Hugo Ardiles

Regreso Al Tíbet

Viaje a una cultura de vidas pasadas

"Entregarnos al guru significa tanto abrir nuestro espíritu a las situaciones cotidianas, como abrirse a un Maestro en particular. Pero además, si nuestro estilo de vida y nuestra inspiración se encaminan a desplegar la conciencia en la vida cotidiana, también encontraremos seguramente a un Maestro Espiritual, a un guru personal." "Cuando tomo refugio en el Dharma, este acto significa que estoy, dispuesto a abrir los ojos a las circunstancias de la vida tal cual se me presentan. Que no estoy dispuesto a percibirlas sólo como realidades espirituales o místicas, sino que quiero ver las situaciones de la vida diaria tal como son."

Chögyam Trungpa

Más allá del materialismo espiritual [1]

Dedicado al Venerable lama Dorson Rinpoché,

mi Maestro en Tashi Yong, India,

que con amor me alojó en su monasterio y me guió en mi retiro.

Mi agradecimiento a mi amado Maestro,

el Venerable lama Urgyen Tulku de Kathmandú,

por haberme autorizado a la transmisión

de algunos conocimientos sobre budismo.

Mi agradecimiento al lama Karma Sange Dorye

(mi querido amigo Horacio Araujo, de Buenos Aires)

por haber supervisado mis comentarios

sobre el budismo tibetano de este libro.

Prólogo

Este es un libro ameno como una historia de aventuras donde con llaneza y hasta ingenuidad, el autor se compromete al relatar aspectos de su vida personal. Atrapa el interés desde la primera página y nos conduce a "escuchar" esas historias y "ver" el mundo interno del autor y el paisaje de unas comarcas de Asia que son, desde nuestro ámbito cotidiano, tan extrañas y distantes: Nueva Delhi, los Himalayas… Es ilustrativo de la vida y las costumbres de esas regiones. Y es, al mismo tiempo, la crónica vívida (le alguien muy cercano a nosotros.

En suma: es el testimonio de un argentino que mira directamente, desde nuestra problemática, con nuestras amplitudes y limitaciones, y no el reflejo de una imagen previa suministrada por el enfoque y la interpretación de europeos o norteamericanos. Se pueden sentir las pasiones, obsesiones y las timideces de un compatriota nuestro. Podemos comprender muy bien la repercusión en él de las vicisitudes de su viaje, sus dudas, sus preocupaciones: las limitaciones económicas, la esperanza puesta en la intervención de la providencia; el lugar central que ocupan los hijos y los afectos, la necesidad de justificar nuestras afirmaciones cuando pueden parecernos audaces y no coincidentes con el pensamiento predominante y, al mismo tiempo, la apertura mental…

Es el testimonio de un choque y un contacto de culturas, que están lejos todavía de entenderse entre sí. Testimonio, también, de un buscador espiritual que encuentra una clave para entenderse él mismo, que se conecta con el hilo que, cortado en vidas anteriores, se reinicia en esta.

Es ilustrativo de algunas costumbres tibetanas y de aspectos del budismo, que este estudiante de budismo transmite de un modo simple y didáctico. Así, proporciona sobre esa cultura y esa religión cierta información que puede ser muy útil para que los interesados lleguen a tener un primer contacto fácil con estos temas. Nos aproxima a esas culturas que están rnás allá de los límites dentro de los que nuestro colonialismo heredado, pero autoasumido, nos encierra.

El autor señala y resalta una serie de temas que no son muy corrientes entre nosotros, y sobre los que se necesita información, que este libro provee, aunque muy escuetamente: la reencarnación; la terapia de vidas pasadas; aspectos de la vida en las zonas de Asia visitadas por el viajero-escritor; los horrores del genocidio sufrido por Tíbet a manos de los chinos; las muchedumbres en India y países cercanos; el budismo tibetano; las extrañas habilidades o poderes milagrosos (Siddhis) que mediante prácticas pueden desarrollar los monjes y los yoguis; los Tulkus, niños que combinan sabiduría y habilidades de viejos sabios con la alegría, la libertad de movimientos y la capacidad de jugar de los niños, reconocidos como reencarnaciones de grandes Lamas fallecidos tiempo atrás: la grande y gozosa energía que despliegan en general los tibetanos…

Creo que este libro va a marcar el inicio de un tiempo de confluencia en que se generalizará el interés que tendremos los argentinos por conocer y sentir el Oriente desde nuestras propias vivencias. Antes hubo pioneros intelectuales que, movidos por su espiritualidad, se esforzaron por hacernos accesible el Oriente: Joaquín V. González, Vicioria Ocampo, Vicente Fatone, el padre Ismael Quiles. Carmen Dragonetti, Fernando Tola, entre otros.

Conocí a Hugo cuando. guiado por su Maestro interior, tenía, en lo espiritual, una seguridad y una independencia que yo temía que pudieran llevarlo a quedar aislado perdiendo la posibilidad de los aprendizajes que proporciona la relación con una tradición y maestros visibles. Tal vez su actitud era interiormente de fuerte reverencia, pero se me escapaba la índole de esa relación interna. De todos modos, veo con mucha satisfacción que este contacto se haya hecho efectivo, con presencia directa y exterior del Maestro. Estremece el relato del encuentro con aquél de quien estuvo alejado en lo exterior, pero comunicado espiritualmente.

Mi amistad con Hugo Ardiles se afianzó cuando durante los años 1982 y 1983 trabajamos denodadamente, juntos, en el grupo que dio forma efímera en este mundo (y en los alrededores de Buenos Aires) a Siembra, un centro de crecimiento holístico, institución de avanzada que centraba sus actividades en la energía vital. Hugo se estaba dedicando desde hacía años a la Gimnasia de Centros de Eneraía, modalidad de trabajo energético emparentada con el yoga, ideada por él y que partía de las enseñanzas de Susana Milderman; por mi parte, hacía ya tiempo que había conocido a Alexander Lowen y había comenzado mi formación sistemática en Bioenergética.

El proyecto Siembra fracasó, corno otras tantas cosas en la Ar gentina, dando signos de una dificultad que se repite: es frecuente que la gente bien intencionada (y, a veces, los talentos) no logren plasmar sus mejores proyectos, ya sea porque no alcanzan a formar equipos poderosos o porque una fuerte y eficaz destructividad, que no tiene suficientes antídotos, se les opone.

Compartimos con el autor del libro muchas cosas: ambos somos argentinos y de la misma generación y extracción social; somos médicos y psicoterapeutas, y nos hemos inclinado hacia aperturas de la psicoterapia al campo de la energía y de la espiritualidad; tenemos también el propósito de plasmar instituciones de avanzada y nos interesamos por la integración de las medicinas y de las psicoterapias; hemos participado ambos en la formación como psicoterapeutas de Vidas Pasadas: si bien de modos y en momentos distintos, fuimos a Oriente y allí, habiéndonos puesto en contacto con el budismo tibetano, sentimos que había en él algo sintónico con nuestras vidas, ideales y aspiraciones.

Hace años, en enero de 1980, estuve en California. En Esalen conocí a Stanislav y Christina Grof, figuras centrales del movimiento Transpersonal; en los Ángeles, al swami Muktananda, un maestro hindú. Días después, en París, y en la biblioteca del Centro Pompidou, decidí organizar un viaje de estudios a la India. Era para mí evidente que los intelectuales (y en particular los "psi" argentinos) ya habíamos alcanzado una madurez que hacía indispensable un contacto sin intermediarios con las culturas de Oriente y sus corrientes espirituales.

Una de las consecuencias de ese viaje fue el contacto con el swami Muktananda, con Satia Sal Baba, con Su Santidad el Dalai Lama, con la Madre Teresa de Calcuta y el establecimiento de una relación con los tibetanos, mantenida desde entonces. En 1983, al año siguiente de nuestro viaje, llegó a Buenos Aires, invitado por nuestro pequeño grupo de estudios de budismo, el Venerable lama Sherab Dorye, el primer lama de budismo tibetano que pisó nuestro país. Él fundó el Kagyu Tekchen Chóling, Jardín de budismo Mahayana, centro de estudio y de práctica.

Ese viaje fue para mí orientador, como sin duda tiene que haberlo sido este otro para Hugo. Él sabe ahora quién fue y sigue siendo su maestro. Lo que yo supe desde entonces es a quiénes quiero tener como maestros en una experiencia espiritual que apenas he ini ciado.

Cultura no es sólo cultura europea. Y tampoco se trata sólo de incluir nuestra consideración por las grandes culturas orientales. Solemos no valorar las pequeñas culturas autóctonas de América, y al proceder así descartamos una riqueza invalorable al perder esos modos diferentes que los seres humanos tienen de procesar lar vida para asimilarla (que es una de las funciones básicas de la cultura). Es desde todas las culturas -grandes y pequeñas, reconocidas y desconocidas- que actuando como raíces, está generándose el tronco de la nueva cultura que empiezan a vivir nuestros hijos.

Este libro es una contribución al contacto y a la comprensión entre esas raíces, y expresión viviente de las primeras fibras de ese nuevo árbol.

Carlos M. Martínez-Bouquet [2]

INTRODUCCIÓN

La reencarnación

Viajé a la India, Nepal y Tíbet en busca de una parte de mi pasado; más concretamente, en busca de un monasterio en el Tíbet, donde estuve en una vida anterior, según vi en un trabajo de Terapia de Vidas Pasadas que había realizado dos años antes.

A pesar de lo descabellada que parezca la idea, emprendí la preparación de mi viaje con gran emoción y seguridad interna, aunque no estaba seguro de poder realizarlo. Por supuesto que a muy pocos comunicaba este extraño proyecto para que no me consideraran un delirante, pero mi propósito era sólido e inamovible.

Tenía también la intención de conectarme con el budismo tibetano en la India y acercarme además a dos lamas que había conocido años atrás en Buenos Aires: los lamas Chógyal Rinpoché y Dorsong Rinpoché, del monasterio de Tashi Yong. Quería continuar con ellos trabajos de meditación comenzados anteriormente.

No sabía con exactitud cómo serían mis movimientos en Asia pero comencé mis preparativos como si todo fuera a resultar fácil. De hecho, desde que resolví mi partida me deslicé como por un tobogán: no me cabía la menor duda de que debía hacer ese viaje, pero ni siquiera contaba en ese momento con los medios económicos para pagar el pasaje.

Querría ahora dejar escritas las memorias de esos dos meses, porque las experiencias que tuve fueron muy importantes. Creo que pocos son los argentinos que se han acercado al budismo tibetano, sin embargo a muchos les interesa el tema. Por otra parte, pocos son los que han tenido la oportunidad de estar al lado de un lama, muy pocos los que han visitado un monasterio budista en la India y conozco sólo a tres personas que han estado en el Tíbet.

Una de ellas es, precisamente, una prima mía. Cuando se recibió de abogada, un tío, embajador en Pakistán, la invitó a ir con él como agregado cultural. Hace unos años me contó algunas de sus aventuras en la India y el Tíbet, a donde pudo entrar gracias a su pasaporte diplomático. En ese momento los chinos mantenían las fronteras cerradas para todos los extranjeros.

Corno pertenecía a la escuela de yogananda, de origen hindú, visitó primero la India. Luego fue al legendario Tíbet a curiosear; no tenía ningún interés personal en el budismo. Y allí le pasó algo inesperado. En un pueblito, mientras visitaba un monasterio, de repente le advirtieron que no se moviera ni hablara: pasaban los "monjes pájaros". Y vio con asombro pasar frente a ella a cinco o seis monjes, a unos cuarenta centímetros del suelo, moviendo los pies corno si caminaran pero sin tocar la tierra, deslizándose por el aire a bastante velocidad. Hablarles o molestarlos habría sido sacarlos del trance en que se encontraban.

También escuché por allí algunos otros datos sueltos sobre el Tíbet, como las experiencias de levitación. Y las del Turno o "calor interno", mediante el cual los monjes pueden meditar sentados desnudos sobre la nieve, aun en pleno invierno. Ya narré en otro libro, La Energía en mi Cuerpo [3], que Nerhu, cuando era primer ministro de la India, envió a su guru a Moscú, a pedido del gobierno ruso, para entrenar a astronautas en el "arte de respirar". Cuando bajó del avión sólo vestido con una túnica de algodón y los brazos desnudos, un militar ruso se quitó el sobretodo para ofrecérselo, creyendo que no estaba al tanto de la temperatura de Moscú en ese momento. El yogui lo detuvo, diciéndole que no lo necesitaba, ya que él podía regular su propia temperatura. El Tumo es una de las primeras iniciaciones o aprendizajes que reciben los monjes en determinados monasterios del Tíbet para poder soportar el frío del lugar, y de hecho, todos los lamas y monjes andan con el hombro izquierdo descubierto, a veces sólo con un manto de algodón, y en el derecho, una blusa liviana.

Y como estas, hay muchas otras anécdotas y leyendas sobre los conocimientos y la magia de ciertos lamas. Pero mi relato no está destinado a contar historias raras ni leyendas divertidas sino a narrar mi experiencia, que no es muy común. Las cosas que vi y sentí tampoco son tan comunes.

Quisiera que este relato no fuera un diario de tipo turístico, aunque voy a tener- que contar detalles del viaje en sí mismo puesto que forman parte de la experiencia que quiero transmitir. Tampoco quisiera que este relato fuera considerado una transmisión de ideas religiosas. Sin embargo, como el viaje fue realizado en busca de monasterios budistas tibetanos no podré omitir muchos comentarios relacionados con esta religión. Sí quiero, en cambio, transmitir algunos aspectos de la filosofía y sabiduría budista tibetana, porque mi viaje estuvo relacionado también con la búsqueda y la afirmación de estos conocimientos.

Por otra parte, como nunca fui militante activo en política, no me gustaría que se considerara que mi narración está inspirada en alguna ideología particular, pero no dejaré de mencionar- la impresión desastrosa que tuve de los resultados de la invasión china al Tíbet durante la revolución cultural en 1959 (en plena dictadura de Mao Tse Tung) y de los efectos actuales de la destrucción de la cultura tibetana. En cambio, merecen mi alabanza los actuales intentos de restablecer la cultura y la libertad del Tíbet, en los que está comprometido todo el pueblo tibetano y sus simpatizantes extranjeros.

Finalmente, es clara mi intención de transmitir algunos conceptos esotéricos y espirituales, y al narrar mi conexión con el budismo en la India, Nepal y Tíbet no voy a dejar de lado ideas ocultistas que forman parte de la vida diaria de los tibetanos y de los hindúes, como lo es la reencarnación.

Son muchos los occidentales que actualmente aceptan la existencia de la reencarnación. Yo soy uno de ellos. Pero, como la gran mayoría de los formados en nuestra cultura judeo-cristiana, no tengo la convicción de que la reencarnación verdaderamente exista. La aceptamos en teoría, con nuestro intelecto, pero al mismo tiempo, desde otra parte de nosotros mismos, el propio intelecto nos llena de dudas y buscamos pruebas y pedimos comprobaciones que nos convenzan de que la reencarnación es una realidad. En la India las cosas son diferentes.

En la India, en el contacto con las personas de las distintas creencias que allí coexisten, la religiosidad se abre más en uno y la vida misma parece cambiar de intereses. Parafraseando al jesuita Carlos Vallés [4], allí es donde mi teología personal cambió a ritmo de trópico, mi concepto de Dios se abrió a nuevos conceptos y a nuevas creencias, y con ello se abrió mi vida, se ensancharon los horizontes de mi pensamiento y de mi conciencia. La India es un subcontinente ecurnénico a fuerza de historia y geografía: no sólo coexisten en ella formas tan distintas de entender a Dios como el monismo del Vedanta y el animismo de los millones de aborígenes; no sólo se aceptan y se practican en su suelo casi todas las religiones mayoritarias del mundo, sino que uno se topa con ellas cara a cara y corazón a corazón, en el trato diario de las personas, en la conversación y en la amistad. No se trata de ecumenismo de biblioteca ni de conferencia, sino de encuentro vivo, constante y personal. Allí las ideas tienen rostro y las diversas religiones tienen nombres de amigos y conocidos. Esa es la bendición larga y profunda de ese país sagrado, "donde el calor de los monzones acaricia el pensamiento religioso como cosecha favorita de sus campos eternamente abiertos".

En la India no sólo los hindúes hablan libremente de reencarnación sino que parecería que hasta los cristianos se hubieran contagiado y aceptaran el tema como si no hubiera que demostrar " ni discutir nada. Esta idea forma parte de la cultura y de la vida de ese lugar porque la India es un país de fe y de devoción; se vive con ellas y todos los aspectos de la vida se explican por el karma y la reencarnación.

Y entre los tibetanos, la reencarnación ni siquiera es una "idea" sino un sentimiento de todos los días. Ni siquiera se habla de ella porque forma parte del modo de respirar, de comer o de dormir. La seguridad y la fe son tales que para ellos no vale la pena ni pensar que haya que convencer a alguien sobre la existencia de la reencarnación. "Reencarnar" es un verbo más en su diccionario, absolutamente simple y común, que determina el actuar mismo de cada habitante, sin que esté a menudo, sin embargo, en su hablar diario.

Por ejemplo, cuando llegué a Tashi Yong, el primer monasterio al cual iba dirigido mi viaje, en el norte de la India, me encontré con que el lama principal, Kamtrul Rinpoché, tenía 9 años de edad. Había un regente, el abad del monasterio, que lo reemplazaba hasta que él pudiera asumir sus responsabilidades. Se consideraba al niño como la reencarnación de un gran lama anterior con el mismo nombre. Había sido el director- de ese monasterio años atrás y había muerto hacía once años. Renacido en la comunidad tibetana que rodea al monasterio, el niño fue reconocido a muy temprana edad como el nuevo Kamtrul Rinpoché.

Los dos lamas a quienes yo había ido a buscar en ese lugar, Chógyal Rinpoché y Dorsong Rinpoché, eran también considerados encarnaciones de lamas anteriores muy conocidos en el Tíbet. Después supe que el término Rinpoché se aplica no sólo a lamas muy respetados, de alto nivel, sino que es la denominación de los que han sido reconocidos como reencarnaciones de lamas anteriores. Rinpoché significa precioso, de gran valor. También suele dárseles el nombre de Tulkus cuando se confirma esta reencarnación. Esta palabra Tulku se aplica tanto para lamas como para monjes de reencarnación reconocida, dejándose Rinpoché sólo para los lamas, que son los maestros en los monasterios (Fotos 1 y 2).

Cuando viajé a Dharamsala, a dos horas de auto desde Tashi Yong, fui a visitar en el monasterio Tushita al lama Osel, un lamita de 6 años de edad. Es la reencarnación de un gran lama tibetano, Yeshe, que después de escapar del Tíbet por la invasión china en 1959 fue a Dharamsala, en el norte de la India, donde Nerhu, en ese momento Primer Ministro de la India, dio refugio al Dala¡ Lama y a los exilados tibetanos que lo acompañaron. Luego el lama Yeshe estuvo en el monasterio de Kopán, en donde, con la finalidad de difundir el budismo tibetano, creó una casa de retiro para todos los que quisieran acercarse. Hasta allí llegaron gran cantidad de occidentales simpatizantes del budismo, quienes pidieron al lama que también fuera a otros países a transmitir sus enseñanzas.

Desde entonces, el lama Yeshe recorrió muchas ciudades europeas, creando centros de estudios budistas y casas de retiro. En los Estados Unidos se hizo famoso y pasó muchos años en California, en donde escribió varios libros que traducidos al inglés se difundieron por todo el mundo rápidamente. Murió el 3 de marzo de 1984 (el día del Año Nuevo tibetano) a los cuarenta y nueve años, en el Hospital de Aptos, cerca de Santa Cruz, California, debido a una enfermedad cardíaca que lo torturó desde el comienzo de su exilio, posiblemente agravada por el exceso de trabajo en su activa vida de difusión espiritual. Antes de morir prometió que volvería a continuar con sus enseñanzas y que renacería en Occidente.

Su gran amigo y discípulo, el lama Zopa, se dedicó a buscarlo, consultando oráculos y dejándose llevar por sus sueños y su intuición. El 12 de febrero de 1985, nuevamente el día de Año Nuevo tibetano, nació Ose] Hita Torres en el hospital provincial de Granada, España, quinto hijo de un humilde matrimonio residente en el sencillo pueblo de Bubión, en la serranía de las Alpujarras. Paco y María, sus padres, habían sido discípulos del lama Yeshe en el centro de retiros de Bubión que el mismo Paco había construido con sus manos y al que el lama Yeshe había dado el nombre de Osel Ling (Lugar de la Luz Clara, en tibetano). Paco eligió el nombre de Ose] para su nuevo hijo. Tres de sus otros cuatro hijos llevaban también nombres tibetanos.

Cuando Osel tenía cinco meses sus padres lo llevaron con ellos a Alemania para asistir a las reuniones de la organización budista a la que pertenecían, presidida ahora por el lama Zopa que había sucedido al lama Yeshe. En una de las ceremonias el lama Zopa dijo misteriosamente: "En este momento lama Yeshe está muy cerca nuestro. Puede que incluso esté en esta habitación con nosotros". Nadie le entendió. Dos meses más tarde el lama Zopa fue a Bubión a dar un curso. En uno de los intervalos, el lama vio a Ose] gateando por el suelo y se lo llevó consigo a su sillón para observarlo mejor. No le cabía duda de que se trataba del mismo niño rubio y de ojos color almendra qué había visto en sueños gateando en una sala de meditación. Zopa contó después que lo reconoció cuando el bebé puso la cabecita sobre su pecho de la misma manera que el lama Yeshe lo había hecho con él al morir.

Antes de comunicar nada, el lama Zopa consultó con el Dala¡ Lama (jefe espiritual del budismo tibetano) y con algunos otros importantes lamas que habían conocido al lama Yeshe. Todos coincidieron en que Osel era la reencarnación de ese querido lama, después de lo cual el niño de un año y medio fue sometido a la serie de pruebas que se suelen usar en esos casos, como reconocer lugares y objetos que le pertenecían en su vida anterior.

A los dos años Ose] fue entronizado, ceremonia a la que asistieron no sólo los discípulos del lama Yeshe sino gran cantidad de curiosos y periodistas dispuestos a no perderse la coronación del "pequeño Buda", como le decían algunos. Y fue grandísima la sorpresa al presenciar al todavía bebé sentado en lo alto de un trono, vestido con las ropas de lama, leyendo textos sagrados tibetanos y soportan(lo sin problemas la ceremonia que duró casi tres horas.

Ante la incredulidad aun de los más devotos, a medida que fue creciendo Ose] comenzó a dar claras muestras de reconocer a personas a quienes Yeshe había tenido cerca; les decía cosas conocidas o tomaba actitudes que el lama Yeshe había tenido con cada uno de ellos, y reconocía cada lugar que había frecuentado en su vida anterior: abría cajones buscando sus pertenencias o se dirigía directamente a habitaciones en donde había vivido. Una de las actitudes más características del difunto lama era taparse la cabeza con el manto a modo de broma cuando meditaba, no usual en la práctica tibetana: el chiquito se ponía un trapo en la cabeza y se sentaba en posición de meditación, con las piernas cruzadas.

Enseguida comenzó a recibir educación especial del lama Zopa, al comienzo junto a su familia en Bubión, y luego viajó por diferentes países de Asia, Europa y América, acompañado por su madre.

Cuando regresé de la India, un lama que estaba en Buenos Aires, el lama Trinle, me contó que en una oportunidad, viajando en avión de Bangkok a Portland, Oregon, donde vivía habitualmente, se le subió a las rodillas un niño que lo acarició y lo besó. La madre del chico le explicó que era el lama Osel, reencarnación del lama Yeshe a quien él había conocido personalmente. Cuando conté esto a mis hijas a la vuelta de mi viaje, ellas me mostraron un video que les había mandado la madre de una primita de ellas de Barcelona, en donde aparece el lamita Ose¡ de cinco años cuando visitó Palma de Mallorca, leyendo libros tibetanos y recitando mantras en ceremonias larguísimas. Aún conservo ese video.

El propio Dala¡ Lama, cabeza del budismo tibetano y rey del Tíbet depuesto por los Chinos y refugiado en la India, es el mismo Dala¡ Lama desde principios del 1500. Con el nombre de Gendun Drup fundó en esa época el monasterio Tashilumpo en Shigatsé, uno de los monasterios más importantes del Tíbet. Antes de su muerte anunció que renacería deliberadamente en el Tíbet y dio instrucciones a sus seguidores para encontrarlo. Desde entonces, cada Dala¡ Lama es buscado según las pistas dadas por el anterior, antes de morir. El decimotercer Dala¡ Lama, poco antes de su muerte en 1933, advirtió a su pueblo de los peligros que afrontarían en los años siguientes y dio las indicaciones necesarias para reconocer a su sucesor, su propia reencarnación.

En 1938, Tenzin Gyatso, el actual Dala¡ Lama, fue descubierto a los dos años de edad en una humilde familia campesina en el nordeste del Tíbet, cerca de la frontera china. El niño fue llevado a Lhasa, capital del Tíbet, entronizado a los cuatro años de edad y recluido para su formación en el Palacio Potala, donde vivían sus antecesores, tomando lentamente conciencia del caos que su país estaba enfrentando.

En 1950, cuando cumplió quince años, se produjo la invasión china al Tíbet y fue necesario que él asumiera el poder político total. En 1954 fue a Pekin para hablar de paz con Mao Tse-Tung y otros líderes chinos como Chou En-La¡ y Dong Xiaoping. En 1956, de visita en la India, tuvo una serie de entrevistas con el primer ministro Nerhu y el premier chino Chou En-Lai para tratar el tema del deterioro que se estaba produciendo en el Tíbet.

Los esfuerzos del Dala¡ Lama para lograr una solución pacífica al conflicto chino-tibetano fueron anulados por la despiadada política de Pekín en el este del Tíbet, que encendió una rebelión y resistencia popular. Este movimiento de resistencia se extendió a otras partes del país y el 10 de marzo de 1959, Lhasa, la capital del Tíbet, estalló en la más grande demostración de reafirmación de independencia y de reclamos de alejamiento de los chinos del territorio tibetano.

Ante la terrible represalia de los chinos, el Dala¡ Lama escapó con sus maestros y sus seguidores. Se fueron con él gran cantidad de monjes y gente del pueblo de Lhasa y de muchas otras partes del Tíbet, alrededor de 87.000 en total, para refugiase en el norte de la India, primeramente en Musoori y finalmente en Dharamsala, que llamaron la "Pequeña Lhasa" porque allí el Dala¡ Lama estableció su gobierno en el exilio, con la venia de Nerhu. Desde entonces trabaja intensamente por la liberación del Tíbet, por la paz mundial y por la ecología, viajando por todo el mundo. Esta noble actividad le valió el Premio Novel de la Paz en el año 1990.

Se dice pues que los Dala¡ Lamas son el mismo ser, reencarnado catorce veces como guía espiritual y secular del Tíbet. Cuando descubren dónde renació lo someten a un estudio especial: entre otras pruebas, 1e presentan al niño objetos entre los que se encuentran pertenencias del anterior Dala¡ Lama. Debe reconocer cuáles fueron las suyas en su vida anterior. Pero esto no es suficiente: se necesita que un lama experimentado y con especial sabiduría, que lo haya conocido antes, converse con él acerca de su pasado.

Lo que estoy narrando resultará un tanto novelesco para nuestra mente occidental, pero no lo es para la gente que está acostumbrada a la idea de la reencarnación. Es más, desde que nacen, a los tibetanos se los trata como a seres que han tenido miles de vidas anteriores. Y a pesar de que esta concepción forma parte de la vida diaria, de la educación y el ambiente familiar, para ellos debe ser también asombroso que en una familia de humilde condición de pronto nazca un hijo rey, aunque sea por el enorme mérito espiritual acumulado por esa familia.

Mientras caminaba por las callecitas del monasterio de Tashi Yong me saludó en correcto inglés un monje que solía ver sentado bajo la sombra de un árbol. Me detuve y comencé a charlar con él, contestando sus preguntas acerca de dónde venía yo y qué hacía en la India y en el monasterio. Me llamó la atención que hablara fluidamente el inglés puesto que los monjes en general hablaban sólo tibetano o hindi.

Al despedirme le pregunté su nombre para buscarlo otro día y seguir nuestra conversación. Cuando me dijo que se llamaba Chögong Rinpoché me di cuenta que no era un monje común sino un lama de alto grado: el Rinpoché que acompañaba a su nombre indicaba que era la reencarnación de algún lama conocido.

Días después volví para verlo, llevando conmigo el libro donde había leído sobre el lama Osel, el de seis años. Le conté entonces que en Buenos Aires practicaba desde hacía varios años la técnica de Terapia de Vidas Pasadas con mis pacientes y conmigo mismo, y que había logrado experiencias interesantísimas. Mi proyectado viaje al Tíbet tenía que ver con esto y le relaté someramente algunos detalles relacionados con el tema.

Le mostré el libro sobre el lama Ose¡, le recordé que allí mismo, en Tashi Yong, estaba el lama Kamtrul, de nueve años, y finalmente le pedí que me contara sobre su propia experiencia, ya que él era un Rinpoché. Después de comentarme que le parecía muy interesante mi propio relato me contó algo parecido a las demás historias que yo ya conocía: su madre le había comentado que cuando él tenía dos años comenzó a decir que era el lama Chógong y que en diferentes oportunidades recordaba detalles de su vida anterior. La madre lo llevó ante el lama Kamtrul, el que después murió y que entonces era director del monasterio, éste lo estudió y lo aceptó como Rinpoché. Varios lamas importantes lo estudiaron después y todos coincidieron en que era efectivamente ese lama.

Pero ahora no recordaba nada sobre lo que hablaba cuando era chico. Me explicó que todos nos acordamos de nuestra vida anterior hasta los cuatro años de edad, sólo que en general nuestros padres no nos creen o no nos dan la oportunidad de hablar sobre ello, tomando todo lo que decimos como producto de fantasías y parte de juegos infantiles. A los cuatro o cinco años en adelante la mente va entrando en olvido por la importancia que toma la educación en ese momento de la vida. La conciencia se va centrando en la adquisición de nuevos valores y nuevos conocimientos, por lo que seguramente el recuerdo de vidas pasadas sería más perjudicial que útil. Es curioso que Freud hablara también de este período posterior a los seis años como "el paso a la latencia", un olvido o alejamiento transitorio de la instintividad, que de alguna manera permite la adquisición de los conocimientos que nos transmite la cultura.

Muy interesado en la técnica de Terapia de Vidas Pasadas, Chögong me preguntó dónde la había aprendido. Le conté que la había recibido de una psiquiatra brasileña que viajaba una vez por año a Buenos Aires para instruir a un grupo de psicoterapeutas. No pude menos que reírme cuando el lama Chógong me preguntó si yo era "detentor del linaje para la transmisión del método". Los budistas tibetanos llaman linaje a la serie de maestros por la que ha pasado una determinada enseñanza antes de recibirla uno y representa el permiso para poder transmitirla a un discípulo, de la misma manera que uno la recibió. Siempre se hace para esto una ceremonia religiosa o iniciación. De esta manera se asegura que una técnica pase inalterada de maestros a discípulos. Así, hay muchas enseñanzas que se han mantenido puras, sin contaminación alguna, desde el Buda Sidharta Gautama hasta el presente, conociéndose los nombres de los maestros que la fueron transmitiendo, es decir, el linaje.

Me fue difícil explicarle que en la medicina de Occidente sólo se enseña una técnica. Uno la aprende y la pone en práctica como puede y probablemente le agregue su toque personal a lo que después transmite a los demás. Cuando me preguntó si podía enseñarle esa técnica tuve que explicarle que me era imposible ya que para tener una experiencia útil necesitaríamos por lo menos una sesión de tres horas en un idioma que ambos pudiéramos manejar a la perfección, y mi inglés no daba para tanto. Seguramente cuando él entrara en relajación profunda comenzaría a hablarme en tibetano…

Cuando le pregunté si conocía si algunos lamas tibetanos tenían iniciaciones especiales para indagar sobre vidas pasadas, me contó que un lama lo había colocado delante de un espejo y que mientras él recitaba un mantra comenzó a ver en el espejo episodios de vidas anteriores. Era más o menos como nuestra técnica, salvo que la nuestra no se hace frente a un espejo sino con los ojos cerrados, acostado y en relajación. Él conocía además de otra técnica que practican ciertos lamas en meditación muy profunda frente a una tela blanca. Pero tampoco tenía el linaje.

Otro hecho muy importante que me gustaría remarcar es que los Rinpoché tienen una mente privilegiada. No sólo recuerdan con claridad hechos de su vida anterior durante la infancia sino que rápidamente "reaprenden" lo que sabían antes. Todo. aprendizaje nuevo se suma, entonces, a lo que en sus mentes ya tienen de vidas anteriores. Por eso, en general, los lamas son personas intelectualmente brillantes y de un poder mental enorme, no sólo en lo concerniente al budismo, sino en otras disciplinas extrañas a los tibetanos. Un ejemplo de esto es el caso de Situ Rinpoché, a quien conocí también en la India, en el monasterio Sherab Ling, a 15 kilómetros del monasterio de Tashi Yong. Situ Rinpoché (cuyo nombre completo es Khentin Tai Situpa Pema Dónyó Nyinche Wangpo) está considerado una "emanación" de Maitreya, nombre que los hindúes dan a Cristo y que los budistas tibetanos afirman que es el Buda del futuro, y que representa el aspecto de Amor de la Mente Búdica. "Emanación" no significa reencarnación sino alguien que ha recibido la influencia mental y espiritual de un ser superior, por la cual tiene misiones muy específicas y protecciones especiales para su vida en la Tierra.

Situ Rinpoché tiene una enorme trascendencia e influencia espiritual en el budismo por ser considerado esa emanación de Maitreya. Como dije antes para el Dala¡ Lama, S ¡tu es siempre la reencarnación de un mismo ser: en cada vida recibe el nombre de Situ y nace coetáneo de otro lama llamado Karmapa. Ambos se alternan para ser el maestro o guía espiritual del otro: muere Situ y al renacer será discípulo del Karmapa que quedó vivo. Cuando Karmapa muera, renacerá y será discípulo, a su vez, del Situ que persiste.

El primer Situ fue Marpa, un maestro de budismo en el Tíbet del 1100 que viajaba a menudo a la India en busca de escritos de enseñanzas budistas de diversos maestros y tradiciones. Como estaban escritos en diferentes idiomas (en la India hay como 4000 idiomas) él se encargaba de descifrarlos y traducirlos al tibetano. Por esta habilidad se lo conoce como Marpa "el traductor".

El actual Situ Rinpoché es la doceava encarnación como lama. Nació en Taiyul, en el área de Kham, Tíbet, en 1954. Cuando el dieciseisavo Karmapa estaba con el Dala¡ Lama en Pekín tratando de arreglar la situación política de su país ante Mao TseTung, intuyó que había nacido Situ Rinpoché, su Maestro muerto años atrás y que ahora debería ser su discípulo. Lo buscó y lo hizo entronizar al año y medio de edad en el monasterio Palpung. Para salvarlo de la inminente invasión china, Kalu Rinpoché (otro gran lama de la Escuela Karma Kagyu, que fue tutor de los cuatro regentes actuales de dicha escuela) lo llevó a Bután y luego al reino de Sikkin, donde fue educado por Khenchen Thrangu Rinpoché y más tarde por Karmapa mismo.

A los quince años comenzó a impartir enseñanzas a los occidentales que se le acercaban, y de improviso comenzó a introducir en sus clases el inglés, que le fue surgiendo por el solo contacto con gente de habla inglesa, sin haberlo estudiado antes. ¿Recordaría acaso su habilidad de encarnaciones anteriores, de Marpa "el traductor"?

A los veintidós años recibió en donación del gobierno de la India, veintinueve acres en la provincia de Himachal Pradesh; allí fundó el Instituto de Altos Estudios Budistas Sherab Ling, en donde lo visité. En la actualidad, con cuarenta y dos años, es uno de los Patriarcas Regentes de la Escuela Karma Kagyu hasta que se haga cargo el XVII Karmapa, que después de morir el XVI parece haber ya renacido en el Tíbet, reconocido en junio de 1992 y entronizado en Tsur-phu (cerca de Lhasa) a la edad de siete años. Actualmente Situ Rinpoché dedica su vida a la paz mundial y la liberación del Tíbet secundando al Dalai Lama.

Habiendo hecho esta presentación de algunas particularidades acerca de las creencias de los budistas tibetanos acerca de la reencarnación, podré ahora narrar más libremente los hechos que precedieron a mi viaje y lo que experimenté durante el mismo.

CAPÍTULO UNO. Terapia de Vidas Pasadas

En 1987, cuatro años antes de mi viaje, una psicóloga amiga. María Cristina Martínez-Bouquet, me invitó a participar en un curso para terapeutas sobre Terapia de Vidas Pasadas que iba a dictar una psiquiatra brasileña. La invitación era lógica: yo era médico psicoterapeuta y dirigía un instituto donde se practicaba Gimnasia de Centros de Energía (aplicación del yoga. sistematizada y enseñada por mí). y donde yo mismo dictaba un curso de meditación. Era de esperar que estuviera interesado en esta novedad que llegaba a Buenos Aires. Creía en las vidas pasadas desde hacía mucho, desde que me introduje en el yoga, cuando me vinculé con Susana Milderman, allá por 1954, y aplicaba en las actividades del instituto algunas "ideas esotéricas" características del yoga. Pero no las consideraba esotéricas sino como nuevas formas de ver la realidad psíquica, lo que actualmente llamamos Psicología Transpersonal. Además, desde hacía algunos años estaba cerca del budismo y solía asistir a los retiros que organizaban las dos asociaciones de budismo tibetano que había en Buenos Aires.

Pero a pesar de eso, si bien sabía que los lamas conocían técnicas para entrar en el recuerdo de encarnaciones anteriores, me parecía una manifestación de omnipotencia de los psicólogos pretender llevarnos a vidas pasadas, y hasta hacer de eso una terapia. Rechacé en esa oportunidad la invitación.

A comienzos del año siguiente, en 1988, cuando regresó la profesora brasileña, María Cristina volvió a invitarme al curso y nuevamente lo rechacé. Pero en ese año me pasó algo inesperado. En septiembre asistí a un congreso de Terapias Alternativas en donde iba a presentar un trabajo. Escuché allí algunas conferencias que me interesaron. Entre ellas había varios trabajos sobre Terapia de Vidas Pasadas, la mayoría escritos por psicoterapeutas extranjeros.

Por casualidad entré en el final de la presentación de un psicólogo argentino y le escuché decir que esta terapia servía también para "disminuir la omnipotencia de los terapeutas". "Él no es quien produce la cura", decía Hugo Abad, "sino que el propio paciente realiza el cambio terapéutico en sí mismo. Es más, el paciente no recuerda de sus vidas anteriores lo que el terapeuta quiere ni lo que él mismo desearía, sino que se conecta sólo con las vivencias que su guía espiritual le permite. Y en ese caso, el terapeuta se convierte en un ayudante del ayudante del paciente…" Me gustó esta afirmación y me sorprendió que usara mis propias palabras pero en sentido contrario: "la omnipotencia de los terapeutas" quedaba, según él, eliminada en esta terapia. Abad solía usar la hipnosis para lograr las regresiones.

Al día siguiente, en el mismo congreso, escuché otra conferencia de una famosa terapeuta de los Estados Unidos. Explicó que en la Tera pia de Vidas Pasadas que ponía en práctica ella no utilizaba hipnosis profunda sino sólo superficial. De esta manera, decía, el paciente conserva la conciencia durante toda la sesión y puede recordar lo que ha visto, sentido y dicho durante la misma. Me resultó interesante: la hipnosis profunda me parecía inadecuada ya que induce a una pérdida de la voluntad, de la conciencia y de la memoria. De todos modos no entendía cómo era el trabajo en sí mismo.

Nos explicó luego que esta terapia no podía hacerse en forma grupal: se trataba de un trabajo individual, y el paciente debía estar muy cuidado durante toda la sesión. Nos mostraría, en cambio, cómo se lograba ese estado de hipnosis superficial del que hablaba. En realidad, se trataba sólo de una relajación profunda, similar a la que yo enseñaba en mis clases de meditación.

Todos sentados en nuestras sillas, nos hizo cenar los ojos y nos condujo a una relajación, visualizando una escalera muy hermosa por la que teníamos que bajar lentamente. El ambiente se iba oscureciendo a medida que descendíamos y al final de la escalera la oscuridad era completa. De a poco una claridad nos envolvía como en una nube brillante y después de permanecer un rato en ese estado subíamos nuevamente la escalera con lentitud. Abrimos los ojos y me pareció haber estado en un hermoso sueño. Hacía mucho que no participaba de una relajación dirigida tan agradable y plácida. Quedé muy impresionado. No estaba ya tan lejos de ser seducido por este tipo de terapia.

Al otro día, en la última hora del congreso escuché a una terapeuta brasileña que hablaba también sobre Terapia de Vidas Pasadas. Entendía muy poco el portugués y no alcanzaba a ver bien las transparencias que mostraba, de modo que estuve a punto de retirarme. Pero me atrajo su personalidad y me quedé a pesar de todo. También me llamó la atención que la explicación que daba sobre los "centros de energía" del cuerpo fuera similar a la que yo solía dar en mis propias conferencias. Ella también explicó que esta terapia no debía hacerse en grupo y sólo nos mostraría la inducción o primera parte del trabajo, como la otra terapeuta.

A diferencia de la relajación del día anterior, nos hizo escuchar una música suave y pidió que la sintiéramos desde el centro cardíaco, a la altura del corazón, visualizando al mismo tiempo el rostro de una persona amada. Poco a poco ese rostro debía acercársenos en dirección al corazón. Y repentinamente tuve una conmoción muy intensa: estaba visualizando el rostro de mi pareja de ese momento cuando sentí que la había perdido de manera trágica hacía mucho tiempo. Tuve la seguridad absoluta de que se trataba de un recuerdo de una vida pasada.

Al final de esa experiencia desfilaron ante mí, en rápida sucesión, imágenes de mi vida actual, en las que se presentaron las mujeres con quienes había tenido alguna relación amorosa. Apareció en mi mente la certeza de que en cada una de ellas había tratado de encontrar algo de esa mujer perdida mucho tiempo atrás. La experiencia fue tan intensa que no pude evitar ponerme a llorar. Cuando la conferenciante nos hizo salir de la relajación yo lloraba a mares. Tampoco podía moverme del lugar en donde estaba sentado. Un amigo se acercó para ayudarme. Se aproximó también la terapeuta y pidió que me dejaran llorar libremente. En media hora me recuperé y pude hablar un momento con ella, tratando de explicarle lo que me había pasado.

Tenía la convicción de que había asistido a un hecho muy importante de mi existencia y, a partir de entonces, sin saber cómo, cambió de manera notable la relación con mi pareja: las peleas y dificultades que tenía con ella fueron desapareciendo de a poco, sin que me lo propusiera conscientemente.

A la mañana siguiente -¿por casualidad?- mi amiga María Cris-tina vino a mi consultorio a invitarme por tercera vez a un nuevo curso sobre Terapia de Vidas Pasadas que María Julia Pérez Moraes, la profesora brasileña de años anteriores, haría en Buenos Aires al año siguiente. Por supuesto, esta vez no dudé un instante en aceptarlo.

Comencé a leer la bibliografía preparatoria para el curso. Me llenó de asombro comprobar cuánta información existía ya sobre un tema todavía no tratado fácilmente en el ambiente médico o psicológico. Leí todo con gran apasionamiento. Algunos relatos de los libros parecían cuentos de cienciaficción porque los pacientes narraban a los terapeutas experiencias de vidas pasadas con la misma facilidad con que uno re-cuerda situaciones ocurridas hace pocos días. En otras narraciones se mostraban las cosas con tanta precisión que resultaban verdaderamente muy convincentes y las explicaciones tenían mucho más lógica que las interpretaciones psicológicas a las que estábamos acostumbrados los terapeutas. Me sentía muy entusiasmado pero tuve que esperar siete meses hasta que se inició el curso.

En mayo de 1989 vino María Julia a Buenos Aires y realizamos un curso intensivo de Terapia de Vidas Pasadas. Durante diez días, además de las enseñanzas teóricas teníamos una sesión práctica por la mañana y otra por la tarde, seguidas de comentarios hasta avanzada la noche.

Nos dividimos en varios grupos para trabajar en salas diferentes y María Julia nos supervisaba ayudada por los terapeutas formados en años anteriores. Uno de nosotros tomaba el rol de paciente, otro de terapeuta y un tercero de relator que escribía todo lo que sucedía o se decía en la sesión. Solía haber también algún observador, que intervendría después en las discusiones posteriores.

Comenzamos así el entrenamiento como terapeutas de vidas pasadas y quedamos muy asombrados por lo que les sucedía a nuestros pacientes-compañeros durante las "regresiones", como se llamaban estas sesiones en las que se recordaban episodios de vidas anteriores. Pero lo que más nos impresionaba era lo que nos ocurría a nosotros mismos cuando éramos pacientes.

Aparecían imágenes y sensaciones, como en un sueño, pero donde todo parecía real. Todo debíamos relatarlo en voz alta a nuestro terapeuta, siguiendo a veces sus preguntas o indicaciones. Se vivían las sesiones con mucha emoción y con intensas manifestaciones corporales: sentíamos dolores, ahogos, sufrimientos orgánicos, y a veces nos debatíamos en situaciones muy difíciles de soportar. En esas circunstancias teníamos que ser alentados por el terapeuta para asistir con valentía a esas vivencias terribles, verdaderas pesadillas. Soportábamos fuertes agresiones, algunas muy dolorosas, y éramos protagonistas de hechos increíbles, inesperados, como en una película de suspenso, atrapadora. Finalmente asistíamos a nuestra propia muerte y presenciábamos después la manera en que la conciencia se separaba de nuestro cuerpo sin vida.

Ayudado por el terapeuta, el paciente iba narrando todo lo que veía o sentía durante la sesión. Al terminar se le proponía un cambio en las `"decisiones" tomadas en el momento previo a la muerte. Estas, según la teoría, se inscriben en la mente en el momento más traumático que precede a la muerte y no desaparecen de la conciencia al abandonar el cuerpo. Pasan a las próximas vidas como situaciones no resueltas o "programaciones", que si bien pueden ser lógicas en el momento de producirse, resultan inadecuadas en las existencias posteriores. Son las causas principales de los conflictos y síntomas más persistentes, aquellos que son más difíciles de tratar con los métodos terapéuticos comunes.

Recordar el momento en que se formularon esas decisiones, vivir nuevamente el hecho traumático que las precedió y darse cuenta de que esas programaciones pertenecen al pasado, que ya no son convenientes para nuestra existencia actual, nos permite optar por una nueva decisión más acorde con lo deseado en el presente. En esto consiste el acto terapéutico. Esas nuevas decisiones de ninguna manera son sugeridas o aconsejadas por el terapeuta sino que surgen de una verdadera necesidad del propio paciente durante la sesión. Esta nueva decisión condiciona enormemente nuestra vida posterior. Al final de la regresión es tanto el alivio que se experimenta que aquellos episodios tan fuertes vividos durante la sesión se recuerdan con nostalgia, como algo lejano que persiste sólo como anécdotas.

Otro hecho notable que aparece después de las regresiones es la relación nueva que uno tiene con la muerte. Desaparece el temor a morir y se comprende mejor la muerte de otras personas. Uno queda con una convicción interna de que la muerte no es más que una parte de una larga existencia. En ella, el encadenamiento de vidas y muertes es tan natural ante nuestra conciencia como la sencillez de la sucesión cotidiana de días y noches. La idea de que la vida de uno es trascendente deja de ser una especulación teórica para convertirse en un hecho real, sentido en todo momento de la vida diaria.

Según nos enseñaba María Julia, no era necesario que el paciente creyera en la reencarnación. Lo que se vivía durante la sesión bien podía ser interpretado como un reordenamiento inconsciente de situaciones conflictivas aún no resueltas, de la propia vida actual. Sería lo mismo que pedirle a una persona que invente un cuento: siempre hablará de sí misma, proyectando sus propios vivencias, conflictos y deseos en los personajes de la narración. Pero la sensación que queda después de una regresión es que no se trata de un "invento" hecho durante ese estado de relajación, dado que lo vivido es de absoluto realismo. Uno queda con la seguridad de que, aunque no lo podamos explicar, "eso" sucedió de ver-dad en otro momento de nuestra existencia. Es mucho más fuerte como vivencia que el relato de un sueño o la reactualización de un hecho olvidado en una sesión de psicoterapia. Queda tan grabada en nuestra memoria cada circunstancia vivida durante las sesiones que parece subrayarse con gran énfasis cada vez que uno la recuerda de nuevo.

Durante el resto del año, desde que María Julia se fue, quedamos divididos en grupos de tres personas para trabajar entre nosotros una vez por semana. Y una vez al mes nos reuníamos todos a intercambiar experiencias y opiniones, a modo de ateneo. En las reuniones semanales (y durante el curso anterior con María Julia) participé en muchas sesiones como paciente. Lo escrito por los relatores sobre mis experiencias de vidas pasadas resultó un material riquísimo, verdaderas novelas conmovedoras. Y grandes fueron además las transformaciones que se operaron en mi persona y en mi propia vida. Es imposible en este trabajo, dedicado a un viaje, relatar con detalles todo lo que viví durante esos dos años de terapia, pero voy a referir algunas de esas experiencias, las relacionadas con el viaje mismo y sus consecuencias inmediatas.

Una de las regresiones que más me conmovieron fue la primera, que transcurría en la Edad Media, donde fui acusado de brujería. En realidad yo sólo estaba dedicado a ayudar a la gente y a "ponerme a su servicio" mediante consejos y algún tipo de medicina. Posiblemente esto era brujería para esa época.

Un grupo de gente acompañada de soldados me sacaban de mi casa ante los ojos aterrorizados de mi mujer y me llevaban atado de las manos con una cuerda detrás de un carro y a veces era arrastrado por este cuando me caía. Al no poder probarme nada me llevaron de vuelta a mi casa. Cuando me dejaron, antes de cerrar la puerta uno de los soldados me clavó la espada en el estómago y quedé tirado en el suelo, moribundo.

Mi mujer ya no estaba allí. Me desesperaba pensar que podrían habérsela llevado también y condenado por mi culpa. Sentía en el estómago un intenso dolor que me hacía doblar en dos, probablemente por hemorragia peritoneal. Durante la sesión, mi abdomen se contraía y mi tronco se levantaba del suelo con espasmos que quebraban mi voz. Sentía que iba a morir y me resistía: tenía que hacer algo para saber qué le habría ocurrido a mi mujer. "No quiero morir", repetía, ahogado por los dolores y las contracciones. "Quiero saber qué le pasó a ella, quiero buscarla. Yo soy culpable si le han hecho algo. Quiero buscarla y ayudarla." Y desesperado moría lentamente. Me veía luego flotando en el aire alejándome de mi cuerpo que quedaba tirado en el suelo.

Mi decisión en ese momento fue buscarla y ayudarla, ya que esta-ha lleno de angustia y de culpa. Esto era lo que yo había sentido durante la conferencia en el congreso: la búsqueda de esa mujer me había hecho pasar varias experiencias amorosas en diferentes vidas hasta que logré reencontrada. Mi pareja actual era la misma persona que había perdido en la Edad Media. Seguramente recién entonces, al sentir este reencuentro pareció calmarse mi ansiedad y mi culpa, y dejé de seguir buscándola.

Más tarde, en regresiones posteriores tuve otras vivencias, algunas terribles, relacionadas con esa misma mujer en vidas aun anteriores, en las que aparecían la posesión, la traición y la pasión desesperada. Una de estas regresiones me mostró que ella no había sido en realidad mi esposa en la Edad Media sino ¡mi hermana! Desde chicos habíamos mantenido relaciones incestuosas y cuando adultos, vivíamos juntos, como marido y mujer. Descubrí con una nueva regresión que para librarse de mí ella misma me había acusado de brujo a la inquisición. Todo esto me llevó finalmente al convencimiento de que habían desaparecido para siempre los lazos que me habían mantenido unido a ella y decidí separarme definitivamente, en mi vida actual, convencido de que tenía que desvincularme de situaciones que me apresaban por culpas pasadas. Tenía que terminar con ese terrible "apego" de siglos. A partir de entonces "dejé de buscar-la" de verdad y aumentó mi capacidad para sentir felicidad, con libertad y sin culpa, con otras mujeres.

Además de cambios en mi vida afectiva se produjeron mejorías de orden orgánico: por ejemplo, a los veinticinco años había tenido una úlcera duodenal que en un momento había sangrado. Aunque estaba curado, siempre quedé con una gran sensibilidad a ciertas comidas irritantes que me producían dificultades digestivas. Esta sintomatología desapareció después de esa regresión de la herida con la espada en el estómago, que se relacionaba con la úlcera sangrante de mi vida actual. Después de otra regresión en la que vi mi muerte, ahorcado con una cuerda fina como alambre, desapareció un dolor en el cuello que me había acompañado durante años. Cuando comentaba con mi terapeuta ese ahorcamiento recordé que había sido operado de un tumor de tiroides diez años atrás, cuya cicatriz en el cuello me recordaba la cuerda mortal.

Otra regresión de enorme trascendencia para mí se desarrollaba en la India. Al comienzo de la sesión le había comentado a mi terapeuta algo que creía de mucha importancia para mi evolución espiritual: desde hacía mucho tiempo sentía la presencia de un Maestro o guía que me transmitía enseñanzas mentalmente y me ayudaba en las actividades y decisiones importantes de mi vida cotidiana. Siempre había seguido sus instrucciones y mi presente estaba signado por ellas.

Le expliqué además que en una regresión anterior, después de presenciar mi muerte y separarme de mi cuerpo, había entrado en una niebla brillante. Al avanzar por ella había percibido una fuerte corriente de amor que me llegaba desde adelante. No podía explicar qué significaba esto de corriente de amor, pero tenía la seguridad de que provenía de mi Maestro. Con alegría me preparaba a encontrarme con él y conocerlo. Pero la persona que hacía de terapeuta en ese momento me sacó de esa situación, siguiendo las reglas de la técnica, y me apartó de una oportunidad tan deseada. Le pedí entonces a mi nuevo terapeuta que si aparecía la posibilidad de conectarme con mi Maestro me lo permitiera esta vez.

Comenzada la regresión me vi en la India. Mi madre había nacido en Francia, hija de un diplomático de ese país. Mi padre era un rico y poderoso hindú, despótico y severo, que tenía abandonada a mi madre con las mujeres de la casa. A mí también me había relegado, con el aspecto de una educación rígida, al cuidado de la servidumbre y de preceptores. Durante mi infancia había tenido muy poca relación con él y con mi madre, a pesar de ser ella afectiva y no dura, como solían ser en cambio las madres indias ricas con sus hijos. Las costumbres hacían que los varones se criaran con sus preceptores hombres y sin contacto con la madre u otras mujeres.

Aprendí inglés a disgusto (prefería el francés que hablaba mi madre) y mi padre me había enviado a estudiar filosofía, religión hindú y yoga con un swami importante de la ciudad. Ese swami me desagradaba: mi deseo profundo era estudiar budismo y él me disuadía diciendo que los budistas eran ateos y magos negros. Había aprendido con él todo lo que me permitía mi disgusto, pero en los últimos tiempos asistía a sus clases sólo por la posibilidad que tenía después de ellas de encontrarme a escondidas con una chica muy joven, de quien estaba enamorado, para hacer el amor a las disparadas.

Ella pertenecía también a una familia encumbrada, educada sólo entre mujeres que no le permitían tener relación con gente de afuera y mucho menos con hombres, según las costumbres indias. Y aparecía ante mi vista una gran sala de su casa. con enormes alfombras de colores sobre las que estaban sentadas varias mujeres jóvenes, hablando entre ellas o estudiando con profesoras mayores. A un costado de esa habitación percibía muebles de estilo inglés, algunos tapados con telas blancas. En las ventanas, grandes cortinados que llegaban hasta el suelo.

El lugar de nuestros encuentros era, en cambio, un galpón de depósito que quedaba cerca del "ashram" de mi swami. Furtivamente entrábamos allí y después de un rato de amor nos íbamos, por separado, cada uno a su casa. Y me veía caminando por las calles, triste y solo, entre multitud de gente de la ciudad, con quienes no tenía trato alguno y que en el fondo despreciaba.

En una oportunidad, después que ella se había ido. se me cayeron encima unos grandes cajones del depósito que me produjeron una fractura cervical. Quedé cuadripléjico. No podía mover las piernas y sólo un poco las manos. Y me veía acostado en una chaiselong, en el año 1847, a los treinta años de edad, en una terraza de la mansión de mi padre, cuidado por una enfermera que me trataba con dureza y frialdad.

Asistí a mi muerte en esa terraza, solo. En el momento de la separación de mi cuerpo se me presentó el recuerdo de mi madre que había muerto por un cáncer de mama cuando yo tenía catorce años. Durante los últimos dos años de su vida, durante su enfermedad, no había tenido casi oportunidad de estar con ella. Vivía aislada, deprimida, y yo la espiaba desde la puerta entreabierta. Un sirviente se me acercó para decirme que debía vestirme de manera adecuada para asistir a sus funerales. Así me enteraba de su muerte. Pude contemplar después la ceremonia funeraria y ver a mi padre, más interesado en sus visitantes que en mí. Yo permanecía silencioso, reprimiendo mi dolor: los hombres no debían llorar.

