El mundo que tan cuidadosamente había construido se estaba derrumbando a su alrededor…

Su dulce hija de doce años se estaba convirtiendo en una adolescente huraña sin que Rachel Wellers pudiera hacer nada. Las lesiones del accidente que había sufrido estaban poniendo en peligro su carrera de dibujante. Y lo peor de todo era que Ben Asher, el hombre al que había echado de su vida hacía trece años, había regresado respondiendo a la llamada de la niña.

Cuando se enteró de que Rachel había sufrido un accidente, Ben no dudó en dejar de lado su trabajo y acudir a la ciudad que había jurado no volver a visitar. Prefería no cuestionarse los motivos por los que lo estaba haciendo… sólo sabía que tenía que ayudar a Rachel. Y no tardó en darse cuenta de que lo ocurrido no había sido un accidente y que quizá él era responsable.

Lo que no imaginaba era lo que iba a volver a surgir entre ellos, ni lo difícil que sería volver a alejarse de Rachel…

Jill Shalvis

La calle donde ella vive

La calle donde ella vive (2005)

Título Original: The street where she lives (2003)

Serie: 4º Pacto de solteras

Capítulo 1

En alguna ocasión le habían llamado egoísta y Ben Asher imaginaba que era una apreciación que se ajustaba bastante a la realidad. Había vivido a su manera y había procurado alejarse de cualquier tipo de compromiso sentimental. Gracias a su trabajo como fotógrafo para las revistas National Geographic y Outside, entre otras publicaciones, podía hacer las maletas y marcharse de un día para otro. En aquel momento, por ejemplo, tras haber pasado apenas unos meses en la Amazonia, estaba a punto de dirigirse hacia su próximo destino.

África lo esperaba.

Caminó a través de la húmeda y exuberante vegetación de la selva brasileña hasta llegar a un pequeño claro en el que habían levantado un par de edificios con carácter provisional. Cruzó el claro y atravesó la puerta de la oficina de la reserva que, debido a la proverbial falta de fondos, tenía el tamaño de un sello de correos. Habían estado sin electricidad y sin teléfono durante casi un mes y, justo aquel día, habían vuelto a la vida los teléfonos. Ben miró receloso a María, su secretaria personal, que lo fulminó a su vez con la mirada. Al parecer, estaban recibiendo demasiadas llamadas.

María se había visto obligada a recorrer los veinticinco metros que la separaban de la oficina en la que había instalado la radio para llamarlo. Consciente del calor que hacía en el exterior, Ben imaginó que comprendía su mal humor.

– Gracias.

María no contestó, pero rara vez lo hacía. Estaba con él desde el anterior destino de Ben, cerca de Río, donde había estado cubriendo el caso del llamado «Sacerdote de América». Aquel sacerdote, Manuel Asada, se había aprovechado de las almas generosas de sus parroquianos, a los que había solicitado fondos con los que prometía construir poblados y proporcionar comida a los más pobres.

Pero, en cambio, se había embolsado él mismo aquel dinero y había matado a todo el que se había interpuesto en su camino. Además, había adquirido la repugnante costumbre de abusar de las mujeres de la localidad. María había sido una de ellas. Su testimonio, sumado a las fotografías de Ben, había evidenciado algunos de sus crímenes. En aquel momento, Asada languidecía en una cárcel brasileña, pero pronto sería extraditado a los Estados Unidos.

En secreto, Ben esperaba que Asada permaneciera en Brasil, donde había más posibilidades de que continuara encerrado en una celda. Asada había jurado vengarse de todos los que habían causado su ruina, e incluía en su venganza a los seres queridos de sus enemigos. Afortunadamente, en el caso de Ben, sus allegados podían contarse con los dedos de una mano.

Levantó el auricular.

– ¿Papá?

Al oír la voz temblorosa y asustada de su hija, dejó de latirle el corazón.

El sonido de la línea telefónica le recordaba los miles de kilómetros que lo separaban de aquella pequeña de doce años.

– ¿Emily?

No se oía nada, sólo el crepitar de la línea. Ben maldijo aquellas líneas telefónicas miserables, su patético equipo y la casucha que había sido su hogar durante los últimos dos meses.

– ¡Emily! -el pánico tenía un sabor amargo, descubrió.

El sudor corría por su espalda mientras se dejaba caer en una silla destartalada. La humedad del ambiente hacía que la camisa se le pegara al cuerpo como una segunda piel.

– Vamos, vamos -susurró y golpeó el auricular contra el escritorio antes de llevárselo de nuevo al oído.

– ¿Papá?

– ¡Estoy aquí! ¿Estás bien?

– Sí.

Gracias a Dios.

– ¿Dónde estás?

No era una buena pregunta para un padre, advirtió disgustado. Cualquier padre, cualquier buen padre, sabría dónde estaba su hija.

– Estoy en casa -contestó ella.

Se refería a la casa, por supuesto, que compartía con su madre en South Village, California.

– Tienes que venir -se le quebró la voz, destrozando completamente a Ben-, por favor, no digas que no puedes.

Ben hablaba en muy raras ocasiones con su querida y única hija. Una hija preciosa. Que además era inteligente y nunca cesaba de sorprenderlo y asustarlo. En cualquier caso, le sería fácil culpar a su apretado calendario del poco tiempo que pasaban juntos, pero la verdad era que era su propia voluntad de continuar vagando y no echar nunca raíces la causa del problema. La historia de su vida. Tenía treinta y un años y todavía tenía que encontrar el remedio para sus ansias insaciables de viajar. Y no necesitaba un psiquiatra para saber que eran consecuencia de su educación.

«Trabaja, Benny, o te devolveremos al orfanato», esa era la clase de sabiduría que había recibido de Rosemary, su madre adoptiva. «Cuidado con lo que dices, Benny, o volverás al orfanato», «no muevas el bote, Benny, o volverás al orfanato».

Había recibido nítidamente aquel mensaje. No debía decir una sola palabra porque nadie quería oírla.

En fin, se habría cortado la lengua antes de transmitirle a su hija un mensaje similar.

– ¿Em? Dime algo -el sonido era malo, pero creyó oírla sollozar y el alma se le cayó a los pies.

– Es mamá.

Al igual que le había ocurrido durante trece largos años, le bastó pensar en Rachel para que surgieran en él sentimientos encontrados: la culpa y el dolor.

Sobre todo dolor.

Y quienquiera que hubiera dicho que el tiempo lo curaba todo, se había cubierto de miseria.

– Esta vez las cosas están realmente mal -dijo con otro sollozo.

De acuerdo, ya lo había entendido. Ben se relajó, porque, precisamente por el poco tiempo que pasaban juntos, Emily y él habían llegado a ser expertos en aquel juego. La última vez que las cosas habían estado realmente mal, Emily había intentado comprar algo por Internet con la cuenta de Rachel.

Ben se reclinó en la silla, apoyando sus anchos hombros en el estrecho respaldo.

– ¿Y qué ha ocurrido esta vez? ¿No está de acuerdo en que recibas clases particulares de matemáticas?

Su hija era experta en sobrecargarse de tareas escolares para evitar toda vida social. Algo de lo que Ben culpaba a Rachel, puesto que a él jamás se le habría ocurrido pedir más tareas escolares. Lo irónico de la situación lo tenía estupefacto. Él había necesitado el ciento por ciento de sus energías para sobrevivir a su infancia, pero Emily, libre para disfrutarla como él jamás habría soñado con hacerlo, elegía multiplicarse el trabajo.

– No tienes tiempo suficiente para…

– ¡No, no lo entiendes! -cruzó las ondas un sonido peligrosamente parecido al llanto-. Ha tenido un accidente… Hemos intentando llamarte, pero no hemos podido localizarte. Después, tía Melanie ha dicho que deberíamos intentarlo otra vez…

– ¿Un accidente?

La mente de Ben se llenó de visiones del pasado. La primera vez que había visto a Rachel, en el instituto: alta, delgada e inquietantemente bella. Estaba completamente fuera de su alcance, siendo él solamente un niño adoptado de la zona más sórdida de South Village.

Pero Rachel lo había mirado aquel día, y el dolor y la soledad que reflejaban sus ojos le habían hecho enamorarse de ella.

No esperaba que Rachel sintiera lo mismo que él y cuando Rachel le había devuelto la sonrisa, se había sentido como si le hubiera tocado la lotería. Y en cuanto había llegado a conocerla y había comenzado a saber de sus demonios internos, ya no había habido forma de separarse de ella. El tiempo que habían pasado juntos, hasta el último segundo de aquellos seis meses, había sido como encontrar el cielo en la tierra. Hasta que Rachel había decidido tirarlo todo por la borda, destrozándolo en el proceso.

– La atropello un coche y ha estado a punto de morir.

Dios santo. ¿Aquel cuerpo adorable, cálido e inolvidable herido? Ben oyó en la distancia la lista de todas sus lesiones.

– …Y también la pelvis, y el brazo, y las costillas, y la pierna, todo el lado izquierdo, que es el que se golpeó contra el coche.

Ben no podía procesar aquella información. Ni siquiera era capaz de empezar a imaginar.

– Y también hubo algún daño cerebral, pero la operación ha ido muy, muy bien.

La esperanza que reflejaba la voz de Emily se deslizaba en su interior como la hoja de una cuchilla.

– ¿Lesiones cerebrales?

– Sí, al principio hablaba muy raro, pero ya está mejor. El médico dice que se pondrá bien, pero, papá, necesita ayuda.

No podía necesitar dinero, pensó Ben. Rachel había heredado un montón de dinero de un padre adicto al trabajo, por no mencionar el éxito que ella misma había tenido como dibujante. Su famosa tira cómica, Gracie, le había hecho ganar más dinero del que él se atrevía siquiera a imaginar. Pero quizá lo hubiera perdido todo en la bolsa o algo parecido.

– No tengo mucho en este momento -admitió. La semana anterior, acababa de hacer su acostumbrada y generosa donación benéfica.

¿Qué sentido tenía ahorrar dinero cuando había gente que lo necesitaba? Él no tenía más familia que Emily y después de haber convivido con otros nueve niños en un hogar de acogida, estaba acostumbrado a vivir sin cosas materiales. Cuando por fin había comenzado a tener dinero suficiente para comprarlas, no había encontrado nada en ellas que realmente le produjera alguna satisfacción. De hecho, le hacían sentirse atado. Y, tras haber pasado diecisiete años atado a un lugar, sentirse libre era su mayor alegría.

De hecho, se había sentido libre y sin ataduras en la mayor parte de su vida adulta, durante la que había convivido con algunos de los más aislados seres de la tierra.

Y si no hubiera sido por Emily, ni siquiera hubiera vuelto a la civilización.

– No necesita dinero -Emily se interrumpió y Ben esperó ansioso.

¿Qué podía necesitar Rachel, una mujer que no necesitaba a nadie, de él?

– Quiere volver a casa para recuperarse allí, pero la verdad es que no se maneja muy bien ella sola, así que tendrá que ir a cualquier otra parte para recuperarse, a un centro para convalecientes o algo así. Y yo tendré que ir a casa de tía Melanie y cambiar de colegio.

Maldita, maldita fuera. Ben no quería que su hija se separara de su madre, y, viviendo Melanie en Santa Bárbara, era eso exactamente lo que iba a ocurrir.

– Podemos contratar a una enfermera -sugirió.

– Lo estamos intentando, pero es difícil encontrar una.

Hubo un tiempo en el que Ben conocía a Rachel mejor que nadie. Rachel era una mujer dura, más dura incluso que él. Y, en consecuencia, no confiaba en nadie. Habría preferido morir antes que aceptar ayuda de un desconocido.

Y, en realidad, a menos que hubiera cambiado mucho durante aquellos trece años, seguramente preferiría morir a tener que aceptar su ayuda. Aquel sentimiento era mutuo desde el día que Rachel había decidido echarlo de su vida.

– Papá, está decidida a hacer cualquier cosa por mí, pero terminará haciéndose daño a sí misma. Por favor, papá, ¿no vas a venir?

Su hija rara vez le pedía algo. Y aun así, lo único que él era capaz de sentir era pánico al imaginarse encerrado, atado a un sólo lugar… a ese lugar precisamente, durante sólo Dios sabía cuánto tiempo.

– Por favor -susurró Emily otra vez-, por favor, ven a casa. Te necesitamos.

Un velo de sudor empapó su frente.

– Pero tu madre se negará.

– Ella sabe que no tiene otra opción. O tú, o tendremos que contratar a una persona a la que no conozca.

– Ya sabes lo que siente por mí.

– Sí -Emily se aclaró la garganta y dijo, imitando perfectamente la voz de Rachel-: Eres salvaje, rudo e indomable.

Ben podía distinguir la sonrisa que acompañaba las palabras de su hija. Una hija de la que había estado muy lejos durante demasiados años.

– Y también eres un egoísta y…

– De acuerdo, de acuerdo -no había nada como ser humillado por su propia hija.

María le entregó entonces un sobre mugriento. Parecía que lo hubieran enviado desde el infierno. El matasellos era de varias semanas atrás, algo normal. Lo sorprendente era que hubiera llegado hasta él.

En su interior guardaba una hoja de papel inmaculadamente blanco. Las aterradoras palabras que le dirigía eran:

Todavía no he acabado contigo.

Ben alzó la cabeza y cubrió el auricular con la mano.

– ¿Lo acabas de recibir?

María asintió y lo miró desde sus recelosos ojos negros.

El miedo se aferró a las entrañas de Ben.

– Asada.

María palideció al oír su nombre.

– Llama a la policía -le dijo a María-. Y asegúrate de que va a ser extraditado a los Estados Unidos.

María asintió y dio media vuelta.

Ben maldijo para sí. Emily continuaba hablándole a través del teléfono:

– No te arrepentirás, papá. Juntos lo conseguiremos. Ya sabes, como si fuéramos una familia.

Oh, Dios, ya tendría tiempo de ocuparse de eso más tarde. De momento, tenía cuestiones más importantes de las que preocuparse. Asada había prometido venganza y, de alguna manera, parecía estar libre para cumplir sus amenazas.

Llevaba cinco semanas en libertad, si el matasellos quería decir algo.

Por primera vez desde que podía recordar, apenas prestó atención al monólogo de su hija. En otras circunstancias, lo habrían divertido, además de intimidarlo, los planes de Emily para convertirlos en una acogedora familia.

María regresó en aquel momento, hablando en español y a una velocidad de vértigo. Ben estaba impactado, tanto por el hecho de que hablara como por las palabras que estaban saliendo de su boca.

Al parecer, cinco semanas atrás, Asada había conseguido escapar cuando estaba siendo extraditado a los Estados Unidos, asesinando en el proceso a uno de los policías que lo custodiaban. Se suponía que en aquel momento estaba en algún lugar entre los Estados Unidos y América del Sur.

– Emily -dijo con voz ronca, aferrándose con fuerza al teléfono-, cuéntame lo que le ocurrió exactamente a mamá.

– La atropello un coche.

– ¿Cuándo?

– Hace un mes, más o menos. No pudimos localizarte y…

– Lo sé, lo sé.

– ¿Y quién fue?

– No lo sabemos. La policía todavía no ha encontrado a nadie.

Ben tomó aire.

– De acuerdo, escucha. No quiero que abras la puerta a nadie ni hables con ningún desconocido, ¿de acuerdo?

– Papá -contestó Emily riendo-, tengo doce años, no cuatro.

– Sí, pero…

– Ya tuvimos esta conversación hace años, ¿recuerdas? No te preocupes.

– Emily…

– Tú sólo tienes que decirme cuándo volverás -se interrumpió un instante y a continuación le dio el golpe de gracia-. Te quiero, lo sabes.

Evidentemente, Ben iba a terminar yendo a South Village, California.

– Yo también te quiero, con todo mi corazón. Y ahora, cuídate. Estaré allí en cuanto pueda encontrar un avión.

Capítulo 2

A tan tierna edad como los cinco años, Rachel ya sabía lo que significaba una mudanza. Una habitación nueva, una nueva niñera y todos sus juguetes cambiados de lugar. Ella no quería volver a marcharse, otra vez no, y tampoco quería irse su hermana. Pero lo que ellas quisieran no importaba.

– Maldita sea, niña, vete con tu madre si vas a seguir lloriqueando.

Su madre blandía ante ella vasos medio vacíos de aquella cosa que parecía agua, pero olía tan mal. Rachel había tardado años en descubrir que el vodka era la bebida preferida de su madre, y le decía:

– No me mires a mí, yo no puedo hacer nada para evitarlo.

– Rachel.

Rachel intentó pestañear para enfocar la vista, pero de pronto había dejado de tener cinco años. Todo había sido un sueño. Tenía muchos sueños de esa clase últimamente. Durante el último mes, aquel insistente dolor se unía a una nauseabunda sensación de claustrofobia que la mantenía despierta. Lógicamente, sabía que la claustrofobia se debía a que estaba vendada como una momia. Pero lo peor era el pánico producido por su completa falta de control sobre su propio cuerpo.

– Oh, Dios mío, estás despierta.

Rachel hizo una mueca al oír la engañosamente amable voz de la enfermera que llevaba las jeringuillas y que no dudaba en emplearlas a menudo.

– No pueden necesitar más sangre.

– Sólo un poco.

– De ninguna manera.

Sin alterarse, la enfermera se sentó al lado de Rachel y sacó la jeringuilla.

– Estoy hablando en serio. Ni se le ocurra -pero incluso Rachel rió a pesar del trallazo de dolor que atravesó su cuerpo.

Tenía la mayor parte del cuerpo cubierto por vendas o escayolas y no había sido capaz de moverse por sí sola desde que había cruzado una calle para dirigirse al café Delight, donde había quedado para almorzar con su agente, Gwen Ariani, y había sido arrollada por un coche.

Aparte de los problemas físicos derivados del accidente, su cerebro también parecía haberse alterado y hacía de la coordinación de movimientos algo imposible. El médico le había dicho que sería algo temporal. Probablemente. Pero teniendo en cuenta que necesitaba las más finas de sus habilidades motoras para mantener su tira cómica, la situación no parecía muy alentadora.

– No soy un alfiletero.

La enfermera frotó con alcohol el brazo de Rachel, pero tuvo al menos la deferencia de dirigirle una mirada de disculpa mientras le clavaba la aguja. Una vez terminado, le palmeó la mano, vendada todavía hasta las puntas de los dedos.

– Ah, y tengo buenas noticias. Hoy te quitarán la mayoría de las vendas. Esta mañana vendrá por aquí el doctor Thompson.

– ¿Y las escayolas?

– Las vamos a sustituir por otro tipo de material.

– ¿Y cuál es la diferencia?

– Tendrás más movilidad y ligereza -Sandy se dirigió hacia la puerta-. Y ahora, no empieces a preocuparte por los detalles. Volveré dentro de poco con el médico.

Rachel fijó la mirada en el techo, su nueva diversión. Estaba preocupada, sí, porque sabía que estaban a punto de darle el alta. Pero eso no implicaba necesariamente su libertad.

Durante los dos meses siguientes iba a necesitar ayuda, un destino peor que la muerte en lo que a ella concernía. El hecho de necesitar a alguien que la ayudara a vestirse, a moverse, que la cuidara en todos los sentidos, le resultaba… aterrador.

Lo que realmente necesitaba en aquel momento era un marido fuerte y viril.

¡Ja!

Para conseguir un marido, antes tendría que citarse con alguien. Permitir que entrara alguien en su vida. Y para permitir que entrara alguien en su vida, especialmente un hombre, antes tendría que… Bueno, tendría que hacer demasiadas cosas, incluyendo poner a punto aquellas habilidades sociales que con el tiempo había dejado oxidar.

Y, puesto que aquello no iba a suceder, Rachel no tenía ninguna opción. Ninguna en absoluto. Una enfermera. Necesitaba una enfermera.

Y, mientras Emily y ella pudieran quedarse en casa, nada más importaba.

Lo cual hacía aflorar su principal preocupación: cómo iba a arreglárselas para no convertirse en una carga para su hija.

La puerta de su habitación volvió a abrirse y oyó la voz de Sandy, que regresaba con el doctor Thompson.

Cerró los ojos, fingiendo dormir. No era propio de ella fingir nada, pero en aquel caso, cuando todo el mundo insistía en hablarle como si hubiera sufrido un daño cerebral irreversible, oír a escondidas se había convertido en una necesidad.

Quería saber qué planes tenían para ella, porque no estaba dispuesta a aceptar otra cosa que no fuera salir del hospital. Relajar los músculos no le resultaba fácil. Había pasado todo un mes después de aquel accidente que todavía no podía recordar y continuaba doliéndole hasta el último centímetro de su cuerpo.

Y le picaba. Le picaba el brazo escayolado, y la pierna, y la multitud de llagas y heridas. Y el pelo que comenzaba a crecerle después de que se hubieran visto obligados a afeitarle la cabeza para la operación.

Si no le doliera sonreír, lo haría con ironía. Durante toda su vida había cuidado su larga y rubia melena… que había terminado perdiendo por un duro golpe del destino.

Por lo menos todavía tenía… ¿qué? No tenía salud, no podía disfrutar de la vida que hasta entonces había conocido, ni siquiera podía abrazar a Emily… en el caso de que Emily quisiera que la abrazara.

– Si no contrata a alguien, Sandy, no va a curarse como es debido -decía el doctor.

– Bueno, su hija ha estado hablando con el servicio de alta y creo que ha solicitado ayuda a domicilio.

Rachel dejó de respirar. ¿Emily se había encargado de contratar una enfermera? Evidentemente, Melanie la habría ayudado, pero aquello era completamente impropio de ella. Aunque Melanie se había desplazado hasta el hospital inmediatamente después del accidente, no era habitual que su hermana hiciera planes de futuro, ni para sí misma, ni, mucho menos, para los demás.

Durante años, Melanie se había quejado de que Rachel no la necesitaba lo suficiente, pero la verdad era que cuando había necesitado a Mel, cuando había intentado confiarle algo que realmente la inquietaba, Mel, o bien se limitaba a encogerse de hombros, o reaccionaba de forma desproporcionada.

Un ejemplo perfecto había sido su separación de Ben. Rachel había intentado hablar con Melanie, pero, en su exuberante necesidad de proteger a su hermana pequeña, ésta había considerado lo ocurrido como la puerta abierta para hablar mal de Ben cada vez que surgía el tema. Y, trece años más tarde, continuaba haciéndolo.

De modo que Rachel había aprendido a guardarse para sí sus problemas.

Además, Mel ya había cumplido con creces con su deber, utilizando su tiempo de vacaciones para cuidar a Emily mientras Rachel estaba en el hospital.

Rachel sabía que su hermana necesitaba recuperar su propia vida y, sobre todo, su independencia. Emily y ella podrían manejarse. Con… la enfermera que contrataran. Oh, Dios. Tener a alguien viviendo con ellas iba a ser terriblemente incómodo, pero por lo menos estaría en su propia casa.

Después de una infancia angustiosamente nómada y de haber sido despertada a todas las horas del día y de la noche para ser examinada durante un mes, volver a su propia cama sería una bendición.

Emily irrumpió en la habitación del hospital, conteniendo apenas su desbordante energía. Iba vestida con una camiseta, unos pantalones enormes con el talle a la altura de las caderas y unas sandalias. Llevaba el rostro completamente libre de maquillaje y dos aros de plata en cada oreja. Sus ojos verdes resplandecían entre los larguísimos mechones rubios de su melena.

Y llevaba bajo el brazo el ordenador portátil que siempre la acompañaba.

A pesar del cansancio producido por una agotadora sesión de rehabilitación, el corazón de Rachel pareció aligerarse al verla. Al tener una hija, Rachel había aprendido a compartir, a recibir amor y a darlo. Y gracias a Emily había sido capaz de sentirse llena.

Habían pasado horas desde que el doctor Thompson le había retirado parte de las vendas. Había hecho de ella una mujer nueva. Una mujer nueva con muy poco pelo, escayolas nuevas en el brazo y en la pierna y la pelvis rota. Una mujer nueva que todavía sufría dolores, pero que se sentía ligeramente mejor.

O, cuando menos, más ligera. Las vendas que ocultaban las abrasiones, escondiendo al mismo tiempo parte de su rostro, su torso y el brazo bueno, habían desaparecido. Gracias a su nuevo estado, pudo mover el brazo derecho.

– Emily… mira.

Emily se mostró convenientemente impresionada.

– Eso está muy bien. Antes de que te des cuenta, estarás dibujando otra vez.

En aquel momento, Rachel no era capaz de levantar un lápiz y, mucho menos de pensar con el ingenio que se requería para dibujar a Gracie, un personaje valiente, descarado y audaz, todo lo que Rachel no era, pero que había sido capaz de dibujar.

Y que rezaba para poder continuar dibujando.

Para ocultar su miedo delante de aquella niña que parecía capaz de verlo todo, forzó una sonrisa.

– ¿Has venido con tía Mel?

– Sí -Emily se dejó caer en una silla al lado de la cama-. Está ocupada, coqueteando otra vez con tu médico, pero mi «madura tía» no quiere que me dé cuenta, así que me ha enviado a tu habitación. Cree que no sé nada de hombres. Pero apuesto a que sé mucho más que ella.

Una preadolescente consciente de la sexualidad: la pesadilla de cualquier madre.

– Emily…

– Mamá, sólo estoy bromeando.

– ¿Y de verdad estás bien? -deseaba poder alargar el brazo hacia ella y acariciar su rostro, su pelo. Echaba de menos su cercanía. Echaba de menos todo-. Dime la verdad.

– Bueno, estoy mejor que tú. La enfermera me ha dicho que te han quitado todos los puntos y la mayoría de las vendas -Emily se inclinó hacia delante y escrutó hasta el último centímetro de su rostro.

Rachel deseaba volver la cabeza. Apenas podía imaginarse su aspecto. Las heridas y la hinchazón habían ido desapareciendo, pero probablemente su cara conservaba todavía toda la gama de colores del amarillo al verde. Y su melena, su gloriosa melena…

– No me han traído un espejo, así que no… -consiguió emitir una débil risa, pero Emily se inclinó todavía más, muy seria, sin dejar de inspeccionar su rostro.

Rachel volvió la cabeza mientras luchaba contra el escozor de las lágrimas.

– Probablemente tenga el aspecto ideal para Halloween, aunque todavía falten meses para entonces.

– Oh, mamá -al oír aquella voz tan dulce y atragantada, Rachel se volvió y la sorprendió encontrar tanto amor en el rostro de Emily.

– ¿No lo sabes? -susurró Emily-, estás preciosa -sus ojos brillaban como dos estrellas-. Eres tan guapa mamá.

Rachel consiguió sonreír a pesar del nudo que tenía en la garganta.

– Eso significa que también tú eres preciosa.

– Sí -pero entonces fue Emily la que tuvo desviar la mirada-. Aunque sé que a quien de verdad me parezco es…

Se interrumpió, sin hacer ningún esfuerzo por terminar la frase, y Rachel suspiró. «No seas cobarde», se recordó a sí misma.

– A tu padre.

Se miraron la una a la otra en un incómodo silencio, mientras Rachel sentía que se le caía el corazón a los pies.

No, no era una cobarde y no lo había sido durante mucho tiempo, pero sacar el tema de Ben Asher delante de Emily normalmente resultaba problemático.

Ben era la única persona sobre la que Emily y Rachel nunca estaban de acuerdo.

¿Cómo iban a estarlo? Su hija lo veía como un héroe, un hombre que anteponía las necesidades de los demás a las suyas. Un hombre que buscaba la justicia para aquellas personas que no podían conseguirla por sí mismas.

Y Ben era eso, admitió Rachel para sí. Pero también más, mucho más.

Rachel había vuelto a cambiar de colegio, aquel año en mitad del último curso. En su primer día de clase, un chico entró tarde paseando despreocupadamente en la clase de literatura inglesa. Con una lenta y perezosa sonrisa, fue recorriendo uno de los pasillos formados por las mesas.

– ¿Sabes que viene de Tracks? -le susurró una compañera que estaba justo detrás de Rachel a otra-. Vive en un hogar de acogida, con otros ocho niños.

– Aun así, está muy bien -susurró la otra en respuesta.

– Pero es asquerosamente pobre.

– Es una pena.

Rachel no pudo evitar fijarse en que nadie le hacía ningún caso, aunque a él no parecía importarle lo más mínimo. Iba vestido con unos vaqueros con un agujero en la rodilla y una camiseta negra con el dobladillo deshilachado y una manga rasgada y llevaba una vieja Canon al hombro. Tenía el flequillo muy largo.

Fijó la mirada en Rachel.

Ella no estaba acostumbrada a ser el blanco de una mirada. Era invisible. Algo habitual cuando siempre se era la niña buena. Pero Ben la miró con aquellos ojos chispeantes y se sentó en la única silla vacía que quedaba en la clase.

Justo al lado de ella.

– Hola -la saludó con una sonrisa devastadora-. ¿Tienes un bolígrafo de sobra?

Un poco sobrecogida por su presencia, Rachel le tendió su propio bolígrafo. Los chicos no la miraban muy a menudo, principalmente porque ella evitaba cualquier contacto visual y nunca se había molestado en hacer amigos. ¿Para qué iba a hacerlos, si pronto tendría que volver a marcharse?

– ¿Y papel?

Rachel le había dado unas cuantas hojas, y también una goma.

Para el final de la primera hora, Ben ya la había convencido de que compartiera con él sus apuntes y lo ayudara a estudiar el siguiente examen. Rachel había intentado explicarle que no era ella la chica que debía buscar si lo que pretendía era ser popular, pero él se había echado a reír.

– ¿Popular? Eso no es lo mío -sus ojos vagaban por el rostro de Rachel, viendo más de lo que nadie había visto nunca-. Pero me gustaría conocerte.

Y lo había hecho. La había conocido como nadie más lo había hecho jamás.

– ¿Mamá? -Em miró preocupada a Rachel-. Vuelve, me estás asustando.

Exacto. Volver al presente era mucho mejor que quedarse en el pasado.

Estaban hablando de Ben. Ben, un hombre que le había enseñado más sobre la pasión, los sentimientos y la vida que nadie. Y aunque habían pasado trece años desde que se habían separado, continuaba resentida. Resentida con él.

– Mira, olvídalo, ¿vale? Olvídate ahora de papá -Emily se mordisqueó la uña y buscó otro tema de conversación-. Entonces… ¿qué has almorzado hoy? ¿Han vuelto a darte esa gelatina de color repugnante?

Rachel tomó aire, con el corazón rebosante de dolor.

– Emily, cariño, tú eres como él. Eres igual que él en tantas cosas… Y como tu padre es mortalmente guapo, tú también lo eres.

Emily parecía aturdida por el rumbo que estaba tomando la conversación.

– Entonces -Rachel se aclaró la garganta y cambió de tema-, ¿Mel y tú habéis contratado a una enfermera? ¿Y estás conforme con eso?

Emily bajó la mirada hacia la mano de Rachel, que había estrechado reconfortantemente entre la suya.

– Me gustaría que no te preocuparas tanto por mí.

– Es lógico que una madre se preocupe. ¿Y crees que me va a gustar?

– Oh, Dios. ¿No puedes esperar hasta que la veas? -Emily alzó su mano libre-. Ahora tengo que irme. Tengo muchos deberes que hacer.

– Buena técnica para aludir el tema. ¿Quién es, Em? ¿Atila?

– Muy graciosa, mamá. Deberías escribir una tira cómica.

– Emily Anne, ¿qué te propones?

Emily la miró con expresión de absoluta inocencia.

– ¿Qué te hace pensar que me propongo algo?

– La intuición -contestó Rachel secamente.

– Eh, lo único que me propongo es que estés cuanto antes donde quieres estar: en casa.

Capítulo 3

A pesar de la necesidad desesperada de regresar a South Village inmediatamente, Ben tardó casi una semana en hacerlo. Invirtió dos días en salir de la selva. Y otros dos esperando encontrar plaza en un avión que lo llevara a un aeropuerto internacional. Y después, cerca de dos días más entre viajes y escalas.

Cuando por fin aterrizó en Los Ángeles, estuvo a punto de ahogarse en la niebla. No eran ni las doce y ya estaban a treinta grados. El calor era sofocante y el aire tan espeso que respirar era una opción poco aconsejable.

Por supuesto, Ben había soportado mucho más calor y mucho más húmedo durante muchos meses. Pero, de alguna manera, la primavera en el sur de California le parecía el peor infierno que podía recordar.

De acuerdo, era algo más que el clima. Era el hecho de que había vuelto a sus adversos inicios después de todos aquellos años, a un lugar en el que procuraba no pensar y evitaba visitar. Lo había dejado a los diecisiete años, siendo un adolescente demasiado pobre como para que nadie le prestara atención, y arrastrando consigo un corazón roto. Y había hecho todo lo posible por permanecer lejos de allí.

Durante la mayor parte del tiempo, lo había conseguido. Para ello, había tenido que convencer a la hermana de Rachel, Mel, para que le llevara a su hija a donde quiera que él estuviera. Por ampliar su educación, había dicho para defender el hecho de que tuvieran que arrastrar a la niña por todos los rincones del planeta. Los rincones más sórdidos en ocasiones.

Afortunadamente, Ben no había tenido que volver a South Village en mucho tiempo. Y sin embargo, allí estaba de nuevo, cortesía de su propio miedo a un loco que podía o no saber de la existencia de Emily y de Rachel.

Ben se había puesto en contacto con la policía de los Estados Unidos, que lo había remitido al FBI. Los agentes del FBI se habían mostrado educados con él y le habían dicho que dudaban que Asada fuera suficientemente estúpido como para aparecer por el sudeste de California. Al fin y al cabo, no habían pasado ni dos semanas desde que había aparecido su fotografía en un programa de televisión sobre los delincuentes más buscados. A menos que Asada tuviera algún interés en morir, en aquel momento estaría perfectamente escondido. Aun así, le habían prometido patrullar de vez en cuando por la zona en la que vivían Rachel y Emily, además de investigar el accidente de la primera, por si acaso no hubiera sido un accidente.

Una posibilidad que hacía que se le helara la sangre en las venas.

Ben tenía una reunión esa misma noche con uno de los agentes del FBI con los que había hablado, el agente Brewer, y esperaba que le proporcionara nuevas informaciones. Algo así como que habían detenido a Asada.

Mientras subía por las escaleras del aeropuerto, observó con ojo crítico su propio reflejo en los espejos que se alineaban en las paredes. Un lúgubre desconocido le devolvió la mirada.

No le había hablado a Emily de Asada. Y de ninguna manera pensaba ser él el que le dijera la verdad sobre el frío, cruel y peligroso mundo en el que vivía.

Y Rachel… Bueno, de momento esperaría. Por lo que ella sabía, él había ido allí para ayudarla. Aunque el hecho de que Rachel hubiera estado dispuesta a aceptar su ayuda era algo que escapaba a su capacidad de comprensión. Suponía que la desesperación debía haber jugado un gran papel en aquella decisión, pero no era capaz de imaginar a la única mujer que había sido capaz de igualar la intensidad de su júbilo y las profundidades de su tristeza estando tan desesperada.

Por supuesto, Ben ya no era capaz de adivinar hasta el último de sus pensamientos, como en otro tiempo había ocurrido. En aquel mismo instante estaba lesionada, herida… y él no podía poner más carga sobre sus hombros hablándole de Asada.

No, Asada era su propia cruz.

Salió de la terminal y el calor agotó sus energías. O quizá fuera el hecho de estar allí.

Su propia culpa.

Con un suspiro, Ben se colgó la bolsa de viaje en el hombro y se dirigió hacia los coches de alquiler, resignado a asumir su destino.

Para Rachel, South Village era su dulce hogar. Su vida. En unos pocos kilómetros cuadrados, uno podía comer en un restaurante propiedad de cualquier celebridad, ver lo último de la temporada teatral, tomarse una copa, comprar un regalo en una librería o una tienda original o, simplemente, pasear por las calles tomando cafés con hielo y disfrutando de sus vistas.

Pero no eran esos los motivos por los que Rachel adoraba aquella ciudad. En ella podía estar rodeada de gente. Podía perderse en medio de la multitud. Sencillamente, podía limitarse a ser.

Allí había podido permitirse el lujo de poder conocer un lugar al dedillo por primera vez en su vida.

Ella vivía en North Union Street, justo en el corazón de la ciudad. A la izquierda tenía el One North Union, un viejo hotel que había sido remodelado para albergar en su interior una serie de galerías de arte. A la derecha continuaba la que había sido la oficina del sheriff en los tiempos del antiguo Oeste y que en aquel momento era la casa de su vecino. En el otro lado estaba el mercado Tanner, prácticamente oculto tras un patio de ladrillo rebosante de flores y fuentes.

Para Rachel, lo mejor de aquella manzana de edificios era su casa. Gracias al éxito de Gracie, había podido comprarse cinco años atrás el viejo parque de bomberos. Era un edificio de ladrillo de tres pisos que ya había sido remodelado para ser utilizado como vivienda, pero que Rachel y Emily habían personalizado todavía más, convirtiéndolo en un verdadero hogar. Cada pared, cada suelo, cada mueble, había sido elegido con amor.

Aquella era la primera casa verdadera de Rachel. En ella había vivido más tiempo que en ningún otro lugar y, si por ella fuera, sería la última.

En aquel momento, Rachel estaba sentada en una silla de ruedas que se había prometido no necesitar para el final del día. Miró a su alrededor. Había pasado casi una semana desde que le habían prometido sacarla del hospital, y, por fin, después de varias sesiones de rehabilitación y una larga discusión con el médico, estaba en casa.

Y, sorprendentemente, comenzaba a notar cómo iban mejorando sus huesos. Por el mero hecho de estar en casa, pensó, sentada en medio de un enorme y espacioso cuarto de estar que en otro tiempo había albergado a los bomberos. Un mes y medio atrás, había estado en ese mismo lugar, mirando hacia la calle, viendo a la gente pasar, hablar y reír. Viendo a la gente vivir. Adoraba estar allí, en medio de aquel caos tan organizado. Allí estaba en su lugar. Segura. Solas ella y Emily.

En aquel momento, recién llegada del hospital, estaba esperando a su enfermera y diciéndose que se desharía de ella en cuanto fuera posible.

– Hola, mamá -Emily se acercó por detrás y le colocó un chal sobre los hombros.

Rachel ni siquiera se había dado cuenta de que tenía frío, pero advirtió entonces que le temblaban los brazos y las piernas. Su cerebro todavía fallaba algunas veces y la horrorizaba su falta de control. La mano le temblaba cuando la posaba sobre el muslo y sus hombros se desplomaban, intensificando su dolor… Y eso que no llevaba sentada ni cinco minutos.

Para una mujer acostumbrada a correr un par de kilómetros antes de desayunar, dedicar el resto del día a trabajar y jugar al frontón por las tardes con su hija, la falta de energía era desmoralizadora.

Estaba tan desanimada que apenas podía soportarlo. Quería saltar, quería correr por su casa y ver cada una de aquellas habitaciones que había conseguido hacer suyas. Quería subir al estudio y acariciar los lápices de colores y el papel en blanco. Quería dibujar, pintar, gritar… Quería hacer cualquier cosa que no fuera permanecer allí sentada, absolutamente impotente. La impotencia la hacía sentirse de nuevo como una niña.

Como esa niña que había tenido dinero y toda clase de privilegios materiales. Que lo había tenido todo, salvo la estabilidad y la seguridad que tanto significaban para ella. Su padre había pasado toda su vida de adulto preocupado por sus empresas y ganando dinero. Pero en su vida no había habido risas, y tampoco amor.

Melanie, la mayor de las dos hermanas, normalmente acaparaba toda la atención de sus padres, dada su natural inclinación a buscarse problemas. Aun así, disfrutaba de aquella vida nómada y hacía amistades con facilidad, especialmente entre el sector masculino.

Rachel no. A medida que iban pasando los años, se había prometido a sí misma que algún día tendría su propio hogar y nunca se movería de allí. Cuando estaba en el último año del instituto, su padre se había mudado a South Village y, cuando Rachel se había graduado, sus padres habían decidido que ya era hora de volver a mudarse.

Pero ella, cautivada por aquella ciudad, se había quedado. Había utilizado los contactos de su familia para conseguir trabajo como dibujante en uno de los diarios de la ciudad y por las noches estudiaba arte. El resto era historia.

Su dulce hogar.

– ¿Mamá? -Emily se arrodilló delante de ella-. Es normal que estés cansada. ¿No te lo han dicho los médicos? El trayecto hasta casa ha supuesto un gran esfuerzo para ti.

– Sí -Rachel sentía la urgente necesidad de tirar algo o de echarse a llorar.

Pero aunque su hija había cambiado mucho, no quería hacer nada que pudiera afectarla.

– ¿Quieres tumbarte un rato?

– Me gustaría no tener que volver a tumbarme jamás en mi vida.

Emily soltó una carcajada.

– No te preocupes, dentro de nada estarás gritándome para que salga a jugar fuera de casa y deje de hacer deberes.

Rachel suspiró. Era lo único que podía hacer.

– Estoy orgullosa de tus notas, Emily, pero eres demasiado joven para estudiar tanto.

– Me gusta estudiar.

– Pero…

Rachel frunció el ceño como si la idea acabara de escapársele de la cabeza. Frustrada, cerró los ojos e intentó concentrarse, pero no sirvió de nada. No podía recordar lo que había estado a punto de decir.

– De verdad lo odio. ¿Cómo voy a gritarte si ni siquiera soy capaz de retener un pensamiento en mi cabeza?

– Será cuestión de practicar -le aseguró Emily.

En ese momento sonó el timbre de la puerta y la sonrisa de Emily se desvaneció. Su saludable rostro pareció apagarse mientras fijaba la mirada en la puerta.

– Es la enfermera -dijo Rachel mirando la puerta con una expresión que imaginaba idéntica a la de su hija.

– Llega muy pronto -Emily se mordisqueó una ya suficientemente roída uña.

Desde luego, el grito tendría que esperar, porque Emily parecía mucho más nerviosa que ella.

– Oh, cariño, estaré bien -tendría que estarlo-. Además, es algo temporal, ¿recuerdas?

– Sí, eh… yo que tú procuraría no olvidarlo.

Rachel necesitaba abrazar en aquel momento a su hija. Así que se movió para hacer justo eso, pero el dolor que laceraba su cuerpo le recordó que no podía hacer nada al calor del momento. Mientras se reclinaba de nuevo en la silla, tomó aire y lo soltó lentamente.

– ¿Mamá?

– Estoy bien -relativamente, por supuesto-. Acabemos cuanto antes con esto. Estoy segura de que Mel y tú habéis hecho un gran trabajo a la hora de seleccionar a la enfermera.

– Eh… probablemente éste sea un buen momento para comentar que la tía Mel no ha tenido nada que ver con esto -Emily continuó mordiéndose la uña y mirando hacia la puerta con una curiosa mezcla de miedo y alegría-. Ella no lo sabe, nadie tiene ni idea…

El timbre volvió a sonar, seguido en aquella ocasión de tres golpes a la puerta.

Una enfermera impaciente. Magnífico.

Emily alzó la barbilla y se dirigió hacia la puerta. Pero a medio camino se detuvo. Rápida como una bala, corrió de nuevo hacia Rachel, le dio un beso en la mejilla y le dirigió una temblorosa sonrisa.

– Lo siento, ¿de acuerdo? -se dirigió a grandes zancadas hacia la puerta y la abrió.

En la puerta, con el hombro apoyado en el umbral y la cabeza inclinada mientras esperaba con una tensión apenas contenida, estaba un hombre al que Rachel pensaba no volver a ver en su vida.

Ben Asher alzó la cabeza y buscó sus ojos.

– Hola, Rachel.

Había ido. Había vuelto. Y, por increíble que pareciera, en lo único que Rachel podía pensar era en su falta de pelo. Alzó su débil y tembloroso brazo y buscó la gorra que le servía para esconder su calvicie.

– Tú.

– Sí, yo -Ben se enderezó y, sin que nadie lo invitara, entró en la casa y dejó caer la bolsa en el suelo. Después, avanzó hasta Emily para darle un enorme abrazo.

– Hola, cariño.

– Hola, papá -le devolvió el abrazo, se separó de él y sonrió.

Más grande que la propia vida, Ben permanecía en el vestíbulo, con las manos en las caderas y mirando con franca curiosidad aquella espaciosa habitación con las paredes de ladrillo, los suelos de madera y una barra en el centro.

– Mamá -Emily se humedeció los labios mientras miraba alternativamente a sus padres-. Yo le pedí a papá que viniera.

Ben miró a su hija arqueando una ceja y Rachel no pudo menos de preguntarse si Emily se lo habría pedido o se lo habría suplicado.

¿Pero realmente importaba? Ben no había ido hasta allí por ella, había ido por Emily. Y el hecho de que, durante un fugaz y humillante segundo hubiera sido capaz de pensar otra cosa, era algo que estaba más allá de su capacidad de comprensión. Cerró los ojos, pero la imagen de Ben continuaba indeleblemente grabada en su cerebro. Era tan igual, pero al mismo tiempo tan distinto a como lo recordaba que, sencillamente, se había quedado sin respiración.

Ben siempre tenía un efecto idéntico en ella cuando Rachel tenía diecisiete años y él era todo su mundo. Dios, ¿de verdad había sido tan joven? Hasta entonces pensaba que el dolor no podía ser peor, pero le bastaba mirar a Ben para sentir que no era más que un barril de pólvora a punto de explotar.

– No quiero que estés aquí -dijo con calma.

Ni siquiera unos minutos. Quería que se fuera para poder concentrarse en la enfermera que todavía tenía que llegar.

Ben curvó los labios en una sonrisa, acordándose de Emily.

– Comprendo lo que sientes, créeme -sin apartar la mirada de Rachel, alargó el brazo, para abrazar de nuevo a su hija.

– ¿Cómo llevas todo esto, Emily?

La voz. Su rostro, aquel semblante de facciones duras, bronceado, enmarcado por aquel pelo castaño aclarado por el sol, un pelo en el que a Rachel le encantaba hundir los dedos. Continuaba llevándolo ligeramente largo, con aquel desaliño que indicaba que utilizaba con más frecuencia los dedos que el peine para domesticarlo. Llevaba la ropa limpia, sin ninguna característica distintiva, permitiéndole continuar siendo un camaleón capaz de adaptarse a cualquier circunstancia. Aun así, emanaba de él un aura de fuerza y confianza y Rachel sólo era capaz de mirarlo fijamente.

¿Habían pasado trece años desde la última vez que lo había visto? ¿Y por qué de pronto se sentía como si lo hubiera visto el día anterior?

Sus movimientos, mientras abrazaba a su hija y se adentraba en la habitación, eran fluidos y ágiles como no lo eran los suyos. Los músculos se dibujaban bajo la camiseta y los vaqueros gastados, recordándole a Rachel su propia debilidad. Pero sus ojos, que continuaban sosteniendo su mirada, reflejaban la misma incomodidad.

Por fin, Ben rompió aquel contacto visual para mirar a Emily.

– Dime que se lo preguntaste a tu madre antes de llamarme.

– ¿Preguntarme qué? -a Rachel comenzó a latirle violentamente el corazón en el pecho.

Ben sacudió la cabeza mirando a Emily, el amor y la irritación empañaban su mirada.

– Cobarde -la regañó suavemente.

Emily se encogió de hombros y le dirigió la más triste y patética de las miradas.

Con un suave sonido en el que se mezclaban el enfado y el amor, Ben soltó a Emily, se acercó a Rachel a grandes zancadas y se puso en cuclillas ante la silla de ruedas con tanta facilidad que Rachel lo habría pateado.

Si hubiera podido levantar la pierna enyesada.

Ben llevaba barba de un día, pero eso no ocultaba la belleza de sus pómulos ni la fuerza de su ancha mandíbula. Tenía una boca de labios llenos y, Rachel tenía que admitirlo, continuaba siendo sexy como el infierno. Lo que no comprendía era cómo, después de tanto tiempo, podía estar fijándose en aquellos detalles.

– Tienes un aspecto infernal -le dijo a Rachel.

– Exacto, he estado en el infierno.

Asintiendo lentamente, Ben alargó el brazo y acarició sus dedos pálidos con sus manos callosas y oscurecidas por el sol. Rachel sintió una sacudida en todo el cuerpo. Y, si su casi imperceptible respingo significaba algo, también la había sentido Ben.

– Siento que estés herida -le dijo.

Era sincero; formaba parte de su naturaleza. Ocultar sus sentimientos no formaba parte de su código genético. Lo que hacía que su compasión fuera más de lo que Rachel podía soportar.

– No me compadezcas.

El asombro cruzó el rostro de Ben.

– No me atrevería.

Al estar prisionera, los sentidos de Rachel parecían haberse aguzado. Especialmente el del olfato. El aroma de Ben llegó hasta ella, cálido, limpio, masculino y tan dolorosamente familiar que su pituitaria se enardeció, como si quisiera atraparlo. Ben siempre había sido una inquietante combinación de sensualidad, pasión, fuego y entusiasmo por la vida.

Y no había cambiado nada.

Pero ella sí. Era más dura. Impenetrable.

– ¿Tienes muchos dolores? -le preguntó Ben, tan perspicaz como siempre.

Diablos, sí, porque le bastaba mirarlo para que afloraran los recuerdos más dolorosos. Para que recordara todos sus fracasos.

– No quiero que estés a… aquí -tartamudeó en la última palabra. Que su cerebro le fallara otra vez era el último insulto. Y todo era culpa de Ben, se dijo, mientras lo fulminaba con la mirada.

Ben apretó los labios mientras la miraba, frotándose la barbilla. El suave sonido de aquel roce parecía encontrar eco en el vientre de Rachel. Dios, lo recordaba exactamente así, mirándola, viendo a través de ella, adivinando su interior. Rachel siempre había estado convencida de que Ben era capaz de ver mucho más de lo que ella quería que viera.

Lo cual estaba directamente relacionado con el motivo por el que le había pedido que se marchara.

– Esta vez no puedo irme, Rachel -su voz tenía un tono de disculpa y reflejaba una frustración idéntica a la suya-. Le prometí a Emily que me quedaría.

Rachel desvió la mirada hacia su hija, que permanecía detrás de su padre, retorciéndose las manos y mordiéndose el labio.

– Por eso te he dicho antes que lo sentía, mamá -aclaró Emily rápidamente-. Y lo sé, lo sé. Sé que probablemente estaré castigada durante un mes.

– De por vida.

– Sí, bueno -Emily rió nerviosa-, me lo merezco.

– No, no se lo merece -Ben sacudió la cabeza mirando a Rachel-. Estaba asustada y preocupada por ti. Y quería que estuviera aquí.

– Para hacer contigo uno de esos viajes mientras yo me recupero. Estupendo. Magnífico. Muchas gracias.

