel -murmuró Sean-. ¿Por qué no estás en la cárcel?

– Lo estaba, pero mi segunda esposa pagó la fianza. Tiene un alma muy compasiva, fíjate.

– Lárgate -lo advirtió Sean-. No vuelvas a acercarte a Laurel.

– Tengo todo el derecho del mundo a verla. Sigue siendo mi prometida.

– Era tu prometida -le recordó Sean.

– No me perdí la boda por gusto -contestó Eddie-. Y quiero arreglar las cosas. Estábamos enamorados y creo que podemos volver a estarlo.

– Nunca te quiso. Créeme. Y créeme también cuando te digo que voy a hacer todo lo que pueda para protegerla de canallas como tú.

– Oye, oye, sin faltar. No creas que no te entiendo. Laurel Rand está forrada. Y es realmente bonita. Pero recuerda quién te llevó hasta ella. Lo menos que puedes hacer es repartir el botín.

– ¿Quieres que te parta la cara ahora o te doy unos metros de ventaja?

– Tranquilo, hombre. No quiero líos. Sólo pido mi parte del pastel -dijo levantando las manos en señal de paz?. Luego se dio la vuelta y se metió en un descapotable que había aparcado en la acera-. Dile a Laurel que volveré,

Sean maldijo para sus adentros. Lo último que necesitaban era otra visita de Eddie Perkins. Si decidía ponerse pesado, su tío se enteraría de la verdad antes de lo previsto.

– ¿Quién era? -le preguntó Alistair cuando hubo entrado en casa.

– Nadie -contestó Sean-. Se había equivocado de dirección,

Alistair lo miró con cierto recelo.

– ¿Están listos para desayunar? Puedo preparar algo.

– Bajaremos en quince minutos -respondió Sean. Luego subió las escaleras de dos en dos. Una vez en la habitación, encontró a Laurel remoloneando en la cama todavía-. ¿Estás despierta? -le preguntó mientras retiraba la colcha.

– Ahora sí.

– Eddie ha venido a verte.

– ¿Qué Eddie? -preguntó Laurel frotándose los ojos.

– Edward, el hombre con el que ibas a casarte.

La expresión soñolienta de la cara se le borró al instante.

– ¿Eddie está en casa? -preguntó, incorporándose como un resorte,

– Tranquila, ya se ha ido. No lo ha visto nadie. Abrí yo la puerta y me lo encontré. Dice que quiere hablar contigo- Que todavía te quiere -Sean la miró a la cara-. ¿Tú sigues queriéndolo?

– ¡No! -exclamó ella-. Ya te lo he dicho, nunca lo he querido.

– Entonces, ¿sólo re ibas a casar con él por el dinero?

– Nos llevábamos bien -contestó tras pensárselo unos segundos-. No sabía que fuese polígamo. Y necesitaba casarme. ¿Qué crees que quiere?

– A ti. Y tu dinero -dijo Sean.

– Podría causarnos problemas. ¿Y si se entera mi tío?

– Puede que vaya siendo hora de que hables con él. Dile la verdad. No podernos seguir así. Acabará dándose cuenta.

Laurel salió de la cama y cubrió su desnudez con una bata. Sean miró hacia el escote, que dejaba al descubierto parte de un pecho que había saboreado esa misma noche.

– No… no quiero decírselo. Todavía no.

– Eddie no va a darse por vencido. Conozco a los tipos como él. Volverá.

– Puedo arreglármelas -dijo ella.

– No quiero que lo veas.

Laurel se giró hacia Sean y lo miró boquiabierta:

– ¿Qué? No puedo creerme que hayas dicho eso. ¿Que tú no quieres que vea a Eddie? Ni que fueras mi marido. Mira, he cuidado de mí perfectamente durante siete años y puedo seguir haciéndolo.

El cambio de humor fue tan brusco que no le dio tiempo a ajustarse a la situación.

– Sí, has cuidado de ti perfectísimamente. Primero te ibas a casar con un estafador y luego me contratas para hacerme pasar por tu marido y sacarle cinco millones de dólares a tu tío.

– No voy a sacarle nada que no sea mío – replicó ella, cruzando los brazos-. Y, además, no te importa. Te pago para que hagas tu trabajo y cierres la boca. Si ves que no puedes, quizá deberías marcharte -añadió justo antes de abrir la puerta y encontrar a Alistair esperando justo al otro lado.

– El desayuno -anunció con jovialidad.

– No tengo hambre -gruñó ella, pasándolo de largo.

– Menudo genio -comentó el mayordomo, mirando confundido hacia Sean.

– No sé qué he dicho para que se ponga así -dijo éste.

Alistair entró en la habitación y puso la bandeja del desayuno sobre la cama.

– ¿Me permite un consejo?

– Supongo -respondió Sean tras mesarse el cabello.

– Déle unas horas para que se tranquilice. La señorita Laurel puede ser muy testaruda cuando se empeña en algo. No deja que nadie se interponga en su camino. Ni un anciano que se ocupa más de sus sellos que de su sobrina, ni un joven apuesto que se hace pasar por su marido.

– Gracias, Alistair -dijo Sean con una sonrisa en los labios. Luego probó una de las salchichas del desayuno-. Si alguna vez soy rico, contrataré un mayordomo como tú. No me explico cómo he sobrevivido hasta ahora sin ti.

Alistair asintió con la cabeza, obviamente complacido por el halago.

– Gracias, señor.

Capítulo 6

El sol brillaba en lo alto del cielo. Laurel estaba en la parte profunda de la piscina, mirando el agua reluciente. Respiró hondo, se dio impulso y se lanzó de cabeza. Se sumergió, dio un par de brazadas buceando y al salir se dio la vuelta para mirar hacia el cielo.

Repasó la discusión que había tenido con Sean por la mañana. Se había excedido. Quizá estaba un poco cansada o se sentía vulnerable, pero daba igual por qué había reaccionado así. Se había portado como una gruñona ingrata.

De día, se suponía que Sean y ella tenían que hacer como si fuesen marido y mujer. Pero la noche anterior habían hecho el amor. Y aunque le había pagado por lo primero, lo segundo había sido gratis. Si eran amantes. Sean tenía derecho a ciertas preguntas.

Desde el principio, Laurel había intuido que la creciente intimidad que compartían era peligrosa. En el momento en que Sean había entrado en la ducha con ella, ambos habían dejado de lado cualquier inhibición y habían dado rienda suelta a una pasión desbordante. Y aunque apenas conocía a Sean, lo conocía lo suficiente como para desearlo por encima de cualquier cosa.

Al mirarlo a los ojos mientras hacían el amor, había visto algo: había visto a un hombre del que se estaba enamorando. Era fogoso, irresistible. Era dulce, firme, alguien en quien poder apoyarse. Tenía las cualidades que muchas mujeres elegirían para un marido. Pero también tenía el defecto de poner barreras cuando se sentía vulnerable.

Laurel sabía que sufrir una infancia dura lo había vuelto receloso y desconfiado. Pero cuando estaban juntos, todas sus corazas desaparecían y encarnaba todo lo que jamás había sabido que quería en un hombre. Llegó al extremo de la piscina y apoyó los brazos sobre el borde.

Estaba en una especie de limbo extraño, entre un matrimonio de pega y una relación auténtica que cada vez se complicaba más. Su tío no había hecho mención alguna al fideicomiso todavía, a pesar de que, para él, llevaba más de dos semanas casada con Edward.

Pero tampoco ella se había animado a sacar el tema. Sabía que en cuanto su tío le entregara el dinero, la relación con Sean llegaría a su fin. Y no quería que terminase tan pronto. Quizá no formara parte de su futuro, pero, por el momento, necesitaba que Sean siguiese en su vida.

Tomó aire y se hundió. Cuando miró hacia arriba a través del agua, vio una silueta de pie junto a la piscina. Sean se había marchado antes sin decirle una palabra. Le había dicho a Alistair que probablemente volvería para la hora de la comida y Laurel no había querido pedirle al mayordomo que fuese más preciso. Ansiosa por disculparse con su supuesto marido, se impulsó hacia arriba hasta salir a la superficie.

– ¿Le preparo algo de comer, señorita Laurel? -le preguntó Alistair, que la esperaba junto a la piscina con varias toallas.

– Prefiero esperar a Sean… -dijo ella mientras se secaba-. Quiero decir a Edward. Prefiero esperar a Edward.

– El señor Sean ha llamado. No vendrá a comer -contestó el mayordomo sonriente-. Necesitaba ver a su familia.

– ¿Lo sabes? -preguntó estupefacta Laurel.

– En esta casa hay pocas cosas que pasen sin que yo me entere -respondió Alistair-. Sé lo de su ex prometido, Edward, y no puedo decir que lamente que lo hayan detenido. Y sé por qué tenía tantas ganas de casarse. Y aunque no soy quién para darle consejos sobre su vida privada, me gusta el señor Sean. Es un hombre de fiar.

– A mí también me gusta -contestó ella esbozando una sonrisa tímida.

– Parecen muy felices juntos.

– Lo somos. No esperaba que me gustara tanto.

– Creo que usted también le gusta -dijo Alistair.

– ¿Te lo ha dicho?

– No tiene que decirlo, señorita Laurel. El señor Sean es hombre de pocas palabras. Pero sus acciones hablan por él.

– Hemos tenido una discusión esta mañana.

– Me ha parecido, sí.

– Ha sido una tontería. Le he dicho cosas que no quería decir. No sé cómo hacer las paces.

– Creo que la perdonará -dijo el mayordomo.

Laurel agarró otra toalla para secarse el pelo, luego se sentó junto a la piscina.

– Siéntate -le dijo a Alistair, dando una palmadita a su lado. Este extendió una toalla a sus pies y se sentó-. Tienes que quitarte los zapatos y los calcetines.

– Señorita, no creo que eso fuese correcto. Laurel se inclino y le quitó de sendos tirones sus relucientes zapatos negros. Alistair se despojó de los calcetines y se subió con cuidado los bajos de los pantalones.

– Mételas dentro -elijo ella al tiempo que balanceaba las piernas dentro del agua.

El mayordomo obedeció y, nada más sentir el frescor, sonrió:

– Muy agradable -comentó-. Refrescante.

– A Sinclair le daría un ataque si te viera – bromeó Laurel-. A veces parece un carcamal.

– La quiere mucho, señorita Laurel.

– ¿Sean? -preguntó confundida ella.

– No, su tío.

– ¡Anda ya! -Laurel soltó una risotada-. Disfruta complicándome la vida.

– Tiene miedo de que se marche y no vuelva a visitarlo si le da el dinero.

– ¿Cómo lo sabes?

– Trabajo en esta casa desde antes de que tu madre viniera a vivir hace veintisiete años. He tenido los ojos abiertos.

– ¿Y qué has visto?

Alistair hizo una pausa antes de hablar, como si estuviera tratando de decidir hasta dónde quería revelar.

– Yo estaba presente la noche en que su padre conoció a su madre. Sinclair y Stewart estaban en Nueva York y la noche anterior Sinclair había ido a un musical en el que actuaba su madre. Se quedó tan fascinado por su actuación, que no habló de otra cosa.

– ¿Sinclair? -preguntó extrañada Laurel.

– La noche siguiente volvió al teatro, pero se llevó a Stewart para sentirse apoyado -continuó Alistair tras asentir con la cabeza-. Sinclair estaba decidido a conocer a su madre. La esperaron a la puerta de los camerinos y cuando salió, le pidió que los acompañara a cenar. Y en esa cena su madre se enamoró perdidamente… de su padre.

– Pobre Sinclair -murmuró Laurel.

– Creo que nunca dejó de amarla. Toda la vida, mientras vivió aquí con Stewart, cuando te dio a luz más tarde y después de morirse, Sinclair siguió enamorado de ella. Pero no podía decir nada. No habría sido prudente.

– Por eso no le caigo bien -dijo Laurel-. Porque soy hija de Stewart y…

– No… -dijo él-. Creo que se parece usted tanto a su madre, que Sinclair la ve a ella cada vez que la mira. Ve el amor que perdió. Por eso la mantiene a distancia y la retiene al mismo tiempo.

– Yo creía que me odiaba -dijo ella con lágrimas en los ojos-. Supongo que estaba equivocada.

– Si supiera que le he dicho esto, me despediría sin pensárselo dos veces. Pero creo que ya era hora de que entendiera por qué hace lo que hace.

Laurel miró hacia el fondo de la piscina.

– ¿Y entenderá él algún día por qué hago lo que hago?

– Déle una oportunidad, señorita Laurel. Puede que le cueste un poco, pero acabará aflojándose.

Laurel agarró la mano de Alistair y la apretó cariñosamente un segundo.

– Quizá debería ir a hablar con él.

– Creo que tiene otros asuntos que resolver antes… con su marido.

– Pero si le explico a tío Sinclair…

– En mi opinión, es mejor que no descubra todavía sus cartas -se adelantó el mayordomo.

Laurel frunció el ceño. Si era verdad que su tío la quería, tenía que haber alguna forma de convencerlo para que le dejase utilizar el dinero del fideicomiso en su proyecto. ¿Por qué quería Alistair que siguieran adelante con la farsa del matrimonio? Por otra parte, Alistair era la única persona del mundo en quien podía confiar de verdad, así que quizá fuera mejor hacerle caso.

– El señor Sinclair y yo partimos esta tarde a Nueva York -continuó el mayordomo-. Tal vez podría prepararle una cena rica a su marido para suavizar las cosas.

– No soy buena en la cocina -dijo ella.

– Pero yo soy muy buen profesor -replicó él.

– Y un buen amigo también -Laurel le dio un abrazo.

– Gracias, señorita Laurel -dijo Alistair con los ojos humedecidos-. Me ha conmovido.

Laurel se levantó y le ofreció una mano para incorporarse.