Cuando terminó este recuerdo sentí la presencia de mi guía que me daba explicaciones: en la vida anterior yo había sido monje budista en un monasterio en el Tíbet. Por eso mi rechazo a la India y al hinduismo, mi deseo insatisfecho de aprender budismo y el desamor por mi swami. Este, sin embargo, según mi guía, me había iniciado en la devoción y el amor a Dios. y me había enseñado muchas cosa importantes sobre yoga, que yo no había aprovechado del todo. Por ejemplo, había aprendido con él la manera de morir, gracias a lo cual podía conservar la conciencia clara en ese momento.

Mi terapeuta, sin darse cuenta nuevamente, me sacó de este encuentro con mi Maestro, para seguir la técnica, como la vez anterior.

Quedé muy impresionado por esta regresión de la India. Creía en la evolución del ser de una vida a otra y por lo tanto no podía entender la utilidad de esa vida para mi ulterior evolución. Durante las semanas que siguieron a la regresión se agolpaban continuamente en mi cabeza los recuerdos de esas escenas. Me veía caminando deprimido por las calles de una ciudad que me disgustaba. Sentía la tristeza y el abandono con los que había vivido allí. Tenía nostalgias de esos encuentros de amor a escondidas con esa chica ardiente y huidiza.

Por otro lado, esta regresión me hacía comprender algunas características de mi vida presente: por ejemplo, a pesar de que me había dedicado al yoga. de haber leído tantos libros sobre el tema, de aplicar técnicas yoguis en el instituto que dirigía, nunca había querido viajar a la India. En muchas oportunidades me habían invitado a visitar lugares importantes relacionados con el yoga y el hinduismo, pero siempre me había negado a conocer ese país, cuya filosofía por otro lado admiraba tanto.

Asimismo, durante toda mi actividad en yoga nunca había tenido ningún contacto con swamis o profesores de yoga hindúes. En cambio, desde chico siempre había deseado conocer el Tíbet. Me despertaba también una curiosidad especial todo lo relacionado con el budismo, sin haber podido ponerme en contacto con este hasta 1983, cuando el lama Sherab Dorye vino por primera vez a la Argentina, enviado por el Dalai Lama ante el pedido de Carlos Martínez Bouquet. [5]

En la siguiente reunión de ateneo mensual comenté la experiencia de esa regresión, pidiendo a mis compañeros que me ayudaran a comprender cuál era el significado de esa vida tan llena de dificultades y aparente-mente sin ningún logro. Les decía que si aceptábamos la "ley del karma" [6] en mis vidas anteriores a esa de la India debía haber hecho cosas muy negativas para merecer tales resultados, castigos sin duda: quedar paralítico y morir a consecuencia de ello a temprana edad, sufrir tanto abandono por parte de mis padres, tener la oportunidad de disponer de un swami que me enseñara personalmente y no aprovecharlo. Todo esto me resultaba confuso y necesitaba ayuda para entenderlo.

También hablé acerca de mi Maestro que desde hacía mucho tiempo me enseñaba mentalmente y me dirigía en muchos de mis actos. Él había tenido enorme influencia en momentos cruciales de mi vida. Con pudor confesé que sentía que el Maestro que me hablaba era Jesús y les expliqué que en dos regresiones había estado a punto de conectarme con él. Los dos terapeutas me habían sacado de esa situación, impidiendo tal encuentro.

Vinculaba estos dos hechos entre sí porque había algo más que no entendía: si realmente esa vida en la India era un castigo, ¿me encontraría al morir con un Maestro que salía a mi encuentro con amor? ¿Merecía yo tal acogida después de la muerte?

Pablo, uno de mis compañeros, psiquiatra, intervino diciendo que no le parecía "una vida tan terrible" como yo la calificaba. Desde el punto de vista de trascendencia espiritual podía tener un profundo significa-do que se nos escapaba por el momento.

Él nos recordó que habíamos hecho un trato con María Julia, nuestra profesora, de usar su sistema solamente con fines terapéuticos y no para satisfacer una curiosidad personal o para dedicarnos a la investigación sobre la reencarnación hasta no tener más experiencia como terapeutas. Esta técnica era esencialmente psicoterapéutica y muy diferente de algunas experiencias hechas por parapsicólogos, en las que al paciente se le relata lo que el terapeuta puede ver o saber por ser él mismo un clarividente que lee en el inconsciente de su paciente. Por otro lado, a Pablo le parecía que para mí eran muy importantes las dos cuestiones planteadas: entender lo de la India y saber algo más sobre mi guía podían serme de enorme importancia vi-tal. Creía entonces que tendría sentido terapéutico encontrarme con mi Maestro o intentar descifrar el significado de esa vida en la India. Finalmente se postuló como terapeuta para que yo lograra alguno de esos dos propósitos.

Al comienzo de la sesión sentí que me separaba de mi cuerpo y flotaba en el aire a la altura de las cabezas de los que me rodeaban. Como esta sensación es común cuando uno asiste a su propia muerte en una regresión, Pablo me preguntó "si mi cuerpo estaba muerto o vivo". Contesté que evidentemente vivía, puesto que estaba allí, en la sala, mirándolos a ellos sentados a mi alrededor.

Entré luego en una neblina brillante y desapareció la presencia de mis compañeros. Comencé a sentir la ya conocida corriente de amor que venía hacia mí, como en las otras regresiones, proveniente de mi Maestro. Con intensa emoción avancé en la nube y vi con asombro hacia un costado a mi padre, muerto hacía veinticinco años, que me miraba con cariño y en actitud de darme la bienvenida. Asombrado, le transmití a mi vez mi cariño y continué avanzando.

Me vi después flotando sobre unas montañas peladas que creí pertenecían a Mendoza o Córdoba. Comencé a bajar lentamente y vi una especie de fortaleza encima de una montaña. El lugar me resultaba familiar. Me di cuenta de que estaba volando sobre el Tíbet y que la construcción en la montaña era un monasterio. Bajé más aún, observando todos los detalles del edificio, viendo con claridad las ventanas rectangulares de vidrios pequeños y una gran puerta, a la que se accedía por una escalera de piedra de peldaños muy altos.

Atravesé la puerta sin abrirla y me encontré súbitamente sentado en una sala, frente a un lama también sentado. Las paredes eran de color bordó, con gran cantidad de pequeños dibujos de colores, con predominancia del dorado y el verde. El lama estaba cal lado y me miraba con afecto. No hablábamos. "Este es un momento muy importante", me decía Pablo. "estás ante tu Maestro. Pedíle enseñanzas". Pero el lama sólo me miraba sonriente.

Pablo me indicó entonces que le pidiera una explicación sobre mi vida en la India. El lama y yo no hablábamos. Al igual que cuando encontré a mi padre, nos comunicábamos mentalmente. Le pregunté pues cuál era la causa del castigo de haber tenido que soportar esa vida tan desgraciada en la India. El lama me contestó que no se trataba de ningún castigo. Sólo había sido lo mejor para mi evolución. En una vida anterior a esa de la India yo había sido monje en este monasterio y él, mi Maestro. Pero yo seguía una línea diferente a la que él enseñaba: estaba en una rama del budismo en la que predominaba la meditación solitaria. Hacía prácticas muy largas y solía estar días enteros sentado, meditando, hasta el punto de haber perdido la movilidad de las rodillas y no poder caminar, "lo cual es muy importante aquí en la montaña", me dijo.

Después me explicó que como monje yo había hecho cuatro votos: primero, renuncia al físico, dedicando todo el tiempo posible a la meditación, olvidando mi cuerpo hasta casi perder las piernas. Segundo, había renunciado a la sexualidad por considerarla la perdición del hombre, debido a recuerdos kármicos de vidas anteriores, en las que el sexo me había traído muchos problemas. Tercero, había renunciado a la riqueza material, donando mis posesiones heredadas al monasterio: sólo disponía de las ropas que usaba a diario. Cuarto, había renunciado al afecto y al amor, en contra de lo que él mismo enseñaba: el amor y la compasión constituían la base de su doctrina. En el monasterio coexistían esas dos corrientes religiosas y yo había elegido la vía del monje, con un trabajo interior solitario, sin compromiso social.

Para continuar mi verdadera evolución, según él, tenía que alejar-me en mis vidas posteriores de esos cuatro votos. En la siguiente existencia no me hubiera sido posible nacer lejos del Tíbet a causa de los recuerdos kármicos que me ataban a ese lugar. Por eso había nacido en la India, dentro de una familia rica y poderosa, pero sin poder disponer del dinero todavía.

En cuanto a la afectividad, mi madre era occidental y cariñosa pero depresiva, con una profunda soledad interior. Murió cuando yo tenía catorce años, dejándome también en soledad. Por el momento no me había sido posible contar con más amor a mi alrededor.

En lo referente a la sexualidad me había reencontrado con la mujer, pero colmo algo prohibido. Cuando me fracturé el cuello lo sentí como un castigo por el pecado del amor a escondidas.

Físicamente quedé cuadripléjico. Había perdido las piernas como efecto kármico del abandono que hiciera de ellas como monje meditador.

Esa vida era sólo un peldaño en mi evolución y no podía lograr nada mejor Paradójicamente, no se trataba de un castigo sino de una evolución.

Pablo me hizo preguntarle cuál era el objetivo de mi vida actual. El lama me contestó que tenía que terminar de renunciar a los cuatro votos de monje: debía recuperar mi físico, para lo cual ahora dirigía un instituto de gimnasia donde aplicaba el yoga a la medicina, yoga que había aprendido con mi Maestro swami en la India. También en mi vida actual había estudiado medicina e ingresado apenas recibido en el Instituto Nacional de Rehabilitación donde trabajé con cuadripléjicos. Además, con mi gimnasia había logrado arreglarme el menisco de una rodilla, roto años atrás, también efecto kármico de mi vida de monje meditador.

En cuanto a la sexualidad, tenía que terminar de lograr mi libertad sexual, lo que ya estaba consiguiendo después de muchas experiencias dificultosas de mi juventud.

En cuanto a mi línea de vida, él me había enseñado el amor y la compasión. Yo en cambio había trabajado con mi centro cardíaco hacia adentro, hacia mí mismo. Sonriendo me señaló mi esternón hundido por influencia kármica y me indicó que ahora debía hacer funcionar mi corazón hacia afuera. Es decir, tendría que aplicar sus enseñanzas y vivir dedicado al servicio, como había querido enseñarme el swami de la India con su yoga de la devoción, que yo había despreciado. Ahora tenía que practicar el "servicio" en mi vida diaria y en mi profesión.

Ya estaba aprendiendo a hacer buen uso del dinero que todavía no sabía administrar: a pesar de que en mi vida actual ganaba bien tenía que aprender a gastar adecuadamente en lo cotidiano y poderlo usar también para el servicio.

Mi actual existencia me estaba mostrando que se iban logrando estos cuatro objetivos.

Pablo quiso saber si esto que yo estaba visualizando era de una pasada o no. El lama me contestó que se trataba de un viaje astral de ambos "al astral" de ese monasterio. Este había sido semidestruido por los chinos y actualmente estaba en reconstrucción. Dijo que él también tenía cuerpo tísico en ese momento y que pronto nos encontraríamos de nuevo.

Le pregunté por mi cuenta quién era él. va que siempre había considerado a Jesús como mi Maestro y él. evidentemente, no lo era. Además Jesús no había sido ni budista ni tibetano. II lama se sonrió y me contestó que a través de él recibía yo la energía de Cristo: Por eso él era mi Maestro. "Un Maestro es como un espejo donde se reflejan los rayos del sol", me dijo. "El sol llega directamente a cada uno de nosotros, pero también puede reflejarse en un espejo para dirigirse con precisión hacia un punto determinado".

Cuando Pablo quiso hacerme regresar le rogué que me dejara disfrutar de la presencia de mi Maestro y me permitió quedarme todo el tiempo que quisiera. Permanecí sentado en silencio frente al lama, recibiendo su amorosa energía. Diez minutos después las imágenes del lama y de la sala se fueron diluyendo y me encontré nuevamente flotando en el aire por encima del monasterio, que se fue alejando lentamente. Vi cómo se achicaban las montañas y entré de nuevo en la nube brillante. Inesperadamente volví a encontrarme con mi padre que me despedía amorosa-mente. Palpitante de emoción me sentí dentro de mi cuerpo, rodeado de mis compañeros que me habían acompañado en este extraordinario viaje. Curiosamente no tuve conciencia de la entrada en el cuerpo.

Después de esta experiencia se instaló en mí una gran paz y quedé con la satisfacción de haber encontrado explicación a muchas cosas de mi pasado y mi presente:

Entendí mi atracción por el budismo y mi injustificado rechazo por el hinduismo y la India, a pesar de mi admiración por el yoga y su filosofía.

Encontré también una explicación al hecho de que todo lo que leía sobre yoga me resultaba conocido y cuando enseñaba algo o daba una conferencia, iba aprendiendo a medida que hablaba, como si me surgiera de adentro. A veces sentía que inventaba lo que luego encontraba en algún escrito sobre yoga.

Quedé profundamente agradecido hacia Pablo que me ayudó a vivir todo esto y hacia María Julia por habernos facilitado esta maravillosa técnica: el redescubrimiento de nuestros objetivos de vida gracias a la comprensión de las tendencias actuales equivocadas, recuerdos kármicos de nuestros errores en existencias pasadas.

Comprendí que el pecado cristiano no es más que el uso inadecuado de nuestra energía y nuestra libertad. y el llamado castigo, sólo laconsecuencia inevitable, el resultado lógico de las acciones realizadas de manera equivocada.

Recordé además que en el budismo existen tres ramas:

• El Hinayana ("Pequeño Vehículo"), el budismo del meditador solitario, el camino del monje. Se busca la liberación personal mediante las experiencias meditativas, a través de las cuales uno ad-quiere enseñanzas o guías para sus propias vidas. El budismo zen tiene que ver con esta modalidad, en la que la meditación es la más importante técnica usada para lograr la iluminación. Posteriormente tendrá uno que poner el conocimiento adquirido y su evolución personal al servicio de los demás seres, como enseña la siguiente rama.

• El Mahayana ("Gran Vehículo"). Se busca también la liberación personal pero a través del amor y la compasión como medio para ayudar a todos los seres sensibles. La vida de uno está dedicada al servicio de todos los que nos necesiten. Uno está consagrado a la ayuda, a la enseñanza y al servicio de la sociedad. Es el camino de los lamas, quienes se ponen así al servicio de aquellos, religiosos o laicos, que busquen mejorar sus vidas o quieran crecer como seres humanos a través de esta filosofía.

• La tercera rama es el Vajrayana ("Camino Corto"), donde a través de visualizaciones, mantras y rituales se logran rápidamente las fuerzas superiores de la mente y del espíritu. El budismo tibetano está basado principalmente en estas prácticas, mediante las cuales se adquieren poderes sobrenaturales o más allá de las posibilidades del común de los humanos. El uso de estos poderes tiene que estar volcado al servicio de todos los seres sensibles como principal camino de evolución. En el budismo, en general, esta idea de ayudar a todos los seres sensibles, aunque se trate de animales o vegeta-les, ha generado un sentimiento ecológico muy particular entre los budistas, con el que el adepto trata de impregnar toda su vida e influir en su derredor como principal colaboración para el mundo.

Sin duda. el lama de mi viaje astral enseñaba el Mahayana (del amor y la compasión) y en cambio yo practicaba el Hinayana (de la meditación solitaria).

Quedé además muy conmovido por el recuerdo de mi vida en el Tíbet que explicaba mi gran atracción, desde chico, por ese país. También era de enorme valor haberme podido poner en contacto con ese ser tan querido que yo llamaba mi Maestro. Durante muchos días después de esa regresión las imágenes reaparecían en cualquier momento del día y sentía gran felicidad volver a visualizarlas.

En otras regresiones posteriores aparecieron imágenes de algunos momentos de mi vida como monje, agradables, llenos de paz pero solitarios. Me vi caminando lentamente por corredores y callejuelas del monasterio; circulaban a mi alrededor monjes más jóvenes que me miraban, me respetaban y me dejaban pasar sin hablarme. Finalmente vi cómo ese monje, viejo, de cabellos blancos y larga barba, moría con un fuerte dolor en el pecho pero en paz, solo, en su habitación.

Me subyugaba la idea de que encontraría en vida a mi Maestro. Cada vez que aparecía un lama por Buenos Aires pensaba que él sería posiblemente aquél que había visto durante mi viaje astral. De Francia enviaron dos lamas tibetanos para que se quedaran en la Argentina, pero no pude conocerlos y finalmente se fueron porque "no estaban dadas las condiciones en nuestro país". De nuevo sentí que me había ilusionado inútilmente.

En septiembre de 1990 hice un retiro de meditación con el lama Thrangu Rinpoché, venido de Kathmandú, Nepal, y allí, por primera vez, me surgió el deseo de viajar al Tíbet. En una de las meditaciones con él se me presentó claramente la orden de viajar al Tíbet al año siguiente, en 1991. Tenía que ir a buscar el monasterio donde había estado como monje "para cerrar un ciclo de vida".

Esa orden interna fue muy fuerte aunque no era claro el objetivo. Se lo comenté al lama Thrangu y este me dijo que sin duda debía hacer ese viaje y que cuando pasara por Kathmandú fuera a visitarlo. También lo comenté con Kamala Ditela, una compañera hindú que estaba en el retiro y esta me indicó que me pusiera en contacto con Irene, otra compañera de budismo: ella estaba proyectando un viaje similar. Omití por pudor el comentario sobre "la orden de buscar mi monasterio". Evidentemente no estaba convencido de lo que iba a hacer ni de que mis regresiones fueran totalmente verdaderas. Me enfrentaba nuevamente con la falta de fe que caracteriza a nuestracultura. ¿Por qué necesitamos tantas comprobaciones para aceptar lo que en algún momento nos pareció tan real?

Hablé con Irene Wtinschenmeyer quien me comentó que el lama Chögyal Rinpoché (a quien yo conocía por haber hecho varios retiros con él en Buenos Aires) la había invitado a ir con él al Tíbet en junio del año siguiente. Yo podría ir también si al lama le parecía adecuado. Tendríamos que ir primero a la India en mayo a buscar al lama Chögyal en el monasterio Tashi Yong, donde vivía. Desde allí viajaríamos con él a Kathmandú para pasar al Tíbet en junio. Yo debía escribirle pidiéndole autorización y luego conseguir la visa en el consulado chino para entrar en el Tíbet.

Era sorprendente que, en el mismo día en que se me presentaba la idea del viaje ya tuviera toda esa información. Desde ese día comencé a comentar a mis amigos que viajaría al Tíbet en junio de 1991, para irme comprometiendo con mis propias palabras. El viaje me parecía todavía lejano e imposible.

En enero de 1991 fui a visitar a Raquel Ramponi, otra amiga de budismo, cuando me enteré que ella también tenía deseos de hacer ese viaje. Acordamos que podríamos proyectarlo juntos. Ninguno de los dos había estado antes en la India. Nos apoyaríamos mutuamente y siendo dos, podríamos resolver las dificultades con más facilidad. Cuando estábamos hablando de esto llegó a visitar a Raquel otra compañera, Viviana, que había llegado de la India el día anterior, después de haber pasado unos días precisamente en el monasterio Tashi Yong. Nos contó que había comenzado a construir una casita detrás del monasterio para poder hacer retiros con los lamas de allí. Si su casa estaba lista para la fecha de nuestro viaje se la ofrecía a Raquel para vivir. Yo podría ocupar la casita de al lado, de otra compañera nuestra. ¡Ya tenía dónde vivir en Tashi Yong!

Además, Raquel me comentó que si íbamos en mayo, nos encontraríamos en Delhi con Gerardo Abboud, el presidente de una de las sociedades de budismo tibetano en Buenos Aires y amigo nuestro. Estar con él en la India resultaría maravilloso, ya que Gerardo había vivido quince años allí y hablaba hindi y tibetano (él era el traductor cuando venían lamas a dar enseñanzas). Gerardo podría guiar en todo lo necesario a dos viajeros sin experiencias corno nosotros.

Sin embargo, me seguía asustando la idea del viaje y, al mismo tiempo, me daba una alegría enorme poder proyectarlo. Los caminos se allanaban y todo parecía más fácil de lo que había supuesto el primer día.

En ese mismo mes fui de vacaciones con mis hijas y Andrea, mi nueva pareja, a Bariloche. Subimos hasta el refugio del Cerro Tronador donde pasamos dos noches, rodeados de nieve, glaciares y precipicios. Por supuesto, al estar en medio de la montaña, cruzando glaciares, caminando por el hielo, viviendo en un refugio de piedra y madera, me puse nuevamente en contacto con el recuerdo del Tíbet de las regresiones de los años anteriores. Y una noche, antes de dormirme, mientras meditaba, tuve por primera vez una regresión espontánea, sin inducción, y pude verme nuevamente como monje en el monasterio del Tíbet. Presencié la vida diaria de ese monje: cómo dormía y comía, cómo se manejaba en su relación con los demás. No pude saber si se trataban de recuerdos o simplemente de fantasías. En todo caso, quedé sorprendido por la nitidez con la que se presentaban las imágenes del monasterio y tuve así una visión muy clara del lugar. En todas las regresiones había aparecido siempre la misma estructura de los edificios del monasterio y tenía así una imagen precisa de las distintas partes del mismo, y de los diferentes momentos de la vida de ese monje.

CAPÍTULO DOS. La India

Pasaron los días y, a pesar de que la idea del viaje persistía, no le escribí al lama Chögyal. Hasta mayo tendría tiempo de hacerlo, pensé. Irene me había indicado el modo de comunicarme con él: podía mandarle un fax a Delhi y desde allí usar el correo de la India. Pero algo me impedía hacerlo y sin embargo seguía contando a todo el mundo mi proyecto. Tampoco me volví a conectar con Irene.

Con el dinero me pasó algo curioso. Me fui de vacaciones en enero y febrero gastando parte de lo ahorrado para el viaje. A un compañero de la orquesta en donde yo tocaba el violín, le robaron su violoncelo. Como lo quería mucho y él no podía comprarse otro le presté ochocientos dólares. Otro amigo vino a pedirme ayuda para pagar la renovación del contrato de su departamento y a él también le di, esta vez, mil setecientos dólares. Y me quedé sin ahorros.

A principios de marzo comenzó a molestarme mi desidia. Sin duda me estaba "boicoteando" el viaje. Decidí entonces escribir una carta al lama para comprometerme frente a él. La hice traducir al inglés pero no la mandé. Un paciente mío me ofreció hacerla llegar a Delhi mediante un conocido suyo que iba el 8 de marzo a un congreso. A pesar de esto, llegó el día 7 y no la había enviado. El mismo 7 de marzo decidí llamar a Raquel para conversar sobre nuestro proyectado viaje. En ese momento, sorpresivamente recibí un llamado de ella, justo cuando casi tenía el teléfono en la mano.

Raquel me comunicaba que se iba a la India el 17 de marzo: el lama Chögyal había escrito diciendo que adelantaba su viaje al Tíbet para comienzos de abril. Los que quisiéramos ir con él teníamos que estar en la India a fines de marzo. El ya estaba enterado de que viajaríamos Raquel y yo de modo que ya no necesitaba mandarle la tan postergada carta. Raquel ya había sacado su pasaje y me decía que hubiera sido bueno que viajáramos juntos como lo habíamos proyectado. Sin vacilar le contesté que iría con ella. Llamé en seguida a la agencia que se ocupaba de su pasaje y reservé el mío también, para el mismo 17 de marzo. Volví a quedar sorprendido por la fluidez con que estaban sucediendo las cosas y por los movimientos inconscientes que yo hacía. Aunque parecían estar en contra del proyecto, al final resultaban adecuados.

Comencé a hacer los preparativos a toda máquina. Me puse a arreglar lo necesario en el instituto de gimnasia que dirigía para que todo continuara en mi ausencia. Mis compañeros tenían que estar preparados ya que mi intención era quedarme en el Tíbet un mes entero. Mi deseo era quedarme en el monasterio a donde iríamos en el Tíbet, haciendo un retiro guiado por el lama Chögyal. Pensaba que en total estaría tres meses ausente de Buenos Aires.

El viaje era larguísimo. Había que ir a Londres, de allí a Nueva Delhi, India. Después, tendríamos que viajar en tren hasta cerca de Dharamsala, en el norte de la India (ya sobre el Himalaya) y en ómnibus hasta Tashi Yong, el monasterio donde nos reuniríamos con el lama Chögyal para emprender el viaje desde allí. Volveríamos con él a Delhi para tomar un avión a Kathmandú, Nepal, desde donde en otro avión viajaríamos a Lhasa, la capital del Tíbet. Ahí debíamos tomar un ómnibus para seguir luego a caballo, acampando en las montañas, por lugares sin caminos, hasta el monasterio a donde quería ir el lama.

Preparé ropa adecuada para esa aventura, especialmente para la travesía a caballo. Según me dijeron, en el Tíbet el clima era muy crudo, aun en primavera. Me equipé con una bolsa de dormir abrigada,una campera pesada, una capa impermeable, pantalones de abrigo, una carpa pequeña resistente al frío y todos los suéteres gruesos que pude encontrar.

Raquel me entregó un nuevo capítulo para mi "novela de ciencia ficción", que todavía no conocía: el lama Chögyal viajaba al Tíbet con la intención de volver al monasterio donde había sido abad en sus diez encarnaciones anteriores. Recién entonces me atreví a confesar a mis amigos el verdadero motivo de mi viaje. Yo también iba a buscar el monasterio donde había vivido en una vida anterior. Di rienda suelta a mi imaginación y acepté conscientemente lo importante que era ir en busca de mi pasado. Lo increíble eran las circunstancias en que se desarrollaría ese viaje: llegar a un monasterio del Tíbet con su abad de diez reencarnaciones seguidas era algo casi imposible de creer. Además, tenía la intención de quedarme allí, con él, todo el tiempo que el lama me lo sugiriera, lo cual también era difícil de imaginar.

Comprendí entonces por qué había demorado el envío de la carta. Me había parecido una carta delirante y temía que se me toma-se por loco. Ahora, los locos éramos todos. Transcribo a continuación la carta que no mandé:

Mi muy querido lama, Venerable Chögyal Rinpoché:

Tengo el gusto de dirigirme a usted para pedirle un favor muy grande. Nuestra amiga Irene Wünschenmeyer, de Buenos Aires me informó que lo acompañará a usted en un viaje al Tíbet en abril. Le ruego que me permita ir también con usted. Le hago este pedido por la enorme necesidad que siento de ir a un monasterio en el Tíbet.

Además de dedicarme al budismo, he hecho en estos últimos años un "recuerdo de vidas pasadas", de tipo terapéutico, que me resultó de vital importancia. Encontré explicaciones y soluciones de algunos problemas actuales y durante esos recuerdos terapéuticos, en varias oportunidades tuve la vivencia de haber sido monje en un monasterio en el Tíbet. Tuve muchas visiones de esa vida pasada y del trabajo que en ella realicé, y siento una pro-funda necesidad de volver allá.

A través del trabajo espiritual que hago, entiendo claramente que mi vida tiene que desenvolverse en el medio donde vivo actualmente, la Argentina. Pero siento necesidad de volver a conectarme con aquella experiencia anterior para cerrar un ciclo que está inconcluso, después de lo cual, estoy convencido de que podré completar mejor mi labor en esta vida.

Quiero que sepa cuál es mi actividad en este momento en Buenos Aires. Soy músico, violinista, y además médico desde hace 28 años. Mis especialidades (fisiatría, homeopatía y psicoterapia) me han ayudado para aplicar la gimnasia yogui a la medicina. Con ese fin, dirijo un instituto en donde uso la Gimnasia de Centros de Energía, que yo mismo he desarrollado a partir del yoga, para liberar los chakras del cuerpo. En este instituto coordino el trabajo de un grupo de veinticinco instructores, a quienes he ayudado a formarse en un curso, donde también han estudiado otros que ahora trabajan independientemente y divulgan este tipo de yoga en diferentes lugares. Además, dicto un curso de meditación, abierto a todos los que quieran acercarse, en el que tengo la ocasión de transmitir algunas de las enseñanzas que he recibido del budismo a fin de que esta filosofía se conozca en nuestro medio.

Espero con ansiedad su respuesta afirmativa. Llegue hasta usted mi más afectuoso saludo.

Tenía la impresión de que ni el mismo lama hubiese leído esta carta con seriedad. Pero de todos modos, las cosas se iban encaminando bien. Todo seguía ayudando para el viaje. Pero ya no disponía de dinero: había gastado mis ahorros durante el verano y prestado el resto. Entonces ocurrieron varios hechos casi mágicos. De mi consultorio pude obtener, durante esa semana, lo necesario para el pasaje, dado que la compañía aérea ofreció en ese momento una promoción para la India a casi la mitad del valor habitual. Por otro lado, pude arreglar con Diana, la madre de mis hijas, para que se ocupara de los gastos de ellas durante mi ausencia. Un amigo, a quien había presta-do dinero años atrás, me devolvió dos mil dólares en esos días, y una ex paciente, muy querida, al enterarse por mis compañeros de mi dificultad, me ofreció otros dos mil en préstamo. Tenía ahora dinero de sobra.

Sin embargo, me encontré con una dificultad importante. En la embajada china me comunicaron que se necesitaba por lo menos un mes para obtener de Pekín la visa de entrada al Tíbet. No había ninguna posibilidad de lograr una respuesta antes. Pensé que en la India o en Nepal las cosas podrían ser diferentes y decidí viajar de cualquier manera. No aceptaba nada que pudiera impedir mi viaje.

El día anterior a mi partida tuve otra noticia inquietante. Raquel había recibido una llamada de Gerardo, desde la India, informándole que el lama Chögyal no podía viajar: los chinos tampoco le habían dado visa para entrar al Tíbet debido a que allá se festejaría, en mayo, la "liberación del pueblo tibetano" (o sea la invasión china). En este momento "no era conveniente" que regresaran lamas a ese país.

Sentí una desilusión extraña, mezcla de pena y de alivio. En el acto decidí acortar mi viaje y comuniqué a mis compañeros y a mis pacientes que volvería en dos meses. Era difícil adaptarme mental-mente a la idea de que no entraría en el Tíbet y que sólo estaría en la India con los lamas de Tashi Yong. No había sido ese el motivo original de mi viaje. Sin embargo, pensé: "Tengo que seguir la corriente de la energía".

¿Qué es esto de seguir la corriente de la energía? Después de la regresión en la que me encontré con mi Maestro en el monasterio del Tíbet, tuve varias meditaciones en las que se me presentaron las maneras en que debía ir reemplazando aquellos votos de monje por cinco nuevos, que me permitieran cumplir con mi vida laica actual.

Los nuevos votos que me aparecieron fueron los siguientes:

•El primero es el voto de Bodhisattva, voto budista que suele hacerse cuando uno toma refugio (especie de bautismo, en el que se toman primero los votos de liberación personal). Este voto de Bodhisattva consiste en el juramento de consagrar el resto de la existencia al servicio de los demás (esto precisa-mente significa la palabra Bodhisattva). Se homologa esta actitud al Bakti yoga del hinduismo, o yoga de la devoción, donde se encauza al máximo nuestra capacidad emocional, orientándola hacia Dios o hacia sus representantes.

En el budismo Mahayana, el componente principal del Voto de Bodhisattva es la práctica de "las seis Paramitas" (las seis virtudes): el don o generosidad, la paciencia, la energía entusiasta, la concentración y la sabiduría trascendente, desarrollando el amor y la compasión hacia todos los seres.

En el budismo Vajrayana también se desarrollan las seis Paramitas con el agregado de la "devoción hacia el lama o Guru", que es el motor esencial del camino rápido. Luego aprendí que esta devoción al Guru se llama guru yoga y tiene una práctica especial. En realidad, es el voto siguiente.

•El segundo voto que se me apareció fue el voto de discípulo que consiste en ponerme voluntariamente bajo las directivas de un Maestro. Este voto ya lo había hecho antes, cuando comencé a sentir la guía mental de mi Maestro. Siguiéndolo puedo servir mejor. La vida centrada en mis propósitos personales va a ser siempre egoísta: no puedo ponerme en verdadera actitud de servicio si sólo tengo en cuenta mis inclinaciones. Guiado por un Maestro puedo seguir el desarrollo de mi propia vida permitiendo que en momentos precisos aparezca, sobre todo en meditación, la verdadera necesidad de prestar ayuda.

Equivale al Raja yoga o "yoga de la mente y la meditación", a través de la cual podemos conectarnos con la fuente mental de inspiración divina que nos oriente en momentos precisos.

•El tercero fue el voto de trabajar permanentemente sobre mí mismo. Es el compromiso interno de evolucionar y crecer, cuidando mi cuerpo y mi psiquis a fin de ponerme en condiciones físicas y mentales óptimas para cumplir con los dos votos anteriores. Como seres humanos debemos estar en constante desarrollo interior para lograr ponernos en verdadera actitud de ser-vicio. Tampoco podemos pedir la guía de un Maestro sin merecer semejante ayuda.

Corresponde al Hatha yoga o yoga de la perfección del cuerpo físico. Debemos comprender que nuestro cuerpo (el "maravilloso cuerpo humano", como dicen los budistas) está hecho de lo que comemos y respiramos. Por lo tanto, para favorecer nuestra evolución, debemos cuidar nuestra alimentación, evitar el cigarrillo, el alcohol y las drogas, y mantenernos en un clima emocional y energético adecuado.

• El cuarto voto consiste en seguir la energía. Significa que no siempre estamos en condiciones de conocer los verdaderos caminos para andar y debemos estar atentos para reconocer los designios del momento, independientemente de las necesidades circunstanciales de nuestra personalidad. Si quiero consagrar mi vida al servicio de los demás y escuchar las directivas del Maestro para cumplir esta finalidad, si he trabajado mi cuerpo y mi mente para capacitarme y tener un instrumento dócil y útil, tengo que llegar a sentir cuáles son las fuerzas que en cada momento actúan a mi alrededor. Esto implica desarrollar de a poco la capacidad de sentir las energías en las que estoy inmerso y atreverme a seguirlas. Implica también el desarrollo de mi intuición y de mi coraje.

Corresponde al Tantra yoga o "yoga de la energía", que consiste en la limpieza de los centros de energía de nuestro cuerpo, destrabándolo, y en la canalización adecuada de las energías por los "nadis" o líneas energéticas que interrelacionan los centros entre sí.

• El quinto voto es el resultado lógico de los anteriores: ser un buen ciudadano del mundo. Consiste en usar el desarrollo de mi persona para actuar en la vida diaria, mediante el accionar de la vida cotidiana. No ya como un monje o un ermitaño que se aleja del mundo y se desconecta transitoriamente de la realidad social para luego ayudar de una manera más lúcida, sino como una persona común, pero consciente de la trascendencia de mi propia vida. Es supeditar la personalidad [7] a la esencia.

Corresponde al Karma yoga o "yoga de la vida diaria", que consiste en poner cada momento de nuestra vida, cada acto, por rutinario que parezca, al servicio de la esencia misma de la vida. Algunos lo expresan diciendo que debemos cumplir cada acto de la vida "en nombre de Dios".

Esta forma de vida había sido siempre mi ideal. De mil maneras diferentes me la habían transmitido todos los maestros que tuve a lo largo de mis estudios. Me viene ahora a la memoria lo que me dijo Erwin Leuchter, mi inolvidable profesor de armonía, contrapunto y composición, cuando fui a decirle que dejaba la música para estudiar medicina. Me preguntó, muy calmo, por qué había tomado esa decisión. "Quiero dedicarme al yoga", le contesté. "Quiero ponerme al servicio de los de-más y consagrar mi vida a esa actividad. Voy a estudiar medicina a fin de tener fundamentos científicos y legales para investigar sobre el yoga y aplicarlo". Quedó satisfecho con mi respuesta. "Yo enseño música", me contestó, "para enriquecer mentalmente a mis alumnos y proporcionar-les un medio de evolución espiritual. Con ello contribuyo a su formación como seres humanos y los ayudo a encaminarse en la vida con una capacidad técnica y una orientación artística que los ubique frente a Dios y a sí mismos. Si encontraste que tu camino está en la ayuda, el servicio y la enseñanza del yoga, te apoyo y te voy a ayudar a que puedas cumplirlo". "Pero no abandones nunca la música", terminó diciéndome.

Hasta ahora mi viaje al Tíbet estaba saliendo casi solo, sin que yo hiciera ningún esfuerzo. ¿No estaba precisamente siguiendo la energía así? El viaje no se realizaría como me lo había imaginado pero dejaría que se fuese construyendo solo, con lo que las circunstancias me fueran proporcionando. Iríamos a la India, a Tashi Yong, y cumpliríamos una parte del viaje, pero tal como se tendría que dar si dejábamos que la energía funcionara por sí misma. Por algún motivo desconocido las cosas se estaban dando de esta manera. Tenía que aceptarlo y ajustarme a estas nuevas directivas cuyo origen también ignoraba, igual que el motivo de mi viaje.

Otra de las situaciones que tuve que resolver en mi interior fue lo siguiente: hacía menos de un año que tenía una nueva pareja, Andrea, una chica mucho más joven que yo, de quien me había enamorado profundamente. En ese momento no nos era fácil separarnos por casi tres meses. Tanto ella como yo sentíamos dolor, pero para mí era más fácil, puesto que iba a una aventura de la cual estaba seguro de volver mejor. Finalmente, en los últimos días descubrí que ella estaba tomando la decisión de apartarse de mí por miedo a que en mi viaje yo descubriera motivos para separarme de ella. Tuvimos que hacer juntos una elaboración interior muy especial para poder irme dejándola con tranquilidad de continuidad. No podía evitar relacionar a Andrea con la chica de la "regresión de la India ". Esta asociación llevaba implícito un objetivo de cambio kármico para mi vida actual. Estaba dispuesto a modificar mi actitud frente a la mujer y lograr una estabilidad más allá de encuentros transitorios. Desde lo profundo sabía que esto significaba miedo a la mujer, miedo al compromiso, miedo a la sexualidad… Y estaba dispuesto a hacer el cambio que fuera necesario.

El 17 de marzo de 1991 partí para Londres con Raquel, mi amiga de budismo. En el aeropuerto, conmoción de mis hijos y mis compañeros, llantos de Andrea, ansiedad indescriptible en mí. Pero al final partimos. Como nuestro viaje era muy largo, conseguimos asientos en el upper-deck, la parte superior del avión, que en otras empresas es el llamado business class, en donde el ámbito es más chico pero mucho más cómodo que en los grandes salones del Jumbo, donde la gente viaja como dentro de un cine. Allí éramos sólo veinte pasajeros y podíamos movernos con facilidad, hablar durante todo el tiempo de nuestros proyectos en la India, leer sobre budismo, intercambiarnos apuntes y libros. Estábamos muy ansiosos; sabíamos que íbamos a algo importante, aunque sin entender del todo cómo habían sucedido las cosas para que al final estuviéramos ya allí, volando juntos "hacia lo desconocido".

Llegamos a Londres muy descansados. Yo había estado allí diez años atrás. En aquel entonces había llegado a conocer a fondo la ciudad y me movía fácilmente por ella. Me encontraba ahora en Londres como en una ciudad amiga. Teníamos que quedarnos dos días hasta tomar el avión que nos llevaría a Delhi.

De nuevo quedé encantado con la vida en Londres, donde todo está en orden, donde todo funciona. Y fue muy importante para Raquel y para mí movernos durante esos dos días en mutua compañía, yendo y viniendo de un lugar a otro juntos, aunque no fuéramos una pareja. Vivíamos cada experiencia como dos buenos amigos y a veces los demás nos creían un matrimonio. Fuimos a conciertos, a museos, a restaurantes y finalmente nos encontramos de nuevo en otro avión rumbo a la India. Otras doce horas, nuevamente en upper-deck, muy cómodos y conmovidos hasta los huesos.

A la madrugada pasamos por Afganistán, por sobre la soledad del desierto montañoso, en donde la arena, con aspecto de olas de mar movidas por el viento, me traía a la mente el lugar donde, a pocos kilómetros de allí, se había desarrollado hasta días antes la guerra del Golfo. "¿Cómo será la India?", me volvía a preguntar. "¿Cómo sería ese extraño país sobre el que sólo tenía fantasías?".

Desde el aire, a la India le faltaba color. El verde era seco y las pocas montañas por las que pasábamos se veían peladas y con caminos muy estrechos, serpenteando por los valles. Lo que estaba abajo era la tierra de Gandhi, el lugar donde se había desarrollado la maravillosa filosofía hindú, donde había nacido el hinduismo, la patria de yogananda, de Tagore, de Krishnamurti y de tantos seres admirables que conservaba dentro de mi corazón. Pero tenía un nudo en el estómago: mi regresión de la India me había mostrado un país difícil y no tan lindo como a veces lo pintaban. "Nunca quise venir a la India ", me repetía, "¿cambiará mi impresión y lograré conectarme con las maravillas de este país?".

Ya al llegar las cosas resultaron diferentes de lo que había imaginado, pero semejante a lo temido. Al pisar tierra india sentí el clima como una agresión. Muchísimo calor, seco y asfixiante. Y también percibimos agresión en todo lo que nos rodeaba. Los empleados del aeropuerto trataban mal a los pasajeros. No estábamos acostumbra-dos a ello, y menos viniendo de Londres. Me di cuenta de que la amabilidad y la seguridad no eran precisamente lo que predominaba en Delhi. Los de la aduana, al tomarnos los datos parecían enojados y sin ganas de trabajar. Se disgustaban por todo. Nos hacían cambiar de una fila a otra sin darnos ninguna explicación. Eran autoritarios y parecía que los molestábamos con nuestra sola presencia.

Me impresionaba lo diferente que era esa gente de los occidentales. La mayoría estaban vestidos de manera extraña: los hombres con telas blancas a la manera de "chiripás", con sandalias o descalzos. Algunos usaban turbantes de colores y otros pocos, pantalones europeos. La tez de la gente era mucho más oscura de lo que había imaginado. La diferencia de color dio pie para la segregación que los ingleses mantuvieron durante la colonia y que todavía persiste a pesar de que los indios son ahora los dueños del país. En apariencia, las mujeres indias tienen muy poca influencia europea. Conservan el tí-pico "sari" de telas de colores, diferentes tipos de sandalias y llevan todas en la frente un pequeño círculo pintado con polvo de carmín rojo, por coquetería. Antes representaba el tercer ojo (el centro frontal). Para mí todo era motivo de curiosidad, y de malestar, sin saber bien el por qué.

Después de varios trámites rutinarios en un clima emocional de tensión, salimos al hall de acceso. Las puertas de entrada estaban cerradas y custodiadas por policías armados que impedían entrar a los de afuera. A través de los vidrios se veía cantidad de gente amontonada mirando hacia adentro, muy pobremente vestida. En el camino hacia la salida se me acercó un hombre y me preguntó si quería un taxi y me señaló una ventanilla donde decía en inglés "taxi prepago". Cuando le pregunté por qué tenía que tomar ese tipo de taxi el hombre montó en cólera. Me contestó que si no quería que no lo hiciera. "Salga, salga allá afuera", me gritaba, mitad en hindi y mitad en un inglés muy extraño, "ya va a ver lo que le sucede". Otro señor que estaba en el mostrador del taxi prepago me llamó y más amablemente me explicó que si yo les indicaba a dónde iba y pagaba allí, tendría seguridad de que me llevarían a mi hotel. Ellos tomarían mi nombre, número de pasaporte y dirección para que el taxista no pudiera estafarme.

Afuera el calor era mucho más intenso, casi insoportable. La gente nos rodeó: algunos pedían limosna, otros ofrecían cambio de dinero, taxis, scooters (taxis con motoneta delante y una pequeña cabina detrás, sólo para dos personas), ropas, juguetes. No faltaban los que nos mostraban los muñones de sus manos cortadas para conmovernos. Pero lo único que queríamos era llegar hasta la otra oficina de afuera en donde nos indicarían qué auto nos correspondía. Finalmente llegamos hasta un taxi abriéndonos camino entre la gente, arrastrando nuestro equipaje. El chófer cargó las valijas y nos llevó en su auto, viejo y medio destartalado, por entre la muchedumbre que pedía cosas desde la calle, a través de los vidrios de las ventanillas.

Nos desplazamos por una avenida que atravesaba la ciudad vieja para entrar en Nueva Delhi, por la parte más linda. Pero la vieja Delhi era espectacularmente fea. Casas muy viejas y ruinosas, tránsito enloquecido, gente por todos lados. Nuestro auto parecía moverse a bocinazos. El chófer tocaba bocina cuando se aproximaba a otro vehículo desde atrás para pedirle paso. Como allí se maneja por la izquierda, a la inglesa, yo estaba aterrado por el desorden de ese tráfico al revés. Los ómnibus tocaban bocina a los taxis; los taxis tocaban bocina a los skooters; los skooters y las motonetas tocaban bocina a las bicicletas y estas atropellaban a los peatones (Fotos 3 y 4).

Sólo veía pobreza por las calles. A la gente se la ve siempre amontonada, caminando en manada con los demás o por entre los vendedores. O bien, sentada en el suelo, en la tierra de las veredas. A cada rato nos encontrábamos con vacas que andaban por la avenida o estaban plácidamente acostadas en el medio de la calzada (Foto 5). Los autos las respetaban y pasaban sin molestarlas. A veces producían amontonamientos que detenían todo el tránsito. En los semáforos en rojo los autos se detenían, entonces las motonetas y las bicicletas se les adelantaban y se colocaban adelante para esperar la luz verde. Nuevamente los bocinazos para pasar y el tumulto comenzaba otra vez. No podía entender por qué tanto ruido y desorganizaciónhasta que vi que los ómnibus y los taxis llevaban escrito detrás, con grandes letras, "Please blow horn" o simplemente "Horn please" (toque la bocina, por favor). Están todavía acostumbrando al público al tráfico motorizado.

Por fin llegamos al Hotel Imperial en donde nos encontraríamos con Gerardo. Se entraba por una hermosa avenida flanqueada por altas palmeras y custodiada por guardias pomposamente vestidos (disfrazados) con ropas de vivos colores y turbantes con plumas for export. Varios de ellos nos sacaron las valijas del auto y nos conduje-ron al interior del hotel. Un hermoso hotel de fines del siglo pasado, con grandes puertas y amplios corredores, con aire acondicionado, lleno de empleados que se movían de un lugar a otro y turistas que hablaban en todos los idiomas. Nos hablaban en un inglés más comprensible que en el aeropuerto y nos hacían sentir cómodos y bien atendidos. Luces por doquier, alfombras rojas y largos cortinados de seda a la usanza antigua. Debía haber sido el hotel donde se alojaban los personajes importantes en la época de la colonia. Y mantenían todavía la tradición de que los empleados eran siervos y el pasajero, un burgués adinerado, amo y señor de la situación.

Las habitaciones eran enormes, con dos camas, sillones, varias mesas de distintos tamaños, dos espaciosos roperos, un toilette con amplios espejos y un escritorio. Había un gran aparato de aire acondicionado que funcionaba permanentemente, un ventilador de techo y una heladera. Sobre el acondicionador de aire, un cartelito en inglés pedía mantener las ventanas cerradas para evitar la entrada de insectos voladores. Otro cartel indicaba cómo accionar el aparato, pero en hindi, con letras en sánscrito. Un baño enorme con artefactos muy viejos completaba la suite.

Los ascensores eran manejados por empleados que abrían y cerraban ceremoniosamente las puertas. Los pasillos de la planta baja tenían gran cantidad de negocios: telas, sedas, piedras preciosas y joyas, artesanías, pinturas típicas, adornos de toda clase. El comedor, a donde desembocaba una enorme escalera de mármol que descendía del salón de baile del primer piso, era muy grande, y estaba atendido por muchos maitres y mozos con smokings o con indumentarias blancas y turbantes con plumas. Una parte del comedor, destinado al desayuno, tenía ventanales de vidrio hasta el suelo que mostraban un gran jardín con césped bien cortado, y con mesas y sombrillas de colores.

Rodeando el jardín, árboles y palmeras muy altas daban la impresión de un oasis en medio de una ciudad llena de ruidos y agresiones. Una enorme pileta azul, ovalada, completaba el lujo asiático del hotel. La gente, tirada junto a las aguas azules, tomaba el pálido sol de marzo. A pesar del intenso calor y de la prima-vera entrante, el cielo en Delhi estaba casi siempre seminublado, con una bruma permanente. Nunca lo pude ver celeste. Muchos pájaros revoloteaban alrededor. Algunos pequeños, de colores variados, se acercaban a comer las miguitas de las mesas, y otros negros, grandes, los cuervos, graznaban y perseguían a los pequeños para comérselos, a veces en el aire.

Gerardo nos había dejado una carta en el hotel anunciándonos que vendría al día siguiente para viajar con nosotros al monasterio de Tashi Yong. Aproveché esa tarde para recorrer los alrededores y volví a tener la misma impresión de agresión que había percibido desde el auto. No contra mí sino entre la misma gente del lugar. Sentía en todo momento la desagradable sensación de que allí imperaba "la ley de la selva".

Todo el tiempo se me acercaban mendigos a pedir. Al principio me conmovían por el modo como se mostraban y me dolía en el alma saber que muchos de aquellos, que para recibir limosnas mostraban los muñones de sus manos cortadas, habían sido mutilados por sus propios padres para poder mendigar con ellos. Gente acostada en el suelo, en medio de esa populosa ciudad cargada de fuerza y de pujanza potencial. Mujeres con sus bebés envueltos en harapos, de caritas muy sucias, llenas de mocos y con moscas que revoloteaban a su alrededor sin lograr despertarlos. Las mujeres ponían rostros lastime-ros al pedir, los hombres ofrecían servilmente algo para vender. Cuan-do por compasión di unas rupias a los que me pedían, aparecieron por todas partes más mendigos y me convertí entonces en un cometa con una larga cola de mendigos que, esperanzados, corrían atrás del extranjero. Finalmente, a pesar de la congoja que inundaba mi pecho, ya no me convencían sus caras llenas de tristeza.

Me llamó la atención la falta de sexualidad en la calle. Recién entonces caí en la cuenta de que en Buenos Aires estamos rodeados de manifestaciones sexuales. Casi todos los anuncios comerciales tienen la presencia del placer y van acompañados de una cara sensual, cuerpos hermosos de mujeres semidesnudas o de hombres deportistas llenos de vigor. En Delhi nada hacía pensar en el sexo o en el amor entre el hombre y la mujer. Los hombres jóvenes andaban solos o con otros hombres. A veces se veían dos muchachitos caminando tomados de la mano o con un brazo rodeando la cintura del otro, aunque sin manifestación directa de homosexualidad. Eso no pasaba entre hombre y mujer: Nunca vi a un muchacho y una chica enamorados, de la mano, enlazados por la cintura o dándose un beso. Sólo parecía existir el sexo entre los extranjeros, muchos de los cuales se vestían como los indios, mimetizados, intentando amoldarse a las costumbres hindúes sin soltar las propias.

Sin embargo los hombres miraban con lujuria a las mujeres, y en particular a las extranjeras, que para ellos debían tener un atractivo especial. Después me dijeron que los hombres sólo piensan en el sexo, pero la libre manifestación de la sexualidad en lugares públicos está reprimida, de modo que su obsesión no se pone en evidencia sino a escondidas. Las extranjeras siempre sufren algún incidente de acoso sexual, desde toqueteos sin consecuencias hasta situaciones muy difíciles en las que tienen que arreglárselas como puedan. Siguen vigentes antiguas costumbres: los padres eligen con quien se van a casar sus hijos, aun en las clases bajas. Hasta entonces, la sexualidad es cosa privada, de la que no se puede hablar. Sin embargo, los kioscos están llenos de revistas de novelas de amor, de apasionados romances y terribles aventuras de peligro, en donde siempre aparece el hombre que logra conquistar a la mujer amada, luchando contra los enemigos contratados por el padre de ella.

Las mujeres indias que salen a la calle con sus maridos caminan unos pasos atrás de ellos. Cuanto más alto es el nivel social del hombre, más arrogante es su andar y más adelante de su mujer se mantiene. La distancia que debe existir entre ellos parece estudiada especialmente. A pesar de que las mujeres se mantienen en un rango inferior a los hombres, esto parece no ser así en niveles de clase media.

Por ejemplo, en los lugares con atención al público se ve un poco más de camaradería entre los empleados, entre hombres y mujeres. También sorprende encontrar que los altos puestos en oficinas públicas o empresas privadas son desempeñados por mujeres. Parece ser que, de a poco, la mujer india está tomando lugares ya conquistados por las mujeres en Occidente; como están recién el comienzo, la situación está exagerada y hay actitudes de soberbia en ellas que a veces molestan. Uno se siente tratado por las mujeres con amabilidad, pero a la vez se percibe un alejamiento afectivo increíble. Posiblemente se trata de que atienden a los hombres sin tener que seducirlos, a la inversa de lo que pasa en nuestro país. La amabilidad no existe en donde no hay que conquistar al cliente.

En las paredes hay carteles proclamando el amor entre la gente. En algunos se ven dos manos juntas en actitud de saludo. "You're wellcome" (bienvenido) dicen, mientras juntan las manos sobre el pecho. Muchas veces yo deseaba que esto fuera realmente cierto, aun-que no siempre lo era. No podía olvidarme de la manera como habíamos sido tratados en el aeropuerto a la llegada. Pero cuando agradecía á alguien y me contestaba con las manos juntas con la misma expresión de bienvenida, "you 're wellcome" (en este caso, de nada), les volvía a agradecer, "thank you ", porque me conmovían las manos sobre el pecho.

Y seguía mi titubeante paseo por los alrededores del hotel, emocionado, asqueado a veces, espantado por la agresión entre la gente, asombrado de la docilidad de algunos y de la arrogancia de otros. Me dolían las maneras rudas de los adultos al tratar a los chicos. Primero les pegan o los empujan tomándolos del cuello y luego les dirigen la palabra. No nos damos cuenta del gran respeto con que tratamos a los chicos, en cambio, en Occidente. En nuestro país, indudablemente, los niños son más importante que los grandes.

Siempre había creído que todos los indios usaban turbantes. No es así. Los hindúes suelen usar un turbante pequeño, una tela blanca o de colores arrollada sin forma especial en la cabeza. En cambio los turbantes grandes, bien armados y redondos, los usan los sicks, un grupo social y religioso especial, con creencias diferentes a las de los hindúes. Tienen una arrogancia particular y suelen ser corpulentos y fuertes, mientras que los hindúes son delgados y caminan agachados, en actitud sumisa. Los sicks siempre están derechos y son altaneros, aunque sean trabajadores simples, chóferes de taxis o empleados de oficinas. Produce miedo ver a policías o militares sicks. Podrían ser atropelladores e implacables. De ninguna manera sabría uno defenderse de ellos. Usan altos turbantes de varios colores, supongo que por diferencias de grupos o jerarquías. Hay una ordenanza municipal que impone el uso obligatorio de casco para los que viajan en motocicletas. Los sicks están exentos de ello puesto que sus turbantes cumplen la función de cascos. Dicen que dentro llevan un puñal para defensa personal. Cuando los veía no podía dejar de pensar que los sicks asesinaron al Mahatma Gandhi después de la independencia de la India, al comenzar los disturbios propios de los países jóvenes. Otros dicen que fueron los musulmanes…

Había que hacer un esfuerzo para tomar conciencia de que la milenaria India es en realidad un país joven, con sólo cuarenta y tres años de existencia independiente. En este momento están como en la Argentina de 1850, en plena lucha de caudillos.

Volví muy angustiado de este primer paseo por la ciudad. Sentí deseos de refugiarme en el oasis del hotel, con su aire acondicionado y sus empleados serviles. Me espantaba la idea de que pudiera sentir-me mejor con el servilismo. Pero claro, los serviles eran los otros y el señor era yo. Tenía una extraña mezcla de compasión por la manera como vivía esa gente, de desprecio por el trato que se daban entre sí, de orgullo por sentir que era diferente y que mi vida era mejor que la de ellos, de vergüenza por sentir todo esto, de soledad frente a ese mundo extraño por el que nada podía hacer.

Este primer contacto con la India me desarmonizó. Influido por la idea de que India es la tierra de la energía, creía que con el solo hecho de estar en ella la energía se expandiría por mi cuerpo y me sentiría enaltecido. Lo que no podía negar era que se sentía una intensa energía, una energía humana tremendamente fuerte, pero más que disfrutarla, había que sufrirla. Después estuve con otros extranjeros que la sabían disfrutar y que vivían maravillados por esa hermosa ciudad. Delhi me sigue pareciendo descarnada y terrible. Me preguntaba cómo podía ser que una primera mañana de paseo me provocara emociones tan fuertes. Me acordé entonces de la regresión a mi vida pasada en la India y me estremecí. Evidentemente yo ya conocía esta ciudad. Ya había caminado por esas calles sucias, por entre esa gente cargada de energía que no podía usar, ya había caminado por entre esas personas que casi no hablaban entre sí, que casi no se miraban pero se agredían con su actitud. Ya había estado antes allí y había tenido esa misma impresión. Sabía que no tenía derecho de juzgar con una sola mirada a la India, pero no podía dejar de sentir ese des-agrado, esa conmoción desarmonizante ya conocida.