– No tienes que darme las gracias por ocuparme de mi hija. Ella lo es todo para mí.

– Yo pensaba que lo era tu cámara.

Aquella respuesta provocó un sorprendido silencio.

– ¿De verdad es eso lo que piensas?

El presente y el pasado se fundían, y, por un momento, Rachel no fue capaz de decir dónde estaba ni cuándo. Ben siempre iba con su cámara al cuello. Y tenía un talento especial para capturar el alma y el corazón de cualquier cosa. A los diecisiete años ya estaba decidido a utilizar su talento para abrirse camino, sabía que no tenía muchas posibilidades, pero no estaba dispuesto a renunciar a ninguna.

Ben nunca renunciaba.

A diferencia de Ben, Rachel libraba sus propias batallas de manera diferente, en su fuero interno, pero no quería herirlo.

– Lo siento, sé que quieres a Emily.

– Por supuesto que la quiero. Y ella nos necesita a los dos.

– De todas formas, ahora no puedes llevártela porque las vacaciones de verano no empiezan hasta dentro de un mes.

Emily no pareció aliviada, eso fue lo primero en lo que se fijó Rachel. Y lo segundo fue la mirada directa y preocupada de Ben.

– No. No -exclamó al comprender por fin la verdad.

– Me lo temía, no sabías nada -dijo Ben llanamente, a pesar de que sus ojos expresaban la agitación de sus sentimientos-. Pero voy a quedarme, por lo menos hasta que puedas valerte por ti misma.

– ¿Eres tú el que me va ayudar hasta que me recupere?

– Sí.

Estando tan cansada, continuar comportándose de manera civilizada era difícil. Pero con aquellos dolores y sabiéndose traicionada por su propia hija, la tarea era, sencillamente, imposible.

– Preferiría pasar la convalecencia en el hospital.

Emily se acercó a ella.

– Mamá.

Ya se encargaría de la traición de Emily más adelante.

– Lo digo en serio.

– Estupendo -Ben se levantó con un rápido movimiento y bajó la mirada hacia ella desde su gran altura. En aquella ocasión, su expresión era inescrutable-. Yo mismo te llevaré.

– ¿Ahora? -gimió Rachel.

– Sí, ahora. No quieres que esté aquí, así que tú tampoco puedes quedarte. Porque no esperarás que Emily soporte toda esta carga…

– No, por supuesto que no -había dicho que era una carga. Adorable.

– Bueno, entonces… -se colocó tras ella y agarró la silla.

Era capaz de hacerlo, decidió Rachel. Y lo haría. Porque una de las cosas que recordaba claramente de él era que no le gustaban los faroles. ¿No lo había aprendido años atrás, cuando ella había dejado que su miedo a la intimidad la anulara y le había pedido que se alejara para siempre de su vida? Y Ben había hecho exactamente eso: marcharse sin mirar atrás.

Antes de que pudiera volver a tomar aire, la silla se detuvo. Y una vez más, Ben llenó todo su campo de visión.

– ¿Vas a comportarte como una niña? Porque si es así, perfecto. Nos quedaremos aquí tú y yo.

– Habría preferido quedarme con Atila -musitó.

– Probablemente -reconoció él de mal humor-, pero le he hecho a Emily una promesa.

Y aunque era capaz de muchas cosas, algo que jamás haría era faltar a su palabra.

– Es una locura. No podemos estar juntos, sería…

– ¿Como en los viejos tiempos? -se burló Ben.

La miró sin pestañear, haciéndole recordar exactamente lo bien que habían llegado a estar juntos.

– No tienes idea de lo que es esto -musitó Rachel.

– ¿Te refieres a verte obligado a renunciar a todo por las circunstancias? Sí, sé lo que es -rió con dureza-. Yo me crié de esa manera.

– Ben…

– Olvídalo, eso no cambia nada -se colocó enfrente de la silla, apoyando las manos en los apoyabrazos-. Pero soy un hombre justo, de modo que te ofreceré un trato.

El traicionero cuerpo de Rachel deseaba realmente que se acercara más. Lo miró con recelo.

– ¿Qué trato?

– En cuanto seas capaz de echarme de una patada, me iré. ¿Qué tienes que decir a eso?

Ambos sabían que ni siquiera en su mejor momento físico sería capaz de echarlo físicamente si él no quería moverse.

– ¿Trato hecho?

Una vez más, el pasado y el presente se fundieron, dejándola pestañeando con fiereza para apartar las lágrimas de frustración. No lloraría, no iba a llorar delante de aquel hombre irritante e irracional.

– Trato hecho. Pero sólo porque muy pronto estaré mejor.

– Créeme -contestó Ben, incorporándose con un ágil movimiento-, cuento con ello.

Capítulo 4

Ben fingía ser capaz de respirar en aquella enorme casa en la que no era bienvenido, e incluso conseguía sonreír cuando veía aparecer a Emily.

Pero no podía quitarse de la cabeza el hecho de que estaba allí. De que había puesto un pie en South Village y no había explotado por el impacto. De que había visto a Rachel y había sentido… algo. Ella también lo había sentido, pero a la luz de su actitud, no le había gustado más que a él.

Aquel antiguo parque de bomberos restaurado era interesante, si a alguien le gustaban los espacios amplios y abiertos. Las habitaciones tenían los techos altos y había ventanas por todas partes, ofreciendo interesantes vistas de una ciudad que parecía no dormir nunca. Había una barra justo en el centro de la vivienda y una escalera de caracol de hierro forjado. Las alfombras adornaban los suelos de madera y objetos de artesanía procedentes de todos los rincones del mundo decoraban las paredes, de las que también colgaban algunas fotografías.

Ninguna de ellas suya. Ben no pudo evitar notarlo. Pero no le importaba. Había llegado a aquella casa con una barrera mental de diez metros de espesor que le permitiera mantener a Rachel fuera de su cabeza y, sin lugar a dudas, Rachel había hecho lo mismo con él. No se le daba mal levantar muros. Diablos, era una experta en levantar muros.

Los muebles eran nuevos, elegidos con gusto, y muy de Rachel. En otras palabras, caros. Aun así, podía ver a Emily corriendo por las habitaciones y deslizándose por la barra para desplazarse de un piso a otro, disfrutando de un verdadero hogar.

– ¿De verdad te vas a quedar en casa? -le preguntó Emily.

A Ben se le encogieron las entrañas al advertir el tono esperanzado de su voz. Él había pasado la mayor parte de su infancia en South Village, intentando salir de allí, y toda su vida de adulto intentando olvidar aquel lugar.

Y acababa de volver, por un período de tiempo indefinido.

Dejó sus cosas encima de la cama de la que iba a ser su habitación y se volvió hacia ella.

– Sí -al ver su expresión de inseguridad, abrió los brazos y suspiró aliviado cuando Emily corrió a su encuentro.

– Sabía que lo harías -posó la cabeza en su pecho y sonrió-. Y también que nunca has roto una promesa, pero quería oírtelo decir otra vez.

Dios, era tan pequeña. Y tan inteligente, que Ben a veces olvidaba su edad. Un sincero alivio fluyó en su interior al saber que había sido capaz de ofrecerle algo más que sus habituales llamadas telefónicas.

– Me quedaré todo el tiempo que sea necesario -le prometió, pensando en Asada. Había ido a ver al agente Brewer, pero no había habido ninguna novedad.

De modo que se concentraría en el presente, en el aspecto de Rachel y en cómo era capaz de hacer que dejara de latirle el corazón con sólo mirarlo, y en lo increíblemente bien que se sentía abrazando a su hija… Dios, su hija. Se extrañó al sentir un dolor intenso en el pecho. ¿Por qué amar dolía tanto?

– ¿Qué te parece eso?

Una enorme sonrisa iluminó el rostro de Emily y aquel extraño dolor cesó.

Con el rostro sonrojado por la felicidad, Emily se marchó bailando hacia la puerta, todo brazos y piernas. Y, por un instante, Ben perdió el sentido del tiempo e imaginó a Rachel tal como era trece años atrás.

Ella también era todo brazos y piernas, recordó. Y el dolor regresó con más intensidad que la vez anterior. Qué triste época había sido aquella en la que, siendo sólo un niño, había tenido que luchar con todas sus fuerzas para sobrevivir.

Y Rachel había sido su esperanza.

Como lo era Emily en aquel momento.

– Esta noche cocinaré yo -anunció la niña con orgullo-. Y será una cena de celebración: hamburguesas y queso.

– ¿De celebración? -dudaba que a Rachel le apeteciera.

Su otrora cremosa piel parecía casi transparente por el cansancio. Apenas era capaz de mantener la cabeza erguida mientras fijaba aquellos ojos enormes y enfadados en él. Si Ben no hubiera estado tan tenso por el mero hecho de estar allí, le habría roto el corazón.

– No sé si ésta será una buena noche…

– Es una noche perfecta -le aseguró Emily-. Mamá está donde quiere estar y yo os tengo a los dos en el mismo lugar.

Oh, oh. Ben podría no saber mucho sobre los intrincados funcionamientos de la mente femenina, pero reconocía las señales de advertencia cuando atronaban en su cerebro.

Y en aquel momento, estaban sonando las campanas de alarma.

– Sabes que estoy aquí porque has conseguido, sólo Dios sabe cómo, hacerle una jugarreta a tu madre -y porque un hombre loco quería destruirlo-, no porque ella y yo hayamos vuelto a estar juntos.

Emily hizo un puchero.

– ¿Estás enfadado conmigo?

Andando Asada suelto, habría tenido que ir de todas formas.

– No -contestó con sinceridad.

– Mamá está enfadada.

– Ya me lo imagino. Em… dime que sabes que esto es algo temporal.

– Tú espera -giró de nuevo y ejecutó una suerte de movimiento de ballet que hizo que Ben bizqueara intentando seguirla-, te va a gustar tanto estar aquí, que no querrás dejarnos nunca.

– Em…

– Tengo que irme a preparar la cena.

Y sin más, desapareció, dejando a Ben pestañeando tras ella.

Aquella vez iba a hacer las cosas bien, se aseguró Ben mientras se sentaba en la cama. Aunque sintiera que se estaba ahogando, haría las cosas bien. No saldría corriendo para perderse en cualquier selva. Ni en la refriega de alguna guerrilla. Ni en algún desierto perdido. En aquella ocasión, su cámara tendría que esperar.

Se metió la mano en el bolsillo y sacó una copia de la segunda carta que había recibido de Asada.

La policía tenía el original, otro pedazo de papel meticulosamente escrito. En contraste con la blancura del papel, el texto era suficientemente repugnante como para hacerle vomitar.

Querido Ben:

Al igual que tú has arruinado mi vida, yo arruinaré la tuya.

Tú más fiel enemigo, Manuel Asada.

La policía de Sudamérica estaba completamente del lado de Ben. Asada se había fugado y eso no sólo suponía una situación embarazosa, sino también una terrible amenaza. Si no lo encontraban, sólo era cuestión de tiempo el que iniciara un nuevo fraude y matara con el fin de proteger su negocio.

O llegara hasta allí para obtener venganza… Si es que no lo había hecho todavía. Porque Ben tenía la terrible certeza de que Asada era el responsable del accidente de Rachel.

Pero no volvería a ocurrir.

Con el tiempo, tendría que explicar el porqué de la vigilancia policial a la casa en la que Rachel y Emily vivían. Pero, tras haber conocido la dimensión de sus lesiones, estaba más convencido que nunca de que Rachel no debería saber nada hasta que no estuviera más fuerte.

Además, ¿cómo iba a explicarles a su hija y a aquella mujer que lo odiaba que había puesto sus vidas en peligro? ¿Que había por allí fuera un loco que las buscaba? Eso haría a Rachel más dependiente de él, algo que ella odiaría con cada fibra de su ser.

Fuera o no lo correcto, tendría que esperar. Y, mientras tanto, seguiría intentando protegerlas, algo que nunca había sido capaz de hacer, según Rachel.

Ben encontró a Rachel en el mismo lugar en el que la había dejado, sentada en su silla, en medio del espacioso salón, frente a los ventanales. Aquella horrible gorra continuaba en su cabeza. Llevaba la pierna y el brazo derecho escayolados. Ben sabía que tenía varias costillas rotas y que permanecer allí sentada durante tanto tiempo debía ser una tortura. Pero también sabía que debía ser muy doloroso cambiar de posición.

Rachel debería haber tenido un aspecto miserable. Patético al menos.

Y, sin embargo, continuaba tan hermosa como siempre. Quizá más. A pesar de las heridas, su rostro continuaba siendo aristocrático, su piel tersa. Su cuerpo, lo poquito que podía ver de él, seguía siendo ligero, esbelto. Y deseable.

Ben podía recordar vividamente una noche de muchos años atrás. Estaban los dos sentados en un rincón aislado del jardín botánico. La larga melena de Rachel acariciaba su brazo y su cuerpo suave se extendía bajo el suyo sobre la hierba. Sus ojos enormes se fundían con los de Ben, llenos de calor, miedo y esperanza, mientras se entregaba por vez primera a él. Aquella también había sido la primera vez para Ben y, a pesar de que su método anticonceptivo había fallado, el preservativo se les había roto, jamás había vuelto a experimentar nada como lo que había vivido entonces.

– ¿Qué ha pasado con la persona que te atropello? -preguntó Ben, caminando hacia ella.

– No la han encontrado.

Ben tomó aire. Sí, había sido Asada. Y Emily podía ser la siguiente.

El estómago se le revolvió mientras añadía una cosa más a la lista de sus fracasos. No servía para nada, le decían en el hogar de acogida. Y era completamente cierto.

Ajena al infierno particular de Ben, Rachel bajó la mirada hacia sus propias manos y dijo lentamente:

– Preferiría pensar que el conductor se dio a la fuga por miedo después de atropellarme a creer que alguien se equivocó. Esta tortura no sería menor si destruyeran además la vida de otra persona.

Ben no olvidaba que Rachel le había destrozado a él la vida. Cuando había terminado con él, Ben se había sentido tan golpeado y herido como lo estaba ella en aquel momento, aunque en su caso, las heridas fueran invisibles.

¿De verdad no sentía nada cuando lo miraba? ¿Pero por qué tenía que importarle? ¿Acaso sentía él algo cuando la miraba a ella?

Sí, podía admitirlo, sentía algo. Principalmente enfado y humillación. A Rachel le habían enseñado a no expresar sus sentimientos, pero, de alguna manera, Ben había conseguido que se abriera a él. Aquello había sido como ver abrirse una flor. Habían sido dos almas solitarias dispuestas a fundirse en una, pero Rachel lo había tirado todo por la borda con una facilidad que todavía lo estremecía.

Dios, pero era algo más que el enfado lo que necesitaba para mantener las distancias. Se aseguraría de que se encontraba bien, después iría a hacer algunas llamadas para informarse del accidente y procuraría no acercarse mucho a ella hasta que pudiera marcharse. Pero cuando dio un paso adelante, reparó en su triste expresión y en la palidez de su rostro y advirtió alarmado que estaba temblando por el esfuerzo que hacía para permanecer sentada.

– Eh, ya va siendo hora de que te eches un rato en la cama.

Rachel no contestó, lo que le hizo sentirse a Ben como un intruso que no era bienvenido. Se colocó en su línea de visión y alargó la mano hacia la gorra que protegía su cabeza.

– No -como si hubiera vuelto de pronto a la vida, Rachel alzó el brazo y dejó la gorra donde estaba.

– Quiero verte los ojos -era mentira, quería ver si su melena continuaba siendo tan rubia y gloriosamente ondulada como antes.

– ¿Por qué?

– Quiero verte tal como eres, quiero ver lo que estás pensando.

– Estoy pensando que me gustaría que te marcharas.

Ben no pudo evitarlo; se echó a reír. O se reía, o perdía por completo el control. «Vete, Benny, vete de aquí Ben».

– Acabo de acordarme de una de las cosas que más admiraba de ti -musitó-. Eres testaruda como un toro -se colocó tras ella y agarró la silla-. Y parece que nada ha cambiado. Vamos.

Pero en cuanto comenzó a empujar la silla hacia delante, Rachel colocó su mano buena sobre la rueda.

Temiendo hacerle daño, Ben se detuvo.

– Voy a llevarte a tu habitación para que te tumbes y descanses, maldita sea. Estás tan cansada que estás temblando. Tienes ojeras, no has comido nada y…

– Eres mi enfermero, no mi madre.

Ben bajó la mirada hacia ella.

– Bien, como ambos sabemos el excelente trabajo que hizo tu madre, creo que sería preferible dejarla fuera de todo esto.

– ¡Cómo te atreves a echarme mi pasado en cara! Tú, sobre todo.

Oh, claro que se atrevía, y era lógico que a ella le irritara. Su pasado era precisamente lo que los había unido. Y era también el pasado el que muchas veces lo mantenía despierto, recordando su calor y su pasión.

Su pasado en común era una de las cumbres emocionales de su vida, por patético que resultara admitirlo.

– Pues como enfermero te digo que te quites esa gorra estúpida -y antes de que Rachel pudiera reaccionar, le quitó la gorra.

Y se quedó helado.

La sedosa melena de Rachel había desaparecido, dejando en su lugar una cabeza rapada en la que se distinguía claramente la cicatriz de la operación.

– Rachel, Dios mío -susurró Ben horrorizado por la dimensión de lo que había tenido que pasar.

Apretando aquella gorra ridícula contra su pecho, giró la silla para poder mirarla a los ojos, preparándose mientras lo hacía para odiarse a sí mismo por haberla hecho llorar.

Pero había olvidado que para Rachel llorar en público era algo inaceptable. Y llorar delante de él equivaldría al desastre.

De modo que, tan regia como siempre, permanecía absolutamente tranquila, con la cabeza bien alta y dirigiéndole una fiera mirada.

– Te… te odio.

Sí, y él la creía. Se lo merecía incluso más de lo que la propia Rachel sabía. Volvió a colocarle la gorra en la cabeza, rozando al hacerlo la cálida piel de su cuello.

– Lo siento.

– Vete.

– Rachel…

– ¡No! ¡No me mires siquiera!

Su piel se había enrojecido peligrosamente y Ben comprendió entonces que Rachel pensaba que la visión de su cabeza le había repugnado.

– No, espera. Dios mío, Rachel… -tomó aire-. Mira, estoy horrorizado por lo que has tenido que pasar, no por el aspecto que tienes. Estás…

Deslumbrante, era lo único que podía pensar mientras fijaba la mirada en aquellos enormes y adorables ojos. La veía valiente, encantadora y deseable. Pero Rachel nunca le creería.

– Viva, Rachel, estás viva. ¿Y no es eso lo único que importa?

Rachel no dijo una sola palabra, pero su pecho se elevaba y descendía al ritmo de su agitada respiración. Y, siendo un hombre débil, Ben fijaba en aquel pecho sus ojos, hechizado por los sorprendentemente sensuales montículos de sus senos.

– Querías decir fea -susurró Rachel.

De la garganta de Ben escapó un gemido que no fue capaz de controlar.

– No, definitivamente, no era eso lo que quería decir -volvió a tomar aire y sacudió la cabeza-. Te equivocas, estás muy equivocada.

– Ahora vete.

Perseguido por aquellas dolorosamente familiares palabras, Ben juró suavemente, luchó contra los demonios que lo urgían a hacer exactamente lo que le pedía y volvió a colocar las manos sobre la silla.

– Vámonos de aquí.

– ¿Adonde?

– A donde debería haberte llevado en cuanto he llegado. A la cama.

Desde lo alto del piso de arriba, tumbada al borde de la escalera, Emily espiaba a sus padres. Aquel no había sido el jubiloso encuentro que había imaginado. Pero ya no era una niña. Sabía que la vida no tenía por qué ser fácil. Y todavía estaba a tiempo de arreglar aquello. Podía hacerlo. Si sus padres no se habían alegrado de volver a verse, ella intentaría hacerlos felices. Por difícil que pudiera parecer.

Durante toda su vida le habían dicho lo extraordinariamente inteligente que era. Ella adoraba esa palabra: «extraordinariamente», sobre todo porque cuando se miraba en el espejo lo único que veía era aquel pelo rizado que ningún gel podía dominar, demasiadas pecas y una sonrisa estúpida. ¿Qué tenía ella de extraordinario? Quizá cuando le crecieran los senos tuviera algo de lo que jactarse, pero, ¿qué ocurriría si nunca le crecían y al final tenía que operarse, como su tía Mel?

Su madre le decía que lo que tenía de extraordinario era su cerebro, que funcionaba como una máquina bien engrasada. Pues bien, ya había hecho un buen uso de él consiguiendo que sus padres volvieran a estar juntos y no podía desperdiciar aquel esfuerzo.

Lo único que tenía que conseguir era que volvieran a enamorarse. Desgraciadamente, sabía muy poco sobre aquel sentimiento en particular.

Desesperada, acababa de llamar su tía. Pensando que como Mel había tenido tantos novios, podría darle muchísimas ideas, Emily le había dicho que estaba pidiendo consejo para una amiga, pero Mel se había echado a reír y le había contestado que tanto sus amigas como ella todavía eran muy jóvenes para el amor.

Gracias, tía Mel.

Abajo, en el cuarto de estar, su padre estaba empujando la silla de ruedas. Su rostro había perdido parte de su habitual despreocupación y había cedido el paso a una tensión que la estremeció.

¿Qué ocurriría? Bueno, además de todo lo que ya sabía que estaba pasando.

La expresión de su madre, tensa y malhumorada, no la sorprendía lo más mínimo. Sabía que iba a recibir un castigo serio. Probablemente tendría que lavar los platos durante un mes, quizá más. Y seguramente también perdería el privilegio de la televisión. Pero quedarse sin sus apreciados reality shows y sin la MTV era un precio muy pequeño a pagar a cambio de que sus padres volvieran a enamorarse.

Cuando desaparecieron de su vista, Emily bajó por la barra de bomberos y aterrizó en medio del cuarto de estar, intentando ignorar el cosquilleo de culpabilidad que sentía en la boca del estómago. Porque, maldita fuera, si de verdad era tan especial como todo el mundo decía, entonces debería saber qué era lo mejor para sus padres. Y lo mejor para ellos era estar juntos, en el mismo continente. Ese era el motivo por el que le había hablado a su padre de la situación en la que se encontraba su madre. Le había dicho a su tía Mel que habían contratado a una enfermera y le había hecho creer a su madre que había sido Mel la que había conseguido una enfermera.

Y, una vez había conseguido que todo el mundo hiciera lo que ella pretendía, lo único que le quedaba por hacer era dejar que las cosas rodaran por sí solas.

Manuel Asada estuvo arrastrándose por la selva brasileña durante días hasta llegar por fin a sus dominios. El agotamiento y la falta de los lujos a los que estaba acostumbrado lo habían dejado muy débil. Llevaba demasiado tiempo viajando y apenas podía pensar, pero la vista de su antigua fortaleza le dio nuevas energías.

Había sido localizada y posteriormente saqueada, por supuesto, gracias a Ben Asher. Las fuerzas de seguridad estaban persiguiéndolo como a un animal. Malditos fueran todos ellos. Su casa era apenas una sombra de lo que había sido. Los cristales de las ventanas habían desaparecido, el interior estaba destrozado, sucio, lleno de basura. Pero también por ello pagarían.

El hecho de haber podido llegar de nuevo hasta allí era un milagro. Se había salvado por los pelos. Y toda aquella experiencia: la cárcel, la huida, habían reavivado los recuerdos de una infancia sin dinero y sin amor.

Sólo por eso ya podría matar.

Sus dominios, en otros tiempos rebosantes de actividad, parecían burlarse de él en el silencio de la cada vez más oscura noche. Dios, odiaba el silencio y la oscuridad.

La mayor parte de sus subalternos habían sido también encarcelados. Dos de ellos estaban todavía temblando en los Estados Unidos, esperando sus instrucciones después de haber fracasado en el atentado contra Rachel Wellers. Había llegado el momento de volver a pensar en lo ocurrido. Por lo que sabía, aquella mujer había sufrido mucho. A Asada le gustaba aquella situación. Le gustaba mucho. Y pretendía que todos ellos tuvieran que sufrir incluso más. Muy pronto conseguiría reorganizarse.

– Carlos, este lugar está hecho un asco.

– Es que usted ha estado fuera mucho tiempo -el miedo hacía temblar la voz de Carlos.

Todo el mundo sabía lo que sentía Asada por la suciedad, hasta qué punto lo enfurecía. Y el hecho de que hubiera sido tratado como un parásito en una repugnante celda no lo había ayudado a mejorar. Y tampoco haber tenido que estar huyendo desde entonces.

No podían entrar en la casa, había hombres vigilándola. Pero bajo aquella fortaleza, había un bunker secreto. En otros momentos lo habían utilizado como almacén, pero en aquellas circunstancias se convertiría en su casa.

Carlos corrió ante él mientras se dirigían hacia la puerta escondida que conducía a un tramo de escaleras. Manuel Asada esperó mientras un tembloroso Carlos utilizaba su propia camisa para quitar el polvo del pomo de la puerta. Entraron, pero no encendieron la luz. No podían hacerlo mientras continuaran buscándolo como a un perro y además, no había electricidad. Era impensable que, después de los años que había dedicado a construir su imperio estuviera sucediendo aquello. Pero sucedía.

Tendría que comenzar desde cero. Volver a los días en los que tenía que mendigar y venderse a sí mismo para obtener dinero. Con una respiración profunda, entró a grandes zancadas en aquel húmedo sótano y encendió una linterna. Después, con mucho cuidado, sacó su ordenador portátil de la mochila. Pero no lo puso en funcionamiento. Todavía no. Quería conservar la energía del generador. En cualquier caso, tendría que conectarse más tarde con Internet para comprobar lo que estaba sucediendo en los Estados Unidos.

El hecho de no poder mostrarse en público sin ser detenido lo llenaba de una furia para la que no encontraba válvula de escape. Caminó a grandes zancadas hacia una caja con materiales de oficina y sacó una hoja de papel.

– Tienes que regresar a la ciudad, preferiblemente sin que te maten, y enviar esto -le ordenó a Carlos.

– Señor, tanto los demás como yo estamos preguntándonos cuándo van a pagarnos…

Los demás eran un puñado de hombres igualmente patéticos que deberían ser colgados por haber dejado que le ocurriera algo tan terrible a su salvador.

– Vete antes de que me harte de ti.

– Sí, pero…

– Vete y no vuelvas hasta que en este lugar no quede una sola mota de polvo.

– Sí.

Y en cuanto se quedó a solas, Manuel comenzó a escribir:

Querido Ben…

Capítulo 5

Ben empujó la silla de Rachel hacia delante, pero se detuvo en la base de la escalera del cuarto de estar.

– ¿Dónde está tu dormitorio?

Rachel vaciló. Le parecía demasiado surrealista tener allí a Ben, tras ella, con las manos tan cerca de sus hombros. Además, Ben se inclinó para oír su respuesta, de manera que podía olerlo, sentir su calor, su fuerza…

– ¿Rachel? ¿El dormitorio?

¿Cómo era posible que estuviera Ben allí, controlando la situación, controlando su casa, después de haber pasado tantos años evitándolo?

– Esto no es necesario.

– Tu dormitorio, Rachel. O, si lo prefieres, puedo llevarte al mío -giró la silla para mirarla, de manera que Rachel no pudo evitar aquellos ojos oscuros que ya habían sido capaces de ver más allá de las defensas que ella misma había erigido.

Rachel fijó la mirada en el pendiente que llevaba Ben en la oreja e hizo todo lo que pudo para ignorar la descarada sensualidad que se desprendía de aquel hombre.

– Iremos al mío.

Rachel sintió el suspiro de Ben a través de la gorra que había vuelto a ponerse en la cabeza. Después, Ben se enderezó y puso los brazos en jarras.

– Podría ayudarme otra persona -dijo Rachel desesperadamente-. Cualquiera, no tienes por qué ser tú.

– ¿Dónde está tu dormitorio?

– En el piso de arriba -contestó Rachel con un suspiro.

Ben miró la barra y después la escalera.

– No creo que las escaleras sean el mejor camino.

– El ascensor.

– Tienes ascensor. ¿Y por qué será que no me sorprende?

Ben continuaba frente a ella, de modo que Rachel intentaba dominarse, pero continuaba sintiendo un dolor insoportable. Quería estar sola, que la dejaran en paz. Y la única manera de hacerlo era apaciguar de momento a Ben.

– Esto era un antiguo parque de bomberos que rehabilitaron como vivienda. Cuando yo vine el ascensor ya estaba.

– Lo dices como a la defensiva.

Diablos, sí, estaba a la defensiva. Siempre estaba a la defensiva. Había aprendido desde muy joven a encerrarse en sí misma y vivía felizmente en aquel vacío emocional. Hasta que había aparecido Ben y le había mostrado todas las cosas que se estaba perdiendo de su propio mundo: la pasión, la emoción. La vida. Ben la deseaba, no sólo físicamente, y nunca había dejado de demostrárselo.

La fuerza de lo que Ben había supuesto entonces, al irrumpir en su mundo frío e impersonal, la aterraba. Y por buenas razones. Las diferencias que había entre ellos habían resultado ser un puente imposible de cruzar.

«Pero tú lo cruzaste», le dijo la voz de su conciencia, «lo cruzaste y disfrutaste al hacerlo».

Ben la metió en el ascensor. Esperaron en silencio a que las puertas se cerraran. Y en el momento en el que lo hicieron, Rachel se arrepintió.

Aquel espacio era demasiado pequeño y estaba rodeado de espejos, de manera que podía verse a sí misma reducida, débil e indefensa en esa condenada silla. Y, peor aún, podía verlo a él, alto y fuerte, tras ella.

– Esto es ridículo.

– ¿Que esté yo aquí? Pues tendrás que acostumbrarte.

Aquello provocó una carcajada de Rachel, y un intenso dolor en las costillas por el esfuerzo. Se quedó sin respiración y apretó los ojos con fuerza al tiempo que ahogaba un pequeño grito.

Sintió entonces unas enormes manos en los muslos, sorprendentes por su delicadeza.

– Relájate. Respira, Rachel.

No, no iba a respirar. Porque entonces le dolería todavía más. No iba a volver a respirar ni a moverse en toda su vida.

– Ve… vete.

– Respira -repitió Ben, deslizando las manos por sus muslos-. Vamos, despacio. Aspira y expira.

Rachel obedeció y, sorprendentemente, sirvió. La ayudaba oír aquella voz, hablándole suavemente, recordándole una y otra vez que se relajara, que respirara. Abrió los ojos poco a poco y lo vio arrodillado frente a ella.

– Esto… ha sido culpa tuya.

– Sin duda alguna. Todo es culpa mía. Sigue respirando. Despacio, despacio.

Se levantó en el momento en el que las puertas del ascensor se abrieron y se apartó de ella.

– Lo que me sorprende -comentó mientras la sacaba del ascensor-, es que todavía sepas reír.

Rachel intentó fingir que aquel comentario no le había dolido más que las costillas. Claro que sabía reír. Él mismo le había enseñado. ¿Acaso lo había olvidado? ¿Había olvidado todo lo que habían llegado a ser el uno para el otro?

Permaneció en silencio mientras la conducía por aquel pasillo lleno de fotografías del pasado que empezaban con el nacimiento de Emily y continuaban reflejando la que hasta entonces había sido su vida.

Ben iba en silencio, sin decir nada y Rachel se preguntaba si estaría viendo siquiera las fotografías, si las vería y se sentiría extraño al no aparecer en ninguna de ellas. ¿Tendría la sensación de que lo habían dejado al margen?

Era extraño, pero Rachel no quería que lo sintiera. Ella tenía a Emily, el mejor regalo que le había dado la vida, su mayor alegría, gracias a Ben. Era una deuda que tenía hacia él y por eso, cada vez que se lo había pedido, le había enviado a Emily por medio de su tía Melanie.

Ella tenía aquella casa y a Emily, tenía su mundo. Un mundo estable y seguro. Ben sólo tenía una bolsa de viaje y unas cuantas cámaras. Por lo menos por lo que ella sabía. Aunque a Ben le gustaba que las cosas fueran así, o, por lo menos, hasta entonces le había gustado.

En la distancia, el hecho de que hubieran sido capaces de pasar seis meses juntos incluso resultaba sorprendente.

– ¿Rach? -Ben se inclinó sobre ella como si fuera la más frágil pieza de porcelana china-. ¿Estás bien? Estás muy callada y muy pálida.

Rozó su cuello con la ligereza de una pluma y un escalofrío recorrió la espalda de la joven. No era un escalofrío provocado por el frío, sino por algo mucho más devastador.

– Sí, estoy bien…

Otro roce de sus dedos, en aquella ocasión casi vacilante, y sin apartar los ojos de los suyos.

– Rachel, todavía está aquí. ¿No puedes sentirlo?

– Yo… -«no», quería decir, pero era ridículo mentir cuando seguramente Ben era capaz de sentir el latido de su cuerpo ante el más mínimo contacto.

– Continúas teniendo esos ojos que me derriten -musitó Ben.

Rachel esbozó una sonrisa nerviosa. Ben le devolvió la sonrisa.

– No tengo la menor idea de por qué te estoy sonriendo.

Ben enmarcó su rostro con la mano.

– No me importa, pero continúa haciéndolo.

Rachel dejó de respirar. Ben cerró la mirada sobre la suya mientras le acariciaba lentamente la barbilla con el pulgar. El cuerpo de Rachel respondió con una sacudida de placer, como si reconociera que aquel hombre, y sólo él, había sido capaz de darle los más increíbles placeres.

Ben dejó escapar un sonido de incredulidad, posó la mano en su nuca y comenzó a descender hacia sus labios.

«Muévete», se dijo Rachel. Y lo hizo, para acercar sus labios a los de Ben. Era algo impensable, incomprensible. Ben no tenía derecho a tocarla y ella no tenía derecho a desearlo, pero lo deseaba. Dios, cómo lo deseaba.

El primer roce de sus labios bastó para que sintiera que se le deshacían los huesos y con ellos el dolor. Buscando equilibrio, posó la mano derecha en el pecho de Ben. Sintió bajo su camisa el firme latir de su corazón. Y, ligeramente aturdida, se quedó mirándolo fijamente.

Ben susurró suavemente su nombre, le hizo cambiar la inclinación de la cabeza y buscó de nuevo sus labios.

La boca de Ben era cálida, firme, generosa, y tan hermosamente dadivosa que Rachel cerró los ojos y perdió la capacidad para hacer nada que no fuera sentir.

Ben acarició sus labios con la lengua.

Sobrecogida por la familiaridad y al mismo tiempo la rareza de aquella caricia, Rachel gimió, y volvió a hacerlo al sentir la lenta penetración de su lengua. Se aferró con fuerza a su camisa, invitándolo a acercarse y arrancando un gemido de lo más profundo de su garganta.

Fue un sonido crudamente sensual, pero justo entonces Ben se apartó y dejó escapar lentamente la respiración.

Rachel lo imitó, pero eso no cambiaba el hecho de que continuaba deseando mucho más.

Pero ese había sido siempre su problema, los deseos.

– Tu dormitorio -dijo Ben con cierta dureza.

– La próxima puerta.

Ben se colocó tras ella y empujó la silla. Una vez en el interior del dormitorio, se detuvo. Había una fotografía colgada de una pared que había sido tomada dos años antes. En ella aparecía Emily con un vestido de verano y una sonrisa de oreja a oreja mientras sostenía su título de graduado escolar. Sus ojos chispeaban con tanta alegría, con tanta vida, que dolía incluso mirarla. Pero Rachel desvió la mirada en cuando sintió que Ben estaba mirándola.

¿Lo habría notado? El parecido no era tanto físico, aunque también estaba allí, como de su propia esencia. Para él, ver aquella fotografía debía de haber sido como enfrentarse a un espejo.

El cielo sabía que su hija no había heredado de ella su sentido de la aventura y su amor por la vida. Hasta que no había conocido a Ben, Rachel no había conocido nada parecido a la aventura. Ben había hecho más que compartirla, de alguna manera, le había insuflado su propio ser, arrastrándola a la vida durante los meses que habían compartido.

Pero Emily… Emily había estado llena de vida desde el primer día.

– Es preciosa -dijo Ben con voz queda-, como tú.

– Ben…

– Déjame meterte en la cama -se acercó a ella-. No intentes moverte, yo te levantaré.

Rachel dejó de respirar al darse cuenta de lo que realmente significaba la presencia de Ben en aquella casa. Iba a tener que ayudarla, que mirarla.

Iba a tener que tocarla.

Antes de que el pánico se apoderara por completo de ella, Ben se dirigió hacia la cómoda y abrió un cajón. Sacudió la cabeza al ver solamente calcetines y abrió otro.

– ¿Qué buscas?

Ben sacó entonces una camisola y unas bragas de seda.

– Vaya…

Las dos prendas eran de color azul pálido, más suaves que la respiración de un bebé y el pijama preferido de Rachel. Pero entre los dedos de Ben, aquel inocente pijama parecía la prensa más atrevida que Rachel había visto en su vida.

Y, por supuesto, no pensaba ponérsela.

– Ante usabas esos camisones de franela atados hasta la barbilla, ¿te acuerdas?

– Era una niña.

Algo brilló en los ojos de Ben.

– Yo no diría tanto.

Antes de que a Rachel se le hubiera ocurrido una respuesta, se echó el pijama al hombro y comenzó a caminar hacia ella.

A pesar del agotamiento y del dolor, Rachel consiguió sacudir la cabeza.

– No pienso ponerme eso delante de ti.

Ben giró la silla hacia la cama y se echó a reír.

– En eso tienes razón, porque voy a ponértelo yo.

– Ben…

– Rachel -la imitó y deslizó los brazos a su alrededor, haciendo que desapareciera de su mente hasta el último pensamiento racional-, tranquilízate.

Y delicadamente, con tanta delicadeza de hecho que Rachel se sintió como si estuviera siendo elevada por el aire, se irguió con ella en brazos.

– ¿Estás bien?

– Suéltame.

Ben obedeció. La tumbó en la cama y una miríada de sensaciones golpeó a Rachel. El dolor, a pesar del cuidado que Ben había tenido, el confort de sentirse en su propia cama después de tantas semanas. Y la devastación de sentir las manos de Ben sobre ella.

Entonces Ben alargó las manos hacia los botones de su blusa. Pero Rachel emitió un sonido que le hizo alzar inmediatamente la mirada.

– No puedes hacerlo tú -le explicó Ben, intentando mostrarse razonable.

– Yo… dormiré vestida.

– Oh, sí, será muy cómodo -bajó la mirada hacia su expresión obstinada y suspiró mientras le acariciaba la mejilla-. Estás agotada, déjame ayudarte.

Rachel abrió la boca para protestar, pero Ben la silenció con un dedo.

– Hubo otro tiempo en el que me dejabas ayudarte a todo, ¿te acuerdas?

– Llama a Emily. Ella me ayudará.

Ben sacudió la cabeza lentamente y le quitó las zapatillas.

– Está preparando la cena. Hamburguesas con queso. Tiene la impresión de que ahora que has vuelto a casa vas a recuperarte muy rápido. Si la hiciéramos subir ahora y viera que apenas puedes respirar, se llevaría un susto de muerte.

Rachel cerró los ojos al sentir los dedos de Ben sobre los botones de la blusa y los apretó con fuerza mientras notaba cómo deslizaba la blusa por sus hombros y la pasaba por encima de la escayola con un cuidado tan extremo que los ojos se le llenaron de lágrimas.

Pero no, no iba a llorar hasta que no estuviera sola.

Ben le quitó el sujetador antes de meterle la camisola del pijama por la cabeza y guiarla muy tiernamente a través del brazo escayolado. El tejido rozó los pezones de Rachel y una sorprendente oleada de deseo la sacudió de pies a cabeza.

Abrió los ojos y se encontró con los de Ben. Hubo otro tiempo en el que Ben también provocaba aquellas reacciones en su cuerpo, pero las circunstancias eran muy diferentes. ¿Se acordaría él? A juzgar por la tensión de su rostro y el ligero temblor de sus manos mientras le quitaba los pantalones, lo recordaba.

Decidida a no sentir nada mientras le ataba los botones del pijama y la arropaba después en la cama, Rachel se concentró en respirar.

Ben se apartó de la cama y abrió la ventana del dormitorio para dejar que entrara la brisa del atardecer. Y en ese momento, otro recuerdo la golpeó. Recordaba a Ben cruzando su dormitorio tal como lo estaba haciendo en aquel momento: alto y volviéndose hacia ella con una sonrisa pícara mientras abría la ventana y posaba el pie en el alféizar, cuando todavía no había empezado a amanecer, dispuesto a dejarla después de una larga noche de caricias, besos, conversaciones y amor.

Ese mismo recuerdo estaba haciendo sonreír a Ben en aquel momento.

– Supongo que ya es hora de que utilice la puerta en vez de arriesgar mi vida trepando por el enrejado, ¿te acuerdas?

Rachel se estremeció. Era condenadamente difícil no sentir nada, negarse a tomar la ruta de los recuerdos cuando Ben estaba diciéndole «¿recuerdas?» con aquella voz tan sensual cada dos minutos.

– Vuelve a decirme por qué has tenido que hacer esto, Ben. Por qué vas a quedarte.

Ben se volvió.

– ¿De verdad tienes tan mala opinión de mí que creías que no lo haría?

– Creo que estás loco si esperas que me trague que quieres estar aquí, en South Village, atado a una casa, a un único lugar, cuando todo en ti anhela moverse.

Ben se dirigió hacia la puerta.

– Bueno, en ese caso, llámame loco.

– ¿Pero por qué? No puedes querer estar aquí.

– Esto no tiene nada que ver con lo que quiera o lo que deje de querer -la miró por encima del hombro-. Tú lo que tienes que hacer es mejorar. Ponte buena y me iré de aquí antes de que te hayas dado cuenta. Después, volverás a tu vida segura y estéril y te olvidarás de que he venido a molestarte.

La puerta se cerró tras él y antes de que pudiera ponerse a pensar en lo ocurrido, el sueño se llevó su maltratado cuerpo, liberándola de pensar, del dolor y las preguntas.

Pero no de soñar.

Dos meses antes de la graduación, National Geographic se puso en contacto con Ben. Querían que se internara en Venezuela con uno de sus fotógrafos durante el verano. Si aquel primer trabajo funcionaba, le asignarían una misión para el otoño en Sudáfrica.

– Ven conmigo -le dijo a Rachel.

Estaban sentados en el jardín botánico, en su lugar habitual de encuentro, a medio camino de sus respectivas casas.

Rachel alzó la mirada con la carta entre las manos y se quedó mirándolo fijamente. Nunca había visto a Ben tan animado y ella sabía por qué.

Durante toda su vida, Ben había estado esperando el momento de dejar la ciudad y por fin tenía la oportunidad de hacerlo.

Pero ella había estado esperando durante toda su vida la oportunidad de quedarse en un solo lugar. Y además adoraba South Village, adoraba las alegres gentes de sus calles, las vistas, los olores, todo… Aquella ciudad era su vida, era su corazón. La adoraba y no quería marcharse, ni siquiera por Ben. Si se marchaba, su vida a su lado sería idéntica a la que había llevado hasta aquel momento: viajar, viajar y viajar, cuando lo único que ella quería era un hogar.

– ¿Rach?

– Yo quiero quedarme.

– No, tenemos que irnos. En esta ciudad no hay nada para mí y lo sabes. Es mi futuro -añadió con voz ronca, diciéndole lo mucho que aquello significaba para él, pero sin explicarle por qué.

Oh, Dios, dejar que se marchara sería como dejar que se desgarrara una parte de ella, la mejor parte.

– No puedo -sentía el corazón en la garganta porque lo sabía: Ben estaba destinado a marcharse.

Y ella estaba destinada a quedarse.

– Vendrás conmigo -dijo confiadamente Ben.

No volvieron a hablar porque poco después Rachel cayó enferma de gripe y después de verla vomitando todas las tardes a las cuatro en punto durante toda una semana, Ben decidió llevarla a una clínica.

– ¿Necesita antibióticos? -le preguntó al médico, estrechando con fuerza la mano de Rachel mientras esperaba una respuesta.

– No, lo que estás incubando no es contagioso -le respondió el médico a Rachel-, es un bebé.

Capítulo 6

El teléfono despertó a Melanie en lo que tuvo la sensación de ser el borde del amanecer. Abrió los ojos, se estiró perezosamente en la cama y entró en contacto con un cuerpo cálido, duro e innegablemente masculino.

Oh, sí, qué forma más agradable de despertarse.

Jason, no… Justin, recordó con un suspiro de alivio, había tenido el detalle de ofrecerse para llevarla a casa desde el bar al que había ido después del trabajo porque necesitaba tomarse una copa.

El teléfono continuó sonando y estaba comenzando a alterarle los nervios.

– Aparta eso, cariño -dijo, palmeando el trasero desnudo de su amante mientras alargaba el brazo para descolgar el teléfono inalámbrico de la mesilla.

Y entonces vio el despertador. ¡Mierda! Volvía a llegar tarde al trabajo.

«¿Puedes verme en este momento, papá?» Miró hacia el cielo con una sonrisa irónica. O quizá debería estar mirando hacia el infierno, porque era mucho más probable que su padre hubiera terminado allí. «Llego tarde a trabajar, papá, y estoy orgullosa de ello. Así que ya puedes comenzar a retorcerte en tu tumba».

Esperando que no fuera su jefe, descolgó el teléfono.

– ¿Tía Mel?

Una sonrisa cruzó su rostro, aunque sólo en parte era de alivio.

– Hola Emily, cariño.

– ¿Estás ocupada?

Mel miró hacia el hombre extremadamente hermoso y extremadamente desnudo que tenía a su lado.

– Un poco, ¿qué ha pasado? ¿Cómo está tu madre?

– Eso es lo que quería decirte, está bien. Está muy bien. Tan bien que ya no hace falta que vengas este fin de semana.

– ¿Estás segura?

– Claro que sí. Mamá dice que hagas lo que tengas que hacer, que estaremos perfectamente.

– Habéis conseguido una enfermera, ¿verdad?

– Sí, las cosas van muy bien, de verdad. Entonces… bueno, nos veremos el fin de semana que viene. O el siguiente.

– El próximo fin de semana, claro… -Melanie se interrumpió y entrecerró los ojos. Siendo la reina de los mentirosos, manipuladores y estafadores, podía reconocer a uno entre un millón-. No me has respondido, Em. ¿Habéis contratado una enfermera?

– Eh, sí, y está haciendo un trabajo magnífico.

Aparentemente cansado de esperar, Justin deslizó las dos manos por las piernas de Mel y comenzó a jugar con lo que encontró entre ellas.

Melanie cerró los ojos. ¿De verdad quería interrogar a su sobrina cuando tenía a aquel hombre maravilloso deseando rendir culto a su cuerpo?

En aquel momento, aquel hombre maravilloso deslizó un dedo en su interior.

– De acuerdo, te llamaré dentro de unos días para ver cómo va todo -consiguió decir-. Adiós, cariño…

A los diecisiete años, Ben se había tomado el embarazo de Rachel como si fuera el final del mundo. Había estrechado su mano y había descubierto que Rachel tenía los dedos helados.

– Todo va a salir bien.

Con una risa atragantada, Rachel había liberado su mano.

– ¿De verdad? ¿Y cómo es posible, Ben? Voy a tener un bebé, por el amor de Dios.

Sí, un bebé. El estómago le daba vueltas, pero podía ser por culpa del hambre, puesto que no había comido nada desde la hora del almuerzo.

Miró a Rachel y el corazón se le encogió en el pecho. Dios, la amaba. Ridículamente. ¿Quién habría pensado que aquel joven que no servía para nada pudiera llegar a sentir algo tan intenso que no era capaz de respirar ni de hacer nada si Rachel no formaba parte de su mundo?

E iban a tener un hijo. Por culpa de un accidente, iban a crear una vida, una vida perfecta… Y, de pronto, su pánico se transformó en algo mucho más ligero, mucho más cercano… al júbilo.

– Cásate conmigo.

– Ben…

– Mira, te quiero y eso nunca cambiará. A la larga habríamos terminado casándonos, así que lo único que vamos a hacer es adelantar un poco los planes.

– Pero… ¿dónde viviremos?

– Bueno, empezaremos viviendo en Sudamérica, pero…

– Ben…

– Tendremos que ir a África en otoño, y después…

– Ben…

La estaba perdiendo, podía oírlo en su voz, así que continuó hablando tan rápido como pudo.

– Y después tendremos que ir a Irlanda, porque…

Rachel le agarró las manos y se las llevó al corazón. Sus enormes ojos brillaban y hablaba tan bajo que Ben tuvo que inclinarse para oírla.

– Ben, escúchame. Me amas, y para mí eso es casi un milagro, créeme, pero no puedo. No puedo convertirme en la señora Asher.

– Entonces no te cambies el apellido -contestó, malinterpretándola deliberadamente-. A mí eso no me importa, Rach. Yo sólo te quiero a ti.

– No puedo. No puedo darte lo que quieres. Somos demasiado diferentes.

– Las diferencias no importan. Mira, Rachel, yo voy a irme y tú vas a venir conmigo. Nos queremos y…

– ¡No! Dios mío, ¿es que no lo entiendes? Yo… no te quiero, ¿de acuerdo? No te quiero.

Ben no podía moverse, no podía respirar.

– Lo siento -Rachel tomó aire y se levantó. Sus ojos volvían a ser inescrutables, como si estuviera escondiéndose de él. Algo que se le daba muy bien-. Y no quiero volver a verte. Adiós, Ben.

– Rach…

– Vete, por favor -había susurrado con la voz rota-. Vete.

Era una petición que le resultaba dolorosamente familiar. Rachel no lo amaba y quería que se marchara. Estupendo. Él no iba a suplicarle.

– Adiós, Rachel -le dijo, pero ella ya se había marchado, desvaneciéndose en la noche.

Ben se despertó jadeante del infierno particular de sus recuerdos. Estaba en la cama, empapado en sudor y jadeando como si hubiera corrido una maratón.

No, no estaba en el infierno, pero se le parecía mucho. Las paredes parecían cerrarse sobre él, estrangularlo.

¿Cuánto tiempo tardaría en salir de la ciudad? ¿Del país? Asia parecía estar suficientemente lejos. Seguramente podría llegar a Asia. Tras soltar un juramento, se frotó la cara, justo en el momento en el que alguien saltaba a su lado en el colchón.

Emily se sentó en su cadera con una alegre sonrisa.

– Buenos días, papá.

Y bastó eso para que su corazón suspirara. Incorporándose de aquella montaña de almohadas, dejó escapar un trémulo suspiro. Asada. Rachel.

Emily.

Definitivamente, estaba en el infierno.