– Será mejor que vayamos metiéndonos en la cocina. Puede que sea una tarde muy larga.

La casa de la calle Beacon estaba en plena agitación cuando Sean llegó. Su hermana Keely y su cuñado Rafe llevaban un mes haciéndole obras y tenían intención de trasladarse a ella antes del día de Acción de Gracias. En la calle podían verse furgonetas de contratistas, así como máquinas y material de los obreros.

Sean sorteó a un electricista que estaba cableando el porche y atravesó la entrada. Pasó el vestíbulo, llegó a la escalera central y miró hacia arriba. Aunque no era una casa tan grande como la mansión de los Rand, prometía ser igual de lujosa. Rafe Kendrick no repararía en gastos para la casa que planeaba compartir con su esposa y su retoño.

Keely había comunicado que estaba embarazada en la última reunión familiar, a la cual no había asistido. El rumor se había corrido, como de costumbre, y Sean se había enterado de la noticia por un mensaje que Liam le había dejado en el contestador.

– ¿Hay alguien en casa? -preguntó.

– ¡Al fondo!

Sean caminó hacia la parte trasera de la casa, hasta la cocina. Keely estaba en medio, mirando unos azulejos que había puesto en el suelo.

– ¿Qué te parecen? -preguntó ella-. Necesito algo que no sea demasiado oscuro, pero tampoco demasiado claro.

Sean le pasó un brazo por el hombro y le dio un beso encima de la cabeza.

– Enhorabuena. Liam me ha dicho lo de tu embarazo.

Keely lo miró, como si la sorprendiera aquella muestra de afecto, y le pasó un brazo por la cintura.

– Gracias. Estamos muy contentos. Rafe está obsesionado con terminar la obra. Yo quiero ir con calma. Hay muchos detalles que decidir. Pero está empeñado en que nos traslademos aquí antes de que el bebé nazca.

– Va a quedar bonita -dijo Sean.

– Seguro que sí -convino Keely. Luego lo condujo hacia el patio trasero-. ¿Por qué no le echas un vistazo al jardín mientras preparo algo de beber? Tengo que contarte una cosa.

Sean abrió la puerta y salió al jardín. Aunque pequeño, era bonito; tenía un arce que daba sombra. Había una mesa de hierro forjado junto a una fuente. Sean tomó asiento frente a un banco de flores. No podía evitar preguntarse por qué había insistido Keely tanto en verlo. Obtuvo la respuesta segundos después.

– Hola, Sean.

Se puso rígido al oír la voz de su madre y se negó a darse la vuelta. Debería haber imaginado que Keely tramaba algo. Apretó los dientes y contuvo el impulso de levantarse y marcharse.

Fiona rodeó la mesa y se situó frente a Sean, pero éste no levantó la cabeza. Notó una mano sobre el hombro.

– Ya es hora de que tengáis una pequeña charla -dijo Keely-. Esto no puede seguir así -añadió justo antes de volver a retirarse dentro de casa.

Fiona puso una bandeja sobre la mesa y se sirvió un vaso de limonada.

– He sido yo quien le ha pedido a Keely que te llamase, así que no le eches la culpa. ¿Puedo sentarme?

– Claro.

Fiona asintió con la cabeza, tomó asiento frente a Sean y puso una mano encima de la otra.

– Hace mucho que esperaba este momento.

Sean la miró. Lo asombraba lo poco que había cambiado con los años, cuánto seguía pareciéndose a la mujer de la foto que había conservado. Era bella, de modo que tenía que haber sido mucho más hermosa el día en que se casó con Seamus Quinn.

Pero ya no era un niño estúpido. Sabía que no era su ángel de la guarda. Era la mujer que le había dado su cariño para luego dejarlo abandonado. Pero, aunque todavía se sentía rabioso, cada vez con menos virulencia. De alguna manera, había comprendido que si quería seguir adelante con su vida, tendría que resolver su pasado. Y enfrentarse a su madre era el primer paso.

– Sé que estás enfadado conmigo y no te culpo por ello -continuó Fiona-. Me fui de tu vida y no tienes por qué dejarme que vuelva a entrar por ser tu madre.

– No puede decirse que hayas actuado mucho como una madre -refunfuñó él.

– Lo sé. Tomé algunas decisiones equivocadas y acepto que me responsabilices por ello.

Sean permaneció callado un buen rato, considerando si quedarse y hablar o marcharse.

– ¿Por qué te fuiste? -le preguntó por fin-. Hazme entenderlo.

– Había muchas razones, pero ninguna es excusa suficiente -contestó Fiona mirándolo a los ojos-. Estaba agotada. Seamus no paraba de beber y gastarse el dinero jugando. Parecía que no hacíamos otra cosa más que discutir. Vinimos a Estados Unidos llenos de sueños. Pero, con el tiempo, Seamus olvidó esos sueños. No fue capaz de darme todo lo que me prometió al casarnos… Y creo que se avergonzaba de sí mismo -añadió tras hacer una breve pausa.

– ¿Así que saliste corriendo?

– Intenté que las cosas mejoraran. Quería que dejase la pesca y encontrara un trabajo que le permitiera estar en casa. Pero se negó. Y cuando volví a quedarme embarazada, decidí que tenía que separarme, para demostrarle lo mal que iba nuestra relación. Tenía que hacerle ver lo que se estaba jugando. Unos días se convirtieron en semanas, luego en un mes y, de pronto, ya no pude volver.

– Sé lo del otro hombre -dijo Sean entonces y Fiona puso cara de asombro.

– Había otro hombre -reconoció ella-. Nadie lo sabía aparte de tu padre.

– Yo lo sabía -dijo irritado Sean-. Y otros veinte amigotes de papá. Lo oí contárselo en el bar una noche cuando estaba borracho y no sabía que estaba escuchando. Dijo que tenías una aventura.

– ¡No! -exclamó Fiona-. Era un amigo y me aproveché de su amabilidad. Le contaba mis problemas y él me oía, eso fue todo lo que pasó. Pero se enamoró de mí y quiso que dejase a Seamus y me fuera a vivir con él.

– ¿Y nosotros?

– Quería que vinierais conmigo también. Pero yo no podía. No podía casarme con él, así que no me quedó más remedio que irme de Boston.

– Por Dios, mamá, estábamos en los setenta. Podías haberte divorciado. Podríamos haber tenido una infancia normal.

– No, no podía divorciarme. Yo era, y sigo siéndolo, una buena católica y, cuando me casé con tu padre, me casé para toda la vida. Sabía que, si me quedaba en Boston, podría romper los votos que había jurado en el altar, así que me fui. Pensé que no serían más que unos días, pero no encontraba el momento adecuado para volver. Luego había pasado demasiado tiempo y me dio miedo que tu padre no me quisiera.

– ¿Y nosotros? -volvió a preguntar Sean.

– Nunca dejé de quereros. Y tampoco dejé de querer a tu padre. Después de todo esto, sigo queriéndolo -Fiona sonrió-. Era todo un seductor cuando lo conocí. Nada más verlo, supe que era el hombre de mi vida.

– ¿Cómo lo supiste? -preguntó él. Había oído a sus hermanos decir lo mismo sobre sus esposas y había tenido esa sensación con Laurel; pero era un sentimiento irracional. Quizá su madre pudiese explicárselo.

– Aquel día había magia en el aire -contestó Fiona-. Sé que parece una tontería, pero, aunque no te acuerdes, eres irlandés, lo llevas en la sangre, Sean, y algún día lo sentirás. Eres un Quinn y llevas la magia dentro. Sólo tienes que darte permiso para sentirla -añadió para dar un sorbo de limonada a continuación.

– No creo en la magia -murmuró Sean.

– Tu padre me ha dicho que te has casado. Sean maldijo para sus adentros.

– No lo estoy. Sólo hago como si lo estuviera.

– ¿Por qué?

– Es una historia muy larga.

– Háblame de esa mujer. ¿Te gustaría casarte con ella?

– Yo no soy de los que se casan -dijo Sean con impaciencia. Aunque siempre había estado convencido de ello, las palabras le sonaron huecas de repente. ¿Acaso no se merecía la misma felicidad que sus hermanos habían encontrado?

– Mereces que te quieran -dijo Fiona, como si le adivinase el pensamiento-. Todos merecemos que nos quieran. El amor es la clave de la vida. Pero, si no crees en la magia, nunca la verás. Aunque la tengas delante de las narices – añadió al tiempo que estiraba un brazo para agarrarle una mano.

Sean miró los dedos de su madre y tuvo una extraña sensación de deja vu. Era la primera vez que lo tocaba desde que era un niño pequeño y su mano seguía haciéndolo sentirse seguro y confortable. Se le hizo un nudo en la garganta que le impidió hablar durante unos segundos.

– Quizá podamos volver a charlar otro día -añadió por fin, mirándola a los ojos.

– Me encantaría -dijo Fiona-. Siempre que quieras.

Sean aparcó el coche de Laurel frente a la mansión y miró hacia la fachada. Después del encuentro con Fiona, había estado conduciendo sin rumbo, tratando de aclarar el caos de ideas y sentimientos que lo aturdía. Hasta hacía unas semanas, su vida había sido bastante sencilla. Trabajaba, comía y dormía.

Pero, de pronto, se había dado cuenta de que aquello no era vivir. Estaba existiendo, observando la vida desde la barrera, de pie en medio de un vacío emocional absoluto. Desde que había besado a Laurel en el altar, su vida había cambiado irrevocablemente. De repente tenía nuevas emociones a las que hacer frente y decisiones que tomar.

Pensó en la discusión que había tenido con Laurel por la mañana, y luego en la noche anterior. Sólo recordarla desnuda entre sus brazos lo hacía sentir una sacudida de deseo por todo el cuerpo. Pero, tras una noche de ensueño, la mañana había mostrado la verdadera cara de la relación entre ambos: seguía haciendo un trabajo por el que ella le pagaba. Y cuando dejara de necesitarlo, lo expulsaría de su lado. Se iría con mucho más dinero, pero no estaba seguro de si pagaría un precio demasiado caro.

Llegó hasta el panel de seguridad, tecleó la clave y entró. El vestíbulo estaba en silencio. El olor de la cena lo condujo hacia cocina. Abrió la puerta. Esperaba encontrar a Alistair, pero le sorprendió ver a Laurel entre cacerolas.

– La pasta se saca diez minutos antes de servirla en la mesa -la oyó leer en voz alta.

Laurel agarró un vaso de vino que había en la encimera y dio un sorbo. Después se giró y vio a Sean.

– Hola -la saludó éste.

– Has vuelto a casa -dijo ella sonriente.

Era bonito pensar que aquélla era su casa. Pero Sean sabía que pertenecía a Laurel. Él sólo era una visita o, como Alistair, un empleado.

– He vuelto -contestó.

– He preparado la cena. Tomaremos filetes de ternera y pasta con salsa de champiñones. Y una ensalada. De postre, mousse de chocolate. Lo he hecho yo -dijo y se ruborizó-. Bueno, Alistair me ha ayudado.

– ¿Dónde está?

– Se ha ido con mi tío a Nueva York. La subasta de monedas es mañana, así que estamos solos.

– Laurel, creo que deberíamos…

– Hablar sobre lo de esta mañana -se adelantó ella-. Quiero pedirte disculpas. No pretendía ser brusca. Lo siento. Pero estaba tensa por la visita de Eddie y me descargué con quien menos se lo merecía.

– No debería haberte dado mi opinión. No tengo derecho.

– Sí que lo tienes -Laurel cruzó la cocina y le agarró una mano.

– No, yo sólo estoy haciendo un trabajo.

– ¿Eso es lo que sientes? -preguntó Laurel.

– Dímelo tú -contestó él-. Hicimos un trato. ¿Lo de anoche era parte del trato?

– ¿Crees que necesito pagar para hacer el amor con un hombre? -replicó ella. Se dio la vuelta y movió con la cuchara la cacerola de la pasta-. Yo no te pedí que te metieras en la ducha. Ni siquiera te invité. Que yo recuerde, viniste tú sólito.

– Tampoco me rechazaste -Sean maldijo para sus adentros. Había ido con intención de limar asperezas y parecía que las cosas se estaban complicando más todavía-. No quiero discutir.

– ¿Qué es lo que quieres? Dímelo.

– No puedo querer nada en estas circunstancias -contestó él.

– Eso no es una respuesta. ¿Por qué no dices lo que sientes por una vez en tu vida?

– No sé lo que siento -Sean empezó a dar vueltas por la cocina-. Te tengo cariño. Quiero verte feliz. Pero no soy tu marido. Y tú no eres mi mujer… No sé, Sinclair se ha ido, quizá sea mejor que pase la noche en mi apartamento.

Sí, necesitaba poner un poco de distancia entre los dos. Si conseguía alejarse un poco y olvidarse de esa cara tan bonita y aquel cuerpazo increíble, quizá consiguiera pensar y discernir qué sentía. Sentir algo por una mujer era una experiencia novedosa y se sentía muy confundido.

– No -dijo Laurel.

– ¿No?

– Te pago para que estés aquí y quiero que te quedes. Me he pasado casi toda la tarde preparando la cena y tienes que disfrutarla -Laurel le sirvió vino y le entregó la copa-. Toma, bebe. ¿Quieres picar algo? -añadió al tiempo que le ofrecía unas galletas recién horneadas.

– Qué rica -dijo Sean tras probar una.

– ¿Lo dices porque te gusta o porque te pago para que digas que está rica?

– Está rica -repitió él.

– Termino de preparar la cena enseguida – dijo Laurel, satisfecha con la respuesta de Sean-. Había pensado cenar en la terraza. He puesto la mesa afuera. ¿Por qué no vas sacando el vino y la ensalada?