En el hotel intenté meditar y no pude. Finalmente, me consolé con la compañía de Raquel y la invité a comer en el jardín-oasis.

¡Qué difícil era elegir comida en ese país extraño! Para algunos esa es una de las más lindas aventuras de un viajero. Para mí era un esfuerzo. Al final, comí el plato más picante de mi vida. Recordé que hacía mucho, una señora amiga, hablando de su viaje por la India me había comentado que un médico local le había recomendado comer picantes para terminar un malestar intestinal que contrajo apenas llegada a Bombay. En el oriente los picantes son la salvación del aparato digestivo ante tantas posibilidades de infección intestinal, ya sea por el agua contaminada o por las manos sucias de los que preparan las comidas. Las condiciones higiénicas de los puestos de venta de comestibles son también muy precarias.

Al día siguiente me puse en contacto con un señor hindú que tenía un escritorio en el hotel para organizar excursiones. Contraté allí un taxi para dar una recorrida de dos horas por la ciudad. Vino un taxista sick (con su turbante). Me preguntó en muy mal inglés a dónde quería ir y a pesar de que durante la noche anterior había estudiado una guía de Delhi, no sabía bien qué era lo más digno de ser visitado. Había tantos monumentos y templos hermosos en el libro… Me llevó en dirección al Qutb Minar, un enorme minarete mahometano, famoso por estar hecho de piedras labradas, pero como el chófer no hablaba inglés no me servía como guía.

Volví al hotel y le pedí al señor del escritorio que me acompañara él mismo en el taxi. Evidentemente, estaba equivocado al creer que el inglés era el idioma oficial de la India. Sólo la gente con cierta cultura puede mantener una conversación en inglés, más allá de hablar sobre precios o servicios elementales. En la calle la mayoría de los carteles están escritos en hindi, con letras sánscritas. Pero en este caso, más bien creo que el taxista no ponía demasiado de sí para ayudarme, posiblemente por ser sick. Volví a preguntarme: "¿Ésta es la tierra de Gandhi?". Los sicks mataron a Gandhi. ¿Por qué? Quizás el Mahatma se dedicó tanto a proclamar el amor y la paz entre los hombres porque allí, en la India, sólo había agresión.

Con respecto a esto, recuerdo que un día leí un artículo de fondo en el New Delhi Times que se refería a las elecciones que se avecinaban para el congreso. Hablaba precisamente de los disturbios que se desataban en toda la India por las campañas electorales. En la milenaria India, recalcaba el periodista, hubo y seguía habiendo fracciones de castas (a pesar de haber sido abolidas), de religiones, de riquezas, de ideologías. Como en todas partes. Pero, decía el artículo, allí las cosas salían más a la superficie y eran más evidentes por las características telúricas propias del país. Estaba frente a otra de las contradicciones de la India: la coexistencia armoniosa de las religiones y la lucha sangrienta de las ideologías.

Todas las fracciones eran responsables, decía en el artículo. Los musulmanes están formados ideológicamente para emprender una guerra santa contra los infieles no creyentes (a pesar de que "Islam" significa "paz"). Y cuando viven en un país donde predominan los mahometanos, pelean entre las fracciones existentes dentro del Mismo Islam. Los sicks sólo quieren el poder, de acuerdo a su ideología de vida. Los cristianos, reminiscencia de la colonia inglesa, son los que tienen el poder del comercio, la industria y la tecnología, y siguen manteniendo con los nativos la separación de la época colonial. Finalmente, los hindúes, con su filosofía de paz, amor y no agresión, permiten que todas las otras fracciones pasen por encima de ellos, convencidos de que en la próxima vida recibirán el premio por sus esfuerzos y sacrificios. "¿Dónde está, decía el periódico, esa India de la filosofía milenaria que tanto maravilló al mundo occidental, que conquistó a grandes pensadores como Emerson, Jung, Hesse? ¿Dónde quedó la herencia de Gandhi que debería subsistir en el corazón de cada indio?"

En cuanto a las características telúricas que mencionaba ese artículo, vale la pena recordar como maravilla de la India, el milagro del río Ganges, el río sagrado. En su ribera pasa toda la vida y la muerte de los hindúes: la gente va con gran devoción a bañarse en sus aguas, bebe de ellas para purificarse, se lava los dientes con cepillo y dentífrico, y al mismo tiempo, sobre sus orillas creman a los muertos y tiran los residuos y las cenizas al agua. O la gente no pudiente, que no puede comprar leña, arroja directamente los cadáveres a la corriente, como se tiran al río las vacas o los camellos muertos y se los ve pasar después a pocos metros de la orilla. Allí llevan a lavar y a dar de beber a las vacas… ¡y no hay enfermedades transmitidas por sus aguas! Porque es el río sagrado. Y nadie duda un instante de que la cosa es así. La explicación racional es que los bacteriólogos encontraron que en las aguas del río Ganges viven unas bacterias llamadas acidofilófagos, que tienen la propiedad de fagocitar (comer) a todo microorganismo existente en el mismo medio. Por lo tanto, no hay microbio que pueda vivir en las aguas de ese río. De esa manera, no hay contaminación o propagación de infecciones a través de sus aguas. ¿Será por eso que lo llaman "sagrado"? ¿O por ser sagrado tiene esta pro-piedad? En las farmacias del mundo entero se pueden adquirir unas ampollas bebibles llamadas así, acidofilófagos, que son cultivos de las bacterias del Ganges y envasadas para tratar diarreas o cambiar la flora intestinal para evitar infecciones de origen entérico.

Existen muchas otras manifestaciones telúricas, como, por ejemplo, el clima caluroso y húmedo provocado por el monzón, el viento del sur que aparece a comienzos del verano y dura cuatro meses, con calor insoportable y lluvias permanentes. Antes de las lluvias, el viento produce una deshidratación intensa que no se percibe de inmediato porque la transpiración se evapora por el calor. Lo que uno experimenta es una gran sed y una excitación a flor de piel, como si uno estuviera erotizado en forma permanente. Se trata de una intensa percepción de la propia energía.

Pensando así continué mi excursión por la Delhi turística. Mi nuevo guía era un hombre de alrededor de setenta años, hindú. No quiso sentarse conmigo en el asiento de atrás, "respetando las jerarquías". Le rogué que viniera y con palabras de agradecimiento se instaló a mi lado, con una santa expresión de humildad. Luego me pidió permiso para encender un cigarrillo. Durante el recorrido me dio explicaciones sobre cada parte de la ciudad por la que pasábamos. Visitamos varios monumentos famosos, algunos mahometanos, los más grandes e impresionantes, otros hindúes que me desilusiona-ron porque en los libros parecen el doble de altos de lo que son en la realidad. Las grandes puertas y columnas son, en verdad, bajas. Los edificios están en muy mal estado de conservación. A veces las vacas duermen allí y ensucian todo y hay gran cantidad de mosquitos por los charcos que quedan después de las lluvias. La belleza arquitectónica y escultural de muchos de estos lugares es innegable pero me costaba disfrutarla: sentía un nudo en el estómago, angustiado.

Mucho más interesante fue la conversación que mantuve con mi guía hindú durante el recorrido. Le pregunté qué pensaba sobre la reencarnación y nuevamente me encontré con que los hindúes no piensan sobre esto. Simplemente tienen la convicción interna de que la reencarnación existe. No me contestó como lo haríamos los occidentales, dando primero explicaciones de por qué creemos y luego diciendo lo que pensamos. Simplemente me dijo que lo que él estaba haciendo por mí era devolverme algún favor que yo le habría hecho en otra vida. Además, él estaba haciendo su trabajo, pero la manera de hacerlo dependía de la relación previa que hubiera tenido conmigo en una vida anterior. De acuerdo a su modo de trabajar, con actitud de servicio o no, así sería tratado por mí en una vida futura. El dinero que yo le daría como pago de su tarea me lo devolvería algún día como agradecimiento por la oportunidad que yo le estaba proporcionando de estar sirviendo a alguien. Me conmovieron sus palabras, sobre todo por su simpleza. Por otro lado, no pude evitar que me vinieran a la mente las explicaciones psicológicas occidentales con las que hubiera podido refutarle todos sus hermosos y cándidos argumentos.

Se quedó admirado de que la Argentina fuera casi tan grande como la India y que sólo tuviera treinta y tres millones de habitantes. ¡Ellos eran alrededor de novecientos millones! Automáticamente miré la cantidad de gente que caminaba por la calle. Sin darse cuenta, in-conscientemente, estaban compitiendo hasta por el aire que respiraban. Y sin ser muy materialista entendí que si se permitieran comerse a las vacas, animales sagrados, cada vaca tendría que ser compartida por diez personas puesto que se calcula que hay noventa millones en todo el país. Y ya no habría más… Entretanto, la leche, con la que hacen sus alimentos, es la gran fuente de proteínas de los indios.

Cuando llegamos al monumento de Gandhi me pidió que entrara solo porque él tenía dificultades para caminar. La tumba está en un parque muy hermoso, bien cuidado y asoleado. Yo venía ya con cierto disgusto por los anteriores monumentos visitados pero se me estrujó el corazón de emoción cuando un soldado que custodiaba la entrada me indicó que me quitara los zapatos. En todo el Oriente, sacarse los zapatos es una señal de respeto al lugar y de humildad frente a lo que allí hay. Nadie entra en un templo, cualquiera sea su credo, con los zapatos puestos, y a nadie se le ocurriría entrar en su propio hogar trayendo el polvo de la calle en el calzado. Me parecía admirable que un soldado me pidiera respeto de esa manera. Tuve, que continuar descalzo por las lajas del parque hasta el monumento.

Cuadrado, de dos metros de lado y sesenta centímetros de alto, hecho de grandes piedras negras y cubierto de flores, el mausoleo es sencillamente conmovedor. En uno de los costados del cuadrado, en una bella lámpara de cerámica, una llama arde permanentemente. Me contaron que los contrarios del hinduismo intentaron apagarla muchas veces. Con los ojos humedecidos no pude menos que recitar una plegaria frente al recuerdo de uno de los hombres más grandes de este siglo.

Gandhi solía decir que practicaba el Karma yoga o yoga de la vida diaria, a través del cual, con una actitud de permanente devoción y amor a Dios y a la humanidad, realizaba su evolución espiritual, manteniendo una vida dedicada al servicio a los demás. Reconoceren cada momento el sentido de la energía cósmica permite consagrar la acción de cada día al propio crecimiento interior. Seres así no son aceptados fácilmente por los que sólo piensan en el poder personal o el predominio de una ideología.

Al regreso, mi guía hindú quiso volver al hotel sentado al lado del chófer y no en el asiento de atrás. Con un fuerte apretón de manos me despedí de una persona hermosa que con su proceder sereno y humilde me daba lecciones en cada acto de su simple trabajo. "Un ejemplo de Karma yoga", pensé.

En el comedor al aire libre me esperaba Raquel en compañía de Gerardo que había venido a ayudarnos a preparar nuestro viaje a Tashi Yong. Comimos juntos y después nos invitó a dar otra vuelta por los alrededores, donde la calle era un gran mercado y donde podríamos comprar regalos o cosas para llevar a la Argentina.

Fue otra experiencia desagradable, aunque impresionante. A lo largo de la avenida del mismo hotel había una serie de comercios, algunos abiertos a la calle, sin puertas ni paredes, luciendo sus mercaderías sobre la misma vereda. Los dueños y empleados ofrecían sus productos a los que pasábamos curioseando, con actitud insisten-te, casi sin permitirnos pensar. En medio de esa mezcla de pobreza y desorden resultaba extraño ver que operaban con tarjetas de crédito o había un hermoso teléfono colorado en el suelo, o entregaban recibos con computadoras.

En la vereda, sentados sobre la tierra, pordioseros mostraban sus enfermedades o defectos, chicos harapientos colgados de los vestidos largos y coloridos de sus madres, que extendían sus manos pidiendo ayuda con caras cansadas y tristes. La calle era un gran merca-do donde se vendía de todo, desde lujosas telas y bellas piedras preciosas hasta las baratijas más simples y feas. Gerardo nos aconsejó que pagáramos el 40% de lo que nos pedían. A mí me costaba regatear y al final sólo compré una pequeña cabeza de Buda tallada en madera.

No aguanté todo eso así que decidí volver al refugio del hotel y me puse a escribir hasta que volvieran mis amigos. A la mañana siguiente nos encaminamos al aeropuerto con Gerardo a tomar un avión hacia Tashi Yong. Si no fuera por él habríamos tomado el tren, como nos habían dicho en la embajada de la India en Buenos Aires, y hubiéramos soportado un larguísimo viaje en uno de los trenes más sucios y peligrosos del mundo. La cosa era mucho más fácil de lo que habíamos supuesto. Gerardo tenía larga experiencia de los movimientos en la India.

Subimos a un avión bimotor a hélice, muy pequeño. Cabían sólo catorce pasajeros en asientos pequeños, uno a cada lado de un pasillo estrecho, con ventanillas espaciosas. No era presurizado y por lo tanto no volaba muy alto. El calor era intenso pero todo resultó muy divertido. Una bella azafata, vestida con un elegante sari y con una joya en su frente, nos sirvió té con galletitas, haciendo equilibrio por el estrecho pasillo. Durante una hora volamos por sobre la llanura india, descolorida y cuadriculada por los campos cultivados en pequeñas fracciones.

En la hora siguiente nos internamos en la montaña, el Himalaya. Abajo se veía el camino por entre las montañas que empezaban a crecer. De a poco se iban dibujando a lo lejos las altas cumbres nevadas, cubiertas algunas de nubarrones cargados de tormenta. Noté que casi todas las montañas estaban escalonadas, formando terrazas para los cultivos. Nunca había visto desde la altura tal cosa. Me di cuenta de que los habitantes continuaba la competencia por la supervivencia. Se veían poblados, nunca grandes ciudades, conjuntos de casas distribuidos por la montaña, siempre rodeados de pequeñas terrazas escalonadas para los cultivos. De la vida humana sólo se veía su trabajo, y la montaña guardaba en su propia estructura la marca de la necesidad vital, a diferencia de las montañas vírgenes americanas que alternan con enormes praderas cultivadas. Cada casa parecía disponer de un trozo de montaña para poder cultivarla y obtener su propia alimentación. Los novecientos millones de habitantes marcaban así su huella.

Una vez en el aeropuerto hicimos los trámites de llegada en unas instalaciones bastante precarias. Un aeródromo provinciano muy desolado y rodeado de alambre tejido alto. Afuera, detrás de las puertas de acceso, había mucha gente agolpada contra los alambres, in-tentando entrar. Personal del ejército se lo impedía, armados de palos que levantaban amenazantes. Hombres y chicos gritaban y empujaban como en una manifestación. De repente alguno lograba pasar el cerco de protección y a palazos lo hacían retroceder hacia la puerta de alambre. Una mujer soldado se me acercó y me ofreció un taxi. Gerardo me ayudó porque la mujer hablaba poco inglés. Amablemente nos indicó que esperáramos mientras los soldados seleccionaban entre la gente agolpada en la puerta al taxista elegido para llevar a los pasajeros. Subimos en un auto de tipo "combi" moderno, pequeño, taxi que después vi mucho en toda la zona, y salimos por entre el montón de gente.

La ruta era muy estrecha, apenas cabía un auto y medio, de modo que cuando nos enfrentábamos con otro, después de largos bocinazos, uno de los dos tenía que salir un poco a la banquina para dejar pasar al otro. Posiblemente salía el más tímido. Para pasar a otro vehículo más lento había que tocarle bocina durante largo rato hasta que se corriera un poco y permitiera que nuestro auto se le adelantara peligrosamente por un costado.

Ni en un solo momento dejábamos de ver gente o casas al borde del camino. Las casas son muy pobres, abiertas directamente a la ruta, muchas de dos plantas. La baja está destinada a las vacas, con sus establos, o tiene algún negocio con sus puertas abiertas de par en par y gente sentada en la vereda. Los indios se sientan en cuclillas con los talones pegados a los glúteos, dejando sus sandalias al lado.

A lo largo de todo el camino podíamos ir viendo los distintos aspectos de la vida de la campaña. A cada rato se densificaba la población, aparecían escuelas, con niños jugando en los patios, vacas caminando por el pavimento (cuidadosamente respetadas por todos), algún carro tirado por un camello, chicos jugando en la calle, muchas mujeres jóvenes con grandes fardos de pasto o ramas en sus cabezas, llevando comida para sus vacas o combustible para sus cocinas. La gente limpia los campos de hojas, ramas y pasto seco para llevárselos a sus hogares. De esa manera, los campos y bosquecitos parecen parques perfectamente cuidados. En general no tienen otro combustible para cocinar, de modo que la recolección es permanente.

Lo mismo pasa con el guano de las vacas. Lo llevan para fertilizar los cultivos o para usarlo como combustible y hasta como argamasa. Mezclándolo con agua y tinturas cubren las paredes a la manera de revoque coloreado. Así, los terrenos se van empobreciendo por falta de abono natural. La tierra en esa zona es amarilla y muy gredosa, con vegetación natural escasa. Las plantas ya no tienen lugar donde nacer porque todo está aprovechado para la vida de la gente, de los animales y de los cultivos. Hasta en los más mínimos espacios se ven crecer plantas de trigo.

Por la ruta, esbeltas jovencitas hermosamente arregladas, caminan con jarrones de bellos diseños sobre sus cabezas transportan-do agua desde algún grifo público. A veces, a lo largo de la calzada hay canaletas de agua sucia que reemplazan a los caños cloacales subterráneos de las ciudades.

Al cabo de dos horas de viaje, durante las cuales Gerardo nos puso al tanto de las noticias de Tashi Yong, llegamos a Palampur, un pueblo cercano al monasterio, en donde nos alojaríamos esa noche. Fuimos directamente a un hotel donde conocían a Gerardo. Rodeada por un gran parque con jardines llenos de flores había una casa antigua muy hermosa. Me hacía acordar a los grandes casas de campo en Córdoba, mi provincia natal, donde se mantenía el estilo inglés, rodeadas de amplias galerías con pilares y baldosas decoradas. Adentro, de un extremo a otro de la casa, un largo y ancho pasillo, a donde daban grandes habitaciones amobladas a la antigua.

Esa casa había pertenecido a un rey de la época feudal de la India y todavía solía ir allí la familia real a pasar algunos días, en habitaciones que se conservaban cerradas, exclusivas, en el primer piso. Los muebles del comedor eran señoriales, y las paredes estaban decoradas con cuadros con fotos de los dueños. En este hotel nos quedaríamos, como únicos pasajeros, hasta saber si podríamos alojarnos en el monasterio, a dos o tres kilómetros del hotel.

CAPÍTULO TRES. La Danza de los Lamas

Esa misma tarde, después de instalarnos en nuestras habitaciones, pedimos un taxi del pueblo vecino y nos fuimos al monasterio de Tashi Yong. Viajamos por un hermoso camino de montaña, que a veces me hacía recordar a los de Córdoba, y al entrar en un valle divisamos el monasterio. Fue un momento de gran excitación. Por primera vez desde nuestra llegada a la India nos poníamos en contacto con los tibetanos y el budismo.

Sobre la ladera de una montaña se veía la Gompa o templo principal, una construcción típicamente tibetana, con paredes amarillas decoradas con colores, con ventanas rectangulares y techos rojos y dorados, al estilo de una pagoda china, con terminaciones sobresalientes en los bordes formando una voluta en cada extremo. Rodean-do la Gompa, sobre la ladera de la montaña y entre los árboles, estaban las casas que constituían la comunidad tibetana. Por detrás del templo, otra serie de casas escalonadas que luego supe eran las de los lamas y de los monjes. Una calle estrecha y en muy mal estado nos condujo hacia el acceso al monasterio. Las terrazas de cultivos de trigo llegaban hasta el borde del asfalto roto del camino y pasamos al lado de muchas casas de pobladores indios, como las que habíamos visto en la ruta desde el aeropuerto. El aspecto de la población tibetana, en cambio, era muy diferente: casas cerradas, modestas pero limpias, y distribuidas en calles muy estrechas y pintorescas.

El taxi nos dejó en la oficina, la administración del monasterio. Era un conjunto de casas con galerías que rodeaban un patio de tierra. Se acercaron varias personas a saludar a Gerardo. De los dieciséis años que este había vivido en la India, gran parte del tiempo lo había pasado en ese monasterio, y después de haber regresado a Buenos Aires volvía por allí casi todos los años. Los tibetanos se mostraron muy amables y simpáticos. Muy pocos hablaban inglés: Raquel y yo sólo podíamos saludarlos imitando sus gestos, con una pequeña reverencia y juntando las manos extendidas como rezando, sobre la boca. Algunos monjes se acercaron también y nos tendieron las manos a la usanza nuestra y nos saludaron en inglés, todos con grandes sonrisas, mostrando sus blancos dientes, con sincera afectividad. De golpe tuve la impresión de que habíamos cambiado de país y entrábamos en un lugar acogedor y armonioso.

Subiendo por una larga escalera de cemento llegamos a un patio muy amplio con dos altos mástiles al frente del templo principal, la Gompa. Rodeando el patio, otros dos templos accesorios, modernos. La Gompa, en el medio, era muy hermosa, como la habíamos visto desde el camino, decorada de vistosos colores y grandes ventanas rectangulares con cortinas amarillo azafrán. Rodeando el templo subimos por un sendero de piso de cemento, muy empinado. Abajo se veían las casas de los monjes y las instalaciones de la cocina. Por fin, después de otras escaleras, llegamos a una casita sencilla con galería al frente. El propio lama Chögyal salió de su casa a recibirnos, con su hermosa sonrisa de siempre. Nos besó cariñosamente y nos retuvo las manos entre las suyas mientras nos miraba el alma con sus ojos claros, verdosos (Foto 6). Entramos a su casa, una sala muy sencilla, con piso de baldosas, coloridas alfombras tibetanas y algunos muebles a la europea. Nuestro anfitrión nos convidó té y café que trajo Tashi, un monje joven, su sobrino y ayudante, y hablamos de nuestro viaje y de los amigos en común. Raquel le entregó regalos y cartas que le mandaban sus amigos y discípulos de la Argentina (Foto 7).

Como el lama Dorsong no estaba en ese momento en el monasterio quedamos en volver al día siguiente para verlo. Después me enteré que este último era el presidente de la comunidad tibetana y que el monasterio dependía de él. Yo también lo había conocido en Buenos Aires, años atrás, cuando dio clases y dirigió un retiro junto al lama Chögyal. Este era el vicepresidente y estaba a cargo de la administración y la infraestructura del lugar, algo así como un intendente.

Chögyal nos contó su dificultad para ir al Tíbet, que ya conocíamos. Los chinos no le permitían la entrada. En mayo habría festividades en Lhasa, la capital, conmemorando la invasión china. Se sonrió con una mezcla de dulzura y amargura: la visita de un lama no era lo mejor para el nuevo Tíbet. Luego nos invitó a que nos quedáramos a vivir en el monasterio desde el día siguiente.

A la caída del sol volvimos al hotel con el corazón henchido de alegría y con la sonrisa del lama Chögyal en los ojos. Después pude reconocer que cada lama transmite algo diferente a los que se les acercan. Chögyal, a pesar de sus cuarenta y dos años, me hacía sentir como un chico tímido y temeroso, deseoso de su afecto. No me en-tendía a mí mismo cuando me era imposible dirigirle la palabra sin sentir una mezcla de pudor, respeto y cariño. Casi no me salían las palabras en su presencia.

Al día siguiente llevamos todo nuestro equipaje para insta-larnos en el monasterio. Algunos empleados de la oficina nos llevaron a nuestros alojamientos. Llovía y con dificultad subimos por los senderos de tierra de la montaña hasta un grupo de seis casas entre los árboles del bosque, un poco más arriba de la casa de Chögyal. En el terreno del monasterio, algunos argentinos, amigos nuestros, las habían hecho edificar. Salieron a recibirnos Mariano y Susana, que ocupaban dos de las casitas. De un solo ambiente, sus casas tenían cama, mesa, bibliotecas, estantes con un altar para la meditación y alfombras tibetanas en el piso. Una de las pequeñas casas era un baño bien instalado, con ducha y agua caliente. Las casas destinadas a Raquel y a mí formaban un solo bloque y también eran de un ambiente cada una. Nos pusieron una cama y una mesa. Debíamos comprar los otros muebles que quisiéramos colocar. La casa más alejada pertenecía a una monja holandesa que en ese entonces no estaba en la India.

Comenzamos nuestra vida en el monasterio. Susana y Mariano nos hicieron sentir muy bien y nos fuimos instalando de a poco en nuestras habitaciones. Raquel compró en la administración una alfombra que me gustó mucho. Las mujeres de la comunidad tibetana trabajaban en una fábrica de alfombras en el monasterio con lo que contribuían al mantenimiento del mismo. Compré también dos diferentes, con los típicos dibujos tibetanos. Las llevaría una para mi departamento en Buenos Aires y la otra, con un bello dragón azul que echaba llamas por la boca, la destiné para la menor de mis hijas. Entretanto me servirían para mi casa en la montaña. El piso era de ce-mento y lo barría todos los días con una escoba muy corta, hecha con un manojo de penachos de no sé qué planta; se la usa agachado, como todo lo que hacen los indios. Los tibetanos las usan también. Allí no se conoce la escoba de palo largo. He visto barrer parques enteros con esas escobitas que exigen agachar la cabeza. Las alfombras cubrían gran parte de mi dormitorio, de modo que entraba descalzo, como lo hacen la mayoría de los tibetanos e indios, dejando las san-dalias fuera de sus casas y templos.

El primer día almorzamos en casa de Susana que preparaba siempre su propia comida con una cocina eléctrica. En ese almuerzo nos reunimos los argentinos a fin de instruirnos respecto a las costumbres en el monasterio. Mariano hacía seis meses que estaba, haciendo un retiro monástico en su propia casa en la montaña. Antes solía ir casi todos los años a recibir enseñanzas e instrucciones del lama Dorsong. Tenía indicaciones precisas sobre su trabajo mental y espiritual. Pensaba quedarse varios años en Tashi Yong y para eso había dejado totalmente sus actividades en Buenos Aires. Susana, psicóloga, hacía sólo dos meses que estaba allí. Vivía en Buenos Aires y venía también todos los años a seguir indicaciones de Dorsong. En mayo se iría a España, en donde pensaba descansar en la playa porque durante varias temporadas se había quedado sin verano a causa de sus repetidos viajes a la India.

Mariano, que es ingeniero, había hecho construir el baño que usaríamos. Instaló la electricidad en todas las casas e hizo poner untanque en lo alto de la montaña de donde venía el agua para el baño. Para llenar el tanque había contratado a un hombre para subir agua diariamente desde las instalaciones del monasterio. El "kuly", como llaman a los changadores en hindi, era un indio de las casitas de las montañas de en frente. Era joven, muy flaco, de piernas largas y delgadas. No debería pesar ni cuarenta y cinco kilos y subía la montaña con un enorme bidón de cuarenta litros de agua para nuestro tanque. Y sólo por unas pocas rupias por día. Sin embargo, nos explicaba Mariano, era el único trabajo que podía conseguir allí. A veces faltaba porque estaba borracho o drogado. En el baño había también una heladera eléctrica en donde guardábamos los alimentos y bebidas. Se estaba acercando la temporada de mucho calor y se nos aconsejó no beber agua sin hervirla, una vez que tuviéramos cocina propia.

En las montañas de enfrente, separadas de las nuestras por un riacho, había muchas casas diseminadas entre cultivos escalonados y tierra virgen. Esta, sin embargo, también estaba escalonada por las caminatas de las vacas y cabras que comían el escaso pasto que crecía en una tierra muy gredosa. Desde una de las ventanas de mi dormitorio podía ver una escuela, a la que iban chicos de las montañas vecinas. El monasterio tenía su propia escuela primaria para la población tibetana y muy cerca de la entrada había otra escuela india. En ellas se veía a los chicos jugando o estudiando, la mayor parte del tiempo al aire libre, sentados en el suelo alrededor de sus maestras. A veces llegaban hasta nuestras casas pastores de esas montañas, llevando vacas para pastar, ya que la hierba del monasterio era más alta que la del resto de las montañas puesto que allí no había animales sueltos.

Al día siguiente de nuestra llegada pudimos ver al lama Dorsong, un hombre corpulento y alto, de alrededor de cuarenta y cinco años. Estaba muy ocupado con la dirección del monasterio y de la comunidad tibetana. Por la mañana meditaba y hacía algunas prácticas religiosas solo, en su casa. Al mediodía iba a la oficina y recibía visitas, resolvía problemas locales y atendía todo lo que tuviera que ver con el monasterio. Lo fuimos a visitar allí con Raquel y nos atendió por separado. Cuando entré a su despacho me hizo sentar en un sillón frente al suyo, que estaba ante un escritorio como los nuestros, lleno de papeles, fotos y alguna estatuita religiosa. Le dije que mi deseo era quedarme unos días en el monasterio, que había pensado pedirle al lama Chögyal instrucciones para aprovechar mi estadía, pero que este me había mandado a él para que fuera mi maestro mientras estuviera allí. Me contestó que me daría enseñanzas con todo gusto cuando se desocupara un poco, ya que en esos días comenzaba una de las fiestas más importantes del budismo, unas semanas después del Año Nuevo, y que ellos lo celebraban con un ritual llamado Danza de los La-mas (en tibetano "garcham").

Se trataba de danzas rituales en las que participan todos los lamas del lugar, algunos invitados de otros monasterios y todos los monjes de allí, aun los más pequeños. Él estaba encargado de la organización de las festividades y tenía que recibir a los visitantes religiosos y laicos que vendrían. Las fiestas duraban cuatro días y era muy auspicioso para nosotros haber llegado justo en ese momento. Al día siguiente comenzarían, de modo que me invitaba a que participara en todo lo que me fuera posible ya que ver las danzas de por sí significa una acumulación de méritos importante. Debía tratar de informarme del significado de las danzas para aprovecharlas mejor y quizás Gerardo estaba en condiciones de instruirme al respecto.

Los budistas afirman que los seres humanos y todos los seres sensibles están en continua evolución a través de sus múltiples encarnaciones. La acumulación de méritos es algo así como un recuento de los actos buenos o beneficiosos que uno va haciendo y que nos sirven para continuar con nuestra evolución. Toda acción aporta un valor a nuestra vida que se refleja en el karma, en forma benéfica o acumulando negatividades. Una enfermedad o cualquier alteración en nuestro físico es la expresión externa de nuestro karma negativo, por eso se dice que cuando un Maestro toma cuerpo físico para realizar una. misión en la Tierra elige un cuerpo puro, sin mancha, para poder llevar a cabo su objetivo sin impedimentos físicos. Un Maestro, en su categoría de evolución, ya no tiene karma.

El karma no es, como lo entienden algunos, el castigo por las malas acciones, sino el resultado lógico de cualquier acción, mala o buena. Los budistas clasifican las acciones en positivas, negativas y neutras para la evolución personal. No se trata de una cuestión moralsino de algo casi físico, energético: a tal efecto tal causa (aunque sólo un Buda puede llegar a saber cuándo se va a manifestar el efecto de una acción determinada, en esta vida o en otra).

Sobre este punto, Sogyal Rinpoché, en su libro Destellos de Sabiduría, dice: "El karma no es fatalismo ni predestinación. Karma es nuestra capacidad de crear y cambiar. Es creativo, porque podemos determinar cómo y por qué actuamos. Podemos cambiar, porque el futuro está en nuestras manos, y en manos de nuestro corazón."

Buda dijo:

El karma lo crea todo, como un artista.

El karma compone, como un bailarín".

Además, el karma se pone de manifiesto en la circulación de la energía en el cuerpo. Existen 84.000 "nadir" o conductos de energía que recorren nuestro cuerpo, conectando entre sí los centros de energía (o chakras). Se considera que hay siete centros de energía principales distribuidos a lo largo del tronco de nuestro cuerpo y su accionar condiciona el funcionamiento de toda nuestra persona. Desde el punto de vista energético el cuerpo está dividido así en siete rodajas que corresponden a los siete centros. La totalidad de la energía de nuestro cuerpo se le llama "aura".

A cada uno de estos centros de energía, o rodajas de nuestra persona, le pertenecen:

• Un conjunto de órganos, con una glándula endocrina y la porción del sistema nervioso vegetativo que los coordina.

• Una porción de la columna vertebral, con el conjunto de músculos correspondientes y un aspecto de nuestra vida instintiva (incluida la sexualidad).

• Una porción de la vida psíquica relacionada con nuestras emociones.

• Una porción de la vida psíquica relacionada con nuestros afectos.

• Una porción de nuestro intelecto y de nuestros pensamientos.

• Una porción de nuestra mente superior y de sus poderes potenciales.

• Un aspecto de nuestra vida espiritual.

Estos siete centros de energía son los siguientes:

1. Centro bajo (Muladhara, en Sánscrito), en relación con lo orgánico y generador de energía.

2. Centro lumbo-sacro (Swadhisthana), en relación con los instintos y distribuidor de energía.

3. Centro medio (Manipura), en relación con las emociones y la vida psíquica.

4. Centro cardíaco (Ananhata), en conexión con los afectos y la vida de relación.

5. Centro laríngeo (Vishudha), en relación con el intelecto y la comunicación del pensamiento.

6. Centro frontal (Ajna), en relación con la mente superior y la creatividad.

7. Centro coronario (Sahasrara), antena de conexión con lo espiritual y los seres superiores.

Nuestra evolución está reflejada en el modo de circulación de las energías en estos centros de manera tal que el estado de los centros y de los Nadis muestra la evolución de nuestra persona. Para el buen funcionamiento de la energía comer adecuadamente o respirar correctamente es tan importante como ser virtuoso u obrar bien en nuestra conducta diaria.

Existen también ciertas acciones directas sobre la energía que pueden ser consideradas como beneficiosas, como estar cerca o bajo el aura de un Maestro o asistir a determinadas ceremonias. Por eso Dorsong Rinpoché me decía que era muy auspicioso para mí estar en esas festividades de " La Danza de los Lamas" y que eso significaba una acumulación de méritos. [8]

Me halagó que Dorsong Rinpoché me recibiera con tanta amabilidad, pero por otro lado, no quería convertirme en un turista. Ya estaba viviendo en un monasterio budista y tenía la sensación de que no sabía del todo qué era lo que tenía que hacer allí. Me parecía que me estaba ocupando más de mi subsistencia que del trabajo específico espiritual o mental. Por otra parte, me resultaba raro ver que la actividad del lama se pareciera a la de un rector de un colegio.

Los pobladores de la comunidad tibetana vivían alrededor del monasterio y durante el día entraban por sus callejuelas y tenían con-tacto directo con los monjes y sus actividades. Era lógico que así fuera porque la mayoría de los monjes eran hijos de esa gente, y las mujeres y los hombres colaboraban permanentemente con las necesidades de los religiosos.

Traté de investigar cuál era la vida de los monjes y comencé a entrar en el templo donde se reunían para practicar sus ceremonias religiosas o "puyas". Eran impresionantes, pero muy largas y monótonas. Los monjes se sentaban con las piernas cruzadas y envueltos con sus mantos de color bordó en largos bancos bajitos que tenían delante escritorios también largos, donde ponían sus libros para leer los textos de las puyas. Había cuatro filas de bancos y se sentaban de cara al centro del salón, dos filas de cada lado. Al fondo del pasillo central había un trono alto con pupitre, ocupado por el lama principal del monasterio: Kamtrul Rinpoché, un lama de nueve años de edad (Foto 8). A veces él no iba y el trono quedaba vacío. En los lugares más cercanos al suyo se sentaban los lamas y los monjes más importantes del monasterio o invitados, y seguían los otros, según su categoría, hasta que en los bancos externos, contra las paredes del templo, estaban los niños, acompañados por sus preceptores.

Recitaban a gran velocidad los textos de las plegarias que leían en sus libros, hojas sueltas, apaisadas, que estaban escritas con tipos de imprenta de ambos lados, y que iban pasando a medida que las leían colocándolas apiladas encima de las ya leídas. Recitaban las palabras rítmicamente, acompañados por tambores que tocaban algunos de los monjes, marcando el ritmo. De vez en cuando sonaban los instrumento de viento, algunos cortos, parecidos a clarinetes, y otros largos, de sonido muy grave, acompañados por platillos especiales de sonidos diversos y campanas tintineantes de tonos muy claros. También usaban instrumentos hechos con caracoles marinos de diferentes tamaños, algunos muy grandes, de sonidos profundos y penetrantes.

Yo me sentaba en el suelo, a un costado del templo, junto a la puerta de entrada que permanecía cerrada. No podía seguir el texto porque no sabía leer tibetano, pero aprovechaba para meditar arrastrado por el ritmo de las oraciones, o repetía mantras que conocía de antes. Era tremendamente impresionante cuando sonaban los instrumentos de viento con los platillos y las campanas. Hacían un fondo musical escalofriante que me transportaba a estados de meditación que no había conocido hasta entonces. No podía dejar de pensar con cierto orgullo que era el único occidental que tenía el privilegio de estar presente en esas ceremonias budistas en el Himalaya. Sentía que era realmente auspicioso, como decía el lama Dorsong.

Los tibetanos tenían un ceremonial especial que al comienzo no esperaba entender. En determinados momentos se colocaban gorras altas en forma de cascos de color azafrán y siempre había un monje que dirigía, generalmente el abad, que de pie, realizaba primero los movimientos. Acompañado de otro, repartía arroz inflado a los monjes, luego les servían "chaa" en tazones, el típico té con manteca, que bebían dentro del mismo ritual. Les era útil para resistir el largo tiempo de las puyas. Se me acercaban y me daban también a mí arroz y chaa. Otras veces, con teteras especiales ("bumpas") repartían agua azafranada que había que recibir en el hueco de las manos, beberla y luego pasarse las manos por el pelo, recibiendo así bendiciones.

Las ceremonias me resultaban muy largas y tenía que hacer esfuerzos para quedarme sentado, sin comprender demasiado lo que pasaba. El pequeño lama Kamtrul permanecía sentado todo el tiempo en su trono. A veces comía uvas, miraba con ojos curiosos a todas partes o se sonreía contestando a los monjes chicos, mostrando así su cansancio. Sin embargo, la disciplina era perfecta sin que nadie dieraórdenes ni reprendiera a los menores. Los lamas y los monjes gran-des no mostraban ninguna señal de cansancio. Me llamaba la atención que en ningún momento había períodos de meditación en silencio o silencios prolongados. Cuando terminaba la puya, que a veces duraba tres horas, todos se levantaban, y sonrientes y ha-blando entre ellos salían rápidamente, en orden, a buscar sus zapatos que habían dejado afuera, junto a la puerta. Kamtrul no bajaba solo. Se le acercaba su preceptor, que siempre lo acompañaba, y lo sacaba en brazos por una puerta especial, seguido por algunosmonjes y lamas superiores.

Uno de los rituales más interesantes era el ofrecimiento de las "tormas", especie de tortas de mazapán de diferentes formas y tamaños que eran bendecidas. Las tormas de ofrendas son dedicadas en principio a los "Yidams" (divinidades de meditación). Cada una de las tormas tiene su forma característica y se presentan en el altar. Otras tormas son para los "gegs" (seres que producen obstáculos) y se ofrecen en el exterior para que ellos no obstaculicen las ceremonias. Las tiran al patio, bien lejos, para que también las coman los espíritus ávidos y hambrientos (los "pretas") a los que los tibetanos ayudan por compasión y tratan de alimentar porque no puedan hacer-lo solos. Los pájaros y los cuervos parecían esperarlas afuera, también con avidez.

Con respecto a la palabra preta, es necesario conocer algo de la cosmología budista para entenderla. El universo se divide en dos grandes porciones: el samsara y el nirvana. En el nirvana vi-ven los seres iluminados y en el samsara, los que estamos en la vida de la dualidad y la irrealidad. Para ellos, lo que nosotros llamamos realidad es justamente lo que no existe por sí mismo sino que es producto de nuestra mente. Es el permanente fluir de las proyecciones de nuestras emociones y pensamientos. En el samsara existen la ignorancia y las emociones negativas, y como lógica consecuencia, el sufrimiento o la felicidad transitoria. El samsara está dividido a su vez en seis mundos:

1. El mundo de los seres infernales, los que merecieron el infierno por su mal karma. Están allí por mucho tiempo y el sufrimiento es continuo, siendo torturados por el calor y el frío principalmente. Predomina en ellos la CÓLERA y en consecuencia reciben sobre sí sus propias acciones agresivas dirigidas anteriormente hacia otros.

2. El mundo de los pretas, seres hambrientos y necesitados, que tienen boca muy grande y garganta muy estrecha. Lo poco que pueden comer cae en un estómago enorme "como el valle entre dos montañas". Predomina en ellos la AVIDEZ y la disconformidad.

3. El mundo de los animales, en donde predomina la IGNORANCIA y la ESTUPIDEZ. El sufrimiento es consecuencia de ellas. Viven con miedo permanente, defendiéndose de los otros animales más fuertes que los quieren devorar, o de los hombres que se aprovechan de ellos para alimentarse o para hacerlos trabajar sin compasión.

4. El mundo de los seres humanos, en donde predominan las emociones negativas y, en especial, el DESEO. El sufrimiento apare-ce precisamente porque el hombre es un esclavo de sus emociones y pasiones. Se considera al deseo como negativo porque se desea lo que no se puede tener, y esto nos hace sufrir.

5. El mundo de los semidioses o "asuras", seres que han llegado muy alto en su evolución en el samsara, pero siempre están con ENVIDIA de lo que tienen los otros en su mismo nivel o en un nivel superior. Están acosados por los CELOS y viven en permanente guerra con sus iguales para superarlos o no ser vencidos por ellos, o con los dioses, para tratar de igualarlos.

6. El mundo de los dioses samsáricos, que han llegado muy alto. Su característica es la longevidad y el disfrutar de los placeres sensoriales. Viven felices en sus mundos, alejados de los sufrimientos. Tienen emociones semejantes a las de los seres humanos (como los dioses griegos), siendo su principal emoción el ORGULLO. Pero su mayor sufrimiento aparece cuando saben que van a morir y se desesperan porque van a perder su lugar de privilegio.

Los distintos mundos de existencia se manifiestan material y mentalmente, y cada ser, debido a los impulsos kármicos, toma nacimiento en uno de estos seis estados.

Estos seis mundos representan simbólicamente los distintos estados en los que todos nos encontramos transitoria o permanente-mente, y a los que hemos llegado debido a nuestras acciones anteriores, en vidas pasadas o en nuestra vida actual. En un mismo día podemos pasar por esos seis estados, emocional o físicamente:

Hay personas que viven como en un infierno, acosadas por todo tipo de sufrimientos, enfermedades y pobreza. Viven dominadas por la cólera y la agresión, y se relacionan con los demás mediante la AVERSIÓN y la pelea.

Están aquellos que se quejan de sus vidas, convencidos de que siempre les falta algo, como los pretas. Llevados por la avidez de lo que creen necesitar, no saben aprovechar las cosas buenas cuando las tienen. Popularmente se dice que "lloran de llenos". Se relacionan mediante la queja y el reclamo y cuando tienen algo lo guardan con AVARICIA.

Otros viven en la ignorancia intelectual o espiritual, como los animales, y siempre creen que los demás tienen la culpa de sus des-gracias, que se aprovechan de ellos y los obligan a servirlos. En muchos casos es así, pero en este caso, su condición de ignorancia no les permite reconocer la salida de tal situación. Tampoco faltan los que están llenos de conocimientos, dogmas y principios pero ignoran los verdaderos valores de la vida. Todos ellos se relacionan con los de-más mediante la ESTUPIDEZ O mediante el fanatismo, que es una forma de estupidez.

La gran mayoría de los humanos vivimos atados a nuestras emociones y pasiones, sin poder cambiar nuestra vida porque siempre vamos a sentir lo mismo aunque las circunstancias o los personajes cambien a nuestro alrededor. Vivimos en el mundo humano caracterizado por las emociones que influyen hasta sobre el pensamiento y las creencias, y nos relacionamos con los demás mediante el DESEO y el APEGO.

Existen personas que por circunstancias tales como la herencia o el nacimiento en familias pudientes, o por su propio esfuerzo, han llegado a posiciones muy importantes en la vida, como semidioses, pero siempre están cuidando su prestigio o el lugar a donde llegaron, sintiendo constantemente que sus pares "les serruchan el piso". Dominados por la ENVIDIA de los tienen más que ellos se esfuerzan por lograr lo mismo con rivalidades y peleas, y transcurren su vida con CELOS por el temor de ser desplazados por sus iguales o porque piensan que sus superiores pueden preferir a otros mejores y cambiarlos.

Los dioses son los que están en el primer lugar en cualquier situación y tienen el poder. Tarde o temprano serán desplazados o tirados abajo por las circunstancias, por la envidia de los demás o por los errores cometidos por ellos mismos en el mal ejercicio del poder.

Entretanto suelen estar dominados por el ORGULLO y viven en soledad por SU AISLAMIENTO OBLIGADO.

De esta manera se reconocen seis emociones negativas que generan estos seis modos de relacionarnos con los demás, que nos conducirán indefectiblemente al sufrimiento. Estas emociones negativas y sus correspondientes afectos son pues los que hemos descrito recién, todos relacionados con el no amor, aunque comúnmente creamos lo contrario:

El deseo, que genera el APEGO.

El odio, que nos lleva a la AVERSIÓN.

La estupidez o ignorancia, que nos conduce a la INDIFERENCIA. Del deseo deriva la envidia, que produce los CELOS.

Del odio surge el orgullo, que nos lleva a la SEPARATIVIDAD.

La envidia y el orgullo juntos generan la avidez, que nos conduce a la AVARICIA.

El budismo afirma que una de las características principales del samsara es la "impermanencia", porque todo cambia y nada subsiste mucho tiempo en equilibrio estable. Por lo tanto, ninguna de estas condiciones es permanente y eso permite que podamos cambiar y evolucionar mediante nuestra voluntad, si superamos la ignorancia en la que vivimos a diario.

El nirvana, por el contrario, se caracteriza por la estabilidad, porque su esencia es la vacuidad, de la cual surge todo. La vacuidad es la esencia de la MENTE O ESPÍRITU y no es lo mismo que la "nada", como algunos han interpretado, homologando al budismo con el nihilismo. La vacuidad es la "esencia sin forma" de la cual emanan todos los aspectos de la materia y de la vida. En sentido semántico estricto los budistas son ateos ya que no aceptan un Dios personal; en cambio, hablan de la MENTE O ESPÍRITU PRIMORDIAL, ese cuya esencia es la vacuidad. Este concepto nos hace recordar a las ideas del filósofo católico Teillar de Chardin, quien afirma que "Dios es un punto del que irradia todo en todas direcciones".

Las llamadas deidades no son dioses en sentido politeísta, sino personificaciones de las manifestaciones de las fuerzas de la vida en sus tendencias superiores de la evolución. No son los dioses del samsara. Todas las ceremonias religiosas de los tibetanos están referidas a alguna deidad, que representa virtudes a conseguir para salir precisamente de la esclavitud del samsara. Sus plegarias y mantras son técnicas energéticas para lograrlo y tienen una acción transformadora sobre la mente de quien los practica. De allí la importancia de la meditación acompañada de elementos energéticos-emocionales, como ciertos tipos de músicas, ritmos, visualizaciones y danzas, que mágicamente modifican las energías.

La Danza de los Lamas comenzaría dos días después de nuestra llegada. En esos días empezamos a acostumbrarnos a la vida en nuestras casitas de la montaña y en el monasterio. Nos recomendaron a una joven tibetana llamada Yeshi, sobrina del abad del monasterio, para que nos preparara la comida. Cuando fuimos a buscarla a la población tibetana que rodeaba al monasterio tuvimos oportunidad de conocer la villa por dentro. Era un poblado chico, con calles estrechas donde no podían entrar autos. Las casas eran de material o de madera, muy limpias y bien cuidadas, con muebles a la europea, sencillos. Como las habitaciones eran estrechas quedaba poco espacio dentro para circular. A diferencia de los indios, ellos usaban sillas y mesas altas, como nosotros. Tenían cocinas con gas de garrafas y baños muy modestos pero con agua corriente, con agua que acarreaban desde afuera, de grifos de las calles, y que depositaban en un tanque. Los principales adornos eran altares y cuadros con representaciones religiosas o fotos del Dalai Lama o su palacio en Lhasa, el Potala.

Los tibetanos tienen en general gran sentido artístico. Todos hacen algo: pintan, dibujan, hacen tallas o tocan música con sus propios instrumentos o con teclados electrónicos modernos. El propio abad era dibujante y pintor, y uno de sus discípulos era el marido de nuestra asistente Yeshi. A él le compré un cuadro con una imagen de una deidad tibetana, el Bodhisattva de la purificación, Vajrasattva, que me atrajo mucho.

La mayoría de los tibetanos habla hindi además de tibetano y los que han estudiado en el secundario conocen bien el inglés, como Yeshi, no así los más pobres y los que se dedican a los trabajos más elementales. Los monjes no hablan inglés habitualmente pero lo estudian, de modo que siempre nos era posible comunicar-nos con algunos.

En cuanto a la vestimenta, los hombres usan pantalones a la europea, camisa corta por fuera del pantalón, como los indios, y calzan sandalias u ojotas. Las mujeres llevan una tela arrollada a la cintura a la manera de pollera larga, con un pliegue en la cintura que las hace muy elegantes y esbeltas. En el torso usan una blusa que se cruza por delante y suéter, generalmente de color bordó. La vida es sencilla como en cualquier pueblo de la India, pero la actividad no se desarrolla en la calle como en las poblaciones indias: los tibetanos viven dentro de sus casas.

Los monjes se entrenaban para las festividades de la Danza de los Lamas, de modo que asistimos a ensayos de las danzas, que practicaban en el gran patio cuadrado en frente a la Gompa. Servían al mismo tiempo de examen para los menores. En esos días alternaba mis recorridas por los alrededores, con las ceremonias religiosas y estos ensayos. Mi vida no coincidía para nada con lo que había imaginado antes.

Recorriendo los senderos del monasterio me encontré muchas veces con el lama Kamtrul, el de nueve años, que siempre iba acompañado por su preceptor. Este era un hombre de alrededor de cuarenta años, de dulzura particular, más bien parecía un santo. Solía llevar de la mano al niño, con un cuidado y amor especialísimos. Lo llamaban

"el yogui" porque no era un monje común. Usaba pelo largo enrolla-do en un rodete en lo alto de su cabeza. A diferencia de los monjes, los yoguis usan pelo largo, y no se lo cortan nunca como señal de apego a la vida. Los monjes, en cambio, hacen voto de castidad y se rapan la cabeza, lo que indica renuncia al mundo. En el monasterio había un grupo de yoguis a quienes nunca pude ver y que practicaban entre ellos. No sé bien por qué pero no pude acercarme a conocerlos.

El lamita Kamtrul era muy tímido. No sabía qué hacer cuando nos cruzábamos. Yo tampoco. Ni el yogui ni él hablaban inglés de modo que nos sonreíamos, nos mirábamos, y el niño se encogía y hasta se escondía detrás de su cuidador. Y a mí me sucedía algo extraño: hacía espontáneamente algo que jamás había hecho. Le daba la mano al yogui y se la besaba, inclinándome frente a él, y ante Kamtrul juntaba las manos sobre mi pecho y le hacía una profunda reverencia. Entonces el pequeño se acercaba y colocaba el dorso de su manito sobre la parte más alta de mi cabeza, en el centro coronario. Y duran-te un largo rato sentía que una llama de fuego salía de la parte de la cabeza que me había tocado.

Los monjes lo trataban de modo reverente. Pasaban a su lado, se agachaban para saludarlo y seguían su camino. Me contaron que el respeto hacia un lama superior es muy grande y hasta existe la costumbre de ni siquiera pisar su sombra: cuando están cerca de él cuidan de que sus pies no la toquen y se corren cuando el lama se mueve. Yo sentía gran veneración hacia el niño sin saber exactamente por qué. No podía dejar de saludarlo de esa manera cada vez que lo encontraba.

En esos días me levantaba temprano, a las seis. Hacía algunas prácticas de meditación y repetía mantras de Tara. Había recibido iniciación de Tara Verde del lama Sherab durante un retiro en San Martín de los Andes, años atrás, y desde entonces la había adoptado como mi Yidam repitiendo mil mantras todos los días. Esa era upa de las prácticas que hacía cuando estaba en alguna puya de los monjes en el templo (Foto 9).

Como dije antes, Yidam es una deidad tibetana que representa los ideales que uno quiere alcanzar para sí mismo y se convierte así en el protector de uno. Tara Verde es considerada la protectora del

Tíbet, como si fuera una santa de otras religiones. Su otro nombre es Dawa.

La leyenda cuenta que en una época muy lejana, Dawa era una mujer que había consagrado su vida al servicio de los demás y tenía gran devoción por el Buda de su época. Había realizado el voto de Bodhisatva, el de consagrar el resto de su existencia a ayudar a los que la necesitaran y sobre todo, a ayudarlos a salir del sufrimiento de la vida diaria del samsara. Cuando alguien peligraba ella estaba lista para ir en su socorro; cuando un enfermo sufría hacía lo necesario para curarlo.

Un monje le dijo un día, admirado por su compasión, que ojalá en su próxima vida naciera hombre para poder conseguir la iluminación y llegar así a ser un Buda. Ella se indignó. ¿Acaso el espíritu tenía sexo? Una mujer podía con toda seguridad lograr la iluminación y ser lo suficientemente fuerte como para ayudar a los que la necesitaran. Se dedicó entonces cada vez con más ahínco a sus prácticas de meditación y llegó a las puertas de la iluminación, pero no quiso ascender a la dignidad de Buda para quedar-se en el paso previo, el de Bodhisatva, para poder seguir ayudando a la humanidad. Fue quizá la primera defensora conocida de la mujer y se consagró, como era su deseo, a ayudar a todos los seres sensibles, el ideal del budismo.

Llegó a ser uno de los seres más amados por los tibetanos y quien tenga fe en ella puede pedir lo que quiera que se lo concederá, por su bondad, su poder y su incansable preocupación por los demás. Los tibetanos la eligieron como su protectora y casi todos le dedican altares en sus casas para venerarla y rezan plegarias para pedirle ayuda. Por otra parte, representa un ideal como persona, por sus virtudes y su dedicación compasiva.

En el budismo uno debe elegir un Yidam para practicar los trabajos de Tantra yoga (o Vajrayana) y durante la meditación hay que repetir el mantra correspondiente a ese Yidam: así uno va adquiriendo las virtudes de su protector.

En las prácticas tántricas existen muchas técnicas; algunas son semejantes a las practicadas por los católicos devotos de un santo o de la Virgen María, por ejemplo. En las meditaciones hindúes seincluye a veces la presencia mental de un Maestro protector que sir-ve, además, como medio para concentrar la mente en un objetivo que se quiere realizar. Y en Control Mental, una técnica de Occidente, se han tomado esas técnicas budistas para elegir los consejeros, recomendándose que sean dos, uno de cada sexo. Es que en general, la mente está condicionada a pensar en la madre y el padre como los protectores naturales, y a veces estas figuras primarias son transformadas en seres maravillosos o milagrosos, todopoderosos, que permiten poner en acción nuestras propias capacidades: en momentos de dificultad todo el mundo llama a su madre o implora la protección de Dios o la Virgen. En realidad, creo que el Yidam representa el aspecto protector de nuestra misma Mente Superior.

En la meditación sobre un Yidam se trata de visualizar mentalmente, de la manera más perfecta posible, la imagen de esa dei-dad. Cada parte del cuerpo y sus adornos tienen significados precisos que representan las virtudes del ser, relacionadas con las perfecciones a adquirir. Luego uno trata de visualizar la figura del Yidam encima de la propia cabeza, sintiendo su influencia protectora en forma de néctar o ambrosía (amrita en sánscrito) que se derrama sobre la cabeza de uno y penetra por el centro coronario. Y me voy transformando mentalmente de a poco en el mismo Yidam. El objetivo es comenzar a sentir y obrar como él para que en la vida diaria nos acompañen sus virtudes dentro de nosotros mismos. Algo así como sentir la presencia del Maestro o de Cristo en el corazón.

Comenzaron pues las fiestas de La Danza de los Lamas (Fotos 10, 11 y 12). Después de mis prácticas matutinas en el dormitorio bajé al monasterio y encontré que en el gran patio frente a la Gompa habían instalado un enorme techo en forma de carpa, con lonas decoradas con vivos colores, sostenido por los dos mástiles del patio. Bajo el techado, y formando un cuadrado, estaban instalados largos bancos bajos con almohadones de colores. Sobre ellos estaban sentados los lamas y los monjes, con trajes muy hermosos de sedas gruesas de colores, y sombreros de diferentes formas, algunos con alas enormes de donde colgaban pañuelos de seda.

