Joseph Conrad

Nostromo

Título original: Nostromo

Traducción: Juan Mateos de Diego

"so foul a sky clears not without a storm"

Shakespeare

Nota del autor

Nostromo [1] es la novela elaborada con mayores angustias entre las más extensas, que pertenecen al período siguiente a la publicación del volumen de narraciones cortas, intitulado Typhoon.

No quiero decir que llegara entonces a tener conciencia de algún cambio inminente en mi mentalidad o en mi opinión sobre las tareas de mi vida de escritor. Tal vez no ha habido nunca cambio alguno, a no ser en ese algo misterioso y raro que no tiene nada que ver con las teorías del arte; un cambio sutil en la naturaleza de la inspiración, fenómeno del que de ningún modo puede hacérseme responsable. Lo que, a pesar de eso, me puso en algún apuro es que, después de terminar el último relato del volumen Typhoon, me pareció, no sé cómo, haber agotado la materia y que en el mundo no quedaba ya nada de que escribir.

Este humor, extrañamente negativo y perturbador a la vez, se prolongó por algún tiempo; y después, como me ha ocurrido con muchas de mis novelas más largas, se me ofreció la primera sugestión para escribir Nostromo en la forma de una anécdota cogida al vuelo y enteramente desprovista de incidentes de importancia.

El hecho es que en 1875 ó 1876, siendo todavía muy joven, y hallándome en las Indias Occidentales, o más bien en el Golfo de México, pues mis contactos con tierra eran breves, pocos y pasajeros, oí la historia de cierto individuo al que se atribuía haber robado por sí solo toda una gabarra llena de plata en un punto del litoral de Tierra Firme, durante los trastornos de una revolución.

El caso presentaba a primera vista cierto carácter hazañoso. Pero no recogí pormenores, y, no inspirándome especial interés el crimen en cuanto crimen, no era probable que lo conservara en mi memoria. Y en efecto lo olvidé, hasta que, veintiséis o veintisiete años más tarde, acerté a dar con el mismo asunto en un mugriento volumen, cogido al azar a la entrada de una librería de viejo.

Era la biografía de un marinero americano, escrita por él mismo con la ayuda de un periodista. Durante sus viajes, el narrador y héroe de la historia había servido algunos meses a bordo de una goleta, cuyo patrón y dueño era el ladrón del relato oído en los primeros días de mi mocedad. De la identidad del personaje no me cabe la menor duda, porque difícilmente pueden darse dos hazañas de tan singular índole en la misma parte del mundo, y ambas relacionadas con una revolución sudamericana.

El autor de la fechoría había logrado con maña robar una gabarra cargada de barras de plata, abusando, según parece, de la confianza depositada en él por sus amos, que debieron de ser muy poco perspicaces para conocer el carácter de sus dependientes. En la historia del marinero se le describe como un pillo redomado, fullero, estúpidamente feroz, retraído, de ruin aspecto y enteramente indigno del ascendiente que la ocasión de perpetrar aquel robo le había procurado. Lo más curioso es que se jactaba de ello con el mayor descaro.

Solía decir:

– La gente se figura que he ganado una fortuna con esta mi goleta. Pero todo ello no vale nada, ni me importa un comino. De cuando en cuando hago una escapada muy tranquilamente y saco una barra de plata. Necesito enriquecerme poco a poco, ¿comprendes?

Hay además otro lado curioso sobre el modo de pensar del hombre. En cierta ocasión, durante un altercado, el marinero le dijo en son de amenaza:

– ¿Y si se me antojara referir en tierra lo que usted me ha contado acerca de esa plata?

El cínico rufián se quedó tan fresco, y hasta se echó a reír.

– ¡Ah, imbécil! -le respondió-. Si te atreves a decir eso de mí en tierra, recibirás una puñalada por la espalda. No hay en ese puerto hombre, ni mujer, ni muchacho, que no sea amigo mío. Y ¿quién podrá probar que la gabarra no se hundió? Yo no te he dicho dónde está escondida la plata; ¿no es así? Por consiguiente no sabes nada positivo. Supongamos que yo hubiera mentido. Y entonces ¿qué?

Al fin el marinero, disgustado de la sórdida ruindad de aquel ladrón impenitente, desertó de la goleta. El episodio entero ocupa unas tres páginas de su autobiografía. Nada hay que decir respecto a ésta; pero, al repasar su contenido, la curiosa confirmación de las pocas palabras, oídas casualmente en mi primera juventud, evocó los recuerdos de aquella época lejana, cuando todo era tan nuevo, tan sorprendente, tan romántico, tan interesante: retazos de costas extrañas a la luz de las estrellas, sombras de montañas en pleno sol, pasiones de los hombres en la oscuridad, charlas medio olvidadas, semblantes que se ponían tétricos. Quizá, quizá queda todavía en el mundo algo de que escribir.

Con todo, en un principio no descubrí nada de particular en la historia escueta. Un bribón roba una gran cantidad de cierta mercancía preciosa, así lo dice la gente. Podrá ser verdad o mentira, y sea como fuere, no tiene valor en sí mismo. Inventar un relato circunstancial del robo no me seducía, porque mis facultades y dotes de escritor no me llevan por ese camino; ni creo que el asunto valiera la pena. Sólo cuando vislumbré que el ladrón del tesoro no necesitaba ser precisamente un consumado canalla, cabiendo muy bien que poseyera grandes dotes de carácter y que hubiera intervenido como actor y víctima eventual en las tornadizas escenas de una revolución; entonces solamente fue cuando tuve la primera visión vaga de un país que había de convertirse en la provincia de Sulaco con su elevada y sombría Sierra y su brumoso Campo para servir de mudos testigos de acontecimientos ocasionados por las pasiones de hombres incapaces de distinguir claramente el bien del mal.

Tales son en puridad los oscuros orígenes de la novela Nostromo. Desde ese momento, a lo que supongo, quedó decretado que había de existir. Sin embargo, aun entonces vacilé, instigado por las sugestiones del instinto de propia conservación, que me retraía de aventurarme en un viaje largo y penoso a un país lleno de intrigas y revoluciones. Pero no había remedio: tenía que hacerse.

La ejecución del proyecto me llevó la mejor parte de los años 1903 y 1904; no sin bastantes intervalos de renovadas vacilaciones, temiendo perderme en los panoramas cada vez más dilatados que se abrían ante mí, al paso que me adentraba más y más en el conocimiento de la región y sus moradores. A menudo también, cuando creía haber llegado a un punto de parada en la marcha de los enmarañados asuntos de la República, hacía la maleta (hablando en sentido figurado) y escapaba de Sulaco para mudar de aires y escribir algunas páginas de Mirror of the sea.

Mas en general, como he dicho antes, mi permanencia en el Continente de la América Latina, famosa por su hospitalidad, duró cerca de dos años. A mi regreso hallé (para decirlo en el estilo del capitán Gulliver) a toda mi familia sin novedad, a mi mujer muy contenta de ver pasado el enojoso trance, y a mi muchachito muy crecido durante mi ausencia.

La principal autoridad que he utilizado en la historia de Costaguana es, por supuesto, mi venerado amigo, el difunto don José Avellanos, representante acreditado de dicha república cerca de los gobiernos de Inglaterra y España, etc., en su imparcial y elocuente Historia de Cincuenta Años de Desgobierno. Esta obra no se ha publicado nunca -el lector llegará a saber la causa de ello- y en realidad soy yo la única persona del mundo que está enterada de su contenido. Me lo he asimilado en no pocas horas de seria meditación, y espero que mi esmerada fidelidad en exponer la verdad de los hechos ha de merecer confianza. Para mi justificación y para disipar recelos de los futuros lectores, me complazco en indicar que las escasas alusiones históricas no han sido traídas por los cabellos con intención de ostentar mi erudición, en ese punto única; antes bien se citan porque todas y cada una se hallan estrechamente relacionadas con la realidad de los tiempos, y o bien arrojan luz sobre la naturaleza de los sucesos corrientes, o bien ejercen una influencia directa sobre la suerte de las personas que salen en mi relato.

Por lo que a sus historias se refiere, ora pertenezcan aquéllas a la aristocracia o al pueblo, sean hombres o mujeres, latinos o anglosajones, bandidos o políticos, he procurado trazarlas con la serena imparcialidad que me han permitido el calor e ímpetu de mis propias emociones puestas en verdadero conflicto. Al fin y al cabo este libro es también la historia de los conflictos de esas personas. Al lector corresponde decidir el grado de interés que merecen sus actos y los secretos designios de sus corazones, revelados en las duras necesidades de la época. Confieso que para mí esa época lo fue de amistades firmes y hospitalidades que perduran en mi memoria. Cumpliendo un deber de gratitud, debo mencionar aquí a la señora de Gould, "la primera señora de Sulaco", a quien sin riesgo alguno podemos dejar recibiendo los secretos homenajes del doctor Monygham, y a Carlos Gould, el creador idealista de intereses materiales, a quien dejaremos también entregado a su mina, de cuya fascinación no hay escape posible en lo humano.

Acerca de Nostromo, el segundo de los dos personajes, parangonados en un aspecto racial y de clase, uno y otro cautivados por la plata de la Mina de Santo Tomé, me creo obligado a decir algo más.

No he vacilado en hacer que esa figura central fuera un italiano. En primer lugar el supuesto es perfectamente creíble, ya que los italianos hormigueaban a la sazón en la Provincia Occidental, como podrá comprobar todo el que consulte la historia de la América Latina en ese periodo; y en segundo lugar no había otro tipo que pudiera figurar mejor al lado de Giorgio Viola, el garibaldino, el idealista de las viejas revoluciones humanitarias. Por mi parte necesitaba en ese punto un hombre del pueblo, tan despojado como fuera posible de sus convencionalismos de clase y de todos los modos rutinarios de pensar. Y conste que con esto no intento herir de soslayo esos convencionalismos; las razones que a ello me han movido no han sido morales, sino artísticas. Si el mencionado personaje hubiera sido anglosajón, se habría inmiscuido en la política local. Pero Nostromo no aspira a ser un leader en la lucha entablada entre personalidades que se disputan el predominio; no quiere elevarse sobre la masa; está contento con sentirse un poder dentro del pueblo.

Nostromo es principalmente lo que es, porque su carácter me fue sugerido en mi temprana juventud por un marinero mediterráneo. Los que hayan leído ciertas páginas de otra obra mía comprenderán al punto lo que quise significar al decir que Domingo, el padrone del Tremolino, pudo haber sido un Nostromo en determinadas circunstancias. Como quiera que sea, Domingo llegó a comprender a su camarada más joven de una manera perfecta -aun en medio de sus desahogos despectivos. Él y yo estuvimos comprometidos juntos en una aventura un tanto absurda, pero esta circunstancia importa poco. Para el autor de estas líneas es una verdadera satisfacción el pensar que, en los primeros días de su juventud, hubiera en él, a pesar de todo, algo digno de merecer la fidelidad semi-acre de aquel hombre y su adhesión semi-irónica. Muchas expresiones de Nostromo las oí por vez primera en boca de Domingo. Con la mano sobre la caña del timón, y la mirada intrépida registrando el horizonte al amparo de su capucha monacal que le sombreaba el rostro, solía proferir el exordio habitual de su impecable crítica: Vous autres gentilhommes! en un tono cáustico, que resuena todavía en mis oídos. De igual modo que Nostromo: " ¡Ustedes, los hombres finos!" Parecidísimo a Nostromo. Pero Domingo el corso alimentaba cierto orgullo de prosapia, del que Nostromo estaba exento, porque el linaje del último se remonta a un origen mucho más antiguo todavía: es un hombre que lleva tras sí el peso de incontables generaciones, sin parentesco de que ufanarse… Como el pueblo.

En la firmeza con que se adhiere a la tierra, considerada por él como propia herencia, en su imprevisión y generosidad, en la ilimitada largueza con que prodiga sus donativos, en su vanidad viril, en la obscura conciencia de su grandeza y en la fiel adhesión, que tiene en sus impulsos algo de desesperante y desesperado, Nostromo es un hombre del pueblo, la propia fuerza de éste, exenta de envidia; fuerza que, desdeñado el dirigir, gobierna, sin embargo, desde dentro. Años después, cuando se le conoció en su edad provecta como el famoso capitán Fidanza, con arraigo en el país, ocupándose en sus múltiples negocios, seguido de miradas respetuosas en las modernizadas calles de Sulaco, visitando a la viuda del cargador, prestando su asistencia en el pabellón, escuchando en silencio inmóvil los discursos anarquistas en el mitin, el protector enigmático de la nueva agitación revolucionaria, el hombre poseedor de la absoluta confianza de sus jefes, el acaudalado camarada Fidanza que guarda en su pecho el conocimiento de su ruin moral, sigue siendo esencialmente un hombre del pueblo. En su mezcla de amor y desprecio de la vida y en la frenética convicción de haber sido traicionado, de morir víctima de una traición, sin saber apenas por qué ni por parte de quién, continúa siendo del pueblo, su gran hombre indiscutible -con una historia secreta que le es propia y peculiar.

Pláceme citar otra figura de estos agitados tiempos, y es Antonia Avellanos: la "bella Antonia". Si es o no una probable variante de la juventud femenina latino-americana, me abstengo de darlo por indiscutible. Para mí lo es. Aunque colocada siempre un poco en el fondo, junto a su padre (mi venerado amigo), espero, sin embargo, que tenga relieve bastante para hacer comprensible lo que voy a decir. Entre todas las personas que han presenciado conmigo el nacimiento de la República Occidental, ella es la única que ha conservado en mi memoria el aspecto de una vida continuada. Antonia, la aristócrata, y Nostromo, el hombre del pueblo, son los artífices de la nueva era, los verdaderos creadores del nuevo Estado: él por su hazaña legendaria y audaz; ella, como mujer, sencillamente por la fuerza de lo que es, el único ser capaz de inspirar una pasión sincera en el corazón de un frívolo.

Si hay algo que pudiera inducirme a visitar de nuevo a Sulaco (me desagradaría ver todos estos cambios) sería Antonia. Y la verdadera razón de ello -¿por qué no decirlo con franqueza?-, la verdadera razón es que la he modelado sobre mi primer amor. ¡Con qué secreta admiración, nosotros, una banda de talludos escolares, compañeros de sus dos hermanos, con qué sentimiento de propia inferioridad solíamos mirar a esta muchacha, recién salida del colegio, como la portaestandarte de una fe, a la que todos habíamos nacido, pero que ella sola sabía mantener en alto con esperanza inquebrantable! La verdadera Antonia tenía quizás más vehemencia y menor serenidad de ánimo que la de mi relato, pero en materia de patriotismo era una puritana intransigente, sin el más leve tinte de mundanidad en sus ideas. No fui yo el único enamorado de la joven, pero sí el que más a menudo tuvo que oír sus ásperas censuras por mis ligerezas -casi exactamente como el pobre Decoud-,o sufrir el choque de sus austeras y contundentes invectivas. No me comprendía bien del todo…, pero no importa. La tarde que entré, con aire de delincuente entre encogido y provocador, a despedirme por última vez, recibí una sacudida en la mano que hizo dar un salto a mi corazón, y vi una lágrima que me dejó sin aliento. Se ablandó al fin, como si de pronto hubiera comprendido (¡éramos tan niños todavía!) que me ausentaba para no volver, yéndome muy lejos… a un punto tan distante como Sulaco, que yacía desconocido, oculto a nuestros ojos en el oscuro fondo del Golfo Plácido.

He ahí por qué anhelo a veces volver a contemplar a la "bella Antonia" (¿o puede ser a la Otra?) cruzando por el sombrío recinto de la gran catedral, rezando una breve plegaria en la tumba del primer y último cardenal-arzobispo de Sulaco, permaneciendo absorta en filial devoción ante el monumento de don José Avellanos, y dirigiendo una mirada ansiosa, tierna, fiel, al medallón dedicado a la memoria de Martín Decoud, saliendo luego al espacio soleado de la plaza con su austero carruaje y cabeza blanqueada por los años y sinsabores; reliquia de un pasado desprovisto casi de interés para los hombres que aguardan con impaciencia el alborear de nuevas eras y el advenimiento de ulteriores revoluciones.

Pero todo esto no pasa de ser un sueño vanísimo; porque al fin he comprendido perfectamente bien que desde el momento en que exhaló su último aliento el magnífico capataz, el hombre del pueblo, libre al cabo de las inquietudes del amor y de la riqueza, yo no tenía nada ya que hacer en Sulaco.

J.C.

Octubre 1917.

Primera Parte La plata de la mina

Cap ítulo Primero

En la época de la dominación española, y por muchos años después, la ciudad de Sulaco -de cuya antigüedad da testimonio la lujuriante belleza de sus huertos de naranjos- no había tenido nunca más importancia comercial que la de un puerto de cabotaje con un tráfico local, bastante amplio, en pieles de buey y añil. Los pesados galeones de alto bordo usados por los conquistadores, naves cortas y anchas que necesitaban para moverse el empuje de un viento tempestuoso, solían yacer encalmados allí donde los modernos barcos, construidos al estilo de clipers, avanzan con el mero aleteo de sus velas; de ahí que esos galeones hubieran sido ahuyentados de Sulaco por las predominantes calmas de su vasto golfo.

Algunos puertos del globo son de difícil acceso por sus traidores bajíos y arrecifes y por las tempestades de sus costas. Sulaco había hallado un santuario inviolable contra las tentaciones de un mundo comerciante en el augusto silencio del profundo Golfo Plácido, en cuyo fondo quedaba protegido, como dentro de un enorme templo semicircular y sin techumbre, abierto al océano, con sus muros de altas montañas, que ostentan por colgaduras enlutados cortinajes de nubes.

En un lado de esta dilatada curva, en el litoral rectiforme de la República de Costaguana, el último saliente de la sierra costera forma un cabo insignificante, llamado Punta Mala. Esa lengua de tierra no es visible desde el centro del golfo; pero puede divisarse débilmente, como una sombra proyectada en el cielo, la mole de una escarpada colina.

En el lado opuesto flota levemente sobre la clara línea del horizonte algo que parece una mancha aislada de bruma azul. Es la península de Azuera, caos bravío de agudas rocas y pétreos llanos, cortados aquí y allá por simas verticales. Yace a gran distancia mar adentro, presentando el aspecto de un tosco cabezo de piedra, que se extiende desde una costa vestida de verdor en el extremo de una delgada faja de arena, cubierta de densos y espinosos chaparros. Es un lugar de desolada aridez, porque las lluvias ruedan inmediatamente al mar por todas partes, y carece de tierra que produzca una sola hoja de hierba -según se dice-, como si pesara allí el esterilizador influjo de una maldición.

Los pobres, asociando por un vago instinto de consuelo las ideas del mal y de riqueza, os dirán que aquel sitio es fatal a causa de sus vedados tesoros. La gente ordinaria de las cercanías, peones [2] de las estancias, vaqueros de las llanuras costeras, indios mansos que acuden al mercado desde muchas millas con un haz de caña de azúcar o una cesta de maíz para venderlos por unos centavos, saben bien que en la lobreguez de los hondos precipicios, abiertos en las rocosas mesetas de Azuera, se ocultan montones de oro brillante.

La tradición refiere que en lo antiguo perecieron en su busca muchos aventureros. Cuéntase también que en época reciente dos marineros vagabundos -norteamericanos tal vez, y seguramente gringos de cualquier clase- se entendieron con un mozo del país, jugador y gandul, y entre los tres robaron un asno con que llevar un haz de leña, un odre de agua y provisiones bastantes para unos cuantos días. Así equipados, y con revólveres a los cintos, habían partido dispuestos a abrirse camino con los machetes por entre el chaparral espinoso del cuello de la península.

La segunda tarde se vio, por vez primera a lo que recuerdan los nacidos, una espiral de humo (no podía proceder sino de la hoguera del vivaque) erguida verticalmente proyectando su borrosa silueta sobre el cielo encima de un agudo risco que se alzaba sobre el rocoso cabezo. La tripulación de una goleta de cabotaje, que yacía encalmada a tres millas de la costa, la contempló con asombro hasta que anocheció.

Un pescador negro que vivía en una choza solitaria, construida en una caleta de las inmediaciones, había visto partir la expedición y estaba al acecho de alguna señal. Llamó a su mujer, precisamente cuando el sol estaba a punto de ponerse; y los dos observaron el extraño portento con envidia, incredulidad y terror.

Los impíos aventureros no dieron más señales de vida. No se volvió a ver jamás a los marineros, ni al indio, ni al burro robado.

En cuanto al mozo, que era un vecino de Sulaco, su mujer le mandó decir algunas misas; la leyenda popular guarda silencio sobre el pobre cuadrúpedo, y desde luego cabe suponer que, por ser irresponsable, se le permitiría morir; mas por lo que a los dos gringos se refiere, créese que moran en forma de espectros vivos hasta el día de hoy entre las rocas, bajo el fatal hechizo del éxito alcanzado. Sus almas no pueden arrancarse de los cuerpos que informan, y los codiciosos precitos viven condenados a dar guardia al descubierto tesoro. Ahora son ricos, pero padecen hambre y sed. ¡Extraña teoría, elaborada en el espíritu del pueblo bajo de la comarca, a juicio del cual los tozudos fantasmas gringos sufren en su carne, consumida de inedia y abrasada de sed, el castigo de herejes obstinados, mientras que un cristiano se hubiera arrepentido y alcanzado de ese modo el perdón libertador!

Tales son los legendarios moradores de Azuera, guardianes de su riqueza prohibida. Y, volviendo ahora a nuestra descripción, la sombra proyectada sobre el cielo en un lado, con la mancha redonda de bruma azul que borra el brillante borde del horizonte en el otro, marcan los dos puntos extremos del arco que lleva el nombre de Golfo Plácido; denominación que le cuadra a maravilla, porque no hay noticia de que ningún viento tempestuoso haya perturbado jamás la paz de sus aguas.

Al cruzar la línea imaginaria trazada desde Punta Mala hasta Azuera, los barcos, salidos de Europa con destino a Sulaco, pierden al punto las recias brisas del Océano, y son presa de caprichosos vientos que juegan con ellos, a veces por espacio de treinta horas seguidas. Los tripulantes de esos barcos pueden contemplar cómo la mayoría de los días del año el fondo del dormido golfo se llena de una gran masa de inmóviles y opacas nubes.

En las raras mañanas de ambiente despejado, otra sombra cae sobre la tranquila superficie. La claridad del día rompe en lo alto por detrás del colosal y aserrado murallón de la Cordillera, ofreciendo una visión nítidamente perfilada de oscuros picos, que yerguen sus escarpadas vertientes sobre un alto pedestal de bosque, asentado en el borde mismo de la playa. Entre ellos se alza majestuosa sobre el azul la blanca cima del Higuerota. Aglomeraciones desnudas de enormes rocas salpican con manchitas negras el alisado domo de nieve.

Después, cuando el sol meridiano barre del golfo la sombra de las montañas, empiezan las nubes a rodar fuera de los valles más bajos. Envuelven en sombríos jirones las calvas de los precipicios por encima de las fragosas tajaduras, ocultan los picos, humean en fajas tempestuosas al través de las nieves del Higuerota. La Cordillera desaparece de la vista, como si se hubiera disuelto en los grandes cúmulos de vapores grises y negros, que avanzan con lentitud hacia el mar y se diluyen en el transparente aire, a todo lo largo del frente, por efecto del ardiente calor del día. El borde sometido a ese desgaste lucha siempre por llegar al medio del golfo, pero pocas veces lo consigue; el sol se le va comiendo, como dicen los marinos. A no ser que por raro accidente una sombría nube tempestuosa se desprenda del cuerpo principal y cruce la extensión del golfo internándose en el mar del otro lado de Azuera, donde de pronto estalla en llamaradas y estampidos, como siniestro barco pirata del aire, puesto en facha sobre el horizonte para dar batalla al Océano.

Por la noche la mole de nubes, subiendo cada vez más hacia el cenit, sepulta la total extensión del inmóvil golfo en impenetrable oscuridad, pudiéndose oír dentro de ella, ya en una dirección, ya en otra, el comienzo y cese bruscos de recios chubascos. Esas noches encapotadas son famosas entre los marinos a lo largo de toda la costa occidental del gran continente. Cielo, tierra y mar desaparecen juntos del mundo, cuando el Plácido, según suele decirse, se retira a dormir envuelto en su negro poncho. Las pocas estrellas que quedan visibles por la parte del mar, cerca de la línea del horizonte, brillan con tenue resplandor, como dentro de la boca de tenebrosa caverna.

En su vasta lobreguez el marinero no ve el barco que flota debajo de sus pies, ni las velas que aletean sobre su cabeza. El ojo del mismo Dios -añade la gente de mar con irrespetuosidad que toca en sacrilegio- no puede averiguar qué labor ejecuta allí la mano del hombre; y es dable invocar impunemente la ayuda del diablo, porque hasta su malicia seria derrotada por una cerrazón tan impenetrable.

Las márgenes del golfo son escarpadas todo alrededor. Tres isletas inhabitadas, que se bañan en la luz del sol, fuera del velo de nubes, pero casi tocándole, frente a la entrada del puerto de Sulaco, llevan el nombre de "Las Isabelas". Son: la Gran Isabel; la Pequeña Isabel, que es redonda; y la Hermosa, la más pequeña de todas.

Esta última no tiene más que un pie de altura y unos siete pasos de anchura, consistiendo en la calva aplanada de una roca gris, que humea como la ceniza caliente cuando la moja la lluvia, y en la que no es posible fijar la planta desnuda, antes de ponerse el sol, sin abrasarse.

En la Pequeña Isabel, una vieja y astrosa palmera, de tronco grueso y deforme, verdadera bruja de las palmeras, restriega con seco rumor contra la áspera arena un lacio ramillete de hojas muertas. La Gran Isabel tiene una fuente de agua dulce que brota en el verdecido lado de una quebrada. Semejante a una cuña verde esmeralda, de una milla de largo, y tendida sobre el mar, tiene dos árboles frondosos que crecen juntos y proyectan anchurosa sombra al pie de sus lisos troncos. Una barraca, que hiende la isla en toda su longitud, está cubierta de arbustos; y después de presentar una profunda y enmarañada tajadura en el lado más alto, se ensancha en el otro hasta degenerar en una hondonada somera que termina en una pequeña faja de playa arenosa.

Desde ese extremo inferior de la Gran Isabel, el observador puede contemplar directamente el puerto de Sulaco, dirigiendo la mirada por una abertura, distante unas dos millas, tan neta como si la hubieran abierto con una hacha en la superficie regular de la costa.

El puerto es una masa oblonga de agua, que tiene forma de lago. En un lado los cortos espolones vestidos de boscaje y los valles de la Cordillera bajan en ángulo recto hasta la misma costa; y en el otro se abre a la vista la gran llanura de Sulaco, perdiéndose en el misterioso ópalo de las grandes distancias envueltas en árida bruma.

La ciudad misma de Sulaco -conjunto de remates de muros, una gran cúpula, centelleos de miradores blancos en un vasto boscaje de naranjos- yace entre las montañas y la llanura, a cierta distancia, no grande, de su puerto y fuera de la línea directa de la vista desde el mar.

Capítulo II

El único signo de actividad comercial en el interior del puerto, visible desde la playa de la Gran Isabel, era el extremo achatado y rectangular del muelle de madera que de la Compañía Oceánica de Navegación a Vapor (designada familiarmente por la O.S.N.) [3] había tendido sobre la parte menos profunda de la bahía poco después de haber resuelto hacer de Sulaco uno de sus puertos de reparación y aprovisionamiento para la República de Costaguana.

El Estado posee varios puertos en su largo litoral; pero excepto Cayta, que ocupa una posición importante, todos los demás o son obras pequeñas e incómodas en una costa cercada de rocas -como Esmeralda por ejemplo, sesenta millas al sur-, o son simples fondeaderos francos, expuestos a los vientos y agitados por la marejada.

Acaso las mismas condiciones atmosféricas que ahuyentaron de esta región las flotas mercantes de edades pretéritas indujeron a la Compañía O.S.N. a violar el santuario de paz que albergaba la tranquila existencia de Sulaco. Los vientos variables que juguetean con el vasto semicírculo de agua, delimitado por el arranque de la península de Azuera, eran impotentes para sobreponerse a la potente maquinaria de vapor que movía la flota magnífica de la O.S.N.

Año tras año, los negros cascos de sus barcos iban y venían por la costa, entrando y saliendo; pasaban Azuera, Las Isabelas, Punta Mala, y no se cuidaban de nada, fuera de la tiranía del tiempo. Los nombres de esos vapores, que formaban una mitología entera, llegaron a ser familiares en una costa donde jamás habían ejercido su dominio las divinidades del Olimpo. Al Juno se le conocía sobre todo por sus cómodos camarotes de entrepuentes; al Saturno por el genio afable de su capitán y las lujosas pinturas y dorados de su salón; mientras que el Ganímedes estaba habilitado para el transporte de reses, y no admitía pasaje ni para los puertos de la costa. No había en ésta ninguna aldea pobrísima de indios que no conociera familiarmente al Cerbero, vaporcito de poco calado, sin atractivos ni comodidades dignas de citarse, cuya misión era deslizarse por la línea costera, a lo largo de las playas frondosas, bordeando peñascos deformes, haciendo escala obligada ante cada grupo de chozas para recoger productos del país, hasta paquetes de tres libras de caucho, hechos con una envoltura de hierba seca.

Y como los barcos mencionados casi nunca dejaban de conducir a su destino hasta los menores bultos del cargamento, y rara vez perdían una res, y nunca habían ahogado a un sólo pasajero, el nombre de la O.S.N. gozaba de gran crédito y confianza. La gente declaró que sus vidas y haciendas estaban más seguras en el agua al cuidado de la Compañía, que en sus propias casas en tierra.

El superintendente en Sulaco para el servicio de la sección entera de Costaguana estaba muy orgulloso de la reputación que gozaba su Compañía, y solía decir muy a menudo: "Nosotros no cometemos nunca faltas". Esta frase, cuando el jefe hablaba con sus empleados de la Compañía, tomaba la forma de una severa recomendación: "Es preciso no cometer faltas. Aquí no las toleramos, haga Smith lo que quiera allá en su sección del otro extremo."

Smith, a quien en su vida había visto, era el otro superintendente del servicio, que tenía su oficina a mil quinientas millas de Sulaco. "A mí no me mienten ustedes para nada a su Smith."

Luego, calmándose de pronto, abandonaba el asunto con afectada negligencia. "Tanto entiende Smith de este continente como un niño de pecho."

"Nuestro excelente señor Mitchell" para la gente de negocios y el elemento oficial de Sulaco; "Chilindriner Joe" para los capitanes de los barcos de la Compañía; el capitán Mitchell, como nosotros le llamaremos, se jactaba de conocer a fondo a los hombres y las cosas de Costaguana. Entre estas últimas consideraba como la más desfavorable para la marcha regular y ordenada de los negocios de la compañía los frecuentes cambios de gobierno, producidos por revoluciones del tipo militar.

La atmósfera política de la República era, por regla general, tempestuosa en aquellos días. Los patriotas fugitivos del partido derrotado se habían dado maña para volver a presentarse en la costa con un vapor medio cargado de armas cortas y municiones. Semejante facilidad en procurar medios de reanudar la lucha llenaba de asombro al señor Mitchell, que había visto a los derrotados carecer aun de lo necesario en el momento de huir. Por cierto que, según había tenido ocasión de observar, "nunca parecían tener bastante cambio para pagar el pasaje de salida del país".

De estos asuntos relacionados con la fuga de gobiernos y partidos derribados por una revolución podía hablar por experiencia, porque en cierta ocasión memorable se había acudido a él para salvar la vida de un dictador, junto con la de algunos funcionarios de Sulaco -el gobernador, el director de aduanas y el jefe de policía-, al venirse abajo la situación política.

El pobre señor Rivera (tal era el nombre del dictador) había venido caminando a pechugones, día y noche, ochenta millas por caminos de montaña, después de la perdida batalla del Socorro -cosas que, por supuesto, no pudo lograr cabalgando en una mula coja. El animal, para colmo de males, cayó muerto bajo el jinete, al final de la Alameda, donde la banda militar amenizaba a veces las veladas entre revolución y revolución.

– Señor-proseguía refiriendo el capitán Mitchell con solemne gravedad-, la importuna muerte de la bestia atrajo la atención hacia el infortunado que en ella había cabalgado. Sus facciones fueron reconocidas por varios desertores del ejército dictatorial, mezclados con la chusma, ocupada en destrozar las ventanas de la Intendencia.

En las primeras horas de la madrugada de aquel día las autoridades locales de Sulaco habían huido a refugiarse en las oficinas de la Compañía O.S.N., sólido edificio situado en la playa, junto al comienzo del muelle, dejando la ciudad a merced de la turba revolucionaria; y, como el dictador era execrado por el populacho a causa de la severa ley de reclutamiento, que la necesidad le había obligado a imponer durante la lucha, corrió grave riesgo de ser despedazado.

Fue providencial que Nostromo -sujeto de incalculable valía- estuviera allí cerca con algunos trabajadores italianos importados para las obras del Ferrocarril Central Nacional, y con ayuda de éstos logró arrancarle de las iras de la multitud -al menos por entonces. En último término, el capitán Mitchell consiguió trasladarlos a todos en su falúa a uno de los vapores de la Compañía, el Minerva, que precisamente entonces, por piadosa disposición de la fortuna, estaba entrando en el puerto.

Poco antes el superintendente había tenido que descolgar a los mencionados señores con una cuerda por un boquete abierto en la pared posterior del edificio de la Compañía, mientras la multitud, que, saliendo por todas las bocacalles de la ciudad, se había derramado a lo largo de la playa, rugía amenazadora al pie de la fachada. Luego hubo de instarles a que salvaran a todo correr la longitud entera del muelle. Aquello había sido un escape desesperado a vida o muerte. Y de nuevo Nostromo, el valiente entre los valientes, fue quien, a la cabeza ahora de una cuadrilla de cargadores de la Compañía, había defendido el muelle contra las embestidas de la canalla, dando así tiempo a los fugitivos para llegar a la lancha, preparada a recibirlos en el otro extremo con la bandera de la Compañía en popa. Sobre ella llovieron palos, piedras, proyectiles y hasta cuchillos.

El capitán Mitchell mostraba con orgullosa complacencia una larga cicatriz que le cruzaba la oreja izquierda y la sien, reliquia de una herida hecha con la hoja de una navaja de afeitar, sujeta a un palo -arma, según explicaba, muy en boga entre "los negros más criminales de las afueras de la ciudad ".

El señor Mitchell era un tipo grueso, ya entrado en años, que usaba cuellos altos terminados en punta y patillas cortas, aficionado a los chalecos blancos, y hombre de genio en realidad muy comunicativo a pesar de su aire de grave retraimiento.

– Esos señores -refería en tono solemne- tuvieron que correr como conejos, señor. Yo mismo hice lo propio. Hay ciertas clases de muerte que… ¡hum!… son desagradables para un… ¡jem!… para un hombre respetable. A mi también me hubieran hecho trizas. Una turba frenética, señor, no distingue. Después de la Providencia, debimos la vida a mi Capataz de Cargadores, como le llamaban en la ciudad; un hombre que, cuando yo descubrí lo que valía, señor, era sobrecargo de un barco italiano, un enorme barco genovés, de los pocos que arribaron a Sulaco, procedentes de Europa con cargamento general para la compañía constructora del Ferrocarril Central Nacional. Dejó su empleo por causa de unos amigos muy respetables, que aquí se granjeó, paisanos suyos, pero también, a lo que creo, por mejorar de fortuna. Señor, soy bastante perspicaz para conocer caracteres, y le contraté para capataz de cargadores y guarda de muelle. Ese era el empleo que tenía. Pero, a no ser por él, el señor Rivera hubiera sido hombre muerto. Este Nostromo, señor, persona en absoluto irreprochable, llegó a ser terror de todos los malhechores de la ciudad. Estábamos infestados, más que infestados, señor, dominados aquí en aquel tiempo por ladrones y matreros, procedentes de toda la provincia. En esta ocasión habían estado entrando en cuadrillas desde hacía una semana. Olfateaban la caída del gobierno, señor. La mitad de esta turba de asesinos eran bandidos profesionales, que perpetran sus fechorías en el campo, señor; pero ni un solo de ellos ignoraba quién era Nostromo. En cuanto a la gentuza de la ciudad, bastaba para tenerla a raya la vista de las negras patillas y blancos dientes del temido capataz. Temblaban ante él, señor. Ahí tiene usted lo que puede la energía de carácter.

Con toda verdad cabe decir que Nostromo solo fue el que salvó la vida a esos señores. El capitán Mitchell, por su parte, no les abandonó hasta verlos postrados, anhelosos, llenos de exasperado terror, pero enteramente a salvo en los lujosos sofás de terciopelo que adornan el salón de primera clase del Minerva. Hasta el último instante tuvo cuidado de dar al ex dictador el tratamiento de "Su Excelencia".

– Señor, no podía proceder de otro modo. El hombre estaba deshecho, desencajado, lívido, cubierto de sangre y arañazos.

El Minerva no ancló en aquella visita. El superintendente ordenó que zarpara al instante. No se desembarcó ningún cargamento, como puede suponerse; y los pasajeros para Sulaco rehusaron bajar a tierra. Desde cubierta pudieron oír el tiroteo y presenciar el desarrollo de la lucha que tenía lugar al borde mismo del agua.

La turba al verse rechazada, dedicó sus arrestos al asalto de la Aduana, construcción tétrica que parece a medio terminar, con numerosas ventanas, situada a unos doscientos metros de las oficinas de la Compañía Oceánica, y después de éstas el único edificio que se levanta cerca del puerto.

El capitán Mitchell, luego de encargar al capitán del Minerva que desembarcara a "los señores allí refugiados" en el primer puerto hábil de fuera de Costaguana, se volvió a su lancha con ánimo de ver lo que podía hacerse para proteger los intereses de la Compañía. Los bienes de ésta y los del ferrocarril fueron defendidos por los europeos, esto es, por el mismo capitán Mitchell y el cuerpo de ingenieros que construían la vía, ayudados de los trabajadores italianos y vascos, que se agruparon fielmente alrededor de sus jefes.

También los descargadores de la compañía, naturales de la República, se portaron muy bien a las órdenes de su capataz. Era una tropa de ínfima ralea y sangre muy mezclada, abundando en ella los negros, que andando siempre a la greña con los parroquianos de las peores tabernas de la ciudad, acogieron con alegría aquella ocasión de vengar sus personales resentimientos al amparo de tan favorables auspicios. No se contaba entre ellos ninguno que, en tal o cual día, no hubiera visto con terror el revólver de Nostromo apuntándole a la cara a quema ropa, o que en otra cualquier forma no hubiera sido intimidado por la resolución del capataz.

"Era mucho hombre", decían de él, áspero de lengua cuando se enojaba, propasándose a decir verdaderos insultos, incansable en imponer tareas, y que se hacía temer sobre todo por su retraimiento y hosquedad. Pero, con todo eso, aquel día estuvo al frente de ellos en la lucha contra la canalla, allanándose a dirigir advertencias en son de broma, cuándo a uno, cuándo a otro.

Su manera de ejercer el mando fue alentadora y eficaz, pues realmente todo el daño que el populacho logró causar se redujo al incendio de una -una sola- pila de durmientes de la vía, que por estar creosotados ardieren como teas. El principal ataque dirigido contra los cercados del ferrocarril, las oficinas de la O.S.N. y en especial contra la Aduana, un gran tesoro en lingotes de plata, fracasó enteramente. Aun el hotelito, propiedad del viajo Giorgio, que se alzaba aislado entre el puerto y la ciudad, escapó al saqueo y la destrucción, no por un milagro, sino porque los revolucionarios en el primer momento sólo pensaron en perseguir a los fugitivos, y después les faltó la oportunidad a causa de las duras embestidas de Nostromo y sus cargadores.

Cap ítulo III

Nostromo defendió el hotel de Giorgio como si fuera cosa suya. De recién llegado se le había admitido a vivir en la intimidad de la familia del hotelero, que era paisano suyo. El viejo Giorgio Viola, genovés, de cabeza leonina, poblada de blancas greñas -a menudo llamado simplemente "el Garibaldino" (como los mahometanos reciben esta denominación del nombre de su Profeta)-, era, según palabras textuales del capitán Mitchell, el "respetable amigo casado", por cuyo consejo Nostromo había dejado su barco para probar fortuna en las playas de Costaguana.

El viejo, gran despreciador del populacho, como los republicanos austeros de su laya lo son a menudo, no había dado importancia a los ruidos preliminares de la revuelta. Aquel día continuó su acostumbrado trajín por la casa, en zapatillas, refunfuñando entre sí mil denuestos contra la falta de elevados ideales patrióticos del alboroto y encogiéndose de hombros. Al último se vio sorprendido por la embestida de las turbas. Era entonces demasiado tarde para trasladar a otra parte a su familia; y realmente ¿adonde podía huir con la corpulenta signora Teresa y dos muchachas en aquella gran llanura? Así pues, obstruyó con barricadas todas las puertas y ventanas del hotelito y se sentó con austera gravedad en medio del café, puesto a obscuras, con una vieja escopeta sobre las rodillas.

Su mujer se acomodó en otra silla al lado, murmurando piadosas preces a todos los santos del calendario.

El viejo republicano se ufanaba de no creer en los santos, ni en las oraciones, ni en lo que él llamaba "la religión de los curas". La Libertad y Garibaldi eran sus divinidades; pero toleraba la "superstición", como él decía, en las mujeres, guardando en este punto una actitud silenciosa y digna.

Sus dos hijas, la mayor de catorce años, y la otra dos años más joven, se acurrucaron sobre el enarenado piso, a cada lado de la signora Teresa, reposando la cabeza en el regazo materno, ambas medrosas, pero cada una a su modo, la morena Linda, de negra cabellera, con indignación y enojo, y la rubia Gisela, la menor, poseída de un terror resignado. La patrona apartó por un momento los brazos que tenía puestos sobre sus dos hijas para santiguarse, y luego cruzó las manos nerviosamente.

– ¡Oh! Gian Battista ¿por qué no estás aquí? -gimió en tono algo alto-, ¿Por qué no estás aquí?

No invocaba con estas palabras al santo mismo, sino a Nostromo, que le tenía por patrón. Y Giorgio, inmóvil en la silla a su lado, no pudo permanecer indiferente ante aquellos quejosos y desatados llamamientos.

– ¡Tranquilízate, mujer! ¿A qué viene eso? Está donde le llama el deber -murmuró el marido en la oscuridad.

Pero ella replicó anhelante:

– ¡Calla! Que me falta la paciencia. ¡El deber! ¿Y yo, que he sido para él una segunda madre, no soy nada? De rodillas le pedí esta mañana: "No te vayas, Gian Battista…; quédate en casa, Battistino…; ¡pon los ojos en estas dos inocentes criaturas!"

La señora de Viola era también italiana, natural de Spezzia, y, aunque bastante más joven que su marido, entrada ya en los cuarenta. Era de rostro hermoso, que había tomado un tinte amarillo, porque no le probaba bien el clima de Sulaco. Tenía una voz de hermoso contralto, bien timbrada. Cuando, cruzados reciamente los brazos sobre su amplio pecho, reñía a las regordetas chinas, que trabajaban en el arreglo de la ropa blanca, o pelaban las aves destinadas a la cocina, o machacaban maíz en morteros de madera en las casetas de barro situadas detrás de la casa, lo hacía emitiendo una nota de tan apasionada, vibrante y dolorida expresión, que el perro de guarda, atado a su cuchitril, daba un salto sacudiendo rumorosamente su cadena. Y Luis, el mulato, de piel color canela, bigote incipiente y gruesos labios negruzcos, suspendía su faena de barrer el café con una escoba de hojas de palma, sintiendo correr un suave escalofrío a lo largo de su espalda, mientras sus lánguidos ojos de almendra permanecían cerrados en prolongado transporte.

Pero tanto el moreno como las chinas, que formaban la servidumbre de la Casa Viola, habían huido de madrugada al estallar los primeros clamores de alboroto, prefiriendo ocultarse en la llanura antes que fiarse de la protección que les ofrecía el hotel; preferencia nada censurable, dado que fuera o no verdad, se creía generalmente en la ciudad que el Garibaldino tenía dinero enterrado en el piso de greda de la cocina.

El perro, que era un animal peludo y colérico, ora ladraba con furia, rompía en lastimeros aullidos, en la parte trasera del establecimiento, saliendo y entrando en su caseta, según que le dominara la ira o el miedo.

Explosiones de gran vocerío resonaban de pronto y se extinguían, a modo de violentos rafales, en la extensión de la llanura, alrededor de la casa, protegida interiormente por barricadas; y el espasmódico crepitar de las detonaciones creció sobreponiéndose al clamoreo. A veces había intervalos de un silencio solemne y pavoroso; mientras las brillantes líneas de luz solar que, penetrando por las rendijas de las persianas, cruzaban el café sobre las sillas y mesas en desorden, hasta proyectarse en la pared opuesta, parecían dar a la situación una nota extrañamente alegre y apacible.

El viejo patrón había elegido para refugio aquel cuarto de paredes encaladas y desnudas. No tenía más que una ventana y una sola puerta que se habría frente a un camino polvoriento, guarnecido a uno y otro lado por setos de áloes entre el puerto y la ciudad; ruta que solían frecuentar pesadas carretas arrastradas por yuntas de bueyes, que llevaban por guías muchachos montados a horcajadas.

En una pausa de silencio Giorgio amartilló su escopeta. El fatídico tic-tac del gatillo arrancó un ahogado gemido a la rígida figura de su mujer, sentada al lado. Un repentino y amenazador griterío que estalló cerca del hotel, se convirtió un instante después en confuso murmullo de protestas. Alguien pasó corriendo por delante de la casa, y en el momento de acercarse a la puerta se oyó su anheloso respirar; junto a la pared se notaba gente que hablaba en voz baja y bronca con ruido de pisadas; una figura apoyó su espalda contra la ventana, borrando las brillantes franjas de luz trazadas al través del cuarto. Los brazos de la signora Teresa, rodeados a las formas arrodilladas de sus hijas, las estrecharon con un apretón convulsivo.

La turba revolucionaria, arrojada de las inmediaciones de la Aduana, se había dividido en varios grupos, que se retiraban por la llanura en dirección a la ciudad. Al ahogado estruendo de descargas irregulares, hechas a distancia, respondían débiles y lejanos alaridos. En los intervalos sonaban disparos sueltos; y el largo y achatado edificio revocado de blanco, cerrado a piedra y lodo, parecía ser el centro de una estrepitosa barahúnda, que se ensanchaba en un amplio círculo alrededor de su confinado silencio.

De pronto los cautelosos movimientos y cuchicheos de una banda de fugitivos, que buscó refugio momentáneo detrás del muro, pobló la oscuridad de la habitación, franjeada por líneas de apacible luz solar, de rumores maléficos y furtivos. En los oídos de la familia Viola sonaron como si procedieran de fantasmas invisibles que revoloteaban en torno de las sillas, deliberadamente en voz baja sobre la conveniencia de pegar fuego a la casa de aquel extranjero.

Aquello atacaba los nervios. El viejo Viola se levantó despacio, empuñando la escopeta con aire irresoluto, no sabiendo cómo evitar la realización del criminal designio. Oíanse ya las voces de los incendiarios, que conversaban en la trasera de la casa. La signora Teresa se aterrorizó hasta ponerse como loca.

– ¡Ah! ¡El traidor! ¡El traidor! -exclamó con voz apenas perceptible-. Ahora vamos a perecer abrasados. Y eso que me puse de rodillas ante él… ¡No! Tenía que ir corriendo a servir a sus ingleses.

Sin duda creía la pobre señora que la mera presencia de Nostromo en la casa hubiera alejado de ella todo peligro. En este punto estaba dominada por el hechizo de la reputación que el capataz de cargadores había conquistado en el puerto y en toda la línea del ferrocarril, así entre los ingleses como entre la plebe de Sulaco. Sin embargo de eso, en las conversaciones íntimas afectaba invariablemente reírse y hacer chacota, aun contra el sentir de su marido, a veces sin mala intención, pero más a menudo con cierta actitud extraña. Pero, ya se ve, las mujeres son poco lógicas en sus opiniones, como solía advertir tranquilamente Giorgio en ocasiones oportunas. En la presente, con la escopeta preparada y en postura de hacer uso de ella, se inclinó sobre la cabeza de su esposa, y sin apartar los ojos de la puerta, obstruida por una especie de barricada, le susurró al oído que Nostromo no hubiera podido hacer nada en el trance. ¿Qué habían de valer dos hombres, encerrados en una casa, contra veinte o más resueltos a prenderla fuego hasta el tejado? Gian Battista no había dejado de pensar en la casa; él estaba seguro de ello.

– ¡Pensar en la casa! ¡Ya!, ¡ya! -barbotó la signora de Viola con frenética exaltación, golpeándose el pecho-. Le conozco. No piensa en nadie más que en sí mismo.

Una descarga de armas de fuego, que sonó cerca, la sobresaltó, y echando atrás la cabeza, cerró los ojos. El viejo Giorgio apretó los dientes bajo sus blancos bigotes, y dirigió feroces miradas hacia donde habían sonado las detonaciones. Varias balas penetraron en el extremo de la pared; oyóse el ruido de trozos de yeso que caían fuera; una voz gritó; "Que vienen!", y tras un instante de angustioso silencio, resonaron pisadas de gente que corría a lo largo de la fachada.

Entonces se calmó la excitación del viejo Giorgio, y en sus labios se dibujó una sonrisa desdeñosa, propia del soldado de la cabeza leonina, curtido en numerosos combates. Los revolucionarios no eran gente que luchaba por la justicia, sino ladrones. El mero hecho de defender la propia vida contra ellos constituía una especie de degradación para un hombre que se había contado entre los mil inmortales de Garibaldi en la conquista de Sicilia. Sentía un desprecio infinito contra aquella revuelta de pillos y leprosos, que desconocían el significado de la palabra "libertad".

Apoyó en tierra su vieja escopeta y volviendo el rostro, echó una mirada a la litografía de Garibaldi, que, encerrada en negro marco, pendía del blanqueado muro. Sus ojos, habituados a la penumbra lúcida, descubrieron el animado colorido de la cara, el tono rojo de la camisa, el perfil de los cuadrados hombros y la negra mancha del sombrero de bersagliere, coronado por un airón de rizadas plumas. ¡Oh, héroe inmortal! La libertad fue tu ídolo. ¡Ella te dio no sólo la vida, sino también una fama imperecedera!

Su fanatismo por aquel hombre incomparable no había sufrido disminución. No bien dejó de sentirse oprimido por la aprensión del mayor peligro, quizás, a que había estado expuesta su familia en todas sus idas y venidas por el mundo, el principal pensamiento que le asaltó fue volver los ojos al retrato del antiguo caudillo, objeto preferente y especial de su veneración. Tras este desahogo, puso la mano en el hombro de su esposa.

Las muchachas arrodilladas en el piso no se habían movido. La padrona entreabrió los ojos, como si saliera de un profundo sopor, sin ensueños; y antes que Giorgio tuviera tiempo de proferir una palabra de aliento, se levantó de repente, con las niñas asidas a su falda, una a cada lado, acezó anhelante y lanzó un grito estridente, que resonó al mismo tiempo que el ruido de un golpe violento, dado en la parte exterior de la ventana. Oyóse luego el resoplar de un caballo, el inquieto patuleo de cascos en el estrecho y endurecido camino fronterizo a la casa, el choque de la punta de una bota contra el postigo de la ventana; el retiñir de una espuela a cada golpe y una voz alterada que decía:

– ¡Hola! Hola! ¿Conque estamos aquí?

Cap ítulo IV

Durante la mañana entera Nostromo había vigilado sin cesar desde lejos la Casa Viola, aun en lo más recio y ardoroso de la refriega. "Si veo alguna humareda por aquella parte -había pensado para sí-, están perdidos." Apenas la chusma se dispersó, el intrépido capataz, seguido de unos cuantos obreros italianos, arremetió en aquella dirección, que era el camino más breve para la ciudad. La tropa de populacho, que huía ante ellos, pareció intentar hacerse fuerte al abrigo de la casa; pero una descarga, hecha por los hombres de Nostromo desde el resguardo de un seto de áloes, puso en fuga a la chusma. En un escampado, abierto para tender la línea secundaria del puerto, apareció el capataz, montado en su yegua, de piel gris plateado. Increpó con amenazadoras voces a los que huían, disparó contra ellos su revólver y galopó sin detenerse hasta la ventana del café. Tenía una vaga idea de que el viejo Giorgio debía de haber escogido por refugio aquella parte de la casa.

Su voz había llegado a la familia, sonando apresurada y anhelosa.

– ¡Hola, vecchio! ¡Oh! ¡Vecchio! ¿No hay novedad ahí dentro?

– Ya estás viendo… -murmuró el apostrofado al oído de su mujer.

La signora Teresa permanecía ahora callada. Fuera Nostromo se echó a reír.

– Me parece oír que la padrona vive aún.

– Pero tú has hecho todo lo posible por matarme de miedo -replicó en voz alta la aludida. Quiso decir algo más pero le faltó la voz.

Linda miró un instante el rostro de su madre, y Giorgio voceó en son de excusa:

– Está un poco trastornada.

Desde fuera Nostromo replicó, riendo de nuevo:

– Pues a mi no logra trastornarme.

La signora Teresa recobró el habla.

– Es lo que yo digo. No tienes corazón… ni conciencia tampoco, Gian Battista.

Oyéronle dar vueltas con la yegua, alejándose del postigo. La cuadrilla que capitaneaba se había puesto a charlar acaloradamente en italiano y español, excitándose unos a otros a la persecución. El se puso a su cabeza, gritando: ¡Avanti!

– ¡Qué pronto nos abandona! ¡Ya se ve! Como aquí no puede ganarse elogios de los extranjeros… -comentó en tono trágico la signora Teresa-. ¡ Avanti! ¡Sí! Eso es lo que a él le entusiasma. Ser el primero en todas partes y de cualquier modo…, ser el primero para esos ingleses, que andan presentándole a todo el mundo diciendo: " ¡Este es Nostromo!" (Y prorrumpió en una carcajada sarcástica.) ¡Nostromo! ¡Que nombre más estrafalario! ¿Qué es eso de Nostromo? ¡Y se conforma con que le den ese nombre, que ni siquiera es de su lengua!

Entretanto Giorgio había estado desatando la puerta, después de retirar con gran calma los obstáculos que formaban la barricada; cuando la abrió, una oleada de luz envolvió a la signora Teresa y sus dos hijas acurrucadas a un lado y otro; así iluminadas, ofrecieron a la vista un grupo escultórico, en que la primera aparecía como la encarnación del amor maternal exaltado. A su espalda la pared deslumbrada de blancura, mientras los crudos colores de la litografía de Garibaldi palidecieron al influjo de la luz solar.

El viejo Viola, en la puerta, levantó el brazo, como refiriendo sus rápidos y fugaces pensamientos a la imagen de su antiguo jefe, colgada del muro. Aun en los momentos en que preparaba la comida para los signori inglesi -los ingenieros (sus guisos gozaban de gran fama, a pesar de las malas condiciones de la cocina)-, aun entonces estaba, por decirlo así, bajo de la mirada del gran hombre que había sido su caudillo en una lucha gloriosa, en la que, al pie de los muros de Gaeta, hubiera muerto para siempre la tiranía, a no ser por la maldita raza piamontesa de reyes y ministros.

Cuando a veces se quemaba una sartén durante la delicada operación de freír picadura de cebolla, y el viejo salía por el portal huyendo de los acres hedores del humo, jurando y tosiendo con violencia, sacaba a relucir el nombre de Cavour -el archi-intrigante vendido a los reyes y a los tiranos-, envuelto en las imprecaciones que lanzaba contra las criadas del servicio general de la cocina, y contra el bárbaro país en que se veía forzado a vivir por amor a la libertad, estrangulada por aquel traidor.

Entonces la signora Teresa salía por otra puerta, avanzando majestuosamente y solícita, movía su elegante cabeza expresando grave contrariedad, abría los brazos y exclamaba en tono alto y sentido:

– ¡Giorgio! ¡Qué geniazo de hombre! ¡ Misericordia Divina! ¡Salir al aire libre con un sol como éste! Te pondrás enfermo.

Mientras así clamoreaba, las gallinas huían ante ella en todas direcciones a grandes zancadas. Si por acaso había en el hotel algunos ingenieros ingleses, de residencia en Sulaco, aparecían una o dos caras jóvenes en la sala de billar, que ocupaba un extremo de la casa; pero en el otro extremo, en el café, Luis el mulato se guardaba muy bien de asomar. Las criadas indias, desgreñadas, las negras melenas flotando al viento, en camisa y enaguas cortas, erguidas las frentes surcadas por líneas en ángulo recto, se quedaban extáticas, escuchando con mirada inerte.

El rumoroso chirrido de la grasa cesaba, el humo subía en parda nube bañada de sol, y un fuerte olor a cebolla quemada se difundía por el ambiente cálido y somnoliento de los alrededores de la casa.

Ante la padrona dilataba su extensión una pradera que se prolongaba sin término hacia el oeste, como si la llanura tendida entre la sierra que campeaba sobre Sulaco y la remota cordillera en dirección a Esmeralda abarcara medio mundo.

Después de una pausa impresionante, la signora Teresa reanudaba sus recriminaciones.

– Ea, Giorgio, deja en paz a Cavour y cuida un poco más de tu salud, sobre todo ahora que estamos perdidos en este país, solos con dos niñas; y todo porque tú no puedes sufrir el gobierno de un rey.

Y mientras miraba a su esposo, se llevaba alguna vez apresuradamente la mano al costado con una leve contracción de sus finos labios y frunciendo las negras cejas de recto trazado, como si un dolor agudo o un impulso de ira perturbaran la hermosa regularidad de sus facciones.

Era dolor lo que sentía, y ella dominó sus manifestaciones. La había acometido por primera vez a los pocos años de haber dejado Italia para emigrar a América y establecerse en Sulaco, después de peregrinar de ciudad en ciudad, probando fortuna con tenduchos, y hasta en cierta ocasión con una pesquería establecida en Maldonado, porque Giorgio, como el gran Garibaldi, había sido marino en su mocedad.

A veces le faltaba paciencia para soportar el dolor. Por espacio de años sus punzadas la habían robado el sosiego para contemplar el paisaje formado por la masa de agua del puerto, protegida por los fragosos estribos de la sierra, y hasta la habían hecho pesada y tétrica la luz del sol. ¡Cuan distinto era éste del de su juventud, cuando Giorgio, ya en edad madura, la había cortejado con apasionada gravedad en las márgenes del golfo de Spezzia!

– Entra ahora mismo, Giorgio -le ordenó-. Es para pensar que no te apiadas de mí, teniendo como tengo que atender a tres signori inglesi, que se hospedan en casa.

– Va bene, va bene -solía murmurar el increpado.

Giorgio obedeció. Los signori inglesi necesitaban tomar sin dilación su refección meridiana, y el padrone prestó su ayuda. Entonces solía contar sus hazañas de soldado en la banda de invencibles libertadores, que habían hecho huir a los mercenarios de la tiranía, como broza barrida por el huracán… ¡un uragano temibile! Pero de esto hacía ya muchos años, antes de casarse y tener hijos, y antes que la tiranía hubiera alzado de nuevo su cabeza entre los traidores, que habían encarcelado a Garibaldi, su héroe.

En la fachada de la casa se abrían tres puertas; y todas las tardes podía verse al garibaldino en una u otra, con su profusa melena de cabello blanco, los brazos cruzados, una pierna doblada por delante de la otra, apoyando la leonina cabeza contra el dintel y los ojos fijos en las frondosas vertientes de las colinas, coronadas por la nevada cima cupuliforme del Higuerota.

El frontis del hotel proyectaba un negro y prolongado cuadrángulo de sombra, que se ensanchaba gradualmente en el removido camino de carreteras. Por entre los claros, abiertos en los setos de adelfa, el ramal secundario del ferrocarril del puerto, tendido provisionalmente a ras del suelo en la llanura, desplegaba en amplia curva sus brillantes cintas paralelas sobre una faja de hierba seca y agostada, en un espacio de sesenta metros al extremo de la casa.

Al caer la tarde los camiones de los trenes contorneaban, vacíos de material, el sombrío y frondoso arbolado de Sulaco, y seguían con una ligera ondulación, lanzando blancos penachos de humo sobre la llanura hacia la casa Viola, en su camino a los cercados del ferrocarril. Los conductores italianos le saludaban desde sus puestos levantando la mano, mientras los negros que hacían de guardafrenos permanecían sentados, fija la mirada en la vía, y las anchas alas de sus sombreros aleteando al impulso del viento. Giorgio correspondía a la amistosa demostración de sus paisanos con un leve movimiento de cabeza, sin descruzar los brazos.

No era esa la postura que tenía en el día memorable de la revuelta; su mano empuñaba entonces el cañón de la escopeta, apoyada en el umbral, y ni siquiera una vez dirigió la mirada al blanco domo del Higuerota, cuya fría pureza parecía aislada de la cálida tierra circundante. Los ojos del garibaldino registraban con curiosidad la llanura.

Aquí y allá flotaban polvaredas que se disipaban lentamente. En un cielo límpido el sol campaneaba radiante y deslumbrador. Grupos de hombres corrían desenfrenadamente, mientras otros se estacionaban en diversos puntos; y el irregular repiqueteo de los disparos llegaba con intermitencias a sus oídos en el quieto y abrasado ambiente. Veíanse figuras aisladas que se perseguían con furia. Dos jinetes galopaban a veces uno hacía otro, giraban juntos al reunirse y se separaban a todo el correr de sus caballos.

Giorgio vio caer a uno: caballo y caballero desaparecieron de repente, como si se hubieran precipitado en un abismo; y los movimientos de la animada escena semejaban los incidentes de un drama violento representado en la llanura por enanos, a caballo y a pie, que lanzaban de sus diminutas gargantas chillidos, al abrigo de la enorme mole montañosa, encarnación colosal del silencio.

Nunca había visto tanta agitación y movimiento en aquel trozo de llano; al principio le fue imposible hacerse cargo de todos los pormenores, y prosiguió mirando, puesta la mano en la base de la frente a guisa de pantalla, hasta que de pronto le sobresaltó el atronador estruendo de cascos que hacían temblar el suelo.

Una tropa de caballos había escapado por una brecha abierta en la cerca de los terrenos de pasto pertenecientes a la Compañía del Ferrocarril. Venían desbocados como una tromba, y se lanzaron sobre la línea, entre resoplidos, coces y relinchos, con los cuellos tendidos, las fosas nasales rojas, las colas ondeando, en abigarrada masa movediza de lomos bayos, grises y pardos. No bien penetraron en el camino polvoriento, sus cascos levantaron una nube espesa y negruzca, a pocos metros de Giorgio, que ahora sólo pudo distinguir vagas formas de cuellos y grupas moviéndose como un torrente con fragor de terremoto.

El viejo tosió, apartó la cara del polvo, y murmuro cabeceando:

– Antes de anochecer tendrán que emprender la caza de esos caballos.

En el cuadro de luz que penetraba por la puerta, la signora Teresa, arrodillada delante de una silla, reposaba entre las palmas de las manos su cabeza, coronada por trenzada y opulenta mata de cabello de ébano, listado de plata. El negro cha de encaje que solía servirla de tocado se le había caído y yacía al lado en el suelo.

Las dos muchachas se habían levantado y aparecían una junto a otra, en falda corta, con el cabello suelto cayendo en desorden. La menor cruzó el brazo delante de los ojos, como si temiera mirar cara a cara a la luz. Linda, apoyando la mano en el hombro de su hermana, miraba de hito en hito, con expresión intrépida. Viola contempló a sus hijas.

El sol hacía resaltar las profundas líneas y enérgica expresión del rostro, que a la sazón presentaba la inmovilidad de un relieve. Era imposible descubrir lo que pensaba, oculta la sombría mirada por peludas cejas grises.

– ¡Bien! ¿Y vosotras no rezáis, como vuestra madre?

Linda hizo una mueca de disgusto, frunciendo sus labios de carmín, que eran demasiado rojos; pero tenía admirables ojos pardos con chispas de oro en el iris, llenos de inteligencia e intención, y tan claros, que parecían iluminar su rostro fino y pálido. Había reflejos cobrizos en las oscuras crenchas de su cabello; y las luengas pestañas negras como el azabache contribuían a realzar la palidez del cutis.

– Madre piensa ir a ofrecer una porción de candelas en la iglesia. Siempre lo hace cuando Nostromo anda metido en peleas. Yo tengo que llevar algunas a la capilla de la Madona en la Catedral.

Todo esto lo dijo de prisa, con gran firmeza, en tono animado y penetrante. Luego añadió, sacudiendo ligeramente el hombro de su hermana:

– Y a ésta se le hará llevar también una.

– ¿Cómo es eso de que se le hará llevar? -inquirió Giorgio gravemente-. ¿No quiere hacerlo?

– Es tímida -respondió Linda con una breve carcajada.

– A la gente le chocan sus cabellos rubios, cuando va por la ciudad con nosotros, y se vienen algunos detrás diciendo: " ¡Mira la rubia! ¡Mira la rubiecita! Eso le dicen en voz alta, y ella se acobarda.

– ¿Y tú? ¿Tú no te acobardas, eh? -interrogó el padre recalcando las palabras.

La muchacha se echó atrás la negra mata de pelo.

– A mí nadie me dice piropos.

El viejo Viola contempló a sus tiernos retoños con aire pensativo. Se llevaban dos años; y le habían nacido tarde, bastante después de haber muerto el primer hijo, que si viviera, sería casi de la edad de Gian Battista, a quien los ingleses llamaban Nostromo. Pero en cuanto a las hijas, la aspereza de su genio, lo avanzado de la edad, y la influencia absorbente que en él ejercían sus recuerdos le habían impedido cuidarse mucho de ellas. Y no es que dejara de amarlas, pero las muchachas pertenecen especialmente a la madre; y además una buena parte de su afecto se había empleado en el culto y servicio de la libertad.

Siendo todavía un mozalbete, había desertado de un barco que hacía el comercio en La Plata, para alistarse en la armada de Montevideo, mandada a la sazón por Garibaldi. Posteriormente en la legión italiana de la República, que luchaba contra la tiranía irritante de Rosas, le cupo la gloria de intervenir en los combates más encarnizados que acaso ha conocido el mundo, peleados en las grandes llanuras y junto a las márgenes de inmensos ríos.

Arrastrado por sus vehementes sentimientos liberales, hubo de pasar la mayor parte de su vida entre hombres que habían predicado la libertad, sufrido por la libertad, muerto por la libertad, con exaltación desesperada y con los ojos vueltos a una Italia oprimida. Su entusiasmo tuvo ocasión de nutrirse y fortalecerse en escenas de carnicería, con ejemplos de elevada adhesión, entre el tumulto de la lucha armada, en medio del inflamado lenguaje de las proclamas. Jamás había abandonado a su jefe predilecto -el bravo apóstol de la independencia-, permaneciendo constantemente a su lado, en América y en Italia, hasta después del día fatal de Aspromonte, en que se había revelado al mundo la traición de los reyes, emperadores y ministros en el encarcelamiento de su héroe, sin consideración ninguna a sus heridas -catástrofe que había suscitado en su espíritu la duda sombría de si alguna vez llegaría a comprender los caminos de la Justicia Divina.

Con todo eso, no la negaba. Había que tener paciencia, solía decir. Aunque no le gustaban los sacerdotes, y no ponía los pies en la iglesia por nada del mundo, creía en Dios. ¿Acaso las proclamas contra los tiranos no se dirigían a los pueblos en nombre de Dios y de la Libertad? "Dios para los hombres, las religiones para las mujeres" murmuraba a veces. En Sicilia, un inglés, que había vuelto a Palermo después de su evacuación por el ejército del rey, le había dado una Biblia en italiano -publicación de la British and Foreing Bible Society, encuadernada en piel oscura. Durante los períodos de adversidad política, en los intervalos de silencio, en que los revolucionarios no publicaban proclamas, Giorgio se ganaba la vida con el primer trabajo que se le presentaba -como marino, descargador en los muelles de Génova, cavador algún tiempo en una granja de las colinas que dominaban a Spezzia- y en los ratos libres leía y estudiaba el grueso volumen. Llevábalo consigo a las batallas. Al presente no leía otra cosa, y para no verse privado de este solaz, había consentido (por ser el tipo de letra tan menudo) en aceptar el regalo de un par de anteojos, con montura de plata, que le había hecho la señora Emilia Gould, esposa del inglés que dirigía la explotación de la mina de plata en las montañas a tres leguas de la ciudad. Esta señora era la única inglesa que había en Sulaco.

Giorgio Viola tenía en gran estima a los ingleses. Este sentimiento, nacido en los campos de batalla del Uruguay, databa de hacía lo menos cuarenta años. Varios de aquéllos habían derramado su sangre por la causa de la libertad en América, y el primero que había conocido, llamado Samuel a lo que recordaba, mandaba una compañía de negros a las órdenes de Garibaldi, durante el famoso sitio de Montevideo, y había muerto heroicamente con sus hombres al vadear el Boyana. En aquella campaña Giorgio había sido ascendido a insignia -alférez- y servido de cocinero al general. Después en Italia, con el grado de teniente, cabalgó con el estado mayor y siguió cocinando para el jefe. Así lo había hecho en Lombardía mientras duró la lucha en aquella región.

En la marcha sobre Roma se había servido del lazo a estilo de América, cuando guerrearon en la Campaña; combatiendo en defensa de la República Romana, recibió una herida de importancia; fue uno de los cuatro fugitivos que, con el general, trasladaron a la esposa de éste, postrada y sin conocimiento, desde los bosques a una casa-granja, donde expiró agotada por las penalidades de aquella retirada terrible.

El fiel garibaldino había sobrevivido a tiempos tan desastrosos para servir de ayudante a su general en Palermo, cuando las granadas napolitanas, disparadas desde el castillo, reventaban sobre la ciudad. Había preparado la cena a su caudillo en el campo de Volturno, después de pelear durante el día entero. Y en todas partes sus ojos habían visto ingleses en las primeras filas del ejército liberal. Viola respetaba a la nación inglesa por el amor que había demostrado a Garibaldi, cuyas manos encallecidas en los combates no se retrajeron de besar con respeto las mismas condesas y princesas de Londres, según se decía. Bien podía creerse, porque la nación era noble, y el hombre un santo. Bastaba mirarle una sola vez a la cara para ver la fuerza divina de fe que le alentaba y su profunda compasión de los pobres, atribulados y oprimidos de este mundo.

El espíritu de olvido de sí mismo, la adhesión sincera a la idea de un vasto humanitarismo, sentimientos que inspiraban el pensamiento y aspiraciones de aquel período revolucionario, habían dejado impreso su sello en Giorgio en el austero desprecio de todo medro personal. Este hombre, mirado de sobreojo por el pueblo bajo de Sulaco, por sospechar que guardaba un tesoro enterrado en la cocina, no había dado en toda su vida la menor importancia al dinero. Los que le criaron y educaron en sus primeros años habían vivido pobres y muerto pobres; y él contrajo el hábito de no cuidarse del día de mañana, efecto en parte de una vida de aventuras, excitación y guerrear desenfrenado. Pero su descuido en esta parte era principalmente cuestión de principios. No se parecía al afectado abandono del condottiere; antes al contrario consistía en un puritanismo de comportamiento, hijo de un inmenso entusiasmo, semejante al puritanismo religioso.

Esta vehemente adhesión a una causa había proyectado una sombra de tristeza sobre la vejez de Giorgio; de tristeza porque la causa parecía perdida. En el mundo, destinado por Dios para el pueblo, seguían brillando aún muchos reyes y emperadores. El ingenuo sentimentalismo del antiguo garibaldino hallaba en ese hecho un motivo de tenaz melancolía.

Siempre estaba dispuesto a ayudar a sus compatriotas, que por su parte le mostraban gran respeto en su vida de destierro (como él la llamaba); pero no podía menos de ver que no les importaban nada las desdichas de las naciones, víctimas de la tiranía. Aunque oían de buen grado los relatos de sus campañas, siempre parecían preguntarse qué había sacado en limpio, a fin de cuentas. Al menos no se le veía que le luciera mucho el pelo. "¡Nosotros no pretendíamos hacer fortuna! ¡Sufríamos por amor de la humanidad!", exclamaba furioso a veces; y el tronar de su voz, el centelleo de sus ojos, el ondear de las blancas melenas y la curtida y nerviosa mano, levantada en alto como poniendo por testigo al cielo, causaban honda impresión en sus oyentes.

Mas, cuando el viejo se interrumpía de pronto con un meneo de cabeza y gesto del brazo, que significaban claramente: "¿Qué se saca de hablaros de estas cosas?", los presentes se daban de codos. Reconocían, no obstante, que había en el viejo Giorgio una energía de sentimiento, una firmeza de convicciones, un algo, que ellos llamaban terribilità: es "un viejo león", solían decir. Cualquier menudo incidente, cualquier palabra casual le daban ocasión para discursear largo y tendido, unas veces ante los pescadores italianos de la playa, como ocurrió en Maldonado, otras ante los parroquianos de su país que acudían al tenducho abierto más tarde en Valparaíso.

Ahora, en su hotel de Sulaco, emprendió de repente la prédica una noche en el café, situado en un extremo del edificio (el otro estaba reservado para los señores ingleses), ante la selecta clientela de conductores y capataces de los talleres y obras del ferrocarril.

La aristocracia de los operarios de la vía, tipos de caras enjutas, morenas, bien proporcionadas, rizos negros y lustrosos, ojos brillantes, amplios pechos y espesa barba, ostentando a veces un arillo de oro en el lóbulo de la oreja, le escuchaba atenta, apartando la mirada de los naipes o de las fichas de dominó. Aquí y allá un vasco de color rubio procuraba entretenerse útilmente, aguardando sin protesta que se le sirviera. En aquel retiro no se propasaba a entrar ningún natural de Costaguana: era el sanctasanctórum italiano.

Hasta los polizontes de Sulaco, cuando patrullaban por la noche, pasaban de largo por esta parte del hotel, limitándose a poner los caballos al paso e inclinarse sobre las sillas para echar una mirada por la ventana a las cabezas de los reunidos envueltas en nubes de humo. El relato declamatorio de Giorgio seguía tronando y sus ecos parecían ir a perderse tras ellos en la llanura. Sólo de cuando en cuando, el ayudante del jefe de policía, caballerete moreno y cariancho, con bastante sangre india en las venas, solía aparecer en el café. Dejando fuera a su acompañante con los caballos, avanzaba con sonrisa confiada y socarrona, sin decir una palabra, hasta el largo mostrador. Desde allí señalaba con el dedo una de las botellas del anaquel; Giorgio mismo, poniéndose bruscamente en la boca la pipa que tenía en la mano, le servía. No se oía nada, fuera del leve sonido de las espuelas. Vaciado el vaso, echaba con calma una mirada escudriñadora alrededor del local, salía, y montando de nuevo, se alejaba con su acompañante, dando la vuelta hacia la ciudad.

Cap ítulo V

Tal era el único modo con que vindicaban el ejercicio del poder las autoridades locales entre el numeroso gremio de robustos extranjeros, que cavaban la tierra, hendían las rocas y guiaban las máquinas en beneficio de la gran "empresa patriótica y progresiva". Con estas mismas palabras, dieciocho meses antes, el Excelentísimo Señor don Vicente Rivera, Dictador de Costaguana, había designado la obra del Ferrocarril Central Nacional en su gran discurso, pronunciado al inaugurar los trabajos.

De intento había venido para ello a Sulaco; y con tal motivo hubo entonces una gran comida, un convite, ofrecido por la Compañía Oceánica de Vapores, a bordo del Juno, después de la función celebrada en la playa. El capitán Mitchell en persona se había puesto al timón de la gabarra, toda empavesada con paños y banderolas, que a remolque de la lancha de vapor del Juno trasladó al Jefe del Estado desde el muelle al barco. Habíase invitado a todas las personas de viso, residentes en Sulaco -uno o dos comerciantes extranjeros; los representantes de las antiguas familias españolas, a la sazón en la ciudad; los grandes propietarios de estancias en la llanura, caballeros de neta prosapia, llanos, graves, corteses, sencillos, de manos y pies pequeños, conservadores, hospitalarios y bondadosos. La Provincia Occidental constituía su baluarte; al presente había triunfado el partido blanco, y su Presidente-Dictador era un blanco de los blancos, que ocupaba su sitio sonriendo cortésmente entre los representantes de dos potencias extranjeras amigas. Habían venido con él desde Santa Marta para patrocinar con su presencia la empresa, en que se hallaba comprometido el capital de sus naciones.

La única figura femenina de la reunión era la señora Gould, esposa de don Carlos, el administrador de la mina de plata de Santo Tomás. Las señoras de Sulaco no habían progresado bastante para intervenir en la vida pública en tanto grado. No tuvieron reparo en acudir al gran baile dado en la Intendencia la noche anterior; pero ahora sólo se veía a la señora de Gould, cuyo traje claro y ligero resaltaba en el grupo de negros fracs, detrás del Presidente-Dictador sobre la tribuna tapizada de carmesí, erigida al pie de un frondoso árbol, en la playa del puerto, donde se había celebrado la ceremonia de dar la primera azadonada. Había llegado en el lanchón, lleno de notabilidades, sentada entre el flotar de alegres banderolas en el sitio de honor al lado del capitán Mitchell, que empuñaba el timón; y su elegante atavío daba la única nota verdaderamente festiva en el sombrío grupo del largo y suntuoso salón del Juno.

El presidente del consejo del ferrocarril (procedente de Londres), de rostro afable y pálido, orlado por plateada aureola de cabello blanco y barba recortada, se volvía hacia la señora de Gould, atento, sonriente y fatigado.

El viaje desde la capital de Inglaterra a Santa Marta en vapores correos y en coches especiales del ferrocarril costero de Santa Marta (único construido hasta entonces) había sido tolerable -hasta ameno-, perfectamente tolerable. Pero la travesía de las montañas para llegar a Sulaco, viajando con una antigua diligencia por caminos intransitables, que bordeaban espantosos precipicios…, era mejor no recordarla.

– Dos veces hemos volcado en un día, en la ceja misma de simas profundísimas -refería a la señora de Gould en voz baja-. Y cuando por fin nos vimos aquí, ignoro que hubiera sido de nosotros, a no haber encontrado la hospitalidad de ustedes. ¡Qué lugar más inaccesible es este Sulaco! ¡Puerto y todo como es!… ¡Asombroso!

– ¡Ah! Pero nosotros estamos muy orgullosos de nuestra ciudad. Tiene importancia histórica. Aquí estuvo establecido antiguamente, durante dos virreinatos, el supremo tribunal eclesiástico -le hizo saber la señora expresándose con animación.

– Me sorprende la noticia. No lo hubiera imaginado. Pero mi intención no ha sido rebajar… Usted parece muy patriota.

– La ciudad es deliciosa, aunque sólo sea por su situación. Tal vez no sepa usted que llevo muchos años residiendo aquí.

– ¿Cómo muchos años? No lo comprendo -murmuró mirándola con una ligera sonrisa.

La señora Gould aparecía rejuvenecida por la inteligente movilidad de sus facciones.

El hombre de negocios londinense, positivista de tomo y lomo, que consideraba como fruslerías despreciables todo lo que no significara progreso material, prosiguió:

– Nosotros no podemos devolverles a ustedes su tribunal eclesiástico; pero en cambio les daremos más vapores, un ferrocarril, un cable telegráfico…, un porvenir en el gran mundo, todo ello de valor infinitamente superior a las pasadas magnificencias. Se pondrán ustedes en contacto con algo más grande que dos virreinatos. Pero yo no tenía idea, repito, de que una ciudad de la costa pudiera permanecer tan aislada de las demás partes del globo. Nada: como si hubiera estado escondida un millar de kilómetros tierra adentro, sin linaje alguno de comunicación… ¡Es notabilísimo! Y ¿ha ocurrido aquí algo importante en los últimos cien años?

Mientras el gran personaje financiero hablaba en tono bajo y humorístico, la señora le escuchaba sonriente. Abundando en el mismo sentir irónico, le aseguró que no indudablemente…, nada había ocurrido nunca en Sulaco. Ni siquiera las revoluciones -y ella había conocido dos- habían perturbado en lo más mínimo el sosiego de la ciudad. Habían tenido por teatro las regiones más pobladas del mediodía de la República y el gran valle de Santa Marta, que era como el gran campo de batalla de los partidos. Ese valle ofrecía un lugar apropiado para disputarse el dominio de la capital y permitía además buscar salida al otro océano.

Allí estaban más adelantados. A Sulaco sólo llegaban los ecos de esas grandes contiendas, y, por supuesto, los nuevos funcionarios oficiales, que cambiaban cada vez, salvando las mismas montañas, atravesadas por él en una vieja diligencia con tanto riesgo de perecer o quedar estropeado.

El presidente de la empresa del ferrocarril había gozado de la hospitalidad de la señora Gould varios días, y realmente se sentía agradecido. Hasta después de partir de Santa Marta no echó de menos el ambiente de la vida europea, del que se vio de repente aislado al penetrar en sus exóticos alrededores. En la capital se había hospedado en la legación, viviendo absorbido por las activas negociaciones realizadas con los miembros del gobierno de don Vicente, personas cultas, nada ajenas a las condiciones de los negocios en los países civilizados.

Lo que más le interesaba por entonces era la adquisición de terrenos para la vía. En el valle de Santa Marta, donde existía ya otra línea, la gente se mostraba bien dispuesta; y el asunto era sólo cuestión de precios. Habíase nombrado una comisión que fijara el valor de las tierras; y la juiciosa influencia de los tasadores resolvió la dificultad.

Pero en Sulaco -precisamente la Provincia Occidental, cuyo desenvolvimiento se intentaba con el proyectado ferrocarril- hubieron de surgir obstáculos. Por espacio de siglos había yacido aislada tras de sus naturales barreras, rechazando la invasión de los adelantos modernos con los despeñaderos de su sierra, su somero puerto emplazado frente a las eternas calmas de un golfo lleno de nubes y el retrógrado espíritu de los dueños de su fértil territorio -todas las familias aristocráticas de antigua ascendencia española, los don Ambrosio de Tal y don Fernando de Cual, que parecían mirar con disgusto y recelo el paso del ferrocarril por sus posesiones.

De esta animadversión era buena prueba el hecho de haber sido prevenidas con amenazas de violencia algunas de las cuadrillas que trabajaban en el trazado y explanación de la vía, diseminadas por toda la provincia.

En otros casos se habían manifestado pretensiones irritantes en cuanto al precio de los terrenos. Pero el hombre de los ferrocarriles se preciaba de sentirse con ánimos para hacer frente a todas las contingencias. Puesto que se veía combatido en Sulaco por un sentimiento hostil de rutinarismo ciego, él se procuraría el apoyo de otro sentimiento, el del amor al progreso y prosperidad del país, antes de hacerse fuerte tan sólo en su derecho. El gobierno se había comprometido a ejecutar la parte que le correspondía en el contrato hecho con la junta superior de la compañía del nuevo ferrocarril, aunque para ello tuviera que apelar al empleo de la fuerza.

Sin embargo, el presidente de esa junta deseaba el desenvolvimiento tranquilo de sus planes, evitando en lo posible las violencias de la intervención armada. La empresa era demasiado vasta y trascendental y encerraba promesas demasiado halagüeñas, para que la compañía se resolviera a no dejar piedra sin mover.

Por lo mismo discurrió hacer intervenir al mismo Presidente-Dictador en persona en una gira de festivales y discursos, que culminaron en una gran función al celebrarse la ceremonia de dar la vuelta al primer trozo de césped junto a la plaza del puerto. Al fin y al cabo Don Vicente era criatura suya. Este personaje representaba el triunfo de los mejores elementos de la República. Tales eran los hechos; y a menos que los hechos no significaran nada (se argüía a sí mismo Sir John), la influencia de un hombre así debía ser positiva, y su intervención personal no podía menos de producir el efecto conciliador que él necesitaba. Había conseguido arreglar el viaje con la ayuda de un abogado muy listo, bien conocido en Santa Marta como agente de la mina de plata Gould, la empresa y negocio más importantes de Sulaco y aun de toda la nación. Realmente era una mina de incalculable riqueza.

El tal agente, hombre de cultura y habilidad notorias, parecía, aun sin desempeñar ningún cargo oficial, poseer una influencia extraordinaria en las más elevadas esferas gubernamentales. Ello es que pudo asegurar a Sir John la asistencia del Presidente-Dictador a la inauguración solemne de las obras. Añadió que, a pesar suyo, también se había empeñado en venir a la ceremonia el general Montero.

Este jefe militar era al principio de la última guerra un oscuro capitán de ejército, empleado en la frontera salvaje del oriente del Estado, y se había decidido a favor del partido de Rivera en circunstancias que dieron a su adhesión una importancia fortuita. Las vicisitudes de la lucha le favorecieron de un modo admirable; y la victoria de Río Seco (tras un día de pelea desesperada) consagró definitivamente su elevación. Al fin salió nombrado general ministro de la Guerra y jefe militar del partido blanco, aunque en su linaje no había nada de aristocrático. Al contrario, decíase que él y un hermano suyo, huérfanos de una familia del pueblo, habían sido criados y educados merced a la munificencia de un famoso viajero europeo, en cuyo servicio el padre de aquéllos había perdido la vida. Otra versión le daba por padre a un carbonero, que quemaba madera en el bosque, y por madre a una india bautizada, procedente de una región remota del interior.

Sea de ello lo que fuere, la prensa de Costaguana tenía la costumbre de designar la marcha de Montero por los bosques, desde su comandancia hasta unirse con las fuerzas del partido blanco, con el hiperbólico calificativo de "la hazaña militar mas heroica de los tiempos modernos". Por la misma época su hermano había regresado de Europa, adonde había ido, al parecer, como secretario de un consulado. Pero habiendo logrado reunir una pequeña banda de forajidos y dado pruebas de poseer cierto talento de guerrillero, se le premió al efectuarse la pacificación con el cargo de comandante militar de la capital.

El ministro de la Guerra acompañó, según queda indicado, al Dictador. El consejo de la Compañía O.S.N., trabajando de acuerdo con el personal del ferrocarril por el bien de la República, había mandado en esta ocasión solemne al capitán Mitchell poner a disposición de los elevados funcionarios y su acompañamiento el vapor correo Juno.

Don Vicente, viajando hacia el sur desde Santa Marta, había embarcado en Cayta, puerto principal de Costaguana, y llegado a Sulaco por mar. Pero el presidente de la compañía del ferrocarril hubo de resolverse a cruzar las montañas en una destartalada diligencia, con el principal propósito de hablar a su ingeniero jefe, ocupado en el trazado definitivo de la vía.

A pesar de la insensibilidad que los hombres de negocios suelen demostrar ante las magnificencias de la Naturaleza, sobre todo si tienen puesto el pensamiento en vencer su hostilidad con recursos financieros, no pudo sustraerse a la impresión causada por el paisaje que le rodeaba, durante el alto hecho en el campo de mediciones, establecido en el punto más alto de la futura línea. Pasó allí la noche, habiendo llegado con algunos instantes de retraso para contemplar los últimos esplendores tornasolados del sol poniente sobre el nevado flanco del Higuerota. Masas de pilares de negro basalto encuadraban, como un pórtico abierto, una parte de la blanca extensión, tendida en declive hacia el oeste. En el aire transparente de aquellas grandes alturas todo parecía muy cercano, flotando en una serena quietud, como en un líquido imponderable. El jefe del personal, encargado de las mediciones, a la puerta de una choza de toscas piedras, atento el oído a percibir el primer rumor de la esperada diligencia, había observado con mucha admiración los matices cambiantes de la enorme ladera de la montaña, antojándosele que en este espectáculo, como en inspirada pieza musical, podían combinarse la suprema delicadeza expresiva de sombras y matices con una estupenda magnificencia de efecto.

Sir John llegó demasiado tarde para saborear la grandiosa y callada sinfonía, ejecutada por el sol poniente entre los altos picos de la Sierra. Se había extinguido en la muda pausa de una profunda oscuridad, antes que aquél se apeara por la parte delantera de la diligencia, con los miembros entumecidos, y cambiara un apretón de manos con el ingeniero.

Sirviéronle la cena en una choza de piedra, que tenía la forma de un peñasco cúbico, sin puerta ni ventanas en sus dos aberturas; una brillante hoguera de palos secos (llevados a lomo de mulo desde el valle inferior inmediato) ardía fuera, despidiendo un resplandor ondulante; y dos velas en candeleros de hojalata -encendidas, según se le explicó a Sir John, en su honor- se erguían sobre una especie de tosca mesa de campo, a la que el presidente del ferrocarril se sentaba a la derecha del ingeniero jefe.

El gran financiero sabía allanarse a tratar a sus subordinados con sencilla cordialidad; y los jóvenes del cuerpo de ayudantes, para quienes los trabajos del trazado de la vía tenían el encanto de los primeros pasos dados en la senda de su carrera, permanecían sentados también, escuchando en postura modesta, con los lampiños rostros curtidos por la intemperie, muy complacidos de hallar tanta afabilidad en un hombre tan eminente.

Después, a hora avanzada de la noche, yendo y viniendo en el llano donde se alza la choza, tuvo una larga conversación con el ingeniero. Le conocía bien de muy atrás. No era la primera empresa en que sus talentos, tan substancialmente distintos como el fuego y el agua, habían colaborado en inteligente armonía. Del contacto de estas dos especialidades, que no tenían la misma visión del mundo, surgía un poder altamente beneficioso para el mundo -una fuerza sutil, capaz de poner en movimiento máquinas gigantes y músculos humanos, despertando además sentimientos de entusiasta adhesión a la empresa.

Algunos de los jóvenes, que en ella inauguraban su vida profesional, morirían antes de verla concluida. Pero la obra tenía que ser ejecutada: la fuerza motora poseía casi el impulso irresistible de la fe. No del todo, sin embargo. En el silencio del dormitorio vivaque, establecido sobre la meseta que formaba la cima del paso, semejante a un vasto circo, rodeado de escarpados muros de basalto, dos figuras que paseaban con lentitud a la luz de la luna, envueltas en gruesos abrigos rusos, se detuvieron un momento; y la voz del ingeniero pronunció distintamente la siguiente declaración:

– Nosotros no podemos trasladar las montañas.

Sir John, que había alzado la cabeza para seguir el gesto indicador, comprendió en toda su plenitud la fuerza de la frase. El nevado Higuerota resaltaba sobre la masa sombría de rocas y tierra, como una colosal burbuja helada, bruñida por la luz de la luna.

Todo yacía en silencio; y de pronto sonó un repetido choque de cascos. Era una de las acémilas, que había coceado dos veces contra las paredes del corral, destinado a las bestias de carga, toscamente construido con piedras sueltas en forma de círculo.

El ingeniero jefe había dicho las palabras anteriores respondiendo a una velada indicación del presidente sobre la probable posibilidad de alterar el trazado de la línea, defiriendo a los perjuicios de los grandes terratenientes de Sulaco. El primero creía que la obstinación de los hombres era el menor obstáculo. Además, para combatirla, contaban con la gran influencia de Carlos Gould, mientras que la perforación del Higuerota por un túnel era una empresa colosal.

– ¡Ah!, sí, Gould. ¿Qué clase de persona es?

Sir Jonh había oído hablar mucho de él en Santa Marta y deseaba ampliar sus noticias. El ingeniero jefe le aseguró que el administrador de la mina de plata de Santo Tomé gozaba de un ascendiente inmenso entre todos los Dones españoles. Poseía una de las mejores casas de Sulaco, y su hospitalidad superaba a todo encomio.

– A mí me recibieron como si me hubiesen conocido por largos años -añadió. La amita de la casa es la misma bondad personificada. Viví con ellos un mes; y Carlos Gould me ayudó a organizar las cuadrillas de ayudantes que habían de ejecutar las mediciones y demás trabajos del trazado. La circunstancia de ser prácticamente el amo de la mina de plata de Santo Tomé le granjea una consideración especialísima. Es evidente que todas las autoridades de la provincia le atienden; y, como he dicho, con el dedo meñique puede hacer bailar a todos los hidalgos de la comarca. Si usted sigue su consejo, las dificultades desaparecerán; él necesita el ferrocarril. Por supuesto, debe usted reparar bien en lo que dice, al hablar con él, porque es inglés e inmensamente rico además. La casa Holroyd entra a la parte con Gould en esa mina; de modo que ¡figúrese usted lo que con tan poderosa ayuda financiera…!

Interrumpióse, y en aquel momento, frente a una de las pequeñas hogueras que ardían junto a la baja pared del corral surgió la figura de un hombre, cubierto por un poncho hasta el cuello. La silla que le había servido de almohada formó una mancha negra en el suelo, que resaltaba al rojo resplandor de las ascuas.

– Pienso ver al mismo Holroyd al regresar por los Estados Unidos -manifestó Sir John-. He averiguado que también él necesita el ferrocarril.

El hombre, que, molestado tal vez en la proximidad de las voces, se había levantado, hizo arder un fósforo para encender un cigarrillo. La llama iluminó su rostro moreno con bigotes negros y un par de ojos, que miraban de frente; luego, volviendo a arreglar sus ropas, se tendió a la larga y apoyó su cabeza sobre la silla de montar.

– Es el mayoral de la impedimenta, a quien mandaremos volver a Sulaco, ahora que vamos a emprender nuestros trabajos en el valle de Santa Marta – dijo el Ingeniero-. Un sujeto utilísimo, que puso a mi disposición el capitán Mitchell, de la Compañía O.S.N. Ha sido un rasgo generosísimo de Mitchell. Carlos Gould me dijo que lo mejor que podía hacer era aprovechar el ofrecimiento. Parece poseer el secreto de gobernar a todos esos acemileros y peones. No hemos tenido el menor tropiezo con ellos. Escoltará la diligencia que le conduzca a usted hasta Sulaco, secundado por algunos obreros nuestros de la vía. El camino es malo; y la vigilancia de ese hombre puede evitarle a usted algunos vuelcos. Me ha prometido que cuidará de la persona de usted en todo el trayecto, como si se tratara de su propio padre.

El mayoral mencionado no era otro que el marinero italiano, a quien todos los europeos de Sulaco, sobre todo ingleses, siguiendo la defectuosa pronunciación del capitán Mitchell, tenían la costumbre de llamar Nostromo. Y, en efecto, taciturno y alerta, veló excelentemente por la vida del viajero en las partes peligrosas del camino, según el mismo presidente manifestó después agradecido a la señora de Gould.

Capítulo VI

Por entonces Nostromo llevaba ya bastante tiempo en el país para elevar al grado más alto la opinión del capitán Mitchell sobre el extraordinario valor de su hallazgo. A no dudarlo era uno de esos subordinados inapreciables, de los que sus jefes se ufanan con justicia. El capitán Mitchell blasonaba de tener buen ojo para conocer a los hombres; pero no era egoísta reservándose para sí los servicios del habilidoso y capaz italiano, y en la inocencia de su orgullo, iba cayendo en la manía de "ofrecer con frecuencia a su capataz de cargadores"; lo que, andando el tiempo, había de poner a Nostromo, como una especie de factótum universal -como un verdadero prodigio de eficiencia en su propia esfera de vida.

"Es un hombre que daría la vida por mí", solía afirmar el capitán Mitchell; y aunque tal vez nadie pudiera explicarse la razón de tal hecho, si se observaba atentamente las relaciones que entre ellos mediaban, no había modo de poner en tela de juicio aquel aserto, a no tener el genio agrio y estrafalario del doctor Monyghan, por ejemplo, cuya risa acre y escéptica expresaba de ordinario una inmensa desconfianza de los individuos todos del linaje humano. Y no es que el doctor fuera pródigo ni de risas ni de palabras, sino, al contrario, tétrico y taciturno, aun estando del mejor talante. Cuando le dominaba el mal humor, eran terribles los crudos sarcasmos de su lengua de hacha.

Únicamente la señora de Gould podía mantener dentro de los debidos límites la incredulidad del maldiciente en la nobleza de los móviles humanos; pero aun ella (en una ocasión no relacionada con Nostromo, y en un tono que a él le pareció afable) le había dicho también: "Realmente es absurdo exigir a un hombre que forme de los demás mejor concepto que el que tiene de sí mismo."

Y la señora de Gould había abandonado el tema sin dilación. Corrían extraños rumores sobre el doctor inglés. Años atrás, en tiempos de Guzmán Bento, anduvo mezclado, según se susurraba, en una conspiración, que fue denunciada por uno de sus miembros y, al decir de la gente, ahogada en sangre. El cabello se le había vuelto entrecano; su rostro barbilampiño y cruzado por costurones tenía color rojizo, y su costumbre de usar ancha camisa de franela, a cuadros de diversos colores, y panamá teñido era una provocación constante a los usos establecidos en Sulaco. A no ser por la inmaculada limpieza de su atavío, se le hubiera tomado por uno de esos europeos pendularios, que desacreditan a cualquier colonia de su patria en casi todos los países del mundo.

Las señoritas de Sulaco, que adornaban con grupos de lindas caras los balcones de la calle de la Constitución, cuando le veían pasar renqueando, cabizbajo, la corta chaqueta de hilo vestida con desgarbo sobre la abigarrada camisa de franela, se decían unas a otras: "Aquí tenemos al señor doctor que va a visitar a doña Emilia. Lleva puesta su chaquetita." El hecho era cierto, pero la significación más honda del mismo se ocultaba a sus sencillas inteligencias. Fuera de que tampoco pensaban mucho en el doctor. Era viejo, feo, instruido -y un poco loco-, teniendo además ciertos ribetes de hechicero, según sospechas del pueblo bajo. Hagamos constar que la chaquetita blanca era una concesión a la influencia humanizadora de la señora de Gould.

El doctor, hombre de lenguaje incorregiblemente mordaz y escéptico, no sabía expresar de otro modo el respeto profundo que le inspiraba la mujer conocida en el país con la denominación de "la señora inglesa". El cínico pesimista le rendía ese homenaje con entera sinceridad; lo cual no era poco para un tipo de su condición. La señora de Gould lo echaba de ver claramente; y por su parte nunca le hubiera pasado por las mientes obligarle a una prueba tan señalada de deferencia.

La esposa del administrador de la mina de Santo Tomé tenía su casa española (que era uno de los mejores ejemplares de Sulaco) abierta siempre para dispensar a sus visitantes las menudas finezas de la hospitalidad. Y lo hacía con llaneza y gracia especiales, guiándose por una atenta percepción de los distintos valores. Poseía en alto grado el don del trato social, que consiste en olvidarse de sí mismo en una infinidad de delicados pormenores y en adaptarse al genio de los demás. Carlos Gould no había reparado bastante en esa notable cualidad de su consorte. Siguiendo las tradiciones de su familia, que, aunque establecida en Costaguana por tres generaciones, acudía siempre a Inglaterra para efectuar allí los estudios y el casamiento, creía haberse enamorado de la joven que ahora era su mujer, en atención a la amable sensatez de que le había dado tantas pruebas; pero no era precisamente esa dote la que le granjeaba la estimación de cuantos visitaban la casa Gould; como había ocurrido, por ejemplo, con todo el cuerpo de ingenieros de la vía, desde el más joven hasta el veterano jefe, que no se cansaban de recordar los excelentes ratos pasados en casa de la señora Gould, mientras sufrían las inclemencias de la intemperie en los altos picos de la Sierra.

Lo más curioso era que la interesada no daba muestras de advertirlo; y si alguien le hubiera hablado de la sentida gratitud con que se citaba su nombre al borde de las nieves en las alturas visibles desde Sulaco, con una sonrisa y la sorpresa reflejada en sus ojos grises muy abiertos, habría protestado de que no había hecho nada de particular por los ingenieros. Y a continuación, tomando cierta expresión reflexiva, habría hecho como que aguzaba su ingenio para hallar la explicación de aquel agradecimiento: "No tenía nada de extraño, porque a los pobres muchachos no podía menos de causarles viva impresión cualquier amable acogida que hallaran en tan remoto país. En ello, sin duda, tenia que entrar por mucho la nostalgia. Todos, a lo que creo, padecemos algo del mismo achaque".

Siempre la movían a compasión los que se sentían tristes por estar fuera de su patria.

Carlos, nacido como su padre en la República de Costaguana, enjuto y alto, con su bigote cobrizo, barbilla de neto perfil, ojos claros de color azul, cabello de ébano y rostro fino, fresco y rubicundo, presentaba todo el aspecto de un extranjero, recién llegado a Inglaterra. Su abuelo había peleado por la causa de la Independencia a las órdenes de Bolívar en aquella famosa legión inglesa, cuyos valientes merecieron, en la batalla Carabobo, ser saludados por el gran Libertador con el dictado de "Salvadores del país". Uno de los tíos de Carlos Gould había sido Presidente electo de la misma provincia de Sulaco (llamada a la sazón Estado) en los tiempos de la Federación, y más tarde había muerto fusilado, de pie junto al muro de una iglesia, por orden del bárbaro general unionista Guzmán Bento. Era éste el Guzmán Bento que, habiendo llegado a ser después Presidente perpetuo, famoso por su implacable y cruel tiranía, alcanzó su apoteosis en la leyenda popular, la cual hizo de él un espectro sanguinario condenado a vagar por los campos, después de haber sido robado su cuerpo, por el diablo en persona, del mausoleo de ladrillo erigido en la nave de la iglesia de la Asunción en Santa Marta. Así al menos se explicó su desaparición a la muchedumbre desarrapada que acudió en tropel, presa de terror, a contemplar el agujero, abierto en un lado del deforme sarcófago de ladrillo, situado frente al altar mayor.

El nombre del cruel Guzmán Bento evocaba el recuerdo de numerosas víctimas, además del tío de Carlos Gould; pero a éste siempre le ayudó la circunstancia de tener un pariente martirizado por la causa de la aristocracia, para que los oligarcas de Sulaco, que eran las familias de pura sangre española, le consideraran como uno de los suyos. He dicho oligarcas usando la fraseología de la época de Guzmán Bento; ahora se llamaban blancos y habían abandonado la idea federal. Con tal recuerdo de familia nadie mejor que don Carlos Gould podía reclamar el título de costaguanero; pero tenía un tipo tan característico, que para la gente ordinaria era siempre el inglés de Sulaco. Parecía más inglés que cualquiera de los turistas de la misma nacionalidad, de paso alguna vez por aquella región, o que cualquier vagabundo misionero protestante, por más que éstos eran entonces enteramente desconocidos en Sulaco; más inglés que los jóvenes ayudantes del ferrocarril en construcción, llegados últimamente, y que cualquiera de los tipos deportistas publicados en los números del Punch, recibidos por la señora de don Carlos con unos dos meses de retraso.

Maravillaba oírle hablar español (castellano dicen allí) o el dialecto indio de la gente del campo con tanta naturalidad. Su acento no tuvo nunca nada de inglés; pero había algo tan indeleble en toda la generación de los Gould -soldados de la independencia, exploradores, plantadores de café, comerciantes y revolucionarios de Costaguana-, que Carlos, el único representante de la tercera generación en un país que se jactaba de poseer un estilo peculiar de equitación, continuaba siendo inglés, aun a caballo. Y esto último no lo digo en el sentido burlón de los llaneros o habitantes de las grandes llanuras, que se creen los primeros jinetes del mundo. Realmente Carlos Gould, dicho sea con la elevada expresión que corresponde, cabalgaba como un centauro. El cabalgar para él no era un género especial de ejercicio, sino una facultad natural, como la de andar derecho para los que están sanos de cuerpo y alma; pero con todo eso, cuando caminaba, bordeando la ruta desigual y polvorienta de los carros de bueyes, en dirección a la mina, con su traje inglés y atalaje exótico, producía la impresión de estar llegando en aquel momento a Costaguana, a su rápido pasotrote, procedente de alguna verde pradera del otro lado del mundo.

Solía hacer su viaje a lo largo del viejo camino español (el camino real del lenguaje popular). Esta vía con su peculiar calificativo era uno de los pocos vestigios que quedaban de aquella realeza, tan odiada, de Giorgio Viola, cuya sombra misma puede decirse que había desaparecido del país, pues aun la estatua ecuestre de Carlos IV, que se alzaba a la entrada de la Alameda, resaltando por su blancura entre el arbolado, no era conocida de la clase baja del país y los mendigos de la ciudad que dormían en las escaleras de la base del pedestal, sino como "El Caballo de Piedra". El otro Carlos que se alejaba torciendo a la izquierda con un rápido golpeteo de cascos sobre el agrietado pavimento de losas, el don Carlos Gould de la vestimenta inglesa, no parecía menos incongruente en aquel medio que la anacrónica estatua, pero seguramente se venía mucho mejor con las realidades de entonces que el regio caballero, representado por el artista en postura de refrenar con una mano su palafrén, mientras levantaba la otra hacia el ala del sombrero adornado con airón de plumas.

La efigie ecuestre del monarca, afeada por las injurias de la intemperie, con su vaga indicación de un gesto de saludo, sugería la idea de que guardaba en su pecho secretos inescrutables sobre los cambios políticos que le habían despojado hasta de su propio nombre. Pero también el otro jinete, el de rostro fino y perspicaz, que cabalgaba sobre su airoso y bien proporcionado bridón, de color tostado y ojo vivo, tenía el aspecto de no dejar traslucir sus opiniones sobre los hombres y las cosas de la República.

El ánimo de este segundo Carlos, conocido del pueblo con el nombre del "inglés de Sulaco", se mantenía en la serena estabilidad, propia de las conveniencias públicas y privadas, que imperaba en Europa. No mostraba sentir desagrado por la manera estrafalaria con que las señoritas de Sulaco se empolvaban los rostros hasta parecer mascarillas de escayola, animadas por bellos y expresivos ojos, ni por las hablillas y murmuraciones de la ciudad, ni por los continuos cambios políticos y revueltas, promovidas siempre invocando "la salvación del país". Todo parecía aceptarlo con impasible ecuanimidad.

Su mujer, en cambio, no acertaba a ver en aquellas luchas más que un drama pueril y sangriento de asesinatos y rapiñas, representado con terrible seriedad por gente sin juicio y depravada. Durante los primeros días de su vida en Costaguana, la pobre señora solía cruzar las manos con desesperación por no poder tomar los asuntos públicos del país en su genuina significación, concediéndoles la importancia que requería la atrocidad de los procedimientos empleados. Veía en ellos una comedia de ficciones cándidas, en la que apenas había nada de sincero, como no fuera la indignación y terror que a ella le producían.

Carlos, muy tranquilo, retorciéndose los largos bigotes, solía rehusar la discusión de tales asuntos. Una vez, empero, la hizo observar con tono afable:

– Pero, hija mía, pareces olvidarte de que yo he nacido aquí.

Estas breves palabras, como si hubieran sido una repentina revelación, la impusieron silencio. Tal vez el hecho de haber nacido en el país obligaba a ver las cosas de una manera muy diferente. Tenía y había tenido siempre una confianza grandísima en su marido. Desde el primer momento la imaginación de la futura señora de Gould había sido impresionada por la ausencia de sentimentalismo y la quietud de ánimo que caracterizaban a Carlos, considerando estas cualidades como indicadoras de cabal competencia en los negocios de la vida. Don José Avellanos, su vecino de la casa de enfrente, estadista, poeta, hombre de cultura, que había representado a su país en varias cortes europeas (y sufrido indignidades indecibles como prisionero de Estado en la época del tirano Guzmán Bento), solía declarar en la sala de tertulia de doña Emilia que Carlos unía a las cualidades todas del carácter inglés un corazón verdaderamente patriótico.

La señora de Gould, alzando los ojos al fino, rubio y tostado semblante de su esposo, no lograba descubrir el más leve temblor de sus facciones, al oír las anteriores palabras sobre su patriotismo. Quizá en tal ocasión acabara de regresar de la mina a caballo; porque era bastante inglés para no hacer caso de las horas más calurosas del día. Basilio, con librea de fina tela blanca de hilo y ceñidor rojo, se habría agachado detrás de sus talones en el patio, para desatarle las pesadas y romas espuelas; y a continuación el señor Administrador habría subido la escalera de la galería. Hileras de macetas de plantas, alineadas sobre la balaustrada entre los pilares de los arcos, formaban con sus hojas y flores una especie de mampara, ocultando el corredor a las miradas dirigidas desde el cuadrángulo inferior, cuyo piso enlosado es la parte esencial de una casa sudamericana, y donde las tranquilas horas de la vida doméstica son marcadas por los cambios de la luz y sombra sobre las losas del piso.

El señor Avellanos tenía la costumbre de cruzar el patio a eso de las cinco, casi todos los días. Don José escogía para hacer su visita la hora del té, porque el rito inglés en casa de doña Emilia le recordaba el tiempo que había vivido en Londres, como ministro plenipotenciario en la corte de San James. No le gustaba el té; y, de ordinario, meciéndose en su silla americana, cruzadas sus lustrosas botitas sobre el descansapiés, hablaba con una especie de complaciente virtuosidad, admirable en un hombre de sus años, conservando la taza en la mano por largo tiempo. Su cabello enteramente recortado era blanco como la nieve; sus ojos, negros como el azabache.

Al ver a Carlos Gould entrar en la sala, saludaba con una venia provisional, y proseguía hasta el fin su período oratorio. Después solía decir:

– Amigo Carlos, ha venido usted a caballo desde Santo Tomé con el calor del día. Siempre la verdadera actividad inglesa, ¿no? ¿Qué hay?

Bebía de un trago lo que restaba del té, dando invariablemente después un ligero respingo seguido de un "¡brrr!" involuntario, que no quedaba disimulado por la apresurada exclamación:

– ¡Excelente!

Luego poniendo la taza vacía en la mano de su joven amiga, extendida con una sonrisa, continuaba discurseando sobre la índole patriótica de la mina de Santo Tomé, por el mero placer de hablar con facundia, a lo que parecía, mientras su cuerpo reclinado oscilaba con suave vaivén en una mecedora traída de los Estados Unidos. El cielo raso del salón de la casa Gould tendía su blanca superficie a gran altura sobre la cabeza del anciano visitante. Aquella desmedida elevación empequeñecía el ajuar de la espaciosa pieza, en el que se mezclaban antiguos sillones españoles de nogal y cuero, con respaldos rectos, y asientos europeos de diversas formas, bajos y enteramente almohadillados, semejantes a pequeños monstruos gordinflones, henchidos hasta reventar de muelles de acero y de crin. Veíanse chucherías en mesitas y veladores, espejos incrustados en el muro sobre consolas de mármol, alfombras cuadradas al pie de dos grupos de butacas, presididos cada uno por un profundo sofá; esterillas diseminadas sobre el piso de rojas baldosas; tres grandes ventanas, abiertas desde el techo al suelo, que daban salida a un balcón corrido, y estaban flanqueadas del lado de la habitación por los pliegues perpendiculares de obscuros cortinajes. La magnificencia de tiempos pasados perduraban entre las cuatro altas y lisas paredes, teñidas de un delicado color de vellorita; y la señora de Gould, con su cabecita de lucientes rizos, sentada entre una nube de muselina y encaje ante una esbelta mesa de caoba, parecía un hada, que se le había posado junto a los vasos de plata y porcelana repletos de delicadas golosinas para regalar el gusto de los moradores del salón.

La señora de Gould conocía la historia de la mina de Santo Tomé. Su laboreo databa del tiempo de la conquista y se había efectuado principalmente a latigazos en las espaldas de los esclavos; el rendimiento de plata se había pagado con su peso en huesos humanos. Tribus enteras de indios habían perecido en la explotación; y al cabo la mina se abandonó, en vista de que aquel método primitivo no rendía un beneficio apreciable, a pesar de cuantos cadáveres se arrojaran a las fauces del monstruo. Posteriormente llegó a quedar olvidada. Fue descubierta de nuevo después de la guerra de la independencia. Una compañía inglesa obtuvo el derecho de beneficiarla, y halló un filón tan rico, que ni las exacciones de los sucesivos gobiernos, ni las incursiones periódicas de los oficiales de reclutamiento sobre la colonia de mineros, convenientemente retribuidos, creada por aquélla, pudieron desalentar su perseverancia. Pero al fin, durante la prolongada barahúnda de pronunciamientos que siguió a la muerte del famoso Guzmán Bento, los mineros indígenas, incitados a la rebelión por emisarios enviados desde la capital, se habían levantado contra sus jefes ingleses, asesinándolos a todos sin dejar uno vivo.

El decreto de confiscación que apareció inmediatamente después en el Diario Oficial, publicado en Santa Marta, empezaba en estos términos: "Justamente indignada ante la inhumana opresión de extranjeros, movidos por sórdidos anhelos de lucro, antes que por amor del país, al que han llegado pobres para hacer sus fortunas, la población minera de Santo Tomé, etc…" y acababa con la siguiente declaración: "El jefe del Estado ha resuelto ejercer plenamente su poder de clemencia. La mina, que, según todas las leyes internacionales, humanas y divinas, revierte ahora al Gobierno, como propiedad nacional, permanecerá cerrada hasta que la espada que ha sido preciso desenvainar para la sagrada defensa de los principios liberales haya cumplido su misión de asegurar la ventura de nuestro amado país."

Y durante muchos años así quedó la mina de Santo Tomé. Qué ventajas esperara sacar el Gobierno de semejante expoliación es imposible decirlo ahora. Con grandes dificultades se logró que Costaguana pagara una mísera indemnización a las familias de las víctimas, y después se dejó de prestar consideración al asunto en los despachos diplomáticos.

Pero, andando el tiempo, otro gobierno se acordó de aquella valiosa partida de activo. Era uno de los gobiernos normales de Costaguana -el cuarto en seis años-,y supo aprovechar la oportunidad que se le ofrecía. Estaba secretamente convencido de que la mina de Santo Tomé carecía de todo valor en su poder, pero comprendió con sagaz penetración las variadas aplicaciones a que puede adaptarse una mina de plata, prescindiendo del tosco procedimiento de extraer el metal por medio de excavaciones.

El padre de Carlos Gould, uno de los más ricos comerciantes de Costaguana por largo tiempo, había perdido ya una parte muy grande de su fortuna en empréstitos forzosos hechos a gobiernos sucesivos. Era un hombre de genio reposado, que nunca pensó en reclamar sus créditos con apremiante insistencia; y, cuando inesperadamente le fue ofrecida la mina de Santo Tomé con los terrenos colindantes y obras anejas a la misma, se sobresaltó lo indecible. Tenía larga experiencia de cómo las gastaban los gobiernos.

Realmente la secreta intención de la oferta, aunque sin duda se había procurado mantenerla oculta con meditada capciosidad, se mostraba patente en el texto mismo del documento que le presentaron, con urgencia, a la firma. En la tercera cláusula, que era la más importante, se estipulaba que el concesionario debería pagar al punto al gobierno las regalías o derechos de un quinquenio, calculados sobre el probable rendimiento de la mina.

El señor Gould, padre, se esforzó en declinar aquel fatal favor con repetidas razones e instancias; pero todo en vano. Alegó que no entendía nada de minería; que no tenía medios para poner la concesión en el mercado europeo; que la mina, como negocio en marcha, no existía. Los edificios, destinados al personal y operaciones de la explotación, habían sido quemados; la planta de las excavaciones, destruida; la población de obreros, ahuyentada del lugar hacía muchos años; el camino, borrado por la invasión desbordada de la vegetación tropical, que lo había hecho desaparecer tan completamente como si se lo hubiera tragado el mar; y la galería principal, dormida y cegada en un trayecto de cien metros desde la entrada. Aquello no era ya una mina abandonada, sino una bravía garganta rocosa e inaccesible de la Sierra, donde sólo podían hallarse vestigios de madera carbonizada, montones de ladrillos rotos y algunos trozos informes de hierro comido de orín, todo ello cubierto por la espesa urdimbre de chaparros espinosos que allí vegetaban.

Natural era que el señor Gould, padre, no deseara la posesión perpetua de tan desolada localidad; de hecho, al surgir su mera visión en la mente del concesionario durante las silenciosas horas de vela nocturna, tenía la maléfica virtud de exasperarle y causarle febriles y agitados insomnios.

Pero ocurrió que el ministro de Hacienda de entonces era un hombre a quien, años antes, el señor Gould por desgracia había rehusado conceder una pequeña ayuda pecuniaria, fundando su negativa en el hecho de ser el peticionario un jugador y petardista notorio, con la agravante de pesar sobre él la sospecha de un robo con violencia perpetrado en la persona de un acaudalado ranchero establecido en un distrito remoto, donde el sujeto aludido desempeñaba a la sazón el cargo de juez. Cuando el desairado pedigüeño logró escalar el elevado puesto de ministro, manifestó en público su intención de pagar al pobre señor Gould su disfavor con un donativo adecuado.

Así pues, afirmó una y otra vez este propósito en su despacho de Santa Marta, con voz tan suave e implacable y con guiños tan maliciosos, que los mejores amigos del agraciado le aconsejaron encarecidamente que no intentara el soborno para que se echara tierra al asunto. Hubiera sido inútil. Y aun tal vez peligroso.

Así opinó también una señora francesa, de gran corpulencia y vibrante voz, hija, según decía, de un oficial de elevada categoría (officier supérieur de l'armée), que tenía por residencia un convento secularizado, en el que ocupaba varias habitaciones, inmediatas a las del ministro de Hacienda. Esta rozagante dama, cuando se le acercó alguien en nombre del señor Gould, guardando las formas convenientes y con una cantidad de consideración, movió la cabeza con expresión desmayada. Tenía buenos sentimientos y expresó lo que sentía. No quiso recibir dinero por un servicio que no podía prestar. El amigo del señor Gould encargado de la delicada misión solía decir después que era la única persona honrada que había conocido entre todas las relacionadas con el gobierno de cerca o de lejos.

– Es un cochino asunto que no tiene compostura -había respondido con la entonación bronca y viril que le era natural y empleando frases más propias de una hospiciana que de una huérfana de familia decente. -Es cosa perdida. Pas moyen, mon garçon. C'est dommage, tout de même. Ah! zut! Je ne vole pas mon monde. Je ne suis pas ministre… moi! Vous pouvez emporter vôtre petit sac. (No hay medio, hijo mío. Es lástima, sin embargo. ¡Ah! ¡Fiasco! Yo no robo a mi gente. No soy ningún ministro… ¡ministro yo! Puede usted llevarse su saquito.)

Por un momento, mordiéndose su rojo labio inferior, debió de deplorar allá en su interior la tiranía de los rígidos principios que gobernaban la venta de su influencia en elevadas esferas. Luego añadió con un tonillo intencionado, en que se traslucía un dejo de impaciencia:

– Allez et dites bien a vôtre bonhomme -entendez-vous?- qu’il faut avaler la pilule. (Vaya usted y dígale a su pobre hombre -¿entiende usted?- que hay que tragar la píldora.)

Después de semejante advertencia, allí no había más que hacer sino firmar y pagar. El señor Gould se tragó la píldora, y su efecto fue como si hubiera tomado un veneno sutil que afectara directamente al cerebro. Inmediatamente la mina fue su obsesión constante; y esa obsesión tomó la forma del Viejo del Mar irremediablemente montado sobre sus hombros, como el que, según se cuenta en Las Mil y Una Noches, había atormentado a Simbad el Marino. Comenzó también a soñar con vampiros que le chupaban la sangre. El señor Gould, sin embargo, exageraba las desventajas de su nueva situación, porque la consideraba influido por su sobreexcitada sensibilidad. La categoría y consideración de que gozaba en Costaguana no era peor que anteriormente. Pero el hombre es una criatura desesperadamente apegada a sus intereses; y la extravagante novedad del atropello inferido a su caudal le trastornó los nervios. Todos los que le rodeaban habían sido robados por las bandas grotescas de asesinos que jugaron a Gobiernos y revoluciones después de la muerte de Guzmán Bento. Sabía ya por experiencia que a ninguna pandilla de cuantas se apoderaban del Palacio presidencial le faltaban competencia y alcances para dejar de cometer sus depredaciones por no poder hallar un pretexto, aun cuando al fin el producto de tales arbitrios no respondiera a las esperanzas concebidas. Cualquier improvisado coronel del ejército de harapientos y gentuza que cayera en la localidad, no se mordía la lengua para exponer a un simple ciudadano sus derechos a recibir una suma de diez mil dólares, exigiendo provisionalmente y a dinero contante por lo menos mil. Esto no lo ignoraba el señor Gould, y, armándose de resignación, había esperado mejores tiempos. Pero lo que le sacaba de quicio era el que se le robara con apariencias de legalidad y de negocio. El señor Gould, padre, hombre de carácter honrado y perspicaz, tenía, no obstante, un defecto, y era el atribuir demasiada importancia a las formas y modalidades externas. De este achaque padecen todos aquellos cuyas ideas están afectadas por prejuicios. En el asunto de la mina veía tal malignidad y perversión de la justicia, que aquel ultraje, conmoviendo hondamente su concepto de la moralidad, de rechazo hería su vigor físico. "Esto acabará matándome", solía repetir muchas veces al día. Y realmente, desde entonces empezó a tener fiebre, dolores hepáticos, y sobre todo la idea fija de la violencia con él cometida, sin poder pensar en otra cosa. El ministro de Hacienda seguramente no llegó a comprender la refinada crueldad de su venganza.

Aun las cartas del señor Gould a su hijo Carlos, muchacho de catorce años, que a la sazón se estaba educando en Inglaterra, dejaron con el tiempo de tratar otros asuntos que el de la mina. El autor de las mismas se quejaba amargamente en ellas de la injusticia, los perjuicios incesantes y la violencia de la forzada adquisición. Dedicaba párrafos larguísimos en exponer las fatales consecuencias anejas a la concesión de la mina por cualquier lado que se la mirase, y a los males futuros, fáciles de prever, expresando su horror ante el carácter al parecer eterno de aquella maldición. Porque la propiedad de la mina se le había otorgado a él y a sus descendientes a perpetuidad. Por tanto rogaba con gran encarecimiento a su hijo que no volviera nunca a Costaguana, ni reclamara allí ninguna parte de su herencia, que a su juicio estaba toda comprometida por la infame concesión; que no la tocara, ni se acercara a ella jamás; que se olvidara de que existía América y emprendiera cualquier profesión mercantil en Europa.

Y todas las cartas terminaban dirigiéndose a sí propio las recriminaciones más amargas por haber permanecido tanto tiempo en aquella madriguera de ladrones, intrigantes y bandidos.

A los catorce años no suele haber discernimiento bastante para comprender cómo la posesión de una mina de plata puede acarrear la desgracia irremediable de la vida; pero una afirmación de tal naturaleza es sin duda muy a propósito para excitar el interés y el asombro de un adolescente, dotado de alguna inteligencia. Con el tiempo el muchacho, sumergido al principio en un mar de perplejidades por las indignadas lamentaciones de su papá, y un tanto apenado de que se hallara en tal situación, empezó a dar vueltas al asunto en su cerebro, durante las horas que le dejaban libres sus juegos y estudios. Al cabo de un año aproximadamente vino a sacar de la lectura de las cartas la persuasión concreta de que su papá se hallaba irremediablemente disgustado por causa de una mina de plata que había en la provincia de Sulaco de la República de Costaguana, donde su pobre tío Harry había muerto fusilado por la tropa, muchos años antes.

Estrechamente relacionada con esa mina, existía además una cosa, llamada la "inicua concesión Gould", escrita al parecer en un documento que su padre deseaba ardientemente "rasgar en mil pedazos y arrojarlos a los rostros" de los presidentes, magistrados y ministros de aquella nación. Y ese deseo persistía, no obstante haber advertido el muchacho que rara vez los nombres eran los mismos en el transcurso de un año. Le parecía natural que su padre alimentara tales propósitos (ya que el asunto era inicuo), pero no sabía por qué lo era.

Posteriormente, al alcanzar mayor madurez de juicio, logró sacar en limpio la verdad del caso, desenmarañándola de las fantásticas intrusiones del Viejo del Mar, de los vampiros y de los vestiglos sanguinarios, que daban a la correspondencia de su padre el sabor de un cuento horripilante, parecido a los más espantables de Las Mil y Una Noches. Al fin el Gould hijo, ya mozo, llegó a estar tan estrechamente relacionado con la mina de Santo Tomé, como el Gould padre que escribía las quejumbrosas e iracundas misivas desde un país situado allende el Atlántico.

Refería el padre que varias veces le habían hecho pagar fuertes multas por tener abandonada la explotación de la mina, además de otras cantidades que le habían sacado a cuenta de regalías futuras, y para ello se fundaban en que un hombre poseedor de una concesión tan valiosa no podía rehusar su ayuda financiera al gobierno de la República.

Lo que restaba de su fortuna -escribía con desesperación- tenía que irlo entregando a cambio de recibos sin valor, y entre tanto se le señalaba como un individuo que se había enriquecido explotando las necesidades de su país. Con todo lo cual el joven Gould, que estudiaba en Europa, fue interesándose más y más en un asunto capaz de motivar semejante tumulto de palabras y de pasión.

Todos los días pensaba en él, pero sin hostilidad ni acrimonia. Sin duda debía de ser un desdichadísimo negocio para su pobre papá; y toda la historia del mismo arrojaba una luz extraña sobre la vida social y política de Costaguana. Con todo eso, el estado de ánimo en que el joven le consideraba era de filial compasión, pero serena y reflexiva. Sus sentimientos personales no habían sido heridos; y es difícil conmoverse con indignación genuina y duradera por los padecimientos físicos o mentales de otra persona, sintiéndolos como propios, aunque esa persona sea nuestro mismo padre. Cuando Carlos Gould cumplió los veinte años, se halló sin saberlo fascinado por el hechizo de la mina de Santo Tomé, y presa de su mágica influencia, como el autor de sus días. Pero era un encantamiento distinto, más en consonancia con su juventud, y en cuya fórmula de conjuro entraban la esperanza, el vigor y la confianza en sí mismo, en lugar del desaliento, el despecho y la desesperación.

Facultado por su padre, desde que llegó a la edad mencionada, para elegir su camino en la vida y gobernarse en ella con independencia (sin otra restricción que la orden terminante de no volver a Costaguana), prosiguió sus estudios en Bélgica y Francia con la idea de adquirir el título de ingeniero de minas. Pero el lado científico de sus trabajos no le interesaba sino de una manera vaga e imperfecta; las minas se le ofrecían como objetos revestidos de un carácter dramático. Y además estudió sus pormenores y cualidades peculiares, según cierto aspecto personal, como el que estudia los diversos caracteres de los hombres. Las visitaba con la curiosidad que mueve a conocer y tratar a personas notables. Así lo hizo en Alemania, España y Cornualles. Las explotaciones abandonadas ejercían sobre él una fascinación poderosa; su exterior desolado le conmovía, como el espectáculo de la desgracia humana, cuyas causas son variadas y profundas. Tal vez carecieran de valor, pero también quizá se hubiera cometido algún error en el modo de beneficiarlas. Su futura esposa fue la primera y acaso la única persona que descubrió esta secreta disposición de ánimo que gobernaba el fondo sensible casi inexpresivo de este hombre con respecto al mundo de las cosas materiales. E inmediatamente el amor a Carlos, que se mantenía lánguido moviéndose a ras de tierra con las alas entreabiertas, como esas aves que no pueden levantar el vuelo fácilmente desde una superficie plana, halló un pináculo desde donde remontarse hasta los cielos.

Se habían conocido en Italia, mientras la futura señora de Gould moraba con una tía anciana y descolorida, que años atrás se había casado con un marqués italiano cuarentón y empobrecido. A la sazón llevaba duelo por su esposo, muerto en la lucha por la independencia y unidad de su país con el entusiasmo y generosidad de los más jóvenes partidarios de la misma idea. La causa en cuyas aras había sacrificado su vida era la misma por la que Giorgio Viola había peleado sobreviviendo a la derrota y siendo arrastrado por el oleaje de los tiempos a la deriva, a modo de mástil que flota abandonado después de una victoria naval. La marquesa hacía una vida de callado y quieto retiro, semejando una monja con su traje de luto y una banda blanca ceñida a la frente, en el ángulo del primer piso de un antiguo y ruinoso palacio, cuyos espaciosos salones de la planta baja cobijaban bajo de sus pintados techos las cosechas de grano y legumbres, las aves de corral y hasta el ganado vacuno, junto con la familia entera del agricultor, arrendatario de las tierras del difunto marqués.

Los dos jóvenes se habían encontrado en Luca. Después de esa primera entrevista Carlos no visitó más minas, si bien en una ocasión fueron juntos en carruaje a ver unas canteras de mármol, donde el trabajo se parece al de la minería en que extrae de las entrañas de la tierra una primera materia. Carlos Gould no abrió su corazón a la joven en una serie de discursos; sencillamente se limitó a obrar y pensar ante ella. Es el procedimiento de la verdadera sinceridad. Una de sus frecuentes reflexiones era: "A veces pienso que mi pobre padre considera el negocio de la mina de Santo Tomé con una disposición de ánimo enteramente equivocada." Y ambos discutieron con calor por largo tiempo aquella opinión, como si sus comentarios y razones pudieran influir en el espíritu del anciano Gould a la distancia de media circunferencia del globo; pero en realidad la discutían, porque el sentimiento del amor puede entrar en cualquier asunto y vivir ardientemente en frases que en sí mismas no se refieren a él en nada.

Por tan natural razón, tales controversias le eran gratísimas a la señora de Gould, cuando sostenía relaciones amorosas con Carlos. Este temía que su padre estaba derrochando su vigor y destruyendo su salud con los esfuerzos que hacía para librarse de la concesión. "Se me figura que no es ese el modo de manejar un negocio de tal índole", afirmó meditando en voz alta, como hablando consigo mismo. Y cuando ella declaró con franqueza que se maravillaba de ver a un hombre serio y honrado dedicar sus energías a intrigas y negociaciones secretas para salir con su intento, Carlos le explicaba con afabilidad, mostrando comprender su extrañeza: "No debe usted olvidar que papá ha nacido allí."

Ella aplicó su ágil inteligencia a meditar sobre ello, y luego formuló la siguiente réplica, no del todo lógica, pero que él aceptó como perfectamente sagaz, porque realmente era tan…

– Bien, ¿y usted? También usted ha nacido allí.

Carlos tenía prevenida la contestación.

– Es distinto. Yo hace diez años que falto del país. Papá no estuvo ausente tanto tiempo; y de entonces acá ha transcurrido cerca de un tercio de siglo.

Cuando nuestro joven recibió la noticia de la muerte de su padre, ella fue la primera persona a quien la comunicó.

– El asunto de la Concesión le ha matado -dijo.

Había salido de la ciudad inmediatamente y seguido, bajo del ardiente sol del mediodía, el polvoriento camino que conducía en derechura al arruinado palazzo, en cuyo gran salón se encontró cara a cara con ella. La magnífica estancia aparecía despojada de colgaduras, salvo tal cual trozo largo de damasco, ennegrecido por la humedad y el tiempo, que caía inerte sobre algún desnudo entrepaño del muro. Su moblaje se reducía a una poltrona dorada con el respaldo roto, un soporte en forma de columna octogonal que sostenía un pesado vaso de mármol, ornamentado con caretas y guirnaldas de flores y con una rajadura de arriba abajo.

El visitante se presentó blanco del polvo del camino que le cubría las botas, los hombros y la gorra, chorreando sudor por todos los poros de su rostro y empuñando un grueso garrote de roble en la mano derecha, que llevaba desenguantada.

Acercándose ella muy pálida, tocada con un sombrero de paja de ala tendida, cuyo adorno de rosas hacía resaltar el color descolorido de su tez, calzados los guantes, columpiando una sombrilla de color claro, tomada precisamente para encaminarse al sitio en que solía encontrarse con él, al pie de una colina, donde se alzaban tres álamos junto a la cerca de una viña.

– ¡Le ha matado! -replicó Carlos-. Debía haber vivido todavía muchos años, porque en toda nuestra familia ha sido cosa común la longevidad.

La honda emoción que dominaba a la joven no le permitió articular una palabra. Quedóse él contemplando con mirada penetrante y fija la rajada urna de mármol, como si hubiera resuelto grabar eternamente su forma en la memoria; y luego, volviéndose de repente a su interlocutora, repitió con vehemencia dos veces:

– He venido a ver a usted… Sí…, derechamente a ver a usted…

Y se interrumpió embargado por el dolor que le asaltó al pensar en la solitaria y atormentada muerte que su pobre padre había tenido en Costaguana. Tras esto, le tomó la mano y se la llevó a los labios; y al verlo ella, dejó caer la sombrilla para darle unas palmaditas en la mejilla, murmurando:

– ¡Pobre chico!

Mientras se enjugaba los ojos bajo del ala de su sombrero, que caía describiendo una curva honda, su breve estatura, realzada por la sencilla falda blanca que vestía, le daba el aspecto de una chicuela que llorara al verse perdida en la decaída magnificencia del inmenso y nobiliario salón, mientras él seguía de pie a su lado, del todo inmóvil en la contemplación de la urna de mármol.

Poco después salieron para dar un largo paseo, que fue silencioso, hasta que él exclamó de súbito:

– Sin duda la situación de papá era horrible. Pero ¡ah!, ¡si él hubiera sabido tomarla por el verdadero lado!…

Y entonces se detuvieron. Por todas partes se tendían largas sombras sobre las colinas, sobre los caminos, sobre los cercados olivares; las sombras de los erguidos álamos, de los frondosos castaños, de las casas y edificios de labor, de las paredes de piedra; y en el aire vibraba el tañido de una campana, delgado y vivo, semejando el percutiente palpitar de la tornasolada puesta del sol.

Los labios de la joven se entreabrieron ligeramente, como reflejando la sorpresa de que él no la mirase con la expresión acostumbrada. Esta expresión era de aprobación incondicional y de afabilidad atenta. Cuando platicaba con ella, lo hacía con autoridad en extremo solícita y deferente; comportamiento que a ella le agradaba infinito, porque respetaba su independencia, sin abdicar él de su dignidad. Aquella jovencita de corta estatura, con sus menudas manos y pies, y su carita encuadrada airosamente por espesa y abundante cabellera, con su boca un tanto grande, que al entreabrirse parecía aromatizar el ambiente con la fragancia de la franqueza y de la generosidad, tenía el alma fastidiosa de una mujer de experiencia. Ante todas cosas y por encima de todos los cumplidos lisonjeros atendía a que el objeto de su elección la satisficiera en términos de enorgullecerse de él. Carlos ahora no la miraba, y su expresión presentaba cierto dejo violento e impropio, como ocurre siempre que un hombre tiende la vista con fijeza distraída por encima de la cabeza de la mujer con quien habla.

– Bien, sí. Aquello fue inicuo. Le trastornaron del todo al pobre anciano: le quitaron la vida. ¡Oh! ¿Por qué no me permitiría volver a su lado? Pero ahora yo sabré habérmelas con el asunto de la mina.

Después de pronunciar estas palabras con insuperable aplomo, bajó los ojos para mirar a su interlocutora, y al punto se sintió presa del desaliento, la incertidumbre y el temor.

Lo único que al presente le importaba, dijo, era aclarar la duda de si ella le amaba lo bastante y tendría el valor necesario para acompañarle a un país tan remoto. Formuló esta indagación con voz temblorosa de ansiedad… por lo mismo que era hombre de gran resolución.