– Buenos días, cariño.

– ¿No has dormido bien?

– Sí, he dormido estupendamente.

Pero la verdad era que no. La última llamada que había recibido en el móvil la noche anterior era de uno de sus editores. Habían recibido una carta en la revista en un extraño sobre de color verde olivo: todavía tendrás que pagármelas, decía.

Evidentemente, era de Asada, pero el hecho de que procediera de América del Sur le daba alguna esperanza. Asada todavía no sabía dónde estaba.

– Pareces cansado, papá. Quizá deberías dormir más.

– Em, deja de gritar, me estás destrozando el cerebro.

– Lo siento -se quedó callada, un milagro temporal, estaba seguro-. Mamá todavía está durmiendo. ¿Quieres salir a disfrutar de una buena dosis de colesterol antes de que tenga que irme a la cárcel?

– El colegio no es una cárcel, Em.

– Este colegio sí.

– Bueno, ¿y en qué consiste esa dosis de colesterol?

– Huevos revueltos, una montaña de beicon y el mejor estofado que hayas probado en toda tu vida. Es en el Joe’s, justo al doblar la esquina. Mamá odia ese lugar, pero ella no sabe disfrutar de la vida.

Ben desvió la mirada hacia el reloj y consiguió contener un gemido cuando vio que las tres agujas estaban señalando el número cinco.

– Pero todavía no son ni las seis -y, teniendo en cuenta los cambios horarios, sólo Dios sabía qué hora era para su cuerpo.

– Claro, por eso está durmiendo mamá. Vamos, así no se enterará -saltó de la cama y le tiró del brazo-. Podemos pedir un batido de chocolate doble. Son enormes.

Ben rara vez comía antes de las doce y había pasado tanto tiempo desde la última vez que había estado en los Estados Unidos que suponía que no podía culpar a su estómago por hacerle decir esperanzado:

– Dame cinco minutos para ducharme.

– Ya te ducharás más tarde -lo sacó prácticamente de la cama y le tiró los vaqueros y la camiseta que Ben se había quitado el día anterior.

– Date prisa. Estoy hambrienta.

– De acuerdo, me olvidaré de la ducha, pero aun así, necesito un par de minutos.

– Papá…

– ¡Dos minutos! -repitió, colocando una mano en el rostro de su hija y empujando suavemente hasta sacarla de la habitación.

El suspiro de Emily le llegó a través de la puerta.

– Te esperaré en el porche. Dos minutos. Ciento veinte segundos. No dos minutos de mamá, que son veinte.

– Em, no. En el porche no -no quería que estuviera fuera sin vigilancia-. Espérame dentro.

– Sí, sí. Dos minutos, ¿de acuerdo?

– Y dentro.

– Trato hecho.

Ben utilizó la mitad de aquellos dos minutos para revisar sus mensajes, esperando tener alguno del agente Brewer. Después de la última carta de Asada, había prometido redoblar sus esfuerzos, pero no había ninguna noticia nueva aquella mañana.

Se lavó los dientes y se pasó la mano por el pelo. Una rápida mirada al espejo le aseguró que no estaba en condiciones de aparecer en público. Tenía el pelo demasiado largo y necesitaba un buen afeitado. Estaba más delgado de lo que recordaba y había nuevas arrugas alrededor de sus ojos. Una dosis de colesterol, sí, suponía que podía utilizar aquellas semanas para engordar un poco.

Arriesgando los pocos segundos que le quedaban antes de que Emily fuera a buscarlo, salió del dormitorio. Y, como era un estúpido, posó la mano en el pomo de la puerta de Rachel y lo giró. Empujó la puerta. La cama estaba cubierta de almohadones y mantas y había un pequeño bulto inmóvil en medio de todas ellas.

Se acercó. No se veía a Rachel por ninguna parte, así que apartó las sábanas de su rostro.

Rachel se había cubierto la cabeza con un pañuelo y tenía el ceño fruncido. Pero tras un ligero movimiento, volvió a relajarse, sumida como estaba en el sueño más profundo.

Quizá no estuviera al borde de la muerte, como Emily le había hecho creer, pero sufría muchos dolores. Todas aquellas dolorosas heridas la hacían parecer muy vulnerable, algo que le resultaba especialmente duro, porque Rachel jamás había sido una mujer frágil. Era, de hecho, un pilar de fuerza. Una mujer llena de valor y orgullo, sorprendentemente inteligente y extraordinariamente bella. Pero nunca había sido una mujer frágil.

Dejando escapar una suave exhalación, Rachel giró sobre su lado bueno, esbozó una mueca de dolor y volvió a quedarse quieta. Sus cremosos hombros quedaban al descubierto gracias a los tirantes de aquel pijama asombrosamente erótico que le había puesto el día anterior.

Ben dejó escapar una bocanada de aire. Mientras la desnudaba y deslizaba las manos por todo su cuerpo no se había permitido pensar. Pero lo estaba haciendo en aquel momento. Rachel era devastadoramente bella a los diecisiete años. Pero a los treinta, su belleza se había intensificado. Continuaba teniendo aquella marca de nacimiento en la parte interior del muslo. Él adoraba aquella marca, le encantaba posar en ella los labios y…

Y aquellos pensamientos sólo iban a servir para causarle problemas. Como si no tuviera suficientes.

Le dirigió una última mirada, sintiéndose como si él fuera un sediento y Rachel un enorme vaso de agua.

En otro tiempo, se había avergonzado de necesitar tanto a una mujer que se enorgullecía de no necesitar nunca a nadie.

Y que, sin embargo, continuaba necesitándolo aunque ella no lo supiera.

Rachel dejó escapar un pequeño murmullo, casi un gemido, que le desgarró el corazón.

– No pasa nada -susurró Ben y posó la mano en su hombro.

Rachel siempre había tenido la piel suave, dulce y cremosa y en eso no había cambiado tampoco.

– Duerme.

Bajo su mano, la respuesta de Rachel fue gratificantemente inmediata. Se relajó. Sólo porque él había hablado.

La curva de su seno presionaba el borde de su camisola y Ben tuvo que obligarse a apartar la mano y metérsela en el bolsillo. Sintiéndose como un pervertido por desear tocarla, la arropó y se recordó a sí mismo los motivos por los que estaba en South Village.

Dio media vuelta y vio la correspondencia que se apilaba encima de la cómoda. Durante la cena de bienvenida del día anterior, justo en ese mismo dormitorio, Ben había conocido a Garret, el vecino de Rachel. Al parecer, siempre les llevaba el correo. Ben se había preguntado sombrío qué más podía querer llevarle a Rachel, pero había decidido que era una tontería darle tanta importancia.

Se dispuso a salir de la habitación, pero se detuvo bruscamente al ver el borde de un sobre que asomaba entre todas las cartas. La visión de aquel papel de color verde olivo le cortó la respiración. Tras dirigirle a Rachel una rápida mirada, sacó el sobre del montón.

Iba dirigido a él, con aquella letra que estaba comenzando a reconocer demasiado bien. El remite decía únicamente: Asada, Sudamérica, y había sido matasellado pocos días atrás.

Otra carta. Con el sobre abrasándole los dedos, salió al pasillo, lo abrió y leyó la carta:

Ben:

¿Todavía estás preocupado?

Estupendo, porque ni siquiera hemos…

– Has tardado cinco minutos -musitó Emily cuando Ben bajó por fin por la escalera.

Estaba sentada en el vestíbulo, con las piernas cruzadas y un larguísimo cable de teléfono entre su portátil y la conexión telefónica que, según Rachel, utilizaba para hablar con sus únicos amigos, amigos cibernéticos, por cierto. Desenchufó la conexión y se levantó.

– La próxima vez baja por la barra, es más rápido.

Ben había dedicado un minuto más en llamar a su contacto del FBI.

– De acuerdo.

– ¿Estás listo?

– Sí -contestó Ben, forzando una sonrisa.

Salieron. Ben revisó concienzudamente la cerradura de la puerta y cerró mirando a su alrededor con ojos de halcón. Había un hombre haciendo deporte, un repartidor de periódicos y una mujer patinando. Nada extraordinario en South Village, pero la necesidad de abrazar a Emily y llevársela a cualquier otro lugar en el que pudiera estar segura durante el resto de su vida era muy fuerte.

Y también estaba Rachel. Lo que sentía al tener que protegerla era mucho más complicado. En una ocasión, Rachel le había dado la espalda. Y, sin embargo, él se sentía incapaz de hacer lo mismo.

Garret estaba sentado en los escalones de su porche, bebiendo un café y leyendo el periódico. Era un hombre alto, musculoso y tenía aspecto de ser capaz de derribar a cualquiera que se le pusiera por delante. Ben suspiró con resignación.

– ¿Vas a estar un rato por aquí?

– Sí -contestó Garret, mirándolo por encima del borde del periódico.

– ¿Podrías estar pendiente de ella durante unos minutos? -señaló hacia la puerta.

Garret miró hacia la casa y después miró de nuevo hacia Ben.

– ¿Crees que puede surgir algún problema?

– Yo siempre espero problemas.

– En ese caso, me quedaré vigilando.

Aunque todavía era primavera, estaban en el sur de California, lo que quería decir que había dos estaciones: la caliente y la más caliente. Incluso a aquella hora, Ben podía predecir que para las doce el día iba a ser un infierno.

Su hija lo condujo hacia la cafetería. Durante el trayecto, se cruzaron con una sorprendente cantidad de personas para ser las seis de la madrugada.

– Son los más madrugadores -anunció Emily alegremente-. ¿Sabías que los fines de semana pasan por aquí cerca de veinte mil personas?

De las que, si por él fuera, sobrarían diecinueve mil novecientas noventa y nueve.

Pasaron por delante de una heladería, que también estaba abierta.

– ¿No te encanta estar aquí? -le preguntó Emily-. Puedes comprar helado a cualquier hora del día.

¿Que si le encantaba? Lo que le encantaría sería estar a cinco mil kilómetros de distancia. Él no pertenecía a aquel lugar y toda aquella tensión le hacía sentirse triste. Vacío.

Pero en cuanto reconoció la felicidad y la expectación en la mirada de su hija, decidió abandonar aquel sentimiento.

Por lo menos de momento, no iba a poder ir a ninguna parte.

– Es aquí.

Al doblar la esquina, Emily señaló la puerta de una cafetería de la que emanaban olores gloriosos que resucitaron el estómago de Ben. Las mesas eran de hierro forjado y estaban tan pegadas las unas a las otras que Ben podía atrapar fragmentos de todas las conversaciones. Ben se sentó en una de las mesas y abrió la carta, en la que figuraban más opciones de cafés que de comida.

– Cuando llegue el verano -le dijo Emily, colocando cuidadosamente aquel portátil del que nunca se separaba-, le voy a pedir al dueño que me deje trabajar aquí.

– Cuando se tienen doce años, el verano no es para trabajar.

– ¿Entonces para qué es?

– ¿Para salir con los amigos, quizá?

Los ojos de Emily perdieron parte de su luz.

– Preferiría trabajar.

Ben recordaba que su preadolescencia también había sido muy difícil, pero Emily procedía de un mundo completamente diferente.

– ¿Qué problema tienes con los amigos?

– Ninguno.

– Em.

– Los otros niños son muy raros.

– ¿Raros en qué sentido?

– Las chicas están interesadas por los chicos y a los chicos sólo les interesan sus monopatines.

– Bueno, entonces las cosas no han cambiado mucho.

Emily levantó la carta para ocultar su rostro.

– Tengo hambre.

De acuerdo. Ben se inclinó hacia delante y le apartó la carta con un dedo.

– Sólo déjame decirte una cosa.

– ¿Tienes que hacerlo?

– Soy tu padre, sí.

Con un dramático suspiro, Emily dejó la carta sobre la mesa y lo miró con recelo.

– Preocuparme por ti es algo inseparable del hecho de ser tu padre. No puedo evitarlo.

– ¿Y quieres evitarlo?

– ¿Qué quieres decir?

Emily lo miró con los ojos entrecerrados.

– ¿Preferirías no tener que preocuparte en absoluto?

¿Cómo había podido olvidar lo inteligente que era su hija?

– No, no quiero evitarlo, Emily -le tomó la mano al verla desviar la mirada-. Quiero ser tu padre. Me encanta serlo.

– ¿Estás seguro?

– Completamente seguro.

Emily sonrió de oreja a oreja. Ben le devolvió la sonrisa.

– Entonces…

– Entonces, estoy bien.

– ¿Me lo prometes?

– Te lo prometo.

Pidieron comida suficiente para mantener las arterias bloqueadas durante un mes y Ben se pasó todo el desayuno esperando reconocer a Asada o a cualquiera de sus hombres en cualquier rostro.

Y lo odiaba. Odiaba la sensación de impotencia, de vulnerabilidad.

Después del desayuno, regresaron paseando a la casa.

– Vamos por aquí -dijo Emily, señalando un callejón.

En el mundo de Ben, un callejón era una trampa mortal.

– Prefiero que rodeemos el edificio y…

– ¿Has oído eso? Oh, mira…

Antes de que pudiera detenerla, Emily se adentró en el callejón, dejó el ordenador en el suelo y se levantó con algo en brazos.

Cuando llegó Ben a su lado, la niña estaba saltando con aquel pequeño bulto todavía entre sus brazos.

– ¿Podemos quedárnoslo? ¿Podemos quedárnoslo?

El «lo» en cuestión era el cachorro más pequeño y más feo que había sobre la faz de la tierra.

– Es un perro callejero, no tiene collar. Oh, mira, está hambriento -Emily miró a su padre-. Es huérfano, papá.

Y un infierno.

– No.

– Pero no podemos dejarlo aquí.

– Claro que podemos. Déjalo en el suelo y nos vamos.

Emily lo miró con desaprobación.

– Mamá dice que eres un héroe, que salvas a la gente. ¿Cómo puedes decir algo así?

¿Rachel había dicho que era un héroe?

– Em, no podemos llevar un perro a casa.

– Pero yo siempre he querido tener un perro, siempre. Estoy tan sola…

– Em…

– Mira, papá, ¿no es precioso? Tenemos que llevárnoslo a casa y darle de comer.

El cachorro, sintiendo su victoria, pareció animarse.

– Por favor, papá…

– Pero tu madre…

– Pensábamos tener un perro, te lo prometo. Justo antes del accidente de mamá habíamos decidido ir a rescatar a uno de los perros de la perrera, pero yo he encontrado antes a éste.

El cachorro le lamió la mejilla.

– Y, mira, tiene las orejas más oscuras que el resto de su cuerpo. Es tan bonito… Lo llamaremos Parches.

Parches suspiró encantado y expuso su vientre para que lo acariciaran.

Ben suspiró y se descubrió a sí mismo frotando aquella suave barriguita.

– Sólo hay un problema, Emily: Parches no es un chico.

Capítulo 7

Diecisiete años y embarazada. Su padre la mataría. Su madre, su madre se bebería un vaso de vodka y después se echaría a llorar.

Melanie la cuidaría. La envolvería en un enorme abrazo y después se ofrecería a llevarla a la misma clínica a la que Rachel la había acompañado en dos ocasiones.

Pero Rachel no quería considerar siquiera aquella posibilidad. Aunque la alternativa, tener un hijo… ¿cómo iba a hacerlo? Todo lo que ella iba a ser, todo lo que esperaba de sí misma, dependía de lo que hiciera durante los próximos años. Ella quería tener una profesión, quería seguridad, estabilidad. Pero, sobre todo, quería tener un hogar, un hogar estable en South Village.

Y no quería volver a depender nunca de nadie.

Sin embargo, de pronto había aparecido alguien en su vida que dependía completamente de ella. Pero qué podía saber ella de bebés, se preguntó medio histérica. Los bebés necesitaban calor, cuidados y un cariño incondicional. Y ella ni siquiera estaba segura de saber lo que aquellas palabras significaban.

Ben le habría dado todas esas cosas. Pero también quería arrastrarla por todos los rincones del planeta, sin llegar a establecerse nunca.

Aquella noche, al mirarlo a los ojos, Rachel había visto el amor que sentía hacia ella y había estado a punto de ceder. Pero, por irónico que pareciera, había sido la enormidad de lo que Ben sentía por ella lo que la había hecho retroceder.

De modo que había cedido al miedo y le había pedido que se marchara.

Y, con una facilidad impactante, Ben se había marchado, dejándola allí, sola, tal como ella quería.

Pero una parte de ella no podía dejar de preguntarse hasta qué punto era profundo su amor si había sido capaz de abandonarla tan fácilmente.

La despertó el sol que penetraba por la ventana. Sólo había sido un sueño. Un sueño horrible, devastador. Comenzó a suspirar aliviada, pero el intenso dolor le hizo recordarlo todo.

No era un sueño. Era verdad y había sucedido.

Pero ella ya no era una joven solitaria. Tenía a Emily, formaban una familia, y eso lo hacía todo más soportable. Para demostrárselo, intentó sentarse. La visión se le nubló durante unos segundos y sus costillas enviaron un intenso dolor a su cerebro. Se tensó, esperando una nueva arremetida, pero, sorprendentemente, no sintió nada que no fuera soportable.

Levantarse, sin embargo, era una historia completamente diferente. Lo intentó hasta que terminó jadeando y sudando sin haberlo conseguido.

De acuerdo, todavía no estaba preparada, decidió mientras se sentaba al borde de la cama y se secaba el sudor de la frente. ¿Y qué iba a hacer? Aquel pijama representaba un serio problema. Era completamente inadecuado para mostrarse ante un ex amante que de pronto había regresado a su casa.

Vestirse. Esa era la prioridad número uno. Quitarse la parte superior del pijama no fue difícil. La nueva escayola era sorprendentemente ligera. Se limitó a dejar caer los tirantes con la mano buena, negándose a ceder al dolor, y dejó que la camisola descendiera hasta su cintura. Con unos cuantos movimientos, consiguió quitarse también la parte de abajo.

Pero vestirse no iba a ser tan fácil. Al darse cuenta de que no tenía ropa limpia a su alcance, de pronto comprendió que quitarse el pijama no había sido un movimiento sensato. Y sí, aquello que estaba sonando era el timbre de la puerta.

Tenía la bata a los pies de la cama. Utilizando su brazo bueno, la agarró y la atrajo hacia ella. Hasta ahí todo iba bien. Pero la bata era demasiado pesada. Consiguió meter una mano, pero la otra…

Volvió a sonar el timbre.

¡Maldita fuera! ¿Dónde estaba Emily? ¿Se habría ido al colegio sin despedirse de ella? ¿Y Ben? Casi temía preguntárselo porque, con la mala suerte que tenía, era capaz de conjurar su presencia.

Para cuando consiguió terminar de ponerse la bata, estaba destrozada. Agradeciendo que Ben le hubiera dejado la silla de ruedas justo al lado de la cama, consiguió sentarse en ella. Jadeando para tomar aire, posó las manos sobre las ruedas y pagó el precio de olvidar hasta qué punto le dolían el brazo malo y el hombro.

– Mueve sólo el brazo derecho, sólo el brazo derecho -gimoteó para sí, llevándose el brazo izquierdo hacia el pecho.

Pero mover únicamente el brazo derecho implicaba que sólo sería capaz de moverse en círculos. Frustrada, lo intentó una vez más y dejó escapar un grito ahogado al sentirse incapaz de ir a ninguna parte.

– ¡Rachel! -Garret entró a grandes zancadas en el dormitorio y dejó una taza de delicioso café sobre la mesilla-. Déjame ayudarte.

El vecino de Rachel era un hombre alto, de pelo oscuro. Usaba gafas y siempre llevaba en el bolsillo un ordenador del tamaño de su mano. El bueno de Garret. Le cortaba el césped todos los fines de semana, jugaba al Frisbee con su hija y sólo se ocupaba de sus propios asuntos. Al menos habitualmente.

– Estaba en el porche -dijo Garret-, y he oído un golpe. He pensado que a lo mejor te habías caído.

– ¿Y no podía levantarme?

– Bueno, sabía que Emily y Ben se habían ido a desayunar. He llamado al timbre para advertirte de que iba a entrar -le mostró la llave que Emily le había entregado después del accidente y quitó el freno que Rachel había colocado en el lado izquierdo de la silla de ruedas-. Inténtalo ahora.

Por supuesto, funcionó. Sintiéndose una estúpida y asegurándose de tener la bata cerrada, Rachel suspiró.

– Supongo que no vas a ofrecerme una taza de tu café por vía intravenosa.

Garret le acercó la taza.

– Intenta tomarlo de la forma habitual.

Rachel lo miró por encima del borde de la taza, intentando, como de vez en cuando hacía, sentirse algo atraída por él.

Pero no… no saltó ni una sola chispa.

Mientras saboreaba el café, alguien volvió a gritar su nombre y, a los pocos segundos, apareció en el marco de la puerta. Aquella vez se trataba de Adam Johnson, su contable, consejero financiero, amigo y un hombre completamente opuesto a Garret. Alto, rubio y sin grandes inclinaciones deportivas, era, sin embargo, extremadamente inteligente y uno de los hombres más dulces que nunca había conocido.

En tres diferentes ataques de soledad, Rachel había salido con él. Y en las tres ocasiones Adam le había hecho sonreír. Rachel había disfrutado inmensamente e incluso habría aceptado una cuarta cita si no hubiera sido por el accidente.

Y, por supuesto, por el hecho de que no se sentía más atraída por él que por Garret.

Adam llevaba en una mano una docena de rosas rojas y en la otra un archivador, seguramente de la propia Rachel. Adam era capaz de decirle en cualquier momento hasta el último penique que tenía.

– La puerta de la calle estaba abierta -dijo, entrando en la habitación-. Espero no llegar en un mal momento, nadie ha contestado a mi llamada y estaba preocupado.

– Lo siento -Rachel intentó sonreír, aunque el esfuerzo que había tenido que hacer para ponerse la bata y sentarse en la silla la había dejado agotada-. Estoy bien, de verdad.

– ¡Mamá! -Emily se detuvo en el marco de la puerta.

– Bienvenida a la Estación Central -la saludó Rachel.

La respiración se le cerró en la garganta cuando apareció Ben detrás de Emily con unos pantalones con grandes bolsillos y una camiseta negra, que le daba un aspecto salvaje y peligrosamente sexy. Era más alto que Adam, más moreno que Garret y, teniendo en cuenta que no había una sola gota de grasa en todo su cuerpo, mucho más fuerte que ninguno de los dos.

Ben deslizó su lenta mirada alrededor de la habitación sin perderse un solo detalle.

Rachel se cerró la bata con fuerza y dejó escapar una bocanada de aire.

Ben Asher no era el más atractivo ni el más culto de aquellos tres hombres, pero era, sencillamente, el hombre más potente y letalmente masculino que había conocido en su vida.

Y no podía apartar la mirada de él.

– Papá y yo hemos ido a desayunar -anunció Emily con el rostro resplandeciente.

Rachel miró a Ben. Y él le devolvió la mirada.

– Ah, y ahora tengo que irme al colegio -miró a Ben con el corazón en los ojos-. Gracias por el desayuno.

– ¿No tenías que decirle algo a tu madre? -le preguntó Ben.

– ¿Qué tenías que decirme?

– Eh… -Emily se mordió el labio, una señal inconfundible de que estaba pensando. Y cuando Emily empezaba a pensar, sólo Dios sabía los problemas que podía causar-, lo dejaremos para después del colegio, ¿de acuerdo? No quiero llegar tarde.

– Em… -dijo Ben a modo de advertencia, pero antes de que hubiera podido presionar, Garret se levantó.

– Tengo que ir a la consulta -dijo.

– Garret se cita con las modelos después de arreglarles los dientes -anunció Emily.

Garret hizo mueca.

– Soy dentista -aclaró.

– Un dentista de las estrellas -se jactó Emily.

Ben asintió sin juzgarlo, pero Rachel sabía que para él aquel mundo debía de ser tan extraño como lo era el suyo para ella.

Adam, que tampoco había sido presentado, le tendió la mano a Ben.

– Adam Johnson, consejero financiero y amigo de la preciosa paciente -alzó las flores y se las tendió después a Rachel.

Rachel intentó agarrarlas con su mano buena mientras continuaba cerrándose la bata con el brazo escayolado, pero, tal como le ocurría a menudo desde que había tenido el accidente, su cerebro no fue capaz de transmitir la orden a sus dedos y las flores terminaron cayendo a sus pies.

– Oh, Adam -suspiró frustrada-, lo siento.

– No te preocupes. Siempre hay más -Adam se agachó y le ofreció una dulce sonrisa mientras las recogía.

– Eh, tengo que irme -dijo Emily y le dirigió a su padre una mirada extraordinariamente elocuente.

– Después del colegio, entonces -dijo su padre con firmeza.

Emily asintió, pasó por delante de Garret y le dio un beso a Ben.

– Adiós, papá.

– Adiós, cariño.

Rachel habría jurado que le había oído susurrar a Emily: «está en mi habitación, vigílala», pero decidió que el dolor le estaba afectando a la cabeza. Esperó el beso de Emily, pero ésta salió bailando hacia la puerta.

– Eh, Em, ¿no me das un beso?

Con un suspiro de mártir, Emily regresó y besó a Rachel.

Garret siguió a Emily hasta la puerta y se volvió hacia Rachel.

– Llámame si necesitas cualquier cosa -y, tras despedirse de Adam y de Ben con un asentimiento de cabeza, desapareció.

Adam se enderezó con el maltrecho ramo entre las manos y lo dejó sobre la cama.

– Yo también tengo que irme, tengo un cliente -le dirigió a Ben una mirada antes de agacharse para darle un beso a Rachel en la mejilla-. Si quieres asegurarte de que todo está en orden, ¿podría invitarte a cenar?

– Oh, Adam, eres muy amable. Pero no hace falta que te tomes tantas molestias.

– No es ninguna molestia.

Al oír la invitación de Adam, Emily se detuvo en el pasillo, dio media vuelta, pasó por delante de un sorprendido Garret y asomó de nuevo la cabeza en el dormitorio de su madre.

– Mamá, papá va a preparar la cena esta noche. Se me había olvidado decírtelo -añadió con una sonrisa. Sabía, por experiencia, que una sonrisa siempre ayudaba a la causa.

Afortunadamente, su padre ni siquiera pestañeó.

– Oh, bueno, entonces -Adam besó a Rachel otra vez y le dirigió a Emily una sonrisa que ésta estaba segura de que su madre habría considerado dulce y, por fin, por fin, se marchó.

Emily volvió a mirar a su padre. ¡Sí! Tenía el ceño fruncido mientras miraba a Adam saliendo de la habitación. Sí, sí, sí… ¡A él tampoco le había gustado que hubiera besado a Rachel! De modo que si sus padres todavía no se habían enamorado tal y como ella esperaba, quizá lo hicieran en un día o dos.

Aun así, tendría que trabajar rápido. Con la mala suerte que tenía, Adam era capaz de hacer alguna estupidez, como proponerle a su madre matrimonio.

– Ahora sí tengo que irme -y salió corriendo hacia el pasillo.

Ignorando los gemidos de la perrita, bajó por la barra y llegó al cuarto de estar justo en el momento en el que Adam estaba terminado de bajar las escaleras.

Emily le abrió la puerta de la calle y salió tras él.

– Gracias por venir a ver cómo estaba mi madre -le dijo.

– No tienes por qué darme las gracias, Emily. Me gusta venir a verla.

– Pero ahora que está mi padre aquí, puede cuidarla él.

Adam escrutó su rostro y asintió lentamente.

– Sí, ya entiendo.

– ¿De verdad?

– Sí -asomó a sus labios una sonrisa-, te gustaría que me desvaneciera.

Emily se sonrojó.

– Bueno, no quería herir tus sentimientos ni nada parecido.

– Quieres que vuelvan a estar juntos -dijo Adam con una sonrisa.

– ¿Cómo lo sabes?

– Mis padres estaban divorciados. Digamos que reconozco la desesperación. Emily, sabes que tus padres llevan mucho tiempo separados y…

– ¡Sé que volverán! ¡Estoy segura de que volverán a estar juntos!

Adam cerró la boca, la miró con una sonrisa y asintió.

– Es posible.

– ¿Entonces vas a dejar de besarla?

Adam dejó escapar una risa.

– Te diré una cosa: si tu madre me pide que deje de besarla, lo haré.

Estaba Emily regresando al interior de la casa tras despedirse de Adam, cuando sonó el teléfono. Emily contestó esperando que fuera Alicia, su nueva amiga cibernética. Se habían conocido unas semanas atrás y habían decidido ser las mejores amigas. Alicia, que vivía en Los Ángeles, le había prometido llamarla para que pudieran hablar de verdad.

– Eh, cariño, ¿cómo está tu madre?

Era su tía Mel. Caramba, eso significaba que aquella mañana no había conseguido convencerla de que no se preocupara por ellas.

– Hola. Ya te he dicho que mamá está muy bien. De hecho, creo que acaba de decir otra vez que no quiere que tengas que perder el tiempo con ella porque se encuentra perfectamente.

– ¿De verdad?

– De verdad. Se ha levantado ella sola de la cama -en aquel momento, entró su padre en el cuarto de estar con el cachorro bajo el brazo y le dirigió una larga mirada antes de sacar a Parches al jardín.

– ¿Y qué tal el colegio? -le preguntó entonces Mel.

– Es asqueroso.

Mel se echó a reír. En aquel momento, volvió a entrar su padre levantando el pulgar y señalando a Parches, lo cual significaba que la perrita había cumplido con sus obligaciones. Pero al ver a Emily, Parches comenzó a ladrar emocionada.

– Tía Mel, tengo que colgar si no quiero llegar tarde al colegio -dijo rápidamente-. Pero de verdad, las cosas van…

– ¿Estupendamente?

– Sí, así que quédate donde estás y ya sabes, disfruta de la vida.

Parches volvió a ladrar por segunda vez.

– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Mel.

– Nada. El autobús del colegio. ¡Tengo que irme!

Capítulo 8

Rachel no consiguió vestirse aquel día. Cuando por fin abandonaron todos su dormitorio, regresó a la cama, derrotada y deprimida hasta el agotamiento. Se quedó dormida y volvieron a perseguirla en sueños unos brazos fuertes y adorables y unos ojos del color del whisky que la veían, que realmente la veían y, por alguna suerte de milagro, la amaban. Pero su propia debilidad y su miedo le impedían devolver ese amor.

Despertó de nuevo y permaneció tumbada, con la mirada fija en el techo. El estómago le sonaba y habría jurado que acababa de oír el ladrido de un perro. Pero, seguramente, aquel ladrido todavía formaba parte del sueño. Se dijo a sí misma que no habían sido ni la debilidad ni el miedo los que los habían destrozado a ella y a Ben hacía ya tanto, tanto tiempo, sino los fríos y duros hechos.

Ben tenía que marcharse, y ella tenía que quedarse.

Así de sencillo.

En aquel momento se abrió la puerta del dormitorio y entró Ben con una bandeja en la que llevaba una tortilla francesa y unas tostadas con mantequilla. La ayudó a sentarse, dejó la bandeja en su regazo, acercó la silla que había en una esquina de la habitación y se sentó a horcajadas en ella.

– Come. Más tarde tenemos una cita con el fisioterapeuta, así que tienes que reunir fuerzas.

Como si le resultara fácil comer estando él allí delante.

– En realidad no tengo hambre -el rugido de sus tripas sonó en toda la habitación.

– Sí, claro, no tienes hambre. Come, Rachel, no pienso marcharme hasta que hayas comido.

Con ese incentivo, Rachel se dispuso a devorar la bandeja entera.

– ¿Te encuentras mejor?

– Si digo que sí, ¿te irás en el próximo avión?

– Probablemente no -contestó Ben con una sonrisa.

Rachel no pudo evitar devolvérsela.

Al atardecer, Emily entró en la habitación con otra bandeja en la que llevaba una humeante sopa y una nueva ración de tostadas. Tras ella permanecía Ben con expresión solemne y, si no lo conociera bien, Rachel habría dicho que casi insegura. No había vuelto a hablar con él desde que, tras la sesión de fisioterapia, la había llevado de vuelta a la habitación, la había dejado en la cama y le había dado un delicado beso en los labios.

Rachel había prolongado ligeramente aquel contacto y después, sorprendida por su actitud, había vuelto la cabeza y se había hecho la dormida.

– Mamá, papá me ha enseñado a hacer sopa -resplandecía mientras aspiraba con orgullo el aroma de la sopa-. Está de rechupete. Huele mejor que esas latas que siempre usas. Eh, cuando te recuperes papá podría enseñarte a cocinar.

Rachel miró a Ben, que tuvo la sensatez de no sonreír.

– ¿Quieres que te haga compañía? -sin esperar respuesta, Emily dejó la bandeja en el regazo de Rachel y se sentó en la cama.

Era la primera vez que Rachel la veía sin el ordenador pegado como un apéndice a su brazo.

– Vamos, papá -dijo Emily, palmeando la cama-, siéntate.

Ben sacudió la cabeza.

– No, yo…

– ¡Papá! Mamá odia comer sola. Vamos, siéntate a mi lado. A ella no le importará, ¿verdad, mamá?

Ben la miró mientras se acercaba y se sentaba en la cama muy lentamente, teniendo mucho cuidad de no moverla.

Y lo único que Rachel fue capaz de pensar, estúpidamente, fue que estaban en la misma cama.

– Ahora ya sé hacer hamburguesas y sopa -anunció Emily y frunció el ceño-. Papá, ¿qué más puedes enseñarme a cocinar? ¿Sabes hacer pizza?

Ben arqueó una ceja.

– Bueno, podríamos hablar de eso en cuanto le hables a tu madre de Parches…

– ¡Oh, espera! -Emily lo interrumpió e inclinó la cabeza-. Sí, está sonando mi ordenador. Lo siento, tengo que irme.

– Yo no lo he oído -dijo Rachel, pero Emily había salido corriendo como un tornado.

Rachel fijó la mirada en la sopa.

– Gracias -estando Ben tan cerca, tenía que luchar contra la ridícula necesidad de meterse entre las sábanas y esconder la cabeza.

– No me lo agradezcas hasta que hayas comido -metió la cuchara en el cuenco de sopa y se la tendió.

– Puedo comer yo sola.

Ben se limitó a empujar suavemente la cuchara y un delicioso caldo se deslizó en su interior. Esperó a que Rachel hubiera tragado.

– ¿Y bien?

– Asombrosa -admitió Rachel, Ben sonrió y le dio una nueva cucharada.

– De verdad, puedo hacerlo yo.

– Rach, todavía estás agotada.

Rachel desvió la mirada, pero Ben le tomó la barbilla con delicadeza y la hizo volverse hacia él.

– ¿Tan terrible es que tenga que ayudarte?

Dios, tenía unos ojos tan profundos.

– No -susurró-. Veo que sigues siendo un gran cocinero -comentó al cabo de unos segundos.

– Sí, bueno, cuando creces teniendo que arreglártelas tú solo, o pasas hambre o aprendes rápido.

Rachel sintió que el caldo se le atragantaba. Habían bastado aquellas palabras para evocar una imagen que le desgarraba el corazón; la de un niño hambriento. ¿Cuántas veces había sospechado Rachel que aquel hogar adoptivo no era un buen lugar para Ben? Pero a pesar de sus preguntas, él nunca había querido hablar sobre ello.

– ¿Rach?

Rachel sacudió bruscamente la cabeza al ser consciente de que había estado a punto de dormirse delante de él.

– Lo siento.

– Eh, estás cansada, es normal -retiró la bandeja y la ayudó a ir al baño, donde ella se lavó los dientes y se preparó para irse a la cama.

Después, se quedó dormida con la imagen de Ben en la mente. En medio de la noche, se despertó de nuevo con el cuerpo dolorido y el corazón pesado y alargó la mano hacia el interruptor que Emily había insistido en colocar en la cama, un interruptor que había considerado estúpido hasta aquel momento, cuando no tenía fuerzas para hacer nada.

Se quedó mirando la libreta que tenía al lado de la cama y que normalmente utilizaba para apuntar ideas para su tira cómica cuando no podía dormir. Pero una tira que le parecía tan importante antes del accidente, de pronto se le antojaba… frívola. Como un puñado de dibujos estúpidos al lado de lo que estaba haciendo otra mucha gente para ayudar a los demás.

Como Ben.

– ¿Rach?

Hablando del rey de Roma. Ben, que estaba en el marco de la puerta, se adentró en la habitación, dejándose bañar por el resplandor dorado de la lámpara de noche.

– ¿Estás bien? -le preguntó.

– Defíneme «bien».

– ¿Necesitas que te ayude a ir al cuarto de baño?

Estaba tan intenso, tan serio. ¿De verdad tenía tan mal aspecto? Sí, decidió Rachel, probablemente sí.

– Estoy bien, de verdad. Simplemente, no puedo dormir -admitió-. Y tampoco puedo dibujar.

– Oh -Ben se rascó el pecho y miró a su alrededor sin saber cómo ayudarla con un problema tan poco tangible.

– No te preocupes -dijo Rachel secamente-, no voy a pedirte que te pongas a cantar y a bailar para devolverme el sueño.

– Podría leerte un cuento -le ofreció Ben con una sonrisa.

– Me limitaré a leerlo yo misma.

– ¿Estás segura?

Rachel no estaba segura de nada, pero necesitaba que saliera cuanto antes de su habitación.

– Claro que sí, puedes marcharte.

– Rach, ya sabes que todavía no puedo…

– Me refería a que salieras de la habitación -pero le gustaba saber que él tenía incluso más ganas que ella de abandonar aquella casa.

Ben asintió ligeramente y dio media vuelta.

– ¿Ben?

Ben tensó los hombros, haciendo a Rachel consciente de que ella no era la única que estaba nerviosa aquella noche.

– Gracias -susurró, y esperó a quedarse sola de nuevo antes de tomar la novela romántica que le había regalado una de las enfermeras del hospital.

Cuando se despertó a la mañana siguiente, descubrió a Ben a los pies de la cama, con las manos en los bolsillos de los vaqueros y una camiseta azul que le hacía parecer al mismo tiempo duro y sexy, una imagen realzada por el pendiente de plata que brillaba en su oreja.

Su pirata, pensó Rachel con unas ganas ridículas de reír y bajando la mirada hacia la novela que descansaba en su pecho.

Ben se acercó a ella y tomó el libro, que estaba abierto por una escena tan tórrida que la noche anterior había empañado las gafas de Rachel. Ben leyó unas cuantas líneas en silencio y arqueó significativamente las cejas.

– ¿Palpitante masculinidad? Caramba.

– ¿Estás aquí por alguna razón?

– Sí -Ben dejó el libro a un lado y respiró lentamente-. ¿Necesitas que te ayude a levantarte?

– No, lo haré yo.

– Déjame por lo menos llevarte al baño.

– He dicho que lo haré yo. Por favor, vete…

Ben apretó la mandíbula.

– Creo que ya ha quedado claro que no voy a marcharme.

Pero se había ido en otra ocasión. Y, maldito fuera, Rachel sentía la loca y juvenil urgencia de castigarlo por ello y de hacer que deseara volver a marcharse una vez más. Pero si algo sabía Rachel de Ben era que debía de tratarse del hombre más cabezota del planeta. Había prometido quedarse, por lo menos temporalmente, y no iba a incumplir su promesa.

En vez de marcharse, Ben la destapó y la levantó de la cama.

– ¿Vamos primero al baño? -le preguntó con calma, como si aquel fuera el ritual de cada día-. ¿Quieres que te lave con la esponja?

Tenía un brazo bajo su espalda y apoyaba los dedos justo debajo de su seno. El otro brazo lo tenía bajo sus piernas.

¿Sabría acaso que no llevaba nada debajo del pijama?

– Sí, pero…

– Déjame imaginar. Puedes hacerlo tú sola -entró en el baño, la dejó sobre una silla y se volvió hacia la bañera-. Quédate ahí.

¿Acaso tenía otra opción? Rachel se preguntó por qué demonios habría pensado que lo de la enfermera era una mala idea.

– Toma.

Allí estaba Ben otra vez, en cuclillas y delante de ella. Tenía una bolsa de plástico en la mano y antes de que Rachel hubiera podido darse cuenta de lo que pretendía, le abrió completamente la bata.

– Eh…

– Me darás las gracias en cuanto estés en el agua, confía en mí -y sin desviar la mirada de su tarea, le colocó una bolsa en la escayola de la pierna izquierda y la aseguró con un trozo de cinta adhesiva. Se inclinó hacia adelante y utilizó sus propios dientes para cortar la cinta.

Rachel fijó la mirada en la cabeza de Ben, en aquel momento entre sus piernas, sintiendo el roce de sus muslos, y no sabía si abrir las piernas todavía más o darle una patada.

Darle una patada, decidió. Con una exclamación de sorpresa, Ben cayó de rodillas y puso los brazos en las caderas.

– ¿Te encuentras mejor? -le preguntó Ben.

– Eh, sí -admitió-, lo siento.

– No, no lo sientes -le quitó delicadamente una de las mangas de la bata y repitió la operación.

A su alrededor, con el agua caliente de la bañera, el cuarto de baño se estaba llenando de vapor.

– Entonces -dijo Ben con una sonrisa-, ¿cómo quieres que hagamos esto, de la forma más fácil o de la más difícil?

Rachel se aferró a su bata.

– A partir de ahora puedo arreglármelas sola.

– Entonces de la más difícil -musitó Ben-, genial.

Le tendió la esponja que colgaba de la ducha y se colocó de espaldas a ella.

Rachel miró aquel burbujeante baño y la esponja que tenía en la mano. Hundirla en la bañera y frotarse el cuerpo le parecía la gloria. Pero…

– No puedo hacerlo si tú estás delante.

– Tengo los ojos cerrados.

– Sí, pero…

– Pero nada, Rachel, ¿quieres lavarte o no?

Rachel miró el vapor que ascendía desde la bañera. ¿Quería lavarse? Lo deseaba más que respirar.

– Sí.

– Entonces, hazlo. Estás temblando como una hoja en el primer día de otoño. Y no, no me voy a ir, porque quiero asegurarme de que no te caigas.

– Entonces cierra los ojos -consiguió incorporarse lo suficiente como para quitarse la bata y dejarla caer a sus pies y fue a sentarse al borde de la bañera.

Pero se sentía terriblemente torpe y dejando caer demasiada presión en las costillas y en la pelvis.

– ¿Y ahora qué pasa? -Ben estaba de espaldas a ella, con los ojos todavía cerrados. Rachel lo sabía porque veía su reflejo en el espejo.

– Nada -contestó Rachel, y deseó llorar. Maldita fuera, ¡un mes atrás estaba en perfectas condiciones físicas!-. Ben…

Ben giró tan rápido que Rachel se mareó al verlo. Como si lo hubiera adivinado, Ben la agarró con firmeza. La vergüenza, el enfado, fueron seguidos de un bombardeo de sensaciones. ¿Por qué tenía que gustarle tanto sentir las manos de aquel hombre sobre su cuerpo?

En aquel momento, Ben estaba soportando completamente el peso de su cuerpo desnudo. Rachel sentía que el rostro le ardía, sentía que la garganta le ardía… que el cuerpo entero le ardía.

Ben deslizaba el brazo por su espalda y posaba la otra mano en su mejilla.

– Ben.

Rachel alzó el rostro y descubrió que su boca estaba a sólo unos milímetros de la de Ben. Pero no fue su proximidad la que la dejó sin aliento. Fue su mirada. Oscura, intensamente especulativa y tan ardiente que Rachel habría sido incapaz de meter una gota de aire en sus pulmones aunque de ello hubiera dependido su vida.

– Puedes… soltarme ya.

– Sí -Rachel habría jurado que tensó su abrazo antes de soltarla lentamente para sentarla en la silla del cuarto de baño-. ¿Estás bien?

No, no estaba bien.

– Sí, estoy bien -contestó entre dientes, porque su cuerpo había reaccionado sin su permiso.

Sus pezones eran dos tensos botones y sus piernas parecían de gelatina, por no mencionar lo que estaba ocurriendo entre ellas. Un estremecimiento recorrió su cuerpo cuando sintió el aliento de Ben en el cuello. De su garganta escapó un gemido de inconfundible deseo.

Lejos de dejarse impactar, Ben mordisqueó el lugar exacto sobre el que Rachel había sentido su aliento y continuó mordisqueándole el cuello y el hombro hasta hacerle sentir que se le estaban licuando los huesos.

– ¿Debería cerrar los ojos otra vez, Rachel?

– ¡Sí!

Pero Ben no lo hizo. De hecho, mantenía los ojos completamente abiertos mientras los deslizaba por todo su cuerpo. Alzó la mano desde la cadera de Rachel hasta su cintura y subió después un poco más, deslizando el pulgar una y otra vez por el lateral de su seno.

– He visto antes todo esto.

– Hace mucho tiempo -Rachel se sentía como un merengue derritiéndose bajo una llama-. Cierra los ojos.

– Eres más atractiva ahora que entonces. Y recuerdo que eras increíblemente atractiva.

Rachel cruzó el brazo escayolado sobre su pecho e intentó no pensar en las partes de su cuerpo que Ben podía continuar viendo claramente.

– ¿Y… se supone que eso me tiene que hacer sentir mejor?

– Bueno… -dejó escapar una risa-, a mí mirarte me hace sentirme mejor.

– Cierra los ojos si no quieres averiguar lo dura que puede resultar una escayola sobre tu cabeza.

Ben inclinó la cabeza y la estudió sin dejar de acariciar la parte de sus senos que asomaba por detrás de la escayola.

– Supongo que vas a ignorar el hecho de que cada vez que estamos a menos de un metro de distancia prácticamente entramos en combustión.

Haciendo un gran esfuerzo, Rachel alzó el brazo escayolado a modo de advertencia. Ben fijó la mirada en los senos que había dejado al descubierto.

– Eres masoquista, cariño -la acusó Ben, pero cerró los ojos-, muy bien.

El vapor continuaba ascendiendo desde la bañera, creando un ambiente de especial intimidad. Ben permanecía frente a ella, conteniendo la respiración, con el pelo cayendo sobre su frente, los ojos cerrados y una sonrisa sensual en los labios.

Y Rachel sabía que bastaría una palabra suya, una caricia, para que saltara sin red dispuesto a reiniciar una relación con ella, o al menos, una relación sexual.

Pero ella jamás saltaba sin mirar y mucho menos cuando andaba por medio un hombre que tenía un pie ya en la puerta.

La inquietud la estaba matando. La luz del amanecer se filtraba por la habitación de Rachel mientras ella luchaba con todas sus fuerzas para levantarse de la cama. Alargó la mano hacia la silla de ruedas, y entonces vaciló.

El dolor parecía ir disminuyendo poco a poco y decidió que aquel día intentaría prescindir de aquella triste y odiosa silla de ruedas. Quería caminar, maldita fuera, y decidida a hacer precisamente eso, tomó el bastón que le había dejado el fisioterapeuta el día anterior.

Con mucho cuidado y conteniendo la respiración, se levantó. Temblaba de pies a cabeza, pero era capaz de sostenerse en pie. En medio de aquel silencioso amanecer, fue avanzando lentamente hacia la puerta del dormitorio. Al abrirla, advirtió que el pasillo todavía estaba a oscuras. La única luz procedía del cuarto de baño. Arrastrándose por el pasillo, Rachel llegó hasta ella y miró en el interior. Sobre el mostrador había un cepillo de dientes de color azul.

No era el de Emily. Era el de Ben.

Y era curioso que bastara un pedazo de plástico para provocar sentimientos tan contradictorios. La noche anterior, al saber que le estaba costando dormir, Ben había aparecido en su dormitorio con una baraja de cartas y había estado enseñándole un juego que había aprendido en Nigeria o en algún otro remoto país.

Aquel hombre era especial. Había conseguido hacerla reír. Reír.

Rachel se dirigió a su estudio por primera vez desde el accidente. Normalmente, le bastaba entrar allí para que comenzaran a fluir los jugos de la creatividad, o abrir las ventanas para que asomara a sus labios una sonrisa de puro júbilo al ver las bulliciosas calles de South Village.

Esperó a que parte de aquella alegría llegara. Aunque sólo fuera un poco.

Nada. Lo único que sentía era una dolorosa tensión en el pecho muy cercana al pánico. Y agotamiento por el esfuerzo que había tenido que hacer para llegar hasta allí.

Su caballete estaba preparado, con una hoja de papel en blanco. Había una nota en su libreta: profesores versus administración. Sabía que había escrito ella misma aquellas palabras antes del accidente, y también que significaban que quería tratar aquel tema en su próxima tira. Pero, aunque su vida hubiera dependido de ello, no podía recordarse habiéndolas escrito y, mucho menos, lo que con ellas pretendía decir.

Pero no importaba. Al fin y al cabo, sólo se trataba de una tira cómica.

La impotencia y la inutilidad se habían convertido en viejas amigas desde aquel día, y volvieron a aparecer. De pronto, Rachel deseaba hacer algo diferente, algo nuevo… algo importante. Pensó en el trabajo de Ben y en todas las personas a las que había ayudado. La frustración la ahogaba.

Se tambaleó. Los músculos le temblaron violentamente por el esfuerzo que estaba haciendo para mantenerse en pie y la obligaron a sentarse en su adorada silla. Se colocó varios cojines a ambos lados, negándose a ceder a la frustración. Todavía no tenía muy claro cómo iba a poder regresar a su dormitorio sin pedir ayuda, pero pretendía hacerlo.

De momento, se quedaría donde estaba.

Miró alrededor de aquella habitación que en otro tiempo había sido su favorita y luchó contra las lágrimas, preguntándose cómo era posible que su vida se hubiera convertido en una prisión. Ya nada era igual. Ni su trabajo, ni Emily, que ya no parecía necesitarla, ni la casa, ni nada de aquello con lo que había contado como algo permanente en su vida.

Y mucho menos con la presencia de Ben. Una presencia que en el fondo debería agradecer porque sabía lo mucho que le costaba permanecer allí encerrado. Pero, precisamente por Ben, su relación con Emily había cambiado. Rachel había observado cómo su hija se había vuelto hacia Ben en busca de consuelo y amor. Y la pérdida de su anterior cercanía dejaba a Rachel en un terreno en el que no se sentía segura. Enterró el rostro entre las manos.

– Rachel.

Rachel alzó la cabeza bruscamente para mirar al único hombre que había conseguido hacer añicos toda su capacidad de control.

– Maldita sea, ya te fuiste en otra ocasión. ¿Por qué no puedes marcharte ahora?

– ¿Vas a empezar otra vez? -se apartó de la puerta y fue hacia ella-. ¿Cómo has llegado hasta aquí?

– Andando.

– ¿De verdad? -parecía sorprendido-. Deberías haberme llamado para que te ayudara. ¿Estás trabajando?