Algunos monjes tenían tambores y otros los instrumentos musicales con los que acompañaban las oraciones, como en las ceremonias que ya había visto en el templo. En el medio de tres de los lados del cuadrado de bancos había un gran sillón a modo de trono, donde estaban sentados los lamas importantes que presidían la ceremonia. El cuarto lado del cuadrado estaba abierto en el medio y daba a la escalinata de la Gompa, en cuya puerta, y a la sombra, había otro trono en el que estaba el lamita Kamtrul Rinpoché, con un alto pupitre tapizado.

Desde la puerta de la Gompa, pasando por el lado de Kamtrul, salían los monjes que participaban en las danzas dentro del cuadrado, con vistosos trajes de las más diversas telas. Las danzas tenían coreografías especiales, cuyos símbolos yo ignoraba, pero parecían representar momentos históricos del budismo. Los monjes aparecían en grupos y algunos llevaban máscaras diversas representando personajes de la liturgia tibetana. En general los movimientos eran pausados, con momentos de equilibrio sobre un pie o con saltos, a veces con rápidos giros que hacían volar los pañuelos de seda de sus sombreros de alas anchas o hacían sonar las campanas que colgaban de sus vestimentas. Los zapatos eran también de colores y de diferentes formas, algunos como botas, otros como babuchas, con puntas curvadas hacia arriba.

Alrededor de este espectáculo estaban sentados en el suelo los laicos, sobre alfombras o almohadones, integrantes de la comunidad tibetana, hombres y mujeres de todas las edades, con chicos y perros, como en una fiesta campestre. En un costado habían colocado algunas filas de sillas para los visitantes extranjeros y unos muchachos nos servían té o gaseosas embotelladas. Muchos indios de los alrededores también participaban de la fiesta y por supuesto, no faltaban los mendigos y faquires que pedían limosna mostrando sus cuerpos mutilados y extendiendo sus manos cuando uno pasaba. Como buen turista saqué todas la fotos que pude. Estuve también mucho tiempo sentado viendo las danzas, hasta que, como los demás espectadores, terminé rendido de cansancio y me fui a caminar por los alrededores.

Mientras tanto, los lamas y los monjes se mantenían sentados con las piernas cruzadas o participaban activamente en los movimientos, que incluían a todos en forma sucesiva.

De pronto me di cuenta de que estas danzas tenían un contenido energético que hasta entonces no había percibido. Eran como las ceremonias religiosas en donde todo acto ritual tenía un significado simbólico mágico. Organizaban la energía individual y grupal para lograr un objetivo determinado. En esto consisten todas las actividades del Tantra yoga, que en el budismo tibetano se llama Vajrayana o camino corto. Rápidamente se logran poderes mentales o espirituales con los que uno siente que progresa en su evolución individual. Se afirma que con ellos se puede alcanzar la iluminación en una sola vida de práctica continua.

A la una del mediodía terminó todo y los participantes se fue-ron yendo en orden. El lama Chögyal se nos acercó sonriendo y nos explicó, contestando a nuestras preguntas, los significados de las danzas. Después me fui con Raquel a comer y a comentar el asombroso espectáculo. En realidad, seguíamos azorados por el inusitado privilegio de participar de esta inesperada ceremonia.

Después de comer me acosté, rendido, a dormir una siesta. Me despertaron los sonidos lejanos de los instrumentos musicales, cuyos ecos se oían por todas las montañas. Bajé nuevamente al patio del monasterio y me encontré con que las ceremonias continuaban, esta vez dentro del templo lateral, lleno de monjes. Asistí a ellas, sentado en el piso como en los días anteriores, y para poder soportar el largo tiempo de la puya medité y repetí mis mantras conocidos, especialmente el de Tara: "OM TARE TUTARE TURÉ SOHA", miles de veces.

Terminada la puya nos reunimos en la galería de la oficina, en donde nos sirvieron té (chaa) con una especie de "torta frita criolla" muy rica. Allí conocí a un yogui norteamericano que vivía con su mujer y sus hijos al lado del hotel donde habíamos pasado la primera noche. Venía a diario con su jeep al monasterio a hacer sus prácticas con los yoguis del monasterio. Era yogui y no monje porque no hacía vida comunitaria ni tenía voto de castidad y practicaba algunas iniciaciones, entre las que estaba el Turno o fuego interno, que ya comenté en la introducción. Me quedó para otro viaje hacer prácticas con los yoguis, como él.

Durante los dos días siguientes continuaron las Danzas de los Lamas. Era difícil aceptar esta complejidad de vida que hacían los lamas. Se levantaban temprano, meditaban solos en sus habitaciones. A las 10 de la mañana bajaban a la oficina a atender sus ocupaciones mundanas. Por la tarde solían asistir a las puyas de los monjes y cuando se los requería, estaban prontos a participar en estas ceremonias de las danzas. Todo se lo tomaban con una dedicación extraordinaria y al mismo tiempo con humor y alegría. Mientras danzaban con esos extraños pasos y coloridos disfraces tenían una concentración increíble. Cuando terminaban se nos acercaban a los visitantes occidentales, sonrientes, y se disculpaban por no tener suficiente tiempo para nosotros. Sin embargo, nos atendían siempre y estaban listos para compartir con nosotros una reunión social con té y galletas.

Recuerdo que una mañana que fui a buscar al lama Dorsong a la oficina me dijeron que estaba haciendo una puya en la casa de un enfermo muy grave. El lama iba todos los días para ayudarlo a curar-se, o a morir.

El Libro tibetano de los Muertos o Bardo Thödol es quizás el compendio más importante del budismo tibetano. Usando palabras del propio Karl Jung, que escribió un prólogo a la edición alemana, es un libro de instrucciones para difuntos y moribundos. Tiende a ser una guía para el recién muerto en el período de su existencia en el Bardo, descrito simbólicamente como un estado intermedio de cuarenta y nueve días (¿simbólicos?) de duración entre la muerte y el próximo renacimiento.

1. La primera parte del texto, llamada Chikhai Bardo, describe los acontecimientos psíquicos del momento de la muerte.

2. La segunda parte, o Chönyid Bardo, trata sobre el estado onírico que sobreviene inmediatamente después de la muerte y sobre las llamadas ilusiones kármicas.

3. La tercera parte, Sidpa Bardo, concierne al asalto del instinto natal y de lso acontecimientos parentales.

FOTO 1:

Kalu Rinpoché,

Foto tomada en el año de su muerte.

FOTO 2:

El lamita Kalu Rinpoché, de tres años, reencarnación de Kalu Rinpoché muerto en 1989.

FOTO 3

FOTO 4

Fotos 3 y 4:

Tránsito en una calle de Dheli.

FOTO 5:

Calle de Dheli.

FOTO 8:

El lama Dilgo Kyense Rinpoché agasajando al lama Kamtrul, de 9 años, lama principal del monasterio de Tashi Yong (India), en frente al lama Urgyen Turku Rinpoché.

FOTO 9:

Estatuilla de Tara Verde, patrona del Tíbet, adoptada por el autor como su Yidam.

FOTO 6:

El lama Chögyal Rinpoché.

FOTO 7:

Casa del lama Chögyal Rinpoché en el monasterio Tashi Yong, India.

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FOTOS 10, 11 Y 12:

Escenas de la Danza de los Lamas, en el Año Nuevo Tibetano, en el monasterio de Tashi Yong, India.

FOTO 13:

El autor junto al lama Osel Rinpoché (de 6 años) reconocido como reencarnación del lama Yeshem en Dharamsala, al norte de la India.

FOTO 14:

Una calle de Katmandú.

FOTO 15:

Templos en Patán, barrio de Katmandú.

FOTO 16:

La Gran Stupa de Katmandú.

FOTO 17:

La calle que rodea la Gran Stupa de Katmandú, vista desde una pataforma de la stupa.

FOTO 18:

Baño público en Katmandú.

FOTO 19:

Ceremonia de monjes en el exterior del monasterio del lama Dilgo Kyense Rinpoché, en Katmandú.

FOTO 20:

Ceremonia en el interior del monasterio del lama Dilgo Kyense Rinpoché, presidida por él mismo, en Katmandú.

FOTO 21:

Kyense Rinpoché (de 81 años), considerado como la realización de Buda, en Katmandú.

FOTO 22:

El autor a lomo de elefante en el Paruqe Nacional de Chitwan.

FOTO 23:

El lama Urgyen Turku, reconocido por el autor como su maestro en una vida pasada.

FOTO 24:

Lugar de descanso en la ruta hacia el Tíbet, en Nepal.

FOTO 25:

Procesión de lamas y monjes en las planicies del Tíbet.

FOTO 26:

El autor junto a lugareños en las montañas del Tíbet.

FOTO 27:

Alrededor del monasterio Tashi Lhumpo, Shigatsé, Tíbet.

FOTO 18:

Monasterio de Tashi Lhumpo, en Shigatsé (¿dónde vive Maitreya?), Tíbet.

FOTO 29:

Estatua de Maitreya, sentado, de venticinco metros de altura, en el monasterio de Tashi Lhumpo, en Shigatsé, Tíbet.

FOTO 30:

LA ciudad de Gyantsé, Tíbet, con la montaña a sus espaldas y el castillo rojo en la cima.

FOTO 32:

Estatua de mil brazos de Chenrezig, el Boddisattva de la compasión.

FOTO 31:

El Monasterio Kumbum, con la stupa y el castillo sobre la montaña, en Gyantsé, Tíbet.

FOTO 33:

La stupa del monasterio de Kumbum, en Gyantsé, Tíbet.

FOTO 34:

Una de las divinidades terroríficas de las capillas de la stupa del monasterio Kumbum, en Gyantsé, Tíbet.

FOTO 35:

Palacio Potala (residencia de los Dalai Lamas), en Lhasa, Tíbet.

FOTO 39:

Toma de refugio de Andrea, la mujer del autor, por el lama Urgyen Turku, en el monasterio Ka-Nying, Shedrup Ling, cerca de Katmandú.

FOTO 40:

Ceremonia de casamiento del autor con Andrea, por el lama Urgyen Tulio, en el monasterio Ka-Nying, Shedrup Ling, cerca de Katmandú.

FOTO 41:

Monte Everest, desde el avión.

FOTO 42:

Mapa de la India, Tíbet, Nepal, Sykkim y Bután, donde se marcan los puntos de este viaje.

En este libro se enseña paso a paso cómo ayudar al moribundo y al muerto, hablándole al oído. Es al mismo tiempo un conjunto de enseñanzas sobre los diferentes Budas, los Bodhisatvas y las distintas deidades que componen la cosmografía tibetana. De por sí es una enseñanza maravillosa para comprender la vida y la muerte. Los la-mas son los encargados de ayudar en la muerte a los que han sido sus discípulos y las ceremonias mortuorias de los grandes lamas siempre van acompañadas de manifestaciones maravillosas o milagrosas que se cuentan como ejemplo de los logros espirituales obtenidos durante sus vidas.

En cuanto a los monjes, estos hacían una vida más tranquila y recluida, pero no de aislamiento y ascetismo. Vivían en comunidad y la mayoría de los más grandes dormían en dormitorios de a dos. Los chicos iban de noche a la casa de sus padres, en la villa que rodeaba al monasterio, después de pasar todo el día con sus compañeros, estudiando y practicando. Se los veía comer a todos juntos en un gran comedor de mesas largas con bancos, al lado de la cocina. Esta estaba atendida por mujeres del pueblo, ayudadas por monjes que se turnaban. Tenían además una especie de confitería en donde se podía comer helados, tomar bebidas frescas o comer algo durante el día.

Uno de los templos laterales era también un gran salón para clases, donde los profesores impartían enseñanzas por la mañana. Por la tarde, los monjes utilizaban el lugar para estudiar, individualmente o en grupos. Los he visto también allí, o en el templo principal, meditando en silencio o haciendo postraciones, según las indicaciones de sus maestros. En los momentos de recreo o descanso se los veía ale-gres, paseando por los alrededores o tomando sol, sentados en el patio principal en grupos.

Las tareas de mantenimiento del monasterio parecían también estar distribuidas entre los monjes, pero los trabajos especializados, como construcciones o reparaciones de los edificios, estaba en manos de los laicos de la villa, que trabajaban para el monasterio en talleres especializados. Uno de estos talleres era la fábrica de alfombras en donde yo había comprado las mías y otro la carpintería, en donde nos habían hecho las camas. Los lamas tenían sus asistentes o secretarios que los ayudaban en los quehaceres domésticos en sus casas y en sus tareas específicas de religiosos. En la oficina había algunos empleados administrativos laicos.

Las danzas duraron tres días y cada día eran diferentes. Cambiaban el techo, con lonas de colores distintos y formas especiales cada día. Los lamas y los monjes mudaban sus ropas y los que danzaban representaban escenas diversas, con atuendos y máscaras distintas cada vez. En el último día las máscaras eran enormes. Algunos con grandes cabezas completas, de personajes tradicionales y simbólicos, que después de danzar ocuparon lugares especiales en los bancos y tronos que rodeaban al patio. Yo me movía de aquí para allá por el monasterio, tratando de no perderme nada. Conocí así a la madre del lamita Kamtrul Rinpoché, una mujer joven con otro hijo pequeño. Era una mujer común de la comunidad tibetana pero muy querida y respetada por ser la madre de Kamtrul. Vivía con humildad, pero en estas festividades estuvo casi todo el tiempo sentada en un lugar distinguido, una especie de palco a un costado de la Gompa, junto con otras personas especiales, como algún invitado del gobierno o un monje muy viejo a quien traían en brazos.

Al caer la noche, durante las festividades, algunos monjes músicos subían a la azotea del templo lateral y tocaban sus instrumentos bajo la luz de la luna; me despertaban a veces sus sonidos y después escuchaba los de alguna práctica que hacían los yoguis, que meditaban hasta el amanecer. A esa hora los monjes se levantaban de nuevo y comenzaban los llamados con gongs para las puyas.

CAPÍTULO CUATRO. La vida en el monasterio

El lunes a la mañana, cuando todo el monasterio había vuelto a la tranquilidad, fui a la entrevista que tenía con el lama Dorsong en su casa. En una reunión anterior con el lama, Gerardo me había servido de traductor porque yo no estaba familiarizado con su inglés (el acento tibetano hacía que me fuera difícil entenderlo), pero puesto que ya nos habíamos encontrado varias veces, esta vez pude comunicarme directamente con él, a solas.

Dorsong Rinpoché estaba sentado en un sillón en su casa y me hizo sentar en otro a su lado. Me preguntó qué prácticas había hecho y qué iniciaciones budistas había recibido. Le conté que hacía diferentes tipos de meditación, no sólo la que había aprendido con los lamas en la Argentina, sino algunas que conocía del yoga hindú. Además, durante mis meditaciones, yo mismo había recibido técnicas especiales de meditación, como visualizaciones, manejo de la energía, programaciones mentales y otras, que ponía en práctica según mi necesidad.

Por otra parte, le dije que había elegido como Yidam a Tara Verde desde hacía cuatro años y que desde entonces repetía mil veces su mantra diariamente. Si algún día omitía esta práctica, en los días subsiguientes reponía los mil mantras. Además, a veces, cuando mis actividades me dejaban el tiempo suficiente, practicaba a solas una puya dedicada a Tara, que me llevaba dos horas. Dorsong me comentó que justamente su Yidam también era Tara y que si yo había dedicado tanta atención a estas prácticas no era yo quien la había elegido sino que ella me correspondía como mi verdadero Yidam. Después me enteré de que este lama era considera-do como una "emanación" de Tara Verde, de modo que no me sorprendía que habiendo ido a la India para buscar enseñanzas del lama Chögyal terminara tomando como maestro a Dorsong, que pertenecía a la energía espiritual de mi propio Yidam.

Comenzó así mi retiro propiamente dicho en el monasterio siguiendo las enseñanzas del lama Dorsong. Como mi costumbre era meditar con los ojos cerrados, me indicó que los abriera, y me dio algunas instrucciones precisas. Debía hacerlo varias veces al día alternando la meditación con repetición de mantras de Tara y con una práctica diaria de la puya de Tara, cuyo texto en tibetano, con su fonética y su traducción al castellano, tenía desde años atrás.

En Buenos Aires, también otros lamas me habían enseñado a meditar con los ojos abiertos pero me costaba hacerlo. Evidentemente los lamas le dan a uno como trabajo lo que le falta. Dorsong me explicó que con los ojos abiertos podría meditar en cualquier momento de la vida diaria, y durante la práctica, sentado en quietud, mantendría mejor la conciencia despierta, sin la obnubilación en la que se suele caer al cerrar los ojos durante mucho tiempo. Por el contrario, al hacer prácticas de visualizaciones podía cerrar los ojos para dar más énfasis a lo que veía, como en el caso de la repetición de mantras viendo la figura de Tara en mi mente.

Hay tres tipos de meditación budista:

1. Shiné (calma mental),

2. Lakhtong (visión penetrante)

3. Mahamudra (conciencia de la verdadera naturaleza de la mente: la vacuidad).

Se dice que nuestra mente es como un lago cuya superficie está siempre perturbada por el viento, que produce olas (los pensamientos y las emociones). Las olas no permiten que se vea el fondo del lago ni elreflejo del sol, la luna y las estrellas. Calmar la mente es como apaciguar el viento; cuando se tranquilicen las olas podremos ver con claridad el interior de nuestra psiquis y percibir los mensajes del cielo.

Para todo tipo de meditación la postura es de enorme importancia y se aconseja basarla en los siete puntos del Buda Vairochana:

1. Las piernas cruzadas en la postura del loto o padmasana, las piernas cruzadas, con cada pie apoyado en el muslo opuesto (o la postura más cercana que uno pueda).

2. Las manos en la posición de reposo: la mano derecha sobre la palma de la izquierda, con los pulgares tocándose por las puntas.

3. La columna vertebral recta como una flecha.

4. Los hombros y los codos llevados ligeramente hacia atrás.

5. La cabeza levemente agachada, con el mentón formando un gancho.

6. La boca entreabierta, con la punta de la lengua en el ángulo que forman los dientes superiores con el paladar.

7. Los ojos entrecerrados, con la mirada a doce dedos de la punta de la nariz o en el suelo, a un metro y medio de distancia.

Esta postura establece una conexión de la mente adecuada para meditar con más facilidad.

El cuerpo desprovisto de toda agitación, estable, quieto como una montaña. Los ojos no están ni cerrados ni abiertos, como el océano. La mente sin distracción, como el espacio.

Durante la meditación hay que observar la esencia de nuestra mente, sin distracción, y llegar a percibir la vacuidad. Esta vacuidad no es oscuridad, como la de una casa que tenga cerradas todas sus ventanas, sino que lo abarca todo, como el espacio, lúcido y claro. No se hace ninguna visualización y no hay agitación; la mente está en su estado natural, sin ningún artificio. No hay pensamiento, se está des-provisto de todo concepto, sin distracción. Si aparece algún pensamiento, no hay que tratar de abandonarlo o expulsarlo, sino dejar que él mismo se libere, se desvanezca. Se trata de dejarlo pasar. No darle consistencia, no seguirlo ni aferrarse a él.

Conscientes sólo del momento presente, mantenemos tres presencias:

1. La presencia física, observando nuestra postura.

2. La presencia mental, observando el estado natural de la mente.

3. Y la presencia de las enseñanzas, observando las directivas que se nos han dado.

El lama Dorsong me dio algunas otras enseñanzas de enorme importancia para mí, entre las que figuraba la observación de mi propia mente cuando lograba quietud y cuando de nuevo se ponía en movimiento con pensamientos que me molestaban. Me enseñó que no era posible parar esos pensamientos, pero que observara cuándo la mente se detenía y cuándo comenzaba a moverse de nuevo, reconociendo la parte de mi ser que observaba, diferente de la que pensaba o quedaba inmóvil. Comenzaba así a aparecer la conciencia del "yo que observa y decide". Era el camino que Dorsong me proponía para llegar a la conciencia de "la verdadera esencia de la mente", la vacuidad.

No me dio ninguna indicación de tiempos, pero me armé mi propio programa, que respeté durante casi toda la estadía en el monasterio. Me propuse un trabajo de ocho horas distribuidas a lo largo del día.

• Me despertaba a las seis de la mañana y después de tomar un café caliente practicaba sobre la alfombra una hora de asanas. Para ello, seguía una secuencia que era útil para mí: hacía dos asanas para cada centro de energía, comenzando desde el centro bajo hacia arriba.

• Cuando llegaba al centro frontal repetía mil mantras de Tara.

• Luego, focalizando mi atención en el centro coronario meditaba como me había enseñado Dorsong. Con esto completaba las primeras dos horas de trabajo.

Para entonces el sol ya había subido bastante y entraba de lleno en mi dormitorio por la amplia ventana que miraba hacia las montañas. Raquel también se había levantado y practicaba en su dormitorio, al lado del mío. Me aseaba y preparaba mi desayuno. Algunas veces coincidía con el descanso que ella se tomaba y desayunábamos juntos, comentando las actividades del día anterior o los proyectos para más adelante.

• A las nueve y media retomaba mis prácticas y dedicaba dos horas para la puya de Tara.

Después salía a recorrer el monasterio. Solía ir a la oficina a saludar al lama Chögyal o al lama Dorsong, o conversaba con algún monje o con gente del pueblo tibetano.

Los primeros días almorzaba con Raquel la comida que nos preparaba Yeshi, nuestra asistente tibetana. Pero tenía demasiadas frituras, carne y picantes, por lo que pronto todo lo que comíamos nos caía como piedra en el estómago. Por tal motivo decidimos pedir al hotel cercano que nos preparasen alimentos más adecua-dos a nuestras costumbres. De todos modos la nueva comida no era lo mejor para nuestro gusto. Yeshi iba todas las mañanas al hotel a buscar nuestras viandas para el almuerzo y la cena. Después del almuerzo yo solía dormir una siesta de una hora.

• A las tres de la tarde asistía, en uno de los templos, a las puyas de los monjes, en la que también meditaba, hipnotizado por los sonidos de los instrumentos que acompañaban las prácticas.

• A las cinco volvía a mi casa y retomaba la meditación durante dos horas más, hasta que se ponía el sol.

• Aprovechaba el tiempo que me quedaba hasta la cena para estudiar tibetano, lo que había comenzado a hacer el año anterior en Buenos Aires.

• Alrededor de las ocho cenaba con Raquel y a las nueve me ponía a escribir cartas o el diario que llevaba desde comienzos del viaje.

• A las diez estaba de nuevo meditando, sentado en mi cama, y a las once me acostaba y me dormía al instante.

A veces dormía con las ventanas abiertas y era tan grande el silencio de la noche en la montaña que sentía los latidos de mi corazón o me dolían los oídos. Otras veces me despertaba alguna estrepitosa tormenta que se desataba de golpe, iluminando con sus rayos el firmamento y sacudiendo la puerta con sus ventarrones. A la mañana siguiente salía de nuevo el sol, ignorando la lluvia de la noche.

No siempre podía cumplir ese cronograma: Raquel, que estaba más al tanto de las novedades del monasterio o de los alrededores, me invitó un día para que fuéramos a Dharamsala, a visitar al lama Ose], que estaba allí en esos días. Pedimos un taxi del pueblo próximo, Paprola, para que nos viniera a buscar por la mañana. A eso de las nueve partimos en un pequeño taxi hasta Dharamsala. Llegamos a una ciudad muy pintoresca ubicada en la ladera de las montañas. Estaba dividida en dos partes: la baja, poblada por indios, era como todos los otros pueblos de la India, construida a lo largo de la ruta, con una callecita muy estrecha y empinada que subía serpenteando por las laderas. A lo lejos se veían las altas cumbres del Himalaya con sus nieves eternas. La atmósfera era más diáfana y el cielo más azul que en los otros lugares que habíamos conocido.

Hacía mucho frío por la altura. Los habitantes caminaban envueltos en mantas pero con las piernas desnudas y en sandalias u ojotas. Los que usaban pantalones llevaban medias y zapatos, pero en general la ropa no era demasiado abrigada. Como siempre, un negocio al lado de otro, con las puertas abiertas y atestados de mercaderías. Muchísima gente por las calles, autos, carros y vacas sueltas, como en toda la India (en realidad son búfalos o cebúes, no las vacas que conocemos en Argentina).

Después de atravesar todo el pueblo el camino se hizo mucho más empinado y el paisaje cambió. La ruta subía en zigzag entre casas ahora diferentes. Comenzamos a ver tibetanos por todas partes. Éste era el upper Dharamsala, la ciudad alta en donde se refugiaron los primeros tibetanos que acompañaron al Dalai Lama en su exilio por la invasión china de 1959, cuando Nerhú, entonces primer ministro de la India, cedió estas tierras al monarca destronado. El Dalai Lama, que en aquel entonces tenía sólo 24 años de edad, construyó con sus acompañantes un monasterio donde instaló su gobierno en el exilio. Lo acompañaron muchos lamas y monjes, y muchos laicos que no querían alejarse de sus parientes monjes. Así se fue formando un pueblo interesante y atractivo que ahora tiene vida muy activa. Desde allá arriba el paisaje era hermoso y se veían sobre las montañas de los alrededores muchos monasterios tibetanos, que antes no habíamos podido ver.

Durante el viaje Raquel me contó sobre el lama Osel, de quien yo no sabía nada. Se trataba de un niño de seis años, el lama principal del monasterio Tushita (me referí a él en la Introducción). Raquel se había iniciado en las lecturas budistas con los libros del lama Yeshe y lo había tomado como su maestro. Este lama había muerto en California hacía varios años y el actual lama Osel era considerado su reencarnación. Caminando llegamos a la parte más alta de la montaña donde está elmonasterio Tushita, formado por un conjunto de casas todavía en construcción y que además de alojar a monjes es un lugar de retiro para laicos.

En los jardines, frente al templo, había una stupa en homenaje al lama Yeshe. Se trata de un monumento mortuorio que contiene las cenizas del lama y está hermosamente adornado. Dimos varias vueltas a la stupa en el sentido de las agujas del reloj, según la costumbre de respeto, y luego volvimos a la casa principal para solicitar una entrevista con el lama Osel. Nos dijeron que teníamos que esperar una media hora. Estaba terminando sus prácticas matinales. Se oía cantar adentro a un niño con voz clara y muy afinada. Resultaba enternecedor pensar que ese chico nos iba a dar una audiencia. Preparamos las cámaras fotográficas. En el jardín paseaba un monje charlando con dos europeos jóvenes que evidentemente estaban alojándose allí porque usaban ropas parecidas á las de los monjes: tenían jeans azules, pero llevaban un manto de color bordó y las cabezas rapadas.

Pasada la media hora salió un monje joven a la galería en donde esperábamos y después de saludarnos en inglés nos condujo hacia una habitación en donde estaba Osel. Nos quitarnos los zapatos y entramos. Quedé boquiabierto: sobre una especie de cama o sofá, detrás de una mesa a modo de escritorio, estaba sentado un niño de seis años, de cabello cortito y muy rubio, de expresivos ojos de color caramelo y mirada clara, sonriente. Nos acercamos también sonriendo y con respeto nos inclinamos ante él con las manos juntas. Después realizamos el habitual ritual de cuando uno saluda a un lama: le ofrecí una "cata" (una bufanda blanca de seda). El lamita la tomó y la colocó sobre mi cuello en señal de bendición, con profundo recogimiento.

Raquel le habló en castellano puesto que sabía que era español, nacido en Granada. Le contó que veníamos de Argentina, que habíamos leído libros del lama Yeshe y que ahora nuestro deseo era conocerlo a él. "¿Así es que habláis castellano?", nos preguntó el niño, con un marcado tono andaluz. "Habéis viajado mucho para venir a verme." No podíamos menos que sonreírnos al oír hablar así a un niño occidental vestido con las ropas de un tibetano, sentado como los grandes lamas, después de habernos bendecido como un adulto. Cerca de nosotros estaba el monje joven, de pie, indudablemente para cuidarlo. A pedido del niño fue a un armario y trajo un conjunto de fotos. Osel desparramó las fotos sobre el escritorio y nos pidió que eligiéramos una para llevarnos como recuerdo. Eran fotos suyas de distintos momentos y épocas. Había algunas de cuando lo entronizaron a los tres años, sentado con gran seriedad en un trono, con sus ropas de gala y una corona en la cabeza. Otras, jugando con su hermanito menor junto a su madre, posiblemente en Bubión, cerca de Granada, donde había nacido. Yo elegí una actual, donde se veían bien sus ojos claros. Me la firmó, con bastante dificultad, con tinta dorada. Lo mismo hizo con la foto elegida por Raquel.

Ella le hablaba de cosas que tenían que ver con el budismo, yo ya ni oía, absorto en esta maravilla que tenía delante. Osel, bien sentado, con su columna recta y sus piernitas cruzadas en "flor de loto", le contestaba con gran seriedad todo lo que ella le preguntaba. "Te estuvimos escuchando cuando estabas cantando antes de que entráramos", le decía Raquel. "Sí", contestaba Osel, "estaba haciendo mis prácticas matutinas". "Y después, ¿qué vas a hacer?" "Primero tengo clase de inglés, después una de tibetano." Y recuperando extrañamente su actitud de chico agregó: "Después me voy a jugar con una pelotita preciosa que me regalaron y que salta así… para todos lados…" Nos reímos. El monje también se rió y lo miraba con ternura, sin hablar una sola palabra.

"¿Qué otras cosas vas a hacer durante el día?", seguía preguntando Raquel. "Tengo que estudiar otras puyas y recitar mantras." "¿No tenés amiguitos para jugar?" "Claro que los tengo. Todos esos son mis amigos, con quienes hablo y juego cuando quiero", y nos mostró, extendiendo su bracito, unas imágenes de deidades tibetanas que colgaban de las pare-des. Y las fue nombrando una por una: Vajrapani, Tara, Avalokiteshvara… "Ellos están siempre dispuestos a hablarme y a acompañarme cuando los llamo. Tú puedes llamarlos también y pedirles ayuda todas las veces que quieras. Para eso están allí mirándonos."

Al cabo de un rato soltó un suspiro. "Me imagino que ya estarás cansado", le dijo Raquel. "No, no", contestó Osel, "un lama no se cansa. Cuando sientas que te vas a cansar debes repetir el mantra de Vajrasattva: OM BENZÁ SATO HUNO y sentirás que te purificas por dentro para continuar haciendo tus tareas".

Yo seguía sin salir de mi asombro; no entendía cómo este lama que nos daba enseñanzas podía al mismo tiempo ser ese niñito que aparecía en las fotos jugando en el suelo con su hermanito. Que nos enseñara quéhacer cuando nos cansáramos y al mismo tiempo nos contara que tenía una pelotita que saltaba mucho. Si hubiéramos prolongado la visita más tiempo él habría seguido sentadito, erguido, cumpliendo con su papel de lama serio que debía dar enseñanzas a quienes se le acercaran.

No podía dejar de pensar que este niño no había tenido infancia ni nunca la tendría. Sin duda, todo lo que decía se lo habían enseña-do. Pero, ¿podría cualquier niño de seis años jugar este papel de Maestro como lo hacía Osel? Me vino a la memoria lo que había leído momentos antes de entrar, en la librería del monasterio, en un libro sobre la vida del lamita, escrito por una periodista inglesa. Ella recordaba algo que decía un jesuita: "Préstenme un niño de tres años y a los ocho será mío". Pero, ¿podría cualquier niño a quien se le enseñara música con la dedicación del padre de Mozart escribir una ópera a los 12 años como él? Sin duda que no. Este niño tenía algo fuera de lo común, algo que me inspiraba respeto. Ya lo había experimentado antes: cada lama me hacía sentir algo diferente y a la vez mucho más intenso que frente a cualquier otra persona. Osel no me inspiraba agacharme delante de él para esperar que me tocara la cabeza, como me había ocurrido con el lama Kamtrul, en Tashi Yong. Pero me inspiraba mucho respeto y no me cabía duda de que detrás de esos ojitos claros estaba el lama Yeshe.

Le pedimos sacarnos fotos con él. Osel asintió y cada uno posó arrodillado a su lado. Yo le tomé una mano y él me la sostuvo hasta que Raquel apretó el disparador (Foto 13). Le agradecimos haber estado allí y Osel nos deseó buen viaje y nos dijo que volviéramos cuando quisiésemos. El monje nos acompañó afuera y con una gran sonrisa nos saludó mientras se agachaba, haciéndonos una reverencia. Afuera, la stupa con las cenizas del lama Yeshe me pareció más hermosa. El sol calentaba ya, los árboles se movían por el suave viento que anunciaba el comienzo de la primavera.

Descendimos lentamente, en silencio, por el sendero de la montaña. Un montón de monos se nos acercó para pedirnos comida. Pare-cían domesticados. Raquel se secó una lágrima antes de hablarme. Creo que a ella no le cabía duda de que había estado frente al lama Yeshe, su Maestro. Yo tenía la convicción de que esa carita cubría a un alma iluminada, que me había tocado muy profundo.

A la caída del sol llegamos al monasterio Tashi Yong. Esa noche, después de cenar, medité más tiempo que de costumbre, impresionado por el lamita Ose]. Al día siguiente volví a la rutina de mis prácticas en el dormitorio.

Cuando llegó la luna llena, Dorsong Rinpoché nos invitó a participar de las ceremonias correspondientes. Se hacían dos veces al mes, en luna llena y en luna nueva. Los monjes estaban como siempre en el templo y el lama Dorsong reunía a los laicos en una habitación a medio construir del nuevo edificio, donde presidía una extraña ceremonia. Sentados en el suelo frente a él, todos repetíamos el mantra de Vajrasattva (el que nos había aconsejado el lamita Ose] para cuan-do estuviéramos cansados: OM BENZÁ SATO HUNO). Al mismo tiempo había que visualizar la figura de la deidad, cuya estatuilla habían colocado delante, en un pequeño altar. Mientras repetía el mantra, según me indicó Dorsong, tenía que sentir que la deidad estaba suspendida en el espacio sobre mi cabeza, y que un néctar caía de su cuerpo y entraba por mi centro coronario y me iba purificando por dentro, física y anímicamente.

Durante casi dos horas repetí ese mantra y tuve una curiosa experiencia: comencé a sentir dolores por todo el cuerpo y terminé retorciéndome. Los dolores llegaban a ser a veces insoportables, como si me desgarrara por dentro. Por momentos me dormía y nuevamente los dolores recomenzaban. Finalmente, todos al unísono recitaban unas plegarias que leían en sus libros, siguiendo el ritmo que Dorsong marcaba con un lápiz sobre su pupitre. Yo descansaba entretanto, porque no conocía el texto que ellos leían, y por fin me pude relajar. Nos sirvieron té y salí a caminar un rato por los alrededores, como sonámbulo.

Quince minutos después nos llamaron de nuevo y completamos las cuatro horas de mantras de esa mañana. El lama nos citó para las dos de la tarde para completar otras cuatro horas. Me arrastré montaña arriba hasta mi dormitorio, me tiré en la cama y quedé profundamente dormido hasta avanzada la tarde, sin poder moverme. No asistí a la continuación de la ceremonia.

Al día siguiente relaté al lama Dorsong mi desventura. "Es claro", me dijo, "nosotros estamos acostumbrados y soportamos mejor la limpieza interior que produce ese mantra. A sus pacientes les debe pasar lo mismo cuando usted les da una medicina que los depura orgánicamente. Cada uno tiene su particular forma de curarse o depurarse. Debería seguir haciéndolo, pero menos tiempo, y todos los días un poco". Desde entonces introduje el mantra de Vajrasattva en mis prácticas diarias y siempre me retorcía de dolor. Vajrasattva es la imagen del cuadro que le había comprado al marido de nuestra asistente Yeshi.

Algunos días después el lama Dorsong le dijo a Raquel que estaba el lama Situ Rinpoché en el monasterio Sherab Ling, su propio monasterio, a 15 kilómetros de Tashi Yong. Le recomendó que fuéramos a verlo. El lama Situ viajaba mucho por todo el mundo así que era una oportunidad tenerlo tan cerca. Ya conté algunos detalles de la vida de Situ Rinpoché en la Introducción, de modo que remito al lector allí para no caer en repeticiones.

Pedimos un taxi de Paprola y en una hora estuvimos en el monasterio Sherab Ling. Viajamos subiendo montañas muy altas; el paisaje era muy diferente al de la zona en donde vivíamos. Había bosques de coníferas y riachos encantadores. En el camino fui testigo de una singular conjunción. Al lado de nuestro auto pasó un hombre que transportaba cargas encima de dos camellos; nunca antes había visto una vestimenta tan primitiva como la de ese camellero. Y sólo en el cine había visto usar esos animales como cargueros. En ese mismo momento volaba un jumbo cuatrimotor de una línea de la India, bastante bajo. De nuevo me enfrentaba con este fenomenal contraste de naturaleza, tiempos y técnicas en la India.

Poco más allá encontramos una bandada de una docena de buitres, que tomaban sol sobre las rocas de un riacho o estaban posados en los arbolitos de los alrededores, en algunos casos más pequeños que el cuerpo de los animales. No sabía que en el Himalaya hubiera semejantes aves. Eran enormes y cuando abrían sus alas llegaban a tener tres metros de envergadura. Se parecían a los cóndores de nuestra cordillera, con su collar blanco y sus alas negras y blancas. Pero éstos se comportaban de manera diferente ya que vivían en bandadas y sobre la tierra baja, no sólo sobrevolando las altas cumbres.

Dentro de un bosque de pinos encontramos el monasterio. Una construcción humilde, de formas modernas y simples. Había un templo sencillo, como todos los que ya había visto hasta el momento. Pedimos una entrevista con Situ Rinpoché y nos hicieron esperar un rato en una pequeña sala al lado de su cámara. Sentí que una conmoción me embargaba. Sabía que a Situ se lo consideraba una emanación de Maitreya y yo tenía gran respeto por este personaje hindú-tibetano.

Según el hinduismo, Maitreya es el nombre sánscrito de Cristo. Los tibetanos le llaman Champa y es venerado como el Buda del Futuro, el de la Nueva Era, cuando cambiarán las dignidades de las Jerarquías de Grandes Seres que tienen a su cargo la evolución de la humanidad, en el año 2000. Según el budismo, el Bodhisattva Maitreya, que en este momento reside en el Cielo Tushita esperando su turno, se ha emanado en varios yoguis indios, más tarde como Marpa el traductor (el maestro de Milarepa) y luego en Situ Rinpoché.

Según los escritos de la teosofía, Maitreya tuvo varias encarnaciones importantísimas para el ser humano. Dicen que fue Zaratustra en la época de los caldeos. Luego vino como Krishna y fundó el hinduismo en la India. Después encarnó como discípulo de Sidharta Gautama, con el nombre de Maitreya. Cuando Sidharta pasó a ser Buda, Maitreya siguió a su lado como Bodhisattva, bajo sus órdenes, para ayudar a la humanidad desde un lugar celestial. Se convirtió así en canal para que las fuerzas divinas vehiculizadas por el Buda lleguen a los seres humanos en la Tierra.

Siempre según la teosofía, Maitreya volvió más tarde a descender a la mente de un mortal especialmente preparado para recibirlo: entró en el cerebro del maestro Jesús de Nazaret en el momento de su bautismo en el río Jordán por Juan el Bautista, su primo, quien ayudó así para que Maitreya o el Cristo, representante de la mente divina o Espíritu Santo, penetrara en Jesús. A partir de entonces se lo llamó Jesucristo.

Siempre había tomado a Jesús como mi Maestro de modo que esta vinculación del lama Situ Rinpoché con Maitreya me fascinaba. Recuerdo que el lama Sherab Dorye en el retiro en San Martín de los Andes me decía que yo no debía dejar de ser cristiano aunque me acercara al budismo, puesto que Buda era, en esencia, lo mismo que Cristo: había que buscarlo dentro del propio corazón. Buda no es un ser exterior al que hay que llegar después de muerto, decía, sino que es la esencia divina que reside en cada persona, cubierta por cuatro velos: la ignorancia, el karma, las tendencias producidas por éste y las emociones negativas con las que vivimos a diario. Nuestra tarea de evolución consiste en ir sacando estos velos para conectarnos con la esencia búdica. En ese momento no lo había comprendido del todo. Ahora vislumbro su significado.

Antes aun de ese retiro con el lama Sherab, había ido yo, por primera vez, a tomar enseñanzas budistas del lama Trinle Drugpa en un retiro de dos días en Buenos Aires. Este lama me había parecido muy dogmático y no podía comprender a qué se refería cuando hablaba de las cualidades del Buda. A pesar de que no era practicante, me sentía cristiano y me molestaba tremendamente tener que meditar sobre esas cualidades del Buda, un ser extraño y foráneo que nada tenía que ver con mi cultura y mi iniciación religiosa. Sin embargo, ¿por qué me atraía tanto? ¿Por qué sentía tanta fascinación por el budismo? Gina, una psicoterapeuta amiga que me vio muy consternado, se me acercó en el intervalo para ayudarme. Me dijo entonces que ella no era cristiana sino judía, pero tenía gran admiración y respeto por Jesús, de modo que podía comprender mi resistencia. Pero sabiendo la importancia que tenía el budismo para el desarrollo espiritual, me aconsejó que cuando el lama nos hiciera meditar sobre el Buda visualizara la figura de Jesús, mi Maestro, como estaba acostumbrado a hacerlo en otras meditaciones.

Su consejo me pareció adecuado y esa tarde, después que el lama Trinle nos mostró una estatuilla dorada del Buda para visualizarla y meditar sobre él, entré en meditación y proyecté la imagen de Jesús, de pie, delante mío. Nunca lo había visualizado con tan hermosa figura en mis meditaciones anteriores. De pronto, y para mi asombro, la figura que yo había creado en mi mente se llevó las manos hacia su corazón y se fue acercando a mí con lentitud. Cuando estuvo cerca, Jesús extendió sus manos hacia mí: en sus palmas había una estatuilla dorada del Buda.

Todo esto volvió a mi mente mientras esperaba para ver a Situ. Un monje nos hizo entrar. El lama Situ Rinpoché estaba sentado sobre un gran almohadón sobre un hermoso sillón, en medio de una habitación espaciosa que además tenía un escritorio, un altar con imágenes, sahumerios y velas, y cortinas que daban una luminosidad extraña al recinto. Sentí una hermosa sensación en mi corazón y comencé a sonreír, de la manera en que él lo estaba haciendo. Un hombre joven, de cara redonda, con ojos de mirada muy inteligente detrás de unos anteojos de marcos gruesos y oscuros. A partir de ese momento no se fue la sonrisa de mi rostro ni la alegría de mi corazón. Nos saludó con afecto, casi como si ya nos conociéramos. No permitió que hiciéramos reverencias mediante "postraciones", arrodillándonos y llevando la frente hasta el suelo, como nos habían enseñado que debíamos hacer frente a un gran lama. Extendió en cambio su mano derecha para estrechar la nuestra, a la usanza occidental.

Le dijimos que habíamos leído alguno de sus libros y que deseábamos conocerlo. Le contamos que estábamos en Tashi Yong y que el lama Dorsong nos había aconsejado que lo visitáramos. Al saber que procedíamos de la Argentina nos comentó que posiblemente el lama Trinle Drugpa (con quien me inicié en el budismo) iría a vivir a la Argentina. Lo conocía bien y me pidió que si lo veía le mandara sus saludos.

Raquel le contó de un proyecto en el que ella quería participar con respecto a los refugiados tibetanos en nuestro país y él la felicitó y le agradeció por preocuparse por su pueblo. Le dijo, sin embargo, que podría tener dificultades, porque una empresa como ésa encontraría, sin duda, resistencias. "¿Sabe por qué?", continuó, "porque cuando uno comienza una obra de importancia, dedicada al bien, moviliza necesariamente fuerzas negativas, la contraparte de lo que uno quiere hacer. Sin embargo, lo negativo no forma parte de la naturaleza humana, como suele decirse. Es común que cuando alguien hace algo malo la gente diga que es justificable puesto que la codicia y la envidia forman parte de la naturaleza del hombre. No es así, en realidad. La naturaleza humana es divina, tiene la condición del Buda. De a poco, debido a nuestra formación y a las dificultades de la vida, el hombre adquiere actitudes negativas porque se va apartando del ser interior divino que lo debería animar y se deja llevar por los caminos más fáciles, que suelen ser los equivocados. Cuando uno emprende algo para el bien de los demás, tiene que saber que está por comenzar algo duro y difícil, pero que está más en conexión con el corazón humano que si se queda sin hacer nada. Además le servirá como evolución para su propia persona".

Me preguntó después a qué me dedicaba. Le conté que era médico y que dirigía un instituto donde aplicábamos el yoga a la medicina. Le pareció una actividad digna y hermosa, y me prometió que en sus oraciones "rogaría para que cada vez pudiera ayudar a más gente necesitada, ya que esa tarea requería incansablemente de la compasión, lo más elevado que podemos desarrollar en nuestro corazón".

Sentí que Situ Rinpoché nos transmitía amor y nos llenaba de energía y valor para continuar con nuestros objetivos. Salimos con el corazón henchido de gozo y esperanzas. Tardó mucho en apaciguarse la sonrisa de mi rostro. Al recordarlo siento que su sonrisa vuelve a aparecer en mí. Quedé con la impresión de que Situ Rinpoché, con sus maneras sencillas y humildes había borrado el mito que rodeaba a su imagen pero había tenido la virtud de hacer crecer su persona dentro de nosotros.

Nos habíamos entendido muy bien con él, sin ningún traductor. Su inglés era perfecto. Vuelvo a comentar que cuando comenzó a enseñar budismo a los ingleses que venían a verlo en Sikinn, cuando tenía sólo 17 años, el inglés le fue surgiendo sin que tuviera que estudiarlo. Ahora escribe en inglés para la difusión de la filosofía budista, y en su tarea por la liberación del Tíbet, la paz mundial y la ecología, al lado del Dalai Lama.

Cuando volvimos a Tashi Yong el lama Dorsong quedó muy satis-fecho con lo que le contamos de nuestra visita a Situ Rinpoché.

Un domingo, a la hora de la siesta, salí a recorrer las montañas frente a mi habitación. Fue un paseo hermoso, por entre las casas de los lugareños. Subí por las terrazas cultivadas y llegué a gran altura, hasta que me encontré con que el sendero me conducía a una casa, en cuya entrada estaban jugando unos chicos. Al principio se asustaron de mi presencia, pero los llamé y me rodearon mientras reían. No había forma de comunicarnos. Tocaban mi ropa y se extrañaron de mis zapatos. Les decía en castellano el nombre de lo que tocaban y lo repetían con alegría.Adentro, en un patio frente a un galpón, trabajaban tres jovencitas con azadas, subiendo heno a lo alto del galpón. Cuando me vieron se pu sieron a cuchichear y a reír. Volví sobre mis pasos y seguí divirtiéndome con los chicos. De pronto vi que una de las jóvenes se había acercado y sentada en los escalones de la entrada se peinaba su larga cabellera, seductoramente. Terminó sacándose la blusa para mostrar sus pechos. Confieso que, asustado, me alejé y continué la ascensión de la montaña, seguido por los chicos que corrían y me hablaban en hindi.

Algunos días después Dorsong nos comentó que en Kathmandú estaba un célebre lama tibetano que residía en Bután, Dilgo Khyentse Rinpoché. Era un hombre de 81 años y lo juzgaba como el más importante lama del momento. Se lo consideraba "de alta realización" y había grandes lamas que afirmaban que había llegado a la altura de un Buda. Era un Buda viviente. Estaría sólo quince días en Nepal y muy probablemente no volveríamos a tener la posibilidad de verlo. Los tibetanos tienen la idea de que recibimos grandes beneficios cuan-do nos aproximamos a una alta figura como él, porque al ponernos bajo su aura nos llega su bendición. Dorsong Rinpoché nos aconsejó que no dejáramos de ir a verlo.

¿Y nuestro trabajo de meditación en el monasterio? Eso podíamos hacerlo en cualquier lugar, como cuando volviéramos a Buenos Aires… Además, podíamos quedarnos un tiempo allá y a la vuelta seguiríamos tomando enseñanzas de Dorsong. "No es necesario estar en un monasterio para meditar y progresar espiritualmente", nos decía.

Hicimos nuestros preparativos y dos días después partimos para tomar el avión en el aeródromo de Dharamsala hacia Delhi. Antes de partir tuvimos la noticia de que el Dalai Lama estaba en su monasterio, allí en Dharamsala, de modo que salimos muy temprano para intentar una entrevista con él. Cuando llegamos a Dharamsala fuimos directa-mente a su monasterio y preguntamos si era posible ver a Su Santidad, el Dalai Lama. Estuvimos un largo rato en la sala de espera y finalmente un monje tomó nuestros nombres y nos dijo que en ese día no podríamos verlo porque las entrevistas estaban ya completas. Si le dejábamos nuestras direcciones o teléfonos nos avisarían aproximadamente en un mes. Con gran desilusión tuvimos que irnos, "con la cola entre las piernas", a tomar nuestro avioncito para Delhi.

CAPÍTULO CINCO. Kathmandú

Una vez en Delhi conseguimos fácilmente pasajes para Kathmandú, a donde viajamos al día siguiente. En el avión, acompañado por dos monjes, iba también un lama que se nos acercó y nos preguntó en inglés si éramos de la Argentina. Ante nuestra respuesta afirmativa nos preguntó si conocíamos a Gerardo, el amigo con quien habíamos viajado a Tashi Yong. Charlamos un rato con él y nos dijo que era del monasterio de Dilgo Khyentse Rinpoché, justamente el lama venido de Bután a quien queríamos visitar en Kathmandú por consejo de Dorsong Rinpoché. Tu-vimos que ubicarnos en nuestros lugares en el avión así es que no volvimos a hablar con él, pero nos sentíamos protegidos al viajar con un lama conocido a un país remoto para nosotros como Nepal.

Llegamos a Kathmandú a las siete de la tarde (once horas de diferencia con la hora de Buenos Aires). Estaba anocheciendo. El aeropuerto era mucho más simpático que el de Delhi y la gente vestía como nosotros, pero tuvimos que soportar el mismo asedio de los que nos ofrecían dinero, hoteles, autos… A veces teníamos que sacarlos de encima a la fuerza. Por fin conseguimos subir a un ómnibus que nos llevó hasta la ciudad y nos dejó a cuatro cuadras del Kathmandú Guest House, el hotel a donde nos habían recomendado ir.

Tomamos un "rikshow-bicicleta" en donde Raquel viajó sentada con las valijas. Yo iba caminando al lado, a veces corriendo y otras empujando, para ayudar al muchachito flaco que pedaleaba. Nos fuimos internando así en el curioso barrio de Tamel, donde las calles eran muy estrechas (apenas podían cruzarse dos autos) y estaban atestadas de gente que ofrecía insistentemente todo tipo de artículos a los transeúntes, llenas de comercios con sus mercaderías colgadas alrededor de las puertas, hacia las veredas (Foto 14). Las calles por las que íbamos eran asfaltadas pero muy sucias, aunque se veía que permanentemente las barrían y mojaban para evitar la tierra. Las veredas muy estrechas. Por todas partes había restaurantes con carteles que decían "cocina limpia" o "las verduras se lavan con agua iodada", para desparasitarlas. La ciudad tenía una simpatía especial y en con-junto parecía un lugar de vacaciones.

En el Kathmandú Guest House no conseguimos alojamiento y tuvimos que recorrer varios hoteles con nuestro rikshow, muertos de miedo porque ya era entrada la noche, hasta que por fin conseguimos, en un hotel muy feo, una habitación que compartimos, para acompañarnos frente a lo desconocido. En el hotel no había comida y nos aconsejaron no salir ya que después de las diez de la noche era peligroso caminar por las calles oscuras. Teníamos tanto hambre que de todas maneras decidimos salir. Después de un largo rato encontramos un restaurante en donde todavía había gente. Todo nos llamaba la atención, parecía que soñábamos, y nos divertíamos. Volvimos al hotel a través de la oscuridad, sin ningún percance. Ya no había nadie afuera, salvo uno que otro rezagado que volvía de su trabajo.

Al día siguiente, con un hermoso sol, salimos a desayunar y conseguimos alojamiento en el Kathmandú Guest House. Era un hotel hermoso. Había pertenecido al rey en una época y mostraba un señorío oriental encantador. En Nepal, una de las artesanías más importantes es la talla en madera, y este hotel lucía de las mejores. Tallas antiguas en las puertas, en las paredes, en los techos, que alternaban con algunos arreglos modernos. Los empleados del hotel, muy amables, se desvivían por atendernos y siempre se quedaban parados junto a uno para recibir alguna propina. Yo tenía una espaciosa suite en la que podía estar muy cómodo y a gusto.

Teníamos que salir a comer fuera del hotel y conocimos así muchos restaurantes de los alrededores, donde desayunábamos o comíamos platos típicos que pronto nos hartaron, así que tuvimos que volver a nuestros alimentos habituales. Yo pretendía mantener mi vegetarianismo pero no siempre me era posible. En algunos restaurantes los mozos y los dueños comenzaron a reconocernos y nos recibían con simpatía. Los nepaleses son gente buena, mucho menos so-metidos que los indios y más amables. Constantemente escuchábamos el tradicional "namasté", el saludo hindú, que pronto aprendimos a usar. "Namasté" es un saludo sagrado al que los extranjeros le fueron dando carácter laico al tratar de imitar a los hindúes. Algo semejante a lo que pasó en nuestras pampas, cuando alguien decía con devoción a modo de saludo: "Ave María Purísima…", el otro contestaba: "Sin pecado concebida…", y a fuerza de usarlas, estas expresiones dejaron de tener el sentido religioso original.

En el primer día nos dedicamos a conocer los alrededores del hotel, los negocios donde vendían cuadros y "tankas" [9] tibetanos, artículos de trecking o para escalar, ropa de cuero o gamuza, y remeras con todo tipo de inscripciones con alusiones budistas o de turismo en el Himalaya, entre los que figuraba en primer término el Everest. Para subir a la más alta montaña del mundo había que pasar indefectiblemente por Kathmandú y por todas partes había oficinas de turismo que organizaban excursiones al Himalaya y a montañas casi tan altas como el Everest. También disponían de navegación con botes de goma por los ríos con rápidos y saltos, white water o rafting, como lo llamaban ellos. También ofrecían safaris en los parques nacionales, donde uno podía aventurarse en la jungla a lomo de elefante para ver tigres, rinocerontes, antílopes, monos y, en los ríos, cocodrilos.

A pesar de que las drogas estaban prohibidas, siempre nos las ofrecían en la calle. También nos indicaban dónde cambiar dólares de modo más ventajoso. Yo cambiaba dólares en los taxis, que parecían casas de cambio rodantes. Si bien en la India todo era muy barato, en Nepal lo era aún más. En la gente predominaba, al revés que en la India, un clima divertido, como solemos encontrar los argentinos al entrar en Brasil, cuando dejamos la tristeza del tango para ponernos a bailar marchiñas y zambas. Los nepaleses se parecen a los brasileños y los turistas estábamos encantados con ellos. Y ellos sabían sacar provecho de esta situación logrando vendernos lo que no teníamos intención de comprar, sin hacernos sentir mal.

Hablan el nepalés, un idioma bastante parecido al hindi de la India. El alfabeto es el mismo, el sánscrito, quizá modernizado. Sólo los que han hecho el secundario hablan inglés, que es el idioma oficial. En cambio, la mayoría de la gente lo "chapucea" para entender-se con los turistas y ofrecerles cosas. Era muy difícil entablar una conversación larga con alguien y menos pretender hablar de filosofía o religión. Todo parecía hecho para nosotros, lo único difícil era enterarnos de cosas serias.

La mayoría de los nepaleses son hindúes o budistas (Foto 15). El rey es hindú. Existe el budismo nepalés, que es bastante diferente del tibetano y a veces hasta se confunde con el hinduismo. Toda la ciudad de Kathmandú está llena de templos y templetes hindúes y budistas mezclados, hasta el punto de que a veces resulta difícil diferenciarlos. Kathmandú parece un museo al aire libre.

Nepal es tradicionalmente un país donde el budismo floreció a la par del hinduismo: Sidharta Gautama, el Buda, nació en lo que es actualmente Nepal, seiscientos años antes de Jesús. De hecho, en el Tíbet el budismo entró desde Nepal y la China, gracias a que un poderoso emperador tibetano, Songtsen Gampo, para consolidar su amistad con esos poderosos países vecinos, aceptó de la China y de Nepal, en el año 640, el ofrecimiento de matrimonio con una princesa de cada uno de esos países. Se casó con ambas y como eran budistas, entre las dos convencieron al soberano para que introdujera su religión en el Tíbet. La princesa china llevó de su país una magnífica estatua del Buda Shakyamuni, nombre chino de Sidharta Gautama (en tibetano Sangye), que recibió de su padre como parte de la dote. Esta estatua, que dicen fue hecha por un artista nepalés en la época del mismo Buda, todavía se conserva con el nombre de Jowo ("el Magnífico", "Señor", "Noble", "Venerable") en el monasterio Jokhangde Lhasa, Tíbet. La otra esposa, la nepalés, trajo la imagen del Buda Akshobhya como regalo de boda de su padre y también la conservan en el mismo monasterio.