Sí, le amaba hasta ese punto. Iría con él, aunque fuera al otro lado del mundo. E inmediatamente de hacer estas declaraciones, la futura ama de la casa Gould de Sulaco, que había de dispensar en ella su amable hospitalidad a todos los europeos, sintió que la tierra huía debajo de sus pies, desvaneciéndose del todo junto con el tañer de la campana. Cuando se sintió de nuevo en el suelo, la campana seguía difundiendo sus vibraciones por el valle; llevóse las manos al cabello respirando aceleradamente y registró con la mirada la vereda pedregosa en toda su longitud. Estaba desierta indudablemente. Entretanto Carlos, echando un pie al fondo de una zanja sin agua y polvorienta, recogió la abierta sombrilla, que había caído dando saltos con un marcial tamborileo. Alargósela con seriedad, un poco amilanado.

Emprendieron el regreso, y, después de deslizar ella su mano bajo del brazo de Carlos, las primeras palabras que éste pronunció fueron:

– Es una fortuna que podamos establecernos en una ciudad de la costa. Ya conoces su nombre -prosiguió, mudando desde ahora el tratamiento-. En Sulaco. Me satisface lo indecible que mi pobre padre comprara la casa en ese punto. Es muy espaciosa y la adquirió hace años, a fin de que hubiera siempre una casa Gould en la ciudad más importante del territorio, llamado ordinariamente Provincia Occidental. He vivido en ella, de niño, con mi querida madre, durante un año entero, mientras mi padre estuvo ausente en los Estados Unidos por asuntos del negocio. Tú serás la nueva ama de la Casa Gould.

Y después, en el ángulo habitado del Palazzo, que se levanta sobre los viñedos, las colinas de canteras de mármol, y los pinos y olivos de Luca, le dijo también:

– El nombre de Gould ha sido siempre muy respetado en Sulaco. Mi tío Harry fue prefecto de ese Estado por algún tiempo en la época de la federación y dejó un gran nombre entre las principales familias. Al decir esto, me refiero a las familias netamente criollas, que no intervienen en la miserable farsa de los gobiernos. El tío Harry no era un aventurero. En Costaguana los Goulds no somos aventureros. Era hijo del país y le amaba, pero continuó siendo esencialmente inglés en el modo de pensar. Siguió la bandera política de su tiempo, que era la del sistema federal, pero no era político. Sencillamente se declaró a favor del orden social por puro amor a una libertad bien entendida y por odio a la opresión. No fue hombre de ideas exaltadas o absurdas. Se portó como lo hizo, porque lo creyó justo; de igual suerte que yo voy a tomar posesión de esa mina, porque me parece que debo hacerlo.

Le habló en tales términos, movido por los recuerdos de la niñez pasada en su país natal, por la perspectiva de felicidad doméstica que vislumbraba en compañía de la joven y por la meditada y firme resolución de probar lo que podía hacerse con la Concesión de Santo Tomé. Añadió que necesitaba separarse de ella por algunos días para buscar a un americano de San Francisco, que se hallaba viajando por Europa. Le acompañaba su mujer, pero parecían dos seres extraños el uno al otro, y poco amigos del trato social, pues se pasaban el día entero tomando apuntes de portadas antiguas y esquinas de casas medievales, coronadas por torrecillas. Carlos Gould esperaba hallar en él un valioso apoyo y un socio seguro para la explotación de la mina. El americano se interesaba en esa clase de empresas, conocía algo de Costaguana y tenía alguna noticia de los Gould. Habían hablado del proyecto con cierta intimidad, que contribuía a facilitar la diferencia de edades. Carlos necesitaba ahora hallar a ese capitalista, hombre de entendimiento sagaz y genio comunicativo. La fortuna de su padre en Costaguana, que él suponía considerable aún, parecía haberse fundido en el encanallado crisol de las revoluciones. Fuera de unas diez mil libras, depositadas en Inglaterra, lo que restaba se reducía, al parecer, a la casa de Sulaco, a un vago derecho sobre una explotación forestal en un distrito remoto y salvaje y a la concesión de Santo Tomé que había acompañado a su infeliz padre hasta el borde mismo de la tumba.

Carlos explicó a su compañera todas esas cosas. Era tarde cuando se separaron. La joven nunca le había ofrecido una visión tan fascinadora de sí propia. Todo el entusiasmo de la juventud por una vida extraña, por las grandes distancias, por un porvenir en que había algo de aventura, de combate…, un pensamiento sutil de restauración y conquista la había llenado de una excitación intensa que remuneró al autor de la misma con la demostración de un cariño mas franco y de una ternura más exquisita.

La dejó partir por la colina abajo, y tan luego como se vio solo, se puso triste. El cambio inevitable que la muerte de un ser querido introduce en nuestros pensamientos cotidianos se manifiesta a veces en un vago y penoso malestar interior. Carlos sentía el alma traspasada por el sentimiento de que jamás podría, por más esfuerzos de voluntad que hiciera, pensar, de allí en adelante, en su padre, como lo había hecho cuando estaba vivo. Ya no le sería dable volver a contemplar su imagen animada. Esta consideración, afectando el fondo mismo de su personalidad, encendía en su pecho un deseo, triste e irritado a la vez, de poner en juego su actividad. En lo cual su instinto no le engañaba. La acción es consoladora: ahuyenta los pensamientos atormentadores y fomenta las ilusiones halagüeñas. Sólo en el ejercicio de nuestra actividad podemos hallar el secreto de dominar las adversidades del Hado.

Para desplegar sus energías, la mina era evidentemente el único campo. A veces se le imponía la necesidad de saber de qué modo desobedecería los solemnes deseos del finado; y abrazó al fin la firme resolución de que a su desobediencia siguieran los resultados más satisfactorios que podían concebirse, para que esto sirviera de reparación. Ya que la mina había sido la causa de un absurdo desastre moral, precisaba que la explotación de la misma fuera un triunfo moral de verdadera importancia. Era un tributo que debía a la memoria del muerto. Tales eran -hablando con verdad- las emociones de Carlos Gould. Venía meditando la manera de interesar en el negocio a un multimillonario de San Francisco o de cualquier otro punto; e incidentalmente le ocurrió también la reflexión general de que los consejos del hombre, víctima de la preocupación de la mina, no debían servirle de guía saludable. Además es fácil prever los cambios que la muerte de un individuo determinado puede producir en el aspecto general de cualquier suceso.

Algunos años después, la señora de Gould llegó a conocer por experiencia propia la historia de la mina. En sustancia era la historia de su vida de casada. El ascendiente de la elevada posición que los Goulds ocupaban en Sulaco se había comunicado a su menuda persona; pero ella no consintió que las peculiares circunstancias de esa posición ahogaran la vivacidad de su carácter, expresión de una inteligencia penetrante.

Con todo eso, sería erróneo suponer que la señora de Gould tenía un temperamento varonil. Las mujeres de tal condición no son seres de superior eficiencia, sino meros fenómenos de diferenciación imperfecta -interesantes por su esterilidad y desprovistos de importancia.

La inteligencia de doña Emilia, precisamente por ser femenina, la condujo a realizar la conquista de Sulaco, allanando todos los obstáculos con su abnegación y afabilidad. Sabía conversar deliciosamente, pero no era locuaz. La cordura que se funda en las intuiciones del sentimiento, y no halla interés en erigir o demoler teorías, ni en defender prejuicios, carece de verbosidad insubstancial. Las palabras que pronuncia tienen el valor de actos de integridad, tolerancia y compasión. La verdadera ternura de una mujer, como la verdadera virilidad de un hombre, se expresan por un comportamiento que se conquista generales simpatías. Las señoras de Sulaco la adoraban. "Todavía me miran como un ser extraordinario, como algo excepcional", había dicho la señora de Gould en tono de buen humor a uno de los tres señores de San Francisco, a quienes había agasajado en su nueva residencia de Sulaco, al año de su casamiento poco más o menos.

Fueron los primeros huéspedes extranjeros llegados para ver la mina de Santo Tomé. Estos señores hallaron en la señora de la casa un trato afable y jovial, y en Carlos Gould un hombre conocedor del negocio que traía entre manos, y dotado además de gran energía y actividad. Todo ello les predispuso a favor de su mujer. Un entusiasmo genuino, matizado por un leve dejo de ironía, hizo que su conversación sobre la mina les pareciera a sus visitantes absolutamente fascinadora, moviéndolos a corresponder con graves e indulgentes sonrisas, en las que había no poca deferencia. Quizá si hubieran descubierto que se hallaba inspirada por consideraciones idealistas en lo relativo al éxito, se hubieran asombrado de tan singular estado de ánimo, de igual modo que las señoras de Sulaco se maravillaban de su incansable actividad física. Les hubiera parecido "algo monstruoso", para decirlo con las propias palabras de la aludida. Pero los esposos Gould no dejaban traslucir fácilmente los secretos móviles que les impulsaban a tomar con tanto ahínco la antigua y ahora abandonada explotación; y sus huéspedes partieron sin sospechar que hubiera en ello propósito alguno fuera de las ganancias probables en beneficiar una mina de plata. La señora de Gould tuvo preparado su propio carruaje, tirado por dos mulas canas, para conducirlos al puerto, desde donde el vapor Ceres debía trasladarlos al Olimpo de los plutócratas; y el señor Mitchell aprovechó la ocasión de la despedida para deslizar en el oído del ama de la casa la observación confidencial: "Esto señala una época."

La esposa de Carlos Gould estaba encantada con el patio de su casa española. Un anchuroso tramo de escalones de piedra aparecía custodiado en silencio, desde un nicho abierto en el muro, por una Madona, vestida de azul, con el Niño, coronado, en brazos. En las primeras horas de la mañana ascendían, desde el enlosado piso del cuadrángulo inferior, voces apagadas, confundiéndose con el patuleo de caballos y mulos, que eran conducidos en parejas a beber a la cisterna. Sobre el cuadrado pilón de agua una enmarañada vegetación de finos tallos de bambú inclinaba sus estrechas hojas gladiformes entre las que se sentaba el gordo cochero sobre el borde de la pila sosteniendo perezosamente en la mano los cabos de los ronzales. Criadas descalzas iban y venían, saliendo de las achatadas puertas de la planta baja: dos lavanderas, mozas, con canastas de ropa blanca lavada; la panadera, que llevaba en una azafata el pan hecho para el día; Leonarda, la camarera de la señora, con una porción de enaguas planchadas, de blancura deslumbradora a los reflejos del sol mañanero, que ondulaban al ser sostenidas en alto por la mano de la portadora, alzada sobre su cabeza, de cabello negro como el ala del cuervo. Luego el viejo portero renqueaba de un lado a otro barriendo el enlosado; y la casa quedaba lista para el resto del día. En el piso alto las espaciosas habitaciones que ocupaban tres lados del cuadrángulo comunicaban entre sí y con el corredor, guarnecido de una baranda de hierro dulce, y una orla de flores, desde donde la señora de la casa, como las de los castillos medievales, podía ver los que salían y entraban por debajo de la bóveda sonora de la entrada, que imprimía al edificio cierto sello de grandeza señorial.

Había seguido con la vista la partida de su carruaje llevándose los tres visitantes del norte, y sonreído al ver alzarse simultáneamente los tres brazos hacia los sombreros. El capitán Mitchell, que los acompañaba, inició la conversación con ellos en el pomposo tono que solía. Entonces la señora retrocedió moviéndose con gran morosidad. Andaba despacio acercando la cara aquí y allá a los racimos de flores, como para dar tiempo al desarrollo de sus reflexiones, mientras recorría con lento paso la prolongada extensión del corredor.

Una franjeada hamaca india, procedente de Aroa, con caireles de plumas de colores, había sido colgada de intento en un ángulo que recibía los rayos del sol saliente, porque las mañanas son frías en Sulaco. Las corolas apiñadas de la Flor de nochebuena flameaban en grandes masas ante las abiertas puertas-vidrieras de las habitaciones destinadas a los huéspedes. Al ver acercarse a su señora, un enorme loro verde, que brillaba como gigantesca esmeralda en una jaula de dorado centellante, gritó ferozmente: " ¡Viva Costaguana!"; después llamó dos veces en tono melifluo: " ¡Leonarda! ¡Leonarda!", imitando la voz de su ama, y de repente se refugió en la inmovilidad y en el silencio. La señora llegó al extremo de la galería y metió la cabeza por la puerta de la habitación de su esposo.

Carlos Gould, con el pie apoyado en un taburete de madera, estaba ya poniéndose las espuelas. Necesitaba volver precipitadamente a la mina. Su señora, sin entrar, echó una mirada escudriñadora por la estancia. Un estante de amplias dimensiones, con vidrieras, aparecía lleno de libros; mientras en otro armario sin anaqueles, forrado de bayeta roja, se veían, colocadas con orden, varias armas de fuego: carabinas Wíschester, revólveres, un par de escopetas y dos pares de pistolas de dos cañones, de las de arzón. Entre ellas pendía solitario un viejo sable de caballería, propiedad en otro tiempo de don Enrique Gould, el héroe de la Provincia Occidental, y regalado por don José Avellanos, el amigo hereditario de la familia.

En lo demás las paredes enlucidas se mostraban del todo desnudas, sin otro adorno que un boceto a la acuarela de la montaña de Santo Tomé, obra de la misma doña Emilia. En medio del piso embaldosado se alzaban dos largas mesas, cubiertas de planos y papeles, varias sillas y una caja de cristal con muestras de mineral de la mina. La señora de Gould, después de pasar revista a los objetos mencionados, expresó la extrañeza que le causaba la intranquilidad impaciente de hombres tan acaudalados y emprendedores como sus recién idos visitantes al discutir los probables rendimientos, el laboreo y la seguridad de la mina, mientras que ella podía conversar sobre el mismo tema a todas horas con su esposo, sintiendo siempre el mismo interés y satisfacción.

Y cerrando a medias los párpados, añadió con intención:

– ¿Qué piensas tú de esto, Carlitos?

El interrogado no contestó al punto; y sorprendida ella, le miró con ojos muy abiertos, que tenían el encanto de las flores pálidas. Carlos había acabado de calzarse las espuelas, y, retorciéndose los bigotes con ambas manos horizontalmente, la contempló desde la altura de su elevada talla mostrando examinar con atención la figura de su mujercita. A ésta le gustaba ser contemplada de ese modo.

– Son personas de cuenta -dijo.

– Ya lo sé. Pero ¿te has enterado de lo que hablaron? No parecen haber entendido nada de lo que han visto aquí.

– Han visto la mina, y han entendido lo que puede prometer -replicó Carlos Gould en defensa de los visitantes extranjeros; y entonces su esposa citó el nombre del principal de los tres, figura de primer orden en la banca y en la industria, que gozaba de inmensa popularidad. El papel que representaba en el mundo de los negocios era de tal importancia que, sin duda, no se habría alejado tanto del centro de su actividad si los médicos no hubieran insistido, con veladas amenazas, en que necesitaba tomar una larga temporada de descanso.

– El sentimiento religioso de míster Holroyd ha encontrado motivo de ofensa y disgusto en los abigarrados colores que ostentan las vestiduras de los santos en la catedral; y como no entiende que su veneración se dirige a lo que representan y no a las meras imágenes materiales, la ha llamado adoración de la madera y del oropel. Pero me parece que él mira a su Dios como una especie de socio influyente, que tiene su parte en los beneficios con las subvenciones concedidas para fundar iglesias. Eso sí que es una especie de idolatría. Me dijo que todos los años dotaba templos.

– Los dota sin término -confirmo el señor Gould, admirando en secreto la movilidad de la fisonomía de su esposa-. Y en todo el territorio de los Estados Unidos. Es famoso por esa clase de munificencia.

– ¡Oh!, pero no se ufana de ello -declaró la señora con escrúpulo-. Creo que en realidad es una buena persona, pero ¡tan estúpido! Cualquier pobre choto, que ofrezca un brazo o pierna de plata por haber obtenido la curación de esos miembros, muestra una gratitud más desinteresada y simpática.

– Se halla al frente de inmensos intereses en negocios de plata y hierro -comentó Carlos Gould.

– ¡Ah!, sí. La religión de la plata y el hierro. En el trato es atentísimo. Cuando vio por primera vez la Madona de la escalera, se puso horriblemente serio; pero no me dijo nada… Oye, Carlos querido, me ha sorprendido el asunto que trataban en su conversación. ¿Es posible que realmente tengan el proyecto de llegar a ser los proveedores de agua y madera de construcción en todos los países y naciones de la tierra?

– Todo hombre debe proponerse algún ideal en la vida -respondió Carlos de un modo vago.

Emilia se quedó mirándole de pies a cabeza. Con sus calzones de montar, polainas de cuero (prenda de indumentaria caballera no conocida anteriormente en Costaguana), chaqueta Norfolk de franela gris y los grandes bigotes rojos hacía pensar en un oficial de caballería, convertido en noble hacendado. Esta combinación halagaba el gusto de la señora de Gould. "¡Qué delgado está el pobre chico! -pensó-. Trabaja con exceso". Pero no cabía negar que su fino y rubio semblante de perfil distinguido y el conjunto entero de su figura enjuta y estirada tenía un sello de nobleza señoril. Ella mudó de tono, mostrándose más afectuosa.

– Únicamente deseaba saber cuáles son tus sentimientos ahora -murmuró afablemente.

Durante los últimos días, en atención a las circunstancias, Carlos Gould había estado ocupadísimo pensando dos veces las cosas antes de hablar; así que no había prestado gran atención al estado de sus sentimientos. Pero ahora no tenía que guardar recelo alguno, porque se las había con su mujercita, y no halló por tanto dificultad en responder.

– Mis mejores sentimientos los tengo depositados en ti, querida -manifestó al punto-; y esta frase vaga encerraba tanta verdad, que al pronunciarla sintió sobreexcitársele la gratitud y cariño que le inspiraba la compañera de su vida.

Ella no pareció encontrar la menor vaguedad en la respuesta precedente. Esperó con delicadeza a que le expusiera con toda claridad lo que sentía después de la entrevista con los americanos; y entonces él prosiguió en tono serio:

– Hay hechos positivos. El valor de la mina, en cuanto tal, está fuera de duda. Nos hará inmensamente ricos. La explotación es cuestión de competencia técnica, que yo poseo, como tantos otros ingenieros en el resto del mundo. Pero su seguridad, su existencia continuada, como empresa remuneradora para los extraños -relativamente extraños- que ponen en ella su dinero, queda confiada enteramente a mi persona. He logrado inspirar confianza a un hombre acaudalado y de posición. A ti te parece muy natural, ¿no es así? Bien, yo no sé. Ignoro por qué le he merecido esa confianza, pero es un hecho. Y este hecho allana todas las dificultades, y es de tal importancia, que, a no concurrir él, jamás hubiera pensado en hacer caso omiso de los deseos de mi padre. Nunca hubiera transferido la concesión -especulando con su valor- a una compañía, mediante dinero contante y acciones, con el fin de enriquecerme eventualmente en lo posible, o en todo caso, meterme desde luego algún dinero en el bolsillo. No. Aunque me hubiera sido factible -que lo dudo-, no lo hubiera hecho. Mi pobre padre padeció una grave ofuscación. Temió ver ligada mi suerte futura a un negocio ruinoso, y que yo me decidiera a esperar inactivo una ocasión favorable para desentenderme de él, gastando mi vida lastimosamente. Ese es el verdadero sentido de su prohibición, de la que he prescindido después de meditarlo con todo detenimiento.

Los dos esposos paseaban yendo y viniendo por el corredor. La cabeza de ella le llegaba a él precisamente al hombro. El brazo caído de Carlos alcanzaba apenas a la cintura de su consorte. Las espuelas dejaban oír un suave retiñido.

– Hacía diez años que no me veía. No me conoció. Me envió a Inglaterra, separándome de su lado, atento sólo a mi bien, y no me permitió regresar. En sus cartas me hablaba siempre de salir de Costaguana, de abandonarlo todo y escapar en cualquier forma. Pero era una presa demasiado valiosa. A la primera sospecha le hubieran metido en la cárcel.

Sus pies calzados de espuelas hacían oír de tiempo en tiempo un sonido metálico. Paseaban despacio, inclinándose él sobre su esposa. Y el enorme loro volvía la cabeza, ya a un lado, ya a otro, siguiendo el pausado movimiento de las dos figuras con su ojo redondo, fijamente abierto.

Carlos continuó:

– Era un hombre retraído y de genio algo raro. Desde que tuve diez años solía hablarme como si yo fuera una persona mayor. Cuando hacía mis estudios en Europa, me escribía cada mes. Diez, doce páginas todos los meses por espacio de un decenio. Y, a fin de cuentas, no llegó a conocerme… Hazte cargo…: diez años de ausencia, y precisamente el período en que me hacía hombre. No pudo conocerme. ¿Crees que pudo?

La señora de Gould hizo signos negativos con la cabeza, según lo que su marido esperaba de la contundente razón que había alegado. Pero si Emilia había movido la cabeza asintiendo, era únicamente porque creía que nadie podía conocer a su Carlos, excepto ella misma -se entiende conocerle en realidad tal como era. Evidentemente. Había que sentirlo. No se explicaba con palabras. Y en cuanto al padre de su esposo, muerto antes de tener noticia de su casamiento, era para ella una figura demasiado borrosa, a la que no podía atribuir el conocimiento a que Carlos se refería, ni otro alguno. El último prosiguió:

– No. Mi padre se había formado un concepto erróneo de la mina. A mi juicio, no se puede pensar en venderla. ¡Eso nunca! A pesar de la mísera herencia que me ha dejado, yo no hubiera tocado la mina por el mero deseo de sacar algún dinero.

La señora de Gould apoyó la cabeza en el hombro de su marido en señal de aprobación.

Después, los dos jóvenes esposos comentaron el deplorable fin de la vida del anciano señor Gould, en el tiempo mismo en que ellos entraban con la suya en los esplendores de un amor rico de esperanzas, de ese amor que aun a los caracteres más sensatos se les presenta como el triunfo del bien sobre todos los males de la tierra. El plan que habían concebido contenía una vaga idea de rehabilitación; y la circunstancia de ser tan vaga, que no permitía apoyarla en ningún género de razonamientos, contribuía a robustecerla. Se les había ocurrido en el momento en que el instinto de abnegación propio de la mujer y el instinto de actividad peculiar del hombre reciben su impulso más fuerte de la más poderosa de las ilusiones. La misma prohibición del finado imponía la necesidad de triunfar a todo trance. Era como si se hubieran obligado solemnemente a sacar verdadero su animoso concepto de la vida contra el error antinatural de entregarse al desaliento y a la desesperación. Si buscaban la riqueza, era en cuanto que se relacionaba con la obtención del triunfo moral, a que aspiraban.

La señora de Gould, huérfana desde muy niña y pobre, educada en un ambiente de intereses intelectuales, no había pensado nunca en los esplendores de las grandes fortunas. Las miraba como cosas lejanas, y no deseables, según lo que había aprendido. Por otra parte, no había padecido las privaciones de la pobreza extrema. La situación poco holgada de su tía la marquesa no tenía, sin embargo, nada de intolerable, aun para una persona de gustos refinados; parecía estar en consonancia con un gran duelo; tenía la austeridad de un sacrificio ofrecido en aras de un noble ideal. De esta suerte el carácter de la señora de Gould estaba limpio de todo resabio de ambiciones materiales, por más legítimas que fueran. El finado, en quien pensaba con cariño (por ser el padre de Carlos) y con cierto enojo (porque se había mostrado tan pusilánime), debía ser considerado como víctima de una completa equivocación. Era indispensable hacerlo así, para que la prosperidad del joven matrimonio se mantuviera incólume y limpia de toda mancha, tanto en su aspecto real como en el inmaterial.

Carlos Gould, por su parte, se había visto obligado a hacer figurar en su proyecto como aspiración principal la de enriquecerse; pero en realidad el deseo de riqueza manifestado era un medio, no un fin. Si la mina no era un buen negocio, no había que tocarla. De intento insistió en ese aspecto de la empresa, y le sirvió de palanca para mover a los capitalistas.

Pero Carlos Gould creía en el valor de la mina; sabía de ella cuanto podía saberse; su fe en el éxito era contagiosa, a pesar de no estar secundada por una gran elocuencia; y en la realización de sus planes le ayudaba la circunstancia de que los hombres de negocios son a veces tan vehementes y soñadores como los enamorados. Se dejan sugestionar por el vigor de una personalidad, más a menudo de lo que vulgarmente se cree; y la seguridad y firmeza de Carlos Gould inspiraba una convicción absoluta. Además, los capitalistas a quienes había acudido sabían como cosa corriente que la explotación de minas en Costaguana era un negocio capaz de remunerar con beneficios considerables los desembolsos que se hicieran. Los hombres de negocios estaban muy al tanto de aquello. La verdadera dificultad en decidirse a acometer la empresa provenía de otra parte; pero contra ese obstáculo se alzaban, con grandes probabilidades de victoria, la calma y la resolución inquebrantable de Carlos Gould, que las reflejaba aun en el tono de la voz.

Los grandes negociantes se aventuran a veces en empresas que el juicio común del mundo calificaría de absurdas; toman sus resoluciones fundándose, al parecer, en motivos emocionales y caprichosos.

– Muy bien -había dicho el eminente financiero a quien Carlos Gould, de paso por San Francisco, había expuesto con lucidez su opinión sobre la mina de Santo Tomé-. Supongamos que se emprende la explotación de esa mina de Sulaco. En el negocio tendríamos: en primer lugar, a la razón social Holroyd, de absoluta confianza; después al señor Carlos Gould, ciudadano de Costaguana, que también es persona de completa satisfacción; y, por último, al gobierno de la República. Hasta aquí las cosas se presentan como cuando se inició la explotación de los yacimientos de nitrato de Atacama, donde intervinieron: una casa financiera, un tal señor Edwards y… un gobierno, o, por mejor decir, dos -dos gobiernos sudamericanos. Y ya sabe usted lo que resultó. Sobrevino la guerra con tal motivo; una guerra devastadora y prolongada, señor Gould. Aquí, en cambio, tenemos la ventaja de que no media más que un solo gobierno sudamericano, espiando la ocasión de entrar al saqueo, además de tomarse su parte como socio. Es una ventaja; pero hay grados de maldad, y ese gobierno es el gobierno de Costaguana.

Así habló el importante personaje, el millonario que costeaba la erección de iglesias con una munificencia acomodada a la grandeza de su país natal -el mismo a quien los médicos prescribían una temporada de descanso con velados y terribles anuncios de ser inminente, en caso contrario, un accidente fatal. Era un hombre robusto y de expresión resuelta, cuya tranquila corpulencia comunicaba a una holgada levita con solapas de seda una dignidad opulenta. Su cabello era de color gris acerado; sus cejas se conservaban aún negras; y el enérgico perfil de su semblante recordaba el del busto de César en una moneda romana. Por sus venas corría sangre alemana, escocesa e inglesa con alguna mezcla remota de danesa y francesa; y, como consecuencia quizá de tan compleja prosapia, unía al temperamento de un puritano una ambición insaciable de conquistas. Se dignó entrar en una franca y completa discusión del negocio con su visitante, a causa de la encarecida y calurosa recomendación que había llevado de Europa y también por la influencia irresistible que sobre él ejercían la seriedad y la resolución dondequiera que tropezara con ellas, y fuera el que fuere el fin a que se enderezaran.

– El gobierno de Costaguana hará sentir su poder en todo lo que vale -no lo olvide usted, señor Gould. Ahora bien, ¿qué es Costaguana? El abismo sin fondo adonde han ido a sepultarse préstamos del diez por ciento y otras insensatas inversiones de dinero. Los capitalistas europeos lo han venido arrojando en él a dos manos. Pero no los de mi país. Nosotros sabemos quedarnos en casa cuando llueve. Podemos permanecer sentados y acechar la ocasión. Por supuesto, algún día llevaremos allí nuestra actividad financiera. Estamos obligados a hacerlo. Pero no hay prisa. Cuando le llegue su hora al mayor país del universo, tomaremos la dirección de todo; industria, comercio, legislación, prensa, arte, política y religión desde el cabo de Homos hasta el estrecho de Smith… y más allá, si hay algo que valga la pena en el polo norte. Y entonces tendremos tiempo de extender nuestro predominio a todas las islas remotas y a todos los continentes del globo. Manejaremos los negocios del mundo entero, quiéralo éste o no. El mundo no puede evitarlo… y nosotros tampoco, a lo que imagino.

Con lo dicho quiso expresar su fe en el destino en términos acomodados a su mentalidad, del todo inexperta en la exposición de ideas abstractas y generales. Su inteligencia se había nutrido de hechos; y Carlos Gould, cuya imaginación se hallaba dominada de un modo estable por el único gran hecho de la mina de plata, no tuvo objeción ninguna que oponer a esa teoría sobre la suerte futura del mundo. Si por un momento le había parecido desagradable, era porque la afirmación de tan vastas eventualidades empequeñecía, reduciéndolo casi a la nada, el asunto que traía entre manos. Sus planes, su persona y toda la riqueza minera de la Provincia Occidental aparecían de pronto despojadas de todo vestigio de magnitud. La impresión era molesta; pero Carlos Gould no tenía pelo de tonto. Ya había echado de ver que en el ánimo de Mr. Holroyd estaba causando favorable efecto; y la conciencia que tenía de este hecho tan halagüeño contrajo sus labios con una vaga sonrisa. Su corpulento interlocutor la interpretó por un signo de asentimiento discreto y de admiración. Sonrió él a su vez con sosiego; y al punto Carlos Gould, con la agilidad mental que suele desplegarse en defensa de una esperanza acariciada, reflexionó que la misma insignificancia aparente de su designio contribuiría a facilitarle la consecución de su fin. Se tomarían en consideración su persona y proyecto, porque al fin y al cabo no eran cosa de gran trascendencia para un nombre que aspiraba a realizar un destino tan prodigioso. Y Carlos Gould no se sintió humillado por ese pensamiento, porque a sus ojos la mina seguía conservando el valor de siempre. Ninguna concepción del destino, por vasta que fuera, era bastante poderosa a mermar su vehemente deseo de redimir la mina de Santo Tomé. En comparación con la juiciosa viabilidad de su empresa, definida en el espacio y perfectamente realizable en un tiempo limitado, el norteamericano se le representó por un momento como un soñador idealista sin importancia.

El gran hombre, robusto y afable, le contempló unos momentos con aire pensativo; y, cuando rompió el silencio, fue para comentar que las concesiones abundaban en Costaguana como la mala hierba. Cualquier pelafustán que lo deseara, podía obtener una concesión al primer intento.

– A nuestros cónsules les tapan la boca con ellas -continuó con un guiño de genial desdén en los ojos; pero; recobrando al punto su seriedad, añadió-: Un hombre concienzudo y recto, que desprecie los chanchullos, y se mantenga alejado de intrigas, conspiraciones y levantamientos, no tarda en recibir los pasaportes. ¿Ha reparado usted en ello, señor Gould? Persona non grata. Esa es la razón de que nuestro gobierno nunca se halle debidamente informado. Por otra parte, hay que aislar a Europa de este continente; y, para una intervención seria por nuestra parte, no ha llegado aún el tiempo, me atrevo a decir. Pero nosotros aquí no somos el gobierno de este país, ni tampoco unos papanatas. El negocio de usted está en regla. La principal cuestión para nosotros es si el segundo socio, y ese es usted, se considera capaz de defender su terreno contra el tercer socio, de quien hay que temerlo todo, y que es una u otra de las poderosas pandillas de ladrones que manejan el gobierno de Costaguana. ¿Qué piensa usted de esto, ¿eh?, señor Gould?

Inclinóse hacia adelante para clavar la mirada en los ojos impasibles del interrogado, el cual, recordando la gran caja llena de cartas de su padre, puso en el tono de su respuesta todo el desprecio y encono acumulados durante largos años:

– En lo que se refiere al conocimiento de esos hombres y de sus procedimientos y política, puedo asegurar que lo poseo. He venido adquiriéndolo desde que era un muchacho. No es probable que incurra en errores por exceso de optimismo.

– ¿Conque no es probable, eh? Perfectamente. Tacto y medir las palabras es lo que va usted a necesitar. Puede usted fanfarronear un tanto sobre los millones de la casa financiera que le guarda las espaldas. Pero no demasiado. Le secundaremos a usted mientras las cosas sigan un curso regular. Pero no queremos enredarnos en grandes conflictos. Ese es el ensayo que estoy dispuesto a hacer. Hay algún riesgo y le correremos; pero, si usted no puede sostenerse hasta el fin, soportaremos las pérdidas, por supuesto, y… nos retiraremos. Esa mina puede esperar; anteriormente ha estado abandonada, como usted sabe. Debe usted comprender que en ningún caso consentiremos en cambiar moneda buena por otra mala.

Así habló a la sazón el gran personaje, en su despacho particular de una ciudad populosa, donde otros hombres (de mucha influencia a los ojos del vulgo) aguardaban con avidez un mero gesto amistoso de su mano. Y algo más de un año después, durante su inesperada aparición en Sulaco, había expresado con énfasis su resolución de apoyar la empresa con la franqueza y sinceridad propias de un hombre tan serio e influyente. Y lo hizo en términos más expresivos, tal vez porque se había efectuado una visita de inspección a la mina, y sobre todo porque el modo con que se habían dado los pasos sucesivos a fin de preparar la explotación le habían infundido la convicción de que Carlos Gould poseía las cualidades necesarias para sacar adelante su proyecto. "Este individuo -se dijo interiormente- puede llegar a ser una potencia en el país."

Este juicio le halagaba, porque hasta entonces los únicos informes que había podido dar a sus íntimos acerca de Carlos fueron:

– Mi cuñado se encontró con él en una de esas viejas ciudades alemanas de poco fuste, situada cerca de unas minas, y me lo envió con una carta. Es uno de los Goulds de Costaguana, inglés de pura sangre, pero nacido en el país, como sus otros antecesores. Su tío se metió en política, fue el último gobernador del estado de Sulaco y murió fusilado después de una batalla. El padre del recomendado figuró entre los primeros comerciantes de Santa Marta, procuró aislarse de la política y murió arruinado después de una porción de revoluciones. Y ahí tienen ustedes el asunto de Costaguana en dos palabras.

Por supuesto, el ascendiente de que gozaba era tal, que ni los amigos de mayor confianza se propasaban a preguntarle por los motivos de sus determinaciones. Los demás quedaban en libertad para entregarse a respetuosas conjeturas sobre los secretos designios que le animaban en sus empresas. Ocupaba un puesto tan elevado en la consideración pública, que la protección dispensada con ilimitada prodigalidad a las "formas de Cristianismos más puras" (hecho comentado burlonamente por la señora de Gould en lo relativo a construir templos de paredes desnudas y sin imágenes) era, no obstante, considerada por sus conciudadanos como la expresión de un espíritu piadoso y humilde. Pero en los círculos financieros a que pertenecía, se comentaba con discreta jovialidad, aunque sin traspasar las lindes del respeto, el asunto de la mina de Santo Tomé. Era un capricho del gran hombre. En el colosal edificio Holroyd (enorme mole de hierro, cristales y bloques de cemento armado, en la esquina de dos calles, coronado en lo alto por una red de hilos telegráficos que irradiaban en todas direcciones) los jefes de los principales departamentos cambiaban entre sí miradas maliciosas; lo que significaba que no se les permitía intervenir en el secreto del negocio de Santo Tomé. El correo de Costaguana -nunca grande; un paquete algo pesado- se llevaba cerrado al despacho particular del gran hombre, sin que de allí salieran jamás instrucciones ni órdenes relacionadas con tal correspondencia. Entre los escribientes se cuchicheaba que el principal la contestaba personalmente -no ya dictando, sino escribiendo la respuesta de su puño y letra- y se suponía que todas esas cartas eran pasadas a su copiador particular, inaccesible a los ojos profanos.

Algunos jóvenes lenguaraces, piezas insignificantes de la pequeña maquinaria en aquella fábrica de grandes negocios, que contaba quince pisos, manifestaron sin rebozo su opinión de que el gran jefe había hecho al fin alguna tontería y se avergonzaba de su locura; otros empleados, de mayor edad y también poco importantes, dominados por el sentimiento de veneración romántica al negocio que había devorado sus mejores años, solían murmurar, con misterio, mostrando estar enterados, que aquello era una señal portentosa, y que la firma Holroyd tenía intención de posesionarse en breve de la República de Costaguana toda entera, con almas, vidas y haciendas.

De hecho, los que acertaban eran los que suponían ser todo ello un capricho del eminente financiero. Había sentido el antojo de interesarse personalmente por el asendereado asunto de la mina de Santo Tomé con la historia de depredaciones y matanzas; y tanto interés llegó a cobrarle que le dedicó preferentemente la primera temporada de vacaciones que había disfrutado en un período larguísimo de años. Aquí no se trataba de realizar una gran empresa; no era cuestión de negociar con una compañía de ferrocarriles o una corporación industrial. Míster Holroyd quería probar lo que daba de sí la firmeza de carácter de un hombre. Le agradaría ver coronada por el éxito esta su intervención en un terreno nuevo, por vía de descanso reconfortante; pero junto con ese sentimiento alimentaba el propósito de abandonar totalmente el negocio al primer síntoma de fracaso. Al fin, todo se reducía a dejar en la estacada a un hombre. Por desgracia la prensa había propalado a los cuatro vientos su viaje a Costaguana. Aunque estaba satisfecho de la manera con que Carlos Gould llevaba el asunto, se confirmó en la idea de conceder su apoyo financiero. En la última entrevista, media hora o cosa así antes de cruzar el patio, sombrero en mano, detrás del tronco plateado que arrastraba el carruaje de la señora de Gould, había dicho en la habitación de Carlos:

– Siga usted adelante con entera libertad de acción, y yo me encargo de ayudarle, mientras sepa sostenerse. Pero esté usted seguro de que, si surgen graves contingencias, sabremos retiramos a tiempo.

A lo cual Carlos se había limitado a contestar:

– Puede usted empezar a expedir la maquinaria tan luego como guste.

Y al gran hombre le había caído en gracia la calma imperturbable de su consocio. El secreto de esa impasibilidad estaba en que a Carlos le satisfacían aquellas condiciones. De ese modo la mina conservaba el carácter mismo con que él la había concebido siendo muchacho, esto es, un negocio rodeado de fatídicas amenazas: y además continuaba dependiendo sólo de él mismo. Era una empresa seria, y también él la tomaba con ahínco.

– Por supuesto -le dijo a su mujer, aludiendo a la última conversación con el huésped que acababa de partir, mientras paseaban despacio yendo y viniendo por el corredor, seguidos de la mirada hostil del loro-, por supuesto, un hombre de su condición puede tomar o dejar, cuando le place, cualquier asunto. No tolerará verse derrotado. Puede ocurrir que lo deje, o que se muera mañana; pero los grandes intereses de plata y hierro le sobrevivirán y algún día se apoderarán de Costaguana junto con el resto del mundo.

Habíanse parado junto a la jaula. El loro, cogiendo el sonido de una palabra perteneciente a su vocabulario, se sintió impulsado a intervenir. Los loros son a veces muy humanos.

"¡Viva Costaguana!", gritó con intensa obstinación, y al instante siguiente, erizando las plumas, tomó un aire de somnolencia esponjosa tras los dorados y brillantes alambres.

– ¿Y crees tú en el fundamento de esos proyectos de dominar las riquezas del mundo? -interrogó la señora Gould.

– A mi me parece el más odioso materialismo, y…

– Hija mía, eso no me importa -interrumpió su marido en tono de blanda reconversión-. Yo me limito a utilizar su apoyo pecuniario. En cuanto a los demás, ¿qué se me da a mí de que ese modo de hablar sea la voz del destino o un simple trozo de elocuencia hueca y estruendosa? Por cierto que de esa clase de elocuencia se produce bastante en ambas Américas. El clima de Nuevo Mundo parece favorable al arte de la declamación. ¿Recuerdas cómo el querido Avellanos perora durante horas seguidas en sus visitas?

– ¡Oh, pero es distinto! -protestó la señora Gould, casi enfadada.

El ejemplo no venía al caso. Don José era una excelente persona que hablaba divinamente y ponderaba con entusiasmo el gran valor de la mina de Santo Tomé.

– ¿Cómo puedes compararlos, querido? -increpó recriminándole-. El ha sufrido… y tiene aún esperanzas.

A la señora le sorprendía que realmente fueran personas muy entendidas en negocios -cosa que no discutía- los extranjeros recién salidos de su casa, porque en muchos asuntos clarísimos se habían mostrado extrañamente estúpidos.

Carlos Gould, con una calma circunspecta y vigilante, que le granjeaba al punto la viva simpatía de su mujer, aseguró a ésta que no había pretendido establecer ninguna comparación. El mismo era también americano, y quizá pudiera desplegar ambas clases de elocuencia… "si fuera cosa que mereciera intentarse", añadió con firmeza. Había respirado el aire de Inglaterra por más tiempo que ninguno de los suyos en el transcurso de tres generaciones; y esta circunstancia le hacía ver las cosas con un criterio que en ocasiones tal vez necesitara ser disculpado. Su pobre padre fue hombre de palabra fácil y abundante, con sus ribetes de elocuencia. Y a propósito de esto preguntó a su mujer si se acordaba de cierto pasaje contenido en una de las últimas cartas del finado, en el que éste expresaba su convicción de que "Dios parecía mirar airado a estos países, porque a no ser así, habría dejado brillar un rayo de esperanza por algún resquicio abierto en la terrible noche de intrigas, muertes y crímenes que se cernía sobre la Reina de los Continentes".

La señora de Gould no lo había olvidado.

– Sí, me lo leíste, Carlitos -murmuró-. Y por cierto que me impresionó mucho. ¡Que pena tan desgarradora debió de atormentar a tu padre!

– No se resignaba a ser robado. Eso le exasperaba -explicó Carlos Gould-. Pero el pasaje mencionado no dejaba de contener un gran fondo de verdad. Lo que aquí se necesita es legalidad, buena fe, orden, seguridad. Todo el mundo puede discursear sobre ese tema; pero yo prefiero poner mi confianza en promover el desenvolvimiento de los intereses materiales. Con sólo que lleguen a adquirir estabilidad en los comienzos, ellos mismos impondrán las únicas condiciones en que pueden continuar existiendo, esto es, el orden, la paz, la justicia. En este sentido es como está justificado el que yo pretenda hacer dinero frente a la ilegalidad y el desorden. Y digo que está justificado, porque la seguridad exigida para la índole misma de la explotación se extenderá necesariamente a un pueblo oprimido. Un estado social en que impere una justicia más perfecta vendrá después. Ese es nuestro rayo de esperanza. (El brazo de Carlos tocó un momento a la menuda figura que tenía a su lado.) Esperemos, pues, que la mina de Santo Tomé sea el resquicio abierto en las tinieblas, que mi pobre padre desesperó de ver jamás.

Ella le contempló con admiración. Carlitos entendía a fondo el asunto y concretaba en una elevada y vasta aspiración la vaguedad de sus ambiciones generosas.

– Carlos querido -le contestó-, tu desobediencia tiene una finalidad espléndida.

De pronto se separó de ella en el corredor, para ir por su sombrero gris flexible prenda del traje nacional que se amoldaba con sorprendente perfección a su atavío inglés. Volvió con una fusta en la mano abotonándose un guante de piel; su semblante reflejaba la firme resolución de no cejar en el plan concebido. Su mujer le aguardó en la parte superior de la escalera, y antes de despedirla con un beso, puso término a la conversación con estas palabras:

– Una cosa hay perfectamente clara para nosotros, y es el hecho de que no es posible retroceder. ¿Adonde iríamos a comenzar una nueva vida? Por tanto aquí estamos con todo lo que somos y valemos.

Luego se inclinó con cariño, no exento de compasión, sobre el rostro levantado de su esposa. Carlos poseía las cualidades necesarias para salir triunfante en su empresa, porque no se forjaba ilusiones y tomaba la realidad tal cual era. La concesión Gould tenía que luchar a vida o muerte, utilizando por el momento las armas que pudiera hallar en el pantano de una corrupción que, por ser tan general, llegaba casi a parecer cosa normal y corriente. Estaba resuelto a doblegarse a las circunstancias, para procurarse los medios de combatir. Por su mente cruzó la idea de que la mina de plata que había matado a su padre acaso le hubiese fascinado a él arrastrándole a ir mis allá de lo que pensaba, y con la vivaz lógica de las emociones dedujo que todo el valor de su vida se hallaba comprometido en sacar triunfantes sus designios. No era posible retroceder.

Capítulo VII

El cariño inteligente de la señora Gould la llevaba sin esfuerzos a compartir los sentimientos de su esposo. Los proyectos de éste comunicaban a la vida interés y emociones, y ella era demasiado mujer para no gustar de ambas cosas. Pero a la vez la acobardaban un poco; y cuando don José Avellanos, meciéndose en su silla americana, se propasaba a decir: "Aunque fracasara usted, mi querido Carlos; aunque alguna contingencia adversa diera al traste con todos sus esfuerzos -¡lo que Dios no permita!-, habría usted merecido bien de su patria", la señora Gould alzaba los ojos de la mesa de té y los fijaba profundamente en el impasible semblante de su marido, que seguía agitando la cucharilla en la taza, como si nada hubiera oído. Y no es que don José creyera en la inminencia de un desastre; al contrario, no se cansaba de elogiar la cordura, tino y valor de Carlos. Su carácter inglés, firme como una roca, constituía su mejor salvaguardia, afirmaba don José; y, volviéndose a la señora de Gould, añadía: "Así como la de usted, querida Emilia" (la trataba con la familiaridad autorizada por sus años y antigua amistad); "usted es una patriota tan neta, como si hubiera nacido entre nosotros".

Esto último podía ser mas o menos cierto. La señora de Gould, al acompañar a su esposo por toda la provincia en busca de trabajadores, había conocido el país observándolo con mirada más atenta y penetrante que cualquiera costaguanera castiza. Vestida de amazona, con traje deslucido por la brega del viaje, la cara blanca de polvos de tocador como busto de escayola, protegida además por una mascarilla de seda, durante las horas de sol abrasador, cabalgaba en un bonito y ligero pony en el centro de un grupo de jinetes. Dos mozos de campo, pintorescas figuras, de enormes sombreros, espuelas calzadas sobre los talones descalzos, calzoneras bordadas de blanco, jubones de cuero y ponchos estriados, caminaban delante, las carabinas a la espalda, oscilando al compás del paso de los caballos. A retaguardia iba una tropilla de acémilas, a cargo de un enjuto muletero de rostro moreno, que montaba su orejuda bestia, sentado a horcajadas cerca de la cola, con las piernas muy echadas hacia delante y el sombrero de ala ancha al cogote formando una especie de halo alrededor de su cabeza. Para comisario y organizador de la expedición había sido recomendado por don José un veterano oficial de Costaguana, comandante retirado, de humilde origen, pero protegido por las principales familias a causa de su opiniones blanquistas. Las puntas de su bigote entrecano le caían muy por debajo de la barbilla, y, cabalgando a la izquierda de la señora Gould, recorría con su bondadosa mirada el paisaje, señalando sus particularidades topográficas, diciendo los nombres de los pequeños pueblos, de las extensas fincas, de las haciendas que con sus alisados muros semejaban largas fortalezas coronando los oteros del valle del Sulaco. Ofrecía éste a la vista verdes campos cultivados con plantas tiernas aún, llanuras, bosques, lucientes ramales de agua; un conjunto semejante a un parque, dilatándose desde el vapor azul de la sierra lejana hasta los confines de un inmenso horizonte de praderas y cielo, donde flotaban nubarrones blancos, que parecían caer lentamente en la oscuridad de sus propias sombras.

Mozos de labor rasgaban la tierra con arados de madera, tirados por yuntas de bueyes, empequeñecidos por la vasta extensión en que se movían, como luchando con la inmensidad misma. A lo lejos galopaban figuras de vaqueros, y las grandes vacadas pacían, abatidas las cabezas de uniforme cornamenta, en una línea ondulante que se prolongaba hasta donde la vista podía alcanzar cruzando los amplios potreros.

Junto al camino, una frondosa plantación de algodoneros sombreaban un rancho techado con cañas y bálago; las cansinas hileras de indios cargados se quitaban los sombreros y miraban con ojos tristes y mudos a la cabalgata que levantaba el polvo del camino real, construido por sus antepasados. Y la señora Gould, cada día de viaje, parecía comprender y sentir más de cerca el alma del país, que se le revelaba en su tremendo estado interior, no afectado por el somero tinte europeo de las ciudades de la costa; país inmenso de llanuras y montañas, que sufría en silencio, aguardando la redención venidera en una patética inmovilidad de paciencia.

Pero si tan lamentable era la condición del pueblo bajo, de los indios reducidos al último grado de miseria, también en las familias de los hacendados había quejas y agravios que oír. Conoció su género de vida y su hospitalidad, otorgada con una especie de dignidad somnolienta en aquellas casonas de largos muros sin ventanas, y pesados portales abiertos frente a tendidos pastizales, barridos por el viento. Con caballerosa cortesanía se le cedía la cabecera de la mesa, donde amos y criados se sentaban a estilo patriarcal. Las señoritas de la casa solían platicar blandamente, a la luz de la luna, bajo de los naranjos de los patios, causando a la sorprendida viajera honda impresión con la dulzura de sus voces y un algo misterioso que había en la quietud de sus vidas. Por la mañana, los dueños de las fincas, caballeros en buenos bridones, con sombreros de ala ancha y trajes de montar bordados, con mucha plata en los arreos de los caballos, salían, escoltando a los huéspedes que partían, hasta los mojones de sus haciendas, donde les daban con gravedad el adiós de despedida.

En todas estas familias pudo escuchar historias de atropellos políticos: amigos y parientes, arruinados, encarcelados, muertos en las batallas de insensatas guerras civiles, bárbaramente ejecutados tras feroces proscripciones, como si el gobierno hubiera consistido en una lucha de concupiscencias entre bandos de diablos absurdos, desatados sobre el país con sables, uniformes y frases grandilocuentes. Y de todos los labios oyó el cansancio de tal situación unido al deseo de paz; el temor del funcionarismo con su parodia de administración, enteramente ajena a toda ley, a toda seguridad y a toda justicia, que atormentaba a la población de los campos como una pesadilla.

La viajera soportó muy bien dos meses enteros de vagabundo viajar; poseía la resistencia a la fatiga, que de cuando en cuando se notan con sorpresa en mujeres de aspecto endeble, indicio de estar animadas por un espíritu de notable tenacidad. Don Pepe, el viejo comandante de Costaguana, después de prodigar sus solicitudes a la delicada dama, había acabado confiriéndola el título de "la señora infatigable".

Realmente se estaba haciendo una costaguanera. Habiendo tenido ocasión de conocer en el mediodía de Europa a la gente campesina, se hallaba en condiciones de apreciar el gran valor del pueblo. Vio al ser humano en el estado de bestia de carga, silenciosa y de mirada triste. Le vio en el camino, transportando cargas; solitario en la llanura, bregando bajo de su sombrerón de paja, con los blancos vestidos aleteando al soplo del viento alrededor de su cuerpo; de su paso por las aldeas conservó en su memoria algún grupo de indias junto a una fuente, o el rostro de alguna joven indígena de perfil melancólico y sensual, en ademán de levantar una vasija de barro cocido, llena de agua fresca, a la puerta de una oscura choza con soportal de madera, atiborrada de enormes cántaros negruzcos.

Tal cual carreta de bueyes, atascada en el polvo hasta el eje, mostraba en sus toscas ruedas de madera, macizas y sin radios, que en su construcción no había intervenido más instrumento que el hacha. En otro lugar contempló una cuadrilla de portadores de carbón, durmiendo tendidos en fila en la faja de sombra proyectada por sus cargas desde la parte superior de una baja pared de barro.

Los amazacotados puentes de piedra y las iglesias recordaban los tiempos en que la población indígena subyugada por los conquistadores había prestado el tributo de su trabajo sin remuneración ninguna. El poder del rey y la influencia dominadora de la Iglesia habían desaparecido; pero al tropezar con algún enorme montón de ruinas descollando en la cima de un cerro sobre las humildes construcciones de barro de una aldea, don Pepe solía interrumpir el relato de sus campañas para exclamar:

– ¡Pobre Costaguana! Antes fue toda para los Padres, que al fin y al cabo vivían y morían con el pueblo y para el pueblo; y ahora lo es para los grandes políticos de Santa Marta, que son una cuadrilla de negros y ladrones.

Carlos hablaba con los alcaldes, con los fiscales, con la gente principal de las ciudades y con los caballeros en sus haciendas. Los comandantes de los distritos le ofrecían escoltas, atendiendo a la autorización que presentaba, expedida por el jefe político de Sulaco. Cuánto le había costado este documento en monedas de oro de veinte dólares era un secreto entre él mismo, un gran financiero de los Estados Unidos (que se dignó contestar el correo de Sulaco por propia mano) y un personaje de cuenta, muy diferente del anterior, de color cetrino y mirada aviesa, que ocupaba entonces el Palacio de la Independencia en Sulaco y se preciaba de su cultura y europeísmo, de ordinario al estilo francés, porque había pasado algunos años en Europa -desterrado, según decía. Pero era bastante sabido que precisamente antes de ese destierro había perdido al juego temerariamente todo el dinero de la aduana de un pequeño puerto, donde un amigo que estaba en el poder le había colocado con el empleo de segundo recaudador. Aquella juvenil indiscreción tuvo, entre otros inconvenientes, el de obligarle a ganarse la vida por algún tiempo haciendo de mozo de café en Madrid; pero con todo eso, sus talentos debían ser grandes, ya que le permitieron rehacer su carrera política de un modo tan brillante. Carlos Gould, al exponerle un asunto con firmeza imperturbable, le dio el tratamiento de Excelencia.

La Excelencia de provincia tomó un aire de superioridad molestada, inclinando su asiento hacia atrás junto a una ventana abierta, al estilo del país. Ocurrió que precisamente entonces la banda militar interpretaba trozos selectos de ópera en la plaza, y por dos veces el hombre de autoridad alzó la mano imponiendo silencio para escuchar un pasaje favorito.

– ¡Exquisito! ¡Delicioso! -murmuró, mientras Carlos Gould aguardaba al lado de pie con paciencia inescrutable-. ¡Lucía, Lucía di Lammermoor! Soy apasionado por la música. Me trasporta ¡Ah! ¡El divino Mozart! [4] Sí, divino… ¿Qué estaba usted diciendo?

Por supuesto, ya le habían llegado rumores de los designios del recién llegado. Además, tenía en su poder un aviso oficial de Santa Marta. Aquel comportamiento se enderezaba a disimular su interés y causar impresión al visitante. Pero después de haber guardado bajo de llave algo valioso en el cajón de un gran escritorio, situado en un lugar de la habitación, un poco distante, volvió muy afable a ocupar su asiento con finura.

– Si proyecta usted fundar aldeas y reunir población cerca de la mina, necesita usted para esto un decreto del ministerio del Interior -indicó en el tono de quien está al corriente de los trámites administrativos.

– He presentado ya una instancia -dijo Carlos Gould con tranquilidad- y ahora cuento confiadamente con el informe favorable de Su Excelencia.

La autoridad de tal tratamiento era un hombre de variable humor; y su alma sencilla se sintió dominada por una gran melosidad después de recibir el dinero. De pronto exhaló un profundo suspiro.

– ¡Ah, Don Carlos! Lo que necesitamos en la provincia son hombres ilustres y emprendedores como usted. La letargía… ¡la letargía de esos aristócratas! ¡La falta de espíritu público! ¡La ausencia de toda empresa! Yo, dado mis profundos estudios en Europa, ya comprenderá usted…

Con una mano metida en su inflada pechera se levantó, y de pie, por espacio de diez minutos sin tomar aliento, continuó asediando con intencionados asaltos el silencio cortés de Carlos Gould; y, cuando al interrumpirse de pronto, volvió a caer sobre su silla, presentaba el aspecto de haber sido rechazado de una fortaleza. Para salvar su dignidad, se apresuró a despedir al hombre silencioso con una inclinación solemne de cabeza y las siguientes palabras, pronunciadas con cierta condescendencia aburrida y descontenta:

– Puede usted contar con mi benevolencia, en tanto que lo merezca su comportamiento de buen ciudadano.

Y tomando un papel, empezó a abanicarse con él dándose tono de gran señor, mientras Carlos Gould hacia una inclinación y se retiraba. Entonces dejó el improvisado abanico, y se quedó mirando fijamente a la puerta un gran rato. Al fin se encogió de hombros como para confirmarse en su desdén. "Frío, soso… Sin intelectualidad… Pelo rojo… Un verdadero inglés." Le despreció.

Su semblante se puso torvo. ¿Qué significaba aquel comportamiento tan retraído e impasible? Fue el primero de los gobernadores enviados sucesivamente desde la capital para regir la Provincia de Sulaco, a quien los modales de Carlos Gould en una entrevista oficial hubieron de desagradar, por su ofensiva independencia.

El último tenía por cierto que, si el escuchar con paciencia vaciedades entraba en el precio que tenía que pagar para que no se le molestase, la obligación de proferirlas él mismo personalmente no entraba en el contrato. A eso no llegaría nunca. Estos autócratas de provincia, en cuya presencia la población pacífica de todas las clases estaba acostumbrada a temblar, experimentaban ante la reserva estirada del ingeniero inglés una inquietud, que oscila entre la adulación y la truculencia. Poco a poco fueron descubriendo todos que, sin distinción de partidos turnantes en el poder, el ingeniero continuaba en excelentes relaciones con las primeras autoridades de Santa Marta.

Esto era un hecho, y explicaba perfectamente que los Gould se vieran muy mermados en la riqueza que el ingeniero jefe del nuevo ferrocarril podía atribuirles con fundado motivo. El sostenimiento de tales relaciones era una carcoma para la fortuna de Gould.

Siguiendo el consejo de don losé Avellanos, persona de buen criterio (aunque influido por el terrible recuerdo de las vejaciones sufridas en tiempos de Guzmán Bento), Carlos se había mantenido alejado de la capital; pero en las hablillas corrientes de la colonia extranjera se le conocía (habiendo un gran fondo de seriedad debajo de la ironía) con el sobriquete del "Rey de Sulaco".

Un abogado del colegio de Costaguana, sujeto de reconocida pericia y buen carácter, miembro de la distinguida familia Moraga, que poseía extensas propiedades en el Valle de Sulaco, pasaba, con cierta sombra de misterio y respeto, entre la gente de fuera del país, por el agente de la mina de Santo Tomé -"político, ¿sabe usted?" Era alto, usaba barba negra, y se distinguía por su discreción. Sabíase que tenía fácil acceso a los ministerios, y que los numerosos generales de Costaguana se disputaban el honor de comer en su casa. Los presidentes le concedían audiencia con facilidad. Sostenía activa correspondencia con su tío, don José Avellanos; pero sus cartas (salvo las que se referían a meras relaciones afectuosas de parentesco) rara vez se confiaban a la oficina de correos de Costaguana. En ella se abrían los sobres con la impudencia descarada e infantil, característica de algunos gobiernos hispanoamericanos.

Pero haremos constar aquí que por la época en que se recomenzaron los trabajos en la mina de Santo Tomé, el mulatero utilizado por Carlos Gould para sus primeros viajes al Campo añadió su pequeña recua de bestias de carga a la exigua corriente de tráfico que se hacía por los pasos de la montaña entre la altiplanicie de Santa Marta y el Valle de Sulaco. Por tan escabrosa y arriesgada ruta no hay de ordinario quien viaje, a no ser en circunstancias muy excepcionales; y, fuera de eso, el estado del comercio interior no requiere aumento de facilidades de transporte; pero el hombre pareció hallar modo de procurarse encargos. Siempre que emprendía el viaje por la mencionada ruta se agenciaba paquetes. Muy moreno y curado, con calzones de piel de cabra con el pelo hacia afuera, cabalgaba sentado cerca de la cola de su mulo, vuelto contra el sol el enorme sombrero, en el rostro alargado una expresión de bienaventurada holganza, y mosconeando, día tras día, una canción amorosa en tono triste, que interrumpía para lanzar, sin mudar de expresión, un grito a la tropilla de bestias que iba delante.

Colgado a la espalda cerca de los hombros llevaba un guitarrillo en el que se había preparado ingeniosamente un hueco a propósito para recibir un rollo de papel bien apretado, y que se tapaba después con una cuña de madera sujetándola a la armazón mediante un clavo. Mientras este mulatero estaba en Sulaco, no hacía otra cosa que fumar y pasar dormitando el día entero (como si para él no hubiera cuidados en el mundo), tendido sobre un banco de piedra junto a la entrada de la casa Gould, frente a las ventanas de la de Avellanos. Muchos años atrás, su madre había sido la encargada de lavar la ropa de la familia de don José, ejecutando con la mayor perfección el planchado de toda clase de prendas finas. El mulatero había nacido en una de sus haciendas. Llamábase Bonifacio, y don José, siempre que cruzaba la calle, a eso de las cinco, para visitar a doña Emilia, correspondía al humilde saludo de su antiguo criado con algún movimiento de la mano o de la cabeza. Los porteros de ambas casas conversaban con él en sus largas horas de ocio, tratándole con la mayor intimidad. Las noches las dedicaba al juego y a visitar, animado de generoso buen humor, a las chicas del peine de oro en las callejuelas más apartadas de la ciudad. Pero esto no obstaba para que fuera hombre discreto.

Capítulo VIII

Aquellos de nosotros a quienes el negocio o la curiosidad llevó a Sulaco en los años anteriores a la construcción del primer ferrocarril podrán recordar el efecto de estabilidad y orden que la mina de Santo Tomé causó en tan remota provincia. Las apariencias exteriores no habían cambiado entonces, como ha ocurrido después según me dicen. Ahora, según parece, los tranvías recorren las calles que parten de la plaza de la Constitución; y las carreteras penetran en el interior del país hasta Rincón y otras poblaciones, donde los comerciantes extranjeros y los ricos suelen tener quintas modernas; y hay un gran depósito con material y talleres, perteneciente al ferrocarril, junto al puerto, que tiene un muelle complementario, una larga serie de almacenes, y también sus quebrantos de huelgas, serias y organizadas.

En aquella época nadie había oído hablar de huelgas de esa clase. Los cargadores del puerto formaban ciertamente una hermandad indisciplinada, en la que entraban perdularios y gentuza de todas las calañas, sin que por eso dejara de tener su santo patrón. Pero sólo se declaraban en huelga con indeficiente regularidad los días de toros, no con miras socialistas, sino de mera diversión. Este trastorno del servicio no pudo ser corregido eficazmente ni por el mismo Nostromo. Las fiestas de guardar también traían cola de holganza, si no se acudía a tiempo con mano enérgica; mas en tales casos, a la mañana siguiente, antes que las vendedoras indias del mercado hubieran abierto sus quitasoles, cuando la nieve del Higuerota enviaba a la plaza su pálido resplandor, que resaltaba sobre un cielo todavía oscuro, la aparición de un jinete fantasma, caballero en una yegua cana, resolvía infaliblemente el problema del trabajo. La cabalgadura se metía por los callejones de los barrios bajos, y salvando las cercas de maleza dentro de los antiguos baluartes, avanzaba por entre los grupos de negras chozas a oscuras, que semejaban establos de vacas o perreras. El jinete daba terribles martillazos con la culata de su grueso revólver en las puertas de pulperías ruines, de tugurios obscenos, apoyados en el destartalado trozo de un noble paredón, de barracas de tabla, cuyos delgados tabiques dejaban oír ronquidos y murmullos somnolientos durante las pausas del atronador golpeteo. Llamaba por sus nombres a los trabajadores, amenazándoles desde la silla de la yegua una y dos veces. Las respuestas de los dormilones -regañonas, conciliadoras, salvajes, joviales o deprecatorias- salían a la silenciosa oscuridad exterior, en la que el jinete aguardaba tranquilo, y, a poco, un bulto hacía notar su presencia con repetidas toses. A veces una mujer de voz gruesa respondía con humildad por el hueco de la ventana: "Ahora mismo va, señor"; y el de la yegua permanecía quieto hasta que el anuncio se cumplía. Pero si por acaso tenía que apearse, entonces, al poco rato, de la puerta de la barraca o de la pulpería, entre un violento patuleo y ahogadas imprecaciones, salía disparado un cargador con la cabeza adelante y las manos tendidas yendo a caer entre las patas delanteras de la yegua cana, que se limitaba a poner erectas sus puntiagudas y menudas orejas. Echábase de ver que estaba acostumbrada a tales escenas; y el hombre, levantándose, huía del revólver de Nostromo y se alejaba por la calle entre traspiés y maldiciones.

Al salir el sol, el capitán Mitchell, que aparecía ansioso en traje de dormir, en el balcón larguísimo, tendido todo a lo largo del solitario edificio de la Compañía O.S.N. cerca de la playa, veía ya a los cargadores en su camino, moviéndose activamente junto a las grúas de carga, y tal vez oía al incomparable Nostromo, ahora en pie, con su camisa de color y faja roja de marino mediterráneo, dando órdenes desde el extremo del muelle con voz estentórea. Como él, había pocos en el mundo. ¡Uno entre millares!

El refinamiento material de una civilización madura, que borra la individualidad de las viejas ciudades con el barniz de las estereotipadas conveniencias de la vida moderna, no había invadido aún el recinto de Sulaco; pero sobre su mugrienta antigüedad tan característica, con sus casas estucadas y ventanas de rejas, con los grandes muros amarillentos de conventos abandonados, tras monótonas hileras de sombríos cipreses, el hecho -modernísimo en su espíritu- de la mina de Santo Tomé había proyectado ya su influencia sutil. También había modificado el aspecto de las multitudes en los días festivos, cuando se reunían en la plaza, fronteriza al pórtico abierto de la catedral, por el número de ponchos blancos con una franja verde, ostentados como prenda dominguera por los mineros de Santo Tomé. Estos habían adoptado además sombreros blancos con cordón y cinta verde, artículo, como el anterior, de buena calidad, que podía obtenerse por poquísimo dinero en el almacén de la administración.

Cualquier pobre cholo que usara estos colores (no llevados en Costaguana) era rara vez molestado a pretexto de haber faltado al respeto a la policía de la ciudad, y tampoco corría mucho peligro de ser cazado a lazo por sorpresa, yendo de camino, por algún escuadrón de lanceros de reclutamiento -sistema considerado casi como legal en la República.

Aldeas enteras habían sido incorporadas al ejército en esa forma; pero, como solía decir don Pepe a la señora de Gould, con un encogimiento de hombros que expresaba lo irremediable: "¿Qué se le ha de hacer? ¡Pobre pueblo! ¡Pobrecitos! ¡Pobrecitos! No se puede menos. El Estado necesita su ejército."

Así se explicaba profesionalmente el veterano militar de bigotes colgantes, cara enjuta avellanada y barbilla redonda y maciza, que recordaba el tipo del vaquero característico de los grandes Llanos del Sur. "¡Ah!, señores; si ustedes hubieran oído a un viejo oficial de Páez…" era el exordio de todos sus discursos en el Club Aristocrático de Sulaco, donde se le admitía en atención a los servicios prestados en otro tiempo a la causa de la Federación. El club, que databa de los días en que se proclamó la independencia de Costaguana, se ufanaba de contar entre sus fundadores a muchos héroes de la libertad. Fue suprimido arbitrariamente por varios gobiernos, sus miembros habían sido objeto de proscripciones, y hasta (una vez al menos) de una matanza general, después de haberlos congregado en un banquete por orden de un fanático comandante militar -la chusma desgarró luego los vestidos de las víctimas y arrojó sus cuerpos a la plaza por los balcones del edificio;- pero se organizó de nuevo y a la sazón florecía pacíficamente. Hacía extensiva a los extranjeros la amplia hospitalidad de los fríos y enormes aposentos, situados en la parte correspondiente a la fachada del edificio, donde tenía su residencia, que en lo antiguo lo fue de los supremos funcionarios del Santo Oficio. Las otras dos alas, enteramente desiertas, se desmoronaban detrás de sus puertas claveteadas, y la especie de bosquecillo de tiernos naranjos que crecía en el suelo desnudo del patio ocultaba la completa ruina de la parte interior de la entrada. Cuando se penetraba en él desde la calle, creía uno entrar en un huerto cerrado. Llegábase al pie de una escalera destartalada, sobre la que parecía tender su protección la mohosa efigie de un santo obispo con mitra y ornamentos, soportando con mansedumbre evangélica el sacrílego ultraje de su nariz rota, y con las finas manos de piedra cruzadas sobre el pecho. Atezados rostros de criadas asomaban desde arriba, medio envueltos en desgreñadas matas de negro cabello; oíase el choque de bolas de billar; y luego de subir las escaleras y poner los pies en la primera sala, se tropezaba tal vez con don Pepe, sentado rígidamente en un sillón de respaldo vertical, a buena luz, moviendo sus largos bigotes al leer con suave mosconeo un antiguo diario de Santa Marta, tendido ante los ojos a la distancia del brazo. Su caballo -flemático, pero resistente ejemplar de cabos negros y cabeza de martillo- se inmovilizaba en la calle, dormitando bajo de una silla inmensa, con la nariz tocando casi el bordillo de la acera.

Don Pepe, "cuando estaba de vuelta de la montaña," según solía decirse en Sulaco, era uno de los contertulios de la casa Gould. Sentado con modesta compostura a cierta distancia de la mesa de té, las rodillas juntas, y un bondadoso guiño de jovialidad en sus ojos hundidos, intercalaba de cuando en cuando en el curso de la conversación sus chascarrillos irónicos. Había en aquel hombre cierta agudeza sana y alegre, y una vena de esa nobleza de sentimientos tan frecuente en simples soldados veteranos, de probado valor, que han pasado por mil peligros de muerte. Por supuesto, no entendía nada de minería, pero su empleo era de un género especial. Estaba encargado de mantener el orden en la población entera del territorio de la mina, el cual se extendía desde el arranque de la garganta hasta el sitio en que el camino carretero penetra en el llano, partiendo del pie de la montaña y cruzando un riachuelo por un puentecillo de madera, pintada de verde, que, por ser el color de la esperanza, lo era también de la mina.

Referíase en Sulaco que "en toda esa extensión de la montaña" don Pepe caminaba por senderos rodeados de precipicios, ciñendo un espadón sobre su maltrecho uniforme con desvaídas charreteras doradas de primer comandante. Los mineros de Costaguana, indios en su mayor número, le miraban con ojazos espantados y le llamaban Taita (padre), como suele hacerlo la gente descalza del país al hablar con cualquiera que lleve zapatos. Mayor tratamiento aún le daba Basilio, el mozo particular del señor Gould y jefe de la servidumbre, quien con la mayor buena fe y creyendo cumplir con lo que pide la cortesía, le anunció en una ocasión con las solemnes palabras: "El señor Gobernador ha llegado."

A don José Avellanos, que a la sazón estaba en la sala, le cayó en gracia de un modo extraordinario la propiedad del título, y con él saludó pomposamente a la bizarra figura militar de su homónimo, tan luego como apareció en la puerta. Don Pepe se limitó a sonreír al amparo de sus luengos bigotes, como diciendo: "Acaso no pudiera usted hallar otro nombre que peor le sentara a un viejo soldado."

Y el señor Gobernador continuó bromeando sobre sus funciones y dominio, en el que, según aseguraba con festiva exageración a la señora Gould:

– No chocan dos piedras en ninguna parte, sin que el gobernador oiga el ruido, señora.

Palabras que profería golpeándose la oreja con la punta del índice de un modo significativo. A pesar de que el número de mineros solamente pasaba de seiscientos, parecía conocer individualmente a los interminables Josés, Manueles, Ignacios de las aldeas primera, segunda y tercera (tres eran los poblados mineros) que tenía bajo de su gobierno. Sabía reconocerlos no sólo por su caras achatadas y tristes, que a la señora de Gould le parecían iguales, como vaciadas en el mismo molde ancestral de sufrimiento y paciencia, sino, al parecer, también por los matices, graduados hasta lo infinito, de los torsos morenos recargados o cobrizos, cuando las dos tandas de obreros, quedándose en calzoncillos y con casquetes de cuero en la cabeza, se mezclaban en una confusión de miembros desnudos, picos al hombro, lámparas colgantes entre un confuso patuleo de pies calzados con chátaras en el llano fronterizo a la boca del túnel principal.

Era un período de descanso. Los muchachos indios se tumbaban perezosamente a lo largo de la prolongada línea de vagonetas vacías; los cernedores y rompedores de mineral se ponían en cuclillas y fumaban largos cigarros; los canalones de madera en plano inclinado sobre el borde de la plazoleta a la entrada del túnel yacían vacíos y mudos, oyéndose sólo el violento rodar del agua en los canalizos, y el estrellarse con furia contra las turbinas junto con el sordo golpear de los bocartes que pulverizaban la roca argentífera en la plataforma inferior. Los capataces, caracterizados por las medallas de bronce, pendientes sobre sus pechos desnudos, se ponían poco después al frente de sus cuadrillas, y al fin la montaña se tragaba una mitad de la silenciosa multitud, mientras la otra mitad se movía descendiendo en largas filas por los serpeantes senderos que conducían al fondo de la garganta.

Era profunda; y allá en el fondo una línea de vegetación que ondulaba entre las lustrosas superficies de las rocas semejaba un delgado cordón verde, en el que tres nudos terrosos con bananos, palmeras y copudos árboles mercaban la Aldea Una, la Aldea Dos y la Aldea Tres, que servían de morada a los mineros de la Concesión Gould.

Familias enteras habían emprendido la marcha, tan luego como se difundió la noticia del comienzo de los trabajos por el campo de pastizales, en dirección a la garganta de la cordillera del Higuerota, abriéndose camino, como las aguas de una gran diluviada, por los vericuetos y grietas de las azulinas laderas de las Sierras. Primero el padre con sombrero de paja cónico, luego la madre con los hijos mayores y generalmente también un asnillo; todos cargados, excepto el cabeza de familia, y acaso alguna muchacha talluda, orgullo de sus progenitores, que avanzaba, descalza y derecha como el astil de una lanza, con flotantes guedejas de azabache, perfil lleno y altivo, sin otra carga que el guitarrillo del país y un par de blandas sandalias de cuero, atadas con aquél a la espalda. Al ver grupos de esta clase siguiendo, como regueros de hormigas, los senderos cruzados de los pastizales o vivaqueando junto al camino real, los viajeros a caballo se decían:

– Más gente que va a la mina de Santo Tomé. Mañana veremos nuevos grupos.

Y espoleando sus cabalgaduras en la oscuridad del crepúsculo, discutían las noticias de la provincia relativas a la mina de Santo Tomé. Un inglés rico había emprendido su explotación… y acaso no fuera inglés, ¡quien sabe! Un gringo con mucho dinero. Era cierto; los trabajos habían comenzado. Los vaqueros, últimamente llegados a Sulaco con una manada de toros negros para la próxima corrida, al pasar por Rincón, pudieron ver desde el portal de la posada, distante de la ciudad media legua escasa, las luces de la montaña que parpadeaban entre los árboles. Y se había observado también que entre los acompañantes del gringo había una mujer cabalgando no en silla de posta, sino en una especie de arzón y con un sombrero de hombre en la cabeza. Algunos la habían visto caminar a pie por los senderos que conducen a lo alto de la montaña. Parece que era ingeniera.

– ¡Qué disparate! ¡Imposible, señor!

– ¡Sí! ¡Sí! Una americana del Norte.

– ¡Ah! Bien. Si vuestra merced lo sabe de buena tinta, me callo. Una yanqui. Por fuerza tenía que ser algo así.

Y subrayaban este comentario riendo un poco con cierta extrañeza despectiva, mientras su mirada recelosa escudriñaba las sombras del camino, porque se está expuesto a tropezar con mala gente viajando de noche por el campo.

Volviendo a don Pepe, éste no sólo conocía individualmente a los hombres, mas parecía capaz de clasificar también a las mujeres, muchachas y mozalbetes de su dominio con sólo echarles una mirada atenta y reflexiva. Únicamente la chiquillería era la que le tenía perplejo. Con frecuencia se les veía a él y al padre paseando juntos con aire meditabundo por la calle de alguna de las aldeas, poblada de niños morenos y pacíficos, y los contemplaban haciéndose preguntas en voz baja, como si intentaran averiguar la procedencia de cada uno; o bien, cuando tropezaban en el camino con algún arapiezo vagabundo, desnudo y serio, con un cigarro en la boca y tal vez el rosario de su madre sustraído a la vigilancia de ésta para adornarse con él, llevándolo pendiente del cuello en una sola vuelta que descendía hasta su redondeado abdomen, entraban en vivas discusiones sobre quién podría ser el padre de tal criatura. Los pastores espiritual y temporal de la grey de la mina eran excelentes amigos. No estaban en tan íntimas relaciones con el doctor Monygham, que había aceptado de la señora Gould el cargo de médico de la colonia minera y vivía en el edificio dedicado a hospital. Pero en realidad no había nadie que tratara en amistosa confianza al señor Doctor, cuya gibosa espalda, cabeza gacha, boca burlona y agresiva mirada aviesa le daban un aspecto reservado y arisco. Las otras dos autoridades trabajaban en buena armonía. El padre Román, enjuto, pequeño, vivaracho, con rostro arrugado, grandes ojos redondos, barbilla aguda, y casi siempre una gran caja de rapé en la mano, era un veterano de los campos. Había ayudado en sus últimos momentos a muchas almas sencillas, arrodillado junto a los moribundos en las laderas de los cerros, entre los altos herbales, en la umbría espesura de los bosques, para oír la postrera confesión, medio asfixiado por el humo de la pólvora que le cegaba ojos y narices, y aturdido por el estruendo de las descargas y el silbido y golpeteo de los proyectiles. Y ¿qué mal había en pasar un rato jugando con una grasienta baraja en la casa parroquial, al caer la tarde, antes que don Pepe girara su última ronda para ver si los vigilantes de la mina -cuerpo organizado por él- ocupaban sus puestos? Para cumplir ese deber, que ponía término a la labor del día, don Pepe se ceñía su vieja espada en la galería exterior de una casa de madera, revocada de blanco, de estilo norteamericano inconfundible, a la que el padre Román llamaba casa parroquial. Cerca de ella un edificio largo, negruzco y achatado, sobre cuya cubierta se alzaba una espadaña, semejante a un vasto granero con una cruz de madera en el gablete, constituía la capilla de los mineros. Allí el padre Román decía misa diariamente ante el sombrío retablo de un altar, que representaba la Resurrección, mostrando la gran losa del sepulcro volcada en un ángulo, la imagen del Redentor, defectuosamente pintada, suspendida en el aire en el centro de un óvalo de luz pálida, y en primer término un legionario de tostado rostro, con un yelmo en la cabeza, derribado en el bituminoso suelo. "Este cuadro, hijos míos, muy lindo y maravilloso -solía decir el padre a sus feligreses-, que contempláis aquí, gracias a la munificencia de la esposa de nuestro Señor Administrador, ha sido pintado en Europa, país de santos y milagros, mucho mayor que nuestra Costaguana." Y luego tomaba con unción un polvo de rapé. Pero en una ocasión un oyente curioso quiso saber hacia qué parte caía Europa, si costa arriba o costa abajo; y como el padre Román no había salido nunca de su patria, ni se cuidaba de otra cosa que de cumplir los deberes de su ministerio, se encontró desarmado ante la pregunta, y para disimular la perplejidad, se puso muy grave y severo. "Indudablemente es un país muy distante del nuestro, pues los grandes veleros tardan meses en llegar. Pero a vosotros los mineros de Santo Tomé, pescadores ignorantes, lo que os importa es pensar seriamente en libraros de las penas eternas, en vez de meteros a averiguar la magnitud de la tierra con sus países y ciudades, cosas que no están a vuestro alcance."

Con un "¡Buenas noches. Padre!", contestado por "¡Buenas noches, don Pepe!", el "Gobernador" partía, llevando su sable al lado, el cuerpo echado hacia adelante y avanzando a grandes y afanosas zancadas en la oscuridad. La expresión jovial, propia de un inocente juego de cartas en el que se perdían o ganaban algunos cigarros o un atadito de hierba mate, era reemplazada al punto por el austero continente del oficial que sale a visitar las avanzadas de su ejército acampado. Una aguda y prolongada nota del silbato que pendía en su cuello suscitaba inmediatamente la respuesta de numerosos silbidos, mezclados con ladridos de perros, que al fin se extinguían yendo a perderse en la boca del desfiladero; y en la calma de la noche dos serenos, de guardia junto al puente, aparecían acercándose a él calladamente. En un lado del camino se alzaba un edificio largo, de tablas -el almacén-, que permanecía cerrado y trancado de un extremo a otro; frente a él un segundo edificio del mismo material, más largo aún que el anterior, pintado de blanco, ceñido exteriormente por una galería abierta -el hospital-, tenía luz en las dos ventanas de las habitaciones del doctor Monygham. No se movía ni aun el delicado follaje de un grupo de pimenteros: tan completa era la calma del ambiente, enrarecido por la radiación de las rocas recalentadas. Don Pepe se detenía un momento con los dos serenos inmóviles ante él, y de pronto en la escarpada ladera de la montaña, a gran altura, empezaba el sordo matraqueo de la descarga de mineral de los planos inclinados entre los puntos luminosos de las antorchas diseminadas en la extensión contigua y que parecían gotas de fuego caídas de dos grupos deslumbradores de luces que brillaban encima. El estruendoso bataneo, creciendo en intensidad y volumen, chocaba contra las paredes de la garganta y era despedido hacia el llano, adonde llegaba con el fragor confuso de un trueno lejano. El posadero de Rincón juraba que en las noches serenas, escuchando atentamente, podía oírlo desde su puerta como el rumor de una tempestad en las montañas.

A Carlos Gould se le antojaba que aquel ruido debía llegar a los últimos límites de la provincia. Cuando cabalgaba de noche en dirección a la mina, empezaba a oírse a la entrada de un bosquecillo poco más allá de Rincón. Aquel inconfundible mugir de la montaña que vertía la corriente del precioso mineral en los pilones resonaba en su corazón con la fuerza peculiar de una proclama que se difundía atronadora por todo el país y con el encanto fascinador de un hecho consumado que satisfacía un deseo audaz. Lo había oído en su imaginación en cierta noche lejana, acompañado de su mujer, cuando, después de un tortuoso cabalgar por una faja de bosque, hicieron alto cerca de la corriente y contemplaron por vez primera la selvática soledad de la garganta. Aquí y allá se alzaba una empenachada palmera. En una barranca que cortaba a gran altura de la montaña de Santo Tomé (de forma cuadrada como un blocao) brillaba con destellos cristalinos, al través de las espesas y verdeoscuras frondas de helechos arborescentes, una cascada raquítica. Don Pepe, que los acompañaba, se adelantó a caballo, y extendiendo el brazo hacia la garganta, dijo con cómica solemnidad: "Ahí tiene usted, señora, el verdadero paraíso de los reptiles."

Y después habían hecho girar los caballos y regresado para dormir en Rincón. El alcalde -un tal Moreno, viejo arrugado, que había sido sargento en la época del dictador Guzmán- tuvo entonces la amabilidad de desalojar su casa con sus tres lindas hijas, a fin de que pudieran descansar en ella la señora extranjera y sus mercedes los caballeros. Por toda recompensa no pidió otra cosa a Carlos Gould (a quien tomó por un misterioso personaje oficial) sino que recordara al Supremo Gobierno la pensión de un dólar mensual aproximadamente, a que creía tener derecho. Se le había prometido, aseguró, enderezándose marcialmente, "hacía muchos años, por mi valor en las guerras con los indios bravos, en mi juventud, señor".

La cascada dejó de existir. Los helechos gigantes que se habían desarrollado lujuriosamente con la rociada de aquélla, se secaron todo alrededor del álveo de la charca madre, y la barranca se redujo a una enorme trinchera, medio llena de desechos y tierra de las excavaciones. Pero se captó más arriba el torrente; y el embalse formado por un sólido dique envió su agua precipitándose por canalizos, abiertos en troncos de árboles y sostenidos en soportes de tres pies, a las turbinas que hacían funcionar los bocartes o trituradores del rellano inferior -la mesa grande de la montaña de Santo Tomé. De la antigua cascada, con su estupenda vegetación de helechos, semejante a un jardín colgado de las rocas de la garganta, sólo quedó un recuerdo en el boceto de la acuarela, pintado por la señora de Gould; lo había hecho apresuradamente un día desde un claro del monte bajo, sentada a la sombra de un sotechado de paja, construido de intento sobre tres palos toscos bajo de la dirección de don Pepe.

La señora de Gould había visto los trabajos todos desde el principio: el desmonte de bravíos arbustos, la apertura del camino y de nuevos senderos hasta el farallón mismo de Santo Tomé. Semanas seguidas había pasado en aquel sitio con su esposo; y tan poco tiempo permaneció aquel año en Sulaco, que la aparición del carruaje de Gould en la Alameda era un acontecimiento que daba lugar a demostraciones de alegre sorpresa entre la alta sociedad. Respetables señoras y señoritas de ojos negros, sentadas en grandes carrozas que rodaban majestuosas en la umbrosa avenida, agitaban sus blancas manos saludando a la recién llegada. "Doña Emilia había bajado de las montañas."

Pero no por mucho tiempo. Al cabo de un día o dos, doña Emilia "volvía a subir a la montaña"; y el tronco de su bonito coche gozaba con ello de una larga temporada de descanso. Había presenciado la construcción de la primera casa de madera, sobre la mesa o rellano inferior, para servir de despacho y residencia a don Pepe; oído con un estremecimiento de grata emoción el estrepitoso rodar de la carga de una vagoneta por el único canalón en plano inclinado que a la sazón había; permanecido en silencio junto a su esposo, y temblado de emoción al romper a funcionar la primera batería de solos quince trituradores de roca argentífera. Cuando los hornos de la primera serie de retortas hubieron ardido hasta hora avanzada de la noche, no se retiró a descansar sobre el tosco catre, reservado para ella en la casa, todavía desamueblada, hasta que vio la primera pella esponjosa de plata, cedida para correr los azares del mundo por las tenebrosas profundidades de la concesión Gould; con ansiedad temblorosa había puesto sus manos, ajenas a toda labor mercenaria, sobre el primer lingote de plata sacado del molde, caliente aún; y formulado en su mente una apreciación justa del poder que encerraba aquel trozo de metal, considerándolo no como un mero hecho material, sino como algo impalpable y de especial trascendencia, como la expresión verdadera de una emoción o la emergencia de un principio.

Don Pepe, interesado también en extremo, miraba por encima del hombro de la señora con una sonrisa que, llenándole el rostro de arrugas longitudinales, le daba el aspecto de una máscara coriácea con expresión benignamente diabólica.

– Por Dios que se parece muchísimo a un trozo de estaño, ¿no es así? -comentó en tono de broma-. Pero si los muchachos de la banda de Hernández supieran el valor que tiene, les gustaría echarle la zarpa.

Este Hernández era un capitán de bandoleros. Vivió primero pacíficamente cultivando un pequeño rancho, pero secuestrado de su casa con circunstancias de especial barbarie, durante una de las guerras civiles, y forzado a servir al ejército, observó como soldado un comportamiento ejemplar, espiando la ocasión de matar a su coronel, como en efecto lo hizo, logrando después escurrir el bulto. Al frente de una cuadrilla de desertores que le eligieron por jefe, se refugió más allá del árido y bravío Bolsón de Tonoro. Las haciendas le pagaban rescate en vacas y caballos; contábanse extraordinarias historias de su valor y admirable astucia para eludir la captura. Solía entrar sólo a caballo, con dos revólveres al cinto, y llevando delante una acémila, en las aldeas y pequeñas poblaciones del Campo; íbase derecho a la tienda o almacén, escogía lo que necesitaba, y se retiraba sin que nadie le saliera al paso: tal era el terror que inspiraba con sus hazañas y temerario atrevimiento.

No molestaba a los campesinos pobres; pero las personas de la clase rica se veían a menudo detenidas y robadas en los caminos. ¡Desgraciado del funcionario civil o clase del ejército que cayera en sus manos! No se libraba de una terrible paliza. En el elemento armado los jefes torcían el gesto cuando alguien le nombraba en su presencia. Sus secuaces, jinetes en caballos robados, se burlaban de la persecución de la caballería regular, enviada a darles caza, y se complacían en prepararle emboscadas ingeniosas en las quebradas del terreno sometido a su dominio. Preparáronse expediciones; púsose a precio su cabeza, y hasta se hicieron tentativas, traidoras por supuesto, para entrar en negociaciones con él, sin que en lo más mínimo alterasen el rumbo de su carrera.

Al fin, según el genuino uso de Costaguana, el fiscal de Tonoro, que ambicionaba la gloria de haber reducido al famoso Hernández, le ofreció una suma de dinero y un salvoconducto para salir del país si entregaba a su cuadrilla. Pero evidentemente Hernández no era de la pasta de que estaban hechos los ilustres políticos y conspiradores de Costaguana. El mencionado expediente, ingenioso, pero burdo (que a menudo posee la mágica virtud de dar al traste con las revoluciones), fracasó al aplicarlo en un jefe de salteadores vulgares. En un principio el asunto se presentó bien para el fiscal, pero acabó de una manera desastrosa para el escuadrón de lanceros, apostados, según las instrucciones de aquél, en un repliegue del terreno, al que Hernández había prometido conducir a sus descuidados e ignorantes hombres. Llegaron, en efecto, a la hora señalada, pero arrastrándose a gatas por entre los arbustos, y, cuando estuvieron a la distancia conveniente, hicieron notar su presencia por una descarga general de armas de fuego, que derribó a numerosos jinetes. Los que resultaron ilesos o levemente heridos volvieron grupas ya todo galope se internaron en Tonoro.

Según cuenta, el comandante de la fuerza (que por tener mejor caballo sacó gran ventaja en la huida a los demás) se puso después en un estado de furiosa embriaguez y dio una bárbara paliza con el sable de plano al entremetido fiscal delante de su mujer e hijas por haber acarreado tamaña desgracia al ejército nacional. El jefe militar, herido profundamente en su pundonor, cuando la primera autoridad civil de Tonoro cayó al suelo desmayado, le pateó todo el cuerpo y le pasó las agudas espuelas por la cara y el cuello.

Esta historia, que se contaba entre los campesinos del interior con sus pormenores de tiranía, ineptitud, procedimientos necios, traición y brutalidad salvaje, era perfectamente conocida por la señora de Gould. Y el que personas cultas, de exquisita educación y excelente carácter, la aceptaran sin un comentario indignado, como algo inherente a la naturaleza de las cosas, era uno de los síntomas de degradación que la exasperaban, poniéndola casi al extremo de perder toda esperanza en la regeneración del país.

Con todo, fijando la vista en el lingote de plata, hizo una seña con la cabeza a don Pepe, para advertirle:

– A no ser por la desenfrenada tiranía de los gobiernos de ustedes, don Pepe, muchos facinerosos que ahora siguen a Hernández vivirían pacíficos y felices con el honrado trabajo de sus manos.

– ¡Verdad como un templo, señora! -exclamó don Pepe con entusiasmo-. Dios le ha dado a usted talento para comprender el verdadero sentir de los hijos del pueblo. Usted los ha visto a su alrededor, doña Emilia -mansos como corderos, sufridos como sus burros, bravos como leones. Aquí donde usted me ve, señora, los he mandado en los combates y me han seguido hasta la boca misma de los cañones… en tiempo de Páez, hombre de extraordinaria generosidad y valor, al que sólo se pareció algo el tío de don Carlos, en lo que yo sé. No es extraño que merodeen bandidos en el campo cuando en el gobierno de la capital no hay más que ladrones, petardistas y macacos sanguinarios. Pero, así y todo, un bandido es un bandido, y necesitamos una docena de buenas carabinas Winchester para bajar con la plata a Sulaco.

El viaje a caballo de la señora de Gould con el grupo que escoltó la primera remesa de plata a Sulaco fue el episodio que cerró lo que ella llamaba "mi vida de campo", antes de establecerse en la ciudad de un modo permanente, según cumplía y hasta le era necesario a la esposa del administrador de una institución tan importante como la mina de Santo Tomé. Porque llegó a ser una verdadera institución, un foco de resurgimiento general en la provincia, necesitada de orden y estabilidad para vivir. De la garganta de la montaña parecía fluir la seguridad y derramarse por todo el territorio. Las autoridades de Sulaco llegaron a comprender que la mina de Santo Tomé imponía la necesidad de no molestar al pueblo ni perturbar la marcha de las cosas. Esto era la mayor aproximación al gobierno de sensatez y justicia que Carlos Gould creyó posible obtener en los comienzos.

Realmente la mina, con su organización, su colonia que crecía, sostenida por una situación de seguridad privilegiada, con su equipo de pertrechos y bastimentos, con su don Pepe, con su cuerpo armado de serenos (en el que, según se susurraba, habían hallado empleo muchos criminales y desertores… y aun algunos miembros de la banda de Hernández), la mina era un poder en el país. Así lo proclamó con risa sarcástica e indignada cierto prohombre del gobierno de Santa Marta, al discutirse en cierta ocasión el comportamiento observado por las autoridades de Sulaco durante una crisis política.

– ¿Usted llama a esos hombres funcionarios del gobierno? ¿Del gobierno? ¡Nunca! Funcionarios de la mina…, funcionarios de la concesión… Eso es lo que son.

El eminente personaje (que a la sazón estaba en el poder, tipo de rostro amarillento y pelo corto, ensortijado, por no decir lanoso) llegó en su momentáneo enojo a amenazar con el puño a su contrincante, mientras vociferaba:

– ¡Sí! ¡Todos! Y no se me contradiga. ¡Todos! El jefe político, el jefe de policía, el jefe de aduanas, el general, todos, sí, señor, todos son funcionarios de ese Gould.

Palabras que fueron recibidas con un intrépido, pero ahogado murmullo de protesta, que se prolongó por algún tiempo en el gabinete ministerial; y la furia del eminente personaje acabó en un cínico encogimiento de hombros. Al fin y al cabo, pareció decir, ¿qué importa, mientras no se relegue al olvido al ministro mismo durante el breve período de su autoridad? Mas el agente no oficial de la mina de Santo Tomé, que trabajaba por una buena causa, tenía sus momentos de ansiedad, que se reflejaban en las cartas escritas a don José Avellanos, de quien era sobrino carnal por parte de madre.

Don Pepe, para tranquilizar a la señora de Gould, solía asegurarle:

– Ningún macaco sanguinario de Santa Marta pondrá los pies en la parte de Costaguana que cae del otro lado del puente de Santo Tomé, a no ser, por supuesto, que se trate de algún invitado por nuestro señor administrador, que es un gran político.

Pero a Carlos Gould, en su habitación particular, el veterano sargento mayor solía advertirle con militaresca jovialidad, preñada de siniestros recelos:

– En este negocio nos estamos jugando la cabeza.

Don José Avellanos murmuraba con aire de profunda satisfacción:

– Imperium in imperio, Emilia, hija mía.

Expresión que por extraño modo parecía contener cierta mezcla de malestar físico. Este pormenor, no obstante, tal vez sólo podía ser notado por los que estaban en el secreto.

Y para los iniciados en el mismo era un lugar maravilloso la sala de confianza de la casa Gould. Los verdaderamente íntimos formaban un grupo poco numeroso. En primer lugar, el amo -el señor administrador-, envejecido, imperturbable, encerrado en misterioso silencio, ahondadas las líneas de su rubia tez inglesa, dejándose ver sólo momentáneamente, cruzando con sus larguiruchas piernas de incansable caballista las puertas de la casa, recién llegado "de la montaña", o con sonantes espuelas y la fusta bajo del brazo, a punto de partir "para la montaña". Después del amo, don Pepe, sentado en su silla con modesta marcialidad, el llanero, que parecía haber adquirido, sin saber cómo, su buen humor de soldado aguerrido, su conocimiento del mundo, y sus modales propios del puesto que ocupaba, en medio de las feroces peleas con sus compatriotas. El tercero era Avellanos, cortés y afable, diplomático, cuya locuacidad encerraba delicados consejos de cautelosa prudencia, con su manuscrito de un trabajo histórico sobre Costaguana, intitulado "Cincuenta Años de Desgobierno", que por entonces no creía prudente (aun caso de ser posible) "dar a conocer al mundo". Estos tres y doña Emilia entre ellos, graciosa, menuda, con el aspecto de una hada ante el brillante servicio del té, se hallaban poseídos todos del mismo pensamiento dominante, tenían la misma conciencia de la tirantez de la situación, y alimentaba la misma perenne aspiración de conservar el inviolable carácter de la mina a toda costa. También solía verse allí al capitán Mitchell, un poco aparte, junto a, una de las largas ventanas, envuelto en cierto aire de viejo solterón acicalado a la antigua usanza; un poco aparatoso, con su chaleco blanco; un tanto desatendido, pero sin percatarse de ello; del todo a oscuras en muchos asuntos e imaginándose estar enterado a fondo. El buen hombre, que se había pasado treinta años largos de su vida navegando en alta mar, antes de obtener lo que él llamaba un "billete de playa", se asombraba de que en tierra firme pudiera haber otros negocios y sucesos de importancia que los relativos a embarque. De modo que todos los hechos que se salían del curso normal diario, para él "señalaban una época" o, por lo menos, constituían "historia". Cuando no encajaban en esas dos clasificaciones, el capitán Mitchell, luchando entre su habitual pomposidad y el desmayo, doblaba la rubicunda y hermosa faz, encuadrada por denso cabello blanquísimo y recortadas patillas, para musitar:

– Ah! Eso, señor, fue una equivocación.

La llegada de la primera consignación de la plata de Santo Tomé para ser embarcada con destino a San Francisco en uno de los vagones correos de la Compañía O.S.N., como era natural, "señaló una época" para el capitán Mitchell. Los lingotes empaquetados en cajas de cuero crudo de buey con dobles asideros trenzados, bastante pequeñas para ser transportadas con facilidad por dos hombres, fueron bajadas cuidadosamente por los serenos de la mina en parejas, en un trecho de media milla poco más o menos por senderos escarpados y tortuosos, hasta el pie de la montaña.

Allí eran cargadas en una ristra de carretones de dos ruedas, semejantes a cofres grandes con una portezuela en la parte posterior, y tirados cada uno por dos mulos, que aguardaban bajo de la custodia de serenos a caballo y armados.

Don Pepe cerraba con candado las portezuelas una tras otra, y a la señal dada por su silbato, la hilera de vehículos rompía la marcha, estrechamente rodeada del ruido de espuelas y carabinas, entre el sacudir y restallar de látigos, produciendo un sordo y repentino estrépito al cruzar el puente de madera que formaba el límite entre el territorio ocupado por la población minera y "el país de los ladrones y macacos sanguinarios" (según la expresión de don Pepe). La escolta avanzaba a los lados, apareciendo a la primera luz de la alborada sus figuras envueltas en ropas de abrigo, bajo de sombreros que oscilaban, con las carabinas a la cadera y las manos enjutas y morenas que empuñaban las bridas, asomando por entre los pliegues de los ponchos.

El convoy, después de contornear un bosquecillo, a lo largo de la ruta de la mina entre las chozas de barro y las casas enanas de Rincón, aceleraba el paso en el Camino real; los mozos arreaban los mulos; la escolta galopaba; don Carlos hacía lo propio, permaneciendo solo delante de la nube de polvo levantada por los carros, presentando el conjunto una vaga visión de largas orejas levantadas de flotantes banderitas verdes y blancas, clavadas en los arcones de la plata, de carabinas verticales entre una nube de sombreros, bajo de los que se divisaba blanco brillar de ojos; y detrás de toda aquella polvareda y estrépito, don Pepe, apenas visible, con semblante grave e indiferente, subiendo y bajando a compás sobre un caballo negro, cuelligacho, de belfos blancos y cabeza de martillo.

Los soñolientos moradores de los grupos de chozas en los pequeños ranchos inmediatos al camino, reconocían en el repentino estruendo el cargamento de plata de Santo Tomé, que pasaba escoltado en dirección a los desmoronados muros de la ciudad situada al lado del Campo. A veces salían a las puertas para verle rodar al galope por rutas y pedregales, entre un atronador traqueteo y chasquidos de fustas, con el ímpetu precipitado y dirección precisa de una batería de campaña al entrar en acción, llevando en la vanguardia a gran distancia la solitaria figura inglesa del señor administrador.

En las dehesas cercadas, contiguas al camino, los caballos que pastaban sueltos se lanzaban frenéticos a correr en tropas de docenas; el pesado ganado vacuno alzaba la cabeza sobre el alto hierbal que le llegaba al pecho y unía un sordo mugir al ruido de la veloz carretería; algún indio manso de una aldea echaba una mirada atrás y empujaba su cargado borriquillo contra una pared, sacándolo de la vía seguida por el convoy de Santo Tomé al encaminarse al mar; los mendigos acurrucados al pie del Caballo de Piedra, temblando con el frío de la madrugada, solían exclamar: "¡Caramba!" al verle describir una amplia curva y penetrar a todo correr por la desierta calle de la Constitución, porque los carreros de la mina de Santo Tomé creían que lo correcto y propio era cruzar la medio adormecida ciudad de un extremo a otro sin acortar la velocidad, como si los persiguiera un diablo.

Los primeros fulgores del sol reverberaban sobre las fachadas de delicado tinte amarillo verdoso, rosa y azul pálidos de las casonas, con todas las puertas cerradas aún, y sin rostro alguno tras las rejas de las ventanas.

En toda la hilera de balcones soleados y desiertos a lo largo de la calle, sólo podía verse una figura blanca a gran altura sobre el iluminado piso: era la esposa del señor administrador, con su abundante mata de cabello rubio, recogido al desgaire, y una guarnición de encaje alrededor del cuello de su bata de muselina, que se inclinaba para ver pasar el convoy en dirección al puerto. Contestaba con una sonrisa a la rápida y única mirada de su marido, contemplaba el veloz desfile de los carretones bajo de sus pies con ordenado fragor, y agitaba la mano correspondiendo al saludo de don Pepe, que al llegar frente a ella galopando se inclinaba con ceremoniosa deferencia quitándose el sombrero y abatiéndolo hasta debajo de la rodilla.

Con el transcurso de los años se alargó la serie de arcones cerrados y creció proporcionalmente la escolta. Cada tres meses un tren creciente de cargamento de plata barría como furiosa avenida las calles de Sulaco encaminándose a la cámara fuerte del edificio de la Compañía O.S.N., situado junto al puerto, para aguardar allí el momento de ser embarcado con destino al Norte. El convoy crecía no sólo en volumen, sino en valor -más grande aún en proporción-, porque, según Carlos dijo una vez a su esposa con satisfacción mal disimulada, no había visto en el mundo nada que se acercara a la vena de la Concesión Gould. Para ambos consortes, identificados en sus designios, cada convoy que pasaba por debajo de los balcones de la casa que habitaban representaba una nueva victoria, ganada en la conquista de la paz para Sulaco.

A no dudarlo, la acción inicial de Carlos se había visto secundada en un principio por el período de relativa paz que sobrevino entonces, y también por la general dulcificación de las costumbres, sobre todo si se las comparaba con las de la época de las guerras civiles, de las que emergió la férrea tiranía de Guzmán Bento, de terrible memoria. En las luchas que estallaron al finalizar su gobierno, después de quince años de paz, hubo más fatua ostentación de valentía, abundante crueldad y callado sufrimiento, pero menos ferocidad de fanatismo político. Prevalecieron los procedimientos bajos y ruines, más despreciables que los de época anterior e infinitamente menos violentos y difíciles de contrarrestar utilizando el mismo descarado cinismo de los móviles. Las contiendas revistieron el carácter franco de una rebatiña por apoderarse del botín, cada vez más mermado, porque toda empresa había sido estúpidamente asesinada en el país.

De esta suerte avino que la provincia de Sulaco, teatro en otro tiempo de enconadas venganzas de partidos, llegó a ser una de las que reunían mejores condiciones para galardonar servicios políticos y facilitar el ascenso a los primeros puestos del gobierno. Los amos del poder en Santa Marta reservaban los cargos del Estado Occidental para sus más cercanos parientes y allegados, sobrinos, hermanos, esposos de hermanas predilectas, amigos íntimos, partidarios leales -o poderosos que inspiraban temor. Era la provincia afortunada, donde se ofrecían las ocasiones más ventajosas de medro y se percibían las pagas más crecidas; porque la mina de Santo Tomé tenía su lista extraoficial, cuyas partidas y asignaciones, fijadas en consulta por Carlos Gould y el señor Avellanos, se sometían a la aprobación de un eminente financiero norteamericano, que todos los meses dedicaba unos veinte minutos a los negocios de Sulaco.

Al mismo tiempo, los intereses materiales de todo género, apoyados por la influencia de la mina de Santo Tomé, adquirían tranquilo desenvolvimiento en aquella parte de la República. Y mientras, por una parte, la colecturía de tributos de Sulaco, según se sabía generalmente en el mundo político de la capital, allanaba el camino para llegar al ministro de Hacienda, y así sucesivamente respecto de otros puestos oficiales; por otra, los decaídos círculos de negocios del país llegaron a considerar la Provincia Occidental como la tierra prometida de salvación, en especial si se lograba estar en buenas relaciones con la administración de la mina. "Carlos Gould; excelente persona. Absolutamente indispensable obtener su apoyo antes de dar un solo paso. Procúrese usted una recomendación de Moragas, si le es posible, el agente del Rey de Sulaco, ¿sabe usted?"

Se comprende, pues, que sir John, al llegar de Europa con ánimo de obviar dificultades para su ferrocarril, se encontrara en Costaguana con el nombre (y aun el sobriquete) de Carlos Gould al revolver de cada esquina. Y en vista de la ayuda decisiva, prestada por el agente de la administración de Santo Tomé en la capital (sujeto cortés y bien informado, a juicio de sir John), para la realización de la gira presidencial, el último empezó a creer que había un gran fondo de verdad en los rumores corrientes sobre la inmensa influencia oculta de la Concesión Gould.

Asegurábase en misteriosas confidencias, circuladas en voz baja, que la administración de Santo Tomé había costeado, en parte al menos, la última revolución, que dio por resultado la dictadura quinquenal de don Vicente Rivera, nombre de cultura e intachable carácter, investido con un mandato de reforma por los mejores elementos del Estado. Personas serias y al corriente de la situación parecían creer en el advenimiento de mejores tiempos y esperar con fundados motivos la implantación de la legalidad, de la honradez y el orden en la vida pública. Tanto mejor entonces, pensó sir John; y como le gustaba siempre trabajar en gran escala, contrató un empréstito con el Estado y un proyecto de colonización sistemática de la Provincia Occidental, incluido todo en un vasto plan con la construcción del Ferrocarril Central Nacional. Buena fe, orden, honradez, paz se requerían a todo trance para este gran desarrollo de intereses materiales. Todo el que fuera partidario de tales ideas, en especial si podía cooperar con su ayuda, tenía importancia a los ojos de sir John. Sus esperanzas en el "Rey de Sulaco" no habían quedado defraudadas. Todas las dificultades de carácter local desaparecieron, según había predicho el ingeniero jefe, ante la mediación de Carlos Gould.

El presidente del ferrocarril fue objeto de extraordinarios obsequios, después del Presidente-Dictador; y este hecho explicaba sin duda el evidente malhumor demostrado por el general Montero en el lunch que se celebró a bordo del Juno, poco antes de zarpar llevándose de Sulaco al Jefe del Estado y a los distinguidos huéspedes extranjeros de su séquito.

El Excelentísimo (la "esperanza de los hombres honrados" como le había llamado don José en un discurso público pronunciado en nombre de la Diputación provincial de Sulaco) ocupaba la presidencia de la luenga mesa; el capitán Mitchell, asombrado y todo encendido ante la solemnidad del presente "acontecimiento histórico", se sentaba en la otra cabecera, como representante de la Compañía O.S.N. en Sulaco, teniendo a los lados al capitán del barco y algunos empleados de segunda categoría, que trabajaban en tierra a sus órdenes. Estos caballeretes de tez tostada y genio alegre echaban de soslayo miradas joviales a las botellas de champaña, que empezaron a asomar detrás de las espaldas de los huéspedes en manos del despensero del barco. El licor ambarino cayó sobre las copas haciendo subir la espuma hasta los bordes.

Carlos Gould tenía su sitio junto al de un enviado extranjero, que en tono indiferente le habló a intervalos de caza mayor y menor. El semblante de este caballero, bien nutrido y pálido, con monóculo y lacio bigote amarillo, hacía que el señor administrador apareciera por contraposición dos veces más tostado del sol, más rojo carmesí e incomparablemente más intensa y silenciosamente vivaz. Don José Avellanos se sentaba al lado de otro diplomático extranjero, tipo moreno, de continente reposado, atento y estirado con cierto dejo de reserva.

A pesar de haberse prescindido de toda etiqueta en esta ocasión, el general Montero se presentó de gran uniforme, tan repleto de bordados por delante, que su ancho pecho parecía protegido por una coraza de oro.

Sir John, desde el principio, había dejado los sitios de preferencia por el gusto de conversar con la señora de Gould.

El gran financiero se ocupaba en expresarle lo agradecido que estaba a su hospitalidad y a los buenos oficios de su esposo, cuya "influencia era tan enorme en esta parte del país", cuando se vio interrumpido por un blando siseo. El Presidente iba a decir cuatro palabras.

En efecto se había puesto de pie. Sus breves declaraciones eran a todas luces sinceras y las hacía pensando principalmente en Avellanos -su antiguo amigo-, recomendando la necesidad de no aflojar en el empeño de asegurar un bienestar duradero al país, que salía de su última lucha, según sus esperanzas, para inaugurar un período de paz y prosperidad material.

La señora de Gould, al escuchar la voz suave y algo triste del orador; al contemplar su rostro redondo, moreno, guarnecido de anteojos, el talle bajo y la obesidad que tocaba en enfermiza, pensó que este hombre de espíritu delicado y melancólico, físicamente casi un inválido, que abandonaba su retiro para lanzarse a una lucha peligrosa, respondiendo al llamamiento de sus partidarios, tenía derecho a hablar con la autoridad que da el sacrificio del propio bienestar y aun de la propia vida. Pero a la vez que pensaba esto, no pudo menos de sentirse intranquila. En las palabras dichas por la primera autoridad civil del Estado de Costaguana había más sentida sinceridad que promesas: así lo dejaba traslucir el tono con que pronunció, copa en mano, las consignas de honradez, paz, respeto a la ley, buena fe política en el interior y el exterior -salvaguardias del honor nacional.

Se sentó. Durante el murmullo respetuoso y aprobatorio que siguió al discurso, el general Montero alzó sus pesados párpados y paseó la mirada por las caras de los presentes con una especie de estolidez inquieta. El héroe del partido, el antiguo capitán de la remota región selvática, habitada por indios bravos, aunque secretamente impresionado por las repentinas novedades y esplendores que le rodeaban (nunca había estado anteriormente a bordo de un vapor, y apenas había visto el mar sino a distancia), comprendió, por una especie de instinto, la ventaja que su hosco y descortés comportamiento de rudo militar le daba entre aquellos refinados aristócratas del grupo "blanco". Pero se preguntaba indignado cómo era que nadie fijaba en él la atención. Poseía bastante instrucción para leer los diarios, y no ignoraba que, según ellos, "había realizado la mayor hazaña militar de los tiempos modernos".

– Mi esposo necesitaba el ferrocarril -decía la señora de Gould a sir John entre el murmullo general de las conversaciones reanudadas-. Todo ello aproxima la llegada del próspero porvenir que deseamos para el país, y tan anhelado por él después de las prolongadas penalidades que sólo Dios conoce. Pero debo confesar que el otro día, mientras paseaba en coche por la tarde, al ver salir inesperadamente del boscaje a un muchacho indio con la bandera roja de una cuadrilla de ayudantes, sentí cierta impresión penosa. Lo porvenir significa cambio -un cambio completo; y en el estado actual de Costaguana hay cosas sencillas y pintorescas, que a una le gustaría conservar.

Sir John la escuchaba sonriendo, y ahora le tocó la vez de recomendar silencio a su interlocutora.

– El general Montero va a hablar -musitó; y casi inmediatamente añadió, alarmado de una manera cómica-: ¡Cielos! Me parece que se dispone a brindar a mi salud.

En efecto el personaje citado se había puesto de pie con un retiñir metálico de la vaina del sable y un rebullimiento de reflejos lucientes en su pecho galoneado de oro; el grueso pomo del arma apareció a su lado sobre el borde de la mesa. Con su suntuoso uniforme, cuello de toro, nariz corva aplastada en la punta sobre un bigote teñido de un negro azulado, sugería la imagen de un siniestro vaquero disfrazado. El bronco timbre de su voz tenía un extraño retintín arañante y desalmado. Divagó con algunas generalidades, y luego, levantando de pronto y a la vez la cabezota y la voz, rompió a vociferar con aspereza:

– El honor del país está en manos del ejército. Os aseguro que sabré mantenerme fiel al mismo.

Sus ojos recorrieron los rostros de los comensales hasta encontrar el de sir John, fijando en él una mirada adormecida y tétrica; a su memoria acudió el recuerdo del empréstito últimamente negociado. Alzó la copa, y añadió:

– Bebo a la salud del hombre que nos trae millón y medio de libras.

Apuró su champaña y se dejó caer pesadamente en su asiento echando una mirada medio sorprendida, medio provocadora a los comensales en el silencio profundo y lúgubre que siguió al felicitador brindis. El aludido no se movió.

– No creo que deba levantarme -murmuró hablando con la señora de Gould-. El asunto del empréstito habla por sí mismo.

Pero don José Avellanos acudió a salvar la situación con un breve discurso, en el que aludió con insistencia a los sentimientos amistosos de Inglaterra respecto de Costaguana, "sentimientos (prosiguió con énfasis) de que puedo hablar con perfecto conocimiento de haber sido en mis buenos tiempos ministro acreditado cerca de la corte de San James".

Sólo entonces sir John creyó conveniente contestar, y lo hizo con elegante distinción en mal francés, interrumpido por explosiones de aplausos y las palabras " ¡Atención!, ¡atención!" del capitán Mitchell, que de cuando en cuando entendía alguna palabra. En acabando, el financiero de ferrocarriles se volvió a la señora de Gould y le recordó galantemente:

– Usted ha tenido a bien manifestarme que deseaba pedirme un favor, ¿Qué es ello? Tenga usted la seguridad de que cualquier petición suya hallará en mí la mejor acogida.

Ella le dio las gracias con una graciosa sonrisa. A la sazón todo el mundo se levantaba de la mesa.

– Subamos a cubierta -propuso la señora- y allí podré indicarle a usted la gracia que solicito.

Una enorme bandera de Costaguana, dividida diagonalmente en dos campos, rojo y amarillo, con dos palmeras verdes en el medio, flotaba perezosamente en el palo mayor del Juno. Los fuegos artificiales, dispuestos con profusión en la playa, al borde mismo del agua, en honor del Presidente, levantaron, al ser quemados, un misterioso ruido crepitante todo alrededor del puerto. A intervalos una serie de cohetes, remontándose con un prolongado chirrido, detonaban en lo alto sin otro rastro que una manchita de humo en el despejado y brillante cielo. Entre las puertas de la ciudad y el puerto veíanse apiñadas multitudes, bajo de los manojos de banderas multicolores que flotaban sobre altos postes. De improviso se percibían ráfagas de música militar y el lejano rumor de aclamaciones. Un grupo de negros astrosos, en el extremo del desembarcadero, se ocupaba en cargar y disparar un cañoncito de hierro de tiempo en tiempo. Velando los fulgores del sol, empañaba la transparencia del aire una bruma grisácea, fina e inmóvil, causada por el polvo.

Don Vicente Rivera dio algunos pasos bajo de la toldilla del puente, apoyado en el brazo del señor Avellanos; alrededor de ambos formóse un ancho círculo, en el que podían observarse la sonrisa melancólica y el apagado brillo de los anteojos del Presidente volviéndose con expresión afable de un lado a otro. La fiesta de carácter íntimo, dispuesta de intento a bordo del Juno para procurar al Presidente-Dictador la ocasión de tratar en confianza a sus principales partidarios de Sulaco, se acercaba a su término. A un lado, el general Montero, que ocultando ahora su calvicie bajo un tricornio con pluma, permanecía inmóvil en un asiento al aire libre, con las manazas enguantadas, descansando una sobre otra en la empuñadura del sable, que sostenía vertical entre las piernas. La blanca pluma del sombrero, el tinte cobrizo de su ancho rostro, la aglomeración de bordados de oro en mangas y pecho, las charoladas botas de montar con enormes espuelas, la agitación de las fosas nasales, la mirada imbécil y dominadora del glorioso vencedor de Río Seco formaban un conjunto extraño en el que había algo fatídico e increíble; parecía la exageración de una caricatura cruel, la rudeza atroz de algún ídolo militar, de concepción azteca y atavío europeo, que aguardaba el homenaje de sus adoradores. Don José se acercó diplomáticamente al portento suprahumano e inescrutable; y la señora Gould apartó al fin sus ojos fascinados para mirar a otra parte.

Al llegarse Carlos a sir John para despedirse de él, le oyó decir, mientras se inclinaba sobre la mano de su esposa:

– Seguramente. Por supuesto, mi querida Emilia, en favor de un protegé de usted. No hay la menor dificultad. Délo usted por hecho.

Don José Avellanos regresó a tierra en el mismo bote que los Gould, mostrándose muy taciturno. Ni aún después que estuvieron en el carruaje despegó los labios por largo tiempo. Las mulas trotaban muy despacio, alejándose del desembarcadero entre las manos extendidas de los mendigos, que aquel día parecían haber abandonado los pórticos de las iglesias. Carlos Gould iba sentado atrás tendiendo la vista por el llano. Una multitud de tenduchos, construidos con ramaje verde, juncos, trozos sueltos de tabla, completados con retazos de lona, aparecían diseminados por todas partes; y en ellos se vendía caña, dulces, frutas, cigarros. Sobre montoncitos de carbón encendido, algunas indias, acurrucadas en esteras, guisaban la comida en pucheros negruzcos de barro cocido y hervían el agua para las calabazas del mate, que ofrecían a la gente del pueblo con voces blandas y acariciadoras. En una larga faja del llano había sitio preparado para un certamen de carreras entre los vaqueros: y más lejos, a la izquierda, la muchedumbre se apiñaba alrededor de un pabellón enorme, erigido provisionalmente, en forma de plaza de toros, pero cubierto por una techumbre cónica de hierba. De allí salía un vibrante resonar de cuerdas de arpa, vibrante punteo de guitarras, el monótono mugir de un gombo indio, cuyas broncas pulsaciones se mezclaban con la gritería de los bailarines.

Carlos dijo:

– Toda esta extensión de terreno pertenece ahora a la Compañía del Ferrocarril. No volverá a haber aquí más fiestas populares.

La señora de Gould lo oyó con cierta pena, y aprovechó la ocasión para decir que acababa de obtener de sir John la promesa de ser respetada la casa de Giorgio Viola. Añadió que no había podido comprender nunca el empeño de los ingenieros en demoler aquel antiguo edificio, no estaba en el trayecto del ramal secundario proyectado para el servicio del puerto.

Detuvo el carruaje a la puerta del viejo genovés, que salió descubierto y se quedó de pie junto al estribo, y le dio la noticia para tranquilizarle. Le habló en italiano por supuesto, y Giorgio le expresó su gratitud con grave dignidad. Un veterano garibaldino le quedaba reconocido desde el fondo de su corazón por el favor extraordinario de conservarle el techo que cobijaba a su mujer e hijas. A sus años, no estaba ya para andar de ceca en meca.

– ¿Y es para siempre, señora? -preguntó.

– Por todo el tiempo que usted quiera.

– Bene. Entonces tengo que bautizar la casa. Antes no lo merecía. Una sonrisa ruda cubrió de arrugas los ángulos de sus ojos; y luego añadió:

– Mañana voy a dedicarme a pintar el título.

– Y ¿cuál va a ser, Giorgio?

– Albergo d'Italia Una -respondió el viejo garibaldino, mirando abstraído por un momento-. Más en memoria de los que han muerto (explicó) que en la del país, robado a los soldados de la libertad por la astucia de esa maldita raza piamontesa de reyes y ministros.

La señora de Gould sonrió benévolamente, e inclinándose un poco, empezó a preguntarle por su mujer e hijas. Las había enviado a la ciudad aquel día. La padrona estaba mejor de salud. Muchas gracias por el interés…

La gente pasaba en grupos de dos y de tres, o en numerosas cuadrillas de hombres y mujeres, que llevaban asidos a las faldas niños corriendo al trote. Un jinete, caballero en una yegua entrecana, refrenó su montura parándose a la sombra de la casa, después de saludar descubriéndose a los señores del carruaje, que le correspondían con sonrisas y venias afectuosas. El viejo Viola, ostensiblemente satisfecho de la noticia que acababa de recibir se interrumpió un momento para decirle que la casa estaba asegurada, gracias a los caritativos sentimientos de la signora inglesa, por todo el tiempo que quisiera habitarla. El otro le escuchó atentamente, pero no dijo nada.

Cuando el carruaje reanudó la marcha, el de la yegua se quitó de nuevo el sombrero, que era gris con cordón y borlas de plata. Los brillantes colores de un sarape mejicano arrollado en el borrén del arzón, los enormes botones de plata de la chaqueta de cordobán bordada, en la hilera de botoncitos del mismo metal a lo largo de las costuras de las perneras, la blanquísima pechera de la camisa, la faja de seda con remates bordados, las guarniciones plateadas de la silla y cabeza proclamaban la inimitable galanura del famoso capataz de cargadores -el antiguo marinero mediterráneo-, ataviado con el esplendor mas elegante que cualquier rico ranchero del campo en un día de gran fiesta.

– Es un grandísimo favor para mí -murmuró Giorgio, pensando todavía en la casa, porque a la sazón odiaba los cambios de residencia-. A la signora Gould le ha bastado decir una palabra al inglés.

– ¿Al señor ese, que tiene bastante dinero para pagar la construcción de un ferrocarril? Se marcha dentro de una hora -observó Nostromo con indiferencia-. ¡Buon viaggio! Le he guardado los huesos en todo el trayecto que hay desde el paso de la Entrada hasta el llano y la ciudad de Sulaco ni más ni menos que si hubiera sido mi padre.

El viejo Giorgio se limitó a mover la cabeza a un lado con aire distraído. Nostromo apuntó al carruaje de los Gould, que se acercaba a la puerta herbosa de la antigua muralla de la ciudad, semejante a un seto selvático de espeso y entretejido ramaje.

– Y también he pasado noches y noches sentado solo en el almacén de la Compañía junto al montón de lingotes de plata del otro inglés, custodiándolo cómo si fuera mío.

Viola parecía absorto en sus pensamientos.

– Es un gran favor para mí -repitió obsesionado por la idea de no tener que desalojar la casa.

– Lo es -asistió el magnífico capataz de cargadores tranquilamente-. Oye, Vecchio…, entra y sácame un cigarro puro, pero no lo busques en mi cuarto. Allí no hay nada.

El garibaldino entró en el café y salió al punto, fija aún la mente en el mismo pensamiento, mientras mascullaba caviloso entre sus bigotes:

– Las niñas crecidas ya… y ni un sólo varón. ¡Las dos muchachas!

Suspiró y guardó silencio.

– Hombre, ¿no me traes más que uno? -advirtió Nostromo mirando al distraído viejo con regocijado humor-. Pero no importa -añadió indiferente-; basta con uno hasta que se necesite otro.

Encendió el puro y dejó caer el fósforo de sus dedos inertes. Giorgio Viola alzó la vista y dijo de pronto:

– Mi hijo hubiera sido un mozo tan arrogante como tú, Gian Battista, si hubiera vivido.

– ¿Quién? ¿Tu hijo? ¡Ya lo creo! Tienes razón, padrone. Si se hubiera parecido a mi, no hay duda de que habría sido un hombre.

Hizo girar despacio su cabalgadura y avanzó por entre los tenduchos refrenando hasta pararse de cuando en cuando, a causa de los chiquillos y gente venida de lejanas aldeas del Campo, que se le quedaban mirando de hito en hito con admiración. Los descargadores de la Compañía le saludaban desde lejos; y el envidiado capataz proseguía su marcha hacia el pabellón de baile entre murmullos y frases atentas de los que le reconocían. La aglomeración de gente crecía; las guitarras rasgueaban con más fuerza; otros jinetes permanecían inmóviles, fumando tranquilamente sobre las cabezas de la multitud; ésta se arremolinaba y oprimía ante las puertas del ingente circo, de donde salía ruido de pisadas que caían a un tiempo al compás de la música vibrante y chillona con un ritmo de ingrata monotonía, dominado por el tremendo, insistente y sordo fragor del gombo. El bárbaro y tonante batir del enorme tambor, que posee la magia de enloquecer a las multitudes y de impresionar vivamente a los mismos europeos, pareció atraer a Nostromo al lugar de donde salía el estruendoso ruido.

Mientras allí se encaminaba, un hombre envuelto en un poncho, viejo y roto, se le acercó al estribo, y a pesar de los empujones que recibía por ambos lados, avanzó con el jinete, pidiendo a "su merced" una vez y otra que le diera empleo en el descargadero. Suplicó y rogó en tono quejumbroso ofreciendo al señor Capataz la mitad de su paga diaria por el privilegio de ser admitido en la hermandad de bravos cargadores, protestando de que con la otra mitad tendría bastante. Pero el hombre que era la mano derecha del capitán Mitchell -"de incalculable valor para la buena marcha de nuestro trabajo en el puerto, espejo de integridad"-después de examinar con mirada escudriñadora al harapiento mozo, movió la cabeza sin decir una palabra entre la barahúnda que seguía atronando alrededor.

El pedigüeño retrocedió; y un poco más adelante Nostromo tuvo que tirar del freno a su yegua. De las puertas del circo de baile hombres y mujeres salían con pasos vacilantes, chorreando sudor, temblando de pies a cabeza, para apoyarse acezando, con la boca entreabierta y la vista hipnotizada, contra la pared de tablas del pabellón, donde las arpas y guitarras continuaban resonando con furor creciente produciendo un estruendo tempestuoso. Centenares de manos palmoteaban; oíase un barullo de chillidos, y de repente las voces cesaban en sus gritos para cantar al unísono el estribillo de una tonada amorosa, que acababa en una cadencia desmayada y triste.

De entre la multitud salió disparada con certera puntería una flor roja, que dio en la mejilla al arrogante capataz. Este la cogió al caer con gran limpieza, y por algún tiempo permaneció sin volver la cara. Cuando al fin se dignó echar una mirada alrededor, el pelotón de gente que había junto a él se abrió para dejar paso a una linda morenita, de cabello sujeto con peineta de oro, que avanzó por el espacio libre.

Sus brazos y cuello emergían rollizos y desnudos de una camiseta blanquísima; la falda azul, recogida en todo su vuelo por delante, muy ajustada en las caderas y prieta por detrás, revelaba su andar provocador. Llegóse en derechura al jinete y puso la mano sobre el cuello de la yegua, mirando de lado con expresión tímida y coqueta.

– Di, querido -murmuró en tono acariciador-, ¿por qué te haces el distraído cuando paso?

– Porque ya no te quiero -respondió Nostromo resueltamente, tras un momento de reflexión.

La mano que descansaba en el cuello de la yegua se agitó con un repentino temblor; y la muchacha bajó la cabeza ante el amplio círculo de curiosos, formado en torno del generoso, terrible e inconstante capataz de cargadores y su morenita.

Nostromo miró a la joven y vio que las lágrimas empezaron a correr por su rostro.

– ¿Se acabó todo, pues, amado de mi alma? -murmuró-. ¿Lo dices de veras?

– No -contestó el jinete, mirando a lo lejos indiferente. -Ha sido una broma. Te quiero como siempre.

– ¿Es cierto? -preguntó con zalamería, húmedas aún las mejillas con el llanto.

– Cierto.

– ¿Me lo aseguras por tu vida?

– Te lo aseguro; pero no me pidas que te lo jure por la Madona que tienes en tu cuarto.

Y el capataz se echó a reír, correspondiendo a las bromas de la multitud.

Ella hizo un mohín -muy gracioso- con un leve tinte de desagrado.

– No, no necesito pedirte eso; estoy viendo el amor en tus ojos y en el temblor de tu mano -dijo, mientras el cavernoso tronar del gombo seguía sin parar-. Pero si verdaderamente amas tanto a tu Paquita, debes regalarle un rosario engarzado en oro para el cuello de su Madona.

– Eso, es demasiado -replicó Nostromo, mirándola en el fondo de sus ojos suplicantes, que de pronto se quedaron yertos de sorpresa.

– ¿Demasiado? Pues ¿qué otra cosa ha de obsequiarme su merced en el día de la fiesta? -interrogó enojada la morenita-. ¿O es que su merced ha de dejarme avergonzada ante toda esta gente?

– No hay vergüenza ninguna para ti en que por una vez no recibas nada de tu amante.

– ¿Para mi no? Pero la hay para su merced… que es un amante tacaño. ¡Como el infeliz está tan pobre…! -añadió sarcásticamente.

El tono de zumba con que fueron pronunciadas las últimas palabras excitó la risa de los circunstantes. ¡Qué lengua de víbora y qué atrevimiento! Los que presenciaban la escena llamaban a otros a participar de ella, con lo que se fue estrechando el círculo alrededor de la yegua.

La muchacha se apartó unos pasos haciendo frente a la burlona curiosidad de los ojos, luego volvió al estribo, se alzó de puntillas y volvió hacia Nostromo el semblante enfurecido con los ojos centellantes. El capataz se inclinó sobre ella desde la silla, y la oyó decir:

– Juan, merecerías que te diera una puñalada en el corazón.

El temido capataz de cargadores, ostentoso y desaprensivo en sus relaciones amorosas, sostenidas en público, asió a la morenita al oír aquella amenaza, y gritó:

– ¡Un cuchillo!

Veinte hojas aceradas brillaron a la vez en el círculo. Un joven en traje dominguero, saliendo del grupo, puso una navaja en la mano de Nostromo, y volvió a mezclarse entre la multitud, con aire de orgullosa satisfacción. El capataz ni siquiera le miró.

– Apóyate en mi pie -ordenó a la muchacha, que de pronto se sintió levantada en vilo, y cuando el jinete la tuvo junto a sí, le entregó el arma añadiendo-: Ahora, morenita, puedes cumplir tu deseo… ¿No te atreves?… Pues entonces tampoco has de avergonzarme por mi tacañería. Tendrás tu regalo; y, para que todo el mundo pueda ver quién es tu amante en un día como hoy, corta, para hacerte un rosario, todos los botones de Plata de mi chaqueta.

Aquella guapeza imprevista fue saludada con carcajadas y aplausos, y entre tanto la muchacha fue pasando la cortante hoja por cada botón hasta llegar al último, siendo recogidos sucesivamente por el impasible Nostromo. Pasólos luego a las manos de su querida y la depositó en tierra, cargada con su botín. Después de decirle en voz baja algunas palabras con semblante muy serio, la morenita se alejó mirando con arrogancia y desapareció entre el montón de curiosos. Estos se dispersaron; y el señoril capataz de cargadores, el hombre indispensable, el probado y leal Nostromo, el marino mediterráneo, que dejó su barco y se quedó en Costaguana buscando mejor fortuna, partió en su yegua hacia el puerto.

En aquel momento el Juno borneaba en redondo; y cuando Nostromo refrenó la yegua para contemplar la salida del barco, se izó una bandera sobre un asta improvisada, en un fortín antiguo y desmantelado de la boca del puerto. De las barracas de Sulaco había sido trasladada allí de prisa media batería de cañones para hacer las salvas de ordenanza al Presidente-Dictador y al ministro de la Guerra. Cuando la proa del vapor empezó a surcar aguas libres, las retrasadas detonaciones anunciaron el fin de la primera visita oficial de don Vicente Rivera a Sulaco, y el término de un nuevo "acontecimiento histórico" para el capitán Mitchell.

La vez siguiente que la "Esperanza de los hombres honrados" hubo de volver por aquel lugar, año y medio después, no fue con carácter oficial, sino huyendo por veredas de montaña en una mula coja después de una derrota, llegando a tiempo de ser salvado por Nostromo de una muerte ignominiosa a manos del populacho. Fue un suceso muy diferente, del que solía decir el capitán Mitchell:

– ¡Histórico, señor! ¡Verdaderamente histórico! Y ese mi hombre, Nostromo, ¿sabe usted?, se portó admirablemente. Es pura historia, señor.

Pero aquel hecho, que fue honroso para Nostromo, había de conducir inmediatamente a otro, imposible de ser clasificado ni como "histórico", ni como "equivocación", en la fraseología del capitán Mitchell. Para designarlo halló otra palabra.

– Señor -repetía refiriéndose al mismo-, eso no fue una equivocación, sino una fatalidad. Una desgracia pura y sencillamente, señor. Y ese pobre servidor mío no tuvo la menor culpa…, hizo cuanto podía y debía. Una fatalidad, si es que acaso hay alguna… y, a mi juicio, desde entonces no ha vuelto a ser el mismo hombre.

Segunda Parte Las Isabeles

Capítulo Primero

Objeto de elogios y maledicencias en las variadas vicisitudes de aquella lucha, cuya gravedad y peligros expresó de una manera gráfica don José con la frase "la suerte del honor nacional oscila temblorosa en la balanza", la Concesión Gould, "Imperiun in Imperio", había seguido sus trabajos; la montaña de forma prismática fue vertiendo su precioso mineral por los canalones de madera en las infatigables baterías de bocartes; las luces de Santo Tomé parpadearon, noche tras noche, sobre la sombría e inmensa extensión del Campo; cada tres meses continuaron bajando al mar los convoyes de plata, como si ni la guerra ni sus consecuencias pudieran afectar al antiguo Estado Occidental, aislado del resto de la República por el alto murallón de la Cordillera.

Todos los combates se trababan del otro lado de aquella colosal barrera de aserrados picos, dominada por el blanco domo del Higuerota, y no surcada hasta entonces por el ferrocarril, del que sólo se había construido la primera parte, eso es, el fácil trayecto del Campo desde Sulaco hasta el Valle de Ivie al pie del desfiladero.

Tampoco la línea telegráfica cruzaba a la sazón las montañas; sus postes, que aparecían clavados como jalones en el llano, penetraban en la faja de bosque de las alturas menores, cortada por la profunda avenida de la vía, y sus alambres terminaban bruscamente en el campo de construcción sobre una blanca mesa de madera que sostenía un aparato Morse, dentro de una larga barraca de tabla con techo de chapa acanalada, a la sombra de gigantes cedros -residencia del ingeniero encargado de la sección avanzada.

El puerto hervía de actividad con el tráfico del material del ferrocarril y con los movimientos de tropas a lo largo de la costa. La Compañía O.S.N. halló abundante ocupación para su flota. Costaguana no tenía marina; y, fuera de algunos cúters guardacostas, los barcos nacionales se reducían a un par de vapores mercantes usados como transportes.