– Sí -señaló con amargura hacia su caballete.

– Rachel…

Ben se interrumpió cuando sonó el teléfono. Como lo tenía justo a su derecha, descolgó el auricular sin pedirle permiso a Rachel.

– ¿Diga? -su rostro se tensó-. Yo pensaba que iba a llamarme al móvil. Sí, ¿saben algo de él? -miró a Rachel mientras escuchaba.

– ¿Quién es? -preguntó Rachel, aunque sólo consiguió ser completamente ignorada-. Ben…

Ben le puso la mano en la boca para silenciarla. Rachel lo fulminó con la mirada.

– Ahora mismo voy -dijo Ben, colgando el teléfono con engañosa tranquilidad mientras el miedo lo devoraba-. Tengo que marcharme.

– ¿Quién era?

– Dile a Em que volveré para la hora del desayuno.

– Ben…

Ya estaba en la puerta, pero soltó un juramento y regresó. Tomó el rostro de Rachel con una delicadeza increíble y le hizo alzarlo hacia él.

– No me pasará nada -le dijo, haciendo una promesa que Rachel no alcanzaba a entender.

– Ben…

– Sss -la besó en los labios-. Volveré.

Sí, claro, ¿pero cómo iba a decirle que era precisamente eso lo que temía?

Rachel se llevó la mano a los labios y lo observó marcharse, preguntándose por qué habría dejado que la besara.

Arrastrada por la curiosidad, Rachel levantó el auricular del teléfono y comprobó el identificador de llamadas. Inidentificable. Rachel alzó la mirada y miró hacia la puerta por la que Ben acababa de desvanecerse. Oyó que se cerraba la puerta de la calle. Y entonces pulsó el botón que le permitía devolver la llamada.

– Agente Brewer -contestaron al otro lado de la línea.

Rachel se quedó mirando el teléfono de hito en hito.

– ¿Diga?

Tras tartamudear una disculpa, Rachel colgó el teléfono y se preguntó qué demonios estaba pasando.

Capítulo 9

Ben fue informado durante la reunión con Brewer de que habían conseguido detener a uno de los cómplices de Asada.

– ¿Y qué ha dicho sobre él? -preguntó Ben.

– Todavía no ha soltado nada. Pero el hecho de que lo hayan detenido en Sudamérica nos indica que Asada todavía está allí. Estoy seguro de que pronto lo encontrarán.

Pero Ben quería algo más que una promesa. Él quería… que todo aquello terminara. No estaba acostumbrado a pasar tanto miedo, y, como rara vez se encontraba personalmente involucrado en ese tipo de situaciones, no sabía cómo enfrentarse a ellas.

Pero aquélla no era una situación cualquiera. Era su vida. La vida de Emily. La vida de Rachel.

– Pronto podría ser demasiado tarde.

El agente Brewer, un hombre que llevaba veinte años de servicio y vivía completamente entregado a su trabajo, asintió.

– Soy consciente de su miedo, pero estamos haciendo todo lo que podemos.

– Si Asada está en Sudamérica, con todos los contactos que tiene puede pasarse toda la vida escondido.

– Es preferible a que esté en los Estados Unidos, detrás de usted.

– Podría tener hombres aquí. Hombres dispuestos a obedecerlo a ciegas.

– Hemos estado revisando las cintas de vídeo del aeropuerto de Los Ángeles grabadas alrededor de la fecha en la que Rachel tuvo el accidente -presionó un mando a distancia y comenzaron a surgir imágenes en un televisor, mostrando a dos hombres saliendo de la terminal de Los Ángeles-. Estamos intentando seguir el rastro de estos dos hombres. Y queríamos que viera su aspecto.

El terror se instaló en el vientre de Ben como una roca. El terror y el sentimiento de culpabilidad. Él era el culpable de todo lo que le había ocurrido a Rachel. Del hospital, el dolor, de sus limitaciones… El peso de la culpa lo devoraba.

Cuando salió de la oficina de Brewer, South Village ya se había abierto a otro próspero día. Habiendo vivido durante tanto tiempo lejos de allí, resultaba duro reconciliar toda aquella evidente riqueza con el mundo que Ben conocía, un mundo en el que el sufrimiento y el hambre eran el pan de cada día.

Inmerso en un atasco, aprovechó para planear parte de su futuro trabajo. Podía escribir algunos artículos que había estado coleccionando para los días de lluvia. Sí, podía dedicarse a ello durante el día. De hecho, tendría que hacerlo si quería conservar la cordura.

– ¿Que vas a establecerte en una casa? -le preguntó el editor de la revista con fingido horror-. ¿Quieres decir que tienes una auténtica dirección?

– Resulta difícil de creer, ¿eh?

– Bueno, eso tendré que verlo. Nos mantendremos en contacto.

Ben se despidió y giró hacia la calle de Rachel. Felizmente ajena al mundo de su padre, Emily estaba sentada en el último escalón de la casa con Parches en el regazo y el portátil en precario equilibrio sobre sus rodillas. Tenía la cabeza inclinada, mientras sus dedos volaban sobre el teclado.

A Ben se le encogió el corazón. ¿Cómo era posible que aquella preciosa y dulce criatura no tuviera otro amigo que su ordenador? La necesidad de esconderla, de protegerla del terrible lobo que era la vida era tan sobrecogedora que, por un instante, Ben sólo fue capaz de mirarla sintiendo un dolor tan intenso que no sabía qué hacer consigo mismo.

Cuando Emily advirtió su presencia, cerró el ordenador y le dirigió una sonrisa radiante. Y el dolor desapareció. Dios, cuánto la quería.

– He intentado hablarle a mamá de Parches -dijo Emily-, pero siempre está dormida. O de mal humor.

– Está sufriendo mucho. Emily, no me gusta que me esperes fuera.

– South Village es un lugar seguro, papá.

– Por favor, Em.

– Sí, de acuerdo.

– Y, sobre lo del perro. Si no se lo dices hoy a tu madre, se lo diré yo.

– Vaya, te has convertido en un padre muy estricto -miró el reloj-. No tenemos tiempo para ir a atascar nuestras arterias.

¿Estricto? ¿Él era estricto?

Diablos, ¿ni siquiera sabía lo que era ser padre y su hija pensaba que era estricto?

Esa niña no sabía el significado de esa maldita palabra.

– ¿Qué te parece si pasamos por un McDonald’s de camino al colegio? -le preguntó.

– Mamá odia los McDonlad’s.

– Entonces le compraré algo repugnantemente saludable cuando vuelva hacia casa.

Emily le dirigió una sonrisa que disipó el frío que lo acompañaba desde aquella terrible llamada matutina.

– De acuerdo.

– Pero en serio, Emily, tienes que decirle a mamá lo del perro. Estoy cansado de esconderlo.

En un abrir y cerrar de ojos, la sonrisa de Emily se transformó en un ceño fruncido.

– Lo sé -le dio un beso al cachorro en la boca, provocando una mueca de Ben.

– Ahora.

– Oh, papá. Ahora no puedo decírselo, está durmiendo. Pero te prometo que será lo primero que le diga esta tarde -para dar cierto efecto a sus palabras, batió las pestañas sobre sus enormes ojos.

¿Estricto? En realidad era un infeliz.

– En cuanto cruces la puerta de casa.

– Te lo prometo. ¿Papá? -inclinó la cabeza y lo estudió con atención-. Tú quieres a mamá, ¿verdad? Ya sabes, como la querías cuando me tuvisteis.

– Emily…

– Porque sé que estabais enamorados. Se nota en la fotografía que tiene mamá.

– ¿Tu madre tiene una fotografía?

– Sí, en el cajón en el que guarda el joyero. Estáis muy jóvenes y tú la estás abrazando. Mamá se ríe y tú la miras como si estuvieras enamorado de ella.

Así que Rachel guardaba una fotografía… ¿Por qué una mujer que le había dicho que se marchara para siempre iba a hacer algo así?

– Eso fue hace mucho tiempo, Em, lo sabes.

– Pero eso no significa que los sentimientos tengan que cambiar. ¿Tú me querías cuando nací?

– Mucho.

– ¿Y ahora me quieres?

– Por supuesto que te quiero, Em…

– ¿Lo ves? Eso significa que, si quisierais, podríais volver a quereros.

Ben se sentó al lado de su hija.

– Emily, yo sólo he venido porque…

– Porque yo te llamé. Pero viniste muy rápidamente, papá, y eso significa algo.

– Y voy a quedarme, voy a quedarme para ayudaros a las dos. Pero eso es todo.

«Mentiroso», se dijo.

Y Emily le dijo lo mismo con la mirada.

Llevando en una mano a la cachorra, una especie de revuelto de proteínas con pepino y una sopa de aspecto muy poco apetitoso que la atractiva propietaria del Café Delight le había asegurado era la favorita de Rachel en la otra, Ben caminó hacia la puerta de la casa. Había dejado a Emily en el colegio y tenía que enfrentarse a Rachel con la culpabilidad que estaba royéndole las entrañas.

Y no iba a hablarle todavía de esa maldita cachorra.

La puerta de la calle estaba abierta. Maldita fuera, tendría que pedirle que tuviera más cuidado. Dejó a la perrita en el suelo del vestíbulo y corrió hacia al murmullo de voces procedente de la cocina.

– Estaba abierta la puerta de la calle, maldita sea.

– Oh, he sido yo -le informó Adam-. ¿Quieres una galleta?

Ben se quedó mirando fijamente al contable de Rachel.

– No -contestó.

Se volvió hacia ella. Iba vestida con un vestido de verano que, imaginaba, probablemente se había puesto ella misma haciendo un gran esfuerzo, pero aun así, no pudo evitar preguntarse si aquel angelical contable la habría ayudado.

Y si así era, ¿se le habría acelerado el pulso como se le aceleraba a Ben cuando la acariciaba?

¿Y habría abierto ella los labios, invitándolo a besarla?

Maldita fuera, y a él qué le importaba. Además, tenía que resolver aquello rápidamente, antes de que la perrita hiciera alguna estupidez.

– No puedes dejar la puerta abierta.

– ¿Y eso podría tener algo que ver con la llamada de teléfono que te ha hecho irte de casa al amanecer?

Ben se quedó mirándola durante largo rato, hasta que Adam se acercó a la mesa y se sentó en frente de ella.

– En cualquier caso, no estaba sola -Adam sonrió-. Y en este barrio el índice de delitos es notablemente bajo.

– Mira, Adam, te lo agradezco, pero…

– ¿Que agradeces qué? -se maravilló Rachel, lanzando fuego por los ojos-. ¿Qué es lo que agradeces, Ben? -casi ronroneó-. No te pertenezco, ni siquiera tendrías por qué estar aquí. No tienes ninguna responsabilidad sobre mí.

Ben puso los brazos en jarras e intentó adivinar la manera de salir de aquel desastre. Pero no había ninguna.

Estúpidamente, se preguntó qué estaría haciendo la perrita y cuántos daños podría haber causado en los dos minutos que llevaba sola.

Adam abrió uno de los recipientes que llevaba Ben y le sonrió a Rachel.

– Son tus platos favoritos, Rachel. A lo mejor ahora eres capaz de comer algo -miró a Ben-, ha adelgazado mucho.

Tras haber podido posar el día anterior sus ojos y sus manos en cada centímetro de aquel cuerpo, Ben estaba dispuesto a defender ante cualquiera que Rachel estaba condenadamente bien. Pero iba a olvidarlo, iba a olvidar lo que era sentir su piel. Iba a olvidar su fragancia. Iba a olvidarlo todo.

– Adam tiene razón, deberías comer -se dirigió hacia la puerta-. Salgo de aquí.

– Sí, tú siempre tienes un pie fuera de aquí -dijo Rachel-, has tenido un pie fuera de aquí desde el día en el que apareciste.

¿Y no era cierto? Era irónico, pensó Ben, tener que utilizar a Adam como excusa para desvanecerse cuando sólo unos días atrás habría querido abofetearlo por besar a Rachel en la mejilla.

Una vez en el cuarto de estar, rescató a la perrita errante, que estaba mordisqueando alegremente una sandalia negra que, imaginaba, era de Emily. Ben llevó la sandalia y la cachorra a la habitación de Emily.

– Esta tarde se descubrirá tu secreto -le advirtió-. Hasta entonces, saldrás y dormirás cuando yo te lo diga. Y no quiero problemas, ¿me has oído…?

En respuesta, Parches se tumbó boca arriba, exponiendo alegremente su barriguita mientras le lamía a Ben la muñeca. Cuando Ben se dirigió hacia la puerta, ella lo siguió.

– Oh, no -dijo Ben entre risas-, eres la perrita de Emily, no la mía.

Parches pestañeó con tristeza.

– Eh, tienes suerte de que Rachel no esté en buenas condiciones físicas, porque, créeme, en caso contrario, estarías ya condenada.

Era cierto, cuando Rachel estaba en plenas facultades, no pasaba nada por alto. Absolutamente nada.

De pronto, Ben recordó su último día en South Village.

Le habían enviado ya el billete de avión, le habían pagado su primer salario y tenía la maleta preparada. No había nada que deseara más en el mundo que dejar para siempre South Village, pero aun así, había vacilado. No podía marcharse sin ver a Rachel una vez más.

Con todo el peso del orgullo, se había dirigido a la casa de los Wellers. Era una casa tan grande que había imaginado que podrían vivir en ella cincuenta personas sin cruzarse.

Todavía estaba a tiempo de dar media vuelta y marcharse, y nadie sabría que había ido a suplicarle a Rachel que lo quisiera como nadie lo había querido jamás.

Patético. Era patético, pero antes de que hubiera podido marcharse, le había abierto la puerta la señora Wellers con un vaso en la mano. Lo había mirarlo sin reconocerlo, aunque para entonces Ben y Rachel llevaban seis meses saliendo.

– Soy Ben, señora Wellers, necesito hablar con Rachel.

– Rachel no quiere hablar con gente como tú.

Ben no recordaba si había salido o no corriendo de allí, pero sí que el trayecto en autobús hasta el aeropuerto se le había hecho interminable. No había vuelto a respirar tranquilamente hasta que se había encontrado con sus iguales al otro lado del mundo, donde había sido tratado como uno más.

Dios, necesitaba salir a dar un paseo, pensó mientras se deshacía de aquellos recuerdos. Necesitaba aire. Miró a Parches, que se había quedado dormida, y cerró cuidadosamente la puerta del dormitorio de Emily.

Todavía podía oír a Adam en la cocina, hablándole a Rachel en aquel tono tan tranquilo y cariñoso que despertaba en Ben las ganas de darle una paliza.

¿Pero qué demonios le pasaba? Adam era un buen hombre. Debería alegrarse de que Rachel tuviera a alguien así en su vida. De esa forma le resultaría mucho más fácil marcharse.

Sí, debería alegrarse. Y también se alegraría cuando encontraran a Asada.

Salió a dar una vuelta. Le habría gustado montar en un avión, pero de momento debería conformarse con un paseo.

Pasó por delante del mercado y de una galería de arte. Cerca de casa de Rachel había un pequeño parque en el que estaba disputándose un emocionante partido de baloncesto: un equipo de dos contra uno de tres. Los hombres parecían rondar los treinta años, y, a juzgar por el sudor y las faltas, se estaban tomando el partido muy en serio.

Había algo en ellos que hizo que Ben se acercara y sacara la cámara que llevaba colgada al hombro. Y estaba a punto de disparar una fotografía cuando uno de los jugadores se le acercó.

– Nos falta uno para completar el equipo. ¿Eres bueno?

– No se me da mal.

– Entonces deja la cámara, te necesitamos.

Ben se quitó la cámara y la camisa. Y jugó el partido de baloncesto más catártico de toda su vida. Para el final del partido, su equipo había ganado por los pelos y Ben ya sabía que uno de sus compañeros se llamaba Steve y el otro Tony. Mientras se apoyaba contra la pared de ladrillo y bebía agua, descubrió también que uno de ellos era policía y el otro abogado.

– Por si te interesa, nos damos estas palizas tres días a la semana -dijo Steve, mientras se limpiaba la sangre que tenía en el labio.

Ben había liberado gran parte de su tensión durante la hora anterior. Él había odiado siempre aquella ciudad en la que nadie le hacía ningún caso. Pero aquellos tipos le estaban haciendo caso.

– No voy quedarme aquí durante mucho tiempo -o al menos eso esperaba.

– Nos conformaremos con el tiempo que estés -Tony sonrió-. Porque, maldita sea, eres un tipo duro.

Ben miró hacia el antiguo parque de bomberos que no había perdido de vista en ningún momento. Sí, era duro, ¿pero sería suficientemente duro como para encargarse de Asada?

Capítulo 10

Después de que Adam se marchara, Rachel subió en el ascensor al estudio y se dejó caer en la butaca que tenía frente a la ventana.

La frustraba sentirse tan débil, pero por lo menos aquel día no tenía que utilizar la silla de ruedas. Pasitos de bebé, le recordaba continuamente su fisioterapeuta.

Su mirada vagó hasta el parque de la esquina, donde estaban disputando un partido de baloncesto. Y no fue capaz de apartar la mirada de Ben, ni durante el partido ni mientras regresaba de vuelta a la casa.

En el paso de peatones, Ben se detuvo y miró con recelo hacia la puerta principal. Hundió ligeramente los hombros, como si estuviera soportando sobre ellos todo el peso del mundo. Parecía cansado, exhausto. Humano.

Entonces alzó la mirada y la vio. Rachel cerró los ojos y, cuando volvió a abrirlos, Ben había desaparecido. Estaba recordándose a sí misma que quizá fuera lo mejor, cuando apareció Ben en el marco de la puerta del estudio.

– ¿Estás bien?

Preocupación. Siempre preocupación. Pues bien, ella estaba harta de preocupación. Cansada de sentirse débil y vulnerable cuando lo que realmente quería era que saliera para siempre de su vida.

Entonces Ben bajó la mirada hacia el regazo de Rachel. Y vio a la perrita durmiendo.

– Eh… la has encontrado, ¿verdad?

– ¿Pensabas que no la encontraría?

– Emily dijo…

– ¿Qué dijo Emily, Ben? ¿Que no me importaría que me mintierais y la escondierais a mis espaldas?

Ben se frotó la cara.

– Mira, me estaba mirando con esos enormes ojos verdes, ¿de acuerdo? Y me dijo que tú querías tener una perrita y que ésta te encantaría.

– Y si de verdad yo quería tener un perro, ¿por qué iba a ocultármelo durante días?

– De acuerdo, soy una porquería de padre y todas esas cosas, los dos lo sabemos.

Aquello, sumado a la tristeza de su rostro, le hizo tragarse a Rachel la furiosa réplica que tenía preparada.

– ¿Crees que eres un mal padre?

– Lo sé. Por el amor de Dios, vivo en el otro lado del mundo.

– Pero la llamas, y le envías cartas, y la ves.

– Una vez cada dos meses. No sé lo que es ser un buen padre, pero eso no es excusa. Tú tampoco sabías lo que era ser una buena madre y mírate. Eres una madre magnífica.

Aquella fue una de las pocas ocasiones en las que pudo sacar a relucir la infancia de Rachel sin que ella se pusiera a la defensiva.

– Cada uno es como es, Ben, y yo diría que lo hemos hecho lo mejor que hemos podido en nuestras circunstancias. En cuanto a Emily, creo que eres maravilloso con ella.

Ben rió con amargura.

– Lo digo en serio -contestó Rachel suavemente, deseando que la creyera. Era extraño tener que ser ella la que lo consolara. Y extraño también que le gustara hacerlo-. Está disfrutando mucho de estos días que está pasando contigo.

– ¿Pero? -Ben tenía la sensación de estar oyendo un pero detrás de cada frase.

– Pero me preocupa que te eche de menos cuando te vayas. Porque te irás. A la larga te irás. Tendrás que hacerlo, lo llevas en la sangre y los dos lo sabemos.

– Sí. Y siento lo de Parches.

Rachel acarició a la perrita.

– ¿De verdad?

– Era una perrita abandonada, Rach. Y estoy dispuesto a hacerme cargo de sus gastos.

– No te preocupes, Ben.

Ben la miró con una adorable expresión de confusión.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué? -Rachel estuvo a punto de echarse a reír y sintió al mismo tiempo unas ganas inexplicables de abrazarlo, lo cual habría sido como abrazar a un tigre hambriento-. Porque haces a Emily feliz, la haces feliz como yo no he podido hacerlo últimamente.

Rachel decidió ignorar la sorpresa de Ben porque la desgarraba. ¿De verdad la creía tan despiadada? Sí, por supuesto que la creía despiadada.

– ¿Por qué has estado hablando con un tal agente Brewer sobre mí, Ben?

La sonrisa de Ben desapareció.

– Es un agente del FBI, estaba preocupado por ti.

– ¿Qué tiene que ver un agente del FBI con mi recuperación?

– Hemos estado hablando de tu accidente.

– No lo comprendo.

– No sabía que habían detenido la investigación hasta que llegué. Y desde entonces he estado detrás de la policía, para que la conviertan en un asunto prioritario.

Incluso allí continuaba preocupándose por la justicia. Rachel lo admiraba por ello y habría dado cualquier cosa por tener una mínima parte de su valor.

Ben estaba mirando las flores que descansaban en el alféizar de la ventana, otro regalo de Adam. Del dulce y siempre amable Adam. Rachel le tenía un gran cariño, Adam le hacía sonreír y le resultaba muy fácil estar con él. Podía decir incluso que había estado contemplando la posibilidad de dar un paso adelante en su relación.

Hasta que había aparecido Ben. No lo admitiría ni bajo amenaza de muerte, pero en cuanto los había visto juntos, las cosas habían cambiado.

Y no porque deseara a Ben.

De acuerdo, quizá lo deseaba en secreto. Haría falta tener hielo en las venas para no desearlo. Pero ella no quería desearlo.

– Ya es hora de ir al fisioterapeuta.

– Estoy lista.

Con mucho cuidado, empujó a Parches para que bajara de su regazo. Las piernas se le habían quedado dormidas en aquella postura y levantarse fue un ejercicio frustrante.

– Eh, eh -Ben corrió a su lado y la levantó en brazos-. No puedes hacer eso, no puedes moverte tan rápido, tienes que…

– ¿Qué? ¿No tengo que moverme? ¿Ni pensar? ¿Ni respirar? Bueno, intenta dejar de hacer todas esas cosas y verás cuánto tardas en volverte loco.

– Mira. Ya estás gruñendo otra vez -la llevó hasta el dormitorio y allí se sentó con ella en la cama, con la espalda apoyada en el cabecero, una pierna en el suelo y la otra sobre el colchón. Alzó la cabeza y cerró los ojos, como si se hubiera olvidado de que Rachel estaba sentada en su regazo.

– Creía que teníamos que irnos.

– Sí -pero no la soltaba.

La perrita los había seguido y ladraba alegremente en el suelo.

– Ya puedes soltarme. Estoy perfectamente…

– ¿Rachel?

– ¿Sí?

– Cállate, por favor, sólo un momento.

Sí, pero si se callaba, lo único que podía hacer era sentir. Y lo que estaba sintiendo era el calor dolorosamente familiar que experimentaba cuando se sentía rodeada por la fuerza de Ben. Y sabía que podría acostumbrarse a aquella sensación.

Era una pena que Ben no pudiera.

– Mira, tú sólo has venido aquí porque Emily te ha llamado. Ella te dijo que yo te necesitaba, pero tanto tú como yo sabemos cuál era el problema en realidad y no creo que haya más que decir.

Ben continuaba con los ojos cerrados.

– En eso tienes razón.

– Maldita sea, Ben, tú eres el primero que quiere marcharse. Yo no me trago la promesa que le has hecho a Emily.

Ben continuaba sin decir nada.

– Ben.

– Sí, tienes razón, quiero marcharme -admitió suavemente.

– Entonces, ¿por qué no te vas?

– Porque lo he prometido. Y si no te lo crees, el problema es tuyo -hablaba en voz baja y era evidente su enfado.

Había herido su orgullo, había cuestionado su integridad. Quizá más tarde pudiera pararse a pensar en ello, pero en aquel momento, lo único que Rachel necesitaba era que Ben le quitara las manos de encima, porque estaba haciendo revivir su cuerpo de una manera a la que no quería enfrentarse.

– La cuestión es que me necesitas.

– Hay otras personas que podrían ayudarme.

– Como Adam, ¿verdad? Sí, supongo que él podría haberte ayudado a bañarte -Ben alzó las manos y le hizo volver el rostro delicadamente hacia él-. No voy a ir a ninguna parte, todavía no.

Aquellas palabras sonaban como una promesa, como una amenaza. Todavía no, pero se iría.

Ben deslizó el pulgar por el labio inferior de Rachel y fijó la mirada en sus ojos, permitiéndole adivinar que estaba pensando en algo mucho más inquietante que un simple beso.

– Ben -susurró Rachel con voz temblorosa cuando Ben acercó los labios a los suyos-. ¿No te da miedo?

– ¿Te refieres a la forma en la que se para el tiempo cuando me miras? Sí, claro que me da miedo. Pero la verdad es que todo lo relacionado contigo me asusta. Siempre lo ha hecho.

Otra caricia en los labios y las rodillas comenzaron a temblarle.

– No podemos.

– Sabes que la expresión «no puedo» no forma parte de mi vocabulario.

– Pero forma parte del mío.

Ben se quedó paralizado al oírla.

– No… puedes.

– No -susurró Rachel.

– La misma historia de siempre -susurró Ben en respuesta-. No puedes.

Y sin más, la levantó en brazos y la llevó hasta el coche.

El trayecto hasta la consulta del fisioterapeuta fue interminablemente silencioso… y largo.

Después, Ben insistió en ayudarla a subir a su habitación. Acababa de dejarla en la cama y estaba inclinado sobre ella cuando la puerta de la calle se cerró de un portazo, sobresaltándolos a los dos.

– ¿Papá? -se oyó la voz esperanzada de Emily.

Con una risa, Ben levantó en brazos a Parches, que se había puesto frenética al oír la voz de su adorada Emily y se sentó en la cama.

– ¿Papá?

Rachel cerró los ojos al advertir la felicidad que reflejaba la voz de su hija desde que Ben estaba en casa, pero volvió a abrirlos en cuanto sintió que Ben volvía a acercarse, se inclinaba sobre ella y rozaba sus labios con la más atractiva de las sonrisas, haciéndole sonreír también a ella.

– Eso está mejor. ¿Sabes que cuando te beso no pareces tan gruñona?

– ¡Papá! ¿Dónde estás?

– Todavía no he terminado -le advirtió Ben suavemente a Rachel.

– Terminamos hace trece años.

Sin dejar de mirar a Rachel, Ben respondió:

– ¡Aquí, cariño!

Emily entro en la habitación y esbozó una triste sonrisa al ver a Parches en el dormitorio de su madre.

– Oh…

Ben se levantó y le dio un beso en la frente.

– Admite siempre tus errores, cariño, siempre -le recomendó, y las dejó a solas.

– Eh… has encontrado a Parches -Emily hizo una mueca. Se parecía tanto a Ben que a Rachel casi le dolía mirarla-. Mamá, estaba abandonada…

– Pero me has mentido.

– No, no te he mentido. Nunca he dicho que no tuviera un perro en casa -como Rachel continuaba mirándola con expresión seria, Emily se dejo caer en la silla-. Lo sé, he mentido por omisión.

– Sí, me has mentido, Emily. Y un perro es una gran responsabilidad.

– Podré asumirla, mamá. Yo la domesticaré, y le daré de comer. Haré cualquier cosa por ella.

– Sí, claro que lo harás.

– ¿Entonces puedo quedármela?

– Con un par de condiciones -Emily se puso en guardia otra vez. Rachel sintió unas ganas inmensas de abrazarla. ¿Qué le había sucedido a su niña? ¿Cuándo había empezado a necesitar su independencia tan fieramente?-. En una cosa tienes razón, tú te encargarás de enseñarla, recogerás todo lo que ella haga y le darás de comer.

– Lo haré, lo prometo.

– Y también tendrás que ganar el dinero necesario para alimentarla, haciendo algunas tareas más.

– Muy bien -contestó Emily con menos entusiasmo.

– Y en tercer lugar -te quiero, hija-, no volverás a ocultarme nada nunca más, ¿trato hecho?

Emily se levantó, sonrió, se acercó a la cama y le dio un abrazo tan fuerte que Rachel apenas podía respirar.

– Trato hecho -susurró.

Pasaron dos días y Rachel continuaba pensando en lo que le había dicho Ben.

Adam le había llevado algunos libros, pero ni los libros ni el propio Adam habían conseguido retener su atención.

Y, cuando había llegado Garret con el correo, había podido hacer poco más que sonreírle y darle las gracias. Sus pensamientos estaban concentrados en una sola cosa: Ben.

«Todavía no hemos terminado».

Insomne y a una hora ya avanzada de la noche, Rachel tomó su bastón y caminó tambaleante hasta el pasillo, ignorando el dolor de la pierna. Estaba cansada de la silla de ruedas. Cansada de no poder moverse a su antojo.

Cansada de todo, tenía que admitir.

Estaba dispuesta a mejorar y no entendía por qué la recuperación estaba tardando tanto.

En la habitación de Emily, observó la luz de la luna bañando su cama. Bajo las sábanas, su preciosa hija suspiró dormida. Y a los pies de la cama, dormitaba Parches.

Dios, cuánto echaba de menos aquello. Poder acercarse al dormitorio de Emily para darle un beso de buenas noches. Con una sonrisa, recorrió la desastrada habitación de Emily. Le arregló las sábanas con el brazo bueno, y miró aquel desorden incesante. El portátil estaba abierto y…

La línea telefónica conectada. La sonrisa de Rachel desapareció. Se volvió hacia la cama.

– No estás dormida.

Con un suspiro de desesperación, cerró el ordenador y desconectó el cable telefónico.

– Es tarde y mañana tienes que ir al colegio -se acercó a la cama, acarició a su hija y suspiró-. Buenas noches, Emily, te quiero.

Pero no recibió respuesta alguna.

Asintió para sí y regresó a su propia habitación. Se acercó a la ventana con los músculos palpitantes. No era la cabezonería la que le impedía tomar analgésicos, sino que odiaba estar adormilada por las mañanas.

En la calle, un coche patrulla dobló la esquina. Era una imagen muy poco habitual en aquel barrio. Y menos normal era que aminorara la velocidad delante de su casa. Con el ceño fruncido, observó al policía vigilar los alrededores con lo que le pareció un exceso de precaución. Al cabo de unos minutos, el coche desapareció.

Rachel se metió nerviosa en la cama y clavó la mirada en el techo.

Se descubrió de pronto pensando preocupada en la posibilidad de que algún criminal anduviera suelto. Pero no, no podía ser eso. El policía sólo había mirado su casa.

Quería hablar con alguien. Podía llamar a Adam, estaría allí en un abrir y cerrar de ojos. Pero él ya no la veía sólo como a una amiga; la miraba de manera diferente. No, un momento. Eso no era cierto.

Era ella la que lo miraba de forma diferente.

Y estaba además lo que podía pensar Ben si Adam aparecía en su casa en medio de la noche.

Y estaba también el propio Ben, durmiendo en una de las habitaciones para invitados. Pero no era precisamente hablar lo que quería hacer con Ben. Ella quería…

Distraerse, necesitaba distraerse y rápidamente. Alargó la mano hacia el teléfono. Mel. Su hermana siempre había dicho que Ben no le convenía. Sí, su hermana podría sacarla de aquella locura. Marcó su teléfono a toda la velocidad que le permitieron sus dedos.

– Hola -la saludó Mel con voz entrecortada.

– Mel, gracias a Dios. Rápido. Convénceme de que no vaya al final del pasillo y…

– Deja un mensaje -continuó Mel con un ronco murmullo-, te prometo que te contestaré.

Y colgó el teléfono.

– Eh, soy yo -Rachel dejó escapar un tembloroso suspiro-. Mira, no es nada importante, no te preocupes por devolverme la llamada. Yo sólo… Hablaré contigo más tarde.

Se acurrucó bajo las sábanas e intentó quedarse dormida. Al final lo consiguió, pero no antes de que hubiera comenzado a asomar el sol por el horizonte.

Capítulo 11

Querido Ben:

¿Crees que has pagado suficiente? No dejes de vigilar, de esperar. Estoy seguro de que no lo harás.

Durante dos semanas, Ben estuvo trabajando a toda máquina, escribiendo artículos que no había tenido tiempo de redactar con anterioridad, e intentando no perder la cordura.

Cada día que pasaba viendo a Rachel luchando para recuperar su propia vida, para volver a trabajar, para ser una buena madre y además enfrentarse a su presencia, lo mataba. Durante aquel tiempo, los diferentes cuerpos de policía estaban trabajando también a todas horas, intentando encontrar alguna pista que los condujera hasta Asada.

Ben sostenía entre las manos la última carta de Asada. Podía leer su odio a través del papel y sabía que, agobiado o no, tendría que quedarse en South Village durante algún tiempo.

Escribía sus artículos, jugaba al baloncesto y procuraba perderse a sí mismo en aquel organizado caos en el que consistían sus partidos. Y parecía que funcionaba.

Hasta que un día, durante un partido especialmente catártico, se le ocurrió mirar hacia la calle del frente y vio a Rachel observándolo desde la ventana del estudio.

Con el sudor corriendo por su pecho y el corazón palpitante, tuvo la sensación de que el tiempo se detenía. Después, Rachel se volvió, rompiendo así el hechizo, y Ben volvió al ataque. Pero, tras un mes en aquella situación de provisionalidad, casi deseaba que Asada hiciera algún movimiento que le permitiera atraparlo para poder salir de aquel infierno.

Pero Asada no hacía ningún movimiento.

Melanie lo tenía todo. Un buen trabajo, un buen coche y, si ella así lo decidía, una cita cada noche. Y para rematar, el espejo le aseguraba a diario que tenía el mejor cuerpo de treinta y tres años de los alrededores.

Lástima que su jefe fuera un canalla, que los tipos con los que salía no valieran gran cosa y que durante los últimos años hubiera tenido que pagar sus buenos billetes a un cirujano para conservar su belleza.

Ignorando los límites de velocidad, se dirigía hacia South Village por primera vez en un mes, desde que Rachel había salido del hospital.

Y la verdad era que tampoco habría ido aquel día si no hubiera sido por el mensaje que le había dejado Rachel en el contestador un par de semanas atrás. Eran raras las ocasiones en las que su hermana la necesitaba. Y el hecho de que lo hiciera, llenaba un particular vacío que tenía muy dentro de ella.

Debería haber ido antes, pero el último fin de semana había sido la carrera de yates, y el anterior aquel desfile de moda que no se podía perder y, además, cada vez que llamaba, Emily insistía en decirle que todo iba bien. Pero ya iba siendo hora de que se acercara a ver a su hermana, la única persona en el mundo que realmente la aceptaba, por muchas locuras que hiciera.

Aparcar en South Village siempre había sido un desafío y aquel viernes no fue una excepción. Tuvo que pasar por delante de la casa en tres ocasiones hasta encontrar por fin un hueco que no la obligara a tener que caminar en exceso hasta la casa, algo que habría sido imposible dada la altura de los tacones de sus sandalias. El hecho de que Rachel hubiera decidido vivir en una de las zonas más transitadas de todo el estado era algo que nunca había llegado a comprender.

Una vez fuera del coche, se detuvo para echarse el pelo hacia atrás y retocarse el lápiz de labios mirándose en el espejo retrovisor. Y también practicó la sonrisa que esbozaría ante Rachel, una sonrisa que disimulara el enorme impacto que le producía el aspecto de su hermana.

Esa había sido la parte más dura del hospital. Mel no estaba preparada para ver a su hermana pequeña inmóvil en una cama de hospital. Una mujer que no había estado quieta en toda su vida. Pero peor aún habían sido las escayolas, las vendas y esas terribles heridas y cicatrices.

Y, Dios, su gloriosa melena dorada. Mel no había sido capaz de superarlo hasta que Rachel, advirtiendo su desconsuelo, había bromeado diciendo que el pelo siempre le podría crecer.

Mel había estallado en lágrimas al oírla.

En aquel momento, alzó la barbilla, decidida a ser tan valiente como su propia hermana, que era la mujer más valiente que había conocido en toda su vida. Después, fijó la mirada en el hombre que estaba sentado en las escaleras de aquel antiguo parque de bomberos. De todos los seres de la tierra, era el último que esperaba encontrarse allí. Ben Asher llevaba unos pantalones de baloncesto y nada más, mostrando su cuerpo esbelto, musculoso y deliciosamente sudoroso.

Dios, a Mel le encantaban los hombres sudorosos y atléticos y, antes de que hubiera podido hacer nada para impedirlo, el deseo brotó en su interior. Ben Asher era todo lo que le gustaba de un hombre. La suya no era la belleza de un modelo, sino la de un hombre al que no le importaba mancharse las manos. Ben era un rebelde de corazón, un hombre que sabía lo que quería y lo que debía hacer para conseguirlo.

Mel lo había visto al menos una vez al año desde que Rachel y él habían roto. Era ella la que llevaba a Emily con su padre cada vez que él lo pedía, entre otras cosas para poder darse el gusto de verlo.

Pero en el fondo, en lo más profundo de su ser, sabía que Ben había hecho mucho más daño a Rachel del que él mismo era consciente y, a pesar de la actividad de sus hormonas, su lealtad estaba siempre del lado de su hermana. De modo que sí, disfrutaba mirando a aquel hombre, ¿quién no lo haría? Y quizá, para sentirse mejor al respecto, solía mentirle a Rachel cuando hablaban de él, diciéndole que se había convertido en un mujeriego, que hablaba de ella con notable desdén y cuantas otras barbaridades se le ocurrían para así no tener que sentirse culpable por desear al único hombre por el que su hermana había sido capaz de desprenderse de su fría fachada.

Y, además, Rachel nunca hablaba de él, nunca preguntaba por él, de modo que, ¿qué daño podía hacerle?

Suponía que debería sentirse culpable, sobre todo porque Ben siempre, siempre, preguntaba por Rachel, y jamás lo hacía con desdén. Quizá una mujer mejor que ella habría sido sincera, pero Mel jamás se había jactado de ser buena.

Y, mientras cruzaba la calle y sonreía, su mirada reparó en el hombre que había en la casa contigua a la de Rachel.

Era Garret, el dentista, el buen samaritano. Estaba cortando el césped con unos vaqueros y una camiseta, no era nada especial, desde luego, no podía comparársele a una divinidad griega. Aun así, cuando alzó la mirada y la vio, durante un breve segundo, se quedó completamente quieto.

Mel también se detuvo un instante en medio de la calle, olvidándose de Ben y recuperando el recuerdo de la última Noche Vieja. Había ido a pasarla con Rachel, que se había quedado dormida antes de las diez de la noche. Peligrosamente sola y aburrida, Mel había decidido acercarse a un bar que no quedaba lejos de la casa. Y había terminado encontrándose con Garret.

En un momento de locura, había bailado con él.

Y en un segundo momento de locura incluso mayor, había aceptado ir a su casa, donde había pasado una larga y gloriosa noche. No habían vuelto a hablar desde entonces.

Entre otras cosas, porque ella le había dado largas cada vez que él lo había intentado.

– Mel -la saludó Ben con aquella voz grave y seria cuando llegó al jardín.

Mel le dirigió a Garret una última mirada que hizo que el corazón le diera un vuelco en el pecho.

– Ben -se obligó a tranquilizarse mientras Ben se incorporaba con la gracia de un felino y a sacar de su mente a Garret, aquel hombre que para ella no tenía ninguna importancia-. ¿Qué estás haciendo aquí, guapísimo? ¿Vas a llevarte a Emily a uno de esos viajes exóticos?

– He venido por Rachel.

¿Ah, sí?

– ¿Te ha llamado ella?

Ben se echó a reír al oírla, con aquella risa sensual con la que, imaginó Mel, podría hacer ronronear a una monja. Por el rabillo del ojo, advirtió que Garret estaba regando las flores. Y lo hacía con la misma concentración con la que lo hacía todo. Al recordar que ella misma había sido el objeto de su concentración en una ocasión, el corazón volvió a darle un vuelco en el pecho. ¿Qué demonios le pasaba?

– No, no me llamó ella -Ben sonrió-. ¿Alguna vez te ha llamado tu hermana para pedirte ayuda?

– Eh, no -admitió Mel con una sonrisa-. ¿Entonces cómo…?

– He venido a cuidarla, aunque eso también es un asunto algo delicado porque, según tu hermana, no necesita a nadie. En ese sentido, las cosas no han cambiado mucho.

– De modo que has venido a cuidarla -repitió Mel lentamente-. Pero Emily me dijo que había contratado a una enfermera…

– ¿Y te lo tragaste?

Mel clavó la mirada en sus risueños ojos y sacudió la cabeza.

– Oh, no. No ha podido mentirme.

– Me temo que sí.

– Y tú viniste corriendo. Qué gesto tan dulce… -intentó pensar si alguna vez había estado con un hombre que hubiera sido capaz de dejarlo todo, su trabajo, su vida, para correr a su lado, desde el otro extremo del mundo, nada más y nada menos.

Y no, nunca había estado con un hombre así.

Mantenía la mirada lejos del hombre que estaba en el jardín de al lado, un hombre que jamás le había dicho a nadie que la había deseado, aunque sólo hubiera sido en una ocasión.

– Rachel está mejorando mucho -dijo Ben.

Y si Mel hubiera sido una mujer de fácil sonrojo, se habría ruborizado al darse cuenta de que no había preguntado por la salud de su hermana.

– Supongo que podré comprobarlo por mí misma -dijo, y le dirigió a Ben una de aquellas sonrisas ante las que normalmente se rendían los hombres estúpidos, sólo para ver lo que podía suceder.

Completamente inmune a su sonrisa, Ben le abrió la puerta y, sin que ella le hubiera dado permiso, Mel sintió que se le encogía el corazón. ¿Por qué los hombres con los que se acostaba no le abrían la puerta?

Bueno, la verdad era que Garret lo había hecho. Pero no quería volver a pensar en él.

– ¿Rach? -Ben se acercó a la barra que había en el centro del vestíbulo y llamó a Rachel. Después se volvió hacia su hermana-. La he dejado hace una hora en el vestíbulo, iba a intentar ponerse a trabajar.

– ¿Tanto ha mejorado? -la última vez que había visto a su hermana parecía al borde de la muerte.

– No, pero tu hermana es condenadamente cabezota. Quizá puedas convencerla de que almuerce. Está comiendo como un pajarito.

Mel lo siguió y sacudió la cabeza. Ben ni siquiera se había fijado en sus labios pintados, ni había recorrido con la mirada su cuerpo, ni siquiera el minúsculo vestido blanco que llevaba.

Esperaba que por lo menos Garret la hubiera mirado con atención.

Y no porque estuviera pensando en él…

Subieron la escalera. Y cuando llegaron a la puerta cerrada del estudio, Ben volvió la cabeza y sonrió.

– ¿Estás preparada para que te arranquen la cabeza?

Mel apartó a Garret de sus pensamientos.

– ¿Por qué lo preguntas?

– Bueno, a lo mejor Rachel no intenta morderte cada vez que la miras, pero… -rió suavemente-, parece que Rachel y yo sacamos lo más extremo de cada uno de nosotros.

El hecho de que no hubiera dicho «lo peor de nosotros», la dejó paralizada. ¿Qué estaba ocurriendo allí? Puso los brazos en jarras.

– ¿Estáis haciendo alguna estupidez, como acostaros juntos? Porque espero que en esta ocasión os aseguréis de utilizar los preservativos correctamente.

La puerta se abrió de golpe y apareció Rachel, apoyada en el bastón y fulminándolos con la mirada.

– Hola, cariño -dijo Ben con extremada dulzura-. Ya he vuelto a casa.

Rachel lo miró con los ojos entrecerrados y se volvió hacia Melanie.

– ¿Quieres preguntarme algo directamente a mí?

Oh, Dios. Mel cometió el error de mirar a Ben.

– No lo mires a él -le exigió Rachel-. Mírame a mí, estoy aquí. De pie, y, ya que lo preguntas, sí, me duele terriblemente.

– Eh, hermanita. Tienes un aspecto… magnífico.

Rachel soltó un bufido y regresó al interior del estudio.

– Rach… -Ben entró en la habitación y sorprendió a Melanie posando las manos sobre los hombros de su hermana, uno de los cuales se inclinaba ligeramente, por el esfuerzo de soportar la escayola-. Vamos, pequeña. Vamos al piso de abajo para que comas algo. Em ha traído esas repugnantes galletas tan saludables, ¿recuerdas? Tendrás que comértelas antes de que vuelva a casa si no quieres que se preocupe por ti.

– Cómetelas tú.

– Bueno, querida, lo haría si no supieran a aserrín.

Rachel se echó a reír. A reír. Ben también rió, le dirigió a Rachel una sonrisa y le acarició la mejilla.

Rachel se sonrojó.

Y, mientras Mel los observaba atentamente, Ben deslizó las manos por los brazos de su hermana al tiempo que la miraba a los ojos con tanto cariño, con tanta intensidad, que dejó a Mel completamente sin aliento.

– Dios mío -dijo con una risa que a ella misma le resultó demasiado estridente-. Cómo cambian las cosas. La última vez, no podías estar en la misma habitación. Y ahora mira.

Rachel volvió la cabeza y se alejó de Ben, de manera que a éste no le quedó más remedio que dejar caer las manos a ambos lados.

– Estamos conviviendo en la misma casa para tranquilizar a Emily, Mel, así que no llegues a conclusiones equivocadas.

– ¿Conviviendo solamente?

– Ya basta, Mel -le advirtió Ben con más vehemencia de la que ella estaba acostumbrada a soportar.

¡Qué valor!, se dijo Mel indignada. Durante años, había estado prácticamente a su servicio, llevando a Emily hasta los confines de la tierra para que pudiera verla. Evidentemente, saltaba de alegría cada vez que la llamaba porque no tenía ningún inconveniente en verlo un par de veces al año, pero, ¿dónde había quedado su gratitud?

– De acuerdo, entonces -dijo con aparente ligereza. Pero de pronto, sintió que la garganta le ardía-. Aunque no logro imaginarme por qué he arriesgado mi trabajo viniendo a toda velocidad hasta aquí. Ah, espera, sí, ahora me acuerdo, ha sido porque Rachel me llamó llorando.

Ben giró el rostro inmediatamente hacia Rachel.

– ¿Estabas llorando?

Una irracional oleada de celos sorprendió a Mel al ver cómo miraba Ben a su hermana. El pendiente de plata resplandecía, el pelo caía rebelde sobre su frente. Aquel cuerpo atlético no debía de haber visto ni de lejos un gimnasio, pero el uso que había dado a sus músculos los mantenía en forma. Todo en él hablaba de rebeldía, de pasión.

¿No se daría cuenta Rachel? Un hombre como él estaba hecho para una mujer… como ella.

No para Rachel. Ella necesitaba tranquilidad, calma, amabilidad. Necesitaba estabilidad y seguridad.

Pero no conocía el significado de aquellas palabras. Maldita fuera, verlos allí a los dos, mirándose el uno al otro, era como estar viendo a alguien deslizando la uña por una pizarra.

– No estaba llorando -Rachel echó la cabeza hacia atrás y miró hacia el techo-. Estaba… no sé. Me estaba compadeciendo y fin de la historia. En cualquier caso, eso fue hace semanas. ¿Y sabes qué? Me están entrando ganas de comer esas galletas con sabor a aserrín.

Ben sacudió la cabeza.

– Deberías haberme llamado a mí.

– ¿Así que ahora te dedicas a hacer de héroe? -Melanie se echó a reír-. Ese es mi trabajo de los fines de semana, amigo, así que… -juntó las manos e intentó parecer hambrienta-, vayamos a por esas galletas y veamos si podemos hacer algo para arreglarlas. Yo apostaría por algo así como el chocolate o el sirope. Algo que engorde.

Necesitaba algo bien calórico para superar el efecto de las tórridas e intensas miradas que Ben le dirigía a Rachel. Necesitaba toda una bandeja de galletas.

Emily se dejó caer en el asiento del abarrotado autobús escolar. Mientras otros niños paseaban a lo largo del autobús, ella permanecía en su asiento con la mirada perdida, intentando decidir si le importaba o no que nadie se sentara con ella. Y la verdad era que no le importaba lo más mínimo.

Odiaba el colegio. Odiaba a sus profesores, aunque seguramente a ellos les habría sorprendido saberlo. La adoraban porque era una niña callada que jamás causaba problemas.

Pero no la veían. En el colegio nadie la veía. Ella se decía que no importaba, que aquel curso era suficientemente madura como para no importarle el ser diferente. Aunque quizá estuviera equivocada.

– ¿Puedo sentarme aquí?

Emily alzó la mirada. Y continuó alzándola. Era aquel chico alto y delgado que iba a clase de historia. Era muy reservado, y también un cerebrito. Emily quería preguntarle por ello, quería preguntarle si también él se sentía fuera de lugar en aquel colegio en el que lo único que parecía tener importancia era el deporte, pero nunca se atrevería a hacerlo.

– Emily, ¿puedo sentarme aquí?

¡Sabía su nombre!

– Eh…

No podía pronunciar palabra. ¡No podía pronunciar palabra! ¿Qué terrible novedad era esa? Se limitó a encogerse de hombros y a morderse el labio mientras su compañero se sentaba.

– Me llamo Van -se presentó mientras dejaba el ordenador a sus pies-. Vamos juntos a clase de historia.

– Sí.

¿Sí? ¿Eso era lo único que se le ocurría?

Van llevaba un disquete en la mano, lo cual significaba que era capaz de manejar un ordenador. A Emily comenzó a latirle violentamente el corazón. También se puso a sudar, algo que realmente le repugnó. «Por favor, que no lo note». Al intentar secarse el sudor del labio superior sin que él lo notara, lo único que consiguió fue tirarle a Van el disquete al suelo.

– Oh -se agachó a por él-, ¡lo siento mucho!

Van también se inclinó y sus cabezas chocaron.

– ¡Ay! -exclamó Van, frotándose la frente, pero estaba sonriendo.

Emily no. Emily quería morirse. Frotó el disquete contra el pantalón, sintiendo cómo iba poniéndose cada vez más roja mientras las dos chicas que estaban sentadas detrás de ella comenzaban a reírse.

Era oficial. Era un desastre.

– No te preocupes -Van continuaba sonriendo a pesar del golpe-, sólo es una copia.

Justo en ese momento, el autobús dio un frenazo y Emily cayó prácticamente sobre Van. Dios santo, las cosas ya no podían ir peor. Avergonzada, alzó la mirada hacia su rostro, pero Van continuaba sonriendo de oreja a oreja.

