Según Strachan, la única forma de que Giselle pudiera pasar una noche en la torre Caedle sería durmiendo con él. Y Strachan preferiría acostarse con una serpiente de cascabel antes que hacerlo con una periodista.

Ella no tenía intención de llegar tan lejos. Solo quería investigar en su castillo el origen de una leyenda. Pero pronto le pareció más importante averiguar si Strachan tenía corazón…

Jessica Hart

Entre llamas de pasión

Título Original: The beckoning flame (1993)

Capítulo 1

El viento agitaba el cabello rubio platino alrededor del rostro de Gisella cuando ésta se inclinó sobre la verja destartalada de la granja. Respiró profundamente disfrutando la pureza del aire. Olía a tierra mojada y se percibía el aroma penetrante del otoño y de las hojas caídas.

El cielo estaba cubierto. Al otro lado del río, las montañas se levantaban escarpadas y austeras. La belleza salvaje y árida de las colinas más altas se suavizaba cuando se descendía hacia la tierra cultivada a lo largo del valle, donde los campos verdes estaban divididos por muros de piedra y salpicados por alguna granja blanca.

No había podido pedir un sitio más tranquilo; sin ruido, sin tráfico, sin editores enfurecidos ni fechas límite. Allí sólo había una cabaña sólida con techo inclinado y ese paisaje tranquilo. Después de la presión de los últimos meses, eso era justo lo que necesitaba. Sólo tenía que escribir otro artículo más y estaría libre el resto del invierno para escribir esa novela prometida desde hacía tanto tiempo. En esa parte aislada de Escocia era probable que hubiera pocas distracciones.

De no ser por esa carta, pensó, todo sería perfecto.

Frunció el ceño ligeramente y sus ojos color gris se oscurecieron al recordar la nota que había recibido del dueño de Kilnacroish sólo dos días antes. Yvonne Edwards, editora de Focus, la había insistido para que escribiera el artículo lo más pronto posible y le había llamado el día anterior para saber cuándo podría enviárselo.

– Corre el rumor de que Week By Week también planea publicar una serie de artículos sobre viejos mitos y supersticiones. Supongo que no lo van a hacer tan bien como tú, Gisella, pero como están las cosas, no podemos ceder en nada. Por lo tanto, tenemos que adelantar la publicación de tus artículos. Envíanos cuanto antes ese último acerca del Castillo Kilnacroish…

La joven tamborileó con los dedos sobre la parte superior de la reja y por un momento se olvidó de la belleza del paisaje. Ella sugirió que se olvidaran del artículo sobre Kilnacroish, si había tan poco tiempo, pero Yvonne insistió.

– Es una muy buena historia y es diferente. Lo importante es no repetirse. Estoy segura de que Week By Week va a sacar a relucir el monstruo del Lago Ness, pero tus artículos son originales, en especial, porque has pasado la noche en todas esas habitaciones hechizadas… No, Gisella, creo que necesitamos la historia de Kilnacroish para completar la serie. Lo único malo es que mi jefe me está presionando, por lo tanto, ¿podrías hacerlo pronto?

El problema era que tal vez no fuera tan fácil entrar en el Castillo Kilnacroish. Ella le había enviado una carta encantadora al dueño, pero éste no se había impresionado en lo más mínimo y su respuesta había sido muy descortés.

No obstante, ella no se había convertido en una periodista de prestigio cediendo ante la primera muestra de oposición. Resultaba frustrante ser detenida a estas alturas, pero si deseaba triunfar escribiendo artículos importantes, tenía que entrar de alguna manera en el Castillo Kilnacroish.

Meg le había dicho que el castillo no quedaba lejos de la cabaña. Gisella se esforzó para abrir la puerta y al fin cedió. Cruzó el campo, hacia el río. Tal vez pudiese ver la vieja construcción desde allí. Tropezó con una rama y sonrió cuando vio que sus tacones se habían hundido en el césped, recordando cuánto le habían costado los zapatos.

Tenía unas botas en el coche, pero al llegar estaba demasiado impaciente por ver la cabaña y sus alrededores y no se había detenido a buscarlas. Titubeó un poco y después se encogió de hombros. No merecía la pena regresar ahora. Sólo quería echar un vistazo al famoso castillo.

Ensimismada en ver donde caminaba sobre el suelo lodoso, se dio cuenta demasiado tarde de que no estaba sola allí. Un sexto sentido la hizo mirar por encima del hombro y se detuvo en seco al ver que su camino hacia la verja estaba bloqueado por una manada de toros, que se habían acercado desde un extremo lejano del campo, atraídos por el colorido de su ropa.

Gisella se estremeció. Tenían una apariencia terrible a tan corta distancia. Con la mayor tranquilidad posible, empezó a retirarse, pero los toros la siguieron sin dejar de mirarla. La joven se mordió el labio y se detuvo. Los animales también se detuvieron, bajaron la cabeza y rascaron la tierra con las patas.

¿Significaría eso que estaban a punto de atacar?

¡Giselle nunca se había sentido tan urbana! Dio otro paso precavido hacia atrás y notó que el tacón de su zapato se hundía en el lodo. Movió el pie despacio tratando de desenterrar el zapato, y el movimiento atrajo la mirada del toro más curioso, que avanzó hacia ella. La joven gritó, abandonó su zapato, y corrió a la pata coja a refugiarse detrás de un árbol, sin dejar de mirar a los animales.

– ¡Fuera! -gritó y miró con anhelo hacia la reja.

Los toros no obedecieron. Se detuvieron muy cerca y formaron un semicírculo en torno a ella. Gisella se reprendió con enfado, humillada por su nerviosismo. Se había enfrentado a situaciones más terribles como periodista. Lo único que tenía que hacer era apartarlos del camino.

La corteza áspera del árbol se le clavaba en la espalda y el viento agitaba su cabello rubio sobre su cara, mientras ella miraba sin esperanza hacia el castillo.

De pronto, escuchó un grito que venía desde la verja.

Gisella volvió la cabeza y se apoyó contra el árbol con un suspiro de alivio.

Un hombre venía hacia ella con el ceño fruncido. Apartó a las bestias y se volvió hacia la joven.

– Oh, gracias… -empezó a decir ella con gratitud, mas él la interrumpió.

– ¿Qué hace aquí?

La sonrisa de Gisella se borró por la sorpresa, ante ese tono hostil.

– ¿Cómo dice? -lo miró perpleja.

Estaba ante un hombre moreno, fuerte y agresivo y se sintió extrañamente tensa. El impulso de abrazar por el cuello a su salvador y darle las gracias se disipó al ver su expresión.

– Le he preguntado que qué está haciendo en mi campo -repitió él. Su suave acento escocés se agudizó por la impaciencia. Tenía el mentón cuadrado y, unos ojos del color azul más intenso que ella había visto en su vida.

Gisella pensó que eran unos ojos con una expresión muy poco amistosa. Aunque él no hubiera dicho que era el dueño del campo, ella habría sabido que se trataba de un granjero por su expresión austera y la gorra que cubría su cabello negro. Su ropa también era típica: una chaqueta impermeable curtida por la intemperie y unos pantalones de pana verde gastados. Calzaba botas de goma cubiertas de lodo.

Él la inspeccionaba con mirada hostil y de pronto Gisella comprendió lo tonta que debía parecer, erguida sobre un pie, en mitad de un campo lodoso.

– No estoy haciendo nada -respondió a la defensiva.

– Ha invadido propiedad ajena, para empezar. No tiene derecho de entrar en mi tierra y mucho menos a inquietar a mi ganado.

– Le puedo asegurar que su precioso ganado no estaba en absoluto inquieto. ¡Estas bestias iban a atacarme!

– Si lo hubieran hecho, lo cual me parece improbable, le hubiera estado bien empleado. ¡Ha dejado la verja abierta, ya sea por ignorancia o por descuido!

Resultaba claro que estaba furioso con ella. Gisella miró la verja con expresión de culpa, pero se negó a ser intimidada por un simple granjero.

– ¿Y? No he causado ningún daño -se encogió de hombros y al volverse, se encontró con la mirada iracunda del granjero.

– ¡Es un ganado valioso! -gritó él-. ¡Demasiado valioso para ser arriesgado por su estupidez! Supongo que no ha pensado en lo que hubiera sucedido si el ganado se hubiese salido a la carretera -señaló con enfado hacia un sendero angosto que pasaba cerca de la cabaña.

– Eso no es precisamente una autopista -comentó Gisella y avanzó dando brincos para recuperar su zapato. Vio que los animales se habían retirado a cierta distancia, pero todavía la miraban con sospecha-. En realidad no se le puede llamar carretera. No es probable que los atropellaran allí.

– Claro que lo es -replicó el hombre-. ¡Hay personas como usted que conducen por los caminos como si fueran de su propiedad!

Miró con desdén cómo sacaba el zapato del lodo y se lo ponía.

– ¡ Bueno, siento mucho haber ocasionado una tragedia tan grande! -dijo ella con sarcasmo mientras se erguía. Se apartó el cabello del rostro y se lo colocó detrás de la oreja. Luego miró al desconocido con desafío.

Él no pareció impresionarse.

– ¿Qué está haciendo aquí? -preguntó.

– Sólo estoy dando un pequeño paseo -respondió ella-. No está prohibido, ¿verdad?

– ¿Un paseo? -repitió él con incredulidad-. ¿Con esa ropa?

Un ligero rubor tiñó las mejillas de la joven.

– ¿Qué tiene de malo mi ropa?

Los ojos azul oscuro la recorrieron. Ansiosa por mirar los alrededores, Gisella no se había detenido a cambiarse la ropa con que había viajado desde Londres. Llevaba medias color rosa, una falda y un suéter fucsia. Tenía una apariencia vibrante y atractiva, pero allí estaba fuera de lugar.

– Estoy seguro de que esa ropa está muy bien para las calles de París -comentó él con ironía-, pero en un campo de Escocia es ridícula.

Gisella se echó el cabello hacia atrás y sus ojos grises brillaron.

– No sabía que en el campo tuviera uno que someterse a tantas reglas -señaló con enfado-. Cerrar las verjas, vestirse de forma correcta, evitar ofender a granjeros altaneros. ¡No tenía idea de que el campo fuera tan complicado!

– Lo que usted llama «reglas» -indicó él con voz cortante-, para nosotros es simple cortesía. ¡Aunque resulta evidente que es un concepto difícil de entender para usted!

Los ojos de la joven brillaron, pero cerró la boca con firmeza para no responder. ¡No iba a discutir con un granjero! Inclinó la cabeza, se volvió y se dirigió hacia la verja, con toda la dignidad que pudo reunir, a pesar de tener los zapatos llenos de lodo.

Él la escoltó, sonriente, mientras ella hacía todo lo posible por ignorarlo. Sin embargo, le resultó difícil porque era un hombre hostil que medía más de un metro ochenta. Miró de soslayo el perfil aborrecible. Le calculó unos treinta y cinco años, quizá un poco menos. Sus facciones eran muy duras y su expresión severa. Pero resultaba muy atractivo.

Como si él notara su mirada, se volvió hacia ella y Gisella apartó de inmediato la vista y la fijó al frente, hasta que un alboroto entre las reses la hizo tropezar y asirse por instinto al brazo de él.

– ¡Por amor de Dios! -exclamó él con irritación ayudándola a recuperar el equilibrio. Ella sintió la fuerza de sus manos a través de la lana suave de su suéter y el corazón le dio un vuelco-. ¡Son animales inofensivos!

– Entonces, ¿por qué se nos acercan? -preguntó Gisella, más nerviosa por el contacto duro de su mano que por el ganado. Era incómodamente consciente del sitio donde la había tocado pero hizo un esfuerzo por controlarse.

Un brillo exasperado y divertido iluminó los ojos de él y su boca esbozó una mueca intrigante.

– ¡Esto no es un zoo! Sólo sienten curiosidad. No están acostumbrados a ver colores tan vivos.

No fue exactamente una sonrisa lo que apareció en los labios de él, pero su expresión adusta cambió por otra mucho más turbadora. La joven se concentró en caminar para ignorar ese detalle.

– Teñiré toda mi ropa de color oscuro antes de salir de nuevo a caminar -comentó, mas él se negó a reconocer su sarcasmo.

– También le aconsejaría un par de botas -dirigió una mirada significativa a sus zapatos. Eran unos zapatos muy elegantes, pero en ese momento estaban llenos de lodo y casi irreconocibles.

– ¿De verdad? ¡Nunca se me hubiera ocurrido! -respondió ella, enfadada por el tono de él. Cruzó la verja y entró en la seguridad del prado, pero sintió que una mano la detenía por el codo.

– Espere un minuto -pidió él.

– ¿Qué sucede ahora?

– ¿Qué pasa con la reja? -preguntó él con suavidad.

Gisella miró la reja, que aún estaba abierta.

– ¿Qué pasa con ella?

– No la ha cerrado.

– ¡Ciérrela usted, si tanto le importa! -respondió ella y trató de soltarse.

– Usted la ha abierto, usted la cierra.

Gisella miró los implacables ojos azules durante un momento, en busca de un indicio del humor que había visto un poco antes, pero sólo encontró una voluntad inflexible.

– ¡Oh, por amor al cielo! -exclamó al fin y liberó su brazo. Se acercó a la reja y la cerró de un golpe.

– No se olvide de cerrarla adecuadamente.

– ¡Muy bien, muy bien! -respondió ella-. ¿Está satisfecho?

– Gracias -respondió él, también con sarcasmo. Miró hacia el coche de ella que estaba estacionado en el camino, cerca de la cabaña. Era un coche deportivo rojo, por completo fuera de lugar allí, sobre todo porque estaba junto al que con seguridad era el de él, un Land Rover azul, viejo y enlodado-. Si está buscando la carretera principal, vaya hasta aquel extremo, dé la vuelta a la izquierda y después, de nuevo a la izquierda, en el pueblo puede seguir las indicaciones.

– Muy amable -respondió Gisella con acidez-, pero es que me hospedo aquí.

– ¿Aquí? -miró primeramente a la cabaña y después a Gisella.

Ella se apartó el cabello del rostro con la mano y se quedó mirándolo fijamente.

Él frunció el ceño y al fin repitió:

– ¿Se hospeda aquí?

– ¡Qué sorpresa! -Gisella sonrió ampliamente.

– ¿Durante cuánto tiempo?

– Si le interesa saberlo, durante unos meses. Hasta la primavera -miró la cabaña por encima del hombro de él. Tenía un aspecto acogedor y ansiaba quedarse allí-. Mi nombre es Gisella Pryde -pensó que si iban a ser vecinos, lo correcto era presentarse.

– Strachan McLeod -masculló él en respuesta, más no ofreció la mano, sino que frunció el ceño, como si intentara recordar algo-. ¿Pryde? Me suena ese nombre…

– Quizá haya leído alguno de mis artículos -comentó ella-. Soy periodista.

Si esperaba impresionarlo, no lo logró. El frunció el ceño y la miró con desdén.

– ¡Debía haber imaginado que alguien tan descuidado e irresponsable como usted resultaría ser periodista! -comentó con cierta amargura.

Gisella arqueó las cejas.

– ¿Qué tiene contra los periodistas?

Un músculo se movió en la mandíbula de él.

– Son parásitos que se alimentan de los problemas de los demás, revuelven las cosas e inventan hechos cuando les conviene. Lo único que cuenta es una buena historia y persiguen a la gente hasta que la consiguen.

– Creo que exagera -opinó la joven con frialdad. Se preguntó qué periodista habría tenido la mala fortuna de toparse con ese hombre desagradable-. La mayoría de los periodistas somos profesionales. La gente desea que la mantengan informada de lo que sucede y eso es lo que hacemos. A veces causamos molestias, pero por lo general, sólo se disgustan las personas que temen que la gente se entere de lo que en realidad son. De cualquier manera -añadió, al ver que él no parecía impresionado -, puedo asegurarle que no es probable que yo tenga el menor interés en sus asuntos. No creo que aquí suceda nada de interés periodístico. «Verja abierta por turista merodeadora. Vaca en el camino. Bota de goma descubierta en la hondonada de las ovejas». No son noticias muy impresionantes.

Él la miró con desagrado.

– Entonces, ¿qué hace aquí? Si no desea información, ¿para qué husmea por aquí?

– No estoy husmeando, sino investigando -respondió Gisella con frialdad-. Estoy escribiendo una serie de artículos sobre leyendas y supersticiones locales. ¡Así que a no ser que tenga un monstruo en su casa, no lo molestaré!

Los ojos de él se entrecerraron de pronto, pero Gisella no lo vio. Mientras ella hablaba, se escuchó el sonido de un movimiento en la parte posterior del Land Rover y el perro más grande que había visto en su vida saltó y se dirigió hacia Strachan McLeod.

Gisella tragó saliva. Él era un hombre corpulento, pero la cabeza del animal le llegaba casi a la cintura. Era un perro de color gris muy fuerte. Ella observó como frotaba la cabeza con afecto contra la chaqueta de su amo.

– Veo que en realidad sí tiene un monstruo -la joven trató de que su comentario sonara como broma, mas su voz sonó muy aguda.

– Es Bran -el rostro del hombre se suavizó al mirar al perro y colocar la mano sobre su cabeza-. Es un galgo irlandés. No es tan fiero como parece, pero es perro de un solo dueño y no le agradan los extraños.

– No se preocupe, le aseguro que no deseo cruzarme en su camino -aseguró Gisella, sin dejar de mirar al enorme animal con horror e incredulidad.

El perro se quedó mirándola fijamente y de pronto se le acercó. Ella de inmediato dio un paso hacia atrás y dirigió una mirada alarmada a Strachan.

– No tenga miedo -dijo él, pero observó a Bran con expresión de extrañeza, cuando éste tocó la mano de Gisella con su negra nariz.

A Gisella no le gustaban los animales y ese perro la puso muy nerviosa. Deseaba apartar la mano pero no quería que el perro se enfadara. Por lo tanto, le acarició la cabeza y se sorprendió mucho cuando el animal respondió lamiéndole la mano y moviendo la cola.

– ¡Bran! -lo llamó su dueño. El perro obedeció y se apartó, aunque con pesar evidente-. Parece que ejerce una fascinación especial sobre mis animales -Strachan frunció el ceño con sospecha. Era obvio que no le había agradado que su perro le diera la bienvenida con tacto afecto-. Primero el ganado y ahora Bran. Él nunca hace eso con personas extrañas.

Bran tenía los ojos fijos en ella y continuaba moviendo la cola. Strachan añadió, después de una pausa:

– No parece que se sienta muy a gusto con los animales -observó que Gisella se frotaba la mano que el perro la había lamido-. La vida aquí le va a resultar muy desagradable, rodeada de vacas y perros monstruosos.

Gisella levantó la barbilla con desafío al notar ironía en su tono de voz.

– Me acostumbraré a ellos. Le aseguro una cosa, por lo que he visto hasta el momento, los humanos suelen causar más problemas.

– Así es -respondió él y la miró con detenimiento-. Por lo general así es -se volvió de pronto y le silbó al perro-. ¡Sube al coche, Bran! -ordenó; luego se acercó al Land Rover y cerró la puerta.

– Adiós, señor McLeod -dijo ella con dulzura exagerada-. ¡Gracias por la cálida bienvenida!

– Permita que le dé dos consejos, señorita Pryde -Strachan asomó la cabeza por la ventana mientras encendía el motor-. ¡Primero, no meta la nariz en las cosas que no le importan, y segundo, asegúrese de dejar las rejas exactamente como las encuentre!

Antes de que Gisella pudiera pensar en una respuesta adecuada, él se alejó por el sendero.

Muy molesta por el encuentro, Gisella volvió a entrar en la cabaña y cerró la puerta con fuerza. ¡Qué hombre tan insoportable! ¡No era necesario comportarse de esa manera sólo porque ella se hubiera olvidado de cerrar la reja de su propiedad!

Se quitó los zapatos junto a la puerta y después las medias. Caminó descalza hasta la sala y se dejó caer en un sillón, pensando que lo peor era saber que en realidad él tenía razón. No debía haber dejado la reja abierta, pero tampoco debía haber permitido que Strachan McLeod la tratara de esa manera. Si había algo que odiaba, era hacer el ridículo. ¡Pero odiaba más haberlo hecho frente a un hombre como Strachan McLeod!

Pero su enfado no duró más de unos minutos, pues surgió su sentido del humor. Debía presentar una escena ridícula vestida con esa ropa elegante y erguida sobre una pierna contra un árbol, rodeada de vacas. No le sorprendía que Strachan McLeod la hubiera mirado con desdén.

Debía haber estado más amable y haberse disculpado, en lugar de responderle de esa manera. Si deseaba pasar el invierno allí, no tenía objeto reñir con sus vecinos. Se miró la laca de las uñas color rosa oscuro y se preguntó si le habría gustado a Strachan McLeod. Decidió que quizá no. Él no parecía un hombre que se dejara impresionar con facilidad por el encanto femenino.

La joven suspiró al pensar que habría merecido la pena hacer un esfuerzo para verlo sonreír.

La próxima vez que lo viera trataría de hacerlo, se prometió e imaginó con placer la escena. La hostilidad de los ojos azules de Strachan McLeod desaparecería y sonreiría, sorprendido y contento, al descubrir lo encantadora que podía ser ella. Tal vez incluso se disculparía por haberla juzgado mal durante ese infortunado primer encuentro…

Sin embargo, aquello parecía demasiado pedir, incluso para la imaginación vivida de Gisella. Se resignaría si él no se disculpaba, pero estaba decidida a demostrarle lo agradable que era ella cuando se lo proponía.

Mientras tanto, aún tenía que escribir ese artículo para Yvonne. Se sintió culpable por haber perdido tanto tiempo pensando en Strachan McLeod y se obligó a pensar en su problema inmediato. ¿Cómo entraría en el Castillo Kilnacroish?

Capítulo 2

¡Si al menos no hubiera tenido que pasar el último mes trabajando en el caso Wightman! Normalmente, Gisella dedicaba cierto tiempo a la investigación, antes de acercarse al propietario del lugar donde pensara investigar, pero cuando en la revista le pidieron que escribiera un nuevo artículo sobre una noticia que había publicado el año anterior, no pudo negarse. Y por ese motivo se encontraba ahora así, sin tener idea de cómo abordar al lord de Kilnacroish.

La joven contuvo un suspiro. Se sentía muy cansada y no sólo debido al largo viaje desde Londres. Había trabajado mucho durante los últimos meses y ahora ansiaba tener tiempo para sí misma. Cuando terminara de escribir ese artículo, se relajaría y empezaría a trabajar en su novela tantas veces pospuesta.

Sin embargo, el Castillo Kilnacroish estaba primero.

Tendría que continuar con ese trabajo. Debía llevar a cabo una investigación local y ¿con quién podía empezar mejor si no era con Meg? Debía llamarla para decirla que había llegado bien.

Sus pies descalzos estaban fríos, así que los colocó debajo de sus piernas en el sofá y tomó el auricular del teléfono.

Meg había sido su mejor amiga en la universidad, y aunque desde entonces habían seguido caminos diferentes, Gisella en Londres, dedicada al periodismo y Meg casada con un abogado escocés, se habían mantenido en contacto. A Gisella le había gustado mucho su sugerencia de buscarle una cabaña cerca de su casa para alquilarla.

Meg le había mencionado de forma casual el Castillo Kilnacroish, después de que ella le contara la serie de artículos que estaba escribiendo sobre mitos y supersticiones. Ahora se mostraba ansiosa por saber si Gisella había logrado algún progreso.

– ¿Has tenido ya noticias del lord? -preguntó, después de saludarla.

– ¡Por supuesto! -respondió Gisella-. Escucha esto, Meg -buscó en su bolso la carta, la extendió sobre sus piernas y se la leyó a su amiga:

«Querida señorita Pryde, el Castillo Kilnacroish no está y nunca ha estado abierto al público y no deseo hacer una excepción para satisfacer las demandas vulgares y sensacionalistas de los periódicos. Su petición no sólo de visitarlo, sino también de pasar una noche en la Torre Candle me parece, ni más ni menos, una invasión de mi intimidad, por lo que no dudo en rechazarlo. Dadas las circunstancias, le pido que no mencione en sus artículos el Castillo Kilnacroish ni ninguna de las leyendas vinculadas con éste. Kilnacroish».

Cuando terminó de leer la misiva añadió:

– Una gran arrogancia, ¿no te parece? -dobló la carta-. ¿Qué piensas de esto?

– Parece que la idea no le agrada en lo más mínimo -comentó Meg.

– Es evidente que ha interpretado mal mi carta -respondió Gisella-. Le dije que deseaba investigar las raíces históricas y psicológicas de varias supersticiones. ¡No veo nada de sensacionalista en eso! El Castillo Kilnacroish encaja a la perfección en la clase de artículos que he escrito para esta serie. Es un sitio que tiene la reputación de estar hechizado y sin embargo aún está habitado. Nunca me habían puesto objeciones a que me quedara a dormir para describir la atmósfera, ni a ser entrevistado. Tampoco nadie me había acusado de ser vulgar.

La acusación del lord la había enfadado mucho y miró con ira la carta que tenía en la mano.

– Tal vez teme que lo hagas pedazos -sugirió Meg-. Algunos de tus artículos son un poco… mordaces. Quizás haya oído hablar de ti.

– Esto es por completo diferente -aseguró Gisella con enfado-. Esto es un artículo, no una crítica.

– ¡De cualquier manera, resulta obvio que no le agrada la idea! Si se niega a que te quedes, supongo que tendrás que abandonar tus propósitos.

– No puedo -respondió Gisella y le contó lo insistente que se había mostrado Ivonne-. No puedo arriesgarme a que se enfade, en especial ahora que trabajo por mi cuenta.

– No comprendo por qué dejaste tu empleo en el Daily Examiner -dijo Meg con franqueza-. La mayoría de los periodistas darían cualquier cosa por trabajar para un periódico nacional.

– Oh, Meg, estaba cansada de hacer trabajo de investigación. Antes me entusiasmaba mucho cuando descubría una gran historia, pero ahora me resulta muy deprimente. Deseo averiguar si soy capaz de escribir esa novela sobre la que llevo hablando durante tanto tiempo. También quiero continuar escribiendo artículos ocasionales para revistas, y esta es mi gran oportunidad.

Gisella enrolló el cordón del teléfono en su dedo y añadió después de una pausa:

– Además, le debo un favor a Ivonne. Ella me ha dado una oportunidad al encargarme estos artículos especiales, puesto que yo sólo he trabajado en artículos de investigación. El que uno sea bueno en algo, no significa necesariamente que lo vaya a ser en otra cosa. Focus tiene mucha competencia en este momento. No puedo fallarle. Por lo tanto -suspiró-, tengo que convencer a ese lord. Dime todo lo que sepas de él.

– No mucho, en realidad no lo conozco -respondió Meg-. No es muy sociable; sin embargo, la gente de los alrededores lo respeta mucho. Creo que hubo un escándalo en relación con Kilnacroish, pero eso fue mucho antes de que viniéramos aquí y nadie habla del asunto.

– ¡Oh! -Gisella golpeó la pluma contra su libreta, pensativa-. ¡Desearía averiguar más sobre él antes de ponerme a escribir!

– ¿Qué vas a hacer ahora? -preguntó su amiga con curiosidad.

– Creo que iré al castillo y se lo pediré en persona. El trato directo por lo general es más efectivo.