El capitán Mitchell, sintiéndose cada vez más rodeado de "acontecimientos históricos", dedicaba una hora de la tarde a la tertulia de la casa Gould, donde, con una extraña ignorancia de las verdaderas fuerzas que trabajaban a su alrededor, se mostraba complacido de poder rehuir el contacto con las complicaciones de los negocios. Según decía, se habría visto en trances apurados a no ser por el habilísimo Nostromo. Los políticos endiablados de Costaguana le daban más que hacer de lo que él había podido figurarse. Así se lo manifestó en confianza a la señora de Gould.

Don José Avellanos había desplegado en servicio del gobierno de Rivera, amenazado de muerte, una actividad organizadora y una elocuencia, cuyos ecos llegaron a la misma Europa. Porque esta parte del mundo, después del nuevo empréstito hecho al gobierno Rivera, empezó a fijar la atención en Costaguana. La sala de la Diputación provincial (en los edificios municipales de Sulaco), con sus retratos de los libertadores en las paredes y una antigua bandera de Cortés, conservada en urna de cristal sobre la silla del presidente, había oído todos sus discursos -el primero de los cuales contenía la fogosa declaración: "El militarismo: he ahí el enemigo ", y el famoso, en que pronunció la frase: "La suerte del honor nacional tiembla en la balanza ", al apoyar el voto para que se reclutara un segundo regimiento en Sulaco en defensa del gobierno reformista. Y, cuando las provincias enarbolaron de nuevo sus antiguas banderas (proscritas en tiempo de Guzmán Bento), don José, en otra de sus grandes arengas, saludó aquellos viejos emblemas de la independencia, que salían otra vez a la luz del sol en nombre de nuevos ideales. La antigua idea del federalismo había desaparecido. Por su parte no deseaba resucitar doctrinas políticas de tiempos pasados. Eran perecederas. Mueren. Pero la doctrina de la rectitud política era inmortal. El segundo regimiento de Sulaco, a quien se hacía entrega de la bandera, iba a demostrar su valor en una lucha por el orden, la paz, el progreso; por la consolidación de la dignidad nacional, sin la que -declaró con energía- "somos la vergüenza y el oprobio de las naciones civilizadas".

Don José Avellanos amaba a su país. Le había servido con pródigo desprendimiento y pérdida de intereses durante su carrera diplomática; y sus oyentes conocían la historia posterior del cautiverio y bárbaras vejaciones, sufridas bajo el poder de Guzmán Bento. Por milagro se había librado de contarse entre las víctimas de las feroces y sumarias ejecuciones que señalaron el curso de aquella tiranía; porque el terrible dictador había gobernado el país con la sombría imbecilidad del fanatismo político. El poder del Supremo Gobierno llegó a ser, en el concepto de su menguada inteligencia, un objeto de adoración sanguinaria y feroz, como si se tratara de una deidad cruel. Esa deidad había encarnado en la persona de Bento; y sus adversarios, los federalistas, eran los peores criminales del mundo, merecedores del odio, aborrecimiento y temeroso recelo, como el que inspirarían los herejes a un inquisidor convencido. Por espacio de años el tirano llevó por todo el país, a la zaga del ejército de pacificación, una banda de esos atroces criminales, como cautivos, sometidos a tan inhumanos tratamientos, que con razón consideraban una suprema desdicha el no haber sido ejecutados sumariamente. Era un grupo, que la muerte diezmaba sin cesar, de esqueletos animados en desnudez casi completa, cargados de cadenas, cubiertos de suciedad, parásitos y heridas en carne viva; hombres todos de posición, de carrera, de fortuna, que, acosados del hambre, llegaron a luchar unos con otros por las piltrafas de carne asada que los soldados arrojaban a su alcance, o a pedir con acento lastimero al negro encargado de cocinar la comida de la tropa un sorbo de agua sucia. Don José Avellanos, arrastrando su cadena entre los demás, sólo parecía continuar viviendo para probar hasta qué punto el cuerpo humano puede resistir el dolor, el hambre, la degradación y los más crueles ultrajes, sin exhalar el último aliento. De cuando en cuando los prisioneros eran sometidos a interrogatorios, en los que se aplicaba algún procedimiento primitivo de tortura, por una comisión de oficiales, reunidos a toda prisa en una cabaña de palos y ramaje, resueltos a emplear todo el rigor posible para no comprometer sus propias vidas. En tales casos, uno o dos afortunados de la compañía de escuálidos, que se arrastraban con pasos vacilantes, solían ser conducidos detrás de un arbusto y fusilados por unos cuantos soldados en fila. Un capellán de ejército, cuyo uniforme de teniente, marcado con una cruz blanca en el lado del corazón, y cuyo aspecto general reflejaba el desaliño de la vida de campaña, solía seguir a los reos con una banqueta en la mano para confesarlos y darles la absolución; porque el Ciudadano Salvador del País (así se denominaba a Guzmán Bento oficialmente en los memoriales y solicitudes) no era contrario al ejercicio de una clemencia racional. Oíase una descarga irregular del pelotón ejecutor, seguida a veces de un tiro final aislado; una nubécula azulada de humo flotaba sobre el ramaje verde, y el Ejército de Pacificación seguía su marcha por las sabanas, al través de los bosques y de los ríos, invadiendo pueblos rurales, devastando las haciendas de odiosos aristócratas, ocupando las ciudades del interior en cumplimiento de su misión patriótica, y dejando tras sí un territorio sometido al régimen unitario, donde no volvería a descubrirse la maligna semilla del federalismo entre el humo de las casas incendiadas y el olor de la sangre vertida.

Don José Avellanos había sobrevivido a esos tiempos terribles.

Quizá, cuando el Ciudadano Salvador del País comunicó al extraviado aristócrata, en términos despectivos, que se le concedía la libertad, le creyó reducido a la impotencia por verle quebrantado de salud, de ánimos y de hacienda. O tal vez la concesión de tal gracia fuera un mero capricho. Guzmán Bento, aunque dominado casi siempre por temores imaginarios y sospechas cavilosas, padecía repentinos accesos de irracional confianza en su propia seguridad, al verse elevado sobre un pináculo de poder, alejado de todo riesgo, fuera del alcance de los simples mortales que conspiraban. En esas ocasiones ordenaba a raja tabla la celebración de una misa solemne de acción de gracias, que era cantada con gran pompa en la catedral de Santa Marta por el sumiso y tímido arzobispo nombrado por él. Bento asistía a la función religiosa ocupando un sillón dorado, dispuesto en el centro del presbiterio, entre otros asientos a derecha e izquierda donde se colocaban los jefes civiles y militares de su gobierno. El mundo no oficial de Santa Marta acudía en masa a la catedral, porque para toda persona de viso era peligroso permanecer alejada de aquellas manifestaciones de la piedad presidencial. Después de haber reconocido así el único Poder que admitía como superior al suyo, dispensaba gracias de perdón político con sardónica ufanía de clemencia. Por entonces no le quedaba otro modo de saborear las delicias del mando que ver a sus abatidos adversarios arrastrarse inermes a la luz del día, recién salidos de las oscuras y hediondas celdas del Colegio. La impotencia de los presos libertados daba pábulo a su vanidad insaciable, que se complacía en poder encarcelarlos de nuevo. Era cosa corriente que las mujeres de los agraciados se presentaran después a dar gracias en una audiencia especial. La encarnación de aquella extraña deidad, el Gobierno Supremo, las recibía de pie con el tricornio de airón en la cabeza, y las exhortaba, murmurando amenazas, a mostrar su gratitud, educando a sus hijos en la fidelidad a la forma democrática de gobierno "establecido por mí para la prosperidad de nuestro país". Pronunciaba las palabras con un sonido sibilante y confuso por haber perdido los dientes de en medio en un accidente de su primera vida de vaquero. "Había venido trabajando por Costaguana, solo, rodeado de traidores y enemigos. Preciso era que acabara de una vez tal estado de cosas, o, cuando no, ¡se cansaría muy luego de perdonar!"

Don José Avellanos era uno de los agraciados con ese perdón.

Tan quebrantado se hallaba de salud y fortuna al salir de la cárcel, que no podía presentar un espectáculo más grato al jefe supremo de las instituciones democráticas. La primera determinación de aquél fue retirarse a Sulaco. Su mujer poseía una hacienda en la provincia y con sus cuidados le restituyó a la vida, sacándolo de la casa de la muerte y el cautiverio. Cuando la fiel y amante esposa murió, dejó una hija de bastante edad para seguir asistiendo con abnegada solicitud al "pobre papá".

La señorita Avellanos, nacida en Europa y educada en parte en Inglaterra, era una joven alta, grave, con modales que indicaban gran dominio de sí propia, frente despejada y blanca, opulenta mata de cabello castaño y ojos azules.

Las demás señoritas de Sulaco la miraban con respeto a causa de su carácter y conocimientos. Gozaba fama de ser terriblemente instruida y seria. En cuanto a orgullo, ya se sabía que los Corbelanes se daban boato de grandes señores, y a esa familia pertenecía por parte de madre. Don José Avellanos era objeto constante de incontables sacrificios que su amada Antonia se imponía por él, y los aceptaba sin advertirlos con esa ciega inconsciencia de muchos hombres que, aunque hechos a imagen de Dios, son como insensibles ídolos de piedra ante el humo de ciertos holocaustos. El pobre Avellanos había quedado arruinado en todas las formas, pero un hombre dominado apasionadamente por una idea no es un fracasado en la vida. El antiguo representante diplomático amaba ardientemente a su país y le deseaba paz, prosperidad y (como dice al final del prefacio de su obra Cincuenta Años de Desgobierno) "un puesto honroso en el consorcio de las naciones civilizadas." En esta última frase el ministro plenipotenciario, cruelmente humillado por la mala fe de su gobierno para con los tenedores extranjeros de la deuda nacional, se retrata como patriota.

La desatentada lucha de facciones ambiciosas que siguió a la tiranía de Guzmán Bento pareció preparar la anhelada realización de su deseo. Era ya demasiado viejo para descender a la arena en Santa Marta; pero los hombres de mayor influencia política le consultaban en todas sus resoluciones. Además, él mismo se persuadió de que sería más útil permaneciendo a distancia en Sulaco.

El ascendiente de Avellanos creció cuando se supo que, no obstante vivir con pobreza dignificada en la residencia ciudadana de los Corbelán (frente a la casa Gould), podía disponer de medios materiales en apoyo de la causa que defendía. Su llamamiento a las fuerzas vivas del país en forma de manifiesto en tiempo de elecciones fue el que decidió la candidatura de don Vicente Rivera para la presidencia. Otro de esos documentos políticos compuestos por don José (esta vez con el carácter de alocución en nombre de la provincia) indujo a aquel escrupuloso constitucionalista a aceptar los poderes extraordinarios que se le confirieron por cinco años por un voto abrumador del Congreso en Santa Marta. Era un mandato específico para establecer la prosperidad del pueblo sobre la base de una paz estable en el interior y de redimir el crédito nacional mediante la satisfacción de las justas reclamaciones del exterior.

La tarde que llegó a Sulaco la noticia de aquel voto por la vía postal indirecta de Cayta, siguiendo en vapor a lo largo de la costa, don José, que había estado aguardando el correo en la sala de los Gould, se levantó de la mecedora dejando caer de las rodillas el sombrero. Frotóse con ambas manos el pelo cano, recortado, que cubría su cabeza, y se quedó sin poder articular palabra por el exceso de alegría.

– Emilia, hija mía -exclamó al fin-, ¡déjame darte un abrazo! Permite…

Si el capitán Mitchell hubiera estado allí, habría hecho sin duda una observación sobre el alborear de una nueva era; pero, aunque a don José le ocurrió algo semejante, su elocuencia le falló en esta ocasión. El inspirador de la reviviscencia del partido blanco vaciló en el sitio donde permanecía de pie; y la señora de Gould se le acercó presurosa, y fingiendo ofrecerle la mejilla con una sonrisa, se ingenió para sostenerle con su brazo que realmente necesitaba.

El anciano se recobró al punto, pero por algún tiempo sólo pudo balbucir: "¡Mis queridos patriotas! ¡Mis queridos patriotas, los dos!", mientras dirigía la vista cuándo al uno, cuándo al otro de los dos esposos. Por la mente del escritor vagaron planes de otra obra histórica, en la que se expondrían a la reverente veneración de la posteridad todos los sacrificios dedicados a la regeneración del país por él tan amado. Como historiador, había tenido bastante elevación de sentimientos para escribir sobre Guzmán Bentos: "No obstante lo anteriormente expuesto, este monstruo, empapado en la sangre de sus compatriotas, no debe ser entregado sin reserva a la execración de las futuras edades. Parece cierto que también él amaba a su país. Le había dado doce años de paz; y habiendo sido dueño absoluto de vidas y haciendas, murió pobre. Tal vez su falta más grave no fue la ferocidad, sino la ignorancia." El hombre que pudo escribir tales palabras sobre un cruel perseguidor suyo (el pasaje citado se contiene en la Historia del Desgobierno) experimentaba, al ver apuntar el término de sus aspiraciones, un sentimiento de caridad casi ilimitado a los dos jóvenes esposos de allende el Atlántico que le habían ayudado en la empresa.

Así como, años antes, Enrique Gould, sin obedecer a ningún arrebato pasional, por sola la convicción de la necesidad práctica, más poderosa que todas las doctrinas políticas abstractas, había desenvainado la espada en favor del orden; así ahora, mudada la condición de los tiempos, Carlos Gould había intervenido en la contienda con la plata de Santo Tomé. El inglés de Sulaco o el "inglés de Costaguana" de la tercera generación distaba tanto de ser un intrigante político, como distó su tío de ser un matón revolucionario. El comportamiento de ambos fue hijo de la reflexión y estuvo inspirado por la instintiva rectitud de sus temperamentos. Vieron la oportunidad, e hicieron uso del arma que hallaron a mano.

El papel desempeñado por Carlos Gould -preeminente detrás de bastidores en la tentativa encaminada a restablecer la paz y el crédito de la República- era muy claro. En principio tuvo que acomodarse a la corrupción dominante. El mismo descaro ingenuo e impudencia cínica con que era confesada, en vez de despertar su enojo, le movieron a no retroceder ante aquella fuerza irresponsable, que destruía todo lo que tocaba. No era odio lo que merecía, sino desprecio. Así, pues, no vaciló en valerse de la venalidad de los funcionarios públicos, pero lo hizo con el frío e impávido desdén que se traslucía, antes que se disimulaba, en las formas de rígida cortesía usadas al tratar con ellos. Esas formas encerraban una especie de protesta muda que le eximía ante su conciencia de la ignominia de la complicidad. Con todo, en el fondo padecía, porque su genio no se avenía a cobardes condescendencias. Pero rehusaba discutir con su esposa el lado moral de tal intervención. Confiaba en que, si bien algo desencantada, tendría bastante inteligencia para comprender que el carácter de su esposo, tanto o más que su política, constituía la salvaguardia de la empresa a que habían consagrado sus vidas. El extraordinario desenvolvimiento de la mina había puesto en manos de Carlos Gould un gran poder. Le era cada vez más molesto contemplar aquella prosperidad a merced de codicias insensatas. A la señora de Gould le parecía humillante. Como quiera que se mirara, era peligroso. En las comunicaciones confidenciales, cambiadas entre Carlos Gould -Rey de Sulaco- y el jefe de los grandes negocios de plata y acero, residente en California, fue arraigándose la convicción de que convenía apoyar discretamente toda tentativa regeneradora, dirigida por personas de instrucción e integridad. "Puede usted decir a su amigo Avellanos que pienso como él", había escrito míster Holroyd en el momento oportuno desde su inviolable santuario, recluido en el interior del alto edificio de once pisos, donde se fraguaban los negocios colosales. Poco después, el partido riverista de Costaguana, disponiendo de un crédito abierto por el Tercer Banco del Sur (situado en la segunda puerta desde la del Edificio Holroyd), tomó una forma práctica a los ojos del administrador de la mina de Santo Tomé. Y don José, el amigo hereditario de la familia Gould, pudo decir: "Tal vez, mi querido Carlos, no ha sido vana mi fe en la regeneración del país."

Capítulo II

Después de otra lucha armada, decidida por la victoria de Montero en Río Seco, y que se añadió a la historia ya larga de las guerras civiles, los "hombres honrados", como los llamaba don José, pudieron respirar libremente, por vez primera desde hacía medio siglo. El mandato de cinco años, conferido por la representación del país a don Vicente Rivera, llegó a ser la base de la regeneración, tan ardientemente deseada y esperada por Avellanos, siendo para él una especie de elíxir de juventud eterna.

Mas, cuando la situación fue puesta en peligro por el "bruto de Montero" repentinamente -aunque no de un modo inesperado-, la vehemente indignación de don José es la que pareció reanimarle a nueva vida. Ya en los días de la visita del presidente-dictador a Sulaco, Moraga había dado una nota de alarma, desde la capital de la República, sobre el ministro de Guerra. Montero y su hermano fueron objeto de una grave conferencia entre el jefe de Estado y el Néstor inspirador del partido. Pero don Vicente, doctor en filosofía de la Universidad de Córdoba, parecía sentir un respeto exagerado por los talantes militares, y su imaginación de intelectual veía en ellos algo misterioso que le impresionaba. El vencedor de Río Seco era un héroe popular. Sus servicios estaban tan recientes, que el presidente-dictador temblaba ante la obvia acusación de ingratitud política. Por otra parte se habían iniciado grandes negociaciones regeneradoras -el último empréstito, una nueva línea de ferrocarril, un vasto plan de colonización. Había que evitar a todo trance todo lo que pudiera sobresaltar la opinión pública en la capital. Don José concedía gran importancia a estos argumentos, y se esforzaba por sacudir de su cerebro la pesadilla del prestigioso soldadote, a quien su uniforme galoneado de oro, enorme sable y brillantes botas de montar no libraban de quedar reducido a una figura sin importancia -así lo esperaba el antiguo diplomático- en el nuevo orden de cosas. ¡Deplorable ilusión!

No habían pasado seis meses desde la visita del presidente a Sulaco, cuando se supo con estupefacción en ésta que había ocurrido una sublevación del ejército en nombre del honor nacional. El ministro de la Guerra, en una arenga de cuartel dirigida a los oficiales del regimiento de artillería con ocasión de una revista, había declarado que el honor nacional estaba vendido a los extranjeros. El dictador, por su debilidad en acceder a las demandas de las potencias europeas relativas a la liquidación de sus antiguos créditos, se había mostrado inepto para gobernar. Una carta de Moraga explicó después que la iniciativa y aun el texto mismo de la alocución incendiaria era en realidad obra del otro Montero, el exguerrillero, el comandante de la plaza. El enérgico tratamiento del doctor Monygham, llamado a toda prisa "de la montaña", y que vino galopando de noche en un trayecto de tres leguas, salvó a don José de un peligroso ataque de ictericia.

Después de salir del accidente, don José no quiso permanecer en cama. Realmente, las primeras noticias fueron seguidas de otras mejores. La revolución se hallaba vencida en la capital después de una noche de pelea en las calles. Por desgracia ambos Montero habían logrado escapar al sur, encaminándose a la provincia de Entre-Montes, de donde eran naturales. El héroe de la marcha a través de los bosques, el vencedor del Río Seco, fue recibido con frenéticas aclamaciones en Nicoya, capital de la provincia. Las tropas de la guarnición se le habían unido en masa. Los dos hermanos trabajaban en organizar un ejército, recogiendo a los descontentos, enviando emisarios bien provistos de patrióticas mentiras para el pueblo y de promesas de saqueo para los llaneros salvajes. Hasta se fundó una prensa monterista, que en tono de oráculo hablaba de las secretas promesas de apoyo dadas por "nuestra gran hermana, la República del Norte", contra los siniestros designios de adueñarse del país, alimentados por las potencias de Europa, execrando en todos los números al "miserable Rivera", que había trabajado en secreto para entregar a su patria, atada de pies y manos, a la codicia de especuladores extranjeros.

Sulaco, provincia pastoril y adormecida, con su opulento Campo y la rica mina de plata, oía sólo a intervalos el estrépito de armas en su afortunado aislamiento. Sin embargo de eso, acudió a la línea de combate enviando hombres y dinero en defensa del gobierno; pero aun los rumores de la lucha llegaban a ella dando grandes rodeos -del extranjero a veces: tan separada estaba del resto de la República, no sólo por obstáculos naturales, sino por las vicisitudes de la guerra. Los monteristas tenían puesto sitio a Cayta, importante punto de escala postal. Los correos del interior dejaron de llegar salvando las montañas; y al fin no hubo mulatero que se arriesgara a hacer el viaje; el mismo Bonifacio no regresó de Santa Marta, adonde había sido enviado, o porque no se atrevió a salir de la ciudad o tal vez por haber caído prisionero de las partidas enemigas que recorrían la Cordillera y la capital. Sin embargo de eso, las publicaciones monteristas penetraban en la provincia de un modo bastante misterioso, así como emisarios de la rebelión que predicaban muerte a los aristócratas en las aldeas y ciudades del Campo. Muy luego, al principio de los disturbios, Hernández el bandido había ofrecido (por mediación de un anciano cura de aldea en la región no civilizada aún) entregar a dos de aquellos agentes a las autoridades riveristas de Tonoro. Se le habían presentado prometiéndole perdón absoluto y el grado de coronel de parte del general Montero, si se unía al ejército sublevado con su cuadrilla montada. Cuando se recibió el ofrecimiento de Hernández no se le dio importancia. El documento llegó acompañando, en prueba de buena fe, a una solicitud en la que su autor pedía a la Diputación de Sulaco permiso para incorporarse con toda su partida a las fuerzas que a la sazón se organizaban en Sulaco para defender el mandato de cinco años otorgado al presidente. Esa petición, como todas las demás, fue a parar a manos de don José. Habíale mostrado a la señora de Gould aquellas hojas de papel basto (robado probablemente en alguna tienda de aldea), llenas de la escritura garabateada y tortuosa del viejo Padre, a quien habían secuestrado de su choza inmediata a la iglesia de barro para servir de secretario al temido salteador. El señor Avellanos y su amiga se habían inclinado a la luz de la lámpara de la sala para leer el documento que contenía el feroz y a la vez suplicante ruego del peticionario, clamando contra la ciega y estúpida barbarie que había convertido a un ranchero honrado en bandido. Una postdata del sacerdote afirmaba que, fuera de haberle privado de libertad por diez días, le habían tratado con humanidad y con el respeto debido a su sagrado carácter. Según parece, confesó y absolvió al jefe y a casi todos los de la cuadrilla, en vista de la sinceridad y buena disposición que habían mostrado, aunque imponiendo graves penitencias. Pero advertía con razón que difícilmente los confesados harían paces duraderas con Dios, mientras no las hicieran con los hombres.

Acaso nunca hubiera visto Hernández menos en peligro su cabeza que cuando impetró rendidamente permiso para comprar su perdón y el de la banda de desertores, mediante el servicio armado. Podía hacer correrías a gran distancia desde los territorios yermos que protegían su seguridad, sin que nadie le molestara, porque no habían quedado tropas en toda la provincia. La guarnición reglamentaria de Sulaco había partido para el Sur con su banda tocando la marcha de Bolívar sobre el puente de un vapor de la Compañía O.S.N. Los coches de las principales familias, estacionados a lo largo del puerto, oscilaron en sus muelles cuando las señoras y señoritas, puestas de pie, agitaban entusiasmadas sus pañuelos de encaje, cada vez que las gabarras, abarrotadas de tropa, dejaban una tras otra el extremo del muelle.

Nostromo dirigió el embarque, a las órdenes del capitán Mitchell, que, encendido el rostro por el calor del sol, conspicuo con su chaleco blanco, representaba la alianza y solícita benevolencia de todos los intereses materiales de la civilización. Mandaba las fuerzas el general Barrios y, al partir, aseguró a don José que en tres semanas tendrían metido a Montero en una jaula de madera, tirada por tres pares de bueyes, en condiciones de hacer una gira por todas las ciudades de la República.

– Y después de eso, señora -continuó, descubriendo su cabeza de pelo gris ante la esposa del administrador de la mina, sentada en su landó-, y luego, señora, convertiremos nuestras espadas en rejas y nos haremos ricos. Yo mismo, en cuanto se haya arreglado este asuntillo, emprenderé una explotación agrícola en algunas fincas que tengo en los llanos y procuraré hacer algún dinerillo en paz y en gracia de Dios. Señora, toda Costaguana -¿qué digo?- toda Sudamérica sabe que Pablo Barrios ha tenido alientos para cubrirse de gloria militar.

Carlos Gould no estuvo presente al ansioso y patriótico envío de tropas. Ni le incumbía asistir al embarque de soldados, ni semejante diligencia se amoldaba a sus inclinaciones ni a su política. Sus energías, inclinaciones y política estaban empeñadas en la empresa de mantener fluyendo sin tropiezos la corriente del precioso metal, que él con su solo esfuerzo había hecho brotar de las excavaciones recomenzadas en el flanco de la montaña. Al paso que avanzó la explotación de la mina, Carlos Gould fue instruyendo a varios indígenas para que le ayudaran como capataces, fundidores, artesanos y escribientes, con don Pepe que desempeñaba el cargo de gobernador de la población minera. En cuanto a lo demás, él solo llevaba todo el peso del Imperium in Imperio, la gran concesión Gould, cuya mera sombra había sido bastante poderosa para arruinar la vida de su padre.

La señora de Carlos no tenía que cuidarse de ninguna mina de plata. En la vida general de la de Santo Tomé estaba representada por sus dos lugartenientes, el médico y el sacerdote, pero nutría su amor femenino de excitación e impresiones nuevas con acontecimientos, cuya significación se le ofrecía purificada en el crisol de sus elevadas aspiraciones. Aquel día llevó con ella al puerto a los dos Avellanos, padre e hija.

Entre otros trabajos, requeridos por las perturbaciones e intranquilidad de aquellos días, don José desempeñaba el cargo de presidente de un comité patriótico, que había armado a un gran contingente de tropa perteneciente a la comandancia de Sulaco con un modelo perfeccionado de fusil. Precisamente una de las grandes potencias europeas acababa de desecharle, reemplazándole por otro de mayor eficiencia. Qué cantidad fue cubierta para el pago de este armamento de segunda mano por la suscripción voluntaria de las principales familias, y cuál otra salió de los fondos puestos a disposición de don José en el extranjero, es un secreto que él únicamente podía revelar; pero los ricos, como los llamaba el populacho, contribuyeron con largueza, apremiados por la elocuencia de su Néstor. Algunas de las señoritas más entusiastas no vacilaron en presentar sus joyas al hombre que era la vida y el alma del partido.

Hubo momentos en que tanto su vida como su alma parecían abrumadas por tantos años de fe indeficiente en la regeneración. Parecía una momia, rígidamente sentado junto a la señora de Gould en el landó, con su cara enteramente afeitada, fina, consumida por la edad, de tinte uniforme, como si hubiera sido modelada en cera amarilla, bajo de un sombrero flexible de fieltro, perdida en el ambiente la mirada fija de sus ojos pardos. Antonia, la bella Antonia, como se llamaba en Sulaco a la señorita Avellanos, se había colocado frente a ellos un poco echada atrás sobre el respaldo del asiento; y su espléndida figura en la plenitud del desarrollo, el grave óvalo de su rostro con carnosos labios de carmín la hacían parecer más respetable que la señora de Gould, con su movilidad de facciones y menguada estatura, que se mostraba erecta bajo de la inquieta sombrilla.

Siempre que le era posible, Antonia acompañaba a su padre; y la notoria devoción que le tenía suavizaba no poco el desagrado producido por su desprecio de los rígidos convencionalismos observados por las muchachas hispanoamericanas de su edad. Realmente no tenía ya nada de muchacha. Decíase que escribía a menudo los documentos políticos que su padre le dictaba y que el último le permitía leer todos los libros de su biblioteca -compuesta en general de obras de legislación e historia. En las recepciones -donde las conveniencias sociales quedaban cumplidas merced a la presencia de una señora anciana muy decrépita (parienta de Corbelanes), enteramente sorda e inmovilizada en una poltrona- Antonia era capaz de sostener sus opiniones discutiendo con dos o tres hombres a un tiempo. Evidentemente no era muchacha que se contentara con dejar entrever el rostro al través de las rejas de una ventana a la embozada figura de un amante medio oculto en la puerta de enfrente -manera propia de galantear en Costaguana. Era creencia general que la marisabidilla y orgullosa Antonia, con su educación extranjera e ideas extranjeras, no se casaría nunca -a no ser, si acaso, con algún extranjero de Europa o Norteamérica, ahora que Sulaco parecía a punto de ser invadido por el mundo entero.

Capítulo III

Cuando el general Barrios se detuvo para hablar a la señora de Gould, Antonia levantó con negligencia su mano que sostenía un abanico abierto en ademán de preservar de los rayos del sol su cabeza, tocada con leve chal de encaje. El animado brillo de sus ojos azules, movibles tras los negros flecos de las pestañas, se posó un momento sobre su padre, y luego voló más allá yendo a caer sobre la figura de un joven que a lo sumo contaría treinta años, de talla media, un tanto metido en carnes, envuelto en fino sobretodo. Apoyado con la palma abierta de la mano sobre el puño esférico de una caña flexible, había estado mirando distraído, pero en cuanto se notó observado se acercó tranquilamente y puso el codo sobre la portezuela del landó.

El cuello de la camisa, de corte bajo, el enorme lazo de su corbata, la forma del traje, desde el sombrero hongo hasta los charolados zapatos, sugerían la idea de la elegancia francesa; pero en lo demás era un bello ejemplar del criollo español. El sedoso bigote y la barba rubia, corta y ensortijada, no ocultaban sus rojos labios, frescos y con cierta expresión de mueca burlona. Su cara llena y redonda tenía el sano y cálido tinte blanco criollo, no curtido por los ardores del sol de su patria. Martín Decoud rara vez había estado expuesto al sol de Costaguana, que le había visto nacer. Su familia estuvo establecida por largo tiempo en París, donde él había estudiado leyes y hecho sus pinitos literarios, esperando a veces en momentos de exaltación llegar a ser un poeta de tanto vuelo como el otro de sangre española, don José María de Heredia. En ocasiones, por vía de pasatiempo, se había allanado a escribir artículos sobre asuntos europeos para el Semanario, principal diario de Santa Marta, que los publicaba con el encabezamiento: "De nuestro corresponsal especial", aunque la paternidad de tal correspondencia era un secreto a voces. Todo el mundo sabía en Costaguana -donde se seguía con vivo interés la historia de los compatriotas residentes en Europa- que el autor era Decoud hijo, joven de talento, relacionado, a lo que se suponía, con la flor y nata de la sociedad parisiense. En realidad Martín Decoud era un ocioso boulevardier o paseante de los bulevares, conocido de algunos periodistas listos, con entrada franca en las redacciones de los diarios, y bien recibido en los sitios de recreo, frecuentados por la gente de la prensa. Esta vida, cuya deplorable superficialidad se disfrazaba con el brillo de una blague universal, al modo que las estúpidas payasadas de un arlequín pretenden disimularse tras las brillantes lentejuelas y abigarrados colorines de un traje charro, le daban un barniz de cosmopolitismo agabachado -soberanamente antifrancés en el fondo-, pues real y verdaderamente era una desoladora indiferencia que se pavoneaba con aires de superioridad intelectual. De Costaguana solía decir a sus compañeros de París: "Imagínense ustedes un ambiente de ópera bufa, en la que todos los incidentes cómicos de la representación, donde intervienen estadistas, bandoleros, etc., etc., y toda la farsa de robos, intrigas y asesinatos se realizan con la más perfecta serenidad. Es horrendamente chistoso, la sangre corre sin cesar, y los actores se imaginan estar torciendo el rumbo de los destinos del universo. Por supuesto, los gobiernos en general, todo gobierno, sea de donde fuere, es un objeto exquisitamente cómico para el hombre que sabe discernir; pero nosotros los hispanoamericanos no conocemos límites. Ningún hombre de mediana inteligencia se aviene a intervenir en las intrigas de une farce macabre. Sin embargo, esos riveristas, de quienes precisamente ahora recibo tantas noticias, trabajan realmente en su estilo cómico por hacer habitable el país y pagar algunas de sus deudas. Amigos míos, harían ustedes bien en poner por las nubes al señor Rivera ante los tenedores de obligaciones de mi país. Si es cierto lo que me escriben, al fin van a tener probabilidades de realizar sus créditos."

Y a continuación explicaba con verbo mordaz lo que representaba don Vicente Rivera -hombrecillo tétrico, abatido por el peso de sus buenas intenciones-; la significación de las batallas ganadas; quién era Montero (un grotesque vaniteux et féroce), y la índole del nuevo empréstito relacionado con el desarrollo del ferrocarril y la colonización de vastos territorios, en un gran plan financiero.

Con lo que sus amigos franceses sacaban la impresión de que el querido compañero Decoud connaissait la question à fond. Una importante revista parisiense le pidió un artículo sobre el estado de cosas en su patria. Estaba escrito en tono serio y con un gran fondo de ligerezas. Después preguntó a uno de sus íntimos:

– ¿Ha leído usted mi articulito sobre la regeneración de Costaguana?: Une bonne blague, hein?

Se tenía por parisiense hasta la punta de los pelos. Pero tan lejos estaba de ello, que antes al contrario corría peligro de permanecer siendo toda su vida un dilettante inclasificado. Había llevado el hábito de burlarse de todo al extremo de atrofiar todos los genuinos impulsos de su naturaleza. El haber sido elegido repentinamente miembro ejecutivo del comité patriótico de Sulaco para la adquisión de armamento le pareció el colmo de lo inesperado, una de esas ocurrencias fantásticas de que únicamente eran capaces sus paisanos.

– Es como si me hubiera caído un ladrillo en la cabeza. ¿Yo miembro ejecutivo? ¿Yo? ¡En mi vida pude imaginar cosa semejante! ¿Qué entiendo yo de fusiles militares? C'est funambulesque!

Con tales exclamaciones se había desahogado ante su hermana predilecta, hablándole en francés, que era el idioma usual en la familia, excepto el padre y la madre, ya ancianos.

– Y tienes que leer la carta confidencial en que se me dan todas las explicaciones. ¡Ocho páginas enteritas! ¡Nada menos!

Esta carta, escrita de puño y letra de Antonia, estaba firmada por don José, que solicitaba el concurso del "joven y valioso costaguanero" en la vida pública de su país, y privadamente hablaba, en tono de la mayor intimidad y sin reservas, a su talentuado ahijado, hombre rico e independiente, con amplias relaciones, digno de absoluta confianza por su linaje y educación.

– Lo que significa -comentó cínicamente Martín hablando con su hermana- que no malversaré los fondos, ni iré a molestar con insubstanciales charlas a nuestro chargé d'affaires de aquí.

Todo el asunto hubo de tramitarse a espaldas del ministro de la Guerra, Montero, miembro sospechoso del gobierno de Rivera, pero del que era difícil deshacerse por el momento. Precisaba que no supiera nada hasta que las tropas que estaban al mando de Barrios tuvieran el fusil en la mano. Tan sólo el presidente-dictador, cuya posición se hallaba rodeada de gravísimas dificultades, estaba en el secreto.

¡Chistosísimo! -exclamó la hermana y confidente de Martín, quien había replicado en el tono de la más perfecta blague parisiense:

¡Es inmenso! ¡Tiene que ver todo un jefe del Estado metido a explotar una mina con ayuda de ciudadanos particulares, bajo la mirada amenazadora del ministro de la Guerra, a quien hay que aguantar, quieras o no! ¡Ah! ¡Somos inimitables!

Y rompió a reír a carcajadas.

Posteriormente su hermana se maravilló de la seriedad y destreza desplegadas por Martín en llevar a cabo su misión, que era delicada por razón de las circunstancias y difícil a causa de requerir conocimientos técnicos. En su vida le había visto molestarse tanto por ninguna cosa.

– Me divierte lo indecible -había explicado brevemente- Estoy acosado por una porción de chalanes y petardistas, que procuran venderme toda clase de carabinas de Ambrosio. Son encantadores; me invitan a espléndidas cuchipandas, y yo les satisfago con buenas palabras; es entretenidísimo. Entre tanto el negocio se está arreglando en otra parte.

Cuando se ultimó el contrato, manifestó de improviso su intención de presenciar la entrega del precioso cargamento en Sulaco. A su juicio, aquel cómico asunto merecía ser proseguido hasta el fin. En tales términos balbució sus excusas ante la sagaz señorita, que después de contemplarle abriendo los ojos asombrada, los cerró, mientras le decía, articulando muy despacio:

– Lo que tú quieres es ver a Antonia.

– ¿Qué Antonia? -replicó el boulevardier de Costaguana en tono de disgusto y desdén.

Y sin más, se encogió de hombros, dio media vuelta y partió. Pero la hermana le gritó con burlón regocijo:

– La Antonia, a quien conociste cuando llevaba el cabello trenzado en dos coletas a la espalda.

La había conocido unos ocho años antes, poco después que Avellanos partió de Europa para volver a su patria, cuando aquélla era una muchacha, más alta y desarrollada de lo que pedían sus dieciséis años, de porte juvenilmente austero y juicio tan maduro, que llegó a dispararle algunas bromas sobre su afectado alarde de hombre desengañado. En cierta ocasión, tuvo un impulso de enojo, en que le echó en cara la vanidad de su vida y la ligereza de sus opiniones. Martín contaba a la sazón veinte años, y como hijo varón único, estaba mimadísimo por su familia que le adoraba. Aquella andanada imprevista le desconcertó de tal modo, que su pose de jovial superioridad vaciló ante la recriminación de la colegiala. Y tan honda impresión le dejó, que desde entonces todas las muchachas amigas de sus hermanas le recordaban a Antonia Avellanos, o por algún leve parecido o por ser el reverso de la medalla. Esto es una fatalidad ridícula, solía decirse a sí propio. Y, por supuesto, en las noticias que los Decoud recibían, con regularidad, de Costaguana, solía mencionarse a sus amigos, los Avellanos, con la historia de la prisión y abominables tratamientos del ex-ministro, los peligros y penalidades sufridos por la familia, su traslado de residencia a Sulaco en la mayor pobreza, el fallecimiento de la madre.

El pronunciamiento monterista se había efectuado antes que Martín Decoud desembarcara en Costaguana. Hizo el viaje con gran rodeo por el estrecho de Magallanes, en el mejor servicio de vapores que había en Europa, y luego en el de la Costa Occidental de la Compañía O.S.N. Su importante consignación llegó precisamente a tiempo de levantar los ánimos consternados, abriéndolos a la resolución y a la esperanza. A Decoud se le consideraba mucho entre las familias principales, y esta estimación era pública. Privadamente, don José, quebrantado y débil aún, le abrazó con lágrimas en los ojos.

– ¡Ha hecho usted el sacrificio de venir! No podía esperarse menos de un Decoud. ¡Ay, amigo! Nuestros temores más graves se han realizado -gimió en tono afectuoso.

Y volvió a dar un abrazo a su ahijado. Era en realidad la hora de que los hombres de inteligencia y corazón se agruparan alrededor de la causa de la salvación del país, puesta en peligro.

Entonces fue cuando Martín Decoud, el hijo adoptivo de la Europa Occidental, sintió el cambio absoluto de ambiente. Dejóse abrazar entre expresiones cariñosas, sin contestar nada, y hasta se conmovió a pesar suyo, al oír aquella nota de pasión y tristeza, desconocida en los centros más refinados de la política europea. Y, cuando la gentil Antonia, avanzando con paso elástico en la penumbra del desguarnecido salón, le alargó la mano (con su libertad y desembarazo habituales) murmurando: "Me alegro de verle a usted aquí, don Martín", comprendió la imposibilidad de decir a padre e hija que tenía pensado partir en el paquebote del mes siguiente. Don José proseguía entre tanto sus elogios. Cada nueva adhesión aumentaba la confianza pública. Y, además, ¡qué ejemplo para la juventud de Costaguana el del ilustre defensor de la regeneración del país, el digno expositor de la fe política del partido ante el mundo civilizado! Todos habían leído el magnífico artículo en la famosa revista parisiense. Esa información había llegado a todas partes; y la aparición del autor en momento tan crítico equivalía a un acto público de fe. El joven Decoud se sintió abrumado por un sentimiento de confusión impaciente. Su plan había sido regresar a Europa por la vía de los Estados Unidos, atravesar California, visitar el Parque de Yellow-Stone, Chicago, Niágara, echar un vistazo al Canadá, detenerse probablemente unos días en Nueva York y varios más en Newport, utilizando sus cartas de recomendación. El apretón de mano de Antonia fue tan franco, y el tono de su voz tan firme al saludarle efusivamente en señal de sincera aprobación, que, después de inclinarse profundamente, sólo acertó a decir:

– No hallo palabras con que expresar a ustedes mi reconocimiento por la cariñosa acogida que me han dispensado; mas ¿por qué se ha de agradecer a un hombre el que vuelva a su país natal? Estoy seguro de que la señorita Antonia no lo cree necesario.

– No, señor, indudablemente no -replicó con aquella franqueza de modales, grave y tranquila, que caracterizaba todas sus manifestaciones-. Pero, cuando ese hombre vuelve, como vuelve usted, hay que felicitarse de ello… por el bien de ambos.

Martín Decoud no dijo nada de lo que últimamente había resuelto. A nadie habló de ello la menor palabra, y hasta después de quince días no lo dejó traslucir, preguntando a la señora Gould (en cuya tertulia, como es de suponer, había sido admitido al punto), inclinada la silla hacia la dueña de la casa con aire de familiaridad distinguida, si no descubría en él, aquel día, un cambio notable -cierta gravedad desusada. A esto, la interrogada se volvió de cara al preguntón mirándole con ojos escudriñadores y esbozando en silencio una sonrisa; gesto peculiar que le comunicaba una gracia fascinadora por cierto dejo de sutil propensión a servir a los demás olvidándose de sí propia, que se revelaba en la prontitud y viveza de su atención. Decoud añadió imperturbable que había dejado de creerse un ser inútil en el mundo, y a continuación le explicó que en aquel momento tenía delante al periodista de Sulaco. La señora de Gould volvió al punto el rostro hacia Antonia, que estaba sentada, erguido el busto, en el ángulo de un sofá español, de alto y vertical respaldo, agitando lentamente un gran abanico negro sobre las curvas de su señoril semblante, cruzados uno sobre otro los pies, cuyo calzado asomaba las puntas bajo de la fimbria de su falda negra. Los ojos de Decoud se fijaron también allí. La señorita Avellanos, según dijo aquél en voz baja, estaba enterada de su nueva e inesperada vocación, que por regla general en Costaguana era una especialidad de negros semiilustrados y de abogados sin un céntimo. Y luego, afrontando con una especie de cortés descaro la mirada de la señora de Gould, que ahora se había vuelto a él con expresión de simpatía, profirió las palabras: "¡Pro patria!"

Lo ocurrido era que había cedido sin demora a los apremiantes ruegos de don José para que tomara a su cargo la dirección de un periódico, destinado a ser el "portavoz de las aspiraciones de la provincia". Era una idea que el viejo diplomático había acariciado de muy atrás. El material de imprenta necesario (en modesta escala) y una abundante consignación de papel se habían recibido de Norteamérica hacía algún tiempo; únicamente faltaba el hombre idóneo. El mismo señor Moraga no había podido hallar ninguno en Santa Marta; y el asunto a la sazón se había hecho urgente; era absolutamente indispensable algún diario que contrarrestara el efecto de las mentiras propagadas por la prensa monterista, en la que se sucedían sin interrupción las calumnias atroces, las proclamas al pueblo, excitándole a levantarse puñal en mano y exterminar de una vez y por siempre a todos los blancos, a los anacrónicos restos de los godos, momias siniestras, paralíticos impotentes que conspiraban con los extranjeros para enajenar los territorios del país y esclavizar a sus habitantes.

El clamor de este Liberalismo Negro asustaba al señor Avellanos. El único remedio era un periódico. Y ahora que se había hallado en Decoud el hombre admirablemente habilitado para tal menester, apareció un rótulo con enormes letras negras pintadas entre las ventanas que se abrían sobre los arcos del piso bajo de una casa situada en la plaza. Era la inmediata al gran bazar de Anzani, donde se vendían zapatos, sedas, artículos de hierro, muselinas, juguetes de madera, figurillas de plata para exvotos (brazos, piernas, cabezas, corazones), específicos y hasta algunos libros polvorientos en rústica, la mayor parte en francés. Los enormes caracteres negros formaban las palabras "Oficinas de El Porvenir". De ahí salía tres veces por semana el periódico de solas dos hojas, escrito por Martín, y el marrullero dueño del bazar, que con su cara amarillenta, holgado traje negro y zapatillas de alfombra, andaba husmeando de aquí para allá por delante de las varias puertas de su establecimiento, saludaba con una profunda inclinación soslayada al periodista de Sulaco, que entraba y salía, ocupado en el desempeño de su augusta misión.

Capítulo IV

Tal vez para cumplir con los deberes de esa misión, hubiera ido a presenciar la partida de las tropas. A no dudarlo, el número siguiente de El Porvenir describiría el acontecimiento; pero su director, recostado sobre el landó, no daba muestras de prestar atención a ninguna cosa. La compañía de infantería, que, alineada de tres en fondo, cerraba el paso al muelle, al venírsele encima la gente, simulaba cargar a la bayoneta con un temeroso chocar de aceros; y entonces la multitud de curiosos retrocedía en masa hasta meterse debajo de los hocicos de los enormes mulos blancos. A pesar del gran gentío, sólo se oía un sordo y prolongado murmullo. Una parda bruma de polvo enturbiaba el ambiente, donde los jinetes, rodeados de pelotones de paisanaje aquí y allá, descollaban sobre los de a pie, de las caderas para arriba, vueltos a mirar en la misma dirección. Casi todos llevaban a la grupa un amigo, que se sostenía asido con ambas manos a los hombros del compañero; y las alas de sus sombreros al tocarse formaban una especie de disco con dos conos de agudo vértice encima, y dos caras debajo. De cuando en cuando un mozo dirigía con voz ronca ciertas palabras a un conocido de las filas, o una mujer gritaba de pronto un ¡Adiós!, seguido de un nombre de pila.

El general Barrios, que por todo uniforme usaba una especie de blusa azul de color desvaído, sujeta al talle por un cinto, y pantalones blancos, muy anchos de arriba y estrechos de abajo, que caían sobre unas extrañas botas rojizas, permanecía con la cabeza descubierta y algo inclinado, apoyándose en un grueso bastón. "¡No! El se había conquistado gloria militar suficiente para saciar a cualquiera", le había repetido a la señora de Gould, intentando a la vez presentar una figura galante. Un bigote raquítico, que apenas merecía tal nombre, compuesto de unos cuantos pelos negrísimos, le sombreaba ligeramente el labio superior; tenía nariz prominente, mandíbula inferior puntiaguda y larga, y un parche de seda negra sobre un ojo. El otro, pequeño y hundido, miraba errante en todas direcciones con vaguedad afable. Los pocos espectadores europeos, hombres todos, que, como es natural, habían ido reuniéndose cerca del carruaje de los Gould, dejaban traslucir en la seriedad de sus rostros la impresión de que el general debía de haber ingerido demando ponche (ponche sueco importado en botellas por Anzani) en el Club Amarillo, antes de encaminarse con su estado mayor al puerto, galopando furiosamente. La señora de Gould se inclinó con gravedad y manifestó su convicción de que al general le aguardaba dentro de breve tiempo una gloria todavía mayor.

– ¡Señora! -replicó aquél con gran vehemencia- ¡Reflexione usted en nombre de Dios! ¿Qué gloria puede haber para un hombre como yo en vencer a ese calvo embustero de bigote pintado?

Pablo Ignacio Barrios, hijo de un alcalde de aldea, general de división, comandante en jefe del distrito militar occidental, no frecuentaba el trato de la alta sociedad de Sulaco. Prefería las reuniones familiares de hombres solos, donde pudiera referir historias de la caza del jaguar; alardear de su destreza para ejecutar con el lazo suertes difíciles, inaccesibles del todo "para los casados," según el dicho de los llaneros; referir incidentes de extraordinarias carreras nocturnas a caballo, encuentros con toros bravíos, luchas con cocodrilos, aventuras en los grandes bosques, travesías de ríos, hinchados por los aguaceros. Y no era pura fanfarronería la que inspiraba los recuerdos del general, sino genuino amor de la vida salvaje que había llevado en sus días juveniles, antes de volver para siempre la espalda a la bordada techumbre de la toldería paterna en los bosques. En sus correrías había llegado hasta Méjico, donde peleó contra los franceses al lado de Juárez (según decía), siendo el único militar de Costaguana que había luchado contra tropas europeas en formal batalla. Este hecho rodeó de gran lustre su nombre, hasta que vino a quedar eclipsado por la ascendente estrella de Montero. Barrios había sido toda su vida un jugador empedernido. Sin el menor empacho traía a cuento la historia, generalmente conocida, de que una vez durante cierta campaña (estando al mando de una brigada), se había jugado los caballos, las pistolas, los arreos y hasta las mismas charreteras en una partida al monte con sus coroneles, la noche antes de la batalla. Por último, envió con escolta su espada (valioso regalo, de empuñadura de oro) a la ciudad más próxima, situada a retaguardia de la posición que ocupaba, para ser empeñada en quinientas pesetas en casa de un comerciante medio dormido y asustado. Al romper el día, no le quedaba un céntimo de aquella cantidad, y entonces se levantó muy tranquilo y dijo estas únicas palabras: "Ahora a pelear hasta morir." Desde aquella fecha adquirió la convicción de que un general puede conducir muy bien sus tropas al combate con un sencillo palo en la mano. "Y así lo he venido haciendo después acá", solía decir.

Andaba siempre abrumado de deudas; aun en los períodos de esplendor, entre sus variadas vicisitudes de general de Costaguana, tenía siempre sus uniformes, galonados de oro, empeñados en casa de algún negociante. Y, al fin, para evitar las incesantes dificultades de vestuario a que le condenaba la ambición de logreros, empezó a mostrar su desdén por el atavío militar, usando unas excéntricas blusas, generalmente muy usadas; costumbre que llegó a ser en él una segunda naturaleza. Pero el partido a que Barrios se uniera no tenía que temer ninguna traición política. Su temple de soldado neto no se avenía con el innoble tráfico de comprar y vender victorias. Un miembro extranjero del cuerpo diplomático de Santa Marta expresó el juicio que había formado de él con estas palabras: "Barrios es un hombre de inmaculada honradez y algún talento para la guerra, mais il manque de tenue." Después del triunfo de los riveristas, obtuvo el mando occidental, que tenía fama de ser lucrativo, sobre todo por manejos de sus acreedores (los comerciantes de Santa Marta, todos grandes políticos), que movieron cielo y tierra en interés propio públicamente, y en privado acosaron al señor Moraga, el poderoso agente de la mina de Santo Tomé, con exageradas lamentaciones, exponiendo que si no salía nombrado el general, "todos saldremos arruinados". En la larga correspondencia del señor Gould padre con su hijo, se hace alguna mención de este nombramiento, de un modo incidental, pero favorable, afirmando que sobre todo se había hecho en atención a la sólida honradez política de Barrios. Nadie ponía en tela de juicio la bravura personal del matador de tigres, como el populacho le llamaba. Con todo eso, se murmuraba que no siempre le sonreía la fortuna en los campos de batalla…, pero la que ahora iba a empeñarse había de ser el principio de una era de paz. Los soldados le querían por su genio sencillo y afable, y esta condición unida a su lealtad hacía que Barrios pareciera una rara y preciosa flor, brotada inesperadamente en el muladar de la corrupción revolucionaria. Cuando el general cabalgaba por las calles durante alguna parada militar, el desdeñoso buen humor, que reflejaba su ojo solitario al espaciar la mirada sobre la muchedumbre, hacía prorrumpir a ésta en estruendosas aclamaciones. Sobre todo las mujeres del populacho sentían una verdadera fascinación al contemplar la típica fisonomía de Barrios con su nariz colgante, barbilla puntiaguda, grueso labio inferior y el negro parche de seda con la venda que le cruzaba al sesgo la frente. Su elevada categoría le procuraba siempre un auditorio de caballeros para el relato de sus aventuras deportivas, que él sabía narrar minuciosamente con sencilla y grave jovialidad. En cuanto al trato con señoras, le hallaba pesado por las restricciones que imponía sin recompensa equivalente, a lo que Barrios podía apreciar. Tal vez no hubiera hablado tres veces con la señora de Gould desde que tomó posesión de su alto mando; pero la había visto cabalgar con frecuencia en compañía del señor administrador, y encantado del desembarazo y destreza con que manejaba el poney, dijo que la señora inglesa tenía en la mano de la brida más talento que todas las mujeres de Sulaco en la cabeza. De ahí que se hubiera sentido impulsado a mostrar la mayor cortesía al despedirse de una mujer que no vacilaba en la silla, además de reunir el predicamento de ser la esposa de un personaje importantísimo para quien, como él, andaba siempre escaso de fondos. Y extremó su obsequiosidad encargando al ayuda de campo que tenía al lado (un capitán bajo y grueso con cara de tártaro) que trajera un cabo con varios números y los mandara ponerse en fila frente al carruaje, para que la multitud en sus oleadas de retroceso no "incomodara a las mulas de la señora" Luego, vuelto al pequeño grupo de silenciosos europeos que estaban mirando a corta distancia, alzó la voz y dijo en tono protector: -Señores, no tengan ustedes aprensión ninguna. Sigan ustedes construyendo tranquilamente su ferrocarril…, sus vías de comunicación, sus telégrafos, sus… Costaguana tiene bastante riqueza para pagarlo todo…, y si así no fuera, yo no estaría aquí. ¡Ja, ja! No den ustedes importancia a esta picardihuela de mi amigo Montero. Dentro de muy poco verán ustedes sus pintados bigotes por entre las barras de una fuerte jaula de madera. ¡Sí, señores! No teman nada. ¡A desenvolver la riqueza del país! ¡A trabajar! ¡A trabajar!

El reducido grupo de ingenieros oyó esta exhortación sin proferir una palabra, y después de agitar la mano despidiéndose de ellos con aire autoritario, habló a la señora de Gould en los siguientes términos:

– Eso es lo que debemos hacer, según dice don José. ¡Ser emprendedores! ¡Trabajar! ¡Enriquecernos! A mi me toca meter a Montero en una jaula, y, cuando este asuntillo esté terminado, entonces se cumplirán los deseos de don José, y llegaremos a ser ricos, todos sin excepción, como tantos ingleses, porque el dinero es el que salva a un país, y…

Pero en este momento un joven oficial, de uniforme flamante, llegando apresurado del muelle, interrumpió la interpretación que el general estaba haciendo de las aspiraciones del señor Avellanos. El general hizo un movimiento de impaciencia; el otro siguió hablándole insistentemente con aire de respeto. Los caballos del estado mayor estaban ya embarcados, la lancha de vapor aguardaba al general en la escalera del embarcadero; y Barrios en vista de ello, tras una fiera mirada de su ojo único, empezó a despedirse. Don José se levantó y pronunció mecánicamente una frase apropiada a las circunstancias. Hallábase quebrantado por la agitación de sus vehementes sentimientos de esperanza y temor, y parecía economizar las últimas chispas de su fogosa elocuencia para los esfuerzos oratorios, que habían de tener eco en la lejana Europa. La grave Antonia, firmemente apretados los rojos labios, volvía la cara a un lado al abrigo del levantado abanico, y Decoud, no obstante sentir sobre él los ojos de la joven, persistía en mirar a lo lejos, apoyado en el codo con aire de la más completa indiferencia. La señora de Gould ocultaba heroicamente su desencanto ante la presencia de hombres y sucesos, que tan mal se avenían con sus convencionalismos de raza; desencanto tan hondo, que no hallaba términos adecuados en que confesarle a su mismo esposo. Ahora comprendía mejor su muda reserva. Las verdaderas confidencias íntimas entre ambos consortes se efectuaban, no al quedar solos en casa, sino en público, cuando al encontrarse rápidamente sus miradas, comentaban con ellas algún nuevo sesgo de los acontecimientos. Emilia había aprendido en la escuela de Carlos a encerrarse en un silencio incondicional, único posible, ya que tantas cosas, a su juicio, repulsivas, absurdas y grotescas, debían ser aceptadas como normales en aquel país para realizar sus propósitos. Indudablemente la grave y severa Antonia mostraba mayor madurez y una calma imperturbable; pero en cambio, no acertaba a reconciliar sus repentinos desfallecimientos con una afable movilidad de expresión.

La señora de Gould dio un adiós sonriente a Barrios, hizo una venia a los europeos diciéndoles en tono afectuoso: "Espero verles a ustedes pronto en casa", y luego añadió, nerviosamente vuelta a Decoud: "Suba usted, don Martín." Los europeos contestaron descubriéndose, y Decoud abrió la portezuela del carruaje, mientras murmuraba para sí en francés: "Le sort en est jeté." Estas palabras le causaron a la dueña del landó una especie de exasperación. Parecía incomprensible que una persona tan inteligente como el señor Decoud no cayera en la cuenta de que ella y su esposo habían comprometido hacía largo tiempo en aquel juego desesperado el bienestar y las esperanzas de su vida. Para ellos la suerte estaba echada desde muy atrás, desde que se habían resuelto a emprender la explotación de la mina.

A lo lejos sonaron aclamaciones, voces de mando, y un redoble de tambores que saludaba la partida del general. Algo parecido a un leve síncope asaltó a la señora de Gould, y miró inexpresivamente al tranquilo semblante de Antonia, preguntándose qué sería de su querido Carlos si aquel hombre absurdo fracasaba.

– A la casa, Ignacio -gritó, vuelta a la inmóvil y ancha espalda del cochero, que cogió las riendas sin prisa, murmurando entre dientes:

– Si, sí, niña. Sí, a la casa.

El carruaje rodó silencioso en el blando camino. Las sombras se prolongaban sobre el polvoriento llano, que presentaba aquí y allá oscuras masas de arbustos, montones de tierra excavada, construcciones achatadas de madera con cubiertas de chapa de hierro acanalada, pertenecientes a la Compañía del Ferrocarril; y la hilera rala de postes de telégrafos se alejaba oblicuamente de la ciudad, llevando un solo alambre, casi invisible, al interior del gran campo, a modo de vibrante tentáculo de aquel progreso, que aguardaba a la puerta un momento de paz para penetrar y arrollarse al fatigado corazón del país.

La ventana del café del Albergo d'Italia Una aparecía ocupada por las tostadas y barbudas caras de los ferroviarios. Pero en el extremo opuesto de la casa, el departamento de los signori inglesi, el viejo Giorgio, de pie a la puerta con una de sus hijas a cada lado, descubría su peluda cabeza, blanca como la nieve del Higuerota. La señora de Gould mandó parar el carruaje. Rara vez dejaba de hablar a su protegé; pero, además, la excitación, el calor y el polvo le habían dado sed. Pidió un vaso de agua. Giorgio envió por él a las niñas y se acercó expresando viva satisfacción en su arrugado rostro. No gozaba con frecuencia la ocasión de ver a su bienhechora, que, por ser inglesa, añadía un nuevo título a su estimación. En breves palabras excusó la ausencia de su esposa: era un mal día para ella; los accesos de opresión que sentía (y se golpeó el pecho) no le permitían moverse de la silla.

Decoud, acurrucado en el rincón de su asiento, observaba con aire tétrico al viejo revolucionario y de pronto le disparó a quema ropa:

– Bien, y ¿qué piensa usted de las fuerzas que acaban de salir?

El veterano, mirándole con cierta curiosidad, manifestó cortésmente que la tropa había marchado muy bien. El tuerto Barrios y sus oficiales habían hecho maravillas con los reclutas en poco tiempo. "Esos indios, cazados ayer, como quien dice, han evolucionado a paso redoblado como bersaglieri." Además parecían bien alimentados y tenían uniformes completos. "¡Uniformes!" repitió con una incipiente sonrisa de lástima. Sus ojos penetrantes y fijos reflejaron una sombría reminiscencia. No había ocurrido lo mismo en su tiempo, cuando los hombres amantes de la libertad peleaban contra la tiranía en los bosques del Brasil, o en los llanos del Uruguay, matando a medias el hambre con carne de vaca casi cruda y sin sal, mal vestidos y con un cuchillo atado a un palo por todo armamento. "Pero, así y todo, solíamos derrotar a los opresores", concluyó con arrogancia.

Su animación decayó de pronto, y el leve gesto que hizo con la mano expresó desaliento; pero añadió que, a petición suya, un sargento le había enseñado el nuevo fusil. No se conocía tal arma en sus días de lucha; y si con ella Barrios no era capaz de…

– Sí, sí, seguramente -interrumpió don José, casi temblando de ansiedad-. No tenemos nada que temer. El bueno del señor Viola es hombre de experiencia. Poseemos un fusil de una eficiencia terrible, ¿no es así? Usted, mi querido Martín, ha cumplido admirablemente su misión.

Decoud, echándose atrás con aire tétrico, se puso a mirar al viejo Viola.

– ¡Ah! Sin duda tenemos aquí un hombre de experiencia. Y ¿se puede saber por quién está usted allá en su interior?

La señora de Gould se inclinaba en este momento sobre las niñas. Linda había traído en una bandeja un vaso de agua con pulcritud extrema: y Gisela presentó a su bienhechora un ramo de flores, cogidas a prisa.

– Por el pueblo -contestó con firmeza el garibaldino.

– Por el pueblo estamos todos… en resumidas cuentas.

– Sí -replicó en tono destemplado el viejo- Y entre tanto ese pueblo pelea por ustedes. ¡Ciegos! ¡Esclavos!

En aquel momento un joven del cuerpo de ayudantes, que trabajaban en el trazado de la vía, llamado Scarfe, salió por la puerta del grupo de habitaciones reservadas para los signori inglesi. Había bajado al alojamiento general de un punto de la línea en una máquina sin carga de vagonetas, y acababa de tomar un baño y mudarse de ropa. Era un mozalbete de simpático aspecto y la señora de Gould le dio la bienvenida.

– Es para mi una deliciosa sorpresa el verla a usted, señora de Gould. Llego en este momento. Bien, como de ordinario; pero he llegado tarde a todo, por supuesto. La despedida de las tropas terminó hace unos quince minutos, y según mis noticias, en casa de don Justo López ha habido un gran baile la noche pasada.

– Efectivamente -intervino Decoud en correcto inglés-, los jóvenes patricios han estado bailando antes de marchar a la guerra con el gran Pompeyo.

El joven Scarfe se le quedó mirando atónito.

– No he tenido el honor de conocer a usted…

Pero la señora de Gould se apresuró a hacer la presentación:

– El señor Decoud…, el señor Scarfe.

– ¡Ah! Pero nosotros no vamos a Farsalia -protestó don José con nervioso apresuramiento también en inglés-. Déjese usted de esas bromas, don Martín.

La anhelosa respiración de Antonia denunciaba la turbación que le causaban aquellos temores de derrota envueltos en una alusión histórica.

El joven ingeniero no entendía una palabra.

– ¿Farsalia? ¿Gran Pompeyo? -murmuró vagamente.

– Por fortuna Montero no es un César -continuó Decoud- ni los dos Monteros juntos harían una decente parodia de César. -Se cruzó de brazos y miró al señor Avellanos, que había vuelto a su inmovilidad-. Únicamente usted, don José, es un viejo romano de cuerpo entero -vir Romanus-, elocuente e inflexible.

Desde que oyó pronunciar el nombre de Montero, el joven Scarfe se sintió aguijado del deseo de manifestar ingenuamente su opinión. Y así lo hizo con voz vibrante y fresca. Esperaba que al tal Montero le dieran el golpe de gracia acabando con él de una vez. Holgaba decir lo que sería del ferrocarril si la revolución triunfaba. Probablemente habría que abandonarlo. No sería el primer caso que ocurriera en Costaguana. "Porque, ¿sabe usted?, es una de sus cosas nacionales", añadió haciendo ademán de olfatear, como si la expresión anterior tuviera un olor sospechoso para su profunda experiencia de los asuntos sudamericanos. Y, por supuesto, siguió charlando con animación, había sido para él una fortuna inmensa que a su edad le incluyeran en el personal técnico "de un proyecto tan importante como aquel, ¿sabe usted?" Esto le aseguraba un gran ascendiente por toda la vida entre sus compañeros. "Por consiguiente…, ¡abajo Montero, señora de Gould!" Su cándida jovialidad se desvaneció lentamente ante la unánime seriedad de los rostros vueltos hacia él en el carruaje, únicamente el bueno de don José, cuyo céreo semblante permanecía inmóvil, seguía con la vista fija en la lejanía, como si nada hubiera oído. Scarfe conocía poco a los Avellanos. No daban bailes, y Antonia nunca aparecía en la ventana del piso bajo, según solían hacerlo otras señoritas, acompañadas de mujeres de edad, para pelar la pava con los señores a caballo en la calle. Por lo visto las miradas de tales criollos no decían nada a su corazón. Pero ¿qué le pasaba a la señora de Gould para portarse tan fríamente? "Siga usted, Ignacio", dijo al cochero, y al pobre Scarfe sólo le contestó con una lenta inclinación de cabeza. Para mayor confusión del muchacho, el individuo carirredondo y afrancesado prorrumpió en una carcajada sarcástica. Scarfe se ruborizó hasta lo blanco de los ojos, y volviéndose a Giorgio Viola, que había retrocedido con las niñas, sombrero en mano, le dijo con alguna aspereza:

– Necesito un caballo para dentro de poco.

– Lo tendrá usted, señor. Los hay en abundancia -murmuró el garibaldino, acariciando con sus rudas manos la cabellera de las dos muchachas, una negra con reflejos bronceados, y otra rubia de tinte cobrizo.

La muchedumbre que regresaba de presenciar la partida de las tropas levantaba una gran polvareda en el camino. Los de a caballo fijaron la atención en el grupo.

– Id al lado de vuestra madre -dijo hablando con sus hijas- Se están haciendo mozas al paso que yo me voy haciendo viejo, y no hay nadie…

Miró al joven ingeniero y se quedó cortado como si despertara; luego, cruzando los brazos sobre el pecho, tomó su postura acostumbrada, apoyando la espalda en la jamba de la puerta y la mirada fija en la cima del Higuerota.

En el carruaje, Martín Decoud, revolviéndose en el asiento, como si no lograra postura cómoda, murmuró, aproximándose a Antonia: "Supongo que usted me odia." Y a continuación en voz alta empezó a felicitar a don José porque todos los ingenieros del ferrocarril en construcción eran convencidos riveristas. Sin duda había que felicitarse por el interés de todos aquellos ingenieros.

– Ya ha oído usted a éste mostrar su ilustrada benevolencia. Agrada pensar que la prosperidad de Costaguana sirva de alguna utilidad al mundo.

– Scarfe es muy joven, un chiquillo todavía -observó tranquilamente la señora de Gould.

– Y muy cuerdo para su edad -replicó Decoud- Pero aquí se nos presenta la verdad desnuda saliendo de la boca de ese muchacho. Tiene usted razón, don José. Las riquezas naturales de Costaguana son de importancia para la progresiva Europa, representada por ese mozalbete; ni más ni menos que la de nuestros antepasados españoles lo fue, hace tres siglos, para las demás naciones del antiguo mundo, representadas por los atrevidos filibusteros. Sobre nuestro carácter pesa una maldición esterilizadora: Don Quijote y Sancho Panza, el espíritu caballeresco y el materialismo, sentimientos de visionaria idealidad y un zafio sentido de la moral, violentos esfuerzos por elevarnos a un régimen de justicia y una aceptación sumisa de todas las formas de corrupción. Después de poner en conflagración un continente para conquistar nuestra independencia, vinimos a parar en ser presa rendida de una parodia democrática, víctimas impotentes de granujas y matones, con instituciones de ridícula comedia y leyes de pura farsa, y ¡con un amo como Guzmán Bento! Y a tal extremo ha llegado nuestra abyección, que cuando un hombre como usted ha despertado la conciencia cívica del país, un bárbaro tan estúpido como Montero -¡cielos, un Montero!- nos hace temblar con sus amenazas, y un indio tan sandio y fanfarrón como Barrios es nuestro defensor.

Pero don José, sin darse por enterado de aquella virulenta filípica -como si nada de ella hubiera oído-, emprendió la defensa de Barrios. El hombre, a su juicio, poseía capacidad suficiente para la empresa que se le había confiado en el plan de campaña. Su actuación se reducía a un movimiento ofensivo, tomando por base a Cayta, contra el flanco de las fuerzas revolucionarías, que avanzaban desde el Sur hacia Santa Marta, defendida por otro ejército en cuyas filas se contaba el presidente-dictador. Don José hablaba con animación y facundia, inclinado ansiosamente ante la mirada atenta de su hija. Decoud, reducido al silencio por la fogosa perorata del anciano, no profirió una palabra.

Las campanas de la ciudad tocaban al Ángelus cuando el carruaje penetró por la vieja puerta, que se abría frente al puerto, presentando el aspecto de un monumento informe de follaje y piedra. El sordo estruendo de las ruedas bajo del arco sonoro fue taladrado por un grito extraño y penetrante. Decoud vio desde su asiento al gentío, que regresaba a pie detrás del coche por el camino, volver las cabezas, envueltas en embozos y cubiertas por sombreros, para mirar a la locomotora. Esta se alejaba, como una flecha, oculta tras la casa de Viola, bajo de una blanca faja de vapor, que parecía diluirse en el prolongado alarido, histérico y anheloso, de la máquina, alarido con dejos de triunfo bélico. Fue a modo de una visión de ensueño la que ofreció aquel clamoroso fantasma de la locomotora al cruzar el pasaje abovedado y hacer sobresaltarse a la multitud que volvía de presenciar un espectáculo militar hollando con pasos silenciosos el camino polvoriento. Era un tren de material ferroviario que regresaba del Campo a los cercados de empalizadas. Los vagones vacíos rodaban ligeros sin estrépito de ruedas ni temblor del suelo. El maquinista al pasar por la casa de Viola saludando con el brazo levantado, dio contravapor antes de entrar en la estación; y cuando se extinguió el agudo silbido del vapor que accionaba los frenos, una serie de choques violentos y bruscos, mezclados con tintineos de las cadenas de acoplamiento formó un tumulto de martillazos y hierros sacudidos bajo de la bóveda de la entrada.

Capítulo V

El carruaje de los Gould fue el primero que volvió del puerto a la desierta ciudad. Al llegar al antiguo pavimento de mosaico, roto y deshecho por roderas y hoyos, el grave Ignacio había puesto el tiro al paso a fin de que no se estropearan los muelles del landó parisiense; y Decoud en su asiento contemplaba con aire sombrío el aspecto interior de la entrada. Dos torres laterales, gruesas y bajas, sostenían una masa de masonería, coronada por matas de hierbas. Encima de la clave del arco sobresalía un escudo de piedra gris, cuyos bordes se enrollaban en gruesas volutas, con las armas de España casi borradas, como para recibir una nueva divisa, característica del progreso iniciado.

El estruendo percutiente de los topes de los vagones pareció aumentar la irritación de Decoud, y después de murmurar entre sí algunas palabras, empezó a hablar alto en frases secas e iracundas que caían sobre el silencio de las dos mujeres. Ellas no le miraban. Don José, con su céreo semblante de tez semitransparente, protegido por el ala de su sombrero gris flexible, se mecía un poco, por efecto de las sacudidas del carruaje, al lado de la señora de Gould.

– Este ruido hace resaltar el sentido de una verdad muy antigua. Decoud habló en francés, tal vez para que no se enterara Ignacio, sentado en el pescante, a corta distancia de él. El viejo cochero, cuya espaciosa espalda aparecía cubierta por una chaqueta corta galonada en plata, tenía enormes orejas de gruesos pabellones, separados de su rapada cabeza.

– Sí: el ruido que ha sonado fuera del muro de la ciudad es nuevo, pero el principio es viejo.

Durante un rato desahogó en murmullos su descontento, y luego empezó de nuevo, mirando de soslayo a Antonia.

– Yo me imagino a nuestros antepasados, con morriones y corazas, apostados fuera de esta puerta, y a una banda de aventureros que acaban de desembarcar en el puerto. Ladrones por supuesto. Y especuladores también. Sí, todas y cada una de sus expediciones eran negocio de graves y respetables personajes de Inglaterra. Eso es historia, como repite sin cesar ese absurdo capitán Mitchell.

– Las providencias de Mitchell para el embarque de las tropas han sido excelentes -protestó don José.

– ¡Bah! En realidad son cosas del marino genovés. Pero, volviendo a mis ruidos, en tiempos pasados solía oírse fuera de esa puerta sonido de trompetas, de trompetas guerreras. Estoy seguro de que eran trompetas. He leído no sé dónde que el principal de esa cuadrilla de aventureros, Drake, solía comer solo en su camarote del barco al son de las trompetas. En aquellos días nuestra ciudad poseía abundantes riquezas. Los filibusteros venían a robarlas. Ahora el país entero se ha convertido en una especie de tesorería, y una turbamulta de extranjeros la invaden, mientras nosotros nos entretenemos en degollarnos. Lo único que les contiene un poco es la envidia mutua, pero llegarán a entenderse algún día, y para cuando nosotros hayamos arreglado nuestras diferencias el país estará del todo esquilmado. Siempre ha sucedido lo mismo. Somos un pueblo admirable, y, no obstante eso, parecemos destinados sin remedio a ser -no dijo "robados", pero añadió después de una pausa- "explotados".

La señora de Gould dijo:

– ¡Oh! Eso es injusto.

Y Antonia interpuso apresuradamente:

– No le conteste usted, Emilia. Todo lo que habla va contra mí.

– Seguramente no creerá usted que aluda para nada a don Carlos -repuso Decoud.

En aquel momento el carruaje se detuvo ante la puerta de la casa Gould. El joven ofreció la mano a las señoras, que entraron juntas delante. Don José las siguió al lado de Decoud, y el viejo portero gotoso se arrastró detrás con pasos vacilantes, llevando en el brazo algunas ligeras prendas de abrigo.

Don José deslizó la mano por debajo del brazo del periodista del partido gobernante.

– Es necesario que El Porvenir publique un artículo largo y entusiasta acerca de Barrios y el poder irresistible de su ejército de Cayta. Hay que sostener la moral del país. Además debemos cablegrafiar extractos alentadores a Europa y a los Estados Unidos, a fin de dar en el extranjero una impresión favorable.

Decoud musitó:

– ¡Oh!, sí, tenemos que confortar a nuestros amigos, los especuladores.

La prolongada galería se hallaba sepultada en la sombra proyectada por la espesa hilera de plantas, que erguían a lo largo de la balaustrada sus corolas inmóviles; y todas las salas de recepción tenían abiertas sus puertas vidrieras. En el extremo más lejano se extinguió un leve retiñir de espuelas.

Basilio, de pie junto a la pared, dijo en voz sumisa al pasar las señoras:

– El señor administrador acaba de llegar de la montaña.

En el amplio salón, bajo de la blanca superficie del alto cielo raso, los grupos de antiguos muebles españoles y de otros modernos europeos se contraponían con cierto aire hostil; y aparte brillaba un servicio de té, de plata y porcelana, entre un grupo de sillas minúsculas, como un remedo de boudoir femenino, que daba al conjunto un sello de intimidad y delicadeza.

Don José se acomodó en su mecedora con el sombrero entre las rodillas, y Decoud empezó a ir y venir todo a lo largo de la estancia, pasando por entre las mesas cargadas de chucherías, y desapareciendo casi tras de los elevados respaldos de los sofás de cuero. Pensaba en el enojo que había observado en la cara de Antonia y confiaba en lograr hacer las paces con ella. No se había quedado en Sulaco para enajenarse el cariño de la joven.

Martín Decoud estaba irritado consigo mismo. Todo lo que veía y oía a su alrededor chocaba violentamente con las ideas que él había adquirido en Europa en materia de civilización. Contemplar las revoluciones desde la distancia de un bulevar parisiense no era lo mismo que tocar sus consecuencias. Aquí, sobre el terreno, no cabía desentenderse de la tragedia bufa de tales alteraciones con la expresión: ¡Qué farsa!

La realidad de la acción política le impresionaba más íntimamente y le hería en lo hondo por el hecho de creer Antonia en la causa. La brutalidad de los hechos le sacaban de quicio, y al echarlo de ver, se asombraba de tomar tan en serio cosas que antes miraba como ridículas y despreciables. "Pues, señor -se dijo interiormente-, resulta que soy más costaguanero de lo que pude figurarme."

Pero su escepticismo reaccionó contra la participación política en que le había metido el amor de Antonia, aumentando el desdén antiguo por Costaguana, y, al fin, se calmó diciéndose que en realidad no era un patriota, sino un enamorado.

Las señoras volvieron al salón después de quitarse los sombreros y velos; y el ama de la casa se acomodó en un asiento enano ante la mesita de té. Antonia ocupó su sitio acostumbrado de las horas de recepción, que era el ángulo de un canapé de cuero, donde permaneció en una postura de gracia austera con el abanico en la mano. Decoud, torciendo el curso de su paseo, fue a recostarse sobre el alto respaldo del asiento de la joven.

Por un tiempo le habló al oído en voz baja, inclinándose sobre ella desde atrás, medio sonriendo y con cierta familiaridad que ofrecía disculpas por lo pasado. Antonia tenía el abanico sobre las rodillas, asido negligentemente, y no miró a Decoud, cuyas palabras se hacían cada vez más insistentes y acariciadoras. Al fin el último se aventuró a reír, añadiendo: -No, realmente usted debe perdonarme. A veces tiene uno que ser serio.

Siguió una pausa. Ella volvió un poco la cabeza, y dirigió lentamente hacia Decoud sus ojos azules, aplacados e interrogadores.

– ¿Puede usted creerme serio, cuando cada dos días trato de gran bestia a Montero en El Porvenir". Eso no es una ocupación seria, aunque en realidad ninguna lo es, ni aun debiendo pagar el fracaso con un balazo en el corazón.

La mano de Antonia apretó nerviosamente el abanico.

– Es necesario que el hombre cuerdo deje traslucir alguna razón y sensatez en sus discursos, alguna vislumbre de verdad. Me refiero a la verdad real, que no existe en la política ni en el periodismo. Sencillamente he dicho lo que pensaba, y usted se me enoja. Si usted se dignara reflexionar un poco, vería que he hablado como patriota.

La joven abrió por fin los rojos labios para decir sin acritud:

– Sí, pero usted no toma para nada en cuenta el fin a que se aspira. Hay que servirse de los hombres tales como son. Nadie, a mi juicio, trabaja sin esperar alguna remuneración… a no ser quizá usted, don Martín.

– ¡No lo permita Dios! Es lo último que me agradaría que usted creyera de mí.

Estas palabras fueron pronunciadas con cierto deje de ironía, y Decoud hizo una pausa.

La joven empezó a abanicarse lentamente, sin levantar la mano. Tras, unos minutos de silencio, el enamorado murmuró con apasionamiento:

– ¡Antonia!

La joven sonrió y alargó la mano a estilo inglés a Carlos Gould, que se inclinaba ante ella, mientras Decoud, con los brazos apoyados de plano en el respaldo del sofá, bajaba los ojos murmurando:

– Bonjour!

El señor administrador de la mina Santo Tomé dobló el busto sobre su mujer un momento; y ambos esposos cambiaron breves palabras, de las que solo pudo oírse la frase: "El mayor entusiasmo", pronunciada por la señora de Gould.

– Sí -recomenzó Decoud a media voz-. ¡También él!

– Eso es pura calumnia -replico Antonia con templada severidad.

– Pues pídale usted que sacrifique la mina a la gran causa -musitó Decoud.

Don José hablaba entre tanto en voz alta, y se frotaba alegremente las manos. El aspecto excelente de las tropas y la gran cantidad de fusiles, nuevos y mortíferos en los hombros de aquellos bravos parecían haberlo henchido de una confianza sin límites.

Carlos Gould, altaricón y enjuto ante la mecedora del antiguo diplomático, escuchaba, pero en su semblante no podía descubrirse nada, fuera de una atención benévola y deferente.

Antonia, en este intervalo, se había levantado y, cruzando el salón, se puso a mirar al exterior por una de las tres grandes ventanas que daban la calle. Decoud la siguió. Las maderas estaban abiertas de par en par, y él se apoyó en el espesor del muro. Los largos pliegues de la cortina de damasco, al caer rectos desde la ancha cornisa de bronce, le ocultaban en parte a la vista de los que estaban en la sala. Cruzóse de brazos y miró fijamente el perfil de Antonia.

La gente que volvía del puerto llenaba las aceras de ruido de sandalias y murmullo de voces que subían hasta la ventana. De cuando en cuando, un coche rodaba despacio sobre el desunido enlosado de la calle de la Constitución. No había muchos carruajes particulares en Sulaco; en la hora de mayor concurrencia en la Alameda podían contarse de un vistazo. Los grandes trenes de familia oscilaban en sus altas suspensiones de cuero, ocupados por bellos rostros empolvados, en que brillaban ojos negros, de intensa vivacidad.

Primeramente pasó don Justo López, presidente de la Diputación provincial, acompañado de sus tres encantadoras hijas, vestido de gran etiqueta con levita negra y corbata blanca acartonada, como cuando dirigía los debates desde su elevada tribuna.

Aunque todos alzaron los ojos, Antonia no saludó agitando la mano, como de costumbre, y los del carruaje afectaron no ver a los dos jóvenes costaguaneros de modales europeos, cuyas rarezas se discutían tras las enrejadas ventanas de las primeras familias de Sulaco.

Otro de los trenes fue el de la señora viuda de Garcilaso de Valdés, hermosa y respetable, que ocupaba un carruaje de grandes dimensiones. En este enorme vehículo solía viajar desde la ciudad a su casa de campo y de regreso, rodeada de una escolta de criados, con trajes de cuero y sombreros enormes, armados de carabinas, que llevaban en los arzones de las sillas. Era una mujer de ilustre prosapia, altiva, rica y de nobles sentimientos. Su segundo hijo Jaime acababa de partir a la guerra en el estado mayor de Barrios. El mayor, flemático y vicioso, tenía escandalizado a Sulaco con sus disipaciones y jugaba cantidades enormes en el club. En el asiento delantero iban los dos hermanos más jóvenes, ostentando en los sombreros la amarilla escarapela riverista. También la mencionada señora fingió no ver a Decoud en pública conversación a solas con Antonia, pisoteando todas las prescripciones del decoro y la decencia. ¡Ni siquiera era su novio, que se supiera! Pero aun en ese caso no dejaba de haber gran escándalo. La anciana y noble dama, que gozaba del respeto y de la admiración de las principales familias, se habría asombrado aún más si hubiera oído las palabras que entre sí cambiaban los dos jóvenes.

– ¿Dice usted que pierdo de vista el fin? Yo no he tenido más que un fin en la vida.

Ella hizo un movimiento negativo con la cabeza, casi imperceptible, mientras miraba de hito en hito la casa de su familia, gris, deteriorada, y con las ventanas protegidas con barras de hierro, como una cárcel.

– Y por cierto que sería tan fácil de conseguir -continuó Decoud- ese fin, que a sabiendas, o sin saberlo, he guardado siempre en mi corazón, aun desde el día en que usted me maltrató tan horriblemente una vez en París, ¿se acuerda usted?

El enamorado creyó percibir un esbozo de sonrisa en el ángulo de la boca de Antonia.

– Gastaba usted entonces unas despachaderas terribles; era usted una especie de Carlota Corday en traje de colegiala, una patriota feroz. La supuse a usted capaz de clavar un cuchillo en el corazón de Guzmán Bento.

Ella le interrumpió:

– Me hace usted demasiado honor.

– Por lo menos -prosiguió él mudando de pronto el tono por otro de acre ligereza-, sin el menor remordimiento me hubiera usted enviado a darle de puñaladas.

– ¡Ah!, par exemple -murmuró ella en son de protesta.

– Bien -insistió él con acento burlón-, usted me ha hecho quedarme aquí escribiendo necedades mortíferas. Y digo mortíferas, significando que lo son para mi, porque han asesinado mi dignidad. Y ya puede usted figurarse -continuó en tono ligeramente zumbón- que si Montero triunfa, sabrá ajustarme las cuentas en la única forma que un bruto de su laya puede emplear con un hombre de talento que se aviene a llamarle gran bestia tres veces a la semana. Rebajarme a tanto constituye por sí solo una especie de muerte intelectual; pero queda todavía otra en el fondo para un periodista de mis méritos.

– ¡Si triunfa! -exclamó Antonia, pensativa.

– "Usted parece complacerse en ver mi vida pendiente de un hilo -replicó Decoud con franca sonrisa-. Y el otro Montero, "mi leal hermano", como dicen las proclamas, el guerrillero… ¿No he escrito acerca de él que se ocupó en recoger los abrigos de los convidados y mudar los platos en nuestra legación de París, durante las horas no empleadas en espiar a los refugiados de Costaguana en tiempo de Rojas? Esta augusta verdad no pedirá menos que ser lavada con mi sangre. ¡Con mi sangre, señorita! ¿Por qué pone usted esta cara?… Son sencillos apuntes de la biografía de uno de nuestros grandes hombres. Y bien: ¿sabe usted lo que hará conmigo? Hay cierta pared de un convento, al volver la esquina de la Plaza, frente a la puerta de la plaza de toros. ¿La conoce usted? Cae precisamente de cara a la puerta que lleva el rótulo: "Entrada de sombra". ¡Muy propia tal vez! Allí es donde el tío del amo de esta casa entregó su alma anglosudamericana.

"Y advierta usted que a él no le faltó la ocasión de escapar: un hombre que pelea en campo abierto, con armas en la mano, tiene grandes facilidades para huir. Usted me habría dejado partir con Barrios, si sintiera por mí algún interés. Con el mayor gusto habría llevado uno de esos fusiles, en que tanta fe tiene su papá: sí, le habría llevado en las filas de los pobres labriegos e indios, que no entienden nada de razonamientos, ni de política. El sitio más peligroso y desesperado en el ejército más comprometido del mundo hubiera ofrecido mayor seguridad que el puesto en que usted me ha hecho quedarme aquí. El que pelea puede retirarse, pero no el que ha de sostener en pobres ignorantes y tontos el entusiasmo por matar y morir."

Decoud se expresó en un tono matizado de ironía; y la joven permaneció inmóvil, como si no advirtiera su presencia, con las manos un poco crispadas y el abanico colgando de sus dedos entrelazados. Después de una breve pausa, aquél añadió con cierta jocosa desesperación:

– ¡Iré al muro de los fusilamientos!

Pero ni siquiera estas palabras movieron a la joven a volver la cabeza hacia él, y continuó con la vista fija en la casa de los Avellanos, cuyas pilastras carcomidas, cornisas rotas y general deterioro aparecían ahora medio velados por la polvareda levantada en la calle. De toda su persona sólo se movieron los labios para proferir las palabras:

– Martín, usted se ha propuesto hacerme llorar.

El interpelado permaneció silencioso unos instantes, mudo de emoción, agobiado por una especie de dicha pavorosa, rígidas las líneas de la burlona sonrisa en la boca y pintada en los ojos una sorpresa incrédula. El valor de una frase depende de la persona que la pronuncia, porque nada nuevo puede salir de labios humanos; y en sentir de Decoud, aquellas palabras eran las últimas que podía esperar de Antonia. Nunca había llegado a tanta intimidad con ella en todas sus breves conversaciones anteriores; y, sin darle tiempo a que se volviera hacia él, lo que hizo lentamente con austera gracia, empezó a exponer y apoyar sus planes:

– Mi hermana aguarda con ansia el momento de abrazarla a usted. Mi padre está loco de alegría. De mi madre no necesito decir nada, porque ya sabe usted que nuestras madres se querían como hermanas. La semana próxima sale un vapor correo para el sur…: ¿por qué no partir? Ese Moraga es un idiota. A un hombre como Montero se le compra. Es la práctica del país, su tradición, su política. Lea usted la obra de su papá Cincuenta Años de Desgobierno.

– Deje usted en paz al pobre papá. El cree…

– Tengo el mayor cariño a su padre de usted -replicó vivamente Decoud-. Pero a usted la amo, Antonia… Ese Moraga ha llevado desastrosamente el asunto. Y también su padre de usted quizá; no lo sé. Montero podía haber sido sobornado. Supongo que se hubiera contentado con recibir su parte en el famoso empréstito para el desenvolvimiento nacional. ¿Por qué esos estúpidos de Santa Marta no le enviaron a Europa con alguna comisión o cosa parecida? Se hubiera cobrado anticipadamente los honorarios de un quinquenio y marchado a darse la buena vida en París. ¡El grandísimo indio, bruto y feroz a más no poder!

– Es un hombre ebrio de vanidad -replicó Antonia con aire pensativo y sin conmoverse por las vehementes frases de Decoud-. Moraga y otros nos han tenido al corriente de todo. Además había que luchar con las intrigas de su hermano.

– ¡Ah!, si, por supuesto. Usted está enterada: lo sabe todo. Lee usted toda la correspondencia y escribe todos los documentos…, los documentos secretos, redactados aquí mismo, en esta habitación, e inspirados en una ciega diferencia a la pureza política. ¿No tiene usted ahí delante a Carlos Gould? ¡El Rey de Sulaco! El y su mina son la demostración práctica de lo que pudo haberse hecho. ¿Se figura usted que ha triunfado por su fidelidad a la doctrina de la virtud? ¡Y toda esa gente del ferrocarril con su honrada labor! Por supuesto, no discuto la honradez de la empresa. Pero ¿qué adelantamos, si no es posible seguir adelante, a no satisfacer los apetitos de los ladrones? ¿No hubo modo de que alguna persona calificada dijera a ese sir John, o como se llame, que era indispensable comprar a Montero y a toda la pandilla de liberales negros, agarrados a su galonado uniforme? Sí, señorita, no podía prescindirse de comprarle pagando a peso de oro su densa estupidez con botas, sables, espuelas, tricornio de escarapela y todo lo demás.

Ella hizo un leve movimiento de cabeza, y murmuró: -Ha sido imposible.

– ¿Es que lo quería todo, o qué?

La joven le miraba ahora a la cara, de muy cerca e inmóvil en el profundo hueco de la ventana. Sus labios se movían con rapidez. Decoud, apoyada la espalda en el muro, escuchaba con los brazos cruzados, y medio cerrados los ojos. Bebía las inflexiones todas de su voz y observaba el movimiento agitado de su garganta, reflejo del oleaje emocional, que subía del corazón para salir al aire libre en sus palabras llenas de cordura.

El también tenía sus aspiraciones: anhelaba arrancarla de aquellas terribles futilidades de pronunciamientos y reformas. Todo ello era absurdo…, evidentemente absurdo; pero la joven le fascinaba. A veces la aguda sagacidad de una frase rompía el encanto y reemplazaba la fascinación por un involuntario estremecimiento de asombro. Ciertas mujeres (pensaba) se elevaban hasta tocar las regiones del genio. No necesitaba saber, pensar ni comprender. La pasión lo suplía todo. Al oírla expresar algunas observaciones profundas, alguna evaluación de caracteres, algún juicio sobre los acontecimientos, se inclinaba a creer en lo milagroso. En la Antonia mujer hecha veía con extraordinaria viveza la austera colegiala de días no lejanos. Le tenía absorto, pendiente de sus labios; a veces no podía reprimir un murmullo de asentimiento, o bien proponía con toda claridad una objeción. Poco a poco la plática degeneró en discusión, que sostuvieron medio ocultos a las miradas de las personas del salón por los pliegues de la cortina.

Había anochecido. De la profunda zanja sombría, abierta entre las casas, apenas iluminada por los faroles públicos, ascendía el silencio nocturno de Sulaco; el silencio de una ciudad en que sólo transitaban muy pocos carruajes, caballos sin herraduras, gente calzada de sandalias. Las ventanas de la casa Gould arrojaban sus brillantes paralelogramos sobre la de Avellanos. De cuando en cuando se oía ruido de pasos, acompañado del intermitente resplandor de un cigarrillo en la parte baja de los muros; y el aire de la noche, como si se hubiera filtrado por las nieves del Higuerota, refrescaba los rostros de los enamorados.

– "Nosotros, los occidentales -decía Martín Decoud empleando la denominación que a sí propios se daban los provincianos de Sulaco-, hemos vivido siempre separados y de un modo distinto de los demás. Mientras conservemos Cayta, nada puede llegar hasta nosotros. En la prolongada historia de nuestros disturbios no ha habido ejército que franqueara esas montañas. Cualquier revolución en las provincias centrales nos deja enteramente aislados. ¡Vea usted, si no, lo completo que es hoy nuestro aislamiento! La noticia de la expedición de Barrios se cablegrafiará a los Estados Unidos, y sólo por esa vía llegará A Santa Marta, siendo reexpedida por el cable del Atlántico.

"Poseemos las mayores riquezas, la mayor fertilidad, la mayor pureza de sangre en nuestras principales familias, la población más laboriosa. La provincia occidental debe tener gobierno independiente y aparte. El federalismo de otros días se amoldaba muy bien a nuestra situación y modo de ser. La unión, contra la que peleó don Enrique Gould, es la que abrió el camino a la tiranía; y desde entonces el resto de Costaguana pende de nuestros cuellos, como una rueda de molino. El territorio occidental es bastante extenso para constituir una nación capaz de satisfacer las más ambiciosas pretensiones. Además, ¡mire usted esas montañas! La misma Naturaleza nos está gritando: '¡Separaos!'"

Ella hizo un gesto enérgico de protesta, al que siguieron breves momentos de silencio.

– ¡Oh! No se me oculta que la separación es contraria a la doctrina expuesta en la Historia de Cincuenta Años de Desgobierno. Pero yo procuro colocarme en el terreno práctico, y lamento que mi buen sentido le dé a usted siempre motivo para ofenderse. ¿Le ha parecido a usted execrable una aspiración tan sensata?

La interrogada negó con un movimiento de cabeza. No, no le parecía execrable, pero el proyecto hería las convicciones de toda su vida. Su patriotismo era más amplio y no admitía la posibilidad de la separación.

– Pues pudiera muy bien ser el único medio de salvar algunas de sus convicciones -repuso él proféticamente.

Antonia no respondió: parecía fatigada. Los dos jóvenes permanecieron apoyados sobre el antepecho del balcón, uno junto a otro, muy amigablemente, después de agotar el tema político, entregándose a saborear el silencioso sentimiento de su proximidad en una de esas profundas pausas que sobrevienen en el ritmo de la pasión. Al extremo de la calle, contigua a la plaza, las vendedoras del mercado preparaban sus cenas en braseros encendidos, que proyectaban un resplandor rojo sobre el borde de la acera. Un hombre pasó calladamente por el círculo iluminado de un farol, mostrando el triángulo coloreado e invertido de su ribeteado poncho, que caía recto de sus hombros hasta debajo de las rodillas. De la parte del puerto y por la calle que a él conducía se acercaba un desconocido caballero en una montura de andar silencioso y pelo plateado que brillaba a la luz de cada farol bajo de la negra silueta del jinete.

– Aquí tenemos al ilustre capataz de cargadores, que viene muy ufano después de terminar su labor -dijo Decoud a media voz-. El segundo personaje de Sulaco después de Carlos Gould. Pero es un bello sujeto, que se ha dignado admitirme a su amistad.

– ¿De veras? -preguntó Antonia-. Y ¿a propósito de qué?

– Un periodista necesita tener puesto el dedo en el pulso de la multitud, y este hombre es uno de los jefes del populacho. El que escribe para el público debe conocer a los hombres de gran relieve, y el capataz lo es a su modo.

– ¡Ah!, sí -asintió Antonia, pensativa-. Dicen que ese italiano goza de mucho ascendiente.

El jinete había pasado por debajo de ellos; y los anchos lomos de la yegua gris, el brillante y enorme estribo del que salía la gran espuela plateada reflejaron un instante la débil luz del farol más cercano; pero aquel amarillento resplandor tan fugaz fue impotente para desvanecer el misterio de la sombría figura, cuyo rostro quedaba oculto por el gran sombrero.

Decoud y Antonia continuaron inclinados sobre el balcón muy cerca uno de otro, tocándose los codos, con las miradas hundidas en la oscuridad de la calle, y las espaldas vueltas a la brillante iluminación de la sala. Era un tête-à-tête sumamente indecoroso, que en toda la República no se hubiera permitido nadie más que la singular Antonia -la pobre muchacha, huérfana de madre, nunca acompañada por un padre descuidado, ¡que sólo había pensado en hacerla una sabia!

El mismo Decoud comprendió que no podía prometerse una intimidad más completa hasta que, terminada la revolución, se la llevara consigo a Europa, lejos de las interminables guerras civiles, cuya insensatez le parecía más insoportable que su ignominia. Después de un Montero vendría otro, y a éste seguiría la anarquía de un populacho de todos los colores y razas, la barbarie y de nuevo una tiranía necesaria. "América es ingobernable", como había dicho Bolívar con profunda amargura. "Los que han luchado por su independencia han perdido el tiempo lastimosa mente, han machacado en hierro frío." Pero a él no se le daba un ardite de eso -declaró sin rodeos, y aprovechó todas las ocasiones para decir a su amada que, si bien había logrado hacer de él un periodista del partido blanco, pero no un patriota. En primer lugar, la palabra no tenía ningún sentido para toda persona verdaderamente ilustrada, y, como tal, escéptica; y, en segundo lugar, el uso que del vocablo se había hecho en la serie de trastornos de aquel desdichado país le había despojado de toda dignidad. El patriotismo se había utilizado como grito de reclutamiento para la barbarie, como mando de la ilegalidad, del crimen, de la rapacidad, del pillaje.

Decoud se maravillaba del calor puesto en su perorata. No había necesitado bajar el tono, porque desde el principio su conversación había sido un mero murmullo en el silencio de la calle oscura cuyas casas tenían cerrados los postigos desde el oscurecer por temor al aire de la noche, según la costumbre de Sulaco. Únicamente la sala de la casa Gould arrojaba con aire provocador la viva claridad de sus cuatro ventanas, clamoroso grito de luz en la muda oscuridad de la noche. Y el murmullo prosiguió en el pequeño balcón después de una breve pausa.

– Pero estamos trabajando para cambiar todo eso -objetó Antonia-. Tal es precisamente la meta de nuestras aspiraciones; el fin que anhelamos conseguir; nuestra gran causa. Y la palabra "patriotismo", que usted desprecia, ha inspirado también sacrificios, valor, constancia, sufrimientos. Papá, que…

– Machaca en hierro frío -interrumpió Decoud mirando al fondo de la calle, donde sonaban pasos acelerados y fuertes.

– "Su tío de usted, el vicario de la catedral, acaba de entrar por la puerta -observó Decoud-. Esta mañana dijo la misa de tropa en la plaza, en un altar levantado sobre tambores, rodeado de imágenes de santos. Los sacaron, sin duda, a tomar el aire, y los colocaron militarmente en fila en el rellano superior de las escaleras. Parecían una suntuosa escolta dando guardia al vicario general. Presencié la función religiosa desde las ventanas de El Porvenir. Me admira su tío de usted, último representante de la familia Corbelán. Estaba deslumbrador con su casulla bordada de oro, en la que resaltaba una gran cruz de terciopelo carmesí, a lo largo de la espalda. Y durante todo ese tiempo nuestro salvador Barrios permanecía sentado en el Club Amarillo bebiendo ponche junto a una ventana abierta.

"¡Ah! Nuestro Barrios es un esprit fort. Yo esperaba a cada instante que su señor tío de usted lanzara una excomunión contra algunos irreverentes de la plaza y luego contra el sacrílego tuerto que escandalizaba en la ventana del lado opuesto al altar. Pero no hubo nada de eso. Últimamente, cuando las tropas se disponían a marchar, bajó Barrios, desabrochado el uniforme, con algunos de sus oficiales, y pronunció una arenga al borde de la acera.

"De improvisto apareció su tío en la puerta de la catedral, no con resplandecientes ornamentos, sino en traje talar negro, con el amenazador aspecto que le caracteriza, semejante a un espíritu vengador. Echa una mirada, avanza en derechura al grupo de uniformes, y tomando por la manga al general, se lo lleva aparte. Durante un cuarto de hora paseó con él a la sombra del muro, sin soltar un momento el brazo del general, hablando sin cesar con exaltación y gesticulando con su largo brazo negro.

"Fue una escena curiosa, y los oficiales la contemplaron mudos de estupor. Es un hombre notable su tío de usted, el misionero. Odia menos a los infieles que a los herejes, y suele dar la preferencia a un pagano sobre un infiel."

Antonia escuchaba con la mano sobre el antepecho del balcón, abriendo y cerrando con lentitud el abanico; y Decoud hablaba con cierta nerviosidad, como si temiera que la joven se retirara a la primera pausa que hiciera. Su relativo aislamiento, la sabrosa sensación de intimidad, y el sutil contacto con sus brazos, le tenían dulcemente encantado; y de cuando en cuando se deslizaba una inflexión de ternura en el raudal de su irónico murmullo.

– "Acojo del mejor grado cualquiera demostración favorable de uno de sus más próximos parientes de usted, Antonia. Y al fin y al cabo, su tío me comprende tal vez. Pero yo también le conozco a él, a nuestro padre Corbelán. A su juicio, el honor político, la justicia y la honradez se cifran en que el Estado restituya los bienes confiscados a la Iglesia. Ninguna otra consideración hubiera podido arrancar de los bosques vírgenes a este valeroso catequizador de indios salvajes, para venir a trabajar por la causa riverista. ¡Nada fuera de esa absurda esperanza! Capaz seria de organizar un pronunciamiento para tal fin contra cualquier gobierno, con tal de hallar gente pronta a seguirle.

"¿Qué piensa de todo esto don Carlos Gould? Aunque, claro está, dada su impenetrabilidad inglesa, no es posible saber lo que piensa. Probablemente sólo se cuida de su mina, 'Imperiun in Imperio'. En cuanto a la señora de Gould tiene bastante que hacer con atender a sus escuelas, sus hospitales, las madres cargadas de criaturas y los enfermos de los tres poblados. Si volviera usted ahora la cabeza, la vería quizá tomando nota de algún informe redactado por ese siniestro doctor de la camisa de cuadros -¿cómo se llama? Monygham-, o catequizando a don Pepe, o bien escuchando al padre Román. Todos han bajado hoy aquí…, todos sus ministros de Estado.

"Bien, es una mujer de seso; y probablemente don Carlos también. Una parte de la sólida sensatez inglesa se funda en no pensar demasiado, y examinar sólo aquello que puede ser útil por el momento. Esa gente no es como nosotros. Aquí en Costaguana no nos guiamos por razones políticas… a veces. ¿Qué es una convicción? Un modo de ver particular, hijo de nuestro personal interés, práctico o afectivo. Nadie es patriota sin más que porque sí. La palabra viste bien, pero yo veo las cosas con claridad, y no la emplearé hablando con usted, Antonia. Yo no tengo ilusiones patrióticas; sólo tengo la suprema ilusión de un enamorado."

Calló un instante, y luego musitó imperceptiblemente:

– Aunque eso puede llevarle a uno muy lejos.

A su espalda, el flujo de la marea política, que inundaba una vez por día el salón de los Gould, levantaba en crescendo un zumbido de voces. Los hombres habían ido llegando de uno en uno, de dos en dos y de tres en tres: altos funcionarios de la provincia, e ingenieros del ferrocarril, tostados del sol y en traje de tela, presididos por su jefe, de cabello cano y sonrisa jovial e indulgente, que formaba notable contraste con las caras jóvenes y vivaces de sus subordinados.

Scarfe, el aficionado a los fandangos, había escabullido el bulto en busca de algún baile, aunque fuera en los arrabales de la ciudad. Don Justo López, después de regresar del puerto con sus hijas y dejarlas en casa, había entrado en la tertulia con toda solemnidad, luciendo su traje negro, con frecuentes arrugas, abrochado hasta debajo de su amplia barba de color castaño. Los pocos miembros de la Diputación provincial, allí presentes, se agruparon al punto en torno a su presidente para discutir las noticias de la guerra y la última proclama del rebelde Montero, el miserable Montero, que se dirigía, en nombre de "una democracia justamente encendida en ira, a todas las Diputaciones provinciales ordenando la suspensión de sesiones hasta que su espada hubiera hecho la paz y pudiera ser consultada la voluntad del pueblo". Prácticamente era una invitación a disolverse: un atrevimiento inaudito, sólo concebible en un loco y malvado como el rebelde general.

La indignación era intensa en el corro de diputados, colocados detrás del señor Avellanos. Don José, levantando la voz, les gritó por encima del alto respaldo de su silla: "Sulaco le ha respondido dignamente, enviando hoy un ejército contra su flanco. Si todas las demás provincias demostraran la mitad del patriotismo que sentimos los occidentales…"

Una explosión de aclamaciones ahogó la vibrante y temblorosa voz del anciano, que era la vida y el alma del partido. ¡Sí!, ¡sí! ¡Era cierto! ¡Una gran verdad! ¡Sulaco aparecía a la cabeza, como siempre! Aquello fue un tumulto de alborotada presunción, el arrebatado desahogo de las esperanzas inspiradas por el acontecimiento del día a los hidalgos del Campo, que pensaban en sus rebaños, en sus tierras y en la seguridad de sus familias. Todo estaba en peligro… ¡No! Era imposible que Montero triunfara. ¡El gran criminal! ¡El indio sinvergüenza! El vocerío se prolongó por algún tiempo; y todas las miradas se dirigían al grupo en que don Justo se mostraba revestido de imparcial solemnidad, como si estuviera presidiendo una sesión de la Asamblea de diputados.

Decoud, que se había vuelto hacia la sala al oír el ruido, apoyando la espalda en el antepecho del balcón, gritó con toda la fuerza de sus pulmones: "¡Gran Bestia!"

Este grito inesperado produjo el efecto de acallar el ruido. Todos los ojos se dirigieron a la ventana reflejando curiosidad y aprobación; pero Decoud había recobrado ya su primera postura, y continuó inclinado sobre la tranquila calle.

– Esta es la quintaesencia de mi periodismo, el supremo argumento -le dijo a Antonia-. He inventado esta definición, esa palabra definitiva en una gran contienda. Pero en cuanto a patriota no lo soy más que el capataz de los cargadores de Sulaco, el genovés que ha hecho tantas maravillas por nuestro puerto, el introductor activo de los elementos materiales de nuestro progreso. Usted ha oído confesar una y mil veces al capitán Mitchell que, mientras no tuvo la ayuda de este hombre, nunca pudo decir cuánto tiempo llevaría la descarga de un barco. He ahí un gran obstáculo para el progreso. Usted le ha visto pasar después de terminar su tarea, montado en su famosa yegua, para ir a deslumbrar a las muchachas en algún salón de baile con piso de tierra apisonada. Es hombre de suerte. Su trabajo consiste en ejercer su influencia personal; sus ocios se dedican a recibir pruebas de adulación extraordinaria. Y que no le desagradan por cierto. ¿Se puede ser más afortunado? Verse temido y objeto constante de admiración…

– ¿Y en eso cifra usted sus supremas aspiraciones, don Martín? -interrumpió Antonia.

– Estaba hablando de un hombre de esa clase -replicó Decoud concisamente-. Los héroes del mundo fueron siempre temidos y admirados. ¿Qué más puede desear él?

Decoud había sentido a menudo embotarse la punta acerada de sus ironías contra la gravedad de Antonia. Además le irritaba pensar que su amada padeciera esa inexplicable falta de aguda penetración, propia de su sexo, y que suele alzarse como una barrera entre un hombre y una mujer vulgar. Pero dominaba al punto su desagrado, porque distaba mucho de tener a Antonia por una mujer ordinaria, independientemente del juicio que su escepticismo le hubiera hecho formar de sí propio. Con acentos de penetrante ternura en la voz aseguró a la joven que su única aspiración tenía por objeto una felicidad demasiado sublime para ser asequible en la tierra.

Ella se puso encendida en la oscuridad, sintiendo su rostro invadido de una oleada de calor, como si la repentina fusión de las nieves del Higuerota hubiera despojado a la brisa de su virtud refrigerante. La declaración amorosa del joven no pudo causar mayor efecto, si bien se explica porque en el tono de su voz había ardor bastante para derretir un corazón de hielo. Antonia se volvió con viveza en ademán de entrar en la sala, como para llevar la secreta confidencia que acababa de oír al interior de la estancia, llena de luz y animadas conversaciones.

La marea de la discusión política alcanzaba una altura excesiva en el recinto del vasto salón, como si una violenta ráfaga de esperanza la hubiera empujado hasta rebasar los límites ordinarios. La barba en abanico de don Justo seguía siendo el centro alrededor del cual se sostenían ruidosas y apasionadas discusiones. En todas las voces se percibía una nota de confianza.

Hasta algunos europeos que rodeaban a Carlos Gould -un dinamarqués, dos franceses y un alemán discreto y sonriente, de mirada modestamente recogida, representantes de intereses materiales, nacidos al amparo de la mina de Santo Tomé- salpimentaban sus acostumbradas deferencias con chistes y ocurrencias. Carlos Gould, a quien hacían la corte, era la representación visible de la estabilidad asequible en el terreno movedizo de las revoluciones; y eso les daba esperanzas para proseguir sus diversas empresas. Uno de los dos franceses, bajo, muy moreno, con ojos brillantes perdidos en una profusa y enmarañada barba, agitaba sus manos pardas y menudas, de muñecas delicadas. Había estado viajando por el interior de la provincia por cuenta de un sindicato de capitalistas europeos; y el énfasis con que repetía a cada minuto el tratamiento de Monsieur l'Administrateur hacía resaltar estas palabras sobre el constante murmullo de las conversaciones. El hombre refería con gran entusiasmo sus descubrimientos a Carlos Gould, que le contemplaba con atenta cortesía.

La señora de Gould tenía la costumbre, en estas recepciones obligatorias, de retirarse disimuladamente a un saloncito de su exclusivo uso, en comunicación con la habitación mayor. Se había levantado, y mientras aguardaba a Antonia, escuchaba, con cierta complacencia cansada, al ingeniero jefe del ferrocarril, que inclinado sobre ella, refería con calma una historia divertida, según parecía indicar la expresión regocijada de sus ojos. Antonia, antes de entrar en la sala para reunirse con el ama de la casa, volvió la cabeza por encima del hombro hacia Decoud sólo por un momento.

– ¿Por qué ha de creer uno cualquiera de nosotros irrealizables sus aspiraciones? -preguntó rápidamente.

– Yo proseguiré las mías hasta el fin, Antonia -respondió el interrogado con firmeza, y luego hizo una profunda inclinación con cierta frialdad.

El ingeniero jefe no había acabado de contar su chistoso sucedido. Las extrañas vicisitudes que acompañaban la construcción de ferrocarriles en Sudamérica chocaban a su perspicaz percepción de lo absurdo, y trajo a colación los casos de prejuicios y marrullerías ignorantes, que a él se le habían presentado. La señora de Gould le escuchaba con gran atención mientras él la acompañaba a ella y a Antonia hasta la salida de la sala. Al fin todos los tres pasaron por la puertas vidrieras a la galería, sin que nadie lo notara. Únicamente un sacerdote alto, que paseaba silencioso en medio del ruido de la habitación, se detuvo para verlos retirarse.

El padre Corbelán, a quien Decoud había reconocido desde el balcón cuando entraba por la puerta de la casa de Gould, se hallaba en el salón hacía rato sin hablar con nadie. Su sotana larga y estrecha le hacían parecer de mayor talla; andaba con el poderoso busto echado adelante; y la línea recta y negra de sus cejas unidas, el batallador perfil de su rostro huesudo, la mancha blanca de una cicatriz sobre la mejilla afeitada de tez azulina (testimonio otorgado a su celo apostólico por una banda de indios salvajes) sugerían la idea de un carácter rudo, franco e intrépido.

Separó las manos nudosas de recia contextura, que llevaba cogidas a la espalda, para apuntar con el dedo a Martín. Este había pasado a la sala detrás de Antonia, pero sin avanzar mucho, quedándose junto a la cortina, con expresión de gravedad algo fingida, como la de una persona mayor que toma parte en un juego de niños. Cuando el padre Corbelán le apuntó, miró tranquilamente al dedo amenazador.

– He visto a vuestra reverencia predicar al general Barrios en la plaza para traerle al buen camino -dijo sin hacer el más leve movimiento.

– ¡Traerle al buen camino! ¡Qué disparate! -replicó el padre Corbelán con un vozarrón profundo que resonó en todo el salón haciendo volver la cabeza a los circunstantes- Es un borracho, señores. ¡El dios de vuestro general es la botella!

El tono despectivo y autoritario con que fueron pronunciadas estas palabras dejaron la estancia sumida en un silencio intranquilo, como si la confianza que animaba a los allí reunidos hubiera sido destruida de un golpe. Nadie protestó contra la declaración del padre Corbelán.

Sabíase que había dejado las selvas pobladas de salvajes para defender los sagrados derechos de la Iglesia con el celo ardiente que había desplegado en catequizar a indios sanguinarios, ajenos a toda compasión humana y al conocimiento del verdadero Dios. Circulaban rumores legendarios sobre sus triunfos de misionero en regiones no visitadas jamás por cristianos. Había bautizado tribus enteras de indios, con los que hizo vida salvaje, la imaginación de la plebe indígena no vaciló en suponer como indudable que el padre habría cabalgado con los indios días enteros, medio desnudo, embrazando un escudo de piel de toro y armado de luenga lanza. -¿Como no?- Añadíase que había andado errante, vestido de pieles buscando prosélitos cerca de las nieves eternas de la Cordillera. De tales hazañas nada se había oído decir al padre Corbelán. Pero en cambio no se mordía la lengua para declarar que los políticos de Santa Marta eran más duros de corazón y más corrompidos que los paganos a quienes había llevado la palabra de Dios. Su celo inconsiderado por el bienestar temporal de la Iglesia estaba perjudicando a la causa riverista. Era voz pública que había rehusado el nombramiento de obispo de la diócesis occidental hasta que se hiciera justicia a la Iglesia despojada de sus bienes. El jefe político de Sulaco (salvado del furor popular más tarde por el capitán Mitchell), insinuaba con franco cinismo que, a no dudarlo, sus excelencias los ministros habían gestionado el envío del padre Corbelán al través de la Cordillera en la peor estación del año con la esperanza de que pereciera helado al exponerse a los vientos glaciales de los altos páramos. Todos los años sucumbían de ese modo algunos atrevidos mulateros. "Pero, ya ve usted, sus excelencias no comprendieron tal vez que un misionero de tan seria contextura era capaz de resistir todos los horrores de la más cruda intemperie. Entre tanto empezaba a cundir entre los ignorantes la especie de que las reformas riveristas se reducían a enajenar territorios nacionales. Parte de ello se vendían a los extranjeros que construían el ferrocarril; y otra parte se entregaría a las comunidades religiosas por vía de restitución. Esto último provenía del celo del vicario."

Aun en la breve alocución dirigida a las tropas en la plaza (que seguramente entendieron muy bien las primeras filas) no pudo abstenerse de aludir a una Iglesia ultrajada, que aguardaba la reparación condigna de una nación contrita. El jefe político lo había oído exasperado. Pero no le era fácil meter al cuñado de don José en la cárcel del Cabildo. Era primer funcionario de la provincia, a quien el pueblo creía pacato y benévolo; pasó de la Intendencia a la casa Gould, después de ponerse el sol, sin acompañamientos, recibiendo con grave continente los saludos de altos y bajos, para susurrar al oído de Carlos, como la cosa más natural, que desearía deportar de Sulaco al vicario general enviándole a alguna isla desierta, a Las Isabeles, por ejemplo. "Preferible una que no tenga agua…, ¿eh, don Carlos?", añadió medio en broma. Este sacerdote, de fortaleza indomable, que había desdeñado el ofrecimiento del palacio episcopal, prefiriendo colgar su astrosa hamaca entre los escombros y telarañas del secuestrado convento de Dominicos, estaba empeñado en obtener un perdón incondicional para Hernández, el salteador de caminos. Y no paró ahí, pues, al parecer, se había puesto en relación con el criminal más audaz que el país había conocido en muchos años. Por supuesto, la policía de Sulaco estaba al corriente de todo. El padre Corbelán, después de procurarse la ayuda del temerario italiano, capataz de cargadores, único hombre a propósito para tal diligencia, envió por su medio un mensaje al famoso bandido. Para entenderse con el antiguo marino genovés le sirvió de mucho al padre la circunstancia de haber aprendido italiano cuando hizo sus estudios en Roma. Súpose que el capataz visitaba por la noche el antiguo convento de Dominicos. Una vieja que servía al vicario general hubo de oír pronunciar el nombre de Hernández; y precisamente el último sábado, al caer la tarde, no faltó quien viera al capataz salir galopando de la ciudad, a la que no volvió en dos días. La policía no se atrevió a seguir la pista al italiano por miedo a los descargadores del puerto, tropa turbulenta, siempre pronta a promover tumultos. En aquel tiempo no era tarea fácil mantener el orden en Sulaco, adonde afluían perdidos y facinerosos de todas clases, atraídos por el dinero que ganaban los operarios de la vía. Las peroratas del padre Corbelán mantenían en constante agitación al populacho; y el gobernador explicaba a Carlos Gould que la provincia, desprovista de tropas, se hallaba expuesta a un levantamiento de la gente maleante, que las autoridades no tendrían medio de sofocar.

Después se retiró cariacontecido a sentarse en un sillón, fumando un largo y delgado puro, no lejos de don José, con quien, inclinándose a un lado, cambiaba algunas palabras de cuando en cuando. No había advertido la entrada del padre, y cuando éste alzó la voz detrás de él, se encogió de hombros con impaciencia.

El padre Corbelán había permanecido enteramente inmóvil por algún tiempo con aquella quietud vindicativa que parecía caracterizar todas sus posturas. El austero fuego de sus hondas convicciones imprimía un sello peculiar a la negra figura. Pero su rigor se suavizó cuando, fijando los ojos en Decoud, levantó el brazo con solemne lentitud y le dijo con voz profunda y moderada:

– Y usted… usted es un perfecto pagano.

Avanzó un paso y apuntó con el dedo al pecho del joven. Este, muy tranquilo, apoyó la cabeza en la pared detrás de la cortina, y sonrió con la barbilla muy levantada.

– Sin duda alguna -asintió con la indiferencia algo aburrida del hombre acostumbrado a oír calificativos análogos-; pero ¿acaso no ha descubierto usted aún la deidad a que rindo culto? La de nuestro Barrios le ha costado a usted menos cavilaciones.

El sacerdote reprimió un gesto de desaliento.

– Usted no cree ni en Dios, ni en el diablo.

– Ni en la botella -añadió Decoud sin moverse-. En lo cual imito a uno de los confidentes de vuestra reverencia. Me refiero al capataz de cargadores, que no prueba el vino ni los licores. El juicio que le merezco hace honor a su perspicacia. Pero ¿por qué me llama usted pagano?

– Es cierto -replicó el padre Corbelán-. Y aun me quedo corto; es usted cien veces peor. Ni un milagro podría convertirle a usted.

– ¡Claro! Como que no creo en los milagros -repuso Decoud con gran flema.

El sacerdote se encogió de hombros, algo perplejo.

– Un agabachado…, ateo…, materialista -añadió pronunciando con lentitud, como si analizara el sentido de las palabras-. Ni hijo de su país, ni de ningún otro -añadió con aire pensativo.

– Apenas ser racional, en resumen -comentó Decoud en voz baja, la cabeza pegada a la pared, y los ojos fijos en el techo.

– Víctima de esta edad descreída -resumió el padre en tono sumiso.

– Pero que sirvo de algo como periodista -dijo Decoud mudando la postura y hablando con mayor animación-. ¿No ha leído vuestra reverencia el último número de El Porvenir? Pues le aseguro que no es indigno de los anteriores. En materia de política general sigue llamando a Montero gran bestia y aplica a su hermano el guerrillero los estigmas infamantes de lacayo y espía. ¿Puede darse nada más eficaz? Y por lo que hace a la política local, recomienda con urgencia al gobierno de la provincia que incorpore al ejército nacional a la banda entera de Hernández, el ladrón…, que al parecer es un protégé de la Iglesia… o al menos del vicario general. Es lo más seguro y acertado.

– Hernández es una oveja descarriada que quiere volver al redil de los hombres honrados. Empujado al crimen por un brutal atropello.

El sacerdote giró sobre los cuadrados tacones de sus zapatos bajos con enormes hebillas de acero. Púsose de nuevo las manos a la espalda y empezó a pasear yendo y viniendo con paso firme. Cuando daba la vuelta, el escaso vuelo de su sotana se inflaba con la brusquedad de su movimiento.

El salón se había ido vaciando poco a poco. Cuando el jefe político dejó su asiento para retirarse, la mayoría de los presentes se levantó de pronto en señal de respeto, y don José Avellanos interrumpió el balanceo de su mecedora. Pero la primera autoridad de la provincia, persona afable y llana, hizo un gesto rogando que no se molestaran, y despidiéndose de Carlos Gould con la mano, salió discretamente.

En la relativa tranquilidad de la estancia, las palabras Monsieur l'Administrateur del barbudo y delicado francés, pronunciadas con voz chillona, parecieron adquirir una agudeza preternatural. El explorador del sindicato capitalista conservaba todo el fuego de su entusiasmo.

– Diez millones en cobre a la vista, Monsieur l'Administrateur. ¡Diez millones que se tocan con la mano! Y un ferrocarril en perspectiva… ¡todo un ferrocarril! No van a creer mi informe. C'est trop beau.

El hombre no podía reprimir sus alharaquientos transportes de satisfacción entre las muestras de aprobación de los circunstantes. Pero Carlos Gould le escuchaba con calma imperturbable.

Entre tanto el padre Corbelán continuaba sus paseos, haciendo ondear en giro la falda de su sotana a cada vuelta que daba. Decoud le dijo en voz baja con sorna:

– Esos señores están hablando de sus dioses.

Paróse en seco el sacerdote, contempló fijamente al periodista de Sulaco un momento, y encogiéndose de hombros reanudó su firme andar de viajero obstinado.

El grupo de europeos que rodeaba a Carlos Gould empezó ahora a desfilar, hasta dejar visible de pies a cabeza la figura larguirucha del administrador de la gran mina de plata, que al bajar la marea de sus huéspedes quedó desamparado en la gran alfombra cuadrada, semejante a un chal multicolor de flores y arabescos, tendido bajo de sus pardas botas.

Llegóse entonces el padre Corbelán a la mecedora de don José Avellanos, y tocándole en el hombro con la impaciencia que se siente al final de una ceremonia inútil, le dijo en tono afectuoso y brusco:

– ¡A casa! ¡A casa! Esto no ha sido más que charlar. Vamos a meditar seriamente la situación y a pedir luces al cielo.

Al pronunciar las últimas palabras, alzó a lo alto sus negros ojos. Junto al encanijado diplomático -vida y alma del partido- descollaba como un gigante con cierto brillo de exaltación en la mirada. Pero el órgano del partido, o más bien, su portavoz, el "Decoud hijo" llegado de París y convertido en periodista por obra y gracia de los ojos de Antonia, sabía muy bien que el poder del Padre no correspondía a su apariencia física, pues en realidad era sólo un sacerdote valeroso con una idea fija, temido de las mujeres y execrado por los políticos y sus secuaces del pueblo. Martín Decoud, el diletante profesional, el escéptico inflado de vana supereminencia, se imaginaba hallar un placer artístico en observar los típicos extremos de ofuscación a que un convencimiento sincero y casi sagrado puede arrastrar a un hombre. "Es una especie de locura; forzosamente ha de serlo, porque tiene tendencias suicidas", se había dicho a menudo. Para el infatuado parisiense toda convicción, tan luego como llega a ser real, se convierte en esa forma de demencia que los dioses envían a los que quieren destruir. Pero ya es sabido que los que tal piensan de los demás suelen encontrarse en el mismo caso. Con todo eso, Decoud se deleitaba en paladear el acre sabor de aquel ejemplo con la fruición del que conoce a fondo su arte predilecto. Y, así las cosas, los dos hombres se toleraban, como si creyeran que en las tortuosas vías de acción política una convicción poderosa puede llevar tan lejos como un absoluto escepticismo.

Don José obedeció al contacto de la mano fuerte y vellosa; y Decoud siguió a los dos cuñados.

En el vasto salón vacío, donde flotaba una azulada neblina de humo de tabaco, sólo quedó un visitante, tipo de gruesos párpados, carirredondo, con lacio bigote, comerciante en pieles, establecido en Esmeralda, que había venido por tierra a Sulaco, cabalgando en compañía de algunos criados a pie al través de la Cordillera. Estaba muy ufano de su viaje, emprendido principalmente con el fin de hablar al señor administrador de la mina de Santo Tomé sobre alguna ayuda que necesitaba para la exportación de su mercancía. Esperaba ampliarla mucho, ahora que el país iba a inaugurar una era de tranquilidad. Porque indudablemente se consolidaría la paz, repetía varias veces, envileciendo con un extraño y ansioso tonillo de queja la sonoridad de la lengua española, que chapurreaba rápidamente, como una especie de jerga aduladora. Un hombre honrado podría ahora continuar su pequeño negocio en el país, y aun pensar en ampliarlo… con seguridad. ¿No era así?

Parecía pedir a Carlos Gould una palabra de confirmación, un murmullo de asentimiento, una sencilla inclinación de cabeza.

Pero nada de eso obtuvo. Creció su alarma, y en las pausas de su charla, dirigía la mirada a un lado o a otro; y no resignándose a terminar la entrevista, trajo a cuento los peligros que había corrido en su viaje. El atrevido Hernández, dejando sus guaridas habituales, había cruzado el Campo de Sulaco, y andaba oculto en las quebradas de la Siena. El día anterior, cuando sólo distaban pocas horas de Sulaco, el negociante en pieles y sus criados habían visto a tres hombres de aspecto sospechoso, parados en el camino, tocándose las cabezas de sus caballos. Dos de ellos partieron al punto y desaparecieron en un barranco poco profundo a la izquierda.

– "Nos detuvimos -continuó el hombre de Esmeralda- y yo intenté esconderme detrás de un arbusto. Pero ninguno de mis mozos quiso adelantarse a ver lo que era, y el tercer jinete se quedó aguardándonos al parecer. De nada servía ocultarse. Nos habían visto; y así proseguimos caminando despacio y temblando de miedo. El del caballo, con el sombrero hundido sobre los ojos, nos dejó pasar sin la menor palabra de saludo; pero a poco le oímos galopar a nuestra espalda. Volvimos la cara, pero eso no pareció intimidarle. Llegó corriendo, y tocándome el pie con la punta de la bota, me pidió un cigarro, riendo de un modo que helaba la sangre. En un principio le creí desarmado, pero al llevarse la mano atrás para sacar una caja de fósforos, le vi un enorme revólver, sujeto a la cintura. Temblé de pies a cabeza. Tenía unos bigotes terribles, don Carlos, y como no daba señales de partir, no nos atrevíamos a movernos. Al fin, echando el humo del cigarro por las narices, dijo: 'Señor, tal vez les convenga más que yo vaya detrás de ustedes. Están ya cerca de Sulaco. Anden con Dios.'

"¿Qué hacer? Seguimos adelante. No podíamos negarnos. Sospeché que fuera el mismo Hernández, pero uno de mis criados, que había ido muchas veces a Sulaco por mar, me aseguró que le había reconocido con toda certeza por el capataz de cargadores de la Compañía de Vapores Oceánicos. Después, el mismo día al anochecer, divisé al mismo hombre en la esquina de la plaza, hablando con una moza, una morenita, que estaba junto al estribo con la mano puesta en la crin de la yegua entrecana."

– Le aseguro a usted, señor Hirsch -murmuró Carlos Gould-, que no ha corrido usted el menor riesgo en esta ocasión.

– Bien puede ser, señor, pero todavía tiemblo al recordar el encuentro. Un tipo de aspecto feroz. Y ¿qué significa eso? Un empleado de la Compañía de Vapores conversando amistosamente con bandidos…, nada menos, señor, porque los otros jinetes eran bandidos…, en un lugar solitario, y ¡portándose además como un salteador! Un cigarro puro no es nada, pero ¿no pudo antojársele pedirme la bolsa?

– No, no, señor -insistió Carlos Gould en voz baja, apartando la vista distraído de la cara redonda con nariz aguileña, que se mantenía levantada hacia él con expresión suplicante y casi infantil-. Si realmente era el capataz de cargadores -y ¿qué duda cabe de que lo era?- estaban ustedes bien seguros.

– Gracias. Es usted muy bueno, don Carlos, pero créame que tenía una facha feroz. Me pidió un cigarro con la mayor familiaridad. ¿Qué hubiera ocurrido, si no llego a tener el cigarro? Me estremezco aún al pensarlo. ¿Qué asunto tenía que tratar con ladrones en un lugar solitario?

Pero Carlos Gould, muy pensativo ahora, no contestó ni con una palabra ni con un gesto. La impenetrabilidad del hombre que personificaba la concesión Gould tenía sus matices expresivos. El mutismo es sencillamente una afección lamentable; pero el rey de Sulaco pronunciaba las palabras necesarias para darle la autoridad misteriosa de un poder taciturno.

Sus silencios, reforzados por el don de la palabra, representaban tantas variantes de sentido como vocablos proferidos en forma de asentimiento, duda, negación, y aun simple comentario. Algunos parecían decir claramente: "Piénselo usted bien"; otros significaban de un modo indudable: "Siga usted adelante"; y la sola frase: "Comprendo", proferida en voz baja con una venia afirmativa, después de escuchar con paciencia durante media hora, equivalía a un contrato verbal, que inspiraba una secreta confianza. Porque se presentía que detrás de aquella aprobación estaba la mina de Santo Tomé que figuraba al frente de los intereses materiales, tan sólidamente establecida que en toda la provincia occidental no dependía de la benevolencia de nadie, esto es, de ninguna voluntad que no pudiera ser comprada diez veces a peso de oro.

Pero al hombrecillo de nariz corva, llegado de Esmeralda, tan ávido de desenvolver su negocio de pieles, el silencio de Carlos Gould le significó el anuncio de un fracaso. Evidentemente no era la ocasión oportuna para ampliar el comercio de un hombre modesto. Así, pues, envolvió en una rápida maldición mental a todo el país con su población entera, tanto a la que seguía a Rivera, como a la que favorecía el levantamiento de Montero.

En su mudo despecho sintió afluirle las lágrimas a los ojos al pensar en las innumerables pieles que se echarían a perder en la soñolienta extensión del Campo, con sus palmeras aisladas que se alzaban como barcos en el mar dentro del círculo perfecto del horizonte, con sus grupos de árboles frondosos, semejantes a islas sólidas de follaje sobre el undoso movimiento de la hierba. Allí había pieles pudriéndose, sin provecho para nadie -pudriéndose donde las habían dejado los hombres llamados con urgencia a atender las necesidades de las revoluciones políticas. El alma práctica y mercantil del señor Hirsch se revelaba contra aquella locura, mientras, desconcertado y respetuoso, se despedía del poder y majestad de la mina de Santo Tomé en la persona de Carlos Gould. No pudo menos de expresar su pesadumbre con un murmuro, arrancado del corazón.

– Todo esto es una gran insensatez, una locura inmensa, don Carlos. El precio de las pieles en Hamburgo sube incesantemente. Por supuesto, el gobierno riverista pondrá fin a este estado de cosas… cuando logre establecerse con firmeza. Entre tanto…

Y se interrumpió con un suspiro.

– Sí, entre tanto… -repitió Carlos Gould con reserva inescrutable.

El otro se encogió de hombros, pero no estaba dispuesto a retirarse. Había un asuntillo, que anhelaba vivamente tratar, si se le permitía. Explicó, en efecto, que tenía algunos buenos amigos en Hamburgo (y citó el nombre de la sociedad), muy deseosos de hacer negocio con dinamita. Un contrato con la mina de Santo Tomé para surtirla del explosivo, y después con otras minas, que seguramente… El hombrecillo de Esmeralda iba a extenderse en explicaciones, pero Carlos le interrumpió. La paciencia del señor administrador parecía haberse agotado al fin.

– Señor Hirsch -le dijo-. Tengo almacenada en la montaña dinamita bastante para hacerla rodar al valle y -añadió alzando la voz- para volar, si se me antoja, la mitad de Sulaco.

Y sonrió al observar el sobresalto reflejado en los ojos del tratante en pieles, que musitó apresurado:

– Lo creo, lo creo.

Ahora se resolvió a partir. Imposible hacer negocio de explosivos con un administrador tan bien provisto y de tan bruscas despachaderas. Había sufrido horrores en su penosa cabalgada a través de la Sierra y corrido el peligro de ser despojado de todo por el bandido Hernández para no sacar provecho alguno. ¡Ni pieles, ni dinamita! El continente del israelita expresó el más profundo desencanto. Al llegar a la puerta, hizo una gran inclinación al ingeniero en jefe; pero en el patio, cuando hubo bajado la escalera, puesta la regordeta mano sobre los labios con aire meditabundo y asombrado, murmuró:

– ¿Para qué querrá tanta dinamita almacenada? Y ¿porqué me habrá hablado de ese modo?

El ingeniero en jefe, echando desde la puerta de la sala una mirada al interior, de donde había desaparecido enteramente la marejada política, dirigió una venia familiar al dueño de la casa, plantado sobre la alfombra como una baliza entre los desiertos arrecifes del mueblaje.

– Buenas noches. Me voy. Tengo a mi gente aguardándome en la planta baja. La empresa del ferrocarril sabrá dónde ha de acudir por dinamita cuando nos falte. Hasta ahora hemos venido trabajando en roturaciones y desmontes; pero en breve tendremos que abrirnos camino a fuerza de barrenos.

– Pues no me pidan ustedes a mí el explosivo -replicó Carlos Gould muy sereno-. No tengo ni una onza disponible para nadie. Ni para mi hermano, suponiendo que le tuviera, y que fuera ingeniero en jefe del ferrocarril más prometedor del mundo.

– Y eso ¿qué significa? -preguntó el ingeniero jefe con calma-. ¿Malevolencia?

– No -respondió Gould con firmeza- Política.

– Radical, a mi juicio -comentó el otro desde la puerta.

– ¿Cree usted haber usado la palabra propia? -interrogó Carlos desde el centro de la sala.

– Quiero decir que llega a las raíces, ¿sabe usted? -explicó el ingeniero en tono de broma.

– ¡Ah! Esto sí -afirmó el otro con aplomo-. La concesión Gould ha echado tan hondas raíces en el país, en esta provincia, en la garganta de la montaña, que sólo la dinamita será capaz de desalojarla de allí. En ella se cifra mi suprema aspiración. Es la última carta que jugaré.

– Bonito juego -replicó el ingeniero jefe con un retintín de inteligencia y silbando suavemente-. Y ¿le ha hablado usted a Holroyd de ese triunfo extraordinario que tiene usted en la mano?

– Carta de triunfo sólo cuando se juegue, cuando se eche al final de la partida. Hasta entonces puede usted llamarla un…, un…

– ¿Arma? -sugirió el hombre del ferrocarril.

– No; puede usted llamarla más bien un argumento -corrigió con afabilidad Carlos Gould-. En ese sentido se la he presentado a míster Holroyd.

– Y ¿qué ha dicho acerca de ello? -preguntó el ingeniero con franco interés.