Emily se descubrió a sí misma sonriendo también. Y sintiéndose terriblemente impotente.

«Habla con él», se decía, «pregúntale por el disquete. Menciona tu ordenador. ¡Di algo! ¡Cualquier cosa!».

Tardó cinco minutos en averiguar lo que iba a decir. Había decidido preguntarle si alguna vez iba al laboratorio de informática después de las clases, pero en aquel momento se detuvo el autobús y Van se levantó.

Un desastre.

Faltaban otras tres paradas para que pudiera ahogar su tristeza en Parches y en leche con chocolate y galletas. Abrió la cremallera de la mochila y abrió el ordenador lo suficiente como para poder ver la pantalla. Todavía no podía ver el correo, pero podía releer lo que había descargado aquella mañana.

Le había escrito Alicia, lamentándose de lo odiosos que eran sus padres, su colegio y su vida en general.

Emily no tenía nada que objetar al respecto. Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie la veía y comenzó a teclear: Alicia, aquí también es todo odioso.

No quería que Alicia se sintiera demasiado marginada. Además, el colegio era odioso, aunque en casa, con sus padres, las cosas se estaban poniendo interesantes. Había estado haciendo un gran trabajo con ellos, aunque todavía no se habían dado cuenta de que se suponía que tenían que estar juntos. Eran ambos increíblemente cabezotas.

Su padre se ponía verdaderamente gruñón cada vez que aparecía Adam. Al verlo, a Emily le entraban ganas de abrazarlo. Pero su madre, su madre no estaba haciendo ningún esfuerzo para llevarse bien con su padre. Y aquello la desesperaba.

Emily sabía que no quedaba bien admitir ese tipo de cosas, pero Dios, cuánto deseaba que sus padres volvieran a estar juntos. Y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para conseguirlo.

En dos ocasiones, se había cortado el teléfono cuando Adam había llamado para hablar con su madre. Y, mejor aún, había conseguido convencer a su tía para que la llevara a ver la última película de DiCaprio, de modo que sus padres tendrían que quedarse solos.

El autobús se detuvo en su calle. Emocionada, Emily cerró la cremallera y abandonó el autobús sin detenerse siquiera para fulminar con la mirada a un solo niño.

Rachel se apartó del caballete y soltó una bocanada de aire. El papel continuaba en blanco. Patéticamente en blanco. Era irónico, teniendo en cuenta que aquel día se encontraba suficientemente bien como para prescindir de los analgésicos.

Y eso significaba que estaba en un verdadero proceso de recuperación.

Estupendo.

Pero aparentemente, había perdido su capacidad para plasmar una historieta de Gracie que la ayudara a olvidar la tristeza de su propia vida.

Era una pena.

Y no era sólo el trabajo, tenía que admitir. Aquel día había sido muy duro desde esa misma mañana, cuando Emily no había querido levantarse de la cama. Rachel sabía que se había quedado despierta hasta muy tarde con aquel estúpido ordenador, pero al señalarlo lo único que había conseguido había sido iniciar una pelea.

Ben había entrado en aquel momento en el dormitorio y había conseguido que su hija se levantara de la cama con la promesa de pasar por un McDonald’s de camino hacia el colegio. Cuando Rachel había sugerido que debería probar otros métodos mejores que el soborno, la pelea se había convertido en una guerra abierta.

Naturalmente, Emily se había lanzado a la defensa de su padre, chillando por encima de los ladridos de la perra, que también demandaba su atención y Ben permanecía extremadamente callado. Rachel había terminado con dolor de cabeza.

Y estaba comenzando a cansarse de preguntarse cuándo emprendería Ben un nuevo viaje. Lo había visto escribiendo, murmurando, jugando con la cámara. Le había visto leyendo los acontecimientos del día en los periódicos. Lo había oído hablar por teléfono justo el día anterior sobre un futuro trabajo en Liberia. Y lo oía moverse por las noches por su habitación como un animal enjaulado.

Y, cada vez que se despertaba, pensaba que aquel sería el último día.

Pero Ben no se marchaba.

Aunque lo haría pronto, de eso no tenía ninguna duda. Sí, él se iría y ella se alegraría de que se fuera. Sólo era cuestión de tiempo.

Sonó el teléfono, sacándola de su ensimismamiento y haciéndola volver al presente.

– Muñeca -exclamó Gwen Arini, su agente, con aquella voz ronca, resultado de haber fumado durante treinta años-, ¿cómo va el trabajo?

– No va.

– ¿No? Bueno, todavía tienes todo un mes antes de que tengas que empezar a machacarte. Gracias a Dios, tenías mucho trabajo adelantado.

– Gwen… -Rachel cerró los ojos y admitió por fin algo que había estado queriendo admitir durante mucho tiempo-. No sé si quiero seguir estrujándome el cerebro. Estoy pensando en poner fin a Gracie.

– Creo que no te he oído bien, muñeca.

– Me has oído perfectamente.

– Entonces acabo de sufrir un ataque al corazón.

– Me gustaría poder empezar algo nuevo.

– ¿Otra tira?

– No. Estoy pensando en hacer algo completamente diferente. Me gustaría ponerme a escribir y dejar de dibujar.

Se hizo un silencio mortal al otro lado de la línea.

– ¿Te refieres a abandonar la mayor fuente de ingresos de tu vida?

Rachel se esperaba aquel tipo de resistencia.

– Estoy pensando en escribir un libro.

– Todavía estás bajo el influjo de las lesiones, ¿verdad?

– No.

– Vamos, Rachel, la gente no abandona ese tipo de chollos. Si sólo tienes que dibujar una tira a la semana, por el amor de Dios.

En aquel momento, Rachel vio que alguien deslizaba un papel por debajo de la puerta del estudio. Desplazándose lentamente con el bastón, se acercó hasta él.

– Siento que no lo comprendas, Gwen, pero… -desdobló la hoja de papel y leyó la nota.

Ha llegado el momento de que hagamos una tregua. Reúnete conmigo en el jardín a los ocho. Te invito a cenar.

Rachel frunció el ceño. ¿Ben quería una tregua? ¿Y qué quería decir eso exactamente?

– ¿Rachel?

– Gwen, tengo que colgar.

– Espera.

– Lo siento, te llamaré la semana que viene -colgó el teléfono y fijó la mirada de nuevo en el papel, preguntándose qué demonios se proponía aquel hombre.

Ben también estaba leyendo una nota en aquel momento, una nota que alguien había deslizado por debajo de su puerta.

Ha llegado el momento de que hagamos una tregua. Reúnete conmigo en el jardín a las ocho. Te invito a cenar.

Capítulo 12

A las ocho en punto de aquella noche, Rachel abrió las puertas de cristal del jardín trasero. Había sido una tarde muy interesante. Gwen había llamado en dos ocasiones intentando disimular su pánico ante la posibilidad de perder a Gracie. Su servidor informático se había caído durante algunas horas, poniendo a Emily al borde de un ataque de nervios ante la imposibilidad de utilizar el correo electrónico. Adam la había llamado para invitarla a cenar. Mel se estaba comportando pésimamente y sólo Dios sabía por qué. La cachorra corría peligro de terminar asesinada si se le ocurría morder una cosa más. Y el médico le había dicho que tendría que seguir llevando la escayola.

Había sido un día horroroso. Pero por lo menos Melanie se había llevado a Emily al cine y la perrita estaba durmiendo. Por fin podría disfrutar de unos segundos de paz. Quizá. Salió cuidadosamente al jardín y al ver lo que tenía frente a ella, todos sus pensamientos estallaron en mil pedazos.

Había velas por todas partes, en el camino, colgando de los árboles y sobre la mesa que alguien había engalanado con un mantel de lino y su mejor vajilla. Y, sentado a la mesa y mirándola con su seductora boca curvada en una apenas perceptible sonrisa, estaba Ben.

El corazón se le encogió en el pecho, el estómago le daba vueltas. Las manos le sudaban. Y todas aquellas reacciones físicas eran mucho más que ligeramente alarmantes.

¿Había olvidado ya que aquel hombre la había destrozado? ¿Había olvidado que cuando se fuera, probablemente no volvería a verlo durante otros trece años?

Ben se levantó y caminó hacia ella.

– Hola -fue su único saludo.

– Hola.

Ben le tomó la mano y la guió hacia la mesa. Rachel fijó la mirada en la vajilla, miró después el jarrón con las tres margaritas que había colocado en el centro de la mesa y después advirtió que Ben estaba mirándola muy fijamente.

– ¿Qué? -le preguntó.

– Estás preciosa -dijo Ben con tal sencillez que Rachel deseó creerlo. Deseaba un montón de cosas, de hecho.

– Ben, sobre lo de antes… siento haberme enfadado por lo del McDonald’s. Es sólo que estoy acostumbrada a manejar a Emily sola y…

– Sí, todo lo manejas sola: tus heridas, tu casa, tus esperanzas, tus sueños y tus temores. Y también a tu hija.

– Pero Emily también es hija tuya.

– Lo sé. Lo que no estoy seguro es de que tú lo sepas.

Vaya, aquello no sonaba muy propio de una tregua.

– Ben…

– Mira, lo único que quiero decir es que no hace falta que te disculpes por algo que en realidad no sientes.

– Yo… -soltó una bocanada de aire-. De acuerdo, tienes razón.

– Y sé sincera. Te gusta tu rutina, te gusta hacer las cosas a tu manera y, cuando yo no estaba aquí, contabas con ambas cosas.

– Sí -contestó muy tensa-, y cuando te hayas ido, las cosas volverán a la normalidad. Tendrán que hacerlo. Así que te agradecería que no mimaras demasiado a Emily.

Ben dejó escapar una risa.

– Actúas como si ya casi me hubiera ido.

– ¿Y no lo has hecho?

Se miraron fijamente el uno al otro. Era como si no hubieran pasado los trece años que llevaban separados, pensó Rachel con amargura, y se preguntó cómo habría podido permitirse soñar que las cosas podían ser diferentes en aquella ocasión.

– Podrías intentar negarlo -susurró, horrorizada por todo lo que estaba revelando al decirlo.

Ben esbozó una mueca. Se pasó la mano por el pelo y volvió a mirarla.

– Rachel.

Era sólo su nombre, pero lo pronunciaba con una voz tan torturada como la propia Rachel se sentía.

– Olvídalo -dijo, inhalando profundamente-. Sencillamente, olvídalo.

– En aquel momento sabía que tenía que marcharme. Me habían ofrecido el trabajo de mi vida. Lo sabes. Pero jamás pensé que tendría que irme sin ti, jamás se me ocurrió pensarlo. Y tampoco que me pedirías que te dejara.

Rachel sabía que en sus ojos brillaban las lágrimas. Y, consciente de que estaba poniendo todo su corazón en su voz, contestó:

– Y jamás se te ocurrió pensar que yo tenía que quedarme con la misma fuerza con la que tú tenías que marcharte.

– Rach -susurró Ben otra vez, dio un paso hacia ella y deslizó la mano por su barbilla-. Lo siento, siento mucho haberte hecho daño.

– Yo también -respondió ella suavemente. Y era cierto.

– ¿Entonces?

– ¿Entonces? -repitió ella con una pequeña sonrisa.

La sonrisa con la que le contestó Ben le quitó la respiración.

– ¿Crees que podremos llevarnos bien?

– Podemos por lo menos intentarlo.

– Estupendo -Ben deslizó el brazo por su cintura y continuaron avanzando hacia la mesa.

– ¿Qué has preparado para cenar? -le preguntó Rachel, intentando no pensar en la fuerza y el calor que emanaban del cuerpo de Ben.

– Bueno -Ben inclinó la cabeza y curvó los labios en una sonrisa-, yo iba a preguntarte lo mismo.

Ben la ayudó a sentarse y se dirigió al otro extremo de la mesa.

– ¿Tienes hambre? -antes de que pudiera contestar, Rachel quitó la tapa de una de las humeantes fuentes. Hamburguesas con queso.

No era que Rachel no agradeciera que la cocinaran, pero conociendo las habilidades culinarias de Ben, la sorprendía la sencillez del menú.

– Tiene un aspecto magnífico -dijo Ben, dirigiéndole una de sus mortales sonrisas.

A pesar de sí misma, Rachel se echó a reír.

– ¿Es que no tenían un aspecto magnífico cuando las has cocinado?

A Ben comenzó a helársele la sonrisa en los labios.

– Pero si no las he hecho yo…

– Pero… yo tampoco.

– Claro que las has hecho tú. He recibido esta nota -sacó la nota del bolsillo de la camisa.

Aquel pedazo de papel se parecía sospechosamente al de Rachel. Tras mirarlo con expresión estupefacta, Rachel sacó su propia nota y se la tendió.

Ben la leyó, echó la cabeza hacia atrás y soltó una sonora carcajada. Rachel, que no encontraba la gracia por ningún lado, se reclinó en el asiento. Su hija había vuelto a engañarla.

Ben continuaba riendo.

– Tienes que admitir que ha conseguido engañarnos.

– Oh, claro que sí. Y yo voy a encargarme de ella.

– ¿Cómo es posible que esto no te haga gracia?

Era muy sencillo. Toda su vida parecía haber escapado a su control, y le dolía. Imaginó estremecida lo que podría haber pasado aquella noche si no hubiera descubierto la verdad, si hubiera continuado creyendo que había sido Ben el que le había enviado aquella nota.

Al verla estremecerse, Ben tomó la camisa que había dejado sobre el respaldo de la silla y se la echó por los hombros.

Rachel cerró los ojos al sentir las manos sobre sus hombros, intentando aliviar la tensión de sus músculos.

– Rachel…

Tenía la boca de Ben tan cerca de la oreja que podía sentir el calor de su aliento contra la piel. Y si no hubiera sabido la verdad, probablemente se habría derretido contra él, se habría dejado envolver en aquello que en silencio Ben le estaba ofreciendo, se habría permitido perderse como no había vuelto a permitirse hacerlo desde… desde la última vez que había estado con él.

Maldita fuera. Se enderezó de nuevo y agarró el tenedor.

– Muy bien -Ben se apartó de ella riendo-, creo que he entendido la indirecta.

– Si hubiera sido una indirecta, habría agarrado el cuchillo.

Ben sonrió y levantó una copa de cristal.

– Por nuestra ingeniosa hija.

– ¿No sería mejor brindar por sus payasadas?

– Sí -murmuró Ben con mirada intensa-. Y también por algo más, Rach. Por nosotros.

– Mientras estés tú aquí.

– Mientras esté yo aquí.

Rachel ignoró la punzada de dolor que atravesó su corazón y asintió ligeramente.

– De acuerdo, en ese caso, brindemos para que no terminemos asesinándonos mientras estemos juntos.

Ben sonrió.

Repentinamente hambrienta, Rachel se inclinó sobre la mesa para comer. Sintió en el bolsillo de la camisa de Ben un papel arrugado. Pensando que era otra de las artimañas de su hija, desdobló el papel, lo abrió y leyó lo que en él habían escrito.

Querido Ben, ¿crees que ya has pagado suficiente?

No dejes de vigilar, de esperar… Yo seguramente no lo haría.

Ben se levantó de la silla en cuanto vio lo que Rachel acababa de hacer, pero ya era demasiado tarde. Rachel alzó la cabeza y lo taladró con una mirada cargada de terror.

– ¿Esto qué es?

Maldecirse a sí mismo no serviría de nada. Mentir, todavía menos. Aun así, Ben consideró ambas posibilidades.

Pero sabía que estaba obligado a decirle la verdad. Probablemente debería haberlo hecho hacía mucho tiempo. Con mucho cuidado, le quitó la nota de Asada, la dobló y se la metió en el bolsillo del pantalón.

– Ben -le temblaba la voz-, ¿tienes problemas?

Ben se rascó la barbilla mientras parecía estar considerando su respuesta.

– ¿No los tenemos todos normalmente?

– Ben…

– Eh, sí, sólo estoy pensando cómo empezar.

– Por el principio -sugirió Rachel con un hilo de voz-. ¿Quién te ha escrito esta carta? ¿Estás en peligro?

Ben la miró fijamente, estupefacto al darse cuenta de que estaba temblando, de que estaba pálida y parecía aterrorizada… por él. Pensaba que era él el que corría peligro…

Agarrándose al bastón, Rachel intentó levantarse, pero Ben se lo impidió y se puso en cuclillas para que sus rostros pudieran estar al mismo nivel.

– Dímelo -le suplicó Rachel-, dime lo que está pasando.

– Sí, de acuerdo.

Ben posó la mano en el brazo escayolado de Rachel, imaginándose a sí mismo siendo atropellado por el coche que la había atropellado a ella. Imaginando el dolor, el miedo, la pesadilla de la estancia en el hospital. Imaginó todo lo que Rachel había pasado e intentó imaginar cómo iba a decirle que todo era culpa suya.

– Hace unos seis meses -comenzó a decir-, yo andaba buscando una nueva historia.

Rachel asintió urgiéndolo a continuar. Era evidente que todavía estaba muy preocupada por él.

– Descubrí en un rincón remoto del país que un supuesto sacerdote estaba ganando dinero a través de sus llamadas misiones de esperanza.

– Sí, leí ese artículo. En vez de construir viviendas se embolsaba todo ese dinero, ¿verdad?

Lo había leído. Eso significaba que seguía su trabajo. Probablemente no era aquel el mejor momento para sentirse halagado por ello.

– Sacaste a la luz un escándalo internacional -continuó Rachel-, y el hombre fue a prisión.

– Sí, Manuel Asada fue a prisión, lo perdió todo: su gente, su imperio, todo. Él… -Ben tomó aire-, prometió vengarse de mí por haber destrozado su mundo.

– ¿Y? -preguntó Rachel, con los ojos abiertos como platos.

– Y durante el proceso de extradición a los Estados Unidos, se escapó.

– ¿Y…?

– Y ahora se ha desvanecido.

– Y quiere tu cabeza.

– No la mía exactamente, sino la de aquellos que me importan.

Rachel se quedó en completo silencio.

– Dios mío, Ben -lo miró fijamente, después, se levantó, apoyándose con el bastón. Cuando Ben intentó ayudarla, le apartó las manos, lo miró fijamente y se apartó de él todo lo que pudo.

– Entonces… no has venido a South Village por mí, por esto -bajó la mirada hacia la escayola y el bastón-. Has venido hasta aquí porque pensabas que tenías que proteger a Emily.

– Y a ti.

– ¿Pero por qué iba a pensar Asada que yo puedo importarte?

– Porque me importas.

Rachel volvió a mirarlo horrorizada.

– El accidente…

– Sí. El problema es que no creo que fuera un accidente en absoluto. Oh, Rach… -¿cómo expresar la culpa, el dolor, el arrepentimiento? Se acercó a ella y posó las manos en sus hombros-. Yo no quería que esto sucediera, lo siento. Ojalá hubiera estado yo en tu lugar -dijo con voz ronca-. Y haría cualquier cosa, cualquiera, para mantenerte a salvo.

Rachel se llevó la mano a los labios.

– Podría haber sido Emily, nuestra hija…

Ben la abrazó y, por un instante, Rachel se aferró a él, haciéndole perderse en aquella familiar sensación de su cercanía, haciéndole sentirse sobrecogedoramente… en casa.

Después, con una fuerza sorprendente, Rachel lo empujó para liberarse y se cubrió la cara con la mano.

– Quiero que te vayas -le dijo.

– No puedo.

– Querrás decir que no quieres.

– Maldita sea. No pienso marcharme hasta que no hayan encontrado a Asada.

Rachel dejó caer la mano de su rostro y lo miró con aquellos enormes y expresivos ojos, haciéndole odiarse a sí mismo.

– Yo sabía que tenía que haber algo que estuviera atándote a esta casa. Algo más que nosotras.

– Lo siento -dijo una vez más, pero a él mismo le parecían patéticamente inadecuadas sus palabras.

– Yo también. Pero prométeme algo.

– Lo que quieras.

– En el momento en el que estemos a salvo, desaparecerás.

Ben se quedó mirando fijamente a Rachel, apreciando el valor y la fuerza que de ella emanaban y cerró los ojos. Y después hizo la promesa con la que sellaría su destino.

– Te lo prometo, en cuanto estéis a salvo, me marcharé.

En Brasil, la noche caía repentinamente, sin previa advertencia. En cuestión de segundos, el canto de los pájaros y el zumbido de las abejas desaparecían en el negro silencio de la noche.

A Manuel siempre le había gustado, pero en aquel momento de su vida, odiaba que el sol se pusiera porque eso lo obligaba a permanecer escondido como un topo hasta la mañana siguiente.

Era tan poco lo que le había quedado allí. Y aparte de unos cuantos subalternos que no tenían ningún otro lugar adonde ir, tampoco podía contar con nadie.

Y tanto el hecho de vivir escondido como el depender de los demás para todo, lo estaban volviendo loco. Durante todo el día y toda la noche, lo único que hacía era torturarse a sí mismo pensando en cómo habrían sido las cosas si todo hubiera ocurrido de otra manera.

¿Qué habría pasado si hubiera matado a Ben Asher antes de que su artículo lo salpicara?

La necesidad de venganza era mayor a medida que iban pasando los días. Volvería a levantar su imperio. Y nadie conseguiría arrebatárselo en aquella ocasión.

Nadie.

Capítulo 13

Ben permanecía en el balcón observando la noche. Había imaginado que sería mejor que quedarse en la cama, donde lo único que era capaz de hacer era clavar la mirada en el techo.

Pero en realidad no era muy diferente, porque mientras veía a la gente pasear por las calles, lo único que era capaz de ver era el rostro de Rachel cuando había descubierto el verdadero motivo de su vuelta.

Verla recomponer el rompecabezas, ser testigo de cómo iba comprendiendo el peligro en el que las había puesto a ella y a Emily había sido como una suerte de tortura.

Ben esbozó una mueca y se frotó los ojos con las manos, pero nada cambiaba. Continuaba sintiéndose como una basura. Había llevado el peligro a la vida de su hija y a la de una mujer que le había dado más alegrías que ninguna otra cosa en la vida.

Empujado por la necesidad repentina de verlas, de tocarlas, de asegurarse de que estaban a salvo, entró en la casa. Y se sintió como si estuviera muriendo mil veces cuando al abrir la puerta del dormitorio de Rachel encontró la cama vacía. Tampoco estaba en el cuarto de baño, ni el estudio, en cuyo sofá estaba durmiendo Mel.

Con las manos empapadas en sudor, corrió a la habitación de Emily. Al encontrarla en la cama, se apoyó contra la pared, presa de un alivio que no se merecía.

Su hija estaba allí, a salvo.

Y a su lado, en el rincón más pequeño de la cama, tumbada sobre su lado sano, estaba Rachel.

También a salvo.

¿Cómo era posible que verlas juntas le hiciera desear sonreír, llorar y salir corriendo al mismo tiempo?

Volvió a arroparlas e, incapaz de resistirse, se inclinó para darle un beso a Emily en la sien. En medio de su sueño, Emily se movió y musitó un sonido inarticulado, después suspiró y volvió a hundirse en el sueño.

Dios, era tan dulce… Y era suya.

Se inclinó después hacia Rachel, pero no se atrevió a tocarla. Sí, también era muy dulce, pero no era suya. Y nunca lo sería; los propios actos de Ben se habían asegurado de ello.

Ben permaneció en la habitación durante largo rato, contemplando a aquellos dos pedazos que conformaban su corazón. Nada, nada, podría hacerles daño. Él estaba dispuesto a morir para evitarlo.

Rachel había tenido que enfrentarse a muchos golpes a lo largo de su vida. De hecho, tratar con ellos era uno de sus fuertes. Así que, sin grandes alharacas, consiguió controlar las nuevas pesadillas que se habían instalado en su vida desde su «cita» con Ben de dos noches atrás. Había vuelto a revivir todo el horror del accidente una y otra vez, sabiendo, además, que en realidad no había sido un accidente, sino la cruel venganza de un loco.

Y había sido capaz de asumir la verdadera razón por la que Ben estaba allí.

En cualquier caso, había algunas cosas que por lo menos habían empezado a tener sentido. Las repetidas apariciones de la policía por los alrededores de la casa, o la forma en la que Ben se ocupaba de cerrar personalmente puertas y ventanas cada noche, asegurándose de ser siempre el último en acostarse…

– Mamá -entró gritando Emily en su estudio. Acababa de salir a dar un paseo con Mel y con la perra y estaba ya de vuelta, segura y salvo.

Rachel nunca había considerado South Village un lugar peligroso, y menos los sábados por la tarde. Hasta ese momento. Había muchas cosas en las que no había pensado hasta que había vuelto Ben. Dios, necesitaba sacarlo cuanto antes de su vida.

– Hola cariño.

Incapaz de evitarlo, le tendió los brazos y, cuando Emily corrió hacia ella, la besó y la abrazó durante largo rato.

Ben le había asegurado que Emily estaba todo lo segura que podía estar, pero Rachel dudaba de que pudiera relajarse nunca más.

Emily se retorció nerviosa en sus brazos y cuando Rachel la soltó, se apartó y le dirigió una de esas francas y enormes sonrisas que Rachel llevaba tiempo sin ver.

– ¿Sabes una cosa, mamá?

– ¿Qué? ¿Has vuelto a prepararnos otra de esas citas falsas?

Emily tuvo al menos la deferencia de sonrojarse al oírla.

– Eh, no. Ese tipo de ideas no se repetirán.

– Gracias a Dios.

– Y voy a dejar de pedirte que me quites del colegio y me dejes estudiar en casa.

Era la primera vez que lo decía y aquel momento debería haber sido un motivo de júbilo. Pero, precisamente, Rachel había estado considerando la posibilidad de que Emily estudiara en casa hasta que atraparan a Asada.

– ¿Y a qué se debe ese cambio de opinión?

– Bueno, hay un chico…

Un chico. Había estado tan encerrada en su propia pesadilla que había olvidado que la vida de Emily no había cambiado.

– ¿Es guapo?

– ¡Mamá!

– ¿Qué?

– Sólo somos amigos.

– ¡Oh, Dios mío! ¿Estamos hablando de chicos? -Melanie entró en aquel momento en el estudio-. Pero te advierto una cosa, cariño, los chicos pueden ser unos pésimos amigos -vio que Rachel la estaba mirando por encima de la cabeza de Emily-. ¿Qué pasa? Es cierto, no confíes nunca en un hombre -le dijo Mel a Emily-. Nunca.

En ese momento sonó el teléfono. Con un suspiro, Rachel presionó el botón.

– ¿Diga?

– Eh, ¿cómo va Gracie? -la voz grave de Gwen resonó en medio de la habitación-. Estaba pensando en acercarme por allí para ir a buscar tu última tira.

– Gwen, no tengo nada para ti -Rachel suspiró cuando Mel y Emily la miraron sorprendidas. Y no podía culparlas, se pasaba el día encerrada en aquel estudio.

– Rachel, no continuarás pensando en esa tontería de renunciar a Gracie, ¿verdad?

Rachel elevó los ojos al cielo.

– Ya te llamaré más adelante, Gwen.

– Pero…

Rachel desconectó el teléfono y les dirigió a Emily y a Mel una temblorosa sonrisa.

– ¿Vas a renunciar al mejor sueldo que has tenido en toda tu vida? -preguntó Mel-. ¿Pero por qué?

– Yo no he dicho que vaya a renunciar.

– Mamá, yo creía que querías a Gracie.

– Oh, por el amor de Dios. Estás hablando como si Gracie fuera real.

– Mamá.

Rachel suspiró. ¿Cómo explicar que ya no se sentía creativamente estimulada por algo que tiempo atrás era prácticamente su vida? ¿Que quería cambiar de rumbo, que sentía aquel profundo deseo en su interior, un deseo que no había sentido desde que Ben había salido de su vida?

Ese era el efecto que Ben tenía en ella. Alimentaba su pasión.

– A veces -dijo con calma-, una persona tiene que cambiar para poder seguir avanzando.

– Pero… -Emily parecía confundida-, si dejas de trabajar, ¿eso significará que tendremos que mudarnos?

– No seas estúpida, Rach. No vas a renunciar a Gracie, eso sería una locura -dijo Mel.

Rachel la ignoró y tomó la mano de Emily.

– La verdad es que las cosas para mí ya no son como antes. No sé lo que voy a hacer, pero para ti, nada cambiará, ¿de acuerdo? De modo que, nada de mudarnos.

– Em… -Emily estaba observando a Rachel como si fuera un cañón a punto de explotar-, déjanos un momento a solas.

– Quieres que me vaya para poder hablar de algo bueno.

– Emily.

– Estupendo, ¡como vosotras queráis! Dejadme al margen de la conversación, no me importa -y cerró la puerta tras ella.

– Esto te va a costar -le advirtió Rachel a su hermana.

– Ya me las arreglaré con ella. Lo que no soporto es que me andes escatimando detalles.

– Mel…

– El miércoles por la noche, durante la película, Emily me contó su plan. Me habló de la cita que os había preparado. Es una suerte que sea tan inteligente -miró a Rachel con mucha atención-. Bueno, ¿cómo te fue?

– ¿El qué?

– Deja de hacerte la inocente, hermanita. La cena con Ben. Estamos a domingo, he dejado todo un día por medio, lo menos que puedes hacer es contarme cómo llegaste a averiguar que todo había sido un montaje de una niña de doce años.

– Pues la verdad es que tardé más de lo que podrías pensar.

– ¿De verdad pensabas que Ben podía querer tener una cita contigo?

– Y él pensaba lo mismo de mí -contestó Rachel, poniéndose a la defensiva.

– ¿Y entonces qué pasó? ¿Disteis un paseo por el mundo de los recuerdos?

Rachel pensó en todo aquello que habitaba el mundo de sus recuerdos: los besos, los abrazos… el anhelo de algo más.

– Eh…

– ¡Dios mío, te estás sonrojando! ¿Qué demonios hicisteis los dos en el jardín? Espero que hayáis sido suficientemente inteligentes como para no romper el preservativo en esta ocasión.

– ¡Mel!

– Lo siento -y realmente parecía sentirlo, lo cual era toda una novedad-. Supongo que lo que pasa es que me sorprende que os llevéis tan bien cuando durante años he tenido que ser yo la que llevara a Em…

– Lo sé -Rachel se cubrió los ojos con la mano-, lo sé -repitió más suavemente-, y te estamos muy agradecidos…

– Ahora incluso hablas por él, ¿eh?

Rachel no tenía la menor idea de a qué se debía el extraño humor de su hermana, pero tampoco tenía tiempo para pensar en ello.

– ¿Quieres saber lo que pasó entre nosotros o no?

– Claro que sí. Si has sido suficientemente estúpida como para hacer algo con un hombre que rezuma resentimiento y parece estar muriéndose por marcharse a donde quiera que antes estuviera.

– Hay circunstancias atenuantes…

– Dime una.

Intentando no entrar en demasiados detalles personales, Rachel le habló de Manuel Asada, de su fuga, del accidente, de las cartas y de todo lo que Ben le había contado.

– Así que ahora ya sabes por qué está aquí.

– Muy bien, pues yo tampoco pienso irme de esta casa -anunció Melanie.

– Claro que te vas a ir. Perderás tu trabajo si no vuelves mañana a trabajar. Yo aquí estoy bien. Nos veremos pronto.

– Sí -Mel se acercó a la puerta, pero antes de salir, regresó al lado de su hermana para darle un enorme abrazo.

Nunca se habían dicho que se querían. Y tampoco se lo dijeron en aquel momento, pero no era extraño, puesto que Rachel jamás se lo había dicho a nadie, excepto a Emily.

Ni una sola vez.

Cuando Mel salió, Rachel miró a su alrededor, preguntándose qué le había impedido hacerlo. ¿El miedo? ¿O la incapacidad para darse a los demás? Quizá fueran las dos cosas.

Como no le estaba gustando nada lo que estaba concluyendo acerca de ella, decidió dejarlo de momento. En aquella etapa de su vida, había cosas más importantes que el amor. Mucho más.

Para deshacerse de la terrible tensión que la invadía, necesitaba una carrera. Era imposible que corriera todavía, pero su fisioterapeuta había dicho que pronto comenzaría a caminar. Se dirigió al jardín. Era muy grande para una ciudad como South Village y, antes del accidente, Emily y ella pasaban mucho tiempo allí. Desde que no podía arrodillarse para arrancar las malas hierbas, estaba muy abandonado. Pero arrancar las malas hierbas siempre había sido una terapia relajante y podía utilizarla en aquel momento.

De modo que se dirigió hacia el jardín trasero, caminando lentamente por el camino empedrado. Resbalaba un poco, pero decidió no dejar que nada la detuviera.

Excepto su propia estupidez. Cuando el bastón se le resbaló, ella también cedió por el peso de la escayola y terminó cayéndose al suelo con un buen golpe.

Por un instante, permaneció sentada en medio del jardín. Había perdido la sandalia y el sombrero de paja. Las gafas de sol las tenía en la barbilla. El trasero le dolía, pero era de esperar, teniendo en cuenta cuál había sido su aterrizaje. La pierna y el brazo escayolados parecían estar adecuadamente protegidos, pero se había arañado la rodilla y el codo. Era curioso, había sido arrollada por un coche y no había sentido nada durante al menos cuatro días. Y se caía de pronto en el jardín y le entraban ganas de echarse a llorar.

Riéndose de sí misma, intentó levantarse… Y descubrió que no podía. La pierna escayolada estaba doblada en tal ángulo que no podía incorporarse sin ayuda y el bastón había caído fuera de su alcance.

Pero se negaba a llamar a Emily, que en aquel momento estaba escuchando música en el piso de arriba. Y tampoco podía llamar a Ben, que estaba en la improvisada habitación de revelado que se había montado en el cuarto de baño. Haciendo un enorme esfuerzo y con un poco de inventiva, consiguió rodar sobre sí misma y agarrar el bastón. Después, y eso le llevó un buen rato, consiguió colocar la pierna escayolada de manera que le permitiera apoyarse sobre la rodilla buena, que cada vez le sangraba más.

Mientras estaba de rodillas, intentando averiguar cómo iba a poder levantarse, oyó el canto de los pájaros y el zumbido de las abejas a su alrededor, y se dio cuenta de pronto de que la vida continuaba. Por mucho que no pudiera dibujar, o que su hija se hubiera convertido en una extraña, o que su ex amante estuviera en su propia casa, dirigiéndole unas miradas que le robaban la respiración, la vida continuaba.

Y también debía continuar viviendo ella. De pronto, se sintió mucho más ligera y menos furiosa de lo que se había sentido desde que había sufrido el accidente. Apretando los dientes, empleó las últimas energías que le quedaban en levantarse. Lo había conseguido, ella sola. Y estaba temblando de pies a cabeza, pero con una enorme sonrisa en los labios, cuando apareció Ben.

Como tenía el sol tras él, lo único que podía distinguir Rachel era su oscura silueta caminando hacia ella.

– ¿Qué ha pasado? -le preguntó en tono imperioso.

– Nada, me he caído y…

– ¿Estás bien?

– Aparte del orgullo herido y del dolor del trasero, sí.

– No puedes aceptar tus limitaciones, ¿verdad? -alargó el brazo hacia ella-. No, tú no. Tú tienes que salir y demostrar que no existen porque jamás estarás dispuesta a apoyarte en alguien.

– Caramba, supongo que no vas a besarme.

Ben no se molestó en responder mientras iba examinado todo su cuerpo. Su rostro permanecía impasible, pero Rachel estaba teniendo serias dificultades para hacer lo mismo. Sentía los dedos de Ben en las costillas, todos y cada uno de ellos. Rozaba con los nudillos la parte interior de sus senos y aparentemente su libido estaba funcionando a pleno rendimiento porque tenía los pezones endurecidos. Miró a Ben para comprobar si lo había notado.

– He dicho que estoy bien.

Por la respuesta de Ben mientras le sacudía la ropa, bien podría haber estado hablando con una pared. Pero entonces sus ojos se encontraron. Y al ver el calor infernal que reflejaban los de Ben, Rachel tragó saliva. ¿De verdad pensaba que no lo había notado?

Sí, Ben lo había notado, y estaba teniendo serias dificultades para controlarse.

– Supongo que debería darte las gracias…

Interrumpió la frase cuando Ben se inclinó para levantarla en brazos.

– Ben, no seas ridículo, puedo ir andando, sólo me llevará… ¡Ben!

Ignorándola, Ben se dirigió hacia la casa.

– De acuerdo, escucha, yo…

– Estás sangrando.

Rachel bajó la mirada hacia los arañazos, que le parecieron ridículos comparados con el resto de sus lesiones.

– Sólo son heridas -estaban ya cerca de la puerta-, Ben, por el amor de Dios, estoy bien.

Ben no se detuvo hasta que llegó al cuarto de baño. Una vez allí, la sentó sobre el mostrador, buscó en los armarios, empapó una toalla y procedió a limpiarle la herida de la rodilla.

No dijo una sola palabra mientras le vendaba las abrasiones. Al contemplar sus facciones de granito, Rachel recordó lo que Melanie había dicho sobre el resentimiento de Ben. Suponía que su enfado era un reflejo de aquel sentimiento, pero a pesar de su intenso silencio, ella no era capaz de ver aquel resentimiento. No, lo que ella sentía era algo más devastador. Sentía su miedo, un miedo casi tangible. Y la culpa. Y aquello le destrozaba el corazón.

– Ben, gracias.

Algo pareció suavizarse en su mirada.

– Eres la persona más cabezota que he conocido en toda mi vida, ¿lo sabías?

– Sí, creo que me lo habías comentado -contestó.

Y de pronto, Rachel sintió toda la fuerza de su deseo y de su intensa pasión.

De lo más profundo de su interior, llegó una respuesta igualmente apasionada.

A pesar de saber que la estancia de Ben era algo temporal, que al final terminaría marchándose, lo sentía. Era un deseo que la consumía. Y la aterrorizaba.

– Si yo soy la persona más cabezota que has conocido nunca, entonces, ¿qué tienes que decir de ti?

Con un movimiento que pareció sorprender a Ben tanto como a ella, éste se inclinó para rozar sus labios.

– Lo único que puedo decir de mí es que estoy terriblemente frustrado -volvió a levantarla en brazos, la llevó hasta la cama y se metió las manos en los bolsillos, como si no confiara en ellas-. Ahora, sé buena y quédate aquí mientras yo voy a dar una vuelta.

– Ben…

– Voy a ir a dar una vuelta, Rachel, vea lo que vea en tus ojos. Tengo que irme -y, sin decir una sola palabra más, dio media vuelta e hizo exactamente eso.

Durante la semana siguiente, Ben estuvo hecho un manojo de nervios. La ciudad le parecía un lugar demasiado bullicioso, demasiado poblado. Estaba enfadado consigo mismo por su incapacidad para mantener sus sentimientos bajo control, pero no podía admitirlo ante nadie y, mucho menos, ante una mujer que no había decidido tenerlo en su casa.

Estar con Rachel estaba quebrando su resolución de mantener una distancia emocional. Verla luchar para darle sentido a su vida, verla cuidando a su hija, era un recuerdo constante de todos los motivos por los que se había enamorado de ella. Rachel siempre le había hecho desear ser un hombre mejor y eso era algo que no había cambiado.

Dios, necesitaba marcharse. La desesperación era casi tan fuerte como cuando era un joven que vivía atrapado en esa misma ciudad.

No tardaría en marcharse, se prometió. La policía le había asegurado ese mismo día que creían que Asada había decidido esconderse y probablemente no volvería a actuar. Si eso era cierto, Ben podría marcharse pronto. Y siendo consciente de ello, pasaba todo el tiempo que podía con Emily. Le preparaba el desayuno cada mañana antes de ir al colegio, y le hacía prometerle que se subiría directamente al autobús al salir del colegio. Esto siempre le hacía elevar los ojos al cielo, pero Ben pensaba que en el fondo le gustaba. Ben disfrutaba realmente de su compañía, y, aunque Emily parecía sentir lo mismo, continuaba llevando el portátil a todas partes y seguía refiriéndose a Alicia como a su única amiga.

Cuando no estaba escribiendo, Ben se dedicaba a hacer fotografías, principalmente para entretenerse. Continuaba jugando al baloncesto todos los días a la hora del almuerzo, pendiente siempre de la casa en la que estaba Rachel, persiguiendo a sus propios demonios.

Aquel día, regresó a la casa sudoroso y agotado, con la mente todavía muy saturada. Sabía que Rachel había ido a desayunar con Adam, que la llevaría después a su cita con el médico, algo que le habría gustado hacer a Ben. Hizo una mueca mientras subía las escaleras. Se quitó la camiseta y se dirigió a grandes zancadas hacia el dormitorio, pasando por delante de la habitación de Rachel, y deteniéndose tan en seco que casi hizo un surco en el suelo.

Rachel estaba sentada en la cama con sólo dos toallas, una alrededor de la cabeza y la otra alrededor de su cuerpo.

Impulsado por aquella visión, Ben no se movió de donde estaba.

– Creía que estabas con Adam -el horror lo sobrecogió-. No estará en la ducha, ¿verdad?

Rachel dejó escapar una risa.

– No, ha ido a su oficina para traer mis archivadores. Yo… estaba en el estudio.

– ¿Trabajando?

– Todavía no he hecho muchos progresos en ese sentido.

«Corre, se decía Ben a sí mismo, «sal corriendo y no vuelvas a mirar atrás».

Pero sus pies, dirigidos por la parte de su cuerpo que se había puesto a cargo de la situación, y que no era precisamente el cerebro, se encaminaron hacia la cama, donde deslizó su hambrienta mirada sobre Rachel, preguntándose dónde pensarían ir Rachel y el bueno de Adam, y deseando al mismo tiempo que no le importara. Pero de pronto, todos aquellos pensamientos volaron de su cabeza…

– Te han quitado las escayolas.

Rachel alzó el brazo y la pierna con una pequeña sonrisa.

– ¿Qué te parece?

¿Que qué le parecía? Lo que le parecía era que la deseaba tan intensamente que estaba temblando.

Hubo otro tiempo en el que la había amado salvajemente, con fiereza, con todo lo que tenía.

Pero no podía permitir que aquello volviera a suceder. No podía, pero le aterrorizaba sentir que todo aquel asunto se le había ido de las manos. Lentamente, la ayudó a levantarse. Le estaba volviendo loco tenerla tan cerca y al mismo tiempo tan lejos. Cansado de aquella distancia, alargó la mano hacia la toalla que cubría su cuerpo pensando a medias en la posibilidad de tirarla, tumbar a Rachel en la cama y recordarle lo maravilloso que sería poder arrojar sus diferencias al viento, aunque sólo fuera durante unos minutos.

Sintió que Rachel comenzaba a derretirse contra él, y no era ella la única. Él también se estaba derritiendo. Tenía el puño apretado delante de la toalla, a la altura de sus senos, cuando Rachel negó con la cabeza.

– Ben, no podemos hacer esto.

– Habla por ti.

– De acuerdo, no puedo -retrocedió un paso-. Tengo una reunión con Adam dentro de veinte minutos.

– Ah -asintió-. De acuerdo. Esto no estaba en tu agenda de hoy. Probablemente porque es un sentimiento al que no se le puede poner horario, ¿verdad? Y sí, ya sé que odias ese tipo de cosas -sintiéndose repugnante, mezquino, frustrado y condenadamente excitado, Ben también retrocedió y abandonó la habitación.

Capítulo 14

El sábado de la semana siguiente, Melanie condujo de nuevo a South Village. Se decía a sí misma que tenía derecho a hacerlo, que quería ver cómo estaba Rachel y salir un poco con Emily.

Pero era mentira.

Lo que quería era que Garret la mirara. Se había convertido en una cuestión de orgullo, porque odiaba lo mucho que estaba pensando en él. No entendía por qué después de aquella noche había terminado todo entre ellos.

Quizá entonces ella sólo necesitaba sexo.

Sí, ella necesitaba sexo.

Su hermana no. Nunca lo había necesitado. De hecho, le parecía injusto que su prácticamente virginal hermana estuviera conviviendo con uno de los hombres más atractivos del planeta.

Garret no estaba en el jardín cuando llegó. Estupendo. En cualquier caso, no necesitaba verlo. De modo que se dirigió directamente a casa de Rachel.

A juzgar por el silencio que reinaba en la cocina, donde encontró a Rachel y a Ben, imaginó que no habían hecho nada todavía. Su hermana parecía tan tensa y controlada como siempre.

Pero le dedicó después una segunda mirada y se quedó estupefacta. Al parecer, el motivo de la tensión que reinaba en la habitación no tenía nada que ver con el enfado.

Sí, Rachel tenía las mejillas coloreadas, pero no estaba mirando a nadie a los ojos: una señal inconfundible de culpabilidad. Además, no llevaba la blusa metida por la cintura, algo casi impensable en Rachel, y el pañuelo que llevaba en la cabeza parecía ligeramente corrido, revelando algunos mechones de pelo rubio que salían disparados en todas direcciones.

Mmm.

Ben no tenía mucho mejor aspecto. Llevaba la camisa semiabierta, como si se la hubiera tenido que abrochar precipitadamente cuando Mel había entrado. Y también su pelo parecía haber sido atacado por una bandada de pájaros migratorios… o por unos dedos hambrientos.

Doble Mmm.

– No me digas que os habéis olvidado ya de lo mal que terminaron las cosas la otra vez -dijo Mel en medio del silencio.

– Melanie -le advirtió su hermana.

– ¡Pero es cierto! Estabais locamente enamorados -señaló a Ben-, pero cuando te dijo que te marcharas, te marchaste. Y tú… -miró a Rachel-, dejaste que se fuera. ¿Y eso qué quiere decir? Eso quiere decir que sería una estupidez que volvierais a intentarlo otra vez. Especialmente cuando el único motivo por el que estáis juntos es que anda por ahí un loco suelto.

Ben apretó la mandíbula y miró a Rachel.

– Se lo has contado.

– Tenía que hacerlo -sirviéndose de su bastón, Rachel se dirigió hacia la puerta, y estuvo a punto de chocarse con su atractivo vecino, que se mostró muy compungido.

El corazón de Mel comenzó a golpear alocadamente en su pecho, pero ella fue capaz de plasmar en su rostro una sonrisa de aburrimiento. Garret llevaba un montón de cartas para su hermana.

– Siento interrumpir -se disculpó.

– No interrumpes nada -Rachel dejó el correo encima de la mesa-. Nada en absoluto. Y ahora, si me perdonas… -y sin esperar respuesta, se desvaneció.

Ben le dirigió a Melanie una elocuente mirada que la hizo sentirse cinco años más vieja de lo que era y siguió a Rachel.

Lo cual la dejaba completamente sola con aquel hombre tan inquietante. Y tan atractivo. ¿Qué le iría a decir? No habían vuelto a hablar mucho desde su tórrido encuentro y jamás habían mencionado lo que había ocurrido entre ellos. Pero la verdad era que jamás habían vuelto a estar solos en todo ese tiempo.

Lo estaban en aquel momento. ¿Sacaría él la conversación? ¿O quizá se acercaría a ella con aquellas manos tan sensuales y…?

– ¿Por qué haces eso? -le exigió Garret con un precipitado susurro-. ¿Por qué sacas a la luz el pasado, su pasado, como si fuera asunto tuyo?

Sorprendida por aquella acusación y por la furia de su tono, Melanie se echó a reír, pero Garret no le devolvió ni siquiera una sonrisa, de modo que también se desvaneció la sonrisa de Melanie.

– El pasado de mi hermana es asunto mío.

Garret cruzó la habitación con una gracia y una fuerza inusuales en un hombre tan alto como él.

– No, cuando estás intentando hacer daño de forma deliberada, no lo es.

– Yo no estaba intentando hacer daño -lo observó buscar una taza y servirse un café como si estuviera en su propia casa.

Melanie sabía que su hermana consideraba a Garret un buen amigo, pero también que ella nunca habría sido capaz de tener ese tipo de relación con él. ¿Sería una mala persona? Y la molestaba que Garret se moviera con tanta confianza en casa de su hermana, además de que se comportara como si ellos dos jamás hubieran estado desnudos y en la misma cama.

– Además, no tengo por qué darte explicaciones -añadió, interrumpiéndose precipitadamente cuando Garret le tendió una taza de humeante café. Se quedó mirando fijamente el café.

– ¿No te gusta el café?

Estaban peleándose, pensó Melanie confundida, y aun así… le ofrecía un café. Oh, claro, ya lo comprendía. Garret la deseaba otra vez… Pero no había nada en aquellos ojos azules que pareciera una invitación.

¿Qué demonios le pasaba?

Los hombres siempre estaban pensando en el sexo, siempre estaban planeando su próxima conquista. ¿O no?

– No es venenoso -bromeó Garret al ver que continuaba mirando la taza con recelo.

– Lo tomo con leche y azúcar.

En silencio, Garret le sirvió la leche y el azúcar y se sirvió él mismo una taza de café. Solo.

– Me preocupa mi hermana -dijo Melanie a la defensiva-, y no quiero que vuelvan a hacerle daño otra vez.

– Creo que es evidente que está radiante gracias a Ben -dijo Garret-, así que perdóname si te parezco demasiado franco, pero desear destruir esa felicidad no me parece propio de una persona que dice preocuparse por Rachel.

Melanie se lo quedó mirando fijamente. Un dentista. Un don nadie.

– ¿Estás diciéndome que soy una mala hermana?

– ¿De verdad te importa lo que yo pueda pensar?

Melanie no se enfrentaba a personas tan honestas con mucha frecuencia. No tenía muchos amigos íntimos… Bueno, de hecho no tenía ningún amigo íntimo. En cuanto a los amantes, rara vez era completamente honesta con ellos, o ellos con ella.

– Mira…

– Garret -le recordó él, con una sonrisa rondando sus labios.

¡Melanie sabía perfectamente su nombre!

– ¿Sabes una cosa? Tienes razón. No me importa lo que pienses de mí.

– Entonces no te importará que piense que estás intentando interponerte entre ellos por motivos puramente egoístas.

Melanie se quedó mirándolo fijamente. Jamás le había hablado un hombre tan abiertamente. Y, desde luego, nunca la habían dejado por los suelos de aquella manera. Y tenía que reconocer que era sorprendente, excitante.

Oh, Dios. Volvía a desear a aquel hombre. Lo deseaba de verdad. Y Melanie no era una persona acostumbrada a renunciar a sus deseos. Se echó la melena hacia atrás y sonrió.

– Crees que lo sabes todo, ¿verdad? Pues bien, hoy es tu día de suerte.

Garret arqueó una ceja.

– ¿De verdad? ¿Y por qué?

– Porque sucede que a mí me gusta un tipo que lo sabe todo.

A los labios de Garret asomó una sonrisa.

– ¿De verdad?

Gracias a Dios, los hombres eran patéticamente fáciles, pensó Melanie.