– En especial cuando se tiene una apariencia como la tuya -comentó Meg-. ¡Es increíble cómo consigues todo lo que deseas! Ningún hombre parece poder resistir el hechizo de tus grandes ojos grises ni de tu sonrisa.

– Mmm -murmuró Gisella al recordar a Strachan McLeod. ¡Él no parecía muy impresionado! Tenía el auricular colocado entre la oreja y el hombro y una libreta sobre las piernas. Hacía anotaciones mientras pensaba. De pronto se encontró dibujando la boca de él y la borró con enfado-. ¿Está casado el lord? -hizo un esfuerzo por volver a la charla. Sería más fácil tratar con una mujer.

– No -respondió Meg y bajó la voz hasta un tono confidencial-. Alguien me comentó que estuvo a punto de casarse con una mujer muy guapa, hace algunos años, pero ella canceló la boda en el último momento.

– ¿Por qué?

– No lo sé. Todo es un misterio.

– Tal vez, si tengo la oportunidad de entrevistarlo, pueda averiguarlo -Gisella cerró su libreta con decisión, cuando se dio cuenta de que estaba dibujando un rostro que se parecía mucho al de Strachan McLeod-. Trataré de abordarlo en su madriguera y si eso no resulta, tendré que entrevistarlo de alguna otra manera. Supongo que no lo conoces socialmente. Eso ayudaría.

– A decir verdad, Neil y yo vamos a ir a una fiesta la próxima semana. Neil conoce al lord y me ha dicho que lo había invitado. Por lo tanto, tal vez esté allí. No obstante, Neil me ha hecho prometerle que no me iba a mezclar en ninguno de tus planes. Está aterrado de que comprometas su reputación.

– Neil es un aburrido. ¡Abogado tenía que ser! No sé lo que ves en él, Meg.

– Sobre gustos no hay nada escrito -respondió su amiga. Sabía muy bien que Gisella y su marido se apreciaban, pero que al mismo tiempo, desconfiaban uno del otro-. Es probable que te enamores de alguien así -cuando oyó gemir a Gisella, añadió-: Estoy segura. No te enamorarás de uno de esos hombres con los que sales en Londres. Cuando te enamores, será apasionadamente y de la persona que menos esperes.

Sin motivo alguno, el rostro de Strachan McLeod pasó por la mente de Gisella. A ese paso, tendría que tomar a su amiga en serio, pensó la joven con cierta diversión.

– A lo mejor me enamoro del lord gruñón.

– Nunca se sabe -opinó Meg y Gisella rió.

Aún sonreía cuando colgó el auricular. No tenía intención de enamorarse de nadie en ese momento. Terminaría de escribir esa historia y después, pasaría un invierno tranquila, concentrada en su libro. Lo necesitaba.

Como le gustaba actuar con rapidez, se puso de pie y entró en el dormitorio. Todavía no había anochecido y si quería entrevistar a ese lord, sería mejor que lo hiciera de inmediato.

Abrió su maleta y sacó la ropa con impaciencia, mientras buscaba algo adecuado que ponerse. No creía que la ropa que llevaba en ese momento causara mejor impresión al lord de la que había causado a Strachan McLeod. De acuerdo con su carta lo más probable es que fuera un solterón de gustos conservadores, por lo que eligió una falda beigs, una blusa de seda y un suéter amplio. Contempló su imagen en el espejo, mientras se ponía unos pendientes de perla. Su apariencia era elegante y discreta. Segura de sus poderes de persuasión, Gisella estaba convencida de que con esa ropa no tendría dificultad para convencer al lord de que cambiara de opinión.

¿La aprobaría Strachan McLeod?

Ese pensamiento pasó por su mente y ella se apartó con impaciencia del espejo.

Sin embargo, resultaba difícil borrar la imagen de Strachan de su mente. Los profundos ojos azules, la línea firme de su rostro, sus manos fuertes… Los recuerdos no se apartaban de su mente. Se acercó más al espejo para pintarse los labios de color de rosa. Al delineárselos imaginó la curva sensual de la boca de él.

Sin poder evitarlo, recordó las palabras de Meg: «Te enamorarás de quien menos esperes».

Casi con enfado, tapó la barra de labios. No volvería a pensar en Strachan McLeod. Por supuesto que no lo haría.

Afuera, el cielo estaba gris y llovía. Gisella se cubrió con el impermeable, mientras corría hacia su coche. En el camino se había detenido en Crieston para comprar algo de comida y la parte posterior del coche todavía estaba llena de bolsas. Debía haberlas bajado antes pero como de costumbre, había estado demasiado impaciente por recorrer los alrededores antes que nada.

Tendría que bajar las bolsas cuando regresara. Se empaparía si lo hiciera en ese momento.

El Castillo Kilnacroish estaba marcado en el mapa que Meg le había mandado para encontrar el camino hacia la cabaña. Gisella lo colocó sobre el volante para orientarse, mientras la lluvia golpeaba el parabrisas. No parecía estar lejos. Si seguía de frente y después giraba a la izquierda, quizá habría algún letrero que indicara el camino.

Condujo despacio por el sendero angosto y se esforzó para ver a través de la lluvia la señal que Meg había marcado en el mapa. O no la vio, o su amiga no tenía idea de la distancia. Cuando decidió dar la vuelta y regresar, un vehículo viejo se detuvo ante su petición.

– ¿El Castillo Kilnacroish? -preguntó con lentitud el anciano-. Supongo que desea encontrar la entrada principal.

– La entrada más cercana estará bien -respondió Gisella y trató de no parecer impaciente.

– Hay un camino a través de la granja, a la derecha, hacia arriba, pero tiene muchos baches -observó el coche deportivo-. Será mejor que vaya por la entrada principal. Está sólo a unos kilómetros.

Como era típico en ella, eligió la ruta más cercana.

El anciano no había exagerado al decir que el camino estaba en mal estado. La lluvia había llenado todos los baches y los lados del camino, antes cubiertos de hierba, ahora estaban encharcados.

Gisella se mordió el labio cuando el coche pasó sobre un surco, y se arrepintió, no por primera vez, de haber cedido ante una decisión tan instantánea. Si el camino empeoraba, tendría que regresar. El anciano había dicho que más adelante hallaría una granja.

Se esforzó por ver a través del parabrisas, con la esperanza de que el granjero le permitiera dar la vuelta en su patio. Con seguridad, no todos serían tan antipáticos como Strachan McLeod.

Como si sus pensamientos lo hubieran conjurado, un Land Rover salió de una curva a gran velocidad, y apenas logró detenerse a tiempo. Como el camino era muy angosto, los vehículos quedaron uno frente al otro. Sobrecogida, Gisella observó al hombre que bajaba del Land Rover y que caminaba hacia ella.

¡Tenía que ser Strachan McLeod!

Bajó la ventana cuando él se inclinó para hablarle y se sintió en desventaja debido a que su coche era muy bajo. Él acercó su rostro al de ella y sus facciones le resultaron extrañamente familiares. Pudo notar la textura de su piel curtida y la forma en que el cabello crecía en sus sienes. Sus cejas oscuras estaban juntas, puesto que fruncía el ceño, y los ojos azules parecían tan poco amistosos como siempre. Tenía unas pestañas largas y negras y estaban mojadas por la lluvia.

– Tendrá que regresar.

No la saludó ni dijo «por favor». Gisella olvidó su decisión de impresionarlo con su encanto. Sus nervios, ya de punta debido al susto, se estremecieron por su cercanía.

– ¿Por qué no regresa usted? -preguntó.

Strachan contuvo la respiración y habló entre dientes.

– Porque tendría que dar marcha atrás como medio kilómetro, señorita Pryde, mientras que usted sólo se encuentra a unos metros del camino. ¿No le parece lógico?

– ¡De acuerdo -respondió ella con sarcasmo-, puesto que me lo ha pedido de tan buena manera!

Él la miró con enfado y ella se apresuró a dar marcha atrás. Se mordió el labio y se negó a mirar a Strachan mientras retrocedía por el camino. Su parabrisas trasero estaba sucio y la lluvia aún caía con fuerza, lo que impedía la visibilidad todavía más.

– ¡Maldición! -se dio cuenta demasiado tarde que se había salido del camino y caído en la cuenta. Las llantas giraron con furia, pero el coche se hundió más en el lodo.

La joven colocó la cara entre las manos. ¿Por qué tenía que suceder eso ahora, frente a él?

Levantó la mirada y se encontró con Strachan McLeod mirándola con impaciencia, así que se puso el impermeable y bajó del coche para enfrentarse a él.

– ¿Qué demonios hace ahora?

– Es obvio, ¿no lo cree? ¡Tomo la ruta pintoresca!

Él suspiró exasperado y Gisella notó con satisfacción que su coche se encontraba en un ángulo que impedía el paso del Land Rover. Sin duda, si él pudiera pasar, la dejaría allí sola para que se las arreglara como pudiera.

– No debería conducir por senderos como éste con un coche así -observó él y rodeó el vehículo para ver cuánto se habían hundido las llantas.

– Me han dicho que este era el mejor camino para llegar al castillo -indicó la joven y él la miró por encima del coche-. ¡No sabía que lo utilizaran como pista de carreras!

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Usted ha salido de es curva a toda velocidad. Si yo no hubiera ido tan despacio, habríamos tenido un choque fatal.

– Si no anduviera por aquí con un coche tan poco adecuado, yo no estaría perdiendo el tiempo ahora -replicó Strachan-. Creo que si quiero ir a algún sitio, tendré que ayudarla a sacarlo de ahí -suspiró de nuevo. Se quitó la gorra y se pasó una mano por el cabello-. Usted póngase al volante y yo empujaré.

A pesar de que Gisella deseaba rechazar su ayuda, subió de nuevo al coche y asió el volante con fuerza, mientras Strachan se inclinaba hacia adelante para empujar el coche. Después de unos segundos, él se enderezó y regresó al frente del coche. Asomó la cabeza por la ventanilla y señaló en voz baja:

– Ayudaría si pusiera en marcha el motor.

– Oh, sí… sí, por supuesto -respondió Gisella, furiosa consigo misma por ser tan tonta.

A pesar de los esfuerzos del hombre, el coche se negaba a salir del lodo.

Strachan se secó la lluvia del rostro y se enderezó de nuevo.

– Tendré que tirar de él. ¿Tiene una cuerda?

– Atrás, en algún sitio.

Cuando Gisella abrió la puerta trasera del coche, una avalancha de bolsas de plástico cayeron y esparcieron su contenido en el lodo. Un frasco de caviar, el aperitivo favorito de Gisella, cayó a los pies de Strachan. Él levantó los ojos hacia el cielo y se inclinó para recogerlo.

– Veo que ha traído lo más esencial.

Gisella recogió los comestibles con rapidez y los metió en las bolsas. Sentía que lo odiaba y estaba convencida de que todo había sido culpa de él.

Al fin encontró la cuerda y la ataron al Land Rover. La joven suspiró con alivio cuando el coche se deslizó despacio, salió del lodo y quedó de nuevo en el camino. Strachan desató la cuerda y la siguió, mientras ella daba marcha atrás y recorría los últimos metros del sendero.

Strachan le devolvió la cuerda y comentó con tono áspero:

– Sugiero que tome unas lecciones para aprender a conducir marcha atrás antes de volver a aventurarse en un sendero como este.

Gisella le arrebató la cuerda de la mano.

– Si mantuviera su sendero en mejor estado, no habría problema. Me sorprende que el lord no diga nada al respecto.

– El lord tiene cosas mucho más importantes de que preocuparse -respondió Strachan. La joven no notó el brillo divertido en sus ojos pues estaba colocando la cuerda en la parte trasera del coche-. ¿Por qué desea verlo? Supongo que por eso se dirige al castillo.

– No es asunto suyo -respondió Gisella y cerró con fuerza la puerta.

– Como guste, pero puedo decirle que ahora él no está allí.

– Prefiero averiguarlo por mí misma -replicó ella, con tono cortante-. ¿Falta mucho para llegar al castillo?

– Un par de kilómetros, pero le aconsejo que dé la vuelta y utilice la entrada principal.

– Puedo arreglármelas muy bien sin su consejo, gracias -respondió la joven. Casi había decidido hacerle caso, pero de pronto cambió de opinión.

– Será mejor que no esté en el camino cuando yo regrese -le advirtió Strachan. Caminó hacia el Land Rover y un momento después se alejó a gran velocidad y sin mirar atrás.

Gisella esperó hasta que él desapareció y condujo con decisión por el sendero. No se encontró con más coches, pero cuando llegó al final del camino, el flamante coche rojo estaba totalmente cubierto de lodo. Pasó junto a una granja, que supuso sería de Strachan, y un poco después condujo entre unos árboles hacia las caballerizas y edificios exteriores del castillo.

Llovía tanto que no le sorprendió no ver a nadie en los alrededores. Avanzó con precaución por el patio y detuvo el coche bajo un árbol. Permaneció sentada por un momento, mientras observaba el castillo.

Era un edificio imponente, con torres redondas y torretas como de cuento de hadas, que le daban un aire misterioso. Después de la primera impresión de grandeza, notó que el castillo necesitaba arreglos importantes y que lo que alguna vez debía haber sido un hermoso jardín, ahora estaba cubierto de hierba.

Más allá del jardín, el bosque rodeaba al castillo y lo protegía de los vientos fríos que llegaban de las montañas que se encontraban detrás.

Bajó del coche, cerró la puerta y miró hacia los altos muros de piedra. Se sentía extrañamente atraída. La sensación de pasado era muy fuerte. ¿En cuál de las angostas ventanas habría brillado la vela de lady Isobel? ¿Qué sentiría ella cuando mirara desde su torre? No resultaba difícil comprender que hubiera surgido una leyenda alrededor de ese castillo. Si entrecerraba los ojos, casi podía ver gente por las almenas…

No podía pedir un sitio más evocador; sin embargo, todavía no podía pensar en cómo escribir su historia. Primero tenía que convencer al lord.

La grava crujió bajo sus pies mientras se dirigía hacia la enorme puerta de roble. Tocó con fuerza la vieja campana, para ocultar momentáneamente su nerviosismo. El sonido de la campana produjo un eco tenebroso. No obstante, la puerta fue abierta por una mujer regordeta con apariencia alegre, que tenía puesto un delantal.

La mujer le dijo que el lord no estaba, pero que no tardaría. Strachan McLeod tenía razón sobre eso. Cuando Gisella preguntó si podía esperarlo, la mujer se presentó como la señora Robertson, el ama de llaves, y ofreció conducirla hasta la biblioteca.

– Allí se está mejor -dijo y después la llevó a través de un amplio vestíbulo con baldosas y muros altos de piedra, decorados con cabezas de venado de astas enormes y tapices decolorados. Una gran escalera conducía hasta una galería que se extendía a lo largo del vestíbulo.

Todo tenía una apariencia descuidada y hacía mucho frío. Gisella miró a su alrededor con curiosidad. Una armadura que estaba junto a la puerta atrajo su atención. Se acercó y levantó la visera para mirar hacia el interior, pero se apartó de inmediato al recordar dónde estaba.

La biblioteca era muy acogedora. El calor que allí se sentía era muy agradable después del penetrante frío del vestíbulo. La señora Robertson atizó el fuego de la chimenea, después se marchó y regresó al poco tiempo trayendo una bandeja con el servicio de té.

– Tengo que irme ya -anunció-. Sin embargo, el lord no tardará mucho. Tal vez pueda decirle que he dejado su cena en el horno, pero tendrá que calentarla como es debido.

La joven no sabía muy bien cómo introduciría ese comentario doméstico en su charla con el lord, pero prometió que le daría el mensaje.

Cuando se quedó sola, bebió el té frente a la chimenea. Después, aún con la taza y el plato en la mano, se acercó a inspeccionar la estantería.

Había una variedad extraordinaria de libros. Con la cabeza inclinada para leer los títulos, recorrió la larga hilera de libros y se preguntó si habría alguno sobre la historia del castillo que pudiera pedir prestado.

Sus ojos quedaron fijos en un libro encuadernado en piel y leyó las letras doradas apenas visibles. Era un libro sobre Kilnacroish.

Estaba sacándolo del estante con la mano desocupada, cuando escuchó detrás de ella una voz familiar.

– ¡Veo que ya está husmeando!

Gisella se volvió de inmediato y casi derramó el té.

Strachan McLeod estaba de pie en la puerta. Sin la gorra ni la chaqueta parecía más joven y fuerte. Llevaba puesto un suéter azul casi del mismo color que sus ojos. Notó con sorpresa que él sólo tenía los pies cubiertos por calcetines y pensó que con seguridad se le habían enfriado al caminar sobre las losetas.

– ¿Qué está haciendo…? -empezó a preguntar, pero se detuvo. Bran apareció en la puerta, detrás de él, y se dirigió hacia ella, sin dejar de mover la cola, en señal de reconocimiento.

Gisella miró al perro y después a Strachan. Después de un silencio, logró hablar.

– ¿Acaso es…? -no pudo terminar la pregunta, al comprender la verdad.

– Lo soy -respondió Strachan y sonrió. Luego cerró la puerta y se acercó a la chimenea. Extendió un pie hacia el fuego y miró a la joven por encima del hombro.

Ella todavía se encontraba de pie junto a la librería, con la taza en la mano.

Sintió toda una serie de emociones turbulentas: impresión fuerte, vergüenza, enfado consigo misma por su tontería, y con él por disfrutar de su humillación.

Bran, que se encontraba de pie a su lado, movía la cola, sin que ella le prestara atención. Al fin se dio por vencido y se echó junto a la chimenea.

Gisella apenas lo notó, pues se sentía muy perturbada por la presencia inesperada de Strachan McLeod. Su corazón dio un vuelco cuando sus ojos se encontraron, los de ella con mirada consternada, los de él con expresión divertida.

– ¿Por qué no me ha dicho que era el lord de Kilnacroish? -preguntó ella al fin y dejó la taza con cuidado sobre un anaquel.

Strachan se encogió de hombros antes de responder.

– ¿Por qué debía hacerlo? No es culpa mía si no ha llevado a cabo una investigación adecuada. Pienso que lo menos que debía haber hecho era investigar mi nombre.

Gisella maldijo mentalmente la historia Wightman. De no haber estado trabajando en eso, habría tenido tiempo de prepararse para esta visita.

– Dejó que pensara que era sólo un granjero -lo acusó y recuperó de inmediato la postura.

– Soy «sólo un granjero», como usted dice -respondió él con ironía-. Como quizás haya notado debido al estado en que se encuentra el castillo, no puedo contratar a un capataz, por lo que atiendo la propiedad yo mismo. El que sea lord de Kilnacroish es algo sin importancia. Lo utilizo lo menos posible.

– Lo utilizó en la carta que me escribió -le recordó la joven.

– Supuse que alguien como usted no prestaría demasiada atención a mi mensaje si pensaba que lo había escrito sólo un patán torpe.

– ¡No pienso que los granjeros sean patanes o torpes!

– ¿En serio? No se me hubiera ocurrido, de acuerdo con su comportamiento de esta tarde. Me ha parecido que le iba a venir muy bien quedar como una tonta.

Gisella se sonrojó.

– ¡Entonces, sabía quién era yo!

– Al principio, no, pero cuando mencionó sus artículos, recordé donde había visto su nombre. Reconozco que no esperaba verla. Pensé que mi respuesta a su petición había sido bastante clara.

– Oh, sí, tan clara como el cristal -respondió ella con sentimiento.

– Entonces, ¿por qué está aquí? ¿Puedo adivinarlo?

Capítulo 3

Gisella se mordió el labio. No había escapatoria, tenía que responder, aunque debía elegir las palabras con cuidado. Con el fin de darse tiempo para pensar, llevó la taza y el plato hasta la bandeja.

– Quizá no me expliqué con claridad -dijo-. Tal vez interpretó mal mi carta.

– No soy tonto, señorita Pryde -respondió él-. Sé leer una carta tan bien como cualquier otra persona, a pesar de ser «sólo un granjero». Desea pasar la noche aquí.

– Sí… en la torre hechizada por el fantasma de lady Isobel -Gisella trató de parecer razonable. Con seguridad, eso no era pedir demasiado.

Strachan se volvió para mirarla con una expresión poco alentadora.

– La torre no está hechizada -aseguró-. Los fantasmas no existen.

– Lo sé -respondió la joven, molesta porque él pensara que ella creía en fantasmas.

– Entonces, ¿por qué pierde el tiempo escribiendo sobre algo que no es verdad? ¡Aunque eso no parece preocupar a la mayoría de los periodistas! -añadió con tono mordaz.

– Es obvio que no me expliqué bien -Gisella controló con dificultad su temperamento y habló con paciencia exagerada-. He escrito una serie de artículos acerca de cómo se forman las creencias populares. Para cada artículo he visitado un sitio diferente que se supone está hechizado y sin embargo todavía está habitado. Intento contrastar el pasado y el presente, así como explicar la realidad histórica que hay detrás de esas leyendas. Es muy interesante enfocar los antecedentes psicológicos de algunos de estos mitos.

– Tal vez a usted le resulte interesante -comentó Strachan. No parecía impresionado-. A mí no.

– Había pensado que el castillo Kilnacroish fuera el artículo principal de la serie. Es una historia particularmente romántica.

– ¿Romántica? -Strachan la miró con incredulidad-. Yo no lo calificaría así.

– Por supuesto que lo es -insistió ella. Se acercó a la ventana y miró la lluvia, mientras recordaba todo lo que había leído sobre el castillo-. Un lóbrego castillo escocés, una mujer hermosa que se queda sola mientras su marido se marcha para luchar contra los ingleses, un amante de un clan rival… ¿qué más se puede pedir para que sea romántico?

– No fue muy romántico cuando el marido regresó y los encontró juntos -la voz de Strachan se escuchó desde la chimenea y Gisella se volvió hacia él-. Mató a Isobel y a su amante y los arrojó desde una almena. No es lo que llama un final feliz.

– Lo romántico no sólo consiste en finales felices -opinó Gisella-. Hablo sobre una atmósfera romántica -apoyó las manos en el respaldo de un sillón y se inclinó hacia adelante, ansiosa por hacer comprender al lord. Podría escribir un artículo maravilloso sobre la historia del castillo y su atmósfera actual, si lograra convencerlo-. Tiene que haber algo para que la historia haya perdurado más de seiscientos años. ¿Por qué la gente de la localidad le habla a sus hijos sobre Isobel y sobre cómo arriesgó todo por amor? -se enderezó y se apartó del sillón-. ¿Por qué dicen que en las noches oscuras se escuchan gritos, como si alguien cayera desde lo alto del castillo?

– El viento -respondió Strachan-. Eso es obvio -en contraste con la inquietud de la joven, él estaba de pie e inmóvil junto a la chimenea.

La actitud cínica de él empezaba a hacer que Gisella se sintiera humillada y tonta.

– Estoy de acuerdo en que el viento puede parecer un lamento, pero eso no explica todo lo demás. ¿Qué me dice de la vela?

– ¿Qué pasa con la vela? -preguntó Strachan.

– Según los relatos que he leído, el amante de lady Isobel solía esperarla entre los árboles, allí afuera -Gisella miró por la ventana, como si esperara ver la figura fantasmal en el bosque-. Cuando ella estaba sola, encendía una vela y la colocaba en la ventana de la torre. Esa era la señal para que él entrara por la puerta secreta y subiera a su habitación. Dicen que en las noches oscuras todavía se puede ver la vela ardiendo en la ventana, indicándole al amante que entre… -se interrumpió y comprendió que se dejaba llevar por la historia y no daba la impresión de ser la periodista escéptica que aseguraba-. Naturalmente, tiene que haber una explicación lógica a todo eso.

– Por supuesto -respondió Strachan, con expresión divertida.

– En realidad, me gusta centrarme en los aspectos físicos -indicó Gisella.

Trató de apartar la vista de la curva inesperada que formó la boca de él. ¡Si Strachan sonreía, el resultado sería devastador! ¿Qué se necesitaría para hacerlo sonreír?

Al notar que él arqueaba las cejas, la joven comprendió que no había terminado la frase y se esforzó por concentrarse. En seguida añadió:

– Sí, los detalles físicos. ¿Cómo es ahora la habitación? ¿Hay algún truco de luz que pueda explicar la misteriosa llama de la vela? ¿Existe en realidad una escalera secreta para subir a la torre? -dejó de hablar y lo miró esperanzada, pero él no dio señal de responder a ninguna de las preguntas-. Esos son los detalles que quiero investigar, por lo que comprenderá lo importante que es para mí pasar una noche en esa habitación.

– No lo comprendo en absoluto -dijo él. Su diversión momentánea se había evaporado-. Me parece que lo único que desea es husmear en mi casa.

– ¡Por supuesto que no! -Gisella aspiró profundamente y contó hasta diez-. Sólo deseo explorar esa habitación a fondo. No me acercaré a las otras habitaciones si no desea que lo haga. Como le dije en mi carta, me gustaría pasar la noche allí. Siempre he hecho eso para escribir los otros artículos, por lo tanto, resulta difícil cambiar ahora mis métodos. Además, me gustaría entrevistarlo.

La posibilidad de ser entrevistada por lo general entusiasmaba a la gente, mas Strachan se tensó.

– ¿A mí?

– He incluido un perfil de todas las personas que tienen algo que ver con las leyendas que he tratado -explicó la joven-. Usted resulta particularmente interesante porque es descendiente directo de lady Isobel.

– ¿Debo sentirme agradecido porque le resultó interesante? -preguntó él-. ¿Por qué no dice con franqueza que desea husmear en mi vida, de la misma manera en que intenta hacerlo en mi castillo?

– No es verdad -protestó ella.

– ¡Oh! Entonces, ¿qué desea?

– Bueno -dijo ella con precaución y se preguntó qué tendría él en contra de los periodistas-, sólo deseo averiguar un poco sobre usted, lo que siente viviendo en un castillo supuestamente hechizado, lo que piensa acerca de sus antepasados y esa clase de cosas.

– Comprendo. ¿Se le ocurre alguna razón por la que debo estar de acuerdo con todo eso?

– Resultaría un artículo interesante -pensó que sería un artículo excelente, pero no quería parecer demasiado desesperada.

– Si piensa que voy a permitir que invada mi intimidad sólo para proporcionar a sus lectores unos momentos de interés con un artículo sin valor que tan pronto sea leído será descartado y olvidado, está en un error, señorita Pryde -replicó Strachan.

– ¡Yo no escribo artículos sin valor! -exclamó la joven, perdiendo el control.

– Supongo que eso es cuestión de opiniones.

– ¿Ha leído algunos de mis escritos? -inquirió Gisella y lo miró con frialdad y desafío.

– No, y no deseo leerlos -aseguró él, con el mismo tono desagradable.

– Quizá le interese saber que tengo muy buena reputación como periodista investigadora -informó la joven-. De no haber sido por mí, el escándalo Wightman nunca se habría descubierto. El Daily Examiner tuvo problemas por publicar esa historia, pero al final probamos que teníamos la razón.

– ¿El Daily Examiner? -preguntó Strachan con enfado-. ¿Ha trabajado para esa horda de sinvergüenzas?

– Es un periódico de calidad -lo corrigió ella-. Goza de muy buena reputación en lo referente a los artículos de investigación. Si no hubiera sido por el Examiner, cientos de casos de explotación o de injusticia nunca habrían salido a la luz. He trabajado en varios de esos casos y puedo asegurarle que nadie que haya leído alguno de esos artículos puede decir que son «basura».