Hay muchos refugiados tibetanos en distintas partes de Kathmandú, casi todos dedicados al arte y a la artesanía religiosa, o al comercio de estas artesanías. Conviven muy bien con los nepaleses, pero en general están concentrados en pequeñas comunidades. Los monjes y lamas se han ubicado principalmente en un barrio llamado Boudhanat, en donde hay una enorme stupa y una cantidad de monasterios y templos tibetanos esparcidos entre las casas de los habitantes de ese barrio. Hacia allí fuimos con Raquel lo más pronto que pudimos. Llegamos en un taxi, después de atravesar toda la ciudad, pasando por delante del palacio real y de la cancha de fútbol.

La vida de Boudhanat se concentra principalmente alrededor de esa enorme stupa construida alrededor del 1100 (Foto 16). Como todas las stupas, es un monumento funerario, en este caso en homenaje al Buda Shakyamuni, y dicen que dentro hay reliquias de él, incluso huesos o vestimentas. El monumento es enorme. Tiene una base cuadrangular de una hectárea, sobre la cual hay cuatro plataformas cuadradas sucesivamente más chicas, escalonadas, con adornos, estatuas y cilindros rotatorios para oraciones en las paredes. Cada plataforma se conecta con la superior por escaleras ubicadas en los cuatro puntos cardinales. Encima del último cuadrado hay una semiesfera enorme sobre la cual continúan las plataformas cuadradas, cada vez más chicas, inaccesibles, como una llama. Termina en una alta torre cuadrada, sobre la cual se ve la tradicional insignia budista: una media luna con un sol encima.

Cada parte de la stupa tiene un significado simbólico referido a los cinco elementos. Las plataformas cuadradas representan la Tie rra; la semiesfera semeja una gota de Agua; la serie alargada de plataformas cada vez más chicas simboliza el Fuego; la torre de encima, el Aire, y la media luna y el sol, la Energía.

En los cuatro costados de la torre están pintados los ojos del Buda, símbolo de Kathmandú, que representan a "Aquel que mira a los seres con ojos compasivos". Toda la stupa está adornada con banderines de colores y sobre las plataformas hay estatuas, budistas e hindúes. La gente sube a las plataformas y camina por ellas repitiendo mantras y oraciones, como un rito religioso.

Otros dan vueltas abajo, por la vereda que rodea el monumento, haciendo girar con la mano los cilindros de oraciones, de metal y de unos sesenta centímetros de altura, verticales, colocados en fila, uno al lado de otro, a lo largo de la pared. En la cara externa de los cilindros hay diferentes mantras escritos en tibetano, en relieve. Los fieles daban vueltas alrededor de la stupa haciendo girar cada uno de los ciento ocho cilindros. Esta ceremonia me producía rechazo ya que me parecía propia de fanáticos.

Los más religiosos subían a las plataformas y caminaban en los diferentes niveles. A medida que ascendía, uno se iba alejando del ruido de la calle, y al llegar a las plataformas más altas aparecían a la vista las partes alejadas de la ciudad, los campos sembrados y el aeropuerto, a unos kilómetros de distancia. Era corno apartarse de a poco del samsara, que quedaba abajo con los mercaderes de la calle.

Alrededor de la stupa hay una calle empedrada por la que pueden circular autos, bicicletas, vacas y gente (Foto 17). Sobre esa calle, frente a la stupa, hay pintorescos negocios, casi todos relacionados con el budismo. También hay algunos templos de colores vistosos y de forma chinesca. Varias calles estrechas salen en todas direcciones, de tierra y barro. Hay también muchos basurales; la gente amontona la basura, que se recoge con camiones una vez por semana. Entretanto, hay que convivir con ella, alternado con lo sagrado.

Por una de esas callecitas encontramos un baño público al aire libre, sin techo, en donde las mujeres lavaban la ropa y se bañaban medio desnudas o bañaban a sus hijitos, todo al aire libre, aprovechando el sol (Foto 18). Continuando por esa calle llegamos a un imponente monasterio, rodeado por una muralla amarilla con gran-des puertas que daban acceso a un patio central, al igual que en Tashi Yong. En el medio del patio, un alto mástil, y al fondo, la Gompa. Cuando entramos por primera vez en el templo había muchos monjes en una puya, con mantos de color bordó y gorros amarillos puntiagudos (Foto 19). Nos sentamos cerca de una de las paredes en donde había otra gente, tibetanos la mayoría. Desde allí asistimos a una ceremonia más o menos parecida a las que ya habíamos estado antes, pero mucho más impresionante ya que los monjes eran más numerosos y el templo más grande que los anteriores. Meditamos mientras los monjes leían sus textos y repetían mantras al son de instrumentos musicales.

Al final, mientras la gente salía de la Gompa, nos acercamos a un lama con cara de occidental que resultó ser francés, el lama Mathieu. Hacía muchos años que vivía en ese monasterio. Nos contó que Dilgo Khyentse Rinpoché no estaba allí en ese momento pero que tendríamos oportunidad de conocerlo más tarde. Se nos acercó después una lama francesa [10] quien al saber que veníamos de Tashi Yong llamó a una monja holandesa que había vivido en ese monasterio. Resultó ser la dueña de la casita que estaba cerrada al lado de la nuestra en Tashi Yong.

Raquel se fue con la monja, y yo me quedé observando el templo vacío, asombrado por las pinturas de las paredes y por las enormes estatuas del Buda, de Maitreya y de Tara que estaban expuestas dentro de grandes vitrinas. Luego me senté junto a ellas, meditando con los ojos abiertos y mirando las estatuas, emocionado por tantas cosas hermosas. De pronto se abrió la puerta con estrépito y entró un grupo de monjes llevando casi en andas a un enorme lama. Sin duda era Dilgo Khyentse, que apenas podía caminar. Sus piernas no lo sostenían. Era un hombre muy corpulento, de más de dos metros de altura, gordo y con el torso desnudo, que vestía sólo una pollera bordó como las que usan los lamas. Cuando pasó por donde yo estaba me miró y no tuve tiempo de ponerme de pie. Entre los monjes venía el lama que habíamos encontrado en el avión.

Dilgo Khyentse Rinpoché era imponente. Recordé que el lama Dorsong me había explicado que era considerado con la evolución de un Buda. Tenía realizado el Turno (el fuego interno) y llevaba siempre el torso desnudo, en verano y en invierno, porque no necesitaba abrigo. Más tarde me enteré que uno de los signos de los que llegan a ese nivel de evolución es que no pueden tolerar ropa encima de su torso. Cuando se ponen algo sobre los hombros se les resbala y cae, porque la ropa flota sin tocar su piel. Al día siguiente, cuando lo volví a ver en una puya, dos monjes estaban siempre al lado de su trono para sostenerle el manto cuando era necesario con motivo de la ceremonia. Luego, cuando se la soltaban, se le caía de los hombros… (Foto 20).

Fui varias veces a verlo al templo con Raquel, pero solamente era posible acercarnos junto con los otros laicos para recibir su bendición, ofreciéndole una cata que él tomaba y nos la colocaba sobre el cuello. Me impresionaba mucho acercarme a él. Su mirada era casi aterradora, compasiva, pero tremendamente fuerte y penetrante. No podía sentir otra cosa que temor y una gran reverencia; a pesar de que intenté percibir su santidad no podía lograrlo. Él miraba fuertemente a los ojos del que se le acercaba y enseguida pasaba a mirar al próximo. A mí me parecía inalcanzable y continuaba sintiendo miedo, como un chico asustado frente a un superior distante (Foto 21).

Hicimos muchos intentos para acercarnos a los otros lamas del monasterio, pero estaban todos muy ocupados con la presencia no habitual de Dilgo Khyentse. El lama Mathieu era su secretario priva-do mientras estuviese en Kathmandú, de modo que era imposible hablar con él para pedirle consejos de qué hacer en el monasterio. Teníamos que contentarnos con ver al gran lama presidir las puyas, sentado en lo alto de su trono. Raquel se animó a acercarse y sacarle fotos, en cambio yo no me atrevía y me quedaba sentado lejos. Todos los días volvía frustrado al hotel, con la sensación de estar perdiendo el tiempo y de que debería estar haciendo otra cosa. En realidad mi orgullo no toleraba no poder contactarme con el gran Dilgo Khyentse directamente. Además, quería recibir enseñanzas de algún otro lama y no sabía cómo lograrlo. En las paredes de la entrada de nuestro hotel había algunos carteles anunciando clases de budismo y retiros que uno podía realizar, pero yo sabía que nada de eso era lo que había ido a buscar en la ciudad de los lamas.

Cada vez estaba más enojado. Raquel me decía que era suficiente con estar cerca de los grandes maestros, a quienes no podríamos ver en Buenos Aires. Pero no me convencía. Me acerqué un día al lama que habíamos encontrado en el avión y le pregunté directa-mente a quién podía pedirle enseñanzas y guía en el budismo, contando que ya había recibido refugio (bautismo budista) y varias iniciaciones en Buenos Aires. Él y todos los lamas de ese monasterio estaban demasiado ocupados con la visita de Dilgo Khyentse, de modo que no podía buscar enseñanzas allí, así que me dio el nombre de un lama en otro monasterio a pocas cuadras.

Fui entonces a ver a Chürki Nema Rinpoché, quien me recibió en su cámara. Parecía un lama importante. Después me enteré que era el dueño y el abad de ese monasterio. Pero tampoco me prestó mucha atención. Me explicó que su madre estaba muy enferma, con cáncer, y que se esperaba que muriese de un momento a otro. Por el momento no estaba en condiciones de atenderme ni de enseñarme nada. Me dio, sin embargo, unos poemas en inglés que había escrito, para que los leyera con atención puesto que sobre ellos me enseñaría más adelante. Me dijo que volviera la semana siguiente. Salí descontento, con una fea impresión, a pesar de que podía comprender la situación por la que estaba pasando. Era otra frustración más.

Comencé a pelearme con Raquel por estupideces, como chicos, y como ella me veía tan preocupado y descontento con lo que habíamos hecho hasta el momento en Kathmandú, me hizo ver que en realidad no estaba cumpliendo con mi propósito original de llegar hasta el Tíbet. Según ella tendría que buscar la forma de ir desde donde estábamos, ya que Kathmandú era el paso obligado en dirección a Lhasa.

Se prendió de nuevo dentro de mí la chispa original del viaje. Cuando uno entra en ansiedad cae indefectiblemente en confusión y ya a esa altura, la misma meditación en los monasterios no me traía la paz de antes. Comencé a pensar de nuevo cómo hacer ese viaje soñado al Tíbet. Un día el lama Mathieu nos hizo pasar a una entrevista a solas con el lama Dilgo Khyentse. Mathieu haría de traductor. Entré en la cámara del lama, me arrodillé ante él y después de recibir su bendición le expliqué de manera apresurada y muy confusa que mi interés de ir al Tíbet se debía a la seguridad de haber estado allí en otra vida. Me contestó, sonriendo, que debía realizar ese viaje porque era importante para mí, pero que no me olvidara que haría mi verdadero trabajo espiritual en esta vida y en mi propio país. Fue una res-puesta concreta y terminante. Pero no se opuso a mi viaje. Salí más confundido que antes. La entrevista con él había sido muy corta y, como siempre, temblé de miedo ante él.

Al salir, el lama Mathieu me aconsejó que fuera a ver a una señora francesa amiga de él, cuyo marido tenía una empresa de turismo que organizaba viajes al Tíbet. Fui de inmediato a buscar a madame Nicolle en su agencia de viajes. No la encontré allí y me explicaron que su marido estaba en el Tíbet en ese momento y no vendría hasta después de cinco días. Me dieron la dirección particular de madame Nicolle. Vivía justamente en Boudhanat, cerca del monasterio a don-de íbamos todos los días. Fui a verla y después de una hora de esperarla en su casa me comentó, para mi desilusión, que era muy difícil viajar al Tíbet porque había que mandar el pasaporte a China, lo que tardaba por lo menos un mes. De esto se ocupaba su marido. Me recomendó que fuera a buscarlo a la oficina la semana siguiente y que no perdiera el tiempo haciendo más averiguaciones.

Cansado, decidí alejarme de Kathmandú unos días y acceder a un ofrecimiento que siempre me hacía el encargado de una oficina de turismo que tenía su escritorio en el hall del hotel. Decidí ir a visitar un parque nacional de Nepal en donde había reservas de jungla y de animales salvajes. Cuando estaba concretando la excursión con él vi, sorprendido, un cartel debajo del vidrio de su escritorio que decía en alemán: "El Tíbet ha dejado de ser un sueño para usted. Pregunte aquí". Sin comprender por qué no lo había visto antes, le pedí informes. Ellos organizaban grupos de turistas para entrar juntos al Tíbet, puesto que los chinos no permitían el acceso individualmente. Agregó que conseguían visa para el conjunto y que en diez días podría salir con un grupo hacia allí.

Me acompañó a la oficina central. Pertenecía a un tibetano que me dio las explicaciones necesarias. Todo parecía fácil: tenía que darle mi pasaporte y estaría en condiciones de incorporarme al grupo que salía el 13 de abril. La excursión completa duraba siete días y costaba ochocientos dólares, que incluían la ida en un pequeño ómnibus, la vuelta desde Lhasa en un avión chino, la estadía y la comida en todos los hoteles de las ciudades por las que pasaríamos hasta llegar a Lhasa, la capital.

Volví al hotel entusiasmado y le conté a Raquel las novedades. En dos días me iría al Parque Nacional de Chitwan y ¡en diez días me iría al Tíbet! Nos despediríamos al día siguiente porque ella volvería a Tashi Yong, para quedarse en retiro con el lama Dorsong.

Con Raquel solíamos ir a almorzar a un restaurante llamado Stupa View, justamente frente a la gran stupa. Allí iban muchos occidentales a charlar, como nosotros, después de visitar los monasterios. En mi último día en Boudhanat fui al restaurante solo. Allí escuché a un señor hablar algunas palabras en castellano. Me acerqué y le pregunté de dónde venía. Era chileno y trabajaba en la embajada de su país en Delhi, India. Se puso contento de encontrar a un argentino y nos quedamos charlando un rato.

Le comenté lo feliz que había estado al comienzo de mi visita a Kathmandú y lo frustrado que me sentía ahora. Era como si se me hubieran cerrado las puertas, a diferencia de antes, cuando todo me salía bien y sin ningún esfuerzo de mi parte. Él me recordó algo que ya había escuchado en otra oportunidad: en la India y en Nepal uno se encuentra con uno mismo y todo lo que le pasa, en realidad sale de uno, con mucha fuerza y con un significado trascendente. Sólo hay que descubrir este significado. De todos modos, me dio la dirección de una amiga chilena que hacía mucho vivía en la ciudad y que estaba en contacto con los monasterios y los lamas. Quizás ella podría orientarme.

Se lo agradecí muchísimo y esa noche llamé a su amiga por teléfono desde el hotel. Paula me atendió con amabilidad. Hacía once años que vivía allí. Encantada me ayudaría. Por supuesto, me habló del lama Dilgo Khyentse y me comentó que ella iba a diario a verlo en el monasterio. Podríamos ir juntos y me ayudaría a conectarme más con él. Le conté que había contratado ya una excursión al Parque Nacional de Chitwan para la mañana siguiente, de modo que no podríamos encontrarnos todavía, pero le prometí que en cuanto volviera la llamaría de nuevo para combinar un encuentro.

A la mañana siguiente, muy temprano, me vino a buscar un empleado de la oficina de turismo. Raquel dormía de modo que no pude despedirme de ella. Y me encontré de pronto haciendo turismo en Nepal, en un ómnibus para turistas, muy viejo y feo, lleno de gente. Fue un viaje muy largo y muy lento. Hicimos sólo doscientos catorce kilómetros en nueve horas, pero por un hermoso camino entre las montañas y bordean-do un caudaloso río. No voy a contar los detalles, pero sí quiero referir algunas generalidades de la estadía en Chitwan. A ocho de las personas que íbamos en el ómnibus nos tenían destinado un jeep grande, con el que nos transportaron a la reserva indígena del Parque Nacional. Nos alojaron en una típica posada de la zona, con chozas con techo de paja, al estilo de las indígenas del lugar. Me hice amigo de los siete turistas, todos de distintas procedencias. ¡Una de las chicas se llamaba Tara, como mi Yidam! Mi compañero de habitación era un australiano, Ron, con quien puse a prueba mi inglés.

En Chitwan recorrimos los alrededores, visitamos los villorrios de los indígenas, nos internamos en la jungla a pie y a lomo de elefantes, y vimos muy de cerca, al lado nuestro, a varios rinocerontes, jabalíes, y cocodrilos (Foto 22). Lástima que no pudimos encontrarnos con ningún tigre, muy mentados por su tamaño y belleza. Me maravilló la forma digna en que vivían los indígenas. Tenían chozas con techo de paja y sin ventanas, según ellos para que no entraran los espíritus maléficos, según los blancos para que no entraran los mosquitos y evitar de esa manera el paludismo. Todas las chozas y sus alrededores eran limpios y no como en Kathmandú, en donde predominaban los basurales. Todo era limpio y agradable.

Volví a los tres días, antes que mis compañeros, para poder hacer las últimas diligencias para mi viaje al Tíbet. Tuve que tomar un ómnibus de línea qué paraba en todos los pueblos; viajé sentado en el último asiento con siete personas más, durante doce horas y con una enorme rueda de auxilio en el suelo, a mis pies, sobre la que iban sentadas otras cuatro personas.

En total fue una experiencia inolvidable. Además de la belleza del lugar y la sorpresa del contacto con animales que habitualmente vemos tras las rejas de un zoológico, sentí que me había hecho bien ir solo, esta vez sin Raquel, puesto que tuve que arreglármelas con mis propias posibilidades. A pesar de que Raquel había sido siempre una compañera maravillosa, que estaba enterada de todo y me ayudaba a conectarme con lo que pasaba alrededor nuestro, terminé este viaje al Parque Nacional sintiéndome más equilibrado y con una fuerza interior desconocida. Estaba más en contacto conmigo mismo.

La noche que volví llamé de nuevo a Paula y tuvimos una charla sobre cómo acercarme a los lamas. "Todos los occidentales que estamos aquí", me dijo, "nos reunimos a las dos de la tarde en una sala al lado de uno de los templos del monasterio en donde Dilgo Khyentse Rinpoché dirige una puya a esa hora. Tú sólo tienes que sentarte con los otros y meditar. Practicamos con esto lo que suele llamarse `Guru yoga', que consiste sólo en estar en las cercanías del maestro para recibir su influencia benéfica. Como hacen las 'guaguas' con sus madres. Sólo necesitas estar a su lado. Mientras meditas, piensa que te unes a él y pregúntale mentalmente lo que necesites saber y seguramente te aparecerán respuestas". Para encontrarnos nos describimos mutuamente.

A la mañana siguiente, a fin de moverme con más independencia, en lugar de tomar un taxi para ir al monasterio de Boudhanat me alquilé una bicicleta, lo que me permitió además conocer mejor la ciudad. Decidí no ir directamente al monasterio como de costumbre y me acerqué a otro monasterio para visitar al lama Thrangu Rinpoché, aquel con quien había hecho en Buenos Aires el retiro de meditación cuando me apareció el mandato de ir al Tíbet. La conversación con Paula me había devuelto la confianza y me pareció que podía ser auspicioso buscar a ese lama antes de emprender mi viaje al Tíbet. Cuando llegué me encontré con la sorpresa de que Thrangu Rinpoché estaba de viaje, pero me hizo bien estar en su monasterio. Los lamas viajan mucho a dar enseñanzas, a donde los invitan. De esa manera fueron llegando también a la Argentina, invitados por las instituciones budistas de Buenos Aires y así los había ido conociendo. Los lamas no cobran por sus enseñanzas pero hay que costearles el viaje y la estadía.

Me dediqué entonces a visitar los negocios de los alrededores de la stupa y quedé maravillado de la cantidad de artesanías tibetanas que había a la venta, especialmente estatuas, pinturas de las divinidades tibetanas en tela, llamadas "tankas". Es asombroso el caudal de artistas y artesanos que producen Nepal y Tíbet.

A mediodía fui a comer al Stupa View y desde mi mesa vi entrar a un monje con evidente aspecto europeo que se puso a conversar con el dueño, junto a la caja. Me acerqué y le pregunté en inglés de qué país venía él. Era italiano y vivía desde hacía ocho años en Kathmandú. Se había formado como lama y residía ahora en un monasterio a una cuadra de la stupa. Cuando supo que yo era argentino se quedó sor-prendido y en castellano me contó que había vivido muchos años en Buenos Aires y que conocía a muchos de mis amigos. Nos fuimos a la terraza del restaurante para estar más tranquilos y conversamos más de una hora bajo el tibio sol de primavera.

Le conté sobre mi desilusión al no haber podido acercarme a los lamas, y me contestó que ellos allí practicaban Guru yoga, lo mismo que me había dicho Paula por teléfono. Me volvió a explicar en qué consistía la práctica de Guru yoga: sólo había que estar bajo el aura del maestro. A Dilgo Khyentse Rinpoché lo consideraban el más alto lama del momento y todos querían estar cerca de él. El jueves 11 de abril regresaría a Bután, por lo cual yo no iba a conseguir nada de ningún otro lama en ese momento. Debía hacer lo que ya estaba haciendo: ir a verlo, meditar cerca de él y nada más. Eso era suficiente.

Después me comentó que necesitaba mis servicios profesionales puesto que le gustaría iniciar una terapia homeopática. Le propuse que nos encontráramos al día siguiente para estudiarlo y buscarle su remedio. Fuimos después a su monasterio y me mostró su dormitorio. Era una pieza chica, muy modesta, con una gran biblioteca re-vuelta, llena de libros en inglés, italiano, francés y tibetano. Tenía una computadora con la que escribía y hacía sus traducciones. Me mostró un libro de Dilgo Khyentse, que se llamaba The Wish-Fulfilling Jewell ("La joya que satisface todos los deseos"), que, precisamente, trataba sobre Guru yoga, y me recomendó que lo comprara.

"En esencia", me decía el lama italiano, "es lo mismo que podría hacer cualquier religioso. Cuando el cristiano se arrodilla frente a la imagen de Jesús y le pide que se instale en su corazón para bendecirlo y ayudarlo, está haciendo Guru yoga. Siéntate frente a Su Santidad, Dilgo Khyentse Rinpoché, y medita hablándole desde tu corazón. Dile que tu mente y la de él están en el mismo nivel de comprensión y que te ayude a iluminarte ya, en este mismo momento".

Me dio algunas otras explicaciones de cómo debía proceder con el lama y sentí que por fin alguien con autoridad me estaba orientando. Al mismo tiempo le confesé lo altanero que había estado y lo absurdo de mi pretensión de querer llegar a la mente de ese gran lama. "Estás equivoca-do", me volvió a repetir Stefano (el lama Chang Chup), "en Guru yoga uno debe sentirse a la misma altura del maestro para poder recibir de él directamente la iluminación, como si uno estuviera frente al Buda mismo. Pídele internamente que te dé en este preciso momento la posibilidad de entrar en el nirvana, que te abra la mente y el corazón para que en un instante todo te sea claro y puedas tener `la realización' de tu propia mente. Si lo haces con devoción, lo lograrás".

A las dos menos cuarto fui a encontrarme con Paula para practicar Guru yoga frente al lama Dilgo Khyentse Rinpoché. ¿Por qué no me habían explicado esto del Guru yoga los otros lamas? En realidad, Raquel me lo había dicho con claridad poco antes de nuestra despedida, pero no solemos creerles a los que están en nuestro mismo nivel. Sin embargo, el lama Chang Chup decía que tenía que sentir al Maestro a mi misma altura mental: "que mi mente y la de él sean una sola".

Esto nos resulta difícil de comprender a los formados en el cristianismo, para quienes la minusvalía es la actitud, neurótica por cierto, de acercamiento a la religión. El mismo Buda decía a sus discípulos que no creyeran en lo que él enseñaba hasta que lo pudieran comprobar con la experiencia personal. En el mismo sentido, Buda decía que los eruditos que no practicaban lo que sabían eran como "burros cargados de libros". También Einstein solía decir que "el verdadero conocimiento lo da la experiencia. Todo lo demás es información".

Cuando estuvo en Buenos Aires, Thrangu Rinpoché, nos dio enseñanzas sobre Mahamudra, una práctica superior de meditación. Al comienzo nos subrayó la importancia de la devoción al Maestro que tenemos en frente, es decir el que nos está enseñando. Y ante nuestra sorpresa nos decía que así, nuestro lama era más importante que el Buda mismo. Porque lo teníamos allí, para preguntarle, para enseñarnos la práctica y responder a nuestras dudas.

"Desde este punto de vista", decía, "si el Buda es importante, más lo son sus enseñanzas escritas por sus discípulos hace dos mil seiscientos años, porque las podemos leer ahora. Más importante aun son los comentarios que los grandes maestros han hecho sobre esas enseñanzas, porque las han puesto a nuestra altura de comprensión. Pero mucho más importante para nuestra formación es la presencia de un lama o maestro que nos enseñe y corrija nuestras equivocaciones. Lo que aprendamos debe estar a nuestra altura de comprensión, a la altura de nuestra mente". Se dice que el Buda siempre contestaba las preguntas de quienes lo rodeaban de modo diferente, de acuerdo al desarrollo espiritual que la persona hubiera alcanzado.

Por otra parte, una religión nos debe enseñar lo adecuado para nuestro comportamiento diario: "La espiritualidad no se ve en el templo ni en la gruta de la montaña sino en nuestra acción en la vida, la de todos los días", me había dicho una vez mi Maestro durante una meditación.

Por eso siempre me impresionaron tanto los escritos del jesuita Carlos Vallés, porque habla de Dios y de Jesús como de alguien conocido directamente. Él cuenta que en su juventud un compañero de devoción le dijo una vez: "Te vi sonreír al sagrario en la capilla". "Yo me sonrojé", comenta Vallés. "Era verdad que lo había hecho, y el verme descubierto hizo subir el rubor a mis mejillas. No es que me diera vergüenza; al contrario, me alegraba en el fondo de que mi intimidad con Jesús tuviera un testigo amigo. Sí, yo había ido a la capilla, había hablado con Jesús, había disfrutado con su compañía, tanto que el gozo interno se me había asomado al exterior, y la alegría del corazón se me hizo sonrisa en los labios. El descubrimiento de la persona de Jesús, el calor de su amistad, la realidad de su presencia, la majestad de su divinidad y la simpatía humana de su trato forma-ron una realidad enorme en mi vida. Sería una actitud todo lo antropomórfica que se quiera, inocente, acrítica, elemental; pero la fuerza y el calor del sentimiento de amistad personal con Jesús es una experiencia tan intensa y real que sin ella no podría entender mi vida".

Y cuenta después una anécdota del padre Rubio, uno de sus maestros: "Cuando fue a tomar un tren, al pedir el pasaje dijo sin pensar: `Dos para…'. Luego se corrigió a tiempo y añadió con rubor de persona distraída: `Perdone, uno solo'. La presencia a su lado del eterno Amigo era tan real para él que tenía que sacarle el boleto también a Jesús. Su fe era tan real que casi le hace pagar el doble".

A las dos entré en la sala de los occidentales. Paula me reconoció enseguida y me hizo señas para que me sentara en el suelo junto a ella. Era una mujer joven, linda y de hermosa sonrisa "a la chilena".

Cuchicheando me explicó más o menos lo mismo sobre la forma de meditar. Así lo hice y por primera vez sentí con el corazón a ese gran lama que en la otra habitación, frente a los monjes, presidía, inmutable, la ceremonia.

Después de unos minutos de meditación comencé a percibir en mi mente algunas explicaciones e indicaciones muy precisas y tremendamente detalladas que, obviamente, no reproduciré en su totalidad aquí. Se referían principalmente al objetivo de mi viaje al Tíbet: allí debía tomar energía y llevarla a Buenos Aires para poner mi granito de arena en el movimiento mundial de transferencia de energía a América. En ese período previo en Kathmandú estaba limpiando mis centros y mis líneas de energía para poder cumplir con el objetivo de ese viaje. Por ese motivo los días anteriores habían sido tan difíciles emocionalmente para mí, pero ésas serían "las últimas conexiones con el sufrimiento relacionado con mi karma". (Esto último lo comprendí recién al día siguiente, en mi cumpleaños, cuando entendí la relación del karma con los ciclos de nuestra vida.)

Tuve también algunas indicaciones claras sobre mis actividades en mi instituto de Buenos Aires, en donde debía trabajar más conscientemente sobre la energía y el sexo de acuerdo a la visión del budismo. Se referían especialmente a que mi trabajo estaba relacionado con el Tantra yoga, el "yoga de la energía" y no sólo el yoga del sexo, como suele creerse. Pero el sexo está incluido en él. En el Vajrayana, una de las ramas del budismo, se trabaja principalmente con el Tantra yoga para la movilización y vehiculización de la energía, y lo relacionan muy particularmente con la sexualidad. Tenía que informarme más sobre este tema porque ése sería mi trabajo para los próximos años.

También recibí indicaciones sobre las clases de meditación que daba en Buenos Aires a fin de aplicar mejor en ellas los conocimientos que ya tenía sobre el budismo y las diversas técnicas de meditación tibetanas.

Finalmente, sentí con claridad que tenía que abocarme a escribir un libro sobre mis experiencias en la India, Nepal y Tíbet para divulgación del budismo y terminar otro libro sobre la Gimnasia de Centros de Energía y yoga que ya llevaba años en preparación.

Aprendí también en ese momento una forma diferente de meditación repitiendo el mantra de Tara, siguiendo mentalmente la música con la que acompañaban la puya y visualizando la figura de Tara. Esto último me resulto realmente una revelación porque me fue de gran utilidad posteriormente.

Quedé sorprendido de estas percepciones pero me limité a escribirlas allí mismo en mi agenda y seguí meditando.

Cuando terminamos la meditación Paula me invitó a su casa. Me alegré de haber conocido a alguien que viviera allí. Hasta entonces sólo había visto las casas desde afuera y, excepto el lama italiano, sólo había compartido mi tiempo con occidentales turistas. Me resultaba muy importante conocer cómo vivía la gente de allí su vida de todos los días. Paula tenía una casa preciosa, muy diferente por dentro de lo que se podía esperar viéndola desde afuera, como sucede con la mayoría de las casas de Kathmandú. Tenía muebles artísticos, tallados por artesanos nepaleses. Las sillas y los sillones tenían respaldo pero no patas, de modo que uno se sentaba a la altura del suelo, a la usanza del lugar. Había muchas imágenes y estatuillas tibetanas, lo que mostraba su inmersión en el budismo.

Nos pusimos a charlar como viejos amigos que no se hubiesen visto desde hacía mucho. Me contó de su vida, de cómo llegó a Kathmandú, sobre su marido alemán, sobre sus hijos, sobre su acercamiento a los lamas y me explicó el significado de la gran stupa de Khatmandú, que ya comenté al comienzo de este capítulo.

Por mi parte, le conté cosas de mi vida y le relaté alguna de mis experiencias en terapia de vidas pasadas, mis actividades como médico en Buenos Aires y acerca de nuestro instituto de Gimnasia de Centros de Energía. Se interesó mucho en la terapia de vidas pasadas y convinimos en que antes de mi partida intentaría hacer con ella una regresión. Quedamos en que al día siguiente nos encontraríamos de nuevo para meditar en presencia del lama. Ese día iba a ser muy importante para mí: cumpliría 60 años.

En el día de mi cumpleaños me levanté muy contento y lleno de energías. Hice asanas como de costumbre y medité antes de salir. Después de desayunar en una linda terraza frente al hotel me fui en taxi a Boudhanat. Me detuve en un templo tibetano frente a la stupa: Paula mehabía dicho que allí había una gran estatua de Maitreya, sentado en un sillón, a la usanza occidental. Era hermosa, enorme, majestuosa. Irradiaba bondad y armonía. Me quedé largo rato frente a él y hasta tenía la sensación de que hablaba. Fue la primera vez que tuve conciencia de que Maitreya era mi Maestro cuando yo meditaba. No me lo podía explicar, pero tenía la impresión de que todo lo recibía de él, de que su presencia me era familiar, que nos conocíamos desde hacía mucho. Recordé entonces lo que me había dicho el lama de mi viaje astral que narré en el primer capítulo: que él, mi Maestro, era como un espejo que enfoca los rayos del sol sobre alguien. Los rayos de un ser superior llegan a nosotros a través de una serie de Maestros. Los tibetanos simbolizan esta idea visualizando encima de la cabeza de uno, durante la meditación, una serie de deidades o Maestros apilados, colocando por encima de todo, la figura de un Buda. Algunas esculturas tienen muchas cabezas encimadas, como la de Chenrezig, con once cabezas y el Buda Amitaba (el Buda del amor y la compasión) en la cúspide.

Después de un nuevo encuentro con el lama italiano Chang Chup, a quien agradecí sus instrucciones para el Guru yoga del día anterior, fui a reunirme con Paula para meditar con Dilgo Khyentse. Pero nos enteramos que en ese día no se realizaría la puya. El lama bendeciría ocho pequeñas stupas recientemente construidas en el monasterio, alineadas fuera de la Gompa.

Lo trajeron en una silla con manijas para portarla, una litera, y realizó frente a las stupas una ceremonia y las bendijo. Después bendijo a todos los presentes. Yo estuve todo el tiempo a metro y medio de él y sentí que el día de mi cumpleaños era mucho más importante de lo esperado, por no haber sospechado siquiera que una dignidad tan alta, como el lama Dilgo Khyentse Rinpoché, me bendijera cuan-do yo completaba cinco vueltas al calendario tibetano (que es el mismo que el chino) y volvía al signo de "cabra de metal", como el signo en el que había nacido. En este calendario, cada año tiene el nombre de un animal que vuelve a repetirse a los doce años. Cada ciclo de doce años lleva junto al nombre del animal el agregado de uno de los cinco elementos, según los chinos (fuego, agua, tierra, aire y metal o energía). Al completar los sesenta años vuelve a repetirse la serie con un nuevo complemento simbolizado por un adjetivo. Yo nací en el año de la "cabra de metal menor". Y para los tibetanos, ese año 1991 era festejado como el "año de Tara Verde", protectora del Tíbet.

Se dice que al volver uno al signo de nacimiento se termina el período de vida basado en el karma de vidas anteriores y comienza el último ciclo, en el que uno puede construir libremente su vida por sí mismo, sin estar afectado por las vidas pasadas. Lo que queda de karma se seguirá cumpliendo en las próximas encarnaciones. Según eso, yo sería ahora responsable de lo que me quedaba por vivir en esta vida actual. No salía de mi asombro. En ese momento se me estaba dando todo lo maravilloso no esperado: cumplí 60 años en Kathmandú, bendecido por un Buda viviente, a tres días de partir hacia el Tíbet, en el "año de la cabra" (mi signo), en el "año de Tara" (mi Yidam) y en el "año del Tíbet" (como lo había proclamado el Dalai Lama cuando recibió el Premio Nobel de la Paz en el año 1990).

Al otro día, todavía impresionado por la extraña manera de pasar mi cumpleaños, me levanté temprano, hice gimnasia, tomé mi desayuno en la terraza asoleada y fui directamente a buscar al lama Chang Chup para estudiarlo homeopáticamente, pero no lo encontré. Después encontré una nota de él en mi hotel para disculparse. No lo volví a ver.

Fui entonces a casa de Paula para hacerle una regresión a vidas pasadas, como habíamos convenido, y después de preparar todo para que nada nos molestara, nos instalamos en una habitación en el piso superior de su casa, que usaba como refugio y lugar de estudio y meditación. Tenía un altar, muchas imágenes y estatuas budistas y una terraza desde donde, en vista panorámica, se dominaba toda la ciudad: se veía la stupa, el aeropuerto, los techos dorados de los monasterios de los alrededores y el Himalaya con sus nieves. Allí realizamos la regresión. Nos llevó tres horas y media. Fue muy intensa y tremendamente movilizante para ella.

Después comimos algo en el mismo lugar, comentando lo ocurrido en la regresión. Antes de llevarme al hotel dimos varias vueltas a la stupa, ya entrada la noche. Nunca la había visto de noche. El lugar tenía un encanto particular, lleno de misticismo y misterio. Lascasas de los alrededores tenían las puertas cerradas y se veía luz adentro. Todo parecía comenzar a dormirse alrededor de la stupa. Muy poca gente por las calles. Algunos, como nosotros, giraban en torno al monumento recitando mantras.

En la víspera de mi salida hacia el Tíbet fui temprano a Boudhanat. Paula me llevó a un monasterio que todavía no había conocido, con la intención de presentarme a un lama llamado Tsok Ñi Rinpoché que acababa de llegar de un viaje por Hong Kong. Tsok Ñi había estado en Buenos Aires en 1990, es decir, un año antes de mi viaje. No lo había conocido en esa oportunidad pero Raquel me había hablado mucho de él, lamentando que no estuviera en Kathmandú cuando llegamos allí.

En la puerta de su cámara nos encontramos con el lama que justamente llegaba. Paula lo saludó con un beso y me presentó. Con su cara sonriente, el lama Tsok Ñi, un hombre de alrededor de treinta y cinco años pero de aspecto mucho más joven, me tendió la mano y me transmitió mucho cariño con un apretón cálido. Me dio la sensación de que se trataba de una persona de mentalidad poderosa, con mirada penetrante y firme. A pesar de su juventud transmitía seguridad y autoridad, a la par de bondad, y me inspiraba confianza. Entramos. Adentro había seis occidentales más que lo estaban esperando para hablar con él. Paula en seguida le contó al lama, delante de todos, que yo era de la Argentina y que viajaría al día siguiente al Tíbet. El lama se alegró muchísimo al saber que era argentino y comenzó a hacerme comentarios de los lugares en donde él había estado. Se acordaba de Córdoba, Bariloche, Tandil, Rosario, además de Buenos Aires, y me preguntó, por sus nombres, sobre las personas que había conocido allá y que eran mis amigos. Me resultaba muy curioso estar en Nepal con un lama tibetano hablando de lugares y personas queridas de mi patria. Me sorprendió también su memoria: acababa de llegar de otro viaje por lugares totalmente diferentes y tenía frescos en su cabeza los nombres de los argentinos de un año atrás.

Después me pidió que me arrodillara frente a él y comenzó a hacer un "momo", una forma de predicción con su "mala" (rosario de cuentas para orar, semejante al usado por los cristianos). Me vaticinó que este viaje al Tíbet iba a ser muy importante para mí y que todo saldría bien. Después me bendijo y me regaló un relicario bordado, con mantras de Padma Sambaba [11] adentro, escritos en un rollo de papel, para que me lo colgara del cuello sobre mi corazón como protección durante el viaje. Luego me puso en un sobre una medicina que hacen los lamas, para que la usara cuando me sintiera deprimido, triste o muy cansado. Me miraba sonriente y yo, estremecido, apenas comprendía lo que me decía. Me sentía un niño frente a él a pesar de que le doblaba en edad. Me volvió a repetir que el viaje sería muy importante para mí y que si no iba como turista y lograba conectarme en profundidad con las imágenes de los monasterios que visitara, "alguna de esas estatuas le va a hablar", me dijo, porque en esas tierras se había vivido con tanta devoción durante tanto tiempo que estaban impregnadas de espiritualidad y me sería posible unirme con los se-res superiores.

Volvió a bendecirme, se levantó y dio por terminada la reunión.

Me resultaba asombroso que se hubiera dedicado a mí estando en la sala siete personas más que hubiesen querido que les dijera algo también a ellas. ¿Por qué sólo a mí? Quedé muy emocionado, conmovido. Paula me dijo que debía considerarme un hombre muy afortunado por haber recibido todo lo que el lama Tsok Ñi me había dedicado. Le pedí que repitiera lo que el lama me había dicho porque dudaba de mi inglés y no llegaba a entender aquello de que "una estatua me va a hablar". Paula, riéndose, me contestó que ella tampoco lo entendía pero que era hermoso escuchar eso de un lama como Tsok Ñi.

Me preguntó después si quería ver a otro lama importante que ella conocía bien, ya que cuanto más Maestros visitara más beneficioso sería para mi viaje y para mi espiritualidad. A mí me parecía que con lo que había pasado con Tsok Ñi Rinpoché era suficiente y hasta demasiado.

Sin que yo me diera cuenta, caminando por los pasillos del monasterio, Paula me llevó sigilosamente en presencia del padre de Tsok Ñi, el lama Urgyien Tulku Rinpoché, que estaba en esos momentos en ese monasterio. Él tenía el propio en la montaña, no lejos de Kathmandú.

Cuando entramos me encontré con un hombre maravilloso, de cerca de 80 años. Me invadió una emoción enorme (Foto 23).

Sin darme cuenta de lo que estaba haciendo me postré tres veces ante él arrodillándome y llevando la frente hasta el suelo. Esto significa que lo tomaba como Maestro. Finalmente me arrodillé muy cerca de él. El lama Urgyien me tomó la cabeza con sus manos y puso su frente sobre mi centro coronario. Comenzaron a correrme lágrimas por la cara. No sabía por qué y no las podía detener. Cada vez estaba más sacudido. No sabía qué estaba pasando. No sabía qué hacer. No entendía lo que estaba haciendo.

Él se sonreía y me decía algo en tibetano. Yo no entendía nada y sólo lo miraba. Me tomó las manos entre las suyas y sentí que conocía a este hombre: una "corriente de amor" emanaba de él hacia mí, como nunca lo había sentido antes. ¡Sí! Lo había sentido en varias regresiones a vidas pasadas después de haber presenciado mis muertes, y en aquel viaje astral al Tíbet, ¡cuando había estado en presencia de "mi Maestro"!

De pronto tuve la seguridad de que este lama había sido mi Maestro en aquel monasterio de la regresión. ¡Este hombre había sido mi Maestro siempre! ¡Era ése que se comunicaba conmigo y me transmitía enseñanzas mentalmente! ¡Era ése que proyectaba sobre mí la energía de Maitreya como un espejo concentra los rayos del sol!

No paraba de llorar y el lama, con actitud compasiva y llena de amor, me miraba y me acariciaba la cabeza como a un chico. No le podía soltar las manos. Se las apretaba entre las mías. Y le transmitía mentalmente que él era mi Maestro y que lo amaba. No se lo podía decir de otra manera.

Entró entonces en la sala su hijo, el lama Tsok Ñi, y se ofreció de traductor. Como yo no podía hablar, Paula le contó al lama Urgyen, por medio de su hijo, que yo partiría al día siguiente al Tíbet y le pidió que me diera su bendición. Su cara se iluminó más aún y me transmitió que yo era un hombre afortunado: él no había vuelto más a su patria desde muy joven. Sacó su "mala" e hizo las maniobras de adivinación como lo había hecho un rato antes Tsok Ñi en su cámara, y como él, comentó que este viaje tenía muchísima importancia para mí. No iba a tener ningún inconveniente.

Yo seguía con los ojos llenos de lágrimas y él continuaba hablándome sin que yo entendiera nada. Paula me transmitió que el lama había dicho que quería darme enseñanzas cuando yo regresara del Tíbet. Quería ser mi Maestro porque sentía la fuerte conexión que había entre él y yo. Insistió para que a mi vuelta me quedara unos días con él.

Paula nos tomó unas fotos y luego el propio Tsok Ñi me sacó una con su padre y con Paula, para perpetuar en imágenes ese momento sublime.

Volvió a tomar mi cabeza y de nuevo me colocó su frente sobre ella. Entre sollozos le dije a Tsok Ñi que le pidiera autorización para que yo le besara sus manos y Urgyen se rió con dulzura. Le tomé las manos y se las besé. Se las llené de lágrimas.

Antes de salir volví a postrarme tres veces delante de mi Maestro. Todo pasó tan rápido que apenas podía captar lo que sucedía.

Como estaba tan conmovido, Paula me hizo sentar sobre una alfombra en la antecámara. Yo seguía llorando. Ella, con dulzura, se sentó a mi lado y esperó. Creo que pasaron quince o veinte minutos. Finalmente me puse en posición de meditación durante un largo rato más. Al terminar le conté a Paula lo que había sentido frente a Urgyien Tulku: ¡Ese lama era el que había encontrado en mi viaje astral al Tíbet! No me cabía la menor duda.

No sé si Paula me creyó pero se comportó como si lo que yo le decía fuera cierto. Tenía los ojos llenos de lágrimas y con toda su ternura me acompañaba en esa aventura en la que ella misma había contribuido. Las personas religiosas no dudan de las experiencias místicas de las personas de confianza y Paula creía en mí como yo creo en los lamas y en los que con comportamiento sincero y con conducta humilde muestran su devoción y el compromiso que tienen con su propia creencia.

Un poco más tarde nos fuimos a un café a conversar sobre todo lo sucedido y allí me enteré de que Urgyen Tulku era uno de los la-mas más respetados de Kathmandú. Tenía dos mujeres y dos hijos con cada una de ellas. Los cuatro eran también tulkus, como él, reconocidos como lamas anteriores, reencarnados. Yo ya había conocido a dos de ellos. El lama Churki Nema, cuya madre estaba tan enferma y a punto de morir, era uno. El otro era Tsok Ñi, cuya bendición llevaba colgada sobre mi pecho, dentro del relicario que me había regalado.

No sabía que los lamas podían casarse… Me explicó Paula que cuando están en formación y son monjes tienen "voto de castidad", como todos los monjes. Pero cuando ya son lamas, su propio Maestro, su propio lama, les indica cuándo y con quién deben casarse. Es habitual que un lama sea hijo o nieto de otro lama.

Además de su mujer oficialmente reconocida, los lamas suelen tener otra, que a veces es una de sus discípulas. Ella convive con el matrimonio y ayuda en la casa, como suele pasar entre los chinos. La mujer oficial sigue siendo la más importante socialmente y la más joven le debe respeto y obediencia a la mayor. Después, la chica suele contraer matrimonio a su vez, por lo común con alguno de sus propios compañeros de estudio.

La costumbre china está explicada en el I Ching, en el hexagrama 54, "La muchacha que se casa". Richard Wilhelm, el comentarista del libro, dice sobre ese capítulo: "Si bien en la China formalmente predomina la monogamia y cada hombre tiene una sola mujer oficial, esta alianza concierne más a la familia que a los participantes de la pareja. El hombre conserva el derecho de prestar oído también a 'inclinaciones más tiernas' de orden personal y sentimental. Más aún, constituye el deber más bello de una buena esposa prestarle ayuda al respecto. De esta manera, la relación se torna hermosa y abierta. La muchacha que, elegida por el hombre, ingresa en la familia, se subordina modestamente al ama de casa en calidad de `hermana menor'. Desde luego, se trata de cuestiones sumamente delicadas que requieren mucho tacto por parte de todos. Pero, cuando las circunstancias son favorables, se resuelve así un problema para el cual la cultura europea no encontró solución. Se sobreentiende que la feminidad observada en China corresponde tan poco al ideal establecido entre nosotros, como el promedio de los matrimonios en Europa corresponde a los ideales conyugales europeos".

Entre los tibetanos no es exactamente así, puesto que, al revés, en el Tíbet la mujer suele casarse con dos o tres hermanos. Su propia hermana cumple las funciones de "hermana menor" china, ayudando en la casa, y puede convertirse en la amante de uno de sus maridos. Los hombres de poder (como los lamas) suelen tener, en cambio, dos mujeres, ambas aceptadas socialmente, con hijos oficialmente reconocidos. Éste era el caso de Urgyien Tulku Rinpoché.

No sabía cómo agradecerle a Paula todo lo que había hecho por mí, en ese día y en los anteriores. Sin ella todo hubiera sido tan difícil… Nuestra amistad había crecido en pocos días así que nos despedimos con tristeza hasta mi regreso del Tíbet.

CAPÍTULO SEIS. Tíbet

En la mañana del viaje me levanté a las seis y preparé mi mochila con todo lo indispensable. Había tenido que alquilar las ropas de abrigo y la mochila. Al viajar a Kathmandú no había previsto ir al Tíbet y había dejado todo mi equipaje en el monasterio de Tashi Yong, en la India, con la idea de volver en pocos días: sólo había viajado para conocer al lama Dilgo Kyense.

Por precaución preparé también siete litros de agua mineral para el viaje, algunas provisiones, pastillas purificadoras de agua, diuréticos y aspirinas para prevenir el mal de altura, y antidiarreicos.

Días antes había comprado una guía del Tíbet, la de Stephen Batchelor, un inglés que dedicó quince años a estudios budistas y que fue monje en Dharamsala durante diez años. Más que una guía, es un magnífico compendio, con datos geográficos, históricos, políticos y religiosos, que devoré en los días anteriores a mi viaje. La guía tenía al comienzo una fotografía y un agradecido prólogo del Dalai Lama.

Eran las seis y media de la mañana y en la calle hacía mucho frío. A esa hora no podía encontrar ningún lugar para un desayuno caliente. En el camino hacia la agencia de viajes desde donde saldríamos presencié un espectáculo hasta entonces inédito para mí. Todos los chicos que durante el día andaban por las calles vendiendo cosas, dormían a la noche en las veredas, metidos en bolsas de arpillera, amontonados unos sobre otros, como cachorros, para protegerse del frío. Me lastimaba el corazón pero parecía que para ellos era normal. Creía que en esto Nepal era diferente a la India. Me había equivocado. Mucha gente grande dormía también en la calle envuelta en trapos.

Por fin encontré una panadería en donde comí algunas facturas y tomé una gaseosa. Entró un muchacho japonés buscando también qué comer y pronto nos dimos cuenta de que íbamos a ser compañeros de viaje. Juntos caminamos hasta la agencia en donde nos reunimos con los otros cinco viajeros. El muchacho japonés estaba recorriendo Asia y después del Tíbet seguiría hacia China. Era chófer de camiones en Tokio y estaba haciendo uno de sus viajes anuales de vacaciones. "¡Que maravilla!" pensé, "un chófer de camiones japonés puede hacer un viaje por el mundo todos los años". Había conocido Sudamérica dos años atrás y hablaba un poquito de castellano. Recordaba con nostalgia sus experiencias en Buenos Aires, en Iguazú y en Santiago de Chile, en donde tenía parientes tintoreros. Era cristiano pero conocía mucho de budismo japonés.

Otro, era un muchacho austríaco que estaba conociendo Asia y se interesaba por la filosofía budista. Por más que quise poner en práctica mi alemán con él me fue imposible. No lograba armar una frase coherente, posiblemente por el constante esfuerzo de hablar en inglés. Otro compañero de viaje era un israelí de alrededor de veinticinco años que estaba dando la vuelta al mundo desde hacía un año y nada sabía sobre el Tíbet. Había también un matrimonio joven americano de California; él era abogado y ella profesora de literatura inglesa en un colegio secundario. Hacía dos meses que viajaban por Asia, desde el Pacífico.

Finalmente, un canadiense, Stuart, geólogo y antropólogo, que trabajaba en una compañía petrolera y estaba deseoso de conocer Tíbet por su curiosidad sobre budismo. Stuart fue mi verdadero compañero de viaje. Compartimos las habitaciones en todos los hoteles y teníamos largas conversaciones filosóficas. Él trataba de hablarme con claridad para que yo pudiera comprender su inglés. Para mí fue excelente porque cuando los demás hablaban entre ellos en inglés me era imposible participar en las conversaciones, a menos que se dirigieran directamente a mí. Por supuesto, esta situación me recordaba mi regresión a vidas pasadas, aquélla donde me vi en la India renegando contra el inglés que mi padre quería que yo aprendiera. Stuart sabía mucho sobre budismo pero me pedía constantemente explicaciones sobre uno u otro tema religioso o histórico. Yo trataba de completar mis conocimientos con la guía de Batchelor.

Antes de partir, el tibetano de la agencia nos cambió dinero que podríamos usar en el Tíbet. Nos dio unos billetes muy chicos y largos llamados Foreing Exchange Certificates (FEC), que eran los que debían usar los extranjeros. Nos dijo que los tibetanos y los chinos usaban otra moneda, los Renminbi (RMB), que teóricamente tenía el mismo valor pero en la práctica la segunda se iba devaluando con la inflación. ¡En el Tíbet también!

A las siete partimos en un pequeño ómnibus, muy cómodo. Yo estaba excitadísimo, como un chico, al pensar que por fin emprendíamos la marcha hacia el Tíbet. En realidad, al ir al Tíbet se estaba cumpliendo un deseo que tenía desde mi infancia.

En la primera parte del viaje, por Nepal, todo fue muy agradable. Nos fuimos aproximando al Himalaya por caminos sinuosos, como los ya conocidos, pasando por gran cantidad de poblaciones. Al igual que en la India, el ómnibus no podía andar rápido porque las rutas eran muy estrechas y estaban estropeadas. Comenzamos a subir de a poco la montaña y en ningún momento dejábamos de ver casas, cultivos y gente por todas partes, cada vez más pobres a medida que nos alejábamos de Kathmandú. Las poblaciones nepalíes eran bastante parecidas a las indias: la gente vivía en la calle y en las veredas. Allí comían, lavaban sus cosas y compartían todo con los demás sentados en la tierra o sobre camas, usadas como bancos en la vereda de tierra frente a sus casas. De vez en cuando había grifos en la vereda a donde concurría la gente a bañarse y a lavar ropa o utensilios de cocina; también sacaban de allí agua potable que las mujeres llevaban graciosamente en vasijas de barro o de cobre sobre sus cabezas.

Junto al camino pasaban mujeres cargando enormes fardos de pasto o ramas secas en sus espaldas, para el fuego de sus cocinas. Como en la India, los campos se conservan muy limpios ya que todo lo que hay en el suelo se usa como combustible. La basura, en cambio, se amontona junto al camino y como las casas no tienen baño, se ve gente en los basurales o en los matorrales haciendo sus necesidades. Dicen que se limpian con la mano. Por eso los extranjeros no quieren darles la mano al saludarlos.

En los lugares en que paramos para comer, la suciedad y la incomodidad eran increíbles. Tomábamos sólo bebidas envasadas y alguna comida de seguro cocimiento, y caliente, para que no pudieran servirla con las manos. La gente de allí come y sirve todo con los dedos: arroz, guisos y hasta salsas. A los turistas nos daban una cuchara y un vaso de metal con agua que sacaban de una tinaja donde metían la mano junto con el vaso dentro del agua. Tomábamos el agua y las bebidas embotelladas directamente del envase (Foto 24).

Después de un larguísimo recorrido, a las tres de la tarde comenzamos a subir las montañas del Himalaya por un camino mucho más abrupto y bordeando un río maravilloso que formaba enormes cascadas, hasta que llegamos a la frontera con el Tíbet. Allí tuvimos que bajar con nuestros equipajes para hacer trámites de aduana en unas oficinas improvisadas, muy oscuras y llenas de gente que iban o venían del Tíbet, posiblemente por razones comerciales, ya que los únicos turistas éramos nosotros y un contingente de otra agencia.

El guía que nos había acompañado hasta allí nos explicó que él no podía continuar. Teníamos que seguir solos, a pie, hasta el puesto aduanero chino a unos dos kilómetros montaña arriba. El ómnibus no podía seguir tampoco, a pesar de que había camino. Así lo habían dispuesto las autoridades chinas. Tuvimos que caminar. Por supuesto, nos acosaron muchachitos que por diez rupias (cincuenta centavos de dólar) se ofrecían a transportar nuestras valijas. Como yo llevaba sólo una mochila preferí arreglármelas solo y entrar montaña arriba en el Tíbet cargando mis propias cosas sobre mis espaldas. Al principio el camino bordeaba un gran cañadón por donde corría un río ruidoso. Hacía mucho frío y emprendimos entusiasmados la mar-cha. Mi mochila, debido a los siete litros de agua mineral, pesaba aproximadamente quince kilos. Pronto me arrepentí de no haber aceptado ayuda.

Enseguida el camino se terminó y comenzamos a subir la montaña por un sendero pedregoso. El frío aumentaba con cada metro que subíamos pero transpirábamos mucho por el esfuerzo. El camino se ponía cada vez más difícil y me hacía acordar a la subida rocosa del Tronador de ese verano, en Bariloche, donde las laderas escarpadas me obligaban a veces a usar las manos para poder dar algunos pasos. La mochila era cada vez más pesada, como si estuviera llena de piedras. Comencé a acordarme de Milarepa, un santo tibetano, cuya vida había estudiado en un retiro en San Martín de los Andes con el lama Sherab. Milarepa, en su deseo de tomar enseñanzas con un célebre maestro, Marpa "el Traductor", tuvo que soportar tremendas pruebas que éste le mandó hacer con el fin de disminuir su orgullo y purgar sus faltas anteriores, antes de comen-zar a impartirle sus enseñanzas. Algunas de esas pruebas consistían en subir pesadas rocas sobres sus espaldas montaña arriba para construir una casa. Me sentía un Milarepa subiendo el Himalaya con una gran piedra dentro de mi mochila. Este personaje estuvo muchos años meditando en las cuevas de esas zonas del Himalaya, alimentándose sólo con sopa de ortigas, por lo cual su piel quedó verde al cabo de unos meses, tal como se lo pinta en los cuadros tibetanos.

En un recodo del camino tropecé y caí con las manos sobre unas plantas de ortigas que me produjeron un ardor tremendo en la piel. Fue un buen bautismo en mis primeros pasos por las montañas del Tíbet, homologando a Milarepa. Me sentía un héroe.