Pero Garret asintió con una sonrisa y… ¿se volvió? Se dirigió al fregadero, lavó su taza y, después de dejarla de nuevo en el armario, se dirigió hacia la puerta.

– ¿Garret?

– Esta vez no, Melanie.

Melanie pensó que no había oído bien.

– Eh, ¿qué?

– Para mí una aventura de una noche no es suficiente, por lo menos contigo. Si quieres algo más, ya sabes dónde vivo.

El lunes, Ben fue a buscar a Emily al colegio. Le gustaba hacerlo cuando no tenía que llevar a Rachel al médico o no estaba ocupado con las fotografías o escribiendo. Le gustaba ir a buscarla, aunque sólo fuera para poder pasar veinte minutos más al día con ella. En el coche, Parches se paseaba inquieta por el asiento de pasajeros, deseando que llegara el momento de reunirse con la que para ella era el centro del universo.

El colegio de Emily estaba en una calle relativamente tranquila de South Village, y al igual que muchos otros, era un edificio antiguo. Había sido uno de los primeros colegios construidos hacia finales de mil ochocientos, aunque había tenido que ser reconstruido en tres ocasiones debido a tres incendios. En aquel momento, aquel edificio de ladrillo con molduras blancas parecía casi anacrónico. Ben podría haber estado allí mismo en mil ochocientos, esperando a su hija en un carruaje.

Pero entonces sonó el timbre y los alumnos comenzaron a salir con sus enormes pantalones caídos hasta las caderas, los piercings, el pelo teñido de toda clase de colores, los móviles y los portátiles. Ben no pudo evitar reírse de sí mismo mientras veía a su hija en medio de todos ellos, pareciendo definitivamente una habitante del siglo veintiuno.

Emily salía sola, pero, a medio camino, alguien la llamó.

Ben se tensó al ver a un chico de su edad. Iba vestido con unos vaqueros y una camiseta. No llevaba tatuajes ni pendientes. Era un niño normal. Le dijo algo a Emily y esta se encogió de hombros en respuesta. Al cabo de varios intentos más, el chico renunció.

Y Emily siguió caminando.

El chico continuó mirando a Emily con una expresión que Ben conocía demasiado bien.

Emily, ajena al corazón destrozado que había dejado tras ella, alzó la mirada y vio a Parches esperándola. Con un grito de alegría, dejó la mochila en el asiento trasero del coche y abrazó a su mascota.

– Hola cariño -Ben sabía que no debía pedir también un beso. Las demostraciones públicas de afecto eran una tortura para una niña de doce años-. No mires, pero sigue mirando.

– ¿Quién?

– El chico con el que estabas hablando.

– ¿Me estabas vigilando? -preguntó Emily horrorizada.

– No, estaba esperándote.

A juzgar por su expresión, Emily no veía la diferencia.

– Papá, vámonos, ¡rápido!

Pero su padre no quería que se marcharan. El tráfico estaba prácticamente paralizado por culpa de un accidente.

– No vamos a ir a ninguna parte -apagó el motor, se metió las llaves en el bolsillo y salió del coche.

– ¡Papá!

Ben rodeó el coche y le abrió a Emily la puerta de pasajeros.

– ¿Quieres enseñarme tu clase?

– ¡No! No puedo.

– ¿No puedes qué?

– No puedo pasear contigo alrededor del colegio.

– ¿Por qué no? Eh, déjame hacer unas fotografías. Querías que te enseñara a utilizar la cámara, ¿no?

– Sí.

– Bueno, pues este es el momento ideal.

Le puso a Parches la correa, agarró la cámara y, tras tirar de la mano de Emily para que saliera del coche, le pasó a la perra.

En la hierba, alrededor del colegio, había cientos de adolescente sentados, leyendo, hablando y algunos incluso estudiando. Aquel era un lugar perfecto para un hombre fascinado por la gente y por el aspecto que cobraban a través de la lente de su cámara.

– ¡Papá!

Ben había comenzado ya a caminar cuando la oyó correr para alcanzarlo.

Vio a un grupo de animadoras ensayando en la hierba. En los escalones de la entrada había cuatro tipos discutiendo sobre un partido que habían visto la noche anterior. Había niños de todas las etnias y tamaños. Sintiéndose feliz sencillamente porque su hija estaba con él, Ben comenzó a disparar fotografías, explicándole a Emily por qué se fijaba en ciertas cosas. Llevaban diez minutos así cuando salió del colegio un hombre trajeado y lo miró con los ojos entrecerrados.

– Perdone -le dijo a Ben-, ¿podría decirme qué está haciendo?

– Estoy sacando unas fotografías.

El hombre lo miró con una expresión de desaprobación que no era nueva para Ben, pero de pronto, pestañeó.

– ¿Ben? ¿Ben Asher?

Mientras Ben lo miraba, preguntándose por qué demonios lo conocía, el hombre sonrió y le tendió la mano.

– Ritchie Atchison.

– Ritchie -era un chico del instituto, y con un perfil más bajo incluso que el de Ben.

– Sí -contestó Ritchie, riendo-, soy yo. Soy el director del colegio, ¿qué te parece?

– Me parece que has avanzado mucho desde que vivías en el Tracks.

Ritchie soltó una carcajada y le palmeó la espalda.

– Ahora me dedico a torturar a los hijos de los que me torturaban -suspiró-. No hay nada mejor. Por cierto, durante todos estos años he disfrutado mucho con tus artículos y tus fotografías. Eres muy bueno. ¿Qué haces fotografiando esta escuela?

– Soy el padre de Emily -posó la mano en el hombro de Emily y disimuló una sonrisa al advertir su tensión. Sí, definitivamente, se había transformado en un verdadero padre-. El tráfico está insoportable, así que he decidido esperar dando una vuelta por aquí.

– Podrías hacer unas fotografías para el anuario del instituto. Aunque sólo sea por los viejos tiempos.

Ben no hacía nada por los viejos tiempos, pero le encantaba hacer fotografías. Miró a Emily, que con la mirada le estaba advirtiendo que ni se lo ocurriera. Ben sonrió.

Emily sacudió la cabeza y lo miró con los ojos entrecerrados.

– Me encantaría -dijo Ben y la oyó suspirar.

Durante la hora siguiente, Emily se convirtió en su ayudante. Permanecía a su lado, rezumando resentimiento por todos los poros de su piel, pero no dejaba de ayudarlo cuando le pedía algo, o de dar su opinión cuando se le requería.

– ¿Qué te parece? ¿Deberíamos fotografiar ese beso? -Ben señaló a una pareja que estaba sentada compartiendo un beso interminable.

– Fueron los organizadores de la fiesta de bienvenida de este año. Y una vez me ayudaron a buscar un libro en la biblioteca.

– Entonces podemos hacerles una fotografía que les dé fama y fortuna -hizo la fotografía y Emily sonrió.

Dios, Ben adoraba aquella sonrisa. Le gustaría que Emily no dejara nunca de sonreír.

Sorprendida por el clic de la cámara, la pareja alzó la mirada. Ben saludó a los adolescentes con un gesto y ellos les devolvieron el saludo. Emily gimió.

– Papá…

– Mira -dijo él al ver a un grupo de jugadores de béisbol, y se acercó hasta ellos-. Estoy haciendo fotografías para el anuario del instituto, ¿queréis que os haga una foto?

Los jóvenes se agarraron por los hombros y se dispusieron a posar para la foto.

– Eh, ¿me disculpa?

Emily y Ben se volvieron hacia un adolescente larguirucho que señaló hacia un grupo que estaba sentado en la hierba.

– Somos del club de ajedrez, ¿podría hacernos a nosotros una fotografía?

Ben miró a Emily.

– ¿Qué te parece?

Emily se mordió el labio y miró hacia el grupo, donde estaba sentado el chico que antes había intentando hablar con ella. Al verla, alzó la mirada y sonrió.

Emily se puso completamente colorada.

– Tú decides -le contestó a su padre.

– No, esta es una decisión que tiene que tomar mi ayudante.

El chico miró a Emily con un nuevo respeto.

– Emily, por favor.

– De acuerdo-susurró ella.

– Entonces… -Ben se inclinó hacia Emily-, ¿cómo se llama?

– ¿Quién?

– Ya sabes a quién me refiero.

– Oh, se llama Van.

– ¿Y quieres que lo incluyamos en la fotografía?

– No me importa.

– Em, ¿quieres que le hagamos una fotografía?

– Sí -entonces se echó a reír. A reír. El corazón de Ben se iluminó al oírla.

Para el final de la siguiente hora, Ben había gastado ocho carretes, los alumnos estaban encantados y Emily se había transformado en una de las alumnas más populares del colegio y lo miraba como si fuera su héroe. A Ben le encantaba haber conseguido que saliera un poco del cascarón, que era el objetivo de aquella sesión. Y también haber llevado tanta alegría a unos adolescentes simplemente con una cámara.

Pero que lo vieran como un héroe… Él no era un héroe y nunca lo sería. Iba pensando en ello mientras se dirigían de vuelta a casa.

– Em… -giró hacia la casa y al ver el edificio de ladrillo rojo, se sintió como si tuviera una soga al cuello-, tu madre está mejor cada día.

– Sí.

– Y muy pronto podrá caminar sin bastón.

– Pero todavía tiene el pelo muy corto.

– Eso no representa para ella ningún problema.

Em se volvió hacia él, sorprendiéndolo con el resentimiento que transmitían sus gestos.

– Quieres marcharte.

Bajo aquel resentimiento había dolor; habría hecho falta ser un idiota para no verlo. Maldita fuera.

– Yo no vivo aquí, cariño, y lo sabes.

– ¡La odio!

Ben pestañeó, incapaz de comprender la intrincada mente de una niña de doce años.

– ¿Qué? ¿Que odias a quién?

– A mamá. Por su culpa quieres irte y la odio -agarró a Parches, abandonó el coche dando un portazo y se dirigió hacia la casa.

Ben salió corriendo tras ella.

– Em, espera.

Por supuesto, Emily no esperó y, cuando la alcanzó, estaba subiendo ya las escaleras y dirigiéndose directamente hacia el estudio de Rachel.

– Espera un segundo -le dijo Ben, agarrándola por los hombros-. Espera. Tenemos que hablar.

– ¿Por qué? -dejó a Parches en el suelo y le quitó la correa-. Tú no estás haciendo nada malo, pero ella sí.

– No.

– Es verdad, papá -se enderezó-. Tú has venido aquí y has hecho todo lo que había que hacer, y lo único que hace ella es empujarte a marcharte.

En aquel momento se abrió la puerta del estudio y apareció Rachel completamente pálida. Miró a Emily.

– Imagino que tienes algo que decirme.

– Sí -una expresión huraña sustituyó a la furia anterior de Rachel-. Papá quiere marcharse y la culpa es tuya. Estás demostrando constantemente que no quieres que viva aquí, que cuanto antes se vaya mejor…

– Hay circunstancias que no comprendes…

– ¡Claro que lo comprendo! Eres una egoísta y te odio por eso.

Rachel contuvo la respiración.

– Vaya, eso es nuevo.

– ¡Lo digo en serio! -pero tenía los ojos llenos de lágrimas-. Te odio.

– Em… -a Ben le desgarraba el corazón ver el rostro de Rachel, pero esta alzó la mano para interrumpirlo.

– Déjala terminar.

– Eso es todo. No tengo nada más que decir -Emily se cruzó de brazos y respiró temblorosa. Ben imaginó que estaba a punto de derrumbarse.

– Muy bien, cada cosa a su tiempo -Rachel tomó aire-. Sabes que tu padre no vive en esta casa y también que tendrá que irse en algún momento. Y si quiere irse ahora, no hay nada que lo retenga aquí.

– Pero sí lo hay -lloró Emily-. ¡Estoy yo!

Ben sintió un nudo en la garganta.

– Sabes que te quiero, Em, pero es cierto. Yo no vivo aquí, en algún momento tendré que marcharme.

– ¿Pero por qué? Yo estoy aquí, ¿qué otra cosa podrías querer?

Ben le tomó la mano y enmarcó su dulce y dolido rostro.

– Sí, estás tú aquí, y eso significa que esta casa es uno de mis lugares favoritos. Pero continuaré viéndote, y llamándote.

– No es así como funcionan las familias de verdad.

– No todas las familias viven juntas, lo sabes. Y ya eres suficientemente mayor como para comprenderlo.

– Porque mamá no te quiere.

Sí, Rachel no lo quería. Al fin y al cabo, ¿aquel no había sido siempre el problema?

– Como ha dicho tu madre, hay circunstancias que no comprendes y que ahora no vamos a explicarte. Pero hay una cosa que sí puedo y quiero decirte, Emily Anne, y es que la forma en la que le has hablado a tu madre es inaceptable…

– Ben…

Ben alzó la mano para interrumpir las palabras de Rachel.

– Es normal enfadarse con alguien a quien se quiere -dijo quedamente, al oír los sollozos de Emily-, pero no está bien ser cruel.

Emily enterró la cabeza en el pecho de su padre y éste, incapaz de hacer otra cosa, la envolvió en un abrazo y le susurró al oído:

– Te quiero, y tu madre también te quiere, Em. Y siento no poder darte todo lo demás.

Emily lo abrazó con tanta fuerza que estuvo a punto de quitarle la vida. Ben cerró los ojos mientras oía llorar a su hija, a la mejor parte de su corazón.

Al cabo de unos minutos, Emily se separó de él y hundió las manos en los bolsillos. Bajó la mirada hacia la punta de sus zapatos y le dijo a Rachel:

– Siento haber dicho que te odiaba. No es verdad -y sin añadir una palabra más, salió corriendo hacia su dormitorio y dio tal portazo que temblaron los cristales de las ventanas.

Parches gimió.

Ben dejó escapar un trémulo suspiro.

– Vaya, los doce años son una edad divertida, ¿eh?

– Si de verdad tienes ya un pie en la puerta, Ben -le dijo Rachel quedamente-, creo que lo mejor será que te vayas cuanto antes.

– Rachel…

– Nada de peros, Ben, esto nos está matando a todos. Entiendo la posible amenaza de Asada…

– Es más que una posible amenaza.

– Ambos sabemos que la amenaza pierde fuerza a medida que van pasando los días. Sí, está Emily y es evidente que ella quiere que te quedes, pero ambos sabemos que eso no va a suceder.

– No sé cómo decirle que voy a marcharme -se sentía desnudo, como si le hubieran dejado el alma al descubierto.

– Ella ya sabe que te vas a ir.

– Está sufriendo -y también él sufría-, sólo tiene doce años.

– Es más madura de lo que tú te piensas. Díselo, díselo cuanto antes.

– Rach…

– ¿Estás retrasando el momento, Ben? Eso no es propio de ti.

Sí, probablemente se merecía aquella contestación.

– Necesito algún tiempo.

– Estupendo, tómate el tiempo que necesites. Y después, márchate.

Ben comenzaba a sentir un ligero dolor de cabeza.

La perrita observó marcharse a Rachel y soltó después un patético gemido.

Ben la levantó en brazos y se ganó un lametón por el esfuerzo.

«Márchate, Ben», ¿cuántas veces se lo habían dicho? Maldita fuera, él nunca iba a quedarse en un lugar en el que no le querían.

Nunca.

Parches volvió a gemir, más suavemente en aquella ocasión.

– Sí -susurró Ben, reteniéndola contra él-, conozco esa sensación.

Capítulo 15

Una noche, poco después del estallido de Emily, estaban jugando los tres al Scrabble. Rachel sentada en el sofá del cuarto de estar y Emily y Ben en el suelo, alrededor de la mesita del café. Parches dormía a los pies de Ben.

Emily, con la lengua entre los dientes, colocó las letras P-A-P-A y le dirigió a Ben una sonrisa resplandeciente.

Con una sonrisa, él añadió I-T-O, formando la palabra «papaíto».

Rachel bajó la mirada hacia las letras, que parecían estar burlándose de ella.

– ¿Cómo es posible que pierda siempre en este juego? -preguntó, mientras añadía una E y una S a la O de la palabra de Ben para formar la palabra «eso».

– Es una cuestión de actitud -dijo Ben.

Emily asintió y añadió un par de letras a la palabra de Rachel, escribiendo algo sin sentido.

– Esa palabra no existe -protestó Rachel.

– ¿Lo ves? Actitud negativa -Emily chasqueó la lengua y se sumó los puntos correspondientes.

Ben se echó a reír.

– Cariño, ¿estás haciendo trampa?

– Siempre hace trampa -Rachel fulminó a su hija con la mirada-, esa es la razón por la que siempre gana.

– Muy bien -Emily retiró algunas letras para formar una palabra más corta-, ¿así estás contenta?

– Lo estaré si gano -bromeó Rachel.

Ben se estiró en el suelo y le sonrió. A su lado, Emily estaba resplandeciente y más feliz de lo que Rachel la había visto en mucho tiempo.

Era un momento tan bueno que le habría gustado enmarcarlo. Una instantánea perfecta en el tiempo, llena de ternura y felicidad.

Ben inclinó la cabeza, se sentó, posó la mano en el brazo de Rachel y la miró a los ojos.

– ¿Estás bien?

– Sí -contestó, y jamás había sido más cierto-. Estoy bien, de verdad.

Ben le sonrió y continuó jugando.

Pero dejó la mano en su brazo.

Al final de la semana, Ben continuaba en la casa y Rachel no sabía si sentirlo o alegrarse. Tomaban el café juntos todas las mañanas y, si Rachel no tenía que ir al fisioterapeuta o al médico, comían también juntos. Compartían las cenas con Emily y siempre encontraban algún tema para hablar.

O para discutir.

Pero jamás se aburrían. Rachel estaba comenzando a acostumbrarse a su presencia. A oírle reír, hablar, a observarlo jugar al baloncesto como si fuera pura poesía en movimiento, a oírlo hablar consigo mismo cuando estaba en el cuarto de revelado y a verlo con Emily. Y todo lo que implicaba el hecho de compartir con él aquella casa era al mismo tiempo un consuelo y una pesadilla.

Cuando Ben se fuera, su vida volvería a la normalidad que había construido para su hija y para ella, una vida magnífica. Tenía a su hija, su casa, su trabajo… bueno, lo del trabajo no estaba del todo claro, pero aun así, no tenía nada de lo que arrepentirse.

Y en cuanto a las relaciones personales… se quedaría sola.

En realidad, ya estaba sola. Pero con la presencia de Ben, casi podía imaginarse cómo sería su vida si él decidiera instalarse definitivamente en un lugar.

Llegó el fin de semana, y, siguiendo la rutina habitual de las mañanas de los sábados, Rachel estaba sentada a la mesa de la cocina con una taza de té y el periódico.

Se decía a sí misma que estaba disfrutando de la paz y la tranquilidad de sentir la casa vacía, pero la verdad era que habría disfrutado mucho más yéndose a pasear con Emily y con Ben.

Aunque no habría tenido fuerzas para ello.

Pero tampoco le había pedido nadie que fuera. Sostuvo la taza de té entre los dedos y miró a su alrededor. Como siempre le ocurría en momentos como aquel, experimentó cierta inquietud al pensar en Asada. Odiaba tener que mirar por encima del hombro de vez en cuando y se regañaba a sí misma por aquellas paranoias.

El FBI les había asegurado una y otra vez que a medida que iban pasando los días, aumentaban las posibilidades de que Asada decidiera no moverse de donde estaba. Y eso significaba que Ben estaba cada vez más libre de obligaciones.

Una buena noticia, decidió. Una muy buena noticia.

De pronto, la puerta se abrió y entró Melanie con una energía impropia de ella para ser un sábado por la mañana. Sorprendida, Rachel se la quedó mirando fijamente.

– Hola.

– Hola -Mel dejó las llaves encima de la mesa y se dejó caer en una silla. Estaba maquillada y vestida para matar con una falda de cuero, un top y unos enormes tacones-, se me ha ocurrido venir a hacerte una visita.

– Si no recuerdo mal, hoy es sábado, un día que tradicionalmente reservas para levantarte después de las doce, hacerte la manicura y ver una película.

– Oh, bueno, a lo mejor estoy cambiando.

Rachel la miró con los ojos entrecerrados.

– ¿Qué es lo que de verdad pretendes, Mel?

– ¿Yo? -Mel se echó tres cucharadas de azúcar en el té y, tras un segundo de vacilación, se echó una más-. Sólo quería ver lo que estabas haciendo, eso es todo.

– Ya me viste la semana pasada, y esta semana me has llamado tres veces. Mel, no tienes que renunciar a tu vida por mí. Las cosas me van estupendamente.

Mel se encogió de hombros.

– A lo mejor es que no te creo.

– ¿Por qué? -Rachel sonrió mientras alzaba los brazos-. ¿No me ves fabulosa?

– No. Tienes un aspecto terrible. Como si estuvieras sufriendo, y no físicamente.

– Eso es ridículo -mintió Rachel, bajando la mirada hacia la taza de té-. No sé de qué estás hablando.

– Sí, ese es el motivo por el que estamos discutiendo. Si estuviéramos criticando mi vida, algo que hemos hecho suficientemente a menudo, entonces sabrías exactamente de qué estábamos hablando.

– Mel.

– Mira, sé que yo soy un desastre, pero no esperaba eso de ti.

– ¿Y en qué se supone que estoy siendo yo un desastre?

– ¿Has visto mucho a Adam últimamente?

– No, lo he visto poco.

– ¿Porque está muy ocupado?

– No.

– ¿Porque lo estás ignorando?

Rachel bajó la mirada hacia sus dedos. Más específicamente, hacia sus uñas, que no habían visto una lima desde hacía meses.

– ¿Sabes? Antes del accidente habría jurado que estabas a punto de acostarte con él. Quizá incluso considerando la posibilidad de casarte con él.

– El accidente lo ha cambiado todo.

– ¿El accidente… o Ben?

Rachel alzó la mirada hacia Mel sin poder evitarlo.

– No seas ridícula.

– ¿Es ridículo que nunca te acuestes con nadie? ¿Es ridículo que cuando lo hagas tengas que fingir los orgasmos para no decirles que no tienen la menor idea sobre anatomía… o que no seas capaz de renunciar a controlar en todo momento la situación?

– Mel…

– Admítelo, hermanita. No sabes cómo dejar que alguien se acerque tanto a ti.

– ¡Tú sí que lo sabes, claro!

– Eh, yo sé cómo llegar al clímax -asomó a sus labios una sonrisa-, y además lo hago a menudo.

Le dirigió una fugaz mirada al hombre que acababa de entrar en la cocina y que en aquel momento estaba apoyándose perezosamente en el marco de la puerta, escuchando su conversación. Deseaba meterse en un agujero y morir… después de haber asesinado a Melanie.

– ¿Dónde está Emily? -preguntó Rachel con fría calma.

– Bañando a Parches, que parece tener una especial predilección por los charcos -con una irónica sonrisa, Ben levantó la pierna para mirar el extremo de sus vaqueros, que estaban también salpicados de barro. Después le dirigió a Rachel una de aquellas miradas que hacían que se le acelerara el pulso.

– No quiero interrumpiros.

– Para no interrumpirnos, deberías estar al otro extremo de esa puerta -musitó Rachel.

Melanie sonrió de oreja a oreja.

– Hablar de sexo la pone de mal humor.

– A mí no -replicó Ben.

Y, Mel, sin dejar de sonreír, asintió.

– A mí tampoco. Entonces, Ben, ¿alguna vez has fingido un orgasmo?

– No, señora.

– Yo tampoco -Mel inclinó la cabeza-, de hecho, a mí me parece que si hubiera que fingir algo, lo mejor sería fingir todo lo contrario. Ya sabes, que no has sentido nada. De esa forma, podrías conseguir otro -razonó Mel-. Quizá hasta dos más, dependiendo de lo rápido que llegues.

– Estoy contigo -Ben miró a Rachel y la temperatura de la habitación pareció subir varios grados-. Los orgasmos son lo mejor.

Melanie se echó a reír.

– Sí. Bueno, si la señora mojigata decide llamar a Adam para que se pase por aquí, quizá también ella pueda llegar a averiguarlo.

La sonrisa de Ben desapareció al oírla.

Mel, ignorándolo, bajó del mostrador y se dirigió hacia la puerta.

– ¿Adonde vas? -le preguntó Rachel a su hermana.

– Salgo a ver cómo baña mi sobrina a su perrita. No hagas nada que yo no hiciera en tu lugar, hermanita -asomó a sus labios una taimada sonrisa-. No, espera, no era eso lo que tenía que decirte.

– Vuelve aquí -Rachel soltó una bocanada de aire cuando Mel cerró la puerta tras ella-. Traidora.

Ben comenzó a caminar hacia ella.

– Un tema de conversación muy interesante -se colocó tras ella y deslizó el dedo por su hombro, poniéndole la piel de gallina-. Los orgasmos.

¿Aquel comentario merecía una respuesta? De repente, apenas podía respirar, y mucho menos pensar una forma ingeniosa de abordar aquel tema.

– ¿Cómo… cómo ha ido la caminata?

– Ha sido divertida -se inclinó sobre su hombro, colocando la boca justo debajo de su oreja-. ¿Es verdad, Rachel?

– ¿Es… es verdad qué?

Rachel sentía su respiración cálida y suave contra su piel junto con el áspero roce de su barbilla sin afeitar. Y aquel contraste le estaba licuando los huesos.

– ¿Finges los orgasmos con tus amantes?

– Yo… -Ben deslizó los dedos por su cuello y Rachel tuvo que hacer un serio esfuerzo para mantener los ojos abiertos.

– ¿Rachel?

– No quiero hablar de eso contigo.

– Estoy seguro -se colocó frente a ella, para que pudieran mirarse a la cara, y deslizó un dedo por su mejilla.

– Ben…

Ben deslizó la mano por su nuca.

– ¿Y fingías conmigo?

Intentar apartarse no iba a servirle de nada.

– Teníamos diecisiete años -contestó Rachel-. No éramos especialmente hábiles en ese terreno y lo sabes.

Ben acercó el rostro todavía más al suyo.

– Sí, lo hacía lo mejor que podía, pero éramos jóvenes. Jóvenes e inexpertos. Siento no haber sido suficientemente bueno para ti.

Rachel se sonrojó al recordar lo que habían compartido. La verdad era que, con experiencia o sin ella, aquellos habían sido los días más tórridos, eróticos y conmovedores de toda su vida.

Y Ben se estaba disculpando por ello.

– Pero te prometo -añadió Ben suavemente, sin dejar de mantenerla prisionera de su mirada-, que si ahora te acuestas conmigo, te demostraré que no hay necesidad de fingir nada.

Rachel clavó la mirada en su boca, firme y generosa, y todavía tenía razones para saber que era aterciopelada y sabía a pura gloria…

– ¿Rach?

Rachel se inclinó hacia aquella voz grave y sexy que estaba haciendo promesas en las que creía que ella podía estar interesada. Después, pensó en las acciones físicas que implicaría hacer lo que Ben estaba sugiriendo.

Él se desnudaría. Y en eso no habría ningún problema.

Y después tendría que desnudarse ella… un gran problema. Él era perfecto, y ella…

– No.

Ben dejó escapar un sonido brusco y la desafió con la mirada y con la voz.

– Cobarde.

– Sólo estoy siendo realista.

Cualquier otro hombre habría admitido su derrota y se habría marchado. Cualquier otro hombre habría escondido sus sentimientos.

Pero Ben permaneció donde estaba, a sólo unos centímetros de distancia. Y le dejó ver en su mirada todo lo que sentía: enfado, calor, frustración.

– ¿De verdad no me vas a dejar demostrártelo?

– No -Rachel desvió la mirada-, no me interesa.

– Diez minutos -le prometió Ben con voz sedosa-, podría cambiar todo tu mundo en diez minutos.

– Vete, Ben.

Y Ben, una vez más, obedeció.

Ben empujó la puerta de la calle y la cerró con cerrojo. Asada estaba lejos, todo el mundo se lo decía, pero él no podía deshacerse de la vieja costumbre de vigilar su espalda.

Y la de Emily.

Y la de Rachel. Maldita fuera.

Lo había echado. Nada nuevo. Ben salió por la puerta de la calle, se sumó a los numerosos compradores que surcaban las calles y se perdió entre ellos. Aquellas calles eran muy diferentes de las peligrosas calles que él estaba acostumbrado a transitar. Eran calles limpias y seguras. No había en ellas necesidad de aquella terrible tensión, ni de la agresividad, y tampoco se encontraba en ellas ninguna vía de escape para aquellos sentimientos.

Mientras caminaba a grandes zancadas entre los escaparates, Ben deseó estar en el otro extremo del mundo, y deseó también que Rachel le hubiera permitido cumplir su promesa. Por su puesto, estar juntos otra vez los habría matado. O por lo menos lo habría matado a él, pero aun así…

– ¡Ben!

Oh, encima estaba comenzando a oír voces. Oía la dulce voz de Rachel entre la multitud. Como si lo hubiera seguido, como si…

– ¡Ben, espera!

Giró sobre los talones y se quedó clavado en el suelo por la impresión. Rachel, con un vestido de gasa, las sandalias y apoyándose sobre el bastón, lo seguía a una velocidad alarmante. Y parecía frenética por alcanzarlo. A él, sí, a Ben Asher, el hombre que acababa de cerrar de un portazo la puerta de su casa.

– Lo siento -se precipitó a decir Rachel, mientras continuaba caminando hacia él.

Ben le abrió los brazos, sin pensar siquiera en lo que hacía, y ella se refugió en ellos.

Ante la ligera tensión que percibía en los brazos de Ben y la falta de sonrisa de su rostro, la sonrisa de Rachel también desapareció. Tragó saliva.

– Oh, Ben.

Aquellas dos palabras eran más que elocuentes y, sin embargo, a Ben no parecían decirle nada.

– ¿Quieres que terminemos de hablar de los orgasmos? -preguntó con voz ronca.

Una mujer que acababa de pasar por su lado cargada de bolsas lo miró arqueando expresivamente las cejas.

– Eh, no -Rachel le sonrió a modo de disculpa a la mujer-. Yo, esperaba que pudiéramos hablar de otras cosas.

– Yo preferiría provocarte un orgasmo.

En aquella ocasión fue un hombre que iba paseando un San Bernardo el que los oyó y los miró con renovada atención. Rachel cerró los ojos.

– Hablar, Ben. ¿Podemos hablar?

– Si es eso lo único que estás dispuesta a ofrecerme.

– Es lo único -señaló hacia un café situado en un edificio cercano-. ¿Tienes hambre?

«De ti».

– Claro.

Cuando estuvieron sentados, Rachel pidió un té frío, dejó la carta a un lado y miró a Ben.

– ¿Qué? -le preguntó él.

– No te amargues.

– ¿Por qué iba a tener que amargarme?

– No lo sé.

Ben asintió.

– ¿Te acuestas con Adam?

– Parece que sólo eres capaz de pensar en una cosa.

– ¿Te acuestas con Adam?

– Sabes que eso no es asunto tuyo -Ben contestó con una sola pero expeditiva palabra y Rachel volvió a suspirar-. No, no me acuesto con Adam.

No se acostaba con Adam. Gracias a Dios.

– Tienes razón -contestó Ben, entrelazando las manos-. No es asunto mío.

Frente a él, Rachel gimió y escondió el rostro entre las manos.

– Eres un canalla.

– Sí, es uno de mis especiales talentos.

Ben advirtió la confusión de Rachel y se sintió inmensamente disgustado consigo mismo. ¿Qué derecho tenía él a querer que Rachel continuara soltera?

Era posible que para la semana siguiente él ya se hubiera marchado.

La camarera les llevó una jarra de té frío. Para que pudieran mantenerse allí, en la misma mesa, hablando a pesar de la tensión que los envolvía, Ben se pidió un enorme desayuno.

– Dime una cosa -le pidió Rachel-, ¿adonde tienes tanta prisa por volver?

– ¿Es una pregunta personal, Rachel?

Rachel echó limón y azúcar al té. Bebió un sorbo. Dejó la bebida a un lado y miró a Ben a los ojos.

– Sí. Quizá sea porque me estoy haciendo mayor. Más madura -le fulminó con la mirada cuando vio que se echaba a reír-. Es cierto -insistió, y se encogió de hombros-. De verdad me gustaría saberlo. Dime por qué no eres capaz de permanecer atado a un lugar durante mucho más tiempo del que se tarda en hacer una colada cuando no hay nadie esperándote en ningún lugar en particular.

– Eh, yo aquí he hecho la colada unas cuantas veces. Incluso te he hecho a ti la colada. Y me encantan tus braguitas de color salmón, por cierto, y el sujetador de encaje negro y…

Rachel elevó los ojos al cielo.

– Ya sabes lo que quiero decir.

Sí, claro que lo sabía. Y porque su curiosidad era sincera y no producto de la amargura, porque era obvio que de verdad quería saberlo, Ben descubrió que podía intentar admitir parte de lo que consideraba su mayor secreto, la única cosa que no le había contado nunca a nadie.

– Quedarse en un sólo lugar, echar raíces, implica que has sido capaz de encontrar tu hogar, de encontrarte a ti mismo.

– Sí -se mostró de acuerdo Rachel.

– Pero ni siquiera sé quién soy realmente yo. No parezco capaz de encontrarme a mí mismo.

Rachel se apoyó en el respaldo de la silla. Parecía ligeramente sorprendida.

– Pero claro que sabes quién eres.

– Sí, soy un nombre que no tiene la menor idea de quiénes eran sus padres.

La mirada de Rachel se suavizó.

– Eso no lo sabía.

– Porque nunca te lo dije. No podía.

– Oh, Ben, ¿siempre viviste en un hogar adoptivo?

– Sí. Y me aceptaban únicamente porque tenían la obligación de hacerlo como cristianos, eso era lo que solían decirme.

– ¡Pero eso es terrible! Ningún niño debería sentir que no lo quieren. Odio que te hicieran una cosa así.

– No lo hagas -respondió Ben precipitadamente, incapaz de soportar su compasión-, sólo estoy intentando explicarte.

– ¿Nunca te han dado ninguna información sobre tu pasado?

Ben se bebió medio vaso de té. De repente, sentía la garganta muy seca.

– Lo único que sé es que me encontraron en un cubo de basura de Los Ángeles cuando tenía dos días. Estaba a punto de morir de frío y muerto de hambre.

Rachel se tapó la boca con la mano. Una mano que le temblaba. No, no era una historia bonita, pero ella había preguntado.

– Así es, siempre he sabido que no pertenecía a ningún lugar. Que no le pertenecía a nadie.

– ¡Qué crueldad! ¿Cómo es posible que les confiaran un niño a unas personas capaces de hacerte sentirte de ese modo?

– Eh, ahora no importa -contestó Ben conmovido al ver las lágrimas que asomaban a los ojos de Rachel-. Estoy intentando hacerte comprender, eso es todo. Por eso no me gusta estar aquí.

– ¿Y por qué no me lo habías dicho antes?

– Nunca se lo he contado a nadie -él mismo podía percibir el dolor y la sorpresa que reflejaba la voz de Rachel-. Prefería fingir que la situación no era tan terrible. Y cuando estaba contigo, no lo era -sonrió-. Mira, Rachel, la cuestión es que yo siempre había pensado en marcharme de South Village, pero no podía hacerlo hasta que hubiera cumplido dieciocho años. Durante toda mi infancia y mi adolescencia, me sentí atrapado. Atrapado por las circunstancias, por la pobreza, por la falta de cuidados. De modo que, en cuanto me gradué…

– Decidiste abandonar el infierno -terminó Rachel suavemente-. No lo sabía, nunca me lo dijiste. No podía comprenderlo.

– No tenía demasiado interés en compartir aquel aspecto de mi vida. Estaba frustrado y rabioso y necesitaba marcharme de aquí. No sabía lo que quería, salvo que tenía que marcharme, por supuesto, y tampoco lo que iba a hacer cuando estuviera fuera de aquí.

– Pero lo averiguaste.

– Sí -pensó en todos los lugares en los que había estado. En cómo todos y cada uno de ellos le habían enseñado algo nuevo y había ido acumulando las experiencias y emociones que no había podido disfrutar durante la infancia-. Y me encantó. Me sigue encantando.

La mirada de Rachel era incomensurablemente triste, pero estaba también llena de algo más. Era como si por fin lo comprendiera. Y aquello era lo más agridulce de aquel momento.

Rachel le tendió la mano.

– ¿Ben? Quiero decirte algo. Algo que debería haberte dicho hace mucho tiempo -se mordió el labio inferior-. Yo tampoco pertenezco a ningún lugar.

– Tú perteneces a este lugar, a South Village.

– No siempre fue así. Sabes que por el trabajo de mi padre estuvimos mudándonos constantemente de un sitio a otro. Y, hasta que no llegamos a South Village, yo tampoco tuve raíces, tampoco tuve nunca un verdadero hogar.

– Y aun así, hemos terminado en los lados opuestos de la cerca.

A Rachel volvieron a llenársele los ojos de lágrimas.

– Nunca lo había considerado de esa forma, pero supongo que para mí, mi casa significa lo mismo que para ti tus viajes. Dios mío, y durante todo este tiempo he estado pensando que éramos completamente diferentes.

– Lo sé -sentía un ardor insoportable en la garganta al hablar de aquel tema. Le dolía el pecho. Se inclinó hacia delante, deseando estar más cerca de ella-. ¿Quieres oír algo realmente sorprendente?

– ¿Después de todo esto? -preguntó Rachel entre risas-. Por favor, no creo que haya nada que ahora pudiera sorprenderme.

– ¿De verdad? Pues mira, no se me da tan mal como pensaba despertarme todos los días para ver salir el sol desde el mismo porche. Y tampoco el tener una dirección fija, y vivir en una ciudad limpia y feliz, rebosante de vida… Aunque no comparto tu pasión por todas esas cosas, no puedo dejar de admitirlo.

Una solitaria lágrima se deslizó por la mejilla de Rachel.

– Oh, Ben.

Ben fijó la mirada en sus labios. La mirada de Rachel también se deslizó hasta los suyos.

– Eso no ha cambiado, ¿verdad? -se inclinó sobre la mesa para que su respiración se fundiera con la de ella-. Esa atracción física.

Rachel se humedeció los labios, haciéndole gemir de deseo.

– Siempre fue una locura -le confirmó entre susurros-. Siempre ha sido incontrolable este…

– Deseo. Nos deseamos el uno al otro, Rach. Eso no cambiará lo que somos, pero maldita sea, me gustaría oírtelo decir.

– ¿El qué? ¿Que te necesito más que respirar, que te deseo mucho más de lo que quiero? -fijó sus enormes ojos en los suyos-. Pues bien, es cierto, Ben, te deseo.

– Estupendo -estaban tan cerca que parecía lo más natural del mundo cerrar el espacio que había entre ellos y atrapar sus labios.

Con un dulce gemido, Rachel se acercó todavía más.

Ben apartó las cosas que había sobre la mesa para poder acceder mejor hasta sus labios. Era maravilloso. Inclinó la cabeza y continuó besándola, hasta que el sonido de un vaso estrellándose contra el suelo los hizo retroceder.

Rachel bajó la mirada hacia sus pies, donde había caído uno de los vasos de té.

– ¿Era nuestro?

Ben soltó una carcajada, pero enmudeció cuando Rachel se humedeció los labios, como si quisiera continuar disfrutando de su sabor.

– Quizá deberíamos salir de aquí -sugirió-, y acercarnos a cualquier otra parte… Como un dormitorio quizá.

Rachel dejó escapar una risa tan sensual y femenina que reverberó en las entrañas de Ben.

– Oh, no. No vamos a salir de aquí. No quiero que esto nos lleve de nuevo a mis…

– ¿A tus orgasmos?

– Eh, sí -le quitó el vaso de té y bebió un sorbo-. De momento nos quedaremos aquí, lejos de la tentación y los problemas.

– ¿Durante cuánto tiempo?

– Durante todo el que tardemos en enfriarnos.

Genial.

– Tráiganos otro té con hielo -le pidió entonces Ben a la camarera.

Capítulo 16

Llamaron marcando la contraseña antes del amanecer.

Manuel se abrió camino cuidadosamente a través de la oscuridad por la húmeda bodega. Todavía no se atrevía a utilizar el generador a esa hora del día, de modo que sólo contaba con la luz de una linterna.

Motas de polvo y suciedad flotaban en el aire, iluminadas por el haz de luz de la linterna, pero no podía concentrarse en eso si no quería perder la cabeza.

Abrió con entusiasmo, con demasiado entusiasmo, pero no pudo evitarlo. Todo giraba alrededor de las noticias que tenían que darle.

– ¿Has conseguido el dinero? -preguntó Asada con peligrosa calma.

– Sí, sí.

Todo en su interior pareció relajarse. Por fin comenzaba a bajar la marea. El dinero que habían robado aquella noche sería el principio. El dinero se traducía en poder y con poder podía hacerse cualquier cosa.

Como destrozar al hombre que lo había hundido.

Para Rachel, los siguientes días consistieron en la rutina de la rehabilitación, el intento de conectar con su hija y en una intensa y peligrosa danza alrededor de Ben. El anhelo, el deseo, era inconfundible, pero sabía que sería mucho peor que se entregaran a él.

De modo que hacía todo lo que estaba en su mano para ignorar el sensual y primitivo hormigueo de su cuerpo… Y la promesa de Ben de aliviar ese hormigueo.

En el pasado, el trabajo siempre había sido su salvación, pero Gracie continuaba eludiéndola. En cambio, cada vez que se sentaba ante el caballete, terminaba… con varios bocetos de Ben, principalmente. Ben sentado de rodillas, Ben pasándole el brazo por los hombros a Emily, que aparecía sonriendo como en los viejos tiempos y abrazando a una educada, ¡ja!, Parches.

Una fantasía. Rachel tiró aquel lienzo de papel y comenzó de nuevo. En aquella ocasión, dibujó la exuberante y alegre vida nocturna de South Village. Su casa aparecía en medio de la escena.

¿De verdad veía su vida de esa manera? ¿Alegre y exuberante?

Quizá… últimamente. Había sido una estúpida al no admitir lo que Ben hacía por ella. Su capacidad para hacerla sentirse… viva. Sorprendentemente viva.

Lo deseaba. Podía admitirlo porque sabía que iba a marcharse. Y él también la deseaba. Y podrían caer perfectamente en la rutina de acostarse juntos cada noche hasta que Ben se marchara. ¿Y realmente sería un error? Pensando en ello, alargó la mano hacia el teléfono con la idea de realizar una consulta.

– ¿Mel?

– ¿Qué ha pasado? -preguntó su hermana.

– No demasiado.

– Eh, ¿has dejado que Adam te hiciera llegar al orgasmo?

– No.

– No me digas que has dejado que lo haga Ben.

– Mel, hablas de él como si fuera… un juguete.

– Lo has hecho, ¿verdad? Lo has hecho con Ben.

– No, no lo hemos hecho.

– Menos mal.

Rachel fijó la mirada en el dibujo de Ben que tenía en el suelo. Incluso en dos dimensiones parecía tan vibrante… Tan carismático.

– ¿Por qué dices eso? ¿Tan mal te parecería que me acostara con él?

– Qué rápido has olvidado -musitó Mel-. ¿Recuerdas tu pasado con él? ¿Ya no te acuerdas de que te destrozó y de que puede volver a hacerlo con un simple adiós?

– No, no lo he olvidado -respondió Rachel suavemente.

– Estupendo. Pues no dejes de repetírtelo para poder mantener tus hormonas bajo control. Y si quieres hacer algo por ellas, llama a Adam.

– No puedo.

– ¿Por qué no?

– Me llamó ayer por la noche y me dijo que no iba a volver a ponerse en contacto conmigo hasta que yo no hubiera tomado una decisión sobre lo que quería de Ben.

– Bueno, pues devuélvele la llamada, dile que ya has tomado una decisión y que Ben se va a marchar.

– Mel…

– Oh, tengo que colgar. Jefe psicótico en alerta.

– Mel…

Clic.

Rachel colgó el teléfono y suspiró. Aquella conversación no había conseguido animarla. Nada de sexo con Ben. Decidida a olvidarlo, se volvió de nuevo hacia el caballete.

Emily permanecía sentada en el estudio, con el portátil sobre las piernas, concentrada en los intensos colores del cielo mientras iba poniéndose el sol. Adoraba aquella casa, adoraba el jardín, su dormitorio, el ascensor, la cercanía de las tiendas… adoraba todo.

Pero ya no era una niña. Y sabía que su casa era especial. Y cara.

Y, porque lo sabía, también comprendía algo más. Era una persona afortunada, muy afortunada. Se inclinó hacia la perrita que dormía a sus pies y la estrechó contra ella. Parches bostezó. Emily sonrió y enterró el rostro en su cuello.

Sobre ella, oía la voz queda de su madre… ¿y su padre quizá? Debían estar en el estudio de su madre, contemplando la puesta de sol.

Juntos.

El corazón le dio un vuelco, pero inmediatamente se recordó que llevaban ya mucho tiempo juntos y, a pesar de todos sus esfuerzos, no estaban haciendo planes de boda. De hecho, su padre había intentado decirle que iba a marcharse pronto. Ella fingía no entenderlo, pero sabía que no podría postergarlo eternamente. Su padre quería despedirse de ella.

Y ella no quería que lo hiciera.

¿Cómo podía querer marcharse cuando ella últimamente sentía que las cosas se habían suavizado mucho entre su madre y él? Y no eran imaginaciones suyas. Su madre le sonreía más a menudo. Y él muchas veces se limitaba a contestarle mirándola en silencio con una expresión que le indicaba a Emily que la quería.

– No está mal esta puesta de sol -oyó decir a su padre-, para lo que puede ofrecer una ciudad.

Su madre se echó a reír. ¡A reír nada menos!

Emily aguzó el oído, pero lo único que llegó hasta ella fue la risa ronca de su padre.

Continuaron riendo juntos. Y hablando. Estaban… Un momento. Si estaban sentados en aquel balcón, eso significaba que tenían que estar en el dormitorio de su madre.

A lo mejor… a lo mejor lo habían hecho… ¡Genial! Pero, si quería ser realista, tenía que reconocer que por lo menos ya lo habían hecho en otra ocasión. Ella era la prueba viviente. Debatiéndose entre el disgusto y la esperanza, agarró el portátil y la perra y se metió en el estudio, para darles cierta intimidad.

Con renovadas esperanzas, se sentó a preparar el próximo plan de ataque para conseguir que se enamoraran.

Ignorando por completo que su hija estaba en el piso de abajo esperando un milagro, Rachel estaba disfrutando de la puesta de sol sentada en una tumbona y deseando tener energía suficiente para agarrar la libreta y los lápices y capturar el hermoso espectáculo que tenía frente a ella.

Y, de pronto, oyó una voz saliendo de entre las sombras.

– No está mal esta puesta de sol, por lo menos para lo que puede ofrecer una ciudad.

Rachel se echó a reír, a pesar de que sintió que el corazón se le encogía. Alzó la mirada y descubrió a Ben apoyado en el marco de la puerta del balcón, observándola.

– Eso es porque el humo y la polución les dan un brillo especial a nuestras puestas de sol.

Ben sonrió radiante. Y Rachel sintió que el corazón le revoloteaba en el pecho.

– ¿Qué estás haciendo?

Se apartó de la puerta y caminó hacia ella con aquella seguridad que a Rachel siempre le hacía pensar en lo cómodo que se sentía en su propia piel. Y preguntarse qué podría hacer ella para conseguir aunque sólo fuera la mitad de esa confianza en sí misma.

– ¿Que qué estoy haciendo? -repitió Ben, sentándose a su lado, aunque en realidad no había prácticamente sitio para los dos-. Supongo que simplemente estoy aquí, contigo.

En el pasado, cuando eran jóvenes y tenían las hormonas a flor de piel, no eran capaces de hacer algo tan sencillo como estar juntos, sentados. Ben siempre tenía las manos encima de ella y aunque había sido una experiencia nueva y hasta cierto punto aterradora el compartir tanto afecto, Rachel había llegado a ser muy dependiente de él.

Durante los años que desde entonces habían pasado, no había vuelto a permitirse depender afectivamente de nadie. Y cuando Ben había vuelto a aparecer en la puerta de su casa, había sentido el impacto de su presencia hasta en el último rincón de su cuerpo y se había preguntado admirada cómo iba a poder ignorar tanto a Ben como a su patente sensualidad.

Tenían más años, eran más maduros, de manera que se podría pensar que sería más fácil. Al fin y al cabo, ambos habían decidido que no podía haber nada entre ellos y que podían controlarse.

Pero allí, en la oscuridad, con el tentador calor de aquella noche de primavera y las estrellas y las luces de la ciudad brillando a su alrededor… Dios, cuánto lo deseaba. Cuánto lo necesitaba.

– Sentarte aquí no es una buena idea. Y lo sabes.

– Sí -la silla chirrió cuando se inclinó hacia delante para acariciar su rostro.

Deslizó el pulgar por su labio inferior.

– Pero estar aquí contigo me hace desear como hacía mucho tiempo que no deseaba. Desde la última vez que estuve contigo en realidad.

Rachel se echó a reír.

– No me digas que no ha habido otras mujeres.

Ben cubrió su boca con el pulgar, interrumpiéndola. Su risa suave e irónica acarició la mejilla de Rachel.

– ¿De verdad quieres que hablemos ahora de otras mujeres?

Sus ojos se encontraron a través de la oscuridad. Ben se acercó todavía más a ella y colocó una mano al otro lado de su cuerpo.

Pensar que podía haber hecho eso mismo con otras mujeres era un problema. No debería importarle, lo sabía. Había pasado mucho, mucho tiempo desde la última vez que habían estado juntos y alguien con una naturaleza tan sensual como la de Ben no era capaz de pasar un año sin relaciones, Y mucho menos trece.

– No -susurró Rachel-, no quiero hablar de otras mujeres.

Ben sonrió en la oscuridad.

– Perfecto, porque en mi cabeza sólo hay sitio para ti -se acercó todavía mas a ella-, quiero estar aquí, contigo -le mordisqueó la garganta-. ¿En qué estás pensando?

– ¿Que qué estoy pensando? -Ben deslizó las manos a lo largo de su cuerpo y acercó la boca a sus labios-. No puedo pensar.

– ¿Porque te estoy tocando?

– Sí.

No tenía idea de por qué lo hacía, pero alzó el rostro y cubrió los labios de Ben con los suyos, inhalando su sorpresa y suspirando de placer cuando Ben la estrechó contra él.

Entonces Ben se levantó y todo el mundo de Rachel pareció girar. Jadeando, se aferró a su cuello buscando equilibrio.

– ¿Qué estás haciendo?

– Terminar lo que acabas de empezar -cerró las puertas del balcón con el pie y la dejó en el suelo, al lado de la cama-. Quiero que estés segura de lo que vas a hacer.