– ¿Podría decir que son verdad? -preguntó él.

– ¡Por supuesto! -respondió Gisella, iracunda-. Nunca escribo una historia sin investigarla a fondo.

– ¿Realiza la clase de investigación que ha hecho antes de venir aquí?

La joven lo miró con desprecio.

– Normalmente, habría hecho una averiguación más profunda -respondió con frialdad-, pero tenía que escribir un artículo importante sobre Eric Wightman. Simplemente, no he tenido tiempo de investigar sobre usted antes de venir. Estaba demasiado ocupada.

– Sí, seguro -dijo Strachan con una mueca-. Los periodistas siempre están ocupados metiéndose en los asuntos de otras personas y destrozando vidas ajenas.

– ¡Eso es injusto!

– ¿Está segura? -preguntó él y se volvió hacia la chimenea-. Sé por experiencia cómo trabajan los periodistas y hasta dónde son capaces de llegar para conseguir una historia «interesante».

La amargura que se escuchó en su voz hizo que Gisella hiciera una pausa y recordara de pronto lo que Meg le había comentado sobre su compromiso roto. ¿Habría estado mezclado un periodista en todo eso? Eso explicaría su desagrado por los reporteros.

Meg había dicho: «Una mujer muy guapa». Gisella fijó la mirada en la nuca de Strachan y se preguntó cómo sería su ex prometida. ¿Por qué no se habría realizado el matrimonio? ¿Todavía la quería?

– Mire -dijo la joven y aspiró profundamente. No podía darse por vencida-, si no desea ser entrevistado, respetaré su decisión. No lo mencionaré en mi artículo si me deja quedarme una noche en la habitación de lady Isobel. No me interpondré en su camino. Ni siquiera sabrá que estoy allí.

Strachan la miró con un brillo en los ojos.

– Sería muy difícil ignorarla -comentó él.

– No, se lo aseguro. Me quedaré en la cama. No andaré caminando para husmear. Lo prometo.

– Comprendo. Entonces, ¿lo único que desea es pasar una noche metida en la cama en la Torre Candle?

– Sí -la joven asintió. Quizás él le permitiera quedarse, después de todo.

Strachan la estudió. La piel suave de ella aún estaba un poco bronceada y sus ojos grises miraban implorantes.

– Es muy halagador, por supuesto -dijo él con lentitud y fijó la mirada en la boca de ella.

– ¿Halagador? -preguntó Gisella, perpleja. Con la mirada del lord fija en su rostro, le resultaba difícil pensar. Era muy consciente de la presencia de él.

– Supongo que sabe que utilizo la Torre Candle como dormitorio. ¿O acaso esto es otro ejemplo de su exhaustiva investigación?

La joven se quedó con la boca abierta.

– ¿Su dormitorio? ¡No puede ser! -exclamó.

– ¿Por qué no?

– ¡No dormiría en una habitación hechizada!

Strachan la miró con exasperación.

– Ya hemos hablado de eso. No está hechizada. Me dice que quiere darle al asunto un enfoque realista y objetivo. Y ahora me sorprende diciendo que desea dormir conmigo.

– ¡No quiero dormir con usted! -protestó ella.

– Ha dicho que deseaba pasar la noche en la cama de Candle Tower. Eso significa dormir conmigo. ¡No había comprendido lo lejos que estaba dispuesta a llegar para conseguir su «interesante» historia!

– ¡Sabe perfectamente que no lo habría sugerido de haber sabido que era su dormitorio!

– No se habría arreglado con tanto esmero si no hubiera pensado seducirme -opinó Strachan.

– Si hubiera pensado seducirle, no me habría vestido de esta manera -respondió Gisella y por un momento olvidó que su artículo dependía de la buena voluntad de él-. ¡Esta no es mi idea de una ropa seductora!

– Es una gran mejoría en comparación con la ropa que llevaba hace unas horas -comentó él y fijó la vista en las curvas suaves de ella-. Debo aceptar que la encuentro mucho más deseable vestida de esta manera.

Gisella luchó por mantenerse tranquila, pero no pudo evitar que sus mejillas se ruborizaran.

– Esa no era mi intención.

– ¿No lo era? -preguntó Strachan con cinismo-. Entonces, ¿por qué se ha cambiado de ropa?

– Porque yo… -empezó ella y calló. No podía decir que esperaba encontrarse con un anciano lord-. Usted me dijo antes que mi ropa era inapropiada para el campo. Debería estar contento porque he tenido en cuenta su opinión.

– Sorprendido sería una palabra más indicada -replicó él-. ¡Hubiera pensado que quien lleva zapatos de color rosa con tacón alto para caminar por un lodoso campo escocés no aceptaría consejos!

– Acababa de llegar de Londres -explicó la joven-. Son zapatos apropiados para la ciudad.

– Con franqueza, me resulta difícil creer que unos zapatos de color rosa sean apropiados en algún sitio -opinó Strachan.

– Supongo que es un gran arbitro de la moda -comentó ella y fijó la mirada en la ropa gastada de él.

Una expresión divertida apareció en el rostro masculino.

– Aquí la moda no es importante. A nadie le importa la apariencia de uno.

– Si eso es cierto, ¿por qué se ha fijado en mis zapatos? -inquirió Gisella. No le gustaba la forma en que reaccionaba su pulso cuando él sonreía.

– Sólo es un consejo, si desea sobrevivir un invierno en Escocia.

– Puedo sobrevivir perfectamente bien sin sus consejos, gracias -respondió ella.

– Entonces, se encuentra en una posición poco afortunada, ¿no es así? -indicó Strachan. Su tono sonó calmado, pero sus ojos brillaron al comprender el dilema de ella-. Puede rebatir todas mis opiniones, pero nunca conseguirá sus propósitos de ese modo: Como lord de Kilnacroish, soy el único que puede darle lo que tanto desea. ¡La única forma de pasar la noche en la Torre Candle es durmiendo conmigo, y a pesar de que usted es muy atractiva, jamás dormiría con una periodista venenosa!

– El sentimiento es mutuo -respondió Gisella.

Strachan extendió las manos.

– Bueno, parece que eso arregla el asunto, ¿no es así? No deseo que duerma en la Torre Candle y tampoco lo desea usted.

– Sí lo deseo, lo que no quiero es dormir con usted -replicó ella y apretó los dientes con frustración-. ¿No podría usted dormir con otra habitación sólo por una noche?

– ¿Qué? -Strachan la miró como si se preguntara si la había escuchado bien.

– Aquí debe de haber muchos dormitorios -comentó la joven con valor-. Me parece mucha casualidad que duerma precisamente en la habitación que a mí me interesa.

– En otras palabras, ¿piensa que miento sólo para poner obstáculos?

– Sí -respondió ella y levantó la barbilla. Sus ojos grises brillaron con desafío. Sospechaba que había ido demasiado lejos.

Él la miró fijamente durante un largo rato. Después, sin advertencia alguna, movió la cabeza hacia atrás y rió. Fue una risa profunda y masculina, que transformó su rostro. Al observar su expresión que de pronto se volvió cálida, Gisella sintió un anhelo repentino. No estaba segura de lo que anhelaba, sólo supo que sentía una opresión en el corazón que la hacía abrir mucho los ojos y la dejaba sin aliento.

– No puedo negar que tiene valor -comentó Strachan, con admiración, cuando pudo al fin hablar-. He sido lo más claro que puedo ser. No necesito poner obstáculos, puedo simplemente negarle el permiso para escribir ese precioso artículo, y eso es lo que voy a hacer. No quiero tratos de ninguna especie con periodistas. No deseo que venga a mi casa y por supuesto, no la deseo en mi cama. Cualquier otra persona habría comprendido mi punto de vista y se habría marchado ya, pero usted me pide con toda calma que pase la noche fuera de mi dormitorio.

– Eso es si en realidad duerme en la Torre Candle -señaló la joven. Había llegado tan lejos que no tenía objeto retroceder ahora.

– No me importa mucho si me cree o no, pero la verdad es que sí duermo allí. El techo principal se encuentra en muy mal estado y la mayoría de las habitaciones tienen humedades. La Torre Candle fue restaurada en el siglo diecinueve. Quizá no sea muy lujosa, pero al menos está seca.

– Podría demostrármelo con sólo mostrarme la habitación -suspiró Gisella. Un simple vistazo sería suficiente para saber si la habitación se utilizaba como dormitorio o no.

Strachan negó con la cabeza.

– No necesito probarle nada -respondió él.

Sus implacables ojos azules se encontraron con los de Gisella cuando él se apartó de la chimenea y se sentó en una silla. Estiró las piernas hacia el frente y sus pies cubiertos sólo por los calcetines quedaron a la vista. Apoyó la barbilla sobre las manos y observó a la joven, que se encontraba de pie junto a la mesita.

Después de una pausa, él continuó:

– La respuesta es no. Parece que esa es una palabra que no comprende, por lo tanto, sugiero que vaya a buscarla en un diccionario, porque mi decisión no va a cambiar.

Se hizo un silencio extraño en la habitación. Strachan parecía muy relajado, con Bran dormido a sus pies. Gisella lo observó y meditó.

Estaba convencida de que él no decía la verdad.

Nadie elegiría como dormitorio una torre medieval, supuestamente hechizada, cuando tenía muchas otras habitaciones entre las que elegir. Lo que él intentaba era desanimarla.

Comprendió que no había manejado bien a Strachan, a pesar de que él no daba la impresión de ser un hombre que pudiera ser manejado. Afuera ya había oscurecido, pero el fuego de la chimenea era suficiente para iluminar la habitación.

Gisella tenía la cabeza inclinada y su cabello rubio reflejaba la luz de la chimenea. De pronto se sintió muy cansada debido a la gran actividad de las últimas semanas en Londres. Había pensado que ese iba a ser un artículo fácil, pero parecía que resultaría el más difícil de todos.

De no haber sido por la insistencia de Yvonne, Gisella habría abandonado la idea, pero sabía la desesperación con que Focus necesitaba una buena serie de artículos que mantuviera interesado al lector de una semana a otra.

Estaba muy bien fingir que era una periodista dura, pero no podía olvidar que Yvonne luchaba por educar sola a dos hijos ni que su editor era un hombre muy severo que aprovechaba la menor excusa para despedir a su personal. Además, le había prometido ese artículo a su amiga y le gustaba cumplir sus promesas.

Strachan estaba decidido a bloquearle el camino, pero tenía que haber otra manera.

Ensimismada en sus pensamientos, Gisella se mordisqueó la uña del dedo pulgar. Debía entrar en esa habitación, sin que Strachan lo supiera. Él tendría que salir del castillo en algún momento. Lo único que tenía que hacer era entrar cuando nadie la viera y comprobar si era cierto lo que él decía. Si de verdad ese era su dormitorio, ella no podría quedarse allí, pero sí podría tener una buena idea del conjunto y la atmósfera. Si Strachan mentía, era probable que nadie entrara allí y ella pudiera pasar la noche sin que él se enterara.

Tomó una decisión, y al levantar la mirada, vio una expresión extraña en el rostro masculino que desapareció de inmediato.

– ¿Y bien? -preguntó él-. ¿Todavía no recuerda lo que significa «no»?

– No deseo continuar con esta discusión -dijo Gisella e ignoró la pregunta.

Strachan la escoltó por el vestíbulo.

– Me alegra que haya decidido ser sensata y abandonar esa idea -comentó él al abrir la pesada puerta de roble.

– ¿Quién ha dicho que me he dado por vencida? -preguntó la joven con dulzura y sacó de su bolso las llaves-. Le advierto que no me rindo con facilidad cuando se trata de una buena historia.

Strachan la miró a los ojos y ella dio un paso atrás por instinto.

– ¡Y yo le advierto, señorita Pryde, que nunca cedo!

Casi veinticuatro horas después, Gisella se encontraba sentada sobre un tronco bajo los árboles y observaba el castillo a través de la maleza. El Land Rover de Strachan estaba estacionado sobre la grava y la ventana de la biblioteca formaba un rectángulo de luz amarilla.

Exhausta por el largo viaje y el enfrentamiento con Strachan McLeod, Gisella había dormido bien la noche anterior, pero esa mañana se había despertado temprano.

Permaneció acostada un tiempo, con la mirada fija en las cortinas y recordando fragmentos de su sueño. La imagen de Strachan pasó por su mente: sus ojos, nariz, mandíbula, mejillas y en especial… su boca.

La joven movió las piernas debajo de las sábanas. ¿Qué hacía acostada allí, pensando en la boca de Strachan McLeod? Sería mejor pensar en lo desagradable que había sido y en cómo entraría a la Torre Candle.

Se levantó y se dirigió a la cocina para prepararse una taza de café.

Poco después llamó a Yvonne para decirle dónde podría localizarla.

– ¿Has entrado ya en la Torre Candle? -preguntó su amiga de inmediato.

– ¡Apenas llegué ayer!

– No tardes mucho -pidió Yvonne-. No hago más que enterarme de la cantidad de revistas que han dejado de circular este año. Si no logramos mantener el interés de los lectores con algo diferente, me quedaré sin trabajo.

Gisella miró hacia el cielo y colgó. No soportaba en ese momento ninguna clase de presión, aunque sabía que su amiga se había esforzado mucho por esa serie, y si no resultaba, su jefe le ofrecería su puesto a otra persona.

La joven se puso la chaqueta y salió. Había un sendero que cruzaba el bosque y llegaba hasta el castillo. Empezó a recorrerlo poco antes de que anocheciera.

Ahora sólo esperaba que oscureciera lo suficiente antes de explorar el exterior del castillo para ver si había otras entradas. El plan era tomar algunas notas sobre la atmósfera del lugar en la oscuridad.

Había pensado en iniciar el artículo describiendo cómo debía de encontrarse el amante en la oscuridad, mirando hacia la torre en espera de la luz de la vela, pero no había previsto la atmósfera fantasmal del bosque. Se encontraba allí sola, y cuando oyó el ruido de una ramita que se quebraba, dio un respingo. Su corazón latió con fuerza. Llegó hasta el final del bosque y mantuvo los ojos fijos en la ventana de la biblioteca.

En ese momento, la luz se apagó y Gisella pasó saliva. Tenía frío, estaba sola y asustada.

– ¡Qué manera tan fabulosa de pasar una noche! -murmuró para sí.

La enorme puerta se abrió en ese momento y la grava se iluminó. Strachan apareció, seguido por el fiel Bran. El perro dudó un momento junto al jeep y giró la cabeza, como si percibiera su presencia.

Ella contuvo la respiración. Strachan le ordenó al animal que subiera en la parte trasera y el vehículo se alejó por el sendero.

Gisella se puso de pie. Debía actuar con rapidez.

Haría un recorrido por el castillo y luego regresaría a la cabaña.

Ansiosa por alejarse del bosque, corrió sin precaución. De pronto pisó un hoyo y cayó sobre la hierba húmeda.

Intentó ponerse de pie, pero un dolor agudo en el tobillo se lo impidió. ¡Qué momento para que le ocurriera algo así! ¡Y en la propiedad de Strachan McLeod! No quería pensar en lo que haría él si la encontrara allí. Apretó los dientes y saltó sobre la pierna sana un par de metros, antes de tener que detenerse para descansar.

Sentía un profundo dolor en el tobillo. Se sentó y colocó la cabeza entre las rodillas para evitar desmayarse.

Esforzándose por alejarse del castillo, perdió la noción del tiempo. Después de dar algunos pasos, tenía que descansar varios minutos. Se había olvidado del artículo y de Yvonne. Lo único que deseaba era salir de las tierras de Strachan McLeod antes de que él regresara.

Capítulo 4

La suerte de Gisella terminó. Casi había llegado al sendero cuando el Land Rover apareció por la curva y sus faros iluminaron el frente del castillo. Enfurecida por el frío y el dolor, la joven trató de ocultarse en la oscuridad, con la esperanza de que Strachan no se percatara de su presencia.

Él no notó que ella estaba allí, pero Bran sí, y sus ladridos lo hicieron detenerse en la puerta. Cuando se volvió, vio que el perro lamía un bulto con entusiasmo.

Gisella se dio por vencida cuando Bran la encontró. Se dejó caer de espaldas sobre la hierba, demasiado cansada incluso para evitar que el perro la lamiera.

Escuchó que Strachan se acercaba y dejaba escapar una exclamación al verla. Él apartó al perro, se arrodilló junto a ella, y cuando le tomó la muñeca, Gisella abrió los ojos.

Había pensado fingir que estaba inconsciente, pero comprendió que no podría engañar por mucho tiempo a Strachan McLeod.

El tenía una linterna y la enfocó sobre ella. Cuando la luz iluminó el cabello rubio y el brillo de sus ojos, el lord dejó escapar un suspiro de alivio. Le soltó el brazo y la miró a la cara.

– Desearía que me explicara lo que está haciendo aquí -sugirió cuando ella permaneció callada.

– Me he torcido el tobillo.

– Eso no responde a mi pregunta.

Gisella se sentó y se encogió por el dolor que sintió en el pie.

– Sólo deseaba ver de nuevo el castillo.

– Oh, ¿eso deseaba? Supongo que no se le ha ocurrido pensar que está invadiendo propiedad privada. ¿O acaso sólo está dando un paseo?

– No creí que le importara si yo venía y miraba el castillo desde fuera.

– ¡Está oscuro! -exclamó Strachan, exasperado.

– La leyenda dice que la vela luce en la ventana por la noche -señaló ella. Los dientes le castañeteaban-. No tiene sentido venir a buscarla a plena luz del día.

– No tiene ningún sentido venir aquí -opinó él-. ¿Cuántas veces tengo que decírselo? Es sólo un mito.

– Lo sé -respondió Gisella y trató de conservar un poco la dignidad-. ¡No esperaba con exactitud ver una vela! Sólo trataba de sentir la atmósfera -era la verdad, aunque no toda-. No puedo escribir el artículo si no conozco el ambiente y tampoco si no veo la Torre Candle.

Strachan levantó los ojos hacia el cielo.

– Sólo usted tendría el valor de importunarme cuando está fría, mojada y lesionada y además después de atraparla en mi propiedad -movió la cabeza y la miró-. Creí que había comprendido. Tendrá que conformarse con describir la atmósfera desde el exterior. ¡Con seguridad ya la ha absorbido lo suficiente mientras ha permanecido acostada aquí! Ha tenido suerte de que Bran la haya visto, de lo contrario, habría pasado toda la noche a la intemperie. Espero que le esté agradecida.

Gisella miró al perro, que movía la cola. De no haber sido por él, Strachan nunca se habría enterado de que ella estaba ahí.

– En este momento no me siento muy agradecida -respondió ella.

– Debería estarlo. No me sorprendería que esta noche hiciera mucho frío. Podría haber enfermado -empezó a llover con fuerza. Él la miró y suspiró-. Será mejor que la lleve adentro.

– Estaré bien -aseguró Gisella con terquedad-. No deseo invadir de nuevo su preciosa intimidad.

– No sea tonta -Strachan habló como si ella fuera una niña-. Está empezando a llover con fuerza -se enderezó y se inclinó para ayudarla a levantarse. Su mano era fuerte. La colocó en el codo de ella y la joven agradeció la ayuda para sostenerse sobre un pie.

Él la miró con enfado y comentó, después de una pausa:

– No llegará muy lejos de esa manera -antes de que ella supiera lo que sucedía, la colocó sobre su hombro y caminó hacia la puerta, con Bran siguiéndolos.

Colgando sobre su hombro, Gisella se sintió humillada. Era muy consciente del brazo masculino contra la parte posterior de sus rodillas.

La biblioteca estaba iluminada sólo por el tenue brillo del fuego de la chimenea cuando Strachan abrió la puerta con el hombro y colocó a Gisella en un sillón. ¡Nunca le había parecido una habitación tan cálida y acogedora! El lord se apartó para encender una lámpara de mesa, antes de arrojar un par de leños al fuego. Luego observó el rostro pálido de la joven.

– Necesita entrar en calor -comentó. Los ojos grises de ella parecían enormes mientras se encontraba acurrucada en el sillón, entumecida por el frío y tensa por la vergüenza-. Será mejor que, para empezar, se quite la ropa.

– No creo… -empezó a decir ella, pero él la interrumpió.

– Créame, la seducción es lo último que pasaría por mi mente, si es eso lo que la preocupa. Por primera vez en su vida, ¿por qué no trata de pensar con sensatez? Necesita calentarse y secarse -se dirigió a la puerta, antes de que Gisela tuviera oportunidad de responder-. Iré a buscar algo para que se tape.

Cerró la puerta y dejó a la joven frustrada. ¡Lo peor de todo era que él tenía razón! Ella estaba temblando cuando se inclinó para quitarse la bota alta del pie sano. La dejó caer en el suelo y se inclinó para quitarse la otra.

Cuando Strachan regresó con un albornoz, la encontró más blanca que nunca y con expresión de dolor, mientras trataba de quitarse la bota del tobillo hinchado.

– ¿Qué está haciendo? -preguntó y cruzó la habitación con dos pasos. Le retiró las manos del calzado-. ¿Es usted masoquista? Habrá que cortarla.

– ¡Oh, no! -gimió Gisela-. ¡Son italianas!

– Bueno, podemos cortarle el pie, si desea conservar la bota -sugirió él y sacó unas tijeras del bolsillo de su chaqueta-. Pensé que las necesitaríamos -con una pierna empujó hacia adelante un taburete y se sentó frente a la joven-. Déme su pie -ordenó. Se remangó el suéter y dejó a la vista unos brazos fuertes, cubiertos de vello fino y oscuro.

Gisella extendió la pierna y él la colocó sobre su rodilla. Luego empezó a cortar la bota.

– Las compré en Milán -comentó Gisella con tristeza y se encogió de dolor cuando él liberó su tobillo hinchado.

– Veo que le gustan los zapatos frívolos -opinó Strachan y miró con enfado la bota rajada-. No comprendo como se puede pagar tanto por algo tan inútil. ¡Botas de color turquesa! ¿Qué utilidad tienen?

– Son muy cómodas -aseguró Gisella a la defensiva-. Las he usado mucho.

– Si planea quedarse aquí, sugiero que se compre unas botas de goma. Los zapatos de tacón alto y las botas turquesa están muy bien para la ciudad, pero en el campo no la llevarán muy lejos.

– ¡No deja de repetir eso! -exclamó la joven.

– También sería sensato que usara ropa adecuada -añadió él-. ¿Esperaba no pasar frío con esto? -señaló los ajustados pantalones verdes que ella vestía y la camiseta azul brillante y movió la cabeza con incredulidad-. ¡Y sólo esa ligera cazadora encima!

– Había pensado echar un vistazo rápido y regresar a la cabaña de inmediato -explicó Gisella-. No esperaba pasar horas tumbado sobre el césped.

– ¿Y quién tiene la culpa de eso?

– He caído en un hoyo de conejo. Su prado está lleno de agujeros -lo acusó-. ¿Por qué no lo arregla?

– Arreglar el prado para que los intrusos no caigan en los hoyos de conejo no es una de mis prioridades por el momento -respondió él con enfado-. Todavía no he hecho ni la mitad de las cosas que necesitan hacerse con urgencia.

La joven lo observó mientras él recogía la bata y las tijeras y se ponía de pie. Por primera vez, notó las líneas de cansancio alrededor de sus ojos.

– La dejaré para que se quite la ropa -anunció él y se dirigió a la puerta.

– Seguro que dice eso a todas las chicas… -murmuró Gisella y calló, cuando el lord la miró.

– Iré a buscar una venda -fue lo único que él dijo.

Tan pronto como salió, Gisella se quitó la ropa mojada, la colgó sobre la rejilla protectora de la chimenea y regresó a la pata coja al sillón y se envolvió con el albornoz. Estaba suave y usado y se preguntó si sería de Strachan. Ese pensamiento la hizo ruborizarse.

Bran la había estado observando desde la chimenea. Cuando ella se acomodó de nuevo en el sillón, el perro se acercó, se echó a su lado y apoyó la cabeza sobre su rodilla. La joven lo miró y sonrió. Era difícil rechazar a un animal que estaba decidido a hacerse querer.

– En realidad, no me gustan los perros -murmuró, pero su mano acarició la cabeza del can. Bran entrecerró los ojos y suspiró-. Supongo que eres simpático. Al menos, eres amistoso, no como tu amo.

– Veo que ya tiene compañía -la voz seca del lord llegó desde la puerta y Gisella dio un respingo. Se ruborizó al comprender que él la había escuchado-. Nunca lo había visto hacer eso -Strachan se introdujo en la habitación y cerró la puerta para que no entrara el frío del vestíbulo-. Parece que le agrada mucho.

– Sobre gustos no hay nada escrito -respondió la joven.

Él acercó más el taburete y le indicó que apoyara la pierna en él. Después de un momento de titubeo ella obedeció, no sin antes cerrarse bien el albornoz. Strachan le dirigió una mirada irónica, pero no hizo comentario alguno. Tomó la pantorrilla con la mano y exploró el tobillo hinchado con los dedos. Su toque era impersonal, pero Gisella era muy consciente de sus fuertes manos. Eran manos de granjero, duras, callosas y muy hábiles. La joven sintió que su piel ardía bajo su contacto. Si las sentía tan perturbadoras en el pie, ¿qué sentiría si se deslizaran por su pierna hasta llegar al muslo?

No pudo evitar dejar escapar un gemido ante ese pensamiento y Strachan levantó la mirada de inmediato.

– ¿Le ha dolido?

– Un poco -respondió ella con voz ronca. El tobillo le palpitaba.

– Está muy hinchado, pero no tiene nada roto. Lo vendaré y estará bien en unos días.

– Gracias -dijo ella, con torpeza.

Él inclinó la cabeza al recoger la venda de la alfombra y empezar a enrollarla con cuidado alrededor del pie de Gisella. Lo único que ella podía ver era su mejilla y su mandíbula.

El roce de sus dedos le despertaban sensaciones extrañas. La joven luchó por controlarse, pero cuando Strachan deslizó la mano debajo de la pantorrilla para moverla un poco, ella no pudo evitar estremecerse.

Él percibió su reacción porque levantó la vista. Sin poder mirarlo a los ojos, ella se volvió hacia Bran y sintió que la mirada de él se deslizaba hasta su rodilla y se detenía en los dedos de los pies, cuyas uñas estaban inmaculadamente pintadas. Strachan movió la cabeza.

– ¡No me lo diga! -exclamó Gisella, antes de que él hiciera un comentario sarcástico-. Las uñas de los pies pintadas no son apropiadas para el campo.

– Está aprendiendo -dijo Strachan y continuó vendándola-. Tengo que decir que no entiendo qué sentido tiene pintarse las uñas -su mirada quedó fija en la boca de ella-. ¿Se ha pintado los labios sólo para caminar por el bosque? -preguntó de pronto.

– ¿Por qué no debería hacerlo?

– ¿Esperaba encontrarse con alguien?

– Me he encontrado con usted -respondió ella.

– Creo que necesitaría mucho más que un toque de lápiz labial para hacerme cambiar de opinión.

– ¡Me sorprende! -exclamó la joven con ironía-. De cualquier manera, lo que usted piense no es lo que cuenta.

– ¡Oh! ¿Qué es lo que cuenta, entonces?

– Mi amor propio -respondió ella de inmediato-. Me sentiría desnuda si no estuviera maquillada.