– Ha dicho -manifestó el administrador, tras una breve pausa- que era necesario mantenerse firme hasta el último extremo y poner nuestra confianza en Dios. Supongo que los acontecimientos han de haberle sorprendido un poco -prosiguió Gould-, pero, dado que así suceda, él está muy lejos de aquí, ¿sabe usted?, y, como dicen en este país, Dios está muy alto.

La risa de aprobación del ingeniero se extinguió al pie de la escalera, donde la Madona con el Niño en brazos parecía mirar, desde su nicho, la espalda del que se alejaba.

Capítulo VI

Profundo silencio reinaba en la casa Gould. Su dueño siguió el corredor, abrió la puerta del cuarto que le estaba reservado y halló allí a Emilia sentada en una enorme poltrona -la usada por él para fumar-, mirándose a los menudos zapatos con expresión meditabunda. Ni siquiera alzó los ojos para mirar a su esposo.

– ¿Cansada? -pregunto Carlos.

– Un poco -respondió la interrogada, y luego añadió en sentido tono, sin levantar la vista-: Hay en todo esto un no sé qué de horrible pesadilla.

Carlos Gould, de pie ante la luenga mesa, cubierta de papeles, sobre los que yacían un látigo de montar y un par de espuelas, se quedó mirando a su mujer.

– El calor y el polvo han debido de ser insoportables esta tarde a la orilla del mar -musitó con acento compasivo-. El reverbero del agua, abrasador y asfixiante.

– Yo puedo no parar mientes en tales molestias, pero me es imposible, mi querido Carlos, cerrar los ojos ante tu situación, ante ese espantoso levantamiento…

Ahora mudó de expresión para contemplar el semblante de su marido, del que había desaparecido toda señal de conmiseración y de cualquier sentimiento.

– ¿Por qué no me dices algo? -le preguntó con acento lloroso.

– Creí que me habías entendido perfectamente desde el principio -dijo Carlos Gould con calma-. Imaginaba que nos habíamos dicho cuanto teníamos que decirnos, mucho tiempo ha. Ahora no hay nada que decir. Había que hacer algunas cosas. Las hemos hecho, y seguimos haciéndolas. No es este el momento de retroceder. Aunque, a mi juicio, no ha sido posible nunca. Y lo que es más, ni siquiera nos es dable permanecer inactivos.

– ¡Ah! ¡Si al menos supiera una hasta dónde piensas llegar! -exclamó ella con fingida jovialidad, pero temblando interiormente.

– Hasta el término de mi proyecto, por lejano que esté -respondió Carlos con una resolución que obligó a su esposa a reprimir con trabajo un estremecimiento.

Emilia se levantó sonriendo con gracia, y su menuda persona parecía empequeñecida más aún por la profusa mata de su cabello y la larga cola de su bata.

– Pero siempre para triunfar -repuso en tono convencido.

Carlos Gould, envolviéndola en la mirada de acero de sus ojos azules, respondió sin vacilar:

– ¡Oh! No hay más remedio. No queda otra alternativa.

Dijo esto poniendo en el acento una seguridad inmensa. En cuanto a las palabras, eran las únicas que su conciencia le permitía pronunciar. La, señora de Gould prolongó su sonrisa algo más de lo debido, y musitó:

– Voy a dejarte. Tengo un pequeño dolor de cabeza. El calor, el polvo eran realmente… Supongo que volverás a la mina antes de amanecer, ¿no es eso?

– A media noche -respondió Carlos Gould-. Bajaremos mañana la plata. Después pasaré contigo en la ciudad tres días de descanso.

– ¡Ah! ¿De modo que vas al encuentro de la escolta? A las cinco estaré en el balcón para verte pasar. Hasta entonces ¡adiós!

Carlos contorneó rápidamente la mesa, tomó las manos de su esposa e, inclinándose, las oprimió contra sus labios. Antes de enderezarse y levantar el rostro a la elevada altura de su talla, Emilia desasió su diestra para darle una palmadita en el carrillo, como si fuera un chiquillo.

– Procura descansar algo un par de horas, -murmuró mirando a la hamaca, colgada en un rincón retirado del cuarto. Su larga cola se arrastró rozando con un suave fru-fru las rojas baldosas. Al llegar a la puerta, volvió la cabeza.

Dos grandes lámparas con globos de vidrio deslustrado bañaban en dulce y abundante luz las cuatro paredes de la habitación, con la vitrina de armas, la empuñadura de bronce del sable de caballería, usada por Enrique Gould, resaltando sobre su cuadro de terciopelo, y la acuarela de la garganta montañosa de Santo Tomé. Y la señora de Gould, fijando la vista en el marco de madera negra de la última, suspiró:

¡Ah! ¡Si hubiéramos dejado en paz todo eso, Carlitos!

¡No! -replicó él con aire tétrico-; ¡era imposible!

– Quizá tengas razón -admitió Emilia resignada. Sus labios temblaron un poco, pero sonrió con exquisita valentía-. Hemos levantado muchas serpientes en ese paraíso, ¿no es verdad, Carlitos?

– Sí, ahora recuerdo que don Pepe llamó a la garganta de la mina el paraíso de las serpientes -confirmó Carlos Gould-. Sin duda hemos hecho salir a muchas de su quietud; pero recuerda, querida, que no es ahora cuando has pintado ese boceto. -Y movió la mano hacia el cuadrito que pendía solo en la gran pared desnuda-. Ya no es un paraíso de serpientes; hemos llevado allí a seres humanos, y no podemos volverles la espalda para ir a empezar en otra parte una nueva vida.

Quedóse contemplando a su esposa con mirada firme y decidida, a la que ella respondió tomando una expresión de valor e intrepidez. Luego salió cerrando la puerta con suavidad.

En contraposición con el cuarto, tan bañado en blanca iluminación, la galería, sumida en suave penumbra, ofrecía la calma misteriosa de un claro de bosque, sugerido por los tallos y hojas de las plantas dispuestas a lo largo de la balaustrada. En los cuadrángulos de luz, proyectados por las puertas abiertas de las salas, las corolas blancas, rojas y lila pálido, brillaban como si recibieran la luz solar; y la señora de Gould, al moverse entre ellas, resaltaba con la viveza de una figura, vista en los trozos de sol que interrumpen en las selvas espesas la sombra de los escampados. Las piedras de los anillos que adornaban su mano, al llevársela a la frente, destellaron a la luz de la lámpara del salón, colocada cerca de la puerta.

– ¿Quién está ahí? -preguntó con sobresalto-. ¿Es usted, Basilio?

Miró al interior y vio a Martín Decoud que andaba de una parte a otra, como si buscara algún objeto perdido entre las sillas y las mesas.

– Antonia se ha dejado olvidado aquí el abanico -respondió Decoud con un aire de distracción desusada-; y he entrado a ver si lo hallo.

Pero, mientras hablaba, abandonó la búsqueda y se fue derecho a la señora de Gould, que le miró con perplejidad y sorpresa.

– Señora -empezó en voz baja…

– ¿Qué es ello, don Martín? -preguntó el ama de casa; y añadió luego con una leve sonrisa, como disculpando la ansiedad de la pregunta-: Estoy tan nerviosa hoy…

– No hay peligro inmediato -respondió Decoud, que no podía disimular su turbación-. La ruego a usted que no se apure. No realmente, no debe usted apurarse.

La señora de Gould, muy abiertos los ojos ingenuos, y en los labios una sonrisa forzada, se apoyó con la menuda mano, guarnecida de joyas, en el batiente de la puerta.

– Quizá no se imagina usted el sobresalto que me ha causado al presentarse así, tan inesperadamente.

– ¡Sobresalto! ¡Yo! -protestó, sinceramente molestado y sorprendido-. Pues le aseguro a usted que yo estoy muy tranquilo. Que se ha perdido un abanico…, bien, ya aparecerá. Creo que no está aquí. Es un abanico lo que busco. No me explico cómo Antonia pudo… ¡Hola! ¿Lo ha hallado usted, amigo?

– No, señor -respondió detrás de la señora la suave voz de Basilio, el mayordomo de casa-. Me parece que la señorita no lo ha dejado aquí.

– Ande usted y vuelva a buscarlo en el patio. Haga el favor, amigo: registre las escaleras, debajo de la puerta, las losas del patio, una por una; no deje usted de mirarlo bien todo, hasta que yo baje… Ese individuo -prosiguió, hablando en inglés a la señora de Gould- anda siempre husmeando detrás de uno con su silencioso andar de gato. Inmediatamente llegar le mandé buscar el abanico para justificar mi reaparición, mi vuelta repentina.

Calló, y la señora le dijo en tono afable:

– Usted será siempre bien recibido en esta casa -y tras breves segundos añadió-: Pero estoy esperando que me diga usted la causa de su regreso.

Decoud afectó de pronto la mayor indiferencia.

– No puedo sufrir que se me espíe. ¡Ah!, ¿la causa? Sí, hay una causa; algo más se ha perdido que el abanico de Antonia. Mientras iba a casa, después de acompañar hasta la suya a don José y Antonia, el capataz de cargadores, que pasaba a caballo, se acercó a hablarme.

– ¿Les ha ocurrido algo a los Viola? -inquirió la señora de Gould.

– ¿Los Viola? ¿Se refiere usted al viejo garibaldino, patrón del hotel donde paran los ingenieros? Allí no hay novedad. El capataz no me habló de ellos; únicamente me dijo que el telegrafista de la Compañía del Cable andaba sin sombrero por la plaza, buscándome. Hay noticias del interior, señora de Gould…, o por mejor decir, rumores de noticias.

– ¿Satisfactorios? -indagó la señora en voz baja.

– Sin importancia, a mi juicio. Pero, así y todo, debo calificarlos de malos. Parece que durante dos días se ha dado una batalla cerca de Santa Marta, y que los riveristas han salido derrotados. De esto debe de hacer ya algún tiempo -tal vez una semana. El rumor acaba de llegar a Cayta, y el encargado de la estación del cable lo ha comunicado a su colega de aquí. Si lo hubiéramos sabido a tiempo, podríamos habernos quedado con Barrios en Sulaco.

– ¿Y se puede hacer algo ahora? -murmuró la señora de Gould.

– Nada. Todavía está en el mar con las tropas. En un par de días llegará a Cayta y allí recibirá la noticia. ¿Quién es capaz de decir lo que hará? ¿Sostenerse en Cayta? ¿Ofrecer su sumisión a Montero? ¿Disolver su ejército?… Esto último es lo más probable; y en tal caso, él partiría en uno de los vapores de la Compañía O.S.N. hacia el sur o hacia el norte…, a Valparaíso o a San Francisco, lo mismo da. Nuestro Barrios es hombre curtido en destierros y repatriaciones, contingencias que marcan los puntos en el juego de la política.

Y cambiando una mirada de inteligencia con su interlocutora, añadió, como aventurando un plan:

– Sin embargo, si tuviéramos aquí a Barrios con sus dos mil fusiles modernos, algo podría haberse hecho.

– ¡Montero victorioso, enteramente victorioso! -musitó con un dejo de incredulidad la señora de Gould.

– Una bola, probablemente. En los tiempos que corren abundan los noticiones falsos. Y, aunque fuera cierto, ¿qué? Pongámonos en lo peor y demos que sea cierto.

– Entonces todo está perdido -afirmó la señora de Gould con la calma de la desesperación.

De pronto pareció adivinar, pareció descubrir la tremenda excitación de Decoud, embozada en el manto de una fingida indiferencia. En realidad se veía el verdadero estado de ánimo de Decoud en su mirada audaz y vigilante, en la curva entre provocadora y despectiva de sus labios. A ellos acudió una frase francesa, como si para este costaguanero del bulevar no pudiera expresarse lo que sentía en otro idioma:

– Non, Madame. Rien n'est perdu.

Estas palabras electrizaron a la señora de Gould, sacándola de su pasmado abatimiento, y así preguntó al punto con viveza:

– ¿Qué piensa usted hacer?

Pero notábase ya algo de irónico en la reprimida excitación de Decoud.

– ¿Qué puede usted esperar de un costaguanero? Otra revolución, claro está. Le aseguro a usted por mi honor, señora, que me creo un verdadero hijo del país, diga lo que quiera el padre Corbelán. Y tampoco soy tan incrédulo que no tenga fe en mis propias ideas, en mis propios remedios, en mis propias aspiraciones.

– ¡Seguramente! -dijo la señora de Gould con acento de duda.

– Usted parece no creerlo -continuó Decoud, volviendo a expresarse en francés-. Por lo menos admita usted que tengo fe en mis pasiones.

La señora aceptó esta adición sin vacilar. Lo comprendía perfectamente, sin que él lo afirmara.

– Estoy dispuesto a todo por el amor de Antonia. No hay nada que no me atreva a emprender, ni peligro que no me sienta con ánimo de arrastrar.

Decoud parecía hallar una revivificación de su osadía en pregonar sus pensamientos; y añadió:

– Seguramente no me creería usted si le dijera que es el amor del país el que…

La señora hizo con el brazo un gesto de protesta desalentada, como expresando que no lo esperaba de nadie.

– Una revolución en Sulaco -prosiguió Decoud en voz baja, pero con vehemencia-. Aquí puede servirse a la Gran Causa, en el mismo sitio donde ha comenzado, en el lugar de su nacimiento, señora de Gould.

Esta frunció el ceño, y se mordió pensativa el labio inferior, retirándose un poco de la puerta.

– No vaya usted a decir nada de esto a su marido -la intimó Decoud con ansiedad.

– ¿Es que no necesitará usted su ayuda?

– Sin duda la necesitaré -admitió Decoud sin vacilar-. Todo gira sobre la mina de Santo Tomé; pero yo preferiría que no supiera nada por ahora de mis planes.

El semblante de la señora de Gould expresó un sentimiento de perplejidad; y Decoud, acercándosele, le explicó confidencialmente.

– Lo digo porque, ¡como es tan idealista…!

La esposa de Carlos Gould se ruborizó, ensombreciéndose a la vez sus ojos.

– ¡Su Carlos un idealista! -exclamó como hablando maravillada consigo misma-. ¿Qué sentido puede usted atribuir a esa palabra tratándose de un hombre eminentemente práctico y positivo?

– Sí -concedió Decoud-; comprendo que le asombre a usted mi expresión, teniendo a la vista la mina de Santo Tomé, el hecho más real de toda la América del Sur. Pero repare usted que aun ese hecho le ha idealizado hasta un punto… -Guardó silencio por un momento- ¿Conoce usted, señora, hasta qué extremo ha idealizado la existencia, el valor, el significado de la mina de Santo Tomé? ¿Está usted enterada de ello?

Sin duda hablaba con conocimiento de causa, y el efecto que esperaba se produjo. La señora de Gould, a punto de exaltarse, se dominó de pronto exhalando un suspiro que parecía una queja.

– ¿Qué es lo que sabe usted? -preguntó con voz débil.

– Nada -respondió Decoud con firmeza-. Pero ¿no se hace usted cargo de que es inglés?

– Y ¿qué quiere usted decir con eso? -preguntó la señora.

– Sencillamente que no sabe hacer nada, ni siquiera vivir sin idealizar sus menores sentimientos, deseos y actos. No creerá en el valor de sus móviles si primero no los hace entrar, como partes integrantes, en algún cuento de hadas. Hombres como él no son para vivir en el mundo. Espero que me perdone usted la franqueza. Además, que la perdone usted o no, mi afirmación no es más que una de tantas verdades que hieren -¿cómo lo diré?- las susceptibilidades anglosajonas, y en este momento no me siento con fuerzas para considerar si tiene alguna base sólida el modo de pensar de su marido, y también el de usted, dicho sea con todo respeto.

La señora de Gould no dio muestras de ofenderse y se limitó a decir:

– Supongo que Antonia le comprenderá a usted perfectamente.

– ¿Comprender? Bien, sí. Pero no estoy seguro de su aprobación. Sin embargo, no importa. Soy bastante honrado para manifestárselo a usted, señora.

– Pero, en resumen, ¿lo que usted pretende es una separación?

– Por supuesto, una separación -declaró Martín-; una separación de toda la Provincia Occidental, arrancándola de un organismo agitado por constantes convulsiones. Pero mi fin principal, el único que me tiene con cuidado, es no separarme de Antonia.

– Y ¿eso es todo? -preguntó la señora de Gould sin severidad.

– Absolutamente todo. Yo no me forjo ilusiones sobre los móviles que me impulsan. Ella no quiere dejar a Sulaco por mí; de consiguiente Sulaco debe dejar abandonado a su suerte al resto de la República. No cabe decirlo con mayor franqueza. A mí me gustan las situaciones claramente definidas. Yo no puedo separarme de Antonia; luego la República una e indivisible de Costaguana debe separarse de su Provincia Occidental. Por fortuna este modo de pensar coincide con una sana política.

»Hay que salvar de la anarquía la parte más rica y fértil del país. Personalmente esto me interesa poco, muy poco; pero es un hecho que el establecimiento de Montero en el poder significaría para mí una sentencia de muerte. En todas las proclamas de amnistía general que he visto, se exceptúa de un modo especial mi persona con algunas otras. Los dos hermanos me odian, como usted puede comprender, señora de Gould; y ahora nos encontramos con que corre el rumor de haber salido victoriosos. Dirá usted que, aun suponiéndolo cierto, me sobre tiempo para huir.

Un leve murmullo de protesta por parte de la señora le hizo detenerse un momento, fijando en ella una mirada sombría y resuelta.

– ¡Oh! Seguramente lo haría, señora de Gould. Huiría, si ello sirviera para lograr lo que por ahora es mi único deseo. Tengo bastante valor para decirlo y hacerlo. Pero las mujeres, aun nuestras mujeres, son idealistas. Antonia es la que no quiere huir. Una nueva especie de vanidad.

– ¿Vanidad, lo llama usted? -replicó la señora de Gould con voz ahogada.

– Llámelo usted orgullo, si le parece, que, según el padre Corbelán, es pecado mortal. Por lo que a mi toca, lo que yo siento no es orgullo, sino un amor bastante fuerte para no permitirme huir. Además quiero vivir. No hay amor para los muertos. Por consiguiente es necesario que Sulaco no reconozca al vencedor Montero.

– Y ¿cree usted que mi marido le prestará su apoyo?

– Se me figura que pudiera resolverse a hacerlo, como buen idealista, al descubrir en mis planes una base sentimental para su acción. Con todo eso, yo no le hablaré de ellos; los hechos por sí solos no le dirán nada. Lo mejor para él es que se convenza a su modo. Y, además, no ocultaré que en mi situación actual no estoy para respetar ni sus razones, ni aun las de usted, señora de Gould. Soy franco.

Era evidente que Emilia estaba resuelta a no darse por ofendida. Sonrió vagamente con aire de meditar lo que había oído. Hasta donde podía juzgar por las confidencias incompletas de Antonia, ésta comprendía a su amante. A todas luces, había en su plan, o por mejor decir, en su idea, un arbitrio que daba lugar a esperanzas de salvación. Además, el proyecto, juicioso o disparatado, no causaría grave daño. Esto sin contar con que cabía muy bien que los rumores de la victoria de Montero carecieran de todo fundamento.

– Y bien, ¿puede usted decir lo que usted intenta?

– Es muy sencillo. Barrios ha partido; dejémosle seguir su viaje; podrá conservar Cayta, que es la puerta de la ruta marítima para venir a Sulaco. Los monteristas no son capaces de enviar por las montañas fuerzas suficientes, ni siquiera para habérselas con la gente de Hernández. Entre tanto, organizaremos aquí la resistencia, y para ello el mismo Hernández nos será útil. Aun siendo un simple bandido, ha sabido derrotar a tropas regulares; mucho mejor lo hará si se le nombra coronel y hasta general. Usted, señora, conoce bastante el país, para no maravillarse de lo que estoy diciendo. La he oído afirmar que ese pobre bandido era un ejemplo vivo y palpitante de la crueldad, la injusticia, la estupidez y la tiranía que arruina las almas y las fortunas de los hombres en Costaguana. Pues bien, habría sin duda una especie de desquite caballeresco en el hecho de que ese hombre se alzara en armas para destruir los males que le arrancaron de su condición de honrado ranchero empujándole a una vida de crimen. ¿No es verdad que se percibe en ello una simpática idea de desquite?

Decoud había pasado sin esfuerzo del castellano al inglés, lengua que hablaba con propiedad y corrección, pero ceceando demasiado.

– Piense usted en sus hospitales, en sus escuelas, en sus madres enfermas y viejos inválidos, en toda esa población que usted y su esposo han reunido en la garganta de Santo Tomé. ¿No pesa sobre la conciencia de ustedes la suerte que va a correr esa gente? ¿No merece eso hacer otro esfuerzo, que no es tan desesperado como parece, antes que…?

Decoud acabó de expresar su pensamiento con un movimiento del brazo, que indicaba destrucción; y la señora de Gould volvió a un lado la cara con expresión de horror.

¿Por qué no le dice usted todo eso a mi esposo? -preguntó sin mirar a su interlocutor, que permanecía observando el efecto de sus palabras.

¡Ah! Pero don Carlos es tan inglés… -empezó, y la señora de Gould le interrumpió diciendo:

– Deje usted eso en paz, don Martín. También es costaguanero… y más que usted.

– Sentimental, sentimental -replicó Decoud en tono de afable y lisonjera cortesía-. Sentimental al uso extraño de la gente de su raza. Vengo observando al Rey de Sulaco desde que llegué aquí con una comisión estúpida y tal vez impelido por alguna traición del hado, que suele acechar oculto en los imprevistos incidentes de nuestra vida. Pero no importa. Yo no soy sentimental. La vida no es para mí una novela sacada de un bonito cuento de hadas. No, señora de Gould; yo soy práctico y no tengo miedo a los móviles que inspiran mi conducta. Pero, perdóneme usted; me dejo arrastrar un tanto. Lo que quiero decir es que he venido observando. Y no le diré a usted lo que he descubierto…

– No; es inútil -musitó la señora volviendo otra vez la cara.

– Lo es, menos el hecho de que su esposo no me mira con buenos ojos. Es una minucia que en las circunstancias presentes parece adquirir una importancia perfectamente ridícula. Ridícula e inmensa; porque, naturalmente, el dinero se necesita para mi plan. -Reflexionó un instante, y luego añadió significativamente-: Y tenemos que habérnoslas con dos sentimentales.

– No le entiendo a usted del todo, don Martín -expuso la señora con frialdad, conservando el tono de reserva- Pero, suponiendo que le entendiera, ¿quién es el otro?

– El gran Holroyd de San Francisco; ¿quién había de ser? -murmuró Decoud-. Creo que me entiende usted muy bien. Las mujeres son idealistas, pero a la vez muy perspicaces.

Fuera la que fuere la razón de este último calificativo, tan lisonjero como malsonante, la señora de Gould no dio muestras de hacer caso. El nombre de Holroyd había despertado en ella nuevas inquietudes.

– El convoy de la plata bajará mañana al puerto; ¡la labor de seis meses, don Martín! -exclamó acongojada.

– Déjele usted que baje -le susurró Decoud muy serio casi al oído.

– Pero si el rumor de la derrota se propaga y, sobre todo, si resulta cierto, estallarán desórdenes en la ciudad -objetó ella.

Decoud reconoció que era posible. Conocía a los hijos de Sulaco y su campo, todos ellos de genio tétrico, ladrones, vengativos y sanguinarios, a pesar de las excelentes cualidades de sus hermanos del llano. Y luego había que contar con el otro sentimental, que atribuía un extraño valor idealista a los hechos concretos. Era menester que no se interrumpiera el curso de la corriente de plata hacia el norte, volviendo después en forma de apoyo financiero de la gran banca Holroyd. Para el proyecto de Decoud las barras de plata, guardadas allá arriba en la montaña en el sólido almacén de la mina, valían menos que si fueran de plomo, porque en este caso servirían para hacer balas. Así pues, que bajaran enhorabuena al puerto, prontas a ser embarcadas.

El primer vapor que saliera con rumbo al norte se las llevaría para salvar la mina de Santo Tomé, fuente de tanta riqueza. Y, además, indicó apresuradamente en tono de gran convicción, tal vez el rumor carezca de fundamento.

– Como quiera que fuere, señora -concluyó Decoud-, podemos mantenerlo secreto por muchos días. He estado hablando con el telegrafista en medio de la Plaza Mayor, sin que hubiera nadie por allí cerca; de modo que estoy seguro de que no nos han oído. Y ahora voy a decirle a usted otra cosa. He trabado amistad con Nostromo, el capataz, y esta misma tarde hemos tenido una conversación, caminando yo al lado de su yegua, mientras salía de la ciudad. Pues bien, me prometió que si sobreviene un alboroto por cualquier motivo -aunque fuera por la mayor de las razones políticas, ¿me entiende usted?-, sus cargadores, que son una parte importante del populacho, se pondrán del lado de los europeos.

– ¿Le ha prometido a usted eso? -inquirió con interés la señora de Gould-. ¿Qué razón le movió a hacerle esa promesa?

– Palabra de honor, señora; lo ignoro -declaró Decoud en tono de ligera sorpresa-. Es cierto que me lo prometió; sin embargo, no puedo decirle a usted la razón de ello. Habló con su habitual indiferencia, que, a no tratarse de un vulgar marino, me hubiera parecido fantochería o fingimiento.

Interrumpióse para mirar con curiosidad a la señora de Gould.

– En resumen -continuó-, supongo que espera sacar de ello alguna ventaja personal. No debe usted perder de vista que, para ejercer el ascendiente de que goza entre la clase baja, necesita poner un tanto en peligro su vida y repartir con profusión su dinero. El prestigio personal, si es sólido, hay que pagarlo en una forma o en otra. Después de hacernos amigos en un baile, dado en la posada de un mejicano al lado mismo de la muralla, me dijo que había venido aquí a hacer su fortuna. De modo que tal vez considere ese prestigio como una especie de capital puesto a lucro.

– Bien pudiera buscar una satisfacción de su amor propio -objetó la señora de Gould con el tono de estar rechazando una acusación inmerecida-. Viola, el garibaldino, con quien ha vivido algunos años, le llama "el incorruptible".

– ¡Ah! ¿Pertenece al grupo de los protégés de usted en la zona esa del puerto? Muy bien, Y el capitán Mitchell le llama "el admirable". No tienen fin las historias que he oído acerca de su valor, audacia y fidelidad. Cuentan y no acaban. ¡Hum! ¡Incorruptible! Sin duda es un título honroso para el capataz de cargadores de Sulaco. ¡Incorruptible! Muy bonito, pero vago. Con todo eso, le tengo por hombre sensato, y en tal supuesto es como he entablado relaciones con él.

– Prefiero creerle desinteresado y, por tanto, persona de toda confianza -replicó la señora de Gould en el tono mas cercano al desabrimiento de que su genio era capaz.

– Bien, si así es, la plata estará más segura. Que baje el convoy, señora, y salga luego para el norte, a fin de que vuelva a nuestro poder convertida en crédito.

La señora de Gould miró a lo largo del corredor hacia la puerta del cuarto de Carlos. Decoud, observándola como si la esposa del hombre que había de manejar ese crédito tuviera en sus manos la suerte que había de correr su soñada unión con Antonia, descubrió una venia de asentimiento, apenas perceptible. Inclinóse él sonriendo, y sacó del bolsillo interior de su chaqueta un abanico de plumas finas montadas sobre varillas de sándalo.

– Lo he traído en el bolso para justificar la supuesta pérdida y mi extemporáneo regreso. ¡Buenas noches, señora!

Y se retiró después de hacer una nueva inclinación.

La dueña de la casa continuó por el corredor, alejándose de la habitación de su esposo. La amenaza que se cernía sobre la mina de Santo Tomé le oprimía el corazón. Hacía ya mucho que había empezado a temer una desgracia. La mina fue primero una idea curiosa. Poco a poco observó con recelo que se iba trocando en un fetiche, y ahora este fetiche se había transformado en un peso enorme y aplastante. Era como si la inspiración que animara los primeros años de vida conyugal hubiera abandonado su corazón, convirtiéndose en un muro de ladrillos de plata, levantado por la silenciosa labor de genios malignos entre ella y su esposo. Éste parecía vivir aislado dentro de una circunvalación del precioso metal, dejándola a ella fuera con su escuela, su hospital, las madres enfermas y los ancianos impedidos, vestigios sin valor de la noble concepción inicial. "¡Qué sería de esa pobre gente!" murmuró para sí.

La voz de Martín Decoud resonó con claridad en el patio diciendo:

– He hallado el abanico de la señorita Antonia, Basilio. Aquí está.

Capítulo VII

En lo que Decoud hubiera llamado su sano materialismo entraba como parte substancial no creer posible una verdadera amistad entre hombre y mujer.

La única excepción que admitía en esta regla general la confirmaba plenamente, a su juicio. La amistad era posible entre hermano y hermana, entendiendo por amistad la comunicación franca con otro ser humano de las propias ideas y sentimientos, o dicho de otro modo, la sinceridad sin restricciones e impulsiva de la propia vida intima propendiendo a obtener por reacción las profundas simpatías de otra persona.

La confidente de Martín Decoud en cuanto a sus pensamientos, acciones, propósitos, dudas y hasta fracasos… era su hermana predilecta, el bello ángel de genio algo autoritario y voluntarioso, que gobernaba la familia en el primer piso de una preciosa casa de París.

"Prepara a nuestra pequeña tertulia de ésa para acoger de buen grado el nacimiento de otra república sudamericana. Una más o menos, ¿qué importa? Muchas brotaron quizás como flores envenenadas en el terreno abonado de instituciones corrompidas; pero la semilla de ésta ha germinado en el cerebro de tu hermano, y eso debe bastar para merecerle tu ferviente aprobación. Te escribo la presente a la luz de una vela, en una especie de posada, cerca del puerto, la cual tiene por patrón a un italiano llamado, Viola, protégé de la señora de Gould. El edificio, que, según mis noticias, hubo de ser construido hace tres siglos por uno de los conquistadores, arrendatario de la pescadería de perlas, es tan silencioso como un convento de cartujos. En el llano, entre la ciudad y el puerto, reina el mismo silencio, pero menos oscuridad porque las cuadrillas de obreros italianos que dan guardia a la vía férrea han encendido hogueras a lo largo de ella. No estaban tan tranquilos ayer estos alrededores. Hemos tenido una revuelta espantosa, un repentino levantamiento del populacho, y no ha quedado suprimido hasta hora avanzada de hoy. Su intento fue el saqueo, pero se frustró, como ya sabrás por el cablegrama enviado vía San Francisco y Nueva York la noche pasada, cuando estaba todavía abierto el servicio. En ese despacho habrás leído que la vigorosa intervención de los europeos del ferrocarril ha salvado de la destrucción a la ciudad, y puedes creerlo. Yo mismo escribí el cable. Aquí no tenemos ningún corresponsal de la agencia Réuter. He sido uno de los que han hecho fuego contra las turbas desde las ventanas del club en compañía de algunos otros jóvenes de posición. Nuestro fin era mantener limpia de revolucionarios la calle de la Constitución para facilitar el éxodo de las señoritas y niños que se han refugiado a bordo de un par de barcos mercantes, anclados ahora en este puerto. Eso fue ayer. También te habrás enterado por el cable de que el presidente Rivera, que había desaparecido después de la batalla de Santa Marta, ha venido a parar a Sulaco por una de esas extrañas coincidencias casi increíbles, cabalgando en una mula coja, y ha llegado aquí en lo más recio de la lucha en las calles. Parece ser que ha huido en compañía de un acemilero, llamado Bonifacio, al través de las montañas, y que intentando escapar de Montero, vino a caer en las manos de una turba enfurecida.

"El capataz de cargadores, el marinero italiano de quien te he hablado anteriormente, le ha salvado de una muerte infame. Ese hombre parece tener el don singular de hallarse en el sitio donde hay que hacer algo que llame la atención.

"Estuvo conmigo a las cuatro de la mañana en las oficinas del Porvenir, adonde había venido muy de madrugada para avisarme del motín que se preparaba, y a la vez para asegurarme que mantendría a sus cargadores a favor del orden. Cuando amaneció del todo, pudimos contemplar juntos a la muchedumbre, compuesta de gente de a pie y a caballo, que se había reunido en la plaza y arrojaba piedras a las ventanas de la Intendencia. Nostromo (así le llaman aquí) me señaló con el dedo a sus cargadores mezclados con la multitud.

"El sol tarda en brillar sobre Sulaco, porque primero tiene que elevarse por encima de las montañas. Como la claridad de la mañana era superior a la del crepúsculo, Nostromo pudo divisar al final de la calle, más allá de la catedral, a un hombre a caballo, que al parecer se hallaba en grave apuro, acosado por un grupo de gentuza. Al punto me dijo: 'Es un forastero. ¿Qué estarán haciendo con él?' Luego sacó el pito de plata que suele usar en el muelle (al parecer tiene a menos gastar otro metal menos precioso) y silbó dos veces, haciendo la señal convenida sin duda con sus cargadores. Tras esto, salió corriendo, y los obreros del puerto se congregaron a su alrededor.

"Yo le imité, pero no llegué a tiempo de incorporarme al grupo par salvar al forastero, cuya cabalgadura se había desplomado. Reconocido por la chusma como uno de los odiados aristócratas, me tuve por dichoso de poder refugiarme en el club, donde don Jaime Berges (recordarás que nos visitó en nuestra casa de París hace tres años) me puso en la mano una escopeta de caza. En el club estaban haciendo fuego ya desde las ventanas. Sobre las mesas de juego desplegadas había montoncitos de cartuchos. En el local se veían sillas derribadas, botellas rodando por el suelo entre barajas, esparcidas al suspender bruscamente los caballeros su pasatiempo para disparar contra la multitud. Casi todos los jóvenes habían pasado la noche en el club, esperando algún alboroto. En dos candelabros que ardían sobre las consolas, las bujías se habían consumido hasta las arandelas. Una gruesa tuerca de hierro, robada probablemente de los talleres del ferrocarril, arrojada desde la calle en el momento de entrar yo, rompió uno de los espejos que adornaban la pared.

"También vi a uno de los criados del club atado de pies y manos con los cordones de una cortina y tendido en un rincón. Creo, aunque no estoy seguro, haber oído a don Jaime decirme de prisa que habían sorprendido al maniatado poniendo veneno en los platos de la cena. Pero lo que recuerdo perfectamente es que clamaba sin cesar pidiendo misericordia, y que nadie le hacía caso ni se cuidaba de amordazarle. Sus gritos eran tan desagradables, que estuve medio tentado a hacerlo yo. Sin embargo, no había que gastar tiempo en menudencias y, ocupando mi puesto en una de las ventanas, empecé a disparar.

"Hasta después por la tarde no supe quién era el individuo a quien Nostromo con sus cargadores y algunos obreros italianos había logrado salvar del furor de la canalla. Repito que ese hombre sabe desplegar una rara energía en todas las grandes ocasiones. Le hablé de ello cuando ya estaba restablecido en parte el orden en la ciudad, y su respuesta me dejó algo sorprendido. Me dijo con cierto malhumor: 'Y ¿cuánto me dan por ello, señor?' Entonces me ocurrió que tal vez su vanidad se diera por satisfecha con la adulación del pueblo bajo y la confianza de sus superiores."

Decoud se detuvo para encender un cigarrillo, y a continuación, sin levantar la cabeza de lo escrito, echó una bocanada de humo, que pareció rebotar sobre el papel. Luego tomó de nuevo el lapicero:

"Eso fue anoche en la plaza, cuando el capataz estaba sentado en las escaleras de la catedral, con las manos entre las rodillas, sujetando las bridas de su famosa yegua plateada. Durante el día entero había capitaneado espléndidamente su cuerpo de cargadores. Parecía fatigado. En cuanto a mí, no sé cuál sería el aspecto de mi persona. Supongo que estaría muy sucio, pero a la vez con cara satisfecha, si no me engaño.

"Por el tiempo en que el fugitivo Presidente había sido llevado al vapor Minerva, la suerte de la refriega estaba ya decidida contra el populacho, que, arrojado del puerto y de las principales calles de la ciudad, tuvo que replegarse a su laberinto de ruinas y a sus tolderías. Ya comprenderás que este alboroto, enderezado a apoderarse de la plata de Santo Tomé almacenada en los sótanos de la Aduana (y saquear además todas las casas de los ricos), había adquirido color político por el hecho de haberse puesto a la cabeza del movimiento dos miembros de la Diputación provincial, los señores Camacho y Fuentes, ambos representantes del Bolsón. Lo hicieron ya tarde, es verdad, cuando la multitud, defraudada en sus esperanzas de saqueo, se había hecho fuerte en las callejuelas, gritando: '¡Viva la Libertad! ¡Abajo el feudalismo! (¿Qué entenderá esa gente por feudalismo?) ¡Abajo los godos y los paralíticos!' Me figuro que los señores Camacho y Fuentes no ignoraban lo que se hacían. Son personas prudentes. En la Diputación se daban a sí propios el nombre de moderados, y defendiendo una filantropía romántica, se oponían a toda determinación enérgica de buen gobierno. Al circular los primeros rumores de la victoria de Montero, empezaron a modificar sus ideas utópicas con sutiles distinciones y a insultar al pobre don Justo López en su tribuna presidencial con una desvergüenza a la que el abochornado presidente no acertó a responder más que atusándose la barba y agitando la campanilla. Después, al confirmarse sin el menor linaje de duda la caída de la causa riverista, se han declarado sin rodeos liberales convencidos, procediendo de común acuerdo, como si fueran los gemelos siameses, y acabando con ponerse al frente del levantamiento en nombre de los principios monteristas.

"Su última evolución política a las ocho de la noche pasada consistió en organizarse en Comité Monterista, que, según mis noticias, tiene su domicilio en la posada de un torero retirado, de Méjico, gran político también, cuyo nombre he olvidado. Desde allí nos han enviado una comunicación a nosotros, los godos paralíticos del Club Amarillo (que tenemos también nuestro comité), invitándonos a concertar un arreglo provisional para una tregua, a fin de que -han tenido la impudencia de decirlo- 'la noble causa de la Libertad ¡no se manche con los criminales excesos del egoísmo conservador!' Cuando salí para ir a sentarme con Nostromo en las escaleras de la catedral, el club se ocupaba en considerar la respuesta adecuada, en la sala principal, cuyo piso se hallaba cubierto de casquillos de cartuchos disparados, vasos rotos, candeleras, rastros de sangre, y toda clase de muebles y utensilios, hechos pedazos.

"Pero todo esto es tonto. En la ciudad los únicos que poseen verdadera fuerza son los ingenieros del ferrocarril, cuyos obreros ocupan las casas desmanteladas que la Compañía ha comprado para su estación en un lado de la plaza, y Nostromo, capataz de los cargadores, que duermen en las Arcadas a lo largo de las tiendas de Anzani. En la plaza ardía una hoguera, hecha con muebles rotos, en su mayoría dorados, procedentes de los salones de la Intendencia; y la llama subía recta hasta tocar la estatua de Carlos IV. En las escaleras del pedestal yacía el cadáver de un hombre, boca arriba, los brazos abiertos y tendidos, cubierto el rostro con su sombrero -por la atención quizá de algún amigo. El resplandor del fuego doraba el follaje de los primeros árboles de la Alameda y proyectaba movedizos reflejos en la boca de una callejuela próxima, bloqueada por una aglomeración de carretas de bueyes y toros muertos. Sentado sobre uno de éstos, un revolucionario, enteramente embozado, fumaba un cigarrillo.

Como comprenderás, era una tregua.

"El único ser viviente que había en la plaza, además de nosotros, era un cargador, que iba y venía con un largo cuchillo desnudo en la mano, haciendo centinela delante de las Arcadas, donde sus compañeros estaban durmiendo. Y en el resto de la ciudad, envuelto en tinieblas, no brillaba otra luz que la de las ventanas del club en la esquina de la calle."

Después de escribir este largo relato, don Martín Decoud, el exótico dandy del bulevar parisiense, se levantó y cruzó el enarenado piso del café, situado en el extremo del Albergo d'Italia Una, del que era patrón Giorgio Viola, el antiguo compañero de Garibaldi. La litografía, crudamente coloreada, del Héroe Leal parecía mirar con sombría expresión, a la luz de la candela, al hombre que no creía en nada fuera de la verdad de sus propias sensaciones. Al asomarse por la ventana, Decoud tropezó con una oscuridad tan impenetrable, que no pudo divisar ni las montañas ni la ciudad, ni siquiera los edificios cercanos al puerto. No se percibía el menor sonido, como si la tremenda oscuridad del Golfo Plácido, saliendo del agua y derramándose por el interior de la costa, la hubiera dejado muda y ciega. Poco después, el joven sintió un ligero temblor del piso y percibió un ruido lejano de chocar de hierro. Una brillante luz blanca agujereó la oscuridad, y creció entre un fragor estruendoso. Era el material rodante, conservado en el apartadero de Rincón, traído ahora para mayor seguridad a los cercados de la estación del puerto. Como estremecimiento misterioso de las tinieblas, al ser rasgadas por el farol de la locomotora, el tren pasó en una ráfaga de atronador ruido junto al extremo de la casa haciéndola vibrar hasta en sus cimientos. Y nada se divisó con claridad, excepto la última plataforma donde iba un negro en calzoncillos, desnudo de la cintura arriba, que agitaba incesantemente con movimiento circular una antorcha, mantenida a distancia de su cuerpo con el brazo tendido. Decoud no se movió.

Detrás de él, sobre el respaldo de la silla de donde se había levantado, descansaba doblado su elegante abrigo parisiense, con forro de seda gris perla. Pero cuando se volvió para llegarse a la mesa, la luz de la candela le iluminó el rostro, que aparecía cubierto de tizne y arañazos. Sus sonrosados labios estaban ennegrecidos por el calor y el humo de la pólvora. Suciedad y roña empañaban el lustre de la corta barba. El cuello y los puños de la camisa se le habían arrugado; la corbata de seda azul le caía sobre el pecho como un pingajo; un barniz grasiento cruzaba su blanca frente. En el transcurso de unas cuarenta horas no se había mudado de ropa, ni usado el agua más que para beber un trago de prisa. La terrible inquietud de que estuvo dominado había dejado sobre él las huellas de una lucha desesperada, y puesto en sus ojos una expresión de aridez e insomnio. Con voz ronca y entre dientes murmuró: "No sé si habrá pan aquí", echó una mirada vaga a su alrededor, y luego se dejó caer en la silla, tomando de nuevo el lapicero. El estómago le avisaba de que habían transcurrido muchas horas sin tomar alimento.

Vínole a las mientes que nadie podía entenderle tan bien como su hermana. En el corazón más escéptico se insinúa, en trances de grave peligro de la vida, el deseo de dejar una impresión justa de los propios sentimientos, a modo de una luz que ponga al descubierto la personalidad arrebatada a otro mundo, adonde la investigación humana no puede llegar para descubrir la verdad que se llevan consigo los muertos. Por eso, en vez de buscar algo que comer, o dedicar algunas horas al sueño, Decoud siguió llenando las páginas de un grueso cuaderno con la carta para su hermana.

En la intimidad de aquella confidencia no le era dable hacer caso omiso de su abatimiento, extrema fatiga y apremiantes necesidades físicas. Recomenzó su escritura como si hablara con aquella a quien iba dirigida, y con la ilusión de tenerla ante sí, trazó la frase: "Tengo mucha hambre.

"Me siento oprimido angustiosamente por la soledad que me rodea -prosiguió- ¿Será tal vez por ser yo el único que conserva en su cerebro una idea concreta en medio del hundimiento general de todas las resoluciones, planes y esperanzas concebidas? Pero esta soledad es también muy real. Todos los ingenieros están fuera, desde hace dos días, velando por los intereses del Ferrocarril Central Nacional, la gran empresa de Costaguana, que ha de llenar de dinero los bolsillos de ingleses, franceses, norteamericanos, alemanes y Dios sabe cuántos más. Reina a mi alrededor un silencio fatídico. Sobre la parte media de esta casa se levanta una especie de primer piso, que tiene por ventanas unas aberturas estrechas parecidas a saeteras. Probablemente se usaron para defenderse a cubierto contra los salvajes en siglos pasados, cuando la persistente barbarie de nuestro país natal no se disfrazaba con las negras levitas de los políticos, sino se mostraba en los aullidos de hombres medio desnudos, con arcos y flechas en las manos.

"El ama de casa está agonizando allá arriba, creo que sola con su viejo marido. Hay una escalera estrecha, a propósito para ser defendida por un hombre contra una turba, y por ella se sube a las habitaciones superiores. Acabo de oír, al través del espesor del muro, que el pobre viejo baja por algo a la cocina. Cabría confundir ese rumor con el que hace un ratón en el agujero de una pared. Todos los criados huyeron ayer, y no han regresado aún; acaso no vuelvan jamás. Quedan aquí únicamente dos muchachas de corta edad. Su padre las ha mandado bajar a las habitaciones inferiores, y se han venido al café, quizá por estar yo aquí. Se han acurrucado juntas en un rincón, abrazadas una a otra. Las he oído hace unos minuto, y me siento más solitario que nunca."

Decoud se volvió en la silla y preguntó:

– ¿Hay pan en la casa?

Linda, la morena de cabello negro, movió negativamente la cabeza sobre la rubia de su hermana que reposaba en su pecho.

– ¿No podrías buscarme pan? -insistió Decoud.

La chica no se movió, y el joven divisó sus grandes ojos negros, que le miraban de hito en hito desde la oscuridad del rincón.

– ¿Tenéis miedo de mí? -preguntó Decoud.

– No -respondió Linda-; no tenemos miedo de usted, porque ha venido aquí con Gian Battista.

– ¿Quieres decir Nostromo?

– Los ingleses le llaman así, pero ese nombre no es de persona ni de animal -dijo la muchacha pasando suavemente la mano sobre la cabellera de su hermana.

– Pero él deja que todos se lo den -repuso Decoud.

– No en esta casa.

– ¡Ah!, bien, entonces le llamaré el capataz.

Decoud no prosiguió, y luego de escribir un rato, se volvió de nuevo.

– ¿Cuándo crees que regresará? -preguntó.

– Después de traerle a usted aquí, marchó con la yegua a la ciudad en busca del médico para la madre. No tardará en venir.

– Corre bastante peligro de que le maten de un tiro en el camino -murmuró Decoud para sí en tono perceptible.

Linda declaró con su voz de contralto:

– No hay quien se atreva a disparar un tiro a Gian Battista.

– ¿Lo crees tú así? -interrogó Decoud.

– Estoy cierta de ello -respondió la muchacha con gran convicción.

– No se requiere mucho valor para disparar un fusil detrás de un arbusto -se dijo Decoud entre dientes-. Por fortuna la noche es oscura, pues en otro caso, habría pocas probabilidades de salvar la plata de la mina.

Por tercera vez se dispuso a escribir en su cuaderno, echó un vistazo a las páginas escritas y empezó a mover el lapicero:

"Tal era la situación ayer, después de zarpar el Minerva llevándose al fugitivo Presidente, y después de haber sido rechazados los revolucionarios a los callejones de la ciudad. He enviado un cablegrama al extranjero dando noticia de lo que ocurre, y luego fui a sentarme con Nostromo en las escaleras de la catedral. ¡Cosa extraña! Las oficinas de la Compañía del Cable están en el mismo edificio que El Porvenir, y, no obstante eso, la multitud que ha arrojado mis prensas por la ventana y esparcido los tipos de imprenta por toda la plaza, ha respetado los aparatos del cable, instalados en el ala opuesta del patio. Mientras continuaba sentado con Nostromo, salió Bernardo, el telegrafista, de las Arcadas con una cinta de papel en la mano. El enano empleadillo se había atado a un enorme espadón y colgado al cinto una porción de revólveres. Es una figura ridícula, pero a la vez el alemán de su talla más valiente que manejó jamás un transistor Morse. Habrá recibido de Cayta el despacho comunicando que acaban de entrar en el puerto los transportes con el ejército de Barrios y acabando con las palabras: "Prevalece el mayor entusiasmo". Me alargué a la fuente para beber un trago de agua, y desde la Alameda se me disparó un tiro por alguien oculto detrás de un árbol. Pero bebí y no hice caso; con Barrios en Cayta y la gran Cordillera entre nosotros y el victorioso ejército de Montero, me pareció tener metido en el puño el nuevo Estado, a pesar de los señores Camacho y Fuentes. Sentí ganas de dormir, pero, en llegando a la casa Gould, hallé el patio lleno de heridos, acostados sobre paja. Las luces estaban encendidas-, y como la noche era calurosa y el patio forma un recinto cerrado, en el ambiente se notaba un débil olor de cloroformo y sangre. En un extremo, el doctor Monygham, el médico de la población minera, se ocupaba en vendar heridas; y en el otro, cerca de las escaleras, el padre Corbelán, arrodillado, oía en confesión a un cargador moribundo. La señora de Gould iba de una parte a otra, cargada con una gran botella y un paquete de algodón hidrófilo. Me vio entrar, y no me hizo la menor señal. Seguíala su camarera con otra botella, sollozando en silencio.

"He trabajado un rato sacando de la cisterna agua para los heridos. Tras esto, subí al primer piso, y allí me encontré a las principales señoritas de Sulaco, más pálidas que nunca, ocupadas en servir vendajes. No todas habían huido a los barcos, y buen número se refugiaron durante el día en la casa Gould. En el descansillo una joven con el cabello medio suelto estaba arrodillada junto a la pared, bajo el nicho de la Madona con veste azul y corona dorada. Creo que era la mayor de las señoritas López; no pude verle la cara, y recuerdo que me quedé mirando el alto talón francés su diminuto zapato. No hacía ruido alguno, ni se movía, ni sollozaba: permanecía rígida, semejando la estatua de la piedad ferviente, toda enlutada contra el blanco muro. Seguramente estaba tan serena como las otras señoritas pálidas, que vi llevando vendajes al doctor. Una de ellas, joven esposa de un anciano rico de la ciudad, sentada en lo alto de la escalera, desgarraba muy afanosa en tiras una pieza de lienzo. Interrumpióse para contestar moviendo la mano a mi inclinación, como si estuviera en su carruaje paseando por la Alameda.

"Las mujeres de nuestro país saben mostrar una fortaleza admirable durante las revoluciones. De sus rostros desaparecen el colorete y los polvos de perla, y de su comportamiento la pasividad con respecto a los sucesos públicos, impuesta desde la infancia por la educación, la tradición y la costumbre. Me acordé de tu rostro, que, aun siendo tú criatura, llevaba el sello de la inteligencia en lugar de esa careta de resignación y paciencia que aparece cuando alguna conmoción política desgarra el velo de los cosméticos y del habitual retraimiento.

"En la gran sala del primer piso celebraba sesión una especie de Junta de Notables, resto de la disuelta Diputación Provincial. Don Justo López tenía la mitad de la barba chamuscada por el fogonazo de un trabuco, cargado con trozos de hierro, que le habían disparado, sin que providencialmente le tocara ninguno de los proyectiles. Y, cuando volvía la cara de un lado a otro, causaba la impresión de haber dos hombres en la misma levita, uno de noble aspecto con respetables bigotes, y otro sucio y maltratado.

"Al entrar yo, gritaron todos: '¡Decoud! ¡Don Martín!' ¿Qué están ustedes deliberando? -les pregunté. Parecía no haber presidente, aunque don José Avellanos ocupaba la cabecera de la mesa. Respondieron todos juntos: 'Tratamos del modo de poner a salvo nuestras vidas y haciendas.' 'Hasta que lleguen las nuevas autoridades', me explicó don Justo con el lado solemne de su cara vuelto hacia mí. Esto fue un chorro de agua helada lanzado sobre mis fervorosos planes de lanzar un nuevo Estado. Sentí que me zumbaban los oídos, y la sala se oscureció como si se hubiera llenado de vapores.

"Me llegué a la mesa, ciego de indignación y tambaleándome con los vaivenes de un borracho. '¿Es posible que discutan ustedes la rendición?', exclamé. Todos permanecieron mudos, inclinada la cabeza sobre la hoja de papel, que cada uno tenía delante, Dios sabe para qué. Únicamente don José se tapó la cara murmurando: '¡Jamás!, ¡jamás!' Pero, al mirarle, me pareció que podía hacerle volar de un soplo: tan frágil, débil y agotado se encuentra. Suceda lo que quiera, no sobrevivirá al golpe recibido. El desengaño es demasiado terrible para un hombre de su edad. ¿No ha visto los pliegos de Cincuenta Años de Desgobierno que habíamos empezado a publicar en la imprenta de El Porvenir, alfombrando la plaza, flotando en las acequias, usados como tacos en los trabucos, después de cargarlos con tipos de imprenta, volando por el aire, pisoteados en el lodo? Hasta en el agua del puerto he visto flotar algunas páginas. No cabe esperar razonablemente que sobreviva. Sería una crueldad.

"¿Saben ustedes -les grité- lo que significa la rendición para ustedes, para sus mujeres, sus hijos, sus bienes?

"Declamé por espacio de cinco minutos sin tomar aliento, insistiendo en la espléndida ocasión que se nos ofrecía de conquistar nuestra independencia y en la ferocidad de Montero, de quien tengo averiguado que es tan gran bestia, como sin duda le gustaría serlo si poseyera inteligencia bastante para concebir un reinado sistemático de terror. Y luego, por otros cinco minutos o más, dirigí un llamamiento apasionado a su valor y virilidad con toda la vehemencia de mi ardiente amor a Antonia. Porque nunca habla un hombre con mayor elocuencia que cuando se inspira en un sentimiento personal, denunciando a un enemigo, defendiéndose a sí mismo o abogando por lo que ama en realidad más que a su vida. Troné contra ellos, querida mía. Hubiérase dicho que mi voz amenazaba con hender las paredes del salón, y cuando cesé de hablar, vi que todos miraban acobardados con expresión de desconfianza. ¡Y a eso se redujo todo el efecto de mi perorata! Únicamente don José había dejado caer la cabeza sobre el pecho. Acerqué mi oído para percibir lo que murmuraban sus labios y me pareció entender: '¡En el nombre de Dios, pues, Martín, hijo mío!' No sé si fue eso precisamente, pero estoy cierto de que mentó el nombre de Dios. Creí haber recogido su último aliento -el soplo de su alma que escapaba de sus labios.

"Verdad es que vive aún. Le he visto después, pero es sólo un cuerpo senil, descansando sobre la espalda, cubierto hasta la barba, con los ojos abiertos, y tan inmóvil, que ni respirar parece ya. Así le dejé con Antonia arrodillada junto a su cama, poco antes de venir a la posada italiana, donde aguarda también la muerte, que ronda por todas partes. Pero tengo por cierto que don José murió realmente allí, en la casa Gould, con aquel susurro en que me instaba a intentar lo que sin duda su alma, envuelta en la santidad de los tratados diplomáticos y de las declaraciones solemnes, debe haber aborrecido. Yo había exclamado en voz muy alta: '¡Un país donde los hombres no se ayudan a sí mismos no puede pensar en invocar la ayuda de Dios!'

"Entre tanto don Justo había dado principio a un grave discurso, cuyo efecto solemne resultaba destruido por el estado ridículamente desastroso de su barba. No aguardé a enterarme. Al parecer sostenía que las intenciones de Montero (él le llamaba el general) probablemente no eran malas, aunque 'el ilustre soldado' (hace sólo ocho días le trataba de gran bestia) se equivocaba tal vez en cuanto a los medios más adecuados. Como comprenderás, no me detuve a oír el resto. No se me ocultan las intenciones del hermano de Montero, Pedrito, el guerrillero, a quien puse en evidencia, hace algunos años, en París, en un café frecuentado por estudiantes sudamericanos, donde pretendía hacerse pasar por secretario de una legación. Entraba comúnmente allí y charlaba durante horas, retorciendo el sombrero flexible en sus peludas manos: la ambición del hombre le llevaba a querer ser un Duque de Morny cerca de una especie de Napoleón. Ya entonces solía hablar de su hermano en términos ampulosos. Se creía sin duda seguro de no ser descubierto, porque los estudiantes, todos de familias pertenecientes al partido blanco, no frecuentaban la legación, según puedes figurarte. Pero no contó con la huéspeda, como se dice vulgarmente, y esta huéspeda fue Decoud, el hombre motejado habitualmente de no tener fe ni principios, y que se metía en aquel sitio algunas veces a divertirse, como si asistiera a una reunión de monos sabios. Repito que conozco sus intenciones. Le he visto servir platos. Los demás podrán vivir en el régimen de terror; a mí me espera la muerte con toda seguridad.

"No, no quise quedarme para oír hasta el fin a don Justo López, procurando persuadirse, con graves razones, de la clemencia, justicia, honradez e integridad de los hermanos Montero. Salí bruscamente en busca de Antonia y la vi en la galería. Al entrar extendió hacia mí sus manos cruzadas.

– "¿Qué están haciendo allí? -preguntó.

– "Hablando -respondí, con mis ojos fijos en los suyos.

– "Sí, sí, pero…

– "Discursos vanos -la interrumpí-. Se esfuerzan por ocultar sus temores tras de estúpidas esperanzas. En aquella reunión todos son grandes parlamentarios, al estilo inglés, ¿sabe usted?

"Tan furioso estaba que apenas podía hablar. Ella hizo un gesto de desesperación.

"Por la puerta que dejé entreabierta a mi espalda, llegaba a nosotros el monótono discursear de don Justo, en tono mesurado, frase tras frase, como una especie de delirio terrible y solemne.

– "Al fin y al cabo, las aspiraciones democráticas pudieran tener su legitimidad. Los caminos del progreso humano son inescrutables, y si los destinos del país están en manos de Montero, nuestro deber es…

"Cerré de golpe la puerta al oír esto; era bastante; era demasiado. Jamás rostro alguno hermoso expresó más horror y desesperación que el de Antonia. No pude soportar su vista, y la así de las muñecas.

– "En esa junta han matado a mi padre; ¿no es cierto?-preguntó.

"Sus ojos centelleaban de indignación, pero al mirarla yo fascinado, su fulgor se extinguió.

– "Es una rendición -dije. Y recuerdo que le sacudía las muñecas, que retenía en mis manos separadas-. Pero algo más ha habido que charla inútil. Su padre de usted me ha dicho que siga adelante con mi provecto en nombre de Dios.

"Hermana querida, hay en Antonia algo que me hace creer en la posibilidad de todo. Me basta mirarla a la cara para sentir arder mi cerebro. Y, no obstante eso, la amo, como lo haría otro cualquiera… con el corazón, y sólo con el corazón. Antonia es para mí más que la Iglesia para el padre Corbelán (el vicario general desapareció de la ciudad la noche pasada, tal vez para ir a incorporarse a la banda de Hernández). Es para mí más que su preciosa mina para ese inglés sentimental. No quiero hablar de su mujer, que quizá lo fue en otro tiempo. Ahora la mina de Santo Tomé es un muro interpuesto entre los dos consortes. 'Su mismo padre de usted, Antonia-repetí-, su padre, ¿comprende usted?, me ha dicho que siga con mi plan.'

"Ella volvió la cara a un lado y preguntó con acento apenado:

– "¿De veras lo ha dicho? Entonces temo que no volverá a hablar más.

"Desasió sus muñecas de mis manos y, llevándose el pañuelo a los ojos, empezó a llorar. No me inmuté al contemplar su dolor: prefiero verla, aunque sea afligida, a no verla de ningún modo y por siempre. Ora huya de Sulaco, ora me quede para ser fusilado, no podremos encontrarnos juntos, no habrá futura unión. Por lo mismo no gasté el tiempo en compadecer su tristeza del momento. La envié llorando a buscar a doña Emilia y a don Carlos. Para la existencia misma de mi proyecto es necesario el sentimentalismo de esas dos personas, incapaces de hacer nada en favor de un deseo apasionado, mientras no se les presente revestido con el bello atavío de una idea. ¿Qué es para ellos mismos mi pasión por Antonia? Nada. Pero si se disfraza con el propósito de crear un Estado nuevo, la cuestión varía de aspecto.

"Por la noche, a hora avanzada, formamos una pequeña junta de cuatro -las dos mujeres, don Carlos y yo- en el gabinete íntimo azul y blanco de la señora de Gould.

"El Rey de Sulaco se tiene indudablemente por un hombre honradísimo; y si alguien pudiera ver lo que hay detrás de su taciturnidad, se convencería quizá de que es así. Probablemente cree que sólo esa reserva es la que conserva su honradez limpia de toda mácula. Esos ingleses viven de ilusiones que de una manera u otra les ayudan a hacer presa en la realidad. Don Carlos no habla más que con 'síes' o 'noes' raros, que suenan tan impersonales como las palabras de un oráculo. Pero a mí no me desorienta su muda reserva. Sé muy bien que su obsesión dominante es la mina; así como la de su mujer es la preciosa persona del hombre que se le ha colgado al cuello con la Concesión Gould haciéndola sentir el peso abrumador de una empresa erizada de peligros. Todo esto importa poco. Lo substancial para mí es que comuniquen el proyecto de constituir en Estado independiente la Provincia Occidental a Holroyd (el Rey de la plata y el acero) en términos de obtener su apoyo financiero.

"A esta misma hora, la noche pasada, hace exactamente veinticuatro horas, hemos creído que la plata de la mina estaba segura en los sótanos de la Aduana, hasta que llegue el vapor que ha de llevarla a los Estados Unidos. Y mientras allí se reciban sin interrupción las remesas del precioso metal, el conocido sentimentalista Holroyd no abandonará su idea de introducir en los países atrasados justicia, industria, paz, y además su acariciada manía de una forma de cristianismo más pura.

"Posteriormente hemos recibido nueva información sobre pormenores del levantamiento. El ingeniero en jefe de la vía, la persona más notable de los europeos de Sulaco, ha venido a caballo por la calle desde el puerto, y fue admitido a nuestro consejillo. La Junta de Notables sigue aún deliberando en el salón; y uno de los miembros ha salido a la galería a preguntar a un criado si podrían llevarles algo que comer.

"Su petición ha sido satisfecha sin duda, porque las primeras palabras del ingeniero en jefe al entrar en el gabinete han sido: '¿Cuántas cosas es su casa de usted, señora de Gould? Abajo hospital de guerra; y arriba, al parecer restaurante. He visto llevar a la sala bandejas cargadas de apetitosos manjares.'

"Pues aquí, en este cuartito -dije yo- tiene usted el gabinete secreto de la futura República Occidental.

"El hombre venía tan caviloso, que ni se sonrió al oírlo, ni siquiera se mostró sorprendido.

"Nos contó que, mientras estaba tomando disposiciones generales para la defensa del material de ferrocarril en los depósitos, le llamaron para que fuera al despacho del telegrafista de la vía. El ingeniero encargado de los trabajos avanzados al pie de las montañas necesita comunicar con él desde el extremo del hilo telegráfico. En el despacho estaban solos él y el empleado del telégrafo, que leía en voz alta las señales, según iba cayendo la cinta y enrollándose en el suelo. Y el objeto de esta comunicación, enviada nerviosamente desde un cobertizo de madera sepultado en las profundidades de los bosques, era informar al jefe de que el presidente Rivera había sido o estaba siendo perseguido. Esto era una verdadera novedad para nosotros en Sulaco, porque el mismo Rivera, después de salvado, reanimado y tranquilizado por nosotros, se inclinó a creer que no habían despachado tropa para darle alcance.

"Rivera, cediendo a las apremiantes instancias de sus amigos, había dejado el cuartel general de su derrotado ejército, partiendo solo con el muletero Bonifacio, que se ofreció a servirle de guía bajo su responsabilidad y con el riesgo consiguiente. Emprendieron el viaje al amanecer del tercer día. Las tropas que restaban del ejército gubernamental se habían dispersado durante la noche. Bonifacio y el presidente cabalgaron a todo correr hacia la Cordillera; y luego se proveyeron de mulas, penetraron en los pasos y cruzaron el páramo de Ivie poco antes de que un ventarrón helado barriera la pétrea meseta sepultando en un montón de nieve el pequeño albergue de piedra en que habían pasado la noche.

"Después de esto, el pobre Rivera pasó por mil aventuras: perdió de vista a su guía y no pudo reunirse con él; la montura se le escapó; tuvo que bajar a pie con gran trabajo al Campo; y a no haberse entregado a los compasivos sentimientos de un ranchero, habría perecido mucho antes de llegar a Sulaco. El hombre, que, por supuesto, le reconoció al instante, le facilitó una mula descansada, que el fugitivo reventó a causa de su excesivo peso y torpeza en cabalgar.

"Pero era cierto que había sido perseguido por un destacamento a las órdenes del mismo Pedro Montero, el hermano del general. Por fortuna para el expresidente, el viento glacial del páramo sorprendió a los perseguidores en la cima de los pasos. Unos cuantos hombres y todas las bestias perecieron helados; pero el núcleo principal continuó su camino. Hallaron al pobre Bonifacio medio muerto, tendido al pie de un talud de nieve, y le remataron a bayonetazos sin misericordia, según lo acostumbrado en las guerras civiles. También hubieran dado con Rivera, a no haber dejado el camino real, extraviándose en los bosques al pie de las últimas estribaciones. Y allí, dando vueltas por un lado y por otro, fueron a caer inesperadamente en el vivaque de los constructores de la vía. El ingeniero que dirigía el avance de ésta avisó a su jefe, por telégrafo, de que tenía allí en su misma oficina a Pedro Montero escuchando el repiqueteo del transmisor. Iba a tomar posesión de Sulaco en nombre de la democracia. Se portó con una arrogancia insoportable. Sus hombres sacrificaron algunas reses pertenecientes a la Compañía del Ferrocarril, sin pedir permiso, y emprendieron la tarea de asar la carne sobre las brasas de hogueras preparadas al efecto. Pedrito hizo muchas preguntas intencionadas sobre la plata de la mina y el producto de los seis meses de explotación. Y llegó a decir en términos perentorios: 'Pregunte usted a su jefe por telégrafo; necesito saberlo ahora mismo. Dígale usted que don Pedro Montero, comandante del Ejército y ministro del Interior del nuevo gobierno, desea que se le informe con toda exactitud.'

"Tenía los pies envueltos en harapos manchados de sangre, el rostro flaco y arisco, el pelo y la barba en desorden, y andaba cojeando apoyado en la rama nudosa de un árbol, que le servía de bastón. Sus secuaces se hallaban tal vez en un estado más deplorable, pero, según parece, conservaban las armas y, seguramente, algunas municiones. Aglomeráronse en la puerta y ventanas del cobertizo, asomando por ellas sus caras consumidas. Como el ingeniero telegrafista tenía allí su especie de alcoba, Montero se tendió sobre las limpias cubiertas del lecho, y tiritando de frío, dictó las requisitorias que debían transmitirse por telégrafo a Sulaco. Lo primero que pidió fue que se enviara inmediatamente un tren con unos cuantos vagones para transportar a su gente.

– "A esto respondí yo -siguió contándonos el ingeniero en jefe- que no me atrevía a aventurar el material rodante metiéndolo en el interior del país, porque se habían dado frecuentes intentos de destruir los trenes todo a lo largo de la vía. Lo hice en atención a usted, Gould -añadió el jefe -. La contestación fue, según las palabras textuales de mi subordinado: 'El bruto indecente, que estaba en mi cama, dijo: Supongo que no tendré necesidad de fusilarle.' A lo que el telegrafista, ocupado aún en el aparato, comentó que con esto no lograría que llegaran los vagones. Entonces el otro replicó bostezando: 'Importa poco; no faltan caballos en el Campo.' Y dando media vuelta, se dispuso a dormir.

"He ahí por qué, niña mía querida, soy un fugitivo esta noche. El último telegrama del ferrocarril dice que Pedro Montero y sus hombres partieron al romper el día, después de pasar la noche comiendo asado. Se llevaron todos los caballos, y hallarán otros en el camino; en menos de treinta horas estarán aquí, de modo que Sulaco no es lugar seguro para mí, para la gran cantidad de plata, propiedad de la Concesión Gould.

"Y no es eso lo peor. La guarnición de Esmeralda se ha pasado al partido victorioso. Esto lo hemos sabido por el telegrafista de la Compañía del Cable, que trajo la noticia a la casa de Gould muy de madrugada. Tan temprano era, que no había asomado aún la menor claridad en Sulaco. Su colega de Esmeralda le había llamado para decirle que la guarnición, después de matar a tiros a varios oficiales, se había apoderado de un vapor del gobierno, anclado en el puerto. Realmente para mi es un golpe terrible. Creía poder contar con todos los hombres de esta provincia. ¡Qué error! Ha habido una revolución monterista en Esmeralda, de la misma índole que la de Sulaco, con la diferencia de que aquella ha triunfado. El telegrafista de allí no ha dejado de comunicar con Bernardo un momento, y las últimas palabras transmitidas han sido: 'Ahora fuerzan la entrada, y toman posesión de la oficina del cable. Han cortado la comunicación. No puede hacerse más.'

"Pero es el caso que, sin saber cómo, el empleado de allí ha podido burlar la vigilancia de sus guardianes, que pretendían aislarle del resto del mundo. Y a las pocas horas ha llamado de nuevo a Sulaco para decir lo siguiente: 'Las tropas insurrectas se han adueñado de un transporte del gobierno, que había en el puerto, y lo están llenando de soldados con intención de contornear la costa hasta Sulaco. Por tanto, procuren ustedes ponerse en salvo. Dentro de unas cuantas horas estarán listos para zarpar, y tal vez lleguen ahí antes de amanecer."

"No pudo comunicar más. Sin duda esta vez le arrancaron definitivamente del aparato, porque Bernardo ha llamado después repetidas veces a Esmeralda sin obtener respuesta."

Acabadas de escribir estas palabras en el cuaderno, dedicadas a su hermana, Decoud alzó la cabeza para escuchar. No se oía ruido alguno ni en la habitación ni en la casa, fuera del gotear del agua del filtro en un gran cántaro de barro, colocado bajo de un armario de madera. En el exterior reinaba también absoluto silencio.

"No pienso huir, ¿comprendes? -escribió, volviendo a inclinarse sobre el cuaderno.

"Sencillamente pienso salir acompañando el valioso tesoro de plata, que urge salvar a toda costa. Pedro Montero desde el Campo, y la guarnición sublevada de Esmeralda desde el mar, vienen en busca de él. Para ellos es accidental el sorprenderlo; el verdadero objetivo es la mina misma de Santo Tomé, como puedes figurarte. Si no les moviera el propósito de incautarse de ella cuanto antes, habrían dejado en paz la Provincia Occidental por muchas semanas, para irla incorporando con calma al partido vencedor. Don Carlos Gould tendrá bastante que hacer para salvar su mina con el material de explotación y los obreros. Corre, a no dudarlo, gran peligro este Imperium in Imperio; esta fuente de riqueza, a la que su sentimentalismo incorpora una extraña idea de justicia. Se ha apegado a ella, como otros lo hacen a la idea de amor o de venganza. O yo estoy muy equivocado sobre el carácter de don Carlos, o la mina debe permanecer intacta, so pena de hacerla desaparecer él mismo por su propia voluntad. Es una pasión que se ha insinuado en su vida de frío idealismo; pasión que sólo puedo concebir como algo intelectual, y no se parece en nada a las nuestras, hombres de otra sangre. Pero no por eso deja de ser menos peligrosa.

"Su mujer lo ha comprendido también así; y precisamente por eso tengo en ella una excelente ayuda. Acepta y se asimila todas mis indicaciones con un seguro instinto de que al fin contribuirán a salvar la Concesión Gould. Don Carlos le da oídos y sigue sus consejos, tal vez porque tiene confianza en ella, pero principalmente, a lo que imagino, porque desea reparar una injusticia sutil, la injusticia cometida al sacrificar la felicidad y la vida de su esposa a la seducción de una idea. La señora de Gould ha descubierto que su Carlos vive para la mina antes que para ella. Pero eso es cosa suya. A cada uno le cabe su destino, modelado por la pasión o el sentimiento. Lo importante para mí es que la menuda señora apoya mi consejo de sacar de la ciudad la plata y transportarla al extranjero, sin dilación, a toda costa y corriendo todos los riesgos. La misión de don Carlos es conservar inmaculada la bella fama de su mina; la de la señora de Gould se cifra en salvarle a él de los efectos de esa pasión fría y arrolladora, para ella más temible que si se hubiera cegado por otra mujer. La misión de Nostromo consiste en salvar la plata. Tenernos proyectado cargarla en la mayor gabarra de la Compañía y enviarla al través del golfo a un pequeño puerto fuera del territorio de Costaguana, luego de doblar el saliente de Azuera, donde el primer vapor que salga para el Norte llevará orden de recogerla. Las aguas de aquí son tranquilas; y podemos escabullimos por las tinieblas del golfo, antes que lleguen los rebeldes de Esmeralda; de manera que cuando empiece a brillar la claridad del día sobre el océano, estaremos fuera del alcance de la vista, ocultos por la misma península mencionada, que desde la playa de Sulaco sólo se divisa como una débil bruma azulada sobre el horizonte.

"El incorruptible capataz de cargadores es el hombre cortado para tal empresa; y yo, que no tengo misión ninguna, ni más móvil que el de mi pasión, yo voy con él para volver… a desempeñar mi papel en la farsa hasta el final, y, si triunfo, para recibir mi recompensa, que únicamente Antonia puede otorgarme.

"No la veré más, antes de partir. La dejé, como he dicho, junto a la cama de don José. La casa estaba oscura; las casas, con las ventanas y puertas cerradas; y he partido de la ciudad en plena noche. Hace dos días que no luce en las calles un solo farol; y el arco abovedado de la puerta formaba una masa de tinieblas presentando la vaga forma de una torre, donde oí gemidos sordos y lúgubres que parecían responder a los murmullos de una voz de hombre.

"Reconocí cierto dejo impasible e indiferente en el timbre, característico de ese marido genovés, que, como yo, ha venido casualmente aquí para verse envuelto en acontecimientos que su escepticismo, a ejemplo del mío, no puede mirar sino con un desprecio pasivo. Lo único que parece importarle, en cuanto he podido averiguar, es que se hable bien de él. Ambición propia de almas nobles, pero también provechosa para un pillo de talento nada común. Sí. 'Que hablen bien de uno, señor ', son palabras textuales suyas. Al parecer no distingue entre hablar y pensar. ¿Es ingenuidad o sentido práctico? Los tipos excepcionales me interesan siempre, porque responden con fidelidad a la fórmula general que expresa el estado moral del linaje humano.

"Después de pasar yo sin detenerme junto a él y la otra persona que le hablaba bajo el oscuro arco, se me incorporó. Era una mujer angustiada la que estaba con mi hombre; mas por discreción guardé silencio, mientras caminaba a mi lado. Después de un poco, empezó a explicarme el caso sin que yo le preguntara. Me había equivocado en mis conjeturas. Se trataba de una vieja, una vieja encajera, que buscaba a su hijo, barrendero del Municipio. El día antes, al amanecer, habían venido unos amigos a la puerta de su tugurio a llamarle. Se fue con ellos, y desde entonces no había vuelto a verle. Por eso la pobre anciana, al anochecer del mismo día, dejó al fuego la cena que tenía medio preparada, y se había deslizado hasta el puerto, donde, según sus noticias, yacían los cadáveres de algunos mozos de la ciudad, muertos en la mañana del alboroto. Uno de los cargadores que guardaban la Aduana había llevado una linterna, ayudándola a examinar los pocos cadáveres que yacían por allí. No habiendo hallado lo que buscaba, la mujer se volvió penosamente a su vivienda, y al llegar al arco, sintiéndose muy cansada, se sentó llorosa en una poyata de piedra. El capataz la había interrogado, y después de oír su relato interrumpido por sollozos y lamentos, la aconsejó que fuera a mirar en el patio de la casa Gould si su hijo se hallaba entre los heridos. Añadió con indiferencia que le había dado un cuarto de dólar.

– "¿Por qué ha hecho usted eso? -pregunté-. ¿La conoce usted?

– "No, señor. No creo haberla visto anteriormente. ¿Cómo he de haberla visto? Probablemente lleva años sin dejar su guarida. Es una de esas viejas que se encuentran en el país, detrás de las chozas acurrucadas al pie de las hogueras, con un palo en el suelo al lado, sin fuerzas apenas para ahuyentar a los perros vagabundos que merodean cerca de las ollas. ¡Caramba! Tan cascada tiene la voz, que la muerte parece haberse olvidado de semejante vejestorio. Pero todo el mundo, viejo o joven, aprecia el dinero y habla bien de la persona que se lo da. Había usted de haber sentido el apretón de su garra al coger la moneda (comentó el capataz sonriendo, y calló un momento). Era la última que me quedaba.

"No repliqué. Mi interlocutor es conocido por su liberalidad y su mala suerte al juego de monte, de modo que sigue tan pobre como cuando llegó.

– "Supongo, don Martín -continuó con aire reflexivo y calculador-, que el señor administrador de Santo Tomé habrá de remunerarme algún día, si le salvo la plata. ¿No le parece a usted?

"Le respondí que seguramente lo haría, y entonces murmuró para sí:

– "Sí, sí, no hay duda, no hay duda; y vea usted, don Martín, la ventaja que hablen bien de uno. Ningún otro podría pensar en tal cosa. Me encontraré con una buena fortuna algún día. ¡Que llegue pronto!-musitó-. El tiempo vuela en este país, como en todos los demás.

"Ahí tienes, soeur cherie, al hombre que será mi compañero en la escapada que hago por la gran causa. Es más ingenuo que perspicaz, más altanero que astuto, más generoso de su persona que los que le utilizan pagándole un módico salario. Al menos así lo piensa él mismo con más orgullo que descontento. Me felicito de haber trabado amistad con él. Como compañero, adquiere una importancia muy superior a la que para mí tenía en calidad de genio menor a su manera, esto es, en concepto de original marinero italiano, a quien permitía entrar en la redacción de El Porvenir, de madrugada, a charlar familiarmente con su director, mientras se hacía la tirada.

"Y es curioso haber topado con un hombre para quien el valor de la vida parece consistir en el prestigio personal.

"Ahora le estoy aguardando aquí. Al llegar a la posada de Viola, hallamos a las niñas solas en la planta baja; y el viejo genovés desde el piso superior gritó a su paisano que fuera a buscar al médico. A no ser por eso, habríamos continuado nuestro camino hasta el embarcadero, donde, según parece, el capitán Mitchell, con algunos europeos que se han ofrecido voluntariamente y unos cuantos cargadores escogidos están cargando la gabarra que debe ser salvada de las garras de Montero para ser utilizada en su derrota.

"Nostromo volvió a la ciudad galopando furiosamente, y lleva ya largo rato por allá. Esta demora me deja tiempo para seguir conversando contigo. A la fecha en que este cuaderno llegue a tus manos habrán ocurrido muchas cosas. Pero ahora hay una pausa bajo del ala de la muerte que se cierne sobre esta silenciosa casa, sepultada en las tinieblas de la noche con una mujer moribunda, dos niñas acurrucadas sin chistar, y el viejo, cuyos tímidos pasos al ir de una parte a otra me llegan al través de la pared, como el débil rumor de un ratón. Y yo, el único que está con ellos, no sé realmente si contarme entre los vivos o entre los muertos. ¿Quién sabe?, como suele decir la gente de aquí al ofrecerse cualquier incidente o cuestión dudosa. Pero ¡no!, el cariño que te tengo no está muerto, seguramente, y todo ello, la casa, la noche oscura, las muchachas silenciosas en esta habitación sombría, mi presencia misma aquí…, todo es vida, debe ser vida, puesto que se parece tanto a un sueño."

Al acabar de escribir esta última línea, Decoud se sintió asaltado por un repentino y completo desfallecimiento. Dobló el busto y quedó de bruces sobre la mesa, como herido de un balazo. A los pocos momentos se incorporó con la idea de haber oído rodar el lápiz por el suelo. La puerta baja del café, abierta de par en par, apareció bañada en el resplandor de una antorcha, viéndose a su luz la parte posterior de un caballo que sacudía su cola contra la pierna del jinete; el talón descalzo de este llevaba sujeta con correas una larga espuela de hierro. Las dos muchachas se habían ido, y Nostromo, de pie en medio del cuarto, miró a Decoud bajo del ala del sombrero, hundido por delante hasta las cejas.

– He traído en el coche de la señora de Gould al malencarado médico inglés de la mina -dijo Nostromo-. Dudo mucho que con toda su ciencia pueda salvar esta vez a la padrona. Han mandado que suban las niñas. ¡Mala señal! (Sentóse en el extremo de un banco y añadió:) Supongo que la enferma quiere verlas para echarles la bendición.

Decoud, medio desvanecido, indicó al capataz que debía haberse quedado enteramente dormido, y el otro contestó con una vaga sonrisa que, al mirar por la ventana, le había visto echado sobre la mesa con la cabeza descansando sobre los brazos. La señora inglesa había venido también en el carruaje, e inmediatamente subió las escaleras con el doctor, después de recomendar a Nostromo que no despertase a don Martín, pero éste se había metido en el café cuando bajaron por las niñas.

La mitad del caballo del portador de una antorcha con la media figura del jinete contorneó la puerta; por un momento la antorcha de estopa y resina, que iba en su receptáculo de hierro, sujeto a un palo en el arzón de la silla, iluminó la pieza, y la señora de Gould entró apresurada con la cara bañada de extrema palidez y cansancio. La capucha de su abrigo azul oscuro se le había caído a la espalda. Los dos hombres subieron.

– Teresa necesita verle a usted, Nostromo -dijo la señora.

El capataz no se movió. Decoud, que se había vuelto de espaldas a la mesa, empezó a abotonarse la chaqueta.

– La plata, señora de Gould, la plata -murmuró en inglés-.No olvide usted que la guarnición de Esmeralda se ha apoderado de un vapor. De un momento a otro puede presentarse a la entrada del puerto.

– El doctor dice que no hay esperanza -dijo la señora también en inglés, desentendiéndose de la indicación de Decoud relativa a la plata-. En cuanto a lo demás -añadió-, si tanta prisa le corre, le llevaré a usted al muelle en mi carruaje, y luego volveré a recoger a las niñas.-Cambió de pronto de idioma y dijo a Nostromo en español-: ¿Por qué pierde usted tiempo? La mujer del viejo Giorgio desea verle a usted.

– Voy ahora mismo a verla, señora -musitó el capataz.

El doctor Monygham apareció en este momento trayendo a las niñas. Contestó a la mirada inquisitiva de la señora de Gould con un movimiento de cabeza y salió al punto otra vez, seguido de Nostromo.

El portador de la antorcha había dejado las riendas para encender un cigarrillo; y su caballo permanecía inmóvil con la cabeza gacha. El resplandor movedizo de la luz se reflejaba en la fachada del edificio, cruzada por las grandes letras negras de su inscripción, en la que sólo la palabra ITALIA se hallaba iluminada enteramente. El fulgor ondulante alcanzaba hasta el carruaje de la señora de Gould, estacionado en el camino con el majestuoso Ignacio, cariamarillo, dormitando al parecer en el pescante. A su lado Basilio, moreno y escuálido, empuñaba con ambas manos una carabina Winchester y escudriñaba la oscuridad con medrosas miradas. Nostromo tocó suavemente la espalda del doctor.

– ¿Se está muriendo realmente, señor?

– Sí -respondió el doctor con una extraña contracción de su cara, llena de costurones-. Y no puedo imaginar por qué necesita verle a usted.

– Siempre ha sido así -sugirió Nostromo con la mirada distraída.

– Pues le aseguro a usted, capataz, que no volverá a llamarle otra vez -refunfuñó Monygham.

– Lo mismo da que vaya usted, como que se quede. Muy poco puede sacarse de hablar a los moribundos. Pero le dijo a doña Emilia delante de mí que había sido para usted como una madre, desde el momento que puso usted los pies en el país.

– ¡Sí, por cierto! Y, no obstante, jamás le ha dicho a nadie una palabra buena de mí. Parece que la molestaba que yo viviera siendo un hombre como ella hubiera querido ver a su hijo.

¡Puede ser! -exclamó cerca de ellos una voz profunda y doliente-. Las mujeres tienen sus modos peculiares de atormentarse.

Giorgio Viola había salido de la casa proyectando una enorme sombra negra en el espacio alumbrado por la antorcha, mientras el fulgor de ésta inundaba de reflejos rojizos su rostro leonino y la gruesa cabeza poblada de blanco cabello. Con el brazo extendido hizo al capataz señas de que entrara.

El doctor Monygham, después de registrar el contenido de un botiquín portátil, de madera barnizada, que descansaba en el asiento del landó, se volvió al viejo Giorgio y puso en su huesuda y temblorosa mano un botellín con tapón de vidrio, sacado de la caja.

– Déle usted a la enferma de cuando en cuando una cucharada de esto en agua -dijo-. La hará sentirse mejor.

– ¿Y no hay otro remedio más para ella?-preguntó el anciano impaciente.

– No. No lo hay en lo humano -respondió el doctor, vuelto de espaldas a Giorgio, mientras cerraba la caja de medicamentos.

Nostromo cruzó despacio la espaciosa cocina, donde no había otra luz que el resplandor de un montón de brasas bajo del pesado manto de la chimenea: junto a ese fuego hervía rumorosamente una olla de hierro, llena de agua. Por entre las dos paredes de una estrecha escalara se derramaba un raudal de luz, salido del cuarto de la enferma, que estaba en el piso alto; y el magnífico capataz de cargadores, al subir sin hacer ruido con sus blandas sandalias de cuero, recio y poblado bigote, cuello musculoso y bronceado pecho que asomaba por la camisa de color entreabierta, parecía un marinero mediterráneo, recién desembarcado de alguna falúa cargada de vino o fruta. Cuando estuvo arriba, su figura de anchos hombros y cintura estrecha y flexible se detuvo mirando a la gran cama, de aparatoso aspecto, por la profusión de blanquísimas cubiertas y ropas de hilo, entre las que la padrona yacía medio sentada, con la cara de negras cejas inclinada sobre el pecho. Sus hombros quedaban cubiertos por una masa de cabello de azabache, con algún raro hilo blanco; y una espesa crencha tendida por delante velaba la mitad de su rostro. Del todo inmóvil en aquella postura que expresaba angustia y malestar físico, volvió únicamente los ojos a Nostromo.

El capataz llevaba una faja roja, rodeada muchas veces a la cintura, y un grueso anillo de plata en el índice de la mano que levantó para retorcerse el bigote.

– ¡Esas revoluciones, esas revoluciones!-exclamó anhelante la señora Teresa-. Ya lo ves, Gian Battista, ¡me han matado al fin!

Nostromo guardó silencio, y la enferma insistió, alzando los ojos: -Me han matado, y entre tanto tú, gran tonto, andas peleando por lo que no te importa.

– ¿A qué viene eso, padrona?-masculló el capataz entre dientes-. ¿Es posible que no acabe usted de fiarse de mi buen juicio? Me importa seguir siendo lo que soy, siempre el mismo.

– Así es -replicó ella con acrimonia-; que no te enmiendas. Siempre pensando en ti propio y recibiendo en buenas palabras la paga de personas que para nada se cuidan de ti.

Había entre ellos una intimidad de antagonismo, tan estrecha a su modo, como la intimidad de concordia y cariño. Gian Battista no habla guardado la conducta que Teresa esperaba. Ella es la que le había animado a dejar el barco, creyendo procurarse un amigo y protector de las niñas. Consciente del precario estado de su salud, se hallaba acosada por el temor del aislamiento que rodeaba a su marido, ya anciano, y por la situación de semiorfandad en que veía a sus hijas. Quiso ganarse el afecto de aquel joven, al parecer morigerado y serio, afectuoso y dócil, huérfano desde la niñez, según le había contado, sin otros parientes en Italia que un tío, propietario y patrón de una falúa, de cuyos malos tratamientos había huido antes de cumplir los catorce años. A ella le había parecido valiente, trabajador duro, resuelto a abrirse camino en el mundo. La gratitud y la costumbre harían de él un hijo para ella y para Giorgio; y más adelante, ¿quién sabe?, cuando Linda hubiera crecido… Diez años de diferencia entre marido y mujer no era mucho. Su esposo le llevaba a ella cerca de veinte. Gian Battista era un mozo simpático, además; simpático para todos, hombres, mujeres y niños, precisamente por su seria formalidad, que derramaba una suave luz sobre las promesas seductoras de su vigorosa figura y carácter resuelto.

El viejo Giorgio, del todo ajeno a los pensamientos y esperanzas de su mujer, tenía en gran aprecio a su joven paisano. "Un hombre debe tener partidas de mulo", solía decirle, citando un dicho español en defensa del espléndido capataz. La señora Teresa empezó a sentir celos de los triunfos obtenidos por el joven. Temía que se le escapara. A fuer de mujer práctica, le parecía absurdo el derroche de cualidades que le hacía tan estimable. En resumen, sacaba muy poco de ellas. Las prodigaba con ambas manos entre demasiadas personas. No tenía dinero ahorrado. Por eso se burlaba de su pobreza, de sus hazañas, aventuras, amoríos y de su reputación, pero en el fondo de su alma seguía queriéndole como si fuera su hijo.

Aun ahora, enferma como estaba, tan enferma, que sentía en su rostro el hálito helado de un fin próximo, había querido verle. Era el último esfuerzo de su mano desfallecida para asirle y retenerle. Pero había presumido demasiado de sus fuerzas. Le faltaba el dominio de sus ideas, que se habían hecho confusas, como su visión. Las palabras no acudían a sus labios; y únicamente la ansiedad y deseo vehementes de vivir parecían detener el golpe de la muerte.

– Ya la he oído a usted todo eso muchas veces -dijo el capataz-. Es usted injusta conmigo, pero no me ofendo por ello. Además, al presente, tal vez le perjudique el hablar, y tengo poco tiempo para escucharla. Estoy comprometido en un quehacer de suma importancia.

La enferma hizo un esfuerzo para preguntarle si era cierto que había hallado tiempo para ir a buscarle un médico.

Nostromo contestó afirmativamente con una muda inclinación. Esto la satisfizo. Le servía de gran alivio saber que se había molestado tanto en favor de los que necesitaban su ayuda. Era una prueba de su amistad. La voz de la moribunda se hizo más fuerte.

– Necesito un sacerdote más que un médico -dijo en tono dolorido, sin mover la cabeza y volviendo los ojos a un lado para mirar al capataz, que estaba de pie junto a su cama-. ¿Quieres ir ahora a buscarme un sacerdote? Hazte cargo. Te lo ruega una mujer moribunda.

Nostromo hizo resueltamente un gesto negativo con la cabeza. El marino genovés, enteramente ayuno de instrucción religiosa y de fe, no creía en los sacerdotes ni en el valor de sus funciones. En este punto el padre Corbelán le hubiera hallado muy por debajo de los indios selváticos que él catequizaba. Para el capataz un médico era una persona que prestaba una ayuda positiva; pero un sacerdote, como sacerdote no era nada, incapaz de hacer ni daño ni provecho. Y no es que los mirara con aversión, como el viejo Giorgio. Lo que más le desagradaba era la manifiesta inutilidad de tal diligencia.

– Padrona -dijo-, otras veces ha estado como ahora y se ha puesto mejor a los pocos días. Le he dado a usted ya los últimos momentos de que puedo disponer. Pídale usted a la señora de Gould que mande buscarle el sacerdote.

Con todo eso, sintió cierta secreta inquietud por la impiedad de su negativa. La padrona creía en los sacerdotes y se confesaba. Pero todas las mujeres hacen lo propio. Aquello no podía ser de gran importancia. Aun haciéndose tales reflexiones, el corazón se le oprimió por un instante al venirle al pensamiento lo mucho que la absolución significaría para la moribunda si creía verdaderamente, por poco que fuera. No importaba. Realmente le había dedicado todo su tiempo disponible.

– ¿No quieres ir?-interrogó la enferma con voz entrecortada-. ¡Ah! Eres siempre el mismo.

– Sea usted razonable, padrona -replicó él-. Se me necesita para poner a salvo la plata de la mina. ¿Lo oye usted? Un tesoro mayor que el guardado en Azuera por espectros y diablos, según dicen. Es cierto. Estoy decidido a llevar a cabo esta empresa, que es la más desesperada de cuantas he realizado en mi vida.

La señora Teresa lo oyó con enojo y desesperación. La prueba suprema había fracasado. No obstante estarla mirando, Nostromo no acertó a leer la manifestación de aquellos sentimientos en las descompuestas facciones de la enferma, contraídas por un paroxismo de dolor y contrariedad, todo su cuerpo empezó a temblar; y su cabeza inclinada y anchos hombros se agitaron con una convulsión.

– Entonces, tal vez Dios tenga misericordia de mí. Algún día sentirás el aguijón del remordimiento. Pero ya que vas a lanzarte a ese peligro, procura sacar algún beneficio para ti.

El pensamiento de su alma y de la eternidad no parecía ocupar mucho a la enferma, porque siguió diciendo:

– Hazte rico siquiera esta vez, ya que eres el indispensable, el admirado Gian Battista, a quien la paz de una mujer moribunda le importa menos que las alabanzas de gente que le ha dado un nombre ridículo… y nada más… a cambio de tu alma y de tu cuerpo.

El capataz de cargadores profirió entre dientes un juramento.

– Deje usted en paz a mi alma, padrona; y en cuanto a mi cuerpo, yo sabré cuidar de él. ¿Qué mal hay en que se me necesite? Y si me place arriesgar mi persona en ese asunto, ¿le robo a usted ni a sus hijos nada con ello? Esas personas con quienes me da usted en rostro, han hecho más por el viejo Giorgio, que jamás pensaron en hacer por mí.

Golpeóse el pecho con la mano abierta; había pronunciado las palabras anteriores en voz baja pero con vehemencia. Retorcióse los bigotes uno tras otro, y sus ojos vagaron unos momentos por la habitación.

– ¿Tengo yo la culpa de ser el único hombre a propósito para tal servicio? ¿Qué absurdos consejos son esos que le sugiere la ira, madre? ¿Me querría usted mejor tímido y gandul, vendiendo sandías en la plaza o remando en un bote de pasajeros en el puerto, como cualquier follón napolitano sin virilidad ni reputación? ¿Le gustaría a usted que llevara vida de fraile? No lo creo. ¿Un fraile había usted de necesitar para su hija mayor? Déjela usted que se haga una mujer. ¿Qué teme usted, pues? Constantemente se ha venido usted enfadando conmigo por todo lo que he hecho durante años; aun desde la primera vez que me habló usted en secreto acerca de su Linda de parte del viejo Giorgio. Marido para la una, y hermano para el otro, decía usted. Bien, y ¿por qué no? A mí me gustan los niños, y el hombre debe casarse más tarde o más temprano. Pero posteriormente no ha cesado de ponerme por los suelos ante todo el mundo. ¿Qué razón ha habido para ello? ¿Pensaba usted ponerme un collar y una cadena, como si fuera uno de los perros de guarda que tienen en los cercados del ferrocarril? Oiga, padrona, soy el mismo que cuando desembarqué una noche y estuve sentado en la choza donde vivían ustedes entonces al otro lado de la ciudad, y le referí a usted toda mi historia. Entonces no estuvo usted injusta conmigo. ¿Qué ha ocurrido después? Ya no soy un mozalbete sin importancia. Un buen nombre dice Giorgio que es un tesoro, padrona.

– Te han trastornado la cabeza con sus alabanzas -replicó acezando la enferma-. Te han venido pagando con palabras. Con tu tontería del buen nombre y de la fama irás a parar a la pobreza, la miseria y el hambre. Hasta los perdularios que no tienen donde caerse muertos se reirán de ti…, del gran capataz.

Nostromo se quedó mudo por algún tiempo. La enferma dejó de mirarle. Una sonrisa de orgullo y desdén vagó momentánea por los labios de Nostromo, y sin más se retiró. Su persona, desatendida, desapareció por el vano de la puerta, y volvió a bajar la escalera con la impresión de su vanidad humillada por el desprecio que aquella mujer hacía de su reputación, a tanta costa conseguida y con tanto empeño conservada.

Abajo en la enorme cocina ardía una vela, envuelta en las negras sombras de las paredes y del techo, pero en el rectángulo abierto de la puerta de entrada no brillaba el resplandor rojizo de la antorcha. El jinete portador de ésta había partido para el muelle guiando el carruaje que conducía a la señora de Gould y don Martín. El doctor Monygham aguardaba sentado en el ángulo de una mesa cerca de la luz, inclinada a un lado la cara afeitada cubierta de cicatrices, los brazos cruzados sobre el pecho, apretados los labios y los ojos saltones mirando distraídos el piso de tierra negruzca. Cerca del saliente manto de la chimenea, en cuyo hogar seguía hirviendo tumultuosa la olla de agua, se inmovilizaba el viejo Giorgio, apoyando la barbilla en la mano y con un pie echado adelante, como detenido por un repentino pensamiento.

– Adiós, viejo- dijo Nostromo palpando la culata de su revólver sujeto al cinto y haciendo entrar y salir su cuchillo en la vaina. Recogió de la mesa un poncho azul con forro rojo y se le metió por la cabeza-. Adiós, ten cuidado de las cosas que hay en mi alcoba, y si no recibes noticias de mi, entrega el baúl a Paquita. No contiene objetos de gran valor, fuera de mi nuevo sarape de Méjico y algunos botones de plata de la mejor chaqueta que tengo. ¡No importa! Todo ello le parecerá bastante estimable al primer amante que me suceda. Sea quien fuere, no tiene que temer que mi fantasma se quede en este mundo, después de perecer yo, como sucede con esos gringos que vagan por la península de Azuera.

El doctor Monygham contrajo sus labios con una amarga sonrisa, y luego que el viejo Giorgio, haciendo una venia imperceptible y sin decir una palabra, desapareció por la estrecha escalera, se volvió a Nostromo exclamando:

– ¡Cómo es eso, capataz! Creí que usted no fracasaba nunca en sus empresas.

Nostromo, echando a su interlocutor una mirada desdeñosa, se detuvo en la puerta liando un cigarrillo, encendió un fósforo, y luego de aplicarle a la punta de aquél, lo mantuvo levantado sobre su cabeza, hasta que la llama le tocó casi los dedos.

– ¡No corre viento! -musitó entre sí-. Oiga, señor, ¿conoce usted la naturaleza del encargo que se me ha confiado?

El doctor afirmó con una muda inclinación.

– Equivale, señor -prosiguió el otro-,a haberme echado encima una maldición. Contra el hombre que lleve un tesoro por esta costa se alzarán todos los cuchillos de los pueblos playeros. ¿Repara usted en ello, señor doctor? Navegaré, pues, con grave peligro de mi vida, hasta que tope en alguna parte el vapor de la Compañía destinado al norte, y entonces ciertamente, si lo logro, se hablará del capataz de cargadores de un extremo a otro de América.

El doctor Monygham dio una carcajada seca y gutural. Nostromo se volvió hacia él, desde la puerta.

– Pero si su merced halla otro hombre dispuesto y apto para tal negocio, yo me retiraré. Porque, a decir verdad, no estoy cansado de la vida, aunque mi pobreza sea tal que pueda llevar todo lo que poseo a la grupa del caballo.

– Juega usted demasiado, y nunca dice "no" a una cara bonita, capataz -dijo el doctor, con socarrona franqueza-. No es ese el camino para hacer fortuna. Pero no conozco a nadie que le tenga a usted por pobre. Y desde luego espero que reciba usted una espléndida remuneración, si vuelve usted salvo de su aventura.

– ¿Qué remuneración esperaría su merced? -preguntó Nostromo, lanzando el humo del cigarrillo por la puerta.

El doctor se quedó escuchando un momento a la escalera antes de contestar con otra de sus risas breves y agrias.

– Ilustre capataz, por echar sobre mí la maldición de la muerte, como usted la llama, no me contentaría con menos que todo el tesoro.

Nostromo desapareció de la puerta refunfuñando malhumorado contra aquella contestación socarrona. Su interlocutor le oyó alejarse a galope. El capataz se precipitó en las tinieblas a todo correr. En los edificios de la Compañía O.S.N. cercanos al muelle había luces, pero antes de llegar a ellos se encontró con el carruaje de Gould. Precedíale el jinete con la antorcha, a cuya luz se veían las blancas mulas trotando guiadas por el solemne Ignacio, y a Basilio, con la carabina, en el pescante. Desde la sombría caja del landó, dijo la señora Gould en voz alta:

– Le están aguardando a usted, capataz.

Ella volvía a casa, temblando de frío y excitación, con el cuaderno de Decoud todavía en la mano. Se lo había entregado para que lo remitiera a su hermana, y al despedirse con un apretón de manos le había dicho a la señora: "Tal vez sean las últimas palabras que le dirijo."

El capataz siguió corriendo con la velocidad que traía. A la entrada del muelle, vagas figuras con rifles se abalanzaron a ponerse delante de la yegua; otras le rodearon de cerca: eran cargadores de la Compañía, puestos de guardia por el capitán Mitchell. A una palabra de Nostromo, retrocedieron con murmullos sumisos reconociendo la voz del jefe. En el otro extremo del muelle, cerca de una grúa de carga, en un oscuro grupo donde brillaban puntas encendidas de cigarros, se pronunció su nombre con un dejo de satisfacción. Allí estaban la mayoría de los europeos de Sulaco, reunidos alrededor de Carlos Gould, como si la plata de la mina fuera el emblema de una causa común, el símbolo de la suprema importancia que para bien de todos tenían los intereses materiales. Habían ayudado a cargar el precioso metal en el lanchón. Nostromo reconoció a don Carlos Gould por su talle alto y delgado, un poco separado y silencioso, a quien otro individuo de elevada estatura, el ingeniero en jefe, decía con voz clara y fuerte:

– Si ha de perderse, sería mil veces preferible que fuera a parar al fondo del mar.

Martín Decoud gritó desde la gabarra:

– ¡Au revoir, señores! ¡Hasta que volvamos a estrecharnos las manos en la nueva República Occidental!

Sólo un murmullo sordo respondió a sus frases claras y vibrantes; y después le pareció que el muelle se alejaba flotando dentro de la oscuridad de la noche. La ilusión provenía de que Nostromo había empujado la gabarra hacia el golfo apoyando un pesado remo contra un pilote. Decoud no se movió; el efecto que sintió fue el de ser lanzado al espacio. Tras unos chapoteos, no se oyó otro ruido que el de las sordas pisadas de Nostromo, que iba de un lado a otro en el lanchón. Izó la vela mayor; y un soplo de viento oreó las mejillas de Decoud. Todo se diluyó en la oscuridad, excepto el farol que ardía puesto en lo alto de un poste por el capitán Mitchell al extremo del muelle para guiar a Nostromo en su salida del puerto.

Los dos hombres, incapaces de verse uno a otro, guardaron silencio, hasta que el lanchón, deslizándose al impulso de la espasmódica brisa, pasó por entre dos promontorios casi invisibles en la aumentada oscuridad del golfo. Por algún tiempo el farol del muelle brilló a su espalda. El viento cesó, luego volvió a soplar, pero tan débil, que el lanchón de medio puente avanzó apenas, sin ruido, como si estuviera suspendido en el aire.

– Ahora hemos salido al golfo -dijo la tranquila voz de Nostromo, y añadió un momento después-: El señor Mitchell ha bajado la luz.

– Sí -respondió Decoud-; nadie puede hallarnos ahora.

Una gran recrudescencia de oscuridad envolvió al lanchón, sepultado entre la negrura del mar y la de las nubes. Nostromo, después de encender un par de fósforos para echar una mirada a la brújula que llevaba a bordo, gobernó guiándose por la impresión del viento en su cara.

Para Decoud era una novedad este misterio de la gran masa de agua, rasa y extrañamente lisa, como si su movible superficie hubiera sido petrificada por el peso de aquella densa noche. El Golfo Plácido dormía profundamente debajo de su negro poncho.

Lo que más importaba ahora para el éxito era alejarse de la costa y llegar al centro del golfo antes que apuntara el día. "Las Isabeles estaban por allí cerca", indicó Decoud. "A la izquierda de usted, señor, según se mira de frente", respondió Nostromo de pronto. Cuando se extinguió su voz, la calma enorme, sin luz ni sonido, pareció embargar los sentidos de Decoud, como un poderoso estupefaciente. A veces no podía discernir si estaba dormido o despierto. Sumergido en blanda somnolencia, ni veía ni oía nada. Su propia mano, colocada a corta distancia de la cara, no existía' para él. El tránsito brusco a aquella muda y vacía inmovilidad desde la agitación, las pasiones, los peligros, las escenas y los ruidos de la playa era tan obsesionante, que hubiera parecido la muerte, a no ser por la supervivencia de sus pensamientos. Estos flotaban vividos y leves en una especie de goce anticipado de la eterna paz, como los lúcidos sueños ultraterrenos de cosas terrenas, que tal vez asaltan a las almas, libertadas por la muerte de la brumosa atmósfera de dolores y esperanzas mundanos. Decoud se removió con temblores de escalofrío, no obstante soplar a su alrededor una brisa templada. Experimentó la impresión rarísima de que su alma acababa de volver a su cuerpo desde la negrura ambiente, en que se había disuelto como si no hubiera existido tierra y mar, cielo, montañas y rocas.

La voz de Nostromo resonaba solitaria e impersonal; y el capataz, invisible junto al timón, parecía haber dejado también de existir.

¿Ha estado usted dormido, don Martín? ¡Caramba! Si fuera posible, creería haberme quedado traspuesto. He tenido no sé cómo la rara ilusión de haber oído en sueños los gemidos de un hombre atribulado cerca de la gabarra. Era un sonido entre ahogado lamento y sollozo.

¡Qué extraño! -musitó Decoud, tendido sobre las lonas enceradas que cubrían los arcones del tesoro- ¿Habrá tal vez otra lancha cerca de nosotros en el golfo? Como usted comprenderá, no podríamos verla.

Nostromo se echó a reír ante ocurrencia tan absurda; y ni uno ni otro pensaron más en ello. La soledad se palpaba; y, al parar la brisa, la lobreguez gravitó sobre Decoud como una losa de plomo.

– Esto es aplastante -murmuró-. ¿Es que nos movemos siquiera, capataz?

– Menos aprisa que un escarabajo arrastrándose entre una maraña de hierba -respondió Nostromo, cuya voz sonó apagada por el espeso velo de tinieblas, que caía tibio e implacable por todas partes. Había ratos en que no hacía ruido alguno, y entonces, invisible y mudo, parecía haber partido misteriosamente de la gabarra.

En el seno informe de la noche, Nostromo ni siquiera estaba cierto del rumbo que seguía el lanchón, después de haber parado del todo el viento. Se esforzaba por rastrear las islas, pero no se percibía señal alguna de ellas, como si se hubieran hundido en el golfo. Al fin se echó junto a Decoud y le susurró al oído que si la luz del día les sorprendía cerca de la playa de Sulaco por falta de viento, sería posible llevar la barca detrás del peñón que se levanta en el extremo más alto de la Gran Isabel, donde quedarían ocultos.

Decoud se maravilló del airado encono que dejaba traslucir en su ansiedad. Para él la traslación del tesoro era un asunto político. Había que evitar por varias razones que cayera en manos de Montero; pero allí tenía un hombre que consideraba la empresa a una luz distinta. Los caballeros que se quedaron en tierra no daban muestras de apreciar las dificultades y peligros de la misión que se le había encomendado. Nostromo, afectado al parecer por la tetriquez del ambiente, parecía resentido y nervioso. Decoud estaba sorprendido. El capataz, indiferente a los riesgos del momento, se entregaba a desahogos indignados e irónicos contra la índole fatal de aquella comisión que, como la cosa más natural del mundo, le habían dado. Era más peligroso el tal encargo, decía Nostromo, riendo y jurando, que enviarle a buscar el tesoro custodiado por diablos y fantasmas en las profundas quebradas de Azuera, según decía la gente.

– "Señor -expuso-, tenemos que abordar el vapor en el mar, y entre tanto mantenernos a la descubierta buscándole hasta que hayamos consumido las provisiones. Y si, por desgracia, no le hallamos, necesitamos permanecer alejados de tierra hasta extenuarnos de hambre y tal vez volvernos locos, y morir, y navegar muertos a la deriva, hasta que alguno de los vapores de la Compañía encuentre la gabarra con los dos hombres muertos que han salvado el tesoro.

"Este es el único modo de salvarlo, señor; porque ha de comprender usted que para nosotros desembarcar en cualquier parte de la costa que diste menos de cien millas de Sulaco, con esta plata en nuestro poder, equivale a arrojarnos con el pecho descubierto contra la punta de un cuchillo. Llevo conmigo una enfermedad mortal en estos arcones de plata. Si me descubren, soy hombre muerto, y usted también, señor, por venir conmigo. Hay en la barca bastante plata para enriquecer, no ya a cualquier pueblo costero de ladrones y vagabundos, sino a una provincia entera. Se figurarían que el cielo mismo les envía este tesoro y nos cortarían el cuello sin vacilar. No me fiaría de bellas palabras del hombre más honrado en toda la costa salvaje de este golfo. Reflexione usted que, aun entregándoles la plata a la primera intimación, no salvaríamos nuestras vidas. ¿Lo comprende usted bien o necesito explicarme más?"

– No, no es necesario -replicó Decoud algo distraídamente-. Veo por mí mismo con harta claridad que la posesión de este tesoro es una enfermedad mortal para nosotros. Pero había que retirarle de Sulaco, y usted era el hombre abonado para tal empresa.

– "Sin duda -respondió Nostromo-.Con todo, no creo que su pérdida empobreciera mucho a don Carlos Gould. Queda todavía sobrada riqueza en la montaña. He oído rodar el mineral argentífero por los canalones en las noches tranquilas, cuando tenía la costumbre de ir a caballo hasta Rincón para ver a cierta muchacha, después de terminar mi trabajo diario en el puerto. Durante años las rocas han venido rindiendo su precioso metal con un fragor semejante al del trueno, y los mineros dicen que el corazón de la montaña guarda bastante para seguir tronando por Dios sabe cuánto tiempo.

"Y con ser así, hace tres días estuvimos peleando a vida o muerte por evitar que la multitud se apoderara de la plata, y anoche se me ha mandado a salir con ella a favor de la oscuridad sin soplar viento alguno que empuje el lanchón, como si se tratara de la última plata que resta en el mundo para dar pan a los hambrientos. Pero en fin, dejando eso a un lado, esta va a ser la más famosa y desesperada aventura de mi vida, con viento o sin él. Se hablará de ella cuando los niños se hayan hecho hombres, y los hombres viejos. ¡Ah! Me dijeron que los monteristas no deben apropiársela, sea lo que fuere del capataz Nostromo; y no caerá en sus manos, se lo aseguro a usted, ya que para salvarla me la han atado al cuello."

– Lo tengo por seguro -murmuró Decoud; pero lo que éste creía indudable era que su compañero miraba la empresa por un lado peculiar suyo, muy distinto del que a él le interesaba.

Nostromo interrumpió sus reflexiones sobre el modo con que suelen utilizarse las aptitudes de los hombres sin conocer a fondo sus sentimientos y carácter, para proponer a Decoud que montaran los remos largos y navegaran en dirección a Las Isabeles. No convenía que con la luz del amanecer pudiera verse el tesoro en el mar a cosa de una milla de la boca del puerto. De ordinario, cuanto más densa era la oscuridad, tanto más fuertes eran las ráfagas de viento con que el capataz había contado para mover el lanchón; pero aquella noche, el golfo, envuelto en su poncho de nubes, dormía en absoluta calma con la inmovilidad de la muerte.

Las delicadas manos de don Martín sufrían cruelmente al manejar el grueso astil del enorme remo. El hombre se aplicó a la labor con brío apretando los dientes. También él se hallaba prendido en las redes de una existencia emocional, y aquella extraña faena de empujar una lancha se le antojaba el comienzo natural de un nuevo estado y adquiría una significación ideal, a causa del amor de Antonia. A pesar de todos sus esfuerzos, la gabarra apenas se movía. Nostromo juraba entre dientes y sus refunfuños alternaban con el chapoteo regular de los remos. "No avanzamos nada -murmuró-. Desearía poder divisar las islas."

Por efecto de su impericia don Martín se fatigaba más de lo necesario. De cuando en cuando circulaba por todo su cuerpo una especie de debilidad muscular que partía de sus dedos doloridos, yendo seguida de una oleada de calor. Sin descansar en las últimas cuarenta y ocho horas había combatido, discurseado, sufrido mental y físicamente, fatigando su espíritu y su cuerpo. No había dormido; había tomado muy poco alimento y soportado sin tregua la agitación de sus pensamientos y emociones. El mismo amor de Antonia, del que sacaba su fuerza e inspiración, había alcanzado el punto de tensión trágica durante su apresurada entrevista junto al lecho de don José, gravemente postrado. Y ahora, de pronto, se veía sepultado en el interior de un golfo oscuro, cuya misma lobreguez, silencio y calma de muerte acrecentaban su tormento imponiéndole la necesidad del esfuerzo físico. Con un singular temblor de placer se imaginó la gabarra hundiéndose hasta tocar el fondo del mar. "Siento amagos de delirio", pensó. Dominó el temblor de todos sus miembros, de su pecho, el temblor interior de su organismo, exhausto de fuerza nerviosa.

– ¿Descansaremos, capataz? -propuso en tono de decaimiento-. Aún tenemos por delante muchas horas de noche.

– Cierto. Supongo que no distamos de las islas más que una milla aproximadamente. Deje usted reposar los brazos, señor, si es eso lo que quiere usted decir. No hallará usted otra clase de descanso, se lo prometo, después de haber ligado su suerte a este tesoro, cuya pérdida no empobrecería a nadie. No, señor; no hay descanso hasta que hallemos un vapor destinado al norte, o en caso contrario nos halle a nosotros otro barco, muertos sobre la plata del inglés. O antes que eso…, no, ¡por Dios!, abriré con el hacha un boquete en el costado de la gabarra por debajo de la línea de flotación, sin aguardar a que el hambre y la sed me roben las fuerzas. Por todos los santos y diablos juro que echaré a pique el tesoro antes que entregárselo a ningún extraño. Ya que los caballeros se han dado el gustazo de encomendarme tal encargo, aprenderán que no se han equivocado al escogerme para la empresa.

Decoud se había tendido acezando sobre los arcones de la plata. Todas sus impresiones y sentimientos de lo pasado hasta donde su memoria le permitía recordar, le parecían el más desatinado de los sueños. Hasta el amor apasionado de Antonia, que le había sacado de las profundidades de su escepticismo, en estos momentos se le presentaba despojado de toda apariencia de realidad. Pasajeramente se sintió invadido de una indiferencia en extremo lánguida, que no carecía de cierto encanto.

– Seguramente ellos no imaginaron que había usted de mirar este negocio como cosa tan desesperada -dijo.

– Pues ¿cómo lo había de mirar? ¿Como una broma? -refunfuñó el hombre que en los libros de contabilidad de la Compañía O.S.N. en la oficina de Sulaco figuraba con el título de "Capataz del Muelle", frente a la cifra de su salario-. ¿Ha sido broma despertarme de mi sueño después de dos días de pelea en las calles, para hacerme exponer la vida a una mala carta? Además han debido tener en cuenta que, según dice todo el mundo, no soy jugador afortunado.

– Sí, y también habla todo el mundo de su buena fortuna con las mujeres, capataz -replicó Decoud con acento cansado, intentando calmar a su compañero.

– Oiga, señor-prosiguió Nostromo-. Yo no he opuesto la menor dificultad a cumplir la orden. Tan luego como oí que se me necesitaba y eché de ver que iba a ser negocio desesperado, me resolví a sacarle adelante. No había un minuto que desperdiciar. Pero en primer lugar tuve que aguardar por usted, y luego, cuando llegué a la "Italia Una", el viejo Giorgio me gritó que fuera a buscarle el médico inglés. Después la pobre moribunda quiso verme, como usted sabe. Señor, yo me resistía a ir. Sentía ya la carga de esta maldita plata que me pesaba cada vez más, y calculaba que, al sentirse morir, había de pedirme que fuera otra vez a buscarle un sacerdote. El padre Corbelán, que es valiente, hubiera venido tan luego como le hubiera avisado; pero está muy lejos, se puso a salvo uniéndose con la cuadrilla de Hernández; y el populacho, que hubiera querido hacerle pedazos, al verse defraudado se ha puesto furioso contra todos los curas. Con dificultad hubiera accedido ningún padre a sacar la cabeza de su escondrijo en una noche como ésta, a no ser tal vez bajo de mi protección. Ella no lo ignoraba. Fingí no creer que estuviera a punto de morir, y, señor, me negué…, a buscar un sacerdote para una mujer moribunda…

Al decir esto, oyó rebullir a Decoud.

– ¡Ha hecho usted eso, capataz! -exclamó, y mudando de tono añadió-: Bien, ¿sabe usted? No estuvo del todo mal.

– ¿Usted no cree en los curas, don Martín? Tampoco yo. ¿Para qué iba a perder el tiempo? Pero el caso es que ella… ella cree, y mi negativa me aprieta ahora el corazón. Quizá haya muerto a estas horas; y aquí estamos nosotros perdidos en la oscuridad de este golfo sin el menor soplo de viento. ¡Malditas supersticiones! Se habrá muerto creyendo que yo la he privado de la gloria, supongo… ¡Ah! Este traslado de la plata va a ser mi ruina.

Decoud calló, sumido en profunda reflexión. Se esforzaba por analizar las emociones despertadas por lo que había oído. La voz del capataz sonó de nuevo.

– Ahora, don Martín, cojamos los remos y veamos de arribar a Las Isabeles. O eso, o hundir la gabarra si nos sorprende el día. No debemos olvidar que el vapor salido de Esmeralda con tropas está quizá llegando. He hallado aquí un cabo de vela, y tenemos que aventurarnos a correr el riesgo de llevar una luz encendida para dirigir la lancha por la brújula. No hay miedo de que el viento nos deje a oscuras. ¡Así caiga la maldición del cielo sobre este negro golfo!

Brilló una pequeña llama ardiendo vertical, y su luz bañó el recio costillaje y tablazón de la parte cóncava y vacía de la gabarra. Decoud pudo ver a Nostromo que se había puesto de pie para hacer más fuerza con el remo. El resplandor de la candela le iluminaba hasta la faja roja que le ceñía la cintura, reflejándose en la culata plateada del revólver y permitiendo distinguir el mango de madera de un largo puñal que asomaba en el lado izquierdo. Martín se aprestó a remar con todas sus fuerzas. Ciertamente no soplaba bastante viento para matar la candela, pero la llama osciló un poco al avanzar despacio el pesado lanchón. La carga de plata la inmovilizaba de tal modo, que, a pesar de sus esfuerzos, no lograron comunicarle un andar de más de una milla por hora. Pero bastaba para llegar a Las Isabeles mucho antes que amaneciera. Podían contar con seis horas largas de oscuridad; y la distancia del puerto a la Gran Isabel no excedía de dos millas.

Decoud se fatigaba en esta ruda faena, y culpaba de tan penoso esfuerzos a la impaciencia del capataz. De cuando en cuando descansaban, y entonces aguzaban el oído para recibir el rumor del barco procedente de Esmeralda. En aquella perfecta calma un vapor en movimiento se hubiera oído a gran distancia. En cuanto a ver algo, no había que pensar en ello; los dos hombres no podían verse uno a otro, y la misma vela de la gabarra, que seguía desplegada, era invisible. A menudo suspendían su trabajo de remar.

– ¡Caramba! -dijo Nostromo de pronto en uno de esos intervalos en que permanecían apoyados sobre los gruesos mangos de los remos-. ¿Qué es ello? ¿Se aflige usted, don Martín?

El interrogado le aseguró que no había nada de eso. Nostromo se mantuvo un rato sin moverse, y luego indicó en voz baja a su compañero que se llegara a popa. En estando allí, le puso los labios al oído, y le comunico su creencia de que, además de ellos, había en la gabarra alguien más. Por dos veces había oído sollozos ahogados.

– Señor -le susurró con temor y asombro-, estoy cierto de que en el lanchón hay una persona llorando.

Decoud no había oído nada, y manifestó su incredulidad. Con todo eso, será fácil comprobar la verdad de lo que ocurría.

– Es de lo más asombroso -musitó Nostromo.

– ¿Se habrá escondido alguno a bordo mientras la gabarra estaba amarrada al muelle?

– ¿Y dice usted que era una especie de sollozo? -interrogó Decoud bajando la voz- Si está llorando, sea quien quiera, no puede ser muy peligroso.

Trepando por encima de los cofres del tesoro, se agazaparon en la parte delantera del mástil, y empezaron a palpar debajo del medio puente. De frente, en el sitio más estrecho, sus manos toparon con el cuerpo de un hombre, que permaneció callado como un muerto. Bastante sobresaltados para no hacer ruido alguno, le arrastraron hacia popa tirando de un brazo y del cuello de la chaqueta. No se movió, ni ofreció la menor resistencia, como si estuviera exánime.

La luz del cabo de vela cayó sobre un rostro redondo, de nariz aguileña, con bigotes negros y patillas recortadas. Le cubría una suciedad extrema. En las partes afeitadas de los carrillos había brotado un vello grasiento. Tenía los labios un poco entreabiertos, pero cerrados los ojos. Decoud reconoció con inmenso asombro al señor Hirsch, el tratante de pieles de Esmeralda. Lo mismo hizo Nostromo. Ambos quedaron mirándose estupefactos ante el hombre, que yacía con los pies descalzos más altos que la cabeza, fingiendo estúpidamente sueño, desmayo o muerte.

Capítulo VIII

Por un momento, a vista del extraordinario hallazgo, olvidaron sus inquietudes y padecimientos. Los del señor Hirsch parecían reducirse a un terror extremo. Por largo tiempo rehusó dar señales de vida, hasta que al fin las increpaciones de Decoud y tal vez más la impaciente indicación, hecha por Nostromo, de arrojarle al mar, ya que parecía estar muerto, le movieron a levantar primero un párpado y luego el otro.

Según refirió, no había hallado ocasión segura para partir de Sulaco. Estaba de huésped en casa de Anzani, el dueño del bazar de la plaza Mayor. Y cuando estalló la revuelta, antes de amanecer, escapó de la posada con tal prisa, que se olvidó de ponerse los zapatos. Corriendo a ciegas y en calcetines, se metió en el jardín de la casa de Anzani.

El miedo le infundio la agilidad necesaria para saltar varias cercas bajas, y de esta suerte fue a parar a los claustros, cubiertos de maleza, del arruinado convento de San Francisco, situado en una calle lateral. Abrióse camino por entre los intrincados y espinosos arbustos con la violencia de la desesperación, y esto explicaba los arañazos de su cara y manos y los desgarrones del traje. Allí permaneció oculto aquel día, con la lengua pegada al paladar a causa de la sed intensa producida por el calor y el miedo.

Hasta tres veces penetraron allí cuadrillas de revolucionarios dando gritos y lanzando imprecaciones contra el padre Corbelán, en cuya busca iban; pero al caer la tarde, mientras seguía tendido de bruces entre la espesura, creyó morirse de miedo por el silencio que reinaba en aquel lugar. No explicó con gran claridad lo que le había impulsado a dejar su refugio; pero el hecho es que había salido y logrado escurrirse fuera de la ciudad por las desiertas callejuelas de detrás del convento. Vagó en la oscuridad por los alrededores de la vía férrea, tan enloquecido de terror, que no se atrevió a acercarse a las hogueras, hechas por los piquetes de obreros italianos que custodiaban la línea. Ocurriósele vagamente que podría hallar sitio seguro en los cercados de la estación, pero, al intentarlo, los perros se abalanzaron a él ladrando, los hombres empezaron a dar voces, y sonó un tiro disparado a la aventura. Huyó de las puertas de la verja de madera, y sin saber cómo, tomó la dirección de las oficinas de la Compañía O.S.N. Dos veces tropezó con los cadáveres de los muertos durante la refriega del día; pero lo que más le asustaba eran los vivos. A ratos permanecía agazapado, luego se arrastraba, andaba a gatas, o levantándose corría un trecho, guiado por su instinto de conservación, siempre en dirección contraria a las luces del ruido de voces. Tuvo la idea de arrojarse a los pies del capitán Mitchell y pedir refugio en las oficinas de la Compañía. Todo estaba allí en tinieblas cuando él se acercó avanzando sobre sus manos y rodillas, pero de pronto alguien que estaba de centinela le preguntó: "¿Quién vive?"

Había más muertos tendidos por allí, y el fugitivo se tendió al punto junto a uno que estaba ya frío. Entonces oyó una voz que decía: "Por ahí se rebulle uno de esos canallas, que debe estar mal herido. ¿Voy a rematarle?" Y otra vez objetó que era peligroso salir sin una linterna para tal objeto. Pudiera ser algún liberal negro que aguardaba la ocasión de hundir un puñal en el corazón de un hombre honrado. Hirsch no se detuvo a oír más, y arrastrándose hasta la entrada del muelle se escondió entre un montón de barriles vacíos. Después de un rato, llegaron algunas personas conversando, con cigarrillos encendidos; y sin preguntarse si tenían aspecto de querer hacerle daño, rompió a correr por el muelle, vio una gabarra amarrada al extremo y se arrojó en ella. En su deseo de hallar un escondrijo, avanzó reptando en derechura debajo del medio puente, y allí se quedó más muerto que vivo, padeciendo agonías de hambre y sed, y medio desmayado de terror, cuando oyó numerosos pasos y voces de los europeos que habían venido juntos escoltando el vagón cargado con el tesoro, y que una cuadrilla de cargadores empujaba a lo largo de los rieles. Por la conversación comprendió perfectamente lo que se estaba haciendo, pero no reveló su presencia por temor de que no le permitieran continuar en aquel sitio. Su única y absorbente obsesión era entonces huir del terrible Sulaco. Y ahora le pesaba de ello lo indecible. Había oído lo que Nostromo decía a Decoud, y se alegraría de verse otra vez en tierra. No quería meterse en ningún negocio desesperado… en una situación de la que no era dable escapar. Los gemidos involuntarios de su atribulado espíritu le habían denunciado a los agudos oídos del capataz.

Incorporáronle sentado con la espalda apoyada en el costado de la barca, y el hombre prosiguió el doliente relato de sus aventuras hasta que le faltó la voz y dobló la cabeza sobre el pecho. "Agua", musitó con dificultad. Decoud le aplicó una vasija a los labios. Reanimóse en brevísimo tiempo y se puso de pie con rapidez alocada.

Nostromo le mandó con voz airada y amenazadora trasladarse a la delantera del lanchón. Hirsch era uno de esos hombres, a quienes el miedo hostiga como un látigo, y sin duda tenía una idea aterradora de la ferocidad del capataz, porque desapareció con agilidad asombrosa en la oscuridad. Los otros dos oyeron sus pasos sobre las cubiertas de lona encerada; y luego resonó el golpe de una caída, seguida de un suspiro débil. Después todo quedó en silencio en la parte anterior de la gabarra, como si el intruso se hubiera matado al caer cabeza abajo. Nostromo le intimó en tono terrible:

– ¡Estése usted quieto ahí! No se mueva. Si le oigo respirar fuerte, le meteré una bala en la cabeza.

La mera presencia de un cobarde, aunque éste guarde un comportamiento pasivo, lleva consigo un elemento de traición para una situación peligrosa. La nerviosa impaciencia de Nostromo se trocó en reflexión sombría. Decoud hizo notar a media voz, como hablando consigo mismo, que, al fin y al cabo, esta extraña contingencia no tenía gran importancia. No concebía qué daño podía seguirse de estar allí aquel hombre. A lo sumo no causaría más estorbo que cualquier objeto inanimado e inservible, un madero por ejemplo.

– Lo pensaría dos veces, antes de deshacerme de un trozo de madera -replicó Nostromo con calma-. Cuando menos se piense, se ofrecerá ocasión de hacer uso de él. Pero, en una empresa como la que traemos entre manos, un hombre de esta clase debe ser arrojado por la borda. Aunque fuera tan bravo como un león, no le necesitamos aquí. Nosotros no huimos por salvar nuestras vidas. Señor, me parece bien que un valiente procure salvarse con franqueza y resolución; pero ya ha oído usted su relato, don Martín. Si está aquí, es por un prodigio de miedo… -Nostromo se detuvo-. No hay sitio para el miedo en esta gabarra -añadió entre dientes…

A Decoud no se le ocurrió nada que contestar. Las circunstancias no eran oportunas para entrar en discusiones, ni mostrar escrúpulos sentimentales. Un hombre enloquecido de terror puede hacerse peligroso de mil maneras. A todas luces no era posible entenderse con Hirsch, ni exponerle consideraciones, ni persuadirle a que se portara con sensatez. La historia de su fuga lo patentizaba con harta claridad. Decoud consideró mil veces lamentable que el desgraciado no hubiera muerto de espanto. La naturaleza, que le había hecho así, parecía haber calculado con crueldad las prolongadas angustias que podría soportar sin exhalar el último aliento. Un terror tan angustioso merecía alguna compasión; pero Decoud, aunque de natural inclinado a sentir lástima de tanta desdicha, resolvió no oponerse a cualquier determinación que tomara su compañero. Este, empero, no hizo nada por entonces; y la suerte del señor Hirsch quedó indecisa en la lobreguez del golfo, a merced de acontecimientos imposibles de prever.

El capataz alargó la mano y apagó de pronto la vela, pareciéndole a Decoud que su compañero había destruido de un manotazo el mundo de los negocios, de los amores, de las revoluciones, mundo en que su satisfecha superioridad analizaba, sin consideración a nada ni a nadie, todos los móviles y todas las pasiones, incluyendo las suyas mismas.

Se sentía un poco abatido, bajo de la influencia de su nueva situación. De ordinario le daba ánimo y le sostenía firme en los trances difíciles la confianza que tenía en su talento; y por lo mismo sufría al verse privado de la única arma que podía usar con eficacia. No había inteligencia capaz de penetrar la misteriosa oscuridad del Golfo Plácido.

De una sola cosa estaba cierto y era de la presuntuosa vanidad de su compañero, patente, sin hipocresías ni segundas intenciones, práctica. Decoud, que se había valido del capataz, quiso aprovechar la ocasión de estudiarle a fondo, y tras de las varias manifestaciones de un carácter firme llegó a descubrir el sencillo y único móvil de las mismas: la vanidosa complacencia en sus aptitudes. El celo y desapoderado amor a su reputación hacían de él un tipo de asombrosa simplicidad. Pero ahora surgía una complicación, porque evidentemente estaba resentido de que le hubieran mandado ejecutar una empresa donde había tantas probabilidades de fracasar. "No adivino lo que sería capaz de hacer si no estuviera yo aquí," pensó Decoud.

Otra vez oyó murmurar a Nostromo:

– No, en esta barca no hay sitio para el miedo. Y aun el valor no basta. Tengo buen ojo y mano firme; nadie me ha visto jamás cansado ni indeciso en mis resoluciones, pero ¡por Dios!, considere usted, don Martín, que me han metido en esta negra calma, donde ni el buen ojo, ni la mano firme, ni él juicio sereno sirven de nada… -Profirió entre dientes una serie de juramentos en italiano y español y añadió-: Sólo la desesperación puede valerme en este trance.

Estas palabras desentonaban por modo extraño de la calma predominante y el silencio casi sólido del golfo. Un chubasco cayó de pronto con rumor susurrante todo alrededor de la lancha; y Decoud se quitó el sombrero, y remojándose la cabeza en la lluvia, se sintió muy reanimado. Poco después una suave y continuada corriente de aire le acarició el rostro.

La barca empezó a moverse, pero la lluvia se alejó de ella. Cesaron de caer las gotas sobre la cabeza y las manos de Decoud, y el sordo susurro se extinguió a lo lejos.

Nostromo dejó oír un gruñido de agrado, y asiendo la caña del timón canturreó en voz baja, como suelen hacer los marinos, para alentar el viento. En los últimos tres días nunca había sentido menos Decoud la necesidad de lo que el capataz llamaba desesperación.

– Se me figura oír otro chubasco -manifestó en tono tranquilo y satisfecho-. Espero que nos alcance.

Nostromo suspendió al punto su canturreo.

– ¿Oye usted otra lluvia? -preguntó con acento de duda.

La lobreguez daba señales de atenuarse, y Decoud pudo ver ahora a perfil de la figura de su compañero, y hasta la vela de la barca, emergiendo de la oscuridad en forma de un bulto cuadrado de espesa nieve.

El rumor descubierto por Decoud se deslizaba áspero sobre la superficie del agua. Nostromo reconoció que aquel ruido, mezcla de silbido y susurro, procedía de un vapor navegando en agua encalmada, envuelto en la oscuridad tranquila de la noche. No podía ser otro que el transporte capturado que venía con tropas de Esmeralda. No llevaba luces. El estrépito de las máquinas, creciendo a cada minuto, se interrumpía a veces, y recomenzaba después bruscamente, sonando más cerca, como si el barco invisible, cuya posición no podía fijarse con precisión, navegara con rumbo directo a la gabarra. Entre tanto ésta seguía avanzando despacio y en silencio, empujada por una brisa tan débil, que únicamente inclinándose Decoud sobre un costado y sintiéndose deslizarse el agua entre los dedos, pudo convencerse de que realmente se movían. Su estado de somnolencia había desaparecido, y se alegraba de que la lancha siguiera su curso. Después de haber permanecido en silencio tan absoluto, el ruido del vapor parecía estruendoso y aturdidor. La circunstancia de no verse la causa que lo producía le daba cierto carácter fantástico y preternatural. De repente todo calló. El barco se había detenido, pero tan cerca de ellos, que sintieron en sus rostros las vibraciones del vapor al escapar por las válvulas.

– Intentan averiguar donde están -dijo Decoud en voz baja, y metió otra vez los dedos en el agua inclinándose por encima de la borda- Avanzamos bastante -informó a Nostromo.

– Me parece que cruzamos por delante de proa -dijo el capataz con cautela-. Pero estamos jugando a ciegas con la muerte. De poco sirve el movernos; lo importante es que no nos vean ni oigan.

Musitó estas palabras con bronca excitación. No se le veía más que lo blanco de los ojos, y sus dedos se clavaron en el hombro de Decoud.

– Es el único modo de salvar el tesoro de ese vapor cargado de tropa.

Otro barco hubiera traído luces, pero observe usted que ni el más tenue resplandor nos indica dónde está.

Decoud se quedó como paralizado; mas su pensamiento trabajaba con frenética actividad. En el espacio de un segundo recordó la mirada luctuosa de Antonia, al dejarla junto al lecho de su padre en la sombría casa de la familia Avellanos, con todas las ventanas cerradas y las puertas abiertas, después de haber huido de ella todos los criados, excepto un negro viejo que hacía de portero. Recordó la casa Gould en su última visita a la misma, las razones que allí había expuesto y el tono en que lo había hecho, la impenetrable reserva de Carlos, y la cara de la señora de Gould, tan pálida de ansiedad y fatiga, que sus ojos parecían haber mudado de color, apareciendo casi negros por la contraposición. Y hasta le pasaron por las mientes períodos enteros de la proclama que intentaba hacer publicar a Barrios desde su cuartel real de Cayta, en llegando él allá; el verdadero germen del nuevo Estado, el manifiesto separatista que había procurado leer apresuradamente a don José, tendido en su cama bajo la mirada inmóvil de su hija. Dios sabe si el anciano estadista le había entendido; no podía hablar, pero había levantado el brazo, sacándolo de debajo de la colcha, y su mano había trazado una cruz en el aire, como señal de bendición, de consentimiento.