Caminamos después bajo la llovizna, con un cielo totalmente encapotado. Después de hora y media de ascensión, con la lengua afuera y muertos de frío, llegamos por fin a un camino desde donde se divisaba el primer poblado tibetano, en la ladera de una montaña muy escarpada: las casas cuelgan de las rocas. A medida que penetraba en la aldea comprobaba que la gente era totalmente diferente a la nepalí. Vivían adentro de sus casas, no en la calle, y los que encontraba en la calle eran muy simpáticos y agradables. Nos saludaban a nuestro paso. Al borde del camino había cascadas preciosas de caudalosos ríos que se precipitaban montaña abajo y que pasaban por debajo de puentecitos. Se veían montañas nevadas altísimas detrás de bosques de pinos. El Tíbet me recibía con los encantos que yo esperaba.

Pero también había chinos… Llegamos a la aduana y en las oficinas tuvimos que hacer montones de trámites. Había que llenar varios formularios. En uno de ellos tuve que responder si llevaba escritos impresos. Anoté en el formulario mi guía del Tíbet de Batchelor. Al cabo de un rato se me acercó un militar chino y me pidió que le entregara la guía; sin decirme palabra la abrió y arrancó la fotografía del Dalai Lama y el prólogo escrito por él, con su agradecimiento al autor del libro. Sentí un golpe en el corazón. Ante la mirada asustada de mis compañeros me la devolvió diciéndome "disculpe", en inglés. Mis compañeros y yo nos miramos con caras indignadas pero no podíamos hacer nada. Stuart, el canadiense, me susurró al oído que él llevaba en el fondo de su mochila varias fotografías del Dalai Lama para repartirlas entre los tibetanos. El primer contacto con los chinos nos produjo odio y ganas de rebelarnos. Esto nos unió y mis compañeros comenzaron a preguntarme acerca del budismo. Al fin y al cabo, yo era el que más informado estaba. Juntos leímos después algo sobre la historia del Tíbet y acerca de la vida del Dalai Lama en mi guía.

Nos llevaron a un hotel chino, muy feo. Adelantamos los relojes dos horas y media ya que se regían por la hora de Pekín. A la hora de la cena nos sentamos en una gran mesa redonda con centro giratorio. Comimos con palitos, de acuerdo a la costumbre. Decidí aceptar de todo para probar la verdadera comida china (no la que solemos comer en los restaurantes chinos de Buenos Aires), abandonando así el naturismo que dificultosamente había conservado hasta entonces. La comida era muy picante. Había cerdo, jamón glasé con unas verduras guisadas irreconocibles muy feas, arroz blanco y cerveza envasada.

Las habitaciones eran muy frías, sin calefacción; tenían baño privado con calefón eléctrico pero no había electricidad. Frente a mi ventana, una montaña hermosa y cumbres nevadas por detrás. Excepto los chinos todo me gustaba, a pesar de los inconvenientes. En los papeles de carta que había en el escritorio del dormitorio descubrí que nuestro pueblo se llamaba Zhangmu, en la "Provincia libre del Tíbet", China.

A la mañana me desperté con el primer rayo de sol sobre las cumbres nevadas. Durante la noche había nevado más y las montañas tenían más nieve. Renuncié a bañarme, arreglé mis cosas en la mochila y bajamos a desayunar: té con manteca derretida (chaa) y un espantoso pan chino húmedo, quizás hecho de arroz porque era blanco y pegajoso. Había una mermelada semilíquida con poco gusto y apenas dulce. Salí a la calle. El aire era transparente y helado. El pueblo parecía realmente formado por casas colgadas de la montaña. Las partes que daban hacia el valle estaban sostenidas por postes de madera y sobresalían como repisas de la ladera. Había una sola calle que subía en zigzag y que no había visto desde abajo. Caminé cuesta arriba. La calle era bastante sucia y corría agua por el medio. Había chanchos, gallinas y patos sueltos. Las casas se mantenían cerradas pero se escuchaba gente conversando adentro. Me encontré con muchos chinos, que no me inspiraban confianza, y muchos tibetanos, que me simpatizaban. Creo que estaba siendo demasiado parcial.

Cuando regresé de mi paseo partimos en un nuevo ómnibus (un Land Rover), con nuevo chófer y nuevo guía, ambos tibetanos. Salimos cuesta arriba por la misma calle por donde había estado caminando antes. Bosques de pinos, caminos de cornisa impresionantes (a veces sobresalían de las montañas como las casas del pueblo), cascadas hermosas, cumbres nevadas. No tenía miedo a la altura. No tomé Damos, el diurético que nos habían recomendado en Kathmandú antes de salir. Allá nos habían hecho asistir a un curso sobre el "mal de altura", junto con los escaladores que se preparaban para subir el Everest, y allí nos habían dicho que el mal de altura podía sobrevenir cuando uno menos lo esperaba y que no lo prevenía el entrenamiento previo ni gimnasias respiratorias de ningún tipo. A pesar de que tenía en cuenta lo aconsejado decidí esperar para ver cómo me iba adaptando a los acontecimientos.

Abajo, al costado del camino, el río era caudaloso y saltaba entre las piedras y las rocas. A medida que subíamos iban desapareciendo los bosques. Comenzábamos a ver sólo piedras y tierra marrón, y la nieve empezaba a aparecer a los costados del camino. Había pasos recién abiertos a través de la nieve endurecida, de paredes muy altas, en algunos lugares de hasta seis o siete metros. Pronto la nieve fue disminuyendo y el agua del río comenzó a verse helada por sectores, hasta que se transformó en un río duro, que conservaba la forma de los saltos entre las piedras como esculturas de hielo. Las montañas, en cambio, habían perdido la nieve y los bosques: ahora eran montañas peladas cada vez más bajas. En realidad, cada vez el camino estaba más alto y nos aproximábamos a los picos de las montañas, pero sin nieve. Finalmente, llegamos al paso más elevado: un desfiladero de 5.020 metros sobre el nivel del mar.

A partir de allí nos encontramos con una planicie infinita, rodeada de montañas de piedra y tierra rojiza. Me dio la impresión de estar en la Puna, en Bolivia. El río, helado. No se veía otra agua por ningún lado, ni había vegetación. Muy de vez en cuando pasábamos por algún caserío y en algunos lugares veíamos gente con gruesos sacos y mantos de piel, caminando al lado de "jaks" negros. Los jaks son unos corpulentos toros peludos, de gran cornamenta pero de baja estatura. Los usan para todo: con ellos aran, siembran, recogen la cosecha, les sacan leche con la que hacen manteca y queso, utilizan el cuero para vestirse, y usan su grasa para cocinar y protegerse del frío, sobre la piel. Impresionaba tanta soledad y tanta tristeza. En una ocasión vimos a lo lejos una procesión religiosa (Foto 25). El frío era intenso. ¡Y estábamos en primavera!

Cuando paramos a mediodía para comer a orillas del camino una vianda que el guía había traído del hotel, me di cuenta de que me sentía enfermo. Respiraba con agitación apenas me movía. Era la primera vez que estaba a cinco mil metros de altura. Tomaba toda el agua que podía, según nos habían aconsejado. La comida de la vianda era espantosa: carne y jamón enlatado, lleno de grasa; vegetales muy secos, envueltos en plástico al vacío y muy picantes. No tenía ganas de comer, me dolía la cabeza, me agitaba con sólo mover una mano y cuando volvió a arrancar el ómnibus me dormía de a ratos, obnubilado.

Me desperté más tarde, cuando nos detuvimos en un poblado. Me sentía mejor. Bajamos a visitar la cueva de Nyelam en donde Milarepa meditó durante muchos años, a comienzos del año 1100. Éste es probablemente el místico y santo tibetano de más profunda realización. Se dice que alcanzó la iluminación quemando los resabios de su mal karma y llegó a ser un Buda en una sola vida, gracias a su formidable tenacidad y devoción. Según el budismo, algún día todos llegaremos a ser Budas, el más alto desarrollo posible esperado para el ser humano. Porque todos tenemos en potencia la "naturaleza del Buda" en nuestra mente, sólo que tenemos que descubrirla y hacerla surgir. Ni siquiera tenemos que desarrollarla puesto que ya está allí. Como ya comencé a explicar en el Capítulo Cinco, cuatro "ve-los" ocultan la naturaleza de Buda de nuestra conciencia: el karma, o sea las consecuencias de las malas acciones cometidas en el pasado, de esta vida o de las anteriores; las tendencias con las que nacemos como consecuencia de ese karma; las emociones negativas con las que nos movemos durante nuestra vida y que producen nuevamente mal karma para el futuro, y la ignorancia, que nos impide conocer estos impedimentos y la manera de eliminarlos. Levantar estos cuatro "velos" nos lleva miles de encarnaciones si no superamos el más importante, la ignorancia; recién entonces podemos empezar a hacer algo en favor de nuestra evolución. Este trabajo consciente que se nos brinda para evolucionar se llama realización y el objetivo busca-do es la iluminación, que es el paso anterior al estado de Buda.

Milarepa jamás fundó un monasterio o centro de prácticas. Su vida fue la de un itinerante que viajaba por lugares cada vez más remotos, a través del centro-sur del Tíbet. Pertenecía a una rica familia de comerciantes pero la mayor parte de su vida adulta la pasó en cuevas, meditando y realizando su trabajo espiritual, sobreviviendo con lo que le ofrecían los pobladores o con los vegetales que crecían alrededor (especialmente ortigas). Era muy amado y todos lo cono-cían por las canciones que cantaba al pueblo. Poética y sucintamente sus cantos expresaban sus visiones interiores sobre las verdades del budismo y transmitían enseñanzas para que la gente lograra también la iluminación.

Cuando joven, un tío perverso robó la herencia de su familia. Para vengar a su despojada madre, Milarepa estudió el arte de la magia negra, en cuyos métodos llegó a ser suficientemente hábil como para hacer que la casa de su tío se desplomara, matando a todos los que estaban en su interior durante una fiesta. Posteriormente, arrepentido por éstas y otras acciones terribles cometidas por medio de su magia, se acercó al gran maestro Marpa. Éste era un granjero de la región del sur, dedicado a enseñar los textos hindúes que traía de sus viajes y que él mismo traducía, lo que le valió el nombre de "el traductor".

Para purgar sus malas acciones y probar su sinceridad, el Maestro le ordenó construir con sus propias manos una casa tras otra, y luego le mandaba echarlas abajo. Una de ellas, la última, una torre de nueve pisos llamada "Sekargutok", sobrevive hasta nuestros días, cerca de ese lugar en donde nos habíamos detenido.

Pasadas estas pruebas, Marpa dio a Milarepa instrucciones religiosas y lo inició en los secretos de los tantras o enseñanzas energéticas del Buda. Milarepa se quedó muchos años al lado de su maestro y practicó meditación bajo su guía hasta que éste le indicó que continuara su aprendizaje en la soledad de las montañas. Su santidad adquirida de esa manera y su tremenda constancia en la meditación lo llevaron finalmente a la iluminación y a la condición de Buda, mostrando con ello que hasta el más elevado ser pudo haber pasado por las desgracias de la maldad mundana.

Atrajo después a un creciente número de discípulos que vivieron cerca de él escuchando sus enseñanzas. Uno de los más conocidos de entre ellos fue Gampopa, que estableció después en su forma definitiva el linaje Kagyu, una de las ramas o escuelas budistas a la que pertenece Situ Rinpoché, a quien ya mencioné anteriormente como la reencarnación actual de Marpa "el traductor". Rechung, otro de sus discípulos, fue un grande y famoso yogui, a su vez con muchos discípulos, que escribió la biografía de Milarepa, gracias a la cual sabemos de su vida.

Con este recuerdo de Milarepa visitamos un templo antiquísimo llamado Pelgye Ling ("Lugar de crecimiento y expansión", nombre sugerido por el propio Milarepa), que se construyó al lado de la cueva donde Milarepa solía meditar con sus discípulos. Pero el templo fue terminado después de su muerte. Antes de la invasión china había allí veinte monjes que daban enseñanzas a los viajeros, pero ahora sólo había dos, dedicados a cuidar el templo. Éste fue reconstruido en 1983 después de que el original fue destruido durante la revolución cultural de Mao Tse Tung.

A la salida del templo se nos acercó un grupo de chicos, hermosos y llenos de tierra, de caras redonditas y sonrisas como el sol. Nos pedían cosas. Yo entendí que pedían plata y les di dinero tibetano que traíamos desde Kathmandú. Desilusionados me lo devolvían y no lo querían recibir, y seguían pidiendo sin que pudiéramos entender qué pedían: "Talé piche", decían. Finalmente me acordé que Talé era una forma de decir Dalai en el Tíbet. ¡Pedían fotos del Dalai Lama: "Talé picture"! Para disculparme les mostré mi guía con la hoja cortada, pero Stuart, más previsor, sacó de su mochila una foto del Dalai Lama y se las dio. Contentos, pedían más. Dentro del templo habíamos visto otras fotos del Dalai. El guía nos explicó que los chinos ya no entraban en esos templos tan aislados… (Foto 26)

Todos quedamos muy impresionados por la cueva de meditación de Milarepa, al lado del templo, donde entramos después por un estrecho agujero en la roca. A partir de allí me convertí en el guía budista oficial del grupo y les mostré que adentro la cueva tenía una gran roca plana inclinada que hacía de techo. Por un extremo la piedra llegaba hasta el suelo y por el otro estaba sostenida por dos rocas menores encimadas, formando un pilar de dos metros y medio de altura. Se dice que Rechung, uno de sus discípulos, apiló las dos rocas menores mientras Milarepa sostenía el techo con las manos, gracias a su poder mental. Los cuidadores nos mostraron las marcas de las manos de Milarepa en la piedra. Por más que era imposible creer esta historia, mirando las dimensiones de la entrada a la cueva cavada en la montaña no parecía que hubiera manera de apoyar el techo sobre el pilar de otra manera. Tampoco se podía explicar cómo había entrado esa roca allí. A la luz de unas pálidas lámparas de aceite vimos unas imágenes de Milarepa, característico por su color verdoso y con la mano derecha abierta sobre la oreja, escuchando su propia voz al cantar.

Fuera de la cueva se me prendió de la mano un chiquito de unos siete años. Era tan lindo que me daban ganas de llevármelo. Me acompañó un largo rato así. Era increíble la textura de la piel de su manito. Parecía de cuero, curtida por la tierra y el frío. De repente se nos acercó una chica de alrededor de catorce años y me arrancó al chico de la mano. Pensé al principio que era su hermana mayor que tenía miedo de que me lo llevara. En realidad, ella quería estar conmigo. Me tomó de la mano y anduvimos un largo rato así hasta llegar al ómnibus. Quiso subir ella también. "¿Es tu novia?", me preguntaban mis compañeros riéndose.

Era evidente que esos chicos estaban esperanzados en que pasara alguien y se los llevara a un lugar mejor, especialmente las mujeres, que si tienen una hermana mayor casada suelen quedar solteras para ayudar en la casa. Expliqué a mis compañeros que los tibetanos tienen la costumbre de que una mujer se case con dos o tres hermanos, como lo comenté antes. De esta manera se preserva la propiedad de la familia sin dividirla entre los herederos. La mujer hace de administradora de la casa y dicen que así es muy feliz. Los hombres salen a trabajar la tierra mientras la mujer cuida la casa y a los niños. La hermana menor queda como ayudante y suele ser la amante de uno de los esposos. Esto forma parte del orden social de esas tierras.

Estaba por subir al ómnibus y no podía tolerar la carita de des-ilusión de la chica que no soltaba mi mano. Al final subí solo y el guía le explicó que ella debía quedarse.

Llegamos a Shegar (4.350 metros), la primera ciudad tibetana que conocíamos. A pesar de su escasa población es el centro administrativo chino de esa parte del Tíbet, y se la usa como punto de partida para las expediciones al monte Everest. Hay un monasterio, Shekar Chöde, en donde antes vivían cientos de monjes. Fue total-mente destruido durante la invasión china y recién hace muy poco tiempo los once monjes que lo habitan comenzaron su reconstrucción. Desde allí se divisa, haciendo equilibrio en la punta de una montaña de rocas rojas, un castillo blanco semidestruido, que dio su nombre a la ciudad: Shekar Dzong, que significa "Castillo de cristal blanco".

Paramos en un hotel mucho peor que el del poblado anterior. Me sentía muy mal y comencé a tomar aspirinas y diuréticos, como nos habían aconsejado para el mal de altura. Tenía gran cansancio, dolor de cabeza, somnolencia, náuseas y una absoluta falta de apetito. A la noche me di cuenta de que además de la altura, la comida me caía muy mal, ya que desde que habíamos entrado en el Tíbet estaba comiendo porquerías. Comencé también con diarrea, vómitos y muchísimo frío. Para colmo, en el baño no teníamos luz ni agua. Me acordé de la medicina que Tsok Ñi Rinpoché me había dado en su monasterio la víspera de la partida, y empecé a tomarla esa misma noche.

A la mañana siguiente, después de haber pasado una noche terrible, estaba algo mejor. Al terminar el desayuno dejamos Shegar y seguí tomando el diurético dos veces por día. Bebía todo el agua posible y comía sólo vegetales cocidos para abandonar la comida china frita. A los que suben montañas se les aconseja reconocer cuál fue "su techo" anterior, para que cuando se sientan mal vuelvan a esa altura e intenten aclimatarse de nuevo a mayor altura, de a poco. Evidentemente mi techo eran los 4.000 metros y me debía cuidar mucho cuando lo superara. Se dice que la altura produce edema cerebral y pulmonar, por eso el dolor de cabeza y la tremenda fatiga, además de la falta de oxígeno. Y hasta se puede llegar a morir durante el sueño sin darse uno cuenta. Ninguno de nosotros podía volver atrás, de modo que no teníamos otra alternativa que utilizar los medicamentos. En el camino pasamos por un lugar más alto todavía (5.220 metros) y otro de 4.500 hasta que llegamos a Shigatsé, en donde comimos apresuradamente y nos metimos en la cama sin esperar ni un minuto. Esa noche no pude leer ni meditar.

Cada noche leía cuanto podía en mi formidable guía del Tíbet, principalmente sobre lo que veríamos al día siguiente. Antes de dormir repetía los mil mantras de Tara de costumbre y meditaba media hora. No me era posible hacer Pranayama para ir desarrollando el Tumo o fuego interno a fin de calentarme. Esos ejercicios consisten en respiraciones alternadas (tomando aire por una de las ventanas de la nariz y exhalando por la otra, mientras se obstruye con un dedo la ventana que no trabaja). Son además respiraciones rítmicas, es decir, se cuentan los segundos que debe durar cada una. Entre una inspiración y una exhalación se retiene el aire dentro de los pulmones con una cierta presión. De a poco hay que ir prolongando la duración de la inhalación, de la retención y de la exhalación hasta llegar a sostener respiraciones muy largas. Por la altura, yo tenía una respiración muy corta y de nada me servía todo el entrenamiento que venía haciendo desde Buenos Aires: me resultaba casi imposible retener el aire durante unos pocos segundos; en cambio, en mi práctica anterior había logrado retenerlo contando cuarenta segundos. Ahora no lograba calentarme y vivía muerto de frío. Quizá si me hubiera quedado allí más tiempo me habría aclimatado y habría podido hacer esos ejercicios de Pranayama. Por el momento me era imposible. ¡Tan hermoso había sido el comienzo del viaje y ahora me sentía tan mal…!

La parte vieja de Shigatsé, construida sobre la ribera sur del río Brahmaputra, es una ciudad típicamente tibetana en donde, a diferencia de Shegar, no ha habido demasiada transformación, salvo la destrucción de un enorme castillo, construido en la cima de una montaña maciza que se levantaba a un costado de la ciudad y en donde había vivido el gobernador de la provincia hasta la llegada de los chinos.

Llegan hasta la ciudad varios caminos construidos recientemente. Antes de la invasión china no había caminos en todo el Tíbet, en cambio ahora los chinos están construyendo una red de carreteras, por las que viajábamos, muy bien planeadas y con puentes enormes. Y hasta se hicieron intentos de construir ferrocarriles. En realidad, los antiguos tibetanos no necesitaban caminos, puesto que usaban el jak o el caballo para desplazarse, ni conocían la rueda, salvo las de algún coche o carroza del Dalai Lama en la capital, y la rueda del Dharma, que es el símbolo de las enseñanzas de Buda. La tecnología rudimentaria de los tibetanos no les permitía pensar en caminos, y usaban trineos para desplazarse en invierno. Me acordé que Platón decía: "El uso de la rueda acarrea la decadencia". Seguramente, por esta misma razón en el Tíbet no se la usaba…

La ciudad nueva de Shigatsé, en cambio, es un conjunto de edificios cuadrados para los funcionarios chinos, sin ningún atractivo. Los hoteles modernos son todos horribles: parecen cárceles o cuarteles.

A la mañana siguiente iríamos a visitar el primer monasterio, Tashilumpo (Foto 27), fundado en 1447 por Gendrun Drup, el primer Dalai Lama, al pie de la Montaña de Tara. También fue el asiento de los Panchen Lamas, una serie de lamas reencarnados, al estilo de los Dalai Lamas, que fueron a la vez los abades del monasterio y los jefes del gobierno de la zona. Este grupo religioso fue instigado constantemente por los chinos a enfrentarse con los Dalai Lamas para obtener la supremacía en el Tíbet, pero nunca llegaron a guerrear de verdad porque predominó la identificación religiosa.

Desde el punto de vista arquitectónico el monasterio Tashilumpo tiene un aspecto maravilloso: una fila de impresionantes edificios rojos de variadas alturas, coronados con techos dorados, relucientes, como pagodas chinas. Delante hay una serie de casas para los monjes y rodeando todo el conjunto, una alta muralla. En una parte de la muralla se levanta una impresionante pared blanca de cincuenta metros de altura por setenta de largo, en donde, en ocasiones especiales, cuelgan ceremoniosamente tankas gigantescas. Las tankas, bordadas con hermosos colores, tienen el tamaño de la pared blanca; las guardan enrolladas en la biblioteca del monasterio (Foto 28).

En una época floreciente hubo en ese monasterio más de cuatro mil monjes. Nos decían que en ese momento había seiscientos, pero todos muy jóvenes y con maestros de reciente formación. Nosotros sólo vimos a los que cuidaban las capillas que visitábamos.

En el interior, el monasterio está constituido por muchas capillas, una a continuación de otra, dedicadas a distintos Budas, Bodhisattvas, deidades y también a reyes, a los Panchen Lamas y a los Dalai Lamas, confundidos entre las divinidades. En el Tíbet, la política, la historia y la religión están totalmente entremezcladas. Algo similar se pone de manifiesto en las iglesias cristianas, en donde al lado de la imagen de un santo se encuentra la estatua o la tumba de un prócer o de un rey.

Por supuesto, estaba muy ansioso por encontrar el monasterio que había visto en mis regresiones a vidas pasadas. Pero este monasterio no tenía nada que ver con el que recordaba de las regresiones.

Pero me quedé tremendamente impresionado por una estatua de Maitreya (Champa, en tibetano) que estaba dentro de una capilla y abarcaba tres pisos del monasterio. Estaba sentado, medía 25 metros de altura y se lo podía ver desde cualquiera de los pisos. La estatua estaba toda cubierta de láminas de oro y adornada con telas y joyas hermosas. Tenía una majestuosidad conmovedora y su rostro era sublime. Me hubiera quedado horas contemplándola. Recordé entonces lo que me había dicho Tsok Ñi Rinpoché, que alguna de esas estatuas podría hablarme. Escuché atentamente, pero no oí nada…

Me llevé, en cambio, la imagen de Maitreya en mi mente, impresionado, sin saber bien por qué tanta conmoción (Foto 29).

Tuvimos que seguir nuestro viaje directamente desde ese monasterio. Nos íbamos ya y yo sentía en lo más profundo de mi ser que habría sido excelente quedarme meditando frente a Maitreya para conectarme con él… Volví sobre mis pasos, me senté frente a la estatua y entré en meditación. Y comencé a establecer una profunda conexión con Maitreya. Él estaba allí, mirando hacia el infinito. Se percibía claramente su emanación maravillosa. La vida parecía palpitar en su rostro detenido en la eternidad. No sentía que me hablara pero en mi mente aparecieron pensamientos e intuiciones de una fuerza mística asombrosa. Me invadió una paz inmensa. Me hubiera quedado así eternamente. Dejé entonces que esa calma y esa hermosa sensación de estar frente a un ser divino me penetraran por todos los poros. Sentí que un néctar sublime entraba por mi centro coronario y se difundía por mi cuerpo. Y me dejé llevar por esa extraordinaria sensación.

Después de una hora salí del éxtasis en el que había caído sin darme cuenta. Un monje viejo estaba sentado a mi lado, cuidándome, mientras otros habían cerrado las puertas para que no circulara ya gente por la capilla. Era tarde. Me puse de pie lentamente, conmovido. El monje a mi lado se puso de pie también, me agradeció en inglés y me colocó una cata en el cuello en señal de bendición. Salí del templo entre nubes, como si estuviera en un sueño.

Mientras caminaba, recordé algo que había leído en algunos libros de teosofía. En Los Maestros y el Sendero [12] de Leadbeater se describe la apariencia del cuerpo astral de algunos Maestros que dirigen la vida mental y espiritual de la humanidad, y se menciona el lugar físico en donde se encuentran en la actualidad. Al hablar de Maitreya dice que reside allí, en Shigatsé. En otro libro de la Sociedad Teosófica, Los Maestros [13]; de autor ignorado, se hace la misma mención de ese lugar de residencia de Maitreya. ¿Será esa estatua el representante físico del verdadero Maitreya, mística-mente conectada con este ser divino? Me di cuenta que en adelante debía meditar en todos los monasterios que visitáramos. Tenía que seguir conectándome con la energía espiritual que había comenzado a percibir en el Tíbet.

Cuando llegué al ómnibus todos mis compañeros estaban listos para seguir viaje. Stuart me había visto meditando en la capilla de Maitreya y había pedido que me esperasen. No podíamos quedarnos más tiempo en Shigatsé y seguimos nuestro viaje hacia Gyantsé. No podía desprenderme de la emoción que había sentido frente a la enorme estatua. Para mí, Maitreya y Cristo eran un mismo ser, como decían los tibetanos y los hindúes, y sentía aún su presencia instalada en mi corazón, como un cristiano que acabara de comulgar.

Llegamos a Gyantsé a la hora del almuerzo. Es una ciudad mucho más chica que la anterior pero no ha sufrido la influencia china modernista, por lo cual retiene los encantos de una vieja ciudad tibetana. Por estar ubicada en una situación privilegiada sobre un importante río (el Nyang, que desemboca en el Brahmaputra), muy cerca de las fronteras con Nepal, Sikkim y Bután, y sobre la ruta hacia Lhasa, fue siempre el principal centro de comercio de lana del Tíbet (Foto 30).

A la tarde nos encaminamos a visitar el monasterio Kumbum. Y nuevamente volví a mirar todo con mucha atención tratando de reconocer mi monasterio, pero tampoco encontré nada parecido a lo que había visto en las regresiones. Kumbum se encuentra en un anfiteatro natural hecho por las montañas, donde hay diez y seis monasterios más. El monasterio Kumbum tiene una enorme stupa, uno de los edificios más magníficos del Tíbet. Nos saludaban dos hechizantes ojos pintados en lo alto de la pared circular de la torre superior de la stupa. Ésta tiene una serie de ¡ciento doce capillas! distribuidas en cinco plantas cuadradas simétricas, que puestas en forma de escalones, cada uno más chico que el de abajo, terminan en la torre cilíndrica de los ojos. Eran los ojos compasivos del Buda que ya había visto en las stupas de Kathmandú (Foto 31).

En la planta baja de la stupa hay veinte capillas, cinco en cada lado del primer escalón, con accesos independientes. Las visitamos a todas. Cuatro de ellas, las más grandes e importantes, están en el medio de cada lado, dirigidas hacia los cuatro puntos cardinales, tres de las cuales están dedicadas a los Budas de los tres tiempos. La cuarta estaba cerrada.

El budismo y la teosofía dicen que Shakyamuni (o Sidharta Gautama, como lo llaman en la India) es el Buda del presente. Dirige la vida espiritual de los hombres en la Tierra desde hace dos mil años. Fue el primer Buda terráqueo, ya que antes que él, el Buda era Dypankara, el Buda del pasado, de origen venusino [14]. Después del año 2000 será Maitreya quien dirigirá la evolución de la humanidad, por lo que se lo conoce como el Buda del futuro. Parece coincidir con lo que afirma el cristianismo, que Cristo volverá a reinar entre los hombres hacia esa época. Sólo se necesitará un Maestro encarnado en un cuerpo adecuadamente puro para que reciba en su cerebro la mente de Maitreya (el Cristo). Así vivirá nuevamente en la Tierra entre los humanos.

Los hindúes dicen que los budistas son ateos porque no mencionan a Dios en su cosmogonía (su concepción del orden del Universo). Sin embargo, en el budismo Vajrayana se considera a Vajradhara-Dorge Chang como el Buda cósmico, o sea el más importante ser del Universo. Luego, cada linaje puso en el centro del Mandala (conjunto de Budas y seres superiores) a Budas distintos.

Por ejemplo, los Kagyupas veneran sobre todo también a Dorge Chang; en cambio los Gelugpas, al Buda Shakyamuni y los Ñigmapas al Buda Akshobhia. Todos ellos son totalmente respetados, sin embargo, y considerados como Budas por todas las ramas, de modo que a todos los Budas se les adjudican así funciones y características especiales según las diferentes líneas del budismo, como los Santos del cristianismo o los Profetas del judaísmo.

Finalmente, al enseñarnos sobre la búsqueda de la verdadera naturaleza de la mente cuando meditamos, el budismo nos habla de la mente esencial, a la que hay que llegar alguna vez a conocer y contactar. Creo que el Buda Sidharta Gautama no quiso hacer mención de Dios en sus enseñanzas y sí de la mente esencial porque el budismo no fue creado como una religión más sino con la intención de depurar al hinduismo, en ese momento plagado de dioses de toda índole, con pasiones humanas (como los dioses griegos) y adorados a través de miles de imágenes humanas y de animales. En esta actitud, Sidharta el Buda se pareció a Moisés: cuando éste bajó del Monte Sinaí con las tablas de la Ley que Jehová (Dios) le había entregado, encontró a su querido pueblo, que acababa de salvar de la esclavitud egipcia, entregado a la adoración del Becerro de Oro, como si fuera un dios pagano. Indignado, hizo fundir entonces la estatua y ordenó que no tendrían otro Dios más que a Jehová ("No tendrás otro Dios más que a mí", es el prólogo de las tablas de la Ley divina). Además, no se les permitió nombrar nunca más a Dios, a fin de evitar su profanación.

Jesús, de manera semejante, no tuvo al comienzo la intención de crear otra religión sino que puso el énfasis en salvar la religión judía de la perversión en la que estaba cayendo cuando los sacerdotes se sometían por conveniencia a la voluntad de Herodes, el rey roma-no representante del César. Y dejó entrar en su cerebro la mente del Cristo en el momento del Bautismo en el río Jordán, en la misma manera que Moisés se conectó en el Sinaí con la mente de Jehová, que le habló y le dictó sus leyes.

Los tibetanos tienen una especial devoción por Maitreya, este Buda del futuro, presente en todos los monasterios budistas. Así como existen los Budas de los tres tiempos (pasado, presente y futuro), están también los Budas de las diez direcciones. Cada Buda tiene un simbolismo particular: se los representa de colores especiales, con vestimentas y ornamentos diferentes, y se los considera viviendo en un Cielo particular, en cada una de las diez direcciones del espacio: Norte, Sur, Este, Oeste, las cuatro direcciones intermedias, Cenit y Nadir.

Por otra parte, los Budas están en relación con los Bodhisattvas, ya mencionados antes, seres divinos a su servicio, que viven en el mismo cielo que ellos, consagrados a ayudar a todos los seres sensibles y encargados de vehiculizar la energía que emana de los Budas. Entre esos Bodhisattvas está Tara Verde, la protectora del Tíbet, que presta ayuda inmediata a quien la solicite. Maitreya es actualmente el Bodhisattva del amor, y Chenrezig (Avalokiteshvara en sánscrito) es el Bodhisattva de la compasión, al servicio del Buda Amitabha, el Buda del amor.

Chenrezig es un ser muy amado por los tibetanos pues se lo considera el protector masculino del Tíbet, y todos repiten constante-mente su mantra, OM MANI PEME HUNG, mientras hacen pasar las cuentas de su mala o rosario, o hacen girar los cilindros de los templos y de las stupas. Es común que mientras viajan en un ómnibus o caminan por las calles, vayan cantando este mantra, en conjunto, con una melodía particular que todos conocen.

Cuenta la leyenda que Chenrezig hizo el voto de dedicarse a salvar a todos los seres del sufrimiento, pero en el intento, cuando se dio cuenta de la magnitud de la tarea, su cabeza explotó en un sinnúmero de pedazos. Su cuerpo fue reconstruido por el Buda Amitabha, pero como Chenrezig seguía sin saber cómo hacer parar ayudar a tantos seres, Chadrukpa, un protector monstruoso-colérico del Dharma (las enseñanzas divinas), le confirió una forma mucho más poderosa, con once cabezas y mil brazos. Cada una de sus mil manos tiene un ojo en la palma, simbolizando la unión de la Sabiduría (ojo) con los medios hábiles (manos) para poder ayudar más y ver a quien necesitara ayuda.

De las mil, ocho son las manos principales. Las primeras dos sostienen la gema que satisface todos los deseos (símbolo del Guru yoga que había aprendido en Kathmandú frente al lama Dilgo Kiense, el grandote). Las cinco manos siguientes sostienen diversos símbolos: un loto (pureza), un arco y una flecha (velocidad de acción), un frasco de cristal con perfume (emanación sublime), un mala (rosario, símbolo de la "ecuanimidad") y una rueda del Dharma (símbolo de las enseñanzas de los Budas). La octava mano está abierta con el gesto de la generosidad, con la palma hacia adelante, dispuesta a dar ayuda.

Sus once cabezas están apiladas en tres pisos de tres cabezas cada uno, de tres colores diferentes, rojo, blanco y verde (símbolo de los tres principales aspectos de la Budeidad). Encima de estas nueve cabezas está la cara azul, colérica, de Chadrukpa (el monstruo protector, símbolo de la energía, que le dio forma a Chenrezig de mil manos) y la cara roja del Buda Amitabha (Foto 32).

Hay otra forma de representar a Chenrezig con sólo cuatro brazos, conservando los otros símbolos principales. Desde mi tendencia a la visión ecuménica no puedo dejar de pensar que todos los personajes y deidades tibetanos están también representados en otras religiones, puesto que cada uno de ellos simboliza aspectos de la divinidad o posee las características más elevadas de la humanidad. Así como hay una analogía del Bodhisattva del Amor, Maitreya, con Cristo, algunos sienten que Tara Verde es la representación budista de María, más aún cuando los tibetanos la consideran la madre de todos los Budas. En los monasterios la he visto vestida con túnica larga, semejando a las imágenes de la Vir gen María de los católicos.

Para mí, Chenrezig de cuatro brazos es la representación budista del maestro Jesús, con dos de sus brazos abiertos como en una cruz, con el rosario de la sabiduría de la ecuanimidad en la mano derecha y la flor azul de la pureza en la otra. Las otras dos manos sostienen contra su corazón la gema que satisface todos los deseos: parece en realidad que sostuvieran un corazón entre sus manos, como la representación del Sagrado Corazón de Jesús. Chenrezig es llama-do también El Señor del Mundo por su infinita bondad y paciencia, como se le dice a Jesús en los Evangelios. Leadbeater sostiene en sus libros que el maestro Jesús también reside en el Tíbet…

Todas estas imágenes están representadas en las capillas de la stupa del monasterio Kumbum que estábamos visitando en Gyantsé. En el mismo piso de la stupa dedicada a los Budas de los Cuatro Tiempos hay dieciséis capillas más, dedicadas a diversas divinidades folklóricas (Foto 33). Es imposible describir las estatuas y las pinturas de estas capillas: la mayoría son seres monstruosos. Nunca se me hubiera ocurrido que el budismo pudiera tener en su arsenal de divinidades a semejantes personajes. Parece ser que los lamas, cuan-do instalaban un monasterio, en vez de combatir a las religiones y a las divinidades locales (como han hecho en cambio los chinos), las absorbían al budismo para congraciarse con los habitantes de la región y tener al pueblo a su favor, acercándolos así al budismo. Por eso encontrábamos tantas monstruosidades que no condecían con los principios budistas. De esa manera, una divinidad sanguinaria y de cara horrible cumple ahora la función de proteger a los que verdaderamente responden al amor y a la compasión, los ideales budistas, pero sin la fuerza necesaria para defenderse, asustando con su aspecto terrorífico a los espíritus del mal. Son, por lo tanto, protectores de la sabiduría y de la compasión (Foto 34).

En el templo principal del monasterio, al lado de la stupa, me encontré de nuevo con una enorme estatua de Maitreya. En un ambiente misterioso y oscuro, iluminada por reflectores, la imagen parecía surgir desde las tinieblas de la noche. Decidí quedarme allí a meditar y avisé al guía que volvería por mi cuenta al hotel. Como en Shigatsé, un monje se me acercó y se sentó a mi lado para cuidarme, satisfecho de ver que me disponía a meditar.

A los pocos minutos sentí que Maitreya me hablaba… Mi intelecto comenzó a criticarme y me decía a mí mismo que me estaba sugestionado. Pero no le llevé el apunte y, en cambio, presté atención a lo que escuchaba: "No has llegado todavía al lugar en donde vivías antes como monje", me decía Maitreya. "Deja de preocuparte tratan-do de encontrarlo. Te vas a dar cuenta enseguida por la fuerte emoción que te causará, de la misma manera como reconociste a tu Maestroen Kathmandú… En Lhasa [15] sentirás claramente cuál fue tu lugar. Es un monasterio cerca de allí. En tu memoria aparece ahora como un gran edificio que podrías confundir con el Potala [16], pero no es ése… No te confundas… Además, cada vez que sientas la energía que ahora tienes en las manos y en los pies debes sentarte a meditar, porque ésa es tu percepción de mi presencia." Mis manos ardían como irradian-do energía por las palmas; mis pies temblaban y estaban calientes…

Pasó un largo rato de silencio y luego sentí que me decía que le preguntara lo que quisiera. Él me respondería. Le hice entonces varias preguntas, todas de gran valor para mi vida. Me las contestó inmediata-mente, una por una, con respuestas muy claras y concisas. Me dijo que Andrea sería una compañera magnífica para el resto de mi vida si traba-jaba a mi lado, y que sólo me daría gozo y felicidad. Ella también sería feliz junto a mí. Me dijo también que viviría más de cien años, completamente sano orgánicamente y con absoluta claridad mental, si seguía trabajando sobre mi cuerpo y sobre mi psiquis.

Me dijo, además, algo que me conmocionó y me asustó, algo para nada esperado: que me alejaría después de pocos años del instituto que dirigía en Buenos Aires (Yo Soy), y que éste continuaría con su actividad en otro lado, conducido por otras personas.

Me respondió también acerca de mis hijos y de otras personas que me interesaban, y me dio instrucciones precisas sobre mi trabajo futuro, vaticinándome que trabajaría duro, mucho tiempo más y que después encontraría el modo de vivir sin tener que trabajar tanto. Además viajaría bastante.

Tuve pudor-de seguir y me pareció una exageración continuar preguntando. Me quedé en silencio, muy impresionado, sin entender bien lo que había sucedido… Cuando terminé de meditar me posterné tres veces frente a la estatua. El monje se me acercó. "Thank you", me dijo. Había estado esperándome para cerrar el templo a mi salida…

Caminé hacia el hotel por una calle polvorienta. Corría viento y había mucha tierra en el aire. A mi izquierda, una larga fila de casas de dos plantas, detrás de las cuales se levantaba un paredón de rocas, casi vertical. Unos trescientos metros por encima de mi cabeza, un castillo rojo, cuyas paredes se confundían con esas rocas. Llegué al hotel como borracho, confundido, llenos los ojos y la nariz de tierra.

Esa noche dormí muy mal a causa del resfrío que me apareció, así que estaba agotado cundo tuve que levantarme al alba para salir de Gyantsé rumbo a Lhasa, la capital del Tíbet. El cansancio y el malestar de altura hicieron que padeciéramos aún más el largo viaje. Había mucha tierra en la ruta. Subíamos y subíamos por un camino serpenteante en la ladera de una montaña pelada, terriblemente desértica, con rocas enormes, impresionantes. Nos fuimos acercando a hermosas montañas totalmente nevadas y finalmente pasamos al lado de un glaciar, como los de arriba del Tronador… Cuando paramos a la orilla del camino, de la nada aparecieron chicos y mujeres pidiéndonos fotos del Dalai Lama. Venían a curiosear, al igual que nosotros a ellos. La gente, hermosa, muy sucia por la tierra, con una sonrisa fantástica en la cara, pero con aspecto triste…

Cruzamos la montaña por un paso de 5000 metros de altura. Me fui quedando dormido y me desperté cuando el ómnibus se detuvo en lo alto; vi con alegría que comenzaba una tremenda bajada como "caracoles", yen treinta kilómetros bajamos 1200 metros. ¡Extraordinario! Me sentí mucho mejor.

El camino siguió por una planicie muy aburrida, entre montañas, y a medida que nos acercábamos a Lhasa iban apareciendo poblados, campos arados, con gente en pleno trabajo, con jaks que tiraban del arado. Era muy lindo cómo adornaban a los jaks con moños y borlas rojas en la cabeza. Los tibetanos, incluidas las mujeres, trabajaban en la tierra y en los caminos, dirigidos y controlados por soldados chinos.

Aparecían cada vez más chinos y soldados, a pie o en camiones y autos. ¡Habíamos llegado al asfalto! ¡Ya me había olvidado de su existencia! Y en una hora y media más estuvimos en Lhasa. Me hubiera gustado haber estado emocionado pero esa ciudad era horrible y llegamos justo a la hora en que comenzaba el viento y la tierra, como ocurría todos los días a las cuatro de la tarde, más o menos. Las casas eran cuadradas y de feo aspecto (modernismo chino). Había edificios de muchos pisos que eran hoteles u oficinas del gobierno.

Finalmente nos alojaron en un modernísimo y hermoso hotel Holliday Inn, norteamericano, ¡con ascensor automático y agua caliente! Era como todos los hoteles Holliday Inn del resto del mundo. Sólo que el personal era chino, todos muy amables y bien entrenados para atender a los turistas. Cuando entregué mi pasaporte en la recepción, al ver que era de Argentina el empleado chino gritó entusiasmado: "¡Maradona!". "¡¿Hasta aquí lo conocen?!", le contesté asombrado.

La habitación que me tocó compartir con Stuart, mi amigo canadiense, era muy confortable, tenía además un baño muy lujoso, con toda el agua caliente que quisiéramos. Tomé la primera ducha desde mi salida de Kathmandú, hacía cinco días.

El comedor del hotel era grande, cálido y muy hermoso. Adentro nadie podía darse cuenta de que estábamos en Lhasa, en pleno Tíbet. Se podía comer de todo, muy bien preparado, desde comida china hasta los más refinados platos franceses. Aproveché la oportunidad y comí vegetales crudos y cocidos. Había gaseosas (de las más conocidas), agua mineral, jugos de fruta y cerveza, pero el vino era muy caro y, por supuesto, francés o alemán. En ese hotel había discado directo internacional, de modo que aproveché y llamé a la Argentina, a mis hijos y a Andrea, y nos pusimos al día en noticias y novedades.

Como tenía que enviar unas cartas, en la conserjería me indicaron cómo ir al Post Office y me enseñaron algunas palabras en chino para que fuera en rikshow-bicicleta. En el correo me atendió un tibetano que hablaba inglés. Charlamos sobre el Dalai Lama y sobre la triste vida que tenían los tibetanos entonces, dominados por los invasores. El mismo empleado me acompañó unas cuadras por los alrededores para indicarme cómo llegar al Potala, para que lo conociera. En la ciudad había un atmósfera permanente de tristeza y desconfianza. Por todas partes había soldados chinos. Pasé por frente al Potala, el palacio en donde vivieron los Dalai Lamas. Enorme y majestuoso, no me impresionó demasiado. Ése era el edificio que, según Maitreya, podía yo confundir con mi monasterio. Era muchísimo más grande de lo que recordaba de mi regresión pero, con su estructura de fortaleza medieval, era posible esa confusión. Mucha gen-te, tibetanos todos, caminaban alrededor de la mole enorme del castillo.

Cuando regresé al hotel me puse a meditar en mi habitación apro vechando que estaba solo. Al cabo de unos minutos tuve una visión escalofriante: vi un montón de personas, mucha gente que se empujaba, caían unos sobre otros, algunos heridos o muertos. Sorprendido salí rápida-mente de la meditación, sin entender lo que me había pasado. Me quedé acostado tratando de relajarme, con el corazón palpitante. Unos minutos después entró en el dormitorio Stuart. Me contó que había estado caminando frente al monasterio Jokhang, en donde había visto mucha gente haciendo postraciones frente a la puerta y a soldados vigilando entre la gente de la calle. También él estaba impresionado por el ambiente de desconfianza y tristeza que se respiraba en la ciudad.

Le narré mi extraña visión durante la meditación y él me contó que el año anterior había tenido lugar una gran masacre por parte de los chinos a causa de una revuelta tibetana en Lhasa. Me dijo que lo que yo había visto había sido transmitido por televisión a raíz de que, por casualidad, un turista americano pudo filmar casi todo lo que allí pasó, lo cual sirvió como documento para la protesta que hizo el Dalai Lama ante la UN por ese hecho. Los soldados chinos mataban a los monjes cuando los encontraban en la calle, incluso después de haber reprimido la revuelta.

En la cena charlé con Stuart sobre los monasterios que habíamos visitado y lo desagradable que nos resultaba esta ciudad, Lhasa. Le comenté además que me molestaban en todas las religiones los rituales, especialmente los que denotaban fanatismo, como el hecho de poner en movimiento con la mano los cilindros que había en todos los templos y la costumbre de los tibetanos de hacer girar unos molinillos manuales pequeños, que tenían rollos de papel adentro con mantras escritos, mientras caminaban por la calle. Dicen que multiplican así los méritos de los mantras u oraciones que están repitiendo. Stuart me explicó que hacer girar los cilindros o los molinillos mientras se rezaban plegarias era una expresión de la devoción de esa gente tan religiosa, e insistió para que tratara de entenderlo. Él me había visto hacer postraciones frente a algunas estatuas, bien podría comprender yo el significado de esos pequeños rituales cotidianos de los religiosos de ese pueblo. "A mí no me agarran para dar vuelta molinillos", le contesté, pero sentía que lo decía desde un lugar de rebeldía intelectual que no me sonaba bien ni a mí mismo. Stuart se rió.

CAPÍTULO SIETE. El monasterio

Teníamos programado pasar tres días en Lhasa. Feísima ciudad. Como en todo el Tíbet, amanece con un cielo azul transparente y un hermoso sol, sin una nube. Pero a las cuatro de la tarde comienza a correr viento y la tierra se mete por todas partes. No podíamos caminar por las calles sin protegernos la boca y los ojos. Había muchos chinos por todos lados, muchos soldados que en jeeps o en camiones se desplazaban continuamente de un lugar a otro. La ciudad estaba tranquila pero se respiraba en el aire falta de libertad y opresión. Antes había sido un admirador de la cultura china. Ahora los chinos me repugnaban y los soldados me producían miedo porque miraban constantemente hacia todas partes.

Sólo alrededor del Potala o de los monasterios se veían muchos tibetanos juntos. En general no podían reunirse ni hacer nada en gran-des grupos. Según las autoridades del gobierno del Dalai Lama, cuando se produjo la invasión china en el Tíbet había 6.000.000 de habitantes. Un censo reciente, hecho por los chinos, aceptaba sólo la presencia de 1.650.000. Sin ninguna duda, una gran parte de la población había perdido la vida en la década de la revolución cultural maoísta; muchos otros fueron deportados a campos de concentración en China, donde luego tuvieron que realizar trabajos pesados en el campo, minas y caminos, y en el presente hay unos 150.000 tibetanos refugiados en India, Nepal, Bután, Europa y América.

Por la mañana del segundo día fuimos a visitar el Potala, el palacio real en donde vivieron los Dalai Lamas. Es muy grande, enorme. Parecía más bien un monasterio. A primera vista no aparentaba ser tan grande como aparecía en las fotografías, a causa de las montañas que lo rodean. Pero a medida que nos acercábamos me iba dando cuenta de las proporciones y dimensiones de ese increíble edificio y de la grandiosidad de la arquitectura con que estaba hecho. Mi guía sobre el Tíbet decía que valía la pena circunvalar este colosal edificio, junto con los peregrinos tibetanos que giraban alrededor recitan-do oraciones y mantras, para poder observar el palacio desde distintos puntos de vista y bajo la influencia de diferentes luces del día, a fin de apreciar completamente la perfección externa del mismo. Como nos llevaron en ómnibus no lo pudimos hacer.

El Dalai Lama vivía y trabajaba en el Palacio Rojo, que era un macizo central que se levanta dentro del Palacio Blanco que lo rodea. Los tibetanos dedicaron este palacio real a Chenrezig (Avalokiteshvara), el Bodhisattva del amor y la compasión, y lo llamaron Potala por el nombre de la "Tierra Pura" (el cielo Potala) donde dicen que reside este ser.

El Potala fue levemente dañado durante el levantamiento tibetano del '59 contra los chinos, y afortunadamente fue salvado de una destrucción anterior, durante la revolución cultural maoísta, por la intervención personal del presidente de China, Chou En Lai, que detuvo con el ejército chino a los guardias rojos de Mao Tse Tung, no permitiéndoles la entrada al palacio (Foto 35).

Varias escaleras tremendamente grandes llevan desde la base de la montaña donde está construido el palacio hasta la entrada principal. También tiene un camino para autos que sube la montaña hasta la puerta de atrás, por donde nos llevaron a los turistas (Foto 36). En muchas partes del interior estaban haciendo trabajos de reparación y conservación, de modo que no pudimos recorrerlo todo. Se dice que en el palacio hay mil habitaciones. No me impresionó demasiado por dentro.

En conjunto, era todo un lujo asiático, pero para un país que todavía vive en la Edad Media, no para nosotros, los occidentales, especialmente para los argentinos, que estamos tan acostumbrados a buscar la conjunción entre lo cómodo y lo estético. A veces nos que-damos sin contenido, pero en un envase hermoso. Allí, en el Tíbet, sucedía otra cosa: el envase era terrible. Grandioso pero terrible. Y había que sufrir mucho para llegar al contenido. A veces, cuando uno llega, el contenido ya no está allí. Sentía que allí ya no había tanta espiritualidad como se decía. Mucha energía, no cabía duda, pero la espiritualidad se había metido para adentro y quizá renacería con la vuelta del Dalai Lama, o se estaba transfiriendo a la India, a Nepal, a Bután y particularmente a América, a donde recién está llegando.

Si pensamos que los tibetanos no conocían ni la rueda, el Potala era maravilloso. Pero realmente, no podía concebir la idea de que el Dalai Lama tuviera que vivir allí, en habitaciones hermosamente decoradas, con paredes llenas de dibujos religiosos artísticamente confeccionados, pero heladas, faltas de luz, rodeadas de pasillos enormes y ventosos, con la más absoluta falta de comodidad y de calor humano. Me resultaba sencillamente deprimente.

Me daba cuenta, sin embargo, que estaba en un "día negro" y no podía apreciar la magnificencia de lo que tenía delante de mis ojos. Salí del Potala con la sensación de haber visitado un frío castillo medieval. Sin duda, lo más impresionante había sido estar en un lugar que comenzó a construirse en el año 650, habiendo sido termina-da la mayor parte del palacio entre el 1200 y el 1400.

Cuando llegué al hotel me acosté en mi habitación a reflexionar y me quedé dormido.

A la tarde fuimos al monasterio Jokhang, que queda dentro de la ciudad misma. La entrada está frente a una plaza en donde hay un extenso mercado de productos típicos tibetanos, y con este motivo, o pretexto, iba mucha gente del lugar y había permanentemente una romería en la que se mezclan nativos, chinos y turistas. Los tibetanos se concentraban también en la puerta del monasterio, frente a la cual hacían postraciones. En la azotea de un edificio, frente a la plaza, se veían soldados chinos con fusiles y ametralladoras. Otros soldados circulaban por las calles observando a todo el mundo. No podía olvidar lo que me había contado Stuart el día anterior sobre la masacre de laicos y religiosos en ese lugar, dos años atrás, como represión de la revuelta tibetana.

Este monasterio, el Jokhang, es sin duda el templo más sagrado del Tíbet (Foto 37). Fue construido por el rey Songtsen Gampo, el que introdujo el budismo en el Tíbet, en el siglo VII, para alojar la imagen del Buda Akshobhya que trajo una de sus esposas, la nepalesa, como regalo de bodas de su padre. Esta princesa había captado el paisaje del lugar como el cuerpo de una "mujer demonio" acostada, desnuda, y para conjurarla hizo construir un templo en las partes más prominentes de su cuerpo, y en su corazón, que entonces era una laguna, levantó este monasterio, luego de rellenarla con tierra.

Los tibetanos se vanagloriaban de no haber dejado nunca de embellecer este templo desde que se lo fundó; por todas partes se veían artistas tallando maderas para reparar o mejorar lo existente. Las tallas de las columnas, los capiteles y los techos son de una belleza indescriptible.

Allí me encontré con una hermosa estatua, la del Buda Shakyamuni, llamada Jowo ("el divino"), que fue traída por la princesa china, la otra esposa del mismo emperador. Les conté a mis compañeros que si uno pedía algo a esta estatua, el pedido era siempre concedido. La estatua era hermosa, vestida con pesado brocado y terciopelo, y adornada con infinidad de joyas. Estaba dentro de una capilla protegida por una reja de gruesas cadenas labradas, que los fieles tibetanos besaban en señal de devoción. Me quedé largo rato observándolo, sobrecogido por su magnificencia. Cuando recordé que podía pedirle algo sólo me surgió el deseo que me concediera la oportunidad de poder cumplir mi misión en esta vida, y que fuera al lado de Andrea.

Muy emocionado, seguí recorriendo otras capillas hasta que llegué a un enorme altar con una tremenda estatua de Maitreya. Me impresionó tanto que decidí quedarme a meditar allí. Les avisé a mis compañeros que volvería por mi cuenta al hotel y me senté frente a Maitreya. Un monje, muy contento de ver mi intención de, meditar, me puso un almohadón frente a la estatua, cerró las puertas de la capilla para que no entrara nadie más, y me dejó solo.

Al cabo de un rato sentí que a mi alrededor ya no pasaba más gente y que los monjes me espiaban como a un bicho raro. Tampoco yo había visto nunca a un occidental meditando en los templos. Para los monjes también debía ser una novedad. Los turistas pasaban mirando todo pero no se detenían como lo hacía yo.

Repetí mil mantras de Tara y sentí nuevamente que Maitreya me hablaba.

Incrédulo como siempre, le pedí una prueba. Me contestó: "Es tu intelecto el que necesita pruebas", y transcurrió un largo rato de silencio. Después de ese tiempo se levantó un fuerte viento dentro del templo, que sacudía todo y movía los colgantes y las vitrinas. Desde lo alto caían tierra y piedritas sobre mi cabeza. De pronto me sentí en el medio de un remolino de viento que ascendía. Después, este remolino se transformó en un haz de luz blanca que venía desde arriba, y quedé dentro de una columna de energía.

Al rato, el viento comenzó a disminuir. Quedé pasmado y con-movido al recordar que lo mismo me había ocurrido en la iglesia abandonada de Puente del Inca, en Mendoza, en una oportunidad en que fui a meditar allí con un grupo de alumnos. En esa iglesia las tormentas habían hecho volar parte del techo y caía nieve adentro. Meditando, sentado sobre la nieve, me conecté entonces con "mi Maestro" y él me había hablado por primera vez con gran claridad. También en aquel entonces me había sentido dentro de un remolino de viento que subía y que finalmente se convertía en una columna de energía blanca. Esto, ahora, era la repetición de aquello. Era la prueba de realidad que necesitaba.

Lo mismo me había pasado también varios años después de esa experiencia en Mendoza, al hacer una sesión de "hiperventilación" con mi amigo, el Dr. Martínez Bouquet. Después de una serie de impresionantes experiencias me había sentado a meditar (la "hiperventilación" e hace acostado en una colchoneta, en el suelo). Después de un rato se me había presentado la imagen de mi Maestro, con quien hablé. En ese momento me sentí también dentro de una columna de energía. Martínez Bouquet se acercó a mí para decirme que estaban terminando la sesión y se quedó inmóvil al tocar a mi alrededor esa columna que me envolvía.

En el monasterio, después de un largo rato el viento se calmó, y sentí que Maitreya me hablaba de nuevo. Me dio instrucciones precisas para cumplir el trabajo que en aquel entonces tenía por delante en Buenos Aires, en mi instituto: cómo abrir clases de meditación y filosofía sobre los centros de energía, qué tipo de directivas darles a los instructores que trabajaban conmigo y cómo lograr un lugar más preponderante para la meditación en los cursos de formación de instructores. Ésa sería la forma de ir acercando a la gente a la filosofía budista sin entrar en lo religioso, ya que yo no era lama ni monje.