– ¿Y cómo ha reaccionado su amor propio cuando se ha caído en el agujero de conejo?

Gisella le dirigió una mirada de desagrado.

– ¿Por qué la gente del campo se siente siempre tan superior? ¿Qué importa si me pinto o no los labios? Creo que la gente del campo se siente intimidada con cualquier detalle sofisticado. Ven con sospecha a cualquiera que no use sus botas de plástico.

– ¡Qué tontería! -exclamó Strachan.

– Es verdad. ¿Por qué si no ha levantado tanto alboroto por mis zapatos?

– Si piensa que me intimida, está en un error -replicó él y ató los extremos de la venda-. Puedo asegurarle que en este momento no tiene una apariencia muy sofisticada.

Estas palabras hicieron que la joven se mirara las manos. Las tenía sucias por haberse arrastrado por la hierba, y podía imaginarse la apariencia de su cabello, pues lo sentía húmedo y despeinado.

Strachan se puso de pie, le colocó la pierna sobre el banco y comentó:

– ¡No ponga esa cara de horror! No es el fin del mundo si no tiene la apariencia de haber salido de una revista de moda -sirvió dos copas de whisky y le dio una-. En realidad, creo que lo prefiero así.

Gisella se quedó sin aliento cuando sus ojos se encontraron. Se miraron durante un momento, antes de que Strachan se volviera. Él se sentó en un sillón, al otro lado de la chimenea y fijó la mirada en su whisky. Giró la copa despacio, entre las manos. La luz del fuego iluminaba su rostro y suavizaba sus facciones. La atmósfera era un poco tensa…

¿Por qué le latía con tanta fuerza el corazón? No la había impresionado el cumplido, sino la mirada extraña de los ojos de Strachan al observarla.

Miró con desesperación su propia copa, pero sin dejar de mirar de reojo al lord. Él tenía una boca firme que formaba una línea fría. Gisella se estremeció.

Todo estaba en silencio. Strachan tenía una apariencia remota y el ceño fruncido. Gisella se preguntó en qué pensaría. ¿Cuántas noches se sentaría ahí acompañado sólo por Bran? ¿Se preocuparía por la propiedad y por el castillo que se desmoronaba a su alrededor?

La joven tiró con suavidad de una oreja del perro y pensó que Strachan cerraría las viejas cortinas de terciopelo, cuando tuviera a alguien con él, en especial, a alguien amado…

Sorprendida por sus pensamientos bebió un trago de whisky sin pensar y se atragantó al sentir que le quemaba la garganta.

– ¡Con calma! -exclamó Strachan-. Este es mi mejor whisky.

Al menos, ese incidente había roto el silencio. Él ya no parecía remoto, sólo cansado e irritable.

Después de un momento, preguntó:

– ¿Siente ya más calor?

¿Calor? ¡Se sentía arder!

– Sí, gracias -respondió.

– ¿Comprende la tontería que ha hecho viniendo vestida de esa manera? ¡Quien sabe lo que habría sucedido si Bran no la llega a encontrar!

– Habría llegado a casa de alguna manera -respondió la joven, con el usual tono de desafío.

– Podría haber muerto a la intemperie -indicó él y la ignoró-. La próxima vez que entre en propiedad ajena, lleve ropa más cálida.

– No tengo la costumbre de torcerme el tobillo -Gisella suspiró.

– Dígame, ¿ese artículo suyo merece de verdad todo este esfuerzo? -preguntó él-. Ha tenido que esperar en la oscuridad, casi se congela y no podrá caminar bien durante unos días. ¡Esa historia no puede ser tan importante! ¿Por qué no acepta un no como respuesta y se da por vencida?

– No puedo hacerlo -respondió ella-. Me han encargado esta serie y no puedo fallarle a la revista. De mí dependen otras personas y si no presento lo que prometí, no volveré a tener otro encargo. Acabo de empezar a trabajar por mi cuenta y no puedo quedar mal. Además, una vez que te enteras de una historia, no la puedes olvidar. Deseo saber lo que origina toda esa superchería sobre la Torre Candle y lo averiguaré.

– ¿Y si digo que no podrá?

– Lo averiguaré de alguna manera -aseguró ella con terquedad.

Los labios de Strachan se curvaron con enfado.

– ¡Cómo un perro detrás de un hueso! ¿Por qué lo hace?

– Ya se lo he dicho -Gisella se encogió de hombros-. Es mi trabajo y deseo hacerlo bien.

– Debe tener otros motivos -opinó Strachan-. ¿No desea nada más? ¿No piensa casarse, tener hijos?

La joven fijó la mirada en el fuego.

– Sí, algún día. Pero aún no he conocido a nadie con quien desee casarme. Quizá nunca le he dado a nadie una oportunidad; durante los últimos años, he estado totalmente dedicada a mi carrera -hizo una pausa-. Supongo que lo que deseo en realidad es seguridad.

– Parece extraño que una joven como usted desee seguridad -comentó él, como si sintiera curiosidad.

– Sólo dependo de mí -explicó ella-. Mis padres murieron en un accidente de coche cuando yo tenía diecisiete años y no me dejaron dinero, sólo recuerdos. Hice un esfuerzo para graduarme y después, para conseguir un empleo. Mi carrera constituye una seguridad -dudó y se preguntó por qué le estaba contando todo eso. Sin embargo, continuó-. Cuando uno está solo, tener una casa propia es muy importante. Al menos, para mí. Trabajé duro con el fin de poder comprar un apartamento. Ahora lo tengo y soy independiente. Me gusta ser reportera. Es muy gratificante trabajar en un periódico y estar lista para dejar todo y salir sin previo aviso, pero empezaba a estar cansada. Deseo escribir una novela y el trabajar por mi cuenta me da la libertad para hacerlo.

Miró a Strachan y lo sorprendió observándola con expresión extraña, como si hubiera notado en ella una vulnerabilidad debajo de esa fachada de independencia y sofisticación.

– Sé lo que es estar solo -dijo él-, y sé lo importante que es un hogar. Es cierto que no tuve que trabajar para comprar el mío, pero he tenido que luchar mucho para conservarlo.

– Podría venderlo -señaló Gisella, aunque le resultaba imposible imaginar a Strachan en otro ambiente.

– No. Fue difícil al principio, pero me esforcé mucho para conservar el castillo y no puedo darme por vencido ahora.

Era evidente lo mucho que significaba para él ese edificio frío y en mal estado. La joven comprendió que él no se debía abrir de esa manera con frecuencia.

– ¿Es verdad que duerme en la Torre Candle? -preguntó, siguiendo un impulso.

– Sí -los ojos azul oscuro brillaron con una mezcla de exasperación y diversión, lo que ya resultaba familiar para ella.

– ¿Nunca piensa en lo que sucedió en esa habitación? -Gisella se inclinó hacia adelante-. Después de todo, Isobel fue su antepasada. Debe de sentir algo de ella ahí.

– ¿Es esto una entrevista? -preguntó él con ironía.

– No -ella lo miró a los ojos-. Dijo que no deseaba ser entrevistado, por lo tanto, no lo haré. Sin embargo… estoy interesada. Pienso que si yo durmiera ahí, siempre pensaría en Isobel. No como en un fantasma -se apresuró a agregar-, sino que trataría de imaginar lo que ella sintió. Debió de sentir frío y soledad.

– Y deslealtad -agregó Strachan-. Le aseguro que no siento compasión de una mujer infiel -su expresión parecía indicar que pensaba en su propio compromiso roto. Gisella sintió algo parecido a los celos.

– No lo había pensado de esa manera -comentó-. En todos los libros que he leído siempre es presentada como una heroína.

– Sí, pobre Isobel -dijo Strachan con tono burlón-. Pobre Isobel, tan rica y hermosa, con nada mejor que hacer que engañar a su marido y tentar a otro hombre.

– Tal vez lo amaba de verdad -sugirió Gisella-. Debía estar muy enamorada para arriesgarse tanto.

– ¿Eso es lo que piensa que es el amor, Gisella? ¿Jugar con la vida de un hombre? Para ella fue un juego colocar una vela en la ventana y permitir que él arriesgara su vida. Si lo hubiera amado, lo habría dejado en paz -Strachan terminó su whisky y dejó la copa en el suelo-. Es una vieja historia. ¿Por qué le interesa tanto?

– No estoy segura -contestó Gisella-. Trata del amor, la muerte y la traición. Todos esos son temas universales.

– No es necesario irse hasta el siglo catorce para encontrar una historia sobre amor, muerte y traición -comentó él con amargura-. Hay mucho de eso en el siglo veinte.

La joven lo observó y se preguntó por qué sentiría él tanta amargura.

– En realidad, sólo me interesa saber por qué esas historias siempre hablan de fantasmas -hizo una pausa-. ¿En qué momento dejan de ser historias y empiezan a ser leyendas? Pienso que puede explicarse con lógica, si uno explora bien el lugar… -dejó de hablar cuando Strachan negó con la cabeza.

– Si está intentando que le permita entrar en la torre, puede ahorrarse la charla -indicó él-. Por lo que respecta a mí, es sólo una habitación y no deseo que sea descrita con detalle sólo para entretenimiento de sus lectores.

– Ellos no sabrían que es su habitación…

– He dicho que no.

– Sería fácil librarse de mí sólo permitiéndome echar un vistazo -declaró ella-. Sólo una ojeada -suplicó.

– Sería mucho más fácil sacarla por la puerta principal -respondió él-. ¡Eso haré, si no tiene cuidado!

Gisella suspiró. La intransigencia de Strachan despertaba más su curiosidad. El llegar hasta la torre se había convertido en un desafío.

– No se preocupe, me iré -lo tranquilizó ella-. Sin embargo, ¿podría utilizar el cuarto de baño? -pensó que de ese modo, quizá podría husmear un poco a su alrededor.

La guió a través del vestíbulo de piedra y por un pasillo. Gisella se apoyaba en su brazo.

– Hay algunos bastones detrás de la puerta -comentó él, cuando le mostró una habitación enorme.

– Oh, gracias. Bueno, no me espere. Yo regresaré a la biblioteca -indicó ella y cerró la puerta. ¡Perfecto! Se apresuró a ponerse su ropa, que ya se había secado frente a la chimenea.

La habitación era muy grande. Las paredes estaban cubiertas de tela roja con dibujos de escenas de cacería. Gisella necesitó un bastón para llegar hasta el retrete, donde tiró de la cadena. El rugido resultante la ensordeció y observó temerosa la cisterna. Lo último que deseaba era que Strachan golpeara la puerta para saber lo que le había hecho a su instalación sanitaria. Ésta parecía funcionar bien, a pesar de todo, por lo que Gisella fue cojeando hasta la puerta.

Colocó la oreja contra ella y trató de escuchar si Strachan estaba afuera, pero la puerta era muy gruesa y además, el ruido de la cisterna no le permitía oír nada.

Gisella abrió la puerta con cuidado y miró hacia los dos lados del corredor. El camino parecía despejado. Seguramente, Strachan había regresado a la biblioteca, pensó y fue lo más rápido que pudo hacia la escalera de piedra que se encontraba al final del pasillo. Casi había llegado cuando una voz seca la detuvo.

– La biblioteca no está en esa dirección, Gisella.

Ella se detuvo en seco y suspiró. Se volvió despacio. Strachan estaba apoyado contra el arco que comunicaba con el vestíbulo. Tenía los brazos cruzados y una expresión divertida y maliciosa…

Después de un momento, añadió:

– He hecho bien en quedarme por aquí. Es fácil desorientarse con tantas puertas.

Gisella lo miró con resentimiento y fue cojeando hacia él.

– Debes poner letreros si no deseas que la gente se extravíe -comentó, tuteándolo también.

– La mayoría de la gente que viene, no me importa que recorra la casa -indicó él, cuando ella llegó a su lado-. Sólo pongo objeción a ciertas personas.

– En ese caso, ¿por qué no abres el castillo al público? -preguntó la joven e ignoró las últimas palabras de él. Cruzaron el vestíbulo-. Eso produciría ganancias.

– Sí, pero esta parte de Escocia no está en la ruta turística. Dudo que viniera mucha gente. Al menos, no la suficiente para justificar todo el trabajo que tendría que realizar para que el castillo estuviera presentable.

– No tendrías que hacer mucho -opinó Gisella-. Así está muy romántico.

Strachan le abrió la puerta de la biblioteca.

– Es la segunda vez que hablas de romanticismo. Pensaba que las periodistas eran poco románticas.

– No soy romántica -replicó ella-. Sin embargo, la gente lo es. Muchos adorarían pasar unos días en un viejo castillo como este.

– Entonces, ¿crees que debería recibir huéspedes que me pagaran?

– ¿Por qué no? El castillo tiene mucha historia. Incluso el baño es antiguo.

Strachan sonrió y, como había sucedido con anterioridad, Gisella no estaba preparada para el efecto de esa sonrisa.

– Es una obra de arte. Se necesita al menos una hora para que la cisterna se llene. No creo que los huéspedes se impresionen mucho con la instalación sanitaria.

– Podrías anunciarte como el hospedaje más incómodo del mundo -sugirió la joven-. Estoy segura de que a mucha gente le encantaría. Los huéspedes podrían dormir en una habitación húmeda, traer su propio balde para recolectar el agua de lluvia que se filtra por el techo, visitar habitaciones hechizadas… esa clase de cosas durante un fin de semana.

– Y también tendrían que comer mi comida… ¡Sería un fin de semana memorable!

Ambos rieron y sus miradas se encontraron. Dejaron de reír de pronto, como si recordaran al mismo tiempo que no debían agradarse.

Capítulo 5

Se hizo un silencio. De pronto, Gisella fue muy consciente de la fuerza de Strachan. Deseó que él riera de nuevo.

– Yo… debo pedir un taxi por teléfono -murmuró.

– No es necesario. Yo te llevaré a tu casa.

Él parecía enfadado y la voz de la joven sonó aguda, debido a la manera en que él rió y no a su brusquedad.

– ¿Quieres decir que deseas acompañarme?

– Al menos de esa manera estaré seguro de que te has ido -respondió él.

El antagonismo surgió de nuevo entre ellos mientras iban hacia la cabaña. Strachan bajó del Land Rover sin hablar. Intentó cogerla en brazos pero ella protestó.

Él dijo con impaciencia:

– ¡Vamos, Gisella! ¡Ya me has hecho perder bastante tiempo!

La levantó sin ceremonias y ella se vio obligada a colocar los brazos alrededor de su cuello. Sus rostros quedaron muy cerca y, ella desvió la mirada con decisión, mientras Strachan trataba de abrir la puerta.

– Está cerrada con llave -dijo ella con voz tensa y trató de controlar su pulso.

– Muy sensata -comentó él-. Uno nunca sabe quién va a merodear por la casa -sus ojos se encontraron un momento, pero ella fue la primera en apartar la mirada-. ¿Tienes la llave?

Ella sacó la llave del bolsillo de su chaqueta y se la entregó. Strachan abrió la puerta y llevó a la joven hacia el interior donde encendió la luz con el codo. Colocó a Gisella sobre el pie sano y la sostuvo por el brazo, para que no perdiera el equilibrio.

– Al menos, con el tobillo así, no te sentirás tentada para ir a ningún otro sitio esta noche.

Estaban de pie, muy cerca. De pronto, el corazón de Gisella empezó a latir con tanta fuerza que estaba segura de que él podía oírlas. Parte de ella quería alejarse de él, darle las gracias con cortesía y despedirlo. La otra parte sentía esa mano segura y fuerte, el pecho amplio y deseaba apoyarse en él.

La joven sintió la boca seca y levantó la cabeza. Strachan la observaba. Su mirada resultaba imposible de descifrar. Por un momento, su mano se tensó en su codo, como si estuviera a punto de atraerla hacia él, pero la soltó y se alejó de pronto. Strachan añadió:

– Será mejor que me vaya -salió y cerró la puerta con fuerza.

Esa noche Gisella tardó mucho tiempo en conciliar el sueño. Se movió de un lado al otro con inquietud, golpeó la almohada, arrojó la manta al suelo y después la colocó de nuevo sobre la cama. No lograba acomodarse.

Se dijo que todo se debía a que le dolía el tobillo o a que estaba acostumbrada a dormir bajo un edredón y no bajo pesadas mantas. No obstante, en el fondo sabía que era otro el motivo. El recuerdo de los ojos azules de Strachan y el brillo de su sonrisa no se apartaban de su mente.

El había sido brusco y desagradable con ella, odiaba a los periodistas, no le había permitido quedarse en la Torre Candle y pensaba que era torpe y molesta… entonces, ¿por qué se había sentido tan a gusto cuando estaba sentada en esa biblioteca tibia, con el perro a sus pies?

Se volvió hacia el otro lado y se cubrió con las sábanas. Era periodista y deseaba entrar en ese castillo para escribir su artículo, eso era todo. Una vez que lo terminara, no le importaría si no volvía a ver a Strachan ni a su enorme perro.

Por la mañana aún le dolía el tobillo y lo tenía hinchado. Sin embargo, estaba ansiosa por averiguar más sobre la historia del Castillo Kilnacroish, así que llamó por teléfono a Meg y la convenció para que la llevara a Crieston. Como era el pueblo principal del condado, seguramente tendría una biblioteca, y allí podría averiguar cosas en la selección de historia local.

Meg, iba de compras, y la recogió un par de horas después. Emitió varias exclamaciones al ver el pie vendado de la joven.

– ¿Qué te ha pasado?

– Ha sido dando un paseo -respondió Gisella.

Meg la observó cojear hasta el coche, apoyada en un bastón.

– ¿Cómo pudiste volver así hasta la cabaña? -preguntó.

– Me trajeron -dijo Gisella. Actuó con teatralidad al sentarse en el coche y al colocar el bastón entre sus rodillas, pero no logró distraer a su amiga.

– ¿Quién? -preguntó ésta.

La joven tuvo que contarle lo sucedido aunque omitió sus reacciones ante Strachan y el intento de encontrar la Torre Candle por su cuenta.

Meg comentó, después de escucharla:

– Después de la carta que te envió, me sorprende que no te haya perseguido con una escopeta. ¿Cómo es él?

– Insoportable -respondió Gisella y recordó algunas de las cosas que le había dicho-. ¡Se mostró muy desagradable!

– A mí no me parece que llevarte en brazos, vendarte el pie, ofrecerte whisky y llevarte a casa sea mostrarse desagradable -opinó Meg y puso en marcha el coche.

– No sabes cómo es él -replicó Gisella-. Detesta a los periodistas y a las mujeres, por lo que podrás imaginar lo que ha pensado de mí.

– No ha podido pensar tan mal de ti, de lo contrario, no te hubiera atendido de esa manera -señaló Meg.

– Sólo deseaba librarse de mí lo más pronto posible. Dejó muy claro que no le agradaba y que no tenía intención de permitirme acercarme a la Torre Candle.

– ¿Es atractivo?

– No está mal, si te agradan los escoceses. No es mi tipo.

– ¡Eso no me dice mucho! ¡Di algo más! -pidió Meg.

– No hay nada más que decir -Gisella suspiró-. Es moreno y ceñudo.

– ¿Ojos?

– Azules… de un tono oscuro -golpeteó el bastón con los dedos al recordarlo-. No hay nada particular en él.

– ¡En otras palabras, te gusta! -opinó Meg y la miró de reojo.

– ¡No, no! -exclamó la joven con enfado-. Ya te lo he dicho, no es mi tipo -miró a su amiga-. No hay peligro de que me enamore de Strachan McLeod -su voz sonó débil e insegura, incluso a sus propios oídos.

Suspiró aliviada cuando Meg la dejó en la biblioteca y prometió recogerla más tarde.

En la biblioteca le indicaron dónde debía buscar, así que consultó las historias locales y memorizó la información. Había varias versiones sobre la historia de lady Isobel, pero los elementos eran los mismos: Isobel, su amante y la misteriosa vela que la gente aseguraba aún ardía en su ventana, pidiéndole a él que subiera.

Gisella apartó la mirada de los libros y la fijó en la pared, Isobel era un personaje esquivo. ¿Sería una mujer apasionada en busca de amor o había sido traidora y mala, como aseguraba Strachan?

Recordó las facciones del lord, su cuerpo fuerte, su boca y su sonrisa.

Se obligó a fijar de nuevo la mirada en el libro que tenía enfrente, pero pasó las páginas siguientes sin comprender lo que leía, hasta que se dio cuenta de que estaba frente a un plano del castillo Kilnacroish.

Eso era con exactitud lo que necesitaba.

Las habitaciones del castillo estaban indicadas con claridad y, lo más importante, en la esquina estaba la torre de Isobel. La joven observó el plano con atención y trató de relacionarlo con lo que había visto la noche anterior. Allí estaba la biblioteca, la escalera de piedra por la que trató de subir. Sin embargo, había demasiadas habitaciones, escaleras y corredores, por lo que necesitaría un mapa si deseaba orientarse dentro del castillo.

Sacó varias copias del plano en la fotocopiadora de la biblioteca y satisfecha con su trabajo, entregó los libros y se dirigió hacia las puertas giratorias.

Se dio cuenta de que aún era temprano y decidió tomar una taza de café antes de reunirse con Meg. En las paredes del vestíbulo había muchos carteles que anunciaban eventos locales. Una anciana se encontraba de pie ante toda esa información, como si no supiera por dónde empezar.

Al pasar a su lado, Gisella notó que la anciana tenía los ojos rojos y que los labios le temblaban.

– ¿Puedo ayudarla? -le preguntó con amabilidad, sin poder ignorarla-. Sé que no es asunto mío, pero me da la impresión de que está inquieta. ¿Hay algo que pueda hacer por usted?

Al principio, se preguntó si la anciana la habría escuchado. Sus ojos azules expresaban una gran preocupación y con una mano artrítica asía un pañuelo húmedo.

– No lo sé -respondió al fin la anciana-. No sé por donde empezar… ¿qué voy a hacer, querida?

– ¿Busca alguna información? -preguntó Gisella con paciencia.

– Me preguntaba si habría algún abogado… pero Archie dice que no podremos pagarlo. Tendremos que aceptarlo -retorció el pañuelo entre las manos y la joven se conmovió.

– Estoy segura de que podrá encontrar a alguien que la ayude -comentó-. ¿Puede decirme exactamente cuál es el problema?

La anciana se volvió hacia ella. Era claro que sentía alivio por encontrar a alguien dispuesta a escucharla.

– Es la casa -explicó-. Quieren echarnos de nuestra casa y Archie está inválido. ¿A dónde iremos? -la miró con desesperación.

– Mire -Gisella pensó que quizá la anciana había comprendido mal la situación-. ¿Por qué no nos tomamos un té mientras me cuenta todo? Soy reportera y si no puedo ayudarla buscaré a alguien que pueda hacerlo.

– ¡Oh, le estaría muy agradecida si lo hiciera!

– Entonces, vamos -indicó la joven-. Podrá explicarme todo mientras tomamos el té, aunque le advierto que tendrá que ayudarme a cruzar la calle -señaló su pie vendado y la anciana rió temblorosa al tomarla del brazo.

Cuando les sirvieron el té, la mujer mayor parecía más calmada y capaz de contar su historia. Su nombre era Alisa Donald y ella y su esposo Archie, llevaban viviendo en una cabaña cuarenta y siete años. Su marido se había quedado inválido debido a un accidente en una granja, varios años antes, pero siempre habían sido buenos inquilinos y nunca habían imaginado que tendrían que irse. El día anterior habían recibido una carta del agente de bienes raíces en la que les informaba que debían buscar otro sitio para vivir porque la cabaña iba a ser demolida.

– ¿Daba algún motivo? -preguntó Gisella.

– Decía que era «insegura», pero no es cierto. ¡Llevamos muchos años viviendo allí y lo sabríamos si así fuera!

– ¿Quién es el dueño de la cabaña? -preguntó la joven.

– Siempre hemos formado parte de la propiedad Kilnacroish -respondió la señora-. Nunca había sucedido nada como esto.

¡Strachan McLeod estaba detrás de eso!

– Déjeme este asunto a mí, señora Donald -pidió Gisella.

Él no tenía derecho de tratar a una pareja de ancianos de esa manera y ella se aseguraría de decírselo. ¡Disfrutaría atacándolo!

Le contó a Meg toda la historia, mientras regresaban a la cabaña.

– No tiene corazón si es capaz de hacer algo así -opinó su amiga con indignación-. Sin embargo, no puedes hacer nada al respecto.

– Siempre se puede hacer algo -aseguró Gisella-. Para empezar, voy a decirle a Strachan McLeod lo que pienso de él.

– Eso no te va a ayudar a entrar en su castillo -opinó Meg.

– ¡No me importa! No puedo quedarme con los brazos cruzados y permitir que trate así a una gente indefensa.

Cuando llegaron a la cabaña, la joven se tensó. El lord estaba cerrando la reja que comunicaba con el campo del ganado y al escuchar el ruido del coche se volvió. El corazón de Gisella dio un vuelco.

– Ese es -le informó a su amiga-. ¡En este momento voy a hablar con él!

Meg abrió mucho los ojos al mirar a Strachan.

– Parece muy fuerte -opinó.

– ¡No le tengo miedo! -los ojos de Gisella brillaron.

– Si me das la llave, entraré y pondré a calentar la comida -dijo Meg-. ¡No quiero estar en medio de la batalla!

La joven apenas si la escuchó. Se acercó a Strachan, pero la impresión de dureza y frialdad que esperaba dar fue arruinada por Bran, qué saltó e insistió en saludarla con adoración. Cuando ella logró apartar al perro, estaba sonrosada por el entusiasta recibimiento.

– ¿No puedes mantener controlado a tu perro? -preguntó ella con enfado.

– Creo que se está volviendo loco -opinó Strachan-. Por eso le agradas -movió la cabeza y Gisella tensó los labios.

– Me alegro de encontrarte aquí. Pensaba ir a verte esta tarde.

– Siempre vienes a verme, Gisella -respondió él y suspiró-. Mi respuesta es siempre la misma… no. ¿Por qué no la aceptas?

– No deseo hablar de la historia del castillo -explicó ella.

– ¡Eso es todo un cambio! No sabía que tuvieras otro tema de conversación -se cercioró de que la reja estaba bien cerrada-. ¿Para qué deseabas verme?

– ¡Quiero saber por qué expulsas a una pareja de ancianos de su cabaña!

– ¿Cómo dices?

– ¡No trates de negarlo! Me lo han contado todo -lo miró con desafío.

– No sé de qué me hablas -aseguró Strachan.

– Supongo que no sabes nada sobre una orden de desalojo -dijo ella.

– No, no sé nada -empezaba a parecer exasperado-. Tal vez si me lo explicas con claridad, comprenda algo.

– De acuerdo -Gisella sacó su libreta del bolsillo de su suéter y consultó las notas que había tomado mientras hablaba con la anciana-. He conocido a la señora Donald. Estaba muy preocupada porque les han notificado a ella y a su marido que deben abandonar la cabaña en la que llevan viviendo… -consultó sus notas- cuarenta y siete años. Les han dicho que van a demolerla, a pesar de que para ellos es difícil encontrar otro lugar donde vivir. Archie Donald está inválido y…

– ¿Archie Donald? -la interrumpió él.

– ¡Entonces, los conoces!

– Por supuesto que conozco a Archie -aceptó Strachan con irritación-. Donald es un apellido muy común por aquí. No sabía que te referías a Alisa y Archie. Él trabajaba para mi padre. ¿Qué es todo eso acerca de que van a ser expulsados?