Decoud tenía el borrador en el bolsillo, escrito con lápiz en varias hojas sueltas de papel que llevaban en letra gruesa el membrete: "Administración de la Mina de Plata de Santo Tomé. Sulaco. República de Costaguana." Lo había escrito febrilmente, llenando página tras página en la mesa de Carlos Gould. La señora de éste había mirado varias veces por encima del hombro lo que escribía; pero el señor administrador, de pie y perniabierto, ni siquiera quiso echar una ojeada al documento cuando estuvo terminado. Al contrario, hizo un gesto de desvío con la mano, significando sin duda desdén y no recelosa cautela, porque no se opuso a que se escribiera en el papel de la administración un documento tan comprometedor. Ello demostraba sólo desprecio, el genuino desprecio inglés de la prudencia ordinaria, como si todo lo que sale del campo de sus ideas y sentimientos no mereciera ser tomado en consideración. Breves segundos bastaron a Decoud para indignarse contra Carlos Gould, y hasta sentir resentimiento contra su señora, a la que, tácitamente, claro está, había dejado confiada la seguridad de Antonia. "¡Antes morir mil veces que deber la salvación a tales personas!", exclamó mentalmente.

La presión de los dedos de Nostromo, que se habían separado de su hombro, apretando ferozmente, le obligó a entrar dentro de sí.

– La oscuridad está de nuestra parte -le cuchicheó al oído-. Voy a arriar la vela y fiar nuestro escape a la cerrazón del golfo. No hay ojos capaces de descubrirnos, si permanecemos callados con el mástil desnudo. Lo hago ahora, antes que el vapor se nos acerque más. El ligero crujir de una polea nos delataría y pondría el tesoro de Santo Tomé en manos de esos ladrones.

Movióse en su trajín con la elástica agilidad de un gato. Decoud no oyó ningún ruido; y únicamente la desaparición de la mancha cuadrada blanquecina le hizo comprender que la verga había descendido; el ex-marino genovés la había bajado con el mismo cuidado que si fuera de cristal. Al momento siguiente oyó a Nostromo respirar tranquilo a su lado.

– Lo mejor que puede usted hacer es no moverse de donde está, don Martín -recomendó el capataz muy serio-. Podría usted tropezar o remover algún objeto que hiciera ruido. Los remos y los bicheros andan por ahí. Por Dios, don Martín -continuó en un murmullo vehemente, pero amistoso-, estoy tan desesperado que, si no le creyera a usted un hombre de valor, capaz de permanecer como una estatua, suceda lo que sucediere, le clavaría un puñal en el corazón.

Un silencio de muerte rodeaba la gabarra. Apenas podía creerse que hubiera cerca un vapor lleno de hombres, escudriñando desde el puente con mirada ávida las tinieblas para descubrir alguna señal de tierra. El escape de vapor había dejado de silbar, y el barco estaba al parecer tan alejado de la gabarra, que ningún otro sonido llegaba a ella.

– Tal vez lo hiciera usted, capataz -musitó Decoud-. Sin embargo, tranquilícese usted. Otras cosas de más importancia que el temor de su puñal mantendrán sereno mi corazón; y no le pondrá a usted en la necesidad de cumplir su hipotética amenaza. Pero usted ha olvidado…

– Le he hablado a usted con franqueza, como a un hombre puesto en situación tan desesperada como la mía -explicó el capataz-. La plata no debe caer en poder de los monteristas. Por tres veces le repetí al capitán Mitchell que prefería partir solo. Y lo mismo le manifesté a don Carlos Gould en su casa. Ellos habían mandado llamarme. Las señoras estaban allí, y cuando intenté hacerles entender por qué no quería traerle a usted conmigo, me prometieron ambas grandes recompensas si le salvaba la vida. Extraño modo de hablar a un hombre, a quien se envía a una muerte casi segura. Esas gentes parecen no tener entendimiento para hacerse cargo de las dificultades y peligros que llevan consigo ciertos encargos. Les advertí que yo nada podía hacer por usted, que sin duda podía estar más seguro con el bandido Hernández. Hubiera sido posible salir a caballo de la ciudad sin más riesgo que el de algún tiro disparado a oscuras. Pero no me dieron oídos. Tuve que prometerles que le aguardaría a usted a la entrada del puerto, y así lo he hecho. Y ahora, gracias a que es usted un valiente, se halla tan seguro como la plata. Ni más ni menos.

En aquel momento, como por vía de comentario a las palabras de Nostromo, el vapor invisible avanzaba en su ruta, sólo a media velocidad, según podía colegirse del reposado vibrar de su hélice. Se notaba que el ruido mudaba de sitio, pero sin acercarse. Al contrarío, se alejó un poco más en dirección transversal a la del lanchón y luego volvió a cesar el sonido.

– Se esfuerzan por divisar Las Isabeles -cuchicheó Nostromo-, a fin de navegar hacia el puerto en línea recta y apoderarse de la Aduana con el tesoro que creen guardado allí. ¿Ha visto usted por ventura al comandante de Esmeralda, Sotillo? Guapo mozo con una voz suave. Cuando llegué aquí, solía encontrarle en la calle hablando con las señoritas a las ventanas de las casas, y enseñando siempre su blanca dentadura. Pero uno de mis cargadores, que había sido soldado, me dijo que una vez había mandado desollar a un hombre vivo en lo más remoto del Campo donde le habían enviado a reclutar gente entre los estancieros. No le ha pasado nunca por el magín que la Compañía tenía un hombre capaz de burlar sus planes.

El gárrulo cuchicheo del capataz intranquilizó a Decoud, viendo en él un síntoma de debilidad. Y, no obstante, la resolución locuaz puede ser tan firme e inquebrantable como el silencio tétrico.

– Hasta ahora no puede asegurarse que estén burlados los planes de Sotillo -replicó-. ¿Se ha olvidado del aturdido que llevamos en proa?

Nostromo no se había olvidado del señor Hirsch, y se recriminó amargamente por no haber registrado con toda diligencia la barca antes de dejar el muelle. Maldijo su estupidez en no haber apuñalado y arrojado por la borda al intruso tan luego como le descubrió, sin aguardar a mirarle la cara. Eso hubiera estado en consonancia con la índole desesperada de la aventura. Pero, así y todo, Sotillo estaba ya chasqueado. Aun cuando aquel miserable, mudo ahora como un muerto, hiciera cualquier tontería que denunciara la proximidad de la lancha, Sotillo -si era Sotillo el que mandaba las tropas a bordo- se quedaría con una cuarta de narices y no apresaría la plata.

– Tengo un hacha en la mano -cuchicheó Nostromo con rabia-que de tres golpes abrirá una vía de agua en el costado de la gabarra por debajo de la línea de flotación. Además todos los lanchones de carga tienen una trampa en popa, y puedo decir el sitio donde está. La siento debajo de mi pie.

Decoud notó el tonillo de sincera resolución y la nerviosidad vindicativa con que fueron musitadas las palabras anteriores por el famoso capataz. Antes que el vapor, guiado por un grito o dos (no podían pasar de ese número, dijo Nostromo rechinando los dientes de un modo perceptible), pudiera descubrir la gabarra, tendría tiempo de sobra para echar a pique el tesoro, atado a su cuello. Esto lo susurró con vehemencia al oído de Decoud, que no replicó nada: estaba perfectamente convencido de ello. La habitual calma característica del hombre había desaparecido, no aviniéndose con la situación, tal como él la concebía. Algo hondo e insospechado acababa de revelarse en el natural de su compañero, algo que nadie había observado hasta entonces. Decoud, moviéndose con gran precaución, se quitó el sobretodo y las botas; no se creía obligado por su honor a irse al fondo con la carga de plata. Su objeto era incorporarse a Barrios en Cayta, como el capataz sabía bien; y también él (Decoud) pensaba poner en la empresa, a su modo, toda la desesperación de que era capaz. Nostromo murmuro: "¡Cierto!, ¡cierto! Usted es un político, señor. Únase usted al ejército y organice una nueva revolución." Indicó, empero, que todos los lanchones de carga llevaban un pequeño bote, capaz para dos hombres y aun más. El suyo iba remolcado a proa.

Decoud lo ignoraba. Por supuesto, la densa oscuridad no permitía verle, y sólo cuando Nostromo le hizo poner la mano sobre el cable que lo sujetaba a un tojino del extremo posterior de la barca, se sintió enteramente aliviado de su sobresalto. Le horrorizaba la perspectiva de hallarse en el mar nadando entre tinieblas, sin saber en qué dirección, moviéndose probablemente en círculo hasta agotar sus fuerzas y perecer ahogado. La estéril y cruel inutilidad de tal muerte trastornaba la afectada indiferencia de su pesimismo. En comparación de tan desgraciado fin, la circunstancia de verse flotando en un bote, aun estando expuesto a la sed, al hambre, a ser descubierto, apresado y ejecutado, se le representaba como una ventaja digna de aprovecharse, aun a costa de alguna mortificación de su amor propio. Pero no aceptó la proposición, hecha por Nostromo, de que se metiera inmediatamente en el bote. "Pudiera venírsenos encima algo inesperado, señor", le hizo observar el capataz, prometiéndole con toda seriedad soltar la amarra tan luego como fuera necesario.

Con todo eso, Decoud le aseguró muy tranquilo que no pensaba tomar el bote hasta el último instante, y que esperaba hacerlo en compañía suya. La lobreguez del golfo dejó de ser para Decoud el término de todo; antes al contrario, constituía sólo parte de un mundo vivo, puesto que al través de ella podían palparse el fracaso y la muerte. Y al mismo tiempo era un escudo, cuya impenetrabilidad le regocijaba. "Como un muro, como un muro", se decía en voz baja.

Lo único que debilitaba su confianza era la idea de tener con ellos al señor Hirsch. No haberle atado y amordazado le parecía a Decoud el colmo de la imprevisión irreflexiva. Mientras el desgraciado pudiera gritar, era un peligro constante. Por ahora su terror abyecto le tenía mudo, pero cualquier incidente podía hacerle prorrumpir de pronto en desgarradores lamentos.

El mismo terror enloquecido que tanto Decoud como Nostromo habían notado en sus ojos extraviados y en las incesantes contorsiones de su boca, protegían al señor Hirsh contra las crueles necesidades de una situación tan desesperada. No era ya ocasión de cerrarle la boca para siempre. Según advirtió Nostromo, respondiendo a los pesares manifestados por Decoud, ¡era demasiado tarde! No había modo de hacerlo sin ruido, sobre todo ignorando la posición exacta que ocupaba. Se corría peligro al acercarse a él, en cualquier sitio que estuviera agazapado y temblando. Probablemente empezaría implorando misericordia chillando escandalosamente. Valía más dejarle en paz, ya que permanecía tan quieto. Pero la impresión de tener que fiarse de su silencio producía a Decoud una inquietud creciente.

– ¡Lástima que dejara usted pasar el momento oportuno, capataz! -exclamó en voz apagada.

– ¿De qué? ¿De hacerle enmudecer para siempre? Me pareció conveniente saber primero cómo había venido a parar a la gabarra. Era demasiado extraño. ¿Cabía suponer que hubiera sido una mera casualidad? Después, señor, cuando le vi a usted darle agua, no me sentí con ganas de matarle. Y menos aún habiendo observado que le aplicaba usted la vasija a la boca, como si fuera su hermano. Señor, esas cosas no hay que pensarlas demasiado. Y, con todo, no hubiera sido gran crueldad librarle de una vida tan miserable, reducida a la condición de un terror peor que la muerte. La compasión de usted, don Martín, le salvó; y ahora es demasiado tarde. No puede hacerse sin ruido.

A bordo del vapor reinaba perfecto silencio, y la quietud era tan profunda, que, según le parecía a Decoud, el más leve rumor debería propagarse sin tropiezo y ser perceptible en el otro extremo del mundo. ¿Y si a Hirsch le ocurría toser o estornudar? La idea de hallarse a merced de tan ridícula contingencia era demasiado exasperante para echarlo a broma.

Nostromo parecía también sobresaltarse. ¿Era posible, se preguntó, que el vapor, en vista de la profunda oscuridad de la noche, intentara permanecer anclado donde estaba hasta el amanecer? Y le ocurrió entonces que en ello había un verdadero peligro. Temía que la oscuridad, considerada como su mejor salvaguardia, acabara siendo la causa de su ruina.

Sotillo, como Nostromo había sospechado, tenía el mando a bordo del transporte. Los acontecimientos ocurridos en Sulaco en las últimas cuarenta y ocho horas no le eran conocidos e ignoraba que el telegrafista de Esmeralda hubiera logrado poner al corriente de todo a su colega de Sulaco. A ejemplo de muchos oficiales y otras clases militares, de guarnición en la provincia, se había inclinado a abrazar el partido riverista por creer que tenía de su parte la riqueza de la concesión Gould. Había figurado entre los contertulios de la casa de ese nombre, y hecho alarde allí de sus convicciones blanquistas y ardiente entusiasmo por las reformas ante don José Avellanos, echando a la vez miradas de honrada franqueza sobre la señora de la casa y su amiga Antonia. Sabíase que pertenecía a una buena familia, perseguida y arruinada durante la tiranía de Guzmán Bento. Las opiniones que manifestó parecían perfectamente sinceras y muy conformes con su parentesco y antecedentes. No era un falsario, y, como la cosa más natural, expresaba sentimientos elevados, obsesionado por la creencia -a su entender fundada y práctica- de que el futuro esposo de Antonia Avellanos había de ser, naturalmente, amigo íntimo de la concesión Gould.

Hasta llegó a dejar entrever algo de esto en cierta ocasión a Anzani, mientras negociaba con él un pequeño préstamo -el sexto o el séptimo- en el despacho sombrío y húmedo, protegido por gruesa verja de hierro, en el fondo de la tienda principal de las Arcadas. Indicó, en efecto, al dueño del bazar que estaba en excelentes relaciones con la señorita emancipada, amiga y como hermana de la señora inglesa. Echando un pie adelante y puestos los brazos en jarras ante Anzani, parecía decirle, mirándole con altivez:

– ¿Qué te parece, miserable tendero? ¿Acaso un hombre como yo puede fracasar con cualquier mujer, y mucho menos con una muchacha emancipada, que en sociedad se permite las libertades más escandalosas?

Por supuesto, en la casa Gould guardaba un comportamiento muy diferente evitando toda fanfarronería y mostrando, al contrario, cierto aire melancólico. Como la mayoría de sus paisanos, se pegaba mucho de suaves palabras, y más aún de las proferidas por su propia boca. No tenía convicciones acerca de ninguna cosa como no fuera del poder irresistible de sus prendas personales. Pero en este punto su seguridad era tan completa, que ni siquiera la aparición de Decoud en Sulaco y su intimidad con los Gould y los Avellano le inquietó en lo más mínimo. Tan lejos estuvo de ellos que procuró trabar amistad con el rico costaguanero, recién llegado de Europa, esperando pedirle prestada una importante cantidad no tardando.

No le guiaba en la vida otra aspiración que la de obtener dinero para satisfacer sus dispendiosos gustos, a los que se entregaba sin miramientos y sin moderación. Se creía maestro consumado en galanteos, pero en realidad sus seducciones tenían la simplicidad de su instinto animal. En ocasiones, cuando estaba sólo, le acometían accesos de ferocidad; y lo propio ocurría en casos especiales, como al hallarse contratando mano a mano con Anzani algún préstamo.

Después de insinuar en las conversaciones su deseo de obtener el mando de la guarnición de Esmeralda, consiguió al fin que le nombraran para ese cargo. Aunque era un puerto de poca importancia poseía la ventaja de hallarse establecida allí la estación del cable submarino que ponía en comunicación las provincias occidentales con el resto del mundo y enviaba un ramal a Sulaco. Don José Avellanos le propuso, y Barrios contestó con una carcajada ruda y burlona: "¡Oh! ¡Sotillo! Que vaya. Es un excelente sujeto para guardar el cable, y conviene que les toque el turno a las señoritas de Sulaco." Barrios, que era sin disputa un valiente, no tenía en gran concepto a Sotillo.

Sólo por el cable de Esmeralda era por donde la mina de Santo Tomé podía estar en constante relación con el gran financiero, cuya tácita aprobación constituía la fuerza del partido riverista. Este partido tenía sus adversarios en el mismo Esmeralda; y Sotillo gobernó allí con represiva severidad, hasta que la marcha desfavorable de los acontecimientos en el remoto teatro de la guerra civil le indujo a creer que, al fin y al cabo, la rica mina de plata estaba destinada a ser presa de los vencedores. Pero había que proceder con cautela. Empezó mostrándose huraño y misterioso con la fiel municipalidad riverista de Esmeralda. De allí a poco se traslució, sin saber cómo, que el comandante de la plaza celebraba reuniones con los oficiales a altas horas de la noche; y a consecuencia de ello los señores del Municipio se retrajeron de cumplir sus deberes, permaneciendo encerrados en sus casas. De pronto, un día, todas las cartas procedentes de Sulaco llegadas por tierra fueron llevadas a la comandancia desde la oficina de correos escoltadas por un piquete de soldados, sin pretexto, disculpa, ni explicación de ningún género. Era que Sotillo había sabido por Cayta la derrota definitiva de Rivera.

Esta fue la primera señal manifiesta de haber cambiado de convicciones el jefe militar de Esmeralda. Al poco tiempo pudo observarse que conocidos demócratas, amenazados hasta entonces de arresto, grillos, y hasta castigos corporales, entraban y salían por la puerta principal de la Comandancia, donde dormitaban los caballos de los ordenanzas bajo sus pesadas sillas, mientras los soldados, con uniformes andrajosos y sombreros de paja puntiagudos, descansaban perezosamente en un banco, sacando los pies desnudos fuera de la línea de sombra; y un centinela, con chaqueta de bayeta roja, agujereada en los codos, permanecía a pie firme en el rellano de la escalinata mirando con altivez a la gente del pueblo bajo que se descubría al pasar.

Las ambiciones de Sotillo no iban más allá de su seguridad personal y de la probable contingencia de saquear la ciudad a su cargo, pero temía que su tardía adhesión le granjeara escasa gratitud por parte de los vencedores. Se había fiado por demasiado tiempo del poder de la mina de Santo Tomé. La correspondencia apresada le confirmó en sus anteriores noticias sobre una gran cantidad de lingotes de plata depositados en la Aduana de Sulaco. Apoderarse de tal tesoro significaría que se declaraba a favor de Montero; y un servicio tan importante no podría menos de ser remunerado. Con la plata en su poder, estaría en el caso de obtener ventajosas condiciones para él y las tropas que mandaba. No tenía noticias ni del levantamiento popular de Sulaco, ni de la llegada del presidente a esta ciudad, perseguido de cerca por el hermano de Montero. Creía ser el dueño de la situación en aquella parte de la República. Sus primeras determinaciones fueron incautarse de la oficina del cable telegráfico y apresar el vapor del gobierno, anclado en la estrecha caleta que forma el puerto de Esmeralda. Esto último se efectuó sin dificultad por una compañía de soldados, que se lanzaron en tropel a los portalones, mientras estaba el barco amarrado al muelle. Pero el teniente encargado de arrestar al telegrafista se detuvo en el camino entrando en el único café de Esmeralda, donde distribuyó aguardiente a sus hombres, y él tomó media botella de licor a costa del dueño del establecimiento, que era un conocido riverista. Todo el piquete de soldados se emborrachó y procedieron a desempeñar su cometido marchando por la calle con salvajes gritos y disparos a las ventanas.

Este cómico percance, que pudo resultar peligroso para la vida del telegrafista, le permitió a éste enviar a Sulaco aviso de lo que ocurría: El teniente, después de subir tambaleándose las escaleras con el sable a rastras, entró en el despacho del empleado y le besó ambas mejillas, en uno de esos repentinos cambios de humor propios del estado de embriaguez. Le asió por las solapas cerca del cuello, y le aseguró con lágrimas de alegría que todos los oficiales de Esmeralda iban a ser nombrados coroneles. Así ocurrió que, cuando el alcalde de la ciudad llegó un poco después, halló a todo el pelotón durmiendo en las escaleras y en el pasillo, y al telegrafista, que despreció aquella ocasión de escapar, ocupado en transmitir con el manipulador. El alcalde le llevó preso, la cabeza descubierta y las manos atadas a la espalda, pero no dijo nada a Sotillo de lo que había observado, y el último continuó ignorante del aviso enviado a Sulaco.

No era hombre el coronel capaz de resignarse a que la sorpresa proyectada dejara de llevarse a efecto por la espesa oscuridad de la noche. Estaba seguro de que no había de marrarle su plan, empeñándose en sacarlo adelante con impaciencia infantil e indomeñable. Apenas el vapor contorneó Punta Mala para sepultarse en la negrura del golfo, cuando se estacionó en el puente, rodeado de un grupo de oficiales tan excitados como su jefe. El infeliz capitán del vapor, trastornado por las promesas y amenazas del coronel y su estado mayor, navegó en las tinieblas con la prudencia que las circunstancias le permitieron. Algunos de los oficiales habían bebido sin duda más de lo debido; y esto unido a la esperanza de adueñarse del tesoro les sugería una absurda temeridad y una inquietud ansiosa.

El comandante del batallón, hombre suspicaz e ignorante, que en su vida había navegado, creyó acreditarse de sagaz apagando de pronto la luz de la brújula, única permitida a bordo por las necesidades de la navegación. No comprendía qué falta hacía aquello para determinar el rumbo. A las airadas protestas del capitán contestó dando en el piso fuertes golpes con el pie y tocando la empuñadura de la espada.

– ¡Ajajá! ¡Le he desenmascarado a usted! -explicó con aire triunfante- Mi perspicacia le pone a usted furioso. ¿Soy acaso un niño para creer que una luz en esa caja de latón puede indicarnos dónde está el puerto? Está usted tratando con un soldado viejo, que olfatea la traición desde una legua. Lo que usted busca es que ese resplandor avise de nuestra aproximación a su amigo de usted, el inglés. ¡Vamos! ¡Pretender que el farolito y la caja de metal le dan a conocer el camino del puerto! ¡Qué mentira tan miserable! ¡Qué picardía! Ustedes, los de Sulaco, están todos a sueldo de esos extranjeros. Merece usted que le atraviese de parte a parte con mi espada.

Los demás oficiales, amontonándose alrededor, procuraron calmar su indignación, repitiendo en tono persuasivo:

– ¡No! ¡no! Este es un instrumento de marina, comandante. Aquí no hay traición.

El capitán del transporte se tiró de bruces en el puente, rehusando levantarse.

– ¡Que me maten aquí ahora mismo! -repetía con voz ahogada.

Sotillo tuvo que intervenir, pero la batahola y la confusión en el puente llegaron a ser tan grandes, que el timonel abandonó la rueda, se refugió en el cuarto de máquinas y sembró la alarma entre los mecánicos y fogoneros. Estos, sin cuidarse de las amenazas de los soldados que los vigilaban, cortaron el vapor y declararon que preferían ser fusilados a correr el peligro de irse a pique y perecer ahogados en aquella terrible oscuridad.

Tal fue la causa de haberse detenido el vapor la primera vez que lo observaron Nostromo y Decoud. Restablecido el orden y encendida de nuevo la luz de la brújula, el barco reanudó su marcha y pasó a bastante distancia de la gabarra en busca de Las Isabeles. No fue posible descubrirlas, y en vista de las suplicantes instancias del capitán, Sotillo permitió parar otra vez las máquinas aguardando uno de los periódicos enrarecimientos de las tinieblas, causados por el movimiento de los nubarrones tendidos sobre las aguas del golfo.

Sotillo en el puente mostraba de cuando en cuando su cólera al capitán, que en tono humilde se disculpaba suplicando a su merced el señor coronel que tuviera en cuenta la circunstancia adversa de la impenetrable cerrazón de la noche. El otro se consumía de rabia e impaciencia. Iba a perder la mejor ocasión de su vida para asegurar su suerte futura.

– Si los ojos no le sirven a usted más que para esto, me dan ganas de mandárselos sacar -rugió fuera de sí.

La frase era muy propia del hombre que, según se decía, había hecho desollar vivo a un campesino en una recluta de tropas.

El capitán del barco no contestó, porque precisamente entonces la mole de la Gran Isabel se dibujó confusamente tras una lluvia pasajera, desvaneciéndose luego en una oleada de mayor oscuridad que precedió a un nuevo chaparrón.

Esta rápida visión le bastó, y reanimado informó a Sotillo que al cabo de una hora habría atracado al muelle de Sulaco. El barco navegó entonces a todo vapor; y entre los soldados que estaban en el puente empezó un agitado y ruidoso movimiento de preparativos para desembarcar.

Decoud y Nostromo oyeron aquel ruido, y el último comprendió lo que significaba. Los del vapor habían divisado Las Isabeles, y ahora continuarían navegando en línea recta hacia Sulaco. Calculó que pasarían cerca, pero creía que permaneciendo quietos como estaban, con la vela arriada, el lanchón no podría ser visto. "No seguramente, ni aunque pasen rozándonos el costado," musitó.

Recomenzó la lluvia: primero notaron una niebla húmeda; luego su contacto se hizo más pesado, y por fin degeneró en una rociada de gruesas gotas que caían perpendicularmente, sintiéndose al mismo tiempo acercarse extraordinariamente el silbido del vapor y el trepidante ruido de la maquinaria. Decoud, con los ojos llenos de agua y la cabeza gacha, se preguntaba cuánto tardaría en pasar, cuando de improviso recibió una terrible sacudida. Saltó por encima de la popa una oleada de espuma; y al mismo tiempo crujió la tablazón de la gabarra, golpeada por un encontronazo. Le pareció que una mano furiosa había asido la lancha y la arrastraba con violencia destructora. El choque le derribó desde luego, y se halló dando vueltas en un charco de agua en el fondo de la barca. Al lado se oía el ruido producido por la hélice de un vapor; y encima rasgó las tinieblas un clamor de angustia y sobresalto. En él reconoció el penetrante grito de Hirsch pidiendo auxilio. Mientras esto ocurría, permaneció con los dientes apretados. ¡Era un choque!

El vapor había dado un topetazo a la gabarra de costado al sesgo, y la había tumbado hasta medio anegarla, llevándose parte de la borda y poniéndole la proa paralela a su rumbo con la fuerza del golpe. En el transporte apenas se sintió nada, experimentándose como de ordinario, los efectos de la colisión principalmente en la nave menor. El mismo Nostromo creyó que aquello era el fin de su desesperada aventura. También él había sido arrojado lejos de la luenga caña del timón, que cedió a la violencia del empuje.

A los pocos momentos el vapor hubiera pasado, dejando a la gabarra hundirse o flotar después de rechazarla de su ruta, a no venir aquél muy cargado de provisiones y de pasaje y traer el áncora bastante baja para engaritarse en uno de los obenques de alambre que sujetaban el mástil de la lancha. El cable, que era nuevo, resistió unos instantes la repentina tensión; y esto es lo que produjo a Decoud la impresión de sentir la barca cogida por una fuerza poderosa que la arrastraba con ímpetu destructor. No podía explicarse, como es natural, lo que ocurría. Todo ello fue tan repentino, que no le dio tiempo a reflexionar. Pero conservaba la claridad perfecta de sus sensaciones y el dominio de sí mismo; realmente hasta se sintió satisfecho de estar tan bueno en el momento crítico de ser lanzado de cabeza por encima de los travesaños para caer de espaldas en una balsa de agua. Mientras se ponía de pie, siempre con la sensación misteriosa de ser arrastrado con furia al través de las tinieblas, oyó y reconoció el grito de señor Hirsch. Ningún sonido se le escapó. En cambio no pudo ver nada de lo que ocurría a su alrededor; pero mientras escuchaba atento los desesperados gritos que pedían socorro, el movimiento de arrastre cesó tan de repente, que vaciló hacia adelante y cayó de bruces con los brazos tendidos sobre el montón de cajas del tesoro. Asióse a ellas instintivamente, creyendo de una manera vaga ser arrojado al mar, y al punto oyó otra serie de lamentos desgarradores que imploraban socorro, no cerca, sino a bastante distancia, lejos de la gabarra, como si algún espíritu nocturno remedara burlescamente el terror y congoja del señor Hirsch.

Luego todo quedó en silencio, tan en silencio como cuando se despierta en la cama, en una habitación oscura, a consecuencia de una pesadilla extraña y terrorífica. La gabarra se balanceaba suavemente; la lluvia seguía cayendo. Por detrás de él dos manos asieron a tientas sus costados doloridos, y oyó junto a su cara la voz del capataz que susurraba:

– ¡Silencio por su vida! ¡Silencio! El vapor se ha parado.

Decoud escuchó. El golfo estaba mudo. Sintió el agua por encima de las rodillas y preguntó con un suspiro ahogado:

– ¿Nos vamos a pique?

– No lo sé-cuchicheó Nostromo-. Señor, no haga usted el menor ruido.

El señor Hirsch, al recibir del capataz la orden de retirarse a proa, no volvió a su primer escondrijo. Había caído cerca del mástil, y le faltaron fuerzas para levantarse, fuera de que el terror le paralizaba los movimientos. Se daba ya por muerto, sin fundamento racional, dominado por su congojoso terror. Cada vez que intentaba pensar lo que sería de él, empezaban a castañearle los dientes con violencia. El completo agobio en que le tenía el miedo no le permitía enterarse de nada.

No obstante estar asfixiándose bajo de la vela de la gabarra, que Nostromo, sin advertirlo, había echado encima del desgraciado, ni siquiera se atrevió a sacar la cabeza hasta el momento mismo del choque. Entonces se echó fuera, de un salto, espoleado por esta nueva forma de peligro para hacer prodigios de vigor físico. La incursión de agua, al ser tumbada la gabarra, le hizo salir de su mutismo. Su grito de "¡Socorro!" fue el primer aviso indudable de la colisión para la gente del vapor. Al momento siguiente, el obenque metálico se rompió, y el áncora, quedando suelta, pasó barriendo el castillo de proa de la gabarra. Chocó con el pecho del señor Hirsch, que sin más se agarró a ella ignorando lo que era, rodeando brazos y piernas sobre la parte superior de la lengüeta, con tenacidad ciega e irresistible. La gabarra quedó a un lado; y el vapor, prosiguiendo su avance, se llevó al hombre pegado fuertemente al áncora, dando voces lamentables. Transcurrió, no obstante, algún tiempo, después de haberse detenido el vapor, hasta que se averiguó el lugar de donde partían los gritos, creyéndose, en principio, que los daba alguien, caído en el mar. Al fin dos nombres se inclinaron sobre la borda de proa y le izaron a bordo.

Inmediatamente fue conducido a presencia de Sotillo, que estaba en el puente. Al verle y oírle se confirmó en la creencia de que el vapor había pasado por ojo y echado a pique alguna embarcación menor; pero en una noche tan oscura no podía buscarse una prueba positiva en los restos flotantes del naufragio. Sotillo sentía ahora más vivos deseos que nunca de entrar en el puerto sin demora. Se resistía a aceptar la idea de haber destruido el objeto principal de su expedición, y este sentimiento hizo que le pareciera más increíble la historia referida por el señor Hirsch. Se le administraron algunos golpes por decir mentiras y se le encerró en el cuarto de guardia, no sin maltratarle de nuevo.

La relación del náufrago descorazonó a los oficiales del estado mayor de Sotillo, aunque no cesaban de repetir alrededor de su jefe:

– ¡Imposible! ¡Imposible!

No así el viejo comandante, que con aire de triunfo y tono de malhumor masculló:

– ¡Nada! Lo que les dije a ustedes. Alguna traición, alguna diablería; pero yo las olfateo a la legua.

Entretanto el vapor había continuado en su ruta a Sulaco, donde podía sólo comprobarse la verdad del asunto. Decoud y Nostromo oyeron debilitarse y morir el ruidoso girar de la hélice; y entonces, dejando a un lado palabras inútiles, pusieron todo su empeño en llegar a Las Isabeles. El último chaparrón había traído consigo una brisa suave, pero constante. El peligro subsistía aún, y no era la hora de cambiar impresiones. La gabarra hacía agua, como una criba, y ellos chapoteaban en ella a cada paso que daban. Nostromo puso en manos de Decoud la palanca de la bomba, que iba sujeta al costado de proa, y al punto el último, sin proferir palabra alguna, empezó a trabajar, enteramente olvidado de todo deseo, fuera del de mantener a flote el tesoro. Nostromo izó la vela, y apostado junto al timón, tiraba de la escota con todas sus fuerzas. El breve resplandor de un fósforo (que el ex marinero genovés había conservado, seco en una caja impermeable de hojalata, a pesar de hallarse él todo mojado) reveló al atareado Decoud la ansiedad reflejada en el rostro de su compañero y la atenta mirada de sus ojos, al inclinarse sobre la brújula. Ahora supo el capataz dónde estaba y tenia esperanza de sacar a tierra la gabarra medio hundida, haciéndola embarrancar en una caleta de poco fondo, donde el alto peñón que forma el extremo de la Gran Isabel aparece hendido en dos partes iguales por una profunda barranca, cubierta de vegetación.

Decoud daba sin tregua a la bomba. Nostromo gobernaba manteniendo fija la intensa atención de su penetrante mirada. Cada uno de ellos se entregaba a su tarea como si estuviera solo, sin que les ocurriera hablarse. No había entre ellos nada de común, fuera de la idea de estarse hundiendo la averiada lancha, de una manera lenta, pero indudable. A pesar de esa coincidencia de pensamiento respecto del inminente peligro que corría el tesoro, permanecían enteramente extraños uno a otro, como si hubieran descubierto en el momento de la colisión que la pérdida de la plata no tenía la misma significación para ambos. Este común peligro puso en evidencia ante la visión intelectual de cada uno de ellos sus divergencias de finalidad, de modo de ver, de carácter, de situación. No estaban ligados por ningún vínculo de sentimientos ni ideas comunes: eran dos aventureros que procuraban realizar por separado su especial aspiración, envueltos en la misma inminencia de un peligro mortal. Por lo mismo no tenían nada que decirse uno a otro. Pero ese peligro, esa única y palpable verdad que compartían, les inspiraba un nuevo vigor mental y físico.

Sin duda hubo algo rayano con lo milagroso en el modo con que el capataz halló la caleta sin otra guía que la vaga silueta de la isla y el indeciso claror de una pequeña faja arenosa. El lanchón fue embarrancado en el sitio en que la barranca se abre entre los peñones y un arroyuelo sale del boscaje para verter su escasa corriente en el mar. Los dos hombres, con energía silenciosa e infatigable, empezaron a descargar el tesoro, transportando una por una todas las cajas, por la margen arriba del arroyo hasta el interior de la espesura, a una cavidad bastante espaciosa y honda, que las lluvias habían excavado bajo de las raíces de un árbol gigante. Su grueso y alisado tronco se inclinaba, como una columna a punto de caer, sobre la estrecha cinta de agua que corría entre pedruscos sueltos.

Hacía cosa de un par de años que Nostromo había pasado un domingo entero, a solas, en aquel lugar explorando la isla. Así se lo refirió a Decoud, cuando, terminada la faena de la descarga y traslado de las cajas, se sentaron rendidos, con las piernas colgando en el hondo cauce y la espaldas apoyadas en el árbol, como dos ciegos que mediante un secreto sexto sentido percibían su mutua presencia y cuanto les rodeaba.

– Sí -prosiguió Nostromo -, yo no olvido jamás el sitio que haya visto con cuidadosa atención una sola vez.

Hablaba despacio, casi con dejadez, como si estuviera delante de sí toda una vida de ocio en lugar de las dos horas escasas que faltaban para amanecer. La existencia del tesoro, apenas oculto en aquel lugar insospechable, le imponía la carga de un secreto que debería guardar en todas sus determinaciones y en todos sus proyectos y planes de lo porvenir. Echaba de ver el fracaso parcial de la desesperada empresa que se le había confiado atendiendo a su gran reputación, a costa de tantos sacrificios adquirida. Pero no dejaba de ver también un éxito parcial. Su vanidad estaba medio satisfecha. La irritación nerviosa, de que antes diera ostensibles muestras, se había calmado.

– Nunca sabe uno para qué pueden servirle ciertas cosas -prosiguió con su habitual sosiego de tono y gesto-. Un triste domingo me pasé, de la mañana a la noche, explorando este trozo de tierra.

– Pasatiempo propio de un misántropo -musitó Decoud maliciosamente. -Se conoce que no tenía usted dinero para jugar o gastarlo con las muchachas de su especial devoción, capataz.

– "E vero -exclamó el otro, usando sin advertirlo su lengua materna, sorprendido de la perspicacia de Decoud-. Estaba sin un céntimo. Por eso no quise ver a esa gente pedigüeña, acostumbrada a mi generosidad. Siempre esperan recibir algo del capataz de cargadores, a los que tienen por ricos y, digámoslo así, por caballeros entre la gente pobre. No tengo afición al juego y lo tomo como un mero pasatiempo; y en cuanto a las muchachas que se precian de ser visitadas por mí, sepa usted que no las miraría dos veces a la cara, si no fuera por lo que había de murmurarse. Esa buena gente de Sulaco es amiga de cuentos y chismes; lo cual me ha servido para tener noticias útiles, sin más que escuchar con paciencia la charla de las mujeres, reputadas generalmente por novias mías. La pobre señora Teresa nunca pudo comprenderlo. Precisamente aquel domingo, señor, me regañó de tal modo, que salí jurando no volver a poner los pies en la casa si no era para sacar mi hamaca y baúl de la ropa.

"Señor, no hay nada más desesperante que oír a una mujer de la especial estima de uno hacer chacota de su reputación, cuando no se tiene en el bolsillo una sola moneda de cobre. Me fui al puerto, desamarré uno de los botes más chicos, y salí en dirección a esta isla con solo tres cigarros para pasar el día. Pero el agua del arroyuelo que oye usted a sus pies es fresca, agradable y sana, señor, antes y después de un cigarro". Calló unos minutos, y luego añadió con aire pensativo:

– Ese fue el primer domingo, después de haber acompañado al rico inglés de las patillas blancas en todo el trayecto desde el páramo del Paso de la Entrada en la montaña hasta Sulaco… y al coche también. No había memoria de que carruaje alguno hubiera hecho el viaje de subida y bajada, hasta que yo arreglé el camino con cincuenta peones que trabajaron admirablemente con cuerdas, picos y maderos a mis órdenes. Era el millonario inglés, que, según dice la gente, paga la construcción del ferrocarril. Pero a mí no me caía el salario hasta fin del mes.

De pronto se deslizó del ribazo; y Decoud oyó el chapoteo de sus pies en el arroyo, y siguió sus pasos por la barranca abajo. La oscura forma del capataz se perdió entre los arbustos, y no reapareció hasta que estuvo en la faja de arena al pie del peñón. Como sucede a menudo en el golfo, cuando las nubadas, durante la primera parte de la noche, han sido frecuentes y serias, la lobreguez se enrarece mucho al venir la mañana, aunque a la sazón no había señales de que apuntara el día.

La gabarra, aligerada de su preciosa carga, se balanceaba un poco, medio sumergida con el tajamar en la arena. Una larga cuerda se tendía, como un hilo negro de algodón al través de la blanquecina playa, terminado en el rezón, que Nostromo había sacado a tierra y enganchado en el delgado tronco de un arbusto algo talludo en la boca misma de la barranca.

Decoud tenía que quedarse en la isla. Recibió de manos de su compañero todos los víveres que la previsión del capitán Mitchell había puesto a bordo de la gabarra, y los depositó por el momento en el botecito, que a su arribo habían halado hasta internarle en el boscaje. Se quedaba con él, porque la isla había de servirle de escondrijo, no de prisión. Con ese bote podría salir al encuentro de algún barco que pasara cerca. Tal solía ocurrir con los correos de la Compañía O.S.N. cuando navegaban desde el norte con rumbo a Sulaco. Por desgracia la noticia de los disturbios que últimamente habían estallado en la ciudad fue llevada por el Minerva, donde iba el fugitivo ex-presidente a los puertos de la costa septentrional: de modo que probablemente el vapor próximo había recibido orden de no tocar en Sulaco, pues los oficiales del Minerva sabían que por entonces estaba en poder de las turbas revolucionarias. Esto significaba que no habría vapor en un mes, atendiendo el régimen ordinario del servicio postal; pero a Decoud no le quedaba otro arbitrio que esperar la primera ocasión. La isla era el único refugio contra la proscripción que se cernía sobre su cabeza. El capataz, como era natural, regresaba. La gabarra, libre del pesado cargamento, hacía menos agua, y Nostromo esperaba que se mantuviera a flote hasta el puerto.

Hundido en el agua hasta las rodillas, al lado de la barca, alargó a Decoud uno de los azadones que formaban el equipo de los lanchones para emplearlos en el lastrado de los barcos. Cavando con cuidado, tan luego como aclarara lo necesario para ver, Decoud podría echar abajo la masa de tierra y piedras que pendía sobre la cavidad donde habían depositado el tesoro, de modo que pareciera haberse desprendido naturalmente. Era preciso cubrir no sólo el hoyo, sino todos los rastros de la labor, las pisadas, piedras removidas y hasta los arbustos rotos.

– "Además, ¿a quién puede ocurrirle buscar aquí, ni a usted, ni al tesoro? -continuó Nostromo como si le costara trabajo marcharse-. No hay probabilidad de que venga nadie a este sitio.¿Qué ha de buscar un hombre en este islote estéril y desierto, mientras no le falte en el continente tierra en que posar los pies? La gente de este país no se molesta en registrar lugares que no prometan algún beneficio seguro. Ni siquiera hay pescadores que deseen charlar con usted, porque todos los del golfo están allá cerca de Zapiga. Señor, si se ve usted forzado a dejar la isla antes que se haya dispuesto algo para ponerle a salvo, no intente usted llegarse a Zapiga. Es un poblado de ladrones y matreros, donde le degollarían a las primeras de cambio por robarle el reloj de oro y la cadena.

"Y, señor, piénselo dos veces antes de fiarse de nadie, sea quien quiera, ni aun de los oficiales de la Compañía, si logra usted ir a bordo de algún barco. La honradez sola no basta para la seguridad. Debe usted atender a la discreción y prudencia de las personas con quienes hable. Y recuerde usted siempre, señor, antes de abrir los labios para hacer una confidencia, que este tesoro puede permanecer aquí seguro por centenares de años. Tiene el tiempo en su favor. La plata es un metal incorruptible que conserva eternamente su valor con leves alteraciones… De eso cabe estar seguro… Un metal incorruptible…" -repitió, como si tal idea le procurara un placer especial.

– Como algunos hombres tienen fama de serlo -manifestó Decoud con intención inescrutable, mientras el capataz, que trabajaba en achicar con un cubo de madera, seguía arrojando el agua por la borda con un chapoteo regular.

Su compañero, escéptico incorregible, se hacía a sí propio la reflexión, no con espíritu cínico, sino con entera satisfacción, de que aquel hombre se había hecho incorruptible por su enorme vanidad, esa sutilísima forma de egoísmo que puede tomar el disfraz de todas las virtudes.

Nostromo cesó de achicar, y, como asaltado por una idea repentina, soltó el cubo, y cayó con un golpe seco en la gabarra.

– ¿Tiene usted algún recado que darme? -preguntó bajando la voz-. Ya puede usted suponer que me preguntarán por usted.

– Debe usted pensar por su cuenta las palabras alentadoras que conviene hacer oír a la gente de la ciudad. En ese punto me fío de su buen juicio y experiencia, capataz. ¿Comprende usted a qué me refiero?

– Sí, señor…, a lo que ha de decirse a las señoras.

– Eso, justamente -asintió apresuradamente Decoud-. La admirable reputación de que usted goza les hará conceder gran valor a sus declaraciones; por tanto ponga usted cuidado en lo que dice. Por mi parte -añadió sobreponiéndose al fatal impulso de desconfianza desdeñosa en sí propio, que le era connatural-, espero obtener en mi misión un éxito glorioso y feliz. ¿Lo oye usted, capataz? Emplee usted las palabras "glorioso y feliz" cuando hable con la señorita. Son las que pueden aplicarse al modo con que ha ejecutado usted su empeño, porque usted ha salvado la plata de la mina, no solo ésta, sino probablemente toda la que pueda extraerse.

Al capataz no se le ocultó el deje irónico de las palabras anteriores.

– Permítame usted, señor don Martín -replicó un poco picado-. Hay pocas cosas de las que yo no sea capaz. Pregunte usted a los señores extranjeros. Soy un hombre del pueblo, que no siempre comprende el pensamiento de usted. Mas, en cuanto al cargamento de plata que debo dejar aquí, he de manifestarle que lo hubiera creído más seguro si no hubiera venido usted conmigo.

Decoud no pudo reprimir una interjección, a la que siguió un corto silencio.

– ¿Volveré con usted a Sulaco? -preguntó con acento indignado.

– ¿Le dejaré a usted tendido en el sitio de una puñalada? -replicó Nostromo con desprecio-. Tanto valdría llevarle a usted a Sulaco. Oiga, señor. Su reputación se halla ligada a la política, como la mía lo está a la suerte de esa plata. ¿Se extraña usted de que hubiera deseado no tener a nadie en mi compañía para mejor asegurar el secreto? Yo no quería que me acompañara nadie, señor.

– Pero sin mí no hubiera usted podido mantener a flote la gabarra -objetó Decoud con voz alterada-. Se hubiera usted ido a pique con ella.

– Sí -afirmó Nostromo con calma-. Solo.

Este prójimo, reflexionó Decoud, parece que hubiera preferido morir antes que ver disminuida la gloria soñada por su perfecto egoísmo. Un hombre así ofrecía completa seguridad. Sin decir nada ayudó a Nostromo a recoger la cuerda con el rezón. El último separó la lancha de la playa con un empujón del pesado remo; y Decoud se halló solo al borde de la isla, como un hombre que sueña. De pronto le acometió un deseo repentino de oír una voz humana. Apenas se distinguía ya la gabarra del agua negra en que flotaba.

– Escuche, capataz -voceó-; ¿qué habrá sido de Hirsh? Usted ¿qué cree?

– Que el choque le arrojó al mar por la borda y se ha ahogado -respondió la voz de Nostromo con firmeza, saliendo de las oscuras masas de sombra en que el cielo y el mar se confundían alrededor del islote-. No se aleje usted mucho de la barranca, señor. Dentro de una noche o dos procuraré venir a verle.

Un leve crujido sibilante indicó que el capataz estaba desplegando la vela; ésta se infló al punto con un sonido semejante a un golpe de tambor. Decoud regresó a la barranca. El capataz, junto a la caña del timón, volvía la cabeza de cuando en cuando para observar la mole evanescente de la Gran Isabel, que se disolvía poco a poco en la uniforme lobreguez de la noche. Al fin cuando miró atrás por última vez, sólo percibió una oscuridad homogénea y sólida como un muro.

Entonces experimentó él también aquel sentimiento de soledad que había agobiado a Decoud después de zarpar la gabarra y alejarse de la orilla. Pero mientras el solitario de la isla se sentía oprimido por una extraña sensación de irrealidad, que se extendía a la tierra misma hollada por sus pies, la atención del capataz de cargadores se concentraba en el problema del mañana. Las facultades de Nostromo, enderezadas a un mismo fin, le permitían atender simultáneamente a manejar el timón, a descubrir la isla Hermosa cercana a su ruta y a conjeturar lo que ocurriría al día siguiente en Sulaco. El día siguiente, o en realidad el mismo día, ya que no tardaría mucho en alborear, Sotillo habría averiguado en qué vagoneta, sacándolo de los sótanos de la Aduana, y trasladarlo al muelle, se había utilizado una cuadrilla de obreros del puerto. Sobrevendrían arrestos, y seguramente antes de mediodía el coronel estaría enterado de cómo había salido de Sulaco la plata, y quién la había llevado.

La primera intención de Nostromo fue navegar en derechura al puerto; pero, al reflexionar en las circunstancias, torció bruscamente el timón poniendo la barca de costado al viento y la detuvo. Su regreso con la misma gabarra despertaría sospechas, engendraría conjeturas, y sin duda alguna pondría a Sotillo en la pista. Se le arrestaría (al capataz), y una vez en el calabozo, no era dable adivinar lo que harían con él para obligarle a declarar. Tenía confianza en sí mismo, pero no quiso seguir adelante sin considerar la situación. Echó una mirada a su alrededor y vio la isla Hermosa, que desplegaba su blanca superficie casi al nivel del agua, lisa como una mesa, orladas sus orillas por la espuma del rumoroso oleaje levantado por la brisa. Había que echar a pique la gabarra sin demora. Contenía ya gran cantidad de agua. Dejó que marchara a la deriva con la vela en facha hacia la entrada del puerto, y soltando la caña del timón, se agachó para aflojar el cierre de la trampa. Abierta ésta la barca se llenaría en breve, y el pequeño lastre de hierro que llevaba, como todas, la arrastraría al fondo. Cuando se enderezó de nuevo, el ruidoso chapoteo de las orillas de la isla Hermosa sonaba lejos, casi imperceptible; y ahora pudo distinguir el perfil de la entrada del puerto. Su proyecto era desesperado; pero él era buen nadador. Una milla no le importaba nada, y conocía un sitio donde era fácil salir a tierra, precisamente al pie de los terraplenes de un viejo fuerte abandonado. Ocurriósele con insistencia obsesionante que el fuerte era un lugar excelente para pasarse el día entero durmiendo, después de las muchas noches en que no había pegado ojo.

Desmontó el timón con un golpe en la palanca, y abrió el boquete dando entrada al agua, pero no se cuidó de arriar vela. No subió a la baranda hasta sentirse medio sumergido; y entonces, de pie junto a la borda e inmóvil, aguardó en camisa y pantalón. Cuando sintió hundirse la barca, se lanzó al mar dando un gran salto.

Inmediatamente volvió la cabeza. La sombría y nebulosa alborada que asomaba por detrás de las montañas le permitió divisar sobre la alisada superficie del agua el ángulo superior de la vela, formando un triángulo mojado de lona, que ondeaba suavemente. Desapareció de pronto como obedeciendo a un golpe brusco, y él nadó con nuevo empuje hacia la playa.

Tercera Parte El faro

Capítulo Primero

En cuanto la gabarra se alejó del muelle y desapareció en las tinieblas del puerto, los europeos de Sulaco se dispersaron con ánimo de prepararse para el advenimiento del régimen monterista, que se acercaba a la ciudad tanto por la parte de las montañas como por la parte del mar.

La pequeña cooperación material que habían prestado a la carga de la plata fue su última acción común; y ella señaló el término de los tres días de peligro, durante los cuales, al decir de la prensa europea, su denuedo había librado a la ciudad de los bárbaros horrores de las turbas. A la entrada del muelle, el capitán Mitchell les despidió, y se quedó paseando por el entablado de aquél, con ánimo de aguardar el regreso del vapor procedente de Esmeralda. Los ayudantes e ingenieros del ferrocarril reunieron a los obreros vascos e italianos y los condujeron a los cercados de la estación, dejando la Aduana, que tan valerosamente habían defendido el primer día de alboroto, abierta ahora a los cuatro vientos. El personal empleado en los trabajos de la vía se había portado con bravura y lealtad durante los famosos "tres días" de Sulaco. Debióse en gran parte a que se vieron precisados a luchar en defensa propia antes que en la de los intereses materiales, considerados por Carlos Gould como base de regeneración del país. Entre los gritos de las turbas sobresalía de cuando en cuando el de "¡Mueran los extranjeros!" Realmente fue una circunstancia afortunada para Sulaco que los obreros importados y el pueblo de la ciudad se miraran con malos ojos desde el principio.

El doctor Monygham salió a la puerta de la cocina de la casa Viola y presenció la retirada de los defensores de la Aduana, indicando el término de la intervención extranjera: el ejército del progreso material dejaba libre el campo a los revolucionarios de Costaguana.

La antorchas de algarrobo, llevadas a los flancos del nutrido grupo de ferroviarios, difundían por las inmediaciones un penetrante aroma. Su luz reflejándose en todo el frontis de la casa hacía resaltar a lo largo del muro de un extremo a otro la inscripción en grandes letras negras: "Albergo d'Italia Una;" y el vivo y repentino resplandor dio de lleno a Monygham deslumbrándole. Varios jóvenes, en su mayoría rubios y altos, que capitaneaban la tropa de operarios morenos y bronceados, con los rifles al hombro formando un bosque de brillantes cañones inclinados en la misma dirección, saludaron al doctor con una inclinación familiar. Era persona muy conocida. Algunos se preguntaron qué estaría haciendo allí; pero prosiguieron la marcha al lado de sus hombres por la línea de rieles.

– ¿Retira usted sus trabajadores del puerto, en? -interrogó el doctor, hablando al ingeniero jefe de la vía, que acompañaba a Carlos Gould en su regreso a la ciudad, caminando al lado del caballo con la mano puesta sobre el arzón de la silla.

Ambos se habían detenido junto a la puerta donde estaba el doctor, para dejar que los obreros atravesaran el camino.

– Sí, doctor, sí, cuanto antes. Nosotros no somos una facción política -respondió el otro recalcando la última frase. -No queremos dar a los nuevos gobernantes ocasión para perseguir nuestro proyecto. ¿Aprueba usted mi determinación, Gould?

– En absoluto -contestó el interrogado, con acento impasible, desde lo alto de su cabalgadura y fuera del turbio paralelogramo de luz que caía sobre el camino saliendo de la puerta.

Esperando la llegada de Sotillo por un lado y la de Pedro Montero por otro, lo único que el jefe de ingenieros anhelaba era evitar un choque con cualquiera de ellos. El no veía en Sulaco más que una estación terminal del ferrocarril con talleres y grandes depósitos de material. El ferrocarril había defendido su propiedad contra el populacho, pero políticamente era neutral. El jefe era un hombre valeroso, y abundando en el sentimiento de neutralidad, había llevado proposiciones de tregua a los diputados Fuentes y Camacho, que se habían nombrado a sí mismos directores del partido popular. Todavía silbaban las balas aquí y allá cuando él cruzó la plaza con aquel fin, agitando sobre su cabeza una servilleta blanca, tomada de la mesa del Club Amarillo.

El hombre estaba un tanto orgulloso de su hazaña, y considerando que el doctor, ocupado todo el día con los heridos en el patio de la casa Gould, no había tenido tiempo de recibir noticias, empezó a referirle sucintamente lo ocurrido. Había comunicado a los señores Camacho y Fuentes la información recibida del campo de construcción acerca de Pedro Montero, asegurándoles que de un momento a otro podía llegar a Sulaco. Cuando el primero de dichos diputados enteró del hecho a la multitud gritando desde una ventana, empezó una carrera de gente por el camino del campo hacia Rincón. Los dos jefes del partido popular, después de estrechar efusivamente la mano al ingeniero, montaron a caballo y salieron galopando al encuentro del gran hombre.

– Les ha inducido un poco al error en cuanto al tiempo -confesó el ingeniero. -Por aprisa que venga, difícilmente llegará aquí hasta entrada ya la mañana. Pero conseguí mi objeto, que era obtener varias horas de paz para el partido derrotado. Además, no les dije nada de Sotillo, temiendo que se empeñaran en repetir su intentona de apoderarse del puerto, bien para impedirle desembarcar, bien para recibirle como amigo… o para cualquier otra cosa. Estaba allí la plata de Gould, que sirve de sostén a nuestras últimas esperanzas. También había que pensar en la huida de Decoud. Paréceme que el ferrocarril ha trabajado bastante bien por sus amigos sin meterse en un riesgo desesperado. Ahora que los partidos se las compongan como Dios les dé a entender.

– ¡Costaguana para los costaguaneros! -interpuso el doctor Monygham en tono irónico. -¡Excelente país para preparar una gran cosecha de odios, venganzas, asesinatos y rapiñas! ¡Y excelentes sujetos los hijos de este país!

– Bien, yo soy uno de ellos -replicó Carlos Gould tranquilamente-, y por ahora necesito seguir mi camino para ver la cosecha de contratiempos que me toca. ¿Ha partido mi mujer con el carruaje para la ciudad, doctor?

– Sí. Todo estaba en paz por esta parte. Su señora de usted se llevó consigo a las dos niñas.

Carlos prosiguió su ruta, y el ingeniero en jefe entró en la casa detrás del médico.

– Ese hombre es la calma personificada -dijo en son de elogio, dejándose caer sobre un banco y estirando sus bien formadas piernas, envueltas en medias de ciclista, hasta tocar casi la entrada de la casa. -Por lo visto está absolutamente seguro de sí mismo.

– Si en eso consiste su seguridad, entonces no está seguro de nada -afirmó el doctor, que había vuelto a sentarse en el extremo de la mesa con las piernas colgando. Hablaba atusándose la cara con la palma de una mano, mientras con la otra sostenía el codo. -Es lo último de que se puede estar seguro.

La vela, medio consumida y ardiendo turbia con un excesivo pabilo, iluminaba el rostro inclinado de Monygham, cuya expresión, desfigurada por las cicatrices de las mejillas, presentaba cierto tinte extraño, cierta amargura compungida y extremosa. Parecía estar meditando en cosas siniestras. El ingeniero en jefe se le quedó mirando por algún tiempo, antes de protestar.

– Realmente no soy de su opinión, doctor. A mi juicio, para Gould no puede haber otra seguridad que la dimanada de la confianza en su carácter y en sus medios. Con todo eso…

Aunque era persona prudente, no acertó a disimular el desdén que le merecía la especie de paradoja del doctor; a ello contribuía que éste no era bien visto de los europeos de Sulaco. Su notorio aspecto de perdulario, de que hacía alarde aun en el salón de la casa Gould, daba lugar a murmuraciones desfavorables. Nadie ponía en tela de juicio su ciencia e ilustración; y como, además de no tener pelo de tonto, llevaba veinte años en el país, el pesimismo de sus apreciaciones merecía alguna atención. Pero, instintivamente, los que le oían, atendiendo a la defensa de proyectos y esperanzas acariciadas, lo achacaban a secreta anormalidad de su temperamento. Sabíase que, muchos años antes, cuando aún era joven, había sido nombrado por Guzmán Bento primer médico del ejército. Ninguno de los europeos, de servicio a la sazón en Costaguana, había gozado de tanto favor y confianza cerca del terrible dictador.

Posteriormente su historia no aparecía tan clara, perdiéndose en innumerables cuentos de conspiraciones y complots contra el tirano, como se pierde una corriente en la aridez de un terreno arenoso, antes de volver a brotar, mermada y turbia quizá, en otra parte. El doctor no se recataba de referir que había vivido durante años en las regiones más salvajes de la República, vagando con tribus de indios casi ignorados en los grandes bosques del lejano interior, donde tienen su nacimiento los grandes ríos. Pero tan extraña correría careció de fin determinado: no había escrito nada, ni coleccionado nada, ni aportado nada a la ciencia sacándolo del misterio de las selvas, cuya penumbra parecía envolver su averiada persona al merodear por los alrededores de Sulaco. Allí había ido a parar casualmente para vagar sin rumbo por la costa.

Era también público que había padecido extrema pobreza hasta que llegaron los Goulds de Europa. Estos protegieron al médico inglés chiflado, cuando vieron que, a pesar de su salvaje independencia, podía ser amansado tratándole con bondad. Tal vez fuera el hambre la que llegó a suavizar la fiera aspereza de su carácter. En lo pasado había tenido trato con el padre de Carlos en Santa Marta; y, al presente, cualesquiera que fueran los puntos oscuros de su historia, como médico de la mina de Santo Tomé gozaba de una posición respetada. Se le consideraba, pero no se le aceptaba sin recelo. Sus ofensivas rarezas y cínico desprecio del linaje humano sugerían a espíritus propensos a juicios temerarios la sospecha de que tales desplantes eran el desahogo de una conciencia criminal. Además, desde que se convirtió en persona de algún viso, corrieron hablillas de que, años atrás, cuando cayó en desgracia y fue encarcelado por Guzmán Bento en la época de la llamada Gran Conspiración, había denunciado a varios de sus mejores amigos como comprometidos en la intentona. Nadie dio muestras de creer tales rumores, la historia toda de la supuesta conjura se presentaba irremediablemente embrollada y oscura; y en Costaguana se daba por cierto que no había existido tal complot más que en la enfermiza imaginación del tirano. En tal supuesto no hubo que denunciar nada a nadie; pero, así y todo, fundándose en esa acusación, fueron presos y castigados con pena de muerte los principales ciudadanos de Costaguana. El procedimiento se prolongó por años, diezmando a la clase mejor como una pestilencia. La mera manifestación de sentimiento por la desgracia de los parientes ejecutados había sido causa bastante para condenar a la última pena.

Don José Avellanos era tal vez el único superviviente que conocía la historia entera de esas inauditas crueldades. Él mismo había padecido vejaciones inhumanas, y cualquiera alusión a ellas le hacía estremecerse y mover nerviosamente el brazo en ademán de rechazar su recuerdo. Pero, por una razón u otra, el doctor Monygham, a pesar de ser un personaje en la administración de la mina de Santo Tomé, tratado con temor reverente por los obreros y tolerado en sus extravagancias por la señora de Gould, permanecía aislado de la buena sociedad.

No era el gusto de saludarle el que había movido al ingeniero en jefe a detenerse en la posada del llano. Prefería al viejo Viola. El objeto de aquél era echar un vistazo al "Albergo d’ltalia Una", considerándolo como una dependencia del ferrocarril. Allí se aposentaban muchos de sus subordinados; y, por otra parte, la protección dispensada por la señora de Gould a la familia confería al hotel una distinción especial. El ingeniero jefe, que tenía a sus órdenes un ejército de trabajadores, estimaba en mucho la influencia del viejo garibaldino sobre sus paisanos. El austero republicanismo de Viola, a la antigua usanza, se inspiraba en un severo ideal ordenancista de lealtad y cumplimiento del deber, como si el mundo fuera un campo de batalla en que los hombres tenían que pelear en defensa del amor y fraternidad universal, en vez de hacerlo por una parte mayor o menor del botín.

– ¡Pobre viejo! -dijo después de haber oído el dictamen del doctor sobre el estado de la señora Teresa. -No podrá atender por sí solo al Servicio del hotel. Lo sentiré.

– Arriba está sin un alma que le acompañe -refunfuñó el doctor moviendo su cabezota hacia la estrecha escalera. -Todos se han ido, y la señora de Gould se llevó hace un momento a las niñas. Dentro de poco no podrán vivir con entera seguridad en esta casa. También yo hubiera partido, porque como médico nada tengo que hacer aquí; pero la señora de Gould me rogó que me quedara acompañando al viejo Giorgio, y como no tengo cabalgadura para volver a la mina, donde debería estar, no opuse reparo alguno. En la ciudad por ahora no me necesitan.

– Tengo gran deseo de quedarme con usted, doctor, hasta ver que pasa en el puerto -declaró el ingeniero en jefe. -El pobre viejo no debe ser molestado por la soldadesca de Sotillo, que podría llegar hasta aquí inmediatamente. Sotillo solía tratarme con cordialidad en casa de Gould y en el club. No concibo cómo ha de atreverse a mirar a la cara a ninguno de sus amigos de aquí.

– ¡Claro! E indudablemente empezará fusilando a varios de ellos para contrarrestar el mal efecto de su retraso en unirse a los vencedores -comentó el doctor. -En este país lo mejor que puede hacer un jefe militar, cuando muda de partido, es ejecutar sumariamente a unos cuantos de sus antiguos amigos.

Monygham dijo esto con una firmeza sombría, que no dejaba lugar a protesta. Su interlocutor no intentó negarlo; antes al contrario asintió varias veces con movimientos de cabeza y expresión triste. Luego repuso:

– Me parece que he de poder facilitarle una cabalgadura por la mañana, doctor, porque nuestros peones han recogido algunos de los caballos que se habían escapado. Cabalgando a toda prisa y dando un amplio rodeo por Los Hatos a lo largo de la margen del bosque, sin tocar para nada en Rincón, llegaría usted probablemente al puente de Santo Tomé, libre de todo tropiezo. La mina es ahora, a mi juicio, el lugar más seguro para todos los comprometidos. ¡Ojalá se hallara el ferrocarril en las mismas circunstancias!

– ¿Me cuenta usted a mí entre los comprometidos? -interrogó el doctor con calma, tras un breve silencio.

– "Toda la concesión Gould lo está. No era posible que se mantuviera por siempre al margen de la vida política del país, si es que así pueden llamarse estas convulsiones. La cuestión dudosa es: ¿se puede tocar a la mina? Forzosamente había de llegar un momento en que no hubiera modo de conservar la neutralidad, y Carlos Gould lo comprendió perfectamente. Me figuro que está preparado para toda contingencia por extrema que sea. No se concibe que un hombre de su temple haya pensado en permanecer indefinidamente a merced de la ignorancia y de la corrupción. Tanto valdría estar prisionero en una caverna de bandidos con el precio de rescate en el bolsillo y comprando la vida día por día. Repare usted, doctor, que me refiero a la seguridad, no a la libertad.

"Hablo con conocimiento de causa, y la comparación que le ha hecho a usted encogerse de hombros es del todo exacta, en especial si se imagina usted al prisionero con medios de llenarse el bolsillo, tan inaccesibles a sus carceleros como si el dinero hubiera de venir de otro planeta.

"Usted habrá comprendido, doctor, tan bien como yo, que la situación de Carlos es la de la gallina que ponía huevos de oro. Yo se lo hice notar así desde que sir John hizo su visita al país. El prisionero de bandidos ignorantes y codiciosos se halla siempre a merced del primer rufián que, en un arrebato de ira o con la esperanza de un gran lucro inmediato, puede levantarte la tapa de los sesos. No en vano la experiencia de siglos nos cuenta la historia de la gallina sacrificada estúpidamente para tener de una vez todos los huevos de oro. Es una historia que no envejece nunca.

"Por eso Carlos Gould, con su taciturnidad y su firmeza características, ha apoyado el mando riverista, primer acto público que le prometía seguridad sobre bases distintas de la venalidad. El riverismo ha fracasado, como fracasa en este país todo lo que tiene visos de racional. Pero Gould es consecuente al querer salvar la gran reserva de plata. El plan de Decoud relativo a una contrarrevolución será o no practicable; podrá tener o no probabilidades de éxito; pero a pesar de los muchos años que llevo en este continente revolucionario, no acabo de tomar en serio tales procedimientos.

"Decoud nos leyó el borrador de una proclama, y nos expuso con elocuencia su plan de acción. Produjo argumentos que nos habrían parecido bastante sólidos si, en nuestra condición de ciudadanos pertenecientes a organizaciones políticas estables, no halláramos poco fundada y hasta un tanto absurda la constitución de un nuevo Estado, salida del cerebro de un joven escéptico, que se salva huyendo, para ponerse con una proclama en el bolsillo bajo la protección de un grotesco mestizo fanfarrón, a quien se llama general en esta parte del mundo. Parece un ridículo cuento fantástico… y con todo eso, ¿quién sabe? Es una idea descabellada que pudiera triunfar, porque se amolda al verdadero espíritu del país."

– De manera que, según ha dicho usted antes, han puesto en salvo la plata llevándosela fuera? -preguntó el doctor pensativo.

El ingeniero sacó el reloj y dijo:

– Según calcula el capitán Mitchell -y dice saberlo bien-, ha transcurrido tiempo suficiente para que esté ya ahora a tres o cuatro millas fuera del puerto. El hombre cree que así suceda, porque, a su juicio, Nostromo es un marino capaz, como nadie, de tal empresa.

El doctor refunfuñó con tal violencia, que el otro mudó de tono.

– ¿Le parece a usted desacertada esa determinación, doctor? Pero ¿por qué? Carlos Gould tenía que jugar su partido hasta el fin, aunque no es hombre que se explique a sí propio los móviles de sus actos, cuanto menos a otros. Tal vez el peculiar comportamiento que ha observado desde el principio en el asunto de la mina le haya sido sugerido en parte por Holroyd, pero además está muy en consonancia con su carácter, y por eso ha salido tan airoso en el difícil empeño de reorganizar y poner en marcha la explotación de la mina. ¿No han llegado a llamarle "El Rey de Sulaco" en Santa Marta? Hay sobriquetes que significan la consecución de un triunfo. Eso es lo que yo llamo disfrazar con una broma el reconocimiento de una verdad. Amigo mío, cuando llegué por vez primera a Santa Marta, una de las cosas que me sorprendieron fue el ver como todos los periodistas, demagogos, diputados y todos los generales y jueces doblaban el espinazo ante un abogado de ojos dormilones y sin clientela, sencillamente porque era el representante de la Concesión Gould. A sir John también le impresionó el hecho cuando estuvo aquí.

– Estoy pensando en ese proyecto del nuevo Estado con ese rechoncho dandy de Decoud por primer Presidente -musitó Monygham, atusándote la cara y balanceando sin cesar las piernas.

– Y ¿por qué no, a fe mía? -replicó el primer ingeniero con acento de sinceridad y confianza súbitas, como si una secreta virtud del aire de Costaguana le hubiera inoculado la fe del país en los "pronunciamientos".

Y a continuación empezó a hablar, como cualquier revolucionario experto, del valioso instrumento disponible que para tal fin constituía el intacto ejército de Cayta. En pocos días podía traérsele a Sulaco, sólo conque Decoud lograse abrirse camino sin demora a lo largo de la costa. Porque el jefe militar allí era Barrios, que de Montero, su rival y enemigo acérrimo, únicamente podía esperar el fusilamiento. Por tanto cabía contar como cosa segura con el concurso del general. En cuanto a su ejército, sabía bien que ninguno de los dos Monteros le ofrecería un mes de paga. Atendiendo a esta circunstancia, la posesión del tesoro de plata ejercería una influencia enorme. La mera noticia de no haber caído en poder de los monteristas sería un poderoso estímulo para que las tropas de Cayta abrazaran la causa del nuevo Estado.

El doctor se volvió y miró de hito en hito por algún tiempo a su compañero.

– Ese Decoud, por lo que veo, es un joven embaucador de persuasiva elocuencia -comentó al fin. -Y, dígame usted, ¿es esa la causa de que Carlos Gould haya dejado salir al mar el tesoro entero de lingotes a cargo del tal Nostromo?

– "Carlos Gould -replicó el ingeniero en jefe- no ha dicho nada de sus intenciones. Como usted sabe, no habla nunca de sus planes. Pero todos sabemos que su única aspiración es la salvación de la mina de Santo Tomé y el mantenimiento de la Concesión Gould dentro del espíritu de su contrato con el gran financiero de California. Holroyd es también un hombre nada vulgar. Cada uno de ellos comprende los móviles de orden espiritual en que se inspira el otro. A pesar de que Carlos sólo tiene treinta años y Holroyd cerca de sesenta, se entienden admirablemente. Ser millonario y un millonario como Holroyd equivale a ser eternamente joven. La juventud es audaz porque se imagina disponer de un tiempo ilimitado; pero también un millonario tiene en su mano medios ilimitados -lo que es mejor. La duración de la vida es una cantidad incierta, y en cambio no hay duda alguna del enorme poder de los millones.

"La introducción en este continente de una forma pura de cristianismo, especie de religión puritana, es un sueño propio de un joven visionario, y ya he intentado explicarle a usted que Holroyd a los cincuenta y ocho años se halla en las condiciones de un hombre en la flor de la edad, y aun mejor. No es un misionero, pero la mina de Santo Tomé, convertida en centro propangandista de intereses materiales, llegaría a ser en sus cálculos, una secreta misión de gran eficacia. Todo esto parece absurdo, pero le aseguro a usted que no acertó a prescindir de ese extraño proyecto en la conferencia puramente práctica sobre los negocios de Costaguana, sostenida con sir John hace un par de años. A fe mía, doctor, las cosas no parecen tener un valor por lo que son en sí mismas; y empiezo a creer que su única y verdadera importancia radica en el valor espiritual que cada uno descubre en ellas, según la forma peculiar de su actividad."

– ¡Bah! -interrumpió el doctor sin cesar un instante en el ocioso balanceo de sus piernas-. Complacencias de amor propio. Alimento para la vanidad que gobierna el mundo. Entretanto, ¿cuál cree usted que va a ser la suerte del tesoro que navega por el golfo con el gran capataz y el gran político?

– ¿Se inquieta usted por ello, doctor?

– ¡Inquietarme yo! A mí ¿qué diablos me importa? Yo no atribuyo valor espiritual ni a mis deseos, ni a mis opiniones, ni a mis ideas. Carecen de trascendencia para sugerir delectaciones de amor propio. Vea usted, por ejemplo: me habría gustado dulcificar los últimos momentos de esa pobre mujer. Y no puedo. Es imposible. ¿Se ha encontrado usted con lo imposible cara a cara? ¿O es que usted, el Napoleón de los ferrocarriles, no tiene esa palabra en el diccionario?

– ¿De manera que la cree usted condenada a padecer mucho? -inquirió el ingeniero con acento compasivo.

Lentos y pesados pasos cruzaron por encima del techo de tabla, sostenido por fuertes vigas de madera dura. Después, por la mezquina abertura de la escalera, abierta en el espesor del muro, bastante estrecha para ser defendida por un hombre contra veinte enemigos, salió un murmullo de dos voces, una débil e interrumpida, y otra profunda y blanda que contestaba, cubriendo con su timbre mas grave el primer sonido.

Los dos hombres permanecieron quietos y mudos hasta que cesaron los murmullos, y entonces el doctor se encogió de hombros y musitó:

– Sí, tendrá una agonía penosa. Yo no podría hacer nada, aunque estuviera allí.

Siguióse un largo período de silencio arriba y abajo.

– Se me figura -empezó el ingeniero en voz baja- que usted desconfía del capataz del capitán Mitchell.

– ¡Desconfiar yo de él! -murmuró el doctor entre dientes. -Le creo capaz de todo… hasta de la fidelidad más absurda. Soy la última persona con quien habló antes de dejar el muelle, ¿sabe usted? La pobre enferma de allá arriba deseaba verle, y yo le permití que se llegara a ella, A los moribundos no hay que contradecirles, ¿sabe usted? Parecía bastante tranquila y resignada pero el malvado en los diez o doce minutos de la entrevista debió decir o hacer algo que la sumió en la desesperación.

"Las mujeres, ¿sabe usted? -continuó el doctor en tono inseguro-, tienen antojos tan inexplicables en todas las situaciones y épocas de su vida, que a veces he pensado, ¿entiende usted?, si estaría en cierto modo enamorada de él… del capataz. El bribón, a no dudarlo, tiene gancho, y, a no ser así, no se habría conquistado el aprecio de todo el populacho de la ciudad. No, no, yo no me dejo llevar de absurdas sospechas. Acaso haya dado un nombre impropio al vivo interés que por él siente, al aprecio emocional que una mujer propende a manifestar a un hombre. Ella solía hablarme mal de él con frecuencia, lo cual, por supuesto, no está en contradicción con mi idea. De ningún modo. A mí me causaba la impresión de que no dejaba de pensar en él, y sin duda le otorgaba un lugar importante en su vida.

"Los he observado muchas veces, ¿sabe usted? Siempre que bajaba de la mina, la señora de Gould me encargaba que les echara un vistazo. A ella le gustan los italianos; ha vivido largo tiempo en Italia, según creo, y se encaprichó por el viejo garibaldino. Un tipo bastante notable; carácter austero y soñador que vive en el republicanismo de su juventud, como el pez en el agua. Ese exaltado y chocho aventurero ha fomentado mucho las malhadadas tonterías del capataz."

– ¿A qué tonterías se refiere usted? -replicó el ingeniero jefe. -Yo he tenido siempre al capataz por un muchacho listo y formal, valiente a toda prueba y muy dispuesto. Un hombre capaz en todo momento de prestar cualquier servicio. A sir John, en el viaje que hizo por tierra a Santa Marta, le impresionaron mucho su despejo y destreza. Posteriormente, según habrá usted oído, nos libró de un daño importante, revelando al jefe de policía la presencia en la ciudad de algunos ladrones profesionales, venidos de lejos para descarrilar y robar el tren que conduce las pagas del mes. Además ha organizado con gran perfección el trabajo de carga y descarga en el puerto para la Compañía O.S.N. A pesar de ser extranjero, sabe hacerse obedecer. Verdad es que los cargadores son también extranjeros aquí, inmigrantes, o, como dicen, isleños en su mayor parte.

– En ese ascendiente tiene toda su fortuna -musitó el doctor con acrimonia.

– El hombre ha demostrado cumplidamente su fidelidad en innumerables ocasiones y en todas las formas -arguyó el ingeniero. – Cuando se ofreció la cuestión del traslado de la plata, el capitán Mitchell sostuvo con calor su opinión de que Nostromo era el único a propósito para el empeño. Como marinero, desde luego lo doy por supuesto. Pero como hombre, ¿sabe usted?, Gould, Decoud y mi persona creímos que podría valer otro cualquiera. Un barquero hubiera servido igualmente para el caso. Porque, reflexione usted, ¿qué habría de hacer un ladrón con tan enorme cantidad de lingotes? Si huía con ellos, al fin tendría que desembarcar en alguna parte. Y ¿cómo podría evitar que la gente de la costa se enterara de la clase de carga transportada? Desechamos, por tanto, esa consideración. Además iba también Decoud. Otras veces se habían dado al capataz encargos de mayor compromiso.

– "Pues él miraba el asunto de un modo algo diferente -replicó el doctor. -En esta misma habitación le oí decir que sería la aventura más desesperada de su vida. Hizo una especie de testamento verbal, aquí, en mi presencia, nombrando ejecutor de su última voluntad al viejo Viola; y ¡pardiez!, su fidelidad a ustedes, las honradas personas del ferrocarril y del puerto, ¿sabe usted?, no le ha sacado de su pobreza. Supongo que obtendrá alguna compensación… ¿cómo lo dice usted?… algún valor espiritual por sus trabajos, pues en caso contrario, no comprendo por qué ha de serle fiel a usted, ni a Gould, ni a Mitchell ni a nadie.

"Conoce bien el país. Sabe, por ejemplo, que Camacho, el diputado por Javira, no ha sido más que un tramposo de lo más vulgar, un tenderillo ambulante del Campo, hasta que logró obtener de Anzani géneros fiados para abrir un comercio en el interior y hacerse votar por los mozos borrachos de las estancias y los rancheros más pobres, que le debían algo. Y Camacho, que mañana será probablemente uno de nuestros ministros, pertenece también a la clase de los extranjeros -de los isleños. Pudo haber sido un cargador en el muelle de la O.S.N., a no tropezarse con el inconveniente de su mala fama, pues, según está dispuesto a jurarlo el posadero de Rincón, había asesinado en los bosques a un vendedor ambulante para robarle su pacotilla y empezar a vivir. ¿Cree usted que Camacho entonces hubiera llegado a ser un héroe ante la democracia de este país como nuestro capataz? Evidentemente no. Está muy lejos de valer la mitad que él. Decididamente creo que Nostromo es un tonto."

La charla acre de Monygham le desagradaba al constructor de ferrocarriles.

No creo posible que nos pongamos de acuerdo en esta discusión -repuso filosóficamente. -Cada hombre tiene sus dotes. Había usted de haber oído a Camacho arengar desde una casa a sus partidarios que estabas en la calle. Posee una voz de trueno, y vociferaba como loco, levantando el puño cerrado por encima de su cabeza y echando adelante la mitad del cuerpo, como si fuera a tirarse por la ventana. Y a cada pausa, la turba aullaba " ¡Abajo los oligarcas!, ¡Viva la libertad!" Fuentes, que estaba dentro, tenía una cara que daba lástima. Como usted no ignora, es el hermano de Jorge Fuentes, que años atrás desempeñó la cartera de ministro del Interior unos seis meses. Por supuesto, no tiene conciencia, pero es un hombre instruido y de buena familia; en cierta época estuvo al frente de la aduana de Cayta. El bruto y estúpido Camacho le obligó a unirse con él y con la gentuza que acaudilla, toda de la peor ralea. El temor enfermizo que le inspiraba ese bandido era el espectáculo más cómico que cabe imaginar.

Se levantó y fue a la puerta para echar una mirada al puerto.

– Todo tranquilo -dijo. -Me ocurre la duda de si realmente Sotillo tendrá intención de volver aquí.

Capítulo II

El capitán Mitchell, que paseaba por el muelle, se hacía la misma pregunta. Había un punto oscuro respecto de la venida de Sotillo y era si el aviso del telegrafista de Esmeralda -despacho fragmentario e interrumpido- habría sido bien interpretado. Sin embargo, el bueno del administrador del puerto había resuelto no irse a dormir hasta el amanecer, dado que lo hiciera. Imaginábase haber hecho un favor enorme a Carlos Gould. Al pensar en la plata salvada, se frotaba las manos de gusto. En su genuina sencillez se enorgullecía de haber cooperado a tan prudente determinación. Él era quien le había dado forma práctica, sugiriendo la posibilidad de que la gabarra abordara en el mar el vapor destinado a California. A la vez era ventajoso para la Compañía, que habría perdido un flete valioso si el tesoro hubiera quedado en tierra para ser confiscado. A todo esto se agregaba el placer de burlar los planes de los monteristas. Autoritario por temperamento y con larga costumbre de mandar, el capitán Mitchell no era demócrata, llegando a este particular al extremo de manifestar de ordinario gran desdén al parlamentarismo.

– Su excelencia don Vicente Rivera -solía decir-, a quien yo y mi capataz Nostromo tuvimos el honor y el placer, señor, de salvar de una muerte cruel, guardaba excesivas consideraciones a su congreso de diputados. Era una equivocación, señor, una evidente equivocación.

El veterano y honradote marino, puesto al frente de los servicios de la Compañía O.S.N. en el puerto, se figuraba que los acontecimientos de los últimos tres días habían agotado las posibles anormalidades y sorpresas emocionantes de la vida política de Costaguana. Más tarde confesaba a menudo que los sucesos posteriores superaron a cuanto pudo imaginar. En primer lugar Sulaco (a causa de la incautación de los cables y la desorganización del servicio en los vapores) permaneció durante quince días aislada del resto del mundo, como una ciudad sitiada.

– No se hubiera creído posible, pero así fue, señor. Una quincena entera.

El relato de los hechos extraordinarios ocurridos en ese tiempo y de las fuertes emociones experimentadas impresionaba de una manera cómica por los términos aparatosos con que los refería. Comenzaba siempre asegurando a su oyente que él se había hallado "en el centro de los disturbios desde el principio al fin." Después seguía describiendo la salida de la plata y su natural temor de que "su hombre", encargado de la gabarra, cometiera alguna torpeza. Además de la pérdida de tanto metal precioso, la vida del señor Martín Decoud, joven simpático, rico e ilustrado, correría grave peligro al caer en poder de sus enemigos políticos. Declaraba también que, mientras ejercía su solitaria vigilancia en el muelle, había sentido cierta intranquilidad por la suerte futura de todo el país.

– "Sentimiento, señor -explicaba-, perfectamente comprensible en un hombre que está con razón agradecido a las muchas bondades recibidas de las mejores familias pertenecientes a la clase comercial y pudiente de la ciudad. Apenas salvadas por nosotros de los excesos de las turbas, me parecieron destinadas a ser presa, en su persona y bienes, de la soldadesca indígena que, según es sabido, trata con inhumana barbarie a la población civil durante las conmociones interiores.

"Y luego, señor, tenía que mirar por los Goulds, marido y mujer, a quienes no puedo menos de estimar con el más caluroso afecto, sobradamente merecido por su hospitalidad y finezas. Además temía los peligros de los señores del Club Amarillo, que me habían nombrado miembro honorario y tratado con indeficiente atención y cortesía, ya como agente consular, ya como superintendente de un importante servicio de vapores. La señorita Antonia Avellanos, la joven más hermosa y cabal de cuantas me ha cabido la suerte de conocer, ocupaba no poco mi solicitud, lo confieso.

"Fuera de eso necesitaba no perder de vista la probable influencia que había de ejercer en los intereses de mi Compañía el inminente cambio de funcionarios. En suma, señor, me sentía en extremo inquieto y fatigadísimo, como puede usted suponer, a causa de los emocionantes y memorables sucesos en que tuve mi pequeña parte. El edificio de la Compañía, donde me alojo, distaba sólo un paseo de cinco minutos, y me sentía solicitado por el deseo de cenar y de mi hamaca (duermo siempre con ella por exigirlo el clima); pero, sin saber cómo, señor, a pesar de no poder hacer nada por nadie con aguardar allí, no acertaba a retirarme del muelle, donde la fatiga me hacía vacilar a veces penosamente. La noche era en extremo oscura -la más oscura que recuerdo de mi vida-; y así empecé a pensar en la imposibilidad de que apareciera en el puerto el transporte de Esmeralda antes de amanecer por la dificultad de cruzar el golfo. Los mosquitos picaban horriblemente: estábamos infestados de ellos, señor, antes de haber hecho las obras de reforma y saneamiento; y la especie de tales insectos que pululaba en el puerto tenía fama de ser la más insoportable. Formaban una nube alrededor de mi cabeza, y sin duda sus asaltos me impidieron caerme de sueño mientras iba y venía recorriendo la extensión del muelle. Fumé cigarro tras cigarro, más para librarme de parecer acribillado que por afición al tabaco.

"Después, señor, cuando quizá por vigésima vez acercaba mi reloj a la luz del extremo con ánimo de ver la hora, observando con sorpresa que faltaban diez minutos para media noche, oí el chapoteo de la hélice de un vapor -ruido inconfundible para el oído de un marino en una noche tan serena. Realmente era débil, porque avanzaban con cautela y extrema lentitud, así por causa de la oscuridad, como por el deseo de no revelar su presencia; esto último sin motivo, porque creo verdaderamente que no había nadie más que yo en los alrededores. Hasta el personal ordinario de serenos y otros vigilantes llevaban varias noches ausentes con motivo de los disturbios. Me quedé quieto, después de dejar caer mi cigarro y ponerle el pie encima -diligencia muy del gusto de los mosquitos, a lo que creo, juzgando por el estado de mi cara a la mañana siguiente.

"Pero eso fue una molestia despreciable en comparación con los brutales tratamientos de que fui víctima por parte de Sotillo. Algo del todo inconcebible, señor, más en armonía con los procedimientos de un maniático que con el comportamiento de un hombre cuerdo, aun suponiéndole despojado de todo sentimiento de honor y decencia. Pero a Sotillo le tenía furioso el fracaso de sus proyectos de robo."

En esto el capitán Mitchell decía la verdad. Sotillo estaba, en efecto, loco de rabia. El capitán Mitchell, sin embargo de eso, no fue arrestado en el primer momento; una viva curiosidad le indujo a permanecer en el muelle (que tiene de largo unos cuatrocientos pies) para ver, o mejor dicho, oír las operaciones todas del desembarco. Oculto por la vagoneta usada para el transporte de la plata, y que había sido rodada nuevamente desde el embarcadero hasta el principio del muelle en tierra, vio pasar de cerca el pequeño destacamento enviado delante a explorar el terreno, el cual se dispersó en varias direcciones por el llano.

Entretanto las tropas bajaron a tierra y se formaron en columna, cuya cabeza avanzó poco a poco ocupando casi la anchura toda del muelle hasta llegar a pocos metros del señor Mitchell. Entonces cesó el sordo ruido de choques metálicos, patuleo y rumores, quedando la formada tropa inmóvil y callada por cerca de una hora, aguardando la vuelta de los que habían salido destacados a explorar. En tierra sólo se oían los broncos ladridos de los mastines de la estación, contestados por los más débiles de los gozques que merodean en gran número por los arrabales de la ciudad. Un grupo de formas sombrías se destacaba enfrente de la cabeza de la columna.

Poco después el piquete, apostado a la entrada del muelle, empezó a dar el alto a media voz a las siluetas aisladas que se acercaban por la parte del llano. Estos mensajeros, despachados por las patrullas de avanzada, contestaban breves palabras a sus camaradas, y seguían su camino rápidamente, perdiéndose en la gran masa inmóvil para comunicar sus informes al estado mayor. El señor Mitchell comenzaba a percatarse de que su situación se estaba haciendo desagradable y tal vez peligrosa, cuando de pronto sonó una voz de mando en el extremo del muelle, seguida de un toque de trompeta, y a continuación se produjo un ruido de pisadas, roces acerados y murmullos, que se propagó a lo largo de la columna. A corta distancia ordenó una voz en tono brusco: "¡Quitar del paso esa vagoneta!" Al oír las pisadas de pies desnudos que se lanzaron a ejecutar lo mandado, el capitán Mitchell retrocedió un paso o dos; el vehículo, empujado por muchas manos, se alejó de él a lo largo de los rieles, y antes que tuviera tiempo de advertir lo ocurrido, se vio rodeado y asido de los brazos y el cuello de la chaqueta.

– Hemos cogido a un hombre escondido aquí, mi teniente -gritó uno de los soldados.

– Tenedle a un lado hasta que llegue la retaguardia -respondió la voz.

La columna entera pasó rápidamente junto al capitán Mitchell, y el estruendoso patuleo en las tablas del muelle se extinguía súbitamente en el suelo blando del puerto. Los soldados sujetaban con fuerza al prisionero, sin atender a su declaración de que era inglés ni a su petición de ser llevado en presencia del jefe. Al fin guardó silencio con aire resignado y digno. Entonces pasaron rodando estrepitosamente por el entablado piso dos cañones de campaña, arrastrados a fuerza de brazos, y a continuación, tras un piquete de soldados, que formaban escolta, siguieron cuatro o cinco figuras con un tintineo de vainas de acero. Cuando hubieron pasado, sintió un tirón en los brazos y la orden de marchar. En el trayecto del muelle a la Aduana el capitán Mitchell hubo de padecer algunos ultrajes por parte de los soldados, tales como empujones, cachetes en el pestorejo y algún culatazo en los riñones. El avance precipitado a que le obligaban no se avenía bien con su idea de la dignidad personal; se sintió abatido, avergonzado, impotente. Le pareció que aquello era el fin del mundo.

El largo edificio quedó rodeado de tropas, que habían empezado a colocar las armas en pabellones por compañías y se disponían a pasar la noche tendidas en el suelo con los ponchos puestos y las mochilas por almohadas. Los cabos se movían con linternas oscilantes, poniendo centinelas todo alrededor de los muros donde hubiera una puerta o abertura cualquiera. Sotillo no descuidaba ninguna precaución para proteger el edificio, como si realmente contuviera el tesoro. El ansia de labrar su fortuna con un atrevido golpe de ingenio absorbía todas sus facultades discursivas. Se resistía a creer en la posibilidad de un fracaso; la sola idea de tal contingencia le producía vértigos de rabia, y cualesquiera circunstancias que la sugirieran le parecían irreales y absurdas. De ningún modo cabía admitir las afirmaciones de Hirsch, tan fatales para sus esperanzas. Verdad es que el náufrago había contado su historia con tal incoherencia y tales señales de aturdimiento, que realmente parecía improbable. Era muy difícil atar cabos en el relato de Hirsh. Inmediatamente de haberle halado al puente del vapor, Sotillo y sus oficiales, impacientes y excitados, no dieron al infeliz tiempo para serenarse y ordenar sus ideas. Necesitaba ser tranquilizado, reanimado, confortado; y en lugar de esto le trataron con rudeza, dándole puñadas y empellones y dirigiéndole amenazas. Las violentas sacudidas del náufrago, sus contorsiones, intentos de ponerse de rodillas, seguidos de grandes esfuerzos para huir, como si pensara arrojarse al punto por la borda; sus gritos y convulsiones y miradas de terror loco habían causado asombro en el primer momento, y después duda de su sinceridad, inclinados como son los hombres a suponer fingimiento en todas las demostraciones pasionales extemosas. Como si esto fuera poco, habló en un español tan mezclado de alemán, que no se podía entender la mitad de lo que decía. Procuró desagraviar a los oficiales llamándolos hochwohlgeboren herren (nobles señores), expresión que sonaba a un grosero insulto. Cuando le intimaron seriamente que se dejara de bromas y farsas, repitió sus ruegos y protestas de lealtad e inocencia volviendo a expresarse en alemán, con especial tozudez por no echar de ver el idioma que usaba. No cabía duda de que era el traficante en pieles de Esmeralda; pero esto no aclaraba el asunto. Además confundió el nombre de Decoud con el de otras personas que había visto en casa de los Gould, como si quisiera dar a entender que todos habían estado en la gabarra; de suerte que Sotillo llegó a creer por un momento haber echado al fondo del mar a todos los principales riveristas de Sulaco.

La evidente improbabilidad de este hecho hacía dudar de todo lo demás. O Hirsch estaba loco, o representaba una comedia fingiéndose trastornado por el miedo para ocultar la verdad. La codicia de Sotillo, elevado al grado máximo por la perspectiva de un inmenso botín, rechazaba aun el mero supuesto de verse defraudada. Pudiera ser que este judío estuviera aterrorizado por el accidente del naufragio, pero sin duda sabía donde se ocultaba el tesoro, y, con la astucia propia de su raza, había inventado aquel cuento para despistar a Sotillo.

El coronel había establecido su alojamiento en una vasta habitación del primer piso con gruesas vigas ennegrecidas, sin cielo raso, en la que la vista se perdía en la oscuridad bajo la arista interior del caballete del tejado. En una larga mesa podía verse un enorme tintero con varios portaplumas rotos, y dos grandes cajas de madera con enormes cantidades de arena. Hojas de papel oficial, basto, de color gris, aparecían esparcidas por el suelo. Presentaba indicios de haber sido el despacho de un oficial superior de aduanas, porque detrás de la mesa se erguía una gran poltrona de cuero, y repartidos en diversos lugares se veían otros asientos de alto respaldo. Un par de bujías sostenidas por altos candeleros de hierro brillaban con luz turbia y rojiza. Entre ellas descansaban el sombrero, la espada y el revólver del coronel; y dos oficiales de su especial intimidad se apoyaban sobre la mesa con expresión tétrica.

Sotillo se dejó caer en el sillón de brazos; y un negro alto y fornido, con galones de sargento en las mangas rotas de la chaqueta, se arrodilló delante de él para quitarle las botas. Los bigotes de ébano del coronel resaltaban violentamente sobre la lividez mate de su rostro. Un tinte sombrío velaba el brillo de los ojos, que parecían hundidos en el fondo de las cuencas. Tenía aspecto de hallarse agotado por sus perplejidades y abatido por el desencanto. Pero cuando un centinela que daba guardia en el descansillo asomó la cabeza para anunciar la llegada de un prisionero, se reanimó al instante.

– ¡Traédmele aquí!- vociferó con imperio.

Abrióse la puerta, y el capitán Mitchell, sin sombrero, con el chaleco desabrochado y el nudo de la corbata en una oreja, fue introducido a empujones en la habitación.

Sotillo le reconoció a la primera ojeada. No hubiera podido desear una captura más preciosa; allí tenía a un hombre que estaba en condiciones de informarle, si quería, sobre lo que necesitaba saber; e inmediatamente se le presentó el problema de cuál sería el mejor modo de hacerle hablar. La idea de provocar las reclamaciones de una nación extranjera no inspiraba ningún temor al coronel. Todo el poder de las marinas y ejércitos de Europa sería incapaz de proteger al capitán Mitchell contra los insultos y malos tratamientos. Pero, considerando que tenía delante a un inglés, y que, como tal, se pondría terco e indócil, sometiéndole a rudas vejaciones, desarrugó el ceño y exclamó con fingida contrariedad:

– ¡Cómo! ¡El excelente señor Mitchell!

La indignación aparente con que avanzó rápido hacia el prisionero y el enojo con que simuló ordenar: "¡Soltad inmediatamente a este caballero!" fueron de tal eficacia, que los soldados, temerosos, se retiraron sobresaltados, dejando libre al capitán Mitchell. Este, al quedar privado súbitamente del apoyo de sus guardianes, vaciló como para caer en tierra. Sotillo le tomó familiarmente del brazo, le condujo a una silla, y agitando la mano ordenó autoritariamente:

– ¡Retírense ustedes todos!

Cuando quedaron solos, el coronel permaneció de pie con los ojos bajos, irresoluto y silencioso, aguardando que el capitán Mitchell recobrara el habla.

Ante él y en su mano tenía Sotillo a uno de los hombres que habían intervenido en el traslado de la plata. El temperamento peculiar del coronel le sugería un vivo deseo de abofetear al supuesto cooperador de su fracaso; así como, cuando tropezaba con dificultades para obtener del desconfiado Anzani algún préstamo, sentía en sus dedos comezón de agarrar al tendero por el gaznate y estrangularle. En cuanto al capitán Mitchell, aquel contratiempo tan repentino, inesperado e inconcebible, le tenía enteramente trastornado. Además el hombre estaba físicamente sin aliento.

– Desde el muelle aquí me han hecho caer en tierra tres veces -dijo al fin acezando. -Alguno tiene que pagar este atropello.

Realmente le habían derribado con frecuencia, y llevádole a rastras un trecho antes de que pudiera ponerse de pie. Al recobrar el aliento, pareció volverse loco de indignación. Levantóse de pronto con el rostro encendido, el cabello blanco erizado, los ojos brillantes de ira, y sacudiendo con violencia las alas de su desgarrado chaleco ante el desconcertado Sotillo, rugió:

– ¡Vea usted! Esos ladrones con uniforme, que tiene usted abajo, me han robado el reloj.

El viejo marino presentaba un aspecto en extremo amenazador. Sotillo se vio separado de la mesa, donde tenía su sable y revólver.

– Exijo que se me restituya lo que es mío y se me dé una satisfacción -le increpó Mitchell con voz de trueno, enteramente fuera de sí. -¡Y lo exijo de usted! Sí, ¡de usted!

Por breves segundos el coronel permaneció hecho una estatua con rígido semblante; pero, cuando el capitán Mitchell alargó el brazo hacia la mesa, en ademán de arrebatar el revólver, Sotillo con un alarido de espanto se lanzó de un salto a la puerta y salió disparado por ella, cerrándola tras sí. La sorpresa calmó la furia del capitán Mitchell. Por la parte exterior de la puerta cerrada, el coronel dio voces desde el descansillo, a las que siguió un gran patuleo en los escalones de madera.

– ¡Desarmarle! ¡Atarle! -vociferó el jefe.

En el breve tiempo transcurrido hasta que la puerta volvió a abrirse y los soldados se arrojaron sobre Mitchell, éste apenas tuvo tiempo de echar una mirada a las ventanas, obstruidas cada una por tres barras perpendiculares y a una altura de veinte pies sobre el suelo. En un abrir y cerrar los ojos se vio atado al sillón de alto respaldo con una tira de cuero que le daba muchas vueltas, de modo que sólo le quedó libre la cabeza. Hasta entonces Sotillo, que aguardaba apoyado en la jamba de la puerta, visiblemente tembloroso, no se aventuró a entrar. Los soldados recogieron del piso los fusiles, que habían dejado para asir al prisionero, y salieron de la habitación. Los oficiales permanecieron apoyados en sus espadas, contemplando la escena.

– ¡El reloj!, ¡el reloj! -bramó el coronel yendo y viniendo como un tigre en su jaula. -¡Tráiganme ustedes el reloj de ese hombre!

Era cierto que el capitán Mitchell, al sufrir un registro en el patio de la planta baja por si llevaba armas, antes de conducirle a presencia de Sotillo, había sido despojado de su reloj y cadena. Pero, al sonar las voces del coronel, ambos objetos aparecieron sin demora, trayéndolos un cabo en las palmas de las manos juntas. Sotillo los tomó bruscamente y alargó el puño cerrado, de que el reloj pendía, hacia el rostro del capitán Mitchell.

– ¡Y ahora qué, inglés insolente! ¿Se atreve usted a llamar ladrones a los soldados del ejército? Aquí está su reloj.

Blandió el puño en ademán de descargar un golpe en las narices del prisionero. Éste, tan incapaz de defenderse como un niño envuelto en mantillas, fijaba la vista ansiosa en el cronómetro de oro, de sesenta guineas, que, años atrás, le había regalado una compañía de seguros por salvar un barco de quedar totalmente destruido en un incendio. Sotillo pareció echar de ver el valor extraordinario del objeto que tenía en la mano, porque enmudeció de pronto y, llegándose junto a la mesa, empezó a examinarlo con curiosidad a la luz de las bujías. Nunca había visto un ejemplar tan precioso. Sus oficiales le rodearon y alargaron el cuello por encima del hombro del coronel. De tal modo se absorbió en la contemplación del valioso reloj, que por el momento se olvidó de su dueño, para él más valioso aún. Hay siempre algo infantil en la rapacidad de las apasionadas y vivarachas razas del Mediodía, extrañas al brumoso idealismo de los septentrionales, propensos al menor estímulo a soñar con nada menos que apoderarse de la riqueza entera del mundo. Sotillo era aficionado a joyas y chucherías de oro de vistoso aspecto para el adorno de su persona. Al cabo de unos momentos se volvió, y con un gesto de mando hizo que se apartaban sus oficiales. Dejó el reloj en la mesa, y luego lo cubrió negligentemente con su sombrero.

– ¡Ah! -prosiguió, llegándose muy cerca de la silla-. ¿Se atreve usted a llamar ladrones a mis valientes soldados del regimiento de Esmeralda? ¡Usted! ¡Qué impudencia! Ustedes los extranjeros son los que vienen aquí a robarnos la riqueza del país. ¡Nunca tienen bastante! Su ambición no reconoce límites.

Dirigió una mirada a los oficiales, que aprobaron con murmullos lo dicho por su jefe. El viejo comandante se sintió movido a declarar:

– Sí, mi coronel. Son todos unos traidores.

– Y no diré nada -prosiguió Sotillo, fijando en el inmóvil y maniatado Mitchell una mirada furiosa, pero insegura, -no diré nada de la traidora tentativa que hizo usted para apoderarse de mi revólver y asesinarme, mientras procuraba tratarle con una consideración inmerecida. Ha comprometido usted su vida, Mitchell, y ahora todo tiene usted que esperarlo de mi clemencia.

Observó el efecto de sus palabras, pero en el semblante del increpado no se notaba signo alguno de miedo. Su blanco cabello estaba lleno de polvo, así como el resto de su persona. Como si no hubiera oído nada, contrajo una ceja para librarse de una paja enredada en el pelo.

Sotillo avanzó una pierna y se puso en jarras.

– Usted es el ladrón, Mitchell -afirmó con énfasis-; no mis soldados. -Apuntó al prisionero con su índice de uña larga en forma de almendra e interrogó: -¿Adonde está la plata de la mina de Santo Tomé? Le pregunto a usted, Mitchell, ¿adonde a ido a parar la plata que estaba depositada en la Aduana? Respóndame a eso. Usted la ha robado o ha cooperado con los ladrones. Se la ha robado al gobierno. ¡Ah!, ¡ah! ¿Cree usted que no sé lo que digo? Estoy al cabo de sus marrullerías extranjeras. La plata ha salido del puerto, ¿no? Se la ha sacado en una de las lanchas de usted, miserable. ¿Cómo se ha atrevido usted ha cometer tal desfalco?

Esta vez Sotillo causó honda impresión en el interrogado. "¿Cómo podía haberlo sabido?,'' pensaba el último. Su cabeza, única parte de su cuerpo capaz de movimiento, hizo un gesto brusco denunciando sorpresa.

– ¡Hola! Usted tiembla -vociferó de pronto el coronel. -Esto es una conspiración, un crimen contra el Estado. ¿No sabía usted que la plata pertenece a la República hasta que estén satisfechos los tributos debidos al gobierno? ¿Dónde está esa plata? ¿Dónde la tiene usted oculta, miserable bandido?

Al oír esta pregunta el capitán Mitchell se reanimó, saliendo de su abatimiento. Importaba poco el modo con que Sotillo había obtenido sus noticias; el hecho era que no la había capturado. De sus palabras se deducía evidentemente. Ofendido en su dignidad, el capitán Mitchell había resuelto que por nada del mundo diría una palabra mientras le tuvieran atado de una manera tan indigna; pero desistió de su propósito obedeciendo al deseo de cooperar a la salvación de la plata. Su cerebro trabajaba intensamente y descubrió en Sotillo cierto dejo de duda y vacilación.

"Ese hombre no está seguro de lo que afirma", se dijo interiormente. A pesar de toda la pomposidad de sus modales en el trato social, el capitán Mitchell sabía hacer frente a las duras realidades de la vida con ánimo resuelto y pronto. Ahora que se había sobrepuesto al primer choque del abominable tratamiento sufrido, estaba sereno y con bastante dominio de sí mismo. El desprecio inmenso que le inspiraba Sotillo le dio firmeza, y dijo con acento misterioso:

– Seguramente la plata está bien oculta a estas horas.

Sotillo había tenido también tiempo de calmarse.

– Muy bien, Mitchell -replicó tranquilo y amenazador. -Pero ¿puede usted presentar el recibo del gobierno que acredite el pago de derechos, y el permiso de embarque, expedido por la Aduana? ¿Puede usted presentarlos? No. Entonces la plata ha sido trasladada ilegalmente, y el culpable debe sufrir la pena correspondiente, mientras no devuelva lo sustraído en el término de cinco días a contar desde hoy.

Mandó desatar al prisionero y encerrarle en uno de los cuartos más pequeños de la planta baja. Silencioso y pensativo, paseó por la habitación, hasta que el capitán Mitchell, cogido de cada brazo por dos hombres, se levantó, estiró los miembros y rompió a andar.

– ¿Qué tal lo ha pasado usted con sus ligaduras, Mitchell? -preguntó con sorna el coronel.

– Es el abuso de poder más abominable y más increíble -declaró el prisionero en voz alta-. Y cualquiera que sea su intención, no ganará usted nada con ello; se lo prometo.

El coronel, de aventajada estatura, cuyos rizos y bigotes de azabache reforzaban la lividez de su rostro, se inclinó para mirar en los ojos al hombrecillo rechoncho y rubicundo de revuelto cabello blanco.

– Eso lo veremos. Conocerá usted un poco mejor mi poder cuando le haga pasar un día entero atado a un portalón en pleno sol.

Se enderezó con aire altivo y ordenó con un gesto sacar de allí al capitán Mitchell.

– ¿Y mi reloj? -reclamó el reo, resistiéndose a los esfuerzos de los que tiraban de él hacia la puerta.

Sotillo se volvió a sus oficiales.

– ¿Qué les parece a ustedes? Oigan a este pícaro, caballeros -manifestó con recalcado sarcasmo, que provocó un coro de risas burlonas-. ¡Pide su reloj!…(Avanzó unos pasos hacia el capitán Mitchell, no pudiendo apenas reprimir el deseo de desahogar su ira dando unas bofetadas al insolente inglés.) ¡Su reloj! Usted es un prisionero en tiempo, de guerra, Mitchell. ¡En tiempo de guerra! No tiene usted derechos ni propiedad. ¡Caramba! ¡Hasta su aliento me pertenece! No lo olvide usted.

– ¡Qué disparate! -replicó el increpado, procurando disimular la impresión desagradable que le habían causado tales palabras.

Abajo, en un espacioso patio con piso de tierra, sobre el que se alzaba en un rincón un montículo levantado por las hormigas blancas, los soldados habían hecho una pequeña hoguera con trozos de sillas y mesas, cerca del arco de la entrada, por el que podía oírse el murmullo de las aguas del puerto en la playa. Mientras bajaban al capitán Mitchell por la escalera, un oficial subió corriendo a comunicar a Sotillo la captura de más prisioneros. Una nube de humo flotaba en el vasto y sombrío recinto: el fuego crepitaba; y el capitán Mitchell reconoció, como al través de una neblina, las cabezas de tres detenidos descollando sobre los pequeños soldados que los rodeaban con bayoneta calada -el doctor Monygham, el ingeniero en jefe y el viejo Viola con su blanca melena leonina, este último algo separado y vuelto de lado, la cabeza inclinada sobre el pecho y los brazos cruzados. El asombro de Mitchell sobrepujó a todo lo imaginable. Prorrumpió en una exclamación, que halló eco en los otros. Pero se lo llevaron apresuradamente cruzando el enorme local con aspecto de caverna. A la mente del superintendente del puerto acudió un tropel de pensamientos, conjeturas, sugestiones de cautela y otras mil cosas hasta producirle mareo.

– ¡Cómo! ¿Le detiene a usted realmente Sotillo? -exclamó el ingeniero en jefe, cuyo monóculo brillaba a la luz de la hoguera.

Un oficial desde la parte superior de la escalera ordenó en voz alta con urgencia:

– Háganlos ustedes subir… a todos los tres.

Entre el clamor de voces y el crujir de armas, el capitán Mitchell se hizo oír confusamente:

– ¡Por el cielo! El prójimo me ha robado el reloj.

El ingeniero en jefe resistió al empuje que le obligaba a subir la escalera, lo bastante para exclamar:

– ¡Cómo! ¿Qué dice usted?

– ¡Mi cronómetro! -gritó el capitán Mitchell indignado en el momento preciso de ser arrojado de cabeza por una puertecilla al interior de una especie de celda, en completa oscuridad y tan estrecha, que chocó contra la pared.

La puerta se cerró al punto. Nuestro hombre conoció que le habían metido en la llamada cámara fuerte de la Aduana, de donde se había sacado la plata pocas horas antes. Era casi tan estrecha como un corredor, y tenía una pequeña abertura cuadrada, obstruida por sólidas barras de hierro en el extremo más distante. El capitán Mitchell dio algunos pasos vacilantes, y se sentó en el piso de tierra, de espaldas a la pared. Nada, ni siquiera la menor claridad, le impidió entregarse a la meditación. Reflexionó intensamente, pero moviéndose sus pensamientos en círculo muy reducido. No dominó en ellos la nota tétrica.

El viejo marino, a pesar de todas sus pequeñas debilidades y extravagancias, era por temperamento incapaz de alimentar por largo tiempo temor de su seguridad personal. Más que fortaleza, era falta de cierta clase de imaginación, la que, desenvuelta en grado extremo, hacía padecer tanto al señor Hirsch; esa clase de imaginación que añade el terror ciego de los padecimientos físicos y de la muerte, considerada como un accidente puramente corporal, a todas las demás aprensiones en que se funda nuestro sentido de la vida. Por desgracia el capitán Mitchell carecía de gran penetración; y por lo mismo, los pormenores de expresión, gesto o movimiento, reveladores y significativos de estados de ánimo, se le pasaban del todo inadvertidos. Tan pomposa e ingenuamente se hallaba poseído de sí mismo, que no le quedaba atención para observar el modo de ser de los demás. Por ejemplo, no le cabía en la cabeza que Sotillo hubiera tenido en realidad miedo de él; y esto sencillamente porque nunca le hubiera ocurrido disparar un tiro a nadie, a no ser en un caso extremo de defensa propia. A la vista de todo el mundo estaba que él no era un asesino (pensaba con toda gravedad). Y entonces, ¿qué razón había para aquella acusación absurda e injuriosa?, se preguntó. Pero sus pensamientos giraban principalmente sobre la cuestión misteriosa e insoluble: ¿Cómo diablos había llegado el hombre a tener noticia del traslado de la plata en la gabarra? Evidentemente no la había capturado. Se confirmaba en esta conclusión guiándose equivocadamente por el estado del tiempo que había observado durante su prolongada vigilia en el muelle. Creía que aquella noche había hecho en el golfo más viento que de ordinario, cuando lo ocurrido era todo lo contrario. ¿Por qué incomprensibles medios había olfateado la cosa el condenado de Sotillo? Esta pregunta es la primera que se le ocurrió inmediatamente de sonar el ruido de abrir la puerta (que fue cerrada de nuevo sin darle apenas tiempo a levantar la cabeza). A la claridad que penetró por la entrada había divisado que tenía un compañero de prisión. La voz del doctor Monygham interrumpió la serie de maldiciones que estaba mascullando en inglés y en español.

– ¿Es usted, Mitchell? -preguntó en tono agrio. -He dado con la cabeza en el maldito muro un golpe capaz de derribar a un toro. ¿Dónde está usted?

El capitán Mitchell, acostumbrado a la oscuridad, pudo describir al doctor, que alargaba las manos a ciegas.

– Estoy sentado aquí en el suelo. No caiga usted sobre mis piernas -avisó Mitchell con tono grave.

El doctor, al ser rogado que no anduviera en las tinieblas, se sentó también en el suelo. Los dos prisioneros de Sotillo, con las cabezas casi tocándose, empezaron a comunicarse confidencias.

– "Pues sí, -refirió el doctor en voz baja al capitán Mitchell, que escuchaba con vehemente curiosidad:- nos han cazado en la vieja casa de Viola. Según parece, uno de los piquetes, mandado por un oficial, avanzó hasta la puerta de la ciudad. No tenían orden de penetrar en ella, sino de llevarse a toda alma viviente que encontraran en el llano.

"Nosotros habíamos estado hablando en el hotel con la puerta abierta, y sin duda vieron el resplandor de la luz. Debieron acercarse con gran lentitud. El ingeniero descansaba tendido en un banco junto al hogar, y yo subí al primer piso a echar un vistazo. Hacía mucho tiempo que no oía ruido alguno. El viejo Viola, tan luego como me vio llegar, levantó el brazo recomendándome silencio. Me acerqué de puntillas. Pardiez, la enferma estaba acostada y se había quedado dormida. Nada, que realmente había empezado a dormir.

– "Señor doctor -me dijo Viola en voz baja-, parece que se le alivia la opresión.

– "Sí -respondí muy sorprendido-, su esposa es una mujer admirable, Giorgio.

"En aquel mismo punto sonó en la cocina un tiro, que nos hizo dar un salto y temblar como si hubiera estallado un trueno sobre nuestras cabezas.

"Los soldados se habían aproximado furtivamente y deslizándose hasta la puerta. Uno de ellos miró al interior, creyó que no había nadie, y con el fusil preparado entró tranquilamente. El ingeniero jefe me contó después que acababa de cerrar los ojos un momento. Cuando los abrió, vio al hombre ya en medio del cuarto explorando los rincones oscuros.

Asustado el ingeniero, se levantó de un salto, sin pensar, saliendo del retiro que ocupaba a la derecha del hogar. El soldado, no menos sorprendido, enfila el fusil y dispara ensordeciendo al ingeniero y dejándole atontado, pero errándole a causa de su precipitación.

"Y ahora vea usted lo que resultó. Al ruido de la detonación, la enferma, que dormía, se incorporó como movida por un resorte, gritando: "¡Las niñas, Gian Battista! ¡Salva a las niñas!" Parece que estoy oyéndola. Fue el clamor más angustioso que he oído en mi vida. Me quedé paralizado, pero el marido corrió al lado de la cama con los brazos tendidos. Ella se asió a ellos; vi que sus ojos estaban vidriosos; el viejo la recostó en la almohada, y se volvió a mirarme. ¡Estaba muerta! Todo esto pasó en menos de cinco minutos, e inmediatamente bajé corriendo a ver lo que había sido. Era inútil pensar en resistencia de ningún género. Tampoco serviría de nada lo que el ingeniero y yo pudiéramos decir al oficial; así que me ofrecí voluntariamente a subir con un par de soldados y recoger al viejo Viola.

"Estaba sentado a los pies de la cama, mirando el rostro de su mujer, y no dio señales de entender lo que yo le decía; pero después de haber cubierto yo la cabeza de la difunta con la sábana, se levantó y nos siguió tranquilamente por las escaleras abajo, con aire de estar absorto en sus pensamientos. Nos condujeron por el camino, dejando la puerta abierta y la candela encendida. El ingeniero en jefe caminó sin proferir una palabra, pero yo volví la cabeza una o dos veces para mirar el débil resplandor de la puerta.

"El garibaldino, que a fuer de tal, y en su ignorancia supina de la religión, abominaba de los sacerdotes y de las ceremonias, después de haber recorrido un buen trecho, yendo a mi lado, dijo de pronto:

– "He enterrado a muchos hombres en los campos de batalla, en este continente. Los curas hablan de tierra sagrada. ¡Bah! Toda la tierra, hecha por Dios, es santa. Pero el mar, que no sabe nada de reyes, sacerdotes ni tiranos, es lo más santo de todo. Doctor, desearía sepultarla en el mar, sin mojigaterías de candelas, incienso, agua bendita, ni mosconeo de curas. El espíritu de libertad está sobre las aguas…

"¡Asombroso sectarismo exaltado el del viejo! Todo ello lo refunfuñó como hablando consigo."

– Sí, sí -interrumpió el capitán Mitchell impaciente-. ¡Pobre anciano infeliz! Pero ¿tiene usted alguna idea de la manera con que ese bandido de Sotillo ha obtenido sus noticias? Supongo que no habrá apresado a ninguno de los cargadores, elegidos por mí para trasladar la vagoneta. No, no es posible. Eran hombres de los de mayor confianza que hemos tenido al servicio de las lanchas en los últimos cinco años, y les pagué su trabajo de un modo especial, mandándoles no aparecer por el puerto en el espacio de veinticuatro horas al menos. Yo mismo los vi con mis propios ojos marchar con los italianos a los cercados del ferrocarril. El ingeniero que mandaba los obreros prometió darles raciones mientras necesitaran permanecer allí.

– Bien -aseguró con sosiego el doctor-. Ya puede usted despedirse para siempre de su mejor gabarra y del capataz de cargadores.

El capitán Mitchell, sobreexcitado por tan terrible anuncio, se puso de pie con increíble rapidez; y su compañero, sin darle tiempo a prorrumpir en exclamaciones de pena, le refirió en breves palabras la aventura de Hirsch durante la noche. El tratante en pieles aseguraba que la gabarra había sido echada a pique.

El superintendente del puerto lo oyó abatidísimo.

– ¡Ahogado! -musitaba en un cuchicheo de estupor y espanto-. ¡Ahogado!

Después calló, como si escuchara, pero en realidad estaba tan absorto en el pensamiento de la catástrofe, que no le era dable seguir con atención el relato del doctor. Éste se había mostrado del todo ignorante respecto a lo ocurrido con la plata, hasta que por fin Sotillo se decidió mandar que le llevaran a Hirsch. Hízole repetir toda la historia, que le fue arrancada con suma dificultad, porque a cada momento se interrumpía con lamentaciones. Por último retiraron a Hirsch, más muerto que vivo, y le encerraron en una de las habitaciones del piso alto, para tenerle a mano.

Entonces, haciendo resaltar la circunstancia de que a él no se le había admitido en las reuniones íntimas de Santo Tomé, expresó su opinión de que la historia de Hirsch parecía increíble. Por supuesto ignoraba la parte que en todo ello hubieran podido tener los europeos, porque había estado curando a los heridos sin abandonarlos y asistiendo a don José Avellanos.

Tal indiferencia e imparcialidad supo fingir, que Sotillo pareció convencido de su perfecta inocencia. Hasta entonces se habían practicado los interrogatorios, dándoles la apariencia de una indagatoria en regla: uno de los oficiales, sentado a la mesa, escribía las preguntas y las respuestas, mientras los demás, acomodados perezosamente en los sillones, sacaban bocanadas de humo de sus largos puros, escuchando atentamente con los ojos clavados en el doctor. Pero entonces Sotillo los mandó salir a todos menos a Monygham.

Capítulo III

En cuanto estuvieron solos, cambió el continente severo y oficial del coronel. Levantóse y, con los ojos brillando de codicia y esperanza, se acercó al doctor y le habló en tono confidencial. "La plata pudo muy bien haber sido cargada en la gabarra; pero no era creíble que se hubieran lanzado con ella a alta mar." El doctor, atento a todas las palabras de Sotillo, asentía con leves inclinaciones de cabeza, fumando con ostensible delectación el puro que aquél le había ofrecido en señal de sus amistosas intenciones. El frío despego que respecto a los demás europeos manifestaba el doctor animó a Sotillo a seguir franqueándose hasta que de conjetura en conjetura llegó a indicar que, a su juicio, todo ello era un arbitrio ideado por Carlos Gould para quedarse con el inmenso tesoro, todo para él. El doctor, que le oía atento y sosegado, musitó:

– Es muy capaz de ello.

A lo que el capitán Mitchell exclamó con asombro mezclado de ironía e indignación:

– ¿Eso ha dicho usted de Carlos Gould?

En el tono de esas palabras había un dejo de desprecio y desconfianza, porque para Mitchell como para los demás europeos la persona del doctor tenía algo de sospechosa.

– ¿Qué endemoniados motivos pudo usted tener para decir semejante cosa a ese canalla, ladrón de relojes? -interrogó-. ¿A qué fin levantar una calumnia tan infernal? El maldito timador tiene sobrada malicia para creer tamaña impostura.

El capitán Mitchell bufaba de indignación. Su compañero guardó silenció breves momentos, y luego dijo:

– Sí, eso es precisamente lo que respondí.

Un observador imparcial hubiera advertido que el silencio anterior era efecto de la reflexión, no de titubeo. Mitchell pensaba entre tanto no haber oído en su vida nada más desvergonzado e insolente.

– ¡Bien! ¡Bien! -refunfuñó para sí, no atreviéndose a manifestar lo que sentía.

Esta desazón fue reemplazada por una impresión de asombro y disgusto. Un poderoso sentimiento de pena y desmayo le abatió; representáronsele la pérdida de la plata y la muerte de Nostromo, que era para él una pérdida más sensible, porque había cobrado gran afecto a su capataz, como el que suele cobrarse a los inferiores muy capaces y de supuesta fidelidad por amor a la comodidad propia y también por cierta gratitud casi inconsciente. Y cuando pensó luego en que Decoud era otra víctima, sintió una pena abrumadora ante aquel fin tan desgraciado. ¡Qué desgracia tan terrible para la señorita Avellanos!

El capitán Mitchell no pertenecía a la clase de solterones adustos; al contrario, veía con gusto a los jóvenes galantear a sus novias; le parecía lo más natural y puesto en razón. Sobre todo, esto último. En cuanto a los marinos, la cuestión variaba. No les convenía casarse -sostenía- por razones de orden moral, porque, según explicaba, la vida a bordo no es para la mujer, y si se deja en tierra a la esposa, lo cual es por otra parte injusto, se corre el riesgo de hacerla sufrir o de que acabe quedándose indiferente: contingencias ambas detestables.

Le era imposible precisar cuál era lo que más le trastornaba: si la pérdida del inmenso tesoro de Carlos Gould, o la muerte de Nostromo, que representaba para él la seguridad y perfección en el desempeño de su cargo, o el duelo de una joven tan hermosa y cabal.

– Sí -recomenzó el doctor, que al parecer había seguido reflexionando-, me creyó sin dificultad, y hasta pensé que iba a darme un abrazo. "Sí, sí (dijo): escribirá a su socio, el rico americano de San Francisco, diciéndole que todo se ha perdido. ¿Cómo no? Así tendrá -plata en abundancia para repartir con mucha gente. "

– Pero ¡eso es perfectamente tonto! -exclamó el capitán Mitchell.

El otro advirtió que Sotillo lo era, pero con una tontería bastante lúcida para hacerle discurrir pistas falsas en que extraviarse. Por su parte, añadió el doctor que se había limitado a ayudarle un poco en sus desatinadas cavilaciones.

– Le hice notar -dijo el doctor-, como si la idea se me hubiera ocurrido en aquel momento, que los tesoros suelen guardarse, sepultándolos en tierra, antes que internándolos en el mar en una lancha; y a esto contestó Sotillo, golpeándose la frente: "Por Dios, que han debido enterrarlo en la arena del puerto, antes de zarpar la gabarra."

– ¡Cielos y tierra! -murmuró el capitán Mitchell-. Jamás he creído que pudiera haber nadie bastante bruto para… (Se interrumpió y luego dijo en tono apenado:) Pero ¿qué provecho se saca de todo eso? La mentira hubiera sido ingeniosa, si la gabarra estuviera todavía a flote con la plata, porque hubiera impedido que ese idiota inconcebible enviara el vapor a explorar el golfo. Ese era el peligro que me inquietó lo indecible antes de saber la desgracia -añadió el capitán Mitchell suspirando.

– Yo lo hice con un fin -afirmó el doctor con cachaza.

– ¿De veras? -preguntó en voz baja el capitán Mitchell-. Perfectamente: me alegro de saberlo, porque, en otro caso, hubiera creído que usted se había entretenido en engañar a Sotillo por pura broma. Y tal vez haya sido ese el objeto de usted. Pero debo decir que yo no me entregaría a tales pasatiempos. No me gustan. No, no. Manchar la reputación de un amigo no puede ser para mi asunto de broma, ni aunque se tratara del mayor pillastre del mundo.

A no ser por el estado de abatimiento en que le habían sumido al capitán Mitchell las fatales noticias de la pérdida de la plata y muerte del capataz, su disgusto por el modo de proceder del doctor Monygham se hubiera manifestado en términos más rudos; pero reflexionó que realmente importaba poco, dado el extremo a qué habían llegado las cosas, lo que hubiera dicho o hecho aquel tipo tan antipático.

– No comprendo -refunfuñó- por qué nos ha encerrado juntos Sotillo, ni por qué le ha encerrado a usted, después de haberle tratado tan amistosamente.

– Tampoco yo -replicó el otro con aspereza.

El capitán Mitchell sentía tan opresora pesadumbre, que hubiera preferido por entonces la soledad a la mejor compañía, y desde luego cualquiera otra a la del doctor. Siempre había esquivado su trato, considerándole como un perdulario, cuyo talento no le redimía de la desconsideración en que se le tenía. Ese sentimiento le movió a preguntar:

– Y ¿qué ha hecho ese rufián con los otros dos?

– Habrá puesto en libertad al ingeniero en jefe, no me cabe duda -respondió el doctor-. No querrá meterse en un atolladero, mostrándose hostil a la construcción de la vía férrea. Y menos ahora; es demasiado pronto. Me parece, capitán Mitchell, que no tiene usted idea clara de cuál es la situación de Sotillo.

– Y ¿para qué había de quebrarme la Cabeza en averiguarlo? -exclamó con sorna Mitchell.

– Ciertamente -asintió el doctor con el mismo acento acre-. No veo motivo alguno para que usted se dé ese mal rato. Nadie en el mundo ganaría nada con que usted se dedique a meditar profundamente sobre ese asunto ni sobre otro cualquiera.

– ¡Claro! -admitió el capitán Mitchell ingenuamente, sin advertir la ironía de las últimas palabras de su interlocutor-. ¿A quién puede servirle de nada lo que piense un hombre sepultado en esta maldita mazmorra?

– En cuanto al viejo Viola -prosiguió el doctor, como si nada hubiera oído-, Sotillo le ha levantado el arresto por la misma razón que le decidirá en breve a lavantárselo a usted.

– ¿Eh? ¿Cómo es eso? -interrogó el otro, mirando de hito en hito en las tinieblas con los ojos muy abiertos como un búho-. ¿Qué hay de común entre el viejo garibaldino y mi persona? Si suelta a Viola, será sin duda porque el ratero no le ha visto ningún reloj ni cadena que robarle. Pero te aseguro a usted, doctor Monygham -prosiguió, montando en cólera-, que le va a costar más trabajo de lo que cree desembarazarse de mí. Se cogerá los dedos en este asunto, se lo aseguro. Desde luego tenga usted por cierto que yo no me marcharé sin mi reloj, y en cuanto a lo demás… veremos. A usted quizá le importa poco haber sido encarcelado. Pero Joe Mitchell es una clase de persona muy diferente, señor. Yo no me someto pacientemente a ser insultado y robado. Soy un hombre que ocupa un puesto público importante.

En este momento notó el capitán Mitchell que las barras de la abertura se habían hecho visibles presentando un enrejado negro sobre un cuadro gris. El amanecer impuso silencio al capitán Mitchell, trayéndole el pensamiento que en lo venidero se vería siempre privado de los imponderables servicios de su capataz. Apoyóse en el muro, con los brazos cruzados sobre el pecho, mientras el doctor iba y venía de un extremo a otro del calabozo con su peculiar modo de andar renqueando como si tuviera doloridos los pies. Al alejarse de la reja, se perdía enteramente en la sombra. Apenas se oía el ruido de sus pasos, de ritmo desigual, como los de un cojo. Había cierta indiferencia tétrica en aquel penoso ir y venir constante.

Cuando se abrió la puerta bruscamente y su nombre fue pronunciado en voz alta, no demostró sorpresa alguna. Se paró en seco, y salió de la prisión al punto, como si la prontitud fuera cosa de la mayor importancia; pero el capitán Mitchell permaneció por algún tiempo, apoyado de espaldas a la pared, dudando en su enconada indignación si sería o no mejor no mover pie ni mano en señal de protesta. Estaba medio resuelto a hacerse sacar por fuerza; pero después que el oficial le llamó en voz alta tres o cuatro veces mostrando impaciencia y sorpresa, se avino a salir.

Sotillo había mudado de humor. Estaba un poco indeciso acerca de la conveniencia de mostrarse blando y benigno con los presos, como si dudara de que la blandura fuera oportuna en aquel caso, y observó atentamente al capitán Mitchell, antes de decirle, desde el sillón que estaba junto a la mesa, en tono de condescendencia:

– He resuelto no tenerle a usted detenido por más tiempo. Por naturaleza soy inclinado a perdonar. Me gusta ser indulgente. Pero que lo ocurrido le sirva a usted de escarmiento.

La especial alborada de Sulaco, que parece asomar a gran distancia hacia occidente para deslizarse desde allí con lentitud en las sombras de las montañas, mezcló su tenue claridad con la luz rojiza de las candelas. El Capitán Mitchell, con aire de desprecio e indiferencia, dejó vagar su mirada por la habitación, y luego la fijó con dureza en el doctor, que se hallaba apoyado en el alféizar de una ventana con los ojos bajos y aspecto indiferente, pensativo… o tal vez avergonzado.

Sotillo, medio oculto en el enorme sillón, añadió:

– Me figuré que sus sentimientos de caballero le hubieran dictado a usted una contestación digna y adecuada.

Calló esperando aún recibirla, pero como el capitán Mitchell permaneciera mudo, más por exceso de resentimiento que con intención deliberada, Sotillo vaciló, echó una mirada al doctor, que alzó los ojos y asintió con una inclinación de cabeza, y luego siguió, haciéndose alguna violencia:

– Ahí tiene usted su reloj, señor Mitchell. Aprenda usted a no juzgar con tanta ligereza e injusticia a mis soldados, que son unos verdaderos patriotas.

Echándose atrás en su asiento, alargó el brazo sobre la mesa y empujó el reloj apartándolo de sí suavemente. El capitán Mitchell se acercó con ansia mal disimulada, tomó su cronómetro, y después de aplicárselo al oído, se lo deslizó en el bolsillo con la mayor frescura.

Sotillo parecía haber dominado una inmensa repugnancia. Nuevamente miró de soslayo al doctor, que fijó en él la vista sin pestañear.

Pero, cuando el señor Mitchell se retiraba sin una mirada ni la menor inclinación, añadió al punto:

– Márchese usted y aguarde abajo al señor doctor, a quien también voy a poner en libertad. Para mi, ustedes los extranjeros no son de ninguna importancia.

Dio una breve carcajada, fingida y discordante, y entonces el capitán Mitchell fijó en él los ojos con cierta curiosidad.

– Más tarde los tribunales tomarán nota de sus extralimitaciones -volvió a decir Sotillo de prisa-. Pero, por mi parte, están ustedes libres, sin que se les persiga ni vigile. ¿Lo oye usted, señor Mitchell? Puede usted ir a ocuparse en sus negocios. No tengo por qué pensar en usted. Mi atención se halla solicitada por asuntos de altísima importancia.

El capitán Mitchell se sintió vivamente tentado a contestar. Le indignaba ser despedido con insultos; pero la falta de sueño, las prolongadas inquietudes y el profundo desencanto causado por la pérdida fatal del tesoro oprimían su espíritu. Lo más que pudo hacer fue disimular la intranquilidad que le torturaba, no por sí mismo tal vez, sino por la situación general del país. Percibió con toda claridad que allí se tramaba algo en secreto, y, al salir, no hizo el menor caso del doctor.

– ¡Es un bruto! -dijo Sotillo, en cuanto la puerta se cerró.

El doctor Monygham dejó la poyata de la ventana, y, metiendo las manos en los bolsillos del guardapolvo largo y gris que usaba, dio algunos pasos por el cuarto.

Sotillo se levantó también, y plantándose delante de él, le examinó de pies a cabeza.

– Se ve que sus compatriotas no tienen mucha confianza en usted, señor doctor. Me parece que no les es usted muy simpático, ¿en? ¿Por qué es ello? Es extraño, ¿no?

El doctor, alzando la cabeza, respondió con una larga mirada inexpresiva y las palabras:

– Tal vez porque he vivido demasiado tiempo en Costaguana.

– ¡Ah!, ¡ya! -repuso el coronel en tono alentador, y con una sonrisa que dejó ver su blanca dentadura resaltando sobre la negrura del bigote. -Pero usted se estima a si propio.

– Déjelos usted en paz -añadió el doctor, clavando su yerta mirada en el hermoso rostro de Sotillo- y ellos mismos se harán traición muy pronto. Entre tanto yo intentaría hacer hablar a don Carlos.

– ¡Ah, señor doctor! -dijo Sotillo moviendo la cabeza-. Usted es un hombre que siente crecer la hierba: los dos nos entendemos admirablemente.

Volvióse, dicho esto, no pudiendo soportar por más tiempo la mirada fría y persistente de Monygham, mirada cuyo vacío impenetrable parecía encerrar la negra profundidad de un abismo.

Aun en el hombre más desprovisto de sentido moral queda la facultad de percibir el encanallamiento, y aunque el concepto del mismo sea convencional, eso no impide que se presente del todo claro. Sotillo creía que el doctor, tan diferente de todos los europeos, estaba pronto a vender a sus compatriotas y a Carlos Gould, su principal, por alguna parte de la plata de la mina. El coronel no le despreciaba por eso: la falta de rectitud moral de Sotillo era ingenua y tenía raíces en el fondo mismo de su carácter; tocaba las lindes de la estupidez, de la estupidez moral que no discierne entre lo honrado y lo indigno. Nada de lo que pudiera servir a la realización de sus designios le parecía realmente censurable.

A pesar de eso, despreciaba a Monygham, teniéndole en un concepto menguadísimo, que servía de halago a su amor propio. Le despreciaba en el fondo de su corazón, porque pensaba privarle de toda recompensa. La comprensión honda que poseía el doctor del carácter de Sotillo le permitió engañarle enteramente y hacer que le tuviera por tonto.

Desde que desembarcó en Sulaco, las ideas del coronel se habían modificado mucho. Ya no aspiraba a conquistarse un puesto político en el gobierno de Montero. El proyecto le había parecido siempre dudoso y aventurado. No bien tuvo noticia por el jefe de ingenieros de que probablemente el día próximo se vería frente a Pedro Montero, sus temores sobre el particular se habían aumentado en gran manera. El guerrillero, hermano del general -El Pedrito, como el pueblo le llamaba-, gozaba de una reputación especial, y era peligroso chocar con él. Sotillo había concebido de una manera vaga el plan de apoderarse no sólo del tesoro, sino también de la ciudad, y entrar luego en negociaciones con Pedrito, procediendo con toda calma. Pero en presencia de los hechos revelados por el ingeniero, que con toda franqueza le había expuesto la situación entera, su audacia, nunca impetuosa, había sido reemplazada por una vacilación prudente.