Mientras esperaba a que Rachel tomara una decisión, temblaba por el esfuerzo que estaba haciendo para controlarse.

– Ben…

Ben posó un dedo en sus labios.

– Sí o no.

Rachel alzó la mirada hacia él sintiéndose como si estuviera al borde de un precipicio. Saltar, incluso con paracaídas, podía ser peligroso. Pero no saltar, no tomar lo que le ofrecía la vida, no era una opción en absoluto.

– Sí -susurró, y alargó los brazos hacia él.

La única luz de la habitación procedía del sol que se hundía en el horizonte. Las sombras se inclinaban sobre el suelo y sobre la cama. Ben tomó el rostro de Rachel entre las manos y la besó, robándole el poco aire que le quedaba en los pulmones. Su boca era tan firme como el resto de su cuerpo, y tan sexy, y tan generosa y… tan masculina. Todo en él la hacía temblar, y se aferraba a su cuerpo buscando apoyo. Podía sentir su calor, su fuerza, y le resultaba todo tan familiar y al mismo tiempo tan nuevo, que el corazón dejó de latirle durante un instante. Para cuando Ben alzó la cabeza y la miró a los ojos, Rachel ya estaba perdida. Estar en los brazos de Ben era al mismo tiempo el cielo y el infierno. Sí, había cientos de razones por las que aquello no era una buena idea, miles, pero mientras Ben hundía los dedos en su pelo y bajaba el rostro hacia ella, Rachel era incapaz de pensar una sola, no podía pensar en nada que no fuera en recibir todavía mucho más.

– ¿Qué llevas debajo de la bata? -preguntó Ben con voz ronca, mordisqueando su cuello.

– Eh… -mientras Ben se abría camino hacia su hombro, deshaciéndose de la bata en el camino, Rachel se esforzaba por pensar con coherencia-, no demasiado.

– Mejor -susurró Ben casi con reverencia y deslizó las manos por el interior de la bata, hasta dejarla abierta.

Rachel deseó cubrirse inmediatamente. Sabía el aspecto que tenía, todavía estaba demasiado delgada, llena de cicatrices y, a diferencia de él, muy lejos de la perfección.

– Ben…

– Oh, Rach, he echado tanto de menos tu cuerpo. Te he echado tanto de menos -y, con aquellas sorprendentes palabras, inclinó la cabeza y deslizó las manos por la espalda desnuda de Rachel, urgiéndola a acercarse, y abrió la boca sobre su seno.

Impactada por la inmediata reacción de su cuerpo, por el fuego que ardía en su interior, Rachel sólo era capaz de aferrarse a Ben. No había vuelto a sentir aquel relámpago de fuego, deseo y desesperación durante trece largos años, una eternidad. En el fondo de su mente, oía sus propios gemidos mientras Ben mordisqueaba su cuerpo entero, pero no podía evitarlo. Estaba ardiendo, temblando, y era incapaz de hacer otra cosa que permitir que Ben se abriera camino hacia su cuerpo. Y él acariciaba sus pezones con los dientes, la atormentaba deslizando la mano entre sus muslos, la torturaba de tal manera que Rachel habría terminado deslizándose hasta el suelo si él no la hubiera sujetado entre sus brazos.

Ben la sentó en el borde de la cama y le sostuvo la mirada mientras dejaba caer la bata al suelo.

Durante un breve instante, la conciencia del momento comenzó a despejar la niebla de sensualidad con la que Ben la había rodeado, pero entonces comenzó a desnudarse él y… Oh, era magnífico. Unos brazos fuertes y vigorosos, un pecho ancho, poderosos músculos… y entre ellos, la innegable prueba de su excitación. Y era ella la responsable de aquel sentimiento.

Ben dejó los calzoncillos a un lado y la descubrió mirándolo. Y debió interpretar mal la admiración que reflejaba su mirada porque dejó escapar una risa.

– Eh, no es nada que no hayas visto antes.

– Pero ha pasado mucho tiempo.

– Sí -Ben apoyó la rodilla en la cama y se inclinó sobre ella-, pero sigo siendo yo.

Sí, era él, el único hombre capaz de hacerla sentirse como si fuera a morir si no la besaba, si no la tocaba.

– Ben…

– Nada de arrepentimientos -susurró Ben y se inclinó para deslizar los labios sobre los suyos-, nada de recriminaciones, nada de pensar -deslizó las manos por sus brazos para posarlas a continuación a cada lado de su cabeza y se colocó entre sus muslos, que se abrieron inmediatamente para él.

Rachel sintió su erección sobre su ya preparado sexo, le rodeó el cuello con los brazos y susurró su nombre.

– Sí, eso es, veo que estás acordándote -Ben arqueó las caderas.

De los labios de Rachel escapó un gemido de placer cuando Ben hundió la cabeza y abrió la boca sobre sus labios, devorando sus silenciosas demandas al tiempo que hundía los dedos en su interior.

– Entra en mí-le suplicó Rachel.

Ben profundizaba sus caricias. Ella contuvo la respiración, se sentía como si estuviera suspendida en el aire… Ben se separó repentinamente de ella para ponerse el preservativo y se hundió de nuevo en su interior.

Sus gemidos flotaban en el aire. Rachel no habría sido capaz de formular una frase coherente aunque de ello hubiera dependido su vida, pero quería, necesitaba…

– Ben, por favor.

– Lo sé, pequeña -flexionó las caderas, sólo una vez-, lo sé.

– Oh, Dios mío…

– ¿Más?

– Sí.

– Lo sientes, ¿verdad, Rachel?

Otra nueva flexión hizo completamente imposible una respuesta.

– ¿Lo sientes?

Rachel arqueó las caderas contra él.

– ¡Sí!

Ben se deslizó de nuevo en su interior, añadiendo a aquel gesto una lenta e intencionada caricia del pulgar en el punto justo en el que se fusionaban sus cuerpos.

Rachel se sobresaltó.

– ¿Estás bien, Rach?

Rachel abrió la boca para contestar, pero Ben volvió a acariciar aquel punto que de pronto parecía haberse convertido en el centro del universo y Rachel explotó. Voló hasta lo más alto mientras recordaba lo que era sentirse llena, ardiente. Si no hubiera sido porque la explosión de fuegos artificiales que acababa de estallar en su cabeza parecía haberla dejado ciega, muda y sorda, habría contestado. Hasta que no cesaron los ecos del placer, Rachel no se dio cuenta de que Ben respiraba tan agitadamente como ella y que los brazos le temblaban por el esfuerzo que estaba haciendo para no derrumbarse sobre ella.

Sin abandonar todavía su interior, Ben alzó la cabeza y sonrió lentamente.

– Eh… -dijo suavemente.

– Eh.

Ben acarició los labios de Rachel.

– ¿Entonces?

A pesar de su inseguridad, Rachel no pudo menos que sonreír.

– ¿Entonces? -repitió.

– ¿Has sentido la necesidad de fingir? -quiso saber Ben.

Rachel pestañeó sin comprender.

– El orgasmo, ¿ha sido real o fingido?

Rachel se echó entonces a reír.

– Así que te parece gracioso -Ben deslizó la mano por la cadera de Rachel y se tumbó de espaldas, colocándola sobre él-, supongo que voy a tener que interpretarlo como una buena señal.

– Supongo que lo es.

– ¿Verdaderamente buena?

– Sí, verdaderamente buena -contestó Rachel suavemente, sintiéndose de pronto avergonzada.

Ben enmarcó su rostro con las manos.

– Eres tan guapa, Rachel. Claro que sí -insistió, al ver su expresión dubitativa-. ¿Por qué demonios no has compartido esto con nadie durante todo este tiempo?

– Creía que no íbamos a hablar de otras personas.

– No íbamos a hablar de otras mujeres, pero ahora estamos hablando de ti.

– Ben…

Ben volvió a dar media vuelta y Rachel se descubrió atrapada entre su cuerpo y la cama.

– Veo que las heridas están mejorando -musitó Ben-. Veo que tu cuerpo está mejorando, pero todavía hay mucho dolor en tu interior. ¿De dónde viene todo ese dolor, Rachel? ¿Por qué no quieres compartirlo? Si no quieres hablar de ello con nadie, hazlo por lo menos conmigo.

Rachel intentó apartarse de él, pero Ben la retuvo entre sus brazos sin tener que esforzarse siquiera.

– Cuéntamelo.

– ¿Por qué? -Rachel tragó saliva, pero ni siquiera así pudo deshacer el nudo que tenía en la garganta-. Te vas a ir.

Ben se quedó completamente quieto. Rachel consiguió escabullirse mientras él se tumbaba de espaldas y clavaba la mirada en el techo.

– Siempre tenemos que volver a lo mismo, ¿eh? -y sin decir una palabra más, se levantó de la cama y se metió en el baño.

Rachel se tapó hasta la barbilla e intentó pensar en cosas buenas. En su cuerpo, por ejemplo, que todavía vibraba de placer. Y en el calor del cuerpo de Ben, que continuaba caldeando su cama. Maldita fuera, había sabido en todo momento que aquello era algo temporal y se negaba a sufrir por ello o a esperar algo más.

Pero unos segundos después, Ben regresó, caminando hacia ella en toda su desnuda gloria y se detuvo al lado de la cama.

– ¿Quieres que me vaya? -le preguntó.

Sí, gritaba la mente de Rachel, quería que se marchara.

Pero era su cuerpo el que había tomado las riendas de la situación, no su cerebro, y, precisamente por eso, Rachel se incorporó y levantó las sábanas.

Ben regresó inmediatamente a sus brazos.

Con un suspiro, Rachel lo estrechó entre ellos y enredó sus piernas con las suyas. Presionó la cara contra su cuello, que olía tan maravillosamente a Ben, y dejó escapar otro suspiro.

– ¿Estás bien? -le preguntó Ben, deslizando la mano por su espalda.

– Por ahora sí.

– El ahora es lo único que importa -susurró Ben, y la estrechó con fuerza.

Y si esa respuesta no era una síntesis de sus diferencias, Rachel no sabía qué podía llegar a serlo, pero no le importaba.

Viviría el momento, intentaría disfrutarlo como fuera.

Y sus preocupaciones sobre el futuro las dejaría… para el futuro.

Capítulo 17

Ben se despertó con el sol en los ojos y los brazos vacíos. No era nada sorprendente, siempre se había despertado solo. En diferentes camas, por supuesto, en diferentes continentes y en diferentes países, pero siempre con aquella vaga sensación de estar echando algo de menos.

Y por fin sabía lo que era:

– Rachel.

La noche anterior había sido una especie de temblor de tierra. La forma de entregarse de Rachel, su propia manera de responder… Ben esperaba que Rachel no lo odiara por lo ocurrido, porque temía que acababa de enamorarse de ella otra vez.

Pero eso no cambiaba nada. Porque continuaba sin estar preparado para aquella clase de vida. Continuaba sin querer tener una dirección fija y sin querer disfrutar de las mismas vistas cada mañana. Y a la luz de aquellos sentimientos, era evidente que había llegado el momento de abandonar aquella cama de esponjosas almohadas. Dio media vuelta en la cama para tumbarse de espaldas, y el corazón estuvo a punto de salírsele del pecho. Su hija estaba sentada en la cama, sonriéndole.

Ben se frotó la cara con las manos, se sentó en la cama y tuvo todavía la suficiente lucidez como para alegrarse de que la sábana le llegara a la cintura, puesto que estaba completamente desnudo.

– Eh, hola…

Emily continuaba sonriendo.

– ¿Qué es lo que te parece tan divertido?

– Estás en la cama de mamá.

Era cierto. Y no tenía la menor idea de cómo explicárselo. Él no estaba acostumbrado a dormir con una mujer durante toda la noche, entre otras cosas, porque por la mañana se despertaba con una terrible sensación de claustrofobia. Claustrofobia como la que en aquel momento comenzaba a atraparlo.

– Acerca de eso…

– Mamá está abajo, tomándose un café y fingiendo que no estás aquí, por si quieres saberlo.

– ¿Y cómo has adivinado que yo estaba aquí?

– Bueno, he subido a buscar una sudadera de mamá, y te he encontrado a ti -se levantó de la cama y dio media vuelta-. Creo que voy a decirle a mamá que te he encontrado en su dormitorio. Y que estás despierto.

– ¡No! -Ben se obligó a forzar una sonrisa para suavizar su tono-. Eh, ¿no crees que deberíamos dejar que continuara fingiendo? Ya sabes, que finja que no estoy aquí…

Rachel inclinó la cabeza con expresión pensativa.

– Si eso puede ayudar a tu causa.

Ah, así que él tenía una causa.

– Em…

Emily se acercó a su padre y le dio un enorme abrazo. Al sentirla tan pequeña y tan condenadamente dulce, Ben deseó poder retenerla para siempre entre sus brazos.

– Estaba empezando a pensar que no iba a funcionar -suspiró contra su cuello.

Ben posó las manos en su brazo y la separó lo suficiente como para mirarla a la cara.

– Emily, ya sé que habías planeado este encuentro, pero tengo que decirte que…

– No me he comportado como debía -admitió-, he sido una manipuladora, lo sé. Pero en el fondo, he hecho lo correcto, papá, ahora me doy cuenta. Mamá está radiante, y ella nunca está radiante, ¡ni siquiera cuando se maquilla!

Ben dejó escapar un largo suspiro.

– A lo mejor está radiante porque tiene frío.

– Papá.

– O porque se está constipando. Ya sabes, probablemente eso sea todo, está esforzándose mucho con la rehabilitación, y esas medicinas que toma le bajan las defensas, y…

– Eres tú, papá. Está resplandeciente porque estás aquí y lo sabes.

Ben fijó la mirada en su preciosa hija sin saber qué decir. Durante la mayor parte de su vida, Emily había estado fuera de su alcance y, durante el resto, probablemente ocurriría lo mismo. Pero en aquel instante, en aquel preciso instante de tiempo, podía disfrutar de ella. Podía ser algo más que un padre eventual. De repente, deseó estrechar su relación con ella, hacer que se convirtiera en algo que mereciera la pena conservar durante los años que tenían por delante.

Pero no tenía la menor idea de cómo hacerlo.

Entonces, entró Rachel en el dormitorio. Al ver a Emily sentada en su cama con Ben, estuvo a punto de tropezar.

– Mira lo que me he encontrado, mamá, aquí mismo, en tu cama, ¿te lo puedes creer?

Ben cerró los ojos y se preguntó cómo sería Emily cuando tuviera dieciocho años. El diablo sobre ruedas, pensó débilmente.

– Eh…

Rachel parecía haberse quedado sin habla, así que Ben volvió a abrir los ojos y descubrió a Rachel con expresión de auténtico pánico.

– ¿Si te digo que he venido sonámbulo hasta aquí te lo creerías? -le preguntó a Emily.

– No -contestó Emily entre risas.

Rachel elevó los ojos al cielo.

– Emily, nosotros, yo… -se interrumpió con un sonido de desesperación-. Es verdad, ha venido sonámbulo hasta la cama.

Riéndose, Emily se recostó contra el cabecero de la cama, al lado de Ben. Este cruzó las piernas y le pasó el brazo por los hombros, al tiempo que contemplaba con atención a su madre.

– De acuerdo, ha venido sonámbulo hasta aquí, y, aunque tú normalmente duermes con un ojo abierto, ha conseguido meterse en tu cama sin que te dieras cuenta, ¿eso es lo que ha pasado?

– Bueno… -Rachel fulminó a Ben con la mirada. ¡Ayúdame!, parecía estar gritándole.

– Acerca de esto, Em, -comenzó a decir Ben-, en realidad no es asunto tuyo saber por qué estoy aquí. Nosotros somos adultos, tú eres una niña y, a partir de ahora, tendrás que llamar antes de entrar en nuestro dormitorio.

Em abrió la boca, y volvió a cerrarla.

– Algo que deberías haber hecho hace cinco minutos.

– Quieres decir que…

– Exactamente. Quiero que repitamos la jugada.

– ¿De verdad quieres que vuelva a salir?

– Sí, de verdad.

Emily miró a su madre, que a su vez la miró como si la idea la entusiasmara.

– Ya has oído a tu padre.

Emily protestó, pero se levantó. Cuando estaba a medio camino, se volvió.

– ¿Sabéis? Tener a los dos padres en la misma casa es un rollo.

– Llama -respondieron los dos al unísono.

Emily salió dando un portazo y Rachel miró a Ben arqueando una ceja. Rachel estaba muy guapa por la mañana, advirtió Ben, con el pelo revuelto, las mejillas sonrosadas… y aquella bata que con tanto entusiasmo le había quitado la noche anterior.

Emily llamó a la puerta y Ben se arrepintió de no haberla enviado un poco más lejos. A la ciudad, por ejemplo.

– ¿No vas a decirle que entre? -le preguntó Rachel.

– Todavía no he encontrado ninguna buena razón por la que pueda explicarle que estoy en tu cama.

– En ese caso, quizá deberías levantarte.

– Sí -como si no lo supiera. A regañadientes, Ben se envolvió entre las sábanas y se levantó.

¿Dónde había dejado su ropa? La vio en ese momento, tirada en el suelo.

Otra llamada.

– ¿Papá? ¿Mamá?

Rachel estaba mirando fijamente su cuerpo desnudo, con la boca abierta, como si no tuviera aire suficiente en los pulmones.

– Aguanta, Em.

Levantó los vaqueros del suelo y se los puso. La camisa estaba en el otro extremo de la habitación, encima de la cómoda.

Otra llamada, en aquella ocasión más fuerte.

– ¿Papá?

– Em, necesitamos otro minuto.

No apartaba la mirada de lo que había encontrado debajo de la camisa. Una libreta de dibujo en la que aparecía una preciosa y colorida imagen de la noche de South Village. Las luces, la gente, el cine, las tiendas… todo estaba allí y reproducido con tanto detalle que parecía una fotografía. Absolutamente cautivado, volvió la página y el siguiente dibujo hizo que se le encogiera el corazón.

En él aparecían Emily, Parches y él mismo, todos ellos sentados en el pedazo de hierba que había enfrente de la casa, riendo, acariciándose. Era una imagen tan realista que casi podía oír los ladridos de la perrita.

– Dios mío, Rachel.

– Esos son dibujos personales.

– Son increíbles.

Rachel le quitó la libreta de entre los dedos.

– Yo pensaba que no podías trabajar.

– ¿A ti te parece que esos dibujos tienen algo que ver con Gracie?

– Aunque no tengan nada que ver con tu tira cómica son increíbles.

– No se puede vivir de este tipo de cosas, Ben.

– Tú puedes hacer lo que quieras, y lo sabes condenadamente bien.

– No es tan fácil.

– Por supuesto que lo es.

– Mira, desde el accidente, necesito que mi trabajo sea… importante. Y no lo es.

– Claro que lo es. La gente espera tu tira todas las semanas para que les cuentes qué demonios está ocurriendo en el país.

– Ben, yo, te veo a ti y veo tu trabajo, y después me vuelvo hacia mi caballete y me parece… -su semblante se ensombreció-, insignificante. Estúpido.

¿Qué estaba diciendo? ¿Que quería hacer lo mismo que él? ¿Que de pronto le habían entrado ganas de viajar a su lado? No, esas sólo eran las fantasías de Ben.

– Escucha -la agarró por los hombros y la miró-, mi trabajo no es para personas formales, ¿sabes? Viajo continuamente, no tengo casa, no tengo nada que pueda considerar mío salvo mi equipo. Voy a países de los que la gente nunca ha oído hablar y veo cosas que uno no se atrevería a imaginar ni en sus peores pesadillas.

– Exactamente. Tú quieres reflejar el mundo, Ben, y no tienes miedo de lo que encuentras en él.

– Tú también lo haces, aunque de una forma diferente, eso es todo -suavizó la voz y le acarició delicadamente el pelo-. No dudes de ti misma por mi culpa. Creo que no podría soportarlo. Tú eres quien eres, una mujer fuerte, inteligente y hermosa, capaz de mantener los pies bien plantados en un sólo lugar. A mí, sin embargo, me falta completamente ese gen. Lo que yo hago… es lo único que sé hacer.

Rachel alzó la mirada hacia la suya y debió adivinar parte de sus pensamientos porque la resignación ensombreció su mirada.

– Lo de anoche… ¿fue una despedida?

Emily volvió a llamar a la puerta.

– Eh, ¿puedo entrar o qué?

Ben no podía apartar los ojos de Rachel, de aquella mujer a la que había buscado en los rostros de todas las mujeres con las que había estado durante aquellos años. La mujer que le había dado a Emily. La única mujer con la que, si estuviera suficientemente loco como para considerar la posibilidad de establecerse, querría vivir para siempre.

– Sí, fue despedida.

Rachel lo miró a los ojos y Ben sintió que el corazón se le desgarraba.

– Tiene que ser así -susurró Ben, Rachel asintió y se metió en el baño.

Unas cuantas horas después, el agente Brewer llamó a Ben.

– Tenemos noticias nuevas.

Ben se sentó y se aferró con fuerza al teléfono.

– Dígame que lo tienen bajo su custodia.

– No, no lo tenemos nosotros, pero la policía de Sudamérica ha llamado para decir que lo han encontrado muerto en su propia fortaleza.

– ¿Están seguros?

– Eso creen.

– ¿Y usted que cree?

– Me gustaría haber podido identificar el cadáver antes de que lo quemaran.

Mierda. Ben se frotó los ojos.

– ¿Ningún miembro del FBI lo identificó?

– Fue identificado por un puñado de gente que lo conocía y lo odiaba desde hacía años.

– Así que todo ha terminado.

– Todo ha terminado.

Ben colgó el teléfono y esperó la correspondiente oleada de alivio. Pero, curiosamente, no llegó.

De: Emily Wellers.

Para: Alicia Jones.

Tema: Días asquerosos.

Alicia, mi padre sale el martes para Africa. Sé que te dije que iba a quedarse, y eso era lo que esperaba, pero no me importa. Mi madre y él están mucho más unidos después de este viaje y voy a asegurarme de que venga con más frecuencia a partir de ahora.

Emily dejó de teclear y se reclinó en la silla. ¿Qué más podía decir? Se sentía muy mal porque había dejado a Alicia sola durante las semanas anteriores, en las que ella había estado particularmente ocupada.

Pero la verdad era que de repente había dejado de sentir la necesidad de revisar el correo electrónico todos los días.

Antes de que mi padre se vaya, vamos a salir de acampada. El verano está a punto de llegar y mi padre dice que tenemos que celebrar la llegada de una nueva estación. Hasta ha convencido a mi madre para que venga con nosotros. ¿Te lo puedes creer? Supongo que eso es porque realmente le gusta.

Emily sonrió de oreja a oreja. Pensó en el aspecto que tenía su madre aquella mañana, mientras miraba a Ben como si realmente no supiera cómo había llegado a su cama.

En cualquier caso, sé que querías que nos viéramos mañana, pero tendremos que dejarlo para la semana siguiente, ¿de acuerdo? Todavía no le he pedido permiso a mi madre, que cree que Internet está llena de locos. Mañana mismo empezaré a convencerla.

Emily.

Estaban camino del Parque Nacional Joshua Tree. Rachel nunca había ido de acampada y sufría pensando en las arañas, en las piedras que habría debajo de su saco de dormir y en la posibilidad de que debajo de esas piedras hubiera todavía más arañas.

Y también sufría imaginando que Asada resucitaba, aunque Ben la tranquilizaba diciéndole que, incluso en el caso de que Asada no hubiera muerto, jamás iba a encontrarlos en el desierto. La policía parecía pensar que era una buena idea que se mantuvieran lejos. Pero aun así, Rachel continuaba teniendo la sensación de que lo de Asada no había terminado. Se estremeció y miró a Emily, que sonreía de oreja a oreja mientras oía a uno de sus grupos favoritos a través de los cascos.

Rachel miró después a Ben, que desvió a su vez los ojos de la carretera para dirigirle una sonrisa.

– ¿Cómo te encuentras?

Rachel todavía tenía algunos dolores, y seguía cansándose con facilidad, pero estaba mejorando a pasos agigantados. Le devolvió a Ben la sonrisa.

– La verdad es que bien.

Ben sonrió de oreja a oreja.

– Esto va a ser magnífico.

Por lo menos ellos dos estaban emocionados, pensó Rachel, que todavía no acababa de entender cómo habían conseguido meterla en aquel coche. Lo único que sabía era que estaba oyendo a Emily y a Ben planificando aquella excursión para ellos solos y, de pronto, se había visto también ella incluida, como si fueran una auténtica familia.

Pero no lo eran.

¿Y qué ocurriría aquella noche, cuando estuvieran solos en medio de la oscuridad? ¿Cuando sus hormonas comenzaran otra vez a funcionar? Bueno, contaban con Emily como carabina, de modo que no podían ocurrir demasiadas cosas, aunque, si algo le sobraba a Ben, era inventiva. ¿Querría acostarse con ella otra vez? La intuición le decía que sí, independientemente de que ya se hubieran despedido.

Rachel observó el cambio que se operaba en el paisaje y se descubrió dejando de lado su ansiedad. De pronto, necesitaba la libreta y los colores para atrapar aquel vasto espacio, las formaciones rocosas, todo. La primavera de aquel año había sido extraordinariamente húmeda y crecían sobre el desierto toda suerte de flores silvestres. Era un paisaje tan distinto y al mismo tiempo tan hermoso… Los árboles Joshua, que daban nombre a ese paraje plantaban sus raíces en aquel suelo desértico y algunos llegaban a medir hasta siete metros de altura. En la distancia, tenían un aspecto fantasmagórico.

– Es como estar en otro planeta -comentó Rachel admirada, mientras se adentraban en la zona de acampada.

El lugar estaba prácticamente desierto. Sólo había otro grupo, que se había adentrado unos kilómetros más por la carretera, permitiéndoles sentirse como si estuvieran completamente solos.

– Todavía no estamos en temporada alta -Ben sacó el equipo que habían alquilado: una tienda, una cocina y una linterna. Él llevaba unos vaqueros que no podían ser más viejos y una camisa de franela abierta sobre una camiseta que parecía tener los mismos años que los vaqueros. Era la viva imagen de un amante de la vida al aire libre-. La primavera todavía puede traer un tiempo muy inestable -comentó mirando hacia el cielo.

Rachel desvió la mirada de su cuerpo y miró hacia el cielo. ¿Qué era eso? ¿Nubes de tormenta?

– Y hemos venido hasta aquí porque… ¿Por qué?

Emily sonrió y comenzó a bailar. Rachel se emocionaba al verla tan contenta.

– ¡Esto va a ser divertidísimo! ¿Podemos asar ahora algo al fuego o esperamos a dar antes un paseo, papá? También podríamos hacer unas fotografías, ¿qué te parece?

– ¿Y qué tal si montamos la tienda? -Ben le tiró de la coleta, sonriendo al verla tan feliz.

Rachel tuvo que tragar saliva, intentando dominar los sentimientos agridulces que le causaba verlos juntos.

El último sol de la tarde se reflejaba sobre la tierra, arrancando de aquellas formaciones rocosas todos los colores imaginables, desde el rojo al violeta, pasando por todas las posibles gamas de amarillo. Rachel no podía dejar de mirarlo todo ni dominar la urgencia de plasmarlo en el papel.

Montaron el campamento. Mejor dicho, Ben montó el campamento mientras Rachel, un poco dolorida por el repentino frío de la última hora de la tarde, se obligaba a sentarse en una silla y a esperar.

El viento que de pronto se había levantado azotaba la camisa de Ben y hacía volar su pelo en todas direcciones.

Ben rió por algo que Emily dijo y volvió a reír cuando los palos de la tienda que Emily estaba colocando se cayeron al suelo. A Rachel la frustraba no poder levantarse a ayudarlos y tener que limitarse a observar sus avances. Su hija, hija también de Ben, se recordó, estaba en la gloria.

¿Alguna vez había reído su propio padre con ella de esa manera? ¿Alguna vez le había sonreído con tanto amor en la mirada? Tenía que admitir que Ben había terminado convirtiéndose en un padre maravilloso y que Emily se merecía todos y cada uno de los segundos que pasaba a su lado.

Consiguieron montar la tienda. Según la etiqueta, en ella cabían cuatro personas, pero al verla tan pequeña, Rachel se preguntó por el tamaño que supuestamente deberían tener esas personas. Allí dentro iban a estar como sardinas en lata.

Por lo menos iba a estar Emily con ellos. Porque estar tan cerca de Ben con la única separación de un saco de dormir le resultaba… excesivamente tentador.

– Mamá, vamos a ir a dar un paseo hasta ese pico -anunció Emily señalando una formación rocosa-. ¿Quieres venir con nosotros?

– Eh… -en cuanto dejó de pensar en Ben y en el saco de dormir y miró hacia la montaña que querían coronar, todas y cada una de sus heridas, tanto las que habían sanado como las otras, parecieron hacerse de pronto conscientes del frío-, creo que no.

La sonrisa de Emily desapareció.

– ¿Te encuentras bien?

– Estoy bien, Emily, sólo un poco dolorida.

– Yo creía que estabas casi recuperada.

Y eso era culpa suya, se dijo Rachel. Su propio orgullo le había hecho esconder los problemas que tenía desde el accidente.

– Casi.

Ben comenzó a preparar una hoguera. Después apareció al lado de Rachel con su libreta de dibujo y los lápices y se los dejó en el regazo.

– Para ayudarte a pasar el rato.

Rachel bajó la mirada hacia sus cosas y a ella misma la sorprendió verlas nublarse a través de sus lágrimas.

– Hazlo sólo para divertirte -le recomendó Ben, confundiendo su emoción con la tristeza-, no lo veas como un trabajo, piensa en ello como si…

Rachel le tomó las manos y se las apretó con cariño.

– Es perfecto, gracias.

Ben la miró a los ojos y se inclinó para darle un beso.

– No nos pierdas de vista, te saludaremos desde allí.

– Ben… -Rachel le agarró la mano cuando comenzó a alejarse.

Ben le acarició la cara.

– Aquí estás a salvo, Rachel.

– Lo sé -se sentía a salvo. Siempre se sentía segura cuando Ben estaba cerca-. Ten cuidado con nuestra hija.

Ben miró por encima del hombro a la niña en cuestión y se volvió de nuevo hacia Rachel con un brillo en la mirada que dejó a ésta sin respiración.

– Es la primera vez que dices «nuestra hija». Siempre ha sido tu hija, o mi hija, pero nunca nuestra -le acarició la mano-. Y yo nunca te he dado las gracias por ella…

– Ben…

– Así que gracias -dijo, y volvió a besarla otra vez, sólo una vez y con una suavidad extrema.

Cuando Rachel volvió a abrir los ojos, Ben y Emily ya estaban prácticamente fuera de su vista. Pero, durante largo rato, continuó sintiendo a Ben. Saboreándolo.

Para intentar olvidarlo, Emily abrió la libreta y comenzó a dibujar. Treinta minutos más tarde, miraba admirada su propia obra. Había dibujado a Gracie al mando de un bote de remos con el lápiz en el aire señalando el camino mientras llevaba a Emily y a Parches.

En medio de ninguna parte, había sido capaz de volver a dibujar a Gracie. Sin angustia, sin ansiedad, sólo por el puro placer del trabajo.

Rachel se reclinó en la silla y miró hacia el cielo azul.

No se oía nada, salvo el silbido del viento a través del cañón y el canto de algunos pájaros. Y un grito distante… ¿mamá? Alguien la estaba llamando.

¡Emily!

Olvidándose del dolor, Rachel saltó de la silla, dejando caer los lápices y la libreta al suelo y escrutó el horizonte con el corazón en la garganta. Lo sabía, Emily había terminado haciéndose daño o…

Allí. En la cumbre de la colina más cercana, justo donde Ben había prometido que se detendrían para saludarla, estaban su hija y el hombre que había cambiado su vida para siempre con sólo una sonrisa tantos años atrás. Incluso desde aquella distancia, Rachel podía sentir que Ben le estaba brindando otra de aquellas sonrisas en aquel momento y lo saludó desde la distancia, sonriendo a pesar de sí misma. El alivio borró el miedo que sólo un segundo antes había paralizado su corazón.

– ¡Te quiero, mamá! -gritó Emily y, casi inmediatamente, desaparecieron de su vista.

– Yo también os quiero -susurró Rachel.

Cayó la noche a una velocidad impactante. Rachel permanecía de pie con los brazos cruzados frente a aquella negrura mientras Ben resucitaba el fuego que ella casi había dejado apagar. De rodillas, removió las brasas con un palo hasta que las llamas volvieron a cobrar vida. Ben miró a Rachel y ésta elevó los ojos al cielo.

Al verla, Ben se echó a reír, provocando un cosquilleo en el estómago de Rachel.

Habían conocido ya a sus vecinos de acampada, un grupo de cuatro veinteañeros que estaban haciendo un viaje por todo el país antes de comenzar la «vida real». Las dos parejas se habían mostrado un poco reservadas hasta que Ben se había presentado y, a partir de entonces, todo el mundo había comenzado a sentirse como en casa.

Más tarde, cuando Emily había expresado su preocupación por la falta de casa y familia de sus nuevos amigos, Ben le había respondido que sospechaba que eran felices con la vida que habían elegido y que siempre podrían cambiar las cosas si querían.

Rachel le había observado con un nudo en la garganta. Él era igual que ellos, podía ser feliz sin un hogar, sin pertenencias, sin familia.

Pero antes de que hubiera podido sumirse en su tristeza, Emily había sacado una baraja y los había desafiado a echar una partida.

Estuvieron jugando al lado del fuego, rodeados por aquel espacio abierto y un manto de estrellas, con sólo sus propias risas como compañía.

Era perfecto. Rachel miró a Ben. Sabía que debería estar triste, arrepentida, resentida incluso por aquella intrusión en la dinámica de la familia, pero se sentía, sobre todo, agradecida.

Ben alzó la mirada y la descubrió mirándolo. Era tan alto, tan esbelto… tan atractivo. Cuando la miraba, Rachel tenía que cerrar los ojos.

Y se iba a marchar. El martes. No podía esperar para irse.

– Preparemos los sacos -dijo Ben bruscamente, dejando las cartas a un lado, como si de pronto sus pensamientos se hubieran vuelto tan turbulentos como los suyos.

– Papá…

– Se acerca una tormenta -señaló hacia una masa de oscuros nubarrones que se acercaba por el norte-. Será mejor que nos pongamos a salvo antes de que llegue.

Cinco minutos después, Rachel estaba arrodillada en medio de una minúscula tienda, con la mirada fija en los tres sacos de dormir.

– Yo quiero dormir en la puerta -dijo Emily.

– En la puerta dormiré yo, cariño -respondió Ben.

Rachel esperó la inevitable discusión, porque Emily siempre quería salirse con la suya, pero ante la firmeza del tono de Ben, se limitó a agarrar su saco de dormir y a decir:

– Bueno, entonces me quedaré debajo de esa ventana.

– Estupendo -dijo Ben.

¿Estupendo? ¿Cómo que estupendo? Si Emily dormía en la ventana, eso significaba que Rachel se quedaría en medio.

– Túmbate, mamá -Emily señaló el saco de dormir de Rachel-. Esta noche yo te arroparé a ti.

De rodillas sobre su saco, Ben se quitó la camisa de franela, quedándose en camiseta, y se metió en el saco. Miró a Rachel arqueando la ceja en silencio.

Rachel se metió en el saco y se tapó hasta la barbilla. Se movió ligeramente, esperando encontrar la dureza de las piedras.

– Eh, está muy suave.

– Papá ha puesto una esterilla en el suelo -Emily sonrió de oreja a oreja-. No quería que te quejaras -le dio un beso a Rachel en la mejilla y se volvió hacia su padre con obvio deleite-. Yo podría dormir en el coche…

– No -contestó Ben con aquella nueva autoridad paternal.

Y Rachel volvió a sorprenderse cuando su hija apagó la linterna y se metió en el saco sin protestar.

En medio de la oscuridad, Rachel podía sentir a Ben mirándola. Podía sentir el calor de su cuerpo.

– ¿Estás bien? -susurró Ben.

– Sí, estoy bien.

– ¿Tienes suficiente calor?

– Estoy bien -repitió Rachel y oyó en la oscuridad la sensual risa de Ben.

– ¿Entonces por qué estás conteniendo la respiración?

Sí, estaba conteniendo la respiración. La soltó lentamente. Afuera, comenzaba a acercarse una tormenta. El viento aullaba y batía ruidosamente las paredes de la tienda. Ben deslizó el brazo por la cintura de Rachel y la estrechó contra su pecho.

– Estás terriblemente callada, ¿estás segura de que estás bien? -le susurró al oído.

– Estoy… -los dedos de Ben comenzaron a juguetear por sus costillas, impidiéndole pensar correctamente.

– ¿Bien? ¿Estás bien?

Dios, por lo menos estaba intentando estarlo.

– Duérmete, Ben.

– Lo haré si te duermes tú.

– Ben…

– Sueña conmigo.

De: Emily Wellers.

Para: Alicia Jones.

Tema: ¡hemos vuelto!

¡La acampada ha sido genial! Llegó una tormenta en medio de la noche y nos tiró la tienda. Y cuando conseguimos salir, comenzó a nevar. ¡A nevar! Dios mío, ¿puedes creerlo? Mi padre ayudó a mi madre a meterse en el coche y entonces la tienda salió rodando en medio del desierto como si fuera una pelota. ¡Deberías haber visto la cara de mi madre!

¡Ah! Y lo mejor del fin de semana: he recibido un e-mail de Van, ese chico de la clase de historia del que te hablé. ¡Dice que quiere que estemos en contacto durante el verano!

En cualquier caso, recibí tu carta. Me encantaría que quedáramos esta semana. Mi madre me dejará ir en autobús a Los Ángeles, ya te avisaré qué día.

Emily.

De: Alicia Jones.

Para: Emily Wellers.

Querida Emily, parece que tu acampada fue muy divertida. Quizá la próxima vez tus padres te dejen llevar a una amiga, ¡como yo, por ejemplo!

Lo de Van está genial, pero no te olvides de mí, ¿de acuerdo?

Pídele a tu madre que te deje venir en autobús, estoy deseando verte.

Alicia.

Capítulo 18

Melanie tomó la autopista, disfrutando al sentir el viento y el sol en la cara, cortesía de los ciento cuarenta kilómetros por hora que alcanzaba aquel lujoso coche que ya no se podría permitir, puesto que había perdido su trabajo esa misma mañana.

Pero una mujer tenía que hacer lo que debía. Y lo que debía hacer era ignorar que no tenía trabajo, ni un marido rico, y que estaba a punto de cumplir treinta y cuatro años.

¿Cómo había llegado a hacerse tan vieja? Inclinó la cabeza para mirarse por el espejo retrovisor. Tenía un pelo magnífico y el maquillaje realzaba sus todavía fabulosos ojos y su boca. La ropa que llevaba parecía diseñada para provocar las súplicas de cualquier hombre. La verdad era que estaba despampanante.

Y no se habría movido de su ciudad para demostrarlo si hubiera tenido algún lugar adonde ir, pero la triste verdad era que la mayor parte de sus amigos habían sentado cabeza hacía mucho tiempo.

– Oh, Dios mío -musitó, aferrándose al volante-, ¡soy vieja!

Tomó la primera salida hacia South Village y se sumó al tráfico de la ciudad. Tuvo que rodear dos veces el edificio de Rachel antes de encontrar aparcamiento, de modo que cuando salió del coche estaba lista para la pelea.

A medio camino de la casa, alguien la llamó. Y no sólo alguien, sino un hombre alto y atractivo cuya voz la había perseguido en sueños desde la víspera del Año Nuevo. Garret.

Recordaba sus últimas palabras cada vez que cerraba los ojos: «una sola noche no es suficiente para mí, Melanie, contigo no. Si quieres algo más, ya sabes dónde vivo».

Melanie se volvió hacia él e intentó esbozar algo parecido a una sonrisa.

– Si pensabas preguntármelo, de momento no quiero nada más.

Garret estaba rastrillando su jardín, vestido con unos vaqueros y una camiseta que enfatizaban la fortaleza de sus músculos.

– No iba a preguntártelo.

– ¿Por qué no? -preguntó Rachel sin poder contenerse.

– No iba a preguntártelo -contestó Garret-, porque es algo que tienes que decidir por ti misma.

– ¿Decidir qué?

Garret dejó caer el rastrillo para acercarse a Melanie.

– Decidir cuándo ha llegado el momento de terminar el juego -contestó quedamente-, para que podamos hablar en serio de nosotros.

– ¿De nosotros?

– Sí, de nosotros -le apartó un mechón de pelo de la cara y bastó aquel roce en su mejilla para que Melanie se estremeciera-, podríamos ser una pareja perfecta.

Confundida y humillantemente cerca de las lágrimas, Melanie se quitó las gafas de sol y alzó la mirada hacia él.

– No te burles de mí, Garret. Hoy no, he tenido un día horroroso.

– No me estoy burlando de ti.

– Pero… pero si ni siquiera me conoces.

– No me digas que crees en la atracción a primera vista, pero no en el amor.

– Amor -Rachel casi se atragantó al pronunciar aquella palabra. No tenía ninguna experiencia en el amor. Absolutamente ninguna-. Estás loco, ¿sabes?

Con otra tierna y delicada caricia que estuvo a punto de hacerle llorar, Garret le alzó la barbilla.

– Dime que no lo sientes, Melanie. Dime que no lo has sentido desde aquella noche.

– Aquella noche los dos estuvimos de acuerdo en que lo que había ocurrido había sido una estupidez.

– Yo jamás he pensado nada parecido, jamás -repitió con firmeza-. Simplemente quise que esperáramos hasta que estuvieras preparada para enfrentarte a lo que sucedió realmente aquella noche.

– ¿Qué crees que sucedió realmente aquella noche?

– Una conexión emocional. Mírame a los ojos, dime que no es cierto y te creeré.

– Yo… -la mirada de Garret era tan profunda… y sincera. Oh, Dios, estaba hablando en serio.

– Dilo, di una sola palabra y te dejaré en paz.

– No puedo -susurró Melanie sorprendida.

Garret la recompensó con un beso que no implicó el inmediato despertar de la pasión. No hubo roce de lenguas, ni de dientes. Sólo unos labios cálidos y firmes que la besaban con tanto sentimiento que Melanie tuvo que aferrarse a él.

Y entonces Garret la apartó.

– Sólo quiero pedirte una cosa, y si no puedes cumplirla, no podremos llegar a nada -le dijo Garret con la voz ligeramente enronquecida-. Yo confío en ti, Melanie, pero a cambio, tendrás que confiar en mí.

– ¿Qué tiene que ver la confianza con todo esto?

– Todo. Mira, por ejemplo, todo lo que has hecho para evitar que Rachel y Ben volvieran a estar juntos.

– Espera un momento, yo no…

– ¿No? Vamos, Melanie. Sabes perfectamente que deberían estar juntos, pero no soportas la idea de que Rachel sea feliz antes que tú.

– No, yo…

– Y has saboteado intencionadamente su felicidad porque tú no eres feliz.

Dios santo, aquello era una locura. Ella no le haría a su hermana algo así, ella… Le había hecho exactamente eso a su hermana.

Tambaleándose, se sentó en uno de los escalones de la entrada, olvidándose de la lujosa seda de su vestido.

– Dios mío, soy una bruja.

– No -Ben se sentó en cuclillas delante de ella y le tomó la mano-, eres una mujer apasionada, testaruda y libre de espíritu. Y yo confío en que continúes siéndolo. La cuestión es si tú serás capaz de confiar en mí a cambio. De confiar en que no voy a dejar de estar a tu lado.

En el diccionario de Melanie, «confianza» era una palabra peor que «amor». Recurriendo de nuevo a su orgullo, liberó su mano.

– Tienes razón, no podemos llegar a nada -se levantó.

Su corazón se desgarraba ante la perspectiva de alejarse de allí, pero era eso precisamente lo que estaba haciendo. Ya había alcanzado la puerta de Rachel cuando Garret le dijo con la voz cargada de arrepentimiento:

– Adiós, Melanie.

Melanie abrió la boca para decir adiós, pero no fue capaz. Se limitó a entrar en casa y a apoyarse en la puerta con un largo y trémulo suspiro. Una pequeña parte de ella temía haber arruinado lo mejor que le había ocurrido en toda su vida. Y la mayor parte de ella se estaba dedicando a maldecir a aquel canalla.

Subió furiosa las escaleras y encontró a Rachel en el estudio.

– ¿Soy una egoísta? -le preguntó.

– Vaya, hola a ti también -respondió Rachel.

– Sí, hola, besos y abrazos -Melanie puso los brazos en jarras y miró a su hermana con expresión crítica-. Dime, ¿soy una egoísta?

– Es posible -contestó Rachel con sinceridad.

Sí, maldita fuera, lo sabía.

– ¿Ya lo has hecho con Ben?

Rachel pestañeó.

– Creía que querías que lo hiciera con Adam.

Melanie se adentró en el estudio, dándose cuenta mientras lo hacía de hasta qué punto Garret tenía razón. Ella siempre había querido que Melanie la necesitara y, estando Ben por medio, se había sentido amenazada. Dios, y cuánto se odiaba por ello.

– ¿Qué te pasa? -le preguntó Rachel.

– Oh, Rach, creo que esta vez lo he fastidiado todo.

– Oh, cariño -Rachel corrió inmediatamente hacia su hermana para darle un abrazo-, ¿qué ha pasado? Es lunes, ¿no deberías estar trabajando?

– Olvídate ahora de eso. Tengo que decirte algo y no encuentro la manera de hacerlo.

– Tú no tienes un átomo de delicadeza en todo tu cuerpo, ¿por qué empezar ahora? Suelta lo que tengas que decir. Te sentirás mejor.

– Bueno… he perdido mi trabajo.

– Oh, Mel…

Mel alzó las manos y sacudió la cabeza.

– Espera, no es eso lo que quería decirte. Por una vez, esto tiene que ver contigo, no conmigo -tomó una bocanada de aire-. De acuerdo, allá va. He intentando disuadirte de que estuvieras con Ben porque en realidad no quería que fueras feliz.

– ¿Qué?

– Lo que quiero decir es que, sí, yo quería que fueras feliz, y esa es la razón por la que quería que estuvieras con Adam y todo eso. Pero para ser realmente, realmente feliz, necesitas estar con Ben, y yo no quería que fueras realmente feliz hasta que yo no lo fuera.

Rachel dejó escapar una risa.

– Creía que habías dejado de fumar hachís.

– Y lo hice, maldita sea. No estoy drogada, y estoy hablando en serio. Ben es el hombre que te conviene, es tu media naranja y las dos lo sabemos.

Rachel se la quedó mirando en silencio durante largo rato y desvió después la mirada.

– Bueno, pues ya es demasiado tarde. Mañana se va.

– ¿Vas a dejar que se vaya?

– ¿Dejar? Melanie, nadie puede detener a ese hombre cuando se le mete una idea en la cabeza.

– Tú podrías.

– ¿Para que después se arrepintiera? Él quiere marcharse.

– Y tú vas a limitarte a contemplar cómo se marcha. Como la otra vez.

– Exacto.

Melanie asintió. Estupendo. Ella ya había hecho todo lo que podía. Para cualquier otra cosa, haría falta ser una santa. Y ella no era una santa.

Adiós, Ben. Adiós, Garret.

Ben se había levantado temprano para hacer las últimas fotografías en South Village. A media mañana, entró en casa de Rachel y percibió el olor a huevos quemados, lo que quería decir que Emily estaba cocinando otra vez. Tenía la mañana libre debido a las reuniones del profesorado. Una sonrisa asomó a los labios de Ben, antes de recordar que aquel era el último día que iba a poder disfrutar de los esfuerzos de su hija en la cocina.

Al día siguiente salía su avión. Muy serio, entró en la cocina a tiempo de oír decir a Rachel:

– No me hace ninguna gracia la idea de que vayas a Los Ángeles para encontrarte con alguien a quien has conocido por Internet.

– Mamá, no es una reunión porno, voy a ver a Alicia.

– No tienes la menor idea de si Alicia es quien dice ser.

– ¡Claro que lo es! Tiene doce años y va al mismo curso que yo. Es mi mejor amiga y queremos conocernos.

– ¿De quién ha sido la idea? ¿Tuya o de ella?

– De las dos.

– No me parece seguro, cariño.

Emily tiró la cuchara de madera sobre la cocina.

– ¡Eres una aguafiestas!

– Ya basta -dijo Ben, agarrándola del brazo cuando se disponía a abandonar la cocina-. No quiero oírte hablarle a tu madre en ese tono.

– ¡Pero ella me habla como si fuera una niña!

Rachel se levantó.

– Tú eres mi niña.

– ¡Mamá!

– De acuerdo, tranquila. Mira a tu madre y haz el favor de escucharla.

– Pero papá…

– ¡Escucha! -miró a Rachel-. Evidentemente, estás preocupada porque no conoces a Alicia.

– Por supuesto. Emily es demasiado pequeña para ir sola a Los Ángeles para encontrarse con alguien a quien no conoce.

– Estoy de acuerdo contigo. En ese caso, ¿por qué no voy yo contigo, Em?

– Me ha dicho que no pueden ir los padres -le explicó Rachel.

– Una mala opción -Ben chasqueó la lengua y miró a Emily-, si cambias de idea, dímelo y yo…

– Los dos, iremos los dos -lo corrigió Rachel.

– Exacto, si cambias de idea, podremos llevarte nosotros.

– Pero tú te vas -le recordó Emily con la voz rota.

– Sí, me voy, pero podría llevarte a Los Ángeles y marcharme después.

Emily consideró en silencio aquella opción.

– ¿Podríamos ir a un restaurante o algo parecido y sentarnos nosotras en nuestra propia mesa?

Ben miró hacia Rachel.

– ¿Rach?

– Muy bien. Pero aun así no me gusta… -se interrumpió cuando Emily corrió hacia ella para darle un abrazo.

– ¡Mamá, eres la mejor!

Rachel sacudió la cabeza y se echó a reír.

– ¿Podrías hacerme el favor de intentar no olvidarlo?

Con una sonrisa, Emily salió saltando de la habitación.

– Me gustaría que no le hubieras dejado ir a esa cita -comentó Rachel.

– ¿Por qué? Después de todo lo de Asada, que se encuentre con una amiga no me parece nada arriesgado, sobre todo si vamos a estar nosotros delante.

– En una mesa diferente.

– No voy a dejar que ocurra nada, Rachel.

– Tú no vas a estar allí…

– Yo pensaba que estábamos de acuerdo.

– Y lo estamos -contestó Rachel.

– ¿Entonces cuál es el problema?

– ¿Necesitas que te lo deletree?