– ¡Dímelo tú! -lo miró con desafío.

– ¿Cómo voy a saberlo? ¡Parece que tú eres quien tiene toda la información!

– La señora Donald me ha dicho que su cabaña forma parte de la propiedad Kilnacroish. Supongo que son tus arrendatarios.

Strachan metió las manos en los bolsillos de su chaqueta y la miró con desagrado.

– Supones mal, Gisella. Tal vez la señora Donald piense que la cabaña aún forma parte de la propiedad, pero tuve que vender una parte importante hace un par de años. Perdí algunas cabañas, incluyendo la que ahora ocupas tú y la de los Donald.

– ¡Oh! -exclamó Gisella, derrotada.

– Creo que me has calificado como un señor feudal malvado. Creo que deberías revisar tu información antes de hacer acusaciones como esta. ¿O acaso esto es otra evidencia de tus deficientes métodos de investigación?

– He confiado en la señora Donald -murmuró la joven-. Ella me ha dicho que eran inquilinos de Kilnacroish -al hablar recordó que eso no era con exactitud lo que había dicho la anciana.

– Es probable que piense que todavía lo son -comentó Strachan-. El cambio de dueño afectó muy poco a los arrendatarios. Le siguen pagando la renta al mismo agente. El hecho de que alguien te diga algo no significa que sea verdad, como tampoco lo es una historia sólo por que haya sido publicada en un periódico. Pensé que lo sabías. No pareces ingenua.

– Siento haber sacado una conclusión equivocada -Gisella apretó los dientes-. ¿A quién le vendiste la tierra?

– Eso no es asunto tuyo -respondió él con hostilidad.

– Deseo averiguar quién es el responsable de esa orden de desalojo.

– ¿Por qué? ¿Qué tiene que ver eso contigo?

– No tiene nada que ver conmigo, aparte del hecho de que he visto llorar a una anciana esta mañana y le he prometido que la ayudaría -explicó Gisella con fiereza-. No puedo permitir que una pareja de ancianos sea expulsada de su casa, sin hacer nada para evitarlo.

– Creo que sería más útil un abogado -indicó Strachan.

– Los abogados cobran. Una nota en el periódico local, sería mucho más efectiva.

– Y como bono adicional, Gisella Pryde consigue otra historia en el periódico.

– Esto no sería una exclusiva mundial -replicó ella-. Creo que se aprovechan de los ancianos porque son viejos y están confundidos. Esperan que los Donald acepten esa orden sin luchar. Pero yo no permitiré que sean tratados con injusticia. Quizá descubra que hay un motivo razonable por el que tienen que dejar la cabaña, pero en ese caso, tendrán que decírselo con claridad. Si tu desconfianza hacia los periodistas es tan grande que no puedes darme una información tan simple, está bien, me enteraré de otra manera.

– Y no permitirás que nada se interponga en tu camino, ¿verdad? Eres una verdadera periodista.

– Sólo intento ayudar -lo miró con desafío-. Si eso te molesta, lo siento. No voy a abandonar a los Donald, sólo por que pienses que soy una periodista censurable. ¡Es mejor eso que tener prejuicios y ser duro de corazón!

Le lanzó estas últimas palabras a la cara y él entrecerró los ojos peligrosamente.

– No me presiones demasiado, Gisella -le advirtió con los dientes apretados-, o uno de estos días lo vas a lamentar -llamó a Bran y se dirigió al Land Rover. Puso en marcha el vehículo, y cuando estuvo cerca de ella, lo detuvo para decir-: Le vendí la tierra a una compañía de Londres llamada Parker Judd. Me enteré de que la habían vuelto a vender hace unos meses. Antes de que preguntes, te diré que no, no sé quienes son los nuevos dueños -se alejó, sin que Gisella pudiera darle las gracias.

– ¡Ese hombre! -exclamó ella al entrar en la cabaña-. ¡Es imposible!

– Me ha parecido que no lo tratabas con tu habitual frialdad -comentó Meg y le hizo un guiño. Luego le entregó una taza de café-. ¡No me habías dicho que fuera tan guapo!

– ¡No te había dicho que fuera guapo!

– Pues sí que lo es -aseguró Meg con firmeza-. Es alto, moreno, con ojos azules, guapo… ¿qué más deseas?

– Un toque de encanto no estaría mal -dijo la joven y se sentó ante la mesa de la cocina. Su amiga se sentó frente a ella.

– Estoy segura de que tiene mucho encanto -opinó.

– ¿Strachan? No me parece en absoluto encantador.

– ¡Tonterías! Es sólo que no lo tratas de la manera indicada. Él tiene que verte como una mujer, no como a una periodista que lo molesta. Ellen me ha dicho que va a asistir a la fiesta del sábado y que estará encantada si tú también asistes. Por lo tanto, es una oportunidad ideal para que lo impresiones.

– Podría intentarlo -comentó Gisella-, aunque hasta el momento no se ha impresionado mucho conmigo. Tengo la sensación de que no es un tipo impresionable.

– Mucho mejor -respondió Meg-. Te vendrá bien un poco de desafío. Estás demasiado acostumbrada a que los hombres caigan a tus pies en cuanto sonríes. Así tendrás que esforzarte un poco más.

Gisella sonrió. Quizá su amiga tuviera razón y lo que tenía que hacer era esforzarse más para derribar las formidables defensas de Strachan.

– Lo intentaré -decidió-. No he conseguido nada tratando de razonar con él, por lo tanto, no tengo nada que perder.

Había tomado esa decisión y ahora lo más importante era deslumbrarlo. Escribir el artículo había pasado a un segundo plano.

Juró que la próxima vez que la viera se llevaría una gran sorpresa.

Capítulo 6

Al día siguiente, el tobillo de Gisella ya no estaba hinchado; sin embargo, pidió un taxi que la llevara a Crieston, para no tener que conducir. Deseaba dejar el pie en reposo el máximo tiempo posible, ya que estaba decidida a no cojear el sábado cuando viera de nuevo a Strachan.

Encontrar al dueño de la cabaña de la señora Donald resultó más difícil de lo que esperaba.

Comprendió que alguien había tenido el cuidado de cubrir sus huellas utilizando el nombre de compañías subsidiarias. Habían solicitado permiso para construir un centro de salud y belleza de lujo y la cabaña de los Donald quedaba a mitad del terreno. La solicitud decía que la cabaña estaba vacía y Gisella tensó los labios. ¡Estaban convencidos de que podrían echar a los Donald sin problema!

Logró averiguar que pertenecía ahora a CWR Holdings, cuyo gerente era William Ross. Ese nombre no significaba nada para ella, así que salió pensativa de las oficinas del ayuntamiento. Era hora de hacer una visita al periódico local.

El Crieston Echo ocupaba un edificio viejo, cerca de la calle principal. La joven se detuvo fuera para inspeccionar las fotografías que estaban en el escaparate. La mayoría eran de bodas locales, pero también había algunas del grupo de teatro aficionado, en la presentación de La importancia de llamarse Ernesto. Se le daba relevancia a la visita reciente de una duquesa a Crieston.

Gisella empujó la puerta y entró. El editor pareció contento de conocerla, cuando ella se presentó. Resultó ser un administrador del periódico donde había trabajado. Se llamaba Iain Douglas y se mostró impresionado por su trayectoria profesional. Gisella pensó que era un buen cambio encontrar a alguien que no sintiera odio hacia los reporteros. Comparó el recibimiento de Iain con el de Strachan McLeod.

Este último no se había molestado en ocultar que le desagradaba ella y su profesión y no parecía haberse impresionado por su apariencia. Gisella nunca había conocido a nadie que no respondiera ante sus encantos y su ego había recibido un golpe mayor de lo que quería admitir.

La admiración que Iain le demostró en ese momento, curó sus sentimientos heridos y ella aceptó con gusto la invitación para ir a almorzar. Se sintió feliz cuando el editor sugirió que los acompañara su reportero principal, Alan Wates, aunque pronto lo lamentó. Alan aún no se había dado a conocer en los periódicos nacionales y resultó evidente que sentía celos por su éxito.

– ¿El nombre de William Ross significa algo para ti? -se apresuró a preguntar la joven.

– Por supuesto -respondió el editor y arqueó una ceja. Luego envió a Alan al bar por otra ronda de bebidas-. Bill Ross es muy conocido aquí. Es concejal y tiene muchos negocios… ¿Por qué te interesas en él?

Gisella le contó lo de los Donald y lo que había descubierto esa mañana.

– Parece que William Ross ha tenido mucho cuidado de que su nombre no aparezca en el expediente de la propiedad -explicó por último.

– ¿Bill Ross? -Iain silbó-. ¿Estás segura? Tiene muy buena reputación. Hace mucho por la comunidad.

– Eso no es mucho consuelo para los Donald -indicó la joven-. ¿Si logro averiguar por qué este señor desea quitarle su hogar a una pareja de ancianos, podría escribir un artículo para ti?

– Tendrías que probarlo -respondió el editor y entrecerró los ojos.

– Naturalmente -asintió ella-. No cobraría nada. Escribiría la historia gratis.

– De acuerdo -dijo Iain-, pero deberás hacer todo sobre bases firmes. ¡No deseo terminar involucrado en un caso de difamación!

– Gracias, Iain. No te arrepentirás.

Alan regresó del bar y la charla giró sobre temas más generales. Contenta por haber persuadirlo al editor para que le permitiera publicar la historia, Gisella bebió su ginebra y miró a su alrededor por primera vez. Parecía que era un lugar popular de reunión y comentó que estaba muy concurrido.

– ¿Siempre está así? -indagó.

– Es jueves -respondió Alan, como si la respuesta fuera obvia.

– El jueves es día de mercado en Crieston -explicó Iain-, y todos los granjeros vienen al pueblo. El mercado está a la vuelta de la esquina y después de discutir sobre los precios, suelen venir a tomar una copa.

Ella apenas si lo escuchó, pues observaba al granjero que acababa de entrar en el bar. Era Strachan McLeod, acompañado por una joven delgada y hermosa. A Gisella le desagradó de inmediato.

El lord, sin notar su presencia, llevó a su acompañante hasta una mesa tranquila, junto a la ventana. Parecía que conocía a todo el mundo, puesto que se detuvo varias veces para intercambiar alguna palabra y saludar a varias personas. A pesar de que vestía igual que los demás hombres, tenía algo que lo distinguía.

Gisella vio que sonreía cuando saludaba a un granjero anciano. Nunca le había sonreído a ella con tanto afecto, pensó.

– Él es Strachan McLeod -informó Iain, al notar la mirada de ella-. Los McLeod eran grandes terratenientes, pero Strachan tuvo que vender gran parte de la tierra -movió la cabeza-. Las cosas no fueron fáciles para él.

– No puede quejarse -opinó Alan con voz dura y encendió un cigarrillo-. ¡La vida no debe ser tan mala cuando se tiene un castillo!

Gisella recordó las paredes que se desmoronaban, el frío penetrante y la lluvia que se filtraba en los dormitorios. Era probable que el lord viviera en menos habitaciones que Alan, pero no lo comentó.

– ¿Por qué tuvo que vender tanta tierra? -quiso saber.

– Creo que tuvo serios problemas financieros -respondió Iain-. Hubo un escándalo, pero fue mucho antes de que yo llegara a Crieston, por lo que no sé mucho al respecto. Con franqueza, me sorprende que McLeod lograra seguir adelante. Es bastante difícil ganarse la vida como granjero, sin contar los impuestos y el tener que mantener un gran castillo en ruinas.

– ¿Quién es su acompañante? -Gisella no pudo evitar hacer la pregunta.

– Creo que es Elspeth Drummond -respondió Iain, después de mirar de nuevo por encima del hombro-. Tal vez si se casa con ella pueda resolver alguno de sus problemas monetarios. ¡Lo Drummond están forrados de dinero!

– ¿De verdad? -la joven deseó no haber preguntado.

Tensó los labios cuando vio que Elspeth se inclinaba hacia adelante y colocaba una mano en el brazo de Strachan. Él no parecía muy entusiasmado, pero en comparación con la expresión agria que ponía al mirarla a ella, la señorita Drummond le agradaba.

Iain y Alan empezaron a discutir sobre economía y aunque Gisella trató de esforzarse por demostrar interés, no podía dejar de mirar hacia la mesa que estaba junto a la ventana.

– ¿Qué opinas, Gisella?

La joven no tenía idea de lo que estaban hablando.

– Estoy de acuerdo contigo, Iain -respondió con firmeza-. Por completo.

Su respuesta hizo que Alan le dirigiera otra mirada de enfado, pero no le prestó atención, pues sus ojos quedaron fijos de nuevo en Strachan. Él contemplaba su cerveza y asentía como respuesta a algo que Elspeth decía. Tal vez le estuviera sugiriendo una fecha para la boda. Gisella sintió un pánico absurdo. Deseó gritarle que pensara lo que hacía, que dejara de estar de acuerdo en todo.

En ese momento, Strachan levantó la vista y Gisella se preguntó por un momento si en realidad había gritado. Cuando la miró con sus penetrantes ojos azules, ella sintió un estremecimiento por todo el cuerpo.

Era como si los dos estuvieran solos en ese lugar. Ella no pudo leer la expresión de sus ojos, sólo supo que la dominaba.

Deseó sonreír con frialdad y volverse de forma casual. ¿Acaso no se había prometido mostrarse ante él como una mujer madura? ¿Por qué no podía simplemente sonreír con frialdad? Lo había hecho miles de veces. No podía comprender por qué ahora permanecía sentada allí mirándolo fijamente.

Gisella no fue consciente del tiempo que se mantuvo inmóvil, hechizada por esos ojos azules. Quizá sólo pasaron segundos o tal vez horas antes de que él fijara la mirada en los acompañantes de Gisella. Una expresión de desdén pasó por su rostro y con toda deliberación le sonrió a Elspeth.

Poco a poco, ella comenzó a oír el barullo del bar. Iain y Alan hablaban ahora sobre política y no se habían percatado de lo sucedido. La mano de Gisella tembló al tomar su ginebra.

¿Qué le sucedía? Se sentía inquieta y miserable sólo porque Strachan le había sonreído a otra mujer.

Dejó su copa sobre la mesa y el orgullo la rescató. Si Strachan McLeod prefería a una mujer con dinero, era asunto suyo.

Decidida a demostrarle lo que se perdía, Gisella se volvió hacia Iain y Alan y con habilidad atrajo su atención de nuevo hacia ella. Coqueteó con ambos y les contó historias graciosas, incluso Alan tuvo que reír.

La risa de Iain atrajo la atención de todos, excepto la de Strachan. Este ignoraba el escándalo, pero se le notaba incómodo. Gisella se sintió satisfecha.

Decidió que había logrado su objetivo y se puso de pie. Se despidió de sus colegas y prometió ponerse pronto en contacto con ellos; luego se dirigió a la salida. Aun le dolía el tobillo, pero apretó los dientes y caminó sin cojear. Merecía la pena salir con elegancia, ya que sabía que todos los ojos estaban fijos en ella, con excepción de los de Strachan. Este no quería reconocer su presencia, pero al menos, tendría que escuchar que todos los demás hablaban de ella.

Decidió que la próxima vez que lo viera lo sorprendería actuando de una manera diferente. Se mostraría callada y seria. Sus ojos brillaron con desafío. ¡No volvería a ignorarla!

El día de la fiesta se vistió con mucho cuidado. Strachan odiaba los colores llamativos, por lo que eligió un vestido negro, sencillo y austero.

Se colocó frente al espejo e inspeccionó su imagen. El vestido era escotado y largo y enfatizaba su esbeltez.

Iba a pintarse los labios con un tono rosa fuerte, pero recordó los comentarios de Strachan, así que decidió que esa noche sería «discreta» y se aplicó muy poco maquillaje.

Por desgracia, al llegar a la fiesta se dio cuenta de inmediato de que su vestido resultaba muy sofisticado, en comparación con la ropa de las otras mujeres. Comprendió que todos sus esfuerzos por tener una apariencia sencilla y convencional habían sido en vano.

Notó la presencia de Strachan tan pronto llegó, aunque fingió no verlo. En esta ocasión, deseaba controlar sus sentidos y mantenerse fría.

Nunca lo había visto con corbata. Llevaba un traje de lana oscuro muy elegante y camisa blanca.

Gisella hizo como si no lo hubiera visto, mantuvo la voz baja y no se esforzó por atraer la atención de los demás hacia ella. Decidió charlar con algunos de los invitados de mayor edad, que no notaron que ella llevaba de forma constante la charla hacia Kilnacroish. Pero no pudo averiguar mucho. Todos admiraban a Strachan y movían la cabeza y comentaban que había sido muy triste cuando ella preguntaba sobre el pasado.

Neil, el marido de Meg, no dejaba de vigilarla. El matrimonio la había recogido temprano y él se había dedicado todo el viaje a pedirle que no lo avergonzara molestando a Strachan McLeod.

– Por favor, recuerda que vivimos aquí -le había advertido-. McLeod es muy respetado en la comunidad y no deseo que me envuelvas en ningún plan contra él.

Neil desconfiaba más de Gisella cuando se mostraba tranquila y se comportaba bien, que cuando era el centro de atención.

– Deja de preocuparte -susurró ella junto a su oído, cuando pasó a su lado, camino al comedor-. ¡Vas a explotar!

– Es que no confío en ti -murmuró Neil.

– Si no dejas de mirarme con sospecha, les diré a todos que tenemos una aventura -lo amenazó la joven.

– ¡Ni se te ocurra!

Ella no pudo evitar reír al ver la expresión de Neil. Esa risa estropeó el propósito de pasar desapercibida. Se detuvo en cuanto notó que la gente volvía la cabeza para ver a quien pertenecía esa risa contagiosa.

De pronto se volvió y chocó, literalmente, con Strachan McLeod. Sus sentidos despertaron debido al breve contacto de sus cuerpos, pero se recordó que debía mantenerse fría.

– Lo siento… -dijo y fingió sorpresa-. ¡Vaya, hola! ¡Qué alegría verte aquí!

– Parece que nuestros caminos siempre se cruzan -dijo Strachan-. ¿Eres la atracción de esta noche?

– ¿Atracción?

– Pensaba que Ellen te había contratado para mantener divertidos a todos -explicó él. La mirada de sus ojos azules era poco amistosa-. El otro día en el bar, hiciste una buena actuación, por lo que imagino que tu fama se ha extendido. Has estaba bastante callada, pero cuando he oído tu risa hace un momento, me ha dado la sensación de que te estabas preparando para otra exhibición.

– No sabía que estuviera prohibido divertirse en las fiestas en Escocia -respondió Gisella-. Quizá el jueves te estropeé el almuerzo cuando viste que la gente se divertía y reía.

Strachan ignoró su sarcasmo.

– Ver a tres periodistas juntos es suficiente para estropearme el almuerzo -indicó Strachan-. Iain Douglas y su reportero por lo general no causan mucho daño, pero no me sorprendería que los alentaras para que empezaran a excavar en lo sucio.

– Si la suciedad está ahí, ¿por qué no excavar en ella? -replicó la joven y pensó en William Ross y en su plan para dejar sin casa a los Donald-. Se puede cubrir la suciedad y simular que no existe, pero eso no la hace desaparecer, sino al contrario.

– ¡Muy elocuente! Me impresionaría más si te concentraras en la suciedad real, en lugar de inventarla a tu conveniencia.

– Nunca he inventado nada -aseguró ella-. Créeme, hay suficiente suciedad sin tener que inventar nada. Simplemente no tiene sentido inventar las cosas.

– Eso me parece gracioso, viniendo de una joven que anda por ahí diciéndole a la gente que es una novelista frustrada -comentó Strachan.

– Soy una novelista frustrada -respondió Gisella y perdió la paciencia-. No me sentiría frustrada si hubiera terminado ya mi artículo sobre la Torre Candle.

– ¡Oh, vaya, vaya! -dijo él con tono burlón-. Entonces, ¿yo soy el motivo por el que te sientes tan frustrada, Gisella?

Ella lo miró a los ojos y comprendió que había estropeado su plan. ¿Qué tenía él que la hacía perder el control?, se preguntó. Con sólo mirarla, todos sus planes se venían abajo.

– Terminaré el artículo de alguna manera -aseguró, con los dientes apretados.

– No, si puedo evitarlo -replicó él-. Quizá hayas logrado persuadir a todo el mundo de que eres dulce y encantadora, pero yo te conozco mejor. Conozco bien a los periodistas y se necesita algo más que un par de ojos grises y una sonrisa hechicera para hacer que yo caiga rendido.

¿Cómo había podido pensar ella que lo iba a encantar? ¿Y para qué quería hacerlo? El era insoportable.

– ¿Strachan? -Elspeth Drummond llegó de pronto y le cogió del brazo-. ¿Vienes a cenar? -miró con frialdad a Gisella. Era obvio que llegaba para rescatar al lord.

Él las presentó, aunque cada una de ellas sabía muy bien quien era la otra.

Elspeth preguntó con dulzura:

– ¿Vas a quedarte aquí o sólo estás de visita? -tenía la esperanza de que Gisella dijera que sólo estaba de paso.

– Pensaba quedarme sólo unos meses, pero como todos han sido tan amables conmigo, estoy pensando en quedarme a vivir aquí -mintió Gisella, también con dulzura. Sabía que se sentirían horrorizados ante la idea de tenerla allí constantemente.

– Me alegro de que te guste este lugar -comentó Elspeth, con poca sinceridad-, aunque creo que en seguida te aburrirás. Aquí somos muy del campo, ¿no es así? -miró a Strachan-. Creo que te resultaríamos muy aburridos, aquí no somos sofisticados.

– Yo creo que no me voy a aburrir -respondió Gisella y sonrió-. Todo me parece muy interesante y cuanto más tiempo pasa, más aumenta mi interés.

Fue una amenaza sutil y Strachan la captó. Sus ojos azules brillaron, aunque resultaba imposible saber si era debido a la exasperación o a la diversión.

Después de un silencio. Gisella añadió:

– Respecto a ser sofisticada, mis amigos pueden decirte lo sencilla que soy.

– ¿Y exasperante? -sugirió Strachan en un murmullo. La joven le dirigió una mirada asesina, mientras tiraba de Neil para presentarlo.

– Él es Neil Frase -anunció, pues quería demostrar que tenía amistades-. Somos viejos amigos, ¿no es así, Neil?

– En realidad ella es amiga de mi mujer -explicó Neil a Strachan.

Gisella notó un brillo divertido en los ojos de Strachan, mientras ella miraba suplicante a Neil en busca de apoyo.

– Creo que he oído hablar de usted -comentó Strachan-. ¿No es abogado?

Neil asintió y sonrió. Resultaba evidente que le complacía ser conocido como un hombre respetable, pero su sonrisa se desvaneció cuando Strachan añadió:

– Es la persona indicada para aconsejarme cómo tratar a quien invade propiedad ajena. Recientemente he tenido problemas con alguna persona que ha entrado en mis terrenos sin mi permiso. Se está convirtiendo en una molestia.

– ¿Has tenido problemas? -preguntó Elspeth, sorprendida.

Gisella se alegró de que él no la hubiera hablado de su aventura porque denotaba que no tenían mucha intimidad.

– Es gracioso que digas eso -intervino Gisella de inmediato, antes de que Neil tuviera oportunidad de responder-. El otro día hablaba con una persona y me enteré de que en realidad, en Escocia no existe una ley que prohíba entrar en propiedad ajena -había tocado ese tema al charlar con Iain Douglas-. ¿Es eso verdad, Neil? -se volvió hacia éste y le dirigió una mirada de advertencia.

– Estrictamente hablando… -Neil tenía una expresión de pesar. Estaba convencido de que quería avergonzarlo.

– Entonces los terratenientes no pueden amenazar a la gente si ésta se pierde -Gisella miró a Strachan con desafío.

– Estoy seguro de que existe una ley contra la invasión de la intimidad -comentó Strachan-. Después de todo, viene a ser lo mismo.

La atmósfera entre ellos estaba muy tensa. Elspeth frunció el ceño, pues no le agradaba que la atención de Strachan estuviera fija en la atractiva joven inglesa, a pesar de que él parecía más hostil que encantado.

– Será mejor que vayamos a cenar -se dirigió al lord, ignorando a Gisella y a Neil. Le tomó del brazo y tiró de él de forma posesiva.

Neil estaba igualmente ansioso por alejar a Gisella de Strachan. Podía sentir el enfado de ella y sabía que era capaz de cualquier cosa cuando estaba de ese humor.

– Permite que te presente a los Baird -dijo y la cogió por el codo con firmeza.

De forma involuntaria, Gisella y Strachan se miraron mientras eran separados como perros enfrascados en una pelea. Lo absurdo de la situación iluminó los ojos de ambos con diversión. Durante unos segundos sonrieron y compartieron lo gracioso de la situación. Ya habían reído juntos en otra ocasión y Gisella experimentó la misma sensación.

Al instante siguiente, las sonrisas se desvanecieron. Gisella inclinó la barbilla y Strachan apartó la mirada. Ambos se alejaron al mismo tiempo.

Capítulo 7

Gisella todavía estaba de mal humor cuando más tarde Meg y Neil la dejaron en la cabaña. La impasibilidad de Strachan ante sus encantos la había puesto furiosa. ¡Todo el esfuerzo que había hecho para vestirse con discreción e impresionarlo había sido una pérdida de tiempo! No lo había cautivado en lo más mínimo.

Era verdad que ella se había enfadado; sin embargo, él podía haber demostrado algún interés…

Decidió que entraría en el Castillo Kilnacroish, sólo para demostrarle a Strachan McLeod que no la derrotaría con tanta facilidad.

A pesar de lo frustrante del encuentro con el lord, la fiesta le había proporcionado algo en qué pensar. Sentía curiosidad por el misterio que rodeaba sus asuntos financieros, y también deseaba saber por qué le desagradaban tanto los periodistas.

Todos sus esfuerzos por averiguar algo sobre él durante la fiesta habían sido en vano, puesto que nunca había conocido personas más discretas. La gente de la localidad era la fuente de información más obvia, pero como no hacían comentarios, tendría que buscar en otro sitio.

A la mañana siguiente, llamó por teléfono al encargado de la biblioteca de su antiguo trabajo. Era un viejo amigo y después de intercambiar saludos, ella le preguntó si podría buscarle alguna noticia sobre Kilnacroish.

– No tengo mucha información para continuar, -confesó-. Quizá ni siquiera fue una gran noticia, pero si salió algo en los periódicos, debió de ser hace unos diez años o tal vez más.

Sabía que aunque la noticia hubiera sido pequeña, si había algo, Jeff lo encontraría. La biblioteca guardaba recortes de los periódicos más importantes, archivados cuidadosamente por temas y nombres. El encargado tenía la habilidad de proporcionar información sobre los temas más oscuros. Prometió enviarle por correo todo lo que encontrara y Gisella le dio las gracias antes de colgar.

Se sentó con la mano en el teléfono y planeó su siguiente movimiento. Meg la había presentado a una mujer importante, una tal señora Mclnnes, que le pareció la cotilla de la localidad.

La señora Mclnnes estaba relacionada con todo y conocía a todos, por lo que la joven la escuchó con atención cuando habló acerca de una recepción que planeaba hacer para ayudar a una de las obras de caridad locales. Gracias al «querido Strachan», se llevaría a cabo en el vestíbulo grande del Castillo Kilnacroish.