– Tenemos un ejército, todo un ejército que ha transpuesto ya la cordillera a las órdenes de Pedrito -repetía, no pudiendo ocultar su consternación-. Si la noticia no me hubiera sido dada por un hombre de la posición de usted, no lo habría creído. ¡Es asombroso!

– Y no un ejército como quiera -había corregido el ingeniero en tono suave-, sino perfectamente armado.

Con esto el primer ingeniero logró su fin, que era el conservar a Sulaco por algunas horas libre de toda ocupación brutal por gente armada, como la acaudillada por Sotillo, permitiendo así que huyeran de la ciudad los amenazados de vejaciones y represalias. En medio del desaliento general hubo familias que concibieron esperanzas de escapar por el camino de Los Hatos, enteramente libre ahora por haber salido el populacho armado, con los señores Fuentes y Camacho a la cabeza, hacia Rincón, a recibir con gran entusiasmo a Pedro Montero.

Así y todo, el éxodo de las familias que se decidieron a partir hubo de ser precipitado y peligroso; pero se dijo que Hernández, apostado con su banda en los bosques próximos a Los Hatos, recibía a los fugitivos. El jefe de ingenieros sabía que muchos habían emprendido la fuga con intención de unirse a Hernández.

Los esfuerzos del Padre Corbelán a favor de este bandolero arrepentido no habían sido del todo estériles. El jefe político de Sulaco había cedido, por último, a las apremiantes instancias del Padre, extendiendo un documento provisional en el que nombraba general a Hernández y le encargaba oficialmente mantener el orden en la ciudad. El hecho es que el funcionario, comprendiendo que la situación era desesperada, no puso gran atención en lo que hacía al conceder tal nombramiento. Fue el último documento oficial que firmó antes de dejar el palacio de la Intendencia para refugiarse en las oficinas de la Compañía O.S.N.

Pero aun cuando hubiera tenido intención de que aquel acto de gobierno surtiera plenamente sus efectos, era ya demasiado tarde. El tumulto popular que temía y esperaba había estallado a la media hora escasa de la partida del Padre Corbelán. Éste, que tenía citado a Nostromo para una entrevista en el Convento de Dominicos, donde residía en una celda, no pudo llegar al sitio de la cita. Desde la Intendencia había ido directamente a casa de Avellanos para avisar a su cuñado de lo que ocurría, y, a pesar de haberse detenido sólo media hora, halló cortado el camino a su ascético retiro. Nostromo, tras de aguardar allí por algún tiempo observando intranquilo el creciente alboroto de las calles, había logrado colarse en las oficinas de El Porvenir y permanecido allí hasta el amanecer, según hemos visto en la carta de Decoud a su hermana. De esta suerte avino que el capataz, en vez de marchar a caballo a los bosques de Los Hatos, llevando el nombramiento de Hernández, se quedó en la ciudad, donde salvó la vida al Presidente Dictador, ayudó a reprimir los desmanes de las turbas, y al fin se embarcó con la plata de la mina.

Pero el padre Corbelán, que logró escapar y unirse a Hernández, tenía en el bolsillo el decreto que elevaba a capitán general a un bandido en un memorable y postrer acto oficial del partido riverista, cuya consigna y lema eran: honradez, paz y progreso. Probablemente ni el sacerdote ni el bandido notaron la ironía del hecho. Sin duda el padre halló modo de enviar mensajeros a la ciudad, porque a primera hora del segundo día de disturbios corrieron rumores de que Hernández se encontraba en el camino de Los Hatos, dispuesto a recibir a los que se pusieran bajo su protección.

Un jinete de extraño aspecto, viejo, pero fuerte y audaz, se había presentado en Sulaco, cabalgando despacio, mientras sus ojos examinaban las fachadas de las casas, como si en su vida hubiera visto edificios tan altos. Se había apeado delante de la catedral; y, de rodillas en medio de la plaza con la brida en el brazo y el sombrero en el suelo, la cabeza inclinada, se había santiguado y dádose golpes de pecho de cuando en cuando. Después de montar de nuevo y echar alrededor una mirada intrépida, pero amistosa, al pequeño grupo atraído por sus devociones públicas, había preguntado por la casa Avellanos. Una veintena de manos se habían alargado en respuesta apuntando a la calle de la Constitución.

El jinete había seguido su camino, sin dedicar más que una mirada de curiosidad distraída a las ventanas del Club Amarillo, situado en el rincón de la plaza. Su voz estentórea resonaba periódicamente en la calle desierta:

– ¿Cuál es la casa Avellanos?

Un portero medroso contestó al fin "ésta", y desapareció en la sombra de la puerta. La carta, traída por el jinete, escrita en lápiz junto a la hoguera del campamento de Hernández, iba dirigida a don José, cuyo estado crítico no conocía el sacerdote. Antonia la leyó, y después de consultar a Carlos Gould, la envió a los señores que defendían el Club Amarillo para enterarles de los proyectos del padre. La joven había tomado su resolución: partiría a reunirse con su tío, y confiaría el último día -las últimas horas tal vez- de la vida de su padre al cuidado del bandido, cuya existencia era una protesta viva contra la tiranía irresponsable de todos los partidos por igual y contra la ausencia absoluta de moralidad en el país. Preferible era la selvatiquez sombría de los bosques de Los Hatos; una vida de azares y penalidades en pos de una tropa de bandidos le parecía menos degradante. Antonia se unía con toda su alma al reto obstinado que su tío lanzaba a la fortuna adversa; y para ello se fundaba en la confianza puesta en el hombre a quien amaba.

En su misiva el vicario general respondía con su cabeza de la fidelidad de Hernández, y en cuanto al poder de éste, cumplidamente lo demostraban los muchos años que había permanecido en lucha con las tropas del gobierno. Luego exponía la idea de Decoud de constituir un Estado Occidental, haciéndola pública por primera vez y utilizándola como argumento anticipado. (El florecimiento y estabilidad de ese nuevo Estado son generalmente conocidos hoy).

Hernández, ex bandido y último general de creación riverista, confiaba en que podía sostener bajo su dominio el trozo de país comprendido entre los bosques de Los Hatos y la sierra costera, hasta que el abnegado patriota don Martín Decoud lograba traer de nuevo a Sulaco al general Barrios para la reconquista de la ciudad.

"¡El Cielo lo quiere!!La Providencia está de nuestra parte!", escribía el padre Corbelán. No hubo tiempo de considerar y discutir tales afirmaciones; y, aunque las declaraciones favorables o adversas promovidas por la lectura de la carta en el Club Amarillo fueron violentas, el debate no se prolongó. En el estupor general causado por la caída del gobierno, unos acogieron el proyecto con regocijo y admiración, descubriendo en él con inesperada sorpresa el alborear de una nueva esperanza. A otros les fascinó la perspectiva de obtener por el momento la salvación personal de sus mujeres e hijos. La mayoría se asió a la idea, como el que se ahoga se agarra a un clavo ardiendo. El padre Corbelán les ofrecía de improviso un refugio contra las gentes de Pedrito Montero, aliadas con la chusma armada de los señores Fuentes y Camacho.

A hora avanzada de la tarde surgieron animadas discusiones en las salas espaciosas del Club Amarillo. Hasta los miembros, que estaban apostados a las ventanas con fusiles y carabinas para defender el extremo de la calle, en el caso de repetirse la ofensiva del populacho, expusieron a voces, volviendo la cabeza, sus opiniones y argumentos. Al oscurecer, don Justo López invitó a los caballeros que eran de sus ideas a retirarse al corredor, donde en una mesita a la luz de dos candelas se ocupó en componer una alocución, o mejor dicho, una declaración solemne, que debería ser presentada a Pedrito Montero por una diputación de los representantes provinciales, elegidos para permanecer en la ciudad. El fin era conciliarse la benevolencia del guerrillero, y ver de salvar la forma, al menos, de las instituciones parlamentarias. Sentado ante una blanca hoja de papel, con una pluma de ave en la mano, y rodeado por todas partes, se volvía cuándo a la derecha, cuándo a la izquierda, repitiendo con grave insistencia:

– ¡Caballeros, un momento de silencio! ¡Un momento de silencio! Es indispensable demostrar que nos inclinamos de buena fe ante los hechos consumados.

Estas palabras parecieron procurarle una satisfacción melancólica. La barahúnda de voces a su alrededor crecía en intensidad y estridencia. De repente sobrevenía un silencio, y las muecas producidas por la excitación en los semblantes se disipaban a la vez en la inmovilidad de un profundo abatimiento.

Entretanto había comenzado el éxodo. Carretas llenas de señoras y niños cruzaban con ruido la plaza, escoltadas por peones o jinetes; tras ellas iban grupos montados en mulas y caballos; los pobres partían a pie, hombres y mujeres, con bultos de enseres a la espalda, llevando en los brazos niños de pecho, tirando de los ancianos y los chicuelos.

Cuando Carlos Gould, después de dejar al doctor y al ingeniero en casa de Viola, penetró en la ciudad por la entrada del puerto, todos los que quisieron huir se habían ido, y los restantes se habían encerrado en sus casas, trancando las puertas. En toda la calle reinaba oscuridad, excepto solamente en un sitio donde se movían figuras entre luces oscilantes; y allí el señor administrador reconoció el carruaje de su mujer, que aguardaba a la puerta de la casa de los Avellanos. Llegó allí a caballo casi sin ser visto, y contempló silenciosamente a varios de sus criados, en el momento de salir por la puerta llevando a don José Avellanos, que con los ojos cerrados y las facciones inmóviles tenía todo el aspecto de un cadáver. Su esposa y Antonia iban a cada lado de la improvisada camilla, la cual fue puesta inmediatamente dentro del carruaje. Las dos mujeres se despidieron con un abrazo, mientras, del otro lado del landó, el emisario del padre Corbelán, con hirsuta barba veteada de gris, y bronceados pómulos salientes, las miraba de hito en hito, erguido en la silla de su cabalgadura. Entonces Antonia entró en el landó, con los ojos enjutos, se acomodó al lado de la camilla y, después de santiguarse rápidamente, echó sobre su rostro un velo tupido. Los criados y tres o cuatro vecinos que habían venido a ayudar se quedaron atrás, con las cabezas descubiertas. En el pescante Ignacio, resignado a guiar toda la noche (y a morir tal vez degollado antes de apuntar la aurora), echó por encima del hombro una mirada triste.

– ¡Guíe usted con cuidado! -recomendó la señora de Gould con voz trémula.

– Sí, niña, sí, con cuidado -masculló el cochero mordiéndose los labios y temblándole los redondos y coriáceos carrillos, mientras el landó empezaba a rodar lentamente saliendo del círculo de luz.

– Voy a acompañarlos hasta el vado -dijo Carlos Gould a su mujer, que de pie al borde de la acera cruzó las manos e hizo una inclinación a su esposo al marchar tras el carruaje.

Ahora las ventanas del Club Amarillo no tenían luz, y los últimos chispazos de la resistencia se habían extinguido. Al volver la cabeza en la esquina, Carlos Gould vio a su esposa cruzar la parte iluminada de la calle en dirección a casa. Uno de sus vecinos, comerciante muy conocido y propietario de la provincia, iba al lado de ella hablando con grandes gestos. En penetrando la señora de Gould en el portal, se apagaron las luces de la calle, que quedó oscura y desierta de un extremo a otro.

Las casas de la anchurosa plaza desaparecieron en las tinieblas. En lo alto, como una estrella, brillaba una pequeña luz en una de las torres de la catedral; y la estatua ecuestre resaltaba con su palidez sobre el negro fondo de los árboles de la Alameda, remedando un fantasma de la realeza, surgido entre las escenas de la revolución. Él carruaje siguió su camino, encontrando raros paseantes, que se apartaban a toda prisa pegándose a la pared. Pasadas las últimas casas, el landó empezó a rodar sin ruido sobre un blanco piso polvoriento, y al espesarse la oscuridad, una sensación de frescura parecía caer del follaje de los árboles que orlaban el camino de la campiña. El emisario del campamento de Hernández acercó su caballo al de Carlos Gould.

– Caballero -le dijo con acento de curiosidad-, ¿es usted el amo de la mina, a quien llaman el Rey de Sulaco?

– Sí, yo soy el amo de la mina -respondió Carlos Gould.

El hombre guardó por algún tiempo silencio y luego añadió:

– Tengo un hermano que está a su servicio como sereno en el valle de Santo Tomé. Usted se ha portado como hombre recto. A nadie se le ha hecho ninguna injusticia desde que llamó usted gente del pueblo para trabajar en las montañas. Dice mi hermano que no se ha visto a ningún funcionario del gobierno ni cacique del Campo pasar al otro lado del torrente que limita el terreno de usted. Sus empleados que cuidan del orden no oprimen al pueblo establecido en el desfiladero de la mina, por temor, sin duda, de que usted los castigue. Usted es un hombre recto y que tiene gran poder.

Habló con acento rudo e independiente, pero se veía que tenía algún fin al mostrarse tan comunicativo. Contó a Carlos Gould que había sido ranchero en uno de los valles más bajos, situados a gran distancia en el sur. En fecha lejana tuvo de vecino a Hernández, y fue padrino de su higo mayor; se le unió en la resistencia a los oficiales encargados de la recluta, y aquello fue el principio de todas sus desgracias. El fue quien, al ser llevado su compadre, había enterrado a su mujer e hijos, asesinados por la tropa.

– Sí, señor -murmuró con voz bronca-. Yo y otros dos o tres, que tuvimos la fortuna de quedar en libertad, los enterramos a todos en una fosa, cerca de las cenizas de la casa incendiada, al pie del árbol que había dado sombra a su tejado.

A él fue también a quien acudió Hernández en busca de refugio cuando desertó tres años después. Llevaba puesto aún el uniforme con los galones de sargento en la manga, y no se había lavado la sangre del coronel que le manchaba las manos y el pecho. Tres de los soldados que habían partido en su persecución, con el secreto designio de recobrar la libertad, se le unieron en la huida.

El ranchero prosiguió refiriendo a Carlos Gould cómo él y unos cuantos amigos, al ver a los soldados, se habían emboscado detrás de unas rocas, prontos a hacer fuego sobre ellos, cuando de pronto reconoció a su compadre y salió del escondrijo pronunciando a voces su nombre, porque estaba seguro de que Hernández no podía volver con una misión de injusticia y tiranía. Esos tres soldados, junto con el grupo apostado detrás de las rocas, habían formado el núcleo de la famosa banda; y él mismo, el narrador, había sido el lugarteniente favorito de Hernández por muchos años. Mencionó con orgullo que las autoridades habían puesto también a precio su cabeza, a pesar de lo cual seguía sobre sus hombros cubriéndosele de canas. Y he aquí que había vivido bastante para ver nombrado general a su compadre.

Al decir esto prorrumpió en una risa ahogada.

– Aquí nos tiene usted convertidos ahora de ladrones en soldados. Pero repare usted, caballero, en los que nos han hecho a nosotros soldados y a él general. ¡Repare usted en qué clase de gente son!

Ignacio el cochero voceó avisando a los transeúntes. El resplandor de los faroles del landó, al resbalar sobre los setos de nopal que coronaban los taludes de ambos lados, iluminó los asustados rostros de gente que caminaba por el borde de la ruta. Esta se hundía profundamente en el blando terreno del Campo, al modo de ciertas veredas de la campiña inglesa. A las voces del auriga los caminantes se apartaron; sus ojos muy abiertos brillaron un momento; y luego la luz, siguiendo su avance, cayó sobre la raigambre medio desnuda de un árbol gigantesco, sobre otro trozo de seto de nopal, y sobre un nuevo grupo de caras que se volvían angustiadas hacia el carruaje. Tres mujeres, una con una criatura, y dos hombres en traje de paisano, armados respectivamente con un sable y una escopeta, se apretujaron alrededor de un asno cargado de paquetes envueltos en colchas. Más adelante Ignacio volvió a vocear al encontrase con una carreta, especie de largo cajón de madera montado sobre dos ruedas altas, con una portezuela atrás dando golpes. Las señoras que ocupaban el tosco vehículo debieron reconocer las mulas blancas, porque preguntaron:

– ¿Es usted, doña Emilia?

En una curva del camino el brillo de una gran hoguera iluminaba un breve trecho de la ruta bajo de una bóveda de ramas entrelazadas.

Cerca del vado de una corriente somera un rancho, construido al lado del camino con zarzos de junco tejido y techo de hierba, se había incendiado por accidente, y las llamas, crepitando con furia, bañaban de claridad un escampado, en el que se apiñaban caballos, mulas y una multitud de gente que daba voces y gritos de terror. Cando Ignacio detuvo el landó, varias señoras que iban a pie asaltaron el carruaje pidiendo a Antonia un asiento. A sus ruegos clamorosos respondió señalándoles silenciosamente a su padre.

– Debo separarme de ustedes aquí -dijo Carlos Gould en medio del alboroto que se había producido con el incendio.

Las llamas se elevaban a gran altura, y la tropa de fugitivos, huyendo del calor de horno que cruzaba el camino, se apretaba contra el carruaje. Una señora de edad media, cuyo vestido negro de seda desentonaba de la tosca manta rodeada a la cabeza y de la rama que le servía de bastón, vaciló contra una de las ruedas delanteras. A sus brazos se asían dos muchachas medrosas y calladas. Carlos Gould las conocía perfectamente.

– ¡Misericordia! -exclamó, dirigiéndose a Gould con una sonrisa forzada-. Vamos terriblemente baqueteadas entre esta turba. Hemos tenido que partir a pie, porque todos nuestros criados huyeron ayer para unirse a los demócratas.

Gruesas masas de humo negro mezclado de chispas pasaban por encima del camino; los bambúes que formaban la armazón del rancho incendiado detonaban en el fuego con el estruendo de una descarga irregular de fusilería. Después, el fulgor de la llama se atenuó repentinamente, dejando sólo una oscuridad rojiza en la que bullían sombras negras, arrastradas en direcciones contrarias; el vocerío se extinguió a la vez que la llama; y el tumulto de cabezas, brazos, disputas e imprecaciones pasó, desvaneciéndose en las tinieblas.

– Sin remedio he de dejarlos a ustedes ahora -repitió Carlos Gould a Antonia, que volvió hacia él la cabeza lentamente y se descubrió el rostro.

El emisario y compadre de Hernández acercó el caballo al carruaje.

– El dueño de la mina ¿tiene algún recado que enviar a Hernández, que es el amo del Campo?

La propiedad de la comparación sorprendió vivamente a Carlos Gould. La tenacidad y precario poder con que él poseía la mina corría parejas con la tozudez e inseguridad del bandido en cuanto al dominio del Campo. Eran iguales ante la anarquía del país. Los contactos envilecedores en que esa anarquía enredaba a los que deseaban proceder honradamente no podían evitarse. Por todas partes se extendía una red tupida de crimen y corrupción. Al pensarlo, un desaliento y lasitud inmensa selló sus labios por algún tiempo.

– Usted es un hombre recto -insistió el emisario de Hernández-. Considere usted a esa gente que ha hecho general a mi compadre y soldados a nosotros. Vea usted a esos señores que buscan su salvación en la huida, sin llevar consigo mas que algunas prendas de vestir a la espalda. Mi compadre no repara en ello, pero mis camaradas tienen tal vez sus dudas; y yo quiero hablarle a usted en su nombre. Oiga señor. Llevamos ahora muchos meses dominando enteramente el Campo. Nosotros no necesitamos pedir nada a nadie; pero los soldados deben tener su paga, para vivir honradamente, cuando las guerras hayan terminado. Se le tiene a usted por tan justo, que una oración de sus labios lograría la curación de todas las bestias enfermas, por ser la plegaria de un juez íntegro y puro. Dígame usted algunas palabras que obren a manera de conjuro mágico sobre las dudas de nuestra partida, donde todos son hombres.

– ¿Oye usted lo que dice? -preguntó Carlos Gould en inglés a Antonia.

– ¡Perdónenos usted tanta miseria! -exclamó ella apresuradamente-. Su reputación de usted es el tesoro inagotable que puede salvarnos a todos aún; su reputación, Carlos, no su riqueza. Le suplico a usted encarecidamente que le dé usted a ese hombre su palabra de que aceptará cualquier arreglo que haga mi tío con su jefe. Una palabra. No necesita más.

Al lado del camino, en el sitio donde se había levantado él rancho de junco y techo de hierba, no quedaba más que un enorme montón de cenizas y brasas; su resplandor rojo oscuro se difundía en un buen espacio alrededor y reflejándose en el rostro de Antonia lo presentaba encendido de excitación. Carlos Gould, después de vacilar breves momentos, hizo la promesa que se le pedía. Hallóse ahora en la situación de un hombre que se ha aventurado a seguir una vereda peligrosa bordeando precipicios sin poder retroceder, y sin esperanza de salvación a no seguir adelante. Lo comprendió perfectamente al fijar la mirada en don José, que yacía tendido, respirando apenas, junto a la altiva Antonia, vencido tras de luchar toda su vida con los poderes de las tinieblas de la inmoralidad, en las que se engendran los crímenes monstruosos y las monstruosas ilusiones. El emisario de Hernández expresó en breves palabras su satisfacción. Antonia se echó de nuevo el velo, resistiendo estoicamente al ansia de preguntar por la huida de Decoud.

Ignacio soslayó una ojeada triste y refunfuñó:

– Mire usted bien las mulas, mi amo. No las volverá usted a ver más.

Capítulo IV

Carlos Gould dio la vuelta en dirección a la ciudad. Ante él los dentados picos de la Sierra resaltaban en negra silueta sobre el fondo claro de la alborada. Aquí y allá un vagabundo embozado torcía apresurado la esquina de una calle cubierta de hierba, al oír el martilleo de los cascos del caballo. Los perros ladraban detrás de las cercas de los huertos; y el frío de las nieves parecía descender con la luz incolora desde las montañas sobre los desunidos enlosados y las casas enteramente cerradas, con sus rotas cornisas y revoque descascarillado a trechos entre las pilastras planas de las fachadas. La claridad del amanecer luchaba con la sombra bajo de las arcadas de la plaza, sin que hubiera muestras de que los campesinos prepararan para el mercado del día sus montones de fruta, haces de hortalizas, adornadas de flores en bancos enanos protegidos por enormes parasoles de esterilla. Faltaba el alegre bullicio matinal de aldeanos, mujeres, chiquillos y borricos cargados. Sólo unos cuantos grupos de revolucionarios permanecían dispersos en el vasto espacio, mirando todos al mismo sitio, al amparo de sus sombreros echados sobre los ojos, esperando que asomara algún mensajero procedente de Rincón. El mayor de esos grupos se volvió como un solo hombre al pasar Carlos Gould y gritó a su espalda en tono amenazador: "¡Viva la libertad!"

Carlos Gould siguió su camino y penetró en el portal de su casa. En el patio, cubierto de paja, un practicante de los enfermeros indígenas del doctor Monygham, sentado en el suelo con la espalda apoyada en el borde de la fuente, punteaba discretamente una guitarra, mientras dos muchachas de la ínfima clase, erguidas ante él, zapateaban con suavidad, y balanceaban los brazos tarareando una canción popular. La mayoría de los heridos en los dos días de revuelta había sido retirada ya por sus amigos y parientes, pero veíanse todavía algunos que se habían incorporado y movían sus cabezas vendadas al compás de la música. Carlos Gould se apeó. Un mozo, medio dormido, saliendo de la panadería, tomó la brida del caballo; el practicante procuró ocultar a toda prisa la guitarra; las muchachas sin avergonzarse, retrocedieron un poco sonriendo; y Carlos Gould, al encaminarse a la escalera, volvió los ojos a un rincón oscuro del patio y los fijó en otro grupo formado por un cargador mortalmente herido y una mujer arrodillada a su lado, que rezaba apresuradamente, mientras se esforzaba por introducir ente los rígidos labios del moribundo un trocito de naranja.

La cruel inutilidad de todo se revelaba en la ligereza y padecimientos de aquel pueblo incorregible; allí se patentizaba el estéril sacrificio de tantas vidas al vano empeño de obtener una solución duradera del problema. Carlos Gould, a diferencia de Decoud, era incapaz de desempeñar con burlona indiferencia su papel en una farsa trágica. Tenía conciencia clara de la tragedia, pero no acertaba a ver el elemento cómico. La convicción de que estaba luchando con una locura irremediable le torturaba lo indecible. Su carácter, a un tiempo demasiado práctico y demasiado idealista, no le permitía tomar a broma los terribles caprichos de la absurda insensatez revolucionaria. Martín Decoud, el materialista imaginativo, podía hacerlo, porque contemplaba los hechos a la luz de su insensible escepticismo. Para Gould, como para todos nosotros, la evidencia del fracaso hacía aparecer, en toda su deformidad, las transacciones con inmoralidades rechazadas por su conciencia. La taciturnidad en que de propósito se había encerrado le había librado muchas veces de tener que manifestar lo contrario de lo que sentía; pero, así y todo, la Concesión Gould había corrompido insidiosamente su integridad y extraviado su juicio. Podía haber previsto -se decía a sí mismo, apoyado sobre la balaustrada del corredor- que el riverismo no conduciría a ningún resultado positivo. La mina había destruido su rectitud hartándole de sobornos y de intrigas, sólo para que le dejaran proseguir su trabajo de un día a otro. Esto le producía profunda indignación, porque le disgustaba, como a su padre, ser robado.

Aparte otras consideraciones más elevadas, se había persuadido de que era un buen negocio apoyar las esperanzas reformistas de don José, y se había metido en una insensata contienda; como su pobre tío, cuya espada pendía de la pared de su estudio, se había comprometido, también lanzándose a defender con las armas las conveniencias más vulgares de toda sociedad organizada. La diferencia estaba en que su arma era la riqueza de la mina, más eficaz y sutil que cualquier honrada hoja de acero sujeta a una sencilla empuñadura de bronce. Pero también más peligrosa para el que la maneja esta arma de la riqueza, a la que la codicia y miseria de los hombres proveen de doble filo, empapada en todos los vicios de viles complacencias como en una decocción de raíces venenosas, arma que infama a la misma causa por que se desnuda, siempre pronta a girar torpemente en la mano.

Contra lo que en cierta ocasión había manifestado a su esposa, ahora veía que en resumidas cuentas, con su linaje y educación ingleses, era un aventurero en Costaguana, el descendiente de aventureros alistados en una legión extranjera, de hombres que habían buscado su fortuna en una guerra revolucionaria, que habían planteado revoluciones y puesto su fe en ellas. A pesar de toda la rectitud de su carácter, tenía algo de la fácil moralidad, de la ancha conciencia del aventurero, que en la apreciación moral de sus acciones toma en cuenta el riesgo personal.

Estaba preparado, si era necesario, para volar la montaña entera de Santo Tomé, barriéndola del territorio de la República. Esta resolución significaba muchas cosas: la tenacidad de su carácter; el remordimiento de aquella sutil infidelidad conyugal, por la que la mujer elegida para acompañarle en la vida no era la única dueña de sus pensamientos; y además algo de la debilidad imaginativa de su padre con un poco también del filibustero que arroja un fósforo encendido a la santabárbara antes que rendir el barco.

Abajo en el patio el cargador herido había exhalado el último aliento. La mujer profirió en aquel instante un grito repentino y penetrante que hizo incorporarse a todos los heridos. El enfermero se levantó de pronto y, guitarra en mano, miró fijamente con las cejas levantadas en la dirección de donde había salido el lamento. Las dos muchachas, sentadas una a cada lado de sus respectivos parientes, con las rodillas tocando la barba y largos cigarros en los labios, se hicieron significativas señales con la cabeza.

Carlos Gould, que seguía mirando desde la balaustrada, vio entrar en el patio por la puerta de la calle a tres hombres, vestidos ceremoniosamente con negras levitas, blancas pecheras y sombreros redondos a la europea. Uno de ellos, más alto que los otros dos de los hombros arriba, avanzaba con solemne gravedad abriendo la marcha. Era don Justo López acompañado de dos amigos, miembros de la Asamblea provincial, que venía a hora tan temprana a visitar al administrador de la mina de Santo Tomé. Al verle, le indicaron con un gesto de la mano que se trataba de algo urgente, y subieron las escaleras, como en procesión.

Don Justo, asombrosamente cambiado por la rasura total de su barba estropeada, había perdido las nueve décimas partes de su aparatosa dignidad. Aun en aquel trance de graves inquietudes, Carlos Gould no pudo menos de notar la ineptitud que se revelaba en el aspecto del hombre. Sus compañeros parecían abatidos y somnolientos: uno pasaba sin cesar la lengua por sus labios resecos; el otro dejaba errar la mirada entristecida por el piso embaldosado del corredor, mientras don Justo, un poco delante, pronunciaba su discurso ante el señor administrador.

Su opinión era que debían guardarse las formalidades. Un nuevo gobernador es siempre visitado por representantes del cabildo o Ayuntamiento, del Consulado, de la Cámara de Comercio, y convenía que la Asamblea provincial enviara también su grupo de representantes, aunque sólo fuera para afirmar la existencia de instituciones parlamentarias. Proponía don Justo que a esta última se uniera don Carlos Gould, como el más eminente ciudadano de la provincia. Gozaba de una posición excepcional y de una personalidad conocida de un extremo a otro de la República. Precisaba no descuidar las cortesías oficiales, aun en el caso de tener que tributarlas con el corazón chorreando sangre. La aceptación de los hechos consumados podía salvar aún los vestigios de las instituciones parlamentarias. Los ojos del orador despedían un fulgor triste: creía en las instituciones parlamentarias, y el vibrar grave y convencido de su voz se perdía en el silencio de la casa como el profundo zumbido de un moscardón.

Carlos Gould se había vuelto para escuchar pacientemente, con el codo apoyado en la balaustrada. Conmovido casi por la ansiosa mirada que le echaba el presidente de la Asamblea provincial, hizo, no obstante, signos negativos con la cabeza. No se avenía con su política hacer intervenir la mina de Santo Tomé en formalidades de cortesía oficial.

– Si han de seguir ustedes mi consejo, señores, deben esperar en sus casas la suerte que la marcha de los acontecimientos les depare. No hay necesidad de que se entreguen ustedes formalmente en manos de Montero. La sumisión a lo inevitable, como dice don Justo, está perfectamente; pero, cuando lo inevitable se llama Pedrito Montero, no hay motivo fundado que obligue a significar de una manera ostensible el alcance de la capitulación. El principal defecto de este país es la falta de moderación en la vida política. La aquiescencia rendida a la ilegalidad no es, señores, el camino que conduce a un porvenir estable y próspero.

Carlos Gould se detuvo ante el asombro apenado que reflejaban los semblantes de los tres hombres y las sorprendidas y ansiosas miradas de sus ojos. La lástima que le causaban los visitantes al poner su confianza en meras palabras, mientras el asesinato y la rapiña se desataban en todo el país, le había arrastrado a lo que consideraba vana garrulería. Don Justo murmuró:

– De manera que usted nos abandona, don Carlos… Y, sin embargo, las instituciones parlamentarias…

La pena le impidió terminar la frase. Por un momento se llevó la mano a los ojos. Carlos Gould, temeroso de entregarse a una palabrería vana, no contestó a la acusación. Devolvióles en silencio sus ceremoniosas inclinaciones. La taciturnidad constituía su refugio. Comprendió que el deseo de don Justo y sus compañeros era poner de su parte la influencia de la mina de Santo Tomé. Necesitaban llevar adelante sus gestiones conciliadoras cerca del vencedor al amparo de la Concesión Gould. No tardarían en presentarse otras comisiones del Ayuntamiento o Cabildo y del Consulado a solicitar el apoyo de la fuerza mas estable y efectiva que se había conocido jamás en la provincia.

Al llegar el doctor con su andar brusco y desigual, halló que el amo se había retirado a su despacho particular con orden de no ser molestado por ningún pretexto. Pero el doctor Monygham no tenía vivos deseos de ver inmediatamente a Carlos Gould. Pasó algún tiempo en examinar rápidamente a los heridos; deteníase ante cada uno de ellos, frotábase la barbilla con el pulgar y el índice, y contestaba a la interrogadora expresión de sus ojos con una mirada fría e impasible. Todos los pacientes seguían bien; pero, cuando llegó al fallecido cargador, se detuvo un poco más, examinando no al hombre que había cesado de padecer, sino a la mujer arrodillaba, absorta en contemplar silenciosamente la cara rígida, de narices pellizcadas y párpados entreabiertos que dejaban ver lo blanco de los ojos. Levantó ella la cabeza y dijo con voz triste:

– No hace mucho que le habían hecho cargador. Su merced el capataz le admitió al fin tras repetidas instancias.

– Yo no soy responsable de lo que hace el gran capataz -murmuró el doctor retirándose.

Subió al primer piso en dirección al cuarto de Carlos Gould, y, a punto ya de llamar, vaciló; luego, volviéndose con un encogimiento de sus desiguales hombros, siguió renqueando por el corredor en busca de la camarera de la señora de Gould.

Leonarda le dijo que la señora no se había levantado todavía. La había encargado de las muchachas del posadero italiano; y ella, Leonarda, las había acostado en su misma habitación. La rubia estuvo llorando hasta quedarse dormida, pero la morena, la mayor, no había cerrado los ojos aún. Dentro estaba, sentada en la cama con las sábanas estiradas debajo de la barba, y la mirada fija de frente, como una pequeña bruja. A Leonarda no le parecía bien que hubiera metido en casa a las hijas de Viola, y así lo dio a entender claramente por la frialdad con que preguntó si era muerta ya la madre. En cuanto a la señora, debía de estar dormida. Desde que entró en la habitación, después de despedir a la señorita Antonia con su padre moribundo, no se había oído ruido alguno detrás de la puerta.

El doctor, saliendo de su ensimismamiento, le dijo en tono brusco que llamara al punto a su ama, y sin aguardar se fue a la sala a esperarla. Estaba muy cansado, pero la excitación que sentía le impidió sentarse. En aquel amplio salón, ahora desierto, donde sus sentimientos marchitos por largos años de aridez habían reverdecido algún tanto, y donde su esquivada y malquista persona había soportado en silencio muchas miradas de soslayo, paseó a la ventura por entre las sillas y mesas, hasta que la señora de Gould entró de prisa, envuelta en un peinador.

– Ya sabe usted que nunca aprobé la idea de llevarse de aquí la plata -empezó el doctor al punto como preliminar para referir sus aventuras relacionadas con el capitán Mitchell, el ingeniero jefe y el viejo Viola, en el cuartel general de Sotillo.

Al doctor, que tenía un concepto especial de la crisis política, el traslado de la plata le había parecido una determinación irracional y funesta. Era como si un general enviara a una región distante con cualquier secreto designio la mejor parte de sus tropas, en la víspera de una batalla. Toda la cantidad de lingotes pudo ocultarse en cualquier parte, donde se tuviera a mano para conjurar los peligros que amenazaban la seguridad de la Concesión Gould. El administrador había procedido como si la inmensa y poderosa prosperidad de la mina descansara en explotarla por diligencias y medios perfectamente honorables, e inspirándose en el fomento de la riqueza del país. Pero en realidad no había nada de eso. Se había seguido el único método posible, que era el del soborno y subvención de importantes personajes políticos. Durante todos estos años la Concesión Gould había venido pagando la libertad de proseguir su desenvolvimiento. Era un sistema repugnante. Comprendía perfectamente que Carlos Gould estuviera harto de él, y lo hubiera abandonado para apoyar una tentativa de reformas.

El doctor no creía en la reforma de Costaguana. Y ahora la mina recomenzaba el abandonado método de honradez, con la desventaja de que en lo sucesivo tendría que luchar no sólo con la codicia despertada por su riqueza, sino con el resentimiento que engendraría el designio de sacudir el yugo de la corrupción moral. Esta era la pena del fracaso sufrido. Lo que al doctor le inquietaba era que Carlos Gould pareciera mostrarse débil precisamente cuando el único medio de asegurar el triunfo sería continuar la política de aquiescencia y concesiones. Dar oídos al descabellado proyecto de Decoud había sido una debilidad.

– ¡Decoud! ¡Decoud! -exclamó el doctor levantando los brazos.

Y se puso a renquear de aquí para allá con breves y coléricas carcajadas. Hacía muchos años que sus dos tobillos habían sido lesionados gravemente durante cierto interrogatorio efectuado en el Castillo de Santa Marta por una comisión compuesta de militares. Guzmán Bento les había comunicado el nombramiento a media noche con frente ceñuda, ojos chispeantes y voz tempestuosa.

El viejo tirano, enloquecido por uno de sus repentinos accesos de sospecha, farfulló en su defectuosa pronunciación requerimientos apremiantes a su fidelidad con horribles amenazas e imprecaciones. Las celdas y casamatas del castillo estaban ya llenas de prisioneros; y entre ellos debía la comisión descubrir la conspiración inicua tramada contra el ciudadano-salvador del país.

El temor a las iras del tirano hizo que se aplicara un procedimiento precipitado y feroz. El ciudadano-salvador no estaba acostumbrado a aguardar. Precisaba descubrir a todo trance una conspiración. Los patios del castillo resonaban con retiñir de grillos, sonido de golpes y lamentos de dolor; y la comisión de oficiales superiores trabajó febrilmente ocultándose unos a otros sus congojas y temores, y disimulando en especial ante su secretario, el Padre Berón [5], capellán del ejército y a la sazón persona que gozaba de mucha confianza con el dictador.

Este capellán, enemigo feroz de conspiraciones y rebeldías, era un tipo corpulento, cargado de hombros, de rostro moreno amarillento; con una enorme tonsura en la parte superior de su achatada cabeza, algo lleno de carnes, vestido con uniforme de teniente, manchado de grasa en todo el pecho y una cruz bordada en algodón blanco en el lado izquierdo. Tenia la nariz en forma de porra y el labio inferior péndulo.

El doctor Monygham le recordaba todavía. Le recordaba, a pesar de haber luchado con todo el esfuerzo de su voluntad por olvidarle. El Padre Berón había sido agregado a la comisión por Guzmán Bento con el expreso propósito de que su ilustrado celo y carácter duro y rígido les ayudara en sus trabajos. El doctor no pudo en modo alguno borrar de su memoria el recuerdo de su celo, de su rostro, ni de la voz monótona y despiadada con que pronunciaba las palabras: "¿Quiere usted confesar ahora?"

Este recuerdo no le hacía temblar, pero le había convertido en lo que era ante las personas respetables, esto es, en un hombre despreciador de las conveniencias ordinarias, colocado entre el vagabundo listo y el médico de pobre reputación. Pero no todas las personas respetables hubieran tenido la necesaria delicadeza de sentimiento para comprender con qué turbación de espíritu y exactitud de pormenores el doctor Monygham, médico oficial de la mina de Santo Tomé, recordaba la figura del Padre Berón, capellán del ejército, y un tiempo secretario de una comisión militar.

Después de los muchos años transcurridos, el doctor Monygham, sepultado en el retiro de sus habitaciones del edificio que hacía de hospital en la garganta de Santo Tomé, tenía presente la imagen del Padre Berón con la claridad de siempre. La veía a veces por la noche, en sueños. En esas noches el doctor aguardaba a que amaneciera con una vela encendida, yendo y viniendo de un extremo a otro de sus dos cuartos particulares, mientras se contemplaba los pies descalzos, con los brazos muy ceñidos al cuerpo.

Imaginábase ver al Padre Berón, sentado en el extremo de una larga mesa negra, tras de la que aparecían en fila las cabezas, hombros y charreteras de los miembros militares; y le veía mordiscando las barbas de una pluma de ave, y escuchando con desdén impaciente y cansado las protestas de algún prisionero que ponía al cielo por testigo de su inocencia, hasta que el secretario exclamaba de pronto:

– ¿A qué perder tiempo en estas miserables tonterías? Permítanme ustedes sacarle de aquí por un rato.

Y el terrible secretario, implacable enemigo de conspiraciones y rebeldías, salía detrás del prisionero cargado de sonante cadena y metido entre los soldados. Tales intermedios ocurrieron muchos días, muchas veces y con muchos prisioneros. Cuando el encadenado volvía, estaba dispuesto a hacer una plena confesión, según declaraba el secretario, inclinándose hacia adelante con la mirada embotada y ahíta del glotón tras una copiosa comida.

El secretario, merecedor de la confianza de Guzmán Bento, no había de defraudarla dejando de acudir a todos los medios por falta de instrumentos inquisitoriales adecuados.

La historia enseña que los hombres nunca fueron incapaces de idear arbitrios para infligir a sus prójimos tormentos morales o físicos. Esa capacidad se desarrolló en ellos al crecer la complejidad de sus pasiones y perfeccionarse su ingenio. Con seguridad puede afirmarse que el hombre primitivo no se molestó en inventar torturas. Su indolencia y sencillez de corazón no se lo permitían: rompía ferozmente el cráneo a su vecino con un hacha de piedra por necesidad y sin malicia. El individuo más estúpido es muy capaz de hallar una frase envenenada o de manchar a un inocente con una calumnia cruel.

Un trozo de cordel y una baqueta; algunos fusiles en combinación con una tira de cuero; y hasta un simple mazo de madera dura y pesada, aplicado en ciertas condiciones a los dedos o articulaciones del cuerpo humano, bastan para producir la tortura más exquisita.

El doctor había sido un prisionero obstinado, y, como consecuencia natural de esa "mala disposición" (así la llamaba el Padre), fue preciso subyugarle de la manera mas completa por procedimientos contundentes. De ahí su doble cojera, la retorcida posición de sus hombros y las cicatrices de su cara. Cuando confesó por fin, lo hizo también de una manera completa. A veces, cuando paseaba por las noches, se asombraba, rechinando los dientes de vergüenza y rabia, de la fecundidad de su imaginación al haber sido estimulada por cierta clase de dolor, que hizo aparecer como cosas de escasa importancia la verdad, el honor, el propio decoro y aun la misma vida.

Y le era imposible olvidar al Padre Berón con su monótona pregunta:

"¿Quiere usted confesar ahora?", que percibía en horrible machaqueo y claridad de sentido al través de la delirante incoherencia de un dolor insoportable. No podía olvidar. Pero no era eso lo peor. Si el doctor Monygham hubiera encontrado al Padre Berón en la calle después de tantos años, estaba seguro de que retrocedería en su presencia. No era de temer ahora que tal ocurriera. El Padre había muerto; pero la odiosa certidumbre del espanto que había de causarle su vista impedía al doctor mirar a nadie a la cara.

El infeliz se había convertido de cierto modo en esclavo de un fantasma. Con semejante obsesión, la idea de volver a Europa le parecía absurda a todas luces. Al hacer ante la comisión militar las confesiones que se le arrancaron, el doctor Monygham no pretendía evitar la muerte. Antes al contrario, la anhelaba. Sentado medio desnudo, durante horas, en la tierra húmeda de su prisión, y tan inmóvil que las arañas, sus compañeras, prendían las telas en sus hirsutos cabellos, buscaba consuelo al dolor de su alma, arguyéndose que había declarado crímenes bastantes para una sentencia de muerte y que, habiendo llegado con él a tales extremos, no le dejarían vivir para contarlo.

Pero, por un refinamiento de crueldad, se dejó el doctor Monygham consumirse lentamente en el oscuro sepulcro de su calabozo. A no dudarlo, esperaban que aquello acabara con él sin la molestia de una ejecución; pero el doctor tenía una constitución de hierro. El que murió fue Guzmán Bento, no al golpe del puñal de un conspirador, sino de un ataque de apoplejía; el doctor Monygham fue puesto en libertad a toda prisa.

Cuando, después de pasar meses en tinieblas, le rompieron los grillos alumbrándose con una vela, la luz de ésta le hería los ojos de tal modo, que necesitó taparse la cara con las manos. Le alzaron del suelo. El corazón le palpitaba con violencia por el temor de esta libertad. Cuando intentó dar un paso, la extraordinaria debilidad de sus pies le hizo vacilar y cayó. Pusiéronle en las manos dos bastones y le empujaron por el pasillo, hasta sacarle. Fuera reinaba gran oscuridad; las luces brillaban ya en las ventanas de los oficiales, alrededor del patio, pero la claridad del crepúsculo matinal le deslumbró con su enorme y abrumadora brillantez. Un delgado poncho pendía de sus hombros esqueléticos y desnudos; sus harapientos pantalones no le llegaban más abajo de las rodillas; el cabello, no cortado en dieciocho meses, caía en sucias guedejas grises a cada lado de sus salientes pómulos. Al pasar arrastrándose por el cuarto de guardia, un soldado salió movido de un secreto impulso, se adelantó con una risa extraña y le encasquetó en la cabeza un viejo sombrero de paja, todo roto.

Y el doctor Monygham, después de haberse tambaleado, continuó su camino. Avanzaba un palo, luego un pie lisiado, después el otro palo; seguía el pie del lado opuesto, sólo a muy corta distancia y penosamente, como si la pesadez le impidiera casi moverle; y además sus piernas, bajo de las esquinas colgantes del poncho, no parecían más gruesas que los palos de que se servía. Un temblor incesante agitaba su cuerpo encorvado, sus miembros enflaquecidos, su cabeza huesuda, la copa cónica y desgarrada del sombrero, cuya ala anchurosa le cubría los hombros.

En tales condiciones de porte y atavío salió el doctor Monygham a tomar posesión de su libertad. Y esas condiciones parecieron atarle indisolublemente al país de Costaguana, a modo de un terrible procedimiento de naturalización que le incorporaba íntimamente a la vida de la República, con una intimidad mayor que cualesquiera triunfos y honores.

Ellas mataron el europeísmo del doctor Monygham, porque éste se formó un concepto ideal de su desgracia, concepto eminentemente adecuado y propio de un oficial de ejército y un caballero. Lo había sido el doctor en su país, donde desempeñó el empleo de cirujano en un regimiento de infantería del ejército inglés.

La idea que el doctor se formó de la situación a que le habían reducido los acontecimientos no se fundaba en hechos fisiológicos, ni en argumentos razonables, pero, así y todo, no pecaba de absurda. Era sencilla y nada más. Lo es necesariamente toda norma de conducta, que se funda principalmente en renuncias y abnegaciones severas. Y la opinión del doctor Monygham sobre lo que le cumplía hacer se inspiraba en la severidad; su falta de acoplamiento con la realidad nacía de ser una exageración imaginativa de un sentimiento legítimo. Además en su virtualidad, influencia y constancia, era la opinión de una naturaleza eminentemente leal.

Existía un gran fondo de lealtad en la naturaleza del doctor Monygham; y la había consagrado por entero a la señora de Gould, creyéndola digna de todos los sacrificios. En el fondo de su corazón se sentía inquieto e irritado ante la prosperidad de la mina de Santo Tomé, porque su creciente importancia robaba a la señora toda la paz de su alma. Costaguana no era lugar adecuado para una mujer de sus prendas de carácter. ¿En que pensaría Carlos Gould cuando la llevó allí? ¡Era una locura!

Y el doctor había observado la marcha de los sucesos con el callado y sombrío retraimiento que, según se imaginaba, le imponía su lamentable historia.

La leal estimación que tributaba a la señora de Gould no podía, sin embargo de todo, perder de vista la seguridad de su esposo. El doctor había logrado hallarse en la ciudad al llegar el momento crítico, porque desconfiaba de Carlos Gould. Le veía irremediablemente inficionado de la locura revolucionaria. Por eso se paseó tan inquieto y acongojado en el salón de la casa Gould aquella mañana, exclamando: "¡Decoud! ¡Decoud!" en tono triste e indignado.

La señora de Gould, con el semblante encendido y los ojos brillantes, permanecía mirando fijamente ante ella, absorta en la contemplación del repentino y enorme desastre. Una de sus manos apoyaba ligeramente las puntas de los dedos en una mesilla baja, situada a su lado, y el brazo temblaba todo hasta el hombro.

El sol, que tarda en mostrar su disco sobre Sulaco, saliendo con toda la plenitud de su fuerza, a gran altura, por detrás de la nevada y deslumbradora cumbre del Higuerota, había ahuyentado la suave y delicada claridad gris perla en que yace envuelta la ciudad durante las primeras horas, y proyectaba masas recortadas de negra sombra y espacios de resplandor deslumbrante y ardiente. Tres largos rectángulos de luz solar se tendían por el interior de la sala, penetrando por las ventanas; mientras, en el lado opuesto de la calle, la fachada de la casa de Avellanos se mostraba enlutada por una sombra negra vista al través de la luz.

Una voz preguntó a la puerta:

– ¿Qué hay de Decoud?

Era Carlos Gould. No le habían oído venir por el corredor. Su mirada no hizo más que resbalar sobre su mujer y se fijó de lleno en Monygham.

– ¿Ha traído usted algunas noticias, doctor?

El interrogado soltó abruptamente todo lo que sabía. Después de hacerlo, el administrador de la mina de Santo Tomé se le quedó mirando algún tiempo sin hablar una palabra. La señora de Gould se dejó caer en una silla baja con las manos descansando en el regazo. Los tres permanecieron inmóviles y silenciosos. Carlos Gould rompió el silencio:

– Usted necesitará tomar algún desayuno.

Y se apartó para dejar que pasara primero su mujer: ésta le tomó la mano y se la apretó al salir, llevándose el pañuelo a los ojos. La vista de su esposo le había traído a la memoria la situación de Antonia, y no pudo contener sus lágrimas al pensar en la pobre muchacha. Cuando volvió a reunirse con los dos hombres en el comedor, Carlos Gould estaba diciendo al doctor, sentado a la mesa frente a él:

– No, parece que no cabe duda alguna.

El otro asintió.

– Tampoco yo veo cómo podemos poner en tela de juicio el relato de ese desgraciado Hirsch. Lo que temo es que sea demasiado cierto.

Emilia se sentó desolada a la cabecera de la mesa y pasaba la mirada de uno a otro, mientras éstos procuraban no encontrarla, sin volver la cabeza. El doctor hizo ostentación de tener hambre; tomó el cuchillo y el tenedor, y empezó a comer con gran aparato, como si estuviera representando el papel de convidado famélico. Carlos Gould no fingió nada parecido; con los dos codos muy separados del cuerpo en línea horizontal, se retorcía las puntas de sus llameantes bigotes, los cuales eran tan largos que sus manos se apartaban enteramente del rostro.

– No me sorprende -murmuró, dejando los bigotes y poniendo un brazo sobre el respaldo de su silla.

Su semblante estaba tranquilo con esa inmovilidad de expresión que denuncia la intensidad de una lucha mental. Comprendió que la pérdida de la gabarra en aquellas circunstancias hacía entrar en juego todas las consecuencias derivadas de la conducta que venía observando con todas sus intenciones conscientes y subconscientes. Ahora había que poner término a su reserva silenciosa y al aire de impenetrabilidad con que había procurado poner a salvo su dignidad. Era la forma menos innoble de disimulo, impuesta por aquella parodia de instituciones civilizadas que ofendían su inteligencia, su rectitud y sus ideas de justicia. Era como su padre. Carecía de la facultad de percibir el lado irónico de los hechos. No excitaban su hilaridad los absurdos que prevalecen en el mundo; antes al contrario le ofendían en su innata gravedad. Notó que la desdichada muerte del pobre Decoud le despojaba de su posición inaccesible como fuerza que actuaba retirada en el fondo. Al presente estaba francamente comprometido, a no ser que resolviera abandonar la lucha… y eso era imposible. Los intereses materiales le demandaban el sacrificio de su aislamiento, y acaso el de su misma seguridad. Y consideró que el plan separatista de Decoud no se había ido a pique con la plata perdida.

Lo único que no había cambiado era su situación respecto de mister Holroyd. El rey de la plata y el acero había entrado en los negocios de Costaguana con una especie de apasionamiento. Costaguana se había convertido en una necesidad de su vida; en la mina de Santo Tomé había hallado los solaces espirituales que otros obtienen de un drama, del arte o de algún deporte arriesgado y fascinador. Era una forma especial de la extravagancia del grande hombre, sancionada por una intención moral, bastante poderosa para halagar su vanidad. Aun esa aberración de su genio cooperaba al progreso del mundo.

Carlos Gould estaba seguro de ser comprendido con exactitud y juzgado con la indulgencia de su común apasionamiento. Nada podía sorprender ni sobresaltar ahora al grande hombre. Y Carlos Gould se imaginó a sí propio escribiendo una carta a San Francisco en estos o parecidos términos: "…Los directores del movimiento han muerto o huido; la organización civil de la provincia ha terminado por ahora; el partido blanco de Sulaco se ha hundido ignominiosamente, pero en la forma característica de este país. Sin embargo de eso, Barrios, intacto en Cayta, sigue siendo una fuerza utilizable. Me veo forzado a apoyar abiertamente el plan de una revolución provincial, como único medio de colocar los enormes intereses materiales, dependientes de la prosperidad y paz de Sulaco, en una situación de seguridad permanente…" Esto era claro. Vio estas palabras como si estuvieran escritas con caracteres de fuego en la pared donde fijaba, abstraído, la vista.

Su esposa observaba con miedo aquella abstracción, fenómeno doméstico temeroso que le ensombrecía y helaba la casa, como una nube tempestuosa al pasar por delante del sol. Los accesos de abstracción de Carlos Gould reflejaban la concentración intensa de una voluntad acosada por una idea. Un hombre obsesionado por una idea fija es un loco, y, como tal, peligroso, aun cuando esa idea sea la de justicia. Porque ¿no puede una ofuscación engañosa hacer hundirse implacable el cielo sobre una cabeza amada? Los ojos de la señora de Gould contemplaron el perfil de su marido, llenándose otra vez de lágrimas. Y otra vez creyó ser testigo de la desesperación en que se hallaría sumida la infortunada Antonia… "¿Qué hubiera hecho yo si Carlitos se hubiera ahogado, mientras estábamos en vísperas de casarnos?", se preguntaba mentalmente con horror. Un frío de hielo invadió su corazón, y al mismo tiempo sus mejillas se encendieron como tostadas por el fuego de una pira funeraria que consumiera todas sus afecciones terrenas. Las lágrimas brotaron de sus ojos.

– ¡Antonia se matará!-exclamó.

Este grito cayó en el silencio de la habitación sin causar efecto notable. Únicamente el doctor, que desmigaba un trocito de pan, con la cabeza inclinada a un lado, levantó la cara, y los ralos pelos largos que sobresalían en sus espesas cejas se movieron en un leve fruncido. Monygham creía con toda sinceridad que Decoud era especialmente indigno de ser amado por ninguna mujer. Luego volvió a bajar la cabeza con una desdeñosa contracción del labio; y su corazón se llenó de tierna admiración de la señora de Gould.

– Piensa en esa joven -se decía a sí mismo-; piensa en las hijas de Viola; piensa en mí, piensa en los heridos, en los mineros; piensa siempre en todos los pobres y desgraciados… Pero ¿qué hará si Carlos Gould sale vencido en ese jaleo infernal a que le ha arrastrado el maldito Avellanos? ¡Pobre Emilia! Nadie parece pensar en ella.

Carlos Gould proseguía sus reflexiones sutiles, mirando de hito en hito a la pared. "Escribiré a Holroyd que la mina de Santo Tomé posee la fuerza necesaria para emprender la formación de un nuevo Estado. La idea le agradará, induciéndole a correr el riesgo".

Pero Barrios ¿serviría para el caso? Pudiera ser. Con todo, no había modo de comunicar con él. El despacho de un bote a Cayta era imposible desde que Sotillo se había apoderado del puerto, disponiendo además de un vapor. Y ahora, con el levantamiento de todos los demócratas de la provincia y la perturbación de la gente del Campo, ¿dónde hallar un hombre que fuera capaz de abrirse camino por tierra hasta Cayta para llevar un mensaje, teniendo que cabalgar durante diez días al menos? ¿Un hombre de valor y resolución, bastante sagaz y animoso para escapar al arresto y al asesinato, y para tragarse el documento comprometedor en el caso de ser detenido? El capataz de cargadores había dejado de existir.

Y Carlos Gould, apartando la mirada de la pared, dijo en voz baja:

– ¡Ese Hirsch! ¡Qué ocurrencia más extraordinaria! ¡Salvarse agarrado al áncora! ¿No fue así? Yo no tenía idea de que continuara en Sulaco. Me figuraba que habría vuelto por tierra a Esmeralda hace más de ocho días. Vino aquí una vez a hablarme sobre su negocio de pieles y algunas otras cosas. Yo le manifesté con toda claridad que no se podía hacer nada.

– Temió emprender el viaje de regreso a causa de andar Hernández por los alrededores -comentó el doctor.

– Y el caso es que, a no ser por el tal Hirsch, no hubiéramos podido saber nada de lo ocurrido -repuso Gould con expresión de asombro.

Emilia exclamó:

– Es preciso que Antonia lo ignore. No debe decírsele una palabra. Ahora menos que nunca.

– No es probable que nadie lleve la noticia -dijo el doctor. -A nadie le interesa. Además, la gente de aquí teme a Hernández como al diablo. Y aun es un negocio embarazoso, porque si usted quisiera comunicar con los refugiados, no hallaría mensajero. Cuando Hernández merodeaba a cien millas de distancia, la plebe de Sulaco temblaba de horror al oír las historias de los que había quemado vivos.

– Sí -murmuro Carlos Gould-; el capataz del señor Mitchell era el único hombre de la ciudad que se hubiera visto con Hernández frente a frente. El Padre Corbelán se valió de él para iniciar las comunicaciones. Es una lástima que…

Su voz quedó ahogada por el solemne tañido del bordón de la catedral. Tres campanadas estallaron, una tras otra, con la violencia de detonaciones, extinguiéndose lentamente en profundas y dulces resonancias.

Y a continuación todas las campanas de cada iglesia, convento o capilla de la ciudad, aun de los que llevaban años cerrados, rompieron a repicar a un tiempo con furia. En aquella violenta inundación de estruendo metálico había un poder de lucha y violencia que hizo palidecer el semblante de la señora de Gould. Basilio, que estaba sirviendo la mesa, acobardado y encogido, se asió al aparador castañeándole los dientes. El ruido no permitía oír lo que se hablaba.

– ¡Cierra esas ventanas! -gritó con ira Carlos Gould al criado. Todos los de la casa, aterrados por lo que creían señal de una matanza general, hombres y mujeres, la población oscura y de ordinario invisible, alojada en los cuatro lados de la planta baja del patio, se lanzaron escaleras arriba, tropezando y cayendo unos sobre otros. Las mujeres, clamando "Misericordia", irrumpieron derechamente en el salón, y, cayendo de rodillas junto a las paredes, empezaron a santiguarse convulsivamente. En un instante se amontonaron a la puerta en bloque hombres de semblante azorado -mozos de cuadra, jardineros, ayudantes incalificados que vivían de las migajas de la opulenta casa- y Carlos Gould tuvo a toda la numerosa servidumbre doméstica, hasta el portero. Era éste un viejo medio paralítico, cuyas largas greñas le caían sobre los hombros: un legado de la piedad familiar recibido por Carlos Gould. El anciano conservaba el recuerdo de Enrique Gould, inglés y costaguanero de la segunda generación, gobernador de la provincia de Sulaco; le había servido personalmente años y años en la paz y en la guerra; se le había permitido asistirle en la cárcel; le había seguido en la mañana fatal, tras el piquete ejecutor, y atisbando medio oculto junto a uno de los cipreses que crecen a lo largo de la pared del convento franciscano, había visto, con los ojos saliéndosele de las órbitas, a don Enrique levantar los brazos y caer de bruces sobre el polvo. Carlos Gould notó particularmente la cabezota patriarcal de aquel testigo detrás de los otros sirvientes. Pero se sorprendió de descubrir una o dos viejas arrugadas con aspecto de brujas, de cuya existencia dentro de los muros de su casa no tenía noticia. Debían ser las madres o abuelas de algunos criados. Había también algunos niños, más o menos desnudos, que lloraban y se prendían a las piernas de sus padres. Jamás había advertido hasta entonces ninguna señal de criaturas en su patio. Hasta Leonarda, la camarera, llegó asustada, abriéndose paso a empujones, con semblante serio y hosco de doncella predilecta, con las hijas de Viola cogidas de la mano. La vajilla de porcelana vibraba en la mesa y en el aparador, y toda la casa parecía balancearse en una ola ensordecedora de sonido.

Cap ítulo V

Durante la noche el populacho que aguardaba a Pedrito Montero se había apoderado de todos los campanarios de la ciudad para saludar la entrada del famoso guerrillero después de haber dormido en Rincón. Por la puerta que daba al Campo entró en primer lugar una turba con armas, formada por tipos de todos los colores, cataduras, corpulencias y estados de andrajosidad, turba que se daba a sí propia el nombre de Guardia Nacional de Sulaco y marchaba a las órdenes del señor Camacho. Por medio de la calle avanzaba, como un torrente de desperdicios, una masa de sombreros de paja, ponchos, cañones de escopeta, con una enorme bandera verde y amarilla ondeando en el centro, entre una nube de polvo y al furioso batir de tambores. Los espectadores se apretujaban contra las paredes de las casas y vociferaban sus ¡Vivas!. Detrás de la chusma se veían las lanzas de la caballería, el "ejército" de Pedro Montero. Éste avanzaba, entre los señores Fuentes y Camacho, a la cabeza de sus llaneros, que habían ejecutado la hazaña de cruzar los páramos del Higuerota a través de una tempestad de nieve. Cabalgaban de cuatro en fondo, montando los caballos que habían confiscado en el Campo, vestidos con las ropas heterogéneas robadas apresuradamente en su rápida travesía por la parte septentrional de la provincia; porque Pedro Montero tenía gran prisa por ocupar a Sulaco. Los pañuelos, anudados flojamente alrededor de sus gargantas desnudas, lucían su brillo y flamantes colores; y todas las mangas derechas de sus camisas de algodón habían sido cortadas por cerca del hombro para mayor libertad en arrojar el lazo. Figuras de rostro emaciado y barba gris aparecían junto a otras jóvenes, enjutas y curtidas, mostrando señales de la ruda vida de la campiña, con tiras de carne cruda arrolladas a las copas sus sombreros y grandes espuelas de hierro sujetas a sus talones desnudos.

Los que en los pasos de la montaña habían perdido sus lanzas las habían reemplazado por los rejones que usan los vaqueros del Campo: ramas delgadas de palmera, que medían diez pies de largo, con una porción de anillos sonantes alrededor de la herrada punta. Entre sus armas se veían cuchillos y revólveres. Una intrepidez feroz caracterizaba la expresión de todos aquellos rostros tostados por el sol, que miraban desdeñosamente con sus hundidos ojos a la muchedumbre de a pie, o se alzaba con insolencia a las ventanas, señalándose por señas unos a otros algún rostro especial femenino. Cuando entraron en la plaza y divisaron la estatua ecuestre del Rey, deslumbradoramente blanca a la luz del sol, campeando enorme e inmóvil sobre el oleaje del gentío, con su eterno ademán de saludar, un murmullo de sorpresa corrió las filas de los jinetes.

– ¿Qué santo es ése del sombrero grande? -preguntaban.

Eran una muestra excelente de la caballería de los llanos, con la que Pedro Montero había cooperado tanto a la victoriosa carrera de su hermano, el general. El ascendiente que Pedrito, educado en las ciudades costeras, adquirió en breve sobre los llaneros de la República, sólo puede atribuirse a su extraordinario talento para la traición y el disimulo; talento de tal eficacia en sus resultados, que ante hombres violentos e incultos, muy cercanos al completo salvajismo, aparecía como el colmo de la sagacidad y del valor.

Las leyendas y cuentos populares de todas las naciones testifican que la doblez y la astucia, junto con la fuerza física, fueron consideradas, aún más que el valor, como virtudes heroicas por el humano linaje en estado primitivo. Vencer al adversario era el gran negocio de la vida. El valor se daba por supuesto. Pero el ingenio excitaba asombro y respeto. Todas las estratagemas, con tal que no fallaran, eran legítimas y honorables; la destrucción fácil de un enemigo víctima de una sorpresa no despertaba otros sentimientos que los de alegría, orgullo y admiración. Y no es que los hombres primitivos aventajaran en espíritu traicionero a sus descendientes de hoy, antes al contrario iban más derechamente a su fin, y reconocían con mayor sinceridad el éxito como única norma de moralidad.

De entonces acá hemos cambiado. El empleo de la inteligencia despierta escasa admiración y menos respeto. Pero los ignorantes y bárbaros llaneros, que se enredaban en una guerra civil, seguían de buen grado al caudillo que lograba a menudo burlar la cautela de sus enemigos y entregárselos, por decirlo así, maniatados.

Pedro Montero poseía el talento de adormecer a sus adversarios, comunicándoles una impresión de confiada seguridad. Y, como los hombres aprenden con extrema lentitud las lecciones de la experiencia, y están siempre dispuestos a creer las promesas que halagan sus secretas ambiciones, Pedro obtuvo triunfo tras triunfo en su carrera. Siendo un simple criado o funcionario inferior de la legación de Costaguana en París, se integró a la patria tan luego como supo que su hermano había salido de la oscura comandancia que desempeñaba en su frontera. Mediante su destreza en el arte de adular, consiguió engañar a los jefes del movimiento riverista en la capital, y ni el perspicaz agente de la mina de Santo Tomé llegó a comprenderle del todo.

Desde el primer momento adquirió una influencia enorme sobre su hermano. Se le parecía mucho: ambos eran calvos, con mechones de pelo crespo encima de las orejas, indicio de correr por sus venas alguna sangre negra. Con todo, Pedro era mis pequeño que el general, de porte mis fino, dotado de una facultad simiesca para imitar todas las exterioridades de la finura y la distinción, y de una facilidad de loro para los idiomas.

Gracias a la generosidad de gran viajero europeo, de quien su padre había sido asistente durante sus excursiones por el interior del país, los dos hermanos recibieron alguna instrucción elemental, que ayudó al mayor a salir de soldado raso.

Pedrito, el más joven, holgazán y vagabundo incorregible, anduvo a la aventura por las ciudades de la costa, rodando por despachos de contabilidad, pegándose a los extranjeros como una especie de valet-de-place, y llevando una vida ociosa y nada honorable. De sus lecturas sólo sacó llenarse la cabeza de absurdas fantasías. Los móviles impulsores de sus actos eran tan improbables, que no podían ser sospechados por ninguna persona sensata.

De esta suerte avino que el agente de la Concesión Gould en Santa Marta le atribuyó a primera vista ideas de prudencia y hasta autoridad para reprimir la vanidad siempre descontenta de su hermano. Nunca pudo pasarle por las mientes que Pedrito Montero, lacayo o escribiente de última clase, alojado en las buhardillas de los diversos hoteles parisienses, en que la Legación de Costaguana solía proteger su dignidad diplomática, había devorado las obras históricas francesas más superficiales, como, por ejemplo, las relaciones de Imbert de Saint Amand sobre el Segundo Imperio. Alucinado por el esplendor de una corte brillante, Pedrito había concebido la idea de procurarse una posición, en la que, a ejemplo del Duque de Morny, asociara el dominio de todos los placeres con la dirección de los asuntos públicos y el goce del poder supremo en todas las formas. Nadie hubiera podido adivinar tan locas aspiraciones. Y, no obstante, ellas eran una de las causas inmediatas de la revolución monterista. Lo cual parecerá menos increíble si se reflexiona en que las causas fundamentales tuvieron, como siempre, sus raíces en la falta de madurez política del pueblo, en la indolencia de las clases superiores y la profunda ignorancia y atraso de las inferiores.

Pedrito Montero vio en el encumbramiento de su hermano un camino abierto para llegar a la realización de sus sueños más disparatados. Y ello contribuyó poderosamente a que el pronunciamiento monterista no pudiera ser evitado. Quizá hubo facilidades para comprar al general, satisfacerle con lisonjas, o enviarle a Europa con una misión diplomática; pero su hermano no dejó de empujarle constantemente a persistir en su plan de hacerse el amo del país. Quería ser el estadista más brillante de Sudamérica. Para sí no deseaba Pedrito el poder supremo, porque en realidad temía sus trabajos y riesgos. En lo que sobre todo pensaba, aleccionado por la experiencia durante su permanencia en Europa, era procurarse una importante fortuna. Mirando a conseguirlo, obtuvo de su hermano, la mañana misma de la victoria, la autorización para forzar el avance por las montañas y tomar posesión de Sulaco. Esta región era el país de la prosperidad futura, la tierra propicia al progreso material, la única provincia de la República que ofrecía interés a los capitalistas europeos.

Pedrito Montero, imitando al Duque de Morny, aspiró a tener su parte en esa prosperidad: tal era en concreto su fin. Ahora que su hermano era el amo del país, como presidente, dictador y aun emperador -¿por qué no como emperador?-, concibió el propósito de participar de los beneficios de todas las empresas -ferrocarriles, minas, plantaciones de azúcar, molinos de algodón, compañías agrícolas, y todas y cada una de las asociaciones lucrativas- en pago de su protección. El deseo de hallarse pronto sobre el terreno fue la verdadera causa de la célebre travesía de la cordillera a caballo con unos doscientos llaneros, expedición cuyos peligros no le permitió ver con claridad su impaciencia. Rodeado de la aureola de las victorias alcanzadas, le pareció que a un Montero le bastaba presentarse para quedar dueño de la situación. Ilusionado con tal creencia, se había precipitado a dar un paso temerario, del que empezaba a percatarse. Mientras cabalgaba a la cabeza de sus llaneros, le apenaba que fueran tan pocos. El entusiasmo del populacho le tranquilizó en parte. Los gritos de "¡Viva Montero! ¡Viva Pedrito!" se repetían ensordecedores. Para aumentar más aún el entusiasmo, y por el placer natural de satisfacer sus instintos de farsantes, dejó caer las riendas sobre el cuello del caballo y con ostentosa familiaridad y confianza tomó del brazo a los señores Fuentes y Camacho; y en esa postura, llevándole de la brida el caballo un mozo harapiento de la ciudad, cruzó triunfalmente la plaza hasta la puerta de la Intendencia. Los vetustos y sombríos muros de este edificio parecían temblar con las aclamaciones que rasgaban el aire ahogando el estruendoso volteo de las campanas de la catedral.

Pedro Montero se apeó entre un montón de gente que vociferaba entusiasta y sudorosa, mientras los andrajosos guardias nacionales luchaban brutalmente por hacerla retroceder. Después de subir algunos escalones, paseó la mirada por la gran muchedumbre, absorta en contemplarle, y la fijó luego en las paredes de las casa fronterizas, agujereadas de balazos, que parecían veladas por la neblina de un polvo luminoso. Al través del vasto espacio de la plaza resaltó ante sus ojos la palabra: "PORVENIR" en inmensas mayúsculas negras, alternando con ventanas rotas; y pensó con delicia en la hora de la venganza, porque estaba segurísimo de apoderarse de Decoud. A su izquierda, Camacho, corpulento y encendido, enjugándose el velludo y húmedo rostro, descubría una serie de dentarrones amarillentos en una mueca estúpida de hilaridad. A su derecha, el señor Fuentes, pequeño y enjuto, miraba con los labios apretados a la multitud, que permanecía extática y boquiabierta, como si esperara que el gran guerrillero, el famoso Pedrito, se dispusiera a repartirles inmediatamente algunas larguezas materiales. Pero lo que les dio fue un discurso que empezó con el grito de "¡Ciudadanos!", proferido con fuerza bastante para hacerse oír de los que estaban en medio de la plaza.

Y a continuación la mayor parte de los ciudadanos se inmovilizó, presa de la fascinación producida sólo por los gestos del orador, que se ponía de puntillas, levantaba los brazos por encima de la cabeza con los puños apretados, ponía una mano tendida sobre el corazón, hacía brillar lo blanco de los ojos rodándolos de una parte a otra, blandía un brazo en ademán de barrer obstáculos, señalaba con el dedo, fingía abrazos, apoyaba familiarmente una mano sobre el hombro de Camacho o la agitaba con respeto hacia la menuda persona del señor Fuentes, abogado y político, al par que verdadero amigo del pueblo. Los vivas de los más cercanos al orador, estallando de pronto, se propagaron con irregularidad hasta los confines de la multitud, como llamas corriendo sobre hierba seca, y expiraban en las bocacalles. A intervalos sobre la bullidora muchedumbre de la plaza caía un profundo silencio, en el que la boca del orador continuaba abierta vociferando, y las frases sueltas -"La felicidad del pueblo", "Hijos del país", "el mundo entero"- llegaban a los grupos apiñados en las escaleras de la catedral con un débil y claro rumor, semejante al zumbido de un mosquito.

El Orador ahora se golpeó el pecho y pareció dar saltos entre sus acompañantes: era el esfuerzo supremo de la peroración. Después las dos figuras más pequeñas desaparecieron de la vista del público; y el enorme Camacho, que quedó solo, avanzó, levantando a gran altura su sombrero sobre la cabeza. Púsoselo de nuevo con arrogancia y gritó:

– ¡Ciudadanos!

Un hondo murmullo saludó al señor Camacho, ex tendero ambulante del Campo, comandante de los guardias nacionales.

En el piso alto Pedrito Montero recorría una tras otra las desvastadas habitaciones de la Intendencia, refunfuñando sin cesar:

– ¡Qué estupidez! ¡Qué destrucción!

El señor Fuentes, que le seguía, moderó el rigor de su taciturnidad para decir en voz baja:

– Todo ello es obra de Camacho y sus nacionales.

Y luego, inclinando la cabeza sobre el hombro izquierdo, cerraba los labios con tal fuerza que en las comisuras de la boca se formaban dos hoyuelos. Tenía en el bolsillo el nombramiento de jefe político de la ciudad, y ardía de impaciencia por empezar a ejercer sus funciones.

En el largo salón de audiencias, con todos sus grandes espejos rotos a pedradas, los cortinajes desgarrados y el dosel de la plataforma del testero hecho piezas, el vasto y sordo murmullo de la multitud y la voz rugiente de Camacho, que hablaba precisamente debajo de ellos, llegaban a sus oídos al través de los postigos, mientras permanecían inmóviles en medio de la penumbra y desolación del local.

– ¡El bruto! -comentó Su Excelencia don Pedro Montero con los dientes apretados-. Hemos de procurar enviarle cuanto antes con sus nacionales a pelear contra Hernández.

El nuevo jefe político se limitó a mover la cabeza de lado y dar una chupada a su cigarrillo en señal de estar conforme con ese medio de librar a la ciudad de Camacho y su indecente chusma.

Pedrito Montero contempló con disgusto el piso enteramente desnudo, y la serie de grandes marcos dorados que pendían todo alrededor de la sala con sus lienzos en jirones y acuchillados, flotando como trapos sucios.

– Nosotros no somos bárbaros -dijo.

Tal fue la afirmación de su Excelencia, el popular Pedrito, el guerrillero experto en el arte de preparar emboscadas, que por petición propia había recibido de su hermano el encargo de organizar a Sulaco sobre principios democráticos. La noche precedente, durante la consulta con sus partidarios, llegados a Rincón a recibirle, había declarado sus propósitos al señor Fuentes:

– Organizaremos un voto popular por o no, confiando los destinos de nuestro amado país a la prudencia y valor de mi heroico hermano, el invencible general. Un plebiscito. ¿Comprende usted?

Y el señor Fuentes, hinchando sus atezados carrillos, había inclinado un poco a la izquierda su cabeza, dejando escapar por sus cerrados labios un chorro azulado de humo. Había comprendido.

A su excelencia le tenía exasperado aquella devastación. Ni una sola silla, mesa, sofá, étagère o consola había quedado en las salas y habitaciones oficiales de la Intendencia. Pedrito Montero, aunque retorciéndose de rabia, se abstuvo de prorrumpir en ningún desahogo ni determinación violenta, por sentirse en un sitio remoto y aislado. Su heroico hermano se hallaba a gran distancia. Entretanto ¿dónde dormiría su siesta? Había esperado hallar comodidad y lujo en la Intendencia, tras un año de dura vida de campo que terminó con las penalidades y privaciones de la atrevida excursión a Sulaco, la provincia que en significación y riqueza superaba a todo el resto de la República. A Camacho ya le ajustaría las cuentas no tardando. Y el discurso del aludido, grato a los oídos populares, continuaba en el ardiente sol de la plaza, semejando los estrafalarios gritos de un diablo de categoría inferior arrojado en un horno al rojo blanco. A cada instante necesitaba enjugarse el sudor con su brazo desnudo; se había quitado la chaqueta y arremangado la camisa hasta los codos; pero conservaba en la cabeza el sombrero con airón de plumas blancas. Era el distintivo que le acreditaba como comandante de guardias nacionales; y su ingenuidad le movía a ostentarlo con fruición y orgullo. Los finales de cada período eran saludados con aprobaciones y graves murmullos.

Su opinión era que debía declararse inmediatamente la guerra a Francia, Inglaterra, Alemania y a los Estados Unidos, que con el pretexto de introducir ferrocarriles, empresas mineras, colonización, y con otras pretensiones inadmisibles, aspiraban a robar al pobre pueblo sus tierras, y ayudados de esos godos y paralíticos aristócratas, querían reducirlos a la condición de esclavos y bestias de labor. Toda la clase de perdularios y gandules aplaudió con estruendosos gritos, agitando sus mantas desteñidas y sucias. El general Montero -rugió Camacho con firme convicción- era el único hombre que estaba a la altura de la patriótica empresa. También asintieron a ello.

Era bien entrada ya la mañana; y en la muchedumbre empezaron a formarse corrientes y remansos, indicio de un movimiento de dispersión general. Unos buscaban la sombra de los muros, y otros se refugiaron bajo de los árboles de la Alameda. Los jinetes se abrieron paso espoleando sus cabalgaduras y dando voces; grupos de sombreros, colocados horizontalmente para proteger las cabezas contra el ardor solar que caía a plomo, empezaron a moverse a la deriva, internándose en las calles, donde las puertas abiertas de las pulperías brindaban una sombra atrayente, que resonaba con el suave rasgueo de las guitarras.

Los guardias nacionales pensaban en dormir su siesta; y la elocuencia de su jefe Camacho se había agotado. Posteriormente, cuando en las horas más frescas de la tarde intentaron reunirse de nuevo para seguir tratando de los asuntos públicos, algunos destacamentos de la caballería de Montero cargaron sobre ellos sin previo aviso a todo galope, con las luengas lanzas enderezadas a las espaldas de los fugitivos, siguiéndoles hasta el final de las calles. Los guardias nacionales de Sulaco extrañaron aquel comportamiento, pero no se dieron por ofendidos. Ningún costaguanero había sabido jamás discutir los caprichos violentos de una fuerza militar: eran la cosa más natural del mundo. A no dudarlo, se dijeron, debía de ser una especie de providencia gubernativa. Pero el motivo se ocultó a su penetración, que no pudo ser ilustrada por su jefe y orador, el comandante Camacho. Este dormía ahora una borrachera que había cogido en el seno de su familia, tumbado panza arriba, con los pies desnudos, en una habitación medio a oscuras, con todo el aspecto de un cadáver. Su elocuente boca se había quedado abierta. La menor de sus hijas, rascándose la cabeza con una mano, agitaba con la otra un ramito verde sobre el rostro del dormido, quemado y despellejado.

Capítulo VI

El sol, al declinar, había hecho girar las sombras de occidente a oriente entre las casas de la ciudad. Y lo propio, como es natural, tuvo lugar en toda la extensión del inmenso Campo, donde aparecían aquí y allá las blancas cercas y muros de las haciendas sobre colinas que dominaban la verde llanura circundante; los ranchos con bardas y techos de hierba agazapados en los repliegues del terreno junto a las márgenes de las corrientes; las sombrías islas de árboles apiñados, alzándose sobre el claro verdor de un mar de hierba; y la empinada sierra de la Cordillera, inmensa e inmóvil, emergiendo del boscoso oleaje de las faldas, a modo de costa pelada que señalara la entrada en un país de gigantes.

Los rayos del poniente, al bañar las nevadas vertientes del Higuerota, le daban un aspecto de sonrosada juventud, mientras la aserrada masa de picos lejanos permanecía negra, como si la abrasadora radiación la hubiera calcinado.

La ondulante superficie de los bosques se mostraba cubierta de un polvo de oro pálido; y a lo lejos, mas allá de Rincón, ocultas a la vista de la ciudad por dos boscosos estribos, las rocas de la garganta de Santo Tomé, con la achatada mole de la montaña misma, coronada de helechos gigantes, se teñía de cálidos tonos pardos y amarillos con vetas de un rojo sucio y manchas verde-oscuras de los arbustos arraigados en las quebradas. Desde la llanura los cobertizos de los bocartes o trituradores de mineral y las edificaciones de la mina aparecían oscuras y pequeñas, a gran altura, semejando nidos de aves aglomerados en los resaltos de un peñón. Las tortuosas veredas se mostraban a la vista como leves arañaduras en el muro de un blocao ciclópeo. A los dos serenos de la mina, que estaban de servicio, yendo de aquí para allá, con los ojos atentos y la carabina en la mano a la sombra de los árboles que orlan la corriente inmediata al límite de la concesión Gould, la figura de don Pepe, encaramado en la meseta superior, por cuyo sendero empezaba a bajar, se les representaba como un gran coleóptero.

Esa figura siguió descendiendo en serpenteante curso por la escarpada superficie de la roca, a modo de insecto que vaga a la aventura. Pero se la veía acercarse constantemente, y, ya cerca del pie de la montaña, desapareció al fin tras los tejados de los almacenes, forjas y talleres. Por algún tiempo los serenos pasearon yendo y viniendo por delante del puente, donde habían dado el alto a un jinete que traía un gran sobre blanco en la mano. A poco, don Pepe, saliendo de entre las casas por la calle de la aldea, a menos de un tiro de piedra del puente-frontera, se acercó a grandes zancadas. Vestía amplio pantalón oscuro con las perneras embutidas en las botas de caña, chaqueta de tela blanca, y venía armado con sable a la cintura y revólver al cinto. En aquellos tiempos de revuelta el señor gobernador velaba y dormía con las botas puestas.

A una ligera seña de uno de los serenos, el mensajero de la ciudad se apeó y cruzó el puente llevando de la brida el caballo.

Don Pepe tomó la carta que el recién llegado le alargaba con la mano libre y se golpeó sucesivamente el lado izquierdo y las caderas buscando la caja de los anteojos. Después de acaballar en la nariz la pesada armadura de plata y de sujetarla cuidadosamente detrás de las orejas, abrió el sobre y puso el pliego en él contenido delante de sus ojos a la distancia de un pie. No había más que tres líneas y las estuvo mirando por largo tiempo. Su bigote gris se movió un poco arriba y abajo, y las arrugas que irradiaban de los ángulos de sus ojos se dilataron. Sin inmutarse hizo una inclinación.

– Bueno -dijo. -No hay contestación.

Después, según su habitual modo de ser, tranquilo y afable, entabló una conversación prudente con el portador de la misiva, que se mostró deseoso de platicar en tono alegre, como si le hubiera ocurrido algún suceso afortunado. Había visto desde lejos la caballería de Sotillo a lo largo de la playa del puerto, rodeando la Aduana. Los edificios se conservaban intactos. Los extranjeros del ferrocarril permanecían encerrados en sus empaladizas y no pensaban en hacer fuego sobre el pueblo. Les colmó de maldiciones y luego refirió la entrada de Montero y los rumores que corrían por la ciudad. Ahora todos los pobres iban a ser ricos. Esto era magnífico. No sabía nada más, y, sonriendo con aire propiciatorio, manifestó que tenía hambre y sed.

El veterano sargento mayor le mandó presentarse al alcalde de la primera aldea. El mensajero se alejó a caballo, y don Pepe se encaminó despacio al pequeño campanario de madera, echó una mirada por encima de la cerca de un huertecito y vio al Padre Román sentado en una hamaca blanca, que pendía de dos naranjos frente a la casa parroquial.

Un enorme tamarindo sombreaba toda la blanca, construcción de madera con su oscuro follaje. Salió al punto una muchacha india de largo cabello, ojos grandes, y pies y manos pequeños, trayendo una silla de madera, mientras una vieja enjuta la seguía con la vista desde la galería. Don Pepe se sentó en la silla y encendió un cigarro, mientras el sacerdote aspiró del hueco de su mano una enorme cantidad de rapé. En su rostro moreno rojizo, aviejado y con hoyos, los ojos frescos y sin malicia brillaban como dos diamantes negros.

Con voz benigna y jovial don Pepe comunicó al Padre Román que Pedrito Montero, por conducto del señor Fuentes, le había preguntado por las condiciones en que entregaría la mina, con toda la maquinaria, material y obreros, necesarios para proseguir la explotación, a una comisión de ciudadanos patriotas, legalmente constituida y escoltada por una pequeña fuerza militar. El sacerdote levantó los ojos al cielo. Pero su interlocutor añadió que, según había dicho el mozo portador de la carta, don Carlos Gould estaba vivo y nadie le había molestado hasta entonces.

El Padre Román se congratuló en breves palabras de que el señor administrador continuara sano y salvo.

Las argentinas vibraciones de la campana colocada en la torrecilla de la iglesia habían señalado la hora de la oración de la tarde. La zona de bosques y matorrales que cerraba la entrada del valle se alzaba como una pantalla entre el sol, cercano al ocaso, y la calle de la aldea. Al otro extremo de la rocosa garganta, entre los muros de basalto y granito, se erguía, iluminada y cubierta de vegetación hasta la cumbre, una montaña que ocultaba la vista de la sierra a los moradores de Santo Tomé. Tres nubéculas rosadas pendían inmóviles en lo alto de la bóveda turquí. La gente en grupos conversaba sentada en la calle entre las chozas de junco. Delante de la casa del alcalde los contramaestres de la tanda nocturna se hallaban ya reunidos a la cabeza de sus cuadrillas, acurrucadas en el suelo, formando, un círculo de gorrillos de cuero, y con las cobrizas espaldas arqueadas pasaban alrededor de la calabaza de mate. Mientras ésta pasaba de mano en mano, el mozo llegado de la ciudad, que había atado el caballo a un poste de la puerta, les contaba lo que pasaba en Sulaco. Al lado estaba de pie el alcalde, con aire grave, luciendo un chaleco blanco y una veste de zaraza floreada con mangas, enteramente abierta, de modo que dejaba al descubierto su robusta corpulencia, como si fuera una bata de baño. Cubría su cabeza con un tosco sombrero de castor y tenía en la mano un largo bastón con una bola de plata por empuñadura. Estas insignias de su dignidad le habían sido concedidas por el administrador de la mina, manantial de honor, de prosperidad y de paz. Había sido uno de los primeros inmigrantes al valle; y sus hijos y yernos trabajaban en el interior de la montaña que, con la corriente de mineral argentífero, precipitada con atronador estruendo por los canalones desde la mesa superior, parecía derramar sobre los trabajadores los dones del bienestar, de la seguridad y de la justicia.

El alcalde escuchó las noticias de la ciudad con el mismo interés e indiferencia que si perteneciera a otro mundo distinto del suyo. Y realmente le parecía así. En muy pocos años indios oprimidos y medio salvajes habían adquirido el sentimiento de pertenecer a una organización poderosa. Estaban orgullosos de la mina y apegados a ella; les había infundido confianza y fe. Atribuíanle una virtud protectora invencible, como si fuera un fetiche, obra de sus manos. Aunque en esto demostraban su ignorancia, no se diferenciaban mucho del resto de los hombres, que también suelen poner una confianza ilimitada en sus propias creaciones. Al alcalde no le cabía en la cabeza que la mina pudiera fallar en su protección y en su fuerza. La política era buena para la gente de la ciudad y del Campo. Con su cara redonda y amarilla, de amplias aberturas nasales y expresión inmóvil, semejante a una luna llena feroz, escuchaba la acalorada charla del mozo sin recelo, sorpresa ni emoción de ningún género.

El Padre Román permanecía sentado con aspecto abatido, balanceándose, un pie rozando el suelo y las manos asidas a los bordes de la hamaca. Menos confiado, pero tan ignorante de los sucesos políticos como su grey, preguntó al mayor qué trastornos sobrevendrían.

Don Pepe, erguido en la silla, después de cruzar las manos pacíficamente sobre la empuñadura del sable que mantenía perpendicular entre sus muslos, respondió que no lo sabía. La mina podía ser defendida contra cualquier fuerza enviada a tomar posesión de ella. Pero la resistencia no era prolongable mucho tiempo, dada la estéril aridez del valle, "si nos cortan a los defensores el suministro regular de víveres procedente del Campo. Si tal ocurría, en breve nos sería forzoso rendirnos por hambre". Don Pepe expuso muy tranquilo estas contingencias al Padre Román, qué, como veterano de numerosas campañas, estaba en condiciones de comprender el razonamiento de un militar. Los dos amigos conversaban con sencillez y franqueza. El buen Padre se entristecía ante la idea de ver a sus feligreses dispersos y esclavizados. No se forjaba ilusiones en cuanto a la suerte que les esperaba, guiado, más que por su sagacidad, por su larga experiencia de las atrocidades políticas, que le parecían fatales e inevitables en la vida del Estado. El funcionamiento de las instituciones públicas corrientes se le presentaba con toda claridad, como una serie de calamidades que agobiaban a los ciudadanos y se derivaban lógicamente unas de otras, brotando del odio, ira, locura y rapacidad, con todo el aspecto de un castigo del cielo. La clarividencia del sacerdote estaba servida por una inteligencia no desprovista de luces; y su corazón, conservando la sensibilidad para el dolor ajeno entre las escenas de carnicería, expoliación y violencia, aborrecía esas calamidades con doble aversión, por hallarse tan estrechamente ligado a sus víctimas. Alimentaba para con los indios del valle sentimientos de superioridad paternal. Durante cinco años o mas los había venido casando, bautizando, confesando, absolviendo y sepultando con dignidad y fervor; y el carácter sagrado de estas administraciones, reconocido con sincera fe, le hacía considerar a los mineros de Santo Tomé como verdaderos hijos suyos en un sentido espiritual. Eran caros a su supremacía de párroco. El vivo interés que la señora de Gould demostraba por ellos aumentaba su importancia a los ojos del Padre, porque en realidad acrecentaba también la suya propia. Cuando hablaba con ella de las incontables Marías y Brígidas de las aldeas, sentía dilatarse su caridad.

El Padre Román era incapaz de fanatismo en un grado que tuviera visos de reprensible. La señora inglesa era sin disputa hereje, porque ni creía ni practicaba la religión católica, pero no le era hostil y al mismo tiempo le parecía admirable y angelical. Siempre que surgía ante su espíritu esta cuestión perturbando sus sentimientos, mientras paseaba con el breviario bajo el brazo a la sombra anchurosa del tamarindo, se paraba en seco para tomar con ruidosos estornudos una fuerte dosis de rapé y movía la cabeza con aire de profunda meditación.

Al pensar en lo que ahora ocurriría a la ilustre señora, se sintió dominado poco a poco por un hondo abatimiento. Y así lo manifestó con frases entrecortadas por la emoción a don Pepe, que por un momento perdió también la serenidad y se inclinó hacia delante con rigidez.

– Oiga usted, Padre. El hecho mismo de que esos macacos y ladrones de Sulaco intenten averiguar cuál sea el precio de mi honradez prueba que el señor don Carlos y todos los de la casa Gould están seguros. En cuantos mi honra, también lo está, como sabe todo hombre, mujer y criatura del país. Pero los liberales negros que se han apoderado, por sorpresa, de la ciudad lo ignoran. Bueno. Que aguarden sentados. Mientras aguardan, no pueden hacer daño.

Y recobró su primera postura. Hízolo con tranquilidad, porque, sucediera lo que sucediere, el honor de un antiguo oficial de Páez estaba seguro. Había prometido a Carlos Gould que, al acercarse alguna fuerza armada, defendería la garganta el tiempo preciso para darle lugar a destruir científicamente toda la planta, los edificios y los talleres de la mina con terribles barrenos de dinamita; bloquear con ruinas la galería principal, cavar los camiones, volar el dique de la presa, y, en una palabra, reducir a fragmentos la famosa Concesión Gould, lanzándolos a los cielos ante un mundo horrorizado.

La mina se había posesionado de Carlos con un dominio tan fatal como el que ejerciera en su padre. Y esta desesperada resolución le había parecido a don Pepe la cosa mas natural del mundo. Sus providencias habían sido tomadas con madura deliberación. Todo estaba preparado cuidadosamente hasta en sus pormenores más mínimos. Y don Pepe cruzó las manos con toda tranquilidad sobre la empuñadura del sable e hizo una inclinación aseverativa al sacerdote, que en su excitación se había echado a puñados el rapé en la cara, y, todo cubierto de regueros negruzcos, con ojos asustados y fuera de sí, paseaba yendo y viniendo entre horrorizadas exclamaciones, después de abandonar la hamaca.

El veterano oficial se atusó el colgante bigote gris, cuyas finas puntas descendían muy por debajo del neto perfil de su mandíbula, y prosiguió con orgullosa conciencia de su reputación:

– De modo, Padre, que no sé lo que ocurrirá. Pero sí aseguro que, mientras yo esté aquí, don Carlos podrá hablar fuerte al macaco de Pedrito Montero y amenazarle con la destrucción de la mina en la seguridad de que le creerán capaz de hacerlo por mi mediación. Porque saben bien quién es don Pepe.

Empezó a dar vueltas al cigarro en los labios con alguna nerviosidad y añadió:

– Pero todo eso es charla… buena para los políticos; y yo soy un soldado. Ignoro lo que puede ocurrir, pero sé lo que debería hacerse. Disponer que los mineros, armados de escopetas, hachas y cuchillos sujetos al extremo de largos varales, marcharan contra la ciudad. Eso sería lo más acertado, ¡por Dios! Únicamente…

Sus manos cruzadas se agitaron sobre el pomo en que descansaban. El cigarro giró más de prisa en el ángulo de su boca…

– Y ¿quién sino yo había de acaudillarles? Por desgracia he dado a don Carlos mi palabra de honor de no consentir que la mina caiga en manos de esos ladrones. En la guerra, ¿sabe usted, Padre?, la suerte de las batallas es incierta, y ¿a quién podría yo dejar que me sustituyera aquí en caso de derrota? Los explosivos están dispuestos. Pero se necesitaría un hombre de honor, de inteligencia, de cordura, de valor, para realizar la destrucción preparada. Alguien en quien pudiera confiar tanto como en mí propio. Otro antiguo oficial de Páez, por ejemplo. O… o… tal vez uno de los veteranos capellanes de Páez serviría.

Levantóse, alto, enjuto, derecho, duro, con su marcial bigote y la huesuda forma de su cara, desde la cual la mirada de los ojos hundidos parecía traspasar al sacerdote. Este permaneció de pie, inmóvil, y contempló sumiso, sin hablar, con la vacía caja de rapé boca abajo en la mano, al gobernador de la mina.

Capítulo VII

Por entonces, en la Intendencia de Sulaco, adonde Pedrito Montero le había mandado presentarse, Carlos Gould aseguraba al hermano del general que por ninguna razón ni pretexto consentiría que la mina saliera de sus manos para beneficiar al gobierno que se la hubiera robado. La Concesión Gould no podía revertir al poder público sino en caso de libre entrega hecha por el dueño. Su padre no la había adquirido; pero, ya que se le obligó a aceptarla, el hijo no la entregaría. El no la entregaría, vivo, y, en muriendo él, ¿quién sería capaz de resucitar una empresa tan importante en todo su vigor y riqueza, sacándola de las cenizas y escombros? En el país no existía tal poder. Y ¿habría esperanzas de hallar en el extranjero gente de inteligencia y capital que se decidiera a tocar un cadáver de tan funestos augurios? Carlos Gould se expresaba con la fría impasibilidad que por muchos años le había servido para disimular su indignación y desprecio. Padecía; le repugnaba lo que tenía que decir. Los alardes de heroicidad no se avenían con su temperamento. En Gould el instinto estrictamente práctico estaba en profundo desacuerdo con la idea casi mística que se había formado de su derecho. La Concesión de su apellido era para él como el símbolo de la justicia abstracta. Aunque el firmamento se hundiera, él se mantendría firme.

Pero, habiendo adquirido la mina de Santo Tomé fama mundial, su amenaza tuvo bastante fuerza y eficacia para penetrar en la inteligencia rudimentaria de Pedro Montero, que yacía envuelta en las futilidades de una historia anecdótica.

La Concesión Gould era una importante partida de activo en la hacienda del país y, lo que era de mayor significación práctica, en el presupuesto particular de muchos funcionarios públicos. Era lo tradicional, lo qué sabía todo el mundo y corría de boca en boca, como cosa perfectamente creíble. Todos los ministros del Interior recibían subvenciones de la mina de Santo Tomé. Nada tenía de particular. Y Pedrito Montero aspiraba a ser ministro del Interior y presidente del Consejo en el gobierno de su hermano. El Duque de Morny había desempeñado esos altos puestos durante el Segundo Imperio con brillantes ventajas personales.

El desguarnecido local de la Intendencia había sido provisto de una mesa, una silla y una cama de madera para su Excelencia, que, después de una corta siesta, imprescindible para descansar de las fatigas del viaje y la pomposa entrada en Sulaco, se había posesionado de la máquina administrativa, extendiendo nombramientos, dando órdenes y firmando proclamas. A solas con Carlos Gould en la sala de audiencias, Pedrito logró con su conocida maña ocultar su disgusto y consternación. Había comenzado hablando de confiscación en voz alta, pero la impasible sangre fría del señor administrador, reflejada en la inmovilidad de sus facciones, dio finalmente al traste con la dominadora altanería de su lenguaje.

Carlos Gould había repetido:

– El gobierno puede seguramente destruir, si le place, la mina de Santo Tomé, pero, sin mí, no puede hacer nada más.

Era una afirmación alarmante y bien calculada para herir los sentimientos de un político, inclinado a enriquecerse con los despojos de la victoria. Y Gould añadió que la destrucción de la mina de Santo Tomé llevaría consigo la ruina de otras empresas, la retirada del capital europeo, la supresión casi segura de la entrega del préstamo extranjero en la parte correspondiente al último plazo. Aquel hombre de piedra decía todas estas cosas -perfectamente inteligibles para Su Excelencia- con una frialdad de tono y expresión que hacía temblar.

Una larga serie de lecturas históricas, superficiales y anecdóticas, que Pedrito había efectuado en las buhardillas de los hoteles de París, tendido en una cama sucia, olvidando sus deberes de criado o de otra clase, habían modificado sus modales. Si se hubiera visto rodeado de los esplendores de la antigua Intendencia, de sus magníficas colgaduras y muebles dorados dispuestos a lo largo de los muros; si se hubiera hallado bajo de un dosel, hollando una magnífica alfombra roja, probablemente la conciencia de su triunfo y elevación le hubiera hecho muy peligroso. Pero en aquella residencia, saqueada y devastada, con sólo tres muebles ordinarios, colocados de cualquier modo en medio del vasto local, la imaginación de Pedrito estaba cohibida por un sentimiento de inseguridad y peligro de un cambio en la situación. Ese sentimiento y la firmeza demostrada por Carlos Gould, que hasta entonces no había empleado ni una sola vez la palabra "Excelencia", le empequeñecieron a sus propios ojos. Revistióse, pues, del aire de hombre de mundo ilustrado y rogó a Carlos Gould que desechara todo motivo de temor. El administrador de la mina de Santo Tomé -le recordó Pedrito- estaba conversando con el hermano del amo del país, encargado de una misión reorganizadora. "Sí, repitió, el hermano leal del amo del país." Nada más lejos de los planes acariciados por el prudente y patriota héroe que las ideas de destrucción.

– Le suplico a usted encarecidamente, don Carlos, que no se deje llevar de sus prejuicios antidemocráticos- exclamó en un desahogo de condescendencia efusiva.

Pedrito Montero sorprendía a primera vista por el vasto desenvolvimiento de su frente calva, superficie amarillenta y lustrosa, flaqueada por mechones de pelo negrísimo y crespo lanudo, así como por la forma atrayente de la boca y la suavidad inesperada de la voz. Pero sus ojos, muy brillantes, como si hubieran sido recientemente pintados a una y otra parte de la corva nariz, cuando se abrían del todo, tenían la redondez y fijeza inflexible de los de las aves. Ahora, sin embargo, los cerró con expresión afable, alzando su barba cuadrada y hablando por la nariz con los dientes un poco cerrados, a estilo de gran señor, según él creía.

En esa postura, manifestó de pronto que la más alta expresión de la democracia era el cesarismo: el gobierno imperial, basado en el voto popular directo. El cesarismo, conservador y fuerte, reconocía las legítimas necesidades de la democracia que requiere decoraciones, títulos y distinciones, para ser conferidos entre los ciudadanos de mérito. El cesarismo llevaba consigo paz y progreso, asegurando la prosperidad del país. Pedrito Montero se mostró arrebatado de entusiasmo.

– Vea usted lo que el Segundo Imperio hizo por Francia. Fue un régimen que se complacía en honrar a los hombres del tipo de usted, don Carlos. El Segundo Imperio cayó, pero fue porque su jefe estaba desprovisto del genio militar, que había elevado al general Montero al pináculo de la fama y la gloria.

Pedrito levantó la mano para dar más énfasis a las ultimas palabras.

– Tendremos todavía muchas entrevistas y llegaremos a entendernos perfectamente, don Carlos -exclamó en tono amistoso-. El republicanismo ha terminado su misión; la democracia imperialista es la forma política de lo porvenir.

Pedrito, el guerrillero, al revelar sus secretos proyectos, bajó la voz de un modo significativo. Un hombre señalado por sus ciudadanos con el honroso nombre de Rey de Sulaco no podía menos de ser reconocido en todo su mérito por una democracia imperialista, como un gran director del progreso industrial y persona de consejo autorizado, cuya denominación popular debería ser pronto reemplazada por un título más sólido.

– ¿Eh, don Carlos? ¿Cómo no? ¿Qué dice usted? ¿Conde de Sulaco, eh?… o marqués…

Calló. El aire era frío en la plaza, donde una patrulla de caballería daba vueltas y vueltas sin entrar en las calles, repletas de voces y zumbido de guitarras, que salían de las puertas abiertas de las pulperías. Tenían orden de no perturbar las diversiones populares. Y encima de los tejados, cerca de las líneas perpendiculares de las torres de la catedral, la nevada curva del Higuerota tapaba una gran extensión de cielo azul oscuro, frente a las ventanas de la Intendencia. Poco después, Pedrito Montero, metiendo la mano bajo el forro de su chaqueta, inclinó la cabeza con lenta dignidad. La audiencia había terminado.

En saliendo, Carlos Gould se pasó la mano sobre la frente, como para ahuyentar las sombras de una pesadilla, cuya grotesca extravagancia deja tras sí una sutil sensación de peligro físico y depresión intelectual. En los pasillos y escaleras del viejo palacio, los soldados de caballería de Montero pasaban el tiempo en ir y venir de aquí para allá con aire insolente, fumando y obstruyendo el paso a todo el mundo; el ruido metálico de sables y espuelas resonaba en todo el edificio. Tres grupos silenciosos de hombres civiles, en traje negro de severa etiqueta, aguardaban en la galería principal, graves y cohibidos, un poco dispersos, como si al cumplir con un deber oficial estuvieran dominados por el deseo de no ser vistos por persona alguna.

Eran las comisiones que esperaban audiencia. Por encima de la que representaba a la asamblea provincial, mas inquieta y agitada que las demás en su expresión corporativa, descollaba el respetable semblante de don Justo López, fofo y pálido, con párpados prominentes y envuelto en solemnidad impenetrable, como en una densa nube. El presidente de la asamblea provincial, que venía animosamente a salvar el último jirón de las instituciones parlamentarias (según el modelo inglés), apartó los ojos del administrador de la mina de Santo Tomé, en señal de dignificada desaprobación del escepticismo de Carlos con respecto al único principio capaz de evitar la ruina del país.

La tétrica severidad de aquella censura no impresionó al interesado, pero en cambio éste fijó la atención en las miradas que sin expresión hostil le dirigían los demás miembros de la comisión, al parecer con el único fin de leer en su rostro lo que ellos podían esperar de la audiencia. Todos estos señores habían conversado, vociferado y declamado en el salón de la casa Gould. La lástima que le dieron aquellos hombres, prendidos con extraña impotencia en las redes de la degradación moral dominante en el país, no le movió a hacerles indicación ninguna: padecía demasiado por haberlos tenido de compañeros en el mal camino. Sin dificultad atravesó la plaza. El Club Amarillo estaba lleno de perdularios que celebraban el cambio político; y por todas las ventanas asomaban sus cabezas sucias; en el interior resonaban voces ebrias, estrépito de pataleo y rasgueo de guitarras. Todo el suelo aparecía sembrado de botellas rotas.

Cuando Carlos Gould volvió a entrar en su casa, todavía encontró allí al doctor Monygham. Este dejó la hendedura del postigo por la que había estado observando la calle.

– ¡Ah! Por fin le veo a usted de vuelta -dijo en tono satisfecho. -Le he estado diciendo a su señora que la vida de usted no corría peligro, pero no tenía seguridad completa de que ese individuo le dejara marchar.

– Ni yo tampoco -respondió Carlos Gould, poniendo el sombrero sobre la mesa.

– Va a ser preciso que salga usted de su inacción.

El silencio de Carlos Gould pareció admitir que no quedaba otro expediente. No solía ir mas allá en significar sus intenciones.

– Supongo que no habrá usted dicho nada a Montero de lo que piensa hacer -añadió el doctor con ansiedad.

– He intentado hacerle ver que la existencia de la mina está ligada a mi seguridad personal -replicó Carlos Gould apartando a un lado la cara y fijando los ojos en el boceto a la acuarela que pendía de la pared.

– Y ¿le ha creído a usted? -inquirió el doctor con viva curiosidad.

– "Eso Dios lo sabe -contestó Carlos. -Le debía a mi esposa hacer esa declaración. Pero Montero estaba ya bien informado. Sabe que tengo allí a don Pepe. Fuentes ha debido ponerle al corriente de todo. No se les oculta que el veterano oficial de Páez es muy capaz de volar la mina de Santo Tomé sin la menor vacilación ni remordimiento. A no ser por eso, no me hubiera dejado salir de la Intendencia en libertad.

"Y, en efecto, don Pepe lo volaría todo por lealtad y por odio… por odio a esos liberales, como ellos se llaman. ¡Liberales! Las palabras que uno conoce tan perfectamente en su verdadero sentido, le tienen horrible en este país. Libertad, democracia, patriotismo, gobierno…, todas ellas trascienden aquí a locura y asesinato. ¿No es verdad, doctor?… Yo soy el único que puede detener a don Pepe. Si me quitan de en medio, nada le impedirá ejecutar la destrucción preparada."

– Verán de ganárselo con promesa de un gran empleo militar -sugirió el doctor con aire pensativo.

– Es muy posible -asintió Carlos Gould en voz muy baja, como hablando consigo y mirando todavía el boceto de la garganta de Santo Tomé.

– Sí, creo que lo intentarán-. Carlos volvió la cara y miró por primera vez al doctor, añadiendo: -Eso me daría tiempo.

– Exactamente -confirmó el doctor, suprimiendo su excitación. -En especial, si don Pepe se porta con diplomacia. ¿Por qué no había de darles alguna esperanza de asentir a sus pretensiones? ¿Eh? A no hacerlo así, no ganaría usted mucho tiempo. Podrían enviársele instrucciones para…

Carlos Gould movió la cabeza negativamente, mirando con fijeza al doctor, pero éste continuó con cierto calor:

– Sí, entrar en negociaciones para entregar la mina. Es una buena idea. Entre tanto usted maduraría su plan. Por supuesto, no pregunto en qué consiste, ni necesito saberlo. Y hasta rehusaría oírle a usted si pretendiera decírmelo. No sirvo para confidencias.

– ¡Qué tontería! -murmuró Gould disgustado.

Desaprobaba los excesivos escrúpulos del doctor sobre ese lejano episodio de su vida. Tanta insistencia en recordarle era para Carlos algo repugnante y morboso. Y de nuevo hizo signos negativos con la cabeza. No quería entremeterse en la rectitud de conducta de don Pepe, tanto porque así se lo dictaba su genio, como por política.

Las instrucciones habían de ser verbales o escritas; y en ambos casos corrían peligro de ser interceptadas. No tenía ninguna seguridad de que un mensajero pudiera llegar a la mina; y, además, no había nadie a quien enviar. Carlos Gould tuvo en la punta de la lengua decir que únicamente el difunto capataz de cargadores pudiera haber cumplido ese encargo con alguna probabilidad de éxito y absoluta certeza de haber guardado el secreto; pero lo calló, limitándose a indicar al doctor que era un mal arbitrio. Desde el momento en que se supiera la posibilidad de comprar a don Pepe, la seguridad personal del administrador y de sus amigos quedaba puesta en peligro. Porque entonces Montero no tendría motivo para abstenerse de emplear la violencia. La incorruptibilidad de don Pepe era la verdadera causa que detenía la mano de Pedrito.

El doctor bajó la cabeza y reconoció que así era en cierto modo. No podía negar que el razonamiento era bastante sólido. La utilidad de don Pepe descansaba en su inmaculada reputación. En cuanto a la intervención favorable que él (el doctor) podía prestar, vio con pena que también estribaba en su fama, por cierto nada envidiable. Manifestó a Carlos Gould que tenía medios de impedir que Sotillo uniera sus fuerzas con las de Montero, por el momento al menos.

– Si usted hubiera tenido aquí toda esa plata -dijo el doctor-, o si se hubiera sabido siquiera que estaba en la mina, usted habría podido comprar a Sotillo, haciéndole renunciar a su flamante monterismo. Y le habría sido fácil inducirle a partir con su vapor o unirse a usted.

– Lo último de ninguna manera -contradijo Carlos Gould con firmeza-. ¿Qué se podría hacer después con un hombre de esa clase, dígame usted, doctor? El tesoro salió de aquí y me alegro de ello. A quedar en tierra, hubiera sido una tentación inmediata y poderosa. La lucha por apoderarse de esa riqueza habría precipitado el desastre. También yo me hubiera visto forzado a defenderla. Me congratulo de haber trasladado la plata, aun cuando se haya perdido. Tenerla en mi poder hubiera sido un peligro y una maldición.

– Tal vez tiene razón -decía el doctor, una hora después, a la señora de Gould, a quien encontró en el corredor-. La cosa está hecha, y el fantasma del tesoro puede hacer las veces de la realidad. Permítame usted que intente servirla hasta donde alcance mi mala reputación. Me voy ahora a desempeñar mi papel de traidor cerca de Sotillo y mantenerle fuera de la ciudad.

La señora tendió los brazos instintivamente.

– Doctor Monygham -musitó, volviendo a un lado la cara con los ojos llenos dé lágrimas para echar una mirada al cuarto de su esposo-, se está usted exponiendo a un riesgo terrible.

Y estrechó las dos manos a su interlocutor, que se quedó clavado en el sitio mirándola y esforzándose por esbozar una sonrisa.

– ¡Oh! No dudo que usted vindicará mi memoria -dijo al fin, y bajó corriendo las escaleras, cruzó el patio y salió a la calle.

En estando fuera caminó a grandes pasos con su extraña cojera, llevando una caja de instrumentos debajo del brazo. Se le tenía por loco y nadie le molestó. Desde la puerta abovedada que daba al mar vio al través de un llano árido y polvoriento, salpicado de arbustos enanos, a la distancia de más de una milla, la deforme fábrica de la Aduana, y los otros dos o tres edificios que entonces satisfacían todas las necesidades del puerto de Sulaco. Allá, a lo lejos, al sur, bosquecillos de palmeras bordeaban la curva de la playa. El perfil de los remotos picos de la Cordillera se había esfumado en el azul cada vez más oscuro del cielo de oriente. El doctor avanza de prisa. Una sombra pareció caer del cénit, espesándose gradualmente. El sol se había puesto. Por algún tiempo las nieves del Higuerota siguieron reverberando con los espléndidos reflejos del poniente. La figura de Monygham se movía solitaria por entre los oscuros arbustos en dirección a la Aduana, y semejaba, en su renqueo, un ave enorme que tuviera rota un ala.

Tintas de púrpura, oro y carmesí se reflejaban en el claro espejo del agua del puerto. Una prolongada lengua de tierra, derecha como un muro, con las herbosas ruinas del fuerte, en forma de verde montículo redondeado, claramente visible desde la playa interior, cerraba su circuito; mientras del otro lado, el Golfo Plácido reproducía esos esplendores de color en mayor escala y con una magnificencia más sombría.

La gran acumulación de nubes que cubría el fondo del golfo presentaba largas vetas rojas entre sus retorcidos pliegues grises y negros, a modo de inmenso manto flotante, manchado de sangre. Las tres Isabeles resaltaban en siluetas de nítido perfil sobre la zona alisada en que se confundía el mar y el cielo, mostrando como suspendidas en el aire sus masas de un púrpura violeta. Las pequeñas olas lanzaban rojos destellos, semejantes a un chisporroteo, sobre la arena de la playa. A lo largo del horizonte las fajas cristalinas del mar despedían un ardiente fulgor rojo, como si el fuego y el agua se hubieran mezclado en el vasto lecho del océano.

Al fin la conflagración de mar y cielo, que yacía confundida e inmóvil en un contacto flamígero al borde del mundo, se extinguió. Las rojas chispas del agua se desvanecieron junto con las manchas sanguíneas del negro manto que envolvía la sombría cabeza del Golfo Plácido; sopló de pronto una brisa, y murió después de agitar con sordos rumores el boscaje humilde del arruinado bastión del fuerte.

Nostromo despertó de un sueño de catorce horas, y se levantó, cuan alto era, de su yacija en la alta hierba. Permaneció hundido hasta las rodillas en los verdes tallos que ondulaban susurrantes, con el aire azorado de un hombre que acabara de nacer en el mundo. Esbelto, robusto y ágil, echó atrás la cabeza, estiró los brazos y se desperezó retorciendo lentamente la cintura y con un indolente y gruñidor bostezo que descubrió su blanca dentadura, tan natural y libre de mal en el momento de despertar como un magnífico e inconsciente animal salvaje. Luego su mirada se endureció de repente, sin fijarla en ningún objeto, bajo de un ceño meditabundo, y apareció el hombre.

Capítulo VIII

Después que Nostromo salió nadando a tierra, había trepado, chorreando agua, hasta el cuadrángulo principal de la vieja fortaleza; y allí, entre arruinados trozos de murallas y restos podridos de techos y cobertizos, había dormido todo el día entero. Había dormido a la sombra de las montañas, bañado por la blanca luz de la luna, en la quietud y soledad de aquel terreno cubierto de maleza, situado entre el óvalo del puerto y el espacioso semicírculo del golfo. Reposó con la inmovilidad de un muerto. Un buitre de la especie llamada rey-zamuro apareció como una manchita negra en el azulado cielo y descendió describiendo prudentes círculos con un vuelo tan callado, que sorprendía en un ave de su tamaño. La sombra de su cuerpo gris perla y de sus alas negras en las puntas no cayó sobre la hierba más silenciosa que el ave misma al posarse sobre un montón de broza a tres metros del hombre, que yacía inerte como un cadáver. El buitre alargó su cuello desnudo y pelada cabeza, horrible en la brillantez de varios colores, con un aire de ansiosa voracidad, hacia la prometedora inmovilidad de aquel cuerpo postrado. Luego, sepultando profundamente la cabeza en su blando plumaje, se dispuso a esperar. El primer objeto en que se fijaron los ojos de Nostromo después de los primeros momentos de nebulosidad consciente que siguen a un prolongado y profundo sueño, fue este paciente centinela, en acecho de las señales de muerte y corrupción. Al levantarse el hombre, el buitre se alejó dando grandes saltos de lado y aleteando. Aguardó un poco, moroso y obstinado, antes de alzar el vuelo, girando calladamente, con el pico y garras colgando de una manera siniestra.

Algún tiempo después de haber desaparecido, Nostromo, levantando los ojos al cielo, musitó:

– No estoy muerto aún.

El capataz de cargadores había vivido espléndidamente a vista de todos hasta el preciso momento de hacerse cargo de la gabarra que contenía los lingotes de plata.

La última acción que había ejecutado en Sulaco se hallaba en perfecta consonancia con su vanidad y, en tal concepto, era del todo sincera. Había entregado su último dólar a una vieja que gemía de pena y cansancio después de buscar inútilmente a su hijo entre los muertos y heridos del puerto. Aunque ese rasgo de generosa piedad se había ejecutado en la oscuridad y sin testigos, no por eso dejaba de tener los caracteres de esplendor y publicidad, y se amoldaba muy bien a su reputación. Pero el despertar en un sitio inhabitado, sin otra compañía que la de un buitre en acecho, no reunía tales caracteres. El primer sentimiento confuso que le invadió fue precisamente ése: que aquella situación no se acomodaba a lo que hasta entonces había sido su vida. Más se parecía al término de todo. La necesidad de vivir escondido de cualquier modo, Dios sabe por cuánto tiempo, se le ofreció al despertar del todo, e hizo que todo lo ocurrido años atrás le pareciera vano y fútil, a modo de sueño de grandezas bruscamente interrumpido.

Trepó al desmoronado talud del bastión, y apartando los arbustos, registró con la mirada el puerto. Vio un par de barcos anclados en la sabana de agua que reflejaba los últimos rayos de luz, y el vapor de Sotillo amarrado al muelle. Y detrás de la pálida y larga fachada de la Aduana aparecía la extensión de la ciudad, con el aspecto de un bosque de grandes árboles, que se alzaba en el llano con una puerta en primer término; y las cúpulas, torres y miradores descollaban por encima del arbolado, formando una masa sombría, como si hubiera caído ya sobre la tierra el negro manto de la noche.

Al pensar que en lo sucesivo no le sería dable pasear a caballo por las calles, conocido de todos, grandes y chicos, como solía hacerlo todas las tardes cuando iba a jugar al monte en la posada de Domingo el mejicano, o a ocupar el sitio de honor escuchando los cánticos y viendo los bailes, le pareció que la ciudad había perdido su existencia real.

Siguió contemplándola por algún tiempo, y luego dejó recobrar su primera posición a los arbustos, y, pasando al otro lado del fuerte, escudriñó la vasta superficie desierta del gran golfo. Las Isabeles resaltaban en negras siluetas sobre la estrecha banda roja del poniente, tendida entre ellas; y el capataz pensó en Decoud, que estaba solo allí con el tesoro, reflexionando con acrimonia que aquel hombre era el único atormentado por la inquietud de si caería o no en manos de los monteristas; y eso por meros motivos egoístas. En cuanto a los demás, ni sabían nada ni les importaba un comino. Lo que en cierta ocasión había oído decir al viejo Viola era certísimo. Reyes, ministros, aristócratas, los ricos en general, tenían al pueblo en pobreza y sujeción, como tenían a los perros para sus deportes de peleas y cacerías.

La oscuridad había descendido hasta la línea del horizonte, envolviendo al golfo entero, las islas y al amante de Antonia, confiando en la gran Isabel a solas con el tesoro. El capataz, volviendo la espalda a todas aquellas cosas, invisibles y existentes, se sentó, y apoyó el rostro entre las manos cerradas. Por la primera vez de su vida sintió el rejonazo de la pobreza. Encontrarse sin un céntimo después de una hora de mala suerte al monte en el ruin y humoso cuarto de la posada de Domingo, donde la hermandad de cargadores jugaba, cantaba y bailaba por la noche, o quedarse con los bolsillos vacíos después de un rumboso regalo hecho públicamente a cualquier muchacha del peine de oro (de quien no volvía a acordarse), no tenía nada de humillante ni de mísero. Al contrario, le dejaba rico de gloria y nombradía. Pero, no siéndole ya posible en lo venidero pavonearse en las calles de la ciudad, ni ser saludado con respeto en los lugares donde solía pasar sus ocios, el marino genovés se sintió realmente sumido en la indigencia.

Tenía la boca seca, seca de tanto dormir y de la extrema ansiedad que sentía, como nunca le había ocurrido anteriormente. Puede decirse que Nostromo gustaba el polvo y las cenizas del fruto de la vida, en que había hincado los dientes estimulado por el hambre de alabanzas. Sin separar la cabeza de entre los puños, intentó escupir de frente -"Tfui"- y murmuró una maldición contra el egoísmo de la gente rica.

Ya que todo parecía perdido en Sulaco (y esa era la impresión con que había despertado), Nostromo pensó en partir del país. Al ocurrirle esta idea, se desplegó ante su imaginación, a modo de principio de otro sueño, un panorama de costas escarpadas y sin mareas, con sombríos pinos en las alturas y blancas casas pequeñas y achatadas abajo, junto a la orilla de un mar muy azul. Vio los muelles de un puerto enorme, donde las falúas de cabotaje, con sus velas latinas tendidas como alas inmóviles, entraban resbalando silenciosas por entre las puntas de los largos muelles, formados por cuadrados bloques, que se proyectaban angularmente uno hacia otro, abrazando un grupo de barcos en la soberbia concha de un cerro cubierto de palacios. Recordó esos paisajes no sin cierta emoción filial, a pesar de haber sido frecuente y brutalmente golpeado, cuando era muchacho, en una de esas falúas por un genovés de rostro afeitado y cuello taurino, hombre de genio impulsivo y desconfiado, que, según creía firmemente, le había robado su herencia de huérfano. Pero está misericordiosamente decretado que los males tiempos pasados aparezcan borrosos en los campos del recuerdo. La viva conciencia que tenía de su soledad, abandono y fracaso, le presentó como tolerable el retorno a su primera vida. Pero ¿cómo? ¿Volver? ¿Descalzo y a pelo, con una camisa de color y unos calzones por todo equipaje?

El renombrado capataz, los codos sobre las rodillas y un puño hundido en cada carrillo, se rió burlándose de sí propio, como había escupido ante él en la oscuridad de la noche. Las confusas e íntimas impresiones de universal desastre, que abaten a un hombre poseído de su valer, presentando a sus ojos un fuerte obstáculo a su pasión dominante, tuvieron una amargura parecida a la de la misma muerte. Nostromo era un hombre sencillo, propenso a ser presa de cualquier creencia, superstición o deseo, como un niño de pocos años.

Pudo apreciar las circunstancias de su situación por la completa experiencia que tenía del país. Las vio con toda claridad. Se halló en las condiciones del que despierta a la realidad después de una larga borrachera. Se había abusado de su fidelidad. El había persuadido al cuerpo de cargadores a ponerse de parte de los blancos contra el resto del pueblo; había tenido entrevistas con don José y servido de intermediario al Padre Corbelán para negociar con Hernández; sabíase que don Martín Decoud le había admitido a una especie de intimidad, dándole libre entrada en las oficinas del Porvenir. Estos hechos habían halagado, como siempre, su amor propio. ¿Qué le importaba a él la política? Nada absolutamente. Y al final de todo, después de tanto "Nostromo aquí, Nostromo allá, ¿dónde está Nostromo?, Nostromo puede hacer esto y aquello", trabajar todo el día y cabalgar toda la noche, he aquí que ahora se hallaba convertido en un significado riverista, expuesto a cualquier venganza por parte de Camacho, por ejemplo, ya que al presente la ciudad estaba dominada por el partido de Montero. Los europeos se habían retirado; los caballeros se habían dado a partido; don Martín, es verdad, aseguraba que sólo era temporalmente, porque él iba en busca de Barrios para reconquistar la ciudad. Y ¿en qué quedaba ese proyecto, si don Martín, cuyo lenguaje burlón y escéptico había causado vagas inquietudes al capataz, estaba prisionero en la gran Isabel? Todos se habían acobardado, hasta don Carlos; y así lo manifestaba el hecho de trasladar con tanta precipitación el tesoro sacándolo por mar. El capataz de cargadores, en un arrebato de indignación, exasperado casi hasta la locura, acusó a todos de falsos y cobardes. ¡Le habían hecho traición!

Con las ilimitadas sombras del mar a su espalda, encarado con las erguidas formas de los picos inferiores apiñados alrededor de la brumosa y blanquecina claridad del Higuerota, Nostromo, saliendo de su silencio e inmovilidad, dio una ruidosa carcajada por segunda vez; se puso de pie bruscamente, y aguardó quieto. Debía marcharse de allí; pero ¿adonde?

– Es cierto. Nos tienen y halagan, como si fuéramos perros nacidos para pelear y cazar en beneficio suyo. El viejo tiene razón -dijo con cachaza y sorda indignación.

Parecióle ver a Giorgio quitándose la pipa de la boca para dispararle estas palabras por encima del hombro en el café, lleno de maquinistas y ajustadores de los talleres del ferrocarril. Esta imagen fijó su voluntad vacilante. Procuraría por todos los medios hallar a su viejo paisano. ¡Dios sabe lo que habría sido de él! Dio algunos pasos, se paró de nuevo y movió la cabeza. A derecha e izquierda, delante y detrás, el espeso matorral rumoreó misteriosamente en la oscuridad.

"Teresa decía también la verdad" añadió en voz baja con un dedo de angustia. Preguntóse si habría muerto irritada contra él o viviría aún. Como respondiendo a esta pregunta en que se mezclaban por igual el remordimiento y la esperanza, un enorme búho cruzó por delante de él con vuelo oblicuo y blando aleteo, lanzando su medroso grito: "¡Ya acabó! ¡Ya acabó!", que según la creencia popular, anuncia calamidades y muertes. En la ruina de todas las realidades que constituían su fuerza, se sintió invadido de un temor supersticioso y se estremeció ligeramente. De manera que la signora Teresa era muerta. Aquello no podía significar otra cosa. El grito del ave fatídica, primer sonido que oía a su regreso, era un saludo acomodado a su traicionada persona. Los poderes invisibles, a quienes había ofendido rehusando llevar un sacerdote a una mujer moribunda, alzaban su voz contra él. Había muerto su patrona. Con lógica admirable y humana lo refería todo a sí propio. La signora Teresa había mostrado siempre gran cordura en sus consejos. Y el desamparado Giorgio se hallaría tan trastornado por tan irreparable pérdida, que probablemente necesitaría sus prudentes indicaciones. A no dudarlo, el golpe tenía que dejar estúpido al soñador viejo por algún tiempo.

En cuanto al capitán Mitchell, el capataz, según la costumbre de los dependientes de confianza, le consideraba como una persona apta quizá por su educación para firmar documentos en una oficina y dar órdenes, pero en cuanto a lo demás, de una inutilidad absoluta y algo tonto. La chifladura del viejo marino en traerle siempre al retortero y la importancia pomposa y cargante que se daba, se le habían hecho pesadas con el frecuente trato a Nostromo. En un principio le habían procurado cierta secreta satisfacción; pero a un hombre seguro de sí mismo llega a cansarle la necesidad de vencer pequeñas dificultades, tanto por la certeza del resultado como por la monotonía del esfuerzo. Desconfiaba de un superior siempre inclinado a tropezar en pequeñeces. Aquel viejo inglés carecía de discernimiento. Era inútil suponer que, cuando conociera la verdadera situación de las cosas, guardaría el secreto y se abstendría de proponer determinaciones impracticables. Nostromo le temía, como se teme cargar con una molestia tenaz y prolongada. Le faltaba discreción. Propalaría lo que había sido del tesoro; y Nostromo estaba decidido a que no se supiera el sitio en que estaba oculto, a que no se hiciera traición a este secreto.

La palabra traición se le había fijado tenazmente en la inteligencia. Esa clara y sencilla idea era el sostén de la conciencia luminosa que tenía de haber sido utilizado como mero instrumento y de haberle sacado de su vida para meterle en una empresa arriesgada sin hacer caso de su persona. Un hombre a quien se hace traición es un hombre perdido. La signora Teresa (¡Dios hubiera acogido su alma!) había estado en lo cierto. Nunca se habían interesado verdaderamente por su bienestar y vida. ¡Era un hombre perdido! Ahora se le presentó la blanca forma de la moribunda, encorvada sobre el lecho, caída sobre los hombros la mata de negro cabello, vuelto hacia su persona el doliente rostro de amplias cejas, y reprendiéndole airada con la temerosa majestad de la inspiración y de la muerte. Porque no en vano el ave de mal agüero había proferido su lamentable grito volando por encima de él. La señora Teresa había muerto. ¡Dios hubiera acogido su alma!

Aunque Nostromo participaba de las prevenciones anticlericales de las masas ignorantes y relajadas, usaba la piadosa fórmula por la fuerza superficial del hábito, pero con honda sinceridad. El pueblo es incapaz de escepticismo; y esa incapacidad le arrastra irremediablemente a una fe irracional, que a veces es explotada por gentes astutas o fanáticas. Tal vez prueba esto que en el hombre existe una propensión instintiva a creer en lo sobrenatural. La patrona era muerta. Pero ¿querría Dios recibir su alma? Había muerto sin confesión ni absolución, porque él no había querido dedicar a la moribunda unos momentos más de su tiempo disponible. En el capataz subsistía el desprecio de los sacerdotes como tales: ¿podía esperarse otra cosa de un hombre de tal educación y de tal vida? Pero, al fin y al cabo, para él era imposible saber si lo que afirmaban era o no cierto: para eso se necesitaba una instrucción de que él carecía. Poder, castigo, perdón, son ideas sencillas y creíbles. El magnífico capataz de cargadores, privado de ciertas realidades ordinarias, tales como la admiración de las mujeres, las lisonjas de los hombres, la gloria de su vida pública, se hallaba dispuesto a sentir caer sobre sus hombros la carga de un crimen sacrílego.

Con la cabeza descubierta, sin más vestidos que una delgada camisa y unos pantalones, notó en las plantas de los pies el persistente calor de la fina arena. La estrecha playa brillaba enfrente a lo lejos en una larga curva, que marcaba el perfil de este inculto lado del puerto. Deambuló apresuradamente de aquí para allá a lo largo de la orilla del mar, como una sombra perseguida entre los sombríos grupos de cocoteros y la sabana de agua, yacente en mortal quietud a su mano derecha. Andaba de prisa con resolución en el silencio y la soledad, como si se hubiera olvidado de toda prudencia y precaución. Pero sabía que en esta parte del agua no corría el peligro de ser descubierto. El único habitante de aquel lugar era un indio solitario, silencioso y apático, encargado de cuidar los bosquecillos de cocoteros, de los que recogía cargas de fruta para venderlas en la ciudad. Vivía sin mujer en un cobertizo abierto en el que ardía constantemente una hoguera, cerca de una vieja canoa, abandonada en la playa con la quilla al aire. Era fácil evitar su encuentro.

El ladrar de los perros alrededor del rancho del indio fue lo primero que hizo acortar el paso a Nostromo. Se había olvidado de que había allí esos animales. Mudó bruscamente de dirección y se metió en la espesura de cocoteros, como en un inmenso y deshabitado salón de columnas, cuya densa oscuridad rumoreaba sobre su cabeza con débiles susurros. Atravesó el bosque, penetró en un barranco y trepó a la cima de un cerro escarpado, desnudo de árboles y arbustos.

Desde aquella altura vio el llano que se dilataba entre la ciudad y el puerto, clareando a la luz de las estrellas. En los bosques un ave nocturna producía un extraño ruido de tambor encima de Nostromo; y debajo, del otro lado de los cocoteros, en la playa, los perros del indio seguían ladrando estruendosamente. Preguntóse cuál sería la causa de alborotarse tanto, y escudriñando el espacio inferior desde su observatorio, se sorprendió de descubrir inexplicables movimientos del terreno inferior, como si varios trozos oblongos del llano se movieran. Las masas oscuras e inquietas que alternativamente se presentaban y ocultaban a la vista, cambiaban de lugar, alejándose siempre del puerto, con una sucesión y orden que indicaban un fin deliberado. Una idea luminosa alboreó en su cerebro. Era una columna de infantería que efectuaba una marcha nocturna en dirección al escabroso terreno superior del pie de las montañas. Pero tan a oscuras estaba sobre todo lo que ocurría, que no podía meterse en indagaciones y conjeturas.

El llano había recobrado su inmovilidad. Bajó del cerro, y se halló en la despejada y solitaria extensión comprendida entre la ciudad y el puerto. Sus dimensiones se dilataban indefinidamente por efecto de la oscuridad, haciéndole sentir más vivamente su profundo aislamiento. Empezó a andar más despacio. Nadie le aguardaba; nadie pensaba en él; nadie esperaba ni deseaba su regreso. "¡Se me ha hecho traición! ¡Se me ha hecho traición!", musitaba para sí. Nadie se cuidaba de él. Para entonces podía haberse ahogado. A nadie le importaba nada, como no fuera tal vez a las niñas de Viola -pensó para sí. Pero estaban con la señora inglesa y le tenían enteramente olvidado.

Vaciló en su propósito de ir derechamente a la casa Viola. ¿Para qué? ¿Qué podía esperar allí? Parecióle que su vida anterior le abandonaba con todos sus pormenores, incluyendo las irónicas recriminaciones de Teresa. Tenía una conciencia penosa de su repugnancia a volver a casa de su paisano. ¿Era el remordimiento que le había anunciado la moribunda con las últimas palabras de su vida, pues tales debieron de ser, según veía ahora?

Entretanto se había desviado de la exacta dirección, inclinándose por una especie de instinto a la derecha, hacia el muelle y el puerto, teatro de sus faenas diarias. La gran mole de la aduana surgió ante él de pronto, con el aspecto de una fábrica. Nadie puso obstáculos a su aproximación, y al avanzar con cautela en dirección a la fachada, excitó su curiosidad el inesperado resplandor que salía de dos ventanas iluminadas.

El turbio brillo que proyectaban sobre el puerto en toda la vasta extensión del abandonado edificio tenía la fascinación de una vigilancia solitaria, efectuada por algún centinela misterioso. La soledad era casi tangible. Un fuerte olor a madera quemada flotaba en una bruma fina, débilmente perceptible a la luz de las estrellas. Al paso que avanzaba en medio de un silencio profundo, el penetrante canto de innumerables cigarras en la hierba seca pareció ensordecer realmente sus aguzados oídos. Lentamente, paso a paso, penetró en el gran vestíbulo, oscuro y lleno de humo acre.

El fuego que habían encendido contra la escalera se hallaba reducido impotente a un escaso montón de brasas. La madera dura no había ardido; sólo algunos de los primeros escalones se quemaban sin llama con un crepitante resplandor de chispas que dejaba percibir sus bordes carbonizados. En la parte superior vio una faja luminosa que salía por la abertura de una puerta y caía sobre el vasto rellano, envuelto en una nube de humo. Aquel era el cuarto. Subió las escaleras; luego se detuvo, porque había divisado dentro la sombra de un desconocido proyectada en una de las paredes. Era la sombra disforme, alta de hombros, de alguien que permanecía inmóvil, cabizbajo, fuera del alcance de su vista. Al percatarse el capataz de que estaba totalmente desarmado, se arrimó a la pared, y, ocultándose en postura vertical en un rincón oscuro, aguardó con los ojos fijos en la puerta.

El enorme edificio, inacabado y ruinoso, con aspecto de cuartel, sin cielos rasos bajo de su elevado techo, se hallaba invadido por el humo que se movía yendo y viniendo al impulso de las débiles corrientes circulantes en la oscuridad de numerosos camaranchones y corredores desnudos. De pronto una de las ventanas que el viento abría y cerraba chocó contra la pared con un golpe seco, como si la hubiera empujado una mano impaciente. Un trozo de papel salió de alguna parte y rodó chirriando a lo largo del rellano. El hombre, quienquera que fuera, no ensombrecía la entrada luminosa. Dos veces el capataz, avanzando unos pasos fuera de su rincón, alargó la cabeza con la esperanza de ver qué estaba haciendo allí el desconocido en tanta quietud. Pero siempre se encontraba con la deformada sombra de anchos hombros y cabeza inclinada. Al parecer no se movía del sitio, como si estuviera meditando, o quizá leyendo un periódico. Del cuarto no salía el menor ruido.