Sean agarró la fuente de la ensalada y la botella de vino, y salió. Vistos los ánimos de Laurel, la cena prometía ser tensa. Pero lo curioso era que no le molestaba: seguía siendo la mujer más bella, sexy e intrigante que jamás había conocido.

Al ver las velas que adornaban el centro de la mesa, prendió una cerilla para encenderlas. Laurel había creado un escenario romántico, con la mesa en la terraza, con vistas al césped y la piscina.

Una suave brisa hizo temblar la llama de las velas. Anochecía. Tenía muchas cosas que decirle a Laurel, pero no sabía cómo expresarse. No encontraba las palabras. No estaba acostumbrado a hablar de sentimientos. Pero sí sentía algo por ella. Y algo profundo.

– Huele bien -murmuró cuando la vio llegar con una bandeja.

Se sentaron y Laurel retiró los cubre platos. Sean se quedó impresionado con la cena, pero esperó educadamente a que ella diera el primer bocado. Laurel agarró el tenedor, pero, antes de llevárselo a la boca, Sean alzó la copa de vino.

– Deberíamos brindar -dijo.

– ¿Por?

– ¿Qué tal por la amistad? Laurel dudó. Por fin levantó su vaso y lo hizo chocar con el de Sean.

– De acuerdo. Por la amistad -accedió ella, esbozando una leve sonrisa. Empezaron a cenar en silencio, pero, al cabo de unos minutos, Laurel se atrevió a romper el silencio-. Alistair me ha ayudado a preparar la cena. Sabe lo nuestro, que en realidad no estamos casados.

– Sabía que lo sabe -reconoció Sean.

– ¿Y no me lo habías dicho?

– Ya tenías muchas cosas en la cabeza – contestó él y Laurel asintió.

– Dice que has ido a ver a tu familia.

– He estado hablando con mi madre… por primera vez en mi vida, que yo recuerde.

– Creía que tu madre te abandonó cuando eras pequeño.

Lo sorprendió que se acordara de la conversación que habían tenido.

– Lo hizo. Volvió a Boston en enero del año pasado con mi hermana, Keely, que nació después de que mi madre se marchara. No he podido hablar con ella desde que vino.

– ¿Por qué?

Se había guardado sus sentimientos tanto tiempo, que no estaba seguro de ser capaz de expresarse. Pero al mirar a Laurel comprendió que ella lo entendería:

– No sé. Estaba enfadado. No confiaba en ella. Cuando era pequeño, creía que era mi ángel de la guarda y me protegía desde el cielo. Mi padre nos había dicho que murió en un accidente de coche.

– Y no era verdad -dijo ella con voz cálida-. Debiste de sentirte muy confundido.

– Una noche fui a buscar a mi padre al bar -continuó Sean tras dar un sorbo de vino- y estaba presumiendo de haber echado a mamá de casa porque la había pillado con otro hombre. Entonces empecé a odiarla. La culpé de todas las cosas malas que nos pasaban. Pero nunca le dije a nadie lo que había oído.

– Es un secreto muy grande para un niño pequeño.

– A partir de entonces me puse una coraza para no sentir nada. Y hoy he descubierto que estaba equivocado. No rompió sus votos matrimoniales. No sé qué hacer.

– Date tiempo -dijo Laurel-. Cuando mi madre murió, sentí mucha rabia contra ella sin saber por qué. Tenía diez años y la culpe por haberme abandonado sin luchar más. Si me quería, debería haber superado el cáncer. Hasta que un día se me pasó. Empecé a recordar los buenos tiempos y volví a quererla.

– Yo no tengo ningún recuerdo.

– Entonces date la oportunidad de tenerlos-sugirió ella-. Pasa más tiempo con tu madre, invítala a comer, descubre cómo es en realidad. Al menos tienes esa oportunidad. No la desaproveches.

Sean estiró un brazo, le puso la mano tras la nuca y le acercó la cabeza. El beso empezó como un gesto de gratitud, pero, al cabo de unos segundos, se convirtió en una disculpa, una promesa y una invitación al mismo tiempo. Ambos se pusieron de pie, separados todavía por la mesa.

Sean la rodeó sin dejar de besar a Laurel. La abrazó. La rabia se había desvanecido, sustituida de pronto por una necesidad urgente. Quería hacerle el amor allí mismo, asegurarse de que ella lo quería de verdad. Necesitaba a Laurel como no había necesitado a una mujer jamás.

– ¿Cómo te volviste tan sabia? -le preguntó mirándola a los ojos justo antes de besarla de nuevo y recorrer las curvas y los ángulos de su cuerpo con las manos.

Estuvo tentado de llevarla a la cama, pero el intercambio de la noche anterior los había confundido y había dado lugar a la discusión posterior de esa mañana. Necesitaban tiempo para asimilar sus sentimientos, dejar que crecieran de forma natural. Gruñó para sus adentros. El instinto le decía que disfrutara de Laurel mientras fuese posible. Pero Sean no estaba interesado en un placer a corto plazo. Si de veras había algo sólido entre Laurel y él, tenía que saberlo y ésa era la forma de averiguarlo.

– La cena se está enfriando -dijo sonriente tras separarse de ella.

– Sí -Laurel tragó saliva y forzó una sonrisa-. La cena.

Pasaron el resto de la velada charlando tranquilamente. Lo asombraba la facilidad con la que podía hablar con Laurel de su infancia. Ella lo escuchaba, hacía algún comentario, alguna pregunta para obtener más información. Pero, durante toda la conversación, Sean no pudo dejar de preguntarse cuánto tiempo aguantaría hasta volver a acariciarla.

Consiguió superar el postre y la ayudó a recoger los platos y fregar. Mientras los secaban, se terminaron la botella de vino.

– Se ha hecho tarde -comentó Laurel cuando acabaron de limpiar la cocina-. Son cerca de las doce.

Sean la rodeó por la cintura y se la acercó al cuerpo. Una vez más, posó los labios sobre su boca y la besó. Cuando se retiró, Laurel seguía con los ojos cerrados.

– Hora de acostarse.

– Sí -dijo ella-. Estoy cansada. Y tú has tenido un día muy largo.

– Ya que no está tu tío, creo que será mejor que encuentre otro sitio donde dormir.

– ¿No quieres dormir conmigo? -protestó Laurel decepcionada.

– Por supuesto que quiero -aseguró él-. Pero creo que debemos tener un poco más de cuidado, ¿no te parece?

– ¿Cuidado? -Laurel trató de entender el razonamiento de Sean-. Sí… bueno, entonces hasta mañana -añadió sin mucho convencimiento.

– Gracias por la cena -Sean le acarició una mejilla-. Estaba deliciosa.

La besó de nuevo y se obligó a apartarse. Luego la miró salir de la cocina y, una vez solo, respiró profundamente y dejó salir el aire despacio. Esperó unos minutos y la siguió escaleras arriba. Al pasar por la puerta de su dormitorio, se paró. Pero resistió la tentación de entrar y perderse dentro de aquel cuerpo increíble. Se la imaginó quitándose el vestido negro que se había puesto, despojándose de la ropa interior. Se imaginó a sí mismo explorando su cuerpo desnudo y posándola sobre la cama.

Dejó escapar un leve gemido y siguió andando. Si pretendía dormir un poco, tendría que encontrar una habitación lo más alejada posible de la de Laurel.

– Va a ser una noche larga -murmuró.

Capítulo 7

Laurel se quitó el pelo de los ojos y bajó las escaleras siguiendo el olor del café. Dado que Alistair estaba en Nueva York con Sinclair, Sean debía de haber madrugado o, al menos, haberse levantado antes de las diez, hora a la que había conseguido salir de la cama.

Se había pasado la noche en vela, incapaz de dormir o dejar de pensar en Sean. Se preguntaba si él habría logrado conciliar el sueño o si también lo habría perseguido el recuerdo de la noche que habían pasado juntos. Le parecía tan tonto dormir solos con la pasión que habían compartido hacía sólo veinticuatro horas…

Después de la conversación de la cena, se había sentido más próxima a Sean que nunca. Para ella, la relación había dejado de ser una cuestión de negocios exclusivamente. Pero, ¿qué sentía Sean?, ¿cómo reaccionaría si de pronto decidía no pagarle? Le había prometido veinte mil dólares al finalizar el mes; pero, ¿se quedaría si le dijese que no se sentía bien pagándole? ¿Sobrevivirían sus sentimientos hacia ella al final de aquel falso matrimonio?

Laurel suspiró y se paró a mirarse en un espejo alto. Lo que había empezado como un simple plan había terminado cambiándole la vida de arriba abajo. Pues el hombre al que había contratado para hacerse pasar por su marido se había convenido en alguien mucho más importante. Enamorarse de Sean Quinn no había formado parte del plan.

Tras convencerse de que no podía tener mucho mejor aspecto tras haber pasado la noche en blanco, empujó la puerta de la cocina y se quedó helada al ver a una bella mujer charlando de pie junto a Sean con una taza de café en una mano. Llevaba un vestido de verano muy favorecedor que se ceñía a su esbelta figura.

– Buenos días -saludó sonriente Sean. Se acercó sonriente a Laurel, le agarró un brazo y la condujo hacia la desconocida.

– Hola -dijo Laurel.

– Hola, soy Amy Quinn, cuñada de Sean – se presentó ésta-. Tú debes de ser Laurel,

El ligero aguijonazo de celos que había sentido instantes antes desapareció mientras le estrechaba la mano a la mujer.

– Encantada -dijo justo antes de mirar a Sean-. ¿Has venido a visitarlo?

– Ha venido a verte a ti -dijo él-. Le he pedido que se acercara.

La respuesta la pilló desprevenida. ¿Por qué quería Sean que un miembro de su familia hablase con ella? Aunque había conocido a Seamus. Sean no había parecido interesado en presentarle al resto de la familia.

– He venido a hablarte de tu plan -explicó Amy.

– ¿Le has contado lo de nuestro plan? -preguntó Laurel asombrada-. ¿Le has contado lo de Eddie?, ¿lo de…?

– ¿Quién es Eddie? -preguntó Amy.

– Ése es otro plan -Sean se dirigió a Laurel-. No le he dicho nada de ese plan. Me refiero al del centro artístico. Amy dirige una fundación benéfica. Concede subvenciones para sacar adelante proyectos como el tuyo.

– Las concede la junta directiva -dijo Amy.

– Pero yo no… -Laurel no sabía qué decir.

– Tú cuéntale lo que quieres hacer -insistió Sean mientras le acercaba una taza de café-. He llevado unos donuts a la terraza. ¿Por qué no salís y charláis un rato?

En vista de que no tenía otra opción, Laurel asintió con la cabeza. Amy Quinn parecía una persona agradable. Y si Sean creía que podía ofrecerle algo, lo menos que podía hacer era escucharla.

– Tengo entendido que Sean y tú os casasteis el fin de semana pasado -comentó Amy mientras caminaban hacia la terraza.

– ¿Te lo ha contado?

– No, me he enterado por los cotillas Quinn.

– En realidad no estamos casados -dijo Laurel-. Sólo hacemos como si lo estuviéramos. Es una historia muy larga.

– Pues es una pena. Lo del matrimonio, quiero decir. Porque parece tenerte mucho aprecio. Nunca lo había visto tan… embelesado por una mujer.

– Es un hombre muy especial -dijo Laurel después de tomar asiento las dos.

– Que se merece una mujer especial -contestó sonriente Amy tras agarrar un donut.

– Sean me ha contado que tiene cinco hermanos -continuó Laurel-. Pero no sé mucho de ellos. Es hombre de pocas palabras.

– Es alto, moreno, guapo y muy callado – resumió Amy-. He de decir que nunca lo había oído decir tantas frases seguidas como en la conversación de antes de que llegaras. No sé qué le has hecho, pero está surtiendo resultado.

– ¿Los hermanos están unidos?

– Mucho. Los cinco hermanos y Keely viven en Boston. Están todos casados o prometidos. Yo soy la mujer de Brendan, el tercer hermano. Sean es… nunca recuerdo si es el cuarto o el quinto. Creo que Brian salió primero.

– ¿Salió?

Amy dio un sorbo de café y sacó del bolso un recorte de periódico.

– Sean tiene un hermano gemelo, Brian. Trabaja como periodista en el Globe. Antes estaba en las noticias de la tele. Algunos dicen que son clavados, aunque yo no los veo tan parecidos.

Laurel tragó saliva. Sean no le había contado que tuviera un hermano gemelo. ¿No era la clase de información que se compartía con la mujer a la que…? Se frenó antes de terminar de dar forma al pensamiento. Sean no la quería. Para él, no era más que una mujer con la que se había acostado. Sin compromisos. De hecho, cuanta menos información diera, mejor.

– Pero vamos al grano -sugirió Amy-. Dirijo la Fundación Aldrich Sloane.

– ¿Eres Amy Aldrich Sloane? -exclamó Laurel-. Ibas dos cursos por delante de mí en el instituto. Probablemente no te acuerdes de mí, pero yo sí te recuerdo. Solías ponerte ropa de cuero negro con el uniforme. Y tenías un mechón rosa en el pelo.

– Yo también te recuerdo -dijo Amy con alegría-. Laurie Rand. Dios mío, no me había dado cuenta de que fueras tú.

Laurel no había tenido muchas amigas en el instituto. Después de morir su madre, se había vuelto retraída. Seguramente, Amy recordaba más de lo que decía. Porque Laurel Rand era la chica que se sentaba sola en el comedor, la chica que prefería la biblioteca a charlar con la pandilla, la chica que parecía perdida entre los compañeros. Aunque las dos procedían de familias acomodadas, la fortuna de los Aldrich Sloane era mucho mayor que la de los Rand. Laurel tenía dinero para llevar a cabo una buena obra, pero la familia de Amy tenía muchos más recursos.