– A la gente le encantan los sitios históricos -había comentado la señora-. El Castillo Kilnacroish resulta siempre muy popular, puesto que tiene una atmósfera muy especial.

Al notar el interés de Gisella, la señora Mclnnes le contó todo sobre la recepción e incluso sobre los problemas que tenía el comité para encontrar camareras para el evento.

– Las jóvenes piensan que se les debe pagar una fortuna por salir en una noche fría. ¡Deberían agradecer el trabajo!

– Creo que conozco a alguien que podría trabajar como camarera -comentó Gisella de inmediato-. ¿Por qué no me da su número de teléfono para que pueda llamarle?

Era una oportunidad demasiado buena para perderla. Miró el número que le dio la señora Mclnnes. Era el de la señora Forbes.

– Anime a su amiga para que llame -le había pedido la señora Mclnnes-. Nos falta personal y la recepción es la próxima semana. No sé lo que haremos si no podemos encontrar a más personas.

Gisella levantó el auricular. Era buena para fingir otra identidad y a la señora Forbes nunca se le había ocurrido pensar que Mary Cameron de Kirkcaldy, no era quien decía ser: una joven que necesitaba ganar dinero. Su interlocutora estaba muy contenta por haber encontrado a otra camarera y no hizo muchas preguntas. Gisella sintió alivio cuando le dijo que no era necesario hacer una entrevista.

– Preséntate en el castillo el próximo miércoles, a las seis -indicó la señora-, y pregunta por mí. Lleva un vestido negro, si puedes. Nosotros te proporcionaremos un delantal cuando llegues allí.

La joven se preguntó cuál sería la reacción general si se presentara con el vestido negro que había llevado a la fiesta, pero decidió ponerse algo más sencillo, así que en su siguiente visita a Crieston, se compró un vestido negro adecuado.

El miércoles por la tarde se rió al ver su imagen reflejada en el espejo. Nunca había usado una ropa tan pasada de moda y cuando se puso la peluca de rizos castaños y las gafas de Neil que había logrado que le prestara Meg, estaba irreconocible.

Seguramente lograría lo que se proponía, pensó. Nadie se fijaría en ella mientras sirviera las copas en el intermedio y cuando todos regresaran al concierto, tendría una oportunidad para apartarse unos minutos.

No, no podía salir mal, se dijo. Metió el plano del castillo en su bolso y se puso unas botas. Tendría que ir andando, pues no podía llegar en un coche deportivo rojo.

Más tarde, mientras esperaba con el delantal puesto a que terminara la primera parte del concierto, pensó que todo estaba resultando demasiado fácil. Habían colocado una plataforma en el vestíbulo, para el cuarteto, y la audiencia sin duda se estaba quedando helada en esas sillas plegables.

Gisella se alegró de que la recepción se llevara a cabo en el salón, donde los leños ardían en la enorme chimenea. Miró la habitación con interés. ¡Podría ser encantadora! Las paredes de madera le daban un aire acogedor que le faltaba al vestíbulo. Con las cortinas gruesas de terciopelo cerradas y sólo el fuego de la chimenea como iluminación, casi no se notaba el desgaste de la alfombra y el mal estado del techo.

De las paredes colgaban retratos con marcos dorados. Gisella decidió que era fácil comprender de quien había heredado Strachan su expresión ceñuda. Los personajes de las pinturas la miraban de una manera desaprobadora que le resultaba familiar. Ella les hizo una mueca, antes de volverse para estudiar la pintura que estaba encima de la chimenea.

– Ese es un Rembrandt -comentó la señora Forbes a su espalda-. Es una lástima que la colección se haya tenido que vender. Sin embargo, Strachan ha hecho un gran trabajo, si se toma en consideración…

Gisella deseó preguntar qué era lo que se tenía que tomar en consideración, pero en ese momento se escucharon los aplausos en el vestíbulo, por lo que la señora Forbes añadió:

– Ya vienen hacia aquí.

La joven se puso las gafas de Neil cuando la gente empezó a entrar en el salón en busca de una bebida. Las gafas le distorsionaban la visión terriblemente y tuvo que entrecerrar los ojos para ver por dónde iba.

Le habían entregado dos bandejas con canapés para que los repartiera y ella mantuvo la mirada baja, como si fuera tímida. Había mucha gente pero, como ella había imaginado, nadie se distrajo en mirar otra cosa que no fuera la comida.

A través de las gafas de Neil, Gisella reconoció a algunas personas que habían asistido a la fiesta de Ellen, a pesar de que las veía borrosa. Descubrió a la señora Mclnnes en el otro extremo del salón y decidió evitarla a toda costa.

No había señales de Strachan, pero Elspeth estaba allí, con expresión contenta y un hermoso vestido rojo. Charlaba con un hombre a quien Gisella reconoció como William Ross, de acuerdo con las fotografías que había visto.

La joven lo observó con frialdad. Durante los últimos días había logrado averiguar bastante sobre las actividades de Ross, por supuesto, mucho más de lo que él desearía que se supiera.

Esa noche Ross aparentaba ser un buen ciudadano, pero Gisella lo conocía mejor. Los Donald no eran los únicos perjudicados por su manera de hacer negocios. El día anterior, había hablado con una pareja que tenía dos niños pequeños que de pronto se había quedado sin hogar. Al día siguiente, había quedado citada con uno de sus ex empleados y esperaba que le diera más información sobre los métodos poco éticos de Ross en los negocios.

Se escuchó un murmullo junto a la puerta y Gisella apartó la atención de William Ross. Para aquellos que nunca lo habían visto, el tamaño de Bran los impresionaba mucho, pero ella sólo podía mirar al hombre que estaba junto al perro.

Strachan era todo un lord esa noche. Llevaba puesta una falda escocesa con un espléndido morral y una chaqueta corta y oscura con los botones de plata. Llevaba una daga atada a la pantorrilla, encima de las gruesas medias. Con ese traje tradicional, tenía una apariencia inflexible y vigorosa y el corazón de Gisella comenzó a latir con mayor rapidez.

Él se encontraba junto a los músicos cuando la señora Forbes se acercó a él con una copa de vino en su mano. Gisella trató de esconderse entre la gente, pero la señora, que estaba buscando una camarera, la vio y llamó:

– ¡Mary!

La joven se aproximó y mantuvo la mirada baja mientras ofrecía el contenido de su bandeja.

– Tome una salchicha -murmuró. Lo único que pudo ver de Strachan fue su mano cuando él tomó una y se estremeció al recordar lo que había sentido cuando esa mano le vendó el pie.

– Gracias… ¿Mary? Te llamas Mary, ¿no es así? -preguntó él.

Nadie se había fijado en ella; todos se habían contentado con tomar algo y continuar su charla.

Gisella asintió y empezó a alejarse, pero Strachan continuó hablando.

– Me parece muy encomiable de tu parte el haber venido a trabajar en una noche tan fría.

– Es por una buena causa -murmuró ella, con acento de Kirkcaldy.

– ¿Has venido desde muy lejos?

– No, no en realidad.

¿Por qué no se callaría?

– ¿De dónde eres?

– De Kirkcaldy -murmuró la joven con la mirada baja. No podía mirarlo directamente, puesto que estaba segura de que la reconocería.

– ¿Kirkcaldy? -preguntó Strachan. Gisella estaba segura de que él se estaba divirtiendo a su costa-. Estás muy lejos de casa. ¿Qué haces aquí?

Por un momento terrible, la mente de Gisella quedó en blanco. Fijó la mirada en los canapés de salchicha y sintió pánico. ¿Qué podía decir que estaba haciendo?

– Mi novio es de por aquí -murmuró al fin, y agradeció que un músico llamara a Strachan en ese momento, para que no pudiera hacerle más preguntas embarazosas.

– Es una buena chica, pero muy tímida -murmuró la señora Forbes, mientras ella se alejaba.

Mientras se abría paso entre la multitud, Gisella empezó a notar las miradas curiosas y las sonrisas de los invitados, por lo que miró por encima de su hombro y vio que Bran la estaba siguiendo moviendo la cola.

Gisella sintió temor, pero continuó ofreciendo las copas, con el enorme perro siguiéndola. ¡Bran no podía haber encontrado una manera mejor para atraer la atención hacia ella! La gente no dejaba de hacer comentarios sobre el animal y le preguntaba a la joven si sabía que la seguía un amigo.

– Creo que está siguiendo los canapés de salchicha -respondió ella con una sonrisa y maldijo a Bran en silencio-. ¡Vete! -murmuró cuando se acercó a la mesa, pero el perro la acarició con su nariz negra y fría.

Gisella no se atrevió a mirar a su alrededor para saber si Strachan había notado el comportamiento extraño de su perro. Recogió más platos y se preparó para hacer otro recorrido. Bran parecía tener la intención de seguirla de nuevo, por lo que ella le ordenó:

– ¡Vete con otro! -habló entre dientes y trató de apartarlo, lo cual fue un error, ya que el animal pensó de inmediato que intentaba jugar con él y ladró con entusiasmo-. ¡Oh, bien hecho! -murmuró ella con sarcasmo. Todos dejaron de hablar para volverse a mirarlos.

La joven trató de aparentar desconcierto por la atención del perro y se mezcló entre la multitud, antes de que Strachan tuviera oportunidad de verla.

– ¡Aquí, Bran!

Gisella vio que Elspeth chasqueaba los dedos al perro, mientras declaraba lo bien que se le daban los animales.

– Me gustan mucho los perros; son buenos jueces del carácter, ¿no os parece? Nunca se puede engañar a un perro. Bran es más inteligente que la mayoría, ¿no es así, Bran?

Gisella la observó mientras continuaba el recorrido con los platos. Era obvio que Elspeth trataba de impresionar a la gente con el hecho de que conocía muy bien al perro de Strachan. Gisella se alegró cuando notó que Bran se negaba a responder a su llamada y Elspeth se vio forzada a acercarse al animal, sostenerlo por el collar y acariciarlo.

– ¿Estás preocupado por el próximo fin de semana? -preguntó con voz aguda y tonta-. Tranquilo, ¡te devolveré a Strachan de nuevo! -de forma casual, dejó caer el comentario de que el lord y ella iban a irse juntos-. Bran es demasiado grande para llevárnoslo, por lo que se quedará para cuidar el castillo.

Gisella la miró con desagrado. Era obvio que Elspeth quería dar la impresión de que ella y Strachan salían juntos. La señora Mclnnes pidió a todos que regresaran al vestíbulo para la segunda mitad del concierto y la gente empezó a moverse con lentitud, pues no deseaban alejarse del calor de la chimenea. Strachan estaba junto a la puerta y chasqueó los dedos para llamar a Bran, que de inmediato se separó de Elspeth y corrió a su lado. La joven siguió al perro y se colocó junto al lord.

Gisella les dio la espalda para que no pudieran verle el rostro y se ocupó en recoger las copas. Ahora que todos se habían ido del salón, las camareras se relajaron y empezaron a charlar entre sí, por lo que a Gisella no le resultó difícil alejarse sin ser notada.

Delante del salón había una antesala y Gisella se detuvo allí para quitarse las gafas y orientarse con el plano del castillo. Si el dibujo era correcto, la escalera de piedra la llevaría a la galería, y al final de ella encontraría la escalera que comunicaba con la torre.

El cuarteto mantenía ocupados a todos en el vestíbulo y las camareras descansaban. Era el momento apropiado. Aspiró profundamente, subió por las escaleras y recorrió la galería que se extendía sobre parte del vestíbulo. Gisella se mantuvo en las sombras, pegada a la pared.

La escalera que comunicaba con la torre se encontraba oculta detrás de una puerta de roble y el corazón de Gisella empezó a latir con mayor rapidez cuando puso la mano en el picaporte. De pronto, su corazón casi se detuvo al escuchar una voz que la aterrorizó.

– ¿Nunca te das por vencida? -preguntó Strachan con exasperación.

Ella se apoyó en la puerta y colocó una mano en su cuello. Su corazón latía con tanta fuerza que apenas si podía hablar.

– Me ha asustado -logró decir.

– Creía que había dejado muy claro que no deseaba que husmearas en mi castillo.

– No sé lo que quiere decir -murmuró Gisella y habló como Mary Cameron-. Estoy haciendo una revisión para ver si hay copas aquí arriba…

– No te molestes en hablar con ese estúpido acento, Gisella. Sé perfectamente quién eres.

– ¿Cómo lo has adivinado? -preguntó ella dándose por vencida.

– Te reconocería de cualquier manera -suspiró él-. ¡Incluso con esa ridícula peluca! ¡Tu estilo es inconfundible!

– Estoy segura de que de no haber sido por Bran no te habrías dado cuenta -dijo ella-. Los perros deben estar en las perreras para que no importunen a las camareras. Me he sentido ridícula mientras me seguía de esa manera.

– Si te pones un disfraz tan ridículo como el que llevas ahora, debes estar preparada para sentirte ridícula -comentó Strachan-. Reconozco que nunca pensé verte con algo que no estuviera de moda -la miró con desdén-. Debes de estar desesperada por subir a la torre si te has atrevido a ponerte ese vestido. Te sienta fatal.

Gisella apretó los puños.

– Creía que te gustaba la ropa anticuada -señaló.

– En ti, no -él extendió la mano y le quitó la peluca, por lo que el cabello rubio cayó sobre su rostro-. ¿Por qué eres tan terca? -preguntó con irritación, pero su voz tenía un tono diferente-. Estoy trastornado desde que te vi, con tu cabello dorado y tus ojos grises.

Dejó caer la peluca al suelo y deslizó los dedos entre el cabello. Después de un silencio, añadió:

– Representas todo lo que detesto en una mujer, Gisella -habló en voz baja-. Estoy deseando que te marches y dejes de importunarme, sin embargo, no puedo dejar de pensar en ti. Pienso en tu forma de reír, en cómo levantas la barbilla cuando estás enfadada, y en ocasiones incluso me olvido de que eres periodista, aunque no por mucho tiempo.

Él se encontraba muy cerca, y el corazón de Gisella latía con tanta fuerza que apenas si le permitía respirar. Sus ojos estaban fijos en los botones de plata de su chaqueta.

Strachan preguntó con voz baja y profunda:

– ¿Alguna vez te olvidas de tu historia, Gisella?

– En ocasiones -murmuró ella.

Él se acercó más y por instinto ella trató de dar un paso hacia atrás, pero se encontró atrapada contra la puerta de roble. Las partes de hierro se clavaron en su espalda. Abajo, el cuarteto terminó una pieza y les llegó el eco de los aplausos.

– Estoy seguro de que no la olvidas por mucho tiempo -comentó el lord con voz suave y ella percibió amargura y frustración en su voz. Strachan levantó la otra mano, le alzó la cara y la miró fijamente-. Eres periodista cien por cien, ¿no es así, Gisella?

– Sólo en ocasiones -murmuró ella de nuevo.

El rostro de Strachan estaba en penumbra y ella no podía apartar la mirada de su boca. Estaba asustada por el deseo que palpitaba entre ellos. ¿Lo estaría leyendo en sus ojos? ¿Notaría que ella sentía una gran necesidad de abrazarlo, de explorar su boca, de sentir sus manos sobre su cuerpo?

– ¡Maldición! -murmuró Strachan y sus dedos se tensaron contra la mejilla de ella-. ¿Por qué tienes que ser como eres? -inclinó la cabeza y la besó.

Cuando sintió la caricia de sus labios, el deseo ardiente se extendió por las venas de Gisella y la hizo gemir. Nunca hubiera imaginado que la simple caricia de una boca pudiera ser tan electrizante. Sus labios tibios se rindieron bajo los de él.

De pronto olvidó que había jurado conseguir lo máximo de él. La Torre Candle y el artículo sin terminar se desvanecieron de su mente y todo se convirtió en una incontenible pasión. Se olvidó de todo, menos de sus caricias. Era como si eso fuera lo único que deseaba desde que lo vio por primera vez.

Cuando los besos se hicieron más apasionados, las manos de Strachan se deslizaron con sensualidad por su cuerpo y ella sintió que se ahogaba. Se estremeció ante la urgencia de las caricias, tocó el rostro de él con los dedos y saboreó su textura, mientras los labios de él se apartaban de los suyos y formaban una hilera de besos hasta la oreja.

– Gisella -Strachan enterró el rostro en su cuello y aspiró la fragancia de su piel, murmurando su nombre con desesperación.

La joven movió la cabeza hacia atrás y se estremeció de deseo. Cuando la boca de Strachan encontró la de ella de nuevo, sus besos tenían una desesperación salvaje. En cualquier momento, la realidad regresaría, tendrían que separarse y la antigua rivalidad renacería entre ellos.

En silencio, Gisella pidió que no renaciera ese antagonismo, pero era demasiado tarde. Strachan se apartó, pero sus labios y manos la acariciaron hasta el último momento. Al fin se apartó por completo y la dejó apoyada contra la puerta. La miró y ella se volvió hacia el otro lado, incapaz de soportar el desdén en sus ojos. Sólo se oía el sonido de sus respiraciones agitadas y las notas distantes del cuarteto.

Gisella temblaba. Ansiaba sentir de nuevo esos brazos a su alrededor, pero Strachan había dado un paso hacia atrás.

– Gisella… -murmuró con voz ronca.

No pudo continuar hablando porque en ese momento apareció Elspeth al final de las escaleras. Los miró con inseguridad.

– ¿Strachan? -preguntó cuando se acercó a ellos. Sus zapatos de tacón alto golpeteaban el suelo de madera-. ¿Hay algún problema?

– No -respondió él con voz cortante y maldijo entre dientes-. Será mejor que te vayas -le indicó a Gisella, con el mismo tono abrupto, y ella asintió.

Se inclinó para recoger la peluca del suelo y pasó a su lado sin decir palabra, con la cabeza en alto. Ni siquiera prestó atención a la presencia de Elspeth.

– ¿Qué hace ella aquí? -preguntó Elspeth, con tono de sospecha-. ¿Por qué lleva puesto ese vestido?

Strachan no respondió. Sus ojos estaban fijos en Gisella que se alejaba por la galería.

Después de un silencio, Elspeth añadió:

– Has desaparecido durante tanto tiempo, que me he preguntado si te habría sucedido algo malo.

– Nada importante -respondió él.

Cuando ya estaba en la escalera, Gisella sintió que las rodillas le temblaban y se sentó en los escalones. Apoyó la mejilla contra la pared fría de piedra.

Nada importante… ¿Eso era lo que ella significaba para él?

Se sentía estremecer, como si él todavía la estuviera besando. ¿Acaso él no había sentido la misma pasión, la misma necesidad desesperada, el mismo placer?, se preguntó.

Cerró los ojos. Era demasiado tarde para negar la verdad. Estaba enamorada de Strachan, lo había amado y deseado desde el primer momento, a pesar de que había tratado con desesperación que él le resultara desagradable.

Recordó las palabras de Meg: «Cuando te enamores, será de pronto y de la persona que menos esperes».

Sin embargo, Strachan no la amaba. El beso no había significado nada para él. Gisella sintió una desolación muy grande. Tenía que marcharse.

Afuera estaba muy oscuro y el viento frío soplaba por encima de los árboles. La música del cuarteto flotaba en la noche. Gisella levantó el cuello de su abrigo y empezó a caminar por el sendero, con la cabeza baja.

¡Qué confiada estaba esa tarde al llegar allí! ¡Qué decidida a no permitir que Strachan se saliera con la suya!

Ella nunca se había enamorado de esa manera, nunca había experimentado ese anhelo, ese deseo de sentir sus caricias y de ver su sonrisa. Estaba enamorada de un hombre que la desdeñaba, que le había dicho que ella representaba todo lo que él detestaba.

«¿Por qué tienes que ser como eres?», le había preguntado y ella no había sabido qué responder. Sólo sabía que así era ella y no podía cambiar. No podía convertirse en una joven del campo agradable y sumisa. Si eso era lo que Strachan deseaba, ella se tendría que ir.

Capítulo 8

Cuando Gisella llegó a la cabaña, se sentía muy cansada, pero sabía que no iba a poder dormir. Se sentó y escribió el artículo sobre Isobel y la Torre Candle, como si hubiera pasado la noche allí. Ya no podía molestar más a Strachan.

Al día siguiente, enviaría el artículo por fax a Yvonne y ataría los cabos sueltos de la historia de William Ross. Entonces podría marcharse. Ese pensamiento la entristeció, a pesar de que sabía que quedarse sería peor. No podría soportar estar cerca de Strachan sabiendo que la despreciaba.

El taller tipográfico de Crieston tenía un fax y Gisella envió a Yvonne la historia a primera hora de la mañana siguiente. Nunca había escrito un artículo tan insulso, pero al fin estaba terminado. Ahora, sólo quedaba pendiente el asunto de William Ross.

Estaba citada con el ex empleado de Ross en la cafetería, a las diez y media. De nuevo era día de mercado y el pueblo estaba lleno de gente. Como todavía quedaba una hora para la cita, decidió recorrer la calle principal mirando los escaparates pero lo único que veía era el rostro de Strachan: sus cejas gruesas, sus ojos azules, la potente sensualidad de su boca.

Si una cabeza oscura se volvía en la multitud, el corazón de Gisella daba un vuelco, y cada vez que veía una chaqueta como la de él, temía, anhelada y se preguntaba si volvería a verlo.

– Hola.

Gisella miró a su alrededor, hasta que reconoció a la señora Robertson, el ama de llaves del lord.

– Oh, hola -saludó la joven.

– Los jueves te encuentras con todo el mundo en Crieston -comentó la señora con satisfacción-. Me ha parecido que era usted.

Gisella se sorprendió de que la reconociera, puesto que sólo había visto a la señora Robertson una vez en el castillo. No obstante, era obvio que el ama de llaves sabía con exactitud quién era ella.

– Alisa Donald, una pariente mía, me ha contado lo amable que ha sido con ella -explicó-. Lo han pasado muy mal desde el accidente de Archie, y ahora este asunto de la casa. No sé lo que habría sido de ellos si usted no les hubiera ofrecido su ayuda -la estudió con gesto de aprobación-. Por aquí apreciamos mucho a Alisa y a Archie, por lo que si puede ayudarlos, todos se lo agradeceremos.

– Estoy haciendo todo lo que puedo -aseguró la joven. Al intuir que la señora Robertson estaba a punto de darle las gracias, cambió el tema de inmediato-. ¿Está haciendo sus compras?

– Se me ha ocurrido darme una vuelta por aquí hoy que tengo oportunidad -confesó la mujer mayor-. Por lo general a esa hora estoy en el castillo, pero el señor McLeod ha salido de viaje, así que puedo llegar un poco más tarde.

– ¿Ha salido de viaje? -preguntó Gisella en un susurro.

– Oh, sólo por unos días -explicó la señora en tono confidencial-. Se ha ido con Elspeth Drummond. Llevaba mucho tiempo intentando convencerlo. Lo que le gustaría es que se casara con ella. Siempre viene con alguna excusa y me dice lo que le gusta tomar con el té al señor McLeod -manifestó su indignación-. A mí, que llevo trabajando diez años para él. No necesito que esa señorita me diga lo que debo hacer.

Resultaba claro que a la señora Robertson no le agradaba Elspeth. Si Gisella no se hubiera sentido tan triste se habría alegrado, pero en ese momento sólo podía pensar en que Strachan se había ido con otra mujer. Recordó los comentarios de Elspeth en la velada musical acerca de que iba a pasar el fin de semana con Strachan, pero en aquel momento no lo tomó en serio. Ahora, se impresionó al comprender lo mucho que eso le dolía.

La señora Robertson añadió:

– Por supuesto, él regresará a tiempo para el baile, no se preocupe por eso.

– ¿Qué baile? -se forzó a preguntar Gisella.

– Todos los años un día antes de San Andrés, el lord organiza un baile en el castillo Kilnacroish para la gente de la localidad -explicó con orgullo el ama de llaves-. Lo llamamos baile, pero más bien es una fiesta. Todos beben, bailan y cantan canciones antiguas. Es una buena diversión, cuando uno está aburrido del invierno y aún falta mucho para la Navidad. Debería venir.

– Quizá ya no esté aquí -respondió la joven, pensando que a Strachan no le agradaría verla y que ella no soportaría ver a Elspeth actuar como anfitriona.

– Alisa Donald me ha dicho que usted pensaba quedarse a vivir aquí durante unos meses.

– Sí, pero… -¿cómo explicar que tendría que irse para salvar lo que le quedaba de orgullo y tratar de rehacer su vida?-. He cambiado de opinión.

– Ah, bueno, supongo que los periodistas siempre tienen que ir en busca de historias interesantes -comentó la señora Robertson con filosofía y se inclinó para recoger su canasta-. Sin embargo, espero que se quede hasta después del baile. A todos nos gustaría verla allí, después de lo que ha hecho por los Donald.

Mientras conducía hacia la cabaña, Gisella se consoló pensando que no había desperdiciado del todo su estancia allí. El ex-empleado de Ross resultó ser una mina de información útil, y como había sido despedido sin motivo, estaba ansioso por ayudar a desenmascarar a su ex-jefe. Después de entrevistarse con él, Gisella fue al Echo a ver a Iain Douglas. quien le prometió que publicaría la historia en primera página la semana siguiente.

Cuando entró en la cabaña, la correspondencia estaba sobre la alfombra. Recogió un sobre grande con sello de Londres. Al abrirlo, descubrió que estaba lleno de recortes de periódico. Jeff había encontrado más de lo que ella esperaba.

Antes de tener oportunidad de revisar los recortes de periódico, el teléfono sonó. Era Yvonne y estaba furiosa.

– No pensarás qué voy a darte las gracias por el artículo que me has enviado por fax, Gisella, porque está fatal. No puedo publicar eso, después de la publicidad que le hemos dado. Es tan interesante como un folleto de hotel, y ni siquiera describes la Torre Candle. ¡Eso era lo más importante! Parece que ni siquiera has estado allí.

– No -confesó la joven, demasiado cansada para reñir-. No he estado en la torre.

– ¡Me desilusionas, Gisella! -exclamó su amiga-. Me prometiste que ésta sería la mejor historia de todas. Nunca hubiera pensado que no conseguirías entrar en un castillo. ¡Después de todo, no es el Kremlin!

– Lo he intentado…

– Bueno, pues tendrás que intentarlo de nuevo -de pronto, Yvonne cambió de tono-. Eres muy buena reportera, Gisella. Sé que puedes hacerlo. Vuelve a intentarlo. Hemos estado dando publicidad a esta serie y quedaríamos en ridículo si no presentamos lo que hemos prometido. Estoy segura de que no necesito recordarte cuántas revistas han quebrado este año.

– No -Gisella suspiró-. Tampoco necesitas recordarme lo difícil que es encontrar trabajo cuando uno es independiente.

– Recuerda que no es sólo tu carrera lo que está en juego -dijo Yvonne volviendo a su chantaje emocional-. El editor está buscando excusas para deshacerse de la gente en este momento…

Gisella tensó los dedos alrededor del auricular, hasta que los nudillos se pusieron blancos.

– De acuerdo, Yvonne -dijo sin ánimo-. Escribiré de nuevo el artículo.

– ¿Tratarás de pasar una noche en la torre?

– Haré lo que pueda -prometió y colgó el auricular. Suspiró. Deseaba no haber tenido nunca noticias sobre lady Isobel y su amante.