El capataz retrocedió una vez mas. ¿Quién sería aquel individuo? ¿Algún monterista? Temía dejarse ver. Presentarse en tierra antes de transcurrir muchos días, sería, a su juicio, poner en peligro el tesoro. Dominado como tenía el espíritu por la idea del lugar en que estaba escondido, le parecía imposible que cualquier persona de Sulaco con quien tropezara no llegara a colegir con verdad lo ocurrido al verle tan pronto de regreso. Después de un par de semanas o cosa así, sería otra cosa. ¿Quién podría asegurar que no había vuelto por tierra desde alguno de los puertos situados fuera de los límites de la República? La existencia del tesoro embrollaba sus pensamientos con un sentimiento especial de angustia, como si su vida Rubiera quedado ligada a este hecho. De ahí que por el momento se sintiera tímido en aquella enigmática puerta iluminada. ¡Qué el diablo se lleve al prójimo ese! ¡Maldita la falta que me hace verle! Nada le diría su cara, fuera conocida o desconocida. Era una tontería perder el tiempo esperando.

A los cinco minutos escasos de haber entrado en el edificio, el capataz empezó a retirarse. Bajó las escaleras sin el menor percance, volvió la cara para echar una postrera mirada a la luz del descansillo y cruzó furtivamente a toda prisa el vestíbulo. Pero en el momento mismo de salir por la puerta principal, con el pensamiento fijo en no ser visto por el individuo que estaba en el piso superior, se le echó encima alguien a quien no había oído acercarse con pasos acelerados. Nostromo guardó silencio. El otro fue el primero en hablar con voz apagada por el asombro.

– ¿Quién es usted?

Nostromo había creído ya reconocer al doctor Monygham; ahora no tenía duda alguna. Vaciló durante un segundo. Ocurrióle la idea de escurrir el bulto sin decir una palabra. ¡Era inútil! Una repugnancia inexplicable a pronunciar el nombre con que se le conocía le mantuvo callado algunos momentos. Al fin dijo en voz baja:

– Un cargador.

Y avanzó hacia el doctor, que se había quedado medio muerto del susto. Levantó los brazos y expresó en voz alta su asombro, olvidándose de sí mismo ante lo prodigioso de aquel encuentro. Nostromo le recomendó en tono airado que bajara la voz. La Aduana no estaba tan desierta como parecía. Había alguien en la habitación iluminada del piso alto.

Nada desaparece tan pronto como la impresión de asombro causada por un hecho extraordinario. Solicitado sin cesar por las consideraciones que influyen en sus temores y deseos, el espíritu humano aparta sin esfuerzo su atención del lado maravilloso de los acontecimientos. Y así acaeció de la manera más natural posible que el doctor preguntó al hombre, a quien dos minutos antes había creído ahogado en el golfo:

– ¿Ha visto usted a alguno allá arriba?

– No, no le he visto.

Entonces, ¿Cómo lo sabe usted?

– Iba huyendo de su sombra cuando nos hemos encontrado.

– ¿De su sombra?

– Sí, de su sombra en el cuarto que tiene luz -respondió Nostromo con tono despectivo.

Apoyando la espalda en el muro del inmenso edificio, cruzados los brazos, bajó la cabeza, mordióse los labios y, sin mirar al doctor, pensó para sí: "Ahora empezará a preguntarme por el tesoro".

Pero los pensamientos del doctor andaban ocupados con un suceso no tan sorprendente como la aparición de Nostromo, pero más misterioso. ¿Por qué se había retirado de la ciudad Sotillo con todas sus tropas tan súbita y secretamente? ¿Qué podía esperarse de tal movimiento? El doctor cayó entonces en la cuenta de que el individuo del piso alto debía de ser uno de los oficiales, que el chasqueado coronel habría dejado detrás para comunicarle noticias.

– Creo que el sujeto que está arriba me espera a mí.

– Es posible.

– Necesito averiguarlo. No se vaya usted todavía, capataz.

– ¿Irme? ¿Adonde? -musitó Nostromo.

El doctor se había alejado ya. El otro continuó con la espalda pegada a la pared, mirando de hito en hito la oscura masa acuosa del puerto, mientras el chirrido de las cigarras llenaba sus oídos. Apoderóse de sus pensamientos una vaguedad invencible, privándole de la facultad de tomar una resolución.

– ¡Capataz! ¡Capataz! -gritó el doctor desde arriba en tono urgente.

La conciencia de hallarse arruinado, víctima de una traición, flotaba sobre su sombría indiferencia como sobre un mar estancado de betún. Con todo, se separó del muro y, volviéndose a mirar arriba, vio al doctor Monygham asomándose por la ventana iluminada.

– Suba usted a enterarse de lo que ha hecho Sotillo. No tiene usted nada que temer del hombre que está aquí.

La contestación fue una risa breve y sarcástica. ¡Temer a un hombre! ¡ El capataz de los cargadores de Sulaco temer a un hombre! Le ponía furioso que alguien pudiera hacer semejante indicación. Avivaba su ira la circunstancia de estar desarmado, y tener que ocultarse por el peligro que corría a causa del maldito tesoro, de tan poca importancia para los individuos que se lo habían atado al cuello. No podía echar de si aquella pesadilla. Para Nostromo el doctor representaba a todos esos individuos… Y ni siquiera le había preguntado por lo que había sido de la plata. Ni la menor curiosidad sobre la empresa más desesperada de su vida.

Revolviendo tales pensamientos, Nostromo cruzó de nuevo el cavernoso vestíbulo, donde el humo se había enrarecido considerablemente, y subió las escaleras, menos calientes ahora al contacto de sus pies, en dirección a la ráfaga de luz que brillaba en la parte superior. El doctor apareció en ella por un momento, agitado e impaciente.

– ¡Venga usted! ¡Venga!

En el momento de penetrar en la habitación, el capataz experimentó un sobresalto. El hombre no se había movido. Vio su sombra en el mismo sitio. Se estremeció y dio unos pasos con el sentimiento de estar a punto de aclarar un misterio.

Era muy sencillo. Por una fracción infinitesimal de segundo, a la luz de dos turbias y goteantes candelas, al través de una humareda fina, azulada y acre que le causaba escozor en los ojos, se le presentó el hombre de pie, tal como se lo había imaginado, de espaldas a la puerta, proyectando sobre la pared una sombra enorme y deformada. Con la rapidez de un relámpago recibió la impresión de la postura forzada del individuo con los hombros desplazados hacia adelante y la cabeza caída sobre el pecho. Luego distinguió los brazos atados a la espalda, retorcidos tan terriblemente, que las dos muñecas, esposadas, subían por encima de los omoplatos. Desde allí sus ojos siguieron con una mirada instantánea la correa que subía desde la atadura de las muñecas hasta una gruesa viga y bajaba luego a sujetarse a un gancho de la pared. No necesitó mirar las piernas rígidas ni los pies que colgaban lacios, con los dedos gordos, a unas seis pulgadas del piso, para comprender que al infeliz colgado le habían dado tormento hasta producirle un síncope. Su primer impulso fue abalanzarse a cortar la correa de un tajo. Buscó su cuchillo, pero no le tenía -¡ni siquiera un cuchillo! Se detuvo tembloroso; y el doctor, sentado, con los pies colgando, en el borde de la mesa, contemplaba pensativo el cruel y horrible espectáculo y murmuró sin moverse, con la barbilla apoyada en la mano:

– Torturado y muerto de un tiro que le ha atravesado el pecho. Se está quedando frío.

Esta información tranquilizó al capataz. Una de las candelas paveseó vacilante en el cañón de su soporte y se extinguió.

– ¿Quién ha hecho esto? -preguntó Nostromo.

– Sotillo, a no dudarlo. ¿Quién otro habría de ser? Torturado… pase. Pero ¿por qué matarle?

El doctor miró fijamente a Nostromo, que se encogió de hombros ligeramente.

– Y observe usted -prosiguió Monygham-; se le ha matado de pronto en un arrebato. Es evidente. Desearía saber que misterio hay aquí.

Nostromo, que había avanzado, se inclinó un poco para examinar el cadáver.

– Me parece haber visto esta cara en alguna parte -murmuró. -¿Quién es?

Él doctor volvió a fijar en él los ojos.

– Todavía puede ocurrirme que llegue a envidiar su suerte. ¿Qué piensa usted de esto, capataz, eh?

Pero Nostromo ni siquiera oyó las palabras anteriores. Tomó la candela que seguía ardiendo y la puso bajo de la cabeza caída, mientras el doctor, olvidándose del muerto, continuaba sentado, con la mirada perdida en el espacio. De repente el pesado candelero de hierro chocó en el suelo con estrépito, como arrancado de la mano de Nostromo.

– ¿Qué pasa? -interrogó el doctor, mirando sobresaltado.

Oyó la respiración anhelosa del capataz, que vaciló, apoyándose en la mesa, y al extinguirse la luz en la habitación, los cuadros negros de las ventanas aparecieron tachonados de estrellas.

– ¡Claro! ¡Es claro! -musitó para sí el doctor en inglés. -El espectáculo es bastante horrible para hacer crujir las coyunturas.

Nostromo sintió que el corazón le palpitaba en la garganta. Sentía vértigo. ¡Hirsch! ¡El hombre era Hirsch! Y, al reconocerle, se asió con fuerza al borde de la mesa.

– Se había escondido en la gabarra -dijo con voz alterada, casi voceando. Y luego siguió, bajando el tono: -En la gabarra, y… y…

– Y Sotillo le trajo aquí -añadió el doctor. -Usted se espanta de verle tanto como yo me espanté de verle a usted. Lo que desearía saber es qué atrocidades hizo con el finado para mover a alguna alma compasiva a matarle de un tiro.

– Entonces Sotillo sabe… -empezó Nostromo en una entonación más tranquila.

– Lo sabe todo -interrumpió el doctor.

Oyóse al capataz golpear la mesa con el puño.

– ¿Todo? ¿Qué me está usted diciendo? ¡Todo! ¿Lo sabe todo? ¡Es imposible! ¿Todo?

– Por supuesto. ¿A qué llama usted imposible? Le participo a usted que he oído interrogar a ese Hirsch la noche pasada, aquí, en este mismo cuarto. Tuvo noticia de usted, de Decoud, y de todo lo relativo al traslado de la plata… La gabarra fue partida en dos pedazos por la proa del vapor. La víctima de Sotillo se arrastraba ante él, presa de un terror abyecto, pero pudo recordar todo esto. ¿Qué más necesita usted? Menos cuenta daba de su propia persona. Le hallaron agarrado al áncora. Debió asirse a ella en el momento de irse al fondo la gabarra.

– ¿De irse al fondo? -repitió Nostromo lentamente. -¿Sotillo ha creído eso? ¡Bueno!

El doctor, algo impaciente, no acertaba a imaginar qué otra cosa podía nadie creer. Si. Sotillo creía que la gabarra se había ido a pique, y que el capataz de cargadores junto con Martín Decoud y tal vez uno o dos políticos fugitivos se habían ahogado.

– Con razón le dije a usted, señor doctor -contestó a esto el otro-, que Sotillo no lo sabía todo.

– ¡Cómo! ¿Qué quiere usted decir?

– Ignoraba por ejemplo, que yo no había muerto.

– Y nosotros le creíamos a usted ahogado, como lo creía Sotillo.

– Y a ustedes -a ninguno de ustedes, los caballeros que estuvieron en el muelle- les importó nada embarcar a un hombre de carne y hueso como ustedes con un encargo desatinado que no podía acabar bien.

– Olvida usted, capataz, que yo no estuve en el muelle, y que me pareció mal el traslado de la plata. No tiene usted, pues, motivo para culparme de ello. Pero le diré, amigo mío, que en aquellas circunstancias no estábamos para pensar en la muerte: a todos nos seguía de cerca. Usted había partido…

– Sí, por cierto, partido -interrumpió Nostromo. -Y ¿en beneficio de quién? Dígame usted.

– ¡Ah! Ese es asunto suyo -replicó el doctor con aspereza. -No me pregunte usted a mí.

El rumor de este diálogo se interrumpió en la oscuridad. Sentados sobre el borde de la mesa, con los rostros algo vueltos, cada uno al lado opuesto, sentían sus hombros en contacto y conservaban la vista dirigida a una forma erecta, casi indistinta en las tinieblas del local, y que, al proyectar hacia delante cabeza y hombros con la inmovilidad de un espectro, parecía estar atenta a coger todas las palabras de la conversación.

– ¡Muy bien! -musitó al fin Nostrorno. -Sea como usted dice. Teresa tenía razón. Ese es asunto mío.

– Teresa ha muerto -manifestó el doctor distraídamente, mientras en su mente se sucedían nuevas ideas sugeridas por lo que podía llamarse la resurrección de Nostromo.

– Sí, murió la pobre mujer.

– ¿Sin un sacerdote? -preguntó el otro con ansiedad.

– ¡Qué pregunta! ¿Quién hubiera podido procurarle un sacerdote la noche aquella?

– ¡Dios haya acogido su alma! -exclamó Nostromo con fervor sombrío y desesperado; y antes que el doctor Monygham tuviera tiempo de maravillarse, el capataz volviendo a su anterior tema, continuó en tono siniestro: -Sí, señor doctor. Como usted decía, es asunto mío. Y un asunto de lo mas desesperado.

– No hay en esta parte del mundo dos hombres capaces de salvarse a nado, como lo ha hecho usted -dijo el doctor en tono admirativo.

Y los dos hombres quedaron de nuevo en silencio. Ambos reflexionaban; y la diversidad de genios hacía que sus pensamientos se desenvolvieran en líneas divergentes. El doctor, impedido por su lealtad a los Goulds a tomar determinaciones arriesgadas, meditaba complacido en la combinación de circunstancias fortuitas que habían determinado la vuelta de aquel hombre para prestar su concurso valiosísimo en la empresa de salvar la mina de Santo Tomé. El doctor estaba pronto a sacrificarse por ella. A sus ojos de cincuentón se le representaba en forma de una mujer menudita, envuelta en fina bata de luenga cola, de cabeza graciosamente recargada por una profusa mata de cabello rubio, y con una alma de preciosa delicadeza, mezcla de gema y flor, que se revelaba en todos los gestos y posturas de su persona.

Al paso que se multiplicaban los peligros alrededor de la mina de Santo Tomé, esa ilusión adquiría fuerza, permanencia y autoridad. ¡Al fin sentía solicitado su concurso por el ideal a que rendía silencioso culto! Y este llamamiento, exaltado por un desasimiento espiritual de las sanciones ordinarias de esperanza y recompensa, daba por resultado el que los pensamientos, las acciones y la misma individualidad del doctor fueran en extremo peligrosos, tanto para él como para los demás, porque todos sus escrúpulos se desvanecían ante el vanidoso sentimiento de que su abnegación era la única barrera alzada entre una mujer admirable y un espantoso desastre.

Era una especie de embriaguez que, mientras embotaba la sensibilidad impidiéndole lamentar la desgracia de Decoud, le dejaba clara la inteligencia para comprender el alcance de su idea política. Era un proyecto magnífico; y Barrios el único instrumento con que podía realizarse. El alma del doctor, desecada y oprimida por la vergüenza de una desgracia moral, se desahogaba dando rienda suelta a sus predilecciones con una vehemencia implacable.

El regreso de Nostromo era providencial. No consideraba esa contingencia, animado de sentimientos humanitarios, alegrándose de que un semejante suyo hubiera escapado a las garras de la muerte. En el capataz sólo veía el único mensajero posible que enviar a Cayta. El hombre capaz de tal empresa. La desconfianza misantrópica que el doctor sentía por la humanidad (cuya amargura se fundaba en un fracaso personal) no le eximía totalmente de incurrir en las flaquezas comunes. Hallábase también dominado por el ascendiente de una reputación establecida. La fidelidad de Nostromo, propalada a son de trompeta por el capitán Mitchell, robustecida con la repetición y arraigada en el sentimiento general, no había sido puesta nunca en duda por el doctor Monygham, como un hecho positivo. Menos había de discutirla ahora que la necesitaba a todo trance. Aceptaba, como todo el mundo, la opinión corriente sobre la incorruptibilidad del capataz, sencillamente porque no había palabra ni acción que la contradijeran. Parecía formar parte del hombre, como sus patillas o sus dientes. Era imposible concebirle de otro modo.

La cuestión era si consentiría en emprender el viaje con una misión tan peligrosa y desesperada. Monygham era bastante observador para haber notado desde el principio de la entrevista algo especial en los modales del hombre. Sin duda era el despecho que le causaba la pérdida de la plata. "Será necesario ganarme toda su confianza", se decía con cierta penetración del fondo del carácter peculiar de Nostromo. El silencio de éste se hallaba dominado de tétrica irresolución, ira y recelo. A pesar de ello, fue el primero en romperlo.

– Lo de menos es la travesía a nado -dijo. -Lo anterior, lo anterior… y lo que viene después de eso…

Y no acabó de expresar su pensamiento, parándose en seco, como si ante él hubiera surgido un obstáculo infranqueable. Entretanto el doctor seguía meditando sus planes con sutileza maquiavélica. Poniendo en su acento toda la simpatía de que era capaz, comentó:

– Es una desgracia, capataz; pero a nadie le pasa por las mientes recriminarle a usted. Una gran desgracia. Desde luego afirmo que el tesoro no debió salir de la montaña. Decoud fue el que…, pero ya es muerto: no hay por qué hablar de él.

– No -asintió Nostromo, al callar el doctor-, no hay necesidad de hablar de los muertos. Pero yo no lo estoy todavía.

– Así es. Y por cierto que sólo un hombre de la intrepidez de usted hubiera podido salvarse.

Al hablar así, el doctor Monygham era sincero. Tenía elevado concepto del valor audaz de aquel hombre, a pesar de estimarle en poco por haber perdido la confianza en la humanidad en general a causa de la terrible caída moral que él mismo había dado. Habiendo tenido que arrastrar con sus solas fuerzas, durante el período en que anduvo errante por el interior del país no pocos peligros físicos, conocía bien el elemento más temible común a todos ellos: el sentimiento irresistible y paralizador de la debilidad humana, que abate al hombre en lucha con las fuerzas de la naturaleza, aislados lejos de la vista de sus semejantes. Por eso estaba admirablemente preparado para apreciar el arrojo que, según le pintaba su imaginación, había necesitado el capataz cuando, tras horas de tensión y angustia, se había arrojado de pronto a un abismo de agua y tinieblas, sin tierra ni cielo, luchando en el trance no sólo con ánimo firme, sino con ostensible éxito. Por supuesto, el hombre era un nadador incomparable -eso nadie lo ignoraba-; pero el doctor comprendía que la hazaña demostraba una fortaleza de espíritu todavía mayor. Esto le agradaba, permitiéndole augurar un éxito feliz para la ardua empresa que pensaba confiar al capataz, tan admirablemente restituido a sus antiguas funciones. Y en un tono de vaga adulación apuntó la observación:

– La oscuridad debió ser espantosa.

– La noche más negra del golfo -asintió brevemente el capataz, ablandado por el asomo de interés que el doctor manifestaba por conocer sus aventuras.

Dejó caer algunas frases describiendo lo ocurrido con afectada y arisca indiferencia. En aquel momento se sintió comunicativo. Aguardó nuevas demostraciones de aquella curiosidad, que, bien o mal recibidas por él, le restituyeran su antiguo ascendiente y fama, única pérdida grave en aquel encargo abominable del traslado de la plata. Pero el doctor, absorto en su peculiar proyecto, se había aferrado a proseguir en el mismo tema. Sin percatarse de lo que decía, dejó escapar una exclamación de pena.

– ¡Lástima que no haya usted pedido auxilio o encendido una luz…!

Esta salida inesperada dejó atónito al capataz por el atroz frío desconocimiento de su carácter, que reflejaba. Era como si hubiera dicho: "¡Lástima que no haya dado usted pruebas de ser un cobarde, o que no se haya usted cortado el cuello al verse en situación tan adversa!" Como es natural, creyó que el doctor se refería a su persona, cuando en realidad el último pensaba en el tesoro; y esto con muchas reservas mentales. La sorpresa y la indignación dejaron mudo al capataz, y las violentas palpitaciones del corazón le martilleaban los oídos, así que apenas se enteró de que el doctor seguía diciendo:

– Porque estoy convencido de que Sotillo, en apoderándose de la plata hubiera virado en redondo y navegado con rumbo a cualquier puerto poco importante de fuera de la República. Económicamente hubiera sido una pérdida, pero no tan grande como la de haberse ido a pique. En todo caso lo mejor hubiera sido tener el tesoro a mano e invertir una parte de él en comprar a Sotillo. Con todo, dudo que don Carlos se hubiera resuelto a hacerlo. No sirve para vivir en Costaguana, y eso es evidente, capataz. El último había dominado la furia, que zumbaba como una tempestad en sus oídos, a tiempo para oír el nombre de don Carlos. Parecióle salir de aquel estado convertido en otro hombre -un hombre que hablaba midiendo las palabras y con voz suave y reposada.

– ¿Y habría quedado satisfecho don Carlos de que yo entregara el tesoro?

– Por mi parte no extrañaría que a todos les pareciera ahora lo mejor -replicó el doctor con aire tétrico. -A mí nunca me consultó. Decoud es el que impuso su parecer. Supongo que los autores del proyecto de trasladar la plata habrán abierto los ojos a la hora presente. Yo sólo diré que si por un milagro volviera la plata al puerto, se la daría a Sotillo. Y tal como están las cosas, nadie me negaría su aprobación.

– Si por un milagro volviera al puerto -repitió el capataz muy bajo, y prosiguió, alzando la voz: -Eso, señor, sería un milagro mayor que todos los que hacen los santos.

– Lo creo, capataz-asintió secamente el doctor.

Y siguió exponiendo sus ideas sobre la peligrosa influencia de Sotillo en la situación; mientras el capataz, que le escuchaba como en sueños, se sentía tan postergado como la forma indistinta e inmóvil del muerto, que veía en postura vertical debajo de la viga, con aspecto de escuchar también, desatendido, olvidado, a modo de un terrible ejemplo del abandono e indiferencia de los hombres.

– De modo que, si acudieron a mí, ¿fue por un capricho irreflexivo y tonto? -interrumpió de repente. -¿No había hecho ya bastante por ellos, para que me tuvieran alguna consideración? ¡Por Dios! ¿O es que los hombres finos no tienen por qué inquietarse mientras haya un hombre del pueblo dispuesto a arriesgar su cuerpo y su alma? ¿Qué? ¿La gente del pueblo no tenemos alma? ¿Somos como los perros?

– Pero estaba de por medio Decoud con su plan -recordó de nuevo el doctor.

– ¡Sí! Y el ricacho de San Francisco, que también tenía que ver con ese tesoro… ¿qué se yo? ¡No! He oído demasiado. Me parece que a los ricos les está permitido todo.

– Comprendo, capataz… -empezó el doctor.

– ¿Qué capataz? -interrumpió Nostromo, esforzando la voz, pero sereno. -El capataz se acabó; ha muerto. No hay capataz. ¡Oh, no! Ustedes no hallarán más capataz.

– ¡Vamos!, ¡vamos! ¡Eso es infantil! -reconoció el doctor; y el otro se calmó al punto.

– La verdad es que he sido como un chicuelo -musitó. Y sus ojos volvieron a tropezar con el cadáver de la víctima, suspendido en su terrible inmovilidad, que parecía la paciente quietud de la atención. Luego preguntó en voz baja, con aire distraído:

– ¿Por qué Sotillo ha dado tormento a este infeliz? ¿Lo sabe usted? No hay tortura como la del miedo que padecía. Comprendo que le matara, porque no se podía sufrir el espectáculo de su angustia. Pero ¿a qué atormentarle de ese modo? No podía declarar más.

– No; no podía decir más. Cualquier persona sensata lo hubiera comprendido así. Pero debe usted saber una cosa, capataz. Sotillo no quiso creer lo que dijo. Ni una palabra.

– ¿Qué es lo que no quiso creer? No comprendo.

– Yo sí, porque le he visto. Se niega a creer que se haya perdido el tesoro.

– ¿Qué? -interrogó el capataz en tono descompuesto.

– ¿Le sorprende a usted, eh?

– ¿Quiere usted decir, señor -prosiguió Nostromo con intención y como poniéndose en guardia-, que, ajuicio de Sotillo, el tesoro se ha salvado por algún medio?

– ¡No!, ¡no! Eso sería imposible -replicó el doctor convencido; y Nostromo profirió un refunfuño en la oscuridad. -Eso sería imposible. Cree Sotillo que la plata no estaba en la gabarra cuando se hundió. Está convencido de que toda la comedia de embarcarla ha sido un artificio para engañar a Camacho y sus nacionales, a Pedrito Montero, al señor Fuentes, nuestro nuevo jefe político, y a él mismo. Pero dice que él no es tan tonto.

– Entonces está loco, o es el mayor imbécil que jamás llevó el título de coronel en este desgraciado país -gruñó Nostromo.

– Su razonar no es más disparatado que el de muchos hombres -dijo el doctor. -Se ha persuadido de que el tesoro puede hallarse, porque desea apasionadamente apoderarse de él. Además teme que los oficiales se le subleven y se pasen a Pedrito, a quien no tiene el valor de combatir ni de reconocer. ¿Comprende usted, capataz? Mientras quede alguna esperanza de echar la garra a esa enorme cantidad de plata, no tiene que inquietarse por deserciones. Yo he puesto empeño en mantener viva esa esperanza.

– ¿De veras? -inquirió el capataz con cautela. -Bien; es admirable. Y ¿por cuánto tiempo piensa usted seguir con esa tarea?

– Mientras pueda.

– ¿Qué quiere decir eso?

– Se lo diré a usted claramente: mientras viva -replicó el doctor con acento obstinado, y a continuación refirió en pocas palabras la historia de su arresto y los pormenores de su liberación. -Cuando nos hemos encontrado, me disponía a entrevistarme de nuevo con ese estúpido canalla.

Nostromo había escuchado con profunda atención.

– Por lo visto usted ha tomado la resolución de morir pronto -murmuró entre dientes.

– Tal vez, mi ilustre capataz -asintió el doctor con aire tétrico. -No es usted aquí el único que puede ver a dos pasos una muerte horrible.

– Indudablemente -masculló el otro, bastante alto para ser oído a distancia. -Puede haber mas de dos tontos en este sitio. ¿Quién sabe?

– Y ese es asunto mío -dijo el doctor secamente.

– Como fue cosa mía el traslado de la maldita plata -replicó Nostromo. -Comprendo. Bueno. Cada uno de nosotros tiene sus razones. Pero usted fue el último con quien hablé antes de partir y me trató usted como si fuera un mentecato.

A Nostromo le disgustaba profundamente la ironía burlesca con que el doctor solía aludir a su gran reputación. El tonillo escéptico con que lo hacía también Decoud le molestaba menos, porque la familiaridad de un hombre como don Martín halagaba su amor propio, mientras que el doctor no era nada. Le recordaba hecho un perdido y sin un céntimo, renqueando por las calles de Sulaco, privado de amistades y relaciones, hasta que don Carlos le tomó para el servicio de la mina.

– Usted podrá ser todo lo avisado que quiera -continuó Nostromo, pensativo, paseando la mirada por el oscuro ambiente de la habitación, ocupado por el lúgubre enigma del torturado y asesinado Hirsch. -Pero no soy tan tonto como cuando salí con la gabarra. Desde entonces he aprendido algo, y entre otras cosas, que usted es un hombre peligroso.

Esta salida le cogió tan de sopetón al doctor Monygham, que, sobresaltado apenas pudo decir:

– ¿Qué dice usted?

– Si el muerto pudiera hablar, diría lo mismo que yo -prosiguió Nostromo con una inclinación de cabeza, que se proyectaba en silueta contra la ventana débilmente iluminada por las estrellas.

– No le entiendo a usted -volvió a decir Monygham con voz débil.

– ¿No? Pues si usted no hubiera confirmado a Sotillo en su manía, tal vez no se hubiera dado tanta prisa en aplicar la tortura a ese desgraciado Hirsch.

El doctor se estremeció ante la indicación. Pero, dominado enteramente por su afecto a los Gould, se le había endurecido el corazón para no sentir remordimiento ni lástima. Con todo, para su mayor tranquilidad, creyó necesario repeler la acusación en tono enérgico y despectivo.

– ¡Bah! Se atreve usted a decirme eso, en el caso de un hombre como Sotillo. Confieso que no pensé para nada en Hirsch. Por supuesto, de nada hubiera servido. Todo el mundo puede ver que el infeliz estaba condenado a perecer desde el momento en que se agarró al áncora. Estaba perdido, se lo aseguro a usted. Como lo estoy yo… casi con toda seguridad.

Tal fue la contestación del doctor Monygham a la invectiva de Nostromo bastante fundada para intranquilizarle la conciencia. Realmente no la tenía encallada en términos de ser insensible al mal ajeno; pero la necesidad, la magnitud y la importancia de la empresa que se había echado encima, empequeñecían todas las consideraciones de mera humanidad. Había resuelto trabajar con todas sus fuerzas por la salvación de la mina, y lo hacía con verdadero fanatismo. Y no es que encontrara en ello placer alguno. La mentira y el fraude, aun dirigidas contra el más vil de los hombres, le eran odiosos por educación, por instinto y por tradición. Cometer aquellas bajezas y hacer el oficio de traidor eran cosas abominables para su genio y horribles para sus sentimientos. El menguado concepto que tenía de sí propio le había movido a rebajarse a tan innoble sacrificio, diciéndose con amargura: "Soy el único apropiado para una labor de esta índole." Y lo creía así. No era capaz de sutiles cavilosidades. Con toda sencillez, sin acariciar ninguna idea heroica de buscar la muerte, experimentaba una secreta satisfacción y consuelo en exponerse a un peligro bastante grave. En tal situación de ánimo, la desgraciada muerte de Hirsch se le representaba como una pequeña parte de los horrores de que era teatro el país. Consideraba aquel episodio por su lado práctico. ¿Cuál era su significación? ¿Indicaba algún cambio peligroso en las ilusiones de Sotillo? Lo que el doctor no se explicaba era que se hubiera matado a Hirsch de aquel modo.

– A tiros de revólver. ¿Por qué? -musitaba para sí.

Nostromo guardaba absoluto silencio.

Capítulo IX

Luchando con angustia entre dudas y esperanzas, abatido por el solemne companeo que celebraba la llegada de Pedrito Montero, Sotillo había pasado la mañana esforzándose por sobreponerse al desasosiego de su espíritu, sin poderlo conseguir a causa de la vanidad que le dominaba y de la violencia de sus pasiones. El desengaño, la codicia, la rabia y el miedo formaban en el pecho del coronel un tumulto más estrepitoso que el ruido ensordecedor de las campanas. Ninguno de sus planes se había realizado. Ni Sulaco, ni la plata de la mina, habían caído en su poder. No había realizado ninguna hazaña militar que consolidara su situación, ni obtenido un cuantioso botín que le permitiera retirarse. Pedrito Montero le infundía miedo, ya como amigo, ya como enemigo. El volteo de las campanas le enloquecía.

Imaginándose en un principio que podría ser atacado inmediatamente, había mandado a su batallón permanecer sobre las armas en la playa. En la habitación que ocupaba en la Aduana iba y venía de un extremo a otro, parándose a veces para morderse las uñas de la mano derecha con los ojos fijos en el piso, tristes y soslayados; y luego los alzaba echando alrededor una mirada hostil y sombría, y recomenzaba sus paseos en salvaje aislamiento. Había dejado sobre la mesa el sombrero, el látigo, la espada y el revólver. Sus oficiales, apiñados en la ventana que miraba a la puerta de la ciudad, se disputaban el uso de los gemelos de campo, comprados por su jefe a crédito el año anterior en el bazar de Anzani. Pasaban de mano en mano, y el último que los tenía por el momento en su poder era acosado por ansiosas preguntas.

– No hay nada; no hay nada que ver -repetía impaciente.

Así era: no había nada. Y, cuando el piquete destacado en los bosques cerca de la casa Viola recibió orden de retroceder para incorporarse al cuerpo principal, no se notaba el menor movimiento de vida en la faja de terreno polvoriento y árido comprendido entre la ciudad y las aguas del puerto. Pero, ya bastante avanzada la tarde, apareció un jinete saliendo por la puerta de la ciudad y avanzando intrépidamente en dirección a la Aduana. Era un emisario del señor Fuentes. Como venía solo se le permitió acercarse. Desmontó a la entrada del edificio, saludó con jovial impudencia a los circunstantes y pidió ser presentado inmediatamente al muy valiente coronel.

El señor Fuentes, al entrar en sus funciones de jefe político, había dirigido sus talentos diplomáticos a obtener el dominio del puerto y de la mina. El hombre elegido para negociar con Sotillo era un notario publico, a quien la revolución había sorprendido languideciendo en la cárcel común, acusado de falsificar documentos. Libertado por las turbas, junto con las demás "víctimas de la tiranía de los blancos", se había apresurado a ofrecer sus servicios al nuevo gobierno.

Había partido resuelto a desplegar el mayor celo y elocuencia posibles para inducir a Sotillo a entrar solo en la ciudad y celebrar una conferencia con Pedrito Montero. Nada estaba más lejos de las intenciones del coronel. La mera idea de ponerse en manos del famoso Pedrito le había causado varias veces hondo malestar. Eso, ni pensarlo: era una locura. Y también lo era declararse en franca hostilidad. Haría imposible la búsqueda sistemática del tesoro, de aquella enorme cantidad de plata que le parecía sentir en las inmediaciones, olfatear en un lugar cercano. Pero ¿dónde? ¡Cielos! ¿Dónde? ¡Oh! ¿Por qué había dejado partir al doctor? ¡Qué estupidez la suya! Pero, no: era lo único que se debía hacer, pensaba febrilmente, mientras el mensajero aguardaba abajo en agradable charla con los oficiales. En el verdadero interés de aquel canalla de doctor estaba el regresar con noticias positivas. ¿Y si había algo que se lo impidiera, como, por ejemplo, una prohibición general de dejar la ciudad? Tal vez hubiera patrullas.

El coronel, cogiéndose la cabeza con las manos, giraba sobre sus pasos, como herido de vértigo. Un relámpago de cobarde inspiración le sugirió un arbitrio, no desconocido de los estadistas europeos cuando desean aplazar una negociación difícil. Con botas y espuelas se acomodó en la hamaca con un apresuramiento que no se avenía bien con su dignidad. Con la tensión nerviosa producida por sus graves cuidados, se le había puesto amarillo el bien proporcionado rostro, y afilado el caballete de la correcta nariz, cuyos audaces orificios aparecían empequeñecidos y pellizcados. La mirada acariciadora y suave de sus bellos ojos se había apagado y aun descompuesto, porque los globos lánguidos, en forma de almendra, estaban inyectados de sangre a consecuencia de prolongados y siniestros insomnios. Habló al sorprendido mensajero del señor Fuentes con voz sorda y agotada, que salía con debilidad conmovedora de la espesa cubierta de ponchos tendida sobre su elegante figura hasta los negros bigotes, caídos, lacios, indicando postración física e incapacidad mental.

La fiebre, una fiebre grave, tenía abatido al muy valiente coronel. Una mirada extraviada y vagarosa, causada por los pasajeros espasmos de un ligero cólico que se había declarado de pronto, y el castañeo de los dientes, originado del terror reprimido, presentaban un aspecto tan vivo y real, que impresionaron al emisario. Eran los calofríos de la fiebre. El coronel manifestó que le era imposible pensar, atender ni hablar. Fingiendo un esfuerzo sobrehumano, balbució que no se hallaba en estado de dar una respuesta adecuada, ni de cumplir ninguna orden de Su Excelencia. Pero ¡mañana!, ¡mañana! ¡Ah!, ¡mañana! Que Su Excelencia don Pedro estuviera tranquilo. El bravo regimiento de Esmeralda ocupaba el puerto…, ocupaba… Y, cerrando los ojos, volvió a un lado y otro la dolorida cabeza, como un enfermo medio delirante, ante la escudriñadora mirada del enviado, que tuvo necesidad de inclinarse sobre la hamaca para recoger las penosas y entrecortadas frases del enfermo.

Entretanto el coronel Sotillo confiaba en que los sentimientos humanitarios de Su Excelencia permitieran regresar de la ciudad al doctor, al doctor inglés con su caja de medicinas extranjeras, para asistirle. Rogaba con encarecimiento a su merced, el caballero allí presente, que le hiciera el favor de preguntar en la casa Gould, al pasar por ella, si estaba allí el doctor inglés, como era probable, y decirle que el coronel Sotillo, enfermo de fiebre en la Aduana, demandaba sus servicios inmediatos. "Se le necesitaba sin demora, con la mayor urgencia: se le aguardaba con impaciencia extrema. ¡Y un millón de gracias por todo!"

Cerró los ojos fatigado y no quiso volverlos a abrir, permaneciendo inmóvil, sordo, mudo, insensible, abrumado, vencido, postrado, aniquilado por la terrible enfermedad.

Pero no bien el otro hubo cenado tras sí la puerta y salido al descansillo, el coronel saltó con ambos pies sobre un montón de cubiertas de lana. Enredáronsele las espuelas en un rebujón de ponchos y estuvo a punto de caer de cabeza, no logrando recobrar el equilibrio hasta que estuvo en medio de la habitación. Luego se ocultó tras unas celosías medio cerradas y se puso a escuchar lo que pasaba abajo.

El emisario había montado ya, y volviéndose a los oficiales ociosos que ocupaban la entrada principal, se quitó el sombrero ceremoniosamente.

– Caballeros -dijo en voz muy alta-, permítanme ustedes recomendarles que cuiden mucho a su coronel. De gran honra y satisfacción me ha servido ver en ustedes una excelente compañía de hombres que practican la virtud militar de la paciencia, permaneciendo en este lugar tan ingrato, con exceso de sol y sin agua que beber, mientras una ciudad, abundante en vino y mujeres hermosas, tiende sus brazos para recibir a unos valientes, como ustedes. Caballeros, tengo el honor de saludarlos. Esta noche se bailará mucho en Sulaco. ¡Adiós!

Pero refrenó el caballo e inclinó la cabeza a un lado al ver avanzar al viejo comandante. Muy alto y seco, metido en una especie de casacón estrecho que le llegaba a los tobillos, parecía el asta de la bandera del regimiento con la tela enrollada.

El inteligente veterano, después de enunciar en tono dogmático la proposición general de que "el mundo estaba lleno de traidores", siguió pronunciando con calor el panegírico de Sotillo. Extendióse enfáticamente en atribuirle todas las virtudes imaginables, y resumió sus elogios en la expresiva frase, común entre la clase baja de los occidentales (especialmente en los alrededores de Esmeralda):

– Y es -concluyó alzando de improviso la voz-, y es un hombre de muchos dientes. Sí, señor. En cuanto a nosotros -prosiguió portentoso y grave- su merced está contemplando el mejor cuadro de oficiales de la República, hombres de sin igual valor e inteligencia, y "hombres de muchos dientes".

– ¿De veras? ¿Todos ellos? -inquirió el maligno mensajero del señor Fuentes con un asomo de risa socarrona.

– Todos, sí, señor -afirmó solemnemente el comandante con convicción. -Hombres de muchos dientes.

El otro hizo girar su caballo poniéndole frente al portal, que parecía la entrada de una casa de labor abandonada. Se alzó sobre los estribos y extendió un brazo. Era un granuja bromista, nacido en las provincias centrales, y que por lo mismo tenía en poco a los habitantes de la provincia occidental. La tontería de los esmeraldinos provocaba de un modo especial sus despectivas chacotas. Empezó a pronunciar un discurso sobre Pedro Montero con serio y aparatoso continente. Gesticulaba como si intentara reproducir ante ellos la imagen del caudillo. Y cuando vio que todos los rostros estaban atentos, y todas las miradas pendientes de sus labios, enumeró en voz alta una lista de perfecciones:

– Generoso, valiente, afable, profundo -se descubrió en un arrebato de entusiasmo-, gran estadista, invencible caudillo de los hombres que le siguen -bajó la voz, dándole una entonación profunda-, y ¡un dentista!, ¡con instrumental completo para extraer piezas dentarias!

Partió al instante a buen paso. Con las piernas esparrancadas y tendidas, los pies vueltos hacia afuera, la espalda erguida y el sombrero echado atrás sobre los hombros cuadrados e inmóviles, era la imagen de la impudencia ilimitada y horrible.

Arriba, detrás de las celosías, Sotillo permaneció largo tiempo en observadora quietud. La audacia de aquel prójimo le espantó. ¿Qué estarían diciendo abajo sus oficiales? No decían nada. Silencio completo. Se echó a temblar. No creyó hallarse en tales circunstancias a la altura en que estaba su expedición. Habíase imaginado triunfante, indiscutido objeto de adulaciones, ídolo de los soldados, valorando con secreta complacencia las agradables alternativas del poder y la riqueza, brindadas a su elección. ¡Ah! |Qué desencanto! Medio loco, inquieto, postrado, ardiendo en rabia o helado de terror, sentía una amenazadora inseguridad que le rodeaba por todas partes, tan insondable como el mar. El canalla del doctor debía traerle la información que necesitaba. Era evidente. A él solo de nada le serviría; no podía hacer nada con ella. ¡Maldición! El doctor no volvería, porque probablemente estaba ya arrestado, preso con Don Carlos.

Prorrumpió en locas carcajadas. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja! Pedrito Montero es el que iba a obtener la información sobre el paradero de la plata ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!…, y se apoderaría de ella. ¡Ja!

De repente, en medio de la risa, se quedó inmóvil y mudo, como petrificado. También él tenía un prisionero. Un prisionero que debía, sí. debía saber la verdad; toda entera. Habría que hacerle cantar. Y Sotillo, que no había olvidado enteramente a Hirsch en todo el tiempo transcurrido desde su captura, experimentaba una repugnancia inexplicable ante la idea de tener que recurrir a procedimientos extremos.

Esa repugnancia nacía en parte del temor insondable que sentía a todo cuanto le rodeaba. Recordó, también contra su voluntad, los dilatados ojos del comerciante de pieles, sus contorsiones, sus alharaquientos sollozos y protestas. Y lo ingrato del recuerdo no era efecto de compasión, ni aun de mera sensibilidad nerviosa. El hecho era que, aunque Sotillo no había creído por un momento el relato de Hirsch -no podía creerlo, nadie podía creer semejante tontería-, con todo, aquellos acentos de sinceridad desesperada le causaban desagradable impresión. Le ponían enfermo.

Sospechaba, además, que el hombre se hubiera vuelto loco de miedo. De un loco no se puede sacar nada. ¡Bah! ¡Fingimiento! ¡Nada más que fingimiento! El sabría la manera de habérselas con aquella farsa.

Armóse de dureza inflexible, elevada al grado sumo de la ferocidad. Sus ojos miraron con un leve estrabismo; dio unas palmadas, y apareció sin hacer ruido un ordenanza descalzo, un cabo con la bayoneta pendiente sobre el muslo y un garrote en la mano.

El coronel dictó sus órdenes, e inmediatamente el desgraciado Hirsch, empujado por varios soldados, compareció ante el jefe militar, que estaba horriblemente ceñudo, sentado en amplio sillón, con el sombrero puesto, las rodillas separadas, los brazos en jarras, dominador, imponente, irresistible, altanero, sublime, terrible.

Hirsch, los brazos atados a la espalda, había sido recluido violentamente en uno de los cuartos más pequeños. Durante muchas horas permaneció, al parecer olvidado, tendido medio exánime en el piso. De aquella soledad, donde yació presa de desesperación y espanto, fue arrancado brutalmente a puntapiés y golpes, insensible, sumido en estupefacción. Oyó las amenazas y las exhortaciones, y luego dio a las preguntas las contestaciones anteriores, con la barbilla hundida en el pecho, las manos atadas a la espalda, oscilando un poco frente a Sotillo y sin alzar nunca los ojos. Cuando se le forzaba a levantar la cabeza poniéndole bajo de la mandíbula la punta de la bayoneta, su mirada aparecía vagarosa y como extática, mientras gotas de sudor, gruesas como guisantes, corrían por la roña, erosiones y arañazos de su pálido rostro. Después pararon de pronto.

Sotillo le miró en silencio.

– ¿Quiere usted renunciar a su obstinación, canalla? -preguntó.

Para entonces una cuerda, sujeta a las muñecas del señor Hirsch, había sido pasada por encima de una viga, y tres soldados asían el otro extremo, esperando. El interrogado no contestó. Su grueso labio inferior cayó estúpidamente. Sotillo hizo una señal, e Hirsch fue levantado en alto quedando con los pies en el aire. Un grito de desesperación y agonía estalló en el cuarto, se difundió por los corredores del gran edificio, desgarró el aire del exterior, hizo que todos los soldados acampados en el puerto miraran a las ventanas, y sobresaltó a varios oficiales que charlaban en el patio con acaloramiento y orillándoles los ojos, mientras otros, con los labios apretados, miraban tristemente al suelo.

Sotillo, seguido de los soldados, había dejado el cuarto. El centinela del descansillo presentó el arma. Hirsch siguió gritando enteramente solo, detrás de las celosías medio cerradas, mientras la luz solar reflejada por el agua del puerto formaba en lo alto de la pared una zona de ondulaciones luminosas en perpetuo movimiento. Gritaba con las cejas contraídas y la boca abierta -increíblemente abierta, negra, enorme, poblada de dientes-, cómica.

En el quieto y abrasado aire de aquella tarde sin brisa, la víctima hizo llegar los clamores de su martirio hasta las oficinas de la Compañía O.S.N. El capitán Mitchell, que estaba en el balcón espiando los alrededores, los oyó débiles, pero distintos, y el apagado y terrible son persistió en sus oídos después de retirarse al interior con semblante pálido. Varias veces había tenido que apartarse del balcón aquella tarde.

Sotillo, irritable, caprichoso, paseaba inquieto de un lado a otro, celebraba consultas con sus oficiales, y daba órdenes contradictorias con voz chillona que resonaba en todo el desierto edificio. De cuando en cuando sobrevenían largos y temerosos silencios. Varias veces entró en el cuarto de tortura, donde yacían sobre una mesa su espada, fusta, revólver y anteojos de campo, a preguntar con forzado sosiego:

– ¿Confiesa ya usted la verdad ahora? ¿No? Yo puedo aguardar.

Pero no le era dable hacerlo por largo tiempo. Eso era la verdad. Cada vez que entraba y salía dando un portazo, el centinela del descansillo presentaba armas y recibía en cambio una mirada feroz, venenosa, inquieta, que en realidad no veía absolutamente nada, siendo la mera reflexión del alma, agitada por un odio sombrío, por la indecisión, la avaricia, el furor.

El sol se había puesto cuando hizo otra visita más a la víctima. Un soldado introdujo dos velas encendidas y salió cerrando la puerta sin ruido.

– ¡Habla, judío, hijo del diablo! ¡La plata! ¡La plata, digo! ¿Dónde está? ¿Dónde la tenéis escondida los canallas extranjeros? Confiesa o…

Un leve estremecimiento vibró en la cuerda tirante con el temblor de los brazos retorcidos; pero el cuerpo del señor Hirsch, emprendedor negociante de Esmeralda, pendía bajo la gruesa viga, perpendicular y silencioso, dando frente al coronel con expresión terrorífica. Una corriente de aire nocturno, enfriado por las nieves de la Sierra, difundió gradualmente una deliciosa frescura por el cálido ambiente de la habitación.

– Habla, ladrón, canalla, pícaro, o…

Sotillo había empuñado la fusta y estaba de pie con el brazo en alto. Por una palabra, por la más leve indicación se sentía dispuesto a arrodillarse, a suplicar, a arrastrarse por el suelo ante la mirada inconsciente y turbia de aquellos ojos fijos, saliéndose de un rostro sucio, cubierto por una barba en desorden, caído, con la boca cerrada y torcida. El coronel rechinó los dientes con rabia y descargó un golpe. La cuerda vibró con lentitud al impulso del choque, como el largo alambre de un péndulo que empieza a oscilar; pero el movimiento no se comunicó al cuerpo del señor Hirsch, el conocido comerciante en pieles de la costa. Con un esfuerzo espasmódico de los distendidos brazos se elevó bruscamente unas pulgadas, retorciéndose sobre sí mismo como un pez colgando de la cuerda de una caña de pescar. La cabeza del infeliz, echada violentamente atrás, mostraba la garganta distendida y la barbilla temblando. Por un momento el castañeteo de sus dientes llenó el vasto y sombrío salón, donde las candelas formaban un cerco iluminado alrededor de dos llamas ardiendo una al lado de la otra. Y mientras Sotillo, de pie con la mano levantada, aguardaba que hablase, el colgado, con una repentina mueca y un movimiento hacia adelante de los dislocados hombros, le lanzó violentamente al rostro un salivazo.

Cayó la fusta levantada, y el coronel retrocedió de pronto profiriendo una sorda exclamación de pena, como si hubiera caído sobre él la aspersión de un veneno mortífero. Rápido como el pensamiento, tiró del revólver y disparó dos veces. Las detonaciones y repercusión de los tiros convirtieron al punto el arrebatado impulso de rabia en una paralización estúpida. Quedóse inmóvil, caída la mandíbula y petrificados los ojos. ¿Qué es lo que había hecho, Sangre de Dios? ¿Qué había hecho? Sintió un terror abyecto ante su acción irreflexiva que sellaba para siempre unos labios capaces de tantas revelaciones. ¿Qué podía decir? ¿Cómo había de explicarlo? Por su mente pasaron ideas de huir, sin detenerse, a cualquier parte; hasta le asaltó el pensamiento cobarde y absurdo de esconderse debajo de la mesa.

Era demasiado tarde; sus oficiales habían irrumpido tumultuosamente en la habitación con gran estrépito de vainas, clamoreando con asombro y extrañeza. Pero, al ver que no se lanzaban contra él y le traspasaban el pecho a estocadas, se sobrepuso de la impudencia de su carácter. Recobró el dominio de sí mismo y se reanimó, pasándose por la cara la manga del uniforme. Su truculenta mirada se volvió imperiosa a un lado y a otro, cortando el ruido donde se posaba; y el cuerpo rígido del asesinado señor Hirsch, comerciante, después de oscilar de un modo imperceptible, dio media vuelta y quedó en reposo entre murmullos de sorpresa e inquietos patuleos. Una voz comentó en voz alta:

– He aquí un hombre que no dirá ya una palabra.

Y otra, desde la fila posterior de rostros, preguntó tímida y suplicante:

– ¿Por qué le ha matado usted, mi coronel?

– Porque lo ha confesado todo -respondió Sotillo con la audacia de la desesperación.

Se sintió acorralado, pero afrontó el trance con el mayor descaro, y con bastante buen éxito, gracias a su reputación. Los oficiales le creían capaz de tal violencia, y se mostraron dispuestos a admitir sus explicaciones, que halagaban las esperanzas de adueñarse de la plata. No hay credulidad tan ciega y vehemente como la inspirada por la codicia, que en su dominio universal mide la miseria moral e intelectual del linaje humano. ¡Ah! Lo había confesado todo aquel obstinado judío, aquel bribón. ¡Bueno! Entonces no se le necesitaba más. El capitán más antiguo, tipo de cabeza gorda, ojos pequeños redondos y cara monstruosamente achatada, siempre rígida como si fuera de estuco, prorrumpió de pronto en una carcajada sorda. El viejo comandante, alto y fantásticamente cubierto de un casacón harapiento, hecho un fantasmón, daba vueltas alrededor de la víctima, musitando para sí, con inefable complacencia, que ahora no era preciso guardarse de las futuras traiciones de aquel pillo. Los demás contemplaron fijamente el cadáver, apoyándose ya en un pie, ya en otro, y haciendo comentarios en voz baja.

Sotillo se ciñó la espada y dio órdenes perentorias y breves de apresurar la retirada, ya resuelta, aquella misma tarde. Siniestro, autoritario, con el sombrero echado sobre las cejas, salió el primero por la puerta con tal turbación de ánimo, que se olvidó enteramente de dar instrucciones para el caso probable de que regresara el doctor Monygham. Al salir en tropel detrás de su jefe los oficiales, uno o dos volvieron la cabeza para echar una furtiva mirada al cuerpo exánime del señor Hirsch, comerciante de Esmeralda, que pendía en rígida quietud, solo, con dos velas encendidas. En el salón desierto la sombra deformada de la cabeza y hombros sobre la pared tenía cierto aire de vida.

Abajo, las tropas, después de formar en silencio, rompieron la marcha por compañías sin ruido de tambores ni trompetas. El esperpento del viejo comandante mandaba la retaguardia. Dejó atrás un piquete con orden de incendiar la Aduana y "quemar el cadáver del traidor judío donde estaba colgado", pero en su apresuramiento no aguardaron a que la escalera empezara a arder debidamente.

El cuerpo del señor Hirsch quedó solo por algún tiempo en la triste soledad del inacabado edificio, donde resonaban lúgubremente repentinos golpes de puertas y ventanas, rechinar de cerrojos y picaportes, chirridos de trozos de papel rodando por los corredores, y los trémulos suspiros de las ráfagas de viento que pasaban por debajo del techo alto. Las dos candelas que ardían ante el perpendicular y yerto cadáver enviaban a lo lejos un débil resplandor sobre la tierra y el agua, como una señal de aviso en la oscuridad de la noche. Allí quedó el ejecutado Hirsch para sobresaltar a Nostromo con su presencia y llenar de perplejidades al doctor Monygham sobre el misterio de su atroz fin.

– ¿Por qué matarle a tiros? -se preguntó de nuevo el doctor con su voz perceptible.

Esta vez fue contestado por una risa seca de Nostromo.

– Parece usted interesarse mucho por una cosa muy natural, señor doctor. Y yo me pregunto: ¿qué razón hay para ello? Es muy probable que no tardemos los dos en ser fusilados, uno tras otro, si no por Sotillo, por Pedrito, Fuentes o Camacho. Y hasta podrían darnos tormento o hacer con nosotros otra barbaridad peor… ¿quién sabe?…, sobre todo habiéndole usted metido en la cabeza a Sotillo esa maldita historia de la plata.

– La historia la tenía ya él dentro -protestó el doctor. -Yo sólo…

– Si: usted te confirmó en ella de tal modo que ni el mismo diablo…

– Eso es precisamente lo que me había propuesto -interrumpió el doctor.

– Eso es lo que usted se había propuesto. Bueno. Nada: lo que digo. Es usted un hombre peligroso.

Sus voces, que, sin levantarse, habían tomado el tono de disputa, cesaron de repente. El muerto señor Hirsch, proyectándose erecto y sombrío contra el cielo estrellado, parecía estar atento, guardando un silencio imparcial.

Pero el doctor Monygham no quería reñir con Nostromo. En el supremo trance en que a la sazón se hallaba la suerte de Sulaco, había llegado a grabarse en su ánimo la idea de que aquel hombre era realmente indispensable, más de lo que podía figurarse el capitán Mitchell, su infatuado descubridor, y mucho más de lo que pretendía el escéptico y burlón Decoud, cuando le llamaba con sorna "mi ilustre amigo, el único capataz de cargadores". Efectivamente: el hombre era único. No "uno entre millares", sino absolutamente el único. El doctor se rendía a la evidencia. Había algo en el genio de aquel marino genovés que dominaba los destinos de grandes empresas y de muchas personas, los de Carlos Gould y los de una mujer admirable. Al ocurrirle esto último, el doctor tuvo que mondarse la garganta antes de poder hablar.

Mudando enteramente de tono, indicó al capataz que desde luego su persona no corría gran peligro, mientras todo el mundo le creyera ahogado al irse a pique la gabarra. Era una ventaja enorme. Le bastaba mantenerse oculto en la casa Viola, donde según era público, el viejo garibaldino vivía solo velando el cadáver de su esposa, fallecida la noche anterior. La servidumbre había huido toda. Nadie pensaría en buscarle allí, ni en ninguna parte del mundo, por cuestión del tesoro.

– Eso sería mucha verdad -replicó Nostromo con aspereza- si yo no me hubiera encontrado con usted.

Por algún tiempo el doctor guardó silencio.

– ¿Quiere usted decir que pienso delatarle a usted? -interrogó con voz insegura. -¿Por qué? ¿Ganaría algo con ello?

– ¿Qué se yo? ¿Por qué no? Tal vez lograra ganar un día. El tiempo que empleara Sotillo en darme tormento y ensayar acaso otras cosas, antes de atravesarme a balazos el corazón…, como lo ha hecho con ese pobre desgraciado. ¿Por qué no?

El doctor sintió anudársele la garganta, que se le había quedado seca en un momento. Y no era de indignación. El doctor, dominado por un exceso de sentimentalismo, creía haber perdido el derecho a indignarse con nadie ni por nada. Era miedo sencillamente. ¿Habría el hombre oído su historia por casualidad? Si era así, nada podría conseguir de él, pues le rechazaría a causa de la indeleble mancha que precisamente le habilitaba para sus viles gestiones de adulación y engaño. Monygham se sintió invadido de un hondo malestar. Cualquier cosa hubiera dado por conocer lo que el capataz sabía de sus malandanzas con Bento, pero no se atrevió a esclarecer sus dudas. El fanatismo de su sacrificio por los Gould, sostenido por la conciencia de su infamia, endureció su corazón anegándolo en tristeza e irónico despecho.

– ¿Conque por qué no? -repitió con un dejo sarcástico-. Entonces lo más seguro para usted es matarme aquí mismo. Yo me defendería, pero tal vez no ignore usted tampoco que salgo siempre sin armas.

– ¡Por Dios!-exclamó el capataz con vehemencia. -Ustedes, las personas finas y educadas, son todas iguales. Todas peligrosas. Todas traidoras con los pobres, a quienes miran como perros.

– Usted no me comprende -empezó a decir con calma el doctor.

– Sí, señor, sí; les comprendo a todos ustedes -replicó el otro con un movimiento brusco, tan confuso a los ojos del doctor como la persistente inmovilidad del señor Hirsch. -Un pobre, entre ustedes, tiene que mirar por sí. Ustedes no se cuidan de los que les sirven. Y si no, míreme usted a mi. Después de todos estos años, me encuentro de pronto como uno de esos perros abandonados, que ladran en las afueras de la ciudad, sin una covacha de refugio ni un mal hueso que roer. ¡Caramba!

Tras ese desahogo, se calmó con desdeñosa condescendencia y prosiguió más tranquilo:

– Por supuesto, no creo que usted se apresurara a denunciarme a Sotillo, por ejemplo. No es eso. Lo que hay es que ¡yo no soy nada! Así de repente… -blandiendo el brazo hacia abajo. -¡Nada para nadie!

El doctor respiró con libertad.

– Oiga, capataz -dijo tendiendo la mano casi afectuosamente hacia el hombro de su interlocutor. -Voy a decirle una cosa muy sencilla. Usted está seguro, porque es el hombre necesario. Por nada del mundo le descubriría a usted; me es usted indispensable.

Nostromo se mordió los labios en la oscuridad. Ya estaba cansado de oír eso, y sabía lo que significaba. ¡Qué no se lo mentaran más! Ahora tenía que mirar por sí -pensó. Y pensó también que no era prudente separarse de su compañero riñendo. El doctor, reconocido como un gran médico, tenía entre el populacho de la ciudad la fama de ser un mal sujeto. Y ese concepto se hallaba sólidamente fundado en su aspecto personal, que era raro y en sus modales burlones -pruebas visibles, palpables e incontrovertibles de la malévola disposición del doctor. Nostromo, que pertenecía al pueblo, participaba de ese modo de ver. Así pues, se limitó a refunfuñar con incredulidad.

– Usted, hablando sin rodeos, es el hombre único -prosiguió el doctor. -En su poder está el salvar la ciudad y… a todos de la rapacidad asoladora de hombres que…

– No, señor -saltó el capataz ceñudo. -No está en mi poder presentar aquí de nuevo el tesoro para que usted se lo entregue a Sotillo, a Pedrito, a Camacho o Dios sabe a quién otro.

– Nadie espera lo imposible -fue la respuesta.

– Usted mismo lo ha dicho: nadie -musitó Nostromo en tono amenazador y hosco.

Pero el doctor Monygham, muy esperanzado, no paró mientes en la enigmática respuesta ni en su dedo amenazador. Como sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, la figura del muerto señor Hirsch, que se mostraba con mayor claridad, parecía haberse acercado. El doctor bajó la voz al exponer su plan, como si temiera ser oído por algún extraño.

Franqueóse enteramente con el hombre indispensable. La lisonja que tal proceder llevaba consigo y la indicación de grandes peligros le sonaron al capataz a cosas corrientes, y su ánimo, vacilante entre la irresolución y el descontento, las recibió con amargura. Comprendió perfectamente que el doctor anhelaba salvar de la destrucción la mina de Santo Tomé. Sin ella el buen señor no sería nada. Era interés personal suyo. Como lo había sido del señor Decoud, de los blanquistas y de los europeos el tener de su parte a los cargadores. Su pensamiento se detuvo en Decoud. ¿Qué sería de él?

El prolongado silencio de Nostromo puso intranquilo al doctor. Indicó, sin la menor necesidad, que, aunque, por el momento estuviera seguro en casa de Viola, no podría vivir siempre oculto. Tenía que escoger entre aceptar la misión de ir a verse con Barrios, atropellando por riesgos y dificultades, o dejar a Sulaco furtivamente, sin gloria y en pobreza.

– Ninguno de sus amigos podría recompensarle a usted ni protegerle en estas circunstancias; ni el mismo don Carlos.

– No quiero ninguna de sus protecciones ni recompensas. Lo único que desearía es poder fiarme de su valor y de su cordura. Cuando vuelva, triunfante como usted dice, con Barrios, tal vez los encuentre a todos ustedes muertos. En este momento tienen ustedes el cuchillo a la garganta.

Ahora fue el doctor a quien le tocó quedarse callado meditando los horrores que podían sobrevenir.

– Bien, nosotros en cambio nos fiamos enteramente del valor y de la cordura de usted, que también tiene el cuchillo a la garganta.

– ¡Ah! Y ¿quién me premia ese sacrificio? ¿Qué me importan a mí su política y sus minas…, su plata y sus constituciones…, su don Carlos por aquí y su don José por allá…?

– No sé nada de eso -exclamó el doctor exasperado. -Pero hay personas inocentes en peligro, y algunas valen más que usted, que yo y que todos los riveristas juntos. Yo no puedo contestar a su pregunta. Debería usted haberlo averiguado antes de permitir que Decoud le metiera en el asunto de trasladar el tesoro. Usted tenía el derecho de pensar como un hombre; pero, ya que no lo hizo entonces, procure usted ahora obrar como tal. ¿Imaginó usted que Decoud se cuidaba mucho de lo que a usted pudiera ocurrirle?

– No más que usted -murmuró el otro.

– Seguramente. A mi me importa tan poco lo que a usted le ocurra, como lo que me suceda a mí mismo.

– Y ¿todo ello porque usted es un ferviente riverista? -interrogó Nostromo con acento de incredulidad.

– Todo ello porque soy un incondicional riverista -repitió el doctor con aspereza.

Nuevamente el capataz permaneció en silencio con la vista fijada distraídamente en el cadáver del señor Hirsch, pensando que el doctor era una persona peligrosa en más de un sentido. No podía uno fiarse de él.

– ¿Habla usted en nombre de don Carlos? -inquirió por fin.

– Sí: en su nombre hablo -respondió el doctor con voz fuerte y sin vacilar-. Es preciso que salga ahora de su retraimiento y dé la cara. Debe hacerlo -añadió en un murmullo que Nostromo no comprendió.

– ¿Qué decía usted, señor?

El doctor se estremeció.

– Decía que debe usted ser consecuente, capataz. Sería la peor de las locuras renegar ahora de su historia anterior.

– ¡Consecuente! -repitió Nostromo-. ¿De dónde saca usted que no lo sería si le dijera que se vaya al diablo con sus proposiciones?

– No insisto sobre ello. Tal vez tenga usted razón -replicó el otro con rudeza para disimular el desmayo de su corazón y el temblor de su voz. -Lo único que sé es que haría usted muy bien en marcharse de aquí, porque de un momento a otro pueden llegar a buscarme algunos emisarios de Sotillo.

Bajó de la mesa donde estaba sentado y escuchó con atención. El capataz se puso también de pie.

– Suponiendo que yo fuera a Cayta, ¿qué haría usted entretanto? -preguntó.

– Irme a buscar a Sotillo inmediatamente de partir usted, siguiendo el plan que traigo entre manos.

– El plan es bastante bueno…, pero a condición de que el ingeniero jefe esté de acuerdo con él. Recuérdele usted, señor, que yo velé por la seguridad del viejo ricacho inglés que costea el ferrocarril, y que salvé la vida a muchos de sus empleados, cuando vino del sur una banda de salteadores a robar uno de los trenes que llevaba la paga del personal. Yo fui quien lo descubrió todo con peligro de mi vida, fingiendo entrar en sus planes. Como está usted haciendo con Sotillo.

– Sí, sí, por supuesto. Pero puedo presentarle otras razones más fuertes -dijo el doctor de prisa. -Deje usted el asunto por mi cuenta.

– ¡Ah! Sí. Cierto. Yo no soy nada.

– De ningún modo. Usted lo es todo.

Avanzaron algunos pasos hacia la puerta. A su espalda el ejecutado señor Hirsch conservaba la inmovilidad de un hombre desatendido.

– Todo se arreglará a pedir de boca. Sé muy bien lo que tengo que decir al ingeniero -prosiguió el doctor en voz baja. -Lo difícil para mí será embaucar a Sotillo.

Y el doctor Monygham se paró en seco en la puerta como acobardado por la dificultad. Pero había hecho el sacrifico de su vida y consideró que ésta era la ocasión oportuna. Con todo, no quería morir antes de tiempo. En el desempeño de su papel de traidor a la confianza de don Carlos, tendría que indicar por fin el lugar donde estaba escondido el tesoro. Eso sería el término de su farsa y el de su vida también a manos del furioso coronel. Necesitaba prolongar hasta el último momento ese desenlace; y se había devanado los sesos para inventar algún escondrijo, verosímil y de acceso dificultoso.

Comunicó sus perplejidades a Nostromo, y concluyó diciendo:

– ¿Sabe usted una cosa capataz? Me parece que, cuando llegue el tiempo de tener que revelar el secreto paradero del tesoro, indicaré la Gran Isabel. Es el mejor sitio que me ocurre. ¿Qué hay?

A Nostromo se le había escapado una sorda exclamación. El doctor aguardó sorprendido, y tras unos momentos de profundo silencio, oyó murmurar con voz gruesa: "¡Qué gran disparate!" y respirar anhelosamente.

– ¿Porqué es disparate?

– ¡Ahí ¿No lo ve usted bien claro? -empezó Nostromo con ira, que se fue cargando de desprecio al proseguir. -Tres hombres en media hora verían que en ninguna parte de la isla se ha removido ni cavado el suelo. ¿Cree usted que tan gran cantidad de plata puede enterrarse sin dejar huella de la labor? ¿Eh, señor doctor? Por ese camino ni siquiera medio día ganaría usted, y Sotillo le cortaría el cuello sin aguardar a más. ¡La gran Isabel! ¡Qué estupidez! ¡Qué desdichada ocurrencia! ¡Ah! Ustedes, los hombres finos, las personas inteligentes, son todos iguales. Todos muy dispuestos a comprometer a los hijos del pueblo en empresas de riesgos mortales para fines y por motivos de que no están ustedes seguros. Si salen bien, para ustedes es el beneficio. Y si salen mal, no importa. El infeliz sacrificado no es más que un perro. ¡Ah, Madre de Dios! Querría…

Y levantó los puños amenazadores por encima de su cabeza. El doctor, en el primer momento, se quedó abrumado por aquella vehemencia feroz y amenazadora.

– ¡Bien! Me parece que, según sus mismas explicaciones, la gente del pueblo no es menos ruin y tonta -replicó en tono áspero. -Veamos, sin embargo, ya que usted es tan listo. ¿Tiene otro sitio mejor?

Nostromo se había calmado con la misma rapidez con que había montado en cólera.

– Soy bastante listo para eso -repuso tranquilamente casi con indiferencia. -Usted debe hablarle de un escondrijo tan grande, que tarde días en registrarlo; un sitio donde pueda enterrarse un tesoro de lingotes de plata sin dejar rastro alguno en la superficie.

– Y que esté bien a la mano -añadió el doctor.

– Precisamente, señor. Dígale usted que el tesoro ha sido echado a pique.

– Eso tiene el mérito de ser verdad -comentó desdeñoso el otro. -No lo creerá.

– Le dice usted que se le ha arrojado al fondo del mar, donde pueda esperar apoderarse de él, y le creerá a usted bien pronto. Sí: dígale usted que se halla en aguas del puerto, y que se le ha sepultado en él para sacarlo después con buzos. Añada usted que, según sus averiguaciones, yo tenía órdenes de don Carlos para echar suavemente las cajas por la borda en cualquier parte de una línea comprendida entre el extremo del muelle y la entrada del fondeadero. La profundidad ahí no es grande. Él no dispone de buzos, pero tiene un barco, botes, cuerdas, cadenas, marineros… de cierta clase. Déjele usted que se afane por pescar la plata. Déjele usted marchar a los necios puestos a sus órdenes que draguen de atrás adelante, a la inversa y en dirección transversal, mientras él vigila la faena sentado, con los ojos saliéndose de las órbitas.

– Realmente la idea es admirable -musitó el doctor.

– Si. Le dice usted eso, y veremos si no le cree. Gastará días y días, rabioso y atormentado; y, con todo, seguirá creyendo. No pensará en otra cosa. No abandonará la empresa hasta que le hagan dejarla por fuerza… ¿Qué digo? Y aun tal vez se olvide de matarle a usted. No comerá ni dormirá. Lo verá usted…

– ¡Magnífico! ¡Magnífico! -repetía el doctor, excitado, en voz baja. -Capataz, empiezo a creer que es usted un verdadero genio a su modo.

Nostromo callaba ahora, y luego continuó, sombrío, en otro tono, hablando consigo como si no pensara en el doctor:

– En todo tesoro hay algo que cautiva el espíritu del hombre. Rezará, blasfemará, maldecirá el día en que oyó hablar de él, y, a pesar de eso, perseverará en buscarle, y dejará que le sorprenda la última hora creyendo siempre que ha estado a dos dedos de dar con él. Le verá siempre que cierre los ojos. No le olvidará hasta después de muerto, y aun entonces… ¿No le han hablado a usted de los miserables gringos de Azuera que no pueden morir?, ¡Ja! ¡ja! Marineros como yo. No hay manera de sacudir la manía de un tesoro en habiéndosele clavado a uno en los sesos.

– Es usted el mismo diablo, capataz. No cabe imaginar nada mejor.

Nostromo le apretó el brazo.

– Será para él peor que la sed en el mar o el hambre en una ciudad abarrotada de gente. ¿Sabe usted lo que es eso? Padecerá mayores tormentos que los que ha hecho sufrir a ese desdichado, víctima de su terror e incapaz de inventar nada. ¡Absolutamente incapaz! ¡Ah! ¡Si hubiera sido yo! Sin aplicarme grandes torturas, hubiera oído de mi una historia que le hubiera sido fatal.

Rió con feroz rudeza y se volvió, ya en la puerta, hacia el cuerpo del difunto señor Hirsch, que formaba una mancha luenga y opaca en la semitransparente oscuridad del cuarto entre los dos altos paralelogramos de las ventanas, cubiertos de estrellas.

– ¡Tú, infeliz víctima del miedo! -exclamó-. Tú serás vengado por mí…, por Nostromo. ¡No me estorbe usted el paso, doctor! ¡Apártese usted o… por el alma atormentada de una mujer, muerta sin confesión, le estrangularé a usted con mis dos manos!

Bajó dando saltos al oscuro y humoso vestíbulo. Con un refunfuño de asombro el doctor Monygham se lanzó temerariamente en su persecución. Al final de las carbonizadas escaleras cayó en bruces con una violencia capaz de trastornar a cualquier otro menos resuelto a ejecutar una empresa inspirada en el amor, que no vacila en sacrificios. Levantóse en un momento, aturdido, tembloroso con la viva impresión de que en la oscuridad el globo terrestre había caído sobre su cabeza. Pero se necesitaba más que eso para detener al doctor Monygham, poseído de la exaltación de sacrificarse, resuelto a no desperdiciar ninguna ocasión que se le ofreciera. Corrió ciegamente tan deprisa como le permitía su cojera, agitando los brazos como aspas de molino de viento, en su esfuerzo por conservar el equilibrio sobre los lisiados pies. Perdió el sombrero, y los faldones de su desabrochada gabardina flotaban a su espalda. Anhelaba no perder de vista al hombre indispensable. Pero hasta después de un buen rato, y de recorrer un largo trecho desde la Aduana no logró coger por detrás, falto de aliento y con ruda violencia, el brazo del capataz.

– ¡Un momento! ¡Deténgase! ¿Está usted loco?

Para entonces Nostromo caminaba despacio, cabizbajo, agotado al parecer por la lasitud de la irresolución.

– ¿A usted qué le importa? ¡Ah! Se me había olvidado que me necesitaba usted para algo. ¡Siempre lo mismo! ¡Siempre Nostromo!

– ¿Qué quiso usted decir al hablar de estrangularme? -preguntó el doctor acezando.

– ¿Qué quise decir? Que el mismo Satanás le ha sacado a usted de esa ciudad de cobardes y lenguaraces para salirme al encuentro en la noche más terrible de mi vida.

Bajo el cielo estrellado el Albergo d 'Italia Una se alzaba, negro y achatado, sobre el sombrío nivel del llano. Nostromo se paró.

– Los curas dicen que es un tentador, ¿no es verdad? -añadió, apretando los dientes.

– Amigo mió, usted delira. El diablo no tiene nada que hacer en este asunto. Ni tampoco le interesa nada a la ciudad, llámela usted como se le antoje. Pero don Carlos Gould no es un cobarde ni un vano charlatán. En esto convendrá usted.

Aguardó un instante y prosiguió:

– ¿Y bien?

– ¿Podría ver a don Carlos?

– ¡Cielos! ¡No! ¿Por qué y para qué? -preguntó el doctor sobresaltado. -Sería una locura, se lo aseguro. Por nada del mundo le dejaré a usted entrar en la ciudad.

– Lo necesito.

– No lo necesita usted -replicó furioso el doctor, casi fuera de sí, temiendo que el hombre se inutilizara para el viaje a Cayta por una especie de antojo absurdo. -Le repito a usted que no irá a ver a don Carlos. Preferiría…

Se interrumpió sin saber qué decir, sintiéndose abatido, impotente, y asido a la manga de Nostromo para sostenerse en pie después de la carrera.

– ¡Me han vendido! -musitó para sí el capataz.

Y el doctor, que oyó la última palabra, hizo un esfuerzo para hablar con calma.

– Eso es exactamente lo que le sucedería a usted. Le denunciarían.

En el colmo del terror, reflexionó que, siendo el capataz tan conocido en la ciudad, su presencia en la misma no podría pasar inadvertida. La casa del señor administrador estaría sin duda rodeada de espías. Y ni los mismos criados eran de fiar.

– Recapacite usted, capataz -añadió con gran vehemencia… -¿De qué se ríe usted?

– Me río de que si alguien que ve con malos ojos mi presencia en la ciudad, por ejemplo… ¿comprende usted, señor doctor?…, si ese alguien u otro cualquiera me entregara a Pedrito, yo hallaría modo de entrar en relaciones amistosas con él. Indudablemente. ¿Qué piensa usted de eso?

– Que es usted un hombre de infinitos recursos, capataz -dijo Monygham descorazonado-. Lo reconozco. Pero en la ciudad todo el mundo habla de usted; y los pocos cargadores que no se han escondido en los talleres del ferrocarril han estado gritando todo el día en la plaza: "¡Viva Montero!"

– ¡Mis cargadores! -musitó Nostromo. -¡Estoy vendido! ¡Vendido!

– Según mis noticias, en el muelle repartía usted golpes a diestro y siniestro entre sus cargadores -replicó el otro en tono brusco, que indicaba haber cobrado aliento. -No se engañe usted. Pedrito está furioso por haberse salvado el señor Rivera y haber perdido el placer de fusilar a Decoud. Ya corren rumores en la ciudad de que se ha hecho desaparecer furtivamente el tesoro. El no haberle echado el guante le tiene también disgustado a Pedrito; pero permítame decirle que, aunque tuviera usted toda esa plata en la mano para su rescate, no le salvaría de una muerte segura.

Volvióse rápido el otro, y cogiendo al doctor por los hombros, le acercó la cara, diciendo:

– ¡Maladetto! Usted no deja de mentarme el tesoro, como si hubiera jurado mi ruina. Los ojos de usted fueron los últimos que me miraron cuando partí con él. Y Sidoni el maquinista dice que la mirada de usted es maléfica, atrae la desgracia y la muerte.

– El debe saberlo mejor que nadie, porque precisamente el año pasado le curé la pierna que se había partido -replicó el doctor estoicamente. En su hombros sintió el peso de aquellas manos, famosas entre el populacho por romper cuerdas gruesas y doblar herraduras de caballos. -Y a usted le estoy proponiendo el mejor medio de salvarse y de restablecer su gran reputación. Usted se ufanó de hacer famoso de un extremo a otro de América al capataz de cargadores con el transporte de esa desdichada plata; pero yo le brindo una ocasión mejor. ¡Suélteme usted, por Dios!

Nostromo le soltó bruscamente, y el doctor temió ver huir otra vez al hombre indispensable. Pero no lo hizo; al contrario, empezó a caminar con lentitud. El doctor le acompañó cojeando hasta que estuvieron a un tiro de piedra de la casa de Viola. Nostromo se paró de nuevo.

Envuelta en muda e inhospitalaria oscuridad, la casa Viola le pareció a Nostromo haberse transformado en algo extraño para él. Su antigua morada le repelía con cierta hostilidad misteriosa e implacable. El doctor dijo:

– Ahí estará usted seguro. Entre usted, capataz.

– ¿Y cómo hacerlo?-se preguntó en voz sorda, acosado de remordimientos al parecer. -Ni ella puede retractarse de lo que dijo, ni yo deshacer lo que hice.

– Todo irá bien, se lo aseguro a usted. Viola está solo. Lo he visto por mis ojos al salir de la ciudad. En esa casa estará usted perfectamente a salvo, hasta que la deje usted y emprenda el viaje que hará su nombre famoso en el Campo. Ahora voy a disponer lo necesario para su partida con el jefe de ingenieros, y mucho antes de romper el día le traeré a usted noticias.

El doctor Monygham, sin parar mientes en el significado del silencio de Nostromo, o tal vez temiendo comprenderlo, le dio una palmadita en la espalda, y partiendo de prisa con el rengueo peculiar de su cojera, desapareció enteramente a las pocas zancadas en dirección a la vía férrea.

El capataz permaneció inmóvil entre los dos postes de madera donde la gente solía atar las cabalgaduras; y allí aguardó como si él también fuera un madero, sólidamente clavado en el suelo.

Al cabo de media hora alzó la cabeza al oír el bronco ladrar de los perros en la cerca del ferrocarril: había empezado repentinamente y sonaba tumultuoso y debilitado como si procediera de un subterráneo de la llanura. Aquel doctor cojo, de mirada maléfica, había llegado bien pronto a los cercados de la estación.

Paso a paso Nostromo se acercó al Albergo d'Italia Una, que nunca había estado tan oscuro y silencioso. La puerta, cuya negrura resaltaba sobre el pálido muro, estaba abierta como la había dejado veinticuatro horas antes, cuando no tenía ningún motivo para ocultarse de las miradas del mundo. Quedóse parado ante ella, irresoluto, como un fugitivo, como un hombre traicionado. ¡Pobreza, miseria, hambre! ¿Dónde había oído estas palabras? La indignación de una mujer moribunda le había vaticinado aquel destino por su locura. Parecía haberse verificado con la mayor prontitud. Y los vagabundos se reirían -había dicho. Sí, se reirían, si supieran que el capataz de cargadores estaba a la disposición del doctor loco, a quien podían recordar comprando pocos años antes una ración de menestra en un puesto de la plaza por una moneda de cobre -como cualquiera de ellos.

En aquel momento le pasó por las mientes la idea de ver al capitán Mitchell. Echó una mirada en dirección al muelle y vio débil resplandor de luz en el edificio de la Compañía O.S.N. Las ventanas con luz no le atraían. Dos de ellas le habían inducido a entrar en la desierta Aduana para caer en las garras del maligno doctor. ¡No! En aquella noche no quería nada con tales ventanas. El capitán Mitchell estaba allí. Pero ¿podía hacerle alguna confidencia? El doctor le sonsacaría como si fuera un niño.

Desde el umbral de la casa Viola llamó en voz baja:

– ¡Giorgio!

Nadie respondió. Franqueó la entrada y volvió a llamar:

– ¡Hola! ¡Viejo! ¿Estás ahí?

En la oscuridad impenetrable la cabeza le daba vueltas, sintiendo la ilusión de que la oscuridad de la cocina era tan vasta como el Golfo Plácido, y de que el piso se hundía hacia adelante, como una gabarra al irse a pique.

– ¡Hola, viejo! -repitió con voz insegura, vacilando en el sitio donde estaba.

Extendió la mano para conservar el equilibrio, y tocó la mesa. Avanzó un paso, registró el tablero y sintió bajo los dedos una caja de fósforos. Se imaginó haber oído un suspiro sosegado. Escuchó un instante, conteniendo el aliento, y luego con mano temblorosa procuró encender luz.

Ardió el pequeño fósforo con luz deslumbradora en el extremo de los dedos de Nostromo, levantados por encima de sus ojos parpadeantes. Al caer el resplandor concentrado sobre la blanca testa leonina del viejo Giorgio, sentado junto a la chimenea, le presentó inclinado hacia adelante en una silla, inmóvil y extático, rodeado y oprimido por grandes masas de sombra, con las piernas cruzadas, la barbilla apoyada en la mano y una pipa vacía en el ángulo de la boca. Antes que intentara volver la cara, transcurrieron varios minutos que parecieron horas; en el momento preciso de hacerlo, se apagó el fósforo, y la figura del garibaldino desapareció anegada en las sombras, como si las paredes y el techo de la desolada casa se hubieran desplomado sobre su blanca cabeza en espectral silencio. Nostromo le oyó moverse y proferir fríamente las palabras:

– Tal vez haya sido una visión.

– No -replicó el capataz en tono suave. -No es visión, viejo. Una voz fuerte y timbrada preguntó en la oscuridad:

– ¿Eres tú el que oigo, Giovanni Battista?

– Sí, viejo. Tranquilízate. No tan alto.

Después de puesto en libertad por Sotillo, Giorgio Viola halló a la puerta, aguardándole, al bondadoso ingeniero en jefe, y regresó a su casa, de donde le habían arrancado casi en el mismo instante de expirar su mujer. Todo yacía en silencio. La lámpara del piso alto seguía ardiendo. Sintióse tentado de llamar a la difunta por su nombre; y al pensar que ningún llamamiento suyo evocaría de nuevo la respuesta de su voz, se dejó caer pesadamente en la silla con un fuerte gemido, arrancado por el dolor, como si un cuchillo agudo le traspasara el pecho.

El resto de la noche se le pasó en absoluto silencio. La oscuridad se tornó gris, y en la aurora de claridad incolora y glaseada la sierra de perfil se alzaba plana y opaca, a manera de un cartón recortado.

El alma austera y entusiasta del viejo Viola, marino, campeón de la humanidad oprimida, enemigo de los reyes y, por merced de la señora de Gould, hotelero del puerto de Sulaco, había descendido al profundo abismo de la desolación entre los arruinados vestigios de su pasado. Recordó sus relaciones amorosas entre las dos campañas; una sola y breve semana en la estación en que se recoge la aceituna. A la intensa pasión de entonces sólo podía compararse la honda y viva conciencia de su soledad y abandono. Comprendió ahora la confortadora influencia de la voz de aquella mujer, enmudecida ya para siempre. Su voz era lo que echaba de menos. Las niñas le causaban inquietud por su suerte futura; no le servían de verdadero consuelo. La voz extinta de la finada era la que dejaba un lúgubre vacío en su alma. Y se acordó también del otro hijo -del niño que había muerto en el mar. ¡Ah! Un hombre hubiera sido el báculo de su ancianidad. Pero ¡oh desgracia! El mismo Gian Battista -aquel de quien su mujer había hablado con tan ansioso anhelo, asociando a su nombre el de Linda, antes de sumirse en su ultimo sueño sobre la tierra; aquel a quien había invocado en voz alta para que salvara a sus hijas, un momento antes de exhalar el último suspiro…- ¡también había muerto!

Y el anciano, doblado el busto y la cabeza apoyada en la mano, pasó el día entero sentado en la inmovilidad y el aislamiento. No oyó el broncíneo estruendo de las campanas de la ciudad. Cuando éste cesó, el filtro de barro cocido, situado en el rincón de la cocina, continuó su dulce goteo musical, dejando caer el agua en el gran cántaro poroso, de donde se tomaba para el consumo.

Cuando el sol se acercaba para el ocaso, se levantó y a paso lento empezó a subir por la estrecha escalera. Apenas cabía en ella; y el roce de sus hombros contra las paredes producía un rumor suave, semejante al de un ratón al correr detrás de un delgado tabique de yeso. Mientras permaneció en el piso superior, la casa estuvo silenciosa como una tumba. Después bajó con el mismo rumor apagado. Para volver a su asiento, tuvo que asirse a las sillas y las mesas. Tomó la pipa de la alta repisa de la chimenea, pero sin buscar el tabaco, se la puso vacía en el ángulo de la boca y se sentó de nuevo, quedando en la anterior postura extática. El sol de la entrada de Pedrito en Sulaco, el ultimo sol de la vida del señor Hirsch, y el primero de la soledad de Decoud en la Gran Isabel, pasó sobre el Albergo d 'Italia Una en su camino hacia el poniente. El dulce son del goteo del filtro había cesado; la lámpara de la habitación superior estaba apagada; y la noche envolvió a Giorgio Viola y su difunta esposa en una oscuridad y silencio que parecían invencibles, hasta que el capataz de cargadores, vuelto de las regiones de la muerte, las disipó con el chisporroteo y fulgor de un fósforo.

– Si, viejo. Soy yo. Aguarda.

Nostromo, después de trancar la puerta y cerrar cuidadosamente los postigos, palpó en un anaquel buscando una candela y la encendió.

El viejo Viola se había levantado, y siguió con la vista en la oscuridad los ruidos hechos por su paisano. La luz le dejó ver, de pie, sin apoyarse en ninguna parte, como si la mera presencia de aquel hombre, leal, valiente, íntegro, que era todo lo que su hijo hubiera sido, bastara para reanimar sus decaídas fuerzas.

Llevó la mano a la boca para retirar la pipa de agavanzo, asiéndola por la cazoleta de carbonizados bordes, y frunciendo las hirsutas cejas ante la luz, dijo con temblorosa dignidad:

– Estás de vuelta. ¡Ah! ¡Muy bien! Yo…

No pudo continuar. Nostromo de espaldas a la mesa y apoyado en ella, los brazos cruzados sobre el pecho, asintió con una leve inclinación de cabeza.

– Tú me creíste ahogado. ¡No! El mejor can de los ricos, de los aristócratas, de esos señores finos que sólo saben charlar y hacer traición al pueblo, no ha muerto aún.

El garibaldino, inmóvil, parecía beber el sonido de aquella voz familiar. Su cabeza se movió un poco una vez, como en señal de aprobación; pero Nostromo vio con toda claridad que no había entendido nada de lo dicho por él. Necesitaba alguien que le comprendiera, alguien a quien comunicar confidencialmente la suerte de Decoud, la suya propia, el secreto de la plata. El doctor era un enemigo del pueblo…, un tentador…

La corpulenta figura del viejo Giorgio se estremeció de pies a cabeza con el esfuerzo hecho para dominar su emoción a vista de aquel hombre, que había participado en las intimidades de su vida doméstica, como si fuera su hijo, ya mozo.

– Ella creyó que regresarías -dijo con gravedad.

Nostromo levantó la cabeza.

– Era una mujer de talento. ¿Cómo podía yo dejar de volver…

Y terminó el pensamiento mentalmente: "…habiéndome anunciado un fin de pobreza, desgracia y hambre?" Estas palabras, dictadas a Teresa por la indignación, reforzadas por las circunstancias en que habían sido proferidas, como el grito de un alma contrariada en el deseo de reconciliarse con Dios, removieron la secreta superstición del destino personal ligado a los vaticinios de los moribundos; superstición de la que rara vez se libran ni los mayores genios entre los hombres emprendedores y audaces. Las fatídicas palabras de la moribunda subyugaban el ánimo de Nostromo con la fuerza de una maldición poderosa. Y ¡qué maldición la que habían echado sobre él! Había quedado huérfano siendo tan niño, que no recordaba otra mujer a quien hubiera dado el nombre de madre. En adelante estaba condenado a fracasar en todas sus empresas. El conjuro estaba surtiendo ya sus efectos. La muerte misma rehuiría el librarle de sus desgracias… De pronto dijo con gran vehemencia:

– ¡Ea, viejo! Dame algo de comer. Tengo hambre. ¡Sangre de Dios! El estómago vacío me produce vértigos.

Con la barbilla caída de nuevo sobre su desnudo pecho encima de los brazos cruzados, descalzo, observando con ceño sombrío los movimientos del viejo Viola que rebuscaba en los aparadores, parecía en realidad haber caído bajo una maldición. No era más que un capataz arruinado y siniestro.

El viejo Viola salió de un oscuro rincón, y sin decir una palabra, vació de sus palmas ahuecadas sobre la mesa algunas cortezas duras de pan y media cebolla cruda.

Mientras el capataz empezaba a devorar aquella refección de mendigo, tomando con inconsciente voracidad trozo tras trozo, el garibaldino se encaminó a otro rincón y, agachándose, llenó un jarro de vino tinto, escanciado de una damajuana forrada de mimbre. Con un gesto familiar, como cuando servía a los parroquianos en el café, se había puesto la pipa entre los dientes para tener las manos libres.

El capataz bebió con avidez. Un leve sonrojo hizo resaltar el color tostado de sus mejillas.

Viola, plantado delante de él, se quitó la pipa de la boca, y volviendo la blanca y maciza cabeza a la escalera, dijo con intencionada lentitud:

– Luego de haberse disparado aquí el tiro que la mató tan seguramente como si la bala hubiera hecho blanco en su oprimido corazón, te invocó para que salvaras a las niñas. A ti, Gian Battista.

Nostromo alzó la cabeza.

– ¿Es verdad eso, padrone? ¡Para que salvara a las niñas! Pero ya están con la señora inglesa, su rica bienhechora. ¡Hum! Eres un viejo y perteneces al pueblo. Tu bienhechora…

– Sí, soy un viejo -musitó Giorgio Viola. -A una mujer inglesa se le permitió dar una cama a Garibaldi cuando yacía herido en la cárcel. ¡El hombre más grande que ha vivido jamás! Un hombre del pueblo también…, un marino. Bien puedo yo consentir que otra inglesa me procure albergue en que cobrarme. Sí…, soy viejo. Puedo permitirlo. La vida dura demasiado a veces.

– ¡Ah! ¿Y quién sabe si a ella misma le faltará techo que cobije su cabeza dentro de pocos días, a no ser que yo…? ¿Qué te parece? ¿Debo yo conservarle el que ahora tiene? ¿Debo intentarlo… y salvar a todos los blancos con ella?

Debes hacerlo -aseveró el viejo Viola con voz firme. -Seguramente. Como lo hubiera hecho mi hijo.

– ¡Tu hijo, viejo!… Nunca ha habido un hombre como tu higo. ¡Ya! Conque debo procurar… ¿Y si sólo fuera una parte de la maldición para enredarme en la suprema desdicha…? De manera que ella me invocó para salvar… ¿Y después?…

– No habló más.

El heroico soldado de Garibaldi, al pensar en la inmovilidad y silencio eternos que habían caído sobre el amortajado cadáver, tendido en el lecho allá arriba, apartó a un lado la cara y se llevó la mano a las peludas cejas. Luego añadió:

– Murió antes que yo pudiera coger sus manos -balbució en tono lastimero.

Ante los ojos del capataz, que miraban fijamente a la entrada de la oscura escalera, flotó la forma de la Gran Isabel, semejante a un barco en peligro, cargado con una riqueza enorme y la vida de un hombre solitario. Le era imposible hacer nada. Sólo podía guardar silencio, ya qué no había nadie de quien fiarse. El tesoro se perdería probablemente… a no ser que Decoud… Y su pensamiento se interrumpió de pronto. Echó de ver que no podía conjeturar absolutamente nada de lo qué haría Decoud.

El viejo Viola no se movió. Y el capataz, en la postura que tenía, veló parcialmente la mirada bajo de sus largas y sedosas pestañas, que daban a la parte superior de su rostro fiero, con negras patillas, un dejo de candor femenino. El silencio había durado largo tiempo.

– ¡Que Dios haya dado el eterno descanso a su alma! -murmuró en tono lúgubre.

Capítulo X

La mañana del siguiente día pasó tranquilamente, sin otra novedad que el débil rumor de un tiroteo hacia el norte, en la dirección de Los Hatos.

El capitán Mitchell lo había oído con ansiedad desde su balcón. En la relación, más o menos estereotipada, de los "acontecimientos históricos", que en los años siguientes solía hacer a los distinguidos forasteros de paso por Sulaco, entraba indefectiblemente la siguiente frase: "En mi delicada posición de agente consular único en el puerto a la sazón, todo señor, todo me causaba gran inquietud." Después venía el sacar a cuento lo difícil que le era mantener la digna neutralidad de la bandera, "metido como estaba en el corazón de la lucha entre la arbitrariedad del pirata y vil Sotillo, y la tiranía, más legalmente establecida, pero no menos atroz de Su Excelencia don Pedro Montero." Aunque el capitán Mitchell no era hombre para extenderse mucho en hablar de meros peligros, insistía, no obstante, en que había sido un día memorable. En ese día, cerca del oscurecer, había visto "a ese pobre compañero mío, Nostromo, el marinero, cuyas singulares aptitudes descubrí y a quien puede decirse que formé yo mismo: el hombre del famoso viaje a Cayta, señor; un acontecimiento histórico, señor."

La Compañía O.S.N., que veía en el capitán Mitchell un empleado antiguo y leal, le permitió pasar los últimos años de su carrera con holgura y dignidad al frente del servicio, ampliado enormemente. La extraordinaria importancia adquirida por el tráfico exigió multiplicar los empleados y escribientes, establecer una oficina en la ciudad, además de la antigua del puerto, dividir la labor en departamentos -pasaje, fletes, carga y descarga, etc.-; todo lo cual procuró al señor Mitchell una posición elevada sin abrumadores quehaceres en la regenerada Sulaco, capital de la República Occidental. Bienquisto entre los naturales por su genio bondadoso y graves modales, solemne y sencillo, conocido durante años como "amigo de nuestro país," se sentía un personaje en la ciudad.

Levantándose temprano para dar una vuelta por la plaza del mercado, donde la gigantesca sombra del Higuerota velaba aun los puestos de flores y frutas, cargados de masas de suntuosos colores; atendiendo con facilidad a los negocios corrientes; bien recibido entre las principales familias; saludado por las señoras en la Alameda; con entrada en todos los clubs y un asiento reservado para él en la casa Gould, llevaba una vida mundana de viejo solterón privilegiado con gran regalo y pompa.

Pero, en los días en que llegaba un paquebote, bajaba a la oficina del puerto a primera hora, donde le aguardaba su esquife, tripulado por un brillante equipo uniformado de blanco y azul, pronto a lanzarse al encuentro del barco tan luego como asomara la proa en la boca del puerto.

A esa misma oficina conducía a cualquier pasajero distinguido llevándole en su bote; y en estando allí le invitaba a sentarse un momento, mientras él firmaba algunos papeles, sin dejar de conversar con el forastero afablemente desde el asiento de su escritorio.

– Tendremos que aprovechar el tiempo, si ha de verlo todo usted en un día. Saldremos inmediatamente. Almorzaremos en el Club Amarillo, aunque pertenezco también al Anglo-Americano -círculo de ingenieros de minas y hombres de negocios, ¿sabe usted?- y, además, al de Mirliflores, un nuevo club formado por ingleses, franceses, italianos de todas clases, gente joven y alegre en su mayor parte, que ha querido dar una prueba de estimación a este servidor de usted por llevar tantos años residiendo en el país. Pero almorzaremos en el Amarillo. Supongo que ha de interesarle a usted. Es el más importante del país. Hombres de las principales familias. El mismo Presidente de la República pertenece a él, señor. En el patio se ve la estatua de un anciano obispo, con la nariz rota. Creo que es una escultura notable. Cavaliere Parrochetti -ya tendrá usted noticia-, el famoso escultor italiano que estuvo trabajando aquí dos años, hacía grandes elogios de nuestro viejo obispo… ¡Ea! Estoy a la disposición de usted.

Orgulloso de su experiencia y penetrado de la importancia histórica de hombres, acontecimientos y edificios, hablaba con voz hueca, en frases breves, con leves gestos de su brazo corto y grueso, no dejando que se "escapara nada" a la atención de su afortunado cautivo.

– "Se están construyendo muchos edificios, como usted observará. Antes de la separación, esto era una llanura de hierba abrasada, envuelta de nubes de polvo, con un camino para carretas de bueyes hasta nuestro muelle. Nada más.

"Aquí tiene usted el arco de entrada al puerto. ¿Pintoresco, no? Anteriormente la ciudad terminaba aquí. Ahora entramos en la calle de la Constitución. Repare usted en las antiguas casas españolas. Majestuoso aspecto, ¿eh? Supongo que se conservan como en tiempo de los virreyes, excepto el pavimento de la calle, que ahora es de bloques de madera. Allí el Banco Nacional de Sulaco con las garitas de los centinelas a cada lado de la puerta. La casa Avellanos a este lado, con todas las ventanas del piso bajo cerradas. Ahí vive una mujer admirable -Miss Avellanos-, la bella Antonia. Un carácter, señor. ¡Una mujer histórica!

"Enfrente, la casa Gould. Notable portada. Sí, los Goulds, de la primitiva concesión de igual nombre, que todo el mundo conoce hoy. Yo tengo diecisiete acciones de mil dólares en la emisión consolidada de la mina de Santo Tomé. Todos los pobres ahorros de mi vida, señor, que bastarán para vivir con regalo mis últimos días en casa, cuando me retire. Piso terreno firme, ¿sabe usted? Don Carlos es gran amigo mío. Diecisiete acciones -una fortunita que dejaré cuando muera. Tengo una sobrina casada con un pastor protestante, excelente persona, encargado de una pequeña parroquia de Sussex…; una infinidad de chiquillos. Yo no me he casado; nunca. Un marino debe sacrificarse.

"De pie bajo esta misma puerta, señor, en compañía de algunos amigos ingenieros, dispuestos a defender esa casa donde habíamos recibido tan bondadosa hospitalidad, presencié la primera y última carga de la caballería de Pedrito contra las tropas de Barrios, que acababan de tomar la entrada del puerto. No pudieron resistir el fuego de los nuevos fusiles traídos por Decoud. Aquello fue una mortandad espantosa. En un momento la calle quedó abarrotada de masas de hombres y caballos muertos. No repitieron la embestida."

Y el capitán Mitchell seguía hablando así a su víctima, más o menos resignada:

– La Plaza. Yo la llamo magnífica. Dos veces el área de la Plaza de Trafalgar.

Desde el centro mismo, bajo de un sol deslumbrador, señalaba los edificios:

– "La Intendencia, ahora Palacio del Presidente; el Cabildo, donde celebra sus sesiones la Cámara de Diputados… ¿Observa usted las nuevas casas de aquel lado de la plaza? Un inmenso bazar, donde se vende toda clase de mercancías. El viejo Anzani fue asesinado por los guardias nacionales frente a la caja de hierro donde tenía el dinero. Precisamente por ese crimen murió públicamente en garrote vil el diputado Camacho, comandante de los Nacionales, bruto sanguinario y salvaje; pena a que le condenó un tribunal militar nombrado por Barrios. Los sobrinos de Anzani formaron una Compañía y siguieron el negocio en esa forma. Todo ese lado de la plaza había sido quemado; anteriormente había ahí una columnata.

"Fue un incendio terrible, a cuya luz vi la última refriega: los llaneros se declararon en fuga; los nacionales arrojaron las armas, y los mineros de Santo Tomé, todos indios de la Sierra, avanzaron como un torrente, al son de flautas y címbalos, con banderas verdes ondeando al viento, en una revuelta masa de hombres con ponchos blancos y sombreros verdes, a pie, en mulas, en borricos. Espectáculo como aquel no se verá otra vez, señor. Los mineros habían venido contra la ciudad, acaudillados por don Pepe, jinete en un caballo negro; y las mujeres, que los seguían a retaguardia en burros, gritaban animosamente, señor, tocando tamboriles. Recuerdo que una de ellas llevaba en el hombro un loro verde, tan quieto como si fuera de piedra. Llegaron a punto de salvar al señor administrador, porque, aunque Barrios ordenó el asalto sin dilación, a pesar de haber anochecido, hubiera sido muy tarde para librar a don Carlos. Pedrito Montero le había sacado para fusilarle -como hicieron con su tío hace muchos años- y en tal caso, según dijo Barrios después, Sulaco no valía la pena de pelear por ella.

"Sulaco sin la Concesión no era nada; y había toneladas y toneladas de dinamita, distribuidas por toda la montaña con las mechas dispuestas; y un anciano sacerdote, el Padre Román, tenía a su cargo algunos obreros que hubieran aniquilado la mina de Santo Tomé a la primera noticia de haber fracasado la expedición salvadora. Don Carlos había resuelto que no le sobreviviera la mina y contaba con los hombres decididos a cumplir su determinación."

Así solía hablar el capitán Mitchell en medio de la Plaza, al amparo de una sombrilla blanca con franja verde. Pero cuando entraba en la penumbra de la catedral, en cuyo fresco ambiente flotaba un débil aroma de incienso, y se veían aquí y allá figuras de mujer arrodilladas, vestidas de riguroso luto o de blanco, cubierta la cabeza con un velo, la voz del narrador bajaba de tono, haciéndose más solemne e impresionante:

– "He aquí -decía, señalando a un nicho en el muro de la sombría nave- el busto de don José Avellanos, "patriota y estadista," como dice la inscripción, "ministro plenipotenciario cerca de las cortes de Inglaterra, España, etc., etc., fallecido en los bosques de Los Hatos a consecuencia de las fatigas de una lucha incesante por el Derecho y la Justicia, al alborear de una nueva era." La escultura es de un gran parecido. Obra de Parrocheti según algunas fotografías antiguas y un boceto a lápiz de la señora de Gould. Traté mucho a ese ilustre americano-español de la vieja escuela, un verdadero hidalgo, amado de todo el que le conoció.

"El medallón de mármol, empotrado en el muro, de estilo antiguo, que representa una mujer envuelta en un velo, sentada, con las manos cruzadas sobre las rodillas, conmemora al infortunado joven que zarpó con Nostromo en aquella noche fatal, señor. Vea usted: A la memoria de Martín Decoud, su prometida, Antonia Avellanos. Franco, sencillo, noble. En esa dedicatoria tiene usted retratado el carácter de la señorita. Una mujer excepcional. Los que creyeron verla morir de desesperación se equivocaron. Se la criticó mucho por no haber tomado el velo, como se esperaba, pero la señorita Antonia no tiene madera de monja. El obispo de Corbelán, su tío, vive con ella en la casa que la familia posee en la ciudad mientras se habilita el palacio junto a la catedral. Es un hombre de un carácter terrible, siempre en guerra con el gobierno por causa de las tierras y conventos confiscados a la Iglesia en tiempos pasados. Creo que goza de gran predicamento en Roma. Y ahora atravesamos la Plaza y vayámonos a almorzar al Club Amarillo."

Luego de salir de la catedral, en el mismo rellano de la magnífica escalinata, la voz del señor Mitchell recobraba su tono fuerte y pomposo mientras describía con el brazo un gesto circular acostumbrado:

– "El Porvenir en aquel primer piso, encima de los comercios con vitrinas francesas. Periódico conservador, o por mejor decir, constitucional-parlamentario, partido cuyo jefe actual es el mismo Presidente de la República, don Justo López. Hombre avisado, a mi juicio, y de gran inteligencia, señor. El partido democrático de oposición se apoya principalmente -siento decirlo, señor- en los socialistas italianos con sus sociedades secretas, camorras y cosas parecidas. Tenemos aquí numerosos italianos, establecidos en los terrenos del ferrocarril; obreros despedidos, mecánicos, etc., todo a lo largo de la línea. Hay aldeas enteras de italianos en el Campo. Y los naturales del país se dejan arrastrar por sus predicaciones.

"¿El Bar Americano? Sí. Y más allá puede usted ver otro. Frecuentados sobre todo por neoyorquinos… Hemos llegado al Club Amarillo. Observe usted la estatua del obispo al pie de la escalera a la derecha, según subimos."

Y el almuerzo empezaba y terminaba su opíparo y sosegado curso en una mesita de la galería del Club, donde el capitán Mitchell hacía varias inclinaciones, se levantaba para hablar un momento a diferentes funcionarios vestidos de negro, comerciantes de americana, oficiales de uniforme, caballeros de edad madura procedentes del Campo -cetrinos, pequeños, nerviosos, o regordetes, plácidos, atenazados-, y europeos o norteamericanos de gran posición, cuyo color blanco resaltaba con morbosa palidez entre la mayoría de las caras morenas y negras de brillantes ojos,.

El capitán Mitchell se repantigaba en la silla, echando en torno de sí miradas de satisfacción, y alargaba al acompañante una caja de enormes puros.

– Pruebe usted uno con el café. Tabaco de la localidad. El café que va usted a tomar en el Club Amarillo, señor, no lo hallará usted en ninguna parte del mundo. Lo recibimos en grano de un famoso cafetal, que aquí llaman cafetería, de la falda de la sierra. Su dueño envía todos los años tres sacos, como un obsequio a sus compañeros de club, en recuerdo del combate contra los nacionales de Camacho, librado por los caballeros desde estas mismas ventanas. El donante se hallaba entonces en la ciudad: participó de la lucha hasta el final. El café llega en tres mulos -no por ferrocarril, como cualquier envío ordinario- y entra directamente en el patio, escoltado por obreros a caballo, a las órdenes del mayoral de la hacienda. Este sube las escaleras con botas y espuelas, y le entrega oficialmente al consejo directivo con la fórmula: "En memoria de los que cayeron el tres de mayo." Nosotros le llamamos el café del Tres de Mayo.

El señor Mitchell, con expresión de disponerse a oír un sermón en una Iglesia, se llevaba a los labios la menuda taza; y el néctar era ingerido a sorbitos hasta la última gota, durante un silencio tranquilo, entre nubes de humo de tabaco.

– Repare usted en ese señor vestido de negro que se retira en este momento -recomenzó, inclinándose apresuradamente. -Es el famoso Hernández, ministro de la Guerra. El corresponsal que aquí tiene el importante diario The Times, autor de la notable serie de cartas donde se llama a la República Occidental la "Tesorería del Mundo," le dedicó un artículo entero con motivo del notable cuerpo que ha organizado -los famosos Carabineros del Campo.

El huésped del capitán Mitchell, sintiendo picada su curiosidad, fijaba la vista en una figura de andar grave, envuelta en levita negra de luengos faldones, con frente surcada por líneas horizontales, rostro alargado y serio, de mirar modesto, y cabeza puntiaguda, cuyos cabellos entrecanos, ralos en la coronilla, caían por ambas partes peinados con esmero, rematando en bucles sobre el cuello y hombros. Este era, pues, el famoso bandido, cuyas hazañas se habían oído con interés en Europa. Tocábase con un sombrero de copa alta y amplios bordes planos. Un observador atento hubiera descubierto un rosario de cuentas de madera arrollado a su muñeca derecha.

Y el capitán Mitchell proseguía:

– El protector de los refugiados de Sulaco que huyeron del furor de Pedrito. Como general de caballería a las órdenes de Barrios, se distinguió en la toma de Tonoro, donde murió el señor Fuentes con los últimos restos de los monteristas. Es el amigo y humilde servidor del obispo Corbelán. Oye tres misas cada día. Apostaría que, al volver a casa para dormir su siesta, se mete antes en la catedral a rezar algunas oraciones.

Después de dar varias chupadas a su puro en silencio, tal vez aseveraba con la mayor prosopopeya:

– Esta raza española, señor, es fecunda en caracteres extraordinarios, que salen de todas las clases sociales… Si le parece a usted, podríamos ir ahora al billar, que es un sitio fresco, para charlar tranquilamente. No hay nadie allí hasta después de las cinco. Podría referir a usted episodios de la revolución separatista que le asombrarían. Cuando pase la fuerza del calor, daremos una vuelta por la Alameda.

El programa seguía desenvolviéndose implacable, como una ley de la Naturaleza. El paseo por la Alameda se daba andando despacio y entre comentarios enfáticos y graves.

– Toda la alta sociedad de Sulaco aquí, señor-. El capitán Mitchell hacía ceremoniosas inclinaciones a derecha e izquierda, y luego continuaba con animación: -Doña Emilia, el carruaje dé la señora de Gould. Mire usted. Siempre mulas blancas. La mujer más bondadosa y agraciada que se ha conocido en el mundo. Gran posición, señor, gran posición. La primera señora de Sulaco -muy por encima de la esposa del Presidente. Bien se lo merece.

El capitán Mitchell ante un encuentro de esta clase se descubría; y si por acaso la señora de Gould llevaba compañía, no dejaba de dar las correspondientes explicaciones en un tono que indicaba el concepto que le merecían los acompañantes.

– El señor que va al lado, de cara ceñuda, cubierta de cicatrices, con un cuello de camisa alto, que resalta sobre su traje negro -prosiguió con acento un tanto despectivo-, es el doctor Monygham, Inspector de los Hospitales del Estado, primer médico de las Minas Consolidadas de Santo Tomé. Persona íntima de la casa. Siempre en ella. No tiene nada de particular. Todo lo que es se lo debe a los Goulds. Muy hábil y todo lo que se quiera pero a mí nunca me ha gustado. Ni a nadie. Todavía recuerdo cuando andaba cojeando por las calles, con camisa de franela a cuadros y sandalias del país. A veces se le veía llevar una sandía bajo el brazo, único alimento que había podido agenciarse para el día. Ahora todo un gran personaje, señor, pero tan repulsivo como siempre. Sin embargo…, indudablemente desempeñó bastante bien su papel en tiempo de la revolución. Nos salvó a todos de la mortal pesadilla de Sotillo, empresa en que un hombre de otras cualidades hubiera fracasado.

Un nuevo gesto indicador del brazo regordete, y su dueño seguía explicando:

– "La estatua ecuestre que estaba sobre aquel pedestal ha sido trasladada. Era un anacronismo -comentaba el narrador vagamente. -Se habla de reemplazarla por una columna de mármol, conmemorativa de la Separación, con ángeles de paz en los cuatro ángulos, y una Justicia de bronce sosteniendo una balanza, toda dorada, en la parte superior. Se encargó el proyecto al Cavaliere Parrochetti; y la maqueta puede usted verla metida en una vitrina de la sala del Ayuntamiento.

"Se grabarán varios nombres todo alrededor del pedestal. ¡Bien! Lo mejor que podían hacer era empezar por el de Nostromo. Ha colaborado a la Separación tanto como cualquier otro y -añadió, mudando de tono- ha obtenido menos tal vez que nadie."

Al llegar a un asiento de piedra, situado bajo de un árbol, no era raro que el capitán Mitchell se dejara caer en él, invitando a su acompañante a imitarle, y la narración seguía:

– "Ese Nostromo llevó a Barrios las cartas de Sulaco que decidieron al general al abandonar Cayta temporalmente y acudir a socorrernos aquí regresando por mar. Por fortuna los transportes estaban todavía en el puerto, señor.

"Yo ni siquiera sabía que mi capataz viviera. No tenía idea. El doctor Monygham fue quien tropezó con él por casualidad en la Aduana, evacuada una o dos horas antes por el malhadado Sotillo. Conmigo no contaron; ni se dignaron hacerme la menor indicación… como si fuera indigno de que me confiaran su proyecto. Monygham lo arregló todo. Fuese a los talleres del ferrocarril, y logró ser recibido por el jefe de ingenieros, que por consideración a los Goulds principalmente, consintió en dejar salir una maquina para recorrer a toda velocidad un trayecto de ciento ochenta millas llevando a Nostromo. Era el único modo de asegurar su viaje.

"En el campo de construcción, al final de la línea, se procuró un caballo, armas, algunos vestidos, y emprendió solo aquella prodigiosa caminata de cuatrocientas millas en seis días al través de un país en plena revolución, rematándola con la hazaña de cruzar las líneas monteristas que cercaban a Cayta. El relato de esa expedición formarían un libro de la más fascinadora lectura. Llevaba la vida de todos nosotros en el bolsillo. Para tal empresa no bastaban la abnegación, el valor, la fidelidad y la inteligencia. Por supuesto, él era perfectamente íntegro e incorruptible. Pero se necesitaba un hombre que supiera salir airoso, y el capataz era ese hombre.

"El cinco de mayo, hallándome, por decirlo así, prisionero en la oficina del puerto de mi Compañía, oí de repente el silbato de una máquina en los cercados del ferrocarril, a la distancia de un cuarto de milla. No podía dar crédito a mis oídos. Salí corriendo al balcón y vi una locomotora que salía de los terrenos de la estación silbando frenéticamente, envuelta en una nube blanca, y luego acortó la velocidad casi hasta pararse precisamente al llegar a la posada del viejo Viola. Divisé a un hombre, señor -pero sin distinguirle con claridad-, que salió disparado del Albergo d’Italia Una, trepó a la plataforma, y luego la máquina se alejó de la casa como dando un salto y desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Como cuándo apaga usted una vela, señor. El conductor era un maquinista de primer orden; puedo asegurarlo. En Rincón y en otro sitio los guardias nacionales les hicieron un nutrido fuego. Por fortuna la línea no había sido cortada. En cuatro horas llegaron al campo de construcción. Nostromo había efectuado la primera parte de su viaje… Lo demás ya lo sabe usted.

"Le basta, señor, echar una mirada a su alrededor. Personas hay aquí en la Alameda que se pasean en sus carruajes, y aún están vivas hoy, porque hace años contraté a un marinero italiano fugitivo para capataz de nuestro muelle, sin más razón que la de haberme gustado su aspecto. Y ese es un hecho. No puede usted desconocerle, señor.

"El diecisiete de mayo, a los doce días justos de haber visto subir a la máquina al hombre que salió de la casa Viola, sin poder adivinar lo que aquello significaba, los transportes de Barrios entraban en este puerto, y la "Tesorería del Mundo," como el redactor de The Times llama a Sulaco en su libro, se salvó intacta para la civilización… para alcanzar en lo futuro una gran prosperidad, señor.

"Pedrito, amenazado por Hernández en el Oeste y por los mineros de Santo Tomé que avanzaban con ímpetu por la puerta de tierra, no pudo oponerse al desembarco. Durante una semana había estado enviando mensajes a Sotillo pidiéndole que se incorporara. Caso de haberlo hecho, las matanzas y destierros no hubieran dejado en la ciudad a ningún hombre ni mujer de posición. Pero aquí es donde entra en escena el doctor Monygham.

"Sotillo, ciego y sordo para todo, plantado en el puente de su vapor, vigilaba el dragado para pescar la plata, que creía sepultada en el fondo del puerto. Dicen que los tres últimos días estaba fuera de sí, rabioso y echando espumarajos al no hallar nada, yendo de una parte a otra por cubierta y echando maldiciones a los botes de las dragas, señalándoles los puntos que debían explorar, y gritando: "¡Y, no obstante, está ahí! ¡Lo veo! ¡Lo palpo!"

"Ya se disponía a colgar al doctor Monygham (a quien tenía a bordo) del extremo superior de una grúa, cuando el primer transporte de Barrios, que era uno de nuestros barcos, penetró en el puerto y, poniéndose cerca de costado, abrió fuego de fusil sin más preliminares, como saludo. Fue la mayor sorpresa del mundo, señor. Tan atónitos quedaron que, en el primer momento, no se retiraron de cubierta bajando al entrepuente. Los hombres caían como bolos. Fue un milagro que Monygham, de pie junto a la escotilla de popa, con la cuerda alrededor del cuello, se librara de quedar agujereado como una criba. Me contó después que se había dado por muerto, y que había gritado sin cesar con toda la fuerza de sus pulmones: " ¡Izad bandera blanca!" "¡Izad bandera blanca!" De improviso un viejo comandante del regimiento de Esmeralda, que estaba cerca, desenvainó la espada y gritando: "¡Muere, traidor perjuro!", atravesó de parte a parte a Sotillo, sin darle tiempo a dispararse un tiro en la cabeza."

El narrador se tomaba de cuando en cuando un rato de descanso, y luego proseguía:

– "¡Pardiez, señor! Podría contarle a usted mil incidentes por espacio de horas. Pero es tiempo de que partamos para Rincón. No estaría bien que pasara usted por Sulaco sin ver las luces de la mina de Santo Tomé, la montaña entera hecha un incendio, como un alcázar iluminado encima del sombrío Campo. Es un paseo de moda… Pero permítame referirle una anécdota sólo para ponerle a usted en autos.

"Unos quince días después, o algo más, cuando Barrios, declarado generalísimo, marchó al sur en persecución de Pedrito; y la Junta Provisional, presidida por don Justo López, hubo promulgado la nueva Constitución; y nuestro don Carlos Gould se ocupaba en preparar sus maletas para ir con una misión política, señor, a San Francisco y Washington (los Estados Unidos, señor, fueron la primera gran potencia que reconoció la República Occidental); unos quince días después, digo, cuando empezábamos a sentir que teníamos las cabezas seguras en nuestros hombros, si puedo expresarme así, un hombre importante que enviaba y recibía géneros en grande por nuestros bancos, vino a verme por asunto de su negocio y lo primero que me dice es:

– "Oiga, capitán Mitchell, ¿es ese individuo (refiriéndose a Nostromo) todavía capataz de sus cargadores o no?

– ¿Qué ocurre? -dije yo.

– "Porque si lo es, no me importa nada; estoy agradecido al servicio que me presta la Compañía O.S.N.; pero le he visto varios días ganduleando por el muelle, y precisamente ahora me ha detenido, con la mayor frescura del mundo, pidiéndome un puro. Usted sabe que gasto una marca especial, y que no los compro para regalarlos así como así.

– "Espero que se haya visto usted forzado a hacerlo pocas veces.

– "¡Oh!, desde luego. Pero es una molestia insoportable. El hombre anda siempre mendigando cigarros.

"Señor, volví a un lado la vista, y luego pregunté:

"¿No fue usted uno de los que estuvieron presos en el Cabildo?

– "Usted lo sabe perfectamente, y que me pusieron cadenas además -respondió el.

– "Y que se le exigían quince mil dólares para ponerle en libertad.

"Se ruborizó, señor, porque cundió que se había desmayado de miedo cuando llegaron a arrestarle, y que ante Fuentes se mostró abyecto arrastrándose a sus pies, de modo que hizo sonreír de lástima a los mismos policianos que le habían llevado cogido por los cabellos.

– "Sí -añadió un tanto confuso. -Y eso ¿qué tiene que ver?

– "¡Oh! Nada, Que corrió usted peligro de perder un piquillo -repliqué-; eso suponiendo que hubiera usted librado con vida. Pero ¿qué puedo hacer por usted?

"El hombre no entendió la indirecta. Se quedó como si tal cosa. Y así va el mundo, señor."

Al fin terminaba la conversación en la Alameda, levantándose el señor Mitchell algo entumecido, y la expedición a Rincón solía hacerse con una observación filosófica hecha por el implacable cicerone con los ojos fijos en las luces de Santo Tomé, que parecían suspendidas en la oscura noche entre el cielo y la tierra:

– Un gran poder para bien y para mal, señor. Un gran poder.

Y se cenaba en Mirliflores, famoso por su excelente cocina, dejando en el ánimo del viajero la impresión de que abundaban en Sulaco los jóvenes simpáticos y despejados, con salarios al parecer demasiado crecidos para su edad, y, entre ellos, unos cuantos, por lo general, anglosajones peritos en el arte de gastarle un bromazo, como suele decirse, a un huésped de buen genio.

Con una rápida carrera al puerto en el artefacto de dos ruedas (que el capitán Mitchell llamaba currículo), tirado por un mulo seco y encanijado, al que un cochero evidentemente napolitano no cesaba de apalear, el ciclo de la visita a Sulaco se acercaba a su término ante las oficinas iluminadas de la Compañía O.S.N., que seguían abiertas a hora tan avanzada por causa del vapor. Se acercaba a su fin…, pero no terminaba.

– Las diez. Su barco no estará listo para zarpar hasta las doce y media, y aun entonces lo dudo. Vamos a tomar un vaso de soda con aguardiente y a fumar otro puro.

Y en el despacho particular del superintendente, el distinguido viajero del Ceres, el Juno o el Palas, escuchaba, como un niño cansado un cuento de hadas, la serie inesperada de descripciones, sonidos, nombres, sucesos e informaciones complicadas e incompletas, con que el señor Mitchell le aturdía mentalmente. Y oía una voz familiar y de impresionante énfasis, como venida de otro mundo, refiriéndole que había habido "en aquel mismo puerto" una demostración naval internacional, que puso fin a la guerra entre Costaguana y Sulaco; y que el crucero de los Estados Unidos Powhattán fue el primero en saludar la bandera occidental -blanca con una corona de laurel verde en el centro, rodeando una flor amarilla. Y oía contar que el general Montero, antes de transcurrir un mes desde que se proclamó a sí mismo Emperador de Costaguana, había sido muerto de un tiro (durante una solemne y pública distribución de condecoraciones y cruces) disparado por un joven oficial de artillería, hermano de la mujer que a la sazón era su querida.

– El abominable Pedrito, señor, huyó del país -seguía contando la voz. -El capitán de uno de nuestros barcos me dijo últimamente que había visto a Pedrito el Guerrillero luciendo unas babuchas moradas y un gorro de terciopelo con borla de oro, al frente de una casa de lenocinio en uno de los puertos meridionales.

– ¡Detestable Pedrito! ¿Qué diablo de hombre era ése? -preguntaba el distinguido pasajero, fluctuando entre la vigilia y el sueño, pero con los ojos abiertos merced a un esfuerzo de cortesía, y con un amistoso mohín en los labios, de entre los que salía el decimoctavo o vigésimo puro de aquel memorable día.

El capitán Mitchell, olvidándose del último personaje traído a cuento, volvía a hablar de su Nostromo con acento sentido y un deje de melancólico orgullo:

– "Se me presentó de repente en esta misma habitación como un fantasma, señor. Imagínese usted la impresión que me causaría. Como es natural, había vuelto por mar con Barrios. Y lo primero que me dijo cuando estuve repuesto del susto, y en condiciones de oírle, fue que había recogido el bote de la gabarra, abandonado en el golfo, donde flotaba a la deriva. Mi pobre capataz parecía abatido por tal incidente, que en realidad era extraordinario, si se recuerda que habían pasado dieciséis días desde el naufragio del lanchón de la plata.

"Al punto pude ver que era otro hombre. Miraba de hito en hito a la pared, señor, como si hubiera una araña o algo que corriera por ella. La pérdida de la plata se le había clavado en el alma. Me preguntó desde luego que si doña Antonia tenía ya noticia de la muerte de Decoud, y al hacer esta pregunta le temblaba la voz. Hube de decirle que doña Antonia no había vuelto aún a la ciudad. ¡Pobre señorita! Y, cuando me disponía a interrogarle sobre mil asuntos, saltó de pronto: "Perdone usted, señor", y salió sin más de este despacho. No volví a verle en tres días, pues me hallaba a la sazón abrumado de ocupaciones, ¿sabe usted? Creó que vagaba por dentro y fuera de la ciudad, y que dos noches volvió a dormir a los barracones de los empleados del ferrocarril. Parecía absolutamente indiferente a lo que ocurría. Le pregunté una vez en el muelle: "¿Cuándo piensa usted encargarse nuevamente de su tarea, Nostromo? Ahora tenemos trabajo en abundancia para los cargadores". "Señor -me respondió, echándome una mirada interrogadora-, ¿se maravillaría usted si le dijera que todavía me siento muy cansado para volver a la faena? Y ¿qué labor podría hacer ahora? ¿Cómo podría mirar a la cara a mis cargadores después de haber perdido la gabarra?"

"Le rogué que no pensara más en la plata y se sonrió. Una sonrisa que me llegó al corazón, señor. "Usted no tuvo la culpa -le dije. -Fue una fatalidad. Una desgracia que no pudo evitarse". "¡Sí! ¡sí!", dijo y volvió la espalda. Creí lo mejor dejarle en paz una temporada para que se sobrepusiera a su pesadumbre; pero le ha costado años el conseguirlo. Estuve presente a su entrevista con don Carlos. Debo decir que Gould es un hombre un tanto frío. Ha tenido que reprimir sus sentimientos, tratando con ladrones y granujas, en constante peligro de arruinarse con su mujer; y lo ha venido haciendo por tantos años, que la impasibilidad constituye hoy, por decirlo así, su segunda naturaleza. Los dos permanecieron largo rato mirándose; y don Carlos preguntó, con el sosiego y reserva de costumbre, qué podía hacer por él.

– "Mi nombre es conocido de un extremo a otro de Sulaco -respondió el otro con la misma calma-. ¿Qué mayor remuneración podría usted concederme?

"Eso es todo lo que pasó en esa ocasión. Posteriormente, sin embargo, se puso a la venta una magnífica goleta; y la señora de Gould y yo tuvimos gran empeño en comprarla y regalársela. Así se hizo, pero en los tres años siguientes devolvió el precio. El tráfico abundaba todo a lo largo de la costa, señor. Además, ese hombre es afortunado en todas sus empresas, menos en salvar el lanchón de la plata.

"La pobre doña Antonia, no repuesta aún de los terribles trabajos sufridos en los bosques de los Hatos, tuvo también una entrevista con él. Deseaba recibir noticias de Decoud: qué dijo, qué hizo, qué pensaron hasta el último en aquella noche fatal. Por la señora de Gould supe que el capataz había hablado a la señorita con afabilidad y calma. La señorita Avellanos supo reprimir su pena, y sólo prorrumpió en llanto cuando Nostromo le dijo que el señor Decoud tenía seguridad en el triunfo glorioso de su proyecto… Y, a no dudarlo, señor, ha sido un verdadero triunfo".

El ciclo de los relatos y paseos estaba á punto de cerrarse al fin. Y, mientras el ilustre pasajero, temblando de placer al pensar anticipadamente en la litera de su camarote, se olvidaba de preguntar: "¿Qué singular proyecto podía ser el de ese Decoud?", el capitán Mitchell continuaba:

– Siento que en breve tendremos que separarnos. La atención inteligente que ha prestado usted a mis explicaciones me ha procurado un día delicioso. Ahora le acompañaré a usted a bordo. Ha echado usted un vistazo a la "Tesorería del Mundo". Una denominación muy apropiada.

La voz del segundo contramaestre, anunciando a la puerta que la chalupa aguardaba, ponía término a las etapas del acompañamiento obsequioso.

Nostromo realmente había hallado el bote de la gabarra, abandonado en la Gran Isabel con Decoud, flotando vacío a gran distancia de la isla del golfo. Hallábase a la sazón en el puente del primero de los transportes de Barrios, que en una hora de navegación llegaría a Sulaco. Barrios, a quien siempre caían en gracia las hazañas atrevidas y juez competente en materia de valor, había cobrado gran afición al capataz. Durante el viaje contorneando la costa, el general retuvo a Nostromo cerca de su persona, hablándole a menudo en los términos rudos y jactanciosos que solían expresar su especialísima estimación.

Los ojos de Nostromo fueron los primeros en divisar a cierta distancia frente a la proa una manchita negra, que aparecía aislada de la Tres Isabeles en la superficie plana y temblorosa del golfo. Hay ocasiones en que ningún hecho debe ser despreciado por insignificante; un pequeño bote, tan lejos de tierra, podía indicar algo digno de averiguarse. A una señal de Barrios, el transporte mudó de rumbo y pasó bastante cerca para cerciorarse de que la barquichuela estaba vacía. Era un bote ordinario que navegaba a la deriva con los remos dentro. Pero Nostromo, que tenía fijo insistentemente a Decoud en su pensamiento durante días, había reconocido mucho antes con sobresalto la canoa de la gabarra.

No había que pensar en detenerse a recoger un objeto tan insignificante. Cada minuto era de gran importancia para salvar la suerte de una ciudad entera y las vidas de sus habitantes. La proa del barco-guía, con el general a bordo, volvió a su rumbo. Tras él, la flota de transportes, diseminados a la ventura en alta mar a la distancia aproximada de una milla, aparecían negros y humeantes por la parte de poniente, con el aspecto de terminar un certamen de velocidad en el océano.

– Mi general -prorrumpió la voz de Nostromo, fuerte y tranquila detrás de un grupo de oficiales-, desearía salvar ese botecito. Le conozco, por Dios. Pertenece a mi compañía.

– Y, por Dios -replicó Barrios en tono de broma-, usted me pertenece a mí. Pienso hacerle a usted capitán de caballería en cuanto vuelva a echar la vista a un caballo.

– Sé nadar mejor que cabalgar, mi general -exclamó Nostromo, avanzando hacia la baranda con gran resolución, que se reflejaba en la fijeza de su mirada. -Permítame usted…

– ¿Permitirle? ¡Qué hombre más terco! -vociferó el general jovialmente sin mirarle siquiera. -¡Qué le deje ir! ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! Quiere hacerme confesar que no podemos tomar a Sulaco sin él. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! ¿Le gustaría hacer el viaje a nado, hijo mío?

Un tremendo clamoreo que resonó de un extremo a otro del barco interrumpió las bromas de Barrios. Nostromo había saltado por la borda, y su negra cabeza flotaba ya lejos del barco.

El general musitó sorprendido en tono violento:

– ¡Cielos! ¡Pecador de mí!

Miró con avidez y vio que Nostromo nadaba con gran desembarazo, y luego tronó indignado:

– ¡No!, ¡no! De ninguna manera nos detendremos a recoger a ese insolente. ¡Qué se ahogue… ese loco capataz!

Únicamente empleando la fuerza bruta hubiera sido posible impedir a Nostromo arrojarse al mar. Aquel bote vacío, que le salía al encuentro de una manera misteriosa, como dirigido por un invisible espectro, ejerció sobre el capataz la fascinación de una señal, de un aviso, y pareció responder en forma enigmática y sorprendente a su obsesión de un tesoro y del destino de un hombre. Habría saltado, aun estando seguro de hallar la muerte en aquella media milla de agua. La superficie del mar aparecía lisa como la de un estanque, y por una razón u otra en el Golfo Plácido no se conocen los tiburones, no obstante estar plagada de ellos la costa del otro lado de Punta Mala.

El capataz se asió a la popa del bote y respiró con fuerza. Mientras nadaba le había invadido una extraña sensación de debilidad. Se había quitado las botas y la chaqueta en el agua, y permaneció colgado de la borda algún tiempo cobrando aliento. A lo lejos los transportes, más agrupados ahora, avanzaban en derechura a Sulaco conservando la apariencia de navegar en amistoso certamen, practicando un deporte náutico, una regata, y el humo unido de las chimeneas formaba encima y enfrente de él un delgado bancal de niebla de color sulfúreo. Entonces pensó Nostromo que su audacia, su valor, su arriesgado viaje eran los que habían puesto en movimiento aquellos barcos haciéndolos acudir presurosos a salvar las vidas y haciendas de los blancos, amos del pueblo; a salvar la mina de Santo Tomé; a salvar a los niños.

Con un vigoroso y bien dirigido esfuerzo se encaramó al bote por encima de la popa. ¡El mismo bote! No había duda, absolutamente ninguna. Era la canoa de la gabarra núm.3 -la canoa dejada con Martín Decoud en la Gran Isabel, a fin de que tuviera algún medio de salvarse, si nada podía hacerse por él desde tierra. Y aquí se le había presentado, vacía e inexplicable. ¿Qué había sido de Decoud? El capataz practicó un minucioso registro en el bote. Buscó algún arañazo, alguna señal, algún signo, y sólo descubrió una mancha pardusca en la borda, frente al banco de remar. Acercó el rostro y frotó fuerte con el dedo. Luego se sentó en la parte de popa, inactivo, con las rodillas juntas y las piernas apartadas como las de un compás abierto.

Chorreando agua de pies a cabeza, el cabello y las patillas lacias y mojadas, y los ojos sin brillo fijos en las tablas del fondo, el capataz de los cargadores de Sulaco parecía el cadáver de un ahogado, salido de las profundidades del golfo para pasar ocioso la hora de la puesta del sol en un pequeño bote. La excitación de su arriesgado viaje a caballo; la excitación del regreso oportuno, de la hazaña, del triunfo; toda esa excitación concentrada en torno de las ideas unidas del gran tesoro y del único hombre que, además de él, conocía su existencia, le había abandonado. Hasta el ultimo instante había estado devanándose los sesos para descubrirla manera de visitar la Gran Isabel sin pérdida de tiempo y sin ser visto de nadie. Tan estrechamente relacionado estaba en su mente la idea del secreto con la del tesoro, que aun al mismo Barrios se había abstenido de mencionarte la existencia de Decoud y de la plata en la isla.

Sin embargo de eso, las cartas que había llevado al general hablaban brevemente de la pérdida de la gabarra por la relación que tenía con la situación de Sulaco. En circunstancias tan críticas, el tuerto cazador de tigres, que olfateaba de lejos la batalla, no había perdido el tiempo en hacer preguntas al emisario. De hecho Barrios, en su conversación con Nostromo, suponía que Decoud y los lingotes de la mina de Santo Tomé se habían ido a pique juntos; y Nostromo, no interrogado directamente, había guardado silencio, bajo de la influencia de alguna forma indefinible de resentimiento o desconfianza. ¡Qué se lo explicara todo don Martín! -se dijo a sí mismo mentalmente.

Y ahora que tenía en su poder el medio de llegar a la Gran Isabel, puesto en su camino con la mayor antelación posible, se había disipado todo su entusiasmo, como cuando huye el alma dejando el cuerpo inerte en una tierra que ya no conoce. Nostromo parecía no conocer el golfo. Por algún tiempo ni siquiera sus párpados se agitaron una vez sobre la vítrea vacuidad de su mirada fija.

Después, lentamente, sin el menor movimiento de los miembros, ni contracción de ningún músculo, ni temblor de las pestañas, apareció en las facciones inmóviles una expresión de vida; y un pensamiento hondo se reflejó en la inexpresiva mirada -como si un alma proscrita, un alma apacible y errante, al hallar abandonado aquel cuerpo en su camino, hubiera llegado furtivamente a tomar posesión de él.