– Tengo un fideicomiso -arrancó Laurel-. Se suponía que tenía que recibir mi dinero al cumplir los veintiséis.

– A mí me pasaba igual -Amy asintió con la cabeza-. Nunca entendí qué tenían de especial los veintiséis años. Aunque me alegro de haber tenido que esperar. Si me hubieran dado el dinero antes, me lo habría gastado.

– También me piden que esté casada. Si no, tendré que esperar a los treinta y un años y será demasiado tarde.

– ¿Para?

– Tengo… un proyecto. Quiero abrir un centro de actividades extraescolares en Dorchester, cerca de donde daba clases -arrancó Laurel. A medida que fue hablando de su plan, el sueño parecía ir cobrando realidad. Podía imaginarse el centro en un plazo de dos años, lleno de niños en busca de ese talento que los distinguiese e hiciera sentirse especial. Desde la muerte de su madre, eran tantos los días en que se había sentido triste y en los que habría bastado un estímulo de ese tipo para alegrarse… Quería ofrecerles esa oportunidad a los demás, darles alas-. Se impartirían clases de música, ballet, teatro y pintura. Y habría un salón de actos para interpretar obras y una galería donde exponer los dibujos de los chicos. Ya le he echado el ojo a un edificio de Dorchester y creo que sería perfecto. Tiene una parada de autobús al lado y…

– ¿Cuánto tienes? -preguntó Amy.

– Ahora mismo nada. Pero debería poder disponer de cinco millones pronto.

– Con ese capital de base, puedes obtener unos trescientos mil dólares de intereses al año, si inviertes bien y la economía está en alza. Con eso podrías pagar las facturas, tu sueldo y el de los profesores. Pero todavía tendrás que hacer frente a muchos gastos. Cinco millones parecen mucho, pero no lo son.

Laurel sintió que el corazón se le caía al suelo. Si Amy Quinn no veía viable el proyecto, quizá nunca pudiera cumplir sus sueños.

– Lo puedo sacar adelante. Estoy segura. Quiero darles esa oportunidad a los niños y…

– La idea es estupenda -interrumpió Amy-. Sólo digo que quizá deberías intentar solicitar alguna subvención. De ese modo, podrías utilizar tu dinero para gastos imprevistos. Nosotros podemos financiarte el proyecto. Necesitarías presentar un esquema, un presupuesto y tu currículo. Pero es probable que pudiéramos darte lo suficiente para poner el centro en marcha. Aparte, conozco a algunas personas que podrían ayudarte a solicitar otras ayudas. Hay muchas más fundaciones que podrían estar interesadas en una causa como ésta.

– No es posible, no puede ser tan fácil – dijo Laurel.

– Fácil no es, pero pareces entusiasmada con el proyecto y eso es lo más importante – Amy miró sobre el hombro de Laurel, la cual se giró y vio a Sean dentro dando vueltas de un lado a otro. Amy le hizo un gesto con la mano y luego le entregó una tarjeta a Laurel-. Llámame para fijar una entrevista. Te apoyaré en tu propuesta. Y si la junta directiva la aprueba, podrás ponerte manos a la obra… En fin, espero que todo te vaya bien, Laurel. Y no sólo con el proyecto, sino con Sean. Estaría bien que la maldición de los Quinn se cobrase la última víctima -añadió mientras se ponía de pie.

– ¿La maldición de los Quinn?, ¿qué es eso?

– Es una historia muy larga. Convence a Sean para que te la cuente -Amy rió y, en vez de darle la mano, se despidió con un abrazo. Luego le dio un beso en la mejilla a Sean-. Sé dónde está la puerta. Y no seas tan tuyo, lleva a Laurel al pub algún día. Todos están deseando conocerla.

Sean salió a la terraza, donde Laurel se había quedado de pie. Estaba emocionada, no sabía qué decir. Con una simple llamada, Sean había hecho realidad su sueño. Con trabajo y decisión, podría abrir el centro sin necesidad del dinero del fideicomiso ni la aprobación de su tío.

– Gracias -dijo por fin, no sabiendo si llorar o reír-. Muchas gracias.

– ¿Ha ido bien?, ¿le ha gustado tu idea?

– ¡Sí! -Laurel se lanzó a Sean y le dio un fuerte abrazo-. Dice que le encanta. Y si la junta directiva está de acuerdo, su fundación me financiará para que ponga en marcha el centro. Lo único que tengo que hacer es…

La interrumpió con un beso. Sean le agarró la cara con ambas manos y se apoderó de su boca. Laurel emitió un ligero gemido. Parecía que hubieran pasado semanas desde que la había besado por última vez. Cuando, en realidad, apenas habían transcurrido doce horas.

– Te he echado de menos -susurró él cuando separó los labios.

– Yo también te he echado de menos.

– Anoche no pude dormir.

– Yo tampoco. Quizá deberíamos volver a la cama.

Sean dudó un segundo y Laurel pensó que podría encontrar alguna excusa para rechazar su invitación. Pero luego se agachó, la levantó en brazos y cruzó la casa con ella hasta entrar en la habitación. Laurel quería darle las gracias por todo lo que había hecho. Y no se le ocurría una forma mejor de hacerlo.

Era la mujer más bella que jamás había acariciado o besado. La única a la que había amado.

Sean se movía sobre ella, consciente de que estaba a punto de perder el control. Tenía que ser amor. Nunca había sentido nada tan profundo como lo que sentía cuando estaba dentro de Laurel.

Se echó a un lado y la puso encima de él, de modo que lo sentara a horcajadas. Pero ver su cuerpo desnudo, el pelo cayéndole sobre la cara, la piel bruñida de sudor era más de lo que podía soportar. Le sujetó las caderas para impedir que siguiera moviéndose y contuvo la respiración para retrasar la caída definitiva.

– No… no te muevas -susurró. Laurel abrió los ojos, sonrió, le rozó los labios.

– De acuerdo, seré buena -dijo con picardía. Sean estiró los brazos para enredar los dedos en su cabello. Quería decirle lo que sentía, pero le daba miedo que Laurel no le correspondiese. Introdujo una mano entre los dos y la tocó en medio, la llevó al límite. Laurel gimió, cabalgó un par de veces sobre su mano, hasta que, de pronto, se quedó sin respiración y empezó a sacudirse con los espasmos del orgasmo.

Solo entonces descargó Sean también. Una descarga silenciosa pero potente. Luego la oyó gritar de placer y un segundo después Laurel se desplomó sobre él y acurrucó la cara contra su cuello.

– Podemos echarnos una siesta si te apetece -murmuró ella.

– Se me ha quitado el sueño -dijo Sean mientras le acariciaba el pelo.

Laurel se echó a un lado y se apoyó sobre un codo para mirarlo.

– Amy me ha dicho algo de no sé qué maldición familiar. ¿A qué se refería?

– Es una tontería -dijo él.

– Cuéntamelo.

Ya le había abierto el corazón antes y cada vez se había sorprendido de lo fácil que le había resultado. Al principio había creído que se debía a lo a gusto que se sentía con Laurel. Pero quizá tenía que ver con el matrimonio que compartían. Había tenido la oportunidad de ver cómo podía ser estar casado. Había llegado a imaginar que Laurel podría estar a su lado, no sólo un día o un mes, sino el resto de su vida. De repente, la maldición de los Quinn no le parecía tan importante.

– De pequeños, mi padre solía contarnos historias sobre nuestros antepasados. Siempre eran hombres fuertes, inteligentes y valerosos. Muchas de las historias eran fábulas y mitos irlandeses, pero siempre les daba su toque, de modo que las mujeres aparecían siempre como el enemigo.

– ¿Por qué lo hacía?

– Estaría despechado por el abandono de mi madre y quería protegernos del mismo destino – Sean se encogió de hombros-. Las historias surtieron el efecto esperado. Los seis hijos de Seamus Quinn hemos permanecido solteros, hasta la irrupción de la maldición hace unos años.

– ¿Y en qué consiste la maldición?

– En realidad no estoy seguro de que exista. Mi padre dice que se remonta a cuando estábamos en Irlanda. Pero aquí, en Boston, empezó con Conor. Conoció a su esposa, Olivia, al rescatarla de un mafioso. Y Dylan rescato a Meggie de un incendio, y Brendan salvó a Amy de una pelea en un bar.

– ¿Y eso es una maldición? -dijo Laurel-. Una maldición es algo malo y lo que ellos hicieron está bien.

– La maldición es que se enamoraron de la mujer a la que salvaron -explicó sean-. Según la teoría de Seamus, mis hermanos son víctimas, no héroes. Y yo soy el único que queda.

Laurel levantó una mano para quitarse el pelo de los ojos.

– Si no quieres ser una víctima, no rescates a nadie.

– Ya lo he hecho -dijo Sean.

– ¿A quién?

– A ti. Te libré de Edward.

Sobrevino un silencio prolongado. Quizá no hacía falta que le dijera que la amaba. Quizá llegase a la conclusión ella sola. Si creía en la maldición, no estaba en sus manos: estaba destinada a amarla.

– Cuéntame una de esas historias -le dijo ella.

– No se me da bien contarlas -gruñó Sean-. A Brian sí, pero yo me haré un lío.

– Inténtalo -Laurel le dio un mordisquito en el cuello-. Si tú me cuentas un cuento, yo te doy diez besos.

– ¿Diez? Veinte y trato hecho.

– Quince -regateó ella-. Quince besos largos y profundos por un cuento. Es un precio justo. No vas a conseguir una oferta mejor.

Sean no tenía intención de ir comparando. Le gustaba cómo besaba Laurel.

– Te contaré un cuento de una merrow llamada Duana. Una merrow es como una sirena en la tradición irlandesa. Muy bella. En Irlanda no se ven muchas, pero se dice que había sirenas que tomaban humanos como amantes. De hecho, algunas familias irlandesas aseguran descender de las sirenas -Sean hizo una pausa-. Quiero un beso por adelantado.

Laurel rió y le dio un beso volcando todo su corazón en él, seduciéndolo con los labios y la lengua, apretando su desnudez contra la de Sean.

– Sigue -dijo cuando terminó.

– Duana, como las demás sirenas, tenía un manto de piel de foca con el que podía nadar en las aguas más frías y profundas. Pero para andar por la tierra tenía que dejar el manto en la orilla. Lo que era peligroso. Porque si un humano encontraba el manto, tendría poder sobre ella y no podría regresar al mar. Esto es lo que le pasó a Duana. Un día, Kelan Quinn, un pescador pobre, encontró su manto y lo tomó para protegerse de los inviernos húmedos de Irlanda. Sabía que era un manto valioso, así que lo escondió en el tejado de su casa hasta que llegara el invierno.

– ¿Las sirenas se mueren si no vuelven al mar?

– Creo que no -Sean frunció el ceño-. Supongo que Conor podría decírtelo. Creo que sólo les gusta el mar porque es su casa. Muchos campesinos y pescadores querían cazar una sirena porque eran muy valiosas. Tienen el pecho de oro, plata y joyas extraídas de barcos naufragados. Pero Kelan no sabía que era el manto de una sirena. Y cuando una mujer se presentó en su casa al día siguiente, la dejó pasar. A las sirenas sólo les interesan los humanos para acostarse con alguno de vez en cuando. Pero los humanos pueden enamorarse de una sirena. Y Kelan se enamoró. Duana era tan bella que quiso que se casara con ella. Pero Duana dijo que no se casaría hasta que le hiciera un regalo. Kelan era pobre y no se le ocurría qué podría ofrecerle que le gustara. Sólo tenía algunos peniques, pero estaba desesperado por convencer a Duana de su amor. Entonces se acordó del manto. Lo sacó de su escondite y Duana se lo puso. Entonces soltó una risotada, echó a correr al mar y desapareció entre las olas.

– ¿Qué pasó con Kelan?

– Se quedó desolado. Pensó que se había enamorado de una mujer loca, así que entró en el mar y empezó a buscarla para evitar que se ahogara. Pero el agua estaba fría y no podía permanecer mucho tiempo dentro. Una y otra vez, entraba por Duana, hasta que una ola se la devolvió. Ella le agarró una mano y lo sumergió a las profundidades. Sólo entonces se dio cuenta Kelan de que era una sirena. Le quitó el manto, corrió hasta la orilla y se lo puso.

– ¿Y qué le pasó a Duana?

– Murió. Y Kelan, inteligente como todos los Quinn, usó el manto para adentrarse en el mar y apoderarse de los tesoros que Duana había reunido. El pescador pobre se convirtió en el hombre más rico del pueblo porque había vencido a una sirena -contestó. Hasta que hubo terminado el cuento, Sean no tomó conciencia de cuántos paralelismos había entre Laurel y él y la sirena y el pescador. Como la sirena, Laurel lo había seducido y, aunque era rica, lo que más anhelaba Sean era el tesoro de su cuerpo. ¿Trataría de llevarlo a las profundidades como Duana? Y en tal caso, ¿podría escaparse?-. Fin del cuento. Ya te he dicho que no se me daba bien.

– Lo has hecho muy bien -aseguró ella-. Pero no tiene un final feliz. Y no es muy romántico.

– Pero, para mi padre, enseñaba una lección importante.

– ¿No robes mantos de la orilla? -bromeó Laurel y Sean rió.

– No, ten cuidado con las mujeres bonitas.

– ¿Lo dices por mí? -preguntó ella-. ¿Se supone que tienes que tener cuidado conmigo?

Sean la agarró por la cintura, la volteó y la clavó boca arriba contra la cama. La miró a los ojos incapaz de creerse todavía la suerte que había tenido conociendo a Laurel.

– ¿Contigo? Muchísimo. Creo que podrías romperme el corazón si quisieras.

– ¿Por qué iba a romperte el corazón? -Laurel le acarició una mejilla y deslizó la mano hacia el torso-. Lo que más quiero de ti es tu corazón.