Sacó los recortes que le había enviado Jeff y los extendió sobre la mesa. Leyó los encabezados:

MCLEOD NIEGA LOS CARGOS DE FRAUDE

MCLEOD BAJO INVESTIGACIÓN

ATAQUE SEVERO POR EL HIJO DE MCLEOD

MCLEOD OCULTO

ARRESTO INMINENTE

MUERTE MISTERIOSA DE MCLEOD

Los artículos habían aparecido en la prensa durante meses. Empezaron por pequeñas noticias sobre los rumores y llegaron hasta investigaciones a gran escala. Era una historia simple, pero al leer los recortes, Gisella comprendió con claridad por qué había llegado hasta el escándalo.

Robert McLeod era un hombre rico, con intereses en varios negocios. Nadie sabía cuándo había empezado a hundirse su emporio, pero tan pronto se escuchó el primer rumor, la prensa había estado sobre él. Lo habían perseguido e indagado en sus asuntos y las medidas desesperadas que había tomado para salvar sus negocios fueron expuestas como fraude, hasta que todo se desmoronó a su alrededor y quedó en bancarrota. Las autoridades encargadas de investigar el fraude entraron en acción, pero antes de que pudieran hacer un arresto, Robert McLeod murió. Su coche fue encontrado en el fondo de un precipicio. Nadie tuvo nada que ver en eso y no encontraron ningún fallo en los frenos ni en el volante; al final, se dijo que su muerte se había debido a un trágico accidente.

Gisella dejó el último recorte sobre la mesa. Ahora comprendía por qué Strachan odiaba tanto a los periodistas. Aunque su padre fuera culpable, como parecía, la forma en que lo había acosado la prensa era difícil de perdonar. Los ataques habían sido virulentos, parecía como si disfrutaran su caída y la pérdida del estilo de vida que llevaba. El Daily Examiner había sido su crítico más severo; ahora entendía por qué Strachan se había enfurecido cuando ella comentó que había trabajado para ese periódico. ¡Con razón se había mostrado tan desconfiado!

Leyó de nuevo el recorte que relataba el funeral y vio una fotografía de Strachan. En ese entonces tenía veinticinco años, según el artículo. El periodista demostraba cierta satisfacción al explicar que el joven había quedado con deudas enormes y que las circunstancias misteriosas de la muerte de su padre invalidaban las pólizas de seguro. La propiedad Kilnacroish había sido utilizada para apoyar el emporio en bancarrota y era probable que fuera vendida. El reportero añadía que la prometida de Strachan había roto el compromiso tan pronto se había enterado de la desgracia de su padre.

Gisella sintió una punzada al pensar en lo mucho que debía haber sufrido Strachan. Huérfano, rechazado por su prometida, aplastado por las deudas y una herencia devastada… ¿cómo había sobrevivido a esos días oscuros?, se preguntó.

Comprendió la amargura que él sentía hacia los periodistas y las mujeres desleales. ¿Qué motivo le había dado ella para que pensara que era diferente? Lo había molestado igual que todas las demás. Por supuesto, él la despreciaba.

La joven se dedicó a trabajar y el domingo por la noche el artículo sobre William Ross estaba terminado. ¿Pensaría Strachan que estaba persiguiendo a Ross de la misma manera en que otros periodistas lo habían hecho con su padre? Se sintió tentada a abandonar todo el asunto, pero pensó en los Donald. No podía fallarles. Strachan no podía tener peor opinión sobre ella de la que ya tenía, y Ross merecía ser desenmascarado.

Al terminar, Gisella decidió salir a caminar para aclararse la mente, por lo que se puso una chaqueta.

Había perdido la noción del tiempo mientras escribía, y ahora se percató de que ya era tarde y lloviznaba.

Caminó absorta en sus pensamientos y de pronto se encontró a mitad del sendero hacia el castillo. Se detuvo un momento, pero siguió adelante al recordar que Strachan no estaba.

La llovizna pronto se convirtió en lluvia y cuando llegó al castillo, Gisella estaba empapada. Todo estaba a oscuras pero decidió rodear la construcción para ver la Torre Candle y cuando levantó la vista hacia ella, se quedó sin aliento.

Una vela ardía en la ventana.

Pensando que era producto de su imaginación, se frotó los ojos y miró de nuevo, pero la luz de la vela continuaba allí, en la torre oscura.

Gisella la observó con incredulidad. Siempre encontraba una explicación racional para cada una de las historias que escribía. Creía que la leyenda de la vela que ardía debía haberse originado debido a algún reflejo o un truco de luz, pero no había duda de que eso era una vela.

La contempló fascinada y, sin darse cuenta de lo que hacía, caminó hacia el castillo. Se detuvo junto a la puerta lateral y dudó un momento. ¡No podía entrar allí de esa manera! Desde ese ángulo no podía ver la luz de la vela y dio unos pasos atrás, hasta verla de nuevo.

– Si la puerta está abierta, entraré -murmuró para sí. Al poner la mano en el picaporte, tenía la esperanza de que estuviera cerrada con llave. Sin embargo, parecía que Strachan pensaba que en el castillo no había nada de valor que pudieran robarle, puesto que la puerta se abrió.

Llegó hasta el vestíbulo principal, donde las armaduras brillaban en la oscuridad y la escalera grande serpenteaba hasta la galería, que estaba entre sombras. Se dirigió hacia los escalones como si soñara. Su corazón latía con fuerza, pero no sentía miedo.

Estuvo a punto de gritar cuando una sombra grande se acercó a ella, pero pronto se dio cuenta de que era Bran.

– ¡Bran! -le permitió lamerle la mano-. ¡Qué clase de perro guardián eres! Se supone que debes espantar a los intrusos, no darles la bienvenida -lo acarició con afecto y sintió consuelo al tenerlo por compañía-. Pobrecito. Elspeth no te ha querido tener cerca durante el fin de semana.

Supuso que Strachan había hecho arreglos para que alguien alimentara y atendiera al perro. Los dos subieron por las escaleras y caminaron por la galería. El can se detuvo ante la puerta de roble, indicando que no iría más adelante, por lo que Gisella murmuró:

– ¡Cobarde!

Se sintió tentada a quedarse junto a Bran, pero el recuerdo de la vela encendida la hizo continuar y abrir la puerta. Empezó a subir por la escalera de caracol. Los escalones estaban muy usados y se preguntó cuántas personas habrían subido por ellos. Al llegar al final de la escalera, se detuvo un momento para recuperar el aliento. Estaba muy oscuro, pero sus ojos ya se habían acostumbrado a la escasa iluminación.

En la entrada de la habitación había un biombo, quizá para detener las corrientes de aire. La joven se mordió el labio y se preguntó qué habría detrás de él. Por supuesto, no creía en fantasmas. Seguramente sólo encontraría una habitación vacía con una vela que ardía en la ventana.

Decidió que ya no podía dar marcha atrás, así que aspiró profundamente y apartó el biombo para entrar. Se encontró en una habitación grande con tres ventanas angostas sobre la pared curva. Las contraventanas estaban cerradas, pero se podía escuchar el gemido del viento y la lluvia que golpeaba los cristales.

Recorrió la habitación con la mirada y descubrió una cama con dosel. No era posible que la hubieran subido por las escaleras, pensó y se acercó, pero su chaqueta se enganchó en el biombo, que se balanceó e hizo ruido.

En ese momento se escuchó un gemido en la cama y la lámpara que estaba en la mesita de noche se encendió.

Strachan McLeod había rodado hacia un costado y tenía un brazo extendido hacia la lámpara. Se quedó inmóvil al ver a Gisella, que estaba junto al biombo, con los ojos grises muy abiertos debido a la impresión.

Durante un momento, se quedaron mirándose en silencio.

– He visto la vela -ella fue la primera en hablar. No podía pensar con claridad.

– ¿La vela?

– Había una vela encendida en la ventana.

– ¡Ahí no hay nada! -él la miró como si estuviera loca.

– ¡Estaba ahí! -aseguró Gisella-. ¡La he visto! -se acercó a la ventana y abrió las contraventanas, pero no encontró nada. Ni siquiera olía a cera derretida. Se volvió despacio hacia Strachan-. La he visto.

Él la observaba. Tenía el pecho desnudo y la expresión de su rostro era extraña, pero no dijo nada.

Gisella pasó saliva. En ese momento comprendió la magnitud de sus actos. Había entrado en su casa sin permiso y había invadido su dormitorio, interrumpiendo su sueño.

– Creía que no estabas -explicó con voz tenue.

– Decidí no ir -informó él.

– ¡Oh!

– No deseaba pasar el fin de semana con Elspeth y sus amigos -en lugar de estar enfadado, parecía que se disculpaba.

– ¡Oh! -dijo ella de nuevo, consciente de lo absurdo de la situación.

Estaban hablando con cortesía, mientras él estaba desnudo en su cama y ella chorreaba agua sobre el suelo de madera.

– Estás mojada -observó él al fin.

– Está lloviendo -respondió la joven y se tocó el cabello.

– Quítate la chaqueta -Strachan señaló una silla-. Hay una toalla allí. Tráela y siéntate aquí -dio golpecitos en el borde de la cama.

– Pero…

– No discutas, Gisella. Ya que te has tomado tantas molestias para venir, puedes quedarte. ¡No tengo la intención de levantarme de la cama para llevarte a tu casa bajo la lluvia!

– No puedo quedarme -murmuró ella.

– ¿Qué? -fingió sorpresa-. ¡Creía que eso era lo que deseabas hacer y que por eso me molestabas! ¿Acaso vas a decirme que ahora que has logrado lo que querías, vas a desperdiciar la oportunidad?

– No debería estar aquí -susurró Gisella-. Me dijiste que no querías que viniera.

– Te dije muchas cosas que en realidad no quería decir. Ahora, ven aquí.

La joven caminó muy despacio, como en un sueño, y se sentó en el borde de la cama. Strachan extendió el brazo para coger la toalla y ella se la entregó, obediente. El le secó el rostro, como si fuera una niña pequeña, y después le frotó el cabello, hasta que ella protestó.

– ¿Qué hacías afuera, bajo la lluvia? -preguntó Strachan con exasperación-. Estás empapada.

– Pensaba.

– ¿En qué? -le tocó el cabello para comprobar si ya estaba seco.

– En todo lo que te he molestado -Gisella fijó la mirada en sus manos-. He averiguado por qué odias tanto a los periodistas. Antes no lo sabía. Lo siento. De haberlo sabido, no te hubiera molestado de la forma en que lo hice.

– Entonces yo no habría descubierto que no es posible aborrecer a todos los periodistas, en particular cuando tienen los ojos grises y una sonrisa que ilumina todo a su alrededor…

Strachan no hizo movimiento alguno para tocarla, pero ella notó que la miraba y levantó la cabeza, despacio, para mirarlo. La expresión que vio en sus ojos hizo que su corazón diera un vuelco.

Después de una pausa, él añadió:

– Desde el miércoles estoy intentando convencerme de que es posible. Y aunque me digo que sólo te interesas en tu artículo, que eres demasiado sofisticada, que no me gustas, no sirve de nada -hizo una pausa y sonrió-. Sabía que si te tocaba, estaría perdido. Me esforcé mucho por no ceder ante la tentación, pero estabas allí, con esa mirada desafiante e irresistible.

– Pensé que me despreciabas -dijo ella.

– Pensé que tú me despreciabas -respondió él y le tomó la mano-. Después de habernos besado el miércoles, supuse que no podías odiarme tanto, a pesar de todo.

Gisella cerró los dedos sobre los de él.

– No te odiaba. Creo que nunca te he odiado aunque lo he intentado, al igual que tú.

– Parece que no hemos hecho muy buen trabajo al intentar rechazarnos mutuamente.

– No -respondió ella.

Strachan se inclinó hacia adelante y le tomó el rostro entre las manos.

– Eres preciosa, Gisella. Desde que te besé, he deseado besarte de nuevo. ¿Te molesta si lo hago ahora?

– No -murmuró ella y cerró los ojos cuando él la besó. Sintió una gran felicidad y entreabrió los labios, saboreando la dulzura y la promesa del beso.

– ¿Vas a quedarte, Gisella? -preguntó Strachan contra su cuello y ella asintió con un movimiento de cabeza pues estaba demasiado emocionada para poder hablar.

Se puso de pie y él observó en silencio cómo se quitaba la ropa. Cuando quedó desnuda ante él, la mirada de Strachan aceleró su pulso.

Él levantó la sábana, en una muda invitación, y ella se tumbó a su lado. Parecía muy natural estar acostada allí con él, como si la vela la hubiera llevado hasta ese lugar.

Durante un largo momento permanecieron tumbados mirándose a los ojos, sin tocarse. Después Strachan le rozó la mejilla y luego se inclinó sobre ella y la besó de nuevo. La joven se tensó en sus brazos y lo abrazó por el cuello. Su piel se estremeció por el tormento exquisito de las caricias de su amado.

Cuando los labios de Strachan se apartaron de los de ella y trazaron una hilera de besos hacia su cuello, ella se estremeció de placer.

Él le tomó la mano y le besó la palma, antes de que su boca iniciara una ardiente exploración por el brazo, la curva del hombro y la clavícula.

Gisella sintió como si se hundiera en una marea de sensaciones.

Se abandonó a la boca de Strachan, a sus manos y caricias.

Él murmuró contra sus senos:

– ¡Gisella! He soñado con esto tantas veces que no puedo creer que en realidad estés aquí, en mis brazos. Es como un sueño, despertar y encontrarte aquí, poder abrazarte, tocarte, sentirte… -la acarició con manos y labios, rodeó sus senos, hasta que encontró los pezones y jugueteó con ellos.

Los dedos de Gisella se tensaron en los hombros de él cuando los besos descendieron con lentitud y ella murmuró su nombre con desesperación. Su cuerpo palpitaba de necesidad.

– Todavía no -murmuró él a su oído.

Continuó explorando, decidido a acariciar cada centímetro de su piel, a descubrir cada curva y a despertar su pasión. Pero cuando su propia necesidad fue incontrolable, le besó los labios una vez más y la poseyó con pasión.

– ¡Por favor, Strachan!

Se movieron como uno solo, pero el deseo no desapareció, sino que fue en aumento, hasta que la sensación se volvió tan intensa que casi resultó dolorosa. Unidos por la pasión, llegaron juntos al éxtasis y se estremecieron sin control. Luego se abrazaron y, de forma gradual, sus respiraciones se fueron haciendo más lentas hasta que despertaron a la realidad, maravillados.

Capítulo 9

Gisella casi se olvidó de respirar. En el último momento, suspiró profundamente y abrió los ojos.

Strachan estaba encima de ella, con el rostro hundido en su cuello, y ella lo abrazaba y le besaba la oreja.

Lo sintió sonreír al rodar y llevarla consigo. Sin soltarse y sonriendo, se miraron a los ojos, mientras su pulso se calmaba y su respiración volvía a la normalidad.

– He cambiado de opinión respecto a lady Isobel -dijo él con voz suave, cuando pudo hablar-. Tal vez no fue tan mala, después de todo. De no haber sido por ella, no estarías aquí ahora.

– No -abrazada por él, sintiendo su calor, la joven se preguntó si alguna vez se había sentido más feliz-. De verdad que he visto la vela, Strachan. Ha sido como si me invitara a entrar.

– Alguien debía saber que yo estaba durmiendo aquí y soñaba contigo -le besó los labios una vez más, pero ahora, la urgencia había desaparecido y sus besos eran suaves y lentos-. Nunca he creído que hubiera fantasmas en el castillo. Es extraño que seas tú quien haya visto la vela. Pensé que te interesaba esclarecer la leyenda.

– Así es -confesó Gisella y apoyó la cabeza en el hombro de él-. ¡Mi artículo se ha venido abajo! -sintió que Strachan se estremecía por la risa cuando le relató cómo la había presionado Yvonne-. Por eso insistí tanto. Intenté explicarle lo difícil que era tratar contigo, pero aseguró que su revista corría el riesgo de desaparecer si yo no lograba entrar aquí.

– Bueno, aquí estás. Ya no podrá decir que no has dormido en la Habitación Candle cuando reciba tu nuevo artículo -Strachan sonrió.

– Pero… ¿no te importa que escriba el artículo?

– Ya no -le acarició el cabello-. Ya he sentido bastante odio hacia los periodistas. ¿Por qué no vas a poder escribir tu historia? No daña a nadie.

– Cualquiera habría reaccionado como tú -dijo ella con voz suave-. Debes de haberte sentido muy solo.

– Sí -la abrazó con más fuerza al recordar-. Cuando mi padre murió, sentí que también él me abandonaba. Estaba comprometido para casarme cuando eso sucedió. ¿Lo sabías?

Gisella asintió con la cabeza. Él añadió:

– Se llamaba Fay. Era muy guapa y deseaba casarse con el heredero de Kilnacroish, pero un terrateniente sin dinero y con una familia en desgracia era algo muy diferente. Después de eso, no quise saber nada de las mujeres, hasta que llegaste tú, Gisella. Representabas todo lo que yo detestaba, sin embargo, me enamoré.

– ¿Qué hay sobre Elspeth? -preguntó la joven, sin poder evitarlo-. ¡Parece que hacia ella sí te sentías inclinado!

– ¿Elspeth? -Strachan se encogió de hombros, un poco incómodo-. En lo que a mí respecta, sólo es una amiga; pero últimamente me visita con frecuencia. He tratado de desanimarla, pero no puedo evitar encontrarme con ella el día de mercado o en las fiestas.

– No es desanimarla el aceptar pasar con ella un fin de semana -opinó Gisella-. La señora Robertson me ha dicho que os habíais ido juntos.

– A la señora Robertson le gusta mucho chismorrear -señaló Strachan-. Elspeth me invita muchas veces a sus fiestas pero yo siempre pongo excusas. Hace meses me preguntó cuándo podría acompañarla, por lo que tuve que ceder y sugerir este fin de semana. La semana pasada pensé que si me marchaba me distraería y no pensaría en ti, pero en el último momento la he llamado y la he dicho que no iría. No deseaba pasar todo un fin de semana con los Drummond y sus amigos y sin poder verter a ti.

– Pensé que estabas enamorado de ella -confesó la joven-. Ella se comporta como si fuera tu novia. Sólo tienes que ver la forma en que te siguió la otra noche hasta la galería.

– Me enfurecí con ella porque nos había interrumpido -dijo Strachan-. Me puse tan furioso con ella como conmigo mismo por haberte besado. Me sentía perdido.

– ¿Por eso le dijiste que estabas haciendo algo sin importancia?

– Sólo quería sacarla de la galería. No habría tardado mucho en adivinar lo que estábamos haciendo, y yo sabía que si me quedaba cerca de ti, terminaría besándote de nuevo, sin importar quién nos viera.

– ¿De esta manera? -preguntó ella y le acarició la boca con los labios.

– Así -corrigió él y le dio un beso prolongado.

– Pensé que no tenía nada que hacer contra Elspeth -confesó Gisella-. Ella es muy adecuada para ti.

– Bran no lo cree así -respondió Strachan y le acarició la cadera con gesto posesivo-. No le gusta Elspeth. En realidad, no le gusta ninguna mujer. Por eso me sorprendí tanto cuando se mostró tan cariñoso contigo. Él se dio cuenta antes que yo de que eras la mujer indicada para mí.

– No siempre he sido así -señaló ella-. Antes era reportera, y creo que de las buenas. Escribí historias que pensé necesitaban ser contadas, pero hace unos meses me di cuenta de que ya estaba cansada de escribir sobre la corrupción y la incompetencia. Ya no hago trabajo de investigación.

– Alguien tiene que hacerlo -dijo él y la atrajo más hacia él-. Tenías razón. Yo estaba resentido con los periodistas por la manera en que trataron a mi padre, pero la realidad es que él tuvo la culpa. Se arruinó y arruinó a Kilnacroish.

– ¿Tuviste que luchar mucho?

– Tuve que trabajar duro -corrigió él-. Me di cuenta de quiénes eran mis verdaderos amigos y sobreviví. Me entristece ver el castillo en ruinas, pero no lo venderé. Éste es mi hogar.

– ¿Podrás arreglarlo alguna vez? -preguntó la joven.

– Eso espero. Ahora que las aguas han vuelto a su cauce, estoy pensando en varias formas de ganar dinero extra. Deseo poner un centro de deportes al aire libre, pero estoy en espera del permiso -suspiró-. Si se niegan a otorgármelo, volveré a estar igual que al principio.

– ¿Por qué no habrían de dártelo? -preguntó ella-. A mí me parece una buena idea.

– La tierra de por aquí es reserva ecológica. No desean que la gente construya -Strachan frunció el ceño y le acarició el cabello-. Sin embargo, eso no me preocupa en este momento. Aunque el castillo se viniera abajo, no me importaría si tú estuvieras conmigo -su expresión cambió y se puso serio-. Nada me importa si estás conmigo, Gisella. ¿Te quedarás?

– Siempre que me desees -prometió ella.

– ¿Para siempre? ¿Te quedarás para siempre?

– Sí.

– ¿Quieres decir que te casarás conmigo? ¿Estás dispuesta a vivir en un castillo en ruinas, sin calefacción y con goteras?

– Sí -respondió ella y rió feliz-, siempre que prometas mantenerme cálida.

Strachan la abrazó con fuerza.

– ¡Será un placer! -murmuró, antes de que sus labios se encontraran. Al principio el beso fue tierno pero en un momento cambió y volvió a encenderse la pasión. Se unieron de nuevo y saborearon la gloria una vez más.

A la mañana siguiente, Strachan preparó pan tostado y café para el desayuno en la amplia cocina. Gisella se sentó ante la antigua mesa de pino y lo observó con ojos brillantes. Esa noche de amor y poco sueño la había dejado en un estado de euforia.

El sol brillaba. La joven miró a su alrededor con ojos nuevos, como si el mundo hubiera cambiado.

Strachan colocó el café en la mesa y comentó:

– No es exactamente una cocina elegante, ¿verdad?

– No -acordó ella y sonrió.

– En realidad no te ofrezco un gran hogar -la miró-. Hay humedad, frío… ¿estás segura de que no deseas cambiar de opinión?

– No -respondió ella y negó con la cabeza-. Además, le prometí a Bran que me quedaría.

– Entonces, ¿te casarás conmigo y vendrás a vivir aquí?

– Sí -respondió Gisella-. Viviré en cualquier sitio contigo.

– ¿Te he dicho ya cuánto te quiero, Gisella?

– ¡Creo que no me lo has dicho!

– Bueno, te quiero -se inclinó y la besó-. ¿Tú me quieres?

– Sabes que te quiero -respondió ella.

Después del desayuno, Strachan decidió salir para ver el ganado.

– Ese ganado que tanto te asustó -le recordó.

– ¡No necesita ser atendido… esos animales saben cuidarse solos! -opinó la joven.

Tenía planeado ir a Crieston y mostrar a Iain Douglas la historia sobre William Ross. Cuando Strachan ofreció llevarla a la cabaña para que allí tomara su coche, ella negó con la cabeza.

– Me gustaría ir dando un paseo -indicó-. Hace un día muy bueno.

– ¿Volverás luego? -preguntó él y le tomó el rostro entre las manos.

– Vendré a prepararte la cena -prometió ella y sonrió.

Strachan la abrazó para darle un beso de despedida. Ninguno de los dos deseaba alejarse del otro.

– Debo irme -dijo Gisella, pero no protestó cuando él la besó de nuevo.

Salieron al prado. Absortos en sus besos, no notaron que un coche se acercaba. Cuando ya estaba cerca. Se separaron sorprendidos.

La señora Mclnnes asomó la cabeza por la ventana del coche, con los ojos brillantes.

– Vengo a decirte todo lo que ganamos el último miércoles, Strachan -declaró-, pero veo que interrumpo… -le sonrió a Gisella, quien se ruborizó y dijo de inmediato:

– Ya me iba. Te veré más tarde, Strachan -supuso que la señora Mclnnes correría la noticia y que a la hora de comer todo el mundo sabría que había pasado la noche en el castillo.

Al llegar a Crieston, se dirigió a la oficina de Iain Douglas para entregarle su artículo.

– ¿Qué te ha sucedido? -preguntó el editor con expresión divertida mientras revisaba el escrito-. ¡Estás radiante!

– Me alegran los días soleados -respondió la joven. Había acordado con Strachan que no hablarían de su compromiso por el momento-. ¿Qué opinas de mi artículo?

– ¡Es estupendo! -la felicitó él-. Escribes muy bien y la historia sobre Ross es muy interesante. Se va a formar un gran alboroto cuando aparezca el jueves en primera plana -parecía satisfecho-. ¡Todo el mundo va a comprar el Echo.

– Espero que ayude a los Donald -dijo ella.

– Los ayudará -aseguró Iain-. Se formará tal alboroto cuando la gente se entere de que Ross pretende dejar sin hogar a una pareja de ancianos para construir un lujoso centro recreativo, que las autoridades no le otorgarán el permiso.

Al salir del periódico y bajar por la escalera, Gisella tropezó con Alan Wates. Cuando le miró para disculparse, vio que Elspeth Drummond lo acompañaba.

– Hola -saludó con una sonrisa. Ahora que sabía que no tenía por qué sentir celos de la joven rica, le resultaba fácil ser simpática. Incluso, sentía lástima por ella.

Elspeth murmuró un saludo, como si le desagradara ver el rostro radiante de la periodista. Alan también parecía molesto.

Gisella se dirigió hacia su coche y se dijo que lo único que le importaba era que Strachan la amaba.

Durante los siguientes días, escribió de nuevo el artículo para Yvonne, sentada en la Torre Candle.

Cuando lo terminó se dio cuenta de que era uno de los mejores artículos que había escrito.

– Estaba segura de que podías hacerlo, Gisella -dijo Yvonne con júbilo cuando le llamó para darle las gracias-. Incluso el editor ha comentado que es muy bueno. Ese castillo parece un lugar fantástico. No me sorprende que el dueño no desee compartirlo… debe de ser agradable tener un lugar así para uno solo.

– Lo es -respondió Gisella.

Por fin tenía libertad para explorar el castillo. Se había sentido atraída hacia él desde la primera vez que lo había visto, y esa sensación fue en aumento mientras recorría las habitaciones. Era un lugar incómodo para vivir, pero ella se sentía encantada.

Strachan la llevó a recorrer la propiedad y ella no le temió más al ganado pues se sentía protegida por su amado y por Bran.

– No puedo trabajar cuando estás cerca -confesó el lord con severidad fingida-. Me distraes demasiado.

Por la noche encendían la chimenea de la biblioteca y planeaban el futuro. Strachan se sentaba en el sillón y Gisella en el suelo, para apoyar la cabeza en sus rodillas. Él estaba seguro de que el centro de actividades al aire libre sería un éxito, si lograba conseguir el permiso.

Los proyectos los absorbían. No necesitaban palabras para comunicarse. La joven se sentaba en sus rodillas y se besaban. Por mutuo acuerdo, se ponían de pie y subían las escaleras de piedra, hacia la Torre Candle.

Los días estaban llenos de alegría y las noches de pasión. Se amaban con tal fuerza, que Gisella quedaba sorprendida y estremecida.

Cuando llegó el viernes, ella se había olvidado de su artículo, que debía aparecer en la primera plana del Crieston Echo. Strachan tuvo que ir al pueblo, pero ella se quedó para ayudar a la señora Robertson a hacer los arreglos para el baile de esa noche.