El capataz frunció el ceño; y en la inmensa quietud del mar, de las islas y la costa, de las formas nubosas en el cielo y de los regueros de luz en el agua, el fruncir de aquella frente tuvo el énfasis de un gesto poderoso. Nada mas se movió por largo tiempo; luego el hombre movió la cabeza y se unió de nuevo al reposo universal de todas las cosas visibles.

De pronto empuñó los remos, y haciendo virar la canoa en redondo con un solo movimiento, puso la proa hacia la Gran Isabel; pero antes de empezar a remar se inclinó una vez mas sobre la mancha pardo-oscura de la borda.

– Sé lo que es esto -se dijo, moviendo la cabeza con expresión sagaz-, esto es sangre.

Sus remadas eran largas, vigorosas y constantes. De cuando en cuando volvía la cara para mirar por encima del hombro a la Gran Isabel, que presentaba su achatado peñón en la ansiosa mirada de Nostromo, como un rostro impenetrable. Al fin la tajamar del bote tocó la grava. Empujó con violencia la canoa, en lugar de arrastrarla a la pequeña playa. Inmediatamente volviendo la espalda al sol poniente, penetró con luengas zancadas en el interior de la barranca, mientras el agua del arroyo saltaba con el chapoteo de sus pies, que parecían querer hollar el alma somera, clara y murmuradora de la pequeña corriente. Anhelaba aprovechar lo que restaba del día.

Una masa de tierra, hierba y arbustos destrozados había caído muy naturalmente sobre la cavidad oculta bajo del árbol inclinado. Decoud había intentado sepultar el tesoro según las instrucciones que le había dado, usando la pala con cierta maña. Pero la sonrisa de aprobación que Nostromo había esbozado se trocó en un mohín desdeñoso ante la pala misma arrojada en un sitio perfectamente visible, como si el operador, dejándose llevar del disgusto o de un repentino pánico, hubiera abandonado de pronto su tarea. ¡Ah! Todos eran iguales en su insensatez esos hombres finos que inventaban leyes y gobiernos y cargas estériles para la gente del pueblo.

El capataz recogió la pala, y mientras sentía en la mano la impresión del mango, le asaltó el deseo de echar un vistazo a las cajas de cuero crudo del tesoro. A las pocas paladas de tierra removida, descubrió los bordes y cornejales de varias; luego, retirando más tierra, vio que una de ellas había sido rajada con un cuchillo.

Al advertirlo lanzó una interjección con voz ahogada y cayó de rodillas echando miradas a su espalda, ya de un lado, ya de otro. El cuero fuerte y duro se había vuelto a cerrar, y vaciló antes de meter la mano por la gran abertura y palpar los lingotes. Allí estaban. Uno, dos, tres… Sí faltaban cuatro. Los habían llevado. Cuatro lingotes. Pero ¿quién podría ser el autor de la sustracción? ¿Decoud? Nadie más. Y ¿por qué? ¿Con qué fin? ¿Por qué maldito capricho? El se lo sabría. Cuatro lingotes, llevados en un bote, y… ¡sangre!

Frente a la entrada del golfo, el sol, nítido, sin nubes, indiferente, se hundía en el mar con el grave y sereno misterio de una inmolación voluntaria, consumada lejos de todos los ojos mortales en medio de una infinita majestad de silencio y de paz. ¡Cuatro lingotes menos!… y ¡sangre!

El capataz se levantó despacio.

– Tal vez se cortara sencillamente en la mano -murmuró. -Pero entonces…

Sentóse sobre la tierra removida, en un estado de animo enteramente pasivo, como si le hubieran encadenado al tesoro, con las piernas dobladas y erectas, abrazadas, presentando un aspecto de sumisión absoluta, a modo de un esclavo puesto de guardia. Sólo una vez alzó la cabeza bruscamente: el repiqueteo sordo de un fuego graneado había llegado a sus oídos, remedando la caída de un chorro de guisantes secos sobre un tambor. Después de escuchar un rato, dijo a media voz:

– No volverá jamás a dar explicaciones.

Y bajó de nuevo la cabeza.

– ¡Imposible! -musitó con acento lúgubre.

El ruido del tiroteo se extinguió. El resplandor de un gran incendio en Sulaco llameó con tintes rojos sobre la costa, y jugando en las nubes del fondo del golfo, pareció tocar con un reflejo siniestro las formas de las Tres Isabeles. Pero Nostromo no lo advertía, aunque había levantado la cabeza.

– Y entonces, no puedo saber… -prorrumpió distintamente, y permaneció silencioso y mirando de hito en hito durante horas.

No pudo saber… Nadie había de saber… Como ha podido suponerse, el fin de don Martín Decoud nunca llegó a ser objeto de cavilaciones para nadie, excepto para Nostromo. Si se hubiera conocido la verdad de los hechos, siempre habría quedado la cuestión de ¿por qué? Y al contrario, la versión de la muerte de Decoud pereciendo ahogado al hundirse la gabarra no dejaba incertidumbre ninguna sobre el motivo.

El joven apóstol de la Separación había sucumbido luchando por su idea a consecuencia de un accidente lamentable. Esta fue la creencia general; pero la verdad era que había muerto de soledad, ese enemigo que pocos conocen en el mundo, y al que sólo las almas más sencillas son capaces de resistir. El brillante costaguanero de los bulevares había muerto de soledad y de falta de fe en sí mismo y en los demás.

Por razones serias y valederas, generalmente desconocidas, las aves marinas del golfo huyen de Las Isabeles. Su guarida es el rocoso Cabezo de Azuera, cuyos pétreos rellanos y abismos resuenan con sus salvajes y alborotados clamores, como si disputaran eternamente sobre el tesoro legendario.

Al expirar el primer día de la permanencia de Decoud en la Gran Isabel, volviendo a su yacija y hierba áspera, bajo de la sombra de un árbol, se dijo a sí mismo:

– Ni un solo pájaro he visto en todo el día.

Y tampoco había oído ningún sonido en todo el día, excepto el de su propia voz musitante. Había sido un día de silencio absoluto -el primero que había conocido en su vida. Y no había dormido ni un segundo. A pesar de todas las noches de vigilia y los días de peleas, proyectos y discusiones; a pesar de los peligros y rudo bregar de la última noche en el golfo, no había podido pegar los ojos un momento. Y, no obstante, desde la salida hasta la puesta del sol había descansado en tierra, de espaldas o de bruces.

Desperezóse y con pasos lentos descendió a la barranca para pasar la noche al lado de la plata. Si Nostromo regresaba -como pudiera hacerlo en cualquier instante-, allí es donde acudiría a mirar antes que a ninguna otra parte, y la noche, por supuesto, era el tiempo propicio para una tentativa de comunicación. Recordó con profunda indiferencia que no había comido nada aún desde que se quedó solo en la isla.

Pasó la noche con los ojos abiertos y cuando apuntó el día, tomó algo sin abandonar su indiferencia. El brillante "Decoud Hijo", el niño mimado de la familia, el amante de Antonia y periodista de Sulaco, no tenía condiciones para luchar solo contra sí mismo. La soledad, producida por las circunstancias externas de la vida, se convierte muy rápidamente en un estado de alma en que no caben afectaciones de ironía y escepticismo. Se apodera del ánimo y arrastra el pensamiento al destierro de la duda absoluta. Después de aguardar tres días la vista de algún rostro humano, Decoud se halló de pronto dudando de su propia individualidad. Se le ofrecía sumergida en un mundo de nubes y agua, de fuerzas y formas de la naturaleza. Únicamente en nuestra actividad es donde hallamos la ilusión confortadora de una existencia independiente, en medio del conjunto de seres de que formamos una parte arrastrada por el torbellino de los acontecimientos. Decoud perdió toda fe en la realidad de su acción pasada y futura. El quinto día cayó sobre él una melancolía inmensa que le impresionaba de un modo tangible. Resolvió no entregarse a la gente de Sulaco, que la había acosado y ahora se le antojaba irreal y terrible, como fantasmas espantadizos y repugnantes. Contemplóse luchando débilmente en medio de ellos, y vio a Antonia, en forma de una estatua alegórica, gigantesca y adorable, que miraba con ojos despectivos su debilidad.

Ningún ser viviente, ninguna mancha de alguna vela lejana apareció en su campo de visión; y, como para escapar de esta soledad, se abismó en su melancolía. La vaga conciencia de una vida mal dirigida, entregada a impulsos cuyo recuerdo deja un sabor amargo en el alma, fue el primer sentimiento moral de su naturaleza de hombre maduro. Pero al mismo tiempo no sentía remordimiento. ¿De qué había de dolerse? No había reconocido otra virtud que la inteligencia, y había erigido las pasiones en deberes. Tanto su inteligencia como sus pasiones sucumbieron fácilmente en aquella soledad no interrumpida de aguardar sin fe. El insomnio había despojado a su voluntad de toda energía: no había dormido siete horas en los siete días. Su tristeza era la tristeza de un ánimo escéptico. Contempló el universo como una sucesión de imágenes incomprensibles. Nostromo era muerto. Todo había fracasado ignominiosamente. No se atrevía a pensar más en Antonia. No había sobrevivido a tanta desgracia. Pero, aunque hubiera sobrevivido, no podría mirarla a la cara. Y todo esfuerzo parecía insensato.

El día décimo después de pasar la noche anterior sin dormitar siquiera una vez (le había ocurrido que Antonia no había amado jamás a un ser tan impalpable como él), se le representó la soledad como un inmenso vacío, y el silencio del golfo como una cuerda tensa y fina, de la que se hallaba colgado de ambas manos, sin temor, sin sorpresa, sin emoción de ningún género. Sólo al anochecer, con la impresión de relativo bienestar producida por el fresco, empezó a desear que esa cuerda se rompiera pronto. Se la imaginó estallando con la detonación de una pistola -un estampido seco y macizo. Y eso sería el remate de todo. Consideró esa eventualidad con satisfacción, porque temía las noches de insomnio, en que el silencio, perseverando inalterable en forma de una cuerda, de la que él pendía asido con ambas manos, vibraba con frases sin sentido, siempre las mismas, pero del todo incomprensibles, sobre Nostromo, Antonio, Barrios y las proclamas, mezclado todo en un zumbido sordo e irónico. Durante el día le era dado mirar el silencio como una cuerda inerte, tendida a punto de romperse, con su vida, su vida inútil, colgada de ella como un peso.

– ¿La oiré estallar antes de caer yo? -se preguntó.

El sol estaba a dos horas del horizonte cuando se levantó escuálido, sucio, cadavérico, y miró al astro rey con ojos orlados de púrpura. Sus miembros le obedecían tardos, como si estuvieran llenos de plomo, pero no sentía temor, y el efecto de aquel estado físico dio a sus movimientos una dignidad resuelta y deliberada. Procedía como si estuviera ejecutando una especie de rito. Bajó a la barranca, porque la fascinación de toda aquella plata, con el poder que encerraba, seguían sobreviviendo, como cosa única, fuera de él. Recogió el cinto con el revólver, que yacía allí, y se lo ciñó a la cintura.

La cuerda del silencio no podía estallar en la isla. Había que dejarla caer y sumergirla en el mar, pensó. ¡Y sumergirla hasta el fondo! Quedóse mirando a la tierra removida que cubría el tesoro. ¡En el mar! Su aspecto era el de un sonámbulo. Dejóse caer perezosamente de rodillas, y arañó por algún tiempo la tierra con paciencia diligente hasta descubrir una de las cajas. Sin detenerse, como quien ejecuta una labor que ha hecho antes muchas veces, la rajó y sacó cuatro lingotes que metió en los bolsillos. Cubrió de nuevo la caja y paso a paso salió de la barranca. Los arbustos se cerraron tras él chirriando.

El tercer día de su soledad fue cuando arrastró la canoa a la vera del agua con intención de alejarse remando a cualquier punto; pero había desistido, en parte, por el asomo de esperanza en el regreso de Nostromo, y en parte por haberse convencido de la evidente inutilidad de todo esfuerzo.

Ahora sólo se necesitaba dar un ligero empujón a la canoa para ponerla a flote. La poca comida que había tomado diariamente desde su permanencia en aquel lugar le había conservado alguna fuerza muscular. Manejando los remos despacio, navegó alejándose de la mole rocosa de la Gran Isabel, que se alzaba a su espalda, cálida de sol como de calor de vida, bañada de arriba abajo en rica luz, a modo de una radiación de esperanza y alegría. Remó en dirección al astro del día, próximo a ponerse. Cuando el golfo se oscureció, cesó de remar y metió dentro las paletas. El choque de éstas contra la tablazón del bote fue el ruido más fuerte que oyó en su vida. Le sonó a una revelación, a un llamamiento venido de lejos. Por su mente pasó el pensamiento: "Quizá duerma esta noche"; pero no lo creyó. No creía en nada; y continuó sentado en el banco de remar.

El alba, que empezaba a clarear por detrás de las montañas, puso un vago resplandor en sus ojos extáticos. Tras un amanecer diáfano, el sol apareció espléndido encima de los picos de la sierra. El gran golfo se encendió de pronto con un inmenso centelleo todo alrededor del bote, y en el esplendor de aquella soledad implacable, el silencio se le presentó de nuevo, tirante a punto de romperse, como una cuerda negra y fina.

Sus ojos la miraban, mientras sin prisa mudaba de asiento, pasando del banco a la borda. La miraban fijamente, y al mismo tiempo su mano, palpando alrededor de la cintura, desabrochó la tapa de la bolsa de cuero, sacó el revólver, lo amartilló, lo volvió apuntando a su pecho, oprimió el gatillo y, con un esfuerzo convulsivo, lanzó el arma todavía humeante dando vueltas por el aire.

Sus ojos siguieron mirando a la misteriosa cuerda, cuando cayó de cara con el pecho doblado sobre la regala del bote y los dedos de la mano derecha agarrotados, como garfios, al banco de remar. La miraron…

"Se acabó," dijo vertiendo un repentino chorro de sangre. Su ultimo pensamiento fue: "Desearía saber cómo ha muerto el capataz".

La rigidez de los dedos se aflojó, y el amante de Antonia Avellanos cayó al mar por la borda sin haber oído estallar la cuerda del silencio en la soledad del Golfo Plácido, cuya superficie centelleante no se alteró con la caída de su cuerpo.

Víctima de una lasitud sin ilusiones, que es el premio reservado a la audacia intelectual, el brillante don Martín Decoud, lastrado por las barras de plata de Santo Tomé, desapareció sin dejar rastro, sepultado en la inmensa indiferencia de las cosas. Su desvelada y abatida figura dejó de yacer junto a la plata de Santo Tomé, y por algún tiempo los espíritus del bien y del mal que rondan alrededor de todo tesoro escondido pudieron creer éste olvidado de todos los hombres.

Después, al cabo de algunos días, otra forma apareció avanzando a grandes zancadas de espalda al sol poniente, para ir a sentarse y aguardar inmóvil y despierta en la estrecha barranca tenebrosa durante toda una noche, casi en la misma postura y en el mismo sitio en que se había sentado el otro hombre atormentado de insomio, que con tanta calma se había ausentado para siempre en un pequeño bote a la hora de ponerse el sol. Y los espíritus del bien y del mal que rondan en torno a los tesoros escondidos comprendieron bien que la plata de Santo Tomé poseía ahora un esclavo leal y por toda la vida.

El magnífico capataz de cargadores, víctima de la vanidad desengañada, que es la recompensa de las acciones audaces, pasó sentado en la abatida postura de un proscrito acosado de perseguidores una noche de insomnio, tan atormentada como cualquiera de las que había padecido Decoud, su compañero, en la aventura más desesperada de su vida. Y se preguntaba cómo habría muerto Decoud. Pero en cambio no abrigaba dudas ni ignorancias sobre el papel que había desempeñado. Por causa del maldito tesoro había abandonado, en necesidad extrema, primero a una mujer moribunda y luego a un hombre. Ese tesoro estaba pagado con un alma perdida y un hombre desaparecido. Al tranquilo temor de este sentimiento sucedió una oleada de inmenso orgullo. No había en el mundo mas qué un Gian Battista Fidanza, capataz de cargadores, capaz de pagar un precio semejante.

Había abrazado la resolución de no consentir que obstáculo alguno le impidiera consumar su negocio. Nada. Decoud había muerto. Pero ¿cómo? De que había muerto no cabía la menor duda. ¿Y los cuatro lingotes?… ¿Para qué los había tomado?… ¿Pensaba volver por más… en alguna otra ocasión?

El tesoro estaba ejerciendo su influencia misteriosa, trastornando la clara inteligencia del hombre que había pagado su precio. Estaba seguro de que Decoud había muerto. La isla parecía llena de aquel susurro. ¡Muerto! ¡Desaparecido! Y echó de ver que maquinalmente escuchaba el rumor de los arbustos y el chapoteo de sus pies en el lecho del arroyo. ¡Muerto! ¡El fino hablador, el novio de doña Antonia!

– ¡Ah! -murmuró, con la cabeza sobre las rodillas, bañada en la lívida luz del alba nebulosa que clareaba sobre la libertada Sulaco y sobre el golfo de color gris ceniciento.

– ¡A ella es a quien acudirá volando! ¡A ella volará antes que a nadie!

Y ¡cuatro lingotes! ¿Los tomaría en venganza para lanzar sobre él un maleficio, como la mujer airada que le había vaticinado remordimiento y ruina, imponiéndole, no obstante, la tarea de salvar a las niñas? Bien; las había salvado. Había vencido el conjuro de la pobreza y el hambre… solo, o tal vez ayudado del diablo. ¿Qué le importaba a nadie? Lo había hecho, aun siendo víctima de una traición, salvando de un golpe la mina de Santo Tomé, que se le representaba odiosa e inmensa, tiranizando con su vasta riqueza el valor, el trabajo, la fidelidad del pobre, la guerra y la paz, las faenas de la ciudad, del mar y del campo. El sol brilló por encima de los picos de la cordillera. El capataz contempló por algún tiempo la masa de tierra removida, piedras y arbustos destrozados que ocultaban el escondrijo de la plata.

– Es necesario que me haga rico muy despacio -pensó en voz alta.

Capítulo XI

Sulaco, a diferencia de Nostromo, que procedía con prudente lentitud en mejorar de fortuna, se enriquecía rápidamente con los tesoros escondidos en la tierra, rondados por los ansiosos espíritus del bien y del mal, y arrancados de las rocas por las manos laboriosas del pueblo. Era una especie de rejuvenecimiento, de reviviscencia, llena de promesas, de inquietudes de movimiento; una exuberancia pródiga que dispersaba su riqueza por los cuatro ángulos de un mundo ávido. Cambios materiales sobrevinieron con el desenvolvimiento de los intereses materiales. Y otros cambios más sutiles, exteriormente inadvertidos, dejaron sentir su influencia en los espíritus y corazones de los obreros.

El capitán Mitchell había regresado a su país, entregándose, a gozar de sus ahorros, puestos en obligaciones de la mina de Santo Tomé, y el doctor Monygham, envejecido y canoso, conservaba inalterable la expresión de su rostro y seguía viviendo del tesoro inagotable de su tierna afección, guardada en el secreto de su corazón como un acopio de riqueza prohibida.

A pesar de sus títulos de Inspector General de los Hospitales del Estado (puestos a cargo de la Concesión Gould), Consejero Oficial de Sanidad nombrado por el Municipio, Médico Jefe de las Minas-Reunidas de Santo Tomé (cuyos terrenos abundantes en oro, plata, cobre, plomo, cobalto, se extienden por millas a lo largo de las estribaciones de la Cordillera), el doctor se había sentido pobre, miserable y hambriento, durante la segunda larga visita de los Goulds a Europa y a los Estados Unidos de América. Íntimo de la casa, amigo probado, solterón sin domicilio (fuera del consultorio médico), había sido invitado a alojarse en la magnífica residencia de sus protectores, los Goulds. A los once meses de faltar éstos, se le habían hecho intolerables las habitaciones bien conocidas, por recordarle en cada pormenor la mujer a quien tenía consagrado su leal cariño. Al acercarse la fecha de arribo del vapor correo Hermes (última adquisición agregada a la espléndida flota de la Compañía O.S.N.), el hombre renqueaba de aquí para allá con mayor vivacidad y soltaba desplantes más irónicos a los sencillos y afables sin otro motivo que su exacerbada nerviosidad.

Preparó su modesta maleta con apresuramiento, con furia, con entusiasmo, y la vio sacar a la entrada de la casa Gould bajo las miradas curiosas del viejo portero, con verdadera fruición, con embriaguez.

Después, al llegar la hora, sentado solo en el gran landó, detrás de las mulas blancas, un poco al lado, el semblante contraído y envenenado por la violencia del esfuerzo para dominarse, con un par de guantes nuevos en la mano izquierda, partió en el carruaje hacia el puerto.

De tal modo se le ensanchó el corazón cuando vio a los Goulds en el puente del Hermes, que sus saludos de bienvenida se redujeron a un balbuceo inexpresivo. Mientras el landó regresó a la ciudad, los tres permanecieron silenciosos; y ya en el patio de la casa, el doctor acertó a decir de un modo más natural:

– Les dejo a ustedes solos. Volveré mañana, si ustedes me permiten.

– Venga usted a almorzar, querido doctor Monygham, y venga pronto -dijo la señora de Gould con el velo echado y sin haberse quitado aún el vestido de viaje, volviéndose para mirarle al pie de la escalera; mientras en el primer descansillo la imagen de la Virgen, vestida de azul y con el Niño en brazos, parecía dispensarle una acogida de compasiva ternura.

– No espere usted hallarme en casa -le advirtió Carlos Gould. -Saldré temprano para la mina.

Después del almuerzo, doña Emilia y el señor doctor salieron lentamente por la puerta interior del patio. Ante ellos dilataron sus ámbitos los espaciosos jardines de la casa Gould, cercados por altas paredes, sobre las que se tendían las pendientes de los tejados vecinos, cubiertas de tejas rojas alternando con masas de sombra entre el arbolado de los alrededores y trozos de pradera inundados de sol. Una triple hilera de viejos naranjos rodeaba el conjunto. Jardineros de tez morena, descalzos, con camisas blancas como la nieve y anchas calzoneras, aparecían diseminados en toda la extensión del terreno, agachados sobre los lechos de flores, pasando por entre los árboles, arrastrando delgadas mangueras de caucho sobre la grava de los paseos, y los finos chorros de agua se cruzaban en graciosas curvas, destellando a la luz del sol, cayendo con un suave golpeteo sobre los arbustos y causando el efecto de verter una lluvia de líquidos diamantes sobre la hierba.

Doña Emilia, recogida en la mano la cola de un vestido claro, paseaba al lado del doctor Monygham, que lucia un luengo redingote negro y un sencillo lazo del mismo color sobre una pechera inmaculada. A la sombra de frondoso grupo de árboles, donde habían esparcidas algunas mesitas y sillas de mimbre, la señora de Gould se acomodó en un asiento bajo y holgado.

– No se vaya usted todavía -dijo al doctor, que no acertaba a pedir permiso para retirarse.

Con la barbilla descansando entre las puntas del cuello de la camisa, miraba con furtivo apasionamiento a la señora, con ojos que por fortuna eran redondos y duros como bolitas de mármol veteado, impotentes para dejar traslucir los sentimientos ocultos. Sentíase conmovido hasta derramar lágrimas de compasión al observar en el rostro de aquella mujer las huellas del tiempo y los indicios de agotamiento y cansancio que desfiguraban los ojos y mejillas de la "señora infatigable," como desde hacía años solía llamarla con admiración don Pepe.

– No se vaya usted todavía -insistía con afabilidad la señora de Gould. -Hoy tengo todo el día por mío. Aún no hemos regresado oficialmente. No vendrá nadie. Hasta mañana no se iluminarán las ventanas de la casa para una recepción.

El doctor se dejó caer en una silla.

– ¿Van ustedes a dar una tertulia? -preguntó con frialdad.

– Una veladita sencilla para los amigos que quieran venir.

– ¿Y sólo mañana?

– Sí. Carlos estará muy cansado después de pasar un día entero en la mina, y así yo… Me hubiera gustado tenerla para mí sola una tarde después de regresar a la casa que amo, porque ella ha visto toda mi vida.

– ¡Ah! Es claro -refunfuñó el doctor. -Las mujeres empiezan a vivir desde el día de su matrimonio. ¿No ha vivido usted antes un poco?

– Sí; pero ¿qué recuerdos puedo conservar de ese período? Entonces no había cuidados.

La señora de Gould suspiró; y así como dos amigos, tras una larga separación, suelen traer a cuenta el período más agitado de sus vidas, así doña Emilia y el doctor empezaron su plática hablando de la Revolución de Sulaco. A la señora le parecía extraño que los coautores y partícipes de ella olvidaran tan pronto sus horrores y escarmientos.

– Y, con todo -saltó el doctor-, nosotros, los que hemos desempeñado en ella nuestro papel, no dejamos de gozar nuestra recompensa. Don Pepe, aunque con demasiados años a cuestas, todavía puede tenerse a caballo. Barrios se emborracha hasta reventar, en alegre compañía de gente de su cuerda, más allá del Bolsón de Tonoro, en algún punto de la finca que llama su fundación. Y el heroico Padre Román -me imagino a veces al anciano padre ordenando la voladura sistemática de Santo Tomé, y profiriendo una piadosa jaculatoria a cada barreno, o tomando puñados de rapé entre las detonaciones-, el heroico Padre Román dice que no teme el daño que los misioneros de Holroyd pueden hacer a su grey mientras él viva.

La señora de Gould se estremeció un poco al aludir el doctor a la destrucción que estuvo a punto de sufrir la mina de Santo Tomé.

– ¡Ah! ¿Y usted, querido amigo?

– Yo hice la labor para que mi descrédito me habilitaba.

– Usted arrastró los peligros más crueles. Algo peor que la muerte.

– No, señora de Gould. Sólo la muerte… colgado de una cuerda. Y me veo recompensado por encima de mis merecimientos.

Monygham bajó los ojos, al notar la mirada de la señora fija en su persona.

– He hecho mi carrera… como usted ve -añadió el Inspector general de los Hospitales del Estado, levantando ligeramente las solapas de su finísimo redingote negro.

La dignidad del doctor, sostenida interiormente por el hecho de haber desaparecido casi del todo los sueños en que veía la figura del Padre Berón, se manifestaba en lo exterior por el contraste de su actual culto del ornato personal, algo inmoderado, con la antigua pobreza e incuria. Este cambio de atavío, mantenido dentro de severos límites de forma y color y de la perpetua frescura de las prendas, daba al doctor a la vez un aire profesional y festivo, poniendo además una chocante nota de incongruencia en su modo de andar y ceñuda expresión del rostro.

– Sí -continuó. -Todos hemos tenido nuestras recompensas…: el ingeniero jefe, el capitán Mitchell…

– A propósito -interrumpió la señora de Gould con su voz encantadora. -El pobre amigo hizo el viaje de la campiña a Londres sin otro motivo que el de visitarnos en nuestro hotel. Se portó con la ampulosa dignidad de siempre, pero se me figura que hecha de menos a Sulaco. Charló sobre "acontecimientos históricos" con tan caducos balbuceos que sentí ganas de llorar al oírle.

– ¡Hum! -refunfuñó el doctor. -Ha envejecido rápidamente, claro está. El mismo Nostromo se va haciendo también viejo, aunque no ha cambiado. Y hablando de ese individuo, tengo que decirle a usted una cosa…

Desde hacía un rato resonaban en la casa los murmullos de alguna ocurrencia inesperada. De pronto los dos jardineros que trabajaban en los rosales de una glorieta se arrodillaron e inclinaron la cabeza al pasar Antonia Avellanos, que apareció avanzando al lado de su tío.

Investido del capelo cardenalicio después de una breve visita a Roma, a que había sido invitado por la Propaganda, El Padre Corbelán, misionero de los indios salvajes, patriota de acción, amigo y protector de Hernández el ladrón, a quien había convertido y arrancado de su mala vida, se adelantó con pasos largos y lentos, enjuto y un poco encorvado, con las robustas manos cogidas a la espalda. El primer cardenal-arzobispo de Sulaco había conservado su porte rígido y austero, el porte del evangelizador de ferocidades selváticas. Se creyó que su inesperada elevación a la púrpura se había hecho con la mira de contrarrestar la invasión protestante de Sulaco, organizada por la Sociedad de Misiones subvencionada por Holroyd. Antonia, cuyo bello rostro se mostraba un poco ajado, levemente redondeada de formas, caminaba junto a su tío, con su elástico andar y altiva seriedad, sonriendo de lejos a la señora de Gould. Había traído al cardenal-arzobispo a visitar a la querida Emilia, sin ceremonia, sólo por un momento antes de la siesta.

Cuando todos estuvieron sentados, el doctor Monygham, que había cogido la manía de detestar cordialmente a todo el que se acercaba a la señora de Gould con cierta intimidad, se apartó a un lado, fingiendo estar sumido en honda meditación. Una frase más alta de Antonia le hizo levantar la cabeza.

– ¿Cómo podemos abandonar gimiendo en la opresión a los que hasta hace sólo unos cuantos años han sido nuestros compatriotas, y que lo son aún? -decía la señorita Avellanos. -¿Cómo hemos de permanecer ciegos, sordos y sin entrañas ante las crueles vejaciones sufridas por nuestros hermanos? Hay un remedio.

– Sí, anexionar el resto de Costaguana al orden y prosperidad de Sulaco -saltó el doctor. -No hay otro remedio.

– Estoy convencida de ello, señor doctor -replicó Antonia con grave calma de una resolución incontrastable-; esa fue desde el principio la intención del pobre Martín.

– Sí, pero los intereses materiales no dejarán poner en peligro su desenvolvimiento por una idea de piedad y de justicia -musitó el doctor con acritud. -Y tal vez esa consideración sea tan valedera como la de remediar la opresión.

El cardenal-arzobispo enderezó su humanidad estirada y huesuda.

– Hemos trabajado por esos intereses materiales de los extranjeros; los hemos creado -aseveró el último de los Corbelanes en tono profundo y acusador.

– ¡Y sin ellos ustedes no son nada! -exclamó el doctor desde su apartado asiento. -No se lo consentirán a ustedes.

– Qué se guarden muy bien si no quieren que el pueblo, contrariado en sus aspiraciones, se levante reclamando su parte de riqueza y su parte de poder! -declaró el popular cardenal-arzobispo de Sulaco con acento significativo y amenazador.

Siguió un silencio, durante el cual Su Eminencia miró fijamente al suelo con frente ceñuda, mientras Antonia reflejaba en la calma de su continente una firmeza inalterable de convicciones. La conversación giró sobre asuntos particulares, recayendo sobre la visita de los Goulds a Europa. El cardenal-arzobispo, durante su permanencia en Roma, había padecido de jaqueca constantemente. Era el clima…, el aire malsano.

Poco después tío y sobrina se retiraron; los sirvientes cayeron nuevamente de rodillas, y el viejo portero, contemporáneo de Enrique Gould, ahora casi ciego e impotente, se arrastró a besar la mano extendida de Su Eminencia. El doctor Monygham, siguiéndoles con la vista, pronunció una sola palabra:

– ¡Incorregibles!

La señora de Gould alzó los ojos, y dejó caer negligentemente en el seno las blancas manos, brillantes con el oro y la pedrería de los anillos.

– Ya están conspirando. ¡Sí! -dijo el doctor. -La última Avellanos y el último Corbelán conspiran con los refugiados procedentes de Santa Marta, que afluyen aquí después de cada revolución. El Café Lombroso del rincón de la plaza está lleno de ellos; y puede usted oír su charloteo, al través de la calle, semejante al ruido de una pajarera de papagayos. Conspiran para invadir a Costaguana. Y ¿sabe usted adonde van a buscar el nervio y la fuerza necesarios? A las sociedades secretas de los emigrantes y naturales del país, en las que Nostromo -o, por mejor decir, el capitán Fidanza- es el gran hombre. ¿A qué debe esa situación? ¿Quién lo sabe? ¿Al talento? Lo tiene sin duda. Hoy su ascendiente entre el populacho es superior al de antes. Parece poseer algún poder secreto, algún medio misterioso para sostener su popularidad. Celebra conferencias con el arzobispo, como en los antiguos días que usted y yo recordamos. Barrios está descartado por inútil; pero tienen un jefe militar en el piadoso Hernández. Y pueden sublevar al país al nuevo grito: "¡La riqueza para el pueblo!"

– ¿Es que nunca habrá paz? ¿No habrá descanso? -musitó la señora de Gould. -Creí que nosotros…

– ¡No! -interrumpió el doctor. -No hay paz ni descanso en el desenvolvimiento de intereses materiales. Esos intereses tienen su ley y su justicia; pero una ley y justicia inhumanas que se fundan en la aplicación de los medios más prácticos para conseguir su fin, sin rectitud, sin la continuidad y la fuerza que sólo puede hallarse en un principio moral. Se acerca el tiempo, señora, en que todo lo que representa la Concesión Gould gravitará tan pesadamente sobre el pueblo como la barbarie, la crueldad y el desgobierno de algunos años atrás.

– ¿Cómo puede usted decir eso, doctor Monygham? -exclamó la señora, herida al parecer en lo más sensible de su alma.

– No digo más que la pura verdad -insistió obstinadamente el doctor. -Los intereses de la Concesión harán sentir su peso opresor y provocarán odio, derramamiento de sangre y venganza, porque los hombres han cambiado. ¿Cree usted que hoy los obreros de la mina marcharían contra la ciudad para salvar al señor administrador? ¿Cree usted eso?

Doña Emilia se oprimió los ojos con el reverso de las manos enlazadas y murmuró con hondo desencanto:

– ¿Y para venir a parar aquí hemos trabajado tanto?

El doctor bajó la cabeza y siguió desenvolviendo interiormente el silencioso pensamiento de su interlocutora. ¿Para eso su vida había sido despojada de las felicidades íntimas que procuran el mutuo amor de cada día con sus ternuras, tan necesarias para la vida del alma como el aire para la vida del cuerpo? Y el doctor, indignándose contra la ceguera de Carlos Gould, mudó a toda prisa de conversación.

– De Nostromo es de quien quería hablarle yo a usted. ¡Ah! Ese individuo sí que posee la estabilidad y la fuerza. Nada acabará con él. Pero no importa eso. Está ocurriendo algo inexplicable, o tal vez demasiado fácil de explicar. Usted sabe que Linda es prácticamente la torrera del faro de la Gran Isabel. El garibaldino no puede ya con sus años. Su labor se reduce a limpiar las lámparas y hacer la cocina de la familia; pero le es imposible subir las escaleras. La ojinegra linda duerme todo el día y vela durante la noche entera. No todo el día, sin embargo. Se levanta a eso de las cinco por la tarde, cuando Nostromo, siempre que se halla en el puerto con su goleta, va a cortejarla remando en un bote.

– ¿No están casados aún? -preguntó la señora de Gould. -La madre, según mis noticias, pensaba en esa boda desde que Linda era una niña. Cuando las dos muchachas estuvieron recogidas aquí durante la guerra de Separación, esa extraordinaria Linda solía decir con la mayor naturaleza que iba a ser la esposa de Gian Battista.

– No están casados aún -afirmó secamente el doctor. -He velado un poco por el bienestar de sus protegidas.

– Gracias, querido doctor Monygham -replicó la señora, con una sonrisa juvenil de afable malicia que hizo brillar sus menudos dientes iguales bajo de la sombra de los grandes árboles. -La gente no conoce el gran fondo de bondad que hay en usted. No la deja usted traslucir, como para molestarme a mí que desde hace tiempo tengo puesta mi confianza en su buen corazón.

El doctor, contrayendo el labio superior con la expresión de morder, se inclinó rígidamente en la silla. En su condición de hombre enteramente embargado por un amor tardío, que se le presentaba no como la ilusión más espléndida, sino como una revelación desgraciada y de un valor inmenso, la vista de aquella mujer (de la que había carecido durante un año) le sugería ideas de adoración, de besar la orla de su vestido. Y este exceso de sentimiento se tradujo naturalmente en un aumento de mordacidad irónica.

– Temo verme abrumado por tanta gratitud. -Pero, hablando en serio, esa gente me interesa. Me he llegado varias veces al faro de la Gran Isabel para cuidar al viejo Viola.

En realidad el objeto de tales visitas -y eso no se lo dijo a la señora de Gould- fue hallar, en ausencia de ésta, el consuelo de una atmósfera de sentimientos concordes con los suyos en la austera admiración del garibaldino a la "signora inglesa -la bienhechora"; en la afección voluble, torrencial, apasionada de la ojinegra Linda por "nuestra doña Emilia -aquel ángel"; en los ojos de la rubia Gisela, vueltos al cielo expresando adoración de su protectora, ojos que después se volvían a él con una mirada de soslayo, medio ingenua, medio coqueta, que hacía exclamar al doctor mentalmente: "Si no fuera viejo y feo, creería que esa picaruela pretende enamorarme. Y tal vez sea así. Juraría que coquetea con todo el mundo".

El doctor Monygham no dijo nada de eso a la señora de Gould, providencia de la familia Viola, y en cambio volvió a lo que él llamaba "nuestro gran Nostromo".

– Lo que deseaba referir a usted es lo siguiente: Por espacio de algunos años nuestro gran Nostromo no ha hecho gran caso del viejo Viola ni de sus hijas. Verdad es también que ha estado ausente en sus viajes costeros diez meses de los doce del año. Ha venido haciendo su fortuna, según me dijo el capitán Mitchell en una ocasión, y parece que lo ha logrado a las mil maravillas. Era de esperar. Es un hombre que posee innumerables arbitrios, lleno de confianza en sí mismo, dispuesto a aprovechar todas las ocasiones y a desafiar toda clase de peligros. Recuerdo que, estando yo un día en el despacho de Mitchell, entró en él con el aire tranquilo y grave que le es peculiar. Había pasado, según dijo, una temporada lejos de esta costa, negociando en el golfo de California; y añadió, mirando a la pared, como suele, por encima de nosotros, que se alegraba de ver a su regreso el nuevo faro en construcción sobre el peñón de la Gran Isabel. Se alegraba mucho, repitió. Mitchell explicó que la Compañía O.S.N. lo construía por consejo suyo a fin de asegurar y facilitar el servicio de los vapores correos. El capitán Fidanza tuvo la amabilidad de decir que era un consejo excelente. Me parece estar viéndole retorcerse el bigote y mirar todo alrededor de la cornisa de la habitación, antes de proponer que se nombrara al viejo Giorgio torrero del faro.

– Me hablaron de ello, y me pidieron entonces mi parecer -dijo la señora de Gould. -Por cierto que indiqué mis dudas sobre la conveniencia de encerrar a las niñas en aquella isla, como en una prisión.

– Al viejo garibaldino -prosiguió el doctor- le agradó la oferta de aquel empleo. En cuanto a Linda, cualquier lugar le parecía amable y delicioso con tal que hubiera sido indicado por Nostromo. Allí como en otro sitio podría gozar de ver y hablar a su Gian Battista. Mi opinión es que siempre estuvo enamorada del incorruptible capataz. Pero hay otra cosa. Tanto el padre como la hija mayor anhelaban vivamente alejar a Gisela de las atenciones de un tal Ramírez.

– ¡Ah! -exclamó sorprendida y curiosa, la señora de Gould. -¿Ramírez? ¿Qué clase de hombre es ése?

– Un mozo de la ciudad, hijo de un cargador. De muchacho anduvo vagando, encanijado y harapiento, por el muelle, hasta que Nostromo le sacó de su miseria y le hizo un hombre. Cuando tuvo algunos años más, le puso al servicio de una gabarra, y en breve le confió la del núm.3, precisamente la que transportó la plata, señora de Gould. Nostromo la eligió por ser la más velera y fuerte de toda la flota de la Compañía. El joven Ramírez fue uno de los cinco obreros encargados de trasladar el tesoro desde la Aduana en aquella famosa noche. Al irse a pique, Nostromo, en el momento de dejar el servicio de la compañía, se le recomendó al capitán Mitchell para sucesor suyo. Le habían instruido perfectamente en todos los pormenores del oficio, y de este modo Ramírez pasó a ser, de un hambriento vagabundo, al capataz de los cargadores de Sulaco.

– Gracias a Nostromo -comentó la señora de Gould con calurosa aprobación.

– Gracias a Nostromo -repitió el doctor Monygham. -A fe mía, la influencia y el valimiento de ese prójimo me asustan siempre que pienso en ello. Nada tiene de extraño que el pobre viejo Mitchell se aviniera con gusto a nombrar a cualquier conocedor del oficio, para ahorrarse molestias. Pero lo admirable es que los cargadores de Sulaco aceptaran a Ramírez por jefe, sencillamente porque así se le había antojado a Nostromo. Por supuesto, no sirve para descalzarle a éste, ni tiene su prestigio, aunque él soñara con igualarle; pero, así y todo, alcanzó un puesto de bastante consideración. Esto le envalentonó para aspirar a Gisela Viola, que, como usted sabe, está reconocida por una belleza en la ciudad. Pero el viejo garibaldino le cobró una aversión violenta, no sé por qué. Quizá porque no era un modelo de perfección, como su Gian Battista, verdadera encarnación del valor, de la fidelidad y del honor "del pueblo". El signor Viola tiene en poco a los naturales de Sulaco. Así, pues, el viejo de espartanas virtudes y la cariblanca Linda, de labios carmíneos y ojos de azabache, vigilaban con feroz solicitud a la rubia. Se previno a Ramírez que se abstuviera de hablarle, y según me han dicho, Viola llegó a amenazarle una vez con la escopeta.

– Y de la misma Gisela ¿qué me dice usted? -inquirió la señora de Gould.

– Que es algo coqueta, a lo que creo -respondió el doctor. -Me parece que ha de importarle poco seguir o dejar las relaciones con Ramírez. Por supuesto, le gustan las atenciones de los hombres. Ramírez no ha sido el único novio, permítame usted decírselo, señora de Gould. También ha habido un maquinista del ferrocarril a quien se ha intimidado con la escopeta alejarse de la muchacha. El viejo Viola no permite que se juegue con su honor. Desde la muerte de su mujer se ha vuelto irritable y suspicaz. Por eso se alegró en el alma de sacar de la ciudad a la muchacha. Pero repare usted en lo que ocurre, señora. Al honrado pretendiente Ramírez, enamorado hasta los tuétanos, se le ha prohibido poner los pies en la isla. Perfectamente. El hombre respeta la prohibición, pero, como es natural, vuelve con frecuencia los ojos a la Gran Isabel. Hasta ha dado en la manía de pasarse la mayor parte de la noche mirando al faro. Y es el caso que durante esas vigilias sentimentales ha descubierto que Nostromo, o sea, el capitán Fidanza, regresa muy tarde de sus visitas a los Viola. A veces a medianoche.

El doctor se detuvo y miró significativamente a la señora de Gould.

– Sí. Pero no comprendo-balbuceo ella con airé de perplejidad.

– "Ahora viene lo más curioso -continuó el doctor Monygham. -Viola, que manda como rey y señor en la isla, no consiente visitante alguno en ella después de oscurecer. El mismo capitán Fidanza tiene que ausentarse de allí en cuanto Linda ha subido a encender y cuidar la luz. Y Nostromo parte, obedeciendo puntualmente. Pero ¿qué sucede después? ¿Qué hace en el golfo entre seis y media y medianoche? Se le ha visto más de una vez en esa hora avanzada remando tranquilamente en el puerto.

"Ramírez está devorado de celos. No se atrevió a llegarse al viejo Viola para explicarle lo que ocurría: pero se armó de valor para desahogar su rabia con Linda un domingo por la mañana, con ocasión de haber venido la muchacha a tierra firme para oír misa y visitar el sepulcro de su madre. Hubo una pelotera en el muelle entre los dos, y yo la presencié.

"Era todavía muy temprano. Sin duda él la había estado esperando de intento. Yo estuve allí por la singular coincidencia de haber sido llamado con urgencia para una consulta por el médico de la cañonera alemana que estaba en el puerto. La muchacha lanzó contra Ramírez furiosos insultos y desprecios; el enamorado parecía haber perdido el juicio. Fue una escena extraña, señora, en la soledad del largo muelle, con su rabioso cargador, ceñido de faja encarnada, y la joven toda de negro, ambos en el extremo de aquél; el puerto reposando en la quietud de la madrugada del domingo a la sombra de las montañas; una o dos canoas moviéndose entre los barcos anclados y el esquife de la cañonera alemana que venía por mí.

"Linda pasó casi tocándome y pude ver sus ojos chispeantes de ira. La llamé. Ni me oyó. Ni me vio. Pero la miré a la cara, que la tenía desfigurada de despecho y pena."

La señora de Gould se incorporó, expresando asombro en sus ojos.

– ¿Qué quiere usted decir, doctor Monygham? ¿Intenta usted darme a entender que sospecha de la hermana menor?

– ¿Quién sabe? ¿Quién puede decirlo? -respondió el doctor, encogiéndose de hombros como un auténtico costaguanero. -Ramírez se llegó a mi en el muelle…; parecía estar loco. Se llevó las manos a la cabeza. Necesitaba hablar con alguien…, no lo podía remediar. Me reconoció, como es natural, a pesar de que el frenesí le turbaba la vista. Pero la gente del pueblo me conoce perfectamente aquí. Llevo ya muchos años viviendo entre ellos para dejar de ser el médico de ojos maléficos que puede curar las enfermedades físicas y atraer desgracias morales con una mirada. Se me acercó, intentando serenarse. Procuró explicarme que deseaba tan sólo prevenirme contra Nostromo.

"Parece ser que el capitán Fidanza en algún mitin secreto me había citado como uno de los que sentían más desprecio contra los pobres… contra el pueblo. Es muy posible. El ex capataz se honra con su odio inextinguible. Y una palabra del gran Fidanza puede bastar para que cualquier idiota me aseste una puñalada por la espalda. La Junta de Sanidad que presido es mirada de reojo por la gente baja. "Guárdese usted de él, señor doctor. Quítele usted de en medio", me barbotó Ramírez a la cara. Y luego añadió en una explosión de cólera: "Ese hombre tiene embrujadas a las dos muchachas".

"En cuanto a él, había dicho demasiado. Ahora tenía que huir…, huir y esconderse en alguna parte. Se lamentó sentidamente del comportamiento de Gisela, y la colmó de denuestos soeces, que no pueden repetirse. "Si tuviera, dijo, esperanzas de hacer que le amara, la sacaría de la isla. Lejos, en el interior de los bosques. Pero era inútil…"

"Alejóse luego a grandes pasos, levantando los brazos en ademán amenazador. Cuando hubo desaparecido, noté la presencia de un negro anciano, que había estado sentado detrás de un montón de cajas, pescando desde el muelle. Recogió sus trebejos de pesca, y se largó al punto. Pero debió de oír algo, y decirlo a otros, porque algunos ferroviarios, amigos del viejo garibaldino probablemente, le previnieron contra Ramírez. Sea como fuere, el hecho es que al padre le han aconsejado que esté alerta. Entretanto Ramírez ha desaparecido de la ciudad".

– Me creo en el deber de mirar por esas muchachas -manifestó la señora de Gould con inquietud. -¿Está ahora Nostromo en Sulaco?

– Sí, señora de Gould; desde el último domingo.

– Hay que hablarle… inmediatamente.

– ¿Quién se atreverá a hacerlo? El mismo Ramírez, a pesar de su locura amorosa, huye de la mera sombra del capitán Fidanza.

– Yo me atrevo, y lo haré -declaró la señora de Gould. -Una palabra bastará para un hombre como Nostromo.

El doctor sonrió amargamente.

– Es necesario -prosiguió la señora- que él ponga término a esta situación que se presta a… No puedo creer eso de la niña.

Es un hombre muy seductor -musitó el doctor con aire sombrío.

– Nostromo se hará cargo, estoy segura. Debe acabar con esta situación casándose sin dilación con Linda -aseveró la primera señora de Sulaco con decisión inmensa.

Por la puerta del jardín apareció Basilio, que se había puesto grueso y lustroso, con cara aviejada barbilampiña, arrugas en los ángulos de los ojos, y el áspero cabello de azabache aplastado y alisado. Agachándose cuidadosamente detrás de un grupo de arbustos decorativos, puso con precaución en el suelo a un niño pequeño que había llevado sobre el hombro, último hijo habido de Leonarda. La desdeñosa y mimada camarera y el mozo principal de la casa Gould se habían casado algunos años antes.

Por algún tiempo permaneció acurrucado sobre los talones mirando tiernamente a su vástago, que a su vez le contemplaba con imperturbable gravedad; después siguió andando por el paseo con solemne y respetable continente.

– ¿Qué hay Basilio? -interrogó el ama de casa.

– Ha llegado por teléfono un aviso del despacho de la mina. El amo se queda a dormir en la montaña esta noche.

El doctor Monygham se levantó y permaneció de pie, con la mirada distraída. Durante un rato el silencio más profundo reinó a la sombra de los mayores árboles que adornaban los deliciosos jardines de la casa Gould.

– Perfectamente, Basilio dijo la señora.

Y le siguió con la vista, mientras se alejaba por el paseo, para ocultarse a poco tras unos arbustos florecidos, y reaparecer con el niño, sentado sobre su hombro. El criado salió con paso mesurado por la puerta del jardín, transportando cuidadosamente su ligera carga.

El doctor, de espaldas a la señora de Gould, contemplaba un macizo de flores, distante, bañado de sol. La gente le creía despectivo y huraño. En realidad era un hombre propenso a apasionarse y de un temperamento en extremo sensible. Lo que le faltaba era la cortés frialdad de los hombres de mundo, la indiferencia de que nace una fácil tolerancia para uno mismo y para los demás, tan distante de la verdadera simpatía y compasión como lo está un polo del otro. Esa falta de insensibilidad explicaba el lado irónico de su carácter y la mordacidad de su lenguaje.

En absoluto silencio y mirando torvamente el iluminado lecho de flores, el doctor Monygham lanzó una serie de imprecaciones sobre la cabeza de Carlos Gould. La señora de éste, inmóvil a su espalda, añadía a la gracia de su figura sentada el encanto artístico de una actitud que su acompañante sorprendió e interpretó definitivamente al volverse de pronto para despedirse.

Cuando la dueña de casa quedó sola, se echó atrás protegiéndose en la sombra de los grandes árboles plantados en círculo. Repantigada en su asiento, permaneció con los ojos cerrados y las blancas manos inertes sobre los brazos de la butaca de mimbre. La penumbra producida por la espesa masa de follaje hacía resaltar la juvenil gracia de su rostro, que parecía iluminar la leve y clara tela y los blancos encajes de su vestido. Menuda y elegante, como irradiando luz de su persona en la sombra de las ramas entrelazadas, presentaba el aspecto de una hada bienhechora, fatigada de una larga carrera de dispensar gracias y bondades, abatida por la desconsoladora sospecha de la inutilidad de sus trabajos y la impotencia de su magia.

Si alguien le hubiera preguntado lo que estaba pasando, sola en el jardín de la casa, con su marido en la mina, y la residencia desierta, como mansión abandonada, su franqueza hubiera tenido que eludir la cuestión. A su mente había acudido la idea de que la vida no puede ser amplia y llena sino a condición de contener los cuidados de lo pasado y de lo futuro en cada momento fugitivo de lo presente. Nuestro trabajo de cada día debe hacerse para gloria de los muertos y por el bien de las generaciones futuras. Pensó eso y suspiró sin abrir los ojos, sin hacer el menor movimiento. El semblante de la señora de Gould se puso serio y rígido por un segundo, como para recibir inalterable una gran oleada de soledad que rodó sobre su cabeza. Y le ocurrió, además, que nadie preguntaría nunca con interés lo que estaba pasando. Nadie. Nadie, a no ser el hombre que acababa de irse. No, nadie a quien pudiera responder con segura sinceridad en el seno de la más perfecta confianza.

En su quieta y triste inmovilidad, oyó vibrar la palabra "incorregible", pronunciada no hacía mucho por el doctor Monygham. ¡Incorregible en su consagración total a la mina de plata era el señor administrador! Incorregible en su austera resolución de trabajar por los intereses materiales, de los que hacía depender su fe en el triunfo del orden y la justicia. ¡Pobre muchacho! Con los ojos de la imaginación veía claramente el cabello entrecano de sus sienes. Era un hombre perfecto -perfecto. ¿Qué más podía ella haber soñado? Había logrado un triunfo colosal, duradero; y en cambio el amor era sólo un breve momento de olvido, una efímera embriaguez, cuyos goces se recuerdan con tristeza, como la que deja tras sí una pena profunda. Había algo inherente a las diligencias de toda empresa profunda, que lleva consigo la degradación moral de la idea.

Vio la montaña de Santo Tomé dominando sobre el Campo, sobre todo el país, temida, odiada, opulenta; más tétrica que cualquier tirano, más implacable y autocrática que el peor gobierno; dispuesta a aplastar innumerables vidas en la expansión de su grandeza. Él no lo veía, no podía verlo. No tenía la culpa. Era intachable, intachable; pero nunca podía tenerle para sí misma. Nunca: ¡ni por una breve hora, enteramente para ella, en esta casa española que tan amada le era!

Incorregible el último de los Corbelanes, la última Avellanos, había dicho el doctor; pero ella vio claramente la mina de Santo Tomé, poseyendo, consumiendo, abrasando la vida del último de los Goulds de Costaguana; dominando el alma enérgica del hijo, como había dominado la debilidad lamentable del padre. Éxito terrible para el último de los Goulds. ¡El último! Ella había esperado por largo, largo tiempo, que tal vez… Pero ¡no! No habría más. Una desolación inmensa, y el miedo de la prolongación de su propia vida se apoderó de la primera señora de Sulaco. Con visión política se contempló sobreviviendo sola a la degradación de su joven ideal de vida, de amor, de trabajo -del todo sola en la Tesorería del Mundo. En su semblante con los ojos cerrados, se fijó la expresión honda, ciega, atormentada, de un sueño doloroso. Y con la voz indistinta del que duerme en desgracia, víctima inerte de una pesadilla implacable, murmuró inconsciente las palabras:

– ¡Intereses materiales!

Capítulo XII

Nostromo había ido enriqueciendo con suma lentitud; pero era sólo un efecto de su prudencia. Ni aun en las circunstancias más anormales y trastornadoras perdía el dominio de sí mismo. Llegar a ser esclavo de un tesoro con plena conciencia de ello, es una ocurrencia rara y de gran eficacia para perturbar el juicio. El comportamiento de Nostromo tenía, además, por causa en gran parte la dificultad de dar a la riqueza, de que era dueño, una forma utilizable. El mero hecho de irla sacando de la isla poco a poco estaba rodeado de graves obstáculos a causa del peligro inminente de ser descubierto. Tenía que visitar secretamente la Gran Isabel entre sus viajes a lo largo de la costa, que eran la fuente ostensible de su fortuna. Hasta de la tripulación de su goleta necesitaba guarecerse, porque podían espiar los pasos ocultos de su temido capitán. No se atrevía a prolongar demasiado su permanencia en el puerto. No bien había descargado su goleta, emprendía a toda prisa otro viaje, recelando despertar sospechas aun con la demora de un solo día. A veces, después de invertir en la carga y descarga una semana o más, sólo podía hacer una visita al tesoro, y el resultado de ella era un par de lingotes. Nada más. El temor de ver sorprendido su secreto le atormentaba tanto como la necesidad de proceder con tarda y recelosa cautela. Hacer las cosas furtivamente le humillaba, y, sobre todo, padecía por tener su pensamiento concentrado en el tesoro.

Una falta grave, un crimen, que penetren en la vida de un hombre, la roen como un tumor maligno, la consumen como la fiebre. Nostromo había perdido la paz; la índole genuina de sus cualidades estaba destruida. Él mismo lo echaba de ver y a menudo maldecía la mina de Santo Tomé. Su valor, su esplendidez, sus diversiones, su trabajo, todo seguía como antes; pero todo era una vergonzosa ficción. Únicamente el tesoro conservaba su realidad. Apegóse a él con mayor tenacidad mental, y, con todo eso, odiaba el contacto de los lingotes. A veces, después de ocultar un par de ellos en su camarote -fruto de una secreta expedición nocturna a la Gran Isabel-, se miraba fijamente a los dedos, sorprendiéndose de no verlos manchados de un tizne indeleble.

Había hallado medio de negociar las barras de plata en puertos distantes, adentrándose en tierra muchas millas, y esto alargaba la duración de sus viajes costeros, haciendo que sus visitas a la familia Viola fueran raras.

A pesar de eso, estaba destinado a hallar en ella su futura esposa, y así se lo había dicho una vez al mismo Giorgio. Pero el garibaldino había eludido tratar el asunto con un majestuoso gesto de su mano, poniéndose en la boca la negra y medio carbonizada pipa de agavanzo. Había tiempo de sobra: él no era hombre que impusiera marido a sus hijas.

Con el transcurso del tiempo Nostromo descubrió su preferencia por la más joven de las dos hermanas. Entre la rubia y él existían ciertas semejanzas de carácter, necesarias para que la confianza e inteligencia mutuas sean completas, sin que importen nada otras posibles diferencias de temperamento, bien marcadas, ya que sólo servirían para ejercer su especial fascinación por vía de contraste. La que fuera su esposa debería conocer su secreto, y cuando no, la vida sería imposible. Sentíase atraído por Gisela, muchacha de mirar ingenuo y nívea garganta, dócil, callada, ávida de emociones en medio de su apacible indolencia. Y al contrario Linda, con su rostro de intensa y apasionada palidez, carácter enérgico, fogosidad de lenguaje, resabios de melancolía y desdén, astilla del viejo tronco, verdadera hija del austero republicano, aunque con la voz de Teresa, le inspiraba una profunda desconfianza. Por otra parte, la pobre muchacha no podía disimular su amor a Gian Battista. Éste veía que era violento, exigente, suspicaz, sin reservas, como su alma. Pero Gisela, por su belleza blonda y cálida, exterior placidez de su genio, prenda de dócil sumisión, y por el encanto de su misteriosa condición aniñada, excitaba su pasión y aliviaba sus temores para lo venidero.

Sus ausencias de Sulaco eran largas. Al regresar del viaje más prolongado, descubrió varios lanchones cargados con bloques de piedra al pie del acantilado de la Gran Isabel; grúas y andamios encima del peñasco, y figuras de obreros, que se movían de una parte a otra, junto a una pequeña torre de faro emergiendo de sus cimientos sobre la calva del peñón.

A vista de aquella novedad sorprendente, imprevista, no soñada, se creyó perdido irremisiblemente. ¿Qué podría librarle de ser descubierto? ¡Nada! Sintióse embargado de medrosa estupefacción ante aquel fatal capricho del destino que iba a encender una luz visible a una gran distancia sobre el único rincón secreto de su vida; aquella vida, cuya verdadera esencia, valor y realidad dependían de su reflejo en los admirados ojos de los hombres. Toda su vida, menos aquel secreto, inaccesible al conocimiento de la generalidad, que se alzaba entre él y el poder propicio a escuchar y poner por obra las maldiciones auguradoras de desgracias. En aquella región de su vida reinaba la noche, tan cerrada como pocos hombres la habían visto jamás. Y allí iban a encender una luz. ¡Una luz! La vio brillar sobre su desgracia, pobreza, abyección. Alguno estaba seguro de… Tal vez alguno había ya…

El incomparable Nostromo, el capataz, el respetado y temido capitán Fidanza, el indiscutible protector de sociedades secretas, republicano como Giorgio y revolucionario de corazón (aunque de otra manera), estuvo a punto de saltar desde cubierta por encima de la borda de su propia goleta. Aquel hombre, infatuado hasta la locura, miró deliberadamente el suicidio cara a cara. Pero no llegó a perder el juicio. Le detuvo el pensamiento de que el suicidio no era una solución. Se imaginó muerto, sin que por eso la desgracia y la afrenta dejaran de seguir su camino. O, hablando con mayor propiedad, no podía imaginarse muerto. De tal modo le dominaba la idea de su propia existencia, concebida como una cosa de duración infinita en sus cambios, que en su cerebro no cabía la noción de acabamiento. La tierra gira sin término.

Era valiente, con un valor adulterado, pero tan bueno para sus fines como el genuino. Navegó por cerca del peñón de la Gran Isabel, echando una penetrante mirada desde el puente a la boca de la barranca, obstruida por un matorral virgen. Pasó bastante cerca para cambiar saludos con los, obreros, que miraban, haciendo pantalla con las manos sobre los ojos; desde la cresta del peñasco, dominado por la palanca de una potente grúa. Observó que ninguno de ellos había tenido ocasión de acercarse siquiera a la barranca, cuanto menos de entrar en ella. En el puerto supo que no dormía ninguno en la isla. Las cuadrillas de operarios regresaban a tierra firme todas las tardes, cantando a coro en los lanchones vacíos, arrastrados por un remolcador. Por el momento no tenía nada que temer.

¿Pero después? -se preguntó. Más tarde, cuando un torrero viniera a vivir en la caseta, que se estaba construyendo a unos ciento cincuenta metros detrás de la torre y a cuatrocientos poco más o menos de la oscura, sombría y fragosa barranca, donde se guardaba el secreto de su seguridad, de su influencia, de su esplendidez, de su poder sobre lo futuro, de su desprecio de la adversidad, de todas las traiciones posibles, vinieran de ricos o de pobres…, ¿qué pasaría entonces? No podría saquear el tesoro. Su audacia, superior a la de los demás hombres, le había infiltrado en su vida aquella vena de plata. Y el sentimiento de una sujeción terrible y ardiente, el sentimiento de una esclavitud -tan irremediable y profunda, que a menudo en sus reflexiones se comparaba a los legendarios gringos, ni muertos ni vivos, encadenados a su conquista de una riqueza vedada en Azuera- oprimía pesadamente al independiente capitán Fidanza, dueño y patrón de una goleta costera, cuyo elegante aspecto (y fabulosa suerte en el tráfico) eran proverbiales a lo largo de la costa occidental de un vasto continente.

Con sus temibles bigotes y andar grave, algo menos ágil, embutidos los robustos miembros, vigorosos y simétricos, en un vulgar terno de paño escocés oscuro, de los que hacen los judíos en los barrios bajos de Londres y se vendían en la sección de ropas hechas de la Compañía Anzani, vióse en aquel viaje al capitán Fidanza pasear por las calles de Sulaco atendiendo a su negocio, como solía. Y, como de ordinario, dejaba correr la especie de que había obtenido una ganancia importante con su cargamento, que lo era de pesca salada, precisamente en vísperas de Cuaresma. Se le vio en los tranvías que iban y venían entre la ciudad y el puerto; habló con los parroquianos de un café o dos en el tono mesurado y firme de siempre. El capitán Fidanza era un personaje visible. Aún no había nacido la generación que ignoró la famosa expedición a Cayta.

El capataz de cargadores, conocido por la incorrecta denominación de Nostromo, se había creado, usando su verdadero nombre, otra existencia pública, pero modificada por las nuevas condiciones, menos pintoresca, más difícil de mantener en la creciente y variada población de Sulaco, la progresiva capital de la República de Occidente.

El capitán Fidanza, despojado de su aureola pintoresca, pero siempre un poco misterioso, era bastante reconocido bajo de la alta cubierta de acero y cristal que cobijaba la estación del ferrocarril de la ciudad. Tomó un tren local y salió para Rincón, donde visitó a la viuda del cargador que había muerto de sus heridas (al alborear de la Nueva Era, como don José Avellanos) en el patio de la casa Gould. Consintió en sentarse y beber un vaso de limonada fresca en la choza campesina, mientras la mujer, de pie, vertía un torrente de palabras, a que él no entendía. Le dejó algún dinero, según su costumbre. Los niños huérfanos, creciditos y bien educados, que le llamaban tío, le pidieron a gritos su bendición. El se la dio, y al llegar a la puerta, se detuvo un momento a mirar a la pendiente aplanada de la montaña de Santo Tomé, frunciendo ligeramente el ceño. Esta leve contracción de su atezada frente, que imprimía un señalado tinte de severidad a su expresión, de ordinario impasible, fue observada en la logia a que asistía…, pero desapareció antes del banquete. La exhibió en la reunión de algunos compañeros, italianos y naturales del país, congregados en su honor bajo de la presidencia de un fotógrafo chiquito, un poco giboso, enfermizo e indigente, de cara blanca y valerosa alma, teñida de rojo por un odio sanguinario a todos los capitalistas, opresores de ambos hemisferios. El heroico Giorgio Viola, viejo revolucionario, no hubiera comprendido una palabra del discurso con que inauguró el acto, y el capitán Fidanza, pródigamente generoso, como de ordinario, con algunos camaradas pobres, no pronunció ningún discurso. Escuchó ceñudo, con el pensamiento en otra parte, y se retiró inaccesible, callado, con el aspecto de un hombre de cuidados.

Su ceño se aumentó cuando al amanecer observó a los picapedreros que salían para la Gran Isabel en lanchones cargados de grandes bloques escuadrados, en número suficiente para añadir otra hilada a la achaparrada construcción del faro. Era la tarea señalada: una hilada por día.

Y el capitán Fidanza meditó. La presencia de extraños en la isla le aislaría enteramente del tesoro. Ya antes de eso le había sido difícil y peligroso visitar. Sintió a la vez miedo y cólera, y recapacitó con la resolución de un amo y la astucia de un esclavo sometido. Luego salió a tierra.

Era hombre ingenioso, fecundo en arbitrios, y, como siempre, el expediente que halló en el momento crítico fue bastante eficaz para alterar la situación radicalmente. El incomparable Nostromo, "único entre mil", poseía el don de hacer salir la seguridad del corazón mismo del peligro. Si lograba ver a Giorgio instalado en la Gran Isabel, no tendría necesidad de ocultarse. Podría ir a la luz del día, a visitar a sus hijas -a una de ellas- y quedarse hasta ahora avanzada con el viejo garibaldino. Luego, en oscureciendo… Noche tras noche… Ahora se lanzaría a enriquecer rápidamente. Ansiaba asir, abrazar, absorber, subyugar en posesión indiscutible aquel tesoro, cuya tiranía había pesado sobre su espíritu, sus acciones, sobre su mismo sueño.

Partió en busca del capitán Mitchell, su amigo, y el asunto se arregló como el doctor Monygham había referido a la señora de Gould. Cuando se propuso el proyecto al garibaldino, algo parecido al débil reflejo, al fantasma impreciso de una sonrisa muy antigua, vagó bajo de los blancos, y enormes bigotes del veterano enemigo de reyes y ministros. Sus hijas le inspiraban ansioso cuidado, sobretodo la menor. Linda, que tenía la voz de su madre, hacía preferentemente las veces de ésta. El tono profundo y vibrante con que pronunciaba "eh, padre?", parecía, fuera del cambio de palabra, el mismo eco del apasionado y gruñón "¿eh, Giorgio?", de la pobre señora Teresa. El viejo Viola estaba persuadido de que la ciudad no era residencia conveniente para sus hijas. El infatuado, pero sencillo Ramírez era objeto de su profunda aversión, como si personificara los defectos del país, cuyos habitantes eran ciegos, viles, esclavos.

El capitán Fidanza, al regresar de su próximo viaje, halló a los Viola establecidos en la caseta del torrero del faro. El conocimiento que tenía de la idiosincrasia de Giorgio no le había engañado. El viejo garibaldino había rechazado la idea de tener ningún compañero, exceptuando sus hijas. Y el capitán Mitchell, anhelando complacer a su pobre Nostromo, con aquella feliz inspiración que sólo puede dar el verdadero cariño, había nombrado formalmente a Linda Viola segunda torrera del faro de la Gran Isabel.

– El faro es propiedad particular -solía explicar-. Pertenece a mi compañía. Puedo nombrar a quien me plazca y Viola será el elegido. Es casi lo único que me ha pedido hacer en su favor Nostromo, hombre que vale en oro lo que pesa, repare usted bien.

Inmediatamente de haber anclado la goleta frente a la Nueva Aduana, edificio cuyo tejado plano y columnata le daban un falso aspecto de templo griego, Nostromo salía del puerto remando en su pequeño bote en dirección a la Gran Isabel, paladinamente, en las últimas horas de la tarde, a vista de todo el mundo, con la conciencia de haber triunfado del destino adverso. Necesitaba regularizar su situación. Le pediría a Giorgio su hija. Mientras remaba su pensamiento estaba fijo en Gisela. Linda le amaba sin duda, pero el viejo se alegraría de conservar en su compañía la mayor, que tenía la voz de su esposa.

No dirigió el bote a la estrecha playa donde había desembarcado con Decoud y en su primera visita al tesoro hecha posteriormente, sino a la costa opuesta, y en saliendo a tierra subió la regular y suave pendiente de la isla cuneiforme. Giorgio Viola, a quien vio de lejos, sentado en un banco junto a la fachada de la caseta, contestó a su saludo en voz alta, levantando el brazo. Nostromo se llegó a él. Ninguna de las muchachas apareció.

– Aquí se está bien -dijo Viola en su tono habitual austero y distraído.

El otro asistió con una inclinación de cabeza; y luego, tras un breve silencio:

– Supongo que habrás visto pasar mi goleta hace dos horas, ¿no? Y ¿sabes por qué estoy aquí antes de que mi áncora haya mordido, por decirlo así, el fondo de este puerto de Sulaco?

– En mi casa se te recibe siempre como a un hijo -manifestó el viejo tranquilamente, con la mirada perdida en el mar.

– ¡Ah! Tu hijo. Comprendo. Ves en mí lo que hubiera sido tu hijo. Está bien, viejo. Me gusta que me recibas así. Oye, he venido a pedirte…

Un repentino encogimiento se apoderó del intrépido e incorruptible Nostromo. No se atrevía a pronunciar mentalmente el nombre. Aquel corto silencio imprimió una fuerza y solemnidad especiales al final mudado de la frase.

– Mi mujer… (El corazón le palpitaba aceleradamente.) Es tiempo de que tú…

El garibaldino le detuvo extendiendo el brazo…

– Había dejado a tu arbitrio señalar el momento.

Levantóse con calma. Su barba intonsa desde la muerte de Teresa, espesa y nívea, le cubría el robusto pecho. Volvió la cabeza a la puerta y llamó con voz vigorosa:

– ¡Linda!

Oyóse salir del interior de la casa una contestación pronta y apagada, y el aturdido Nostromo se había levantado también, pero permaneciendo mudo mirando a la puerta. Tenía miedo. No temía verse rechazado por la muchacha, a quien amaba -ninguna negativa le haría renunciar a la mujer amada, -sino el deslumbrador espectro del tesoro, que se alzaba ante él, reclamando una sumisión que no podía ser rehusada. Tenía miedo, porque, muerto o vivo, como los gringos de Azuera, pertenecía en cuerpo y alma al crimen de su audacia. Tenía miedo de que se le prohibiera el arribo a la isla, y por eso guardaba silencio.

Al ver a los hombres de pie, uno al lado de otro, aguardándola, linda se detuvo a la puerta. La apasionada palidez mate de su rostro permaneció inalterable, pero sus negros ojos parecieron recoger y concentrar toda la luz del sol moribundo en un centelleo ardiente dentro de sus oscuras profundidades, veladas al punto por la caída lenta de sus grandes párpados.

– Aquí tienes a tu marido, dueño y bienhechor -pronunció el viejo Viola con voz vibrante que pareció llenar la extensión entera del golfo.

Ella se adelantó, los ojos casi cerrados, con el aspecto de una sonámbula embargada por un sueño beatífico.

Nostromo hizo un esfuerzo sobrehumano.

– Hace largo tiempo, Linda, que nos hemos dado palabra de casamiento -aseveró en tono firme, igual, desapasionado, frío.

La joven puso la mano en la palma abierta de la de Nostromo, bajando la cabeza de cabello negro con reflejos bronceados, sobre la que se apoyó un momento la diestra de de su padre.

– Y con esto quedará satisfecha el alma de la difunta.

Estas palabras las profirió Giorgio Viola, que siguió hablando un rato de su malograda esposa, mientras los dos desposados, sentados juntos, se abstenían de mirarse. Luego calló el viejo, y Linda, inmóvil, empezó a hablar:

– Desde que tuve uso de razón para comprender que vivía en el mundo, he vivido para tí solo, Gian Battista. ¡Eso bien lo sabías! ¡Bien lo sabías…, Battistino!

Pronunció él nombre exactamente con la entonación de su madre. Una sombra como de tumba cubrió el corazón de Nostromo.

– Sí. Lo sabía -dijo.

El heroico garibaldino continuó sentado en el banco, inclinada la canosa cabeza, embargada el alma con recuerdos dulces o violentos, terribles o lúgubres…, solitario en esta tierra llena de hombres.

Entretanto Linda, su hija predilecta, decía:

– Fui tuya desde la fecha más remota a que alcanzan mis recuerdos. Me bastaba pensar en ti para que todo lo demás del mundo desapareciera ante mis ojos. Cuando tú estabas presente, no podía ver a nadie más. Era tuya. Nada ha cambiado. El mundo te pertenece, y tú me dejas vivir en él…

Bajó su voz, llena y vibrante, a una nota más grave, y halló otras cosas que decir… atormentando al hombre que estaba a su lado. Hablaba en un murmullo ardiente y voluble. No dio muestras de ver a su hermana, que salió con un paño de altar en las manos, a medio bordar, y pasó por delante de ellos, silenciosa, rozagante, bella, con una mirada rápida y una débil sonrisa, para ir a sentarse aparte al otro lado de Nostromo.

La tarde era tranquila. El sol estaba casi sepultado en el confín de un océano de púrpura; y la blanca torre del faro, proyectándose lívida sobre el fondo de nubes que cubrían el fondo del golfo, ostentaba su foco de luz roja ardiente, a modo de brasa encendida por el fuego del cielo. Gisela, indolente y reservada, levantaba de cuando en cuando el paño de altar para ocultar sus bostezos nerviosos de pantera joven.

De pronto Linda se arrojó sobre su hermana y, tomándole la cabeza, le cubrió la cara de besos. Nostromo sentía vértigos. Cuando su futura esposa dejó a la rubia, medio aturdida por las violentas caricias, con las manos descansando en el regazo, el esclavo del tesoro tuvo ideas de pegar un tiro a aquella mujer. El viejo Giorgio levantó su leonina cabeza:

– ¿A dónde vas, Linda?

– Al faro, padre mío.

– Sí, sí…, a tu deber.

Se levantó él también y siguió con la vista a su hija mayor; luego, en un tono cuya nota festiva semejaba el eco de la alegrías perdidas en la noche de las edades, añadió:

– Voy a cocinar alguna cosa. ¡Ajá, hijo mío! El viejo sabe además dónde guarda una buena botella.

Y volviéndose a Gisela, le dijo con mudado acento de austera ternura:

– Y tú, pequeña, no reces al Dios de los curas y de los esclavos, sino al Dios de los huérfanos y de los oprimidos, de los pobres y de los niños, para que te dé por marido a un hombre como éste.

Apoyó un momento la mano con fuerza en el hombro de Nostromo, y luego entró en la casa. El infeliz esclavo de la plata de Santo Tomé sintió, al oír aquellas palabras, que los colmillos venenosos de los celos se le clavaban en el fondo del corazón. Este cruel mordisco de su sensibilidad afectiva, que experimentaba por primera vez, le aterró por la violencia y profundidad del tormento que infligía. ¡Un marido! ¡Un marido para ella! Y, no obstante, era muy natural que Gisela tuviera un marido en una época u otra. Nunca lo había comprendido hasta entonces. Al echar de ver que su belleza podía pertenecer a otro, sintió como deseos de matar también a esta otra hija del viejo Giorgio. Luego murmuró en tono desabrido:

– Dicen por ahí que amas a Ramírez.

Gisela hizo gestos negativos con la cabeza, sin mirarle. En sus abundantes cabellos de oro ondearon reflejos cobrizos. La límpida frente de la rubia ostentaba el suave y puro brillo de una perla de incalculable valor iluminada por los cambiantes espléndidos del sol poniente, combinando la sombra de los espacios estrellados, la púrpura del mar y el carmesí del cielo en majestuosa quietud.

– No- replicó con calma-. Nunca le he amado. Creo que nunca… El me ama… tal vez.

La seducción de su lenta voz se extinguió en el aire, y sus ojos permanecieron fijos en el vacío, indiferentes y sin pensamiento.

– ¿Te declaró Ramírez su amor? -inquirió Nostromo dominándose.

– Ah! Una vez…, una tarde…

– ¡Miserable!… ¡Ja!

Se había estremecido, como si le hubiera picado un tábano, y se quedó plantado ante ella, mudo de cólera.

– ¡Misericordia divina! ¡Tú también Gian Battista! ¡Qué desgraciada soy, Dios mío! -exclamó, lamentándose con ingenua sencillez-. Se lo dije a Linda, y ella me riñó…, me riñó. ¿He de vivir ciega, sorda y muda en este mundo? Y después Linda se lo dijo a padre que cogió la escopeta y le ahuyentó. ¡Pobre Ramírez! Ahora has venido tú, y también te lo dice a tí.

Nostromo la contemplaba con los ojos fijos en el hoyuelo de su blanca garganta, que tenía el irresistible encanto de las cosas jóvenes, palpitantes, delicadas, vivas. ¿Era ésta la chicuela que había conocido? Parecía imposible. Vínole al pensamiento que en los últimos años la había visto muy poco…, nada. Aparecía ahora en el mundo como un ser desconocido. Su presencia le había cogido de improviso. Era un peligro. Un peligro terrible. El instintivo humor de fiera determinación, que siempre le había acompañado en los peligros de la vida, aumentó con firmeza vehemente la violencia de su pasión. La rubia continuó con una voz que le recordó el canto del agua corriente, el tintineo de una campanilla de plata:

– Y entre vosotros tres me habéis traído aquí a esta cautividad, entre el cielo y el agua. No hay más. Cielo y agua. ¡Oh, Santísima Madre! La cabeza se me cubrirá de canas en esta odiosa isla. ¡Llegaré a detestarte, Gian Battista!

El prorrumpió en una fuerte risotada. La voz de Gisela le envolvía como una caricia. Lamentaba su desdicha, exhalando inconsciente, como una flor su aroma en la frescura del atardecer, la indefinible seducción de su persona. ¿Tenía ella la culpa de que nadie hubiera echado flores a Linda? Aun de mocitas cuando iban a misa con su madre, la gente, según recordaba bien, no hacía caso de Linda, que era atrevida y descarada, prefiriendo asustarla a ella, que era tímida, con sus piropos. Tal vez fuera porque tenía el cabello tan rubio.

El interrumpió:

– Por tu cabello de oro, y tus ojos de violeta, y tus labios de rosa, y tus torneados brazos, y tu garganta de nieve…

Imperturbable en la indolencia de su postura, se ruborizó, cubriéndose de encendido carmín hasta las raíces de los cabellos. No era vanidosa y oyó los elogios de Nostromo con la inconsciencia de una flor; pero le agradaron. Tal vez a las flores les gusta oírse alabar. Nostromo bajó la vista y añadió con vehemencia:

– Y por tus menudos pies.

Apoyando la espalda en la tosca pared de piedra de la caseta, la muchacha parecía solazarse lánguidamente en el cálido rubor que la había invadido. Sus ojos miraron abajo, a los menudos pies, alabados por Gian Battista.

– De manera que al fin vas a casarte con nuestra Linda. Tiene un genio terrible. ¡Ah! Ahora se moderará, después que le has declarado tu amor. Será menos fiera.

– ¡Chica! -replicó Nostromo-. Yo no le he dicho nada.

– Entonces apresúrate. Ven mañana. Ven y díselo, para que yo me vea libre de sus vituperios, y… tal vez… quién sabe…

– Te permitan dar oídos a tu Ramírez, ¿eh? ¿No es eso? Tú…

– ¡Misericordia de Dios! ¡Qué violento eres, Giovanni! -contestó sin conmoverse. -¿Quién es Ramírez… Ramírez? ¿Qué vale Ramírez? -repetía como en sueños en la tétrica oscuridad del golfo velado de nubes.

La lobreguez sólo aparecía interrumpida por una franja carmesí en el confín de occidente, que semejaba una barra de hierro al rojo, tendida al través de un mundo sombrío como una caverna, donde el magnífico capataz de cargadores había ocultado sus conquistas de amor y riqueza.

– Oye, Gisela -dijo en tono mesurado. -No pienso decir una palabra de amor a tu hermana. ¿Quieres saber por qué?

– ¡Pobre de mi! Tal vez no pueda comprenderlo, Giovanni. Padre dice que no eres como los demás hombres; que nadie te ha entendido verdaderamente; que los ricos han de llevarse todavía una sorpresa… ¡Oh! ¡Santos del cielo! ¡Qué cansada me siento!

Levantó sus bordados para cubrirse la parte inferior del rostro, y luego los dejó caer sobre su regazo. La linterna del faro estaba velada por una pantalla del lado de tierra, pero ellos pudieron ver salir de la oscura columna de la torre el largo haz luminoso, encendido por Linda, que resbalaba sobre el mar yendo a perderse en el resplandor expirante de un horizonte purpúreo y rojo.

Gisela Viola, la cabeza apoyada en la pared de la casa, los ojos medio cerrados, y los menudos pies, cubiertos de blancas medias y negros chapines, cruzados uno sobre otro, parecía rendirse, tranquila y fatal, a la oscuridad creciente. Los encantos de su cuerpo, las misteriosas promesas de su indolencia se hacían notar en la noche del Golfo Plácido a modo de una fragancia fresca y embriagadora, que se difundía en las sombras, impregnando el aire. El incorruptible Nostromo respiraba su ambiente de seducción en el tumultuoso anhelar de su pecho. Antes de dejar el puerto se había quitado el traje ciudadano de capitán Fidanza, para remar con mayor desembarazo durante el largo trayecto hasta la isla. Estaba de pie ante ella, con la faja roja y la camisa de color que solía usar en el muelle de la Compañía, con el aspecto de marino del Mediterráneo, desembarcado en Costaguana para probar fortuna. El crepúsculo de púrpura y rojo le envolvió también, cerrado, suave, profundo, como el que a menos de cincuenta yardas de aquel sitio se había espesado alrededor de la pasión suicida del escéptico Martín, inspirándole en la soledad ideas de muerte.

– Tienes que oír una cosa -empezó al fin con perfecto dominio de si propio-. No diré una palabra de amor a tu hermana, con la que estoy desposado desde esta noche, porque es a ti a quién amo. ¡A ti!

Al través de la oscuridad divisó la tierna y voluptuosa sonrisa, que subió instintivamente a los labios de la joven, modelados para el amor y los besos, pero vio helarse aquella sonrisa en la expresión dura y desencajada de su aterrorizado semblante. Entonces él no pudo contenerse por más tiempo. Ella se encogió, esquivando su aproximación, mientras le tendía los brazos con majestuoso abandono en la dignidad de un lánguido rendimiento. Tomóle la cabeza entre las manos y le cubrió de besos el rostro que, vuelto hacia arriba, brillaba en la penumbra purpurina. Dominador y tierno, fue entrando poco a poco en la plenitud de su posesión. Pero advirtió que lloraba. Entonces el incomparable capataz, el hombre de los amores sin inquietudes, se hizo meloso y acariciador, como una madre que intenta acallar el llanto de su niño. Le habló en voz baja con dulzura. Sentóse al lado y le apoyó la rubia cabeza en su pecho. La llamó su estrella, su florcita.

La noche había cerrado. De la pieza grande de la caseta donde Giorgio, uno de los Mil Inmortales, inclinaba su cabeza leonina y heroica sobre un fuego de carbón de madera, salía el chirrido y aroma de una artística frittura.

En el velado desenvolvimiento de aquella escena, que sobrevino como un cataclismo, la cabeza de la joven es la que conservó una vislumbre de razón. Giovanni había perdido la noción del mundo en la quietud de aquel abrazo mutuo. Pero ella le murmuró al oído:

– ¡Dios de misericordia! ¿Qué va a ser de mí… aquí… ahora… entre este cielo y esta agua que detesto? Linda, Linda…, la estoy viendo.

Y procuró desprenderse de los brazos de Giovanni, aflojados de pronto al oír aquel nombre. Pero nadie se acercó a sus negras siluetas, enlazadas y luchando contra el blanco fondo del muro.

– ¡Linda! ¡Pobre Linda! -volvió a gemir-. Tiemblo. Moriré de miedo ante mi pobre hermana Linda, desposada hoy con Giovanni… ¡mi amante! Giovanni, ¡debes haber estado loco! ¡No puedo comprenderte! Tú no eres como los demás hombres. No renunciaré a ti… nunca…, ¡sólo por Dios mismo! Pero ¿por qué has hecho esto, que es tan absurdo, ciego, cruel, espantoso?

Cuando él la soltó, bajó la cabeza y dejó caer las manos. El paño de altar, como arrebatado por un viento fuerte, yacía a gran distancia de ellos, divisándose su blancura en la tierra negra.

– Por miedo de perder la esperanza de hacerte mía.

– Sabías que era tuya mi alma. ¡Lo sabías todo! Yo he nacido para ti. ¿Qué obstáculo podía alzarse entre los dos? ¿Qué podía separamos? ¡Dímelo! -repetía con impaciencia, en soberbia seguridad.

– Tu difunta madre -respondió muy bajo.

– ¡Ah!… ¡Pobre madre! Siempre había… Es una santa que ahora está en el cielo, y yo no puedo renunciar a ti por su causa. No, Giovanni. Sólo por Dios. Te has puesto loco…, pero no tiene remedio. ¡Oh!, ¿qué es lo que has hecho? Giovanni, mi amor, mi vida, mi dueño, no me dejes aquí en este sepulcro de nubes. ¡No puedes dejarme ahora! Debes llevarme… al punto… en este instante… en el bote. Giovanni, sácame de aquí esta noche, llévame lejos de los ojos de Linda, antes que la tenga otra vez delante de mí.

Gisela se abrazó estrechamente a él. La esclavitud de la plata de Santo Tomé se dejó sentir en el capitán Fidanza con el peso de una cadena que aprisionaba sus miembros, con la impresión de una mano fría que sellaba sus labios. Reaccionó contra el hechizo y contestó:

– No puedo. No es tiempo aún. Hay algo que se interpone entre nosotros dos y la libertad del mundo.

Ella se le apegó con más fuerza, movida de un sutil e ingenuo instinto de seducción.

– Tu deliras, Giovanni, amor mío -murmuró suplicante. -¿Qué puede haber? Llévame… aunque sea en tus manos… con doña Emilia…, lejos de este lugar. Yo no peso mucho.

Al parecer esperaba que la alzara inmediatamente en sus palmas. Se le había borrado la noción de lo imposible. Todo podía suceder en aquella noche maravillosa. En vista de que él no hacía movimiento alguno, añadió, casi llorando a gritos:

– Te repito que tengo miedo a Linda.

A pesar de ello, Nostromo no se movió.

De pronto ella se mostró tranquila y acariciadora.

– ¿Qué puede haber? -preguntó con mimo.

Giovanni sentía en el hueco de su brazo el cuerpo cálido, anhelante, vivo, tembloroso, de la joven. Y en la conciencia exultante de su fuerza y la victoriosa excitación de su ánimo, lanzó de golpe la declaración que le devolvía la libertad.

– Un tesoro -dijo en medio del silencio que los rodeaba, sin que ella comprendiera. -Un tesoro. Un tesoro de plata para comprar una corona de oro, con que ceñir tu frente.

– Un tesoro -repitió Gisela con voz débil, como saliendo de las profundidades de un sueño. -¿Qué estás diciendo?

La joven se desasió de él suavemente. El capataz se levantó y bajó la vista para contemplar su rostro, sus cabellos, sus labios, los hoyuelos de sus mejillas, sintiendo la fascinación de su hermosura en la noche del golfo, como si fuera la deslumbradora claridad del mediodía. Su voz lánguida y tentadora temblaba de excitación, de asombrado temor, de curiosidad ingobernable.

– ¡Un tesoro de plata! -balbuceó ella, y, acosándole a preguntas, prosiguió de prisa: -¿Cómo es? ¿Dónde está? ¿Cómo le has obtenido, Giovanni?

Forcejeando con el hechizo del cautiverio, barbotó él, como si descargara un golpe heroico:

– ¡Robándolo!

La negrura más espesa del Golfo Plácido pareció caer sobre su cabeza. Ahora ella desapareció de su vista, desvaneciéndose en un silencio largo, oscuro, de abismo, desde que le llegó de nuevo la voz de la joven, con un débil resplandor que era el de su cara:

– ¡Te amo! ¡Te amo!

Estas palabras le comunicaron una sensación inusitada de libertad; irradiaron un hechizo más poderoso que el maldito encanto del tesoro; trocaron su odiada sujeción a una cosa muerta en una convicción regocijada de su poder. El rodearía a su amada de esplendores tan grandes como los de doña Emilia. Los ricos vivían de la riqueza robada al pueblo; pero él no había quitado nada a los ricos -nada que no estuviera ya perdido por su misma insensatez y su traición. Porque a él -dijo- le habían vendido, engañado, tentado. La joven le creyó… Había guardado aquel tesoro con fines vengadores; pero ahora no le importaba nada. Ella era lo único que le importaba. Aposentaría su belleza dignamente en un palacio sobre una colina coronada de olivos…, un palacio blanco con un mar azul al pie. La guardaría allí, como una joya en su estuche. Para ella compraría tierras tierras fecundas en vides y cereales…, que pudiera hollar con sus menudos pies. Y, al decir esto, se los besó… Había pagado ya el precio de todo ello con el alma de una mujer y la vida de un hombre… El capataz de cargadores saboreó la suprema embriaguez de su generosidad. Y arrojó el dominado tesoro con arrogancia a los pies de la joven en la impenetrable oscuridad del golfo que desafiaba -como decían los hombres- la ciencia de Dios y la astucia del diablo. Pero debía dejarle enriquecerse primero -la previno.

Ella le escuchaba como extática, jugando con los dedos en los cabellos de su amado, que en acabando de hablar se levantó vacilante, débil, vacío, como si se hubiera despojado del alma, echándola lejos de sí.

– Date prisa entonces -dijo ella. -Date prisa, Giovanni, mi amor, mi dueño, porque no renunciaré a ti por nadie más que por Dios. Y tengo miedo de Linda.

Fidanza la sintió temblar y juró hacer lo que pudiera. Tenía confianza en que su amor la daría ánimo. Ella le prometió ser valiente, para merecer ser amada siempre… allá lejos en un palacio blanco construido en lo alto de una colina sobre un mar azul. Luego con avidez tímida y tentadora musitó:

– ¿Adonde está ese tesoro? ¿Adonde? Dímelo, Giovanni. El interrogado abrió la boca y permaneció mudo, como herido por un rayo.

– ¡Eso no! ¡Eso no! -contestó anhelante.

El hechizo del secreto que le había mantenido mudo ante tanta gente paralizó de nuevo sus labios con fuerza irresistible. Ni aun a ella. Era demasiado peligroso.

– Te prohíbo preguntármelo -la intimidó, disimulando cautelosamente la irritación de su voz.

El esclavo no había recobrado del todo su libertad. A su lado se alzaba el espectro del celado tesoro, como una estatua de plata, implacable y misteriosa, con un dedo puesto en sus lívidos labios. Sintió morírsele el alma en el fondo de su ser, al contemplarse entrando poco después a gatas en la barranca y avanzando por ella; oliendo a tierra y follaje húmedo, y saliendo otra vez de igual modo, firme en su abrumador propósito, cargado de plata, atento a escuchar los menores ruidos. Aquella misma noche había que ejecutar esa labor de esclavo cobarde.

Nostromo se agachó para oprimir contra sus labios el ruedo de la falda de su amada, y murmuró en tono imperativo:

– Dile que no he querido aguardar.

Y se alejó súbitamente de ella, callado, sin dejar oír una pisada en la oscuridad de la noche.

Ella permaneció sentada e inmóvil, la cabeza apoyada indolentemente contra el muro, y los piececitos, cubiertos por blancas medias y negros chapines, cruzados uno sobre otro. Cuando salió el viejo Giorgio, no mostró sorprenderse tanto de la noticia como Gisela había temido vagamente. Porque ahora estaba llena de un temor inexplicable – temor de todo y de todos, excepto de su Giovanni y del tesoro. Pero eso era increíble.

El heroico garibaldino aceptó la brusca partida de Nostromo con sagaz indulgencia. Acordóse de sus propios sentimientos en la juventud, y ufanándose en adivinar virilmente la verdadera significación de aquel modo de proceder, dijo:

– Va bene. Déjale irse. ¡Ja!, ¡ja! Por hermosa que sea una mujer, la sujeción del amor molesta un poco. ¡Libertad! ¡Libertad! Los hombres la entienden de muchos modos. Ha pronunciado la gran promesa y basta. Mi hijo Gian Battista no es un blandengue que guste de gazmoñerías.

Y como si deseara instruir a la inmóvil y azorada Gisela, añadió dogmáticamente:

– Un hombre debe tener partidas de mulo.

Luego el silencio y quietud de la muchacha pareció desagradarle.

– No te dejes llevar de la envidia por la suerte de tu hermana -aconsejó muy grave con su voz profunda.

Poco después hubo de salir de nuevo a la puerta para llamar a su hija menor, porque ya era tarde. Tres veces profirió su nombre a voces, antes que ella moviera la cabeza. Al quedar sola, se sumió en una estupefacción abrumadora. Entró en la alcoba que compartía con Linda, con el aspecto de una persona profundamente dormida. Al mismo viejo le sorprendió la desusada novedad, y levantando los ojos de la Biblia, que estaba leyendo con los anteojos puestos, movió la cabeza al cerrar ella la puerta.

Gisela cruzó la habitación sin mirar a ninguna parte, se sentó inmediatamente junto a la ventana abierta.

Linda bajó de la torre en la exuberancia de su alegría, y halló a su hermana con una vela encendida, de espaldas a la luz, y con el rostro vuelto a la lobreguez de la noche llena de ráfagas suspirantes del viento y de rumores de chubascos -una verdadera noche del golfo, demasiado oscura para la mirada de Dios y la sagacidad del diablo, según el dicho vulgar. Gisela ni siquiera volvió la cabeza al abrirse la puerta.

En aquella inmovilidad había algo que hirió a Linda, aun estando recluida en el recinto de su felicidad paradisíaca; y sopechó indignada que la causa de ello era el recuerdo del desdichado Ramírez. Ansiosa de hablar, llamó en tono autoritario: "¡Gisela!", y no halló respuesta en el menor movimiento.

La enamorada que iba a vivir en un palacio y pasear en fincas propias padecía un terror de muerte. Por nada del mundo hubiera vuelto la cabeza para mirar de frente a su hermana. El corazón le palpitaba locamente. Al fin respondió débil y apresuradamente:

– No me hables. Estoy rezando.

Linda, sorprendida, salió tranquilamente; y Gisela continuó sentada, perdida la fe en las realidades de la vida, desorientada, ofuscada, pasiva, como quien aguarda la confirmación de lo increíble. La cerrada lobreguez de las nubes parecía formar parte de un sueño. Aguardaba.

Y no aguardó en vano. El hombre que llevaba dentro su alma muerta, después de salir a rastras de la barranca, cargado de lingotes, había visto el resplandor de la ventana, y no pudo menos de volver sobre sus pasos desde la playa.

Al través de la oscuridad impenetrable que cubría las altas montañas Gisela divisó por una especie de poder milagroso al esclavo de la plata de Santo Tomé. Y creyó natural su regreso, como si en lo sucesivo el mundo hubiera dejado de contener sorpresas para siempre.

Levantóse impulsiva y rígida, y empezó a hablar mucho antes que la luz del interior cayera sobre el rostro del hombre que se acercaba.

– Has vuelto para llevarme. ¡Está bien! Abre los brazos, Giovanni, amor mío. Voy ahora mismo.

Las prudentes pisadas del amante se cortaron en seco, y, con los ojos despidiendo un brillo salvaje, respondió él con aspereza:

– Todavía no. Necesito enriquecerme poco a poco… -Y añadió con tono amenazador: -No olvides que tu enamorado es un ladrón.

– ¡Sí!, ¡sí! -musitó de prisa. -Acércate más! ¡Oye! ¡No me abandones, Giovanni! ¡Nunca, nunca!… ¡Tendré paciencia!…

Su busto se inclinó con ternura sobre el alféizar de la ventana hacia el esclavo del tesoro mal adquirido. La luz del cuarto se extinguió, y el magnífico capataz, cargado con la plata, abrazó el blanco cuello de su adorada en la oscuridad del golfo, como el hombre que se ahoga se agarra al primer objeto puesto a su alcance.

Capítulo XIII

El día que la señora de Gould se disponía a "dar una tertulia," según expresión del doctor Monygham, el capitán Fidanza se descolgó por el costado de su goleta, anclada en el puerto de Sulaco, y con su aire sereno, grave y resuelto, se acomodó en su bote y empuñó los remos. Salía más tarde que de ordinario; y la tarde había avanzado bastante cuando desembarcó en la playa de la Gran Isabel y trepó con paso firme por la loma de la isla.

Desde lejos reconoció a Gisela sentada en una silla con el respaldo echado atrás contra el muro de la casa, debajo del dormitorio común a las dos hermanas. Tenía en las manos su bordado, y lo levantó a la altura de los ojos. La calma de aquella figura adolescente exasperó el sentimiento de perpetua lucha y contradicción que él llevaba en su pecho. Envolviéndole una oleada de ira, se le antojó que la muchacha debía oír desde lejos el retiñir de sus grillos de plata. Además, mientras estuvo en tierra aquel día, se había, encontrado con el doctor de ojo maléfico, que le había mirado con suma fijeza.

Al levantar los ojos su amada, se sintió ablandado. Le sonrieron con una frescura de rosa recién salida del capullo, llegándole directamente al corazón. Después frunció el ceño. Era un aviso que recomendaba cautela. Paróse él a cierta distancia y dijo en tono alto e indiferente:

– Buenos días, Gisela. ¿Esta Linda todavía en casa?

– Sí, en el cuarto grande con padre.

Acercóse entonces Fidanza, y, echando una mirada al interior de la alcoba por temor de que le descubriera su prometida al volver allí por cualquier motivo, dijo, moviendo sólo los labios:

– ¿Me amas?

– Más que a mi vida.

Sin dejar su bordado, que contemplaba con mirada distraída, siguió diciendo:

– Sin tu amor no podría vivir. No podría, Giovanni. Porque esta vida es para mí una muerte. ¡Oh, Giovanni! Moriré si no me llevas lejos de aquí.

El sonrió fríamente y dijo:

– Volveré a la ventana cuando sea de noche.

– No, Giovanni. Esta noche no. Linda y padre han estado hablando hoy juntos por largo tiempo.

– ¿Sobre qué?

– Sobre Ramírez, he creído oír. No lo sé. Tengo miedo. Siempre tengo miedo. Esto es estar muriendo mil veces al día. Tu amor es para mí lo que para tí tu tesoro. Le tengo dentro de mi pecho, pero no puedo saciarme de él.

Giovanni la miraba sin moverse. Estaba hermosa, y se le habla acrecentado el deseo de tenerla por suya. Ahora sentía el peso de una doble esclavitud. Ella, en cambio, era incapaz de una emoción sostenida; y aunque sincera en sus manifestaciones, dormía plácidamente por la noche. La presencia de Giovanni la conmovía, y al cabo de un rato su taciturnidad indicaba haberse apagado la excitación pasional. Tenía miedo de dejar traslucir su secreto, miedo del dolor, del castigo corporal, de las palabras ásperas, de afrontar malas caras y de presenciar violencias. Su alma era ligera y tierna con una ingenuidad pagana en sus impulsos.

Con voz apagada musitó:

– Abandona el palazzo, Giovanni, y la viña de las colinas, que tanto van a demorar la satisfacción de nuestro amor.

Calló al ver a Linda que estaba de pie, silenciosa, en la esquina de la casa.

Nostromo se volvió a su prometida saludándola, y se asombró de ver sus ojos hundidos, sus mejillas excavadas y un tinte de enfermedad y angustia en su rostro.

– ¿Has estado enferma? -inquirió, procurando poner algún interés en la pregunta.

Los negros ojos le miraron centellantes.

– ¿Me encuentras más delgada? -dijo.

– Sí…, tal vez…, un poco.

– ¿Y más vieja?

– Los días no pasan en vano… para todos nosotros.

– Temo cubrirme de canas antes de ver el anillo en mi dedo -afirmó con lentitud, clavándole la vista.

Aguardó la respuesta, bajándose las mangas, que tenía recogidas.

– No lo creas -respondió él distraído.

Volvióse como si aquellas palabras fueran definitivas, y empezó a trajinar en los quehaceres de la casa, mientras Nostromo hablaba con su padre.

No era fácil la conversación con el viejo garibaldino. La edad no le había mermado las facultades mentales, pero parecían haberse retirado al interior de su ser. Sus respuestas eran tardas y revestían cierta augusta gravedad. Pero aquel día estuvo más animado, más vivaracho; el viejo león se mostraba rejuvenecido. La integridad de su honor le inspiraba inquietudes. Había dado crédito a las prevenciones de Sidoni acerca de los designios de Ramírez relativos a la menor de sus hijas; y ésta no le merecía confianza. Era un poco casquivana. De todo esto nada dijo a "su hijo Gian Battista". Era un rasgo de vanidad senil. Quería hacer ver que se sentía capaz de defender por sí solo el honor de la familia.

Nostromo partió pronto. Tan luego como desapareció caminando hacia la playa, Linda traspuso el umbral y con una sonrisa agria se sentó al lado de su padre.

Desde el domingo, en que el infatuado y loco Ramírez la había aguardado en el muelle, no había tenido duda alguna sobre las relaciones de Giovanni con Gisela. Los rabiosos celos de aquel hombre no fueron precisamente una revelación de un hecho desconocido, pero fijaron de una manera precisa y clavaron, por decirlo así, en su corazón el sentido de irrealidad y engaño que había hallado en el trato con su prometido, en lugar de la soñada ventura y felicidad. Había seguido su camino abrumando a Ramírez de insultos y desprecios; pero aquel domingo se sintió a punto de morir de dolor y vergüenza, postrada sobre la losa, adornada con relieves y una artística inscripción, del sepulcro de su madre. Habíanla costeado por suscripción los maquinistas y ajustadores de los talleres del ferrocarril, como muestra del respeto y consideración al héroe de la Unidad de Italia. Éste no había podido cumplir su deseo de sepultar a su mujer en el mar, y Linda regó varias veces con lágrimas aquella piedra.

El ultraje inmotivado de que era víctima la aterró. Si Gian Battista quería despedazar su corazón…, santo y bueno. Pero ¿por qué pisotear los trozos? ¿Por qué humillar su orgullo? ¡Ah! Eso no lo conseguiría. Enjugóse las lágrimas. ¡Y Gisela! ¡Gisela! La chicuela, que desde niña había buscado siempre un refugio en sus faldas. ¡Qué doblez! Pero probablemente no podía evitarlo. Desde que se ponía de por medio un hombre, la pobre cabeza de chorlito no sabía dominarse.

Linda participaba bastante del estoicismo de Viola; y así resolvió no decir nada. Pero, como mujer que era, ponía pasión en su estoicismo. Las respuestas breves de Gisela, inspiradas en una medrosa cautela, la indignaban profundamente por ver en ella cierta sequedad despectiva. Un día se arrojó sobre la silla en que yacía su indolente hermana e imprimió las señales de sus dientes en la garganta más blanca de Sulaco. Gisela dio un grito, pero había heredado también algo del heroísmo de Viola, y se reprimió. A punto de desmayarse de terror, sólo dijo con voz lánguida:

– ¡Madre de Dios! ¿Quieres comerme viva, linda?

Y aquel incidente pasó sin dejar rastro en la situación. Gisela pensaba para sí: "No sabe nada. No puede saberlo"; y linda, por su parte, intentaba tranquilizarse pensando: "Tal vez no sea verdad, no se concibe".

Pero cuando vio por vez primera al capitán Fidanza después que el enloquecido Ramírez la salió al encuentro para desahogar los celos que tenía de Nostromo, volvió a adquirir la certidumbre de su desgracia. Linda siguió con la vista desde la puerta a su prometido mientras sé encaminaba a tomar el bote, y se preguntó estoicamente: "¿Se verán esta noche?" Fuera lo que fuere, resolvió no dejar la torre ni por un segundo. Cuando Nostromo desapareció, linda salió a sentarse junto a su padre.

El venerable garibaldino "se sentía joven aún", según sus propias palabras. Por un conducto u otro, había llegado a él últimamente una gran parte de lo que se decía sobre Ramírez, y el desprecio y aversión que le inspiraba aquel hombre, tan diferente de lo que debía ser un hijo político suyo, le traían inquieto. Ahora dormía muy poco; y durante varias noches anteriores, en lugar de leer o sencillamente permanecer sentado, con los anteojos de plata, regalo de la señora de Gould, montados en la nariz, delante de la Biblia, había recorrido activamente toda la isla con su escopeta, haciendo guardia en defensa de su honor.

Linda, poniéndose su fina y morena mano en la rodilla, procuró calmar su excitación. Ramírez no estaba en Sulaco. Nadie sabía dónde paraba. Se había ido. Sus bravatas de que había de hacer y acontecer no significaban nada.

– No -interrumpió el viejo. -Pero mi hijo Gian Battista me dijo, como cosa suya, que el cobarde esclavo andaba bebiendo y jugando con la gentuza peor de Zapiga en la parte norte del golfo. Pudiera ganarse algunos de los canallas más atrevidos de aquella ciudad de negros arrufianados, para que le ayudaran en su intento de secuestrar a la pequeña… Por fortuna no soy tan viejo. ¡No!

Linda se esforzó por convencerle de que no era probable una tentativa de tal índole; y al fin el viejo calló, mordiéndose los blancos bigotes. Cuando a las mujeres se les metía una cosa en la cabeza, había que seguirles el humor; así era su pobre mujer, y Linda se parecía a su madre. No le estaba bien a un hombre contradecir.

– Puede ser, puede ser -balbuceó.

Linda distaba mucho de sentirse tranquila. Amaba a Nostromo. Volvió los ojos hacia Gisela con cierta ternura maternal y la celosa angustia de una rival ultrajada en su derrota. Luego se levantó y llegó a ella.

– Oye…tú -le dijo con aspereza.

La increpada alzó los ojos, llenos de insuperable candor, y le echó una mirada de violeta y rocío, que excitó su rabia y admiración. ¡Cuidado que eran bellos los ojos de la chica, vil criatura de tez blanca y negra doblez! No sabía si arrancárselos con gritos de venganza, o cubrir su misteriosa y cándida inocencia en besos de compasión y amor. De pronto aquellos ojos perdieron su brillo mirando sin expresión, fuera de un ligero miedo, no sepultado del todo con las demás emociones en el corazón de Gisela.

Su hermana dijo:

– Ramírez se jacta en la ciudad de que te llevará de la isla.

– ¡Qué tontería! -respondió la otra; y con perversidad, nacida de la prolongada violencia que venía haciéndose, añadió: -No es hombre capaz de ello -en tono de broma, que dejaba entrever cierta osadía medrosa.

– ¿No? -replicó Linda apretando los dientes. -¿Dices que no es capaz? Bien, tú lo verás; pero sabe que padre ha estado dando vueltas toda la noche con la escopeta cargada.

– Se molesta en vano. Debes decirle que no lo haga, Linda. A mí no me hará caso.

– Yo no diré nada… nunca más… a nadie -exclamó Linda con apasionamiento.

Esto no podía durar, pensó Gisela. Era preciso que Giovanni se la llevara pronto…, la primera vez que viniera. Ella no podía sufrir aquellos sobresaltos por toda la plata del mundo. El hablar con su hermana la ponía enferma. Pero no la inquietaba la vigilancia nocturna de su padre. Había rogado a Nostromo que no viniera a la ventana aquella noche; y él le tenía dada la palabra de permanecer ausente por aquella vez. Ignorante de las maniobras de Giovanni para llevarse la plata, no pudo suponer ni imaginar que tuviera otras razones para volver a la isla.

Linda se había ido directamente a la torre. Era hora de encender. Abrió la puerta y subió con trabajo las escaleras en espiral, oprimida por su amor al magnífico capataz de cargadores como por un peso creciente de verdosas cadenas. Le era imposible echar de sí aquel amor. No podía. ¡Qué el Cielo dispusiera de los dos! Y haciendo girar la linterna, bañada de penumbra y de resplandor lunar, encendió cuidadosamente la lámpara. Luego sus brazos cayeron a lo largo del cuerpo.

– ¡Y mi madre que nos está viendo desde el otro mundo! -murmuró. -Mi hermana… ¡la chica!

El aparato entero de refracción, con sus armaduras de bronce y anillos de prismas, refulgía y centellaba como una urna abovedada de diamantes, donde se encerraba no una lámpara, sino una llama sagrada, dominadora del mar. Y Linda, la guardiana, vestida de negro, con rostro pálido, se dejó caer sobre una silla de madera, sola con sus celos, muy por encima de las vergüenzas y las pasiones de la tierra. Un extraño dolor de tensión violenta, como si alguien la tirara de sus cabellos negros con reflejos bronceados, la obligó a llevarse las manos a las sienes. Gisela y Giovanni tendrían su entrevista. La tendrían. Y ella sabía dónde. En la ventana.

El sudor de la angustia torturadora corría a gotas sobre su rostro, mientras la luna, mar adentro, cerraba con una monstruosa barra de plata la entrada del Golfo Plácido -caverna sombría de nubes y silencio en una costa roída por la resaca.

Linda Viola se levantó de pronto con un dedo sobre los labios, Giovanni no las amaba, ni a ella, ni a su hermana. Todo ello le parecía tan vago, que a un tiempo le infundía miedo y esperanza. ¿Por qué no se la llevaba? ¿Qué causa se lo impedía? Era incomprensible. ¿Había algún motivo para aguardar? ¿Qué pretendían los dos con mentir y engañar? Seguramente no era para secundar los fines de su amor. No había tal amor. La esperanza de recobrar a Giovanni para sí la movió a quebrantar la promesa de no dejar la torre aquella noche. Necesitaba hablar inmediatamente a su padre, que era cuerdo y comprendería. Bajó corriendo la escalera en espiral. En el momento de abrir la puerta de entrada a la torre, oyó la primera detonación del primer tiro disparado en la Gran Isabel.

Sintió un choque, como si la bala le hubiera dado a ella en el pecho. Corrió sin detenerse. La casa estaba a oscuras. En el umbral gritó:

– ¡Gisela! ¡Gisela!

Después contorneó la esquina y repitió clamoreando el nombre de su hermana en la ventana abierta sin obtener contestación; pero, mientras corría precipitadamente como loca alrededor de la casa, Gisela salió a la puerta, y rompió a correr silenciosa, pasando junto a ella como una flecha, con el cabello suelto y los ojos mirando fijamente adelante. Parecía resbalar sobre la hierba, llevada medio en el aire, y desapareció.

Linda echó a andar despacio con los brazos tendidos de frente. En la isla reinaba profundo silencio; ignoraba dónde iba. El árbol a cuyo amparo Decoud pasó los últimos días, contemplando la vida como una sucesión de imágenes vacías de sentido, proyectaba sobre la hierba una gran mancha de negra sombra. De repente vio a su padre, de pie, inmóvil, solo, a la luz de la luna.

El garibaldino -alto, erguido, con cabellera y barba de nieve-mostraba un reposo escultórico en su inmovilidad, apoyándose sobre una escopeta. Ella puso suavemente la mano sobre el brazo de su padre. Éste no hizo movimiento alguno.

– ¿Qué ha hecho usted? -le preguntó en el tono ordinario.

– He matado a Ramírez. ¡Infame! -respondió, con los ojos vueltos adonde la sombra era más densa. -Vino como un ladrón, y como un ladrón ha caído. La niña tenía que ser defendida.

No intentó moverse una pulgada, ni avanzar un solo paso. Allí permanecía siniestro e inerte, semejando la estatua de un anciano vigoroso que guarda el honor de su casa.

Linda apartó la temblorosa mano del brazo de su padre, firme y duro como si fuera de piedra, y, sin proferir palabra, se internó en la negrura de la sombra. Divisó un rebullir de bultos informes en el suelo y se paró en seco. Un murmullo de desesperación y de llanto hirió con creciente intensidad sus aguzados oídos.

– Te rogué encarecidamente que no vinieras esta noche. ¡Oh, pobre amor mió! Y tú lo prometiste. ¡Ay! ¿Por qué… por qué has venido, Giovanni?

Era la voz de su hermana, que prorrumpió en un desgarrador sollozo. Y la voz del poderoso capataz de cargadores, dueño y esclavo del tesoro de Santo Tomé, sorprendido cuando menos lo pensaba por el viejo Giorgio mientras cruzaba furtivamente un claro en dirección a la barranca para sacar más plata, respondió serena y fría, pero con un timbre extrañamente débil:

– Me pareció que no podría vivir la noche entera sin verte una vez más, mi estrella, mi florcita.

Apenas había terminado la brillante tertulia, y salido los último invitados, y vuelto el señor administrador a recogerse, en su despacho particular, cuando el doctor Monygham, cuyo regreso se había esperado en vano durante la reunión, llegó rengueando por el pavimento de madera, alumbrado por lámparas eléctricas de la desierta calle de la Constitución, y halló abierta toda la puerta principal de la casa Gould.

Entró, subió a pares las escaleras, y se encontró con el gordo y lustroso Basilio a punto de apagar las luces de la sala. El rozagante mayordomo se quedó boquiabierto ante esta intrusión tardía.

– No apagues -ordenó el doctor. -Necesito ver a la señora.

– La señora está en el despacho del señor administrador -declaró Basilio con voz untuosa. -Dentro de una hora el señor administrador saldrá para la montaña. Se teme un alboroto de los obreros, según parece. Son gente desvergonzada, estúpida, indecente. Y holgazanes, señor. Holgazanes.

– Tú sí que eres un gandul sinvergüenza y un imbécil -replicó el doctor con aquella facilidad para lanzar denuestos que le hacía tan repulsivo. -No apagues.

Basilio se retiró con aire digno. El doctor Monygham aguardó en la sala brillantemente iluminada, y a poco oyó cerrarse una puerta en el extremo más lejano de la casa. Sonó un retiñir de espuelas, alejándose; y el señor administrador partió para la montaña.

Con un mesurado fru-fru de su larga cola, centelleo de joyas y brillo de seda, inclinada la fina cabeza como si la abatiera la pesada mata de cabello rubio en el que se perdían algunos hilos de plata, la "primera señora de Sulaco", según la frase del capitán Mitchell, avanzó por el iluminado corredor, rica sobre cuanto la imaginación puede soñar, considerada, amada, respetada, honrada, y tan solitaria como haya podido estarlo jamás cualquier ser humano en la tierra.

– ¡Señora de Gould, un minuto!- exclamó el doctor, y al oírlo, el ama de la casa se paró con sobresalto a la puerta de la brillante y desierta sala.

La vista del doctor, enteramente solo entre los grupos de muebles, por la semejanza de situación y circunstancias, suscitó en la memoria emocional de la señora el recuerdo de su inseparable encuentro con Martín Decoud; y aun la pareció oír en medio del mayor silencio la voz de aquel hombre, muerto desgraciadamente hacía ya tantos años, pronunciando las palabras: "Antonia ha dejado aquí el abanico".

Pero era la voz del doctor la que le hablaba, un poco descompuesta por la excitación. La señora notó el brillo de sus ojos.

– La necesitan a usted, señora de Gould. ¿Sabe usted lo que pasa? Recordará usted lo que ayer le dije sobre Nostromo. Bien, parece ser que una lancha, un batel con puente, que venía de Zapiga con cuatro negros, al pasar junto a la Gran Isabel, fue llamado a voces por una mujer -Linda, según mis noticias- mandándolos (era una noche de luna) arribar a la playa de la isla y llevarse a un hombre herido a la ciudad. Como es natural, el patrón de la barca, de quien he recibido estas noticias, lo hizo así al punto. Me dijo que cuando llegaron a la costa baja de la Gran Isabel hallaron a Linda Viola aguardándolos. La siguieron, y ella los condujo al pie de un árbol no lejos de la caseta del guardafaro. Allí encontraron a Nostromo, tendido en tierra, con la cabeza apoyada en el regazo de la muchacha menor, y al padre de las jóvenes, Viola, de pie a cierta distancia, apoyado en su escopeta. Bajo de las órdenes de Linda sacaron de la caseta una mesa y, después de romperle las patas, improvisaron con ella una camilla… Están en tierra firme; me refiero a Nostromo y Gisela. Los negros le llevaron a la enfermería del puerto; y el herido pidió al encargado que me mandara llamar. Pero no es a mí a quien quería ver, sino a usted señora de Gould, a usted.

– ¿A mi? -musitó ella con un ligero estremecimiento.

– Sí, a usted -afirmó con energía el doctor. -Me rogó a mí -su enemigo, según cree- que la llevara a usted a verle sin pérdida de tiempo. Parece que necesita hablarle a solas.

– ¡Imposible! -murmuró la señora de Gould.

– Me dijo: "Recuérdele usted que he hecho algo para conservarle el techo que la cobija". Señora de Gould -prosiguió el doctor con la mayor excitación-, ¿se acuerda usted de la plata?…, ¿la plata de la gabarra que se perdió?

La interrogada no lo había olvidado, pero no dijo que detestaba la mención de tal asunto. Como era la franqueza personificada, sentía un horror extraordinario al pensar que por la primera y última vez de su vida había ocultado la verdad a su marido sobre aquella plata. En circunstancias tan críticas como las de entonces, se había dejado arrastrar del miedo, lamentándolo después sin perdonarse. Además, aquella plata, que nunca hubiera bajado al puerto en el caso de haber conocido su esposo las noticias traídas por Decoud, por una combinación de extrañas vicisitudes había estado a punto de ocasionar la muerte al doctor Monygham. Y todo esto le parecía horrible.

– ¿Se perdió realmente? -interrogó el doctor. -Siempre he estado persuadido de que alrededor de Nostromo había un misterio desde entonces. Se me figura que ahora, viéndose a las puertas de la muerte, desea…

– A las puertas de la muerte -repitió la señora de Gould.

– Sí, sí…, desea tal vez decirle a usted algo referente a la plata que…

– ¡Oh! ¡No! ¡De ninguna manera! -exclamó la señora en voz baja. -¿No se ha perdido? Se acabó, pues. ¿No hay bastante plata sin ella para hacernos desgraciados a todos?

El doctor, sumiso y decepcionado, calló. Al fin se aventuró a decir muy bajo:

– Está allí también la muchacha de Viola, Gisela. ¿Qué hemos de hacer? Al parecer, el padre y la hija mayor habían…

La señora de Gould reconoció que se creía en el deber de hacer lo que pudiera por aquellas niñas.

– Tengo a la puerta un cabriolé -dijo el doctor. -Si no tiene usted reparo en entrar en él…

Aguardó, devorado de impaciencia, hasta que reapareció la señora de Gould después de haberse echado encima del vestido una capa gris con una gran capucha.

En tal guisa, con el manto y la capucha monástica sobre el traje de noche, aquella mujer, llena de compasión y sufrimiento, permaneció junto al lecho en que el espléndido capataz de cargadores yacía tendido inmóvil boca arriba. La blancura de las sábanas y almohadas daba un relieve sombrío y enérgico a su bronceado rostro, a las manos morenas y nerviosas, tan diestras en el manejo del timón, de la brida, del arma de fuego, y que ahora yacían tendidas e inertes sobre la blanca colcha.

– Ella es inocente -dijo el capataz con voz profunda y uniforme, como si temiera que una palabra más fuerte rompiera el débil lazo que unía a su espíritu con el cuerpo. -Es inocente. Está sola. Pero no importa. De estas cosas no tengo que responder ante nadie de este mundo.

Se detuvo. El rostro de la señora de Gould, que aparecía intensamente pálido bajo la capucha, se inclinó sobre el moribundo con abrumadora y lúgubre tristeza. Y los ahogados sollozos de Gisela Viola, arrodillada al extremo inferior de la cama, suelto el blondo cabello de ondas cobrizas y tendido sobre los pies del capataz, apenas turbaban el silencio de la habitación.

– ¡Ah! ¡Viejo Giorgio, guardián de tu honor! ¿Cómo pude imaginar que el vecchio viniera sobre mí con pie tan ligero, con tan segura puntería? Yo mismo no lo hubiera hecho mejor. Pero pudo ahorrarse el coste del tiro. El honor estaba seguro… Señora, la niña hubiera seguido hasta el fin del mundo a Nostromo el ladrón… He dicho la palabra. ¡El encanto está deshecho!

Un sordo gemido de la muchacha le hizo volver a ella los ojos.

– No puedo verla… No importa -continuó con la voz apagada y majestuosamente tranquila de otro tiempo. -Un beso es bastante, si no hay tiempo para más. Es un alma delicada, señora. Brillante y cálida como la luz del sol, tan pronto eclipsada como radiante. Señora, mírela usted con esa compasión que es tan famosa de un extremo a otro del país como lo son el valor y la audacia del hombre que la está hablando. Entre los otros dos la matarían. Ella le servirá a usted de consuelo en algún tiempo. Y en cuanto a Ramírez, no es un mal hombre. No tengo rencor. ¡No! No es Ramírez el que ha vencido al capataz de los cargadores de Sulaco.

Se detuvo un momento; hizo un esfuerzo, y con voz más fuerte, un poco violenta, declaró:

– Muero traicionado…, traicionado por…

Pero no dijo por quién, ni por qué moría traicionado.

– Ésta no me hubiera hecho traición -empezó de nuevo, abriendo enteramente los ojos. -Era fiel. Nos hubiéramos ido muy lejos… muy pronto. Debí arrancarme del maldito tesoro por ella. Por esa niña debí abandonar cajas y cajas llenas de plata. ¡Ah! Decoud se llevó cuatro lingotes… cuatro. ¿Para qué? ¡Picardía! ¿Para comprometerme? ¿Cómo hubiera podido devolver el tesoro con cuatro lingotes de menos? Habría dicho que los había robado. El doctor lo hubiera dicho. ¡Ay! ¡Todavía me domina el tesoro!

La señora de Gould, hondamente conmovida, inclinaba su cabeza, sintiéndose yerta de aprensión.

– ¿Qué fue de don Martín aquella noche. Nostromo?

– ¿Quién sabe? Yo sólo pensé en lo que sería de mí. Ahora lo veo. La muerte me ha sorprendido cuando menos lo pensaba. Él se fue. Me hizo traición… ¡Y usted cree que yo le he matado! Ustedes las personas finas son todas iguales. La plata es la que me ha matado. Me domina. Me retiene todavía. Nadie sabe dónde está. Pero usted es la esposa de don Carlos, que la puso en mis manos diciendo: "¡Sálvela usted por su vida"!. Y cuando volví, y todos ustedes creyeron perdido el tesoro, ¿qué se me dijo? Que no tenía importancia. ¡Dejarla en paz! Ahora, ¡ánimo! Nostromo, el leal, ¡cabalga al través de campos y montañas cubiertas de enemigos, para salvamos la vida!

– ¡Nostromo! – susurró la señora de Gould inclinándose aún más sobre el herido. -Yo también he detestado con todo mi corazón la idea de esa plata.

– ¡Admirable!… De modo que hay entre ustedes alguien capaz de aborrecer la riqueza que, según sabéis bien, habéis arrebatado de manos de los pobres. El mundo descansa sobre los pobres, como dice el viejo Giorgio. Usted, señora, ha sido siempre buena para los pobres, pero en la riqueza hay algo maldito. Señora, ¿quiere usted que le diga dónde está el tesoro? A usted sola… Aún se conserva en gran parte… ¡Brillante! ¡Incorruptible!

Una repugnancia dolorosa e involuntaria se insinuó en el tono de su voz y en sus ojos; y la dama la notó claramente con el sentido de la intuición simpática. Apartó la mirada del moribundo, víctima de tan abyecta esclavitud, y se sintió poseída de horror, no queriendo oír más de la plata.

– No, capataz -dijo. -Nadie la echa ahora de menos. ¡Quédese perdida para siempre!

Después de oír estas palabras, Nostromo cerró los ojos y no dijo nada, ni hizo movimiento alguno. El doctor Monygham, que aguardaba fuera de la habitación del enfermo, presa de suprema excitación, brillándole los ojos de ansiedad, se llegó a las dos mujeres en cuanto franquearon la puerta.

– Y bien, señora de Gould -dijo casi brutalmente en su impaciencia-, dígame usted, ¿tenía razón? Hay un misterio. Usted tiene ahora la clave, ¿no es verdad? Le ha dicho a usted…

– No me ha dicho nada -replicó la dama con firmeza. En los ojos del preguntón se extinguió el fulgor de la antipatía fisiológica que le inspiraba Nostromo. Retrocedió un paso con aire sumiso, sin dar crédito a la señora; pero la palabra de ésta era ley. Aceptó su negativo como una fatalidad inexplicable, que confirmaba la victoria del genio de Nostromo sobre el suyo. Aun ante aquella mujer, a quien amaba con devoción secreta, había sido derrotado por el magnífico capataz de cargadores, el hombre que había vivido su vida con la fama de una fidelidad y rectitud que se suponían incorruptibles, y de un valor nunca desmentido.

– Tenga usted a bien enviar inmediatamente a alguno por mi carruaje -añadió la señora desde el fondo de su capucha. Y luego, volviéndose a Gisela, le dijo: -Acércate más, niña; acércate más. Aguardaremos aquí.

La muchacha, desolada e infantil, velado el rostro por su suelta cabellera, se aproximó tímidamente a su protectora. Esta tomó el brazo de la hija indigna del viejo Viola, el republicano íntegro, el héroe sin tacha. Lánguida y gradualmente, como flor marchita que dobla su corola, inclinó su cabeza la joven que hubiera seguido al ladrón hasta el fin del mundo, y la apoyó en el hombro de doña Emilia, la primera señora de Sulaco, la esposa del señor administrador de la mina de Santo Tomé. Y la noble señora, al sentir sus ahogados sollozos, nerviosa y conmovida, experimentó la mayor de todas sus amarguras, tan grande como las padecidas por el mismo doctor Monygham.

– No se apene usted tanto, hija. Muy pronto la hubiera olvidado a usted por su tesoro.

– Señora, me amaba. Me amaba -musitó Gisela con desesperación. -Me amaba como nadie ha amado jamás.

– También yo he sido amada -dijo la señora de Gould en tono severo.

La muchacha se apegó a ella convulsivamente y sollozó:

– ¡Oh, señora; pero usted vivirá adorada hasta el fin de su vida!

Doña Emilia no rompió su silencio hasta que llegó el carruaje, al que ayudó a subir a la joven, medio desfallecida. Cuando el doctor hubo cerrado desde fuera la portezuela del landó, la señora de Gould se volvió a él y le dijo en voz baja:

– ¿No puede usted hacer nada?

– No, señora de Gould. Además no quiere que le toquemos. Eso es lo de menos. Le he inspeccionado rápidamente… No tiene remedio.

Pero prometió visitar al viejo Viola y a la otra muchacha aquella misma noche. Obtendría el bote de la policía para que le llevara a la isla. Y se quedó en la calle, siguiendo con la vista al landó que se alejaba despacio tras de las mulas blancas.

El rumor de una desgracia -de un terrible accidente ocurrido al capitán Fidanza- se había propagado por los nuevos muelles, donde lucían varias hileras de focos luminosos y campaneaban las negras siluetas de enormes grúas. Un pelotón de merodeadores nocturnos -los más pobres entre los pobres- se movían cerca de la puerta de la enfermería del puerto, cuchicheando en la desierta calle a la luz de la luna.

Con el herido no había nadie más que el fotógrafo descolorido, raquítico, enclenque, enemigo mortal de los capitalistas, encaramado con los pies en el asiento de un alto taburete, las rodillas levantadas y la barbilla entre las manos, junto a la cabecera de la cama. Le había llevado allí un camarada que, trabajando tarde en el muelle, supo, por uno de los negros pertenecientes al servicio de una lancha, que el capitán Fidanza había sido traído a tierra, mortalmente herido.

– ¿Tiene usted algo que disponer, compañero? -preguntó ansiosamente sobre la almohada y abrió los ojos, dirigiendo a la extraña figura encaramada junto a su lecho una mirada de indignación enigmática y profunda.

Nostromo guardó silencio. El otro no insistió, continuando hecho un ovillo en la banqueta, greñudo, cubierto el rostro de una vellosidad hirsuta, con todo el aspecto de un mico giboso. Después, tras de un largo silencio, empezó en tono solemne:

– Compañero Fidanza, usted ha rehusado toda asistencia de ese doctor. ¿Es realmente un peligroso enemigo del pueblo?

En la penumbra de la habitación, Nostromo volvió la cabeza lentamente sobre la almohada y abrió los ojos, dirigiendo a la extraña figura encaramada junto a su lecho una mirada de indignación enigmática y profunda. Después su cabeza se dobló hacia atrás, sus párpados cayeron, y el capataz de cargadores murió sin proferir una palabra ni un gemido después de una hora de inmovilidad, interrumpida por breves estremecimientos, reveladores de los dolores más crueles.

El doctor Monygham, que salía en la barca de la policía con rumbo a las islas, contempló el rielar de la luna sobre el golfo y la alta silueta de la Gran Isabel proyectando a lo lejos un haz luminoso bajo un dosel de nubes.

– Remad despacio -dijo, pensando en lo que hallaría al llegar a la isla.

Intentó imaginarse la situación de Linda y su padre, notando una repugnancia extraña interior.

– Remad despacio -repitió.

Desde el momento en que disparó contra el ladrón de su honor, Giorgio Viola no se movió del sitio en que estaba. Allí se quedó de pie, con la escopeta apoyada en el suelo, empuñando el cañón por cerca de la boca. Linda, después que la lancha se llevó para siempre de su lado a Nostromo, se encaminó donde estaba su padre y se paró ante él. Viola no dio muestras de enterarse de la presencia de su hija hasta que ésta, perdiendo su forzada calma, exclamó:

– ¿Sabe usted a quién ha matado?

– A Ramírez el vagabundo -respondió el viejo.

Pálida y con la vista alocada fija en su padre, se le rió en sus barbas con carcajadas histéricas. A ellas se unieron poco después las de Giorgio, débiles y profundas, como un eco lejano. Luego cesaron las risas de Linda y el viejo manifestó con acento de extrañeza:

– Gritó con la voz de mi hijo Gian Battista.

La escopeta cayó de su mano abierta; pero el brazo continuó extendido un momento en ademán de sostenerla. Linda le asió con rudeza.

– Es usted demasiado viejo para comprender. Vamos a casa.

Dejóse conducir por su hija, y en el umbral tropezó y estuvo a punto de venir al suelo junto con Linda. La excitación y actividad de los últimos días habían sido como el resplandor de una lámpara moribunda. Se asió al respaldo de su silla para sostenerse.

– Con la voz de Gian Battista -repetía en tono severo-. Le oí… a Ramírez… el miserable.

Linda le ayudó a sentarse en la silla e, inclinándose, le gritó al oído:

– Ha matado usted a Gian Battista.

El viejo sonrió bajo su espesos bigotes. ¡Qué cosas se le ocurren a las mujeres!

– ¿Dónde está la niña? -preguntó sorprendido de la penetrante frialdad del ambiente y de la turbia luz de la lámpara, junto a la que solía sentarse hasta la medianoche con la Biblia abierta delante.

Linda vaciló un momento y luego apartó los ojos.

– Está durmiendo -respondió. -Mañana hablaremos de ella.

No podía fijar la mirada en el anciano. Su aspecto la llenaba de terror y de un sentimiento de lástima casi insoportable. Había notado el cambio operado en él por los últimos sucesos. Jamás comprendería lo que había hecho; y aun a ella misma lo ocurrido le parecía una pesadilla absurda. El viejo pronunció con dificultad:

– Dame el libro.

Linda puso sobre la mesa el volumen cerrado, con su gastada cubierta de piel, la Biblia que, hacía muchos años, le había regalado un inglés en Palermo.

– La niña tenía que ser protegida -añadió el viejo en un tono extrañamente lúgubre.

Detrás de su silla, Linda se retorcía las manos, llorando en silencio. De pronto se encaminó a la puerta. El la oyó moverse.

– ¿A dónde vas? -preguntó.

– Al faro -respondió ella, volviéndose para mirarle con tristeza;

– Al faro. Sí…, el deber.

Muy erguido, canoso, leonino, heroico en su absorta quietud, palpó el bolsillo de su camisa roja, buscando los anteojos que le había dado doña Emilia. Se los puso. Al cabo de un largo período de inmovilidad, abrió el libro y dirigió la mirada al través de los anteojos al texto de la letra pequeña en doble columna. Una expresión rígida y austera se fijó en sus facciones con un ligero ceño, como reflejando algún pensamiento sombrío o alguna sensación desagradable. Y sin apartar los ojos de la lectura, se fue inclinando poco a poco hasta que su blanca cabeza descansó sobre las páginas abiertas. Un reloj con caja de madera hacía sonar su acompasado tic-tac en el encalado muro, y el garibaldino, quedándose frío lentamente, permaneció inmóvil, solo, severo, inalterable, como una vieja encina desarraigada por un traidor rafal del viento.

El faro de la Gran Isabel lució indeficiente sobre el perdido tesoro de la mina de Santo Tomé. En la azulina claridad de una noche sin estrellas, el foco enviaba un haz amarillo hacia los lejanos confines del horizonte. Linda, acurrucada en la galería exterior, apoyada su cabeza en la baranda, semejaba una mancha negra de los transparentes cristales. La luna que descendía en occidente la bañó en su radiante luz.

Abajo, al pie del acantilado, cesó el chapoteo regular de los remos que empujaban una barca; y el doctor Monygham se puso de pie junto a las escotas de popa.

– ¡Linda! -gritó, echando atrás la cabeza- ¡Linda!

La joven se levantó. Había reconocido la voz.

– ¿Ha muerto? -preguntó, inclinándose.

– Si, pobre hija. Voy a dar la vuelta hacia el desembarcadero-respondió el doctor desde abajo-. Arribad a la playa -ordenó a los remeros.

La negra figura de Linda se destacó erguida a la luz de la linterna, con los brazos en alto, como en ademán de arrojarse desde la plataforma del faro.

– Yo soy la que te amaba -musitó con el rostro duro y blanco como el mármol a la luz de la luna-. ¡Yo! ¡Sólo yo! Ella te olvidará después de haber muerto miserablemente por su linda cara. No puedo comprenderlo. No lo comprendo. Pero yo no te olvidaré. ¡Jamás!

Quedóse un momento silenciosa e inmóvil, recogiendo sus fuerzas para condensar toda su fidelidad, su dolor, su trastorno y su desesperación en un solo grito:

– ¡Nunca! ¡Gian Battista!

El doctor Monygham, que contorneaba el borde de la isla en la barca de la policía, oyó pasar el nombre por encima de su cabeza. Aquel era otro de los triunfos de Nostromo, el mayor, el más envidiable, el más siniestro de todos. Con aquel sincero grito de amor inmortal, que parecía resonar desde Punta Mala hasta Azuera, y alcanzar la remota y brillante línea del horizonte, donde pendía una gran nube blanca, brillante como una masa de plata sólida, el genio del magnífico capataz de cargadores proclamó su dominio sobre el oscuro golfo, que contenía sus conquistas de riquezas y amor.