Se le paró el corazón. ¿Acababa de decir que lo quería? Debería sentirse extasiado y, por un instante fugaz, así había sido. Pero luego le había entrado el miedo. Quería creerla, pero lo había dicho con tal naturalidad, que parecía que no significara nada.

La besó y se abandonó al dulce sabor de su boca con la esperanza de aliviar las dudas con los placeres que le ofrecía su cuerpo. ¿Lo seduciría para engañarlo después como Duana a Kelan Quinn?, ¿o podría olvidarse para siempre de las historias de sus antepasados?

Por el momento, mantendría el corazón a salvo. Y algún día, quizá, sería suficientemente valiente… o inteligente… o fuerte para entregarle la llave que lo abría.

– Creo que vas a tener que cambiar estas ventanas.

– ¿Cuánto costará eso? -preguntó Laurel-. Quizá valdría con sustituir los cristales rotos. Sería más barato, ¿no?

Sean la rodeó por la cintura y se la acercó al cuerpo. Habían ido a Dorchester a evaluar el estado del edificio, pero era evidente que ninguno de los dos sabía las reformas que necesitaba para convertirlo en un lugar habitable. De hecho, habría preferido quedarse en la cama con Laurel, como habían hecho los tres anteriores días.

Había sido una especie de luna de miel, tras recibir la llamada de Alistair para informar de que Sinclair y él permanecerían unos días más en Nueva York. La noche había dado lugar al día y el día a la noche sin tomar conciencia de que existía un mundo fuera de la casa. Habían dormido cuando se sentían cansados y habían hecho el amor junto a la piscina a medianoche. La comida había consistido en pizzas, menús chinos, cualquier cosa que pudiera encargarse. Sean siempre había pensado que la luna de miel era una excusa para hacer un viaje. Pero acababa de comprender su auténtico sentido. Sentía como si Laurel y él se hubiesen convertido en una sola persona, como si compartiesen un mismo cuerpo e idénticos pensamientos, deseos y necesidades.

– También hará falta aire acondicionado – continuó ella, apuntándolo en una libreta.

– Déjame el móvil -Sean sacó de la cartera una tarjeta y empezó a marcar un número.

– ¿A quién llamas?, ¿conoces a un instalador de aire acondicionado?

El recepcionista de Rencor contestó al primer pitido.

– Con Rafe Kendrick, por favor. Dígale que es su cuñado Sean Quinn.

– Sean -contestó Rafe al cabo de unos segundos-. ¿Qué tal?, ¿todo bien?

Era evidente que la llamada lo había sorprendido. Sean no estaba seguro de haber mantenido ni una conversación con su cuñado. Rafe no había entrado con buen pie en la familia, aunque sus hermanos lo habían perdonado en vista de que era el marido de Keely.

– Necesito que me hagas un favor.

– Lo que tú quieras -contestó Rafe.

– Tengo una amiga que quiere rehabilitar un edificio de Dorchester. Está en bastante mal estado y necesita una tasación de lo que puede costarle.

– ¿Tiene un plano arquitectónico?

– No, creo que no.

– Bueno, pues eso es lo primero.

– No tiene mucho dinero para el proyecto -dijo Sean-. Quiere convertir el edificio en un centro de actividades extraescolares.

– Ah, es la mujer con la que estuvo Amy. Keely habló con ella y comentó que… -Rafe dejó la frase sin terminar-. En fin, ¿te mando a uno de mis arquitectos?

– ¿Cuánto nos costará?

– Por eso no te preocupes. Somos familia. Dame la dirección y os mando a alguien. ¿Estáis allí ahora?

– Sí -Sean le dio la dirección.

– En media hora tenéis a alguien allí. Una vez que te haga el plano, pediré a alguien de la plantilla que haga la tasación. Hay muchos contratistas que me deben favores. Podría…

– No, ya has hecho más que suficiente – atajó Sean-. Muchas gracias. Te lo agradezco.

– No hay problema.

Sean pulsó el botón de fin de llamada y le devolvió el móvil a Laurel.

– Listo. Rafe nos va a mandar un arquitecto para hablar de tus planes.

– No puedo pagar…

– No te preocupes. Lo hace como un favor. Somos familia.

– Familia -repitió ella-. Parecéis una corporativa de empresas. ¿Hay algo de lo que no podáis ocuparos?

– No creo. Amy puede financiar el centro, Rafe arreglarlo. Brian puede publicar un artículo en el Globe y Liam hacer unas fotos de promoción. Olivia puede encargarse de conseguir muebles usados y Lily te proporcionará un buen relaciones públicas. Eleanor trabaja en un banco, así que podría llevar la contabilidad.

– ¿Y qué harás tú por mí?

– Ofrecerte apoyo moral y relajarte -contestó Sean sonriente.

Después de abrazarlo, fue hacia un lavabo viejo que colgaba de una pared.

– ¿Qué harás con el dinero?

– ¿Qué dinero? -preguntó Sean.

– El que te voy a pagar. ¿Qué harás con él? Sean se había olvidado por completo del dinero. Aunque era lo que lo había metido en aquella situación al principio, ya no le importaba en absoluto.

– Había pensado abrir un despacho. Llevo un tiempo ahorrando un poco. Trabajando en casa no es fácil conseguir una buena cartera de clientes. Necesito tener un sitio donde establecer el negocio.

– ¿Es un negocio lucrativo?

– Para algunos -contestó Sean.

– ¿Para ti lo es?

Era obvio por qué lo preguntaba. Una chica rica como ella no podía casarse con un hombre corriente como Sean Quinn. Él llegaba a fin de mes con apuros para pagar el alquiler. Conducía un coche destartalado, ni siquiera tenía un traje decente. Y ella estaba a punto de embolsarse cinco millones de dólares.

– Nunca seré millonario como tú.

– ¿Y eso te importa?

– No. ¿Y a ti? -contestó Sean y Laurel negó con la cabeza.

– No me malinterpretes. Tener dinero está bien. Pero daría hasta el último dólar por tener una familia. Por tener a mi madre y a mi padre. Por tener hermanos. Gente que me quiera. Suena hueco, pero el dinero no lo compra todo. El amor no puede comprarse.

– Tú te has comprado un marido -dijo él.

– Pero sólo por un mes -Laurel esbozó una sonrisa débil-. Al final del mes te volverás a tu casa. Puede que antes si Amy acepta financiar el proyecto -añadió mientras se acercaba a las ventanas de la pared opuesta.

De pronto, Sean lamentó haber llamado a Rafe. Si Amy financiaba el proyecto, Laurel ya no necesitaría sus servicios. Le extendería un cheque y lo mandaría de vuelta a su casa. Se le hizo un nudo en el estómago al pensar en dejar a Laurel. No estaba preparado para que saliese de su vida. Pero tampoco lo estaba para pedirle que se casara con él.

Había una forma sencilla de averiguar lo que ella sentía, pensó. Podía poner todas las cartas encima de la mesa y reconocer que estaba locamente enamorado de ella. Sean sabía que podría ver su reacción en sus ojos. Durante la última semana, había aprendido a captar lo que sentía.

Y si sabía lo que Laurel sentía, entonces, tal vez, podría arriesgarse. Pero debía ser precavido. Aunque sí lo quisiera, ¿qué le garantizaba que siguiera sintiendo lo mismo al cabo de un mes o un año? Fiona Quinn había querido a su marido y se había marchado cuando la situación se había complicado. Laurel podía hacer lo mismo.

Sean se mesó el cabello. ¿Por qué había sido todo tan fácil para sus hermanos y era tan complicado para él? Todos se habían enamorado y había sabido lo que querían perfectamente en cuestión de semanas.

Tal vez no existiese ninguna maldición familiar. Y tal vez Laurel no fuera la mujer de su vida. O quizá necesitaba un poco más de tiempo.

Capítulo 8

Laurel se alisó la falda del vestido y comprobó que tenía los botones de delante bien abrochados.

– ¿Cómo estoy? -preguntó.

– Estás preciosa -dijo él mientras se hacía el nudo de la corbata-. ¿Estás segura de que tengo que llevar esto?

– Sólo va a ser un rato. Nos tomamos una copa con Sinclair, cenamos y luego te la quitas. Además, tienes que acostumbrarte a llevar corbata para el trabajo. Te hace parecer respetable y un detective privado debe dar confianza – contestó Laurel mientras le ajustaba el nudo-. Creo que Sinclair quiere que hablemos del fideicomiso. Alistair ha insinuado que ha hablado del tema en Nueva York -añadió mientras mi raba a Sean a través del espejo al que se estaba mirando.

– ¿Y se acabó?

– Te extenderé un cheque y podrás irte a casa… en cuanto cobre el fideicomiso -dijo ella asintiendo con la cabeza.

– ¿Es eso lo que quieres?

Laurel se obligó a sonreír. No, no era lo que quería, pero Sean no le estaba ofreciendo nada más. Le había dado un sinfín de oportunidades para que le confesara la hondura de sus sentimientos. Pero cada vez que hablaban en serio sobre el futuro, se sumía en un silencio tan impenetrable como un muro de ladrillos.

– Ése era el trato.

– Sí.

– Venga, vamos -finalizó Laurel tras respirar profundamente.

Le había costado una inmensidad no decirle que lo quería. Pero, por primera vez en su vida, no se había dejado llevar por un acto impulsivo y había mantenido la boca cerrada. Quizá se le había pegado un poco el carácter de Sean.

Bajaron las escaleras juntos, dados de la mano. Al entrar en la biblioteca, le dio un pellizquito para animarla. Alistair puso una Guinness a Sean y una copa de vino blanco para Laurel en la mesa pegada al sofá.

Como de costumbre, Sinclair no reparó en su llegada. Esa vez tenía la nariz hundida en una revista de filatelia. Pero Laurel no estaba dispuesta a seguirle el juego. Tomaría la iniciativa, como había hecho Sean en el primer encuentro con su tío.

– ¿Qué tal la subasta, tío? ¿Has conseguido la moneda que querías?

– Estás distinta -comentó Sinclair tras levantar la mirada de la revista.

– Gracias -dijo ella.

– No he dicho que estés más guapa, digo que estás distinta.

– Bueno, por lo menos has notado algo. Ya es algo.

– Un vestido con rosas -señaló Sinclair tras dejar la revista.

– No, son peonías, no es lo mismo.

– ¿Qué tal la subasta? -terció Sean, poniendo fin a aquel duelo dialéctico.

– Mirad qué maravilla -dijo Sinclair tras abrir una cajita con una moneda.

– ¿Sabes lo que más me asombra de tu amor a las monedas? -preguntó Sean.

– ¿El qué, Edward?

– Que puedes tener en la mano lo que más amas -contestó al tiempo que agarraba la moneda-. Puedes cerrar la mano y no soltarla nunca. Y nadie puede quitártela. Hay pocas cosas que estén tan seguras.

Laurel contuvo la respiración, sorprendida por las palabras de Sean. ¿Se refería a la moneda o a ella misma? Sinclair había hecho lo posible por atarla a la casa con aquellas reglas tontas para obtener el fideicomiso. Se sentía como si fuese una moneda, una posesión que Sinclair no necesitaba, pero tampoco quería entregar a nadie más.

– Es bonita -añadió Sean tras abrir la mano y devolverle la moneda.

– Sí -Sinclair miró a Laurel a los ojos por primera vez desde hacía años-. Supongo que es hora de hablar de tu fideicomiso… Edward, eres consciente de que Laurel es heredera de una fortuna considerable. Su padre me nombró administrador de un fideicomiso y decidí que Laurel recibiría el dinero tras cumplir veintiséis años y casarse -añadió dirigiéndose a Sean de nuevo.

– Me lo ha dicho, sí -contestó éste.

– Me he asegurado de que el marido no pueda beneficiarse de ese dinero.

– Me da igual -Sean se encogió de hombros-. No me he casado con Laurel por dinero.

Laurel se dio cuenta de que no estaba respirando. Tragó saliva e intentó calmarse. Había entrado en la biblioteca con la idea de recibir un cheque, no de asistir a un examen.

– ¿Por qué te has casado con Laurel? -preguntó Sinclair.

– Porque la quiero.

– ¿Y crees que tu matrimonio durará muchos años?

– Sí -Sean asintió con la cabeza.

– Perfecto -Sinclair alzó una mano y Alistair le entregó un cheque. Laurel trató de contener la emoción. Pero no era una felicidad completa. Su futuro estaba a punto de empezar, pero su presente con Sean quedaría atrás-. Dados los tiempos que corren, me ha parecido necesario tomar unas precauciones por si el matrimonio resulta no ser… ¿cómo decirlo? Permanente. A tal fin, he decidido que te entregaré el dinero a plazos. Te daré doscientos cincuenta mil dólares hoy, quinientos mil en tu primer aniversario, un millón en el segundo, dos en el tercero y el resto en el cuarto. Si sigues casada, habrás recibido todo el dinero a los treinta y un años. Me parece una propuesta razonable.

– Ése no era el trato -Laurel se puso de pie-. No puedes hacerme esto. No puedes cambiar las reglas a mitad del juego.

– Puedo hacer lo que quiera -Sinclair se puso firme en la silla-, Ah, y otra condición. Tu marido y tú tenéis que seguir viviendo en la mansión. Ésta es la casa de los Rand y cualquier descendiente debe nacer y criarse aquí.

– ¿Por qué?, ¿por qué lo haces? -exigió Laurel-. ¿Quieres que te odie?

– Quiero que seas feliz -contestó su tío como si fuese una respuesta evidente para todos menos para ella.

– Pues no lo parece -Laurel, incapaz de contenerse más, arrugó el cheque, se lo tiró a la cabeza y salió de la biblioteca. El cuerpo le temblaba, no sabía si gritar o llorar. ¡Tenía veintiséis años y estaba sometida por un hombre de ochenta!