– Me había olvidado del baile -confesó él, cuando se lo recordó la señora.

– Tiene otras cosas en mente -dijo la empleada con indulgencia.

Gisella y la señora Robertson prepararon gran cantidad de comida mientras charlaban.

La mujer mayor le mostró una copia del Crieston Echo y comentó:

– ¡Qué historia! Ese hombre, Ross, no se atreverá a volver a dar la cara por aquí. ¡Usted ha salvado a los Donald! ¡Es una heroína!

Gisella estaba sacando la última bandeja del horno cuando escuchó que llegaba el Land Rover de Strachan. Sin quitarse los guantes, salió al vestíbulo para recibirlo sin que los observara el ama de llaves.

– Hola -saludó y notó una expresión sombría en él-. ¿Qué sucede?

– He comprado el Echo en el pueblo -respondió él con tono amargo-. Supongo que te sentirás orgullosa.

– Bueno, estoy contenta -admitió ella.

– ¿Y has tenido el valor de decirme que estabas cansada del trabajo de investigación? ¿Es esa la única mentira que me has dicho o acaso hay más?

– ¡Nunca te he mentido! -la joven lo miró sorprendida-. Estoy cansada de escribir esa clase de artículos, pero si has leído éste, comprenderás por qué no podía dejar de escribirlo.

– Nunca podrías dejar pasar una buena historia, ¿no es así, Gisella? ¡No importa lo que tengas que hacer para conseguirla! Aunque no tuviste que hacer demasiado para conseguir esta.

– No fue difícil conseguir la información -respondió ella.

– ¡Lo sé muy bien! ¡El seducir a un pobre tonto es sólo un día de trabajo para ti!

– ¿Seducir…? -repitió Gisella y añadió con enfado-: Sólo hablé por teléfono con William Ross para pedirle sus comentarios, y te aseguro que no lo seducí en absoluto.

– No me refiero a William Ross y lo sabes -señaló Strachan.

– ¿De qué estás hablando?

– De esto -Strachan desdobló el periódico y le mostró la segunda página. «Pueden venirse abajo los planes del lord para construir un centro deportivo», decía el encabezado. Debajo aparecía una fotografía del castillo y una descripción detallada de los planes de Strachan. El artículo aseguraba que la gente estaba en contra de que se utilizara una reserva ecológica para eso.

– ¿Cómo se han enterado de eso? -preguntó la joven, sorprendida.

– Basta de hipocresías -dijo él con amargura.

Hasta ese momento no había visto los nombres que tenía ante sus ojos. «Por Gisella Pryde y Alan Wates».

– ¡Yo no he escrito esto! -exclamó.

– ¡No trates de hacerte la inocente! -respondió Strachan con furia-. Todas esas noches que hemos estado hablando sobre el centro… sólo pensabas en escribir esta historia, ¿no es así?

– ¡Por supuesto que no! Te juro que hay un error. Este artículo no tiene nada que ver conmigo -señaló con desesperación-. No sabía nada del centro antes de que tú me hablaras sobre él.

– No mientas, Gisella. Últimamente has pasado mucho tiempo en la oficina de urbanismo, según me han dicho. ¿Qué mejor lugar para enterarse de estos planes que allí?

– Sí, he estado en esa oficina -confesó ella. Las manos le temblaban-. Trataba de hacer investigaciones sobre los planes de William Ross, respecto a la cabaña de los Donald. ¡Te lo dije!

– ¿Y fue William Ross el motivo por el que ansiabas entrar en mi castillo? Has tenido mucha libertad para revisar mis papeles durante los últimos días -arrojó el periódico contra la pared-. ¡Qué tonto he sido! Si alguien debía saber que no se podía confiar en una periodista, ese debía haber sido yo, pero no… Un cuerpo tibio, unos ojos grises y quedé prendado. ¡Creí cada palabra que dijiste! -la asió por los hombros y la zarandeó con furia-. Durante todo este tiempo he confiado en ti y tú te has reído de mí.

– ¿Cómo te atreves a pensar eso de mí? ¿De verdad piensas que me tomaría la molestia de seducirte sólo por un artículo acerca de un centro deportivo por completo inofensivo? ¡Ni siquiera es una buena historia!

Bran aulló al escuchar los gritos, pero los dos lo ignoraron.

– No importa si es buena o no. Tan pronto como los encargados de otorgar el permiso lean esto, se negaran a dármelo.

– ¡Tonterías! -exclamó ella-. Si fuera una buena historia, la hubieran publicado en primera plana. Está en la segunda página, sólo para llenar espacio -recogió el periódico del suelo-. ¿Por qué iba a molestarme en escribir una historia como ésta? Está mal escrita, no es precisa. Te darás cuenta si la comparas con la que se refiere a William Ross.

– Tal vez la ha escrito Alan Wates, apoyándose en la investigación de la famosa señorita Pryde -sugirió Strachan con enfado.

– Estás decidido a no creerme, ¿no es así? -preguntó la joven con furia-. ¡Después de lo sucedido entre nosotros durante los últimos días, puedes creer esto de mí! ¿Cómo es posible? -estaba a punto de llorar-. Si de verdad me quisieras sabrías de inmediato que no he podido escribir esto, pero no estás dispuesto a olvidar tus viejos prejuicios con tanta facilidad. Es más fácil creer que soy una periodista sin sentimientos, una mujer malvada, que confiar en mí. Si eso es lo que crees, está bien, pero no esperes que me quede hasta que descubras que estás equivocado. ¡Me voy en este momento!

Capítulo 10

Gisella arrojó los guantes con furia y se volvió hacia la puerta, decidida a irse, pero Strachan la detuvo con fuerza.

– ¡Oh, no, no te irás! ¡No me va a abandonar otra prometida públicamente!

– Nadie sabe que estamos comprometidos… que estábamos comprometidos -corrigió ella con voz fría.

– ¡Eso es lo que crees! Pero parece que la señora Robertson y la señora Mclnnes han contado a todo el mundo lo nuestro. Incluso me han felicitado tres personas hoy en el pueblo. Todos vendrán esta noche con la esperanza de verte y te aseguro que te van a ver.

– ¿Por qué no les dices que hemos tenido una discusión? -preguntó ella-. ¡Es la verdad, después de todo!

– No. Todos esperan con ansiedad el baile, y si se enteran de que hemos reñido, se sentirán a disgusto y no se divertirán. Ya han sentido suficiente compasión por mí durante los últimos años por la forma en que me trató Fay, y no les voy a amargar la noche.

– ¡Me parece muy bien que tengas tanta consideración con sus sentimientos! -exclamó la joven-. ¿Qué pasa con los míos?

– ¿Qué sentimientos? Cualquiera que utiliza a un hombre como lo has hecho tú conmigo, no tiene sentimientos.

– ¡Tú eres el que no tiene ningún sentimiento! -exclamó-. ¡Sólo tienes prejuicios! -al fin logró liberar su brazo-. ¿Puedes darme un motivo por el que deba quedarme y ayudarte, después de todas las cosas que me has dicho?

– Me lo debes -dijo él-. Has obtenido lo que deseabas y ahora debes pagar por ello. ¡No se puede decir que no sepas fingir! Le diremos a la gente que no estamos comprometidos, aunque por supuesto no nos creerán. Sólo te pido que te quedes esta noche, después podrás marcharte.

Antes de que Gisella pudiera responder, se oyó un vehículo en el patio.

Strachan miró por la ventana y comentó:

– Es la banda. Vienen para colocar una plataforma. Confío en que tendrás el suficiente sentido común para comportarte frente a los demás como si nada hubiera sucedido.

– No te preocupes -dijo ella y apretó los puños-. Incluso los periodistas sabemos cómo comportarnos, en ocasiones -se quitó el delantal y lo dejó caer en el suelo. Luego se volvió y se dirigió hacia las escaleras-. Termina tú de cocinar.

– ¿A dónde vas? -preguntó Strachan.

– ¿Quieres que aparente que soy tu prometida, no es así? -se detuvo en los primeros escalones-. Subiré a cambiarme.

La Torre Candle seguía igual que siempre. Allí estaba la cama donde habían pasado tantas horas felices. Esa mañana, Strachan la había despertado con besos y caricias. ¿Por qué se había estropeado todo tan pronto?

Lo ayudaría a quedar bien esa noche, pero al día siguiente se iría. Le estaba bien empleado por haberse enamorado de un hombre tan amargado. Comprendió que la ira era su única defensa contra la desolación que amenazaba con envolverla.

Se arregló y luego estudió su imagen en el espejo. Sus ojos brillaban por la emoción contenida. Su vestido era verde y de falda amplia, y dejaba sus hombros al descubierto. Se estremeció de frío, pero no tenía intención de quitárselo y ponerse otro. Se dijo que si su apariencia era inadecuada para un baile local, mejor. ¡Aunque no se quedara, haría que todos la recordaran!

Cuando bajó, la fiesta ya había empezado. Escuchó al acordeonista y la charla de los invitados que llegaban. Gisella se asomó por una ventana superior y vio que el patio estaba lleno de coches. Ahora la gente aparcaba los coches a lo largo del sendero y caminaba en grupos.

Al observar la escena, se sintió desolada. Se había sentido feliz hasta dos horas antes. Ahora, era difícil sentir otra cosa aparte de ira y amargura.

Se detuvo en la parte superior de las escaleras.

Abajo, el amplio vestíbulo estaba lleno de gente. En un extremo, la banda se encontraba sobre una plataforma y sus ocupantes bebían cerveza mientras afinaban los instrumentos.

La señora Robertson le había dicho que era un baile informal, sin embargo, muchos de los hombres vestían falda escocesa. Algunos la llevaban con una camisa y otros de forma más tradicional, con chalecos y chaquetas cortas con botones brillantes.

Gisella buscó entre los invitados hasta que localizó a Strachan. A pesar de su ira, cuando lo vio su corazón dio un vuelco. Se encontraba de pie cerca de la puerta y sonreía mientras saludaba a sus invitados que llegaban. No parecía que su corazón estuviera roto. ¿Acaso había pensado que ella no iba a ser una esposa adecuada y había utilizado el artículo como una excusa para terminar con ella?

Strachan se volvió para señalar a alguien la mesa de las bebidas. Entonces levantó la vista y vio a Gisella, que lo estaba observando. Los que estaban cerca de él volvieron la cabeza para ver lo que miraba con tanto interés. Se hizo un silencio y todos contemplaron a la joven que se encontraba en la escalera.

Gisella tragó saliva. Aspiró profundamente y empezó a bajar en silencio. El lord se abrió paso entre la multitud para recibirla, pero la señora Donald llegó primero.

Cuando la joven terminó de bajar las escaleras, la señora la abrazó.

– No sé cómo agradecérselo Gisella -dijo con gratitud-. El agente nos ha llamado hoy y nos ha dicho que podíamos quedarnos en la cabaña. Un empleado del ayuntamiento vino a visitarnos y nos dijo que habían leído su artículo y que se asegurarían de que no nos pasara nada -la abrazó de nuevo-. Todo gracias a usted. Si no hubiera averiguado lo que se proponía el señor Ross, no sé lo que habríamos hecho.

– Me alegro de que todo haya salido bien -respondió Gisella y la abrazó a su vez.

– Archie también desea darle las gracias -anunció la señora Donald y llamó a su marido.

Archie se acercó en su silla de ruedas y observó a la joven. Después de un momento sonrió y extendió la mano. Era una sonrisa dulce y Gisella sintió lágrimas en los ojos. Siguiendo un impulso, se inclinó y besó la mejilla del anciano.

Un murmullo se escuchó a su alrededor y la charla continuó. Gisella se enderezó y sorprendió a Strachan observándola. Al notar la expresión de sus ojos, comprendió que no la había perdonado y se entristeció más.

– Es una buena mujer -comentó Archie dirigiéndose al lord.

– Lo sé.

– Todos nos hemos puesto muy contentos al conocer la noticia -añadió la señora Donald y sonrió.

Strachan miró a la joven, quien se encontraba de pie a su lado.

– No tenemos planes definitivos -comentó él, pero la señora Donald no se desanimó.

– ¡Entonces ya es hora de que los hagan! -opinó-. Quizá sea una anciana tonta, pero sólo hay que mirarlos para saber que están enamorados.

Mientras recorrían el salón, Gisella y Strachan escucharon casi las mismas palabras. Cada vez que negaban estar comprometidos, recibían miradas cómplices y felicitaciones; Gisella por revelar la forma en que William Ross había tratado a los Donald, y Strachan por sus planes para construir el centro de actividades al aire libre.

– Es una idea maravillosa -comentaron todos. Pronto quedó claro que la mayoría de la gente había leído el artículo y les atraía la idea de poder utilizar ese centro, por lo que no les preocupaba el asunto ecológico. Estaban seguros de que podían confiar en el lord.

Williams Ross no había asistido a la fiesta, pero se encontraban otros miembros del ayuntamiento que felicitaron a Strachan por sus planes.

– Hay mucho apoyo local -le aseguraron-. No debes preocuparte por el permiso para construir. Nos aseguraremos de que todo salga bien.

Era irónico que el artículo que había provocado la ruptura de su compromiso asegurara el éxito del centro. Gisella se preguntó si ese hecho cambiaría la actitud de Strachan, aunque lo dudaba. Él seguía creyendo que ella era capaz de engañarlo y traicionarlo, por lo que no había futuro para ellos.

La joven sonrió una vez más y dejó que fuera el lord quien hablara. No se miraban ni se tocaban. Con seguridad, la tensión que había entre ellos evidenciaba que no había ningún compromiso.

Gisella sintió alivio cuando Meg se acercó y la apartó.

– ¿Qué es lo que todo el mundo dice? -preguntó-. No hago más que oír que Strachan y tú estáis comprometidos. ¡Tenías que habérmelo dicho! ¡Se supone que soy tu amiga!

– No estamos comprometidos -aseguró la joven.

– ¡Todo el mundo dice que lo estáis!

– Pensamos hacerlo -aceptó Gisella-, pero nos dimos cuenta de que sería un terrible error.

– No es un error casarse con alguien de quien se está enamorado -opinó Meg.

– Lo es, cuando no confías en esa persona -señaló Gisella con amargura.

Meg la miró con preocupación.

– ¿Por qué no confías en Strachan? Es obvio que está locamente enamorado de ti.

– Ya no -aseguró la joven-. ¡Él es quien no confía en mí!

– Así es, no confío -dijo Strachan con voz fría al acercarse-. ¿Le has contado a Meg cómo me engañaste?

– ¡No, pero estaba a punto de decirle lo poco razonable que eres! -respondió Gisella, alarmada por la forma traicionera en que habían respondido sus sentidos ante la presencia de él.

– ¡Eso es mejor que ser una periodista testaruda! -replicó él.

Se miraron y la preocupación de Meg se desvaneció cuando vio cómo lo hacían.

– Vamos, vamos, chicos, no os enfadéis -aconsejó-

– Discúlpanos, Meg -pidió Strachan y asió la muñeca de la joven con fuerza-. Gisella y yo tenemos que iniciar el baile.

– ¿Y si no quiero bailar? -preguntó Gisella con enfado.

– Todos esperan que iniciemos el baile. Vamos, finge que te diviertes.

– No me estoy divirtiendo y no puedo bailar contigo. No sé cómo hacerlo.

– Sólo observa lo que hacen los demás -sugirió él e indicó a la banda que empezara a tocar.

La multitud se movió hacia los extremos del salón para dejar espacio libre para el baile.

Gisella se sintió muy sola, mientras los demás buscaban pareja y formaban un grupo.

El anfitrión rió por algo que le comentó una joven que estaba a su izquierda. Gisella sabía que debía charlar con el hombre que tenía a su lado, pero sólo podía pensar en Strachan.

Al fin la banda comenzó a tocar y todos se cogieron de la mano. La joven aspiró profundamente cuando los dedos fuertes de Strachan se cerraron sobre los de ella y trató de concentrarse en el baile.

– ¡Sonríe! -le ordenó él en voz baja, cuando formaron un círculo hacia la izquierda y después hacia la derecha.

– Trato de ver lo que tengo que hacer -murmuró ella con furia-. ¡Has sido tú quien ha querido que yo te acompañara en este baile!

Muy pronto llegó su turno para bailar en el centro del círculo, mientras los demás sonreían y aprobaban. Por fortuna, Gisella tenía un sentido natural del ritmo y le resultó fácil aprender el pas de bas, pero se sintió confundida cuando el círculo se detuvo esperando que ella bailara con cada uno de los hombres, como lo habían hecho las otras jóvenes.

– ¡Concéntrate, Gisella! -siseó Strachan y resolvió su problema cogiéndole las manos y haciéndola girar a su alrededor-. ¿Por qué no has observado a las demás chicas? ¡Ellas no se han quedado de pie mirando a su pareja!

– Tal vez eso se debe a que sus parejas no las han ignorado -respondió ella, antes de que él la soltara y la enviara girando hacia el hombre que se encontraba en el lado opuesto del círculo.

– ¡Y tú hablas de ignorar! -exclamó Strachan, cuando ella ocupó de nuevo su lugar en el círculo, después de bailar con los otros hombres-. Se supone que estás muy contenta pero apenas me has dirigido la palabra -le tomó la mano y giraron una vez más.

– ¡No sabía que tu espalda estaba interesada en escucharme! -replicó ella-. Parece que estás muy ocupado con la morena que tienes a tu lado.

– Sólo trato de ser sociable -murmuró él-. Soy el anfitrión, después de todo. Sería muy extraño si estuviera callado como tú. No pareces una joven que acaba de comprometerse.

– Me pregunto por qué será eso -respondió ella con sarcasmo.

Gisella pensó que ese baile nunca iba a terminar, pero al fin la música se detuvo. Ella se apartó de Strachan cuando una pareja se acercó a felicitarlo. ¡Nunca pensó que podría sentir calor en ese vestíbulo!

– ¡Gisella! -la llamó Iain Douglas-. ¡Qué éxito ha tenido tu historia! Todo el mundo habla de ella. El Echo se agotó en seguida. Va a haber una investigación especial sobre los planes de Ross, como resultado de tu artículo.

– Oh, gracias -respondió Gisella.

– La historia que aparece en la segunda página también ha despertado interés -añadió Iain sin notar la falta de entusiasmo de ella-. A propósito, ¿has visto que al final hemos puesto tu nombre?

– Sí, me lo han enseñado -contestó Gisella-. ¿Por qué lo has hecho, Iain?

– Alan vino a verme y me dijo que querría escribir un artículo. Con franqueza, pensé que tú éxito lo había inquietado, por lo que me alegré cuando me dijo que había decidido aprovechar tu experiencia para trabajar contigo y no contra ti. Dijo que le habías pedido que no apareciera tu nombre, pero él pensó que merecías que se reconociera tu ayuda, por lo que accedí.

¿Por qué habría mentido Alan? Fijó la mirada en sus manos y se preguntó que diría Iain si le comentara el problema que su colaborador había ocasionado. Sin embargo, ¿qué lograría con eso? No era culpa de Iain si Strachan pensaba lo peor de ella.

De pronto, sintió que necesitaba estar a solas. Sonrió y se abrió paso entre la gente hacia la puerta.

Fue un alivio salir y dejar de sonreír. Se apoyó contra la piedra fría y cerró los ojos.

– No pareces muy feliz, para ser una joven que acaba de comprometerse.

Gisella abrió los ojos y se encontró con Elspeth Drummond que la estaba mirando con cierta satisfacción. Vestía una blusa blanca con cuello escarolado y una falda tableada que hacía que el vestido de Gisella pareciera fuera de lugar.

Después de un silencio, Elspeth añadió:

– Sabía que eso no duraría. Quizá Strachan quedó deslumbrado contigo, pero enseguida se ha dado cuenta de que no eres la mujer adecuada para él. Su anterior novia también era una inglesa de ciudad como tú. Él necesita una joven del campo.

– Supongo que como tú -dijo Gisella.

– Sí, como yo -Elspeth se sonrojó-. Estábamos a punto de comprometernos cuando llegaste tú.

– No te creo -replicó Gisella-. Tal vez deseabas que Strachan estuviera enamorado de ti, pero no lo estaba. En cambio, se enamoró de mí.

– Ahora no parece muy enamorado de ti -señaló la joven con enfado-. Fuiste una estúpida por escribir un artículo sobre su centro de actividades al aire libre. A él no le ha gustado que le contaras sus secretos al periódico.

Gisella se abrazó para protegerse del frío.

– No escribí ese artículo. Alguien le dio los detalles sobre el centro a Alan y puso mi nombre -miró a su interlocutora con sospecha y recordó que la había visto entrar con Alan Wates en las oficinas del Echo-. ¿Supongo que no sabes de quién se trata, verdad?

– ¿Yo? ¿Por qué iba a saberlo?

– Conoces a Alan Wates.

– Sin embargo, Strachan nunca me ha hablado sobre sus planes para ese centro -indicó Elspeth con aire de triunfo-. ¡Pregúntaselo, si no me crees!

– Es extraño que él nunca te lo mencionara, si estabais «casi comprometidos» -señaló Gisella-. De cualquier manera, no era necesario que te lo dijera. Sé que venías al castillo constantemente y él nunca lo deja cerrado con llave. Has podido encontrar sus papeles y ver lo que planeaba.

– ¿Y si lo hice? -preguntó Elspeth-. Todo era perfecto hasta que tú llegaste. Strachan se sentía feliz. La otra noche vi que te besaba y me di cuenta que en cuanto pudieras lo atraparías. La señora Mclnnes me contó que habías pasado la noche con él, por lo que llamé a Alan y le dije que tenía información para él, siempre que escribiera tu nombre junto al suyo. Como Strachan odia a los reporteros, pensé que no se necesitaría mucho para convencerlo de que habías entregado esa información al periódico -sonrió al ver la expresión de Gisella-. Al principio, Alan no deseaba firmar contigo, pero estaba tan desesperado por escribir una historia que igualara a la tuya que por fin cedió. Le conté lo que sabía sobre el centro y él hizo el resto.

Gisella apenas si podía creer lo que estaba oyendo.

– ¿No se te ocurrió pensar que estabas poniendo en peligro todos los planes de Strachan? -preguntó-. ¿Como pudiste hacer eso?

– Él hará otros planes. No se me ocurrió otra manera para librarme de ti… y ha funcionado, ¿no es así?

– ¿Qué es lo que ha funcionado? -la voz de Strachan las sobresaltó. Él estaba en la puerta y bloqueaba la luz-. ¿Y bien? -insistió, cuando ninguna de las dos respondió. Su voz sonó peligrosamente calmada y Gisella se preguntó si pensaría que ella estaba actuando de nuevo.

– Fue ella quien le contó a Alan Wates tus planes para el centro -explicó, ya que era evidente que la otra chica no admitiría nada.

Elspeth se asió con fuerza de los brazos de Strachan.

– ¡No lo hice! ¡Ella es la periodista!

De pronto, Gisella perdió el control.

– ¡No, no es cierto! -gritó con amargura y soltó un sollozo.

Horrorizada y avergonzada por su debilidad, se volvió y corrió hacia el prado, sin importarle el frío.

Strachan no intentó detenerla y ella comenzó a llorar al comprender que él creería a Elspeth después de todo.

De pronto, Bran le dio alcance y la detuvo de la falda del vestido.

– ¡Suéltame! -pidió ella, sin dejar de llorar, y tiró sin éxito de su vestido-. ¡Suéltame, Bran!

El perro sólo se echó, sin dejar de morder la prenda, hasta que Strachan llegó a su lado. Al escuchar una orden de su amo, el animal soltó obediente el vestido. Parecía contento con su actuación y movió la cola.

La joven sollozó y dijo:

– ¡Ha roto mi vestido!

Strachan la tomó en sus brazos. Ella puso resistencia, pero él la atrajo hacia sí.

– Te compraré uno nuevo -prometió.

– No podrás pagarlo -Gisella lloró sobre el hombro de él, sin darse cuenta de lo que decía.

– Venderé el castillo. Haré cualquier cosa, si dices que me perdonas -la consoló como si fuera una niña-. ¿Acaso pensabas que creería a Elspeth antes que a ti?

– No me has creído antes -le recordó ella sin dejar de sollozar. Sin embargo, no intentó alejarse de él.

– No podía pensar con claridad -respondió Strachan-. Trata de imaginar lo que he sentido cuando he visto ese artículo con tu nombre. He sentido que se me rompía el corazón. Creía que me habías mentido y que los últimos días no habían significado nada para ti. Debía haber imaginado que no podías haberme hecho eso, a pesar de que parecía lo contrario.

Gisella tenía la cabeza apoyada en el cuello de él y Strachan sintió la humedad de sus lágrimas. Le acarició el cabello y añadió:

– De repente me ha venido todo el odio que sentía hacia los periodistas desde que mi padre murió. También he sentido que había sido engañado y humillado de nuevo.

– Nunca te hubiera hecho eso -aseguró la joven.

Él la abrazó con más fuerza.

– Lo sé, querida. Nunca podré perdonarme todo lo que te he dicho. Me he puesto como un loco, pero cuando te he visto bajar por la escalera esta noche, estabas tan hermosa que me he olvidado de todo. Te habría tomado en mis brazos en ese momento, pero los Donald han llegado primero a tu lado y he recordado que eres una periodista muy dedicada.

Hizo una pausa antes de añadir:

– Lo he pasado fatal frente a toda esa gente y sin poder tocarte. Me he dado cuenta que te necesito, pero cuando te he ido a buscar para aclararlo todo, habías desaparecido y no podía encontrarte. Alguien me ha dicho que habías salido y cuando he llegado a la puerta, he oído a Elspeth que decía que todo había funcionado.

La miró a los ojos y continuó:

– En cuanto me has dicho que había sido ella, me he dado cuenta de que todo tenía sentido, pero te has marchado antes de que pudiera decírtelo. Le he pedido a Bran que te atrapara, mientras me libraba de Elspeth. Sin embargo, siento que te haya roto el vestido.

– No importa -aseguró Gisella. Sintió frío, pero lo ignoró. Strachan la abrazó y su corazón dio un vuelco. Nada más importaba.

Él le tomó la barbilla y le levantó el rostro para que lo mirara a los ojos.

– Me temo que estás atrapada, Gisella -dijo y sonrió al ver la expresión de ella-. Bran no está dispuesto a dejarte ir y yo tampoco. En realidad, ninguno de los dos podemos vivir sin ti.

– Entonces, será mejor que me quede -murmuró la joven y lo abrazó por el cuello.

Strachan la atrajo más y le dio un beso dulce. Todo había quedado aclarado y perdonado. Luego ella apoyó la cabeza contra el hombro de él y suspiró feliz.

– Menos mal que nadie nos ha creído cuando hemos dicho que no estábamos comprometidos -comentó.

– Entonces, vamos a entrar para comunicar a todos lo que en realidad ya saben -sugirió Strachan-. ¿Qué mejor momento para presentar a la futura señora de Kilnacroish? Deseo anunciarlo frente a todo el mundo, para que no puedas cambiar de opinión.

– No querré hacer eso -prometió ella y lo besó. Luego sonrió-. Creo que debo ir a cambiarme el vestido. ¡No vas a presentar a tu prometida con el vestido roto y la cara manchada por las lágrimas!

– No me importa -aseguró él-. Te quiero como eres.

Le cogió la mano, le silbó a Bran y juntos caminaron por el prado hacia el calor, la luz y las risas.

Jessica Hart

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