Cuando terminé de meditar, después de recibir esas directivas, hice tres postraciones frente a Maitreya. El monje que antes me había recibido se acercó a mí y me agradeció. Le pedí entonces que me hiciera conocer la parte del monasterio que se encuentra atrás del templo, a donde no entraban los turistas. Me llevó por unos pasillos a donde daban las habitaciones interiores, posiblemente donde vivían los monjes, y me condujo a un patio rodeado por ciento ocho cilindros con mantras. Comenzó a caminar haciéndolos girar con su mano derecha repitiendo el mantra de Chenrezig: M MANI PEME HUNG. Yo lo imité y mientras repetía el mantra me sonreía recordando mi conversación del día anterior con Stuart, cuando le había dicho que esto me producía rechazo. ¡Qué distinto me resultaba hacerlo en un monasterio tibetano, en el Tíbet, y después de haber hablado con Maitreya…!

A la salida del monasterio, en la plaza, una mujer tibetana me ofreció un molinillo de metal plateado labrado, muy hermoso, y llegué al hotel mostrándole a Stuart cómo hacía girar mi molinillo recién adquirido…

Llegamos al último día en el Tíbet. Todo había sido hermoso pero lleno de dificultades y problemas que me habían hecho sentir mal y enfermo. Teníamos que ir a visitar el monasterio Drepung. Lo habían postergado para el último día aunque según el plan del viaje hubiera correspondido ir antes.

Quedaba a ocho kilómetros de Lhasa, por un camino que ascendía por la ladera de una montaña. Cuando llegamos a la entrada me embargó una emoción indescriptible. Comencé a sentir un temblor interno, aunque no me sentía mal. Las manos me ardían a pesar del frío que hacía. Los pies titubeaban al descender del vehículo y vacilaba mi andar. Las calles entre los edificios no me eran desconocidas del todo… Tenía la sensación de ya haber estado allí, como enun déja vu. Por fuera, una muralla grande rodeaba el monasterio, en-cerrando un conjunto de casas muy próximas entre sí, separadas por calles estrechas, con un edificio central que parecía una fortaleza. Franqueamos la muralla por un arco con los portones abiertos.

Cuando entramos en el edificio principal mi excitación no tenía límites. Este monasterio era diferente a todos los que ya habíamos visto, todos parecidos a pagodas chinas, con techos dorados. Éste era como una fortaleza, sin duda. Se accedía por una escalera ancha, de escalones altos, hechos con grandes piedras, tal como yo la recordaba. Había una puerta de doble hoja de madera muy gruesa. De pronto me di cuenta de que era exactamente el lugar que había visto en mi viaje astral en Buenos Aires cuando, flotando en el aire, atravesé un gran portal cerrado. No pude contener las lágrimas. Las paredes, en parte de piedra y en parte pintadas de amarillo. Las ventanas, chicas y rectangulares. Todas cerradas. Cuanto más miraba, más me daba cuenta de que se trataba de mi monasterio, el que me había impulsado a viajar al Tíbet. Comencé a reconocerlo, a recordarlo. No sólo me parecía haber estado allí: estaba seguro de haber estado. Estaba viviendo lo que ya conocía por mis regresiones a vidas pasadas… pero también sentía que eso era un recuerdo.

Mis compañeros se adelantaron y yo, con lágrimas en el rostro, apenas podía caminar. Me acerqué a Stuart para pedirle que me sacara una foto en ese portal, pero no podía hablarle. Stuart me tomó una fotografía con su cámara, de pie en los escalones de la entrada (Foto 38). ¡Era impresionante! No era real lo que me estaba pasando…

Adentro, él monasterio se veía hermoso. Se notaba que había sido reconstruido recientemente (como me lo había dicho mi Maestro duran-te el viaje astral a ese monasterio). En el interior, las paredes habían sido repintadas. Casi todas eran de color bordó con enorme cantidad de pequeños dibujos en dorado y otros colores. Me costaba avanzar. Tampoco pude ponerme en actitud de meditación cuando entré en el templo por la ansiedad de querer recorrer los distintos lugares del monasterio que ya conocía desde antes y porque algo me impedía caminar. Mi emoción era demasiado intensa y me sentía confundido.

Recorrí lentamente las calles que rodeaban el templo principal y reconocí los lugares por donde me había visto caminando en las regresiones. A mi lado pasaban algunos monjes jóvenes y me miraban sin hablarme; yo me sentía viejo, con una barba larga, blanca…

No pude entrar en las habitaciones donde vivían los monjes ni en otros lugares privados. Había muchas puertas cerradas. Estaba fresco en mi memoria ese monje viejo, de barba larga, que los jóvenes dejaban pasar con respeto pero que no hablaba y apenas caminaba. Tenía deseos de quedarme allí… ¿Era esto verdad o sólo un sueño?

Recorrí todos los lugares a los que pude acceder y todo era conocido. En parte me confundía lo que veía y lo que pensaba. No sabía qué pertenecía al pasado y qué era el presente. Un bullicio que venía de más allá me atrajo. Y encontré aun grupo de monjes jóvenes estudiando de una manera curiosa. Todos los estudiantes estaban sentados en el suelo en un patio al aire libre formando grupos de seis o siete personas. Uno de ellos, de pie en el medio de cada grupo, hacía una pregunta y golpeando las manos señalaba a uno de sus compañeros para que éste diera rápidamente una respuesta. Si el elegido no contestaba de inmediato el primero golpeaba de nuevo sus manos y preguntaba a otro. El conjunto era muy divertido y de gran animación. Me acordé de que así nos tomaban examen nuestros profesores cuando yo era joven y hasta recordé que así hacían pujas filosóficas los lamas mayores, de esa manera tan extraña pero tan dinámica.

Todo me resultaba conocido porque habían sido muchas las regresiones que me mostraron ese lugar. Tenía un recuerdo claro del lugar y de la vida de los monjes en el monasterio. Lo que no sabía era si eso era ahora o antes…

Cuando llegamos al hotel, Stuart, sin saber lo que me había pasado, me aconsejó tomar mi diurético para la altura porque me no-taba muy fatigado y confuso. No pude contarle lo que había vivido. Tenía pudor, pensaba que me creería loco. En el almuerzo comimos los dos solos, sin los otros compañeros del grupo y tampoco me animé a decirle nada. Después, en la habitación, comencé a narrarle mi regresión en la India, pero nos llamaron e interrumpí mi relato. Teníamos que a ir a visitar otro monasterio, el Sera.

Estaba exaltado y contento con lo ocurrido esa mañana en el monasterio Drepung; tenía la extraña sensación de estar en mi tierra y me sentía orgulloso de ella. Y estaba satisfecho de haber comprobado la verdad de las regresiones. Al mismo tiempo sentía la tristeza por la opresión que se respiraba allí…

El monasterio Sera era muy bello y recorrimos muchas capillas. No podía sacarme de la cabeza la experiencia de la mañana. En una capilla había una larga cola de gente del pueblo, tibetanos todos, muy humildes, que se detenían mucho tiempo frente a una estatua. Le dejaban catas colgadas, besaban los barrotes de la capilla, y algunos hasta los lamían. Cuando me acerqué, un monje viejo que cuidaba la capilla insistió sonriente en que mirase hacia adentro de la capilla. Me agarró del cuello y me mostró ¡un Buda con cabeza de caballo! Evidentemente era una deidad folklórica local… Los turistas nos alejamos riéndonos a carcajadas.

En seguida entré en una capilla dedicada a los Budas de los tres tiempos, con tres hermosas estatuas de Dypankara, Shakyamuni y Maitreya. Me impresionó mucho la belleza de las estatuas y decidí que-darme a meditar frente a ellas y no seguir con mis compañeros. Arreglé horario con el guía para encontrarnos a la salida porque era muy lejos para volver solo, y me quedé parado frente a las tres estatuas, tratando de meditar de pie. Pasaba a mi lado mucha gente cumpliendo un curioso ritual: derramaban manteca derretida de las lámparas que cada uno traía en su mano, en las grandes lámparas que estaban frente a las estatuas. Otros apoyaban su frente o besaban la madera o las rejas de los altares, como lo habían hecho en la capilla del Buda caballo.

Un monje joven se acercó a mí y con señas me indicó que me sentara en el suelo a meditar. Me acomodé frente a Maitreya. Luego me hizo recomendaciones para meditar, todas ya conocidas excepto que me indicó que no cerrara los ojos y que mirase todo el tiempo la punta de mi nariz. El monje me controlaba constantemente, por lo que no pude distraerme durante los cuarenta minutos de la meditación. Aprendí así una forma de meditar que no había aplicado nunca y que me permitió entrar rápidamente en meditación profunda. Mirar la punta de la nariz o el entrecejo es una forma natural de entrar en "alfa" y lo puse varias veces en práctica después, con buen resultado.

Al comienzo, como pasa siempre, me asaltaban pensamientos sobre las cosas más recientes y me reía interiormente del Buda caballo y del fanatismo de la gente que lamía las rejas de los altares. De pronto sentí en mi interior que Maitreya me decía: "¿Por qué te ríes de ellos? Toda esa gente tiene el corazón abierto, por eso tanta devoción. Tienes que aprender a abrir tu corazón". Y no me dijo más nada. Cuando terminé hice siete postraciones frente a Maitreya. Al levantarme tenía a dos monjes a mi lado que me pusieron catas en el cuello y me bendijeron. "Thank you ", me decían después.

Me fui con lágrimas en los ojos. En realidad, Maitreya me había dicho lo mismo que aquel lama, mi Maestro, cuando en mi viaje astral al Tíbet me indicó abrir mi centro cardíaco para obtener más devoción. Lo mismo me había dicho Stuart días atrás respecto a dar vueltas los cilindros de los templos o los molinillos manuales…

En el hotel descubrí, releyendo mis libros, que el Buda caballo era un aspecto del mismo Chenrezig que tanto admiraba yo… ¡Cuánto tendré que abrir todavía mi corazón para comprender y sentir con mi alma todo esto!

El 20 de abril nos íbamos del Tíbet. A las diez de la mañana salía el avión de Lhasa a Kathmandú. Stuart y yo nos despertamos a las seis. Arreglé mi mochila y bajé a tomar el desayuno. Tomé café con leche con medialunas, manteca y mermelada de frutilla. No me parecía estar en el Tíbet. Me sentía de nuevo occidental, aunque no tan naturista… Lo del día anterior había sido un sueño. Habían pasado cosas muy importantes y conmovedoras, pero estaba cansado y me sentía enfermo. Tomé diuréticos y aspirinas, además del medicamento del lama Sog Nyi y mi remedio homeopático. Pero igual me sentía mal y estaba contento de irme. Me hubiera gustado irme a Buenos Aires directamente. Extrañaba a Andrea y a mis hijos. Menos mal que el jueves anterior había podido hablar con Andrea. Menos mal que ya nos íbamos.

Al salir del hotel y durante todo el camino hasta el aeropuerto (una hora y media de viaje) nos acompañó una nevada suave. ¡El Tíbet nos despedía con la nieve que tanto me gustaba! Llegamos a las ocho al aeropuerto y luego de esperar una hora nos dijeron que nuestro avión, que tenía que venir de Chandú (China), estaba demorado dos horas. El aeropuerto era terrible. Parecía un cuartel, frío y sin nada para mirar o tomar. Estaba formado por dos galpones conectados por una puerta, con bancos y sillones duros.

A las diez nos hicieron pasar de un galpón al otro y controlaron nuestro equipaje. Yo llevaba de Lhasa una tanka de Tara Verde, de tela, enrollada. En la aduana me la hicieron desenrollar cien veces por si llevaba un arma dentro del rollo. Allí esperamos hasta las doce y finalmente nos comunicaron que los aviones que tenían que venir de Chandú (uno debía volver y el otro seguir con nosotros a Kathmandú) no habían podido salir porque allá había tormenta. Había que esperar hasta el día siguiente (y rogar que pasase la tormenta). Si queríamos podíamos quedarnos en el hotel del aeropuerto, si no, volveríamos a Lhasa. Todos preferimos quedarnos.

Nos devolvieron el equipaje y nos hicieron subir a un gran ómnibus con el que nos llevaron al hotel del aeropuerto, otra especie de cárcel helada, llena de chinos. Las habitaciones tenían dos camas, un baño sin agua caliente, inodoro sin agua y una ventana que daba al patio central de la cárcel. Había un hermoso aparato de televisión pero las camas no tenían sábanas ni fundas las almohadas.

Almorzamos. De la comida china logré extraer las verduras con los palitos, separándolas de la carne frita y de la grasa del jamón. Todo muy picante. Me sentía tan enfermo que decidí acostarme y pasar el día durmiendo. Me consideré internado en un hospital. "Ésta es mi forma de depurarme", hubiera dicho Dorsong Rinpoché. Evidentemente, todo esto era una enorme descarga orgánica y emocional.

A la noche cené muy poquito y con Stuart nos pusimos a ver televisión china (uno de los adelantos que trajeron al Tíbet), acostados en las camas con la ropa puesta y envueltos hasta las orejas con las mantas. Los programas parecían tomados de la televisión americana, incluso comerciales directamente yanquis. La vida occidental (filmada por los chinos) parecía ser el objeto de la felicidad. Mostraban todos los artefactos que tenemos corrientemente en nuestras casas en Buenos Aires, desde un exprimidor de naranja eléctrico hasta una heladera, con sonrisa feliz como si conseguirlos fuera el último objetivo de la vida; los pobres tibetanos no debían entender nada de todo eso.

Como no tenía sueño (porque había dormido todo el día) y no tenía fuerzas para meditar, seguí viendo televisión cuando Stuart se durmió: carreras de autos y boxeo filmadas en EE.UU. Sentía que si no podíamos salir a la mañana siguiente se me terminarían las fuerzas. Me daban ganas de llorar pero tampoco podía. Tantas ilusiones de llegar al Tíbet y terminar mi estadía viendo boxeo americano en una cárcel china… No encontraba una explicación lógica para lo que estaba pasando.

Me desperté a las cuatro después de haber dormido muy mal. Seguía sintiéndome enfermo y resfriado, tenía la nariz tapada y mucho frío. Me senté en la cama y logré meditar. Esto me tranquilizó, me sentí mejor, y después de una hora de meditación me levanté. Justo dieron la luz en el hotel. Pude lavarme, afeitarme y arreglar mi mochila; a las seis me recosté por media hora y desperté a Stuart porque el desayuno era a las siete.

Casi enseguida nos golpearon la puerta para avisarnos que teníamos que bajar a desayunar. Bajé muerto de frío. El comedor estaba cerrado todavía y con las luces apagadas. Toda la gente de mi vuelo a Kathmandú, los del vuelo a Chandú y cientos de chinos que no sé de dónde habían salido, estábamos esperando que abrieran el comedor. Finalmente a las ocho menos cuarto entramos, después de casi una hora de espera en el pasillo, amontonados.

Entre dos chinos trajeron el desayuno: un gran lavatorio enlozado lleno de tallarines en caldo de carne. Una china con voz enojada nos habló en chino y nos señaló la mesa con el lavatorio lleno de tallarines. Me levanté de la mesa imitando a los que parecían haber entendido lo que había que hacer, tomé un tazón sin manija y lo metí en el lavatorio para sacar un poco de caldo (y lavarme los dedos adentro); con palitos procuré recoger cuantos tallarines pude y los metí en el tazón lleno de caldo. Luego me fui a la mesa para tomar mi caldo con palitos.

Por suerte nos tomamos la situación con humor y pasamos del asco a comer un segundo plato de tallarines. Por lo menos estaban calientes y nosotros, helados. Terminado el desayuno supusimos que afuera estaría el ómnibus para llevarnos al aeropuerto. Pues no. No estaba. Dormí media hora en un sillón del hall del hotel. Stuart me despertó para que fuéramos caminando. Esperanzado en encontrar una confitería en el camino para tomar un café con leche y medialunas, cargué mi mochila a la espalda y salimos al frío de las ocho y media de la mañana en Pekín: estábamos en el mismo meridiano que Kathmandú y allí eran las cinco y media. Recién comenzaba a aclarar. En el camino encontramos una taberna: "The tavern", se llamaba. Nos sentamos para volver a desayunar y al rato un hombre trajo un lavatorio con tallarines y lo puso en una mesa. Salimos disparando.

En el aeropuerto tuvimos que hacer todo el "tramiterío" otra vez, aunque ahora estábamos contentos: ¡Por fin nos íbamos! Estaba harto, me quería ir. No tenía ganas de hablar con nadie. Los compañeros de California me "cargaban" porque decían que cada vez tenía más aventuras para el libro que iba a escribir. Terminé hablando con un matrimonio con quien me había cruzado durante todo el viaje por el Tíbet, visitando monasterios como nosotros, pero a quienes no me había acercado antes. Pertenecían a otro grupo de turistas y eran americanos, ambos médicos, radicados en Kathmandú desde hacía veinte años. Hablamos de homeopatía y de budismo. Eran cristianos y muy contrarios al budismo y a los lamas, "que habían explotado al pueblo tibetano". Les expliqué un poco de budismo y de homeopatía, y en lugar de discutir de política les conté sobre la comunidad tibetana que había conocido en Tashi Yong, y en Dharamsala, en la India. Pero en el fondo algo de razón les daba cuando recordaba este viaje por el Tíbet de la Edad Media, que no conocía la rueda (edad de piedra, mejor dicho).

Después me hice amigo de una muchacha francesa ¡y para mi gran admiración logré hablar francés con ella de corrido, a la perfección! De nuevo recordé mi regresión a la India, en la que era hijo de una francesa y prefería hablar francés en lugar del inglés que me imponía mi padre. Le di datos para conectarse con los lamas de Kathmandú y, por supuesto, le di el teléfono de Paula, la chilena.

Por fin subimos a un hermoso cuatrimotor chino, semi vacío. Podíamos cambiarnos de fila y de ventanilla a nuestro antojo. Una hora y media de viaje, todo sobre montañas. ¡Una maravilla! Primero montañas peladas con precipicios extraordinarios, cascadas altísimas y glaciares impresionantes. Luego, de a poco, la nieve, y finalmente los picos más altos del Himalaya. Después, media hora rodeando el Everest. No podía creer lo formidable que era. ¿Era posible que todo el viaje por el Tíbet hubiera sido así? Lleno de dificultades y problemas mezclados con cosas maravillosas. Como esto. Me tenía que repetir constantemente, sin poder creerlo del todo: "Estoy volviendo del Tíbet. Estoy cruzando el Himalaya. Esto que está allá es el Everest". Y no lograba creerlo del todo (Foto 41).

Al entrar en Nepal nos hundimos en un techo negro. Una gruesa nube oscura de polvo, y ya no se veían más las montañas nevadas del Himalaya…

Cuando después de la llegada al aeropuerto de Kathmandú tomamos con Stuart un taxi hacia el hotel me salió del alma: " I'm feeling coming home ". De nuevo las callecitas atestadas de gente, negocios, bicicletas, vacas, como volviendo a casa después de un largo sueño. Todo el viaje al Tíbet volvió a pasarme por la mente y contemplé las imágenes con incredulidad. Sí, como un sueño… Conversando con Maitreya…

Stuart paraba en el mismo hotel que yo y no nos habíamos visto antes. Como yo tenía pasaje para la India esa misma tarde no saqué habitación, y fui a despedirme del lama Urgyen Tulku. Antes me reencontré con Paula a quien conté las principales situaciones del viaje, y ella me acompañó a ver al lama.

El lama Urgyen me recibió de nuevo junto con su hijo Sog Nyi. Más tranquilo esta vez, le conté mi contacto con Maitreya, pero volví a sentir pudor y no le dije que había encontrado mi monasterio, el Drepung. Es curioso que las más maravillosas experiencias me producían pudor, posiblemente por miedo a que no me creyeran o que me interpretaran mal, como si yo quisiera mostrarme importante. El lama me dijo que era muy bueno que hubiera podido comunicarme con Maitreya, puesto que era el Buda del Futuro, y que esta conexión tenía sin duda una significación kármica. "En una próxima vida nacerá discípulo de Él y podrá seguir a su lado", me dijo… No le cabía duda, agregó, que yo tenía conexiones anteriores con el Dharma (las enseñanzas del budismo) y me reafirmó su deseo de darme enseñanzas.

Después me pidió que me quedara en Kathmandú. ¡Yo no podía! Tenía pasaje para Delhi esa misma tarde y no había reservas hasta diez días después. Debía volver también a Tashi Yong, en donde tenía mi equipaje y deseaba ver de nuevo al lama Dorsong. Era muy difícil modificar la vuelta a Buenos Aires porque había mucha gente que regresaba de Europa para esa fecha. Por otro lado, sentía ganas de volver a mi casa, de ver a mis hijos y a Andrea…

Prometí volver a Nepal tan pronto como pudiera a buscar al lama Urgyen, a quien sentía mi Maestro. Paula me dijo que cuando un lama quiere dar enseñanzas a alguien es por alguna razón trascendente; no se ofrecen a hacerlo tan fácilmente. Debería atender a su pedido… Pero estaba muy cansado y sentía culpa si no podía quedar-me en Tashi Yong, aunque fueran dos días, con el lama Dorsong. Me debatí en dudas y finalmente decidí tomar el avión a Delhi esa tarde, de acuerdo a la reserva. Me despedí del lama Urgyen con lágrimas y le prometí volver lo más pronto que pudiera.

Me despedí también con gran dolor de Paula, esa magnífica mujer que me había ayudado tanto en Kathmandú. Sin ella, creo que no hubiera podido resolver los problemas con los que me había encontrado al principio en esa ciudad. Además, ella misma resultó ser una persona extraordinaria a quien llegué a sentir como una hermana del alma. Me llevó al aeropuerto en su auto y nos despedimos con un largo abrazo…

Llegué a Delhi a la noche, me alojé de nuevo en el Hotel Imperial y a la mañana siguiente lo primero que hice fue ir a confirmar mis vuelos a Londres y a Buenos Aires. Sin embargo, hubo un inconveniente inesperado: me había olvidado de confirmar antes ese vuelo, por lo que mi viaje a Londres tenía que retrasarse quince días. En Londres mismo tendría que quedarme cinco días más antes de tomar el avión a Buenos Aires. Urgyen Tulku sabía por qué me pedía que me quedara… Evidentemente, esta vez yo "no había seguido la corriente de la energía".

Tampoco conseguía pasaje en avión a Tashi Yong hasta por lo menos cinco días después. Finalmente, por una compañía de turismo de una tibetana sobrina del lama Urgyien, logré viajar en un taxi junto con un lama tibetano que vivía habitualmente en Italia y que iba a Dharamsala. Así hice un viaje de diecisiete horas en un incomodísimo taxi, pero por un camino hermoso, ascendiendo de nuevo el Himalaya hasta la preciosa ciudad del Dalai Lama, a donde llegamos a la una de la mañana. Fue muy buena la relación que entablé con el lama de Italia, quien viajaba acompañado de un lama muy joven, médico tibetano, pero con quien no pude intercambiar palabra porque no hablaba inglés, y se mostraba muy reticente.

Conseguimos alojamiento gracias a que al lama italiano lo esperaban desde la tarde. Yo compartí la habitación con el taxista, que hablaba sólo hindi. Al día siguiente, con la espalda rota por el viaje del día anterior, tomé otro taxi que me llevó a Tashi Yong.

Cuando llegué al monasterio Raquel y Mariano me recibieron con alegría y llenos de curiosidad por mis experiencias en el Tíbet. Me pasé varias horas contándoles todo. Después de instalarme decidí pedirle al lama Dorsong que me diera instrucciones para un retiro de quince días, que era el tiempo que disponía para quedarme.

Le narré al lama Dorsong mi inesperado viaje al Tíbet y, venciendo mi pudor, le conté también mis experiencias sobre vidas pasa-das en Buenos Aires, que había reconocido como mi maestro al lama Urgyien Tulku, y al monasterio Drepung como el mío, de una vida anterior. El lama Dorsong me escuchó con atención y me dijo que era una lástima que no le hubiese confiado esto antes. Me habría dado indicaciones precisas respecto de qué hacer en el Tíbet al llegar al monasterio de mi encarnación anterior.

"Esto ha sido muy importante para usted", me dijo después. "Por algún motivo que desconocemos, fue necesario que usted viajara al Tíbet y se conectara de esta manera con su pasado. Se ha cerrado así algo muy importante para el resto de su vida, aunque no sepa usted cómo. Pero todo eso PERTENECE AL PASADO. Ahora, desprendido de aquello, tiene que dedicarse al presente, al aquí y ahora, y seguir trabajando por su evolución, para vivir cada vez mejor esta vida que le corresponde hoy en la Tierra, en su patria, en Argentina."

CAPÍTULO OCHO. Los resultados

(Vistos desde marzo de 1997)

Qué me pasó durante el resto de ese año del viaje. Mientras estuve de vuelta en Tashi Yong, durante las dos semanas más que dediqué a mi retiro con el lama Dorsong, me enteré por nuestra "secretaria" tibetana, Yeshi, que cuando me fui de Nepal murió la madre de Chürki Nema, una de las mujeres de Urgyen Tulku. Pocos días después se casó el otro hijo de Urgyen, Tsok Ñi Rinpoché, el que me había bendecido antes de partir para el Tíbet y me había anunciado que "una estatua me hablaría". En esa oportunidad Yeshi me contó que lo común era que a un lama su Maestro le indicara cuándo y con quién debía casarse para lograr felicidad y longevidad. Ellos consideran que la larga vida de un hombre depende de que tenga una sexualidad feliz y que su mujer sea bastante más joven que él.

Pensé que a mí me había ocurrido algo semejante en el Tíbet: cuando Maitreya me habló y me dijo que Andrea sería mi compañera hasta edad avanzada. Hasta ese momento no había pensado en casar-me, ni creía que mi relación con ella tuviera futuro. Siempre me asaltaba el pensamiento de que su juventud (tenía sólo 25 años) la llevaría tarde o temprano a continuar su vida por otro lado. Ella, además, quería tener un hijo y yo ya tenía cinco, bastante grandes ya: el mayor tenía un año más que Andrea.

¿Tendría esta conversación con mi Maestro algún sentido real para mi vida? A pesar de que durante el transcurso de mi viaje había hablado por teléfono muchas veces con Andrea, y sabía que ella estaba bien con-migo y que esperaba mi regreso con amor, estaba casi seguro de que a la vuelta de mi viaje nos separaríamos por decisión de ella. Además, dos condiciones que yo había puesto para continuar la relación era que no nos casaríamos y que no tendríamos hijos. Yo ya tenía mi necesidad de familia satisfecha. Ella no, recién empezaba a vivir. Tenía derecho a dejarme para lograr su propia familia y sus propios hijos…

En las dos semanas que me quedé en el monasterio de Tashi Yong con el lama Dorgson estuve prácticamente encerrado, siguiendo las instrucciones de meditación que él me dio. No tuve ninguna experiencia extraordinaria sino que me dediqué a profundizar en las técnicas aprendidas. Mi vida era plácida y tranquila pero en el fondo tenía un gran deseo de volver a Buenos Aires, y al mismo tiempo, sentía añoranzas de Kathmandú y Tíbet, cuyas imágenes pasaban sin cesar por mi mente. Todo había sido muy fuerte y no lograba compaginar esos recuerdos. Los que más sobresalían eran las experiencias místicas frente a Maitreya, cuya figura evocaba a diario cada vez que meditaba. Lo sigo haciendo todavía y en mis clases de meditación busco que mis alumnos aprendan a conectarse con su propio maestro y que hablen con él (o ella). Nunca me cansaré de insistir en la importancia de tener un guía interno.

Podemos lograr despertar en nuestro interior esa sensación sublime sólo después de haber meditado mucho tiempo, con mucha práctica en clases y en nuestra propia casa. Hay que meditaren grupo pero también es necesario tener independencia en la meditación. Hay que poder meditar solo. Incluso, suelo enseñar que uno debe ser ca-paz de meditar mientras maneja un auto, viaja en colectivo o espera que lo atiendan en cualquier lugar: Hasta es conveniente practicar lo suficiente como para poder entrar en meditación mientras se está hablando con una o varias personas, para que en situaciones difíciles de la vida diaria podamos lograr esta tan necesaria comunicación interna.

Siempre enseño en mis clases lo que aprendí meditando. En el camino del aprendizaje de la meditación hay tres tipos de mentes: las personas de tendencia religiosa necesitan tener afuera, enfrente de sí, la imagen de Dios, Jesús, la Virgen, Chenrezig u otro ser elegido como Maestro, y considerarlo como diferente de sí mismos, con toda la sabiduría y la fuerza necesaria para protegerlos. Ese tipo de personas tienen devoción; en la vida tendrán siempre a alguien a quien admirar y se sentirán protegidos a su lado. Buscan inconscientemente ponerse bajo el aura de una persona superior a quien quieren imitar tomándola como ejemplo.

Otros, los de tendencia mística, sienten que aquél que llamamos Maestro son ellos mismos. El Maestro es lo más elevado de uno, esa parte que los hindúes llaman el Yo superior, a diferencia del yo personal con el que nos movemos en la vida diaria. El Yo superior es el Dios personal, la chispa divina que reside en cada uno de nosotros, en todos los seres humanos. El místico sabe que el Maestro es lo más importante de sí mismo, y se pone en contacto con el verdadero Yo. El Maestro reúne toda la sabiduría que él mismo tiene escondida en su inconsciente, toda la bondad que posee en su alma, toda la capacidad creativa que tiene en potencia en su mente, todo el poder de curación de sí mismo y sobre los demás que es capaz de desarrollar, y la prudencia que necesita para su propia vida. Los místicos poseen fe. Saben que en su vida diaria son capaces de lograr lo que se propongan si recurren a sus propias fuerzas.

Cuando admiren a alguien sabrán que esa persona es tan humana como ellos mismos, con los defectos de todo ser humano, pero que por sus valores se hace digna de distinguirse entre los demás y de ser admirada. A alguien así valdrá la pena emular, buscando adquirir en sí mismo los valores que admiran en el otro. Recuerdo que cuando era muy joven y escuchaba en un concierto a un gran violinista, mientras algunos de mis amigos salían del teatro desilusionados de sí mismos y no querían tocar más el violín, yo llegaba a mi casa, tomaba el violín y trataba de imitar al que había escuchado con tanta admiración. Quería llegar a ser como él alguna vez.

El tercer grupo de personas está formado por los de tendencia energetista, los que no aceptan la necesidad de dar figura humana a esa fuerza poderosa que mueve a la naturaleza y que podemos desarrollar en nuestro interior cuando meditamos. Son los que no aceptan un "Dios antropomórfico", creado a imagen y semejanza del hombre, para adorarlo y pedirle ayuda. Son los que cuando meditan prefieren conectarse con la Naturaleza, o con la Luz, o con la Gran Energía. Son los que ven colores, luces o energías de las fuerzas naturales que conducen la vida misma. Los energetistas tienen confianza. En su vida diaria admirarán más lo que se ha hecho que a la persona que lo hizo. Saben qué tienen que aprender para cambiar o para lograr algo; saben que se necesita esfuerzo para cualquier cosa que quieran para sí mismos, pero confían en que las circunstancias los ayudarán a con-seguirlo. Confían en la importancia de las oportunidades para hacer-lo, como les pasa los que se guían por la Astrología. Saben que hay que seguir a la energía del momento, como los que se guían por el I Ching. En general son inclinados a lo científico, y cuando se acercan a la meditación les ayuda saber que las ondas del electroencefalograma se modifican según el estado de conciencia al que vamos llegan-do a medida que profundizamos en la meditación. Son los que necesitan conocer acerca de las ondas Alfa, Beta y Theta de la mente en meditación [17].

Finalmente, están los que tienen tan poca confianza en ellos mismos que son incapaces de encontrar, ni afuera ni adentro, figuras de protección a quienes recurrir cuando las necesiten. Algunos se llaman a sí mismos ateos, otros son conscientes de la debilidad interna en la que viven, a causa de la cual no pueden confiar ni en su propia fuerza ni en la de los demás como protección para la vida.

Ellos mismos, si se les dijera esto, contestarían con orgullo que no necesitan creer en algo sobrenatural para vivir. La verdad profunda es que cuando sea necesario, no tendrán a nadie en quien confiar, a nadie a quien pedir, ni nada que esperar.

Esto es lo más importante que aprendí de la meditación: cual-quiera sea la inclinación que tengamos, necesitamos desarrollar devoción, fe o confianza si queremos desenvolver nuestra espiritualidad. Si nos es posible, adquiramos las tres modalidades. Sin ellas, el egoísmo propio del yo personal no nos permitirá acceder al Yo superior para que guíe nuestra vida espiritual.

Una vez cumplidas las dos semanas de retiro en el monasterio siguiendo las instrucciones del lama Dorsong, volví a Delhi. Luego pasé por Londres y finalmente llegué a Buenos Aires el 11 de mayo de 1991. Me estaban esperando Andrea y algunos amigos y compañeros del instituto. La llegada fue hermosa y el reencuentro con Andrea increíblemente amoroso. Experimenté por ella un amor de mucha más profundidad que antes; sentía que estábamos unidos desde adentro.

Al poco tiempo de mi regreso se terminó el contrato de alquiler del departamento en donde vivía con Andrea y tuvimos que buscar otro. Sin habérnoslo propuesto, pasamos a un departamento más gran-de, más lindo y en un lugar de la ciudad que nos gustaba más.

Di varias conferencias y charlas sobre mi viaje en el instituto y en otros lugares a donde me invitaron, y decidí comenzar este libro.

Entre tanto, nuestro propio instituto Yo Soy sufrió muchas transformaciones, difíciles pero esperadas con ansiedad, como la concreción de una cooperativa con los compañeros de trabajo. Esto trajo grandes dificultades cuya solución significó un crecimiento importante para cada uno de nosotros. Era la primera vez que se lograba una sociedad así entre los seguidores del sistema dé Susana Milderman, lo cual al principio me llenó de orgullo.

Siempre había pensado que en los diferentes institutos de los discípulos de Susana ocurría algo similar: los instructores que en un comienzo trabajaban con gran dedicación y compañerismo, cuando llegaban a un determinado nivel en su crecimiento terminaban separándose y formando nuevos centros donde practicaban y enseñaban la gimnasia, transmitiendo sus propias características a sus seguido-res. Yo había sido precisamente un ejemplo de esto y creía que era lógico que así ocurriera, con lo cual habíamos logrado una expansión del sistema que Susana había creado. Nosotros nos encargábamos de difundirlo y de darle aplicación en ramas diferentes del mismo sistema. Yo lo había aplicado en la medicina, otros en la expresión, en la psicología, en el teatro o en la danza.

Pero había tenido que soportar después, cada siete años, el alejamiento de los instructores más avanzados y experimentados que me habían acompañado hasta ese momento y el instituto tenía que seguir adelante con los más nuevos, llenos de entusiasmo pero sin la experiencia de los anteriores. Tenía la convicción de que si los instructores llagaban a ser dueños o socios del lugar de trabajo, sería posible formar una verdadera escuela con continuidad. A mi vuelta concretamos entonces ese sueño con la constitución de una cooperativa con la mayoría de mis compañeros. Otros no creyeron en la utopía que proponía la cooperativa, pero se quedaron a mi lado, no como socios sino tomándome como Maestro.

Siguiendo las directivas que había recibido durante las meditaciones en Kathmandú y en el Tíbet continué cumpliendo así esta par-te de mi misión. Éste había sido el único pedido que yo había hecho frente a la estatua del Yowo-Buda en el monasterio Jokhang ("y que lo pudiera realizar junto a Andrea", había completado entonces mi deseo). Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo me iba resultan-do cada vez más difícil realizar lo que tenía en mi mente, como si existiera una oposición permanente a cuanto necesitaba hacer. Comencé a dudar del éxito de la cooperativa…

Antes de que se acabara ese invierno invité a Andrea para que fuéramos a Mendoza a meditar en Puente del Inca, rodeado de nieve, como solía hacerlo casi todos los años. Iba generalmente con algunos de los instructores del instituto y esta vez quería tener esa experiencia con Andrea, los dos solos. Era una situación verdaderamente nueva. Si bien habíamos hecho viajes juntos, éstos habían sido durante las vacaciones y no sabía cómo resultaría ir a meditar con ella en la montaña.

La experiencia resultó muy buena. Nos sentimos muy bien durante todo el viaje y en el último día, ya en el camino de regreso, sucedió algo inesperado. Nos habíamos detenido para meditar en Las Bóvedas, un lugar de valor histórico: San Martín había instalado allí la fábrica de armamentos del ejército de Los Andes en 1816, y al frente, sus oficinas. En ese lugar, cinco años atrás, había escuchado a mi Maestro hablarme por primera vez y en aquella ocasión me había dado indicaciones precisas sobre mis tareas en el instituto.

Me senté a meditar bajo el sol sobre una pirca, al fondo del patio principal. Andrea se instaló en el centro del patio, sobre los escalones de un mástil. Casi al final de mi meditación sentí de nuevo la presencia de mi Maestro, al que ahora visualizaba como el Maitreya que había conocido en el Tíbet. Éste me dijo, sorpresivamente, que debía fijar una fecha de casamiento con Andrea antes de regresar a Buenos Aires.

Le pregunté entonces por qué todas las comunicaciones que tenía con él se referían a temas mundanos, de la vida cotidiana, cuan-do, en realidad, uno esperaría que la conexión con un Maestro fuera sobre temas espirituales. "Sobre tu preparación espiritual ya te dirigen los lamas o tus Maestros de la tierra, para que puedas llegar hasta mí", me contestó. "Ya te dije antes que la espiritualidad se manifiesta en la vida diaria y no sólo en el templo o durante las meditaciones en la montaña. Éstas sirven para que después, en la vida, lleves la espiritualidad a la actividad de todos los días. Al fin y al cabo, lo espiritual de un hombre se reconoce por sus acciones."

Cuando terminó de hablarme abrí los ojos y vi que Andrea se ponía de pie y estiraba los brazos hacia el cielo. Estaba llorando. Me acerqué a ella y le pregunté por qué lloraba. No lo sabía. Entonces le conté lo que había sentido durante la meditación y le propuse que eligiéramos una fecha para casarnos. No lo podía creer y su rostro lleno de lágrimas irradiaba felicidad.

A nuestro regreso comuniqué a mis hijos nuestra decisión de casarnos, habiendo elegido como fecha el 29 de noviembre.

A los pocos días nos enteramos de que Andrea ya estaba embarazada antes de nuestro viaje a Mendoza. Contrariamente a lo que había supuesto, acepté con gran alegría la noticia y me puse a esperar a mi sexto hijo. Estaba seguro de que sería otra niña, lo que se confirmó después con una ecografía. Mi principal tarea fue entonces preparar a mis hijos para recibir a la nueva hermana y tratar de que la aceptaran de la mejor forma posible.

Decidimos llamarla Tara, por mi Yidam, Tara Verde, la patrona del Tíbet, pero nuestros conocidos nos disuadieron por lo que significa en castellano ese nombre.

Después de nuestro casamiento fuimos de luna de miel a la India y a Nepal. En enero vistamos el monasterio de Tashi Yong, en donde Andrea conoció al lama Dorsong Rinpoché, que nos recibió con mucho cariño. Le pedimos que nos casara por el ritual tibetano, pero él nos aconsejó que se lo pidiéramos al lama Urgyen Tulku en Kathmandú, ya que él había sido mi Maestro en el Tíbet, como yo le había contado en mi viaje anterior. Así lo hicimos: fuimos a Nepal y lo buscamos, ayudado también esta vez por mi amiga Paula. Lo vimos en su propio monasterio, Ka-Nying Shedrup Ling, en lo alto de una montaña, donde, además, recibimos sus enseñanzas. Después, en una entrevista personal de tres horas, le dio refugio a Andrea (Foto 39) y nos casó con el ritual tibetano. Recibimos su bendición y nos pronosticó felicidad y mucho amor entre nosotros y con nuestra hija (Foto 40).

Allí tomamos la decisión de llamarla Dawa, "luna" en tibetano, porque era el nombre original de Tara, antes de que se iluminara.

Aproveché esa oportunidad para contarle al lama Urgyen mis experiencias sobre mi encarnación anterior en el monasterio Drepung del Tíbet y mi convicción de que él había sido mi Maestro en aquella vida. Él lo pensó y no lo confirmó, pero me dijo que no le cabía duda de que yo tenía una conexión kármica muy grande con el budismo tibetano y que en esta vida debía continuar mi camino en el Dharma [18].

Le expliqué entonces que yo dirigía un instituto en donde aplicaba el yoga a la medicina y en donde daba un curso de meditación. Le pedí autorización para transmitir en ese curso algunos aspectos de la filosofía budista. En la Argentina había muchas personas interesa-das en el budismo, le expliqué, pero no se acercaban para no compro-meterse religiosamente.

A mí y a mi traductora nos costó mucho hacerle comprender la diferencia entre religión y filosofía ya que para un budista es lo mismo. Finalmente comprendió mi pedido y me dio la autorización que necesitaba a fin de preparar a la gente para la llegada de algún lama. Él transmitiría los aspectos religiosos e impartiría las iniciaciones necesarias. Yo, en cambio, quería enseñar meditación y explicar algunos aspectos difíciles de comprender de la filosofía budista a aquellos que quisieran iniciar el camino que después continuarían con un lama.

De nuevo sentí gran amor y agradecimiento hacia el lama Urgyen Tulku y la despedida, como la vez anterior, fue con un "hasta siempre".

En Kathmandú tuve la sorpresa de encontrarme con que Dilgo Kyense Rinpoché, el lama grandote, el Buda viviente que había conocido personalmente el año anterior, había muerto en diciembre de ese mismo año, en Bután. Y mientras estábamos ahora en Nepal iban a traer su cuerpo desde ese país vecino para tenerlo presente en las ceremonias de despedida antes de ser cremado, de vuelta en Bután. Al igual que había pasado con la muerte del lama Kamtrul VIII (Véase comentario a la Foto 8), la reina de Bután, ahora discípula del lama Dilgo Kyense, se negó a que el cuerpo del lama saliera de Bután para que fuera incinerado en su propio monasterio en Kathmandú. Mucho tuvieron que trabajar los lamas de la India y Nepal para convencer a la reina, igual que el mismo Kyense Rinpoché hiciera años atrás cuando murió el lama Kamtrul, para que al final pudieran llevarlo a Kathmandú, con la condición de devolverlo después de las ceremonias mortuorias.

Asistimos por lo tanto a esas ceremonias. No había tristeza entre los asistentes puesto que se agasajaba la presencia de un Buda y su paso al "parinirvana", o sea a la iluminación. Pero yo, que aún no he superado "el apego al ego", no pude dejar de entristecerme recordando que ese lama, ante quien practiqué por primera vez "Guru yoga", ese hombre sublime que me había bendecido en mi cumpleaños el año anterior, estaba ahora allí, dentro de una gran caja de madera sobre un altar.

La costumbre tibetana es velar a los grandes lamas durante muchos días. Los colocan, cubiertos de sal, sentados en padmasana (con las piernas cruzadas y cada pie encima del muslo opuesto, posición usada para meditar). De a poco su cuerpo se fue reduciendo hasta que ese hombre corpulento, casi un gigante, cabía en una caja donde apenas hubiera podido estar sentado un niño de ocho años…

Llevé a Andrea a todos los lugares que para mí habían sido importantes en Nepal y la India, y además, visitamos el Ashram de Sai Baba en Putaparti, cerca de Bangalore, India, donde conocimos a este extraordinario e impresionante personaje del hinduismo actual. Se lo considera un "avatar", es decir, una encarnación divina, con una gran misión para la humanidad, no sólo para el pueblo que lo rodea. Sai Baba es ecuménico. Para él todas las religiones conducen a Dios y enseñan al hombre a vivir bien en la tierra. Parecería que su principal misión es restaurar los principios más puros del hinduismo (como la existencia de un solo Dios) entre la gente de la India, politeísta, y entre todos los hombres del mundo que están olvidando el camino hacia Dios. Sai Baba afirma que cada uno de nosotros es Dios y sólo hay que ponerse en contacto con esa divinidad interna que yace oculta en nuestro interior. Recuerdo haber leído que una vez un periodista le preguntó si era cierto que él era Dios. "Sí, le contestó Sai Baba, pero usted también, sólo que usted no lo sabe." [19]

Es un hombre muy extraño, que tiene poderes sobrenaturales como curar a la gente y ayudarla a distancia para que supere problemas de su vida. Otra de sus características es que materializa cosas como si las tomara del aire ante la vista de los presentes que, por miles, lo visitan a diario. Y allí me encontré de nuevo con esta contradicción del hombre entre lo que siente y lo que piensa, entre lo que es y lo que hace. Creo que esto estuvo subyacente en todo lo que viví en mi viaje. Viví dentro mío la diferencia entre el sentir y el pensar de dos culturas contradictorias: la occidental, de la que yo venía y con la que pensaba, y la oriental, a la que iba y con la que sentía. Los occidentales dudamos de todo porque predomina en nosotros la lógica formal de nuestro intelecto. Los orientales saben que todo lo que sienten y piensan está supeditado a algo trascendente que está más allá de la voluntad humana. Son religiosos por antonomasia. Nosotros tenemos que ver para creer. Tenemos que tocar para sentir que es verdad. Y luego dudamos de lo que vimos y sentimos, y pensamos que sólo fue una ilusión.

Sai Baba usa un recurso que ya utilizaron muchos enviados divinos anteriores: el milagro. Es la manera de atraer a la gente. No creo que él piense que eso que hace es importante para la espiritualidad, pero lo hace porque sabe que la gente necesita, para poder escuchar lo que enseña, que él sea diferente de los demás seres humanos por las cosas que hace, para poder maravillarse ante su presencia.

Sus seguidores están tremendamente convencidos de que él es divino. Me encontré allí con muchos argentinos, algunos conocidos, que iban a la India sólo para ver a Sai Baba. Viajaban casi todos los años, formando grupos más o menos organizados. No quiero usar la palabra fanatismo, pero es lo que se me ocurre cuando pienso en de-terminadas conductas que veía en ellos. Como ejemplo contaré una simple anécdota.

Los argentinos habíamos quedado en encontrarnos a las seis de la mañana en un determinado lugar para entrar juntos para ver a Baba. Una mujer del grupo se atrasó y sus compañeras la esperaron casi media hora. Cuando llegó, corriendo, porque seguramente se había dormido, exclamó: "Me atrasé… seguramente Baba quiso que yo llegara tarde…" Todo lo que les sucede se lo atribuyen a Sai Baba…

Por otro lado, suceden cosas increíbles que hacen que la devoción tenga un asidero incuestionable. Por ejemplo, Roberto, un médico amigo mío, conoció a Sai Baba en el viaje que organizaron los psicoterapeutas argentinos para asistir a un congreso de Psicología Transpersonal en Bangalore en 1992. Y allí le pasó lo siguiente: ad-mirado de las materializaciones que Sai Baba hacía frente a los visitantes, como regalar relojes o anillos que sacaba del aire, o dejar caer ceniza de entre sus dedos sobre la cabeza de algún fiel agachado frente a él, no sabía si estaba ante un prestidigitador muy hábil o ante un ser celestial. Su compañero de habitación le sugirió que, ya que Roberto meditaba todas las noches antes de dormir, que le hablara a Sai Baba durante la meditación de esa misma noche y le pidiera algo para el día siguiente, cuando lo fueran a ver de nuevo. Roberto comentó que le pediría que Baba le regalara una imagen de Jesús.

A la mañana siguiente, Sai Baba pasó como de costumbre por frente a los fieles que lo rodeaban, para darles cosas o para decirles algo. Cuando llegó frente a Roberto se detuvo, le tomó de una mano y mirándolo a los ojos le dijo en inglés: "Tú eres un hombre bueno. ¿Quién es tu Maestro?"

Roberto se sobresaltó y confundido le contestó: "Usted…". "No", le respondió Baba, y del aire sacó un gran anillo con el rostro de Jesús y se lo entregó. Roberto usa permanentemente ese anillo en Buenos Aires.

En el año siguiente, Roberto tuvo un accidente viajando en su auto a Pinamar por una ruta de tierra que tomó para acortar camino. Como había llovido un poco en la zona, resbaló, su coche hizo un trompo y milagrosamente se detuvo y volvió a colocarse derecho en la ruta. Frente a él, sobre el camino, estaba de pie Sai Baba. Cuando me lo contaba se emocionó mucho y se le humedecieron los ojos. Y agregó con pudor: "No sé si fue imaginación mía, pero él estaba allí…"

Nos pasan cosas maravillosas y después no sabemos si fue cierto o no… A los hindúes no les sucede lo mismo. Un Sai Baba hace milagros y ellos están seguros de que él está allí para que escuchemos su mensaje y aprendamos sus enseñanzas, porque si hace esos milagros es porque es un enviado de Dios. A los hindúes no les da vergüenza sus creencias ni tienen que explicar y buscar pruebas y comprobaciones cuando hablan de reencarnación o de milagros. Esto forma parte de la trascendencia que dan a cada momento de sus vidas. Los tibetanos, por su parte, ni siquiera hablan de esto porque no se imaginan que alguien pueda dudar de lo que ellos sienten o creen.

Sai Baba pasó solemnemente ante mi vista y ante miles de personas que se levantaron a las cuatro y media de la mañana para hacer colas larguísimas y así poder entrar al jardín y sentarse en el pasto para verlo lo más cerca posible. Con una túnica larga, de mangas cortas y muy anchas, con su frondosa cabellera oscura que rodeaba su cara como un halo luminoso, con rostro sonriente y estático, como mirando la eternidad, se desplazaba por un sendero elevado para que todos lo pudiéramos ver. De vez en cuando recibía una carta con algún pedido, derramaba su ceniza milagrosa ("bibuti") sobre la cabeza de alguien o levantaba suavemente su mano derecha y de ella brotaba gran cantidad de caramelos que como fuegos artificiales se abrían en abanico por el aire… y yo pensaba: "Si yo llevara un kilo de caramelos en mi mano y los tirara para arriba, no llegarían ni a un metro de altura y caerían todos en el mismo lugar…"

Leí alguno de sus libros y me maravilló la sencillez con que enseñaba que Dios era uno, que todas las religiones eran una misma con modalidades diferentes, como diferentes somos los hombres… y repetía las mismas maravillas que todos los grandes Maestros de la humanidad nos han enseñado de mil formas distintas, pero a veces no sabemos oírlas… y muchas veces las olvidamos.

Pero cuando se refería a sí mismo tenía un tono de altanería que me sorprendía… y me molestaba.

En una oportunidad, los guardias del ashram me pidieron que me detuviera antes de cruzar una de las calles cerca de la puerta de salida, tras la cual se veía gente pobremente vestida, esperando que los turistas les dieran limosnas al salir. Dentro del ashram no los dejaban entrar: Sai Baba solía decir que no había que dar limosnas sino enseñarles a vivir. Me detuve en el borde de la calzada y frente a mí pasó un hermoso Mercedes Benz verde oscuro, dentro del cual iba Sai Baba sentado en el asiento de atrás, con las ventanillas cerradas. Sentí un estrujón en el corazón aunque no podía darme una explicación racional de lo que me pasaba. ¿Hubiera preferido que saliera sentado en la giba de un camello o en el lomo de un burro…? ¿Por qué me parecía lógico, en cambio, que el presidente de Francia viajara en una limusina negra por las calles de París…?

Recuerdo que el Dr. Martínez Bouquet, cuando volvió de aquel congreso de Psicología Transpersonal en la India, contó sonriente que cuando fueron a visitar al Dalai Lama en Dharamsala (India), mientras esperaban que llegara Su Santidad, un monje alto y levemente encorbado, se puso a arreglar las sillas para ellos. Cuando terminó de acomodarlas les pidió que se sentaran y se presentó como el Dalai Lama. La humildad de los lamas tibetanos contrasta con la solemnidad y el boato de los swamis hindúes. Lo mismo sucede con los ritos católicos: alrededor de los grandes representantes de la Iglesia se forma un clima de solemnidad y de secreto que hace que la persona quede oculta tras su rol grandilocuente. Los grandes maestros, en cambio, se muestran como son, sin pompa ni ocultamiento, porque lo importante de ellos es lo que transmiten con su persona y con el ejemplo de su vida…

La presencia y la persona de Sai Baba me impresionaron muchísimo y me cautivaron sobremanera, pero quedé con la convicción de que mi línea espiritual era la budista tibetana y no la hindú, como ya lo había confirmado antes con las regresiones a vidas pasadas hechas en Buenos Aires.

Vuelvo a pensar en la necesidad de los hombres de creer en lo sobrenatural y de ver milagros, en la necesidad de creer en algo superior a los mismos seres humanos. ¿Será una necesidad o una intuición de que todo lo que vemos es sólo el reflejo de lo trascendente, manifestado en lo concreto que miramos y tocamos? Al mismo tiempo, nuestro intelecto pide pruebas y más pruebas sin que nos demos cuenta de que las cosas pasan por planos diferentes: lo que sentimos con las emociones funciona en un nivel al que difícilmente tendrá acceso el intelecto con su intento de saber y comprobar. La fe es emocional, no racional. No le sirven las explicaciones ni las comprobaciones. Comprobamos, miramos, tocamos y pedimos pruebas. Al día siguiente nos olvidamos de esa vivencia y no estamos seguros si fue cierto o nos habíamos sugestionado, o habíamos tenido una alucinación. ¿Y la sugestión, la alucinación y la ilusión, no son acaso formas de emoción, como lo es lo que impulsa a la creatividad de un músico o un pintor? ¿La videncia, la precognición, la visión de un Maestro durante la meditación o la oración, no son acaso formas de nuestra mente? Aunque diferentes del intelecto, con el que aprendemos, recordamos o sabemos, y que necesita de la lógica para avalar todo lo que nos sucede.

Un sacerdote que venía a nuestra escuela a hacer gimnasia me contaba que había incorporado en sus oraciones matutinas algunos ejercicios y asanas del yoga antes de ponerse a orar. "Cuando oro sin la gimnasia, me decía, siento que todo pasa por la cabeza. Cuando hago las oraciones después de moverme y de relajarme, toda mi energía se pone en juego y puedo comunicarme de verdad con el contenido de mis oraciones."

Vuelve a mí lo que conversé una vez con un abogado hindú que conocí en Kathmandú. Era además periodista y dirigía una revista con contenido social. Con su profunda espiritualidad hinduista vivía cada momento de su vida con un sentido trascendente, de modo que lo que salía de su boca no eran necesariamente palabras religiosas sino que transmitía la verdad de lo que sentía. "Nos han enseñado que los dioses que cuidan y dirigen a los seres humanos están siempre dispuestos a ayudar-nos. Sólo hace falta pedirles para que ellos, presurosos, acudan a satisfacernos. Pero es necesario que antes los alabemos y les hagamos ofrendas para predisponerlos en nuestro favor. Los dioses no necesitan las flores que podamos regalarles ni las hermosas palabras que podamos dirigirles, pero nosotros sí necesitamos decir y regalar. Es el acto de fe, de devoción y de amor lo que nos beneficia y nos predispone a obtener lo que le pedimos." Nosotros, occidentales e intelectuales dualistas agregaríamos: "De modo que no es Dios el que me concede mi pedido sino el estado mental en el que me pongo durante mi oración o cuando pido algo con devoción lo que me permite acceder a lo deseado".

Es muy particular la insistencia con la que algunos Maestros hablan de la devoción. ¿Cuál es la importancia de la devoción? ¿Por qué se insiste tanto en ella en las religiones? El religioso precisa una figura a la cual respetar, adorar o rogarle para lograr lo que necesita o cuando sufre alguna miseria de las que padecemos a diario. Pero, además, el religioso necesita sentir que aquel ser a quien dirige sus oraciones es muy superior a él mismo y tiene toda la bondad que él espera de los seres a quienes ama. Debe visualizado con poder infinito. Un lama nos explicaba cierta vez: "Si usted siente y cree de ver-dad que la mujer que ama es maravillosa, que es la más hermosa que conoció, la que tiene más bondad y capacidad para atender a sus necesidades y deseos, usted va a ser el más dichoso y feliz de los hombres sobre la tierra. De la misma manera, si concibe, siente y cree de verdad que su Maestro, el ser en quien confía y a quien dirige sus oraciones es sabio, perfecto, amoroso y que lo ama a usted con toda la fuerza que usted necesita, seguramente encontrará lo que busca para su vida. Tiene que llegar a sentir que su Maestro es maravilloso y entonces le pasarán cosas que de ninguna manera le sucederían si cree que él tiene defectos y no es capaz de ayudarlo".

Sai Baba es para algunos lo que Maitreya es para mí, o Jesús para un cristiano con devoción. La devoción y la fe son más fuertes que la confianza en la ciencia y en el razonamiento. La experiencia mística es mucho más importante para la vida del hombre que miles de libros que expliquen la existencia del cosmos entero.