Subió las escaleras de dos en dos y se encerró en su habitación de un portazo.

– Se acabó. No aguanto más. Que se quede con el dinero y se lo meta por… -Laurel dejó la frase a medias. Abrió unas maletas y empezó a sacar ropa del armario-. ¡Vete! -gritó cuando oyó que llamaban.

La puerta se abrió y Sean entró en la habitación.

– ¿Qué haces? -preguntó mirando las maletas.

– Estoy harta. Me da igual el dinero, me da igual el centro. No es más que un sueño estúpido. Creía que podía hacer algo de lo que mis padres se habrían sentido orgullosos, pero es imposible. Me voy a buscar apartamento e intentaré encontrar trabajo como profesora otra vez. Tengo que seguir adelante con mi vida.

– Quizá te venga bien esto -Sean le ofreció el cheque arrugado.

– No, no quiero el dinero de Sinclair.

– Es tu dinero, Laurel. Y con esto tienes suficiente para empezar la rehabilitación, hasta que Amy te conceda la subvención. Todavía puedes sacar el proyecto adelante. Sabes que puedes.

Se le agolparon las lágrimas en los ojos, pero pestañeó para no verterlas. Se negaba a llorar, se negaba a entregarle a Sinclair esa última pizca de dignidad. Pero cuando Sean le acarició una mejilla, no pudo evitar que se le escapara una.

– No puedo seguir así. No puedo seguir luchando con él -dijo mientras se dejaba abrazar-. Quiero empezar a vivir mi propia vida y aquí no puedo.

– Dale un poco más de tiempo nada más – dijo Sean-. Quédate esta noche conmigo, a ver cómo te encuentras mañana.

– ¿Por qué te importa tanto? -preguntó ella y Sean la miró a los ojos.

– Quiero que seas feliz.

– Pero no podemos seguir con esto -dijo frustrada.

– ¿Por qué no? Sinclair no ha pedido ninguna prueba de que estemos casados. Se volverá a Maine. Viviremos en la mansión cuando venga y seguiremos nuestras vidas cuando no esté. Hasta podría vivir aquí todo el tiempo. Me ahorraría el alquiler.

– ¿Ha… harías eso por mí?

– No tengo nada mejor que hacer.

– Si Sinclair descubre que no estamos casados, se quedará con todo hasta que cumpla treinta y uno. Quizá decida esperar hasta que cumpla cincuenta.

– ¿Cómo va a enterarse?

– Si pudiera pagarte un año, lo haría. Pero no puedo. Quinientos dólares al día hacen…

– No tienes que pagarme -atajó él.

– ¿Te quedarías sin ningún motivo?

– Tengo mis motivos. Quiero ver cómo inauguras tu centro. Con eso me basta.

– No puedo pedirte que hagas eso -Laurel negó con la cabeza-. Quieres empezar con tu negocio y…

– Eso puedo hacerlo de todos modos.

– ¿Y… cómo serían las cosas? -preguntó vacilante tras unos segundos.

– Yo iría a trabajar por la mañana, igual que tú. Volveríamos a casa y cenaríamos juntos.

– Quiero decir qué pasará con nosotros. ¿Qué tipo de relación tendremos?

– No sé -contestó Sean tras considerar la respuesta un rato-. Tendremos que verlo sobre la marcha.

Laurel pestañeó, bajó la mirada hacia las manos. Quería que fuese su amor, su vida. Quería que le prometiese que se quedaría para siempre. Pero era obvio que no estaba preparado para hacerle esa promesa. Aunque había aprendido a quererlo también por su vulnerabilidad, era esa vulnerabilidad lo que le impedía devolverle el amor que ella le profesaba.

– Te… te agradezco la propuesta, de verdad. Lo pensaré -añadió mientras se desplomaba sobre la cama.

– Lo pensaremos juntos -Sean se tumbó junto a ella-. Sólo necesitamos un poco más de tiempo.

Laurel exhaló un suspiro. Quizá era cierto. A veces era demasiado impaciente. Pero, ¿cuánto estaba dispuesta a esperar para ver hecho realidad su sueño? ¿Y cuánto tiempo tardaría Sean Quinn en reconocer que la quería? ¿Sucedería algún día o tendría que pasarse el resto de la vida esperando?

Laurel aparcó frente a la mansión de los Rand. Después de una noche en vela, había despertado en brazos de Sean, ambos vestidos de la noche anterior. Se habían quedado hablando tranquilamente y Sean la había convencido de que continuase con su proyecto. Debía dejarse todas las puertas abiertas y no tomar ninguna decisión precipitada.

Alistair les había preparado un desayuno rápido y había permanecido cerca de ellos, preocupado por si seguía enfadada por la discusión con su tío la noche anterior. Laurel se preguntaba por qué se habría molestado el mayordomo en contarle lo de Sinclair y su madre. Si su tío la quería, tenía verdaderos problemas en demostrárselo.

Apagó el motor, agarró el bolso del asiento del copiloto y metió el ticket del depósito bancario. Sean tenía razón. Un cuarto de millón de dólares no era una cantidad nada desdeñable. Aunque quizá fuese el último cheque que cobraba. Sería un milagro si Sean y ella llegaban a estar un año juntos. Su tío podía descubrirlos. O Sean podría conocer a otra mujer y decidir que no quería seguir con ella.

– No te tortures -se dijo, llevándose las manos a las sientes-. Poco a poco.

Y el siguiente paso era asegurarse de que la presentación de su proyecto ante la Fundación Aldrich Sloane salía perfecta. Ya se preocuparía luego de su supuesto matrimonio.

Salió del coche y corrió a la entrada. Había dejado a Sean en su apartamento para que pudiera recoger su coche y oír los mensajes del contestador y éste le había prometido que volvería antes de la hora de la comida.

Laurel tenía un nudo en el estómago. Toda vez que habían decidido continuar con el matrimonio, era el momento de aclarar la relación entre ambos. No quería pasarse un año tratando de adivinar los sentimientos de Sean. O le decía con precisión lo que sentía por ella o no había acuerdo.

Era un riesgo. Pero era mejor saber la verdad que seguir fantaseando con un hombre que podía no llegar a quererla nunca. Porque ella había mostrado lo que sentía con claridad… ¿o no? En realidad nunca le había dicho con palabras que lo quería. Pero sus acciones tenían que bastar para hacerle saber lo que sentía.

Suspiró. Tecleó la clave secreta del panel de seguridad y, al ir a agarrar el pomo, la puerta se abrió. Se quedó helada ante el hombre que la estaba esperando.

– ¿Edward?

Eddie esbozó una de sus sonrisas conquista- doras, que tiempo atrás le había parecido tan magnética.

– Hola, Laurel -dijo al tiempo que se inclinaba para darle un beso en una mejilla. Pero ella se apartó.

– ¿Qué haces aquí?

– He venido a visitarte. ¿No te alegras de verme?

– No quiero volver a verte. Después de lo que me hiciste, me asombra que tengas la desfachatez de presentarte aquí.

– Claro que quieres verme -Eddie la agarró con un brazo con fuerza y la alejó de la casa un par de metros-. Estaba preocupado por ti. Después de mi detención, vine a verte en cuanto salí de la cárcel. Imagínate la sorpresa que me llevé cuando me encuentro con el hombre que me hizo ir a chirona. ¿Cómo se llama? Quinn, me parece.

– Lárgate si no quieres que llame a la policía -lo advirtió Laurel al tiempo que se soltaba.

– Me resultó tan curioso, que me acerqué a la iglesia. El sacerdote me dijo que te casaste tal como estaba previsto. Y me describió al novio. Puede que haya cometido algunos errores, pero cuando me caso, al menos me caso de verdad.

– No se te ocurra hablarme de eso. Confiaba en ti. Me traicionaste.

– ¿Y cómo crees que me siento yo? Nunca me dijiste la verdadera razón por la que te casa has conmigo. ¿O debería decir los cinco millones de razones? Creía que me querías.

– Nunca te quise -aseguró Laurel-. Puede que, inconscientemente, supiera que en el fondo eras un canalla y por eso no podía quererte.

– ¿Pero sí quieres a este tipo que se hace pasar por tu marido?

– ¿Y qué si lo quiero? -lo desafió Laurel-. Además, ¿cómo sabes lo del dinero?

– Me lo ha dicho tu tío -dijo Eddie esbozando una amplia sonrisa-. La verdad es que le ha sorprendido bastante enterarse de que el hombre que estaba durmiendo en tu cama no era Edward Garland Wilson en realidad, sino un detective privado de tres al cuarto que has recogido de la calle.

Sin pensarlo dos veces, apretó los puños, flexionó las rodillas y le pegó un directo. Pero, en vez de golpearle en el estómago, el puño impactó entre las piernas de Eddie, dejándolo sin respiración y haciéndolo retroceder, trastabillándose, hasta caerse sobre la acera. Laurel seguía con los puños apretados, cuando Sean aparcó junto al coche de Eddie.

– ¿Se puede saber qué pasa aquí?

– Le he dado -Laurel se frotó el puño-. Lleva un minuto en el suelo.

– ¿Lo has tumbado? -preguntó Sean-. ¿Se ha dado en la cabeza al caer?

– No, se retorció y empezó a gemir.

– Ah… que le has dado ahí -Sean sonrió.

– Quizá debería darle otra patada -dijo ella acercándose a Eddie.

Éste levantó una mano en señal de derrota y Sean le pasó un brazo por la cintura para apartarla. Luego, ayudo a Eddie a levantarse.

– Te dije que te alejaras de Laurel. Ahora lárgate si no quieres que te haga picadillo.

– Eso por mí y por todas las mujeres a las que has engañado -chilló Laurel-. Espero que te pudras en la cárcel -añadió mientras Eddie se refugiaba en el coche y se marchaba.

Luego se sentó en el escalón de la entrada y se cubrió la cara con las manos. Fin. Sinclair lo sabía todo. Llamaría al banco y pediría que no hicieran efectivo el cheque. Probablemente la expulsaría de la mansión por haberlo engañado. Y quizá decidiera que era demasiado irresponsable para poder administrar su herencia en toda su vida.

– ¿Estás bien? -le preguntó Sean.

– Sinclair lo sabe. Eddie se lo ha dicho todo -Laurel levantó la vista y soltó una risa agridulce-. Lo curioso es que no me siento tan mal como esperaba. Así todo es más fácil. Supongo que es mejor enfrentarme a mi tío. O quizá haga las maletas y me vaya antes de que me diga nada.

– Podría hablar con él por ti -se ofreció Sean.

– Creo que ya te he liado bastante con mis problemas familiares de momento -Laurel se levantó, le dio un beso en la mejilla y entró en casa-. En fin, no te marches muy lejos. Ya te contare cómo me ha ido.

Laurel fue directa a la biblioteca. Dado que no estaba cenando en el salón ni durmiendo en su cuarto, tenía que estar allí con sus catálogos. Había llegado el momento de darle un ultimátum a Sinclair. ¿Qué podía perder?

No se molestó en llamar. Entró y arrancó sin rodeos:

– De acuerdo, no estoy casada. Ya lo he dicho. He fingido que estaba casada porque quería mi herencia.

Sinclair levantó la mirada de la revista que tenía entre manos.

– Tienes las uñas sucias -dijo.

– ¿Me has oído? No estoy casada. El hombre que ha estado durmiendo en mi habitación no es mi marido. Lo contraté para que se hiciese pasar por mi marido porque el hombre con el que iba a casarme ya estaba casado… con otras nueve mujeres. Y todo por tu culpa.

– ¿Por qué? -pregunto Sinclair.

– Porque yo sólo quería la herencia. Y estaba dispuesta a lo que fuera por conseguirla. Así que éste es el trato. O me das el dinero ahora mismo o no vuelves a verme en la vida -Laurel se cruzó de brazos y rezó. Si Alistair tenía razón y su tío la quería, tal vez diera su brazo a torcer.

– Ya sabes mis condiciones -dijo él.

– ¡Tus condiciones son absurdas! Ese dinero es mío. ¿Me lo vas a dar o no? -lo presionó Laurel.

– No.

– Entonces hasta nunca -dijo Laurel. El corazón iba a estallarle. Aunque nunca habían estado muy unidos, Sinclair era su única familia. Si se despedía de él, se quedaría sola. Pero al ver que no cedía, asumió que todo había acabado. Se dio la vuelta y salió de la biblioteca.

Alistair la esperaba afuera con cara de preocupación.

– Señorita Laurel, tiene que darle tiempo. No puede marcharse.

– No tengo otra opción -dijo ella tras darle un abrazo al mayordomo-. Tengo que empezar a vivir mi propia vida. Gracias por ser tan buen amigo. Te quiero, Alistair.

– El sentimiento es correspondido.

– En fin, haré las maletas -Laurel se obligó a sonreír-. Voy a tener que buscarme un apartamento. Estoy segura de que Sinclair no me dejará llevarme ningún mueble, pero…

– Llévate lo que quieras -susurró Alistair-. Y no te olvides del hombre que has encontrado. Llévatelo también. No creo que encuentres otro tan bueno como él.

Laurel asintió con la cabeza. Luego subió las escaleras rumbo a la habitación. ¿Qué haría con Sean? En la última semana se había convertido en una parte importante de su vida. Pero sólo había sido una semana, nada más que siete días de pasión y lujuria. ¿Sobreviviría lo que compartían fuera de la mansión?

Se paró a mitad de las escaleras y se dio la vuelta. No había imaginado lo duro que le iba a ser abandonar la única casa en la que había vivido. Estaba llena de recuerdos de sus padres, de anécdotas con personas a las que había perdido.

– Lo siento -murmuró-. Lo he intentado, pero tengo que seguir adelante.