– Soy un hombre -contestó Ben tan descorazonado que Rachel no pudo menos de echarse a reír-. Necesito que me lo deletrees.

– Bueno, podríamos empezar por Asada.

A Ben le bastó oír aquel nombre para sentir en la boca el sabor de la culpa.

– Que está muerto.

– No en mis sueños…

– Rach…

– No, lo siento -Rachel echó la cabeza hacia atrás y miró hacia el techo-. También es Emily. Ya no me necesita y yo… acabo de darme cuenta de que mis demostraciones de fuerza con ella son sólo una farsa.

– Eres una madre increíble.

– Gracias, es sólo que…

– ¿Sólo qué, Rach?

– Que mañana no estarás aquí -sonrió con tristeza-. Y esta vez puedo admitir que voy a echarte de menos.

Ben alargó la mano hacia ella y tomó el lápiz que tenía entre los dedos.

– Yo también voy a echarte de menos. Y mucho. Pero estaremos en contacto, y el cielo sabe que estaré en todo momento dentro de ti -le hizo levantarse para abrazarla-. Ninguno de nosotros puede tener lo que realmente quiere -le susurró al oído-, ¿pero no sería maravilloso poder disfrutar de otra noche juntos?

– Ben…, ¿qué estás haciendo? -le preguntó cuando abrió la boca para lamerle el lóbulo de la oreja.

– Intentar estar contigo en el único lugar en el que ambos podemos ser felices.

– ¿Te refieres al sexo?

– Si eso es lo único que podemos tener, ¿qué tiene de malo?

– Acabas de hablar como un auténtico macho -replicó Rachel entre risas.

Inclinó ligeramente el rostro y cuando él rozó su boca, abrió los labios y deslizó lentamente la lengua en el interior de su boca.

– Mel está aquí -le advirtió-, se ha ido de compras.

– Está muy bien irse de compras.

– Pero eso no cambiará nada -succionó ligeramente el cuello de Ben, haciendo que le temblaran las rodillas-, nada en absoluto.

– No -se mostró de acuerdo Ben, conteniendo la respiración. Casi se puso bizco cuando Rachel acarició sus muslos. Tuvo que hacer un serio esfuerzo para recordar que estaban en la cocina-. ¿Vamos al piso de arriba?

– ¿Al dormitorio? -preguntó Rachel entre risas-. Y yo que pensaba que eras un aventurero…

– Ya te daré aventuras en la cama.

Cuando llegaron allí, Ben la tumbó en la cama y se tumbó sobre ella, apoyando los brazos a ambos lados de su cabeza.

Se colocó entre sus muslos y la miró a los ojos. A aquellos hermosos ojos. En aquel momento, llenos de lágrimas. El corazón se le desgarró al verla.

– Ah, no, Rach…

– Hagamos el amor, Ben. No digas nada y hagamos el amor. Pero esta será la última vez. Después de esto, ya no podré hacerlo otra vez. No puedo -contuvo la respiración-, no puedo seguir viéndote.

– Sss.

Ben inclinó la cabeza para darle un beso, llenándose las manos con sus senos y deleitándose en aquella suavidad, en los gemidos que escapaban de su garganta, en el sabor de su piel…

Rachel estaba ardiendo, dispuesta y más que anhelante cuando Ben comenzó a recorrer con la boca cada centímetro de su cuerpo.

– Ben, por favor, ahora…

– Sí -ahora, se mostró de acuerdo Ben, y posó los labios en el centro de su sexo.

Rachel se arqueó, adoptando una posición perfecta. Abrazándola, Ben la tomó lentamente, utilizando la lengua, los dientes, excitándola con suaves y pequeñas caricias y cuando la oyó gemir, continuó presionando con sus caricias lánguidas hasta hacerle gritar de placer.

Moviendo la cabeza contra la almohada y con los dedos enredados en su pelo, Rachel lo retenía contra ella.

– Desahógate -susurró Ben-, aquí en mi boca -deslizó un dedo entre los suaves pliegues de su sexo.

– No te detengas -le suplicaba Rachel arqueándose sin inhibición alguna contra su mano-, no te detengas, por favor, no…

– No lo haría por nada del mundo -le prometió Ben mientras la veía deshacerse ante él.

Cuando Rachel dejó de estremecerse, Ben se puso de rodillas y, a duras penas, consiguió ponerse un preservativo.

Estando Rachel suspirando todavía de placer, se hundió en ella.

Al sentirse rodeado de aquel húmedo calor, la pasión y el deseo se fundieron, la abrazó con fuerza y se hundió completamente en Rachel, que parecía enloquecer bajo sus caricias.

Observándola, oyéndola, con su sabor todavía en los labios, volvió a empujar, absorbiendo cada uno de sus gemidos con la boca.

Una embestida más y su cuerpo comenzó a tensarse, a contraerse, palpitando de ganas de liberarse. Otra vez y se perdió a sí mismo en aquel aterciopelado y húmedo calor, estallando en un nirvana mientras se dejaba ir dentro de Rachel.

Aturdido, bajó la mirada hacia su rostro. Ya no tenía ninguna duda.

Había vuelto a enamorarse de ella.

Capítulo 19

Rachel permanecía de lado en la cama, sintiendo una fuerte presión en el pecho, que resultó ser el peso del propio Ben.

Con un gemido, Ben alzó la cabeza.

– ¿Te has dado cuenta de lo que nos ha pasado?

– No te preocupes, ya vas camino de África -contestó Rachel sin pensar y, por supuesto, se arrepintió inmediatamente-. Ben…

– No, no pasa nada -dio media vuelta en la cama y posó una mano en su vientre-. No puedo cambiar, Rachel.

– ¿Porque eres demasiado viejo, o porque eres demasiado testarudo?

Mientras Ben consideraba la respuesta, Rachel le apartó la mano y se sentó en la cama. Obligando a sus piernas a ponerse en funcionamiento, se levantó y comenzó a buscar su ropa. Que, por cierto, parecía haberse quedado fuera del dormitorio, porque no era capaz de encontrar una sola prenda.

– Toma -Ben se acercó a ella con la bata y la hizo volverse.

Había en sus ojos tanto dolor que Rachel apenas soportaba mirarlo.

– Mañana puedo llevar yo sola a Emily a Los Ángeles. Si quieres, puedes tomar un avión que salga antes. Esta noche, por ejemplo.

– Todavía me queda una última noche -contestó Ben en voz baja-, no me la quites.

Podría tener un infinito número de noches si se lo pidiera, pensó Rachel, pero el orgullo la impulsó a decir:

– Soy incapaz de quitarte absolutamente nada, Ben Asher.

– ¿Pero preferirías que me fuera cuanto antes?

Rachel lo miró a los ojos. Podía decir una mentira, pero ya era demasiado tarde para salvar su corazón. Hacía demasiado tiempo que lo había perdido entregándoselo al único hombre al que había amado. El mismo hombre que permanecía en aquel momento frente a ella. Perdido. Solo.

Por su manera de hacer las cosas, se recordó Rachel.

– Sí, me gustaría que te fueras antes.

– No lo haré -dijo Ben-. Pero me mantendré fuera de tu camino.

– Gracias.

– Adiós, Rachel.

Rachel no contestó y Ben no sabía si era porque no sabía cómo hacerlo o porque no le importaba.

En una ocasión, se había preguntado si podría haber algo más doloroso que haber perdido a Rachel trece años atrás y en ese momento, mientras salía de su dormitorio, estaba conociendo la respuesta.

Aquello era mucho peor. Sentía cómo se le rompían el corazón y el alma mientras regresaba a su dormitorio. Y cuando sacó la bolsa de viaje de debajo de la cama para preparar el equipaje, todo en su interior pareció rebelarse.

Su estancia en aquella casa había sido algo temporal, se recordó. Él prefería la provisionalidad, vivía para ella.

Pero eso había sido antes. Antes de conocer a Emily como debía hacerlo un padre. Antes de haber vivido tantos detalles del día a día y haber descubierto que no eran en absoluto tan tediosos como imaginaba.

Al principio, la necesidad de salir de allí lo devoraba, pero, de alguna manera, aquella urgencia había desaparecido para ser sustituida por un nuevo anhelo. El anhelo de algo que pudiera sentir propio. El anhelo de un hogar.

Comenzó a meter sus cosas en la bolsa sabiendo que al día siguiente estaría a miles de kilómetros de la cama de la que Rachel lo había echado.

Lo había echado de su corazón y de su cama. Se lo merecía, suponía, en primer lugar, por haber puesto su vida en peligro. Resignado a su destino, cerró la cremallera de la bolsa.

Rachel permanecía en bata, intentando consolarse a sí misma con una bolsa de barritas de chocolate. Y había terminado con la mitad de la bolsa, cuando se decidió a compartir aquella particular fiesta privada.

– ¿Todavía no has terminado las compras?

– Mi tarjeta de crédito todavía funciona, ¿por qué?

– He comido ya medio kilo de chocolate y no funciona.

– ¿Qué te pasa?

– Ben -contestó Rachel, y se echó a llorar.

– Oh, cariño, llego a casa en unos minutos.

Por su culpa, se decía Melanie mientras rodeaba el edificio de Rachel buscando un aparcamiento. Ella era la responsable del sufrimiento de la única persona que la había querido de verdad.

Durante todo ese tiempo, había pensado que odiaba a Garret por haberle hecho sentir que tenía el corazón podrido, cuando en realidad se odiaba a sí misma. Había vivido durante todos aquellos años sin preocuparse por nada ni por nadie. Pero, de alguna manera, aquello había empezado a cambiar.

Encontró por fin un lugar para el coche y corrió al interior de la casa. Estaba en silencio. Buscó por todas las habitaciones, y comenzaba a asustarse cuando vio a su hermana en el jardín. Cruzó las puertas de cristal del cuarto de estar y le hizo un gesto con la mano.

Su hermana, sentada en el césped con la perrita, se estaba llevando una patata frita a la boca y no le devolvió el saludo.

– No tenías por qué dejar de comprar sólo porque yo haya cometido una estupidez -le dijo.

Mel se sentó a su lado, intentando no pensar en el efecto que tendría la hierba sobre su vestido.

– Tú nunca has sido estúpida. ¿Has estado llorando? ¿Y todo por un hombre?

– No seas ridícula. En esto no tiene nada que ver ningún hombre.

– Mentirosa.

– Mañana se va, después de que llevemos a Emily a Los Ángeles a conocer a su amiga. Se montará en un avión y se marchará. Otra vez.

– ¿Y tú le has dicho que se vaya? ¿Otra vez?

Al ver la expresión de culpabilidad de Rachel, Melanie sacudió la cabeza.

– Lo has hecho.

– ¿Y eso qué importa?

– Claro que importa. Ben te quiere, Rachel. Caramba, eres tan idiota como yo. Él te quiere -repitió, pensando que Garret debería verla en aquel momento… Estaba deseando ser buena-, siempre te ha querido, pero debido a su infancia, jamás se quedaría en un lugar en el que no se siente querido.

– ¿Qué? ¿Qué acabas de decir?

– Oh, esto de hacer las cosas bien me va a matar -susurró Melanie mirando hacia el cielo.

– Ben no me quiere.

– ¿Has visto cómo te mira? Por favor, si le salen estrellas por los ojos. Ha cruzado medio mundo, lo ha dejado todo para venir a estar contigo. Dios mío, Rachel, se ha quedado a tu lado, por ti. ¿Tú sabes lo que le cuesta eso a un hombre como él?

Rachel se quedó mirándolo fijamente.

– ¿Por qué sabes que tuvo una infancia difícil?

– Todo el mundo lo sabe.

– Yo no lo sabía -susurró Rachel-, Ben no me ha contado los detalles hasta hace muy poco.

– Bueno, no te lo tomes a mal, hermanita, pero a ti tampoco se te da muy bien abrirte, o dejar que otros se abran a ti.

– Debería haberlo intentado.

– ¿Por qué? Tú, o bien te estás acostando con él o negando todo lo que sientes. Blanco o negro, siempre has sido así -al ver el sufrimiento que reflejaba el rostro de su hermana, suspiró-. Mira, ayúdame a hacer las cosas bien. Durante mucho tiempo, he hecho todo lo posible por evitar vuestra relación y me he equivocado por completo. Y… -ah, al infierno con todo-, Rach, hay algo más. Durante todos estos años, cuando le llevaba a Emily, jamás lo he visto con ninguna mujer.

– Pero tú decías…

– Sí, decía que se había convertido en un mujeriego, pero era mentira. Y… -se mordió el labio. Toda la culpa que nunca había sentido la inundaba en aquel momento-, y siempre preguntaba por ti, siempre.

– Él… -Rachel miró a su hermana aturdida. Y herida-. No me lo creo, ¿por qué ibas a mentirme?

– Ya te lo dije, quería ser feliz antes que tú. Y, bueno, ya que estoy siendo sincera, creo que debería decirte que pasé una noche salvaje con tu vecino.

– ¿Con Garret?

– ¿Te acuerdas de la última víspera de Año Nuevo? Tú te acostaste temprano y… yo no. Me fui a un bar, y él estaba allí. Dios mío, no sé cómo pasó exactamente, pero no volvimos a hacerlo nunca más.

– Ya entiendo… Así que querías que me acostara con Adam porque eso podría hacerme parcialmente feliz y tú podrías ser más feliz que yo y sentirte mejor contigo misma. Y no me hablaste de Garret porque… supongo que porque eso era asunto tuyo. Pero, Mel, no entiendo por qué me mentiste sobre Ben.

– Sí, bienvenida al club -se frotó la cara-. Mira Rach, lo siento, no pretendía hacerte daño.

– Pero me lo hacías. Me hacía sufrir cuando me decías todas esas cosas sobre Ben. Yo te creí y, durante años, eso ha cambiado la opinión que tenía sobre él. Mel, lo que has hecho ha sido increíblemente egoísta.

– Sí, pero eso no es nada nuevo, ¿verdad? -intentó sonreír.

Rachel no le devolvió la sonrisa.

– Estoy intentando arreglar las cosas -susurró Mel.

– Eso no siempre es posible.

– Rach…

– De acuerdo, ya basta -se llevó las manos a las sienes-, ¿sabes qué? Sólo necesito pensar, estar sola.

Mel asintió.

– De acuerdo, entraré en casa…

– No, creo que deberías irte a tu casa.

Rachel no podía evitarlo, su mente estaba trabajando a toda velocidad. Mel había intentado sabotear su felicidad. En realidad, eso no tenía nada de extraño. Pero su hermana había sido la única capaz de comprender la razón por la que Ben se había alejado de ella. En dos ocasiones.

Y Rachel no se había dado cuenta, aunque no era capaz de comprender por qué.

Por supuesto, Ben era extraordinariamente susceptible en cuanto a quedarse en un lugar en el que no era querido. Así era como había crecido.

Y, por supuesto, se marchaba sin mirar atrás en cuanto alguien le decía que debía marcharse. A nadie le había importado nunca que se quedara o no.

Y ella estaba tan desesperada por protegerse a sí misma del dolor, que había terminado hiriendo a la única persona que la había querido de forma incondicional. Y aquella horrible verdad la perseguiría eternamente.

Melanie corría por la casa de Rachel como si la persiguiera el diablo. Los sentimientos la azotaban a cada paso: el remordimiento, el enfado, la humillación, el arrepentimiento… Sin el perdón de Rachel, todo su mundo se derrumbaba.

Le había pedido que se fuera a su casa.

Pues bien, maldita fuera, ella no tenía una casa. Tenía alquilado un apartamento que no podía permitirse el lujo de pagar. A diferencia de Rachel, que debía a su infancia la necesidad de establecerse, Melanie no había hecho nada por sí misma.

Para cuando llegó a la puerta de la calle, tenía un nudo en la garganta y las lágrimas apenas le permitían ver.

Dio un paso hacia su coche, o, por lo menos, aquel fue el mensaje que el cerebro intentó enviarle a su cuerpo, pero de pronto se encontró a sí misma corriendo como una endemoniada por el jardín del vecino de su hermana y llamando a su puerta.

Al cabo de unos minutos, abrió Garret.

– Melanie -dijo, sorprendido.

Melanie miró su rostro, aquellos ojos apasionados y enormes y esa boca que siempre, siempre, decía la verdad, e hizo lo más horroroso del mundo:

Estalló en lágrimas.

Una mano firme se posó en su brazo, así, simplemente, intentando consolarla. Aquello la derrumbó.

– ¿Quieres pasar? Sí o no, cariño, tú eliges.

– No puedo…

– Sí o no.

– ¡Sí!

Melanie no podía recordar la última vez que un hombre le había ofrecido consuelo sin esperar nada a cambio. O si alguna vez había habido alguno que lo hiciera. Pero era precisamente eso lo que quería en aquel momento. Se aferró a la camisa de Garret, enterró su rostro en su cuello e inhaló su esencia mientras sentía el firme latido de su corazón. No tenía la menor idea de cuánto tiempo estuvo así, llorando sobre su hombro.

– ¿Estás mejor? -le preguntó Garret al cabo de unos minutos.

Melanie sorbió y ni una sola vez se preocupó de la pintura que probablemente se había extendido por todo su rostro, ni de lo mucho que necesitaba sonarse la nariz.

– Sí -respondió, maravillada de que fuera cierto.

Garret la condujo a través del cuarto de estar hasta la cocina, allí la hizo sentarse en un taburete y le sirvió un vaso de agua. Después de que Melanie bebiera un largo trago, se sentó a su lado y buscó su mano.

– Cuéntame lo que ha pasado.

A Melanie le bastó sentir sus labios en la palma de la mano para que se le erizara el vello de los brazos.

– Garret… no puedo pensar si me estás besando.

– Eso es nuevo -contestó Garret, y le soltó la mano.

– Sí… no -se corrigió mientras se humedecía nerviosa los labios-. No es nuevo, siento esto por ti desde hace mucho tiempo, pero no era capaz de admitirlo.

Los ojos de Garret se iluminaron con tal emoción que Melanie apenas podía respirar.

– ¿Puedes contarme por qué has venido aquí?

– Porque eres el único con quien quería estar… Tenías razón, Garret.

– ¿De verdad? ¿Y sobre qué?

– Sobre que he estado haciéndole daño a Rachel. Lo hacía porque quería tener parte de su felicidad -se llevó la mano al corazón, como si le doliera-. No sabía que tenía que buscarla dentro de mí.

– ¿Y ya has encontrado esa felicidad?

– No estoy segura -contestó con sinceridad-, he ido a ver a Rachel y he intentado decirle cuánto lo sentía… pero no ha funcionado. Estaba huyendo de aquí, me iba ya a mi casa, pero entonces me he dado cuenta de que en realidad no tengo hogar. Y he terminado aquí -lo miró a los ojos-. Durante todo este tiempo he querido estar contigo. Pero me daba tanto miedo…

Garret le enmarcó el rostro entre las manos.

– ¿Estás hablando de amor?

– Yo… en realidad ni siquiera sé lo que significa esa palabra. Estaba pensando… -bajó la mirada hacia sus dedos.

– ¿Sí?

– Que quizá tú podrías ayudarme con eso.

Garret esbozó una sonrisa que la llenó de esperanza.

– ¿Qué te parece esto para empezar? Te quiero, Melanie Wellers. Y eso significa que pienso en ti día y noche, y que estar contigo me hace sentirme vivo. Quiero que seas feliz. ¿Crees que en un contexto así nuestra relación podría funcionar?

– Oh, sí -comenzó a llorar otra vez-. Y en ese contexto, Garret, puedo decir honestamente, que yo también te quiero.

Capítulo 20

El martes, Ben condujo el coche hasta Los Ángeles. Rachel permanecía en silencio, con la mirada fija en la ventanilla. Emily, en el asiento de atrás, también iba sorprendentemente callada, con unos cascos en la cabeza que bien podrían haber sido una pared de ladrillo entre ellos, porque ni siquiera miraba a sus padres.

– ¿Estás bien? -le preguntó Ben a Rachel mientras alargaba la mano hacia el aire acondicionado.

– Sí, estoy bien -contestó ella sin mirarlo.

Ben miró por el espejo retrovisor para asegurarse de que Emily continuaba meciéndose al ritmo de su música y no podía oírlos.

– Mira, Rachel, las cosas podrían ser diferentes.

– ¿De verdad? ¿Qué cosas?

– Lo nuestro, maldita sea. Sé que hay cosas de mí que…

– ¿Que qué, Ben?

– Que te asustan.

– Tú no me asustas, Ben -contestó Rachel con una frialdad pareja a la de su mirada.

– Vamos, Rachel, sé sincera. No tenemos tiempo para otra cosa.

– Muy bien. La verdad, porque la verdad es importantísima cuando vas a subirte en un avión dentro de un par de horas.

– Es importante, sí.

– Sí, claro -Rachel cerró los ojos-. Tienes razón, lo es. Y sí, me asustas.

Aquella era una triste victoria.

– Yo soy como soy. Siempre he sido así. Tú eres la persona más importante de mi vida, junto a Emily, y haría cualquier cosa por vosotras, excepto volver. Lo he intentado y no lo he conseguido, ni siquiera por vosotras.

A Rachel se le llenaron los ojos de lágrimas.

– Lo sé -ya no era capaz de parecer fría-, lo sé Ben, y dejemos las cosas así. Acabemos de una vez con todo esto.

Acabar de una vez por todas con todo aquello. Se refería a la despedida. Pero antes tenían que llevar a Emily a conocer a su amiga. Y de pronto, Ben comenzó a sentirse inexplicablemente inquieto. No tenía sentido, por supuesto. Habían ido de acampada, habían dejado que Emily regresara a casa en el autobús escolar, habían ido bajando la guardia gradualmente.

Y Asada estaba muerto.

Miró a Emily otra vez, a aquella preciosa hija con la que había pasado tan poco tiempo.

– Dios, no sé en lo que estaba pensando cuando le he dado permiso para hacer esto. Es una locura.

Rachel suspiró.

– Será bueno para ella separarse un poco de nosotros. La he tenido demasiado protegida por culpa de mis miedos y mis inseguridades.

Ben buscó su mano.

– No ha sido culpa tuya, sino de que hayas crecido cambiando constantemente de casa. Es comprensible que necesitaras un verdadero hogar.

– Pero tú no tuviste una infancia más fácil que la mía y eres…

– ¿Qué? ¿Exactamente lo contrario? Supongo que ambos tenemos nuestros respectivos traumas.

– Por eso quiero darle una infancia feliz a Emily -le estrechó la mano-. No quiero seguir escondiéndome detrás de mis miedos. Por lo menos me has enseñado eso.

Ben estaba tan conmovido que no sabía qué decir. Y como Emily se quitó en aquel momento los cascos, tampoco importó demasiado.

– ¿Ya hemos llegado? -preguntó y frunció el ceño cuando sus padres se echaron a reír.

– La eterna pregunta -dijo Rachel, apartando la mano de la de Ben.

Aquella pérdida de contacto borró la sonrisa de Ben. Ya casi había terminado. En un par de horas, habría conseguido lo que tanto deseaba: la libertad.

Pero en aquel momento no era capaz de recordar por qué la deseaba tan terriblemente, ni de qué huía.

Emily había quedado con Alicia a las cinco en punto. Todavía faltaban diez minutos para entonces y Ben rodeó el edificio por segunda vez, incapaz de encontrar un hueco en el que aparcar.

– Déjame salir -le pidió Emily-, os esperaré en una mesa.

– De ningún modo -dijo Ben.

– ¡Papá, necesito ir al baño!

– Yo iré con ella -le dijo Rachel a Ben.

– Mamá…

– O esperas o vas con tu madre.

Después de que hubieran rodeado el edificio una vez más, Emily estaba ya desesperada.

– ¡Tengo que salir!

– Muy bien -terminó cediendo Ben y paró el coche. Agarró la mano de Rachel antes de que esta saliera-. No la pierdas de vista en ningún momento.

No sabía a qué se debía aquel pánico repentino, pero su instinto le había salvado la vida en más de una ocasión.

– Ben…

– Prométemelo.

Y sólo cuando Rachel asintió, le soltó la mano.

– Ahora mismo iré -prometió, diciéndose en silencio que iba a aparcar aunque estuviera prohibido.

Tardó cinco terribles minutos en entrar en el restaurante. La adrenalina y la ansiedad le habían robado la respiración cuando por fin llegó allí.

Naturalmente, el restaurante estaba a rebosar. Durante unos segundos interminables, no fue capaz de ver ni a Rachel ni a Emily. Dejó de latirle el corazón, aunque no tenía la menor idea de qué pensaba que podía suceder en un lugar tan concurrido.

– Ben -de pronto apareció Rachel y posó la mano en su brazo-, estamos esperando a que nos den una mesa.

– ¿Y Emily?

– En el baño.

– ¿Dónde está el baño?

Rachel frunció el ceño.

– Detrás de la barra, pero, ¿Ben? -lo llamó cuando, abriéndose paso entre los clientes, se dirigió hacia la barra.

Una camarera con una bandeja a rebosar lo increpó porque, en su precipitación, estuvo a punto de tirarla. Después, una mujer que debía rondar los cien kilos, le bloqueó involuntariamente el paso y al final, tras una torpe danza, tuvo que pasar por debajo de su brazo para rodearla.

Rachel hizo lo mismo.

– Allí -dijo, señalando el cuarto de baño-. Sólo hay un cubículo, así que ha cerrado la puerta y yo he venido a buscarte.

Algo en absoluto peligroso, ¿Pero entonces por qué todos sus instintos estaban gritando? Intentó abrir la puerta, pero continuaba cerrada.

– ¿Emily?

Rachel no dudó ni un instante del pánico que vio reflejado en sus ojos. Ella también llamó a la puerta.

– ¡Emily! -miró a Ben aterrada-. ¿Por qué no contesta?

Porque no existía ninguna Alicia. Ben lo comprendió con repentina y aterradora claridad. Alicia era Asada, que no estaba muerto en absoluto. Ben no debería haber creído en su muerte. Y, sin embargo, había sido él mismo el que le había entregado a su hija. Empujó la puerta con el hombro. La madera cedió ligeramente y volvió a intentarlo.

– ¡Eh! -le gritó el camarero que estaba detrás de la barra y corrió hacia él-. Salga ahora mismo de aquí -gritó.

Pero justo en aquel momento, la puerta se abrió. Emily estaba en el suelo, atada y amordazada, con un matón arrodillado a su lado, clavándole una aguja en el brazo. Un segundo matón estaba bajando por la ventana hacia el cuerpo adormecido de Emily.

Ben se abalanzó sobre él y ambos terminaron sobre el suelo de cemento. Ben recibió un puñetazo que le hizo caer de espaldas y terminar golpeándose la cabeza. Las estrellas bailaban ante sus ojos, pero interrumpieron su danza cuando recibió un nuevo puñetazo en el estómago. Apoyándose en la rodilla, consiguió levantarse, pero estuvo a punto de morir ahogado cuando doscientos kilos de sólidos músculos aterrizaron sobre él. Y estaba intentando liberarse de aquel peso mortal cuando un grito repentino de Rachel le hizo agonizar de dolor.

Uno de los matones había dejado a Emily y se había vuelto hacia Rachel cuchillo en mano.

Rachel levantó algo y lo roció con él. Un spray de autodefensa, pensó Ben con una repentina oleada de orgullo al ver caer al hombre como un saco de patatas.

Rachel alzó la mirada hacia Ben.

– ¡Ben!

Ben giró justo a tiempo de ver al matón número uno sacando una pistola.

– Voy a matarte ahora mismo -gruñó y, sin dudar ni un instante de sus palabras, saltó sobre él.

No fue suficientemente rápido porque escapó un tiro de su pistola. Durante el terrorífico silencio que lo siguió, Ben tuvo tiempo suficiente para lacerarse con su culpabilidad.

Él era el culpable de que estuvieran allí, pensó mientras caía estrepitosamente al suelo y sentía arder la parte superior de su muslo. Él era el culpable de lo que le había ocurrido a Rachel.

Pero por lo menos había aterrizado encima de aquel tipo. Y por el ruido que había hecho la cabeza del matón al chocar contra el suelo, aquello no auguraba nada bueno para él.

El otro tipo continuaba sentado en el suelo, dando alaridos por el escozor de los ojos.

Emily estaba tumbada y completamente quieta. Ben fue gateando hasta ella, arrastrando la pierna herida. Estrechó a Rachel entre sus brazos, se apoyó contra la pared y cerró los ojos. Las sirenas sonaban en la distancia. Y, más allá de su propio dolor, podía oír el llanto de Rachel y sentir sus lágrimas empapando su camiseta.

Asada se enteró de la noticia por radio y fijó la mirada en la oscuridad. Eso era lo único que le quedaba, la oscuridad. Estaba completamente solo. Los únicos hombres leales que le quedaban habían sido encarcelados en California por intento de secuestro.

Era extraña la sensación del fracaso. Desolación, tristeza. No debería haber llegado hasta allí, pero lo había hecho y ya sólo le quedaba una cosa por hacer.

Con una calma que no había sentido en mucho, mucho tiempo, sacó su último tambor de gasolina. Debilitado por las circunstancias, tuvo algunos problemas para arrastrarlo a través del perímetro de la bodega en la que había estado viviendo, pero a medida que iba derramando la gasolina, el tambor iba haciéndose más ligero.

Cuando completó el círculo, sacó un mechero y prendió la gasolina, preparado ya para morir.

No había un lugar más inhóspito en el mundo que un hospital a las tres de la madrugada. Y para Rachel, que había pasado tantas noches en un hospital, la sensación era incluso peor. El olor a antiséptico y el dolor. El color blanco por doquier. Los susurros, los llantos.

Y el sabor del miedo y la falta de esperanza.

Gracias a Dios, lo último no se le podía aplicar a aquella noche. Sentada al lado de la cama de Emily, tenía la certeza de que ésta se iba a poner bien. Ya se había pasado el efecto del tranquilizante que le habían inyectado y en aquel momento dormía plácidamente por su propia voluntad. Al día siguiente le darían el alta médica.

Ben, sin embargo, no había tenido tanta suerte. Había salido del quirófano con una placa de acero para sostenerle el hueso y había necesitado transfusiones de sangre para sobrevivir.

Y tardaría algún tiempo en salir del hospital.

Alzó la mirada hacia el pálido rostro de Emily y la desvió después hacia la silla de ruedas que había al otro lado de la cama.

Las enfermeras le habían dicho que no. Los médicos le habían dicho que no. Pero Ben se había limitado a apretar los dientes, se había levantado de la cama y había pedido unas muletas.

Preocupados por su estado de ánimo, al final los médicos habían cedido, pero cuando lo habían visto a punto de matarse con las muletas, las habían sustituido por una silla de ruedas.

Aquel hombre era un cabezota, un idiota y un estúpido.

Y también el hombre más sorprendente y apasionado que había conocido nunca. En aquel momento sólo llevaba encima una bata de hospital. Postrado en la silla, con la cabeza torcida y las piernas estiradas, parecía… ¿cómo le había dicho él el primer día?, parecía vivo, sí. Incluso con el pelo revuelto y las oscuras ojeras que el dolor y el agotamiento habían dejado debajo de sus ojos. Ojos que abrió de pronto para mirar a Emily.

– Está bien -le susurró Rachel.

– Sí, pero no gracias a mí.

– Ben…

Rachel lo observaba mientras iba cerrando los párpados lentamente, vencido por el cansancio y los efectos de la anestesia.

La profundidad de la tristeza y la culpabilidad que reflejaba su mirada la dejó anonadada. Y tambien la de sus propios sentimientos. Había vuelto a enamorarse de él. O quizá nunca había dejado de quererlo.

No, ya no le quedaba ninguna duda. Después de todos aquellos años, todavía lo amaba.

Capítulo 21

Cuatro clavos, una placa y una operación después, Ben recibió el alta médica. Al salir del hospital, pestañeó cegado por la luz del sol y estuvo a punto de tropezar con las muletas que tan decidido había estado a no necesitar, pero de las que iba a depender durante mucho tiempo.

Por lo menos estaba vivo, algo que no podía decir de su enemigo. Después de haber pasado tanto tiempo en tensión, todavía le costaba creer que todo hubiera terminado.

– Por aquí -Rachel le abrió la puerta del asiento de pasajeros y le sonrió-. Lo más difícil es agacharte, yo te sujetaré.

Al sentir las manos de Rachel en la cintura, Ben contuvo la respiración y la miró. Se había llevado una sorpresa cuando la había visto aparecer en el momento en el que estaba firmando los papeles del alta, aunque, en realidad no tendría por qué haberlo sorprendido. Rachel había ido a verlo todos los días con Emily. Sintió un nudo en la garganta al recordarlo. Su hija, su preciosa hija todavía conservaba una herida en la barbilla.

En su primera visita, Emily se había echado a llorar al ver su pierna herida. Ben la había contemplado aterrorizado, temiendo que estuviera sufriendo un terrible trauma emocional, que no fuera a ser nunca la niña que él había conocido, pero casi inmediatamente, Emily había alzado su rostro empapado en lágrimas para decir:

– Con la pierna así, ya nunca podrás acampar.

Ben se había echado a reír. Aquella había sido su primera risa.

Rachel le había confirmado después que su hija se había recuperado perfectamente. Un milagro. Un milagro que habían conseguido entre los dos.

Pero el milagro de Ben le estaba rodeando en aquel momento la cintura con los brazos y estaba intentando meterlo en su coche. Un lugar en el que no podía meterse porque sabía perfectamente a dónde pretendía llevarlo Rachel.

A casa. A su casa. El corazón dejó de latirle al pensar en ello. Necesitaba montarse en un avión inmediatamente, antes de cometer alguna estupidez, como la de decidir que no quería volver a irse de allí.

– Vamos, Ben, pasa.

– ¿Por qué?

– ¿Cómo que por qué? Porque conduzco yo.

– Lo que quiero decir es que no sé por qué estás haciendo esto.

Estaban en el aparcamiento del hospital, en medio de una bulliciosa calle. Y el cielo brillaba de tal manera que Ben apenas podía soportarlo. Rachel permanecía a su lado, la brisa rozaba su pelo y añadía color a sus mejillas. Estaba radiante. Tan radiante que también se le hacía insoportable mirarla a ella.

– ¿Que por qué estoy haciendo esto? Porque voy a llevarte a casa para que te recuperes.

– A tu casa.

– Sí, claro. Ben, sucede que tú no tienes casa.

– Rachel, no.

Rachel se lo quedó mirando fijamente. Tardó varios segundos en hablar y, cuando lo hizo, tenía la voz ronca por la emoción.

– No estás en condiciones de ponerte a viajar. Todavía no.

Rachel pensaba que tenía prisa por marcharse. Y, aunque su pierna protestaba, Ben se apoyó sobre las muletas y le tomó la mano.

– Rachel, me duele.

– Dios mío, deberías habérmelo dicho -sacó del bolsillo la receta que le había dado el médico-, tengo que…

– No. Me duele aquí -se llevó la mano al corazón-. Me duele por Emily, por lo que podría haber pasado, por lo que he dejado que sucediera, porque es imposible que podáis perdonarme y porque…

– Ben…

– Diablos, yo mismo soy incapaz de perdonarme -dejó escapar un trémulo suspiro-. Mira, lo mejor que podemos hacer es continuar nuestras vidas.

– ¿Así, sencillamente? ¿Olvidar que has estado aquí y cómo hemos llegado a conectar casi a pesar de nosotros mismos? ¿Deberíamos olvidarlo todo?

– Sí.

– Muy bien -respondió Rachel con voz tensa-. Pero ahora, métete en el coche. Ni siquiera un superhéroe como tú puede montarse en un avión esta noche. Necesitas descansar, aunque sólo sea una noche, y eso es lo que te estoy ofreciendo -sacudió la cabeza-. Y no te preocupes, no voy a atarte a mí, ni físicamente ni de ninguna otra manera. Simplemente quiero que vengas a mi casa, utilices esa maldita cama y te vayas.

Otra vez. No lo había dicho, pero no hacía falta que lo hiciera. En aquella ocasión, Ben había conseguido estropearlo todo, que era precisamente su intención. Él pretendía marcharse cuanto antes para evitar precisamente eso. Para evitar todas las complicaciones sentimentales que supondría el tener que despedirse otra vez.

– ¿Vas a entrar? ¿O vas a hacer la tontería de irte en un taxi hasta el aeropuerto? Porque apuesto hasta mi último dólar a que llevas el pasaporte y todo lo que necesitas en la mochila, ¿tengo razón?

– ¿No la tienes siempre? -intentó bromear, pero Rachel lo miró arqueando una ceja-. Tienes razón, lo llevo todo encima.

Rachel desvió la mirada.

– Entonces no hay nada más que decir.

Ben la acarició, deslizó los dedos por su pelo, por el lóbulo de su oreja, deseando que aquella fuera la última caricia, el último recuerdo. Sabía que no podría regresar pronto porque no sería capaz de soportarlo. Y el hecho de estar pensando ya en la vuelta le hizo darse cuenta de lo débil que realmente estaba.

– Yo…

– ¿Le mando recuerdos a Emily?

– Sí -se aclaró la garganta-, Rach…

– Vete -susurró Rachel, se cubrió el rostro durante un instante antes de dejar caer las manos y rodear el coche-. Deja de alargar este momento y vete de una vez.

Se metió en el coche, lo puso en marcha y se marchó, dejándolo tambaleándose como un borracho con aquellas muletas a las que no estaba acostumbrado y preguntándose cómo podían haber llegado a desarrollar esa capacidad para destrozarse una y otra vez.

Ben se fue en el primer avión que salía de Los Ángeles con destino a África, decidido a perderse en las miserias de otros y a olvidar.

Pero mientras se frotaba su dolorida pierna, lo único que podía ver eran las luces de South Village y la desilusión y el dolor en el rostro de Emily.

Y el verdadero amor en los ojos de Rachel, quisiera ella admitirlo o no.

Gracias a la historia de Asada y a la resurrección de Gracie, nada de lo ocurrido afectó realmente a Rachel durante las primeras tres semanas.

Pero en cuanto llegó la calma, fue consciente de que Ben realmente se había marchado. Era como si se hubiera acostumbrado a él y desde que Ben se había ido, se sentía… diferente.

Era curioso que fuera capaz de trabajar con el corazón destrozado, pero así era. O quizá podía trabajar precisamente porque tenía el corazón roto. En cualquier caso, se dispuso a terminar un dibujo en el que aparecía Gracie montada en una piragua, surcando las difíciles aguas de la vida con una mano atada a la espalda y un remo diminuto, representando todas las dificultades de la vida cotidiana.

Al oír una camioneta debajo de su casa, perdió la concentración. El camión de la basura volvía a llegar tarde otra vez. Y, a juzgar por toda la basura que se estaba dejando el basurero mientras arrastraba el cubo hacia el camión, parecía tener prisa.

– ¡Eh! -Rachel se asomó a la ventana para asegurarse de que la oyera-. ¡Eso también tiene que llevárselo! -gritó.

El basurero alzó la mirada sorprendido. Sonrojado al saberse descubierto, se dispuso a recoger la basura que se había caído.

– ¡Mamá! -Emily entró corriendo en el estudio-, ¿qué pasa?

– Absolutamente nada.

– Pero estabas gritando.

– Sí, ¿y sabes una cosa? -se volvió hacia su hija-, me siento maravillosamente… Oh, Dios mío -la melena de su hija había desaparecido-, ¿qué demonios has hecho?

Emily sonrió de oreja a oreja y tiró de uno de los mechones extremadamente cortos que todavía quedaban en su cabeza.

– ¿Te gusta?

– ¿Te has cortado la melena?

– Sí -cuadró los hombros y alzó la barbilla-, siempre he querido llevarlo corto, pero tú no me dejabas.

– ¡Y tampoco te habría dejado ahora! -cambió de tono al ver la expresión desolada de su hija-. Comprendo que es tu pelo y que estás comenzando a despegar las alas, a convertirte en una adolescente y todo eso, pero…

– Mamáaaa -comenzó a decir Emily.

– ¡Deberías haber preguntado! -estaba gritando otra vez y no le importaba.

– ¡Quería parecerme a ti! -gritó Emily en respuesta.

– ¿De verdad? -a Rachel se le llenaron los ojos de lágrimas.

– De verdad -contestó Emily llorosa-. Pero tú lo odias. Y estás gritando. ¿Por qué gritas, mamá? Tú nunca gritas.

– Oh, cariño, no lo odio, te lo prometo -Rachel envolvió a su hija en un enorme abrazo-. Supongo que me gustaría que siguieras siendo mi niñita, que continuaras necesitándome para todo.

– Y te necesito, siempre te necesitaré.

Rachel enterró el rostro en el cortísimo pelo de su hija.

– Me alegro de oírtelo decir. Últimamente me he sentido… un poco insegura.

– ¿Sin papá?

La mera mención de Ben era para ella como un cuchillo clavado en el pecho.

– Sí.

– ¿Por eso gritas?

– Grito porque… me hace sentirme bien -sonrió-. Y no voy a reprimirme más, Emily. No voy a continuar fingiendo que mis sentimientos no existen.

– ¿Y eso significa que a partir de ahora vas a gritarme mucho?

– Intentaré controlar los decibelios, ¿de acuerdo?

– Caramba, Rach -Melanie entró en aquel momento en el estudio-, creo que en China no te han oído, ¿por qué no le gritas un poco más alto a ese tipo? Eh, estás genial -le dijo a Emily y le revolvió el pelo.

¿Lo ves?, pareció decirle Emily a Rachel con la mirada.

Rachel elevó los ojos al cielo.

– ¿Interrumpo algo? -preguntó Melanie vacilante.

La vieja Melanie jamás habría preguntado algo así, no le habría importado. Y Rachel sabía que aquellos cambios de actitud se debían a Garret. Estaban viviendo juntos y Melanie había conseguido trabajo… en la consulta de Garret, por cierto.

– No interrumpes nada en absoluto. Estábamos a punto de tomar un aperitivo.

– Para eso siempre estoy dispuesta -dijo Mel, y agarró una silla. Vaciló un instante antes de decir-: ¿Sabes, Rachel? Nunca hemos hablado de…

– ¿Te refieres a cuando te dije que te marcharas a tu casa? -Rachel suspiró-. No debería haberlo hecho, Melanie, lo siento.

– Soy yo la que lo siente. Pero voy a decirte algo: he cambiado.

– Lo sé. Y ahora sólo quiero poder confiar en ti y que seas feliz.

– Puedes confiar en mí, y te aseguro que soy muy feliz -Melanie se acercó a ella y la sorprendió al decirle por primera vez en su vida-: Te quiero.

– Yo también te quiero -contestó Rachel con un nudo en la garganta-. Y quiero que sepas que a partir de ahora voy a decirte muchas cosas. Porque, Em, puede decírtelo, ya no voy a reprimirme más.

– Sí, así que cuidado -le advirtió Emily.

Melanie le sonrió.

– Se siente una bien, ¿eh?

– Desde luego.

Melanie alargó el brazo para pasárselo a Emily por los hombros.

– ¿Por qué no me traes un refresco?

– Lo que quieres es que me vaya para poder hablar sin que os oiga. Pero te advierto que sólo voy a tardar dos minutos en ir a la cocina y volver.

– Entonces, ahora que has decidido no reprimirte nada, ¿vas a decirle a Ben que no querías que se fuera? -le preguntó Melanie a Rachel cuando se quedaron a solas.

– Bueno, esa parte es un poco complicada… No sé, Melanie, estoy pensando en ello. En todo.

Emily regresó casi inmediatamente con una bandeja llena de cosas ricas.

– ¿Tienes a mano el número del móvil de tu padre? -le preguntó Rachel.

– ¿Qué pasa? -preguntó Emily preocupada-. ¿Por qué lo necesitas?

Melanie miró a Rachel, sonrió lentamente y le pasó el brazo por los hombros a su sobrina.

– Creo que va a intentar conquistarlo.

Rachel sonrió. Sí. Iba a intentar conquistarlo. Con el corazón en la garganta, marcó el número de teléfono de Ben. El corazón le palpitaba con fuerza, las manos le sudaban y se preguntaba qué demonios iba a decir.

Pero al final no sirvió de nada. Porque la única respuesta que recibió fue la del mensaje del móvil diciéndole que Ben no estaba disponible.

La historia de la vida de Ben.

– Lo echas de menos -dijo Emily con una sonrisa-. Lo sabía, lo echas de menos.

– Sí, lo echo de menos -contestó Rachel suavemente, y enmarcó el rostro de su hija con las manos-. ¿Y sabes qué? Me he dado cuenta de que hace mucho tiempo que no salimos de South Village, así que, ¿qué te parecerían unas vacaciones?

– Faltan tres días para que me den las vacaciones.

– Entonces tenemos tres días para hacer el equipaje.

– ¿A dónde nos vamos?

– A África.

En realidad tardaron dos semanas en preparar el viaje. No era fácil localizar a Ben. Lo único que Rachel había sabido de sus planes era el nombre del lugar en el que pensaba estar mientras hacía un reportaje y, cuando estuvo al tanto de los detalles sobre la dureza y la lejanía del lugar al que se dirigían, tragó saliva.

Aquellos no eran unos agradables días de vacaciones. Aquello era una tragedia de gran magnitud que iba en contra de todos los principios de Rachel. Y, sin embargo, estaba deseando emprender la aventura.

Era Melanie la que las iba a llevar al aeropuerto, la que las conduciría al inicio de aquel viaje que podría cambiar sus vidas para siempre.

Asumiendo que Rachel fuera capaz de convencer a Ben de que se dieran otra oportunidad.

Miró a Emily, que esperaba tan paciente y confiadamente que pudieran llegar a vivir los tres juntos y se llenó de amor.

– Emily, te quiero.

– ¡Oh, no! Vas a cambiar de opinión.

– No, no voy a cambiar de opinión -se echó a reír ante el terror que reflejaba el rostro de su hija-. Sólo quería decirte que te quiero, eso es todo.

Evidentemente, no la creía. Tiró suavemente de su mano.

– Vamos, salgamos fuera a esperar a tía Mel. Creo que la he oído llegar.

Sí, era una buena idea. Y aquel sería el primer paso que las llevaría a Ben. Con un profundo suspiro, abrió la puerta, y estuvo a punto de chocar con… ¿Ben?

El corazón dejó de latirle.

Ben la miró a los ojos y le dirigió una de sus infalibles sonrisas.

– ¿Ben?

Se volvió hacia Emily, como si no estuviera segura de lo que estaba viendo.

Emily sacudió la cabeza. Eso quería decir que no había sido ella la que lo había llamado en aquella ocasión. Y eso significaba… Rachel volvió a mirar a Ben, que permanecía apoyado en el marco de la puerta con expresión de cansancio.

– Sí, soy yo -y entró cojeando en la casa.

Abrazó a Emily con fuerza y se volvió hacia Rachel.

El corazón que segundos antes se había paralizado comenzó a latir violentamente.

– No puedo creer que estés aquí.

Ben se fijó entonces en las maletas.

– Estabais apunto de salir.

– Sí -contestó Rachel, con una risa casi histérica-pensábamos ir a…

– Lo siento, Rachel, pero antes tengo que hablar contigo. He estado pensando en esto durante más de veinte mil kilómetros -la agarró por los hombros e hizo una mueca de dolor cuando Rachel se tambaleó y se vio obligado a soportar su peso.

– ¡Ben! -Rachel intentó bajar la mirada hacia su pierna, pero él le enmarcó el rostro entre las manos-. Tienes que sentarte.

– Antes tengo que decirte algo.

– Pero estás temblando.

– No es por la pierna -apoyó la frente en la de Rachel-. Quería recorrer la tierra entera. Lo deseaba con todo mi corazón.

– Lo sé -contestó Rachel, con el corazón roto ante la desolación que reflejaba su voz-. Sé cómo eres, siempre lo he sabido. Ben, no deberíamos…

– No, escucha. Esta vez, cuando me he ido, ya no ha funcionado.

Rachel se lo quedó mirando de hito en hito.

– Sigue.

– Quería un hogar, Rach. Quería estar contigo y con Emily.

Rachel continuaba boquiabierta. De sus labios escapó una pequeña risa.

– Vas a desear que hubiera hablado yo primero.

– Puedes decirme que me vaya y todo lo que quieras, pero esta vez tendrás que convencerme de que es eso lo que quieres. Nada de seguir escondiéndose, ni de fingir que no existe lo que sentimos. Te amo, maldita sea, y siempre te amaré.

– Ben…

– Así que adelante -la desafió-, dime que no tienes ningún interés en mí. Consigue hacérmelo creer.

– Ben…

Ben descendió sobre su boca y procedió a derretir todas las células de su cerebro. Cuando alzó la cabeza, Rachel se aferró a él, aturdida por la capacidad de Ben para despistarla cuando tenía tantas cosas que decirle.

Ben la miró con recelo.

– ¿Vas a decirme que me vaya?

– No -miró a Emily, que se había tapado los ojos.

– No miro, mamá, así que no me digas que me vaya. ¡Quiero oír esto! Díselo, díselo rápido o lo haré yo.

– ¿Decirme qué? -preguntó Ben, confundido.

Rachel posó una mano en su pecho.

– Ben… -dejó escapar una risa-, íbamos a buscarte. Pensábamos ir hasta África para localizarte.

– ¿Qué has dicho?

– Yo también te quiero -susurró Rachel con los ojos llenos de lágrimas-. Y quiero otra oportunidad para demostrarte que lo nuestro puede funcionar. Tenemos que estar juntos, Ben, aunque tu trabajo nos obligue a vivir separados durante largos períodos de tiempo, no importa. Yo siempre te amaré.

Ben se la quedó mirando en silencio durante largo rato antes de hundir el rostro en su cuello.

– Quiero estar aquí -susurró-, aquí, contigo.

– ¿No quieres ir a África?

– No quiero ir a África.

– ¿Ni a América del Sur?

– No, quiero estar contigo, Rachel -alargó el brazo hacia su hija-, y con Emily. Quiero que estemos los tres juntos.

Rachel retrocedió y se mordió el labio inferior.

– Me preguntaba… ¿qué te parecería que fuéramos cuatro?

Ben se la quedó mirando fijamente y bajó la mirada hasta su vientre plano.

– ¿Cuatro?

– No, todavía no, sólo estaba preguntándotelo.

– ¿Estás bromeando? Me encantaría tener otro hijo contigo.

Emily cerró los ojos mientras sus padres la estrechaban entre sus brazos. Lo había conseguido, ¡había conseguido que volvieran a estar juntos y por fin iban a ser una familia! Y quizá incluso la ampliaran… Mmm… ¿Le gustaría tener una hermana a la que mandar? ¿O un hermano, quizá? Sí, definitivamente, era mejor un hermanito.

Sí, conseguiría también un hermanito, se prometió, mientras se preguntaba qué podría ser lo siguiente.

Jill Shalvis

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