El embarazo de Andrea, nuestro embarazo, fue bendecido por todos los lamas a quienes visitamos y continuó siendo perfecto desde el punto de vista de la salud. Antes de regresar a Buenos Aires recorrimos algunos lugares de Europa amados por mí: París, Londres, Viena, Innsbruck…

Dawa nació el 9 de mayo de 1992, el día en el que un año antes había salido yo de vuelta de la India, desde Delhi. Su nacimiento coincidió con el cumpleaños de mi hija mayor, Bárbara. Me causó gran alegría por la completa aceptación que esta hija mayor tuvo de la nueva hermana, precisamente por haber nacido ese día. No fueron difíciles los trámites en el Registro Civil por el nombre Dawa. Solicitamos un permiso especial por razones religiosas, por haber sido casados en Kathmandú por un lama budista tibetano, y porque coincidió ese momento con la primera visita que el Dalai Lama hizo a la Argentina, el 11 de junio de 1992.

Esta visita de Su Santidad el Dalai Lama tuvo mucha repercusión en la Argentina, no sólo entre los budistas sino entre todos aquellos que por estar recorriendo algún camino espiritual respetaban al budismo con sana curiosidad. En esa oportunidad me acerqué al Dalai Lama con Dawa en brazos, lo saludé en tibetano y le presenté a la bebita diciéndole que era una de las primeras argentinas que llevaba nombre tibetano. Dawa recibió su bendición y un mes después tomó refugio en el budismo con el lama Trinle Drugpa, el que me había iniciado en el budismo años atrás, cuando vino a Buenos Aires por primera vez.

En esa visita del Dalai Lama se organizó por primera vez en la Argentina una ceremonia ecuménica en la Catedral de Buenos Aires y asistieron a ella los grandes. representantes de la Iglesia Católica, del Judaísmo, de los Mahometanos, del Budismo Chino, del Budismo

Japonés y de la Iglesia Anglicana, con la presencia del Dalai Lama. Todos hablaron ante un templo repleto de gente de todas-esas religiones, y el Dalai confirmó una vez más las ideas budistas de la necesidad de respetar y aceptar a todas las religiones porque, "por suerte", dijo, "como todos los hombres somos diferentes, cada uno necesita encontrar representadas sus inclinaciones en una religión particular para poder acceder con comodidad al desarrollo de su espiritualidad".

Ante mi sorpresa, comenzaron a cumplirse las predicciones que me hiciera Maitreya en el Tíbet. La cooperativa que habíamos forma-do con los instructores de gimnasia compró una casa donde funcionó nuestro instituto Yo Soy, con lo que se completaba uno de mis principales deseos conscientes para la escuela que yo había formado.

Sin embargo, las cosas no anduvieron tan bien como al principio. Tuvimos muchísimos problemas de integración en la cooperativa y lo que en el comienzo se mostraba como lo mejor, nos atrapó después en dificultades, peleas y rencores que ninguno de nosotros pudo solucionar. Al final, con mucho sufrimiento, decidí alejarme de la cooperativa y dejarles a los instructores la casa, el instituto y el nombre. Me fui entonces con los instructores que no habían querido formar parte de la cooperativa. Me asocié a Pablo, uno de mis discípulos recién formados, quien puso su experiencia empresaria y su pujanza de juventud, y entre ambos instalamos un nuevo lugar al que llamamos Arroyo, en recuerdo de mi primera escuela fundada en 1966, cuando Susana Milderman, mi primera Maestra, me indicó crearlo para trabajar con la parte médica de nuestra "gimnasia expresiva yogui", como la llamaba ella.

Con Alberto, uno de los principales instructores de la cooperativa y muy querido amigo, con Graciela, extraordinaria instructora formada en Río Abierto y con Patricia, querida discípula que vive en Barcelona, España, creamos en Barcelona un curso de instructores de nuestra Gimnasia de Centros de Energía. Para ello, comenzamos a viajar a Barcelona una vez al año, por turnos. En su segundo viaje Alberto decidió quedarse a vivir en Barcelona y seguimos conectados cuando voy a dar mis cursos allá.

En la nueva escuela, Arroyo, en Buenos Aires, continúo con mis clases de meditación y en ellas transmito lo que conozco del budismo, con la autorización de mi Maestro en la tierra, el lama Urgyen Tulku Rinpoché.

Hace poco me enteré de que el lama Urgyen murió a comienzos de 1996. ¿Lo volveré a encontrar? No sentí tristeza porque percibí que él estaba encima de mi cabeza, como me enseñaron los lamas a "meditar en el Maestro". Visualizo a Maitreya frente a mí, luego lo pongo en el aire sobre mi cabeza, encima también del lama Urgyen, que ya está allí.

Con las manos sobre mi corazón visualizo que los dos se transforman en una llama dorada sobre mi centro coronario, y que esta llama desciende lentamente por dentro de mi cabeza y de mi cuello y se instala en mi corazón, bajo mis manos. Tengo así a mis maestros en el corazón para que desde allí inspiren cada momento de mi vida.

Bajo luego las manos y las apoyo sobre las rodillas, con las palmas hacia adelante, y desde mi corazón siento que corre la energía por los brazos e irradia por las palmas de mis manos. Dedico entonces esa energía a algún ser querido o la entrego para contribuir a que todos los seres sensibles puedan salir del sufrimiento y lleguen lo más pronto posible a la Iluminación.

Anexo

Los siguientes textos son un comentario ampliado de lo que representa cada una de las fotos que aparece en el libro.

INTRODUCCIÓN

Foto 1

Kalu Rinpoché fue un lama muy famoso por su importante actividad en la difusión del budismo en el mundo entero: su sabiduría era grande y sabía además transmitirla, llenando de amor cada palabra que pronunciaba. Nacido en el Tíbet, salió de su patria inmediatamente después de la invasión china de 1959: en ese momento los lamas importantes eran perseguidos por la revolución cultural maoísta y él era el jefe de la rama Kagyupa desde muy joven, por lo que fue muy buscado par evitar su alejamiento del Tíbet.

También fue muy querido por su bondad infinita y su gran compasión: estar cerca de él ya era sentirse bien y lograr paz interior. Esto se veía no sólo en su actuar diario y en su vida como maestro sino que hasta fue reflejado en la forma como murió. Algunos lamas mueren sentados en meditación, siendo éste el deseo de todo budista: pasar al Pari Nirvana mientras se medita. Kalu Rinpoché murió en 1989 en su monasterio del Himalaya acompañado por varios lamas, un médico y una enfermera. Su discípulo más próximo escribió lo siguiente: "Kalu Rinpoché intentó sentarse sin ayuda, pero le resultaba difícil. Lama Gyaltsen, considerando que quizás había llegado el momento y que el hecho de no sentarse podía crearle un obstáculo a Rinpoché, le sostuvo la espalda mientras se incorporaba. Rinpoché me tendió la mano y también yo lo ayudé a sentarse. Él quería quedar absolutamente erguido, y así In dijo de palabra y con un gesto de la mano. Esto incomodó al médico y a la enfermera, de modo que Rinpoché relajó ligeramente la posición. No obstante, adoptó una postura de meditación. Colocó las manos en posición de meditación (una sobre otra). dirigió la vista al frente con mirada de meditación y empezó a mover suavemente los labios. Una profunda sensación de paz y felicidad descendió sobre todos nosotros y se extendió sobre nuestra mente. Todos los presentes sentimos que aquella felicidad indescriptible que nos llenaba no era sino un pálido reflejo de lo que impregnaba la mente de Rinpoché… Poco a poco bajó la mirada y los párpados, y dejó de respirar".

Foto 2

Todos los grandes lamas eligen renacer o reencarnar para continuar su trabajo en la Tierra. Suelen dejar indicadas señales especiales para que lo busquen y lo reconozcan en su próxima vida. De esta manera pueden ser ayudados a recordar lo que sabían antes de morir y así tener una mente continua durante muchos renacimientos. Usando su poder mental, algunos lamas ubican al Maestro que ha vuelto a nacer, descubren cuál es el niño afortunado que tiene dentro suyo la mente del Maestro que murió algunos años antes. El propio Dalai Lama, cabeza del budismo tibetano y rey del Tíbet depuesto por los chinos y refugiado en la India, es el mismo Dalai Lama desde principios del 1500. Con el nombre de Gendun Drup fundó en esa época el monasterio Tashilumpo en Shigatsé, uno de los monasterios más importantes del Tíbet. Antes de su muerte anunció que renacería deliberadamente en el Tíbet y dio instrucciones a sus seguidores para encontrarlo. Desde entonces, cada Dalai Lama es buscado según las pistas dadas por el anterior, antes de morir.

De la misma manera, después de su muerte, Kalu Rinpoché fue hallado encarnado en este niño de dos años en Sonada, en Bengala Occidental, India. Fue reconocido a principios de 1994 por el lama Tai Situ Rinpoché y por el actual Dalai Lama, con quienes había mantenido en su anterior encarnación una relación muy estrecha. Al año siguiente, el 28 de febrero de 1995 fue entronizado en su monasterio de Sonada-Darjeeling a la edad de seis años. convirtiéndose así en la cabeza espiritual de todos los centros creados en su anterior encarnación, para lo cual lo están preparando cuidadosamente.

Cuando descubren dónde renació un gran lama, someten al niño a un estudio especial: entre otras pruebas, le presentan al chico muchos objetos entre los que se encuentran pertenencias del lama muerto. Debe reconocer cuáles fueron las suyas en su vida anterior. Pero esto no es suficiente: se necesita que un lama experimentado y con especial sabiduría, que lo haya conocido antes, converse con él acerca de su pasado. Después de esto comienza la educación del niñito para que pueda recordar lo que ya sabía en su vida anterior, logrando de esta manera la formación de un ser dotado de sabiduría intelectual, afectiva y espiritual.

CAPÍTULO Dos

Fotos 3 y 4

Son fotos tomadas por el autor al llegar a Delhi y en las que se ve el abigarrado y desordenado tránsito de la ciudad. Están acostumbrando a la gente a los semáforos y al orden en el tránsito, por lo cual piden a los automóviles y buses que toquen bocina para solicitar paso a otros vehículos. Esto hace que el desorden sea mayor aún al encenderse la luz verde.

Foto 5

Se ve una vaca cruzando plácidamente la avenida. Las vacas son respetadas y no las apuran en su andar. Y hasta no se las molesta si se les ocurre echarse en el medio de una calle con abundante tránsito.

CAPÍTULO TRES

Foto 6

Nació en 1946 en el Tíbet y varios yoguis lo reconocieron, mientras aún estaba en el útero de su madre, como la octava encarnación del fundador del linaje Dugu Chögyal en 1578. Fue entronizado a la edad de cuatro años como sucesor natural de ese linaje. Desde los cinco a los ocho años se entrenó en meditación y memorizó muchos textos religiosos, estudiando por completo los nueve senderos del budismo. Después se convirtió en el depositario de muchas enseñanzas secretas recibidas de sus maestros y que ahora va transmitiendo a sus discípulos en su permanente actividad docente. En 1959, luego de tomar asilo en la India, se unió a su maestro Kamtrul Rinpoché VIII y con él se mudó al valle de Kangra en la India, formando con otros muchos tibetanos en el exilio la comunidad de Tashi Jong, donde se instalaron para reconstruir sus vidas y preservar la rica herencia de enseñanza y arte sagrado que habían traído con ellos del Tíbet. Posteriormente Chögyal Rinpoché ejerció la presidencia de esa comunidad tibetana de Tashi Jong durante tres años, trabajando intensamente por los monjes y por la comunidad laica que rodea al monasterio.

En la actualidad el lama Chögyal se trasladó a Nepal, a Tarabir, en el Valle de Kathmandú, donde construyó su nuevo centro de retiro y comenzó a transmitir sus enseñanzas. Recientemente estableció en Yolmo, también en Nepal, una parcela de tierra para la preservación de la vida de los animales de la zona, y continúa en sus esfuerzos de reconstrucción de su monasterio original Dugu, en Tíbet, destruido durante la revolución cultural maoísta en China. En sus distintas encarnaciones los Chögyal Rinpochés descollaron por sus extraordinarias cualidades de erudición. meditación y talento artístico. Como sus predecesores, el actual Chögyal es un pintor de gran talento.

Foto 7

En este monasterio los lamas y los monjes importantes tienen sus casas separadas de la casa común donde duermen y comen los monjes y estudiantes. Cuando el autor estuvo en el monasterio, el lama Chögyal tenía en esta casa su propia cocina y su propio comedor, y era atendido por un asistente que lo ayudaba en las tareas domésticas. En su habitación tenía un escritorio, bibliotecas y un altar, frente al cual realizaba sus prácticas religiosas y meditaciones por las mañanas. En el living-comedor el lama Chögyal atendía a sus visitan-tes que venían a consultarlo o para ser dirigidos en sus prácticas como discípulos. En el mismo edificio vivía también el lama Dorgson Rinpoché, en el otro extremo de la galería exterior.

Foto 8

El primer Kamtrul Rinpoché (1548-1627) fue el lama de mayor influencia en el Tíbet en su época. Fue el jefe espiritual de más de cien monasterios para monjes y monjas, y de otros tantos centros de retiro para laicos. El penúltimo Kamtrul, el octavo, fundó junto con el actual Chögyal el monasterio de Tashi Jong al norte de la India, en donde el lamita Kamtrul es ahora su principal figura.

Kamtrul Rinpoché VIII murió en Bután y la reina de ese país, que había sido discípula suya, se negó a permitir que saliera el cuerpo de Rinpoché fuera de Bután para ser cremado en Tashi Yong. "Él vino a morir aquí, decía la reina, y de aquí no debe salir." Poco después intervino el lama Dilgo Kyense, ahora el maestro de la reina, y la convenció de que las cenizas del lama muerto debían ser guardadas en una stupa que habían construido para sus restos en Tashi Yong.

Foto 9

Los tibetanos dan el nombre Yidam a alguna deidad budista que simbolice los ideales que uno quiere alcanzar para sí mismo. Al mismo tiempo uno lo elige como protector personal. Tara Verde es considerada la protectora del Tíbet. como si fuera una santa de otras religiones. Su otro nombre es Dawa. En el budismo uno debe elegir un Yidam para practicar las iniciaciones de Tantra yoga (o Vajrayana), y durante la meditación hay que repetir miles de veces el mantra correspondiente a ese Yidam para ir adquiriendo de a poco las virtudes de su protector.

Llamada "la gran salvadora", Tara Verde representa el aspecto femenino de la compasión. Se la suele llamar por ello "la madre de todos los Budas" (el aspecto masculino de la compasión es Chenrezig). El cuerpo de Tara es verde y está sentada en una "postura real" en un disco con forma de luna llena sobre una flor de loto, con su pierna derecha extendida, representando su capacidad de salir rápidamente en auxilio de quien la invoque. Tiene este pie derecho apoyado en un capullo de loto, y sus dos manos sostienen dos lotos azules de largos tallos, que simbolizan la compasión y la ayuda. A veces suele tener una pequeña imagen de Amitaba, el Buda de la compasión, en su corona. La leyenda cuenta que en unaépoca muy lejana, Dawa era una mujer que había consagrado su vida al servicio de los necesitados y tenía gran devoción por el Buda de su época. Había realizado el voto de Bodhisatva, o sea, el de consagrar el resto de su existencia a ayudar a los demás y sobre todo, a ayudarlos a salir del sufrimiento de la vida diaria, del samsara. Cuando alguien peligraba ella estaba lista para ir en su socorro; cuando un enfermo sufría hacía lo necesario para ayudar a curarlo…

Un monje le dijo un día, admirado por su compasión. que ojalá en su próxima vida naciera hombre para poder conseguir la iluminación y llegar así a ser un Buda. Ella se indignó. ¿Acaso el espíritu tenía sexo? Una mujer podía con toda seguridad lograr la iluminación y ser lo suficientemente fuerte como para ayudar a los que la necesitaran. Se dedicó entonces cada vez con más ahínco a sus prácticas de meditación y llegó a las puertas de la iluminación, pero no quiso ascender a la dignidad de Buda para quedarse en el paso previo, el de Bodhisatva, para seguir ayudando a la humanidad. Fue quizá la primera defensora de la mujer y se consagró, como era su deseo, a ayudar a todos los seres sensibles, el ideal del budismo.

Tara es uno de los seres más amados por los tibetanos y quien tenga fe en ella puede pedirle lo que quiera que se lo concederá por su bondad, su poder y su incansable preocupación por los demás. Los tibetanos la eligieron como su protectora y casi todos le dedican altares en sus casas para venerarla y rezan plegarias para pedirle ayuda. Por otra parte, representa un ideal como persona por sus virtudes y su dedicación compasiva a ayudar a los seres que sufren. Su mantra, que hay que repetir miles de veces visualizando su figura es: "Om tare tutare turé soaha".

Fotos 10, 11 y 12

El Año Nuevo es una de las celebraciones más importantes de los tibetanos. El calendario tibetano es lunar, el mismo usado por los chinos. En ese calendario, cada año tiene el nombre de un animal que vuelve a repetirse cada doce años. Cada ciclo de doce años lleva junto al nombre del animal correspondiente, el agregado de uno de los cinco elementos, según los chinos y los tibetanos (fuego, agua, tierra, aire y metal o energía). Al completar los sesenta años vuelve a repetirse la serie con un nuevo complemento simboliza-do por un adjetivo. El año del viaje del autor, 1991, correspondía al año de la "cabra de fuego". Era festejado como el "año de Tara Verde" (protectora del Tíbet), y el "año del Tíbet", como lo había proclamado el Dalai Lama cuando recibió el Premio Nobel de la Paz, en el año anterior, 1990.

La otra fecha importante, quizá la más importante, es la conmemoración de la iluminación del Buda Sidarta Gautama (Shakyamuni para los tibetanos), que se celebra en la primera luna nueva de mayo. Se trata de la festividad de Weisak y la costumbre es meditar a medianoche. En el oeste del Tíbet, en un valle frente al monte Kailas, considerado por ellos la montaña más alta del mundo, suelen ir los creyentes en peregrinaje de todas las comarcas del país para asistir a una ceremonia secreta que se realiza allí esa noche. Se dice que en esa noche, y por única vez en el año, aparece en el cielo la imagen del Buda, y se materializan todos los Maestros y deidades en una ceremonia que los peregrinos pueden presenciar desde lejos. Ésa es la única vez en el año que el Buda se pone en contacto directo con la humanidad. El Buda desarrolla su existencia en el plano mental desde el día de su muerte, y por lo tanto, los humanos comunes no pueden llegar a tomar su energía sino por medio de la transmisión que la serie de Bodhisattvas y Maestros hacen, en beneficio de la humanidad, de la misma manera que actualmente no podemos escuchar las enseñanzas de Sócrates y fue necesario que sus sucesores, desde Platón en adelante, nos hicieran llegar su pensamiento mediante libros y transmisiones orales.

CAPÍTULO CUATRO

Foto 13

El lama Yeshe fue un gran lama tibetano quien después de escapar del Tíbet por la invasión china en 1959 se radicó en Dharamsala, en donde se habían refugiado el Dalai Lama y los primeros exilados tibetanos que lo acompañaron. Allí fundó un monasterio y luego, en el monasterio de Kopán, creó una casa de retiro para laicos. Los occidentales simpatizantes del budismo que se le acercaron le pidieron que también fuera a otros países a transmitir sus enseñanzas [20].

El lama Yeshe recorrió entonces muchas ciudades europeas, creando centros de estudios budistas y casas de retiro. En Estados Unidos escribió muchos libros y se hizo famoso. Pasó muchos años en California, en donde murió el 3 de marzo de 1984 (el día del Año Nuevo tibetano) a los cuarenta y nueve años de edad, a causa de una enfermedad cardíaca de la que sufrió desde comienzos de su exilio. Antes de morir prometió a sus discípulos que renacería esta vez en Occidente para continuar con sus enseñanzas.

El 12 de febrero de 1985, nuevamente el día del Año Nuevo tibetano, nació Osel Hita Torres en Granada, España, quinto hijo de un humilde matrimonio residente en Bubión, cerca de Granada. Sus padres habían sido discípulos del lama Yeshe en el centro de retiros de Bubión que el mismo lama había creado y al que había dado el nombre de Osel Ling (Lugar de la Luz Clara, en tibetano). Todos los lamas que lo estudiaron (incluso el propio Dalai Lama) coincidieron en que Osel era la reencarnación de ese querido lama Yeshe. Cuando tuvo un año y medio el niño fue sometido a la serie de pruebas que suele hacerse en esos casos. y a los dos años fue entronizado, ceremonia a la que asistieron gran cantidad de curiosos y periodistas, dispuestos a no perderse la coronación del "pequeño Buda", como le decían algunos. Fue grandísima la sorpresa de todos al presenciar al todavía bebé sentado en lo alto de un trono, vestido con ropas de lama, leyendo textos sagrados tibetanos y soportando sin problemas la ceremonia que duró casi tres horas.

Enseguida comenzó a recibir educación especial del lama Zopa (el principal discípulo del lama Yeshe), al comienzo, junto a su familia en Bubión y luego en Dharamsala. Después comenzó a viajar por diversos países de Asia, Europa y América, acompañado por su madre. Finalmente se radicó en el mismo monasterio de Dharamsala creado por el lama Yeshe.

CAPÍTULO CINCO

Foto 14

Kathmandú es una ciudad milenaria, y por lo tanto, en algunas zonas se pueden encontrar casas muy antiguas. Son de gran calidad artesanal en su construcción, en especial por las tallas de balcones, ventanas y techos, que dejan asombrado a los visitantes, una vez que uno haya podido superar el asco por la suciedad actual o el estado ruinoso en el que necesariamente se encuentra la gran mayoría de esas viviendas.

Foto 15

Patán es un barrio histórico-sagrado, en donde hay gran cantidad de templos, hindúes y budistas, y en donde se mezcla lo religioso con lo turístico. Sus casas y templos tienen siglos de existencia y la arquitectura típica del lugar se asemeja a la de las pagodas chinas, pero carecen de la belleza y de la pulcritud que caracterizan a éstas. El budismo de Nepal parece también haberse confundido en el pueblo con el hinduismo y sólo los muy cultos saben diferenciarlo. Debemos recordar que Sidharta Gautama, el Buda Shakyamuni, nació en Nepal seiscientos años antes de Cristo y aunque el lugar de su nacimiento ahora pertenece a la India, los nepaleses siguen recordando que el Buda es su compatriota. Los tibetanos radicados en Kathmandú están ubicados preferentemente en el barrio de Boudhanat, en donde está la Gran Stupa, alrededor de la cual están construidos los principales monasterios y templos budistas tibetanos.

Foto 16

Una stupa es un monumento religioso-funerario, como un templo al revés, es decir, un templo en donde en vez de entrar en él la gente se distribuye alrededor del mismo. Por eso, la vida del barrio de Boudhanat se concentra principalmente alrededor de esa enorme stupa, construida en el primer milenio de nuestra era. Hay quienes dicen que esa stupa comenzó a construirse en vida del Buda. Como todas las stupas, ésta es un monumento funerario, en este caso en homenaje al Buda Shakyamuni, y se afirma que dentro hay reliquias de él, incluso huesos y vestimentas.

El monumento es gigantesco. Tiene una base cuadrangular de una hectárea, sobre la cual hay cuatro plataformas cuadradas sucesivamente más pequeñas, escalonadas. Cada plataforma se conecta con la superior por escale-ras ubicadas en los cuatro puntos cardinales. Encima del último cuadrado hay una semiesfera enorme sobre la cual continúan otras plataformas cuadradas, cada vez más chicas, inaccesibles para la gente, como una llama que se eleva hacia el cielo. Termina en una ancha torre cuadrangular que sobresale de las últimas plataformas. Sobre esta torre se ve la tradicional insignia budista: una media luna con un sol alargado encima.

Cada parte de la stupa tiene un significado simbólico referido a los cinco elementos. Las plataformas cuadradas representan la tierra; la semiesfera semeja una gota de agua; la serie alargada de plataformas cada vez más chicas simboliza el fuego; la torre de encima, el aire, y la media luna y el sol, la energía.

En los cuatro costados de la torre superior están pintados los ojos del Buda, símbolo de Kathmandú, que representan a "Aquél que mira a los seres con ojos compasivos". La stupa suele estar adornada con banderines de colores que cuelgan de cuerdas que llegan hasta la cima del monumento, y sobre las plataformas hay estatuas, budistas e hindúes. La gente sube a las plataformas y camina por ellas repitiendo mantras y oraciones, como un rito religioso.

Otros dan vueltas abajo, por la vereda que rodea el monumento, haciendo girar con la mano cilindros de oraciones de metal, y de unos sesenta centímetros de altura, verticales, colocados en fila, uno al lado de otro, a lo largo de las pare-des. En la cara externa de los cilindros hay mantras escritos en tibetano, en relieve. Los fieles dan vueltas alrededor de la stupa haciendo girar cada uno de los ciento ocho cilindros, como si repitieran el mantra escrito en la superficie.

Foto 17

Alrededor de la stupa hay una calle empedrada por la que pueden circular autos, bicicletas, vacas y gente. Sobre esa calle hay pintorescos negocios, casi todos relacionados con el budismo. En esa calle y en los alrededores se ven algunos templos de colores vistosos y de formas chinescas, que pertenecen a monasterios tibetanos. Varias calles estrechas salen en todas direcciones, de tierra y barro. También hay bares y restaurantes para los turistas principalmente.

Foto 18

Por una de las callecitas que salen de la stupa se encuentra este baño público al aire libre, sin techo, en donde hombres y mujeres lavan ropa y sebañan semi desnudos, o bañan a sus hijitos, todo al descubierto, aprovechan-do el sol. No todas las casas de la zona tienen agua corriente o agua de pozo para los baños, de modo que, al igual que en casi todas las ciudades de Nepal y la India, las muchachas jóvenes son las encargadas de llevar sobre sus cabezas, en vistosas vasijas de metal o cerámica, agua potable a sus casas desde los grifos públicos. De la misma manera la gente tiene que ir a estos baños públicos a bañarse y es bien notorio la importancia que le dan a la higiene personal, en contraste con la falta de aseo de la vía pública.

Foto 19

En las ceremonias diarias o puyas (lo que correspondería a las misas cristianas) los monjes y lamas se sientan con las piernas cruzadas en largos bancos enfrentados, a lo largo del templo (o gompa). En uno de los extremos de esas filas de bancos suelen colocar un trono alto que ocupa el lama principal que dirige la puya. Los laicos que quieran asistir a la ceremonia se sientan en el suelo, en el otro extremo de la fila de bancos o junto a la puerta de entrada, que es lateral. Suelen tener el piso tapizado con grandes alfombras de vistosos colores, con típicos dibujos tibetanos.

Durante las puyas hay momentos en los que reparten té con manteca disuelta ("cha"), golosinas o frutas, principalmente para que los monjes menores y los laicos puedan tolerar las largas ceremonias. Suele ocurrir también que alguna puya haya sido encargada por alguien para pedir por algún enfermo o familiar ya fallecido. En ese caso, la persona que encarga la ceremonia dona una cantidad de dinero para el monasterio y éste reparte una parte del mismo entre todos los asistentes, entregando un billete a cada uno.

Foto 20

"Antes y después de la muerte de Dilgo Kyense Rinpoché, dice Sogyal Rinpoché [21], hubo muchos signos que demostraron su grandeza, pero el que más me pasmó y conmovió se produjo a más de mil kilómetros de distancia en el sur de Francia, en un lugar llamado Lerab Ling, no lejos de Montpellier, que se va a dedicar a la creación de un centro de retiro bajo su bendición. Uno de mis alumnos, que vive y trabaja en el centro, le dirá lo que pasó: Aquella mañana el cielo siguió a oscuras hasta más tarde de lo habitual. y el primer signo del amanecer fue una línea de un rojo intenso en el lejano horizonte. Íbamos a la ciudad, y cuando nos acercamos al punto más alto de nuestra carretera se hizo visible la tienda que alberga el santuario, plantada en el lugar de nuestro futuro templo sobre la cresta de la colina que teníamos a nuestra derecha. De pronto, un nítido rayo de sol traspasó la media luz y cayó precisamente sobre la blanca tienda del santuario haciéndola resplandecer intensamente a las primeras luces del día. Seguimos adelante, y al llegar a la curva de la carretera que nos lleva a la ciudad, un impulso repentino nos hizo volvernos hacia la tienda. Por entonces, el cielo ya era luminoso. Nos quedamos atónitos. Un brillante arco iris se extendía sobre todo el valle, con unos colores tan intensos y vivos que daban la sensación de que podían tocarse con la mano. Se elevaba desde el horizonte de la izquierda y cruzaba el cielo en un arco. Lo misterioso era que no había ni el menor indicio de lluvia; sólo el arco iris, nítido y radiante sobre un cielo vasto y vacío. Al siguiente anochecer supimos que aquel mismo día Dilgo Kyense Rinpoché había fallecido en Bután. Todos tuvimos la certeza de que el arco iris era un sigo de su bendición, que descendía sobre todos nosotros y sobre Lerab Ling".

Los budistas dicen que siempre el arco iris es señal de que algo importante está pasando, especialmente relacionado con el descenso de una bendición superior. Esto es más significativo cuando no hubiera en ese momento lluvia o no fuera un momento posterior a ella.

Foto 21

"Fue uno de los maestros más destacados de nuestra época, dice Sogyal Rinpoché, profesor del propio Dalai Lama y de muchos otros maestros, que lo consideraban un tesoro inagotable de sabiduría y compasión. Todos alzamos la mirada hacia ese hombre apacible y resplandeciente, erudito, poeta y místico, que había pasado veintidós años de su vida en retiro"… "Tenía ochenta y dos años cuando murió y se había pasado la vida entera al servicio de todos los seres sensibles. ¿Quién de aquellos que lo vieron podrá olvidarlo jamás? Era un hombre como una montaña, enorme y resplandeciente, y su majestad habría resultado abrumadora de no ser porque siempre emanaba de él la más profunda calma y apacibilidad, un rico humor natural, y esa paz y esa dicha que son signos de la realización más elevada. Para mí y para muchos otros era un maestro de la misma altura, importancia y grandeza que Milarepa, que Padmasambhava e incluso que el propio Buda. Cuando murió fue como si el sol desapareciera del cielo, dejando el mundo a oscuras, y como si una época gloriosa de la espiritualidad tibetana hubiese llegado a su fin. Cualquier cosa que nos reserve el futuro, estoy seguro que ninguno de nosotros volverá a ver jamás a nadie como él. El mero hecho de haberlo visto una vez siquiera por un momento, es, así lo creo, llevar sembrada adentro una semilla de liberación que nada podrá destruir, y que un día florecerá plenamente".

Hace poco ha sido reconocido la reencarnación del lama Dilgo Kyense Rinpoché: un niñito de cuatro años va a ser coronado en Kathmandú el 6 de diciembre del presente año 1997, en el monasterio que le pertenecía, y en donde fueron velados sus restos en febrero de 1992. El niño es nieto del lama Urgyen Tulku que el autor reconoció como su Maestro en una vida pasada.

Foto 22

Chitwan es un parque nacional muy bien protegido y en donde se busca que persista lo natural tal cual fue siempre. Los aborígenes que allí viven conservan sus costumbres y están agrupados en sectores donde construyen sus casas siguiendo sus tradiciones: las paredes son de entramado de cañas rebocadas con barro y pintadas de blanco impecable. No tienen ventanas sino orificios bien abajo en las paredes. Ellos dicen que es para que no entren los espíritus maléficos que pudieran enfermarlos, y según los guías es pera que no entren los mosquitos, transmisores de la malaria. Los techos son de una paja especial que traen desde la selva: una vez al año se les permite entrar en ella para cortar cañas y paja, y en esos días todos (hombres, mujeres y niños) penetran en la jungla, y vuelven con gran-des cantidades de cañas atadas en paquetes sobre sus espaldas o con enormes fardos de paja sobre sus cabezas. La limpieza y la pulcritud prima en los poblados y entre las casas de los aborígenes se han instalado posadas y hoteles, tratando de respetar el estilo lugareño (aunque con ventanas provistas de mosquiteros). Desde el lomo del elefante el turista puede estar muy cerca de otros animales que andan sueltos por la selva y a los cuales no podría acercarse a pie, como rinocerontes, tigres y cocodrilos.

Foto 23

El lama Kyabje Urgyen Tulku murió el 13 de febrero de 1996, ala edad de 76 años [22]. Su monasterio principal era el Lachab Gompa en Nangchen, Tíbet del este. Estudió y practicó las enseñanzas de las dos escuelas Kagyu y Nyigma del budismo tibetano. Estableció seis monasterios y centros de retiro en la región de Kathmandú. Los más importantes de ellos están, uno en Boudhanat, el barrio de la Gran Stupa y el otro, en la Gruta de Asura [23]. El lama Urgyen vivía en en el monasterio de la Hermita de Nagi, sobre las montañas que rodean a Kathmandú. Bajo su guía tenía a más de trescientos monjes y monjas. Estuvo en retiro por más de veinte años.

Era el lama más importante de Kathmandú, muy querido por todos por su bondad y autoridad natural, y por su capacidad de transmitir sus enseñanzas con generosidad y humor. Sus cuatro hijos son también "tulkus", es decir, lamas de reencarnaciones reconocidas. Uno de ellos, Tsok Ñi Rinpoché vino a la Argentina en dos oportunidades, la última en septiembre de 1997, por invitación del centro de estudios budistas Dongyuling que dirige Gerardo Abboud, en Buenos Aires. En las exequias del lama Urgyien, su hijo Tsok Ñi dijo lo siguiente [24]: "Cuando estaba vivo y bien de salud, Tulku Urgyen Rinpoché daba instrucciones en su principal práctica, Dzogchen y Mahamudra, a gran cantidad de gente. Mis tres hermanos y yo también recibimos enseñanzas de él: lo veíamos como nuestro guru. Honestamente, sin embargo, aun sabiendo que moriría algún día, que todo llega a su fin, nunca pude imaginar el día en que esto pasara en la realidad".

"Pero fui realmente conmovido por un hecho simple: si este yogui tan grande muere así; si este maestro tan precioso, el guru de tantos otros grandes maestros también se va, suspendiendo su respiración y dejando atrás la materia de su cuerpo, ¿qué va a ser de nuestra muerte entonces? ¿Qué va ser de alguien como yo? Yo no pasé tantos años en retiro; nunca tuve tanto entrena-miento en meditación. ¡Ahora realmente tengo que practicar! Cuando los gran-des maestros se van, ¡También tengo que practicar mucho! Tengo que alcanzar el nivel en el que logre disolver toda ilusión."

"En el momento de morir Rinpoché, no pasó nada expectacular. Se sentó unos quince minutos con las piernas cruzadas, no dijo que se iba a morir ni nada por el estilo: simplemente se relajó en la muerte. Después de haber dejado de respirar, Urgyen Tulku Rinpoché quedó en tukdam [25], en samadhi [26], alrededor de quince horas. El final del tukdam suele estar marcado por la aparición de los líquidos blanco y rojo de la bodhichitta: dos gotas salieron suavemente de ambos orificios nasales, una roja como sangre y otra blanca. Hasta ese momento su cuerpo había estado exactamente en el mismo estado: Rinpoché se había mantenido sentado todo el tiempo, como dormido, total-mente relajado. Ningún cambio en el color de la piel o en su posición, ninguna contractura o sacudida, ningún signo de respiración. Cinco o diez minutos después que los líquidos aparecieron, todo el cuerpo cambió de forma y color: rigidez y otros signos de muerte se presentaron todos al mismo tiempo."

"Tulku Urgyen Rinpoché nos había dicho varias veces que cuando un gran yogui se iba, el hecho se podía observarlo en el clima que reinara en el lugar. El signo de una verdadera liberación es "un luminoso cielo sin nubes". Esa mañana, antes de que él muriese, caminé un rato por los alrededores del monasterio en lo alto de la montaña. No se veía ni una nube en todo el cielo, ni siquiera una pequeña en el lejano horizonte. Cuando me detuve y miré todo el valle, que durante las mañanas de invierno suele estar cubierto de bruma, no vi ni la más leve niebla ni la habitual polución de polvo sobre el valle de Kathmandú. Sólo vi un cielo absolutamente claro y brillante. Este reluciente y prístino clima se mantuvo por algunos días…" [27]

CAPÍTULO SEIS

Foto 24

Los ómnibus paran en varios poblados sobre la ruta y en algunos no hay restaurantes ni bares de modo que los turistas tienen que comer o tomar lo que les ofrecen los pobladores que preparan comidas sobre braseros en el suelo. Muy difícilmente tienen alimentos envasados, aunque se pueden con-sumir las tradicionales gaseosas que existen en todo el mundo o agua mineral con gas, embotelladas. Los viajeros ya saben que no deben comer o beber nada que no haya sido cocinado por la gran contaminación que existe en toda la zona. Comer una ensalada de verduras crudas, aunque hayan sido lavadas con agua iodada, como dicen los carteles, es exponerse a una disentería o un cólera típicos de la región.

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Como en otras religiones, suele ser una costumbre budista llevar imágenes de una región a otra, atravesando el desierto de la meseta tibetana. A los monjes y lamas suelen acompañarlos los fieles como un acto de fe y devoción formando así una procesión.

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Lo que más impresiona en las planicies del Tíbet es la falta absoluta de vegetación. Da la impresión de que no es posible la vida allí y sin embargo, al detenerse los turistas en algún lugar para descansar, aparecen como de la nada gente que se aproxima a "curiosear", de la misma manera como los turistas miran lo novedoso de los lugares o de sus habitantes. No se acercan a pedir limosnas, ni dinero, ni comida, sino que solamente quieren entrar en contacto con alguien nuevo. Pueden pasar meses sin verse una figura nueva en el lugar.

Los chicos se acercan a los turistas a pedirles fotografías del Dalai Lama.

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En las poblaciones que rodean a los monasterios viven los familiares de los monjes. En el Tíbet ocurría como en siglos pasados en Europa en donde el intelecto y la cultura estaban desarrollados sólo en los conventos o en las iglesias, a donde los laicos mandaban a sus hijos si querían que estudiasen. En el Tíbet, los monasterios eran los únicos lugares a donde se podía ir a estudiar, desde aprender a leer hasta estudiar medicina, teología, astrogía, o prepararse para ser monje o lama. El estudiante podía optar después por quedarse en el monasterio como monje, o volver a ser laico. Pero mientras estaba dentro debía cumplir con los requisitos para ser monje. Por este motivo, alrededor de los monasterios se encuentran poblaciones de laicos, cuyos habitantes están relacionados de una u otra manera con los lamas y los monjes: sus hijos estudian como ellos lo hicieron en su momento en esos monasterios, van a los templos para continuar con su vida religiosa, acuden a los médicos del monasterio cuando se enferman y ante la muerte de un familiar los lamas lo ayudan a morir y se ocupan del cuerpo del muerto después. Además, los laicos son los que mantienen económicamente la vida del monasterio, pagando el estudio de sus hijos, o al médico que les atendió su salud, o al lama que se ocupó del muerto. Este aporte puede ser con dinero, trabajo o donaciones de alimentos y demás necesidades de los monjes.

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Se puede apreciar el despliegue de la edificación del monasterio y la magnificencia de los templos, con sus techos dorados y en forma de pagodas, que reflejan la herencia china de su arquitectura. Por detrás de los templos se ve una pared de sesenta metros de altura en donde, en fechas determinadas deconmemoraciones religiosas se despliegan enormes "tancas", que son telas con figuras budistas, bordadas artísticamente, y que luego se guardan enrolladas en la biblioteca del monasterio. Para comparar el tamaño de la tanca, junto al muro se pueden ver algunas personas de pie.

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Dentro de uno de los templos del monasterio de Tashi Lhumpo está instalada esta estatua de Maitreya sentado y que tiene veinticinco metros de altura. Abarca tres pisos y se lo puede ver desde cualquiera de ellos. Está iluminado con reflectores colocados de manera que pueda verse la magnificencia con la que ha sido cofeccionada, con láminas de oro recubriendo su rostro y su corona. con piedras preciosas distribuida en toda su vestimenta. Pero lo que más impresiona es la expresión del rostro de Maitreya, con su mirada puesta en el infinito, en la eternidad. La serenidad que transmite es enorme, y nadie deja de sentir la necesidad de quedarse mirándolo, aunque no entienda lo que Maitreya significa: se trata del Bodhisattva del amor, considerado por los budistas y por los hindúes como la representación oriental de Cristo. Por otro lado, se dice que es el futuro Buda, "el Buda del futuro" como se lo llama. En la Nueva Era, la de Acuario, Maitreya será el Buda que dirigirá la vida espiritual de la humanidad entera.

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Gyantsé es una ciudad chica que no ha sufrido la influencia china modernista. por lo cual retiene los encantos de vieja ciudad tibetana. Por estar en una situación privilegiada, sobre un importante río (el Nyang, que desemboca en el Brahmaputra), muy cerca de las fronteras con Nepal, Sikkim y Bután [28], y sobre la ruta hacia Lhasa, fue siempre el principal centro de comercio de lana del Tíbet. En 1904 se convirtió en el objetivo de la expedición del ejército británico y cerca de allí se desarrolló una batalla en la que murieron centenares de tibetanos por la superioridad de las armas de fuego de los ingleses. Después de arrazar el castillo, los británicos lograron un acuerdo comercial con los tibetanos y hasta abrieron una pequeña escuela allí.

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El monasterio Kumbum se encuentra en un anfiteatro natural hecho por las montañas, donde había dieciséis monasterios más. Fue construido en el año 1440 por Rabten Kunzang, el segundo de los reyes que tomaron a Gyantsé como capital de un pequeño reino incrustado en las montañas de los alrededores. Casi todos los monasterios que lo rodeaban están ahora destruidos pero el Kumbum resistió todas las batallas y revoluciones que se sucedieron desde su fundación. La mayor atracción de este monasterio es la stupa, de gran belleza arquitectónica, construída con una delicadeza maravillosa, con paredes de cerámica de colores y techos de oro.

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El Bodhisattva Avalokiteshvara (Chenrezig para los tibetanos) tomó una vez como voto salvar a todos los seres sensibles de su sufrimiento, pero cuando tomó conciencia de la magnitud de su tarea su cuerpo explotó en in-contables fragmentos. El Buda Amitabha (el Buda del amor) rearmó su cuerpo y el Bodhisattva Vajrapani (el de la energía y el poder) le dio una forma mucho más poderosa, proveyéndole nueve cabezas y mil brazos. Cada una de sus manos tiene un ojo en el centro de la palma, simbolizando con ello la unión de la sabiduría (ojo) con los medios hábiles (mano). Ocho de sus manos son las principales: las primeras dos sostienen la "gema que satisface todos los deseos", las cinco siguientes llevan un loto, un arco y una flecha; un frasco con néctar; un mala (rosario para oraciones) y una rueda del Dharma (enseñanzas). La octava mano tiene la palma abierta con el gesto de la generosidad. Tres filas de tres cabezas de colores, rojo, blanco y verde, simbolizan los tres aspectos de la budeidad, y encima de estas nueve cabeza están la terrorífica cara azul de Vajrapani (la energía) y la bondadosa, roja, de Amitabha (el amor).

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La stupa del Kumbum es uno de los edificios más hermosos del Tíbet, con su techo de oro y dos hechizantes ojos pintados en lo alto de la cúpula circular. La stupa tiene una serie de ciento doce capillas distribuidas en cinco plantas cuadra-das simétricas, que puestas en forma de escalones, cada uno más chico que el de abajo, terminan en la torre cilíndrica con otra torre más pequeña encima. En la planta baja de la stupa hay veinte capillas, cinco en cada lado del primer escalón, con accesos independientes, tres de las cuales están destinadas a los Budas de los tres tiempos (Dypankara, el del pasado; Shakyamuni, el del presente, y Maitreya, el del futuro). El resto de las capillas está dedicado a divinidades terroríficas, la mayoría de ellas tomadas posiblemente de los dioses folklóricos del lugar, y para no poner a los pobladores en contra fueron asimilados al budismo como monstruos que defienden el Dharma (las enseñanzas).

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Acerca de las estatuas y murales que habitan las capillas escribió Tucci: "Ora pacíficos, ora terroríficos, parecen saltar vivas frente a nuestros ojos como para meterse en nuestro inconsciente y apoderarse de sus sueños. Podemos llegar a creer que los pintores, por un diabólico artilugio, conjuraron a fuerzas vivas del lugar y las introdujeron en su obra para que después, flotan-do fuera de las paredes, forzaran su entrada en nuestra alma y tomaran posesión de ella con un mágico sortilegio".

Muchas de estas pinturas son obra de artistas nepaleses del siglo XV y están entre los ejemplares mejor preservados de ese estilo que sobrevivió en el Tíbet. A pesar de que a casi todas se les arrancó la cara durante la década del 60, el resto de las figuras quedó milagrosamente intacto.

CAPÍTULO SIETE

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Los Dalai Lamas vivían y trabajaban en el Palacio Rojo, que es el macizo central que se ve dentro del Palacio Blanco, la parte externa de este monumental edificio. Se lo empezó a construir en siglo vu, por orden del emperador Songtsen Gampo, que fue el que introdujo el budismo en el Tíbet cuando se casó con dos princesas budistas, una china y la otra nepalesa, quienes indujeron a su marido a abrazar el budismo. En la actualidad sólo hay dos habitaciones que dicen pertenecieron al primitivo palacio.

Los tibetanos dedicaron este palacio real a Chenrezig (Avalokiteshvara), el Bodhisattva del amor y la compasión, y lo llamaron Potala por el nombre de la "Tierra Pura" (el cielo Potala) donde dicen que reside este Ser.

El palacio fue construido en la época del 5° Dalai Lama, quien se trasladó al Potala desde el monasterio Drepung, en donde vivieron también el 3° y el 4° Dalai. Siempre fue considerado el más importante palacio del Tíbet, lleno de lujo y magnificencia, representante de la gloria de una época maravillosa de este país.

El Potala fue levemente dañado durante el levantamiento tibetano de 1959 contra los chinos, y afortunadamente fue salvado de una destrucción anterior, durante la revolución cultural maoísta, gracias a la intervención personal del presidente de China, Chou En Lai, que detuvo con el ejército oficial chino a los guardias rojos de Mao Tse Tung, impidiéndoles la entrada al palacio.

Tiene mil habitaciones, rodeadas de pasillos enormes y capillas, todos decorados con dibujos y tapices religiosos e históricos, artísticamente confeccionados. Aunque da la impresión de ser un monasterio, sin embargo, siempre fue el palacio seglar de los Dalai Lamas, en donde vivían y recibían a los diplomáticos y delegaciones extranjeras.

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Varias escaleras tremendamente grandes llevan desde la base de la montaña sobre la que está construido el palacio Potala hasta la entrada principal. También tiene un camino para autos que sube la montaña hasta la puerta de atrás, por donde llevan a los turistas.

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Este monasterio es sin duda el templo más sagrado del Tíbet. Fue construido por el rey Songtsen Gampo, el que introdujo el budismo en el Tíbet, para alojar la imagen del Buda Akshobhya que trajo una de sus esposas, la nepalesa, como regalo de bodas de su padre. Esta princesa había captado el paisaje del lugar como el cuerpo de una "mujer demonio" acostada, desnuda, y para conjurarla hizo construir un templo en las partes más prominentes de su cuerpo, y en su corazón, que entonces era una laguna, levantó este monasterio, luego de hacerla rellenar.

Se trata de un edificio que data del siglo VII y todavía lo siguen arreglando. Los tibetanos se vanaglorian de no haber dejado nunca de embellecer este templo desde que se lo construyó: por todas partes se ven artistas tallando maderas para reparar o mejorar lo existente. Las tallas de las columnas, los capiteles y los techos son de una belleza indescriptible.

El Jokhang aloja también una hermosa estatua del Buda Shakyamuni, llamada Jowo ("el divino"), que fue traída por la princesa china, la otra esposa del mismo emperador. Dice la tradición que el Buda concede todo lo que uno le pida en su presencia. La estatua es hermosa, vestida con pesado brocado y terciopelo, y adornada con infinidad de joyas. Está dentro de una capilla protegida por una reja de gruesas cadenas labradas, que los fieles tibetanos besan en señal de devoción.

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El monasterio Drepung fue construido por el 2° Dalai Lama y allí vi-vieron y gobernaron el 3°, 4° y 5° Dalai Lamas, este último, hasta que se trasladó al Potala cuando este estuvo en condiciones de ser habitado. Drepung significa `"puñado de arroz" y es la traducción tibetana del nombre sánscrito Dhanyakataka de una magnífica stupa erigida en el lugar donde se dice que el Buda enseñó el tantra de Kalachakra. Haciendo gala de su nombre este monasterio llegó a ser muy reconocido por el conjunto de maestros que vivían allí y por la calidad de sus transmisiones. Fue considerado el principal centro de enseñanza y el más grande de los monasterios de la orden Gelugpa y llegó a alojar en cierta época a setecientos monjes. Durante la revolución cultural maoísta fueron destruidos varios de sus edificios y desde 1982 más de cuatro-cientos monjes jóvenes han logrado reunirse allí nuevamente y están reconstruyendo el monasterio, tratando de recrear su afamado prestigio escolástico de tiempos pasados.

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El monte Éverest es la montaña más alta del mundo, ubicada en el Himalaya, casi frente a Katmandú. Tiene casi 8000 metros sobre el nivel del mar y está cubierto permanentemente de nieve. El Himalaya, la enorme cordillera que está al sur del Tíbet y que le sirve de límite con India, Nepal, Sykkim y Bután, tiene muchísimos otras puntas montañosas que son casi tan altas como el Éverest, de modo que no se trata de una montaña muy alta entre otras más bajas, como solemos encontrar en la Cordillera de los Andes, sino de gran cantidad de gigantescas moles, impresionantes todas, que se suceden una después de la otra.

Al norte de esta cordillera se extiende la gran meseta del Tíbet, casi permanentemente entre los 3000 y los 4000 metros de altura sobre el nivel del mar. Por esta razón al Tíbet se lo denomina "el techo del mundo". Las grandes alturas tienen la atmósfera con menos cantidad de oxígeno que en los lugares bajos. Por esta razón la gente "se apuna" (para usar un término americano), es decir, sufre la falta de oxígeno que la hace sentir ahogada, por lo que tiene que respirar más profundamente y con mayor frecuencia. Esto hace que el aire de los pulmones y en consecuencia, la sangre misma, pierda anhídrido carbónico en más cantidad que lo habitual, lo cual trae un cuadro clínico llamado hiperventilación. Esta se caracteriza principalmente por un aumento de alcalosis de la sangre y de todas las células del cuerpo, y en el sistema nervioso se manifiesta por un estado psíquico muy particular, en el cual uno se conecta con estados emocionales muy intensos y de muy difícil manejo voluntario. Esto asusta mucho a las personas muy sensibles, y en algunos casos hasta las arrastra a cuadros histéricos, pero por otro lado le permite a uno conectarse con situaciones emocionales que habitualmente no se logra en la vida diaria. Por este motivo, cuando uno está en un lugar tan alto, se sensibiliza muchísimo y aumenta la propia percepción, lo cual favorece los estados meditativos con fácil acercamiento a la clarividencia y a la clariaudiencia, que caracterizan a los estados superiores de la mente.

En yoga existen técnicas respiratorias especiales, usadas en meditación, mediante los que se logran voluntariamente estos estados particulares de conciencia para indagar profundamente en la mente inconsciente o acceder a estados místicos, llamados superiores. También los psicoterapeutas transpersonales suelen emplear la hiperventilación para inducir al paciente a estados mentales de alta emocionalidad que luego son usados para el mejor conocimiento de uno mismo y para acceder a planos de conciencia no habituales.

CAPÍTULO OCHO

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Para los budistas la ceremonia más importante es la toma de refugio. Es el equivalente al bautismo de otras religiones y tiene el mismo significado: el compromiso que la persona toma con su propia vida, para que esta sea guiada por las disciplinas de la religión correspondiente. Pero para el budista, esta ceremonia tiene dos significados básicos: uno, el religioso, y el segundo, el compromiso filosófico, es decir, que a partir de ese momento se compromete a encausar su existencia en un crecimiento espiritual permanente hasta llegar a la iluminación, siguiendo determinados principios para los cuales no necesariamente necesita uno ser religioso. Estos principios son muy parecidos a los diez mandamientos de Moisés, siendo los dos más importantes el voto de Bodhisattva, que consiste en el compromiso de no pasar a la iluminación buscada hasta no haber ayudado a todos los seres sensibles posibles a salir del sufrimiento del samsara y lograr también la iluminación. El otro es consecuencia del primero y consiste en que todo lo que haga uno en su vida será para beneficiar a todos los demás seres.

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El casamiento para los budistas no tiene como ceremonia la importancia que para otras culturas y en especial para los occidentales. Como toda la filosofía budista está basada en la "impermanencia", se considera que nada es para siempre y que todo va a cambiar indefectiblemente. Por lo tanto, el matrimonio, si bien suele ser elegido por los padres o por los lamas para que resulte ser lo mejor y fuente de felicidad para los contrayentes, los tibetanos saben que va a durar un tiempo y luego cambiará, sea por la muerte de uno de los cónyuges o por la decisión de ellos de separarse. Lo que importa en esta ceremonia es el compromiso de fidelidad que asumen los esposos para evitar el sufrimiento que podría acarrear si no se la tuviera en cuenta, y el compromiso de organizar una familia de manera que asegure la evolución espiritual de los hijos. Lo más importante para los budistas es el desarrollo espiritual y la conciencia de la evolución permanente, personal y para los hijos.

Por el contrarío, para nosotros los occidentales la ceremonia del casa-miento nos sigue pareciendo de gran importancia a pesar de que sepamos que es verdad lo de la impermanencia. No obstante creemos, aunque sea en el momento de la celebración, que la unión va a ser para siempre. Por esta razón, los lamas extienden certificados que entregan de buena gana a los contrayentes, deseándoles mucha felicidad y larga duración.

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En los recuadros están los nombres de las ciudades, de los monasterios visitados, de los principales lamas de cada lugar y el número del capítulo en donde se los menciona.

Nota sobre el autor

El doctor Hugo Ardilles nació en Córdoba (Argentina) en 1931.

Se formó como violinista y entró en la Orquesta Sinfónica de Córdoba a los 17 años. A los 22, en Buenos Aires, ingresó en la Orquesta Filarmónica del Teatro Colón, y formó parte de la Orquesta de Amigos de la Música y de la Orquesta de Cámara Pro-Música en la que fue concertino y comenzó su carreta de concertista. Ganó dos becas para estudiar música de cámara y dirección de orquesta en Brasil y Estados Unidos. Más tarde, cuando comenzó a estudiar medicina, fue primer violín del Cuarteto de la Universidad Nacional de Buenos Aires y concertino de la Orquesta de Cámara de la Universidad de Buenos Aires. Posteriormente fue concertino de la Camerata de Buenos Aires.

Su encuentro a los 24 años con Susana Milderman, pionera en Buenos Aires de las Terapias Corporales, le hizo cambiar el rumbo profesional: se formó como instructor de Gimnasia Rítmica Expresiva Yogui con ella, y estudió medicina en la Universidad Nacional de Buenos Aires, con el objeto de aplicar la gimnasia yogui a la medicina. Se graduó en 1963.

Se especializó como fisiatra en el Instituto Nacional de Rehabilitación, en donde fue jefe de Fisiatría.

Estudió homeopatía en la Asociación Homeopática Argentina y fue docente en la Escuela de la Liga Homeopática Internacional "Doctor Tomás Paschero".

Se graduó como psicoterapeuta en la Escuela de Psiquiatría Psicoanalítica Gestáltica del doctor Fernando Taragano.

Sus tres especialidades le permitieron crear una escuela en donde profundiza el estudio del yoga y aplica sus técnicas a la medicina. Desde su creación en 1966, es director de esa escuela, que actualmente lleva el nombre de Arroyo.

En Arroyo sistematizó con sus colaboradores la Gimnasia de Centros de Energía, basada en los chakras del Yoga y derivada de la gimnasia de Susana Milderman, creando así una Terapia Corporal con aplicaciones físicas y psicológicas.

Allí mismo dirige un Curso de Instructores de Gimnasia de Centros de Energía, con el que se formaron sus colaboradores. Coordina y supervisa los Grupos de Terapia Corporal y dicta clases de meditación, en las que aplica sus investigaciones sobre el Budismo Tibetano y las implicaciones de este en la psicología y desarrollo espiritual del ser humano.

En 1983 participó en la creación y dirigió la Fundación Siembra, el primer Centro Holístico de la Argentina.

Desde 1993 dirige un Curso de Instructores sobre el Sistema de Centros de Energía en Barcelona, España.

Participó en numerosos congresos y encuentros sobre músico-terapia, medicina holística, terapias corporales y homeopatía, presentando en ellos talleres vivenciales y conferencias, y participando en mesas redondas sobre esas materias.

Dictó numerosas conferencias sobre los Cuerpos Sutiles, sobre la teoría de los Centros de Energía y sobre la Gimnasia de Centros de Energía.

Ha sido invitado por numerosos medios periodísticos (radio, tele-visión y medios gráficos), para hablar sobre terapias alternativas y medicina holística.

Escribió diversos artículos sobre las bases de la Gimnasia de Centros de Energía. Ha publicado un libro sobre el mismo tema, La energía en mi cuerpo, y está preparando otro comparando el yoga con la medicina moderna.

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