Laurel creía que sus padres podían oírla, que seguían presentes en espíritu en la casa y que estarían de acuerdo con su decisión. Llevaba toda la vida buscando su lugar en el mundo y no parecía que se hallase en la mansión. Pero todavía podía hacer realidad su sueño del centro artístico. Dependía de ella.

¿Pero podía decir lo mismo de su relación con Sean?, ¿conseguiría que la quisiera tanto como ella lo quería a él? ¿O una semana no era tiempo suficiente para averiguar qué sentía en realidad?

Sean metió las camisetas en su bolsa. En el armario colgaban las camisas que Laurel le había comprado. Como no estaba seguro de si debía llevárselas, las dejó junto a dos chaquetas, tres corbatas y tres pares de pantalones.

Recordó entonces el primer día que habían pasado juntos. Se habían divertido una barbaridad, primero viendo el edificio de Dorchester y luego de compras, como dos recién casados que iniciaban una vida nueva. Era increíble que hubiese amasado tantos recuerdos buenos en tan pocos días. Y nunca los olvidaría. Había tenido el privilegio de asomar la cabeza al paraíso. Sin tomar los votos matrimoniales, había tenido la oportunidad de experimentar cómo era vivir casado con una mujer preciosa, compartir su cama… y una pasión que jamás había creído posible.

Le habría gustado poder pasar más tiempo con Laurel, tal vez un mes o dos. Había bastado una semana para que dejase de ser tan cínico respecto al amor y empezar a creer que era capaz de ser feliz junto a una mujer.

Guardó a continuación los calzoncillos, los calcetines y los vaqueros. Tenía la sensación de que había sacado la ropa de la bolsa el día anterior. Suspiró. La quería, eso era evidente. Pero era un sentimiento tan novedoso que no se fiaba. Vivir con Laurel había sido maravilloso. Pero no podría comprobar si lo que sentía por ella era auténtico si no ponía distancia y dejaba pasar unos días sin verla.

La puerta se abrió mientras cerraba la cremallera de la bolsa.

– ¿Cómo te ha ido? -preguntó tras girarse y ver a Laurel.

– Como esperaba -dijo ella encogiéndose de hombros-. Se niega a darme el dinero, así que marcho.

– ¿Estás segura? Quizá deberías darle un poco más de tiempo.

– No -Laurel fue al armario y sacó un par de maletas-. Estoy bien. Tengo un poco de dinero ahorrado y puede que consiga ponerme a trabajar como profesora. Necesito encontrar un apartamento, pero, hasta entonces, puedo quedarme en casa de un par de amigos. A ver si Nan Salinger me puede hacer un hueco. La conociste el día de mi boda. Era mi dama de honor.

– Puedes venir a mi apartamento -sugirió Sean-. Es grande.

Aunque no esperaba que aceptase, rezó por si hubiera suerte. No soportaba la idea de pasar un día y una noche enteros sin tocarla.

– Gracias, pero necesito hacer esto sola – dijo Laurel-. Ya es hora de que aprenda a valerme por mi cuenta, sin depender de los demás.

– ¿Y el centro?

– No sé. Intentaré sacarlo adelante sin el dinero del fideicomiso, aunque va a ser complicado. Todo parecía mucho más fácil con esos cinco millones de dólares. En fin, llamaré a Amy para decirle que mi situación ha cambiado.

– Los empleados de Rafe están con el plano y la tasación todavía.

– Quizá deberías llamarlos para que no se molestaran en seguir -murmuró Laurel.

– No. Maldita sea, Laurel, ese centro es una buena idea. Presenta el proyecto a la fundación aunque no tengas el fideicomiso. ¿Qué puedes perder?

– Deberías alegrarte de que todo esto termine -dijo ella-. Ahora podrás volver a la normalidad.

– Empezaba a sentir que lo normal era esto.

– No, esto sólo era una farsa. Como un truco de magia. Chasquearemos los dedos y habrá desaparecido.

Sean le agarró una mano y entrelazó los dedos.

– No ha sido todo una farsa. Y no va a desaparecer tan fácilmente.

Quería besarla, arrastrarla a la cama y convencerla de que no había cambiado nada entre ella. Pero si su relación acababa ahí, besarla sólo haría más difícil ese final.

– Puede que no -Laurel esbozó una leve sonrisa. Agarró el bolso y sacó el talonario.

– No quiero tu dinero -dijo Sean irritado. ¿Tan sencillo le resultaba a ella?, ¿podía expulsarlo de su vida sin más contemplaciones? Había creído que habían sentado las bases de un vínculo especial. Se metió la mano en el bolsillo, sacó el primer cheque que Laurel le había dado y se lo entregó.

– ¿Qué es esto?

– Un donativo -contestó-. Para el Centro Artístico Louise Carpenter Rand. Quédate tu dinero. Basta con que me envíes un recibo para que pueda deducírmelo en la declaración de impuestos -añadió guiñándole un ojo.

Laurel miró el cheque. Le temblaba el labio inferior. Cuando levantó la vista, tenía los ojos poblados de lágrimas.

– Voy a echarte de menos. Sean Quinn. Sean le puso una mano en la nuca y la acercó para darle un beso suave.

– Ha sido un buen matrimonio -comentó.

– Sí -Laurel sonrió entre lágrimas-. Quizá haya sido tan bueno porque no estábamos casados en realidad.

– Si necesitas algo, cualquier cosa, quiero que me llames, Laurel -dijo Sean al tiempo que le acariciaba una mejilla. Luego sacó la cartera y le entregó una tarjeta-. Ahí tienes el número del móvil y el fijo. Y siempre puedes localizarme en el pub. Sabrán dónde estoy.

– Gracias.

Sean quiso pronunciar las palabras, abrazarla y suplicarle que viviese con él. Pero Laurel tenía razón. Habían vivido una fantasía. La luna de miel había terminado y Sean no podía estar seguro de que lo que habían compartido fuera a durar.

– Debo irme -dijo, consciente de que si aguantaba un minuto más podría rendirse.

– Nos vemos -Laurel le dio un abrazo. Luego, Sean se echó la bolsa al hombro, se dio la vuelta y salió de la habitación sin mirar atrás por miedo a que le fallaran las fuerzas.

Mientras bajaba las escaleras, vio a Alistair abajo y se paró a estrecharle la mano.

– Gracias por todo, Alistair. Preparas unos desayunos estupendos.

– Gracias, señor Sean.

– Basta con Sean -dijo y miró escaleras arriba-. Cuida de ella, ¿de acuerdo?

– Eso debería ser asunto suyo -dijo el mayordomo.

– Ojalá lo fuera, pero no estoy seguro de ser el hombre adecuado -Sean negó con la cabeza.

– Creo que es usted el único hombre adecuado, señor.

Sean le dio una palmada en el hombro y se dirigió hacia la salida. Pensó en pasar por la biblioteca para decirle un par de cosas a Sinclair, pero al final decidió marcharse, despedirse de la maldición de los Quinn, de la mujer a la que se suponía que estaba destinado. Sean no estaba seguro de si acababa de cometer el error más grave de su vida o si acababa de evitar que le rompieran el corazón. Pero tenía la impresión de que no tardaría en averiguarlo.

Capítulo 9

– Como ves, el Centro Artístico Louise Carpenter Rand está a dos calles de la avenida Dorchester y al lado de dos paradas de autobús. Según el censo, en un radio de diez bloques hay más de mil niños y adolescentes que podrían beneficiarse de las actividades del centro -dijo Laurel con un mapa en la mano-. ¿Qué te parece?

– Estupendo -afirmó con entusiasmo Alistair-. Estoy impresionado, señorita Laurel.

Laurel había terminado de preparar la presentación del proyecto la noche anterior y se había parado a enseñárselo a Alistair al acercarse a la mansión para recoger parte de la ropa que le quedaba. El mayordomo se había ofrecido a hacer de oyente y ella había aprovechado para ensayar la exposición que tendría que realizar ante la fundación.

– A veces me lío con los datos y las cifras, pero Amy dice que su junta los tiene muy en cuenta -comentó ella.

– ¿A qué hora es la presentación?

– Mañana a las diez. Ante diez personas, puede que quince -dijo Laurel, algo nerviosa-. ¿Me acompañas?, ¿para darme apoyo moral?

– Por supuesto -aseguró Alistair. Luego sacó de un bolsillo un sobre y se lo entregó.

– ¿Qué es?

– Quisiera ser el primero en hacer un donativo.

– No tienes por qué…

– Insisto -atajó el mayordomo-. Si quiere que el proyecto salga adelante, tiene que aprender a aceptar todos los donativos.

Laurel sonrió y aceptó el sobre.

– Muchas gracias. Haremos buen uso de tu donativo -dijo y abrió el sobre. Los ojos se le agrandaron al ver el importe del cheque-. ¿Treinta mil dólares?

– Su tío paga muy bien -explicó Alistair-. Y he tenido suerte con las inversiones que he hecho. No se me ocurre una causa mejor que ésta.

– Gracias -repitió al tiempo que se lanzaba a darle un fuerte abrazo.

– Y ahora, ¿por qué no viene a la cocina y le preparo un sandwich? Ha estado toda la mañana trabajando y probablemente ni habrá desayunado.

– Tengo un poco de hambre -reconoció Laurel. Rodeó a Alistair por la cintura y caminaron juntos hasta la cocina.

– ¿Cómo va la búsqueda de apartamento? – preguntó el mayordomo entonces.

– De momento, sigo durmiendo en el sofá de Nan -Laurel se encogió de hombros.

– ¿Y ha visto a Sean últimamente?

El corazón le dio un vuelco al oír el nombre de Sean Quinn. No había parado de pensar en el desde que se habían separado un mes atrás. Hasta había pasado por delante del pub tres o cuatro veces por si reunía valor para entrar.

– No hemos hablado.

– ¿Por qué? Tiene usted dos hombres que la quieren y no se habla con ninguno de los dos, señorita Laurel.

– Sinclair no me quiere -contestó Laurel, sin atreverse a pronunciarse sobre Sean.

– Creo que la echa de menos. Lamenta lo que ha pasado.

– Es culpa suya.

– No… es culpa mía -dijo Alistair tras carraspear. Dejó el bote de mayonesa y enfrentó la mirada interrogante de Laurel-. Cuando estábamos en Nueva York, le dije a su tío que Sean y usted no estaban casados en realidad.

– ¡Alistair! ¿Por qué?

– Quería demostrarle a su tío hasta dónde estaba dispuesta a llegar para conseguir el fideicomiso -Alistair le sirvió un sandwich-. Y también lo convencí de que estaba enamorada de Sean Quinn.

– ¿Por qué? -volvió a preguntar Laurel.

– Porque creía que lo estaba.

– Sí… -Laurel suspiró-. Lo estaba… Lo estoy.

– Imagínese mi sorpresa cuando su tío me dice que Sean le parecía un buen marido para usted. Así que trazamos un plan. Decidimos encontrar la forma de mantenerlos juntos hasta que ambos se dieran cuenta de lo que sentían -explicó Alistair-. Pero no esperábamos que se enfadaría tanto cuando le propusiera las nuevas condiciones y se marchara. Sinclair se quedó destrozado. Creía que estaba haciendo lo mejor para usted y sólo consiguió alejarla de su lado.

– No puedo creérmelo -murmuró apoyando la barbilla sobre los codos encima de la mesa.

– En cuanto a Sean… -prosiguió el mayordomo-, ¿por qué no lo ha visto en este último mes?

– Creo que me tiene aprecio. Pero no sé si puede llamarse amor. Supongo que, si me quisiera de verdad, habría venido a buscarme.

– Quizá él suponga lo mismo -sugirió Alistair.

– Tengo que seguir trabajando -dijo ella poniéndose de pie.

Cada vez que empezaba a fantasear en lo que podía haber sido, se refugiaba en el trabajo. Echó a andar hacia el salón y, de pronto, frenó en seco. Sinclair estaba frente a una foto ampliada de la madre de Laurel, que ésta había tomado para incluirla en la presentación del proyecto, para dejar claro quién la había inspirado.

– La querías, ¿verdad? -preguntó Laurel. Sinclair se puso rígido y se giró despacio para mirarla.

– Ella no me quería -contestó.

– Debe de haber sido muy duro para ti. Vivir en esta casa con mi padre y con ella. Ver su felicidad cada día -Laurel se acercó a su tío.

– No, me consideraba afortunado por poder verla a diario. Y, después de morir, me bastaba mirarte para recordarla -dijo Sinclair con los ojos humedecidos. Bajó la vista hacia los papeles de la presentación del proyecto-. Es un plan muy ambicioso -añadió cambiando de tema.

– Sí, mañana por la mañana presento el proyecto a la Fundación Aldrich Sloane. Confío en que decidan financiármelo.

– Te has hecho mayor -murmuró Sinclair tras guardar silencio unos segundos.

– Tengo veintiséis años. Sé lo que quiero hacer con mi vida.

– Y no permites que nada se interponga en tu camino, ¿verdad? Ni siquiera un viejo tonto.

– No eres un viejo tonto -Laurel le acarició un brazo-. Pero sabes lo que quieres y tampoco dejas que nadie se interponga en tu camino. En eso nos parecemos.

– ¿Puedes perdonar a un anciano egoísta? Laurel lo miró a los ojos y, por primera vez en su vida, advirtió lo mucho que la quería Sinclair. Era su única familia y lo menos que podía hacer era perdonarlo.

– Sí.

– Bien -Sinclair le dio una palmadita en una mano-. Yo reconozco que estaba equivocado con tu fideicomiso. De hecho, creo que podría venirme bien aportar algo de mi propio dinero para ese proyecto.

– ¿Vas a darme mi herencia? -Laurel no podía creérselo.

– Haré la transferencia por la mañana. Tendrás que firmar un par de papeles, pero no debería llevarte mucho tiempo -contestó Sinclair. Los ojos de Laurel se arrasaron de lágrimas y le dio un abrazo a su tío, que se retiró en seguida, aturdido con el gesto de cariño-. Sólo me gustaría que consideraras un par de cosas.

– ¿Qué? -Laurel contuvo la respiración. ¿Acaso iba a imponerle otra condición?

– Primero, me gustaría que volvieras a la mansión. Es tu casa, tu sitio. Yo no tardaré en volverme a Maine. Y, segundo, me gustaría que encontraras a ese marido tuyo. Me cae bien. Y quiero enseñarle un par de monedas más.

– ¿Eso es todo?

– Eso es todo -dijo Sinclair y ambos echaron a andar hacia la biblioteca-. Cuando era joven, me consideraba un pintor aceptable – comentó mientras se sentaba.

– ¿En serio?, ¿pintor?

– Era bueno, pero mis padres insistieron en que hiciese algo más práctico.

– Quizá deberías retomar tu afición por la pintura -sugirió ella-. Tienes tiempo, podíamos salir a comprar unos pinceles. No es demasiado tarde, tío. Nunca es demasiado tarde para hacer realidad tus sueños.

– No, supongo que no.

Mientras Laurel se sentaba para compartir un coñac con su tío, sus pensamientos se desviaron hacia Sean. Desde que se había marchado, no había dejado de verlo en sueños y despertarse anhelando su compañía.

Toda vez que sus otros sueños se estaban concretando, quizá fuese el momento de hacer realidad el último que le quedaba pendiente.

Sean miró la puerta del despacho, luego pasó una mano por las letras mayúsculas pintadas en la ventana.

– Detective Privado. Investigaciones Quinn -leyó.

Había encontrado el local el mes anterior. El edificio estaba en una calle principal de Southie y, aunque no había esperado alquilar el despacho tan rápidamente, había aprendido una lección importante con Laurel. Esperar el momento perfecto para hacer realidad un sueño era perder un tiempo precioso.

Eran tan distintos. Laurel afrontaba la vida con valentía, sin miedo a cometer errores, y él siempre había sido precavido y calculador. Ella le había enseñado a asumir riesgos. Le había enseñado que nunca había un momento perfecto para empezar a construir la vida que quería, de modo que no tenía sentido retrasar sus planes indefinidamente.

Pero había una parte de su vida que seguía sin resolver. Respiró profundamente y dejó salir el aire despacio. Laurel. Sabía por Amy que le habían concedido la subvención y que había comprado el piso. También sabía que había regresado a la mansión. Pero no había vuelto a hablar con ella desde que habían puesto fin a su singular matrimonio. Y aunque al principio había imaginado que acabaría pasándosele, a la tercera semana había empezado a pensar que quizá sus sentimientos no desaparecerían nunca.

Llamaron a la puerta. Sean cruzó el despacho y, tras abrir la puerta, se encontró a su madre con una planta enorme en los brazos.

– Mamá -Sean agarró la planta-, ¿qué haces aquí?

– Te he traído un regalito para alegrar el despacho.

– ¿Cómo sabías dónde estaba?

– En el pub no hablan de otra casa. Tu padre no hace más que repartir tarjetas de tu negocio.

Sean agarró una pila de periódicos antiguos que había sobre una silla y le quitó el polvo.

– Siéntate.

– Es un despacho agradable. Tiene mucha luz -dijo Fiona sonriente, complacida por la invitación de su hijo-. Es un gran paso, ¿verdad? Tu propio despacho.

– Sí -Sean apuntó hacia un lado-. Y mira eso: un fax y un ordenador. Hasta estoy pensando en encargar una página web. Y cuando tenga dinero, quizá hasta contrate a una secretaria.

– Tienes todo lo que necesitas -dijo Fiona.

– Sí… bueno, no todo.

Se quedaron en silencio hasta que, por fin, Fiona se animó a preguntar:

– ¿Qué pasó con Laurel?

Sean se encogió de hombros. Un mes atrás no soportaba estar en la misma habitación que su madre y, de pronto, sentía que podía confiar en ella. Costaba creer que fuese el mismo hombre.

– No sé… terminó tan rápidamente como empezó. Sin motivos. O quizá no teníamos motivos para seguir.

– ¿Discutisteis?

– No, simplemente nos separamos. Sólo tuvimos tiempo para estar juntos una semana. La gente no se enamora tan rápidamente.

– Tu padre y yo sí -contestó ella-. Nada más verlo, supe que me casaría con él. Y a él le pasó lo mismo conmigo. Eso pasa mucho en la familia Quinn. Puede dar miedo, pero nunca sabrás si la relación podía funcionar si no lo intentas.

– No quiero equivocarme y pasarme la vida como papá, amargado y lleno de resentimiento.

– No tiene por qué pasarte. Nosotros fuimos demasiado testarudos como para reconocer que teníamos problemas. A veces me pregunto si las cosas habrían sido distintas si nos hubiésemos sentado a hablar con calma. ¿No puedes hablar con esta chica, Laurel?

– Con ella hablo como no he hablado con nadie. Ni siquiera con Brian. Le puedo decir cualquier cosa… menos cuánto la quiero.

– La quieres.

– Sí.

– Entonces, ¿qué haces sentado en esta despacho diciéndomelo a mi?

– ¿Ahora?

– ¿Por qué no?

Sean empezó a dar vueltas por el despacho.

– Está bien, voy a hacerlo. Se lo voy a decir. Y si no me quiere, fin de la historia -corrió hacia la puerta. Luego se giró hacia su madre-. Gracias.

– De nada -dijo Fiona-. Por cierto, antes de irte, venía para avisarte de que dentro de dos sábados hay reunión familiar en casa de Keely. A las cinco de la tarde. Se han mudado y quieren celebrar una fiesta de inauguración. Sé que no sueles ir a estas cosas, pero…

– Estaré -atajó Sean, ansioso por marcharse- ¿Te importa anotar el día en mi agenda? Está ahí, sobre la mesa. Y echa el cerrojo al salir.

Había aparcado a mitad de calle. Para cuando llegó al coche, ya había decidido empezar por buscarla en Dorchester. Si tenía suerte, encontraría a Laurel en el centro. Pensó en llamarla primero, pero decidió que el elemento sorpresa podría jugar a su favor.

Mientras conducía. Sean practicaba lo que iba a decirte. Era consciente de que podía ser el momento más importante de su vida y no quería atascarse:

– Te quiero -murmuró-, Laurel, te quiero, Pero, ¿y si le preguntaba por qué? Sean deseó tener a Brendan o a Brian al lado. A ellos siempre se les había dado bien hablar. Podrían decirle qué palabras escoger para que Laurel lo creyera.

– Te quiero -repitió cuando por fin aparcó frente al centro.

Bajó del coche y notó una presión en el estómago al ver el de Laurel. Entró en el centro, lleno de obreros y ruidos de taladradoras.

– Busco a Laurel Rand -le dijo a un hombre que estaba montando un andamio.

– Está arriba.

– Gracias.

Subió las escaleras de dos en dos, ansioso por verla. Tenía la sensación de que no la veía hacia años y se preguntaba si de veras recordaba lo bonita que era. Una vez arriba, la encontró, Estaba de espaldas a él, así que aprovechó la oportunidad para contemplarla unos segundos. Hasta que, cuando se dio la vuelta, lo vio y se quedó paralizada.

– Sean -acertó a murmurar,

Éste dio un paso adelante. Quiso declarar lo mucho que la quería, pero sólo consiguió pronunciar su nombre:

– Laurel.

– ¿Qué haces aquí?

– He venido a verte. Tengo que decirte una cosa -Sean tragó saliva-. ¿Qué tal estás?

– Bien.

– Sí, estás bien. Mejor que bien -dijo él y miró a su alrededor-. Y el edificio también va bien.

– Todo va bien -Laurel sonrió, confusa todavía.

Sean no soportaba hablar de naderías, pero tampoco podía soltarle de golpe que la quería. De pronto, se le ocurría una idea. Volvería al punto en el que todo había empezado.

– Verás, he venido porque tengo un problema.

– ¿Estás bien? -Laurel se acercó a él.

– Sí, lo que pasa es que necesito… una mujer. Había conocido a una mujer fantástica. Fui un cretino y la fastidié. No le dije lo que sentía por ella. Debería haberlo hecho, pero me dio miedo que ella no sintiera lo mismo por mí.

– Quizá sí sentía lo mismo -murmuró Laurel con la vista clavada en sus ojos.

– Puede. El caso es que quería ofrecerte un trato -Sean sacó la cartera-. Tengo… catorce dólares y… setenta y nueve centavos. ¿Cuántos días puedo comprar por este dinero? -añadió extendiendo la mano hacia Laurel.

– ¿Me estás pidiendo que vuelva a ser tu mujer? -preguntó ella con voz trémula.

– Sí. Y estoy dispuesto a pagarte catorce dólares con setenta y nueve. Pero esta vez no quiero que sea de mentira. Esta vez quiero que nos casemos de verdad, Laurel. Quiero vivir contigo el resto de mi vida.

– ¿Estás seguro? -preguntó ella, esbozando una sonrisa luminosa.

– Estoy seguro de que te quiero, Laurel. Estoy seguro de que jamás pensé que podría necesitarte tanto. Y sí, estoy seguro de que quiero pasar el resto de mi vida contigo.

– Nos conocemos hace poco.

– Sé todo lo que necesito saber -sentenció Sean. Laurel se lanzó a sus brazos y sus bocas se encontraron en un beso frenético. Sus labios eran como una droga. Sean le acarició las mejillas como si necesitara tocarla para convencerse de que Laurel estaba entre sus brazos de verdad-. Entonces, ¿quieres casarte conmigo?

– Sí -dijo Laurel riéndose-. Por supuesto que quiero.

– Prometo hacerte feliz, Laurel Rand -Sean la agarró por la cintura y la levantó del suelo-. Te quiero, Laurel Rand -gritó, de modo que las palabras quedaran resonando en el edificio.

– Y yo te quiero a ti, Sean Quinn -Laurel lo abrazó.

Mientras la besaba de nuevo, sintió una oleada de felicidad. El amor no era una maldición, no era una enfermedad. De hecho, era lo único que lo unía a sus antepasados Quinn. Porque, a pesar de las historias de su padre, eran las mujeres las que siempre habían hedió que los Increíbles Quinn fuesen los hombres más felices del mundo.

Epílogo

Una noche estrellada iluminaba el jardincito trasero de la casa de Keely y Rafe. Sean miró desde una habitación de la segunda planta al pequeño grupo que se había reunido ya. Conor y Dylan estaban esperando con sus mujeres, Olivia y Meggie, y Olivia sostenía en brazos a Riley, el primer nieto Quinn. Cerca, Brendan miraba una mesa llena de comida mientras Amy se ocupaba de un centro de flores. El resto de la familia estaba por la casa, preparándose para la boda, que debía empezar en diez minutos.

Sean se giró hacia el espejo y, por una vez, consiguió hacerse bien el nudo de la corbata.

– ¿Estás listo? -le preguntó Rafe tras asomar la cabeza por la puerta.

– Sí -Sean se mesó el pelo-. ¿Has visto a Laurel?

– Está abajo esperándote.

Sean terminó de ajustarse la corbata y siguió a su cuñado escaleras abajo, hacia la parte trasera de la casa. Encontró a Laurel en la cocina, esperando con Brian y Lily. Nada más verlo, sonrió.

– Estás guapísimo -dijo y se acercó a darle un beso en los labios-. Hasta la corbata está perfecta.

Aunque habían anunciado la boda como un acto formal, no habían enviado las invitaciones hasta unos pocos días antes. Sean había tenido que alquilar un esmoquin a toda prisa. La familia había creído que se trataba de una reunión para celebrar la inauguración de la casa de Rafe y Keely, pero todos se habían quedado encantados con la sorpresa.

– ¿Cómo está papá? -preguntó Brian mirando hacia el jardín.

– Parece un poco nervioso -dijo Laurel-. Creo que habría estado más tranquilo si la boda se hubiese celebrado en el pub.

– Nunca pensé que esto pusiera pasar. Papá y mamá se casan otra vez.

– A mí me parece muy dulce. Y romántico.

– Técnicamente están casados. Nunca llegaron a divorciarse.

– Después de tanto tiempo sin verse y seguían enamorados -Laurel retiró un mechón de pelo que caía sobre la frente de Sean asombroso.

– No tanto. Yo pienso amarte toda la vida sin separarme de ti ni un día.

– Va a ser cuestión de ir preparando nuestra boda -comentó ella entonces.

– No pienso ir de esmoquin -se apresuró a avisar Sean-. Bueno, salvo que tú me lo pidas.

– ¿Sabes? Deberíamos estar agradecidos a Eddie -dijo sonriente Laurel-. Si no es por él, no nos habríamos conocido.

– Bueno, pues esto va por Eddie -contestó Sean justo antes de besarla.

– Mamá está a punto de bajar -dijo de pronto Keely-. Todos los hermanos tienen que estar detrás de Seamus. Formad en fila para las lotos. Y no olvidéis sonreír.

– Venga -Sean tomó la mano de Laurel-. Te acompaño al altar.

La condujo hasta el jardín y la dejó junto a Lily, la prometida de Brian. Luego, mientras se ponía entre sus hermanos, abarcó con la mirada a toda la familia. Después de tantos años temiendo la maldición de los Quinn, había descubierto que no era una maldición, sino una bendición. Sean miró a la mujer con la que iba a casarse y pensó que quizá, algún día, se hablara de otra leyenda. La leyenda de cómo el amor había robado el corazón a los seis hermanos y, uno a uno, les había mostrado lo que siempre había brillado en su interior.

Kate Hoffmann

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